La ciencia de contar historias. Por qué las historias nos hacen humanos y cómo contarlas mejor. 9788412528534

Este libro se basa en cursos de narrativa inspirados en la investigación que se llevó a cabo para la escritura de divers

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Spanish Pages 254 [233] Year 2022

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Table of contents :
Introducción
1. La creación de un mundo
2. El yo defectuoso
3. La cuestión dramática
4. Tramas, finales y sentido
Apéndice. El enfoque del defecto sagrado
Una nota sobre el texto
Agradecimientos
Índice
Sobre este libro
Sobre Will Storr
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La ciencia de contar historias. Por qué las historias nos hacen humanos y cómo contarlas mejor.
 9788412528534

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Introducción

Ya sabemos cómo acaba la cosa. Morirás, como morirán todos a quienes amas. Luego vendrá la muerte térmica. Todo cambio en el universo cesará, las estrellas perecerán y no quedará nada más que un vacío infinito, inerte y gélido. La vida humana, su bullicio y su soberbia, perderá sentido para la eternidad. Sin embargo, vivimos ajenos a estas cuestiones. Por mucho que los seres humanos tengamos una capacidad única para captar el sinsentido de nuestra propia existencia, seguimos adelante como si nada. Apuramos alegremente los minutos, las horas y los días mientras el vacío se cierne sobre nosotros. A quien ose afrontar la cuestión de frente y opte por un racional descenso a las profundidades de la angustia vital se le colgará el diagnóstico de algún problema de salud mental y se le catalogará como defectuoso. El remedio contra este horror es la narrativa. Nuestras mentes logran distraernos de la terrible realidad llenando nuestras vidas de objetivos esperanzadores y alentándonos a luchar por alcanzarlos. Los altibajos propios de esa lucha forman parte de nuestra común historia por conseguir aquello que deseamos. Y esa misma lucha otorga a nuestra existencia la ilusión de tener un sentido y desvía nuestra atención de la pavorosa verdad. Sencillamente, es imposible comprender la condición humana sin la narración de historias. Hay narraciones de historias en todas partes: en las páginas de nuestros periódicos, en nuestros tribunales de justicia, en nuestros espacios deportivos, en los órganos de debate de nuestros gobernantes, en los patios de nuestros colegios, en nuestros juegos de ordenador, en las letras de nuestras canciones, en nuestros pensamientos más íntimos y en nuestras conversaciones con los demás; en aquello que soñamos dormidos o despiertos. Están por todas partes. Somos esas narraciones. La capacidad de narrar historias es lo que nos hace humanos. Algunas investigaciones recientes sugieren que el origen del lenguaje se encuentra en la necesidad de intercambiar «información social»,[1] y para dar con él hay que remontarse a las tribus que poblaban la Edad de Piedra. En otras palabras, ya en aquellos tiempos cotilleábamos sobre los demás. Contábamos cuentos sobre si la conducta de los otros era o no adecuada desde un punto de vista moral, para

castigar la mala conducta y recompensar la buena, para lograr que todo el mundo cooperara en el seno de la tribu y poder mantenerla bajo control. Las narraciones sobre héroes y villanos, y las reacciones de júbilo o de rabia que dichos personajes desencadenan han sido fundamentales para la supervivencia de la humanidad. Estamos programados para disfrutarlas. Según algunos investigadores, la figura de los abuelos[2] jugó un papel de vital relevancia en aquellas tribus: los ancianos contaban distintas historias —sobre héroes ancestrales, apasionantes misiones, espíritus y magia— que ayudaban a los niños y niñas a navegar por su mundo físico, espiritual y moral. La compleja cultura de la humanidad surgió de estas narraciones. Posteriormente, a medida que desarrollamos las actividades de labranza y ganadería, y nuestras tribus se asentaron y fueron convirtiéndose paulatinamente en Estados, estas narraciones de nuestros abuelos al calor del fuego se transformaron en grandes religiones con el poder suficiente como para mantener la unidad entre un gran número de seres humanos. Incluso hoy en día, las naciones modernas se definen principalmente por las narraciones sobre nuestro yo colectivo: nuestras victorias y derrotas; nuestros héroes y enemigos; nuestros valores distintivos y nuestras formas de ser, aspectos que están codificados en las historias que contamos y de las que disfrutamos.[3] Vivimos nuestras vidas cotidianas como si de una narración se tratara. Nuestro cerebro crea un mundo en el que podamos vivir y lo puebla de aliados y de villanos. Torna el caos y la desolación de la realidad en una narrativa sencilla, alentadora, y sitúa en su centro la estrella —a mí, un ser maravilloso en todo su esplendor—, otorgándole una serie de objetivos que se convierten en las tramas de su vida. Lo que hace nuestro cerebro es narrar una historia. Es un «procesador de narraciones[4] —escribe el profesor de Psicología Jonathan Haidt—, no un procesador lógico». Las historias emergen de las mentes humanas con la misma naturalidad con la que respiramos. No es preciso ser ningún genio para dominar la materia. Ya la dominas. La destreza para contar historias reside en la mera capacidad para curiosear en nuestro interior, en nuestra propia mente, y preguntarnos por sus mecanismos. El origen de este libro es algo inusual, puesto que se basa en un curso de narrativa que, a su vez, se basa en la investigación que he llevado a cabo para varios de mis libros. Mi interés por la ciencia de contar historias surgió hace aproximadamente una década, mientras trabajaba en mi segundo libro, The Heretics, sobre la psicología de las creencias. Quise averiguar por qué personas

inteligentes acaban creyéndose cosas absurdas. La respuesta que obtuve fue que, cuando estamos sanos desde un punto de vista psicológico, nuestro cerebro nos convierte en los héroes morales que protagonizan las tramas de nuestras vidas. Tiende a someter los «hechos» que se topa por el camino a la trama de esa historia. Cuando estos «hechos» favorecen nuestro sentido heroico de nosotros mismos, es probable que nos los creamos, más allá de lo inteligentes que nos consideremos. En el caso contrario, nuestros cerebros se las acabarán apañando para rechazarlos. The Heretics se convirtió en mi introducción a la idea de que el cerebro es un narrador de historias. No solo transformó mi propia percepción de mí mismo, sino que transformó mi forma de ver el mundo. También cambió mi modo de entender mi propia escritura. Durante el proceso de investigación para The Heretics, me encontraba asimismo trabajando en mi primera novela. Después de pasarme varios años luchando contra las dificultades que entrañaba escribir ficción, acabé cediendo y me compré una selección de las típicas guías prácticas. Al leerlas, me di cuenta de algo sorprendente. Descubrí algunas similitudes entre lo que decían los expertos en narrativa y lo que me habían dicho los psicólogos y neurocientíficos a los que había entrevistado sobre aspectos relativos a nuestro cerebro y nuestra mente. Los narradores de historias y los científicos habían descubierto las mismas cosas desde puntos de partida distintos. Continué estableciendo estas conexiones a medida que avanzaba mi investigación para mis siguientes libros. Empecé a plantearme la posibilidad de unir ambos ámbitos de estudio para así mejorar mi propia forma de contar historias. Esto me condujo a emprender un curso con base científica para escritores que obtuvo un éxito inesperado. Enfrentarme a salas a menudo llenas de autores, periodistas y guionistas extremadamente inteligentes me empujó a profundizar en mis investigaciones. No tardé en darme cuenta de que tenía material suficiente para escribir un pequeño libro. Espero que las siguientes páginas resulten de interés a toda persona que sienta curiosidad por la ciencia de la condición humana, aunque tenga poco interés práctico por la narración de historias. No obstante, el libro también va dirigido a los narradores. Cada uno de nosotros se enfrenta al reto de acaparar y mantener la atención de los cerebros de los demás. Estoy convencido de que todos podemos ser mejores en lo que hacemos si averiguamos algo más sobre sus mecanismos.

El libro adopta un enfoque que contrasta con otros intentos más tradicionales de desentrañar lo que hay en una narración. Estos provienen a menudo de una serie de académicos que establecen comparaciones entre obras que han obtenido éxito o mitos tradicionales de todo el mundo para intentar establecer aspectos comunes. De estos enfoques se derivan una serie de tramas predefinidas capaces de secuenciar acontecimientos narrativos, como si de una receta de cocina se tratara. Sin duda, destaca en este sentido «Monomito»,[5] de Joseph Campbell, que en su versión completa consta de diecisiete partes que indagan sobre las fases del viaje del héroe desde la «llamada a la aventura» inicial. Estas tramas estructuradas han tenido un enorme éxito. Han atraído a millones de personas y han generado miles de millones de dólares. Han provocado toda una revolución industrial en el ámbito de la creación de historias que se hace especialmente evidente en el cine y en las series de televisión. Algunos ejemplos son maravillosos, como Star Wars: Episodio IV. Una nueva esperanza, inspirada en el enfoque de Campbell. Sin embargo, muchos otros son meros entretenimientos, narraciones frías y corporativas que parecen haber salido de la cocina de un comité de expertos. A mi juicio, el problema que plantea el enfoque tradicional es que ha conducido a una obsesión por este tipo de recetas estructurales. Es fácil observar por qué se ha producido esta tendencia. A menudo, se ha pretendido hallar la historia verdadera: una especie de estructura definitiva y perfecta que sirva para juzgar cualquier relato. ¿Y cómo se puede describir eso, si no es diseccionándolo en sus distintos movimientos? Basta con realizar un recorrido por la creación narrativa para que salga a la luz la verdad que se esconde detrás de tales recetas. En la mayor parte de los casos resultan ser variaciones de la trama estándar estructurada en cinco actos, que resulta eficaz no porque esconda alguna suerte de verdad cósmica ni la ley universal de la narrativa, sino porque es la manera más ordenada de mostrar un cambio profundo del personaje. Es sencilla, eficaz e implacable, perfectamente armada para captar la atención de cerebros en masa.[6] Tengo la sospecha de que la razón por la que algunas historias modernas tienden a tener un toque aséptico reside precisamente en creer que detrás de la trama hay una fórmula mágica. Una trama, sin embargo, no funciona por sí sola. Por eso mismo, bajo mi punto de vista, el foco no debería ponerse en la trama, sino en el personaje. Lo que verdaderamente suscita con naturalidad nuestro interés son las

personas, no los acontecimientos. Lo que provoca nuestra alegría, nuestro llanto y que escondamos la cabeza entre los cojines del sofá son las vicisitudes de personas concretas, fascinantes y con sus puntos débiles. Obviamente, los acontecimientos externos son cruciales en toda trama, y esta debe contar con una estructura funcional y ordenada. Pero su único fin es ser el soporte de los personajes. Si bien es cierto que hay una serie de principios estructurales generales y un ramillete de estructuras narrativas básicas que merece la pena tener en cuenta, todo parece indicar que pretender sentar unas bases obligatorias es un error. Son muchos los elementos que atraen y mantienen la atención de nuestros cerebros. Los narradores de historias ponen en marcha una serie de procesos neuronales que surgen por diversas razones y que están a la espera de ser tocados como los instrumentos de una orquesta: el escándalo moral, el cambio inesperado, el juego de estatus, la especificidad, la curiosidad y un largo etcétera. Si entendemos cómo funcionan, nos resultará más fácil crear historias fascinantes, profundas, emotivas y originales. Espero que este enfoque resulte más liberador desde el punto de vista creativo. Una de las ventajas de comprender el lado científico de la narrativa es que pone de manifiesto los «porqués» que hay detrás de las «normas» que se nos dictan habitualmente. Dicho conocimiento debería estimularnos. Para saber cómo romper las normas con inteligencia y eficacia hay que saber por qué las normas son normas. Con todo ello no queremos decir que haya que descartar las aportaciones de teóricos como Campbell. Todo lo contrario. Son numerosos los libros de divulgación sobre este tema que contienen aportaciones brillantes sobre la narrativa y la naturaleza humana que solo recientemente la ciencia ha logrado desentrañar. De hecho, citaré a una serie de autores en las páginas de este libro. Y no lo haré para defender que sus valiosas estructuras narrativas deban ser ignoradas; pueden utilizarse fácilmente para complementar este libro. En realidad, es solo una cuestión de énfasis. En mi opinión, es más probable que emerja una trama convincente, compleja y original a partir de los propios personajes que de una lista cerrada. Y el mejor camino a seguir para poder crear personajes ricos, auténticos y sorprendentes desde un punto de vista narrativo es descubrir cómo actúan los personajes en la vida real. Y para ello es preciso recurrir a la ciencia.

He pretendido escribir el libro que me hubiera gustado tener entre las manos cuando me enfrentaba al reto de escribir mi novela. Quería que La ciencia de contar historias tuviera utilidad práctica, pero sin aniquilar el espíritu creativo a base de listas con lo que se debe hacer. Coincido con la opinión del novelista John Gardner cuando afirma que «la mayor parte de los absolutos estéticos resultan ser relativos bajo ciertas presiones». Sugiero a quien desee embarcarse en un proyecto narrativo que no se tome el contenido de estas páginas como una lista de pautas obligatorias a seguir, sino como una serie de herramientas a las que poder recurrir si se presenta la ocasión. Por otra parte, he esbozado también una práctica que ha resultado útil en las clases que he impartido a lo largo de estos años. El apartado «El enfoque del defecto sagrado» está dedicado al proceso de construcción del personaje protagonista; es un intento de construir una narración que imite las diversas formas mediante las cuales el cerebro es capaz de crear una vida y que, por tanto, resulte auténtica, fresca y cargada de potencial dramatismo. Este libro se divide en cuatro capítulos, cada uno de los cuales profundiza en una capa distinta de la narrativa. Empezaremos por explorar el modo en que los narradores de historias y los cerebros son capaces de crear los vívidos mundos en los que habitan los personajes y las personas respectivamente. A continuación, nos encontraremos con el protagonista —y con sus defectos de carácter— en el centro mismo de su mundo. Luego nos sumergiremos en el subconsciente de esa persona, revelando las luchas y voluntades ocultas que hacen que la vida humana sea tan extraña y difícil, y que las historias que contamos sobre ella sean tan convincentes, inesperadas y emotivas. Por último, nos detendremos en el significado y el propósito de la narrativa, y echaremos un vistazo a las tramas y los finales que componen las historias. Lo que sigue a continuación es un intento de contrastar lo que generaciones de brillantes teóricos de la narrativa han descubierto con lo que mujeres y hombres igualmente brillantes del ámbito de la ciencia han llegado a saber. Mi deuda con todos ellos es infinita.

WILL STORR

[1] Diversas investigaciones recientes sugieren que el lenguaje evolucionó principalmente para el intercambio de «información social»: Robin Dunbar, Louise Barrett, John Lycett, Evolutionary Psychology, Oneworld, 2007, p. 133. [2] Algunos investigadores creen que los abuelos llegaron a desempeñar un papel vital en esas tribus: Alison Gopnik, «Grandparents: The Storytellers Who Bind Us; Grandparents may be uniquely designed to pass on the great stories of human culture», en Wall Street Journal, 29 de marzo de 2018. [3] Diferentes tipos de narraciones: Edward O. Wilson, The Origins of Creativity, Liveright, 2017), pp. 22-24 [Los orígenes de la creatividad humana, Crítica]. [4] Es un «procesador de narraciones», escribe el psicólogo Jonathan Haidt: The Righteous Mind, Allen Lane, 2012, p. 281. [5] El «monomito» de Joseph Campbell: The Hero with A Thousand Faces, Fontana, 1993 [El héroe de las mil caras, FCE, 2015]. [6] Coincido al respecto con el teórico John Gardner: The Art of Fiction, Vintage, 1993, p. 3.

1.0. El inicio de una narración

¿Dónde comienza una narración? O, mejor dicho, ¿dónde comienza cualquier cosa en realidad? Por el principio, obviamente. De acuerdo: Charles Foster Kane nació en Little Salem, Colorado, Estados Unidos, en 1862. Su madre era Mary Kane; su padre, Thomas Kane. Mary Kane era la directora de un internado… No funciona. Puede que el nacimiento de alguien constituya el inicio de una vida, y sin duda este sería el principio de nuestra historia si el cerebro fuera un mero procesador de datos. Sin embargo, los datos biográficos, por sí mismos, aportan más bien poco al cerebro narrador de historias. El cerebro insiste en obtener algo más a cambio de su preciada atención.

1.1. Acontecimientos de cambio, el cerebro que busca el control

Muchas narraciones empiezan por un incidente inesperado que produce un cambio. Y así continúan también. Tanto si se trata de un artículo sensacionalista de sesenta palabras que cuenta que a una estrella de la televisión se le ha caído la tiara como de una epopeya de 350.000 palabras como Ana Karenina, todas las narraciones se reducen a «algo ha cambiado». El cerebro siente una fascinación infinita por los cambios. «Casi todas las percepciones se basan en detectar un cambio», afirma la neurocientífica Sophie Scott. «Básicamente, nuestros sistemas perceptivos no funcionan si no hay algún cambio que detectar».[7] En un entorno estable, el cerebro se halla en un estado de relativa calma.[8] Sin embargo, si detecta un cambio en el entorno, registra dicho acontecimiento y se dispara la actividad neuronal. Precisamente de esa actividad neuronal surgen nuestras vivencias. Todo aquello que hemos visto o pensado; todas las personas a las que hemos amado u odiado; cada secreto guardado, cada sueño perseguido, cada atardecer, cada amanecer, cada instante de dolor y de dicha, cada sabor, cada anhelo: todo es el producto

creativo de torrentes de información que fluyen en bucle por remotos territorios de nuestro cerebro. Puede que ese bloque de 1,2 kg de gelatina computacional de color rosa grisáceo que tenemos entre ambas orejas nos quepa tranquilamente entre las manos, pero en su justa medida es inmenso e inabarcable. Tenemos 86.000 millones de células cerebrales o «neuronas», y cada una de ellas es tan compleja como toda una ciudad.[9] Las señales que se emiten entre sí se producen a una velocidad de hasta 120 metros por segundo.[10] Son capaces de recorrer entre 150.000 y 180.000 km de cableado sináptico,[11] una cantidad suficiente como para envolver nuestro planeta cuatro veces. Ahora bien, ¿para qué sirve todo este potencial neuronal? Según la teoría evolucionista, nuestro fin es sobrevivir y reproducirnos. Ambos objetivos son complejos, en especial la reproducción, que en el caso de los humanos implica manipular lo que nuestras potenciales parejas puedan pensar de nosotros. Para lograr convencer a un miembro del sexo opuesto de que somos una pareja deseable se requiere un conocimiento profundo de determinados conceptos sociales como la atracción, el estatus, la reputación y los rituales de cortejo. Es decir, que básicamente podemos afirmar que la misión del cerebro es controlar. Los cerebros tienen que ser capaces de percibir el entorno físico y a las personas que lo habitan para poder controlarlos. Consiguen lo que quieren cuando aprenden a controlar el mundo. Los cerebros están en alerta constante con el fin de poder controlar la situación ante acontecimientos inesperados. Un cambio inesperado abre la puerta a todo tipo de peligros dispuestos a saltarnos a la yugular. Paradójicamente, no obstante, los cambios también traen nuevas oportunidades. Son la grieta que se abre en el universo por la que se cuela el futuro. El cambio es esperanzador. El cambio es prometedor. Pone ante nosotros los vericuetos a recorrer para alcanzar un mañana más próspero. Cuando surge un cambio inesperado nos preguntamos por su significado. ¿Será para mejor o para peor? El cambio inesperado nos genera curiosidad, y curiosidad es lo que debemos experimentar al inicio de una narración bien estructurada. Pensemos en nuestro propio rostro, no como tal sino como si se tratara de una maquinaria fruto de una evolución de millones de años diseñada para detectar los cambios. No hay prácticamente ni un ápice de esta maquinaria que no esté dedicada a tal cometido. Vas andando por la calle sin pensar en nada en concreto y, de pronto, se produce un incidente inesperado, una explosión; alguien grita tu nombre. Te paras. Cesa tu monólogo interior. Tu capacidad de atención se activa.

Entonces giras esa asombrosa máquina de detección de cambios en esa dirección para responder a la pregunta: «¿Qué está pasando?». Esto es exactamente lo que hacen los narradores de historias. Son creadores de instantes en los que se produce un cambio que capta la atención de sus protagonistas y, por extensión, la de los lectores o espectadores. Quien se haya dedicado a desentrañar los secretos de una historia sabrá de sobra la relevancia que tienen en ella los cambios. Aristóteles defendía que la peripeteia, un giro dramático, constituye uno de los momentos más poderosos en una obra teatral, mientras que para John Yorke, experto en narrativa y célebre supervisor de la producción dramática de la BBC, «la imagen que busca todo director de televisión, ya sea en un documental o en una ficción, es un primer plano de un rostro humano reaccionando a un cambio».[12] Estos instantes de cambio son tan relevantes que a menudo integran las primeras frases de una historia.

¡Travieso Spot! Es hora de cenar. ¿Dónde se habrá metido?

—ERIC HILL, ¿Dónde está Spot?

¿Adónde va papá con el hacha?

—E. B. WHITE, La telaraña de Carlota

Cuando me despierto, el otro lado de la cama está frío.

—SUZANNE COLLINS, Los juegos del hambre

Estas frases introductorias provocan curiosidad al describir momentos específicos de cambio, al tiempo que dejan entrever un peligro acechante. ¿Quizá Spot se encuentre bajo un autobús? ¿Pero adónde va ese hombre con el hacha? La amenaza de un cambio por venir es una técnica muy eficaz a la que se recurre para generar curiosidad. Alfred Hitchcock, el maestro a la hora de sembrar la alarma en nuestros cerebros bajo la amenaza de un cambio inesperado inminente, llegó a afirmar: «No hay ningún terror en un disparo, solo en la anticipación a él».[13] No obstante, la amenaza de un cambio no tiene por qué llegar a ser tan evidente como la sombra de un cuchillo en manos de un psicópata tras una cortina de ducha.

El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente.

—J. K. ROWLING, Harry Potter y la piedra filosofal

Esta frase de Rowling está maravillosamente impregnada con la amenaza de un cambio. El avezado lector habrá advertido que algo está a punto de irrumpir en el mundo autocomplaciente de los Dursley. Esta frase introductoria recurre a la misma técnica que empleara Jane Austen en el famoso inicio de su novela Emma:

Emma Woodhouse, bella, inteligente y rica, con una familia acomodada y un buen carácter, parecía reunir en su persona los mejores dones de la existencia; y había vivido cerca de veintiún años sin que casi nada la afligiera o la enojase.

Tal y como sugiere esta frase de Austen, el recurso narrativo de introducir instantes de cambio —o la amenaza de que se vayan a producir— en las frases introductorias no es como una suerte de truco para autores de libros infantiles. Veamos el inicio de Intimidad, de Hanif Kureishi:

No pienso volver a esta vida. Me resulta imposible.

He aquí el inicio de El secreto, de Donna Tartt:

No reconocimos la gravedad de nuestra situación hasta varias semanas después, cuando la nieve de las montañas ya se estaba fundiendo. Bunny llevaba diez días muerto cuando lo encontraron.

Así comienza El extranjero, de Albert Camus:

Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé.

Y Jonathan Franzen empieza su obra maestra Las correcciones exactamente de la misma manera que ¿Dónde está Spot?, de Eric Hill:

La locura de un frente frío que barre la pradera en otoño. Se palpaba: algo terrible iba a ocurrir.

Tampoco puede decirse que este recurso se limite a la narrativa moderna:

Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de Zeus— desde que se separaron disputando el atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.

—HOMERO, La Ilíada

Ni a la propia narrativa:

Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo.

—KARL MARX, El manifiesto comunista

Incluso cuando una historia empieza sin que parezca que vaya a producirse algún cambio...

Todas las familias felices se parecen unas a otras, cada familia desdichada lo es a su manera.

—LEÓN TOLSTÓI, Ana Karenina, frase introductoria

… si va a captar la atención de un número masivo de cerebros, ten por seguro que hay un cambio en ciernes:

Reinaba la confusión en casa de los Oblonsky. La esposa se había enterado de las relaciones de su marido con la institutriz francesa que había tenido, y le comunicó a aquel que no podían seguir viviendo juntos.

—LEÓN TOLSTÓI, Ana Karenina, frases segunda y tercera).

En la vida real, los cambios inesperados que llaman nuestra atención suelen carecer de importancia: el golpe lo produjo simplemente la puerta de una furgoneta al cerrarse; no te estaban llamando a ti, era una madre llamando a su hijo. De modo que vuelves a sumirte en tus pensamientos y el mundo se convierte, una vez más, en una maraña de movimiento y ruido. No obstante, de vez en cuando, ese cambio cobra importancia. Nos obliga a reaccionar. Y es ahí donde se produce el inicio de una historia.

1.2. La curiosidad

La introducción de un cambio inesperado no es el único mecanismo para despertar nuestra curiosidad. El cerebro necesita comprender el mundo para poder cumplir con su misión de controlarlo. Por eso la curiosidad del ser humano es insaciable: a los bebés de nueve semanas les atraen más las imágenes que no les resultan familiares que las que ya han visto antes;[14] parece ser que entre los dos y los cinco años los niños y niñas llegan a plantear a sus cuidadores unas 40.000 preguntas.[15] El ser humano tiene una extraordinaria sed de conocimiento. Los narradores de historias crean mundos capaces de estimular estos instintos, pero sin contar cada detalle. La psicología ha explorado los secretos que encierra la curiosidad humana; cabría destacar en este sentido las famosas aportaciones del profesor George Loewenstein. Realizó una investigación en la que situó a los participantes frente a una cuadrícula en una pantalla de ordenador[16] y les invitó a marcar cinco

casillas. Algunos participantes descubrieron que cada vez que marcaban una de ellas se desplegaba la imagen de distintos animales. Un segundo grupo, sin embargo, al realizar la misma operación, tan solo veía partes de un mismo animal. Este segundo grupo fue más propenso a seguir marcando casillas más allá de las cinco estipuladas, hasta lograr descubrir el misterio de la identidad del animal. Los investigadores concluyeron que las «series de información» incompletas despiertan espontáneamente la curiosidad del cerebro. «Se produce una inclinación natural a resolver las lagunas de información —escribiría Loewenstein—, incluso cuando se trata de cuestiones menores».[17] En otro de los estudios se les mostraron a los participantes tres fotografías de distintas partes del cuerpo de una persona: las manos, los pies y el torso. A un segundo grupo de participantes se les mostraron dos partes; a un tercer grupo, solo una, y al cuarto, ninguna. Los investigadores descubrieron que cuantas más fotos del cuerpo veían los participantes, mayor era su deseo de ver la foto completa. Loewenstein llegó a la conclusión de que «hay una relación directa entre la curiosidad y el conocimiento».[18] Cuanta más información recibimos sobre el contexto de un misterio, mayor es nuestra necesidad de resolverlo. A medida que la narración va desvelando más contenido de la historia, mayor es nuestra necesidad de saber dónde está Spot o quién es «Bunny», cómo murió y qué tuvo que ver el narrador con su muerte. La curiosidad tiene forma de n minúscula.[19] Es más débil cuando la gente no tiene ni idea de la respuesta a una pregunta y también cuando está totalmente convencida de que la conoce. El punto álgido, en el que operan los narradores de historias, se produce cuando la gente piensa que tiene algo de idea pero no está segura del todo. Los escáneres cerebrales revelan que la curiosidad comienza como una pequeña descarga en el sistema de recompensa del cerebro: ansiamos conocer la respuesta o saber cómo sigue la historia, igual que ansiamos drogarnos, practicar sexo o comer chocolate. Este estado agradablemente desagradable, que nos hace retorcernos de tentadora inquietud ante la deliciosa promesa de una respuesta, es innegablemente poderoso. Durante una investigación, los psicólogos descubrieron que «la compulsión por conocer la respuesta era tan grande que los sujetos estaban dispuestos a pagar por la información, a pesar de que su curiosidad podría haberse saciado gratuitamente después de la sesión». Loewenstein detalla en su artículo «The Psychology of Curiosity» cuatro maneras de inducir involuntariamente la curiosidad en los seres humanos: (1) el

«planteamiento de una cuestión o de un acertijo»; (2) «la exposición a una secuencia de acontecimientos cuya resolución se desconoce pero que puede anticiparse»; (3) «la vulneración de las expectativas que desencadena la búsqueda de una explicación»; (4) saber que «alguien posee la información». [20] Los narradores de historias conocen estos principios desde hace tiempo; los han ido descubriendo con la práctica e instintivamente. Ante una laguna de información, la curiosidad se vuelve apremiante. Si tomamos los ejemplos de Agatha Christie o de la serie Principal sospechoso, vemos que en ambos casos se trata de historias en las que: (1) se plantea un enigma al lector o espectador; (2) se expone una secuencia de sucesos cuya resolución se desconoce, pero que se puede anticipar; (3) se dan pistas falsas sorprendentes; y (4) descubrimos que alguien sabe quién ha sido y cómo lo ha hecho, pero no nosotros. En su árido y detallado artículo académico, Loewenstein, sin ser consciente de ello, había descrito una obra policiaca perfecta. No solo las novelas policiacas basan sus tramas en determinadas lagunas de información. En la obra de teatro ganadora del premio Pulitzer La duda, John Patrick Shanley jugaba magistralmente con el deseo de su audiencia de saber si su protagonista, el padre Flynn, un cura católico rebelde y paternalista, era o no un pedófilo. El periodista de investigación Malcolm Gladwell es un maestro a la hora de fomentar la curiosidad en torno a las «cuestiones menores» de las que hablaba Loewenstein, y en su relato «The Ketchup Conundrum» logra con creces esta hazaña convirtiéndose en un detective que trata de resolver el misterio de por qué es tan difícil hacer una salsa que compita con la de Heinz. Algunos de nuestros narradores de mayor éxito en el mercado de masas recurren también a las lagunas de información. J. J. Abrams es uno de los creadores de la serie de televisión Perdidos, que narra los avatares de varios personajes que logran sobrevivir misteriosamente a un accidente de avión en una isla del Pacífico. Allí descubren unos misteriosos osos polares; un misterioso grupo de habitantes conocidos como «los otros»; una misteriosa francesa; un misterioso «monstruo de humo»; y una misteriosa puerta metálica en la tierra. La primera temporada de la serie creó un mundo plagado de lagunas de información hasta límites psicodélicos, logrando enganchar a quince millones de espectadores tan solo en Estados Unidos. Abrams ha descrito su teoría del control de la narración como algo que consiste en la apertura de «cajas misteriosas». El misterio, afirma, «es el catalizador de la imaginación… ¿Qué son las narraciones, sino

cajas misteriosas?».[21]

1.3. El cerebro creador de modelos

Con el fin de poder contar la historia de nuestra vida, el cerebro tiene que inventarse un mundo en el que podamos vivir, con todo su colorido, su movimiento, sus objetos y sus sonidos. Así como los personajes de ficción existen en una realidad que se ha creado activamente, nosotros también. Pero eso no es lo que percibimos como seres humanos vivos y conscientes. Más bien sentimos que observamos la realidad desde nuestros cráneos, directamente y sin impedimento alguno. Sin embargo, no es así. El mundo «de ahí fuera» es en realidad una reconstrucción de la realidad que se produce dentro de nuestras cabezas. Es un acto creativo del cerebro narrador de historias. El mecanismo es el siguiente. Entras en una habitación. Tu cerebro predice cómo será la escena, los sonidos y las sensaciones que allí se sucedan. A partir de ahí, crea una alucinación que se basa en esas predicciones. Tu mundo circundante es la experimentación de esta alucinación, en la cual ocupas un lugar central cada minuto de cada día. Nunca llegarás a experimentar la realidad de verdad porque no puedes acceder a ella directamente. «Pensemos en el hermoso mundo que nos rodea, con todos sus colores, sonidos, olores y texturas», escribe el profesor David Eagleman, neurocientífico y escritor de ficción.[22] «Nuestro cerebro no experimenta directamente nada de eso. Está encerrado en una bóveda silenciosa y oscura dentro de nuestro cráneo». A esta reconstrucción alucinada de la realidad se la denomina en ocasiones «modelo» cerebral del mundo. Obviamente, el modelo que elabora el cerebro de la realidad circundante tiene que ser lo más fiel posible a ella, o de lo contrario nos tropezaríamos con las paredes y nos lanzaríamos tenedores al cuello los unos a los otros. Y es aquí donde intervienen nuestros sentidos, que tienen unas cualidades verdaderamente increíbles: nuestros ojos son las ventanas cristalinas a través de las cuales observamos el mundo en todo su colorido y su detalle; nuestros oídos son como tubos por los que se deslizan libremente los ruidos que se producen en nuestro entorno. Pero lo cierto es que, en realidad, tan solo están dando al cerebro una información limitada y parcial.

Pensemos en los ojos, nuestros órganos sensoriales dominantes. Si estiramos el brazo y observamos nuestro pulgar, será lo único que podamos ver en alta definición y en todo su colorido a la vez.[23] El color deja de existir a 20 o 30 grados del centro, y el resto de nuestra visión será borrosa.[24] Tenemos dos puntos ciegos del tamaño de un limón y parpadeamos de 15 a 20 veces por minuto, lo que significa que estamos ciegos durante un 10 por ciento del tiempo que pasamos despiertos.[25] Ni siquiera somos capaces de ver en tres dimensiones. ¿Cómo es posible entonces que percibamos que tenemos una visión perfecta? En parte, la respuesta reside en la obsesión del cerebro por el cambio. Esa parte importante de nuestra visión que permanece borrosa es sensible a los cambios que se producen en las formas y texturas de los objetos y en el movimiento. En cuanto detectan cambios inesperados, nuestros ojos envían su núcleo diminuto y de alta definición —una depresión en el centro de nuestra retina que mide 1,5 milímetros— en esa dirección para inspeccionarlos. De todos los movimientos que es capaz de producir el cuerpo, el movimiento «sacádico» de los ojos es el que se produce a mayor velocidad. Nuestros ojos realizan de cuatro a cinco movimientos de este tipo cada segundo; 250.000 en un solo día.[26] Algunos cineastas modernos han imitado este movimiento sacádico en el montaje de sus películas. Los psicólogos que han analizado el llamado «estilo de Hollywood» han advertido que la cámara realiza «cortes de acción de coincidencia» hacia los detalles que emergen igual que lo haría un movimiento sacádico, y que se siente atraída por estímulos similares, como el movimiento corporal.[27] La función de los sentidos es recoger las pistas que ofrece el mundo exterior de diferentes maneras: ondas de luz, cambios en la presión del aire, señales químicas. Esa información se traduce en millones de impulsos eléctricos diminutos. De hecho, nuestro cerebro interpreta estos impulsos eléctricos como un ordenador interpreta un código. Recurre a ese código para construir activamente nuestra realidad y nos engaña para que creamos que esa alucinación controlada es real. Acto seguido, recurre a los sentidos para que verifiquen la información obtenida, ajustando rápidamente lo que nos muestra siempre que detecta algo inesperado. La razón por la cual a veces «vemos» cosas que no están ahí en realidad se debe a este proceso. Pongamos por caso que está anocheciendo y creemos haber visto a un hombre extraño encorvado, con un sombrero de copa y un bastón, merodeando alrededor de una verja, pero que pronto advertimos que en realidad

se trata de un tocón de árbol y de un arbusto. Le dices a tu acompañante: «Me ha parecido ver a un tipo raro por allí». Y sí, ciertamente lo has visto. Tu cerebro pensó que estaba allí y, por tanto, lo colocó allí. Después, una vez que has obtenido nueva información más ajustada a la realidad, el cerebro redibuja la escena y se actualiza tu alucinación. Del mismo modo, a menudo no vemos cosas que realmente están ahí. En una serie de experimentos emblemáticos en los que los participantes miraban un vídeo que mostraba a gente pasándose una pelota, se les pedía que contaran el número de veces que se la pasaban unos a otros. La mitad de ellos no advirtieron que un hombre disfrazado de gorila irrumpía en mitad de la escena, golpeándose el pecho tres veces, para abandonarla después de nueve segundos.[28] En otros estudios se ha demostrado también que podemos estar «ciegos» a cierta información auditiva (la voz de alguien diciendo «soy un gorila» durante diecinueve segundos), y lo mismo puede decirse con respecto a información táctil y olfativa.[29] La capacidad de procesar que tiene nuestro cerebro es sorprendentemente limitada. Una vez sobrepasado el límite, sencillamente el objeto se elimina de la escena. No se incluye en nuestra alucinación de la realidad. Literalmente se vuelve invisible ante nosotros. Estos hallazgos tienen consecuencias potenciales nefastas. En una prueba de simulación de parada de un vehículo, el 58 por ciento de los policías en prácticas y el 33 por ciento de los agentes experimentados que participaron en el operativo «no se dieron cuenta de que había una pistola colocada a la vista en el salpicadero del vehículo».[30] Naturalmente, la cosa no hace más que empeorar desde el momento en que nuestros sentidos encargados de verificar la información se van dañando. Cuando alguien empieza a experimentar fallos repentinos en la vista, su alucinación de la realidad puede empezar a parpadear y a fallar. En ocasiones, ven payasos, animales de circo y dibujos animados en lugares en penumbra. Las personas religiosas hablan de supuestas apariciones. Estas personas ni están «locas» ni son raras. Es un mal que afecta a millones de personas. El doctor Todd Feinberg alude a una paciente, Lizzy, que sufrió un derrame en los lóbulos occipitales.[31] Como suele suceder en este tipo de casos, su cerebro no procesó inmediatamente el hecho de que se había quedado «totalmente ciega de repente», por lo que siguió proyectando el modelo derivado de su alucinación del mundo. En una ocasión en la que Feinberg la visitó en el hospital, le preguntó si tenía algún problema en la vista y ella contestó que «no». Cuando le pidió que echara un vistazo y que le contara lo que veía en la habitación, ella movió la cabeza mirando a su alrededor.

—¿Sabe?, está muy bien ver a amigos y familiares —dijo Lizzy—. Me hace sentir que estoy en buenas manos. Sin embargo, no había nadie más en la habitación. —Dígame sus nombres —le pidió Feinberg. —No conozco a todos. Son amigos de mi hermano. —Míreme. ¿Qué llevo puesto? —Ropa de sport. Ya sabe, una chaqueta y unos pantalones. De color azul marino y marrón. Feinberg llevaba su uniforme blanco de hospital. Lizzy continuó charlando y actuando «como si nada en este mundo le preocupara». Estos hallazgos relativamente recientes por parte de la neurociencia plantean una cuestión espeluznante. Si nuestros sentidos tienen una capacidad de percepción tan limitada, ¿cómo podemos saber lo que ocurre realmente fuera de la oscura bóveda de nuestros cráneos? Resulta inquietante que no podamos responder a esta pregunta con total seguridad. Sencillamente, nuestra tecnología biológica es incapaz de procesar la mayor parte de las cosas que están pasando en los grandes océanos de radiación electromagnética a nuestro alrededor, como si de una vieja televisión en blanco y negro se tratase. Los ojos humanos solo son capaces de leer menos de una diezmillonésima parte del espectro luminoso.[32] «Nuestra evolución nos ha dotado de percepciones que nos permiten sobrevivir —afirma el especialista en ciencia cognitiva Donald Hoffman—. Pero ello implica que permanezca oculto lo que no necesitamos saber. Lo cual equivale a decir que casi toda la realidad permanece oculta ante nosotros, sea lo que sea la realidad». [33] Sabemos que la realidad es radicalmente distinta al modelo que experimentamos en el interior de nuestras cabezas. Por ejemplo, no se oye ningún ruido ahí fuera. Si se cae un árbol en el bosque y no hay nadie cerca que pueda escuchar el estruendo, solo se generarán cambios en la presión atmosférica y vibraciones en la tierra. El estruendo que provoca es el efecto que se produce en el cerebro. Cuando te golpeas el dedo del pie y sientes un dolor punzante, no es más que una ilusión. El dolor no está en el pie, sino en tu cerebro.

Tampoco hay colores en el exterior. Los átomos no tienen color. Los colores que «vemos» son la mezcla de tres conos que se encuentran en nuestros ojos: el rojo, el verde y el azul. Esto hace que los Homo sapiens seamos unos miembros del reino animal relativamente limitados: algunos pájaros tienen hasta seis conos; el camarón mantis posee dieciséis;[34] los ojos de las abejas son capaces de ver la estructura electromagnética del cielo.[35] El colorido de sus mundos hace que, a su lado, nuestra imaginación palidezca. Incluso los colores que «vemos» están mediados por la cultura. A los rusos se les educa para apreciar dos tipos de azul, y como resultado de ello son capaces de ver ocho colores en el arcoíris.[36] El color es mentira. Es un atrezzo que configura el propio cerebro. Hay una teoría que defiende que empezamos a pintar con colores los objetos hace millones de años para poder identificar la fruta madura.[37] El color nos ayuda a interactuar con el mundo exterior para así poder controlarlo mejor. Lo único seguro son los impulsos eléctricos que envían nuestros sentidos. Nuestro cerebro narrador de historias recurre a esos impulsos para crear el colorido escenario en el que representamos nuestras vidas. Puebla ese escenario con un elenco de actores con sus propios objetivos y sus propias personalidades, y crea las tramas de nuestras vidas. Ni siquiera el sueño supone una barrera para los procesos con los que el cerebro construye historias. Los sueños nos parecen reales porque están hechos a partir de los mismos modelos neuronales alucinatorios que utilizamos cuando estamos despiertos.[38] Las imágenes y los olores son los mismos, y sentimos lo mismo al tocar los objetos. La locura se origina en parte porque los sentidos encargados de verificar la información se desconectan y en parte porque el cerebro tiene la necesidad de dotar de sentido a las irrupciones caóticas de la actividad neuronal que provoca nuestro estado de parálisis temporal. El cerebro explica este estado de confusión de la misma manera que explica todo lo demás: esbozando un modelo del mundo y convirtiéndolo en una historia de causa y efecto por arte de magia. Es muy habitual soñar que nos precipitamos al vacío desde lo alto de un edificio o que rodamos escaleras abajo; se trata de una narración que elabora el cerebro y que se pone normalmente en marcha para explicar un «tirón mioclónico»,[39] es decir, una contracción repentina y brusca de los músculos. Al igual que las historias que nos contamos unos a otros por pura diversión, las narraciones de los sueños tienden a centrarse en un cambio inesperado y drástico. Según diversos investigadores, la mayoría de los sueños representan como mínimo un acontecimiento amenazador e inesperado capaz de producir un cambio, y la mayor parte de las personas experimenta hasta cinco episodios de estas

características cada noche. Las tramas de los sueños reflejan esto en cualquier parte donde se realicen estudios al respecto, de este a oeste, ya sea entre habitantes de ciudades o de tribus. «El episodio que se produce con más frecuencia es el de la persecución o el ataque —según el psicólogo Jonathan Gottschall—. Otras temáticas universales son las caídas desde grandes alturas, ahogarse, perderse, quedarse encerrado, estar desnudo en público, herirse, enfermar o morir y verse atrapado en un desastre natural o provocado por el ser humano».[40] Acabamos de descubrir el mecanismo de la lectura. Los cerebros obtienen información —de la forma que sea— del mundo exterior y la convierten en modelos. La información que contienen las palabras de un libro se transforma en una serie de impulsos eléctricos a medida que nuestros ojos recorren las páginas. El cerebro lee estos impulsos y construye un modelo con la información que aportan esas palabras. De modo que si las palabras de una página están describiendo una puerta desvencijada de un pajar que cuelga de una sola bisagra, el cerebro del lector construye el modelo de una puerta desvencijada que cuelga de una sola bisagra. El lector la «verá» en su cabeza. Del mismo modo, si las palabras describen a un mago de tres metros con las rodillas hacia atrás, el cerebro moldeará la imagen de un mago de tres metros con las rodillas hacia atrás. Nuestro cerebro reconstruye el modelo del mundo imaginado originariamente por el autor de la narración. Es la brillante frase de León Tolstói hecha realidad: «Una verdadera obra de arte destruye, en la conciencia del receptor, la separación entre él mismo y el artista». Durante la realización de un ingenioso estudio científico en el que se examinaba este proceso se pudo captar a los participantes en el momento en que «contemplaban» los modelos de las narraciones que sus cerebros se afanaban en elaborar. Los participantes llevaban unas gafas que registraban sus movimientos sacádicos.[41] Cuando escuchaban historias en las que un montón de acontecimientos se desarrollaban por encima de la línea del horizonte, sus ojos no cesaban de realizar micromovimientos hacia arriba, como si estuvieran examinando activamente los modelos que estaban generando sus cerebros a partir de las distintas escenas. Por el contrario, cuando se les narraban historias «hacia abajo», dirigían los ojos en esa dirección. Muchas de las reglas gramaticales que nos enseñaron en el colegio cobran sentido una vez hemos aprendido que cuando leemos elaboramos modelos a partir de alucinaciones. Según el neurocientífico Benjamin Bergen, la gramática

es como un director de cine: le dice al cerebro qué moldear y cuándo hacerlo. Para él, la gramática «parece modular en qué parte de la simulación se invita a alguien a centrarse, el grado de detalle con el que se realiza la simulación o la perspectiva desde la que se realiza dicha simulación».[42] Según Bergen, empezamos a elaborar modelos a partir de las palabras desde el momento mismo en que las leemos. No esperamos a terminar la frase. Por eso es importante el orden en el que los autores colocan las palabras. Quizá esto contribuya a explicar por qué es más eficaz una construcción gramatical transitiva («Jane le dio un gatito a su padre») que una ditransitiva («Jane le dio a su padre un gatito»).[43] El orden de las imágenes: Jane, el gatito, el padre es una imitación de la sucesión de acciones que tienen lugar en el mundo real cuyo modelo debemos construir como lectores. Es decir, estamos experimentando mentalmente la secuencia de la escena en el orden correcto. Dado que los autores generan, de hecho, películas neuronales en las mentes de sus lectores, deberían saber priorizar un orden cinematográfico de las palabras e imaginarse cómo se posaría la cámara neuronal del lector en el elemento de cada frase. Por esta misma razón, una oración activa («Jane le dio un beso a su padre») es más eficaz que una pasiva («Su padre fue besado por Jane»).[44] Si estuviéramos asistiendo al hecho en directo, el gesto inicial de Jane llamaría nuestra atención y luego veríamos desarrollarse la acción del beso. No nos quedaríamos mirando al padre anonadados a la espera de que tuviera lugar alguna acción. La voz activa implica que los lectores moldean la escena que leen en una página igual que si estuviera teniendo lugar en la vida real. Contribuye a facilitar la lectura y la inmersión en el contenido. Otro recurso potente al alcance del narrador creador de modelos son los detalles específicos. Si el escritor pretende que sus lectores sean capaces de elaborar un modelo de los mundos contenidos en su narrativa deberá esmerarse en la precisión de sus descripciones. La descripción precisa y específica da lugar a modelos precisos y específicos. Según un estudio, para construir una escena vívida es preciso poder describir tres cualidades específicas de cualquier objeto; el estudio incluía ejemplos como «una alfombra azul oscuro» y «un lápiz de rayas naranjas».[45] Los hallazgos de Bergen apuntan también a la razón por la que se debería alentar a los escritores a «mostrar más que a contar». C. S. Lewis le imploraba a un joven escritor en 1956: «No nos cuentes lo “terrible” que fue el hecho,

descríbelo para que sintamos el terror. No nos digas lo “delicioso” que fue, permite que seamos nosotros los que exclamemos “delicioso” cuando hayamos leído la descripción».[46] La información abstracta que encierran los adjetivos «terrible» y «delicioso» carece de sustancia para nuestro cerebro constructor de modelos. Con el fin de que podamos experimentar el terror o el placer, la rabia, el pánico o la tristeza que experimenta un personaje, el cerebro debe ser capaz de elaborar sus modelos. Mediante la reconstrucción de la escena con todo lujo de vívidos detalles es capaz de experimentar los acontecimientos descritos en una página casi como si estuvieran ocurriendo de verdad. Es la única manera de que la escena nos provoque emociones. Mary Shelley fue capaz de describir, siendo una adolescente —y ciento setenta años antes de que se descubrieran los procesos anteriormente descritos—, al personaje del monstruo de Frankenstein mostrando un instinto impresionante para las ramificaciones: orden cinematográfico de las palabras, especificidad y mostrar la escena más que contarla.

Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo. ¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos!, ¡santo cielo! Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios.

Los modelos inmersivos del mundo también pueden ser convocados a través de la evocación de los sentidos. El tacto, el sabor, el olor y el sonido se recrean en los cerebros de los lectores a medida que se activan las redes neuronales asociadas a estas sensaciones cuando se topan con las palabras adecuadas. Tan solo es necesario realizar una descripción prolija y aportar una oportuna

información visual («un calcetín marrón») y sensorial («agrio»). Patrick Süskind utiliza este recurso sencillo en su novela El perfume y logra descripciones llenas de magia. Nos habla de un niño huérfano con un increíble sentido del olfato nacido en una lonja pestilente. Nos conduce hasta el mundo del París del siglo XVIII evocando un reino de aromas.

En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos […]. [El calor] se extendía hacia las calles adyacentes como un vaho putrefacto que olía a una mezcla de melones podridos y cuerno quemado.

1.4. La creación de mundos en la fantasía y la ciencia ficción

Los narradores de historias fantásticas y de ciencia ficción explotan con magnífica eficacia la propensión del cerebro a realizar modelos automáticamente. Basta con nombrar un planeta, una antigua guerra o un detalle técnico desconocido para que se dispare el proceso neurológico necesario para construirlo como si existiera en la realidad. El hobbit de J. R. R. Tolkien fue uno de los primeros libros de los que me enamoré de niño. Oliver, mi mejor amigo de entonces, y yo estábamos obsesionados con los mapas que contenía —«el monte Gundabad»; «la desolación de Smaug»; «al oeste se encuentra el Bosque negro, hay arañas»—. El padre de Oliver nos los fotocopió y los mapas fueron los protagonistas de los juegos de aquel verano maravilloso. Los lugares que perfiló Tolkien en aquellos mapas nos parecían tan reales como la tienda de caramelos

de Silverdale Road. En La guerra de las galaxias, cuando Han Solo se jacta de que el Halcón Milenario «cruzó el Corredor de Kessel en menos de doce parsecs», experimentamos la peculiar sensación de saber que es una tontería dicha por un actor de cine y, al mismo tiempo, sentimos que de alguna manera es algo real. La frase funciona porque su grado de especificidad hace que suene real (el «Corredor de Kessel» podría ser perfectamente una ruta de contrabando y los «parsecs», una unidad de medida auténtica equivalente a 3,26 años luz). La jerga empleada, por muy ridícula que sea, lejos de distanciarnos de la alucinación ficticia del narrador, la dota de mayor intensidad aún. Tan solo la mera mención del Corredor de Kessel lo convierte en algo real. Nos podemos imaginar perfectamente el planeta polvoriento del que parte la ruta, escuchar los chirridos y bramidos de los motores, sentir el ajetreo y la violencia de las persecuciones del contrabandista con olor a meado. Lo mismo sucede en la escena más famosa de la película Blade Runner, cuando el replicante Roy Batty, al borde de la muerte, le dice a Rick Deckard: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayosC brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser». ¡Los rayos-C! ¡La puerta! Su magia reside en lo que evocan. Como los monstruos de las historias de terror más aterradoras, no nos parecen tan reales gracias a la creatividad del autor, sino gracias a la creatividad de nuestra propia imaginación y su incesante capacidad de producir modelos.

1.5. El cerebro domesticado y la teoría de la mente

Nuestro cerebro es capaz de crear para nosotros un mundo alucinógeno especializado. Se amolda a nuestra propia necesidad de supervivencia. Nuestra especie, al igual que el resto de los animales, solo puede detectar la estrecha franja de realidad que nos es necesaria para salir adelante. El mundo de los perros está principalmente constituido por su olfato, el de los topos por el tacto y el pez cuchillo habita en el reino de la electricidad. El mundo de los seres

humanos está fundamentalmente habitado por personas. Nuestros hipersociales cerebros están diseñados para controlar los entornos en los que habitan otros seres como nosotros. Los seres humanos tienen el don extraordinario de poder leer y comprender las mentes de otras personas. Necesitamos poder predecir el comportamiento de los otros para poder controlar el entorno en el que nos desenvolvemos, que está integrado por otros seres humanos. La importancia y la complejidad del comportamiento humano provocan que sintamos una curiosidad insaciable por él. Los narradores de historias saben explotar estos mecanismos y esta curiosidad; sus narraciones ahondan en las profundidades siempre fascinantes de los porqués de la conducta humana. Somos una especie social cuya supervivencia depende de la cooperación entre los seres humanos desde hace cientos de miles de años. Hay quienes defienden que dichos instintos sociales humanos se han ido perfeccionado y fortaleciendo rápidamente a lo largo de las últimas mil generaciones. Según el psicólogo del desarrollo Bruce Hood, la «rápida aceleración» de la selección de determinados atributos sociales nos ha dotado de unos cerebros «exquisitamente diseñados para poder interactuar con otros cerebros».[47] Para los primeros humanos, acostumbrados a vagar por entornos hostiles, la agresividad y la fuerza física eran fundamentales. Sin embargo, a medida que fuimos convirtiéndonos en seres más cooperativos, estos rasgos característicos fueron perdiendo su utilidad. Desde el momento en que empezamos a vivir en comunidad fueron tornándose cada vez más problemáticos, puesto que la clave del éxito empezaron a tenerla quienes acertaban a llevarse bien con los demás y no quienes demostraban ser más dominantes desde un punto de vista físico. El éxito obtenido dentro de la comunidad conducía a su vez a un mayor éxito en la reproducción, que, a su vez, conduciría al nacimiento de una nueva estirpe de humanos de constitución más delgada, con huesos más frágiles, mucha menos masa muscular y la mitad de fuertes que sus antepasados.[48] Además, desarrollaron el tipo de química cerebral y de hormonas que les predisponían a conductas especialmente adaptadas a la vida en asentamientos comunitarios. Estos antepasados nuestros se mostraban menos agresivos entre sí, pero eran más proclives a la manipulación psicológica necesaria para la negociación, el comercio y la diplomacia. Se convirtieron en expertos en el control de su entorno y de las mentes de otros seres humanos.

