La cultura de las máscaras: disfraces y escapismo en la poesía española de la Ilustración 9783954870905

A través de un análisis de tres máscaras recurrentes usadas por los poetas ilustrados (Anacreonte, Cupido y Baco), ofrec

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Spanish; Castilian Pages 264 [260] Year 2012

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Table of contents :
Índice
Agradecimientos
Advertencia
Introducción
Capitulo 1. La máscara de Anacreonte y la feminización del "hombre de bien"
Capitulo 2. La máscara del niño y la poesía como juguete del hombre ilustrado
Capitulo 3. La máscara del borracho y los tambaleos del sujeto ilustrado
Conclusión
Bibliografía
Imágenes
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La cultura de las máscaras: disfraces y escapismo en la poesía española de la Ilustración
 9783954870905

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Irene Gómez Castellano LA CULTURA DE LAS MÁSCARAS

LA CUESTIÓN PALPITANTE LOS SIGLOS XVIII Y XIX EN ESPAÑA Vol. 18 CONSEJO EDITORIAL Joaquín Álvarez Barrientos (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Pedro Álvarez de Miranda (Universidad Autónoma de Madrid) Philip Deacon (University of Sheffield) Pura Fernández (Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid) Andreas Gelz (Albert-Ludwigs-Universität Freiburg) David T. Gies (University of Virginia, Charlottesville) Yvan Lissorgues (Université Toulouse - Le Mirail) Elena de Lorenzo (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Leonardo Romero Tobar (Universidad de Zaragoza) Ana Rueda (University of Kentucky, Lexington) Josep Maria Sala Valldaura (Universitat de Lleida) Manfred Tietz (Ruhr-Universität Bochum) Inmaculada Urzainqui (Universidad de Oviedo)

LA CULTURA DE LAS MÁSCARAS Disfraces y escapismo en la poesía española de la Ilustración

Irene Gómez Castellano

Iberoamericana



Vervuert



2012

Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2012 Amor de Dios, 1 E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2012 Elisabethenstr. 3-9 D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-691-3 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-740-4 (Vervuert) Depósito legal Diseño de la cubierta: a. f. diseño y comunicación. Ilustración de la cubierta: Meléndez, Luis Eugenio (1716-1780). Portait of the Artist holding a drawing academic nude. Oil on canvas, 99 x 82 cm. RF2537. Photo: JeanGilles Berizz. Louvre, Paris, France. Photo Credit: Réunion des Musées Nationaux / Art Resource, NY The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Impreso en España

A la memoria de mi abuelo, Juan Castellano Villar (1920-2010)

ÍNDICE

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Advertencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 1 La máscara de Anacreonte y la feminización del “hombre de bien” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 2 La máscara del niño y la poesía como juguete del hombre ocupado . .

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CAPÍTULO 3 La máscara del borracho y los tambaleos del sujeto ilustrado . . . . . .

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Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Imágenes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, quiero expresar mi más sincero agradecimiento a David Gies. Este libro, que primero fue una tesis doctoral que nació en su clase sobre la literatura de España en el siglo XVIII, debe gran parte de su existencia a sus consejos y comparte su visión de la misión del dieciochismo actual. Esta misión se resume en algo así como volver a poner el siglo XVIII de moda, insertarlo en las corrientes actuales de pensamiento sin perder de vista el campo de la estética, convertir las aportaciones del XVIII en centrales para entender la historia de la literatura en español actual y dotarlas de una dimensión interdisciplinar. Al escribir este libro he intentado poner en práctica estas ideas. Gracias también a los profesores Randolph Pope y Ruth Hill, que formaron parte del comité de lectores de mi tesis y cuyas clases y su modo de entender la crítica literaria siempre han sido una fuente de inspiración para mí. También doy las gracias a Rebecca Haidt por sus consejos sobre el manuscrito de mi tesis doctoral. En mi etapa como profesora en la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill, quiero resaltar el apoyo recibido por parte de mi colega Juan Carlos González Espitia, quien ha sido un generoso editor y un lector entusiasta: varias versiones de este proyecto han pasado por sus manos. También han leído y comentado partes de este proyecto mis colegas Frank Domínguez, Samuel Amago y Emilio del Valle Escalante. Todos ellos han contribuido a mejorar el presente manuscrito, pero, por supuesto, los errores que permanecen son sólo mi responsabilidad. Quiero asimismo agradecer el apoyo en diferentes momentos de mi carrera de Rosa Perelmuter, Larry King, Lucia Binotti, Alison Weber, David Haberly, Virginia Talley, Amy Wentworth-Bueno, Monica Rector, Elvira Vilches y Laura García Raga. Capítulo aparte merece el agradecimiento a mi familia. Gracias al peque Gustavo, a Ed, mi marido, a mis padres, José y Amparo, a mi abuela Fina y a mi hermana Paloma. Y a mi abuelo Juan, que murió mientras acababa este libro y se llevó una parte de mi optimismo con él.

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En un nivel más práctico, este libro no existiría si no hubiera contado con el apoyo económico recibido por parte de las siguientes instituciones: gracias al College of Arts and Sciences de la Universidad de Carolina del Norte por financiar seis meses dedicados a la investigación en exclusiva con un Research and Scholarly Leave. La oficina del Vice Chancellor y del Provost de la Universidad de Carolina del Norte me concedió un Junior Faculty Development Award. Gracias también a la oficina del Vice-President for Research and Graduate Studies de la Universidad de Virginia por otorgarme un Award for Excellence in Scholarship in the Humanities and the Social Sciences cuando era estudiante graduada. El Ministerio de Cultura de España financió una estancia en la Biblioteca Nacional de Madrid a través de una beca del Programa de Cooperación Cultural. El Departamento de Español, Italiano y Portugués de la Universidad de Virginia financió también mi investigación para la tesis doctoral con un Charles Gordon Reid Jr. Fellowship. Finalmente, este libro no podría ver la luz en la forma presente sin el apoyo del Departamento de Lenguas Romances de la Universidad de Carolina del Norte, que ha contribuido a financiar parte de su investigación y parte de su publicación. Jonathan McClure ha sido un valioso asistente de investigación. Gracias también a la paciente Anne Wigger, a Enrique Barba Gómez y a la editorial Iberoamericana por acoger este proyecto entre las filas de la colección La Cuestión Palpitante.

ADVERTENCIA

Al escribir este libro me he enfrentado a la difícil cuestión de cómo propagar a Anacreonte y cómo leerle. Si Anacreonte debe darnos una lección de transmisión textual, es precisamente que lo que importa es comunicar el espíritu del original —porque el original ya no existe—. Inspirada por este principio y por mis propias preferencias a la hora de leer crítica literaria, he tomado una decisión quizá arriesgada: he traducido yo misma los versos de la Anacreontea a partir de la fuente que me parece más fiable, la que ofrece Patricia Rosenmeyer, profesora de lenguas clásicas de Yale University, en el apéndice de The Poetics of Imitation. Anacreon and the Anacreontic Tradition (Cambridge University Press, 1992). Estas traducciones de la Anacreontea están en inglés, así que las versiones que utilizo en mi estudio son mis traducciones al español de las traducciones de Rosenmeyer de la Anacreontea al inglés. Podría haber utilizado una traducción española del siglo XVIII (como la de los hermanos Canga-Argüelles o la de José Antonio Conde, ambas consultadas en la Biblioteca Nacional), pero los poetas salmantinos como Meléndez Valdés leían (y eran profesores de) griego y estas traducciones españolas de fines del XVIII no eran sus fuentes directas, así que esto hubiera complicado todavía más la cuestión. Y no he encontrado, entre las traducciones actuales de Anacreonte al español, ninguna que me pareciera tan hermosa como la traducción de Rosenmeyer al inglés. Así que, imbuida del espíritu imitativo pero poco riguroso de Anacreonte y sus imitadores, incluyo aquí mis propias traducciones de otras traducciones de otras traducciones de un original que ya no existe. Ojalá sean más una ayuda para el lector que una molestia, pues ése ha sido mi criterio a la hora de incluirlas.

INTRODUCCIÓN

En el tapiz de Francisco de Goya (1746-1828) La gallina ciega, un grupo de adultos disfrazados de majos y majas se entretiene jugando al corro a orillas del Manzanares. Es 1788, el año de la muerte de Carlos III, y mientras los alegres aristócratas de Goya se comportan como niños, vendándose los ojos y vistiéndose de plebeyos por voluntad propia, a sus primos lejanos del otro lado de los Pirineos ya están planeando cómo cortarles la cabeza. Pero los hermosos y decadentes jóvenes pintados por Goya para decorar las estancias reales del palacio de El Pardo no son los únicos que insisten en adoptar una actitud escapista ante una realidad que dista mucho de ser bucólica; en El bebedor (1777), un joven del pueblo aparece recostado en el recodo de un camino bebiendo con ansia una bota de vino, y en otras muchas escenas diseñadas por Goya para adornar las estancias de los príncipes encontramos niños jugando a ser adultos (como en Niños jugando a soldados) y adultos entreteniéndose en juegos infantiles (como El pelele o en el ya citado La gallina ciega). Los cartones diseñados por Goya para la Real Fábrica de Tapices presentan una imagen altamente estilizada del mundo contemporáneo a Goya en donde los personajes aparecen inmersos en actividades de escape de la realidad: los mayores juegan a ser niños, los ricos juegan a ser pobres, los niños juegan a ser mayores, y los pobres juegan a perder la conciencia emborrachándose. Todas las imágenes están presididas por un impulso común de escapismo y un afán lúdico de metamorfosear la identidad por medio de disfraces literales (de majos y majas) y simbólicos (juegos, niñez, bebida) que son representativos de

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la actitud ambigua que la sociedad ilustrada tiene con respecto al placer y la responsabilidad. Goya nos da pistas que por un lado nos permiten dejarnos llevar por la fantasía rococó de diversión que evocan sus escenas, pero también nos invita a ver este abandono y sus peligros desde fuera del corro de bailarines: el círculo infinito del baile de La gallina ciega se “refleja” simbólicamente en el espejo de agua que ocupa el fondo de la escena (que en una primera versión del tapiz fue el río Manzanares) y nos habla de un eterno retorno (el del antiguo régimen) que, sin embargo, está históricamente en peligro de extinción. El canto al placer y su denuncia o cuestionamiento aparecen, simultáneamente, en la misma escena. En la historia del arte, los tapices de Goya son considerados un ejemplo ideal del llamado arte rococó por sus temas aparentemente frívolos, sus escenas luminosas y pastoriles, su paleta color pastel y su objetivo de ser arte decorativo más que histórico: al fin y al cabo, los tapices fueron concebidos para decorar y calentar las paredes de un palacio que se ponía muy frío en el invierno castellano. Pero mientras Goya pinta esta serie de cartones para tapices (1775-1792), Juan Meléndez Valdés o Batilo (1754-1817), el que luego será considerado el mejor poeta del siglo XVIII en España, está componiendo poemas similares a estas escenas en los ratos libres que le deja su actividad como profesor de literatura y lenguas clásicas en Salamanca.1 Poemas de tipo anacreóntico que, como el que sigue, causaron furor en su época y fueron imitados y disfrutados por todos los lectores cultos de su siglo. Poemas que, como el tapiz de La gallina ciega de Goya que acabamos de describir, están dedicados a representar alegres pasatiempos aristocráticos y pastoriles completamente ajenos a la realidad:2

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La biografía más actual y completa de Meléndez Valdés es la de Antonio Astorgano Abajo (Meléndez Valdés, el ilustrado). La biografía clásica de Meléndez es la de Georges Demerson (Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo, 1754-1817), publicada en 1971. Por otro lado, el poeta y discípulo de Meléndez Manuel José Quintana hizo una sentida biografía de su maestro (“Vida de Juan Meléndez Valdés”) que debía preceder a la edición póstuma de los cuatro volúmenes de las Poesías de Meléndez (1820). 2 Tanto Goya como Meléndez nacieron en familias de trabajadores artesanos en lugares periféricos a la corte (Fuendetodos, Aragón en el caso de Goya y Ribera del Fresno, Badajoz, en el caso de Meléndez) y ascendieron socialmente gracias a su talento, trabajo, y capacidad para forjar amistades. Estos idilios ‘aristocráticos’ contrastan poderosamente con su educación y modo de vida, así que el ‘escapismo’ de estos poemas

Introducción

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“De un baile” Ya torna mayo alegre con sus serenos días, y del amor le siguen los juegos y la risa. De ramo en ramo cantan las tiernas avecillas el regalado fuego que el seno les agita, y el céfiro jugando con mano abre lasciva el cáliz de las flores y a besos mil las liba. Salid, salid, zagalas; mezclaos a la alegría común en sueltos bailes y música festiva. Venid, que el sol se esconde; las sombras, más benignas, dan al pudor un velo y a amor nueva osadía. ¡Oh, cuál el pecho salta!, ¡cuál en su gozo imita los tonos y compases de vuestra voz divina! Mis plantas y mis ojos no hay paso que no finjan, cadena que no formen, y rueda que no sigan. Huye veloz burlando Clori del fino Aminta; torna, se aparta, corre, y así al zagal convida. ¡Con qué expresión y juego e imágenes también afecta a la vida de estos artistas de vida nada ociosa. No es un reflejo de su vida sino un descanso imaginativo de las obligaciones de la misma. Cuando en este estudio utilizo la etiqueta ‘aristocrático’ para referirme a estos poetas y a la clase social letrada que apoya el gobierno del déspota ilustrado Carlos III no lo hago para referirme a personas de sangre noble sino que utilizo la misma acepción que la palabra ‘aristocracia’ tenía para los ilustrados: nobleza adquirida por el talento y las obras, es decir, el mismo sentido que tiene la raíz griega original.

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de talle y brazos, Silvia, en amable abandono, su Palemón esquiva! De Flora el tierno amante o la mariposilla, la fresca hierbezuela con pie más tardo pisan. ¡Qué ardiente Melibeo a Celia solicita, la apremia con halagos, y en torno de ella gira! Pero Dorila, ¡oh cielos!, ¿quién vio tan peregrina gracia?, ¿viveza tanta? ¡Cuál sobre todas brilla!, ¡qué espalda tan airosa!, ¡qué cuello!, ¡qué expresiva volverle un tanto sabe si el rostro afable inclina! ¡Ay!, ¡qué voluptuosos sus pasos!, ¡cómo animan al más cobarde amante y al más helado irritan! Al premio, al dulce premio parece que le brindan de amor, cuando le ostentan un seno que palpita. ¡Cuán dócil es su planta!, ¡qué acorde a la medida va del compás! Las Gracias la aplauden y la guían, y ella, de frescas rosas la blonda sien ceñida, su ropa libra al viento, que un manso soplo agita. Con timidez donosa de Cloe simplecilla por los floridos labios vaga una afable risa. A su zagal incauta con blandas carrerillas se llega, y vergonzosa

Introducción

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al punto se retira. Mas ved, ved el delirio de Anarda en su atrevida soltura; sus pasiones, ¡cuán bien con él nos pinta! Sus ojos son centellas, con cuya llama activa arde en placer el pecho de cuantos, ¡ay!, la miran. Los pies, cual torbellino de rapidez no vista, por todas partes vagan y a Lícidas fatigan. ¡Qué dédalo amoroso!, ¡qué lazo aquel que unidas las manos con Menalca formó amorosa Lidia! ¡Cuál andan!, ¡cuál se enredan!, ¡cuán vivamente explican su fuego en los halagos, su calma en las delicias! ¡Oh pechos inocentes!, ¡oh unión!, ¡oh paz sencilla, que huyendo las ciudades el campo sólo habitas! ¡Ah!, ¡reina entre nosotros por siempre, amable hija del cielo, acompañada del gozo y la alegría!3

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A no ser que indique lo contrario, las poesías de Meléndez las cito de la edición de las Poesías de Emilio Palacios Fernández disponible en formato digital a través del portal www.cervantesvirtual.com. Esta edición se basa en la versión póstuma de 1820 que fue preparada por el propio Meléndez desde el exilio en Francia y editada por su discípulo el poeta Manuel José Quintana y por Martín Fernández de Navarrete. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que Meléndez pulió y cambió sus versos hasta el final de sus días, así que en muchas ocasiones la versión final de 1820 es distinta de otras versiones publicadas durante la vida del autor. Cuando es necesario, marco la procedencia de poemas publicados más tempranamente. En cuanto a fechas, sigo las propuestas en la excelente edición de John Polt de las Obras en verso de Meléndez publicadas en 1981 por la Cátedra Feijoo. Cuando cito textos de Meléndez que no forman parte de su poesía uso como fuente de referencia las Obras completas editadas recientemente por

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La cultura de las máscaras

En este “dédalo amoroso” en el que se enredan y seducen “inocentemente” pastores y pastoras de nombres librescos (Aminta, Silvia, Palemón, Anarda, Celia, Cloe, Melibeo, Lícidas, Menalca, Lidia, Dorila) junto con personajes mitológicos como Flora o las Gracias, Meléndez logra reproducir en forma de una cadena de versos breves y musicales que se enlazan entre sí el movimiento cíclico de un baile y la fluidez que es característica del estilo rococó y sus curvas infinitas.4 Pero estos pastores y pastoras no son sólo personajes de ficción. En el poema se dan la mano para bailar el yo del poeta y sus amigos reales, escondidos bajo pseudónimos.5 ¿Por qué a los ilustrados les gustaba imaginarse en este tipo de escenas pastoriles y suavemente eróticas, llenas de exclamaciones, admiraciones y tan ajenas al mundo en el que se componen como los personajes de La gallina ciega de Goya? ¿Y por qué se mezclaban, portando pseudónimos, con personajes literarios y mitológicos en sus poemas?6 Junto a Batilo (el pseudónimo de Meléndez Valdés), un grupo de aficionados a la poesía se reúne en tertulias masculinas en las que se lee poesía propia y ajena de raíces clásicas, especialmente a partir de la década de los setenta del siglo ilustrado.7 Se denomina a este grupo de

Antonio Astorgano Abajo, que contienen todos los prólogos a las distintas ediciones de sus poesías, sus Discursos forenses y el Epistolario del autor. 4 Para un estudio de la curva y sus transformaciones en el estilo rococó y sus múltiples revivals, véase Rococo: The Continuing Curve, editado por Sarah Coffin. Para un estudio de la transformación del motivo de la curva del Barroco al Rococó en la poesía de Meléndez Valdés, véase mi artículo “La transformación de un motivo barroco en rococó: las odas de La inconstancia de Meléndez Valdés”. 5 Aminta, por ejemplo, que aparece gruñón en el verso 30, es el pseudónimo de Juan Pablo Forner (1757-1797), amigo del grupo de poetas de la escuela salmantina, fiscal del Consejo de Castilla y director de la Academia de Derecho de Madrid. 6 Philip Deacon ha estudiado la figura del “autor esquivo” en el setecientos en su artículo “El autor esquivo en la cultura española del siglo XVIII. Apuntes sobre decoro, estrategias y juegos”. 7 Las mujeres poetas de la época no están incluidas en este estudio excepto en momentos puntuales, ya que en ellas no encontramos estas mismas máscaras ni tampoco estas mismas tensiones, y su obra requiere estudio aparte (no por afán de segregación sexista, sino porque la sociedad ilustrada, por muchos avances que permitiera a las mujeres, no les permitía el lujo de usar el mismo tipo de retórica para hablar de la dificultad de conciliar su papel público con su poesía privada a través de las mismas metáforas o máscaras empleadas por los poetas de género masculino. Aun así, la situación

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poetas con varios nombres: el parnaso salmantino, la escuela de Salamanca, la segunda escuela salmantina, la “academia de Meléndez”, etc.8 El soldado José Cadalso (1741-1782), el sacerdote José Iglesias de la Casa (1748-1791) o el agustino fray Diego Tadeo González (17331794) componen versos que muestran escenas similares a las presentadas por Goya en sus tapices o por Meléndez en la oda anacreóntica “De un baile” que acabamos de leer. Los miembros del grupo se reúnen cada noche en la celda de fray Diego González en el convento de San Agustín, donde estaba enterrado fray Luis de León (1527-1591), símbolo del clasicismo renacentista al que aspiran retornar estos poetas. Los versos que salen de esta escuela son, como los de Meléndez, ligeros, breves y musicales, y su lenguaje, sencillo pero alejado del lenguaje cotidiano. Sus temas recurrentes son el amor inocente de los pastores, el elogio horaciano de la vida campestre, la amistad y la poesía. Lo más interesante es que, aparte de usar un pseudónimo para poder “entrar” como personajes en sus propias poesías (también utilizaban estos pseudónimos en su abundante intercambio epistolar), Arcadio, Batilo, Dalmiro y Delio se representan en su poesía doblemente disfrazados. Aparte de usar el pseudónimo para entrar en estos idilios

de las mujeres, especialmente las de las clases más altas, mejoró notablemente gracias al espíritu igualitario de la Ilustración. Theresa Ann Smith, la autora del importante estudio The Emerging Female Citizen: Gender and Enlightenment in Spain, resume así el lugar prominente que empiezan a ocupar las ilustradas en la España del setecientos: “As artists, writers and reformers, Spanish women took up pens, joined academies and economic societies, formed literary circles, and became active in the burgeoning public discourse of the Enlightenment” (1). Estudios recientes, como los de Elizabeth Franklin Lewis en el campo de la literatura (Women Writers in the Spanish Enlightenment: The Pursuit of Happiness) o de Mónica Bolufer Peruga en el campo de la historia (Mujeres e Ilustración: la construcción de la femineidad en la España del siglo XVIII), muestran lo activo que es el campo de los estudios de género femenino en la actualidad para los dieciochistas. En contraste, los estudios de la masculinidad en el siglo XVIII en España se resumen en la importante aportación del pionero Embodying Enlightenment: Knowing the Body in Eighteenth-Century Spanish Literature and Culture de Rebecca Haidt. En este libro, Haidt estudia los dos modelos de masculinidad que imperan en el siglo XVIII en España: la figura negativa del petimetre y la figura positiva del hombre de bien, así como las manifestaciones culturales y los debates públicos en torno a estas figuras y sus cuerpos. 8 Para un resumen de la historia y recepción del término Parnaso salmantino, véase el artículo de Fernando Rodríguez de la Flor “Aportaciones al estudio de la escuela poética salmantina (1773-1789)”.

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campestres, los poetas fusionan su voz con la de personajes literarios convencionales que se repiten una y otra vez en sus poemas: o bien fingen hablar usando (en primera persona) la voz del viejo poeta del vino y del amor homosexual Anacreonte, o bien aparecen jugando en el poema en forma de niños supuestamente inocentes, o bien aparecen sumidos en una eterna y dulce borrachera mientras cantan poesía. Estas identificaciones con las figuras de Anacreonte, el niño y el borracho son máscaras metafóricas que, aparte de ayudar a estos poetas a penetrar mejor en sus agradables simulacros poéticos y bailes, nos están comunicando, en su repetición obsesiva, cuáles son los “escapes” favoritos de estos poetas: la Grecia clásica de Dionisos, Baco y Anacreonte, y la etapa de la niñez. Son todos ensueños alegres donde la realidad no tiene cabida, y las máscaras metafóricas tras las que estos poetas enuncian sus versos contribuyen todavía más a este alejamiento de la realidad. Este alejamiento de la realidad forma parte del espíritu del arte rococó, que acaba abruptamente en 1789 según la mayoría de los historiadores de la cultura europea (Baur, 6)9. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, por sus afinidades con el mundo de la Grecia antigua con la que se enlaza la poesía anacreóntica, este alejamiento de la realidad es una manifestación del “Ideal” de belleza clásica defendido por Wincklemann, descubridor del arte de la Grecia antigua y sus costumbres, cuya influencia en España vino de la mano del pintor de la corte alemán amigo suyo Antón Raphael Mengs (1728-1779), autor de escenas comparables a estos poemas como su famoso Parnaso (1761), donde aparecen representados en un mismo plano personajes alegóricos, pastoriles y mitológicos en una escena sensual y distante al mismo tiempo. Teorizado para el campo de las letras españolas por Ignacio de Luzán (1702-1754) en su Poética y cuestionado por Esteban de Arteaga 9

En 1790, los artistas parisinos acuñaron el término rocaille para designar el arte ya pasado de moda de este antiguo régimen, caracterizado por su carácter complaciente y sereno. Estas asociaciones peyorativas fueron cuajando hasta llegar a la introducción oficial del término rococó en la historia de las ideas estéticas por parte de Wolfgang Menzel a mediados del siglo XIX. Para entonces, rococó ya designaba un período en la historia del arte asociado con el siglo XVIII y con la cultura absolutista de las monarquías del antiguo régimen. Y en Alemania, la asociación entre poesía anacreóntica, idilio pastoril y arte rococó contribuyó a la degeneración del término (Baur, 7). Pero las connotaciones de superficialidad, convencionalismo y complacencia del arte rococó no siem-

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(1747-1799) en sus Investigaciones sobre la belleza ideal como objeto de las artes de imitación (1789), la noción del arte como manifestación del ideal neoclásico de belleza puede contemplarse como una de las bases sobre las que se erige el anacreontismo. El rococó triunfa sobre todo en París, Venecia, Londres y el sur de Alemania, pero España tenía lazos con la cultura italiana y francesa a través de las posesiones españolas de Nápoles y Sicilia, donde gobernó Carlos III antes de ser rey en España, y por los lazos con la dinastía de los Borbones a la que pertenecen los monarcas españoles ilustrados. Artistas como el veneciano Giovanni Battista Tiépolo (1696-1770) o el ya mencionado Mengs, que trabajan para la corte española en diversos encargos como los frescos de la bóveda del Palacio Real, muestran los enlaces artísticos que tenía España con el resto de Europa y con el neoclasicismo. En la historia del arte hay una separación fuerte entre los conceptos estilísticos de rococó y neoclasicismo (Baur, 8), que se perciben como opuestos, especialmente si nos basamos en la historia del arte francés, donde el rococó es el arte del antiguo régimen (Watteau, Boucher) y el neoclasicismo es el arte que plasma en líneas ordenadas la utopía de la Revolución (David, Canova). Sin embargo, hay que tener en cuenta que la misma cronología que se aplica a Francia no puede explicar la presencia del rococó en las artes plásticas y la poesía de España en el siglo XVIII. Goya continúa pintando escenas rococó (Tapices) como La gallina ciega más allá de 1789 y Meléndez Valdés no deja de escribir anacreónticas en toda su vida, incluso en medio de los tumultos del destierro. En España, esta separación entre arte rococó y arte neoclásico no se produce de forma diacrónica, sino que estos dos movimientos, asociados con la Ilustración y la monarquía absoluta de la dinastía borbónica, aparecen conjuntamente en la obra de un mismo autor, especialmente en el caso de Goya y Meléndez Valdés, los artistas más complejos de su siglo. Paradójicamente, es en su obra de estilo rococó donde aparece una mayor complejidad, como se intuye al contemplar La gallina ciega.

pre fueron percibidas como un apoyo a la política de los y las mecenas que subvencionaron estos productos artísticos rococó. En la obra de los hermanos Edmond y Jules de Goncourt (L’art du XVIIIe siècle, 1874) empieza a perfilarse la revalorización del arte rococó que culminó con el rococó revival de fines del siglo XIX (véase Ireland, Cythera Regained).

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Lo que unifica, según la historiadora del arte Eva-Gesine Baur, todo el arte rococó es su “avoidance of shadow” (7). Uno de los rasgos que más se asocia con el rococó es la tensión contenida en sus paraísos artificiales, quizá relacionada con la conciencia de la fragilidad de la felicidad por la que luchan los ilustrados, o quizá una manifestación de la propia conciencia de la aristocracia del fin del antiguo régimen y el debilitamiento de sus privilegios. La tensión contenida bajo la facilidad aparente y alegre del rococó no es sino una manifestación del miedo reprimido de la época, una continuación del espíritu barroco que, en lugar de enfrentarse al carácter frágil de nuestra existencia por medio del pesimismo del vanitas o del arte religioso contrarreformista, decide ignorar los problemas creando ensoñaciones, islas de placer: “Myth and fairytale, festivity and fantasy, theatre and music were called upon to create dream worlds and intermediate realms that would allow all these (fears) to be forgotten” (Baur, 7). El motivo de origen pictórico de la “fiesta campestre” deviene “a vehicle for the projection of a dream of carefree timelessness” (7). Estos poemas escapistas y estos bailes campestres florecen en el período de auge de la Ilustración española, concretamente en la última década del reinado de Carlos III (1716-1788). El siglo XVIII es conocido como el siglo de eclosión cultural por excelencia. Es entonces cuando florecen, sobre todo en Madrid por el afán centralista de los Borbones, instituciones de apoyo a la cultura como academias, bibliotecas, sociedades económicas, museos y diccionarios. En conjunto, todas estas empresas eran proyectos utópicos de carácter totalizador que perseguían la felicidad de los ciudadanos y sus gobernantes a través del lema “todo para el pueblo pero sin el pueblo”. El objetivo de la Ilustración es cambiar el funcionamiento del país desde sus bases y, por ello, gran parte de las políticas del absolutismo ilustrado están dirigidas, como ha estudiado recientemente Alberto Medina Domínguez en Espejo de sombras, a construir un nuevo modelo de pueblo dócil, una masa que sirva a la monarquía como espejo y apoyo y donde lo individual subordina sus peculiaridades para el bien común (o, más concretamente, para el bien de los demás según es definido por los intereses particulares del monarca absoluto). Una masa que, sin embargo, no siempre aceptará de buen grado el nuevo papel o guión que los ilustrados habían escrito tan bienintencionadamente para él.

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La Ilustración española, a pesar de todos estos devaneos poéticos y pictóricos en los terrenos del placer, es precisamente el momento en el que la retórica del sacrificio civil y la utilidad social está en auge. Como explica Theresa Ann Smith, “Spaniards demonstrated an acute awareness of their responsibilities to the nation in their discussions of social, economic and cultural reform. Intellectuals constantly referred to the utilidad pública (...) of the programs they proposed, describing at length how these programs would have a widespread and lasting effect on the nation” (8). Esta obsesión de los ilustrados por ser útiles a su patria recorre sus textos teóricos, pero también es el tema de discusión favorito en las tertulias, cafés, reuniones y los nuevos lugares de reunión e intercambio de ideas de la sociedad ilustrada dieciochesca. La aparición de nuevos tipos sociales que se desvían del modelo equilibrado del “hombre de bien” manifiesta la dificultad de adaptarse a este modelo de comportamiento basado puramente en el sacrificio de los deseos individuales en aras del bien social. Entre estos nuevos tipos sociales destaca la figura del petimetre, también conocido con otros nombres como “erudito a la violeta”, “currutaco” o “contradanzante” en los textos de la época. El petimetre aparece siempre feminizado en sus características, opuesto a la virilidad del antiguo caballero español: Aquellos rancios Españoles antiguos, y aun los que hasta en esos gloriosos tiempos se han dejado ver en paseos, en saraos, en campañas, en batallas, y otras fatigas, eran hombres ordinarios de pelo en pecho, y como tales engendrados para sufrir semejantes fatigas; pero hoy nuestros Señoritos de ciento en boca, o Currutacos contradanzantes son finos, dulces, halagueños, enemigos de toda ocupación seria, de todo trabajo penoso, y adictos a la quietud, al sosiego, a la diversión, y al estudio de la Ciencia Contradanzaria: aquellos fiaban sus amores al valor, y su gloria a las heroicas acciones, y nuestros Señoritos no necesitan más que su presencia para enamorar (Zamácola, cit. Molina y Vega, 82).

Los ilustrados españoles no querían parecerse a estos “currutacos contradanzantes”, y sus obras dejan constancia de su rechazo de este modelo de la relajación de las costumbres. Pero, curiosamente, uno de los temas favoritos de sus poemas es la danza, como en el poema “A un baile” de Meléndez Valdés. Cadalso dedica una obra entera (Los eruditos a la violeta, de 1772) a satirizar amablemente sobre este modelo de

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masculinidad fallida (Haidt, 9). En Los eruditos a la violeta Cadalso resume el complejo mundo que debía navegar el nuevo hombre ilustrado. Demasiado riguroso y serio y estará representando el papel de un Felipe II redivivo. Demasiado alegre y sociable y estará en riesgo de ser despojado de sus atributos masculinos y activos, como muestra esta confesión: Me hiela en fin el temor de la crítica que me hagan unos hombres tétricos, serios, y adustos (...), pero me inflaman los primorosos aplausos de tanto erudito barbilampiño, peinado, empolvado, adonizado, y lleno de aguas olorosas, de lavanda, sanspareille, ámbar, jazmín, bergamota y violeta, de cuya última voz toma nombre mi escuela (Los eruditos a la violeta, s. p.).

Aparte de apoyar la misión de reforma social ilustrada de los monarcas borbones, Meléndez Valdés, Cadalso y otros poetas ilustrados del grupo de Salamanca intentan incluirse e incluir a España en el proyecto de la modernidad. Los que después serán llamados afrancesados por tener esta ideología progresista pero moderada se caracterizarán por mezclar en sus escritos y gestos públicos ideas sumamente tradicionales con la aceptación de ideas filosóficas que estaban a la vanguardia de su época. Como Feijoo (1676-1764) en la primera mitad del siglo XVIII, los ilustrados españoles tenían que lograr situarse en el justo medio entre la tradición española, católica, oscurantista y asociada con la dinastía de los Austrias y la decadencia, y el modelo francés progresista y secular asociado con los Borbones. Al principio este modelo parece la solución perfecta, pero pronto empieza a mostrar sus grietas en eventos como el Motín de Esquilache o el estallido del 1789 francés. Estos eventos tuvieron una importante repercusión negativa en España y crearon ansiedad respecto al modelo ilustrado y progresista francés, que ahora venía teñido de sangre, pero no acabaron del todo con la moda del rococó y el anacreontismo como sucedió al otro lado de los Pirineos. En las últimas décadas del siglo XVIII empieza a hacerse visible la desconfianza hacia el proyecto ilustrado por parte de Carlos IV y por parte de los ilustrados mismos, desencantados con el fracaso de sus proyectos y con el alcance negativo que han tenido sus sacrificios. En el sector del pueblo empezará a forjarse una asociación entre modernidad y afrancesamiento que culminó con la invasión de España de las tropas de Napoleón. Esta invasión fue el comienzo de la

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Guerra de la Independencia (1808-1814), pero también de la desconfianza generalizada de las masas hacia la Ilustración. Esta invasión violenta es el origen de gran parte de los estereotipos que hoy permanecen contra los ilustrados, que no pudieron navegar las aguas revueltas de la historia con su reputación intacta. El modelo de hombre del pueblo para la Ilustración se caracteriza por ser dócil, trabajador y obediente. Pero cada eslabón de esta sociedad jerarquizada tiene su labor en el conjunto de la utopía social ilustrada, desde las clases trabajadoras hasta las clases “ociosas”, las que no trabajan con sus manos. Así, del mismo modo que existe un hombre del pueblo ideal, también existe un modelo de comportamiento más o menos estable que codifica dicho ideal para la clase media y alta: se trata del “hombre de bien”, el ciudadano que sacrifica su bienestar individual y sus placeres en aras del bien común. A él se opone la figura del petimetre y el currutaco. Para formar ciudadanos de este tipo, los ilustrados (como Jovellanos) idean numerosas estrategias que controlan desde el tipo de ocio adecuado para cada clase hasta la difusión imperceptible de mensajes propagandísticos a través del teatro. Pero la realidad se opone al deseo, y la utopía se hace humo cuando se pone en práctica. Del mismo modo que el ideal ilustrado y su aplicación a la masa produjo resultados negativos, como muestran tanto el Motín de Esquilache de 1766 (véase Medina Domínguez, 137 y ss.) como el fracaso de experimentos sociológicos como la repoblación con campesinos alemanes de Sierra Morena —que acabó con el ilustrado impulsor del proyecto, Pablo de Olavide (1725-1783), en manos de la Inquisición sin que nadie pudiera ayudarle—, también la puesta en práctica del modelo utópico de comportamiento para las clases medias y altas fracasó al ser aplicado a la realidad de la vida cotidiana (Hernández Benítez, 9-10). La muestra de este “fracaso” en el terreno de la masculinidad es, como ya hemos dicho, la existencia de un tipo antitético a este ideal del “hombre de bien”, el petimetre. Y el fenómeno complejo del majismo, que comienza en el pueblo y se extiende luego a la aristocracia (como se ve en los Tapices de Goya), también supone un reajuste entre estos modelos de comportamiento, una renegociación de estos ideales de conducta. Los poetas que son objeto de estudio en este libro no forman parte de este pueblo que debe modificar sus costumbres para encajar en los nuevos planes de reforma de Carlos III y sus ministros. Tampoco tie-

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nen el privilegio de pertenecer a la nobleza. Por el contrario, los poetas salmantinos, aunque de origen humilde (con excepción de Cadalso y Jovellanos, que sí pertenecíaa la nobleza), son parte de las elites del poder ilustrado o se preparan para serlo. Su modelo de comportamiento ideal es el del “hombre de bien”. Poetas como Meléndez Valdés, hombres hechos a sí mismos que han subido al poder a base de su propio talento y dedicación, son quienes intentarán aplicar y representar el nuevo modelo de sociedad española con el que sueña la Ilustración: una sociedad pacífica, ordenada, dócil y productiva en la que la monarquía absoluta y la clase media aparecen unidas en un mismo proyecto común. Theresa Ann Smith explica elocuentemente la situación peculiar de la Ilustración española, en la que la clase media de pensadores ilustrados y el absolutismo están estrechamente asociados entre sí: One of the key features of the political landscape in eighteenth-century Spain was the cooperation between the monarchy and Spain’s enlightened elite that characterized much of the century. That this cooperation occurred seems natural considering the history of monarchical rule in Spain. Philip du Borbonne, the grandson of the French king Louis XIV, inherited the Spanish throne after the death of Charles II in 1700. The accession of a French Bourbon king to the Spanish crown led to the War of the Spanish Succession (1702-1713). Since Philip could not rely on the support of the aristocracy, which saw the Bourbon accession as a threat to its own local power, he turned to the group of reform-minded elite, many of whom were part of Spain’s bureaucratic, or letrado, class, which had emerged in the waning days of Charles II’s reign. In this way, Philip broadened his power base and helped secure his place as king. Ironically, the installation of a French king thus occasioned a more tight-knit partnership between Spain’s reformist elite and their monarch, markedly different from the frequently antagonistic relationship between philosophes and the crown in France. This new Spanish elite became highly influential in shaping the nature of the Bourbon monarchy during the reigns of Philip V (1700-1746) and his sons Ferdinand VI (1746-1759) and Charles III (1759-1788) (9).

Los poetas del grupo salmantino pertenecían todos a este grupo que Smith denomina como la clase “letrada” (9) y, de hecho, la mayor parte de ellos elige seguir la carrera de derecho en algún momento de su vida, ya que la carrera de derecho, asociada con la carrera política,

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era la manifestación ideal de la entrega al proyecto ilustrado, la profesión ideal para el “hombre de bien”. La utopía de la sociedad ilustrada persigue la creación de esta sociedad útil, ordenada y obediente y extremadamente jerarquizada (siguiendo el modelo del absolutismo) dentro de las fronteras del país. Pero, de puertas para afuera, esta sociedad ideal de la que aspiran formar parte los ilustrados responde a la necesidad de crear un nuevo modelo de nación que acabara de una vez por todas con la leyenda negra que venía asociada a España tras siglos de Inquisición, guerras religiosas y decadencia. La nueva clase letrada debe contribuir a forjar una nueva leyenda progresista que acabe con el complejo de inferioridad de la nación con respecto a sus vecinos europeos. La construcción de una nueva imagen de España se manifiesta en el contenido de proyectos arquitectónicos, artísticos, y adquiere una forma especialmente polémica con el debate sobre el nuevo traje español. Como explican Jesusa Vega y Álvaro Molina, Uno de los problemas que tuvieron que afrontar primero Felipe V y sus ministros y luego nuestros ilustrados fue el desprestigio de España en Europa. Se invirtieron grandes esfuerzos en cambiar la fama —o mejor dicho la mala fama— larvada durante más de un siglo de guerras, vinculada directamente a la personalidad de Felipe II y reiterada continuamente. (...) A la fama que tenían los españoles —país holgazán, atrasado, fanático y supersticioso— se sumaba la del carácter del caballero español, miembro de la nobleza y representante del monarca ante las diferentes cortes europeas, cuya soberbia y arrogancia eran proverbiales. (...) Tanto la literatura como las imágenes que eran accesibles a los extranjeros venían a reafirmar esta visión de España (17).

Esta visión anticuada de España venía representada sartorialmente en el antiguo traje de golilla (que hoy asociamos con Felipe II), que con su “rigidez y artificialidad” (Molina y Vega, 19) personificaba los atributos del caballero antiguo español, austero, intransigente, apasionadamente católico y lleno de orgullo. La llegada de la dinastía francesa de los Borbones a comienzos del XVIII supone el intento de superponer a esta imagen patriótica pero decadente la de un nuevo caballero español. Este nuevo caballero, vestido con el nuevo “atuendo a la militar” inspirado por la colorida moda francesa (opuesto al color negro del traje anterior), está preparado para llevar sobre sus hombros el peso de la tradición y la modernidad. De su comportamiento ejemplar depende

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no sólo la realización interna de la utopía social ilustrada, sino la imagen exterior de España y su futuro. La “ansiedad colectiva” de los ilustrados españoles por reformar y reformarse cristaliza en el modelo masculino que se viene denominando “hombre de bien”. Este “hombre de bien” debe ser, ante todo, útil a su patria, pero también debe ser capaz de participar en los nuevos lugares de sociabilidad antes no existentes, como los paseos y las tertulias. Rebecca Haidt define esta “hombría de bien” y el alcance social del modelo: “Hombría de bien proposes the virtuous ability to control the body as crucial to a larger ethical scheme of masculine self-governance and, by extension, of reform of the nation’s (masculine) leaders” (12). La obediencia y el sacrificio de cada pasión individual en aras del bien común reproducen el modelo jerárquico, inherentemente optimista, progresista pero también despótico, del gobierno de la Ilustración. El siglo XVIII es, además del siglo de la razón y el orden, el siglo de los placeres, el siglo de los idilios pastoriles, del sensualismo, el erotismo y el rococó. Los ilustrados sabían que era imposible vivir una vida completamente dedicada al trabajo, y por ello en su modelo de comportamiento ideal está regulado el descanso, entendido de formas distintas para las clases trabajadores y las clases ociosas, según las divide Jovellanos (1744-1811) en su Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos.10 Este modelo de trabajo y descanso es una manifestación social del ideal literario horaciano basado en el equilibrio entre lo útil y lo dulce que es la base de las abundantes obras didácticas del periodo y que Tomás de Iriarte cristalizó en su fábula “El jardinero y su amo”. En un jardín de flores había una gran fuente, cuyo pilón servía de estanque a carpas, tencas y otros peces. Unicamente al riego el jardinero atiende, de modo que entretanto 10

Jovellanos divide así las clases sociales según el tipo de diversión que requieren: “(...) dividiré el pueblo en dos clases: una que trabaja y otra que huelga; comprenderé en la primera todas las profesiones que subsisten del producto de su trabajo diario y en la segunda las que viven de sus rentas o fondos seguros. ¿Quién no ve la diferente situación de una y otra con respecto a las diversiones públicas?” (Memoria, s. p.).

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los peces agua en que vivir no tienen. Viendo tal desgobierno, su amo le reprende; pues aunque quiere flores, regalarse con peces también quiere. Y el rudo jardinero, tan puntual le obedece, que las plantas no riega para que el agua del pilón no merme. Al cabo de algún tiempo el amo al jardín vuelve; halla secas las flores, y amostazado dice de esta suerte: «Hombre, no riegues tanto que me quede sin peces; ni cuides tanto de ellos, que sin flores, gran bárbaro, me dejes». La máxima es trillada, mas repetirse debe: no escriba quien no sepa unir la utilidad con el deleite. (Fábulas literarias)

La fábula, aunque de carácter literario, ejemplifica la unión entre el proyecto estético de la Ilustración (normalmente asociado con el neoclasicismo) y su dimensión ética. Los peces (la utilidad) y las flores (el deleite) del jardín deben recibir la misma atención o el equilibrio del jardín se verá en peligro. La figura del amo/rey/poeta ilustrado cuya función es regular este justo medio manifiesta el modo de entender el gobierno y la sociedad de las elites de la época. La geografía urbana de Madrid en el siglo XVIII ve florecer nuevos espacios íntimos y públicos de esparcimiento social, donde se puede producir el espectáculo del ocio controlado con el que sueña la Ilustración. Paseos, tertulias, museos, jardines, cafés y teatros son la manifestación visible de esta cultura del descanso organizado. La dualidad entre la cultura del sacrificio de esta “hombría de bien” y los placeres del bienestar de los nuevos espacios de sociabilidad que se abren a los ilustrados no siempre logra equilibrarse según soñaban Jovellanos o Iriarte. Así que de su asimilación imperfecta o de esta especie de esquizofrenia colectiva entre sacrificio y placer, entre austeridad y sen-

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sualidad, surgen espacios textuales alternativos donde el modelo del “hombre de bien” se rechaza y se crea un lugar casi ajeno a la mirada totalizadora del poder con unos modos mucho más flexibles y placenteros de entender la masculinidad. La poesía anacreóntica y el arte rococó son uno de los lugares donde los ilustrados conforman un espacio ideal de ocio acorde con sus necesidades y gustos, un jardín textual entregado al deleite, al placer por el placer. En estos poemas se da cuerpo a esta incapacidad de asimilar las nuevas demandas del modelo del “hombre de bien”. La poesía anacreóntica que cultivan los poetas del parnaso salmantino es un escape de la mirada todopoderosa del (auto)gobierno ilustrado que, como ilustrados mismos, han interiorizado estos poetas. La poesía rococó y anacreóntica es un lugar donde “vendarse los ojos” y bailar despreocupadamente. Hay mucha poesía ilustrada de tipo didáctico, patriótico y político que refleja tanto los ideales y las utopías sociales y educativas de la época (caso de las fábulas de Iriarte o Samaniego) como las vicisitudes históricas del siglo de las luces. Meléndez, Cadalso, Iglesias de la Casa, Jovellanos y tantos otros ilustrados son los autores de un extenso corpus de este tipo de poesía cívica y útil, propiamente “ilustrada”. Sin embargo, los poemas que estudio aquí no dejan transparentar ningún evento histórico tras su velo de palabras hermosas. De hecho, son poemas que, como el tapiz de La gallina ciega de Goya, se tapan los ojos y giran en un baile que sirve para enmascarar la realidad y sus desengaños. Hay, además, otro enmascaramiento asociado con estos poemas: el de la historia literaria, que los ha disfrazado involuntariamente, asimilándolos a movimientos con los que a menudo no parecen encajar. El rechazo por un amplio sector de la crítica tradicional de la etiqueta “rococó” en la literatura española es la muestra de este “enmascaramiento”. Mientras los tapices rococó de Goya han sido estudiados profundamente por la crítica (Tomlison, Glendinning, Bozal), que se ha esforzado por desvelar en ellos su ironía y por iluminar las sombras ocultas tras sus colores pastel, la obra de los poetas de la escuela salmantina del dieciocho no ha gozado de la misma atención. La etiqueta de “rococó” goza de un sólido estatus en el terreno de la historia del arte, pero aún en nuestros días la misma terminología incomoda a los críticos literarios. Tras siglos de desprestigio, no es de extrañar que se note cierta reticencia por parte de los hispanistas en aceptar plenamente este término que no hace tantos años era sinónimo de afemina-

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miento, degeneración y superficialidad, una alianza simbólica que se afianzó a lo largo del siglo XIX y quedó sellada con la inclusión de los poetas salmantinos del dieciocho en la Historia de los heterodoxos españoles (1880) de Marcelino Menéndez Pelayo. Todavía en los años setenta del siglo XX Juan Antonio Gaya Nuño consideraba que el rococó era una “calentura”, un “delirio del último y frenético barroco”, un movimiento que “rara vez excede de ser decoración (...) y (...) que se disting[ue] constantemente por su aroma femenino, frívolo, acentuadamente cortesano, inequívocamente previsto para la alcoba o el boudoir” (s.p). Implícitamente, la poesía patriótica de denuncia política de poetas neoclásicos más tardíos como Quintana (1772-1857) se asocia, en oposición a la poesía rococó, con lo varonil, como en este comentario de Enrique Rull: “Su estilo poético (de Quintana) es enérgico y viril (...) su vigor poético es indudable” (39). No hay nada más significativo que detenerse a ver las asociaciones entre estilos y su clasificación genérica, y ver después la fortuna que les ha esperado. Los viriles machos románticos todavía están de moda, mientras que la obra rococó de los débiles, afeminados y frívolos poetas salmantinos (según reza el estereotipo) no ha recibido la misma atención ni difusión a pesar de su incuestionable calidad estética.11 Así, durante siglos ha caído sobre estos poetas la sospecha: y para huir de ella, se les ha ignorado y se les ha metido en categorías ajenas al espíritu rococó y anacreóntico que guía sus poemas. Y es que, ¿qué hacemos con una poesía que surge en la época de plenitud ilustrada, creada por los ilustrados, pero que no habla de razón, orden ni avances científicos? ¿Qué hacemos con todo este corpus de poesía escapis-

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Estas asociaciones se extienden al terreno de la biografía de estos poetas. Meléndez Valdés, por ejemplo, ha sido atacado en numerosas ocasiones por sus biógrafos por su “falta de carácter”. Iglesias de la Casa ha sido sometido a un escrutinio semejante. La demostración de esta pasividad en la vida del “dulce Batilo” se centra en criticar su elección de una esposa mucho mayor que él, a la que por supuesto, todos consideran una “mandona”. El proceso de “emasculación” de Meléndez por parte de muchos de sus críticos y biógrafos tradicionales es una muestra de la permeabilidad no cuestionada hasta hoy de estos parámetros críticos. Quizá es una crítica de su alternancia entre distintos bandos políticos durante la Guerra de la Independencia, o quizá esta insistencia en hablar de su “traición” política es una consecuencia de las connotaciones “femeninas” asociadas a él y a sus poesías anacreónticas. Es una cuestión interesantísima que permanece por explorar.

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ta que no encaja en nuestra visión de sus autores ni de la historia? ¿Qué hace el estilo rococó, que en Europa ya está pasado de moda por su asociación con la aristocracia en peligro de ser decapitada, pero que tiene en España su auge durante el reinado de Carlos III? Numerosos historiadores y críticos literarios han cuestionado la posibilidad de hablar de una Ilustración española. En las pasadas décadas varios hispanistas han logrado desbaratar los pilares historiográficos en los que se apoyaba el dieciochismo tradicional. Las grietas en la literatura ilustrada fueron vistas como parte de La cara oscura del siglo de las luces (Carnero) y Paul Ilie afirmó la presencia de fuertes corrientes antiilustradas dentro de la misma Ilustración. En la historia de la cultura europea (en la que sin duda está inserta España a pesar de los Pirineos, el catolicismo y la Inquisición) se considera el último tercio del siglo XVIII el momento en el que se puede datar el cambio entre la noción de la identidad del antiguo régimen y la nueva visión de la identidad moderna, que se caracteriza por su modo esencialista de entender al yo (Wahrman, ix-xviii). La manifestación cultural más representativa de este modo flexible de entender la identidad como algo de quita y pon es el fenómeno del baile de máscaras (Castle), que entró en crisis a fines del 1700 tanto en España como en Inglaterra y Francia y que relacionaré en este libro con este tipo de poesía. En El último carnaval: un ensayo sobre Goya, Stoichita y Cordech definen este momento histórico en el que se producen las últimas manifestaciones de la cultura premoderna de lo carnavalesco como “el nacimiento de la Modernidad (...) que se sitúa en el último coletazo carnavalesco de la cultura occidental” (9). Las fechas propuestas por Stoichita y Cordech son significativas: para ellos, el momento de transición entre la cultura del carnaval tradicional y la modernidad, en la que estas manifestaciones carnavalescas están ausentes o constreñidas en otras formas más controladas, coincide con las fechas en las que se sitúa el objeto de estudio de las siguientes páginas: “Entre 1789 (...) y 1800” (9). Aunque estoy de acuerdo con Stoichita y Cordech y con la importancia que otorgan a este umbral histórico, así como con su lectura de lo carnavalesco en la obra de Goya a partir de los Caprichos, difiero en mi metodología y en la base teórica de mi interpretación de este momento histórico. Si bien Stoichita y Cordech parten de las ideas de Mikhail Bajtín expuestas en su famoso estudio sobre Rabelais para estudiar a Goya, la poesía anacreóntica de Meléndez Valdés y de los poe-

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tas de la escuela de Salamanca es todo lo contrario a carnavalesca: es poesía culta, aristocrática, llena de referencias a fuentes letradas y donde el canto a los excesos se hace de un modo controlado e “inocente”. No es un canto a la anarquía sino un modo de dar un escape controlado a impulsos antiilustrados que ponen en peligro el equilibro del ideal social del despotismo ilustrado en el que creían sus autores. Pero la paradoja es que, aun con todas estas características, esta poesía es sumamente desordenada en los placeres a los que canta de forma recurrente. La historia de la literatura del XVIII español es también la historia de la incomodidad de los críticos con respecto a modelos aplicados a España que no se adaptan bien a nuestra literatura y las soluciones creativas que se han ido proponiendo a este problema. Una vez se superó el prejuicio romántico que declaraba la literatura ilustrada española una mera imitación de modelos franceses, empezó a solidificarse la tendencia a aludir a la etiqueta “romanticismo” para explicar los elementos que no se ajustaban al modelo de literatura ilustrado del dieciocho (esta teoría vino de la mano de Russell Sebold, sin duda uno de los investigadores que más ha hecho por revalorizar la literatura del dieciocho español y mostrar su originalidad). Aunque la crítica ha demostrado que no todo lo que aparentemente no encaja en el modelo de Ilustración deja de ser ilustrado (Ilie, Carnero y también el propio Sebold), y que una fuerte corriente irracionalista imbuye las letras y las artes del dieciocho (Ilie, Carnero, Stoichita y Cordech), todavía no nos hemos enfrentado de forma consciente a la dualidad reconocida por los poetas ilustrados entre su poesía escapista y anacreóntica y su poesía didáctica y moralizante. Rebecca Haidt exploró hábilmente cómo los ilustrados españoles navegan entre el modelo del “hombre de bien” y el petimetre a través de un estudio de cómo los textos del XVIII reproducen estos modelos de virtud y de “afeminamiento” por medio de imágenes asociadas con lo corporal, ligando estos conceptos a sus raíces clásicas. De esta dualidad entre “hombre de bien”=viril frente a petimetre=afeminado parte mi estudio. Pero la lectura de esta poesía ofrece un modelo alternativo a esta fórmula que, si bien refuerza la dicotomía petimetre/“hombre de bien”, también ofrece un nuevo andamio para contemplar su función estética y cultural. Si Haidt propone un retorno a textos clásicos como la Ética a Nicómaco de Aristóteles para entender textos fundamentales en la configuración del hombre ideal ilustrado, caso de las Cartas marruecas de José Cadalso, mi estu-

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dio de la poesía ligera de Cadalso en sus Ocios de mi juventud (compuesta y leída en el mismo círculo de la tertulia salmantina) y la de otros poetas como Meléndez Valdés propone otra raíz clásica alternativa que desestabiliza este ideal de virtud masculina: nadie ha estudiado hasta ahora por qué los ilustrados se refugian en la poesía de Anacreonte, el menos cívico e ilustrado de los poetas clásicos. En Batilo: estudios sobre la evolución estilística de Meléndez Valdés, John Polt subrayó la importancia de Anacreonte para entender la poesía de Meléndez y su coherencia interna a nivel estilístico. La cultura de las máscaras parte de estas nociones y las sitúa en contextos alternativos para ofrecer una lectura nueva no sólo de la poesía ligera ilustrada, sino también del modelo de hombre ilustrado. Mi propósito no es sólo iluminar el lado rococó y anacreóntico del siglo XVIII, sino entender la importancia de esta estética para la ética ilustrada. Aunque mi estudio es propiamente un análisis estilístico de las máscaras recurrentes empleadas por estos poetas para enunciar su poesía, mi análisis está situado en contextos interdisciplinares que prueban la viabilidad de mis conclusiones estéticas en terrenos que van más allá del análisis literario. Por eso, cuando hablo de la importancia de Anacreonte en la lírica del XVIII, no es sólo para marcar un retorno a una fuente clásica, sino para ofrecer un modo de entender mejor nociones como la identidad en el siglo XVIII, los conceptos de originalidad e imitación, y también fenómenos históricos como el baile de máscaras o el Motín de Esquilache. Y cuando hable de la “infantilización” de la cultura dieciochesca, mis conclusiones estarán derivadas de un análisis del corpus de poemas de la escuela salmantina, pero también de una lectura paralela de obras de arte visual de la Europa de la época y de tratados sobre la infancia en el siglo XVIII. Igualmente, al resaltar la desestabilización de la razón ilustrada que se produce con el canto a Baco en el que se detienen tantos poetas de la época, uniré estas manifestaciones con fuentes clásicas y resaltaré lo que hay de único en el tratamiento ilustrado del tema de la bebida con respecto a sus fuentes (Anacreonte, Villegas, Quevedo, etc.). La poesía ligera del siglo XVIII quedará así atrapada en una red de asociaciones previamente no exploradas que conformará un nuevo prisma con el que enfrentarse al siglo XVIII y a sus nociones éticas y estéticas asociadas con la masculinidad. Los recientes estudios de Elena de Lorenzo Álvarez y de José Cebrián sobre la poesía filosófica y didáctica ilustrada marcan una salu-

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dable tendencia en la revisión de la lírica dieciochesca, pero no se ocupan específicamente de estudiar la lírica ilustrada/ligera/anacreóntica/no razonable del período. Estos estudios tampoco enfrentan la cuestión de por qué los ilustrados caían en la gran contradicción de defender el modelo de “hombre de bien” comprometido con su tiempo y al mismo tiempo dedicar sus ratos libres a escribir poesía sobre temas frívolos que niegan este modelo de conducta. Esta “gran contradicción” es la base que ha inspirado las páginas siguientes. ¿Por qué a los adalides de la razón les gustaba deambular líricamente por los terrenos de lo irracional? ¿Por qué a los que perseguían borrachos con leyes y sátiras les gustaba tanto imaginarse en el centro de fantasías báquicas regadas por un vino inacabable? ¿Por qué a aquellos a los que les horrorizaba el ocio y la indolencia del “trabajador” español les gustaba retozar poéticamente en festines pastoriles rodeados de Filis y pastores? ¿Y por qué aquellos que defendían y daban cuerpo al ideal ilustrado del “hombre de bien” erigieron como su guía y maestro íntimo la figura de Anacreonte, el más disoluto y el menos razonable de los poetas clásicos? Las páginas que siguen no tienen voluntad de ofrecer una teoría nueva que arrase con las etiquetas del pasado. Pero sí tienen voluntad de usar estas etiquetas de forma más permeable, más fluida. Quieren contemplar la estética de la poesía más divertida y menos razonable del siglo XVIII como parte del movimiento de la Ilustración, asumiendo que este movimiento existe, con todos sus problemas. Y estas páginas quieren probar que estas tendencias antiilustradas son, paradójicamente, algo que contribuye con su desorden a hacer más fuerte el canto al orden y al deber de la Ilustración. Es decir, que las poesías que analizo en estas páginas son sólo antiilustradas en apariencia. Una de las etiquetas que utilizo para designar mi objeto de estudio es el sintagma “poesía rococó”. La etiqueta estética de “rococó” ha sido utilizada previamente para referirse a esta poesía hedonista y placentera (Arce, Gies, Haidt, Polt) y tiene la ventaja de hacer más flexibles las fronteras entre la disciplina de la historia de la literatura y la historia de las artes visuales. También la etiqueta “rococó” tiene la ventaja de conectar España con el resto de culturas europeas que tuvieron un periodo de auge de la estética rococó (como Francia, Rusia o Alemania) en la primera mitad del 1700 o incluso antes. Asimismo, la etiqueta “rococó” sirve para establecer un puente de continuidad esté-

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tica entre el Barroco y el Neoclasicismo asociado con la Ilustración, sin requerir hablar de una ruptura radical entre movimientos. La mejor manera de definir por ahora el rococó es hablar de un “barroco en miniatura” (Arce, 172) o de un lenguaje barroco (lleno de curvas, juegos de luces y esplendor), pero despojado de su fin metafísico y divino (un Barroco que, en lugar de construirse como una puerta de acceso a la divinidad —el Barroco como movimiento eminentemente católico y contrarreformista—, se construye como una puerta secular de acceso al cuerpo y al placer por el placer). En la introducción a su antología Poesía del siglo XVIII, Polt apuntaló, matizándola, la periodización propuesta inicialmente por Joaquín Arce que acogía ya el término rococó, una periodización que todavía llega hasta hoy y que afirma que, por un lado, la primera mitad del siglo XVIII español supone la continuidad —para muchos, decadencia— de la lírica barroca hasta su agotamiento.12 La segunda mitad del setecientos ve emerger una lírica que es, por un lado, un renacimiento del clasicismo y, por otro, la afirmación de un nuevo estilo rococó español, que en palabras de Polt es una de las modalidades que la crítica va destacando en la poesía de la segunda mitad del siglo XVIII (...) una poesía de tono menor (...) caracterizada por un léxico cortesano, refinado, a veces arcaizante, inclinado a la presentación de objetos decorativos, y también por metros cortos (...), por exclamaciones, diminutivos, epítetos, colores suaves, paisajes limitados y una mitología “reducida a meras dimensiones domésticas” (27).13 12

En el capítulo dedicado a la poesía del siglo XVIII en la Cambridge History of Spanish Literature, Joaquín Álvarez Barrientos sintetiza claramente esta clasificación: “Roughly speaking, the eighteenth century can be divided stylistically into two halves. The first half was dominated by Baroque style, the second half by Neoclassicism” (325). 13 Como afirma Joaquín Arce en La poesía del siglo ilustrado (1981), el rococó es “una modalidad poética que es reflejo de un gusto figurativo del siglo XVIII. (...) A él se adhieren ocasionalmente casi todos los autores que se hallan entre el final de la edad barroca y la plenitud de la Ilustración, perviviendo hasta los confines de la primera etapa romántica. Se trata de una aceptada ansia de evasión, a la que no renuncian incluso poetas que, como Meléndez Valdés, querrán dar, en un determinado momento, una dimensión trascendental a su propia poesía. Y es esa línea de lírica graciosa y galante la que dará ‘tono’ a su siglo (...), alternando con las otras formas de creación poética que se van sucediendo a lo largo del Setecientos. Ni escuela, pues, ni grupo ceñidamente encuadrable en la literatura rococó; pero sí una serie de composiciones y actitudes poéticas equiparables, estética y estilísticamente, al rococó de las artes plásticas” (179).

