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HISTORIA MÍNIMA DE
URUGUAY
Gerardo Canana
EL COLEGIO DE MÉXICO
Presentación
Uruguay es un país “pequeño", aunque su caracterización como “paisito", como se verá, ha generado en la historia muchas polémicas. Sobre todo entre los uruguayos, los que si bien son indiscutiblemente pocos, son muy discutidores, en particular sobre temas políticos y futboleros. Allí radican sus identi dades más fuertes. También es un país que razonablemente puede reputarse como portador de una “historia joven", aunque el envejecimiento creciente de su población dentro de fronteras está adquiriendo niveles asombrosos. En sus orígenes como Estado nacional, el Uruguay fue construido a partir de un alu vión inmigratorio temprano, desplegado sobre un “país vacío abierto al poblamiento". Hoy vuelve a recibir una sostenida inmigración, pero ésta ya no proviene de Europa sino que se origina preferentemente en otros países lati noamericanos. De modo paralelo, hay otro Uruguay que está en una “diáspora" tan dispersa en términos geográficos como conectada (entre sí y con el país del “adentro") por redes y vínculos que permanecen. Ese “otro" país es más joven y calificado que el que reside en el interior, reúne aproximadamente a casi un quinto de la población residente en el territorio, pero carece del re conocimiento del “voto exterior", en una paradoja que resulta difícil de explicar: Uruguay es el único Estado sudamericano en que ello ocurre. Se podrían anticipar muchas otras paradojas que contiene la historia de este país singular, que durante mucho tiempo ostentó con indisimulado orgullo el mote de la “Suiza de América". Su pasado, como siempre ocurre, promueve lecturas e interpretaciones siempre debatidas, a menudo con más pasión que fundamento. En cualquier hipótesis, ésa es una de las razones que hace muy difícil someterse a las condiciones que establece esta colección de “historias mínimas" de El Colegio de México: no hay espacio para citas; su estilo debe ser ensayístico y abierto a lectores muy diversos; tiene restricciones de hierro en términos de extensión, entre otras. Como bien se nos explicó cuando nos convocaron a esta desafiante tarea, debía tomarse el ejemplo ilustre de Daniel Cosío Villegas, quien con la ya clásica Historia mínima de México publicada en 1973, que coordinó, marcó el origen y el formato básico de esta colección. En verdad él supo sintetizar el desafío al explicar que la primera restricción apunt aba a la necesidad de “sacrificar sin piedad" hechos e ideas de una importancia no prioritaria, en procura de relatar con equilibrio “el gran cauce de cada h is toria". El autor de este texto ha participado desde hace un cuarto de siglo en varias iniciativas orientadas a ese objetivo, tan difícil como apasionante para un historiador. Lo que aquí se presenta es una narración sustentada en una
selección de procesos, acontecimientos y actores, tan honesta como debatible, pero que se produce desde el conocimiento crítico y plural, con fundamentación empírica disponible, por cierto que no desde la pretensión equívoca de un “discurso de la verdad'1. El diseño general de la obra responde en forma rigurosa a los criterios de la colección, aunque presenta algunas pequeñas innovaciones parciales. Se perfila un relato central ordenado en clave cronológica, con un foco narrativo que es prioritariamente político, aunque en tensión permanente con otras dimensiones del proceso histórico. Por muchas razones que pueden resultar obvias pero que no son triviales y que no responden a ningún tipo de valoración, el centro de la narración parte de los tiempos de la Colonia y del ciclo revolucionario de las primeras décadas del siglo xix, sin pretensión de zanjar con ello esa inter minable interrogante que apunta a los orígenes de una “historia del Uruguay'’. En búsqueda de un equilibrio interpretativo e informativo, se incluyen en un anexo final “series estadísticas de larga duración'1, referidas a la demografía, a la economía, a la política y a la sociedad. Además de ofrecer un aporte de s is tematización de datos muy difíciles de construir y también de presentar en forma sintética, estas series son complementarias con la narración central y abonan las grandes claves interpretativas que se proponen de manera abierta. También se incluyen algunos mapas, que ayudan a sustentar miradas tanto geopolíticas como culturales. Asimismo, cada capítulo tiene al comienzo un pequeño acápite que ayuda a orientar la lectura y la interpretación. Al final tam bién se incorpora una bibliografía básica, de la que el autor se reconoce como deudor y cuya reseña ojalá aliente al lector a profundizar en temas y procesos que aquí se narran en forma forzosamente resumida. Como siempre, al final de una presentación corresponden algunos agradec imientos indispensables. A Pablo Yankelevich, director de la colección, quien me hizo el honor de invitarme a esta aventura. A Wanda Cabella, María Inés Moraes, Antonio Cardarello y Gustavo de Armas, quienes me ayudaron de man era decisiva en la sistematización y presentación de los cuadros y gráficas sobre demografía, economía, política y sociedad. Sin ellos, esa sistematización de información estadística que creo muy valiosa hubiera sido imposible. Final mente, debo agradecer a Salvador Neves, quien leyó la versión original y me ayudó a editarla.
