La esfera de las rutas: el viaje poético de Pellicer 9783964562852

Aborda la vida y obra de Carlos Pellicer (1897-1977) y examina esta última desde una perspectiva analítica, explorando l

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Spanish; Castilian Pages 340 Year 2013

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CONTENIDO
Nota del autor
Presentación
Primera parte: Apuntes biográficos
Segunda parte: Viajar, poetizar lugares
Tercera parte: Retratos ejemplares
Bibliografía y hemerografía
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La esfera de las rutas: el viaje poético de Pellicer
 9783964562852

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La esfera de las rutas El viaje poético de Pellicer

Püblicaensayo A través de esta colección se ofrece un canal de difusión para las investigaciones que se elaboran al interior de las universidades e instituciones públicas del país, partiendo de la convicción de que dicho quehacer intelectual sólo está completo y tiene razón de ser cuando se comparten sus resultados con la comunidad. El conocimiento como fin último no tiene sentido, su razón es hacer mejor la vida de las comunidades y del país en general, contribuyendo a que haya un intercambio de ideas que ayude a construir una sociedad informada y madura, mediante la discusión de las ideas en la que tengan cabida todos los ciudadanos, es decir utilizando los espacios públicos. Con esta colección Pública Ensayo presentamos una serie de estudios y reflexiones de investigadores y académicos en tomo a escritores fundamentales para la cultura hispanoamericana con las cuales se actualizan las obras de dichos autores y se ofrecen ideas inteligentes y novedosas para su interpretación y lectura.

L A CRÍTICA PRACTICANTE Ensayos latinoamericanos

Vol.10 como crítica imaginativa y descir.idora, aspira a unir creación y crítica, sobre todo en el campo leí ensayo. Desde que en 1890 Wilde hablara del «crítico como artista», Icsde que T. S. Eliot apelara a un poeta crítico, consecuente y ' onsciente de la racionalidad de su obra, la exégesis literaria ha intentado acortar las distancias con el texto mismo que comenta. Dentro de la producción ensayística hispanoamericana no faltan ejemplos de esa proximidad; entre ellos, piezas fundamentales para lo que es ya una historia nutrida y variada de la crítica literaria. La presente colección desea recuperar y publicar libros que subrayen la continuidad y coherencia del pensamiento crítico, y no sólo en torno a la literatura; también aquellos que, en sentido amplio, aborden creativamente la cultura latinoamericana. I. \ C R Í T I C A PRACTICANTE»,

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Alvaro Ruiz Abreu

La esfera de las rutas El viaje poético de Pellicer

PQ7297.P3 R8 2013 RUlZABREU, Alvaro La esfera de las rutas. El viaje poético de Pelllcer. / Alvaro Ruíz Abreu. México: Bonilla Artigas Editores: Iberoamericana, 2013. 340 p; 15x23 cm. ISBN 978-607-7588-94-8 ISBN 978-84-8489-749-1 Pellicer, Carlos, 1899-1977 - Crítica e interpretación Poetas mexicanos - Siglo XX

Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de los legítimos titulares de los derechos. Primera edición, 2014 © Bonilla Artigas Editores, S.A. de C.V., 2013 Cerro Tres Marías número 354 Col. Campestre Churubusco, C.P. 04200 México, D. F. [email protected] www.libreriabonilla.com.mx © Iberoamericana, 2013 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.:+34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, 2013 Av. Universidad s/n, Zona de la Cultura, Col. Magisterial, Vhsa, Centro, Tabasco, Méx. C.P. 86040. Tel (993) 358 15 00 www.ujat.mx ISBN 978-607-7588-94-8 (Bonilla Artigas Editores) ISBN 978-84-8489-749-1 (Iberoamericana) Responsables en los procesos editoriales en Bonilla Artigas Editores: Cuidado de la edición: Andrea López Diseño editorial: Saúl Marcos Castillejos Diseño de portada: Teresita Rodríguez Love Impreso y hecho en México

Una mujer de pájaros y frutas esclarecía en Rodas la mirada del que ciñe la esfera de las rutas. Hora y 20 Carlos Pellicer

CONTENIDO

Nota del autor

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Presentación de Carlos Pellicer López

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Primera parte Apuntes biográficos Tiempo desnudo, febrero de 1977 El niño y el mar La casa azul Divina Esperanza

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Segunda parte Viajar, poetizar lugares Prosa. Imaginación y poesía Inagotable prosa Viaje y poesía La esfera de las rutas

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Tercera parte Retratos ejemplares Tres vidas para imitar Galería de retratos El gran sacerdote de la poesía Ultimas cuerdas del poeta

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Bibliografía y hemerografía

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NOTA DEL AUTOR

Este libro es el resultado de varios años de lectura y revisión de la obra de Carlos Pellicer Cámara, el poeta que atrae a simple vista por su verso luminoso y seductor. A partir de una breve intervención en un congreso de 1992 en Barcelona, sobre la luz en la poesía de Pellicer fui siguiendo sus huellas; lo más visible era que se habían escrito decenas de notas y artículos, muchos prólogos a sus epistolarios pero escasos libros que entraran a su universo poético tan variado y prolífico. La crítica coincidía en afirmar que Pellicer era uno de los poetas más sólidos y nada más. Pensé que valía la pena arriesgarse a revisar su poesía que comenzaba con Colores en el mar y otros poemas (1921), el primer paso de un poeta que todavía escribe bajo la influencia del modernismo, guiado por Rubén Darío, Díaz Mirón y López Velarde, y terminaba con Cuerdas, percusión y alientos (1976). Mientras que Piedra de sacrificios. Poema iberoamericano (1924) le servía a Pellicer para cantar a los montes, los valles y los mares latinoamericanos, a sus héroes y sus luchas, mitos y caídas; 6,7poemas de ese mismo año y Hora y 20 (1927) y Camino (1929), eran títulos que ponían el verso de Pellicer en una dimensión original, no explorada por la poesía mexicana, y aparecía el peregrino que camina por ciudades y países buscando su estrella. Se colocaba en la ruta de las vanguardias de los años veinte y se afianzaba como un poeta excepcional, seguro de su oficio. Su poesía era radiante y religiosa, civil y elegiaca, pero su originalidad venía de su relación intrínseca con las artes plásticas, sobre todo con los impresionistas; había un rincón de este escritor que era preciso conocer y explorar: el de su prosa. Vasta y precisa, es sin duda una escritura al margen que el poeta pulió y dejó como testimonio

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de su pasión por la crítica de arte y literaria, el discurso social y político, el artículo sobre museografía y las culturas prehispánicas, además, había producido epistolarios ejemplares. Su vida era un largo itinerario que había comenzado en la ciudad de México en 1908 en vísperas de la Revolución, y a partir de ese momento el joven se relaciona con maestros, poetas, escritores y artistas. Mirando a ese poeta en ciernes, el lector puede descubrir que su destino estaba quizás ya marcado, pues escribía sin descanso y pronto conquistó el mundo de las letras hispánicas y creó una nueva sensibilidad en la poesía mexicana. Inicialmente pensé que escribiría una biografía extensa que diera cuenta de los pasos de Pellicer, desde el primer aprendizaje, el desarrollo y la cima que escaló, hasta su muerte. Pero fui viendo que el personaje es interesante y prolífico, un ser en movimiento que se escapa, un producto de las paradojas de su tiempo, y me dediqué a narrar su vida, pero a través de sus viajes. De ahí que la primera parte de este trabajo se llame "Apuntes biográficos", que subraya aspectos decisivos de su familia, su tierra, luego los pasos iniciales en la ciudad de México y la forma en que se liga con los Contemporáneos. "Viajar, poetizar lugares" es la segunda parte, en la que trato de seguir al poeta a través de lo que fue escribiendo en Aviñón, París, Ámsterdam, Florencia, El Cairo, y otros países y ciudades: apuntes, largas cartas, poemas, artículos y discursos. La tercera, "Retratos ejemplares", es un acercamiento crítico a tres niveles decisivos de la escritura pelliceriana. El primero, el que dedica a quienes consideró héroes de la poesía y de la lucha civil, Simón Bolívar, Rubén Darío y José Vasconcelos. El segundo nivel reconstruye el alma de los que Pellicer vio como seres queridos y artistas entrañables: José Clemente Orozco, Diego Rivera, José Guadalupe Posada, con el paréntesis que propicia la escritura que le inspiró la sensibilidad de Frida Kahlo (1907-1954); a raíz de su muerte el poeta tabasqueño se derrama en imágenes nítidas de la vida y el arte de esta gran mujer, convertida en leyenda y en mito de la liberación femenina. "La casa de Frida Kahlo" (1955) es una descripción de la casa de Coyoacán de esta artista infatigable que Pellicer admiró y amó. En ese apartado me dedico también a revisar la

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vocación del poeta por el mundo prehispánico, y la forma como se convierte en una especie de "Chamán del trópico" debido a su tendencia por reivindicar la selva y el paisaje tropical. "Y mi juventud un poco salvaje/ que sienta bien al paisaje"; esta juventud la desarrolla más tarde cuando habla y se autonombra iguana y pez, árbol de caoba y selva, que mezcla con los elementos telúricos, mágicos y con la energía que hay en la atmósfera. Basta asomarse a los títulos que Pellicer escribió y fechó en diversos países para empezar a entender el significado que le dio a sus propios textos como viajero que mira otras culturas y otros hombres, y los transforma. "Soneto a causa del tercer viaje a Palestina" está fechado en Monte Tabor, Palestina 1929; "Variaciones sobre un tema de viaje", en Aviñón, Provenza, 1926; el "Tríptico" que son tres sonetos a los que sobretituló "En Atenas", "En Esmirna" y "En Chipre", 1926; su "Nocturno de Constantinopla" fechado en esa ciudad en 1926; su ya clásico grupo de poemas bajo el título de "Semana holandesa", de ese mismo año; "París, canción de primavera" dedicado a Roberto Montenegro, también de 1926. "A la poesía", Siracusa, 1928; "Envío", fechado en Agrigento y en el mar Jónico, 1926; "Estudio", Jafa, 1927. Y la lista es interminable porque desde joven salió de México a Sudamérica y luego no paró de caminar por el mundo como un peregrino que cree en san Francisco, el santo que lo guía y le inspira la fe en la vida, en la humildad y la creación. Pellicer escribió sin tregua cantidad de textos en los que expresa su visión del hombre, su pasión política, el sentido que tenía de la amistad, lo que entendía por poesía y la forma como concibió a los artistas del siglo XX. Sin embargo, hay otro Pellicer menos explorado y más llamativo: el poeta de los héroes americanos. Con todos estableció un diálogo sin precedentes en la literatura mexicana. Mantuvo una abundante relación epistolar con José Vasconcelos, Germán Arciniegas, José Gorostiza, Gabriela Mistral, Alfonso Reyes, Genaro Estrada, y muchos más, y fue amigo de Salvador Novo, el Dr. Atl, Frida Kahlo y Diego Rivera, Carlos Chávez, Octavio Paz, Roberto Montenegro, etcétera. Explorar esta zona poco estudiada del poeta de Hora de junio (1937) me parecía imprescindible para introducirse al mismo tiempo a su universo poé-

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tico, al poeta y su prosa espléndida, tan extensa como sus poemarios, que empezó a escribir desde muy joven. La escritura que me pareció importante estudiar fue la que se encuentra en los variados y frondosos epistolarios de Pellicer, que se han recopilado precisamente para el placer y el análisis de sus lectores. El que le dedicó a José Gorostiza, su gran amigo y confidente, su colega y paisano, el gran poeta de Muerte sin fin (1939) es una pieza delicada que permite aproximarse a los ambientes culturales de los años veinte y treinta de México y otros países, dejando la puerta abierta para recorrer la intimidad del poeta, sus dudas, sus caídas y sus soledades. Y otro, inigualable en su estilo y su ironía, es el que recopiló Clara Bargellini, Cartas desde Italia, en el que Pellicer aparece en toda su diversidad humorística y su sabia mirada para contemplar el arte de los pintores italianos del Renacimiento, el Barroco, el arte clásico y el moderno. El poeta es un observador de las rutas del mundo, también un lector atento de las obras de arte que asombran a la humanidad y no solamente las mira y acaricia sino que las asume para transformarlas en versos. En sus poemas, de principio a fin, aparecen muchas figuras conocidas que exalta y sacraliza: Cristo, san Francisco, Quetzalcóatl, Cuauhtémoc, Hidalgo, Morelos, Simón Bolívar, que lo convierten en el poeta civil y religioso de su generación. Pero también echa mano de muchos artistas y de ciudades de Italia y otros países; escribe una y otra vez sobre hechos históricos como la audacia de Hernán Cortés y sus hombres, la conquista de México, la toma de la Gran Tenochtitlán y la inocencia de Moctezuma, los mitos y la vida cotidiana de olmecas, aztecas, mayas, toltecas y zapotecas. También "retrata" con su pluma y su mirada infinita a Ho-Chi-Ming, y al Che Guevara, que forman parte de su canon estético y político. Las cartas de Pellicer suman cientos, tal vez miles, y representan una fuente exquisita y diversa para entender las rutas que fue tomando su poesía. No son comunicaciones que a veces el amor impulsa, o informes que enviaba de otros países a sus padres y a su hermano, radicados en México, tampoco manifestaciones confidenciales que él expresaba a sus amigos íntimos, ni intercambios nada más de opi-

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niones a un funcionario mexicano al que debía una parte del viaje. Fueron escritas principalmente como un desahogo de su vida diaria en ciudades lejanas bajo el peso de la distancia y la conciencia de la necesidad de escribir para conjurar la soledad. Y tal vez para evadir el injusto mundo que cada instante le producía más asombro. En su trayecto poético se revela el franciscano de corazón, y el católico prudente y sereno que cree en Dios y en la Virgen sin volverse fanático, y el bolivariano que repudia el materialismo que despoja al hombre de su ser y enarbola la bandera de la redención americana. Cada uno de los cientos de poemas que el poeta tabasqueño escribió a lo largo de su vida es un río de voces entrecruzadas, de imágenes que se combinan con el erotismo, la sensualidad, las mareas y el mar, el paisaje, los colores y los sonidos de la naturaleza, la luz del crepúsculo y la luz solar, las ciudades y las plazas, los puertos y las capitales que vio en sus interminables viajes. En el centro de su quehacer literario se encuentra la música, es decir, la poesía. "Poesía, verdad de todo sueño, / nunca he sido de ti más corto dueño/ que en este amor en cuyas nubes muero" (Pellicer 1994: 236). Como en toda investigación que se lleva a cabo durante años, La esfera de las rutas. El viaje poético de Pellicer tiene un antecedente: Pellicer, poética de la luz (2007), un libro que lo precede; ambos caminan en una misma dirección que es hurgar a fondo en el sentido y la orientación de su escritura; por supuesto que se juntan y a veces he tomado de aquél algunos fragmentos -sobre todo de los dos primeros capítulos- con la finalidad de captar la prodigiosa capacidad de Pellicer para cantar en verso y en prosa la aventura del hombre en este mundo de pesares e injusticias que él intentó cambiar. Como buen seguidor de san Francisco, Pellicer unió a su humildad -económica, verbal, amorosa y humana- la convicción de que América debía emanciparse de todo tipo de yugo -el de España, el de Estados Unidos, el de las potencias imperiales- social y espiritual de su pasado y tomar la bandera de Simón Bolívar. El lector tiene en sus manos un itinerario poético y biográfico de Pellicer que he seguido a través de su prosa luminosa, evidentemente una extensión de su poesía. Y también basado en sus poemas viaje-

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ros que escribió en tantas ciudades del extranjero, que fechaba y ubicaba con método ejemplar. Esa prosa alcanza a subir a revelaciones inesperadas en las cartas que le escribió durante más de diez años, entre 1915 y 1925, a Esperanza Nieto, la muchacha que el joven poeta conoce casi una niña y la va asediando de versos, declaraciones verbales, y una infinidad de cartas. Este material ofrece una de las constancias de amor idílico, a distancia, más desenfrenadas de la literatura hispanoamericana del siglo XX. El bombardeo amoroso fue en verso y en prosa; por tierra, en Villahermosa, y por aire y mar, viajando y cruzando océanos, en realidad a través de las palabras; en Pellicer, la poesía es el verbo, la prosa el predicado. Esperanza fue su musa y su Beatrice que condujo al poeta al infierno. L a amó sin medida. Y la pidió en matrimonio sabiendo que jamás la desposaría, mientras tanto ella tuvo que convertirse a la religión católica mediante el bautizo. Incrédula ante el novio que desaparecía y no podía ver, la "divina Esperanza" rompió el lazo y se casó. Pero el poeta la había divinizado en sus noches y en sus versos. Un libro está hecho de muchas cosas, alegrías y temores, de constancia, pero sobre todo del esfuerzo compartido con quienes el autor cruza opiniones, informaciones, lecturas, viajes, y teje su vida cotidiana entre bromas y tertulias. Por eso, cito a quienes estuvieron directamente relacionados con esta investigación y a los que sólo de manera indirecta. Quiero agradecer a Carlos Pellicer López su generosa contribución en el desarrollo de este trabajo; a Lácides García Detjen, su inmensa colaboración para la publicación del libro; a Ramón Bolívar, Marco Antonio Acosta y Bruno Estañol, tabasqueños de amplios horizontes literarios; a Marco A. Ramírez en la corrección; Hernán Lara Zavala, Margo Glantz, María Teresa Miaja, a Vicente Quirarte que me permitió entrar al archivo de Pellicer en la Hemeroteca de la Universidad Nacional Autónoma de México; a Sara Poot, Rosa Beltrán, Michael Schuessler, Luis Miguel Aguilar, Héctor Aguilar Camín, Eduardo Bernal, Luis Barjau, José Manuel Pintado, Stella Wittenberg. También a mis hermanos, Rosa María y Carlos, a Tania y Alvaro José, que se inventó el título.

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PRESENTACIÓN

Yo era un gran árbol tropical. En mi cabeza tuve pájaros, sobre mis piernas un jaguar. Al poeta le gustaba pensar y sentir como un árbol. U n árbol de su tierra: una ceiba. En más de un poema vuelve sobre su identificación con el coloso vegetal, con quien también reflexiona y anota las posibles rutas de su camino. Hace poco, en Tabasco, la gran ceiba de Atasta me entregó cinco rumbos de su existencia. Por esto, nos acercamos a su vida como quien se acerca a un árbol venerable, a cobijarnos bajo su fronda, a nutrirnos con sus frutos, a escuchar el canto enjoyado de sus pájaros, a entablar un diálogo con su follaje, tratando de asimilar, hoja por hoja, su infinita poesía. Todos los viajeros, al aproximarnos, encontramos tesoros diferentes, aun cuando el árbol sea siempre el mismo. Navegando por el río súbitamente apareces. Te he visto así, tantas veces y el asombro es siempre mío. Hace años que frecuento estas apariciones, a través de la relectura constante y a través de los ojos y la palabra de muchos compañeros en esta aventura gozosa. Cada uno regresa con nuevas piezas

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para conformar el mosaico que nunca se acaba, que será más rico y complejo luego de cada estudio, pero que nunca estará terminado. Estoy seguro que estos compañeros de viaje, animadores de todo corazón a las expediciones por la vida y la obra del poeta, han sentido precisamente lo que él tan bien describe : Cuando a un árbol le doy la rama de mi mano siento la conexión y lo que se destila en el alma cuando alguien esta junto a un hermano. Alvaro Ruiz Abreu comparte con nosotros su pasión inteligente por todo aquello que refleja a Carlos Pellicer. Como él, paisano tabasqueño, comprende naturalmente ese universo prodigioso del trópico, motor entrañable del poeta. Lo sigue paso a paso por sus viajes sin término, por su devota admiración a los héroes en el arte, en la política y en la religión. Su libro tiene el orden misterioso y deslumbrante del bosque, a ratos parece esconder el cielo bajo la asfixiante vegetación y por momentos el diluvio de luz se hace espejo en el lagunerío. Estar árbol a veces, es quedarse mirando, (sin dejar de crecer) el agua humanidad y llenarse de pájaros para poder, cantando, reflejar en sus aguas quietud y soledad. Todo empezó, como nos recuerda Ruiz Abreu, con el deslumbramiento del mar. Si las tierras jóvenes de Tabasco salieron del mar, también los primeros poemas del más joven Pellicer. Después vendrá la arquitectura perfecta del Valle de México y luego el mundo mágico y heroico de Nuestra América. El encuentro con Europa se hizo al tú por tú, con la franqueza brutal de un David que reclama, ante las más excelsas obras de arte: "Quiero la Vida!". Luego, vendrán los viajes a Tierra Santa para suplicar, con la mayor humildad: "Señor, óyeme, ven, dame la vida". Entre anécdotas, decubrimientos y siempre más poesía, llegamos al final de su vida. Nuevamente lo encontramos como habitante del

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PRESENTACIÓN

bosque. En una imagen milagrosa, el quetzal estampa la resurrección cristiana en el mundo tropical: Y en noches luminosas la brisa huésped de la madrugada agita con la yema de sus dedos el verdeoro caudal de aquellas plumas retoño volador del árbol muerto. Al terminar el recorrido por los capítulos del libro, me queda, sobre todo, un sentimiento de gusto y ánimo para regresar e internarme de nuevo en aquella selva, para saber y comprender un poco más a esa "Reina del Reino vegetal, la cifra uno de entre los mil millones del ambiente". Comprobamos que el mejor recuento de la vida del poeta esta en su poesía. Quedan, entonces, con esta espléndida "invitación al paisaje" que siempre agradeceremos a Alvaro. Carlos Pellicer López. México, septiembre del 2012.

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Primera parte

Apuntes biográficos

TIEMPO DESNUDO FEBRERO D E 1977

Tu nombre, Carlos Pellicer, poeta amigo, llena las horas de nuestra primera juventud. G. Arciniegas

En la última etapa de su vida Carlos Pellicer parecía cumplir disciplinado y sonriente el propósito que se había impuesto desde joven: escribir por designio natural de manera desinteresada, lejos del utilitarismo, para los otros. Conducta cristiana o liberal, en el poeta de ochenta años de edad vemos no la culminación de una carrera sino el comienzo de una vida y una obra abierta al tiempo, a la interpretación y el análisis, y el placer de los lectores. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, también presidente de la Sociedad Bolivariana en México y de la Asociación de Escritores de México, Pellicer miraba el futuro confesando sus errores y sus aciertos, recuperando imágenes de los hombres y de las cosas que su larga experiencia le había dejado. Años antes había hecho esta profecía: "Así, cuando la muerte venga a buscarme,/ mi ropa solamente encontrará" (Pellicer 1994: 398).1 El poeta de la luz había iluminado la pintura, la música y la poesía, el arte y la cultura mexicana del 1

Todas las citas sobre la poesía de Pellicer, excepto otra indicación, están tomadas de Carlos Pellicer, Obras. Poesía, edición de Luis Mario Schneider, 2* edición, Fondo de Cultura Económica, 1994. La primera es de 1981.

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siglo XX, aunque primero le había dado la vuelta al mundo. Murió sorpresivamente el 16 de febrero de 1977, en el Hospital de la Raza de la ciudad de México, pues a sus años irradiaba una energía envidiable. Tuvo tiempo para saber que venía a buscarlo la muerte, según se desprende del recado "inocente" que le envió a su ama de llaves de los últimos veinte años. "Díganle a Chabelita que me van a operar, que rece mucho por mí" (Pellicer López 1977).2 Y de acuerdo a uno de sus últimos versos: "Todos los sueños estaban despiertos;/ y la vida con los ojos cerrados/ y la muerte con los ojos abiertos" .3 En un caso y en el otro es increíble la modestia de Pellicer, y que sus últimas palabras hayan sido para la persona que lo había atendido y le servía de ama de llaves, secretaria privada, compañera de la misma morada. Era el último habitante de la constelación de Contemporáneos, a la que estuvo ligado por afinidades y por edad, y también alejado y diferente a ellos, como lo ha señalado la crítica.4 Romántico y modernista, admirador fiel de las vanguardias de principio de siglo, surrealista a su manera, poeta impresionista aunque lo negara, amó a los exponentes del expresionismo, cariñoso y tierno con el prójimo convivió y celebró la amistad de Frida Kahlo y Diego Rivera, José Clemente Orozco y Alfonso Reyes, Carlos Chávez y Octavio Paz; su sueño más tangible fue transformar el arte para transformar al hombre. A raíz de su muerte, que se produjo con un tercer ataque al corazón, la tinta sobre su prosa y su poesía, sobre sus viajes y su pasión 2 La recomendación se la dio Pellicer a sus sobrinos, Carlos y Juan, que estuvieron junto a su tío querido desde el principio hasta el final. "Mi tío quería mucho a Chabelita. Ella es como de la casa, pues sirve desde hace más de veinte años y para ella fueron sus últimas palabras", dijo Carlos Pellicer López. 3

Pellicer escribió "Un soneto" en su casa de Las Lomas, el 4 de octubre de 1976 (Pellicer, 1994:612).

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Como una muestra cito a Mónica Mansour que ve las diferencias más agudas y pronunciadas que las similitudes. En vez de la soledad, la muerte y el sueño como ejes de la poesía de los "otros" Contemporáneos, Pellicer escoge principalmente la naturaleza y el paisaje y algo más específico: la mezcla de la poesía con las otras artes como la pintura, la música y la danza. "La mezcla de lenguajes artísticos en la poesía —a través de estos recursos— produce una obra principalmente metafórica y cuyos efectos de significado resultan sobre todo de una gran sensualidad", Mónica Mansour, "Introducción", en Carlos Pellicer, Poemas, México, Promexa Editores, 1979, p. XIX.

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museográfica, corrió a mares. Había llegado el momento de reconsiderar a un poeta y su siglo, y así surgieron ensayos y artículos, notas, antologías, libros críticos, suplementos culturales que revisaban su obra, mesas redondas, un homenaje nacional. El año 1977 quedaría grabado en la piedra de sacrificios de México, ya que su verso no iba a morir ni la personalidad polémica y caleidoscópica de su autor; Pellicer no había envejecido,5 era fuerte y sólido, bizarro y se hallaba en esa edad en que el poder de la escritura lo mantenía activo y joven. A la enfermedad de sus últimos días hay que sumarle el robo de que fue víctima. Entraron a su casa con una extraña misión: robar cuadros, en especial, los de José María Velasco(1840-1912)6 que con tanto celo y cariño guardaba. Moría un hombre de verdad angelical, que creyó en la amistad como una forma de convivencia y de conocimiento. Al menos así lo vio Germán Arciniegas, el eterno amigo: "Como una amistad de medio siglo no se rompe, ni con la muerte va a morir la que me unió a Carlos Pellicer, el de la casa de Las Lomas" (Zaltzeff 2002:157). En él la literatura era algo más que un camino estético; era el camino a la felicidad, que irradiaba. Quedaba su verso avasallador: "Se quitaba la noche sus últimas diademas". Fue necio en sus propósitos culturales, firme en sus convicciones. Aún en 1975 andaba atrás de funcionarios para crear museos, conseguir fondos para las escuelas de Tabasco. José Joaquín Blanco, que un día de ese año tenía cita con él cuenta que Pellicer la pospuso: "Esa tarde tenía cita con el presidente Echeverría". Y lo que obtuvo no fue un puesto público ni fondos o ayuda para su obra, sino recursos para los demás. Sus intereses nunca se encaminaron a obtener beneficios para sí mismo, esta vani-

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Véase José Joaquín Blanco, "Vejez y muerte de Carlos Pellicer", en Crónica literaria. Un siglo de escritores mexicanos, Cal y Arena, 1996, pp. 235-243. Publicado inicialmente con el título "Algunas tardes con Carlos Pellicer", en La Cultura en México, suplemento de la revista Siempre!, núm, 786, 18 de marzo de 1977, p. XIII. 6

Es significativo que Pellicer tuviera pinturas del gran paisajista mexicano; Velasco, considerado un artista romántico, pintó conventos, haciendas, puentes, paseos alrededor de la ciudad de México, escenas de cacería. Pero puso especial énfasis en el pasado nahua. Lo demuestra su Pirámide del Sol en Teotihuacan, 1878. Hay en su obra crepúsculos que sangran, cañadas que semejan un Purgatorio. Elementos que seguramente cautivaron a Pellicer.

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dad nunca fue suya, sino en el otro. Antes de morir, Pellicer seguía vivo en el amplio sentido de la palabra: acumulando piezas arqueológicas, viajando al campo, devorando papayas hasta quedar embarrado de jugo en toda la cara, inventando revolucionarias teorías sobre la vida erótica de los olmecas, confeccionando pacientemente sus admirables nacimientos, escribiendo bellísimos poemas a los setenta y tantos años de edad (Blanco 1977: XIII).

Y no perdía el humor con el que vivió; José Joaquín Blanco llamó al poeta para entrevistarlo sobre su amistad con José Vasconcelos; por teléfono recibió una extraña confesión del autor de Hora de junio, que dijo estar muerto pero que no importaba pues volvería a la tierra para cumplir su palabra y hablar de Vasconcelos: "-Pero, señor Blanco, por supuesto que me agradaría mucho conversar con usted sobre ese gran hombre que fue Vasconcelos, pero hay un pequeño problema: estoy muerto" (Blanco 1996: 240). De la gracia a la política, del activismo social a su trabajo antropológico, de la creación poética a sus viajes, de sus pecados leves a la prometida que no desposó, Pellicer es el mismo ser que se erige sobre las ruinas morales de nuestro tiempo. Cuando muere el poeta algo cambia, las cosas no vuelven a ser las mismas. Queda en la historia un vacío que el tiempo irá llenando, y la memoria que intenta reconstruir su personalidad y su voz. Fue tan querido en Colombia, que a raíz de su muerte, sus amigos y colegas colombianos dijeron que el poeta tabasqueño había cambiado el horizonte literario de Bogotá en los años veinte. Su muerte enluta las letras americanas, dijo Juan Lozano. "Pero en ninguna parte será tan hondamente sentida como en Bogotá, la desaparición del poeta, porque su presencia en la ciudad, hace poco menos de sesenta años, fue el acontecimiento literario y humano más importante de toda una generación, la de 1920, después llamada de Los Nuevos" (Zaitzeff 2002:173-174). Basta recordar a sor Juana Inés de la Cruz y su muerte anticipada (1695); la de Ramón López Velarde, en 1921, el

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amigo temprano de Pellicer, un constructor de imágenes inacabadas del silencio y del cuerpo, de la carne hecha erotismo; y la de José Carlos Becerra (1936-1970), que le dolió tanto a Pellicer, pues era su alumno avanzado y su paisano preferido, un artesano de la palabra a quien amó sin límite, y descubrió en su poesía una nueva voz de los jóvenes en México. A Pellicer se le recuerda en sus últimos momentos con el espíritu franciscano que él cultivó en la amistad y en el arte, en la política y en la poesía. En 1976 se encontraba en Villahermosa. Se había hecho al río de la política, era senador, con el fin de ayudar a los demás; caminando por el estado de Tabasco, se encontraba a muchos enfermos de paludismo y él los ayudaba a ver un médico; obtuvo libertad para reclusos encarcelados injustamente, a quienes morían de tuberculosis les ponía a su alcance un viaje a la ciudad de México y un hospital donde debían ser atendidos. Su entrañable amigo y paisano, Carlos Sebastián dice que "De su peculio entregaba a dos o tres trabajadores una cantidad semanal para que completaran su raquítico salario" (Hernández 1997: 12), y parecía un fraile repartiendo panes. Pero Carlos Sebastián fue algo más que un amigo, también pasó a ser alumno del "maestro", su interlocutor y un paisano que Pellicer transformó; recibió lecciones de poesía, de cultura general, y de la herencia prehispánica, ya que con "el maestro" pudo entrar a los grandes escenarios de la cultura universal. Trabajando a su lado, Carlos Sebastián supo de sor Juana y del rey poeta, Nezahualcóyotl, también de Héctor y Elena, las Guerras Floridas, y san Francisco, las pasiones de Pellicer. "Allí también empecé a comprender la lucha de los pueblos, de modo fundamental los latinoamericanos. Aprendí a amar la sonrisa de la Gioconda y lloré junto a los caballos de Aníbal después de las Guerras" (11). Lo evoca como el hombre de sólida energía ante la injusticia del hombre hacia el hombre. Otro relato sobre la casa de Las Lomas en que vivió Pellicer, la muestra llena de figurillas precortesianas, el retrato del poeta que pintó Diego Rivera, la cabeza de Pellicer esculpida en bronce por Hoffman Isembourg, y una pintura de Orozco, "cuyo tema son unas parejas que se abrazan al ritmo de una danza. Los sitios preferentes

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están ocupados por paisajes de José María Velasco" (Espejo 1963: 6). Si él se consideraba hijo del desorden por haber nacido en la selva, una vez muerto hubo que poner orden; Pellicer tenía textos, poemas, cartas, libros, periódicos y revistas por todos los rincones de su casa. Arrumbados en cajas de cartón, esos materiales se hallaron igual en cestos de mimbre, en el sótano, en baúles que parecían sobrevivientes de un naufragio, dijo su sobrino Carlos Pellicer López: Naturalmente estos manuscritos se acompañaban de toda clase de cosas: periódicos, revistas, cartas, postales, boletos, cuentas de hotel, insectos y flores disecadas, cerámica prehispánica, ropa, alambres y otros objetos no identificados. Fueron años de excavaciones. Al mismo tiempo se comenzó a ordenar el caos (Pellicer López 1987: 25).

Década abrupta Vivió en el Museo de Tabasco varios años. En aquel lugar lo visitaba su colaborador Carlos Sebastián; éste consideró que el aposento provisional y muy sencillo de Pellicer era también un templo donde se solía hablar de Jesucristo, Buda y Quetzalcóatl, "sus otras pasiones". Sebastián recuerda haberlo visto por última vez el día 10 de febrero de 1977; "nos despedimos sin saber que era la última vez que nos veríamos", y lo recupera como un hombre, a veces colérico, pero en el que jamás anidó el odio ni el rencor contra aquellos que no compartieron sus ideas. Cita entonces el poema de Rubén Darío que el maestro Pellicer escribió sobre el plafón de su habitación del antiguo museo: " L a virtud está en ser tranquilo y fuerte/ con el fuego interior todo se abrasa/ se triunfa del rencor y de la muerte/ y hacia Belén la caravana pasa" (Hernández 1997: 13). Estos versos de Darío podrían servir de epitafio a su tumba, pues vivió bajo el fuego interior capaz de justificar la acción del hombre en este mundo; no conoció el odio ni la venganza, sólo la virtud y la entrega. Sabía que el rencor a nada conduce y trató de evitarlo en su intento por limpiar de espinas el camino hacia la muerte. Éste es el cristianismo liberal,

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fraterno, en que se apoyó la vida de Pellicer. Basta recordarle en Villahermosa, 1951, viviendo como un fraile. Dormía en una cama dura, en una habitación rústica, se levantaba casi al alba para desayunar en un pocilio y dos platos de peltre, dos huevos cocidos, una rebanada de papaya, y su café con leche, y el atuendo es igualmente humilde: una camisa de la que sólo parece quedar la mitad, un pantalón de algodón con las bolsas de atrás hacia fuera, guaraches y un sombrero de palma. Allí había improvisado un guardarropa hecho de cajas de madera, unos huacales eran sus mesas y estantes. Su mobiliario básico incluía una parrilla eléctrica de una hornilla, dos o tres vasos de vidrio, un juego de cubiertos. Y no le faltaba, dice Carlos Sebastián, la "servidora de la noche", una bacinica de peltre. Había dejado la ciudad de México, su casa de Las Lomas, y había escogido el camino de la escasez, de la vida rústica pero comunitaria. Era Pellicer el símbolo de su tiempo, el que más que nadie representó la trayectoria de la poesía mexicana moderna" (Mullen 1977: 53). Esa "llama" dejó una luz muy intensa. El Instituto Nacional de Bellas Artes y el Senado le rindieron justo homenaje, y los asistentes estuvieron de acuerdo al menos en una cosa: que la palabra no sucumbe. Y también en que era urgente rescatar su obra, pues "todo lo material se extingue sin remedio no así la palabra", y que el "Partenón es un cúmulo de ruinas, pero la literatura griega está fresca como las mañanas tropicales" (Valles 1977: 1). Se abría ahora un abanico de preguntas alrededor del poeta. Cuando regresó a Tabasco, hacia 1943, ¿qué hacía este poeta que había rodado por el mundo, en su estado, que en esos años era aún selva y caminos sin ley? Tenía el firme propósito de crear un museo ejemplar y rescatar los restos de olmecas y mayas, pero ¿era una decisión de apostolado más que un capricho del destino? Quería crear un acervo representativo de las culturas del México antiguo. Y en este empeño puso un gran esfuerzo. Pero el "empeño" estuvo acompañado de soledad y de renuncia. En esa soledad mística, recibía a sus colaboradores, a los empleados del gobierno estatal, a los estudiantes que se entusiasmaron por su poesía, a los hombres y muje-

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res del campo que se acercaban a él en busca de ayuda. Es evidente que en su modo de contemplar y asumir la vida hay un deseo de imitar el ejemplo de Cristo, de Buda y de Quetzalcóatl, sus tres grandes ídolos. En la conjugación de estas tres actitudes o tres religiones, la occidental, la de Oriente y la del México antiguo, encontró un significado nuevo y seductor de la existencia. Marco Antonio Acosta, amigo y paisano suyo, lo vio en los últimos momentos; el martes 15 a las once de la mañana, después de haber atendido a un joven poeta, Pellicer se acercó a Acosta, que lo estaba esperando, al fin venía a su encuentro el maestro que de inmediato y con plena confianza le dijo que se sentía muy mal. "Cuando oí algún grito fuerte desde su cuarto, pensé que estaba haciendo gárgaras, o que trataba de ensayar algún parlamento" y subió a su cuarto, abrió la puerta y lo vio "sobre la cama, con su pijama, recostado, haciendo aspavientos, gritaba y pedía un médico" (Acosta 1895: 6). Llegó el médico, también la ambulancia y el poeta fue conducido al hospital con evidentes indicios de gravedad. Era un día soleado que todavía alcanzó a ver cuando lo bajaron de la ambulancia los camilleros y Acosta a su lado, justo a la una y media de la tarde. Llamó al día siguiente y le informaron que Pellicer había fallecido. Así, no volvió a ver a su amigo y guía, al poeta-árbol que lo había inducido a amar sobre todas las cosas el agua y la naturaleza de Tabasco, el verde vegetal y el tiempo despejado, la historia de los pueblos y especialmente la poesía. "El mismo fue un Adán en el paraíso. Cantó a la naturaleza, pero esta naturaleza tenía la forma de su creencia" (6). Es innegable que amó a Tabasco como a su propia vida. Hombre de hazañas, Pellicer es una presencia grata en Tabasco por varias razones. Es un orgullo, dice Dionicio Morales, para los tabasqueños y para México.7 Amigo del poeta humilde, combativo, fiel a su tiempo, Efraín Huerta (1914-1982) escribió sobre Pellicer; para él se trata de un poeta congruente con su imagen franciscana: firmaba una carta y decía "su pobre poeta", tituló un poema Soneto pobre y se lo dedicó 7

Véase Dionisio Morales, "Pellicer, mira de frente al sol y no queda ciego", en Tierra Adentro, núm. 86, junio-julio de 1997.

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a Emma Godoy, y en esto hay sólo un gesto de humildad que no conocen los poetas mexicanos. Lo vio algunas tardes en el Toreo, y recuerda cuánto lloraron el suicidio de Lugones. Lo recuerda en sus protestas, en la cárcel, en la poesía que era vida pura e intensa para él, además "reímos juntos, intercambiamos libros, piedras, postales, amistad". Fue un hombre dedicado a las imágenes poéticas, entregado a la observación del tiempo, de las horas, de los hombres que cabalgan sobre el lomo de la historia como Darío y Bolívar. "Así debo seguir viendo a Carlos Pellicer: indomable, desafiante, ceñido por el laurel invisible de ser joven, familiar a la muerte, sí, pero no al olvido"(Huerta 1977: xi).

El último sol del poeta ¿Qué hacía Pellicer en los últimos años de su vida? Muchas cosas, su incesante actividad nos permite verlo de cuerpo entero. Profesor de secundaria, museógrafo y activista social, en los años sesenta Pellicer era un veterano de la palabra, un viejo poeta de los Contemporáneos, que había librado varias batallas civiles, poéticas, políticas y culturales. ¿Dónde detener la mirada para verlo mejor? Sin duda en sus viajes, y también en algunos momentos decisivos, que son muchos, que parecen haber definido su temperamento, su gran pasión por la vida y su poesía. Uno de ellos pertenece al año de 1965. Se acercaba a los setenta años de edad y tenía abiertas varias ventanas a su inquietud antropológica, pensaba terminar el museo de Tepoztlán donando una muestra selecta de su colección de piezas arqueológicas, y así lo hizo. Continuaba el proyecto del Museo de Tabasco y estaba comprometido con el de La Venta. Escribía, como fue su costumbre, cartas a sus amigos y poemas encaminados a un nuevo libro. Preparaba conferencias, como la que ofreció sobre "papá Dante". Trabajó en el canto duodécimo del Paraíso. Tenía pendientes colaboraciones, por ejemplo, una para Cuadernos Americanos. Endiablada actividad acompañada de proyectos para escribir y de emprender sus acostumbrados viajes. Ese año había

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ido a Londres, según le cuenta a Arciniegas, su gran confidente. "Después de dos semanas de Londres -exclusivamente museos y sobrinos- regresé acompañado de una bronquitis de tipo imperial que me obligó a acostarme ocho días. Ya fui a Tepoztlán y comenzaré el pequeño y entrañable museo, si la Providencia no se opone, el 18 de abnl"(Zaitzeff 2002: 134). El poeta se hallaba a medio camino de la vida, como escribió "su padre" Dante, ¿en una selva oscura? Tal vez. De ella nunca salió, porque tenía la convicción de que en la tierra sólo hay sufrimiento, y que el hombre no alcanza jamás su plenitud. Su reino no es de este mundo. Hay una persona que conoció al poeta de pies a cabeza, Chabelita. Isabel, su ama de llaves, cocinera, secretaria privada, portera, administradora de Sierra Nevada. La pobre mujer tenía que moverse entre cuadros de Velasco, un "David de Miguel Ángel de yeso enorme, en cuyo sexo había puesto una etiqueta: frágil" (Poniatowska 2002: 4). Él le exigía mucho, hasta el tormento, ella obedecía, en el fondo era una pareja en la que reinaban el cariño, la entrega, el respeto y la risa pegada a la piel. La muerte interrumpió este diálogo increíble. Casi toda su poesía es producto de la experiencia que acumuló en viajes y misiones culturales; las ocasiones en que se vuelve más lírica y que expresa el yo del poeta, son también expresiones de su vida. Supo disimular muy bien el tono autobiográfico, la alusión directamente personal de sus versos. Podríamos decir, siguiendo a Goethe, "Así pues, todo lo que he publicado no representa más que los fragmentos de una gran confesión" (en Poesía y verdad). Hacia los setenta años de edad, Pellicer había vivido infinidad de experiencias, había llevado a cabo largos viajes alrededor del mundo, había tratrado con políticos, estudiantes, indígenas, escritores, artistas de diversa índole desde Diego Rivera, el Doctor Atl, Frida, Lugones, Gorostiza. Vio el mundo y los hombres, escuchó el ruido de los trenes y la música sacra en auditorios y catedrales, mientras escribía como resultado de esas sensaciones. Escribió con disciplina en apartados rincones del mundo, en ciudades del Mediterráneo, en Río de Janeiro y Nueva York, en Tepoztlán y en Las Lomas en la ciudad de México, en Villahermosa o en Florencia. Por eso su poesía no es sólo el producto

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de un yo lírico, subjetivo, del que hablaba Schelegel, teórico del romanticismo alemán, que tanto entusiasmó a Hégel en su Estética. Los setenta fueron años duros de soportar para el poeta. En mayo de 1970 murió en Brindisi, Italia, José Carlos Becerra, nacido en Villahermosa, Tabasco, en 1936. Cuando se dirigía a tomar el barco que lo llevaría a Grecia, tuvo el accidente de coche que le costó la vida. El itinerario lo había hecho con su colega y maestro Carlos Pellicer. Juntos trazaron un mapa de zonas de interés y tal vez sin quererlo el camino a la muerte. Desolado, Pellicer no hizo más que ver el río del tiempo; cuando supo la noticia ya no fue capaz ni de rezar, sólo dijo que México había perdido a un poeta grande, y se preguntó ¿qué vamos a hacer ahora sin José Carlos? Pero todavía le esperaba ese mismo año otro golpe "mortal", la enfermedad de su hermano Juan, o "Guacho" como le había dicho siempre. El 12 de agosto murió en la ciudad de México su hermano menor, su mero "cuate" del alma, el padre de Carlos y Juan, sobrinos muy queridos por su tío Carlos. Con sobriedad cristiana, Pellicer vio morir con su hermano una parte de sí mismo; morían dos al mismo tiempo. Nadie sabe qué tanto dolor y tristeza le produjo esa muerte de un ser humano con el que había visto el crecimiento de la ciudad en los años veinte, en el que siempre depositó tantas esperanzas, el hermano menor del que se erigió protector y padre, su único hermano en el tiempo limitado de la existencia: Guacho. A la hora de darle sepultura al poeta tabasqueño, se guardó un minuto de silencio. Miradas cómplices ante la ausencia de un ciudadano excepcional que "comienza a ser historia", justo en un país siempre nublado. José Luis Martínez leyó el discurso oficial que cerraba un capítulo en la vida de Carlos Pellicer, y abría para la historia de nuestra cultura, otro más vasto e impredecible. "Comienza a ser historia". Y describió la voz, la cabeza, el humor de Pellicer. En nombre del gobierno de la República, y en nombre también de la Academia Mexicana de la Lengua, Martínez recordó la voz del poeta.8 8

Véase, Mario Quintero Becerra, "Pellicer recorrió las viejas cunas de la cultura como su propio reino", El Universal, viernes 18 de febrero de 1977, p. 11; también se cita el discurso de José Luis Martínez, en Héctor Ignacio, "Recibió el poeta Carlos Pellicer el último home-

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La vida puede ser también un "acto poético"; logró hacer "unaobra de arte limpia, pura" (Gómez Arias 1977: 20). Poco antes de morir, Pellicer recibió en Villahermosa una pregunta esperada, "maestro, ¿para cuándo espera la muerte?", y en voz baja pero clara, respondió que nadie la espera, pues la muerte nada más llega, como la vida. ¿Esperar la muerte? ¿Quién espera la muerte? Yo no tengo derecho, nadie tiene derecho, nadie puede hacerlo. La muerte va delante de uno, no atrás; uno la alcanza, la toma de la mano; uno camina pisando la sombra de la muerte: si se pisa fuerte la muerte se ahuyenta, se va... y luego vuelve. No, nadie espera la muerte, como tampoco nadie espera la vida.9

Sin embargo, algunos amigos suyos se quedaron esperando al poeta el día 21 de febrero en que él se había comprometido a asistir e inaugurar la conmemoración de la muerte de César Augusto Sandino (1895-1934), el rebelde asesinado en su país, Nicaragua. Siempre sería esperado el poeta y el amigo de la libertad. No fue a ese acto: Pero su espíritu vivirá en el verbo y en la acción, inspirando no sólo a quienes son solidarios en la lucha por las libertades democráticas y el respeto de los derechos humanos, sino también a esa pléyade de jóvenes heroicos que marchan por la ruta que abrió Sandino hacia la liberación nacional (Guzmán Galarza 1977: 3).

Monsiváis lo llamó excéntrico que mantiene su vocación y su poética pero sobre todo su libertad en los años en que los gobiernos del PRI. eran potestades aglutinantes del pensamiento y de la creatividad. Pellicer pudo a menudo saltar esa barrera a través del humor. Le dijo a un reportero, cuando era senador: "Colecciono ojos. Los tengo en lugar secreto que no puedo revelar porque se va gastando

naje en Bellas Artes", Excelsior, 18 de febrero de 1977, p. 16. 9 Pellicer citado por Javier López Moreno, "Pellicer, inteligencia sin egoísmos", El Día, lunes 21 de febrero de 1977, p. 3.

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la luz", 10 y a la pregunta de si le gustaría entrar a la Rotonda de los Hombres Ilustres, contestó: "A mí me gustaría, compañero, que mis restos acabasen en el canal del desagüe". En fin, los testimonios sobre la vida y la obra de este tabasqueño ilustre, parecen interminables. Sólo es posible afirmar que en febrero de 1977, en "El tiempo estaba desnudo", el gran "chamán del trópico" cayó para no levantarse más; el cuerpo se había ido y también el rostro y la risa del poeta, pero quedaba la palabra, sus poemas que vivirían como constancia de su paso por el mundo, que escribió una poesía que fue constancia del siglo XX, una época que no volvería jamás.

Citado por Carlos Monsiváis, "Carlos Pcllicer: notas, claves, silencios, alteraciones", La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, núm. 422, febrero de 2006, p. 30. 10

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Yo pienso en la provincia como si fueran unas vacaciones en el estudio inútil de la vida. Carlos Pellicer

La ciudad en que nació Garlos Pellicer el 16 de enero de 1897 parecía un feudo del porfirismo. San Juan Bautista en ese tiempo era un importante puerto que se conectaba al mundo a través de sus ríos que desembocan en el Golfo de México. Similar a una isla en la que se hallaba sin duda su vida social y económica, su presente y su historia, la ciudad era agua y sólo agua. "El mar se baña entre mis brazos", dice en Piedra de sacrificios. El agua era la fuente natural de energía, la vida que existía en ese estado del sureste mexicano se debía a sus ríos, arroyos, esteros, a su larga costa del Golfo de México. Allá había enviado Porfirio Díaz de gobernador al general Abraham Bandala, un general parecido a él, con sus mismos principios y objetivos pero menos autoritario. "Era uno de los últimos vagones del tren nacional", dice el historiador Cabrera Bernat. El estado vivía en paz, bajo la presión del periodo más sólido de la dictadura porfirista. En 1890, el gobernador Simón Sarlat Nova, antiguo miembro de los "progresistas", era el mismo que empleaba Díaz desde la capital del país, y que podemos simplificar con las palabras paz, orden, tranquilidad, seguridad pública, confianza, trabajo, progreso y administración. Pero no era un político fiel a Díaz, así es que don

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Porfirio encontró la forma de destituirlo, y nombró a Bandala. El primero de enero de 1895 tomó posesión del cargo el general Bandala, una imposición que duraría alrededor de quince años. Pero en varias ocasiones, a partir de 1895, aparece como gobernador interino el "mulito" Felipe de Jesús Serra.1 La razón parece ser geográfica: si el gobernante se ausentaba por un viaje a la capital, el traslado era tan complicado y de varios meses que debía dejar a otro en su lugar. En la medida que la edad del dictador Díaz aumentaba, también subía de tono la incertidumbre política y social del país, y sobre todo aparecía de forma unánime la inconformidad con su gobierno. Tabasco no fue la excepción, ese clima llegó rápidamente al estado. El ambiente social en Tabasco lo marcaba la desigualdad. Un grupo de españoles tuvo un papel destacado en la economía; fue emprendedor y logró robustecerse como la clase empresarial. En 1901 empezó a funcionar el Banco de Tabasco, impulsado por la iniciativa privada del estado con recursos propios. Los nombres son muchos en los que se mezcla el español, el norteamericano y el tabasqueño. Miguel Ripoll, Policarpo Valenzuela, Gregorio Benito, Martín Berreteaga, Tirso Inurreta, Manuel Romero y Carlos Pellicer. El banco funcionó hasta 1914. La bonanza económica durante el gobierno de Bandala corre más 0 menos paralela a un bienestar del sector productivo. Tabasco exportaba productos agrícolas y maderas preciosas, muy cotizados en Europa y en Estados Unidos, el tabaco, el café, la caña de azúcar, el chicle y el hule, con un resultado favorable en la balanza comercial. De esos mismos países importaba teja francesa, la famosa teja de Marsella que cubría los techos de las casas ricas de San Juan Bautista. También vinos y licores, quesos y perfumes de España. Basta ver un anuncio en la prensa de 1910, en el que la compañía Harbuger & Snack, se dedica a la importación y la exportación, compra de cueros de res frescos, pieles de venado, cueros de lagarto, plumas de garza, hule y chicle. Su oficina principal estaba en el 27 Ferry Street,

1 Véase Ciprián Cabrera Bernat, "El porfiriato en Tabasco", en Gabriela Gutiérrez Lomasto, Coord. Tabasco contemporáneo, t. III, Gobierno del Estado de Tabasco, 2001.

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de Nueva York. Tuvo fama la Tabacalera Tabasqueña "La Favorita", que se anunciaba como "la mejor". "Grandes fábricas de puros y cigarros movidas a vapor". En el siglo XIX emigraron a Tabasco muchos apellidos catalanes, ingleses e italianos; de esas familias que llegaron al trópico húmedo a probar fortuna, y que se ramificaban como conejos se encuentra el apellido Abreu de origen portugués y gallego, que fundó pueblos, colonias enteras en las que decenas de hermanos, primos, tíos, padres, hicieron un gran gremio familiar. Así se explica que la familia Pellicer, un apellido de Cataluña que aparece en los siglos xvil y xvill en Europa, se haya extendido tanto. "El apellido pasó del reino de Aragón al de Andalucía y, deslizándose los años, llegó a Cataluña y a Barcelona. Existió en Barcelona cierto pintor llamado Carlos Pellicer; otro individuo Pellicer fue comunero en la época de Carlos V, a quien, desgraciadamente lo ahorcaron" (Pellicer 1982: 12). El apellido materno también es de origen español, y llegaron a México alrededor del siglo XVIII, una rama se fue aYucatán y la otra aTabasco. Pero la abuela paterna de Carlos Pellicer era catalana, una hija natural que adoptó el apellido Marchena que llevó también nuestro poeta. Parecía aristócrata a pesar de no serlo, y tenía "connotada elegancia en su andar, en el movimiento de sus manos y, sobre todo, en el aire de su cuerpo". Los abuelos de Pellicer fueron de ideologías opuestas; don Tomás Pellicer era un admirador de Juárez, al grado que hizo un viaje remoto a la ciudad de México desde San Juan Bautista, "sólo para dar un apretón de manos al licenciado Benito Juárez, y para ponerse a sus órdenes"; mientras que el abuelo materno, Juan Cámara, era simpatizante de Maximiliano, le parecía que la monarquía era el camino correcto para México, tuvo un hijo al que le puso el nombre del emperador. La familia Pellicer Cámara vivió bajo el imperio del auge y la abundancia de un estado como el de Tabasco, que permanecía muy lejos de la ciudad de México, su capital política y cultural, su centro comercial y su esperanza, debido a su geografía de ríos, lagos, lagunas, esteros. Cuando empezó el siglo XX, San Juan Bautista tenía 10,000 habitantes; era un puerto importante que exportaba made-

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ras preciosas, plátano y cacao a Estados Unidos y Europa. "Se vanagloriaba de su burguesía rica y pedante", que solía amueblar sus casas con porcelana francesa y alemana; en sus muelles desembarcaban comestibles caros, perfumes, telas, galletas, vinos. Si el progreso pudiera medirse por este consumo de privilegios, San Juan Bautista era más que una ciudad rica, un espejo del mundo moderno. "A tal punto llegó la burguesía de aquella época, que a los matrimonios no casados por la iglesia, se les vedaba entrar al Casino de Tabasco". En ese puerto que comunicaba con el Golfo de México por sus fluidos ríos, el Grijalva y el Usumacinta, nació Carlos Pellicer,2 en la calle de Sáenz, en el centro de la ciudad. "Ahí vine al mundo, el día 4 de noviembre de 1899" (Pellicer 1982).3 La casa fue demolida y no se conserva ni una piedra. Ya entrado el siglo nuevo, el niño tuvo al menos dos momentos muy especiales que marcaron su memoria: según confesó el poeta, haber ido a conocer el mar, en las playas de Frontera, y haber aprendido a amar a los demás, a sus padres, amigos, parientes, y más tarde a una chica. Su padre era el coronel Carlos Pellicer y su madre Deifilia Cámara; aquél estuvo bajo las órdenes del general Obregón en la campaña constitucionalista. San Juan Bau tista era a fines del siglo XIX y principios del XX un centro de comercio de maderas y cacao que se importaban a los Estados Unidos principalmente. La vida social tenía sus salones, sus recreos, en los que las familias descansaban o hacían sus reuniones. El ambiente cultural tuvo a poetas y escritores primero de corte romántico y al finalizar el siglo de signo modernista. Manuel Sánchez Mármol es uno de ellos. Pellicer salió de Tabasco con su familia en 1908, cuando los tambores de la Revolución anunciaban el comienzo de la violencia armada, pero a fines de 1913 regresó con su madre, Deifilia Cámara, a San Juan Bautista; era un púber extrovertido y muy atento a los vaivenes de la naturaleza, de 16 años de edad, aficionado a la lectura y a 2 Durante un tiempo se creyó que Pellicer había nacido el 4 de noviembre de 1899, luego que no, que era del 16; fue un equívoco propiciado por él mismo. Por fortuna se aclaró que no era del 99 sino del 97, como hemos apuntado. 3 Esta afirmación de Pellicer, ya se sabe, no es exacta, pues nació en realidad el mismo mes de noviembre pero de 1897.

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la poesía. El mismo día, recordó años después, "vi en la puerta de una casona tabasqueña a una muchacha de extraordinaria belleza. La impresión que me produjo fue muy grande y considero que ella ha sido el amor de toda mi vida". Años más tarde, el poeta viaja por Italia y por el mundo, y es impresionante los pretextos que encuentra en su itinerario para volver a esa tierra. En 1927, en Florencia el poeta es recibido por grandes pintores del siglo XV y xvi que le brindan una cena en su honor, entonces introduce una escena audaz y fina de su infancia en Tabasco. Uno de los comensales, hermano del gobernador de Tabasco, "recordó mi infancia llena de trompos y marquesotes a la salida de la escuela y de cuando siendo un chaval de 10 años, quise guardar una tarde en una caja de pañuelos para que no se ajara, primer síntoma de mi poderosa anormalidad" (Bargellini 1985:75). En la distancia, podía volver con facilidad, con esa imaginación y ese humor incesante, a su patria chica y electrizarla. Su madre es, sin duda, una fuente de conocimiento y de estímulo a la imaginación; de ella recibió estímulos de diversa índole que el poeta ya adulto reconstruyó con notoria nostalgia. Le enseñó a leer versos, le compró el libro Cantos del hogar de Juan de Dios Peza, que él cargó durante cierto tiempo declamando los versos. Aparte de las lecturas tempranas, Pellicer niño recibió otras imágenes del mundo en que se movía, como la lluvia de ceniza que duró dos o tres días, porque el volcán Santa María, entre los límites de Tabasco y Chiapas, había hecho erupción de repente. "El viento arrastraba las cenizas hasta la ciudad de Villahermosa y todo el cielo era gris espeso". Había nacido bajo el signo del decadentismo fin de siglo, pero ya en su adolescencia apareció en su vida el deseo por conocer otros lugares. Más que un Víctor Hugo parece un Robinson Crusoe, aislado pero dispuesto a la aventura; en efecto, fue un andariego que recorrió muchos lugares durante buena parte del siglo XX, un raro corsario para el que no hubo barrera geográfica ni imaginaria que no pudiera cruzar. Sitio en el que detuviera la vista Pellicer, cosa curiosa, cambiaba por completo; por donde pasaba, provocaba entusiasmo, dejaba su huella. En esto es parecido a Rubén Darío y su extraordinaria y ya conocida imagen carismàtica. Con la revista San-evank (1918) pro-

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vocaron sus editores, que encabezaba Pellicer, menudo escándalo. "-Figúrese. ¡La información que dimos fue que el maestro Caso había raptado a una joven de la sociedad de Puebla!". Otra escena que muestra el ingenio y la fortaleza de Pellicer es la de 1915, en que siguió por las calles de la ciudad de México a los "dorados", cuando entraron a la ciudad escoltando a Villa; entonces el joven aprendiz de poeta vio, hechizado, al Centauro del Norte. "Vi, fascinado, desembocar a Villa, cabalgando belicoso corcel, en la Plaza de Armas, rumbo a Palacio Nacional. Su figura imponente, la mirada audaz, penetrante como ninguna otra que yo recuerde, me galvanizó",4 y se echó a correr atrás de la División del Norte. Entró al patio de Palacio Nacional y luego a la sala donde Villa y Zapata estaban sentados en sillas presidenciales, recibiendo el saludo del pueblo. Fue el año del hambre y la escasez. La ciudad de México había quedado expuesta a las entradas y salidas de las tropas revolucionarias que la saqueaban a su gusto, dejando a sus habitantes en la miseria y la incertidumbre. Pellicer era joven así es que esta situación no representó para él un drama especial. No la recuerda como una calamidad, y no era otra cosa, sino como una serie de hechos de orden histórico y social. Aunque no era la familia más acaudalada del estado, la de don Carlos Pellicer Marchena, se encuentra en la lista de las que formaban parte de la iniciativa privada. Así es que la posición social y económica de los Pellicer era a todas luces holgada y algo más importante: bien instalada en la capital del estado, San Juan Bautista, donde se dieron cita el ascenso de las premisas del progreso "fin de siglo" y la mirada hacia Estados Unidos, La Habana, algunos países europeos como Francia, Inglaterra, España y de alguna manera Italia. El niño creció en ese ambiente justo en sus primeros diez años de vida, los que se consideran esenciales, o sintomáticos de la psique, si seguimos a Freud. Sus ojos vieron eso y se detuvieron posiblemente en la otra parte de esta "economía modernizadora": el 4 Lo cita también Samuel Gordon en Carlos Pellicer. Breve biografía literaria, Universidad Juárez de Tabasco, Jornadas Internacionales Carlos Pellicer, 1992, p. 22.

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peón explotado sin límite, la producción para el autoconsumo, el trueque, la tienda de raya, el capataz, la usura, y la más grave de las enfermedades sociales: la concentración de grandes extensiones de tierra en pocas manos. El campesino moría de paludismo o de hambre en mitad de aquella selva ingobernable, hostil a los hombres. El niño Pellicer creció bajo la protección de la figura paterna, que se dedicó a educarlo, también en el cariño intenso de su madre y en el espectro, o el desamparo, de aquella tierra feraz y aún indómita. Ambos elementos figuran en su personalidad; tanto en su temperamento y su sensiblidad que se asombra cuando mira el mundo, como en su poesía hecha de luz y de sombras del trópico. Es como un viento fuerte que lo impulsa hacia el cielo, alimentando su imaginación, y también lo deja caer en tierra, despojándolo de toda esperanza. Dijo muchas veces que la experiencia más grata y eterna que tuvo en su infancia fue cuando su madre, Deifilia Cámara, lo llevó a conocer el mar. Y sobre esto, tan comentado, creo que es confiable la imagen de Arciniegas, cuando dice que Pellicer no se inició en los libros, porque el arte de hacer versos lo aprendió, con una cultura grande y noble de por medio, en el mar. "Sobre la cubierta de un trasatlántico, escribió un poema", ya en la playa "saludaba la aurora, el rubio sol jugaba con él entre las olas", para el poeta había un punto en el universo: la luz que sale del mar. Para él era el mar un milagro; un prodigio de luz y de color, una vía de emancipación. A través de esa superficie marina el hombre podía liberarse de sí mismo y de los demás; y la luz, la del exterior y la interior, la divina y la solar que hace posible el renacimiento del tiempo, era una especie de guía que conduce al hombre lo mismo a la gloria que al infierno, lo mismo a la cuna que a la sepultura. Veía las olas "levantarse como pirámides de cristal impulsadas por un fuego misterioso, y caer brillantes y perseguirse transparentes y glaucas, y azularse como fluido éter que sólo puede el ojo aprisionar en su calidad inasible" (Zaítzeff 2002:145). En 1928 Arciniegas escribió que Pellicer era infantil, "de una infantilidad transparente, diáfana, que no se disimula sino que se exalta". ¿Y qué mar vieron los ojos del niño de seis o siete años de

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edad? Un mar desarreglado, pero impetuoso; una playa de lomas de arena y uverales sin orden, sobre la que volaba el pelícano de enormes alas y largo pico, la gaviota de tersa blancura, la garza de cuello delicado. Un mar alborotado con el primer viento que sopla y lo exalta, una vez enardecido es fiero y nadie puede contenerlo. ¿Cómo frenar ese impulso? Pellicer supo a tiempo que era imposible, que iba a vivir y a morir con ese "don" corriendo por sus venas, era el don de la poesía que sólo está dado a los hombres que creen en el futuro. Pero su mirada fue dando a ese paisaje de costa primitiva una fisonomía tenue, una línea precisa en el horizonte de los años; y Pellicer adulto mira aquellos sitios como el edén aún no subvertido, que su conciencia necesita para reconstruir el pasado que ahora es pura nostalgia, es decir, sólo imagen. "Agua de Tabasco vengo". Ese territorio es para el poeta sublime y esencial porque representa el eslabón perdido de su infancia y el origen de sus padres, a los que amó mucho; a él volverá una y otra vez en conferencias, textos, cartas, y en sus poemas incesantes. Pero al mismo tiempo, se incubó en el niño y el adolescente, la pasión por el Valle de México, al que lo fueron ligando muchas cosas. La escuela, el barrio donde se instalaron sus padres, los amigos y colegas que conoció -Salvador Novo, Antonio Caso, Alfonso Reyes, José Santos Chocano-, el descubrimiento de la gran ciudad, las lecturas, la Escuela Nacional Preparatoria, su primer trabajo, la aventura citadina de la bohemia de 1915 a 1920, la cercanía con una cultura muy afrancesada y que parecía cosmopolita. A Pellicer hay que situarlo entre esas dos fronteras: la de su tierra, especie de paraíso tropical siempre evocado; y la de la ciudad de México, el futuro no previsto que se abría ante sus ojos. No renunció a ninguna de las dos, sino que las asimiló a su cuerpo poético. De la suma de esos dos espacios, sale una de las voces más poderosas de la poesía en lengua española; de la comunión del viaje en que se abandona la tierra de origen y se llega a una nueva, brotan algunas claves interesantes de su poesía. Salió de Tabasco, ¿perdió un reino?, llegó a la ciudad de México, ¿ganó uno nuevo? El Valle de México tendría resonancias literarias, religiosas, en su vida y en su obra; "ha sido medición de capacidad religiosa, de capacidad fí-

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sica... Es el arsenal de mi vida. La imagen que tuve, a los 16 años de la pintura de Velasco, fue la puerta abierta para entender esta especie de museo de escultura monumental que es el Valle de México" (Gordon 1992: 33). En una sensibilidad tan aguda como la suya, el Valle del Anáhuac, donde creció y se desarrolló una inmensa cultura, la azteca, tenía connotaciones mágicas; ahí mismo, se levantaba la ciudad de México de los años veinte, en la que depositó toda su esperanza por la transformación de la cultura y el arte. Le pareció por tanto un sitio en el que debía cumplirse un destino, el suyo tal vez, y se haría una gran asamblea de poetas en la que se votaría por el cambio del país. De la violencia se pasaría a la convivencia; del agravio histórico a la esperanza. Se ríe de la provincia y la pasa por el verso irónico, dulzón pero enérgico de un poeta que ha encontrado, pasando los cincuenta años, al fin una voz propia y original. "Yo soy de un pueblo chico/ donde ya casi nadie me conoce/ y si eso me entristece, hay cierto goce/ que con mi soledad lo multiplica"; recuerda que ya nedie lo reconoce en su propia tierra donde es considerado "un fuereño", pues dejó de ir a un lugar que "ha sufrido mayores desengaños". Lleva en su corazón mucho amor pero nadie lo quiere. Evoca de alguna manera el edén de López Velarde pero no subvertido por la metralla sino por el olvido, por el amor primero que ahí tuvo, grande como el cielo y la tierra, pero imposible. Ahora ve hacia una vereda profunda en cuyo final está la muerte; el poeta solicita vivir la muerte en su pueblo natal. El niño que fue parece dibujado en ese poema escrito en 1949; Pellicer repasa el aire familiar, el de la provincia lejana y callada, y advierte que es preferible a la gran ciudad, si es que alguien quiere vivir en paz y armonía. Me parece impresionante la precisión que ejerce Pellicer cuando en prosa poética recupera los instantes de su infancia tabasqueña. Es un mundo simbolista, de metáforas muy directas, en las que su estilo está claramente depurado. Cuando fue llevado en una carreta tirada por bueyes a la orilla del mar, él se interna en una selva en la que impera el sonido y la luz, el color verde que a ratos el sol traspasa.

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Atravesamos un vasto palmar de coco en que la tierra y la arena se mezclaban y al aire dulce del río se unía y adelantaba después la salada brisa del mar. Era muy temprano y la luz era húmeda y un poco sombreada. Algo grave iba a pasar en mí como en la semilla el síntoma del primer brote. Sentía yo como si algo del mar fuera saliendo de mí mismo. Iba yo a conocerlo.

De pronto el bosque se hizo más intenso, los latidos del niño aumentaron su ritmo; el bosque era menos sonoro, dice el Pellicer adulto que le habla a su infancia. La luz era más clara. La carreta rodaba por una suave pendiente de arena silenciosa. Yo escuché por vez primera, a todo dar, los pájaros tropicales. Y un rumor de sonoridad nunca escuchado, un rumor que fue haciéndose ruidoso, un gran rumor en fin apareció ante mis ojos tendido a tres renglones de blanco, verde, azul (Gordon 1992: 31-32).

La realidad se transfigura. El poeta recupera la imagen primera con verdadera nostalgia pero le infunde un aspecto emocional e imaginativo sin límite. El tiempo cambia los signos reales por el significado de la ficción. "En mi conciencia de niño de siete años, en el principio, fue el mar. Sentí vivir. Y me eché al agua como un pequeño animal". Este acto lo siguió haciendo el Pellicer durante toda su vida. Casi a los ochenta años de edad lo vemos en una foto nadando en Tenosique, en las aguas del Usumacinta, en una de sus partes más anchas y de corriente implacable. Fue un niño obediente. Cariñoso y tierno. Había sido templado por la mano devota de su madre, a la que tanto admiró, y en la que encontró abrigo y sobre todo comprensión y ternura. La nostalgia por el terruño fue acentuado por la distancia; mientras más caminaba Pellicer por el mundo tal parece que más se acercaba con la memoria y a veces con sus versos a la patria perdida de la infancia. Su pequeña ciudad en que nació fue convertida en un puñado de imágenes celestes y de la luz; el poeta se dedicó a creer, convencido, de que él era también agua, impetuosa luz y selva impenetrable. Allá recibió la bendición de su madre, la fuerza del trópico, y el verbo.

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Todo se inauguraba ante mis ojos. Todo era abrir el cielo a todas horas.

Carlos Pellicer

En la rueda de la fortuna que suele ser la vida de un poeta, 1925 fue sin duda un año especial en la vida de Carlos Pellicer. Su familia, que desde la llegada de San Juan Bautista había vivido en el centro de la ciudad de México, decide cambiar de barrio y se instala en lo que sería una colonia presuntuosa, Las Lomas. ¿Por qué abandonaron Tabasco, donde la familia Pellicer era conocida y estimada? ¿Por qué buscar otro espacio si todo parecía estable en la casa de Sáenz 35, en San Juan Bautista? (Pellicer López 2002: 7-11). Baste citar que a la muerte del segundo hijo del matrimonio Pellicer Cámara, Ernesto, las escuelas de San Juan Bautista suspendieron actividades. Hubo luto generalizado el día del sepelio. La pérdida de un hijo no es fácil de aceptar. Tal vez eso explique que en 1908 hayan dejado ese "paraíso" del trópico, y que como en la Biblia, iniciaran un éxodo en busca de nuevas tierras. Pensando tal vez en mejor educación, "otros aires", para los hijos, un ambiente nuevo y distinto que en la primera década del siglo xx sólo podía proporcionar la ciudad de México. Y más aún, ¿por qué "subieron" hacia esas lomas del noroeste que apenas empezaban a ser pobladas? La decisión estaba tomada y había sido aprobada por los miembros de

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la familia, así es que la esperanza de un jardín, flores, árboles, aire puro, lejos del Centro se hizo una realidad. El 724 de la calle de Sierra Nevada era una construcción económica y sencilla; se destacaba no sólo por su aislamiento sino por un sorprendente color ultramar ("Trópico, para qué me diste las manos llenas de color") que la hacía visible desde muy lejos y que pronto le dio nombre entre el creciente vecindario como la casa azul (7).

En la planta alta estaba el estudio del poeta, los libros, el escritorio y la mesa de trabajo, las reproducciones en yeso de figuras de Chichen-Itzá "y los auténticos sarapes de Saltillo". Pero el poeta disfrutó casi nada ese espacio porque en octubre de 1925 se despidió de sus padres, de su hermano, y de algo que sería más entrañable por el resto de su vida: de la casa azul de Las Lomas. " L a tristeza era grande, pero más la ilusión por 'ver y tocar' el mundo europeo. Pellicer abría el último capítulo de su juventud que se prolongaría por cuatro años, recorriendo Francia, Italia, Grecia, Egipto, Turquía y Tierra Santa, España, Inglaterra y los Países Bajos" (8). ¿Qué es el viaje en la vida y la obra de Pellicer? No es descanso para conocer las maravillas del mundo, tampoco observación de las cosas que se desvanecen; es la búsqueda de un tiempo, circular y tenaz, que le permita conservar la palabra, que se hace verso y música y poesía. Su poesía tiene alas, dice Paz. Pero el poeta no va a ninguna parte, "su viaje es un vagabundeo deslumhrado. Guando se cansa, se posa en la chimenea de un gran barco anclado en Río o en Amsterdam" (Paz 1987: 429). El poeta se aferra a las ciudades que son manejables, las modernas y las clásicas, sobre las que cae el sol o la lluvia que baña a los hombres. Es un viajero que selecciona el paisaje y el tiempo y se atiene a escuchar las voces que hay encerradas en las ciudades. Son las que forman una cultura y configuran la eternidad. En ellas se detiene el poeta con calma, como si recibiera una llamada, un tanto convencido de que la palabra que vuela por el aire, el lenguaje oral, es la sustancia de la vida diaria que revela el ser y el temperamento de las culturas, y es desde luego el sostén de la creación.