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El rococó como estilo en la lírica española sigue sin haber sido definido claramente en una monografía, aunque sí se han discutido aspectos concretos relacionados con él, entre los que destacan algunos trabajos de David Gies, especialmente su artículo “Sobre el erotismo rococó en la poesía del siglo XVIII español”, donde reconoce que “El concepto ‘rococó’ aplicado a la literatura española es relativamente reciente y, hay que confesarlo, polémico” y contribuye a aclarar en qué consiste el rococó como tendencia poética al comparar la poesía erótica de Meléndez y Cadalso con la pintura erótica del rococó francés representada por Boucher y Fragonard, entre otros. Subrayando la convivencia de un fuerte erotismo con una gracia elegante, Gies logra avanzar en la definición de esta tendencia en la poesía española y reconoce que “aunque Sebold no acepta por completo el término rococó como adjetivo aplicable a la poesía, creo que se puede (se debe) emplearlo para describir aquella poesía sensualista, delicada, sugestivamente erótica y juguetona que caracteriza una parte de la producción poética de autores como Nicolás Fernández de Moratín, José Cadalso y, sobre todo, Juan Meléndez Valdés, y que puede relacionarse con ciertos movimientos estéticos europeos” (s. p.). En La cultura de las máscaras propongo que la poesía anacreóntica y ligera del siglo XVIII español forma parte de la estética del rococó, pero considero que el rococó español es una consecuencia, o un reflejo, de las teorías del ocio de los ilustrados, que a su vez son consecuencia de su teoría del arte y su función de instrucción social, pero también de descanso. El rococó, así, no es una tendencia opuesta al neoclasicismo o al espíritu de la Ilustración, sino que es una consecuencia, un reflejo, aunque a veces aparentemente incompatible, de la Ilustración. Su escapismo no es sino una huida de los imperativos impuestos por el despotismo ilustrado a nivel individual. Y sus características de empequeñecimiento, ligereza, erotismo, suavidad, musicalidad, feminización, enmascaramiento y búsqueda de la belleza pueden explicarse como una extensión, un recreo, de los modelos de comportamiento sintetizados en la idea del “hombre de bien”. Según Helmut Hatzfeld, “the fundamental rococo motif (...) is mask and disguise” (1968, 412). Además de la noción de “rococó”, otro de los pilares sobre los que se apoya La cultura de las máscaras es en la noción de “máscara”. Con esta imagen quiero dar una metáfora visual a la aparentemente contradictoria actitud de los poetas ilustrados que

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son objeto de este estudio. Por un lado, Meléndez Valdés, Cadalso o Jovellanos escriben poesía didáctica y moralizante y obras en prosa donde se propone el modelo de “hombre de bien” ilustrado (Cartas marruecas) o sátiras donde se ridiculizan los vicios de la época (Sátiras a Arnesto) o memoriales para mejorar la agricultura, la educación o las artes escénicas (como la Memoria sobre el arreglo de la policía de los espectáculos o el Informe sobre la Ley Agraria). Por otro lado, estos mismos ilustrados son los autores de poemas donde se representan a sí mismos como niños, como borrachos o —lo que es más sorprendente dado el modelo masculino del “hombre de bien” o la campaña contra los “petimetres” de esta época— como discípulos del poeta griego del amor homosexual Anacreonte. ¿Qué hacemos con esta disociación, con esta profunda incoherencia de estos poetas ilustrados que escriben tanto textos ilustrados como poemas que parecen desviarse de las bases morales de la Ilustración? La imagen de la máscara, entendida como el accesorio que completaba, distorsionándola pero también haciéndola más poderosa, la declamación de los actores en la tragedia griega, subraya el gesto consciente ejercido por los ilustrados cuando, en determinados momentos de su vida, eligen desprenderse temporalmente de su identidad como ilustrados y “hombres de bien” y colocarse metafóricamente una máscara (de Anacreonte, niño o borracho), que les permitía enunciar ideas antiilustradas como si fueran parte de una identidad nueva y temporal, de un disfraz poético. Así pueden contemplar su propio enemigo, fantasear con una salida a sus deseos individualistas y regresar a sus obligaciones renovados por este “esparcimiento” en el terreno lírico. Tras enunciar estos versos antiilustrados de tipo hedonista y decadente, los ilustrados se desprendían de su máscara poética y continuaban ejerciendo su labor como miembros de la elite del gobierno del despotismo ilustrado. Este gesto es consciente y le otorgo una dimensión más conservadora que liberadora, así que insisto en que las teorías de Bajtín sobre el carnaval como una inversión donde el pueblo puede liberarse de su rol subordinado en un mundo al revés no sirven para explicar el uso de la máscara por parte de los poetas ilustrados españoles.14 14

En Venice Incognito, el historiador James Johnson reinterpreta la función del carnaval en Venecia y de los atributos asociados a esta fiesta, como la máscara y el disfraz. Para Johnson, la visión del carnaval y las máscaras como algo liberador, que simple-

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Aunque las máscaras empleadas en sus poemas son metafóricas, no reales, es apropiado entender que la visión de Bajtín del carnaval no es sino una manera de entender la máscara. Hasta los mismos espías de la Inquisición en Venecia llevaban máscaras para vigilar mejor a los enemigos del régimen (Johnson, 53). Asimismo, nuestra asociación entre máscaras y engaño no existía en la mentalidad colectiva hasta la modernidad. Los emblemas morales de Cesare Ripa ofrecen esta lectura de la máscara como atributo de doblez e hipocresía (Johnson, 82-83) y sacerdotes y moralistas utilizaban esta figura para denunciar la duplicidad de los hombres, pero existe toda una tendencia en la que la máscara (metafóricamente, no como accesorio físico) se asocia con supervivencia: “These invisible masks, evoked figuratively and depicted by artists, were not identified with pranks, mischief, or attempts to undermine the power structure from within. They were by and large defensive, intended less to manipulate than to survive. (...) Given the right circumstances, the mask could be conservative” (Johnson, 101). Mi modo de interpretar las máscaras empleadas metafóricamente por los poetas ilustrados españoles para escapar de sus propias reglas en su poesía hedonista, anacreóntica y rococó está más cerca de esta interpretación de Johnson con respecto a la historia del carnaval veneciano y se aleja de toda una línea interpretativa basada en Bajtín que en los siglos XX y XXI ha monopolizado la interpretación tanto del carnaval como de la máscara real o figurativa (112). Es decir, que los poetas salmantinos escribían poesía antiilustrada para escapar de sus propias reglas, pero también para ser capaces de conservarlas y de aplicarlas a ellos mismos y a los demás, y todo de la forma “invisible” que debe tener el poder ideal en la Ilustración. En palabras de Jovellanos: “Si es lícito

mente sirve como escape del mundo real y para dar poder a los que no lo tienen, parte de diversos estereotipos que cuajan en torno a las teorías de Bajtín, que no logran tener en cuenta el carácter eminentemente conservador tanto de la máscara como del mismo carnaval veneciano, que además estaba rodeado de fiestas de violencia extrema. Según Johnson, el carnaval de Venecia y sus máscaras y accesorios diversos no servían el propósito del carnaval según Bajtín. Del mismo modo, los ilustrados españoles, parte de la elite del poder, usaban la hermosísima poesía ligera de tipo anacreóntico para escapar temporalmente de los imperativos que ellos mismos habían diseñado para la sociedad, especialmente para huir de la imagen del nuevo ‘hombre de bien’, que sacrifica sus deseos individuales por el bien social, que ellos mismos regulan y promueven en sus trabajos y en sus escritos teóricos.

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comparar lo humilde con lo excelso, su vigilancia (la del Estado) debería parecerse a la del Ser supremo: ser cierta y continua pero invisible, ser conocida de todos sin estar presente a ninguno...” (Memoria, s. p.). La poesía anacreóntica sirve así la misma función que el ocio controlado que Jovellanos promulgaba en su Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos para el pueblo, una imagen ideal del ocio que cristaliza, no sin ambigüedades, en los tapices de Goya y que, una vez puesto en práctica, una vez despojado de su venda y enfrentado a la realidad, fracasa estrepitosamente. Asimismo, esta poesía está imbuida de las ideas sobre la importancia de la ilusión escénica en la teoría neoclásica del teatro. La ilusión escénica sirve tanto para reformar a los espectadores sin que éstos se den cuenta, como para servir de escape psicológico para el público. Los poemas de los ilustrados crean una ilusión donde el yo puede perderse y escapar a un paraíso de bailes, bebida y ocio. Pero se trata también de un ocio controlado, pues sólo es posible romper las reglas en este terreno acotado de la lírica y llevando una máscara metafórica que convierte al yo del ilustrado en otro. La teoría de la tragedia de Aristóteles y la relectura nietzscheana del papel de la tragedia para los primitivos griegos (El nacimiento de la tragedia) pueden tomarse como un marco posible con el que puede explicarse (también de forma mítica) la disociación histórica entre la poesía didáctica y apolínea ilustrada y la poesía escapista y dionisíaca del rococó. El término catarsis ilustra la función psicológica que la poesía rococó y anacreóntica tenía para el hombre ilustrado, y a su vez también explica el rasgo más característico que identifica este tipo de poesía: el uso de una máscara identificable y recurrente que fue usada por los poetas ilustrados para dar cuerpo simbólico a impulsos irracionales y antiilustrados a los que debía darse una salida controlada. Pero al igual que la tragedia griega según es interpretada por Nietzsche, este gesto no debe entenderse como un escape carnavalesco sino como un refuerzo de los mismos conceptos negados. La función de la máscara es liberadora a corto plazo, y a largo plazo preserva el orden social promovido por los ilustrados. Que este orden teórico fracasara al ponerse en práctica a partir de la muerte de Carlos III y aún en su mismo reinado es, para mi interpretación, una cuestión tangencial. Que los ilustrados acabaran siendo víctimas de destierros e intrigas también lo es. La fe en la teoría ilustrada de estos hombres es lo que les mantiene vivos en sus

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escritos y la primera causa de su poesía, incluso la de tipo antiilustrado que conciben como “descanso” de su profesión. La característica más sobresaliente que unifica los poemas que forman el corpus de mi estudio es que en todos ellos el yo del poeta aparece portando una máscara poética que difiere notablemente del papel público que estos hombres ilustrados tenían en su vida diaria. Si la mayor parte de estos poetas tenían importantes labores en la esfera pública (y trabajaban como ministros, sacerdotes, profesores, soldados o magistrados), en su poesía privada adoptan actitudes aniñadas, débiles e irracionales. En contraste, estos mismos autores crean en su poesía ilustrada la ilusión para el lector de que la voz del poeta suena directamente, sin construirse una persona poética distinta a su yo público. Esta dicotomía entre una poesía “enmascarada” escrita y consumida en privado y una poesía “sincera” orientada al gran público aparece discutida en los prólogos de autores como Meléndez Valdés o en la Poética de Luzán, donde se insinúa el papel de desahogo que la poesía rococó y anacreóntica les ofrecía a estos hombres atrapados en un mundo que les permitía acceder imaginativamente a nuevas nociones del cuerpo y el placer, pero que al mismo tiempo les cerraba una salida real a estas opciones. Un mundo que ellos mismos habían contribuido a construir. A los poetas como Delio, Arcadio o Batilo la poesía rococó les servía para canalizar y reconducir apropiadamente impulsos no aceptables en la sociedad de su tiempo. La función de catarsis que cumplía esta poesía (que además era consumida y compartida originalmente en el círculo de la tertulia masculina) servía a su vez para reforzar su yo ilustrado, del mismo modo que el ciudadano griego que conocemos a través del modelo de tragedia de Aristóteles regresaba purgado de sus impulsos autodestructivos o asociales tras contemplar las desgracias de Edipo, Orestes o Prometeo y más preparado que nunca para asumir pacíficamente sus labores como ciudadano. En las páginas siguientes defino por primera vez de forma sistemática las características de la poesía rococó, hedonista y anacreóntica escrita en la segunda mitad del siglo XVIII español y sus conexiones interdisciplinares con las artes visuales europeas de la época y con la cultura de la Grecia clásica que los ilustrados toman como modelo, siguiendo la teoría del arte neoclásico expuesta por teóricos de la época como Ignacio de Luzán, Winckelmann o Esteban de Arteaga. A su vez,

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en este estudio propongo una hipótesis que define cuál era la función social de dicha poesía para los ilustrados. Esta hipótesis ilustra cómo podía darse la convivencia entre dos modelos mutuamente excluyentes de poesía (uno didáctico e ilustrado y otro hedonista y rococó) en estos mismos autores que a su vez eran notables personalidades públicas en su época. En los tres capítulos que forman este libro analizo la preferencia de los ilustrados por ciertos temas (y máscaras) recurrentes en su poesía “ligera” que muestran una negación aparente del proyecto ilustrado y sus principios estéticos y morales. A través de tres grandes bloques correspondientes a tres máscaras conectadas entre sí empleadas por estos poetas —Anacreonte, el niño y el borracho— La cultura de las máscaras defiende que estos versos escapistas escritos por ilustrados como Meléndez Valdés, Cadalso o Iglesias de la Casa están cuestionando implícitamente la validez o la coherencia del proyecto ilustrado, pues muestran de forma sistemática a través de la adopción de estas máscaras una visión de la labor del poeta contraria a la sostenida simultáneamente por la Ilustración. Sin embargo, el uso de la máscara elimina el poder subversivo de este gesto. El cuestionamiento del orden sólo puede ocurrir cuando la voz suena tras la máscara, no mediante la voz pública de los ilustrados, que enuncia ideas contrarias a la filosofía que expresan estos versos. El capítulo 1, “La máscara de Anacreonte y la feminización del ‘hombre de bien’”, traza la historia del género anacreóntico y la llamada “fiebre anacreóntica” que se produjo en la segunda mitad del siglo XVIII en España. En ese momento, tanto prestigiosos autores, filólogos y traductores como escritores populares de dudosa reputación literaria abrazan e imitan la lírica basada en la obra de Anacreonte, el poeta griego clásico cuya poesía se distingue por su particular uso de un yo poético caracterizado como un viejo sediento de vino y de experiencias sexuales con jóvenes púberes y mujeres. En este capítulo estudio, además de las distintas facetas (literaria y social) de este fenómeno anacreóntico, algunos particulares ejemplos de cómo los temas y la voz de Anacreonte se adaptaron a los gustos de la sociedad dieciochesca. Como testimonios de esta corriente analizo Las odas de Anacreonte cristianizadas para recreo de los ingenios católicos del padre José Camacho y las odas anacreónticas de Juan Caldevilla. Además de mostrar estos testimonios populares del éxito del género anacreóntico en la segunda mitad del setecientos, este capítulo se enfoca en las versiones cultas realizadas por autores tan in-

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fluyentes como Ignacio de Luzán (el autor de la Poética y de un número de versiones anacreónticas), Nicolás Fernández de Moratín en su periódico El poeta, José Cadalso en sus Ocios de mi juventud, o Meléndez Valdés en sus numerosas “Odas anacreónticas”. En mi estudio de estas distintas manifestaciones del anacreontismo literario subrayo el carácter de enmascaramiento consciente y la visión de la identidad maleable que muestran estas poesías, aproximándome así a la visión dieciochesca de la poesía y el poeta como un ser que escribe jugando a ser otros, con el rechazo de cualquier noción de “originalidad” que este movimiento acarrea. Relaciono el anacreontismo literario con otro fenómeno de la época, el del baile de máscaras, que aparece evocado en la obra pictórica de Goya, Mengs y Luis Paret y Alcázar, entre otros. El fenómeno de la “fiebre anacreóntica”, sus manifestaciones cultas y populares, y sus peculiares adaptaciones queda así entrelazado en una red de asociaciones culturales que servirá incluso para entender en un nuevo contexto fenómenos históricos como el Motín de Esquilache. En una sociedad que todavía cree que es posible construir la propia identidad, jugar a ser otro es parte del encanto y la función social de desahogo que cumple la poesía lírica dieciochesca. El capítulo 2, “La máscara del niño y la poesía como juguete del hombre ocupado”, estudia numerosos ejemplos donde los poetas se disfrazan de niños y se infantilizan para poder relajarse y alejarse de las presiones de la sexualidad adulta, pero también de las obligaciones del rígido modelo de “hombre de bien” ilustrado. El uso recurrente de la máscara del niño en la poesía de Moratín padre, Cadalso, Iglesias de la Casa, Cienfuegos y Meléndez Valdés, así como la presencia de niños y adultos jugando como niños en el arte pictórico y la decoración de esta época, conforma una tendencia a construir una poesía aniñada, miniaturizada y lúdica que entra en conflicto directo con la proyección del yo público y social de los ilustrados, con su modelo de “hombre de bien” comprometido con su sociedad y su tiempo. Al estudiar la caracterización del yo como niño en el abundante corpus de poesía rococó de la época, lo mismo que los prólogos que los propios autores escriben para justificar su dedicación a una actividad aparentemente incompatible con los preceptos ilustrados, podemos intuir la complejidad del sujeto masculino ilustrado y atisbar por medio de la poesía una de sus muchas contradicciones.

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El tercer capítulo de La cultura de las máscaras, “La máscara del borracho y los tambaleos del sujeto ilustrado”, estudia la identificación recurrente de los poetas españoles del XVIII con la figura del borracho o con su alter ego mitológico, Baco o Dionisos. En los ritos dionisíacos, de los cuales surge la tragedia griega que a su vez se considera como uno de los posibles orígenes del teatro occidental, los seguidores del culto a Dionisos debían llevar un disfraz para alejarse de su yo cotidiano y para poder entrar en trance (Nietzsche). Este uso celebratorio y festivo de la máscara aparece firmemente anclado en la poesía rococó de los poetas de la escuela salmantina. El uso de una persona poética alejada de su yo público cotidiano también sirve la función de crear ciudadanos de la república de las letras ilustrada al permitir dar una salida terapéutica y socialmente aceptable a impulsos antiilustrados. Aunque la identificación entre poeta y borracho o poeta y Dionisos forma parte de la cultura anacreóntica, merece un estudio diferenciado por la asociación entre poesía y drogas que se encuentra en este corpus de poesías que representan al poeta como un borracho que ha perdido la razón. En medio del contexto ilustrado, y su mitología de la razón y lo luminoso, esta asociación nos muestra las vacilaciones del proyecto ilustrado como un “sueño de la razón” que necesita usar el arte como una droga o válvula de escape que acomode los impulsos irracionales y los canalice creando una comunidad de ocio masculino. Al igual que sucede con la máscara de Anacreonte y la del niño, la máscara del borracho posibilita al yo ilustrado escapar mediante la poesía hacia un simulacro, hacia una especie de paraíso artificial rococó donde los hombres beben juntos hasta perder la conciencia. Finalmente, en este último capítulo comparo el culto al borracho dieciochesco con la representación del borracho como un mendigo fuera de la sociedad que se produce en el siglo XIX a medida que la borrachera se deja de ver como una actividad de escape aristocrático para convertirse en vicio proletario. En España —con su proceso de modernización tardío y desigual y el énfasis en crear un modelo de Ilustración que a su vez fuera capaz de convivir con la identidad católica del país— el estilo rococó convivió simultáneamente con el proyecto ilustrado, haciéndolo más complejo y vacilante, pero también sirviendo como puente entre las corrientes artísticas europeas, entre la modernidad y el antiguo régimen

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y como un modo mediante el cual los ilustrados canalizaban sus impulsos antiilustrados de forma creativa y “terapéutica”. La vida y las letras de los ilustrados españoles están plagadas de referencias a la razón y a proyectos de mejora social, pero también de exquisitos poemas sobre ricitos, lunares, tocadores, mariposas, palomas y cupidos revoloteantes cuya intención es la misma que Goya capta en La gallina ciega: cerrar los ojos, ponerse un disfraz y bailar dando vueltas hasta perder la conciencia. Todavía es un misterio que alguien como Meléndez Valdés pudiera sentirse paloma por la tarde y firmar una sentencia de muerte por la mañana (a partir de 1789, Batilo decidió dejar su cátedra en Salamanca para seguir la carrera de magistrado), pero La cultura de las máscaras propone un modo de entender este y otros dilemas de la Ilustración en su contexto. Las páginas que siguen nacen con la voluntad de crear un marco literario y artístico para enfocar las características de la poesía rococó y las circunstancias de su creación. Además, las siguientes páginas sugieren otros motivos por los cuales la etiqueta “rococó” —y la poesía que posee dichas características— ha permanecido demasiado tiempo dentro del armario de la historia literaria.

Capítulo 1 LA MÁSCARA DE ANACREONTE Y LA FEMINIZACIÓN DEL “HOMBRE DE BIEN”

Detente, pasajero, que aquí yacen los hijos del süave Anacreon. Cadalso, “Vivamos, dulce amigo...”, vv. 114-116 Vuestra Señoría perdone este arrebatamiento. Carta de Meléndez Valdés a Jovellanos, 24 de agosto de 1776

LOS “HIJOS DE ANACREON” Es un fenómeno prácticamente ignorado que en las últimas décadas del siglo XVIII se produjo en España una explosión de poesía anacreóntica de tales dimensiones que recibió los apelativos —todos ellos negativos— de “epidemia” (Salinas) “fiebre” y “furia” (Forner). Positivos o negativos, originales o imitativos, los fenómenos literarios de esta envergadura merecen atención específica porque ofrecen una ventana a un mundo olvidado, una nueva manera de enfocar un material que creemos tener dominado pero que requiere ser leído con unas nuevas lentes. Y más aún cuando este fenómeno no parece encajar con las ideas que tenemos sobre el siglo que las vio nacer. Porque las anacreónticas son las poesías menos ilustradas posibles y, sin embargo, son al mismo tiempo centrales para entender las grietas de la Ilustración. No es una mera cuestión de imitación.

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Anacreonte es el más popular de todos los poetas de la Grecia clásica. Escribió durante el siglo VI a. C. para los aristócratas de la época versos breves e intensos cuyos temas eran el vino, la fiesta y el amor. Pero Anacreonte también es el poeta ‘gay’ por excelencia. Aunque escribió numerosos versos dedicados a exaltar la belleza femenina, sus versos más famosos son los que dedica a describir eróticamente la belleza del cuerpo de sus jóvenes amantes (eromenai). Entre ellos, su favorito era Batilo, al que dedica sus mejores versos. Sí, Batilo. El mismo nom de plume que utilizó Juan Meléndez Valdés, el ilustrado, toda su vida. La poesía de Anacreonte se caracteriza por su hedonismo y por su sencillez aparente, pero también por su melancolía. El éxito de Anacreonte en la Grecia clásica fue tanto que surgieron imitadores del bardo por todas partes, así que empezó a solidificarse un corpus de imitaciones anacreónticas que finalmente derivaron en el género del anacreontismo. En el siglo XVIII, estas imitaciones se creía que eran obras del mismo Anacreonte, del que realmente apenas quedaban algunos fragmentos. Pero este hecho, que se descubrió en el siglo XIX, es apenas importante, ya que en el género anacreóntico la figura del autor desaparece por completo de la poesía, a pesar del carácter eminentemente lírico e intimista de este género. Las poesías anacreónticas se suceden unas a otras repitiendo los mismos temas, los mismos gestos, reproduciendo eternamente escenas eróticas y fiestas regadas por el vino y los gozos multiformes del amor. Las anacreónticas son como espejos múltiples que reproducen la misma escena por los siglos de los siglos. En “Inheriting Greek Eros: Anacreontism and Homosexual Desire” el historiador del arte Satish Padiyar explica elocuentemente las diferencias, ya en la Grecia clásica, entre dos tipos de cuerpo y, por extensión, entre dos tipos de ciudadano. Por un lado, tenemos el cuerpo anacreóntico, aristocrático y perverso, dedicado en exclusiva al placer, a la bebida y al amor, y asociado con el género de la poesía. Por otro lado, tenemos el cuerpo socrático, aséptico, pulcro, sano, alejado de los excesos y asociado con la filosofía y la razón. Y por extensión, con la virtud. Como indica Padiyar, hasta la muerte misma de estas míticas figuras fundacionales de la Grecia clásica hace visible esta asociación: Sócrates bebió valiente el veneno de la cicuta y renunció a su cuerpo (el cuadro de David La muerte de Sócrates, de 1787, es una buena representación de esta escena), mientras que Anacreonte, según la

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leyenda, murió atragantado en su vejez con un grano de uva, entregado al placer hasta el final (Chains, 57). El equivalente ilustrado al cuerpo socrático griego es, sin duda, el “hombre de bien” que aparece como modelo en las Cartas marruecas de Cadalso o en El sí de las niñas de Moratín. El hombre que pone el interés social por encima de sus propios deseos, el hombre que sacrifica sus apetitos por el bien de todos los ciudadanos. El héroe de todas las obras de teatro de la Ilustración, el Torcuato de El delicuente honrado de Jovellanos. Pero, curiosamente, de forma simultánea a la configuración del modelo masculino del “hombre de bien” emerge en la segunda mitad del siglo XVIII, especialmente entre 1775 y 1790, el modelo alternativo del cuerpo anacreóntico. El cuerpo que bebe vino, se abandona a los placeres de la fiesta y del amor erótico y al que la palabra sacrificio no le podría sonar más extraña. Si la Ilustración es el periodo de la razón, de las luces y del éxito del modelo del “hombre de bien”, ¿por qué hay tantas anacreónticas en este momento? ¿De dónde viene esa oleada de poesías que expresan pasiones desordenadas, llenas de anhelos inefables y a veces desmedidos, y que además está construida sobre el pilar de Anacreonte, el poeta clásico del vino y del amor licencioso, especialmente del amor entre hombres? ¿Qué función tienen estos controlados “arrebatamientos” clásicos en el ideario y la sociedad de la España ilustrada? Las páginas que siguen trazan la historia del género anacreóntico y analizan los síntomas de la llamada “fiebre anacreóntica” que se produjo en la segunda mitad del siglo XVIII en España, donde tanto prestigiosos autores, filólogos y traductores como escritores populares de dudosa reputación literaria abrazan e imitan la lírica basada en la obra de Anacreonte. Con algunas excepciones, como el caso del hispanista John Polt y del poeta Pedro Salinas, que reconoció a principios del siglo XX la importancia de la anacreóntica para el estudio de la poesía de Meléndez Valdés, los dieciochistas han pasado por alto el hecho de que la mayor parte de las mejores poesías dieciochescas son de tipo anacreóntico, han simplificado sus peculiaridades bajo una cómoda apelación a la “imitación” neoclásica y reducido la significación literaria y cultural de la “epidemia de anacreontismo” que se produjo en España en la segunda mitad del siglo XVIII a breves notas. Los estudios más recientes sobre la configuración de la masculinidad ilustrada no tienen este he-

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cho en cuenta. Pero el fenómeno del anacreontismo es específicamente dieciochesco y, por lo tanto, su estudio puede aportar mucha información sobre las peculiaridades de la estética y la mentalidad ilustradas. Y puede ofrecer un modelo alternativo de masculinidad, la otra cara del “hombre de bien” defendida por los mismos ilustrados. Un modelo quizá parodiado a través de la figura del petimetre, pero que va más allá de esta caricatura. A pesar de su éxito inicial en el siglo VI a. C., la anacreóntica prácticamente desaparece como género después de la época clásica hasta que en 1550 el filólogo Henri Estienne descubre un manuscrito con imitaciones de Anacreonte en Italia que él atribuyó al Anacreonte original. Estos poemas son los que posteriormente se conocerán como la Anacreontea. A este descubrimiento renacentista siguieron versiones en varios idiomas (latín, francés, italiano, español...). Pero este auge renacentista de la Anacreontea tiene características muy distintas a la epidemia de anacreontismo del siglo XVIII que voy a estudiar aquí. Ni antes ni después tiene la anacreóntica el lugar resaltado que ocupa en las últimas décadas del dieciocho, justo el momento de auge del ideario ilustrado. Por ejemplo, durante los siglos XVI y XVII, con la excepción de las Eróticas de Esteban Manuel de Villegas (de las que hablo con más detenimiento en el capítulo 3), no hay ningún otro ejemplo significativo de imitación anacreóntica (véase Rubió y Lluch, 144). Y durante el siglo XIX, con la llegada del Romanticismo y el auge de la noción de “originalidad”, Anacreonte y sus imitadores prácticamente desaparecen del panorama literario. Si bien en el primer tercio del siglo XIX todavía algunos románticos como Martínez de la Rosa se entretienen componiendo anacreónticas, es en este momento cuando llega el fin del anacreontismo a las letras españolas. Así lo demuestra el testimonio de Antonio Rubió y Lluch, un apasionado erudito catalán discípulo de Menéndez Pelayo cuya tesis doctoral, titulada Estudio crítico-bibliográfico sobre Anacreonte y la colección anacreóntica y su influencia en la literatura antigua y moderna (1878), es hasta la fecha el único estudio pormenorizado de la lírica anacreóntica española. Según Rubió y Lluch, que atribuye los orígenes del romanticismo a la publicación en Barcelona en 1821 del periódico El Europeo, la llegada de esta nueva estética de principios opuestos al clasicismo supone la muerte del “pseudo-anacreontismo que reinaba en la literatura castellana” (167). La poesía anacreóntica —con su pátina academicista y

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al mismo tiempo pueril— servirá como un nodo simbólico a través del cual podremos ir conectando fenómenos culturales de la época que antes parecían aislados: desde la profusión de anacreónticas pasando por el auge de los bailes de máscaras hasta el Motín de Esquilache. Comenzaremos nuestro viaje a este momento olvidado viendo algunas muestras de esas anacreónticas que Rubió y Lluch llamó “plantas exóticas (de) vida lánguida y puramente académica” (171) y empezaremos por ver, a grandes rasgos, cuáles son sus características.

CARACTERÍSTICAS DE LA POESÍA ANACREÓNTICA DEL SIGLO XVIII Una anacreóntica dieciochesca es mucho más compleja de lo que parece a primera vista y en ello reside su encanto. Y además de su interés estético, resulta chocante que sean los mismos ilustrados los que hicieron del siglo XVIII el último siglo dorado de la anacreóntica. Formalmente, la poesía anacreóntica dieciochesca se caracteriza por ser breve, repetitiva, musical y circular, y por transmitir un aura de sencillez, dulzura y facilidad aparente. En sí, estos poemas no son útiles sino pasatiempos, así que se oponen abiertamente al tipo de poesía didáctica que asociamos con la poesía ilustrada. Antes de seguir, debemos recordar que existe en el siglo XVIII —igual que en todas las épocas— una corriente fuerte de poesía burlesca escatológica y pornográfica cuyos ejemplos más conocidos en dicho período son El arte de las putas de Moratín padre o las contrafábulas o fábulas pornográficas que componen los mismos ilustrados como Samaniego o Iriarte y que fueron estudiadas por David Gies en su inolvidable artículo sobre “El siglo XVIII porno”. Pero estas fábulas o estas épicas sobre las prostitutas de Madrid forman parte de la literatura clandestina y, aunque están asociadas con el espíritu libertino del marqués de Sade, son literatura prohibida, y no tiene nada que ver con el género de la anacreóntica, completamente integrada en la fábrica de la vida elegante de las elites ilustradas. Mientras que la poesía pornográfica del XVIII surge en la oscuridad y allí permanece, y su objetivo es, como el de la pornografía actual, estimular la imaginación con un fin sexual, la anacreóntica intenta servir como cauce de alejamiento de la realidad creando un ensueño, un refugio tranquilo que en nada se parece a la excitación sexual. La anacreóntica es cuantitativa y cualitativamente el género más exitoso y visible de la

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lírica del XVIII y en su formato escribieron los mejores poetas ilustrados, como Cadalso y Meléndez Valdés. La anacreóntica es una poesía que usa sólo el presente y que se centra en lo inmediato, pero por eso mismo está rodeada de sombras de acechante temporalidad. Para protegerse de la realidad que amenaza sus ensueños, la poesía anacreóntica recurre a numerosos símbolos como las guirnaldas, las coronas, los bailes en corro y los rizos, motivos que enlazan estos poemas con la estética rococó, pero que también hacen visible el anhelo de huida de sus protagonistas. Además, la poesía anacreóntica está llena de referencias a estados alternativos de la mente como el sueño o la embriaguez, y proliferan las alusiones al yo en su juventud o niñez. Un típico poema anacreóntico es “De la primavera” de Meléndez Valdés. En este poema de arte menor se describe la llegada de la primavera y su efecto sobre la naturaleza circundante. No sucede nada más allá de esta metamorfosis natural cuyo efecto positivo se extiende a los pastores y zagalas que habitan el artificialmente bello paisaje del poema y que se presentan jugando, bailando y ligando. Los amigos del poeta aparecen al final de la escena para unirse al baile pastoril y formar un todo armónico, bebiendo y celebrando la llegada de la primavera. Pero el poema no acaba sin recordar a los lectores la brevedad del placer que contiene el poema, a modo de carpe diem. La solución ante esta conciencia es “ea, a las copas”. Hemos leído muchos poemas renacentistas muy similares y es importante notar otra vez que la anacreóntica española se conecta con los grandes maestros del primer parnaso salmantino como fray Luis de León, pero también con el gran ídolo de Meléndez, Garcilaso de la Vega, y hasta el Lope de Vega de los romances: La blanda primavera derramando aparece sus tesoros y galas por prados y vergeles. (...) Revolantes las aves por el aura enloquecen regalando el oído con sus dulces motetes. Y en los tiros sabrosos

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con que el ciego las hiere, suspirando delicias, por el bosque se pierden, mientras que en la pradera, dóciles a sus leyes, pastores y zagalas festivas danzas tejen, y los tiernos cantares y requiebros ardientes y miradas y juegos más y más los encienden. Y nosotros, amigos, cuando todos los seres de tan rígido invierno desquitarse parecen, ¿en silencio y en ocio dejaremos perderse estos días que el tiempo liberal nos concede? Una vez que en sus alas el fugaz se los lleve ¿podrá nadie arrancarlos de la nada en que mueren? Un instante, una sombra que al mirar desaparece, nuestra mísera vida para el júbilo tiene. Ea, pues, a las copas, y en un grato banquete celebremos la vuelta del abril floreciente.

La poesía anacreóntica se localiza en lugares no concretos, casi siempre pastoriles, o en campos alejados de la ciudad llenos de pastores y pastoras que bailan y beben y se aman rodeados de personajes mitológicos con los que se relacionan como parte de un mismo continuo. En la anacreóntica revolotean pequeños cupidos, los pastores rodean a los poetas y bailan en corro junto a ellos, y todo parece enlazarse orgánicamente con la naturaleza. Predominan las imágenes de continuidad, fluidez y suave metamorfosis.

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Los protagonistas de estos poemas suelen ser el propio yo del poeta y sus amigos “reales”, que se inmiscuyen en la ficción poética a través de pseudónimos pastoriles (Arcadio, Batilo, Dalmiro, etc.). Es, además, una poesía llena de referencias metaficticias a las propias composiciones poéticas, que bajo su aspiración a la sencillez formal esconde juegos literarios de compleja imitación pero nunca competitivos, sino cooperativos. En la poesía anacreóntica no hay “anxiety of influence”, usando la famosa expresión de Harold Bloom. Es casi una poesía compuesta en equipo (el poeta y sus amigos aparecen en el poema ficcionalizados) y orgullosa de su enlace con la voz del bardo Anacreonte que le sirve como modelo. Pero a pesar de su aparente alegría, no es una poesía a la que no le aceche la preocupación por “la nada” (v. 60, “De la primavera”). De hecho, ante la intuición negativa de esa “nada”, los autores de poesía anacreóntica deciden construirse un refugio artificial hecho de palabras hermosas, de jardines y pastores, de cupidos y mariposas. Deciden emborracharse de poesía para poder regresar a sus exigentes trabajos como jueces, ministros, soldados o sacerdotes ilustrados. A pesar de su aparente superficialidad y alegría, en las anacreónticas —tanto las de Anacreonte como las de sus imitadores dieciochescos— hay algo que perturba estos agradables simposios oníricos. Ralph Merritt Cox señaló en su estudio monográfico sobre Juan Meléndez Valdés (1974) la presencia de varios elementos “desestabilizadores” en las anacreónticas de Meléndez: “In the first odes of Meléndez the reader is immediately aware of a delirious happiness and abandon which paradoxically seen to provide a lurking hint of disaster” (63). Sobre “De un baile” Merritt Cox señala que “under the gaiety and motion in the description of a young girl dancing, one feels a sense of melancholy and a longing on the writer’s part to be totally free from the bounds of the world” (65). Esta aguda percepción, que Merritt Cox no desarrolló, puede extenderse a la época en la que se compusieron estas anacreónticas y puede aplicarse no sólo a Meléndez Valdés, sino a la mayor parte de los tertulianos del parnaso salmantino dieciochesco, que usaron la anacreóntica como una forma de escape de los imperativos ilustrados, pero también del modelo de “hombre de bien” ilustrado. La poesía anacreóntica tiene muchos puntos de contacto con la pintura de Watteau (una conexión también notada por Merritt Cox), con sus preciosos jardines decadentes llenos de amantes irresponsables rodeados de amorcitos que anhelan un pasaje sin retorno a la Isla del

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Placer. Pero al igual que los protagonistas de los cuadros rococó de Watteau o de los Tapices más amables de Goya, los protagonistas de las anacreónticas dieciochescas saben que están jugando al placer y que el juego se acaba cuando acaba el poema. Por eso, el poema recoge esta ligera ansiedad del niño al que se le acaba la hora de juego, del drogadicto que sabe que se le acabará la droga, del borracho que empieza a intuir el fin de su agradable mareo y que empieza a vacilar, notando la posibilidad de su caída sobre el pavimento. Del ilustrado que quizá no tiene fe en la Ilustración. Tras leer una anacreóntica, el yo que coopera con las convenciones de esta curiosa forma literaria se abandona en una especie de paraíso artificial, un simulacro. Los poetas del XVIII saben lo que están haciendo y sus poemas combinan la felicidad por encontrar en la poesía una huida de la realidad, pero también la conciencia de que es imposible no regresar a ella. Lo que más llama la atención de la anacreóntica a los lectores actuales es la ausencia de un yo poético convencional, de un yo “lírico” al estilo romántico. A algunos esta ausencia les puede decepcionar, de tan acostumbrados que estamos a pensar que la poesía lírica es la poesía del todopoderoso yo del poeta. Pero en la poesía anacreóntica, así como en otras manifestaciones artísticas y sociales del período, el yo se borra a sí mismo al adoptar la máscara del maestro clásico Anacreonte. Quizá hay razones más allá de la imitación literaria que explican por qué el yo de los poetas anacreónticos debía borrarse a sí mismo.

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EL AURA ‘GAY’ DE ANACREONTE Y LOS POETAS SALMANTINOS Cercado de la noche de ignorancia, y de ocio torpe al acabar mi infancia, sin maestro, sin luz, sin norte y guía dar un paso a mi fin yo no podía; que, sin freno el tropel de las pasiones, cual torbellino mi alma conturbaba la carrera sensual de otros garzones, y su perdido amor me arrebataba. José Iglesias de la Casa, fragmento de La teología

No debemos continuar adelante sin recordar el aura ‘gay’ que la marca de Anacreonte imprimía en sus imitadores. Como afirma Satish Padiyar, “the neoclassicists continually oscillated between denial and acknowledgement of Anacreon’s homosexuality, and concomitantly between the suppression and disclosure of Bathylle’s ‘simple member’ and ‘burning thigs’” (Chains, 84). Anacreonte era una figura cuya imitación encadenaba a los neoclásicos con la tradición griega, pero también entre sí.1 En cuanto a su composición y recepción inmediata, las anacreónticas del siglo XVIII eran, en principio, un ejercicio poético realizado por hombres relacionados con el mundo académico de la Universidad de Salamanca, expertos en letras clásicas y conocedores del griego, el latín y la poesía española del Renacimiento. Estos poemas se componían bien en grupo, bien en privado, pero luego se leían en reducidos grupos de amigos o se compartían por carta, como muestra la abundante correspondencia que se conserva entre los miembros del grupo. Simplemente por retomar el formato y las convenciones de la anacreóntica, los autores dieciochescos (expertos, como Meléndez / Batilo, en literatura clásica griega) estaban creando un espacio alternativo al del “cuerpo socrático” del “hombre de bien” ilustrado que sacrifica sus gustos y su cuerpo por el bien común. Hasta 1788 (muerte de Carlos III) y 1789 (comienzo de la Revolución Francesa) se puede decir que la anacreóntica sigue una trayectoria similar en España y en Francia, incluyendo en la trayectoria desde 1 Elena de Lorenzo Álvarez y David Gies, entre otros, han estudiado la importancia de la amistad en este círculo de poetas.

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el siglo XVI hasta el XVIII. Es importante recordar esta conexión europea por el carácter cosmopolita de la Ilustración española y por las conexiones entre Francia y España que se producen con la llegada al poder de la dinastía borbónica, de origen francés, a principios del 1700 (tras la Guerra de Sucesión). Mientras que en el siglo XVI, con el descubrimiento del corpus de la Anacreontea por el francés Estienne, se producen imitaciones y traducciones del bardo griego, el siglo XVII ve una dramática disminución de imitaciones según Padiyar (Chains, 61). De hecho, in the eighteenth century (...) new translations of the Greek poet began to proliferate (three times as many were in fact published). The second half of the eighteenth century was unusually productive, and from the 1750s onward a variety of works associated with Anacreon—ballets, chansons, vaudevilles—were produced in numbers, constituting a distinctive neoclassical literary/poetic ‘anacreontic’ revival. Interest in Anacreon continued to grow, reaching its apex in the first decades of the nineteenth century (Chains, 61).

Cronológicamente, aunque Ignacio de Luzán ya menciona a Anacreonte al final de la primera década del setecientos en su Poética, el punto álgido de imitación anacreóntica se sitúa en España a partir de la década de los setenta, especialmente a partir de 1773, cuando el joven veinteañero Meléndez Valdés conoce en Salamanca a José Cadalso (que por entonces tendría treinta y dos años) y ambos se hacen amigos. Aunque Cadalso se marcha (por sus obligaciones militares) de Salamanca en 1774, su huella queda patente y Meléndez Valdés ocupará la posición de liderazgo de la tertulia poética salmantina, en la que participaban fray Diego Tadeo González, José Iglesias de la Casa, José Antonio Forner y Ramon Cáseda. Las reuniones de la tertulia salmantina, cuna de la anacreóntica pero también el lugar donde se leen obras tan ilustradas como las Cartas marruecas de Cadalso, son descritas así por el propio Cadalso, en una carta a Nicolás Fernández de Moratín: “Los sonetos se leerán en la Academia de Meléndez y su compañero, que juntos me hacen tertulia dos horas todas las noches, leyendo nuestras obras o las ajenas, y sujetándose los tres a la rigurosa crítica de los otros dos” (Obras completas, 308). Es decir, que los poemas anacreónticos son originalmente el pro-

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ducto de una colaboración estrecha entre colegas y amigos y que, por lo tanto, contienen guiños a situaciones y claves que es difícil descifrar para el que se enfrenta a ellos por primera vez. La poesía anacreóntica española es una poesía de amistad, que acompaña a la forma epistolar como un modo de crear contactos entre hombres y de expresar cariño y apego de una manera socialmente aceptable, canalizando la pasión y la admiración que estos hombres sentían entre sí de una manera “racional”, compatible con la sensibilidad ilustrada, que, aunque valora la sensibilidad y el sentimiento, también rechaza los excesos de la pasión y el alejamiento irresponsable de la realidad. Pero aunque la mayor parte de las anacreónticas no parecen expresar un deseo sexual de hombre a hombre, la “sombra” de Anacreonte permanece y viaja para ocupar como un fantasma alegre y decadente las poesías del parnaso salmantino, especialmente las de Meléndez Valdés (Batilo), las de Cadalso (Dalmiro) y las de Iglesias de la Casa (Arcadio). El deseo hacia el cuerpo masculino está en el original anacreóntico, y la traducción, aunque juegue a desviarse de momentos explícitamente homosexuales (como la famosa descripción del pene y las caderas de Batilo), no deja de ser una manera de perpetuar este deseo o de darle una nueva forma, una nueva difusión. Las anacreónticas de Cadalso, Meléndez e Iglesias repiten estos poemas y omiten estas referencias, pero al omitirlas y quedarse con el resto están eligiendo ya un cuerpo poético, pero también cargado de connotaciones homosexuales para imitar en su poesía. Jovellanos percibió esta tendencia embrujadora y reprendió, como un paternalista pero bondadoso juez ilustrado, a sus compañeros en cartas y en la Epístola de Jovino a sus amigos salmantinos. Su rechazo por los placeres excesivos a los que él veía abandonada la sociedad aristocrática dieciochesca se ve de forma patente en sus Sátiras a Arnesto, una de las cuales critica a los aristócratas y petimetres que se visten de majos e ignoran su responsabilidad hacia el bienestar del pueblo, y la otra critica a las mujeres nobles por su recién adquirida libertad para ir a fiestas y participar en la vida social. Cuando leemos poemas tan aparentemente poco interesantes como el titulado “A las Navidades” de Meléndez Valdés (un poema de circunstancias dedicado a Jovellanos y englobado en sus “Odas anacreónticas”), podemos tener la tentación de pensar que estamos ante sentimientos convencionales, insinceros o artificiosos. Aburridos,

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como promete su título. Pero la poesía anacreóntica, igual que el arte rococó, sólo premia a los que se detienen a jugar con ella, a los que intentan penetrar los misterios de sus decadentes jardines. Pues vienen las Navidades, cuidados abandona y toma por un rato la cítara sonora. Cantemos, Jovino, mientras que el Euro sopla, con voces acordadas de Anacreón las odas, o a par del dulce fuego las fugitivas horas engañaremos juntos en pláticas sabrosas. (...) Yo vi en mi primavera mi barba vergonzosa, cual el dorado vello que el albérchigo brota, y en mis cándidas sienes el oro en hebras rojas, que ya los años tristes oscuras me las tornan. (...) Los días y los meses escapan como sombra, y a los meses los años suceden por la posta. (...) Ciñámonos las sienes de hiedra vividora; brindemos; (...) Meléndez Valdés, “A las Navidades”, vv. 1-12, 16-20, 32-36, 45-47

Como la sonrisa de Arlequín, el agridulce personaje de la commedia dell’arte que tanto éxito tiene en el XVIII, la anacreóntica sonríe por fuera y llora por dentro, y tras su aparente sencillez, como la de El colum-

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pio de Fragonard, está llena de sorpresas. “A las Navidades” canta a los placeres de la amistad masculina y encuentra un refugio metafórico al frío exterior en la compañía de Jovino, en el calor del fuego que tinta de sensualidad y da intimidad a la escena, y en la lectura conjunta de los versos de Anacreonte. Y en el vino, por supuesto. Las referencias al paso del tiempo y el detenerse en “la barba vergonzosa” de la juventud del yo del poeta le dan una dimensión melancólica a esta escena, como en Le Mezzetin de Watteau. El poeta es consciente del paso del tiempo y del frío exterior y de la imposibilidad de reproducir esta escena en la realidad, así que crea con su poesía un refugio para él y para Jovino —y para sus lectores— donde estos elementos no pueden ser una amenaza. Pero tanto espacio ocupa la alegría como la tristeza. Como en la mayor parte de los poemas, la solución tras esta breve intuición del vacío o de la nada es “brindemos”. Si comparamos este poema dedicado por el joven Meléndez (Batilo) a su admirado amigo Jovellanos (Jovino) con las epístolas que se escribían entre sí estos dos amigos (que a pesar de su efusiva amistad y sincera admiración se vieron en contadas ocasiones), encontraremos que esta poesía de circunstancias es parte de un diálogo entre ilustrados que se expresan cariño y admiración canalizada a través de las convenciones poéticas de la anacreóntica, una poesía que hace de la relación maestro-discípulo y amante viejo-amado joven uno de sus pilares característicos, pero que no se atreve (o no puede) ir más allá del formato neoclásico que la asegura dentro de los límites de lo convencional. Sin embargo, algunos pintores neoclásicos de la época, como Anton Raphael Mengs, definitivamente dieron un paso más allá al representar escenas más explícitas al calor del resurgimiento de la cultura griega y sus costumbres, en el que Winklemann (amigo de Mengs) ocupa una posición especial de liderazgo, como puede verse en el retrato de Júpiter y Ganimedes que pintó Mengs para el arqueólogo alemán, siguiendo el estilo pictórico de los antiguos frescos de Pompeya que también estaban siendo redescubiertos en ese momento. Al igual que en el poema “A las Navidades” el yo del poema anhela reunirse con su amigo Jovino y beber, charlar y cantar con él “de Anacreón las odas” (v. 8), evadiendo las convenciones de la vida diaria, en numerosas epístolas (y en otros muchos poemas) Batilo expresa un deseo similar en un lenguaje muy apasionado de admiración hacia su mentor: “Cuando la leí (se refiere a la carta de Jovellanos) vertí

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infinitas lágrimas y casi no pude dormir en toda aquella noche, pero estas lágrimas fueron más de amistad y cariño (...) que no de sentimiento” (cit. Salinas, XIII). Un deseo similar al expresado por el yo poético de “A las Navidades” lo encontramos en epístolas escritas por Cadalso, quien explicó a Moratín padre que “si se pudiese conseguir que el tiempo retrocediera (pero el destino no lo permite y nunca volverá el día que huyó irrevocablemente), querría vivir de nuevo toda mi juventud a fin de pasar más años contigo (Meléndez), en momentos muy dulces iluminados por tu adolescencia y adornados por tus delicados poemas, frutos de tu talento” (Obras completas, 308). Y por su parte, Meléndez describe en estos términos su amistad con Cadalso en una carta de 1782: “Sin él yo no sería nada: mi gusto, mi afición a los buenos libros, mi talento poético, mi tal cual literatura, todo es suyo. Él me cogió en el segundo año de mis estudios, me abrió los ojos, me enseñó, me inspiró este noble entusiasmo de la amistad y de lo bueno, me formó el juicio: hizo conmigo todos los oficios que un buen padre con su hijo más querido” (Obras completas, 309). Y con las siguientes palabras cargadas de sensualidad elogia Meléndez a su amigo Cadalso tras su muerte en 1782: “La blanda persuasión corría de su boca como la miel que liban las abejas en los días del floreciente abril; su pecho era el tesoro de las virtudes: su cabeza era el erario de la filosofía” (íd.). Como se puede observar en todas estas apasionadas citas epistolares, existe una relación maestro-discípulo a través de la que Meléndez expresa su admiración (en distinto grado) hacia Jovellanos y Cadalso. Meléndez se siente discípulo de Cadalso y dice debérselo todo, y lo mismo respecto a Jovellanos. Cadalso, por su parte, legó al joven Meléndez todos sus manuscritos, “como prueba de amistad” (Carta de Dalmiro a Arcadio, Obras completas, 310). En la poesía anacreóntica, esta relación maestro-discípulo es fundamental, pero como veremos en el segundo capítulo, Meléndez la altera para enunciar sus poemas como el joven Batilo en vez de como el viejo Anacreonte. Finalmente, aunque el objetivo de este estudio no es “desenmascarar” la homosexualidad de los poetas salmantinos, debo mencionar que Russell Sebold aportó suficiente evidencia para demostrar que José Iglesias de la Casa, sacerdote, musicólogo, experto escultor de obras rococó labradas en plata, afamado tertuliano y poeta, se sentía atraído por los hombres en su juventud. El caso de Iglesias de la Casa

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y su “enmascaramiento” femenino en obras como La esposa aldeana ha llevado a Russell Sebold a afirmar que Iglesias de la Casa se representaba como una joven pastora en sus poemas para poder poner en práctica, imaginativamente al menos, sus inclinaciones homosexuales, reconocidas por el propio Iglesias de la Casa y por sus familiares, y seguramente conocidas y quizá compartidas por sus amigos del parnaso salmantino. Reproduzco dos fragmentos del artículo de Sebold pues demuestran, mediante el testimonio apologético del propio Iglesias de la Casa al final de su vida, que a Arcadio le gustaban los hombres: Pues en este y otros pasajes (“Si yo en otro tiempo, / simplilla rapaza, / anduve sin pena, / viví descuidada /...”; “cuando yo en el prado / me pongo a dormir, / sueño que me halaga / mi pastor gentil”, etc.), tan encantadores si se los imagina escritos por una mujer, Iglesias —un trasvestido literario, para decirlo así— sublima ciertas inclinaciones homosexuales de su juventud, que al final de la vida se moverá a confesar en La teología: “Cercado de la noche de ignorancia, / y de ocio torpe al acabar mi infancia, / sin maestro, sin luz, sin norte y guía / dar un paso a mi fin yo no podía; / que, sin freno el tropel de las pasiones, / cual torbellino mi alma conturbaba / la carrera sensual de otros garzones, / y su perdido amor me arrebataba. / Cualquier ola en un mar de confusiones / con mi liviano ser al traste daba”. Este trozo fue glosado luego por el cuñado de Iglesias, Francisco de Tójar, impresor y, al parecer, prologuista de La teología: “La juventud... está expuesta a precipitarse tras las pasiones más vergonzosas... y así no es otro el estado de confusión y abandono en que se pinta el autor, llegado el tiempo de su pubertad”. Quisiera reiterar que no desenterramos estos datos por ninguna afición al sensacionalismo, sino que sólo deseamos hacer más comprensible la psicología del yo poetizado de Iglesias (Sebold, “Dieciochismo...”, s. p.).

El retrato-grabado que aparece en la edición póstuma de Salamanca de las Poesías de Arcadio, realizado por Félix Prieto y comentado por Sebold, tiene sobre el busto del poeta un letrero que sin duda aludía a la “coquetería” del sacerdote: “Diz que mi retrato, / ¡qué cosa tan mona!” (Sebold, “Dieciochismo...”, s. p.). Éste es el retrato que, por su parte, hace Sebold del poeta: Vamos descubriendo en Iglesias unas excepcionales condiciones de artista creativo, las cuales fueron influidas, según hemos dicho, por la cultura de

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su siglo; mas la delicadeza con que la naturaleza está presentada en La esposa aldeana y la convincente ternura femenina del personaje a través de cuyos ojos vemos esa naturaleza, están influidas también por ciertas peculiaridades psicológicas del poeta. Durante su breve vida de algo más de cuarenta y dos años Iglesias sufrió numerosas enfermedades debilitantes, no gozando casi nunca de buena salud. (...) Sensibilidad exacerbada de un frágil enclenque, acompañada quizá de esa preocupación por las cosas pequeñas que lleva a los enfermos habituales a crear un mundo propio entre los frascos de sus medicinas y los objetos que cubren el tablero de su mesa de escribir. El enfermo habitual viene a ser otro Minutissimarum rerum minutissimus scrutator, para acomodar a nuestro propósito el apodo del célebre escéptico Pierre Bayle; y hemos creído ver algo de tal preocupación enfermiza por lo menudo reflejado en la delicadeza descriptiva de La esposa aldeana (“Dieciochismo...”, s. p.).

Pero estos pequeños hilos no son sino la parte visible de una realidad histórica que permanece a oscuras y que sólo se revela en testimonios apologéticos, problemas inquisitoriales, comentarios efímeros pero apasionados y en todo el corpus de poesía anacreóntica escrita por los poetas salmantinos. Es una cuestión que permanecerá, seguramente para siempre, abierta a interpretaciones diversas.

LA ANACREÓNTICA, POESÍA DE PLENITUD ILUSTRADA Hemos visto ya las características más básicas de la anacreóntica dieciochesca y hemos mencionado de forma pasajera su ambigua relación con su fuente clásica. Hemos visto también una muestra de cómo la amistad masculina a la que se canta en las anacreónticas se extiende en su apasionado lenguaje a la relación de amistad entre estos ilustrados. Pero este capítulo habla sobre la “epidemia de anacreontismo” del siglo XVIII y quiero resaltar aquí que no se trata sólo de un pequeño grupo de personas leyendo unos pocos poemas. El éxito inmediato de las poesías anacreónticas (Poesías, 1785) de Meléndez Valdés, así como de los Ocios de mi juventud de Cadalso y el gran número de imitaciones de éstas que perviven en el último cuarto del siglo XVIII y en los primeros años del siglo XIX nos hablan de que esta sociedad ilustrada española encontraba en la anacreóntica el vehículo ideal para expresar las pasiones que no tenían cabida en el estrecho cuerpo del “hombre de bien”.

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Sobre el enorme impacto de la edición de 1785 de las Poesías de Meléndez Valdés, Quintana, su discípulo y biógrafo, dice que cuatro ediciones, una legítima y las demás furtivas, se consumieron al instante. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, doctos e indoctos, todos se arrancaban el libro de las manos, todos aprendían sus versos, todos aplaudían a porfía. (...) Dilatóse el aplauso fuera de los confines del reino, y empezó a oírse también en los países extranjeros. (...) Diferentes imitaciones de algunos poemas se hicieron después en francés e inglés. En España, la juventud estudiosa le había tomado ya por modelo, de modo que, apenas publicado y conocido, se lo tuvo por un libro clásico y un ejemplar exquisito de lengua, de gusto y de poesía (Obras completas, 261-2).