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Algunos perfiles históricos de “larga duración0 No es [el Uruguay] una patria chica... En el Uruguay caben Inglaterray Bélgica juntas. Hermano Damasceno, 1941 ¿Qué significa en el mundo de hoy ser un “país chico"? ¿Cómo se ha redefinido en los últimos tiempos de cambio vertiginoso el tema tradicional de la relación entre “pequeños" y “gigantes"? ¿Qué puede aportar en esta perspectiva analíti ca la atalaya del Uruguay, país fundado en clave histórica desde la autoimagen de “un pequeño país entre dos gigantes"? Hace más de cien años, un cura de la Congregación de la Sagrada Familia nacido en Francia y que había llegado a Uruguay en 1897, de nombre Cilbert Perret pero que firmaba sus textos con el seudónimo de H.D. (Hermano Damasceno), argumentaba con insistencia en el más exitoso de sus manuales escolares (Ensayo de Historia Patria) sobre la necesidad de que los uruguayos abandonaran en forma definitiva la noción de “país pequeño". Para ello no encontraba mejor alegato que presentar el con torno del Uruguay con distintos países europeos insertos en su interior, como se advierte en el mapa que se reproduce a continuación. Más allá de su exotismo, la propuesta de H.D. introducía un concepto importante: la definición de la escala debía fundarse en la comparación y ésta debía inscribirse en perspectivas más amplias y abarcadoras. El autor señalaba en esta misma dirección en su manual, dirigido a un público escolar: No es [el Uruguay] una patria chica, ni aun geográficamente considerada: tenemos [casi] doscientos mil kilómetros cuadrados. Es una superficie que representa los 2/3 del territorio de la Inglaterra y de la Italia; casi la mitad de la Francia, de la Alemania y de la España; es seis veces mayor que el terri torio de la Bélgica, cinco veces mayor que la Sui2a, tres veces mayor que la Gr^cis\ tiene una superficie igual a la de la Bélgica, la Holanda, la Sui2a, la Dinamarca y la Gr^cis reunidas. Es bastante.