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Se iba a Europa y de los lugares visitados, escribiría sonetos y elegías, versos libres, como lo había hecho de Colombia, Venezuela, Brasil. Y no era fácil para él desprenderse de su núcleo familiar; la familia para Pellicer es un verdadero universo de convivencia y diálogo, ahí se encuentra la otra parte de la actividad del hombre, el complemento de su vida. La familia es el centro; para un creyente la casa es donde se cumple siempre una cosmogonía. También es un regreso. Fue idea suya que su hermano Juan, su madre doña Deifilia, los sobrinos y los nietos compartieran el mismo barrio, Las Lomas. Así se sentiría habitado de voces y de seres queridos. Entre la familia había un enorme cariño, una solidaridad pocas veces vista. El hermano menor, Juan Pellicer, le habló a menudo a sus hijos de su tío, al que identificaban rápidamente con su tío Carlos. Y Juan a su vez solía citar a su hermano como el mejor poeta de habla castellana. Con gracia y humor, Carlos infundió desde pequeños a sus sobrinos un amor sincero por Tabasco, la tierra lejana, el paraíso perdido. "Yo fui en 1959, por invitación de mi tío, quien tenía una verdadera pasión por su tierra, pasión que poco a poco fui entendiendo gracias a los viajes que hice con él" (Argüelles 1977: 4). El desplazamiento es algo común en la vida de Pellicer. Se ve con claridad en el hecho de que dos años antes de su muerte haya viajado a La Habana. Era el año 1975, y fue a redescubrir el país de Fidel Castro y de Lezama Lima. Pero el de 1925, que debe verse como un indicio del espíritu pelliceriano, no era obviamente su primer viaje, pero sí el más largo y ambicioso; Europa era una zona de su imaginación que deseaba reconocer. Allá iba con sus 28 años de edad, un poeta que ya había comenzado a publicar, y que era un veterano de la acción política y cultural, en la que lo involucró más que nadie su amigo José Vasconcelos. En esos años su verso parecía encaminado a la exploración de la naturaleza y del paisaje, de México y Latinoamérica. Pellicer no se conforma con la que tiene en casa y necesita "otra" realidad, que le estimule los sentidos y le agite la imaginación; su actitud de cambio de país es la de alguien que solicita a gritos la presencia del otro, aunque esté ausente, aunque sea viento y polvo y nada. El otro se llama Francia, Italia, Grecia o Tierra Santa, también el agua de Ta-

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basco y su hermano Juan. Como se sabe, Juan Pellicer nació en la ciudad de México en 1910. Carlos le lleva 13 años de ventaja, pero esa distancia no disminuye la capacidad de los hermanos para intercambiar lecturas, ideas, el cariño por los padres y por la "casa azul", por la vida que apenas se le abre a Juan cuando su hermano en 1925 se va a Europa. Al contrario, la diferencia de edad lo enlaza en una gran encrucijada de amor, respeto y pasión por el arte y la poesía. La sensibilidad del poeta se alimenta de la prosa fresca, introspectiva y muy nostálgica del hermano pequeño. El hermano "pequeño" escribe poesía, se anima a practicar una prosa que le debe mucho a Lugones y López Velarde. Escribe cuando apenas ha cumplido 15 años, y sigue haciéndolo en casi toda la adolescencia. En una carta fechada en Las Lomas, el 1 de agosto de 1927, le escribe al hermano ausente, a ese viajero que anda caminando por Italia, a la caza de nuevas impresiones y sensaciones de la luz y del color, que cree encontrar en la pintura italiana del Renacimiento: La tarde está magnífica, bellísima; llovió y luego salió el sol. Hay en la tierra, en los árboles, en el cielo, una sensación de frescura que refresca todo y luego aparece lavado, limpio, casi nuevo. El sol poniente rasa los campos verdes de las lomas de enfrente, haciendo los prados de un verde transparente y luminoso. Las montañas están fuertemente azules y sus perfiles limitan el cielo con gran precisión. Hay muchas nubes blancas, luminosas, otras casi negras color pizarra y muchos pedacitos de nube muy blancos, alineados, que hacen una marimba en el cielo azul pálido (Pellicer López 2002:10).1

En mayo de ese año axial el poeta parecía atento a la actividad de Vasconcelos, a quien profesaba una admiración sincera e ilimitada. En una carta enviada a Alfonso Reyes, Pellicer le anuncia la presencia de Vasconcelos en España. Se nota su disgusto hacia México, al que llama 1 Aclara que su padre, Juan Pellicer dejó las letras, tal vez no se sintió a la altura del "hermano mayor" o vio que su talento "poético estaba a la sombra de su hermano".

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"país cabrón", porque no ha sabido reconocer la estatura moral de Vasconcelos. Dice que "él lleva a Europa una gran melancolía, que, naturalmente, se le quitará o se le cambiará por otra. Es condición del genio moverse entre la tragedia y Dios" (Saltzeff 1997: 17). Cree en la predestinación del "maestro de la juventud"; en su pronto lanzamiento en una empresa vital para el país; y en un arrebato de humor, concluye que "Pitágoras tiene todavía que agarrar las estrellas con la mano". Pellicer tenía junto a él su último libro 6, 7 poemas (1924) que le había enviado a Reyes; ahora se lo recuerda y subraya la decisión que ha tomado: escribir como se le pegue la gana, "cosa difícil entre lo difícil". En esos años, el poeta insistía en su afán de volar; estudiar en la aviación y llegar a ser piloto. Reyes le escribe de París, el 15 de enero de 1926, y le envía el programa de la Casa Morante Saulnier, para los estudios correspondientes. Como se sabe, durante muchos años intentó dedicarse a la aviación; las tentativas fueron varias y constantes y en todas fracasó. En 1927, desde Italia, le escribe a Guillermo Dávila y le cuenta los detalles de su frustrada "vocación" aérea. Dice que en "1907, hacía yo dirigibles de cera y los colgaba yo para verlos. Mi madre te lo puede decir. Era la época de Santos-Dumont y sus primeros dirigibles" (Pellicer 1985: 96). Junto a esta actividad se encuentra su afición a la lectura, que en esos años de infancia se reducía a los Cantos del Hogar de Juan de Dios Peza. En octubre de 192 5 Pellicer debía embarcarse rumbo a Europa. Así es que en los meses previos a su partida, la "casita azul" de Las Lomas vivía en plena agitación. El viaje parecía largo, y sin duda era el más ambicioso e incierto. José Ingenieros había sido el promotor y el culpable de este viaje en que Pellicer recibiría una beca de 135 dólares mensuales otorgada por la Secretaría de Educación Pública a cargo de Manuel Puig Cassauranc. ¿Esta nueva aventura provocó tristeza en el poeta? No sólo estaba triste por abandonar a su madre, su casa y sus amigos, sino también alegre pues Europa se le apareció como un largo camino que un artista debía atravesar una vez en su vida. Partió el poeta de Colores en el mar, el estudiante impulsivo y bolivariano, el estudiante de la ESIME. José Ingenieros lo había enviado a conocer la Victoria de Samotracia y Pellicer iba puntual a la cita.

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Así fue que se embarcó en Veracruz en el barco Cuba, hizo escala en La Habana, La Coruña, Santander, Saint-Nazaire, y llegó a París. El otoño se esparcía por la Ciudad Luz con sus colores dorados, y el poeta tabasqueño quizás ignoraba que el sol era un misterio que nadie descubría en la ciudad porque aparecía apenas con una palidez de sepulcro. ¿Cómo era el París de los surrealistas? Una revuelta del arte y la imaginación, un conjuro de voces que impugnaban casi todo. En la misma ciudad caminaban por rumbos distintos escritores de diversos signos, Luis Buñuel, Josep Pía, Jean Cocteau, André Gide, Ernest Hemingway, Gertrude Stein que recibió en casa poco después al joven Paul Bowles. Picasso y Dalí, Paul Klee, James Joyce y tantos más, se dieron cita en la misma ciudad y en los mismos años. El cruce de ideas y de nombres, el intercambio intelectual fue único en su estilo y su proyección. Vicente Huidobro publicaba en París su primer manifiesto teórico del creacionismo, en 1925. Quiere modificar la estética que rige el arte poético. ¿Cuándo se contagia Pellicer del espíritu innovador que divulga Huidobro? En 1916, a su paso por Buenos Aires, había publicado El espejo de agua, reeditado en Madrid en 1918 (Albala 1997: 45). Ahí Huidobro fija su teoría en el poema, "Arte poética", señala con acierto Aldala: "Que el verso sea como una llave/ que abra mil puertas./ Una hora cae; algo pasa volando;/ Cuanto miren los ojos creado sea,/Y el alma del oyente quede temblando./ Inventa mundos nuevos y cuida tu/ palabra". A esa ciudad de fisuras y plena de arte llegó el poeta tabasqueño cargando su propio equipaje cultural. ¿París era una fiesta? La frase de Hemingway no por conocida es gratuita. La capital francesa en efecto era una inversión de valores, un paisaje cosmopolita impredecible, al que llegaban intelectuales de México y de Latinoamérica, entre los que se debe citar a Manuel Rodríguez Lozano y Julio Castellanos, el ecuatoriano Antonio Quevedo. Y su entrañable Abate Mendoza. Años más tarde, Pellicer escribe en una carta: "No sé qué tiene París, que ya es cosa de uno para toda la vida" (Zaltzeff 2002: 134).2 Pero es evidente suponer que jamás amó esa 2

La carta está fechada en la ciudad de México, el 31 de marzo de 1965, dirigida a Germán

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ciudad, como dice Sheridan; basado en una carta de Pellicer a Villaurrutia es fácil deducir que no pudo soltar sus cimarras interiores en la Ciudad Luz. Pero como las cartas mienten o por lo menos son a veces sólo un estado de ánimo pasajero no hay que creerle mucho al mismo autor que confiesa: "¡París es horrible! Tal vez por eso, aquí, he venido a depurar una larga tristeza heredada desde el Principio de las Cosas. Hago una vida solitaria. Soy el último mutilado de las alas del Louvre que vigila la degollación diaria de la Victoria" (Sheridan 1993: 124). El grupo, más o menos encabezado por la figura entrañable de Alfonso Reyes, recibió a Pellicer y lo inscribió en el quehacer cotidiano. La vida en México de 192 5 parecía en calma y dispuesta a la resurrección después de la guerra civil. Pellicer se instalaba en París. Pero recordaba o añoraba su casita azul de Las Lomas. Regresó a México cuatro años después. Pero primero escribió libros intensos de poesía amorosa y viajera, y mantuvo un intercambio epistolar con amigos y familiares. Es marzo de 1926 y el poeta se encuentra en Constantinopla. La antigua capital de Bizancio, que bautizó Constantino con su nombre en 324 fue residencia del emperador. Fue capital política y religiosa del imperio bizantino. El viajero hace una pausa, piensa en esta gran ciudad que los turcos llamarían Estambul, y escribe, con su lápiz que siempre lo acompaña, el borrador del Nocturno de Constantinopla, uno de sus poemas entrañables y mágicos, en que el verso se desplaza por los territorios no del sueño sino de la religión que impregna el Bosforo, y se apropia de una geografía única y distinta para su percepción. Entre la medianoche de la bruma de oro, abandono el fondo de mis deseos y camino sobre las horas. Todo danza sobre las manos suaves. Todo en una música lenta. Todo en un aire de oro. Arciniegas en París.

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A su edad, ver las aguas del Bosforo le parece una aventura literaria, un banquete de agua para sus ojos tabasqueños. Sabe ya que el poeta escribe a pesar del tiempo que todo lo tritura; escribe contra la evidencia de la muerte. Es un ordenador de sueños, un dios que se perfecciona a través del amor. En sus manuscritos el lector va viendo el trabajo, obligado, del poeta que tacha, borra, cambia palabras, re-escribe sus versos. El poeta no se pertenece más que a los otros, no es él mismo sino las imágenes que va formando y en las que se retrata. Sus versos, dice, son "cajas sinfónicas". Respira frente a este mar que divide dos continentes, se regocija, tiemblan sus manos y de su espíritu brotan los versos del poema. "La ciudad, perfumada de café,/ se embarca en el Bosforo". Pellicer va nombrando objetos, seres, el quinqué, el oro, los días veloces, los cipreses muertos, la bruma en la medianoche, el Cuerno de Oro, las horas, hacen que el poeta sienta una gran nostalgia y se refugie de manera natural en estos "días de oro", que son los días de su primera juventud. El poeta no se detiene. Escribe en orden, de manera constante, cartas y poemas, prosa suelta, retratos de ciudades y de hombres. Mira hacia México y encuentra en la distancia a sus amigos, por ejemplo, a "Wilhelm", Guillermo Dávila, que le escribe copiosas cartas. Es su amigo íntimo. Con él, Pellicer se confiesa, y le puede decir cuanto se le ocurra, hablarle como si lo tuviera delante; en esas cartas de evidente broma, a ratos insensatas, establece un diálogo con lo "lejano", desde el país que recorre todos los días, que es Italia, y con "la otra orilla", México. El poeta se desdobla en esa prosa fría y ardiente a la vez. El 3 de septiembre de 1927, Pellicer pone la fecha de su carta y la ciudad donde se encuentra, "Fiorenza", para decirle: Tengo noticias que en México se ha intrigado en contra mía. Esto no me altera y por nada del mundo perderé mi alegría destar en esta Italia de mi corazón. [... ] Sólo el viaje a España se fregó, tal vez para siempre. N o todo podía salir a la medida de mis deseos. Estoy muy contento. Florencia es mi tierra y mi amor (Bargellini 1985: 29).

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También dice que trabaja mucho. De hecho, todo el día, hasta la noche. Por ejemplo, se ha dedicado a "retocar" los Nocturnos de Venecia que él mismo afirma en tono irónico que "no están del todo mal". En otra carta, Venecia, 5 de agosto de 1927, Pellicer muestra su situación errante; expresa claramente que la soledad le pesa. Un hombre caminando a la deriva por Europa, obvio es señalarlo, tenía que sentir aislamiento y una gran nostalgia por las cosas y los seres que ha dejado en casa. Cuando confiesa un estado de ánimo Pellicer no deja de hacer poesía; es un poeta por el que corre no sangre por sus venas sino versos, y en la mente imágenes de las cosas y de las ciudades que conoce. Y esta ansiedad lírica fluye constantemente. He aquí la prueba: "Yo estoy condenado a vivir siempre lejos de las gentes que más amo. Por primera vez en mi vida, me dolió mi soledad. Y lloré en Verona. Y entonces te escribí, y entonces rompí la carta y entonces volví a quedar, como siempre, en mi plano de orgullo y de tristeza". Luego se enfermó. El poeta sufría durante esa estancia larga y espléndida a la vez, sinuosa y difícil, en Italia. Su exilio era voluntario pero en sus aspiraciones literarias y artísticas era una necesidad. Italia era, según él, su tierra, su orgullo y su encuentro con las maravillas del arte y de las ciudades. En su casa de Sierra Nevada 779,3 que tanta gente conoció y pudo visitar para quedarse prendida del Nacimiento que cada año montaba con esmero, verdadero amor y desinterés, Pellicer tenía un espacio sagrado. Y esta palabra hay que tomarla con el sentido que da Mircea Eliade a todo espacio en que se cumple una cosmogonía y se vuelve el centro del mundo. Sobre todo, la casa es el centro del mundo sobre el que pesan las gravitaciones celestes. Esta actividad llegó a formar parte de su trabajo poético, y como dice Zaid, la luz "era el personaje central", como en los cuadros de Velasco. "La luz, la Luz del Mundo era el verdadero Niño presentado a la adoración" . Durante años recogía cosas y se preparaba. El pintor Alfonso Ayala, recuerda que en una ocasión fueron a Tepoztlán para recoger 3

La primera casa, construida por la familia Pellicer en Las Lomas, estaba en Sierra Nevada número 724, la segunda en este nuevo número, en la que vivió el poeta hasta su muerte en febrero de 1977.

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"la basura" navideña; ramas, hierbecillas, cantos rodados. Pellicer hacía esto con enorme gusto. Esperaron en la estación "Ramón" del ferrocarril a Cuernavaca. Y el tren llegó y no se detuvo; Ayala, Pellicer y otros, corrieron y pudieron subir con todo el cargamento. Dice Ayala que "el maestro" regañó duramente al cobrador, al maquinista, por la impertinencia de no parar. Tomó con mucho cuidado "su nacimiento" y lo puso hasta el último momento; en la Navidad de 1976, la última que vieron los ojos del poeta, musicalizó con fragmentos de Bach y Holborne y leía a los visitantes: "Francisco de Asís inventó el Nacimiento/ la Tierra fue/ su primer Cielo". Cristiano por vocación y convicción, franciscano militante, Pellicer pudo juntar su militancia socialista con la fe en Cristo.

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¡Ven mujer! ¡Ven a amar! ¡Canta, siente! "Mágico amor", 1916

El joven Pellicer fue un buscador de estrellas. Sobre todo en el periodo de su autocelebrada juventud, era pura inquietud, se había convertido en un dandy de la palabra, y pudo saltar entonces la barrera del anonimato a la celebridad. Estudiante aplicado, luego asistente del gobierno de Carranza, secretario de Vasconcelos, muchacho provinciano que anda por Villahermosa y Campeche y la ciudad de México, de pronto es funcionario y un aspirante no de auxiliar del sol sino a ciudadano cosmopolita que va lo mismo a Nueva York que a La Habana, Bogotá, Caracas, Río de Janeiro y Buenos Aires. Aprendiz de poeta en poco tiempo se vuelve una voz potente y soberana a través de la práctica constante de una poesía que busca innovarse. Su figura espigada, amable y decidida le permite conquistar amigos, poetas, protectores, pintores, artistas, y cautivar a su propia familia y a una joven guapa y simpática, Esperanza Nieto, la novia lejana de la que se declara amante furibundo, clandestino que hurga en sus sueños y sus sentimientos más hondos. Esos diez años parecen una eternidad, de los diecisiete a los veintisiete años de edad, que él vio como juventud alegre y eterna que alguien -Dios sin duda- le ponía en el camino de la vida como un regalo. Hizo amigos entrañables para siempre, Novo y Gorostiza, Montenegro

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y Carlos Chávez, fue apoyado por funcionarios públicos como Puig Casauranc, Genaro Estrada, y el más cercano a él, José Vasconcelos, con el que trabó una estrecha y sólida amistad. Se mueve de una ciudad a otra, a veces huyendo de la Revolución, a veces en viajes de trabajo con el "licenciado" que él llamó Pitágoras. Su signo es la no permanencia, sólo así permanecería su vida y su obra. En esos desplazamientos descubre a una chica que lo cautiva pero no lo transforma, que eleva a los cielos; también conoce a otro joven de su misma carnada, Salvador Novo con el que hace una mancuerna para toda la vida, y Gorostiza y Jaime Torres Bodet (19021974), con el que comparte lecturas y establece un firme diálogo. Éste lo retrató como a un joven pálido, de mirada profunda, cejas gruesas y palabra cálida, varonil. Era el tiempo en que el poeta en ciernes buscaba una estrella que lo guiara, y en sus primeros escritos parecía estar todo él presente, "con sus adverbios sinfónicos y sus niágaras de nombres, sus mares levantiscos y una católica profusión de campanas pascuales sobre la aurora" (Torres Bodet 1961: 233). En su destino inmediato se encuentra Esperanza, la escritura y los viajes, además Colombia, el país que erigirá en la meca de su última parada vital y poética, y su capital, Bogotá, que él ve como la heredera del pasado colonial, católica, centro de arte y de conventos, de vida tan intensa que lo perseguirá siempre. "Divina Bogotá de mi alma. ¡Ciudad de mis mejores amigos! Volveré pronto" (Záitzeff 2002: 30).

Love Story Cuando el poeta publica Piedra de sacrificios y 6,7 Poemas es ya una leyenda su actividad diplomática y cultural junto a Vasconelos, su tendencia artística y su escritura, también lo es su noviazgo y compromiso con Esperanza Nieto, que dura ahora varios años y ha empezado a convertirse en una hermosa fábula. Se supone que había terminado esa relación, más epistolar que sensual pero Pellicer le escribe a Gorostiza que se encuentra en Nueva York el 2 de agosto de 1924 y le dice: "He tenido noticias de Esperanza. Cada día es-

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toy más enamorado de ella. Lo Imposible en el Infinito" (Sheridan 1993: 96). El poeta mentía a su gran amigo y paisano o le hablaba en un tono literario, o sea, ficticio y proclive a los amores del místico. ¿Por qué? ¿Era un intento de despistarlo? Se puede especular, pero lo cierto es que la novia era un juego de naipes para el poeta, un juego de espejos que escondían una sombra, la del novio real y viril que vendrá un día a reinvidicar el amor jurado. La había conocido en Villahermosa a finales de 1913, y a partir de ese momento la fue traspasando de la realidad a la ficción, la chica de Tabasco de ojos negros, púber, linda y amable pasó a la magia de la poesía. En ese instante dejó de pisar la tierra y subió a los cielos de la imaginación del poeta, la pasó por sus filtros creativos y la hizo el refugio de su gran proyecto lírico. Con ella viviría varios años, alimentando un verdadero océano de poemas en los que reina la imagen del amor total y el amor no correspondido, en romances, sonetos, elegías, cantos, confesiones, en rimas que se vuelven sonido y color, voz y plasticidad de un poema extenso, inacabado y salvaje como la vida del poeta tabasqueño. No cabe duda de que estamos ante una de las historias más inusitadas de amor en la literatura mexicana del siglo XX y es una incógnita que arroja luces en tres direcciones; la primera se inscribe en la biografía de Pellicer, y parece una broma pesada, que serviría para estudiar su tornasolada personalidad, pues vive una época en que su homosexualidad no quiere tal vez salir a la superficie sino que pretende disfrazarla con la ropa del caballero enamorado de una chica con la que se compromete en matrimonio borrando así la imagen real que suplanta por otra falsa. La segunda parece reflejar lo que es el amor platónico, ideal e inalcanzable, en la visión estética de un poeta como Pellicer educado en primer lugar por el verso decadente de Amado Ñervo y por los amores plenos y lejanos que leyó en Prosas profanas de Rubén Darío. Por último, el "capricho" amoroso de Pellicer fue un compromiso con su propio quehacer poético, mientras más declaraba su amor incondicional y eterno a Esperanza Nieto, más la alejaba de la materialización del deseo; a ratos remite a los amantes suicidas del siglo xn que encarnan Abelardo y Eloísa, el clásico amor que destruye a los amantes, el amor

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por tanto como una pasión incontrolable, se vuelve motivo literario y el "novio" escribe sonetos y poemas extensos sobre lo que pudo haber sido el matrimonio y no fue, sobre el deseo tan puro y caprichoso que corrió por sus venas. Es importante en todo caso considerar como eje la voz del poeta en sus evocaciones de Esperanza y ver esta Love Story como historia que se convierte en expresión poética, en una visión particular de los protagonistas. La pareja se esfurma en el tiempo, pero el amante sale fortalecido en su fe cristiana y su impulso poético que no en la realización de ese amor. Pellicer fue un católico y no es descabellado pensar que llegó a suponer que su relación con Esperanza Nieto estaba bendecida por Dios. En realidad la conoció en una situación difícil durante el periodo en que la familia Pellicer pasó entre Campeche y Tabasco, después de la Decena Trágica, cuando don Carlos Pellicer Marchena se fue a las filas de la Revolución, y doña Deifilia quedó desprotegida y decidió refugiarse en el sureste, su antigua casa que posiblemente consideró más segura. Lo importante es que el joven aspirante a poeta vio a Esperanza Nieto y se prendió de ella, había decidido que sería su gran amor, un punto de partida y su reposo, su Señora como la llama en los poemas, los numerosos poemas que le escribió a partir de 1914 en donde el amante se encontrara. "Os conocí una tarde, ¿lo recordáis, señora?/ Diciembre era un enfermo como lo soy yo ahora." (Pellicer 1994: 776). A partir de ese momento decide que los ojos de ella serán una luz en el camino y su gran pasión; cree que la figura morena clara, esbelta, encarna la pureza del siglo y que sus labios y su perfil comulgan con la naturaleza. Empieza el asedio por cartas, en las que le pide que si no lo ama por Dios no lo odie, en que le manifiesta un amor reciente pero incondicional. La chica no sabe de qué le está hablando el joven poeta que apenas conoce. Así pasan cuatro años, largos e insólitos, años en que la "novia" ideal y lejana sólo ha visto una vez a ese supuesto amante que le dedica horas de desvelo, textos tiernos, y muchos versos cargados de ternura celestial y de declaraciones de un amor divino. Al fin, ella rompe el silencio y le escribe en julio de 1917, porque Pellicer le reprocha en una respuesta del 31 de julio que su carta era "fría en grado supremo" y lo ha ago-

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biado aún más. "El único amor de mi vida, a los 20 años, es el dolor más grande, que mata mis grandes entusiasmos de esta edad prodigiosa y divina"(Bargellini 1985: 94). El novio vuelve a escribirle cartas, poemas y obtiene otra respuesta en mayo de 1918, casi un año después de aquélla, y de nuevo la queja por esta segunda carta "con que usted me ha honrado durante cuatro años". Desde el principio el lector de esta historia va comprobando que se trata de un juego entre el gato y el ratón; él pide amor y comprensión pero no se decide a tomar el tren y luego el barco rumbo a la capital tabasqueña, a cambio le ofrece disculpas por la falta de dinero para emprender el viaje. Ella se esconde, él la busca a menudo; ella lo ignora, él la elogia y la trata como a una diosa. Este "capricho" pelliceriano se volvió más visible e impaciente hacia fines de ese año, en que el poeta sale de México rumbo a Colombia en misión especial enviado por la presidencia de Venustiano Carranza. En el trayecto va dando muestras exageradas de su pasión por Esperanza; dicho en términos amorosos, la lleva clavada en el pensamiento y en los versos, en su voluntad y en su recuerdo. Sale Pellicer de México en tren hacia Nueva York y hace escala en Laredo, Texas; se hospeda en The Bender Hotel, toma la pluma y le escribe una carta, con fecha 5 de octubre de 1918, a "su inolvidable hermano", José Gorostiza para informarle de su viaje. Le pregunta por qué no fue a despedirlo a la estación. Va contento en su trayecto, pero "el recuerdo de Esperanza me ahoga"(Sheridan 1993: 35), también el de sus padres y amigos. Entonces recupera la imagen que mantiene de la ciudad de México como "extraordinariamente bella" y vuelve a su amada: "¡Divina Esperanza! No me olvides tan pronto". Pellicer llega a Nueva York. No camina solo por el mundo sino acompañado, tiende sus brazos a los amigos que ha dejado y hacia su familia; en sus cartas será frecuente la alusión a sus padres, en los que deposita un enorme cariño y revela una dependencia total. Y en las que vamos leyendo de ese año, asoma la otra persona que extraña sobre todas las cosas: la siempre lejana Esperanza. "Estoy triste por mi adorada madre, por mi morena Esperanza, por ustedes. Tú me haces mucha falta. Querría yo ver en tu compañía los museos", le

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dice a Gorostiza, por el que siente verdadero amor. El día lo pasará con José Juan Tablada (1871-1945), el poeta mexicano que vivía en Nueva York y con Antonio Castro Leal (1896-1981), amigo de Pellicer, nombrado por el gobierno mexicano para trabajar en el Consulado. A menudo dirá que ha escrito unos pobres poemas, que él es en realidad un poeta pobre. "El crepúsculo es abundante y regresan los barcos de pesca. El mar está negro y yo estoy un poquito triste. ¿Qué hará Esperanza a esta hora?" (84). El joven poeta hizo de esta chica una alegoría, con su nombre una devoción, y una vez ficcionalizado el compromiso y los ojos de la amada, viajó y soñó con ese universo de deseos, la Musa verdadera del poeta, que ella representaba. Esperanza fue para el poeta un claro indicio de lo que ese nombre representaba literalmente, pues se trata de una palabra polifónica: es un apetito de algo, o sea, un deseo sólido por acercarse a un objeto y aprehenderlo, pero también es una señal que me parece más decisiva, una ilusión, y esta palabra tiene claras resonancias bíblicas y ontológicas. La ilusión es "un concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos" (Diccionario 1970), también es una esperanza acariciada sin fundamento racional; y la palabra esperanza es un "estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos", además se considera una "virtud teologal por la que esperamos en Dios con firmeza que nos dará los bienes que nos ha prometido" (571). Una cosa es clara, el poeta se enamoró con pasión desbordada. "Mi tío se empeñó en esa pasión", dice Pellicer López, "a tal grado que obligó a los padres de la chica para que la bautizaran. En realidad la estaban preparando para el matrimonio, un acontecimiento que era poco menos que imposible".1 Pasaron los días, también las promesas, y permaneció en silencio. La muchacha, toda pureza, seguía en estado de santidad, esperando la hora del matrimonio y la noche nupcial en que su amado sellaría el pacto; soñando con la alcoba en 1 Entrevista Ruiz Abreu/Carlos Pellicer López, 6 de junio de 2006. El tono en que hizo esa afirmación el sobrino del poeta era de marcado humor.

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que se entregaría bajo la promesa de amor eterno al único hombre que conocería en vida. La espera se tradujo quizás en sueños de una desfloración ideal. Las promesas seguían llegando a la tierra tabasqueña, en versos cargados de amor, y en cartas que manifestaban una fidelidad a prueba de bombas. "La estadística no desmiente: en menos de 48 horas durante el 26 y el 27 de enero [1917] escribe nueve sonetos a la mujer amada" (Schneider 1998: 14). Historia de amor y desencuentro, la de Pellicer y su prometida, ha sido leída varias veces; Ramón Bolívar, Samuel Gordon y el mismo Pellicer López la han citado; también Guillermo Sheridan se ocupó del asunto en su prólogo a la correspondencia de Pellicer, por su extraña factura y su importancia en la vida y la poesía del poeta; la contó con precisión y amenidad: La prolongada cristalización amorosa que padeció Pellicer por esta bella, sonriente, imposible criatura, sexualmente remota, geográficamente lejana, religiosamente incompatible (hasta su eventual bautizo, en el que —al parecer- el poeta pasa de novio a padrino), desata una de las historias de amor más extensas, intensas y extrañas de la poesía mexicana (Sheridan 1993:15).

Los tres adjetivos invitan a una exploración de esa historia que desde el principio estaba condenada al fracaso y sin embargo el poeta se dedicó con tesón a echarle leña y leña para que ardiera más la hoguera en la que se quemaban los dos protagonistas y su mismo amor. De las llamas haría versos a mares. Entonces ¿por qué la alimentó y la fue tejiendo cada vez con mayor encono? Gracias a la suspicacia de Luis Mario Schneider (1931-1999), conocemos una parte de la historia; él realizó un trabajo en que se recupera una parte decisiva de esa historia a través de una espléndida antología poética que establece la cronología de los poemas que Pellicer escribió motivado por el amor a Esperanza.2 2

Carlos Pellicer, Versos a Esperanza, edición y estudio preliminar de Luis Mario Schneider, Instituto Mexiquense de Cultura, 1998. El prólogo es una aproximación documentada y de crítica literaria que el autor llamó "Esperanza Nieto, la novia de Carlos Pellicer".

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El poeta sigue los ojos divinos de su Esperanza, de día y de noche, los mira y luego los saborea, los deletrea en sueños y los concreta en sus versos. Ella ocupa "el castillo de mi alma sonora", perturba sus sueños y la lleva a todas partes; él parece un caballero medieval que deja a los pies de su señora la espada y toma en sus manos la esperanza del amor que lo devora. Este caballero de apenas 17 años viaja por los cielos despejados del Grijalva y por la belleza deslumbrante de la amada. "Vos sabéis que os adoro./ Vuestros ojos me han dado un sorbo de dolor... / Yo sufro en el silencio de un crepúsculo de oro/ y entre la sinfonía de mis versos de amor.. .". 3

El viajero eterno El poeta sufría por ese amor. Se puede confirmar durante el primer viaje de Pellicer al extranjero que duró 23 meses; se embarcó en el otoño de 1918 a pesar del amor a sus padres, a sus amigos y a la "divina" Esperanza. Después de su estancia en Colombia y Venezuela, regresó a México y encontró un personaje de la política que lo seguiría siempre: José Vasconcelos. En un viaje a Yucatán con el "licenciado" el joven poeta parece haber enloquecido con las ruinas del imperio maya. Entonces, su pasión sube de tono y recuerda a Esperanza una y otra vez. En 1922, cuando Pellicer pasa alrededor de mes y medio en Villahermosa, vuelve a los "brazos" de su amada. Enloquecía de felicidad que se tradujo en fiestas, paseos bajo un cielo inmenso, excursiones a caballo o en lancha, "comidas bíblicas", "bailes fantásticos"; menciona a unas "amigas diabólicas" y el dinero que no le faltó, y su salud perfecta y "dos millones de alegría". Sin faltar el claro de luna. Esa escena sólo podría explicarla el hecho de que Pellicer estaba viviendo junto a Vasconcelos una experiencia única, para su edad y sus 3

Este poema, "Rondel galante", que tiene forma epistolar lo escribió Pellicer en San Juan Bautista el 2 de marzo de 1914, y como puede verse el poeta hace un balance de la pasión que encontró en Esperanza Nieto; se deduce que la conoció meses antes, justo el año anterior como se ha dicho.

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aspiraciones. Sin buscar mucho había encontrado el camino abierto que conduce a los viajes, la política, el mundo de la cultura y las artes, el conocimiento de artistas, poetas, museos, libros y autores. Vaconcelos empezó a ser el faro que iba a guiar a este tabasqueño ávido de remontar su cielo local, cuya inquietud sería precisamente ese universo y el de la poesía. Sería el amigo de toda la vida, el compañero fiel a la amistad, con el que compartió libros, museos de varias ciudades del mundo, anécdotas vividas en Siria y en Palestina, en Italia y en Egipto. De todas maneras, la confesión de Pellicer de un amor excepcional y auténtico por una mujer seguirá siendo un enigma para la crítica y los estudios literarios. Son los años en que rebosa juventud y cree que su complemento es una compañera, como en el mito de Adán; siente la necesidad de un noviazgo que reivindique su soltería. Y en esa chica tabasqueña, que cree con ingenuidad en las promesas del poeta ahora importante secretario de Vasconcelos, encontró a la víctima ideal. ¿Víctima? Ella llevaba ya varios años esperando que el novio ausente cumpliera su promesa matrimonial ¿se cumpliría? Por supuesto que no. En una carta de ese año enviada a Arciniegas, el poeta deja de pisar tierra y se encumbra: "Imagínese usted todo lo que quiera en el más puro sentido de la belleza del amor, considerando que la mujer es de una imponderable belleza y el novio un sujeto con todas las inquietudes de un griego" (Zaitzeff 2002: 89). Estaba pensando en ella. La amada pasa a la imagen poética y recorre varios poemas de Pellicer, ya sea lejos de su persona pero cerca de su imaginación, imposible para el deseo cumplido pero ideal para la ilusión; es la novia o la pasión que se descubre atrás del poema "Vacaciones", de 1922, de los "días azules" y de los tejados de su pueblo muy en el estilo de López Velarde; la misma de las tardes moradas con palmeras danzarinas. Estos son, aclara, los días azules, sobrenaturales. Estas las dulces horas que Dios me regala como juguetes de navidad, a cambio de semanas impostoras (Pellicer 1994: 136).

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Aunque el texto literario jamás debe tomarse por el pensamiento del autor, a veces puede servir de indicio de un dato biográfico. Esas "semanas impostoras" delatan al "enamorado" perdido de Esperanza Nieto, a la que considera mujer fiel en la que pone su corazón. El joven poeta regresó a la ciudad de México con la nostalgia encendida de Tabasco y de la amada. "Días azules/ Como horas/ Submarinas/ Plateadas y doradas de repente/ Por acuáticas serpentinas" (136). El tema del poema no es por supuesto la historia de un impostor, sino el tiempo que se desliza en la plenitud del día, que el poeta pinta de azul y de morado, colores por lo demás de plenitud que dan la sensación de que el tiempo transcurre, sigue su caprichoso camino y vuelve a comenzar. Es una operación irrevocable. "Días pintados/ con los vestidos de ella". Se podría decir que el lector de esos versos jamás piensa en un amor a contracorriente, sino en vías de su plenitud, y no es solamente amor que irradian esos versos sino los colores portadores de la conciencia del hombre, como en La noche estrellada, el cuadro celeste y eterno de Vicent van Gogh, que no sólo muestra las constelaciones sino un viaje interior hacia el firmamento. Es evidente que Pellicer estaba junto o coludido a los impresionistas, en su callada carrera hacia el movimiento de las estrellas y de los astros que paralizan la vista de quien mira o le echan aire a la hoguera de la imaginación. "Días azules/ con noches fascinadas/ por los ritmos pentagonales/ de las estrellas". El verso va siguiendo una figura femenina hecha de luz y de los colores fuertes, definidos, que la acercan a los ojos del lector, una imagen fugaz y sin embargo tangible. En el siguiente poema, "Paisaje", retrata el amor como un viaje profundo e interminable por el tiempo, las playas, la soledad, por la "ola vespertina" que sus pasos han ido marcando. Pellicer vuelve a esa imagen recurrente que ha ido fortaleciendo con su fantasía y de la que no desea apartarse jamás, es un esposo distante y virtual, que se revuelca en el lecho de los astros y de los días pintados de ciertos colores. "Vuelvo a encender la luna de tu amor/ sobre mis labios trágicos". De acuerdo a la biografía de Pellicer jamás se materializó esta "luna" ni esos labios, sin embargo, en la imagen poética se jun-

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tan los amantes, el amor se vuelve parte de la vida, el sueño se cumple. "Tu ternura salobre/ como juegos de ola vespertina".

La dama y el vagabundo Ella era una señorita de su casa, obediente a la moral paterna, conforme con su pequeña ciudad de provincia, sus bailes, sus paseos en la plaza, sus ceremonias y fiestas populares. Nació el 5 de mayo de 1902 en Monterrey, Nuevo León; hija de padres tabasqueños, Lilia Merino y Manuel Onofre Nieto; de profesión ingeniero, pero "posiblemente el matrimonio debido al quehacer del ingeniero emigró una temporada a Monterrey, para después establecerse definitivamente en Villahermosa, Tabasco, en la casa familiar en pleno centro citadino y frente al Jardín de la Paz" (Schneider 1998: 8). Era la menor de cinco hermanos, una linda tabasqueña, 4 ajena a las convulsiones urbanas y el ritmo que le imprimen a la conducta y a los hábitos cotidianos; una chica que llegaría a los umbrales de la zozobra. Él, un poeta ya instalado en la ciudad de México, centro de escenas trágicas y de movimientos revolucionarios, donde se dio cita el arte y la política, el nacionalismo posrevolucionario y las vanguardias de esos años. Ella miraba la naturaleza; él, la imaginaba; ella quería un marido, una casa y unos hijos; él, poetizar ese mundo que sabía no tendría jamás. Esperanza era el paisaje exterior, una verdadera religión del paisaje, que exigía ser acariciado y descubierto, Pellicer la pluma que juega con el paisaje, lo sube y lo remonta, le pone música y lo hace parte de una expresión lírica. Ella buscaba el conocimiento, él solamente sensualidad. En esa atmósfera distante porque enfrentaba a dos sensibilidades y dos personas opuestas, pudo darse sin embargo una historia de amor y de promesas que 4

Esperanza Nieto no se sintió ni de broma regiomontana, al contrario afirma en sus cartas a Pellicer que es de Tabasco; "Mi papá le envía unos plátanos asoleados, para que pruebe Ud. lo que se vende en nuestra tierra" (Schneider 1989:13). "Nadie más que yo desea que salgamos de esta querida tierra, sobre todo por nuestra salud [• • •]"• Los subrayados son míos. En sus cartas a su lejano pretendiente, Esperanza siempre le habla en calidad de amigo y paisano.

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hacen temblar a quienes fueron sus testigos. En una de sus cartas a Gorostiza Pellicer deja clara evidencia de "su señora" a la que llama "inmortal" y "divina" en un gesto poético que idealiza lo lejano y crea un sujeto digno de veneración: " La Luna del Amor me sorprendió en Tabasco cuando tenía yo dieciséis años, y hoy, que ya he cumplido veintiuno, me sigue iluminando con su luz, que mata lentamente, y mi culto hacia Ella, la Divina, la Inmortal, la Unica, se ha hecho ferviente hasta el fuego sin llamas (Sheridan 1993:49-50).

El culto a ella se traduce en enfermedad amorosa, que en el siglo XIX fue pura melancolía y una caída en la indiferencia, en un virus que contrajo el joven poeta por Esperanza Nieto, más un padecimiento que un placer, y que llegó a convertirse en otra leyenda propia de las que construyó Pellicer a lo largo de su vida. Ramón Bolívar ha contado una parte de esa historia, con inteligencia y buen tino pudo ver el túnel en que se había metido Pellicer para salir, victorioso, como un gran luchador del circo romano. Hablaba una y otra vez de su amor eterno a Esperanza, pero el poeta no iba a desposarla -entre otras razones por su homosexualidad- en una ceremonia que incluía iglesia con damas, un coro de voces selectas y una buena mesa servida después de la bendición religiosa. El primer beso, el primer baile, el brindis con la familia y los amigos. Enseguida, la luna de miel. No, el poeta estaba pensando en un amor divino con emanaciones místicas enviadas desde algún remoto lugar del firmamento; una musa que le sirviera de guía y de esperanza, de puerto de llegada y de salida a sus inquietudes líricas. ¿Sólo quería poetizar a la amada, sus ojos y sus labios? ¿Era más importante la pasión que el deseo en vías de realizarse? Las preguntas surgen con mucha rapidez, pero parece evidente que el joven, aparentemente enamorado, había construido una imagen colosal de la mujer, la esposa y la madre. Él le había suplicado al destino encontrar un amor íntegro que fuera capaz de redimirlo de sus caídas y sus ausencias, una luz intensa que lo sacara del pozo de su soledad. A fin de cuentas, todo sería material poético, como puede verse en estos versos de 1916:

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Fue una tarde sencilla como aquella en que dije al destino que tú debías amarme; tarde en que vi a la estrella como estrella, en la rosa a la rosa, y en la tarde a la tarde. Te conocí una tarde. Eras casi una niña. Eras linda cual hoy y tan indiferente (Schneider 1989: 52).

L a amada aparece en más de cien poemas, pero la vemos de cuerpo entero, siempre imaginada, implacable y llena de luz, a partir de enero de 1914, apenas una niña y él un adolescente, en "Madrigal extasiado", que da cuenta del idilio en donde el poeta como "gladiador vencido" se "siente herido de amor". L a saeta, la contemplación, la flecha tirada hacia el firmamento, el amor ideal, el gladiador, forman parte de ese poema temprano:

Y le rogué a sus ojos, pero en vano lancé de nuevo otra saeta, no hizo blanco y el carcaj me quedó sin una flecha. L a seguí contemplando largamente. Entonces alzó la frente cruel y triunfalmente, tiró una flecha hacia el celeste punto. El conjunto fue ideal. Y el gladiador vencido rodó en el suelo con su lanza herido (39).

Este gladiador ya había iniciado una lucha a muerte contra el enemigo -la pasión no correspondida- y la llevará a sus últimas consecuencias, hasta vencerlo. Pellicer hizo una apuesta, salir victorioso de la contienda entre su amor por Esperanza y la indiferencia de la amada, y algo más: tomar de su tierra a una musa púber que lo con-

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dujera por el camino abrupto de la vida. Escribió cartas suplicantes y llenas de promesas, sonetos, cantos, décimas, elegías, para glorificar y recordar el amor de Esperanza. Fue tejiendo una historia de amor mientras su verso se hacía más dinámico y aéreo, más moderno y profundo, y llegó a su madurez poética con el mismo asunto, como puede verse en Hora y veinte, libro publicado en París, en 1927. El poeta le canta a las horas, a su incensante viaje, a los días en que amaba a Esperanza Nieto. En ese título conjugó varias épocas de su vida, diversas experiencias de viaje, de amor y de lluvia, y dio la imagen de un poeta amplio y de registros nada convencionales, su poesía estaba explorando estilos. Intenta rescatar el amor destrozado, la imagen de Esperanza en el trópico, su voz y esa figura reluciente hecha de luz y de ojos transparentes; arrepentido pero con dignidad, el poeta trata de justificar ese amor que nació muerto, lo que era bueno para ella y bueno para él, y recuerda entonces los ojos, los labios, el cabello de la amada. El desgraciado amor pasa por la magia del verso y empieza a ser una escala de las debilidades humanas, un paréntesis de agua y de aire, de cielo y tierra, como toda la poesía pelliceriana. La caída se convierte en ascenso, el engaño en herida por la que sangra la mirada y el oído del novio; la discusión sobre el matrimonio aplazado y que fue una escaramuza sentimental, pasa a la sala ficcional del poeta, colocándose en los mares y las ciudades por las que viaja. La musa sigue al poeta a todas partes aun cuando el tiempo ha pasado y el noviazgo llegó a su fin, lo que es muy visible en el "Nocturno de Constantinopla", dedicado a "E", escrito en esa ciudad-puerto de Turquía en 1926: Y sueño en tus ojos las aventuras inefables, tus sutiles besos, entre la bruma de oro de la historia semitonada en nuestro amor perfecto (Pellicer 1994: 153).

El amor había sido un sueño, un encuentro perfecto de dos seres como en la Biblia; durante mucho tiempo, Pellicer le estuvo dando

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vueltas al asunto, a su capricho, su ilusión y su irónica promesa de llevar al altar a Esperanza Nieto. En una carta enviada años después a su amigo Guillermo Dávila, el poeta se desnuda de las apariencias y entra a su ser íntimo y sentimental, moral y poético: Mi pasión por Esperanza, fue inmensa. Fue la novia ideal y di una prueba de lealtad apenas concebible. Fueron siete años de una poesía infinita. No: fueron ocho. Las seis semanas que pasé en Tabasco hace seis años, cuando fui a visitarla como novio oficial, contienen los días más bellos de mi vida... Cuando salimos a la calle solos, la gente se detenía para vernos pasar. Ella era divina, y yo no tan feo. Sobre todo, se aclaraba el misterio de siete años de ausencia en la que ella había esperado -Esperanza—, sin prometerme nada. Yo la adoré como no he adorado a nadie... Esperanza fue para mí un culto.5 L o importante es que la amada, siempre lejana, pero siempre presente en sus versos, le sirve como un arrebato lírico con el que el poeta va tejiendo imágenes, metáforas inusitadas. Pudo conjugar la ausencia con la presencia. Debido a ella, su producción aumenta y va encontrando un ritmo y un tono, los objetivos también se aclaran, y el gran tema sobre el que gira toda esa música es el amor desesperado, el amor entre caballero y su Señora, el amor ideal que no se cumple, el que Pellicer había leído en los místicos, en Platón y en Darío. L a amada se instala en sus poemarios y ya no puede arrancarla de ellos, porque parece su motivo primero y último, su preocupación principal de día y de noche, como lo demuestra en los siguientes títulos, entre otros: "Madrigal extasiado" y "Rondel galante" (1914); "Tríptico", y "Serenata de abril" (1916); "Rostro de la mujer a m a d a " dedicado a E. N . y "Séptima elegía" (1918); "Elegía", "Elegía huEsta carta enviada a Guillermo Dávila, 23 de octubre de 1927 en Asís, en tierras de la Umbría, debe leerse como un verdadero testimonio de la vida poética, sentimental de Pellicer, de sus pasiones como Bolívar y de su fe inquebrantable. Pero principalmente como una confesión de lo que llegó a representar en su vida emocional y poética Esperanza Nieto(Bargellini 1985:94). 5

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milde", "Elegía" y "Preludio", escritos en Bogotá (1919). Además, "Cuando te pones triste", "Llovía" y "A Esperanza" (1921); dos poemas con el mismo título "Paisaje" incluidos en Hora y veinte (1927) y "Elegía", escrito en París (1927); y otros escritos en Brujas. Esperanza ocupa un espacio inmenso en la poesía lírica y amorosa del poeta tabasqueño, un tiempo considerable en sus cartas. Desde muy temprano de esta relación, el amado expresa su pesar por la imagen de la amada, evocarla se convierte en rutina pero también en una sangría del alma que suspira por un ser etéreo, divino. El tema no se queda en pura poesía, en la promesa que ha hecho de desposarla, no, el poeta va más allá, y en otra carta le comenta a su amigo y confidente Gorostiza: "Han decretado vacaciones en enero próximo. Por todo este espacio de tiempo no leeré un periódico ni un libro... Me voy a dedicar a adorar a la Diosa de mi vida. Pienso casarme dentro de dos años, servir a mi patria y ser feliz...".6 ¿Pellicer estaba bromeando o hablaba en serio? Jugaba a decir la verdad pues en realidad la inventaba. Como sea, no quería olvidar la belleza de Esperanza, tampoco aceptar que ese juego no tenía principio ni fin, sino simplemente era una apuesta perdida desde sus inicios. No hubo matrimonio, ni fiesta, ni traje, ni luna de miel, ni el amor fiel que le juró a su lado. Nada, solamente humo, la eternidad anunciada en su poesía. Pellicer escribió mucho sobre su pasión amorosa, en prosa y en verso; sus versos parecen haber sido escritos para cantar en los museos y las catedrales, en los barcos y en las plazas, en las noches y en las madrugadas en que el poeta, solo y lejos de su país, recordaba. Al fin, Pellicer regresó de su recorrido sudamericano a finales de agosto de 1920, y cuál no sería su sorpresa saber que Esperanza lo espera en la ciudad de México, donde se suscita un problema que verdaderamente iba a pasar a la historia de la literatura: la conversión de la

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Fechada en Caracas, Venezuela, el 12 de julio de 1920, esta carta enviada a Gorostiza desenreda un poco la situación sentimental de Pellicer, aunque la vuelve más complicada al confirmar su compromiso con Esperanza Nieto; al mismo tiempo declara que ha dejado de ser poeta (Sheridan 1993: 81-84).

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novia al catolicismo para ser desposada como correspondía a la familia Pellicer, católica practicante. La ceremonia parece un ritual "cocinado" en familia; el novio, lejos de la desposada, cerca sin embargo de la imagen que guarda de ella; Esperanza Nieto tuvo que recibir el agua del bautizo - y de la primera comunión- siguiendo instrucciones paternas y sobre todo como respuesta a las exigencias del novio y de su familia, pues era la condición sine qua non para el matrimonio con Pellicer. Los actos propiciatorios subieron de tono, y todo parecía indicar que ya no había vuelta atrás. ¿Era consciente el novio de los enredos que estaba provocando en los sentimientos, en el orgullo femenino, en su propia autobiografía? Es difícil saberlo. Pero el protocolo siguió adelante. Los padrinos de esa comunión con Dios a través de la pila bautismal fueron los propios padres del poeta, y la ceremonia se llevó a cabo en el templo de Santa Inés el día 14 de noviembre de 1920, ubicada en las calles de Moneda y Academia, su cúpula está adornada con fajas de azulejos que parecen rebozos, mudos testigos del acto. A finales de diciembre Esperanza, decepcionada, y haciéndose múltiples preguntas, tuvo que regresar a Tabasco, con las manos vacías, ¿con las ilusiones perdidas? La chica se fue hartando de los pretextos, las idas a la capital y las pláticas formales entre su padre y el novio, todo, para absolutamente nada. No había en su camino una solución práctica, verdadera. Sin embargo, el poeta como buen caballero, decide pedir la mano de la novia. Después de siete años aproximadamente, ahora sí, ya eran novios en la más amplia expresión, nada podría separar a esta pareja hecha para vivir una vida juntos. Pellicer viaja a Tabasco, donde es posible que hubieran hablado de la formalización del próximo matrimonio. Sin volver a verse, el poeta parte nuevamente a Sudamérica. Se suscita un intercambio más de correspondencia. Han pasado varios años desde el primer encuentro y ella reacciona, no es ya la versión de una joven provinciana, sino la de una mujer capaz de comprender las vicisitudes del mundo y la naturaleza de las cosas. Cuando más enamorada está del "novio ausente", más exige verlo y hablar con él, contarle sus cosas, ver el futuro. Sin embargo, no aparece ciega "de amor" sino con

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los ojos muy abiertos intenta entender la personalidad del amado, y el 5 de septiembre de 1922 le escribe desde Villahermosa: Ah, se me olvidaba. Te enojaste por lo que le escribí a mis primas: que los noviazgos de lejos son muy problemáticos, y apenas si dije la verdad. Si de cerca se desbaratan, con frecuencia de lejos con mucha más razón... mira Carlos, en este mundo no hay nada seguro; pueden suceder tantas cosas... Yo creo, estoy casi convencida de que tú me quieres y que yo te quiero, más aún, pero a pesar de todo, pueden mediar tantas circunstancias, pueden pasar tantas cosas imprevistas, que no hay que estar seguro de nada y menos de firmeza de los hombres... (Schneider 1998: 26).

¿Cuáles eran esas "circunstancias", esas "cosas imprevistas"? Tal vez las que "sus primas" utilizaban como bromas, con las que hacían crecer el rumor de que "amor de lejos es amor de... ", pero que seguramente hicieron un efecto en la amada y luego en el poeta. El tiempo de la espera había llegado a un límite, pues en un periodo de tres años y medio Esperanza y Pellicer sólo se habían visto seis veces. Agarrado in fragantti, el poeta responde con su orgullo por delante. Promete entonces cumplir su palabra, y el padre de Esperanza le contesta: "Nada tenemos Lilia y yo que objetar a estos amores, ya que se trata de acuerdos tomados entre personas formales nacidos del mutuo aprecio que se tienen, y tendientes a formar mañana un hogar feliz" (3). Pero la espera sigue viva como una vela encendida que no se apaga jamás, así es que Esperanza Nieto, nada insensible a los años de espera y de zozobra, y de manera inteligente asume su situación, y termina diciéndole a Pellicer que los noviazgos de lejos son inútiles. Mientras tanto el poeta escribe, es decir, reconstruye su pasión subrayando la imagen de Esperanza a todas horas. Y lo hará en el futuro; en su "Laudanza de la provincia" de 1949 hace un repaso o recuento de su vida en la provincia y cita a su amada. "El nombre de mi novia/ fue de un verde esmeralda, tan callado/ que apenas se le escucha en las orillas/ de las aguas que pasan con cuidado" (Pellicer 1994: 637).

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Haber convertido a la religión católica a su prometida para luego desposarla, y no hacerlo parece una broma pero seguramente fue un golpe certero y terrible por las implicaciones sociales de semejante acción. La joven novia, ávida del matrimonio tan anunciado, siguiendo la enseñanza paterna, se convierte y a cambio recibe, como decíamos, una humillación tajante a su condición de "novia oficial", a su sexualidad despreciada, a su moral severamente castigada. Tuvo que haber vivido horas difíciles y explosivas, en las que la tensión y el nerviosismo la pusieron de cabeza. Cuando le escribe al novio "etéreo" estas líneas parece que su paciencia se agota, aunque no pierde la confianza ni el amor que ya ha brotado, maduro y hermoso, en sus sentimientos. "¿Cuándo te volveré a escribir? Quién sabe. Todos te saludan. Te quiere con toda su alma. Esperanza" (Schneider 1998:27). Es la última carta de que se tiene noticia, enviada desde Villahermosa el 5 de septiembre de 1922. El novio sigue escribiendo poemas en los que exalta su pasión y convierte el amor por Esperanza en algo sublime. Novio despreocupado en consideraciones reales, palpables como mantener la llama no sólo a través de las palabras, sino de acciones efectivas, concretas. La crisis por parte de Esperanza Nieto tenía que desatarse, pues no era posible seguir en la privación, en un culto más detenido, en anhelar, en imaginarse, carente en lo absoluto de un intercambio cotidiano (28).

Se desconoce la fecha precisa en que el noviazgo -epistolar desde luego- llegó a su fin, pero tuvo que haber sido después de 1924; el novio partía hacia Europa justo el año siguiente y ya no habría manera de llevar a cabo las promesas. Pero durante el viaje el poeta iría resarciendo las palabras y las cartas, la mirada y los momentos juntos, así como el juramento de amor de la amada. En una carta enviada a Gorostiza, Pellicer todavía enamorado, confiesa: "He pasado unos días difíciles y desesperados. Esperanza estuvo aquí, no pude verla. El noviazgo se acabó, pero el amor, no". Es difícil creerle que el amor seguía latiendo como un incendio en su interior; esto lo diría la historia literaria en que Pellicer juega a ser protagonista y

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no le importa el noviazgo (la realidad) sino el amor que lo azotó sin piedad (la imaginación). Por lo pronto, es necesario acercarse ligeramente a la fotografía, de las pocas que se conservan, en la que aparece el poeta junto a Esperanza Nieto, en la Plaza Río de Janeiro de la colonia Roma en 1923; separados por un árbol, la mañana es luminosa; sobre la pareja cae a pulso un sol disuelto por el follaje. A simple vista, la foto habla de dos personas que se acaban de conocer y en cuya actitud no hay pasión de por medio. Pero cada una es muy distinta: ella, risueña y de falda larga; lleva un traje de manta, tejido "en casa", con manga ancha y larga, un estilo "Charleston"; su risa la revela optimista, tal vez viendo el futuro muy cerca aunque el "novio", de sombrero de ala leve, estilo Panamá, no le ha tomado siquiera la mano. Es un caballero o un dandy. Ella parece resuelta, espontánea; él, con las manos en los bolsillos, de traje, bigote, con una mirada secreta y seria, el semblante transparente. La luz se desliza por entre las hojas de los arbustos, y toca sus cuerpos. Era la despedida que les estaba dando el tiempo, porque bien vistas sus figuras resulta imposible pensar en dos enamorados, ni siquiera en dos amigos próximos o íntimos, si acaso la fotografía revela a dos conocidos que creen que se aman, dos desconocidos que saben que no se odian. El poeta se encargó de cerrar esta historia con lo que escribió, de su puño y letra, como pie de foto: "Ella y yo en la Plaza de Río de Janeiro, en México, D.F., año de 1923. ¡Dios mío!" (Pellicer 1982: 65). Dios mío, lo que hice, parece expresar calladamente; ¡cómo fue posible este romance durante tantos años! La distancia parece haber marcado o definido la relación de Pellicer con Esperanza; era la que le permitía al poeta ir alargando el noviazgo hasta que el compromiso terminara en el olvido. En otra fotografía es posible ver claramente que siempre hubo un puente que dividía las miradas de los dos enamorados; es del mismo año que la anterior y si en aquélla el árbol era un muro de contención que separa a dos personas, en ésta donde aparece Pellicer, junto a él Esperanza, y enseguida doña Deifilia, la distancia es mayor; está la madre del poeta y su tía, ambas de negro; sentado en el pasto, pues la foto la tomó Juan, el hermano menor, en un jardín. Bien, el joven poeta

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mira a un punto fuera del lente, está lejos de la cámara, y todavía más lejos de la "amada" o "prometida" que le roza el brazo; él mantiene sus manos agarradas a la altura de la ingle, luce mancuernas y la camisa blanca que sale de su saco. Entre ambos, si damos fe a la cámara, no hay confianza, ni afinidades, ni enloquecedora pasión. Nada. Si acaso parecen dos amigos que se conocieron alguna vez, en los que no anidó ninguna amistad. Esta foto es tan elocuente de la distancia que los marcó como los versos de Hora y 20: "¡Nuestro amor silencioso y ágil como un signo! / Nuestro amor que maté/ porque lo necesitaba muerto/ para que fuéramos novios toda la vida/ en la bahía con luna de mi voz y de tu silencio" (Pellicer 1994: 145). No puede ser más claro que Esperanza Nieto había sido para Pellicer un puente entre el cielo y la poesía, entre la tierra y el azul infinito que hay arriba de la cabeza de los hombres. Se ve con nitidez en esos "Paisajes" escritos en París en 1926, "El teléfono llama, pero todo es inútil,/ porque tú y yo estaremos siempre azules de ausencia". Haber incluido un término usado mucho por los modernistas para referirse a lo lejano, "azules de ausencia", lo que se funde en el espacio con el aire y se vuelve etéreo, todo lo que resulta inaprehensible para los sentidos, el azul de Darío,7 es un indicio de las órbitas celestes que estaba atribuyendo Pellicer a su amor por Esperanza Nieto. El poema que repasa sus viajes, Variaciones sobre un tema de viaje, fechado en Aviñón, 2 y 3 de mayo de 1926, que es otro viaje a la zona de la Provenza y en particular el que hizo por el sur de Francia, dice en su último terceto: "el universo igual que en sus estrellas rotas/ nivelará perfiles agitados/ bajo el agua mediocre de sus gotas". Pellicer sabía muy bien lo que quería expresar y de qué manera lograrlo; también sabía cuanto deseaba callar, eludir o imitar. Atrás del viaje a los ritmos pentagonales de las estrellas, es posible encontrar, agazapada, a la novia eterna que no tendrá jamás al varón en sus manos.

El libro que inaugura el modernismo es Azul (1888) de Rubén Darío, palabra que se ha relacionado con " L ' A r t c'est l'azur", que podía haber sido una copia de estos versos, "Adieu, patrie!/ L'onde est en furie!/ Adieu, patrie,/ azur!", citado en mi libro Modernismo y Generación del 98, T reimpresión, México, Trillas, 1991, p. 44. 7

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Semejante a un cuento de hadas, el tiempo disolvió el noviazgo y también el compromiso, los amantes no se encontraron jamás y sólo quedó la letra impresa para rescatarlos. Esperanza Nieto perdió a sus padres en 1926, y se trasladó a la ciudad de México donde vivió en la casa de su hermana,8 y Pellicer siguió su ruta poética enamorando auroras y crepúsculos, cantando a los ríos y los valles, a los amantes del arte como Frida y Diego Rivera, a las parejas que con su pasión incendian la cultura. Siguió su camino y no se detuvo, empeñado en transformar las imágenes de sus héroes en alternativas sociales y políticas para la raza americana, despreciando el materialismo sajón y pidiendo a gritos el advenimiento de un mundo más justo y libre, en el que la violencia, la guerra y el exterminio terminaran de una vez para siempre. Tal vez se cobijó en su escritura para olvidar la falta cometida con Esperanza Nieto, aquella novia de provincia hermosa y entusiasta que había sido un resumen de paz y de armonía. Recordaría entonces a Sor Juana: " Q u e es una línea espiral,/ no un círculo la armonía", es decir, no es algo acabado sino abierto a los cuatro puntos cardinales. La espiral es un caracol, un laberinto como había sido el amor a Esperanza, un encierro y una fuga hacia la libertad. En palabras del poeta fue su comunión con la poesía lírica: "Esperanza es en mi vida la poesía lírica. Y también la poesía heroica. Ella llenó lo mejor de mi adolescencia y lo mejor de mi juventud" (Bargellini 1985: 94). Fue su Beatriz, la personificación de la fe, la guía hacia Dios y el amor como lo insinúa Dante Alighieri, con la que pudo recorrer no el Paraíso sino los años agitados de la vida social y política de México y del mundo.

8 En esa casa conoció al médico cirujano José Monroy Velasco de 30 años de edad y se casó con él el 4 de mayo de 1928, dice Luis Mario Schneider. Tuvieron dos hijos. " L a novia idílica del poeta murió en el Distrito Federal, el 5 denovimbrede 1981" en su domicilio de Amsterdam no. 91, colonia Hipódromo Condesa. "Recordaría algunas veces Esperanza Nieto, aún más, lejos de su desconsuelo sería consciente del trascendental aporte con que su personalidad, su ser, se esencia de mujer alentó y espolió un inmenso oleaje de poesía en la lírica de uno de los escritores más extraordinarios de la cultura de México" (Schneider 1998: 33).

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Segunda parte

Viajar, poetizar lugares

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Casi desconocida para la crítica, la prosa de Carlos Pellicer abarca un periodo tan largo como el de su producción poética; es decir, desde su aparición en el escenario social del país, en 1918, hasta la víspera de su muerte, en 1977. Es por supuesto un registro muy amplio y variado de su actividad, en el que su escritura encuentra un complemento. No hay Pellicer sin el verso pero tampoco sin la prosa, que alcanza proporciones insospechadas. Es un material que aún se encuentra en proceso de ser clasificado por el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM, donde se guarda el archivo que donó su sobrino y albacea, Carlos Pellicer López. La prosa lo contiene, lo expresa y hace de nuestro poeta un ser de carne y hueso, complejo, que lo revela como un hijo sentimental y muy apegado a los padres. Ahí aparece también el viajero que busca la luz para encontrar los rincones oscuros de sí mismo. Es diversa, dijimos, ya que se extiende a los discursos del agitador estudiantil, a las intervenciones en público, las asambleas y los congresos en que participó en México y en otros países; es un texto que se dispara por los congresos y los agradecimientos de premios recibidos. Durante su colaboración asidua con Vasconcelos escribió artículos y discursos sobre artes plásticas y exposiciones, sobre la educación y la misión política que debía mantener la juventud. Además existe el Pellicer político. "Ese es el otro Pellicer" (Argüelles 1997: 8).

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"Karlin el m a r i n o " Esa frase la estampó Pellicer en una carta que envió desde Caracas a su amigo Germán Arciniegas, en Bogotá, el 10 de mayo de 1920. El texto es una delicia de pirotecnia verbal, de sarcasmo, es prosa poética y ensayo de sátira a la vez. Es un templo de la risa que el joven le construía al porvenir. Creo que la escritura de esta carta revela en el fondo lo que estaba pasando por la cabeza literaria del joven Pellicer; una constelación de imágenes que se agolpan y de pronto se atoran y para sacarlas es necesario el ingenio, la invención; así funciona la metáfora, por semejanza dice Ortega y Gasset, y es la que permite a Pellicer soltar la frase mediante la libre asociación, que confronta la realidad. Hay que ver la carga emotiva pero sobre todo satírica de esa carta y el drama singular que dibuja en su siguiente entrega. No ha pasado ni siquiera un mes de ese juego verbal que anticipa las piruetas poéticas de Pellicer, cuando escribe al mismo Arciniegas: "México ha cometido un parricidio y se ha colmado de oprobio y la boca múltiple de Nuestra América lo maldice y yo me estoy muriendo de vergüenza y de dolor" (Za'ítzeff 2002: 39). Responsabiliza del crimen de don Venustiano Carranza a Obregón y al general Pablo González.1 Y también confiesa que ha llorado mucho, que su dolor será eterno, "mi salud está resentida". Escribió entonces la frase más trágica que haya salido de su mano, a pesar de que "Karlin el marino" agitaba con devoción a sus colegas en Caracas: "Mi juventud ha empezado con un largo amanecer de sangre". Parece un verso que el poeta elabora y lo pone en una carta; "un largo amanecer de sangre" se nos figura como la antesala del día en que debe comenzar la vida nacional pero el alba no vaticina luz nueva, que acoge a un joven sino el caos que le espera. Escribe un poeta, obviamente. México empezaba su vida constitucional bajo el imperio de la violencia, de un derramamiento de sangre inmerecido pues el país ha sufrido bastante con los estragos de diez años de guerra civil. Y allá, en 1 Como se sabe, el 21 de mayo de 1920 fue asesinado el presidente Venustiano Carranza, en Tlaxcalantongo, en la sierra de Puebla. En una emboscada, cayó el Primer Jefe huyendo de quienes se habían rebelado en su contra.

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un rincón, un joven escribe que su juventud es testigo de la historia que se está escribiendo pero manchada. Un joven que no escatima esfuerzo verbal alguno para expresar su rabia pero con enorme eficacia lingüística. La frase entra a los lectores y los obliga a ver la triste misión que el Poder encargaba a su juventud: la de ser cómplices de la violencia. El golpe de la noticia desarticula emocionalmente a Pellicer. Lo arrincona en la oscuridad de esa idea, tan común y aceptada en esos años, de que México no saldría de la violencia innata, heredada, hasta la llegada de un nuevo amanecer político. Por distintos motivos, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, entre otros, salieron de México durante el periodo armado de la Revolución mexicana. El país, desde esa óptica, parecía secuestrado por la guerra civil; lo vieron perdido en la humareda de la pólvora, hundiéndose en un mar de sangre que nada podría ya reivindicar. La juventud se alió a esa convicción de que México había luchado en vano y que parecía urgido de un hombre que le diera un nuevo valor a las cosas y a los hombres. Pellicer, sin duda, participó de esta tendencia nada excepcional y pudo salir del torbellino a través de la poesía. Cuando Arciniegas le escribe no sólo le relata hechos, actividades de las sociedades de estudiantes, sino le habla del tema que en el fondo interesa a ambos. En una ocasión Pellicer leyó algunos poemas de los que incluyó en su primer libro, y su amigo colombiano la recuerda y añora. En una carta le pide más versos. "Aquella última marina, tan definitiva, tan bella... Lo que yo sentí cuando usted me la recitó en Barranqui11a todavía se agita y vibra en mi alma" (40-41). Es el año de 1920 y Pellicer envuelto en un aura emancipada camina por los Andes. Su "casa" se encuentra en Caracas, pero sale de paseo, ofrece conferencias, escribe cartas y poemas, pendiente de lo que pasa en Colombia y en México. Mira el país que ahora lo cobija y le parece que América Latina se dirige hacia su cima social y política, histórica y literaria. Al fin alcanzará su identidad. En una excursión descubrió que a la derecha estaba Caracas y a la izquierda el mar. "Magnífico e inolvidable ese momento. ¡El mar! Fue lo único que pudo aliviarme un poco esta enorme tristeza que me han producido los últimos crímenes de México" (42). Desde joven comenzó su obsesión marina, tal vez el

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espacio del mar le parecía el viaje que la vida le estaba ofreciendo emprender. Sus ojos se posaron en los mares de varios países y el resultado fue el mismo: la sensación de que a pesar de la injusticia y el odio extendido en el mundo, era posible confundirse en la inmensidad del agua. Con todo, la vida valía la pena de ser vivida, parece la fórmula que guía a este viajero insobornable. Pellicer permanece en Caracas pero pensando en su regreso necesario a México. La prensa cuando habla de él, le llama "el señor bachiller", y es evidente que goza de aceptación y cariño en la ciudad. Su rutina es sencilla: se levanta y hace sus ejercicios espirituales; convive con sus amigos en el café, en una cena o en una conferencia; escribe como desesperado, con una imaginación desbordante. En otra carta dice que ha estado enfermo y que la convalecencia pudo sortearla gracias a una huida al mar. Le encanta disfrutar el paisaje marino. "El mar me recibió con una gritería y me tuve que meter en él para sosegarlo. Lo encontré un poco viejo, pero a la segunda marina se mejoró notablemente. Yo y el mar nos entendemos" (46). Salió de México y empezó su tarea epistolar. Pellicer escribió cientos de cartas, que se han ido recopilando en excelentes ediciones y son numerosas, a veces salpicadas de humor, de política social y cultural, de amigos comunes. Y una cantidad similar de artículos, notas, reseñas, discursos, conferencias, que publicó en decenas de periódicos y revistas de México y el extranjero. Algo de eso se ha recopilado, pero falta mucho para ver completa la edición de textos en los que los estilos se entrecruzan y saltan en pedazos las ideas y las convicciones del joven emisario de México, del joven poeta que busca consolidar la unión hispanoamericana. Muchas cartas, las más relevantes, están dedicadas a sus amigos y familiares, a otros poetas y artistas. También es posible ir viendo en la correspondencia el trabajo poético de Pellicer que aparece incensante, una labor minuciosa en la que le roba horas a su misión "oficial" para dedicarlas a la poesía. En 1920 Arciniegas le pregunta cuándo aparecerá "su libro", es decir, Colores en el mar. Se trata de un libro anunciado y que se fue trazando durante el viaje a Colombia y Venezuela. Ya lo tenía, pero también le fue agregando nuevos poemas y quitando otros. La selección fue norma de

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trabajo que impuso a este libro y a los que vinieron después. El poeta trabaja a través de esa palabra; en sus manos hay muchos poemas, sabe que debe escoger. Quita y pone. No corrige. Sus versos ya han sido corregidos sobre la marcha, en la noche o en la madrugada que fueron escritos. ¿Qué leía entones Pellicer? Devoraba autores. Conoció a Lugones, a Juan José Tablada. En una carta del 22 de diciembre de ese año Arciniegas pone de ejemplo a Knut Hamsun (1859-1952), premio Nobel 1920, de escritor capaz de escribir novelas originales como la vida que delínea en sus narraciones. Lo hace con gran familiaridad, como si él y su interlocutor -Pellicer, ahora en México- hubieran compartido la lectura del escritor noruego. Resulta curioso un texto de Pellicer de un año antes, en el que cita los dibujos de Beardsley, artista inglés que considera una bofetada. ¿Qué le habrán parecido esos dibujos art nouveau que habían revolucionado el arte de la Inglatera victoriana? No parece inspirado en el amigo de Oscar Wilde (1854-1900), gran ingenio de su tiempo, que izó la bandera del modernismo con sus temas sobre mitología, erotismo, caricaturas, y escenas de la Edad Media. Tal vez olvidó que Aubrey Beardsley (1872-1898) había sido el artista más controvertido de su tiempo; y que murió demasiado joven, a los 25 años, de tuberculosis. Pellicer escribió ese texto, recogido en Voz de la Juventud, el 4 de j unió de 1919, que era un discurso para la Academia Cervantes, que comienza: "Hace algunas tardes discurría yo sobre un dibujo de Aubrey Beardsley, sobre uno de aquellos dibujos irónicos que la perversidad esencial del dibujante inglés dejó para pasmo y horror de las personas honradas" (Záitzeff 2002:178). Es "curioso" porque Pellicer tenía ojos y sensibilidad para el arte moderno, para la vanguardia que él había descubierto a su paso por Nueva York, en Sorolla, Zorn, Monet, nombres de la escuela impresionista, de la luz y el movimiento, que tanto influyó en su poesía. Sin embargo, su receptividad parece abierta a otros autores, artistas y poetas. Sólo Bearsdley le produjo náuseas. Cita a Rodó, lo llama el gran educador de América. Piensa en él como en un renacimiento de la raza americana. Y también escribe sobre Enrique González Martínez, y sobre Amado Ñervo, cuya muerte en Montevideo,

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dejó un vacío evidente en las letras mexicanas. Esa muerte agarró desprevenido a Pellicer, que se encontraba en Colombia. También escribió una nota, "Elogio de Pericles", en 1919, antes de conocer a Vasconcelos y de recibir su influencia decidida. Esto nos lleva a la pregunta, ¿no habría que pensar en una influencia mutua como suele suceder en las grandes amistades de dos hombres excepcionales? Habla de Pericles, político y orador ateniense de la edad de oro, que le parece un modelo que debería de imitar y seguir el mundo actual; hombre honesto y virtuoso, que aprendió música y colocó a la filosofía en el primer plano de la actividad social, amigo de Anaxágoras, promovió las artes y la literatura. Pellicer lo resucita en Bogotá. Nota precisa, en que la prosa tan sugerente irradia luz, postula una afirmación: "¡Cuánto te han olvidado los hombres". Pellicer sostiene que si cada ciudad tuviera un monumento de Pericles "en cuyo pedestal estuviese tu vida escrita en bronce, la sociedad moderna no había de ser tan abominable" (191). Ve en él un centro sobre el que gira el siglo V, al que imagina inspeccionando las obras de la Acrópolis acompañado de Fidias: "Por ti nadie se vistió de luto". Pellicer le está reclamando a la humanidad sus ingratitudes; pone en la balanza de la historia los olvidos miserables a que somete a las mentes notables que intentaron construir un mundo menos cruel y desalmado. Eso es lo que preconiza la breve nota, tan contundente en sus propuestas y en su vital filosofía; ese "varón estético" es para el joven poeta una meta, un horizonte. Tú, le dice, dominas los siglos de Grecia: "Pero los hombres te han olvidado, oh maestro y señor". Dónde están los poetas, pregunta de alguna manera Pellicer; qué se hizo la poesía que no fue capaz de cantarle a uno de sus grandes hacedores, Pericles, o siquiera escribirle un verso: "Las páginas que te dedicó Plutarco no me satisfacen aún". Fue sabio y guerrero, igual que amante del arte y de la conversación; cuando hablaba se detenían a escucharlo las cortesanas y los niños. Pericles sube los peldaños de la gloria en la prosa de Pellicer. "¿Por qué no hubo un poeta que cantara en tus funerales el maravilloso poema de tu vida?", es una pregunta que le está pidiendo cuentas a la poesía.