El auge de la anacreóntica a la que dio forma Meléndez (y en menor medida, Cadalso en sus Ocios) coincide además con el momento de plenitud cultural ilustrada. Quintana describe las décadas que siguieron a la exitosa publicación de las primeras anacreónticas de Meléndez en 1785 como los años más fecundos y más intelectualmente activos desde el Renacimiento: Era la época tal vez más brillante y estudiosa que hemos tenido desde el siglo XVI. Cuando se echa la vista a aquel decenio que media desde la publicación del Batilo hasta el año de 90, asombra el incremento que habían tomado las luces, y el vigor con que brotaban las buenas semillas esparcidas en los tiempos de Fernando VI y primeros años de Carlos III. En el sinnúmero de escritos que cada año se publicaban, en las disertaciones de las academias, en las memorias de las sociedades, en los establecimientos científicos fundados de nuevo, en los de beneficencia que por todas partes se erigían y dotaban, en las reformas que se iban introduciendo en las universidades, en las providencias gubernativas que salían conformes con los buenos principios de administración, en el aspecto diferente que tomaba el suelo español con los canales, caminos y edificios públicos que se abrían y levantaban; en todo, finalmente, se veía una fermentación que prometía, continuada, los mayores progresos en la riqueza y civilización española (Obras completas, 211-2).

Insisto: es en esta época, que no podemos dudar en calificar de plenitud ilustrada, cuando resurge el fervor anacreóntico. Es decir, que son movimientos coetáneos a pesar de su aparente incompatibilidad estética y moral. Igualmente, en las cartas, reuniones y tertulias se alternaba la lectura y composición de delicadas anacreónticas con la discu-

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sión de proyectos ilustrados y de obras plenamente comprometidas con el movimiento ilustrado, como las Cartas marruecas de Cadalso, donde se enuncia de forma elocuente cuál es el modelo de “hombre de bien” para las nuevas generaciones de ilustrados. Un hombre que no huye del mundo ni se refugia en pasatiempos sino que se involucra, sacrificando sus gustos y sus pasiones, en la política y en la reforma de su patria. Según Demerson, el biógrafo de Meléndez, Cadalso reside en Salamanca durante los cursos 1773 y 1774. Con su experiencia, sus viajes, sus amoríos, su amplia cultura, su labia, su gracia, el militar, que tiene treinta y dos años, suscita la admiración de sus jóvenes compañeros, Batilo y Arcadio, o sea, Meléndez e Iglesias. Les lee sus Ocios de mi juventud, que compuso en Aragón (...) les lee también una tras otra sus Cartas marruecas, que está escribiendo entonces. Los inicia a la anacreóntica (Demerson 10).

Es decir, que la lectura de la obra fundacional ilustrada (las Cartas marruecas) y de los versos anacreónticos era simultánea, paralela, incluso complementaria. Son las dos caras de la Ilustración. La mayor parte de los poetas más prestigiosos del siglo XVIII escriben bajo el signo y la máscara de Anacreonte, aunque también los peores poetas de esta centuria abrazaron la moda del anacreontismo, de modo que el huraño Forner, también autor casi secreto de unas cuantas anacreónticas, escribe que “es increíble lo que han delirado los copleros de Madrid con la furia de anacreontizar en estos últimos años” (cit. Rubió y Lluch, 159). Así lo confirma una lectura rápida del corpus de poemas de sus principales poetas y el testimonio de Rubió y Lluch, quien encontró anacreónticas en la obra de autores como Ignacio de Luzán, José Cadalso, José Iglesias de la Casa, Juan Meléndez Valdés, Cándido María Trigueros, Juan Pablo Forner, Tomás de Iriarte, el conde de Noroña, Cienfuegos, Nicasio Gallego, Nicolás Fernández de Moratín, Juan Bautista Arriaza, Arjona, Reinoso, Lista y hasta el joven Francisco Martínez de la Rosa, cuyas tardías anacreónticas son, según Rubió y Lluch, una muestra de “la más refinada degeneración del género” (165). Se podría por tanto analizar un inmenso número de anacreónticas dieciochescas, pero el lector ya conoce sus características básicas. Las abundantes referencias a Anacreonte en el siglo XVIII son mucho más que meras menciones clásicas, y su estudio supone abrir una ventana

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cerrada desde hace muchos siglos al significado más profundo de estos versos y su papel en la cultura en la que se compusieron. Una vez afirmada la importancia de Anacreonte y su alcance entre los miembros de la alta cultura de la España ilustrada, voy a proponer varias hipótesis que expliquen por qué la alta cultura del XVIII estaba obsesionada con este tipo de poesía tan contraria a los principios ilustrados. A esta discusión seguirá otra aún más importante: si, como ha sido establecido por la crítica a lo largo del tiempo, los autores del XVIII estaban obsesionados con el modelo masculino del “hombre de bien”, el ciudadano prócer y fértil comprometido con su sociedad, ¿cómo es posible que escribieran tantas poesías bajo la máscara de Anacreonte, el más disoluto de los poetas y el menos “masculino” de todos ellos? Interpretaré el ansia de estos poetas por disfrazarse de Anacreonte como una válvula de escape de los imperativos sociales casi imposibles de tolerar para los hombres del XVIII, atrapados entre la cultura ilustrada, que propone un modelo de hombre activo, comprometido y fuerte, y sus propias ansiedades y afinidades culturales, sus propios deseos. Los hombres del XVIII utilizarán la poesía anacreóntica como un disfraz, del mismo modo que a nivel colectivo la sociedad dieciochesca utilizaba las máscaras y los disfraces en los carnavales y bailes de la época para dar salida catártica a sus impulsos caóticos. Finalmente, para probar el alcance del fenómeno literario y social del anacreontismo, presentaré a los lectores una muestra muy breve pero significativa de cómo autores de dudosísima reputación y prestigio literario se embarcan apasionadamente en la moda anacreóntica, pero modificando el formato y el tema hasta construir híbridos deliciosos como Las odas de Anacreonte, poeta de Teyo en la Grecia, cristianizadas para recreo de los ingenios católicos. El fenómeno de la “fiebre anacreóntica” y sus peculiares adaptaciones cultas y populares quedará así entrelazado en una red de asociaciones culturales paralelas que son todas ellas testimonio de una visión maleable y plural de la identidad que desaparecerá en el romanticismo para volver a aparecer con fuerza en la época posmoderna: la idea de que la personalidad es algo fluido, de quita y pon, susceptible de manipularse en aras de lograr adaptarse a los imperativos sociales ilustrados y al mismo tiempo de desahogarse temporalmente de ellos.

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LA ANACREÓNTICA COMO MÁSCARA Si la característica más básica del género anacreóntico a lo largo del tiempo es precisamente su carácter imitativo, veremos que, por extensión, en la poesía anacreóntica la figura del autor o el poeta carece por completo de importancia. El poeta, al escribir una anacreóntica, se despoja de sus ansias de originalidad y adopta la máscara del viejo Anacreonte, y tras esa máscara enuncia, con su voz distorsionada por mil ecos, su propia imitación. La interacción entre la voz y la máscara, la distorsión que llevar la máscara produce en la voz del poeta es un fenómeno literario de enorme importancia. La relevancia de la idea de máscara que supone el practicar una poesía de imitación anacreóntica ya queda subrayada al comienzo del fundamental estudio de Polt sobre la evolución estilística de Meléndez Valdés, Batilo: Los supuestos poemas de Anacreonte (...) emplean con frecuencia la primera persona, que representa, no un pastor ni un personaje cualquiera, sino al propio poeta. Este aparece ante nosotros como tal poeta, viejo ya, pero dedicado aún a los placeres sensuales. Tratándose de imitaciones y no de la obra del Anacreonte histórico, es doblemente inútil preguntarnos si este pretendido autorretrato se acerca más o menos a la realidad biográfica del Teyo; lo que importa es que esta máscara, en el sentido de personaje de ficción, forma parte del mundo poético de aquellas anacreónticas alejandrinas (15-6).

Quiero argumentar que, al igual que el siglo XVIII estaba fascinado por las máscaras (como prueban los historiadores James H. Johnson, Terry Castle, Dror Wahrman o Victor Stoichita), los poetas del XVIII estaban fascinados por la calidad de máscara que ofrece el género de la poesía anacreóntica. La poesía anacreóntica permite al imitador hablar como si fuese otra persona, como si estuviese disfrazado de Anacreonte. Y al igual que un disfraz en un baile en máscara, esconderse tras Anacreonte permite hacer cosas que sólo pueden hacerse en sueños o en el carnaval. Como, por ejemplo, el sueño de poder descansar, alejarse de las durezas de la vida pública y dormir para siempre el sueño de la muerte junto al amigo amado, rodeados de pastores que danzan, beben y cantan versos de Anacreonte. En “Vivamos, dulce amigo” —poema de los

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Ocios de mi juventud lejanamente inspirado en el Carmen 5 de Catulo (Arcaz Pozo 1989, 273)— Cadalso resume el espíritu que anima la mayor parte de las poesías anacreónticas del siglo XVIII. Tras poetizar varios tópicos como alabanza de aldea o carpe diem, la voz poética recrea la escena de su propia muerte y la de su amigo Moratín, su compañero en la tertulia de la Fonda de San Sebastián: Y sin cuidarnos mucho de que lejanos nietos transmitan a los siglos los apellidos nuestros, contando nuestras obras, gozosos moriremos, cubriendo nuestras tumbas los buenos compañeros con pámpanos de Baco y con mirtos de Venus; y en los vecinos troncos grabarán un letrero que diga lisamente cosas que merecemos, versos que compusimos y que aplaudieron ellos. Zagales y zagalas de los vecinos pueblos vendrán a nuestra tumba con flautas y panderos; (...) Esto cantará a todos El respetable Ortelio (...) hasta que doce meses pasados, vuelva al puesto, con igual comitiva y con igual afecto, Ortelio, y que repita a ninfas y mancebos: “Cantad, que de Dalmiro y Moratín los cuerpos en esta tumba yacen. Detente, pasajero,

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que aquí yacen los hijos, del süave Anacreon” (“Vivamos, dulce amigo...”, vv. 53-72, 83-84, 105-116)

Entre la proliferación de tópicos literarios que se acumulan en esta composición que celebra la amistad masculina destaca la idealización de la propia muerte de Cadalso y la de su amigo Moratín, el protagonismo colectivo y la mezcla de personajes mitológicos y pastoriles (ninfas, zagales, Venus, Baco, Sileno), así como el uso de pseudónimos como Dalmiro (Cadalso) y Ortelio y su alternancia con nombres de personas reales como Moratín padre. Es difícil para los lectores actuales, en su mayor parte desconocedores de las convenciones de la poesía anacreóntica y del concepto de buen gusto dieciochesco, valorar un poema tan convencional, lleno de guiños a situaciones y personajes cuya existencia desconocemos. Como los poemas de la Anacreontea, en “Vivamos, dulce amigo” no hay un “mensaje profundo” que encontrar entre líneas, sino un juego de espejos congelado en el tiempo que no podemos disfrutar con nuestras gafas de lectura de poesía habituales. Se trata de un deseo, de un ensueño que el yo poético sabe de antemano que sólo es posible realizar en poesía. De hecho, el pobre Dalmiro tendrá una muerte muy distinta a la que sueña en esta escena. Cadalso murió luchando en el sitio de Gibraltar a los cuarenta años, tras recibir el impacto de una granada, cuando le acababan de conceder, tras una dura vida castrense llena de penurias, el anhelado título de coronel. “Vivamos, dulce amigo”, como tantas otras anacreónticas que han hecho famoso a Cadalso (como la oda “A la muerte de Filis” inspirada por la temprana muerte de su amada, la actriz María Ignacia Ibáñez), escenifica una tensión entre idealización y realismo, y en su recreación de sus fuentes clásicas resulta casi paródico. Pero el epitafio que permanece tras la muerte en la ficción de Dalmiro y Moratín es la clave para entender no sólo este poema sino la mayor parte de anacreónticas dieciochescas: “Detente, pasajero, / que aquí yacen los hijos, / del süave Anacreon”. ¿Por qué se autodenominan estos poetas “hijos de Anacreonte”? “Vivamos, dulce amigo” está compuesta en términos que idealizan el anonimato de Cadalso y Moratín como autores, pero también su per-

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tenencia a la gran familia anacreóntica. La filiación simbólica con el “suave Anacreon” es lo único que permanece junto a los méritos de los dos amigos, que quedan grabados torpemente en el tronco de un árbol y quedan en la memoria de sus amigos y en el anonimato para el resto del mundo. Esta poesía expresa claramente el deseo de huir de uno mismo y de las obligaciones, hasta del propio yo, para refugiarse en la tranquilidad acompañada por el amigo de una tumba anónima, bajo el signo protector del bardo de Teyo. Según Patricia Rosenmeyer, una de las características principales de la imitación anacreóntica es que “The imitative poets take on the persona of Anacreon and become an ‘Anacreon-for-a-day’” (62). Este gesto de “adoptar la personalidad de otro” es congénito al de imitar al poeta de Teyo. Imitar a Anacreonte es disfrazarse de forma consciente: The image of Anacreon and his poetry provided later poets with a grounding in tradition, a link to the imagined simplicity of archaic times (...). It may have been a fallacy (...) but it was the explicit foundation myth of the anacreontic imitators. Their version is a retrospective one, and by calling attention self-consciously to their model through deliberate allusiveness, the texts at once affirm their own historicity and the value of the past. The anacreontics, however, claim not to want to emerge from this past. They incorporate their intertextuality into a reason for existing; it becomes a basic structural element, a goal as well as a basis of composition. Their motto is simply ‘imitate Anacreon’, to valorize the model. The anacreontic texts carry with them the idea of a context, an appearance of rootedness from their legitimate progenitor; they boast of an uninterrupted connection with Anacreon’s genius, and thus his poetic authority. But imitation is never a simple act of mimicry or repetition; it also entails reduction, distortion, or misrepresentation (62-3).

Los ejemplos de este deseo de ser “Anacreonte por un día”, de anular al yo del poeta para erigirse en continuador de la cosmovisión anacreóntica, abundan en la poesía anacreóntica del siglo XVIII, especialmente en la de sus primeros cultivadores. Así, en la poesía de Meléndez Valdés, Cienfuegos o José Iglesias de la Casa encontramos escenas donde un poeta —normalmente representado como un niño, una tabula rasa— es investido con la corona dionisíaca, o poseído por una entidad más grande que le entrega una lira o que le dota de inspiración. Así, en la anacreóntica “Siendo yo tierno niño” de José Iglesias

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de la Casa, el yo del poeta se representa como un niño cogiendo flores con una niña en un lugar ameno, y simboliza su encuentro con Anacreonte, al que se dirige el poeta, que además de como niño, se autodefine como un hijo poético del bardo, un continuador: “Padre, deje que toque ese rabel que tiene, que me gustan sus sones.” Paró su canto el viejo, afable sonrióme, cogióme entre sus brazos y allí mil besos diome. Al fin me dio su lira, toquéla, y desde entonces mi blanda musa sólo, sólo me inspira amores. (“Anacreóntica”, vv. 10-20)

Estas escenas que poetizan un encuentro entre el “padre” del poeta, el viejo Anacreonte, y el poeta “niño”, que recibe el legado de continuar esta cadena de poesías alegres y amorosas que caracterizan la poesía anacreóntica, nos están comunicando simbólicamente este anhelo de perder al yo para adquirir el disfraz de otro que tanto se parece al gesto de disfrazarse para un carnaval y que es la base de la imitación anacreóntica según Rosenmeyer. La transmutación del viejo poeta en el nuevo continuador se celebra y cualquier pretensión de originalidad queda fuera de lugar, ya que el objetivo del poeta anacreóntico “is not to surpass the model but to equal it” (Rosenmeyer, 62). En “De mis niñeces”, de Meléndez Valdés, que comienza prácticamente igual que la anacreóntica de Iglesias de la Casa — “Siendo yo niño tierno”— se representa una escena de iniciación amorosa, pero no poética. Sin embargo, es en otros poemas autorreflexivos (como “De mis cantares”, de Meléndez Valdés) donde encontramos escenas de investidura poética similares a la del poema de Iglesias, con el yo representado como niño y coronado como poeta —y representado como un pasivo continuador de la saga anacreóntica—. Es significativo que en ambos poetas se represente este ritual de iniciación poética en términos ligeramente erotizados; los besos del viejo Anacreonte al

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yo poético de Iglesias de la Casa son los besos que los niños Baco y Amor dan al poeta-niño cuando le coronan en sueños: Baco y Amor se llegan a mí con paso libre; amor un dulce tiro riendo me despide y entrambas sienes Baco de pámpanos me ciñe. Besáronme en la boca después, y así apacibles, con voz muy más süave que el céfiro me dicen: “Tú de las roncas armas ni oirás el son terrible, ni en mal seguro leño bramar las crudas sirtes. La paz y los amores te harán, Batilo, insigne; y de Cupido y Baco, serás el blando cisne”. (“De mis cantares”, vv. 9-28)

Cuando Baco y Amor se acercan al poeta y le ciñen las sienes con hojas de yedra, ambos le besan en la boca y le anuncian a Batilo “Con voz muy más suave / que el céfiro: ‘de Cupido y de Baco / serás el blando cisne’”. R. Merritt Cox llamaba la atención ya en 1974 sobre la misteriosa presencia del cisne en “De mis cantares”, el primer poema de las Poesías de Meléndez. Como indica Merritt Cox, “the metaphor of the ‘swan’ is intriguing when we remember that it was the preferred image of the Modernists” (64). Al igual que la poesía modernista latinoamericana y española, la anacreóntica dieciochesca también construye un mundo voluntariamente artificial y artificioso, lleno de guiños oscuros a otras obras de arte y presentando a sus autores como “blandos” receptores, bien del Arte con mayúsculas, bien de la herencia anacreóntica. Esta poesía es una máscara en sentido doble: sirve para enmascarar al poeta, pero también le sirve al poeta para enmascarar la realidad, para alejarse temporalmente de ella.

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Es significativo que en otra versión más breve de este poema también titulada “De mis cantares” Meléndez represente la inspiración poética en términos de posesión del yo, de pérdida de una identidad para adquirir una nueva, la del poeta anacreóntico: mas luego de improviso me vienen nuevos versos de Baco y de Cupido, porque las dos deidades, sin poder resistirlo, todo mi pecho, todo, tienen ya poseído. (“De mis cantares”, vv. 6-12)

En “The Rhetoric of Drugs”, Derrida reflexiona sobre la experiencia de desposeerse de uno mismo para recibir la inspiración que Meléndez ha recreado de forma erotizada en “De mis cantares”. Según Derrida, la experiencia de recibir inspiración por parte de un autor se caracteriza por su falta de simetría; el yo, poseído por las musas, experimenta la sensación de estar entregado a un otro, de ser casi su presa, de estar poseído (véase Israel, s. p.). Y esta sensación de “cuasi-posesión” según Derrida, que anima la escritura, está estrechamente relacionada con la sensación de perder al yo que se obtiene tomando drogas. Aunque he dedicado un capítulo entero al yo borracho dieciochesco (capítulo 3) y otro a la infantilización de la voz poética en el siglo XVIII (capítulo 2), quiero subrayar ahora lo que esta inspiración anacreóntica y este emborrachamiento tienen en común: ambas son experiencias centradas y filtradas a través de la figura del yo del poeta, y ambas requieren que el poeta, al menos en su texto, se represente a sí mismo como poseído por un otro, o desposeído de su propia identidad. Se trata, realmente, de tres máscaras cuyos atributos están relacionados. Y esta “pérdida del yo” se hace aún más fuerte al construirse sobre la base de la imitación anacreóntica, que visualiza el anhelo del poeta de dejar de ser él mismo para convertirse en Anacreonte. Al analizar el primer poema de la Anacreontea, al que están respondiendo directamente estos poemas introductorios de Meléndez e Iglesias que acabo de citar, Rosenmeyer desvela el proceso de creación de una voz, pero también la paradoja de perder la propia que conlleva el

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adaptar la voz propia a una tradición. Algo comparable a la “posesión” del poeta por otra entidad sucede en la colección anacreóntica y en su poema introductorio: “What occurs in these brief lines is the creation of a narrator through contact with the past; the new poet surrenders himself completely at that moment to something more valuable than the individual, namely tradition. This extinction of personality or loss of self is the initial step in anacreontic poetic inspiration; the inevitable second step is absortion into Anacreon, the anacreontizing of the speaker” (69, el subrayado es mío). Anacreon me miró. El melodioso hombre de Teyo (estoy contando un sueño) me llamó y yo, corriendo hacia él le rodeé con mis brazos y le besé. Era viejo pero todavía era hermoso; hermoso, y además un buen amante. Sus labios despedían efluvios de vino; pero para entonces él ya estaba temblando mientras Eros le llevaba de la mano. Quitándole de la cabeza una corona de yedra me la dio a mí y la corona despedía efluvios del mismo Anacreonte. Y yo, imprudente, recogí la corona y me la puse en la cabeza y desde entonces hasta ahora nunca he dejado de amar. (Anacreontea I, traducción mía a partir de Rosenmeyer, 239)

El primer poema de la colección anacreóntica resume las claves de esta tradición retomada por los poetas de la escuela salmantina. Sus claves son la dependencia explícita del modelo, la adopción de la máscara anacreóntica, el carácter metapoético y la referencia al mundo del poema como un mundo de sueños. Además, el primer poema de la Anacreontea recrea un momento particularmente importante para los imitadores de Anacreonte: precisamente el momento ficticio del encuentro entre el yo poético y el viejo bardo teyo, al que se describe siempre en los mismos términos: un hombre viejo pero guapo (se insiste varias veces

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en su belleza y en sus dotes amatorias), que está tan borracho que Eros le da la mano para sostenerle. La contrapartida de Anacreonte es la descripción del yo del poema, que se representa abrazando y besando al bardo y robándole la corona de yedra, que se coloca a sí mismo. “Desde entonces”—dice el poeta—“nunca he dejado de amar”. El gesto de ponerse una corona de yedra —que todavía despide el aroma a vino del mismo Anacreonte, como dice el poema— es la base de esta tradición imitativa teñida de erotismo y consciente de la necesidad de “disfrazarse” para continuar con el legado amoroso y poético de Anacreonte. Aunque los poetas que imitan a Anacreonte en España suavizan —o alteran, haciéndolas más ambiguas— las referencias homosexuales al infantilizar a sus propios sujetos poéticos, una especie de erotismo contenido permanece flotando como la punta de un iceberg en sus poemas. Aunque algunos críticos han señalado la filiación anacreóntica de muchas composiciones dieciochescas (R. Merritt Cox), bien para denigrarlas por su inmoralidad (Menéndez Pelayo), bien para señalar la imitación diferencial del modelo clásico (John Polt) o sensualista (David Gies), o bien para comentar su profusión (Pedro Salinas), nadie ha estudiado en profundidad por qué poetas de la talla de Cadalso, Meléndez Valdés, Moratín padre, María Gertrudis de Hore o Iglesias de la Casa se consideraban hijos e hijas de un padre simbólico: Anacreonte es el nodo simbólico que les hermana a todos ellos. ¿Qué tenía la figura del padre Anacreonte para servir de unión a todos estos poetas en una misma familia poética? ¿Qué identidad se esconde bajo la máscara unificadora del bardo teyo para que las voces poéticas de estos poetas anhelen borrar su propio nombre, sus propias huellas poéticas, y difuminar su esencia en aras de la pertenencia a la gran familia anacreóntica? Para conseguir el efecto de ensoñación que los caracteriza y que está explícitamente representado ya desde el primer poema de la colección anacreóntica (“Estoy contando un sueño”, dice como casualmente el sujeto del poema), los poemas de tipo anacreóntico recurren a una serie de efectos estilísticos recurrentes que los separan del resto del discurso lírico. Si la base de un poema habitual es la metáfora y el símil, los poemas anacreónticos (como “Vivamos, dulce amigo”) carecen de imágenes ocultas que haya que decodificar (Rosenmeyer, 80). En su lugar, abundan figuras de repetición del discurso como anáforas

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y repeticiones simples, cíclicas (ibídem), que a su vez sirven como eco de la repetición del modelo. Pero la abundancia léxica y desprovista de imágenes de la poesía anacreóntica no carece de profundidad, sino que la crea por medio de otros recursos —el medio es el mensaje—. Si el poema invita a rechazar la ambición y a disfrutar de los placeres sencillos, es coherente que la forma elegida también “carezca” —al menos aparentemente— de ambición. La voz poética de “Vivamos, dulce amigo”, en vez de buscar la fama con sus composiciones, rechaza los monumentos de mármol y prefiere que su nombre quede inscrito humildemente en el tronco de un árbol: en los vecinos troncos grabarán un letrero que diga lisamente cosas que merecemos, versos que compusimos y que aplaudieron ellos.

A pesar de su humilde apariencia, el poema tiene un aire decadente y sofisticado en su dejadez, y en su carácter metapoético puede considerarse un manifiesto de la poesía anacreóntica que tanto abunda en la España de la segunda mitad del siglo XVIII. Las anacreónticas de los Ocios de mi juventud en los que Cadalso juega a disfrazarse de Baco también muestran una borradura del yo previa a la creación de una representación poética del yo anacreóntico en el texto, como se ve en “Al pintor que me ha de retratar” y “¿Quién es aquel que baja...”, pero en “Vivamos, dulce amigo...” encontramos la mejor expresión de esta filiación anacreóntica que anhela la dispersión de la propia identidad y la pertenencia a la larga cadena de imitadores de Anacreonte (remito al capítulo 3 para un análisis detallado de estos poemas). Lo que anhelan estos poetas es la dispersión de su yo, la condición sine qua non para poder pertenecer a la cadena de imitadores anacreónticos. La fama no viene del estilo particular ni de aquello que diferencia al sujeto poético del resto, sino precisamente de la pertenencia a la “comunidad imaginada” de los “hijos de Anacreonte”. Y la tumba colectiva y sin nombre donde los dos poetas amigos se confunden mientras son visitados cíclicamente por pastores como ellos hace visible este deseo. Los poetas dieciochescos se retratan

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como niños, como borrachos, como entes poseídos, como hijos de Anacreonte, y al hacerlo, están ejerciendo el gesto contrario al que esperamos en un autorretrato; en vez de buscar captar su identidad, buscan la máscara que les liberará de ella. La pregunta que sigue necesariamente a esta afirmación es... ¿por qué?

EL PORQUÉ DE UNA OBSESIÓN. TRES HIPÓTESIS ¿Por qué querían los poetas salmantinos y sus lectores leer versiones de Anacreonte y recrear estas escenas simposíacas tan poco ilustradas en su imaginación? Más que describir el abundante corpus de anacreónticas dieciochescas, lo que me interesa ahora es pasar a elaborar tres hipótesis que expliquen el interés del siglo XVIII por Anacreonte y por la poesía hecha a imitación suya. Ya he señalado cuáles son las características formales de la poesía anacreóntica y he analizado sus temas y su influjo en la sociedad española de la segunda mitad del XVIII. También he construido un paralelismo entre la anacreóntica y la máscara. Estas tres hipótesis parten de estas ideas y las extienden hacia otras dimensiones (estilística, estudios de masculinidad, historia). Quiero utilizar la anacreóntica como un vehículo que nos ayude a entender mejor la mentalidad ilustrada y sus contradicciones y ansiedades. La primera de ellas es una hipótesis tradicional, pues explica el influjo de Anacreonte como parte del neoclasicismo ilustrado a través del legado de Luzán. Pero vista de forma aislada, esta hipótesis se queda corta, ya que la anacreóntica tuvo tanto éxito que superó las fronteras del público de la elite ilustrada en el que nació y al que se dirigía originalmente. La segunda hipótesis va más allá del mundo de la literatura y la estética, y propone que la poesía anacreóntica cumplía el papel de refugio imaginario para los hombres ilustrados, aprisionados entre sus obligaciones y sus propias pasiones, muchas veces contrarias al modelo defendido por ellos mismos de “hombre de bien”. La tercera hipótesis que manejaré en este capítulo se aleja aún más del campo de la literatura, y por lo tanto se aleja también de la seguridad del análisis literario y de las influencias estéticas para aventurarse en terrenos más resbaladizos, quizá más interesantes pero menos seguros. La hipótesis tercera argumenta que, a nivel social, la sociedad dieciochesca —todavía enlazada con la cultura del antiguo régimen— en-

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tiende la identidad como algo fluido y maleable, como una máscara de quita y pon, y que es por ello por lo que encuentra en la anacreóntica —con su yo poético convertido en un Anacreonte disfrazado—una expresión idónea de su modo de ver el mundo y de verse a sí misma.

PRIMERA HIPÓTESIS: LUZÁN, ANACREONTE

EL BUEN GUSTO Y LOS ENCANTOS NEOCLÁSICOS DE

¿Qué es lo que los poetas españoles dieciochescos valoraban en el poeta de Teyo? Una posible respuesta puede hallarse en la Poética (1737) de Luzán, donde encontramos una de las primeras referencias a Anacreonte en el siglo XVIII. En el capítulo XIX de la Poética, “De los tres diversos estilos”, Luzán repasa las cualidades del estilo grandioso, el medio y el humilde, insistiendo en que cada uno de ellos debe tratarse con el decoro que le corresponde y dedicando mucha atención al estilo humilde, ya que, paradójicamente, es el más difícil de dominar según Luzán: En los grandes asuntos y en las cosas elevadas está bien el estilo grande y sublime; pero los asuntos familiares y las cosas humildes y bajas requieren un estilo llano, humilde y familiar, el cual, como quiera que parezca muy fácil de imitar, es en la práctica no poco difícil, como advertía Cicerón. (...) Pero en el estilo humilde se notan hasta las faltas más pequeñas, no habiendo ni materia grande, ni locución muy artificiosa que las pueda encubrir. Además de esto, las figuras y las metáforas no tienen mucho cabimiento en este género de estilo, que, ordinariamente, se sirve de términos propios; y es cosa cierta que el hablar y escribir bien con una locución natural y llana, y con términos propios y familiares, tiene mucha mayor dificultad que el escribir con metáforas y otras figuras.

¿Y cuáles son los modelos con los que Luzán ilustra la perfección de este estilo llano y humilde?2 Luzán propone varios: “Tenemos perfectos ejemplares de este género de estilo entre los griegos en Teócrito 2

Los tres estilos de los que habla Luzán pueden también verse en otras poéticas de la misma época. El filósofo francés Charles Batteaux, en su tratado sobre la lírica, distingue entre el modo sublime o pindárico, el moderado u horaciano, y el suave o anacreóntico (Roth, s. p.).

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y Anacreonte, y, entre los latinos, en Catulo, en las Epístolas de Horacio y en las Églogas de Virgilio”. Pero Luzán escoge entre todos los de esta lista precisamente a Anacreonte, del que Luzán traduce una oda directamente del griego, incluyéndola con modestia en su propia Poética, “Para instrucción y ejemplo”. La traducción de Luzán de la oda de Anacreonte, seguramente la primera española del poeta griego en el siglo XVIII, fue también incluida posteriormente en el tomo IV del Parnaso español: Naturaleza al toro dio astas en la frente, uñas a los caballos, ligereza a las liebres, a los bravos leones sima de horribles dientes; dio el volar a las aves, dio el nadar a los peces, dio prudencia a los hombres; mas para las mujeres no le quedó otra cosa que liberal las diese. Pues ¿qué las dio? Belleza; la belleza, que puede aún más los escudos y que las lanzas fuertes, porque en poder y en fuerza una hermosura excede al hierro que más corte, al fuego que más queme.

Desconocemos los motivos que movieron a Luzán a seleccionar esta oda de Anacreonte para traducir y no otra, más allá de su necesidad de proponer un modelo del estilo llano tratado a la perfección, pero Luzán logra enlazar en la Poética esta oda con todo el estilo anacreóntico, al que nuevamente alaba y pone como modelo: Lo mismo que Anacreonte dice aquí de las mujeres, podemos decir nosotros con razón de ésta y de las demás canciones suyas: que las musas, habiendo dado a otras poesías la fuerza de los argumentos, la grandeza de las cosas, la actividad de las figuras, y el adorno de la locución, a las de Anacreonte

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dieron una belleza y gracia natural, una facilidad singular y una expresión dulce y sencilla, prendas que equivalen a los conceptos más agudos y a los adornos más artificiosos.

En “Cienfuegos y la tradición anacreóntica”, Mariano Valverde Sánchez hace una comparación de las distintas versiones de esta oda de la Anacreontea, que muestra “el tópico de la distribución de atributos entre los diferentes seres del universo, un tema orientado (...) a ensalzar la belleza femenina como máximo galardón que triunfa sobre todos los demás” (68). Quizá Luzán, quien tradujo en total las cuatro primeras odas de Anacreonte, escogió precisamente ésta por estar presente en la obra de Quevedo y luego en la de Villegas (dos versiones), y así favorecer la competición amistosa entre las distintas versiones. La versión de Cienfuegos, aun siendo una anacreóntica de juventud, transforma el contenido anacreóntico en un contenido social y “constituye un ejemplo evidente de cómo la preocupación por los aspectos sociales y morales anida en la personalidad de Cienfuegos ya desde sus composiciones juveniles (...). En la vieja horma de una oda anacreóntica Cienfuegos ha vertido un tema propio de la poesía ilustrada, aunque de larga tradición literaria” (Valverde Sánchez, 77-78). Copio la versión como comparación con la de Luzán y para mostrar la flexibilidad que empieza a adquirir el formato anacreóntico ya hacia finales del XVIII: El cielo soberano dio a los Reyes el cetro, tiaras a los Papas y al cardenal capelo. Dio a los obispos mitras, a los magnates puestos, las togas a los jueces y a los Jefes imperio, los honrosos bastones a Generales diestros, los toisones dorados a Grandes caballeros. Concedió al poderío unos trenes soberbios, conveniencias y gustos al que tiene dinero.

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Aquesto negó al pobre ¿pues qué le dio? El contento y paz, prendas mejores que todo el mundo entero.

Es interesante que Luzán “feminice” la poesía anacreóntica y la describa en los mismos términos que el propio Anacreonte utiliza para hablar de las mujeres. Aunque es una convención personificar a la poesía como una mujer —en La gitanilla, Cervantes afirma que “la poesía es una bellísima doncella” y posteriormente encontraremos ejemplos en Bécquer y hasta en el Juan Ramón Jiménez de “Vino, primero, pura”—, es interesante ver con qué tipo de mujer se asocia esta poesía en el siglo XVIII, portadora de “una belleza y una gracia natural”: “No todos los pensamientos naturales, ni todos los términos propios son buenos para este estilo; porque muchos de estos pensamientos y de estas expresiones deslucirían su natural belleza y la harían despreciable, al modo que miramos con placer y con gusto una pastorcilla vestida pobremente, según su estado, pero limpia y aseada” (Luzán). Así, la Poética de Luzán pudo contribuir a la historia y evolución del anacreontismo español al erigir a Anacreonte como supremo modelo del estilo llano, uno de los más difíciles de cultivar con éxito según Luzán. Además, que esta poesía aparezca personificada por una hermosa pero humilde pastorcilla también es sintomático del nuevo modo de entender la poesía y el lenguaje en el que se valora la perfección técnica que produce la ilusión de naturalidad y pobreza de recursos —la sprezzatura que asociamos con Garcilaso y los maestros del Renacimiento a los que tanto admiraban los poetas del parnaso salmantino. Por otro lado, en el capítulo XXII, sobre “el metro de los versos vulgares”, Luzán también pone como ejemplo de la posibilidad de versificar con metro griego y latino en lengua vulgar la versión renacentista de Anacreonte que hizo Villegas: Pero ninguno mejor que Esteban Manuel de Villegas en sus Eróticas hizo ver, con singular acierto, que se podían componer versos vulgares en todo género de metros latinos. Pues no se hallarán hexámetros más sonoros ni más armoniosos en ninguno de los poetas latinos (...). Ni sáficos más dulces que éstos del mismo autor (...). Ni anacreónticos más suaves de los que usó en la elegante traducción del griego Anacreonte.

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Finalmente, Luzán también escoge a Anacreonte como modelo de lo que él llamó la “dulzura poética” (capítulo V), que en la Poética se ve como superior a la belleza, ya que la dulzura deleita siempre y a todos, porque, como procede de un principio natural y la naturaleza obra siempre constantemente sin variar, eslabonando siempre los mismos efectos de las mismas causas, es preciso que la viva imitación y representación de pasiones y afectos excite siempre en nosotros, por la natural simpatía, una suave conmoción de semejantes afectos. Pero, la belleza poética, como es de la jurisdicción de los entendimientos, tan variables y diversos en sus juicios, y como debe su ser más al artificio que a la naturaleza, no siempre consigue el fin de deleitar generalmente a todos.

Anacreonte es uno de los modelos de esta “dulzura poética” que apela a los afectos y no al entendimiento —una sorpresa que nos depara la estética dieciochesca— y Luzán confirma con su testimonio que, ya en 1737, los versos de Safo y Anacreonte se tenían en gran estimación: Esta calidad de la dulzura poética es por quien hoy día se estiman tanto, entre los ingenios de buen gusto, los fragmentos de la poetisa Safo y las odas de Anacreonte; y por esta misma, además de otras circunstancias, por las cuales se descuella tanto sobre el vulgo de los demás poetas...

Pero, aun teniendo en cuenta que Anacreonte fue erigido en el modelo del estilo llano y que su estilo fue alabado por Luzán como ejemplo de la dulzura poética, esto tampoco sería suficiente para explicar la fiebre anacreóntica dieciochesca de la que Luzán es el primer —pero no el único— representante. Hay algo en las anacreónticas que las diferencia de los otros modelos clásicos del estilo humilde como Horacio, Teócrito o Virgilio. Vamos a contemplar la siguiente hipótesis. Intentemos indagar cuáles eran los motivos que los ilustrados tenían para imitar a Anacreonte más allá de su “buen gusto” literario.

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SEGUNDA HIPÓTESIS: LA ANACREÓNTICA, REFUGIO LITERARIO DE UN DESEO PROHIBIDO Para Ignacio de Luzán, lo que unía a los versos de Safo y Anacreonte era la dulzura y la sencillez de su estilo, pero para la mayor parte del mundo, Safo y Anacreonte tienen algo más en común que la calidad de sus versos: ambos epitomizan el deseo hacia el mismo sexo en la mentalidad colectiva, que además los convirtió en amantes legendarios, aunque vivieron en épocas distintas. Los poetas de la tertulia salmantina no dudaban en expresar mutuo afecto en sus epístolas y tampoco vacilaban al usar lenguaje apasionado, y esto lo han notado ya muchos estudios (Gies, Elena de Lorenzo, etc.) sobre el papel de la amistad masculina para cohesionar la sociedad dieciochesca. Por ejemplo, en una carta de mayo de 1777 fray Diego González escribe a Jovellanos sobre el estado de salud del joven Meléndez Valdés, enfermo de tuberculosis, y dice que “... temo mucho por aquel amable y precioso joven. Le amo en extremo” (Epistolario). No creo necesario incluir más ejemplos de este lenguaje afectuoso, pues la amistad masculina en el XVIII español ha sido objeto de excelentes artículos llenos de estos testimonios, y ya he incluido algunos de ellos en el principio de este capítulo. Por otra parte, nadie ha estudiado la posible conexión entre este culto a la amistad masculina y la profusión de imitaciones de Anacreonte durante la Ilustración. Pero esta conexión es importante para entender el papel de la anacreóntica para los poetas que analizo en este estudio. Cadalso confirma que los autores del parnaso salmantino sabían perfectamente que “el susodicho Batilo fue un muchacho a quien el viejo malvado Anacreonte quería un poquito más que como a prójimo, al ejemplo de Júpiter con Ganimedes, Apolo para con Hiacinto, Alejandro para con Ephestión, Sócrates para con Alcibíades, y &c.” (Epistolario, 77). Esta pequeña muestra testifica por su humor y el tono casual e íntimo que los miembros del parnaso salmantino —sobre todo, Cadalso y Meléndez/Batilo— se sentían cómodos en este espacio ambiguo que les encadenaba a la tradición clásica anacreóntica, pero también con su aura de “perversión”. Los pares Júpiter/Ganimedes, Apolo/Jacinto, Alejandro/Efestión, Sócrates/Alcibíades y el “etcétera” que Cadalso pone tras la enumeración confirman que los amores de hombre a hombre de estos pares míticos fundacionales y su modo de rela-

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cionarse amorosamente eran materia literaria familiar y conocida para estos poetas. Y las palabras que Cadalso atribuye a Meléndez en otra epístola en forma de paródica confesión extienden el terreno de la imitación literaria y explican el efecto de la adoración anacreóntica al cuerpo mismo, jugando a la vez con las relaciones jerárquicas maestro/discípulo, viejo/joven: “Padre maestro, benedicte. Me muero cuando leo algo del venerable Anacreonte, o bien en su hermosísimo original, o ya en las primorosas traducciones e imitaciones del maestro Villegas. Cierta delicia ocupa mi espíritu y mi cuerpo: tengo envidia al primero y celos del segundo” (epístola de Cadalso a Iriarte, 17731774). La “delicia” que ocupa no sólo el “espíritu” sino también el “cuerpo” del que lee a Anacreonte parece superar el terreno de la estética y abrir una grieta para la interpretación de la profusión de poesía anacreóntica en la segunda mitad del XVIII como un lugar ambiguo donde el amor entre hombres de tipo espiritual, pero también físico, podía tener un lugar imaginario. No podemos saber si las relaciones entre los miembros del parnaso salmantino se extendían a lo corporal, pero en cualquier lugar, en el terreno imaginativo, la poesía anacreóntica constituía para estos autores un refugio y un lugar donde recrearse en la belleza de Anacreonte, pero también en la repetición real o imaginaria de sus amores prohibidos. El lugar privilegiado donde confirmar que la poesía anacreóntica nunca se purifica de sus connotaciones homosexuales es, sin duda, la poesía anacreóntica misma (la Anacreontea) que estos autores imitaban y que tanto éxito alcanzó en la sociedad del setecientos. Del poema siguiente, uno de los más ardorosos y famosos de la colección anacreóntica, hicieron sus versiones (algunos, hasta más de dos) Cadalso, Meléndez, Iglesias y otros miembros del parnaso salmantino: Pintor, píntame a mi amado Batilo, siguiendo mis indicaciones: haz que su pelo brille y pinta el cabello de su nuca de color oscuro pero las mechas de arriba píntaselas rubias, como quemadas por el sol. Representa para mí sus rizos en salvaje desorden y déjales caer como ellos deseen.

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Y deja que su frente suave, húmeda de rocío, la coronen cejas de un tono más oscuro que las serpientes. Pinta su ojo oscuro y fiero pero relajado y en calma píntale un ojo como el de Ares y el otro como el de la hermosa Citera, para que el que los contemple tenga miedo y deseo a la vez. Pinta sus mejillas rosadas del color de las manzanas, ligeramente tintadas de vergüenza, como si pudieras atrapar el tono de la modestia misma. Cuando llegues a los labios, ya no sé cómo decirte que los pintes: tiernos y persuasivos, pero deja que sea la cera misma la que encuentre su gesto hablando en silencio. Cuando acabes de pintar su cara pinta una garganta de mármol que sobrepase la de Adonis y dale el pecho y las manos de un Hermes las caderas de Polídice, y la barriga de Dionisos. Pero sobre las tiernas caderas (que contienen un fuego devorador) dale forma a su miembro atrevido y ya erguido en deseo. Tus talentos limitados te impiden representar su espalda. Eso hubiera sido aún mejor. Pero, ¿por qué debo instruirte cómo pintar sus pies? Toma, toma este dinero, tanto como quieras pedirme, y bajando a ese Apolo, píntame a mi Batilo. Y si alguna vez pasas por Samos usa como modelo a Batilo cuando pintes a Febo. (Anacreontea 17, traducción mía a partir de Rosenmeyer, 246-7).

Aunque no encontramos ningún canto en la poesía del XVIII a la belleza masculina (excepto en los poemas de La esposa aldeana en los que Iglesias de la Casa habla como una pastora sobre los encantos de su pastor y que, como hemos visto, Sebold interpretó/denunció como una fan-

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tasía ‘gay’ de Iglesias), sí que encontramos el poema que acabo de citar —el más famoso y el sexualmente más cargado de la Anacreontea— imitado, parodiado y repetido de mil formas posibles por los autores de la escuela salmantina y luego por los numerosos poetas que se enlazarán con menos talento que el de Cadalso o Meléndez a la moda anacreóntica. Aunque desaparece la referencia a los genitales masculinos de Batilo de las imitaciones, la atención otorgada al poema en sí por los anacreónticos españoles es un índice que prueba que el interés por la poesía de Anacreonte sobrepasa lo estético para recibirse como un placer corporal, al menos en la imaginación del traductor. Aunque Meléndez (o Batilo) transformó este hermoso poema de Anacreonte en una descripción de una amada femenina (“A un pintor”), vale la pena subrayar la ambigüedad con la que se habla del objeto de amor representado, que Meléndez llama “mi ausente” (v. 4). También es importante que Meléndez/Batilo enumere cada una de las partes del cuerpo de la amada que Anacreonte describe de Batilo, de modo que aunque se describe el cuerpo de la amada femenina, se está recordando implícitamente la descripción original del cuerpo masculino del amante de Anacreonte. Y también quiero resaltar la combinación típicamente rococó de erotismo (se habla claramente de la lengua, los labios y los pechos de la amada) y de aparente inocencia (el yo poético insiste en solicitar al pintor que represente a la amada decentemente y que la cubra con un manto de pieles mientras al mismo tiempo parece estar destapándola para los lectores). Esta combinación es la base del rococó y también una de las bases sobre la que se construye el segundo capítulo de este libro. En cualquier caso, es interesante ver hasta qué punto son similares los retratos de Batilo de la Anacreontea y de esta ausente. Meléndez está dirigiendo su poema a receptores que conocen casi de memoria el retrato original sobre el que se construye este cuadro. “A un pintor” En esta breve tabla, discípulo de Apeles, cual yo te la pintare, retrátame mi ausente.

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Retratada cual sale al punto que amanece tras unos corderillos al valle a entretenerse. Suelto el trenzado de oro, y al céfiro, que leve volando licencioso le ondea y le revuelve. Encima una guirnalda, que sus tranquilas sienes de púrpura matice con rosas y claveles. De do con aire hermoso de majestad alegre la tersa frente asome, cual reluciente plata salga la blanca frente. Y para que le pongas la gracia que ella tiene la cándida azucena darate olor y nieve. Luego en las negras cejas tu habilidad ordene la majestad del arco que nace cuando llueve: Y al traidor Cupidillo podrás también ponerme, que en medio esté asentado y el arco a todos fleche. Los ojos de paloma que a su pichón se vuelve rendida ya de amores, y un beso le promete;

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Las niñas haz de llama que bullan y se alegren, y a Amor que como un niño jugando en torno vuele. Después para que apague los fuegos que él enciende, la nariz proporciona tornátil y de nieve. Y luego entre los labios deshoja mil claveles, que nunca puedes darle la púrpura que tienen. Su boca... pero aguarda, primero van los dientes de aljófares menudos, que unidos no discrepen: Y dentro has de pintarme cuando la lengua mueve como un panal que afuera destile hibleas mieles. Las Gracias como abejas, que con susurro leve volando en el verano en torno van y vienen. Y al lado de las mejillas dos rosas, como suelen quedar cuando sus perlas el alba en ellas llueve. Cargando todo aquesto con proporción decente sobre el nevado cuello, que mil corales cerquen. Los hombros de él se aparten, y en el hoyuelo empiece

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el relevado pecho tan albo que embelese. Con dos bullentes pomas, cual deliciosas fuentes del néctar regalado de la mansión celeste. La airosa vestidura de púrpura esplendente, las puntas arrastrando que el campo reflorecen. Encima un bien rizado pellico, y que le cuelgues mil trenzas de oro y seda que su opulencia ostenten. Pero ¡ay! déjalo, amigo, que tú pintar no puedes tan celestial sujeto, por mucho que te esmeres. Y yo a sus brazos corro, donde el Amor me ofrece el premio de mis ansias, y el colmo de sus bienes.

Quizá la anacreóntica se “purificó” por completo en la mente de estos poetas, pero creo que no es así. El éxito de la anacreóntica como formato reside en su inherente ambigüedad. Una ambigüedad con la que voluntariamente juegan estos “hijos de Anacreonte”. Y que el pseudónimo elegido por Meléndez para sí mismo sea Batilo, el nombre del joven amante de Anacreonte que acabamos de ver descrito en toda su belleza, no deja de ser otro abierto homenaje y otro juego típicamente rococó en el que se finge inocencia para subrayar el erotismo del objeto representado. El retrato de la amada ausente superpuesto a modo de palimpsesto al retrato original de Batilo de la Anacreontea tiene también una forma peculiar en la obra de Cadalso, en el poema titulado “Al pintor que

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me ha de retratar” (que analizo detenidamente en el tercer capítulo). En este poema Cadalso se convierte a sí mismo en Batilo al instruir al pintor al que se dirige el poema sobre cómo pintar su retrato. Aunque el autorretrato acaba representando al dios Baco, el marco elegido para representar el sujeto del poema se escribe sobre las huellas de Anacreonte, y el cuerpo del yo del poeta se superpone al cuerpo de Batilo, el amante de Anacreonte, gracias al proceso de imitación y reconstrucción. Discípulo de Apeles, si tu pincel hermoso empleas por capricho en este feo rostro, no me pongas ceñudo, con iracundos ojos, en la diestra el estoque de Toledo famoso, y en la siniestra el freno de algún bélico monstruo, ardiente como el rayo, ligero como el soplo; ni en el pecho la insignia que en los siglos gloriosos alentaba a los nuestros, aterraba a los moros; ni cubras este cuerpo con militar adorno, metal de nuestras Indias, color azul y rojo; ni tampoco me pongas, con vanidad de docto, entre libros y planos, entre mapas y globos. Reserva esta pintura para los nobles locos, que honores solicitan en los siglos remotos; a mí, que sólo aspiro a vivir con reposo de nuestra frágil vida

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estos instantes cortos la quietud de mi pecho representa en mi rostro, la alegría en la frente, en mis labios el gozo. Cíñeme la cabeza con tomillo oloroso, con amoroso mirto, con pámpano beodo; el cabello esparcido, cubriéndome los hombros, y descubierto al aire el pecho bondadoso; en esta diestra un vaso muy grande, y lleno todo de jerezano néctar o de manchego mosto; en la siniestra un tirso, que es bacanal adorno y en postura de baile el cuerpo chico y gordo, o bien junto a mi Filis, con semblante amoroso, y en cadenas floridas prisionero dichoso. Retrátame, te pido, de este sencillo modo, y no de otra manera, si tu pincel hermoso empleas, por capricho, en este feo rostro.

En la tertulia salmantina donde tiene su núcleo inicial el cultivo del género anacreóntico, todos los miembros sabían que la anacreóntica estaba teñida de disidencia respecto al modelo normativo de hombre ilustrado que estos intelectuales mismos aspiraban a ser en su vida pública. Sólo podemos hacer suposiciones sobre el modo que tenían estos poetas de escribir, leer, recibir y comunicar estos poemas, pero de lo que no podemos dudar (porque está en la fuente de la que todos

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ellos parten de forma consciente y recurrente) es de un hecho que dota a estos poemas de una dimensión aún más interesante y desconocida: todos ellos sabían que la poesía anacreóntica es una poesía de amor, especialmente de amor homosexual entre un bardo experto (el viejo Anacreonte) y un joven admirador (el yo imitador del poeta). Traducir estos poemas supone parodiar a Anacreonte, homenajeándolo y adaptándolo a un nuevo contexto. Y aunque el cuerpo de Batilo se difumine en las traducciones y versiones de los poetas de esta escuela, su cuerpo masculino permanece como un fantasma, recordándonos su presencia detrás del nuevo retrato al que estos poetas regresan una y otra vez. Esto complica pero también enriquece la definición de “hombre ilustrado” que hemos recibido, casi sin cuestionarla, tras años y años de puntos suspensivos. Existen numerosos estudios que confirman que la amistad masculina era uno de los pilares de la sociedad dieciochesca. Se pueden leer “con sospecha” algunas de las descripciones que unos miembros del parnaso hacen de otros: “Este Batilo es un joven extremeño, bachiller en leyes, muy aplicado a todo género de estudios, muy dulce de condición y hermoso de cuerpo y alma, a quien Dalmiro ama mucho” (carta de fray Diego González a fray Miguel de Miras de marzo de 1776, Obras completas, 207). Pero que se consumaran estas relaciones amorosas entre amigos no es tan importante como el hecho de que la poesía anacreóntica es el refugio donde los hombres ilustrados podían recrearse en pasiones ‘improductivas’ y hacerlas fértiles en forma de poesía. Protegidos por la máscara de Anacreonte, por el escudo de la palabra traducción y por su comunidad de amigos, los sacerdotes, soldados, ministros y catedráticos ilustrados podían trasladarse a un lugar ameno donde no tenían que comportarse como patriotas ni como hombres de bien, y donde su ‘afeminamiento’ estaba protegido de caricaturas como la del ‘petimetre’ que Cadalso y Jovellanos también satirizan en sus composiciones. Muchas anacreónticas tienen títulos que logran sintetizar cuál era la función de estas composiciones para sus creadores y sus receptores originales. La anacreóntica que Cadalso dedica “A un amigo, sobre el consuelo que da la poesía” es un buen ejemplo de ello. El poema resume varios rasgos típicos de las anacreónticas dieciochescas: está dirigida a un receptor masculino, un amigo del yo poético al que se hace cómplice de la filosofía vital que encierra el poema; la poesía es un

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desahogo natural para el poeta y para su amigo, y las musas son percibidas como un consuelo (vv. 15-16). Frente a los desdenes de Filis y Dorisa, la poesía hermana a los amigos y, en lugar de rechazarles o hacerles sufrir como sus amadas, la musa les habla con dulzura y les libera del sufrimiento: Mi dulcísimo amigo a ti y a mí quitarnos los versos con que alegres esta vida pasamos, era quitar la yerba al fresco y verde prado, el curso al arroyuelo y a las aves el canto. (...) Cuando Filis me ofende poniendo un ceño ingrato, y cuando tu Dorisa te da un instante amargo, ¿cuál cosa de este mundo pudiera libertarnos de darnos cruda muerte o de vivir penando, sino aquel desahogo que en la musa encontramos; sino aquella dulzura con que ella suele hablarnos? (vv. 1-8, 34-41)

En muchas composiciones anacreónticas como la que acabamos de leer, la poesía une a los hombres y les protege no sólo del mundo y sus trabajos, sino de los desdenes del amor femenino. Filis, Dorisas y numerosas pastoras pueblan, aunque desprovistas en su mayor parte de individualidad o de cuerpo, las anacreónticas de estos poetas. Pero hay otras composiciones en las que estas pastoras no aparecen y en las que Anacreonte sirve para canalizar la amistad de los que imitan sus versos de una forma más apasionada, o más “arrebatada” de lo que estamos acostumbrados a leer en la mayor parte de poesías ilustradas. Según Haidt, la masculinidad durante el siglo XVIII español se manifiesta principalmente a través de dos configuraciones clave: el petimetre,

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“a figure of failed masculine development”, y el “hombre de bien”, “an ideal figure of masculine virtue” (9). Si, como afirma Haidt, el ideal masculino español del “hombre de bien” (tal y como lo representó Cadalso en sus Cartas marruecas) es heredero de la tradición clásica, especialmente en la Ética a Nicómaco de Aristóteles (íd., 12), ¿qué lugar ocupa Anacreonte dentro de esta otra tradición clásica alternativa para la configuración de este modelo de hombría de bien, de caballerosidad? La poesía anacreóntica nos ofrece una mirada alternativa al debate sobre la figura afeminada del petimetre en España que Rebecca Haidt analizó en Embodying Enlightenment. La proliferación de poemas derivados de Anacreonte en medio de la época dorada de la Ilustración en España ofrece una mirada alternativa a estas raíces clásicas y a la percepción que los poetas del siglo XVIII tenían de su propia hombría y de la de sus amigos. Si, como afirma Haidt, “hombría de bien proposes the virtuous ability to control the body as crucial to a larger ethical scheme of masculine self-governance and, by extension, a reform of the nation’s masculine leaders” (íd., 12), el retorno a Anacreonte, el poeta teñido de afeminamiento y cuyo cuerpo epitomiza el desorden, la vejez, la borrachera y el deseo descontrolado pero fértil, supone una grieta en ese sistema creador de líderes de cuerpos controlados. El yo que los autores salmantinos (con Cadalso incluido) proyectan en sus composiciones anacreónticas desestabiliza esta dicotomía, pero también confirma las tesis de Haidt en otro terreno. Si Haidt propone un retorno a las raíces clásicas (principalmente retóricas) de estos modelos de masculinidad, el retorno a la tradición poética anacreóntica muestra que el modelo de “hombre de bien” y la figura del petimetre se quedaban pequeños, que no lograban expresar la incomodidad con la que los propios reguladores y creadores del modelo se enfrentaban a la práctica de sus propias reglas. Es, paradójicamente, una tradición clásica que, en vez de reforzar el modelo del “hombre de bien” ilustrado, lo desestabiliza.

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TERCERA HIPÓTESIS: LA IMPORTANCIA DE LAS MÁSCARAS PARA LA SOCIEDAD DIECIOCHESCA

El 10 de marzo de 1766 las calles de Madrid amanecen llenas de carteles que anunciaban al pueblo la prohibición de llevar ropa que ocultase la identidad, especialmente capas largas, sombreros de ala grande y cualquier otro género de “embozos que (...) cubriese(n) el rostro”: ... Para que ninguna persona, de cualesquiera estado, grado o distinción que fuese, desde la publicación del vando, fuese, ni concurriese, a pie, ni en coche, embozado con capa larga, montera, o sombrero o gorro calado, ni otro género de embozo que le cubriese el rostro, para no ser conocido en los sitios y parajes públicos de esta corte (...) pues quiere y manda que toda la gente civil y de alguna clase, en que se entienden los que viven de sus rentas y haciendas, o de salarios de sus empleos o de ejercicios honoríficos y otros semejantes, y sus domésticos y criados, que no traigan librea de las que se usan y usen precisamente de capa corta... o de redingot, o capignot, y de peluquín o pelo propio y sombrero de tres picos, de forma que de ningún modo vayan embozados, ni oculten el rostro (cit. Medina Domínguez, 147).