Se podría comparar con la diferencia que existe entre un lobo y un perro. La supervivencia del lobo depende de su grado de cooperación con otros de su especie, a la par que de su capacidad para dominar la manada y capturar presas. La del perro depende de su capacidad para manipular a su dueño humano y que este haga cualquier cosa por él. El poder que tiene sobre mi propio cerebro mi adorada labradoodle, Parker, me da auténtica vergüenza. (A ver, le he dedicado a ella este maldito libro). Quizá estemos ante algo más que una simple analogía. Algunos investigadores, como es el caso de Hood, defienden que los seres humanos modernos han atravesado un proceso de «autodomesticación». Sustentan parcialmente esta idea en el hecho de que el tamaño de nuestros cerebros se ha reducido en los últimos veinte mil años entre un 10 y un 15 por ciento; la misma proporción observada en la treintena de animales que los humanos han logrado domesticar. Como sucede con ellos, nuestra propia domesticación implica que somos más mansos que nuestros antepasados y más capaces de leer las señales de índole social, así como más dependientes unos de otros. No obstante, escribe Hood, «ningún otro animal ha alcanzado un grado de domesticación como el nuestro». Puede que inicialmente nuestro cerebro evolucionara para «poder lidiar con un mundo lleno de predadores potencialmente amenazantes, un abastecimiento limitado de alimentos y las inclemencias del tiempo, pero en la actualidad dependemos de él para abrirnos camino en un entorno social igualmente impredecible». Humanos impredecibles, de esta pasta se componen las narraciones. En el caso de los humanos modernos, controlar el mundo significa controlar a otras personas, lo que implica entenderlas. Estamos programados para que los demás nos resulten fascinantes y seamos capaces de obtener información valiosa a partir de las expresiones de sus rostros. El proceso de fascinación se pone en marcha casi de manera inmediata. Los simios y los monos apenas dedican tiempo a contemplar los rostros de sus crías,[49] sin embargo, nosotros sentimos una atracción irremediable hacia ellos. A los recién nacidos les atraen los rostros humanos más que ningún otro objeto de su entorno; en su primera hora de vida ya empiezan a imitar gestos.[50] A los dos años, han aprendido a controlar su mundo social con una sonrisa.[51] De adultos, somos auténticos expertos en interpretar a los demás y capaces de determinar automáticamente, en una décima de segundo, su nivel de estatus y su carácter.[52] La evolución de nuestros peculiares cerebros obsesionados con los otros ha conllevado una serie de extraños efectos secundarios. La obsesión de los humanos por los rostros de otros es tan bestial que los vemos por todas partes: entre las llamas del fuego, en

las nubes, al final de un pasillo tenebroso, en una tostada. También somos capaces de percibir las mentes de otros por todas partes. El cerebro elabora modelos de las mentes humanas igual que modela el mundo circundante. Esta capacidad, un arma esencial para nuestro arsenal social, es conocida como «la teoría de la mente». Nos permite imaginar los pensamientos, los sentimientos y las intenciones de los otros, incluso en su ausencia. Nos permite experimentar el mundo desde otra perspectiva. Para el psicólogo Nicholas Epley, el desarrollo de esta capacidad, obviamente fundamental para narrar historias, nos otorgó un poder increíble. «Nuestra especie ha podido conquistar la Tierra gracias a nuestra capacidad para comprender las mentes de los otros —escribe—, y no gracias a nuestros pulgares oponibles ni a nuestra destreza en el manejo de las herramientas».[53] Desarrollamos esta habilidad hacia los cuatro años, y gracias a ella estamos listos para la narración; equipados para entender la lógica de la narrativa. En nuestra capacidad para poblar nuestras mentes con otras mentes imaginadas está el origen de las religiones. Los chamanes de las tribus cazadorasrecolectoras entraban en trance e interactuaban con los espíritus, y con ello pretendían controlar el mundo. Las religiones primitivas solían ser animistas: nuestros cerebros narradores de historias proyectaban en los árboles, las rocas, las montañas y los animales una suerte de mente humana e imaginaban que estaban poseídos por unos dioses capaces de provocar situaciones de cambio, a los que había que controlar mediante rituales y ofrendas de sacrificio. Los cuentos infantiles son un reflejo de nuestra natural tendencia hiperactiva a detectar otras mentes. En los cuentos de hadas, los espejos hablan, los cerdos desayunan, las ranas se convierten en príncipes: todo lo que les rodea adopta las características de una suerte de mente humana. Los niños y las niñas tratan a sus muñecas y a sus ositos de peluche como si estuvieran habitados por un ser. Recuerdo que en mi infancia me sentía terriblemente culpable por preferir mi oso rosa, hecho a mano por mi abuela, al oso de peluche marrón que me habían comprado en una tienda. Estaba convencido de que los dos sabían perfectamente cuáles eran mis sentimientos, y eso me perturbaba y entristecía. Nunca abandonamos realmente del todo nuestro animismo inherente. ¿Quién no ha propinado una patada a esa puerta con la que nos hemos pillado los dedos creyendo, en medio del dolor, que nos ha atacado adrede? ¿Quién no ha mandado a la mierda al armario mientras lo estaba montando? ¿Quién no se ha

dejado influir por esa suerte de patética falacia literaria, fruto de nuestro cerebro narrador de historias, debido a la cual un día soleado nos imbuye de optimismo y unas nubes amenazantes nos hunden en la miseria? Algunos estudios apuntan a que quienes otorgan a sus coches una personalidad antropomorfa son menos proclives a venderlos.[54] Los banqueros proyectan los estados de ánimo de la gente en los movimientos de los mercados y realizan sus operaciones en consecuencia.[55] Mientras leemos, escuchamos o vemos una narración, aplicamos nuestros conocimientos de teoría de la mente y desarrollamos automáticamente alucinaciones de los modelos de las mentes de sus personajes. Algunos autores modelan las mentes de sus propios personajes hasta tal punto que los oyen hablar. Charles Dickens, William Blake y Joseph Conrad han tenido experiencias extraordinarias de este tipo.[56] El novelista y psicólogo Charles Fernyhough realizó una investigación en la que un 19 por ciento de los lectores afirmaba haber escuchado voces de personajes de ficción, incluso aunque no estuviera leyendo el libro en ese momento. [57]Algunos de los participantes en la investigación llegaron incluso a afirmar que se habían sentido como literariamente poseídos por ellos, que llegaban a influir en el tono y la naturaleza de sus sueños. Seguro que no soy el único escritor que, inmerso en la lectura de un libro, acaba adoptando el mismo estilo en su propia narrativa al día siguiente. No obstante, por mucho que los seres humanos destaquemos por nuestras proezas en lo referente a la teoría de la mente, tendemos a sobreestimar exageradamente nuestras capacidades. Si bien es cierto que es absurdo pretender cuantificar el comportamiento humano con una precisión numérica tan absoluta, algunas investigaciones sugieren que las personas somos capaces de interpretar los pensamientos y sentimientos de otras personas desconocidas con tan solo un 20 por ciento de precisión.[58] ¿Y entre amigos y amantes? Pues tan solo con un 35 por ciento de precisión. Los errores que cometemos a la hora de interpretar lo que piensan los demás son la causa principal de los dramas humanos. Desgraciadamente, en nuestro tránsito por la vida prediciendo equivocadamente lo que piensan los demás y cómo reaccionarán ante nuestros intentos por controlarles, desencadenamos pleitos, peleas y malentendidos capaces de provocar espirales de cambios inesperados devastadores para nuestros entornos sociales. A menudo las comedias, ya sean de William Shakespeare o de John Cleese y Connie Booth, tienden a construirse a partir de tales errores. No obstante, sea

cual sea el género narrativo por el que se opte, los personajes, si están bien imaginados en la mente de su autor, siempre teorizarán sobre las mentes de otros personajes, y en muchos casos sus teorías resultarán erróneas: de ahí el drama. Estas equivocaciones tienen consecuencias inesperadas y conllevan situaciones aún mas dramáticas. El influyente director de posguerra Alexander Mackendrick escribe: «Yo empiezo por preguntarme: ¿Qué piensa A que piensa B sobre A? Parece complicado (y lo es), pero de ello depende la consistencia de un personaje y, por lo tanto, de una escena».[59] Richard Yates recurre a un error de la teoría de la mente para crear el momento crucial de su ya clásico libro Vía revolucionaria. La novela narra las vicisitudes de Frank y April Wheeler, un matrimonio en crisis. De jóvenes y enamorados soñaban con llevar una vida bohemia en París. Cuando los conocemos ya les ha golpeado la realidad de su mediana edad. Tienen dos hijos y un tercero está en camino, y se acaban de mudar a la típica casa de un barrio de las afueras. Frank ha conseguido trabajo fijo en la vieja empresa de su padre y se ha amoldado bastante a una vida fácil, con sus comidas de negocios bañadas en alcohol y su mujer esperándole en casa. Sin embargo, April no es feliz. Sigue soñando con irse a París. Discuten con mucho resentimiento. La relación sexual se resiente. Frank se acuesta con una compañera de trabajo. Es entonces cuando comete su error. Con el fin de romper el impasse con su mujer, Frank le confiesa su infidelidad. Basándose en la teoría que tiene sobre la mente de April, él cree que eso provocará una catarsis en ella que la devolverá a la realidad. Llorará a moco tendido, seguro, pero esas lágrimas le harán recordar por qué lo ama. Sin embargo, los hechos no se desarrollan así. April le pregunta por qué. No por qué le ha sido infiel, sino por qué se molesta en contárselo. A ella no le importa su desliz. Frank no esperaba esta reacción ni por asomo: ¡él quiere que a ella le importe! «Ya lo sé —le responde ella—. Y supongo que me importaría si te amara, pero es que no te amo. No te amo y nunca te he amado de verdad, y no lo he sabido hasta esta semana».

1.6. ¿Qué atrae nuestra atención? La creación de tensión con detalles

El cerebro es muy quisquilloso a la hora de indicar a nuestros ojos hacia dónde deben dirigir la mirada, a medida que recorren a gran velocidad nuestro entorno y van construyendo el mundo de ficción en el que uno habita. Obviamente nos atraen los cambios, pero también llaman nuestra atención otros detalles. Los científicos pensaban que nuestra atención se dirigía sencillamente hacia los objetos que destacaban, pero algunas investigaciones recientes sugieren que nos sentimos más atraídos hacia aquello que por alguna razón nos resulta más significativo.[60] Lamentablemente, aún no sabemos qué significa exactamente «significativo» en este contexto, aunque algunas investigaciones realizadas para observar los movimientos sacádicos del ojo han mostrado, por ejemplo, que llama más nuestra atención una estantería desordenada que una pared bañada por el sol. En mi opinión, la estantería desordenada nos sugiere cambio, detalles de una vida, la insinuación de problemas en un lugar pensado para el orden. No es de extrañar que llamara la atención de los cerebros objeto de investigación. Ahí detrás hay una historia, mientras que el sol en la pared provoca poco más que indiferencia. Los narradores también eligen con sumo cuidado qué detalles significativos desean mostrar y cuándo. En Vía revolucionaria, justo después de que Frank cometa el error que hará que su vida tome una dirección totalmente imprevista para él, el autor dirige con maestría nuestra atención hacia otro detalle. En la radio se escucha una voz con tono apremiante: «Atentos a lo que les voy a decir. ¡En estas rebajas de otoño, encontrarán bermudas y pantalones vaqueros de caballero de Robert Hall a precios de vértigo!». Verosímil y demoledor al mismo tiempo, el mensaje aparece en el momento preciso para intensificar la sensación de claustrofobia y monotonía que atenaza la vida de ama de casa a la que April se ha visto relegada. El anuncio irrumpe en el instante preciso para definir y condenar implícitamente al personaje en el que se ha convertido Frank. Él, que se veía a sí mismo como un bohemio —¡un pensador!—, ahora no es más que el hombre de los pantalones cortos de oferta. El anuncio lo define. Stephen Spielberg es conocido por su capacidad para recurrir a detalles que aportan dramatismo. En Parque jurásico, durante la escena que nos conduce a nuestro primer encuentro con el Tyrannosaurus rex, vemos cómo los profundos estruendos procedentes del suelo provocan hondas circulares en el agua de dos

tazas que hay sobre el salpicadero de un coche. Recorremos los rostros de los pasajeros: en cada uno de ellos se expresa lentamente el acontecimiento que se cierne sobre ellos. Acto seguido, las pisadas del monstruo hacen temblar el retrovisor. Este tipo de detalles añadidos contribuyen a aumentar la tensión imitando la forma en la que el cerebro procesa los momentos álgidos de las situaciones de estrés. Por ejemplo, cuando percibimos que nuestro coche está a punto de estrellarse, el cerebro necesita aumentar temporalmente su capacidad de controlar el mundo. Aumenta su capacidad de procesar información y somos capaces de percibir con más detalle nuestro entorno, lo que a su vez hace que el tiempo se ralentice. Este es el mismo mecanismo al que recurren los autores para dilatar el tiempo y construir una escena de suspense: introducen instantes sacádicos y determinados detalles.

1.7. Modelos neuronales, poesía y metáfora

En mi ciudad natal hay un banco en un parque por el que evito pasar porque me recuerda la ruptura con mi primer amor. Está habitado por fantasmas que resultan invisibles para el resto, salvo quizá para ella. Soy capaz hasta de sentirlos. Son fantasmas que habitan en mis recuerdos, del mismo modo que las mentes y los rostros de otros habitan nuestros mundos cotidianos. Creemos que el acto de «ver» es simplemente detectar determinados colores, movimientos y formas. Sin embargo, vemos a través de nuestras experiencias pasadas. El modelo neuronal de la alucinación del mundo en la que vivimos se compone de modelos individuales más pequeños —tenemos modelos neuronales de bancos de parque, dinosaurios, Israel, un helado, modelos de todo— y cada modelo se compone de las asociaciones que establecemos entre elementos de nuestras propias historias personales. Lo que vemos es una combinación de la cosa en sí y de todo lo que relacionamos con ella. También somos capaces de sentirla. Todo aquello sobre lo que se posa nuestra atención desencadena en nosotros determinadas sensaciones, la mayor parte de las cuales son sumamente sutiles y se experimentan por debajo del nivel de conciencia. Son tan fugaces y se disipan con tal rapidez que preceden al pensamiento consciente y, por lo tanto, lo influyen. Estas sensaciones provocan tan solo dos impulsos: el de avance y el de retirada. Mientras uno observa una determinada escena, experimenta un

aluvión de sensaciones; los objetos que miramos provocan sensaciones tanto positivas como negativas, que caen sobre nosotros como finas gotas de lluvia. Entender este mecanismo es el inicio para poder crear un personaje original y convincente sobre el papel. En la narrativa, como en la vida misma, los personajes habitan su personal y único mundo alucinado, en el que todo lo que ven o tocan tiene un significado también personal y único. Esos mundos de sensaciones son el resultado de la codificación que el cerebro hace de su entorno. Nuestros modelos de todo lo que nos circunda se almacenan en redes neuronales. Cuando, por ejemplo, un vaso de vino tinto llama nuestra atención, se activan simultáneamente un gran número de neuronas desde diferentes partes del cerebro. No es que de pronto se ilumine la zona del «vaso de vino», sino que reaccionamos a los estímulos «líquido», «rojo», «superficie brillante», «superficie transparente», etcétera. Cuando se desencadenan los suficientes estímulos, el cerebro es capaz de entender lo que tiene delante y construir el vaso de vino que nosotros «vemos». Sin embargo, estas activaciones neuronales no se limitan a describir la apariencia de las cosas. Al detectar el vaso de vino se ponen en marcha otras asociaciones de ideas: sabores agridulces, viñedos, uvas, cultura francesa, manchas oscuras sobre una alfombra; aquel viaje al valle de Barossa, aquella primera borrachera en la que perdiste los papeles, el aliento de aquella mujer que se te tiró encima. Todas las asociaciones de ideas influyen poderosamente sobre nuestras percepciones. A partir de algunas investigaciones se desprende que nuestras suposiciones sobre la calidad y el precio del vino que bebemos influyen sobre nuestra percepción de su sabor.[61] Con la comida nos pasa algo parecido.[62] El poder de la poesía se debe precisamente a este pensamiento asociativo. Un buen poema acaricia las redes de nuestras asociaciones de ideas como las manos de una arpista acarician las cuerdas de su instrumento.[63] La simple composición de unas palabras colocadas meticulosamente en el orden adecuado es como una caricia para los recuerdos, las emociones, las alegrías y los traumas que están enterrados en las profundidades, en unas redes neuronales que se iluminan a medida que leemos. De este modo, los poetas tañen las cuerdas de ricos significados que resuenan en lo más profundo de nuestro ser, sin que acertemos a poder explicar por qué nos conmueven tanto. En el poema «Burial», Alice Walker describe la visita que la poeta hace con su hija al cementerio de Eatonton, Georgia, donde yacen varias generaciones de su

familia. Describe a su abuela descansando.

tranquila bajo el sol de Georgia sobre ella, el preciso caminar de las pezuñas del ganado

y las tumbas que «se abren sin previo aviso» y

se cubren de zarzamoras. Dulcamara y salvia. Nadie sabe por qué. Nadie pregunta.

Cuando leí el poema por primera vez, los últimos versos de esta estrofa carecían de sentido para mí, pero aun así me parecieron hermosísimos, memorables, tristes:

Como pájaros olvidadizos del rumbo geográfico, los jóvenes parten hacia el sur para enterrar a los viejos muertos.

Son estos mismos procesos asociativos los que nos permiten pensar metafóricamente. Los análisis del lenguaje nos enseñan que somos capaces de utilizar alrededor de una metáfora cada diez segundos en nuestro discurso oral o escrito.[64] Si eso nos parece exagerado, es porque estamos totalmente acostumbrados a pensar metafóricamente: a hablar de «concebir» ideas, o de una

lluvia que «conduce», o de la rabia que «quema», o a decir que fulanito es un «capullo». Por tanto, nuestros modelos no solo se ven afectados por nosotros mismos, sino también por las propiedades de otras cosas. En su ensayo Ruta callejera, de 1930, Virginia Woolf recurre a varias metáforas sutiles en una misma frase magnífica:

Así pues, cuán preciosa es una calle de Londres, con sus islas de luz y sus largas matas de oscuridad, y en una acera tal vez encontremos algunos espacios salpicados de árboles y poblados de hierba, donde la noche se repliega sobre sí misma para dormir plácidamente. Al pasar al lado de la verja de hierro, uno siente esos leves crujidos y susurros de hojas y ramitas que parecen intuir el silencio de los campos de todo alrededor, el ulular de un búho y, muy a lo lejos, el traqueteo de un tren en el valle.

Los neurocientíficos están demostrando que la metáfora es mucho más importante para la cognición humana de lo que nunca se había imaginado. Para muchos de ellos, constituye el principal mecanismo mediante el cual los cerebros son capaces de comprender determinados conceptos abstractos como el amor, la alegría, la sociedad y la economía. Resulta imposible entender estos conceptos sin asociarlos con conceptos portadores de determinadas propiedades físicas: con cosas que florecen, se calientan, se estiran y se encojen. La metáfora —y su hermano el símil— funciona sobre el papel de dos posibles maneras. Detengámonos en este ejemplo extraído de Una casa en el fin del mundo: «Lavaba las bolsas de plástico y las colgaba a secar en el tendedero, configurando una hilera de brillantes medusas mansas flotando al sol». Esta metáfora es eficaz porque abre una laguna de información. Interroga al cerebro con una pregunta: ¿cómo puede una bolsa de plástico ser una medusa? Para poder responderla, tenemos que imaginarnos la escena. Cunningham nos empuja a modular su historia de una forma más vívida. En Lo que el viento se llevó, Margaret Mitchell recurre a la metáfora para hacer hincapié en un elemento conceptual, no visual: «Aquel mismo misterio despertaba su curiosidad como una puerta que no tiene ni llave ni cerradura». Raymond Chandler recurre a la metáfora en El sueño eterno para cargar de

sentido una frase de tan solo ocho palabras: «Los cadáveres pesan más que los corazones destrozados». Los escáneres cerebrales ilustran el segundo uso, más poderoso, de la metáfora. Cuando los participantes de un estudio leyeron las palabras «ha tenido un día difícil»,[65] sus regiones neuronales implicadas en la sensación de las texturas se activaron más, en comparación con los que leyeron «ha tenido un mal día». En otro estudio, cuando los participantes leyeron la frase «cargaba a sus espaldas» se les activaron más las regiones neuronales asociadas a los movimientos corporales que cuando leyeron «cargaba con el peso».[66] Es un ejemplo de cómo la prosa despliega sus armas poéticas. Funciona porque activa determinados modelos neuronales adicionales que otorgan al lenguaje una mayor profundidad de significado y sensaciones. Llegamos a sentir el peso y el esfuerzo que provoca tamaña carga, tocamos los estragos del día. Graham Green utiliza un recurso similar en El americano impasible. El protagonista, que se ha roto una pierna, recibe una ayuda que no ha pedido de su adversario: «Con rabia intenté alejarme de él y aguantar mi propio peso, pero me volvió el dolor rugiendo como un tren en un túnel». Esta metáfora tan bien escogida basta para que nos encojamos de dolor. Casi podemos sentir cómo nuestras redes neuronales se enfervorizan ávidas de tomar prestados elementos de las otras: la extremidad sensible, el chasquido del hueso, el bramido del dolor imbatible que recorre a gran velocidad el túnel de la pierna como un trueno. En El dios de las pequeñas cosas, Arundhati Roy recurre a un lenguaje metafórico cargado de sensualidad para describir una escena de amor entre los personajes de Ammy y Valutha: «Ella sentía lo delicada que era para él. Se sentía a sí misma a través de él. La piel. El cuerpo que no existía más que donde él tocaba. El resto de su cuerpo era humo». Y aquí, el escritor y crítico del siglo XVIII Denis Diderot utiliza un doblete de símiles perfectamente contrastados para hacer valer su argumento: «Los libertinos son arañas horripilantes que a menudo atrapan hermosas mariposas». La metáfora y el símil son recursos capaces de crear un estado de ánimo. En La muerte del padre, de Karl Ove Knausgaard, el narrador describe cómo mientras recogían los enseres de la casa de su padre, recientemente fallecido, sale a fumarse un cigarrillo. En ese momento ve «unas botellas de plástico de canto sobre el suelo de ladrillo salpicado por las gotas de la lluvia. Sus cuellos de

botella me parecieron como las bocas de pequeños cañones apuntando por doquier». La elección del lenguaje de Knausgaard se suma al aura general de muerte y rabia del pasaje, al lanzar inesperadamente la imagen de las armas al lector. Algunos maestros de la narrativa como Charles Dickens logran despertar nuestros modelos asociativos una y otra vez, y son capaces de construir maravillosos crescendos de sentido recurriendo a metáforas extensas. Véase por ejemplo este fragmento magistral, en el que nos presenta a Ebenezer Scrooge en Un cuento de Navidad:

El frío de su interior helaba sus ancianos rasgos, le cortaba la nariz puntiaguda, le arrugaba las mejillas, lo agarrotaba al andar; le volvía rojos los ojos y azules los finos labios, y hablaba con astucia a través de su chirriante voz. Tenía una gélida escarcha sobre la cabeza, las cejas y la enjuta barbilla. Siempre llevaba su baja temperatura con él; congelaba su despacho en la canícula y no lo deshelaba ni un grado en Navidad. El calor y el frío externos tenían poca influencia en Scrooge. No había calor que lo calentara ni tiempo invernal que lo enfriase. No había viento más cortante que él mismo, ni nevada más resuelta en su propósito, ni aguacero menos abierto a los ruegos.

El escritor y periodista George Orwell conocía la receta para elaborar una metáfora potente. En el ambiente totalitario de su novela 1984, describe la pequeña habitación en la que Winston, el protagonista, y su pareja Julia podían ser ellos mismos fuera del radar del Estado como «un mundo completo, una bolsa del pasado donde animales de especies extinguidas podían circular». No es de extrañar que el siempre acertado Orwell diese en el blanco también al hablar sobre la escritura. En 1946, sugería que «una metáfora recién inventada ayuda al pensamiento evocando una imagen visual», antes de disuadirnos de echar mano de «ese enorme vertedero de metáforas gastadas que han perdido todo poder evocador y que se usan tan solo porque ahorran a las personas la tarea de inventar sus propias frases».[67] Recientemente, algunos investigadores intentaron verificar esta idea de que determinadas metáforas muy trilladas acaban «gastándose» con el uso. Para ello,

analizaron las reacciones de los participantes en el estudio al leer frases que incluyeran metáforas basadas en acciones («pillar la idea»), algunas de las cuales eran muy manidas y otras eran nuevas. «Cuanto más familiar les resultaba la expresión, menos se activaba su sistema motriz —escribe el neurocientífico Benjamin Bergen—. Es decir, las expresiones metafóricas pierden progresivamente su fuerza y su brío a lo largo de su vida, por lo menos en lo referente a ser capaces de poner en marcha simulaciones metafóricas».[68]

1.8. Relación causa-efecto. Las obras literarias frente a la narrativa de masas

En un experimento ya clásico llevado a cabo en 1932, el psicólogo Frederic Bartlett leía a los participantes un cuento tradicional de los indígenas americanos y a continuación les pedía que lo volvieran a contar de memoria a intervalos distintos.[69] La guerra de los fantasmas es un cuento breve, de 330 palabras, en el que un chico se ve obligado a unirse a una partida de guerreros contra su voluntad. Durante la batalla, uno de los guerreros advierte al chico de que le han disparado. Sin embargo, él no ve rastro de herida alguna en su cuerpo. El chico llega a la conclusión de que los guerreros no eran más que fantasmas. Al día siguiente, el rostro del chico se retuerce y un objeto negro sale de su boca antes de caer muerto. El cuento reunía diversas características que lo hacían poco habitual, al menos para los participantes ingleses en el estudio. Al intentar recordar el cuento pasado un tiempo, Bartlett descubrió que sus cerebros reaccionaban de un modo interesante. Simplificaban y formalizaban la historia para que les resultara más cercana por medio de la alteración de algunas de sus características más «sorprendentes, cargantes e intrascendentes». Eliminaron algunos extractos, añadieron otros y reordenaron otros tantos. «Omitían o explicaban todo aquello que les resultaba incomprensible», más o menos como haría un editor para ordenar una historia confusa. Una de las funciones fundamentales del cerebro narrador es convertir en una historia coherente una serie de elementos confusos y fortuitos. Estamos rodeados de un tumulto de información, a menudo caótica. El cerebro simplifica

radicalmente el mundo que nos rodea elaborando una narrativa que nos permita sentir que controlamos la situación. Aunque los cálculos varían entre sí, se cree que el cerebro es capaz de procesar cerca de once millones de bits[70] de información en un momento determinado, pero solo somos conscientes de unos cuarenta.[71] El cerebro repasa una gran cantidad de información y decide destacar los fragmentos que formarán parte de su monólogo interior. Seguramente habremos sido conscientes de estos procesos en alguna ocasión, como cuando escuchamos que alguien dice nuestro nombre en una habitación llena de gente. Ello sugiere que el cerebro ha decidido, tras monitorizar infinidad de conversaciones, cuál debe llamar tu atención y puede ser relevante para tu bienestar. El cerebro construye una historia para ti: criba la información en la situación confusa en la que te hallas y te muestra solo la que te puede resultar relevante. Este uso de la narrativa para simplificar la complejidad del contexto también se aplica a la memoria. La memoria de los seres humanos es «episódica» (el desorden de nuestro pasado se convierte en una secuencia muy simplificada de causas y efectos) y «autobiográfica» (esa serie de episodios están imbuidos de significado personal y moral). No hay una única porción del cerebro dedicada a la construcción de estas historias. Aunque la mayoría de las áreas tienen sus especialidades, la actividad cerebral tiene un carácter mucho más disperso de lo que los científicos habían pensado. Dicho esto, no tendríamos la capacidad de narrar que tenemos de no ser por el neocórtex, la región de más reciente evolución. Es una capa delgada, de la profundidad del cuello de una camisa, doblada con tal destreza que el metro que mide se apila en una capa debajo de nuestra frente. Una de sus funciones principales es hacer seguimiento de nuestros mundos sociales. Nos ayuda a interpretar los gestos y las expresiones faciales, y brinda apoyo a la teoría de la mente. No obstante, el neocórtex es algo más que un mero procesador de personas. Es responsable también del pensamiento complejo, incluyendo la planificación, el razonamiento y el establecimiento de conexiones laterales. Cuando el psicólogo Timothy Wilson afirma que una de las diferencias más importantes entre nosotros y otros animales es que nuestro cerebro es experto a la hora de construir «teorías y explicaciones complejas sobre lo que sucede en el mundo y por qué», se está refiriendo fundamentalmente al neocórtex. Estas teorías y explicaciones a menudo adoptan la forma de una narración. Una

de las primeras de las que tenemos constancia nos habla de un oso perseguido por tres cazadores. El oso resulta herido. Su sangre se vierte por el bosque mientras huye, impregnándolo de colores otoñales; logra escapar escalando una montaña y lanzándose al firmamento, donde se convierte en la constelación de la Osa Mayor. El mito de la «caza cósmica» se encuentra en narraciones de la antigua Grecia, del norte de Europa, de Siberia y de las Américas, en concreto de los indios iroqueses. Se cree que empezó a contarse cuando Alaska y Rusia estaban conectadas por tierra, y que eso explicaría su recorrido.[72] Eso lo sitúa entre el año 13.000 y el 28.000 a. C. El mito de la caza cósmica puede leerse como un disparate típico de la creación humana. Puede que haya que buscar su origen en el sueño de alguien o en una visión de un chamán. Pero también puede ser que surgiera de la pregunta de una persona a otra: «Oye, ¿por qué se parecerán esas estrellas a un oso?». Y que el otro contestara, apoyándose en una rama y suspirando desde su enorme sabiduría: «Me alegro de que me hagas esa pregunta…». Y aquí seguimos, veinte mil años más tarde, contándola de la misma manera. Los cerebros de los seres humanos tienden a la narración incluso cuando se les plantean las cuestiones más profundas acerca de la realidad. A fin de cuentas, ¿qué es una religión moderna sino una «teoría y una explicación sobre lo que acontece y por qué acontece en el mundo» compleja y elaborada por el neocórtex? La religión no se limita a pretender explicar los orígenes de la vida, sino que es la respuesta a las preguntas de mayor calado: ¿qué es el bien?, ¿qué es el mal?, ¿qué hago con todo mi amor, mi culpa, mi odio, mi lujuria, mi envidia, mi miedo, mi duelo y mi rabia?, ¿me quiere alguien?, ¿qué pasará cuando me muera? Las respuestas no emergen de manera natural en forma de una ecuación o una serie de datos. Más bien suelen adoptar una forma estructurada, con un principio, un desarrollo y un final, y cuentan con personajes que tienen deseos —algunos de ellos son héroes y otros villanos— y que participan en una trama dramática y cambiante que se desencadena a partir de unos acontecimientos inesperados que tienen un significado. Entender cómo el cerebro es capaz de reducir a una historia sencilla la superabundancia de información que lo rodea nos permite entender una regla fundamental de la narrativa. Las narraciones que crea el cerebro tienen una estructura básica de causa y efecto. Ya se trate de la memoria, la religión o la Guerra de los fantasmas, la confusión que plantea la realidad circundante se reduce a una serie de teorías simplificadas sobre cómo algo provoca otra cosa.

La causalidad es un elemento fundamental de nuestra manera de entender el mundo. El cerebro no puede evitar establecer conexiones de causa y efecto. Lo hace automáticamente. Hagamos la prueba. PLÁTANOS. VÓMITO.[73] El psicólogo Daniel Kahneman describe lo que acaba de suceder en nuestro cerebro: «Sin razón aparente, nuestra mente asume automáticamente que existe una secuencia temporal y una relación causal entre las palabras «plátano» y «vómito»; esboza un guion en el que los plátanos han provocado el malestar». Kahneman muestra cómo el cerebro establece conexiones de causa y efecto incluso cuando estas son inexistentes. A principios del siglo XX, los cineastas soviéticos Vsevolod Pudovkin y Lev Kuleshov exploraron la importancia de la relación causa-efecto en la creación narrativa;[74] para ello, emplearon varias secuencias yuxtapuestas en las que aparecía el rostro inexpresivo de un famoso actor frente a tras imágenes diferentes: un plato de sopa, el cadáver de una mujer en un féretro y una niña jugando con un oso de peluche. Mostraron cada una de estas yuxtaposiciones al público. «La reacción fue espectacular», recuerda Pudovkin. «Los espectadores elogiaron la actuación del artista. Destacaron lo meditabundo que parecía al haberse olvidado de tomar la sopa, les conmovió la enorme tristeza con la que contemplaba el cuerpo sin vida de la mujer y admiraron la sonrisa alegre y ligera que esbozó al contemplar cómo jugaba la niña. Sin embargo, sabíamos que la cara era exactamente la misma en los tres casos». Estos resultados se confirmaron en sucesivos experimentos. Cuando se les mostraban sencillas figuras en movimiento, los espectadores inferían irremediablemente su carácter animado y no tardaban en construir narrativas de causa y efecto sobre lo que acontecía: esta pelota está amedrentando a la otra; el triángulo está atacando a la línea, etcétera. Cuando se les mostraban unos discos moviéndose aleatoriamente en la pantalla, los participantes veían persecuciones entre los elementos.

Las relaciones entre causa y efecto despiertan nuestra curiosidad. Los cerebros de los seres humanos y las narraciones de su creación se preguntan: «¿Por qué paso aquello? ¿Y ahora, qué va a pasar?». Cuando a un grupo de niños de entre tres y cinco años les ofrecieron bloques de madera de juguete cuyo centro de gravedad había sido alterado ocultando pesos para que volcaran, la mayoría de ellos los inspeccionaron con curiosidad intentando entender por qué se

desplomaban.[75] Ninguno de los chimpancés que participaron en el experimento reaccionó de la misma manera. Según Paul Harris, profesor de Educación, «los humanos indagan, a veces con mucha tenacidad, sobre el cómo y el porqué de las cosas, incluso a pesar de que ello no les reporte ninguna recompensa tangible».[76] Las narraciones convincentes se componen de escenas en las que existe una causa capaz de provocar nuestra curiosidad infantil sobre los potenciales efectos que conlleva. Con cada acontecimiento se abre una laguna de información que provoca un deseo irrefrenable de averiguar lo que está por venir. Este es el mecanismo que siguen los éxitos editoriales y los bombazos cinematográficos para resultar adictivos. Avanzan implacablemente, una cosa lleva a la otra y explotan nuestra inagotable fuente de curiosidad. Lo cierto es que no es tarea fácil escribir una obra que incorpore dichas pautas. En 2005, el dramaturgo David Mamet, ganador del premio Pulitzer, dirigió la serie de televisión The Unit. Frustrado ante la aparente incapacidad de los guionistas para crear escenas basadas en la relación causa-efecto de los acontecimientos, ya que se limitaban a crear escenas descriptivas, envío una circular en mayúsculas a su equipo que se filtró a la prensa (lo reproduzco en minúsculas para bajar el tono): «Toda escena que no logre que la trama avance y pueda al mismo tiempo funcionar de forma independiente (es decir, que sea dramática por sí sola, por sus propios méritos) es superflua o está mal escrita — sentenció—. El arranque de cada escena ha de respetar esta regla inalterable: la escena debe tener dramatismo. Debe comenzar con el héroe enfrentándose a algún problema y culminar con su frustración o con el descubrimiento de que existe una salida». La cuestión aquí no es únicamente que las escenas en las que los acontecimientos no se suceden mediante una relación causa-efecto resulten aburridas. Las tramas que se toman demasiado a la ligera esta regla fundamental corren el riesgo de resultar confusas precisamente porque no utilizan el mismo lenguaje que el cerebro. Así lo explica la guionista de El diablo se viste de Prada, Aline Brosh McKenna: «Una quiere que todas sus escenas estén conectadas entre sí por un “porqué” y no por un “y después”».[77] Al cerebro le cuesta mucho entender un «y después». Imaginemos que se nos presentara la siguiente sucesión de escenas: en un lugar ha pasado algo, y después, en un aparcamiento, vemos a una mujer que acaba de presenciar un apuñalamiento, y después una rata en una cuna en 1977, y después a un viejo cantando una canción de marineros en un huerto de perales encantado. El autor estaría pidiéndole un gran esfuerzo a su público.

Es cierto que en ocasiones podría tratarse de un recurso intencionado. Una de las diferencias fundamentales entre la narración comercial y la literaria es precisamente el empleo que se hace de la relación causa-efecto. En las tramas de la narrativa orientada al mercado de masas los acontecimientos que conllevan cambios se suceden con agilidad, son evidentes y fáciles de entender, mientras que la alta literatura tiende a una sucesión de acontecimientos más lenta y ambigua, y exige al público lector un gran esfuerzo de reflexión para poder descodificar las conexiones por sí mismo. Novelas como Por el camino de Swann, de Marcel Proust, son famosas por su estilo sinuoso e incluyen, por ejemplo, una descripción de un espino en flor de más de mil palabras. («Tiene debilidad por el espino», le dice un personaje al narrador a la mitad del pasaje). A menudo se tilda a las películas de arte y ensayo de David Lynch de «oníricas» porque, como en los sueños, no hay una relación causa-efecto lógica. El público lector que disfruta de este tipo de historias tiende a ser más experto, personas que han tenido la suerte de nacer con los cerebros adecuados y que se han criado en entornos cultos que fomentan la capacidad de extraer las pistas relativamente escasas que nos deja el narrador para dotar de sentido a la historia. Sospecho que además tienden a ser personas con personalidades más proclives que la media a «abrirse a experiencias nuevas», y que hay muchas razones para pensar que les interesarán la poesía y el arte (y que, además, «solicitarán los servicios de un psiquiatra»). Los lectores expertos saben que en el cine de arte y ensayo y en la ficción literaria o experimental van a encontrar patrones de cambio enigmáticos y sutiles, así como causas y efectos tan ambiguos que se convertirán en un puzle maravilloso que permanecerá con ellos durante meses o incluso años después de su lectura, y que incluso podrán acabar siendo una fuente de reflexión, análisis y debate con otros lectores o espectadores en torno a cuestiones tales como por qué los personajes se comportaron de aquella manera o qué había querido transmitir realmente determinado director de cine. En cualquier caso, independientemente del público al que se dirijan, los narradores deben evitar exprimir en exceso ciertos recursos. Tan peligroso es dejar a los lectores confusos y abandonados a su suerte como tender a dar demasiadas explicaciones. Las causas y los efectos deben mostrarse, más que contarse; sugerirse más que explicarse. De lo contrario, la curiosidad se desvanecerá y los lectores y el público se aburrirán. Otra posibilidad igual de nociva es que se alejen de la historia. La gente debería poder anticiparse a los acontecimientos libremente e incorporar sus propios

sentimientos e interpretaciones sobre por qué acaba de ocurrir precisamente eso y cuál es su significado. El público se implica en la historia a través de estas lagunas explicativas, incorporando sus ideas preconcebidas, sus valores, sus recuerdos, las conexiones que establece, sus emociones; todo ello pasa a ser una parte activa de la historia. Ningún narrador puede trasplantar exactamente su mundo neuronal a la cabeza de otro. Más bien, los universos de ambos se acaban fundiendo. Solo cuando el lector se sumerge de verdad en una obra se crean las resonancias capaces de conmoverlo como solo una obra de arte lo puede hacer.

1.9. Un cambio no basta

El misterio queda resuelto. Ya sabemos cómo empieza una historia: con un momento de cambio inesperado o con la introducción de un lapso de información, o probablemente con las dos cosas. De ese modo, al leer un libro o mirar una película experimentamos lo mismo que el protagonista. Se activa nuestra capacidad de atención. Tendemos a seguir el transcurso de las consecuencias de ese cambio dramático a medida que este se despliega en una reacción en cadena pautada de causas y efectos cuya lógica será lo suficientemente ambigua como para mantener nuestra curiosidad. Ahora bien, aun siendo todo esto técnicamente cierto, no deja de ser una explicación superficial. Obviamente, la capacidad de narrar historias va mucho más allá de la destreza para manejar este proceso bastante mecánico. Una observación similar es la que hace un creador de historias al comienzo de Ciudadano Kane, el clásico cinematográfico de Herman J. Mankiewicz y Orson Welles, de 1941. La película se abre con un cambio y un lapso de información: la reciente muerte del magnate Charles Foster Kane, que se desploma dejando caer un globo de cristal con una casita cubierta de nieve en su interior y que pronuncia una sola y misteriosa palabra: rosebud. A continuación, un corto informativo documenta algunos hechos de sus setenta años de vida: Kane era un personaje tan conocido como controvertido, extraordinariamente rico, que llegó a ser propietario y editor del New York Daily Inquirer. Su madre regentaba una pensión, y la fortuna le llegó cuando un huésped moroso le dejó una mina de oro, la Colorado Lode, que se suponía que no tenía ningún valor. Kane se casó dos veces, se divorció dos veces, perdió un hijo e hizo una incursión en la

política con poco éxito, antes de morir solo en su enorme y decadente palacio en obras: «el monumento más costoso que ningún hombre haya concebido desde las pirámides». Tras finalizar el corto informativo, conocemos a sus creadores, un grupo de periodistas fumadores que acaban de terminar la grabación y se la muestran a su jefe, Rawlston, para su visto bueno. Rawlston no queda satisfecho. «No basta con explicar lo que hizo un hombre —explica a su equipo—. Nos tenéis que contar quién fue realmente… ¿Qué lo diferencia de Ford o de Hearst, o, si me apuras, de John Doe?». El editor tenía razón (como suele ser el caso con abrumadora frecuencia). Somos una especie hipersocial, con unos cerebros domesticados diseñados específicamente para controlar un entorno integrado por otros humanos. Somos insaciablemente inquisitivos; ya desde el principio, siendo pequeños, hacemos decenas de miles de preguntas sobre por qué una cosa provoca la otra. Siendo como somos una especie domesticada, lo que más nos interesa de todo son las causas y los efectos en las vidas de los otros. Sentimos una curiosidad infinita. ¿En qué están pensando los otros? ¿Qué están tramando? ¿A quién aman? ¿A quién odian? ¿Qué secretos guardan? ¿Qué les importa? ¿Por qué les importa? ¿Son nuestros aliados? ¿Son una amenaza? ¿Cómo es posible que hicieran algo tan irracional, impredecible, peligroso, increíble? ¿Qué les condujo a construir «el lugar de recreo más grande del mundo» en la cima de una «montaña privada» artificial que albergaba el zoo con más especies «desde el Arca de Noé» y una «colección tan grande de todo que es imposible catalogar lo que hay»? ¿Quién es esa persona en realidad? ¿Cómo han llegado a convertirse en quienes son? Las buenas historias exploran en la condición humana; son viajes excitantes a las mentes de los extraños. No tienen tanto que ver con los acontecimientos que tienen lugar en sí, y que constituyen la superficie del drama, como con los personajes que lidian con ellos. Cuando conocemos a esos personajes por primera vez en la página uno, distan de ser perfectos. Lo que nos interesa de ellos, y lo que supone para ellos la batalla dramática que tienen que acometer, no son sus logros ni su sonrisa de vencedores. Son sus defectos.

[7] Comentario realizado por la profesora Sophie Scott durante la revisión del

manuscrito, agosto de 2018. [8] Bruce Hood, The Self Illusion, Constable y Robinson, 2011, p. 125. [9] David Eagleman, Incognito, Canongate, 2011, p. 1. [Incógnito. Las vidas secretas del cerebro, Anagrama, 2013]. [10] Michael O’Shea, The Brain, Oxford University Press, 2005, p. 8. [11] Bruce Hood, The Domesticated Brain, Pelican, 2014, p. 70. [12] John Yorke, Into the Woods, Penguin, 2014, p. 270. [13] Leslie Halliwell, Halliwell’s Filmgoer’s Companion, Granada, 1984, p. 307. [14] Susan Engel, The Hungry Mind, Harvard University Press, 2015, p. 24 [15] Ian Leslie, Curious, Quercus, 2014, p. 56. [16] George Loewenstein, «The Psychology of Curiosity», en Psychological Bulletin, 1994, vol. 116, núm. 1, pp. 75-98. [17] Russell Golman y George Loewenstein, An Information-Gap Theory of Feelings about Uncertainty, enero de 2016. [18] George Lowenstein, «The Psychology of Curiosity», en Psychological Bulletin, 1994, vol. 116. núm. 1, pp. 75-98. [19] Celeste Kidd y Benjamin Hayden, «The Psychology and Neuroscience of Curiosity», en Neuron, 4 de noviembre de 2015: 88(3): 449-460. [20] «The Psychology of Curiosity», en Psychological Bulletin, 1994, vol. 116. núm. 1, pp. 75-98. [21] J. J. Abrams, «The Mystery Box», conferencia TED, marzo de 2007. [22] En Gareth Cook, «Exploring the Mysteries of the Brain», en Scientific American, 6 de octubre de 2015. [23] Michael O’Shea, The Brain, Oxford University Press, 2005, p. 5.

[24] David Eagleman, Incognito, Canongate, 2011, pp. 7-370. [25] Joseph Stromberg, «Why Do We Blink so Frequently», en Smithsonian, 24 de diciembre de 2012. [26] Susan Blackmore, Consciousness, Oxford University Press, 2005, p. 57. [27] T. J. Smith, D. Levin y J. E. Cutting, «A window on reality: Perceiving edited moving images», en Current Directions in Psychological Science, 2012, vol. 21, pp. 107-113. [28] Daniel J. Simons, Christopher F. Chabris, «Gorillas in our midst: sustained inattentional blindness for dynamic events», Perception, 1999, Vol. 28, pp. 10591074. [29] Emma Young, «Beyond the Invisible Gorilla», en The British Psychological Research Digest, 30 de agosto de 2018. [30] Daniel J. Simons y Michael D. Schlosser, «Inattentional blindness for a gun during a simulated police vehicle stop», en Cognitive Research: Principles and Implications, 2017, 2:37. [31] Lizzy: Altered Egos: How the Brain Creates the Self, Oxford University Press, 2001, pp. 28-29. [32] David Eagleman, Incognito, Canongate, 2011, p. 100. [33] Donald Hoffman, «The Case Against Reality», en Amanda Gefter, The Atlantic, 25 de abril de 2016. [34] Beau Lotto, Deviate, Hachette, 2017, localización Kindle 531. [35] Ibid., localización Kindle 538. [36] Lisa Feldman-Barrett, How Emotions Are Made, Picador, 2017, p. 146 [La vida secreta del cerebro. Cómo se construyen las emociones, Paidós, 2018]. [37] Michael Price, «You can thank your fruit-hunting ancestors for your color visión», en Science, 19 de febrero de 2017.

[38] Jeff Warren, Head Trip, Oneworld, 2009, p. 38. [39] Ibid., p. 31. [40] Jonathan Gottschall, The Storytelling Animal, HMH, 2012, p. 82. [41] Benjamin K. Bergen, Louder than Words, Basic, 2012, p. 63. Sorprendentemente, los estudios relacionados sugieren que el cerebro no hace mucha distinción entre las narraciones en primera persona (yo) y tercera persona singular (él o ella). Si el contexto es suficiente, tiende a adoptar la «perspectiva del observador», como si estuviera viendo la acción de la historia a distancia. [42] «Parece modular qué parte de la simulación se evoca»: Benjamin K. Bergen, Louder than Words, Basic, 2012, p. 118. [43] Benjamin K. Bergen, Louder than Words, Basic, 2012, p. 99. [44] Benjamin K. Bergen, Louder than Words, Basic, 2012, p. 119. [45] Jennifer Summerfield, Demis Hassabis y Eleanor Maguire, «Differential engagement of brain regions within a “core” network during scene construction», en Neuropsychologia, 2010, vol. 48, 1501-1509. [46] C. S. Lewis imploró a un joven escritor en 1956: http://www.lettersofnote.com/2012/04/c-s-lewis-on-writing.html. Por otra parte, una última lección que aprender del cerebro creador de modelos es que la simplicidad también es crucial. El foco de la atención de los seres humanos es estrecho. El neurobiólogo Robert Sapolsky escribe que «todo nuestro pasado como homínidos nos ha llevado a reaccionar ante un solo rostro a la vez». Tenemos cerebros de cazadores-recolectores, especializados en concentrarse en un solo animal de presa en movimiento, una sola fruta madura o un solo confederado de la tribu. Esta estrechez de miras es la razón por la que las narraciones suelen comenzar de forma sencilla, desde la perspectiva de una sola persona, o se centran en un solo problema. [47] Bruce Hood, The Domesticated Brain, Pelican, 2014. [48] Robert G. Bednarik, «The Domestication of Human», en Anthropologie XLVI/1, 2008, pp. 1-17.

[49] Louise Barrett y John Lycett, Evolutionary Psychology, Oneworld, 2007, p. 62. [50] Brian Boyd, On the Origin of Stories, Harvard University Press, 2010, p. 96. [51] Bruce Hood, The Self Illusion, Constable y Robinson, 2011, p. 29. [52] Kate Douglas, «Effortless Thinking», en New Scientist, 13 de diciembre de 2017. [53] «Nuestra especie ha conquistado la Tierra porque…»: Nicholas Epley Mindwise, Penguin, 2014, p. XVII. [54] Ibid., p. 65. [55] Ibid., p. 62. El hecho de que estos procesos parezcan activarse especialmente cuando las cosas van mal dice mucho de la capacidad narrativa natural del cerebro. Tanto si se trata de un coche como de un ordenador, cuanto más falla, más probable es que sus propietarios lo traten como si tuviera «mente propia». Epley realizó escáneres cerebrales a personas con esta tendencia. «Descubrimos que se activaban las mismas regiones neuronales cuando pensaban en otras personas que cuando pensaban en estos aparatos imprevisibles», escribe. Cuando nos enfrentamos a algún problema, cuando las predicciones del cerebro fallan, pasamos al modo narrativo. La estrecha franja de nuestra atención se conecta. Nos volvemos conscientes. Y ahí estamos, una mente preparada para la acción en el reino de las narraciones de otros. [56] Charles Fernyhough, «Introduction of Writer’s Inner Voices», 4 de junio de 2014, http://writersinnervoices.com. [57] Richard Lea, «Fictional characters make “experiential crossings” into real life, study finds», en Guardian, 14 de febrero de 2017. [58] Nicholas Epley, Mindwise, Penguin, 2014, p. 9. [59] On Film-Making, Faber & Faber, 2004, p. 168. [60] John M. Henderson y Taylor R. Hayes, «Meaning-based guidance of attention in scenes as revealed by meaning maps», en Nature, Human Behaviour,

2017, vol. 1, pp. 743-747. [61] Leonard Mlodinow, Subliminal, Penguin, 2012, p. 24. [62] Ibid., p. 21. [63] Daniel Nettle, Personality, Oxford University Press, 2009, p. 190. [64] James Geary, I Is an Other, Harper Perennial, 2012, p. 5. [65] Simon Lacey, Randall Stilla, K. Sathian, «Metaphorically feeling: Comprehending textural metaphors activates somatosensory cortex», en Brain and Language, vol. 120, tercera edición, marzo de 2012, pp. 416-421. [66] Simon Lacey, Randall Stilla, Gopikrishna Deshpande, Sinan Zhao, Careese Stephens, Kelly McCormick, David Kemmerer, K. Sathian, «Engagement of the left extrastriate body area during body-part metaphor comprehension», en Brain & Language, 2017, 166, 1-18. [67] George Orwell, Politics and the English Language, Penguin, 1946. [68] Benjamin K. Bergen, Louder than Words, Basic, 2012, pp. 196-206. [69] Leonard Mlodinow, Subliminal, Penguin, 2012, p. 68. [70] Timothy D. Wilson, Strangers to Ourselves, Belknap Harvard, 2002, p. 24. [71] David Brooks, The Social Animal, Short Books, 2011, p. 10. [72] Julien d’Huy, «La evolución de los mitos», en Scientific American, diciembre de 2016. [73] Daniel Kahneman, Thinking, Fast and Slow, Penguin, 2011, p. 50. [74] Vsevolod Pudovkin, Film Technique and Film Acting, Grove Press, 1954, p. 140. Según algunos relatos, la tercera toma era en realidad una atractiva mujer reclinada en una chaise longue, con el público proyectando la lujuria en el actor. En la traducción de 1954 de su libro Film Technique and Film Acting, Pudovkin describe el oso. [75] Mario Livio, Why?, Simon & Schuster, localización Kindle 1599.

[76] Ian Leslie, «Probe the how and why», Quercus, 2014, localización Kindle 626. [77] «Quieres que todas tus escenas tengan un “porqué”»: acceso en: https://johnaugust.com/2012/scriptnotes-ep-60-the-black-list-and-a-stack-ofscenes-transcript. Cita completa: «Una quiere que todas sus escenas estén conectadas entre sí por un “porqué” y no por un “y después”. Es algo que se aprende con el tiempo y que se puede ir mejorando, y es que todo es causa de todo, y todo se basa en todo. Pero me he dado cuenta, sobre todo en el género de acción, de que las narraciones se han vuelto muy episódicas».

2.0. El yo defectuoso y la teoría del control

Hay algo que deberíais saber acerca del señor B. Le está vigilando el FBI. Graban cada uno de sus actos en secreto, después editan las imágenes y las difunden en el programa La vida del señor B ante millones de espectadores. Al señor B se le ha complicado un poco la vida. Se tiene que duchar en bañador y se cambia de ropa bajo las sábanas. Detesta hablar con los demás, porque sabe que son actores contratados por el FBI para participar en el espectáculo. ¿Cómo va a fiarse de ellos? No puede confiar en nadie. Por mucho que le aseguren que está equivocado, no logran convencerlo. Siempre encuentra la manera de desechar los argumentos que le dan. Él sabe que está en lo cierto. Siente que está en lo cierto. Ve indicios de ello por todas partes. Hay otro detalle importante acerca del señor B que deberíamos conocer. Padece un trastorno psicótico. Según el neurocientífico Michael Gazzaniga, la parte sana de su cerebro «intenta dar sentido a las anomalías que se producen en la otra». Esta parte, la que funciona mal, esta generando «una experiencia consciente compuesta por elementos muy distintos a los que se producirían en circunstancias normales, pero esos elementos son los que componen la realidad del señor B, proporcionando una serie de experiencias a las que él tiene que dotar de sentido».[78] Como está siendo distorsionado por las señales defectuosas que recibe de su parte enferma, el señor B elabora una historia sobre el mundo y su lugar en él totalmente equivocada. Ya no es capaz de controlar adecuadamente su entorno, por lo que los médicos y demás personal sanitario tienen que hacerlo por él ingresándolo en una institución psiquiátrica. Todos somos un poco como el señor B. La alucinación controlada que tiene lugar en la bóveda silenciosa y oscura de nuestros cráneos, y que experimentamos como si fuera la realidad, se ve tergiversada por la información errónea que recibe.[79] Puesto que la única realidad que conocemos es esta versión distorsionada, somos incapaces de detectar dónde se encuentra el fallo. Cuando los demás defienden que estamos equivocados, que somos crueles o que estamos actuando irracionalmente, tendemos a buscar la manera de desmontar

cada uno de sus argumentos. Sabemos que estamos en lo cierto. Sentimos que estamos en lo cierto. Vemos pruebas de ello por todas partes. Estas distorsiones cognitivas nos hacen imperfectos. Todos lo somos a nuestra manera, y por ello somos interesantes y distintos a los demás. Nuestros defectos contribuyen a definir nuestro carácter. Somos quienes somos gracias a esos defectos. Sin embargo, también afectan a nuestra capacidad para controlar el mundo. Son nocivos para nosotros. A menudo, en el inicio de una narración, nos encontramos con personajes protagonistas que tienen algún tipo de defecto bien definido. Los errores que cometen contribuyen a que empaticemos con ellos. A medida que la historia nos va dando pistas y claves sobre las causas que provocaron esos fallos, empatizamos con su vulnerabilidad y nos involucramos emocionalmente en su situación. Cuando la trama les pone ante situaciones que les inducen a cambiar, cuentan con nuestra simpatía. El problema es que resulta muy difícil dejar de ser quienes somos. Los avances de la neurociencia y la psicología empiezan a mostrar precisamente dónde radica esa dificultad. Nuestros defectos —en particular, los errores que cometemos a la hora de interpretar el mundo de los seres humanos que nos rodea y de decidir cómo desenvolvernos en él— son algo más que simples ideas sobre esto y aquello fáciles de identificar y desechar. Están integrados en nuestras alucinaciones y modelos de la realidad. Nuestros defectos forman parte de nuestra percepción, de nuestra experiencia de la realidad. Esta es la razón por la que nos resultan en gran parte imperceptibles. Si queremos corregir nuestros defectos, tendremos que empezar por ser conscientes de ellos. Lo primero que hacemos cuando alguien nos cuestiona es rechazar que se trate de un defecto nuestro. Los demás, entonces, nos acusarán de «estar en estado de negación». Y sí, así es: literalmente, no somos capaces de ver nuestros defectos. Cuando por fin logramos percibirlos con claridad, la mayor parte de las veces ni siquiera nos parecen defectos, sino virtudes. El mitólogo Joseph Campbell ha identificado un momento común en distintas tramas que es la negación por parte de los protagonistas a aceptar «la llamada» de la narración. A veces es por esto.[80] Identificar y aceptar nuestros defectos y dejar de ser quienes somos supone demoler la estructura misma de nuestra realidad antes de poder reconstruirla para

que adopte una forma nueva y mejorada. No es tarea fácil. Es doloroso y perturbador. A menudo intentaremos esgrimir todas nuestras armas para evitar que se produzca un cambio de tanto calado. Por eso los que lo consiguen nos parecen «héroes». Los personajes, como nuestro yo, adquieren defectos únicos con sus propias particularidades por diversas vías; entenderlas puede ser extremadamente valioso para el narrador de historias. Una de las vías, fundamental en este sentido, es precisamente cuando se produce un cambio. El cerebro configura su alucinación y su modelo del mundo a partir de la observación de millones de instantes de causa-efecto, sacando sus propias conclusiones y elaborando sus propias teorías sobre cómo una cosa provocó la emergencia de otra. Estos microrrelatos de causa y efecto —más conocidos como «creencias»— son los pilares de nuestro reino neuronal. Pensamos que esas creencias son personales y propias porque nos ayudan a inventarnos el mundo que habitamos y a comprender quiénes somos. Nuestras creencias nos parecen personales porque ellas son nosotros. Muchas de estas creencias, no obstante, son erróneas. Obviamente, la alucinación controlada en la que vivimos no está tan distorsionada como la del señor B. Ahora bien, es preciso tener en cuenta que nadie tiene la razón en todo. El cerebro narrador de historias nos quiere vender la ilusión de que nosotros la tenemos. Pensemos en las personas más cercanas a nosotros. No habrá ni una con la que no hayamos discrepado alguna vez. Fulanita está algo equivocada con respecto a tal asunto, mengano ha sido incapaz de entender tal otro y con zutano mejor no sacar tal tema. Cuanto más te distancias de aquellos a quienes admiras, más equivocados te parecen, y no tardarás en llegar a la conclusión de que hay segmentos enteros de la población humana que son idiotas, malvados o están locos. Lo cual te convierte en el único ser humano viviente que tiene la razón en todo, el único con la lucidez suficiente, el único genio, la única llama que arde en el centro del universo con divina luminiscencia. A ver, un momento, eso no puede ser. Debes estar equivocado en algo. Así que te vas de caza. Sopesas tus creencias más preciadas —las que realmente te importan—una a una. Tienes razón en esto, y está claro que también tienes razón en esto otro, en aquello y en lo de más allá. Lo pernicioso de tus sesgos, errores y prejuicios es que te parecen tan reales como al señor B se lo parecían sus delirios. Es más, a tu juicio son los demás los que hacen valoraciones «sesgadas»: tú eres la única persona capaz de ver la realidad tal y como es. Los psicólogos denominan a este fenómeno «realismo ingenuo». Dado que la

realidad te parece nítida, obvia y evidente por sí misma, los que dicen verla de otra manera deben ser idiotas, mentirosos o moralmente negligentes. Los personajes que solemos conocer al principio de una narración, como la mayoría de nosotros, viven en un estado de ingenuidad con respecto a lo parcial y deformada que se ha vuelto su alucinación de la realidad. Están equivocados y no lo saben, pero están a punto de descubrirlo… Si todos nos parecemos un poco al señor B, entonces el señor B es a su vez como el protagonista de El show de Truman, con guion de Andrew Niccol. La película nos cuenta la historia de Truman Burbank, de treinta años, que ha llegado a la conclusión de que toda su vida es un montaje y está controlada. En este caso tiene razón, no como el señor B. El show de Truman no es solo real, sino que además se televisa las veinticuatro horas del día ante millones de espectadores. En un momento de la trama, le preguntan al productor ejecutivo del show por qué cree que Truman ha tardado tanto tiempo en sospechar que su mundo no era real. «Aceptamos la realidad del mundo tal y como se nos presenta —responde —. Así de sencillo». Y así es verdaderamente. Por muy equivocados que estemos, rara vez nos cuestionamos la realidad que nuestros cerebros conciben para nosotros. A fin de cuentas, se trata de nuestra «realidad». Además, la alucinación es funcional. Cada pequeña creencia que compone nuestro modelo neuronal es como una pequeña instrucción para nuestro cerebro sobre cómo funciona el mundo de ahí fuera: un tarro de mermelada que tiene la tapa atascada se abre así; así se engaña a un policía; si quieres que tu jefe piense que eres un empleado útil, sensato y honesto, te tienes que comportar así. Este tipo de instrucciones favorecen que nuestro entorno sea predecible. Que podamos controlarlo. Esta red intrincada de creencias puede considerarse, en su conjunto, como la «teoría del control» del cerebro. Y, a menudo, el inicio de una narración tenderá a poner en entredicho la serie de creencias en las que se basa la teoría del control de los personajes. En Los restos del día, Kazuo Ishiguro, galardonado con el premio Nobel, nos introduce en el reino neuronal distorsionado e imperfecto del mayordomo orgulloso de una gran casa señorial, al que conocemos simplemente por el nombre de Stevens. No tardamos en descubrir que sus creencias fundamentales provienen de su padre, Stevens senior, mayordomo de prodigioso talento. El joven mayordomo es un apasionado de su vocación y reflexiona sobre la «cualidad especial» que convirtió a su padre, y a otros como él, en tan fantásticos mayordomos. Stevens llega a la conclusión de que se trata de la

«dignidad», que se alcanza a través del «la contención emocional». Al igual que la belleza de la campiña inglesa, que reside en su «falta de espectacularidad y dramatismo», un gran mayordomo nunca perderá la dignidad, que consiste en «no tambalearse por acontecimientos externos, por sorprendentes, alarmantes o denigrantes que sean». La contención emocional es lo que convierte a los mayordomos ingleses en los mejores de su profesión. «En el continente no puede haber mayordomos, porque son una raza incapaz de reprimir sus emociones del modo que es propio del pueblo inglés». Los continentales, al igual que los celtas, «son como un hombre que ante la menor provocación reacciona rasgándose las vestiduras y emprendiendo una veloz huida a la vez que profiere estentóreos alaridos». La contención emocional es el eje central en torno al cual se estructura su modelo neuronal. Es su teoría del control. Si se adhiere a ella logrará manipular su entorno para obtener de él lo que quiera; en particular, la reputación de ser un magnífico mayordomo. Esta es la creencia errónea que lo define. Es él mismo. Son los personajes como Stevens, que habitan su defecto con tal pulcritud, los que a menudo resultan más memorables, cercanos y convincentes. La novela de Ishiguro expone con delicadeza y brutalidad hasta qué punto resultan nocivas para Stevens sus percepciones erróneas de la realidad. Las escenas más demoledoras tienen lugar una tarde en la que Stevens comanda una reunión importante en la casa. Su anciano padre, roto tras años de servicio, ha sufrido un síncope y recupera poco a poco la conciencia en una de las habitaciones de arriba. Un preocupado Stevens es persuadido para ir a verlo. Stevens senior, consciente quizá de la gravedad de su situación, rompe su propia coraza de contención emocional y expresa su esperanza de haber sido un buen padre. Su hijo solo puede responder con una risa incómoda. «Me alegro mucho de que se sienta mejor», dice. El padre le dice que está orgulloso de él. E insiste: —Hubiera deseado ser un buen padre, aunque me temo que no lo he sido. —Ahora tengo mucho trabajo —responde el hijo—, pero mañana por la mañana hablaremos de nuevo. Stevens senior sufre un ataque más tarde, esa misma noche. Está al borde de la muerte. Vuelven a persuadir al hijo para que suba a verlo de nuevo y este insiste en que no debe abandonar sus obligaciones. Lord Darlington presiente que algo no va bien. «Parece que esté llorando», dice. Stevens se apresura a secarse los

ojos y se ríe. «Lo lamento, señor. Ha sido un día muy duro». El padre muere poco después y él sigue demasiado ocupado como para acudir a su lecho de muerte. «Estoy seguro de que a él le gustaría que siguiera con mi trabajo», le comenta a otra sirvienta. Y es más que probable que estuviera en lo cierto. La genialidad de la secuencia —su verdad psicológica— reside en que para Stevens aquello no permanecerá como un recuerdo de vergüenza o arrepentimiento, sino de victoria. De hecho, es lo que le sitúa en el panteón de los mejores y más dignos mayordomos de Gran Bretaña. «Por muchas implicaciones tristes que tuviera aquella noche —dice— cada vez que la recuerdo no puedo evitar tener una enorme sensación de victoria». El modelo alucinatorio de la realidad que tenía Stevens giraba en torno al valor de la contención emocional. Esa era la idea central de la teoría que su cerebro había elaborado con el fin de que él pudiera controlar su entorno. Y, según Stevens, lo había logrado con creces. Por muy distorsionado y retorcido que fuera su modelo neuronal, Stevens, al igual que le ocurría al señor B, veía pruebas de su absoluta veracidad por todas partes. ¿Acaso no había funcionado su modelo de la realidad y su teoría del control? ¿Acaso no había logrado labrarse una carrera, obtener un estatus y protegerse del dolor de la pérdida de su padre gracias a su creencia en el valor sagrado de la contención emocional? La novela de Ishiguro explora la veracidad de ese defecto y todas las ramificaciones que conlleva: cómo —en palabras de Salman Rushdie— «las ideas sobre las que había edificado toda su vida» destruyeron a Stevens. El mitólogo Joseph Campbell afirmó que «solo se puede describir verdaderamente a un ser humano a través de sus imperfecciones». Tanto en la vida como en las narraciones nos topamos con personas imperfectas. Sin embargo, la narrativa nos permite serpentear hasta el interior de sus mentes y comprenderlas. Siendo como somos criaturas hipersociales y domesticadas, hay pocas cosas tan fascinantes como las causas y efectos que tienen lugar en la vida de otras personas; los «porqués» de las acciones de los demás. La narración nos ofrece, sin embargo, algo más. Encerrados como estamos en la oscura bóveda de nuestros cráneos, solos y atrapados para siempre en nuestro particular universo creado por una alucinación, la narrativa es un canal, una alucinación dentro de otra alucinación, y, en realidad, lo más cerca que vamos a estar de tener una escapatoria.