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Texto exquisito y sobre todo lleno de poesía, "Elogio de Pericles" es una pieza del juego de ajedrez poético que es la vasta obra pelliceriana. En algunos de sus escritos es fácil tropezar con lugares comunes de la historia de México, cuando explica el movimiento de Independencia, las guerras de Reforma, el porfiriato y la Revolución mexicana, pero en otros, Pellicer se instala en una dimensión nueva. Su escritura se llena de significaciones y el poeta aparece total y espléndido como el paisaje de Tabasco. Si a los veintidós años esa pluma era capaz de escribir con firmeza ¿qué sería tiempo después? Un atlante de la rima y el verso, una maquinaria de producir signos en constante rotación. Construía imágenes y así podía descomponer el universo para darle un sentido. Leer su prosa es tan estimulante como leer su poesía, dos géneros del mismo sistema. "¿Dónde está tu sepulcro? ¿Hacia dónde volaron tus cenizas? Oh dulce y magnífico ciudadano de Atenas, de esa República de las almas, como decía Renán" (191). Pellicer no había ido a Grecia todavía a no ser con la imaginación, y lo expresa claramente. En sus viajes imaginarios a ese país no pudo hallar quien le dijera algo de los funerales en "medio de la peste y de la discordia que es peor que la peste". Parece ya contagiado de la enfermedad que los ateneístas, Vasconcelos, Caso, Reyes y Henríquez Ureña principalmente, habían contraído en su pasión por la culgura griega, en la que creyeron descubrir la fuente del conocimiento universal. Era una especie de arma infalible con la cual atacar la incultura y la falta de humanismo en una sociedad que miraron pobre y miserable, iletrada, urgida de que algo o alguien pudiera redimirla. Pensaron que sólo en la cultura de la antigua Grecia y su sabiduría estaba el comienzo de la salvación.

Historia e ironía En muchos textos, Pellicer ponía en práctica un extraño relato-ensayo que intentaba explorar las disciplinas que más le gustaban: la historia y la literatura, pasadas por el filtro de la ironía, su gran compañera. La noche del 15 de septiembre Pellicer se vistió en serio.

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Fue al salón Samper en el centro de Bogotá para leer la conferencia que con su humildad acostumbrada tituló "Apuntes históricos sobre la guerra de Independencia de Méjico". Justo en la noche en que Carranza festejaba el "grito" en la ciudad de México, el poeta se dirigía a los jóvenes colombianos, un público distante de la historia de México. En esta ocasión, el poeta era historiador, pero no con el rigor y la disciplina del académico, sino arropado en las licencias que la literatura le otorga. Así, las vicisitudes de la guerra de Independencia se convierten en su voz en una crónica histórica, sobre todo en un relato cargado de ironía y de imágenes de los héroes sin precedente. "Después de tres siglos de sumisión, durante los cuales ocuparon el lugar del rey de España sesenta y cuatro virreyes más o menos intolerables", comenzó la agitación. La ironía salta de inmediato; cita a esos virreyes y con una palabra, "intolerables", abre el espacio de la interpretación, pues resultan seres de yeso o de papel, meros fantasmas de una historia que Pellicer califica de verdadero atropello a la dignidad humana. Le duele a este joven, ahora en el extranjero, la brutal "cristianización" que hizo la Iglesia en el Nuevo Mundo de los indígenas. "La situación de los indios, colmados de crueldad y de infamia, se hacía cada vez más espantosa, a pesar de los inolvidables esfuerzos de algunos misioneros que con el apacible encanto de la religión de Cristo consolaban a los indígenas, los que, según las leyes de Indias, equivalían cinco indios a un blanco" (Zaítzeff 2002: 193). A partir de 1808, el Virrey fue incapaz ya de controlar el descontento, que empezó a plasmarse y a tomar la forma inesperada, aunque ingobernable, de una revolución. Con qué paciencia y precisión cuenta Pellicer a su público ese periodo de la vida independiente, el de 1810 a 1821. El texto comprende tres aspectos en los que su personalidad literaria no admite dudas: primero, su enorme interés por la historia de México; en segundo lugar, su firmeza ideológica que ya muestra al librepensador sin etiqueta, un liberal de nuevo cuño, que latían en su personalidad; y por último, el prosista que toma la historia y la transforma en relato, el escritor capaz de meter a su público en los vericuetos del poder, la guerra y las intrigas. Nombra las cosas y una vez nombradas

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no vuelven a ser las mismas, sino adquieren un nuevo significado; narra un hecho y al hacerlo también cambia la historia a la que alude, los héroes no son más seres intocables y etéreos sino hombres que han hecho el bien, que sufrieron y se sacrificaron por una idea, una nación, por los demás. Entonces el lector descubre otra fase de este escritor prodigioso, la del provocador -que mediante la retórica convence-, que no conoció límite para llamar a las cosas por su nombre, para expresar con arrojo y sinceridad sus ideas. Esto es lo que define a Carlos Pellicer. La lista de nombres y de hechos no son pocos. Pero a cada uno lo va dotando de actualidad, como en una novela. Cuando describe a Hidalgo, Allende, Aldama, la Corregidora, el cura José María Morelos y Pavón, Francisco Mina, los relativiza, porque el lenguaje no puede certificar el pasado sino sólo nombrarlo. Estos seres desfilan como seres humanos primero y luego entran al panteón de los héroes. Forman parte de una fuerza que luchó contra la tiranía española más de diez años; un ejemplo de unidad y fortaleza que Pellicer exalta pero sin dejar de anotar las caídas en el desorden de sus acciones. El mito queda por tanto aplazado. Porque el joven poeta que lee ese texto no adjetiva ni usa hipérboles; ni quiere construir una leyenda; sólo intenta repasar, en tono claro y directo, nada barroco y muy ameno, una página de la historia que tanto ha manchado la sangre derramada, que tanto desvirtúa la historia oficial y a veces la necedad de la Corona española por no haber querido reconocer a tiempo el derecho a la independencia de sus colonias. La información que maneja es variada y exclusiva; de doña Josefa Ortíz, la Corregidora, dice que sabía leer pero no escribir. "Recortaba las letras de los periódicos y las pegaba en un pedazo de papel", y como su esposo la dejó encerrada en esos momentos previos al 15 de septiembre, ella "valiéndose del ojo de la cerradura, pasaba sus curiosos pliegos a un criado, que entregó a Aldama la noticia de la delación" (194). Y llega el momento de tomar la decisión; aplazar la insurrección o afrontarla de una vez; el cura Hidalgo lo piensa un instante y dice adelante alzando un estandarte de la Virgen de Guadalupe. He ahí el momento que la historia no podría olvidar y que Pellicer re-

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sume y describe con inusitada sencillez: " L a voz de Hidalgo resonó por todos los ámbitos del país. El antiguo imperio de Cuauhtémoc se conmovió hasta el delirio". Después, ya se sabe, la Iglesia católica llenó de excomuniones al cura Hidalgo que a pesar de todo abolió la esclavitud y el pago del tributo. "Desde entonces lo ungió la inmortalidad". Pero cumplir los objetivos del movimiento no fue tarea fácil: sacrificios, golpes, traiciones, guerra civil. Todo lo fue contando el poeta esa noche con una naturalidad pasmosa, con su voz gruesa y sonora. Ahora se había puesto a recordar sus estudios de historia de México en el antiguo Colegio de San Ildefonso; y cuando pasa todos los días ante la estatua de Bolívar en Bogotá se pregunta "¿Acaso en verdad aró en el mar y edificó en el viento? Como al rey Lear, sus hijas le han abandonado" (194). La importancia de un texto como el anterior y otros tantos del mismo tema que escribió Pellicer es que explican y justifican el tono de su poesía. Después de leerlos no cabe más que decir pero cómo no iba a escribir elegías, sonetos, poemas extensos, sobre los héroes hispanoamericanos. Un hombre que en su primera juventud se siente atraído y de qué manera por el espíritu que animó a Morelos, a Bolívar, a Cuauhtémoc, Juárez y tantos más, los tendrá que poetizar. Así lo hizo. La historia a veces sucede como broma y a veces como poesía. A los pocos meses de ese "grito", el representante de los estudiantes mexicanos fue a colocar una corona al pie de la estatua de Simón Bolívar. Pellicer llegó ahí no como el estudiante que era sino como un peregrino que besa al fin la tierra del santuario que buscaba; en ese momento olvidó la historia reciente y sus convicciones revolucionarias y se transformó en el artífice de la nueva religión bolivariana. Usó un lenguaje uncido de fe y de religiosidad. Pero antes que nada se puso a confesar que su padre lo encaminó desde la adolescencia en el culto del Héroe, del "semidiós"; como era militar siempre leyó la vida del Libertador y en las sobremesas trataba de contagiar su entusiasmo a su único hijo. "Más tarde, la lectura de la Ilíada, me hizo comprender augustamente la gloria de Bolívar, y entonces soñé en izar sus banderas sobre las mismas cumbres de las rapsodias anti-

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guas" (201). Fue un profeta, y sus profecías se han cumplido: en las catástrofes y en las victorias, escribe Pellicer. De pronto llega la hora de partir. El joven estudiante debe regresar a México; entonces escribe un artículo, parece una elegía a los volcanes, "Ustedes y nosotros" que publicó El Tiempo de Bogotá (25 de febrero de 1920). La figura de Pellicer se agranda en la medida que recupera el país de acogida y el suyo; las similitudes entre ambos son tan grandes como sus diferencias. El poeta desterrado ve en la distancia que México frente a Colombia es como un campamento de milicias, una superficie infinita con sus cordilleras y sus costas hacia el Atlántico y el Pacífico. Pero ve a través de la geografía el alma de esa tierra a la que ahora regresa como el hijo pródigo. "El agua salvaje del mar gritaba a sus flancos y sus grandes ruidos llegaban hasta mí. México altivo y soberbio. Méjico sangrante y opulento". Un día levantó la vista y vio la silueta de ese país, pudo distinguir el Pico de Orizaba "que vigila el Golfo de México, en cuyos bloques talló Díaz Mirón sus odas esculturales". El Popo y el Iztaccíhuatl; el Nevado de Toluca; el Volcán de Colima; el Volcán Jorullo, "con sus cien cráteres eternamente encendidos, pasmo de Humboldt y apoteosis de catástrofes" . Y de Colombia, la pluma se desliza hacia Venezuela, país caído en desgracia bajo la dictadura de Juan Vicente Gómez (18571953)2 que Pellicer se encarga de descifrar y de condenar en los mejores términos del lenguaje cuando habla de política y sociedad. Pasaron los años, pasó la primera juventud y cerca de los cincuenta años de edad, Pellicer regresa a Colombia con el fin de entregar a su país los restos de Porfirio Barba Jacob. Este escritor fugitivo es una verdadera pieza de magia pues cambió de estafeta y de país como de camisas. Nació en 1883 en Santa Rosa de Osos, Colombia, y murió de tuberculosis en la ciudad de México en 1942. Su última parada fue México después de un viaje mar atónico por distintos países latinoamericanos y por los Estados Unidos, de los que fue expulsado y vuelto a recibir y de nuevo a expulsar. Pelli2

Este polémico gobernante venezolano, se mantuvo en el poder desde 1908 hasta su muerte, en 1935. Por un lado hizo obras perdurables y por otro, aplicó mano de hierro a las libertades en su país.

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cer acompaña el féretro y en su intervención recuerda su estancia en Colombia en las brumas de la nostalgia; pero cambia de rumbo rápidamente para entrar en materia, y su materia en esta ocasión es la poesía, a la que considera la única voz capaz de unir naciones, individuos y almas; ya no es la raza que uniría a un continente como creía en su primer viaje, tampoco la acción de la juventud la que haría un cambio en la historia de humillaciones e infamia que había vivido Hispanoamérica. Sólo la voz del poeta es perseguida y a menudo enviada al exilio, porque molesta a la autoridad, entusiasma a las masas, conmueve a la historia. Pellicer una vez más se rinde ante el poder de la palabra. Se dirige, en el cementerio universal, al gobernador del Departamento de Antioquia, al ministro de Educación Pública y al público. 3 Habla de Porfirio Barba Jacob pero antes que nada de la necesidad de la poesía. No titubea en nombrar ese género por su verdadero nombre: imagen del mundo que se desgarra y es recuperado por el "don del canto". La música y la palabra no pueden ser separadas. "Es por sus poetas, por sus escritores en general, pero principalmente por sus poetas, que existe un enlace tan enérgico en toda la América Hispana" (206). Seguía buscando la unidad pero a través de la palabra y no de cualquier palabra sino la que se canta y se recita, la del rapsoda, el recitador ambulante que en la Grecia antigua cantaba poemas homéricos, el recitador de versos. Pellicer quizás está pensando en la función que tuvo alguna vez el poeta como Vates que predice el futuro, traza rayos luminosos a su alrededor y enciende la esperanza del soberano y la del pueblo que lo escucha. Idea que también Octavio Paz concibió en estos términos: "En muchos pueblos los poetas eran considerados videntes y adivinos. Fue una creencia generalizada que se explica, muy probablemente, por lo siguiente: el poeta conocía el futuro porque conocía el pasado. Su saber era un saber de los orígenes" (Paz 1990: 91).

^ Este "discurso" fue publicado en Universidad de Antioquia (Medellín), núm. 74, octubrediciembre de 1945, pp. 293-297. Citado en Zaitzeff 2002, pp. 206-209.

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Le daba ya un sentido mágico a la poesía, que una vez recitada entra en las almas a veces desviadas y las reorganiza, les ofrece una nueva orientación. La poesía puede resarcir la vida. Enseguida traza un perfil de Barba Jacob, un artista perseguido, que caminó de un país a otro como fugitivo y pudo resistir los asedios del poder, los horrores de la historia. ¿Qué es la poesía? Su esencia radica en el don del canto, como enseña Homero, que lo tuvo Darío y otros grandes poetas. Lo que define a todo poeta verdadero es ese "don", escribe Pellicer, "El canto del poeta es tal vez la mayor expresión de la energía espiritual tocada por las cosas divinas". Esta "energía espiritual" que expresa la poesía y que comunica al hombre con la divinidad no es pose sino convicción definitiva que Pellicer ha asumido y va a mantener el resto de su vida. El texto no es más que una semblaza de Barba Jacob. Pero una semblanza vital que viaja hacia el interior del poeta y del hombre, de la sociedad y de la poesía, y se cierra con la humildad franciscana típica de Pellicer y con su voz recia y vertical que se eleva como una plegaria. Pero este crítico literario sin credenciales, este estudioso del arte poético no declarado, hace pausas en su intervención y como orador de anchas alas que es, introduce una anécdota. "Recuerdo que una noche, en su habitación, delante del insigne Vasconcelos, del poeta Jaime Torres Bodet, nos recitó la Canción de la Vida Profunda, y salimos maravillados de su gracia dolorosa y terriblemente bella. Para juzgarlo plenamente, es necesario aislarse de la isla [sic] redonda del horizonte de su soledad irremediable" (Zaítzeff 2002: 207). Su dilema fue y siguió siendo hasta el útlimo momento encontrar la sincronía entre poesía y patria, entre el "canto lírico" que es inspiración y experiencia y la acción política. No vivió en vano en los años veinte en un país azotado por una fiebre nacionalista de reconstrucción y de búsqueda de los caminos perdidos de la nación; al contrario, formó parte integral de ese tren en que viajaba la historia. Pellicer no propone que el poeta se aparte de las necesidades del pueblo, tampoco que sea su acólito, sino que con honradez y firmeza puritana atienda su inspiración y el llamado de la historia. Sin

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duda él pudo mantener el equilibrio entre ambas orillas; pero en su poesía encontraremos marcas de los héroes, poemas históricos, civiles, y del espíritu que animó a los países de América Latina - o española como le llama él en contadas ocasiones- en su lucha contra las sombras. El poeta fue un cruzado que quería convertir a las masas analfabetas y pobres de nuestros países a una nueva fe: la de la redención. Sólo vamos a entender la poética pelliceriana si la vemos como un texto enlazado a la rueda del pensamiento hispanoamericano de esos años. Cuando Pellicer regresó a Colombia, en 1945, el fin de la segunda guerra obligaba a la solidaridad con los países que habían rescatado a Europa del horror. Ese evento en honor a Barba Jacob el enviado de México, el hijo pródigo que regresa a casa, lo terminó con una lección que propiciaba la unidad y y la solidaridad. Alzó la voz en Antioquia para recordar una vez más las profecías bolivarianas: Nuestra América, enlazada proverbialmente por la obra de sus poetas, espera que un día, acaso no lejano, las profecías bolivarianas, de mayor alcance aún, ennoblezcan, para asombro de todos, el porvenir de nuestro continente, presto, hoy como nunca, a la colaboración universal (209).

Más de diez años después volvió a escribir sobre el destino del poeta y lo enlazó a su época; en la que no puede cruzarse de brazos, dice Pellicer, pues la voz del poeta "tiene una honda resonancia, es una necesidad mayor en la convivencia humana". El poeta en algunas ocasiones se instala en el alma popular y la guía y la deleita y le otorga la conciencia de ver y recibir. Hay que unir la acción y el pensamiento y entonces la cara de los desesperados y los oprimidos adquiere rostro, realidad, pues de lo contrario solamente es aire, nube, nada. Muchos escritores han antepuesto la moral a la belleza, Revueltas y Octavio Paz, Efraín Huerta y Pablo Neruda. Pellicer hace la misma operación, "primero el Bien y luego la Belleza", pero estos dos términos los conjuga en uno, ya que la belleza incluye el bien.

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Regreso a casa Después de una pausa, reaparecen las cartas de Pellicer en su tono franco y muy irónico: "Tenoxtitlán, sobre el valle de Anáhuac, en los primeros días de 1921". Se va adaptando a eso que llama "país maldito" mientras busca un trabajo. Su "misión" había terminado, el presidente que lo había nombrado, estaba muerto. ¿Andaba a la deriva? Seguramente. Pellicer es sólo un ciudadano que escribe poesía. Después de Tlaxcaloltongo, la ciudad de México recobraba la tranquilidad como si nada hubiera sucedido. " Y pensé lo que es el hombre, recordando a González Martínez: Despavorida sombra frente a Esfinge muda" (Zaitzeff 2002: 63). Escribe poemas y cartas. Recuerda que en Colombia lo agarró la noticia de la muerte de Amado Ñervo que había fallecido en Montevideo, Uruguay, el 24 de mayo de 1919. Esta pérdida la sintió mucho y lo llevó a escribir "Homenaje a Amado Ñervo", incluido en Colores en el mar y un texto "Amado Ñervo". Lo admiraba y le parecía un hombre de letras, íntegro. En el pequeño texto describe al poeta que fue Ñervo. L a gloria de la poesía universal se ha entristecido: uno de los líricos mayores de nuestros días ha muerto. Aquel príncipe admirable que vistió las galas más suntuosas, que luego cambió por la túnica ínclita de la serenidad perfecta (177).

¡Recupera una anécdota y sobre todo la bondad infinita de un poeta cristiano. "Era tan noble y tan manso". La nota fue publicada en Bogotá, en Voz de la Juventud (30 de mayo, 1919) y Pellicer la termina con una frase rotunda: "Méjico ha perdido uno de sus dioses mayores". En esos días, Pellicer vive preocupado por los vaivenes políticos de México, su destino incierto, las presiones de los Estados Unidos debido al petróleo. Las cartas son también confesiones no explícitas, de desahogos existenciales, tanto del éxito como del fracaso, y esto es evidente en la que envía el joven poeta a su gran amigo Arci-

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niegas. Entonces se explaya, parece vivir un renacimiento. El horizonte cultural junto a Vasconcelos le sonríe; en los pocos meses que lleva junto al "maestro", Pellicer da un salto del cielo a la tierra o viceversa. Es ameno, crítico, sarcàstico. Juega con la cultura, habla con gente de todo tipo, y principalmente viaja. En una carta de 1922, le sugiere a Arciniegas ir a Puebla, una de las ciudades más bellas de América Latina. Su estilo es directo, de una precisión recién adquirida, y revela una mano segura que no vacila en sus afirmaciones. Es un discurso literario. Le adjunto un poco maltratada una foto de la ciudad de Puebla de los Angeles -130 000 h. Es una de las capitales mejor trazadas de la República. Puede usted ver la espléndida Catedral, el Hipódromo, la Plaza de toros, etcétera. Puebla es la ciudad colonial de mayor lujo y quietud, por lo que afirma Vasconcelos que es la ciudad más bella de América (93).

Cada vez que llegaba una carta suya a Bogotá dirigida a Arciniegas, éste invitaba de inmediato a Germán Pardo para leerla juntos en el Windsor, un café tomado por los escritores, periodistas y poetas colombianos. El mensaje de Pellicer llenaba un espacio, de amistad y de identidad, surgido de la solidaridad en que su juventud creía. Las cartas son también intercambios de experiencias compartidas, o bien de las que uno de los interlocutores ha tenido. Pellicer y Arciniegas llevan con precisión su epistolario a través del cual comparten lecturas de autores recién descubiertos, los chismes del ambiente cultural, los asuntos literarios y sociales, en cada uno de sus países. Y las exposiciones vistas con los pintores que los han impresionado: el español Ribera, Velázquez, Sorolla, y tantos más. Citan a los autores rusos más destacados, a los franceses, hispanoamericanos, españoles, a los clásicos griegos y latinos. Corre la tinta y el gran entusiasmo que mueve a estos jóvenes que parecen convencidos de que el mundo aún está a tiempo de renovarse. Ellos parecen estar señalados para acelerar el cambio. Los une el "virus" del libertador, que por cierto no lo adquirió Pellicer en su viaje a Colombia y Venezuela. Lo lle-

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vaba en las maletas desde México. Aunque la "enfermedad" haya aparecido de manera oficial cuando publicó A los estudiantes mexicanos, en el número de abril de El Maestro, 1921; estaba entonces graduado en la orden bolivariana. A su regreso a México, conoce a Vasconcelos; la amistad se convierte en minutos en una fiesta de simpatías. El joven poeta toca por primera vez los umbrales de la cultura nacional. Forma parte, siempre comisionado por el "maestro", de un amplio sistema editorial que publica revistas, El Maestro, exposiciones de grandes artistas, invita a poetas como Gabriela Mistral a participar en el proyecto; crea misiones de voluntarios para alfabetizar, y también colecciones de clásicos; el libro será la salvación de la sociedad. Pellicer envía a Arciniegas una veradera colección editorial en el mes de septiembre de 1921; de Isidro Fabela (1882-1964), Los Estados Unidos contra la libertad; del poeta y cronista Rafael López (1873-1943), el poema Guadalajara. Era un "regalo" monumental, decenas de títulos; entre otros, Zozobra de López Velarde; El visionario de la Nueva España de Genaro Estrada; las Sinfonías del Popocatépetl del Dr. Atl; Simpatías y diferencias de Alfonso Reyes; Los cien mejores poemas de Amado Ñervo y con el mismo título, poemas de Luis G. Urbina y de Enrique González Martínez; Versos de sor Juana Inés de la Cruz, y muchos más. En todo esto la mano de Vasconcelos era evidente, tendida para crear una verdadera revolución cultural que ilustre a la gente y la instruya. Sólo así podrá el país dejar atrás su atraso. La empresa revela de qué intesidad era el río literario y artístico, editorial y poético que cruzaba Pellicer a los 24 años de edad. Durante ese año intenso de su vida, más bien interminable, mantenía vigente la idea de que la unidad de la "América española" era posible y que podría representar un frente organizado contra la expansión norteamericana. Vemos a un poeta convencido de la acción. En septiembre de 1921 dice: "Acabo de leer hace dos o tres días los últimos versos de Valencia, La tristeza de Goethe", en el que encuentra la herencia de los "grandes Alejandrinos, Castellanos y Franceses, Berceo, Leconte de Lisie". A través de esas cartas informales vamos viendo y constatando que a partir de 1921, México había iniciado

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un movimiento político que colocaba a las artes plásticas, la poesía, el mundo clásico, la historia y la filosofía, en el orden de las prioridades nacionales. Frente a países más inestables que México, como Colombia, la diferencia era muy visible. En su viaje a Brasil, Vasconcelos lleva a Pellicer, que se embarcó en Veracruz con Pedro Henríquez Ureña, Ricardo Gómez Robelo y Alfredo B. Cuéllar. Y el poeta escribe cartas, trabaja como asesor del "maestro", secretario de Educación Pública. Escribe justo en el aniversario de Bolívar, al que llama "Libertador y Padre". Las cartas que a veces se vuelven verdaderas "confesiones" son sin duda piezas literarias. Aun cuando es prosa sencilla y de cortesía, parecen haber sido escritas en clave. "Regresé a México más enamorado que nunca, y con unos deseos locos de casarme, los que, por supuesto, se han ido desvaneciendo poco a poco" (90). Claro que debe dedicarse a trabajar junto al Maestro que lo nombra subjefe del Departamento de Bellas Artes. Pellicer rebosa felicidad y quiere que otros la conozcan, quiere compartirla, porque el arte, le escribe a Arciniegas, ha sido una "distracción delicada en medio de las tempestades interiores en que vivo" (90). En 1922, en la tarde del 9 de diciembre, recupera la ciudad de Lima. Hace un rato que zarpó el buque de El Callao. Todavía hace tres horas estaba yo en Lima. Linda ciudad, linda ilusión, mujer lindísima, "oro y esclavos" ... Ya puede usted figurarse el gran placer que me ha causado estar en Lima. Es una ciudad deliciosa en que indudablemente se ha de estar bien a pesar del sinvergüenza de Leguía (94). 4

Y hace bromas, tan suyas: "Pizarra está bien, gracias"; dice que fue a visitar al Libertador a su quinta de la Magdalena, "pero no lo encontré". Las ciudades que iba conociendo le servían de motivo literario. De ellas sacaba una visión de conjunto y luego un detalle que le serPellicer se refiere a Augusto Leguía (1863-1932), que ocupó en dos ocasiones la presidencia del Perú; se supone que modernizó el país. Fue derrocado por una junta militar que lo detuvo y lo internó en el Panóptico de Lima, donde murió.

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vía de eje del poema en turno. En La Habana escribió una Oda a Lima, el 26 de diciembre de 1922. La capital del Perú, como otras tantas del mundo, se convirtió en una imagen, en estímulo para su trabajo poético. Pero en la prosa que vamos describiendo, la ciudad se vuelve poesía, sus calles angostas, la gente; "anchas puertas y patios resimpáticos, empedrados, con esas piedras que hacen sonar los pasos de un modo fresco y obstinado, patios con fuentes y silencios y una facha particular que no olvidaré nunda" (94). La experiencia del viaje se materializa en las imágenes que encontramos en sus poemas. La experiencia pasa de inmediato a las imágenes, y éstas son el producto de una experiencia amplia y diversa. Ese texto de una carta de 1922 es excepcional; lleno de luz y de verdades, revela a ratos a un joven que descubre el mundo y lo traduce. Dice que ha viajado mucho en poco tiempo y marca el itinerario: Pernambuco, Río de Janeiro, San Pablo, Santos, Río Grande do Sul, Pelotas, Montevideo, Buenos Aires, La Plata, las Cataratas del Iguazú, Posadas, Concordia, Mendoza, Santiago de Chile, Valparaíso, Antofagasta, y lo que llama "las ciudades bíblicas de América", Tacna y Arica; El Callao, Lima y Panamá, y Trinidad, "un poco" de Curazao, y a Lugones.

U n a escritura que se cae de morada El género epistolar en Pellicer toca los umbrales de su poesía, es por tanto una escritura que se "cae de morada". Es confesión y también intercambio de puntos de vista y de experiencias; le sirvió para comunicarse con los demás y expresar su "verdad". Y ésta entra a veces en las encrucijadas del deseo; cuando le escribe a Gorostiza, a Arciniegas, a Guillermo Dávila, vemos claramente la manifestación de un amor inmenso y sereno hacia ellos; Pellicer, muy en la sombra, le dice al "otro" que lo ama y extraña. Y en esto no sólo puede verse un arrebato homosexual sino principalmente la fuga hacia otra realidad. Sí hay esa tendencia, claro, pero no es posible quedarse ahí, pues se transparenta su exquisita sensibilidad en la

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que incide la visión del hombre y de la poesía, sus aspiraciones sociales yfilosóficasy sus deseos. Para este poeta no hay adjetivos sino sólo nombres. La correspondencia que sostuvo con su amigo del alma, José Gorostiza, reunida por Guillermo Sheridan en el libro Correspondencia. 1918-1929, alcanza niveles apasionantes de confesión existencial y poética, arrebatos líricos y sentimentales, reproches ante la embestida de sus enemigos literarios, aclaraciones sobre la amistad, juicios que ponen contra la pared sus propios poemas, relatos de las ciudades por las que va pasando este viajero insobornable. Muestra de principio a fin de qué manera usaba Pellicer la ironía, fina pero certera, con la que podía burlar el orden de las cosas y casi siempre el poder de la autoridad. A través de ella convirtió la vida en un camino de ida y de vuelta por el que él transitaba con libertad. En ese libro, Pellicer juega con el paisaje, recrea con soltura plazas y calles, iglesias, museos, y el arte de muchos países en el siglo xx. Estudiarlo en detalle es un trabajo que escapa a mi objetivo, muy extenso y complejo que exige un método único, y ahora sólo voy a esbozarlo como parte imprescindible de esta radiografía del poeta de Hora de junio. Lo mismo va a suceder con su prosa política y social y con la artística. Su prosa es anecdotario vasto y elegante urdido con una gracia propia de Pellicer; es también libro de viajes en que acude a menudo a sus estancias en otros países, ya sea solo o acompañado; es memoria que reconstruye el pasado sin nostalgia, a través de imágenes precisas y bellas de los hombres que encontró en el camino, de escritores y poetas que lo ayudaron a forjarse, de políticos con los que convivió. Y es ensayo que muestra la inteligencia aguda y prudente del poeta de Colores en el mar; un ensayo escrito bajo el ritmo de la espontaneidad y que se aproxima a la reflexión sobre el cristianismo, sobre los Evangelios, sobre una filosofía de la vida que en Pellicer se vuelve luz radial que contamina el arte, la política, la naturaleza, la poesía, el amor y la pasión entre los seres humanos, las traiciones y los desencuentros. Prosa que sintetiza un temperamento y una inteligencia desbor-

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dante, en la que se revela el interior del poeta: se confiesa ante los otros, ante sí mismo y ante la historia. En 1961 escribió algunos pasajes de su amistad con José Vasconcelos; como amigo fiel, le guarda respeto al maestro, aun en sus errores políticos y en sus desvarios amorosos, siente cariño por las ideas y los objetivos que gobernaron la vida del secretario de Educación, lo llama "hombre genial y magnífico". Y recuerda una escena digna de la mejor novela mexicana por escribirse, que sucede en 1927 (o 1928, juega con ambas fechas) en Jerusalén. Se alojaron maestro y alumno en la hospedería de los franciscanos; y bien entrada la noche, Vasconcelos lo llamó. Pellicer pensó que seguramente se había enfermado, pero no era eso. L o encontró leyendo los Evangelios, justo un pasaje de San Mateo en que los saduceos se acercan a Nuestro Señor y le dicen que si una mujer ha sido de varios, de siete hermanos para ser precisos, a la hora de la resurrección "¿esposa o mujer de cuál va a ser?". Nuestro Señor contestó: "Para entonces todos seremos como los ángeles". En el pasaje, Vasconcelos había descubierto que la gracia del Evangelio caía sobre su propia vida como un bálsamo y una puerta de salvación. Y Pellicer cierra el texto resaltando las veces que Vasconcelos amó a una mujer y las veces en que ese amor lo destrozó: Y una noche en Jerusalén, en 1927 o 1928, en una celda de una hospedería franciscana, después de haber leído unas cuantas frases evangélicas, cayó, como él dijo, la gracia por primera vez en su espíritu, la gracia de saberse perdonado (Pellicer 1977: VIII). 5

Pecador y redentor social, liberal y conservador, lúcido aunque en ocasiones aprisionado por la cólera, Vasconcelos es una figura demasiado compleja, como todo hombre convencido de que tiene una misión que cumplir en la vida. Para Pellicer no se trata sólo de un gran amigo, un maestro al que escuchó hablar de la cultura univerTexto leído por su autor en el Instituto Nacional de Bellas Artes, en 1961, con el título "El trato con escritores". 5

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sal y de su intimidad amorosa, sino un símbolo de la historia política y literaria de México. Un artículo suyo, "Poetas y bufones", publicado en El Universal (1924), contra una afirmación desafortunada de Leopoldo Lugones, fue un incendio. "Por ese artículo Chocano se enojó mucho en Lima y escribió contra Vasconcelos como era natural. Entonces un joven periodista peruano defendió a Vaconcelos y Chocano lo mató", recuerda Pellicer. Su prosa ofrece pautas que permiten conocer las preocupaciones del poeta. Una de ellas y más o menos frecuente es el destino de la poesía. Y el espíritu de autocrítica que se apropió, como gesto humilde pero también como convicción estética. Muchas veces leyó al maestro Caso poemas suyos; la primera, sólo escuchó decirle que todo eso estaba muy mal; la segunda, el joven poeta pasó por la misma experiencia. Como la tercera es la vencida, y habían pasado algunos años, Pellicer leyó nuevos poemas y Caso le dijo que tarde o temprano, él lo sabía, tenía que aparecer el poeta, ahora sólo bastaba esperar que creciera. Pellicer siempre agradeció la crítica sutil pero rígida de Caso en vez de que le mintiera y le dijera es usted un "Víctor Huguito" ejerció su derecho a aceptar o rechazar un poema. Esto que parece anécdota es al mismo tiempo un ejercicio de historia literaria en el que la poesía es sometida a un juicio y el poeta expuesto a aceptarlo o rechazarlo. Y un ejercicio de humildad y de autocrítica; el escritor debe dejar en casa, bien guardada, su arrogancia que en nada beneficia su producción y propicia, en cambio, la falsa valoración de su obra. Hay tiempo para ser reconocido y tiempo para aprender de los otros, sugiere de alguna manera la historia contada por Pellicer. Tal vez sin un propósito fijo reescribió con imaginación y humor la historia de la cultura mexicana. De pronto salta, como la liebre, de un estado de ánimo festivo, burlón, en que da la impresión de que el mundo está a sus pies, y que su juventud le perdona todo, inclusive el descaro. De pronto aparece el verdadero Pellicer, nada jocoso, sino pleno y consciente de la función que le toca desempeñar. Y su modestia, tan evidente casi siempre, no fue ironía, sino convicción de un destino literario que lo marcó. Es el "destino" de los poetas que

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se entregan día y noche a su quehacer dejando a un lado el éxito; toca de paso el problema del país en esos años, escasas librerías, lectores muy reducidos porque el analfabetismo era escandaloso todavía en 1940. En 1928, le informa a Gorostiza que su libro próximo se editaría en París, con un tiraje de 200 ejemplares, y que no se pondrá a la venta, en lo que obviamente estaba exagerando. Pero aún así, hay que leer su misiva: No es modestia. Es orgullo. Y así será siempre. Ya me acostumbré a la soledad y a la falta absoluta de notoriedad. Así vivo contento y tranquilo. La gloria en los demás me parece admirable; ridicula en mí. Mis caros colegas dicen horrores de mí, pero me saquean: unos mis temas; otros mis imágenes; unos y otros mi vocabulario (Sheridan 1933: 168169).

Insiste en que no es modestia ni vanidad, sino "orgullo, es decir: conciencia". En cada carta encontramos la aventura que fue para Pellicer recorrer y conocer la cultura hispanoamericana, sus visitas de joven a Colombia, Venezuela, Argentina; sus preferencias y sus amistades. Estuvo cerca de varios escritores, de entre ellos, es posible citar al peruano José Santos Chocano y el argentino Leopoldo Lugones. El pulso poético no es la única cualidad de Pellicer; también lo tuvo muy afinado para hablar de otros poetas y ejercer una crítica aguda e inteligente. Su opinión sobre López Velarde, el poeta-amigo al que le dedicó su primer libro, es amena, porque explica el valor estético, la proeza literaria que llevó a cabo el autor de La suave patria. Dijo que López Velarde había llegado a la capital con "un ejemplar de Lucrecio bajo el brazo". Y vio en su poesía el gran documento espiritual de esos años: La gran tristeza mexicana de esos días la expresó Ramón admirablemente, en un lenguaje asustado, víctima de sorpresas y de otras cosas. El sobresalto, la zozobra de esos años pavorosos, está en el ritmo de los versos de Ramón. La suave patria es la flor y nata de López Velarde.

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Tesoro de imágenes, poesía de aspectos, justa derivación de un grave instante de la República. (Qué República ni qué carajos: aquello era un infierno mal organizado). Y no sólo La suave patria sino toda la poesía de Ramón. El más fino documento espiritual de esos días. Ramón fue un gran poeta sobre el que me he jurado escribir una larga nota (171).

La otra "cara" de Pellicer hay que buscarla en sus ideas sobre Cristo y el cristianismo. Es demasiado sabido su entusiasmo por representar cada año en su propia casa la Natividad. No era un suceso trivial o de simple adorno en su sala y en su vida. Pellicer le tomó cariño y un interés particular a la Navidad. Era un hecho histórico y también un punto de interés universal que él se había apropiado. Y creo que es pertinente citar a Joseph Brodsky, el poeta ruso que en sus Poemas de Navidad siempre recordó esa fecha como algo trascendente. Para él esa fecha era inherente a cualquier doctrina religiosa, que explicó en estos términos: Tenemos la categoría a.C., e.d., "antes del nacimiento de Cristo". ¿Qué se incluye en ese "antes"? No sólo, digamos, a César Augusto y a sus antepasados, sino todos los periodos geológicos, remontando prácticamente hasta lo astronómico. Esto, siempre, más bien me ha agobiado. ¿Qué llama la atención de la Navidad? El hecho que consideramos aquí es el cómputo de la vida (o, por lo menos, de la existencia) en la conciencia de un individuo, de un individuo específico (Brodsky 2006: 128).

En casi toda su obra la Navidad es algo recurrente, algo que comenzó y no abandonó jamás; desde joven tuvo esa intuición de revelar en la métrica y el fondo de su poesía el tema navideño. Su religiosidad es otra cosa. Muy similar a los pasos de Pellicer, en los que llega joven a la poesía a través de la revelación y ya no abandona jamás el signo de la fe en Cristo.

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Julio, 1937 En París, Pellicer se lanza a fondo contra el fascismo que amenaza a España, país que acaba de visitar. Pronuncia un discurso "republicano" contra la expansión de la guerra imperial que libra el pueblo español; pudo constatarlo directamente en la tierra de Juan Ramón Jiménez, que: ...el pueblo español, oprimido por las clases privilegiadas y por una iglesia no cristiana en la mayor parte de los casos, es víctima ahora del imperialismo fascista que pretende ahogar en sus comienzos una reforma general que permita al obrero y al campesino español acabar con la explotación capitalista y vivir convenientemente (Pellicer 1996). 6

Hay que aclarar que "cristiano" significa para Pellicer luchador por la justicia, defensor de los pobres, los oprimidos, los que no tienen esperanza. Quiere decir, dar confianza y fe en sí mismos a los que no la tienen; infundirles fe en el porvenir, amor hacia los otros. "Yo, como cristiano, es decir, como hombre, no puedo ni debo hacer otra cosa que estar de parte del proletariado mundial" (Pellicer 1996:). Se ponía radical, como un militante de la Internacional, como un miembro distinguido del Partido, sin pertenecer a ninguna organización de izquierda. Era un profeta de la libertad; un creyente sin iglesia, un comunista sin bandera. Su discurso, leído en París, no era pura retórica, sino prueba de su honestidad y su cristianismo. Texto claramente proselitista que justifica la guerra civil española, que, como se sabría más tarde, perdió la República debido entre otras causas, a la ayuda que la Alemania nazi le prestó al general Franco. Su llamado es pertinente, es con el fin de emprender una acción encaminada a ayudar la causa de los republicanos:

6 El texto de Carlos Pellicer, lo leyó en el II Congreso Internacional para la Defensa de la Cultura, celebrado en París, en julio de 1937. Fue reproducido en La Jomada Semanal, 14 de abril, 1996, de donde cito.

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Y el pueblo español, cuando nadie quiera ayudarle, tendrá, estoy seguro, el arrebato y la dicha de echar de su suelo, como ya lo hizo con Napoleón, a quienes quieran dominarlo, y darse el gobierno de humanidad y justicia que necesita y merece (1996).

El tiempo pasó con su rauda de velocidad y desasosiego. Pellicer y Arciniegas, México y Colombia, seguían en su charla habitual como si fueran los mismos jóvenes que se encontraron en 1919. Había llegado la década de 1940 y Pellicer mantenía viva y flamante su vieja amistad con Germán Arciniegas. Había llovido sobre mojado, por supuesto. Aquellos jóvenes estudiantes de 1919 ahora eran hombres maduros. 50 años tenía Pellicer en 1947, año en que Arciniegas ocupaba el cargo de ministro de Educación Pública, en Colombia, tenía dos hijas adolescentes, esposa, compromisos sociales y políticos. Pellicer era a su vez un poeta con una obra sólida, funcionario del Instituto Nacional de Bellas Artes, que entonces sólo llegaba a "departamento". Había un destino esperando a cada uno y ahora los recibía. Parecían orgullosos de haber asumido ese sino con naturalidad. Su prosa es un material exquisito para la lingüística y los estudios biográficos. Sólo la pluma de un poeta bien fogueado en el arte de la lengua escrita y en múltiples experiencias pudo haber escrito de esta manera tan original. El 13 de agosto de 1947 escribe Arciniegas que vendrá a México; entonces el poeta contesta con esa ironía fina y atinada que es parte de su obra, con ese juego de espejos en que convierte las palabras y las frases se revelan con un poder único y paródico. Dice Pellicer: "Lástima que sea tan breve tu estancia en esta capital... Mil veces feliz estaré de verte, por fin, entre nosotros", y hace una pausa, que es una interrogación: ¿De manera que solamente diez días? ¿Cuándo te interesará este pobre México? Estamos esperando al Dr. L. E. Nieto Caballero. En vista de que allá nadie se acuerda de mí, salúdalos a todos con mi cariño y gratitud entrañables... Ven y verás el alto fin que aspiro antes que el tiempo muera en nuestros brazos (Záitzeff 2002: 121).

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A los 50 años de edad, Pellicer ya no perdona casi nada. Y le reprocha a Arciniegas su lejanía de México. Su ironía es, sin embargo, igual a la de su juventud y que no abandonó hasta el fin de su vida. El humor forma parte ya de sus libros y de sus cartas, de su vida cotidiana. Fue refinando la ironía, haciéndola menos directa; entra con ella a todas partes, a la amistad y a la política, a la museografía y a la poesía. Le permitió muchas licencias. En la carta siguiente, fechada el 3 de octubre de 1947, el poeta ya no es el poeta, y su amigo tampoco en su amigo, Arciniegas no es más el bolivariano que llega a Bogotá, ni Nueva York es la ciudad que dejó embobado a Pellicer. Eso aparece al revés; de cabeza como en la parodia, así es que los nombres son si acaso una metáfora de las cosas. ¿Qué vemos? Caricaturas, sin duda. Huellas dejadas en el tiempo que se van borrando. Y el poder de la palabra pelliceriana que se establece como su poesía en la mente del lector. Pellicer escribe y abre la carta con esta afirmación: en 1799 "nos visitó el señor don Simón Bolívar". A partir de ahí, el lector puede imaginar que le espera un banquete de imágenes imprevisibles salidas de una pluma en lucha consigo misma y con el otro. "Vaya Ud. a abrir la boca frente a los rascacielos. (Cuidado con la pulmonía)", ya que no viene a México todo sale sobrando. Pellicer le desea muchas cosas buenas y otras imposibles, por ejemplo, que ojalá se case con la Estatua de la Libertad. "¡Buen provecho!". Indignado Pellicer le pregunta por qué no se hace presidente de Panamá; al fin, hallaría su lugar en el mundo. Y si todavía anda por Nueva York no lo entiende, pues qué le ve a esa "aldea multiplicadísima". Los mexicanos pensaban regalarle a Arciniegas el Po pocatépetl para que lo "colocara ud. graciosamente en el patio de su casa". Termina diciéndole que no lo insulta porque se le acabó el papel. Todo esto parece una serie de lecciones de estilo más que cartas. El año anterior, el poeta tabasqueño había regresado a Colombia, su segunda patria, y una vez más había quedado prendido a ese país de sus mocedades que no olvidó jamás. Vivía en Sierra Nevada 724, en Las Lomas. En esos años, Jaime Torres Bodet era secretario de Educación; amigo de Pellicer, mantenía una marcada relación con él. Ahí trabajaba, junto a Torres Bodet, Rafael F. Muñoz, novelista

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de la Revolución que en los años de la revuelta se había iniciado en el periodismo y escribió cuentos estupendos. Pellicer mantenía también un diálogo nutrido con Alfonso Reyes. Durante la presidencia de Miguel Alemán (1946-1952) Pellicer se alejó de la ciudad de México y se fue a Villahermosa. A partir de 1951 se hizo cargo de la remodelación del Museo del Estado que sería inaugurado el 19 de noviembre de 19 52. Mientras tanto, sus viajes por el país continuaban. El ritmo irónico no abandona a Pellicer. De pronto forma parte de él, es su visión y su estilo, su significante y su signficado, su manera de expresar aprecio o desdén. En 1957 Arciniegas quiere volver a publicar su libro, El estudiante de la mesa redonda, porque "le tengo, como decía el tuerto, ese cariño que uno le tiene a los zapatos viejos", es un texto de hace 25 años, es decir, de juventud. Le pide a su amigo mexicano unos versos para ilustrarlo. Y la respuesta llega. El 9 de abril de 1957, escribe que ha regresado al D.F. y encontró una carta de Arciniegas: Sorpresa con tanto honor. Claro, escribiré el poema telón para la nueva mesa rotunda. Lo haré pronto, lo más pronto que pueda. Toda una telonería versificántica. ¡A ver qué sale! For sale. Ya don Rojas se encabronó. Y Uds. ¿cuándo? ¡El mundo que nos tocó para empezar el tercer acto de nuestra vida! Pero debemos actuar al precio que sea (125).

Pasaron los días y también los años. En 1959 Pellicer se encuentra empeñado en la realización de otro proyecto museográfico: el Diego Rivera. En efecto, el museo con el nombre del gran pintor guanajuatense se inaguró en julio de ese año, luego de un viaje largo por Sudamérica. Había ido a Colombia, a Perú y Ecuador. De Bogotá escribe el 2 5 de mayo y no deja de mencionar otros viajes del futuro; el próximo año le gustaría mucho ir de nuevo a Italia. Por lo pronto le dice a Arciniegas: "Me llaman para almorzar y seguir al aeropuerto. Salúdame mucho a la pobre Roma, viejona pero maravillosa" (126). Pellicer ya vivía en el número 799 de la misma calle, Sierra Nevada, en Las Lomas. Se había cambiado de orientación, cruzando la acera. El poeta seguía, claro está, unido a Villahermosa, ciudad de la cual

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no se desprendía un instante. Iba y venía. Por razones de su trabajo, o por visitas al Museo. El escenario cambia con el tiempo. Pellicer permanece atento a la ciudad de México, a sus amigos y sus quehaceres. Escribe. Próximo a los setenta años de edad, el poeta muestra una vitalidad recia. Corre el año de 1965, México se encuentra en manos del presidente Díaz Ordaz, el estado de Tabasco gobernado por un ilustre hombre de letras, Manuel R. Mora. Pellicer hace otro viaje, esta vez a Londres, pero no se echó a dormir. Su mirada estaba puesta en Tepoztlán, donde tenía casa y paisaje, pero también un compromiso pendiente. Fue allá de inmediato. Su objetivo en estos días era terminar el proyecto del museo en ese pueblo de Morelos; y quería hacerlo cuanto antes. Pero era necesario, dice en una carta, trabajar diez o doce horas diarias. Lo anuncia para junio, mes en que se abriría al público, y puede ya describirlo en estos términos: "En sesenta vitrinas estará a la vista lo mejor de mi pequeña colección". Esta colección no era nada pequeña, sino un tesoro muy nutrido de piezas que durante toda su vida Pellicer había ido guardando con celo y entusiasmo. En la carta habla de la invitación que le han hecho para ir a Italia a hablar de "Papá Dante" en el mes de mayo. Proyectos, viajes, actividades de varios tipos, el poeta no permanece un solo momento pasivo. A esa edad, Pellicer parece eterno, no hay fisuras en su salud ni en su espíritu. Quiere disertar sobre Dante, "sobre el canto duodécimo del Paraíso", y recuerda con nostalgia París: "No sé qué tiene París, que ya es cosa de uno para toda la vida", y salta de una ciudad a otra, de un museo en Tepoztlán al Museo Británico. Impredecible Pellicer. Su ironía va en ascenso, devora lo que encuentra a su paso, incluido el tiempo. "No sé por qué, estoy recordando la frialdad intolerable de la gran sala del Museo Británico. Con un azul apenas perceptible, ya casi fugado, eso sería otra cosa" (135), le escribe a Arciniegas en esa misma carta del 31 de marzo de 19.65. L a termina con un verso robado a José Carlos Becerra, "Pero la lluvia no lava la tristeza de no estar contigo". O digamos que se lo pide prestado nada más, pues entre ambos existió algo más que una amistad, una comunión de amor y de tensión por la poesía. En ese año Becerra había publicado un poemario total y hermoso, lleno de

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adivinaciones y presagios, mágico. Oscura palabra, escrito de un tirón a raíz de la muerte de su madre, Deifilia Ramos, en la ciudad de Villahermosa, fue una aparición insólita en las letras hispanoamericanas. Becerra lo empezó a imaginar durante el velatorio, cuando llega corriendo de la ciudad de México, y ve hombres y mujeres de luto, en el centro de la sala el féretro con los restos de su madre. Entonces comienza la construcción de ese gran poema en el que un mundo se desmorona y otro se levanta, como en una novela de von Kleist (1777-1811) o de Victor Hugo. ¿Es parte del realismo fantástico? Tal vez. Lo concreto es que antes de Cien años de soledad (1967), Becerra describe una realidad de seres que huyen a través de un laberinto; los reproducen cachos de espejos que hacen saltar en pedazos la imaginación; seres maravillosos que se acercan a la casa donde mora su madre. Jamás se hacen visibles pero son reconocibles por sus pasos en el techo de la casa, por los ruidos que hacen en la noche. En 1956 Pellicer le dedica un soneto a su paisano Becerra, que todavía busca la estrella de la poesía. El poeta aparece en un tiempo congelado, que es pura necesidad, pero en la vida lo "grande cabe entre lo pequeño". Moriría en mayo de 1970, y Pellicer habrá sentido que él moría junto al joven poeta, que entonces era una promesa y algo más: la presencia en la poesía mexicana de un nuevo ritmo. El "maestro" pudo ver a tiempo que el poeta Becerra abría una herida profunda en el corazón de nuestras letras.

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Siempre estarás sobre la tierra viva, siempre serás motín lleno de auroras. Carlos Pellicer

D e Tablada a Frida La prosa de Pellicer se extiende como su mirada viajera por el paisaje del alma humana. Es incisiva. Hurga en los rincones tal vez menos propicios de la conciencia tratando de sacar a la superficie el perfil del amigo, del colega, que ama sobre todas las cosas, al que respeta y estima. Con Salvador Novo sostuvo una amistad gigantesca, que sólo apartó la muerte. Y con José Juan Tablada lo unió antes que nada el hecho de que fue su profesor en la Escuela Nacional Preparatoria; el joven tabasqueño escuchaba a su maestro y fue quedando atónito con su voz, su elocuencia y la capacidad leve pero sincera por transmitir pasión y conocimiento por las letras. En 1925, el periodista que también latía en Carlos Pellicer publicó un breve artículo en que reconocía el talento y el oficio de Tablada, un verdadero guía que lo había introducido en el laberinto de la poesía. ¿De dónde sale la precisión y la agudeza crítica de Pellicer? De una visión de las cosas en donde se cruza la humildad y el profundo sentido común de su estilo. El estilo es el hombre y si éste es

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la personificación de la arrogancia, su estilo estará salpicado de lo mismo. Pero si el hombre es sencillo y claro, su estilo será más o menos igual. Es el caso del poeta tabasqueño. Sólo una voz segura de sí misma, puede escribir: "En la geografía poética de Tablada las ideas han regresado a su punto de partida: el Buda fastidiado de la misma flor; China y su inacabable lista de novedades centenarias, los poetas japoneses, Naos nostálgicas y el México asiático" (Pellicer 1925 [1987]: 68-69). Tablada es otro hallazgo en la vida de Pellicer. Lo encuentra por casualidad, pero la amistad brota de las palabras y de la pasión por ellas; son dos piezas de la arqueología de las letras mexicanas. Escribe sobre Tablada con entusiasmo e ironía, con placer de hablarle de tú a quien fue su maestro. Lo que siempre impresiona es la prosa que usa el poeta para recordar a un amigo, a un colega, a un hermano, a una conocida o paisana suya. El talento que supone su escritura "informal", la que estaría al margen de su obra que lleva un objetivo, una ruta, es extraordinaria. Es clara y transparente como el alma de Pellicer, como sus versos sobre la luz y el mar, en los que vemos las líneas que cruzan en la noche el horizonte del cuerpo humano. Hay que subrayar que en una simple "nota", el autor incluye un comentario severo sobre la personalidad poética de Tablada, juicios estéticos, una suma del personaje y una descripción de los momentos que expresan la vocación del creador del "Haikú" en la poesía mexicana. Recuerda entonces cuando le envió su admirable libro Un día... que Pellicer leyó de inmediato con mucho interés. Su opinión es admirable, distinta: "A la brevedad de la forma japonesa, unía el agudismo de Jules Renard. Los líricos procedimientos de Apollinaire y Cendras y Reverdy le entusiasmaban por esos días". Y confiesa que le parecían deliciosos, atinados, pero de lejos, y de pronto surgía la revelación del arte, pues vio que casi todos los poemas del libro eran "perfectos". Y de esa impresión pudo escribir Exágonos, el libro que le dedicó a Tablada. Poeta que reconoce en otro poeta no la competencia artística en el mercado, la intolerancia de saberse mejor que el otro, la carrera por llegar a la meta (¿cuál es la meta final del poeta?) y coronarse como el cam-

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peón, Pellicer es otra película. Reconocía sin mucho esfuerzo, digo, con marcada naturalidad, el talento, el oficio, la originalidad de otro poeta, y lo convertía en su alter ego, en su complemento; ambos, formando parte en todo caso de una sociedad de poetas vivos en un tiempo determinado. A Tablada lo unió el arte, la enseñanza, la sinceridad ante el hecho estético. No fueron para nada la pareja Borges-Bioy Casares, no, pero sí en cambio unos amigos entrañables que aun en la distancia se identificaron. Lo encontró un día y no se separó de esa imagen y de ese poeta jamás: "En su conversación he hallado siempre enseñanzas y sugestiones dignas del gran artista que hubo siempre en él" (68). El humor si es negro derriba la realidad que desea ironizar, la traspasa con una dosis de brebaje que el lector capta y también detesta. Pero si es fino y legítimo como el agua, entonces confiere a las cosas un nuevo valor, una ambigüedad en la que la metáfora y la comparación las hacen misteriosas y contrastadas. Crean un nuevo valor en la palabra, en la imagen. El gran narrador que se incubó en la pluma poética de Pellicer sale a menudo en sus artículos, discursos y cartas; en esta "nota" recuerda cuando Tablada fue nombrado Encargado de Negocios en Caracas y "subía" a veces a Bogotá; en una ocasión preparó una cena -cuenta el novelista que también pudo ser Pellicercon un platillo oriental; nada menos que para una cena diplomática. Elaboró un platillo que provocó expresiones de gratitud en varios idiomas, "pero ocasionó a su autor una indigestión de primera. Solamente él se enfermó" (69). Pronto, el cronista cambia de sentido a su escritura y ya está de nuevo sobre el trabajo poético de su "invitado" ; cita el poema "Onix" que el mismo Lugones tanto alabó, mientras que ahora el poeta "canta en los más claros y sencillos tonos, y como el viajero que rindió raros placeres y halló después en su quinta natal las emociones más puras y hondas" (Bargellini 1985: 94), vuelve al vaso de agua de la pura belleza, "reflexivo y sencillo como la noche en el campo. Vuelve a su Oriente. Pero no es ya el Oriente decorativo y sensual de la torre de porcelana y del puente de jade. Es el bosque teosòfico, la alta emoción de las orillas misteriosas, el pensamiento de la sacra esperanza" (Pellicer 1987: 69).

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Llegó Pellicer a los trienta años, edad que lo agarró en Europa. De Tablada es posible saltar a su hermano Juan Pellicer. En una carta memorable reconoce que está llegando a una edad "atlètica, ágil y fuerte", mientras camina y pasea y estudia por Italia, la bota que conoció de norte a sur. Convencido de que sólo la tierra de san Francisco le podía dar las sensaciones, la experiencia y el temple que su temperamento exigía, Pellicer exclama que nada hay en el mundo como Italia, el centro de su vida y de su obra. ¿Qué le dio este país que no pudo darle, por ejemplo, Francia? París no dejó de ser una visita obligada y nada más, "París me da sueño", escribía atento a las horas del reloj su libro Camino (1929), que considera el de esa edad todavía plena. Tan luego llegue a México su vida va a comenzar apenas; después de ese libro de viaje y de países y voces. La "Carta a Juan Pellicer" (Pellicer 1928 [1977]: 35-36), es sin duda otra pieza propia de su escritura de artesano mayor de las palabras. Es confesión, carta informativa, crítica y autocrítica poética, ensayo literario y algo más: mensaje del hermano-padre que se siente en la obligación de trazar el paisaje profesional, académico, escolar, a su "pupilo". A nadie amó tanto y de manera tan intensa como a "Guacho", su hermano Juan Pellicer, doce años menor que él, y que murió en 1970, a los sesenta años de edad. Era su alter ego, su fe y su sangre. Los unía el lazo sanguíneo, sí, pero Pellicer vio en aquellafigurasu propio ritmo geográfico y poético, los ojos que podían guiar sus pasos por el complejo y ruidoso siglo XX. El ejercicio de la autocrítica es poco frecuente, pero no en Pellicer que lo ejerció como un apóstol; en cada texto suyo solía poner una interrogación sobre la calidad de su escritura. No creo que fuera inseguridad, sino introspección, un viaje hacia dentro de sí, de sus venas abiertas por las que corría su imaginario poético. Cada paso era dado con cuidado, aunque él se mostrara despreocupado. Fue sin duda un engaña tontos. "Estoy hecho un tigre, dándole las últimas revisadas al próximo libro que, si Dios quiere, publicaré en Septiembre en nuestro lindo [¿?] París", escribe a su hermano, con esa naturalidad suya. Y define y califica su producto sin ningún rubor porque a hombres como Pellicer la palabra le fue dada para expresar con profundidad y decoro la vitalidad que lo define:

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Es el libro de los 30 años, la edad atlética, ágil y fuerte. Ágil y fuerte es el libro como yo. Te aseguro que hay poemas verdaderamente magníficos. Todos los poemas son inéditos, todos. Este libro ya es todo mío, todo. Si no el último, será el penúltimo de una época de materialismo verbal, primera juventud de mi poesía que está terminando ya como mi primera juventud (35).

Era un libro diverso como el paisaje en que nació el mismo poeta, un "torrente de imágenes", dobles o triples, no importa, porque él sabe que pronto acabará esta "primavera gigantesca", cuando su entusiasmo por la vida cambie "de grito hermoso en una sola y viva mirada". La carta por tanto es un derrame de cariño y de proyección. Pellicer en efecto derrama afecto, humildad, entrega, sabiduría, lo que supone él que necesita su hermano para emprender el vuelo, justo cuando ha terminado el bachillerato y va a comenzar una carrera universitaria. En ese tono, propio de un evangelista, de una sensualidad tropical y pura como los ríos de su tierra, le da consejos, recomendaciones para el futuro. "¿Qué piensas estudiar? ¿Por qué cosas te has decidido? Es necesario aprovecharse del buen tiempo en medio del huracán". Y le envidia que sus estudios no hayan tropezado con las interrupciones que él padeció; y también que pueda llevar clases de música, de lógica. Seguramente su hermano Juan sería un buen violinista; a Carlos le daría tanto gusto poder escuchar una melodía tocada por alguien tan querido, o bien saber que su hermano se dedica a la composición. El hermano, que es también, el hijo que no tuvo, se proyecta en la imaginación de Pellicer, y sueña no con el éxito ni el reconocimiento económico ni con la grandeza, sino sencillamente con la entrega de su hermano perqueño a las cuestiones del arte y de la creación. Eso lo hace feliz. Es tutor pero no el padre exigente y autoritario. Induce pero no impone. Sólo le importa la libertad y la conciencia que puede llegar a ofrecer el arte a un individuo. Ese día, idealiza la juventud y el porvenir de su hermano, en el que ve una extensión de sí mismo. Primero el consejo, luego el ejemplo. Pellicer le tiende las manos y las posibilidades, y enseguida le habla de sí mismo, de su poesía, de su viaje europeo, de sus pasiones y desve-

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los; el poeta entra en la zona íntima y secreta, la que lleva en su pensamiento como un tesoro guardado. No para el público ni para la gente, que le importa poco. Dice que no escribe para los demás, que a fin de cuentas lo tienen sin cuidado, sino como necesidad interior. Para mí el mundo es imagen. Mi sensualidad es una irradiación de imágenes. Si algún día yo pudiese llegar a Dios, llegaría por medio de mis sentidos, -hoy rudos y entonces perfectos-. Este país es una fuente de imágenes y por eso yo aquí estoy en mi verdadera tierra, en mi casa (36).

Detrás de la poesía de Pellicer se esconde la prosa de un gran escritor. Pero podría ser al revés y entonces tendríamos en primer lugar a un narrador, de historias y de ensayos, de cartas y otros textos, y enseguida al poeta. Como fuere, entre ambos hay una relación indisoluble y asombrosa. Uno es el complemento del otro. Sólo así empezaríamos a explicar los arrebatos líricos que adquieren los textos de Pellicer que no son poemas. Hemos visto varias cualidades de esa prosa que no se agota casi nunca, en su epistolario y en sus discursos, artículos y notas. A continuación las iremos describiendo en uno de sus epistolarios más sólidos y divertidos, el que envió desde Italia, que puede considerarse como maravillosa expresión de un poeta extraviado en los laberintos del arte, las ciudades, los hombres y las estaciones del norte de ese país.

Intrepidez desde Italia Nada tan conmovedor y alusivo en la escritura pelliceriana como las Cartas desde Italia que compiló y acompañó de un prólogo y de un estudio ameno y oportuno, Clara Bergellini. Aparte del diseño, que fija para siempre lo que puede ser un libro de arte, hay en esas páginas una escritura a la que da unidad y sosiego la gracia y la inteligencia del poeta tabasqueño. Las envió a Arturo Pañi, también a su hermano Juan, a José María González de Mendoza (1893-1967), el "Abate" para sus familiares y amigos, y a su querido amigo Gui-

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llermo Dávila. Cartas desde Italia no se reduce a un epistolario común; testimonio y libro de viaje, es también el autorretrato de un joven escritor que camina, sin desplantes ni falsas posiciones, hacia un punto en el espacio y en el tiempo determinados por su vocación. ¿Qué hace en esas ciudades y esas plazas un mexicano de casi treinta años de edad? Lo que ha ido haciendo desde su primera salida de México en 1918: hurgar en la mirada de los demás la suya propia, buscarse a sí mismo sabiendo que sólo encontrará retazos como en un espejo roto. Contagiarse de otra realidad. Cuando llegó en tren a Milán, el 18 de julio, había pasado por Lucerna y el Lago Maggiore, un día en cada lugar; este viajero de tiempo completo parece a gusto en su itinerario, interesado en cada movimiento de la naturaleza, de la ciudad y su gente, y se siente identificado con la nueva realidad que descubre cada día, que asume y deposita en su experiencia. Veía estas pequeñas ciudades y sentía sin duda una especie de maravillosa fascinación. El embeleso lo lleva a un extraño deleite. ¿Alucinaba? La imaginación del joven poeta despegaba de la tierra y subía a los aires. En ese momento tal vez surgía la inspiración -el elemento esencial en el proceso creativo de Pellicer- y la mano podía deslizarse discretamente pero con suficiente arrojo para su producción poética. El poema en ciernes empezaba su ascenso hacia una forma retórica precisa. Desde el rincón más apartado de Italia donde pasara la noche, escribía un poema. La composición estaba en su mente como una luz siempre encendida. Escribe en sus Estudios venecianos: "(Como Santa Lucía,/ llevaba yo los ojos en las manos/ para ver de tocar lo que veía)" (Pellicer 1994:193).1 Este juego que establece entre la mirada y el tacto es signo de que el poeta deseaba apropiarse de las cosas, sentirlas y luego conservarlas en la memoria; verlas y así vivirlas. Deslumhra. Eran días de constante cambio de lugar, de ciudad y de hotel, de paisaje y de museos, que azotaban de repente bruscas depresiones. Pellicer, de traje y corbata como lo muestran 1 El poema está fechado en agosto de 1927 en Venecia, la ciudad que lo seduce y al mismo tiempo lo emociona. En sus cartas se amplía esa visión sobre la ciudad italiana y el poeta crea de lo observado una ficción, véase Bagellini 1985: 29.

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las fotos, visitaba museos y galerías, palacios medievales o renacentistas comiéndose a bocanadas la vida italiana. Se aislaba en su tarea cotidiana. "No amo los amontonamientos de cosas ni los desórdenes. Por eso no me gusta la Catedral de Chartres en conjunto", y aclara que le gusta Milán. El puñado de cartas demuestra una vez más que toda actividad emprendida por Pellicer se enmarca en el escenario de la poesía; a través de ellas es posible comprobar que una cena, un viaje y un paseo, lo mismo por Padua, Milán, Verona o Florencia, podían ser vistos como la antesala de un poema. Son cartas en tono informal y pueril, que escribe un gran prestidigitador de las palabras. Pellicer practica un estilo con el que traza paralelas que se unen en la escritura y forman una sola imagen de la realidad y de los hombres. Su estilo en prosa es tan arduo y cálido como alguno de sus poemas en que se dan cita el mar, el sol, un parpadeo, el sonido de un pájaro, la roca y un rascacielos. Comenzada en septiembre, la carta escrita en Florencia es ensayo, reporte y confesión, prosa poética y narrativa. Hacia el 3 de octubre, él continuaba ese texto en su cuarto-estudio, como si fuera una obra y no sólo un apunte epistolar. Parece a ratos una broma más, pero no, era algo programático y meditado. El poeta volvía a ella una y otra vez, leía y corregía; le quitaba y le ponía frases, líneas, palabras, ideas, imágenes, y la llenaba de símbolos. En un texto tan extenso ya el destinatario no parece haber sido su gran amigo Pañi, sino el lector ideal que toda obra concibe; un lector anónimo que el tiempo iba a delimitar, y que se encontraría en cualquier sitio de un tiempo por venir. En pocas cartas Pellicer exige tanta atención como en la que estamos comentando; su escritura la pide a gritos y no es posible entenderla sin la lectura atenta y concienzuda. No tiene par el otoño en Florencia. En las calles admirables, los Palacios de la Edad Media y del Renacimiento, han adquirido con la estación un aire dorado de sabiduría. ¡Los Palacios de Florencia! Fuertes y razonados como un Tratado de Maquiavelo, bellos y elegantes como un párrafo de Poliziano (Bargellini 1985: 84).

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¿Arte de vanguardia? Son los años del927yl928, el poeta camina por el mundo no dando saltos o tumbos, sino guiado por un proyecto que él mismo se impuso como tarea y misión: ver las cosas y escribir; observar y disfrutar el ate italiano de distintas épocas y escribir; caminar día y noche, conociendo algo de la historia y de la vida de Milán, Padua, Verona, y luego escribir-describir esas sensaciones, esa experiencia acumulada. El 22 de julio le escribe a Arturo Pañi, cónsul en París. Usa su típico humor, pero cuando éste no alude a algo concreto suele ser vacío; Pellicer en cambio literatiza a cada instante su viaje, convierte sus impresiones en una nueva realidad, llena de colores y de historia del arte italiano. Escribe con naturalidad y gran confianza, como si intentara dar un informe documentado de lo que sus ojos ven. ¡Con qué gracia de estilo y de talento teje y luego des-teje el paisaje, el arte de los grandes genios! "El cielo de Italia retorna su saludo", le dice a Pañi, "es tan claro como una teoría de Leonardo en una sobremesa de Ludovico" (Bargellini 1985: 13). El crítico de arte que lleva dentro el poeta surge a cada paso y vemos una aproximación inusitada a varios de los grandes artistas del Renacimiento italiano. Pellicer se traslada en cuerpo y alma a los escenarios donde el arte cumple su tarea como artífice de la historia humana, y en una percha deja colgada el alma. Su mirada congela lo que describe. "Leonardo es perfecto. Yo tiemblo ante él, ligeramente, como el viento junto a las encinas más altas. Sus manos huelen a cajas de compases y su barba tiene la nobleza de las tardes de Palestina" (15). Se acerca a Padua, pero primero Milán. Vio esta ciudad y se dedicó a deletrear sus signos y a saborear su presente y su pasado. Cada escala suya parece un paréntesis por la observación en miniatura de las cosas en las que escribe, piensa, imagina y mira el fondo de sí mismo. Fue a Verona, donde se encuentra el "balcón de Romeo y Julieta", inmortalizado por la obra de Shakespeare. Bargellini anota: "La imagen de los Escalígeros, crueles y decididos, debe mucho al libro de André Suarés, Voyage du Contottiere, vers Venice (París, 1922) que Pellicer tenía consigo"

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(17). Este viajero no va a la buena de Dios, es evidente que se armó de alguna bibliografía para poder mirar con un conocimiento previo el mundo. Seguía a Dante y para darle sentido a su viaje compró una edición ilustrada del poeta italiano que se planteaba el problema Quaestio de aqua et tena. Es evidente que Pellicer, con todo y bromas inventadas, juegos verbales, no estaba improvisando ni lanzando al viento historias inútiles. Tenía un plan y sobre esa línea de trabajo podía construir imágenes del viaje expresando sus nociones y sus ideas, sus puntos de vista y sus gustos, del arte, la cultura, la religión, la historia. En su viaje no lleva prisa. Camina y observa y disfruta de casi todo, incluso habla de nimiedades. Verona lo cautiva. Mira los cipreses, los jardines del siglo xviii; luego toma un tren que lo lleva a Mantua, donde visita el Palacio del Té y recuerda a Virgilio, nacido cerca de esta ciudad. Al fin llega a Padua, se aloja en el Hotel Stazione. Se acomoda al ritmo de su nueva morada; sale a caminar como un "paisano" más y no se detiene. Quería ver todo, abarcarlo todo, nada extraño en un joven artista: el paisaje, la gente, los museos y la ciudad con su legado artístico, su historia y sus hombres ilustres. Los ríos y los valles, las montañas y los lagos, los palacios y puentes, su hambre de conocimiento no la llena nadie, al grado que su humildad lo lleva a confesar que vivió bajo el exceso y el arrebato. Un detalle más: un hombre que viene del trópico a Italia y es sorprendido por el latido del sol, que lo derriba y le produce una insolación, es el colmo de su condición de ser errante. Tuvo que guardar reposo en el hotel, "donde recibe las visitas del mismo Giotto, de Donatello y de su escultura ecuestre del condotiere Erasmo de Narni, el Gattamelata. El 31 de julio pudo salir de Padua rumbo a Venecia" (17). Hasta en cama, Pellicer alucina, no deja de poner en movimiento la imaginación. El "caballero de la alegre figura" va hacia Venecia. Leemos una carta más de las aquí reunidas y el lector tiene la certeza de que Pellicer es un excelente inventor de mundos maravillosos. Es uno de esos grandes magos que mediatizan la realidad, la ponen de cabeza, luego la recortan y la fragmentan, invierten su cronología y entonces el tiempo se hace múltiple y se recicla. En fin, Pellicer crea el pro-

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digio de la narración de un viaje que es físico y también se inscribe en esa geografía de la imaginación tan comentada por Davenport y Chatwin. Un relato que no termina pues siempre alcanza al hombre en su hora límite. No sólo es un pasajero que camina y toma trenes, espera en el andén su hora de partir, luego duerme en los hoteles que encuentra a su paso. Es un viajero y también crítico de arte, tutor de los artistas, sumo sacerdote de los templos donde oficia como ministro del color y del sonido, de la palabra y de la vida. Su imaginación se desborda con frecuencia. De pronto afirma que conoció a Virgilio y por si fuera poco lo encontró "muy achacoso", además anda molestando a los vecinos; luego entra a su cuarto del hotel el Gattamelata, "que venía a visitarme en su caballón". Esta expresión no deja de sorprender por la espontánea genialidad que encierra. ¿Alucinaba el poeta tabasqueño en su paso por Italia? No creo. Va más allá de la lucubración. El lector así lo entiende cuando lee: "Es un hombre muy simpático [el Gattamelata] Me contó cosas obcenas de Hernán Cortés y la Malinche" (22). En ese contexto de apariciones y delirios, de imágenes y sueños, que enlaza el poeta con su poesía, llega a Venecia. "Se imagina desembarcando en la Placita entre el elegante y rosado Palacio Ducal y la Biblioteca diseñada por Jacopo Sansovino, decorada con guirnaldas y amorcitos esculpidos" (23). Parece evidente que no quería escribir una carta, un testimonio de su viaje, sino "imaginaciones", en las que revive a los clásicos italianos, a sus artistas célebres, y como si fuera poco, a los personajes del arte. En Venecia, afirma, lo ha salido a recibir Leonardo Loredan, Dux de Venecia entre 1501 y 1521. Nacido en esta ciudad en 1436, lo inmortalizó el retrato que pintó Giovanni Bellini en 1501, el pintor "de oficio" de la República de Venecia. Así es que Pellicer es recibido nada menos que por Loredan en el Palacio decorado por el Veronesse y el Tintoretto en el siglo XVI. Entra a formar parte del prodigio artístico e histórico que mira; toma el arte y lo introduce en su vida cotidiana. Es por tanto narrador y protagonista de su historia, testigo y personaje imaginario del relato que escribe a su modo. Todo lo que ve, lo subvierte a través de la palabra poética. Hay una extraña poética de Pellicer en esta carta

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que parece un tractatus estético, filosófico, histórico. Tal vez su espíritu cristiano lo orillaba a sentirse comprometido con sus propios compromisos, viendo hacia delante. En un momento Pellicer llega a confesar que la fe le ha permitido sobrevivir, no caer en el abismo que sería el suicidio. Exagerada o no, la confesión tiene un alto sentido en su personalidad tornasolada, de cuya apariencia también renegó. El poeta llega a Venecia. Se hospeda, dice Bargellini, en el mismo hotel en que habían estado George Sand, Musset, Dickens. La declara la ciudad más bella del mundo. Lo cual es una broma rotunda pues a cada ciudad que ve o que ya ha visto le aplica la misma expresión. Venecia tiene un alma prodigiosa, dice Pellicer, mientras trabaja con horario fijo como de oficina y pasea la vista por el alma de la ciudad. "Estoy durmiendo como cualquier animal", no obstante trabaja y se encuentra con Lord Byron (1788-1824), el poeta romántico que vivió varios años en Venecia, en la que disfrutó de sus vinos y sus mujeres. Todo indica que leía en esos días el relato de E. J. Trelawny, Shelley y Byron. En su carta a Pañi, fechada en agosto de 1927 en Venecia, sale a la superficie la imaginación prolífica, avasalladora del poeta, ahora renovada: Hace 10 días llegué a esta República cuya capital me ha fatto un ricevimento inolvidable. Loredán ha estado amabilísimo, y la mera verdad es que no sé cómo agradecer tanta gentileza. A las 12 y 90 puse el pie en aguas venecianas acompañado de un gran cortejo y en medio de las aclamaciones de la folla (27).2

O sea, que en medio de la locura, de una representación de la multitud en su momento de éxtasis y de fiesta, el poeta no es él, sino que se imagina otro; se ubica lejos del siglo xx, en una distante temporalidad a la suya. Dice que va vestido con el traje de Groenlandia, sa2

Según Sebastián Cobarruvias, en su Tesoro de la lengua castellana o española, (Universidad de Navarra y Editorial Iberoamericana, Madrid, 2006), folla es el concurso de mucha gente, "que sin orden ni concierto hablan todos o andan rebueltos por alcancar alguna cosa que se les echa a la rebatiña. Los comediantes, quando representan muchos entremeses juntos sin comedia ni representación grave, la llaman folla, y con razón porque todo es locura, chacota y risa" (919).