La ley (el llamado “edicto de capas y sombreros”) es la mejor prueba del alcance de la tendencia a “ocultar el rostro” de la sociedad dieciochesca que hemos visto representada hasta aquí en la profusión de poesía anacreóntica, enmascarada metafóricamente. La insistencia en impedir de todos los medios posibles, a personas de todas las clases sociales, “de forma que de ningún modo vayan embozados ni oculten el rostro”, nos confirma a un nivel primario que existía, en la sociedad española de la época, una tendencia tan marcada a “ocultar el rostro” que el gobierno ilustrado se ve obligado a responder a esta tendencia con una ley tan tajante que provocó una rebelión contra el monarca Carlos III. Se supone que la intención de la ley era hacer de Madrid un lugar más seguro, impedir que los criminales pudieran ampararse en la oscuridad de la noche y envolverse en sus capas y sombreros anchos. Pero no todo queda aquí. ¿Por qué se prohíben las pelucas grandes, que seguramente sólo llevaban los aristócratas, y se promulga el uso de “peluquín” o “pelo natural”? Este gesto confirma, de manera indirecta, que esta ley que provocó el Motín de Esquilache también estaba diseñada para cambiar los hábitos y las costumbres de la población y que

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“las transformaciones del espacio público son, necesariamente, intervenciones del Estado en el espacio privado” (Medina, 146). No debemos olvidar, antes de proseguir, que los escritores que forman parte de este estudio pertenecían a la elite ilustrada que promulgaba estas mismas leyes y que a menudo mostraba su horror y desagrado por el caos del pueblo desobediente. Goya, Jovellanos, Meléndez y Cadalso muestran su apoyo al gobierno y muchos de ellos son los propios responsables de poner en práctica la ley mediante su implicación en la legislación. Pero la profusión de poesía anacreóntica llena de deseos ambiguos, vino y fiestas caóticas sin duda escapa por la rendija de la poesía del afán del gobierno ilustrado de invadir el espacio privado de sus súbditos, de “iluminar” con la luz de la razón cada uno de sus movimientos. Si el desorden, la ocultación del rostro y las reuniones están prohibidos, la poesía anacreóntica será un lugar seguro e imaginario donde escapar de dicha regulación. La prohibición del uso de sombrero de ala ancha y de la capa larga viene precedida por otra prohibición significativa: la de los bailes de máscaras y carnavales (Medina, 151). Y el apaciguamiento del pueblo viene en parte por la represión y la concesión selectiva de algunos de estos derechos, especialmente el del baile de máscaras mismo: apenas ha pasado un año tras la revuelta y Aranda decide permitir de nuevo la celebración de carnavales y el uso de máscaras (ibíd.). Así, ya en 1767 se celebra el primer “baile en máscara” en el teatro del Príncipe. Esto es el comienzo de una tradición que se repetirá cada año hasta 1773, cuando Grimaldi pasa al poder (Medina, 176). Pero esta concesión por parte del gobierno ilustrado es sólo aparente.3 3

Se trata de una de las estrategias del poder para apaciguar al pueblo (incluyendo a las clases más altas, las más afectadas por la prohibición en este caso, pues eran estas clases las que podían permitirse estos lujosos espectáculos) y para reformar sus costumbres. Las nuevas leyes insisten claramente en “la absoluta prohibición de llevar máscaras por las calles e incluso por las inmediaciones del teatro” (Medina, 177). Y los disfraces mismos quedan regulados por el poder: “No se admiten hábitos de magistrados o sacerdotes, capas largas o sombreros anchos, mantillas o disfraces del otro sexo” (Medina, 177). Como argumenta Alberto Medina, la libertad caótica del carnaval queda regulada y ahora supone una demostración de obediencia más que de libertad: “La libertad de la celebración recuperada es ahora sometida a un guión, se torna ocasión para que los ciudadanos demuestren el uso responsable de esa libertad a través de la obediencia a las restricciones tanto espaciales como de conducta dictadas por el gobierno” (Medina, 177).

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Desde principios del XVIII los gobernantes borbones muestran su incomodidad con respecto a estas celebraciones, pero con las leyes también prueban el poder de atracción y la importancia de estos eventos. La historiadora María José del Río explica en un artículo sobre “Represión y control de fiestas en el Madrid de Carlos III” los vaivenes de las leyes ilustradas con respecto a estas fiestas: “Desde que en 1716 Felipe V prohibió los bailes en máscara durante el carnaval, todos los años se publicaron bandos en Madrid para evitar que la gente anduviese disfrazada por las calles y se reuniera en casas particulares para celebrar bailes de disfraces. Exactamente desde las mismas fechas venía prohibiéndose la utilización de embozos en los lugares públicos de la Corte” (311). Los criterios de urbanidad eran los que solían justificar estas reglas (Del Río, 311), pero realmente las prohibiciones se dirigían a los que usaban estas prendas de ropa para disfrazarse. En su Discurso sobre el gobierno de Madrid de 1746 el marqués de Urtáriz explica que: “Un hombre con capa hasta las cejas, en nada se distingue de uno con Máscara: pues si uno y otro son tan parecidos, ¿por qué se han de prohibir las máscaras en Carnestolendas y se han de permitir todo el año?” (cit. Del Río, 312). ¿Por qué eran sujeto de tanto interés y preocupación las máscaras en el siglo XVIII? Los historiadores han intentado construir hipótesis convincentes para explicar el éxito y la decadencia a fines del XVIII del baile de máscaras en Inglaterra (Castle, Wahrman). Creo que en el caso español, donde este tipo de estudio no existe todavía, es coherente empezar por poner cara a cara la poesía enmascarada anacreóntica con esta “cultura de las máscaras” dieciochesca. Ambas tienen muchos aspectos en común: mientras que el baile de máscaras usa máscaras literalmente, la poesía anacreóntica es el producto que emana de la voz del poeta enmascarada tras el rostro de Anacreonte. Ambas son muestras de lo importante que era el poder disfrazarse literal y metafóricamente para los habitantes del siglo XVIII. Igualmente importante era regular esta posibilidad que creaba tanta ansiedad en los gobernantes ilustrados. Los miembros de la escuela salmantina participaban regularmente en estas diversiones (como el baile que organizó el conde de Aranda en 1775). El exilio de la capital de José Cadalso se atribuye a su escritura de un panfleto en clave sobre uno de estos bailes de máscaras de 1768 titulado Kalendario manual y Guía de forasteros en Chipre, para el ex-

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presado carnaval y otros. En una carta de alrededor de 1777 (fechada por Astorgano, 142) que fray Diego González escribe a Jovellanos, se nos informa de que Meléndez Valdés seguía acudiendo a estos eventos: Batilo anda al presente algo malillo y desmejorado. Creo que son resultas de haber trasnochado en los últimos días del carnaval, en que este corregidor permitió baile de máscaras en la casa de la marquesa de Almarza, y al buen Batilo se le ofreció el vestir de abate italiano, y concurrir a sazonar la función con varias gracias que decía a cuantos le preguntaban algo. No sirva esto de acusación. Ello es que Batilo trasnochó y se agitó más de lo que permite su delicada complexión (Obras completas, 143).

Sabemos que en 1766 se prohíben los bailes de máscaras y carnavales, y también las capas y sombreros, y que esto es, junto con la escasez de pan, la causa directa del Motín de Esquilache. Pero el Motín de Esquilache es la punta del iceberg, la consecuencia de una serie de reformas en el gobierno ilustrado que se arrastran desde largo tiempo. Como explica Alberto Medina Domínguez, El conjunto de reformas llevadas a cabo por Carlos III poco después de su llegada al trono y que terminarán provocando los disturbios de 1766 ofrece una notable diferencia cualitativa respecto a las reformas de los dos anteriores borbones. Si bien aquéllos habían introducido cambios decisivos en el sistema administrativo del país, ninguno había iniciado un intento sistemático de reforma o disciplinamiento del espacio privado de sus súbditos. Dicho de otra forma, ninguno había intentado en profundidad poner en cuestión los límites de dicho espacio hasta el punto de hacer indistinguible la línea que lo separaba del espacio público (Medina, 141-142).

Las reformas en el vestir, en la iluminación pública y en la política de fiestas —derivada de la prohibición de reunión pública— promulgadas por Carlos III son así la parte visible del intento de la monarquía ilustrada de invadir el espacio privado de sus súbditos. Este “abuso de autoridad”, o lo que fue percibido por el pueblo como un excesivo control de sus costumbres, fue la fuente del equivalente simbólico al 1789 francés en España. Y aunque no acabó en regicidio ni en un cambio de gobierno, el Motín de Esquilache supuso —como fue argumentado por Campomanes— “un ataque al centro del sistema, un cuestionamiento de la legitimidad misma del monarca absoluto” (Medina,

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138). Simbólicamente, la revuelta de Esquilache es el fin del idilio ilustrado y a partir de entonces “el motín condicionará decisivamente el resto del reinado, aumentando su carácter represivo e intolerante” (Medina, 137). A nivel colectivo, este fin del idilio se manifiesta en la imagen de la masa madrileña reunida frente a las mismas puertas del Palacio Real, una masa que asustó tanto al monarca que provocó su huida a Aranjuez (Medina, 137). Pero, ¿cómo percibieron los mismos ilustrados este motín y esta intromisión en su espacio privado? La poesía anacreóntica no es el lugar apropiado para verter disertaciones políticas, pero sí es el lugar donde evadirse y escapar de ellas. Si he venido argumentando que la poesía anacreóntica y rococó es para los poetas salmantinos una forma de escapar de la tiranía del modelo masculino del “hombre de bien”, también podemos ver este espacio idílico de la anacreóntica como el lugar donde escapar de la total invasión de la privacidad ejercida —aun disfrazada de buenas intenciones— por las autoridades del absolutismo ilustrado, que en muchos casos eran estos mismos poetas. No debemos olvidar que eran los ilustrados mismos los que aplicaban e inventaban estas normas, y en ellos se percibe una vaga idealización del pueblo que convive con una percepción del peligro que entraña su desobediencia, que se ve mejor que en ningún lado en los escritos de Jovellanos, ministro y juez del poder hasta su caída en desgracia. Pero a nivel individual, casi inconsciente, la represión, la borradura de los límites entre el poder y sus súbditos contribuyen a explicar la moda del anacreontismo, que hacía posible transgredir las prohibiciones que reflejan la ansiedad de los gobernantes ilustrados por la confusión e inestabilidad que fomentaban estos espectáculos.

PRIMEROS SÍNTOMAS DE LA DECADENCIA DEL ANACREONTISMO: ANACREONTE SE HACE CRISTIANO

En 1799 la Imprenta Real publicó en Córdoba un curioso libro: Las odas de Anacreonte, poeta de Teyo en la Grecia, cristianizadas para recreo de los ingenios católicos: formadas, según la versión de los S. S. Cangas en Madrid, por el D. D. Josef Francisco Camacho, Presbítero de Córdoba. Como afirma su autor, “mi obra no es traducción sino sólo reducción de materia epicúrea a cristiana” (3). Según cuenta Camacho en su “Advertencia”,

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este proyecto de escribir un Anacreón cristianizado nació en su juventud, pero no cuajó hasta que encontró una versión cristianizada del Arte de amar ovidiano escrita por el padre Coraza y titulada Arte bene amandi, “la que no cediendo en forma a la del Gentil, la excede sin comparación en la Materia” (7). Una vez encontrado el modelo, nos cuenta Camacho que “determiné cristianizar las Odas de Anacreonte, ya por verlas tan celebradas como muestran sus repetidas traducciones; ya porque formadas sobre el gusto epicúreo, hallan tanto pábulo en el gusto del siglo” (7).4 Camacho parte de la traducción reciente al castellano de las Odas de Anacreonte de los hermanos Cangas y modifica el contenido de los versos intentando mantener la forma lo más parecida posible al original, y anima al lector a cotejar su versión con la de su fuente: “Se conocería mejor mi obra a vista de la que cristianizo; pero los inteligentes la tienen a mano, y a los no inteligentes importa poco el cotejo” (7-8). En su labor de traductor intralingüístico, Camacho subraya la diferencia entre la materia y la forma, y reconoce cuáles son los dos “idiomas” que maneja, el gentil y el cristiano, insistiendo en que “por no haberse diferenciado entre ellos y por haberse juzgado los Gentiles maestros de la poesía (...) no se ha reflexionado por muchos apreciables Ingenios que si los Gentiles en sus obras poéticas Gentilizaron, los Cristianos debemos cristianizar en las nuestras” (5). Copio a continuación el poema introductorio del Anacreón cristianizado y añado también la traducción del mismo poema de Anacreonte

4 Como afirma Camacho en su “Advertencia”, las traducciones de Anacreonte en la España del siglo XVIII eran abundantes, en parte debido al impulso que los estudios helenísticos recibieron por parte de los ilustrados en el último tercio del siglo, especialmente por parte de Campomanes (Hernando, 213). Los géneros privilegiados en este revival dieciochesco de las letras griegas son la poesía y la crítica literaria, a diferencia del Renacimiento, cuando la filosofía era el género más favorecido (ibíd.). Los autores más importantes del helenismo dieciochesco son, por supuesto, Meléndez Valdés, Ignacio García Malo, Antonio Ranz Romanillos, Pedro Estala, los hermanos Canga-Argüelles y Joseph Antonio Conde. De estos últimos son las traducciones de Anacreonte a las que alude Camacho en su “Advertencia”, pues con sólo un año de diferencia se publicaron estas dos versiones. La traducción de los hermanos Canga-Argüelles, de 1795, es de la que parte Camacho, y la de Joseph Antonio Conde apareció sólo un año más tarde. Según Concepción Hernando, “la traducción de Conde se ajusta mucho más a la letra y al talante de la composición griega que la de sus predecesores” (237).

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de los hermanos Canga-Argüelles en la que se basa el presbítero Camacho para que se aprecie en qué consiste la traducción de Camacho: Suene mi lira amores, que tan suave empresa no sólo a Anacreonte ha de hallarse sujeta. Quede lo epicúreo del amor a la Grecia, lo racional y puro a mis cristianas cuerdas: Suenen estas ternuras de celestes esferas mientras las de Anacreon entonan las obscenas, que aunque todo es amores, hay mucha diferencia. (“Introducción” de Camacho) Cantar quiero de Cadmo, quiero decir de Atridas: mas solo amor responden las cuerdas de mi lira. Mudo todos los nervios, trueco la lira misma; mas cuando yo de Alcides entorno las fatigas, amores solamente suena la cuerda herida. Pues, Héroes, por siempre a Dios desde este día, que solamente amores solo canta mi lira. (“Oda primera” de Anacreonte, traducida por los Cangas)5

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Para una comparación entre las distintas versiones de la oda XXIII del corpus anacreóntico (Villegas, Conde, Cienfuegos), que ya desde la primera edición de Stephanus en 1554 (París) aparece en la posición inicial, véanse Valverde Sánchez, 72-76 y también Rosenmeyer, 66-106. El tópico de rechazar los temas heroicos y serios se conoce con el nombre de recusatio.

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Este testimonio, aunque extremo, atestigua el fenómeno de la “epidemia de anacreontismo” que se extendió en la España del último cuarto del siglo XVIII y en las primeras décadas del XIX. Tanto éxito tuvo este formato poético que encontramos ya en el cambio de siglo anacreónticas que, en vez de cantar al vino y al amor sensual, cantan al amor divino y al misterio de la Eucaristía. El libro del presbítero Camacho es merecedor de un estudio individualizado, pero por ahora quiero utilizar este Anacreón cristianizado como punto de partida para hablar de un fenómeno que en España empezó a tomar forma mucho antes.6 La anacreóntica en castellano, que floreció en el Renacimiento con Villegas, siguió siendo cultivada por Quevedo, luego la retomó Luzán en su Poética, adquirió forma nueva con Moratín padre de El poeta, continuó con Cadalso y sus Ocios, y llegó a su cumbre artística en todas las odas anacreónticas de Meléndez Valdés, para luego extenderse entre los poetas grandes y pequeños, hasta llegar a su completa “degeneración” en cuanto género. Como indica Pedro Salinas, “(el) dominio de la anacreóntica fue uno de los secretos del éxito de Meléndez Valdés, y en los treinta primeros años del XIX rarísimos son los poetas que de él escapan. Tal aceptación vino a tener la composición que, inmediatamente se pasó al uso exagerado de ella, y de aquí al abuso grotesco” (59). Camacho va recorriendo toda la traducción de los hermanos CangaArgüelles de Anacreonte y va cambiando cada aspecto profano en cris6

Las más destacadas son Las Eróticas ó amatorias de Villegas, impresas en 1618 y reimpresas de nuevo en 1714 y una vez más en 1797. González Delgado cita las siguientes versiones de Anacreonte en el siglo XVIII y de principios del XIX: “Poesías varias, heroicas, satíricas y amorosas, versión de Francisco Trillo y Figueroa (...) El Parnaso Español, Libro IV, pp. 166-167, publica la traducción de las odas II y III de Ignacio de Luzán, versiones que ya había incluido el autor en su Poética, Zaragoza, 1737 (...) Anacreón castellano con paraphrasis y comentarios por Dn. Francisco Gómez de Quevedo, Madrid, Impr. Sancha, 1794 (reimpr. 1877) (...) Obras de Anacreonte traducidas del griego en verso castellano por D. Joseph y Bernabé Canga-Argüelles, Madrid, Imprenta Sancha, 1795. (...) Poesías de Anacreón, traducidas del griego por D. Joseph Antonio Conde, Madrid, Oficina de D. Benito Cano, 1796 (...) Poesías de Nicasio Álvarez de Cienfuegos, incluyen la traducción de las cuatro primeras odas de Anacreonte (Madrid, 1798) (...) Anacreonte, Safo y Tirteo, traducidos del griego en prosa y verso por Don José del Castillo y Ayensa, de la Real Academia Española. Madrid, Imprenta Real, 1832” (González Delgado, 176-177).

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tiano; los productos de su adaptación son a veces cómicos, pero demuestran también la flexibilidad dieciochesca en el entendimiento del concepto de autoría, traducción, originalidad y fuentes, e incluso pueden interpretarse como un modo menos oscurantista, más epicúreo, de entender la religión. Además, hay que tener en cuenta que, en el fondo, estas anacreónticas cristianizadas son un homenaje claro a Anacreonte, lo cual no sucederá en otras versiones. Los motivos y la forma anacreóntica se mantienen a pesar de su “traducción”: por ejemplo, el poema de la Anacreontea donde el yo afirma su vejez y su ansia de vivir y amar ante las muchachas jóvenes que le recriminan sus canas Camacho lo transforma en el retrato de un viejo quejoso que sólo puede encontrar consuelo ante su decaimiento en Dios (“Anacreóntica 11”). El elogio al vino, consustancial al formato anacreóntico, le viene de perlas al presbítero Camacho, que nos regala esta nueva anacreóntica eucarística: “Por Dios que me permitas / comer, beber sin tasa, / comer, beber sin coto / en la Mesa Sagrada: / que quiero, quiero darme, / a esta locura santa” (“Anacreóntica 31”). El poema donde Anacreonte pide a un escultor que le fabrique una copa para beber es ahora una petición para que el maestro le fabrique “no de Baco la taza, / sí una hermosa patena / muy tersa y bien labrada” (“Anacreóntica 18”). Aquel otro poema donde la voz poética pide vino sin tasa nace así renovado de la pluma de Camacho: “Dadme, dadme, Almas justas, / sin cesar de aquel vino, / que Vírgenes fomenta; / porque en el pecho mío / extinga para siempre / el ardor de los vicios” (“Anacreóntica 21”). Y aquel otro en el que Anacreonte dice que no cantará de guerras sino de amor, Camacho lo traduce así: “Cantan unos las guerras / (...) pero yo de las del Alma / con sus tres enemigos” (“Anacreóntica 16”). En el poema donde Anacreonte se sienta a la sombra del árbol del dulce Batilo, la voz poética le propone a la Virgen este nuevo plan: “Sentémonos, María, / de la cruz a la sombra” (“Anacreóntica 22”). El poema donde el yo pide a un pintor que haga un retrato de su amado Batilo se convierte en un pretexto para describir a Cristo en la “Anacreóntica 29”. Y, finalmente, el poema donde aparece Baco descendiendo una colina se transforma en: “Qué alegre baja Christo / con las palabras solas / que dice su Ministro” (“Anacreóntica 50”). Y con todos estos cambios, en el caso del Anacreón cristianizado se mantiene el sabor original de la Anacreontea, ya que, al fin y al cabo, se trata de una reducción de la materia, de una traducción intralingüística

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donde todavía quedan claras las trazas del “original” al que se homenajea, o se considera digno de reconocer como fuente —al fin y al cabo, el presbítero Camacho anima a los lectores a cotejar su versión con la de su fuente—. Pero no siempre será así, y llega un momento en que la anacreóntica se convierte en vehículo de expresión para los más antianacreónticos asuntos y donde se pierde por completo la idea de que el autor está continuando la saga comenzada en el siglo VI a. C. en Grecia por el antiguo poeta del vino y el amor.

EL “ASESINO” DE ANACREONTE Es ya casi una convención entre los pocos que estudian el fenómeno anacreóntico de fines del XVIII y principios del XIX el citar como ejemplo supremo de estas “anacreónticas desanacreontizadas” a un oscuro escritor llamado Juan Caldevilla, que utiliza el formato de la anacreóntica para moralizar sobre asuntos de candente actualidad en la época. Quizá llamarlo “asesino” es un poco cruel por mi parte, pero no más cruel es su “traición” a la figura fundacional de la anacreóntica: las llamadas “anacreónticas” de Caldevilla han borrado las trazas del poeta del amor y el vino, y utilizan el formato que tanto éxito tuvo en manos de Meléndez para expresar sentimientos e ideas que Anacreonte nunca hubiera aprobado en sus discípulos. Caldevilla y otros poetas como él ya no reconocen su deuda con Anacreonte, sus poemas no cantan al amor, al vino y al placer, sino que son un monstruoso híbrido de forma anacreóntica y contenido satírico y antiepicúreo. Que Anacreonte pronto se absorbió dentro de la erudición superficial de la época también lo demuestra el testimonio irónico del propio Cadalso, quien en la segunda lección dedicada a la “Poética y retórica” de Los eruditos a la violeta recomienda irónicamente a sus pupilos: “Decid poco de los poetas griegos. Bastará que repitáis: ¡Qué imaginación la de Homero! ¡Qué sublimidad la de Píndaro! ¡Qué dulzura la de Anacreonte!” (8). Según Mbol Nang, “Moratín es quien inicia la veta de poesía anacreóntica comprometida” (935). Pero desde sus composiciones sobre el amor, el vino y la literatura, a veces ligeramente satíricas y siempre escritas reconociendo la presencia de Anacreonte, hasta las poesías de Juan Caldevilla se ha recorrido un largo camino. De los ejercicios de “traducción, adaptación e imitación” (véase Valverde

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Sánchez, 67), todos los cuales nacen de un ansia de emular al clásico Anacreonte, pasamos al olvido completo de la fuente. Juan Caldevilla es el autor de una anacreóntica “Sobre el uso perjudicial de las cotillas”, de otra que critica la abundancia de coches en Madrid, otra sobre el lujo, otra sobre la envidia y también otra sobre la moda. En la Biblioteca Nacional de Madrid he podido leer algunas de sus raras anacreónticas y copio varios fragmentos para mostrar hasta qué punto la anacreóntica ha perdido su sentido original, y no obstante permanece, más resistente que nunca, en poemas que cantan a lo más cotidiano, prosaico y vulgar, y donde la identidad, la autoría y la poesía se definen de forma totalmente opuesta a las anacreónticas salmantinas. De la descontextualización clásica anacreóntica pasamos a encontrar anacreónticas sobre los temas más discutidos en la época, y de la ensoñación hedonista y amoral de la Anacreontea y de los autores salmantinos, pasamos a encontrar anacreónticas moralizantes, vehículo de sátira social y no de evasión. Pero que existan poetas como Caldevilla no impide que haya una conciencia de la degeneración del género anacreóntico que sus obras representan. Por ejemplo, en 1792 Forner usaba las anacreónticas de Caldevilla como ejemplo de lo que habían “delirado los copleros de Madrid”, lo cual, como indica Polt en su artículo “La imitación anacreóntica en Meléndez Valdés”, “no impidió que el mismo Forner apreciase a Villegas, equiparándole con Cervantes y Garcilaso” (Polt 1979, 194). Este “delirio” es el síntoma del cambio hacia una nueva mentalidad, y una nueva concepción del sujeto poético y la poesía. Si uno de los pilares del género anacreóntico es la definición de un yo poético llevado por el placer, en La marcialidad. Anacreóntica IV que en continuación al perjudicial uso de las cotillas, exceso de luxo, y perniciosos males que resultan al estado del abuso y multitud de coches, escribía D. Juan de Caldevilla Bernaldo de Quirós (Madrid, Don Joachín Ibarra, 1785), el poeta se describe a sí mismo como un Diógenes retirado en mi pobre aposento, de Apolo con las hijas es todo mi comercio: en cuyo grato estudio, filósofo severo, del miserable humano la situación contemplo.

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Nada más opuesto al yo anacreóntico bebiendo, soñando y bailando que este autorretrato del autor, que se opone al lujo y al placer y se erige en crítico de la sociedad. Caldevilla compara la buena salud de los campesinos con la mala de los cortesanos y habla de las diversiones perniciosas de la sociedad aristocrática como los toros, los bailes, las tertulias o los juegos. En La marcialidad aparecen escenas de “hijas abandonadas por sus madres”, susceptibles de recibir la perniciosa influencia de sus sirvientes, cortejos, militares, abates y “pisaverdes”. Este mundo de crítica social, aunque enraizado en el debate contra el lujo de la época, hace pensar en cómo en tan poco tiempo la forma anacreóntica ha pasado de expresar una ideología escapista a otra más populista y moralizante. El mundo que creó la anacreóntica ya ha desaparecido por completo, pero de él permanecen como un poso las formas antiguas, despojadas de su esencia, manipuladas y erigidas en portadoras de nuevos contenidos y de una nueva visión de la poesía como objeto de intervención cívica y social, y no como un ejemplo de escapismo y placer. Es interesante que en todas las escenas negativas que cita Caldevilla en La marcialidad, aparecen ejemplos de una mujer dominando al hombre, y el nuevo ideal masculino emerge con fuerza frente al yo aniñado y andrógino de las anacreónticas de Meléndez Valdés: ahora el héroe es “un militar valeroso y aseado”, que se opone a un “oficialillo apestando a almizcle”, y la coquetería femenina es ridiculizada. Y el elogio de la metamorfosis y la inconstancia típico de las primeras anacreónticas dieciochescas se transforma en una crítica del engaño y el disfraz que representa la idea misma de “marcialidad” que Caldevilla rechaza por fomentar la hipocresía: “Patriotas amados, / no, no nos engañemos, / la Religión no admite / tantos disfraces y velos / de acciones y palabras, / y aun de pensamientos”. La solución a esta “peste” de la marcialidad será la educación y Caldevilla acaba su anacreóntica drásticamente: Desde hoy el marcial uso, desde hoy le desterremos, por invención infame, de ilustrados modernos, con tal que su sagrado nombre le profanemos

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y a fines dirijamos torcidos y siniestros. 7

El encanto y la dificultad de aprehender este curioso fenómeno del anacreontismo dieciochesco aparece cuando entramos en el terreno de una literatura cuya intertextualidad declarada la conecta con un universo literario y cultural mucho más amplio. La escritura anacreóntica —como la representada por el Anacreón cristianizado de Camacho y los muchos otros ejemplos del género que abundan en la prensa de la época—es una escritura palimpséstica o de segundo grado, usando la terminología de Genette (ver Lambin, 11). En la España del último cuarto del XVIII y principios del XIX abundaban estos “oscuros autores” que ansiaban convertirse en Anacreonte. El Memorial literario, el Correo de los ciegos, el Diario de Madrid, los pliegos sueltos y las ediciones, reediciones y nuevas traducciones de Anacreonte son los síntomas de esta epidemia. Pero llega un momento en el que este anhelo de ser un nuevo Anacreonte se pierde y lo único que queda es la cáscara vacía, el molde genérico, desprovisto ya de su sentido original, como ejemplifican algunas anacreónticas cristianizadas de María Gertrudis de Hore o como prueba la nueva regulación de los bailes de máscara que acaba suponiendo su progresiva domesticación.8 Como afirma Pedro Salinas en su edición a las Poesías (1925) de

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Por otro lado, en La envidia y sus perniciosos efectos en la literatura, y demás estados y carreras, Juan Caldevilla va repasando ejemplos míticos de la envidia (Lucifer, Eva, Caín, la torre de Babel) y algunos tipos populares que son propensos a esta “enfermedad”: el cortesano ocioso, el pastor orgulloso, el audaz navegante, el nuevo comerciante, el médico avariento, el filósofo hambriento, el teólogo hinchado, el infeliz soldado, la vieja que codicia la hermosura de la joven, el viejo perezoso envidiador del joven industrioso, el mozo que envidia al hortera, el hortera al cacique, el artesano al soldado, etc. Caldevilla repasa las víctimas históricas de la envidia, como Hernán Cortés, Séneca, Luis Vives, Erasmo, Montano, Cervantes, Feijoo, etc., y da los nombres de las víctimas de la “envidia literaria” como Milton y Descartes. Caldevilla, quien seguramente se creía víctima de la envidia de algunos críticos malintencionados, concluye así su oda anacreóntica: “Pues es moda en el día / las obras censurar, aun las mejores; / cuya máxima impía / sostienen ignorantes compradores, / llegando a tal manía, / que hasta críticos hay a los que inflama / el famélico influjo, no la fama”. 8 Por ejemplo, Mbol Nang señala la existencia de un grupo de anacreónticas cristianizadas de María Gertrudis de Hore, muy pocas porque, según la autora, las destruyó en señal de arrepentimiento por su vida pasada (Nang, 942). Las anacreónticas de Hore

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Meléndez Valdés, “a fuerza de cultivar la anacreóntica, se la vaciaba por completo de su contenido, y se lograba la esforzada proeza de construir anacreónticas sin anacreontismo” (61). Así, una de las características de los últimos coletazos de esta epidemia es que el formato anacreóntico permanece —la forma, como diría Camacho—, pero la materia se modifica hasta el absurdo y, como consecuencia, el sujeto anacreóntico se difumina hasta perderse por completo. Si Anacreonte puede cristianizarse, el formato anacreóntico está listo, ya a principios del siglo XIX, para democratizarse y adaptarse a cualquier materia, por muy alejada que esté del tema del vino y el amor.

EL FIN DE LA IDENTIDAD DIECIOCHESCA Y LA DECADENCIA DEL ANACREONTISMO ¿Por qué Meléndez, Cadalso, Moratín, Jovellanos y hasta muchos otros cuyos esfuerzos poéticos no han pasado a la posteridad decidieron disfrazarse del mismo personaje al escribir sus poemas? Si adoptar el papel de Anacreonte es disfrazarse, la poesía del XVIII es un baile de disfraces y escribir poesía conlleva en sí el acto inherente de llevar una máscara, de intentar ser otro, y asimismo lleva en sí la autoconciencia lúdica de que todo, hasta el yo mismo y su proyección, es un juego. En el caso extremo de la poesía anacreóntica, poetizar es disfrazarse, es jugar a crear un personaje, tanto más interesante cuanto más opuesto sea al yo.9

cantan a la Virgen María, condenan el placer del sexo y dibujan el sujeto poético de una pecadora arrepentida (Nang, 943). Para un estudio detallado de la poesía de María Gertrudis de Hore, véase Lewis, 65-93. Como ejemplos de estas anacreónticas de Hore podemos citar la “Anacreóntica a la muerte de su hijo” que, como indica Lewis, “(is) hardly one of the ‘wine, women and song’ poems influenced by (...) Anacreon” (65). En un interesante giro de las convenciones rococó, Hore utiliza figuras mitológicas como Venus para otorgarles un nuevo significado religioso. Por ejemplo, la Virgen María se transforma en “la más casta Venus” en el poema “Bellísima zagala”, publicado en el Diario de Madrid en 1795 (Lewis, 80), varios años antes de que Camacho publicara su Anacreón cristianizado. Del mismo modo, Hore también hace referencia al “más sacro Parnaso” en “¿Hasta cuándo, Gerarda?”, también de 1795 (Lewis, 79). Y finalmente, Hore fusiona la imagen del niño Jesús con la de Cupido en otros de sus poemas (Lewis, 81). 9 El gesto de adoptar esta máscara ilustre de Anacreonte también conlleva otras paradojas; la primera de todas es que, como afirma Lambin, “l’identité des poétes ana-

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Como hemos visto, historiadores como Dror Wahrman, teóricos de la literatura como Terry Castle y críticos de arte como Victor Stoichita, o más recientemente James Johnson (Venice Incognito), subrayan la importancia del motivo del baile de máscaras y en sus distintos estudios señalan cómo esta idea de “disfrazar al yo” es un elemento esencial al definir la identidad en el siglo XVIII. Goya, como han demostrado Stoichita y Cordech, hace del carnaval un motivo recurrente en muchas de sus obras. Pintores cuyo estilo define el ethos mismo del dieciocho español, como Mengs, Tiépolo o Luis Paret, usan máscaras de modo recurrente y misterioso en medio de sus cuadros. La adopción de la máscara anacreóntica por parte de todos estos poetas responde a una moda europea mucho más amplia, pero también muestra un modo particular de entender el yo poético y la identidad en el antiguo régimen. Al colocarse el disfraz de Anacreonte, los poetas del XVIII eligen jugar con las connotaciones que genera su disfraz: la artificialidad, la homosexualidad, la intemporalidad, la falta de carácter individual en el yo, la duplicidad, la autorreflexividad, el eco... son todos conjurados al sacar el disfraz de Anacreonte del armario. Los románticos nunca entendieron a sus predecesores precisamente por esta concepción del yo poético como máscara que Cadalso, Moratín o Meléndez desarrollan en sus composiciones, y que es tan opuesta a cualquier pretensión de individualismo, de esencialismo en la personalidad. Por eso ridiculizaban su culto a la edad dorada, ponían motes a sus poetas (Espronceda llamó a Meléndez “El pastor Clasicréontiques, au fond, n’importait guère” (268). Es decir, que decidir imitar a Anacreonte, colocarse esta máscara poética, puede interpretarse como parte de lo que Lambin apropiadamente llama “la modestie (...) consubstantielle à l’anacréontisme” (299). Esta modestia inherente al acto de enmascarar la identidad propia con la máscara de otro es la misma que se percibe en el carácter de colectividad masculina, de amistad, en los poetas del círculo de Salamanca. Las obras que salen de este círculo parecen tener casi un carácter de obra de varios autores; las obras se hacen mejores al pasar por varias manos y no parece existir un sentido de rivalidad sino de emulación. Del mismo modo, el aparentemente lúdico gesto de bautizarse con pseudónimos como Batilo, Dalmiro, Jovino y otros tiene mucho de esta modestia paradójica propia de la imitación anacreóntica y de la concepción del yo del antiguo régimen, y también puede contemplarse como un gesto de enmascaramiento carnavalesco. Pero esta modestia colectiva tiene su mejor expresión en la forma también modesta del verso anacreóntico; como indica Lambin, “cette modestie ne fut pas uniquement celle des hommes. La forme de ces poèmes est, en quelque sorte, modeste” (299).

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quino” y le dedicó unos versos satíricos), acusaban a sus pastores y pastoras galantes de vivir fuera de la realidad, y no entendían el sentido de esos diminutivos ni de su ansia por imitar, por repetirse. Ya Meléndez, el paralelo poético de Goya en la pintura española por la calidad, vanguardismo y variedad de estilos de su obra, es una muestra de que estamos en un momento de transición entre dos modos de entender el yo poético y la identidad. El yo poético pasa de ser concebido como una máscara de quita y pon que al ponerse nos aleja de la realidad, a entenderse como algo que no puede desprenderse de la identidad. Como he repetido ya muchas veces, desde las primeras imitaciones de Anacreonte estaba presente la idea de adoptar un disfraz al escribir, de entrar en un mundo dionisíaco en el que sólo tienen cabida algunos elementos que desestabilizan la realidad, como el enamoramiento y la bebida. La poesía anacreóntica tiene mucho que decirnos sobre la concepción del yo, de la poesía y de la imitación en el siglo XVIII, y con todo el arte rococó y su elogio a la cultura de las máscaras que he explorado en este capítulo. Y muchos elementos “misteriosos” de la poesía y el arte dieciochescos, algunos de los cuales analizo en este libro —el culto a la embriaguez o la repetida presencia de niños—, empiezan a revelarse como parte de un mismo sistema, de una misma concepción de la identidad que también se revela en poesía. La situación paradójica que Rosenmeyer recrea respecto a los primeros imitadores de Anacreonte, la de perder una voz o una identidad (loss of self) mientras ésta se está creando, tiene muchos puntos en contacto con la idea de disfraz asociada con el baile de máscaras; el que se disfraza, el que decide, conscientemente, ponerse una máscara para ir a un baile, pierde una identidad mientras, simultáneamente, está creando otra. Este acto sacrificial del poeta que, al menos por un momento, “vende su voz” al modelo que imita (véase Rosenmeyer, 70), tiene mucho de curativo. La extinción del carnaval y la domesticación del baile de máscaras puede asociarse a la extinción del ser anacreóntico, pues todos estos fenómenos se producen en el mismo momento en la historia de la cultura europea.

Capítulo 2 LA MÁSCARA DEL NIÑO Y LA POESÍA COMO JUGUETE DEL HOMBRE ILUSTRADO

En la segunda mitad del siglo XVIII se produce una transformación radical en el modo de percibir la infancia que hace que los niños sean por vez primera protagonistas de retratos, poemas, manuales educativos y que reciban una atención social privilegiada. La publicación del Emile de Rousseau en 1762 es el síntoma más visible de esta tendencia, y en toda Europa, especialmente en Inglaterra y Francia, las pinturas de sir Joshua Reynolds o Greuze, respectivamente, representan la infancia como un episodio privilegiado en la experiencia humana, un momento excepcional de fragilidad e inocencia. En España, la segunda mitad del siglo XVIII ve aparecer una abundancia de niños en el arte. Los tapices de Goya, por poner el ejemplo más evidente de esta tendencia, están plagados de niños o, lo que es más curioso todavía, de adultos inmersos en actividades infantiles. Hasta entonces, en la tradición española los niños aparecían o bien encarnando la forma humana de la divinidad (el niño Jesús, san Juan Bautista, los querubines que sostienen a la Virgen, etc.), o bien como los vulnerables protagonistas de la novela picaresca o de los cuadros de mendigos de Murillo. Los niños terrenales, en cualquier caso, estaban asociados con una falta de inocencia que corría paralela a la creencia cultural en la proximidad del niño al pecado original por su falta de desarrollo y educación. Con notables excepciones, como el lamento de Lope de Vega por la muerte de su hijo Carlos Félix (donde el hijo del Fénix se caracterizaba

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como un prodigio de madurez, un puer senex), la niñez hasta el siglo XVIII no se asociaba con la inocencia sino con el pecado original. Todo ello venía reforzado —o quizá era consecuencia— de la alta mortalidad infantil de la época. Como explica la historiadora del arte Anne Higonnet en su estudio Pictures of Innocence: The History and Crisis of Ideal Childhood, “until (the seventeenth century), children had been understood as faulty small adults, in need of correction and discipline, especially Christian children who were thought to be born in sin” (8). No fue hasta el siglo XVIII cuando la tendencia opuesta empezó a manifestarse: los niños eran los representantes de la inocencia, ignorantes del pecado y cercanos a un estado privilegiado de conocimiento por no haber sido influenciados por las normas de una sociedad corrupta. Esta imagen rousseauniana del niño como un pequeño noble salvaje se difundió en el siglo XIX y tuvo tanto éxito que hoy día todavía entendemos la noción de la inocencia infantil como una idea eterna y no cuestionada. Pero esta idea se manifiesta en España de modos complejos que, como los cuadros de Goya, alternan la alegría aparente del rococó con la moralidad y el pesimismo de la visión barroca de la infancia.

LOS NIÑOS EN LOS TAPICES DE GOYA Antes de centrarnos en la poesía de la segunda mitad del XVIII y su representación del poeta como niño, quiero ilustrar esta misma tendencia en los sesenta y tres cartones para tapices diseñados por Francisco de Goya para las residencias reales de Carlos III y Carlos IV, respectivamente, pues en ellos se visualiza la complejidad de la figura del niño-adulto y del adulto-niño que veremos después plasmados en poesía. Compuestos entre 1771 y 1791, estos tapices eran obras de encargo que el joven Goya utilizó sabiamente para elevar su estatus en la Corte (desde “artesano” que hace encargos bajos como tapices hasta pintor del rey) y para entrar en contacto con mecenas aristocráticos. Goya logró componer escenas alegres, populares e íntimas para abrigar y decorar las estancias de El Escorial y del palacio del Pardo. Tomlison estudió cómo Goya fusionó escenas populares de aire típicamente español y rococó y les dio una dimensión simbólica sutil utilizando como punto de referencia la tradición iconográfica de los emblemas morales. El resultado es unos cartones de colores predominantemente

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alegres y luminosos que logran enlazar la ligereza del estilo rococó con una especie de costumbrismo aristocrático. En los cartones alternan personajes del pueblo (vestidos de majos y majas) con aristócratas, pero lo que más llama la atención para el estudio que tengo ahora entre manos es la presencia de niños en una cuarta parte del total de los tapices (haciendo una cuenta conservadora que no tiene en cuenta las escenas colectivas como La pradera de San Isidro o La boda). Es lógico que aparezcan niños y jóvenes en escenas decorativas diseñadas para agradar a los patrones, pero el modo de usar los niños en estos cartones para tapices nos habla de un modo de entender la infancia diferente al que muchas veces consideramos universal. Aunque los niños parecen acentuar el carácter agradable de estas escenas campestres, les dan a menudo una dimensión más trágica. Al mismo tiempo, abundan escenas protagonizadas por adultos que están jugando a juegos infantiles. Y como es típico en Goya, lo que deberían ser escenas puramente alegres de ocio sano como el que promulgaban Jovellanos y otros teóricos ilustrados, se tintan de una dimensión que llega hasta lo grotesco. En la primera serie de tapices Goya pinta escenas de caza, seguramente para agradar a su recién estrenado patrón Carlos III, cuya afición a la caza es sobradamente conocida. En la segunda serie comienzan a aparecer niños en escenas aparentemente inocentes como La cometa, Muchachos cogiendo fruta y Niños inflando una vejiga, todos de 1778. De todas formas, si interpretamos estas escenas al modo emblemático estudiado por Tomlison, veremos que se puede interpretar la cometa, el trepar para coger fruta y la vejiga que está tan hinchada que está a punto de reventar como un globo como pequeñas lecciones morales sobre la fugacidad del placer que conectarían estas escenas aparentemente rococó con la mentalidad severa del Barroco. En otras escenas de la segunda serie como La merienda a orillas del Manzanares, El baile de San Antonio de la Florida, El bebedor o El quitasol aparecen adultos jóvenes jugando o divirtiéndose, comportándose como niños. El bebedor, además, coloca lado a lado un borracho y un niño que le acompaña y bebe como él y que quizá es el hijo del borracho. La escena se ve a la vez como celebración pero también como denuncia, especialmente si tenemos en cuenta otras escenas posteriores como El albañil herido, donde se atribuye al alcohol la caída del albañil (véase Glendinning). Otras escenas, como La riña en la Venta Nueva y Jugadores de

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naipes, también de la segunda serie de tapices, completan el cuadro de escenas lúdicas donde los niños y los adultos están sumidos en las mismas actividades de ocio. En la tercera serie Goya continúa con su interés en los niños como protagonistas de cuadros y hace más explícita la tendencia a fusionar el mundo de los adultos y los niños al colocar a los niños jugando y disfrazándose de adultos en Niños jugando a soldados (1779). Es una escena alegre, pero en otros diseños del mismo período, como El muchacho del pájaro, encontramos la cara oscura de la niñez: aparece un niño de espaldas en un gesto ambiguo; el niño tiene un pájaro en la mano y no sabemos si se dispone a acariciarle o a desplumarle. El gesto de la mano con dos dedos extendidos hacia el cuello del animal y el temperamento de Goya en la totalidad de su obra parecen sugerir la última opción. La escena, como sucede en el primer Goya, es aparentemente alegre pero se torna repulsiva bajo la mirada del espectador no inocente. Al igual que sucedía con el retrato de La familia de Carlos IV, siempre sorprende que Goya pudiera salirse con la suya y presentar estas escenas como agradable decoración palaciega. La cuarta serie (1779-1780) presenta niños en el noventa por ciento de las escenas. El columpio mezcla niños y mujeres vestidos de forma aristocrática, y en Niños del carretón vemos igualmente (como en Niños jugando a soldados) unos niños ricos subidos a una carroza en miniatura. Otros cartones de la serie presentan adultos jugando, como en El juego de la pelota a pala y La novillada, protagonizados por personajes del pueblo. En Las lavanderas aparecen unas bellas trabajadoras que en vez de lavar ropa hacen la siesta a la orilla del río. Sin embargo, la dulzura desaparece por completo en El balancín, una escena totalmente poblada por niños que a pesar de su título esconde una escena violenta y una no muy velada crítica social. Los tonos grises y pardos predominan, y aunque sólo aparecen niños, la escena es tremendamente violenta y contiene sin duda una amarga lección moral a través del símbolo del balancín que sube y baja, como la Fortuna. En El balancín además, aparecen los niños vestidos de adultos y peleándose, y encumbrado en las alturas del columpio, un niño gordo y antipático vestido de fraile y con una venda en la cabeza parece sugerir la fragilidad del estamento eclesiástico en la época según Goya. En cualquier caso, los niños de esta escena no protagonizan una escena idílica, sino que

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son una excusa para presentar una crítica social y una visión negativa del mundo bajo la apariencia de un juego infantil. La quinta serie (1786-1787) continúa con escenas protagonizadas por niños, algunas de las cuales son agradables e inocentes en general (Niños con mastines, Niño montando un carnero) y otras presentan una visión más compleja de la niñez que muestra una continuidad con la tendencia de El balancín. En esta quinta serie —donde sin duda se puede apreciar el estatus de Goya, que ya no era un recién llegado a la corte y podía permitirse más libertades—, aparecen escenas tan pesimistas y hermosas como La nevada, El albañil herido, Riña de gatos o Los pobres en la fuente (1786-1787). En este último diseño Goya pinta una típica escena rococó triangular con una mujer y sus dos hijos (como muestra el boceto original de la escena), pero los convierte en mendigos en la versión definitiva, acentuándose así la tendencia de crítica social de los tapices. Si en el boceto original se trataba de personajes populares que iban a coger agua de la fuente, Goya decide en el diseño último convertir a sus sujetos en mendigos y cambia la cara del niño para darle una expresión dolorosa. Es casi imposible contemplar sin estremecerse la figura del niño tiritando de frío junto a la fuente que esconde sus manos en su raído chaleco para intentar, sin éxito, calentarlas. El niño llora de frío y nadie parece compadecerse de su sufrimiento, ni siquiera el pintor, que le da un aire ligeramente ridículo a sus lágrimas. Es la burla y la denuncia típica de Goya que se ve en otros retratos tempranos de sujetos infantiles como el Retrato de Don Manuel Osorio Manrique de Zúñiga, niño, donde se acentúa la fragilidad del niño retratado (¿o su potencial de ejercer control cruel en el futuro como aristócrata?) al poner junto a él un pájaro recién salido de su jaula que está a punto de ser devorado por dos gatos. El juego infantil adquiere una dimensión trágica pero sutil que sólo el espectador no inocente está preparado para contemplar. La sexta serie (1787-1788) contiene la obra maestra La gallina ciega (1788-1789), una reelaboración del diseño anterior del Baile de San Antonio de la Florida. También aparece otra escena colectiva de fiesta, La pradera de San Isidro o Merienda campestre, escenas de ocio donde no aparecen niños pero donde los adultos aparecen comportándose como tales, especialmente en La gallina ciega. Finalmente, la última serie de tapices continúa mostrando la obsesión de Goya por el continuo niños-adultos, especialmente si contemplamos lado a lado dos tapices

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del mismo año (1791-1792): Las gigantillas y Los zancos. Mientras que en Las gigantillas encontramos niños subidos sobre los hombros de sus compañeros jugando a ser gigantes, Los zancos presenta a hombres adultos subidos sobre zancos y paseando de forma ridícula por la escena. La densidad simbólica que se intuye en escenas anteriores se torna consistente al contemplar ahora escenas tan complejas como El pelele (1791-1792), Las mozas del cántaro o Muchachos trepando a un árbol. Las mozas del cántaro, que parece presentar una moraleja similar a la de la fábula de la lechera, y Muchachos trepando a un árbol parecen indicar la obsesión de Goya por el ascenso y el descenso (que Cordech y Stoichita estudiaron en El último carnaval). Esta obsesión se torna casi absurda en los saltos del pelele de paja vestido de majo que es manteado por un grupo de muchachas en El pelele. De la lección moral se pasa al absurdo. Con este breve recorrido por los diseños para tapices de Goya, que coinciden temporalmente con el auge de la poesía que estudio aquí (década de los setenta, ochenta y noventa del XVIII), quiero subrayar varias ideas: en primer lugar, que la presencia de niños no siempre significa “inocencia”, aunque estén inmersos en escenas rococó y aunque sus juegos estén pintados en colores pastel. En segundo lugar, que existe en estas tres décadas una obsesión por la infancia y por los juegos infantiles que no siempre tiene el significado que hoy damos a estos temas y que aúna la alegría aparente del estilo rococó con la melancolía o la denuncia. En tercer lugar, quiero anticipar que, de igual forma que Goya convierte a sus sujetos en niños al infantilizarlos y colocarlos jugando, durmiendo y en actitudes completamente ajenas a la realidad, los poetas anacreónticos de la escuela salmantina también se insertarán en sus poemas haciendo las mismas actividades: jugando como niños de caricatura que deciden vendarse los ojos e ignorar la realidad. Pero, como sucede en los cartones para Goya, un lector atento descubrirá, del mismo modo que Goya y estos poetas, la ironía y la tragedia inherentes a este gesto. Igual que los niños de Goya que intentan subir se caerán, los poetas saben que tendrán que regresar a la realidad tras abandonarse en estos simulacros pastoriles artificiales. Aunque la mayor parte de poemas donde aparecen niños no presentan el pesimismo ni la complejidad simbólica de los tapices de Goya, que visualmente puede superponer escenas contradictorias, un grupo de estos poemas (especialmente los de Meléndez Valdés e Igle-

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sias de la Casa) desarrollan esta visión ambigua de la niñez como un lugar privilegiado de inocencia, pero también aprovechan la dimensión de fragilidad que Goya amplifica en sus diseños rococó. La merienda se acabará, los niños que hoy trepan se caerán mañana (como el albañil herido), las lavanderas despertarán de su sueño dulce y tendrán que lavar sus trapos. Los niños que juegan a soldados morirán en la guerra, el padre borracho contagiará el vicio a su hijo y el pájaro que parece ser acariciado ahora acabará mañana desplumado y muerto.

LOS NIÑOS EN LA POESÍA DEL XVIII: DE LA FÁBULA MORAL AL ENSUEÑO ANACREÓNTICO

España se suma a la tendencia europea de considerar la infancia como el lugar privilegiado para forjar la semilla del futuro ciudadano. Siguiendo la tendencia del optimismo ilustrado que funda universidades, academias, museos, bibliotecas y jardines botánicos y que expresa su interés en la pedagogía, ilustrados como Félix María Samaniego consideran el formato clásico de la fábula el vehículo ideal para “enseñar deleitando” a los jóvenes. En el prólogo de las todavía populares Fábulas en verso castellano para uso del Real Seminario Vascongado Samaniego resume cuál es la visión de la infancia que predomina en la Ilustración: En efecto, el Director de la Real Sociedad Vascongada, mirando la educación como la base en que estriba la felicidad pública, emplea la mayor parte de su celo patriótico en el cuidado de proporcionar a los jóvenes alumnos del Real Seminario Vascongado cuanto conduce a su instrucción; y siendo, por decirlo así, el primer pasto con que se debe nutrir el espíritu de los niños las máximas morales, disfrazadas en el agradable artificio de la fábula, me destinó a poner una colección de ellas en verso castellano, con el objeto de que recibiesen esta enseñanza, ya que no mamándola con la leche, según deseó Platón, a lo menos antes de llegar a estado de poder entender el latín (s. p.).

La infancia es vista como el primer paso para alcanzar el objetivo del bien social y la felicidad de todos los ciudadanos. El espíritu de los niños debe “nutrirse” de “máximas morales disfrazadas en el agradable artificio de la fábula”. Por otro lado, el influyente Discurso sobre la

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educación física y moral de las mujeres (1790) de Josefa Amar y Borbón promueve ideas similares adaptadas a la educación de las mujeres, argumentando al modo posibilista que las mujeres deben recibir educación para poder ejercer mejor su tarea como madres de los futuros ciudadanos. En el Discurso sobre la defensa del talento de las mujeres se intercala la denuncia feminista con la visión neoclásica que subraya la importancia de la educación de los niños y las niñas. Aunque existen obras plenamente ilustradas en el siglo XVIII español que muestran el afán didáctico del estilo neoclásico —como las que ejemplifican los discursos de Amar y Borbón o las fábulas de Samaniego—, no son estas obras didácticas las que me van a interesar aquí, sino la poesía escapista donde los poetas enuncian sus poemas escondidos bajo una máscara infantil como hace, por ejemplo, Meléndez en su poema dedicado “A mis lectores”, donde afirma “Muchacho soy” (v. 13) y presenta su poesía anacreóntica como fruto de la voz de un niño que tiembla y se estremece (v. 9) con los espectáculos serios propios de la madurez como las batallas, o como sucede también en el poema “De mis cantares”. Nada tiene que ver este “niño” con el futuro ciudadano o ciudadana ilustrados que quieren educar Amar y Borbón o Samaniego: Tras una mariposa, cual zagalejo simple, corriendo por el valle la senda a perder vine. Recosteme cansado, y un sueño tan felice me asaltó que aún gozoso mi labio lo repite. Cual otros dos zagales de belleza increíble, Baco y Amor se llegan a mí con paso libre; Amor un dulce tiro riendo me despide, y entrambas sienes Baco de pámpanos me ciñe.

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Besáronme en la boca después, y así apacibles, con voz muy más süave que el céfiro me dicen: “Tú de las roncas armas ni oirás el son terrible, ni en mal seguro leño bramar las crudas sirtes. La paz y los amores te harán, Batilo, insigne; y de Cupido y Baco serás el blando cisne”.

En estos y otros muchos poemas (muchos de los cuales son a su vez poéticas, o poemas cuyo tema es la composición misma de poesía) la poesía aparece representada como un ensueño infantil, y la infancia, a su vez, como un lugar inocente apropiado para la enunciación de versos “blandos”, “suaves” y “apacibles”. Sin embargo, a cualquier lector le habrá producido una ligera ansiedad ver que dicha inocencia infantil aparece al mismo tiempo erotizada en todo este corpus de poemas: en el poema de Meléndez Valdés que acabamos de leer, los jóvenes pastores Cupido y Baco besan en la boca al yo poético y le dotan de inspiración. José Iglesias de la Casa se caracteriza a sí mismo también como un niño que recibe la inspiración poética gracias a los “mil besos” del viejo Anacreonte. Se trata de un motivo que procede directamente de la Anacreontea, pero Iglesias de la Casa, como Meléndez, amplifica el tema de la pequeñez del yo poético. Esta miniaturización del sujeto anacreóntico será uno de los argumentos centrales de este capítulo, pues es un añadido que Meléndez Valdés y otros poetas salmantinos hacen sobre el original (Anacreontea): Siendo yo tierno niño, iba cogiendo flores con otra tierna niña, por un ameno bosque, cuando sobre unos mirtos vi al Teyo Anacreonte, que a Venus le cantaba

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dulcísimas canciones. Voyme al viejo y le digo: “Padre, deje que toque ese rabel que tiene, que me gustan sus sones”. Paró su canto el viejo, afable sonrióme, cogióme entre sus brazos y allí mil besos diome. Al fin me dio su lira, toquéla, y desde entonces mi blanda musa sólo, sólo me inspira amores.

En la edición de Poetas líricos del siglo XVIII del marqués de Valmar, en la noticia bibliográfica de Manuel Villar y Macías sobre Iglesias se propone una causa para explicar las numerosas ocasiones en las cuales Iglesias se representa como un niño en su poesía temprana aludiendo a la juventud del poeta cuando compuso sus primeros versos (409). Aunque el poeta fuese joven, esto no impide que sea una peculiaridad digna de estudio el que varios poetas del mismo grupo salmantino y posteriores se identifiquen a sí mismos como niños en su poesía. En el presente capítulo me propongo dilucidar los motivos que llevaron a los poetas más importantes de la segunda mitad del setecientos a escribir poemas usando la voz de un niño, es decir, usando una máscara recurrente que les convertía de ilustrados responsables en niños poetas. Para entender dicha identificación entre la voz poética y el niño, contextualizaré dicha asociación en diversos marcos: por un lado, el impulso del arte rococó hacia la miniaturización; por otro lado, en la fascinación por la infancia de la segunda mitad del setecientos que ya he comentado en las páginas anteriores; por último, en la cultura griega, especialmente en la filiación anacreóntica de estos poetas. Veremos también, en conexión con este marco anacreóntico, cómo Meléndez Valdés subvierte la tradición anacreóntica al representarse a sí mismo como el joven Batilo y no como el viejo Anacreonte. Aunque mi argumento se centrará especialmente en la poesía de Meléndez Valdés, ofreceré testimonios del alcance de esta tendencia en otros poetas coetáneos. Finalmente, señalaré los motivos por los cuales los poetas hacían un uso consciente de esta máscara del niño a

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partir de un estudio de los prólogos y las poéticas de la época donde se asocia la poesía con un juego infantil que sirve de escape a los hombres de la Ilustración, que pueden regresar a la infancia imaginativamente y protegerse así de los imperativos morales de la edad adulta y del concepto de “hombre de bien”.

EL IMPULSO HACIA LA MINIATURA EN EL ROCOCÓ El primer contexto en el que quiero situar la profusión de poemas de la segunda mitad del XVIII español donde el yo se representa a sí mismo como un niño inmerso en actividades lúdicas es el del arte rococó. En principio, el Rococó, un arte decorativo orientado a la búsqueda del placer, es un movimiento a primera vista incompatible con la noción de arte útil de la Ilustración. Es por eso mismo chocante que encontremos en la segunda mitad del XVIII español una convivencia entre tendencias artísticas y filosóficas contradictorias. Ilustración, Rococó y Neoclasicismo conviven en España mientras en Francia el Rococó ya ha sido olvidado como parte del mundo del antiguo régimen, así que encontramos a partir de los años setenta del siglo XVIII español poemas de enorme complejidad donde convergen, adaptadas al contexto, tendencias divergentes. El rococó como estilo tuvo su auge en Francia entre 1720 y 1760 (Ireland, 19) y se extendió por toda Europa, especialmente por Alemania y Austria, pero también por Inglaterra, donde tuvo su cúspide en la temprana épica burlesca The Rape of the Lock (1712-1714) de Alexander Pope. Considerado una reacción a la grandiosidad monumental del Barroco, el Rococó europeo tiene sus más ilustres manifestaciones en la música de Mozart o en la pintura de Watteau. Aunque ya hemos visto cómo se manifiesta el estilo rococó en la poesía y el arte españoles de la segunda mitad del XVIII, quiero conectar aquí la característica más sobresaliente de este estilo (su tendencia hacia el “empequeñecimiento”) con la profusión de niños que aparecen en la poesía de Meléndez Valdés, Moratín padre, Iglesias de la Casa, Diego Tadeo González, Cienfuegos o Cadalso. El origen mismo del rococó como estilo se puede situar a fines del XVII, cuando Luis XIV solicitó que en la decoración de sus nuevas estancias en el Château de la Ménagerie en Versalles predominaran las esce-

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nas juveniles sobre las serias del barroco: “Il faut qu’il y ait de la jeunesse mêlée dans ce que l’on fera” (cit. Ireland, 19). El estilo se ve influido en sus dimensiones por sus orígenes en la decoración de interiores: comparado con el grandioso barroco, diseñado para causar conmoción a través principalmente del arte religioso, el rococó parte de un contexto doméstico y secularizado que le impone límites en su escala; los cuadros reducen su formato para adaptarse a las paredes de las casas, la música pasa a tocarse en pequeños grupos (música de cámara), las estatuas pasan a ser frágiles miniaturas en porcelana y hasta los libros salen de las imprentas en tamaños diminutos. Todo se transforma en doméstico, todo genera connotaciones de intimidad y privacidad, y predomina la concentración de recursos que a menudo degenera en trivialidad (Ireland, 20-21). Al pasar el arte a asociarse con lo doméstico, el rococó adquiere desde el principio una fuerte ligazón con lo femenino y con lo aniñado que puede explicar la recepción mayoritariamente negativa de este arte por parte de la crítica decimonónica. Para Robin Howells, el estilo rococó en literatura parte de un mecanismo esencial: la disminución o empequeñecimiento, que viene acompañada de un distanciamiento irónico y permisivo cuyo espíritu secular corre paralelo a la reducción de su contenido trascendente (“The rise of the rococo”, 96). Para Patrick Brady, autor de Rococo style versus Enlightenment novel, el rococó en las artes plásticas expresa todas sus características (armonía, delicadeza, vivacidad, informalidad, alegría, fantasía, frivolidad, sensualidad, erotismo y falta de pretensión) “en dimensiones modestas” (77), es decir, pequeñas. Igualmente, en su descripción de la tendencia rococó en la poesía española, Joaquín Arce resalta “como indicio morfológico bien evidente, el diminutivo, increíblemente extendido hasta para lo que ya no necesitaría aminoramiento expresivo” (La poesía del siglo ilustrado, 186). Asimismo, Arce señala que “frente a la virilidad intelectual que suponen los ideales de la Ilustración, éste es un mundo afeminado, agraciado, con predominio de lo aparentemente ingenuo, incluso en la utilización de la mitología, reducida a meras dimensiones domésticas” (ibíd.). Para Arce, el origen de este empequeñecimiento puede empezar a notarse ya en la primera mitad del siglo XVIII, en poetas de tendencia post-barroca como José Antonio Porcel, sobre cuyo poema Adonis afirma que “el empequeñecimiento de los objetos y de la escena en la búsqueda de un cuadro decorativo íntimo” se refleja lingüísticamente en el uso del

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“diminutivo o los adjetivos de significado empequeñecedor” (íd., 171). Es de este “barroco en miniatura” de donde nace, según Arce, el rococó (íd., 172).