Las comparaciones elegidas por el sacerdote revelaban la matriz eu ropeizante de la mirada uruguaya: él sabia bien que toda comparación interna cional ante lectores uruguayos, aun sí éstos eran niños, sólo podía resultar per suasiva si se tomaba como referencia a países europeos. La "Suiza de Améri ca'1, como se ufanaban en reiterar por entonces propios y ajenos, miraba al mundo a través del prisma de su "frontera transatlántica”, con el foco orientado a Europa primero y a Estados Unidos después. Todo el resto, aun los vecinos cercanos de los que dependía como de nadie, se situaban como "comple mentos” o en los márgenes de esa cosmovisión cultural dominante. De esta última podían salir otros sintagmas como la de "Francia sudamericana” o la visión de Montevideo como la "Atenas del Plata” o la "Amberes rioplatense”, entre otras muchas. Por su parte, hacia 1953, un connotada jurista uruguayo, Eduardo J. Couture, publicaba uno de sus principales libros. Su título, La comarca y el mundo, ya perfilaba todo un horizonte interpretativo, que mucho tenía que ver con la pro gresiva autopercepcíón de los uruguayos en relación con su identidad nacional. Luego de registrar diversos rasgas que a su juicio caracterizaban a sus compa triotas (entre las que destacaba su "espíritu polémico” y, al mismo tiempo, su acuerdo básico respecto a coincidir en "la democracia coma forma superior de convivencia humana”), Couture se preguntaba acerca de cómo verificar sí su interpretación resultaba "exacta o errónea”. Ante esa interrogante, proponía un camino: ... la mejor manera de comprender el propio país consiste en comparar. Los uruguayos todavía comparan muy poco. Además, cuando comparan lo hacen confrontando realidades con ideales... Para curarse de exageraciones conviene, de tanta en tanta, alejarse un paco. Toda lejanía en el tiempo y en
la distancia es provechosa para conocer el propio país...: la comarca vista desde lejos y el mundo visto pensando en la comarca. A continuación, Couture recreaba un “viaje'1 de reflexiones a partir de un conjunto de notas y comentarios sobre distintos lugares de América y de Eu ropa que había recorrido. Al final de un largo itinerario, el intelectual uruguayo volvía al comienzo de su libro, “evocando —como ál mismo advertía— la ge ografía de la comarca'1. En último término —concluía Couture—, nuestra vida se apoya en un metro cuadrado de tierra... Debemos formarnos conciencia del mundo y trabajar en la dirección de ella; pero nunca trabajaremos més para el mundo que cuando pugnemos por asegurar la autenticidad de nuestra pequeña comarca... Al principio era la comarca. El mundo vino por añadidura. Corría entonces el año 1953. Aunque ya resultaban visibles varias “grietas en el muro'1 (como diría Carlos Real de Azúa) de su temprano welfare State, los uruguayos todavía tenían motivos como para soñar con la “eternidad'1 de la “Suiza de América'1 y su “sociedad hiperintegrada'1. La porfiada “frontera transatlántica'1 aún nublaba la visión de lo que el caudillo del Partido Nacional Luis Alberto de Herrera (1273-1959) había caracterizado como el “Uruguay in ternacional''. Un creciente provincianismo comenzaba a hacerse sentir con todos sus peligros. El mundo cambiaba profundamente y los uruguayos —salvo excepciones— no parecían advertirlo. De todas formas, todavía había herencias y energías suficientes para postergar —aunque fuera un poco— la tragedia que llegó finalmente en los sesenta y setenta. Més de sesenta años después y a partir de todo lo vivido desde entonces, en la comarca y en el mundo, el provincianismo es un vicio que sin duda nadie puede permitirse. En ese sentido, tal vez puedan contribuir los consejos de H.D. y de Couture, aunque desde una imperiosa resignificación que los haga genuinamente contemporáneos. Para reflexionar sobre la escala, propia y ajena, sigue siendo necesario comparar. Pero