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ludando "con el brazo izquierdo desnudo". Enseguida, sucedió que el Veronese y el Tintoretto le echaron un "discursito en nombre de las escuelas de pintura al aire libre" (28). No es solamente un juego verbal, fantasía de viaje de un poeta que anda solo, escudriñando la vida italiana. La prosa de Pellicer es rica en sus contrastes, en sus apreciaciones, en los símbolos que acumula. Su humor es inagotable; una fuente que siempre aletea y no se seca. Esa escritura se eleva; con claridad impresionante y una sencillez evidente, describe el desfile que se supone ha organizado el Dux en su honor. Loredán le dirige unas palabras, en las que le entrega simbólicamente las llaves de la ciudad. Al fin, exhausto, agotado, se queda profundamente dormido. Durante el sueño, aclara a sus lectores, escribió. ¿Lo que estamos leyendo es un sueño? La palabra inventa la realidad y la libera. A la mañana siguiente lo esperaba la prensa. Cuál no sería su sorpresa cuando tropieza en primer lugar con Marco Polo, y en segundo, saluda a Byron, en nombre de la prensa de Belice. Pellicer sigue en su relato una lógica histórica y puede permitirse bromas de este calibre: "Se le ve ancora un poco triste, pues como Ud. sabe, se le echa la culpa de la muerte de Shelley a quien enseñaba a nadar. Digo esto porque hablamos de natación y otros poemas" (32). Con gracia y desparpajo, le pregunta si cojea; usando el verbo con evidente doble sentido no le está diciendo si se inclina o se tuerce, sino si hace el amor, si coje. Y Byron 3 le respondió que el motivo de su "cojera" no era más que su pasión por la condesa Guiccioli. "¿Cojea Ud. mucho?, le pregunté. Y él: sí, cojeo casi todas las noches". Y de la sátira la prosa de Pellicer salta a la historia del arte, a la crítica, y de aquí a la poesía. Sobre el Tintoretto dice que "la luz es todo el drama", y al mismo tiempo intercala un verso, "Si nuestras pasiones fuesen de vidrio". De nuevo, la broma: ElVeronese (1528-1588) tiene 3

En los años que vivió en Italia, entre 1817 y 1822, Lord Byron recorrió varias ciudades, Pisa, Génova, Roma, y se instaló un tiempo en Venecia. Escribía, leía, mientras se aliaba a agrupaciones revolucionarias, al mismo tiempo enamoraba a duquesas, mujeres hermosas y célebres y también comunes y corrientes. Tal vez Pellicer supo todo esto y también la amistad de Byron con Mary Shelley, Percy Shelley y John William Polidori, que se juntaron una noche en la Villa Diodati, y decidieron escribir relatos de terror.

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aquí un buen restaurant. El "relato" cambia de lugar, de tiempo, de género, de protagonistas. ¿No está insinuando que puede escribir una pieza hecha de retazos, un collage de la realidad y su tiempo? Indica también el rigor de la invención pelliceriana. El lector olvida que está leyendo una carta. Pues se adentra en un territorio minado, de frases, palabras en inglés, francés, italiano, que lo llevan a la risa lo mismo que a la tragedia, a la historia y el arte. Pellicer parece inesperado, irreductible. Un vendaval tanto en prosa como en verso, porque usa a su antojo las palabras. Como si fuera poco, inventa un diálogo entre él, que es pura invención, y un león. Ahora se desplaza por el cielo coronado en la noche por la luna. Es tiempo de la meditación, cuando la imagen poética se va acomodando en su percepción y su pluma. Aludiendo a Kipling cuenta que en la orilla del desierto, después de haber bebido leche de camello, que le dieron a probar unos beduinos, vio lo que describe a continuación y que parece uno más de sus poemas en prosa. En conclusión, en Venecia toca el fondo de las cosas y del arte, de la gracia y la ironía. Después de sus avatares, y ya solo, recibe la visita del león de san Marcos. Brilla entonces en la prosa de Pellicer una luz poderosa que es la de la noche cuando es tocada por la luna; se encuentra en el desierto, se fuma unos cigarrillos para corresponder a la hospitalidad, y sube a la orilla del desierto donde la luna se levanta sobre la Cadena Arábiga. El poeta está solo frente al papel en su cuarto de hotel de Venecia. Recuerda entonces la injusticia en el mundo, la violencia que azota a los pueblos. Y se traslada a las arenas del desierto en las que flota como un ángel la luz lunar. La luna se levantaba sobre la Cadena Arábiga y el brillo de la arena, la plenitud del cielo, un extraño grupo de nubes que volaba a gran velocidad rumbo al oriente, la sonoridad del viento en las palmeras, los primeros deslumbramientos del oasis ante la inminencia de la Luna, íntegras a esa hora en que la noche reintegra sobre un hemisferio entero, lo que la violencia o la rapacidad humana destruye durante el día (35).

Y bajo esa luz rodaron las lágrimas de la madre de Abel que ha perdido a su hija, y pudo verse la herida que dejaba en el mundo

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Caín. Pellicer no se detiene. Su impulso que lo lleva a construir estas imágenes del cielo y de la tierra, en la noche del desierto, bajo las figuras de la Biblia, parecen un cuento de hadas, pero pertenecen a su profunda conciencia de la desdicha humana, de la soledad en que cae el hombre cada noche debido a las paradojas de la historia. "Ah, la luna, rotonda y diáfana, fuente de toda cortesía, aún en el áspero instante de las lágrimas" (35). De Venecia el poeta salió feliz -lo era cada minuto- rumbo a Ravena. Era el 15 de agosto. Llamó poderosamente su atención la estatua en bronce de Donatello, que está en la Plaza del Santo en Padua. Se le considera la primera construida en honor de un guerrero del mundo moderno. Asombra la actitud psicológica del personaje representado. ¿Qué vio en él Pellicer que lo cautivó tanto? Varias cosas, en las que se mezcla la aventura del condotiero y el espíritu libertador que lo anima; lo clásico -se relaciona esa pieza de Donatello con la escultura ecuestre de Marco Aurelio- y lo moderno; y el arte de vanguardia, pues Donatello representa la libertad del Renacimiento; vio posiblemete el arte íntimo, por vocación, que emana luz a la historia y a la vida de los hombres. La estatua del condotiero se vincula a la concepción de la escultura como parte de la arquitectura. El guerrero se mueve lentamente en la plaza, en una marcha de conquista, unido al caballo que avanza con firmeza y sin excitarse. Queda claro que la victoria del Gattamelata es la victoria de un hombre que ha triunfado gracias a la inteligencia. Él avanza con la cara descubierta; si llevara un yelmo lo habría hecho una máquina de guerra. Su rostro, en cambio, expresa la determinación de ganar la batalla mediante un plan meditado previamente. Un detalle más que quizás conmovió a nuestro poeta es que al héroe joven y físicamente perfecto de la antigüedad clásica, lo sustituye la conciencia del hombre racional, el héroe moderno, un ser simple, es decir, un hombre de carne y hueso. Con todo, la obra conjuga el ideal y la realidad. ¿Y no fue esto uno de los sueños de Carlos Pellicer? Se ha dicho que la estatua tiene un gran sentido del equilibrio y la dignidad. El arte para él es humanidad y equilibrio, proporción y luz. Encontró por tanto su esté-

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tica plasmada en el Gattamelata; y en su recorrido por Italia lo fue confirmando, pues allá pudo pensar que junto a la Belleza con mayúscula se hallaba la realidad simple y llana. Creyó ver en Donate11o (1386-1466) un artista supremo; fue en efecto uno de los artistas más originales del Renacimiento italiano. Salió de Venecia, se detuvo en Ferrara para ver arte pero atraído en especial por el reformador religioso Girolamo Savonarola (1452-1498), nacido en esa pequeña ciudad. Permaneció ahí dos días, dice Clara Bargellini. Pero antes de continuar conducidos de la mano por este incesante viajero, hay que señalar que las simpatías de Pellicer demarcan su idea de la historia. Como se sabe, Savonarola, que nació en Ferrara y fue encarcelado y ejecutado en Florencia, fue un precursor de la reforma protestante. Confesor de Lorenzo de Médici y Pico della Mirandola, organizó las célebres hogueras de la vanidad, en las que los florentinos eran invitados a arrojar objetos suntuarios y cosméticos; inclusive libros que él consideraba sesgados, como los de Bocaccio y Petrarca. Si Pellicer se detuvo a ver con detenimiento la tierra de Savonarola es porque simpatizaba o por lo menos le inquietaba la vida agitada de este monje dominico. Predijo que un nuevo Cristo atravesaría el país para poner orden en las costumbres eclesiásticas y del pueblo. Predicó contra el lujo, el lucro, la depravación de los poderosos y la iglesia, y contra la homosexualidad, llamada entonces sodomía.

Sabor de eternidad Su llegada a Florencia es un capítulo extenso en el itinerario de Pellicer. Como si la ciudad estuviera pendiente del poeta, se atribuye un gran recibimiento, una verdadera fiesta de arte y color, de voces y personalidades de otros siglos, que salen a su encuentro. Al fin, el cielo de Florencia y su historia reciben al poeta tabasqueño. No era la primera vez sino el segundo viaje a esta cuna del Renacimiento. Apenas el año anterior, 1926, había estado ahí en compañía de José Vasconcelos. En septiembre de 1927, hizo su entrada triunfal; Lorenzo de Médicis lo saludó en nombre de la

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República y le brindó una cordial hospitalidad. Describe la ciudad con esa serenidad que es también precisión, justo lo que tanto caracteriza su estilo: "Florencia crece a orillas del Arno, ceñida de colinas". Compara su luz con la que brilla en el Valle de Anáhuac. Pellicer no abandona jamás el contrapunto, ni olvida el país de origen; así establece raras analogías entre el paisaje italiano y el de México. "El ojo exige distribuciones apropiadas y sólo así se concibe la situación de grupos de cipreses en armonía constante con el fragmento horizontal de que se disponga" (Bargellini 1985: 52). Hablando del ciprés casi compone un poema sobre este árbol espigado típico de la ciudad; alude a su elegancia, su "actitud gentil", "su poética tristeza", y como si fuera poco "es un descanso para el ojo, militarizado por la luz" (53), y tiene valor musical. Los cipreses de Florencia, afirma, "son la esbeltez del paisaje y las razones de la proporción". Esta prosa sólo encuentra paralelo con la que escribió Salvador Novo, entrañable amigo de Pellicer, en su célebre Return Ticket; pero la de éste parece más cargada de imágenes, de metáforas y lucubraciones propias no del viajero ortodoxo sino de un escritor libre que registra en su mirada la experiencia de símbolos y de objetos acumulados. Luego aparece David, otro de los emblemas que inserta a menudo Pellicer en sus poemas, y ahora en su epistolario. En la carta a Pañi que comentamos, David es el símbolo de la fuerza contra la injusticia, pues bajo la luna ensayó sus golpes de honda. Y de la Biblia la mano del poeta del trópico nos lleva a los grandes templos del mundo antiguo, desde Luksor hasta Uxmal. "Allí la arquitectura es tornadiza cuando la luna se levanta" (36). Con lo que el texto cierra un ciclo: ha comenzado en la risa y termina en la tragedia. ¿No se ha dicho una y otra vez que la risa nada significa si no muestra el alma de las cosas y del hombre? Pues el poeta tabasqueño sabe demasiadas cosas, y en su escritura van apareciendo lugares, ideas, figuras de héroes y de filósofos y de poetas y artistas. En cada texto se revela la fina sensibilidad artística de Pellicer, y muestra con claridad su visión del hombre y la naturaleza humana;

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combina nombres y fechas, poetas y escultores, lugares y tiempos distantes. Hace un collage que lo acerca a la experimentación artística de los surrealistas. Creo que esto lo vio con lucidez Clara Bargellini, cuando describe la carta que nos ocupa, escrita en Florencia. "La parte de la carta dedicada a Florencia la empezó el 25 de septiembre y la acabó el 3 de octubre. Es una colección de impresiones, encuentros imaginarios, confesiones personales y obras literarias que se pueden leer independientemente de este contexto" (38-39). Es, además, un tratado extenso de crítica de arte, que da la impresión que el autor de la carta la olvidó y se puso a escribir de todo. Es narración del viaje en el que se ha involucrado a fondo en la que va pintando el paisaje y el arte con tonalidades claras, su lenguaje sencillo y preciso, y grises, la parodia. Él mismo dio la clave de su variada y dispersa escritura en su confesión a Dávila: "Esa carta es un cielo de símbolos, toda ella, toda ella. Si tú no la has entendido así, que Dios te perdone. Toda ella es amor, dolor y pasión y desnudez" (Citado en Bargellini 1985: 39). No es posible aclarar el universo literario de Pellicer si no entra el lector en sus confesiones; y cuando habla de amor, dolor, pasión y desnudez, está señalando algunas de sus obsesiones. Hay que leer cada palabra en sentido literal, porque él así las siente y las vive. De manera que el prosista que acompaña el poeta es capaz de escribir una carta en la que deja parte de sí mismo. Pero también es "un cielo de símbolos". Ama todo lo que encuentra a su paso; en especial las ciudades italianas que van cambiando su percepción del mundo; como Florencia, que ahora describe y sobre la que reflexiona, ciudad que se vuelve arrebato y momento lírico, un rapto. Otro libro que Bargellini descubre que el poeta tabasqueño tenía en su viaje y leía poco a poco Los pintores del Renacimiento de Bernard Berenson, 4 en una traducción francesa. En el trayecto de Venecia a Florencia, parece que el poeta se aferra a la figura de Dante Alighieri, al que encuentra moribundo. De 4

Los autores que Pellicer leía en su viaje son sin duda excepcionales. Berenson (Lituania, 1865) es un crítico de arte especializado en el Renacimiento italiano, murió en Florencia en 1959.

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nuevo, su imaginación brota inclemente y crea espacios de luz y de sombra, en los que mueve a su antojo el relato poco a poco construido. En Florencia no falleció Dante, sino en Ravena, desterrado, en 1321, y fue sepultado en la iglesia de San Francisco. El poeta va solo pero siempre acompañado de un libro, y entre los que se han ido detectando en este viaje, Clara Bargellini cita el ensayo de Francesco de Sanctis (1817-1883), La lírica de Dante. En esta carta, más que nunca, conjuga su fantasía y su libertad plena para escribir lo que sueña y piensa. Escribe desde Firenze, suele poner en varias lenguas el nombre, el 25 de septiembre de 1927, con entusiasmo y locura. Hay pasajes en esta larguísima carta muy peculiares de un viajero lleno de energía al que apasiona la palabra. ¿Cómo leer esto? Como la expresión de un escritor que cambia según entra en el mundo, según establece un diálogo con otras culturas y otras épocas. "Nada hay en el mundo, comparable a la ternura de una mujer", escribe con una certeza de viejo filósofo. Ha besado con particular inocencia a las tres hijas del viejito Da Polenta, "y como las besé con inocencia mi tentación se triplicó". Imágenes, invenciones, fantasías y ocurrencias. Todo cabe en su prosa que crea un relato ameno, que demuestra, entre otras cosas, la fascinación de Pellicer por la literatura, por la palabra escrita que es su sostén, su guía y su cruz. Un día en Florencia le entregan ochenta cartas que Dante le escribió a Beatriz; ¿cómo pudo inventar el número y hasta el tono y el asunto de estas cartas? Pellicer está escribiendo una, y ahí, como una narración enmarcada, aparecen las de Dante. Es importante notar que en ellas hay un estilo en verdad brillante y exquisito; Pellicer le habla a la Poesía, a la soledad de los poetas y a la vida. Toma a Dante como un personaje de la novela que nunca iba a escribir, pero lo interesante son los puntos de vista que expresa Pellicer pues desembocan en su preocupación esencial: el arte de la poesía. Hizo una clasificación, pensando tal vez en el criterio de verosimilitud, de las cartas. "Las que están fechadas en primavera expresan el dolor de la ausencia eterna, la pena de grandes lágrimas, la fiesta de la vida y la inmensa soledad del Poeta" (44) Las fechadas en invierno, aclara, no son tan desoladoras. Poco antes de morir, el Dante le dijo a Pellicer: "Ten

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presente que has llegado a una edad en que la juventud tiene, por unos cuantos días, un sabor de eternidad. Es la ocasión mejor para rehacer tu voluntad que has perdido casi complemtamente" (44). Y así, prácticamente en sus manos murió el gran poeta italiano; después vino la despedida, un entierro en forma. Los funerales fueron ceremonia magna. Llovió a mares, y el dolor fue evidente entre sus admiradores. El narrador suelta la pluma pero la emoción prosigue imperturbable, escribe que "Con la muerte del Maestro se me cerraron todas las puertas de la Poesía" (45). Se le habían cerrado esas puertas pero en cambio se le abrieron las puertas de la vida de par en par, dice este viajero y cronista consumado. No, no podía competir jamás con el autor de La Comedia, pero le quedaba la vida para seguir de frente buscando su propio camino. El tiempo corre, a ratos se detiene como un tren que llega a su estación, y luego sigue su marcha. El poeta es joven, puede subir y bajar a su antojo de los vagones en que viaja. En los que va su vida plena, ardiente, ansiosa de nuevas experiencias, nuevos lugares, nuevas inmpresiones. Busca en los recodos de las estaciones, en los museos y catedrables, el sentido que debe tomar su vida. Una y otra vez escribe en ese tono de búsqueda y de encuentros. Mientras más grita que tiene la vida, como David, y la juventud, parece tomar más conciencia de la levedad de esos días, de esa juventud en fuga. Tanto en verso y en prosa hace conjeturas con el tiempo. De su viaje en tren compone una canción: "Pasaron pueblitos -colinas-castillos-cipreses-pastores-florecitas como las de las praderas de Alessio Baldovinetti-piedras-cabras-nubes-señoritas-inspectores-ciudades-trenes (sobre todo trenes), y lo único que no pasaba era el tiempo" (49).

Pellicer, profeta de Las Lomas Como en otras ocasiones, en este viaje por Italia, la pintura es una obsesión en Pellicer. Describe esculturas, dibujos, relieves, cuadros, retratos, miniaturas, estatuas, palacios, las fachadas de los más destacados edificios florentinos. Luego cae extasiado. Cuando

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se recupera de la emoción piensa que todo el arte que ha podido ver le servirá para escribir, influirá en su poesía. "No hablemos de Leonardo porque no acabaría nunca" (Bargellini 1985: 60). "Es un abismo sin fondo cuyos tesoros de sugestión son inagotables. Es el genio que más me maravilla, todo en él es perfecto" (60). Estas expresiones parecen propias de un ser exaltado, pero es evidente que el juicio que aplica Pellicer a la estética de Leonardo Da Vinci pertenece al territorio de la crítica de arte, a un gusto sofisticado por la estética renacentista. La carta se va alargando, parece no tener un final. Entonces aparecen los tres diálogos que intercaló y en los que juega con una representación teatral. En el diálogo entre El (el día) y Ella (la noche), es la forma poética que utilizó Pellicer, elabora una prosa pasada por el filtro lírico sobre el amor y el deseo, sobre la luz y el crepúsculo, en el que el poeta trabaja con su materia prima. En cada párrafo se nota la argucia del autor de escribir una carta que en verdad es todo menos una carta. La materia lírica se derrama por este diálogo; sobre el día dice: sus ojos que al mirar crean todo lo Primero, son los espejos de la dicha y de la gloria. Ella tiene en sus manos la Hora del héroe y del amante. D e su seno salen volando los pájaros y sus rodillas tiemblan tocadas por las Brisas. ¡La amo con el amor inmenso de todas mis fuerzas! Ella —¡Uf! Está Ud. hecho un poeta: es decir, un pobre diablo sin oficio ni beneficio" (64).

Lo dice en broma, pero un poeta en el México de esos años era poca cosa frente a la realidad y es lo que podemos leer entre líneas. La pareja que vemos en este parlamento es la misma de la Creación, Adán y Eva, la causa primera según la Biblia del pecado y del origen de los hombres; Pellicer expresa en esa forma que el amor aprisiona y libera; Ella, la noche, defiende su zona de influencia: Nunca podrá Ud. comprender y mucho menos gustar de ese ambiente ondulado y sombrío que hay bajo las alas de dos Pavos Reales. ¡Jamás

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verá Ud. a Orion! La tibieza del amor en la sombra es sólo comparable a la emoción de un viaje ceñido por mis horas. (66) La noche dice al día, usted entiende el amor "como un sindicato", y ella como una dinastía, y subraya sus diferencias: "Yo ando en pijama o desnuda, Ud. está condenado al overall o a la levita notarial. ¡Ufl Es Ud. un cerdo". Y abre un paréntesis como los que vemos en las obras de treatro para aclarar la acción y el lugar donde ocurre. "(El Día, bello y fuerte como un toro español, acentúa en sus fuerzas la gloria del trabajo humano. Su rostro tiene la rapidez de una cosa entrevista al paso de un tren. Después se coloca, exhibiéndose)" (66). Y "cae el telón", termina el primer acto de este diálogo o pieza dramática que involuntariamente escrite el poeta Carlos Pellicer. Se levanta el telón para el segundo acto. Ahora los personajes sufren una leve modificación, son nada más que La Aurora y el Crepúsculo. De nuevo ha puesto los dos polos de la vida, el comienzo del día frente al inicio de la noche. Pero hay que aclarar que la Aurora es también un brillo que aparece en el cielo nocturno, por lo común en zonas polares. Por eso suelen llamarla Aurora Polar, que en cierta latitud se conoce como Aurora boreal. Es el comienzo de la vida. Crepúsculo, en cambio, es "una fase declinante que precede al final de algo. Es crepúsculo del verano, de la vida", dice el Diccionario de la Real Academia Española. Por último, en el tercer acto vuelven a la escena la noche y el día. Y el poeta diserta sobre el amor. Escribía como loco esta carta monumental, escrita durante varios días de 1927 en Florencia. El diálogo es una forma dramática que la novela introdujo en su estructura y que tomó prestada a la tragedia. Pellicer lo usa para dar rienda suelta a sus ideas sobre el amor. ¡Qué fuerza le infunde a esta pasión! ¡Cuánta sangre se ha derramado por ella o en su nombre! El no habla a ciegas, de manera impulsiva de un tema tan trillado como el amor, sino con una idea clara. El tiempo, algunas veces, se ha detenido por causa del amor. El Crepúsculo y la Aurora encarnan en su relato-carta, la unión, el abrazo por el cual "los amigos han traicionado a los amigos, los hermanos han matado a los hermanos y los Imperios se han declarado la guerra. Por esos mo-

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mentos, los reyes han mandado reinas al patíbulo y los hombres sin poder matan lentamente a sus mujeres" (72). "El amor anula el tiempo" dice Pellicer. Asegura la eternidad, "el amor ciego y eterno como su goce y su olor". Y de pronto introduce en esta disertación libre, lírica, a Pablo Picasso y sus Arlequines. Después del paréntesis sigue su camino el diálogo entre la noche y el día, alumbrados por la misma idea de la pasión y su imposibilidad de concretarla. Cuando no se puede "gozar una tentación, hay que acabar con ella", pues el amor "no conoce el olvido". Esto lo lleva a la conclusión de que posiblemente el amor no sea más que una invitación al infierno; se sirve a menudo de la muerte; cuando es pleno y absoluto, llegan unos ángeles y se encargan de levantar a los amantes de la tierra y subirlos a las nubes. Nuestro poeta pinta un destino bastante oscuro; el destino del hombre es incierto, sólo él ama, cargando como una pesada piedra esa voluntad, ese atributo que Dios puso en sus manos. El amor es una sombra; es más, los hombres no son más que sombra de una sombra. El poeta juega con los arquetipos del platonismo, con la filosofía especulativa de Platón según la cual sólo conocemos la sombra del ser, no el ser en sí mismo. Pero no lo dice directamente Pellicer sino uno de sus personajes, Él o Ella, el Día o la Noche. Terminan los diálogos que han sumergido al lector en un inmenso poema en prosa, en un parlamento de contrastes y de ironía, arte, historia, filosofía, bromas y ocurrencias. La acción no termina, pues entra en escena otro personaje, El Silencio, que abre la puerta. El "yo" sale a la calle, con hambre y algo cansado, pues ya es muy tarde. Entonces escucha el grito de un voceador: II Corriere Della Sera. Cae el telón. A Leonardo daVinci (1452-1519) le dedica unos momentos sublimes de prosa rica en ocurrencias y ante todo en una mirada crítica que va hasta el fondo de la personalidad y la estética de ese gran artista. "En el drama de su curiosidad, su antipatriotismo es el tablado en el que la inteligencia lucha contra el espíritu muerto cien veces y cien veces resucitado por la belleza". Pero no quiere hablar de Leonado, a pesar de que hace unos días se lo presentó Paolo Toscanelli. En todo esto, el poeta tabasqueño deposita pasión desbordada, un

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amor casi natural hacia la belleza que recorre su prosa. La opinión tejida con puntualidad artística y juicio estético, cambia de pronto; Pellicer va del ensayo a la ficción, y el lector entra a otro ritmo de la prosa, a otra zona de su escritura. He aquí como vio a Leonardo: "Es bello como un dios griego, ágil como una sítula etrusca y posee, en modo inquietante, el don rarísimo de la simpatía personal", y tenía justo 30 años de edad, la misma de Pellicer. Le habló de Colón y de las "cosas del México Clásico". Montado en un brioso caballo, regalo de Paolo Ucello, Pellicer pasó una tarde inolvidable platicando y disfrutando la compañía de Leonardo y de Toscanelli. Hasta que se queda solo, y escribe un diálogo entre el Día y la Noche, genial y deslumbrante, imaginativo y elocuente, es un juego de espejos en que, simplificando los nombres, queda Él y Ella. La pareja complementaria y sin embargo diferente. En uno anida el principio de lo masculino y también de la vida, y en el otro lo femenino, la oscuridad y al mismo tiempo la belleza del firmamento, de la luna, el ojo nocturno que vigila a las almas en reposo. Esta prosa establece un diálogo entre los sentidos y la experiencia estética, entre la naturaleza y el hombre, y lo que me parece más decisivo, entre el poeta y su lector, entre la palabra y el pensamiento. Pellicer aparece irreductible, sereno, ávido también por devorar el mundo a través del conocimiento y de la música que es su verso alado. Una noche sale a pasear por el Puente alia Carraia, y de repente lo llama una mujer. Se va con ella, le paga cincuenta liras y ambos quedan muy satisfechos; el poeta dice expresamente muy "contentos". Y confiesa que ha visto muchas cosas, tal vez, las que pocas personas suelen ver. Pero ni en seis meses terminaría su tarea, a pesar de que sus zapatos se han roto. No puede más. Lo dice en tono humilde y sosegado. Ha leído lo suficiente, pero más ha sido su trabajo escribiendo. Y la carta desde Italia se vuelve un documento memorable, una confesión que hace el poeta a sus amigos y a la posteridad de sus obsesiones, sus gustos y sus noches de tinta y papel; es un texto abierto, que el mismo Pellicer no pudo terminar de escribir porque era una extensión de sí mismo, una escritura que deslinda la personalidad enigmática y poética de un hombre en el camino de la vida.

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Como lector asiduo, lleva en su maleta libros programados para el viaje, o bien va comprando los que descubre a su paso por ciudades. Pellicer escribe sobre arte de una manera aguda y con mucho cuidado; llena páginas de opiniones que le suscita la pintura y la escultura de Italia, pero no es crítico por la libre, sino un estudioso. Durante el viaje, hemos dicho, consulta a los más destacados historiadores del arte, como lo demuestra el libro de Bernard Berenson que lleva con él. Crítico de arte especializado en el Renacimiento italiano, Berenson le ofrece luces para ver y comprender lo que va mirando esos días. Traducido por Luis Cardoza y Aragón, Berenson es un punto de partida, que Pellicer asimila y descifra. También hay que citar a Walter Pater (1839-1894), otro clásico que acompañaba en el viaje al poeta tabasqueño. Escritor e historiador del arte inglés, fue profesor en Oxford y se consagró a la estética. Discípulo de John Ruskin fue maestro de Oscar Wilde. Una de sus tesis es que la forma unifica todo el arte; creía que todas las artes tienden a la condición de la música, que sólo es forma. Es un artista decadente, un crítico rebelde, que rechaza la moral victoriana, y su mayor pasión es lo clásico antiguo. Su libro El Renacimiento, que Pellicer leía en su viaje por Italia, se considera fundamental en la comprensión del arte contemporáneo. Y un día llegó el viajero a su meta final: Asís. Si damos crédito a sus palabras, el santuario era su última parada espiritual. Le escribe a Guillermo Dávila, en París, para mostrarle el paisaje y la ciudad, en comparación de la profunda introspección que hace hacia sí mismo. Pellicer hacía una incursión hacia la parte menos visible de su personalidad, la que se enlaza con sus amores frustrados, sus deseos inconfesados, y también sobre la soledad que crece en su pecho pues se encuentra lejos de su país, de sus amigos, de su familia. Viaja hacia las zonas invisibles de su ser. Se ríe soberanamente de que todos sus amigos, colegas, paisanos y seguidores, crean que él es puro entusiasmo, alegría total. Esto es una equivocación rotunda. Aclara que es un hombre solo, y en esa soledad se ha refugiado. ¿Su tabla de salvación? Tal vez. Recuerda que siempre estuvo solo, solo junto a Esperanza. Y he aquí un indicio más de su autoanálisis:

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Mi gusto por la belleza ha escondido siempre el gran dolor que llevo en mí. Para todo el mundo, yo soy el tipo del muchacho feliz, hermosamente dotado y al que nunca le ha pasado nada. Yo he estado siempre solo, siempre solo. Esta soledad me ha enseñado a ser egoísta y orgulloso. Una sola vez me he quejado públicamente (Bargellini 1985: 95).

Introduce entonces un poema para documentar su queja, que es ante todo, un canto a la vida pero sin amor porque es algo que se escurre como el agua, como el tiempo. Menciona de nuevo el amor sin esperanza, silencioso y eterno. "Amor callado/ en el mar, junto al cielo. Sola el alma,/ vertiginosa y trágica, pensando" (95). De Asís fue a Roma, ciudad en la que permaneció todo el mes de noviembre de 1927. Al final de su carta a Guillermo Dávila sobre Asís, ciudad perfecta según él, aparece el viajero que recupera en fragmentos rotos, en imágenes volátiles, la pequeña ciudad. Es un sitio de paz, dice Pellicer, en el que la oración es esencial, y el trabajo; el silencio es la verdadera muralla invisible de esta ciudad. Tal vez está como la dejó el "frate". Ya está en Roma y sólo recuerda y recuerda los días anteriores. Una vez resuelta su beca en México que arregló con tino Pañi ante Puig Casauranc, el poeta decide establecerse en Roma. Tenía un año más para escribir, pasear, estudiar arte. Miró el calendario y vio que tenía por delante los 12 meses del año 1928 y Europa. Vuelve a escribirle a Arturo Pañi, su mecenas y amigo. Sobresale la carta que le envía, fechada en Roma el 9 de julio de 1928, porque le dice que escuchó en una conferencia que la forma es la base de la escultura, la masa "como base de la arquitectura y de la luz principio absoluto de la pintura" (115). Y el color es sólo un accidente, subraya Pellicer; antes de despedirse de su gran anfitrión, dice que hay un calor agobiante por lo que irá a bañarse a Ostia; el calor lo lleva a pensar "en mi Tabasco lejano donde el trópico y los hombres enredan sus vidas en una guirnalda de fuego" (115). No era posible que el viajero, un poeta en ascenso, olvidara el trópico y tampoco que en su prosa no hubiera una comparación tan rotunda y bella como la anterior. Tan sencilla frase y tan llena de indicios; es posible entender que Pellicer no se separa de su identidad

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que encuentra en "los otros", ni de la poesía que se le sale a borbotones, una imagen del trópico para guardar con celo en la historia de la poesía mexicana. La manera en que junta el trópico y los hombres, el paisaje y la naturaleza humana que se amparan en una flor ardiente. La guirnalda que es también corona y aureola, es decir, el círculo en que camina la historia. La escritura de Pellicer siempre está hecha de palabras veloces, aéreas, que se abren a la imaginación y a los símbolos que trazan cuando se juntan con otras. Así guirnalda quiere decir, según el Diccionario de la Real Academia, "corona abierta, tejida de flores, hierbas o ramas, con que se ciñe la cabeza; tejido de lana basta con que se usó antiguamente; especie de rosca embreada y dispuesta en forma de guirnalda, que se arrojaba encendida desde las plazas para descubrir de noche a los enemigos".

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No dejes de pensar jamás en ítaca. El desembarco en ella es tu destino. Constantino Cavafis

La poesía de Pellicer es un largo y sinuoso viaje; sus escalas fueron las ciudades que visitó el poeta desde joven hasta poco antes de su muerte; su destino, la poesía: que lo condujo a dos estaciones; la primera parace definida por el afán de salir de México y empezar a mirar el mundo. Con el tiempo, el viaje se convertiría en una necesidad y una ruta, que utilizó para medir el tipo de verso que deseaba escribir y el valor que infundió en sus imágenes del mundo visto. Esto no quiere decir que haya escrito solamente debido a sus estancias en Sudamérica y Europa, sino que su poesía se enlaza de manera estrecha con el perfil que obtuvo de los sitios a los que fue; de ellos hizo una verdadera poética. Es muy joven cuando emprende un viaje a Sudamérica como representante de la dignidad y el espíritu libre de América. No va de turista sino con un mensaje de México que lo comprometerá para siempre con la tarea de dar unidad social, lingüística, histórica y política, a una región que parece haberla perdido. Viajar no fue en él un pasatiempo sino algo menos tangible, un azar literario a veces inducido y a veces libre, la experimentación con el tiempo y sus argucias; una aventura de juventud en su primera parte, que adquiere cuerpo en la medida que el poeta establece amistades literarias, lazos culturales, y su sensibilidad se ensancha.

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En la segunda estación, el viaje es ya un programa de vida y una costumbre, que el poeta utiliza en la construcción del gran barco inestable y expuesto a las mareas que fue su obra. "En Holanda me lavo las manos". A través del viaje encuentra formas poéticas que introduce en el verso en lengua española, del recorrido por el mundo va sacando voces, siluetas, luces y sonidos de esos sitios, y deja una huella precisa en sus versos. Poesía de la soledad y de la ausencia, podría llamarse la suya; de la errancia o el viaje como perfeccionamiento del alma, refinada domestiación de las pasiones. Pellicer hace una peregrinación de los sentidos. Así su viaje exterior se convierte en símbolo de las etapas -moradas- por las que pasa un hombre: Venecia o la sensualidad, Florencia o la belleza, Asís o la espiritualidad (Quirarte 1992: 52).

Es preciso entender el desplazamiento como una búsqueda, también de un encuentro y una alianza. Se busca la identidad perdida, el paraíso imaginado, la otredad, el paisaje distinto al propio, nuevas geografías que alimenten el espítitu del viajero. Graham Greene vino a México para confirmar que era un país desastrado, que había desplazado a Dios de los altares y en su lugar se había puesto al hombre, en el que la revolución y sus caudillos le habían arrebatado a los campesinos la fe y en su lugar le habían impuesto la idea de un paraíso social. Pero el viaje se encuentra arraigado a la tradición literaria de Occidente, desde la Odisea, en que Ulises se va de casa y Penelópe espera durante años su regreso; al final, vuelve, pero él es otro, el tiempo lo ha cambiado y en su querida Itaca es un perfecto desconocido. En sus largas estancias en el extranjero Pellicer entra a una nueva realidad que más o menos va contrastando con la que ha dejado atrás, en un tiempo y un espacio. La nueva visión produce en el artista una impresión profunda que lo impulsa a describirla. Hay otro elemento a considerar en esta actitud: que el viaje de esos años, a diferencia de ahora, duraba meses. Era pausado, lento, y propiciaba la meditación en el camino, el regocijo libre del peregrino que desde la cubierta del

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barco veía el océano y el cielo. ¡Cuántos crepúsculos no habrá visto Pellicer en su ruta a Brasil, a Nueva York, a París y Roma, El Cairo y Jerusalén en los años veinte! Difícil si no imposible saberlo. Pero en sus poemas, el testimonio natural de este viajero en fuga, se encuentra la evidencia de que en las travesías el poeta podía anotar lo que pasaba por sus ojos. A veces acompañaba a José Vasconcelos, su mentor y guía, su amigo y gran colega, de quien jamás se separó, pues viajó con él a Medio Oriente, y a la muerte, en 1959, del autor de La raza cósmica, escribió un poema muy bello, Elegía apasionada, en el que es evidente la relación duradera y prolongada que sostuvieron. En una ocasión Vasconcelos le dijo: "y si nos fuéramos a pasar la Navidad en Belén"; a lo que Pellicer contestó "sí, vamos". "Fuimos en tercera, porque no había cuarta, en tren". Y recordó que una vez en Egipto, rumbo a Palestina pidió en italiano unos cafés y unos bizcochos. En Alejandría había muchos italianos, y los periódicos que se editaban eran en italiano. Total que Pellicer ordenó el café y la merienda. "El mesero nos vio de los pies a la cabeza y nos dijo: 'ustedes son meseros de la Cook'. Es que nos vio tan amolados que se compadeció de nosotros. Teníamos zapatos gastados y trajes raídos" (Poniatowska I, 2002). Su primer libro de 1921, es la suma de sus viajes; eso explica en parte por qué tanta insistencia del poeta en la imagen del mar, en las metáforas del cielo y del agua, del Norte y el Sur, el Oeste y el Este. Es un poemario donde brilla no tanto el sol, su hermano, sino una geografía de los mares que Pellicer, junto a otros poetas de su mismo tiempo, pienso en Paul Valéry, en Pablo Neruda y Juan Ramón Jiménez, en Saint-John Perse, han convertido en un tema de época. El Pacífico y el Atlántico, el Orinoco y el Amazonas, se instalan en la poesía mexicana de los años veinte a través del verso libre y musical de Pellicer. Llama la atención que uno de los poemas canónicos, citados muchas veces, sea precisamente el resultado de su encuentro con Río de Janeiro. Se trata de su Estudio, dedicado a Pedro Henríquez Ureña, en que la experimentación con el espacio resulta una sorpresa en la poesía hispanoamericana, pues el poeta salta de un lugar a otro, introduce el yo poético caprichosamente lo mismo en América que

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en Europa y desde cualquier ángulo observa el trajín de los puertos, de las ciudades, la inmensidad de los volcanes y el cauce de los ríos. Pellicer inauguraba un nuevo reino para la poesía: el de la aventura espacial y temporal, la ciencia ficción en la poesía como lo demuestra en Exágono XXI: "El buque ha chocado con la luna". Y aventura es una palabra importante en su vida y en su creación, pues implica una contigencia que es preciso asumir; es un riesgo que exige compromiso. En el trayecto hay sucesos imprevisibles, sorpresas para la imaginación y el pensamiento; los poetas románticos fueron grandes aventureros pues deseaban huir de su propio espacio y enfrentar una nueva realidad que debían transformar, modificando de paso al sujeto de la historia, que era el hombre en sociedad. Pellicer es sin duda todo eso. Un viajero que penetra en la apariencia del país que visita, con el fin de electrizar y conmover a quien lo acompaña en su travesía. Ulises sale de Itaca por el mar, y regresa por el mismo; la repetición de esta palabra en la primera poesía de Pellicer sólo adquiere sentido si la vemos como evocación del viaje fundador. "El mar desmesurado/ lleno de viejos júbilos y fúnebres contiendas". Y como parte de su vocabulario marino que personaliza el oleaje hasta hacerlo trotar como un caballo: "-Se hinchan/ las olas y se empujan, se aplastan y relinchan" (Pellicer 1994:16). Lugar que mira el poeta es motivo de sus versos, horizonte nuevo que atraviesa se vuelve materia y forma, imagen. Uno de sus amigos íntimos, Xavier Villaurrutia, lo vio con claridad: "Para Carlos Pellicer la poesía ha sido el viaje alrededor del mundo en vez del viaje alrededor de nuestra alcoba que la poesía ha sido, hasta ahora, para nosotros ...". 1 Y él mismo se definió como un hombre de Tabasco "que ha visitado/ los sepulcros andantes de la historia". Su poesía está cerca de los grandes pintores que le sirvieron de guía y de inspiración, tanto los renacentistas italianos como los modernistas e impresionistas. Para un pintor el recorrido por el paisaje exterior o interior es una invitación a conocer las modulaciones y las sinuosidades del alma humana, y Pellicer se sentía un nuevo Sorolla, un nuevo Mo1

"Cartas a Olivier", Ulises, núm. 2, junio de 1927, p. 14.

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net. En "Elegía" de Seis, siete poemas, parece evidente este camino escogido por él: "Si yo fuera pintor,/ me salvaría./ Con el color/ toda una civilización crearía". Pellicer pertenece a una poesía de vanguardia, que ofrece imágenes e historias del hombre y de las cosas, de forma circular, en espiral, en líneas fragmentadas, en semicírculo. Imágenes onduladas y abruptas, nuevas y extrañas. Su cercano amigo Carlos Chávez lo vio con claridad: "Sin duda Carlos sabía lo que pasaba en el mundo", aunque la Primera Guerra Mundial y la Revolución mexicana habían aislado relativamente a los artistas, "Pellicer no pudo haber ignorado la existencia de los futuristas, de Giorgio de Chirico, de Marcel D u champ, del movimiento dada, así bautizado en 1916" (Carlos Chávez 1977: 31-32). 2 Es decir, su poesía es una epifanía, una revelación del caos en que se desarrolla el mundo moderno, y un presagio de que el arte del siglo XX sería el puro vacío. La perspectiva parece definitiva desde sus primeros libros. El poeta ve o describe un grupo de palomas y establece varios diálogos entre ellas; la que se sabe tornasol afina su cuello, luego hay una casi negra que bebe, y entra el fotógrafo a ver los grupos de palomas. Estas voces son por supuesto distintos enfoques hacia la realidad que va cambiando de color o de rostro, de luz y de sentido, según el acercamiento a ella. En este juego aparentemente sencillo - p u e s no parece sugerir teoría alguna- radica tal vez la aportación más concreta del poeta a la innovación literaria. "Un palomo amontona sus erres cabeceadas". Este aspecto lo analizó de manera exhaustiva Dibicki: "Pellicer nos ha hecho ver cómo una simple realidad puede servir de catalizador a un poeta, y cómo un poeta puede arrancar tantos significados de ella". El poema es otro debido a los cambios de perspectiva, como en la novela de Faulkner o la de Joyce, en que los narradores diversos orientan y crean el sentido. "Si el poema se hubiese limitado a una de sus perspectivas, sería sólo un buen ejemplo de creación metafórica. Al combinar y contraponer todas las perspectivas que contiene, viene a ser además una re-

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Este libro reúne las conferencia que Chávez leyó en El Colegio Nacional los días 24 de septiembre y I o de octubre de 1973.

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presentación dramática de lo que puede alcanzar la poesía" (Debicki en Mullen 1979: 44), o sea una pieza de relojería verbal. Este viajero impredecible llegó casi a los ochenta años de edad como un atlante. De sus piernas, dijo, "estas enérgicas piernas, son de caminante". Caminó todas las sierras, "la de Puebla, la Gorda, la Encantada, la Rumorosa; trepó al Pico del Diablo y miró desde la más alta cima del Golfo de Cortés, al andar (muchas veces descalzo) recogía una piedra, una corteza de árbol, una hoja, un pedazo de musgo, y se la echaba al bolsillo del pantalón" (Poniatowska II 2002: 4). Rodando, rodando, llegó a París. ¿Qué buscaba en la ciudad luz el poeta de la luz? Los tonos grises, por supuesto. Y divertirse con todo, inclusive con la gran tradición cultural de Francia. Un día fue de visita a un museo y conoció al pintor ruso León Bakst. Si damos crédito al Abate Mendoza, el poeta tabasqueño se perdía en una conversación pensando en las imágenes y en los dibujos de Bakst, y no es para menos. Artista de enorme talento, Bakst nació en Rusia (1866-1924) en el seno de una familia judía de clase media y fue educado en San Petesburgo. Considerado un pintor art decó es también diseñador e ilustrador; Francia lo considera uno de los pilares del modernismo francés. Uno de sus cuadros, ilustra a un judío con la cabeza de Holofernes en las manos. A Pellicer, está claro, le gustaba el drama, pues Bakst no es color y sonido, tampoco amaneceres ardientes del trópico, sino un pintor de tragedias.

E l viaje como melancolía Desde muy jóvenes los Contemporáneos empezaron a escribir y publicar, y al mismo tiempo sintieron un malestar con su ambiente, su casa y su cultura, que los impulsó a la huida, a la búsqueda de otros lugares. Llamo a esta actitud nostalgia de una generación. Viajaron a veces porque el servicio exterior les ofrecía un puesto en Londres (Gorostiza), en Nueva York (Torres Bodet) y simplemente lo aceptaban. Pero también salieron con el fin de estudiar como

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Xavier Villaurrutia que se fue a New Haven o Carlos Pellicer y su recorrido por Italia. El poeta tabasqueño "estudiaba" a su modo, es decir, libremente, no en instituciones sino en los museos, las calles, los cafés, los conventos y abadías, las ciudades del Renacimiento, los palacios y otros sitios que él mismo se inventó en su viaje por el mundo. Le dice a su amigo Alfonso Reyes en 1927, "viajo por Italia como cualquier Byron de aldea" (Za'itzeff 1997: 33). El viaje y la melancolía permiten ver mejor y tal vez ayuden a explicar a los Contemporáneos; aunque son términos distantes que tienen poco en común, definen sin embargo algunos rasgos típicos del grupo. Adscritos en el servicio diplomático a Europa y los Estados Unidos o Sudamérica, comisionados en gestas políticas, viajaron también como turistas y por placer, a veces buscando lugares remotos en los cuales enriquecer su experiencia del mundo. Salieron de México a una edad temprana, hicieron del viaje una profesión en el doble sentido: como desplazamiento físico para ver y sentir nuevos estilos de vida, y como parte de una geografía de la imaginación que se volvió esencial en su trabajo literario. Se ha llamado a Contemporáneos "Grupo sin grupo", "exquisitos en un país pobre", "europeos a destiempo", y muchos títulos más que recibieron en las polémicas que debieron afrontar. Pero lo cierto es que han sido un foco de atención de la crítica, un punto de encuentro de la cultura mexicana del siglo XX que permitía unir la tradición poética propia con la de Europa y Estados Unidos que ellos se encargaron de asimilar. Los Contemporáneos siguen despertando preguntas y por lo mismo generando respuestas de diversos tipos. La que sigue debe verse como una más de esas respuestas que responde a esta pregunta: ¿qué significado tienen los Contemporáneos en la vida literaria de México? En segundo, ¿cómo valorarlos, en grupo o por individuos? Además, es necesario saber, ¿se trata de una generación en el sentido que responde a un espíritu de época o solamente a un "accidente" que los puso en el mismo país y el mismo tiempo? Por lo pronto me parece importante deslindar el papel que se les otorga en la historia literaria de México en el siglo XX. Monsiváis dice que:

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Los Contemporáneos traen consigo la batalla de las leyendas literarias, los mitos personales, la literatura como voluntad y representación. A ellos les corresponde reasumir el quehacer cultural del Ateneo de la Juventud. Esta vez el enemigo al frente no es el positivismo, sino el nacionalismo, el patriotismo, los desplantes sectarios, el extremismo infantil en materia de arte. [...] De un modo u otro, ya sea en la crítica explícita o con el ejemplo de su obra personal, los Contemporáneos combaten los mitos y restricciones que impiden el desenvolvimiento de la cultura nacional. Introducen el sentido del humor para contrarrestar o atenuar la inmovilidad, "estigma de la raza"; practican el rigor y el profesionalismo literario para desmentir el ánimo bohemio de las letras latinoamericanas; descubren a los verdaderos valores de la literatura y la plástica; cumplen las perspectivas poéticas, adoptan las técnicas del surrealismo, enriquecen las posibilidades de la imagen, modifican y amplían el vocabulario poético, quebrantan el tono solemne de la literatura mexicana; en suma, los Contemporáneos deciden las altas perspectivas de existencia y continuidad de una literatura moderna en México, a la que además le proporcionan los beneficios de una precoz madurez (Monsiváis 1966: 32). Hay un punto en el que coinciden varios críticos cuando le conceden a los Contemporáneos el adjetivo moderno. La modernidad debe entenderse como una actitud mediante la cual escaparon del "nacionalismo", la "patria" y varios "ismos" de moda en los años veinte. Hicieron su propia cultura, y en este afán "individualista", salieron de México físicamente, pero ante todo con la imaginación. El viaje se encuentra en el principio de toda actividad humana y suele representar un regreso a Itaca. En los años veinte, Carlos Pellicer produce una parte esencial de su obra: Colores en el mar (1921), Seis, siete poemas (1924), Piedra de sacrificios (1924), Hora y veinte (1927) y Camino (1929). En estos libros el viaje parece como vocación y sentido de la transcendencia, huida del país natal, y la nostalgia como olvido y presentimiento de que la propia tierra no es suficiente para el arte y que cruzar una frontera tiene mucho de magia y de ali-

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mentó terrestre. El viaje implica un esfuerzo para llegar a un lugar ideal, que en realidad el hombre jamás alcanza; así es que también hay que verlo en relación al fracaso. El poeta, desde el simbolismo y los poetas malditos, no es redentor de nada. Tampoco el que tiene como misión cambiar el mundo, pues su conciencia está abocada a la ruina moral, social y estética. Como dice Pacheco en un verso memorable, "ayer escribí dos poemas, dos formas del fracaso". La decepción y el desengaño acompañan en el siglo XX al poeta en su viaje hacia la poesía, en su recorrido por ciudades y capitales del mundo, en las que es un extraño. José Gorostiza (1901-1973) a su vez, se sintió desde muy joven, acabado, viejo escritor que había fracasado en su empresa; la conciencia del fracaso como visión del futuro lo estuvo golpeando muchos años. Es cierto que puede ser solamente una queja producto de su temperamento callado y retraído, pero en el fondo latía esa certidumbre de los años veinte y treinta, el periodo en que más se siente desilusionado del arte en México, de la poesía y de los escritores, pero principalmente le preocupa el triste fin de su generación, a la que considera individualista, que había nacido decapitada, con una unidad muy frágil, lejos de la ayuda a la sociedad como órgano de discusión, información y polémica. Su grupo puede considerarse como la "generación perdida" que no llegó siquiera a consolidarse y que, sin embargo, vivió en crisis interior bajo el deseo a veces no explícito de salir para ver en la distancia su propio país. Gorostiza salió varias veces de México; la queja, el aislamiento y el sentido del fracaso, no fueron suficientes para mantenerlo en casa. Hombre austero, enemigo del lucimiento social, en más de un sentido franciscano, representa el lado transparente de su generación. No es atrevido decir que es un raro caso en la poesía mexicana contemporánea. Sheridan señala: Gorostiza, rumbo a Nueva York, viaja hacia sí mismo, convierte el viaje en un laboratorio adecuado a su propio estudio, en nostalgia de inmovilidad: no hay paisaje en que no vea sus ojos reflejados; padece el

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desagrado de llegar y saber que no ha logrado dejarse atrás (Sheridan

1993:17). Bastaría ponerlo junto a Novo para resaltar el contraste de su personalidad; éste fue desde joven noticia que consumir, talento picante al servicio de Mefisto, el intelectual mexicano que se burla del otro, el que es a menudo poca cosa delante suyo; homosexual de cuatro lenguas, polemiza en secreto - a través de cartas- con Gorostiza, el alma íntegra que cree en la belleza, que se considera indigno de la poesía. Cree en la redención del hombre a través de la palabra. Gorostiza piensa que no es poeta ni lo será nunca, que sus pobres esfuerzos por escribir tropiezan con una enorme roca que es el mundo y se hacen pedazos. Es un poeta de la introspección y el recato, ajeno a los salones, la arrogancia, la calle, el café y el antro como teatro. Su posición es humilde, frente a la de Novo que es festiva, grandilocuente. Gorostiza entra a la vida literaria, una olla podrida en la que se cuecen las habas del rumor y la maledicencia, como arrepentido, a disgusto con sus colegas y la literatura mexicana; es él una especie de hombre-queja que defiende causas imposibles, cuya lucidez inconmensurable le permite ver el destino del poeta al que considera un ser a solas con su poesía en un tiempo de convulsiones. Una de las diferencias "clave" entre Pellicer y los Contemporáneos es sin duda la que señala José Joaquín Blanco: ellos fueron a Manhattan, a la inteligencia, a Válery, a Elliot para re-escribir la historia literaria de México; Pellicer, aunque viajó mucho a las grandes ciudades, miró solamente a la selva de la que extrajo, como en un gesto autóctono, su universo poético. Recorrió un camino suyo, nada más. Aquéllos se asomaron a la antropología, las teorías esotéricas y a la teología, excavando en el interior del hombre con herramientas de Einstein o de Freud, y el resultado fue una escritura en la que es visible el subconsciente, la libido, la represión y la catarsis; practicaron una escritura automática (la gran polémica de los surrealistas), de decorados eruditos de la filosofía, de los vedas, en la que hay paisajes de New Haven o Palestina. Los Contemporáneos, sigue Blanco, fueron hijos de un espíritu urbano, intelectual "y hasta profesoril (cuando

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no, como en Cuesta, oloroso a laboratorio)", mientras que Pellicer opuso a ese "espíritu" su vocación primigenia, la celebración de la selva, de la inocencia, del campo, de la frescura original, religiosa y edénica -lo cual no es, desde luego, sino otra forma de hacer moderna poesía urbana, pues el paraíso no fue invención de Adán, sino hasta que lo perdió y tuvo a bien recordarlo desde su oficina en Manhattan (Blanco 1977: 452).

Esto explica también el deseo de viajar que tanto los caracteriza, y de publicar antes de los veinte años. Torres Bodet, Owen, Gorostiza, el mismo Pellicer, son nómadas naturales pero con un programa específico para el trayecto. El ausente más riguroso aunque no el más disciplinado fue sin duda Carlos Pellicer, que salió del país muy joven. En su escala en Nueva York, en 1918, recibió un baño de agua fría. Lo deslumhraron muchas cosas, pero principalmente el Metropolitan Museum; se acerca a la obra de Auguste Rodin (1840-1917) y en una carta a su padre le describe La mano de Dios: De un trozo de mármol casi bárbaro, surge una mano dos o tres veces mayor que la mano del hombre; aprieta un pedazo de arcilla (mármol naturalmente) y en ese pedazo de tierra, están iniciados un hombre y una mujer desnudos y abrazados. Es tan personal y tan impresionante esta creación de Rodin que no hice sino callar de admiración (Zaítzeff 1997: 9).3

La fuerza de esa pieza radica en la conjunción de hombre y mujer, agarrados por una mano todopoderosa, la de Dios, que los impulsa y les imprime vida. Pellicer vio hasta el fondo de sí mismo a través de La mano de Dios. No es la mirada de un turista la que observa el mundo y se conmueve; se trata de una sensibilidad para apropiarse del mundo y hacer de él una imagen; es decir, Pellicer aprovecha el viaje para 3

En esta obra de 1894, Rodin reveló de qué manera una imagen podía ser totalmente expresiva; su tesis es que el arte no es más que sentimiento.

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alimentar su ars poética. En otras cartas que envía en esa misma estancia en Nueva York, revela algo de nostalgia, pero en el fondo se encuentra a gusto en su camino hacia la Poesía. Busca con pasión y no poco humor, la luz y la experiencia que sus poemas requieren. El poeta tabasqueño escribe a su paisano Gorostiza en estos términos: Nueva York es una ciudad capaz de enloquecer al más pintado. He gozado de placeres incomparables en los museos soberbios de esta descomunal ciudad. Estoy triste por mi adorada madre, por mi morena Esperanza, por ustedes. Tú me haces mucha falta. Querría yo ver en tu compañía los museos. De ti guardo un extraño y querido recuerdo que evoco algunas veces, melancólicamente. (Esto no es romanticismo ni estupideces) (Sheridan 1993: 38).

De Nueva York sigue su camino por barco con destino a la costa colombiana, pero hace escala en La Habana, "donde cumplió una *

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gran ilusión": conocer a Salvador Díaz Mirón (1853-1928), el gran poeta modernista que ha leído y ha admirado desde el principio. Pellicer le escribe cartas encendidas a sus padres y a sus amigos, sin olvidar su verdadera vocación; lleva en la maleta el encargo político y social de formar asociaciones de estudiantes; instala esos organismos donde es posible hacerlo. Este joven lleno de esperanza cree en la juventud; es su primer viaje, su primer contacto con Nueva York, La Habana, Barranquilla, Bogotá y Caracas. En 1918 escribe a su padre: "En Santa Martha tuve la primera gran emoción de Colombia: Visité la quinta donde pasó sus últimos meses y murió Simón Bolívar, el genio de América. [...] Allí pensé en la juventud de América que debe salvar al continente latino" (Pellicer López 1997:13). Junto a la alegría del viaje y el descubrimiento de otras ciudades bajo ambientes culturales distintos y opuestos al de su país, Pellicer vivió 4

Véase Carlos Pellicer López, "Buzón familiar. Cartas inéditas", Casa del Tiempo, núm. 60. vol. XIV, febrero, 1997, págs. 12-16. 5

En 1927, Pellicer escribe en París "Oda a Díaz Mirón", que incluyó en su libro Camino (1929), pero antes ya había escrito "Ensueño romántico y triunfal al poeta Salvador Díaz Mirón", fechado en México, el 20 de junio de 1916.

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el sino de la melancolía: un deseo profundo por apropiarse de una imagen, de un héroe que lo guiara en el presente y por el resto de su vida. L o encontró en Simón Bolívar, al que mira como el libertador de América, un héroe inigualable, también lo considera un "semiDios", "al adorar allí [en Santa Martha] la sombra de Bolívar", todo él se estremece. Como toda generación literaria que traza una línea divisoria entre su vocación y los empleos que debe ejercer para subsistir, la suya es rebelde: desea transformar el arte, la poesía y la cultura. Demoler el pasado para construir el porvenir parece una premisa que Pellicer va adaptando a su ritmo. Algunos miembros de los Contemporáneos vivieron sitiados por la melancolía, la loca de la casa que los siguió a todas partes. En 1927, Torres Bodet (1902-1974) descubre esa rara "bilis negra" en su amigo Gorostiza, que se encuentra "aturdido" en Londres: "Siento que la niebla de Londres subraya ahora tu melancolía habitual y temo que el excesivo trabajo de oficina de que me hablas no sea un motivo más a extremarla o, al menos, a favorecerla" (Gorostiza 1995: 161). El mismo año, Ortiz de Montellano (1899-1949) le dice a Gorostiza en un tono que revela hastío, una irritación extraña y verdadera: " N o hay nada más. Nada. Nada. Sabes que aquí no hay nada más que lo que cada uno lleva. Yo, el trabajo, mis amigos y esa inquietud, vaga, inconsistente, de amor, de viajes o de muerte. L o que forma el paisaje' '(156). Y el que padecía con igual intensidad el "sino" de la época, una especie de vacío interior imposible de llenar, era Pellicer. A pesar de sus cartas alegres y contaminadas de humor juvenil, desde Italia hacía alarde de la gran vitalidad que le producía el arte y las plazas de Padua, Florencia, Venecia; en el fondo latía una gran tristeza por el país dejado atrás, por sus amigos e inclusive por el ambiente "triste" y pobre de la cultura mexicana que tanto critica y reprueba por ser "provinciana". "Pellicer llega a Italia predispuesto a que el país lo cautive y lo forme, 6 En la misma carta Ortiz de Montellano le hace una reseña a su amigo del ambiente de la cultura, el teatro, los libros en México; pero también le trasmite la idea de que ambos tienen mucho que decirse.

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lo deslumbre y lo temple. Más que conocimiento, reconocimiento: Italia lo hace descubrir sus potencialidades y lo afirma en sus emociones encontradas, en su incensante confrontación entre Apolo y Dionisios" (Quirarte 1992: 53). En una palabra, el poeta llega a Italia y se quita la camisa, desnudo totalmente entra a las aguas de esa cultura, contempla con paciencia los nuevos paisajes que le regala la tierra visitada, y cae rendido. En ese país escribió poemas bajo el signo de la nostalgia: Viajero de cien viajes, si no has visto a Florencia, tus puertos, tus ciudades, no valen la cadencia del perfil florentino. Acaso aquí la Vida tiene sólo actitudes del alma preferida. Ésta es la tierra firme (Pellicer 1994: 129).

Italia le estaba ofreciendo a Pellicer un escenario nuevo y luminoso que él deseaba haber tenido en México; jugaba con la imagen de dos países; el que se va descubriendo poco a poco, en las caminatas y en el trato con la gente, en los cafés de la tarde, y el que se desea sepultar con un claro gesto impugnador, pues funciona como el padre que procrea, ayuda y dirige la vida del hijo, hasta que éste se rebela. Entre ambos hay una lucha, ya que la tierra natal demanda permanencia, y el país visitado constante errancia. Gorostiza que no soportaba el frío, ni la niebla ni la vida de los ingleses, llegó a esta conclusión citando a Lao-Tsé ("El viaje inmóvil"): "Sin traspasar uno sus puertas, se puede conocer el mundo todo; sin mirar afuera de la ventana, se puede ver el camino del cielo. Mientras más se viaja, puede saberse menos".

Los sótanos del espíritu ¿Qué significa para Pellicer la América hispana, los Estados Unidos, Europa? Cada territorio adquiere en sus versos y en su prosa un significado especial. Nueva York era subir a los cielos del pro-

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greso y bajar a los sótanos del espíritu. Ir a Venezuela, Colombia y Brasil era un viaje de regreso a los orígenes de la historia americana. Está claro que el poeta reflexionó en eso que podría considerarse su wanderlust. A través de esta llama interior visitó países y ciudades, vivió en París y en Roma. Y escribió poemas, libros, cientos de cartas. En cualquier lugar del mundo no hubiera hecho sino escribir, alimentar la vista con el paisaje y el arte. Eso hacía también en París el poeta tabasqueño, una inmersión en el presente y en el pasado. Además, no descuidaba su quehacer literario; próximo a los treinta años de edad, era un peregrino por los caminos de Europa buscando voces, registros, para su poesía. Sin duda fue su querida amiga Gabriela Mistral la que mejor entendió el sentido y la dimensión que tuvo Europa para Pellicer: Nació en el trópico y en región de lindas mariposas: se le ha quedado esa encandiladora de los ojos que hará andar triste toda su vida por el boulevard de París. Sus sentidos fieles andan preguntando por la luz a cada cosa con que se encuentran, como por una madre. Para vengarse de cuanto se le queda sordo bajo este cielo pesado, él se encerrará en su cuarto de París a poner metáforas azafranadas y rojas en las hojas de un cuaderno (Mistral en Mullen 1979:118-122). El poema "A Paulina Schweickardt" está fechado en París, 1926. "Tienes la edad del aire a las 8 de la mañana" le dice a esta bailarina. Mientras el otoño parisino convive con la juventud de esta bella tabasqueña, amiga de Pellicer desde la infancia, "Otoño, primavera de París", el símil no admite duda, la ciudad es vieja y se regodea en su felicidad madura. Pellicer acostumbra mezclar espacios y tiempos, como una técnica literaria más propia del narador que del poeta. En esta ansiedad del instante radica una de sus hazañas poéticas, que no es tan fácil detectar. "¿Recordarás, Paulina,/ el caramelo y la calle libre de nuestra infancia?", pregunta con un heptasílabo seguido de un verso largo en el que la calle en libertad y la infancia hacen una misma imagen de la vida plena que se ha ido. La palabra caramelo, de clara resonancia dulce y musical, produce el efecto buscado: vol-

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caria en el molde que es el nombre evocado, Paulina. Esto se une a la acción en la que se junta el yo del poeta con su sujeto. En París le escribía a Paulina con gracia y profundo poder de la imaginación, en tanto describía, un año después, en "Paisaje", un estado emocional sin asideros en estos términos: "Estos balcones del domingo/ embanderados para el aniversario semanal del tedio". Bajaba como la nube un enorme pesar alimentado por el domingo. Es un día que el hombre recibe inevitablemente y su moral se desploma. Es un día a la deriva, inútil en nuestro itineario afectivo. La voluntad no puede nada contra su imperio; es un día que se estaciona en la mirada, y se posa en el alma de la ciudad. El día planchado, en el cementerio de los vivos, dice el poeta, es una caridad para los suicidios provisionales. "La conciencia recargada de postres,/ favorecida, y ruin, bosteza". El domingo, como diría años más tarde Cioran en su Brevario de podredumbre es una hoja seca en que el pensamiento derrama sus delirios (Cioran 1991).7 Pellicer afirma que la conciencia, es decir, el hombre satisfecho de su comida a la que siguieron los postres, bosteza. Bostezar, que es indicio de tedio y debilidad, dice el Diccionario de la Real Academia, también revela sueño. Después del festín viene la culpa, primero la fiesta, después el derrumbamiento de la voluntad. En un drama de la existencia tan común Pellicer introduce la ironía, "Un niño ladra; un perro sonríe", con la que cambia el sentido del poema y le da otra velocidad. Así rompe el ritmo depresivo del poema y además invierte las cosas. El tiempo, que va deslizando sus garras, surge como un surtidor de imágenes. Pasa un señor, pasan por su memoria los amigos, la imagen del mismo poeta a través de sus corbatas de hace tiempo, y "Después -naturalmente- pasa el Tiempo,/ dispuesto a todo...", es decir, "dispuesto" a borrar las cosas, la memoria, el recuerdo de sus amigos y de otras épocas en México. "Y yo me quedo, solo/ en esta soledad boreal e igual,/ árido

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E n el texto-poema, "Los domingos de la vida", Cioran en ese tono apocalíptico suyo, dice que la pereza es sobrevivencia, que el tiempo del domingo prolongado sembraría el caos en el universo. "¿Cómo matar de otra manera este tiempo que ya no transcurre? En estos domingos interminables, el dolor de ser se manifiesta plenamente". (Cursivas de E. M . Cioran).

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y repugnante, prodigioso y hundido/ en mi balcón de muerte sobre un campo de sal" (Pellicer 1996: 361-362). El viaje no es pasatiempo gratuito, sino una ruta que guía la imaginación del poeta romántico. Del sueño o de la muerte, los románticos hicieron el mismo desplazamiento hacia el encuentro del yo; sin embargo Pellicer no es tanto un romántico, alimenta poco su ego, el individualismo no lo tienta, tampoco lo intranquiliza el sueño. En sus viajes interiores como los que llevaron a cabo los románticos a otros países, como huida y necesidad espiritual, intentaron fugarse del mundo. Y algo de esto hace Pellicer en su recorrido por Europa y Medio Oriente, Sudamérica y el Norte de Africa. Se evapora pero sobre todo intenta convertir el viaje en recreación de nuevos espacios. De alguna manera seguía una ruta similar a la de su querido amigo Salvador Novo. Son dos almas en pugna, viajeras y siempre insatisfechas con lo que tienen a la mano, por eso echan a volar sus pasos y sus talentos. En el centro de cada uno late el espíritu del desplazamiento. Novo escribió varios libros de viajes, pero los decisivos son Return ticket (1928), y Continente vacio. Viaje a Sudamérica (1935). Para Pellicer el viaje fue su guía de estudio, su taller y su academia; Novo, en cambio, hizo un escenario maravilloso de sus viajes. "La crónica de viaje fue para Salvador Novo un espacio cinematográfico, recurso que empleó para llevar a sus lectores a la escena de los hechos y de la acción".8 Su intención era crear a través de su prosa imponderable y altiva la imagen de un nuevo Prometeo o la de un nómada moderno, ser errante de los centros urbanos, capaz de conmoverse con una avenida llena de coches o de un estadio que estalla con el grito de la multitud fanatizada. Escribió para el futuro. Pellicer no le habla tanto a esa urbe sino a su expresión natural, a sus cielos y sus noches, a sus artistas y poetas. Son dos caras de una misma moneda. Tal vez bebieron la herencia de los modernistas, viajeros embriagados por el ímpetu de la incertidumbre, que a veces salieron de México y a veces sólo soñaron que iban a París. Al respecto, 8

Antonio Saborit, "Primeros viajes", en Salvador Novo, Viajes y ensayos, vol. I, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 606.

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Luis Miguel Aguilar escribe: "Los viajes fueron un estímulo central de la experiencia modernista: permitieron la consecución de poemas y postales que habrían sido imposibles de otro modo; cambiaron el rumbo de obras vivas, potenciándolas, y revivieron obras muertas o estancadas".9 Novo fue contando su experiencia por Sudamérica; con prosa que contagia, brillante por la forma como se apropia de los detalles; hizo del viaje un libro de texto. Pellicer y Novo fueron amigos toda la vida; si los juntamos, ambos parecen el mismo personaje literario; son diferentes su actitud ante la cultura, la forma como asumieron la vida pública de los años veinte y treinta, y también porque proceden de lugares distantes (aquél viene del norte y éste del sureste), pero son parecidos en su afán poético. También concuerdan en la travesía que hicieron por el mundo. Ese libro tan celebrado de Novo es una invitación al viaje, muy cerca de los poemas de Pellicer, en que las ciudades, los cielos, los seres humanos y las cosas, se hacen cuerpo y sangre de sus versos. El poema "Grupos de palmeras"10 combina el viaje con la creación, el verso y la resurrección: Ceñir la brisa o desnudar el viento, inaugurar el mundo cada día, esas palmeras son Río de Janeiro (Pellicer 1994: 233).

En muchas ocasiones el poeta personifica un barco, una ola o una nube, en un adolescente; en este poema parece evidente que las palmeras son muchachas de quince a veinte años; en realidad está escribiendo viñetas en versos, como Novo las construye en su prosa punzante y fría, en sus imágenes irónicas y templadas como hechas con la pluma de Wilde. Dice Pellicer:

' Luis Miguel Aguilar, La democracia de los muertos. Ensayo sobre poesía mexicana, 1921, México, C a l y Arena, 1988, p. 164.

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10 Este poema, que Pellicer incluyó en Hora de junio (1937), está fechado en Asuán, 1929. Ofrece una lección precisa sobre la significación que tuvo para él la nueva realidad visitada; el viaje es por tanto la materia prima del poeta. "Una palmera/ le da pausas al verso y lo reúne/ al haz de la creación" (Pellicer 1994: 234).

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Los grupos de palmeras -edad de 15 a 20, estado célibe, libre oficio- secundan el poema (234).

La naturaleza no es uniforme ni está ahí quieta e inmutable, sino adentro del poeta, en su pensamiento que la cambia de lugar y la transforma. No es Pellicer un poeta de naturalezas muertas, dice Dauster. La mirada del hombre sobre ella transforma el objeto visto y al observador; doble actividad que implica por tanto el acto de ver la naturaleza: por un lado, el intercambio que se produce entre la cosa vista y el sujeto, y por otro, la función del arte y de la poesía para que este acto no sea gratuito o inútil. El universo tal como lo entiende él, implica necesariamente la participación del hombre. No puede ser éste un espectador pasivo, ni tampoco una especie de notario que todo lo ve y lo anota en un cuaderno de ejercicios de verso. El hombre está complicado en el asunto; forma parte del mundo exactamente de la misma manera en que la forman un árbol, una roca o un río (Dauster 1963: 45-510; Mullen 1979: 59).

En este sentido es muy atrevido llamarlo "poeta paisajista", y nada más. Las ciudades son laberintos incomprensibles, que Pellicer cruza en su camino, las ve y las camina de lado a lado, y las transforma en naturaleza. Aunque admira algunas de las que visitó como las del Medio Oriente o de Sudamérica, en ellas vio el tráfico marítimo, los hombres de todas partes del mundo subiendo o bajando de los barcos, o las nubes que oscurecen el cielo de París. Todo, en función de la poesía. "Yo era un gran árbol tropical" ¿Pellicer está hecho de madera y de ritmo tropical? ¿Su origen se reduce a Tabasco, su estado natal? No creo en estereotipos. Es un poeta y como artesano de las palabras se sirve de ellas, también un creador de imágenes que evocan la soledad del mar, el testimonio armónico entre las palmeras y el crepúsculo, la noche como una enorme sábana celestial en la que Dios tuvo que haber intervenido. ¿Esto es tropical? En todo caso, es una poesía de una fuerza verbal inusitada, una forma con la que

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logra construir o musicalizar el universo. Esto me parece lo esencial. Su pasión por una tierra húmeda, sembrada de grandes voces de la naturaleza, caudalosos ríos y ceibas que se elevan al cielo, una circunstancia. El mismo poeta "tropical" irá a cantar con sus versos a Holanda, Francia, Italia, Palestina, Brasil, Colombia, y muchos otros países. Para Pellicer escribir consiste en atrapar una palabra, acto mágico que se extiende por la conciencia de las cosas; es despertar de una pesadilla -el hombre- y ver de pronto el milagro: la vida en su imperecedera huida. Sí le interesa la tierra, pero como espacio sagrado, según sus lecturas tempranas de la Biblia, el lugar donde el hombre cumple un destino. Pero no sólo la tierra de la selva, del tigre y del Usumacinta. La tierra en su poesía es el principio del ser y su naturaleza íntima. ¿Qué leyó el poeta que todo lo transforma? Viajó a Tierra Santa con un objetivo preciso. Recorrer los lugares por los que Cristo predicó, fue perseguido y crucificado. "Los viajes que el poeta ha realizado por las tierras de Jesús exaltan a extremos de perfección sus poemas religiosos", dice Arciniegas. Jerusalén se convirtió en un santuario de fe, de poesía y de camino obligado en su vida. Su primera estancia, de 1926-27, le permite convertirse en peregrino de una fe universal, un cristianismo entendido como liberación y acción constante. "Jerusalén, he de volver a ti, rico de nada, soberbio de indigencia y de alegría, con mi fe formidable descargada sobre ti como bólido profundo, sin otros labios que el de la alabanza eterna del Señor!" (Záítzeff 2002: 146). Pellicer, como Saint-John Perse, Lezama Lima o Aimé Césaire, poetas del Caribe y de las pulsiones del mar, hizo de su origen tropical una vocación y un recurso literario, un refugio, pero la renovó a cada instante; no fue el nómada contemplativo y bohemio, héroe típico del decadentismo. Nadie ha sido en la poesía mexicana "un desterrado de ese mundo tropical" y al mismo tiempo un poeta que no se apartó de él en sus viajes por el mundo. Durante su primer viaje a Italia, lo impresionó mucho la obra de Fra Angélico, Boticcelli y Leonardo (de éste principalmente La Anunciación), con la que su espíritu tropical empezó un proceso de metamorfosis. A Da Vinci lo

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llamaba "mi Tata Leonardo", y habló de él tan luego comenzó a escribir desde Italia, como se ve en esta carta dirigida al cónsul en París, Arturo Pañi: El cielo de Italia le retorna su saludo. Es tan claro como una teoría de Leonardo en una sobremesa de Ludovico. [...] Leonardo es perfecto. Yo tiemblo ante él, ligeramente, como el viento junto a las encinas más altas. Sus manos huelen a cajas de compases y su barba tiene la nobleza de las tardes de Palestina. Es un genio; el más grande genio de todos los siglos (Pellicer 1985: 13, 15).