LA INFANCIA EN LA FUENTE ANACREÓNTICA En el que hasta la fecha es el mejor estudio sobre la lírica temprana de Meléndez Valdés (Batilo: estudios sobre la evolución estilística de Meléndez Valdés), John Polt da otro paso más hacia la descripción de la lírica de Meléndez como dominada por el tema de la inocencia al insertarla en el contexto de la poesía anacreóntica. Al analizar la evolución de la oda número 33 (“De un Cupido”), cuyo origen directo es Anacreonte, Polt sostiene que en la propia fuente se encuentra esta tendencia hacia lo pequeño: “El poema griego ya contiene dos elementos que asociamos con el rococó: la preferencia por lo íntimo y diminuto (Amor como niño) y la fantasía juguetona. El elemento de juego se mantiene en la oda de Meléndez. En cuanto a la miniaturización, no sólo se repite, sino que sufre un desarrollo importante. El niño dios de Anacreonte es ahora una estatuilla del niño dios, una especie de juguete” (Batilo, 26). Así, al comparar las versiones melendecianas de una oda de Anacreonte, Polt señala que la misma anacreóntica como género contiene una de las características típicamente asociadas con el rococó: el empequeñecimiento a nivel morfológico y filosófico. Aunque es en el capítulo dedicado a la poesía anacreóntica donde trato este tema, quiero enfatizar aquí la posibilidad de que la anacreóntica triunfe precisamente durante el Rococó por contener una visión similar del arte y de la vida como un juego de niños. Por otro lado, la poesía anacreóntica contiene algunas descripciones eróticas de adolescentes —como Batilo, el amante prepubescente de Anacreonte— y nace en el contexto de la Grecia clásica, donde el culto estético y sexual de los eromenai era una convención aceptada socialmente y proyectada en la literatura clásica griega. Esta concepción de la masculinidad que tiene un vehículo en la poesía anacreóntica era conocida por los autores salmantinos (hemos visto testimonios de ello en el capítulo 1), que vivían sin duda en una época que, por un lado, repudiaba esta noción del amor entre un hombre viejo y un joven y, por otro, revalorizaba todo lo relacionado con el aura de la Grecia clá-

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sica. Es la paradoja de la adaptación de Anacreonte: ¿se puede purificar el estilo y aislar sus características dulces y amables de lo que hoy percibimos como su aura perversa?, ¿o es imposible separar el género anacreóntico de las costumbres de las que es un vehículo estético? Las poesías anacreónticas de los autores salmantinos carecen de descripciones de eromenai, pero regresan una y otra vez al poema más representativo de esta tendencia al componer múltiples versiones del retrato de Batilo de la Anacreontea y convertirlo o bien en un retrato de Baco (Cadalso, “Al pintor que me ha de retratar”) o bien en un retrato de una amada ausente (Meléndez Valdés, “A un pintor”), poemas que he mencionado en el primer capítulo. En un capítulo sobre la máscara del niño en la poesía del siglo XVIII, es importante recordar la presencia de esta tendencia en la fuente original, que si bien no se desarrolla se contempla en estado latente.

EL PEQUEÑO PERO TODOPODEROSO CUPIDO ROCOCÓ Que la cultura dieciochesca estaba fascinada por el amor —un nuevo amor carnal y galante y con una especificidad histórica determinada— puede apreciarse tanto en el arte como en la sociedad de la España del XVIII, como muestran los abundantes testimonios que recogió Carmen Martín Gaite en Usos amorosos del dieciocho en España, el libro que nos presenta el fresco de una sociedad movida por el amor y la búsqueda del placer. En el ya clásico libro de Gaite quedan documentados diversos fenómenos sociales y culturales que testifican un nuevo modo de entender el amor, el matrimonio y los roles masculinos y femeninos en la sociedad española del XVIII, que fue testigo del nacimiento y afianzamiento de la costumbre de las mujeres casadas aristocráticas de tener un “cortejo”. La sociedad dieciochesca española sostiene encendidos debates por el nuevo culto al lujo y ve florecer curiosas modas como el majismo aristocrático —el plebeyismo según el término de Ortega y Gasset—, y también contempla la ubicuidad de los tipos llamados “petimetres” y “petimetras”. De ahí al desprestigio del matrimonio y a la caída en desuso del código del honor sólo habrá un paso, y la poesía ilustrada denuncia estos cambios aunque aparentemente los celebra (véanse las Sátiras a Arnesto de Jovellanos, los idilios campes-

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tres y discursos forenses de Meléndez Valdés o las Cartas marruecas de Cadalso). En medio de esta sociedad fascinada por el placer de sus miembros, los Cupidos y las Venus inundan el arte y la poesía, y especialmente las representaciones de un género que tuvo en el XVIII europeo su auge, la figura del “Cupido amenazante”, que representa el lado más amable y gracioso del rococó, pero también la fuerza del amor, un agente desestabilizador de la razón ilustrada. El arte rococó del XVIII representa al dios Cupido como un niño y, a diferencia de la representación del personaje mitológico Amor en otros períodos, el Cupido rococó se caracteriza por el énfasis en la infantilización del dios, que está unida a la erotización de las escenas en las que aparece, como sucede en gran parte del arte rococó y en la poesía de Meléndez Valdés, Moratín padre o José Iglesias de la Casa. Que el corazón del poeta mismo esté entre los afectados por las flechas del amor no debería sorprendernos, pero es un fenómeno con una historicidad determinada, al igual que el auge de la anacreóntica en el siglo XVIII que he estudiado en el capítulo anterior. Y aunque el arte rococó tiene un origen aristocrático, el poder de Cupido se cantará también fuera de los libros de poesía, como sucede con los abundantes poemas que se publican en las revistas del XVIII en España, que cantan al fascinante —por inesperado— poder del niño Amor. En una “Seguidilla” publicada en el Memorial literario de junio de 1785, se canta al poder de Cupido, que pese a ser engañosamente pequeño, es todopoderoso. Nótese como gran parte de la tensión del poema se construye basándose en la paradoja del amor; es algo aparentemente pequeño y amable que, sin embargo, vence a todos los hombres. Cupido es la nueva divinidad rococó: Por la dorada orilla de un manso río, iba de hierro armado un peregrino, cuando le salió al paso un niño como un oro, con su carcax a cuestas, y vendados los ojos: al ver su gracia el peregrino

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todo turbado así le dijo: Dime, rapaz, ¿quién eres? y él dijo grave: yo soy, aunque tan chico, aquel gigante, de quien fuertes y sabios lloran los males. Aunque eso has dicho, le dijo, no temo, el peregrino. El niño a carcajadas despreció su denuedo, y el peregrino airado vengar quiso el desprecio, cuando una ninfa salió del bosque brindando al prado con sus amores, y al ver que dejó inmóvil al peregrino la espada de la mano le quitó el niño, dando a entender a todos vence Cupido. (Anónimo, Memorial literario, junio 1785, 255-256).

Como afirma Dimitri Ozerkov, “the nature of the god of love is dual: he is delicately simple and endlessly cunning; straightforward and sly; young and eternal. There is a duality, too, in the gallant’s era conception of love: it is passionate and platonic, all-consuming and short-lived. An awareness of the paradox of love is the essence of galanterie as a life philosophy, where life itself becomes one long sentimental adventure” (12). En el sencillo poema del Memorial literario se recogen estas dualidades y se canta al momento preciso de la caída en las redes del amor, pero también se construye una alegoría sobre la vida como seducción, como se ve con la imagen del peregrino eterno que, en su camino paralelo al correr del dorado río de los primeros versos, es seducido por una ninfa y burlado por el amor. Pero convi-

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viendo con este canto convencional al poder engañoso de Cupido, la ubicuidad del hijo de Venus en la poesía de la época ya se veía con malos ojos por algunos críticos, como el autor de un “Discurso sobre los abusos de la poesía”, quien se queja de poemas como la “Seguidilla” que acabamos de ver, donde se representa a Cupido en todo su poder: Pero concedamos que escriban de amores: escríbanlos en hora buena, pero sea con cautela y discreción. Pinten al amor, no como a un Dios a quien se han de tributar inciensos, y rendir cultos. Pinten vivamente sus ansias y dolores, pinten sus ridículos e insensatos principios, sus lúgubres y escandalosos medios, sus perversos y trágicos fines, sus funestas consecuencias y sus nocivos antojos. Descríbanlo, no para amarle, sino para detestarle: no para anidarle en nuestro seno, sino para lanzarle de nuestro ánimo, no para ser su esclavo que ejerza en nosotros su tiránico imperio, sino para dominarle, tenerle siempre a raya, y conculcarle con invictas plantas (Memorial literario, mayo 1787, 107-108).

Seguramente este testimonio de rechazo a la poesía amorosa rococó está aludiendo al éxito de las Poesías de Meléndez Valdés (véase capítulo 1), y muy probablemente está citando uno de los más graciosos poemas del volumen (“De un Cupido”), una versión de Anacreonte donde aparece este Cupido niño engañando al yo con su aparente pequeñez y dulzura y que, como ya he mencionado, fue estudiado detenidamente por Polt en Batilo: estudios sobre la evolución estilística en Meléndez Valdés. La descripción de Meléndez del Amor en este poema acentúa su carácter de engañosa inocencia. Meléndez Valdés recrea una escena de origen anacreóntico en la que Dorila da al yo una figurita que representa a un Cupido, que se describe primorosamente por el poeta en tanto representación artística —en el autorreflexivo arte rococó hay estatuas dentro de pinturas, pinturas dentro de pinturas, poemas sobre poemas y estatuillas dentro de poemas, y dentro del corazón mismo del poeta—. La descripción del niño que llama a la puerta pidiendo refugio y temblando de frío y del poeta que abre su corazón para darle calor sólo para encontrar que ha sido engañado por el pequeño, que ha anidado para siempre en su corazón, es uno de los ejemplos más representativos del funcionamiento de lo infantil en la poesía rococó:

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Y de marfil labrado diome un Amor tan lindo, que viéndole aun Citeres creyera ser su hijo: vendados los ojuelos, luengo el cabello y rizo, las alitas doradas y en la diestra sus tiros, la aljaba al hombro bello y el arco suspendidos, que escarmentados temen los dioses del Olimpo; arterillo el semblante cuan vivaz y festivo, y así como temblando por su nudez de frío. Yo, solícito, al verle tan risueño y benigno, los más dulces requiebros inocente le digo; y encantado en sus gracias, bondadoso y sencillo, cual un dije precioso le contemplo y admiro. Ya le tomo en mis brazos, ya a mis labios le aplico, con mi aliento le templo y en mi pecho le abrigo. Mas tornando a mirarle, con él juego y me río, y en mil besos y halagos las finezas repito, tras las cuales le vuelvo de mi seno al asilo, do aun más tierno le guardo, más vivaz le acaricio, cuando súbito siento tan ardientes latidos, como cuando en el tuyo, Dorila, me reclino. ¿Y qué fue? Que en el hondo se me entró el fementido

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del corazón llagado, para aun más afligirlo. (Meléndez Valdés, “De un Cupido”)

Esta representación del Cupido amenazante, falsamente inocente, viene directamente de Anacreonte, pero como la anacreóntica misma, se difunde en la cultura rococó al calor del resurgimiento del amor como un tema digno de la alta cultura. En el poema de Meléndez Cupido se describe primero como un objeto artístico, y esta reflexividad y este juego entre diferentes texturas de la realidad son típicamente rococó. Sin embargo, el momento al que se canta es el de la caída del yo en la trampa —un argumento típicamente dieciochesco, el del triunfo del amor y la deseada derrota del yo—. Pero este Cupido no es un personaje nuevo en el siglo XVIII, sino un heredero en el que confluyen diversas tradiciones que alcanzan su auge en la segunda mitad del siglo XVIII europeo en sintonía con el resurgimiento de la anacreóntica. Varios poemas de la Anacreontea son la fuente de la que parten estas descripciones de Cupido: Mientras estaba tejiendo una guirnalda un día encontré entre las rosas a Eros. Y cogiéndole de las alas le sumergí en una copa de vino, elevé la copa, y me lo bebí. Y ahora dentro de mi cuerpo siento las cosquillas que me hace con sus alas. (Anacreontea, 6. Traducción mía a partir de Rosenmeyer, 241) Un joven estaba vendiendo una imagen de un Eros hecho de cera, así que me acerqué a él y le pregunté: “¿Cuánto quieres por él?” El joven respondió en su dialecto dórico: “Llévatelo por el precio que quieras, y para que sepas de qué va el asunto, quiero que sepas que no soy escultor de cera, y que no quiero pasar mis días junto a este maldito Eros”. “Dámelo, dámelo a mí por un dracma, dame este hermoso niño.

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Y ahora, a comportarse, Eros, consúmeme con el fuego del amor. Si desobedeces, tú serás el que acabará derretido por las llamas.” (Anacreontea, 11. Traducción mía a partir de Rosenmeyer, 243)

El emblema visual de esta fusión entre la infantilización y la erotización que se asocia con el Cupido rococó es la estatuilla de Falconet titulada Cupido amenazante, una obra encargada al escultor por Madame de Pompadour, a la que muchos consideran el icono del siglo XVIII francés (Padiyar, 22). El Cupido de Falconet, esculpido a la perfección en mármol blanco pulido de modo que su superficie parece porcelana, aparece sentado sobre una nube y se le representa en un momento clave: con una mano está sacando una flecha de su aljaba, mientras que con la otra hace un gesto que indica “Silencio”, al ponerse el dedo índice sobre los labios. Sólo si nos colocamos al frente o a la izquierda de la figura nos damos cuenta de cuál es su intención: lanzar una de sus mortales flechas a algún despistado que se le cruce por el camino, pero el Cupido de Falconet, al igual que el poema “A un Cupido” de Meléndez Valdés, nos hace cómplices de su juego y nos pide que disfrutemos con la caída de sus víctimas, o que nos preparemos nosotros para serlo. No es por casualidad que una representación de esta escultura de Falconet aparezca medio escondida en otro cuadro emblemático del erotismo rococó, El columpio de Fragonard. A pesar de encontrarnos frente a un Cupido amenazante, la amenaza representada por el niño alado no deja de ser vista con complicidad. Esta complicidad no aparece en las representaciones del Amor del siglo XVII, donde la amenaza del amor es vista en términos mucho más serios, y de la broma cómplice se pasa a dibujar a Cupido como verdaderamente un enemigo del género humano. En la portada del libro de Otto Vaenius titulado Amorum Emblemata, que se publicó por primera vez en 1608, se representa un grabado con el triunfo del amor; como indica Padiyar, el triunfo de este Eros es “total y devastador” (24). En el grabado-portada, fuera de la aureola donde habitan Cupido y su madre sentada en un trono, blandiendo un cetro, ambos rodeados de rayos, encontramos pájaros, fuego, elefantes, leones, peces, viejos respetables, matronas y hasta el sol y la luna, todos atravesados violentamente con las enormes flechas de Cupido, yaciendo medio muertos (Padiyar, 24). Dentro del mismo libro del siglo XVII se repre-

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sentan las aventuras de Cupido en la tierra sembrando el daño y la enfermedad a su paso. Como indica Padiyar, “for a book about love these images are unsettling in their violence and morbidity. There is a conspicuous absence of the art of seduction. Vaenious’s seventeenthcentury version of Cupid impels his victims into a state of subjection, and into a love-madness that is beyond their choosing. Falconet’s eighteenth-century Cupid, by contrast, properly seduces us” (24). El Cupido rococó, como las amadas rococó (las jóvenes Venus de Boucher o las adolescentes lánguidas de Greuze), es doméstico, cercano, terrenal y sensual. De hecho, junto a la sucesión de pinturas y grabados dieciochescos donde aparece el “Amor guerrero”, encontramos otras imágenes donde se muestra la educación del Amor, como demuestra Sarane Alexandrian en “Education in Love in the Age of Enlightenment”. En “No hay amor sin pena ni rosa sin espinas” se muestra a Venus azotando a su hijo con un manojo de rosas, mientras Cupido huye rápidamente del castigo de su madre, otro motivo directamente heredado de la Anacreontea que demuestra la íntima fusión entre la estética rococó y la anacreóntica: Con una rama de jacintos Eros me dio crueles latigazos y me pidió que corriera junto a él. Juntos recorrimos empinados torrentes, rocas y cuestas, y el sudor me empapaba al correr; mi corazón saltaba hasta que me llegaba hasta la nariz, y me habría muerto si no llega a ser por Eros, que secándome la frente con sus alas suaves, me preguntó: “¿Acaso no eres siquiera capaz de amar?” (Anacreontea, 31. Traducción mía a partir de Rosenmeyer, 252).

Cupido también se pintará afilando sus flechas, disparándolas o a punto de atacar, pero también en su lado más vulnerable, como cuando aparece en escenas maternales que recuerdan a los cuadros de la Madonna con el niño Jesús, ahora transformados en nuevas deidades

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profanas. Así pueden entenderse cuadros como La infancia de Cupido, donde el niño dormido está siendo amamantado por Venus, y La educación de Cupido, donde una Venus muy maternal aparece vendando los ojos del hijo. En otros cuadros de esta serie aparece Venus enseñando a leer a su hijo y este mismo carácter vulnerable, que tanto contrasta con el “Cupido amenazante”, también se ve en las representaciones del Amor como un niño dormido.1 En parte debido a la herencia anacreóntica y clásica, y en parte debido a esta moda de representar el poder del niño Cupido, los poetas españoles del XVIII jugarán a autorrepresentarse bien como niños, bien como artistas enamorados, bien como víctimas del amor. El artista ilustrado no puede eludir así la fuerza caótica de la pasión y la concilia con la razón al insertar este poder personificado, miniaturizado, mediante la figura de Cupido, en versos tan perfectamente modelados como el mármol de Falconet. El artista romántico, sin embargo, no recurrirá a la figura de Cupido (¿quién puede encontrar un Cupido en un poema romántico?), ya que este dios diminuto y gracioso ya no servirá para personificar una pasión trágica, desbordada y mucho menos carnal. La combinación de seducción y pequeñez es específicamente rococó. En todos los poetas dieciochescos aparece esta manifestación del Cupido amenazante o triunfante; en El poeta de Moratín abundan estas alusiones, como sucede en poemas como “Los dos niños”, donde el yo del poeta se representa como un niño que se encuentra con el también niño Cupido, quien le abraza y le besa (vv. 5-6), anunciándole al yo que “serás gran poeta; / pero mayor amante” (vv. 11-12); anticipa así la conexión entre la figura del artista inspirado y el artista como amante que veremos más adelante con la representación melendeciana del mito de Pigmalión, otro de los grandes temas de la cultura dieciochesca europea (“El deseo de Pigmalión produce arte”). Así imagina el yo poético de Moratín padre a su “Amor aldeano”: “Mil cupidillos / viendo a la be1

De este bebé Cupido, tan parecido a un querubín, pasamos a ver representaciones del Amor como un adolescente en el arte neoclásico, como indica Padiyar: “The difference between the infantile and adolescent Cupid did not indicate that the god of Love grows older, that his body matures, for he is in fact ageless. While eighteenth-century France deployed both versions, the neoclassicists generally preferred the more adolescent and homoerotic Eros (...) while the rococo reinvented and played out every facet of the infantile Cupid” (23).

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lla / en torno de ella / revolarán” (vv. 37-40). Pero finalmente, la figura de Cupido acaba manifestándose como el “niño aleve y doble” (v. 31) de la tradición que tan bien representa la estatuilla de Falconet. En “El nido del Amor”, también de Moratín padre, el yo vuelve a autorretratarse como un niño, al que el hijo de Venus se le entró en el pecho (v. 3) aprovechándose de su apariencia dulce e inocente, una descripción pseudoconvencional en la que los poetas invierten mucha tinta: Los ojos cubría de un volante sirio, aljaba en el hombro sonaba con tiros. Batió sus alitas de luces y visos, y al lado siniestro fabrica su nido. Allí se me esconde y allí es su retiro; (...) Pero en tales fuegos ardió el pecho mío, que abrasó sus alas; volar no ha podido. (vv. 4-10, 12-15)

Aunque el yo del poeta entrega al amor toda su inspiración y todos sus versos, Cupido se niega a abandonar su pecho y el motivo de Icaro se entremezcla con la detallada descripción de Cupido para aludir al exceso de confianza del yo, que creyó que podía controlar al Amor que se le metió en el pecho. En “Súplica despreciada”, “Fuga inútil” y “A Dorisa” vuelve a parecer este “Amour menaçant” descrito en el momento del ataque mismo: Armaba Amor el arco para con él tirarme; yo en fuga presurosa evitaba su alcance. Y cuando me creía seguro, por los aires vino un dardo, y mi pecho

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pasó de parte a parte. Rióse Amor, y dijo: necio, huir es en balde, que mis flechas alcanzan de poniente a levante. (“Fuga inútil”) Yo por región tranquila libre me paseaba, cuando encontré a Cupido, armado con la aljaba. Al punto su arco toma, y contra mí dispara con sinrazón aleve, con cólera inhumana. (“A Dorisa”, vv. 1-8)

La figura de Cupido personifica la emoción incomprensible pero tangible del amor, y de hecho, tanto en francés como en español la palabra Amor, en mayúsculas, sirve como fusión entre el personaje mitológico y la emoción que representa (Ozerkov, 11), igual que Baco —otro de los personajes de la galería rococó— aúna la representación mitológica que tenía su proyección más terrenal en la figura del borracho que estudio en el capítulo 3. La figura del niño Cupido o Amor hace visible la infantilización característica de la identidad rococó y la conecta con la emoción más fuerte vinculada a ella, la del amor en su aspecto más desordenado, carnal y hedonista, pero también sirve como proyección del yo del artista al indicar que, en el siglo de la razón, la pasión también estaba de moda. En España, la poesía de Meléndez Valdés, Cadalso o Iglesias de la Casa está llena de esta energía personificada con la figura mitológica del pequeño pero poderoso Cupido, el niño alado que se divierte clavando flechas en el corazón de los desdichados que se ponen a su alcance. Pero visto desde el presente, el siglo XVIII palidece a menudo, en cuanto a amantes se refiere, respecto al romanticismo incipiente que representa amantes desesperados como Werther, quienes sufren amores eternos, imposibles de consumar, trágicos y totalmente desprovistos de corporalidad, y que florecen en íntimo contacto con la muerte.

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El amor rococó —en parte imbuido del espíritu de Anacreonte, Safo y Teócrito— es un amor todopoderoso, pero su energía es cambiante —como la identidad dieciochesca— y su poder se manifiesta más en el cuerpo que en el alma o en el corazón. Además, el amor rococó —de nuevo como la noción de identidad misma— no se sujeta a un solo destinatario, ni su expresión es privilegio de un solo género. De hecho, abundan los poemas en los que el poeta declara su amor por la colectividad de las mujeres —“Todas merecen”, de Moratín padre, o la anacreóntica de Cadalso “Me admiran en Lucinda” son ejemplos de esta multiplicidad e inconstancia del amor anterior al romanticismo—. Si el amante romántico se caracteriza por su constancia, el amante rococó está enamorado a la vez del potencial amoroso de todas las mujeres posibles. En el Rococó, los amantes, hombres y mujeres, sienten pasión en su cuerpo y consuman sus relaciones felizmente, sin impedimentos morales ni finales trágicos, aunque como sucede en Watteau y hasta en Fragonard, algunos elementos aluden al caos que amenaza estas idílicas escenas del momento previo a la consumación sexual. El amor rococó es cambiante e inconstante, y del mismo modo que las borracheras rococó no muestran la escena de la resaca del día después, los amores galantes discurren sin consecuencias y son encumbrados en la eternidad del momento de seducción previo a una caída que no se reprueba moralmente sino que se anhela. Y si hay rupturas, el luto es breve, como sucede en el ciclo de Galatea o la ilusión del canto de Meléndez Valdés. En síntesis, el amor rococó que eclosiona justo antes del romanticismo es una pasión poderosa, pero su poder no se percibe de modo trágico sino que se celebra. Como indica P. Stewart, “love became the outstanding myth of the eighteenth century. In the form of the impertinent flying Eros, he summons people not to the tragedy of grand passions, but to entertainment. Love in the eighteenth century is pleasure” (cit. Ozerkov, 11). Como ejemplo del nuevo tipo de poesía, el autor del “Discurso sobre los abusos de la poesía” escribe una oda “Al triunfo del amor”, que tiene muchas similitudes con “Injuria el poeta al Amor” de Cadalso, pero que quiere combatir este poder del amor al que se canta en la mayor parte de la poesía dieciochesca. Paradójicamente, es difícil desterrar al amor cuando se dedican canciones a luchar contra su poder:

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En vano son tus jaras amor ciego: en vano me presentas la hermosura: nada sirven halagos: es locura quererme convencer con blando ruego de humana criatura. (...) No mas amor, no mas echarme redes, tu enemigo soy yo: no me arme, calla, de doble peto, de trenzada malla y lance sierpes, y a mi gusto quedes vencido en la batalla. (114)

Pero toda esta profusión de poemas dedicados al amor tuvo su efecto en la representación del poeta; cuando el niño Cupido de “Los dos niños” de Moratín padre anuncia al yo poético “serás gran poeta; / pero mayor amante” (vv. 11-12), tenemos una imagen de la fusión entre la creación artística (“serás gran poeta”) y la representación del yo del poeta como amante (“pero mayor amante”). En el siglo XVIII, es una convención mezclar la figura de Cupido con alusiones al arte y al artista, y en muchos poemas y cuadros de la época Cupido “was seen to be a key motivator of literature and fine arts. In this positive role Cupid could be represented as the embodiment, progenitor and enabler of art” (Padiyar, 26). Pero hay una imagen que visualiza esta unión de forma emblemática; en la “Alegoría de la poesía” (ca. 1750) de Boucher se traza una analogía entre la flecha de Cupido y la pluma del escritor (véase Padiyar, 26) en medio de un cuadro compuesto enteramente de putti. Si cuando el amor tocaba el espíritu de una mujer los pintores del XVIII la representaban transformada físicamente, la mirada perdida, el gesto anhelante, la ropa ligeramente desordenada y un libro entreabierto en el regazo, como ha probado Mary Sheriff en Moved by Love, cuando el artista —y el poeta— son atravesados por la flecha de Cupido su éxtasis se convierte en productivo y la excitación sexual se transforma directamente en inspiración artística.2

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A veces, este esquema de género de artista inspirado, mujer excitada, se modifica y tenemos combinaciones en las que aparece una mujer escribiendo animada por Cupido. Así sucede en La inspiración favorable de Fragonard, con la importante diferencia de que la mujer inspirada y enamorada escribe cartas de amor. En La herida sin peligro,

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El mito que mejor representa esta asociación del artista inspirado con el artista excitado sexualmente es el de Pigmalión (ver Gómez Castellano, “El deseo de Pigmalión”). El triunfo de Eros también afecta a la definición misma del artista y del arte, y esto a su vez también afectará al modo de contemplar las obras de arte y de entender la lectura de la poesía. El caso extremo de esta asociación entre arte y deseo aparecerá en obras ya de carácter pornográfico como El arte de las putas de Moratín o El jardín de Venus de Samaniego, donde este culto a la sexualidad adquiere su forma más prosaica y se hace verdadero el vaticinio del anónimo escritor del Memorial literario, quien veía a “la poesía convertida en ramera” (Memorial literario, mayo de 1787, 112) por los poetas de su época.

EL YO COMO NIÑO EN LA POESÍA DE MELÉNDEZ VALDÉS En la lírica de Meléndez Valdés vemos numerosos objetos y características sometidos al proceso de empequeñecimiento que, como hemos visto, es un impulso básico rococó. Los propios títulos de algunos de sus poemas son una prueba de esta tendencia: “Los hoyitos”, “El lunarcito”, “La tortolilla”, “El nido del jilguero”, “El arroyuelo”, “La mariposa”, “El amante tímido”, “Regalando unos dulces a una señorita de pocos años”, “El ricito”, “Los inocentes”, “La corderita”, “El hoyuelo en la barba”, “El niño dormido”, “El colorín de Filis”, “La vuelta del colorín”, etc. Sin embargo, una vez reconocida esta tendencia hacia el empequeñecimiento rococó que tan presente está en Meléndez, lo que me interesa es indagar por qué Meléndez (y con él tantos otros ilustrados) se representaban a sí mismos como niños en su poesía. Es por ello por lo que no estudio a continuación todos los poemas que tratan sobre niños o sobre asuntos tiernos, sino únicamente aquellos en los que el poeta se representa simultáneamente en su poema como tal y como niño a la vez. Para empezar, los siguientes son sólo

de Boucher, se representa también a una mujer escribiendo una carta ayudada por la presencia de un Cupido. En el cuadro de Fragonard se produce un interesante cruce visual entre la flecha que sostiene Cupido cerca del pecho de la enamorada escritora y la pluma que ésta sostiene entre los dedos, simbolizando así la unión entre enamoramiento e inspiración que es característica del siglo XVIII (véase Sheriff, Moved by Love).

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unos cuantos fragmentos de poemas donde el yo poético de Meléndez Valdés se representa como un niño, ordenados cronológicamente. Todos ellos pertenecen al grupo de las “Odas anacreónticas” del poeta: Siendo yo niño tierno, con la niña Dorila me andaba por la selva cogiendo florecillas. (“De mis niñeces” [-1777], vv. 1-4) Las zagalas me dicen: “¿Cómo, siendo tan niño, tanto, Batilo, cantas de amores y de vino?” (“De mis cantares” [-1775], vv. 1-4) Muchacho soy, y quiero decir más apacibles querellas y gozarme con danzas y convites. (“A mis lectores” [-1782], vv. 12-15) ¡Afortunado ensueño que en humo se deshizo al despertar, y en vano que hoy torne solicito! Brillaba mi cabello dorado, luengo y rizo, al viento entrelazado de rosa y verde mirto; y en mis rientes ojos, ora a la luz caídos, bullía el vivaz fuego de mi candor festivo. (“A Anfriso” [1798-1808], vv. 60-69) ¡Cuán grata la memoria las horas fugitivas

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renueva embelesada de mi niñez florida! (“Mis ilusiones” [-1814], vv. 1-4) Cual un claro arroyuelo que con plácido giro por la vega entre flores se desliza tranquilo, tal de mi fácil vida los años fugitivos entre risas y juegos, cual un sueño han huido. Veces mil este sueño repaso embebecido, sin poder arrancarme de su grato prestigio. (...) esperanzas falaces, y brillantes castillos por el viento formados, por el viento abatidos. (“Los recuerdos de mi niñez” [-1814], vv. 1-24)

Todos los poemas anteriores tratan de la niñez, pero no de la niñez de cualquiera, sino de la niñez del poeta mismo. Por otro lado, los poemas ordenados cronológicamente apuntan a una evolución interna dentro de esta selección de poemas agrupados temáticamente; en los últimos poemas se aprecia que el poeta ya no se representa como un niño, sino que se recuerda a sí mismo en su infancia, y esta evolución no sólo se puede apreciar en los títulos de los últimos poemas —“Los recuerdos de mi niñez” o “Mis ilusiones”—, sino también en el uso de un tono melancólico y vago lleno de referencias a la sombra, el sueño, la memoria, el recuerdo y el pasado en general, todos elementos alusivos a la agonizante búsqueda de una realidad paralela en Meléndez y que difieren del tratamiento de la niñez del yo en los primeros poemas de la serie. La recurrencia del disfraz del yo como niño en la poesía de Meléndez Valdés debe ser estudiada en el contexto cultural en el que se in-

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serta. En primer lugar, el tema de la niñez como motivo poético y como máscara del yo en Meléndez Valdés puede contextualizarse dentro del impulso rococó hacia la miniaturización que ya hemos comentado. En segundo lugar, podemos atribuir esta preferencia por incluir niños en la poesía como parte del llamado “culto a la infancia” que se produce en la Europa de fines del XVIII (véase Wahrman, 282 y ss.) y que he sintetizado en las primeras páginas de este capítulo. En tercer lugar, y ya dentro del contexto específico de la poesía de Meléndez Valdés, la niñez es un eslabón que conecta toda una cadena de motivos poéticos en la obra del poeta extremeño. Como indica John Polt en Batilo, la niñez es una fase breve y pasajera de la vida del hombre, comparable en varios sentidos a la primavera del año; comienzo del proceso vital, iniciación amorosa, blandura, novedad e inocencia, belleza efímera (...). La niñez también es, o solemos creer que es, la época de la inocencia, y por esto puede relacionarse con el gusto rococó y también con el culto ilustrado, algún tanto sentimental, de la virtud y la inocencia. El anhelo de la infancia lo vemos repetidamente en las artes de la época (...). Real o fingida, perdida o añorada, la inocencia es un motivo frecuente en las anacreónticas de Meléndez. Se desarrolla en relación con la naturaleza, con los animales, especialmente los pájaros, y con los niños (44-45).

En lo que sigue, trazaré un cuadro de las diferentes manifestaciones del tema de la niñez en la poesía anacreóntica de Batilo, pero lo que me interesará sobre todo será la elección de la máscara del yo como niño, que responde a un impulso de autorretratarse o disfrazarse que ya no es simplemente parte de un contexto cultural sino un impulso original de Meléndez dentro de la tradición anacreóntica. A la vez, debemos entender este impulso de disfraz del yo, de infantilización de la voz poética, como parte de un contexto cultural amplio; por un lado, la nueva atención a la infancia en el siglo XVIII europeo; por otro, el impulso hacia el disfraz del yo y la huida que puede relacionarse con el creciente interés por las máscaras y los disfraces de la cultura europea en el siglo XVIII, así como con un entendimiento de la identidad como algo fluido, susceptible de ser manipulado y no esencial.

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RETRATO DEL ARTISTA COMO NIÑO En “The Child Is Father of the Man”, W. B. Carnochan, apropiándose de un hermoso verso de Wordsworth, distingue entre dos modos de aproximarse al tema de la niñez en el siglo XVIII; por un lado, la niñez entendida en su relación con la pedagogía, y por otro, la niñez entendida en su relación con el problema de la identidad del yo (self-identity) (27), que es la cuestión que me va a interesar aquí.3 Más allá del impulso hacia la miniatura que es característico del arte rococó, el siglo XVIII, el siglo del auge de las fábulas y de los cuentos de hadas, es también el responsable de “the modern version of childhood as a privileged time in human experience” (Carnochan, 35). En The Rise and Fall of Childhood (1982), John Sommerville afirma en su capítulo sobre la niñez en el siglo XVIII que “the eighteenth century saw a dramatic change (...) the child’s image was fully accepted and even glorified in the literature of that time” (120).4 Esta glorificación de la infancia que 3

Según Carnochan, esta distinción puede a su vez considerarse en términos de distancia. En la primera aproximación, se aborda el tema de la niñez, la pedagogía y los manuales para educar niños desde la distancia; en el segundo caso, la clave es la cercanía: “When we think of our childhood, as involved in the problem of self-identity, we are looking for the closeness of what is the same; we aim to overcome distance” (íd.). Como indica Carnochan, “the strangeness in our sense of selfhood looms up when we recollect the child we were” (32). 4 Con la secularización progresiva que se da a partir del XVIII, disminuye la creencia en el pecado original, y con ello “children were transformed from being corrupt and innately evil to being angels, messengers from God to a tired adult world” (Cunningham, 58). Con ello, también empieza a surgir una sociedad menos preocupada por la salvación del alma de los niños y más preocupada por la figura del niño como individuo y, por lo tanto, con su educación (Cunningham, 59). Precisamente, uno de los libros más importantes que afectará en el siglo XVIII será Some Thoughts Concerning Education (1693) de John Locke, un libro orientado a la educación del niño del que se publicaron copias en toda Europa, España incluida (Sommerville, 121). El otro gran libro sobre la educación para el XVIII fue el Emile (1762) de Rousseau, el libro que defiende la educación “natural” y donde, por primera vez, parece enunciarse la idea de la niñez como la mejor época de la vida, “something to be looked back with nostalgia” (Cunningham, 63). Es también el siglo XVIII el que es testigo de la creación del género de la literatura para niños, la proliferación de juguetes y jugueterías, y de nuevas representaciones artísticas de la niñez. Frente a la tendencia a retratar a los niños junto a su padre, y a las mujeres como grupo separado, ahora proliferan los retratos en los que los niños de ambos sexos aparecen separados de los adultos, como ha estudiado K. Calvert respecto a los retratos familiares norteamericanos (Cunningham, 65). También es fácil

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se produce en las últimas décadas del XVIII puede entenderse, asimismo, como parte del nuevo modo de entender la identidad y el yo que señala Dror Wahrman en The Making of the Modern Self. Poemas de Batilo como “A mis lectores”, “De mis cantares”, “El consejo del Amor”, “A Dorila”, “De lo que es el amor”, “De las riquezas”, “A un ruiseñor”, “De unas palomas”, “De mis niñeces”, “De mis cantares”, “De Dorila”, “Mis ilusiones”, “De las Navidades”, “De mi gusto”, “Los recuerdos de mi niñez”, “Las penas y los gustos forman mezclados la tela de la vida”, “A Anfriso” y “De mis versos” mostrarán un modo posible de representarse el yo poético en sus textos, que apunta a la identidad flexible y fluida, no esencial, que vengo señalando como contexto en el que entender la representación del yo en la poesía rococó española. El niño que vemos en la poesía rococó de Meléndez y de otros poetas de la escuela salmantina no presentará los rasgos ni la semilla del carácter del futuro hombre, ni aparecerá caracterizado como un ser único o esencial, sino que puede enfocarse desde el prisma de la noción filosófica de tabula rasa que se asocia con Locke en este período (véase Wahrman 282-283). En este sentido, el niño es un ser desprovisto de carácter, pero no obstante encumbrado en todo su potencial de indefinición identitaria. Es también esta indefinición de carácter, esta blandura del yo inocente, a la que aspira el yo poético que recuerda y anhela la niñez perdida en los últimos poemas de Meléndez. En contraste con esta caracterización del niño como representación suprema de la fluidez identitaria que se asocia con la temprana modernidad, “the late eighteenth century witnessed a sharp rise in artistic interest in young children, focusing more emphatically than before on their individuality and character” (Wahrman 284).5

pensar en cuadros de niños del XVIII donde éstos empiezan a aparecer como tales, como sucede con los cuadros de Greuze, Aubry, Gainsborough o Reynolds, con su famoso retrato de su sobrina Offy, titulado significativamente The Age of Innocence (Cunningham, 65-66). Sin embargo, esta nueva atención a la individualidad del niño convive, a veces dentro de un mismo cuadro, con un lenguaje emblemático y metafórico. Por ejemplo, elementos como los juegos de naipes o una peonza, que abundan en los retratos de niños en el XVIII, aluden a la inconstancia del destino y a la fragilidad de la infancia en el momento (véase Johnson 2006, 105 y ss.). 5 En contraste con cuadros como Master Hare o Penelope Boothby de sir Joshua Reynolds, ambos de 1788, donde los niños son retratados con una personalidad definida y

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Como se verá en esta sucesión de títulos, muchos poemas donde el yo se autorretrata como niño o donde aparecen referencias a la niñez tienen un carácter metapoético, autorreflexivo, lo que nuevamente refuerza este enmascaramiento consciente y artificial de la voz poética. En algunos poemas, especialmente en los más tempranos, el acto de enmascararse es completo y el personaje del poeta-niño es constante durante todo el poema como acto de habla; en otros, especialmente en los más tardíos, el poeta se recuerda a sí mismo en su niñez poetizada —nuevamente una niñez que, como estado, es tan convencional como un locus amoenus— y el poema recoge varios momentos temporales que definen diferentes estados del yo desdoblado —el yo del recuerdo, inocente; el yo del presente desengañado que recuerda con nostalgia la inocencia perdida. Esparcidas por todo el conjunto de las “Odas anacreónticas” de Meléndez, las múltiples referencias a arroyos narcisísticos, descripciones de Cupidos, o alusiones a momentos simbólicamente comparables a la niñez como la aurora o la primavera pueden entenderse como reflexiones sobre este mismo tema de la infancia o la inocencia. La abundancia de estas referencias dentro de las “Odas anacreónticas” de Meléndez Valdés también responde a una preocupación cultural más amplia —la del siglo XVIII con el acto de enmascararse poéticamente, también en su auge en este momento, como prueban clásicos como Masquerade and Civilization de Terry Castle, donde se narra la historia de éxito y rápida desaparición del carnaval como institución en el siglo XVIII inglés a través de la literatura. El que el yo del poeta se autorretrate como un niño confirma la importancia que la manipulación de la propia identidad tenía para los poetas del rococó español, y se puede ver en otras manifestaciones culturales y motivos recurrentes de los que trato en este estudio sobre las máscaras del yo en el XVIII español. Y si es cierta la creencia popular de que el disfraz que se elige para ir al baile de máscaras desvela los impulsos del verdadero yo, la abundancia de poemas del XVIII español en

particularizada, y la niñez asimismo es definida como un periodo esencialmente diferente a la etapa adulta, otras representaciones anteriores muestran a los niños como adultos en miniatura, “with adult-like clothing and postures, generic features, flat and distracted expressions. The overall effect is symbolic and emblematic rather than realistic” (Wahrman, 285).

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los que el yo del poeta se autorretrata como él mismo en su niñez, normalmente junto a Dorila, también “disfrazada” poéticamente de niña, puede reflejar una de las preocupaciones latentes en los poemas anacreónticos del siglo XVIII —el paso del tiempo y la pérdida de la inocencia—, preocupaciones que, aunque universales, alcanzan en este momento su auge cultural, precisamente por encontrarnos en el momento en que el antiguo régimen está desmoronándose y una nueva etapa desconocida comienza, lo que provocó un lógico ataque de nostalgia entre los artistas y poetas de la época.6

EL NIÑO COMO ARTISTA, EL ARTE COMO JUEGO: JUSTIFICACIONES DE CARÁCTER LIMINAR

En todo este estudio, me he referido en varias ocasiones al carácter autorreflexivo de la poesía dieciochesca, especialmente la de tipo anacreóntico que epitomizan Cadalso y Meléndez. Con respecto a Meléndez, ya he señalado en otro lugar cómo en poemas aparentemente sencillos —como el ciclo de Galatea o la ilusión del canto— se produce una reflexión sobre el papel del arte y del artista por medio de la reescritura del mito de Pigmalión ovidiano (“El deseo de Pigmalión”). Mediante su adopción de la máscara de Pigmalión Meléndez lograba fusionar en el ciclo de Galatea el momento de la creación artística con el impulso erótico; se enlazaba así a una corriente artística y cultural más amplia que utiliza a Pigmalión como símbolo del artista modelo, inspirado y excitado, creador y amante, pero también Narciso. ¿Pero por qué el poeta aparece como un niño, y la poesía como un juego? La respuesta a esta pregunta puede hallarse en las palabras con las que los autores de poesías anacreónticas del XVIII se refieren a su propia labor como poetas. En estos textos liminares se percibe de forma consistente una tendencia a considerar la poesía anacreóntica y amo-

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Según Terry Castle, “common sense suggests that acts of disguise and self-transfiguration include an element of wish-fulfillment. The idea that a specific masquerade disguise might betray the underlying nature of the person wearing it –that costume could be a way of acting out repressed desires– was not foreign to the eighteenth century” (73).

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rosa como un refugio donde protegerse de las durezas y obligaciones de la vida de estos ilustrados. Y vistos en paralelo con los poemas donde se representan como niños, estos prólogos presentan también al yo del poeta como escindido en dos caras: la cara pública y la cara privada asociada con la poesía anacreóntica, con el descanso y, sobre todo, con el juego y el regreso a la inocencia y a la infancia. El papel de estos poemas para los lectores era sin duda similar: un refugio de paz artificial pero hermoso donde descansar de los problemas cotidianos. Y la forma de los poemas, lógicamente, será lo suficientemente sencilla como para no perturbar el descanso de sus lectores y autores. En los prólogos a la publicación de sus obras poéticas, tanto Meléndez como Cadalso hablan en términos similares de su poesía más aparentemente ligera y atribuyen su origen a sus primeros años. Cadalso califica significativamente sus poemas como Ocios de mi juventud, y en el prólogo a la edición de sus Poesías de 1797 Meléndez se dirige a Godoy, al que dedica el volumen, afirmando que “estas Poesías son fruto de mi primera edad, o de algunos momentos de inocente desahogo entre las austeras obligaciones de mi profesión” (Obras completas, 99). En la “Advertencia” a esta misma edición, después de insistir nuevamente en el carácter de recreo y desahogo que la poesía tiene para él, Meléndez habla de forma indirecta de la función de la buena poesía: “La medianía en ellas es ya un defecto; y si no las realzan tales hermosuras que embelesen al lector y le lleven como mágicamente al país de la ficción y el engaño, caen bien presto en el olvido y la oscuridad, de que no debieron salir por honor de sus autores” (Obras completas, 101). La poesía ideal debe conducir a su autor y al lector al “país de la ficción y el engaño”, objetivo que concuerda a la perfección con la concepción de Meléndez de la poesía como desahogo juvenil, como mundo alternativo donde refugiarse, como una isla de Citera para él y para sus lectores. En su traducción de Anacreonte de 1796, Joseph Antonio Conde también asocia su interés por el poeta de Teyo con sus primeros años. Como el Cadalso de los Ocios de mi juventud, el traductor de Anacreonte dice que su versión es fruto de “los años más deliciosos de mi vida, cuando estas ligerezas y distracciones son tan propias del descuido de los pocos años como naturales a la frescura de la edad más dulce y apacible” (cit. Hernando, 237). Y no es menos importante el gesto de Cienfuegos de bautizar a su colección de poesías juveniles Diversiones (1798).

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Es quizá por este motivo, por esta percepción de la poesía como ocio, diversión, evasión y alejamiento de la realidad, por lo que las anacreónticas clásicas y la versión castellana de Villegas se les presentaron a los poetas dieciochescos como un molde ideal para poder crear una poesía que cumpla esta función simbólica de alejamiento y desahogo de la realidad. Hablando de sus modelos en esta misma “Advertencia”, Meléndez afirma que “han sido mis guías el mismo Horacio, Ovidio, Tibulo, Propercio, y el delicado Anacreonte”. Sobre la importancia de este último, Meléndez hace un significativo autorretrato poético en el que la palabra huellas llena de resonancia su celebración del poeta griego del vino y el amor: Formado con su lección en mi niñez y lleno de su espíritu y sus encantos, hallará el lector en mis composiciones seguidas con frecuencia sus brillantes huellas. ¡Ojalá pudiese yo comunicarle en mis versos el recreo y las delicias que he encontrado en los suyos! Mi alma, naturalmente tierna y amante de la soledad, los ha dejado no pocas veces casi con lágrimas, para convertirse donde la llamaba la dura obligación (103-104).

Así, como incansablemente repite Meléndez, Anacreonte y su imitación son entendidos como un solaz de la realidad, no como un modo de expresar el yo sino de disfrazar al yo adulto los prosaísmos de la realidad. El contraste entre el mundo de la niñez, de la poesía y de la anacreóntica, y el mundo de la “dura obligación”, caracterizado en el resto de este texto como lleno de envidias y maledicencias, no puede ser mayor. La poesía anacreóntica de Meléndez nace, según su propio autor, con la voluntad explícita de ser un alejamiento de la dura realidad, como un baile donde, al menos momentáneamente, el yo puede relajarse y olvidarse de sus obligaciones en un mundo de belleza circular, musical y eterna. Como dice Meléndez, “¿Y qué descanso más útil y agradable que el comercio con las Musas, cuyas halagüeñas ficciones saben cubrir de rosas las espinas y hacernos gustar lo amargo del precepto entre la ilusión y la armonía?” (105). La poesía es ficción reconocida, sus adalides son la ilusión y la armonía, que tanta presencia tienen en la poética de Batilo. Los poetas del XVIII, al igual que los pintores de escenas galantes o los diseñadores rococó, no son seres ingenuos que desconocen las durezas de la realidad. Las espinas existen, nos dice Meléndez, pero es

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la poesía la encargada de convertirlas, aunque sea momentáneamente, en rosas. Pero es en la Poética de Luzán donde encontramos esta idea expresada de forma más clara. En el capítulo XIV, “De las imágenes fantásticas artificiales”, Luzán explica el poder de las imágenes no naturales en poesía para “enajenar los sentidos y embargar el discurso”. Así describe Luzán el encantamiento producido en el lector por las imágenes poéticas que es exclusivo de la poesía: Cuando se leen las composiciones de un poeta, cuya fantasía ha sabido con nuevas y vivas imágenes hermosear sus versos, parece que nuestra imaginación se pasea por un país encantado, donde todo es asombroso, todo tiene alma y cuerpo y sentido: las plantas aman, los brutos se duelen, se entristece el prado, las selvas escuchan, las flores desean, los suspiros y las almas tienen alas para volar de un cuerpo a otro; amor ya no es una pasión, sino un rapaz alado y ciego, que armado de aljaba y arpones, está flechando hombres y dioses; y todas estas cosas deben su nuevo ser a la fantasía del poeta, que ha querido darles alma y cuerpo y movimiento, sólo por deleitar nuestra imaginación y por expresar, debajo de tales apariencias, alguna verdad o cierta o verosímil. La fantasía, pues, del poeta, recorriendo allá dentro sus imágenes simples y naturales, y juntando algunas de ellas por la semejanza, relación y proporción que entre ellas descubre, forma una nueva caprichosa imagen, que por ser toda obra de la fantasía del poeta la llamamos imagen fantástica artificial (la cursiva es mía).

Las palabras que Conde, Luzán, Meléndez y Cadalso utilizan para hablar de la poesía logran recomponer un cuadro aparte en el que ésta forma parte de un juego consciente de alejamiento de la realidad: “un país encantado” (Luzán), un “ocio de juventud” (Cadalso), “el país de la ficción y el engaño” (Meléndez), una “diversión” (Cienfuegos). Uso la palabra juego en todas sus dimensiones y, sobre todo, para ir uniendo las varias líneas de desarrollo que he estado discutiendo hasta aquí. Si en sus palabras de prólogo Meléndez insiste en separar su dura vida “real” de su agradable vida poética, no es simplemente para construir una pintura más aceptable de sí mismo, el magistrado que castiga, impone justicia y condena a muerte y que comete la debilidad de escribir poesía anacreóntica, sino también para indicarnos a los lectores que la poesía que él escribe, y su yo poético, son creaciones ficticias, conscientemente artificiales, cuyo objetivo es hacer más llevadera la vida cotidiana del yo.

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La poesía rococó debe ser entendida dentro de este marco, que entiende la poesía y el poeta como simulacro y como máscara, respectivamente, como juegos de alejamiento de la realidad. Meléndez y Cadalso son conscientes de este hecho cuando escriben, y quieren que los lectores también lo sean. Pero, como veremos más adelante en este capítulo, dentro del juego existe el riesgo de que se cuelen elementos negativos; en el paraíso creado por Meléndez y Cadalso, existe el riesgo de que la realidad se filtre en el idilio. La amenaza del paso del tiempo y de la muerte, o la recreación de momentos de pérdida de la inocencia, complican estos juegos con alusiones al mundo real del que provienen.

EL JOVEN BATILO

Y EL VIEJO

ANACREONTE:

LA CREACIÓN DE UN NUEVO SUJETO

ANACREÓNTICO

De la tradición anacreóntica Meléndez hereda ya algunos rasgos inherentes al género, como, por ejemplo, el uso de la primera persona y la abundancia de poemas en los que el yo poético habla de sí mismo o de su poesía. Meléndez también readapta el sentido de “máscara” poética que es inherente al género anacreóntico, que para escribirse requiere disfrazarse como un personaje tan convencional como lo puede ser Baco; este disfraz o máscara representa un poeta viejo, amante del vino, de los hombres y de las mujeres bellas. La energía del poeta nace de su sed de vida en la cercanía de la muerte —otro tema convencionalmente anacreóntico es el carpe diem, también muy presente en Meléndez. El paso del tiempo es, junto al elogio del vino y del amor, el tema anacreóntico por excelencia, en parte porque Anacreonte, además de ser el cantor del vino y el amor, escribe utilizando una máscara —una persona poética— que se caracteriza por su vejez. Esta insistencia en la vejez de Anacreonte tiñe la experiencia del placer por el placer que evocan sus poemas con un tono inevitablemente elegíaco y desesperado, como sucede en los paraísos pintados por Watteau. Veamos cómo adopta Meléndez esta convención anacreóntica y cómo la subvierte, y qué nos dice esto sobre la poética de Meléndez y su concepción del yo. Leamos primero, simplemente, “De mis cantares” de Meléndez (y recordemos cómo Meléndez se bautiza a sí mismo poéticamente como Batilo, el joven amante de Anacreonte):

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“De mis cantares” Las zagalas me dicen: “¿Cómo, siendo tan niño, tanto, Batilo, cantas de amores y de vino?”. Yo voy a responderles; mas luego de improviso me vienen nuevos versos de Baco y de Cupido, porque las dos deidades, sin poder resistirlo, todo mi pecho, todo, tienen ya poseído.

Leamos ahora la Oda 7 de Anacreonte en la que se basa Meléndez, que reza así: Las mujeres me dicen, “Anacreonte, ya eres viejo; coge este espejo y mira tu pelo —que ya no tienes— y tu cabeza calva”. Pero, por lo que a mí respecta, me importa un bledo si el pelo está ahí o se cayó. Esto es lo que sé: Lo más apropiado es que un viejo apure los placeres de la vida cuanto más cerca se encuentra de la muerte. (traducción mía a partir de Rosenmeyer, 241)

Ambos poemas son claramente autorreflexivos —uno es metapoético, otro está dedicado al poeta mismo— y ambos utilizan un mismo procedimiento para comenzar, la voz de las mujeres que preguntan al poeta —unas zagalas en Meléndez, unas mujeres genéricas en Anacreonte—. Además, ambos poemas —y esto es lo que los diferencia profundamente— hacen referencia a la edad del poeta. Mientras que en Anacreonte y en toda la Anacreontea el poeta se describe a sí mismo como un viejo cuya energía surge de su sed de vida a las puertas de la

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muerte, Meléndez se retrata a sí mismo como todo lo contrario, como un niño. La importancia de este gesto para entender la poética de Batilo no puede ser mayor, y el que elija como nombre Batilo, el joven amante de Anacreonte, y no la máscara de Anacreonte mismo, refuerza esta elección. La referencia al estado “poseído” del yo probablemente viene de la Oda 1 de Anacreonte, de la que también se encuentran ecos en “A mis lectores” y en otra versión de “De mis cantares”, y en la que también se insiste en la vejez del poeta: (...) (Anacreonte) era viejo, pero todavía hermoso; hermoso, y además buen amante. (...) (traducción mía a partir de Rosenmeyer, 239)

Lo que quiero señalar aquí no es la obvia filiación temática y estilística de Meléndez con Anacreonte —Meléndez tituló Batilo su primera colección de poesías y escribió cientos de odas anacreónticas, tradujo a Anacreonte y salpicó sus poemas con su nombre y sus versos—, sino el momento en el que Meléndez se aleja de su fuente para autorretratarse como niño, y no como viejo. En contraste al ingente número de odas anacreónticas melendecianas donde la niñez es la protagonista, las odas de Anacreonte —y de la colección anacreóntica— dependen de la vejez de Anacreonte para adquirir su completo significado; así, la Oda 47 de Anacreonte comienza así: Soy un viejo, sí, pero bebo más que los jóvenes (...) y si tengo que bailar, me pondré en el centro, imitando a Sileno, y bailaré. (traducción mía a partir de Rosenmeyer, 258).