2.1. Personalidad y trama

A la hora de construir un personaje suele resultar útil pensar en él en términos de su teoría del control. ¿Cómo ha aprendido a controlar el mundo? Cuando se produce un cambio inesperado, ¿cuál es su táctica automática para lidiar con el caos? ¿Y cuál es su reacción predeterminada y defectuosa? La respuesta, tal y como acabamos de ver, proviene precisamente de las principales creencias sobre la realidad que tiene el personaje; sus ideas más preciadas, las que es capaz de defender a toda costa y en torno a las cuales ha construido su concepto de sí mismo. No obstante, nuestras características personales, con todos nuestros sesgos y nuestras peculiaridades, tienen también un origen genético. Nuestros genes empiezan a guiar las conexiones de nuestros sistemas cerebrales y hormonales desde que estamos en el útero materno. Cuando salimos al mundo estamos en un estado semiacabado. A partir de ahí, los acontecimientos e influencias que se producen en la primera etapa de nuestra vida configuran, junto con nuestros genes, los rasgos centrales de nuestra personalidad. A no ser que suceda algo horrible que nos desbarate psicológicamente, esta personalidad se mantendrá relativamente estable a lo largo de nuestra vida, salvo algún cambio modesto y predecible que se producirá con la edad.[81] Los psicólogos miden los rasgos de nuestra personalidad según cinco categorías que pueden resultar útiles para los escritores que trabajan en la construcción de un personaje. Los muy extrovertidos son gregarios y asertivos, les gustan las emociones y acaparar la atención. Las personas más neuróticas son ansiosas, inseguras y proclives a la depresión, la ira y la baja autoestima. Quienes gozan de un espíritu curioso y un carácter muy franco tendrán inclinaciones artísticas y serán más emotivos, y se sentirán cómodos ante las novedades que puedan surgirles en la vida. Las personas muy agradables son modestas, comprensibles y confiadas, mientras que sus opuestos, los desagradables, son propensos a la competitividad y a la agresividad. Las personas muy meticulosas se decantan por el orden y la disciplina, y valoran el trabajo duro, el deber y la jerarquía. Los psicólogos han aplicado estas categorías a los personajes de ficción.[82] En un artículo académico se incluían los siguientes ejemplos:

Neurosis (alta): Miss Havisham (Grandes esperanzas, Charles Dickens). Neurosis (baja): James Bond (Casino Royale, Ian Fleming). Extroversión (alta): la comadre de Bath (Cuentos de Canterbury, Geoffrey Chaucer). Extroversión (baja): Boo Radley (Matar a un ruiseñor, Harper Lee). Franqueza (alta): Lisa Simpson (Los Simpson, Matt Groening). Franqueza (baja): Tom Buchanan (El gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald). Amabilidad (alta): Alexei Karamazov (Los hermanos Karamazov, Fiodor Dostoievski). Amabilidad (baja): Heathcliff (Cumbres borrascosas, Emily Brontë). Meticulosidad (alta): Antígona (Antígona, Sófocles). Meticulosidad (baja): Ignatius J. Reilly (La conjura de los necios, John Kennedy Toole).

Estos «cinco grandes rasgos de carácter» no son estancos, no entramos en una única categoría, sino que más bien tenemos una dosis mayor de una o de otra, lo que, junto a nuestros altibajos particulares, acaba configurando nuestro propio yo. La personalidad tiene una influencia poderosa sobre nuestra teoría del control. Las diferentes personalidades disponen de diferentes tácticas para controlar el entorno de las personas.[83] Cuando un cambio inesperado supone una amenaza, determinadas personalidades tienden más a la agresividad o a la violencia, otras a ser más encantadoras o al coqueteo, y otras discutirán, o se retirarán, o se tornarán infantiles, o intentarán negociar para alcanzar algún tipo de acuerdo, o se volverán maquiavélicas o deshonestas y recurrirán a las amenazas, el soborno o el engaño. Así es como los personajes de ficción únicos e interesantes son capaces de

generar tramas únicas e interesantes. Para el psicólogo Keith Oatley, «las metas, los planes y las acciones emanan de los personajes».[84] Como nosotros interactuamos con el mundo a nuestra manera, el mundo nos responde en consonancia y nos lanza a nuestro propio viaje de causa y efecto, a una trama específica para nosotros. Un personaje neurótico y desagradable que proyecte al mundo exterior causas malhumoradas y crispadas se tendrá que enfrentar a los efectos negativos que le devuelvan. Surge entonces un bucle de malhumor que se retroalimenta, en el que el neurótico estará convencido de que su comportamiento es perfectamente razonable y racional, lo que le llevará, una vez más, a una encerrona desagradable y cargada de hostilidad. Un episodio extra de paranoia o irritación a la semana desencadenará la suficiente negatividad en los demás como para que acaben encontrándose ellos mismos encerrados en un mundo neuronal completamente distinto al de un personaje sonriente y amable. Es así como las pequeñas diferencias en la estructura cerebral acaban dando lugar a vidas y tramas abismalmente distintas. Los rasgos de personalidad nos permiten también predecir qué futuro nos aguarda. Las personas meticulosas tienden a gozar de trabajos más estables y de vidas más satisfactorias;[85] los extrovertidos tienden a tener más aventuras amorosas[86] y accidentes de tráfico;[87] a los desagradables se les da mejor ascender de escalafón en las corporaciones hasta los puestos más altos;[88] los de carácter más franco suelen tatuarse,[89] tener peor salud[90] y ser votantes de partidos de izquierda,[91] mientras que los que son menos meticulosos son más propensos a acabar en la cárcel[92] y tienen un 30 por ciento más riesgo de morir en un año determinado.[93] Aunque las mujeres y los hombres se parecen mucho más de lo que se diferencian, existen diferencias de género. Uno de los hallazgos más contrastados es que los hombres tienden a ser más desagradables que las mujeres:[94] un hombre medio obtiene una puntuación de amabilidad más baja que aproximadamente el 60 por ciento —según algunos estudios, el 70 por ciento— de las mujeres. También se observan diferencias similares en lo relativo a la neurosis, puesto que un hombre medio obtiene una puntuación más baja que la del 65 por ciento de mujeres.[95] Como persona poco extrovertida y muy neurótica, que escribe desde la oscuridad de una habitación en un refugio de campo situado al final de un decrépito camino destartalado en el corazón de la campiña de Kent, doy fe de hasta qué punto los rasgos de carácter pueden influir en el destino. Esta vida dedicada al trabajo le habría resultado atractiva al mayordomo Stevens, en parte debido a su personalidad, inusitadamente meticulosa y poco abierta y extrovertida. Heredó

estos rasgos de carácter de su muy admirado padre, porque la personalidad, por supuesto, se hereda en gran medida. En cambio, Charles Foster, «el ciudadano Kane», era poco amable, poco neurótico y muy extrovertido: terriblemente ambicioso, jamás dudaba de sí mismo y deseaba por encima de todo la aprobación de los demás. Estas eran las cualidades que definían principalmente su personalidad y las que regían las decisiones que estructuraron la trama de su vida.

2.2. Personalidad y contexto

Los narradores de historias son capaces de hacer que la personalidad del personaje se manifieste en prácticamente cada uno de sus actos: en sus pensamientos, diálogos, conductas sociales, recuerdos, deseos y tristezas. Se manifiesta en sus reacciones ante un atasco de tráfico, en lo que opinan de la Navidad y en cómo reaccionan ante la presencia de una abeja. «Las personalidades del ser humano son como fractales», afirma el psicólogo Daniel Nettle.[96] Y continúa: «No se trata únicamente de que lo que tiene que ver con nuestras narrativas a gran escala —el amor, nuestra carrera, nuestros amigos— tienda a tener cierta coherencia a lo largo de nuestras vidas, y que tendamos a triunfar o fracasar por las mismas cosas. Más bien ocurre que las interacciones nimias que realizamos a lo largo del día —cuando compramos algo, nos vestimos, conversamos con un extraño en el tren o decoramos nuestra casa— muestran los mismos tipos de patrones que se pueden observar al analizar toda una vida». El entorno de una persona nos da muchas claves sobre el sujeto que lo habita. Las «afirmaciones de la identidad» que realizan las personas sirven para difundir quiénes son, ya sea mostrando sus certificados, los libros que leen, sus tatuajes o sus objetos más preciados.[97] Las afirmaciones de la identidad reflejan la imagen que estas personas quieren dar a los demás. La gente recurre a «reguladores de sensaciones», tales como pósteres, velas de olor u otros objetos que motiven sus sensaciones de nostalgia, excitación o amor. A los extrovertidos les estimulan los colores brillantes y suelen decorar sus casas y vestirse con ellos, mientras que los introvertidos prefieren la quietud de los tonos tenues. Los psicólogos llaman a las cosas que nos dejamos sin querer «residuos de

comportamiento»: una botella de vino almacenada demasiado tiempo, un manuscrito hecho pedazos, la huella de un puñetazo en la pared. El psicólogo Sam Gosling aconseja a los curiosos que «busquen las discrepancias entre las señales que una persona se lanza a sí misma y a los demás».[98] Quien proyecta una versión de sí mismo en su espacio más privado y otra distinta en el vestíbulo, la cocina y el despacho denota un tortuoso «fraccionamiento del yo». En su novela Diario de un escándalo, Zoë Heller recurre brillantemente a los entornos domésticos para alimentar nuestros modelos neuronales de los dos personajes centrales. Cuando la narradora Bárbara Covett (con una personalidad poco abierta y poco amable, pero muy meticulosa) visita la casa de Sheba Hart (con una personalidad opuesta a la de ella) nos regala un análisis muy rico de sus distintas personalidades. Covett dice que limpia «escrupulosamente» su piso en las contadas ocasiones en las que recibe alguna visita y que incluso cepilla a su gato. Aun así, experimenta «una terrible sensación de estar expuesta […], como si lo que quedara a la vista fueran mis sábanas sucias, en lugar de mi anodino salón». Con Sheba ocurre lo contrario. Cuando Bárbara visita su salón percibe una suerte de «confianza burguesa» y un «nivel de desorden […] que yo no soportaría jamás». Tiene «un mueble enorme y cutre», «la ropa interior de los niños desperdigada», «un instrumento primitivo de madera, quizá africano, con pinta de oler bastante mal». En la repisa de la chimenea «se acumulan todo tipo de bártulos y objetos de la casa. Un dibujo infantil. Un trozo de Play Doh. Un pasaporte. Un plátano que parece pocho». El entorno doméstico de Sheba provoca en Bárbara una reacción inesperada para ella: le da envidia el desorden. A su vez, esta sensación prende en ella un sentimiento de melancolía que nos da más detalles aún de las peculiaridades de su carácter y que confirma hasta qué punto la personalidad se cuela irremediablemente en los espacios que ocupamos.

Cuando vives sola, tus muebles, tus pertenencias ponen en evidencia constantemente las carencias de tu existencia. Sabes con dolorosa exactitud cuál es la procedencia de todo lo que tocas y cuál fue la última vez que lo tocaste. Los cinco pequeños cojines de tu sofá se pasan meses ahuecados y cuidadosamente colocados en el mismo ángulo a no ser que los descoloques aposta. La cantidad de sal en el salero disminuye en la misma insoportable proporción, día tras día. Sentada en la casa de Sheba, contemplando los deshechos entremezclados de sus

diversos habitantes, entendí que puede haber consuelo en dejar que tus escasas pertenencias se unan a las de otros.

Este fragmento tan vívido y conmovedor nos permite escuchar el aullido de soledad de esos cinco cojines ahuecados y de la sal en el salero. Los periodistas prefieren hacer sus entrevistas en las casas de los entrevistados precisamente por esa tendencia que tenemos a dejar a la vista indicios reveladores de nuestra personalidad en nuestros entornos domésticos. Cuando Lynn Barber se citó con la magnífica arquitecta Zaha Hadid, un publicista la dejó entrar en su «ático blanco y desnudo» antes de que ella llegara. El piso, en el que Hadid había vivido dos años y medio, «era tan íntimo como un concesionario de coches», escribió Barber.[99]

Es extremadamente, abrumadoramente, duro. Carece de cualquier cortina, alfombra, cojín y tapizado. Los muebles, por llamarlos de alguna forma, consisten en resbaladizas estructuras amorfas hechas de fibra de vidrio reforzada y están pintados con esmalte de carrocería… Su habitación es un poco más acogedora, porque por lo menos se reconoce en ella una cama, una pequeña alfombra oriental y una mesa donde se despliegan sus joyas y botes de perfume, y poco más.

Barber continuaba: «Se supone que las habitaciones deberían darnos pistas sobre la personalidad de los demás, pero en este caso parece más bien una declaración de impersonalidad». Por supuesto, las descripciones vívidas y reveladoras de Barber alimentan nuestros modelos de la mente de Hadid. Sabemos cosas acerca de ella incluso antes de que entre en la habitación.

2.3. Personalidad y punto de vista

Por muy poderosa que sea la personalidad, somos algo más que introvertidos, extrovertidos, etcétera. Nuestros rasgos de carácter interactúan con nuestro entorno cultural, social y económico, así como con las experiencias por las que pasamos hasta que se construye el mundo neuronal único en el que cada uno habitamos. Hay pocas cosas más emocionantes, en una narración, que encontrarse de repente con una mente totalmente diferente a la nuestra y que, al mismo tiempo, sea reveladora del personaje y de la historia que se avecina. El punto de vista del protagonista nos orienta en la historia. Es como un mapa plagado de pistas, lleno de indicios sobre sus defectos y sobre la trama que está a punto de construirse. Para mí, esta es la cualidad más infravalorada de la escritura de ficción. Hay demasiados libros y películas que arrancan con un mero esbozo de las características de unos personajes perfectos, unos seres vacuos e inocentes con forma humana, quizá con una o dos particularidades añadidas, esperando a que los acontecimientos de la trama les vayan dando algo de color. Desde luego, es mucho más estimulante sorprendernos y entusiasmarnos desde la primera página ante la perspectiva de adentrarnos en una mente y en una vida con sus defectos, fascinante, concreta y real. Charles Bukowski lo consigue de manera brillante en el párrafo inicial de su novela Cartero:

Empezó por una equivocación. Estábamos en navidades y me enteré por el borracho que vivía calle arriba, y que lo hacía todos los años, que contrataban a cualquiera que se presentase, así que fui y lo siguiente que supe fue que tenía una saca de cuero a mis espaldas y que me dedicaba a pasear a mis anchas. Vaya un trabajo, pensé. ¡Tirado! Solo te daban una manzana o dos, y si te las arreglabas para terminar, el cartero regular te asignaba otra manzana para repartir el correo, o también podías volver y el jefe te mandaba a otra parte, pero lo mejor que podías hacer era tomarte tu tiempo y meter relajadamente las tarjetas de Navidad en los buzones.

La novela Dientes blancos de Zadie Smith arranca en la avenida Cricklewood, en la otra punta de los barrios de Los Ángeles de clase trabajadora, con la escena

del intento de suicidio de Archie Jones, de cuarenta y siete años:

Alfred Archibald Jones se encontraba de bruces sobre el volante de un familiar Cavalier Musketeer inundado de dióxido de carbono, vestido de pana y confiando en que no fuera muy severo el juicio que le aguardaba. Tenía la mandíbula laxa y los brazos en cruz como un ángel caído; en un puño (el izquierdo) apretaba sus medallas al mérito militar, y en el otro (el derecho), su certificado de matrimonio, ya que había decidido llevar consigo sus errores […]. No era hombre que hiciera planes minuciosos, como dejar una nota aclaratoria o instrucciones para el entierro; Archie no era un tipo pretencioso. Solo necesitaba un poco de silencio, un poco de tranquilidad, para poder concentrarse […]. Y quería suicidarse antes de que abrieran las tiendas.

La mayor parte de las mejores novelas contemporáneas incluyen descripciones de objetos y de acontecimientos desde la perspectiva singular del personaje, y no desde una perspectiva divina. Como en la vida, lo que nos encontramos en ellas es un componente no de la realidad exterior objetiva, sino del ámbito interno neuronal del personaje: la alucinación controlada que, por muy real que parezca, existe únicamente en el interior de su cabeza y es, a su manera, errónea. En la ficción podríamos decir sin exagerar que toda descripción funciona como la descripción del personaje. En un fragmento impresionante de Otro país, la novela de James Baldwin, vemos a Rufus Scott —un personaje perdido de origen afroamericano que intenta sobrevivir en la América de los años cincuenta— entrar en un jazz club de Harlem. La descripción que Baldwin hace del saxofonista tocando en el escenario nos proporciona tanta información sobre Scott, su mundo y sus intentos frustrados por controlarlo como sobre el músico, al que describe así:

Estaba allí, con las piernas abiertas, soplando, llenando de aire el barril del pecho, temblando en los harapos de sus veintitantos años y gritando con su instrumento: «¿Me amas? ¿Me amas? ¿Me amas?»; y otra vez: «¿Me amas? ¿Me amas? ¿Me amas?». De todos modos, esta era la pregunta que oía Rufo, la misma frase repetida insoportable e interminablemente, con toda la fuerza que

tenía el muchacho. […] la pregunta era terrible y real; el muchacho expelía soplando con sus pulmones y entrañas su propio breve pasado; en alguna parte de ese pasado, en las peleas callejeras entre pandillas, en la habitación de olor acre, en la sábana endurecida por el esperma, después de la marihuana o de la jeringa, bajo el olor de orines en el sótano del barrio, había recibido el golpe del que nunca se había repuesto, y eso nadie quería creerlo. «¿Me amas? ¿Me amas? ¿Me amas?».

2.4. Cultura y carácter. Narrativa occidental frente a narrativa oriental

La cultura es otra vía por medio de la cual los personajes de la vida y de la ficción se acaban convirtiendo en las personas con defectos y peculiaridades que son. A menudo relacionamos el término «cultura» con fenómenos visibles como la ópera, la literatura y distintas formas de vestir, pero en realidad la cultura está profunda y directamente arraigada en nuestro modelo del mundo. Forma parte de la maquinaria neuronal que construye nuestra alucinación de la realidad. La cultura distorsiona y estrecha la lente desde la que experimentamos la vida e influye poderosamente en nosotros, ya sea dictando las normas morales que defenderemos y por las que moriríamos o definiendo los alimentos que percibimos como manjares. Los japoneses comen hachinoko, una exquisitez compuesta de larvas de abeja. Los korowai de Papúa Nueva Guinea se comen a las personas. Los norteamericanos consumen diez mil millones de kilos de carne de vacuno al año, mientras que en la India, donde las vacas son sagradas, un vigilante puede llegar a matarte si te ve comiéndote un bocadillo de carne. Las mujeres judías ortodoxas se afeitan la cabeza y llevan peluca, no sea que quede un rastro de pelo capaz de seducir a algún sucio mortal que lo atisbe. Los huaoranis de Ecuador apenas llevan nada encima. Estas normas culturales se incorporan a nuestros modelos en la infancia, una etapa durante la cual el cerebro calibra sus opciones para poder controlar mejor el entorno en el que va a tener que desenvolverse. Entre los cero y los dos años es capaz de establecer cerca de 1, 8 millones de conexiones neuronales al segundo, y mantiene hasta el final de la adolescencia o la juventud temprana esta

maleabilidad o «plasticidad».[100] En parte, realiza este aprendizaje a través del juego. Hay un buen número de animales, como los delfines, los canguros y las ratas, que disfrutan también de estas interacciones placenteras, que están basadas en determinadas normas y tienen carácter exploratorio. No obstante, en el caso de los humanos, el juego tiene una mayor importancia dado nuestro grado de domesticación y la complejidad del ámbito social en el que tenemos que aprender a manejarnos. Esta es la principal razón por la que en nuestro caso la etapa infantil es tan prolongada.[101] Hemos desarrollado diferentes formas de juego, desde los deportes hasta la educación y la narración. El juego suele estar supervisado por los adultos, que dicen a los niños lo que está bien y lo que está mal, las cosas que tienen valor y las que no lo tienen, y cómo hay que comportarse, castigando y recompensando las conductas dependiendo de si estas se adaptan o no a nuestros modelos culturales.[102] Los cuidadores no se limitan a leer historias cargadas de moralidad a sus niños, sino que con frecuencia añaden elementos a sus narraciones para reforzar el mensaje. El juego es un elemento fundamental para la construcción de nuestro ser social. En un estudio enfocado a analizar los entornos de los que provienen los asesinos sociópatas se puso de manifiesto que no existía conexión entre ellos, salvo que en un 90 por ciento de los casos sus infancias habían estado marcadas por una total ausencia de juegos, o por variantes fuera de la norma como el sadismo o el bullying.[103] La cultura se incorpora a nuestros modelos durante nuestros primeros siete años de vida, perfeccionando y particularizando nuestro ámbito neuronal.[104] En Occidente, los niños aprenden la cultura del individualismo, que data de unos 2.500 años, desde la antigua Grecia.[105] El fetichismo de la libertad personal es una de las características del individualismo, que además tiene una concepción del mundo fragmentada y parcializada. Ambas características sustentan una serie de valores muy concretos que influyen en nuestras narraciones. Según algunos psicólogos, esta forma de pensar tiene su origen en el paisaje físico de la antigua Grecia. Un entorno rocoso, montañoso, costero y, por lo tanto, poco adecuado para que surgieran grandes iniciativas colectivas como la agricultura. Es decir, que para salir adelante había que ser una especie de buscavidas: un pequeño empresario que curtiera pieles o que recolectara o produjera aceite o pescara. La mejor manera para manejarse en el mundo de la antigua Grecia era ser autosuficiente. Dado que la autosuficiencia individual era la clave del éxito, el individuo

todopoderoso se convirtió en un ideal cultural. Los griegos deseaban obtener prestigio y alcanzar la fama y la perfección. Fueron los creadores de las Olimpiadas, la legendaria competición de unos contra otros; practicaron la democracia durante cincuenta años, y tenían tal conciencia de sí mismos que no les quedo más remedio que advertir de los peligros del amor desenfrenado hacia uno mismo, de ahí la historia de Narciso. Esta concepción del individuo como centro de su propio poder, que goza de libertad para elegir la vida que desee llevar y que no se somete a los delirios de los tiranos, el destino o los dioses fue revolucionaria. «Supuso un cambio en la percepción que las personas tenían de la relación causa y efecto —escribe el psicólogo Victor Stretcher—, y fue la antesala de la civilización occidental».[106] Comparemos este yo avasallador y amante de la libertad con el que emergió en oriente. El paisaje ondulante y fértil de la antigua China era el escenario perfecto para que se pusieran en marcha grandes esfuerzos colectivos. Probablemente, la supervivencia dependía de formar parte de una gran comunidad dedicada al cultivo del trigo o del arroz o a trabajar en un gran proyecto de regadío. En aquel lugar, para poder controlar el mundo circundante era preciso garantizar la supervivencia del grupo, más que del individuo, y para ello necesitaban mantener la cabeza gacha y saber jugar en equipo. Esta teoría colectiva del control condujo a la creación de un ideal del yo colectivo. En las Analectas de Confucio, este describe «al hombre superior» como aquel «que no se vanagloria de sí mismo» y que prefiere «la ocultación de su virtud». Es capaz de «cultivar la armonía amable» y «permite que exista un estado perfecto de equilibrio y armonía». No podía ser más distinto del avasallador individuo occidental que se estaba configurando a siete mil kilómetros de distancia.[107] Para los griegos, el individuo era el principal agente de control. Para los chinos, era el grupo. Para los griegos, la realidad se componía de piezas y fragmentos. Para los chinos, era un campo de fuerzas interconectadas. Estas diferencias en la forma de experimentar la realidad producen narrativas distintas. Los mitos griegos suelen desarrollarse en tres actos: «el principio, el medio y el fin» de Aristóteles. O quizá mejor dicho: planteamiento, nudo y desenlace. Los protagonistas solían ser héroes particulares que luchaban contra monstruos terribles y volvían a su hogar cargados de tesoros. En el fondo, constituía una forma de propaganda individualista para divulgar la idea de que el coraje de una persona podía con todo. Estos esquemas narrativos comienzan a influir en el yo emergente del niño occidental sorprendentemente

pronto. En una investigación se le pidió a una niña norteamericana de tres años que contara un cuento espontáneamente, y esta reprodujo a la perfección la secuencia planteamiento-nudo-desenlace: «Batman se marchó del lado de su mamá. Su mamá le dijo: “Vuelve, vuelve”. Él se perdió y su madre no lo encontraba. Él corrió para volver a casa. Comió magdalenas y se sentó en las rodillas de su madre. Y luego descansó».[108] En la antigua China, las narraciones tenían una estructura diferente. Allí el acento se ponía tanto en los demás que hasta al cabo de dos mil años prácticamente no aparecieron verdaderas autobiografías.[109] Y cuando surgieron, las historias de vida se narraban despojadas de la voz y de las opiniones del sujeto, que no ocupaba un lugar central en su propia vida, sino que era como un espectador que mira hacia dentro. La literatura de ficción oriental no solía seguir un patrón claro de causa y efecto, sino más bien una estructura parecida al relato «En el bosque», de Ryunosuke Akutagawa, en el cual se narran los acontecimientos que rodean a un crimen desde la perspectiva de diversos testigos: un leñador, un cura, un policía, una anciana, el acusado del crimen, la mujer de la víctima y, por último, la propia víctima a través de una médium espiritista. Las distintas versiones se contradicen entre sí, dejando al lector la tarea de discernir por sí mismo el sentido de cada una de ellas. Según el psicólogo Uichol Kim, este tipo de historias «nunca te dan la respuesta. Tienen un final abierto. Nada de “y vivieron felices y comieron perdices”. Eres tú quien tiene que buscar la respuesta. He ahí el placer de una historia». En la literatura oriental, en los casos en los que el cuento se centraba en un individuo, este alcanzaba su estatus de héroe al anteponer convenientemente las prioridades del grupo. «En Occidente se lucha contra el mal, prevalece la verdad y el amor todo lo puede —afirmaba—. En Asia, un héroe es aquel que es capaz de sacrificarse y asumir el cuidado de la familia, de la comunidad y del país». La estructura narrativa japonesa, conocida como Kishõtenketsu, se organiza en cuatro actos: en el primer acto (ki) se nos presenta a los personajes; en el segundo (sho) se desarrolla la acción; en el tercer acto (ten) se produce un giro sorprendente incluso sin relación aparente con el resto, y en el cuarto acto (ketsu), en un final de alguna manera abierto, se nos invita a buscar la armonía y el equilibrio entre todo lo narrado anteriormente. «Uno de los aspectos más desconcertantes de las narraciones orientales es que no tienen un final —afirma el profesor Kim—. En la vida real no existen respuestas sencillas y claras a los acontecimientos. Cada uno tiene que encontrar dichas respuestas».[110]

Mientras que los occidentales disfrutan con los relatos de luchas y victorias individuales transmitidos a sus reinos neuronales, los orientales disfrutan con la búsqueda narrativa de la armonía. Las distintas formas que adoptan las estructuras narrativas son un reflejo de cómo nuestras culturas entienden el cambio. Para los occidentales, la realidad se compone de distintas piezas y fragmentos. Cuando nos encontramos ante la posibilidad de un cambio inminente e imprevisto, tendemos a intentar volver a imponer nuestro control emprendiendo una guerra contra cada pieza y fragmento para intentar dominarlas. Los orientales, por el contrario, consideran la realidad como un espacio de fuerzas interconectadas. Cuando se encuentran ante la posibilidad de un cambio inminente e imprevisto tienden más bien a recuperar el control de la situación intentando discernir cómo lograr de nuevo que reine la armonía entre las aguas turbulentas para que las distintas fuerzas vuelvan a coexistir. Lo que tienen en común ambos enfoques es precisamente el propósito que se esconde detrás de la narración. Son distintas lecciones sobre cómo controlar el mundo.

2.5. Anatomía de un yo defectuoso; el detonante dramático

El yo, con todos sus defectos y peculiaridades, necesita tiempo para lograr desviarse de su universo. Todo empieza cuando reconocemos nuestra imagen en el espejo. Nuestros cuidadores nos cuentan historias sobre el pasado y el presente, sobre lo que acontece a nuestro alrededor y sobre cómo tenemos que enfrentarnos a ello. Pronto empezaremos a hacer aportaciones a estas pequeñas historias sobre nosotros mismos. Advertimos que nos dejamos guiar por objetivos: queremos algo e intentaremos conseguirlo. Pronto comprendemos que estamos rodeados por otras mentes que también pretenden alcanzar sus objetivos. Tomamos conciencia de nosotros mismos ubicándonos dentro de alguna categoría —niña, niño, clase trabajadora—, y nos damos cuenta de que dichas categorías implican determinadas expectativas por parte de los demás. Gozamos de poder y logramos hacer cosas. Poco a poco, los fragmentos de memoria narrativa empiezan a conectarse y se vuelven coherentes entre sí.

Acaban formando tramas que se impregnan de personajes y temas. Llegada la adolescencia, escribe el psicólogo Dan McAdams, nos esforzamos por entender nuestras vidas «como una gran narrativa capaz de reconstruir el pasado e imaginar el futuro, dotándolo de una suerte de propósito, unidad y sentido».[111] Una vez superado el proceso de construir la narrativa adolescente, el cerebro resuelve básicamente quiénes somos, lo que tiene importancia y cómo debemos comportarnos para alcanzar aquello que queremos. Desde el nacimiento hasta la adolescencia, el cerebro tiene una enorme plasticidad que le permite construir sus modelos. A partir de entonces, sin embargo, es menos maleable y más difícil de cambiar. La mayor parte de las peculiaridades y defectos de carácter que nos convierten en quienes somos se han incorporado ya a sus modelos. Nos hemos convertido en nuestras propias peculiaridades y defectos. El cerebro entra en un estado cuyas características son de sumo valor para quien se interese por las dinámicas del conflicto y el drama humanos. Pasamos de ser constructores de modelos a defensores de modelos. El cerebro pasa a proteger al yo defectuoso con su modelo defectuoso del mundo. Nos resultará sumamente perturbador toparnos con algún indicio que denote que nuestro modelo puede ser defectuoso, por ejemplo cuando los otros no perciban el mundo como nosotros. Lejos de aceptar las perspectivas de los demás y cambiar los modelos propios, nuestros cerebros se esforzarán por negarles toda razón. El neurobiólogo Bruce Wexler lo describe de la siguiente manera: «Una vez que se establecen las estructuras internas [del cerebro], se invierte la relación entre el interior y el exterior. Las estructuras internas dejan de estar configuradas por el entorno, y el individuo pasa a defender las estructuras ya establecidas frente a los cambios medioambientales; los cambios estructurales le resultan difíciles y dolorosos». Reaccionamos a este tipo de desafíos con un pensamiento y unos argumentos distorsionados y con agresividad. Como dice Wexler, «ignoramos, olvidamos o intentamos desacreditar activamente la información que nos resulta incongruente con estas estructuras».[112] El cerebro defiende nuestro modelo defectuoso del mundo con un arsenal de sesgos ingeniosos. Tendemos a juzgar de inmediato cualquier hecho u opinión que se nos presente y, si son coherentes con nuestro modelo de la realidad, nuestro cerebro nos provoca una sensación inconsciente afirmativa. En el caso contrario, nos provocará una sensación negativa. Estas reacciones emocionales tienen lugar antes incluso de que se inicie un razonamiento consciente. Ejercen

una poderosa influencia sobre nosotros. No solemos emprender una búsqueda imparcial de indicios antes de decidir si nos creemos algo o no. Más bien tendemos a rastrear cualquier suerte de razón que confirme lo que nuestros modelos han decidido instantáneamente por nosotros. Tan pronto como somos capaces de encontrar indicios que respalden un ápice nuestras intuiciones, pensamos: «perfecto, esto tiene sentido». Con eso basta para que dejemos de pensar. A esta reacción se la ha llamado a veces «regla de la detención del pensamiento».[113] Nuestros sistemas neuronales de recompensa no solo se disparan de forma placentera cada vez que nos engañamos a nosotros mismos de esta manera, sino que además nos engañamos a nosotros mismos pensando que esta búsqueda unilateral de información destinada a confirmar nuestras impresiones ha sido noble y rigurosa.[114] Se trata de un proceso extremadamente astuto. No es solo que seamos capaces de ignorar o de olvidar indicios que cuestionan lo que nos dicen nuestros modelos (cosa que hacemos).[115] El caso es que damos con mecanismos poco fiables que nos permiten cuestionar incluso la autoridad de expertos que nos contradigan; damos más peso a determinados argumentos en detrimento de otros arbitrariamente; nos aferramos a los fallos de sus argumentos por insignificantes que estos sean y recurrimos a ellos para desestimarlos por completo. La inteligencia no basta para desmontar estos espejismos cognitivos de lo que es correcto. Es más, las personas inteligentes tienden a ser muy buenas «demostrando» que están en lo cierto, pero no se les da tan bien detectar cuándo están equivocadas. [116] El hecho de que los humanos hayan evolucionado hasta convertirse en seres tan irracionales puede parecer extraño. Hay una teoría convincente sobre esto que afirma que, como hemos evolucionado en grupo, estamos diseñados para argumentar las cosas como lo haría un abogado hasta que hallemos una salida óptima al conflicto.[117] La verdad, por lo tanto, es una cuestión de acción colectiva, y la libertad de expresión es un componente esencial. Esta perspectiva daría la razón al guionista Russell T. Davies cuando afirma que un buen diálogo se basa en «el desacuerdo entre dos monólogos.[118] Así ocurre en la vida real, y también en una obra dramática. Todo el mundo piensa siempre, siempre, en uno mismo». Nuestros modelos configuran nuestra experiencia de la realidad, por lo tanto, no es de extrañar que cualquier indicio que pueda sugerir que estamos equivocados nos perturbe profundamente. «Las cosas nos resultan agradables porque nos

resultan familiares —escribe Wexler—, la pérdida de esa familiaridad nos provoca estrés, tristeza e impotencia».[119] Estamos tan acostumbrados a reaccionar con agresividad para defender nuestros modelos —es algo que nos conforma de tal modo— que ya no nos resulta extraño. ¿Por qué no nos gustan las personas con las que no estamos de acuerdo? ¿Por qué sentimos un rechazo emocional hacia ellas? Al encontrarse con alguien con ideas distintas a las nuestras, lo racional sería intentar comprenderlo o simplemente encogernos de hombros. Y, sin embargo, nos produce desasosiego. Nuestros modelos neuronales desprenden una oleada de sentimientos negativos, a veces apabullante, cuando se sienten amenazados. Por increíble que resulte, el cerebro reacciona ante cualquier amenaza a su modelo neuronal de un modo bastante parecido a cuando defiende nuestro cuerpo de un ataque físico: nos pone en un estado de tensión, de lucha o huida. La persona que sencillamente tiene un punto de vista distinto al nuestro se convierte en un antagonista peligroso, una fuerza dirigida activamente hacia nosotros con el fin de hacernos daño. La neurocientífica Sarah Gimbel observó durante un experimento los cerebros de distintas personas a través del escáner y analizó cómo reaccionaban cuando se les presentaban pruebas de que sus firmes convicciones políticas estaban equivocadas. «La reacción del cerebro es muy parecida a la que se produciría, por ejemplo, si nos topáramos con un oso mientras damos un paseo por el bosque», afirmó.[120] Así que nos defendemos. Una opción puede ser intentar convencer a nuestro oponente de que está equivocado y de que nosotros estamos en lo cierto. Cuando esta estrategia fracasa, como suele ser el caso, se convierte en una auténtica tortura. Le damos vueltas y más vueltas al conflicto, mientras nuestra mente, en estado de pánico, amplía la lista de agravios y las razones por las que los demás son idiotas, deshonestos o moralmente corruptos. Ciertamente, el lenguaje nos dota de un abanico de palabras desagradables para describir a quienes tienen modelos mentales opuestos a los nuestros: idiota, cretino, imbécil, gilipollas, mamón, mastuerzo, mentecato, fanático, bobo, tonto del culo, pajillero, payaso, chorra, chulo, estúpido, tontolaba, encefalograma plano, cabeza de chorlito, capullo, hijo de puta. Tras enfrentarnos con una persona de semejante calibre, tendemos a buscar aliados que nos ayuden a seguir despotricando. Podemos pasarnos horas y horas hablando de nuestros enemigos neuronales y enumerando todas las razones por las que son odiosos; es algo que resulta sumamente desagradable y delicioso a la vez, y, sobre todo, supone un gran alivio.

Tendemos a pasar buena parte de nuestras vidas reafirmándonos en la veracidad de la alucinación controlada que se produce dentro de nuestro cráneo. Las obras de arte, los medios de comunicación y las narraciones más acordes con nuestros modelos son las que más placer nos proporcionan, mientras que las que no lo son nos irritan y nos resultan ajenas. Aplaudimos a los popes culturales que defienden nuestros puntos de vista, y cuando nos topamos con los contrarios, nos sentimos agraviados, contrariados, disgustados, se despierta en nosotros un ánimo de venganza y llegamos incluso a desearles el fracaso y la humillación pública. Nos rodeamos de gente que tiene «cosas en común» con nosotros. En nuestra vida social, disfrutamos cuando intimamos con quienes comparten nuestros puntos de vista, en particular los relativos a las cuestiones más polémicas. Cuando nos encontramos con personas con unos modelos inusitadamente parecidos a los nuestros seríamos capaces de hablar con ellas sin parar durante horas. Es tan sumamente placentero poderse reafirmar así que el tiempo vuela en su compañía. Ansiamos estar con ellas, colgamos en la nevera y en las redes sociales las fotos en las que aparecemos abrazados y sonrientes. Labramos una amistad de por vida con ellas y, si se dan las condiciones oportunas, hasta nos enamoramos. Es importante destacar, obviamente, que no siempre defendemos todas nuestras creencias con tanta vehemencia. Si alguien me dijera que los Power Rangers podrían aniquilar a los Transformers si se produjera una guerra entre ellos, o que todo gráfico poliédrico bipartito con tres aristas por vértice tiene un ciclo hamiltoniano, lo más probable es que mi reacción dejara bastante que desear. Las creencias que defendemos con ahínco son aquellas en torno a las cuales hemos configurado nuestra identidad, nuestros valores y nuestra teoría del control. Todo ataque a esas ideas es un ataque a la estructura misma de la realidad tal y como la experimentamos. Son estas creencias precisamente, y este tipo de ataques, las que alimentan algunas de nuestras grandes narraciones. Una gran parte de los conflictos que se producen en nuestras vidas y en las narraciones que nos rodean tienen que ver precisamente con las conductas derivadas de la defensa de estos modelos. Tienen que ver con el conflicto entre las distintas percepciones que cada cual tiene del mundo y con la lucha por convencer al otro de que las propias son las correctas con el fin de que el modelo neuronal de los demás comulgue con el nuestro. El hecho de que estos conflictos sean eternos y tan profundos y amargos obedece en parte al poder del realismo ingenuo. Nuestra alucinación de la realidad nos parece tan evidente que es inevitable concluir que nuestro antagonista, que se empeña en defender lo

contrario, no está en sus cabales o quizá sea un mentiroso o una mala persona. Exactamente lo mismo que piensan los demás de nosotros. Este tipo de conflictos, no obstante, son precisamente los que permiten que un protagonista aprenda y cambie. A lo largo de la trama, se enfrentará a distintos impedimentos, pero también logrará algunos avances, y ambos aspectos estarán encarnados a menudo por los personajes secundarios que interpretan el mundo cada uno a su manera, lo cual es imprescindible para que avance la historia. Estos personajes harán lo imposible por lograr que el protagonista vea el mundo como ellos lo ven. Y el modelo neuronal del protagonista cambiará, aunque sea sutilmente, en el transcurso del conflicto. Algunos antagonistas, que representarán versiones más oscuras y extremas de sus propios defectos, llevarán al protagonista por el mal camino. Este también aprenderá importantes lecciones de sus aliados, que a menudo son la encarnación de nuevas formas de ser que nuestro héroe deberá adoptar. No obstante, antes de que el protagonista inicie su dramático viaje de cambio probablemente estará convencido de que su modelo neuronal es el correcto, aunque tal vez este haya empezado a desquebrajarse poco a poco: puede que se tope con algún indicio de que está perdiendo la capacidad de controlar el mundo, algo que procurará ignorar con tesón; o que se ciernan sobre él malos presagios. Y, de pronto, algo sucede… Las buenas narraciones cuentan con un detonante dramático. Ese momento maravilloso en el que nos sumergimos muy atentos en la narración, con las emociones a flor de piel y la curiosidad y la tensión desatadas. El detonante dramático es precisamente el primer incidente de una secuencia de causa-efecto que provocará que el protagonista se cuestione sus creencias más arraigadas. El incidente hará tambalear los cimientos de su errónea teoría del control, golpeando directamente en el corazón de su ser defectuoso y provocando en él una reacción inesperada. Esta reacción será desproporcionada o rara. Es la señal subconsciente de que se ha prendido la fantástica chispa que conecta al personaje con la trama. La historia acaba de empezar. Lo habitual es que a medida que su teoría del control se ponga cada vez más en entredicho y salgan a la luz sus deficiencias, el personaje pierda el control sobre los acontecimientos de la historia. El drama fuerza al protagonista a tomar una decisión: ¿será capaz de corregir sus defectos? ¿En quién se acabará convirtiendo?

El modelo cultural del mayordomo Stevens en Los restos del día era el modelo británico del siglo XIX. Se basaba en creencias sobre el valor de la dignidad y la contención emocional. De acuerdo con su modelo, estos atributos eran los que le permitían controlar mejor su entorno: la dignidad y la contención emocional te protegen y, en último término, se verán recompensadas. Esta teoría del control lo definía como persona. Y así fue durante un tiempo y en un determinado lugar. Sin embargo, cuando conocemos a Stevens por primera vez, todo está en proceso de cambio. El poder de la aristocracia británica a la que servían tanto él como su padre —y a la que debían sus valores— se iba desvaneciendo, como se desvanecía el poder del propio país. Para Stevens, la principal consecuencia en términos prácticos de estos cambios históricos fue que su nuevo jefe en Darlington Hall, mister Farraday, ya no era un lord inglés, sino un hombre de negocios norteamericano. Un cambio para él inesperado que ponía en jaque los fundamentos de su persona. Estamos ante un detonante dramático clásico. En el inicio de la narración, Stevens a duras penas puede hacer frente al reto que supone que Farraday deba prescindir de parte del personal. Su esfuerzo por llevar la casa con tan solo cuatro personas le lleva a cometer «una serie de pequeños fallos en el ejercicio de mis deberes» que le preocupa. La llegada de su nuevo jefe plantea otro problema, uno más preocupante aún para Stevens: «el desconocimiento de Farraday de las costumbres inglesas». En concreto, el gusto de su jefe por «las conversaciones alegres y divertidas» y su «propensión a hablar en tono jocoso». Esa actitud incomoda a Stevens sobremanera. Es como un ataque directo a su identidad, sus creencias, su teoría del control. La gente respetable no hace eso. No se relaciona así. No es serio. Invita a la calidez emocional y no a la contención, y eso solo puede conducir al caos. En la única ocasión que Stevens intenta hacer un chiste, fracasa estrepitosamente. Es muy reacio a cambiar sus principios fundamentales, y su cerebro, como haría cualquier cerebro, le facilita todo tipo de excusas poderosas para no hacerlo.

Es muy posible, por lo tanto, que mi patrón espere de mí un trato igualmente

desenfadado y que, al no verse correspondido, encuentre mi actitud algo indolente. Es una cuestión que, como digo, me preocupa, pero reconozco que no siempre me veo con el suficiente ánimo para seguir sus bromas. En una época con tantos cambios, considero perfecto que todo el mundo asuma nuevas obligaciones, aunque se trate de deberes con los que no estamos familiarizados por la tradición. El sarcasmo, no obstante, pertenece a otra esfera. Es imposible saber cuándo una persona espera realmente de otra una respuesta jocosa. En cambio, es mucho más fácil cometer el grave error de hacer algún comentario chistoso y descubrir inmediatamente que no era nada apropiado.

2.6. La narrativa del héroe: idealismo moral y personajes antagonistas

Todos somos personajes de ficción. Somos las creaciones parciales, partidistas, tercas de nuestras propias mentes. Nuestros cerebros nos llevan a creer cosas que no son ciertas para que pensemos que tenemos el control del mundo externo. Entre las creencias más importantes están las que corroboran nuestra supuesta superioridad moral.[121] Nuestros cerebros son constructores de personajes heroicos capaces de difundir mentiras que resulten seductoras. Con ello quieren hacernos sentir como los protagonistas intrépidos y valientes de la historia de nuestras propias vidas. El cerebro es muy ingenioso a la hora de reescribir nuestros pasados. Las cosas que «elegimos» recordar, así como la manera en que las recordamos, van cambiando y deformándose para adaptarse a la versión heroica de la narración que el cerebro quiere contar. Por ejemplo, en un estudio se pidió a los participantes repartir cierta cantidad de dinero entre personas anónimas bajo criterios injustos; a posteriori, tendían sistemáticamente a obviar su propia conducta egoísta, incluso cuando se les ofrecía algún tipo de incentivo económico para que recordaran la verdad. «Cuando las personas perciben que su comportamiento ha sido egoísta —concluyen los investigadores— tienden a minimizar su culpa y a proteger la imagen de sí mismos atribuyéndose una conducta más equitativa».[122] La opinión que tenemos de nosotros mismos depende, en gran medida, de

nuestros recuerdos. Y, sin embargo, no nos podemos fiar de ellos. «Aquello que seleccionamos y guardamos como un recuerdo personal —escribe la profesora de Psicología y Neurociencia Giuliana Mazzoni— debe encajar con la idea que tenemos de nosotros mismos en la actualidad». No es tan solo que olvidemos estratégicamente determinados episodios, sino que reescribimos e incluso nos inventamos nuestros propios pasados. Las investigaciones de Mazzoni y de otros expertos como ella han mostrado que podemos guardar recuerdos que, por muy detallados, emotivos y vivos que sean, son completamente inventados. «A menudo somos capaces de inventarnos recuerdos de acontecimientos que jamás tuvieron lugar», escribe. Los recuerdos son «muy maleables, se distorsionan y transforman fácilmente, como hemos podido comprobar en numerosos estudios realizados en nuestro laboratorio».[123] Los profesores de Psicología Carol Tavris y Elliot Aronson consideran que los recuerdos que más distorsionamos, «con diferencia», son los que «nos sirven para justificar y explicar nuestras propias vidas».[124] Nos pasamos años y años «contando nuestra propia historia, moldeándola hasta convertirla en una narración de nuestra vida llena de héroes y villanos, un relato de cómo hemos llegado a ser quienes somos». Este proceso permite a la memoria convertirse en «una fuente fundamental de autojustificación, en la que se apoya el narrador de la historia para eximir sus errores y fracasos». La mentira del creador de héroes va mucho más allá de los meros recuerdos. El profesor de Psicología Nicholas Epley lo percibe en vivo y en directo en las clases con estudiantes de Empresariales cuando les pregunta si sus motivaciones para profesionalizarse en el sector de la industria tienen que ver con razones heroicas «intrínsecas» —hacer algo que merezca la pena, el orgullo de alcanzar los objetivos, el disfrute de aprender— o con razones «extrínsecas» más dudosas —el salario, la seguridad y otros beneficios—, y después les pregunta por las motivaciones de sus compañeros. Cada año ofrecen las mismas respuestas. Epley explica que tienden a «deshumanizar sutilmente a sus compañeros de clase. Mis estudiantes dan importancia a todos esos incentivos, por supuesto, pero consideran que las motivaciones intrínsecas son significativamente más importantes para ellos que para sus compañeros. “A mí me parece importante hacer algo que merezca la pena”, contestan, “pero los demás lo hacen sobre todo por el dinero”».[125] El creador de héroes empieza por nuestras corazonadas emocionales inmediatas y, en su mayor parte, subconscientes. Supongamos que tenemos unos modelos

del mundo que incluyen creencias racistas o sexistas —es decir, que incorporan sutilmente un «no» cuando nos topamos con una persona negra o blanca, o con una mujer o un hombre—. Puesto que partimos de la idea de que somos buenas personas, la conclusión lógica es que ha de haber una buena razón detrás de nuestros sentimientos negativos. De modo que el creador de héroes se pone manos a la obra para encontrarla. Y lo hace muy bien. Resulta muy convincente. A fin de cuentas, ¿quién nos va a engañar mejor que nuestra propia mente, que sabe exactamente lo que tiene que decir para engatusarnos y convencernos de que nuestros instintos más incendiarios y partidistas tienen una justificación moral? Como somos buenas personas, le robamos dinero a nuestro jefe porque nos explotaba. Nos importan los demás, y nos empeñamos en degradar el sistema público de salud porque queremos que mejore su eficiencia y la libre elección de los pacientes. Al menos, así es como lo vemos. Es una verdad moralmente justificable y tan indiscutible como que aquello de allá son rocas y árboles y autobuses de dos pisos; está hecho de la misma materia. Hago oídos sordos a cualquier otro argumento, por razonable que este sea; ni siquiera lo percibo, pues no forma parte de mis percepciones. Cualquier persona psicológicamente normal se considera un héroe o una heroína. La superioridad moral se considera «una forma inusitadamente fuerte y prevalente de ilusión positiva».[126] Una «imagen positiva de nosotros mismos desde el punto de vista moral no solo nos aporta ventajas psicológicas y sociales, sino que se ha descubierto que incluso mejora nuestra salud física».[127] Hasta los asesinos y los maltratadores piensan que hay una justificación moral detrás de sus conductas, y a menudo se consideran a sí mismos como víctimas de provocaciones intolerables.[128] Hay estudios que han indagado sobre la tendencia a considerarse héroe entre los reclusos y han descubierto que permanece prácticamente intacta después de un tiempo. Los presos consideraban que estaban por encima de la media en cuanto a determinadas características positivas socialmente hablando, como la bondad y la moralidad. La excepción era el cumplimiento de las leyes, pero, incluso en este caso, lo que admitían — mientras estaban cumpliendo condena precisamente por contravenir seriamente la ley— era que se situaban más o menos en la media.[129] Esta forma de autoengaño propia de nuestro creador de héroes conlleva más miseria, muerte y furia de lo que creemos. Mao, Stalin y Pol Pot creían tener la razón, lo mismo que Hitler, cuyas últimas palabras antes de pegarse un tiro se dice que fueron: «El mundo le estará eternamente agradecido al nacionalsocialismo por haberme permitido eliminar de Alemania y de Europa

central a los judíos».[130] De hecho, los cerebros de los nazis más irrelevantes generaban automáticamente una serie de buenas razones para justificar sus acciones desde un punto de vista moral. Al inicio del Holocausto, se reclutó a alemanes comunes y corrientes de mediana edad para que participaran en el exterminio de los judíos. Un obrero metalúrgico de treinta y cinco años recordaba: «Las madres llevaban a sus hijos cogidos de las manos. Entonces, mi vecino disparó a una de las madres y yo a su hijo, pues pensé para mis adentros que, a fin de cuentas, el niño no podría sobrevivir mucho tiempo sin su madre. Por decirlo de alguna manera, mi conciencia se quedaba más tranquila al liberar a esos niños que no podrían vivir sin sus madres».[131] Algunos investigadores han descubierto cuatro causas que dan pie a la violencia y la crueldad: la codicia y la ambición, el sadismo, una alta autoestima y el idealismo moral. La creencia popular y los tópicos tienden a dar por hecho que la avaricia y el sadismo son los dominantes. Sin embargo, no es así. La mayor parte de los actos de maldad los llevan a cabo personas con una alta autoestima e idealismo moral que están convencidas de su superioridad moral y personal. En Perdida, de Gillian Flynn, lo que motiva en parte las acciones de la antagonista Amy Elliott Dunne es su alta autoestima patológica. Lo que la lleva a incriminar a su marido por su asesinato no es el hecho de que él tuviera una amante, sino el impacto negativo que eso podía tener en su reputación. Cuando describe la infidelidad de él, escribe en su diario:

Casi podía escuchar cómo contarían la historia y lo mucho que disfrutarían al hacerlo: cómo Amazing Amy, la chica que nunca cometía un error, se había dejado arrastrar sin dinero hasta el corazón del país, donde su marido la abandonó por una mujer más joven. Qué predecible, qué perfectamente vulgar, qué entretenido. ¿Y su marido? Fue más feliz que nunca. No. No podía permitir eso... Me cambié el nombre por culpa de ese pedazo de mierda. Los registros fueron alterados —de Amy Elliott a Amy Dunne— como si nada. No, no puede salir ganando. Así que empecé a pensar en una historia diferente, una historia mejor, que destruiría a Nick por haberme hecho esto. Una historia que restauraría mi perfección. Me convertiría en la heroína, impecable y adorada. Porque todo el mundo ama a la chica que muere.