De Italia, Pellicer hizo un juego de culturas y de artistas tanto de la Edad Media como del Renacimiento; era una "travesura" pero en el fondo se identificó plenamente con la vida italiana, imaginación que se despierta y se abre a los caminos del arte y de la historia. En sus cartas, en varios de los poemas que escribió en Florencia, Roma o Venecia, confiesa que ama Italia; que su vocación poética se enriquece cada día cuando camina, observa, estudia, en las plazas, los museos, las calles, los templos, el arte y la pintura. En Padua imagina esta escena: recibido como un gran señor, conoce a Dante, y sostiene un diálogo con él sobre La divina comedia; lo dice en estas líneas excepcionales: En el almuerzo con los Escalígeros -que acaban de ordenar una nueva degollación de los inocentes-, conocí a Dante. Es hombre apenas defectuoso y de una dramática elegancia. No habla en tercetos, como dice por ahí el dudoso Abate de Mendoza. Es una especie de verdugo de sí mismo que se permite el lujo, delante de sus oyentes, de atravesarme el corazón de lado a lado sin mostrar una gota de sangre ni una arruga de dolor. Es un genio, un genio prodigioso, a cuya presencia tiemblo como el aire ante las más altas encinas (Pellicer en Bargellini 1985: 20).

Pero no solamente jugaba con estas imágenes del pasado, Pellicer le escribía a muchos amigos, les enviaba versos, noticias de su situación, y más que eso: hacía un resumen del asunto que en reali-

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dad le interesaba: la poesía. Seguía un raro itinerario por Italia, Grecia, el Medio Oriente, estudiando a su modo, observando hasta el fondo y en detalle cada movimiento de las cosas que veían sus ojos agudos y tropicales. Su "paseo" era recreación del pasado, un diálogo con la historia, una entrega incondicional a otras culturas, en las que creyó encontrar la explicación última de la voluntad divina, el sentido de la poesía. Pellicer fue un peregrino más que un turista de ocasión, echado a las calles de ciudades desconocidas; el peregrino lleva una misión en su camino, busca un centro de adoración a Dios, una mezquita, una parroquia, una sinagoga. Conoce su procedencia, su ruta y su última parada en un largo recorrido siempre alumbrado por la luz de la esperanza, de la fe, del diálogo con el "otro", con Dios. Una vez más Pellicer se acerca a Novo, que salió el 15 de marzo de 1927 rumbo a Hawaii, representando a México, enviado expresamente por Puig Casauranc, secretario de Educación. Seguía a sus amigos y colegas, Villaurrutia, Torres Bodet y Pellicer. Parecía guiado por la frase "Hay que perderse para encontrarse", que define en el sentido literario, intelectual y anecdótico a ese grupo de escritores, y demuestra una vez más de qué manera asumieron la búsqueda de otros espacios para alimentar su nostalgia por lo que "su país" no podía ofrecerles en ese momento ¿Fuga consciente? Posiblemente. Pellicer es una voz aparte que vive en los años veinte y treinta bajo el reino de otros países. Viajero insaciable, su poesía reproduce escenarios, personajes, ideas, imágenes de ciudades italianas, holandesas, griegas, y del Medio Oriente. En "Estudio" de 1927 escribe: Estoy en Siria. L o sé por los ojos que veo puestos a la brisa. Y es un martes viajero y alegría de dulce tiempo y de fastuosa fecha, tan flexible y tan apto que podría borrar mi sombra sin tirar la flecha (Pellicer 1994: 187).

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En ese tiempo que vive el poeta en tierras de Siria, ha podido mirar y ser mirado, amar y también fue amado; sobre el desierto alcanza a ver los pueblos azules, mientras el paisaje es "de bolsillo". En estos juegos verbales, imagen pura de lo que es capaz la observación, llega a la intimidad del poeta un verso que se cae de perfecto: "Hay azules que se caen de morados", en el mismo "Estudio". Escribe también una frase que tal vez define el momento que vive Pellicer con relación a México, y a su poesía: "¡Muera la Patria! ¡Viva el mundo!". La "patria" no alude sólo al país, sino a los límites culturales que impone; es un concepto estrecho para la hora por la que pasa él y su generación. Entonces se aferra más y más a Italia, la tierra de Dante, de san Francisco, que lo enloquece. Pellicer anunciaba que iba a cumplir treinta años de edad, justo el momento de hacer una pausa, mirar el pasado y reiniciar el trayecto. ¿Qué es lo que deseaba comenzar? ¿A escribir, un nuevo tipo de poesía, una nueva relación con el arte? Sólo el tiempo lo diría, cuando volviera de su largo viaje por Europa y Medio Oriente. Acercarse a Pellicer siempre implica aceptar su palabra irónica, escuchar sus frases entre comillas, leer al revés lo que es literal y viceversa. Su tono es provocativo, inclusive en las cartas que le envía a su gran amigo Gorostiza, está presente la ironía. Maneja el lenguaje con libertad y de manera espontánea asumiendo así una clara distancia entre él y la realidad. En 1928 acepta que juega a la vida: "Ya me acostumbré a la soledad y a la falta absoluta de notoriedad. Así vivo contento y tranquilo". Como sus amigos y colegas de la misma aventura literaria, Pellicer se refugió en los viajes, un tipo de soledad, para escribir y sentir una nueva experiencia. Estaba cerca de Gorostiza y de Torres Bodet, de Novo y Villaurrutia, a pesar de muchas diferencias entre ellos, un asunto importante que dejo para otra ocasión. Las ciudades lo siguen y lo transforman, a su paso el mundo se divide y cambia de color y de temperatura. Pellicer es un volcán que suelta chispas, de ahí su humor sutil y a veces negro. Hay que verlo junto a Gorostiza. Cuando el poeta de Canciones para cantar en las barcas sale de México, comprueba que es preferible no salir, quedarse en casa; el viaje en tren ha sido incómodo, el puerto de

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Veracruz le resulta insalubre y caluroso, y el barco que lo lleva a La Habana es atendido por gente inexperta, sin educación. Pero su impresión de La Habana resulta reconfortante pues la prosa de Gorostiza es intensa y transparente y la describe como una ciudad criolla, una pequeña ciudad de calles estrechas y casitas de colores puestas a madurar al sol, como la fruta. El estrépito de la vida moderna lo concretaba un ir y venir de fotingos a través de los saludos -procesión de gansos en desbanda- que cambia la ciudad consigo misma de una a otra acera (Sheridan 1993: 91).

Pellicer estaba jugando a la pérdida de toda vinculación del mundo que lo había expulsado: México, el nacionalismo vivo de los años veinte, las guerrillas culturales y poéticas de sus mismos compañeros de ruta, los significados en su contra que detectaba en los distintos ámbitos de la crítica literaria. En fin, quería destruir el pasado pero a través de la imaginación y el encanto de su poesía. Él y sus amigos se rindieron ante una ciudad como Nueva York, la vieron de arriba abajo y le hicieron poemas, o la describieron como lo hizo Pellicer en 1924: "Nueva York es el nuevo tipo de ciudad para este planeta". Es decir, es la ciudad del futuro, moderna y grandiosa, de acero y con una proyección cultural sin precedente. México nada tenía, nada ofrecía, a no ser su pasado indígena, su enorme arsenal por ahí desparramado. Pellicer le dice a Gorostiza, corrígela si lo deseas, estudia algo rápido y bonito en Columbia, ve con frecuencia al estupendo zoológico del Bronx Park. Por Dios, no regreses sin ver los Grecos que hay en el Museo y en la Hispanic Society. Entrega un poco el corazón "en inglés". Está tranquilo y contento y ordéname lo que quieras (103).

Generación viajera, la de Contemporáneos salió de México por razones específicas que tienen que ver con la penuria artística de su país y la búsqueda de nuevas experiencias en París, Nueva York, Bruselas, Boston, Roma, Londres. Pellicer hizo de esta necesidad una

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profesión, ya que como se sabe una buena parte de sus años de juventud los dedicó a viajar. Variaciones sobe un tema de viaje, fue escrito en varias ciudades de Europa, si damos crédito a las fechas y lugares que pone en sus poemas. Sobre Aviñón, la ciudad del sur de Francia, en la que se sentía más a gusto y a sus anchas que en París, dijo: Y fe de primaveras provenzales dan al aire ex papal en donde escribo, voz a papel y a lápiz los cristales de unos ojos robados al destino que aligeradamente ha descolgado noches, collares, trópicos y trinos (Pellicer 1994:127).

En cambio de Brujas sólo dijo que era una "ciudad de unas cuantas palabras, ciudad admirable". Pero eso sí es la "aduana de la luna". Y la pequeña ciudad de anchos canales entra en la visión del poeta. El agua y la luz opaca y triste parecen recordarle imágenes de su pasado y lo orillan a la nostalgia. No hay Pellicer poeta, ni viajero insaciable, si no lo insertamos en la nostalgia. Variaciones sobre un tema de viaje, dedicado a Alfonso Reyes, que se hallaba en París, es poema intenso, cuyo centro no lo ocupa el viaje sino el destino del hombre y su desasosiego. Cuando en el poema retrata el paisaje de Pro venza, incluye el color y el sonido, incluye a Marsella, y le da carácter de mujer, "labios, viajes", resaltando las palabras olvido, celaje, almanaque, compromiso, pañuelo, muelles. Llega a Nápoles con el verso veloz que ilumina el poema, pasa a Pompeya, "rastacuera y feliz, regó su noche/ de amor con el Vesubio". En el encierro de Aviñón el poeta pontifica a través de su poesía universal y muy ajustada a su ritmo y su visión de las cosas. El 2 y el 3 de mayo de 1926 escribió ese poema extenso como su mismo itinerario; un poema que recala a las costas de Grecia, a las de Nápoles, a las del Mediterráneo. "Noches con mares griegos en que el ruido/ del hidroavión de plata de Odiseo/ suscita huelgas en los altos nidos". Ahora recupera a Ulises, fundador del viaje en la historia literaria de Occidente, mientras las noches son helenas, en tanto re-

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gresa a la melancolía. Después de un rodeo, como buen visitante de la literatura y la geografía griega, regresa al punto de partida: el mar. El tiempo corre y se desplaza irremediablemente, cumple su ciclo. Desde los mares griegos hasta los tropicales, el reloj marca el compás de la música que es la vida para Pellicer; escribe como nunca sobre todo lo que entra por sus sentidos. Pero la espontaneidad no es capricho ni ejercicio fácil; para escribir así, de manera fluida, se necesita disciplina y mucha concentración, y entonces sí, surge la imagen que cruza por su pensamiento. Es decir, Pellicer escribía duro y tupido durante sus viajes, pero era sin duda un versificador entrenado, con una poética hecha a fuerza de estudio y de múltiples lecturas. El poema que comentados, Variaciones sobre un tema de viaje, lo confirma una y otra vez: Tardes de Atenas, ínclitos asuetos cuyas perfectas horas me llevaban los ojos grandes y los labios netos. En mi reloj romántico cernía la arena de sus playas el cuaderno sonoro de mis viajes en que fía la esperanza su fe de buen arribo (129).

Pellicer escribe y reflexiona sobre el poema. Hay un metalenguaje en su poesía, que casi siempre saca de su vida. Es la vida que se traduce en poesía, y la poesía que se hace algo vivo. Empezó con esa forma desde joven y la siguió hasta el final. Hay una pausa de pronto en el poema para, deliberadamente, encenderlo o apagarlo, como en estas Variaciones... escritas en tercetos de diez sílabas, endecasílabos y dodecasílabos que se apresuran a dar la sensación de un viaje que jamás termina. "Liado o libre el terceto es una caja/ que estalla enjoyas junto al viejo puente/ y que por rutas fabulosas viaja" (130). El terceto sirve para jugar con las cosas, colocar en la tierra el cielo y al revés, secar los ríos y los mares, llenar de agua el desierto. La lógica del discurso que emplea admite el cambio de sentido; implica la inversión de la lógica sintáctica y de la lógica del tiempo.

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V I A J E Y POESÍA

Por eso, el poeta puede saltar de un tiempo a otro, destronando toda convención. Y cuando se acerca al final del viaje, llega como salida de la intuición más profunda y de la conmoción de la experiencia de la vida, la imagen del trópico, el pasado de Pellicer, el adolescente que mira los pasos del héroe que despiertan a los ríos y a las plantas. El era un temblor ante la figura de la majestad de la poesía y de la grandeza del caudillo y libertador de América: Bolívar. Es decir, de pronto aparece la resurrección del tiempo que parecía agotado. La melancolía funciona en este caso como compensación de la soledad, de los caminos y de la marcha impía de las horas; también como impotencia ante el sepulcro de Cristo en Palestina: (Sobre la siesta tropical temblaba mi adolescencia ante la dulce quinta en que nubló Bolívar sus postreras mañanas.

Pero del sitio heroico al sitio santo las palabras caminan silenciosas con temblor de universos en las manos) (133). En un verso dice que regresó a Francia atravesando Egipto. El viaje no es sólo una ocasión para escribir sobre el lugar visitado, en Pellicer adquiere un sentido más específico. Iba por el mundo con papel y lápiz, dispuesto a cumplir su tarea. Y la tarea que se había impuesto era escribir poesía, es decir, revelar su experiencia a través del verso, que su pluma construye con una rapidez increíble. Durante su viaje apareció en París Hora y 20, bajo el cuidado de Guillermo Dávila. El poeta de Colores en el mar era entonces un Robinson Crusoe del trópico sin límite de horarios, un pasajero en los andenes, que podía emprender varias actividades a la vez y seguir caminando de un país a otro. Viajar y escribir fueron durante muchos años algo más que una obsesión: el trabajo que se impuso para sobrevivir, escapar del tedio, entrar y salir de otras realidades, que iban a consagrarlo como un verdadero poeta del siglo XX, en vida y después de su muerte.

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LA ESFERA D E LAS RUTAS

Una mujer de pájaros y frutas esclarecía en Rodas la mirada del que ciñe la esfera de las rutas. Hora y 20. Carlos Pellicer

La actividad literaria de Pellicer la centra y expande el viaje, que corresponde sin duda a una modalidad propia de la época, y a su peculiar forma de acercarse a la vida del arte y de la poesía, a las costumbres y hábitos de la gente de otras culturas. En los años que emprende sus viajes trasatlánticos el escritor parece urgido de salir del país, tan limitado en sus artes y su cultura, y desde la distancia tratar de explicarlo; viendo esa nueva realidad para encontrar una razón, lógica y definitiva, de tanta violencia. Algunos nombres de los Contemporáneos se lanzaron de lleno a la conquista de otro espacio que les permitiera foguearse, respirando otros aires lejos de México. Pero también es cierto que en esos años, llega un nutrido grupo de artistas, fotógrafos, militantes de izquierda, perseguidos políticos, poetas, y ya en los años treinta la emigración de los republicanos españoles. Pero hacia atrás, en los años veinte, a partir de la consolidación del proyecto revolucionario, el país se vuelve atractivo para la mirada extranjera. La chilena Gabriela Mistral se une a la cruzada vasconcelista por la reinvindicación del alma colectiva a través del libro, el arte y la ilustración. ¿Qué busca esa gente en otras geografías distintas a las suyas? No es la búsqueda del otro

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solamente, es algo más extraño y menos evidente: la comparación entre dos mundos, entre el ser interior y el que se encuentra en la lejanía. Europa debe ser confrontada con el resto del mundo, sobre todo, después del descalabro de la Primera Guerra Mundial, 19141919. D. H. Lawrence llega a México hacia 1924, y se instala en el estado de Jalisco, Chapala y sus alrededores le parecen el distintivo propio de su viaje; también se entusiasma por Oaxaca, el paisaje que le sirve de fondo y de impulso a varios de sus textos. El surrealismo desembarca en México, y su guía y jefe, André Bretón (1896-1966), quiere constatar que en los países de fuerte estructura social indígena existe una realidad de espejos rotos que es preciso empezar a zurcir. Sí, trae la bandera de la vanguardia surrealista a suelo americano, pero necesita incluir en esta geografía su proyecto estético. La poética del viaje es visible: se apropia de una personalidad y de un alma. Antonin Artaud (1896-1948) es otra figura destacable que mira la realidad mexicana y trata de transfigurarla en lenguaje poético. La mirada del viajero se posa en la geografía americana, y en México muy especialmente. En 1932 llega a México el crítico italiano, Emilio Cecchi, que escribe un libro de viaje excepcional, México, en el que define el alma de la imaginación popular, el sentido del arte barroco y el arte moderno en México, y varios de los temas que conquistan la atención de la filosofía, la literatura y la antropología. En marzo de 1938, Graham Greene deja un testimonio inigualable de lo que es cruzar una frontera, en dos textos excepcionales, Caminos sin ley (1939) y El poder y la gloria (1940). Malcom Lowry convierte su visita a Cuernavaca y Oaxaca en el motivo de un libro excepcional, Bajo el volcán (1947). A Pellicer habría que inscribirlo en esta poética del viaje que parece una exigencia vital y una actitud frente al mundo: cruzar una frontera es empezar a descubrir el paraíso y el infierno que cada hombre lleva en su maleta imaginaria. La frontera para Greene es siempre un comienzo, una promesa de que algo termina y se inicia el camino hacia lo desconocido. Pellicer es, sin duda, un ave rara de la poesía mexicana para la que viajar es sinónimo de traspasar una frontera y adentrarse en sí mismo; es también volar y desde las alturas, ir viendo la miniatura que es la

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tiera que pisa el hombre. Conocimiento del mundo y encuentro con el otro, experiencia indispensable para el hombre moderno y búsqueda de sí mismo a través de la confrontación con otros espacios. Humboldt lo expresó de este modo: "Al viajero nada le recuerda de manera tan asombrosa la extraordinaria lejanía de su patria como la contemplación de un nuevo cielo"(Citado en Villoro 2008: 99). En cada etapa de su vida y de su desarrollo poético se encuentra el viaje en diversos tonos e instensidades. Tanto en su epistolario como en sus artículos, sus poemas y su prosa varia, el lector se tropieza con la misma imagen del hombre que va por el mundo recogiendo paisajes, escenarios de la vida de las ciudades, en un afán no explícito de encontrarse a sí mismo. El viaje puede tener la finalidad, explícita o inconsciente, de conocer otros lugares, conocer al "otro", o el conocimiento de sí mismo. Explorando el mundo, "uno empieza a descubrirse a sí mismo", dice Montaigne, ya que "este vasto mundo es el espejo en que hemos de mirarnos para conocernos bien" (Citado en Todorov 1993: 90). Esto se ve en muchos momentos de Pellicer, en especial en la carta que le escribe a Antonio Castro Leal, fechada el 12 de julio de 1919: En La Habana estuve diez días. Ciudad ambigua y escotada, llena de peripecias vulgares, así como de inteligencias indiscutibles. Allí tuve la dicha insigne de conocer y tratar al poeta colosal y maravilloso Salvador Díaz Mirón. De su conversación torrencial y deslumbrante, guardo recuerdo cenital. Me recitó muchos poemas nuevos, que me hicieron afirmar mi creencia de que Díaz Mirón es un poeta sin decadencia, a pesar de sus sesenta y cinco años (Gordon 1992: 26-27).

La carta es una introducción a la poesía de Pellicer, debido a la forma como califica el nuevo sitio, y por el recuerdo que guarda de la plática con Díaz Mirón. El verso que le impresiona es el siguiente: "El vespertino viento mueve ánima y hoja"; lo que el poeta está viendo es el fin de la vida, el comienzo de la muerte, y el paso del viento que estremece el alma, su interior, y las hojas, el exterior, entre los que establece un paralelismo leve y suspendido por la luz del crepúsculo.

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Observador irónico del mundo, pero sincero amigo de los poetas, Pellicer recuerda ese encuentro con Díaz Mirón durante su viaje a Colombia. Así es que comenta el verso y lo aclara: "Con este hermosísimo verso se inicia uno de los poemas nuevos que el gran poeta me recitó en una noche viva por siempre en mi existencia. Esa noche lloró él mucho por México, y yo me conmoví hasta los abismos" (27). ¿Seguía un método? Todo indica que no; sin embargo, un hombre con la energía y el talento de Pellicer, trabajaba de manera sistemática. Si nos atenemos a sus textos, es fácil deducir que el viajero llega a un puerto, La Habana, empieza a observar a la gente, las calles, el movimiento portuario, respira el aire húmedo de la noche, camina por ahí mezclándose con el ambiente. Todo eso no se lo lleva el viento sino que lo registra en su conciencia, lo asimila y luego escribe una relación entre la silueta habanera ("ciudad ambigua y escotada, llena de peripecias vulgares"), y la sensibilidad que le permite verla con esos ojos asombrados. La idea es que para el viajero del "otro lado" todo será distinto y cálido, una vez que le han sellado el pasaporte entra a su reino buscado, dice Greene: "El hombre que busca paisajes imagina extraños bosques y montañas inauditas; el romántico cree que del otro lado de la frontera las mujeres serán más hermosas y complacientes que las de su país; el desdichado se imagina un infierno distinto; el viajero suicida espera la muerte que no encuentra nunca" (Greene 1996: 49). Es evidente que en su viaje Pellicer pasó por estas dos vertientes, la del pensamiento que lo impulsa y la del mundo real que observa; su sensibilidad también se traduce en las imágenes que en sus poemas crea del viaje, de la soledad, de la noche entre cuatro paredes; en ellas se nos revela el hombre en su plenitud y decadencia, en su juego con la vida y con la muerte. Nos entrega el cuerpo entero de la ciudad recién visitada, que de pronto se abre a la imaginación, y el tiempo de la poesía la atrapa y desnuda. Pellicer abre las rendijas de su intimidad para dar paso a una evocación, un recuerdo o bien el intrépido paso de la nostalgia. Su universo poético se puebla. En el día no para de caminar, de buscar a amigos, colegas, poetas, ve y habla, y en la noche se sienta a escribir. Cuántas noches pasó este viajero imperecedero

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en cuartos de hotel, en pequeños departamentos como el que rentó en Bogotá, en el camarote de un barco durante la travesía. Muchas que pueden haber sido cientos o miles en su imaginación prodigiosa. En el poema 19 de Piedra de sacrificios, se encuentra la continuación de esa carta enviada a Castro Leal, o podría ser al revés. Lo importante es la relación entre la prosa y el verso, entre la actividad epistolar y la poética, en la que vemos el mismo estilo, palabras semejantes, metáforas que definen la misma retórica. "Cuba divina,/ tierra naval y bailarina./ Bajo las noches del Atlántico/ tu azúcar endulzó mi ser marina". Llama a la isla galeón "de atesoradas maravillas", bello navio, "cálido buque de los trópicos". Y la considera maldita porque vendió su alma, tierra y danzón, al yanqui; la pobre isla que vio Pellicer era pura apariencia musical pues su historia y su cultura se acercaban al abismo. Durante el viaje, el poeta tabasqueño vive notables sorpresas, en las que vuelve a encontrar a sus amigos; baste recordar que coincide con José Juan Tablada en Sudamérica y convive de manera estrecha con el gran poeta modernista y posmoderno; que en La Habana se acerca a Díaz Mirón, en París hace largas tertulias con el Abate Mendoza, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, su paisano Andrés Iduarte. Su amistad con Alfonso Reyes se intensifica y consolida en esa estancia en París. Son muchos los amigos que se le cruzaron en su largo camino por el mundo; Guillermo Dávila es uno de los más notables y más lúcidos cuando habla de la poesía de Pellicer. Es una voz autorizada que hace una lectura apasionada e inteligente, crítica y atinada, del poeta tabasqueño y da en el blanco. Él presentó a Pellicer con Francisco Iturbe, un empresario mexicano muy poderoso y con una estirpe familiar; el poeta impresionó notablemente a Iturbe, que lo acogió y lo convirtió de la noche a la mañana en su secretario particular. Su vida es todo un acontecimiento, una serie ininterrumpida de sorpresas, que tomó para sus largas conversaciones. ¿Pellicer fue un fugitivo? Tal vez, un fugitivo conciente de su viaje por geografías lejanas a la suya. A Pellicer no lo llena del todo visitar Egipto, Grecia, Palestina, si no trabaja intensamente. El 14 de marzo de 1927, Gorostiza acusa recibo de ese poemario que ha leído de inmediato.

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Fue el único en decir que en él no había sólo un poeta sino dos, a él le gusta ante todo el poeta de los sentidos, y especifica que Ojalá que fueras siempre ese poeta. En el edificio de nuestra poesía, la ventana; la ventana grande que mira al campo, hambrienta, cada noche, de desayunarse un nuevo panorama, cada día. Nosotros —tú lo sabes- somos las piezas de adentro. Xavier, el comedor. Los demás, las alcobas. Hasta la última, la del fondo, que es Jaime Torres Bodet -ésta amagada de penumbras, con una ventanita alta a la huerta, y dentro, en un rincón, la lámpara en que se quema el aceite de todas las confidencias (Sheridan 1993: 136).

Es muy impresionante la distribución crítica que hace Gorostiza con esa claridad tan suya de la poesía mexicana de su tiempo; y el hecho de que a Salvador Novo lo coloque en la azotea. Era un edificio selecto, hecho de amigos y buenos vecinos, que Gorostiza inaugura y no abre al público. Pellicer seguía en su locura europea. Enviando cartas y chistes, escribiendo a manos llenas, respirando mucho arte y paisaje, café y silenciosas noches, en Italia, su nueva casa después de Francia. "Sigo trabajando en silencio. Estaré en Italia hasta diciembre. Venecia me tiene loco", dice en carta a Gorostiza. Y de este país hizo una elegía larga y casi interminable que abarca desde esos años hasta su muerte. Pellicer seguía pensando que la cuna del arte y de la vida, de la imaginación y la creatividad se hallaba en Italia, y Venecia era la puerta de entrada. En agosto de 1927 fechó sus Estudios venecianos, versos de amor imposible, de senos entre dos aguas, en los que una laguna se lamenta. Convierte a santa Lucía, patrona de los ciegos, en su lazarillo; el poeta necesita ojos para mirar el mundo y transformarlo. Esto hace el poema de Pellicer, el poeta que es capaz de anunciar de qué color salió el sol en Esmirna, en Florencia y en Venecia. Su viaje no es paseo sino experimento con el tiempo, el arte, aproximación a la experiencia de saberse en otra cultura, bajo otra lengua y otro paisaje. El viaje le servirá de evocación, años más tarde, para recobrar una ciudad en la que vio un cuadro o una escultura, un lago, una ori-

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lia de playa, una columna. En Práctica de vuelo, 1956, Pellicer publica sus Sonetos suplicantes, en los que recuerda la pequeña ciudad italiana de Asís, que tanto celebró, pues era el santuario a la vocación de un caminante humilde, cuya virtud mayor se encuentra en su entrega a los otros. Incluye ahí el "Soneto a causa del tercer viaje a Palestina", fechado en Monte Tabor, 1929: La cuna y el sepulcro. Piedra y cielo. Paisajes de Israel. La sed fecunda la Samaría de piedra. Y desde el vuelo del Tabor, pesca y ara Galilea. Y le abrí el corazón agua que inunda, para que el Sol en sus entrañas vea (Pellicer 1994: 399).

Las ciudades y sus paisajes riman en sus poemas: son voces que reúne su mirada en un solo punto: el de su percepción; hay ahí una geografía del Medio Oriente y una cantidad impresionante de ritmo. Después de una vuelta por el mundo, años veinte y treinta principalmente, Pellicer regresó a Tabasco como el hijo pródigo. En realidad hizo un viaje a su tierra que ahora lo recibiría como un poeta lejano, lleno de experiencias acumuladas, cargando un equipaje de experiencias y poemas. Era el año 1946. Acostumbrado a las travesías, llevar a cabo una más hacia el sureste de México, fue de seguro un gesto singular de su carnavalesca figura. Volvió a una zona ya conocida, a la patria chica donde había nacido y que reconocía como el paraíso tropical de caobas, iguanas, olmecas y mayas, del Grijalva y del Usumacinta, donde tuvo el gran amor de su vida. El viajero no iba sólo a ver sino a encontrar sus raíces. Creo que jamás fue ese turista ingenuo que se deja llevar por lo "grato" del viaje y suele seguir como en el rebaño las puertas de los museos, los vitrales de las catedrales, porque así está escrito en la guía. Su regreso era en realidad una forma de emprender una tarea etnográfica nunca antes vista en México. Ya verían sus detractores de lo que era capaz este hombre que había recorrido varios países europeos estudiando y viviendo la museografía. A partir de ese momento se dedicó a realizar el pro-

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yecto de un museo en Villahermosa que fuera el escaparate auténtico de la cultura olmeca. Su pasión se vio coronada en 1952. Pero el final es poca cosa si se compara con los obstáculos que debió vencer. Y si el Museo deTabasco, que en 1980 muerto ya el poeta se convirtió en el Museo Regional de Antropología Carlos Pellicer, fue una casa atractiva y diferente, fue por el sello que le dio el poeta. Su gran tenacidad lo llevó a convencer a mucha gente para que cediera piezas de su colección particular, como lo hizo Sonia Lombardo, esposa de don Alfonso Caso, que le obsequió una amatista de Oaxaca; Francisco J. Santamaría, un collar de dioses penates; Diego Rivera unas figuras de Tlatilco, y el mismo presidente Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) ofreció recursos para obtener una colección de figuras totonacas. Pellicer se encontraba feliz con el apoyo y más porque había vencido la apatía de muchos, el egoísmo de coleccionistas y políticos. Consiguió del INAH objetos de varias culturas, y una media docena de figuras de Palenque, que en realidad el poeta parece haber robado de esas ruinas. Según la versión de Carlos Sebastián, el presidente municipal de Palenque envió un telegrama al gobernador de Tabasco, Santamaría, en el tono siguiente: "Conocimiento autoridad Palenque un tal Pellicer robó joya arqueológica esta zona (punto) deténgalo estación Teapa (punto) presidente municipal de Palenque" (Carlos Sebastián 1991: 14). Travesuras en nombre del arte y de la antropología de seguro hizo muchas el poeta de Hora de junio. Pero no las escondía ni eran de su propiedad, las contaba a sus amigos y se reían copiosamente de ellas, mientras el poeta las condimentaba en la tarde, tomando café, con evidentes hipérboles y subiendo el timbre de su voz grave, potente. También fue a Tenosique con la misma intención, pero encontró un letrero que decía, "Museo de Tenosique Carlos Pellicer", así es que regresó a Villahermosa con las manos vacías aun cuando su misión era "rescatar" allá piezas de importancia para su proyecto. Tuvo que resignarse con esta frase tan suya: "Ni modo tocayo, no puedo despojarme a mí mismo". En medio de aquel calor incesante, el poeta tenía valor y coraje para trabajar, y además para gastarle bromas a la naturaleza y a los gobernantes. Andaba casi desnudo por aque-

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lias zonas selváticas, a menudo plagadas de mosquitos, caminando por caminos insensatos, pues Tabasco apenas conocía las carreteras modernas que luego tapizaron de norte a sur el estado. Comía como un fraile. Se divertía. Alumbrado con cualquier quinqué o una pálida vela, escribía versos. Así recibió a su antiguo amigo en julio de 1957, Antonio Carrillo Flores, que hizo una visita a Villahermosa en su calidad de secretario de Hacienda. Antes que nada quiso conocer el museo, obra de Pellicer. El invitado llegó a las nueve de la noche, vestido de riguroso traje, pues antes había visitado al gobernador. El maestro lo esperaba con su habitual atuendo: pantalón rayado y descubierto del tórax, descalzo. Comenzaron el recorrido. Al término de la sala de La Venta, Carrillo Flores ya se había despojado del saco y la corbata. Según fueron adentrándose, se fue quitando las otras prendas, cuando entraron al área de la sala de Bonampak, donde terminaba el museo, el invitado jadeaba empapado en sudor y estaba casi desnudo. El maestro lo miró sonriente y le dijo: -Como usted ve, señor secretario, sólo vestido de maya se puede visitar este lindo museo (14).

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Tercera parte

Retratos ejemplares

TRES VIDAS PARA IMITAR

Leyendo estos versos he pensado en una religión nueva que alguna vez soñé predicar : la religión del paisaje. José Vasconcelos

Bolívar c o m o icono En la vida de Carlos Pellicer, el libertador Simón Bolívar tiene un peso específico. Si damos crédito a sus palabras, creció con la imagen del hombre que libera pueblos y naciones, siembra la esperanza entre los pobres que lo siguen como la multitud siguió a Cristo. Es un redentor. Bolívar se aparece ante el joven que recibe de su padre, Carlos Pellicer Marchena, un libro en que se narra su vida, una biografía; corre a leerla, la devora. Es ya un lector capaz de disfrutar el texto de una vida. A través de esa biografía se convierte a una nueva religión: la bolivariana, que consiste ante todo en la convicción de que América es católica y necesita sacudirse del materialismo anglosajón; la tarea que asume es la de propiciar la emancipación de la raza americana del yugo de la explotación social y espiritual. El libro que transformó a Pellicer no es cualquier libro sino un relato "clásico" sobre la historia en detalle de una larga y encarnizada lucha civil. U n extenso ensayo con cartas, documentos, leyes y decretos, en los que la vida de Bolívar se va convirtiendo en una leyenda. "Puedo asegurar que, a los 16 años, la lectura de esta biografía

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determinó una serie de sentimientos, de emociones, que quedaron para siempre en mí" (Citado en Becerra 1973: 273). Si es cierto que la lectura de un libro puede provocar un cambio de mentalidad, entonces la que hizo Pellicer de esta biografía confirma la regla. Lo indujo a pensar en la suerte y en el destino de los pueblos latinoamericanos; en el olvido que habían vivido, y en los hombres -verdaderos titanes- que hicieron hasta lo imposible por rescatar las culturas autóctonas. Era joven y ya parecía convencido de que era urgente liberar al indio maya, otomí, quechua, inca, de todas sus ataduras, presentes y pasadas. ¿No era ésta una de las metas de Simón Bolívar? Más tarde, el personaje histórico que fue Bolívar renace en el poeta joven, el artista ya fogueado en viajes, conferencias, publicaciones de libros, en forma de una imagen uncida de fe en el porvenir. A medida que avanza el tiempo, Pellicer se aferra a ella y la va llenando de acciones y de palabras hasta hacerla parte de su vida en poemas, entrevistas, conferencias, textos sueltos, declaraciones, actos conmemorativos. Alude una y otra vez a la gran figura de Bolívar, que lo avasalla y redime. En los años veinte, las figuras de los héroes eran piezas indispensables en el consenso de la cultura y el arte, pues se necesitaba el registro de la historia para conocer o entrar a la realidad latinoamericana. El poema de Pellicer es loa y exaltación a Morelos, Bolívar, Darío, Hidalgo. Revive el panteón de los hombres ilustres para darle continuidad a un presente herido en sus costados. Esto lo ha visto Monsiváis con perspicacia y talento: "Más bien, en una atmósfera cultural como la de los años veintes oscilantes entre el mesianismo y el exilio interno, Pellicer reclama para sí el estallido verbal que anuncia la salvación de los pueblos" (Monsiváis 1977: Xll). Y en la escritura del poeta hay esa consigna, a veces de manera velada y a veces abierta. No era posible escribir al margen de una realidad sacudida por el nacionalismo. Era posible si acaso escapar, como algunos contemporáneos de Pellicer de la avalancha, pero no salvarse. "Decir la melodía de mis horas sin rumbo/Lo quejamás ninguno pudiera sospechar" (Pellicer 1994:921). Pero el libro que conmueve al joven poeta y lo lleva a los brazos de Bolívar es sin duda el de Larrazábal. En este historiador y

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hombre de letras venezolano, aprendió Pellicer que América Latina había sido sacudida por un hombre hecho de otros hombres: Simón Bolívar. Y que la solidaridad, extraña palabra en un mundo donde reina el odio y la rivalidad, no era una palabra vacía, sino llena de verdad y de historia. Por ella, el poeta lucharía hasta el final. En sus puestos burocráticos, en sus misiones a Sudamérica, en los largos viajes por el mundo y en su trabajo poético, la encontramos, y desde luego en su relación con los demás. Si hemos de creer al poeta adulto, el joven que leyó esa biografía se estremeció, quedó deslumhrado. ¿ Q u é encontró y descubrió en sus páginas? Antes que nada, el mismo Larrazábal debió llamarle la atención; fue un libre pensador de su tiempo que contribuyó a la emancipación de los negros esclavos en su país; escribió muchos libros que se han considerado obras "maestras" de la lengua castellana. "Vivió y murió pobre", dice Rufino Blanco-Fombona (Larrazábal 1918: xm). 1 ¡ Q u é vida la suya! Murió en un naufragio cuando viajaba de Estados Unidos a Francia, en 1873, a los cincuenta y siete años de edad. " C o n él se fueron al fondo de los mares tres mil cartas, muchas inéditas, de Bolívar", que había recopilado con tanto esfuerzo, y una Vida de Sucre. Su biografía sobre el Libertador la publicó en Nueva York, en 1865. Su propósito no admite duda: encumbrar a Bolívar, subirlo al nicho reservado a los héroes. El biógrafo no le toma ninguna distancia a su biografiado, ni crítica ni histórica. N o le interesa del personaje casi nada que no fueran sus hazañas militares y políticas que llevó a cabo. Leyó el libro de Larrazábal y no se fue a dormir, sino fue movido a la reflexión, a las preguntas; cuáles eran los resortes que generan la marcha de la historia; quizás despertó en él la esperanza de ver un mundo más libre y pleno. Creo que es exacto el resumen que BlancoFombona hizo del trabajo de Larrazábal: Bolívar, ¿fue un ser perfecto? No. Tuvo defectos grandes y cometió graves errores. Entre los defectos puede señalarse la soberbia, que le 1

Rufino Blanco-Fombona, "Prólogo" a Fernando Larrazábal.

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impulsó a menudo a la intransigencia; la mordacidad, que le hizo a veces, por dar salida a una frase aguda, incurrir en injusticias y granjearse enemistades (LIX). Y cosa curiosa, creía propio de un caballero tener "bellas pasiones" , por eso el culto excesivo aVenus le hizo mucho daño. Total, que entre sus errores, unos fueron militares y otros políticos. "Error fue, y de los mayores, el proponer al Congreso de Bolivia la presidencia vitalicia". Ahora aparece como una evidencia que al ver la anarquía continental intentó aplicar un remedio heroico (LX). Bolívar no sólo llevó a cabo la siembra de la semilla de la revolución americana, sino el resurgimiento de la inquietud por el destino americano; lucharía por la defensa legítima de la raza, de la geografía, de la historia y la cultura del continente. Influyó en el destino de las naciones, de América y de Europa. A fin de cuentas ¿qué atrae más de Bolívar? A los que fueron jóvenes en la segunda década del siglo xx, tuvo que parecerles una de las diez o doce figuras máximas que habían pasado por la historia de la humanidad. Con todo y sus errores, creó un escenario en el que se luchó durante quince años, con ideales principalmente, contra la ignorancia y el fanatismo, "contra los elementos, contra los hombres, sin más apoyo que el del patriotismo ni más interés que el de la gloria, por la independencia de Hispano-América" (LXII). Bolívar fue la utopía, el sueño imposible que sueñan los pueblos y así despiertan. Esa figura romántica a todas luces para la generación de Pellicer sedujo a cientos de escritores, artistas, poetas latinoamericanos. Pero ¿por qué de manera especial a Pellicer, y no en cambio, a José Gorostiza? Para aquél fue más que una pasión, un camino; para éste casi nada, y esto mismo podría aplicarse a Salvador Novo y Xavier Villaurrutia. Los rasgos de Bolívar que de seguro cautivaron a Pellicer son muchos; pero el viaje que el mozo de quince años hace a España, con escala en México y en La Habana, tuvieron que ser un estímulo a su imaginación juvenil, que suele forcejear entre la realidad -el individuo- y la fantasía, -el héroe-. El 19 de enero de 1799

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T R E S VIDAS EJEMPLARES

se embarca Bolívar en La Guaira. Su destino es España, pero en realidad su destino es impredecible. Conoció Veracruz, Xalapa y Puebla, la gran ciudad del virreinato. Siguió su viaje a Madrid, donde entró a formar parte de la élite de la aristocracia. Marcado por la aventura, perdió la cabeza por la joven Teresa Toro, hija de Bernardo Rodríguez Toro y se comprometió en matrimonio a esa edad. En 1801 fue a París, conoció de paso Barcelona, Marsella y Lyon. A su regreso se casó en Madrid con la prometida que lo estaba esperando, la chica Toro y Alayza. Luego se embarcó rumbo a su tierra. Terminaba el año de 1801. Pensaba instalarse en Caracas, disfrutar de sus bienes, con su esposa, y con los hijos que tuviesen. Pero Teresa Toro murió el 22 de enero de 1803, a los diez meses de haber llegado a Venezuela. Su esposo quedó en el desconsuelo total y a la intemperie. La vida del Libertador es una hazaña; un gesto que sobrepasa a un individuo. La historia lo ha juzgado como un héroe; y también forma parte de la mitología de los grandes luchadores por la libertad, aunque no la haya conseguido. Regresó a España, y no fue bien recibido, así es que se trasladó a París. Le tocó entonces presenciar la coronación de Napoleón I en Las Tullerías. "Desde que Napoleón fue rey -decía- su gloria me parece el resplandor del infierno; las llamas del volcán que cubría el mundo" (9). Todo o casi todo el camino de Bolívar parece digno de una gran novela de aventuras en la que sólo triunfa la derrota. En agosto de 1804 llegó a París el barón de Humboldt, con un enorme arsenal de descubrimientos geográficos, etnológicos y botánicos realizados en América. Sentía particular simpatía por Venezuela, país que recorrió y pudo conocer a fondo. Así fue que surgió una relación estrecha entre Bolívar y el sabio alemán, a quien visitaba en St. Germain, en la Rué des petits Augustins. En una ocasión, Humboldt le dijo: "En efecto, señor, creo que su país está ya en el caso de recibir la emancipación; pero ¿quién será el hombre que podrá acometer tan magna empresa?" (13). Pellicer leyó esos viajes como interrogaciones que sólo contestó el tiempo, y descubrió el horizonte que debía transitar como poeta

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y ciudadano comprometido con los demás. Bolívar jamás renegó de su fe, de su vocación católica. Pero sí pudo ver y enjuiciar el papel que había jugado la Iglesia católica durante la Colonia: una institución cómplice de la injusticia y el saqueo de los indios, vinculada a los conquistadores de manera vil. Este es el cristianismo que sin duda rechazaba. Pellicer se inscribe en esta ansia de resurrección de la raza americana, que mama de Bolívar, y en especial en este libro majestuoso de Lazarrábal, y de su amigo y maestro, José Vasconcelos. Subraya particularmente Pellicer la amistad que estableció Bolívar con el barón de Humboldt, un sabio sobre las cuestiones de América. En su retrato del Libertador, Pellicer escribe: "Bolívar frecuentó la amistad de Humboldt así como la de otros sabios que entonces residían en París. Gastaba sus días en divertirse mucho, en pasear siempre, y en hacerse presente en dondequiera que el talento y la cortesía se aliaban para hacer agradable la vida" (Pellicer 2010: 235). En 1805 Bolívar siguió su viaje a Italia. Atravesó los Alpes "a pie", en compañía de Simón Rodríguez, venezolano que lo acompañó en varias ocasiones y que fue un gran maestro. Cuando recorría Europa, Bolívar tuvo la certeza -la leyenda diría que la revelación- de que estaba llamado a liberar a su país de la tiranía, el atraso y la esclavitud. Su proyecto es universal. Trabaja para la eternidad acumulando sueños y utopías, dominando la tierra hostil y a los hombres inconformes: es el Superhombre de Nietzsche, el personaje representativo de Emerson. Pertenece a la familia ideal de Napoleón y de César; sublime creador de naciones, más grande que San Martín y que Washington (García Calderón citado en Larrazábal 1918: LXIV).

U n a pasión heroica En cada momento de su vida poética, Pellicer se ocupa del Libertador y lo llama desde sus imágnes, lo evoca de forma y fondo,

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como una sombra que camina por el continente, como una voz que ata y desata la historia americana. Fue algo más que un gesto y un símbolo, el centro sobre el que se bifurca la historia, el mito, la religión, el deseo y la voluntad de los pueblos. Aparece en Piedra de sacrificios, en el crepúsculo venezolano, cuando el poeta se arrodilla "como el sol" y besa la tierra en la que el Libertador libró varias batallas. El cielo queda de pronto límpido y lejano; escucha el fragor de los cañones, el paso de la tropa, el relincho de los caballos nerviosos por el fuego; cruzaban las montañas. "Y los ojos se me llenaron de odio/ pues junto a mí estaba el cadáver del Libertador de América" (Pellicer 1994: 85). Tuvo que regresar al hotel, dejó atrás la imagen de Bolívar, porque fue consciente de que la tierra ha sido estrangulada por los déspotas, que el joven poeta tabasqueño encuentra en los yanquis. Poema ideológico, que lograr hacer una separación polarizada, por un lado los hombres que luchan por causas comunes y de ayuda a los desprotegidos, y por otro, los "déspotas" en los que reina el hambre personal y egoísta, el deshonor y la sed de oro. Esta imagen la repite en su "Romance de Pativilca" pero de manera menos directa; el poeta, aun en sus momentos nacionalistas, sigue empeñado en respetar su canon estético: crear versos con música y fragmentados, que modifican el referente y lo iluminan. Y lo hace a través del romance, el género popular por excelencia, que viene de la lírica popular, del folclore, y es una forma de contar historias, de exaltar a los héroes, de cantar el amor traicionado, de quejas y de intrigas. El "Romance" es un sueño más que una declaración de amor por la patria. El poema se ubica en el pueblo del Perú donde Bolívar se había refugiado para evitar la derrota que de todas maneras sufrió. Fundado en el siglo XVI, fue el escenario desde el cual Bolívar le escribe, el 19 de enero de 1824, a Simón Rodríguez, su conocida epístola: Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que Ud me señaló [...] No puede Ud. figurarse cuán hondamente se han grabado en mi corazón las lecciones que Ud. me ha dado (Rumazo 2005:103).

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Como todo romance, el de Pellicer cuenta una historia que es poesía y leyenda al mismo tiempo; un mito. Así es que toma al Libertador en su día de crisis, cargando enorme desolación, su perfil de águila y de león, se ha adelgazado notablemente. Señala la fecha de la que habla en su romance: 1824, en el Perú. Y relata el conflicto de Bolívar, la manera en que Colombia se hace con el enemigo que trae mucha tropa y caballería abundante. "Poco armamento tenía/ la gente libertadora./ Tierras son desconocidas,/ tierras del Perú sonoras" (Pellicer 1994: 88). El líder rebelde no puede esconder su asombro, en el rostro lo delata la duda y el futuro incierto de su cuartel en Pativilca. Sigue el relato, en el que asoman ya la traición, la falta de recursos, el aislamiento del Libertador; el amigo fiel, Mosquera, llega y lo encuentra vencido. "Vieja silla de baqueta/ en la pared reclinada/ de una miserable casa;/ sobre de ella el cuerpo triste/ de Bolívar descansaba" (88). El héroe apenas contesta, pero a una pregunta expresa dice que lo único que debe hacer es triunfar. Historia trágica pero augusta, triste y con final feliz, la de Bolívar no admite duda en manos de Pellicer. Porque no es a un hombre al que retrata sino a una fuerza vital que pasa por el mundo y alienta a los hombres en su empeño de ser libres. La estructura del romance pelliceriano guarda mucho parecido a la que García Lorca impuso a los suyos, por ejemplo la del llanto por Antoñito el Camborio, y la que encontramos en este verso célebre: "Se acabaron los gitanos que van por el monte solos". En Hora y veinte (1927) vuelve a citar a Bolívar. Siempre la imagen del héroe que está por encima de los hombres, que trasciende la realidad y se coloca en un nicho de la historia para ser venerado, sigue muy de cerca al poeta tabasqueño. Ahora es la sangre heroica que fluye y moja sus manos y empaña su pensamiento al tiempo que lo guía. Y compara aquel sitio de América en que muere el Libertador con el Sepulcro del Señor. "Pero del sitio heroico al sitio santo/ las palabras caminan silenciosas/ con temblor de universos en las manos" (133) Hasta que llega en ese libro a la "Elegía ditiràmbica. Simón Bolívar", con un epígrafe de Sófocles. Gran poema, delicioso camino creado por Pellicer para conducirnos al drama que envolvió

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a Bolívar, el drama en realidad de la historia de Occidente. Grandes ideales, grandes caídas. Traiciones. El tono es muy similar al que usó en el romance anterior, es decir, hay una narración en el poema, el yo lírico va construyendo en verso una historia en la que aparecen personajes, un lugar preciso, los Andes, un féretro que cargan diez atlantes. Ficción e historia llevan al "Genio" y en realidad cargan una montaña. La metáfora es precisa; el "genio" es un sabio y un prestidigitador del tiempo, que puede cambiar las rutas y el futuro de los hombres. Y la montaña en la simbología de Eliade es la escalera que sube al cielo a los que tienen esperanza; para hacerla sagrada hay que conocerla, confiando en sus rutas y en su vegetación. Tiene trampas, laberintos terribles, animales peligrosos. Pero en la vida hay que medirla. En los poemas, sextetos, de Exágonos, 1941, el lector tropieza otra vez con la figura de Bolívar que el poeta Pellicer imagina y reconstruye. El poema número xn, "Bolívar" es una confesión con el Padre, un reconocimiento público y abierto de que esa vida fue la mejor de todas las que el poeta ha conocido. "¡Padre! Tu vida es la mejor./ Recuerdo tus tristezas, tus enormes/ tristezas, tu gran desolación./ Entre todos los hombres, / sólo yo me despierto entre la noche/ para llorar contigo tu desastre y tu dolor" (266). Ahora, el héroe es más hombre de la historia que de los cielos, más de carne y hueso. Esta realidad se la otorga el sufrimiento, las derrotas que vivió y padeció, el sueño convertido en cenizas que no llegó a sacudir de su camino y de sus objetivos revolucionarios: Bolívar, en la desolación del final, en la más simple y común de las congojas, como un Dios caído. Así lo ve y lo retrata Pellicer, el poeta que tanta admiración le inspiró desde joven; tal vez lo siguió viendo y reconociendo hasta el último momento. Del desastre y de la caída, podemos entender que también los héroes son mortales y sujetos del frío y del dolor, del error y la tristeza. Una y otra vez, Bolívar desciende de las alturas que concibió y pensó, a la estrechez de la guerra, la traición, la derrota y, finalmente, la muerte que vino por él. El Padre aludido no está en los cielos, sino en las montañas y los ríos de América Latina. El poema breve es intenso, en seis versos tenemos el

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ejemplo de una vida y el reconocimiento que hace el poeta de manera explícita. Confiesa que en las noches lo despierta el sonido de sus pasos, tan sólo para llorar juntos -héroe y poeta, historia y ficción- por el desastre. Continuación de ese poema triste, es el número XV, que comienza "Patria, oh América Latina,/ mi corazón está lleno de angustia", en el que sólo ve sombras, la noche que avanza y la aurora que se anuncia pero no llega. Es evidente que el poeta ya no soñaba en los grandes cambios sociales y políticos como en su juventud, sino en la realidad diaria, histórica, llena de oscuridad que se cernía sobre nuestros países. Su voz era firme y decidida pero al fin y al cabo un rayo de luz en el desierto oscuro y árido, un grano de arroz perdido en el pajar, una expresión que el tiempo borraría como las nubes de la borrasca. Tristeza por Bolívar, angustia por el destino americano, Pellicer crecía con los años. En 1927, Pellicer le escribe a su amigo Guillermo Dávila, y le dice que ha dado conferencias sobre Bolívar, una de ellas ante diez mil obreros. Fue breve pero produjo un efecto directo en la gente. "He dado un curso sobre Bolívar. No ha sido una admiración: ha sido una pasión". No ha faltado, dice, quien se queje de su bolivarismo. No le importa. Se encuentra en Italia, solo, caminando como un Asís sin rumbo fijo, pero con la certeza de que trabaja en su proyecto artístico. Y recuerda. Anda de viaje. Recuerda otro viaje. Fue varias veces al Tequendama, solo, miraba la inmensa catarata y entonces se ponía a gritar como loco, mientras el agua se derrumbaba a 156 metros de altura. ¿Es que se sentía portavoz de una estrella olvidada? Su verso es contundente, civil, pues canta la gloria de un héroe: Hace cien años, atravesando el corazón desos pueblos, pasó aquel hombre con las manos iluminadas, los ojos crecidos y la voluntad inexpugnable como el misterio. ¡Jamás los hombres

vieron nada más grande bajo el cielo! (226).

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Y habla del nombre griego, Simón, de su apellido que en lengua éuskera significa "lugar de molinos". Pellicer había nacido para contar la gloria y la "vida mágica" de ese hombre en pueblos y plazas. De pronto es improvisado trovador. Va de lugar en lugar, anunciando la nueva buena, como los profetas y los apóstoles anunciaron la llegada de Jesús. El éxtasis lo lleva a escribir versos desaforados, heroicos, de lafigurade Bolívar a la que exalta a niveles desconocidos y sin límite. La poesía se tambalea. A su autor no le importa, antes quiere dejar constancia de su pasión por un héroe que idolatra y sube a los cielos, lo humaniza y de pronto le quita el rasgo terrenal y lo convierte en algo divino. Nunca olvidó el gesto de ese héroe, que lo acompañó en su trayecto literario, en su agitada vida cultural, en los líos de la burocracia en la que trabajó muchos años, pero hacia sus años de madurez volvió a considerarlo como un redentor. Cuando se acercaba a los setenta años de edad, Pellicer vio con claridad la fuerza humana y espiritual que contenía lafiguradel Libertador, y trató de resucitarla. Hacia 1965 Pellicer escribió un breve texto (Zaitzeff 2002: 211212) sobre una escultura del artista colombiano Rodrigo Arenas Betancourt, que en esos días había terminado su Bolívar. Observador atento de las cosas, Pellicer no deja pasar un sólo detalle de esa pieza; se fija en la mirada del Libertador y dice que sus ojos no son los ojos de Bolívar sino los de América. "Por sus ojos vemos, seguimos viendo, seguiremos viendo quién sabe hasta cuándo" (212). Ve la estatua y no puede sino pensar a Bolívar en el "viento, a caballo, desnudo, portador del fuego que libera y construye", porque nunca fue tan real el héroe suramericano como en las manos de Arenas Betancourt. Vuela sobre elfirmamentopara reclamar a los hombres de hoy la falta de pasión y de entrega, de reconocimiento a quien fue encarnación y mito de la justicia y la libertad. Es la imagen definitiva que hacía falta para completar la visión eterna del héroe. Pellicer se exalta y se arrodilla ante la obra escultórica. El lo ama sobre todas las cosas y no puede sino reconocer que Bolívar no está en el tiempo de los hombres, ni en cuarenta y siete años; "ahora está en el tiempo heroico, el tiempo sobreviviente, el tiempo vence-

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dor del tiempo, el tiempo de Bolívar". Sugiere a todas luces que el héroe pertenece al mito, y yo le agrego, pertenece tamién a nuestros sueños. Desde Grecia y Roma, pasando por la Edad Media, y las culturas "primitivas", el héroe se erige como una manifestación de ciertas fuerzas sobrehumanas, sus luchas triunfales contra las fuerzas del mal y su caída a traición que desemboca en su muerte. 2 La trayectoria del héroe es irreversible: debe morir pronto para que el imaginario colectivo comience la etapa de su resurrección; una vez que el héroe muere, con el agravante de que es joven y ha sido traicionado como le sucede a ciertos seres divinos, comienza la etapa en la que adquiere más presencia, más realidad, que la que tuvo en vida. Se encaja entonces en la psicología profunda de la gente, en la identidad de un pueblo. Bolívar es, entre otras cosas, esta imagen simbólica y múltiple, esta figura polifónica, de significaciones y representaciones diversas. A 125 años de distancia es posible verlo de esa manera. Lleva en una mano el fuego para iluminar el corazón, y en la otra las ideas escritas, "fijadas en algo para que el espíritu de las naciones no las olvide". Pellicer tiene paciencia y lucidez para ver justo el año de la intervención de los Estados Unidos en Santo Domingo, que una figura como la de Bolívar se debe imponer en el imaginario americano. Ese año, el poeta había sido sorprendido por la policía repartiendo propaganda anti-yanqui frente a la Embajada de los Estados Unidos, en compañía de su colega y paisano, José Carlos Becerra. Fueron interrogados y enseguida detenidos. En su pensamiento iba el ideario de Bolívar, el combatiente que no pertenece a ningún tiempo preciso, sino que es un instante imprecindible de eternidad. Un vaticinio del futuro, que buscó el bienestar de los otros, un "dios antiguo" entregado a los hombres. Pasó a la historia el Bolívar acartonado, en sus ropas de guerra; en su momento tuvieron que guardar serenidad ante el héroe de la independencia; el de ahora, en cambio, el que presenta el escultor colombiano, es

^ Véase Joscp H. Henderson, "Los mitos antiguos y el hombre moderno", en Cari G. Jung, El hombre y sus símbolos.

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una creación magnífica que podría determinar un nuevo acento en el ánimo de nuestros pueblos; es la enseñanza cabal del héroe por excelencia, del Libertador, del sensual amante de la Libertad, del más poderoso y realista soñador que, con el corazón destrozado por nuestra conducta, nos ve desde su ráfaga ecuestre y pasa sobre nuestros cielos, desnudo como la luz (211).

La pasión por Bolívar se debe entre otros elementos, a su humanismo, y esta palabra quiere decir para Pellicer, inmersión a fondo en los clásicos, sobre todo en los griegos. Es evidente que Bolívar perteneceaesta estirpe, igual que José Vasconcelos, dos espíritus forjados en la lectura y el aprendizaje de la cultura griega; Pitágoras y Platón, Aristarco y Aristóteles, Epicuro y Sócrates, igual que Sófocles, Homero, Esquilo, representan para ellos grandes maestros que siguen enseñando a los hombres del siglo XIX y XX el camino de la rectitud, la libertad, la recta razón de ser del hombre en este mundo, la belleza y la sabiduría, que afianzan el espíritu en las cosas fundamentales. Pellicer se hunde hasta el cuello de ese humanismo que toma como una bandera en su vida social y política, en su poesía, en su ansia de apresar la belleza; también fue el motivo por el que luchó a favor de una América cristiana, unida alrededor de los valores que hacen del hombre un ser humano: la libertad, la justicia, la independencia de los pueblos, el amor a la naturaleza y la enseñanza de los clásicos en México y el resto de América Latina. El mismo Pellicer intentaría en su vida ser una imitación de Bolívar, seguir sus pasos hasta en los más mínimos detalles; si Bolívar a los veintitrés años de edad había recorrido el mundo y se había graduado como un viajero atento a los cambios, a la vida social, política y artística de Francia y de Italia, el tabasqueño ¿por qué no? Si cultivó su aguda inteligencia con la lectura de los clásicos, y así despejó su inteligencia y pudo pulir su escritura, Pellicer también lo haría. El libertador recorrió toda Italia y vio, asombrado, la grandeza de Roma como cuna de la civilización, Pellicer también caminó a pie ese país y creyó ver - y sentir- que se encontraba en la sala gloriosa del arte, del humanismo y de la belleza. El poeta quiso ser un nuevo

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caballero andante, romántico y revolucionario, letrado y amigo de la libertad y de la vida, como su maestro. Venezuela en 1806 era una nación subyugada por el dominio español, ávida de renacer a la vida y al mundo, mediante la libertad. Bolívar le daría esta voz para iniciar el proceso. Años más tarde, Pellicer retomaría esa espada moral y artística, ese mismo humanismo, para sembrar semillas rebeldes en México y en América Latina. Para Pellicer los fracasos del libertador no fueron un obstáculo en su lucha por la independencia, pues era un genio, uno de esos hombres que sólo muy de cuando en cuando nacen y que parecen iluminados por la Providencia para llevar a cabo las empresas más difíciles, a pesar de todos los peligros y todas las dificultades. Y aquello que el Libertador anunció en esa hermosa noche, entre el espanto y la desconfianza de sus compañeros, todo se cumplió con precisión maravillosa con que se realizaron todas las cosas que él se propuso, porque lo que pensaba era siempre grande, bueno y sublime (Pellicer 2010: 244).

De entre las cenizas de la traición, la venganza y la envidia en las filas de sus mismos seguidores, que lo "venden" como a un Cristo, surge con mayor vigor la figura de Bolívar que Pellicer rescata y lo convierte en mito. Luego, conoció el éxito y el triunfo de las grandes batallas por independizar a Sudamérica de España. Al fin, se quedó solo, espulsado de Venezuela, se refugió en Santa Marta, Colombia. Ahí murió a los 47 años de edad. Con su muerte, dice Pellicer, vino la desolación, el desorden se apropió otra vez de estos pueblos. Y su lamento se vuelve confirmación de los valores depositados en un solo hombre, y grito de solidaridad con un héroe. "Pocas veces un hombre ha vivido una vida tan bella. Pocas veces una sola alma ha amado tanto a la humanidad y se ha sacrificado tanto por el más alto ideal de los hombres: la Libertad. Pocas veces el genio humano ha florecido tan maravillosamente, tan prodigiosamente, como en Bolívar" (267) En su intento por inmortalizar al héroe, lo hizo eterno como un dios, un ser ubicuo que se ramificaría por los pueblos y los valles,

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los mares y las montañas del continente. "Su vida toda es una lección estupenda de belleza y de heroísmo, de sacrificio y de fe" (267). Hay un aspecto decisivo que debe observarse en la pasión de Pellicer por Bolívar y es el humanismo, una palabra y una filosofía que forma parte sustancial de la poesía, del penamiento político y estético, de la concepción continental y americanista de Pellicer. Sin el humanismo no es posible entender el verso andino que el poeta tabas queño extiende por varios de sus libros de los años veinte y treinta. En filosofía, el humanismo es una actitud que hace hincapié en la dignidad y el valor de la persona. Uno de sus principios es que las personas son seres racionales que poseen en sí mismas capacidad para hallar la verdad y practicar el bien. Y la empresa que inicia Pellicer junto a su maestro y amigo José Vasconcelos a partir de 1920 tiende justo a esa revaloración del hombre y de la verdad. Pero además el término "humanismo" se usa con gran frecuencia para describir el movimiento literario y cultural que se extendió por Europa durante los siglos xiv y XV. Este renacimiento de los estudios griegos y romanos (latinos) subrayaba el valor que tiene lo clásico por sí mismo, más que por su importancia en el marco del cristianismo. Entre 1440 y 1530 aproximadamente se desarrolló en el norte de Italia este movimiento cultural que creó a los humanistas, hombres de las ciudades que se ocupaban de la enseñanza, de la investigación y que fueron muchas veces secretarios de personajes muy importantes de la vida pública. La imagen del mundo que ofrece el humanista se expresó en la literatura, la filosofía y el arte. Pellicer la toma y la vierte en Bolívar, en el que vio una síntesis de todos estos valores, de este regreso a las formas clásicas, en que el valor del hombre se medía por su espíritu, un revolucionario que era también un filántropo: el que siente amor hacia sus semejantes, el que está unido al estudio de las letras clásicas. El venezolano es una síntesis de todo lo que el mundo necesita en un momento de su historia para salir de la violencia, el atraso, el materialismo. El humanismo aboga por los studia humanitates: una formación íntegra del hombre en todos los aspectos. Al humanismo lo definen, entre otros, los siguientes elementos: el estudio filológico de las lenguas para la recuperación de

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la cultura de la Antigüedad; la consideración de que es importante la inteligencia del ser humano como un valor superior, al servicio de la fe que lo une con el Creador; se considera legítimo el deseo de fama, gloria, prestigio y poder, valor, que mejoran la condición humana. Monsiváis afirma que desde el punto de vista de Pellicer "la regeneración y la salud de la nación dependen también del espíritu y la civilización clásica, de las raíces grecolatinas, de la beligerancia del humanismo" (Monsiváis 2006: 28). Pellicer está convencido de que la palabra libera, actúa como varita mágica sobre la voluntad y la imaginación, es también subversiva, un detonador. Esto es más que evidente durante su estancia en la cárcel, en 1930, en una celda sucia, fría, asfixiante; en esas condiciones lee a los presos comunes en las noches, en voz muy alta, textos de Simón Bolívar. Cree, por tanto, en la redención de los demás, igual que Bolívar; su cristianismo, entendido como hacer el bien al prójimo y amarlo, le sirve de punta de lanza en su empresa cultural, museográfica, estética y poética. Entre ambos se establece una comunión de principios, una catedral del hombre desde la cual miran a los pueblos latinoamericanos en su lucha contra la ignorancia, la injusticia y la miseria. Sólo el trabajo los haría libres. Y es increíble como entiende Pellicer esta sentencia, según la cual, el comercio no es pecado y el calvinismo apreciaba el éxito económico como señal de que Dios ha bendecido en la tierra a quien trabaja. El odio o rechazo a todo tipo de guerra forma parte de su credo; en su lugar, el humanista coloca el equilibrio en su actitud, en la expresión, que debe ser clara, pintar la realidad mejor de lo que es. Pellicer pertenece a esa vieja escuela que enseña a escribir con propiedad, a practicar la oratoria con pulcritud. Seguía de cerca al sevillano Juan de Valdés (1509-1541 ),3 que corona la corriente humanista de su siglo.

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Juan de Valdés estudió en Alcalá de Henares, y en 1528 comenzó su correspondencia con Erasmo de Rotterdam; por su Diálogo de doctrina cristiana fue denunciado ante la Inquisición por lo que se vio obligado a abandonar España. Vivió en Italia hasta su muerte. Estuvo en Roma y luego en Nápoles, que era entonces una ciudad española. Faltaban libros para aprender el castellano, así es que escribió su Diálogo de la lengua (ca. 1535) que sólo se imprimió hasta el siglo xvm.

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Darío y el espiritismo Pellicer amó a su modo a tres figuras que más o menos representan o se amoldan a la figura del héroe. A Bolívar, como la voz que libera el espíritu americano; a Vasconcelos, el profeta que intenta redimir a la raza a través del regreso de los mitos prehispánicos, su compañero de viaje y un hombre con el que comparte libros y esperanzas; ambos llevan a cabo una cruzada por el humanismo que condena el materialismo de la época y la fe en el cristianismo. Por último, en Rubén Darío (1869-1916) encontró la expresión poética del modernismo que rescata la lengua española y la musicaliza, y redime el solar olvidado de la poesía americana. En los tres admira la presteza de la aventura, en la que el viaje protagoniza la vida; los románticos son aventureros por antonomasia, quieren implantar la libertad, ya que representa el símbolo de la esperanza y de la acción contra el orden establecido. Encuentra en ellos, aunque tan distintos y lejanos, la misma fuerza generadora de impulsos encaminados a la transformación del mundo. Bolívar lo envolvió en su espíritu emancipador y desinteresado; Vasconcelos le pareció el sembrador de semillas espirituales en cuya cosecha aparecía el hombre nuevo de la raza cósmica; Rubén Darío es una presencia poética, y también el bohemio salido de un país humilde, Nicaragua, el verdadero vates que con su verso y su aliento anuncia el futuro, una síntesis soberana de arte y de alma noble y generosa. Su desarrollo poético no es comprensible sin la presencia de Darío, el poeta que logra hacer una revolución literaria que no volvería a conocer en mucho tiempo la cultura hispanoamericana. Bohemio y decadente que va de un país a otro, descubriendo en cada uno los secretos de su alma impura y despiadada (recuérdese la impresión desastrosa que le provoca Verlaine, en París), el trashumante americano que cultiva amistades, toma plazas y ciudades, periódicos y revistas, y seduce mujeres, en Madrid y Sevilla, en París, Buenos Aires y La Habana, en Santiago de Chile, Managua y El Salvador. Sin contar la aventura de Río en la que una condesa se entrega a Darío, sólo porque ha sido seducida por el verso y la música

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de su poesía. ¿Darío estaba soñando? Empieza tal vez a perder energía debido a su vida trashumante en la que impera el cambio brusco de casa, las frecuentes fiestas sin límite, los excesos de todo tipo, el alcohol tomado a toda hora. La suya, se sabe bien, fue una vida hecha de altibajos pero siempre en caída. De pronto, la falta de energía sexual lo inquieta. ¿Es impotente? Claro que no, pero el poeta sueña, y a veces sólo son visiones, fantasmas que se le fueron apareciendo a lo largo de los años. Darío es una ráfaga de viento. Un pasajero en los andenes, enamorado de las ciudades, la conversación y el vino, y de las mujeres guapas y elegantes. ¿Pellicer se enamoró de esa imagen? No creo. Le rindió culto al autor de Prosas profanas, lo que habla de que el verso dariano simplemente lo arrolló. Tanto en el siglo XIX como en el xx, la cultura hispanoamericana no ha conocido a un poeta tan emblemático como Darío, nadie que haya sido un símbolo de la vanguardia artística como lo fue su trayecto poético. ¿Quién no ha caído rendido ante el nervio de un poeta que sale casi de la nada y se apresura a conquistar el mundo de habla hispana? A los veinte años de edad, Juan Ramón Jiménez llega a Madrid, quiere conocer a Darío y para establecer amistad con él le envía un poemario que Darío contesta con aquel soneto que termina: "Y las voces ocultas tu razón interpreta?/ Sigue, entonces, tu rumbo de amor. Eres poeta./ La Belleza te cubra de luz y Dios te guarde" (Gibson 2002: 122). Era el año 1900. Cuando "le dediqué al poeta onubense un poema en el cual le recomendaba que aceptara con estoicismo la aspereza e inevitable brutalidad del mundo" (122): Jiménez,/ la vida/ está encendida/ en tu pupila, / en tu emoción infinita, / en tus versos que cantan/ canciones antiguas/ del corazón de tu España" (122). Comisionado por el diario La Nación de Buenos Aires, para cubrir la Exposición Universal en París, Darío abandona Madrid y se traslada a Francia. Como otras veces, encuentra el afecto de sus amigos; lo recibe Enrique Gómez Carrillo, el guatemalteco convertido en parisino, que se lo lleva a vivir a su casa en Montmartre, y conoce a Amado Ñervo, otro hallazgo de gloria y motivo para brindar por la amistad y la poesía, el pretexto sobra. De día visitaba la Exposi-

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ción Universal y de noche se entregaba a las copas y la charla larga con sus amigos, en los que se cuenta a Ñervo, el poeta mexicano que fue objeto de un poema ya memorable: Amado es la palabra en que amar se concreta; Ñervo es la vibración de los nervios del mal. Bendita sea, y pura la canción del poeta que lanzó sin pensar su frase de cristal (124). Pellicer contrae con el poeta nicaragüense una deuda enorme que no es posible pagar. Es una presencia en el arte y en la poesía, y también en la sensibilidad modernista en lengua española; Darío está más allá del poeta creador y libre que con su verso transforma las cosas y la vida en imágenes de esas cosas. Es una referencia obligada, un puerto al que todo poeta del siglo XX llega de una o de otra forma, porque no hay escapatoria posible. ¿Qué encontró Pellicer en el autor de Azul y Prosas profanas? Muchas cosas, pero digamos que vio en esa personalidad a un hombre de hierro que va por las sinuosidades del mundo con la buena nueva de la poesía, también el ciudadano que se opone a la política y la ideología norteamericana. La vocación por un Dios que guía a los hombres en su ruta hacia el abismo, por el amor como un deseo consustancial a la actividad humana y la pasión por la geografía de América Latina. Tres aspectos, muy vastos, que nos remiten a un territorio complejo de la relación cultural, histórica y poética de Pellicer y Rubén Darío. "ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, / espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve!". En su célebre "Salutación del optimista" de Cantos de vida y de esperanza, Darío anuncia la llegada de un momento crucial en la historia americana: se van a cantar nuevas lenguas de gloria (159). En Málaga, Darío escribió su conocido poema "A Roosevelt", que le envió a Juan Ramón Jiménez para su revista Helios, y pensando en el desastre de 1898, habla de los Estados Unidos como la nación poderosa que amenaza a América Latina. "Eres los Estados Unidos,/ eres el futuro invasor/ de la América ingenua que tiene sangre indí-

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gena,/ que aún reza a Jesucristo y aún habla español". La otra palabra clave de este evangelio poético es "amor", la cual Darío rescata del olvido y convierte en un destino y una parte fundamental del alma. Amor a sí mismo, a los demás (al prójimo) y a la poesía. Esto se encuentra en Pellicer de diferentes maneras y ritmos; pero en el fondo hay la misma actitud: recordar al hombre su verdadera misión en la tierra. Las similitudes poéticas entre Darío y Pellicer son tan visibles como sus diferencias en la manera de vivir la vida. Darío fue un profesional de la bohemia y soñaba con princesas, senos rosados y mujeres desnudas en la cama; Pellicer vivió soltero y célibe, sin el spleen y la angustia de las ciudades; uno lleva la lascivia a flor de piel, vive de prisa entre París, Managua, Buenos Aires y Madrid; el otro reprime su universo erótico o lo matiza. Ambos son viajeros de tiempo completo. Aunque Pellicer viaja mucho durante su juventud, y en la edad adulta se apacigua. El nicaragüense fue un periodista toda su vida, colaboró años para La Nación de Buenos Aires, mientras que Pellicer relegó esta actividad a un segundo plano. El poeta de Prosas profanas es un iluminado, cree en la predestinación, y visita a un mago y espiritista en París; Pellicer solamente cree en la marcha de las horas contra la que es imposible rebelarse. Aquél exclama que es necesario gozar porque la muerte viene a buscarnos; Pellicer la considera una llamada superior que el hombre debe acatar con serenidad, incluso, con entusiasmo. La muerte en ambos es distinta, en forma y proyección. Darío en estos versos: "Gozad de la tierra, que un/ bien cierto encierra;/ gozad, porque no estáis aún/ bajo tierra" (Darío 1994: 92). Y sobre todo, en la parte final, en la que invoca la predestinación a través del amor. "En nosotros la vida vierte/ fuerza y calor./ ¡Vamos al reino de la Muerte/ por el camino del Amor!" (93). Son católicos convencidos, pero Darío desvía el impulso de la fe en el vicio y la experimentación psicoanalítica. Pellicer se mantuvo firme en sus convicciones: la fe en Cristo, el repudio a todo tipo de materialismo. En cambio, los dos poetas elogian el mar; sus versos a veces simulan una ola que se levanta sobre el agua y brilla de color y de sonido, alcanza la perfección en segundos y estalla o revienta en la orilla. Dice

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Darío, "Sí, yo he sido poeta del mar. Del mar de Afrodita" (Gibson 2002: 194). Pero es un mar nocturno, de las tempestades en que el poeta agita su mano y su pensamiento, aterrado por las calamidades del mundo. Darío explora la superficie marina como parte de sí mismo; revuelto y temible, el mar que se agita no pertenece más que a su océano interior. El de Pellicer es motivo de contemplación pues forma parte de la Creación. Todo lo que vio y tocó Darío fue un exceso. Su muerte temprana, sus achaques prematuros, demuestran el ritmo de su vida intensa y sin medida. Pellicer en cambio es el signo de la sensatez. Darío hizo una radiografía de España en su hora cero, después del 98 y su derrota en Cuba; no había casi nada rescatable en la Península, sólo desolación en la poesía y el arte, una actividad cultural mediocre y resentida. Un país en franca caída, visto por él: "Busqué por todas partes comunicarme con el alma de la Madre Patria. Hablé con políticos, diplomáticos, actores, escritores, artistas, aristócratas, cantantes, editores, directores de diarios y revistas, curas, mendigos, tenderos, prostitutas y hasta con académicos" (108). El abatimiento de toda esta gente impresionó al poeta nicaragüense. Darío fue algo más que una influencia poética en América Latina. Sus innovaciones no terminaron en 1916, fecha que la academia de la crítica ha puesto como el entierro del modernismo. Nada en la cultura, y menos en la poesía, termina el 31 de diciembre a las doce de la noche del año 1916 ¡Vaya estupidez! Darío le habló al futuro, y lo dejó muy claramente establecido Octavio Paz en su clásico ensayo sobre ese movimiento en su libro Cuadrivio. Así es que el autor de Cantos de vida y esperanza se expande por las letras en lengua española durante varias décadas, y toca bien a fondo a poetas que empezaron a producir en las décadas de 1910,1920,1930,1940. Pellicer no escapó a esa marejada, como tampoco pudieron hacerlo Amado Ñervo, Salvador Díaz Mirón, Ramón López Velarde, González Martínez, los poetas de los Contemporáneos, y tantos más en Hispanoamérica y en España. Su huella fue un signo de los tiempos. Amigo de Leopoldo Lugones y también de José Ingenieros, Darío es una presencia singular, que estuvo vinculado a la Argentina, según lo demuestra su colabo-

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ración durante veinte años en La Nación, y el recibimiento acogedor y unánime que le dieron en varias ocasiones en que desembarcó en Buenos Aires: Recuerdo ahora que por esta época, enterado de mi fascinación con el fenómeno onírico, mi amigo de los felices tiempos de Buenos Aires, José Ingenieros, me mandó un ejemplar de la Vida de Dante, por Boccaccio, con la indicación de que contenía dos sueños muy interesantes. Era cierto. Uno de la madre de Dante y otro que permitió encontrar los últimos trece cantos de la Divina Comedia, perdidos tras la muerte del genial poeta (215). El mismo Ingenieros decidió regalar un pasaje a Pellicer rumbo a Europa, con cien dólares adicionales, en el otoño de 1925. El poeta se hará ciudadano universal, siguiendo el ejemplo de Darío que tuvo varias patrias, la de Nicaragua, la hispanoamericana y la española, la francesa y la oriental. En cada literatura que bebió, con la que él se reconoció de manera total puede decirse que fue su patria. "Para él patria no es nación. No hay país, por grande que sea, que se ajuste a la talla de su patria". (Salinas 2005: 37) Igual Pellicer; no se le puede llamar ni a Darío ni a éste a citizen of the World, que acepta todo los países del mundo. Son ciudadanos que reconocen un origen pero se entregan a otras identidades raciales y lingüísticas. Pellicer se reconoce en México, pero asume como patrias otras realidades tan emblemáticas como la suya, compuesta de la misma raza y el mismo espíritu: Colombia, Venezuela, Brasil, el Perú, Cuba; y cruzando el océano sus patrias poéticas pueden ser Holanda, Francia, Italia, y por extensión lírica también Egipto, Siria, Palestina.