el mundo ha cambiado y, tal vez, O cci dente deba visibilizar más y mejor algunos “retornos'1, como el de China, por ejemplo. La “conciencia de mundo'1, indispensable en tiempos de globalismo extremo, debe ayudara ubicarcon precisión ala “comarca'1 sin provincianismo. Esa autopercepción persistente del Uruguay como “país pequeño entre dos gigantes'1 debe complementarse con la percepción rigurosa acerca de que la es cala geográfica y demográfica de los países no siempre se corresponden con sus desempeños económicos, en especial en lo que refiere a los flujos comer ciales y también, aunque en menor grado, a la evolución del producto interno bruto (pib), entre otros factores que podrían mencionarse. Adviértanse los siguientes datos: con apenas un sexto de la extensión territorial de Uruguay (el
país más pequeño del Mercosur), en el año 2000 Bélgica más que duplicaba las exportaciones de todo el Mercosur y sumando a Holanda (ambos países con una extensión dos veces y media menor a la de Uruguay), la relación en el mismo sentido era de aproximadamente de 4.5 a 1; die2 años después y luego de un crecimiento muy importante del flujo comercial desde el Mercosur, espe cialmente en el periodo 2005-2010, Bélgica prácticamente equiparaba las ex portaciones anuales de todo el Mercosur, mientras que si agregábamos a Holanda la relación descendía pero manteniéndose en una sólida superioridad de 2.5 a 1; en cuanto a la evolución del pib, pese a sus variaciones en la década considerada, la relación se había mantenido más o menos estable en 2.5 a i, favorable al Mercosur en su conjunto. Las comparaciones podrían multi plicarse pero con seguridad todas convergerían en la necesidad de una probIemati2ación cada ve2 mayor en torno a la consideración de la escala de los países y de sus traducciones en el campo de la economía y del desarrollo. De spués de todo, más allá de la caricatura, tal ve2 H.D. no estaba tan descam inado en sus "provocaciones'' para la reflexión de hace un siglo. Muchas de las más exitosas "líneas de larga duración'1 que han marcado la autopercepción de los uruguayos, desde sus "prólogos'1 coloniales y de fun dación estatal hasta los tiempos más contemporáneos, requieren una redis cusión semejante al de esa idea dominante del "paisito'1, de sustento más de mográfico que geográfico. Advirtamos algunas de esas tensiones. La “banda pradera, frontera y puerto" fundada en la Colonia todavía proyecta super vivencias pero éstas han terminado por ser sometidas a interpelaciones de pro fundidad inédita. La “pradera”, cuya potencialidad especialmente ganadera se inició en plena Colonia con la introducción del ganado impulsada en 1611 y 1617 por Hernando Arias de Saavedra, más conocido como "Hernandarias'1, un "español amer icano'1 que como gobernador de Asunción pudo intuir que había otras formas para poblar aquella "tierra sin ningún provecho'1 de la que hablaban hasta en tonces los mapas españoles, actualmente enfrenta los retos de una auténtica "revolución agropecuaria'1. Muy articulada a los avatares de los países vecinos (en especial de Argentina) y a la incorporación de ciencia y tecnología y de cuantiosas inversiones extranjeras directas (como en el caso de la papelera upm de origen finlandés), aquella pradera hoy es escenario de un paisaje nuevo (con las presencias expansivas de la soja y de la forestación) y de un perfil ya no abrumadoramente ganadero sino en verdad agropecuario. La “frontera”, for jada desde la fundación por los portugueses de Colonia del Sacramento en 1680, como veremos en detalle a continuación, todavía persiste como "marca'1 y "desafío'1 del territorio, pero la tentación hacia su constitución como un