En El poder y la gloria, Graham Greene capta de una manera convincente la figura narrativa del héroe basada en su superioridad moral. La historia transcurre en México, durante la persecución de la Iglesia católica. Primero, un teniente de policía homicida examina la foto de un cura buscado por la justicia: «Algo que pudiera llamarse horror le agitó». A continuación, aparecen los recuerdos que justifican sus propias acciones e, inmediatamente después, la narrativa del héroe combina todos los elementos para que el asesino se sienta seguro de que sus acciones han estado guiadas por la moral:

[…] recordó el olor a incienso de las iglesias durante su infancia, los cirios, la presunción de los hombres revestidos de encajes; las enormes peticiones hechas desde los escalones del altar por hombres que ignoraban el significado de un sacrificio. Los viejos aldeanos con los brazos en cruz ante las imágenes de los santos; fatigados por la tarea de una larga jornada. […] Y el cura circulaba con la bolsa de la colecta, cogiendo sus centavos, prohibiéndoles los pecadillos que daban alegría a su existencia y sin sacrificar nada en cambio […]. –¡Le echaré mano; es cuestión de tiempo!

Es precisamente esa confianza en la rectitud y superioridad de sus convicciones la que confiere a los personajes un enorme potencial. A menudo, los grandes dramas se construyen en torno al choque entre dos narrativas sobre la figura del héroe: la del protagonista y la de sus enemigos. Sus respectivas percepciones morales de la realidad les parecen totalmente legítimas a cada uno y, sin embargo, son radicalmente contrarias. Son mundos neuronales condenados a enfrentarse hasta la muerte.

2.7. David y Goliat

Por muy irracionales que seamos, es importante que no concluyamos a partir de estas consideraciones que somos incapaces de pensar como es debido. Obviamente, nuestra racionalidad es poderosa, las personas podemos ser

sensatas y nuestras mentalidades pueden cambiar. Es bastante raro, no obstante, que las creencias en torno a las cuales formamos nuestra identidad cambien de forma significativa, como en el caso del mayordomo Stevens y el valor que otorga a la contención emocional en la obra de Ishiguro. Son estas almas valientes las que convertimos en auténticos mitos de las historias. Uno de estos héroes de la vida real sería el «execoterrorista» Mark Lynas. Pertenecía a una «célula radical» del grupo anarcoecologista Earth First, que la emprendía a machetazos por la noche con los cultivos modificados genéticamente. Earth First había construido una narrativa del mundo a lo David y Goliat, según la cual las avasalladoras fuerzas del industrialismo estaban provocando un «apocalipsis» medioambiental. Las grandes corporaciones y el capitalismo en general estaban destruyendo la Tierra. Mark luchaba contra la monstruosa maquinaria del beneficio. «Éramos los protectores de la Tierra y los herederos de las fuerzas de la naturaleza —explicó—. Estábamos en las nubes». Sin embargo, cuando Mark descubrió que los resultados de los estudios científicos sobre los alimentos genéticamente modificados no coincidían con sus modelos neuronales, tuvo que afrontar una dolorosa conversión de sus ideales que se hizo pública. En el proceso, su cerebro esbozó una nueva historia del mundo en la que aún podía tener el papel de héroe. Durante una etapa de su vida, el movimiento ecologista fue para él un espacio valiente, combativo y minoritario. En su nueva etapa, cuanto más lo pensaba, más el pequeño David se convertía en Goliat. «Basta con mirar las cifras —afirmaba—. Greenpeace, con todo su grupo internacional, es una organización con un presupuesto de 150 millones de dólares. Es más grande que la Organización Mundial del Comercio y tiene mucha más capacidad de influir en la opinión de la gente. Y ahí radican también complejas redes de dinero, poder e influencia». Esta división del mundo entre fuerzas opuestas —el valeroso David y el todopoderoso Goliat— se puede considerar la maniobra típica del cerebro creador de héroes. A grandes rasgos, esta narrativa nos dice que somos actores con una dimensión moral que luchamos contra el todopoderoso Goliat por nuestro bien y quizá el del mundo. Esta narrativa dota de sentido a nuestras vidas. Desvía nuestra atención del terrible vacío y la centra en lo urgente y en el ahora. El protagonista de Ciudadano Kane expresa este tipo de narrativa heroica cuando es desafiado por un antagonista. A pesar de que la película empieza con la

muerte de Charles Foster Kane, el detonante dramático es la herencia de la fortuna familiar. Los modelos que Kane tiene del mundo se desmoronan de tal modo que tiene un ansia desesperada por obtener atención y reconocimiento. Son estos defectos específicos los que desencadenan la historia cuando toma la sorprendente decisión de centrarse en un periódico en decadencia que su patrimonio adquirió a través de un procedimiento de embargo. Cuando aterriza en el periódico se desatan sus modelos fallidos y empiezan a ejercer su influencia. En un principio no parecen erróneos, sino más bien todo lo contrario. Puede que se muestre arrogante en su defensa de la verdad («usted envíe poemas, yo pondré la guerra»), pero hace su campaña en nombre de los desfavorecidos, que, según él, están siendo explotados por los dirigentes del capitalismo. Pero entonces su antiguo tutor, un rico procapitalista convenientemente llamado Thatcher, se enfrenta a él enfurecido por lo que percibe como «un ataque sin sentido de su periódico a todo y a todo aquel con más de diez céntimos en el bolsillo». Cuando Thatcher le recuerda que es el principal accionista de una de las compañías víctimas de su ataque, la narrativa heroica de Kane se dispara: «¡Soy también director del Inquirer —dice—. Como tal, considero un deber (y le voy a confiar un pequeño secreto: también es mi placer) velar por que los honrados trabajadores del país no sean devorados por una banda de tiburones, simplemente porque ellos no tienen a nadie para defender sus intereses».

2.8. La lucha del personaje defectuoso

Un hombre tiene un nuevo jefe que le gasta bromas y a él no le gusta. Así planteado, no parece que haya material para una gran historia. Sin embargo, la anécdota es de vital importancia para el hombre que la experimenta. Es una anécdota capaz de sacudir las creencias del mayordomo Stevens sobre el funcionamiento correcto del mundo y el papel que él juega dentro de él. El modelo de la realidad en el que habita, el modelo que está dentro de su cráneo, se ve amenazado. Cuando se produce este cambio inesperado, él intenta recuperar el control sobre el entorno. Intenta bromear. Se embarca en un viaje a Cornualles para hacer frente al problema de personal que ha creado su jefe, con la esperanza de convencer a miss Kenton, la eficaz ama de llaves, de que vuelva

a incorporarse al equipo. No tardamos en descubrir que el personaje de Kenton posee la calidez de la que Stevens carece, y que la devoción de este por el ideal de contención emocional desbarata toda posibilidad de que surja un romance entre ellos. Buena parte de la trama superficial de Los restos del día gira en torno al viaje de Stevens y a nuestra cambiante percepción de su relación con Kenton. Si profundizamos un poco, sin embargo, la historia va más allá. Bajo las causas y efectos que se producen en la superficie de la trama, se desarrolla un proceso paralelo mucho más profundo. Stevens es un personaje en proceso de cambio. Su modelo del mundo se desmorona lenta y dolorosamente. Lo fácil es pensar que los acontecimientos que tienen lugar en la superficie — sus giros, persecuciones, explosiones— son el eje de la historia. Como experimentamos la acción a través de los ojos de sus personajes, nosotros, al igual que ellos, nos distraemos con el dramatismo de estos episodios apasionantes y cambiantes. Pero ninguno de estos elementos tendría sentido sin la persona concreta que los experimenta. Un acuario de tiburones carece de significado si el agente 007 no cae en él. Hasta las historias que agradan a un público amplio, como las de James Bond, dependen de su protagonista para darles mayor dramatismo. No nos atrapan ni por sus tiroteos ni por sus persecuciones por la nieve a gran velocidad, sino porque queremos saber cómo va a salir parada esta persona en concreto, con sus virtudes y sus defectos, de esta historia en concreto. Generalmente, solo lograrán salir airosos dando lo mejor de sí mismos, probando nuevas opciones, realizando algún tipo de esfuerzo inusitado; es decir, si logran cambiar. De forma similar, un drama policiaco puede parecer a simple vista un misterio puro y duro con una importante laguna de información relativa a un cadáver, sin embargo, por lo general, la historia gira en torno a cuestiones relacionadas con los móviles de distintos sospechosos: los siempre fascinantes porqués de la conducta humana. Obviamente, diferentes tipos de narraciones ponen el énfasis en diferentes aspectos y tienen una mayor o menor complejidad psicológica, pero, sin el personaje, la trama no es más que luz y sonido. La narración cobra sentido cuando se produce el incidente preciso capaz de introducir un cambio en el momento y en la persona adecuados. El lujoso baile que tiene lugar en la mansión espectacular del marqués d’Andervilliers suscitaría un interés pasajero de no estar participando en él madame Bovary, una mujer de clase media obsesionada por el estatus y permanentemente insatisfecha que se maravilla ante

la tez de los invitados adinerados, «la tez de la riqueza, esa tez blanca realzada por la palidez de las porcelanas» y «que se mantiene lozana gracias a un régimen discreto de alimentos exquisitos», mientras advierte, con mala cara, que a su marido el pantalón «le apretaba el vientre». El baile cobra sentido solo por lo que provoca en madame Bovary. Por muy deslumbrantes que resulten los acontecimientos de una trama, toda narración versa en último término sobre los personajes. Tal y como hemos ido viendo hasta ahora, los personajes luchan consigo mismos y contra el mundo que los rodea. Habitan un modelo del mundo que está dentro de sus cráneos y que experimentan como si fuera la realidad. Este modelo es defectuoso y, por tanto, su capacidad para controlar el mundo externo se ve menoscabada. Ante una situación de caos, su modelo empezará a desmoronarse. Los personajes irán perdiendo el control poco a poco, y esto les conducirá a un mayor conflicto dramático con las personas y los acontecimientos que les rodean. Todo ello se complica aún más por el hecho de que los personajes de una narración no solo están en guerra con el mundo exterior. También están en guerra consigo mismos. El protagonista participa en una batalla que se libra, en gran parte, en los sótanos de su propia mente subconsciente. Lo que está en juego es la respuesta a la pregunta fundamental que impulsa todo drama: ¿quién soy yo?

[78] Michael Gazzaniga, The Consciousness Instinct, Farrahr, Straus y Giroux, 2018, pp. 136-138. [79] Lewis Wolpert, Six Impossible Things Before Breakfast, Faber & Faber, 2011, pp. 36-38. [80] Joseph Campbell y Bill Moyers, The Power of Myth, Broadway Books, 1998, p. 3. [El poder del mito, Traficantes de Sueños, 2016]. [81] Elieen Graham et al., «A Coordinated Analysis of Big-Five Trait Change Across 16 Longitudinal Samples», Preimpresión: https://psyarxiv.com/ryjpc/. [82] Robert R. McCrae, James F. Gaines, Marie A. Wellington, «The Five-Factor

Model in Fact and Fiction», 2012, 10.1002/9781118133880.hop205004. [83] Larsen, Buss y Wisjeimer, Personality Psychology, McGraw Hill, 2013, incluye una «taxonomía de once tácticas de manipulación» (p. 427): encanto («procuro ser cariñoso cuando le pido que haga algo»); coacción («le grito hasta que consigo que haga lo que quiero»); aplicar el silencio («no le respondo hasta que haga lo que quiero»); razonamiento («le explico por qué quiero que lo haga»); regresión («me quejo hasta que haga lo que quiero»); rebajarse («me hago el sumiso para que haga lo que quiero»); invocar a la responsabilidad («consigo que se comprometa a hacerlo»); dureza («pego para que lo haga»); inducción al placer («le muestro lo divertido que será hacerlo»); comparación social («le digo que todo el mundo lo hace»); recompensa económica («le ofrezco dinero para que lo haga»). [84] Keith Oatley, Such Stuff as Dreams, Wiley-Blackwell, 2011, p. 95. [85] Larsen, Buss y Wisjeimer, Personality Psychology, McGraw Hill, 2013, p. 69. [86] David P. Schmidt, «Sextraversión», en Psychology Today, 28 de junio de 2011. [87] Larsen, Bussy Wisjeimer, Personality Psychology, McGraw Hill, 2013, p. 68. [88] Daniel Nettle, Personality, Oxford University Press, 2009, p. 177. [89] Larsen, Buss y Wisjeimer, Personality Psychology, McGraw Hill, 2013, p. 70. [90] Sam Gosling, Snoop, Basic Books, 2008, p. 99. [91] Larsen, Buss y Wisjeimer, Personality Psychology, McGraw Hill, 2013, p. 70. [92] Larsen, Buss y Wisjeimer, Personality Psychology, McGraw Hill, 2013, p. 69. [93] Daniel Nettle, Personality, Oxford University Press, 2009, p. 34.

[94] Daniel Nettle, Personality, Oxford University Press, 2009, p. 177. Nettle cita la cifra del 70 por ciento, pero uno de mis expertos correctores de pruebas, el doctor Stuart Ritchie, me advirtió de que, aunque el estudio que cita Nettle es sólido, otros estudios igualmente sólidos han dado resultados menos espectaculares. Acordamos que el 60 por ciento era una cifra más razonable. [95] Comentarios del doctor Stuart Ritchie. [96] Daniel Nettle, Personality, Oxford University Press, 2009, p. 7. [97] Sam Gosling, Snoop, Basic Books, 2008, pp. 12-19. [98] Ibid., p. 19. [99] Lynn Barber, «Zaha Hadid», en Observer, 9 de marzo de 2008. [100] David Brooks, The Social Animal, Short Books, 2011, p. 47. [El animal social, Ediciones B, 2012]. [101] Bruce Hood, The Self Illusion, Constable y Robinson, 2011, p. 22. [102] Bruce Wexler, Brain and Culture, MIT Press, 2008, p. 134. Véase también: C. M. Walker y T. Lombrozo, «Explaining the Moral of the Story», en Cognition, 2017, 167, 266-281. [103] Joe L. Frost, A History of Children’s Play and Play Environments, Routledge, 2009, p. 208. [104] Susan Harter, The Construction of the Self, Guildford Press, 2012, p. 50. [105] Richard E. Nisbett, «The Geography of Thought», Nicholas Brealey, 2003. Una exploración más completa de estas ideas figura en mi libro Selfie (Picador, 2017), concretamente en el «Libro segundo: El yo perfectible». [106] Victor Stretcher, Life On Purpose, Harper One, 2016, p. 24. [107] Estas diferencias siguen estando muy extendidas hoy en día. Si se muestra a un estudiante asiático un dibujo animado de una pecera y se siguen sus movimientos sacádicos por milisegundos, inconscientemente escudriñan toda la escena, mientras que su homólogo occidental se centra más en el pez dominante,

individual y de colores brillantes que está al frente. Si se les pregunta qué han visto, es más probable que la descripción asiática comience por el contexto («he visto una pecera»), en comparación con el objeto individual del occidental («he visto un pez»). Si se les pregunta qué piensan de ese pez singular, es probable que el occidental diga «era el líder», mientras que el oriental asume que ha hecho algo malo, porque está excluido del grupo. Estas diferencias culturales generan experiencias radicalmente distintas de la vida y del yo, y, por tanto, distintas narrativas. Cuando se les pide que dibujen un «sociograma» de sí mismos en relación con todas las personas que conocen, los occidentales tienden a dibujarse como un gran círculo en el centro, mientras que los orientales tienden a representarse pequeños y se sitúan hacia los bordes. En China, a diferencia de Occidente, los estudiantes humildes y trabajadores gozan de popularidad; la timidez se considera una cualidad de liderazgo. Estas diferencias comienzan en los modelos neuronales y, por tanto, controlan nuestra percepción de la realidad. «No es solo que los orientales y los occidentales piensen en el mundo de forma diferente —me dijo el psicólogo Richard Nisbett —. Literalmente, ven un mundo diferente». Esto puede desencadenar graves conflictos, ya que una parte simplemente no percibe realidades morales que parecen obvias para la otra. «Los chinos están dispuestos a aceptar la idea de castigar injustamente a alguien si eso es lo mejor para el grupo —dijo Nisbett—. Eso sería escandaloso para los occidentales, cuya cultura está orientada a la defensa de los derechos individuales. Pero, para ellos, el grupo lo es todo». [108] Jonathan Gottschall, The Storytelling Animal, HMH, 2012, p. 33. [109] Qi Wang, The Autobiographical Self inTime and Culture, Oxford University Press, 2013, pp. 46, 52. [110] Entrevista con el autor. [111] Dan P. McAdams, The Redemptive Self, Oxford University Press, 2013, p. XII. [112] Bruce Wexler, Brain and Culture, MIT Press, 2008, p. 9. [113] Jonathan Haidt, The Happiness Hypothesis, Arrow, 2006, p. 65. [La hipótesis de la felicidad, Gedisa, 2016]. [114] Drew Westen, The Political Brain, Public Affairs, 2007, pp. x-XIV.

[115] Véase para un análisis más exhaustivo del sesgo de confirmación mi libro The Heretics, Picador, 2013, en el capítulo seis: «The Invisible Actor at the Center of the World». [116] Keith E. Stanovich, Richard F. West, Maggie E. Toplak, «Myside Bias, Rational Thinking, and Intelligence», en Current Directions in Psychological Science, 2013, vol. 22, núm. 4. Richard F. West, Russell J. Meserve y Keith E. Stanovich, «Cognitive Sophistication Does Not Attenuate the Bias Blind Spot», en Journal of Personality and Social Psychology, 4 de junio de 2012. [117] Esta es la tesis que defienden Hugo Marcier y Dan Sperber, The Enigma of Reason, Allen Lane, 2017. [118] Charlie Brooker, «¿Todas las conversaciones que aparecen en la narración no han sido más que una serie de pitidos sin sentido?», en Guardian, 28 de abril de 2013. [119] Bruce Wexler, Brain and Culture, MIT Press, 2008, p. 9. [120] «You Are Not So Smart with David McRaney», enThe Neuroscience of Changing Your Mind, episodio 93, 13 de enero de 2017. [121] B. M. Tappin, R. T. McKay, «The Illusion of Moral Superiority», en Soc Psychol Personal Sci, 2017, agosto, 8(6): 623-631. [122] Ryan Carlson, Michel Marechal, Bastiaan Oud, Ernst Fehr, Molly Crockett, «Motivated misremembering: Selfish decisions are more generous in hindsight», 23 de julio de 2018, PrePrint, consultado en: https://psyarxiv.com/7ck25/. [123] Giuliana A. L. Mazzoni, Elizabeth F. Loftus, Aaron Seitz, Steven J. Lynn, «The real you is a mythe – we constantly create false memories to achieve the identity we want», en The Conversation, 19 de septiembre de 2018. «Changing beliefs and memories through dream interpretation», en Applied Cognitive Psychology, vol. 13, núm. 2, abril de 1999, pp. 125-144. [124] Carol Tavris y Elliot Aronson, Mistakes Were (But Not By Me), Pinter and Martin, 2007, p. 76. [125] Nicholas Epley, Mindwise, Penguin, 2014, p. 54.

[126] B. M. Tappin, R. T. McKay, «The Illusion of Moral Superiority», en Soc Psychol Personal Sci, 2017, agosto, 8(6): 623-631. [127] Ryan Carlson, Michel Marechal, Bastiaan Oud, Ernst Fehr, Molly Crockett, «Motivated misremembering: Selfish decisions are more generous in hindsight», 23 de julio de 2018. PrePrint consultado en: https://psyarxiv.com/7ck25. [128] Jonathan Haidt, The Happiness Hypothesis, Arrow, 2006, p. 73. [La hipótesis de la felicidad, Gedisa, 2016]. [129] Constantine Sedikides, Rosie Meek, Mark D. Alicke y Sarah Taylor, «Behind bars but above the bar: Prisoners consider themselves more prosocial than non-prisoner», en British Journal of Social Psychology, 2014, 53, 396-403. [130] Eberhard Jäckel, Hitler’s World View: A Blueprint for Power, Harvard University Press, 1981, p. 65. [131] Christopher R. Browning, Ordinary Men, Harper Perennial, 2017, p. 73.

3.0. La cuestión dramática

Charles Foster Kane era un hombre del pueblo. Ciertamente, heredó una fortuna, pero optó por rechazar la vida típica de un rico mercenario. Eligió ser un aliado de los oprimidos incluso aunque eso fuera en contra de sus propios intereses financieros. Luchó por los derechos de los oprimidos incansablemente desde la dirección de The New York Daily Inquirer. Se presentó a gobernador por el estado de Nueva York en un intento por resultarles más útil. ¿Quién podía atreverse a criticar a un hombre tan noble y altruista? Su amigo de la infancia se atrevería a hacerlo. Vemos a Kane solo y afligido, recorriendo su oficina de campaña, aún atiborrada de banderines y pósteres pero vacía de gente, justo después de las elecciones. Ha perdido. Irrumpe entonces en la oficina su mejor amigo, Jedediah Leland, y no tardamos en darnos cuenta de que este ha ahogado sus penas en alcohol. Kane reconoce con pesar: «Si es eso lo que la gente quería, ya han elegido». Leland le frena en seco: «Hablas de la gente como si fueras su propietario, como si te pertenecieran —dice arrastrando las palabras—. ¡Dios mío! Recuerdo que siempre has hablado de conceder a los hombres sus derechos, como si les regalaras la libertad. Como una recompensa por los servicios prestados. ¿Te acuerdas de los trabajadores? Tú has escrito grandes retahílas sobre los trabajadores… Están organizando algo que llaman sindicatos. Y eso no te va a gustar mucho cuando te des cuenta de que tus trabajadores consideran que sus derechos les son debidos y no son un regalo. ¡Charlie!, cuando tus queridos deseheredados aprendan a unirse…, querido amigo, será algo muy distinto. Y entonces sé muy bien lo que harás. Irás a refugiarte a una isla desierta, para allí reinar sobre los monos». Kane le dice que está borracho. «¿Borracho? ¿Y qué te importa a ti eso? —le responde Leland—. Lo único que te interesa eres tú. Tan solo deseas persuadir a la gente de que están obligados a devolverte el amor que les tienes, pero es un amor según tu ley». ¿Quién era en realidad Charles Foster Kane? El editor Rawlston lanza a su equipo de narradores de historias el reto de responder a esta pregunta al inicio de Ciudadano Kane. ¿Sería en realidad el hombre que describía su amigo: un egoísta delirante obsesionado por obtener la atención y la aprobación de los demás? ¿O sería como su propio cerebro creador del héroe le decía que era: valiente, generoso, altruista?

¿Quién es esta persona en realidad? Esta es la pregunta que se plantea en todas las narraciones y que actúa como su detonante dramático. El protagonista reacciona exageradamente o de una manera inesperada ante la emergencia repentina de un cambio. Nos ponemos en estado de alerta. ¿Quién es esta persona que reacciona de esta manera? La pregunta se plantea cada vez que la trama pone frente al protagonista algún desafío y le obliga a elegir. Cada vez que aparezca esta pregunta en la narración, los lectores o espectadores se implicarán en la historia. En cambio, si esa cuestión no llega a plantearse y los acontecimientos de la obra dramática se desplazan de su eje narrativo, es probable que el público desconecte e incluso que se aburra. Si existe un secreto detrás de la técnica narrativa, en mi opinión es este. ¿Quién es esta persona en realidad? O, desde la perspectiva del propio personaje: ¿quién soy yo en realidad? He ahí la definición del drama. Es la corriente que lo alimenta, el latido de su corazón, su fuego interno. La respuesta no es fácil de encontrar y entender esto es fundamental para poder sacar partido a la propia energía que encierra esta pregunta dramática. Esto se debe a que, ni siquiera en los momentos de mayor lucidez, la mayoría de nosotros acertamos a saber quiénes somos realmente. Kane probablemente se definiría a sí mismo como alguien noble y altruista, es decir, justo lo contrario de como lo define su amigo borracho; y seguro que Kane lo diría completamente en serio. Pero, como la trama nos va desvelando poco a poco, estaría equivocado. Kane se atribuiría esas cualidades porque así se lo estaría dictando su voz interior, encargada de decirle que está en lo cierto desde un punto de vista moral. No solo los psicópatas como el señor B escuchan esas voces en su interior. Las escuchamos todos. Incluso en este mismo instante. Esa voz te está leyendo este libro y te hace comentarios sobre esto y lo otro a medida que avanzas. Los personajes defectuosos, tanto en la vida como en la narración, suelen dejarse llevar por esta voz interior generada por los circuitos de producción de palabras y discursos, que se encuentran principalmente en el hemisferio izquierdo del cerebro. No se puede confiar en esta voz. No solo porque nos transmite toda esa serie de verdades a medias aduladoras y útiles para la construcción de una figura heroica. No nos podemos fiar del narrador porque no tiene acceso directo a la verdad sobre quiénes somos en realidad. Nos parece que esa voz es lo que nos controla. Nos parece como si esa voz fuéramos nosotros mismos. Pero no es así. «Somos» nuestros modelos

neuronales. Nuestro narrador se limita a observar lo que ocurre en la alucinación controlada de nuestros cráneos —incluida nuestra propia conducta— y a explicarlo. Se dedica a atar todos los cabos para que los acontecimientos externos configuren un cuento coherente sobre nosotros mismos, sobre por qué hacemos lo que hacemos y por qué nos sentimos como nos sentimos. Nos ayuda a tener una sensación de control sobre nuestro emocionante espectáculo neuronal. No puede decirse, exactamente, que nos esté mintiendo. Más bien está confabulando. La profesora de Filosofía de la Psicología Lisa Bortolotti afirma que cuando confabulamos «contamos una historia ficticia que pensamos que es una historia verdadera». Nos pasamos la vida confabulando.[132] Una serie de estudios muy conocidos conducidos por los neurocientíficos Roger Sperry y Michael Gazzaniga pusieron de manifiesto este hecho tan inquietante. Sus estudios planteaban una pregunta curiosa: ¿qué pasaría si colocáramos una instrucción en el cerebro y la escondiéramos de alguna forma para que el narrador no la viera? Por ejemplo, imaginemos que pudiéramos insertar en la mente de una persona la instrucción «anda» y que esa persona echara a andar. Si el narrador no le diera al dueño del cerebro explicaciones sobre por qué se ha echado a andar, ¿cómo iba a poder explicar sus acciones? ¿Sería lo más parecido a un zombi? ¿Se encogería de hombros sin saber qué decir? ¿O qué pasaría? [133] La mayor parte del circuito del que depende el narrador se halla en el hemisferio izquierdo del cerebro, por lo que sería preciso encontrar la manera de que la instrucción llegara al lado derecho y se quedara allí escondida. Esto supondría reclutar a los denominados pacientes con «cerebro dividido», los pacientes epilépticos a los que, como parte de su tratamiento, se les realizó una escisión en el cableado que conectaba los dos hemisferios, pero que, por lo demás, llevaban una vida normal. Pues eso hicieron. Le mostraron a un paciente con el cerebro dividido una tarjeta en la que ponía «ANDA», de modo que solo pudiera verla su ojo izquierdo. Debido a la forma en que el cerebro está conectado, la información fue enviada al hemisferio derecho. Y como la conexión entre ambos hemisferios estaba cortada, allí se quedó, fuera del alcance del narrador. ¿Qué pasó entonces? El paciente se levantó y echó a andar. Cuando se le preguntó por qué andaba, respondió: «Voy a por una coca-cola». Su cerebro, que observaba la situación desde su reino neuronal, construyó una narrativa causal

para explicarla. Toda una confabulación. En realidad no sabía por qué se había levantado, pero se inventó al instante un cuento perfectamente creíble para explicar su conducta; un cuento que su dueño se creyó sin ningún problema. La situación se repitió una y otra vez. En otra ocasión se le mostró al hemisferio silente de una mujer una foto de una chica pin-up; le produjo una risa nerviosa. Culpó a su «máquina de la risa». A otra mujer se le mostró un vídeo en el que alguien empujaba a un hombre al fuego y ella dijo: «No sé muy bien por qué, pero estoy algo asustada. Me siento nerviosa. Creo que igual es que esta habitación no me gusta mucho. O quizá sea por usted. Me está poniendo nerviosa. Sé que el doctor Gazzaniga me cae bien, pero, en este momento, me da miedo». La tarea del narrador, escribe Gazzaniga, es «buscar explicaciones o causas para los acontecimientos que se producen».[134] Es decir, es un contador de historias. Los hechos por sí solos, aunque estén bien, no le interesan demasiado: «Le basta con una explicación sensata». Nuestro narrador no tiene acceso a las estructuras neuronales que controlan en gran medida (o por completo, según a quién se le pregunte) lo que sentimos y lo que hacemos. El narrador es independiente de los circuitos, que son los verdaderos causantes de nuestras emociones y conductas, por lo que se ve obligado a hilar rápidamente una narrativa que tenga sentido (y a menudo que tenga un componente de heroísmo) sobre lo que hacemos y por qué lo hacemos. Según el profesor Nicholas Epley, a raíz de estos descubrimientos «los psicólogos han dejado de pedir explicaciones a la gente sobre las causas de sus pensamientos y conductas, a no ser que les interese nuestra capacidad narrativa». [135] En esta línea, un neurocientífico colega del profesor Leonard Mlodinow comentaba que los años que había dedicado a la psicoterapia le habían permitido construir una narrativa útil acerca de sus sentimientos, motivaciones y conductas, «¿pero es cierta esa narrativa? Probablemente, no. La verdad reside en estructuras como mi tálamo y mi hipotálamo, y en mi amígdala, y no puedo acceder a ellas de un modo consciente por mucho proceso de introspección que logre poner en marcha».[136] La terrible y fascinante verdad sobre la condición humana es que ninguno de nosotros tenemos realmente la respuesta a la cuestión dramática que nos atañe. No sabemos por qué hacemos lo que hacemos ni por qué nos sentimos como nos sentimos. Cuando teorizamos sobre las razones por las que estamos deprimidos,

confabulamos; cuando justificamos nuestras convicciones morales, confabulamos; y confabulamos también cuando tratamos de explicar por qué nos ha conmovido una pieza musical. El concepto que tenemos de nosotros mismos es obra de un narrador poco fiable, que además nos induce a creer que tenemos un total control sobre nosotros mismos. Nos induce a creer que sabemos quiénes somos de verdad, pero no es así. He aquí la razón por la que vivir puede llegar a suponer tal esfuerzo y por la que nos decepcionan las conductas inexplicables y autodestructivas. Por eso nos chocan nuestros propios comentarios inesperados. Por eso nos reñimos a nosotros mismos, nos sermoneamos y nos preguntamos: «¿En qué demonios estaría yo pensando?». Por eso mismo nos desesperamos y nos preguntamos si seremos capaces de aprender alguna vez. En las narraciones, la cuestión dramática se despliega de manera tan incesante e inesperada porque ni los propios protagonistas conocen la respuesta. Van descubriendo paso a paso quiénes son a medida que avanza la presión del drama. Y cuando se produce un giro dramático, suelen ser los primeros sorprendidos. Cuando leemos cosas como «se escuchó a sí misma diciendo» o «se vio a sí mismo haciendo», lo más probable es que estén entrando estas fuerzas en juego. A los personajes —igual que a los lectores y a los espectadores— se les plantean nuevas y fascinantes respuestas a la cuestión dramática. Los personajes suelen ser un misterio para sí mismos, hasta tal punto que parecen ignorar por completo cuáles son sus verdaderos sentimientos y motivaciones. Kate Grenville expone brillantemente en La idea de la perfección la diferencia entre la confabulación de los personajes y la realidad de quienes son cuando se produce el encuentro entre Felicity Porcelline, una mujer casada, y el carnicero del pueblo, Alfred Chang. Felicity está convencida de que Alfred está enamorado de ella. La situación le incomoda tanto que opta por hacer tiempo a la puerta de la tienda de él esperando a que llegue otro cliente para poder entrar a la vez. Una tarde, Felicity aparece por la tienda después del cierre para pedir un favor y se encuentra a solas con Alfred. La escena que se desarrolla a continuación nos hace dudar sobre quién desea a quién. Cuando Felicity ve a Alfred por primera vez siente «un pequeño pálpito de algo..., como aprensión o miedo escénico, pero no era eso». Su narradora elabora una confabulación para explicar esta sensación tan aguda: «Saber que él estaba enamorado de ella». Los ojos de Felicity escrutan el rostro y el cuerpo de Chang

y se detienen en la apertura de su camisa. «Atisbé un pliegue de su estómago color miel y su ombligo pequeño y pulcro». Mientras conversan, se sorprende a sí misma llamándolo por su nombre de pila. «Nunca lo había hecho hasta entonces y no acertaba a entender por qué lo había hecho ahora. Esto le animaría a dar un paso adelante». Cuando él se ajusta los pantalones, ella ve «un bulto justo ahí. Además, estaban algo desgastados justo alrededor de la bragueta. Naturalmente, apartó la vista, pero no pudo evitar advertir ambas cosas. Los pantalones estaban realmente muy desgastados. De pronto escuchó su propia risa nerviosa». Forzó una «leve sonrisa, justo para estirar la piel de su rostro de forma bonita». Le sorprenden sus propios comentarios sobre las fotos familiares. «Son unas fotos preciosas —comenta con entusiasmo—. Tan… íntimas”. Esa no era la palabra que quería emplear. Íntimas. No sonaba del todo apropiada. Antes de que la palabra cobrara relevancia en aquel instante de silencio, se apresuró a seguir hablando». En aquel momento, a Felicity le habría escandalizado por completo la idea de que iba a acabar en la cama con Alfred. En cambio, a usted y a mí no nos sorprendería en absoluto. Ese «pequeño pálpito de algo» que siente al verlo por primera vez no es más que la expresión de su propio deseo. Como Jedediah Leland al observar el comportamiento de su viejo amigo Kane, vemos con claridad las respuestas a la pregunta dramática ante la cual la propia Felicity se muestra ciega. La escena funciona magníficamente porque la respuesta cambia constantemente, párrafo a párrafo, y nos atrapa frase a frase.

3.1. Múltiples yos; el personaje tridimensional

Durante años he luchado contra mis antojos y adicciones. En la mediana edad, lucho contra las relacionadas con la comida. Como la cultura en la que estoy inmerso está obsesionada por la perfección del cuerpo y por la juventud, y puesto que esa cultura me habita, me veo a mí mismo embarcado en una cruzada para lograr que mi barriga tenga el mismo aspecto que cuando tenía dieciocho años. Lo que me han enseñado todas las tediosas batallas que he librado contra mí mismo es que estoy en constante proceso de cambio.

Los lunes por la mañana, tras las copiosas cenas del fin de semana, me convierto en el mismísimo Capitán Abstemio: estoy convencido de mi rectitud y defiendo mis valores victorianos. Me dispongo a ordenar los cajones y poner orden a mi vida. Cuando llega el miércoles a las 17:00 horas, sin embargo, no queda ni rastro del Capitán Abstemio. Ha sido sustituido por don Viva la Vida, al que le resulta patético que a un hombre en la cuarentena le agobie tener algún michelín que otro. Se merece un capricho después de lo bien que se ha portado toda la semana. ¿Qué clase de persona serías si te castigaras por un trocito de roquefort? ¡Qué actitud más triste, fútil y absolutamente victoriana! He llegado a la conclusión de que la cuestión del autocontrol no tiene que ver con la fuerza de voluntad. Tiene que ver con que a uno lo habiten distintas personas con distintos valores y objetivos, que van desde la que se empeña en llevar una vida saludable a la que solo quiere ser feliz. Al igual que construimos modelos de todo aquello que hay en el mundo, en el interior de nuestras cabezas habitan modelos distintos de nuestro ser en constante pugna por obtener el control. Dependiendo del momento y de las circunstancias, predomina una versión u otra de nosotros mismos que se convertirá en el narrador neuronal y que argumentará a favor de su causa apasionada y convincentemente, y que, por lo general, ganará la batalla. Bajo el nivel de nuestra consciencia hay una democracia desordenada de miniyós que, según el neurocientífico y profesor David Eagleman, se encuentran «atrapados en una batalla permanente» por el control. Nuestra conducta «no es más que el resultado final de esas batallas».[137] Nuestro narrador confabulador «trabaja de sol a sol para armar un esquema lógico aplicable a nuestras vidas cotidianas: ¿qué acaba de pasar y cuál ha sido mi papel en el incidente?». La creación de narraciones, añade, «es una de las principales empresas en las que se embarca nuestro cerebro. Y lo hace con el único reiterado objetivo de dotar de sentido a las distintas acciones multifacéticas que se producen en el seno de dicha democracia».[138] Nuestra multiplicidad puede apreciarse, por ejemplo, en las personas aquejadas por el síndrome de la mano ajena. En estos pacientes, un comportamiento que normalmente habría sido reprimido toma el control independiente de una extremidad. El neurólogo alemán Kurt Goldstein recuerda el caso de una mujer cuya mano izquierda «se le agarraba al cuello e intentaba estrangularla, y solo podía arrancársela por la fuerza».[139] El neurólogo americano Todd Feinberg trató a un paciente cuya mano «coge el teléfono y se niega a darle el auricular a la otra mano».[140] La BBC contó en una ocasión la historia de una paciente a la

que su médico le preguntó por qué se estaba quitando la ropa. Ella explicó: «Hasta que él me lo dijo, yo no me había dado cuenta de que mi mano izquierda me estaba desabrochando la camisa. De modo que empecé a abotonármela con la mano derecha y, tan pronto como terminé, la mano izquierda empezó a desabrocharla de nuevo».[141] Su mano ajena le quitaba cosas del bolso sin que ella lo advirtiera: «Llegué a perder un montón de cosas antes de darme cuenta de lo que estaba pasando». El profesor Michael Gazzaniga describe el caso de un paciente que agarraba a su mujer con la mano izquierda zarandeándola violentamente mientras con la derecha intentaba defenderla. En una ocasión, Gazzaniga vio cómo la mano izquierda del paciente agarraba un hacha. «Abandoné la escena discretamente».[142] Nuestra multiplicidad se manifiesta en nuestras distintas reacciones emocionales. Cuando nos enfadamos es como si fuéramos una persona distinta, con unos valores y objetivos diferentes a cuando sentimos nostalgia, nos deprimimos o nos entusiasmamos por algo. En nuestra edad adulta, estamos acostumbrados a que se produzcan estos cambios extraños en nuestro ser y aprendemos a experimentarlos como algo natural, fluido y organizado. Para los niños y las niñas, sin embargo, esta experiencia de transformarse en otra persona involuntariamente puede llegar a ser muy perturbadora. Es como si un hada mala convirtiera en bruja a la princesa por arte de magia. En su clásico y pionero en la materia Psicoanálisis de los cuentos de hadas, el psicoanalista Bruno Bettelheim afirma que la principal función de los cuentos de hadas es precisamente dotar de sentido a estas transformaciones tan aterradoras. Durante la infancia, nos resulta difícil aceptar conscientemente que cuando estamos muy enfadados «deseemos destruir a aquellos de quienes depende nuestra propia existencia. De lo contrario, tendríamos que aceptar que nuestras propias emociones nos dominan hasta tal punto que carecemos de control sobre ellas, y esa posibilidad da mucho miedo».[143] Los cuentos de hadas convierten a esos diversos yos internos que tanto tememos en personajes de ficción. Una vez que se definen y salen a la luz, nos resultan más manejables. Los relatos en los que aparecen estos personajes enseñan a los niños y las niñas que, si luchan con valentía, pueden controlar al yo malvado que llevan dentro y ayudar a que se imponga el bueno. «El niño podrá empezar a resolver sus inclinaciones contradictorias cuando sus ilusiones se encarnen en un hada buena; sus deseos destructivos en una bruja; sus miedos en un lobo feroz; su conciencia en un sabio con el que el protagonista se topa en una aventura; y

sus celos furiosos en un animal que saca los ojos a sus rivales —escribe Bettelheim—. Con ello, el niño se sentirá cada vez menos fagocitado por un caos ingobernable».[144] Obviamente, esta idea de multiplicidad tiene sus límites. No nos transformamos completamente como Jekyll y Hyde. Tenemos una personalidad central que está mediada por la cultura y por las experiencias tempranas, y que se mantiene relativamente estable a lo largo de nuestra vida. Pero esa personalidad central es un eje en torno al cual nos movemos constantemente y con cierta flexibilidad. Nuestra conducta en un momento determinado es una combinación de nuestra personalidad y de la situación en sí. Los personajes de las buenas historias reflejan esta característica. Son personajes «tridimensionales», como poco. Por un lado, nos resultan reconocibles y, por el otro, están constantemente en proceso de transformación a medida que cambian sus circunstancias. Hay una escena en el libro Pregúntale al polvo, de John Fante, que capta muy bien esta cuestión. La novela versa sobre el joven Arturo Bandini y su amor no correspondido por la camarera Camila López. El personaje de Bandini cobra vida con sus múltiples caras en una escena oscura a la par que dinámica y muy convincente que tiene lugar cuando visita a Camila en el Columbia Buffet donde ella trabaja. Bandini la observa riéndose con unos clientes y arde de celos. La llama muy educadamente diciéndose para sus adentros: «Sé bueno con ella, Arturo. Disimula». Le pregunta si se pueden ver más tarde y ella le responde que está muy ocupada. Él le pide con «dulzura» que cancele sus compromisos. «Tengo que verte. Es muy importante». Ante la nueva negativa de ella, se despierta su ira. Tira su silla de un empujón hacia atrás y grita: «¡Vas a reunirte conmigo, rata de alcantarilla!». Después se marcha muy ofendido y la espera en el coche diciendo para sus adentros: «No es tan despampanante como para rechazar una cita con Arturo Bandini. ¡Dios, cómo la odio!». Cuando ella por fin sale del local, Bandini intenta obligarla a que se vaya con él. Después de un forcejeo, ella se escapa con un camarero y Bandini se queda recociéndose en el desprecio a sí mismo.

Bandini el bobo, el cretino, el gusano, el gilipollas. Pero no podía remediarlo.

Consulté la cédula fiscal del vehículo y tomé nota de la dirección. Estaba cerca del cruce entre la Veinticuatro y Alameda. No podía remediarlo. Fui andando hasta Hill Street y tomé un tranvía que pasaba por Alameda. La situación me intrigaba. Se había puesto al descubierto una faceta desconocida de mi carácter, el aspecto animal, el aspecto tenebroso, el fondo ignoto de un Bandini nuevo. Al cabo de unas cuantas manzanas, sin embargo, fui cambiando de humor. Bajé del tranvía cerca del puerto. Estaba a tres kilómetros de Bunker Hill, pero volví andando. Cuando llegué a mi habitación me dije que había terminado para siempre con Camila López.

Fante describe en este fragmento todas las contradicciones y la multiplicidad inherente a la personalidad de Bandini. Tan pronto la quiere como la odia. Tan pronto le domina la arrogancia como se siente un idiota y un canalla. La necesidad de acosarla emerge con urgencia de su subconsciente. Cuando se disipa repentinamente, no se cuestiona la locura de su propio cambio repentino. Es la imagen de un hombre a lomos de las fuerzas tumultuosas de su propio cerebro oculto. Apenas logra mantener intacta su ilusión de autocontrol. No es difícil establecer un paralelismo entre esta escena y aquellas manos ajenas capaces de reaccionar involuntariamente desabrochando, estrangulando o intentando coger un hacha. La eficacia de su estructura reside en que hay una relación causal coherente entre los acontecimientos; uno da lugar al otro inesperada y sucesivamente. La escena es eficaz porque plantea y responde a la cuestión dramática esencial: ¿Quién es Bandini en realidad?

3.2. Las dos capas narrativas: cómo la lucha del subconsciente del personaje crea la trama

Nadie se pone de acuerdo sobre cuál es el árbol más fotografiado del mundo. Algunos dirían que es un ciprés en Monterrey, California, otros que un pino de Jeffrey del cercano valle de Yosemite, y otros afirmarían que un sauce del lago Wanaka, en Nueva Zelanda. Incluso aunque nunca los hayamos visto, lo más probable es que podamos hacernos una idea de su aspecto. Nos los imaginamos

erguidos y solitarios, rodeados de cielo, ríos o rocas. Millones de cerebros se han sentido atraídos por las verdades ocultas o semiocultas que parecen emanar de estos árboles únicos. Desencadenan algo en el subconsciente de los fotógrafos que proporciona a estos un placentero golpe de sentimiento. Solitarios, valientes, hermosos e implacables, quienes se detienen a fotografiar estos árboles en realidad se están fotografiando a sí mismos. Estas fotografías revelan que la consciencia humana opera a dos niveles. En el nivel superficial se desarrolla el drama de nuestras vidas cotidianas: la confluencia entre la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato que nos narra la voz interna inventora de héroes. Por debajo de este, se encuentra el nivel subconsciente de los modelos neuronales, una fosa abisal de sentimientos, ansias y recuerdos rotos en constante lucha por obtener el control. Las historias que contamos operan también en estos niveles. Como afirma el psicólogo Jerome Bruner, configuran «dos esferas: una, el paisaje en el que se desarrolla la acción, y la otra, el paisaje que configura la mente y en el cual se desarrollan los pensamientos y sentimientos de “los protagonistas”».[145] La capa superficial de la trama, la capa consciente, nos permite experimentar las causas y los efectos manifiestos que configuran el drama. Por debajo de esta, se agita el lado subconsciente de la narración, el del simbolismo y la fragmentación, donde los personajes son contradictorios, polifacéticos y sorprendentes incluso para sí mismos. A menudo, los instantes más conmovedores de una narración se producen cuando esa capa subconsciente irrumpe en primer plano. Jill Soloway consiguió que se me saltaran las lágrimas en la serie de televisión Transparent cuando el personaje de Josh Pfefferman reacciona de un modo sorprendente incluso para sí mismo. La serie narra las repercusiones de la decisión del patriarca de una familia de hacer la transición a mujer, pasar de Mort a Maura. Josh, el hijo de Maura, es un chico jovial, irónico y buena persona. Es un ejecutivo de una compañía discográfica y es extremadamente moderno, siempre dispuesto a apoyar el viaje de Maura La cosa, sin embargo, se le pone complicada a Josh. Hacia el final de la segunda temporada, conduce el coche en el que va con los miembros de una banda y empieza a hacer comentarios poco habituales en él: «¡Menudo tráfico! Lo hacen

aposta para que no dé tiempo a llegar a ningún sitio. Esto es una puta conspiración». Toca el claxon a los demás conductores. «¡Muévete, pedazo de gilipollas! ¡Me están encajonando, joder!». Josh está empezando a perder el control. La mujer que va de copiloto le insiste para que aparque el coche. Josh está hiperventilando. Poco después lo vemos yendo a casa de su madre, Shelly; pero ella no está. Le abre la puerta el nuevo novio de esta, Buzz. «Nada tiene sentido —le dice a Buzz—, pensé que a estas alturas todo tendría sentido, pero se me está yendo de las manos». Buzz, con su cola de caballo gris y su camisa hippy, pertenece a otra generación. Su modelo del mundo proviene de una época pasada. Sugiere a Josh que lo que le pasa es que aún está en estado de shock por la «pérdida» de su padre. Josh le contradice, no se ha muerto nadie. —¿Piensas que echo de menos a Mort? —pregunta Josh enfadado. —¿Tú que opinas? —dice Buzz. —Bueno, es políticamente incorrecto plantear que puedas echar de menos a alguien que ha hecho la transición, así que… —Esto no tiene nada que ver con lo que es o no correcto, Joshua, esto tiene que ver…, tiene que ver con el dolor. Con el duelo. ¿Has llorado la pérdida de tu padre? ¿Has hecho el duelo? —¿De mi padre? ¿Quieres decir como si lo hubiera perdido? No, yo… ¿Cómo se hace eso? Tras un instante de silencio entre ambos, Josh se derrumba en brazos de Buzz y rompe a llorar. En las buenas narraciones hay una constante interacción entre el mundo manifiesto del drama y el mundo subconsciente de los personajes. El lío que se desarrolla en la superficie suele repercutir en el subconsciente, provocando un auténtico seísmo en el personaje. En palabras del psicólogo y profesor Brian Little, «en esencia, todo individuo es un científico que plantea y contrasta distintas hipótesis acerca del mundo y las revisa a la luz de su propia experiencia».[146] La respuesta a la cuestión dramática cambia a medida que se producen cambios sutiles en el subconsciente. Y a media que se transforma el personaje, esto a su vez altera su conducta en el nivel manifiesto de la narración.

Y así sucesivamente. Así es como deberían desarrollarse las tramas: a partir de los personajes. El modelo subconsciente del mundo se empieza a agrietar desde el detonante dramático de la trama, cuando el drama los engulle. Los personajes intentan recuperar el control. Fracasan en el intento. Incluso agravan la situación. Su modelo neuronal del mundo empieza a hacer aguas por todas partes y entran en un estado de pánico y desorden subconsciente. A medida que se fraccionan y descomponen sus modelos del mundo, afloran los deseos, pensamientos y versiones del yo anteriormente reprimidos, que ahora se hacen dominantes. Podría decirse que el cerebro está experimentando nuevas formas de controlar su entorno. Puede que los personajes reaccionen de forma inesperada para ellos, como le ocurre a Antonio Bandini cuando se convierte de pronto en acosador. Este tipo de conductas inesperadas pueden ayudarles a aprender algo nuevo sobre sí mismos, como en el caso de Josh Pfefferman cuando rompe a llorar. Algunas de las escenas más memorables del drama nos permiten ver cómo la cuestión dramática se debate en la mente del personaje. En estas escenas, el personaje se nos presenta escindido y en un estado de conflicto interior. Por ejemplo, puede que lo que nos digan sea contradictorio con sus conductas, hasta tal punto que pudiera parecer que son manifestaciones de dos versiones distintas de un mismo ser. No somos capaces de saber cómo van a reaccionar. Los vemos cambiar ante nuestros propios ojos. Y así la trama avanza en toda su profundidad, verdad e imprevisibilidad, y cada nuevo desarrollo proviene del personaje. Paso a paso y escena a escena, los personajes y la trama interactúan y se influyen mutuamente. En el proceso, los personajes se enfrentan al hecho de que ya no controlan su entorno y, poco a poco, se ven obligados a reconsiderar sus creencias acerca del mundo. Se pone en entredicho su preciada teoría del control. Bajo la capa de la conciencia se están planteando a sí mismos necesaria y repetidamente la cuestión dramática indispensable: ¿quién soy?, ¿cómo tendría que ser para hacer las cosas bien? La obra maestra cinematográfica de Robert Bolt y Michael Wilson, Lawrence de Arabia, se rige por este proceso. El defecto de carácter de Lawrence podría definirse más o menos como una vanidad que se manifiesta adoptando la forma de rebeldía. Es un personaje bastante insolente y vanidoso. Esa es su estrategia

para poder controlar el mundo de las personas que tiene alrededor y sentirse superior, como en la escena del principio de la película en la que se jacta de apagar una cerilla con los dedos. Es un teniente del Ejército británico durante la Primera Guerra Mundial. Se niega a hacerle el saludo a su superior, el general Murray, que a su vez se queja: —La verdad, Lawrence, se me hace complicado distinguir si es usted un maldito maleducado o un simple bobo. —Yo tengo el mismo problema, general. —Cállese. —Sí, señor. A Lawrence lo envían a Oriente Medio en una misión de los servicios de inteligencia. El detonante dramático tiene lugar durante el viaje por el desierto para emprender su misión, cuando un líder árabe, Sherif Alí, mata de un disparo a su guía local por haber bebido de su pozo. Este cambio inesperado conecta directamente con la errónea teoría del control de Lawrence, que se basa en la rebeldía y la vanidad. Reacciona de una forma inesperada. Su defecto de carácter le impide rebajarse a huir para salvar la vida, así que, en lugar de ello, amonesta con grandilocuencia al asesino: «¡Sherif Alí! Mientras los árabes luchen tribu contra tribu, serán un pueblo insignificante, idiota y bárbaro, un pueblo voraz, asesino y cruel. ¡Como tú!». Se disipa la imagen del bobo insolente de las anteriores escenas. Se acaba de plantear la cuestión dramática. Lawrence recupera su vanidad rebelde tras el brutal ataque de los turcos contra los árabes. Se implica con la causa de estos y sugiere que recorran a pie el infernal desierto de Nefud para atacar por sorpresa el fuerte turco. Durante el viaje, Lawrence monta una escena fruto de su defecto de carácter cuando insiste, en contra de la opinión de todos los demás, en la necesidad de emprender un nuevo y extremadamente peligroso viaje de vuelta al desierto para rescatar a un soldado árabe extraviado. Cuando Lawrence por fin regresa habiéndolo encontrado, los árabes lo reciben con vítores. Una vez más, vemos cómo la primera capa del drama influye sobre la segunda capa subconsciente. Su teoría del control —la vanidad y la rebeldía permiten que uno obtenga lo que quiere— ha demostrado ser acertada. De modo que el personaje se torna aún más vanidoso y rebelde. La tribu lo acepta como un miembro más. En una escena

profundamente simbólica, Sherif Alí, el hombre que mató a su guía, quema su ropa occidental y lo viste con «los ropajes de un Sherif». La vanidad de Lawrence se acrecienta aún más cuando logra que los árabes salgan victoriosos del asalto al fuerte turco. Bajo la capa superficial del drama, no obstante, algo ha empezado a hacer aguas. Justo antes de que se produzca el asalto al fuerte, Lawrence se ha visto obligado a ejecutar a un hombre para evitar un enfrentamiento entre las distintas facciones de las fuerzas árabes. Tras el asalto al fuerte conduce a sus hombres por error a unas arenas movedizas. Uno de ellos muere. Ambas experiencias lo perturban. Cuando por fin logra salir del desierto y alcanza la costa del Canal de Suez, un motorista lo atisba desde la orilla opuesta. El hombre, extrañado de ver a un blanco vestido con el atuendo de un árabe emerger de las arenas del desierto, grita desde el otro lado: «¿Quién es usted? ¿Quién es usted?». La cuestión dramática inunda el tórrido ambiente, la cámara se detiene sobre el rostro preocupado de Lawrence. ¿Quién es él en realidad? ¿El que le dicta su defecto de carácter? ¿Es un hombre extraordinario? ¿O es un hombre normal y corriente? Esta es la pregunta sobre la que se erige cada escena de esta apasionante película. Por el momento, todo parece indicar que, en efecto, se trata de un hombre extraordinario. Su teoría del control ha funcionado. Su rebeldía y su vanidad le han llevado a obtener un éxito tras otro. ¡Celebramos la forma en que amonesta al asesino Sherif Alí! ¡Aplaudimos cuando rescata al soldado! ¡Cuando gana la batalla, nuestro clamor no puede ser mayor! no obstante, si la historia no tuviera mayor trasfondo, difícilmente habría ganado siete estatuillas de la Academia. La presión dramática va resquebrajando poco a poco el modelo que Lawrence tiene del mundo. Puede que su teoría del control le permita obtener enormes victorias, pero le está provocando a la vez un profundo sufrimiento subconsciente. El primer indicio que percibimos de los oscuros cambios que Lawrence está padeciendo se produce cuando, al regresar del desierto, el general Murray lo asciende y le pide que regrese. Lawrence rechaza la oferta. «He asesinado a dos hombres —explica—. Quiero decir a dos árabes. Uno no era más que un chico. Ayer mismo. Lo conduje hasta las arenas movedizas. El otro era un hombre… Tuve que ejecutarlo con mi pistola. Y hubo algo al respecto que no me gustó». —Naturalmente —respondió Murray.

—No, se trata de otra cosa —explica Lawrence—. Disfruté. En esta escena tan sumamente dramática vemos a un Lawrence dividido. Ha aprendido a controlar el mundo manteniéndose fiel a su vanidad, que adopta la forma de rebeldía. Su teoría del control le ha proporcionado enorme éxito. Lo ha convertido en un hombre extraordinario. Sin embargo, también ha tenido efectos inesperados. Le ha permitido atisbar el tipo de hombre en el que se está convirtiendo y el verdadero significado del «éxito», y le ha parecido terrorífico. Sus superiores del Ejército, no obstante, ignoran su petición. Y saben muy bien cómo convencer a un hombre vanidoso como él: afianzando su debilitada teoría del control. Le hablan de sus proezas sobrehumanas en el desierto y le proponen para recibir una medalla por ellas. Le dicen que es un magnífico soldado. Extraordinario. La manipulación por parte de sus superiores surte efecto precisamente por la naturaleza del defecto de carácter de Lawrence. Este regresa al desierto más vanidoso y rebelde que nunca. Encabeza el ataque a un tren turco. Los árabes lo saquean y jalean a Lawrence como si se tratara de un dios viviente: «¡Lawrence! ¡Lawrence! ¡Lawrence!». Su defecto de carácter anida cada vez más en su interior. Empieza a exigir a sus hombres lo imposible: «¿Quién quiere caminar conmigo por encima de las aguas?». Cuando Sherif Alí le reprocha que está exigiéndoles demasiado, Lawrence le espeta: «Harán cualquier cosa que les pida… ¿Acaso crees que soy un hombre cualquiera, Alí?». Lawrence se ha vuelto tan vanidoso y rebelde que se comporta como si tuviera poderes mágicos. Decide merodear por una guarnición turca, acompañado por Sherif Alí, que le sigue muy nervioso, y chapotear en los charcos, totalmente convencido de que pasará desapercibido a pesar de la llamativa blancura de su piel. —¿No se da cuenta de cómo lo miran? —le susurra Alí. —Tranquilo, Alí —responde—. Soy invisible. Obviamente, no lo es. El enemigo captura a Lawrence y lo tortura brutalmente. Le dan una paliza tal que se da cuenta a la fuerza de que su teoría del control estaba equivocada. Sus creencias fundamentales acerca de sí mismo eran erróneas, tremendamente erróneas. De vuelta a su cuartel, ensangrentado, entrega al general Murray por escrito su solicitud para abandonar Arabia.