El nacimiento de Carlos Pellicer Tuvo lugar el mismo día en que Pellicer conoció a José Vasconcelos. Ese momento es clave en su vida y su obra, en sus viajes futuros, en su percepción de las cosas y los hombres, afecta en varias direc-

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ciones su idea del arte, su filosofía, la actividad en las cuestiones políticas y lo convierte en un portavoz de la emancipación americanista, ideología que asume con soberana dignidad. Entonces nació Pellicer para la cultura y la poesía. Figura de varios signos, uno muy importante es su vocación seductora. Su vida y su obra las explica la búsqueda de la sensualidad; y su libro más emocionante, ese portento que es Ulises criollo, es un aguacero de sensualidad que nos invita a hacer un largo viaje por las venas y la sensibilidad de su autor. Nos seduce de principio a fin. El joven Pellicer no pudo más que haberse conmovido con el contacto de este hombre, más un símbolo que un político. Esa figura poco terrenal le habrá tocado las más recónditas fibras del alma. A su vez, Vasconcelos de seguro quedó encantado con el ímpetu y la voluntad del poeta. Como sus amigos cercanos, Vasconcelos, Gorostiza, Guillermo Dávila y otros, o los menos próximos, los del grupo los Contemporáneos, Pellicer buscó en varias partes del mundo compañía literaria y fraterna pero sólo encontró el vacío, o bien la estatua convertida en sal. Digamos que buscaba para no encontrarse. Tocó muchas puertas y sólo le pareció abierta la que conducía a José Vasconcelos. Así, otro nombre con carácter sagrado para Pellicer es Vasconcelos. El informe que entregó Pellicer al gobierno de Carranza sobre su viaje a Sudamérica era una protesta contra la dictadura de Juan Vicente Gómez (1857-1935) que había cerrado la universidad de Venezuela y mantenía reprimidos a los estudiantes, amén de los que ya se encontraban en las cárceles de Caracas. Llamaba a los estudiantes de México a solidarizarse con "sus hermanos" de Venezuela, invitando a una manifestación por las calles de la ciudad de México. El mitin se llevó a cabo con cierto éxito y luego los inconformes se dirigieron a la casa del embajador de aquel país. Al día siguiente Pellicer fue entrevistado, pues esa casa había sido apedreada. Un día después de la entrevista, Pellicer encontró a Antonio Caso, que era para entonces su profesor en la Escuela Preparatoria y su lector. El encuentro fue "en la esquina de la Librería Robredo", y Caso le dijo que "Pepe Vasconcelos" estaba al tanto del mitin, de la protesta contra el Dictador y quería conocerlo, le sugirió ir a verlo

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en ese mismo momento. "En esta forma principió mi amistad con Vasconcelos" (Pellicer 1982: 10),4 que le ofreció trabajo a petición del mismo Pellicer que parecía agobiado por la crítica situación de su familia. Manuel Toussaint, secretario de Vasconcelos, le señaló un trabajo en la rectoría, y el trato directo con el rector llegó a convertirse muy pronto en un acercamiento íntimo, una amistad llena de afinidades y pasiones comunes. Escritor y filósofo, Vasconcelos actúa en los años veinte como seguidor de la Ilustración, que postulaba, entre otros principios, que educar era sinónimo de salvación. A partir del 2 de octubre de 1921 se hace cargo de Educación Pública en el gobierno de Obregón, y emprende una lucha contra el analfabetismo sin precedentes. Desde el principio, Carlos Pellicer lo "sigue" a todas partes, en calidad de secretario privado y de simple acompañante del "licenciado". En 1922 le escribe a Germán Arciniegas que le ha reprochado varias veces en sus cartas la falta de respuesta; no entiende el silencio de su amigo mexicano. No sé cuántas cartas de usted he tenido la pena de dejar sin contestar, pero, mi amigo, cuando el amor y los viajes se interponen uno es capaz de olvidarse hasta de sí mismo; sin embargo, recuerdo haberle escrito a usted a bordo del vapor Siboney que me llevó a Yucatán acompañando al Lic. Vasconcelos (Zaitzeff 2002: 89).

Fue a Uxmal y Chichén Itzá, luego se separó del "licenciado" y pasó a su tierra, Tabasco. Tuvo un re-encuentro espléndido y lleno de emociones por su pasión con Esperanza Nieto y por la naturaleza siempre callada pero luminosa del trópico. El país parecía vivir un renacimiento en las artes plásticas y en la literatura, revolucionado por el proyecto cultural y educativo de José Vasconcelos. A la oficina de Educación Pública, dice Chávez, "iban también Tamayo, Villaurrutia, el pintor Castellanos, Pellicer; Fue un fragmento de un libro en preparación que se llamaría "Confesiones literarias de Carlos Pellicer".

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Rivera pintaba los muros de los corredores; charlábamos, hacíamos proyectos" (Chávez 1977: 37). En una carta de 1923, Pellicer habla de los proyectos de "Pitágoras", siempre llamó así a Vaconcelos; está convencido de que México sólo saldrá adelante sin la violencia de los caudillos -Obregón y Calles- y si instala en el poder a un dirigente civil, culto, como Vasconcelos. Dice Pellicer que en su mensaje de "Pitágoras" a la juventud colombiana refleja un alma templada en nuestra raza, sólo comparable al Libertador. "Una vez más trata Vasconcelos el asunto de la libertad espiritual, de la creación de la conciencia iberoamericana y maldice nuestro afrancesamiento y nuestro olvido hacia nosotros mismos" (Zaítzeff 2002: 103). Ha expresado, dice, su pensamiento con toda claridad y "fuerza profética". Estaba viendo a Vasconcelos desde un ángulo de la historia que suele verlo como el profeta del que el país estaba urgido pero en febrero de 1924, la situación ha cambiado notablemente. El 2 de julio de ese año, Vasconcelos renuncia a su cargo de secretario de Educación Pública y se lanza a una crítica audaz y desafiante contra el grupo de Sonora: Obregón, Calles, De la Huerta, que gobiernan a su modo el país. Emprende un viaje largo, una especie de exilio voluntario. Poco antes, la vida política se había estremecido y Pellicer captó esa ansiedad; detesta la posibilidad de que Calles vaya a erigirse como el nuevo presidente del país; le parece estar viviendo en una pesadilla en la que regresa la violencia, el autoritarismo se hace vida cotidiana. "Este país está podrido y los únicos hombres que podrían reanimarlo sanamente y conducirlo se encuentran en situación molesta por el ambiente de mierda en que se vive", le escribe a Arciniegas el 14de febrero de 1924(105). Describe la vida política como un atropello a la libertad; habla de los "crímenes" cometidos por "los callistas", que provocaron la renuncia de "Pitágoras". ¿Cómo lo percibe? Como hombre de acción, de disciplina moral, de "inmensas corazonadas", de "natural adivinación, es un predestinado en el destino de México". Cómo le gustaría a Pellicer presentarlo a sus amigos colombianos, que Arciniegas hablara con él personalmente, pues "piensa tanto en nuestra América". Pero agrega en esta descripción física, intelectual y muy profunda, el espíritu que anima a "Pitágo-

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ras": la sencillez. "Vasconcelos es un ser trágico a cuyo lado he sentido las más hondas emociones de mi vida" (106), y su bondad no conoce límites, tampoco su simpatía, que es "innata". Vio en esa figura radiante algo más que un político y un intelectual, la encarnación de la humildad, un nuevo san Francisco en cuyo pensamiento vibra la idea de transformar a los mexicanos. ¡Ah, mi queridísimo Germán! Yo le aseguro que estoy junto al genio, que nunca he estado más cerca del genio como ahora cerca de Vasconcelos. ¡Cuántas cosas le contaría acerca desta grande alma si no fueran tan cortos estos pedazos de papel! Gabriela Mistral me decía antier que el lujo de su vida será siempre el haber estado cerca de Vasconcelos (106).

Vasconcelos llenaba el gran vacío que la lucha armada había dejado en el alma de los jóvenes, como Salvador Novo, Pellicer y tantos más. Lo llenaba con ideas de la resurrección de la raza, de la necesidad de salvar el espíritu frente a la embestida del materialismo. Pellicer estaba muy cerca de la inteligencia hispanoamericana, desde Argentina a Guatemala, incluyendo por supuesto su propio país; en México fue descubriendo a personalidades de variados colores, el pintor jalisciense Roberto Montenegro, con el que mantendrá una larga amistad; al escritor coahuilenseJulioTorri(1889-1970); al escritor yucateco Antonio Médiz Bolio (1884-1957), a la poetisa chilena Gabriela Mistral (1889-1957), que había llegado a México en 1922, invitada por José Vasconcelos. También mantuvo una relación estrecha con Pellicer toda la vida, el poeta Efrén Robolledo (18771929). Hace amistad también con el político y escritor peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, que fundó en México en 1924 la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), "movimiento que defendía los derechos de los indígenas peruanos" (107). Unido a Vasconcelos como la uña al dedo, Pellicer no flaquea en su admiración y su encanto por las ideas de "Pitágoras", ni tampoco reniega de él en las caídas tanto políticas como sentimentales que padeció. Las crisis que azotarán más tarde el alma de este ser errante y

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extraviado, no serán pretextos para que el alumno y amigo lo abandone. Inclusive las equivocaciones servirán a Pellicer para afianzarse en Vasconcelos, pues sabe y reconoce que todo aquel que abriga una esperanza y cumple un destino debe atravesar alguna vez en su vida el infierno. En su afán por crear una nueva cultura política que le permita regresar al poder, invita a muchos intelectuales, escritores, artistas, comprometidos, a participar en su nueva cruzada por la democracia y la espiritualidad. Funda una revista, La Antorcha, en la que colaboran talentos jóvenes de México y de América Latina, como Garlos Pellicer, Germán Arciniegas, Haya de la Torre, Miguel Angel Asturias, Daniel Cosío Villegas, Juan Coto. Es curioso que estando de viaje Pellicer escriba como loco cartas, poemas, prosa suelta, estudie arte y lea lo que encuentra a su paso, y recuerde a su amigo y maestro, José Vasconcelos. En 1927, desde Florencia, Italia, escribe que "hace 7 años trato casi diariamente a Vasconcelos. Creo conocerlo como muy pocas personas lo conozcan" (Bargellini 1985: 88). Lo considera un hombre extraordinario "cuya existencia dramática es, de todas las almas de mi época, la que más me apasiona y la que más me importa" (88). Lo considera un amigo intenso, un verdadero tesoro, cuya amistad le honra y no la cambiaría por nada en el mundo. Ese año, el poeta está solo en Florencia, pero recuerda no sin nostalgia, el año anterior en que vino a esta ciudad italiana acompañando a Vasconcelos. "Una tarde en Florencia me tomó del brazo y me situó frente a una de tantas placas dantescas que iluminaban las calles de la egregia ciudad. Yo vi que sus ojos se nublaron y que luego por espacio de algunos minutos no pudo dirigirme la palabra" (88). A ratos, sigue Pellicer, lo trataba como un hermano y a ratos como un padre; en varias ocasiones le preguntaron si eran hermanos y Vasconcelos reía con gusto, abiertamente. "La intimidad deste hombre ha sido para mí una constante lección de energía espiritual y cívica"; no ha conocido a nadie más inteligente y su bondad, recalca el viajero poeta, no tiene límites. Veía en Vasconcelos no sólo a un político, intelectual, filósofo, sino a un iluminado, un ser con una energía espiritual envidiable: "El me guiaba por Florencia con cariño y entusiasmo. Un día he de

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escribir largamente sobre él", pues estar con Vasconcelos para Pellicer representaba una gran emoción. Esta carta extensa, que comentamos ampliamente en otro apartado, no podía cerrarla Pellicer sin el recuerdo de José Vasconcelos. Pellicer sigue a Vasconcelos por todos lados y cuando lo pierde de vista olfatea como un sabueso sus pasos. Pero había asumido que en esa personalidad contrastante y paradójica crecía irremediablemente un predestinado; el mismo Vasconcelos solía presentarse de esa manera. Esto fue evidente en la campaña presidencial de 1929, en la que John Skirius ha visto la actitud no de un político en competencia por el poder sino la de un iluminado. En 1924 Pellicer le escribe a José Gorostiza que "las cosas de Vasconcelos (Oaxaca) se ponen cada vez más graves. El destino de Pitágoras va a jugarse una carta tremenda. Vasconcelos es un genio y tiene una enorme predestinación encima. Si lo matan me voy a Islandia" (Sheridan 1993: 109). 1930. La "tormenta" que fue la campaña a la presidencia de México de Vasconcelos ha pasado. "Pitágoras" perdió. Las elecciones fueron poco claras; le robaron el triunfo. Sus seguidores, tan escépticos y perseguidos como el maestro, han perdido toda esperanza en México. Pellicer camina a la deriva. No piensa salir nunca más del país. Sabe que su gran amigo Arciniegas está en Nueva York de paso rumbo a Londres, donde debe establecerse con su esposa. Le escribe a Arciniegas con sobrada ironía y enconada nostalgia. El quisiera subirse a ese barco. Alejarse de la ciudad de México como antes lo hizo, viajar de nuevo por remotos y encantados lugares, descubriendo el sabor y el cielo de otras culturas. Pero pasa por un periodo gris y decaído en que parece que nada le entusiasma. La caída es total, pero a fin de cuentas pasajera: Amigo, hermano. ¡Gran Germán! Vea Grecia si puede; vaya a Maratón y piense en nuestras tierras. Yo apilé allí, hace más de un año, rosales de laurel al pie de la estela del recuerdo. Al pie del Partenón tendrá Ud. las mejores ideas. Del Pireo a Constantinopla hay sólo veintidós horas por el Lloyd Triestino. Sólo Sta. Sofía es arquitectura. Lo que hacen los yanquis es ingeniería. ¡Constantinopla, mi queri-

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do Germán y poeta y político y hombre casado y veinte cosas más! ¡Constantinopla! Como Ud no es cristiano, vaya a Tierra Santa, le conviene [...] Y luego muérase Ud un poco en la eternidad de las piedras egipcias (Záitzeff 2002: 113).

Termina esta carta increíble por su acento desconsolado, porque revela el alma de un hombre que creyó posible la resurrección social y espiritual de México, con unas palabras todavía más cargadas de nostalgia. "No me olvide. Sea Ud. dichoso, a pesar de todo, a pesar del barro". Con todo, piensa que algún día volverán, él y Arciniegas a trabajar juntos en sus proyectos iniciales, habría que decir, juveniles, en que veían posible la transformación de América Latina. Aunque es evidente que esa posibilidad fue tema de un impulso juvenil, lleno de ideales, que no volverían a compartir. 1959 puede citarse como año de golpes duros en la vida serena y viajera de Pellicer. Muere su gran amigo Alfonso Reyes (1889-1959), a quien tanto admiraba. Fue algo así como su maestro de letras, su instructor en poesía y en arte, el amigo que solía ayudarlo espontáneamente. El gran cariño fue mutuo. Reyes le dedicó poemas, hay un epistolario no muy vasto pero jugoso entre ambos. Y en el mes de junio de ese año, muere José Vasconcelos, la gran pasión de Pellicer, el hombre y el pensador, el humanista y el filósofo que lo había guiado en las muchas empresas que emprendió. Fue un estímulo vivo. Frente a Vasconcelos, él se desnuda una vez más, ya no es Pellicer sino el alma sola que vaga para encontrar la fe, la esperanza. En 1921 conoce al secretario de Educación Pública, y desde ese momento convierten la amistad en un diálogo con el mundo de las ideas, la magia, la historia, las religiones antiguas, el Oriente y el cristianismo, que pocas veces se ha visto en la historia de la cultura mexicana. El joven poeta es secretario privado de Vasconcelos, y lo sigue a todas partes; obedece sus decisiones como jefe pero ante todo como maestro de la juventud. A raíz de su muerte, escribe una Elegía apasionada, un verdadero estado de alma en que Pellicer reconstruye el pasado junto al maestro, hace una especie de apunte autobiográfico, reseña de qué manera lo impulsaba el espíritu y la voluntad de servicio a los demás:

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Yo estuve cerca de ese hombre en la tierra y en el aire, en el fuego y en el agua, yo presencié la grandeza y la miseria de sus elementos; la fragilidad de su cuerpo y la solidez de su alma. En la historia de Nuestra América fue, durante un largo instante, la estrella de la mañana (Pellicer 1994: 488).

Es decir, fue Venus. La alusión me parece evidente al planeta Venus, que se anuncia en la tarde con una luz brillante, desaparece y vuelve a aparecer, en esa luz poderosa, con el alba. Junta el crepúsculo con la mañana, estrella vesperal es también matutina, brilla en mitad de la noche que comienza y también en el día que apenas se inicia. Estuvo con él, fundido en los elementos del universo que tanto le sirvieron a Pellicer en su concepción de la poesía y de la creación. Juntos caminaron por Florencia, viendo a sus anchas el Renacimiento, hablando de amigos comunes, recordando los tropiezos políticos en México. Proyectaron hacia el futuro revistas, revivir la antorcha de la rebelión vasconcelista que era la rebelión del espíritu contra la materia. Nadie los veía, nadie intentó escuchar sus palabras. Juntos en Brasil y en Río de Janeiro, más tarde en Roma, El Cairo, Esmirna, Tierra Santa. El alumno atento a las enseñanzas del maestro que iba a admirar siempre; atento a la voz seductora de un hombre en el que latía la flama de la filosofía intimista y la grandeza de una prosa transparente. Alerta a sus indicaciones que tanto estimó.

Geografía vasconcelista En el alma de Pellicer hay una geografía vasconcelista, que es posible extender a su actividad cultural y a sus poemas. El pensamiento de Vasconcelos le parecía una alegoría del mundo y una herramienta que debía utilizarse para cambiar la mentalidad política, histórica, social y antropológica de los mexicanos. Tal vez sea cierto que la

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poesía no respeta muchas veces más canon que el de las afinidades del poeta con la amistad y el cariño, su voluntad y sus sentimientos; es lo que se desprende luego de leer una y otra vez la Elegía apasionada, largo y triste poema que nos introduce en la experiencia del poeta, en su sangre y su identidad con una fuerza avasalladora, inigualable por su musicalidad: En el tesoro de mis sentimientos hay una geografía vasconceliana cuya nomenclatura no es siempre de ciudades y campos sino más bien de archipiélagos de palabras, en que los hechos incumben a la composición espiritual de las manzanas (Pellicer 1994: 492).

El poeta parece tener grabadas las palabras de Vasconcelos; las escuchó tantas veces que las utilizó de distintas maneras. Pellicer iba a seguir viviendo aunque sabía que a los sesenta y tres años de edad también se va muriendo, a pesar de esa pérdida, pero nada sería igual. Había perdido a un ser humano, y la imagen de él se quedaba guardada. Días y noches compartidos; fatigas, proyectos políticos y culturales, renovaciones aplazadas. La filosofía del maestro era discutible pero estaba dirigida a la raza americana, quería ponerla al servicio de un nuevo mundo. Como todo profeta, siempre vio hacia el futuro que se le derretía entre las manos. Y regresa el verso enérgico, quemante de Pellicer, para revivir la figura paradójica de Vasconcelos. Es difícil acostumbrarme a su ausencia, a ese malestar benéfico de mar de fondo en que nos complacíamos con su conversación de mar y cielo en un litoral bronco (492).

Hacia elfinalde la tarde, la luz se borra. El perfil del día se diluye. El poema entra también en un declive. Hay campanas que se escuchan a lo lejos. Hay luto en el corazón que no se dobla pero que se detiene bajo el toque de la muerte. Y llega el tiempo de esperar el último aliento que

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a todos llega. Vasconcelos es un héroe de mil batallas, como todo genio tuvo grandes caídas pero sin duda grandes méritos. Amó y fue odiado, odió y fue señalado. La hora de la verdad se acerca, el poeta la percibe sobre sus espaldas, y sabe que le tocó en esta ocasión a Pitágoras, pero luego vendrá a buscarlo la muerte a él mismo. La tierra se había convertido ese día en la "devoradora de hombres", y el sol enmudeció. Pellicer estaba en su casa, tranquilo, haciendo sus quehaceres, recomponiendo sus cosas, cuando le llega la noticia de que Vasconcelos ha muerto, y se derrumba. Pero alza la pluma, tiempo después, para restaurar el instante, sanear la herida del alma, revivir la historia personal que lo unió y ató a esafiguragigantesca del siglo XX mexicano que fue José Vasconcelos. En su "Elegía", anuncia de paso la suerte que debe correr próximamente. "Ha comenzado la tarde/ y la hora de Dios se acerca para todos". No es una muerte tétrica y sombría sino llena de promesas, pues la llama hermosa y llanamente, "la hora de Dios", que se acerca para todos los que han brincado ya los sesenta años de edad: El corazón que va a detenerse ha sonado en todos los tonos. El héroe que va a morir es dueño de este atardecer sinfónico en que las campanas de todas las torres y los consonantes números pitagóricos tienden las invisibles guirnaldas para la recepción eterna de un hombre que nos pertenece a todos (493).

El largo poema está fechado en Las Lomas, el 30 de junio de 1960. Pellicer lo escribió con su puño y letra rodeado de sus figuras queridas, en la casita azul de Sierra Nevada, la casita azul de su juventud, soltando lágrimas de varios colores, derramando imágenes de la tierra, del mar y de los viajes, que había hecho con Vasconcelos. Hacía una peregrinación como buen cristiano pero no a la catedral de la fe sino al santuario de su nostalgia, lugar verdadero y sagrado con el que no solía gastar bromas.

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Vasconcelos llena con su mesianismo, su vida abrupta en los amores y en la política, la cultura mexicana del siglo XX. Rescatar los valores y las aportaciones del mundo indígena fue una de las obsesiones en su trabajo intelectual y como ministro de Educación Pública. Unir el espíritu de la raza al discurso universal de la ciencia, el arte y la historia, parecía una acción imprescindible en la tarea de reconstruir la verdaderafisonomíadel país. Receptivo a estas tesis, Pellicer parece haberlas convertido en norma de vida y en un fin de su universo poético. Era una misión más que una poética, pero trató el resto de su vida de incorporar la idea a la imagen, el pensamiento a la metáfora, la filosofía a una melodía interior y a una expresión verbal. Los errores de Vasconcelos eran a fin de cuentas astillas de la madera poderosa con que estaba construida su personalidad. Es evidente que el autor de La raza cósmica fue en su vida un punto de encuentro con el pensamiento y la acción, con la realidad imantada de cristianismo y la verdad en el amor y en la pasión que sostiene a los hombres. Pareja singular la que formaron Vasconcelos y Pellicer. Seres tan diferentes y en muchos aspectos tan afines; creen en la acción del espíritu sobre la materia y en la supremacía de aquél. Ambos visitaron Egipto y Siria: En el mercado de esclavas, en Siria, Vasconcelos estuvo tentado de comprar una bella mujer que ofrecía el pregonero a precio módico comparado con la belleza de aquélla. Mas el maestro carecía del dinero suficiente. Así, no pudo cumplir su deseo de entrar a Lyon llevando de la mano a su preciosa esclava para admiración de los civilizados franceses (Lara 1971:65).

Recorrían las calles, los mercados, las mezquitas, y en los cafés hablaban de sus proyectos y sus sueños. El maestro parecía dictarle un texto al alumno, era el texto de su filosofía y su religión, el de su vida amorosa y sexual. Pero el centro de actividades de Pellicer no se hallaba en Medio Oriente, sino en Europa; en esos cinco años, se convirtió en su fiesta permanente, su punto de encuentro con lo desconocido. Se instaló en París durante un año, pero tratando de conocer toda Francia. Y luego viajó a Egipto, en tanto su beca era renovada;

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año y medio se quedó en Italia, país que transformó en su meca, su destino y su casa, y que recorrió a pie de norte a sur. Pero la inquietud era muy grande así es que volvió a los viajes; entonces recorrió, por segunda vez, Egipto, Sicilia, Palestina y Siria.

GALERÍA DE RETRATOS

El Quetzalcóatl de Orozco no es un dios: es un héroe civilizador, una figura sobrehumana. Octavio Paz

En una obra como la de Carlos Pellicer, tan vasta y que se prolonga por varias décadas, es casi obvio encontrar una verdadera galería de poemas dedicados a trazar un retrato, psicológico e íntimo, en nombre de la amistad, y sobre todo estético, de personajes cercanos a él. Fueron sus prójimos. En realidad trazó en sus poemas un mapa de las figuras y de los símbolos del arte y de la cultura. Un poeta no puede, por más que lo intente, hacer el retrato de un ser querido, familiar, amigo o colega, sino en todo caso concebir una semblanza de sus actitudes y de su alma, lo que ya sería una figura, de ese ser; o bien, llevar a cabo una imitación de ese personaje, es decir, un símbolo. Y esto lo fue escribiendo a lo largo de su vida, esculpía en realidad el rostro o el pensamiento de hombres y mujeres que conoció, que admiró y amó, de ciudades y paisajes que pudo ver y caminar y saborear una tarde o una noche dedicada al ocio y luego a la escritura. De su primer poema al último, el lector no sólo lee a otros, sino escucha voces y recuerdos, escenas que sucedieron en lugares remotos en un momento preciso. La biografía del autor va tomando forma en esos recuadros donde enmarca el sentido de la vida y las acciones de los otros, con los que cruzó fronteras, compartió un libro, una tarde, una idea, un café y una conversación, un empleo. Pellicer es muchos hombres a la vez.

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En esas "galerías" es posible encontrar a pintores, poetas, artistas, intelectuales y hombres de la política, familiares, escritores, bailarinas, de México y del extranjero, la lista casi es interminable: Adolfo Best Maugard, María Icaza de Dávila, Amado Ñervo, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Salvador Díaz Mirón, Alfonso Reyes, Carlos Chávez, José Gorostiza, Gabriela Mistral, Germán Arciniegas, Germán Pardo, Rufino Tamayo, Frida Kahlo y Diego Rivera, Elvira Gascón, Amalia Castillo Ledón, Alberto Gironella, Juan José Arreóla, Luis Barjau, su sobrino Carlos Pellicer y Corina, su novia, y muchos más. Además escribió decenas de sonetos, elegías, poemas largos, en que exalta la figura de un héroe, en que describe una ciudad, un puerto, la llegada a su destino, la salida de un barco, los canales y los ríos. En todo, Pellicer construía su itinerario poético a la luz o a la sombra de los caminos. Como desde el principio, cuando era muy joven, se erigió en caminante de tiempo completo, siguió esa imagen de sí mismo a lo largo de su vida. "Cuando viajó por el mundo iba borracho de cristal, de luz, de mar, de música, de claridades, de oriente, de gitana y de colores" (Zaitzeff 2002: 145), dice Germán Arciniegas. Era un pintor de la luz que no usaba el pincel, como Zorn o Sorolla, sino las palabras. Caminando por remotos lugares su pluma se prendía y le exigía a este caminante una pausa, en la noche, para rayar en el papel palabras, escribir versos, su tarea principal. Hemos visto la manera en que el poeta escribía sobre cualquier superficie blanca o gris, porque el papel a veces era sencillo o torpe, de ninguna calidad. No importa. Escribía un soneto o una elegía, corrigiendo sobre la marcha. Y ponía la fecha y el lugar donde había sido escrito el poema. Cerraba el cuardeno. El acto de la escritura se había consumado una vez más. De seguro, como buen monje, se santiguaba o decía una oración y se iba a dormir en un catre de clara manufactura conventual. El exterior, la naturaleza, no era un paisaje ajeno a su voluntad y su estética, sino un estado interior que latía furiosamente. En los místicos, la naturaleza se encuentra en el límite de su pensamiento y su verbo; Pellicer aprendió esta lección en la que ver el océano o una montaña, la ribera de un río, la nieve del Popo o de los Andes, no formaba parte

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de las cosas bonitas que alimentan el sentido de la vista. Ver todo eso forma parte de un proceso en que la contemplación sacraliza el objeto, y éste ya no es una "cosa" sino el aliento místico de un ser inspirado, total. El valor que tiene en su vida y en su obra, la luz, el agua, el mar, la naturaleza, es esencialmente un valor simbólico. ¿Por qué escribió tantos y apasionados "retratos"? Su vocación de amigo que va soltando bondad a su paso, lo llevó a ver en el "otro" un ser siempre necesitado de comprensión y ante todo, de un interlocutor que lo escuche. Basta tomar algunos poemas en los que una figura emblemática le sirve a Pellicer para tocar el fondo de su imagen del mundo, sobre el sentido que adquiere el héroe y la ideología en su poesía, para entrar a una zona llena de imágenes y muy prolífica, casi no tocada por la crítica. El material poético dedicado a Bolívar, Vanconcelos, Cuauhtémoc, lo hemos analizado en otro capítulo, pues representan cimas de la obra y de la visión de mundo del autor. Junto a esos poemas, hay muchos más que se pueden enumerar por año: el "Homenaje a Amado Ñervo", de su primer libro; "Cuba", de Piedra de sacrificios; "La oda a Díaz Mirón", "A Fanny Anitúa" y su "Interrupción heroica. Guynemer", de Camino (Pellicer 1994: 180, 195 y 211); de Subordinaciones (1949), "Nocturno a mi madre", y El canto del Usumacinta (378 y 391). De Cuerdas, percusión y alientos (1976), "Líneas por el 'Che' Guevara", "Palabras y música en honor de Posada" y "Ramón López Velarde", "Fuego Nuevo en honor de José Clemente Orozco" (458, 482, 493 y 511). De sus Esquemas para una oda tropical, 1978, es importante "Para un foto-poema de Manuel Álvarez Bravo" y "Diciéndole a José Gorostiza", (593 y 595). "A José MaríaVelasco", "ArquelesVela", "HoChi-Min", de sus Poemas no coleccionados, 1922-1976 (713 y 717). La lista es muy extensa y de distintos niveles de significaciones y exige una selección que permita entrar a la poesía pelliceriana como un muestrario en que exalta a los luchadores sociales, a los poetas, a los artistas, un conjunto que representaba en su estética o su poética armonía y unidad: arte. Estos seres en Pellicer son verdaderos arquitectos del universo, le dan un sentido a las cosas, orientan a los hombres en su aventura nocturna. Registra la pérdida o la vida de

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ciertos amigos suyos que quiso, declara su gran amor por su propia madre y también a un río como es el Usumacinta, especie de río sagrado en que el poeta se metió desnudo poco antes de su muerte, tal vez pensando en que las aguas iban a purificarlo. Pero cuando "retrata" a pintores, el poeta toca de nuevo uno de los ejes de su vocación poética; en ese intento recobra el verdadero tiempo de la poesía que es un tiempo cíclico que crece y muere y se reconstruye, como el alma de Pellicer. Uno de sus grandes asuntos es el tiempo que "nos une y nos divide", y que es el gran vencedor en las lides de la historia y de la vida humana. El tiempo que es una fuerza avasalladora, más que predeterminada por el nacimiento y la muerte, como intuía el existencialismo, fluida; una fuerza que se desplaza a gran velocidad como los ríos caudalosos y fieros cuya corriente arrastra todo hacia el final desde donde vuelve a comenzar su recorrido.

La plasticidad de la poesía El tiempo que nos une y nos divide.

Carlos Pellicer

En 1963 Pellicer escribió dos poemas extraordinarios, por su enfoque y su destinatario: uno era el jalisciense José Clemente Orozco (1883-1949), y el segundo José Guadalupe Posada(1852-1913). No pudo haber hecho mejor su selección; es muy conocida la trayectoria de estos dos artistas, inclinados a mostrar la pasión del hombre oprimido por romper las cadenas que lo esclavizan; en ambos el genio fue dirigido a los mitos de la historia del país, los murales de Orozco, y a mostrar el alma de las costumbres populares, el peladito, el borracho, la dama elegante, el burgués sin escrúpulos, el torero, como se ve en el grabado y el dibujo de Posada. En la obra de los dos es posible leer un arte relajado y que abre puertas nuevas, pero sobre todo, un compromiso social con las causas de los deshereda-

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dos, en el que se revela la posición crítica hacia la dictadura porfirista -Posada- y hacia las clases privilegiadas, como lo hace Orozco, llámense conquistadores, virreyes de la Colonia, conservadores del siglo XIX, porfiristas y científicos. Orozco eleva al cielo de la historia la lucha del hombre con su destino, la lucha del trabajador con el hierro con que soporta la civilización. No me parece casual que justo ese año Pellicer haya escrito estos poemas-manifiestos, estos cantos rotos y rotundos de las artes plásticas en México, pues el triunfo de la Revolución cubana estaba muy fresco y llevó a los artistas e intelectuales de México y de América Latina, a asumir con energía y providencia la tarea de levantar el ánimo para que el pueblo tomara las armas y derrotara de una vez por todas a su villano: el capital. Fue una cruzada, no sólo una actitud, en la que se empeñó el arte y la literatura, la poesía y la música, el teatro y el cine; el pensamiento latinoamericano enfocó sus baterías hacia la isla de Cuba, donde se estaba construyendo el futuro, una sociedad distinta y libre, que anunciaba la llegada al fin del hombre nuevo, la utopía soñada por Marx y Lenin. Pellicer sintió que con la aparición de los barbudos de Sierra Maestra al fin llegaba definitivamente la luz que iluminaría a los pobres de América, dándoles educación, tierra, salud, bienestar espiritual, y la gran oportunidad de apartarse de la tiranía mercantil, materialista y satánica de los Estados Unidos. Si el poeta tabasqueño siempre había sido solidario con los pobres y los desheredados, es evidente que la Revolución cubana le permitió afianzar su idea, ensanchar su pensamiento hasta las márgenes de lo posible: el cambio apetecido a un milímetro de hacerse realidad, el sueño a punto de desvanecerse y darle paso al día. Claro que con revolución o sin ella, Pellicer hubiera escrito sobre Orozco y Posada, pero el tono tal vez hubiera sido distinto. El poema en que retrata al gran muralista de Zapotlán no deja lugar a dudas: es un himno de afirmación del color, la imaginación social y artística, la forma y los signos creados por un pincel preciso. El título sobre todo, indica el sentido que toman en Pellicer ciertos símbolos precortesianos: "Fuego nuevo en honor de José Clemente Orozco". Acude el poeta a un mito bien popular: la renovación del fuego, es

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decir, borrar todo para que de la oscuridad brote otra vez la vida; al menos esa es una de las lecturas que pueden hacerse del "fuego nuevo". Es un concepto que usó con frecuencia. En José Clemente Orozco encontró esa conjunción de elementos que la vida necesita para avanzar, pues el pintor dejó una obra invaluable: una síntesis del arte moderno y de los mitos aztecas. Era entonces un artista reconocido por obras como El hombre de fuego. Supo mezclar las agonías de un mundo expuesto a la guerra, la violencia y la oscuridad; pintó grandes murales, retratos, hizo composiciones, bocetos, dibujos y estudios para México y el extranjero. En sus obras vemos la irreconciliable lucha de los contrarios; Cortés y la Malinche (1926), Combate (1927), Prometheus (1930), Zapatistas (1931), y muchos más en los que el protagonista es la historia en su hora cero. Orozco crea belleza cuando pinta a los Zapatistas, marchando, abrazados, hacia el horizonte pleno, y también si muestra a Cortés y su traductora, amante y aliada en la Conquista, doña Marina. Como un homenaje al gran artista plástico, muerto en la plenitud de su carrera, Pellicer saca su pluma, escribe con la clara intención de recuperarlo. En los versos de Pellicer, la obra de Orozco es un incendio, con el cual es posible ver la vocación del artista por renovar el alma de la nación, que es su historia, su fundación, sus mitos, su sangre y sus hombres. Cardoza señala que Orozco "pinta para colmar los abismos que separan a los hombres, consuelo de su tragedia, de vuelta del hastío de la acción que ha visto impotente aún para cambiar la vida, la esencia de las cosas" (Cardoza 1983: 214).1 Un artista que nació para alimentar las artes plásticas de México, tanto las de su tiempo como las del futuro. Escrito en su casa de Las Lomas, este poema, una declaración abierta de amistad, es una auténtica expresión de fuerza lírica que camina hacia delante. ¿Por qué José Clemente Orozco? Porque había defendido con su palabra, su vida y su pincel, la historia poco entendida del conquistador y los indígenas, porque pudo hacer una simbiosis del sufrimiento del hombre 1

Pellicer le dedicó a Orozco un gran poema, y Cardoza un extenso ensayo, una biografía en que rescata vida y obra del pintor jalisciense.

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y el color. Su obra es un universo sombrío, donde el dolor ocupa un lugar dominante, pero el centro hay que buscarlo en el trazo que logró del hombre, su verdadero tema, su objetivo primero y último, el hombre y su destino, el hombre y su otra "costilla", el hombre solo, hecho de fuego, desnudo de tiempo y de vanidades, caminando en mitad de las balas, el que guía y el que obedece, el que conquista otros reinos y el desposeído. Dice que hoy debe recordar, igual que siempre, a quien nos permite ver el galope de las máquinas. El verso es poca cosa para expresar la gloria del artista jalisciense, dice Pellicer: El que dio libertad al fuego para incendiar, para destruir la sombra construida con mentiras; el capitán de los colores con voz y voto, el que en medio de la noche hizo estallar el sol, el dueño de luces a medio color, pasa frente a nosotros esta noche, encorvado por el peso y la fuerza de su corazón (Pellicer 1994: 511). Ante esa vocación por el rescate del "otro", por la resurrección de los olvidados, muy potente de Orozco, Pellicer cae rendido y le entrega la palabra, lo único que puede ofrecerle a cambio del color. El poeta traza las coordenadas de este artista, en cuanto a la historia, la técnica utilizada, las confrontaciones del hombre libre y el esclavo que llevó a cabo en muchos de sus murales, el valor de la tierra como madre y hembra-varón, y el incendio que produce la ambición. Pellicer recorre con sus versos concretos, pero electrizados por la pasión y el fuego interior, el alma de José Clemente Orozco, su legado y su proyección artística. Identificarse con otro artista no es simple gusto ni gesto solidario. Implica algo más lejano y tal vez más sencillo. Pellicer le habla a Orozco porque quiere hablar consigo mismo, que fue un amante de la pintura, de los colores y los juegos de luz y sombra que establece el arte plástico. "Ningún color reposa, todos corren y vuelan;/ la dinámica del espacio tiene historia de mar. / Es el tiempo motor el que lleva en su/ mano y hace luz en el humano lodazal/ y resuelve

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en el caos de brazos y cuchillos/ la operación exacta de la verdad intacta." (512). Obreros, campesinos, la revolución saliendo de la tierra roja y quemada, el tiempo reducido a las batallas, Orozco pudo vislumbrar el drama de su tiempo, dice Pellicer, un "mundo sin honor y sin palabra". Sus retratos y escenas de batallas y odios enterrados, no son murales sino un lenguaje plástico que es expresión de la pobreza y las caídas de la nación, el egoísmo y la ambición que como un huracán han azotado distintos periodos de la vida nacional, gritando, humillando, hiriendo, la historia y la moral. Paz lo llama pintor expresionista, su pintura "consagra aquello mismo que niega: su transgresión del expresionismo es un gesto expresionista" (Paz 1987: 289). Y aparece una figura nada retórica: la tierra, por la que han matado y vinieron las traiciones; la tierra, que es el ombligo de las razas americanas, en la que reposa el verdadero centro espacial y temporal de la vida humana, ha sido mancillada, conquistada. El fuego robado por todos se hizo ceniza en nuestras manos. Pellicer alza la vista al cielo y escribe: Q u e hagan presencia urgente las palabras de Cristo, - E l Cielo y la Tierra pasarán-, Pero sus palabras no pasarán, Y de fuego con fuego se levante venciendo El misterioso mal que hay en su dicha (Pellicer 1994: 514).

Era el año 1963, Pellicer seguía produciendo ardua y sistemáticamente. Era capaz de encender el fuego que es la obra de José Clemente Orozco y ponerlo en el asta de la poesía mexicana. Recordó esta pintura que reinventa varios pasajes de la historia de México con un verso lúgubre, de reconocimiento pero también de vocación por la hazaña del hombre. Llama a Orozco de muchas maneras, "promotor de fuerzas plásticas", que se "encerraba como el huracán", y que en todo momento había sido "generoso ayudante de la justicia", pero encuentra en ese promotor algo más interno y profundo: el fuego, el hombre que pudo liberar el fuego "para incendiar". Le atribuye una vocación revolucionaria pero ante todo "clásica"; Prometeo roba el

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fuego a los dioses para romper las cadenas que lo privan de su libertad. El fuego "para destruir la sombra construida con mentiras", el que hizo estallar el sol en mitad de la noche. El contraste entre oscuridad y silencio, y voz y luz es evidente. Roba el fuego sagrado para darlo a los hombres y así enseñarles el camino; es el gran constructor de los caminos de la humanidad. Por eso fue castigado.

Posada: L a verdad del día El poeta se entrega a un hermano suyo de intenciones sociales, a un artista que admira y con el que quiere caminar en la misma dirección: una procesión hacia el altar de la utopía. ¿Y no es la misma utopía que anima la vida y la obra del poeta tabasqueño la que es posible detectar en Orozco y en Posada? A fin cuentas, estos hombres fueron grandes soñadores. Orozco encontró justamente en Posada, el emblema del luchador social que deseaba imitar, el arte que podía entusiasmar su mente y su imaginación, la actitud y la ideología, siempre tolerante pero firme, que le gustaría practicar. Lo conoce en la ciudad de México y ya no se separa de su ejemplo y su misión artística. Pellicer vio a ambos como verdaderos talentos que vinieron a reformar el arte y la vida. Si a Orozco lo subió a los aires porque el arte no es sino vuelo de la imaginación, libertad de espacio y de tiempo, de acción y de palabra, Posada le pareció una proeza artística. Cuando confeccionó en versos la vida y la obra de José Guadalupe Posada (1852-1913), la cambió y le colocó hora y fecha, la llevó a la balanza de la historia y pudo valorar el arte pleno, sincero y humilde que se esconde en cada grabado, dibujo, en cada calavera del artista hidrocálido. Pellicer se fue hacia el siglo XIX, y tropezó con el porfiriato, y le pareció haber encontrado en el arte y la vida de Posada, el ejemplo de una labor propia de un franciscano. Célebre por sus dibujos y grabados, fue un artista popular al servicio de un género nuevo y poco frecuentado: el de los círculos del infierno. Hizo una alegoría del pueblo mexicano al inmortalizar la muerte. El imaginario popu-

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lar alimentó su obra, rica en matices simbólicos: la muerte adquiere vastas significaciones en la vida cotidiana, en la política y la gastronomía. El poeta reconoce en Posada el artífice de un pensamiento que se opone abiertamente a la dictadura y lo expresa en periódicos como El Ahuizote y El Hijo del Ahuizote. Sus calaveras forman parte del alma popular pues a través de sus muecas es posible ver con humor que el mexicano se ríe hasta de su propia muerte. El título del poema oscila entre el verbo y la música, entre el nombre del artista y su paso seguro por el arte; "Palabra y música en honor de Posada" nos da la impresión de que el poeta va a ponerle a la fiesta inaugurada en los dibujos y los grabados de Posada, lo que le falta: algo de música, que es la poesía y el verbo que la complementa ¿o la inmortaliza? Pellicer toma como el gran motivo permanente las manos del artista, con las que trazó sus caricaturas, sus calaveras, su viaje hacia la muerte como emblema y destino, como comedia y fin trágico. En ellas descubre el sustento de su arte gráfico, las que transforman el trayecto que va de lo hermoso a lo feo "y de la espina a la rosa". La mano que usó Posada es la del pueblo, con la que podía darle aire, luz, fuego y humor a sus personajes; también empleó los ojos, la imaginación y el corazón: Su corazón en la mano a ojos vistas fue pasión. Y siempre tuvo razón su corazón en la mano. Esto de la razón fue su locura, el pan nuestro de cada día: el día claro de su noche oscura (Pellicer 1994: 483).

Vislumbró la muerte con el ruido de sus huesos y estableció un diálogo con la vida, en un juego divertido y sabio. Posada era hijo de la pobreza y la escasez, pero renunció a buscar una compensación de dinero, ostentación, lujo y derroche; al contrario, trató de vivir de su trabajo limpio y honrado, de un arte que fustigaba a los políticos y su vocación por la tranza, el chantaje, la mentira y el enriquecimiento.

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Éstas fueron las lacras nacionales durante el porfiriato, y quién lo diría, también de la revolución y lo que vino después. El poeta le habla a un artista que sabe en estado de franca pureza, de entrega a un arte que diariamente reivindica su vida. "Y entre la risa y el llanto/ Posada al pueblo miró" (485). Fue grande no sólo por su humildad, su solidaridad social, también el arte mismo lleno de ingenio, de vida y de muerte, de calaveras y de milagros, de escepticismo y dolor, pusieron el ingrediente a su obra. Hay que ver esta imagen, en la que el recuerdo se cruza con el yo lírico, y aparece una limpia ensoñación de la infancia, el cruce de miradas en un puente que une y divide al mismo tiempo el pasado y el presente, el poeta adulto que mira hacia atrás y encuentra al niño que fue: "Con mis ojos de niño vi sus ojos/ detrás de una vidriera./ Era un taller pequeño en los rojos/ ácidos daban a la primavera/ sobre el acero, la verdad del día" (486-7). Posada era un genio, dice Pellicer, de día y de noche, solo en un cuarto solo, rodeado de sus fantasmas luminosos que le indicaban de seguro el camino que debía tomar su trabajo. El arte popular, el que no registra a veces la historia oficial, socava el lenguaje y las convenciones sociales, se instala en la fiesta que muestra un mundo al revés, donde todos los significados de la cultura, la iglesia, la universidad, la academia, son puestos de cabeza. Es el arte de los géneros cómico-serios que Bajtín focaliza en la época clásica, que "no se apoyan ni se consagran en la tradición sino en la experiencia y en la libre invención" (Bajtín 1986:153) y cuyo ejemplo típico es la Sátira Menipea. Esto lo demuestra Posada en sus temas predilectos, ya conocidos, pero que hablan de sus preferencias ideológicas: el abuso del poder, la política, la injusticia, con un evidente sentido irónico. La burla es constante en sus figuras, claras representaciones sociales de la historia que Posada quería impugnar. Inauguró en México el poder de la caricatura como forma expresiva de la realidad y sobre todo como vía de mirarla de arriba abajo, en blanco y negro y de transgredirla. Si los poemas de juventud son un preludio obligado, los que escribió Pellicer después de los sesenta y cinco años de edad, son una estación de llegada. Desde el viaje hacia la poesía que inició en su primera juventud llegaba a la vejez arropado en una envidiable solidez poética,

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como puede verse en estos poemas incluidos en Cuerdas, percusión y alientos, publicado un año antes de su muerte. Esta poesía tiene que ser considerada como su testamento, en el que hereda una visión nada festiva de la vida que ha visto pasar frente a sus ojos, la convicción de que la poesía es lucha y arenga, diálogo interminable con los demás, movimiento constante hacia los cuatro puntos cardinales, confrontación con los otros poetas, con la realidad y con la naturaleza. Y es también una forma de restaurar en el mundo la memoria y espantar el olvido; un río que conduce a la muerte, muerte de risa o de coraje; un río por el que todos han de pasar a nado o en barca. La muerte encarnada en el temperamento del mexicano con la que hizo su obra Posada; volver a él era un regreso, una revaloración de la cultura popular. Su historia es un ritual de actividades, pues Posada fue un raro aventurero del arte. Sus grabados sobre la muerte han adquirido al paso de los años un sentido irrevocable, de condensación de las tradiciones populares. Hacía trabajos de imprenta, publicitarios, comerciales, ilustró libros e imprimió carteles. Su paso por el arte mexicano dejó multitud de admiradores y uno de ellos fue Carlos Pellicer, que en versos le tiende la mano y lo llama desde la ciudad de México en la que hizo sus grabados y dibujos, en un taller muy artesanal. Pero es preciso en esta observación de Paz: "¿Podemos reducir su obra a una barriada? Posada es más que una ciudad o un país; mejor dicho, es algo distinto: una obra universal" (Paz 1987: 182). Es de su tiempo, dice Paz, pero rebasa su época.

Santa Lucía y Tamayo Junto a esos dos artistas se encuentra Rufino Tamayo (1899 -1991), el gran pintor oaxaqueño que no se afilió totalmente a las líneas políticas e ideológicas de Rivera, Orozco y Siqueiros, pero que se ha relacionado por supuesto con ellos porque juntos forman una propuesta artística nueva y diferente, innovadora de formas y proyecciones estéticas en el arte mexicano del siglo XX. En 1956, cuando el pintor era una celebridad, Pellicer escribió el poema "A Rufino

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Tamayo", pero del talento artístico, de la sencillez y la calidad de sus colores y sus personajes. Lo primero que cita el poeta es el mito de santa Lucía, que quiere decir precisamente luminosidad, la que "lleva luz", la santa nacida en Siracusa, en el sur de Italia, que fue martirizada para que renunciara a la fe de Cristo. Y nadie ni nada pudo disuadirla. Aún decapitada, su ejemplo siguió hablando, proyectada al mundo de la fe cristiana. Su martirio le permitió alcanzar la luz que pronto empezó a esparcir por el mundo; luz en la que se adivina la convicción de sus ideas, y sobre todo, la revelación que tuvo en el santuario de santa Águeda cuando acompañó a su madre, enferma de terribles hemorragias. En ella se fija Pellicer para hablar de Tamayo. Un crítico desatento podría sentirse ajeno a esta relación, pero siempre habrá que recordarle que se encuentra ante un poeta de firme formación católica, de fe inamovible en la iglesia de Cristo, aunque liberal y abierto a la luz, nunca arrinconado en la oscuridad de los siglos tristes y terribles de la Iglesia. Santa Lucía lleva los ojos que muestran el camino a los demás y con los que intenta aliviar a los desamparados; doble es su misión: alumbrar siempre los lugares que pueden cerrarse a la oscuridad, y socorrer el alma de los que parece que no la tienen. ¿No fue así la poesía pelliceriana? Santa Lucía es la protagonista del poema, escrito en 1956 y que Pellicer no seleccionó para incluirlo en sus libros. Lo guardó "a su manera", en una carpeta que el tiempo empolvaría y que sólo las manos urgentes de su sobrino Carlos hallaron y dieron a conocer. Aunque lo hubiera publicado en una revista o en un periódico es evidente que forma parte de ese vasto y rico material que no consideró apropiado para armar un poemario. ¿Por qué escogió a santa Lucía? El poeta era astuto, nunca ponía un nombre por capricho, sino por clara necesidad de obtener la imagen diversa, ramificada, que quería transmitir. A esta siciliana se le representa con dos ojos en la mano; los teólogos han dicho que son la luz que necesita el hombre para ver su camino en la vida diaria. Un camino abierto a los demás, los que a veces no pueden ver. Lucía utilizó sus ojos para ver la pobreza del prójimo; vendió sus bienes para darlo a los pobres. Sigue con fideli-

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dad la palabra de Cristo: yo soy el camino, la verdad y la vida, el que cree en mí vivirá para siempre. " A Rufino Tamayo" ofrece varias lecturas pero la más inmediata es la que se deriva de la comparación que establece el poeta; por un lado, los ojos-la luz de santa Lucía que dirigen a los hombres ciegos en su paso por el mundo, y por otro lado, los colores usados por el pintor oaxaqueño que necesitan esa luz para entrar a la mirada de los espectadores. Santa Lucía quedó huérfana de padre siendo una niña, igual que Rufino Tamayo; se dedicó a las obras piadosas que su fe le impuso, como Tamayo se dedicó a llenar esa carencia de guía y de afecto a través del arte. En ambos hay una profecía que se cumple, al menos eso dan a entender las imágenes de Pellicer. La santa es un mito bíblico, una mártir sacrificada en plena persecución del Imperio romano a los primeros cristianos; Tamayo es terrenal, pintó unas sandías que pueden ser moradas, sangrantes, veloces, frutas casi humanas, dóciles a la contemplación: Una vez la granada y la sandía se dijeron tan fuerte que por mi buena suerte yo fui uno de los ojos de Santa Lucía. Lucero en el frutero Me anochecí cantando pradería (Pellicer 1994: 665). Son conocidas y muy famosas, las rojas y apetitosas sandías de Tamayo. A ellas el poeta las llamó por su nombre. Pero en todo el poema va tejiendo versos, imágenes plásticas y sonoras, bajo la mirada de santa Lucía. Pellicer cree que el mundo entra por los ojos, y en la mirada se instala como en tercera dimensión la diversidad y la complejidad de la naturaleza. Y este juego entre la mirada y lo visto, entre el objeto y el sujeto que observa, se puede dilucidar mejor en el soneto que antecede el poema de Tamayo. Como epígrafe escribió Pellicer: "Para Adolfo Best Maugard, después de contemplar sus últimos cuadros". Maestro del soneto, Pellicer le pone música y ritmo, bajo una verdadera acuarela de luces y sombras, un conjunto de sonidos que hacen del poema una

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verdadera sinfonía. He aquí los dos cuartetos en que lo visto es también una anunciación de lo oculto: ¿Con qué mirada he de mirar lo visto con tus ojos que ven lo no mirado? ¿En qué luz estaré, y qué teclado he de tocar, seguro de que existo? ¡Qué mundo el de los ojos! Imprevisto como la ordenación de lo creado. L a luz que alimonó festín brocado surge descalzo día lleno de Jesucristo (663-4).

En la mirada hay una especie de revelación de todo lo creado por orden divina; ahí se arrincona el alma de la naturaleza y la llama ardiente que alimenta de luz a los seres humanos, en su odisea por este mundo. Es nicho donde se reverencia el orden natural del mundo y donde caen los párpados cansados de mirar las atrocidades de la vida diaria. Ahí llega la historia que escriben los artistas cada día. En los dos siguientes tercetos, con los que cierra el mismo soneto, Pellicer corrobora que el poder de los ojos en la pintura se encuentra en el centro, en el corazón; arriba se encuentra el Universo que es a fin de cuentas un "ojo inmenso" que registra todo el movimiento, y que al mismo tiempo que mira, ordena todo lo disperso: Pintar con los ojos y mirar con manos para ver de tocar los más lejanos cielos del corazón. El Universo es sólo un ojo inmenso; su mirada se ahonda en lo ordenado y lo disperso. Desde la luz se mira hacia la nada (664).

Como en el poema "A Rufino Tamayo", en el soneto dedicado a Best Maugard reina el desorden, la oscuridad, que la luz clasifica y or-

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dena. Pero en aquél Pellicer hace un viaje por el lenguaje de manera variable, jugando con los contrastes de la luz y de la sombra, cambiando o invirtiendo los espacios, las palabras. De nuevo es el poeta de vanguardia, hecho con la luz del impresionismo y del cubismo, con el inconsciente de los surrealistas, y el poeta católico que cree en la muerte como una posibilidad real y necesaria de redención. Muerte y resurrección vuelven a moverse abajo o arriba de las imágenes que ofrece Pellicer en este inigualable y divertido poema. En una ocasión Tamayo dijo: "cuando era estudiante, me inclinaba por el impresionismo. Más tarde, el cubismo y el futurismo me ofrecieron desafíos técnicos". De alguna manera se podría decir lo mismo de Pellicer. Tamayo en la pintura, Pellicer en la poesía, cada uno buscó por los mismos rincones de las vanguardias su estilo, su expresión. La búsqueda duró varias décadas, pero desde el principio parecían señalados por el espíritu de la época para asimilar influencias y enseguida remontarlas con su vocación particular, su esfuerzo y su trabajo constante. Los personajes de Tamayo, ha dicho la crítica, aparecen interrogando a las constelaciones; el hecho de que haya puesto especial atención en las fuerzas destructivas y agresivas, lo demuestra con claridad en varios de sus cuadros. Es un clásico del siglo xx, y un modelo para el arte contemporáneo. Y Pellicer se unió a esa misma banda de inquietud y de ansiedad por hallar nuevas formas para su arte poético. Y no creo que se haya bajado nunca de esa posición, así es que no fue arrebato juvenil sino conciencia del artista y de su tiempo. En el poema a Tamayo dice con esa candidez tropical y esa sabiduría de viejo constructor de edificios verbales: Ya empiezo a estar azul y a desnudarme por el hambriento cero de un adarme. Tengo la sangre azul de un arruinado paisaje palacial medio incendiado. Labios crepusculares dicen que no, por pares (665)

Pellicer es barroco siempre, como lo demuestra con el verso "por el hambriento cero de un adarme", y al mismo tiempo espléndido

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buceador de arcaísmos, de palabras raras en desuso. Si el "adarme" es un peso, una moneda que vale nada, colocarle junto "hambriento" y "cero" es echar más agua en el mismo molino, tocar el cero con las manos. Pero el vocablo es de origen hispano-árabe, suena en su verso a algo que se acaba y es de una sonoridad sutil, deliciosa, a-dar-me, como si la estuviera empleando también como una palabra triple, la preposición, el verbo y el sujeto.

Velasco y Sor Juana De esa breve y arbitraria selección de "retratos" de personajes del arte, hay que citar uno más: José María Velasco (1840-1912). El gran paisajista mexicano del siglo xix fue una ilusión de los sentidos y de la vista para Pellicer. Hubiera querido pintar con palabras lo que Velasco logró llevar a cabo con el pincel, el color y la tela. En las montañas y los valles, los volcanes y barrancas que pintó, Pellicer encontró la reconstrucción de un mundo lleno de luz y de poesía que Velasco construyó a través del color y los pinceles. El paisaje no es lo exterior a los sentidos, algo que está fuera de la conciencia, sino al revés: el paisaje participa de la mirada del artista, forma parte de su conciencia que lo atrapa y lo transforma. Pellicer cae rendido ante el realismo y la poderosa imagen que transmite el paisaje de Velasco. Se lo dice una y otra vez en los tres sonetos que le dedicó como evocación del artista, y que fechó en la Epifanía de 1968, que se conoce tradicionalmente como día de Reyes. En los primeros cuartetos, el poeta fija su posición frente al arte de la pintura: el poeta es mucho menos que el artista. Pero hay que tomarlo con cuidado, pues Pellicer entra y sale de su propia propensión a la humildad, que tanto revela su temperamento: Yo tengo la palabra para decirme: calla. Y colocarme en tus pinceles puedo para decirte: borra con tu dedo todo lo que he escrito. La batalla

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la perdí al comenzar. Frente a tu talla lo natural parece que es remedo de lo que pintas. Todo sin enredo: la luz que está en la luz que en ti no falla (Pellicer 1994: 713).

El resto del primer soneto está dedicado a revelar la poderosa visión del pintor en su intento por atrapar el viaje de la Tierra al Sol; Velasco era capaz de mover el cielo y la tierra con su pincel y sus colores, en un trayecto en que la distancia se apodera de la mirada. Quién imita a quién, el arte a la naturaleza o la naturaleza al arte. Para Pellicer, el paisaje parecía ser remedo del arte de Velasco. Y en la luz podía hallar el encanto de sus paisajes, la belleza de su obra plena y verdadera. En un mundo hecho de falsedad y de mentiras, el poeta encuentra un camino hacia la verdad, que es el camino de la luz que conduce a Dios, en el arte. Pellicer privilegió mucho la pintura, en la que creyó encontrar el centro de la vida y del arte. ¿Dónde colocaba entonces la poesía? En ninguna parte. La música y la pintura eran poesía. Así es que si el arte para Pellicer está en las artes plásticas, esta idea debe leerse como equivalente a que la pintura es poesía; la naturaleza es poesía, el agua, el cielo, la tierra, los volcanes, el valle, pintado por Velasco, su pincel y sus colores, lo convierten en poesía. Al final de este viaje poético por el paisaje de Velasco, Pellicer hace una confesión que es en realidad un apéndice de su poética; él no puede concebir el arte sin una luz poderosa que ciega y que al mismo tiempo permite la contemplación exterior y dentro de sí mismo; una luz que el paisajista Velasco vislumbró. En esa "confesión", el poeta se desdobla, como en otras ocasiones, hacia su verdadero deseo que es el hecho de haber podido pintar con las palabras, poetizar con el color y el pincel, atrapar la naturaleza y entonces contagiar de música el mundo: Yo acampo en tu mirada cuando veo tu genio en la pintura y no podría vivir sin lo que eres: mi deseo (715).

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Este juego verbal que es también juego de espejos, recuerda la poesía barroca de sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), que el poeta tabasqueño reconoció como artífice de las letras novohispanas. Es preciso mencionar la admiración que sintió Pellicer por la obra de la monja, como puede verse en "Ella, sor Juana Inés de la Cruz", 2 con el que de manera breve Pellicer intenta recuperla con un escrito bajo el signo de dos niveles, el declarativo y el poético, en el primero ofrece datos biográficos de sor Juana, y en el segundo compone un poema en el que dice que Ella nació para la Belleza con mayúscula y una ternura infinita envuelve su retórica. La llama "niña prodigiosa" y la adolescente que asombra los salones del virrey, "Ella no olvida las culturas ancestrales y por su vocabulario transitan palabras muy nuestras"; la sigue paso a paso hasta el final, en que "Ella y la Muerte se encuentran con rara oportunidad. La Muerte estaba enferma y Ella la cuidó hasta darle su vida. La Muerte debía seguir viviendo", y es una mujer que sintió el llamado de Cristo, que se reconoció en el Amor a Cristo, en la sangre del Salvador. "Ella es la poesía misma a todas horas", dice Pellicer en una avanlancha de imágenes corrosivas, convertidas en destellos de luz, "la rodean las flores y los pájaros porque es como una rosa que cantara. Es Ella, Ella". Es muy probable que Pellicer hubiera leído a la monja jerónima que Amado Ñervo había redescubierto en su conocida conferencia de 1910 en el Ateneo de Madrid, con la que festejaba el centenario de la independencia, pero sobre todo, le rendía tributo a la gran poetisa del siglo XVII, que muchos liberales habían arrinconado y echado en saco roto por haber sido religiosa, mujer y conceptista.3 También porque la consideraron afiliada a la poesía "oscura", que decía poco y era ininteligible, alejada de las cuestiones del mundo. Don Luis ^ El 12 de noviembre de 1974, el gobernador del Estado de México, profesor Carlos Hank González (1969-1975), organizó un acto en Nepantla que sirviera de homenaje a sor Juana; Pellicer fue invitado a participar en esa ocasión, y lo hizo con gran amabilidad y consideración al profesor Hank: escribió el texto que comentamos, reproducido en Carlos Pellicer, selección y prólogo de Alberto Enríquez Perea, México, 2010, pp. 615-616. 3

Véase Amado Ñervo, Juana de Asbaje, introducción y edición de Antonio Alatorre, Conaculta, 1994. Texto fundamental para la revaloración de Sor Juana, escrito en 1910, lo rescató Alatorre y en la introducción describe y analiza de qué manera atacaron los liberales a sor Juana.

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de Góngora y Argote (1561 -1627) se habrá removido en su tumba. Pero también los Contemporáneos se encargaron de rescatar el legado poético de sor Juana, y en su revista publicaron algunos ensayos importantes sobre las visicitudes de la vida, la obra y la época tan difícil que le había tocado en suerte.4 Así, el terceto citado parece establecer esos juegos en los que es visible el intercambio de sujetos y de sombras. Por un lado, el sujeto se traslada a otro ser, que es su ideal, pero enseguida se instala en el objeto, desde el cual puede ser consciente de su deseo, y luego recorre el sentido inverso. Es un trayecto que se ejerce con la mirada, con el pensamiento y el espíritu, en el que priva un movimiento constante, interminable. Pellicer quería intercambiar su pluma por sus deseos, colocando por encima de su voluntad el arte producido por el otro, que en este caso es Velasco.

Poesía y revolución Desde su temprana juventud, Pellicer fue un mensajero de la Revolución mexicana, que tomó en serio la misión de unir a los pueblos latinoamericanos en una misma bandera social, política, y sobre todo, de reinvindicación espiritual. La poesía la puso al servicio del cambio, y el cambio era posible si la voluntad del hombre se empeñaba con humildad y pasión en lograrlo. No extraña que haya escrito varios poemas en que el personaje visitado es nada menos que un revolucionario, un romántico y un idealista que desea implantar una sociedad de justicia, fraternidad y libertad, un hombre que con su acción quiere cambiar el mundo. Lo demuestra con precisión en dos de ellos, uno sobre Ho-Chi-Min (1890-1969), y otro sobre el "Che" Guevara (1928-1967). ¿Qué expresa el poeta en esas imágenes sobre dos hombres que convulsionaron el mundo de los años 4

Bastaría con asomarse al ensayo de Luisa Luisi, "Sor Juan Inés de la Cruz", Contemporáneos num. 9, febrero de 1929, pp. 130-160, y el de Dorothy Schons, "Nuevos datos para la biografía de sor Juana", en el mismo número, pp. 161-176, para ver con claridad hasta dónde llegó el interés de esa publicación por rescatar del olvido la vida y la obra de la monja jerónima.

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sesenta? Ho-Chi-Min porque supo resistir el ataque de los Estados Unidos en Viernam del Norte y su resistencia expulsó al invasor y reunificó el país. El "Che" es algo más que un personaje histórico que hizo la Revolución cubana junto a Fidel Castro, Camilo Cienfuegos y otros "barbudos" jóvenes rebeldes. Es un mito del siglo XX. Una promesa de redención con la que rápidamente se identificó el estudiante y el campesino, el poeta y el intelectual, de cualquier país del mundo. El "Che" había venido a la tierra a morir por los demás; su entrega a la causa revolucionaria contra la sociedad capitalista, encarna uno de los mitos más contundentes y atractivos del mundo contemporáneo. Hacia él van como abejas a la flor, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, que lo han deificado como un nuevo Cristo. El Cristo de la revolución por venir. "Ho-Chi-Min" fue escrito en Washington, D. C., el 7 de septiembre de 1969. Es decir, cuatro días después de la muerte del primer presidente de la República Democrática de Vietnam, llamado "el que ilumina", quien murió el día 3 de septiembre. Pellicer sabía de esa existencia revolucionaria, llena de humanidad, que había luchado contra los franceses, luego contra los norteamericanos, y había salido victorioso. El poeta se sentía un grano de arena, sólo eso y nada más, así es que frente al estadista y revolucionario vietnamita que luchó por la reunificación y la paz de su país, Pellicer quiere diluirse, volver al polvo. En esa fuerte semejanza que establece el poema, aquél sube a la esperanza de la humanidad, y el poeta tabasqueño intenta descender; Ho-Chi-Min es un valor universal, Pellicer se declara un valor local; uno es un viento renovador de lucha y de fe en el futuro, el otro un airecillo que trae pluma y papel. El dirigente del Viet-Cong enciende una gran fogata que alumbra los ojos de los vietnamitas en guerra, mientras el poeta se arrodilla ante esa luz. Escuchemos la voz de un poeta en pleno ejercicio de su voluntad de sacrificio: Yo no soy sino un idiota, un sapito que goza su pantano, un jarro de agua que quiso ser el mar. El poeta Ho-Chi-Min ha salido de su cuerpo

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para repartirse entre los hombres como una nueva comunión. Yo, cristiano, estoy diciendo su nombre en silencio y por haber sabido de él, le doy gracias a Dios (Pellicer 1994: 718).

Ante la evidencia de las atrocidades de la guerra de Vietnam, toda poesía es nada; las manos del poeta son "objetos desdichados de esterilidad"; la guerra seca los campos, destruye el alma humana, esteriliza el arte y la poesía se vuelve nada, sombra, eco de palabras sin gracia y sin música. Pellicer sabía que su intención de empequeñecimiento era un acto de fe, de rendición de cuentas ante la historia que estaba viviendo en los años sesenta. Esa imagen en la que el dirigente vietnamita sale de su cuerpo para hacerse tangible, es subyugante; se nos aparece de pronto la figura del muerto que sale de su propia muerte para instalarse en la ficción y también en la vida diaria de los hombres. Veo una transgresión fina y pura de los sentidos de la historia; el héroe no es nadie hasta que muere, hasta que su ejemplo cunde y prende en el imaginario de los pueblos. Pellicer le dice que tal vez de nada sirven sus palabras. Como se sabe, el soldado vietnamita moría en los arrozales, en las aguas del Delta del Mekong, acribillado por la metralla enemiga, o bien por el fuego infernal del napalm de los bombadeos norteamericanos. Pero el testimonio del poema no es inútil, resiste el paso de los años y ahora es posible leerlo como una declaración solidaria y humanitaria con los que sufrían la barbarie de la guerra. "Ho-Chi-Min" es un poema abierto a la lectura de la historia del siglo XX, que Pellicer tuvo que haber escrito sin titubear, seguro de que como poeta le debía algo a un revolucionario, que considera también como poeta. Lo llama poeta, y un hombre con una luz interior muy especial. "Tenía muchos años pero era tan joven/ como la mañana de todos los días/ y como la luz en una sola flor" (18), y seguirá enriqueciendo nuestra luz diaria, nuestra percepción del mundo. Como en el poema que le ofreció al político y comunista vietnamita, Pellicer escribió muchos en los que el tono y la exclamación son semejantes; hacer el registro de los grandes hombres del mismo signo,

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fue también una vocación literaria. Me parece que el poema en que describe y elogia al "Che" Guevara reconstruye su lucha y con sus versos trata de revivir su ejemplo, revela un sentimiento profundo de la vida y de la libertad. Pellicer llora por esa pérdida, haciendo un llamado a la unión. Pero no vemos sus sentimientos sino su alma que clama por el hombre. El poema fue escrito a raíz de la muerte del "Che" en Bolivia en octubre de 1967, cuando apenas iba a cumplir cuarenta años de edad. Es evidente que era otra muerte, semejante a la de Ho-Chi-Min, que tuvo que haber estremedio el ánimo y la poesía de Pellicer. Tituló el poema de manera sencilla e informal "Líneas por el Che Guevara"; lo escribió en su casa de Las Lomas y luego formó parte de su Cuerdas, percusión y alientos, de 1976, el último libro que vieron los ojos de Pellicer. Ahora sí, el poeta preparó un arsenal de metáforas nobles del campesino y el minero, el cambio, la luz y el fuego, de un hombre al que no pudieron detener las balas ni la persecución ni nada. Hizo una revelación de su ideología profunda, en la que se proyecta hacia la historia y el mito, y de pronto queda sólo su voz llamando a la humanidad a unirse contra la oscuridad y la injusticia. El cuerpo temblando de ansiedad por ver alguna vez siquiera el horizonte limpio de espinas, y la mano trazando palabras sobre el papel, con talento y audacia. También se desnuda de todo y aparece en su más vital pureza el pensamiento cristiano y prehispánico de Pellicer. Es evidente que haber escrito en esos años un poema de tales dimensiones necesitaba algo más que comunión con los propósitos y las ideas revolucionarias, era preciso haber bebido en la fe de alguna religión, el agua del bautismo de la poesía. Y poesía en este sentido, quería decir toma de conciencia de la atrocidad que era el paisaje del mundo moderno. Contra este paisaje se había levantado el "Che" Guevara, muerto como un Cristo, en plena edad para luchar por los demás. Es un poema bello a fuerza de sus propias convicciones, bello en su forma y sus sonidos, en sus evocaciones sociales, históricas y humanas. El lector tiene la impresión de que lo escribió Pellicer hablando consigo mismo y con las huellas de los hombres que pasan por la historia como un cometa que presagia cosas nuevas; tem-

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blando quizás, pero convencido de que su misión como ciudadano también formaba parte de su labor poética. Sabiendo que no podía divorciarse ni un instante de las palabras que eran sus compañeras y sus aliadas en cada empresa, y hablarle al "Che" requería de la suma y la multiplicación de ellas. Eran las palabras, sin duda, los pilares que sostenían la casa poética de este tabasqueño de setenta años de edad y le daban la apariencia y la solidez de una ceiba; en las que bebía para alimentar su sed expresiva y musical. Dice Pellicer que el guerrillero de la Sierra Maestra era la llama de la revolución, y algo más hermoso y definitivo: "Era el hombro que sostiene la tempestad", es decir, una especie de Hércules que vence con su fuerza infinita los obstáculos en su carrera ascendente. La muerte del "Che" provoca tristeza, puede expresarse como un lamento; y al mismo tiempo invita a la serenidad para tomar conciencia de recoger los frutos del tiempo. Era un llamado a todos, el anuncio de que nacería una nueva aurora con una nueva voz: la de los oprimidos de la tierra que a partir de ese hombre-símbolo encontrarían el camino de su liberación, Su muerte viva nos llama a todos, es la llama que anuncia el fuego nuevo, es la participación necesaria y dichosa para no morir de sueños (458).