Igualmente, en la Oda 51 el poeta vuelve a autorretratarse como un viejo y alaba los atractivos de su pelo canoso: No huyas de mí porque tengo el pelo blanco. No rechaces

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los encantos de mi estación sólo porque la tuya está en flor. Mira cómo en las guirnaldas las flores blancas brillan más entretejidos los lirios con las rosas. (traducción mía a partir de Rosenmeyer, 260)

La Oda 53, nuevamente dedicada a sí mismo, comienza otra vez haciendo referencia a la juventud perdida del poeta: Cuando me paro a contemplar un grupo de muchachos regresa mi propia juventud; y entonces, sí, entonces, al baile yo, un viejo, voy arrastrado como si tuviera alas. Soy un loco y me dejo llevar por mi locura. Quiero que me pongan una guirnalda —¡pásame una! Quitándome mi blanca ropa de viejo bailaré como un joven entre los jóvenes. Que alguien me traiga el vino de la cosecha de Dionisos, para que podáis ver la fuerza de un viejo, sí, de un viejo que sabe cómo hablar, y cómo beber, y cómo enloquecer con gracia. (traducción mía a partir de Rosenmeyer, 260-261)

Es esencial notar esta preferencia por el autorretrato del poeta como un viejo de los poetas anacreónticos, ya que Meléndez subvertirá esta tradición anacreóntica autorrepresentándose como un niño, incluso en las anacreónticas que imitan más de cerca a Anacreonte, como también percibió Polt (véase Batilo, 43-44). Esto prueba que el tipo de imitación anacreóntica que se produce en XVIII es una imitación no pasiva sino activa, diferencial. Sin regresar a esta fuente clásica no podemos ver lo que hay de subversión en este gesto de reescritura del original anacreóntico. Meléndez adapta la máscara anacreóntica y sus convenciones a la perfección, pero incluso en sus poemas más cercanos a su fuente Meléndez da una vuelta a la tradición y escoge llevar la máscara anacreóntica, si bien una máscara nueva. En vez de pintarse como un viejo poeta, Meléndez se representa como un muchacho ya desde la primera de sus composiciones, “A mis lectores” —tradicio-

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nalmente considerada como una introducción a todos sus poemas, no sólo a las “Odas anacreónticas”—, y también en “De mis cantares”, el primer poema perteneciente a las “Odas anacreónticas” en sí. Casi en una posición liminal, dentro y fuera de la colección, ambos poemas enmarcan simbólicamente el resto de la colección creando una máscara poética consistente, no alterada en sus ingredientes básicos en las diferentes evoluciones de los poemas. La elección del nombre “Batilo” para firmar y titular sus composiciones anacreónticas y firmar su correspondencia personal está relacionada con esta decisión estética. En “A mis lectores”, el poeta rechaza los temas serios de la poesía épica y se autorretrata portando una “blanda lira” (v. 1), y en una posición pasiva y humilde, casi ridícula en un poema inicial —el poeta dice que “Yo tiemblo y me estremezco” (v. 9) ante el espectáculo de la guerra y lo sublime—. De nuevo rompiendo no sólo el molde anacreóntico sino las convenciones épicas en general, el poeta enuncia con fuerza en el v. 13, “Muchacho soy”, y se coloca gozando de “danzas y convites” (v. 16) que se oponen abiertamente al espectáculo de guerra y tragedia rechazado en los primeros versos. En contraste, el yo se pinta así a sí mismo rodeado de muchachas —“en coros las muchachas / se juntan por oírme” (vv. 20-21)—, coronado de rosas y brindando “entre risas y versos” (v. 19). El tema de la repetición —y la imitación— ya se debate conscientemente en estos versos dedicados “A mis lectores”, con la imagen del coro de muchachas que repiten las canciones del joven poeta. Finalmente, la última estrofa establece un linaje mítico para el poeta, otro modo de autorretratarse que apunta a la fluidez de la convención: “Pues Baco y el de Venus / me dieron que felice / celebre en dulces himnos / sus glorias y festines” (vv. 25-28). En “De mis cantares”, otro poema autorreflexivo que enmarca la colección de “Odas anacreónticas”, el poeta se coloca a sí mismo en escena, in medias res, como un “zagalejo simple” que se pierde al salirse del camino persiguiendo una mariposa y se queda dormido: “y un sueño tan felice / me asaltó que aún gozoso / mi labio lo repite” (vv. 69). En relación con el tema de la infancia que estoy tratando aquí, es importante que toda la colección anacreóntica de Meléndez esté precedida de una alusión al yo soñando, persiguiendo una mariposa y disfrazado nuevamente de “zagalejo simple”. Esto puede sugerir que, para Meléndez, todos los poemas anacreónticos son parte de un sueño, de una huida tras una mariposa del yo inocente, y como tal deben

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ser juzgados. La identidad del poeta en el sueño es, asimismo, una identidad soñada, creada, flexible como el material del que están hechos los sueños mismos. Precisamente, el poema que abría la edición de 1798 de las poesías de Cienfuegos, tituladas Diversiones, asocia la niñez con el sueño y muestra a un sujeto poético que, si es posible, se muestra aún más aniñado que en Meléndez Valdés: En mi cunita pobre, menesteroso niño, entre inocentes sueños posaba yo tranquilo, cuando hacia mí, sin flechas, amor risueño vino y, en torno de él, jugando otros mil amorcitos. (...) Y aun uno, el más gracioso, mudado en cefirillo, voló y me dio tres besos, y se durmió conmigo. (Cienfuegos, “Mi destino”, vv. 1-8, 25-28)7

Es casi inútil insistir nuevamente en la injusticia de considerar estos poemas ingenuos, cuando van precedidos de una especie de puerta o marco que el lector debe cruzar junto con el poeta. El mundo que sigue a esta introducción es una utopía —ahora podríamos llamarlo 7

Éste no es el único poema en el que Cienfuegos se autorrepresenta como un niño, pero es el más significativo por su posición de texto introductorio a la colección poética, ya que crea una persona autorial e instruye a los lectores en un modo determinado de lectura e interpretación. Las Diversiones de Cienfuegos se presentan como la obra de un sujeto lírico infantil y sumamente vulnerable —la fragilidad de Batilo llevada al extremo con la imagen de la cunita— y a la vez, como en Meléndez, comunican la idea de que la colección que precede es parte de un sueño, un simulacro poético consciente al que deben entrar los lectores aniñados, de corazón puro. Un ejemplo de otro poema sobre la infancia en Cienfuegos es “El recuerdo de mi adolescencia”, similar a otros de Meléndez como “Los recuerdos de mi niñez”. Si aquí la anacreóntica sirve un papel de nido maternal para el sujeto poético, en otros poemas de Iglesias de la Casa, como “Siendo yo niño tierno”, el referente anacreóntico se hace en términos de filiación paternal.

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un “simulacro”— poblada de personajes fantásticos y de niños que conviven con personajes mitológicos en un mundo de ficción con algunos aspectos aparentemente reales. En el caso de Meléndez, el poeta se autorretrata así como un niño pasivo e inocente, un pastorcito que se sale de la senda y sueña un sueño en el que juega con “otros dos zagales de belleza increíble, Baco y Amor” (vv. 9-10), que se le acercan precisamente para investir al yo, al poeta, de un disfraz para poder entrar al mundo fantástico del que se encuentra en el umbral; Baco le corona de yedra (v. 15) y tanto Cupido como el dios del vino le besan en la boca (v. 16) y le susurran al oído: “Tú de las roncas armas ni oirás el son terrible, ni en mal seguro leño bramar las crudas sirtes. La paz y los amores te harán, Batilo, insigne; y de Cupido y Baco serás el blando cisne” (vv. 20-28)

Esta profecía en estilo directo, que a su vez es también una especie de bautismo poético, un ritual iniciático, presenta ecos del mito de Pigmalión. Las palabras susurradas al oído, y especialmente la coronación —la investidura de la corona ritual— y el beso en la boca, son alusiones a la animación del poeta por parte de una entidad ajena a él. Es coherente que el poeta se autorretrate como un niño, una tabula rasa que espera para ser animada, para recibir el soplo vital de una entidad más grande que le posee. El carácter casi religioso, indudablemente mítico, de este bautismo nos debería ayudar a entender que el mundo que está detrás de estas puertas del sueño es un mundo que Meléndez reconoce como falso y utópico, como una creación poética. El personaje más adecuado para conducirnos a este mundo es precisamente la figura de un niño inocente, un zagalejo mítico, que se desprende de sus prejuicios para abandonarse al poder de una fantasía. La referencia final al “blando cisne” no deja de tener resonancias modernistas, ya que el mundo de marfil modernista y el mundo bucólico creado por Meléndez tienen mucho en común. Pero además, el cisne como sím-

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bolo de la voz poética la caracteriza como bella y blanda, y convierten al poeta en una especie de conductor de un barco que nos conduce a un mundo idílico como el de los cuadros de Watteau. No quiero acabar el comentario de este importantísimo poema sin aludir a otro aspecto fundamental: el nombre que recibe el poeta niño es Batilo. La elección de este nombre está cargada de significado, y más aún cuando consideramos que Meléndez no sólo usó este nombre a lo largo de su vida, en sus cartas, en sus tertulias, sino que tituló Batilo su primera colección de poesías anacreónticas. Como se ha discutido en el capítulo primero, Batilo es el amante masculino de Anacreonte en la poesía atribuida tradicionalmente al poeta del vino y el amor de Teyo. Y aquí está el otro gran gesto de subversión de Meléndez respecto al molde anacreóntico y sus convenciones. Como hemos visto, la máscara anacreóntica presupone que el poeta en primera persona se caracterice como un viejo; Meléndez se pinta a sí mismo, sistemáticamente, como un niño en muchos de sus poemas anacreónticos. La segunda gran ruptura se produce con la elección de otra máscara, la del amante del viejo poeta Anacreonte, el bello y joven Batilo. El personaje de Batilo aparece en varios poemas de la Anacreontea, y quizá el más representativo es la Oda XVII, que precisamente está dedicada “A Batilo, el joven”. Por supuesto, Meléndez sabía lo que estaba haciendo cuando escogió este nombre y cuando mostró su propio bautizo poético en “De mis cantares”. Quiero insistir en que el poeta elige disfrazarse no como Anacreonte el viejo —como hacen todos los poetas anacreónticos—, sino como Batilo el niño. Y es significativo el hecho de que, en las poquísimas traducciones de Anacreonte que se hicieron a finales del siglo XIX, mencionar a Batilo se ha convertido en tabú: “Llama la atención que Batilo, uno de los personajes centrales de la obra de Anacreonte, el joven muchacho al que el poeta de Teos dedica muchos de sus poemas, no aparezca en ninguna de las versiones seleccionadas (del siglo XIX)” (González Delgado, 194). Aunque he decidido centrarme en las representaciones del yo como niño que aparecen en las anacreónticas de Meléndez Valdés, estas equiparaciones entre el yo poético y el niño, esta infantilización del poeta también se aprecia en otros poetas, entre los cuales destaca la siguiente anacreóntica de José Iglesias de la Casa, que literalmente comparte varios versos con el poema “Siendo yo niño tierno” de Meléndez Valdés:

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Siendo yo niño tierno iba cogiendo flores con otra tierna niña, por un ameno bosque, cuando sobre unos mirtos vi al Teyo Anacreonte, que a Venus le cantaba dulcísimas canciones. Voyme al viejo y le digo: “Padre, deje que toque ese rabel que tiene, que me gustan sus sones”. Paró su canto el viejo, afable sonrióme, cogióme entre sus brazos y allí mil besos diome. Al fin me dio su lira, toquéla, y desde entonces mi blanda musa sólo, sólo me inspira amores. (José Iglesias de la Casa, “Anacreónticas”)

Tanto Cienfuegos como Nicolás Fernández de Moratín pueden aportar numerosos ejemplos del yo del poeta que se autorrepresenta como un niño en la poesía anacreóntica, lo que demuestra que la referencia al yo como niño no es sólo una identificación de Meléndez Valdés, sino una convención que afecta a otros poetas de la época. Así, en el caso de Moratín padre, en el conjunto de sus “Anacreónticas” encontramos abundantes composiciones donde el sujeto poético se autorrepresenta como un niño. En “Motivo de escribir mi obra (el Poeta)”, la musa se dirige al joven poeta llamándole “muchacho temerario” (v. 23) y avisándole de los peligros de escribir poesía aludiendo a su juventud: “Muy débil es tu aliento” (v. 29). Además, Moratín padre usa constantes referencias al mito de Icaro en sus anacreónticas, precisamente para aludir a la inexperiencia del sujeto poético. En “Motivo de escribir mi obra”, por ejemplo, la musa usa el ejemplo de Icaro, con el que compara el intento de escribir del joven poeta: “La avilantez repites / del que con furia loca, / con derretidas alas / dio su nombre a las ondas” (vv. 25-28).

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Igualmente, en el poema “Los dos niños”, se repite esta misma identificación entre el yo y la figura convencional de un niño que ya hemos visto en Meléndez y en Cienfuegos: Era yo niño, cuando por un bosque vagando, hallé otro niño hermoso, que alegre y presuroso se acerca, y abrazóme; un dulce beso dióme, y halagüeño a mi oído dice: yo soy Cupido, mi ciencia te interpreta que serás gran poeta; pero mayor amante. (“Los dos niños”, vv. 1-12)

En “El nido de Amor” Moratín regresa a esta asociación del yo con el niño y alude explícitamente al mito de Icaro (vv. 15-18). La inocencia del yo es la condición necesaria para que el amor pueda entrar en su pecho, un motivo de raíz claramente anacreóntica, pero es importante que, al igual que sucede en Meléndez Valdés, la referencia al yo niño no está en la fuente sino que es un añadido original de estos poetas: “El hijo de Venus, / el falso Cupido, / entróse en mi pecho / cuando yo era niño” (vv. 1-4). En “El sueño”, el yo poético se describe a sí mismo como “niño y cobarde” (v. 34). El motivo de la niñez se recrea poéticamente con diminutivos que contribuyen a reforzar aún más la pequeñez del poeta, su desvalimiento: “Con pueril ceño, / suave sueño / me dejó en calma / la débil alma; / Las florecitas / de las manitas / se me cayeron” (vv. 42-48). Nuevamente, como sucederá en Meléndez, se asocia la inocencia del yo con su capacidad para escribir poesía, como una condición previa necesaria para obtener la inspiración anacreóntica. De hecho, esta imagen de la musa infantil se personifica en “El sueño” en la imagen de “las nueve hermanas, / niñas lozanas” (vv. 52-53), que coronan al yo niño del poeta con una guirlanda y que a su vez le besan —como hemos visto, un gesto recurrente en Meléndez, Cienfuegos y en otros poemas del mismo Moratín, pues en todos ellos se erotiza la inspiración recibida por el yo niño—. En otro poema titulado “Aventura”, el yo poético narra una historia simbólica que comienza así:

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Era yo pequeñito y aun no contaba un lustro, cuando llegué jugando a un romeral inculto. Allí la blanca rosa, allí el clavel purpúreo, y el lirio azul formaban Paraíso segundo. (“Aventura”, vv. 1-8)

Estos poetas que se representan como niños sitúan su poesía en un lugar sin tiempo y sin espacio que tiene mucho en común con el mundo de los sueños o con este “Paraíso segundo” al que alude Moratín en su poema. La niñez es el estado más próximo al estado de inocencia anterior a la caída, pero como indica su adjetivo, “segundo”, y el uso del tiempo pasado con el que da comienzo la pequeña historia —“Era” (v. 1)— se trata de un estado artificial de inocencia, y como tal, está amenazado por la idea de su fugacidad, de su convencionalidad, y por la amenaza de la caída, de la pérdida de la inocencia o el despertar de un sueño que tiñen estos poemas de una inevitable melancolía. Como señala la voz poética de “La vida poltrona” de Moratín padre, “despertar no quiero / sino para acostarme” (vv. 25-26). Ya hemos leído varios poemas de Meléndez y de otros miembros de su escuela donde hemos podido apreciar, incluso en una lectura superficial, que la infantilización de la voz poética no disminuye el erotismo inherente al género anacreóntico. Meléndez, ya lo hemos visto, mantiene el carácter autorreflexivo y metapoético propio de la Anacreontea, y también mantiene el carácter erótico que asociamos con el género anacreóntico, compatible a su vez con su elección del pseudónimo Batilo, el joven amante de Anacreonte. Sin embargo, Meléndez decide conscientemente subvertir esta tradición superponiendo a la máscara anacreóntica tradicional un nuevo elemento que puede interpretarse como subversivo o como una domesticación de la fuente griega: la infantilización de la voz poética.

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LA PÉRDIDA DE LA INOCENCIA En este estudio sobre la representación del yo en la poesía del siglo XVIII, el tema de la pérdida de la inocencia tiene un lugar importante, no sólo por el gran número de composiciones que poetas como Meléndez dedican a este tema, sino también por el modo especial de tratar esta pérdida, que es a su vez una ganancia desengañada de autoconciencia del yo de su propia identidad, el amargo despertar de un sueño. Voy a explorar en este apartado cómo Meléndez expresa este momento clave en la definición de la propia identidad —el momento en el que el yo se reconoce otro al que era antes, que es también el momento en el que el yo se reconoce a sí mismo, pues nacer al desengaño es también nacer como sujeto. Para poetas dieciochescos como Meléndez, este momento de doloroso desengaño sólo puede contrarrestarse con la creación de un paraíso poético artificial que sirva como sustituto del que se ha perdido para siempre. Diferentes recursos de evasión y alejamiento de la realidad —el sueño, la bebida, el baile, la fiesta, el regreso a la niñez, el recurso al arte por el arte— ayudarán al poeta a sobrellevar la experiencia negativa de conocimiento que subyace en sus poemas.8

8 R. Merritt Cox ya subrayó en los setenta que “the frivolity and hedonism (...) represent only the pleasant surface of what in its totality is very personal, profound poetry” (59). Aunque Merritt Cox está refiriéndose concretamente al poema “A mis lectores” —una imitación directa de Anacreonte (Colford, 145)—, todo el capítulo que dedica a la poesía ligera de Meléndez en su clásico Juan Meléndez Valdés (1974) construye una nueva imagen de la poesía ligera de Batilo, que en manos de Merritt Cox se torna en una fuente para la actitud modernista ante el mundo a fines del XIX (61) por la belleza y musicalidad de la forma que expresan un mensaje de abandono y escapismo (60). Si bien Merritt Cox no logra comunicar exactamente qué es lo que hace que la poesía “ligera” de Meléndez tenga un lado superficial y otro que es calificado de “quite personal and serious” (62), las comparaciones que hace respecto a las anacreónticas de Meléndez con otras obras de arte y otros géneros contribuyen a explicar en qué consiste esta otra cara de Meléndez, esta profundidad que se oculta bajo un exquisito tapiz de belleza y color. Ya he citado la comparación que de pasada hace Merritt Cox de la poesía de Meléndez con el Modernismo, pero otras breves referencias al cisne (64) y al uso de la golondrina como imagen de escapismo (66), así como la culminación del análisis de Merritt Cox en el poema “A Dorila” (68-69), componen en conjunto un fresco en el que la poesía de Batilo se entiende en su dimensión más profunda y autorreflexiva.

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En “Novels of Innocence: Fictions of Loss”, Nancy K. Miller comienza su análisis de las novelas de Henry James aludiendo a un intertexto arquetípico en la cultura occidental —el tema de la caída, la expulsión del paraíso, la pérdida de la inocencia (Miller 1979, 325) —. Estas preocupaciones quedan reflejadas en Meléndez en un intento poético de regresar artificialmente al tiempo sin tiempo de la infancia, un simulacro rococó en el que, sin embargo, se cuelan referencias a la muerte, el peligro y el paso del tiempo. El que en la poesía dieciochesca el tema de la pérdida de la inocencia ocupe un importante puesto temático no debería sorprendernos. La caída de Eva, la de Luzbel, la de Icaro, la de Edipo, la de Ana Ozores, la de tantas y tantas heroínas dieciochescas y decimonónicas, la del noble salvaje rousseauniano en la civilización que lo corrompe, son todos ejemplos de cómo la literatura se apropia de ciertos mitos y los manipula para expresar diferentes preocupaciones, diferentes concepciones del mundo y del yo. En Meléndez, el uso del disfraz del poeta como niño subraya el contraste entre el pasado feliz e ignorante y el presente desengañado: “Mis ilusiones” ¡Cuán grata la memoria las horas fugitivas renueva embelesada de mi niñez florida! ¡Con qué indecible encanto repaso aquellos días de aéreas esperanzas, de olvido y paz sencilla, en que todo a mis ojos riente se ofrecía, pura siempre y sin nieblas del sol la luz benigna! ¡Aquéllos en que al lado de la sin par Dorila con la feliz llaneza que la igualdad inspira, yo, de su amor naciente las tímidas primicias, y ella el mío en los trinos

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gozaba de mi lira! No trocando dichoso mi oscuridad tranquila por cuanto los mortales con más ardor codician, sin los cargos y penas que hoy mi espíritu abisman, sobrando a mis deseos mi humilde medianía, yo ciego la adoraba, y ella por mí perdida con virginal ternura más ciega me quería, siguiendo mis pisadas, cual dulce tortolita que de su fiel consorte ni un punto el lado olvida. Amor nos dio sus fuegos, Citeres sus delicias, nuestra inocencia amable, descuido y alegría. ¡Oh tiempo afortunado!, ¡oh edad de amor y risas!, ¡sabrosas ilusiones, que aun la razón fascinan! Cuando alegre os recuerdo, piensa el alma embebida que la corriente sube del río de la vida, y en un grato delirio por su plácida orilla, toda juegos y bailes, toda aplausos y vivas, entre flores y sombras, cual un tiempo solía, a mí aun niño me sueño, y a mi Dorila niña. Y bebo y canto y río, y en nueva lozanía los años desparecen que mi verdor marchitan. El aire embalsamado

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y la delicia misma respira alegre el seno que respirar solía, y los dulces transportes y encantos y alegrías que entonces me embriagaron la mente se imagina. ¡Feliz yo, cuántas veces me ofrece compasiva las sombras mi memoria de mis pasadas dichas!

El poema “A Dorila” de Meléndez es un buen ejemplo de la importancia del tema de la pérdida de la inocencia en Meléndez y el modo aparentemente superficial como se trata esta pérdida, que es el clímax simbólico que recorre el poema, pero que, significativamente, no aparece en primer plano. Dorila, una especie de Caperucita roja cuyo “escarmiento” se produce fuera de la vista del espectador, recorre un viaje simbólico en el que va a buscar flores llena de inocencia y regresa llorando por haber perdido la suya. La estructura especular del poema, aparentemente sencillo —parece sacado directamente del Romancero—, contribuye a realzar en su forma esta pérdida de la inocencia que es el centro de atención de Meléndez, la ida y la vuelta simbólicas, y el cambio irreversible que es el centro del poema y que se simboliza mediante los arquetipos del camino y la búsqueda, usando un paisaje, un simbolismo y un tratamiento que tienen mucho en común con The Virgin Spring de Ingmar Bergman. “De Dorila” Al prado fue por flores la muchacha Dorila, alegre como el mayo, como las Gracias linda. Tornó llorando a casa, turbada y pensativa, mal trenzado el cabello y la color perdida. Pregúntanla qué tiene, y ella llora afligida;

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háblanla, no responde, ríñenla, no replica. Pues, ¿qué mal será el suyo? las señales indican que cuando fue por flores perdió la que tenía.

Como sucede en The Virgin Spring, es llamativo que la pérdida de la virginidad de Dorila y la violación de la protagonista del film de Bergman, que sí sucede a la vista del espectador, ocurra en medio del lugar ameno atemporal, arcádico, que es característico del arte rococó. Nuevamente debo insistir en que, como sucede en Watteau, lo oscuro subyace dentro del mismo paraíso creado por el artista, como si el simulacro mismo de la realidad se viera invadido inevitablemente por lo oscuro, o como si el sueño alegre se viera interrumpido inevitablemente por alguna breve pesadilla, o por la intuición del mal que se esconde en el paraíso creado por el artista. Pero es en otros poemas sobre el mismo tema —la pérdida de la inocencia— donde empezamos a ver otras estrategias para la representación de esta pérdida del paraíso y la función de la poesía de recrear un universo paralelo donde combatir la maldición del conocimiento, una especie de simulacro poético de un mundo que comparte las mismas características del mundo contemporáneo a Meléndez pero que, como posteriormente la Valverde de Lucerna de San Manuel Bueno, mártir, es un lugar eterno y sin tiempo.9

9 Nuevamente debo regresar a Merritt Cox, quien alude a la pintura de Watteau L’Embarquement Pour L’Ile De Cythère (83) para explicar mediante una comparación cómo “the poet and the artist have imposed a real world on a romanticized, imagined one (...) the poses of the figures in the painting (aquí está aludiendo a Le Rendez-vous de Chasse de Watteau y al poema “Batilo” de Meléndez) reflect the expounding of the beatus-ille theme in the poem. This theme is not a call to the real world of country life, but a stylized one (...) the surprising thing about each work is that neither really seems false or artificial if we see them as products of the age-old longing for escape. By no means is such a desire ever inherently superficial” (82-83). Por su parte, Polt señala que, en sus poesías anacreónticas, Meléndez “intenta (...) dominar y fijar el tiempo, creando en sus versos algo que semeja a lo que celebra Keats en Ode on a Grecian Urn y que no puede existir en el mundo real: una eterna primavera de rosas, palomas y blandos céfiros, donde el amor no por ser sensual deja de ser inocente y donde el vino y la poesía misma inducen un perpetuo sueño de felicidad” (49).

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En muchas ocasiones, el tema de la pérdida de la inocencia aparece entretejido con un reconocimiento del paso del tiempo por parte del poeta. Lo interesante es que la estructura de estos poemas anacreónticos suele reproducir en su forma el proceso más grande de la pérdida de la inocencia en el lector. Normalmente, el poema comienza creando un ambiente idílico, arcádico —un paraíso secularizado— en el que el yo poético se recrea. De repente, una sombra simbólica aparece —el reconocimiento de la fugacidad de la imagen creada anteriormente— y finalmente, tras esta anagnórisis, el yo poético decide —e insta al lector o a la amada— a disfrutar la vida y olvidarse de la realidad. Es decir, la pérdida de la inocencia sólo puede contrarrestarse con el fingimiento de una inocencia que no existe. Así sucede en “De la primavera”, donde a unos sesenta versos de descripción de una escena idílica con pastores danzando en un prado les sucede una reflexión sobre la fugacidad, la fragilidad de este idilio poético. Tras la larga y animada descripción del placer y el brutal choque del recordatorio del paso del tiempo —tempus fugit— el carpe diem y la invitación al placer parecen, de veras, la única salida a esta traumática y placentera experiencia poética creada hábilmente por Meléndez. En “A Dorila” —nótese que es un poema diferente al que acabo de mencionar, “De Dorila”— la estructura varía de orden y se comienza reconociendo el paso del tiempo para luego persuadir a Dorila a fin de que goce con el poeta “de la niñez (...) pues vuela tan aprisa”. La descripción de la muerte como un títere risible, pero con efectos reales en el cuerpo de los amantes, es otro modo de reconocer la pérdida de la inocencia —el reconocimiento de la propia mortalidad— para regresar a una niñez no inocente, a una niñez —digamos— carnavalesca, artificial, tan propia de una mascarada como la descripción misma de la muerte, que no aparece casualmente contextualizada en un baile ni representada casi como el “Coco” con el que se asusta a los niños: “A Dorila” ¡Cómo se van las horas, y tras ellas los días, y los floridos años de nuestra frágil vida! la vejez luego viene,

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del amor enemiga, y entre fúnebres sombras, la muerte se avecina, que, escuálida y temblando, fea, informe, amarilla, nos aterra, y apaga nuestros fuegos y dichas. el cuerpo se entorpece, los ayes nos fatigan, nos huyen los placeres y deja la alegría. Si esto, pues, nos aguarda, ¿para qué, mi Dorila, son los floridos años de nuestra frágil vida? Para juegos y bailes y cantares y risas nos los dieron los cielos, las Gracias los destinan. Ven, ¡ay!, ¿qué te detienes? ven, ven, paloma mía, debajo de estas parras do lene el viento aspira; y entre brindis süaves y mimosas delicias de la niñez gocemos pues vuela tan aprisa.

En “De lo que es el amor”, el yo poético regresa al tiempo inocente de la infancia, pero no se encuentra solo sino junto a su amada Dorila. La descripción de una escena idílica de inocencia es interrumpida por una volta que decodifica esta escena desde el desengaño. La estructura, que se complace en recrear los placeres inocentes de una escena en el recuerdo, contribuye a hacer más fuerte el peso del desengaño que sigue: Pensaba cuando niño que era tener amores vivir en mil delicias, morar entre los dioses. Mas luego rapazuelo,

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Dorila cautivome, muchacha de mis años, envidia de Dïone, que inocente y sencilla, como yo lo era entonces, fue a mis ruegos la nieve del verano a los soles. Pero cuando aguardaba no hallar ansias ni voces que a la gloria alcanzasen de una unión tan conforme cual de dos tortolitas que en sus ciegos hervores con sus ansias y arrullos ensordecen el bosque, probé desengañado que amor todo es traiciones y guerras y martirios y penas y dolores.

Una misma estructura de “hecho-aceptación-evasión” aparece en “De las riquezas”, donde el poeta se queja de que “Ya de mis verdes años / como un alegre sueño / volaron diez y nueve / sin saber dónde fueron. / Yo los llamo afligido, / más pararlos no puedo” (1-6). Otras variantes del motivo de la pérdida de la inocencia aparecen en el interesantísimo poema “De unas palomas”, donde el poeta reproduce embelesado una escena idílica —con ecos obvios del mito de Narciso ovidiano— en la que el poeta, a la orilla de un estanque, contempla jugar a las palomas en el agua hasta que se le cae la lira de las manos (15-16). De repente, y de nuevo tras una tirada de cuarenta versos de puro placer absorto, aparece en el cielo un milano que roba una de las más bellas palomas que jugaban en el estanque (40-52). El caos invade la antes idílica escena y el yo aparece en una coda final, con “el alma cubierta / de amargura y espanto” (56-57). Esta escena hace reflexionar al poeta sobre la “desvalida inocencia, / siempre mísero blanco” (5758). El placentero lugar ameno alberga en sí la sombra, y el poeta es consciente de los peligros de ignorar el mundo y de autorrepresentarse como parte de ese grupo de seres inocentes y desvalidos como las palomas y los niños.

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Las ubicuas alusiones a la bebida, aparte de proceder de una larga tradición anacreóntica, son otro modo alternativo de luchar contra la pérdida de la inocencia, otro nuevo paraíso artificial como la poesía o el culto a la niñez, el baile o la inocencia de las aves. La bebida es un procedimiento de evasión colectivo, que el poeta utiliza como recurso para combatir la conciencia de la fugacidad del tiempo y los aspectos negativos de la existencia. En “De un convite”, el yo describe durante más de setenta y cinco versos un banquete y sus recuerdos de amor con Dorila, e incita a sus amigos a disfrutar los placeres sensuales y la bebida. Sólo a partir del verso 85 descubrimos el motivo que subyace detrás de este banquete, ya anunciado en su temporalidad con la mención en el verso 80 al plazo (“prolonguemos el plazo”). El resto del poema es una descripción de cómo el tiempo huye, lo que justifica las ansias de evasión y la búsqueda del placer por el placer de los versos anteriores: que las horas escapan fugaces y callando (...). Nuestro cabello de oro de nieve harán los años, y nuestra alegre vida de duelos y quebrantos. Entonces ni los bailes, ni el vino más preciado, ni el rostro más travieso podrán regocijarnos. Del día que nos ríe gocemos, pues en vano será inquirir si un otro nos lucirá más claro. (vv. 85-104)

Significativamente, Polt conecta las frecuentes alusiones a la huida en las anacreónticas de Meléndez con el tema de la huida del tiempo, que a su vez puede relacionarse con “el deseo de presentarse como más joven, más niño” (47) que Polt nota en la evolución estilística del poema “Ya de mis verdes años”. Además, otros aspectos que caracterizan la forma de la poesía de Meléndez —el uso de arcaísmos léxicos, latinismos y diminutivos, todos procedimientos que alejan el lenguaje

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poético de lo cotidiano y de lo popular— pueden entenderse según el clarividente análisis de Polt como parte del ansia del poeta de alcanzar la intemporalidad en su propio lenguaje (veáse Polt, Batilo, 58-62): Tanto el arcaísmo como la tendencia latinizante sirven para separar la expresión poética del lenguaje ordinario y cotidiano. La diferencian estilísticamente y también, podríamos decir, temporalmente: tratan de crear un lenguaje poético que no sea exclusivamente de ninguna época, que transcienda los límites temporales. Este esfuerzo puede relacionarse a su vez con el motivo (...) de la huida, y concretamente de la huida del tiempo. Es, en efecto, una manera más de contrarrestar el fluir constante del tiempo y de erigir, por medio de las palabras de la poesía, un monumentum aere perennius (62).

El poema “De mis niñeces” resume el cruce de estos temas, si bien aquí se muestra una pérdida de la inocencia vista en términos positivos, como un preludio a los placeres del amor. El poema resume la niñez del yo y sus juegos con Dorila, y describe cómo “poco a poco / la edad corrió de prisa, / y fue de la inocencia / saltando la malicia. / Yo no sé; más, al verme / Dorila se reía, y a mí de sólo hablarla / también me daba risa” (1220). Siguiendo el ejemplo de “dos tortolitas / que con trémulos picos / se halagaban amigas” (25-28), los dos amantes niños siguieron su ejemplo, y entonces, “en un punto, cual sombra / voló de nuestra vista / la niñez, mas en torno nos dio el amor sus dichas” (36-40). En A Short History of the Shadow, Victor Stoichita, al recorrer las discusiones que trazan el origen mítico del arte en el trazo del contorno de la sombra humana, alude al carácter erótico del trazado de estos primeros mitos sobre el origen del dibujo. Aludiendo a la Historia natural de Plinio, Stoichita subraya el origen erótico, el carácter de sustitución que tiene el origen del arte de la pintura.10 El dibujo cuyo obje-

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Según Plinio, este origen puede trazarse a la historia de Butades, un alfarero corintio, y especialmente a su hija quien, enamorada de un joven que se marchaba al extranjero, dibujó el contorno de su sombra —proyectada por una lámpara— en la pared. El alfarero cubrió con barro este contorno y así creó un bajorrelieve y dio origen mítico, según Plinio, al arte escultórico y a la pintura —a las artes plásticas (véase Stoichita 1997, 11)—. Stoichita ofrece una hipótesis que interpreta el mito evocado en la Historia natural de Plinio a partir del valor sustitutivo de la sombra: “The shadow helps the young woman capture (circumscripsit) the image of her departing lover by creating a

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tivo es hacer presente lo ausente al capturar una sombra mediante el arte puede compararse con el impulso que está detrás de los poemas de Meléndez. La ausencia de inocencia y de juventud se intenta sustituir o resucitar artificialmente creando un universo poético evocador que en su falsedad y su alejamiento del presente subraya la ausencia que le da origen. El que en “De mis niñeces” se acabe equiparando la niñez con una sombra no deja de resonar con múltiples interpretaciones a la luz de estos mitos sobre el origen de las artes plásticas que estudia Stoichita. Es más, en la mayor parte de los poemas de Meléndez se produce la creación de dobles de los protagonistas humanos, sean animales como palomas o tórtolas, o simplemente niños que representan el pasado inocente de los amantes y los alejan de su presente. En “De mis niñeces”, el doble del yo poético y Dorila son “dos tortolitas” amorosas (25), a partir de cuyo ejemplo los niños amantes —cuyas acciones también aparecen dobladas, al unísono— pierden la inocencia. Al tornarse sombra —doble, espejo— de las tórtolas, los amantes niños ven marcharse su niñez “cual sombra” (37), pero obtienen a cambio las dichas del amor (40). Las imágenes de doblez de los protagonistas —a su vez dobles uno de otro, al mismo tiempo dobles infantilizados de sí mismos y dobles también de las dos tórtolas dobles—, así como la alusión a la sombra de la niñez que vuela y se aleja como los pájaros ante lo que imaginamos el primer beso del yo y Dorila, proyectan en la escena múltiples significaciones.

replacement. The issue raised here is considerable, for in fact it highlights a metaphisical quality of the image whose origins should be sought in the interruption of an erotic relationship, in a separation, in the departure of the model, hence the representation becomes a substitute, a surrogate. (...) the primary purpose of basing a representation on the shadow was possibly that of turning it into a mnemonic aid; of making the absent become present. (...) The real shadow accompanies the one who is leaving, while his outline, captured once and for all on the wall, immortalizes a presence in the form of an image, captures an instant and makes it last” (íd., 15). Stoichita interpreta la narración de Plinio y descubre su capa de significado más profundo: “On the eve of her beloved’s departure, Butades’ daughter ‘captured’, so to speak, the image of her lover in a verticality mean to last forever [en oposición a la sombra proyectada en el suelo y sus connotaciones fúnebres]. Thus she exorcized the threat of death, and his image— making up for his absence—kept him for ever ‘upright’, i.e. ‘alive’” (íd., 16).

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La poesía de Meléndez Valdés y su creación de un universo alternativo —el paraíso artificial que ya he mencionado—, donde se recrea y se canta todo lo perdido o lo que se perderá, alude con su creación de un universo doble, alternativo, paralelo, a la necesidad de encubrir artísticamente, de crear un doble del mundo real donde el tiempo y la muerte desaparezcan. Del mismo modo, el yo y la amada, a su vez indistinguible del yo, se caracterizan como niños, otro estado mental alternativo que alude a la inocencia y que evade las referencias al tiempo y a la muerte. Como las drogas o la bebida, el paraíso poético creado por Meléndez, lleno de ecos, lagos y sombras, es un doble de la realidad que sirve para alejarse temporalmente de ésta, pero que la necesita como premisa para su propia existencia. No es la primera vez que hablo de la importancia del doble, el eco y la ausencia en Meléndez, pero en este capítulo quiero avanzar un paso más. “De mis niñeces” es sólo un ejemplo de la sombra que cae en estos poemas aparentemente inocentes, donde se mezcla, por medio de dobles y sustituciones sucesivas, lo más luminoso con lo más oscuro, para luchar contra la fuerza de esto último. Como sucede en el mito narrado por Plinio e interpretado por Stoichita, la mezcla de ausencia, creación artística y erotismo está relacionada con un impulso básico de supervivencia poética, un canto contra la muerte: “It is easy to see these lines as a mixture of erotic exorcism and propiciatory practice, undertaken to avert the death of the departed loved one” (íd., 16). El amado muerto en Meléndez no es Dorila, sino su propio yo inocente y niño, a cuya ausencia canta el poeta, como posteriormente harán Machado o Juan Ramón Jiménez. En “A un pintor”, el tema de la ausencia, el doble y el reflejo vuelve a convivir con el motivo del erotismo y la conciencia autorreflexiva del poeta de su propia labor; al fin y al cabo, la descripción del origen de las artes plásticas de Plinio y la de Ovidio con Pigmalión comparten la energía erótica como impulso vivificador de la creación artística, que en ambos casos tiene un carácter de doble del yo y de sustituto. A partir del motivo anacreóntico —también retomado por Cadalso en sus Ocios— del amante que pide a un pintor el retrato de su amado ausente y se regocija así en una descripción altamente erotizada de todos sus encantos, Meléndez vuelve a erigirse en Pigmalión, en artista de las palabras que compone una imagen visual de un amado o amada asexuado, llamado en varias ocasiones con el significativo apelativo de “mi ausente” (4, 87).

Capítulo 3 LA MÁSCARA DEL BORRACHO Y LOS TAMBALEOS DEL SUJETO ILUSTRADO

Desde los tiempos clásicos a los que los poetas salmantinos regresan como fuente de inspiración, la mitología, la literatura y hasta la filosofía han atribuido al alcohol el poder de otorgar una personalidad imaginaria a aquel que lo consume, de hacerle perder el sentido de quién es normalmente para hacerle sentir alguien nuevo, parte de una comunidad en la que lo individual se sacrifica a favor de lo colectivo y la razón desaparece. Aunque, en tanto ilustrados, los poetas del XVIII rechazaban los excesos y el hedonismo descontrolado, ya hemos visto que para Cadalso, Iglesias o Meléndez Valdés la poesía era un reducto privilegiado donde poder dejarse llevar por pasiones imaginadas que les estaban más o menos vedadas en sus vidas cotidianas, una válvula de escape donde el aspirante a “hombre de bien” podía soñarse libre de ataduras y obligaciones políticas y religiosas. Transfigurándose en borrachos en sus poemas, los ilustrados voluntariamente hacen tambalearse los principios razonables que persiguen en sus escritos en prosa y en sus vidas diarias, y logran experimentar una especie de catarsis que les purifica de sus instintos más salvajes y autodestructivos, y que les devuelve renovados a sus labores cotidianas. Al mismo tiempo, representarse a sí mismos como borrachos les permitía enlazar con la prestigiosa tradición clásica presidida por Anacreonte y crear una comunidad imaginaria de ocio masculino donde los rígidos preceptos morales y sexuales de la época se desvían de lo normativo de modo casi libertino.

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Que Baco es el protagonista de un gran número de poemas en el siglo XVIII español es un hecho evidente en una primera lectura de cualquier antología. Moratín padre, Cadalso, Iglesias, Forner, Meléndez, Cienfuegos, Arriaza, el conde de Noroña y hasta Alberto Lista tienen en sus colecciones composiciones de este tipo. Del mismo modo, alabar el vino y la borrachera es un lugar común de la poesía (Wilner, 34) y del arte, no sólo el del XVIII. Aun así, esta “convencionalidad” de la poesía dieciochesca no debería impedir el estudio del yo borracho y de su especificidad histórica y literaria. De hecho, cuando comparamos el abundante número de composiciones báquicas de la segunda mitad del XVIII con las relativamente escasas muestras existentes durante el siglo XVI y XVII, el siglo XVIII emerge como un momento de auge absoluto de la temática báquica. A su vez, cuando leemos la poesía romántica decimonónica, el tratamiento de la embriaguez es tan distinto del que se manifiesta en el siglo XVIII que se confirma que la poesía báquica dieciochesca responde a preocupaciones culturales y estéticas específicas a su tiempo y dignas de explorarse con atención. La asociación del yo del poeta con la figura del borracho puede darnos una pista sobre cómo se entienden el yo y la identidad en la poesía del XVIII español, pero también nos abre la puerta a la ambigüedad inherente al proyecto ilustrado, que por un lado canta a la razón y sus principios y por otro los derriba con múltiples cantos donde el poeta se identifica con figuras que, como el borracho o Baco, son emblemas de una irracionalidad destructiva. La elección de un disfraz, de una máscara —como la del niño, la de Anacreonte o la de Baco que nos ocupa ahora—, nos está comunicando, ya desde su elección misma, la posibilidad de cambiar de identidad, celebrando la mutación que la poesía (y el vino) hacen posible. Más allá de la emulación de lo clásico que supone la anacreóntica, la recurrente elección de Baco como alter ego del yo poético es de nuevo un síntoma de la borrosa condición del ser ilustrado. Como una poción mágica, el vino transforma al que lo bebe en otros. Estos dobles borrachos de los poetas dieciochescos son seres extraños, retrato y negación a la vez del yo que los crea, y por lo tanto, son otro de los lugares privilegiados donde se puede explorar la concepción de la identidad y del yo poético en el siglo XVIII. Aunque Baco es un personaje heredado de la tradición, ¿qué tiene de particular este Baco dieciochesco respecto a sus antecedentes? ¿Por qué se canta a Baco y al vino y qué se está celebrando al hacerlo? Este

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capítulo intentará responder a estas preguntas, intentando reconocer lo que enlaza a Baco con la tradición y lo que, dentro de esta imitación inherente a la poesía báquica, lo hace un dios que personifica las contradicciones de su época. Y es que el Baco al que más cantan los poetas del XVIII español es el celebrado en la mutación de la identidad que él y el vino hacen posible. El que bebe, como el que se disfraza o el que se enamora, se transforma. Esta posibilidad no se ve con preocupación, sino que se celebra con complicidad despreocupada y autorreflexiva. Aunque no todo será alegría, ya que encontraremos también algunos borrachos tristes hacia el final de este capítulo, que nos hablarán de la transición hacia un nuevo lenguaje identitario y una nueva percepción romántica de la figura del borracho.

LAS FUENTES DE ESTA POESÍA: LA ANACREONTEA Y ESTEBAN MANUEL DE VILLEGAS Durante el Renacimiento resurge el culto a Dionisos, a Sileno y a Baco que se había desarrollado con tanto éxito en la antigua Grecia y luego en el Imperio romano. Los primeros cristianos modifican estos cultos paganos y otorgan al vino un rol transformador de la personalidad que se adaptaba perfectamente a la doctrina original del catolicismo con su centro en el sacramento de la eucaristía. Asimismo, las connotaciones de resurrección que tenía el vino desde tiempos clásicos también son adaptadas y convertidas en nuevos mitos de carácter religioso (Gately, 108). En lugar de disminuir la importancia del vino, su implicación directa en el culto cristiano no hizo sino reforzar su poder simbólico, que aunaba al mismo tiempo la fuerza del mito pagano y la aprobación sagrada del mito cristiano. Pero la verdadera resurrección de Baco se produce en el Renacimiento, especialmente de la mano de Miguel Ángel, cuya estatua de Baco combina todos los atributos del dios del vino que recogerán los poetas del siglo XVIII en plena Ilustración: hermoso y bien formado pero ligeramente rechoncho, el dios de mármol de Miguel Ángel (encargado por un cardenal para su palacio que luego lo rechazó por escandaloso) está coronado de yedra y abundantes racimos de uvas caen en cascada de su cabeza inclinada, dotada de una expresión ambigua de furia y dejadez. Con la mano derecha sostiene una gran copa de vino, y su cuerpo vacilante se apoya en un pequeño fauno que sostie-

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ne al borracho y unos racimos con expresión ensimismada de adoración infantil. Pero el atributo más curioso de esta escultura es el afeminamiento de su pose —ya notada por Giorgio Vasari en el siglo XVI en Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos, donde el crítico de arte señaló la combinación de esbeltez juvenil con una carnosa morbidez femenina en el cuerpo del dios del vino—. Todo ello, combinado con un realismo inusitado y claramente terrenal en la representación de su embriaguez, refleja a su vez los rasgos de afeminamiento que el mito había ido adquiriendo desde los tiempos clásicos (Gately, 108) y que quizá no pasó desapercibida por alguno de nuestros poetas, especialmente en su combinación con la tradición anacreóntica. Es también en el siglo XVI cuando llega a España —como parte de las corrientes intelectuales europeas del Renacimiento— la moda del anacreontismo de la mano de Henri Estienne, quien publicó en 1554 la primera traducción moderna de las odas del poeta griego del siglo VI a. C. Anacreonte de Teos. Aunque luego se descubrirá que dichas traducciones se basan en composiciones apócrifas de antiguos imitadores, el éxito de estos poemas alcanzará su momento cumbre en la poesía española de la segunda mitad del siglo XVIII. Si bien en el siglo XVI la recepción de estos poemas es limitada en España (Rubió y Lluch, Castanien 568), Francisco de Quevedo y Villegas se sumó a la moda europea de forma un tanto tardía y compuso su propia traducción/versión de la poesía que se creía de Anacreonte, que no fue publicada hasta 1794 como respuesta a la “fiebre anacreóntica” dieciochesca que ya he analizado en el primer capítulo de este libro. El Anacreón castellano de Quevedo forma la base de esta tendencia retomada por los poetas del dieciocho, quienes declararán su preferencia por la versión más dulce y poética de Esteban Manuel de Villegas, a quien Meléndez, Cadalso, Iglesias y todos los demás citan continuamente con fervor juvenil. Así lo atestigua una epístola de Cadalso a Iriarte (1773-1774) donde se representa al joven Juan Meléndez Valdés diciendo: “Padre maestro, benedicte. Me muero cuando leo algo del venerable Anacreonte, o bien en su hermosísimo original, o ya en las primorosas traducciones e imitaciones del maestro Villegas. Cierta delicia ocupa mi espíritu y mi cuerpo: tengo envidia al primero y celos del segundo” (Epistolario, 76). Que Meléndez adoptara como suyo el pseudónimo Batilo —a pesar de ser, según el propio Cadalso, un “nombre escandaloso y piarum aurium ofensivo, respecto de que, como V.P.R. sabe, el susodicho Batilo

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fue un muchacho a quien el viejo malvado Anacreonte quería un poquito más que como a prójimo, al ejemplo de Júpiter con Ganimedes, Apolo para con Hiacinto, Alejandro para con Ephestión, Sócrates para con Alcibíades, y &c.” (Epistolario, 77)— confirma hasta qué punto Anacreonte despertaba admiración entre estos poetas y confirma asimismo que estos poetas eran perfectamente conscientes de las connotaciones de disipación y homosexualidad que rodeaban la figura del antiguo poeta griego cuya lira, según Rubió y Lluch, “no tiene más que dos cuerdas, una para cantar el amor y otra para celebrar el vino” (24). Así, su adopción de la forma y la temática anacreónticas es un gesto de ruptura consciente aunque sutil. Hay que señalar desde el principio, sin embargo, que en el corpus de poemas de Meléndez, Cadalso e Iglesias se enmarca la poesía báquica dentro del molde de la anacreóntica, de manera que los cantos al vino de la escuela salmantina del setecientos y su posible potencial desestabilizador están encerrados de forma segura dentro de un molde clásico, protegidos por el prestigioso velo de la Grecia antigua. Las numerosas alusiones al vino y a la embriaguez que aparecen en el siglo XVIII forman parte de este culto a Anacreonte, pero los poetas salmantinos del XVIII realizan variantes respecto a la Anacreontea y a las representaciones que Villegas hace de los temas propiamente anacreónticos a principios del siglo XVII. Pero antes de analizar el corpus de poemas báquicos del XVIII español, debemos entender cómo se representa el vino en la tradición que retomarán los neoclásicos españoles, presidida por las versiones de Anacreonte del llamado cisne de Nájera, Esteban Manuel de Villegas, cuyas Eróticas se publican por primera vez en 1617. Veamos primeramente un muestrario del corpus que servirá de inspiración directa a los poetas salmantinos; donde Villegas, traduciendo libremente a Anacreonte, más habla del vino, es en los monóstrofes 5 (“De sí mismo”), 19 (“De un vaso”), 20 (“Del beber”), 22 (“De sí mismo”), 26 (“Del vino”), 27 (“Del vino”), 31 (“De sí mismo”), 38 (“De sí mismo”) y 39 (“De sí mismo”). Aunque el vino aparece en casi todos los poemas de Villegas y es, junto con el amor, el tema central de la colección, es en estas versiones donde ocupa un papel esencial. El atributo que más llama la atención al lector contemporáneo con respecto a estos poemas áureos es que el vino se percibe no como un acceso a un estado artificial de embriaguez, sino como un elemento tan

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natural, orgánico y dador de vida como el agua misma. Beber vino es parte de los ciclos de la vida y reconcilia al hombre con la naturaleza: Bebe la tierra fértil y a la tierra las plantas, las aguas a los vientos, los soles a las aguas, y a los soles las lunas y las estrellas claras. ¿Pues por qué la bebida me vedáis, camaradas? (Monóstrofe 20, “Del beber”, Villegas, 271)

Beber vino en esta tradición anacreóntica es tan necesario como beber agua y su carencia causa sed salvaje: Dadme, dadme, muchachas, el brindis de Lieo, que el seco calor mío, me bebe cuanto bebo. ¿No miráis en mis ansias que de puro sediento, sin poder dar un paso, como asmático anhelo? (Monóstrofe 22, “De sí mismo”, Villegas, 272)

El vino en la tradición anacreóntica tiene el poder de consolar al hombre de sus penas, de hacer soñar al que bebe con tiempos mejores y adormecer dulcemente sus sentidos: Con el suave vino doy sueño a las tristezas. Pues, ea, mozo, echa, el trabajo y la pena, el cuidado y la angustia, el llanto y la miseria. ¿Qué bien hay cual la vida? Pues, ea, mozo, echa, que con el dulce vino, doy sueño a las tristezas. (Monóstrofe 26, “Del vino”, Villegas, 275)

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La otra gran virtud del vino es que, también según la tradición anacreóntica, es capaz de otorgar inspiración poética, de convertir al ser humano en artista, y es la fuente del arte y la poesía. Además, el vino permite al que lo bebe “asomarse” a los misterios de la vida sin verse aniquilado por la intuición del vacío: Cuando me asalta Baco no hay cuidado que vele (...) Luego la dulce musa, me coge de repente, y me fabrica versos para cantar alegre. (...) Por eso tú, muchacho, echa vino y sé breve, que más quiero asomarme que morir de repente. (Monóstrofe 27, “Del vino”, Villegas, 276).

Pero el vino también produce un estado de “furia” irracional al que también canta esta tradición, especialmente en el monóstrofe 31, donde se repite el mismo estribillo: “Sin límite, ea, mozo, / dame, dame la copa, / que quiero, quiero darme, / a furia tan sabrosa” (Villegas, 280281). Finalmente, el vino es el compañero del amor sensual, las danzas, y es una señal de fuerza, experiencia y orgullo en la vejez: “Viejo soy, más a todos / los mozos, con ser viejo, / excedo en la bebida” (Monóstrofe 38, “De sí mismo”, Villegas, 287). En conclusión, la mayor parte de los temas que veremos amplificados en la poesía báquica de la segunda mitad del siglo XVIII están enraizados en una tradición específica y reconocida por dichos poetas: la poesía clásica griega del bardo Anacreonte y la versión en español realizada por Esteban Manuel de Villegas. Debemos recordar asimismo que, por su profesión y formación, casi todos estos poetas manejaban el griego y el latín con suma facilidad, especialmente Juan Meléndez Valdés, que ocupó una cátedra de griego en Salamanca después de formarse en las humanidades y la jurisprudencia como un brillante estudiante (1772-1789).1 1

De hecho, como afirma Astorgano Abajo en su biografía del poeta extremeño, “desde el primer día asiste a las clases de griego del padre Zamora (...) y participa en las reuniones literarias de los sábados (las sabatinas), (...) en las cuales un estudiante recitaba de memoria algún pasaje de griego o de latín, lo traducía y explicaba después los

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EL CONJUNTO DE LOS POEMAS BÁQUICOS DEL SIGLO XVIII Antes de pasar a un análisis más profundo que contextualice la poesía báquica en el marco cultural específico de su época, debemos verificar las características generales de este corpus y las peculiaridades que cada autor trae al género. A continuación, hablaré brevemente de autores menores en esta categoría como Moratín padre, Forner, el conde de Noroña, Cienfuegos, Gallego, Arriaza o Lista, y me detendré en el análisis de los poemas de Cadalso, Iglesias y Meléndez Valdés, que tanto por la cantidad como por la calidad y el influjo de sus trabajos merecen atención aparte. Jovellanos es la gran ausencia en la lista. Nada más elocuente que sus versos “A Baco (...) declarad la guerra” (Epístola VI, vv. 216). Aunque van dirigidos no a los poetas salmantinos sino a los campesinos, la musa de Jovellanos no se avenía bien con este género festivo y prefería hablar del vino en forma satírica, como el aguafiestas del grupo. La poesía sobre el vino del siglo XVIII, como acabo de señalar, parte de varias fuentes clásicas reconocidas por los propios autores: Anacreonte, por un lado, y Esteban Manuel de Villegas por otro. Aunque abundan las traducciones de Horacio en la poesía del XVIII y Horacio también tiene composiciones abundantes sobre el vino, la mayor parte de poetas españoles del XVIII prefiere tratar el tema del vino y la borrachera bajo el molde de la anacreóntica griega. Mientras que los griegos consideraban el vino y la intoxicación como elementos religiosos y sobrenaturales, y el culto a Baco —que también era, como dios de la amnesia temporal, el protector del teatro— se revestía de una pátina sagrada, los romanos desarrollaron una versión más secularizada del vino y el alcoholismo. Si el simposio griego era un ritual donde se combinaban el consumo de alcohol y la producción de poesía, el convivium romano tiene una dimensión mucho más doméstica: el alcohol para los romanos se distinguía por conducir a la diversión y al amor, pero también a la decadencia y hasta la vulgaridad (Gately). Por eso, versos, las alusiones mitológicas o históricas, analizaba su estilo o la versificación” (202-203). Además, ya en 1775, todavía como estudiante, Meléndez publicó una traducción de un poema en griego, lo que confirma a su vez “el papel importantísimo que las traducciones tuvieron en la formación humanística y poética de Meléndez” (Astorgano Abajo, 205). Asimismo, también se atrevió a traducir la Ilíada, si bien sólo sus primeros trescientos versos, que ya se han perdido, tan pronto como en 1772 (íd., 205).

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en la tradición de poesía sobre el vino romana abunda la sátira, mientras que la poesía griega sobre el vino pinta la embriaguez como una posesión sagrada, como algo que eleva al bebedor por encima de lo cotidiano, como la bebida de los dioses, los soldados y los poetas. En contraste, Horacio se burlaba ya de la asociación entre creación artística y borrachera en sus Epístolas (Gately, 31). Ovidio, Tibulo, Propercio y otros poetas también influyen enormemente en el estilo y los temas de la poesía del XVIII español, pero cuando de poemas sobre el vino se trataba, Meléndez, Cadalso, Iglesias y los demás preferían enlazarse con la tradición griega, no la romana, y protegían su canto a la embriaguez con el subtítulo “anacreóntica”. La anacreóntica tenía la ventaja de alejar al poeta de la vida cotidiana, de elevarlo a un éxtasis de creación, y le permitía ser poseído por otra entidad, liberándose así de la carga de su propio yo público. En “De mis cantares”, Meléndez Valdés fusiona el carácter sagrado de la inspiración con la figura de Baco y Cupido, y habla de la creación artística en términos de posesión involuntaria: (...) de improviso me vienen nuevos versos de Baco y de Cupido, porque las dos deidades, sin poder resistirlo, todo mi pecho, todo, tienen ya poseído. (Meléndez Valdés, Oda XVIII, “De mis cantares”, vv. 5-12)

El cultivador más temprano de poesía sobre el vino en el XVIII parece ser Nicolás Fernández de Moratín, autor de varias anacreónticas en las que se mezclan referencias clásicas y populares como “La vida poltrona”, “Mi golosina”, “El vino dulce” o “Gocemos hoy”. No siguen de cerca a Anacreonte, aunque lo citan de modo casi paródico. Estos poemas parecen enmarcar las referencias al vino en la vida contemporánea y cotidiana, y por ello no cumplen la misma función de alejamiento de la realidad que los poemas sobre el vino más sofisticados de los miembros del parnaso salmantino. Entre ellos, fray Diego Tadeo González, el verdadero fundador del grupo, no canta al vino, pero sus

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compañeros José Iglesias de la Casa, Juan Pablo Forner, Meléndez y, por supuesto, Cadalso, que introdujo plenamente la moda de la anacreóntica en esta escuela, tienen abundantes muestras del género.

UN DIOS BORRACHO Y GUERRERO: BACO COMO FUNDADOR DE ESPAÑA EN CADALSO En los Ocios de mi juventud encontramos numerosos cantos al vino que emulan a Anacreonte, pero también algunas de las poesías báquicas más originales y arriesgadas de su siglo. De hecho, Cadalso puede considerarse el enlace con la tradición española del canto al vino y su mayor innovador —aunque formalmente sus poesías son inferiores a las de Batilo. Uno de los pilares fundacionales en la representación del Baco español es el cuadro El triunfo de Baco (1626) de Velázquez, más popularmente conocido como Los borrachos. En este lienzo —que fue copiado por Goya, fascinado por este tema y con Velázquez mismo— tenemos uno de los referentes más populares y a la vez más misteriosos acerca de la figura del dios del vino y su proyección más terrenal, la de los borrachos que le acompañan. El cuadro, que ha recibido numerosas y contradictorias interpretaciones, muestra en su mitad izquierda la figura iluminada y semidesnuda del dios Baco, que irradia belleza, juventud y alegría, pero también misterio. A su lado, también a la izquierda, una figura recostada bebe, o quizá canta a la brillante copa de vino que sostiene a la luz. Ambos se distinguen del resto de los personajes en su aire relajado pero majestuoso, heroico dentro del naturalismo propio de Velázquez. Y ambos están coronados de yedra. De hecho, la escena recreada es una de investidura dionisíaca, de coronación, similar a la que puede verse en muchos poemas del XVIII: “ciñámonos las sienes / de hiedra vividora, / brindemos” (Meléndez Valdés, “De las Navidades”, vv. 45-47). El joven y también ligeramente rechoncho Baco de Velázquez, que parece eludir la mirada del espectador y dirigirla a las alturas, aparece asimismo coronando de yedra a una tercera figura arrodillada, esta vez vestida con ropas de la época, haciendo de transición entre el mundo elevado y mitológico del cuadro y su parte más terrenal y prosaica, ya que a la derecha de esta figura se encuentra un animado gru-

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po de borrachos muy terrenales, ruborizados y confusos, irradiando una alegría artificial, beoda, casi reprochable. En el suelo y a la derecha, otra figura vestida y coronada, de espaldas y en primer plano, se agacha, quizá ante el dios, o para recoger la jarra tirada por el suelo que materializa una ligera sensación de negatividad, de descuido en medio de la alegre escena. Tan emblemática y misteriosa es esta obra de Velázquez que hay un libro entero dedicado a ella: Velázquez, Los Borrachos, and Painting at the Court of Philip IV (1994) de Steven N. Orso. El libro contiene, además de las posibles interpretaciones y motivaciones que impulsaron a Velázquez a componer el cuadro, una historia del papel de Baco en la historia de España. Utilizando referencias a textos literarios e históricos de la época, Orso va pintando un cuadro paralelo al de Velázquez en el que Baco se dibuja como un conquistador, un gobernante de Iberia, una figura fundacional en la historia de España que aúna su carácter de consolador de penas a través del vino con su representación politizada. Según la tradición que reconstruye Orso, Baco mismo había visitado físicamente Iberia y, una vez allí, se erigió en gobernador y fue extendiendo sus conquistas, de modo que en algunas tradiciones Baco aparece como una figura fundacional de España. Según la reconstrucción de Orso, Los borrachos de Velázquez hace homenaje al simbólico fundador de la nación española, Baco. Más de un siglo más tarde, en los Ocios de mi juventud de Cadalso encontramos varias anacreónticas sobre el vino que, como ya he señalado, son realmente atípicas en su contexto pues, siendo anacreónticas y hablando de Baco, utilizan un lenguaje violento, bélico, que se contradice con el resto de sus composiciones y con las convenciones del género, pues Anacreonte prohíbe la violencia explícitamente en muchos de sus poemas. Quiero detenerme en estas anacreónticas bélicas porque muestran la experimentación de Cadalso con el género anacreóntico al incorporar una tradición que es sumamente española al molde de la anacreóntica. La inspiración para estos poemas se encuentra, como seguramente sucedió con la pintura de Velázquez, en esta mitología fundacional española que asocia a Baco con un conquistador y con un gobernante, y que se puede apreciar en las siguiente “Anacreóntica”, donde el yo del poeta ha sido nombrado “virrey” por Baco.