—¿Por qué razón? —le pregunta Murray. —Lo cierto es que soy un hombre cualquiera —responde Lawrence. Murray, no obstante, sabe perfectamente cómo camelarlo. —Es usted el hombre más extraordinario que he conocido jamás. —Déjeme en paz —le ruega Lawrence—. Déjeme en paz. —No suena muy convincente. —Sé que no soy un hombre cualquiera. —No me refiero a eso. —¡De acuerdo! Soy un hombre extraordinario, ¿y qué? —responde Lawrence. Poco después, en la que constituye la escena más emblemática de la película, vemos a Lawrence encabezando un cruento ataque de los árabes contra los turcos, que acaban emprendiendo la huida. «¡Ningún prisionero! —grita—, ¡ningún prisionero!». Cuando se queda sin balas empieza a acuchillar con su daga con furia al enemigo. Sherif Alí, el mismo hombre a quien acusó de «bárbaro» y «asesino» al comienzo de la película, le ruega que pare. Empapado de sangre y rodeado de cadáveres, Lawrence levanta el arma ensangrentada y mira con horror su reflejo en la hoja de la daga. Las narraciones como esta son como la vida misma, una conversación constante entre el plano consciente y el subconsciente, el texto y el subtexto, con causas y efectos oscilando entre ambos niveles. Por muy increíbles y exageradas que resulten, lo cierto es que nos cuentan algunas verdades sobre la condición humana. Creemos que podemos ejercer el control sobre nosotros mismos, pero el mundo y las personas que nos rodean nos transforman constantemente. La diferencia es que, en la vida real, al contrario que en la narrativa, la cuestión dramática que interroga sobre nuestra propia existencia no acaba de obtener una respuesta definitiva y verdaderamente satisfactoria.

3.3. La narrativa moderna

Las tragedias como Lawrence de Arabia pueden ser especialmente útiles a efectos de análisis, porque las causas y los efectos del cambio de los personajes suelen tener mayor énfasis en la narración y, por tanto, son más claros de ver. Esto es común a todas las historias arquetípicas, incluso en los casos en los que el proceso no es tan evidente. Todas versan sobre personalidades con defectos de carácter a las que se les ofrece una oportunidad para cambiar. Que la historia tenga un final feliz o no depende de si el personaje sabe aprovechar las oportunidades que se le brindan. En algunos casos deciden cambiar para bien, como Ebenezer Scrooge en Un cuento de Navidad, de Charles Dickens, o como Charlie Simms y el teniente coronel Frank Slate, los protagonistas de la película Esencia de mujer, de Bo Goldman, ganadora de un Óscar para gran alegría del público. Sin embargo, pase lo que pase, casi siempre nos quedamos con la duda sobre cuáles eran realmente las conclusiones a las que el autor quería que llegáramos. Las últimas escenas resuelven la pregunta dramática planteada. Dejamos la historia con esa maravillosa sensación de que algo, aunque quizá no de un modo del todo consciente, se ha completado. La narrativa moderna es distinta. Si bien es cierto que se basa en el mismo vaivén entre el drama que se desarrolla en la superficie y el cambio que se produce en el subconsciente, suele ser más ambigua en lo relativo a las causas y los efectos. Los personajes cambian, pero no están tan claros los mecanismos por los que la trama motiva esos cambios ni cuál es el mensaje que supuestamente debemos deducir de ellos. Dejan un mayor espacio al lector para que introduzca sus propias interpretaciones en el texto. En su relato breve «El pasajero», Franz Kafka nos ofrece un enigmático vaivén de causas y efectos entre la consciencia y el subconsciente. Nos habla de un hombre inseguro que duda sobre el lugar que ocupa en el mundo durante un trayecto en tranvía. Por un momento, se entretiene contemplando algunos detalles sueltos de una mujer que aguarda para bajarse en la siguiente parada: la postura de sus manos, su nariz, la sombra que su oreja proyecta sobre su rostro. Estas observaciones que realiza conscientemente provocan reflexiones algo más profundas en su subconsciente. Se pregunta: «¿Cómo es posible que no esté asombrada de sí misma, que sus labios estén cerrados y no digan nada por el estilo?». En el relato se invita al lector a ponderar la conexión entre los dos niveles, la relación armónica que se establece entre ambos, con un estilo parecido a las estructuras narrativas de las historias orientales, como el

Kishõtenketsu. En La señora Dalloway, Virginia Woolf aborda estos vaivenes entre la consciencia y el subconsciente en una secuencia más extensa, puesto que la obra transcurre a lo largo de un día en la vida de su epónima Clarisa, y de los personajes que giran a su alrededor, mientras realiza los preparativos para una fiesta. La protagonista no se dirige al lector, como es habitual en las narraciones en primera persona. Más bien es un monólogo interior de la protagonista que narra tanto la sucesión de los acontecimientos externos como sus pensamientos, sus recuerdos o instantes repentinos de lucidez, hasta componer el mundo interior del personaje de forma convincente y reveladora. Knut Hamsun recurre a un estilo similar en Hambre para narrar la lucha de su personaje anónimo por sobrevivir mental y físicamente mientras intenta ganarse la vida como escritor. La novela, publicada en 1890, es una clarividente exploración de los entresijos de la cognición humana. En la obra, el personaje central se describe a sí mismo con desasosiego como «un mero campo de batalla en el que lidian fuerzas invisibles». Cuando se topa con una mujer atractiva «le posee un extraño deseo» de amedrentarla y empieza a «hacer muecas» a sus espaldas. «Tuve a bien decirme que me conducía como un idiota, pero de nada me sirvió». Una mañana, por alguna razón desconocida, los ruidos que provenían de la calle estimularon su estado de ánimo. «Era fuerte como un gigante y hubiera podido detener un coche con un hombro… Me puse a canturrear sin ningún motivo». Desesperado, intenta empeñar una manta raída y el prestamista lo humilla mandándole a paseo. Al volver a casa: «Una vez allí, hice como si nada hubiese ocurrido; extendí de nuevo la colcha en la cama, la desarrugué bien, como tenía por costumbre, e intenté hacer desaparecer toda huella de mi última tentativa. ¡Parecía increíble! Necesitaba haber perdido el juicio para decidirme a hacer semejante canallada; cuanto más pensaba en ello, más increíble me parecía. Debió de ser un acceso de debilidad, un relajamiento de los resortes de mi conciencia que me había cogido desprevenido». Mucho antes de que la ciencia llegara a las mismas conclusiones, Hamsun logra mostrar hasta qué punto tenemos personalidades múltiples y confabuladoras. Somos como patinadores deslizándonos sobre la fina capa de la cordura, inmersos en el campo de batalla de las fuerzas invisibles de nuestras propias mentes subconscientes.

3.4. Querer y necesitar

No es raro encontrarnos con un personaje que, aunque quiere algo conscientemente, necesita algo totalmente diferente subconscientemente. Robert McKee, experto en escritura de guiones, afirma: «Los personajes más memorables y fascinantes suelen tener deseos tanto conscientes como inconscientes. Si bien la necesidad subconsciente pasa inadvertida a estos protagonistas complejos, el público sí la percibe y, por tanto, percibe su contradicción interna. Los deseos conscientes e inconscientes de un protagonista multidimensional son contradictorios entre sí. Lo que él cree que quiere es la antítesis de lo que necesita real e inconscientemente».[147] En el premiado guion de American Beauty, Alan Ball se centra en un personaje de estas características. Cuando conocemos a Lester Burnham, de cuarenta y dos años, nos topamos con un hombre que sufre el acoso de su jefe, de su hija y, sobre todo, de su despectiva e infiel esposa. Se siente atrapado e infeliz, en plena crisis de la mediana edad, y decide que su felicidad pasa por volver a sentirse joven y libre de preocupaciones. Se compra un coche deportivo, empieza a hacer gimnasia en el garaje, encuentra un trabajo en una hamburguesería y fuma marihuana. Planta cara a su jefe y a su mujer. Buena parte de la trama superficial versa, no sin dosis de humor negro, sobre los repetidos intentos de Lester de acostarse con Angela, la mejor amiga de su hija y, aparentemente, una joven experimentada y con mucho mundo. Cuando por fin tiene la oportunidad de hacerlo, se nos muestra la contradicción entre sus deseos conscientes, superficiales y a corto plazo, y sus profundas necesidades subconscientes. Tumbada semidesnuda debajo de él, Angela confiesa que no es tan experimentada como parecía: «Es mi primera vez». «¿En serio?», exclama Lester. Se desmorona y se niega a seguir. Angela se disgusta. Lester la envuelve en una manta y la abraza mientras ella solloza; en el fondo, es un adulto responsable. Lester quería volver a ser joven, sin embargo, lo que en realidad necesitaba era madurar y sentir que tenía poder. En este instante conmovedor y revelador en el que vemos emerger desde su subconsciente una mejor versión de sí mismo,

advertimos que la respuesta a la cuestión dramática se ha pasado al lado contrario. La escena adquiere una fuerza adicional, pues no solo revela la transformación de Lester en un personaje distinto del que pensábamos que era, sino también la transformación de Angela. En las grandes narraciones, cada personaje principal se ve alterado de alguna manera por las relaciones interpersonales. Cada vez que colisionan entre ellos salen catapultados, lo que provoca nuevos choques, y así ocurre sucesivamente a lo largo de toda la trama, configurando un vaivén de cambios fascinante.

3.5. El diálogo

En las narraciones el tiempo se comprime. Una vida entera puede contarse en tan solo noventa minutos y, aun así, parecernos completa. Precisamente esa capacidad de síntesis es la que logra que un diálogo nos atrape. Las palabras que expresan los personajes deben parecernos reales y cargadas de sentido, y convertirse en una fuente enriquecedora de datos para que el cerebro pueda elaborar sus modelos. El discurso debería estar repleto de hechos relevantes que puedan ser absorbidos con avidez por los lectores y espectadores, cuyos cerebros hipersociales construyen rápidamente modelos de la mente de los personajes de ficción. La fuerza de algunos de los diálogos más famosos de la historia del cine reside en la densidad de información narrativa que encierran, como si toda la historia estuviera empaquetada en tan solo unas pocas palabras:

Me encanta el olor a napalm por la mañana. —Apocalipsis Now, FRANCIS FORD COPPOLA, JOHN MILIUS, MICHAEL HERR

Ojalá supiera cómo dejarte. —Brokeback Mountain, LARRY MCMURTRY y DIANA OSSANA, a partir del texto de ANNIE PROULX

¡Estoy más que harto y no pienso seguir soportándolo! —Network, PADDY CHAYEFSKY

El mejor truco realizado por el diablo fue convencer al mundo de que no existía. —Sospechosos habituales, CHRISTOPHER MCQUARRIE

No olvides que tan solo soy una chica parada frente a un chico pidiéndole que la ame. —Notting Hill, RICHARD CURTIS

Estos llegan hasta el 11. —This is Spinal Tap, ROB REINER, CHRISTOPHER GUEST, MICHAELMC KEAN, HARRY SHEARER

Soy grande, son las películas las que se han hecho pequeñas. —Sunset Boulevard, BILLY WILDER, CHARLES BRACKETT, D. M. MARSHMAN Jr.

Necesitará otro barco más grande. —Tiburón, PETER BENCHLEY

El arte de escribir diálogos condensa los principios sobre los que se fundamenta la narración de historias. Un diálogo debe ser dinámico, debe tener un objetivo, debe emanar personalidad y un punto de vista propio, y debe operar en los dos niveles necesarios para toda narración: el consciente y el subconsciente. Nos puede dar pistas sobre las características relevantes de los personajes, aquellas que logran que la narrativa avance: quiénes son, qué quieren, hacia dónde se encaminan, de dónde vienen, su entorno social, su personalidad, sus valores, su sentido del estatus, la tensión entre su verdadero ser y el que aparentan, sus relaciones con los demás personajes, sus tormentos secretos. Tomemos como ejemplo el monólogo introductorio de la serie de televisión Marion y Geoff, de Rob Brydon y Hugo Blick. La de cosas que aprendemos acerca de Keith Barrett, el taxista, en tan solo ochenta y tres segundos:

KEITH [deslizándose en su asiento del coche]: ¡Buenos días, buenos días! Otro día, otro dólar. [Habla por la radio del taxi]. ¿Mi primera recogida, por favor? [Ruido de fondo se encoge de hombros]. Voy a dar una vuelta. Algunos días son así. Solo tienes que dejarte llevar un poco. [Corte a Keith conduciendo] KEITH: Estos vados son una idea estupenda, pero te dejan el cuello hecho una mierda, te lo juro. Quiero decir, no estoy en contra de ellos. Nunca diría eso. Si sirven para salvar aunque sea una vida..., entonces probablemente no sean muy rentables.

[Corte] KEITH: No es que los niños piensen en Geoff como su padre, porque no lo hacen. Piensan en él como un tío. Un tío especial. Un nuevo tío. Me gusta. Si te gusta alguien, te gusta alguien, no puedes evitarlo. Quiero decir…, de hecho, le dije: «No siento que he perdido una esposa, siento que he ganado un amigo». Nunca habría conocido a Geoff si Marion no me hubiera dejado. Ni hablar. Estamos en mundos diferentes. Él es farmacéutico, a mí me van los coches. Literalmente, estoy en el coche. No le guardo rencor, señor. No le guardo rencor.

Lo mismo podríamos decir del breve intercambio de palabras entre el viajante entrado en años Willy Loman y su mujer Linda en La muerte de un viajante de Arthur Miller:

WILLY: ¡Si el viejo Wagner viviera, ahora yo estaría al frente de Nueva York! Era un hombre excelente, muy hábil. Pero ese hijo suyo, ese Howard, no valora nada. ¡Cuando empecé a viajar por el norte, en la empresa de Wagner ni siquiera sabían dónde estaba Nueva Inglaterra! LINDA: ¿Por qué no le dices todo eso a Howard, cariño? WILLY [estimulado]: Lo haré, claro que lo haré. ¿Queda algo de queso?

3.6. Las raíces de la cuestión dramática. Emociones sociales, héroes y villanos e indignación moral

A medida que avanzan las tramas de nuestras vidas, no solo nos enfrentamos a versiones indisciplinadas, impredecibles y poco constructivas de nuestro yo. Luchamos también por controlar los poderosos impulsos que anidan en nuestro interior. Son producto de la evolución humana. De hecho, cuando los sacamos a la luz es como si emprendiéramos un viaje de decenas de miles de años a nuestro

pasado, hasta la era en la que nos convertimos en animales contadores de cuentos. La recompensa al final de tamaño viaje es que quedan al descubierto lecciones antiguas pero fundamentales sobre la naturaleza de las narraciones, por ejemplo sobre el origen y el propósito de la cuestión dramática. Las películas y las novelas son placenteras —tensas, impactantes, desgarradoras, emocionantes, llenas de suspense— en gran medida debido a sus raíces antiguas. Las emociones que experimentamos bajo el influjo de una narración no son accidentales. Los humanos hemos evolucionado para reaccionar de determinadas maneras ante las historias de héroes y villanos porque de eso ha dependido nuestra supervivencia. Especialmente cuando vivíamos en tribus cazadoras y recolectoras. Hemos pasado más del 95 por ciento de nuestra vida en la Tierra viviendo en tribus de esas características, y gran parte de nuestra arquitectura neuronal hoy en día proviene de esa experiencia.[148] Pese a toda la velocidad, información y tecnología de que disponemos en nuestro siglo XXI, nuestros cerebros siguen siendo los mismos que en la Edad de Piedra.[149] La cultura, por muy poderosa que sea, no puede anular ni transformar estos impulsos primigenios tan arraigados, tan solo es capaz de incorporar algunos ajustes. Independientemente de nuestro origen, ya provengamos del este, el oeste, el norte o el sur, los vientos del Pleistoceno soplan en nuestras mentes subconscientes, influyendo en los elementos que componen nuestra vida moderna, desde nuestros códigos morales hasta la forma en la que organizamos el mobiliario de nuestras casas. En un estudio descubrieron que preferimos dormir lo más lejos posible de la puerta de nuestro dormitorio y que optamos por situar la cama en un lugar que nos permita tenerla bien a la vista, como si aún viviéramos en una cueva atentos a la posible irrupción de depredadores nocturnos.[150] Nuestros reflejos nos siguen preparando para lidiar con los imponderables de la sabana por la que merodeábamos antaño: cuando alguien nos sobresalta por detrás, nuestro cuerpo reacciona automáticamente como si nos hubiera atacado un depredador.[151] Las personas de cualquier parte del mundo disfrutan de los espacios abiertos y de los prados, y prefieren los árboles cuyas copas, forma y altura se asemejen a los que había en aquellos lugares de los que provenimos.[152] Los valores de la Edad de Piedra siguen estando vigentes en nuestras historias. Muchos psicólogos defienden que la evolución del lenguaje como vehículo de comunicación entre los seres humanos emergió a partir de la necesidad de contar historias sobre los demás, lo que evidenciaría el gran poder de nuestro cerebro

narrador.[153] Tiene bastante sentido, por improbable que parezca. Las tribus humanas estaban integradas por un número elevado de personas, cerca de ciento cincuenta miembros capaces de ocupar un amplio espacio físico y de agruparse en colectivos compuestos por entre cinco y diez familias.[154], [155] Era esencial que los miembros de la tribu cooperaran entre sí para que esta funcionara; tenían que compartir y ayudarse los unos a los otros, trabajar juntos y anteponer las necesidades de los demás a las propias. Este hecho, no obstante, planteaba algunos problemas. Los humanos somos personas. Y, a pesar de este fallo catastrófico de diseño, a las antiguas tribus se les daba muy bien esto de cooperar. No solo lograron con ello sobrevivir durante decenas de miles de años —algunas de ellas siguen existiendo en la actualidad—, sino que todo parece indicar que su forma de organización era mucho más igualitaria que la de las sociedades modernas. ¿Y cómo lo hacían? ¿Cómo hacían para controlar tan fantásticamente las conductas egoístas de los demás, sin tener que recurrir a la fuerza policial, el poder judicial o las leyes escritas? Recurrían a la forma más antigua e incendiaria de contar cuentos: los cotilleos. Cada cual controlaba a los demás haciendo un seguimiento exhaustivo de sus conductas. Cuando los cotilleos aludían a alguien capaz de cumplir las normas instauradas en el grupo y capaz de anteponer los intereses colectivos a los propios, una ola de buenos sentimientos inundaba a los receptores de la narración, que celebraban su existencia. Si la historia versaba sobre alguien que había incumplido esas normas en un alarde de egoísmo, la emoción predominante en los oyentes era la indignación moral. Se sentirían llamados a actuar y a castigarlos, ya fuera humillándolos o burlándose de ellos, empleando la violencia o condenándolos al ostracismo, lo que equivaldría a condenarlos a muerte. Las narraciones de historias contribuían de esta forma a mantener la cohesión y la funcionalidad de la tribu como una unidad basada en la cooperación entre sus miembros. La narración constituyó un elemento esencial para garantizar nuestra supervivencia. Nuestras mentes funcionan del mismo modo hoy en día. Cotillear es una conducta humana universal; dedicamos dos tercios de nuestras conversaciones a abordar asuntos de índole social. La psicóloga y profesora Susan Engel conserva recuerdos infantiles extraordinarios de cuando el novelista Truman Capote visitaba a su madre para degustar el delicioso caviar beluga y saborear los aún más deliciosos chismes («Desde que tenía cuatro años hasta mi adolescencia, me quedaba remoloneando en el sofá con hambre voraz, no de la comida que allí se servía, sino de cada porción de información y de las historias

que Truman y mi madre compartían sobre sus vecinos y amigos»).[156] Engel ha estudiado cómo la propensión al cotilleo emerge a edades tan tempranas como los cuatro años en niños y niñas, desde que empiezan a recibir información sobre la historia de sus familias en las conversaciones cotidianas de sus padres. A esa misma edad, «empiezan ellos también a cotillear de manera incipiente». [157] El cotilleo infantil se parece al que practicaban nuestros ancestros de las tribus en que ambos se basan en el interés que suscitan «las conductas de los demás». [158] En una ocasión, un niño de diez años les contó a los investigadores de un estudio que un compañero de clase «saca punta a su lápiz cuando [la profesora] está hablando, y eso está prohibido, y lo hace en su pupitre. Y otras veces lee cuando no debe hacerlo, se pone el libro entre las piernas y baja la vista todo el rato». Esta conducta tan transgresora hizo que el pobre niño recibiera el apodo de «Empollón». Los cotilleos nos cuentan cosas sobre los demás, sobre cómo son en realidad. La mayor parte de su contenido tiene que ver con infracciones de índole moral: gente que rompe las reglas que rigen el grupo. Las narraciones que se construyen en función de ello sirven para motivar a los demás a defender el grupo, desatando la indignación moral del resto de miembros y provocando reacciones en contra o a favor de los «personajes» de los cotilleos. Disfrutamos de los grandes libros y de las películas que nos atrapan porque son capaces de activar y explotar estas emociones sociales de origen tan antiguo. Según el psicólogo Brian Boyd, «el origen de las narraciones radica en nuestro profundo interés por el control social».[159] Sirven para «que nuestra atención se centre en todo tipo de información sobre los asuntos de índole social», ya adopten la forma de cotilleos, de guiones o de libros, que tienden a «ofrecernos versiones ensalzadas de las conductas que tendemos a supervisar de forma natural». Cuando un personaje se comporta altruistamente y antepone los intereses del grupo a los propios, sentimos un profundo deseo primario de que el grupo exprese su reconocimiento y lo aclame como a un héroe. Si el personaje, sin embargo, se comporta egoístamente anteponiendo sus propios intereses a los del grupo, sentimos una terrible necesidad de castigarlo. Como no podemos saltar a la pantalla y estrangular al villano con nuestras propias manos, nuestra reacción primaria nos lleva a avanzar en la lectura o mantener la vista fija en la pantalla hasta que se sacien nuestros apetitos tribales. Estamos programados para que las conductas altruistas nos parezcan heroicas y

las egoístas malvadas. Creemos que el altruismo es la base universal de la moralidad. En un análisis realizado a partir de informes etnográficos sobre los valores éticos en sesenta grupos de todo el mundo, se descubrió que compartían esta serie de normas: devolver los favores, la valentía, ayudar al grupo, respetar la autoridad, querer a nuestra familia, no robar y ser justos; todos ellos pueden entenderse como variaciones de la máxima «no antepongas tus propios intereses egoístas a los de la tribu».[160] Hasta los bebés dan muestras de aprobación de las conductas altruistas antes de poder hablar. En un estudio, los investigadores mostraron a bebés de seis a diez meses de edad un espectáculo de marionetas muy sencillo en el que un cuadrado bueno ayudaba desinteresadamente a una pelota a subir una colina, mientras que un triángulo malo obligaba a esta a descenderla.[161] Cuando les ofrecieron las marionetas para que jugaran, casi todos los niños y las niñas optaron por el cuadrado altruista. El psicólogo y profesor Paul Bloom escribió que «los bebés establecieron juicios de buena fe».[162] La narración de historias ofrece más muestras de esta universalidad del eje moral altruismo-egoísmo. Algunos teóricos de la materia han detectado estos patrones en algunos mitos y obras de ficción. El mitólogo Joseph Campbell describe el acto heroico definitivo como «un acto de entrega de uno mismo a una causa superior… Cuando dejamos de pensar en nosotros mismos y en nuestra propia supervivencia, se produce una verdadera transformación de nuestra conciencia». [163] Por otra parte, el experto en narrativa Christopher Booker afirma que «el “poder oscuro” que aparece en muchas narraciones representa el poder del ego […], que es inmensamente poderoso y solo le preocupa satisfacer sus propios intereses a expensas del resto del mundo».[164] Estas reacciones emocionales existen como redes neuronales que pueden activarse cada vez que detectan algo en su entorno que pueda considerarse una injusticia tribal. Los narradores de historias son capaces de activarlas de múltiples maneras, sin tener que seguir necesaria y estrictamente el patrón arquetípico del héroe altruista versus el villano egoísta. Las primeras secuencias de Las uvas de la ira nos enfurecen no por la acción de ninguna persona, sino por la terrible sequía que conduce a la familia Joad, honrada y trabajadora, a emprender un peligroso viaje. No es justo que les tenga que pasar precisamente a ellos. Apoyamos su causa en sus avatares hasta California. Deseamos su seguridad porque nos parece lo justo de forma natural.

En La señora Dalloway, Virginia Woolf juega con suma delicadeza con estos instintos. Cuando Clarisa reflexiona sobre «la cuestión del amor» recuerda a una vieja amiga suya, Sally Seton, «sentada en el suelo, con los brazos alrededor de las rodillas, fumando un cigarrillo», y se pregunta: «¿Acaso no había sido amor, a fin de cuentas?». En este punto, nuestras emociones sociales se avivan. El comentario tiene la cualidad ineludible del cotilleo; supone un giro muy interesante del personaje de Clarisa Dalloway. Cuando nos enteramos de que aquel beso de hace años fue «el momento más exquisito de la vida de Clarisa» y que «¡fue como si el mundo entero se pusiera cabeza abajo!», no podemos evitar sentirnos indignados por el hecho de que este amor no pudiera expresarse en toda su dimensión; ¡no es justo! La narrativa nos atrapa. Nos importa. Algo menos sutil es la película de Lars von Trier Bailar en la oscuridad, que saca a relucir de manera implacable dichos instintos tribales. Nos habla de una pobre inmigrante checa, Selma Ježková, que vive con su hijo en una caravana instalada al fondo del jardín de la casa de un policía. Selma padece una enfermedad degenerativa en la vista, se está quedando ciega. Sabe que su hijo Gene ha heredado la misma enfermedad y que, si no logra que lo operen antes de que cumpla los trece años, también acabará quedándose ciego. Selma trabaja en una fábrica y ahorra todo el dinero que puede para poder pagar la operación de su hijo. Oculta su enfermedad y con ello pone su vida en grave peligro. La despiden cuando rompe una máquina y sale a la luz su discapacidad. Por suerte, ha conseguido ahorrar casi lo suficiente para pagar la operación de Gene. Desgraciadamente, su casero, el policía en quien confiaba, le roba el dinero. La crudeza de esta manifestación desorbitada de egoísmo frente al altruismo de la protagonista provocó que me embargara una emoción ancestral mientras veía Bailar en la oscuridad. No me hubiera importado nada meterme en la escena y acuchillar a aquel hombre hasta la muerte. Una vez más, el hecho de que estuviera deseando que su castigo se materializara no es accidental. Nuestros cerebros cuentacuentos están programados para valorar las conductas favorables a la sociedad, estamos diseñados para que nos encante que quienes tienen conductas antisociales reciban un merecido castigo. Estos instintos oscuros también están presentes en los niños. En otro estudio con una obra de marionetas realizado por psicólogos, el protagonista era un malvado ladrón que se afanaba en abrir una caja. Una segunda marioneta ayudaba al malvado a abrirla, y una tercera —el castigador— saltaba sobre la tapa de la caja para evitar que la abrieran. Hasta los bebés de ocho meses mostraron preferencia por jugar con el castigador.[165] Algunos escáneres cerebrales realizados en distintos estudios

han mostrado que la mera anticipación del castigo infringido a una persona egoísta nos resulta agradable.[166] El «castigo altruista» a los villanos de la tribu es una modalidad de lo que solemos denominar como «señalización costosa».[167] Es costosa porque es difícil de lograr y de fingir, y señala porque su fin es influir en la opinión de los demás miembros de la tribu. «En la narrativa, los héroes y las heroínas pagan el precio de defender a los inocentes y castigar a los desertores —escribe el profesor de Literatura Inglesa William Flesch—. Puesto que es costoso y es heroico asumir esos costes, el castigo altruista suele ser una característica común a los héroes».[168] En las historias arquetípicas, los héroes son señaladores costosos altruistas. Ante situaciones de extremo peligro personal, matan dragones, hacen volar por los aires a las Estrellas de la Muerte y rescatan a los judíos del nazismo. Palian nuestra indignación moral, y la indignación moral es el alma ancestral de la narrativa humana. Este tipo de indignación se dispara en las primeras escenas de muchas de las narraciones de mayor éxito. Las escenas en las que vemos a un personaje altruista siendo objeto de los actos egoístas de otro personaje tienen un efecto embriagador en nuestro cerebro tribal. No podemos evitar que nos afecten. Aquí radica la explicación de por qué la pregunta dramática es el elemento que guía fundamentalmente nuestras películas, novelas, obras de teatro y artículos periodísticos. El elemento que mueve nuestra curiosidad es averiguar quién es el personaje en realidad, ya se trate de Lawrence de Arabia o de un padre maleducado montando un espectáculo a la puerta de un colegio. La sorprendente conclusión a la que finalmente llegamos, tras un largo recorrido por nuestra evolución, es que toda historia es un cotilleo.[169]

3.7. El juego del estatus

La indignación moral no es la única emoción social primaria responsable del placer de contar historias. La psicología de la evolución defiende que tenemos dos tipos de ambición programados en nuestro interior: llevarnos bien con los demás, gustarles y que nos consideren buenos miembros de la tribu carentes de egoísmo, y adelantarnos a ellos para llegar primero.[170] Los seres humanos

tenemos el doble impulso de establecer vínculos con los demás y de dominar a los demás. Obviamente, estos impulsos suelen ser incompatibles. Pretender al mismo tiempo llevarnos bien y adelantarnos a los demás parece ser un buen caldo de cultivo para que emerjan la hipocresía, la falta de honestidad, la traición y la manipulación maquiavélica. Es la contradicción que anida en el corazón de la condición humana y de nuestras narraciones acerca de ella. Adelantarnos a los demás significa obtener mejor estatus, lo cual es un deseo universal.[171] El psicólogo y profesor Brian Boyd escribe: «Los seres humanos tienen una predisposición natural a querer obtener estatus cueste lo que cueste: todos intentamos mejorar nuestra situación incansablemente, aunque sea de manera inconsciente, para impresionar a nuestros pares, y de forma natural, aunque inconsciente, evaluamos a los demás en función de su posición».[172] Y es que lo necesitamos. Varias investigaciones han descubierto que «el bienestar subjetivo, la autoestima y la salud mental y física parecen depender del nivel de estatus que se tenga en relación con los demás».[173] Las personas se «implican en una amplia gama de actividades guiadas por un objetivo» para poder gestionar cuestiones relacionadas con su estatus. Es decir, que nuestra sed insaciable por obtener estatus subyace a las tramas y gestas más nobles de nuestras vidas. Los seres humanos nos interesamos por nuestro propio estatus y el de los demás casi hasta la obsesión. Los estudios acerca del cotilleo que se practica en las tribus cazadoras y recolectoras contemporáneas han puesto de manifiesto que, como en el caso de los periódicos de las grandes ciudades y naciones, predominan los relatos de las infracciones morales cometidas por personas de alto estatus.[174] Lo cierto es que nuestra preocupación por estos asuntos data de nuestro pasado animal. Hasta los grillos llevan un recuento de sus victorias y fracasos contra los rivales de su misma especie.[175] Los expertos en comunicación entre los pájaros han revelado el hecho sorprendente de que los cuervos no solo están atentos a los cotilleos que cuentan las bandadas vecinas, sino que prestan aún más atención cuando se cuenta la historia de algún pájaro que ha perdido estatus.[176] Si bien es cierto que otros muchos animales están obsesionados por el estatus de una manera parecida, lo es también que nuestro especial interés por él proviene, en parte, del hecho de que las jerarquías en las sociedades humanas no son estáticas, sino fluidas. Compartimos esta característica con los chimpancés, que, junto con los bonobos, son nuestros primos más cercanos. De ello cabría inferir

que los hábitos que compartimos con ellos probablemente provengan de nuestro ancestro común, del que nos escindimos hace entre cinco y siete millones de años. Los machos alfa chimpancés pueden llegar a mantener sus posiciones de dominación durante cuatro o cinco años.[177] Dado que el estatus tiene una importancia vital para la existencia (entre los beneficios que aporta tanto a los chimpancés como a los seres humanos cabría incluir el acceso a mejores alimentos, mejores oportunidades de apareamiento y acceso a unos lugares de descanso más seguros) y dado que el estatus de todo el mundo es fluido, se convierte prácticamente en una obsesión constante.[178] Este flujo de estatus es la sustancia misma del drama humano: genera narrativas sobre la lealtad y la traición; la ambición y la desesperación; los amores que se ganan y se pierden; las estrategias e intrigas; la intimidación, el asesinato y la guerra. Las relaciones políticas de los chimpancés, como en el caso de los humanos, dependen de ciertas tramas y alianzas. Los chimpancés, al contrario que tantos otros animales, no solo luchan a mordiscos por llegar a la cima, también se ven obligados a establecer coaliciones. Cuando alcanzan la cima, tienen que adoptar una estrategia de politiqueo sensible. El maltrato a los de abajo supone el riesgo de que se ponga en marcha una revuelta y una revolución. «La tendencia de los chimpancés a aliarse con los desvalidos crea una jerarquía inherentemente inestable en la que el poder en la cima es más vulnerable que en cualquier grupo de monos», escribe el primatólogo y profesor Frans de Waal.[179] Normalmente, cuando los líderes son derrocados del trono es porque un grupo de machos de menor estatus conspira contra ellos. Precisamente estos patrones de juego de estatus son los que rondan las vidas y las narraciones humanas. El experto en la materia Christopher Booker[180] escribe sobre una estructura narrativa arquetípica en la cual los personajes de menor rango conspiran para derrocar a los poderes corruptos y dominantes que tienen por encima. «La cuestión es que el caos en el ámbito superior no puede solventarse sin que se produzca algún tipo de acción crucial en el ámbito inferior —escribe—. La vida se regenera desde abajo para reordenar lo que está en lo más alto». Las características necesarias para que una persona se convierta en un héroe se asemejan a las que necesitan los chimpancés para alcanzar una posición dominante. Booker opina que el final de una historia arquetípica debe aunar «perfectamente cuatro valores fundamentales en las figuras del héroe y la heroína: fortaleza, orden, sentimientos y comprensión hacia otros».[181] Los machos alfa deben reunir esta misma combinación de rasgos de carácter, ya que solo podrán mantener su posición superior compaginando una clara capacidad de

dominio con una voluntad de proteger a los que están por debajo en el escalafón (o por lo menos que lo parezca). El protagonista aprende estos cuatro valores del heroísmo al final de la historia, recibiendo entonces como recompensa el estatus tribal. Pero no era así al principio de la narración. Por lo general, cuando conocemos a los protagonistas por primera vez, ocupan una posición inferior en la jerarquía; suelen ser vulnerables, poco decididos, temblorosos ante la sombra de Goliat. Como en el caso de nuestros primos los chimpancés, empatizamos de forma natural con los perdedores. Nuestro sistema cognitivo creador de héroes suele incluir este rasgo común: todos tendemos a sentir, quizá en secreto, que, aunque tengamos un estatus relativamente bajo, poseemos las habilidades y el carácter de alguien que se merece mucho más. Sospecho que esa es la razón por la que a menudo nos identificamos con los personajes que son antihéroes al principio de la historia y disfrutamos cuando, al final, se hace justicia y obtienen su recompensa. Porque ellos son nosotros. De confirmarse esta interpretación, podría servir para explicar por qué, independientemente de que tengamos o no una posición privilegiada, todos tendemos a sentir que nuestro estatus es inferior al que merecemos. Según el biógrafo Tom Bower, el príncipe Carlos de Inglaterra se encontraría entre un tipo de personas que se sienten eternamente insatisfechas, y el hecho de que esté rodeado de millonarios seguramente no hace sino agravar las cosas. «En un discurso que pronunció recientemente tras una cena en Waddesdon Manor, la casa de lord Rothschild en Buckinghamshire, Carlos se quejaba de que su anfitrión tenía más jardineros contratados que él; quince frente a nueve».[182] Al margen de quiénes seamos en realidad, para nuestro cerebro creador de héroes siempre seremos como el pobre Oliver Twist: virtuosos y hambrientos, privados injustamente de estatus, capaces de ofrecer con valor nuestro cuenco vacío: «Por favor, señor, quiero un poco más». Si bien estamos programados para sentirnos como el muy querido Oliver Twist, también lo estamos para despreciar a los crueles señores Bumbles de mayor estatus que nos rodean, incluso cuando, a diferencia de lo que ocurre con el pomposo director del orfanato para pobres de Dickens, no tenemos especiales motivos para ello. Se observó en diversos escáneres que cuando los sujetos leían sobre la fortuna, la popularidad, el atractivo o los logros académicos de otros, se activaban las regiones del cerebro involucradas en la percepción del dolor. En cambio, cuando leían que esas mismas personas eran víctimas de algún

infortunio, los sistemas de recompensa en el cerebro producían un repunte placentero. En la Universidad de Shenzhen se han obtenido resultados similares a partir de otros estudios realizados.[183] Por ejemplo, se pidió a veintidós participantes que jugaran a un juego de ordenador sencillo diciéndoles que eran «jugadores con dos estrellas» (lo cual era falso). A continuación, se les mostraban imágenes de varios jugadores con «una estrella» y con «tres estrellas» recibiendo lo que parecían ser dolorosas inyecciones faciales. Posteriormente, aseguraron haber empatizado con todos los sujetos. Sus escáneres, sin embargo, les delataron: en realidad solo habían sido capaces de empatizar con los jugadores de «una estrella», es decir, con los inferiores a ellos. Si bien es cierto que se trataba de un estudio realizado a una muestra pequeña, corrobora los hallazgos de otros estudios. Por otra parte, tampoco estoy muy seguro de que haga falta que los neurocientíficos nos tengan que decir que, por lo general, nos cuesta empatizar con las personas que tienen un mayor estatus. Suele resultarnos bastante fácil reírnos y meternos con los políticos, los famosos, los altos ejecutivos o el príncipe Carlos, a pesar de que, por mucho que nos cueste aceptarlo, no son en realidad menos humanos que nosotros. El juego del estatus, al igual que la indignación moral, impregna la narrativa humana. Es difícil concebir una narración eficaz que no dependa de algún tipo de cambio de estado para exprimir nuestras emociones primarias, captar nuestra atención, impulsar nuestro odio o ganarse nuestra empatía. Un estudio de más de doscientas novelas populares del siglo XIX y principios del XX descubrió que el defecto más común de los personajes antagonistas era «la pretensión simiesca de alcanzar la dominación social a expensas de otros o a través del abuso de su poder ya existente».[184] Jane Austen manejaba este tipo de historias con maestría. Cuando conocemos a la «elegante, inteligente y rica» Emma Woodhouse, sentimos la necesidad de seguir leyendo y de verla en el lodo. En Mansfield Park, en cambio, nos cuenta la historia de Fanny Price, de bajo estatus, cuya madre en apuros no puede mantenerla y la envía a vivir con sus tíos ricos, sir Thomas y lady Bertram. Poco antes de su llegada, a lady Bertram le inquieta que la pobre Fanny pueda «atormentar» a su «perrito faldero», y sir Thomas se prepara para enfrentarse a «una gran ignorancia, algunas vulgaridades de opinión y unos modales lamentablemente ordinarios».

A sir Thomas también le preocupa que la joven se vea igual que sus primas, que tienen un estatus más alto, y «espera que se haga una adecuada distinción entre las niñas a medida que vayan siendo mayores: la de mantener en el ánimo de mis hijas la conciencia de quiénes son, sin que por eso consideren demasiado humilde a su prima; y la de que esta tenga siempre presente, sin que se sienta en exceso humillada, que ella no es una miss Bertram». Aunque espera que sus hijas se abstengan de mostrarse arrogantes ante Fanny, «no pueden ser iguales. Los respectivos rangos, fortunas, derechos y aspiraciones serán siempre diferentes». Si todavía no estábamos de parte de Fanny, basta escuchar a sir Thomas para tomar partido por ella definitivamente. En realidad, está hablando de nosotros mismos. Todos somos Fanny Price. Y estamos jodidamente indignados.

3.8. El rey Lear; la humillación

En El rey Lear, William Shakespeare pone de manifiesto las terribles consecuencias que tiene someter a alguien a algo peor que el ostracismo. Shakespeare comprendió que pocas cosas pueden enloquecer más a una persona, sumiéndola en la desesperación y la temeridad, que privarla de su estatus. La obra es una tragedia, un género literario que suele mostrar cómo la arrogancia — que puede interpretarse como una reivindicación insana de estatus— conduce a la autodestrucción. Los antiguos griegos contaban repetidamente este tipo de historias, y por supuesto son relatos que se repiten continuamente en la vida real, tanto en las tropas de chimpancés como en las tribus humanas. Estos dramáticos cambios de estatus probablemente han formado parte de nuestra existencia durante millones de años. El rey Lear es un ejemplo canónico de una historia en la que un cambio externo adecuado golpea al personaje adecuado en el momento preciso y, por lo tanto, provoca un detonante dramático con su propio impulso explosivo. La trama tiene como fin específico desbaratar las creencias más arraigadas e identitarias del protagonista, que defenderá con uñas y dientes. Como en el caso de la historia de Charles Foster Kane, el detonante dramático y la consiguiente secuencia de relaciones causales que desencadena parecen la consecuencia inevitable del modelo defectuoso que el protagonista tiene del mundo.

Todo empieza cuando vemos cómo un envejecido Lear anuncia con el resonar de trompetas que pretende dividir el reino entre sus tres hijas en función de cuán elevado sea su acto de amor hacia él. Cuánto más lo adoren, mayor será la recompensa. El cerebro de Lear ha creado para él un modelo defectuoso de la realidad según el cual él es el rey sin rival alguno, adorado e indiscutible. Lear acepta la realidad del mundo que se presenta ante él. Sus modelos neuronales le permiten predecir que los demás lo van a tratar siempre con deferencia y veneración. Su modelo defectuoso, que a él, obviamente, le resulta absolutamente real y verdadero, lo induce a cometer errores que dañan en extremo su capacidad de controlar el mundo externo. No es capaz de dudar de la respuesta manipuladora de sus hijas Regan y Goneril a su prueba de amor, que le juran con extravagante servilismo amor eterno. ¿Por qué iba a dudar de ellas si no son más que el reflejo de la realidad que predicen los modelos que su cerebro ha elaborado? Sería como poner en cuestión la luz del sol o el canto de los pájaros. Ahora bien, Cordelia, su tercera hija y su favorita, se niega a entrar en el juego. Ella responde que lo quiere como cualquier hija querría a su padre, y con ello entra en conflicto con los preciados modelos de Lear. Este reacciona como reaccionaríamos cualquiera de nosotros cuando alguien desafía nuestras creencias más sagradas y constitutivas de nuestra identidad. Le devuelve el golpe. En primer lugar, opta por amenazarla: «Rectifica tu respuesta, si no quieres perder tu fortuna». Ante su negativa, reniega de ella: «Abjuro ahora de todos mis sentimientos naturales, rompo todos los lazos de la naturaleza y de la sangre, y te destierro para siempre de mi corazón». Lear está tan convencido de la veracidad de sus modelos defectuosos que es incapaz de percibir que Regan y Goneril están utilizando el poder que han adquirido para conspirar contra él y quitárselo todo. A medida que fallan las predicciones de sus modelos del mundo, Lear solo es capaz de reaccionar con furia simiesca o mera incredulidad. Al descubrir que Goneril y su marido han amordazado a su mensajero, no puede dar crédito a tal ofensa. Balbucea escandalizado: «Dígote: que no […]. ¡Por Júpiter!, ¡que no, te juro! [...]. ¡No han osado, no han podido quererlo! ¡Pero es más que un asesino! ¡Ultrajar tan violentamente el más respetable ministerio!». Y cuando el ayudante de Goneril se dirige a él no como «rey», sino como «el padre de mi señora», le invade la ira: «Miserable, esclavo, vil», y llega a agredirlo físicamente. El modelo interno de Lear se resquebraja cuando la veracidad del mundo externo

se torna incontestable. Se derrumba con todo su ser. Según su teoría del control, le bastaba con dar órdenes para poder manipular adecuadamente su entorno. Y esto era algo más que una idea banal que pudiera desechar sin más al advertir que era falsa. Para Lear, constituía el mundo real, veía pruebas de ello por todas partes, y descartaba y negaba cualquier prueba de lo contrario, y es que eso es exactamente lo que hacen nuestros cerebros. La obra nos resulta tan real y dramática gracias a la fina y sofisticada comprensión psicológica de la que hace gala. No podemos descartar sin más nuestras falsas ideas como si de unos pantalones de otra talla se trataran. Necesitamos innumerables indicios para convencernos de que la «realidad» está equivocada. Cuando, por fin, nos damos cuenta de que algo no encaja, tenemos que desmontar nuestras ideas del mundo, lo cual equivale a desmontar nuestro propio ser. Precisamente, este es el eje central de algunas de las narraciones de mayor éxito. Cuando Lear se derrumba a mitad de la obra, es como si todo el planeta se derrumbara. Carga su ira contra los cielos en mitad de una tormenta apocalíptica, como si fuera un chimpancé ensangrentado y brutalmente depuesto por los jóvenes que han conspirado contra él. «Soy vuestro esclavo sumiso, un pobre y débil anciano […], mas antes de verter una sola lágrima, quedará roto en pedazos mi corazón». Se ve relegado a la posición de mendigo, encarnando la figura del líder corrupto cuyo mayor error fue olvidarse de que, en los grupos humanos, el estatus hay que ganárselo. Shakespeare conocía muy bien los tormentos psicológicos que puede desencadenar la pérdida de estatus. En Julio César, Casio lidera la conspiración para asesinar al líder romano que en otro tiempo fue su amigo. Su odio tiene su origen en un incidente que tuvo lugar durante la infancia de ambos, cuando Casio y César cruzaron el Tíber a nado a raíz de una apuesta. Aquel «día tempestuoso y crudo», César fracasó.[185] Se tuvo que rebajar y rogarle a Casio que le salvara la vida. Su heroico acto de señalización costosa construyó para Casio un modelo del mundo en el cual él siempre tendría un estatus superior al de César. Ahora se han convertido en adultos y aquel muchacho empapado y desesperado se ha «convertido en un Dios, y Casio en un miserable que el cuerpo tiene que inclinar si acaso César le inclina, al verle la cabeza». La rabia que le provoca a Casio semejante degradación es destructiva. La psicología define la humillación como la ausencia de toda capacidad para reclamar estatus. La humillación extrema se describe como «aniquilación del yo».[186] Se considera un estado de ánimo particularmente tóxico y suele estar

en el origen de algunas de las peores conductas del animal humano, desde los asesinatos en serie hasta los crímenes de honor y los genocidios. En la narrativa, la humillación suele estar en el origen del oscuro comportamiento del personaje antagonista, ya se trate de Casio o de Elliot Dunne en Perdida, que «casi podía escuchar cómo contarían la historia» de cómo Amazing Amy había quedado relegada al nivel de aquellas «mujeres cuyos personajes se tejen a partir de una mediocridad benigna y de las que los demás piensan “pobre estúpida”». La humillación es un castigo de tal calibre que cuando vemos que algún villano lo recibe sentimos euforia. Como somos personas tribales con cerebros tribales, la humillación solo funciona si también la perciben otros miembros de la tribu. Como dice el profesor William Flesch, «puede que odiemos al villano, pero nuestro odio no tiene sentido por sí solo. Queremos desenmascararlo ante todo su mundo».[187]

3.9. Los relatos como propaganda tribal

Babilonia, 587 a. C. El rey Nabucodonosor II expulsa de Jerusalén a cuatro mil hombres y mujeres de alto estatus, que se ven obligados a realizar un largo y penoso viaje antes de asentarse por fin en la antigua ciudad de Nippur.[188] Estos judíos, sin embargo, jamás olvidaron su amada tierra y se propusieron mantener vivas las costumbres de su pueblo en el exilio: sus normas morales, sus rituales, su lengua, sus formas de vida, de comer, de ser. Para lograr este propósito, era indispensable que mantuvieran vivos los relatos de la historia de su pueblo. La mayoría de estos relatos eran de transmisión exclusivamente oral y los escribas empezaron a plasmarlos en los pergaminos. Entonces, sucedió algo extraordinario. El popurrí de mitos y fábulas antiguos se conectaron entre sí. Los escribas los fundieron en una única narración cargada de relaciones causales. La historia arrancaba con la creación del mundo y los primeros humanos, Adán y Eva, y continuaba hasta la ocupación de Jerusalén. La narración tuvo un impacto sorprendentemente motivador sobre esta tribu de exiliados. Contribuyó, como todas las historias tribales, a que pudieran cooperar entre sí, constituyendo una unidad. La lista de comportamientos prohibidos que

incluía la narración permitió a los miembros de la tribu diferenciarse de los miembros de otros grupos externos, lo cual contribuyó a que crearan una frontera psicológica entre ellos y los «otros». Esa misma lista también cumplía una función reguladora y de control mutuo para garantizar el funcionamiento de la tribu. El relato, no obstante, sirvió para mucho más. Les proporcionó una narrativa heroica del mundo, en la cual ellos aparecían como el pueblo elegido de Dios y su patria legítima era Jerusalén. Es decir, el relato dotaba a los exiliados de un sentido como pueblo lleno de justicia y de destino. Setenta y un años después de su expulsión, los judíos pudieron volver a su patria ancestral. Esdras, el escriba, fue su guía en aquel viaje épico de vuelta a la gloriosa ciudad, de la que tan solo habían oído hablar en los relatos. Cuando por fin llegaron a su destino, quedaron horrorizados. Los descendientes de bajo estatus de sus ancestros, que escaparon a las deportaciones, eran groseros, desaliñados y se habían cruzado con otras tribus. No respetaban las leyes tribales relativas a la pureza, la alimentación, el ritual religioso o el sabbat. La propia Jerusalén era un desastre, una ciudad decadente. Esdras experimentó la decadencia tribal como una auténtica catástrofe. Acudió al templo donde su grupo creía que habitaba su dios, Yahvé, y se derrumbó en el suelo lamentándose de dolor y de rabia ante tamaña traición. La gente se agolpó en torno a él y Esdras se dirigió a la multitud. Les acusó de haber ofendido gravemente a Yahvé. Nadie se lo discutió. ¿Qué podían hacer para paliar la ofensa? Esdras era consciente de que tenía que volver a unir a su pueblo; lograr que corriera por sus venas la misma energía tribal que los había ayudado a sobrevivir, codo con codo, en el exilio en Babilonia. Solo había una forma de lograrlo: desatando el increíble poder inherente a la narrativa del origen de su pueblo. El escriba Esdras mandó construir un estrado de madera en un lugar público e hizo correr la voz de que algo importante estaba a punto de ocurrir. Pronto se formó una multitud en torno a él. Esdras, flanqueado por doce acólitos, mostró a la muchedumbre melodramáticamente los pergaminos que recogían su grandioso relato tribal. «La muchedumbre inclinó sus cabezas como lo harían ante la presencia de su mismo dios o del representante de su dios en un templo», escribe el profesor de Literatura Inglesa Martin Puchner. Algo nuevo estaba sucediendo; algo que cambiaría el mundo para siempre. Los pergaminos, y las narraciones que contenían, adquirieron un carácter sagrado. Y así nació una nueva religión. «Las lecturas de Esdras crearon el judaísmo tal y como lo conocemos hoy en

día». Probablemente esta fue la primera vez en que a una historia se le otorgó un carácter sagrado, pero este tipo de narrativas han servido para mantener unidas a las tribus humanas durante decenas de miles de años. Nuestros antepasados cazadores-recolectores narraban sus historias alrededor de una hoguera, bajo las estrellas. Eran relatos de cacerías y hazañas tribales impregnados de rabia y de agravios relacionados con el estatus, que a fuerza de ser contados una y otra vez se fueron tornando cada vez más mágicos y acabaron adquiriendo la forma de mitos sagrados. En dichos relatos se describía la naturaleza del comportamiento heroico. Se celebraba la existencia de determinados personajes que obtenían estatus gracias a hazañas merecedoras de la aprobación del grupo. Los cobardes y los villanos despertaban la indignación y el escándalo moral, así como un ardiente deseo de darles castigo, que se cumplía de forma feliz al final de la historia. De este modo, los relatos transmitían los valores de la tribu. Trasladaban a sus oyentes las normas de conducta adecuadas para llevarse bien y salir adelante en ese grupo en concreto. En cierto sentido, dichos relatos se convertían en la propia tribu. Simbolizaban todo aquello que querían representar con mayor claridad y pureza que cualquier ser humano con sus defectos de carácter. Este tipo de narraciones son una forma de propaganda tribal. Sirven para ejercer el control sobre el grupo manipulando a sus miembros para que su conducta beneficie al conjunto. Y funcionan. En un estudio realizado recientemente de dieciocho tribus cazadoras-recolectoras se descubrió que casi el 80 por ciento de las narraciones que creaban incluían lecciones sobre cómo comportarse adecuadamente con los demás.[189] Aquellos grupos que tenían una mayor proporción de narradores demostraban tener también una conducta más favorable a las cuestiones sociales. En nuestras narraciones tribales la obtención de estatus es un tema central, porque es uno de nuestros deseos más arraigados y poderosos. Incluso cabría considerar la propia tribu como un juego de estatus en el que participan todos sus miembros y cuyas reglas se establecen y transmiten a través de las narraciones, que contribuyen a cohesionar los grupos humanos alrededor de un objetivo común. Las naciones cuentan con narrativas sobre sí mismas en las que se codifican sus valores, de la misma forma que lo hacen las grandes empresas, las religiones, las organizaciones mafiosas, las ideologías políticas y los cultos. La Biblia, el Corán y la Torá que Esdras presentó ante su pueblo en Jerusalén son

teorías del control precocinadas cuyos seguidores interiorizan y contienen las claves sobre las normas de conducta que permiten establecer vínculos con los demás y alcanzar estatus. Algunos de los relatos más antiguos de la humanidad son transmisores de dichas normas. El Poema de Gilgamesh, que es anterior al relato de Esdras en más de mil años y que incluso le prestó el episodio que narra el diluvio universal, nos habla de un rey que, como el Lear de Shakespeare, olvidó que el estatus hay que ganárselo. La primera parte narra cómo los dioses envían a Enkidu para desafiarlo. El rey Gilgamesh y Enkidu acaban entablando amistad. Juntos logran reducir y matar a Khumbaba, el monstruo del bosque, tras un esfuerzo sobrehumano, y con ello logran volver con la preciada madera para seguir construyendo la gran ciudad de Gilgamesh. Cuando llegamos al final de la saga, Enkidu ya ha muerto y al rey Gilgamesh, totalmente humillado, no le queda más remedio que aceptar el destino de cualquier mortal. Finalmente, mejora nuestra imagen de él y le recompensamos con un aumento de estatus. Este relato épico de cuatro mil años de antigüedad cumple la misma función para la tribu que Mr. Fisgón. En este libro de la colección infantil de Roger Hargeaves, el protagonista maneja un modelo defectuoso del mundo según el cual su seguridad depende de que pueda entrometer su larga nariz en los asuntos de los demás. Los habitantes del pueblo conspiran contra él, primero embadurnándole su fisgona nariz con pintura y luego golpeándosela con un martillo. Fisgón, totalmente humillado, logra enmendar la situación y «pronto se hace amigo de todos los habitantes de Tiddletown». Como recompensa por abandonar sus hábitos antisociales, Fisgón obtiene una buena relación con los demás y un nivel de estatus adecuado. Una serie de narraciones cargadas de instrucciones controlan sigilosa y simultáneamente todas nuestras conductas. Los seres humanos hemos adquirido la capacidad única de pensar en cómo formar parte de muchas tribus a la vez. «Todos pertenecemos a múltiples grupos sociales —escribe el profesor Leonard Mlodinow—. Como resultado de ello, nuestros procesos de autoidentificación cambian en función de la situación en la que nos encontremos. Una misma persona puede pensarse a sí misma como una mujer, una ejecutiva, una empleada de Disney, una brasileña o una madre, dependiendo de lo que en ese momento sea más relevante o de lo que le haga sentir mejor».[190] Los distintos grupos sociales, y sus narraciones sobre cómo hay que comportarse

para relacionarse mejor con los demás y alcanzar cierto estatus, forman parte de nuestra identidad. Decidimos cuáles son los «grupos de compañeros» a los que queremos pertenecer durante la adolescencia, ese periodo en el que vamos componiendo la «gran narrativa de nuestro yo». Queremos relacionarnos con personas que tengan modelos mentales similares a los nuestros, con personalidades e intereses parecidos y cuyas percepciones del mundo nos resultan reconocibles. Hacia el final de nuestra adolescencia, optamos por lo general por una ideología política de izquierdas o de derechas, una obra maestra tribal capaz de encajar en nuestro particular paisaje inconsciente, compuesto por sentimientos, instintos y conjeturas a medio formar, y capaz de dotarlo de sentido. Ese gran relato tribal nos permite de pronto poder interpretar la realidad con claridad, aplicar un ideal de justicia y tener una misión en la vida, lo cual nos resulta bastante tranquilizador. Es como si nuestros ojos se abrieran al mundo para revelarnos la verdad. Pero lo cierto es que más bien se trata del proceso contrario. Los relatos tribales nos ciegan o, en el mejor de los casos, nos dan una noción parcial de la realidad.[191] El profesor de Psicología Jonathan Haidt ha analizado los distintos relatos que tribus opuestas ideológicamente cuentan sobre el mundo. Pongamos como ejemplo el concepto de capitalismo. Para la izquierda, se trata de un sistema explotador.[192] La revolución industrial dotó a los malvados capitalistas de la tecnología necesaria para abusar de los trabajadores y utilizar su fuerza de trabajo como si fuera una pieza más de la maquinaria de las fábricas y de las minas para quedarse con todos los beneficios. Los trabajadores lucharon contra ellos organizándose en sindicatos y eligiendo a políticos más sensibles a su causa. Posteriormente, en la década de los ochenta del siglo XX, los capitalistas resurgieron y proclamaron el inicio de una era de creciente desigualdad y desastre ecológico. Para la derecha, el capitalismo equivale a libertad.[193] Liberó a los trabajadores del uso y el abuso de unos reyes y tiranos explotadores, y les dotó de unos derechos de propiedad, del Estado de derecho y del libre mercado, donde podían hallar la motivación para trabajar y desarrollar su creatividad. A pesar de ello, la izquierda ataca constantemente esos logros y reniega de la idea de que los individuos más productivos reciban una remuneración acorde con la calidad de su trabajo. Quieren que todos sean «iguales e igualmente pobres». Ambas narrativas son engañosas, porque son versiones parciales de la verdad. El capitalismo es liberador, pero también es explotador. Como cualquier otro sistema complejo, tiene efectos positivos y negativos. Si permitimos que los