Era también la "abolición de la noche/ pero no de las estrellas"; el "Che" pasa por la pluma de Pellicer y se convierte en un hito capaz de renovar un ciclo de fertilidad como en el pasado precolombino. El "fuego nuevo" que cita Pellicer cumple una función precisa en el trazo y el perfil de este revolucionario ejemplar, a menudo usa un mito de fundación del mundo y de su renovación; el "Che" había sido el anuncio de que un tiempo terminaba y otro debía comenzar; en el ritual mexica, la oscuridad era propicia para encender el fuego al final de un ciclo que comprendía cincuenta y dos años, y que era el fin de un siglo. El mundo podía desaparecer. Para reiniciarlo, se encendía el fuego, que significa la regeneración del mundo; el ritual repetía la

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cosmogonía que representa la renovación de la vida; el fuego regeneraba el mundo y también purificaba el tiempo y el espacio. Tenía que prenderse en la quinta dirección desde la cual el dios del fuego revitaliza el mundo. En la figura del "Che" encontró ese proceso de fin de una época, y el comienzo de otra a través del fuego; de una figura revolucionaria que ha logrado pasar por el filtro de la purificación. Pellicer sabía mucho de historia y de mitos aztecas, sus dioses y sus cosmogonías. En muchos de sus poemas, en distintas épocas, introduce un elemento unificador de su imagen poética, de su estética, a través de esos símbolos. El fuego, el agua, el árbol, el viento, la lluvia. El verdadero tema del poema no es, como podría parecer, el anuncio de la revolución futura, una crítica desaforada al capitalismo, un canto a la militancia del guerrillero sacrificado. No, es algo menos concreto: el fuego y la luz en actividad. Hay que vivir, dice, "encendiéndonos", escuchando y viendo. El guerrillero muerto en Bolivia lleva al poeta a escribir este verso que remite de inmediato a la cosmogonía azteca en donde el tiempo no se mide en horas: "La abolición de la noche/ pero no de las estrellas". De la oscuridad debe salir una luz suficiente para reiniciar la vida. El poeta acerca algunos espacios concretos, Bolivia, la selva, los Andes, a los héroes como Bolívar, o a un dios como el Sol. Quiere recordarle al campesino, al minero, que ese hombre ha muerto como anuncio de la aurora, de un nuevo cielo; y les ha dejado en sus manos su sangre. El poema se cierra con una consigna: "Necesitamos ser todos los pueblos. / Bolívar y San Martín/ y el "Che" Guevara son los ejemplos." (459); en la que es evidente la vieja idea pelliceriana, que compartió con el principal promotor de la "raza de bronce" en los años veinte, José Vasconcelos, según la cual la reivindicación de estos pueblos depende de su voluntad de lograr la unidad. La historia, el alma y los mitos latinoamericanos podían ser purificados y nuevamente valorados si se encendía la llama del fuego nuevo. Cristo y Quetzalcóatl ofrecían una lección ejemplar para alcanzar la unidad. El afán por encontrar en mitad del tiempo y de la tormenta un espíritu que puede ofrecer identidad a esos pueblos es muy conocido, y el "Che" Guevara había venido a reavivarlo.

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Era un nuevo Bolívar que deseaba luchar hasta la muerte por la unidad latinoamericana. Guevara no era aún el "Che" ni mucho menos el guerrillero legendario, sino un aventurero que salió de su país para conocer un poco el mundo. Hizo un viaje largo a Chile, Ecuador, Venezuela, Centroamérica y México; se empapó de los duros problemas del continente; llegó a la conclusión de que "constituimos una sola raza mestiza", y en su poema "Autorretrato oscuro" dice: "Estoy solo frente a la noche inexorable/ y a cierto dejo dulzón de los billetes/ Europa me llama con voz de vino añejo/ aliento de carne rubia, objetos de museo"(Taibo II 2003: 79). Su voz estremeció a la juventud de los años sesenta y sententa. El "Che" fue consecuente con su ideario inicial. Pellicer tuvo que haber visto en esos postulados una nueva cruzada, como la que él mismo y Vasconcelos, por otros medios, habían iniciado en los años veinte. "La raza" era más que un concepto, era la punta de lanza de una sacudida social y espiritual que podía incendiar a la América Latina contra la dominación imperial, el saqueo económico y colonial. La llama debía recorrer de Norte a Sur del continente, cada país, cada ciudad y pueblo, cada montaña y cada valle, hasta lograr la libertad total. El gesto rebelde del "Che" fue para Pellicer signo de admiración, en el que encontró la vocación precisa por el humanismo, el sacrificio y la entrega a una causa por la que dio la vida. Antes de convertirse en leyenda, el "Che" Guevara pasó a ser un poderoso imán que atraía a las piedras y a las montañas, así es que los escritores, artistas, músicos y poetas, también sintieron ese llamado. En manos de poetas como Pellicer, su vida de aventura, expuesta al peligro, su voz que desafiaba a los poderosos de la tierra, su llamado a las armas, se convirtió en poesía más romántica que heroica. Y de un guerrillero moderno, de los años sesenta, el poeta tabasqueño se desplaza a otros. Por eso escribió no poca poesía social, en la que Pellicer somete a sus "personajes" a una confrontación con la historia, con la "verdad" de la poesía; los invoca mediante la imagen y la musicalidad, y regresan, convertidos en mitos, a la conciencia de los hombres.

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Dos imágnes, dos. López Velarde En esa misma banda que corre a lo largo y lo ancho de su obra, hay que sentar a otros seres de la misma talla, como el cubano José Martí (1853-1895), poeta y luchador social, iniciador del modernismo, periodista combativo, a Ramón López Velarde y tantos más. Pero no es posible comentar todo el paquete poético que nos ofrece Pellicer, sino detenerse en algunos poemas, por ejemplo, su "Poema en dos imágenes. Ramón López Velarde", en los que usa de manera increíble la etopeya, ese arte retórico por describir a un personaje desde adentro, calando en su temperamento y en sus actos, su mirada y su conciencia. Hacia el final de su vida, escribió esas "dos imágenes", en 1971 para ser exactos. A los cincuenta años de la muerte de López Velarde, su amigo Pellicer le rinde un homenaje que en realidad es una recuperación poética del poeta jerezano. Cuenta pendiente o gusto por rescatar al gran amigo que le había abierto el camino de la poesía en 1921, Pellicer escribe, larga y dulcemente, con seguridad, esas dos imágenes que publica en Cuerdas, percusión y alientos; organiza su material de la siguiente manera: en "La primera" deja 120 versos, y sólo 40 en "La segunda". Como si estuviera saldando cuentas pendientes, un hombre de su integridad se puso a ver hacia atrás, a echar cuentas y sintió la necesidad, tuvo la intuición, de que el autor de la Suave Patria estaba en la antesala de sus primeros pasos. En ese largo y espléndido poema, Pellicer le habla a su colega y hermano, a un creador de versos piadosos y sensuales, en los que es visible un mundo religioso y pagano que construyó López Velarde de forma original y nada común en la poesía de su tiempo. En una palabra, Pellicer le habla a su sombra. Desde el comienzo del poema sentimos un llamado a una zona inaudita de un hombre que vestía siempre de negro. Como en una noche de apariciones, el lector mira a esa figura y siente en la boca un raro sabor desgarrado de lo que puede ser el poeta cuando se convierte en mito de la poesía; pero además, se estremece con la precisión utilizada por Pellicer para re-

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cortar el perfil hondo de su "maestro", con una escritura fina, en la que vemos y escuchamos: "No es para contarse,/ pero el poeta, que murió joven y soltero,/ vestía siempre de negro/ cual si llevara luto por sí mismo" (Pellicer 1994: 493). Vino a buscarlo la muerte, pero se llevó muy poco. El poeta usa la voz de la calle, "dicen que", también echa mano de la ironía, "no es para contarse", y arma una pieza de gran aliento poético en que el tema principal no es, como se supone, Ramón López Velarde, sino el destino tal vez escrito del poeta, su muerte joven que lo inmortaliza y el amor no correspondido. Hay una escena de este "relato" en verso, en que el joven llega al cementerio, donde se cree reposa ya la mujer amada, y establecen un diálogo, el diálogo de los muertos. Pellicer entra a esa zona tan comentada de López Velarde: su dependencia de su Musa, una chica de carne y hueso, que no es sino Margarita Quijano, con la que Pellicer tuvo especial amistad. Y luego regresa a ciertas imágenes de la muerte y su rostro negro, la resurrección del poeta porque la palabra es un arma que no aniquila sino resucita a los hombres. "Él quedó acá en el uso de la palabra/ y con el corazón en la mano". Pocos poemas de Pellicer se alian a los románticos como "Poema en dos imágenes. Ramón López Velarde"; la herencia del romanticismo sale a borbotones. La muerte joven, el cementerio donde los amantes se encuentran, el amor imposible y en esencia ideal, las calaveras, el cementerio, la dama de los guantes negros, el ambiente. Todo pertenece al sueño 5 de esa tradición pero con la voluntad del poeta moderno que está escribiendo en el último tercio del siglo XX. Es un poema uncioso, repleto de devoción que se derrama por toda su estructura; así como Pellicer era capaz de pintar los ríos de Tabasco y Los Andes y el puerto de Amsterdam, y entrar y salir de esos espacios como un mago, casi de la misma manera entra y sale de la poesía de López Velarde, de su recuerdo amurallado contra el tiempo. Va y viene de esa montaña misteriosa y reluciente, de ese genio vestido de negro, que fue premiado por los dioses con esa 5

Véase Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, 2' reimpresión, traducción de Mario Monteforte Toledo, México, Fondo de Cultura Económica, 1981.

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pluma divina para escribir. El poema arrastra al lector, lo sacude y lo levanta en vilo, hasta estrellarlo con su conciencia del arte de la poesía. El verbo de la tercera persona del plural, "dicen", se repite varias veces, no parece indicar "dicen ellos", sino tiene un carácter más impersonal. Funciona como un provocador de sentido, y el poeta se sirve de él con una finalidad doble; para dejar en manos de "otro" el "yo lírico", lo que el tiempo ha ido tejiendo alrededor del poeta de Zozobra, en primer lugar. Y, en segundo, con la intención de que el poeta establezca un diálogo directo con el poeta desaparecido. La voz es un signo que canta y musicaliza y al mismo tiempo crea el poema; representa la posibilidad del encuentro con López Velarde. La única forma en que se puede hablar con los muertos es a través de la palabra. Nada tan dialógico como este poema en que Pellicer se entrega a otro poeta, en que el paralelismo de la creación literaria se une al fin del camino. López Velarde se le cruzó en el camino de la vida hacia la muerte, y recupera su voz y su individualidad como cosas vivas; también levanta el velo para ver a la mujer de los guantes negros, que sólo la poesía ha podido sacralizar eternamente. Dicen que en lo que un día fue cementerio se encontraban los dos al medio día. Donde la muerte se pudrió, ellos plantaron luces como estrellas de día. Dicen que ella florecía como el día, a todas horas. En ese parque, cuántas cosas, se dijeron los dos, eternamente (494).

No es la muerte sino el tiempo que la hace posible el gran eje sobre el que se sustentan esos versos. Pellicer desciende a su interior, de nuevo un gesto romántico, para volver a sus orígenes. "La desobediencia de la creatura dio origen al Tiempo, el cual la tiene ahora prisionera, y junto con ella a la naturaleza toda", dice Béguin, y enseguida explica que "Es preciso que el hombre des-

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cienda a su interior y encuentre ahí los múltiples vestigios que, en el amor, en el lenguaje, en la poesía, en todas las imágenes del inconsciente, pueden recordarle aún sus orígenes" (Béguin 1981: 105). El otro tópico que aparece en el poema pelliceriano es el amor, que sólo llega a su plenitud en la muerte. En estos versos Pellicer lo pone en la superficie y lo enriquece notablemente. La figura del poeta provinciano, cuya muerte prematura sorprendió a sus seguidores y amigos, camina por la tierra buscando los brazos y los labios de Fuensanta. Entre las tumbas de un parque, en mitad de la nada, se produce el encuentro del Poeta y su Musa, no se tocan, no se miran, sólo han ido allí para hablar y para amar, identificados por la misma estrella, hasta el fin del tiempo. "Dicen" que el poeta jerazano era moreno, algo de tez indígena; Pellicer lo iguala a los mayas, a las constelaciones del pasado prehispánico, y lo devuelve a la hora que marca el reloj de la poesía moderna. Esa mujer que siguió al poeta en la vida y en la muerte, la que se fugó de la vida para instalarse en la imaginación de López Velarde, en su mirada, en sus versos sensuales que la evocan una y otra vez. "El sueño de los guantes negros" es uno de los más misteriosos poemas del poeta zacatecano -el cual fue publicado postumamente en 1924- ha sido considerado "como un símbolo de su vida trunca", un reflejo de una especie de "diabolismo poético que encontró cabal interpretación gráfica en los dibujos de Julio Ruelas"(Henríquez Ureña 1954: 506). El gran poema con borrones y versos incompletos representa un misterio para la historia de la poesía mexicana del siglo xx; es, de entrada, un sueño, como dice Octavio Paz, y el poema de la resurrección: En la primera línea el poeta nos dice que se trata de un sueño. Su claridad alucinante, sus colores netos y su dibujo estricto, la precisión con que emerge ese paisaje de fin de mundo y las sensaciones que nos sobrecogen al internarnos en esas estrofas de resonancias concéntricas, [...] en fin, hasta las dos o tres líneas en blanco, hacen de este poema una verdadera visión, en el sentido religioso de la palabra: un sueño con los ojos abiertos (Paz 1976: 95).

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Pellicer fue a poner el "dedo en la llaga": construir un poema de rendición de cuentas hacia su amigo y colega López Velarde reviviendo, en un inusitado palimpsesto, a la musa del poeta. Calcando el recorrido de un sueño hasta la muerte o de una visión profunda de la realidad desnuda. Sus "imágenes" son un verdadero banquete rimado de la velocidad de las palabras, del hecho de que carecen de propietario exclusivo, pues pertenecen a la historia. El título es sorprendente. Aclara con su sabiduría punzante que su poema no es tal sino sólo una aproximación imaginativa, hecha de metáforas y de comparaciones, de ritmo y de métrica: "imágenes". Pero la fuerza que alcanzó con ellas es una hazaña literaria que debe sumarse a la que de hecho representa la vida breve, la obra de dos libros y uno más publicado después de su muerte, de López Velarde. A esa rendición de cuentas hecha en la última recta de su vida, Pellicer agrega una declaración de amor a las palabras, un eslabón más de su complicada poética. "Los poetas somos las palabras que no alcanzamos a expresar del todo", dice Pellicer. Toda tu poesía, tiembla en mi ser: el campo, la lluvia; el trueno que parte en dos la tempestad nacida lógicamente del amor; el viento que de la oscuridad sale en el día. Qué ganas de decirte: ven a cenar conmigo; también hablaremos de política. Qué ganas de contarte lo que me ha sucedido. Sí, de todos modos conversaremos porque hay algo tan hondo que nos liga es esa dama de los guantes negros (Pellicer 1994: 496-97).

Tiembla mientras lee el libro de López Velarde y lo recuerda en su cincuenta aniversario de muerto, vivo como nunca. Se arrodilla ante su recuerdo como si estuviera frente a un altar, para ver la luz de sus versos, y cita el día, real o ficticio, en que le fueron a llevar una

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magnolia, "mis amigos y yo". El autor de La suave patria es joven eternamente, porque su poesía no la ha destruido el tiempo, sino al contrario, le ha ido dando su verdadera dimensión literaria, estética. "Hoy hace cincuenta años/ que eres más joven". Pellicer vislumbró que la poesía de López Velarde tenía una luz incierta que se perdía entre las nubes, subía y luego se alejaba; era la luz del desasosiego que tal vez revelaba cada uno de sus temores y sus impulsos no satisfechos; de las sombras brota como una emanación del infierno o de Dios, la musa de los guantes negros. Sin duda el poema pelliceriano describe un horizonte en que se dibuja la melancolía, la pasión desesperada, el deseo no cumplido. López Velarde tocó las puertas del cielo de la sensualidad y no encontró más que el vacío. Sólo puede hablar a solas con él, escribir a su lado, juntos, bajo la protección o la amenaza de las palabras. No las entiende o cada vez menos. Son tan lúcidas y tan inconscientes, tan sutiles y claras, y al mismo tiempo soberbias y enimáticas: No sé, pero con nadie puedo hablar tan a solas como con las palabras deste poeta. Las encuentro sentadas en la sala rodeadas de familia en las paredes (494-5).

¿Qué le decía a solas Pellicer a su gran "ausente", López Velarde? Le habla al "otro", que es una continuación de sí mismo, el "otro" que es su semejante, su hermano de objetivos. El problema de la otredad en Pellicer es tema ardiente y figura en su obra de manera fija y envolvente; se trata de buscar un punto en el universo desde el cual se comunica su pensamiento con la sociedad, sus ideas con la historia. El poeta jerezano se hallaba muy lejos de Pellicer, pero la comunión de intereses, la palabra usada como terapia y hábito cotidiano, los acercaba cada vez más. La poesía es ahora un lazo de unión que acerca a los seres humemos, una posibilidad de hablar con los muertos, y de instaurar el orden en el caos que es el mundo contemporáneo. Pellicer extraña la presencia de López Velarde, su cálida sonrisa

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tímida, su afición a la sensualidad, su poesía llena de enigmas y de voces de la provincia. Imposible olvidar a un poeta que escribió un poema de la dimensión del "Sueño de los guantes negros", su mayor atrevimiento por tocar el fondo del universo erótico y emocional, el lado oculto de la vida sensual, y llegar a los instintos, siempre vistos como engendro del diablo. El lenguaje iguala países y ciudades, afianza la voluntad de pertenencia a un lugar, una tradición y una historia; y es el que invoca en su gran poema Pellicer para rescatar la figura conmovedora de López Velarde; desde el lenguaje puede verse el interior de las cosas, deslindar el alma de los pueblos y el deseo dormido de las doncellas. Desde ahí el poeta convoca a los lectores: Me dicen las palabras tantas cosas, que a veces no entiendo. Estoy escribiendo y las palabras se me quedan mirando, como si me preguntaran por qué las escribo, que por qué no las invento. Sí, porque para cada cosa y para cada quien existe un nombre. Cuánto, cuánto me falta por saber, yo, que he viajado tanto y oigo que dicen que los viajes ilustran (495).

La sinceridad de la expresión es típica metáfora que en Pellicer se vuelve parodia y también confesión profunda de su visión; la metáfora desdobla la personalidad del poeta, la dulcifica y la eclipsa a diversos significados, pero antes logra su objetivo como vía hacia el ritmo y la melodía. Es el lector - q u e interpreta esas palabras- quien se queda mirando el poema, lo interroga y cuestiona, le tiende la mano y se detiene, piensa y sigue adelante; el lector que se mueve en una época determinada y encuentra en el libro su propio destino. Pellicer había llegado a la vejez; no era el sabio que interpreta el destino, sino el poeta artesanal y humilde al que le queda mucho por

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saber, porque las palabras cambian como la luz y como las mareas, igual que cambian los lectores y los poetas que las usan en su oficio. La admiración del poeta tabasqueño por "El sueño de los guantes negros" es articulada como un regreso de López Velarde y de él mismo a su madre tierra, a los días de provincia sólo tocados por el sonido de la campana de la iglesia. "Conversamos, Ramón, a piedra y lodo", ya que es imposible ser buenos, hay que ser héroes de nosotros mismos, dice Pellicer. Seguramente estuvo conversando toda su vida con "Ramón", pues la poesía pelliceriana tiene el toque y a ratos la armonía de aquél, también los temas de muchos poemas parecen calcados de los que inmortalizó López Velarde. La provincia y su aspecto adormecido, agónico, la provincia de colores festivos, robusta y casta, memoria aferrada a ítaca, la vivieron los dos, luego la proyectaron como poesía, pero no dejó de ser el timbre que anuncia la primera novia, la tía, los vestidos apretados, el sonido del agua. "Laudanza de la provincia" puede leerse como continuación del poema dedicado a López Velarde, aunque es muy anterior, fue escrito en 1949. Pero parece una respuesta a los poemas lúgubres, de extraña vocación patética, del autor de La sangre devota. Sí, es cierto, Pellicer regresa a su vida familiar, a las orillas del río, toca el agua siempre imaginada como renacimiento, el pueblo pequeño, la soledad, pero todo sucede de otra manera; no ladran los perros, sino los colores, no hay prima Águeda, sino una tía buena "con canas", el regreso a esa patria chica no es regresar a ningún edén sino a lo desconocido. Nada en ese lugar parece pleno, sino vacío de vida; el poeta quiere vivir ahí su muerte. Ambos poetas fueron a su pueblo pero a beber aguas diferentes. Como sea, la admiración de Pellicer por López Velarde parece ilimitada, reconocimiento fluido y nostálgico de la primera poesía del siglo XX que puso de cabeza el mundo provinciano, la primera que rompía el canon del modernismo y anunciaba el porvenir. De Posada a Orozco, pasando por Diego Rivera, el "Che" Guevara, el vietnamita Ho-Chi-Min, hasta llegar a López Velarde, Pellicer traza una línea definitiva en el retrato del alma de grandes artistas o de héroes contemporáneos; en ellos encontró una forma de vivir también esas

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vidas ejemplares. Sus poemas son a veces un claro afán de resucitar mitos y leyendas, de morir para lograr la resurrección; los escribió también buscando tal vez fortalecer la confianza en la poesía y quienes la hacen posible, la fe en las transformaciones sociales y políticas que la historia necesita para continuar su ciclo. En cada ser de los mencionados, y en muchos otros que no hemos citado por cuestión de espacio, encontró un fragmento de su identidad que no era sino la suma de todos ellos. Pellicer no se concibe sino en función de un Ser Supremo, el "otro", que mueve los hilos de la humanidad y de la naturaleza, y el hombre, pobre, es una marioneta a veces en manos de las fuerzas que propician la luz y a veces en manos de las que generan sólo oscuridad. De esa lucha nace la lira del poeta que afina sus "melodías" y canta la desdicha, como en la Odisea, del paso del tiempo y del destino inefable del hombre en este mundo.

Entregarse a Frida De aquellos días de Italia en que el joven poeta siente plenamente el flechazo del arte que tanto estimula sus días y sus noches, podemos situarlo de nuevo en la ciudad de México. Igual que su poesía salta en el tiempo, también lo hacemos en este recorrido. Vive en su casa de Las Lomas, y visita a sus amigos de años. Escribe con su pasión acostumbrada poemas, cartas, artículos, discursos, que son ya su rutina intelectual diaria. Sobre Frida Kahlo (1907-1954) escribió dos textos - y el soneto "A Frida" del que nos ocuparemos más adelante- en los que aparece de cuerpo entero la belleza moral y estética, la personalidad revolucionaria de esta mujer que el tiempo convertiría en hito de la cultura mexicana del siglo XX; el primero es de 1955, "La casa de Frida Kahlo", y se trata de una descripción de la Casa Azul de Coyoacán, en la que ella proyectó sus deseos y sus sueños. En uno de esos cuartos, nació, luego sufrió de manera terrible, pintó como loca, trabajó, también amó a Diego, que hizo algunos arreglos, y murió. En el patio, sigue contando Pellicer, se respira a pulmón abierto el aire tibio de este ba-

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rrio del sur de la ciudad. "Pintada de azul, por fuera y por dentro, parece alojar un poco de cielo. Es la casa típica de la tranquilidad pueblerina donde la buena mesa y el buen sueño le dan a uno la energía suficiente para vivir sin mayores sobresaltos y pacíficamente morir". 6 El poeta parece un artesano que va observando su material poco a poco, sin prisa, para sacar de los detalles la imagen deseada; entra a la cocina y destaca lo más visible: los útiles de barro, que parecen haber inmortalizado los ojos y el gusto de Frida, su empeño por sacar hasta de lo más simple y banal un signo importante en su lucha por la vida y el arte. Cazuelas y jarros y otros objetos hechos por el pueblo que tanta admiración le provocaba, el pueblo y su historia hecha de asedios y crímenes, de invasiones y atropellos. "Utiles de barro cocido salidos de las manos de barro cocido del pueblo, el pueblo de barro relampagueado siempre por el genio" (Enríquez 2010: 358). En todo, Pellicer ve un gesto de originalidad y de ingenio, un amor por las cosas que se escapan como la vida de Frida. El segundo texto es pieza mayor, ya no de ingenio ni artesanal, sino expresión sincera de una poesía en prosa que Pellicer revela desde el fondo de sí mismo: "Carta a Frida", de 1958. Aparece la grandeza del poeta para entregarse en cuerpo y alma, en su peculiar desnudez, al ser amado, al otro que es una extensión de él mismo y lo lleva por caminos impredecibles, metiéndolo de pronto en el pozo de su ser. Son muchos y variados los textos que escribió Pellicer con esa cualidad artística, con ese resplandor estilístico. Tuvo tiempo de entrenarse debidamente. Frida Kahlo había muerto en 1954. La casa en que vivió con Diego Rivera en Coyoacán, la dejó él para un museo. Pellicer se hizo cargo del proyecto. Con enorme paciencia fue a ordenar el mundo de sus queridos amigos. Fechada el 30 de julio de 1958, en Las Lomas, esta vibrante "Carta a Frida" es una revelación y una confesión, en la que le habla a un ser entrañable, que vive en su mirada, en su trabajo, en su memoria convertida en un archipié6

El texto lo recupera Alberto Enríquez Perea en Pellicer, México, Ediciones Cal y Arena, 2010, pp. 356-360.

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lago de imágenes que salen a la superficie e inundan de sentido y de símbolos la cultura mexicana. Frida resucita a través de la conversación que establece el poeta con ella; la trae de nuevo ante la mirada de todos, la hace hablar, mostrar sus gustos, sus deseos y sus frustradas esperanzas de tener salud. Sólo un poeta, pudo escribir con esta plácida imagen del retorno y de la soledad, de la noche eterna. Tú, como un jardín pisoteado una noche sin cielo. Tú, como una ventana azotada por la tempestad; tú, como un pañuelo caído en sangre; tú como una mariposa llena de lágrimas; como un día atropelladamente roto; como una lágrima sobre un mar de lágrimas (Pellicer 1958 [2009]: 364).

Frida se pasea por la imaginación del poeta, por sus jardines interiores; caída, hecha estatua de sal. Le dice que es "araucaria cantante y victoriosa; rayo de luz en el camino de cualquiera". Y la vamos viendo paso a paso, en la cama que ocupó varios días, antes de su muerte. El poeta ha dejado cada cosa en su lugar, no ha querido, alterar el curso de la vida de Frida, nada, ni el tiempo que sigue intacto. Trata de recordarle cuando estuvo junto a ella, una semana antes de su muerte, pero Pellicer usa una frase eufemística ("antes de tu salida"), en una silla. Fue a verla y aprovechó "el viaje" para leer unos sonetos, que a ella le gustaban mucho y por eso mismo le gustaban a él. La reciprocidad de la amistad o de la vida, sólo se logra en la poesía. Vio cuando la enfermera le puso una inyección. "Te besé y luego tomé tu mano derecha entre las mías. ¿Te acuerdas?". Entonces ella se duerme, cuenta el cronista, y él se queda ahí, mirando con los ojos puestos en otra parte, se quedó velando su sueño. Y le apagó la luz. Cuando salió y empezó a recorrer esas calles solitarias lloró como sólo puede hacerlo un hermano, un amante o un padre; lloró por el camino, en la noche de Coyoacán, triste, sin cielo, porque el poeta había visto en su querida amiga del alma la personificación de la muerte. "Afuera el cielo, barrido y regado, me recibió misteriosamente, como era natural".

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Pellicer no le habla precisamente a Frida sino al futuro; a los lectores que vendrían después de ella, y después de él, a remover las ruinas de la existencia y la grandeza que puede haber en el arte. En la pintura de esta sufrida mujer, en los versos del auténtico poeta. La confesión de Pellicer, íntima y profunda como tiene que ser toda revelación del ser con el otro, toda confidencia entre dos almas gemelas, se vuelve un poema en prosa que toca el tiempo del morir. Gran lector de la Biblia, que recitaba junto a Vasconcelos, Pellicer sabe que hay tiempo de reír y tiempo de llorar, y en este desahogo verbal y poético con la imagen de Frida enfrente, justo la artista desaparecida unos años antes, establece una rara comunión de afinidades misteriosas que sólo el tiempo podrá distinguir y desentrañar. Ahí dejó también los juguetes de cuando "eran chamacos", y el "ropón de bautizo de Diego". De la realidad de la muerte, el cronista salta a la rutina de los días, a la vida cotidiana, y le pregunta si le gustará cuanto hicieron en su casa. En estos textos Pellicer se revela como poeta y escritor, como un gran observador de la realidad, también aparece su humor y la gran sensibilidad que lo caracterizó siempre, su estilo directo y vigoroso. Los tentáculos de esta prosa se ramifican y van a enrollarse en la propia vida del poeta, enlazada por la amistad y el gran cariño a Frida y Diego. El quería expresar un profundo sentimiento de gratitud hacia ella y su arte, hacia el sufrimiento y el valor que mostró hasta el último momento. Y escribe. Escribe bajo el velo de la pasión que va mostrando en cada frase, en cada idea, en cada imagen, en cada descripción. "Oye niña: me quedé mudo ante tu auto-retrato con el monito y el perro. ¡Qué manera de hacer colores! Porque eso es la pintura; claro eso y otros poemas" (361). Una vez más Pellicer relaciona la pintura con la poesía, lo que había hecho desde su juventud en los años veinte. El cuadro al que alude es uno de los más comentados y festejados de Frida; es una combinación casi perfecta de surrealismo y arte de la realidad. Introduce al lector en el universo íntimo del cuerpo, con sus venas, el corazón como una máquina que no para, las arterias, la sangre que fluye, mientras la mirada de Frida aparece fija en un punto que es su pensamiento. La máquina que es su orga-

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nismo sube a la percepción y de allá baja en forma de líquido. Pellicer tuvo que haber alucinado con este cuadro lleno de impresionismo, pero también de color como él mismo señala. ¿Y la poesía? ¿Dónde pudo haberla encontrado? En lo que narra el cuadro que es el fluir de la vida misma, en el paisaje humano que muestra con naturalidad. Cuando el emisor de la carta se despide hay otro momento de gran intensidad. Pronto podrán verse, claro que en la otra vida. Como buen franciscano, Pellicer supone que después de la terrenal existe la vida eterna. "Bueno criatura adorada y única, nos estamos viendo". ¿Dónde? No importa. La historia iba a juntarlos; ella había sido artista, luchadora social, militante del partido, una figura consagrada por su propia actividad y su tesón y su voluntad de hierro. Su nombre sería una interrogación para el arte y la cultura en México; un punto y aparte en la creación de ídolos y mitos del siglo de la cultura de masas. Y el tabasqueño era igualmente un nombre consagrado por su entrega a las letras, un poeta sincero y comprometido con el arte y las causas justas de la humanidad. Sería recordado. Sería motivo de exploraciones críticas y lingüísticas, estéticas y de sociología del arte, y en esas dos líneas paralelas que parecían dividirlos, Frida y Pellicer se juntan. Los acercaría la huella del arte que pudieron mirar a tiempo y con clara honestidad y entrega. "Claro, que algo falta en tu casa, pero está para siempre dentro de mi corazón y es tuyo". ¿Declaración de amor? ¿Por qué no? Pellicer amó muchas cosas, a poetas y artistas, a colegas y paisanos, a sus maestros y sus padres. ¿Por qué no a su querida amiga Frida Kahlo? La muerte que cita al final del texto, que es el teatrito de títeres, donde está la Danza de la Muerte, tiene una doble intención. Por un lado, es una despedida en sentido cristiano, ya que Pellicer cree que aquí se está de paso para la otra vida; y por otro, en la Danza de la Muerte hay una fiesta donde impera el final. Lo que anuncia Pellicer es el final de ambos, de Frida y él mismo. Su "Carta a Frida" en prosa era la continuación de los sonetos que le había dedicado en 1953, y que ella misma pudo escuchar de voz viva de Pellicer, saborearlos y decirle que le gustaban mucho. En sus poemas no coleccionados en libro, que son muchos, y que apa-

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recieron de manera postuma, Pellicer guardó celosamente los dedicados a Frida. Es como si la producción íntima, muy querida por el poeta, no estuviera destinada a los lectores, sino sólo a quienes se los había escrito. Una vez que terminó el proyecto del museo en Coyoacán de su amiga, y fue poniendo como un artesano cada cosa en su lugar con un amor duro y sin filtraciones como el bronce, y dando un sentido a los cuadros, las cartas, los muebles y los vestidos de Frida, escribió el texto. ¿Qué encontramos? Una sensibilidad para el arte muy aguda y brillante; una inteligencia amplia y lúcida que entra en los territorios de la muerte, la artista había muerto cinco años antes, y le habla con elocuencia y fina amistad; un manejo explícito de la narración que le permite contar de principio a fin, y economizando mucho lenguaje, de qué manera estructuró el universo de Frida; y una capacidad especial para documentarse y ejercer con profesionalismo su tarea de museógrafo. Así, tenemos una pieza singular, en la que el estilo es sereno y dulce como las imágenes de sus primeros versos, ondulado y resplandeciente como el mar que vieron sus ojos en la infancia. Un estilo que define, sin duda, al poeta y al hombre, que encontró en Frida un amor imposible pero de madurez.

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El término "nacionalista" ha quedado reducido a un afán por la reafirmación de los valores de un país, que a menudo rebaja la capacidad artística a pura demagogia. Nacionalismo y arte son términos opuestos, o más aún, no se deben mencionar. Pero hay épocas en que la historia cambia esa fórmula y la invierte. Digamos, en México durante los años de 1920 a 1940 fue un gesto, una actitud ante la vida que impulsó el arte, la educación, la construcción de instituciones nuevas y modernas, como pocas veces se ha visto en un país que sale de una revolución. Fueron muchos los escritores y artistas que se identificaron con el nacionalismo, que pretendía principalmente formar un país de hombres, y en ese postulado, un pozo en que cabía mucha basura, vaciaron su producción a veces malograda o mediocre. Pellicer conjuga, algo raro en su tiempo y en el temperamento artístico de esos años, ambas tendencias; se puede tener vocación por la patria, aunque suene mal, y mantener el esfuerzo por hacerla saludable, próspera y un paraíso del arte; y al mismo tiempo ser poeta, prolífico y audaz, poeta pintado de cristianismo, que cree en la poesía como una redención del hombre. El gran sacerdote que es Pellicer extiende los brazos hacia el prójimo, en su pensamiento cristiano, y hacia la naturaleza, como parte de su espíritu animista; en ambos casos, se advierte un intento por lograr la purificación, que sería vivir el tiempo del regreso a la nostalgia del paraíso. Su objetivo, consciente o inconsciente, tuvo que haber sido la regeneración de esas

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dos entidades, y así dar continuidad a la historia. Su pensamiento nunca mira a un final, a la muerte sola y única; sino que apunta al fuego nuevo, a la concepción de la vida que aprendió de los aztecas, luego en Vico, en los griegos y el cristianismo. Hay una larga lista de términos en los que cree, o por lo menos asume con voluntad y rigor, de los que sólo citamos muerte y resurrección, fuego nuevo, nacimiento y regeneración, creación y reintegración, héroe y cosmogonía. Pertenecen sin duda a las cosmogonías de las culturas antiguas pero también a la mitología cristiana. Vio con claridad el movimiento de las cosas y el carácter cambiante que tienen. Pellicer venía de las aguas, según sus propias palabras, en prosa y en verso. Poco antes de su muerte, en abril de 1973, escribió: "Por todo lo fluvial y lo lacustre/ que soy", "soy más agua que tierra". Venía del agua, pero por el significado que adquiere en su vida y en su obra, remite al sentido cristiano que tiene el agua. La inmersión en el agua significa que muere el hombre viejo y provoca el nacimiento de un ser nuevo, regenerado, dice Eliade. En un plano religioso y cosmológico, y a Pellicer hay que leerlo a veces bajo esta lente, "las aguas conservan su función: desintegran, dejan abolidas las formas, 'lavan los pecados', son a la vez purificadoras y regeneradoras"; esto equivale no "a una extinción definitiva sino a una reintegración pasajera a lo indistinto, seguida de una nueva creación, de una vida nueva, o de un nuevo hombre" (Eliade 1992: 166). El agua en sí, tanto la del mar, como la que cae en las grandes cascadas y la de los ríos, sigue de cerca al poeta tabasqueño; él mismo pensó que estaba hecho de puro líquido, una idea muy antigua según la cual el origen del mundo se encuentra en las aguas. "Las aguas simbolizan la suma universal de las virtualidades. Son fons et origo, depósito de todas las posibilidades de existencia; preceden a toda forma y sostienen toda creación" (165). Si leemos la devoción, que fue más bien el centro de su obra, de Pellicer por ese mundo acuático, hay que recordar que el simbolismo de las aguas implica tanto la muerte como la resurrección; el contacto con el agua lleva en sí una regeneración. Si se entra a la poesía de Pellicer por la puerta que conduce a la tierra, el cielo, los árboles y el agua, se llega a un puñado de poe-

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mas que revelan ese universo sagrado, simbólico; pero igualmente si tomamos otro puñado de poemas en que aparece la historia mexicana y la del cristianismo en diferentes periodos, la nación y sus desafíos, sus héroes y dioses, el lector llega a su pasado precolombino y su arte. Los combinó, además, con alegorías de su propia y muy singular visión de los hombres y de las cosas, y el resultado fue una imagen propia y muy peculiar del mundo. Es evidente que el tiempo vegetal, el de los animales y el de los hombres, crean un núcleo denso e inexplorado de la poesía pelliceriana. Pellicer se identifica y comulga con ciertas imágenes de la naturaleza humana, él mismo dice que es un árbol, ha crecido como un árbol de caoba, usa una metáfora más o menos clara sobre el sentido que tiene el árbol en su poesía y en su vida. Puede referirse al árbol cósmico, el que enlaza el cielo con la tierra, el que se encuentra representado en civilizaciones arcaicas, pero que el cristianismo también utilizó: la madera de la cruz. Su pensamiento es sagrado en el amplio sentido que tiene esta palabra. Creo que muchas frases, algunos versos, que Pellicer escribió con evidente gracia, han pasado desapercibidos, tomados como una broma. Pero la insistencia en el agua y el árbol no es una casualidad ni una broma que se le ocurre a un poeta un día en que está de buen humor. La luz del día, la noche, el agua y el fuego, el árbol y la iguana, son elementos que usó una y otra vez, y que hablan del simbolismo amplio y complejo de su escritura. "Por el simple hecho de encontrar en el corazón de su ser los ritmos cósmicos -la alternancia, por ejemplo, día y noche, o invierno-verano- llega el hombre a un conocimiento más total de su destino y de su significación" (39). Fue al panteón de los héroes más por convicción religiosa que por patriotismo, más por un espíritu libre y liberador, propio del artista romántico y de vanguardia, que por nacionalista. Atraído por la mirada y el silencio de los héroes, y por el gran misterio que encierra el triunfo de Hernán Cortés sobre Cuauhtémoc, la destrucción de la Gran Tenochtitlán por un puñado de castellanos - s e dice que eran cien soldados- que dieron muerte a más o menos 150 mil mexicas, Pellicer echa a volar la imaginación. Y

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esta palabra es importante en su proceso creativo, pues libera su pensamiento y sus temores, pone en ella sus sueños y su inconsciente, su vida onírica y sus pasiones. Admira a ciertos personajes notables del mundo indígena, el rey y poeta Nezahualcóyotl, y el gran Moctezuma, sus dioses y sus representaciones artísticas y cotidianas. Empieza entonces a aparecer el primer elemento de esa personalidad tornasolada que fue el poeta tabasqueño, cuya acción lo lleva por el mundo representando a México, es su delegado y su símbolo juvenil, mientras escribe y escribe. Hasta el último momento, no dejará de vivir de acuerdo a esa simbiosis del arte y de la política, del interés por la "patria" y de su vocación por la poesía. A partir de 1920, en que comienza la "reconstrucción nacional", fue común la idea de que el arte debía ser libre y desinteresado, pero dirigido a la búsqueda de los valores que hicieron posible la República. En vez del utilitarismo que caracterizaba el pensamiento positivista, debía imponerse el espíritu de la raza; esta tesis que propagó el maestro Alfonso Caso (1896-1970)y también José Vasconcelos, entre otros, se extendió a la juventud, a los poetas y escritores, artistas e intelectuales. Ivette Jiménez ha visto con lucidez este "contagio" generacional que fue muy importante en los años de formación del joven poeta Carlos Pellicer; Caso fue uno de los maestros de esa juventud literaria que nació una vez pasada la Revolución mexicana. Lector del joven Pellicer, Caso había sido una especie de guía y tutor suyo; admirador de Bergson, filósofo maduro, sostenía que el arte tenía una función nueva y ajena a los compromisos del menor esfuerzo. Los artistas cumplían su vida estética, por un resorte que los relaciona secretamente con las cosas; se hacen cómplices de ellas, las pintan, las esculpen o las expresan tan naturalmente como los otros hombres las aprovechan. En esta divina complicidad con el ser individual de cada cosa o ente estriba el arte. Ella es el secreto de la intuición estética (Jiménez 1992: 271).

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Poeta místico, chamán del trópico El motivo precolombino en la poesía de Pellicer ha sido esbozado por Edward J. Mullen de manera inteligente y aguda (Mullen 1977). Su estudio está enfocado en poemas muy concretos pero es evidente que toca el centro de la producción poética pelliceriana. Es posible resumirlo en tres puntos, que permiten explorar la concepción del mundo y de la poesía del poeta tabasqueño: 1) Pellicer es el gran sacerdote de la poesía mexicana. Predica con su voz, tanto la voz poética como la de barítono que tenía, hacia los montes y los valles, el norte y el sur. Esto lo convierte en un poeta atado a la tierra y el cielo. Semejante al cura en la iglesia, es el encargado de oficiar un ritual que no es la homilía ni el sermón, sino el ritual de la poesía. 2) Es el poeta de un mundo mágico; su verso es de tierra y de aire, de luz y de viento. Desde el principio Pellicer "establece cierta objetividad ante el fenómeno o esencia mágica de lo tropical al describirlo como algo que está por realizarse", señalaMullen. Según la cosmología nahua, todo impulso vital se deriva de la unión de los elementos opuestos. "Así es que en la cosmología precolombina toda fuerza creadora se inicia en alguna medida de la fusión de las fuerzas de la naturaleza". 3) En Pellicer se advierte cierta concepción telúrico-panteísta del universo, según la cual, el hombre es también árbol, agua o río, y pertenece al mundo vegetal tanto como al reino animal. El arquetipo del hombre que se convierte en animal, propio de varios poemas pellicerianos, se relaciona con la llamada "ley del centro por ser el hombre en la cosmología precolombina el lugar de encuentro fuera del cual los elementos morirían en aislamiento". Pellicer compara el acto de la creación poética al hecho de la creación cósmica, concluye Mullen; esto lo convierte en un poeta muy especial en su generación y en la poesía mexicana del siglo XX: Para Pellicer la imagen del hombre árbol no es simplemente un elemento metafórico sino expresión de una vivencia que se manifiesta constantemente en constelaciones de imágenes, como en el conjunto hombre-árbol-semilla-maíz-palabra, o sea lo creativo cósmico visto

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dentro de lo vegetal poético: el hombre-árbol-sus palabras (Mullen 1977:27). El trópico no es exotismo ni el componente del folclore americano; en Pellicer es signo de magia y cosmología. "La oda tropical a cuatro voces/ ha de llegar". No se entiende esta poesía si no la vinculamos a la creación del mundo, a un acto mágico de Dios. "Del centro que culmina/ la pirámide trunca de mi vida" (Pellicer 1994: 216). Una de las aportaciones importantes de Pellicer a la poesía mexicana fue entrar en el universo prehispánico sin caer en el indigenismo, en el mensaje nacionalista a ultranza, que en los años veinte y treinta fue común en Latinoamérica. Su verso evoca el pasado precolombino a través de una fusión de la magia y lo divino, y magia quiere decir acto que se aleja de la realidad. Pellicer aparece en la historia de la cultura mexicana como el gran chamán. Haberse entregado por completo a la arqueología, la naturaleza y la historia antigua, revela su interés por "lo nacional". Lo atrae la magia. Pero esa entrega no se detuvo ahí, sino pasa a la creación poética y entonces adquiere un sentido más profundo y diverso. ¿Qué es la magia en la vida y la obra de Pellicer? ¿De qué manera asumió la relación entre espiritismo, hermetismo y religión? Son preguntas que siguen siendo vigentes en el momento de acercarse a su poesía. Como todo poeta, Pellicer es un mago de las palabras. La magia es un arte, una ciencia oculta con que se pretende producir, valiéndose de ciertos actos o palabras, o con la intervención de seres imaginables, resultados contrarios a las leyes naturales. También es encanto, hechizo. Hay otro sentido que ofrece el diccionario que me parece más próximo al poeta: "Nombre genérico de las creencias metafísicas, cuyo elemento central y diferenciador es la capacidad humana de modificar la realidad sin medios estrictamente causales". La magia o hechicería populares estaban relacionadas con antiguos ritos de fertilidad e iniciación en el conocimiento en los pueblos llamados bárbaros, principalmente los celtas, pero la Iglesia identificó esas prácticas como demoníacas y las condenó y las persiguió. La antropología distingue entre magia y religión. El mago o chamán era a la

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vez un sanador y un conocedor del mundo invisible de los espíritus y desempeñaba un papel determinante en la comunidad. El chamán suele bajar a los infiernos para tratar de salvar el alma de un ser querido, como vemos en el mito clásico de Orfeo que desciende en busca de su esposa Eurídice, a la que toma y pierde de nuevo. El chamán va en busca del alma de un enfermo que ha sido arrebatada por los demonios. Es un mito común a varias civilizaciones: el héroe baja a los Infiernos para recuperar el alma de su mujer muerta. Jesús también lleva a cabo esa operación para salvar a Adán, y así restaurar la integridad del hombre caído por el pecado. En su vida personal y en su obra poética, Pellicer se esfuerza por rescatar al otro, de salvarlo de la caída original, idea que toma del cristianismo tanto como de los mitos del México antiguo. Invoca en sus poemas la Cruz, símbolo del bien y del mal, está hecha con la madera del árbol que comunica el cielo con la tierra y conduce a la salvación. Se advierte en él una "nostalgia del paraíso" que está cargada de significados, pues implica la situación del hombre en su tiempo. Nos ofrece "imágenes, símbolos, mitos, que responden a una necesidad y llenan una función: dejar al desnudo las modalidades más secretas del ser" (Eliade 1999: 12). Esos términos pertenecen a la sustancia de la vida espiritual, y pueden camuflarse o degradarse pero jamás ser eliminados por el hombre. La imagen es conocimiento, entrada en la zona espiritual del individuo o de una colectividad, y por "espiritualidad" se debe entender una simbología múltiple, siempre en expansión. A esta realidad, el poeta tabasqueño le dio una importancia capital, y viajó, escribió sin tregua de día y de noche, creó museos, participó en proyectos editoriales, dio clases en escuelas públicas, se alió a cruzadas por la educación (Vasconcelos) y también por un candidato a la presidencia de México (el mismo Vasconcelos), admiró a distintos héroes, desde Cuauhtémoc, Bolívar y Morelos, hasta el "Che" Guevara. En esta incansable búsqueda de sí mismo, se percibe el regreso a un centro, en el sentido teológico,filosóficoy simbólico. Pellicer fusiona los mitos antiguos de la cultura olmeca y maya con el cristianismo. Haya leído o no a Frazer y su clásico libro La rama dorada, ese mundo antiguo se relaciona con las religiones animistas,

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en las que la magia solía desempeñar un papel central. También se considera que Jung estudió esas religiones buscando una base de su teoría del inconsciente colectivo. No creo que Pellicer vaya en esta línea de estudio hasta el hermetismo. Pero no está de más recordar que el hermetismo fue llamado "la antigua ciencia" durante el periodo medieval. El hermetismo se vincula, en algunos casos, con las antiguas creencias que, como la magia, conducían al conocimiento y el manejo de las leyes espirituales del universo.1 La poesía de Pellicer tiende a este manejo de las leyes espirituales del universo y de la naturaleza. Cuando habla de su entrega a los ríos y los mares de Tabasco y de otras zonas del mundo, está hablando un lenguaje que tanta confusión ha sembrado. Ahí entra el humor tan visible pero tan olvidado y poco atendido del autor de Hora de junio. Pues se ha creído, inútilmente por supuesto, que Pellicer vivía contento con sus poemas de mar y de selva, de luz y sonido, y que no pertenece a ningún tipo de poesía moderna como Villaurrutia, Novo y Gorostiza. Gran error de perspectiva crítica, enorme ingenuidad. Cuando afirmaba, y lo hizo toda su vida, que él se debía al trópico, su cuna y su horizonte, rápidamente se piensa en un poeta local, pintoresco, de trazos elegantes en su ritmo. Un pobre poeta contento con el terruño y sus costumbres que ha venido a cantarle a los ríos y las flores, a los héroes, las selvas y los mares. Un poeta que se debe considerar "bueno", pero nada más. Rescatar el sentido de su poesía no es tarea fácil. Descomponerla en un discurso nuevo, tarea real de la crítica, requiere de mucha paciencia y observación de la misma. Y sobre todo, evitar las etiquetas ya comunes: "poesía solar", poeta que refleja la "alegría de vivir", poesía que vino del trópico. Es preferible atender el llamado de la imagen que se vuelve mágica y engulle las cosas, los árboles y los animales. Pellicer era el poeta "poseído", el vate no porque anuncie el futuro sino porque lo asume, tanto como el presente y el pasado. Welleck y Warren hacen esta observación: 1

En 1463, Cosme de Mèdici encargó la traducción de la obra de Hermes Trimegisto, que se suponía escrita en el antiguo Egipto. Como sea, es la piedra angular del movimiento hermético o gnóstico. Gnosis quiere decir conocimiento.

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En la estética del folklore, lo que las imágenes hacen es mágico, mientras que el poeta es un loco productivo, inspirado y poseído. Sin embargo, el poeta primitivo puede inventar amuletos y conjuros, en tanto el poeta moderno, como Yeats, puede adoptar el uso mágico de imágenes, imágenes literales como un medio para convertir el uso de imágenes mágico-simbólicas en su poesía. El misticismo es lo contrario: la imagen es un símbolo influido por un estado espiritual; es una imagen expresiva no una imagen causal y no es necesaria en este estado; el mismo estado espiritual se puede expresar por medio de otros símbolos (Welleck y Warren 1967: 245).

Pellicer es, en este esquema, un poeta moderno y primitivo, de varios registros, que vive en la ambigüedad de la imagen que él toma y trabaja desde el animismo y la mística. Y se ríe de la vacuidad de las cosas y los seres que lo rodean. Esta risa hay que leerla detenidamente. En una entrevista por televisión dijo que escribía metido en la cama. Ya que vivía en un barrio silencioso, le gustaba acostarse y escribir. Un hombre dinámico y emprendedor como él, lo sabemos por los testimonios y anécdotas sobre su actividad, escribía bajo estricta disciplina. Pero invertir el sentido de las cosas, como en la parodia, es algo común en sus declaraciones. Entonces dice que va seguido a sus "adobes de Tepoztlán", pues construyó una casa que no vale mucho dinero, es de adobe, en un paraje maravilloso: Lo que fui a comprar a Tepoztlán fue un paisaje. Algunas de las cosas menos defectuosas de mi obra las he escrito en Tepoztlán. Por ejemplo los tres poemas dedicados a Cuauhtémoc están escritos en Tepoztlán un mediodía en que fue tan incisiva la imagen de Cuauhtémoc (Yrízar 1987: 24).

Una vez más insistía en que su poesía es frágil, muy mediana, pero quería salvar del naufragio estos poemas, y los califica de "menos defectuosos", es decir, que el resto sería el desastre. En esto Pellicer no cree; su honradez intelectual va en otro sentido. Es decir, no es arrogante, evita expresar en público su grandeza como lo han he-

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cho otros poetas. Pero en última instancia señala el esfuerzo arduo y constante, el momento crítico de la creación poética que exige su labor. Al mismo tiempo Pellicer subraya que la imagen del emperador azteca tal vez fue el reflejo metido en un recuerdo, pues un historiador tepozteco le contó que las dos veces que Cuauhtémoc, sitiado por los españoles, pidió auxilio aTepoztlán, dos veces Tepoztlán mandó a sus jóvenes, de los que no regresó ninguno. De esa historia, quedó en su pensamiento la imagen de Cuauhtémoc que se transformó en poesía, en una ficción llena de música y de tiempo, que él resumió con precisión. "Entonces dos, tres días después, vi y sentí que Cuauhtémoc salía de las rocas, y entonces era mediodía. Me acosté en mi cama, tomé una tablita de caoba que traje de Tabasco y que me sirve de apoyo, y escribí en poco tiempo, dada la intensidad del recuerdo, los Tres poemas a Cuauhtémoc", cuyo título es en realidad Con palabras y fuego, fechado en junio de 1962, una ardiente declaración de amor hacia el "joven abuelo". Pero ya en 1924, en Piedra de sacrificios, había publicado la "Oda a Cuauhtémoc", testimonio poético que asciende al joven emperador a la gloria y luego lo deja caer a tierra como el mortal que fue. Lo lleva a la gloria del valor y de la sabiduría, de la prudencia y la resistencia militar, para luego hacerlo leña del fuego y de la codicia; le llama tigre y jaguar y al mismo tiempo ceniza que barrió el tiempo. Su entusiasmo por este joven de diecinueve años, último emperador mexica, no tiene límite; lo ve como la estrella de la mañana, un ciclo en que el tiempo muere y se renueva, el último rayo que pudo iluminar el camino incierto de los mexicanos. Perdió todo en la batalla. Perdió un imperio cuando los demás le dieron la espalda. Y esa figura quedó pendiendo del universo, en el vacío infinito. El poeta se integra a esa cruzada, a esa esperanza hecha fracaso, a esa humildad y ese valor que se mantuvo firme a pesar de la hostilidad creciente, del asedio de Al varado y de Cortés, de los texcocanos y xochimilcas, de los tlaxcaltecas y huejotcincas. Lo recupera así: "Cuauhtémoc,/ enorme diamante sin lágrimas,/que todo lo vio./Me destrozo y me reintegro con él" (Pellicer 1994: 556), y lo sigue paso a paso, en su grandeza y su derrota, en su ascensión hacia el cielo y su des-

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censo a los infiernos, en su soporte terrenal. El héroe forma parte de la maquinaria verbal de Pellicer. "Ahora puedo arrojar las palabras pedradas/ a la boca del infortunio"; "El joven héroe camina/ quemando el horizonte con sus ojos./ Apartando a codazos de mirada/ la podrida ambición de tierras y de oro" (692). Cada palabra, cada imagen, cada metáfora construida para acercarse al héroe azteca va encaminada a restaurar un orden en el mundo, a crear de nuevo unidad donde sólo quedaron cenizas y ruinas de hombres, palacios, dioses y ciudades. " Y el corazón se llena de fe/ ante la fuerza desnuda de la roca Cuauhtémoc". Para el poeta, este héroe en realidad no fue derrotado, su silencio, su constancia y su sabiduría parecen la prueba irrefutable de que encuentra el triunfo frente a la avaricia, el poder y la muerte que enarbola el conquistador. En esa figura tuvo que haber visto —o sólo imaginado— el triunfo del espíritu sobre la espada, la resistencia férrea de un pueblo contra el invasor. Las culturas prehispánicas fueron sometidas, pero quedó su aliento y su arte, su vida cotidiana contada por los cronistas. En varias ocasiones Pellicer dijo que su origen había que buscarlo en los olmecas y mayas, escribió poemas en los que subraya eso. Esta actitud se explica en parte porque responde a la que asumieron artistas y poetas, intelectuales y filósofos, como Alfonso Caso, que fue su maestro y primer lector de sus correrías poéticas; Vasconcelos y Reyes, guías imprescindibles del joven y del Pellicer maduro; José Clemente Orozco y Diego Rivera, dos artistas que él admiró mucho y a quienes quería seguir con fidelidad. ¿Qué quiere decir esto? Entre otras cosas, que el espíritu de la época era propicio a la inmersión del hombre de letras en el mundo antiguo para ofrecer una razón de las contradicciones o paradojas del hombre contemporáneo. Pellicer empieza desde muy joven a buscar en las antiguas cosmologías el espíritu de México, pero como los mitos aztecas y mayas se fundieron con los que trajo el cristianismo y la Conquista, se interesa por esa fusión. Le interesa conocer el desarrollo y las peculiaridades de la historia americana, el movimiento de los fundadores de las naciones como Juárez, Hidalgo y Bolívar. Quiere entrar a las zonas menos visibles del lenguaje que hizo posible la poesía de Da-

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río; en el poeta de Azul encuentra otro momento clave, fundador, de la cultura hispanoamericana. En un mundo efímero que se ata ante las modas y las convenciones, Pellicer se mantiene sereno, latiendo por dentro su inconformidad. Su gesto y su obra se revelan contra las inercias, políticas y materialistas de su tiempo. "Nací de olmecas y mayas/ y gente española de la montaña y el mar". Se reconoce como heredero del sincretismo, del barroco y del modernismo. "La iguana y yo somos hermanos verdes". Humaniza a la iguana a través del color, precisamente el que la distingue de otros reptiles, y el poeta pasa a formar parte de la naturaleza. Su ser es esa dualidad. Este poema lo tituló con justa razón, "Esto soy". Y dice que "las cosas saben más de mí/ que yo de ellas". De manera indirecta alude a los cuatros elementos, cita a Cristo y Quetzalcóatl, el misterio que es el hombre y cuanto lo rodea, "Yo he sido un tropical insobornable". Es un poema en el que campea un misticismo extraño, pues la naturaleza se presenta no de forma real y tangible sino imaginada, y por lo mismo, renaciendo a través de las palabras hechas imágenes: Navega en mi sangre lo más antiguo de México. Y por el puente de Quetzalcóatl llegué al taller divino de Jesucristo. He crecido como un árbol para necesidad de los pájaros. El jaguar y la serpiente me conocen. En la piel de uno el jeroglífico del otro inscribo. (555)

Como dice el título, "Esto soy": Pellicer por dentro y por fuera, en pensamiento y obra, de palabra y escritura, recorre el universo, el cielo y la tierra, y se convierte en aire y en fuego. Así, puede llegar a una estación que es su poesía que a su vez representa lo que

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él es; su ser está en esa fusión de elementos. Su origen y su destino han sido planeados en otro tiempo, por otros. No es la fe la que imagina o reafirma el poeta sino esa mezcla de mundo vegetal y mundo animal con el hombre: magia, animismo. Poesía que no es de los sentidos sino muy interior, y a la que podríamos definir como una búsqueda inconsciente de la metafísica. Se declara producto del agua y del fuego. "Soy más agua que tierra/ y más fuego que cielo". Y vuelve ahora su pasión por seguir los pasos de san Francisco de Asís. El Santo, decía él, fue decisivo. "Cuando lo conocí me identifiqué con él. Como el Santo, yo también me siento roca, pájaro, árbol"; y cuando hace esta reflexión está pensando en el arte, cómo esa especie de trasmigración de las almas hacia la naturaleza es aprovechada por el artista. El poeta salta de un espacio a otro, del trópico a Italia; va de Cuauhtémoc a san Francisco. En el poema en que el rey mexica aparece en toda su grandeza y su derrota, dice "No sé qué tiene el idioma/ cuando los héroes hablan" (694), enmudece el mundo para dar paso al silencio. "En el pecho acantilado del Héroe/ se reúnen las palabras como pájaros nuevos". El sol arde en el pecho del joven guerrero que en manos de Pellicer es roca y diamante, un silencio de siglos que parece haber quedado insepulto en su mirada. El oro empujaba a los agresores, el dolor del rey mexica nadie pudo conocerlo ni ver una mínima manifestación. Era todo de fuego y de roca. Ahora puedo arrojar las palabras pedradas a la boca del infortunio en este medio día de la vida del año en que nada se oye para que todo se escuche. El joven héroe camina quemando el horizonte con sus ojos. Apartando a codazos de mirada la podrida ambición de tierras y de oro (692).

Cuauhtémoc ha salido de las rocas para terminar con esa ambición. Pero de él sólo quedó su paso ardiendo por el fuego que renueva

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y purifica. Pellicer cae como rendido ante la figura de este hombre que libró una guerra inteligente, cruel como todas las defensas de un imperio, larga y prolongada, en la soledad, traicionado por sus aliados. En mayo de 1521 comenzó la destrucción de Tenochtitlán, y meses después aquella ciudad colosal hecha con sudor y esfuerzo de muchos hombres durante tantos años, se había convertido en un montón de escombro. Tal vez sea cierto que Cortés pensó más de una vez que debía destruir la ciudad si quería tomarla, también puede ser que le doliera saber eso. Pero la fuerza de las circunstancias pudo más que el presentimiento. "Si Cortés sintió algún remordimiento, se lo guardó para sí. Y pudo sentirlo, puesto que había llegado al mismo punto de la calzada en que, dieciocho meses antes, le acogió con cortesía el 'gran Moctezuma'" (Thomas 2005: 671).

La magia y el misterio Del mundo prehispánico, el poeta tabasqueño deja una constancia inaudita, de sombras y de luz, de muerte y resurreción de la raza y su cultura y sus dioses, en un combate a muerte, sin fronteras, por la conquista de un reino. Subraya sin duda el papel trágico del héroe y la forma como la luz está en su mirada, que la irradia a todo el universo. Esta luz la volvió a imaginar Pellicer en varios momentos de su trayectoria poética. Pero en el caso que nos ocupa, la refractó hacia san Francisco, el santo que lo cautiva, como Cuauhtémoc, Bolívar, Cristo, Buda, Nezahualcóyotl. La parte mágica de san Francisco que más le interesa es la del amor a las flores, al campo. Pellicer trata de imitar esa imagen de Asís y asimila su idea del principio de unidad a través del orden. Su pasión por la naturaleza revela también ese principio. Cuando paseaba por los campos de Italia, al principio de la Primavera, le decía a los campesinos: 'Por favor una fajita, muy delgada, entre una parcela y otra para que allí nazcan las flores que ya vienen'. Allí está la parte mágica. En la tierra que no se tocó, allí nacen las flores.

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Como un predicador, Pellicer solía explicar está parábola, y se entusiasmaba tanto como cuando recitaba poemas. De nuevo, llegaba el éxtasis. Y es que la sesión del chamán, en la que baja a los Infiernos, equivale a una experiencia mística, dice Eliade, "el chamán está fuera de sí, su alma ha abandonado el cuerpo", y lo hace en beneficio de otro. Este rasgo iguala el sentido que tiene el mismo mito en tradiciones tan distintas como la india, la americana, la griega, la judeocristiana y las prehispánicas. La actitud de Pellicer sólo es explicable si se toma en cuenta que su vocación de ayuda a los demás se apoya en las premisas del cristianismo y del chamán, y le agrega además la voluntad nacionalista propia de su generación y la convicción de que sólo el socialismo traería bienestar educativo, económico y moral a los demás. He aquí un rasgo distintivo de esa personalidad viajera de voz altisonante: el sincretismo religioso y poético. El chamán también asciende, sube al cielo a través del árbol cósmico plantado en el Centro del Mundo. Todas las místicas se sirven del simbolismo de la ascensión para figurar la propia elevación del alma humana y la unión con Dios. Nada permite identificar la ascensión celeste del chamán con las ascensiones de Buda, de Mahoma o de Cristo: el propio contenido de las experiencias extáticas respectivas es distinto (Eliade 1999: 179-180).

Así tenemos a un Pellicer que se relaciona con la magia y la metafísica, y se orilla mucho a los caminos del simbolismo animal y vegetal, a la geografía física y espiritual de los pueblos, y también a los elementos de la creación del mundo. Su poesía es un viaje sin retorno a los mitos fundacionales, y nos remite al escritor inglés Robert Graves, que en ese ensayo antropológico, histórico y de mitos, La Diosa blanca, desarrolló su idea de la poesía. Su tesis es que la poesía es un lenguaje mágico vinculado con algunas creencias religiosas en honor de la Diosa Luna, Madre Tierra, Dadora de Vida, y que ese lenguaje fue corrompido por los invasores patriarcales de la antigüedad. Los filósofos griegos, dice, erradicaron la magia y los mitos porque no eran compatibles con su racionalismo a ultranza. Para Graves, la

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Diosa no sólo es patrona sino ama y señora que rige su inspiración y su acción; así, el verdadero Bardo es aquel que se entrega en cuerpo y alma a adorarla, de manera insobornable.2 La función de la poesía es la invocación religiosa de la Musa; su utilidad se encuentra en la experiencia de exaltación y horror mezclados que su presencia suscita. Cree entonces con Pellicer que la poesía era en un tiempo una advertencia al hombre de que debía mantenerse en armonía con la colectividad entre la cual había nacido, mediante la obediencia a los deseos del ama de casa. Ahora es un recordatorio de que nadie ha tomado en cuenta esa "advertencia", y ha trastornado la casa con sus caprichosos experimentos en la filosofía, la ciencia y la industria, trayendo la ruina a sí mismo y a su familia. ¿La actual es una civilización en que la poesía resulta deshonrada? Al menos sus principales emblemas sí, ya que "la Luna es menospreciada como un apagado satélite de la Tierra y la mujer considerada como personal auxiliar del Estado, y en que el dinero puede comprar casi todo menos la verdad y a casi todos menos al poeta poseído por la verdad" (Graves2003:16-17). Cuando Pellicer se erigió en "sacerdote" de la justicia y la verdad, y su herramienta no era más que la poesía que salía de sus manos, estaba aludiendo a esta tesis de la civilización moderna. Junto a Vasconcelos se aficionó a la lectura de poetas persas, a la filosofía oriental. Es difícil citar los autores pero sí sus manifestaciones. Una de ellas se encontraría en la filosofía sufi, pues los principales propagadores de esta filosofía fueron sus poetas. El poeta persa Nazami escribe: "Bajo la lengua del poeta se esconde la llave del tesoro". Ese lenguaje secreto era una defensa contra el pensamiento trivial, fácil, y un muro contra las inculpaciones de herejía, pues encierra una metáfora del amor a Dios, según Ibn el-Arabi, que tiende a la perfección. Las mil y una noches, el libro de los libros o "fuente de los archivos" en la historia de la cultura persa, posee un contenido similar a esa metáfora, 2

La Diosa Blanca se inscribe en la tradición de la antropología irracional de autores como Joseph Campbell y James Frazer. En ese libro, Graves pregunta, "¿cuál es la utilidad o la función de la poesía en la actualidad? La respuesta es muy difícil, es un desafío, porque la hacen personas estúpidas".

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igual El cantar de los cantares. Esto que parece muy oriental se encuentra en la base de la educación de escolares ingleses y franceses que comienzan sus clases de historia mencionando a sus antepasados druidas que arrancaban muérdago de un roble sagrado. César atribuía a los druidas "la posesión de misterios ancestrales y de un lenguaje secreto" (22). La poesía para Pellicer no es un secreto, sino una voz que anuncia algo, una voz que se difunde y cruza el aire. Pero su origen, en cambio, sí es un misterio. Esto lo expresa de muchas y variadas formas. Su alusión a los ríos, las montañas, los árboles, los peces y reptiles, es una manifestación de un mundo sagrado. Y Graves señala que se supone que cualquier árbol que se llame sagrado tiene cualidades especiales. ¿Cómo explicar esa tendencia pelliceriana de intentar confundirse con la selva, con la iguana y la ceiba? Por su vocación religiosa que se finca en el amor y se despliega hacia el éxtasis. Si los místicos cristianos, dice Graves, consideran el "éxtasis" como unión con Dios, los sufis "tan sólo le conceden valor en el caso de que el devoto vuelva otra vez al mundo y continúe viviendo en él de acuerdo con su propia experiencia" (Shah 2003:18). Un poema que ilustra muy bien la imagen religiosa del mundo que construyó Pellicer es sin duda "La hora de David". Aunque parece que su tema es el David pecador, también el que mata a Goliath y salva al pueblo de Israel, Pellicer se aparta del mito bíblico y en el escenario que crea coloca el sonido de campanas, del tranvía que pasa por la calle, aludiendo a objetos eléctricos, ciclistas y palomas. El lector puede escuchar una y otra vez las sirenas de las fábricas, el radiotelégrafo, y ver que entre la muchedumbre citadina anda David, "angustioso y bello". No es la primera vez que el poeta se sirve de un mito de la Biblia. Pero ahora, junto a David se encuentra Goliath, un filisteo, guerrero invencible que se enfrenta a su rival. Me toca a mí, dijo, matar a ese filisteo. Pellicer no hizo sino seguir las huellas de una tradición arraigada en las artes plásticas en las que el motivo de David y Goliath es ya una larga historia. Caravaggio pintó a David con la cabeza de Goliath en la mano; también Feti, en 1620, recrea a David como un ángel, con la espada

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-especie de arma divina- en una mano y en la otra la enorme cabeza del filisteo. Simón Vouet, 1621, hizo lo mismo que Caravaggio, pero en la cara de David dibujó temor, una mirada de soslayo que expresa duda. Luego Rubens, que pintó la batalla entre ambos, sitúa a David con el pie derecho en la cabeza de Goliath en el momento que descarga el golpe fatal con toda su fuerza, según el drama que revela el cuadro: David empuña la espada con ambas manos en un gesto definitivo. Bernini convierte a David en un joven Dios, con la certeza de un vencendor, y Spinelli recrea la fiesta del pueblo de Israel una vez que la cabeza del enemigo rueda por el mundo. Y el tema llegó a Picasso, que en dos figuras geométricas hace la metáfora de David y Goliath; el mito bíblico fue tomado por los impresionistas que lo dibujaron y pintaron, como Degás. El cine ha hecho lo suyo con esas dos figuras bíblicas. Pellicer no podía quedarse atrás en este ascenso hacia la representación de dos mundos en lucha, dos culturas enfrentadas, dos maneras de reaccionar ante la fe religiosa y la conducta del ser humano. Y escribió "La hora de David", una historia de amor y de pasión desenfrenada. Pellicer usa ahí una palabra de origen italiano -siempre tuvo un acervo lingüístico impresionante en su originalidad-, que me parece clave: cadencia. La utiliza nada menos que en ese poema escrito en Florencia, en 1927, durante su largo viaje por Europa y por Italia, el país que lo emocionó hasta el delirio, y que amó sobre todas las cosas. Soñó sus plazas y sus pueblos, el arte de Venecia y de Padua, de Florencia y de Verona. En el poema, se dirige a un viajero invisible, introduciendo un eje sobre el cual debe y de hecho gira el resto. "Viajero de cien viajes, si no has visto a Florencia,/ tus puertos, tus ciudades, no valen la cadencia/ del perfil florentino" (Pellicer 1994: 203). La pregunta que se destaca es si "cadencia" tiene un sentido figurado como repetición de fenómenos que se suceden regularmente; en el musical, que es serie de sonidos o movimientos que se suceden de un modo regular o medido; en el de la danza, que es medida del sonido, que regula el movimiento de la persona que danza. Puede ser que tenga esos sentidos, o bien el de la poesía: proporcionada y grata distribución o combinación de los acentos y de los cor-

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tes o pausas, en la prosa y en el verso. Nada vale entonces si no hay ese sentido regular en serie y que proporciona unidad a la música, a la poesía, al movimiento. " L a hora de David" es poema del tiempo en el arte y en la vida, del tiempo que camina sobre la historia de las ciudades y de los hombres; el tiempo que obliga a David a pedir: "quiero la Vida". En la frase encierra Pellicer el misterio de este hombre y de este mito, de este rey y este vencedor capaz de cortarle la cabeza a su rival. Dios le dice que pida algo, lo que quiera, y él dice, no quiero nada, sólo la vida. Y sube el tono para repetir que quiere la vida: Los relojes cesaron y los hombres quedaron desiertos de movimiento y de voz. Pero escucharon y vieron. Los ciclistas y las palomas se inmovilizaron sobre el equilibrio perfecto, y las campanas de los tranvías y las de las catedrales y las de las fábricas se derritieron (200).

Q u é manera de tomar elementos antiguos y darles un "toque" moderno; David de pronto junto a los tranvías y las fábricas, el vencedor de Goliath, que habla con Teseo, junto a los ciclistas. En un momento, después del agua del bautismo y entre la muchedumbre "pasó David, angustioso y bello". Es un pecador, insinúa Pellicer, pero como Mateo el publicano logra seguir a Jesús y salvarse. El poeta introduce en sus textos nombres de la Biblia y un pasaje, o palabras de Mateo, como en " L a hora de David", entra y sale de esa zona o herencia que conocía como por su casa. Entra y sale de los museos de arte de Florencia, nombra los vaivenes del mundo moderno, hace contrapuntos entre la antigüedad y el presente, ficcionaliza elementos de la historia sagrada, de la historia social y política del mundo. Arma un amplio mosaico de culturas y siembra ambigüedad en su relato poético, pieza importante en su poética pues parecía empe-

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ñado en cubrir de ironía la realidad, de "ficción" la historia, de poesía, música y danza, la naturaleza. La Biblia es fuente constante de sus versos. En el poema que comentamos, pone un diálogo como si fuera real en boca de "Mateo el publicano" que le habría dicho a David: —Tus gritos son ya intolerables. Quieres la vida ahora, antes la despreciaste. Amaste un solo instante y aun sin entregarte. La Vida de altas puertas se abrió para tu paso: viste pasar por ellas las auroras terrestres y las noches navales, lo de Goliath no basta... El río en sangre cruza del tiempo que se arquea del alba hacia el ocaso (202).

Pellicer sabe que Mateo significa "regalo de Dios", que también se llama Leví, hijo de Alfeo, y que su oficio era el de recaudador de impuestos, un cargo muy odiado por los judíos, porque esos impuestos se recolectaban para una nación extranjera. Los publícanos o recaudadores de impuestos se enriquecían con facilidad, y a Mateo le atraía mucho esta idea de hacerse rico, pero una vez que se encontró con Cristo abandonó para siempre esa ambición y se dedicó a la salvación de las almas. Mateo invitó a comer a Jesús y éste fue con gusto, a pesar de las críticas de sus discípulos; se acercó al publicano y le dijo "ven y sigúeme". Renunció a todo y se fue con Él. Cuando estalló la persecución contra los cristianos en Jerusalén, Mateo se fue al extranjero a evangelizar en Etiopía; allá murió martirizado. En su evangelio copia sermones muy conocidos de Jesús, como El sermón de la montaña. Es interesante subrayar que el poeta introduce en la vida de David y las palabras de Mateo el publicano ciertas licencias propias de la imaginación poética, como ese diálogo "acomodado" por el Yo lírico a la historia y a los pasajes de la Biblia. Pero principalmente cuando le dice que ha visto pasar las "auroras terrestres y las noches navales". El poema cruza de pronto el firmamento y se encaja como una

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flecha en la conciencia del lector. Es un verso exacto, pleno y múltiple; sus signos se expanden y tocan las cuerdas más frágiles de la conciencia. En ese instante el poeta deja caer un fardo: "el río en sangre cruza" el tiempo desde siempre; es decir, el espíritu de la venganza reina en la historia como puede verse en la misma Biblia; la sangre que llama a la sangre. El poema nos conduce hacia la antigüedad y nos hace caer en la vida contemporánea debido a sus efectos libres en los que cambia el espacio y el tiempo con una velocidad mágica. Pellicer es de nuevo el gran sacerdote de la poesía mexicana, el mago y el chamán, que hemos señalado. No es un intermediario entre los hombres y Dios, sino entre la poesía y los hombres; tampoco es quien imparte la comunión sino el que ofrece su lira en verso como una comunión consigo mismo. Resume un intento de purificación a través del arte poético a sabiendas de que el hombre está atado a la tierra, a sus pasiones y sus impulsos. Atado a la sangre que corre por sus venas, y a la que corre por los canales de muchos países producto de la violencia, la injusticia y la guerra. "Toda obra de arte es generadora de luz. El cristianismo también es eso, en un sentido más necesario" (Becerra 1985: 284). Así es que la creación es obra de la luz. Alude obviamente a los postulados bíblicos, cuando Dios separó las tinieblas y del caos creó la luz, es decir, el mundo. La oscuridad es desorden, olvido, inconsistencia y nada, es necesario que se opere el milagro de la luz para que surja la forma. "La luz no es, pues, un rechazo de la sombra, sino más bien una absorción de ésta".