“Gibraltar'1 o un “Singapur'1 en el Río de la Plata hoy aparece más vinculada con la apuesta estratégica de China (desde hace años convertida en primer socio comercial del país, como en casi toda América del Sur) que con los intentos tradicionales de Estados Unidos o de Europa. Finalmente el “puerto", asociado con el proceso fundacional de Montevideo entre 1724 y 1730, aunque sigue conteniendo la indispensable vocación exportadora del país y continúa config urando un factor de controversias con la vecina Argentina (en una persistente “lucha de puertos'1 con Buenos Aires originada ya en la Colonia), hoy adquiere una proyección y una magnitud de alcances muy disímiles a los de otrora. Todo ello vuelve una y otra ve2 a presentar como “novedad urgente'1 el viejo proyecto de crear un “puerto de aguas profundas'1 en las costas oceánicas del depar tamento de Rocha, no sólo como canal de salida de un gran “hinteclcmd platense'1 sino también como el destino “atlántico'1 de un corredor transversal y bioceánico, comunicado con Valparaíso y el Pacífico. Algo similar en términos de interpretación contemporánea, con sus cargas de revisión y de confirmación complementarias, podría decirse a propósito de otras visiones tensionadas de “larga duración'1: la vocación de constituir una avanzada “europea'1 esencialmente diversa a los clásicos perfiles más nítida mente latinoamericanos; la presencia de un estatismo casi cultural, en tér minos de expresión de una perdurable primacía del Estado sobre la sociedad civil; los contornos de una configuración capitalista originariamente débil y per iférica; el desequilibrio de primacías entre un “Uruguay urbano'1, temprana mente dominante en términos demográficos, sociales y políticos, frente a otro “Uruguay rural'1, al que se advierte como el “afuera'1 del territorio del “adentro'1, pero en el que radica la primacía agropecuaria del país productivo y exportador; una sociedad “hiperintegrada'1 y “amortiguadora'1, que pudo constituirse históricamente a partir del aluvión inmigratorio europeo sin las grandes ten siones interclasistas y étnicas del continente, pero que desde hace décadas aparece cada vez más desafiada por una fragmentación cultural y territorial con perfiles que a menudo parecen incontenibles; una democracia de partidos y “acuerdista'1, que pese a todos los pesares sigue siendo reconocida en los primeros lugares de calidad democrática por los rankings internacionales; un “país de cercanías'1, algo provinciano y autocomplaciente, por lo general ad verso a disputas polarizadoras y a la ambientación de “populismos'1 per durables y raigales, que sin embargo en los últimos tiempos (como el eco in soslayable de un cambio civiÜ2atorio que aunque tarde, también llega al Uruguay) viene siendo sometido a contestaciones cada ve2 más fuertes; un “Uruguay laico'1 de temprana construcción en el siglo xix, a menudo cues tionado pero vigente; una sociedad de talante más republicano que liberal en
términos estrictos, con identidades más bien débiles (a excepción de las fut bolísticas y alguna más). Estas y otras ecuaciones similares, que a menudo han despertado y despier tan polémicas, incluso en el campo de la interpretación historiográfica, han sido sin embargo las dominantes, al menos durante buena parte de los relatos uruguayos del siglo xx. En buena medida, su arraigo —como se verá más ade lante— tuvo su momento de auge en los tiempos del “primer batllismo" de José Batlle y Ordóñe2 (1856-1929), en particular durante los tiempos del primer Centenario entre 1910 y 1930. Sin embargo, como también se verá, desde los tiempos de la dictadura civil militar (1973-1925) y en particular en los últimos años, muchas de estas nociones aparecen, como se ha dicho, fuertemente cuestionadas. El tiempo echará Iu2 sobre los alcances y la profundidad de esa revisión política, social y hasta cultural. Sin embargo, su referencia como no ciones de “larga duración" constituye un preámbulo pertinente para recorrer y comprender de modo más profundo las raíces y trayectorias del Uruguay mod erno.