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Pues Baco me ha nombrado virrey de dos provincias, que de todo su imperio son las que más estima; pues ya siguen las leyes que mis labios les dicta de Jerez los majuelos, de Málaga las viñas, cobremos los tributos de las uvas más ricas, y mis alegres sienes con pámpanos se ciñan; y salgan en mi obsequio las cubas más antiguas; y que vengan bien llenas y vuelvan bien vacías. Canten mis alabanzas al son de las botijas, de jarros y toneles, con sus voces festivas, zagales y zagalas de toda Andalucía, y cuantos asistieron a la última vendimia. Digan “¡Viva el virrey!” que Baco les envía; y si acaso a su canto faltasen las letrillas, lo ya dicho cien veces otras ciento repitan; y toquen las botellas, y suenen las botijas. Y si logro dormirme entre parras sombrías, bebiendo y escuchando tan dulce melodía, ¿qué me importa que mueran, con pobreza o riqueza, con susto o alegría, cuantos otros virreyes la fortuna destina,

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los unos a la Europa, los otros a las Indias?

Este enlace de la figura de Baco con lo bélico seguramente respondía al interés de Cadalso por la guerra, ya que, como se sabe, Cadalso escogió la carrera militar, pero el mensaje es totalmente contrario al patriotismo que expresará más tarde en sus Cartas marruecas. En la siguiente “Anacreóntica” de Cadalso aparece un lenguaje bélico que rodea la figura de Baco y de Anacreonte, si bien está enmarcada en sueños. La violencia del campo de batalla literario es anulada por la voz poderosa de Anacreonte, por quien Baco perdona a los demás poetas que cantan a la guerra, dibujada en su violencia con precisión para luego ser borrada: Después de haber bebido anoche (como suelo), dormido en tiernas parras tuve un gustoso sueño. Soñé que el gran dios Baco, por dilatar su imperio, al Parnaso quería ganar a sangre y fuego. Cierta queja alegaba de que Virgilio, Homero, Tasso, Milton y Ercilla no le ofrecen sus versos, del todo dedicados a poemas guerreros de elevados asuntos y de pomposos metros. Juntó de sus bacantes muchos trozos soberbios que esgrimirán sus tirsos al son de sus panderos, y llenas de aquel jugo que en Málaga han dispuesto las manos de las ninfas de aquel bello terreno, ya daban fieros gritos y amenazas al eco,

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y con forzudas danzas disponían los cuerpos. Rodeado de faunos vino el viejo Sileno, para más animarlos con su rostro y su acento; dijo del dios del vino los animosos hechos, cuando triunfó del Indo con sus armas y estruendo. Y a cada verso suyo ardía un nuevo fuego la tropa, deseosa de algún nuevo trofeo. Del mismo dios el carro llegó al campo, ligero; tiraban de él dos tigres feroces y sangrientos. A la falda del monte con furia acometieron, pero salió al camino el anciano Anacreon, y, mirándole, Baco detuvo a sus guerreros, y les dijo: “Por éste a todos perdonemos”. Y en alabanza suya cantó coplas el viejo, y todos le abrazaron, y cantando se fueron.

Estas composiciones báquicas de Cadalso, aunque completamente enraizadas en los tópicos de la poesía anacreóntica, demuestran la flexibilidad de este formato y cómo puede adaptarse y nacionalizarse. Cadalso es el único preocupado por la “nacionalización” de la figura de Baco, que da lugar a reflexiones patrióticas en poemas donde Baco y lo político se mezclan como “Los que no saben, Baco...” —en el que se elogia la costumbre española de beber y callar y se nota una preocupación por “castellanizar” la anacreóntica (véanse vv. 50-59).

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“AL PINTOR QUE ME HA DE RETRATAR”: UN RETRATO EN FORMA DE PALIMPSESTO Uno de los poemas más originales de todo el siglo XVIII es “Al pintor que me ha de retratar”, donde el yo poético de Cadalso pide a un “discípulo de Apeles” que pinte su retrato. El pretexto para la enunciación de este poema viene claramente de la Anacreontea, donde el poeta pide a un pintor que retrate, bien a su amado Batilo, bien a una amada ausente (véase capítulo 1). De esta tradición anacreóntica del retrato del amado ausente, que también retomará Meléndez Valdés en “El retrato” o “A un pintor” (véase capítulo 1) Cadalso recoge el mismo pretexto para su poema y la forma anacreóntica. Pero en lugar de describir a un amado, Cadalso revierte la tradición heredada y, a diferencia de Anacreonte, se autorretrata a sí mismo en el poema al describirse para el “pintor que me ha de retratar”. Sin embargo, en cuanto comenzamos a “ver” el retrato del autor, una figura empieza a emerger por debajo de la pintura, hasta que cobra cuerpo, cubriendo el retrato original; tras treinta versos donde el poeta va descartando posibles modos convencionales para retratarse (como un guerrero, como un sabio, etc.), el yo poético describe cómo quiere que el pintor le represente: A mí (...) cíñeme la cabeza con tomillo oloroso, con amoroso mirto, con pámpano beodo; el cabello esparcido, cubriéndome los hombros, y descubierto al aire el pecho bondadoso; en esta diestra un vaso muy grande y lleno todo de jerezano néctar o de manchego mosto; y en la siniestra un tirso, que es bacanal adorno, y en postura de baile el cuerpo chico y gordo; o bien junto a mi Filis,

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con semblante amoroso, y en cadenas floridas prisionero dichoso. Retrátame, te pido, de este sencillo modo y no de otra manera, si tu pincel hermoso empleas por capricho en este feo rostro. (“Al pintor que me ha de retratar”, vv. 29-62)

El retrato que emerge no es el del yo sino el de Baco, o el de el yo retratado como Baco. En los retratos del siglo XVIII, como en el poema-retrato de Cadalso, lo que se persigue no es capturar lo que hace al yo quien es, lo que lo separa del resto, sino precisamente lo contrario: anular al yo, equipararlo a un retrato convencional (Wahrman). Esto puede relacionarse con el auge de los llamados retratos de fantasía en el siglo XVIII, donde el retratado aparecía vestido o vestida de un personaje. En este caso, el retrato escogido es el de Baco, pero los retratos rechazados por el yo poético son igualmente convencionales. Cadalso no quiere aparecer como alguien único en su retrato, sino presentarse enmascarado como una figura universal, ser un retrato de fantasía, salirse de sí mismo y jugar con el vino que facilita este acceso a una nueva identidad poética. El siglo XVIII que vemos en estos poemas se complace en el equívoco causado por la identidad, y el vino y el amor pueden ser sujetos también a lecturas opuestas donde el yo no sólo es afectado por el vino, sino que el vino cambia su sabor al ser filtrado por la experiencia del yo, como sucede en estas dos citas, que vienen de poemas diseñados en forma de espejo por Cadalso: “Injuria el poeta al amor” y “Retráctase el poeta de las injurias que dijo al amor en el mismo metro”. (Dirigiéndose al amor en ambos poemas) Con dulce copa al parecer sagrada al hombre brindas de artificio lleno. Bebí: quemóse con su ardor mi seno, con sed insana la dejé apurada, y vi que era veneno. (“Injuria....”, vv. 10-15)

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El vaso que arrojé cuando, afligido, su licor discurrí ser venenoso, vuelve a embriagar mi pecho ya gozoso; ya lo vuelvo a gustar, ¡ay dios Cupido! es néctar delicioso. (“Retráctase el poeta...”, vv. 10-15)

La inestabilidad y la metamorfosis son el principio que rige la realidad y al inestable yo poético, pues no hay una verdad —ni una identidad— que prevalezca sobre la otra, una vez ambas son señaladas como relativas. El yo del autor de estos poemas está muy lejos de querer aprehender su propia identidad esencial, ya que ésta es incompatible con la celebración de la metamorfosis. A lo que canta el Cadalso de estos poemas, lo que celebra, lo que le interesa y sobre lo que escribe, es sobre el cambio mismo que tiene lugar en él, en su propio, inestable, caprichoso —y conscientemente artificial— yo poético. La filosofía del momento también recoge este cuestionamiento de la identidad que emblematizan este par de anacreónticas especulares de Cadalso, ya que la filosofía dieciochesca sobre la identidad está orientada a partir de la polémica sobre la percepción que ha llegado hasta nosotros representada principalmente por las ideas de Locke y Hume. Los poetas españoles del setecientos juegan con la capacidad de la imaginación para borrar las fronteras entre lo real y lo imaginado, entre el yo y el otro, y evocan literariamente el placer que deriva de la supresión de esta distinción. Veamos otro ejemplo de un posible autorretrato poético (o anti-retrato) escrito por Cadalso a partir de la máscara de Baco: ¿Quién es aquel que baja por aquella colina, la botella en la mano, en el rostro la risa, de pámpanos y yedra la cabeza ceñida, cercado de zagales, rodeado de ninfas, que al son de los panderos dan voces de alegría, celebran sus hazañas, aplauden su venida?

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Sin duda será Baco, el padre de las viñas. Pues no, que es el poeta autor de esta letrilla.

En esta breve composición de Cadalso titulada “Anacreóntica”, encontramos de forma luminosa la escisión de la imagen del yo y la presencia de la autorreflexividad que también puede verse en el Autorretrato del pintor Luis Meléndez. El poema comienza con la pregunta —que ocupa del verso primero hasta el 12, en un poema de quince versos—“¿Quién es aquel que baja por aquella colina, la botella en la mano...?”. Al final, trazado el retrato típico de Baco “de pámpanos y hiedra ceñida la cabeza”, se acaba respondiendo a la pregunta, rompiendo nuestra expectativa —provocada por el título “Anacreóntica”— de encontrar al dios del vino, y en una anagnórisis no trágica pero igualmente importante, el poeta se adjudica nuevamente ese retrato y nos desvela su verdadera identidad: “Sin duda será Baco... Pues no, que es el autor de esta letrilla”. De forma totalmente artificial y arbitraria, y también juguetona, el yo del poema vuelve a autorretratarse como Baco y a enmarcarse en interrogantes, pero después, al contrario de lo que sucede en “Al pintor que me ha de retratar”, niega que tal retrato corresponda a Baco y superpone su imagen de “autor de esta letrilla” a la ya trazada en el poema. Nuevamente los deícticos nos dan pistas sobre dónde se encuentra el yo del poema reflejado en esas múltiples superficies autorreflexivas: el “aquél” del primer verso, la referencia a sí mismo en tercera persona como “el poeta autor de esta letrilla”, la voz impersonal que surge de la nada con el “sin duda será Baco”, todas las referencias dividen formalmente la unidad del yo que ya ha sido escindida temáticamente en el equívoco retrato. No hay primera persona ni apóstrofe sino desdoblamiento de la voz poética dividida, alejada, multiplicada, creada artificialmente la identidad por un vago y elusivo “autor”. Incluso la perspectiva adoptada por el poeta fomenta este propósito de distanciamiento y de ruptura de la unidad del yo —Baco se contempla a lo lejos, bajando una colina, borroso en la distancia y en movimiento—, y esta perspectiva marca la separación entre yo y representación artística de forma espacial, o posibilita la alienación de contemplarse como otro al menos por un momento.

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Como si se tratara de un pentimento, donde un pintor ha pintado un clásico retrato del dios Baco, para luego borrarlo e inscribir sobre este retrato su autorretrato, esta poderosa anacreóntica de Cadalso es una parodia de la convención de la anacreóntica misma, que aprovecha las expectativas de género para construir un autorretrato del yo que se niega a sí mismo mientras se define como “autor de esta letrilla” (v. 16), la única máscara que permanece clara en el retrato final, junto con el gesto del engaño mismo. Y la densidad teórica que fomenta esta composición, también comparable con un trompe l’oeil por su juego con el lector y con la apariencia de realidad, puede dar lugar a numerosas reflexiones, pero todas ellas apuntan a la inestabilidad no traumática, pero sí segura en sus dudas, sobre el yo y sobre la posibilidad de autorrepresentarse en poesía. Cadalso, en la anacreóntica en la que se superpone el retrato de Baco con el suyo propio, juega con las expectativas del género pictórico y las pone al servicio de hacer una burla del lector —y del propio yo del poema—. Como en un montaje, en el poema se yuxtaponen diferentes horizontes de expectativas —el del género anacreóntico es una de ellas— que son parodiadas sistemáticamente. El autorretrato de “el autor de esta letrilla” emerge sobre el fondo de lo que parece una descripción del dios Baco, igual que Baco emerge del retrato del autor en “Al pintor que me ha de retratar”. Así, ni uno ni otro son lo que esperamos que sean. El falso cierre del final de ambos poemas no comunica tampoco una sensación de unidad, de la existencia de un yo en sentido clásico. Y en Cadalso se refuerza este cuestionamiento con elementos metaficticios. La noción del engaño depende estrechamente de la idea de la identidad. Si no hay un sujeto estable, continuo, tampoco hay moralidad (véase Spacks, 12). Si no puede perseguirse a un sujeto identificable, no puede aplicarse la justicia. Y por eso la poesía galante y anacreóntica de Meléndez y Cadalso es cuidadosamente alejada de la realidad por sus propios autores en todos los prólogos que he venido citando hasta ahora (ver, especialmente, el capítulo 2), y los poemas se contextualizan en un lugar en sueños, mágico y sin tiempo. La eterna colina por la que Baco desciende en la anacreóntica de Cadalso epitomiza esta descontextualización que favorece la lectura de estos poemas como objetos artísticos separados del yo de sus autores. Y el recurso a la máscara que el pseudónimo facilita — Batilo, Dalmiro, Dorila, Filis— también intenta

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hacer compatible esta aspiración a lo “inmoral” —en tanto que no existe la idea de un yo unitario o esencial en esta poesía de puro hedonismo— con una presencia “moral” del poeta en la sociedad.

OTRAS MUESTRAS DE POESÍA BÁQUICA: EL ESCAPISMO ROCOCÓ TOMA CUERPO Con el impulso dado al género anacreóntico por José Cadalso, Iglesias de la Casa, otro de los primeros miembros del parnaso salmantino, compone numerosos poemas báquicos (Anacreónticas III, IV, V, VII, VIII, X, XI, XIII, XVI y la titulada “De la fortuna”) que imitan directamente a Anacreonte, pero empequeñeciendo sus temas al modo rococó y pastoril, como se ve en esta graciosa escena galante que podría haber sido pintada por Boucher o Watteau: Al son de los rabeles que en estas selvas tocan, formando alegres danzas, zagales y pastoras. Echa, Batilo, vino, y asaz llena las copas; brindarás tú a mi Nise, brindaré yo a tu Flora; y entrambas, coronadas de mirtos y de rosas, a honor de Baco bailen, que nos asiste ahora; que yo tomaré luego mi citara sonora, y cantaré contigo letrillas mil graciosas. (Anacreóntica III)

La mayor parte de las composiciones báquicas de Iglesias contienen alusiones directas a Baco como aliado en el amor y presentan asimismo referencias a pastoras con las que se comparte la diversión del vino. Pero también juega Iglesias con la idea de sueño y adormecimiento provocados por el alcohol (Anacreóntica V), y desarrolla en varios de sus versos el tópico del vino como elemento de escape de la realidad y de uno mismo:

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En tanto que fui niño no supe de trabajos, ni el pago que dar suelen la edad y el desengaño. Burlábame, ignorante, de ver a un cuerdo anciano, hecho un niño en sus risas, con el tazón de Baco; mas luego que he sabido, del mundo los engaños, que dan al que es más bueno pesares más amargos, tú, ¡oh, Baco! me enseñaste el modo de hacer gratos los tragos que da el mundo con tus alegres tragos. Con ellos me alborozo, con ellos juego y danzo, con ellos mis pesares huyen más que de paso. Así, bebiendo alegre, yo vuelvo a ser muchacho, siquiera se avergüencen las canas y los años. (Anacreóntica XVI)

Así, el vino sirve para huir de una realidad que se rechaza porque se reconoce como negativa. La pérdida de la inocencia infantil, que tanto obsesionaba a estos poetas, se contrarresta con un regreso artificial a la falsa inocencia de la embriaguez. Poemas como éste confirman la función que tenían: ayudar a sus compositores y a los lectores a alejarse del mundo, igual que el arte rococó. Por eso, estos poemas, en sí, cumplen la misma función que el alcohol y adquieren así pleno sentido. Meléndez Valdés, como Iglesias, comparte esta misma percepción de la función escapista del alcohol y es el autor del mayor número de composiciones báquicas, todas ellas exquisitas, y muchas de ellas también originales e imbuidas de las cuestiones filosóficas de su época. Su tono galante y rococó, donde las borracheras son en su mayoría dulces y sosegadas, se resume bien en “Del vino”:

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Todo a Baco, Dorila, todo oficioso sirve: la tierra generosa le sustenta las vides, el agua se las riega con sus linfas sutiles, y el céfiro templado se las bulle apacible. Luego el sol le sazona los racimos felices que ya el néctar encierran que hoy saltando nos ríe, y en los hondos toneles bien hervido recibe el color y el aroma que a oro y ámbar compiten, el néctar que nos salva de los desvelos tristes (...) (Oda XXXIX, “Del vino”, vv. 1-18).

Este “néctar que nos salva”, el vino, proviene directamente de una naturaleza amiga del hombre, que está diseñada para ayudar al yo y a su amada a vivir de forma más feliz. Como la mayor parte de este capítulo girará alrededor de Meléndez Valdés, pasaré ahora a repasar el tipo de poesía báquica del resto de autores que la practican a fines del XVIII y principios del XIX. Juan Pablo Forner, autor de numerosas sátiras, es autor de poesías sobre el vino de tipo anacreóntico poco originales y nada dulces ni galantes en comparación con las de Iglesias o Meléndez Valdés. Hace pocas referencias a la borrachera en sí y su tratamiento de la embriaguez y Baco es superficial y convencional. Entre sus poemas pueden destacarse “A las muchachas”, “Coronado de yedra”, “Amor me ha coronado” y “¿Para qué el oro?”. El caso del conde de Noroña es especial, ya que en su abundante corpus de poesías báquicas se combinan composiciones sobre la borrachera donde se describen de forma explícita los efectos físicos del alcohol (“El borracho”) con un tipo especial de poesía báquica (el conde de Noroña las agrupa bajo el nombre de “Gacelas”) que no proviene del Anacreonte griego sino del llamado “Anacreonte de Persia”, del

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Diván de Hafiz, poeta del siglo XIV que comparte con Anacreonte la ligereza, la circularidad, el canto al amor homosexual y, sobre todo, el elogio al vino. Una muestra de este tipo de composiciones, que su autor consideraba “traducciones” y que publicó bajo el título Poesías asiáticas, puede ser la “Gacela XXIV”, que sintetiza todos estos temas: Ea, copero, el vaso lleno de vino dame; un vaso, y otro y otro del vino puro trae. El remedio de todos los amorosos males y la gran medicina del viejo débil trae. El rojo sol es vino, la blanca luna cáliz; en medio de la luna, el sol ardiente fuego a mano llena esparce; aquel fuego, te digo, que es como el agua, trae. (...) A fin de que la suerte tristeza no nos cause, la cítara y la flauta de tanto en tanto trae. Pues gozo sólo en sueños sus abrazos suaves aquella poción dulce que infunde sueño, trae. Si ebrio estoy, ¿qué remedio? para que al punto acabe de perder el sentido un ancho vaso, trae. Y otro y otro, y mil otros a Hafiz luego, al instante, y sea permitido, o no lo sea, trae.

Otros autores más tardíos que compusieron versos sobre el vino muestran la pervivencia del tema báquico, pero también su degeneración en poesía sin valor catártico ni filosófico. Por ejemplo, Juan Bautis-

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ta Arriaza es el autor de varias anacreónticas sobre el vino, pero como se ve desde sus mismos títulos (“Brindando en un convite de bodas” o “En un convite de 1831”) se trata de poesía de circunstancias, lo que indica que no pervive el modo báquico de la poesía dieciochesca en el siglo siguiente. Gallego también es el autor de un gracioso poema que poco tiene que ver con los de sus predecesores, también de circunstancias: “A un barrilito de vino de Jerez que me regaló una señora”. Por otra parte, Alberto Lista rechaza la tradición griega del vino y prefiere ejercitarse en traducciones de Horacio como “A Baco” o en poemas como “A Eutronio: Que disipe los pesares con el vino”, subtitulado “Imitación de Horacio”. En otros poemas como “El convite de estío” el tono es tranquilo y no se llega a cantar a la embriaguez, y en la colección de anacreónticas titulada La jardinera (donde se sustituye la figura mitológica de Venus por una jardinera mucho más terrenal) encontramos los poemas “El ponche” y “El vino y la amistad”, que a pesar de su formato y sus títulos poco tienen que ver con los poemas báquicos del dieciocho. Un caso también especial es el del discípulo de Meléndez Cienfuegos, traductor de cuatro odas de Anacreonte y a cuyo poema “El otoño” dedicaré un análisis hacia el final de este capítulo.

EL YO ILUSTRADO Y LA MÁSCARA DEL BORRACHO Como acabamos de ver, los poemas báquicos del XVIII se caracterizan por repetir hasta la saciedad los mismos motivos, y a menudo hasta las mismas frases y metáforas, pero la importancia del fenómeno reside no tanto en la originalidad del tratamiento —estos poetas se consideran seguidores, no innovadores, con respecto a una misma fuente clásica—, sino en la cantidad de versos con borrachos que brotan de la pluma de los poetas del XVIII. La pregunta que guiará la exploración de estos poemas es: ¿Por qué a estos poetas les atraía tanto la imagen del borracho precisamente en el momento histórico en el que triunfa la Ilustración? ¿Por qué cantar al irracional Baco en vez de al luminoso Apolo en pleno auge de las Luces? ¿Por qué los poetas ilustrados realizan tantos viajes imaginativos al mundo de la embriaguez a través de sus composiciones? Una de las características más evidentes del abundante corpus de poemas báquicos del siglo XVIII es que, siguiendo en parte el modelo

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anacreóntico, estos poetas enuncian el poema en una primera persona que declara con fuerza su propio yo (Polt, Batilo), que al mismo tiempo se caracteriza por poseer una serie de atributos recurrentes como despreocupación, sed, deseo sexual, inspiración poética, etc. Tan recurrentes y tan poco originales que la combinación de estos atributos puede compararse con una verdadera máscara, especialmente si tenemos en cuenta cuán poco se parece este borracho al yo del autor que escribe y la convencionalidad de sus atributos, como se ve en el siguiente retrato de Baco hecho por José Iglesias de la Casa en primera persona: Corte, corte en buen hora el guerrero invencible laureles (...) Y a mí, muchacho, sólo, sólo córtame vides, y de sus frescas hojas mis rubias sienes ciñe; que esto a mí me es muy propio, que a Baco sirvo humilde, que me armo de su copa, y triunfo con sus brindis. (Anacreóntica XIII, Biblioteca 61, 437)

La máscara o el disfraz de Baco se representa elocuentemente en este poema comparándose con el acto de ponerse una corona: el poeta pide al copero que ciña sus sienes con vides y se representa, casi como el Baco de Miguel Ángel, con la copa en la mano y haciendo un brindis. El tono ritual y mítico de la escena de culto al dios del vino va acompañado de una investidura simbólica marcada en el poema por la petición del yo poético de ser coronado. Si uno de los usos primitivos de una máscara es el de ayudar a un actor a representar una persona de ficción, separándolo de su yo cotidiano y facilitando su nueva transformación en el personaje tanto para él como para su público, la corona de Baco y la adquisición de sus atributos en estos poemas tan repetitivos parece cumplir una misma función a la de esta máscara inicial en el teatro griego. Según Lesley K. Ferris, que ha estudiado el papel primitivo de la máscara y su potencia transformadora en el primitivo teatro occidental:

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To wear a mask is to literally put on a second face, a second identity—a theatrical identity removed from the everyday world—. The word ‘person’ derives from the Latin word persona, meaning ‘mask’ or ‘role’, and the Latin word comes from an even older root word, the Etruscan phersu, which means ‘masked dancer’. A mask blots out the actor’s face, the primary way we identify people, and substitutes another identity. The mask simultaneously hides one identity while revealing another, providing the actor with a doubled self (231).

Lo que perseguían todos estos poetas a los que les gustaba adoptar la máscara del borracho es crearse una nueva persona que les alejara lo más posible de las personas que eran en la vida cotidiana; en este sentido, el gesto recurrente de disfrazarse de Baco puede verse como una especie de baile de máscaras literario, en el que los “hombres de bien” ilustrados, sometidos a rígidas reglas de comportamiento, pueden explorar opciones que les están vedadas en la vida cotidiana sin demasiados riesgos: al igual que sucedía a las mujeres, para quienes el baile de máscaras otorgaba libertades inusitadas en la vida diaria, la poesía y sus disfraces permitían metamorfosear al yo en seres irracionales como el borracho y sexualmente ambiguos como el mismo Anacreonte. A menudo, estas exploraciones poéticas tendrían repercusiones en la vida real de estos poetas, o permitirían difuminar algunos límites que de otros modos no podrían ser traspasados. De cualquier manera, incluso dentro de la convencionalidad de la poesía báquica, el significado de este culto al vino y al borracho permanecería siempre ligeramente ambiguo y sujeto a distintas interpretaciones. La idea de que la elección de un disfraz lleva consigo la sospecha de que el que se disfraza desea experimentar siquiera en breves horas un deseo reprimido no era ajena al siglo XVIII (Castle, Masquerade..., 73). Disfrazándose de borrachos en sus poemas, los ilustrados pueden poner en práctica una desestabilización de los dictados de la razón, aunque reprimida dentro de los moldes convencionales de la tradición anacreóntica. Pero los poemas sobre borrachos son un gesto de reversión simbólica que, en último lugar, refuerza la misma jerarquía que parece romper lúdicamente. Al ofrecer una salida simbólica a los instintos reprimidos en la vida diaria del “hombre de bien”, la poesía báquica puede interpretarse como eminentemente conservadora ya que su principal función es catártica. Y sin embargo, no podemos abandonar la sospecha de

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que también hay algo revolucionario en estos poemas tan aparentemente tradicionales, pues no deja de ser un gesto de rebelión el elegir como objeto digno de ser poetizado a un ser, el borracho, al que se percibe como una amenaza a la Ilustración en la vida real.

LAS DOS CARAS DE JANO: EL “HOMBRE DE BIEN” Y SU ALTER EGO IRRACIONAL ¡Qué sedición, oh cielos, en mí siento, que en contrapuestos bandos dividido, lucha en contra de sí mi pensamiento! (...) Una parte de mí se encumbra al cielo, otra entre crudos hierros gime atada al triste, oscuro, malhadado suelo. (Meléndez Valdés, Elegía V, “Mis combates”, vv. 1-3 y 16-19)

En la mitología romana, Jano es el dios de las puertas, los umbrales y los principios y finales. Se le representa con dos caras opuestas entre sí, una mirando hacia el pasado y otra hacia el futuro, y se le asocia con el sol. Aunque su culto enfatizaba la armonía entre el tránsito temporal representado por sus dos caras, Jano ha recibido diferentes interpretaciones a lo largo de la historia y ha servido para representar la incompatibilidad de las dos facetas de una misma realidad, el carácter inestable y contradictorio de un fenómeno. Es inevitable aludir a la figura del dios bifronte para ilustrar la disparidad entre la cara ilustrada de Cadalso o Meléndez Valdés y su elaboración de otra cara irracional en gran parte de su poesía, donde estos poetas gustaban de representarse como amables borrachos. Esto no implica, sin embargo, que los ilustrados estuvieran reñidos con la bebida, como indican sus propios testimonios autobiográficos, pero sí que había un contraste entre el modelo de hombre austero y sacrificado que querían alcanzar en sus vidas diarias y aquel al que cantaban en sus poemas. La mayor parte de los biógrafos de estos poetas siente la necesidad de “justificar” la disparidad entre las vidas de estos creadores y el contenido de sus composiciones artísticas, a menudo no sólo no relacionadas entre sí sino en abierta contradicción. Por poner un ejemplo temprano, hablando sobre su amigo fray Diego González (Delio), el padre Juan Fernández de Rojas (Liseno) apunta a la función que este

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tipo de poesía ligera podía tener para un hombre que había escogido una carrera, la religiosa, tan distante de los asuntos de su pluma: “En medio de la severidad de las prelacías, (fray Diego Tadeo González) no pudo jamás olvidar las musas (...). En su regazo encontraba la tranquilidad y el consuelo que tal vez le quitaban sus empleos; y así, donde quiera que se hallaba, siempre hizo versos, que es decir, siempre se procuró un inocente descanso” (Biblioteca 61, 178). Esta asociación entre poesía y descanso es la clave estética que decodifica los misterios de la poesía del XVIII y que sirve de justificación para esta paradójica disociación entre la vida y la poesía de estos autores. La poesía es refugio, descanso, sueño, y por ello, su conexión con una sustancia como el vino, generadora a su vez de sueños y poemas, es una extensión natural de esta filosofía estética en la que el arte es descanso y escape de la realidad y nunca reflejo de ésta. Como repite Meléndez Valdés, las letras y las artes “serán mi consuelo hasta la última vejez. (...) Ellas forman el gusto, suavizan las costumbres, hacen deliciosa la vida, más agradable la amistad, perfeccionan la sociedad, estrechan sus vínculos entre los hombres y los alivian y entretienen en sus ocupaciones y cuidados. Nadie puede trabajar sin alguna distracción” (“Advertencia a la edición de sus Poesías de 1797”, Obras completas, 105). Así interpretaban estos poemas los lectores de la época como por ejemplo el censor (José de Guevara) al que se encargó revisar la edición de 1785 de los poemas de Meléndez, y que aprobó la publicación del libro destacando que “el autor (...) procura acercarse al estilo de los poetas griegos y latinos y que en sus anacreónticas hay la suavidad y dulzura que corresponde a este género de composiciones. (...) En una materia de pura recreación y placer, lo único que puede exigirse es que esté desempeñada con gracia y naturaleza, como lo está, a mi juicio, la presente” (la cursiva es mía; cit. Astorgano Abajo, Juan Meléndez Valdés, el ilustrado, 253). De Cienfuegos, discípulo de Meléndez, dirá Alcalá Galiano con indignación que en el poema “El otoño”, donde hay unos versos báquicos furiosos (“Luego, luego, / cien copas, ¡evohé!, dad a mi fuego”), “eso es ya traspasar los límites de lo posible, descubriéndose que tales extremos salen de un hombre sobrio, el cual sólo en los versos manifiesta una sed o un vicio tan fuera de toda medida” (Biblioteca 67, 3). En tanto romántico, Alcalá Galiano no podía entender que la lírica de los poetas anacreónticos no pretende retratar la reali-

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dad ni mucho menos reflejar con sinceridad el yo del poeta, sino que persigue precisamente el objetivo contrario. Otra muestra curiosa del contraste abismal existente entre los poemas de estos autores y la vida cotidiana que llevaban la resume ya José Somoza, amigo y discípulo de Meléndez Valdés, quien bromea sobre la vida del Meléndez estudiante, que como tal no iba sobrado de dinero y vivía —y componía sus dulces poemas pastoriles— en una vulgarísima pensión en una de las calles más ruidosas y estrechas de Salamanca, la calle del Sordolodo, ocupada por herreros golpeando incesantemente en sus fraguas. Como afirma Astorgano Abajo, “el contraste entre la dureza del ambiente de la vida real de la calle de Sordolodo y la dulzura de la naturaleza de sus poesías ha llevado a algún crítico a ironizar sobre la sinceridad de los sentimientos de Meléndez” (Don Juan Meléndez Valdés, el ilustrado, 201). Esta ironía no escapaba al propio Meléndez ni a los miembros del parnaso salmantino, y como hemos visto ya en numerosas ocasiones, su filosofía estética justifica este paradójico alejamiento entre lo real y lo ideal típico del arte neoclásico. El viaje imaginativo a una borrachera literaria que los poetas salmantinos emprenden gracias a su poesía no implica que estos autores fueran abstemios en sus vidas cotidianas o que no hubieran experimentado sensaciones similares a las que describen en su poesía anacreóntica. Cadalso asistía a numerosas fiestas e incluso reconoce haber participado, disfrazado, en un “baile de máscara” en Madrid en el invierno de 1770 (Memoria de los acontecimientos más particulares de mi vida, 15). Por su parte, el joven Meléndez Valdés es descrito por Cadalso en una carta a Tomás de Iriarte anterior a 1774 como un “mozo algo inclinado a los placeres mundanales, a las hembras, al vino y al campo, de muy buena presencia” (Epistolario, 76), y fray Diego González describe a Batilo como “un joven extremeño, bachiller en leyes, muy aplicado a todo género de estudios, muy dulce de condición y muy hermoso de cuerpo y alma, a quien Dalmiro ama mucho” (cit. Astorgano Abajo, Meléndez Valdés, el ilustrado, 207). Aunque buen estudiante y trabajador infatigable, el joven Batilo tampoco era ajeno a fiestas ni a bailes. El mismo fray Diego González, veinte años mayor que él y uno de los protectores más entregados del joven Meléndez en Salamanca, escribe preocupado a Jovellanos en una carta de 1777 que “Batilo anda al presente algo malillo y desmejorado. Creo que son resul-

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tas de haber trasnochado en los últimos días del carnaval, en que este corregidor permitió baile de máscaras en la casa de la marquesa de Almarza, y al buen Batilo se le ofreció el vestir de abate italiano” (cit. Astorgano Abajo, Juan Meléndez Valdés, el ilustrado, 143). Y sobre los miembros más antiguos del parnaso salmantino (el mismo fray Diego Tadeo González o José Iglesias de la Casa, ambos eclesiásticos) que se reunían cada tarde en una celda monacal a disertar amigablemente sobre poesía propia y ajena, podemos intuir por el contenido de sus poemas y el tono de las cartas dirigidas a ellos que era perfectamente aceptable para estos monjes compaginar una vida real dedicada a la religión y a la enseñanza con otra imaginaria y poética dedicada a la persecución de bellas pastoras y pastores en modernas bacanales como las que pinta en sus versos José Iglesias de la Casa: Batilo, échame vino; lléname el vaso, muchacho; mira que no le llenas; échale hasta colmarlo. Echa otra vez; pues éste, lo mismo que el pasado, de un sorbo le he bebido; con la misma sed me hallo. Échame otra vez que éste le consumí de un trago; que, o bien mi sed es mucha, o me han mudado el vaso. Otra vez echa, ¡hay cosa! que en el vaso que acabo, el anterior, y el otro, efecto no he encontrado. Pues echa éste, otro y otro, y hasta mil sin contarlos; porque, o mi sed es mucha, o me han trocado el vaso. (Anacreóntica X, Biblioteca 61, 437)

El poema anterior de José Iglesias de la Casa —que en su vida diaria era párroco en una aldea cercana a Salamanca y fraile de la orden de Nuestra Señora del Carmen (Biblioteca 61, 408)— resume a la perfección las características de la poesía practicada por estos poetas: su

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fuente de inspiración más clara es Anacreonte, filtrado a través de Villegas —de hecho, podría considerarse la “Anacreóntica X” de Iglesias que acabo de citar como una reelaboración consciente de los monóstrofes 26 y 31 del autor del siglo XVII: “Con el suave vino / doy sueño a las tristezas. Pues, ea, mozo, echa (...)” (“Del vino”, vv. 1-3, 275); “Sin límite, ea, mozo, / dame, dame la copa, / que quiero darme / a furia tan sabrosa” (“De sí mismo”, vv. 1-4, 281)—. Pero más allá de su fuente, el poema de Iglesias muestra varios rasgos que pueden considerarse recurrentes en este tipo tan abundante de poemas dieciochescos. En primer lugar, el yo alude directamente a Batilo, destinatario del poema, y juega con la doble ambigüedad que esta referencia lleva consigo: por un lado, es un eco de Anacreonte, que dirige a su joven amante Batilo elogios y poemas, y por otro, alude también al joven Meléndez Valdés que, como ya hemos visto, adoptó desde muy temprano el pseudónimo de Batilo con plena conciencia de las connotaciones derivadas de dicho nombre. Esta referencia a Batilo por parte de Iglesias de la Casa tinta de ligero homoerotismo la composición, en la que un hombre mayor (el propio Iglesias) pide vino a un copero joven (al que llama “muchacho”), y al mismo tiempo, nos recuerda que estos poemas, en el momento de su composición y primera lectura, no fueron escritos para ser publicados en forma de libro sino para ser compartidos de forma privada en pequeñas reuniones vespertinas entre los miembros del parnaso salmantino. Así, abundan los dobles sentidos y los guiños a situaciones a las que ya no podemos acceder como lectores sino a través de la imaginación, pero también al intertexto de los banquetes o simposios clásicos protagonizados por grupos de hombres, que el erudito decimonónico experto en Anacreonte Antonio Rubió y Lluch describe vivamente en todo su exotismo: Anacreonte, fuerza es confesarlo, no se limitó a cantar a las bellas; pagó tributo a las costumbres de su tiempo, y los versos que a aquellas dirige forman una pequeña parte al lado de los que escribió dedicados a Lycaspis, al afable Megistes coronado de agnocasto, a Simalos tañedor de flauta, al tracio Smerdis de arrogante belleza, a Cleóbulo el de los ojos de virgen, al gallardo Batilo y a otros muchos, cuyos nombres, lejos de ser vanas ficciones de su acalorada fantasía, eran los de los jóvenes que en la corte de Polícrates, al compás de suave música, danzaban delante de su regio patrono, o divertían sus ocios con sus cantos jónicos y los dulces acordes de sus flautas (20).

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En segundo lugar, el poema está lleno de imperativos y enunciado por una voz en primera persona en estilo directo. Esta voz del yo reproduce con sus exclamaciones, hipérboles, repeticiones y su tono coloquial y humorístico el tipo de habla desordenada y cíclica de un borracho. La anécdota que sostiene el poema es, más que mínima, ridícula, y la sed del borracho, inagotable. Y este poema es sólo la punta del iceberg de toda una tendencia dentro de la poesía dieciochesca en la que se canta a la figura del borracho a partir del sustrato de Anacreonte. Esta “furia tan sabrosa”, la atracción al vino y al efecto de pérdida de la razón y del propio yo que produce, ¿por qué culmina en medio de la Ilustración, de la pluma de los autores que más difícilmente podían entregarse a estos excesos en su vida cotidiana? Como afirma Anya Taylor, “the figure of the drinker tests the margins of the human being, either as a beast, savage or thing, or, on the other edge of the human range, as a free, inspired spirit” (1). De lo que se trata, en este y en numerosísimas variantes de este poema compuestas por Iglesias y por otros poetas de la época, es de alcanzar mediante el alcohol la pérdida completa de control, anhelar el efecto de abandono total de una colosal borrachera, pero también de alcanzar un nivel de inspiración máxima, el contacto con las musas del que hablan tantas veces estos poetas, como en esta anacreóntica tardía (1806) de Juan Bautista Arriaza en la que el poeta juega con los efectos comunes de la bebida y del estro o “Aquel estímulo que siente interiormente el poeta para hacer sus versos y se finge provenir de cierto numen que lo agita o inflama” (Diccionario de autoridades, 1822): Vengan bullendo copas, vayan volando versos, néctar vertiendo aquéllas, estos hirviendo en estro (...) Salgan de las botellas con resonantes ecos los escupidos corchos a combatir los techos; porque, néctar manando y estro feliz vertiendo,

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vengan acá esos vasos, vayan acá esos versos. (Juan Bautista Arriaza, Anacreóntica 1, Biblioteca 67, 50-51)

El borracho, tambaleándose con una botella de vino en la mano, es la antítesis del sujeto ilustrado comprometido con la sociedad de su tiempo que Cadalso epitomiza en sus Cartas marruecas —obra compuesta precisamente en Salamanca, según Cadalso, antes de 1774 (Memoria, 23)— con el famoso discurso de Nuño a Gazel sobre los atributos del “hombre de bien”: “(...) todo individuo está obligado a contribuir al bien de su patria (...) No basta ser buenos para sí y para otros pocos; es preciso serlo o procurar serlo para el total de la nación” (Carta LXX). Nada más alejado de este modelo que los numerosos poemas que Cadalso mismo dedica a hablar de la experiencia de estar borracho en su obra poética Ocios de mi juventud, entre los cuales puede destacarse esta anacreóntica en la que el yo poético aparece sumido en una eterna borrachera rodeado de sus amigos y derribado en el suelo por el efecto de doce copas de un vino tan joven como él: Dime, dime, muchacho, ¿cuántas veces te he dicho que me des de lo añejo cuando te pida vino? Anoche, en vez de darme del viejo bueno tinto, me diste malo y nuevo, y pagué tu descuido. Apenas me llenaste doce veces el vidrio con que suelo, contento, brindar a mis amigos, cuando caí de espaldas, perdidos los sentidos, haciendo de mí mofa las chicas y los chicos; y sin duda quedara en el suelo tendido a no tocarme Febo con sus rayos divinos,

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cuando de su carrera llegaba al medio fijo. Dame, dame del viejo, a ver si con su brío y la luna, que sale, me sucede lo mismo; y si tal sucediere, muchacho, te permito que en adelante traigas, cuando yo pida vino, del nuevo o bien del viejo, del blanco o bien del tinto. (Biblioteca 61, 272)

Nada más contradictorio a esta imagen poética de puro hedonismo y diversión que la retórica de sacrificio de sus gustos personales y estoica masculinidad que se imponen como modelo en sus vidas diarias los ilustrados, y que aparece expresada en su correspondencia y escritos en prosa, y manifestada en las decisiones profesionales que tomaron en sus vidas diarias Jovellanos, Meléndez Valdés y el propio Cadalso, cuyos discursos muestran la permeabilidad de este modelo de “hombre de bien”. Exiliados (Jovellanos y Meléndez), arruinados (Cadalso, Meléndez), muertos en combate en plena juventud (Cadalso), los tres ilustrados sufrieron en sus carnes lo vaticinado por Nuño en las Cartas marruecas respecto al “hombre de bien”: “Es verdad que no hay carrera en el estado que no esté sembrada de abrojos; pero no deben espantar al hombre que camina con firmeza y valor” (Carta LXX). En lo que parece un comentario autobiográfico similar a los que Cadalso realiza en su epistolario, Nuño registra los inconvenientes que acarrea entregar la propia individualidad y sacrificar los gustos para servir el concepto de patria centrándose en la labor del soldado que Cadalso mismo escogió como carrera y que le trajo numerosos sinsabores: La milicia estriba toda en una áspera subordinación, poco menos rígida que la esclavitud que hubo entre los romanos. No ofrece sino trabajo de cuerpo a los bisoños y de espíritu a los veteranos; no promete jamás premio que pueda así llamarse, respecto de las penas con que amenaza continuamente. Heridas y pobreza forman la vejez del soldado que no muere

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en el polvo de algún campo de batalla o entre las tablas de algún navío de guerra. Son además tenidos en su misma patria por ciudadanos despegados del gremio; no falta filósofo que los llame verdugos. ¿Y qué, Gazel, por eso no ha de haber soldados? ¿No han de entrar en la milicia los mayores próceres de cada pueblo? ¿No ha de mirarse esta carrera como la cuna de la nobleza? (Carta LXX).

La autoimposición en el hombre ilustrado de un tipo de ideal de vida tan rígido y tan alejado de los placeres que merece ser tratado con expresiones como “áspera subordinación”, “amenaza”, y sobre todo ser comparado con “la esclavitud”, es quizá en parte responsable de que la poesía, especialmente en el caso de Cadalso y Meléndez, se entienda como una válvula de escape a través de la cual el hombre ilustrado puede dar rienda suelta a sus pasiones menos compatibles con la tiranía del modelo de “hombre de bien” al que aspiraban en sus vidas diarias. Cadalso, sin ir más lejos, describe en estos términos el tipo de vida que llevaba en campaña en una carta a su amigo Tomás de Iriarte, probablemente en 1775 (Glendinning y Harrison, 117): “Esta es la provincia más triste, más calurosa, más enferma, más inhospitable de España. Estoy mandando un escuadrón en uno de los pueblos más melancólicos de ella. Tengo aquí pocos compañeros, y los tales son poco sociables. He dejado mis libros en Madrid; no hay por acá una persona que me congenie; he tenido mis tercianas, de las que nadie se libra en este país, con que estoy sumamente melancólico” (íd., 117118). Si bien los Ocios de mi juventud (publicados en 1773) son una obra ligeramente temprana en comparación con las Cartas marruecas (escritas alrededor de 1774 y publicadas póstumamente), la coexistencia en un mismo autor de estas facetas tan diversas puede considerarse paradójica. Esta contradicción entre distintos ideales de comportamiento y entre manifestaciones ilustradas y otras totalmente hedonistas no es un rasgo único del polifacético Cadalso, al que algunos críticos han considerado un autor radicalmente moderno, otros radicalmente conservador, que para unos es un ilustrado pleno, para otros un romántico temprano, y casi todos están de acuerdo en que sus Cartas marruecas no están exentas de ambigüedad (Medina Domínguez, 216). Por su parte, los biógrafos y estudiosos de Meléndez Valdés se han visto obligados a reconciliar mediante distintas estrategias, bien de tipo psico-

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lógico, bien de tipo literario, la falta de unidad evidente en la producción poética de Batilo, pero también entre sus primeros años dedicados a la enseñanza de humanidades como profesor en Salamanca y su decisión de ser magistrado, con la consecuente implicación en la vida pública que dicho trabajo conllevaba y que tan lejos parecía de la persona poética que se había forjado el dulce Batilo. “Contradictorio” es uno de los adjetivos más usados al hablar de Meléndez (recientemente, Astorgano Abajo titula uno de los epígrafes en su “Introducción” a las Obras completas “La personalidad contradictoria de Meléndez”). La incapacidad de muchos críticos de conciliar esta falta de unidad en su vida y en su obra llevó incluso a sus contemporáneos al extremo machista de culpar a su esposa por las decisiones de Meléndez (como José Somoza) que no encajaban en su modelo de poeta y hasta a acusar a Meléndez de “debilidad de carácter” e incluso de “traición”. La respuesta que concilia estos rasgos nos la da en numerosas ocasiones el propio Meléndez Valdés, especialmente en los momentos en los que se ve obligado a reflexionar sobre la función del arte y la poesía en su vida, sobre todo cuando escribe como un magistrado o desde el desengaño y la desesperación del destierro. Por ejemplo, en uno de sus Discursos forenses —“Sobre la necesidad de prohibir la impresión y venta de las jácaras y romances vulgares”— Meléndez Valdés habla de la función de los buenos versos como algo que “me consuela (...) y alienta (...) en la austeridad de mis deberes, y el fastidio insufrible de ver procesos y perseguir delitos (...). Ellos (los versos) (...) me llenan, hombre y magistrado, de dulzura y tierna humanidad; y me serán descanso y grata compañía hasta la última vejez” (íd.). Que el tema de estos versos hechos para el descanso sea báquico es lo más apropiado para lograr este objetivo estético y psicológico. Estos testimonios pseudobiográficos prueban que, para el ilustrado que aspira a sacrificarse por su país siguiendo el ideal del “hombre de bien” y el principio de moderación del llamado “justo medio” ilustrado, la abundancia de poemas hedonistas donde se canta al placer individual frente al compromiso social no es incompatible con la labor del ilustrado sino su propio envés, la otra cara de Jano. Es por ello por lo que los ilustrados se ven obligados a separar lo más posible su yo ilustrado, el que crean a través de sus decisiones profesionales y en su vida diaria, en sus epístolas y escritos en prosa, de su poesía, y por este motivo se ven obligados a construir un alter ego, una máscara poética

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lo más alejada posible del modelo ideal de hombre ilustrado y comprometido que intentan alcanzar en sus vidas para poder escribir poesía y regresar “purificados” de sus instintos “destructivos” y poco civilizados al cultivo de la razón y de la masculinidad normativa. Cadalso, Meléndez, Moratín, Iglesias de la Casa y otros muchos encuentran en el borracho y en su reverso mitológico, Baco, un personaje-máscara que es la antítesis completa de Nuño, del Don Diego de El sí de las niñas, de Jovellanos y de cada “hombre de bien”: el borracho, igual que la imagen del niño o la identificación con Anacreonte, es la máscara que permite al ilustrado experimentar un tipo de catarsis que, en términos puramente literarios, puede metaforizarse mediante el modelo propuesto por Nietzsche en El nacimiento de la tragedia.

EL LADO DIONISÍACO DE LOS ILUSTRADOS: LA FUNCIÓN CATÁRTICA DE LA POESÍA SOBRE EL VINO

Nietzsche, en su famoso y polémico tratado de juventud, que según él mismo debía haberse escrito en forma poética y no ensayística —“¡Qué lástima que todo cuanto tenía que decir entonces no me hubiera atrevido a decirlo como poeta!” (“Ensayo de autocrítica”, 46)—, intenta explicarse la existencia de la civilización de la Grecia antigua y su esencial contradicción entre el principio ordenador del caos socrático y su canto a la autodestrucción, principios que Nietzsche asocia poéticamente con las figuras mitológicas de Apolo y Dionisos respectivamente: “En el mundo griego existe una enorme antítesis, en cuanto a origen y metas, entre el arte del escultor, el apolíneo, y el arte no figurativo de la música, el de Dioniso: ambos instintos tan dispares marchan parejos, casi siempre en abierta y mutua discordia, estimulándose recíprocamente” (El nacimiento de la tragedia, 59-60). ¿Cuál era el origen de “la pretendida ‘serenidad’ de los griegos y del arte griego”? (“Ensayo de autocrítica”, 41). Según Nietzsche, “todo el desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionisíaco, de forma similar a como la generación depende de la dualidad de los sexos, en continua lucha y en reconciliación que se presenta sólo periódicamente” (El nacimiento de la tragedia, 59). Proyectando la pregunta original de Nietzsche al misterio de la contradicción entre la faceta racional e ilustrada de Cadalso

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o Meléndez y su lado antirracional simbolizado por el borracho, podemos entender metafóricamente esta coexistencia en el hombre ilustrado de dos facetas mutuamente excluyentes. Podemos entender también así, siquiera de modo poético-mítico, que dentro del movimiento mismo de la Ilustración puedan coexistir al mismo tiempo poemas como las “Sátiras a Arnesto” de Jovellanos, donde se critican duramente los excesos de una época decadente, y las anacreónticas de los poetas salmantinos protagonizadas por borrachos y que invitan al lector a un total abandono de cualquier atisbo de responsabilidad y a vivir en sueños en una aldea imposible junto al amor de una pastora: Debajo de aquel árbol de ramas bulliciosas, donde las auras suenan, donde el favonio sopla, donde sabrosos trinos el ruiseñor entona, y entre guijuelas rie la fuente sonorosa, la mesa, oh Nise, ponme sobre las frescas rosas, y de sabroso vino llena, llena la copa, y bebamos alegres, brindando en sed beoda, sin penas, sin cuidados, sin gustos, sin congojas, (...) (vv. 1-16, Anacreóntica VIII, Iglesias de la Casa, Biblioteca 61, 437)

Si, por un lado, en su “Sátira primera a Arnesto” (1786), Jovellanos dibuja con un naturalismo exacerbado la escena en la que la joven Alcinda llega a casa tras una fiesta con el aliento fétido por el alcohol, aún acompañada de Fabio, su cortejo (v. 49), sin que al marido “cornudo” (v. 51) le perturbe “el sudor frío, ni el hedor, ni el rancio / eructo” de su esposa (vv. 52-53), o critica la decadencia de la nobleza corrupta, ociosa, inútil y maleducada en su “Sátira segunda” (1787) mediante la descripción de un día típico en la vida de un majo de la

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alta aristocracia que pasa sus noches en espectáculos de flamenco, los días en los toros, y vuelve a casa por la mañana “ya con las estrellas, / beodo por demás” (vv. 56-57), la mayor parte de los poetas de la segunda mitad del XVIII se identifica en sus poemas con la figura del borracho que tan reprobable parece a Jovellanos en la sociedad de su tiempo. Mientras tanto, en sus papeles profesionales los autores del parnaso salmantino hacen el alcohol sinónimo de pobreza y degeneración moral, como cuando Meléndez describe vivamente “la corrupción moral y embrutecimiento de los mendigos” en su Discurso sobre la mendiguez: “Dados al vino y a un asqueroso desaseo, y durmiendo en parajes y cuadras, mezclados y revueltos unos con otros, no conocen la honestidad ni la decencia, y, borradas del todo las santas impresiones del pudor, se dan sin reparo a los desórdenes más feos” (Obras completas, 1135). Esta imagen contrasta vivamente con las numerosas imágenes de embriaguez colectiva que aparecen en sus anacreónticas más tempranas e incluso en romances más tardíos como el XXXVIII, titulado “Las vendimias”, seguramente de 1786 (Polt y Demerson), y hasta en la gráfica y vulgar Epístola XII (“La gran fiesta del Lunes de Aguas”) dedicada a Cadalso y compuesta entre 1775 y 1778, donde el yo del poeta anhela perderse entre la muchedumbre carnavalesca de Salamanca, a la que Meléndez califica irónicamente de “la Atenas de España” (v. 265): La imagen que a lo lejos la multitud formaba, de blanco, negro y verde, no sé cómo pintarla. Ansioso, pues, de verme envuelto ya en la zambra, requerí mi sombrero, rebújeme en la capa, y eché a correr abajo con tan veloces plantas que no me compitiera la puta de Atalanta. (vv. 33-40, Obras completas, 697)

La contradicción entre la abundancia de poemas donde se canta al vino y a la borrachera y las críticas de los ilustrados por los excesos de

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la plebe puede ser índice de un cambio en la actitud respecto al alcohol que podría datarse hacia fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, pero no es tal si entendemos que la poesía lírica —no las sátiras de tipo ilustrado como las que acabamos de ver de Jovellanos, inspiradas en Juvenal, Marcial y Cicerón— tenía una función de alejamiento del yo de su vida cotidiana y no pretendía ser el reflejo de ésta. Por ello, numerosas características de esta poesía báquica —recurrencia de motivos entre distintos poemas, paisaje utópico, personajes pastoriles, uso de pseudónimos, circularidad y estatismo— se justifican al entender la función de escape de la realidad que estos versos tienen para sus productores y sus consumidores. Una función que, a su vez, puede compararse con los efectos que el alcohol produce en los que lo consumen y que Nietzsche describió brillantemente cuando dijo que “la analogía de la embriaguez es la que más nos acerca (...) a la esencia de lo dionisíaco” que, en sus momentos más intensos, conduce a la destrucción de lo que Schopenhauer llamó el principium individuationis, la desaparición de lo subjetivo “en el olvido absoluto de sí mismo” (El nacimiento de la tragedia, 64).

EL YO INMERSO EN LO COLECTIVO: EL VINO COMO DESTRUCTOR DE LA IDENTIDAD INDIVIDUAL

Éste es el verdadero objetivo que persiguen estos poetas cuando escogen recrear en su poesía este estado de embriaguez salvaje: la pérdida de su identidad individual, la fusión de su yo en lo colectivo. De hecho, la amistad y la danza son referencias concomitantes a la borrachera en estas escenas festivas puntuadas por gritos salvajes como “Evohé” o por interjecciones como “ea”, que apuntan a la existencia de un receptor implícito más o menos cómplice en el poema y le invitan a participar, a perder su propio yo y a integrarse en el orden dionisíaco. Ya he señalado anteriormente la fuerza con la que el yo se afirma en la poesía anacreóntica a través de una máscara poética de atributos recurrentes en los que se funden el rostro del poeta, el de Anacreonte y el del dios Baco. Pero al mismo tiempo, esta poesía tan convencional no escapa a las preocupaciones filosóficas de su época, especialmente el cuestionamiento de la propia identidad.

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En un poema dedicado “A Baco”, Meléndez Valdés va enumerando las múltiples identidades que el vino hace posible adquirir. Empezando con una exclamación dionisíaca, que afirma que el vino crea la risa —“¡Honor, honor a Baco, / el padre de las risas”— Batilo nos ofrece un poema que canta a las proteicas máscaras que se pueden adoptar al beber vino: así, en este poema, Baco y el vino son los agentes de la metamorfosis de la identidad causante de la amistad y el amor (vv. 9-12) y la inspiración de los poetas (vv. 13-16). El vino transforma los pechos tristes en alegres (vv. 17-20), da valentía al cobarde (vv. 29-30), hace que los avaros se vuelvan generosos (v. 33) y tiene la virtud de volver al plebeyo, grande, y de humillar al altivo (vv. 34-36). Hasta las conquistas políticas se hacen fáciles cuando se bebe vino (vv. 37-40), y mucho más las amorosas (v. 40), como ejemplifica el caso de Teseo y Ariadna (vv. 45-55). Este canto a las posibilidades transformativas del vino y de Baco, tan propio de la cultura de las máscaras en el siglo XVIII, acaba precisamente en una escena de baile en el que la realidad se desestabiliza. El poema transmite la perspectiva de Baco borracho, que se funde con la del poeta y, consecuentemente, con la del lector, al que se incluye en esta escena: Mal fija la guirnalda ya trémula la vista, a todos que brinden solícito convida. Los silenos beodos forman su compañía, sus bulliciosas danzas bacanales y ninfas, “¡Honor”, gritando todos, “al dios de las vendimias!; ¡honor, honor a Baco, el padre de las risas!” (vv. 60-72).