El arte de la composición Para Pellicer, un museo era una textura que debía adecuarse al medio ambiente, a la sociedad y el espacio donde se construía. Estaba pensando en un centro tanto cultural como cosmológico. Exige por tanto una estructura, el viejo arte de la composición que sólo podía llevar a cabo un artista paciente y delicado, agudo y sensible como fue el autor de Colores en el mar. Otra idea propia de su pensamien-

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to, no por rara menos original, fue que el arte y la religión no son dos disciplinas diferentes, alejadas de sí mismas por diversas razones; tienen objetivos lejanos, responden a estímulos y causas distintas: el arte es belleza y la religión se atiene a la fe. El hombre encuentra en el arte una realización a través del trabajo, mientras que en la religión ve una forma de contemplación, pasiva, que llega de las alturas. Sin embargo, el poeta tabasqueño las unió como actividades que humanizan a quien las practica; escape y fuga del mundo, el arte y la religión son formas de conocimiento de sí mismo y de las cosas. En su ardua labor museográfica puso empeño, pasión desmedida, un esfuerzo poco recompensado, pero convencido de que un museo no era la casa en ruinas del pasado, sino la exhibición en vivo de la historia y la religión, la vida y la muerte de un pueblo. Se empeñó en rescatar la cultura olmeca y la maya como parte de un programa no escrito en su vida poética y literaria, en su apostolado por la cultura y las artes, y en su cruzada por unir los contrarios en una misma actitud mística. En todo puso esta bandera imantada de religiosidad. Escribió: "Con excepción de la cerámica y de los útiles de trabajo, puede asegurarse que el arte tuvo siempre orígenes religiosos. Toda idea religiosa ha tenido como primera manifestación lo alto" (Pellicer 1961:3). Basta recordar cuánto esfuerzo desarrolló para levantar en Villahermosa el Museo de Tabasco, que con el tiempo llevaría su nombre. Desde 1946 comenzó el intento gubernamental de crear un museo en esa ciudad, y el proyecto llegó a feliz término, el 19 de noviembre de 1952, cuando se inauguró. ¿Qué era la museografía en la vida de un poeta dedicado en parte a recorrer lugares de Europa, América y Asia? Creo que tuvo tiempo de escribir y reflexionar sobre el tema. L o más hondo que deja la humanidad al desaparecer como pueblo, nación, cultura, es el arte. Allí encontramos todos los valores del espíritu, sobre todo cuando el arte traduce una religiosidad. Indudablemente las mejores manifestaciones artísticas de todo pueblo, son las religiosas (Pellicer citado en Hernández 1991: 9-13).

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El museo se convirtió en un ser que era preciso vigilar en la noche, cuidar de la lluvia y del clima, de las intromisiones arbitrarias de políticos y empresarios. Recorría las salas, comprobando su acabado, la adaptación para el arte, "y me di cuenta de que algunas salas tienen un marcado acento religioso". Todo, los muebles, la iluminación, la colocación, fue obra suya. Sólo esperaba la mirada del espectador que debía formarse una idea de lo representado. Puso en los muros, en el color y las figuras un claro acento poético, así el museo era otra cosa: una propuesta de unir en un mismo espacio la historia de un pueblo, sus costumbres y creencias, su humanismo y religiosidad, la música y la poesía. En esto, como en su poesía, el hombre debía tomar la bandera del camino y empezar a señalar la ruta, el hombre como principio y fin de las cosas, sin separarse de Dios. Llegó a considerar que un museo, como señala Carlos Sebastián, era una manera de organizar la nacionalidad espiritual y descender a las raíces del país. Era una aventura. Stevenson habría utilizado esta figura para uno de sus relatos; Pellicer practicó la aventura como misionero y como un ilustre tabasqueño ávido de cruzar a la otra orilla del mundo; su inquietud geográfica, histórica, es tan evidente como la que sintió por el arte, la música y la pintura principalmente. Cada objetivo que se impuso, fue cumplido con honradez y pulcritud; el museo en Tabasco era un claro desafío a las leyes que rigen la vida política y social del estado, y más cuando allá se vivía en una lentitud cultural, en cuyas aguas se bañaban la burocracia y la mediocridad. Asumió esa tarea como un desafío a sí mismo, a su trayectoria poética, como un compromiso con el pueblo que lo había visto nacer, con la tierra, que supo reconocer a tiempo. Eran esos años en que el país atravesaba el pantano y se manchaba del virus de la componenda, el compadrazgo político -la corrupción- y la burocracia. Tabasco no era por supuesto la excepción. Así es que Pellicer tuvo que intentar vencer esos obstáculos. El alumno de Paul Rivet, antropólogo francés, lució con acierto las enseñanzas de su maestro. Pellicer plural y risueño, tuvo que haberse acordado de sus clases con el célebre etnólogo, autor de la teoría sobre el origen del hombre americano que tanto se estudió en México durante varias décadas.

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En su clásico Los orígenes del hombre americano, Rivet3 decía que el origen del hombre americano era Asia; de allá se habían descolgado grandes núcleos humanos, seres errantes que cruzaron hacia América; así, el asiático había sido el poblador lógico, histórico y natural del continente americano. Interesado a fondo en el desarrollo de las culturas prehispánicas y también en la historia de la Conquista y de la Colonia, Pellicer fue un observador y un estudioso muy singular de éstas. Vio en el Popol Vuh la gran obra de los orígenes del universo que produjo la cultura maya-quiché; elogió el trabajo de Ángel María Garibay (1892-1967), el gran traductor del náhuatl al castellano de la literatura de los antiguos mexicas; y se asomó con suspicacia a las prácticas artísticas de esos pueblos, que casi no conocieron la música o al menos no quedan vestigios de ello. Se sabe solamente que desconocieron el uso de instrumentos de cuerda, ya que sus conjuntos musicales se basaban en instrumentos de percusión, trompetas de madera y trompetines de barro, así como flautas de barro, señala Pellicer. Celebró la labor de los primeros misioneros como la emprendida por fray Bernardino de Sahagún, sin lo cual "estaríamos completamente a ciegas". De alguna manera son los fundadores de la nacionalidad mexicana. "Ellos y no los hombres armados y llenos de codicia supieron entender el verdadero alcance de las culturas desaparecidas y que hoy se nos revelan por fin en el foro de la Cultura Universal" (Pellicer 1961: 7). Fascinado por el mundo olmeca y el maya, Pellicer lo ilumina con su mirada sincera y exploradora. Y en su poesía hay la imagen de ese pasado glorioso pero perdido, de esa cultura que fue y ya no es más. Pasa de la historia y la antropología a la poesía con absoluta facilidad. Nada extraño para su tiempo. Pablo Neruda le canta a la 3

Una vez más asombra el ingenio del poeta tabasqueño en su vida artística. Cuando cita a un hombre de letras o un científico, se trata de un ser excepcional. Paul Rivet (1867-1958), por ejemplo, responde a "su" modelo. Rivet formó parte de la Segunda Misión Geodésica francesa que llegó a Ecuador en 1901. Permaneció en América del Sur alrededor de seis años. Fue secretario del Museo Nacional de Historia Natural de París. En 1942 fundó en Colombia, el Museo de Antropología, y en el terreno político fundó un comité de vigilancia de los intelectuales antifascistas. Cuando los nazis casi lo cazaban, se refugió en Sudamérica. Fue profesor de antropología y secretario de la Sociedad de Americanistas. El tabasqueño tuvo motivos para admirarlo.

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naturaleza palpitante de América en su Canto general; Octavio Paz escribe Piedra de sol y también un ensayo ingenioso y revelador sobre los mitos, la religión y la historia de México: El laberinto de la soledad (1950). Paz hace una simbiosis peculiar entre el ensayo político y social y el arte poético. Pero no se dedicó a la museografía, ni asumió que fue mitad animal y mitad vegetal, mitad hombre y mitad serpiente como Pellicer. Como sea, esos dos ejemplos bastan para recordar que Pellicer no es el único caso en que el recuerdo de los héroes del panteón precolombino y la actitud antropológica, social, la mirada aguda sobre el arte y la política de México, forman parte de su horizonte poético ¿O es al revés? Si le creemos a Pellicer cuando poetiza la historia del pensamiento olmeca y maya, entonces estamos ante un hombre de dos rostros y una misma visión del hombre. En esta prosa me parece que leemos también el alma del poeta: Toda la suntuosidad de los trópicos alienta en estas pinturas [se refiere a las de Bonampak, Chiapas]; todo nuestro mundo vegetal originado y vivificado por nuestros grandes ríos se escucha silenciosamente en la suntuaria maya desde el quetzal incomparable pasando por las pieles de la serpiente y el tigre (25).

Y afirma en síntesis que la selva forma parte del hombre; los artistas aparecían disfrazados de animales; así, la selva vuelve a ocupar el lugar de la persona. Mientras, la música de flauta y las trompetas imitan el rugido del viento. La descripción del poeta no puede ser más clara: induce a darle a ese pasado indígena la gloria negada, el valor verdadero que tiene, según Pellicer, como revelación de la belleza, a la que él se rinde como un esclavo ante el amo. El poeta es esa fuerza revelada de las culturas prehispánicas y la fuerza del espíritu cristiano, humilde y reformador, de san Francisco. Caminó por el mundo como un evangelista pero también como un alma plástica, como un cristiano y un poeta, desnudo. Se echaba al Usumacinta, o bien, a las playas de Paraíso y Frontera, como vino al mundo. El sacerdote cumplía así un ritual, del iniciado, del bautizo, de la purifi-

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cación mediante las aguas. Esto es evidente en esa idea que expresa con claridad el poeta tabasqueño: "El hombre maya, suntuosamente desnudo, creó una plástica como en algunas regiones de la India, en que el impulso vegetal y animal inspiran el arte y la mitología" (28).

El héroe y el anti-héroe En un espíritu como el de Pellicer, de clara pasión por los héroes, no es extraño que haya tomado la figura mítica e histórica de Nezahualcóyotl y la haya convertido en hecho poético. Levanta la voz y le construye un canto épico sin concesiones al "Rey poeta". Y en su vibrante honestidad literaria pone un título que no puede sino considerarse abrasador y simbólico, "Noticias sobre Nezahualcóyotl y algunos sentimientos",4 como si el poeta fuera el cronista que va a describir al rey texcocano o un historiador que quiere reproducir la figura histórica. Pellicer se transforma. Ahora resulta que es una especie de pintor que va a retratar el sujeto de su obra con gran fidelidad a los hechos, en su grandeza y en sus caídas notables, en su afán guerrero y su amor por las letras. ¿Es que se propuso en efecto dibujar con unos cuantos trazos esa figura legendaria, que cautiva por sus versos y por su benevolencia? Más allá de la intención inmediata, Pellicer fue un gran lector de la historia de México y sus símbolos, a la que le dedicó discursos, ensayos, poemas. Su pasión poética lo llevó a las figuras históricas que con su heroísmo quisieron cambiar la suerte y el destino del pueblo latinoamericano. Es una actitud claramente romántica, en la que el poeta se siente insatisfecho con su pluma y entonces la guarda un rato y se va por los caminos del mundo para conocer el estado de ánimo del pueblo. Sólo así puede transformarlo. Cristo y Marx se dieron la mano en esta cruzada del

Este poema extenso fue publicado por el Gobierno del Estado de México en 1972, que gobernaba el profesor Carlos Hank González, para celebrar un aniversario más de Nezahualcóyotl. Se supone que Pellicer lo escribió a petición del diputado Mario Colín, amigo suyo, cinco años antes de su muerte.

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poeta tabasqueño por hacer una lectura de la historia del país en sus distintas épocas, de la prehispánica a la del México revolucionario. Abrimos el libro sobre Nezahualcóyotl y ¿qué vemos? El día en que el rey muere en una atmósfera de luto y de dolor; incluye la fecha como testimonio, y también con el deseo inicial de unir en una misma acción el nacimiento y la muerte. Su niñez "sangrante" en que pudo ver en el suelo el cadáver de su padre asesinado, "desde un árbol de capulín, a orillas de Texcoco". Fue un día común y corriente, el de 1472, sin embargo, "Las horas comenzaban a desvestirse/ para llenarse de estrellas" (Pellicer 1972: 7). Antes que nada el tiempo lúcido y espléndido del rey texcocano, y el cielo que habitó; su figura irradiando luz y música. Vemos a un monarca que manda y que gobierna según un principio rígido de justicia; distribuye las leyes con amplio sentido de equidad. El rey que por encima de sus preferencias familiares, ordena que su hijo, que ha cometido algún delito extraño, sea sentenciado a muerte. Vemos también a un hombre sencillo, que ama el paisaje y la naturaleza, y que coleccionó pájaros y serpientes, flores y estanques, como queriendo coleccionar la belleza. Esta imagen de Nezahualcóyotl resume su vocación por la armonía, una búsqueda incesante por encontrar un equilibrio entre la autoridad y la razón. El guerrero no podía ser olvidado por la mano del poeta; Pellicer va esculpiendo la figura del rey que reunió en una misma persona tantas y variadas cualidades. El poema se inunda de historia y de mito, de vocación por la palabra como imagen que puede llevarnos al pasado remoto, y entregarnos a la figura sonriente y benevolente de un rey que fue heraldo de su tiempo, un poeta delicado y un humanista. Le cantó a las flores, al amor y a la muerte. Esta es otra vertiente que Pellicer rastrea y saca a la superficie con maestría inusitada; tal vez atado a ese hombre mitad dios y mitad humano, que lo cautiva y le sumerge en la clara luz del pasado prehispánico. El poema fue escrito en Tepoztlán. Uno puede imaginar a Pellicer semidesnudo, sentado en su mesita de puro pino, escribiendo con un lápiz en un cuaderno sobre el que van brotando los versos del canto a Nezahualcóyotl. Borra. Elimina palabras. Cuenta los versos. Escucha el ritmo. Y en la noche de octubre, azotada por un viento muy

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vengativo del noroeste, solo en su recinto, va convocando el espíritu del rey-poeta. Se le aparece entonces, como un ser muy próximo a la gloria, que supo administrar el poder y la política, vivir en su palacio y su imperio sin arrogancia, y coronar su biografía a través de ponderar el arte. El mismo fue un ejemplo artístico. El arte formó parte de sus inquietudes y de su ser. Pellicer lo rescata de esa manera en que sólo puede ser visto el alma de la historia: por la palabra hecha imagen, hecha poesía: Vamos a tu poesía, del brazo de una noche totalmente encendida. Allí se pinta el día con los colores minerales con que una flecha espiritual da en el blanco de lo más bello, un poco triste, ardiendo (34-35).

También lo ve con cierta nostalgia, pues insinúa que los grandes nombres del mundo precolombino han sido destituidos de la historia por la conquista española, y que están casi enterrados para el México actual. La figura de Nezahualcóyotl que nos entrega Pellicer se convierte en poesía no sólo social, histórica, antropológica, sino en una metáfora del olvido y del silencio, de la historia y de sus símbolos, en la que el hombre es el artífice de su propio destino. Pero la metáfora con que resucita al rey poeta, no es simple comparación, un contrapunto de significados, sino el alma de la poesía pelliceriana, tan urgida de volver a los muertos para revivir sus acciones. Fue un modo de encarar el pasado y de hacerlo tiempo presente y duradero. Revivió bajo este método a conquistadores, libertadores, poetas, pintores, bailarinas, aviadores, militares. Usó la elegía, el poema en prosa, la narración poética, el romance. Es preciso recordar que de sus dominios técnicos más logrados, aparte del soneto, Pellicer hizo del romance uno de sus géneros predilectos. Ahí pudo juntar en una misma voz poética, la hazaña de un héroe y su derrota, su desbocada ambición y su fracaso; y la historia de México era pro-

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picia para que el "cronista" tomara un capítulo, un personaje, un episodio o una leyenda, y la trasladara al territorio de la fantasía. Bajo esa mirada escribió el "Romance de fierro malo", incluido en Subordinaciones (1949), en el que el protagonista ya no es un rey del imperio azteca, como Nezahualcóyotl, sino un militar español, de los que llegaban a la Nueva España, hambrientos de poder y de oro, de gloria y de inmortalidad. El contraste no es gratuito, surge de una necesidad literaria, en la que cabe el héroe y el anti-héroe, el sabio y el bruto, el hombre marcado por la honradez y el que ha sido errado con la cruz de la ambición. Pellicer va de la virtud, Nezahualcóyotl, a la degradación, Ginés, dos polos que coinciden en un mismo país pero que revelan dos almas de signos opuestos. Esto pertenece a los significados que pueden encontrarse en esos dos poemas, pero Pellicer es un explorador de signos y siempre da un paso más allá de la historia que cuenta; hace de la forma una esencia, un complot de resonancias líricas. "El corazón me pedía/ un romance, y aquí está", confiesa Pellicer con la humildad en el suelo; toma entonces la parte de la historia colonial más conmovedora para convertirla en un suceso épico, en el que se alternan los momentos líricos con los detalles de la historia, el ritmo y la métrica, con un significado de corte negativo: la ambición sin límite que impulsa a Ginés Vázquez de Mercado; el sueño de El Dorado que lo lleva finalmente a la muerte, el verdadero asunto del "Romance de fierro malo". En un verso crudo que revierte la historia de la Conquista, y de fábula se transforma en empresa ruin y sinsentido, dice: "La ambición y la tristeza/ viven juntas, duermen juntas./ [...] El capitán español,/ murió de rabia y de duda". Una vez más, el título es una ironía soberana de Pellicer. Si ya el "fierro" es un metal de segunda en comparación con la plata y el oro, finos minerales para la vista, calificarlo con ese adjetivo duro y total, "malo", es hurgar sobre la herida. Además, el poeta tuvo que haber conocido la leyenda y la historia de Ginés Vázquez de Mercado, que definen a un personaje ambicioso como hubo cientos, para los que la Nueva España era sólo un botín, la posible conquista de una jaula de oro. La leyenda es poca cosa si la comparamos con

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la historia de Vázquez de Mercado, aunque en realidad una y otra aparecen ensambladas en un mismo eje polifónico. El español lleva una misión de descubrir el occidente de México y a medio camino la desvía, tentado por un extraño ángel - d e extraña factura- que lo invita a ver por sus propios ojos una montaña que es de pura plata. L a utopía renacentista se aparece plena en una versión más en el Nuevo Mundo. Según la leyenda, don Ginés iba contento, en su brioso caballo, atento a su encargo. Se dice que vestía de morado, con calzado de jubón, adornado su sombrero con plumas de colores y su vestido lleno de botones de plata. En su pensamiento latían aún las imágenes de El Dorado, la última parada del imaginario de moda en los siglos XV y XVI, que daría la felicidad plena a través de la riqueza invencible. Salió de Nueva Galicia (Guadalajara) hacia Tepic, donde unos indígenas le dijeron que tierra adentro, en unos llanos había un cerro grandísimo de pura plata. Don Ginés se marchó de inmediato en busca de la montaña; un día de diciembre, después de una jornada agotadora, la divisó. Esa misma noche, se sintió ya rico e invencible. Pensó eliminar a sus compañeros para no compartir la riqueza. Al mirar aquel lugar tan iluminado, poblado de árboles frondosos de donde colgaban manzanas de oro, con pájaros de distintos colores, se sintió en otro mundo. Vivía como en un cuento. No sentía miedo y siguió su camino por aquellos sitios nunca antes vistos. A la vuelta de unas peñas de las que salía una luz cegadora, descubrió un arroyuelo y un poco más allá la montaña alumbrada por una luz extraña. Subió y bajó, buscó por todos lados, y sus ojos confirmaban, asombrados, el mismo desaliento, pues la montaña era de puro hierro. Entonces trató de regresar a Guadalajara. Triste y decepcionado, sufrió en el camino un ataque de los indios que lo dejaron mal herido. Murió en Juchipila a consecuencias del asalto. L a montaña lleva hoy su nombre, "Cerro de Mercado". Hasta ahí la historia, que por cierto se mezcla con la leyenda del conquistador español. El poema de Pellicer es más convincente, claro, pero también mucho más intenso y lleno de símbolos del cielo de la utopía de la Conquista. Primero el rumor del viento, el trote de los caballos, la voz deshilvanada ("pájaras voces"), la caballería y los indios que corren

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en el mismo tiempo y el mismo espacio. Enseguida, el romance va directo a su objetivo: "Abrió el siglo xvi/ como sandía la América/ y por comérsela viva/ y en una llaga bebérsela/ saltó en sonajas de viaje/ desde el mar hasta la selva" (Pellicer 1994: 371-372). El ansia europea por derribar la puerta del Nuevo Mundo fue inclemente; y un ejemplo típico es Ginés Vázquez de Mercado "sed de oro que abren la boca". Lo envía don Antonio de Mendoza, buen virrey, dice Pellicer, "pero Virrey". Atardecía en Jalisco, cuando un indio le dijo a Ginés que caminando hacia el oeste hallaría una montaña toda de oro. Pero de todas las ambiciones del hombre, aclara el poeta, ninguna tan seca y deslumbrante como la sed de oro. Hay una estrella que guía a este capitán español, la que justifica su presencia ante indios en tierra desconocida y agreste, cabalgando por inmensas extensiones sin sombra, recorridas por el viento y los buitres. Pellicer va siguiendo las huellas de Ginés hasta hacerlo una sombra de sí mismo, un eco de la voz tal vez inocente del indio que le dice que vio ese cerro brillando como el sol. Hasta que el español comprueba lo contrario y levanta el látigo. El romance, dedicado a Frida Kahlo, que era una especie de receptor ideal de un canto triste, toca zonas de la simbología del mundo prehispánico y su antagonista: el mundo católico, el alma indígena desprovista de amor por la plata y el oro y el alma española que busca y propicia a todas horas y bajo cualquier pretexto la riqueza infinita. Chocan el mundo antiguo y el mundo moderno. Pero el hombre es enterrado por su misma ambición, Ginés muere en su intento de ser inmortalizado por la plata y el oro. Pero poco antes, el lector del romance se encuentra el escenario de los hechos, la noche y el día, el frenético impulso de hombres y bestias, de indios en peregrinación hacia una meca que no es la suya. "El indio encerró en su boca/ la amarga miel de su voz./ Fue esa noche luna llena/ que una nube destapó" (374). La luz ciega a los hombres de la expedición; el día se hace noche pero alumbrada por esa portentosa luz que emana de un cerro "en mitad de una pradera". Ginés se frota las manos, su sueño al fin hecho realidad; la reivindicación tan esperada del conquistador a su vista y a su alcance en unos minutos:

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¡Dueño de un cerro de plata y estando el Virrey tan lejos! Tuvo la lengua plateada y era su caballo nuevo, peras de plata comió y pesó en el aire un reino en que lo que brille y suene, por la plata ha de ser bueno (375).

Ahora es dueño de un reino interior, su misión al fin coronada y la espada y la cruz convertidas también en un mismo cetro de oro. De pronto, la ilusión derrumbada y el castigo del virrey se asoma a la mente de Ginés. Se queman "en el corazón palabras/ llenas de tes y de eles/ y de sonidos que saltan/ como quien suelta un collar/ de cuentas de oro y de plata" (376), y el indio vuelve a jurarle al señor que antes él había visto el cerro de oro y de plata. No hay comunicación posible entre vasallo y señor, entre conquistador y conquistado, entre hombre libre y esclavo. ¿Esta sed fue la marca negativa que destruyó la misión española en América? ¿Fue el fin de la utopía del Nuevo Mundo? ¿Revela el nivel de degradación de los españoles que se guiaron sólo por la estrella de El Dorado? De Durango a Yucatán, el deseo de llenar los bolsillos de oro y plata fue el mismo. "No lloro pero me acuerdo", dice Pellicer, en una canción triste por el pasado; repite el verso en un intento sutil pero certero de prestar su voz para que hable la nación que fue objeto de la impotencia y la irracionalidad del conquistador que vino a violar imágenes y tumbas, templos y dioses: "De toda la sed del hombre,/ ninguna es tan seca y lúcida/ como la sed que da el oro,/ sol en paisajes de dunas" (377). En los últimos versos del "Romance de fierro malo", Pellicer subraya su sentido de la duda ante el futuro, y pregunta qué es lo que vendrá. Como el poeta no es adivino, hay que poner puntos suspensivos. Y tampoco es un romance didáctico. Escribió sobre un conquistador igual que escribió sobre las flores, el azul que se cae de morado y el amor. El romance en lengua castellana tiene una larga tradición, pero la del siglo XX es visible en poetas como Antonio Ma-

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chado, García Lorca, Miguel Hernández. Una actitud que habla del espíritu de su época. La tarea se la deja a los lectores. Y el lector puede decir, vendrá el país que conocemos en el siglo XXI, la historia prehispánica y colonial que desconocemos hoy, el nudo casi sin solución que es el país y sus símbolos. Porque el oro es en el poema el símbolo del poder; es la riqueza de las naciones del siglo XV y XVI pero sobre todo el centro que une los contrarios y destruye la humanidad, si es que la había, de los hombres que vinieron a la conquista del Nuevo Mundo. Se trata del símbolo de la destrucción de una cultura y de sus imágenes, sus templos y sus casas, que tanta desazón trajo a la mente del poeta tabasqueño. Y que lo llevó a escribir un poema sobre el mismo tema, definitivo, lleno de dolor y de musicalidad: "13 de agosto, ruina de Tenochtitlán" ,5 Con premeditación histórica, puso al final la fecha exacta, 13 de agosto de 1964; es decir, lo escribió con la mente puesta en un aniversario más de la caída de la Gran Tenochtitlán, en la histórica matanza cruel y demoledora del pueblo azteca a manos de las huestes de tlaxcaltecas, xolultecas, tecpanecas y otros, que se unieron a Hernán Cortés. El yo lírico - o bien el mismo Cuauhtémoc- narra en primera persona lo que ve: las ruinas de una ciudad en llamas, el agua de los canales ciega, la enorme catástrofe de lo que jamás debió haber ocurrido. El canto estrangulado, el destino de un pueblo hecho escombros. "La fecha funeral" en que un pueblo fue reducido a cenizas sin saber por qué, aunque el Yo del poeta reflexiona, hace una pausa para decir, bueno, sí, fue la ambición. "Destruir, matar para obtener y poseer". Una vez más, como en el romance del desventurado Ginés Vázquez de Mercado, la ambición obnubila la mirada del hombre, lo esclaviza, le tiende trampas para hacerlo una bestia, y un instrumento de un destino desarticulado del espíritu de la historia. Comienza y termina el poema con el estribillo, "Me da tristeza,/ no ^ Este poema forma parte del libro, Cuerdas, percusión y alientos, que Pellicer terminó de escribir en la Navidad de 1975, y publicó en 1976, gracias a la generosidad de la Universidad Juárez de Tabasco. Hizo esta aclaración: "Liga a estos poemas de juventud y madurez, una tónica general: el elogio, el homenaje, mi pasión por el heroísmo y la belleza misteriosa del heroísmo, mi protesta permanente, desde siempre, por la injusticia social" (455).

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por mexicano,/ sino sólo por hombre", que expresa claramente lo que el poeta siente, dejando a un lado la nacionalidad y asumiendo el papel de ser humano. Con el verso podía ver algo del alma secreta de las cosas, el lado poco visible de la historia y de sus protagonistas. Fue un gigante de la palabra escrita. Aunque también de la oral, y la prueba es que confesó que este poema lo había recitado primero, como lo hizo en varias ocasiones. No le duele ese 13 de agosto de 1521 sólo porque ahí vea una parte de sí mismo, un pedazo de identidad robada, no; le duele la matanza y el derramamiento de sangre, el saqueo y el incendio, porque se mata a otro. No mira nada más la caída del prójimo, un sentimiento cristiano, sino la destrucción del hombre por otro hombre. Esto exalta al poeta y lo lleva a escribir una y otra vez con los ojos puestos en ese colapso inexplicable, aunque lo haya aclarado la historia, que fue la Conquista. Una hora suspendida en la historia del siglo XVI, cuando sonaban las trompetas de la llegada de una nueva era, una nueva filosofía, un nuevo humanismo, un hombre nuevo. El poeta canta, como en un lamento desmedido pero de gran sencillez y musicalidad, en un momento pleno de poesía, a la destrucción y a la muerte. ¿Signos sólo de ese tiempo? No, también de otras épocas. Parece que el poeta intenta describir el lance del encuentro de Europa con América, a través de la duda. ¿Quién era el civilizado y quién el salvaje? Que conteste la actitud sádica de Cortés y sus hombres en esa fatídica fecha, el 13 de agosto de 1521, en que una ciudad inmensa y poderosa fue reducida a escombros para siempre. En su lugar se colocó otro modelo de vida, otra cultura, otro sistema de valores. Algo sabe sin embargo, el poeta, que nos ha llevado por un laberinto de muerte, de ambición y duelo, de "lágrimas oscuras", que han teñido el horizonte. "Ya sé que todo se perdió./ Que todo es nada". No se detiene ahí la voz poética de Pellicer, sino llega hasta el corazón de la historia y de la conciencia de la misma, porque pinta como si fuera Velasco o Sorolla, el escenario de la matanza con sonidos y luces. "Se mojarán las lágrimas con la lluvia que viene./ La noche será horrible. / (Después llovió toda la noche/ y amaneció lloviendo sobre las ruinas)" (481).

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"La noche será horrible", dice el poeta. Es quizás el presagio de que la pesadilla que soportará el alma dormida de este país durante el sueño será escalofriante. En el "Romance de fierro malo" también alude a la incertidumbre. Son poemas de corte trágico aunque llenos de cuerdas, el instrumento del poeta, y con pausas de percusiones, los tambores del pasado prehispánico. Esta poesía no podría ser nacionalista, no afirma los valores de la historia, sino los exhibe bajo la luz de las imágenes del agua, del dolor y las flores, y así, las desacraliza. Invierte los términos de esa historia que pudo haber tenido una lógica y la perdió, una fe que sepultó la violencia y una filosofía que fue deseo por alcanzar lo imposible. El conquistador trajo los ojos de las utopías de Moro, Campanella y otros, y guiado o atado a ella, desenfundó la espada, como lo ha visto Alfonso Reyes. "América fue la invención de los poetas, la charada de los geógrafos, la habladuría de los aventureros, la codicia de las empresas y, en suma, un inexplicable apetito y un impulso por trascender los límites".6 Quería oro y plata. En su poesía sobre ese periodo, Pellicer le estaba hablando al futuro, con el que entabla un diálogo de espejos, de voces y de miradas, que la poesía va trenzando en varios niveles: el de la música y la imagen, el del cielo y de la tierra. Lo demuestra el corazón helado de Ginés Vázquez de Mercado cuando toca el mineral y comprueba que no es plata, sino una quimera; toca el fierro y detesta el mineral, nada refulge ni estalla en sonidos, encuentra sólo carne y tierra de los indios que lo han guiado hasta Durango. Su imaginario y él mismo caen en pedazos, debido a lo que Pellicer llama "fierro malo", un metal con que están hechos algunos hombres. Mucho antes de escribir esos poemas, Pellicer había publicado su "Oda a Cuauhtémoc", en 1924. Expresaba ya algunas tesis sobre la tragedia del pueblo del Sol, y llamaba al último emperador azteca, "¡Oh solemne y trágico jefe de hombres.!/ ¡Oh dulce y feroz Cuauhtémoc!" (100). Lo recupera en pedazos de cielo y de su cuerpo hermoso y enérgico, en su dorada juventud de diecinueve años cuando 6

Véase mi ensayo, "Utopías alfonsinas", en Variaciones en torno a Alfonso Reyes, Conalmex, Instituto de Cultura de Tabasco, 1989, p. 42. Reyes dijo que América sirvió para alimentar las utopías del Viejo M u n d o .

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cayó el Imperio, y recuerda a los lectores que Tenochtitlán "era la ciudad más hermosa/ de todas las ciudades del mundo nuevo". ¿Qué fue la Conquista en estos versos ágiles, hechos con coraje y audacia? Un asalto injusto, una llamarada de la civilización. Dice que desde hace 400 años somos esclavos y sobre las espaldas del conquistado han crecido el oprobio, la debilidad, el mal. Pellicer estaba escribiendo esto cuando era común la idea de que el indio era la causa del atraso de América Latina, y en su auxilio debía ir de inmediato la ciencia, la educación y el libro.7 La "Oda a Cuauhtémoc" no es sólo una memoria de su grandeza y su derrota, sino la imagen de la condición humana expuesta en un momento de la historia límite. De pronto, dirige a los lectores esta pregunta incisiva y determinante en dodecasílabos de corte social e histórico: ¿Quién puede mirar el cielo con dulzura cuando del oprobio de los europeos nacieron estos pueblos de mi América, débiles, incultos y enfermos? Marcaron a los hombres como si fueran bestias y en el rostro del campo y en el hígado de la mina vivieron la crueldad, la miseria y el tedio (99).

Conviene ahora citar los silencios que hay en su poesía; espacios largos en que la imagen ofrecida expresa en voz alta una cosa cuando en realidad debe leerse otra, o bien, algo más. El silencio en la poesía pelliceriana es tan agudo y permanente como la voz; se ve con cierta claridad en los poemas en que aparece la cultura mexica, la figura gloriosa de Cuauhtémoc y de Moctezuma, la vida cotidiana en la Gran Tenochtitlán, el apetito de Cortés y la ignorancia que acompañó a los conquistadores; después de la derrota vino el vacío. ¿Orfandad? Soledad y desamparo, errancia interminable buscando una estrella que indicara el camino a tomar. 7

Esta tesis la desarrolla ampliamente Jean Franco en La cultura moderna en América traducción de Sergio Pitol, Grijalbo, México, 1985, pp. 123-130.

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Latina,

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Nada tan incomprensible y maravilloso como el encuentro, de alguna manera insinuado por Pellicer en sus poemas sobre el tema, entre Cortés y Moctezuma. Tal vez tiene presente esa escena que los historiadores se han encargado de describir, mostrando dos mundos distantes, en que los castellanos van al palacio, donde son recibidos como huéspedes de honor. Es el año 1519. Durante la cena, Cortés habla del cristianismo, la verdadera religión, que iguala a los hombres, los hace hermanos. Traducen doña Marina y Jerónimo de Aguilar. Todos los hombres sobre la tierra, sigue, son hermanos pues descienden de Adán y Eva, incluyendo a los mexicas, y lanza un discurso sobre el cristianismo, que la Reforma estaba impugnando en Europa. Pero el extremeño ignoraba que Paracelso propondría una teoría herética según la cual hubo dos creaciones, una en Occidente y otra en Oriente; "tampoco conocía las actividades, en la ciudad alemana de Wittenberg, del aún desconocido monje Martín Lutero" (Thomas 2005: 406).8 Después del recibimiento atento y elegante, Moctezuma recibió a cambio violencia y murió; vino a sucederle Cuitláhuac, hasta su respuesta de la noche triste. Luego, la alianza de Cortés con los tlaxcaltecas y la toma de la ciudad. Lo importante es que Pellicer se duele de aquel divorcio tan firme de dos culturas, en el que pierde todo la parte vencida, en tanto el vencedor gana un reino. Su actitud se inscribe en la larga lista del pensamiento colectivo mexicano que durante el siglo XIX y el XX manifestó su horror por el triunfo de Cortés, después de la noche triste. "Me da tristeza,/ no por mexicano,/ sino sólo por hombre" (Pellicer 1994). La tristeza no es tanto originada por la violencia que ejerce Cortés, ni por la ambición que lo define; es más íntima y cerrada, más profunda y simbólica. Alude a ese hombre que destruye su propia imagen, cuando quema y deja en ruinas una ciudad y sus pinturas y su música; levanta la espada y con odio fulminante destruye el alma de un pueblo. Es el hombre que se subleva contra el hombre mismo; el 8 Thomas insinúa que Cortés desconocía la filosofía de la reforma y la contrarreforma y, por tanto, vivió su tiempo fuera de las nuevas ideas de sus contemporáneos, Paracelso (14931541) y Lutero (1483-1546). El extremeño, muerto en 1547, volcó una parte de su ambición y su ignorancia en la figura de Moctezuma.

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que no escucha los latidos de su historia sino sólo obedece el sonido de los animales cuando rumian su propia sangre. Esto más o menos es lo que Pellicer intentó plasmar en imágenes acústicas, plásticas, verbales. Cuauhtémoc se extiende por su poesía como un gigantesco rayo de luz que ilumina la noche y la soledad de los hombres. Para eso nacieron los poetas, para cantar los polos opuestos de la vida, para darle voz a todo lo que ha sido olvidado. En otros poemas, como "Con palabras y fuego" de 1962, Pellicer reafirma su visión de la Conquista, a través de la imagen de Cuauhtémoc, convertido en fuego que ha de encenderse un día en que aparecerá no la venganza sino la justicia, y en vez del terror la alegría. Cuauhtémoc, igual que Moctezuma, es otra pieza del ajedrez heroico del pueblo mexica que vio perecer absolutamente todo a su alrededor. "13 de agosto, ruina de Tenochtitlán" es un poema sin límite de espacio y sin tiempo; vemos ahí en realidad la lucha desigual de un pueblo por defenderse del que viene a someterlo, y esto se encuentra ya en la Biblia, es decir, es tan antiguo como el hombre. L a derrota dejó de luto para siempre el alma y las manos mexicas: ¿Cómo puede matarse todo un hecho que existía, y así, de todo a todo? Siguen los aletazos entre las pobres piedras. L a sangre se estancó; ya no circula. Ya por el rumbo de Texcoco viene la tempestad y no tengo a dónde ir. Se deshojó la flor de cuatro puntas cardinales (481).

El símbolo de la fertilidad Animado por una simbología tal vez inconsciente, Pellicer escribió muchos poemas en los que la tierra es la protagonista. L a tierra es portadora de grandes símbolos, como el de la madre que abriga y protege, alimenta y desarrolla a sus hijos. Pero en su poesía es algo

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más, es una extraña coincidencia entre el paraíso y el lugar de nacimiento; pocos artistas hicieron de la tierra un lugar de encuentros y afinidades del pensamiento con la palabra, y de la identidad con el alma, como Pellicer. A menudo el poeta crea metáforas en las que él mismo sale de la tierra, respira, camina, y vuelve a sumergirse en ella, como si fuera un duende que entra a su botella encantada. Es tierra o es iguana, es agua o es reptil, es árbol de caoba o solamente un ciudadano que nació en Villahermosa, Tabasco. Pocos escritores también, la excepción podría ser López Velarde, se han sentido tan libres y orgullosos de su tierra como él; una y otra vez escribe que pertenece al lugar que lo vio nacer. Deseaba vivir allá y ser sepultado en esa tierra de agua, de pantanos y esteros, de cielos tan azules como morados, de iguanas y donde floreció la cultura olmeca, que tanto exploró y pudo exhibir en el Museo La Venta, y la maya, que también reconocía como propia. En Villahermosa escribió en octubre de 1966, "Estoy todo lo iguana que se puede", para decir que " L a tierra es como el cielo. Todo es fruto/ de una máquina de soledad. El viento/ campea displicente. Nada tiene/ sino una enorme juventud" (560). Para decir una vez más, cuando casi cumplía setenta años de edad, que se acerca la destrucción, que la observa detenidamente, "miro la destrucción de mi espesura". En su tierra, en su mismo polvo, en el paisaje del árbol y de la noche que marca el vuelo de una garza. El verso "clásico" de la poesía mística aparece en el poema, "Estoy todo lo iguana que se puede": "En todo encuentro algo de mí y en todo vivo y muero." Tal vez un lector desprevenido podría tomarlo como gesto tropical y confesión de un jugador de tiempo completo de los reptiles, cuando en realidad me parece que se trata de una ascensión, sensual y delicada, en que el poeta se sumerge hasta el infinito de sí mismo, y lucha contra el tiempo y el desgaste, en mitad del paisaje verde, lejano e inocente como la iguana, que pasa sobre su cabeza y lo arrastra. "Estoy todo lo iguana que se puede,/ desde el principio al fin" (560). Dijo con claridad que procedía de olmecas y mayas; del agua de Tabasco, en la que se hallaba su manoseada identidad, su última llegada y su destrucción. Nacimiento y muerte, pero principalmente

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salía de sus versos la imagen del principio de la resurrección a través de la nada, que es cristiana, renacer después de la muerte. Sin embargo, Pellicer es irónico siempre. Sus palabras suelen llevar un doble significado, doble intención, decir a veces justo lo contrario. Le gustaba jugar con esa idea de sentirse jaguar y olmeca, iguana y árbol, pero en el fondo sabía lo que quería decir a los demás a través de ese juego. Interminable y avasallador poeta, Pellicer se comunica con los astros, en las noches y en el alba, cambia de sitio las constelaciones, mira de frente esa bola de fuego que es "su hermano" sol. Desde las orillas del Egeo, del Mar Muerto, del Mar Caribe y del Mediterráneo, se asomó a la conciencia de los hombres, y pudo ver que se hallaba siempre manchada por la culpa y la caída, pudo sopesarla y luego meterla en sus ojos para volverla a hacer luz luminosa y radiante como un día en la selva de los años, luz sin tiempo en la marejada que es la vida y avienta a los hombres hacia la muerte. Modernizó así el verso y sus alcances, la rima caprichosa de sus poemas. Incansable barítono de tiempo completo, en su voz se encerraba la imagen que va de la conciencia al pensamiento. Fue un verdadero Orfeo del trópico. Esto se vuelve más elocuente en un texto extenso que él mismo llama "discurso" y es ejemplo claro de su poesía civil, en la que un hecho histórico se convierte en sus manos materia poética, me refiero a "Discurso por Cananea" de 1956. Cananea en la historia del país representa el primer movimiento social de inconformidad por el olvido en que tuvo el porfiriato a los trabajadores; fue un grito de rebeldía ante una injusticia sin límite, un clamor que comenzó de la nada y se hizo bloque de solidaridad ante la tiranía. Por algo se le llama "Cuna de la Revolución", por el desafío que representó para el universo de los científicos; en junio de 1906, los mineros de Cananea hicieran estallar una huelga para pedir igualdad de trato en sus labores, pues las preferencias las obtenían los mineros norteamericanos y para los mexicanos imperaba el "racismo" o la ley de la marginalidad. Así es que en su propia tierra, los trabajadores vivían en la humillación. Pellicer levanta la voz no para reseñar una huelga que los historiadores han estudiado a conciencia, sino

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pensando en la sangre, "origen y razón de poesía", la que ha sido derramada injustamente en la aurora, la que persigue a los hombres desde el nacimiento a la muerte, "No he de hablar de la sangre/ con que el niño al nacer mancha/ su acto de nacimiento" (505). Hay una mancha en todo ser que viene al mundo, así es que la sangre es nuestro sello de identidad, vivimos y morimos por ella. Pellicer sabe que es el motor biológico de todo mamífero; que es un tejido; es espesa porque está compuesta de una variedad de células, cada una de las cuales tiene una función diferente; su composición es de un 80 por ciento de agua y un 20 de sustancias sólidas. Corre por las venas y las arterias y su contenido es bien conocido: las plaquetas que intervienen en el proceso de coagulación consanguínea; los glóbulos rojos, que transportan oxígeno y se supone que un adulto tiene alrededor de 35 billones de estas células, y los glóbulos blancos, que combaten las infecciones, son vitales para el sistema inmunitario. Pellicer no quiere hablar de esta sangre pero lo hace a su modo: No he de hablar de la sangre ni de su prodigioso contenido; ni del puño cerrado que gobierna del lado izquierdo el regadío exacto para que todo el cuerpo se alimente (505).

De ese componente vital no, no quiere hablar, sino de la que lleva el minero en el socavón, la que está junto a los minerales, la que oculta en su mirada el hombre ante la "justicia humana". Es decir, está hablando de la que hierve en la mirada y se queda ahí detenida frente a la riqueza sin nombre, frente a la avaricia, la vertida "después de la protesta inútil". Y llega entonces a Cananea, después de un rodeo mediante el cual el lector siente o cree sentir que por sus venas corre la sangre del verso pelliceriano que va a la biología, luego sube a los cielos, enseguida se posa en la historia y cumple un ciclo, que cierra la Revolución mexicana, oculta en el poema. Aunque aparece en el cambio - o símil- que hace el poeta entre la mina que un día se rebeló

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y la palabra "canana", es decir la pólvora que incendió el estado de Sonora en 1906. Canana, Cananea, de tus tiros partieron los primeros alientos de una aurora que no ha dado la luz que necesito (506).

El poeta se tropieza con la sangre y la traición que le impiden caminar por América, la de Bolívar, pues los caminos parecen llenos de dictadores, cita a Trujillo, Somoza y Batista, Castillo Armas y Rojas Pinilla, cerdos que se arrastran buscando sangre, bandidos que son una barrera del progreso. La palabra Cananea, la mina que fue luego una ciudad, está viva en la memoria y en el ritmo de los versos, y es vital para la vida misma como la sangre y sus células que hacen posible el milagro de la vida. Dentro del gran oído de la mina se escucha el ritmo de los hombres que necesitan ocio y poesía; hombres fragmentos de escombros hombres mendrugos debajo de la mesa de capital jauría (506).

No es proselitismo lo que arroja el poema sino humanidad, una terrible y apasionada imagen de la sangre que está en la historia mexicana con sus arbitrariedades y también con sus hombres como los mineros; no es llamado a la acción. Pellicer no cae en ese tipo de sensaciones aunque hable del "Che" Guevara o de Bolívar, del hambre, de los indígenas y de los mineros. Su mirada literaria va más allá de ese lugar común en que puede resbalar el artista cuando toma conciencia de la sociedad que vive; su canto o su voz es más envolvente y circular, en el sentido de que su humanismo y su fe cristiana, su sensibilidad y su olfato de la historia, forman un todo que es el hombre.

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Hacia el fin, el coloso que era este tabasqueño de la sabana y del agua, siguió su camino poético y entusiasta. Un año antes de su muerte, Pellicer hizo una vez más, un recuento parcial de su poesía. Había escrito sin tregua, en largas jornadas e ininterrumpidas rachas, con un frenesí o un ansia incontenible. ¿No fue así su vida? Un huracán que pasa por el trópico, se desplaza a varios mares, se estrella en la montaña y regresa otra vézala sala del poeta. De San Juan Bautista en 1897, ala ciudad de México en 1977 hay un largo camino: de la vida en el porfiriato de provincias, se pasa a los trenes y los corridos de la Revolución mexicana, el periodo de los caudillos, Obregón y Calles, y se llega a la construcción de un mausoleo: el PNR. De la poesía modernista, a la posmoderna del último tercio del siglo xx. Comenzó su carrera literaria bajo la tutela de Ñervo, Rubén Darío, Díaz Mirón, Santos Chocano, López Velarde, pasó junto a Novo y Villaurrutia, Alfonso Reyes, Efraín Huerta, Octavio Paz, Gabriela Mistral y Pablo Neruda y la terminó por cuenta propia. Fue sin duda un poeta inagotable como lo demuestra su verso y su vida, ambos caminando a solas bajo la luz de la divinidad, alumbrando la vida de todos los días, la ruindad y la miseria del hombre.

Cuerdas, percusión y aliento, 1976 En Cuerdas, percusión y aliento reunió poemas de varias épocas y de tonos distintos, pero de asuntos y motivos ya comunes en un poe-

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ta como Pellicer que había empezado a escribir en la adolescencia. 1976, fin de la era de Luis Echeverría y de la credibilidad del PRI, años de la guerra sucia, del nuevo cine mexicano, de la muerte de José Revueltas (1914-1976). El país no se abre a una participación ciudadana, a la competencia electoral. La cultura sigue amordazada por la figura imperial de la presidencia de la República, y no alcanza a expresar libremente sus propuestas, su visión crítica. Para esos años, el poeta ya había recibido el Premio Nacional de Literatura (1964) y se le había nombrado presidente de la Sociedad Bolivariana en México y de la Asociación de escritores de México, en 1968. Todo este periodo hasta el año de su muerte sería agitado y muy productivo; en 1970 viajó una vez más, ahora a España, Grecia y Francia; en 1974 asumió la presidencia del Comité Mexicano de Solidaridad con Nicaragua (Gordon 1992: 74-75). Pellicer es senador, a ratos, porque en realidad es poeta de tiempo completo, como lo demuestran sus Cnerdas... La continuidad de este libro es sin duda Reincidencias (1978), libro postumo que continúa la voluntad del proyecto inicial del autor y los últimos poemas que escribió en vida. Para dar cierta cronología a esta presentación, hablaré primero de su libro de 1976, que el mismo Pellicer describió en estos términos: Liga a estos poemas de juventud y madurez, una tónica general, el elogio, el homenaje, mi pasión por el heroísmo y la belleza misteriosa del heroísmo, mi protesta permanente, desde siempre, por la injusticia social. Poemas con frecuencia escritos en voz alta. Pero no todo es percusión y aliento: también se oye el sonido de las cuerdas, recordando así, el instrumento invisible del poeta (Pellicer 1994: 455).

Hay allí poemas de 1953 a 1973, grandes cantos como "A Juárez", "Las estrofas a José Martí", "Líneas por el 'Che' Guevara", "13 de agosto, ruina de Tenochtitlan", la espléndida y memorable "Elegía apasionada" que le escribe a su amigo José Vasconcelos, los poemas dedicados a Ramón López Velarde, el "Discurso a Cananea", "Breve informe sobre Machu-Picchu", y algunos otros.

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Pocos poetas mexicanos le han rendido cuentas a los héroes y a los artistas en la forma que Pellicer lo hizo; López Velarde, su amigo y colega, fue un poeta de introspección local, al que se ha llamado "poeta católico, del erotismo y de la muerte" (Paz 1964: 70), y de ahí pudo sacudir el paisaje amoroso de la provincia y hacerlo universal, "la provincia es una dimensión de su estética", subraya Paz. Pellicer fue sin embargo más apasionado en su fe y en su entrega a su paisaje interior que a fin de cuentas fue el que amó siempre: el de los ríos y los mares y el de los cielos verdes del trópico. En prosa y en verso, en sus discursos y notas, Tabasco ocupa un lugar destacado. Abre el libro un "Discurso por el Instituto", que leyó en las bodas de diamante del Instituto Juárez de Villahermosa, fechado en Las Lomas el 29 de diciembre de 1953. Esta "casa", dice el poeta, es siempre joven, resiste el paso del tiempo; pues durante muchos años se ha dedicado a la educación de jóvenes tabasqueños; ha cumplido por tanto su misión: encaminar a estas almas hacia el servicio profesional, hacia la consolidación de sus proyectos profesionales, hacia la realización de cada uno en la vida que los espera. Su enfermedad de tiempo se le ve al tiempo afuera. Aquí dentro se quema de juventud la hoguera de alistarse a la vida con la cabeza clara: luces para la sombra que a un tumba se equipara (Pellicer 1994: 456).

A sus 75 años de existencia, el Instituto sigue teniendo un perfil joven porque no pierde el ritmo "de sus nobles peldaños", aclara el poeta, que se interna una vez en la Ilustración como la gran escuela creadora de luz sobre la oscuridad, propiciadora del conocimiento sobre la ignorancia; casa que impulsa desde el tiempo la ciencia y el arte, herramientas siempre llenas de tiempo. Es una leyenda en este verde prado. Pellicer pertenece a Tabasco más por vocación que por sus raíces, más por pasión depositada en los cuatro elementos que para él hicieron posible la vida en el planeta tierra, que por un localismo trasnochado. No, Pellicer se arrodilla como buen creyente frente a esos

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elementos constitutivos ya clásicos, y su poesía se va llenando de ellos, no solamente de un reconocimiento que hace del Instituto. Su viaje es a las semillas, a la identidad que se debate entre la tradición y la modernidad, es una inmersión en el universo sagrado de la naturaleza. Cita de pronto a Rovirosa,1 un sabio, un educador, un científico tabasqueño del siglo XIX: "Viajando por Tabasco, por el monte y por el río,/ he leído su nombre húmedo de rocío". Y lo compara con el reino vegetal que corre entre sus manos. Y no podía faltar su invocación a la armonía que sólo puede dar el amor, la fraternidad, palabras que hacen del hombre un ser libre. "Amar también es ser sabio", dice el poeta, en un intento por unir la sabiduría con el amor, ambas forman una armonía, que desplazan la envidia, el rencor, hacia las zonas bajas de la humanidad. Pellicer sigue siendo el mismo educador, el misionero y el humanista, con vocación cristiana, que hemos visto desde Colores en el mar. El tono franciscano que recorre la poesía de Pellicer, aparece una vez más en este libro: es un llamado a la concordia, a esa idea tan cristiana que consiste en amar al prójimo. La unidad en vez de lo disperso, la paz en lugar de la guerra, la convivencia civilizada en contra de la barbarie, el verso musical que atrae la mirada, le van dando a estos poemas de Cuerdas, percusión y aliento, un sentido único y espontáneo. La humildad es el centro de la vida del poeta tabasqueño y jamás quiso disimularla sino al contrario, quería hacerla pública, convertirla en imágenes, como la que desarrolla al final del poema que comentamos, donde un espacio es su vida, un nombre propio iguala a su vida. Nadie se alineó tanto a la "patria chica" en términos poéticos como Pellicer. "Amigos: mis palabras ya están de despedida./ Yo soy bien pobre cosa, mas Tabasco es mi vida (458). Había llegado a la última recta de su vida pisando tierra firme, soltando su legendaria humildad franciscana a los cuatro vientos, y sabiendo que el futuro sería 1

Se trata de José Narciso Rovirosa (1849-1901), ingeniero naturalista nacido en Macuspana, Tabasco; su talento lo llevó a varias actividades; fue botánico, geógrafo, dibujante, periodista, cartógrafo, educador, profesor del Instituto Juárez, representó a México en la Exposición de París en 1889.

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el de su poesía. Nada más. Armado de su propia biografía, construida durante años de trabajo y delirio por la música y las artes plásticas, la amistad y el amor, Pellicer amó su arte poético en la misma intensidad que amó la pintura de José María Velasco y del Dr. Atl, Diego Rivera y José Clemente Orozco, Zuloaga y Sorolla, el Greco y Renbrandt. En el tiempo de la vejez, se reafirma su vocación por el paisaje que viste con ropas eróticas, la naturaleza que colorea de erotismo, el agua de los ríos y los mares, el agua como elemento de la creación, que se vuelve materia amorosa, erótica.2 Hacia el final, la voz del poeta era segura y musical, provenía en efecto de las percusiones y las cuerdas como él mismo dijo, esencia de la poesía y de la pasión erótica que le habían dado razón de ser a los hombres en épocas distintas; provenía también del agua, espejo en que se había mirado desde la infancia hasta la edad adulta, surtidor que alimentó su experiencia y sus viajes, sus ojos y su energía, el agua diáfana y a veces oscura que le permitió escribir versos enlazados a la mística, a la fe, las artes plásticas.

Contra la cronología En muchos de sus poemas, Pellicer describe - y narra- un hecho histórico o la vida de un héroe, o bien de un poeta, un revolucionario, pero no lo hace de manera cronológica, sino en un rompecabezas que domina y estructura su poética. Su reino también fue el "discurso" poético fragmentado. El espacio y el tiempo son intercambiables. Usó esta forma como un recurso narrativo más que lírico. Y en este libro de 1976, lleva a cabo la misma técnica. El poema-discurso que lo abre es de 1953, el siguiente está fechado en 1967, y "narra" la muerte del "Che" Guevara en Bolivia. Y de ahí, vuelta hacia atrás: el poema "Surgente fin" es de 1959. Pero las fechas no son las únicas claves de esta enorme combinación, los géneros vuelan por los 2

Véase Reyna Lorena Rivera Juárez, "La celebración en la vejez erótica de Carlos Pellicer", en Tema y Variaciones de Literatura, núm. 21, División de Ciencias Sociales y Humanidades, UAM-Az., 2003, pp. 105-143.

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aires, los motivos y los ejes temáticos, cambian a cada instante. En el mismo tablero -el libro- coloca una variedad de estilos, de rimas y tonos, en tiempos y espacios fragmentados, que obligan a pensar de nuevo en su obsesión por el collage. Pellicer estaba practicando la hibridez, mucho antes de que se pusiera de moda; de nuevo, ejercitaba el arte de los cubistas en su poesía. Del Instituto Juárez a la leyenda del "Che" hay mucha distancia poética, parecen poemas escritos por dos plumas distintas; y de éstos el poeta llega a la otra orilla, a su sangre, a su intimidad, el poeta platica con su propio "yo" en "Surgente fin". Comienza el final, pero de qué. Surge o se crea el fin, de la vida. Pellicer está llamando a las puertas de la conciencia en versos escritos después de los sesenta años de edad. Resume lo que ha sido y lo que ha hecho: "Todo en mi pecho ha sido amor de mar y guerra". El poeta vislumbra un río de sombras que se pasea frente a su pasado, que es ahora horror juvenil. Luchó contra el tiempo, que es una manera de decir, que luchó contra la muerte, que ahora se asoma por las oquedades de su pensamiento y de su corazón. Fue impetuoso su ser de sangre hirviente, de músculos gruesos y enérgicos: "No fui sino un atleta cercado de crepúsculos". En otros versos sigue su autoanálisis físico, moral, espiritual y poético; confiesa que no es sino un grano de arena en mitad de América y de África, dos continentes que apenas están naciendo; por sus venas corre sangre negra, crecen en él ríos y árboles, pero todo parece inútil. El poeta parece empeñado en la alegría de vivir pero no el optimismo que confiere con gran seguridad la juventud; ahora se reconoce en la lejanía de sus pasiones, de sus amores a media asta, de sus aspiraciones no logradas, de sus devaneos. Es uno pero no es nadie. La noche viaja con sus vaticinios, lo que representa un gran consuelo: "Ya estoy cerca del día", pues ha vivido en una larga noche porque la vida se lo impuso sin saberlo. Suplica y pide al Señor que mate sus afanes de integridad, el "surgente fin" no va a detenerse pues rueda como la historia con velocidad contundente y segura. El poeta inquieto y salteador de leyendas, volvió a Caracas en 1960, y en un tiempo tomado al viaje, escribió el poema "Cien lí-

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neas para ti", que sigue la trayectoria trazada en "Ansia de las rosas", con algunas variantes, por supuesto. Volvió sobre sus mismos pasos que eran los de Bolívar; el poeta nocturno hace un repaso del día y confiesa que se le fueron las horas pensando en el Libertador. "Durante el día estuve en su casa y en su tumba", y luego vio lo que no era Caracas, lo que pudo haber sido y no fue, y empezó a invocar a Bolívar, a invocar su ejercicio espiritual. Eran muchos años de fidelidad a un héroe, tratando de desentrañarlo en conferencias y discursos, poemas y artículos, de revivir sus hazañas y su ejemplo, de comparar sus sueños con la realidad social de América Latina. El poeta estuvo insistiendo siempre en el valor de esa figura, el timbre de su voz "que de todas nuestras voces/ es la más justa, la más hermosa y la más clara" (Pellicer 1994: 510). Pero una vez más, Pellicer cambia los signos, y "Cien líneas para ti" no se detiene solamente en Bolívar, sino que el poeta baja a sí mismo, a su ser poético, a sus zonas íntimas, cuando escribe: Y aunque no soy sino un poco de tinta riego con ella la raíz de este día en cuya noche sólidamente embarcado (Pellicer 1994: 510).

Pensó en Bolívar pero partiendo de su yo profundo, de su escritura que no es nada, que es apenas una voz perdida en la historia de estos pueblos que van buscando su destino, mientras viven humillados. Como si el poeta volara por los Andes, va atrás del viento hacia el sur y llega al Perú; de Venezuela, el verso pelliceriano construye el "Breve informe sobre Machu-Picchu", que ni es breve y tampoco es un informe, pero Pellicer ironiza esas palabras del título, que divide en dos partes. En la primera vuelve a su estilo consabido: la naturaleza que estalla en colores iluminando el destino de los hombres; a la música que produce el agua y sobre todo la sonoridad de las palabras: Urubamba, el río que repite una y otra vez el poeta saboreando el eco de una civilización olvidada pero no perdida, la de los incas. Hay versos definitivos, que son un destello de sabiduría y de sentido común en los que el

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poeta deposita su pensamiento más profundo sobre el ser, sobre el universo: "Siento en mis manos/ el poderío de la nada". (515).Yun poco más adelante, escribe: "Suspendo el vuelo de esta escritura/ por pulsaciones del Urubamba''. Pero no es un poema o canto a la naturaleza, sino al tiempo que se desliza entre las cordilleras, corre por las aguas del gran río y desemboca en la soledad, inaprehensible y mágica, del poeta. El paralelismo entre agua y tiempo es indicador de que el poeta busca las semejanzas, corre el tiempo como el agua, y pasa el agua por el río como pasa el tiempo por la vida. En ese mismo "informe" de las ruinas incas del Perú, escribe: "Por el agua sabremos/ que el tiempo es agua". Como el joven que a los 20 años de edad le cantaba a los valles y a los ríos de América, el poeta de casi 70 años continúa poniendo en su verso la imagen de esa naturaleza grandiosa y avasalladora que le da sentido y proyección a la fisonomía de Latinoamérica.

Poeta reincidente Nadie pudo haber puesto un título tan sugerente como el de Reincidencias (1978) para recordar, con poesía suelta de los últimos años, a Carlos Pellicer. Porque en efecto no se trata de repeticiones sino de un poeta porfiado en los tonos y los enfoques de su poesía que le habla a los lectores desde la tumba. Y reincidencias fueron sobre todo los dos intentos por escribir "Esquemas para una oda tropical" que tuvo dos momentos o "intenciones"; uno se remonta a los años veinte, y el último a los años previos a la muerte del poeta, 1973; él mismo se ocupó de definirlos con claridad: "Los dos poemas son una sola imagen con diferentes luces: juventud y madurez" (Pellicer 1994: 521). Era un resumen pero también dos puntos en el tiempo unidos por la misma voz, puntos separados por el tiempo a los que de pronto le daba unidad el "hecho" poético: Buda y Quetzalcóatl, imágenes que levantaron la fe de sus pueblos y quedaron para siempre en la historia de las religiones. De nuevo la selva y sus colores tornasolados, el verde que está en el tiempo, que es un incendio, "lo verde es la verdad"

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de su mismo color, es una conjura, un color hospitalario, "en tanto más oscuro, más humano". En sus Reincidencias3 Pellicer va puliendo un verso fino sacado ya no del agua ni del color, sino del marfil: es pura poesía que resuena hasta el fondo de su aspiración; el poeta no parece acudir a la inspiración porque él mismo es la inspiración. "Comienzan a cerrarse las ventanas/ y los pasos resuenan ya sin nadie". No necesita mirar la naturaleza ni los ríos de América, ahora él es esa misma naturaleza; escribe en estado virgen y sagrado, según le indica su fe cristiana y socialista, su vocación por el hombre. "Le cerrarás los ojos al paisaje" no puede sino conmover igual a sus versos anteriores. El grupo de poemas, de junio de 1967, que abre el libro es un compendio de exclamaciones de deseo que arde en las venas del poeta; son versos abiertos a la imaginación pero inclinados hacia las sensaciones eróticas. Y en cada uno retumba la maestría de Pellicer, hecha del espíritu y de la carne: la comunión de las dos entidades que conforman su visión cristiana de las cosas y de los seres. "Se fue la tarde llevándose el día", como si fuera un ser que arrastra consigo la luz; "Y en este tiempo en ruinas/ queda el instante largo/ como puñal pequeño desangrado en la noche" (538). El tono, el sentido, de estos poemas no evocan cosas idas y perdidas, representan íntegramente la nostalgia que se ha instalado no de manera pasiva en la mente del poeta sino en movimiento; el aire nostálgico es lo que más estremece al lector. ¿Se habrá planteado que la poesía era inútil para cambiar el mundo? Tal vez. Pero me parece más importante señalar la exploración que el "yo" lírico hace de la vida, en los "Tres poemas y otros", que le dan continuidad a los primeros. La búsqueda se acentúa en el viaje hacia sí mismo, el viaje interior, analítico, que le proporcionan las imágenes del tiempo y de las escenas que como heridas, recupera el 3

En su ensayo sobre la vida erótica de Pellicer, Rivera Juárez (2003) dice que Reincidencias "alberga cerca de treinta poemas amoroso-eróticos fechados; el primero en Las Lomas, 1967, y el último el '17 de febrero de 1976', no se sabe si en Las Lomas oVillahermosa, Tabasco. La segunda parte de este libro está constituida por poemas dedicados a la amistad, al paisaje, a la poesía y, sobretodo, a sí mismo, en una especie de autorretratos donde habla de sus raíces" (127).

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poeta de manera maravillosa. Pellicer le habla a sí mismo, a su pasado, a su fluido intento por atrapar la unidad de lo disperso en la naturaleza que lo acompañó casi siempre. Es un verdadero prestidigitador de las imágenes: "Búscame a solas, / sin un solo recuerdo y en un bosque de olvido" (543). El poeta habla con su verdadera Musa, hecha de nubes y de soledades, perdida entre la bruma del tiempo y los ecos del trópico; establece un diálogo amoroso, de rendición de cuentas al final de un largo día, y vuelve a verla aun cuando no tiene ojos para hacerlo. Es un vidente, un viejo artífice de las palabras, con las que se envuelve en los últimos momentos de su existencia: La ventana, destruida, dejó salir mi ausencia, y en la perforación de los viajes antiguos se me quedó mirando lo que fui, lo que yo era (540).

Es la hora de la nostalgia, el momento que Nerval llamó del "desheredado", el hombre privado de ese paraíso perdido que invoca; la escritura es un medio para dominar ese infortunio, "instalando en el mismo lugar un yo que domina sobre los dos aspectos de la privación: las tinieblas del desdichado tanto como el añorado beso la reina", dice Mercedes Monmany. Ese vago malestar lo sintió Pellicer y trató de imitarlo en sus versos de última hora. Era un sentimiento intenso, desesperado, que le producía el tiempo dedicado a viajar. Su poesía parece una búsqueda por encontrar en otro lugar la expresión que necesita su pensamiento; en los viajes se fue formando su identidad única y cosmopolita que desemboca en la nostalgia, pesar que destruyó con la alegría: La nostalgia nos empuja a ser unos huéspedes incómodos y permanentes del exilio. Siempre provisionales porque - e incluso nosotros mismos tengamos por fin esa certeza— entonces nos preguntaremos, sin recordarlo, por qué un día nos habíamos ido (Monmany 1993: 27).

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Viajar es ausentarse de los sonidos y los colores, los sabores y las cosas que nos han seguido desde siempre. La ausencia es también presencia y en esta doble articulación de la poesía pelliceriana que el viaje hizo posible, se encuentra el acto nostálgico por excelencia. Mientras más viajaba, imitando tal vez a Ulises, más se acercaba a sus raíces del trópico, y en la medida que rescataba la luz tropical más se internaba en su propia nostalgia. ¿Imitación? Sólo la imitación de una cosa, de un sabor, de un color nos recuerda y nos transporta a la verdadera cosa, sabor o color por el que sentimos la ausencia, aunque al mismo tiempo nos neguemos a sustituirla, incluso aunque odiemos aquella buena imitación por demasiado parecida y por tramposa (23). Este proceso interno parece haberlo llevado a cabo el poeta en sus horas no de junio sino de otoño; el poeta se sentía desplazado, viviendo en una geografía sentimental que lo llevó al exilio. El hombre siempre es un pasajero en los andenes. Ya siempre expulsado, "insatisfecho, el hombre sentirá y arrastrará la nostalgia como sentimiento de la ausencia. Tendrá que recurrir a la imitación para intentar vivir en una copia del Paraíso perdido y siempre añorado" (23). El poeta es mago que entra y sale de ese laberinto que se ha tejido a su alrededor, y Pellicer acude a dos medios, la nostalgia que estamos citando y el amor. El amor que solía poner con mayúsculas es el sitio adonde llega Pellicer una y otra vez como si fuera el centro de toda su actividad; después de haberlo experimentado y visto en los rincones más apartados del mundo, lo mira con pasión y mucha inteligencia y lo pasa por los sentidos y lo vuelve sonoro y visual, agudo. Lo toca con sus manos, lo ve y lo abraza. En un diálogo con De la Selva, Pellicer dice convencido que el cristianismo es "la única cosa profundamente importante que hay en la vida", y toda actividad para él tiene como base "el AMOR con mayúsculas, que tiene como base el perdón, que es la fuente del amor" (citado en Mullen 1979: 213). Ahora, me parece que es preciso detenerse en los sonetos que Pellicer escribió en 1976, poco antes de su muerte, enTepoztlán, su san-

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tuario poético y ritual que su gusto escogió como lugar de culto y de reposo, y en Las Lomas, su casita azul siempre tan querida. Cerca del fin, pulió versos y siguió produciendo poemas en los que vislumbró no la caída sino su renacimiento. Vio entonces el agua del desierto, acercándose; el agua de la lluvia en la ventana anunciando lo evidente. "Por eso, cuando el sueño me despierta,/ desaparezco de uno y otro lado/ y me inclino a esperar que abran la puerta" (Pellicer 1994: 610), es decir, que comience el descenso. La voz que habla sabe del tiempo que le ha sido concedido, largo pero con un límite, el tiempo que anuncia ya no la diosa Aurora sino el crepúsculo. La muerte no mencionada mira con sencillos ojos la ocasión que se le presenta. Justo en un sitio sagrado y a todas luces, simbólico: Tepoztlán, la última parada de este viajero insomne, cuya vida había sido en blanco y negro, al natural, el escenario que utilizó para escribir los últimos sonetos, dedicados a esperar que "abran la puerta". Era mayo de 1976. El poeta caminaba seguro de su salud física y mental. Hubo un tiempo de nubes, llovió, pero reinó el calor bajo un sol árido. Entonces llegó el mes de julio y Pellicer seguía escribiendo en el mismo lugar, y tal vez a la misma hora. Los sueños también se acaban junto con el día. "Ahora, soledad con fraternía", el poeta ve un trono humilde y en la lejanía escucha las campanas del responso. Sale y encuentra el calendario del día, comprueba de inmediato cuánto ha vivido y lo poco que le queda. El tiempo está llamando a su puerta, seis o siete meses antes de ingresar en el Hospital de la Raza en la ciudad de México, de donde ya no salió. El poeta lucha contra ese tiempo que se acaba con los sonetos; escribe como al principio, con naturalidad y como si fuera la primera vez, en los ratos que le roba al día, percibiendo la luz intensa y la vida azul que atravesó en su juventud, en el camino. "Sonrío ante el destino y lo que pienso...". El terceto del primero de sus "Tres sonetos", julio de 1976, es claro como el agua, transparente en su premonición, firme en su declaración amorosa, fiel a un poeta que ama la naturaleza, a los otros y a sí mismo, porque imita a Cristo en su amor al prójimo. "Un nuevo amor, a solas, tan celeste,/ Tan lirio, tan jardín y tan agreste,/ Prorrumpe entre las ruinas" (610). El amor que latía

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en el poeta parece que no era otro sino el de la vida; no es que se aferrara a la vida sino que ésta parecía estar representada en su actitud, en su mirada. Pellicer la ama y la ha visto pasar junto a sus ojos con todas las calamidades del siglo XX, y a través de su poesía la diversifica. Amó siempre la luz del día y la penumbra del alba, el agua del mar y las siluetas que dibuja, la palabra escrita y la que escuchó en sus incansables viajes, en su trato con hombres de muchos lugares, amó el arte en sus variadas formas expresivas. Pero al asunto amoroso dedicó horas de reflexión, días de escritura, dando vueltas, a veces apuntando en línea recta al círculo, y lo describió como alegría, contagio mutuo de sensaciones y tonterías, obsesiva idea que domina el pensamiento que aisla porque uno quisiera, dice el poeta, no saber nada, no ver a nadie ni salir a la calle, sino atarse en las cuerdas siempre la música por delante- de ese amor inmenso, cotidiano, "tan celeste", tan natural que crece como la hierba en el campo. Amor, erotismo y sexualidad en comunión con el alma, en eterno conflicto, lo que Paz entrevio: El amor es una atracción hacia una persona única: a un cuerpo y un alma. El amor es elección; el erotismo, aceptación. Sin erotismo -sin forma visible que entra por los sentidos- no hay amor pero el amor traspasa al cuerpo deseado y busca al alma en el cuerpo y, en el alma, al cuerpo (Paz 1994: 33).

En Las Lomas, Pellicer escribía el 25 de octubre de 1969: Nadie te dijo, amor, que yo existía. El amor es silvestre, uno lo encuentra en todas partes, en los días sin cielo, en las tierras sin flores, lo mismo en la mañana que en la tarde (Pellicer 1994: 547).

Siempre había versificado el amor en sus distintas modalidades, desde los poemas adolescentes escritos a su "divina" Esperanza Nieto,

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pero ahora Pellicer toma conciencia de la potencia humana que encierra el amor como goce y sufrimiento, como placer y tragedia, como utopía y desilusión, y vuelve a esa palabra para elevarla a esencia de la poesía, origen único de la conducta humana. El amor divino, total que distingue al hombre del bruto. ¿Por qué buscó por todos los medios purificarse? La mención del paraíso no es sólo referencia a su cristianismo, es principalmente búsqueda de otra realidad que le permita lavarse de sí mismo. Esta poesía de madurez no canta sólo el esplendor de la selva, como aparenta. Arremete contra la ciudad, "bolsa de semen de los trópicos", en la que vive el poeta desde niño. Ha visto la violencia de la Revolución (1910-1917), las dos guerras mundiales, la guerra civil española, y además en la ciudad de México ha escuchado al vendedor de La Merced, de las calles del centro y de la Escuela Preparatoria, luego ha subido a Las Lomas, donde se quedó el resto de su vida, y viajó con clara impaciencia. Pellicer se debe al sol pero crece bajo el hollín amarillento de la ciudad de México, en la que muere. Hay que decirlo de una vez, con la afirmación de José Joaquín Blanco: "La poesía de Pellicer, entonces, deja de ser anuncio del paraíso cristiano o tropical para convertirse, en sí misma, en un paraíso textual" (Blanco 1977: 195). El amor tuvo que haber sido una parte de la vida diaria del poeta. La respuesta que le dio a Poniatowska habla por sí misma, pues no quiere entrar a los detalles de sus pasiones, sus entregas, sus desencuentros, y sale disparado el humor que tanto usó como defensa personal y como una manera de pintar de colores la realidad. Desde este tiempo en adelante, Pellicer toma en serio el papel que le han asignado la crítica, los amigos y la propia leyenda forjada por él. La del poeta humilde y sereno, de gran corazón hacia las causas perdidas de la humanidad. Vive en una realidad diversa que sostienen por lo menos tres elementos: el deTabasco, su tierra siempre bendita; el de su casita en Las Lomas, donde Chabelita es su guardián de tiempo completo; y el de Tepoztlán, el pueblo entre montañas con rostro humano que lo acoge el fin de semana, y que llegó a formar parte sustancial de la vida del poeta.

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La esfera de ¡as rutas El viaje poético de Pellicer.

editado por Bonilla Artigas Editores se terminó de imprimir en enero de 2014 en los talleres de Servicio Fototipográfico S. A. Francisco Landino núm. 44, Col. Miguel Hidalgo, C. P 13200, Tláhuac, D. F En su composición se utilizó el tipo Horley Oíd Style. Para los interiores se utilizó papel bond ahuesado de 90 gramos y para la portada papel couché de 300 gramos. La edición consta de 1,000 ejemplares.