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La mirada geopolítica v las “marcas fronterizas0 de la Cuenca del Plata. Algunas implicaciones útiles a partir del caso uruguayo Montevideo tiene en su situación geográfica un doble pecado y es el de ser necesario a la integridad del Brasil y a la integridad de la República Argentina. Juan Bautista Alberdi Naturalmente todo territorio tiene una prehistoria. Pero si es discutible en cuadrar la historia colonial dentro de marcos estatales que tanto tardarían en definirse, la pretensión de una prehistoria "uruguaya" podría descartarse sin más si no se hubiese enfatizado tanto sobre ella en el discurso historiográfico tradicional, apremiado por hallarle sólidos cimientos a la construcción de la nación. O si no se continuase predicando con singular indiferencia de los avances en la investigación sobre las sociedades que precedieron a la irrupción europea. Tal ve¿ ocurra que en este plano los resultados de las pesquisas con temporáneas han sido realmente desconcertantes. Unas, valiéndose de las her ramientas de la genética, alegan una presencia "amerindia" bastante mayor a la esperada para unos uruguayos acostumbrados a imaginarse "sin indios" y "nacidos de los barcos". Otras, exhibiendo sólidas pruebas documentales, han demostrado que la "nación charrúa" —expresión que funciona como sinónimo de uruguayo en el discurso corriente, en especial en la épica del fútbol— pasó a la margen oriental del río Uruguay apenas en la segunda mitad del siglo xviii. Las evidencias actuales apuntan entonces a una presencia temprana —al este y al sur del territorio— de aquellos a quienes sus "descubridores", los guaraníes, llamaron guenoas y que después también serían llamados minuanes. Pero aquellos los habrían acompañado, en las orillas del Uruguay y el Plata, desde algo antes del arribo de los europeos. Y seguirían llegando luego, cuando los ganados introducidos por Hernandarias hicieron "de provecho", como se verá más adelante, la visita a estas tierras. Integrados a la sociedad misionera, los guaraníes le dieron al territorio no sólo una abrumadora cantidad de topón imos, sino una organización económica que se extendía desde el noroeste, para ponerse al servicio de un mercado interno que demandaba carne y ofrecía yerba mate, tabaco, prendas de algodón. Y continuarían llegando después, cuando las batallas y conciliábulos de es pañoles y portugueses terminaran desintegrando poco a poco aquella marca misionera. Los últimos millares llegarían todavía como desenlace de la última escena de las guerras de independencia. Entre tanto, la expansión colonial fue arrinconando al noreste del río Negro a las naciones originarias que persistían
"infieles'’ (minuanes, charrúas y otras menores, incluso guaraníes "renegados'1) en unas tolderías cuyo destino común diluyó en alguna medida aquellas identi dades. Aliadas alternativas de españoles, portugueses y misioneros, enemigas otras veces de todos ellos, proveedoras de cuero cuando el producto se con virtió en producto del Plata para el mercado exterior, las naciones de "indios in fieles'1 no morirían sólo por las armas sino por la práctica colonial (y luego criolla) de apoderarse de la "chusma'1 (las mujeres y los niños). En las nuevas investigaciones, la clásica "cautiva'1 revela un rostro predominantemente co brizo y una descendencia mestiza que la genética sugiere más influyente de lo sabido. Y mientras la arqueología busca completar los extensos huecos de una presencia humana en el territorio que data de 12 000 años, la etnología, la lingüística e incluso la historia económica dan consistencia a un pasado despo jado de "razones prehistóricas'1 para devenir Estado nacional. Si se parte de la Colonia, en términos geográficos pero también históricos, como puede advertirse en el mapa que se encuentra más adelante, el territorio de la cuenca del Plata ha presentado hasta la actualidad un contorno bipolar, en el que se distinguen un polo hegemónieo, conformado inicialmente por los dominios de España y Portugal y luego por los grandes Estados de Argentina y Brasil, y una zona de frontera, cuyos territorios se convirtieron con el tiempo en tres pequeños países restantes (Bolivia, Paraguay y Uruguay). La larga compe tencia argentino-brasileña por el liderazgo en la región configuró sin duda la base dominante del paradigma del conflicto, que prevaleció en la cuenca por lo menos hasta fines de la década de los sesenta del siglo xx. Por su parte, los otros "Estados frontera'1 básicamente "pendularon'1 —aunque de manera di versa, como se verá— entre los dos gigantes. Cerrada