El carácter plural del poema, protagonizado por “silenos beodos” que forman “bulliciosas danzas” en las que participan a su vez “bacanales ninfas” y que invitan a los que los contemplan a unirse a ellos, viene reforzado por la inestabilidad de sus imágenes, todas caracteri-

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zadas por su calidad borrosa y circular: la guirnalda está “mal fija”, la vista está “trémula” y el ruido de risas y baile lo cubre todo. Esta experiencia en la que el yo busca difuminarse a través del alcohol en lo colectivo expresa la ambigüedad con la que incluso estos poemas celebratorios se enfrentan a su propio tema, que más allá del alcohol es el efecto de esta sustancia sobre la propia identidad. Como explica Anya Taylor, “the ambiguity of the drinker already unsettles classical and Renaissance literary representations of drunkenness. The mythic tradition centering on Dionysus is a composite idea of abandon, fertility and drunkenness” (7). Esta mezcla de atributos dionisíacos se intuye ya en los orígenes del propio mito y se visualiza de forma especialmente cruda en Las bacantes de Eurípides. En esta tragedia, el significado de Dionisos es al mismo tiempo divino y metamórfico, por un lado, y por otro bestial (Taylor, 7). Dionisos es el que otorga vida y al mismo tiempo el que lleva a las bacantes, sus seguidoras, al extremo de desmembrar cuerpos humanos. En la obra, Dionisos es un dios liberador, pero el precio de esta liberación es concomitante a la caída en lo salvaje, y no hay una mejor definición de los efectos del alcohol en el que lo prueba: como en el poema de Meléndez Valdés donde Baco permite experimentar al yo con distintas facetas y metamorfosearse en otros seres, el vino permite al que lo bebe verse a sí mismo “transformado y multiplicado, liberado de sus antiguos roles y libre para explorar otros modos de ser alternativos” (Taylor, 6, la traducción es mía). Baco y el vino conducen al olvido de uno mismo y al placer de la metamorfosis, pero al mismo tiempo destruyen la razón y la voluntad. Aunque la mayor parte de los poetas ilustrados no parecen contemplar aún la intuición de la adicción o la noción del alcoholismo como enfermedad que veremos en poetas posteriores, su obsesión con el vino como modo de escape de su propio ser indica una conciencia por negación de este mismo ser, de la misma identidad que el vino promete eliminar de forma temporal. El siglo XVIII es un momento esencial para la historia de la subjetividad precisamente porque es a raíz del ansia de conocimiento y especulación científica del setecientos cuando empieza a surgir un “idioma” para hablar de la subjetividad, una técnica para la autoexploración desligada de la religión. Russell Sebold llama la atención sobre la falta de una comprensión literaria de esta historia de la subjetividad: “Uno de

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los fenómenos menos comprendidos de toda la historia literaria es el hecho de que poco a poco, bajo la influencia de la filosofía observacional e inductiva de Francis Bacon, la física empírica de Newton, y especialmente la epistemología sensualista de Locke y Condillac, la poética recobró su propia disposición empírica naturalista y su capacidad para la individuación” (Sebold 1985, 79). El hecho de que Cadalso y Meléndez Valdés, entre otros, conocían las obras de Newton, o el Essay on Human Understanding de Locke, o las ideas de Condillac, está suficientemente probado (véase Sebold 1985, 80), pero no lo están las consecuencias que la absorción de esta filosofía pudo tener para la creación de este tipo de poesía. El gran número de poesías dieciochescas de tema báquico donde la realidad se desestabiliza debe contemplarse dentro de este contexto filosófico, del mismo modo que el canto a los sentidos y la generosa sexualidad de muchos de los poemas de Batilo deben contemplarse a través del prisma de la filosofía sensualista de Locke apuntada por David Gies en varios de sus trabajos. Tanto Hume, en su A Treatise of Human Nature, como Locke, en An Essay Concerning Human Understanding, debieron de provocar reacciones ambiguas en muchos lectores inteligentes como Meléndez, que poseía ambos volúmenes en su amplia biblioteca y que además leía inglés: si por un lado abrían la puerta a un nuevo mundo secular de sensaciones, por otro suponían un tremendo cuestionamiento de la imagen del ser humano como ente completo que debían haber contemplado hasta entonces. Esta nueva filosofía crea una nueva imagen del yo que sólo puede acceder al mundo a través de los sentidos y que está en flujo perpetuo, siempre cambiando. Este fondo filosófico, aunque no está literalmente presente en estas composiciones báquicas dieciochescas, que por su naturaleza lírica huyen de cualquier reflexión filosófica, puede considerarse una hipotética respuesta a la ansiedad que produce este cuestionamiento de la unidad del yo en esta época. De hecho, Anya Taylor propone que la filosofía de Hume y su destrucción de la impresión de continuidad en el yo está detrás del cambio hacia las actitudes con respecto a la bebida que se detecta en Inglaterra hacia fines del XVIII (61 y ss.), y la gran experta en el yo en la literatura dieciochesca británica, Patricia Spacks, confirma esta intuición. Para Hume, la mente es “a kind of theatre, where several perceptions successively make their appearance; pass, repass, glide away, and mingle in an infinite variety of postures and situations” (Spacks, 10). La poesía setecentista española con sus nu-

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merosos borrachos de percepción inestable no sólo recoge el legado filosófico de Locke y el sensualismo, sino que lleva la crisis del sujeto expresada tan elocuentemente con la metáfora teatral de Hume hasta sus propios límites. La metáfora del teatro que Hume emplea para hablar de cómo percibimos la realidad sugiere, según Spacks, “that when we reflect on our perceptions we discover (or invent?) a drama, an action, that assures us of our own reality. We believe in the existence of the theater—the continuing self that we cannot directly perceive—because we believe in the action that takes place within it” (10). Se podrían citar numerosos ejemplos de poemas que pueden interpretarse a la luz de este contexto, pero uno de los más ilustrativos es “Un borracho”, del conde de Noroña, en el que el rechazo aparente de la irracionalidad de Filogeno, el protagonista, da paso a una lección filosófica y moral. El poema comienza con una descripción sumamente vívida, casi fisiológica (rostro abotargado, ojos encendidos, habla balbuciente, pasos desiguales, manos trémulas), de los efectos que produce el alcohol, que viene superpuesta a los rasgos míticos del retrato de un Baco “coronado de yedra”. Sin embargo, a medida que avanza el poema nuestro rechazo inicial (reacciones de lástima, risa, ridículo) cambia cuando el borracho describe su propio estado de embriaguez como sumamente positivo e invita a todos a beber con él: Coronado de yedra, el rostro abotargado, los ojos encendidos, espumosos los labios, el habla balbuciente, desiguales los pasos, desabrochado el pecho y trémulas sus manos, llevando en la derecha un anchuroso vaso, tan colmado de vino que lo va derramando, se acerca hacia nosotros Filogeno el borracho. ¡Oh, qué extraña figura! ¡Qué lástima está dando! ¡Ay Dios, cómo tropieza!

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¡Cuál rien los muchachos! Este le tira un troncho, aquél le vierte un jarro; ¡Que se halle entre los hombres quien se exponga, insensato, por un vicio tan feo, a un general escarnio! Callad, responde él mismo; que cuando el padre Baco en mis entrañas bulle y me acalora el casco, no sé qué son tristezas ni a qué llaman cuidados, ni se me da que todos se rían de mi estado. En calma está mi pecho, mil dulzuras gozando, ignoradas de aquellos aun más afortunados; y así al punto apuremos el vino: ea, bebamos, y de lo que otros digan no se nos dé un ochavo. Y en su dulce bebida ambos ojos fijando, hasta la última gota, deja el vaso apurado. (Biblioteca 63, 427-428).

El efecto del alcohol en Filogeno, el protagonista del poema, es el de hacer olvidarse al yo de todo lo que existe a su alrededor [“cuando el padre Baco / en mis entrañas bulle / (...) no sé qué son tristezas / (...) en calma está mi pecho / mil dulzuras gozando”], pero la descripción inicial de su cuerpo inestable y el vaso derramado es un canto ambivalente a las posibilidades transformativas del alcohol. Asimismo, en su poema “Dime, dime muchacho”, Cadalso recrea una escena en la que el yo —que representa al poeta mismo— sufre los efectos físicos de una borrachera:

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(...) caí de espaldas, perdidos los sentidos, haciendo de mí mofa las chicas y los chicos; y sin duda quedara en el suelo tendido a no tocarme Febo con sus rayos divinos (“Dame, dame muchacho...”, vv. 13-20)

Aunque el tema báquico de los poemas del conde de Noroña o Cadalso que acabo de citar y ciertas frases como “Coronado de yedra” o el típico comienzo “Dime, dime muchacho” muestran el enlace directo entre estas composiciones y la Anacreontea, la atención dedicada por estos poetas a describir los efectos físicos del vino en sus protagonistas responde a un nuevo interés que muestra la transición entre el lenguaje tradicional de la lírica báquica y una nueva visión más realista de los efectos del alcohol. De lo que no hay duda es de que, a pesar de las caídas, tambaleos y derramamientos, estos autores dieciochescos todavía ven el alcohol de modo positivo, como una sustancia que, al igual que la poesía ligera que ellos mismos cultivan, permite al yo alejarse de la realidad cotidiana y experimentar el placer de estar desconectado de la realidad. El cuerpo del borracho dieciochesco, a diferencia del borracho medieval y carnavalesco, no produce vómitos. Y a diferencia de los borrachos románticos, los borrachos a los que cantan los poetas del dieciocho no buscan o son víctimas del aislamiento social del mendigo, sino que son agentes de integración social. También a diferencia de los borrachos decimonónicos, el borracho del dieciocho no es la víctima de una adicción, sino un ser racional que busca de forma voluntaria y controlada una evasión temporal de la que podrá, eventualmente, despertarse. Los médicos de la época pre-moderna parecen avalar esta percepción que todavía se manifiesta en la poesía del siglo XVIII, y los tratados de medicina afirmaban que la bebida consumida con moderación y hasta la embriaguez podían ser buenas para la salud (Tlusty, 57). Arnau de Vilanova, el famoso médico valenciano del siglo XIII, sugería embriagarse hasta el punto de vomitar una o dos veces al mes para re-

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novarse y limpiar el cuerpo de flema, y la creencia en los efectos médicos positivos de la embriaguez persistió hasta el siglo XVIII (Tlusty, 56). La bebida es, hasta entonces, vista de un modo ambiguo pero positivo, ya que el concepto de adicción física no era posible para la ciencia de la época (Tlusty, 51). No es de extrañar, entonces, que siguiendo la asociación clásica entre Baco y las musas, los autores de la época consideraran el vino como una metáfora de la inspiración artística y hasta incluso una fuerza civilizadora.

EL YO BORRACHO ES EL YO INSPIRADO: LA METAPOESÍA BÁQUICA En la poesía dieciochesca abundan los paralelismos entre el acto de emborracharse y el acto de escribir. Por ejemplo, en los dos poemas introductorios de las “Odas anacreónticas” de Meléndez (“A mis lectores” y “De mis cantares”), se equipara la experiencia de componer poesía con “los brindis” que el poeta menudea “entre risas y versos” (“A mis lectores”, vv. 19-20). Y en “De mis cantares”, el zagalejo que pierde su camino y se queda dormido es investido en sueños con la corona dionisíaca: “entrambas sienes Baco / de pámpanos me ciñe” (vv. 14-15). El canto a la experiencia dionisíaca y su asociación con la poesía viene de la tradición de la poesía clásica, y especialmente de Anacreonte, en cuyos poemas se asocia el canto con la ebriedad del poeta. Como ya he insinuado, el paralelismo entre el acto de beber y el acto de escribir, que es parte de la tradición de la Anacreontea —“Cuando bebo vino (...) canto” (Anacreonte 51: traducción mía a partir de Rosenmeyer, 249)—, forma parte de toda una tradición clásica que asocia la inspiración poética con lo dionisíaco. Como ya he explicado anteriormente, en El nacimiento de la tragedia Nietzsche opone lo apolíneo y lo dionisíaco y los trata como dos mundos artísticos opuestos, representados con las imágenes del sueño y de la “intoxicación” o ebriedad. Si lo apolíneo es la representación del arte y su impulso ordenador de imágenes, lo dionisíaco muestra el abandono del sujeto y su fusión con la naturaleza. Lo más interesante de este estado de trance o de “intoxicación” dionisíaca es la división que se produce en el artista entre su gozo como hombre del placer de abandonarse a sí mismo, la pérdida de su propia identidad; el hombre, según Nietzsche, deja de ser un artista para convertirse en una obra de arte cuando es

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poseído por Dionisos. Y esta posesión implica, por naturaleza, la aniquilación del individuo. Como en la tragedia griega —donde se fusionan ambos principios, la pérdida emocionada de la individualidad y el control apolíneo del artista que a su vez está abismado en la emoción que él mismo ha creado—, en la poesía dieciochesca el estado de embriaguez se estetiza hasta tal punto que se llega a la paradoja de un canto al caos y al desorden sostenido por las más apolíneas columnas. Con el redescubrimiento de Platón que se produce en el Renacimiento resucita también la teoría platónica sobre la inspiración artística (Berry, 88), que se recoge en el Fedro, el influyente diálogo sobre el amor que a su vez puede interpretarse como un manual sobre la retórica y la creación artística. En este diálogo, Sócrates, situado fuera de Atenas, en el medio del campo, defiende explícitamente los beneficios de la locura y la irracionalidad, a las que otorga un origen divino, pero afirma también que sólo son útiles si son canalizadas por medio de la razón. Para los poetas del XVIII, profundamente imbuidos de la filosofía estética del neoclasicismo, la cuestión de la inspiración artística es central, y del mismo modo que Luzán o Arteaga reflexionan sobre los principios que sirven para canalizar la inspiración y convertirla en arte controlado, los poetas del setecientos reflexionan en prólogos, textos teóricos y en sus propios poemas sobre el origen de su propia inspiración poética. Si bien tanto Jovellanos como Cadalso y Meléndez aceptan explícitamente el principio horaciano de combinar arte y utilidad, en realidad los miembros del parnaso salmantino conciben la poesía como un escape de la realidad, una fuente de placer y de descanso para el hombre ocupado, siguiendo a su vez las ideas de su época elocuentemente resumidas por Luzán y otros teóricos y analizadas en otras partes de este libro. En el Fedro, Platón distingue entre cuatro fuentes de inspiración conectadas con sus respectivas deidades mitológicas: Apolo, Baco, las musas, y el amor (Eros). Para los poetas salmantinos, de las cuatro deidades que otorgan inspiración artística según Platón, es Baco —y su emblema, el vino— la que reconocen como la fuente más explícita de sus poemas, seguida de referencias simultáneas a las musas y a Venus y Cupido/Eros. El poema “De las ciencias” de Meléndez Valdés muestra esta asociación entre vino y creación poética de forma explícita:

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Dame vino, zagala; que como él no me falte, no hayas miedo que cesen mis alegres cantares. (Meléndez Valdés, “De las ciencias”, vv. 48-52)

La combinación entre los principios estéticos neoclásicos que se enuncia en la teoría neoclásica y la visión de la inspiración como un furor o pasión de tipo báquico emerge plagada de contradicciones entre la afirmación teórica de principios razonables y la práctica poética de una lírica cuyo origen procede de Baco y del furor irracional producido por el vino. Pero además de discutir los orígenes de la inspiración artística, el diálogo Fedro también contiene importantes reflexiones acerca de las drogas, la memoria y la poesía, y de hecho Platón asocia la escritura con el concepto de droga o pharmakon. Según la reinterpretación de este diálogo platónico hecha por Jacques Derrida, la escritura es una droga que se asocia con lo falso y lo simulado, pero que también, como una droga, provoca placer y otorga una —también falsa— sensación de trascendencia mientras “adormece el espíritu”.2 Como indica Derrida, “the pharmakon will always be understood both as antidote and as poison” (Israel, s. p.). Aunque en el siglo XVIII aún no se contemplaba el concepto de “adicción” y mucho menos de “toxicomanía”, a los poetas del XVIII no se les escapa este lado adormecedor de la literatura que ya señaló Platón, y en muchos de sus poemas recrean el paralelismo ambiguo entre escribir y emborracharse 2

“In the Phaedrus writing is presented to the king (...) as a beneficial pharmakon because, as Theuth claims, it enables us to repeat, and thus to remember. This (...) would be a good repetition, in the service of anamnesis. But the king discredits this repetition. This is not good repetition. ‘You have found a pharmakon not for memory (mneme), but rather for recollection (hypomnesis)’. The pharmakon writing does not serve the good, authentic memory. It is rather the mnemotechnical auxiliary of a bad memory. It has more to do with forgetting, the simulacrum, and bad repetition than it does with anamnesis and truth. This pharmakon dulls the spirit and rather than aiding, it wastes the memory. Thus in the name of authentic, living memory and in the name of the truth, power accuses this bad drug, writing, of being a drug that leads not only to forgetting, but also to irresponsibility. Writing is irresponsibility itself, the orphanage of a wandering and playing sign. Writing is not only a drug, it is a game, paidia, and a bad game if not guided by a concern for philosophical truth” (Derrida; Israel, s. p.).

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que ya está contenido en el mismo concepto platónico de pharmakos. Pero en tanto poetas galantes, la parte venenosa o negativa tanto de la escritura como de su aliado, el vino, se elude, mientras se celebra el valor de la bebida y la escritura como antídotos contra la realidad. Moratín padre, autor de una colección temprana de anacreónticas bastante original para su género donde se mezclan alusiones clásicas y contemporáneas, cultas y populares, expresa la mezcla entre vino y ensoñación de forma irónica: Ahora que he comido aun mas que troglodita, y como un sibarita o un tudesco he bebido, y el cielo oscurecido en el diciembre helado tiene el suelo mojado, y la tarde es pesada, y el teatro me enfada por tanto desatino, échame otra vez vino, y tiéndeme la cama, muchacha remolona, y sobre mi persona la manta palenciana de veinte y cinco libras (que es tara de mosquete), y desde el pie al copete envuélveme, chiquilla. El llover me molesta, y dormiré una siesta poltrona a maravilla. Y si algún majadero viene, no hay que llamarme; que despertar no quiero sino para acostarme. (Biblioteca de autores españoles II, 5)

Cuando en su ya citada “Advertencia” a la edición de sus Poesías de 1797, Meléndez afirmaba que a las buenas poesías las deben realzar “tales hermosuras que embelesen al lector y le lleven como mágica-

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mente al país de la ficción y el engaño” (Obras completas, 101), Batilo estaba reflexionando sobre la poesía anacreóntica como un desahogo juvenil pero también como un modo de evasión para sus lectores, ya que el “país de la ficción y el engaño” es el lugar geográfico equivalente al estado espiritual de estar fuera del yo, enajenado, enmascarado, excitado o, simplemente, embriagado. Haciendo elogio a su ilustre predecesor Anacreonte, y a diferencia de lo que sucederá en las borracheras románticas, el momento del despertar del sueño —la resaca, el día después— nunca aparecerá en sus alegres poemas. Los poetas rococó sólo tienen borracheras dulces como las de Anacreonte. En la “Vida de Anacreonte” que aparece en la reedición del Anacreón castellano que hizo la Imprenta de Sancho en 1794, Quevedo defiende al poeta de Teos de las acusaciones de borracho, porque “si fuera tan desordenado en el vino, no saliera de la mocedad” (8). Según Quevedo, “no anduvo acertado Anacreon mezclando todos sus poemas con borracheras, que por esto le acusan que fue dado a regalos y deleytes, como quiere que no entiendan que, siendo cuerdo y templado, sin necesidad se fingió ebrio” (8, la cursiva es mía). Como Anacreonte, sus discípulos Meléndez, Cadalso, Iglesias de la Casa o Moratín padre también se fingirán ebrios sin necesidad, y se recrearán en la unión entre la inspiración poética y el estado de ebriedad del yo poético. Estas equiparaciones tendrán que tenerse muy en cuenta al servir como proyecciones autorreflexivas del yo del poeta, pero también como poéticas en sí, como indica el propio título del siguiente poema de Meléndez Valdés, “De mis versos”: Dicen que alegre canto tan amorosos versos cual nuestros viejos tristes nunca cantar supieron. Pero yo, que sin sustos, pretensiones, ni pleitos, vivo siempre entre danzas, retozando y bebiendo, ¿puedo acaso afligirme? (...) Vengan, pues, vino y rosas, que mejor que no duelos

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son los sorbos süaves con que alegre enloquezco. (Meléndez Valdés, “De mis versos”, vv. 1-8, 32-36)

Varios poemas aparentemente sencillos de Meléndez Valdés donde aparecen referencias al vino y a Baco, como “De la primavera”, “A Dorila”, “De un convite”, “De mis cantares”, “De un hablar muy gracioso”, “Del vino y el amor”, “De las ciencias”, “De las Navidades”, “De mi gusto”, “A Baco”, “Del vino”, “Los recuerdos de mi niñez”, “Del mejor vino” o “De mis versos”, pueden ser interpretados como metapoéticos según la representación del yo poético inspirado como un yo borracho que las protagoniza. De hecho, en muchas de estas composiciones se equipara directamente el vino con la creación poética y, como en “De las ciencias”, los cantos alegres no cesarán siempre que al poeta no le falte vino. Pero de la poética borrachera amable del rococó pasamos a la prosaica resaca romántica-prosaica porque ya no sirve para otorgar al yo un sentido de protección o de transcendencia como hace el mágico vino dieciochesco. Por ejemplo, Joshua Wilner percibe que en Byron (Don Juan) y Baudelaire (“Enivrez-vous”), “the poetic word can no longer (...) stably figure itself as the metaphoric other of the drug, that is, as a legitimate means of imaginative transport, and in which the writer’s enthrallment by the transporting substance of words shows us its addictive and (...) prosaic face” (Wilner, 34).

LA RESACA DEL ROCOCÓ: LOS BORRACHOS DECIMONÓNICOS En Cienfuegos, que no escribió demasiada poesía de tema simposíaco (Valverde Sánchez, 86), encontramos un poema de transición en el que de la borrachera dulce rococó que vimos en Meléndez, pasamos a un universo de pura intoxicación y éxtasis. Éste es el paso previo para la desaparición del poeta borracho como figura vista en términos positivos, pues en el tardío poema de Cienfuegos (“El otoño”, 1798), se muestra ya la decadencia, “el otoño”, de esta figura del yo borracho que roza ya la locura:

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Corred, y en pampanosas guirnaldas coronad mi temulenta sien. Dadme yedras, que ardo en violenta sed báquica. ¡Evohé! cortad, que opimos entre el pámpano caigan los racimos. ¡Mil veces Evohé! que ya resuena rechinando el lagar. ¡Cuál, ay, corriendo, el padre Baco en ríos espumantes se precipita (...) Copa, copa; mis labios anhelantes se bañen en el néctar de Lieo. Hijos de Ceres, vuestro duro empleo cesa; imitad mis báquicos furores (...) conmigo enloqueced. Ya está vacía, mi copa rellenad, (...) Luego, luego cien copas ¡Evohé! dad a mi fuego. (“El otoño”, vv. 45-70)

Imágenes como “corred”, la “temulenta sien”, verbos como “ardo”, adjetivos como “violenta sed báquica”, los pámpanos que “caen”, el grito salvaje “¡Evohé!” que se repite cíclicamente, la referencia al “rechinar” del lagar, y la imagen del río salvaje y espumoso que “se precipita” y está “corriendo” nuevamente, son muy distintas de la borrachera rococó y anacreóntica en general, con su aire ensoñado, tranquilo y apacible. En este poema de Cienfuegos hay caídas, ardores, furores, ríos desbocados y locura. En un pequeño fragmento, palabras de intoxicación y caos inundan el poema, y quizá lo más sintomático del poema es, junto con su melancólico título “El otoño”, la aparición de los “hijos de Ceres” a los que el poeta anima a emborracharse salvajemente. Como es típico de Cienfuegos —autor del famoso poema “En alabanza de un carpintero llamado Alfonso”—, la anacreóntica da paso a preocupaciones de índole social y los hijos de Ceres no son meros personajes mitológicos sino campesinos cuyo “duro empleo” sólo puede olvidarse con el vino salvaje y furioso y los gritos de guerra. Cienfuegos hace un interesante comentario sobre el vino como opio del pueblo —en el que el poeta se incluye— y muestra la flexibilidad del formato anacreóntico, que se pliega para expresar diferentes visiones del mundo, de la poesía y del vino. La poesía comprometida de Cienfuegos ya no es equiparable al

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vino como sucedía en Meléndez, sino que es vehículo de una incipiente preocupación social. Como sucedió con el culto al baile de máscaras, la aparente continuidad de la anacreóntica también llegará a su otoño, y el reinado de Baco y de Anacreonte tendrá un fin repentino y trágico en el Romanticismo, una vez se elimina la máscara anacreóntica y los poemas cantan a la figura de un borracho ya insertado en el contexto de la sociedad contemporánea. No es que se deje de cantar al vino, ni que deje de haber borrachos —por el contrario, habrá tantos que la experiencia de beber alcohol empezará a contemplarse bajo la ambigua etiqueta de “adicción”—. En palabras de George Saintsbury, quien escribió a finales del XIX, for the last half-century it would be difficult to find any instance in the more prominent literatures of Europe of a Bacchanalian poet, and the instances of those who have recently tried to make themselves exceptions to the rule are rather more convincing than the silence of the majority. The maladie du siecle does not seem to have had any unfavorable effect on the consumption of fermented liquors, but it has certainly infered with their poetic celebration (cit. Roth, s. p.).

La llamada por Saintsbury “decadence of drinking songs” del XIX no impidió que se desarrollara un ambiguo culto hacia los paraísos artificiales. Pero como explica Roth, la anacreóntica y su espíritu pasarán de moda al ser percibidos como “falsos” o “fríos” por los románticos (Roth, s. p.).

EL VINO EN EL ARTE DE GOYA: DEL PÍCNIC ARISTOCRÁTICO AL ALBAÑIL HERIDO Desde los primeros cartones para tapices que diseñó para la residencia de los príncipes en la Granja, Goya muestra escenas de placer en las que el vino tiene un papel protagonista, como por ejemplo en el cartón La merienda campestre o en el que representa la estación de El otoño, también llamado La vendimia. Pero incluso en estas alegres obras rococó se filtrarán preocupaciones contemporáneas por el abuso del alcohol. Una muestra de ello es el problemático cartón para tapiz titulado El albañil herido (1786), donde vemos dos trabajadores en una obra lle-

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vando en brazos a un compañero que parece haberse caído de un andamio. Sin embargo, existe una versión inicial de este tema en la que el albañil herido es identificado claramente en la escena como un albañil borracho. Si en la escena final de El albañil herido Goya intenta complacer a sus patrones los reyes haciendo un comentario social sobre las nuevas medidas promovidas por Carlos III para aumentar la seguridad laboral de los trabajadores y muestra a los portadores del herido con caras compungidas, en la versión inicial éstos están riendo a carcajadas. Según John Dowling, la ruptura del mundo optimista de los tapices en los años ochenta del siglo XVIII en este tipo de escenas puede interpretarse como un síntoma de la crisis de la Ilustración española, que empieza a perder su ilusión reformadora a fines del reinado de Carlos III (“The Crisis of the Spanish Enlightenment”, 341). Gracias a Goya, podemos ver cómo el alcohol y su consumo se percibían de modos distintos según quiénes eran sus consumidores. Como en los poetas salmantinos, el escudo protector de la pastoral nos permite entender el vino como un pasatiempo aristocrático, mientras que cuando se representan escenas de la vida cotidiana en un estilo más realista, el alcohol se percibe como causante de accidentes, caos y la revuelta de la masa. Si el vino se veía como un ingrediente necesario para la diversión, Goya ya recoge en su obra más temprana la preocupación que los gobernantes ilustrados tenían por el consumo de alcohol por parte de las clases bajas: en 1781 ya se toman medidas legales contra el abuso del vino por parte de los trabajadores, castigadas por penas específicas. Y en el Correo de Madrid de 1790 se bromea en vísperas del carnaval con un chiste de dudosa gracia. Se ha descubierto un raro especimen: un albañil que no bebe aguardiente por las mañanas (cit. Tomlison, 175). Más allá de esta significativa anécdota, el hecho de que la ley especificara que los trabajadores que se encontraran todavía en la taberna los lunes por la mañana serían castigados por la ley con ocho días de prisión indica que el problema del alcoholismo proletario ya era percibido como una cuestión digna de regularse (Domínguez Ortiz, 1976, cit. Dowling, 341). Esta preocupación española se hace eco de una tendencia europea en la que empieza a contemplarse con ansiedad el consumo de bebidas alcohólicas por parte del proletariado, especialmente en Gran Bretaña, donde la industrialización era mucho más fuerte y la ginebra sustituye por completo al vino —un ejemplo de esto es la famosa esce-

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na “Gin Lane” (1751) de William Hogarth—. Como afirma Jonathan White, during the early eighteenth century, the particular balance between the emerging forces of capitalist development and the residual forms of precapitalist societies meant that the gin debates were shaped by a profound anxiety (...). Labour-class drinking was discussed in terms of a complex set of concepts, betraying unease with the size of the urban proletariat, the nature of London society, and the spread of luxury (...). The gin debates saw both the formation of a set of concepts for demarcating and stigmatizing drink in general and the elaboration of concepts of addiction that expressed the particular plight of the most abject proletarians in London society: working-class women. The concept of addiction (...) developed as a partial expression of the increasing alienation within urban society (White, s. p.).

Al igual que el tema de la infancia ocupaba un lugar predominante en la serie de los tapices, la borrachera y el alcohol son también sujeto ambiguo del pincel del pintor aragonés. Uno de los mejores ejemplos de la representación de la borrachera por parte de Goya es el diseño de la sexta serie titulado La merienda campestre, que nunca llegó a convertirse en tapiz por la muerte de Carlos III. La merienda campestre muestra una escena en la que varios majos y majas meriendan, beben y ligan sentados en un prado (seguramente como parte de las actividades relacionadas con la romería de San Isidro). La escena sería idílica si no fuera por la inclusión en el margen derecho inferior de un borracho en una posición humillante: en cuclillas, con la cabeza pegada al suelo, el culo hacia arriba y tapándose las orejas como si no pudiera tolerar el ruido a su alrededor. Los demás personajes parecen continuar con su pícnic de ensueño como si no fueran conscientes del desorden a su lado, ciegos al caos como los majos y majas de La gallina ciega. Como indica Tomlison, “the inclusion of a man overcome by wine would have been clearly inappropriate for a tapestry intended to decorate a royal bedroom” (185). Es uno de los misteriosos “momentos-Goya” que no tiene fácil explicación, pero que sugiere la mezcla de denuncia y fascinación que el vino y la borrachera tenían para los ilustrados, que se encuentran en un momento de transición con respecto a la percepción del alcohol.

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A Meléndez Valdés le horrorizaba el caos de las procesiones y del pueblo borracho. En uno de sus Discursos forenses critica abiertamente la costumbre de las procesiones que “en discordancia manifiesta con el espíritu humilde y compungido, la sencillez, el retiro y renuncia y alejamiento de pompas y ruidos que quiso y ordenó su fundador divino en la gran obra de nuestra religión” muestran al pueblo sumido en costumbres “contrarias a la más pura y sana disciplina, nacidas por lo común en la edad media, y efecto de su ignorancia crasa y sus tinieblas, y causa de irreverencias y desacatos, de gastos indebidos, de borracheras y desórdenes...” (Obras completas). Esta cita muestra el rechazo que Meléndez Valdés, en su faceta de juez y de ilustrado, siente por el alcohol y la borrachera, especialmente cuando su consumo es parte de celebraciones populares y no aristocráticas. Sus discursos y parte de su poesía ilustrada muestran la idealización de un pueblo pasivo, obediente, disciplinado, austero, católico y abstemio, el pueblo dócil y controlado con el que soñaban los ilustrados pero que, en palabras de Alberto Medina, es “una utopía ilustrada enfrentada a la multitud que se resiste a habitarla” (229). Sin embargo, la poesía anacreóntica de Meléndez Valdés es el vehículo de la filosofía contraria y, como hemos visto en este capítulo, muestra los encantos del desorden y el vino, pero contenidos en un paisaje pastoril, aristocrático y masculino. Insisto en el carácter catártico de estos escapes líricos, que permiten a los hombres del poder regresar refrescados a su vida cotidiana como disciplinados y disciplinantes “hombres de bien” que rechazan los excesos del placer indebido en sus propios cuerpos y en los cuerpos de los demás. Sin embargo, una vez aparece el lado oscuro de la borrachera y la guirnalda protectora rococó y anacreóntica se rompe, la sátira entra, y el borracho se convierte en una figura ridícula y perversa. Como sucedía en el poema de Cienfuegos sobre “El otoño”, algo “rechina” en el lagar, y un torrente se desboca. El mundo rococó y la poesía báquica están muy alejados de este universo de crítica social donde la bebida se ha convertido en un vicio reprobable o en un opio para los explotados, no en un escape de la realidad ni en un modo de jugar a ser otros. Goya alterna en sus tapices la denuncia y la fascinación por el vino y la fiesta, pero definitivamente se inclina a la sátira cuando el vino está asociado a las clases bajas y usa simbolismo más sofisticado para criticar las costumbres aristocráticas (hemos visto un ejemplo de ello

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en su uso de los niños en el capítulo 2). Tomlison estudió cómo en los tapices sobre Las estaciones Goya sigue la tradición iconográfica clásica al colocar a los aristócratas en las estaciones suaves e intermedias (el otoño y la primavera) y al poblar las durezas del verano y del invierno de gente del pueblo (159), y lo mismo sucede con las escenas de borrachera en los tapices. En el tapiz de El verano o La era Tomlison argumenta que el borracho que aparece en la izquierda del tapiz adquiere una dimensión más aceptable dentro de su expresión ridícula y caricaturesca al enlazarse con otras obras maestras de la colección del rey, como la obra de Tiziano Bacanal de los Andrianos o El carro del heno de El Bosco (165). Esta fusión que realiza Goya entre la figura del borracho y la representación clásica de la bacanal también aparece en la poesía que hemos visto en este capítulo, lo que otorga una dimensión mítica a la figura terrenal del borracho al convertirlo en Baco. Pero a pesar de estas borracheras que aparecen en La merienda campestre, La era o El borracho, los tapices en conjunto siguen siendo escenas amables donde se superpone este abuso del alcohol a un paisaje idílico. Esto ya no sucede cuando Goya empieza a poder pintar por su cuenta, cuando ya es un pintor reconocido, se ha quedado sordo por una grave enfermedad que casi le mata y tiene tiempo y dinero para dejar volar su imaginación satírica. En la serie de grabados de los Caprichos, que Goya compuso para vender a un público general y no para un mecenas aristocrático se percibe una visión totalmente moralizante del vino y su sátira alcanza a todos los estamentos sociales. Los caprichos Nadie nos ha visto, Duendecitos, Las rinde el sueño, Al Conde Palatino, Y se quema la casa y Están calientes son todos comentarios satíricos que usan el alcohol como denuncia de costumbres sociales corruptas. Nada más ilustrado y menos anacreóntico que los lemas que Goya coloca explicando escenas como Están calientes: “Hasta en el uso de los placeres son necesarios la templanza y moderación”. Y se quema la casa viene acompañado por esta frase: “Ni acertará a quitarse los calzones ni dejará de hablar con el candil, hasta que las bombas de la villa le refresquen. ¡Tanto puede el vino!”. En Nadie nos ha visto son los monjes borrachos bebiendo, gordos y siniestros junto a una gigante cuba, los objetos de la sátira, mientras que en el capricho Al Conde Palatino son los jóvenes aristócratas los objetos de crítica —uno de ellos aparece vomitando en primer plano—. Sin embargo, todavía hay en algunos Caprichos una ambigüedad moral o compasión ilustrada que contempla

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el sueño y la borrachera como el único consuelo de los pobres y los desdichados. Así, en Las rinde el sueño Goya escribe: “No hay que despertarlas. Tal vez el sueño es la única felicidad de los desdichados”. Esto quizá puede conectarse con el sentido del capricho más famoso de la serie, El sueño de la razón produce monstruos, que sirve como portada de la colección. Como explica John Dowling, a pesar de su apariencia desordenada y oscura, the Caprichos are an intellectual statement about the dark forces of human character and the human mind, but what a Capricho says is as rational as a Feijoo essay. Feijoo wrote his essays “para desengaño de errores comunes” (...). Goya, according to the announcement in the Diario de Madrid, created the Caprichos “persuadido (...) de que la censura de los errores y vicios humanos (...) puede tambien ser objeto de la pintura” (347).

Sin duda, la denuncia de Goya de los excesos de la sociedad española del siglo XVIII en los Caprichos (que tiene, como las Sátiras de Jovellanos, el objetivo de ridiculizar los vicios sociales) es una manifestación directa y clara de los principios de la Ilustración. Pero quizá no hay nada más propiamente ilustrado que la poesía anacreóntica, pues aunque parece negar los principios que defiende la Ilustración (moderación, justicia, sacrificio del placer individual por el bien social, razón, orden), realmente sirve para permitir a los propios reguladores, a los propios ilustrados, salirse temporalmente del encorsetamiento del sistema de gobierno que ellos mismos han creado. La poesía anacreóntica tiene la misma función que el carnaval, la bacanal romana o que una buena noche de borrachera: convertir la amenaza en catarsis. Permitir a los esclavos seguir siendo esclavos, y a los amos gobernar sin sentir culpa. La definición de catarsis que proporciona la Real Academia Española en su última edición del Diccionario de la lengua española, uno de los proyectos ilustrados que todavía permanecen con nosotros, regulando bienintencionadamente lo que se puede y no se puede decir, ilustra la función de esta poesía desordenada en todos los niveles:

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catarsis. (Del gr. κάθαρσις êÜèáñóéò, purga, purificación). 1. f. Entre los antiguos griegos, purificación ritual de personas o cosas afectadas de alguna impureza. 2. f. Efecto que causa la tragedia en el espectador al suscitar y purificar la compasión, el temor u horror y otras emociones. 3. f. Purificación, liberación o transformación interior suscitados por una experiencia vital profunda. 4. f. Eliminación de recuerdos que perturban la conciencia o el equilibrio nervioso. 5. f. Biol. Expulsión espontánea o provocada de sustancias nocivas al organismo. Convirtiéndose en seguidores del desordenado Anacreonte, empequeñeciendo sus sujetos hasta convertirlos de nuevo en niños ajenos a toda política y bebiendo vino en fiestas imaginarias, los ilustrados lograban “vomitar” todos aquellos residuos que no encajaban bien en el ideal del cuerpo sano de la Ilustración, que se purificaba mediante la poesía de los monstruos que produce el ejercicio y la práctica de la utopía ilustrada, plagada de desilusiones constantes, de desajustes entre el ideal y la realidad. Es como si los ilustrados guardaran todos sus ensueños y deseos en una caja, la de la poesía anacreóntica, y la abrieran sólo en sus momentos de relajación para poder continuar siendo jueces, ministros, sacerdotes, profesores y soldados cuando la caja se cierra. La caja de la poesía anacreóntica contiene de forma segura todos los anhelos y deseos prohibidos que un “hombre de bien” sólo puede abrir en sus escasas horas libres. Y cuando la Ilustración desaparece, también desaparece este tipo de poesía que tiene su momento cumbre durante el reinado de Carlos III, el representante por excelencia del “despotismo ilustrado”. En el Romanticismo, la caja se abre, se rompe, se desborda y amenaza con el caos de sus pasiones el orden social.

CONCLUSIÓN

¿QUIÉN DIJO QUE SER “HOMBRE DE BIEN”

ILUSTRADO FUERA FÁCIL?: LA TIRANÍA DEL MODELO DEL

Patria, voy a sacrificarte mi quietud, mis bienes y vida. Corto sería este sacrificio si se redujera a morir: voy a exponerme a los caprichos de la fortuna y a los de los hombres, aun más caprichosos que ella. Voy a sufrir el desprecio, la tiranía, el odio, la envidia, la traición, la inconstancia y las infinitas y crueles combinaciones que nacen del conjunto de muchas de ellas o de todas. José Cadalso, Cartas marruecas (Carta 71, De Nuño a Gazel)

En el drama El sí de las niñas (1801, estrenada en 1806), la obra ilustrada/neoclásica por excelencia, Leandro Fernández de Moratín nos ofrece un perfecto modelo del hombre ilustrado en la figura de Don Diego, el rico caballero sexagenario que quiere casarse con la joven Doña Paquita. Don Diego, tras descubrir que su prometida no quiere casarse con él sino con su sobrino, el joven militar Don Carlos, decide, en un gesto magnánimo de generosidad, proteger el amor de la joven pareja aunque esto suponga, para él, un duro sacrificio, pues durante toda la obra contemplamos a Don Diego ilusionado ante la perspectiva de pasar su vejez acompañado de la linda Paquita, de la que suponemos está enamorado de la manera prudente y razonable que los ilustrados tienen de amar. La última escena de El sí... no se centra en la celebración del amor de los jóvenes, sino en el sacrificio de Don Diego

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que la hace posible. Mientras la escena va iluminándose con la luz de la aurora, la luz de la razón, Don Diego pronuncia este discurso: DON DIEGO: Aquí no hay escándalos... Ése es de quien su hija de usted está enamorada... Separarlos y matarlos viene a ser lo mismo... Carlos... No importa... Abraza a tu mujer. (Se abrazan DON CARLOS y DOÑA FRANCISCA, y después se arrodillan a los pies de DON DIEGO.) DOÑA IRENE: ¿Conque su sobrino de usted?... DON DIEGO: Sí, señora; mi sobrino, que con sus palmadas, y su música, y su papel me ha dado la noche más terrible que he tenido en mi vida... ¿Qué es esto, hijos míos, qué es esto? DOÑA FRANCISCA: ¿Conque usted nos perdona y nos hace felices? DON DIEGO: Sí, prendas de mi alma... Sí. (Los hace levantar con expresión de ternura.) DOÑA IRENE: ¿Y es posible que usted se determina a hacer un sacrificio?... DON DIEGO: Yo pude separarlos para siempre y gozar tranquilamente la posesión de esta niña amable, pero mi conciencia no lo sufre... ¡Carlos!... ¡Paquita!... ¡Qué dolorosa impresión me deja en el alma el esfuerzo que acabo de hacer!... Porque, al fin, soy hombre miserable y débil. DON CARLOS: Si nuestro amor (Besándole las manos.), si nuestro agradecimiento pueden bastar a consolar a usted en tanta pérdida...

Lejos de ser un personaje ridículo o un viejo verde, Leandro Fernández de Moratín ha erigido a Don Diego en el modelo del perfecto ilustrado. Cuando éste percibe que Doña Paquita no quiere casarse con él, acepta con resignación su propia pena y se sacrifica por el bien social, siguiendo los imperativos de la razón y no su propio gusto, aunque este “esfuerzo” (en palabras de Don Diego) o “sacrificio” (en palabras de Doña Irene), o lo que se describe como “tanta pérdida” (en palabras de Don Carlos) le cause en el alma tan “dolorosa impresión”. Don Diego, que ha luchado durante toda la obra por averiguar la verdad a costa de sus deseos y por imponer los dictados de la razón a su alrededor, ejemplifica, hasta la última escena, las dificultades de ser un hombre de bien. Este modelo se refuerza a lo largo de la obra en la figura del sobrino de Don Diego, Don Carlos, del que verdaderamente está enamorada Doña Paquita. Para la sorpresa de cualquier lector acostumbrado a grandes gestos románticos estilo donjuan, el hecho de que Don Carlos

Conclusión

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no quiera enfrentarse a su tío para obtener el amor de Doña Paquita es sorprendente, si no decepcionante. Pero la obra de Moratín hijo enseña obediencia a la autoridad si ésta es razonable, y aun cuando no lo sea, y sacrificio de los gustos individuales por el bien común. Don Diego es, además de un perfecto ilustrado, una alegoría del buen gobernante y del absolutismo ilustrado. Y Don Carlos es el modelo del perfecto súbdito, que acata órdenes sin rechistar, aunque éstas le causen inmenso dolor. La palabra sacrificio es una de las más importantes en la obra, pero la noción de sacrificio y la de hombre de bien están estrechamente conectadas en otras obras básicas del periodo ilustrado. DON CARLOS: Ya se lo dije a usted... Era imposible que yo hablase una palabra sin ofenderle... Pero acabemos esta odiosa conversación... Viva usted feliz, y no me aborrezca, que yo en nada le he querido disgustar... La prueba mayor que yo puedo darle es mi obediencia y mi respeto, es la de salir de aquí inmediatamente... Pero no se me niegue a lo menos el consuelo de saber que usted me perdona.

Siguiendo el dictado aristotélico (Política, III) que afirma que no es lo mismo ser un buen hombre que un buen ciudadano, José Cadalso explica, a través de su álter ego Nuño en las Cartas marruecas, que no basta con ser bueno para ser un hombre de bien. En la carta 70, Gazel narra su placentero encuentro con un hombre que parece llevar una vida ideal. Es relativamente joven, inteligente, guapo, rico, está casado con una prudente y tierna matrona que le ha dado dos amorosos hijos, y todos le adoran y le admiran, hasta sus criados, a los que el afortunado caballero trata con sumo respeto. A Gazel, que pasa una noche en su granja, esta vida retirada le parece la vida ideal. Pero a Nuño esta descripción de la vida perfecta de este caballero no le provoca sino rechazo. Nuño responde así a la carta de Gazel: Pero, Gazel, volviendo a tu huésped y otros de su carácter, que no faltan en las provincias y de los cuales conozco no pequeño número, ¿no te parece lastimosa para el estado la pérdida de unos hombres de talento y mérito que se apartan de las carreras útiles a la república? ¿No crees que todo individuo está obligado a contribuir al bien de su patria con todo esmero? Apártense del bullicio los inútiles y decrépitos: son de más estorbo que servicio; pero tu huésped y sus semejantes están en la edad de servirla, y deben buscar las ocasiones de ello aun a costa de toda especie de disgus-

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tos. No basta ser buenos para sí y para otros pocos; es preciso serlo o procurar serlo para el total de la nación. Es verdad que no hay carrera en el estado que no esté sembrada de abrojos; pero no deben espantar al hombre que camina con firmeza y valor.

(...) No me dilato más, aunque fuera muy fácil, sobre esta materia. Creo que lo dicho baste para que formes de tu huésped un concepto menos favorable. Conocerás que aunque sea hombre bueno será mal ciudadano; y que el ser buen ciudadano es una verdadera obligación de las que contrae el hombre al entrar en la república, si quiere que ésta le estime, y aun más si quiere que no lo mire como a extraño. El patriotismo es de los entusiasmos más nobles que se han conocido para llevar al hombre a despreciar y emprender cosas grandes, y para conservar los estados.

Se confirma así la idea de que ser un hombre de bien, o un buen ilustrado, es incompatible con la felicidad del individuo desde la perspectiva de un ilustrado. Sólo enfrentándose a los “abrojos” del servicio público, a los “disgustos” de la política, se puede ser un buen ilustrado. La Ilustración, con su visión antropocéntrica del mundo, parece continuar así la herencia pesimista del Barroco, pero canalizada no al bien ultraterreno sino a la felicidad de la mayoría. El infierno del más allá barroco se ha secularizado, y ahora el infierno es controlar la propia conducta en aras del bien social. Estas reflexiones, por supuesto, no aparecen en la poesía que he analizado en La cultura de las máscaras, pero los versos irresponsables que pueblan estas páginas con fiestas, bailes y pastores borrachos de masculinidad vacilante son una consecuencia directa de estos preceptos, la otra cara del ideal del hombre de bien, el refugio a sus reglas. La desobediencia imaginaria de un hombre obediente. Los poetas que han sido objeto de las páginas de este estudio eran, o aspiraban a ser, hombres de bien. Querían ser buenos ilustrados, y muchos lograron ascender a elevados puestos en la administración pública, aunque ello fuese fuente de numerosos disgustos y acabara causándoles exilios, persecución política y la incomodidad de ver sus vidas, inclinadas al arte, encorsetadas en el servicio público. Muchos personificaron el ideal que Nuño discute en su carta 71 y sufrieron en sus propias vidas las durezas de querer ser un buen ciudadano, especialmente Jovellanos, Cadalso y Meléndez Valdés, cuyas epístolas, prólogos y algunos de sus poemas ejemplifican su preocupación por

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ser un buen patriota, un buen ciudadano, y el dolor que les causa tal deseo. He incluido en este estudio testimonios abundantes de ello. Las obras literarias de Jovellanos, especialmente sus Sátiras a Arnesto, pero también sus textos teóricos y sus comedias lacrimosas como El delincuente honrado, también tienen como centro esta conciencia de la dificultad de ser un buen patriota y de sus dificultades. Pero es en un texto marginal, en una carta privada a su hermano de fines de 1779 donde vemos que ser hombre de bien y ser poeta no parecen actividades demasiado compatibles para los ilustrados. Jovellanos, modestamente, critica la falta de perfección formal de sus versos y justifica así por qué no los ha publicado, pero también expresa su culpabilidad por dedicar su tiempo a estos ocios poco dignos de un hombre de bien: “En medio de la inclinación que tengo a la poesía, siempre he mirado la parte lírica de ella como poco digna de un hombre serio, especialmente cuando no tiene más objeto que el amor (...) Vuelvo a decir que la poesía amorosa me parece poco digna de un hombre serio (cit. Pérez Sánchez, 2). Gaspar Melchor de Jovellanos, que fue (por su vida y obras) un ilustrado ejemplar, fue el que más elocuentemente notó a sus amigos la incoherencia en la que caían cuando componían versos de amor, ligeros y “sin sustancia”, cuando deberían estar dedicándose a otros proyectos más útiles, como escribir épicas para la nación (Epístola de Jovino a sus amigos salmantinos). Hasta la fecha, esta incongruencia ha sido vista con distancia irónica o usada como un arma contra estos poetas que la posteridad juzgó como incoherentes, débiles o simplemente “afrancesados” imitadores pasivos del mundo clásico.

LA HUIDA IMAGINARIA DE LOS PRECEPTOS ILUSTRADOS: EL EFECTO MARIPOSA ¿Es esta especie de disociación imposible entre el arte y la política un síntoma de la decadencia del antiguo régimen, o una tensión psicológica casi universal? Los poemas que he analizado en este libro son el índice de una especie de esquizofrenia colectiva, la muestra de las grietas de un periodo histórico que precisamente es denominado con un oxímoron: “despotismo ilustrado”. Es un período de placer pero de responsabilidad, y mientras en la Francia revolucionaria se canaliza esta esquizofrenia de forma sangrienta y radical, en la más tradicional España, alejada de todo pero consciente en silencio de estas revolucio-

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nes, los mismos que quieren traer la Ilustración al país son los que no pueden tolerar llevar siempre la máscara del ilustrado, del “hombre de bien” que debe sacrificar su individualidad y su nuevo, recién descubierto acceso al placer secular, por el bien de los demás. Y toda esa penitencia, sin las recompensas ultraterrenas del Barroco. Estos poetas son conscientes de su propia incoherencia, pero necesitan escribir poesía para liberarse de las presiones que la Ilustración impone sobre sus súbditos. En muchos momentos, algunos poemas también nos ofrecerán breves momentos epifánicos que indicarán la fragilidad de estos cuadros alegres donde se escapa el artista. Quiero sintetizar con un último análisis cómo se produce la huida de estas reglas ilustradas en un poema que hace visibles algunas de las estrategias de evasión estudiadas en este libro. Se trata de la oda anacreóntica “El amor mariposa” (anterior a 1784, según Demerson y Polt) de Meléndez Valdés: El amor mariposa Viendo el Amor un día que mil lindas zagalas huían de él medrosas por mirarle con armas, dicen que de picado les juró la venganza y una burla les hizo, como suya, extremada. Tornose en mariposa, los bracitos en alas, y los pies ternezuelos en patitas doradas. ¡Oh!, ¡qué bien que parece! ¡Oh!, ¡qué suelto que vaga, y ante el sol hace alarde de su púrpura y nácar! Ya en el valle se pierde, ya en una flor se para, ya otra besa festivo, y otra ronda y halaga. Las zagalas, al verle, por sus vuelos y gracia

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mariposa le juzgan y en seguirle no tardan. Una a cogerle llega, y él la burla y se escapa; otra en pos va corriendo, y otra simple le llama, despertando el bullicio de tan loca algazara en sus pechos incautos la ternura más grata. Ya que juntas las mira, dando alegres risadas súbito Amor se muestra, y a todas las abrasa. Mas las alas ligeras en los hombros por gala se guardó el fementido, y así a todos alcanza. También de mariposa le quedó la inconstancia: llega, hiere, y de un pecho a herir otro se pasa.

Este poema resume el contenido de los capítulos que forman este estudio, y además su estilo aparentemente sencillo y su creación de un sujeto poético evasivo —emblematizado en la mariposa y en Cupido, que a su vez representa el amor— sirven como ejemplo perfecto de las estrategias que emplean los poetas de la segunda mitad del setecientos para representar una identidad evasiva y flexible en sus textos. Como es típico del rococó, el poema es breve y recrea una anécdota mínima: el niño Amor se enfada con unas pastoras que huían de él y les hace una burla; Amor se transforma en mariposa y atrae así a las pastoras, que comienzan a jugar con él. Cuando más estaban disfrutando de este juego las pastoras desprevenidas, el niño Amor regresa a su forma habitual de niño. Pero el poema nos recuerda que Amor decide mantener dos aspectos de su forma anterior de mariposa en su cuerpo de niño: las alas —para poder alcanzar así mejor a sus víctimas— y la inconstancia. El poema se enfoca en dos momentos importantes: primero, la metamorfosis de Cupido en mariposa —“los bracitos en alas” y la de “los

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pies ternezuelos en patitas doradas”— es narrada con todo detalle, y segundo, el vuelo de la mariposa y la persecución de las zagalas, el juego mismo, que se celebra como el objeto del poema en sí. Así, tenemos un poema que no cuenta una historia, sino que celebra dos aspectos que están emblematizados en la figura híbrida y final de “El amor mariposa” que le da título: la metamorfosis y el juego, los mismos que se perciben en las artes visuales del período Rococó. Todos los aspectos formales contribuyen a reforzar el carácter lúdico y cambiante del poema que, como una fábula mitológica, explica el origen de la inconstancia del amor; la métrica, como es propio del Rococó, es característicamente breve y rítmica; el lenguaje, entre infantil y simple, está lleno de exclamaciones y diminutivos; el espacio, como el tiempo, permanece indefinido y atrapado en la inmediatez del gerundio inicial (“Viendo el Amor un día...”); y, finalmente, ¿dónde está el hablante lírico? Está escondido, jugando a confundirnos —como si los lectores fuéramos las inocentes pastoras engañadas— y usando estrategias evasivas similares a las del pseudónimo pastoril o a las que Goya representa pictóricamente en La gallina ciega. Los personajes, a su vez, son un emblema del Rococó y de su multiplicidad; del mismo modo que en las artes visuales del Rococó se multiplican los puntos de luz —papillotage— y todo aparece desenfocado y confusamente nacarado, en “El amor mariposa” de Meléndez Valdés tenemos, por un lado, al personaje mitológico del niño Amor, que a su vez se transforma en mariposa —el emblema de la mutabilidad— en el poema, para regresar de nuevo a su estado habitual, pero reteniendo parte de su identidad lúdica anterior. Tanto el Amor como las zagalas, además, aparecen en movimiento perpetuo y esto refuerza lo borroso de su identidad, del mismo modo que las máscaras, los disfraces y los bailes en círculos confunden a los participantes en un baile de máscaras entre sí. Lo que se consigue es un movedizo tableau vivant de alegría eterna —“ya”, “ya”— y de admiración tierna, uno de los pequeños simulacros de inocencia rococó, un cuadrito en el que perderse por un momento, un breve sueño. El sujeto poético que se supone que es la base de la poesía lírica se ha adelgazado de todos los modos posibles, hasta que ha llegado a desaparecer. Se ha metamorfoseado, se ha dividido, nos ha engañado y ha elegido a la inconstante mariposa para representarse en el poema y jugar con nosotros. Pero este gesto va más allá de un mero capricho descontextualizado y su superficialidad es

Conclusión

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sólo aparente. Los vuelos de este Amor mariposa son la consecuencia misma de la política ilustrada con respecto al comportamiento del individuo y su nueva adquisición de responsabilidad social. Como puede apreciarse a través de una lectura de “El amor mariposa”, la poesía rococó que ha sido mi objeto de análisis en La cultura de las máscaras se genera a partir de tres impulsos. El primero es el de la miniaturización, el empequeñecimiento. Los poemas rococó se ocupan de asuntos intranscendentes y pequeños. El Amor de “El amor mariposa” es un niño que persigue a mil lindas zagalas, en consecuencia el asunto es el amor como un juego infantil. Lo salvaje se vuelve doméstico, lo serio se vuelve humorístico y la poesía persigue no tanto ser hermosa como ser “graciosa”, igual que las nuevas Venus terrenales de Boucher (Gies). Pero este impulso que lleva a los poetas rococó a empequeñecer sus temas y protagonistas trasciende los límites de los poemas en sí y afecta al modo de representarse los propios poetas, su modo de concebir la poesía. Los poetas de la escuela salmantina, quizá guiados por Luzán y su valoración de la gracia como cualidad estética suprema, hablan de su propia poesía como “un país encantado” (Luzán), un “ocio de juventud” (Cadalso), “el país de la ficción y el engaño” (Meléndez), o una “diversión” (Cienfuegos). Todos los poetas cultos de la época que se dedican a la poesía anacreóntica y rococó se disculpan afirmando, como hace Meléndez Valdés, que “estas Poesías son fruto de mi primera edad, o de algunos momentos de inocente desahogo entre las austeras obligaciones de mi profesión”. La ubicuidad de este motivo retórico en los prólogos de la época es sólo uno de los síntomas de una tendencia generalizada a considerar la poesía y el arte cuyo tema no es político como evasión y pasatiempo, como un juego infantil. Este característico empequeñecimiento que afecta a todos los niveles del producto artístico se corresponde en mi estudio con el bloque dedicado a la máscara del niño y la infantilización del sujeto poético. La segunda característica o impulso de la poesía rococó, también presente en “El amor mariposa”, es el enmascaramiento, el ansia de jugar a disfrazar la realidad, como si el poema fuera un salón de espejos donde las perspectivas y los puntos de luz se multiplican hasta el infinito, borrando la estabilidad del sujeto y los temas representados. El tercer impulso que vemos en el poema es el de la metamorfosis, el amor al cambio y a la fluidez que aparece en la forma y en los temas de la

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poesía rococó. Al igual que el Amor protagonista del poema de Meléndez Valdés se transforma en mariposa para engañar y seducir a las pastoras, y luego al final del poema aparece en una forma híbrida —como mitad niño, mitad mariposa, es decir, como Cupido—, hemos analizado un corpus abundante de poemas rococó que muestran la fascinación por los elementos que promueven una visión inestable de la realidad. En síntesis, esta poesía se caracteriza por tres principios que hemos visto a través del análisis de “El amor mariposa”: empequeñecimiento, enmascaramiento y metamorfosis. Y todo ello viene presidido por un afán de escapar de la realidad reproducido en temas como juegos, bailes y fiestas galantes, un tema recurrente en la pintura rococó. Los protagonistas, como hemos visto, son una mezcla de pastores y personajes mitológicos, pero a veces se inmiscuye la voz del poeta o de sus amigos reales a través de pseudónimos. No hay nada más aparentemente alejado de la realidad que la poesía rococó. Insisto: estas peculiaridades formales que a primera vista pueden llegar a parecer hasta ridículas no son meros caprichos de la forma. El rocaille versificado de los versos de la escuela salmantina es la otra cara, la cara más amable y hermosa, de la rigidez del despotismo ilustrado y su modelo masculino de ciudadano ideal. Las mariposas que revolotean en estos universos imaginarios son un descanso de estos preceptos cuya función a nivel individual y colectivo, como sus propios autores sabían, es catártica. Con La cultura de las máscaras he intentado crear un nuevo referente para entender la poesía y la cultura de las últimas décadas del siglo XVIII, recontextualizar o enmarcar de nuevo, si se quiere, una lírica incomprendida por falta de información y por una aceptación no cuestionada de ideas impuestas sobre el carácter de la Ilustración española. La poesía ligera y rococó que tanto éxito tiene en la época y que escribían, a partir de la institución de la tertulia literaria, los ilustrados españoles no puede entenderse fuera de la Ilustración a pesar de su escapismo. La huida de la realidad y el refugiarse en el mundo de Anacreonte, Cupido y Baco son la consecuencia de interiorizar los mandatos demasiado rígidos del ideal masculino ilustrado. Es una huida sin rebelión, pero su abundancia es una muestra clara de las grietas de dicho modelo de masculinidad que se extiende al terreno de lo político. A pesar de su voluntaria pequeñez, el efecto mariposa de estos versos es el de comunicar mediante su leve parpadeo los latidos de ansiedad de la cultura ilustrada.

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Imágenes

Fig. 1. Luis Meléndez, Autorretrato del artista con un desnudo académico, Museo del Louvre, París, Francia. Créditos de la imagen: Réunion des Musées Nationaux/Art Resource, NY.

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Fig. 2. Francisco de Goya, La gallina ciega, Museo del Prado, Madrid, España.

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Imágenes

Fig. 3. Francisco de Goya, Niños del carretón, Toledo Museum of Art, Ohio, EE UU.

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Fig. 4. Francisco de Goya, El bebedor, Museo del Prado, Madrid, España.

Imágenes

Fig. 5. José Ribelles y Helip, Retrato de Juan Meléndez Valdés, Biblioteca Nacional, Madrid, España.

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Fig. 6. Retrato de José Cadalso, Biblioteca Nacional, Madrid, España.

Imágenes

Fig. 7. Rafael Esteve Vilella, Retrato de Nicolás Fernández de Moratín, Biblioteca Nacional, Madrid, España.

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Fig. 8. Francisco de Goya, Retrato de Gaspar Melchor de Jovellanos, Biblioteca Nacional, Madrid, España.

Imágenes

Fig. 9. Antonio Rodríguez, Retrato de Fray Diego Tadeo González, Biblioteca Nacional, Madrid, España.

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Fig. 10 Luis Paret, La gloria de Anacreonte, Biblioteca Nacional, Madrid, España.