relatos tribales determinen nuestra forma de pensar, estaremos cerrando los ojos a toda esa complejidad que nos resulta moralmente insatisfactoria. Nuestros cerebros cuentacuentos transforman el caos de la realidad y lo convierten en una narrativa sencilla, compuesta por relaciones causales tranquilizadoras que sirven para convencernos de que nuestros modelos sesgados, junto a los instintos y emociones que generan, son honestos y adecuados. Y este proceso conlleva que atribuyamos a la tribu contraria el papel del villano. La perniciosa realidad de los humanos es que no solo competimos por el estatus con otras personas en el seno de nuestras tribus, sino que estas tribus a las que pertenecemos también compiten con otras tribus rivales. Nuestra grupalidad no es inofensiva como una bandada de estorninos, un rebaño de ovejas o un banco de caballas; tiene un carácter violento. Solo en el siglo XX, los conflictos tribales acabaron con la vida de ciento sesenta millones de personas, ya sea a causa del genocidio, la represión política o la guerra.[194] Compartimos esta característica con los chimpancés, cuyos machos patrullan —a veces acompañados por alguna hembra— las fronteras de su territorio y son capaces de permanecer en silencio hasta una hora atentos a los movimientos del enemigo. [195] Cuando capturan a un chimpancé «extranjero», este es golpeado salvajemente hasta la muerte: le arrancan los brazos, le cortan el cuello, le sacan las uñas, le arrancan los genitales y los guerreros se tragan la sangre fresca del rival.[196] Cuando los machos de una tropa vecina son asesinados o expulsados, los chimpancés victoriosos se adueñan del territorio y de sus hembras. El primatólogo y profesor Franz de Waal escribe que «no es casual que los únicos animales cuyos grupos de machos conquistan territorios exterminando deliberadamente a sus rivales sean los humanos y los chimpancés. ¿Cuál es la probabilidad de que estas tendencias evolucionen de forma independiente en dos mamíferos tan estrechamente relacionados?».[197] Todavía conservamos esta forma de cognición primitiva. Pensamos en términos de relatos tribales. Ese es nuestro pecado original. En cuanto percibimos que otra tribu amenaza el estatus de la nuestra, se desencadenan este tipo de actos infames. En esos momentos, para nuestro subconsciente es como si volviéramos al bosque o a la sabana prehistórica. El cerebro narrador de historias entra en estado de guerra. Atribuye al grupo opositor motivaciones puramente egoístas. Escucha sus argumentos desde el rencor y con aires de abogado, con la intención de malinterpretar o rechazar todo aquello que tenga que alegar. Aprovecha las más terribles transgresiones de los peores miembros del otro grupo para difamar a todo el colectivo. Señala a individuos aislados y borra toda huella de

diversidad y riqueza.[198] Los reduce a un mero bosquejo; transforma la tribu opositora en una masa informe de siluetas a las que niega la empatía, la humanidad y la paciente capacidad de comprensión que atribuye a su propia tribu. Y todo ello hace que nos sintamos de maravilla, como si fuéramos los héroes de una historia emocionante en la que la moral está de nuestra parte. El cerebro opta por esta posición beligerante porque cualquier amenaza tribal de orden psicológico supone una amenaza para su teoría del control, para esa intricada red compuesta por millones de creencias basadas en la causalidad. Su teoría del control le dice, entre otras muchas cosas, cómo conseguir lo que más desea, en particular, la capacidad de relacionarse con los demás y obtener estatus. Configura el andamiaje del modelo del mundo y del yo que ha estado construyendo desde el momento del nacimiento. Obviamente, este modelo, junto a la teoría del control, es indisociable de nosotros mismos. Constituye la realidad misma que percibimos desde la oscura bóveda de nuestros cráneos. No debería sorprendernos, por lo tanto, que lo defendamos con uñas y dientes. Las distintas tribus se rigen por diferentes modelos de control; los comunistas y los capitalistas, por poner un ejemplo amplio, otorgan sus premios al estatus y al vínculo social en función de comportamientos muy distintos. Por lo tanto, cualquier amenaza tribal resulta existencialmente muy perturbadora. Es mucho más que una amenaza a nuestras creencias manifiestas sobre esto y lo otro, es una amenaza a las estructuras subconscientes a través de las cuales experimentamos la realidad. También supone una amenaza para el juego de estatus al que tanto esfuerzo hemos dedicado en nuestra vida. Para nuestro subconsciente, la victoria de la otra tribu no solo supondrá nuestro descenso en la jerarquía, sino que destruirá esta por completo. Nuestra pérdida de estatus será absoluta e irreversible; es lo que la psicología llama «la aniquilación del yo», que subyace a un conjunto saturnino de conductas asesinas, desde los tiroteos a los crímenes de honor.[199] Cuando el estatus colectivo de un grupo se siente amenazado y teme la posibilidad de que otro grupo lo humille, se desencadenan masacres, cruzadas y genocidios. Hemos visto estas dinámicas en juego en lugares como Ruanda, la Unión Soviética, China, Alemania, Birmania, los estados del sur de Estados Unidos y, por supuesto, en la preciada Jerusalén de Esdras. En estas circunstancias, las tribus despliegan todo el increíble potencial de los relatos, con toda su indignación moral y su juego de estatus, con el fin de incitar

a sus miembros a luchar contra el enemigo. La película El nacimiento de una nación, de 1915, representaba a los afroamericanos como seres embrutecidos y con pocas luces que intimidaban sexualmente a las mujeres blancas. Esta narración, de tres horas de duración, se proyectó ante multitudes que agotaron las entradas y consiguió reclutar a miles de seguidores para el Ku Klux Klan. En 1940, un año antes del estreno de Ciudadano Kane, la película El judío Suss no solo retrataba a los descendientes de Esdras como unos corruptos, sino que en ella el banquero judío de alto estatus Suss Oppenheimer violaba a una mujer rubia alemana para acabar encerrado en una jaula de hierro ante una muchedumbre agradecida. La película fue premiada en el Festival de Venecia, fue vista por veinte millones de personas y provocó que muchos espectadores salieran en masa a las calles de Berlín al grito de «Fuera los últimos judíos de Alemania».[200] Ambas películas contenían escenas de violencia sexual contra las mujeres, y no es casualidad que los chimpancés tengan también este tipo de conductas de dominación territorial. Este tipo de relatos no solo son capaces de explotar los sentimientos de rabia y de humillación tribal. Algunos son capaces también de provocar una tercera emoción: el asco.[201] En nuestro pasado evolutivo, los grupos extraños no solo suponían una amenaza por su potencial violencia, también podían ser portadores de peligrosos patógenos para los que nuestros sistemas inmunológicos carecían de defensas. La exposición a patógenos —por ejemplo a través de las heces o los alimentos podridos—activa de forma natural sentimientos de asco y repulsión. Al parecer, las tribus extranjeras provocan en nuestros cerebros tribales una especie de tic de origen cultural. Quizá por eso los niños y las niñas siguen haciendo el gesto de taparse la nariz como una manera de menospreciar a miembros de otros grupos. La propaganda tribal explota este tipo de procesos mediante la representación de los enemigos como apestados portadores de enfermedades, como si fueran cucarachas, ratas o piojos. La película El judío Suss representa a los judíos como gentes sucias y harapientas que invaden una ciudad como si de una plaga se tratara. Incluso las narraciones más convencionales y populares explotan el poder de ese sentimiento de repulsión. Villanos como lord Voldemort, en Harry Potter, Grendel, en Beovulfo, o Leatherface, en La matanza de Texas, tienen rostros desfigurados que activan estas redes neuronales. En su obra Los cretinos, Roald Dahl logra crear la típica confabulación maravillosa del principio del asco: «Si una persona tiene feos pensamientos, estos se reflejan en la cara. Y cuando esa persona tiene feos pensamientos todos los días, todas las semanas,

todos los años, la cara se va poniendo más y más fea hasta que es tan fea que no puedes soportar mirarla». Y es que las narraciones exponen y permiten que se desplieguen las peores cualidades de nuestra especie. Nos dejamos engañar de buen grado por relatos extremadamente simplistas, aceptando alegremente como verdadera cualquier historia que nos conceda a nosotros el papel del héroe moral y al otro el de villano de dos dimensiones. Su influjo es fácil de reconocer. Cuando todo lo bueno está de nuestra parte y todo lo malo de la suya, es que nuestro cerebro cuentacuentos está desplegando toda su sombría magia. Nos está vendiendo una historia. La realidad no suele ser tan simplista. Las narraciones de estas características nos seducen porque nuestro pensamiento creador de héroes nos quiere convencer a toda costa de nuestra valía desde un punto de vista moral. Sirven para justificar nuestros impulsos tribales más primitivos y nos engatusan para que nos creamos uno santos, incluso cuando nos devora el odio.

3.10. El antihéroe

A veces se da por sentado que apoyamos a determinados personajes simplemente porque son amables. La idea es bonita, pero no es real. Tal y como manifiesta el crítico literario Adam Kirsch, la bondad es «tierra yerma para el escritor».[202] La historia perdería todo interés si nos presentara a un héroe perfecto y entregado a los demás. Para el profesor Bruno Bettelheim, experto en narrativa, el mayor reto al que se enfrenta un narrador de historias no es tanto poder provocar en el lector el respeto hacia la moralidad del protagonista, sino que simpatice con él. En su investigación sobre la psicología de los cuentos de hadas, apunta: «El niño se identifica con el héroe bueno no por su bondad, sino porque le resulta extremadamente atractivo. El niño no se plantea si quiere ser bueno, sino a quién quiere parecerse.[203] Si Bettelheim está en lo cierto, ¿cómo explicamos entonces el personaje del antihéroe? El personaje de Humbert Humbert de Lolita, la novela de Vladimir Nabokov, que a tantos ha fascinado, mantuvo una relación sexual con una niña de doce años. ¿Cómo vamos a querer parecernos a él? Para evitar que acabemos quemando su novela en la hoguera para purificarla

después de leer las primeras siete páginas, Nabokov tiene que recurrir a descripciones en ocasiones extremadamente largas que manipulan subconscientemente nuestras emociones sociales tribales. Ya en la introducción, escrita supuestamente por un académico, descubrimos que Humbert ha muerto. A continuación, se nos dice que, antes de su muerte, estaba en «cautiverio legal» a la espera de juicio. Con ello logra reducir nuestra indignación por el escándalo moral de sus acciones mucho antes incluso de que lleguemos a sentirla: se trata de un pobre diablo atrapado y muerto. Haya hecho lo que haya hecho, ya ha recibido su escarmiento tribal. Podemos relajarnos. El deseo remite. Antes incluso de terminar la primera frase, Nabokov nos libera de las trabas para que podamos relajarnos y disfrutar lo que queda por venir. Cuando por fin conocemos al hombre, nuestra rabia se desinfla aún más por el hecho de que reconozca de inmediato su delito y se refiera a Lolita como «mi pecado» y a sí mismo como un «asesino». Además, lejos de ser un hombre físicamente repulsivo, es apuesto, elegante y encantador. Hace alarde de su oscuro sentido del humor negro cuando alude a la muerte de su madre con quizá el inciso más famoso de la literatura: «picnic, rayo», y describiendo a la madre de Lolita como «una Marlene Dietrich desvaída». Descubrimos que sus tendencias hebefílicas tuvieron su origen en una experiencia trágica: cuando él tenía doce años, Annabel, su primer amor, murió y «ese macizo de mimosas, el racimo de estrellas, la comezón, la llama, el néctar y el dolor quedaron en mí, y a partir de entonces ella me hechizó, hasta que, al fin, veinticuatro años después, rompí el hechizo encarnándola en otra». Cuando el interés que el Humbert adulto tiene por las niñas de la edad de Annabel empieza a hacerse evidente, intenta curarse iniciando una terapia y contrayendo matrimonio. Ninguna de las dos cosas funciona. El detonante dramático —como en el caso de Charles Foster Kane y el rey Lear— es la consecuencia inevitable de su modelo defectuoso del mundo: Humbert conoce a Lolita y se enamora de ella. No tardamos en descubrir que su madre la desprecia: no solo le da el cuarto «más frío y feo» de la casa, sino que Humbert encuentra un cuestionario sobre la personalidad de Lolita que la madre ha rellenado por ella y en el que quedan plasmadas sus opiniones sobre su propia hija: «agresiva, ruidosa, desconfiada, disconforme, impaciente, irritable, curiosa, desatenta, obstinada y mordaz (subrayado dos veces). Había ignorado los otros treinta adjetivos, entre los cuales figuraban alegre, vivaz, etc. Era realmente enloquecedor». Manda a su hija, en contra de su voluntad, a un internado «con estricta disciplina». Mediante una serie de astutos y poderosos mecanismos,

Nabokov manipula nuestras emociones para que de que pronto nos encontremos nosotros mismos defendiendo a Humbert. Para que Humbert pueda poseer a Lolita, la madre tiene que desaparecer. ¿La matará él? Nabokov es consciente de que está pidiendo demasiado a los lectores. Nuestra simpatía por Humbert es muy frágil, y con toda seguridad nuestras emociones no se van a quedar de brazos cruzados mientras la asesina. De modo que Humbert no es el culpable directo de la muerte de la madre de Lolita. El protagonista de Nabokov es incapaz de llevar a cabo un acto tan atroz, y esta es la manipulación más audaz por parte del autor. En su lugar, deja el hecho descaradamente en manos de «el largo brazo velludo de la coincidencia», como lo describe el propio Humbert. La madre de Lolita muere víctima de un accidente de coche. Humbert se lanza por fin a liarse con Lolita con una mezcla de lascivia, indecisión y culpabilidad. El momento en que descubrimos que Lolita había perdido su virginidad previamente con un chico en un campamento de verano es crucial. Nuestro narrador sospechoso nos presenta a una Lolita antipática — prepotente, segura de sí misma, manipuladora y precoz—, y de forma inconsciente y emocional, nos dejamos influir por esas características del personaje. Lolita acaba dominando a Humbert, hasta que decide fugarse con un hombre aún más despreciable que él, Clare Quilty. Nabokov manipula nuestros sentimientos hacia Humbert para que sintamos compasión por él y desata nuestra repulsa contra Quilty, el pornógrafo hebefílico depredador e «infrahumano»: vemos «los pelos negros en el dorso de sus manos regordetas» y lo presenta «rascándose con fuerza la mejilla gris, carnuda y arenosa, y mostrando sus dientes menudos y perlados en una mueca torva». Luego, en un acto emocionante de castigo altruista y señalización costosa que deseamos con fruición, Humbert lo asesina. Nuestro antihéroe abandona el relato entregándose voluntariamente a la justicia. La última intimidad que comparte con nosotros es la confesión de sus sentimientos tras ser abandonado por Lolita. Había detenido su coche en la ladera de un monte, en el fondo del cual había un pequeño pueblo minero. Desde su posición podía escuchar las voces de unos niños jugando: «Me quedé escuchando esa vibración musical desde mi suave pendiente, esos estallidos de gritos aislados, con una especie de tímido murmullo como fondo. Y entonces supe que lo más punzante no era la ausencia de Lolita a mi lado, sino la ausencia de su voz en ese concierto». Humbert Humbert había cometido un acto terrible,

pero Nabokov manipula con maestría nuestros sentimientos más profundos y tribales sobre su acto pecaminoso, sobre su propia alma. Podemos observar manipulaciones similares en nombre de otros antihéroes, como el caso del protagonista de la serie de televisión Los Soprano. Nos topamos por primera vez con el mafioso Tony Soprano en la consulta de una psicoterapeuta. Ahí nos enteramos de que ha sufrido un ataque de pánico después de que unos patos con sus patitos, que solían visitar su piscina y con los que había establecido un profundo vínculo, se esfumaran. Habla de ellos envuelto en lágrimas. Soprano no solo es un hombre sensible que sufre, sino que su estatus es relativamente bajo. Está muy lejos de ser un personaje como el todopoderoso John Gotti; es el capo de una banda marginal de Nueva Jersey y, de todas formas, como le confiesa a su terapeuta: «Llegué al final, cuando lo mejor ya había pasado». En una escena, vemos a Soprano dándole una paliza a un hombre que no es más que «un maldito jugador degenerado» que le debe dinero y que, además, le ha insultado: «Vas diciendo por ahí que no soy nada comparado con la gente que solía dirigir las cosas». A medida que se desarrolla el episodio, Soprano intenta ayudar en secreto a un amigo que está al margen de la mafia y que es propietario de un restaurante contra el que su tío, un hombre mucho más despiadado, está planeando un golpe. Soprano quiere mucho a su madre. Cuando la lleva a visitar una residencia para ancianos y ella se angustia, él vuelve a sufrir un ataque de pánico. Poco después descubrimos que la madre está conspirando con su tío para asesinarlo. La escritora Patricia Highsmith también se permite manipulaciones de este tipo. En El juego de Ripley, el sociópata y estafador Tom Ripley es un hombre apuesto, elocuente y culto, como Humbert. Como en los casos de Humbert y Soprano, se enfrenta a un villano mucho más malvado, Reeves Minot. También como en el caso de Soprano, es presa de unas fuerzas más oscuras y poderosas que van contra él y que aquí adoptan la forma de la mafia italiana. Etcétera, etcétera. Si, para nuestra sorpresa, este tipo de personajes despiertan nuestra simpatía, es porque el autor es capaz de manipularnos con destreza en cada situación. Por muy violadores, estafadores o gánsteres que sean, se ven obligados a lidiar en un mundo de tales características que pasamos por alto sus desviaciones, incluso a pesar de nosotros mismos. En cierto sentido, todos los protagonistas son antihéroes. Cuando conocemos a la

mayor parte de ellos por primera vez, lo habitual es que tengan algún defecto de carácter y que sean arbitrarios, y solo acaban convirtiéndose en verdaderos héroes cuando cambian, si es que lo logran. Cualquier intento por nuestra parte por encontrar alguna razón que explique por qué estamos de su parte estará probablemente condenado al fracaso. El secreto para generar empatía no obedece a una sola causa, sino a muchas. La clave está en las redes neuronales. Los narraciones funcionan gracias a una serie de mecanismos que se ponen en marcha en nuestro cerebro, y un buen narrador de historias sabe perfectamente cómo poner en marcha esos mecanismos como si de un director de orquesta se tratara. Un trino de indignación moral por aquí, una fanfarria de juego de estatus por allá, un tintineo de identificación tribal, un estruendo de antagonismo amenazador, un destello de ingenio, unas notas de atracción sexual, un crescendo de problemas injustos, un zumbido distorsionado y urdido a medida que la cuestión dramática se plantea y se replantea de formas nuevas e interesantes: todos ellos son instrumentos capaces de cautivar y manipular montones de cerebros. Sospecho, no obstante, que algo más entra en juego. Los relatos son un mecanismo que utilizamos los animales domesticados para controlar el mundo social que nos rodea. Los relatos arquetípicos que giran en torno a un antihéroe suelen terminar con la muerte de este, o con su humillación como personaje, y cumplen una función de propaganda tribal. Nos dan una lección sobre lo que es y lo que no es apropiado, y dejan bien claro cuál es el precio a pagar por comportamientos tan egoístas. Incluyen, sin embargo, un elemento incómodo: a medida que se desarrolla la narración en nuestras mentes, es como si disfrutáramos de «representar» el papel del antihéroe. Me pregunto si esto obedece a que, en el fondo de las cloacas de nuestros narradores inventores de héroes, sabemos que no somos tan maravillosos como parece. El esfuerzo de ocultarnos a nosotros mismos el secreto de nosotros mismos puede resultar verdaderamente agotador. Quizá radique aquí la verdad subversiva de los relatos sobre antihéroes. Sentirnos libres para poder ser malos, aunque solo sea en nuestras cabezas, puede llegar a suponer un alivio gozoso.

3.11. El daño de origen

En algún momento alrededor del año 1600, cambió para siempre el arte de la narración. Nadie sabe con exactitud cómo llegó a esa idea, pero lo cierto es que William Shakespeare rompió las reglas sobre la forma en que se había venido abordando la cuestión dramática hasta entonces. El profesor de Humanidades Stephen Greenblatt afirma que Shakespeare dio el salto definitivo hacia la genialidad en el momento en que introdujo el «avance crucial» de eliminar de la trama una información concreta sobre el personaje.[204] En la mayoría de los casos, la fuente original en la que los autores de teatro como Shakespeare basaban sus obras tendía a explicar claramente las causas que habían provocado la conducta del personaje. Pero mientras estaba trabajando en Hamlet, Shakespeare decidió ingeniosamente eliminar esas explicaciones tan prolijas y reconfortantes. En anteriores versiones de la obra, la «locura» de Hamlet aparecía como un elemento táctico, como una farsa, un ardid para ganar tiempo y fomentar la apariencia de que era inofensivo. En la versión de Shakespeare, sin embargo, su locura suicida es real y, como escribe Greenblatt, «nada tenía que ver con el fantasma» que le informó del asesinato de su padre. Shakespeare avanzó en su experimento de la «extirpación radical» de este tipo de información sobre el personaje en las maravillosas obras que escribió entre 1603 y 1606: Otelo, El rey Lear y Macbeth. ¿Por qué Yago tenía la imperiosa necesidad de asesinar a su general? Shakespeare oculta e insinúa las motivaciones de Yago, que aparecían claramente descritas en su fuente, el relato breve de Giambattista Giraldi. ¿Qué empuja al rey Lear a plantear una prueba tan absurda? La explicación se halla en la fuente de la obra, Crónica de la verdadera historia del rey Leir: Cordelia quería casarse por amor, pero su padre, el rey, quería que con su matrimonio se prolongara su dinastía. La prueba de amor era un truco. Se suponía que Cordelia debía decir que quería más a su padre que sus hermanas, y que a ello el rey debía responder: «Demuéstralo. Cásate con quien yo te diga». En su obra, Shakespeare elimina la causa que provoca que Lear tome una decisión disfuncional. Esta opción experimental por evitar las explicaciones prolijas de las conductas humanas, escribe Greenblatt, tuvo como resultado unas obras de teatro «muchísimo más profundas» que las anteriores. La genialidad de Shakespeare suele atribuirse a la veracidad psicológica de sus personajes. Los recientes avances en las ciencias que investigan la mente humana muestran hasta qué punto es acertada esta consideración. Shakespeare siempre se mostró escéptico ante «las explicaciones —ya fueran psicológicas o

teológicas— de por qué las personas se comportan como lo hacen». Escepticismo que ha demostrado ser acertado por completo. Como ya sabemos, nadie sabe realmente por qué hace lo que hace: ni Yago, ni el rey Lear, ni yo, ni el lector. Dejar que el público conjeturara sobre las verdaderas causas que provocaban las acciones de sus personajes permitió al autor jugar con los cerebros domesticados de los espectadores. Al envolver de misterio la respuesta a la pregunta dramática, Shakespeare alcanza las profundas aguas de nuestra curiosidad sobre los demás y sus rarezas, provocando una deliciosa y permanente obsesión por sus personajes y sus obras. Además, nos deja espacio para que participemos de alguna forma en sus narraciones; nos preguntamos: ¿sería yo capaz de hacer algo así? ¿Qué haría yo? La capacidad de narrar historias con maestría radica, como en el caso de la mejor psicología y neurociencia, en saber adentrarse profundamente en la conducta humana. La narración literaria no suele estar tan dominada por la acción manifiesta como por el despliegue de claves exhaustivas sobre el porqué del comportamiento humano. En Chesil Beach, Ian McEwan nos narra la historia de la desastrosa luna de miel de una joven pareja. Conocemos a los recién casados Florence y Edward durante sus vacaciones en un modesto hotel de Dorset en el verano de 1962. La noche en que intentan consumar su matrimonio —no han tenido antes un contacto sexual significativo—, Edward, llevado por una excitación excesiva, sufre una eyaculación precoz. Florence, que temía visceralmente el acto en sí, reacciona con horror y asco a la efusiva aparición del esperma de él: «el limo de otro cuerpo […]. Sentirlo circular por su piel en regueros gruesos, sentir su ajeno espesor lechoso, su íntimo olor almidonado […]». Se limpia frenéticamente con una almohada y sale precipitadamente de la habitación. Cuando Edward, enfurecido, la encuentra por fin, la acusa de ser un «fraude» y «completamente frígida», y le dice: «No tienes la más ligera idea de cómo estar con un hombre […]. Ni siquiera sabes besar». «Sé cuando hay un fallo», responde Florence con crueldad. Le sugiere que en el futuro Edward podrá satisfacer sus necesidades sexuales con otras mujeres: «Nunca estaría celosa, siempre que supiera que me quieres». Edward, horrorizado, rechaza su propuesta. Anulan el matrimonio por no consumado. ¿Cómo pudo pasarles algo así? ¿Qué elementos del pasado de ambos pudieron conducir a esta terrible ruptura de una relación de amor que hasta entonces había sido maravillosa? ¿Cómo llegaron a convertirse en quienes eran? Buena parte del resto de la novela de McEwan nos da una serie de pistas y claves que

explican el origen de sus males. ¿Quizá la explicación para la reacción tan insensible e irascible de Edward se halle en su sentimiento de inferioridad frente a Florence? Ella era una violinista de talento y claramente más inteligente que él, como se nos muestra en algunos flashbacks. Procedía de una familia de clase media alta relativamente acostumbrada al lujo, que vivía en una «gran casa victoriana» en Oxford, mientras que la tribu de Edward comía alrededor de «una mesa de pino plegable» y vivía «apiñada en una precaria casita de campo» en los Chilterns que apestaba a tuberías. ¿O quizá tuviera más que ver con la «primera infancia» de Edward, «marcada por sus espectaculares rabietas»? ¿Y Florence? ¿Por qué sentía tanto pavor a la consumación del acto con el hombre al que amaba? ¿Quizá su reacción de terror y asco se debiera a algún episodio de abuso durante su infancia? McEwan deja entrever que esta podría ser la causa, pero se limita tan solo a insinuarlo. Según él mismo comentó en una ocasión, «en la versión final, esa oscura posibilidad está ahí para que los lectores saquen las conclusiones que quieran. No quería ser demasiado determinista al respecto. Quizá para muchos lectores no resultara una conclusión tan obvia, lo cual está bien». Lo que resulta más apasionante de obras literarias como Chesil Beach es que suscitan en el lector una curiosidad irrefrenable por averiguar las causas y los efectos que están detrás de la conducta de los personajes. Son como novelas policiacas, en las cuales el lector hace de detective. Si los autores optaran por explicar con precisión los rasgos de carácter de los personajes, correrían el riesgo de que nuestra curiosidad se desvaneciera por completo. Es más, el lector se vería privado de poder desempeñar un papel activo en la historia y no habría lugar para que desarrollara sus propias interpretaciones. Si bien es cierto que no todos los autores optan por esta vía —en Lolita, obviamente Nabokov nos habla del trauma infantil de Humbert precisamente para provocar nuestra empatía hacia él—, también lo es que en muchas de las grandes obras literarias los autores optan por no revelar del todo las causas que originan los males del personaje. En Lawrence de Arabia, en la escena que tiene lugar alrededor de la hoguera, el protagonista confiesa en voz baja a Sherif Alí que es hijo ilegítimo —hecho que en aquella época supondría presumiblemente una fuente de vergüenza para un hombre—, dejando entrever el origen de su defecto de carácter. En Los restos del día nos enteramos de los cotilleos que escuchó por casualidad el joven y fascinado Stevens sobre cómo su padre acometía sus tareas con dosis heroicas de contención emocional. Este tipo de

historias se extendían como un cáncer por la mente de Stevens, que iba construyendo poco a poco un modelo idealizado de sí mismo. Se incorporaban paulatinamente a su emergente teoría del control. Le enseñaban en qué tipo de persona debía convertirse para entrar en el juego de estatus de los mayordomos y ascender a la cima. La historia de Ciudadano Kane es un ejemplo poco frecuente, ya que, para explicar el origen del daño sufrido por el personaje, la trama recurre abiertamente a una búsqueda de las causas. Rawlston encarga a su equipo de periodistas la tarea de averiguar quién era en realidad ese personaje que había heredado una auténtica fortuna y había decidido invertirla en un periódico e implicarse en política, para acabar muriendo solo e infeliz en «la propiedad privada más extensa del mundo», rodeado de «colecciones tan diversas e importantes que sería imposible catalogarlas o valorarlas». En concreto, envía a su equipo a desvelar el misterio que rodea a la última palabra que pronunció antes de morir: rosebud. Durante las pesquisas, uno de los hombres de Rawlston lee las memorias del tutor que había criado a Kane desde niño. En sus páginas descubre que la madre de Kane lo dio en adopción a Thatcher, un tutor rico, en contra de la voluntad de su padre. Ella actuó convencida de que hacía lo correcto para evitar que el padre lo siguiera maltratando. El padre de Charles, sin embargo, también pensaba que estaba haciendo lo correcto, puesto que su narrador creador de héroes insistía en corroborar que las palizas eran por el bien del chico. A pesar de los castigos físicos, Charles tuvo una infancia esencialmente feliz. Lo vemos jugar alegre, lleno de vida, con unos soldaditos en la nieve. Cuando Thatcher se lo lleva, él lo ataca con un trineo. Las lagunas de información con las que arranca la historia se completan por fin en los últimos fotogramas de la película. Descubrimos que en aquel trineo estaba escrita la palabra «rosebud». La bola de nieve de cristal que Kane dejó caer y se rompió al morir contenía una casa parecida a la de sus padres. Cuando lo arrancaron de ese hogar, se creó en él un vacío que intentó llenar durante toda su vida con el amor de las masas y con todas las posesiones materiales que pudo comprar. El vacío, sin embargo, era demasiado difícil de llenar. El daño se produjo precisamente durante la anécdota del trineo, y, a raíz de ella, sus modelos del mundo generaron el detonante dramático y la trama de su historia. Con esta revelación se responde a la pregunta dramática fundamental: ¿quién es él en realidad? Y el espectador sacia su curiosidad y queda satisfecho a la par

que conmovido. Todos estos ejemplos demuestran la libertad que tienen los autores a la hora de jugar con el origen de los daños y los defectos de carácter de los personajes. Nos dan pistas, coquetean con él, lo utilizan para provocar nuestra empatía hacia ellos e, incluso, pueden llegar a montar toda la trama alrededor de las pesquisas para hallarlo. En todos mis años dedicados a la enseñanza de estos aspectos, no obstante, he aprendido que es importante que el autor sepa perfectamente cómo y cuándo se produjo el daño de origen en las vidas de sus personajes principales antes de empezar a escribir. No basta con echar mano de generalidades y decir, por ejemplo, que «sus padres no lo quisieron lo suficiente», porque tales vaguedades solo pueden conducir a la creación de personajes difusos. En realidad, obviamente, a menudo el daño de origen se produce por un paulatino y sombrío desgaste que se prolonga durante meses o años y por una serie de repetidos incidentes sangrientos. En gran medida tiene que ver con la genética. Shakespeare sabía muy bien que, por lo general, no nos convertimos en quienes somos debido a un único incidente definitorio. Para que un autor pueda plasmar grandes personajes en sus páginas, lo primero que tiene que hacer es construirlos claramente en su imaginación, y para eso los tiene que definir con precisión. Tiene que ser capaz de «ver» cómo se van a comportar ante una situación dramática e intentar controlar el drama que se les viene encima. En el proceso, resulta muy útil fijar el origen del daño en la vida del personaje en un acontecimiento en concreto, como en el caso de Ciudadano Kane, incluso aunque solo quede esbozado o se acabe eliminando del borrador final.[205] El autor debe imaginarse el acontecimiento minuciosamente, para después decidir cuál será la creencia errónea que tendrá el personaje sobre el mundo o sobre sí mismo. El personaje cobrará vida más fácilmente en su imaginación en el momento en que el autor sepa cuándo tuvo lugar el incidente, cómo se produjo y qué concepto erróneo generó en su imaginación. Esa percepción errónea de la realidad del personaje, que surge en ese preciso instante, ayuda no solo a definir quién es en realidad el personaje, sino también la vida que ha construido a su alrededor. El error cometido por el mayordomo de Ishiguro fue específicamente su propia contención emocional. Es el germen alrededor del cual la novela y el personaje cobran vida. Si en las narraciones el daño de origen se produce con mayor frecuencia en la juventud, es porque es en las dos primeras décadas de la vida cuando estamos

ocupados formándonos a partir de nuestras experiencias. Durante esos años se empiezan a configurar nuestros modelos de la realidad. (Para adivinar lo extraña y frenética que sería una persona que aún no hubiera construido sus modelos neuronales de la realidad, basta con imaginarse a un niño de cuatro años. O a un adolescente de catorce años). En nuestra vida adulta, la alucinación que experimentamos como la realidad emana de nuestros pasados. Vemos, sentimos y explicamos el mundo en parte a través de nuestro daño de origen. Este daño puede llegar a producirse incluso antes de que aprendamos a hablar. Los seres humanos desean poder controlar las situaciones y, por esa razón, los niños y las niñas pequeños cuyos cuidadores han tenido conductas impredecibles a menudo crecerán en un constante estado de ansiedad y de máxima alerta.[206] La angustia anidará en sus concepciones fundamentales sobre los demás, y eso puede llegar a desencadenar una serie de problemas de socialización cuando crezcan. Incluso la ausencia de caricias durante la infancia puede producirnos potencialmente un daño de por vida. El cuerpo tiene una red de receptores del tacto optimizados para reaccionar a las caricias.[207] Según el neurocientífico Francis McGlone, las caricias son fundamentales para que se produzca un desarrollo psicológico sano. «Intuyo que la interacción natural entre los padres y el niño (ese deseo continuo de tocar, acurrucar y cuidar) aporta los inputs esenciales para sentar los cimientos de un cerebro social equilibrado —escribe McGlone—. No es solo agradable, es indispensable». El cerebro sigue elaborando sus modelos hasta la adolescencia. El hecho de que gocemos o no de popularidad durante esta etapa en el instituto también distorsiona nuestros modelos neuronales y, por lo tanto, cómo experimentamos la realidad durante el resto de nuestra vida. La posición que ocupamos en la jerarquía social durante la adolescencia no solo afecta superficialmente a cómo vamos a ser en la edad adulta, escribe el psicólogo Mitch Prinstein, «transforma nuestras conexiones cerebrales y, por lo tanto, afecta al modo en que vemos lo que vemos, lo que pensamos y cómo actuamos».[208] En un estudio se pidió a los participantes que vieran algunos vídeos en los que se mostraban escenas en las que se producían diversas interacciones sociales, como, por ejemplo, un pasillo de un centro escolar. A continuación, los investigadores observaron los movimientos sacádicos de los participantes para determinar qué elementos llamaban la atención de sus cerebros. Quienes habían experimentado «episodios de éxito social en el pasado» se fijaban casi todo el tiempo en quienes se mostraban amables y sonreían, charlaban o asentían. En cambio, aquellos que

habían sido adolescentes solitarios o habían sufrido aislamiento social en el instituto «apenas se fijaban en las escenas positivas», escribe Prinstein.[209] Por el contrario, alrededor del 85 por ciento del tiempo se fijaron en las personas que tenían un comportamiento desagradable o intimidante con los demás. «Es como si estuvieran viendo una película completamente distinta». En otros estudios de características similares en los que se mostraba a los participantes diversas animaciones de figuras que interactuaban de forma ambigua, el relato de quienes no habían gozado de popularidad en el colegio tendía a establecer una relación causal espontánea para explicar el comportamiento violento que las figuras tenían entre sí. Los que habían gozado de popularidad eran mucho más propensos a interpretar que las figuras estaban jugando alegremente.[210] Así es como transcurre nuestro día a día. Lo que vemos en nuestro entorno es producto de nuestro pasado y, con demasiada frecuencia, producto de nuestro daño personal. Estamos literalmente ciegos a lo que el cerebro ignora. Si envía nuestra mirada únicamente hacia los elementos angustiosos que nos rodean, eso es todo lo que veremos. Así es como la alucinación de la realidad en cuyo centro habitamos puede ser radicalmente distinta a la de la persona que tenemos al lado. Nuestra existencia transcurre en mundos diferentes a los de los demás, y el hecho de que ese mundo nos resulte amable u hostil depende, en gran medida, de lo que nos haya ocurrido de niños. «En cierto sentido, sin que seamos conscientes de ello, nuestros cerebros se pasan todo el día, y cada día, recurriendo a los recuerdos iniciales y formativos que experimentamos en el instituto». Las experiencias infantiles dañinas perjudican nuestra capacidad de controlar el entorno de otras personas. Y para nosotros, criaturas domesticadas, el entorno de otras personas lo es todo. Todos los protagonistas de las narraciones se ven envueltos en este tipo de conflictos. Pudiera parecer que cierta clase de narraciones de ficción no se ocupan de tales personajes: las películas de Indiana Jones o los héroes de aventuras bélicas, como Bravo Two zero de Andy McNab, por ejemplo, se centran en los intentos de los protagonistas por controlar el mundo físico y no el social. Incluso ellos, sin embargo, tendrán que enfrentarse en último término a mentes antagonistas, ya sea en forma de villano o de su propio subconsciente tumultuoso y rebelde. Como el daño de origen se produce mientras se construyen nuestros modelos, las deficiencias que crea se incorporan a lo que somos. Se interiorizan. La narrativa autojustificativa del creador de héroes se pone entonces a trabajar para decirnos que no somos parciales ni nos equivocamos en absoluto, que tenemos razón. Vemos pruebas que apoyan esta falsa creencia en todas partes y negamos,

olvidamos o descartamos cualquier prueba que lo contradiga. Cada una de nuestras experiencias parece confirmar que estamos en lo cierto. Crecemos contemplando la realidad desde este modelo deteriorado del mundo que, a pesar de sus distorsiones y fisuras, percibimos como absolutamente evidente y real. De vez en cuando, la realidad «real» nos cierra el paso. De pronto, se produce un cambio en nuestro entorno que nuestros modelos defectuosos no habían previsto y, por lo tanto, son incapaces de afrontar. Intentamos evitar el caos que esto conlleva, pero, como este cambio choca directamente con los defectos de nuestro modelo, no lo conseguimos. Es posible que entonces entremos en conflicto. ¿Tenemos razón? ¿O acaso estamos equivocados? Si esta creencia profunda, constitutiva de nuestra identidad, resulta ser errónea, entonces ¿quiénes somos? La cuestión dramática se ha desencadenado. Así arranca la narración de la historia. Descubrir quiénes somos, y en quién debemos convertirnos, significa aceptar el reto que nos ofrece la narrativa. ¿Somos lo suficientemente valientes como para cambiar? Esta es la pregunta que una trama —y también una vida— nos plantea a cada uno de nosotros.

[132] Lisa Bortolotti, «Confabulation: why telling ourselves stories makes us fell OK», en Aeon, 13 de febrero de 2018. [133] Michael Gazzaniga, Who´s in Charge, Robinson, 2011 [¿Quién manda aquí? El libre albedrío y la ciencia del cerebro, Paidós, 2012] y Human, Harper Perennial, 2008. Para otra excelente reflexión, véase: Jonathan Haidt, The Happiness Hypothesis, Heinemann, 2006. [La hipótesis de la felicidad, Gedisa, 2016]. [134] Michael Gazzaniga, Who´s in Charge, Robinson, 2011, p. 85. [¿Quién manda aquí? El libre albedrío y la ciencia del cerebro, Paidós, 2012]. [135] Nicholas Epley, Mindwise, Penguin, 2014, p. 30. [136] Leonard Mlodinow, Subliminal, Penguin, 2012, p. 177.

[137] David Eagleman, Incognito, Canongate, 2011, p. 104. [Incógnito. Las vidas secretas del cerebro, Anagrama, 2013]. [138] David Eagleman, Incognito, Canongate, 2011, p. 137. [Incógnito. Las vidas secretas del cerebro, Anagrama, 2013]. [139] Todd E. Feinberg, Altered Egos: How the Brain Creates the Self, Oxford University Press, 2001, pp. 93-99. [140] Idem. [141] Dr. Michael Mosley, «Alien Hand Syndrome sees woman attacked by her own hand», 20 de enero de 2011. [142] Todd E. Feinberg, Altered Egos: How the Brain Creates the Self, Oxford University Press, 2001, pp. 93-99. [143] Bruno Bettelheim, The Uses of Enchantment, Penguin, 1976, p. 30. [144] Idem. [145] Jerome Bruner, Making Storie, Harvard University Press, 2002, p. 26. [146] Brian Little, Who are You Really, Simon & Schuster, 2017, p. 25. [147] Robert McKee, Story, Methuen, 1999, p. 138. [148] Michael Gazzaniga, Who´s in Charge, Robinson, 2011, p. 315. [¿Quién manda aquí? El libre albedrío y la ciencia del cerebro, Paidós, 2012]. [149] Robin Dunbar, Grooming, Gossip and the Evolution of Language, Faber & Faber, 1996, localización Kindle 1255-1256. [150] David M. Buss, Evolutionary Psychology, Routledge, 2016, p. 84. [151] Edward O. Wilson, The Origins of Creativity, Liveright, 2017, p. 114. [Los orígenes de la creatividad humana, Crítica]. [152] David M. Buss, Evolutionary Psychology, Routledge, 2016, p. 84. [153] Robin Dunbar, Louise Barrett, John Lycett, Evolutionary Psychology,

Oneworld, 2007, p. 133. [154] Robin Dunbar, Grooming, Gossip and the Evolution of Language, Faber & Faber, 1996, localización Kindle 1152-1156. [155] Robin Dunbar, Louise Barrett y John Lycett, Evolutionary Psychology, Oneworld, 2007, p. 112. [156] Susan Engel, The Hungry Mind, Harvard University Press, 2015, p. 146. [157] Ibid., 2015, pp. 134-135. [158] Ibid., p. 140. [159] Brian Boyd, On the Origin of Stories, Harvard University Press, 2010, p. 64. [160] O. S. Curry, D. A. Mullins, H. Whitehouse, «Is it good to cooperate? Testing the theory of morality as-cooperation in 60 societies», en Current Anthropology, 15 de julio de 2017. [161] Paul Bloom, Just Babies, Bodley Head, 2013, p. 27. [162] Ibid., p. 27. [163] Joseph Campbell y Bill Moyers, The Power of Myth, Broadway Books, 1998, p. 126 [El poder del mito, Traficantes de Sueños, 2016]. [164] Christopher Booker, The Seven Basic Plots, Continuum, 2005, p. 555. [165] Bruce Hood, The Domesticated Brain, Pelican, 2014, p. 195. [166] William Flesch, Comeuppance, Harvard University Press, 2009, p. 43. [167] Robin Dunbar, Grooming, Gossip and the Evolution of Language, Faber & Faber, 1996, localización Kindle 2911-2917. [168] William Flesch, Comeuppance, Harvard University Press, 2009, p. 126. [169] El cotilleo no solo es universal: Joshua Greene, Moral Tribes, Atlantic Books, 2013, p. 45. El comportamiento de tipo chismoso se ha demostrado

incluso en niños de tres años: los preescolares influyen en la reputación de los demás mediante el cotilleo prosocial: http://onlinelibrary.wiley.com/doi/10.1111/bjdp.12143/abstract? campaign=woletoc. [170] Dan P. McAdams, The Redemptive Self, Oxford University Press, 2013, p. 29. [171] C. Anderson, J. A. D. Hildreth y L. Howland, «Is the Desire for Status a Fundamental Human Motive? A Review of the Empirical Literature», en Psychological Bulletin, 16 de marzo de 2015. [172] Brian Boyd, On the Origin of Stories, Harvard University Press, 2010, p. 109. [173] C. Anderson, J. A. D. Hildreth y L. Howland, «Is the Desire for Status a Fundamental Human Motive? A Review of the Empirical Literature», en Psychological Bulletin, 16 de marzo de 2015. [174] Robert Sapolsky, Behave, Vintage, 2017, p. 323. [175] David M. Buss, Evolutionary Psychology, Routledge, 2016, p. 49. [176] Robert Sapolsky, Behave, Vintage, 2017, p. 428. [177] Frans de Waal, Our Inner Ape, Granta, 2005, p. 68. [El mono que llevamos dentro, Planeta, 2018]. [178] William Flesch, Comeuppance, Harvard University Press, 2009, p. 110. [179] Frans de Waal, Our Inner Ape, Granta, 2005, p. 75. [El mono que llevamos dentro, Planeta, 2018]. Por supuesto, los humanos también apoyan al desvalido: Joseph A. Vandello, Nadav P. Goldschmied y David A. R. Richards, «The Appeal of the Underdog», en Pers Soc Psychol Bull, 200, 33: 1603. [180] The Seven Basic Plots, Continuum, 2005, p. 556. [181] Christopher Booker, The Seven Basic Plots, Continuum, 2005, p. 268. [182] Tom Bower, «The pampered, petulant, self-pitying Prince», en Daily Mail,

16 de marzo de 2018. [183] Chunliang Feng, Zhihao Li, Xue Feng, Lili Wang, Tengxiang Tian, Yue-Jia Luo, «Social hierarchy modulates nueral responses of empathy for pain», en Social Cognitive and Affective Neuroscience, vol. 11, núm. 3, 1 de marzo de 2016, pp. 485-495. [184] Joseph Cattoll et al., Palaeolithic Politics in British Novels of the Longer Nineteenth Century, consultado en: http://www.personal.psu.edu/~j5j/papers/PaleoCondensed.pdf. [185] Keith Oatley, Such Stuff as Dreams, Wiley-Blackwell, 2011, p. 94. [186] Walter J. Torres y Raymond M. Bergner, «Humiliation: its Nature and Consequences», en Journal of the American Academy of Psychiatry and the Law Online, junio de 2010, 38 (2) 195-204. [187] William Flesch, Comeuppance, Harvard University Press, 2009, p. 159. [188] Martin Puchner, The Written World, Granta, 2017, pp. 46-59. [El poder de las historias, Crítica, 2019]. [189] Daniel Smith y otros, «Cooperation and the evolution of hunter-gatherer storytelling», en Nature Communications, volumen 8, número de artículo 1853, 5 de diciembre de 2017. [190] Leonard Mlodinow, Subliminal, Penguin, 2012, p. 165. [191] Drew Westen, The Political Brain, Public Affairs, 2007, p. XVI. [192] El capitalismo es explotación: https://www.youtube.com/watch?v=9BRkNRGH9s. [193] https://www.youtube.com/watch? v=kOomUpEdLE4&list=UUFHCypPBiy5cpLKFX11q0QQ. [194] Frans de Waal, Our Inner Ape, Granta, 2005, p. 5. [El mono que llevamos dentro, Planeta, 2018]. [195] Ibid., p. 132. [El mono que llevamos dentro, Planeta, 2018].

[196] Ibid., pp. 24, 132. [El mono que llevamos dentro, Planeta, 2018]. [197] Frans de Waal, Our Inner Ape, Granta, 2005, p. 137. [El mono que llevamos dentro, Planeta, 2018]. [198] Markus Brauer, «Intergroup Perception in the Social Context: The Effects of Social Status and Group Membership on Perceived Out-Group Homogeneity», en Journal of Experimental Social Psychology, 37, 2001: 15-31. [199] Bruce Hood, The Domesticated Brain, Pelican, 2014, p. 278; Robert Sapolsky, Behave, Vintage, 2017, p. 288. [200] Gary Kidney, «Jud Süss: The Film That Fuelled the Holocaust», en Warfare History Network, 23 de marzo de 2016. [201] J. Kjeldgaard-Christiansen, «Evil Origins: A Darwinian Genealogy of the Popcultural Villain», en Evolutionary Behavioral Sciences, 2015, 10(2), 109122. [202] Adam Kirsch, «Their Own Petard», en The New York Times, 23 de mayo de 2013. [203] Bruno Bettelheim, The Uses of Enchantment, Penguin, 1976, p. 10. [204] Stephen Greenblatt, Will in the World, W.W. Norton, 2004, pp. 323-327. [205] Mary Ward, The Literature of Love, Cambridge University Press, 2009, p. 61. [206] Bruce Hood, The Domesticated Brain, Pelican, 2014, p. 116. [207] Linda Geddes, «Why your brain needs touch to make you human», en New Scientist, 25 de febrero de 2015. [208] Mitch Prinstein, The Popularity Illusion, Penguin, 2018, localización Kindle 1984. [209] Ibid., localización Kindle 2105. [210] Ibid., localización Kindle 2105.

4.0. Alcanzar nuestros objetivos. La constricción, la liberación y la eudaimonia

Los héroes son abnegados. Son valientes. Se ganan su estatus. Los héroes, no obstante, tanto en las narraciones como en la vida, tienen una última cualidad esencial que aún no hemos abordado. Se trata de nuestro impulso más antiguo y fundamental, que probablemente se remonta a cuando éramos organismos unicelulares: los humanos nos guiamos por objetivos. Queremos cosas y nos esforzamos por conseguirlas. Cuando se produce un cambio inesperado, no nos volvemos a la cama a esperar que todo vuelva a ser como antes. Bueno, puede que lo hagamos durante un rato, pero en algún momento nos acabamos levantando. Nos enfrentamos. Luchamos. Para el crítico del siglo XIX Ferdinand Brunetière, esta era la única regla inviolable de una obra dramática: «Al teatro le pedimos que nos ofrezca el espectáculo de una voluntad en su esfuerzo por alcanzar una meta».[211] Para que las historias y las vidas transcurran con éxito, es fundamental que no soportemos pasivamente el caos que estalla a nuestro alrededor. La consecución de un objetivo es el mecanismo fundamental sobre el que se edifican todos los demás impulsos. El objetivo básico darwiniano de todas las formas de vida es sobrevivir y reproducirse. Debido a las peculiaridades de nuestra historia evolutiva, las estrategias humanas para alcanzar estos objetivos se centran en lograr vínculos con el resto de la tribu y alcanzar estatus dentro de ella. Sobre estos fundamentos universales se asientan todos nuestros deseos: nuestras ambiciones, enemistades, amores, decepciones y traiciones. Todos nuestros enfrentamientos. Todo el material que alimenta una narración. La compulsión de los humanos a provocar acontecimientos en su entorno es tan poderosa que los psicólogos la describen como «una necesidad casi tan básica como el comer y el beber».[212] Cuando en un experimento se coloca a las personas en tanques de flotación de aislamiento sensorial y se les tapan los ojos y los oídos, se comprueba que, en cuestión de segundos, empiezan a frotar los dedos o a hacer ondas en el agua. [213]Al cabo de cuatro horas, algunos cantan «canciones subidas de tono». En otro estudio se colocó a los participantes en una

habitación en la que únicamente había una máquina de electroshocks: el 67 por ciento de los varones y el 25 por ciento de las mujeres estaban tan desesperados por que ocurriera algo en aquel espacio vacío de estímulos que empezaron a aplicarse a sí mismos dolorosas descargas. Los humanos hacemos cosas. Actuamos. No podemos evitarlo.[214] Nuestros objetivos proporcionan a nuestras vidas orden, impulso y una lógica. Proporcionan a nuestra alucinación de la realidad un centro de gravedad narrativo. Nuestras percepciones se organizan en torno a ellos. Lo que vemos y sentimos en un momento concreto depende de lo que estamos tratando de conseguir: cuando nos atrapa un chaparrón en la calle, no vemos tiendas y árboles y portales y toldos, vemos lugares donde cobijarnos. La consecución de un objetivo es tan importante para la cognición humana que cuando falta información sobre dicho objetivo podemos entrar en un estado de confusión. Los psicólogos John Bransford y Marcia Johnson pidieron a los participantes en un estudio que recordaran el siguiente pasaje:

El procedimiento es bastante sencillo. En primer lugar, hay que organizar las cosas en diferentes grupos según su composición. Por supuesto, una pila puede ser suficiente en función de lo que haya que hacer. Si tienes que ir a otro sitio por falta de instalaciones, ese es el siguiente paso, si no, ya estás lo suficientemente preparado. Es importante no excederse en ningún esfuerzo. Es decir, es mejor hacer pocas cosas a la vez que demasiadas. A corto plazo, esto puede no parecer importante, pero es fácil que surjan complicaciones por hacer demasiadas cosas. Un error también puede salir caro. La manipulación de los mecanismos debería explicarse por sí misma, y no es necesario que nos detengamos en ella. Al principio, todo el procedimiento parecerá complicado. Sin embargo, pronto se convertirá en una faceta más de la vida. Es difícil prever el fin de la necesidad de esta tarea en un futuro inmediato, pero nunca se sabe.

La mayoría de los participantes no pudo recordar más que un puñado de frases. A un segundo grupo, sin embargo, se le dijo antes de la lectura que el párrafo se refería al lavado de la ropa. Con simplemente añadir un objetivo claro dentro de un contexto humano, el galimatías anterior cobró sentido y fueron capaces de recordar el doble del contenido del texto.[215]

Con el fin de animarnos a actuar, a luchar, a vivir, el cerebro creador de héroes nos quiere hacer sentir que avanzamos constantemente hacia una situación mejor. Suponiendo que estemos mentalmente sanos, nos empuja a protagonizar las tramas de nuestra vida con una sensación ilusoria de optimismo y de destino. Un ingenioso estudio pidió a los empleados de un restaurante que marcaran con un círculo todas las posibles expectativas de su propia vida en el futuro y, a continuación, se les pidió que hicieran lo mismo para un colega. Marcaron muchos más círculos cuando se trataba de sus propias vidas.[216] Otra investigación reveló que ocho de cada diez participantes creían que las cosas les irían mejor que a los demás.[217] La trama de toda narración debe incluir la consecución de unos objetivos para que sea emocionante y contenga momentos de tensión. Cuando el protagonista persigue su objetivo, nos ponemos en su piel. Cuando alcanza su premio, experimentamos su misma alegría. Cuando fracasa, nos lamentamos. El teórico Christopher Booker escribe sobre las sensaciones alternas de «constricción» y «liberación» que fluyen a través de las tramas bien construidas. Si nuestras emociones sociales de origen tribal nos dicen a quién debemos apoyar y a quién debemos desear la muerte visceralmente, estas reacciones relacionadas con los objetivos forman los picos y los valles de la montaña rusa de una narración, y lo hacen recurriendo a un lenguaje millones de años más antiguo que las palabras. [218] En la vida, tales emociones nos indican qué tiene valor. Nos guían, nos permiten saber cómo debemos ser y qué objetivos debemos perseguir. Cuando nuestra conducta es heroica, sentimos que nuestras acciones están guiadas por emociones positivas. Los seres humanos no son en absoluto únicos en este aspecto. El psicólogo Daniel Nettle escribe que «cuando una ameba sigue un gradiente químico para alcanzar e ingerir algún alimento, podríamos decir que está actuando según sus emociones positivas.[219] Todos los organismos sensoriales tienen algún tipo de sistema para encontrar cosas buenas en el entorno e ir tras ellas, y el conjunto de emociones positivas humanas no es más que un sistema muy desarrollado de este tipo». Los videojuegos conectan directamente con esos deseos fundamentales. Los juegos en línea, como World of Warcraft y Fortnite, son relatos. Cuando un jugador se conecta y forma equipo con otros jugadores para embarcarse en una misión difícil, se alimentan poderosamente sus tres anhelos más profundos: establecer un vínculo con los demás, obtener estatus y tener un objetivo que

cumplir. Se convierte en un héroe arquetípico que combate a través de una narración estructurada en tres actos: planteamiento-nudo-desenlace. Los juegos modernos son tan eficaces a la hora de alimentar estos valores fundamentales del ser humano que pueden crear adicción; la Organización Mundial de la Salud ha clasificado el «trastorno del juego» como una enfermedad. Un adolescente galés, Jamie Callis, pasaba hasta veintiuna horas al día jugando a Runescape. «Tan pronto estabas cortando árboles como matando algo o en una misión», según contaba a un periódico local. «Había clanes que eran como una familia». Callis pasaba tanto tiempo conversando con sus compañeros estadounidenses y canadienses que hasta empezó a perder su acento galés.[220] En Corea del Sur, dos padres se enfrascaron tanto en un juego en línea que dejaron morir de hambre a su hija de tres meses. El juego que tanto les obsesionaba, Prius Online, consistía en parte en cuidar y crear un vínculo emocional con «Anima», una bebé virtual.[221] El psicólogo Brian Little lleva décadas estudiando el tipo de objetivos que los seres humanos persiguen en su vida cotidiana. Ha descubierto que tenemos una media de quince «proyectos personales» a la vez, una mezcla de «búsquedas triviales y magníficas obsesiones».[222] Estos proyectos son tan importantes para nuestra identidad que a Little le gusta decir a sus alumnos: «Somos nuestros proyectos personales». Sus estudios han demostrado que, para ser felices, nuestros proyectos deben tener un significado personal y debemos tener una cierta capacidad de control sobre ellos. Le pregunté si creía que cuando alguien persigue uno de estos proyectos «fundamentales» es un poco como un héroe arquetípico cuya lucha se desarrolla en una narración de tres actos (planteamiento-nudo-desenlace). Me contestó: «Sí y mil veces sí». Little no ha sido el primero en argumentar que el principal de los valores humanos es la lucha por un objetivo significativo. En la antigua Grecia, Aristóteles intentó descifrar la verdadera naturaleza de la felicidad humana. Algunos postulaban una forma «hedonista» definida por el placer y la satisfacción de los deseos a corto plazo. Pero Aristóteles rechazó despectivamente a los hedonistas, aduciendo que «la vida por la que optan es una vida para animales de pastoreo».[223] En su lugar, describió la idea de la eudaimonia. Se trata de «vivir de una manera que cumpla nuestro propósito», afirma la profesora clasicista Helen Morales.[224] Es el bienestar. Lo que Aristóteles decía es: «Deja de esperar la felicidad mañana. La felicidad es estar comprometido con el proceso».

Las recientes y extraordinarias pruebas que demuestran que los seres humanos están hechos para vivir según el concepto aristotélico de la felicidad como práctica y no como meta provienen del campo de la genómica social. Los resultados de un equipo dirigido por el catedrático de Medicina Steve Cole sugieren que la salud puede mejorar —se reduce el riesgo de enfermedades cardiacas, cáncer y trastornos neurodegenerativos, y aumenta la respuesta antiviral— cuando alcanzamos un alto nivel de felicidad eudaimónica.[225] Cambia la expresión de nuestros genes. Algunos estudios han constatado que vivir con un sentido de propósito suficiente reduce el riesgo de depresión y de accidentes cerebrovasculares, y ayuda a abandonar las adicciones.[226] Se ha comprobado que las personas más propensas a estar de acuerdo con afirmaciones como que «algunas personas vagan sin rumbo por la vida, pero yo no soy una de ellas» viven más tiempo, incluso cuando se controlan otros factores.[227] Cuando le pedí a Cole que definiera la eudaimonia, me dijo que era «una especie de esfuerzo por alcanzar un objetivo noble». —¿Así que es un comportamiento heroico en un sentido literario? —Sí —dijo—. Exactamente. El ser humano está hecho para narrar historias. Cuando nos esforzamos por alcanzar un objetivo difícil pero significativo, prosperamos. Nuestros sistemas de recompensa se disparan no cuando logramos lo que buscamos, sino mientras lo perseguimos.[228] La búsqueda es lo que alimenta una vida; la búsqueda es lo que alimenta una trama. Sin una meta que perseguir y al menos la sensación de que nos acercamos a ella, solo hay decepción, depresión y desesperación. Es una muerte en vida. Cuando se produce un cambio amenazante e inesperado en nuestras vidas, nuestro objetivo es afrontarlo. Este objetivo nos posee. El mundo se estrecha. Entramos en una especie de túnel cognitivo y solo somos capaces de percibir nuestra misión. Todo lo que tenemos delante se convierte en una herramienta para alcanzar nuestro deseo o en un obstáculo que debemos eliminar. Lo mismo les pasa a los protagonistas de una narración. Si no está presente la voluntad de alcanzar un objetivo a la que alude Brunetière, las escenas no serán dramáticas, sino meramente descriptivas. Dicho estrechamiento cognitivo debería estar especialmente presente en el

detonante dramático de una narración, pero es precisamente aquí donde fracasan muchas narraciones. Para resultar lo más convincente posible, el protagonista debe ser un personaje activo, el principal causante de los efectos de la trama. El análisis textual revela que las palabras «hacer», «necesitar» y «querer» aparecen el doble de veces en las novelas que figuran en la lista de los éxitos de ventas del New York Times.[229] Un personaje de una obra dramática que no reaccione y no tome decisiones, que no elija y no intente de alguna manera controlar el caos, no es un verdadero protagonista. Sin acción, la respuesta a la pregunta dramática nunca cambia realmente. El personaje será quien siempre fue, y se irá hundiendo lenta y progresivamente.

4.1. La trama como receta frente a la trama como sinfonía del cambio

¿Qué es una trama? Si la segunda capa subconsciente de una narración pertenece al reino del cambio de los personajes, entonces ¿qué es lo que ocurre exactamente en la primera capa? La función de la trama es conspirar contra el protagonista. Las causas y efectos que plantea siempre giran en torno a algún suceso que se produce dentro de la narración, un episodio que introduce al personaje en un nuevo reino psicológico. Una vez en ese lugar hostil y ajeno, su teoría del control defectuosa se pone a prueba una y otra vez, a menudo hasta su punto de ruptura y más allá. En ocasiones, los acontecimientos de la historia tienen lugar más bien al inicio de la trama y el resto de ella se dedica a las consecuencias que tiene dicho acontecimiento: en El rey Lear, se trata de la prueba de amor. En otras, se producen hacia la mitad de la trama; esta se desarrolla hasta producir el acontecimiento y luego despliega sus resultados: en Chesil Beach, el acto de la consumación frustrado se produce justo después del punto intermedio. A veces, el acontecimiento abarca casi toda la duración de la trama: la guerra en Lawrence de Arabia. La narración episódica se construye a partir de una sucesión de acontecimientos. En las comedias de situación, el acontecimiento suele ocurrir al principio de un

episodio. Vemos cómo los personajes se enfrentan a sus consecuencias y cómo se les ofrece la oportunidad de cambiar —no lo hacen, y eso es lo que los convierte en divertidos— para que todo quede bien atado al final. En las series dramáticas, el acontecimiento se suele producir al final de un episodio, que es «el momento de máximo suspense» y que acapara toda nuestra atención. Las series de televisión contemporáneas suelen estructurarse en torno a un acontecimiento argumental —la transformación de Walter White en traficante de drogas en Breaking Bad; la transformación de Mort Pfefferman en Maura en Transparent—, y cada episodio se centra en subacontecimientos relacionados. El secreto de las radionovelas de larga duración, como The Archers, de la BBC, que ha emitido casi veinte mil episodios desde 1951, es que se producen acontecimientos con frecuencia y se ofrece a los personajes la oportunidad de cambiar, algo que a veces hacen de forma sutil. Sin embargo, rara vez encontramos una resolución final del proceso: no hay una respuesta definitiva a la pregunta dramática que interroga quién es realmente esa persona. Los acontecimientos que ponen a prueba a los personajes se suceden sin cesar, como en la vida misma. El patrón exacto de las causas y los efectos superficiales que componen la trama «ideal» es una cuestión a la que muchos y brillantes eruditos, desde Aristóteles en adelante, han intentado durante siglos dar respuesta. La búsqueda de la trama perfecta ha implicado tradicionalmente que los teóricos reunieran una serie de mitos y cuentos de éxito y pasaran sus varas de adivinar por encima de ellos en un intento de detectar su esquema oculto. Sus hallazgos han tenido una enorme influencia. En la actualidad, conforman el panorama de la narrativa de éxito. Para el mitólogo Joseph Campbell, la narración comienza con un héroe que recibe —y al principio rechaza— una invitación a la aventura. Aparece un maestro que lo anima. En algún momento, hacia la mitad de la historia, el héroe experimentará una suerte de «renacimiento», pero eso despertará fuerzas oscuras que lo perseguirán. Tras una batalla casi mortal, el héroe regresará a su comunidad con grandes enseñanzas y «bendiciones». El estudio de animación de Hollywood Pixar alberga a algunos de los narradores de historias de mayor éxito en el mercado de masas de nuestra época. El «artista de la narración» Austin Madison, que ha trabajado en éxitos de taquilla como Ratatouille, Wall-E y Up, ha compartido la estructura que, según él, deberían seguir todas las películas de Pixar. La acción comienza con un protagonista que

tiene un objetivo y que vive en un mundo establecido. Luego llega un desafío que le obliga a participar en una secuencia de acontecimientos de causa y efecto, alcanzando finalmente un clímax que demuestra el triunfo del bien sobre el mal y la revelación de la moraleja de la historia. Treinta años de estudio llevaron a Christopher Booker a afirmar la existencia de siete tramas recurrentes en narrativa. Las llama: vencer a un monstruo; de trapos a riquezas; la búsqueda; viaje y regreso; renacimiento; comedia; y tragedia. Cada trama, argumenta, consta de cinco actos: la llamada a la acción, una etapa de ensueño en la que todo va bien, una etapa de frustración en la que la suerte cambia, un descenso a un conflicto de pesadilla y, finalmente, una resolución. Siguiendo a Jung, Booker esboza una transformación del personaje que considera omnipresente. Al comienzo de la historia, la personalidad del protagonista estará «desequilibrada». Será demasiado fuerte o demasiado débil en relación con los rasgos arquetípicos masculinos de fuerza y mando, o con los rasgos arquetípicos femeninos de sentimientos y empatía. En la feliz resolución del acto final, el héroe alcanza «el equilibrio perfecto» de los cuatro rasgos y finalmente se convierte en un todo. En su fascinante libro sobre la estructura narrativa Into the Woods, John Yorke defiende una simetría oculta según la cual los protagonistas y los antagonistas funcionan como opuestos, con su suerte ascendente y descendente reflejándose mutuamente. Inspirado en parte en el análisis decimonónico de Gustav Freytag sobre el drama en la antigua Grecia y en Shakespeare, defiende un diseño argumental «universal» que se centra en un punto medio. Lo describe como un «gran momento trascendental que cambia la vida», que se produce «exactamente» a mitad de camino de «cualquier historia de éxito» y en el que tiene lugar algo «profundamente significativo» que la transforma de forma irreversible. Y así sucesivamente... Syd Field aboga por una secuencia de tres actos: preparación, confrontación y «clímax y resolución»; Blake Synder por una «hoja de tiempos» de quince pasos que gira en torno a un punto medio y termina con un final dramático presagiado por una «noche oscura del alma»; John Trudy insiste en no menos de veintidós puntos argumentales distintos. ¿Qué hacer con tanta confusión y complejidad de perspectivas? La buena noticia es que entender que la trama está ahí solo para poner a prueba y cambiar al protagonista contribuye a simplificar y dotar de sentido a muchas de estas teorías

aparentemente dispares. Aunque el esquema general de la narrativa occidental consiste en los tres actos típicos —planteamiento, nudo, desenlace—, distintos especialistas han considerado útil desglosar las tramas un poco más, en cinco partes. John Yorke remonta esta práctica al año 8 a. C., citando al poeta griego Horacio: «Que la fábula que quiera ser oída y reclamada una y otra vez no tenga más ni menos de cinco actos». En mi opinión, la estructura estándar de cinco actos no es la única manera de contar una historia. De hecho, equivaldría en términos narrativos a la canción pop estándar de tres minutos y medio de duración, perfectamente diseñada para mantener nuestra atención. Es una estructura extremadamente frecuente en la narrativa de gran difusión porque es la forma más sencilla de mostrar cómo se rompe, cambia y reconstruye la teoría del control defectuosa de un personaje. La forma que adopta cuando hay un «final feliz» sería la siguiente:

Acto primero: Este soy yo y no me van bien las cosas. Se describe la teoría del control del protagonista. Se produce un cambio inesperado. El detonante dramático le introduce en un nuevo mundo psicológico.

Acto segundo: ¿Tengo otras opciones? Se pone a prueba la anterior teoría del control y esta comienza a desmoronarse. Aumentan las emociones de excitación, tensión o entusiasmo a medida que se intuye, se aprende y se experimenta activamente una nueva forma de seguir adelante.

Acto tercero: Sí, las hay. He cambiado por completo. La tensión se apodera de la trama a medida que esta se defiende. El protagonista contraataca utilizando su nueva estrategia. Al hacerlo, se transforma de una manera aparentemente profunda e irreversible. Pero entonces la trama ataca de nuevo con una fuerza sin precedentes.

Acto cuarto: ¿Pero podré soportar el dolor que me produce el cambio? Se dispara la espiral del caos. El protagonista alcanza su punto más bajo y oscuro. A medida que el ataque de la trama se vuelve implacable, nuestro héroe comienza a cuestionar la pertinencia de su decisión de cambiar. La trama, sin embargo, no lo dejará en paz. Advertimos que el protagonista tendrá que decidirse pronto: ¿en quién se va a convertir?

Acto quinto: ¿Quién voy a ser a partir de ahora? La tensión aumenta al acercarse la batalla final. El protagonista alcanza por fin el control total de la trama en un momento álgido de éxtasis. Se ha derrotado al caos y se ha respondido a la cuestión dramática definitivamente: va a ser una persona nueva, una persona mejor.

Gracias a la llegada de los big data, recientemente se han ampliado los conocimientos sobre los entresijos de las tramas. La directora editorial Jodie Archer y Matthew Jockers, del Laboratorio Literario de la Universidad de Stanford, han realizado un análisis convincente de la estructura narrativa. Elaboraron un algoritmo que aplicaron a veinte mil novelas y que logró predecir un éxito de ventas del New York Times con una precisión del 80 por ciento. Resulta fascinante que los datos resultantes respaldaran el trabajo de toda una vida de Christopher Booker, puesto que emergieron, efectivamente, sus siete tramas básicas. También fueron capaces de dilucidar aquellos aspectos que suscitan más la curiosidad de la gente. El «tema más recurrente e importante» común a los éxitos de ventas fue «la cercanía y la empatía», aspectos muy pertinentes considerando que somos una especie con un carácter extremadamente social. Archer y Jockers se interesaron especialmente por la novela Cincuenta sombras de Grey, de E. L. James, cuyo éxito de ventas con ciento veinticinco millones de ejemplares vendidos desconcertó a muchos en la industria editorial. Algunos suponían que su éxito se debía a su temática BDSM, pero un análisis textual reveló que el sexo no era en realidad el tema dominante. «No se trata de una

novela erótica, sino de un romance apasionado cuyo interés central reside en la relación emocional entre el héroe y la heroína», escriben. Lo que realmente impulsaba la acción era «la cuestión recurrente de si Ana llegará o no a someterse». La trama estaba impulsada, como deberían estarlo todas las tramas, por la cuestión dramática: ¿en quién se iba a convertir Ana? Cuando Archer y Jockers representaron la trama de Cincuenta sombras de Grey en un gráfico, este resultó adoptar una forma intrigante. Formaba un patrón más o menos simétrico de constricción y liberación que recorría cinco picos y cuatro valles, cada uno de los cuales se reproducía con regularidad. Era asombrosamente similar al de otra novela que pareció surgir de la nada y que vendió decenas de millones de ejemplares: El Código da Vinci de Dan Brown. «La distancia entre cada pico es más o menos la misma, y también la distancia entre cada valle; por último, las distancias entre picos y valles son también bastante similares», escribieron. «Ambas novelas enganchan desde la primera página». ¿Existe una forma más creativa de considerar una trama que como una receta que hay que seguir paso a paso para no fracasar? Si consideramos la narrativa literaria moderna y de arte y ensayo junto con las formas narrativas más comerciales, tengo la impresión de que el único fundamento argumental sobre el que se sustentan es el cambio que desencadena en el subconsciente del personaje un acontecimiento que se produce en el plano superficial de la narración. La frase «Se ha secado un poco de pintura» no relata nada, es sinónimo de aburrimiento; sin embargo, «Graham observaba cómo se secaba la pintura mientras reflexionaba sobre su vida» es la semilla a punto de brotar de un relato breve moderno. Más allá de esto, una trama debe servir para orquestar una sinfonía de cambios. El cambio es lo que obsesiona a los cerebros y los mantiene enganchados. Hay un nivel superficial de causa y efecto en el que se desarrollan el acontecimiento de la historia y sus ramificaciones. Hay un segundo nivel subconsciente en el que los personajes se ven afectados de forma sorprendente y significativa por lo que ocurre en el nivel superficial. Por otra parte, está el cambio que se produce en las emociones tribales que nos dicen a quién debemos amar y a quién debemos odiar, y el cambio en las emociones de constricción y liberación implicadas en la consecución de nuestros objetivos, que conforman los picos y valles de la narración. Además, la percepción de los personajes sobre su situación puede cambiar. El plan de los personajes para lograr su objetivo puede

que también cambie; el propio objetivo de los personajes puede variar. La percepción que los personajes tienen de sí mismos puede alterarse. La percepción de los personajes sobre sus relaciones puede alterarse. La percepción del lector sobre quién es el personaje puede también cambiar. La percepción del lector sobre los acontecimientos de la obra puede cambiar. Los personajes secundarios principales (e incluso los terciarios) pueden cambiar. Las lagunas de información pueden abrirse, burlarse y cerrarse. Y así sucesivamente. Qué tipos de cambio se van a introducir y cuándo es una decisión creativa que depende en parte de la naturaleza del acontecimiento que tiene lugar en la narración y del género narrativo del que se trate. Una obra policiaca, por ejemplo, depende en gran medida de los cambios en la percepción del lector sobre lo que realmente está ocurriendo, que tienden a girar en torno a lo que averigua el detective. En Los restos del día, por el contrario, el cambio tiene que ver con la percepción que el lector tiene de Stevens, un personaje que se va enriqueciendo progresivamente con matices y colores (muchos de ellos oscuros) durante su viaje por carretera, a menudo recurriendo a flashbacks. Si esta segunda forma de cambio tiene una mayor profundidad y nos deja más huella es porque conecta más directamente con la cuestión dramática elemental. ¿Quién es Stevens? ¿En quién se va a convertir finalmente? La respuesta cambia constantemente hasta la última página de la obra de Ishiguro.

4.2. La batalla final

Una trama apasionante plantea continuamente la cuestión dramática. Recurre al acontecimiento narrativo para cambiar repetidamente los modelos que el protagonista tiene de sí mismo y del funcionamiento del mundo, desmantelándolos paulatinamente para luego reconstruirlos desde otros parámetros. Esto requiere presión. Dichos modelos son muy resistentes, habitan en el núcleo de la identidad del personaje. Para que se resquebrajen, el protagonista tiene que lanzarse al drama. Solo lo lograrán los personajes proactivos y con el valor de enfrentarse al mundo exterior con todos sus retos y desafíos. El neurocientífico Beau Lotto considera que «ser proactivo no solo es importante, sino que es neurológicamente necesario».[230] Es la única manera

de crecer. Cuando el científico de datos David Robinson analizó una muestra enorme compuesta por 112.000 tramas de distintos libros, películas, episodios de televisión y videojuegos, su algoritmo encontró una estructura narrativa común. Robinson lo describió así: «Las cosas van empeorando hasta que, en el último momento, mejoran».[231] El patrón que detectó revela que muchas de las historias incluyen un momento, justo antes de su resolución, en el que el héroe se enfrenta a una prueba profundamente significativa. En un momento final y decisivo se le plantea al protagonista la pregunta dramática. Es el momento en que tiene que decidir, de una vez por todas, si se convierte o no en alguien nuevo. En la narrativa arquetípica, especialmente en los cuentos de hadas, en los mitos y en las películas de Hollywood, este acontecimiento suele adoptar la forma de un desafío o lucha a vida o muerte en la que el protagonista se enfrenta a lo que más teme. Este acontecimiento que se produce en la superficie de la trama es un símbolo de lo que ocurre en la segunda capa subconsciente de la narración. Dado que el acontecimiento está diseñado para atacar el núcleo de la identidad del personaje, lo que tiene que cambiar es precisamente lo más difícil de cambiar. Los modelos defectuosos que deben romperse están tan arraigados que se necesita un acto de fuerza y valor casi sobrenatural para transformarlos definitivamente. Este es, para mí, el punto en el que gran parte de la narrativa contemporánea se derrumba adoptando su peor fórmula. A menudo me engancho a una película o a una serie de televisión de la que desconecto quince minutos antes del final, porque me resultan demasiado obvios los acontecimientos que se van a suceder en la secuencia final. Me pregunto si el problema reside en que la exigencia de una «batalla» final se toma a veces en un sentido demasiado literal. Los personajes bien escritos, cuyo drama interno funciona de manera eficaz, no tienen que ser exagerados e histriónicos para resultar convincentes. Por ejemplo, pensemos en el devastador y eficaz acto final de la película ganadora de la Palma de Oro París, Texas, con guion de L.M. Kit Carson y Sam Shepard. La película, que habla de una familia destrozada, comienza con su protagonista Travis — perdido, mudo, con el corazón roto y desesperadamente enfermo— vagando por el desierto de Texas. Tras su colapso físico, es recogido por su hermano, que ha estado criando a Hunter, el hijo de Travis, desde que este se separó de su mujer

cuatro años antes. Vemos cómo Travis reconstruye lentamente la relación con su hijo. Cuando descubre el posible paradero de su exesposa —Jane, la madre de Hunter—, emprenden un viaje juntos por carretera para encontrarla. Finalmente, descubrimos por qué el matrimonio se vino abajo: Travis, dominado por los celos sexuales y la paranoia empezó a controlar a su bella y mucho más joven pareja. Se distanciaron, y Travis se volvió más violento. Pero, a pesar de esta oscura realidad, se siguen amando. ¿Logrará finalmente reunirse la familia? La película muestra a Travis hablando por teléfono con Jane, dándole los detalles de la habitación de hotel en la que se alojan él y su hijo, al que la madre perdió mucho tiempo atrás. Poco después veremos a madre e hijo reencontrarse y abrazarse. ¿Pero dónde está Travis? La escena final nos lo muestra conduciendo hacia el atardecer, solo y llorando. Este final, tranquilo pero extremadamente eficaz, no está precedido de ninguna batalla final explosiva que desemboque en la decisión de Travis de alejarse de todo lo que ama. No hay gritos, reproches, lanzamiento de muebles, persecuciones por aeropuertos, amargos «te quiero» ni tortuosas vacilaciones sobre el «ser o no ser». El final se limita a responder a la pregunta dramática de forma concluyente. ¿Quién es este personaje imperfecto? Después de todos los errores y las pruebas a las que se somete, ¿en quién decide convertirse Travis? En alguien con la suficiente lucidez como para admitir que nunca llegará a ser el marido y el padre que debería ser, pero que, sin embargo, tiene el valor y la generosidad de sacrificar sus propios deseos por las necesidades de su familia. A fin y al cabo, era un buen hombre. Puede que a la «batalla final» de Travis le faltaran fuegos artificiales externos, pero en el segundo reino subconsciente de la historia había estado luchando contra dragones. El profesor Jordan Peterson, psicólogo y teórico de la narrativa, habla del tropo mítico en el que un héroe libra una batalla final con un dragón que está acaparando un tesoro. «Te enfrentas a él para conseguir lo que tiene que ofrecerte. Lo más probable es que eso sea tremendamente peligroso y que te lleve al límite. Lo cierto es que no consigues el oro sin el dragón. Es una idea muy, muy extraña. Pero parece acertada».[232] Ese oro es tu recompensa por aceptar participar en la batalla de tu vida, pero solo lo obtienes si respondes correctamente a la pregunta dramática de la historia: «Me convertiré en una mejor persona».[233]

4.3. El final. El control y el momento Dios

¿Cómo termina una historia? Si toda narración implica un cambio, se deduce de forma natural que la historia termina cuando el cambio se produce finalmente. Desde el detonante dramático, el protagonista ha emprendido su lucha para recuperar el control sobre su mundo exterior. Si la historia tiene un final feliz, el proceso será un éxito. El modelo de su cerebro sobre el mundo externo y su teoría del control se habrán actualizado y mejorado. Por fin serán capaces de dominar el caos. El control, como ya hemos visto, es la misión última del cerebro. Nuestra perspectiva heroica siempre quiere que sintamos que tenemos más de héroes de lo que realmente tenemos. Cuando los participantes en un estudio tuvieron que enfrentarse a una máquina que daba recompensas al azar, idearon complejos rituales para la adecuada activación de las palancas, convencidos de que podían controlar el momento en que la máquina pagaba la recompensa.[234] En otra investigación se comprobó que los participantes que recibían descargas eléctricas podían soportar más dolor si se les decía que podían detenerlas a voluntad. Las descargas aleatorias e incontrolables, en cambio, provocaban un deterioro psicológico y fisiológico.[235] Si perdemos nuestra sensación de control, dejamos de sentirnos como un personaje heroico proactivo, lo que nos conduce a la ansiedad y a la depresión, y a cosas aún peores. Desesperado por evitarlo, el cerebro hila una convincente, astuta y simplista historia en la que nosotros somos los héroes. «Un elemento fundamental para nuestro bienestar es nuestra capacidad para entender lo que nos ocurre y por qué nos ocurre», escribe el psicólogo Timothy Wilson. Las personas felices elaboran narrativas reconfortantes sobre sí mismas que explican por qué les han sucedido cosas malas y que les ofrecen esperanza para el futuro. Las personas que «sienten que tienen el control de sus vidas, tienen objetivos propios y avanzan para lograrlos son más felices que las que no los tienen». A los cerebros les encanta el control. Es su paraíso. Luchan constantemente por conseguirlo. No es casualidad que el control sea la cualidad que define al héroe de la narración de mayor éxito del mundo. El protagonista de la mayoría de las

sagas religiosas es «Dios». Él todo lo puede. Sabe lo que está por venir, sabe lo que ocurrió en el pasado y tiene acceso ilimitado a los cotilleos más íntimos de todo el mundo. Nuestro afán de control explica por qué los finales de las narraciones arquetípicas nos resultan tan profundamente gratificantes. En tragedias como Lolita, el protagonista responde a la cuestión dramática decidiendo no convertirse en alguien mejor. En lugar de descubrir y corregir sus defectos, los acepta aún más. Esto hace a los personajes entrar en una espiral catastrófica de comportamientos defensivos del modelo que les hace perder cada vez más el control sobre el mundo exterior, lo que les conduce inevitablemente a la humillación, el ostracismo o la muerte. Un final así transmite al lector la profunda y reconfortante idea de que la justicia divina existe de verdad y es ineludible, y que el caos se puede controlar a pesar de todo. Historias como Bailar en la oscuridad, de Lars von Trier, se aprovechan de nuestra ansia de control y no la satisfacen con deliberada crueldad. Cuando el egoísta policía le roba el dinero, los intentos de la abnegada inmigrante Selma Ježková por recuperar el control sobre el mundo exterior la llevan a un desastre aún mayor. La trama termina con su muerte en la horca en una prisión. Esto no es lo que deseamos. Al negarse a satisfacer nuestro deseo tribal de justicia y de recuperar el control, Von Trier deja a su público en un estado de devastación. Con ello, plantea una poderosa crítica política al trato que reciben los vulnerables en Estados Unidos. El final del guion de La La Land, de Damien Chazelle, satisface y subvierte a la vez nuestra necesidad de control. Esta comedia romántica sigue los pasos de dos protagonistas: ella está desesperada por convertirse en una actriz famosa y él, en un famoso músico de jazz. Cuando la trama plantea a cada uno de ellos la pregunta dramática, acaban eligiendo sus ambiciones por encima del otro. El final de la película, resuelto con maravillosa eficacia, hace que nos sintamos felices de que sus sueños se hayan hecho realidad, pero nos entristece que se hayan perdido el uno al otro en el proceso. El final funciona porque la pregunta dramática encuentra una respuesta definitiva y fiel a los personajes, y, sin embargo, el espectador queda inmerso en una encantadora y anhelante sensación agridulce. Lograron el control y también lo perdieron. La historia del mayordomo Stevens termina prometiéndonos, de forma sutil pero certera, que su control de la realidad va a cambiar. Las extensas secuencias

retrospectivas de Los restos del día nos muestran las tristes consecuencias que conlleva su lealtad no solo al valor de la dignidad propia de la contención emocional, sino también a su antiguo empleador, lord Darlington, que se revela como un antisemita y colaboracionista con los nazis. Varios acontecimientos durante el viaje de Stevens a Cornualles, donde ha de reunirse con la antigua ama de llaves, miss Kenton, suponen importantes reveses para su modelo interno del mundo, al que él se mantiene obstinadamente fiel. Cuando por fin se encuentra con miss Kenton, ella admite que una vez estuvo enamorada de él. Al oír su confesión, Stevens reconoce ante el lector que «le partió el corazón». No logra, sin embargo, compartir sus sentimientos con la propia Kenton, ni siquiera cuando los ojos de esta se llenan de lágrimas. Su modelo del mundo y su teoría del control le impiden mostrar cualquier cosa que no sea dignidad y contención emocional para evitar el caos. Simplemente no puede hacerlo. Los párrafos finales de la historia lo conducen hasta el muelle de Weymouth, donde la multitud se reúne durante lo que queda del día para ver el encendido de las luces de la escollera. Stevens acaba reconociendo que se equivocó con lord Darlington, quien, según admite, cometió «errores». Reflexiona sobre el hecho de que su posición de servidumbre exigía lealtad a cualquier punto de vista del mundo que eligiera Darlington. «¿A eso puede llamársele dignidad?», se pregunta. Momentos después, se sorprende al darse cuenta de que las personas que charlan detrás de él no son amigos o familiares, sino extraños reunidos para ver las luces. «Resulta curioso que la gente pueda congeniar tan fácilmente y con tanta rapidez», dice. Concluye que, probablemente, se deba a la «capacidad de gastarse bromas» que tanto le gustaba a su nuevo empleador estadounidense, pero que él había optado por no dominar. «Sí, creo que ya va siendo hora de que empiece a abordar en serio este asunto de las bromas —dice—. Después de todo, y pensándolo bien, no puede ser un pasatiempo tan estúpido, especialmente si resulta cierto que el gastar bromas es la clave del calor humano». En la última página del libro, Stevens se compromete a un cambio que podría ser trivial para cualquier otra persona, pero que para él es como enfrentarse a los dragones. Su modelo interno del mundo ha demostrado ser erróneo, y el lector se queda con la agradable ilusión de que mejorará su capacidad para controlar el mundo exterior y, como consecuencia de ello, recibirá el tesoro de la

transformación. El final de su historia es feliz. En los párrafos finales de la obra de Ken Kesey Alguien voló sobre el nido del cuco, encontramos un final feliz arquetípico. Ambientada en una institución psiquiátrica en los años cincuenta del siglo pasado, la novela está narrada por el paciente nativo americano Jefe Bromden, cuyo modelo del mundo es, como el del Sr. B, patológicamente delirante. Cuando lo conocemos, cree que la propia realidad está controlada por un extraño mecanismo oculto al que llama Combine. Según su teoría del control, él carece de cualquier control. Bromden no habla, se limita a barrer repetidamente en una esquina y a escuchar. La llegada del carismático y rebelde McMurphy, que acaba siendo cruelmente lobotomizado, cuestiona y reconstruye su modelo del mundo. En un final excepcionalmente conmovedor, Bromden aplica la eutanasia al amigo que le ayudó a curarse. A continuación, arranca un pesado panel de mandos del suelo, lo lanza a través de una ventana y salta al cielo iluminado por la luna, dejándonos con las palabras: «He estado fuera mucho tiempo». Al principio de la historia, Bromden parece estar de nuevo en el hospital, tal vez tras haber sido capturado como desertor o haber caído enfermo una vez más. La historia termina donde lo hace, sin embargo, porque ese es el instante dichoso y fugaz en el que Bromden tiene un control total sobre los dos niveles de la historia: sobre el mundo externo del drama y sobre el mundo interno de sí mismo. Durante un instante feliz y perfecto, tiene el control sobre todas las cosas. Se ha convertido en Dios. El final arquetípico perfecto adopta la forma de «el momento Dios» al reafirmarnos en que, a pesar de todo el caos y de la tristeza y las dificultades que inundan nuestras vidas, tenemos capacidad de control. No hay mensaje más reconfortante para nuestro cerebro narrador. El primer acto nos acoge, para después lanzarnos al drama y devolvernos al mejor lugar posible. El psicólogo Roy Baumeister escribe que «la vida es un cambio que anhela la estabilidad». [236] Las narraciones son como un juego que nos permite sentir que hemos perdido el control sin ponernos realmente en peligro. Es como una montaña rusa, pero no hecha de rampas, raíles y ruedas de acero, sino de amor, esperanza, temor, curiosidad, juego de estatus, constricción, liberación, cambio inesperado e indignación moral. Las narraciones son una montaña rusa que pone a prueba nuestro control.

4.4. La narrativa como simulacro de conciencia. El transporte narrativo

Vivir en una alucinación atrapada dentro de un cráneo es sentirse, en palabras del profesor neurocientífico Chris Frith, como «el actor invisible en el centro del mundo».[237] Somos ese único foco en el que todo confluye: la vista, el sonido, el olfato, el tacto, el gusto, el pensamiento, la memoria y la acción. Esta es la ilusión que tejen las narraciones. Los escritores crean un simulacro de conciencia humana. Leer una página de una novela es pasar de forma natural de la observación visual al lenguaje, al pensamiento, a la recuperación de un recuerdo lejano, y de nuevo a la observación visual, y así sucesivamente. Es, en otras palabras, experimentar la conciencia del personaje como si fuéramos ellos. Este simulacro de la conciencia puede llegar a ser tan convincente que la conciencia real del lector retroceda. Cuando nos perdemos en una historia, los escáneres cerebrales sugieren que las regiones asociadas a nuestro sentido del yo se inhiben. A medida que la narración nos transporta por su emocionante montaña rusa del control, nuestros cuerpos responden en consonancia, experimentando los acontecimientos que nos pone delante: el ritmo cardiaco aumenta, los vasos sanguíneos se dilatan, las activaciones cambiantes de neuroquímicos como el cortisol y la oxitocina tienen poderosos efectos en nuestros estados emocionales. Podemos llegar a sentirnos tan absorbidos por el mundo-modelo simulado por el narrador que nos pasamos la parada del tren o nos olvidamos de ir a dormir. Los psicólogos llaman a este estado «transporte narrativo». Distintos estudios sugieren que, en ese proceso de sentirse transportado, nuestras creencias, actitudes e intenciones son susceptibles de adecuarse a las costumbres que refleja la narrativa, con lo que estas pueden pasar a formar parte de nosotros. «Algunos estudios han demostrado que el “viajero” puede regresar cambiado por el viaje», escriben los autores de un metaanálisis de 132 estudios sobre el proceso de transportarse a través de la narrativa. «El transporte narrativo persuade al receptor de la historia».[238] Y con un impacto a veces decisivo. La historiadora Lynn Hunt sostiene que el

origen de la novela contribuyó a impulsar la invención de los derechos humanos. [239] Antes del siglo XVIII, no era habitual que nadie empatizara con un miembro de otra clase, nacionalidad o género. Dios ponía a cada uno en el lugar que le correspondía y punto. Ahora bien, algunos autores de cuentos populares como Pamela (1740), Clarissa (1747-1748) y Julie (1791) «fomentaron una identificación muy intensa con los personajes y, al hacerlo, permitieron a los lectores empatizar con la clase, el sexo y la nacionalidad». Pamela, por ejemplo, ofrecía el relato de una sirvienta de dieciséis años acosada sexualmente por su empleador. «Lloré con toda el alma. Qué tonta eres, dijo él. ¿Acaso te he hecho algún daño? Sí, señor, dije, el mayor daño del mundo». Estas primeras novelas gozaron de una enorme popularidad; como afirmaba un medio de la época: «No puedes entrar en casa alguna sin encontrarte a una Pamela».[240] Durante el siglo XIX, las narraciones sobre la esclavitud acercaron a los lectores blancos a la vida de las personas esclavizadas en los estados del sur de Estados Unidos. Libros como Narrativa de la vida de Frederick Douglass se vendieron por decenas de miles y dieron a los abolicionistas un arma poderosa, mientras que se dice que el éxito de ventas de Harriet Beecher Stowe, La cabaña del tío Tom, contribuyó a precipitar la guerra civil estadounidense. En la década de 1960, la novela Un día en la vida de Iván Denísovich, de Alexander Solzhenitsyn, arrastró a sus lectores a través de las experiencias de un preso común en un gulag de Stalin, conmocionando a los ciudadanos comunistas de la Unión Soviética. Mientras tanto, los seguidores de Hitler temían tanto el poder de los libros que los quemaban, al igual que los partidarios de Augusto Pinochet y la turba de Sri Lanka que participó en el pogromo antitamil de 1981. El transporte narrativo cambia a las personas y, por tanto, cambia el mundo.

4.5. El poder de la narrativa

Todos habitamos mundos ajenos. En última instancia, cada uno de nosotros está solo en su bóveda negra, vagando por sus particulares reinos neuronales, «viendo» las cosas de forma diferente, sintiendo diferentes pasiones, odios y asociaciones de memoria a medida que nuestra atención las recorre. Nos reímos de cosas distintas, nos conmovemos con distintas piezas musicales y nos

transportamos con distintos tipos de narraciones. Todos buscamos escritores que, de alguna manera, capten la música que compone las agonías que habitan en nuestras cabezas. Si preferimos autores con orígenes y experiencias similares a los nuestros, es porque a menudo anhelamos que el arte nos permita sentir el mismo vínculo con los demás que hallamos en la amistad y el amor. Es natural que una mujer prefiera los libros escritos por mujeres o que un hombre de clase trabajadora prefiera las voces de la clase trabajadora: la narrativa siempre está repleta de referencias que hablan directamente de perspectivas concretas. Tomemos esta primera frase: «El agente de la North Carolina Mutual Life Insurance prometió volar desde Mercy hasta el otro lado del Lago Superior a las tres en punto». Para este hombre de mediana edad de Kentishman es un buen comienzo, pero tiene poca trascendencia más allá de ser un hecho superficial. Sin embargo, los lectores con antecedentes similares a los de su autora, Toni Morrison, sabrán que la agencia North Carolina Mutual Life Insurance fue una de las mayores empresas de propiedad afroamericana de Estados Unidos y que la fundó un antiguo esclavo. Morrison esperaba además que el lector captara cierta sensación de movimiento desde Carolina del Norte hasta el Lago Superior, lo que, según escribe, «sugiere un viaje del sur al norte, un trayecto común para la inmigración negra y en la literatura sobre ella». El hecho de que los libros de gente como nosotros puedan tener un mayor significado personal no quiere decir que debamos quedarnos en nuestros compartimentos estancos. No hace falta tener una cantidad ingente de conocimientos históricos o culturales para poder disfrutar de La canción de Salomón de Morrison. Los psicólogos han estudiado la influencia de las narraciones en nuestra percepción de los «otros» tribales. En un estudio, un grupo de estadounidenses blancos asistió a la proyección de una comedia de situación, La pequeña mezquita de la pradera, en la que se representaba a los musulmanes como personas amables y cercanas. En comparación con un grupo de control (al que se le puso Friends), mostraron «actitudes más positivas hacia los árabes» en varias de las pruebas posteriores, y esos cambios persistieron cuando se volvieron a realizar las pruebas un mes después.[241] Las narraciones, por lo tanto, son tanto una propaganda tribal como un remedio contra la propaganda tribal. En Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, Atticus Finch le dice a su hija que la clave para llevarse bien con todo tipo de gente está

en aprender un truco muy sencillo: «Nunca entiendes realmente a una persona hasta que consideras las cosas desde su punto de vista..., hasta que te metes en su piel y caminas con ella». Esto es precisamente lo que las narraciones nos permiten conseguir. En este sentido, son capaces de fomentar la empatía. Difícilmente puede haber una medicina mejor contra el odio colectivo que se da de forma tan natural y seductora en todos los seres humanos. A veces se argumenta, no obstante, que un autor capaz de meterse en la piel de una persona de otro género, raza o sexualidad es culpable de una especie de hurto, como si se estuviera apropiando y beneficiando injustamente de la cultura de otra persona. Sin duda, los narradores que recurren a esas hazañas imaginativas están más obligados a la veracidad. Ahora bien, no creo que sean enemigos de la paz, la justicia y el conocimiento. Al contrario, mucho me temo que son los que se enfurecen contra ellos los que acaban dividiéndonos aún más. La gente inteligente siempre podrá construir argumentos morales persuasivos para defender sus creencias, pero los llamamientos a que nos mantengamos estrictamente dentro de los límites de nuestro grupo me parecen poco más que una vulgar forma de xenofobia propia de chimpancés. Las narraciones no deben contemplar esos límites. Si el pensamiento tribal es el pecado original, la narración es la oración. En el mejor de los casos, nos recuerda que, bajo nuestras muchas diferencias, seguimos siendo bestias de una misma especie.

4.6. El valor de la narrativa

El don de la narrativa es la sabiduría. Durante decenas de miles de años, las narraciones han servido para transmitir lecciones de vida de una generación a otra. La primera que alteró mi percepción del mundo fue Una historia del mundo en diez capítulos y medio, de Julian Barnes. Yo era un chico de diecisiete años y estaba fuera de control debido al caos de mi primera experiencia amorosa. Aquella chica y yo estábamos juntos, pero no éramos felices. ¿Por qué? «¿El amor te hace feliz?», me preguntó con ternura un Barnes mayor que yo desde las páginas de su libro. «No», continuaba. «¿El amor hace feliz a la persona que amas? Desde luego que no. ¿El amor permite que todo lo demás funcione? No».

El problema, según leí, es que «el corazón no tiene forma de corazón». Podríamos imaginárnoslo con una forma simétrica, dos mitades formando un todo perfecto, pero el narrador de Barnes vuelve de la carnicería con un corazón de verdad: el corazón cortado de un buey. «El órgano era pesado, rechoncho, sanguinolento, apretado como un puño violento [...], las dos mitades no se separaban como yo había imaginado». El corazón no tiene forma de corazón. Siete palabras que me calmaron inmediatamente y dieron sentido a mis tormentos adolescentes. Siete palabras que, veintiséis años después y casado con otra persona, siguen ayudándome a sortear las imprevisibles aguas del amor. El corazón no tiene forma de corazón. Un mantra secreto que escucharé en mi cabeza hasta el día en que yo o ella muramos.

4.7. La lección de la narrativa

La lección que aprendemos de las distintas narraciones es que no tenemos ni idea de lo equivocados que estamos. Descubrir las partes frágiles de nuestros modelos neuronales significa escuchar su clamor. Cuando nos volvemos irracionalmente emotivos y nos ponemos a la defensiva, a menudo estamos traicionando los aspectos de nosotros mismos que requieren una mayor protección. Es aquí donde nuestra percepción del mundo está más distorsionada y es más sensible. La mayor batalla de nuestra vida consiste en lidiar con estos defectos y ponerles remedio. Aceptar el desafío que nos plantean las narrativas y salir victoriosos nos convierte en héroes.

4.8. La narrativa como consuelo

El consuelo de la narrativa es la verdad. La maldición de pertenecer a una especie hipersocial es que estamos rodeados de gente que intenta controlarnos. Puesto que todo el mundo que conocemos intenta llevarse bien y salir adelante, estamos sujetos a intentos casi constantes de manipulación. El nuestro es un

entorno de mentirijillas y medias sonrisas que buscan que nos sintamos bien y volvernos dóciles. Para controlar lo que pensamos de ellos, la gente se esfuerza por disfrazar sus pecados, sus fracasos y sus tormentos. La sociabilidad humana puede resultar adormecedora; nos sentimos alienados sin saber por qué. La máscara solo se quiebra en las narraciones. Entrar en la mente defectuosa de otro es tener la seguridad de que no somos los únicos. No somos los únicos que estamos destrozados; no somos los únicos que tenemos conflictos; no somos los únicos que estamos confusos; no somos los únicos que tenemos pensamientos oscuros y remordimientos amargos y nos sentimos a veces como poseídos por seres odiosos. No somos los únicos que tenemos miedo. La magia de la narrativa reside en su capacidad para conectar una mente con otra de un modo que no tiene parangón ni siquiera con el amor. El regalo de la narrativa es la esperanza de que, después de todo, puede que no estemos tan solos en esa oscura bóveda de huesos.

[211] Alexander Mackendrick, On Film-Making, Faber & Faber, 2004, p. 106. [212] Jonathan Haidt, The Happiness Hypothesis, Arrow, 2006, p. 22. [La hipótesis de la felicidad, Gedisa, 2016]. [213] Bruce Wexler, Brain and Culture, MIT Press, 2008, pp. 76-77. [214] Timothy D. Wilson et al., «Just Think: The challenges of the Disengaged Mind», en Science, julio de 2014, 345(6192), pp. 75-7. [215] Steven Pinker, The Sense of Style, Penguin, 2014, p. 147. Traducido en Capitán Swing. [216] Nicholas Epley, Mindwise, Penguin, 2014, p. 50. [217] Bruce Hood, The Domesticated Brain, Pelican, 2014, p. 222. [218] Drew Westen, The Political Brain, Public Affairs, 2007, p. 57. [219] Daniel Nettle, Personality, Oxford University Press, 2009, p. 87.

[220] «The real-life story of a computer game addict who played for up to 16 hours a day by Mark Smith», en Wales Online, 18 de septiembre de 2018. [221] «S Korea child starves as parents raise virtual baby», BBC News, 5 de marzo de 2010. [222] Brian Little, Who Are You Really?, Simon & Schuster, 2017, p. 45. [223] Victor Stretcher, Life on Purpose, Harper One, 2016, p. 27. [224] Entrevista con el autor. [225] Escribí sobre el trabajo de Steve Cole en el New Yorker, «A Better Kind of Happiness», 7 de julio de 2016. [226] Teal Burrell, «A meaning to life: How a sense of purpose can keep you healthy», en New Scientist, 25 de enero de 2017. [227] Patrick Hill y Nicholas Turiano, «Purpose in Life as a Predictor of Mortality Across Adulthood», en Psychological Science, mayo de 2014, 25(7), pp. 1487-1496. [228] Videoconferencia: «Dopamine Jackpot! Sapolsky on the Science of Pleasure», http://www.dailymotion.com/video/xh6ceu_dopamine-jackpotsapolsky-on-thescience-of-pleasure_news. [229] Jodie Archer y Matthew L. Jockers, The Bestseller Code, Allen Lane, 2016, p. 163. [230] Beau Lotto, Deviate, W&N, 2017, localización Kindle 685. [231] Examen del arco de cien mil historias: un análisis minucioso de David Robinson, http://varianceexplained.org/r/tidytext-plots, 26 de abril de 2017. [232] Jordan Peterson, Maps of Meaning video lectures. 2017, marionetas e individuos, tercera parte [01:35]. [233] Los analistas de la narrativa no se ponen de acuerdo sobre la naturaleza del cambio de los personajes. Algunos dicen que los protagonistas transforman su carácter esencial, otros que revelan alguna parte que antes estaba oculta. Ambas

posturas tienen parte de razón. Cuando los personajes cambian, están forzando que domine un modelo subconsciente mejor del yo, reforzando las redes neuronales que conjuran ese yo, de modo que suele salir victorioso en los debates neuronales que controlan en última instancia el comportamiento del personaje. De este modo, los personajes amplían su personalidad, dotándose de una mayor elasticidad en torno a su núcleo, lo que les proporciona una variedad de herramientas para controlar el mundo circundante. Para simplificar, nos hemos centrado en el viaje emprendido por un solo protagonista. No creo necesario hacer hincapié en que todos los personajes significativos atraviesan procesos de cambio, aunque posiblemente subordinados a un protagonista. Todos se hacen esa pregunta subconsciente hasta que la trama termina con ellos. Todos siguen cambiando. Esos cambios probablemente no serán lineales. Se moverán hacia delante y hacia atrás, y hacia arriba y hacia abajo. Pero el cambio nunca se detiene. Una trama que atrapa es una compleja y hermosa sinfonía de cambios, porque los cerebros están obsesionados por el cambio. [234] Bruce Hood, The Self Illusion, Constable, 2011, p. 51. [235] Bruce Hood, The Domesticated Brain, Pelican, 2014, p. 115. Timothy D. Wilson, «A critical element to our well-being», en Redirect, Penguin, 2013, p. 268. [236] Roy Baumeister, The Cultural Animal, Oxford University Press, 2005, p. 102. [237] Chris Frith, Making up the Mind, Blackwell Publishing, 2007, p. 109. [238] Tom van Laer, Ko de Ruyter, Luca M. Visconti y Martin Wetzel, «The Extended Transportation-Imagery Model: A Meta-Analysis of the Antecedents and Consequences of Consumers’ Narrative Transportation», en Journal of Consumer Research, vol. 40, núm. 5 de febrero de 2014, pp. 797-817. [239] Lynn Hunt, Inventing Human Rights, W.W. Norton, 2008, p. 38. [240] Lynn Hunt, Inventing Human Rights, W.W. Norton, 2008, p. 42. [241] Sohad Murrar, Markus Brauer, «Entertainment-education effectively reduces prejudice», en Group Processes & Intergroup Relation, 2018, vol 21, núm. 7.

Esta es una técnica que he ido desarrollando principalmente en mis clases de escritura desde 2014. Se trata de un intento de incorporar los principios esenciales de la ciencia de contar historias en un método práctico, paso a paso, para crear narraciones eficaces y originales. El proceso nació de la observación de que el problema habitual y fundamental que encuentro en los trabajos de mis alumnos es que las tramas y los protagonistas están desconectados. En realidad, personaje y trama son indivisibles. La vida surge del yo y es un producto de este. Así es como debería funcionar también una narración. El enfoque del defecto sagrado es una forma de construir una historia de ficción como el cerebro construye una vida. Siguiendo una serie de pasos sencillos, podemos aspirar a descubrir un personaje original que esté inmerso en un mundo creíble y adecuado, y que tenga una carencia subconsciente y un objetivo externo a alcanzar que funcionen de forma simbiótica para impulsar su propia trama. A la hora de trabajar con este enfoque, es importante recordar un par de cosas. En primer lugar, no estoy sugiriendo en ningún sentido que esta sea la única forma de crear cualquier narración. Es simplemente una vía que las personas que han asistido a mis clases han encontrado útil. En segundo lugar, no es necesario seguir los pasos religiosamente. Las exigencias de una obra en particular pueden convertir algunas partes de este marco en irrelevantes o inapropiadas. Puede que llegues a un punto en el que ya no lo necesites o puede que no quieras aplicar la trama estándar de cinco actos como modelo. En realidad, es solo una guía para ayudarte a pensar en la dirección correcta. Lo único que importa es que te resulte útil. Antes de empezar, te recomiendo que leas el planteamiento hasta el final. Descubrirás tanto las preguntas que tendrás que responder sobre tu personaje como las razones por las que se te pide que las respondas. Esto puede acabar ahorrándote bastante tiempo.

Atrévete a rebobinar

El enfoque se centra en el personaje porque, en mi opinión, los narradores deben

partir de él en sus profundos esfuerzos creativos. Cuando hablamos de personaje, en realidad hablamos de un defecto de carácter. En cada clase que imparto, suele haber uno o dos escritores que se resisten educadamente a esta idea. Cuando trabajo con ellos, a veces intuyo que el problema es que se han enamorado de sus protagonistas. Han vivido con ellos durante meses o quizá años de redacción y reescritura, y no quieren definirlos de cerca porque son esto, y también esto, y esto otro, y, Dios mío, ¡son increíbles! Lo último que quieren es atribuirles algún defecto. Sospecho que, en algunos de los casos, lo que les frena en secreto es que los protagonistas son ellos mismos. Cuanto más trabajan en un personaje, más se aleja este de ellos. Por extraño que parezca, este proceso puede causarles cierto dolor emocional, casi como si estuvieran perdiendo a un ser querido. Es un dolor que deben aprender a soportar, puesto que, a menos que se supere, este problema puede resultar mortal para su creatividad. Un narrador de historias necesita fuerza de voluntad. Tiene que tomar decisiones difíciles y precisas acerca de sus personajes, incluso aunque dichas decisiones se dejen ver como ambiguas en sus páginas. La pregunta dramática fundamental que subyace a cada escena apasionante de su narración es: ¿quién es realmente este personaje? Si el autor no lo sabe, es probable que el lector lo perciba y se sienta desconcertado, frustrado y pierda el interés en la obra. Otro problema común es que los autores se resisten a centrarse en el personaje porque la fuente de su inspiración —y su entusiasmo por el proyecto— no nace de un personaje en concreto en absoluto. Hay tres vías comunes que conducen a la idea de una historia y que no nacen del personaje: un contexto, un «qué pasaría si» y un argumento.

El contexto

He aquí un contexto razonable: los científicos han encontrado la fórmula para evitar la muerte y la Tierra está repleta de seres humanos. Podría ser la idea para una serie de televisión de gran presupuesto. El problema es que no es una historia, sino un escenario para que se desarrolle una historia. El riesgo es que el guionista piense que la mayor parte del esfuerzo creativo ya está hecho y que,

una vez que ha dado con un contexto tétrico y convincente, basta con dotarlo de un poco de acción trepidante. De modo que basta con poner un policía demacrado, y una trabajadora del sexo de armas tomar, y un político valiente pero acosado, y algunos geniales planos CGI de una noche de niebla en una metrópolis atestada. Nada de esto es lo suficientemente bueno. Los clichés solo se superan con precisión. El escritor debe centrarse en un aspecto en concreto del reino de la inmortalidad que acaba de crear y dar con un personaje convincente dentro de él. Por ejemplo, ¿qué ocurriría con los recursos de la Tierra? ¿Se trata de un lugar con una gran desigualdad en el que solo los ricos pueden permitirse comer alimentos frescos y contemplar el océano? Esa podría ser una línea argumental interesante que seguir. O quizá podríamos pensar en la gente que, a pesar del remedio contra la muerte, prefiere morir. Es de suponer que habría una industria de la eutanasia en auge. También habría industrias periféricas: ¿qué pasaría si hubiera una isla paradisiaca a la que los cansados de la vida pudieran retirarse, en su última semana, para vivir sus sueños más salvajes? ¿Qué clase de extraños dramas humanos podrían darse en un lugar así? ¿Quizá la historia podría girar en torno a una guerra intergeneracional en la que humanos de doscientos años, con sus ideas políticas de hace doscientos años, lucharan contra una nueva generación progresista? Bien. No obstante, aún no hemos localizado a nuestro personaje. ¿Qué tal si nuestra historia siguiera a un científico renegado que quisiera salvar el planeta de esta plaga descontrolada de humanos? ¿Y si esta persona intentase destruir el remedio para la muerte? Nos encontraríamos ante una interesante subversión en la que el valiente héroe desinteresado es la persona que intenta matar a todo el mundo. Sin duda, el personaje sufriría algún conflicto interno mayúsculo. Nos estamos acercando. Vamos con la científica. Me la imagino inmediatamente. Es una bióloga guapa, con agallas, empoderada, que vive sola, a la que le gusta la bebida y que lucha contra el establishment de traje gris. ¿Hemos conseguido aburrirte? Seguimos en el país de los clichés. La única manera de escapar de él es averiguar con precisión quién es esta persona, qué le ha hecho daño y, por lo tanto, qué batalla específica debe crear la trama para ella.

¿Qué pasaría si?

¿Qué pasaría si una persona mundialmente famosa se convirtiera en su propio doble? Por el motivo que sea, esta persona decide escapar de Hollywood y esconderse en una pequeña ciudad de provincias. (Tal vez hubo un escándalo, o quizá heredó de una tía un apartamento en esta localidad remota y es el único lugar donde nadie lo buscará). Ninguno de los habitantes de la ciudad espera verle allí. En su primer día se encuentra con el dueño de una agencia de imitadores que se da cuenta de que tiene «cierto» parecido con el actor que es en realidad. Convence al famoso para que haga un trabajo de última hora en una fiesta esa noche. Servirá chupitos de tequila en una despedida de soltera. Se trata de un «qué pasaría si» razonable para una comedia negra o para todos los gustos. Me imagino inmediatamente al protagonista. Sus mejores años han quedado atrás, pero aún conserva su atractivo; es sarcástico y seco, pero se hace querer. En su primer bolo descubre horrorizado lo mucho que el público lo odia. Lo que necesita, para recuperarse de ese agravio, es volver a conectar con la gente de verdad. De vuelta a Hollywood, acaba de comprometerse con una estrella malcriada, flaca y que esnifa cocaína. Entonces entra en acción la chiflada camarera Serena. Conduce un Mini viejo y destartalado. Lleva parte del pelo teñido de rosa. ¿Hemos conseguido aburrirte lo suficiente? Una vez más, el cliché nos asfixia. ¿De qué otra manera este «qué pasaría si» podría convertirse en una historia que nos conmueva y nos sorprenda y que sintamos que nos está hablando de algo real, si no es profundizando en el carácter único del protagonista?

El argumento

A veces, los escritores quieren poner de relieve algún problema social que les preocupa. Supongamos que te indigna el estado del sistema de salud de Estados Unidos, así que decides escribir una especie de versión sanitaria de Wall Street de Oliver Stone. Se centra en un personaje tipo Gordon Gekko que sube el precio de un medicamento esencial para la población. Bien. El riesgo es que, si no trabajas los personajes de forma adecuada, «una versión sanitaria de Wall Street de Oliver Stone» es exactamente lo que vas a conseguir.

Por dónde empezar

El punto de partida de este proceso depende del material —si es que lo hay— con el que se empieza. En caso de partir de un «qué pasaría sí», lo mejor es pensar en él como un acontecimiento narrativo (véase el apartado 4.1) o como el desencadenante de dicho acontecimiento. Este tiene lugar en la capa superficial de la trama y, en última instancia, es el que hace que el protagonista se cuestione su identidad y decida cambiar. Entonces, ¿qué tipo de persona podría verse alterada al máximo por dicho acontecimiento? ¿Qué tipo de idea errónea podría definir a este personaje y cómo podría este acontecimiento específico del relato cuestionar profundamente esta idea? Si ya cuentas con un argumento o un contexto, puedes seguir el proceso hasta llegar a un personaje y a un acontecimiento narrativo que lo explore mejor. Por ejemplo, un posible contexto sería una región en guerra, y un argumento sobre el que construir una narración podría ser: la guerra convierte a los hombres en monstruos. A partir de ahí, tendrías que pensar en cómo sería el personaje al que este argumento y este contexto podrían afectar más. Es decir, ¿qué tipo de personaje se vería más afectado psicológicamente por la violencia que entraña la guerra? Podría ser alguien con tendencias narcisistas y que se dejara llevar por ellas, y que además fuera un hombre rebelde y reacio a cumplir órdenes. Evidentemente, podríamos estar hablando de Lawrence de Arabia y su protagonista, T. E. Lawrence, un hombre especialmente vulnerable al contexto en el que se encontraba. La combinación específica de personaje y acontecimiento desencadenante de la narración en este guion demuestra claramente que la guerra convierte a los hombres en monstruos. Si cuentas con una idea para un personaje, puedes lanzarte directamente a escribir sin preocuparte aún por el acontecimiento desencadenante, al que llegarás más tarde. Si tu historia tiene varios protagonistas, puede que te resulte útil trabajar con el enfoque del defecto sagrado para cada uno de tus personajes principales. Te animo a que consideres qué conexiones se pueden establecer entre el defecto de cada protagonista y el de los demás. Puede que representen diferentes versiones del mismo problema, y que con el roce entre ellos lo mejoren o empeoren, según las necesidades de la trama. En las comedias

románticas o en las buddy movies, películas que versan sobre la relación entre dos varones, los dos protagonistas suelen tener defectos de carácter contrapuestos. Cuando finalmente se unen, ambos se curan.

El defecto sagrado

La función de la trama es poner a prueba, quebrar y volver a poner a prueba a un personaje con un defecto de carácter. O bien este está a la altura de los desafíos de su historia y consigue convertirse en una mejor persona al reconocer y solucionar su defecto de carácter, o bien no lo consigue. Si queremos construir una narración convincente y dramática a partir del defecto de alguien, este debe estar muy arraigado. Necesitamos un tipo específico de defecto, uno en torno al cual nuestro personaje haya formado una parte esencial de su identidad y que tenga el potencial de hacerle daño. Hace unos años, tuve la suerte de entrevistar al famoso psicólogo Jonathan Haidt. Me dijo algo que nunca he olvidado: «Sigue la pista de lo sagrado. Averigua lo que la gente considera sagrado y, cuando mires a tu alrededor, hallarás un grado de irracionalidad desaforado». ¡Irracionalidad desaforada! Esto es precisamente lo que debemos buscar en nuestros personajes. Con el fin de localizar esos elementos de irracionalidad, debemos preguntarnos primero por lo que consideran sagrado. En gran medida, aquello que sacralizamos es lo que nos define. Este es, en mi opinión, el secreto para desvelar la verdadera naturaleza de un personaje. Cuando los demás piensan en nosotros —cuando se les pregunta por cómo somos—, probablemente sea esta la primera cualidad que les viene a la mente. Es nuestro «defecto sagrado». Es la parte dañada de nosotros mismos que hemos convertido en sagrada. En Los restos del día, el mayordomo Stevens ha sacralizado la idea de que la dignidad de los ingleses se basa en su contención emocional. Así es como lo conocemos en el primer acto, un hombre inmerso en una realidad desaforadamente irracional de la que no es realmente consciente. Al comienzo de Ciudadano Kane, vemos cómo Charles Foster Kane sacraliza la idea de sí mismo en el papel de adalid solidario del «hombre común», una creencia errónea que condiciona el resto de su viaje. Del mismo modo, las primeras secuencias de

Lawrence de Arabia muestran a T.E. Lawrence sacralizando la idea de que es un hombre «extraordinario», y luego nos vemos arrastrados de forma inolvidable por las consecuencias de esta creencia irracional. Son conceptos defectuosos que se incorporan a los modelos neuronales que estos personajes tienen de la realidad. Las tramas de estas obras son ejemplos de un esfuerzo por ver más allá de ellos. Ayudaron a definir quiénes eran los personajes en realidad. El objetivo de las tramas fue poner a prueba estas ideas sagradas y desmontarlas. Y eso es lo que convierte a esas historias en apasionantes.

El defecto que no es sagrado

Hagamos una breve pausa para reconocer que este proceso ha sido diseñado para crear un personaje de máximos. Muchos de nuestros protagonistas más memorables y famosos —los que, como Scrooge, parecen emerger llenos de vida de la pantalla o de las páginas de una novela y resultan totalmente convincentes — son los que más parecen estar poseídos por su idea errónea. Toda narración implica un cambio, y el cambio más importante es el de las personas que la atraviesan. Cuanto más se tense el arco en esta fase, más lejos podrá volar la flecha narrativa. Pero hasta dónde debe llegar es algo que depende de la decisión creativa de cada uno. A veces me preguntan si en un relato se podría explorar una idea a la que el personaje llegase en una etapa tardía de su vida y, por tanto, se tratase de algo que no ha orientado sus acciones hasta entonces. Mi respuesta es que sí, como demuestra el caso de Ciudadano Kane. Pero eso no significa que sea aconsejable omitir el trabajo de los personajes. Sigue siendo necesario preguntarse: ¿quién es esta persona que cree esto? ¿Cómo y por qué ha llegado a esta creencia? ¿Qué creía antes? ¿Por qué ha cambiado? ¿Qué significa esta creencia para sus objetivos externos? ¿Y sus miedos escondidos? ¿De qué lo protegen? ¿Y qué tipo de acontecimiento narrativo podría poner a prueba su creencia? Por otra parte, incluso si estamos contando una historia sobre una creencia nueva del personaje, esta debe ser muy importante para él y debe estar conectada de alguna manera con su esencia, dándonos pistas profundas sobre sus deseos,

necesidades, secretos y temores.

Encontrar el defecto

Cuando hablamos del defecto sagrado de un personaje nos referimos a la presencia de un fallo en su teoría del control (véase el apartado 2.0). Todos los animales tratan de controlar el mundo exterior para obtener de él lo que desean. Para nosotros, unos simios extremadamente sociales, esto equivale a controlar un entorno integrado por otros seres humanos. Muchos de los personajes más memorables tanto de la ficción como de la realidad resultan fascinantes precisamente por el hecho de que cometen un error fundamental a la hora de valorar el mundo que les rodea y el lugar que ocupan ellos en él. Nosotros somos capaces de advertir su error, pero ellos no. Esto los lleva a comportarse de una manera que parece desconcertante, enloquecedora y contraproducente. Sentimos curiosidad por su defecto de carácter, por su naturaleza, su origen, sus efectos y sus posibilidades de cambio. Imaginemos que estamos escribiendo una obra de ficción basada en una historia real en el ámbito de la política. Supongamos, por ejemplo, que hemos recibido el encargo de escribir un guion sobre el tortuoso proceso del Brexit del Reino Unido en 2018 y 2019, capitaneado por la entonces primera ministra Theresa May, que fue ampliamente cuestionada. Con el fracaso del intento inicial de nuestra protagonista de abandonar la Unión Europea, se puso de manifiesto que parte del problema estaba en su carácter. Se ganó la reputación de ser una mujer estirada, fría, robótica e incapaz de aceptar consejos de nadie. No conseguía conectar con sus enemigos ni con sus aliados, ni entender las delicadas artes de la negociación, la diplomacia y el compromiso, y esto fue su perdición. Su incapacidad para controlar un entorno lleno de otros humanos hizo que se quedara aislada y sin poder. Una fuente periodística anónima trató de definir su defecto de carácter: «El problema de May es que siempre piensa que es la única persona adulta de la sala». Esta frase me llamó la atención. Ignoro si es cierta, pero para nuestros propósitos es un ejemplo fabuloso de defecto sagrado. Veamos por qué. En primer lugar, porque describe una teoría de control: «si creo sinceramente que soy la única

persona adulta de la sala, me comportaré en consecuencia y los demás tenderán a aceptarlo. Me ganaré el respeto de los demás y conseguiré lo que quiero. Así es como controlaré el mundo de los humanos que me rodea». Esta teoría le dio buenos resultados durante mucho tiempo. La utilizó para forjarse una vida admirable. Imagina a nuestra ficticia May en el umbral de la edad adulta. ¿Qué tipo de trabajo podría desempeñar una joven basándose en su defectuosa teoría de control? Creerse siempre la única adulta en cualquier lugar es sinónimo de alguien arrogante e ingenuo que a menudo trata a los demás de forma prepotente, despectiva y condescendiente. Se trata de una persona que está convencida de que es la que más sabe y que no se deja intimidar por nadie, por mucho que tenga la pretensión de adquirir más experiencia o conocimientos. ¿En qué podría convertirse una joven así? En una política, tal vez. Y una política que podría llegar lejos. Incluso hasta el cargo de primera ministra. Esta era la teoría que nuestra May consideraba sagrada. Tuvo que convencerse a sí misma de su veracidad y encarnarla, de lo contrario no habría podido sacarle partido. Como el cerebro es como es, habría visto pruebas de ella en todas partes, y no solo en la privilegiada posición de poder que había logrado alcanzar. Aunque busqué la fuente de la cita original del «única persona adulta», no pude encontrarla, ya que la cobertura del Brexit era inagotable, pero sí encontré muchos ejemplos de personas que describían abiertamente a May como «la única persona adulta en la sala». Seguramente ella estaba al tanto de esos comentarios. ¿Pero serían ciertos? Por supuesto que no. A pesar de lo que nos divierta comentarlo, a lo largo de su vida política, y del proceso del Brexit en particular, lo cierto es que May ha tratado frecuentemente con líderes internacionales y expertos en política increíblemente trabajadores y competentes. Adultos (casi) todos. La creencia sagrada de nuestra protagonista le otorgó en cierto sentido superpoderes. Le dio la confianza, la tenacidad y el valor para conseguir todo lo que más le importaba. Le proporcionó dinero, estatus y la posibilidad de liderar un momento histórico, pero, al final, se convirtió en su peor enemigo. El acontecimiento narrativo que desencadena nuestro guion es el delicado, complejo y arriesgado proceso del Brexit. Este acontecimiento en la capa superficial puso a prueba su defecto subconsciente y lo sacó a la luz. Su modelo defectuoso del mundo le impedía aceptar consejos o comprometerse. Consiguió alejar y enfurecer a todas las personas que podrían haberla ayudado y apoyado.

Como se negó a ver su defecto de carácter y a ponerle solución, acabó fracasando y convirtiéndose en una persona rota y aborrecida por todos. Su historia es una tragedia. La frase «la única persona adulta» resulta eficaz en términos creativos como defecto sagrado, ya que sugiere inmediatamente un conjunto de comportamientos. Desde el momento en que escuchamos que alguien siempre se considera la única adulta de la sala, podemos imaginarla en acción. Pensemos en cualquier contexto humano —una cena, un grupo de teatro aficionado, un equipo de superhéroes con la misión de salvar la Tierra de una invasión alienígena— y veremos a esa persona esforzándose por controlar la situación recurriendo a una serie de acciones muy concretas, que en ocasiones le conducirán al éxito y, en otras, a enfrentarse a problemas inesperados. El personaje enseguida cobra vida en nuestras mentes. Cuando enseño estos principios a mis alumnos, es habitual que se tomen un tiempo para profundizar adecuadamente en el defecto sagrado de su personaje. Suelen tener que dar algunos saltos. Por ejemplo, hace poco alguien dijo que el defecto sagrado de su protagonista era «ser muy controlador». BIEN. Es un comienzo. Pero le falta precisión. No sugiere con claridad un conjunto específico de comportamientos. Cuando oigo «controlador» no soy capaz de imaginarme inmediatamente a esta persona en ninguna situación concreta; no veo más que un gesto difuso y tópico de aspereza y exigencia. No cobra vida en mi mente. Por lo tanto, intentamos describirlo con mayor precisión. Nos preguntamos: ¿cómo intenta exactamente controlar a la gente que le rodea? ¿Cuál es su estrategia real? Y la respuesta fue: «Lo hace contando historias. Historias muy largas». ¡Mucho mejor! Inmediatamente pensé en el brillante guion de Billy Ray para Shattered Glass, que nos cuenta la historia de cómo un periodista que había alcanzado la fama cae en desgracia precisamente por tener ese defecto. Otra persona mencionó al propagandista nazi Joseph Goebbels, y otra el caso de una madre sobreprotectora que mimaba a sus hijos y les contaba mentiras reconfortantes. Nos pusimos en marcha con la imaginación a flor de piel, alimentada por todas las increíbles potencialidades que de repente veíamos en esa persona. ¿Cómo describirías sucintamente la teoría del control que se desmantela ante tu personaje? ¿Cuál es la creencia errónea que tiene sobre sí mismo y el mundo humano, a la que se aferra tanto que puede decirse que casi lo define como

persona? Quizá te resulte útil pensar en ello formulándolo como una afirmación que puede arrancar de una de las siguientes maneras:

Lo que la gente más admira de mí es…

Solo me siento seguro cuando…

Lo más importante de la vida es…

El secreto de la felicidad es…

Lo mejor de mí es…

Lo más terrible de los demás es…

Mi opinión acerca del mundo y que nadie más parece entender es…

El mejor consejo que me han dado es…

Recuerda que la precisión es fundamental. En este momento, la vaguedad solo dará lugar a personajes imprecisos y a una historia plagada de tópicos. Tu

respuesta debe sugerir una teoría del control y, por tanto, un conjunto de comportamientos:

Lo mejor de mí es que siempre soy la única adulta en la sala (sugiere: condescendiente, severa, arrogante, fuerte, distante, cualidades de liderazgo, no escucha…).

Solo me siento seguro cuando logro entusiasmar a los demás con mis increíbles cuentos chinos (sugiere: mentiroso, fanfarrón, manipulador, en busca de atención…).

Lo más importante de la vida es guardar todo el dinero y el amor que tengo para mí (sugiere: solitario, avaro, desconfiado, poca alegría…).

Mi opinión acerca del mundo y que nadie más parece entender es que es imposible ser verdaderamente amigo de un miembro del sexo opuesto (sugiere: cinismo, confianza en sí mismo, convicciones de sabiduría mundana, centrado en el sexo…).

Sabrás cuándo lo has conseguido porque, de pronto, tu personaje cobrará vida en tu imaginación. Este es un momento para recordar. Acabas de conocer a tu protagonista. En este punto, no es raro que un escritor se detenga a analizar el defecto sagrado empleado, no vaya a ser que describa a un personaje que ya ha leído o visto antes en numerosas ocasiones, o que resulte plano, obvio o pobre. Si esto te sucediera, intenta mantener la calma. Solo acabas de empezar. La siguiente etapa del enfoque del defecto sagrado consiste en tomar tu pequeña pero precisa idea y convertirla en toda una vida.

Daño de origen (apartado 3.11)

Este paso consiste en averiguar exactamente cuándo y cómo se produjo el daño que creó el defecto de carácter de tu personaje. En toda narración es habitual que, llegados a cierto punto, el protagonista revele pistas sobre su daño de origen —a veces a través de un flashback— y entendamos de pronto las causas de su comportamiento. Como Shakespeare descubrió hace cuatro siglos, no obstante, explicar abiertamente las causas de las acciones de un personaje puede ser un error. Dejar solo pistas abiertas o incluso suprimir por completo la información sobre los daños de origen puede hacer que la historia resulte más profunda y fascinante. Con todo, creo que puede ser muy valioso para el escritor conocer estos momentos, y conocerlos bien. Un escritor no es el lector o el espectador de su historia, es su Dios, y necesita conocer a sus personajes como lo haría un creador que todo lo ve y todo lo sabe. Es importante tener todo esto en cuenta incluso si se escriben historias basadas en hechos reales. Al principio de mi carrera como escritor por encargo escribí las memorias de un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales llamado Ant Middleton. Me interesé por encontrar su defecto sagrado, algo que no me resulto fácil en absoluto. Ant era un hombre admirable en mil aspectos, pero probablemente no se le podría describir como un hombre muy introspectivo. Una y otra vez le preguntaba por qué se había unido a las Fuerzas Especiales. —Porque quería ser el mejor —contestaba. —Pero ¿por qué querías ser el mejor? —insistía yo. —¿Acaso no quiere todo el mundo ser el mejor? —replicaba Ant alzando las manos desconcertado. Así que empecé a investigar. Descubrí que había perdido a su querido padre a los cinco años y que fue criado por un padrastro dominante. Ant describió la etapa en la que este hombre fue entrenador del equipo de fútbol local de su infancia. Llegaba a los partidos con un chubasquero de cuero hasta las rodillas, pantalones

cortos de ciclista y botas negras, con su Rottweiler pisándole los talones. Antes de cada partido, obligaba a los chicos a escuchar a todo volumen la canción «Simply the Best», de Tina Turner, y mandaba imprimir en sus camisetas de fútbol el lema «SIMPLY THE BEST» en letras grandes. Era tan tremendamente competitivo que, al parecer, algunos padres sacaron a sus hijos de su equipo. Siempre esperaba que Ant fuera el mejor jugador de todos. Cuando no lo era, las cosas se ponían feas para él. «Empecé a odiar jugar al fútbol por culpa de la presión que me metía —me dijo Ant—. Siempre tenía que jugar a mi máxima capacidad». —¿Podría ser que de niño aprendieras a sentirte seguro de verdad solo cuando eras el mejor en algo? —pregunté. —¡Sí! —gritó Ant dando un respingo—. Sí, eso es exactamente lo que pasó. Esta idea —este defecto sagrado, esta teoría del control— era lo que impulsaba cada escena dramática de su libro. Fue la clave para descifrar su carácter y darle vida con todos sus matices, dramatismo y complejidad. Si no hubiera definido primero su daño de origen y la idea errónea que se derivaba de él, no lo habría logrado. He aquí un niño que tenía que ser el mejor. Interiorizó esa creencia: llegó a creer que era el mejor. Sacralizó la idea y, por lo tanto, la defendió con ahínco. Lo ayudó a alcanzar cosas increíbles. Le salvó la vida y le dio la capacidad de quitarle la vida a otros. Se convirtió en un héroe de acción en la vida real. A pesar de ello, también le perjudicó. Cuando Ant dejó el Ejército y fue tratado despectivamente por un agente de policía, agredió al hombre y acabó en la cárcel. ¿Cuándo topó tu personaje con su creencia errónea? Para definir ese momento preciso hay que ir más allá del mero cliché: «su padre le pegaba» o «su madre no le quería». Me gustaría que escribieras la escena en su totalidad: los personajes, el escenario, el diálogo, todo. Se trata de un incidente real y detallado de causa y efecto con un principio, un desarrollo y un final. Y nos habla de un resultado muy concreto: el nacimiento de lo que se convertiría en una creencia poderosa. Al principio de la escena, tu personaje piensa una cosa, pero entonces ocurre algo que le hace darse cuenta... Puedes optar por un incidente de la infancia. Los defectos que nos caracterizan suelen tener su origen en nuestras dos primeras décadas de vida. Es entonces

cuando el cerebro se encuentra en su estado de mayor plasticidad y sus modelos neuronales del mundo aún se están formando. Dado que estas experiencias se incorporan a la estructura de nuestro cerebro, pasan a formar parte de lo que somos. Las interiorizamos. Se convierten en parte de nuestra teoría del control. (Por supuesto, en realidad, gran parte de lo que somos es producto de nuestro genoma, pero «mis genes me obligaron a hacerlo» es un hilo conductor un poco raro para una narración). Tal vez el personaje fue testigo de algún suceso grave o perturbador. Tal vez fue el protagonista de tal suceso. Como hemos descubierto, debido a nuestra evolución de origen tribal, el ostracismo y la humillación son experiencias tremendamente dañinas para los humanos. ¿Tal vez el origen de su daño se encuentre en un momento en el que esos sentimientos fueron muy fuertes? Sea lo que fuere lo que le ocurrió a tu personaje, deberá llegar a la conclusión en un preciso instante de que, si no cree en algo o se comporta de tal manera, puede llegar a pasarle esto otro. Es importante, por razones que quedarán claras más adelante, que la teoría del control que se forma a partir de este momento tenga los siguientes dos componentes. El primero es que le dicte a nuestro protagonista quién debe ser para obtener lo que desea del mundo que le rodea. El segundo, que le diga cómo evitar lo que es malo para él. En otras palabras, este momento, junto con la creencia que surge de él, nos ayudará a definir sus objetivos futuros y sus miedos subconscientes secretos. Utilicemos el ejemplo de Lawrence de Arabia. El daño de origen de T.E. Lawrence se insinúa durante una escena junto al fuego en la que admite discretamente que proviene de una familia desestructurada. Su padre, sir Thomas Chapman, no se casó con su madre, lo que era una situación inusual y vergonzosa para una persona de su época y clase. Podemos imaginar a un joven Lawrence admirando desesperadamente a su padre, pero viéndole en contadas ocasiones y, en general, sintiéndose completamente invisible para él. Entonces, en ese momento de daño de origen, el pequeño Lawrence se comporta con una especie de rebeldía descarada y vanidosa y, durante un precioso e inolvidable instante, su padre le responde con cariño y alegría. Y así, Lawrence aprende: «Si actúo con arrogante rebeldía, no me harán sentirme invisible las personas a las que admiro». La certeza de que Lawrence teme, más que a nada en el mundo, que la gente importante le haga de menos nos ayuda a elaborar mentalmente un modelo de su

carácter con vívida exactitud. Será de enorme valor a la hora de trazar su historia.

Personalidad (apartado 2.1)

En esta fase, quizá quieras considerar también el tipo de personalidad de tu personaje. ¿En qué versión de sí mismo se convierte cuando lo pasas a él y a sus defectos por el filtro de uno de los «cinco grandes» rasgos de carácter?

El héroe (secciones 2.6 y 2.7)

Los siguientes pasos consisten en convertir el defecto de carácter y el daño original en una persona y una vida. Esto significa permitir que el personaje los interiorice de tal manera que no los vea como defectos en absoluto. Vamos a imitar el proceso mediante el cual lo hace nuestro cerebro. Tenemos nuestro momento de daño de origen y la creencia sobre el mundo que ha creado. Ahora el personaje tiene que experimentar un poderoso acontecimiento que le confirme que esta creencia es correcta. Algo sucede que le hace encarnar este defecto. Lo prueba como teoría del control. ¡Y funciona! Se convence plenamente de que esta creencia errónea es cierta. Lo mejor es que se trate de un momento crucial en su vida y que se produzca antes de los veintiún años. Debe ser una escena que implique algún peligro. Algo tiene que estar en juego, y el personaje debe participar activamente en ello. Tiene que dejar que esta creencia errónea guíe su comportamiento en un momento en el que se ve fuertemente cuestionado, y que acabe convirtiéndose en su superpoder. Este incidente le hace sentir (o, al menos, le lleva al autoconvencimiento) que su creencia no solo es correcta, sino que es la más correcta que se pueda imaginar. A partir de ahora y para siempre, se convertirá en la clave de su comportamiento.

Durante la escena, tendrá que defender su forma de conducirse. El cerebro es un creador de héroes. Por muy equivocados que estemos, logra seducirnos para que creamos que tenemos razón. Hace que nos sintamos bien de varias maneras:

Nos hace sentirnos moralmente virtuosos.

Nos hace sentirnos como un David de estatus relativamente bajo amenazado por Goliats más poderosos.

Nos hace creer que somos merecedores de un mayor estatus.

Nos hace creer que, de alguna manera, somos desinteresados y que nuestros enemigos son egoístas.

Por lo tanto, haz que los personajes defiendan sus acciones y la visión del mundo que es propia de la narrativa de un héroe (véase el apartado 2.6). Puedes optar por la narración «en voz alta» ante un antagonista o una figura de autoridad, o por una narración para el lector. Tu trabajo consiste en habitar a tu personaje con su defecto para poder argumentar la defensa de la inverosímil decisión que ha tomado, hasta el punto de que tú mismo acabes convencido de que ha hecho lo adecuado (en mis clases, utilizo como ejemplo el icónico discurso «No puedes manejar la verdad» de la película Algunos hombres buenos de Aaron Sorkin). En esta escena, vemos cómo el defecto se apodera del personaje, controlando sus decisiones y su comportamiento. Se ha convertido en un núcleo de su identidad y él luchará por defenderlo. A partir de ese momento, su creencia defectuosa se convierte en sagrada. Se convierte en la forma en que se ve a sí mismo en el contexto del reino de los humanos. Se convierte en la clave para controlar el mundo y evitar lo que secretamente teme.

Punto de vista (apartado 2.3)

Se basa en un famoso ejercicio del novelista y tutor John Gardner. Intenta reescribir el pasaje de James Baldwin del apartado 2.3, pero desde el punto de vista de tu personaje. Entra en un club de jazz de Harlem en la década de 1950. ¿Cómo lo vive? ¿En qué detalles de su entorno se fija? ¿Cuál es la narrativa del héroe que hay en su cabeza? ¿Se siente intimidado o amenazado de alguna manera? ¿Tiene un objetivo concreto? ¿Quizá alguien lo desafía directamente? ¿Cómo se habla a sí mismo de estos sentimientos? ¿Cómo logra sentirse mejor?

Crear un mundo característico

A medida que el personaje crece, su teoría del control errónea le construirá una vida con sus características específicas. Realizará su propio viaje: tendrá un trabajo en particular y vivirá su particular historia romántica, en un barrio en particular y en una casa en particular con una puerta de entrada en particular de un color y en un estado de conservación en particular. Tendrá unos valores concretos, y amigos y enemigos concretos, y objetivos, obstáculos y miedos concretos. A estas alturas, su defecto sagrado (en lo que al personaje respecta) le habrá aportado grandes beneficios, muchas de las cosas que más valora. Pero también le habrá enfrentado a peligros ocultos. Las siguientes preguntas han sido diseñadas para permitirte pensar en la vida que se ha construido alrededor de su defecto sagrado.

¿En qué medida le ha permitido su defecto obtener beneficios materiales o profesionales?

Digamos que estamos haciendo una película biográfica de tres horas sobre el libro infantil Mr. Fisgón. Su defecto sagrado es algo así como: «Solo me siento seguro si consigo enterarme de los asuntos que conciernen a los demás». ¿Qué carrera profesional podría haber desempeñado acorde a esta creencia defectuosa? Quizá la de empleado de hogar de personas ricas y famosas. O de trabajador social. O de responsable de valorar la idoneidad de unos futuros padres adoptivos. Sería buenísimo en cualquier de esos trabajos. Le encantarían. Pero su exceso de entusiasmo por entrometerse en las vidas de los demás, creado por su defecto de carácter, constituiría un importante peligro oculto para él.

¿Cómo obtiene el personaje una sensación interna de mayor estatus a partir de su defecto? ¿De qué manera le hace sentirse superior?

Incluso si tu personaje tiene un estatus extremadamente bajo e incluso si se odia a sí mismo, siempre habrá una forma en la que su defecto le haga sentirse de alguna manera mejor que los demás. (Si simplemente piensa que no vale nada y se equivoca en todas sus creencias más preciadas, probablemente no llegue a ser un personaje demasiado convincente).

¿Qué pequeños momentos de alegría le proporciona?

Por ejemplo, cuando la burguesa Emma Bovary, obsesionada con el estatus, asiste a un baile de gala, se complace en admirar todos los símbolos de estatus, como «la tez de la riqueza, esa tez blanca que realza la palidez de las porcelanas» de los invitados ricos.

¿De qué manera su defecto sagrado le ha acercado a sus amigos, colegas o amantes?

¿Qué objetivos vitales ha generado en él? ¿Qué logro en el mundo exterior cree que le hará alcanzar la felicidad y la plenitud?

¿Quizá quiera entrar en el panteón de los mejores mayordomos de la historia de Gran Bretaña como su padre, como hizo nuestro amigo Stevens? ¿Quizá quiera ser famoso, rico y adorado por las masas, como Charles Foster Kane? ¿Quizá quiera un matrimonio perfecto en sintonía con su reputación de absoluta perfección, como Amy Elliot Dunne? Debe tratarse de un proyecto personal importante pero potencialmente alcanzable (véase el apartado 4.0) al que el protagonista aspira en la superficie de la trama. Como siempre, es preciso concretar lo más posible. Estas dos preguntas requieren que tengas un buen manejo de tu daño de origen y del mundo que te ha creado. Es posible que tengas que detenerte un poco más en ellas, y quizá darles un retoque, pero realmente merece la pena hacerlo para acertar en los pasos siguientes.

¿Qué (aunque solo sea en su mente) se arriesgará a perder materialmente, socialmente o de otro modo si actúa en contra de su defecto?

Para responder a esto, deberás tener una buena idea de lo que tu personaje quiere alcanzar en el mundo circundante; qué objetivos importantes ha estado persiguiendo con ahínco.

¿De qué manera su defecto le da seguridad? En el plano subconsciente, ¿qué es lo que teme que ocurra si actúa en contra de su defecto?

Quizá ya dispongas de este material. Si no es así, ahora es el momento de resolverlo. Recuerda que la creencia con la que se encontraron los personajes cuando se produjo su daño de origen habría sido, en cierto sentido, una

protección. Habrán pensado: «Si no creo en esto, entonces podría pasar esto otro», convirtiéndolo en un gran temor subconsciente. Su vida entera habrá sido una especie de defensa estratégica. En el caso de Stevens, toma la siguiente forma: «Si no actúo con contención emocional, no seré respetado como mi todopoderoso padre». Y en el caso de T.E. Lawrence: «Si no actúo con vanidad rebelde, la gente que admiro me hará de menos». Una vez más, hay que ser específico. No basta con plantear un par de vaguedades y limitarse a decir que «no le respetarán» o que «le harán sentirse invisible ante los demás». Hacer un esfuerzo adicional de precisión en esta fase te proporcionará una visión crítica de los temores secretos de tu personaje. Esto te ayudará a crear personajes vivos y una trama que resulte apasionante.

El acontecimiento que origina la narración (apartado 4.1)

Es de esperar que conozcas a tu personaje lo suficientemente bien como para poder empezar a contar su historia. Para ello, tendrás que determinar el acontecimiento que da origen a tu narración. Este es el acontecimiento real, en el nivel superficial del mundo real de la narración, que va a suponer un desafío aplastante para su defecto sagrado y, en última instancia, lo va a destrozar. Es el acontecimiento que llevará a los personajes a un nuevo reino subconsciente en el que su teoría del control ya no les resultará útil. Es muy probable que ya sepas cuál va a ser el acontecimiento en cuestión, pero, si necesitas ayuda, la siguiente lista podría disparar tu imaginación (si quieres profundizar en esta línea de pensamiento, te recomiendo The Thirty-Six Dramatic Situations de Mike Figgis o el épico Plotto de William Wallace Cook).

Una oportunidad

Un complot o conspiración (contra ellos o que provocan ellos)

Un viaje o una búsqueda

Una investigación

Un malentendido por parte de una figura relevante

Una revelación sobre ellos o sobre otra persona

Un ascenso o descenso de categoría

Un enemigo, un monstruo o una figura no deseada del pasado

Una acusación

Una tarea onerosa

Un descubrimiento

Un rescate (de una persona, de un estatus, de una carrera, de una relación)

Un ajuste de cuentas (juicio; expiación de un pecado pasado; descubrimiento de una muerte inminente propia o de otra persona)

Un reto o desafío

Una injusticia

Una fuga

Un ataque de enemigos (internos o externos)

Una tentación

Una traición

La trama (apartado 4.1)

Personalmente, no me convence la idea de que haya que seguir obligatoriamente los pasos de una receta argumental. Si consideramos la narrativa en toda su amplitud, creo que el único principio fundamental es que debería producirse un acontecimiento en la capa superficial de la obra dramática que desencadene un cambio en la capa profunda subconsciente. Sin embargo, también es cierto que hay un patrón en particular que ha demostrado ser excepcionalmente estable y que ha tenido una gran aceptación, y que se utiliza desde hace más de dos mil años. Se trata de la estructura estándar en cinco actos.

Los teóricos han llevado a cabo innumerables intentos de diversa complejidad para entender exactamente por qué y cómo funciona dicha estructura. En mi opinión, la respuesta se puede hallar desde una aproximación científica a la narración. La estructura estándar en cinco actos es simplemente la forma más eficaz de mostrar cómo se pone a prueba, se derrumba y se reconstruye el defecto sagrado de un personaje. En la primera mitad, se pone a prueba la vieja teoría del control del protagonista y se descubre que es inadecuada. Justo a la mitad, se transforma. A partir de la segunda mitad, se pone a prueba su nueva teoría del control. En el acto final, el personaje tiene que elegir: ¿quiere adoptar esta nueva teoría del control o retomar la anterior? ¿En quién se convertirá a partir de ahora? Cada acto se centra en un acontecimiento importante de la trama que pone a prueba al protagonista, haciéndole responder activamente. Su reacción lleva implícita la respuesta a la pregunta dramática de «¿Quién soy?» de una manera algo distinta cada vez. Ambos elementos de la obra —la trama y el personaje— funcionan simbióticamente para generar la energía propulsora de una historia irresistible, con sus picos y valles de constricción y liberación (apartado 4.0) que se suceden sin descanso. A grandes rasgos, el proceso es el siguiente:

ACTO PRIMERO: Este soy yo, y no me van bien las cosas. Al principio de la narración, se establece la teoría del control del protagonista. Vemos cuáles son los rasgos más característicos de su conducta y nos hacemos una idea de cuáles son sus objetivos, cómo es su vida cotidiana y cuáles son sus heridas más íntimas. Al poco tiempo, se produce un cambio significativo e inesperado en su vida. Este es el detonante dramático, el primer incidente de una secuencia causal que le introducirá en un nuevo universo psicológico, un mundo en el que su teoría del control se pondrá a prueba como nunca hasta entonces. El personaje reacciona al detonante dramático de forma peculiar y no consigue recuperar el control de su situación. Se abren lagunas de información: ¿qué ocurrirá a partir de ahora?

ACTO SEGUNDO: ¿Tengo otras opciones? El personaje reacciona al incidente que provoca el detonante dramático y

constata que su antigua teoría del control es insuficiente para frenar el caos; se da cuenta de que tiene que plantear una nueva estrategia. Su antiguo «yo» ha dejado de ser una opción. El segundo acto tiende a estar cargado de una gran tensión emocional, ya que el protagonista experimenta con una nueva forma de ser y puede aprender importantes lecciones de sus referentes. Puede que se libere un poco de tensión si logra alguna pequeña victoria o algún éxito inicial, lo cual resultará emocionante, si bien tenderá a ser efímero o ilusorio. Durante este acto, el protagonista asume totalmente los desafíos que le plantea la trama.

ACTO TERCERO: Sí las hay. He cambiado por completo. A pesar de la nueva estrategia esgrimida por el protagonista, la trama se le resiste. El protagonista decae emocionalmente. Es evidente que debe decidir si prosigue o no en este arriesgado proceso de cambio de carácter. En algún punto, cercano a la mitad de la historia, sus emociones se desatan cuando se compromete plena y dramáticamente con su nueva teoría del control. Puede que lo exprese de forma imprecisa, confusa o exagerada, pero el cambio que atraviesa parece profundo, incluso irreversible. Tal vez tengamos la sensación de que ni el protagonista ni su mundo volverán a ser los mismos. En respuesta a este emocionante acto, la trama contraataca de nuevo, esta vez con una fuerza sin precedentes.

ACTO CUARTO: ¿Pero podré soportar el dolor que me produce el cambio? El caos estalla. El protagonista se siente perseguido y abrumado por la trama. Es su momento más bajo y sombrío. El ataque es implacable y comienza a cuestionar la conveniencia de su decisión de cambiar. El protagonista puede iniciar algún movimiento de retirada o de regreso a su antigua teoría del control. Otra opción es que se ponga a cavilar y se revelen algunos indicios sobre su daño de origen. Una vez más, la cuestión dramática se plantea y se responde de nuevo. Pero la trama no dejará tranquilos a los personajes. El protagonista pronto va a tener que decidir de una vez por todas...

ACTO QUINTO: ¿Quién voy a ser a partir de ahora?

La consternación se apodera del personaje a medida que se acerca la batalla final. Llega el momento álgido. El protagonista alcanza el éxtasis y logra el control total de los dos niveles de la trama, el consciente y el subconsciente; es el momento Dios (apartado 4.3). Ha vencido al caos. Las escenas finales suelen mostrar, más que la acción intensificada de la batalla, la respuesta a la cuestión dramática. En un final feliz arquetípico, nuestro héroe se convierte en alguien nuevo, en alguien mejor.

La estructura de una trama trágica en cinco actos sería similar, aunque en este caso el protagonista no avanza hacia una versión de sí mismo más capaz de controlar el caos, sino que se reafirma en su errónea teoría del control, lo cual empeora cada vez más su situación (en el tercer acto de Lolita, por ejemplo, Humbert Humbert abraza dramáticamente la peor versión de sí mismo cuando finalmente pone sus manos sobre la niña ya sin padres de por medio). Como no ha conseguido corregir su defecto, en el acto final probablemente las consecuencias sean graves y adopten la forma de alguno de los castigos de origen tribal: la humillación, el ostracismo (es decir, el destierro o el encarcelamiento) o la muerte. Vamos a seguir el modelo de los cinco actos (para saber más sobre este modelo, recomiendo el excelente Into the Woods de John Yorke y The Seven Basic Plots de Christopher Booker), aunque no sea necesario someterse a él. Después de haber preparado a fondo el personaje, es probable que constates que funciona maravillosamente. Si es así, no hay razón para desecharlo. Por otra parte, ahora que sabes cómo funciona, puedes permitirte jugar con él. Con el fin de profundizar en el modelo, me centraré en una narración clásica, El padrino, todo un referente y considerada como una de las mejores películas de todos los tiempos. Está basada en la novela de Mario Puzo, que vendió nueve millones de ejemplares en solo dos años. Su protagonista es Michael Corleone, hijo de Vito, el capo de la mafia, y la historia narra su ascenso al frente de la organización criminal de su familia. Cuando conocemos a Michael por primera vez, este ha rechazado por completo el mundo de la mafia.

DEFECTO SAGRADO: Soy un padre de familia honesto y honrado, no un

mafioso. Se trata de un defecto un poco impreciso (y, recordemos, cuando hablamos de un «defecto» en este contexto no nos referimos a un defecto moral, sino a una creencia errónea que es susceptible de cambiar). A pesar de ello, es la creencia central en torno a la cual Michael ha construido su vida y su identidad, que la trama cuestiona una y otra vez adoptando la forma de una…

PREGUNTA DRAMÁTICA: ¿Soy un padre de familia honesto y honrado? ¿O un mafioso? ¿Y de dónde procede esta noción errónea? Siguiendo la tradición de Shakespeare, solo se nos dan pistas. Sin embargo, queda claro que Michael era...

DAÑO DE ORIGEN: … el hijo predilecto de su padre, el capo de la mafia Vito Corleone, que soñaba con que de mayor se convirtiera no en un mafioso, sino en un «senador o gobernador» estadounidense. ¿Y cuál es el acontecimiento del mundo real que llega para desafiar el sagrado defecto del joven Michael y finalmente cambiarlo?

SUCESO DE LA HISTORIA: La familia Corleone sufre un ataque.

Acto primero

Al comenzar tu historia, querrás presentar a tus personajes principales, el más importante de los cuales es, obviamente, tu protagonista (o protagonistas, si tienes más de uno). En El padrino conocemos al nuestro en una boda familiar, y nos muestra su teoría del control y la vida que ha construido a partir de ella. Lo vemos destacando entre los fornidos mafiosos, elegante y recto, con su

inmaculado uniforme de los marines, en compañía de su prometida Kay —que no es italiana—, una profesora a cuyas preguntas inocentes responde él con una honestidad desbordante. («Mi padre le hizo una oferta que no pudo rechazar... Luca Brasi le apuntó con una pistola a la cabeza y mi padre le aseguró que o su cerebro o su firma estarían en el contrato»). Michael es la encarnación misma de su propio defecto sagrado. Asimismo, tendrás que localizar tu detonante dramático (apartado 2.5) en el primer acto, que será ese momento maravilloso en el que damos un respingo. Se desencadena cuando el incidente adecuado afecta al personaje correcto, cuando percibimos que se ha producido un cambio inesperado que golpea la creencia errónea de ese personaje. El incidente activa a los personajes, que reaccionan de una forma sorprendente y específica. Esta reacción inusual nos hace intuir que hay algo en marcha y despierta nuestra curiosidad. Es el primer goteo de un torrente con el potencial de desbaratar por completo a esa persona. Como en El padrino, el detonante dramático no tiene por qué producirse inmediatamente, pero mi consejo es que no se demore demasiado. El detonante de El padrino es el intento de asesinato del padre de Michael, Vito, por parte de bandas rivales de la mafia neoyorquina. Estos hombres quieren entrar en el negocio del narcotráfico, pero requieren la ayuda de Vito para hacerlo, ya que él tiene acceso exclusivo a los políticos y jueces a los que hay que sobornar. Vito se niega, argumentando que puede que sus estimados contactos estén dispuestos a hacer la vista gorda ante el juego y la prostitución, pero que lo de las drogas ya es otro asunto. Por desgracia, sus rivales no aceptan un no por respuesta. Intuyen que el sucesor de Vito —su hijo mayor, Sonny, un hombre exaltado y temerario — podría ser más receptivo a su plan. Así que conspiran para eliminar a Vito y que Sonny tome las riendas, con lo que esperan poder poner en marcha su plan. ¿Y cómo reacciona nuestro protagonista Michael ante este inesperado acontecimiento? ¿Llorando, enfureciéndose o exigiendo una venganza sangrienta, como cabría esperar? No. Actúa de forma característica y tal y como cabría esperar dado su defecto sagrado. Se muestra tranquilo, dócil y bien educado, aceptando que no debe «mezclarse» de forma directa en los acontecimientos y realizando obedientemente las correspondientes llamadas a Sonny. ¿Le funciona esta teoría del control? ¿Le permite reimponer el orden sobre el mundo? ¿Sana el dolor y evita que haya más? Por supuesto que no. En esta primera secuencia de tu historia, por lo tanto, tendrás que definir a tu

protagonista mostrando la naturaleza de su defecto sagrado e indicando qué es lo que pretende hacer en el mundo. A continuación, un detonante dramático le hará actuar de una manera característica, pero que será contraproducente o resultará de algún modo ineficaz. La trama empieza a demostrar que su teoría del control es errónea.

Acto segundo

La pasividad característica de Michael no consigue dominar el caos. Desarmado, visita a su padre Vito en el hospital y se encuentra con que su guardia policial ha desaparecido. Descubre que un jefe de policía corrupto, aliado con los mafiosos rivales, ha ordenado a sus hombres que se alejen de la cabecera de Vito para poder completar el trabajo de matarlo. Michael saca a su padre de la habitación y lo esconde. Cuando aparece el policía corrupto, Michael lo reprende con rabia. El policía lo insulta y lo golpea delante de una multitud. ¿Cuál es el resultado de la fidelidad de Michael a su antigua teoría del control? Dolor, humillación y su padre en peligro inminente de muerte. No funciona. Entonces, ¿en quién se convertirá Michael? En el segundo acto, la respuesta a la pregunta dramática empieza a cambiar. Cuando Michael llega a casa, la familia recibe la noticia de que el jefe de la mafia rival y el policía corrupto han solicitado una reunión con él —como representante respetable, honesto y no peligroso de los Corleone— para iniciar negociaciones. Michael acepta reunirse con ellos. Para nuestra sorpresa, y la de los demás personajes, dice que los matará en la reunión. La habitación en la que se encuentran estalla en carcajadas. «¿Qué vas a hacer? —dice su hermano Sonny—. El buen muchacho universitario no quería meterse en el negocio familiar, ¿y ahora quiere matar a tiros a un agente de policía? ¿Por qué, porque te dio una pequeña bofetada?». Pero Michael insiste. Aceptada su oferta, un experimentado mafioso le enseña a matar a corta distancia, introduciendo así a Michael en las reglas de este nuevo universo psicológico. La película El padrino es algo inusual en el sentido de que no plantea de forma evidente lo que el teórico Christopher Booker describe como la «fase de ensueño» del segundo acto, en la que todo parece ir bien durante un tiempo, ya

que el protagonista experimenta pequeñas o ilusorias victorias. Sin embargo, sí sentimos una oleada de emociones positivas y una tensa excitación cuando vemos la impresionante manifestación del cambio de carácter de Michael y asistimos a su entrenamiento por parte de un experimentado mentor.

Actos tercero y cuarto

Me costó mucho tiempo entender lo que ocurre en el tercer acto. El enigma que me desconcertó fue el siguiente: justo en medio de la trama estándar de cinco actos, el protagonista se transforma, adoptando una nueva y «mejorada» teoría del control. Y, sin embargo, esta supuesta mejora desencadena un caos aún más abrumador. No tenía sentido. ¿Seguro que un yo nuevo y mejorado iba a resolver su problema y dominar el caos? ¿Por qué el hecho de mejorar empeora en realidad las cosas? (Merece la pena subrayar de nuevo que, en el caso de personajes como el antihéroe Michael Corleone, «mejor» no significa «mejor moralmente hablando», sino «más capaz de dominar el caos»). Resolver ese enigma supuso reexaminar la idea de la teoría del control. Me di cuenta de que su propósito no es solo indicarle a un personaje cómo conseguir lo que quiere: también le indica cómo evitar lo que no quiere. En parte es protectora. Ayuda a una persona a alcanzar sus objetivos vitales y la protege de las cosas que más teme. Por eso, al principio de este proceso, te pedí que pensaras cómo saldría perdiendo tu personaje si abandonara su defectuosa teoría del control. Es en los actos tercero y cuarto donde eso se vuelve crucial. Así que podríamos preguntarnos por qué el joven Michael Corleone elige habitar y construirse una vida al margen de su defecto sagrado, que era algo así como «solo estoy a salvo si soy un honesto y honrado padre de familia y no un mafioso». Démosle una razón obvia: porque, si eres un mafioso, pueden matar a tus seres queridos (si estuviéramos escribiendo la escena de su daño de origen, se incluiría esta lección). Este era el propósito protector de su teoría del control. Así que su teoría —su estrategia psicológica para sobrevivir en el mundo de los humanos— le dio lo que quería (una carrera militar de prestigio, la posibilidad de llevar una vida familiar normal y corriente e incluso tener un potencial futuro como senador estadounidense) y le defendió de lo que más temía. Esta

perspectiva también nos permite ver el detonante dramático de El padrino desde un nuevo punto de vista: el intento de asesinato de Vito fue la primera prueba que tuvo Michael de que su teoría de control no iba a funcionar. Podía quedarse al margen del negocio familiar, pero el dolor y el sufrimiento iban a alcanzarle inevitablemente. Y luego, en el tercer acto, abandona por completo su teoría del control al cometer un doble asesinato. ¿Qué consecuencias tiene? La protección que le ofrecía en forma de control sobre las cosas malas se desvanece. El asesinato del policía por parte de Michael provoca una publicidad y un desgaste sin precedentes en todas las familias de la mafia neoyorquina, que se lanzan colectivamente contra los Corleone en busca de venganza. Las balas empiezan a volar y el caos se desata. En el cuarto acto mueren personas a las que Michael quiere mucho, incluido su hermano mayor Sonny. Así pues, en muchas narraciones de cinco actos, la segunda mitad de la trama pone a prueba el entusiasmo del protagonista por el cambio. Todos los miedos que antes le impedían convertirse en una persona diferente ahora se hacen realidad. Se desatan todas sus pesadillas. Esta enorme escalada dramática en el punto preciso en el que el público corre el riesgo de empezar a ponerse nervioso es, en mi opinión, la genialidad que ha hecho que la estructura en cinco actos sea tan popular desde hace más de dos mil años. Para asegurarnos de que queda claro, echemos un vistazo a otro ejemplo ya conocido y recordemos el defecto sagrado que atribuimos a Stevens en Los restos del día: «Si no actúo con contención emocional, no seré respetado como mi todopoderoso padre». Al añadir esta frase, obtenemos una pista sobre aquello que Stevens más temía y sobre la situación de la que huía y que había configurado su yo y su vida adulta. El autor de la novela, Kazuo Ishiguro, decidió situar la transformación de Stevens no en el punto medio de su historia, sino en el párrafo final. Esto nos da la oportunidad (con mis sinceras disculpas a Ishiguro) de esbozar un primer borrador de lo que podrían haber sido los actos tercero y cuarto si hubiera decidido utilizar la estructura estándar de cinco actos:

Tras darse cuenta de que el calor humano es la clave de la felicidad, Stevens

vuelve a la casa de miss Kenton. Le vemos experimentar con la emotividad a su manera, con nerviosismo e ingenuidad. Miss Kenton acepta con cautela volver con él a Darlington Hall.

De vuelta a Darlington Hall, Stevens y Kenton estrechan su relación. Ella le toca tiernamente la mano. Embriagado por el placer, Stevens se excede en su nueva cordialidad emocional y «bromea» torpemente con su nuevo jefe, Farraday, delante de varios invitados importantes, que se muestran visiblemente sorprendidos y abochornados. Farraday se siente humillado. Reprende a Stevens delante del personal y de los invitados. Stevens le replica. Se produce una discusión. Kenton está horrorizada. ¿Dónde está el hombre digno y respetable del que se enamoró?

Stevens es despedido y se le pide que abandone Darlington Hall inmediatamente. Kenton es ascendida. Ella no quiere saber nada más de él. Nuestro protagonista lo ha perdido todo. Su reputación está por los suelos. Los mayores temores de su vida se han hecho realidad. El precio del abandono de su antigua teoría del control es ahora evidente. ¿Se comprometerá con su nueva estrategia emocional? ¿O irá a lo seguro y retomará su antigua versión de sí mismo?

En el cuarto acto, la trama se defiende con todo su potencial. Es posible que el protagonista se sienta acorralado, sin opciones o sobrepasado. Es habitual que comience a cuestionarse la conveniencia de su transformación: ¿podrá sobrevivir a la pérdida de la protección que le brindaba su antigua teoría del control? Esta es su «noche oscura del alma», durante la cual quizá asistamos a momentos de reflexión que revelen indicios y pistas sobre el daño de origen. Podría sufrir una regresión, mostrando signos de que la prueba que la trama le ha puesto ha sido demasiado brutal y que, después de todo, no puede pagar el precio del cambio. En El padrino, tras la entrada activa de Michael en la vida de la mafia, y la consiguiente muerte de su hermano Sonny, su padre Vito, con el corazón roto, abandona la guerra y ofrece a las familias rivales el acceso a sus jueces y políticos. El poder de la familia se desvanece. Vito es un anciano herido y Sonny está muerto. Michael es ahora el siguiente en la línea de liderazgo. Le promete a

Kay que, en el futuro, el negocio familiar será «completamente legítimo». La respuesta a la cuestión dramática ha cambiado de nuevo. A continuación, Vito advierte a Michael de que hay un traidor entre ellos —«alguien en quien confías absolutamente»— y que su vida está en peligro. Vito muere de un ataque al corazón. Michael está ahora al mando. ¿Qué hará? ¿Qué versión de Michael Corleone decidirá ser?

Acto quinto

Para que el final de una historia nos deje profundamente satisfechos, debemos sentir que la pregunta dramática ha quedado respondida de una vez por todas. Esto suele ocurrir después de una batalla final (apartado 4.2), el momento Dios (apartado 4.3) en el que el protagonista recupera el control sobre su mundo exterior porque domina por fin su mundo interior. Durante un instante de felicidad, tiene un control total y omnipotente sobre todas las cosas. Ha abrazado su nuevo yo y ha triunfado. Por supuesto, puedes optar por un final ambiguo, más moderno. Si es así, sigue siendo conveniente que mantengas un control firme sobre las versiones de tu personaje en conflicto, y que seas hábil y eficaz en el manejo de la situación para que no parezca que simplemente has optado por no tomar la decisión por falta de valentía creativa. Sea cual sea el tipo de final que elijas, para que sea satisfactorio debe ofrecer una respuesta clara a la cuestión dramática: necesitamos ver, después de todo el caos y el drama, quién es en realidad tu protagonista. Los últimos minutos de El padrino son un ejemplo. Michael está en el bautizo de su sobrino, en el que está siendo nombrado padrino del pequeño. Mientras hace sus votos solemnes, sus hombres, bajo sus órdenes, matan a los enemigos de la familia uno por uno. Tras el servicio, Michael observa impasible cómo su cuñado (que acaba de abandonar el bautizo y se revela como el «traidor» del que le advirtió Vito) es asesinado. Michael libra su última batalla y la gana.

Cuando su hermana descubre que su marido ha muerto, se lanza sobre Michael con furia, lamentándose: «Y tú eres el padrino de nuestro hijo, cabrón, no tienes corazón». Tras su marcha, la ahora esposa de Michael, Kay —la profesora que tan atentamente lo escuchaba y con quien él solía ser sincero en lo referente a los negocios de la familia al principio de la película—, le pregunta si es cierta la terrible acusación. —No me preguntes por mis negocios —dice Michael. —¿Es cierto? —¡Ya basta! —¡No! —Está bien —responde él—. Esta vez te dejaré que me preguntes sobre mis asuntos. —¿Es verdad? —exige ella—. ¿Es verdad? —No. ¿En quién se va a convertir Michael? ¿En un honesto y honrado padre de familia? ¿O en un mafioso deshonesto? El diálogo final de la película adopta la forma de una cuestión dramática que se formula y se responde por última vez. Entonces vemos a los nuevos aspirantes a mafiosos de Michael besando su mano con reverencia. Y nuestra narración se funde en negro.

Una nota sobre el texto

Este libro se basa en cursos de narrativa inspirados en la investigación que se llevó a cabo para la escritura de diversas obras. Como tal, incorpora partes del material, en gran medida reelaborado, de mis anteriores libros The Heretics (Picador, 2013) y Selfie (Picador, 2017), así como de un ensayo aparecido en la colección Others (Unbound, 2019). Este manuscrito fue corregido por dos relevantes expertos, la neurocientífica profesora Sophie Scott y el psicólogo doctor Stuart Ritchie. Les estoy sumamente agradecido a ambos por sus comentarios, sus correcciones y su ayuda a la hora de solucionar los escollos que se iban presentando. Cualquier error que quede en el texto es de mi entera responsabilidad. Si ha detectado alguno, le agradecería que me lo comunicara a través de mi sitio web willstorr.com para que pueda investigarlo y, si fuera necesario, corregirlo para cualquier versión futura de este libro.

Agradecimientos

Dicen que «todo es una remezcla», y pocas veces ha sido más cierto que en el caso de este libro. Estoy increíblemente agradecido a todos los teóricos de la narrativa y a los académicos que cito en estas páginas, así como a todos los expertos cuyas obras he leído a lo largo de los años y cuyos nombres podría haber olvidado, pero nunca sus ideas, que perduran. Gracias también a mi maravilloso editor Tom Killingbeck y a todos los que trabajan en William Collins, a mi brillante agente Will Francis, a Tracy Carns y a todos los de Overlook Press, y a la excelente Kris Doyle, que editó los libros en los que se basa gran parte de La ciencia de contar historias. También agradezco enormemente el apoyo infalible de Kirsty Buck en Guardian Masterclasses y de Ian Ellard en la Faber Academy. Mis lectores, la profesora Sophie Scott, el doctor Stuart Ritchie y Amy Grier, me dieron consejos inestimables: gracias por prestarme sus excelentes cerebros. Mi gratitud, también, a Craig Pearce, Charlie Campbell, Iain Lee, Charles Fernyhough, Tim Lott, Marcel Theroux, Luke Brown, Jason Manford, Andrew Hankinson, todos los de Kruger Cowne y, finalmente, a mi siempre paciente y amada esposa, Farrah.

Índice

Portada La ciencia de contar historias Introducción 1. La creación de un mundo 2. El yo defectuoso 3. La cuestión dramática 4. Tramas, finales y sentido Apéndice. El enfoque del defecto sagrado Una nota sobre el texto Agradecimientos Sobre este libro Sobre Will Storr Créditos

La ciencia de contar historias

Las historias moldean lo que somos, desde nuestro carácter hasta nuestra identidad cultural. Nos impulsan a realizar nuestros sueños y ambiciones y dan forma a nuestra política y nuestras creencias. Las utilizamos para construir nuestras relaciones, para mantener el orden en nuestros tribunales, para interpretar los acontecimientos en nuestros periódicos y medios de comunicación social. Contar historias es una parte esencial de lo que nos hace humanos. Ha habido muchos intentos de entender lo que constituye una buena historia, desde las teorías de Joseph Campbell sobre el mito y el arquetipo hasta los recientes intentos de descifrar el "Código del Bestseller". Pero pocos han utilizado un enfoque científico. Es curioso, porque si queremos entender de verdad la narración de historias en su sentido más amplio, primero debemos llegar a comprender al narrador por excelencia: el cerebro humano. En este libro, que invita a la reflexión, Will Storr demuestra cómo nos manipulan y obligan los maestros de la narración, llevándonos a un viaje que va desde las escrituras hebreas hasta Mr. Men, desde la literatura ganadora del Premio Booker hasta la televisión de pago, con ejemplos que van desde Harry Potter hasta Jane Austen y Alice Walker, desde el drama griego hasta las novelas rusas y los cuentos populares de los nativos americanos, desde el Rey Lear hasta Breaking Bad y los cuentos infantiles. Aplicando una deslumbrante investigación psicológica y una neurociencia de vanguardia a los fundamentos de nuestros mitos y arquetipos, muestra cómo podemos utilizar estas herramientas para contar mejores historias y dar sentido a nuestro caótico mundo moderno.

Will Storr. Novelista y periodista. Editor colaborador de la revista Esquire y de GQ Australia. Sus premiados documentales radiofónicos se han emitido en BBC World. Ha sido nombrado Nuevo Periodista del Año y Escritor de Reportajes del Año, y ha ganado un premio del Club Nacional de Prensa por su excelencia. En 2012 recibió el premio One World Press y el premio de Amnistía Internacional por su trabajo para The Observer sobre la violencia sexual contra los hombres. Imparte clases de narración popular en Londres y ha sido invitado a presentar su taller Science of Storytelling en todo el mundo.

Título original: The Science of Storytelling (2020)

© Del libro: Will Storr © De la traducción: Olga Abasolo Edición en ebook: abril de 2022

© Capitán Swing Libros, S. L. c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid Tlf: (+34) 630 022 531 28044 Madrid (España) [email protected] www.capitanswing.com

ISBN: 978-84-12528-53-4

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com Corrección ortotipográfica: Javier Olmos Composición digital: leerendigital.com

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