definitivamente la vía aislacionista luego de la ominosa destrucción del Paraguay "originario'1 en la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870) y sin salida al mar luego de la también condenable Guerra del Pacífico (1879-1883), Paraguay y Bolivia quedaron en cierto modo convertidos en "prisioneros geopolíticos'1, con las severas restric ciones de esa situación. Uruguay, en cambio, desde su privilegiada ubicación en la desembocadura del estuario platense, pudo tener otras posibilidades de conexión más allá de la región. Sin embargo, su historia no puede ser enten dida sino en relación estrecha, tal vez con una mayor flexibilidad, con el devenir de la región. Aunque de distinta manera, incluso con enfrentamientos bélicos entre sí (Bolivia y Paraguay en la fratricida Guerra del Chaco entre 1932 y 1935), los tres países pequeños de la cuenca configuraron una "marca fronteriza'1 (el "Benelux sudamericano'1, como la llamaría el uruguayo Alberto Methol Ferré desde su particular revisionismo, aludiendo de esa manera a la comparación con la ubicación geopolítica de los llamados Países Bajos en la primera
Comunidad Europea). Su apoyo sería disputado con fervor por los dos “gi gantes" regionales para afirmar sus respectivos proyectos y sus aspiraciones de liderazgo. En ese sentido ha señalado con acierto Paulo R. Schilling en uno de sus tex to s: La región presenta la siguiente situación: dos países grandes, Brasil y Ar gentina, con no disimuladas tendencias expansionistas, y tres países chicos (geográfica, demográfica o económicamente chicos): Uruguay, Bolivia y Paraguay. Estos dos últimos son países mediterráneos, sin salida al mar: “prisioneros geopolíticos"... Su liberación depende fundamentalmente de la integración. Uruguay estratégicamente ubicado en la cuenca del Plata, entre los dos grandes y el océano Atlántico, con posibilidades de construir un superpuerto (oceánico) en La Paloma (para los barcos del futuro), podría tener un papel fundamental en el futuro de la región integrada. Esta dualidad configuró y aún configura una de las claves para entender los avatares políticos de la cuenca del Plata a lo largo de su historia. La gran may oría de los conflictos que se desplegaron en la historia de la cuenca tuvieron que ver con los significados de esta dualidad, en particular con la dialéctica generada por la puja de liderazgo entre los dos “Estados hegemónicos’1 y por las acciones restringidas implementadas por los otros tres “Estados fronteras". Estos últimos bregaron por aprovechar la disputa de sus vecinos '‘gigantes" para afirmar sus intereses y derechos acotados por las visibles asimetrías de la región. Cabe reseñar en forma sumaria varios de esos conflictos. Desde ese registro podrá observarse cómo su dilucidación dependió en buena medida de las for mas de interrelación que adquirieron en cada caso los dos polos mencionados: la libre navegación de los ríos interiores, confirmada a “sangre y fuego" luego de la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870); la progresiva formación de los Estados nacionales en el territorio de la cuenca, con la definición azarosa de sus respectivos límites territoriales; la resolución del predominio entre los corredores “tiansversales” o “longitudinales” en el territorio sudamericano, proyectado en el duelo en torno a la primacía de las nacientes de los ríos (a favor de Portugal primero y de Brasil después) o de la desembocadura (a favor de Argentina por obvias razones geográficas) de los grandes ríos regionales como el Paraná, el Uruguay y hasta el Negro; los largos contenciosos en torno al aprovechamiento del potencial hidroeléctrico de la cuenca; las controversias sobre las formas de manejo de temas como los del cuidado del medio ambi ente o el manejo de los recursos hídricos; el diseño de los llamados “corredores de exportación” y la orientación de los “países interiorizados” (Bolivia y
Paraguay) hacia el Atlántico o hacia el Pacífico; más allá de las hidrovías de la cuenca, la ingeniería global y su orientación geopolítica entre el Atlántico y el Pacífico; la controversia más actual respecto a las posibilidades de impulsar proyectos de aprovechamiento y oonectividad energéticos por medio del petróleo y el gas natural, así como el involucramiento común en programas de generación de biocombustibles o de vías de energía alternativa, entre otros m u chos. Si se observa bien, tras todos estos puntos de conflicto subyace el litigio histórico entre las aspiraciones hegemónicas de Argentina y Brasil, precedidas por sus antecesores coloniales, los imperios americanos de España y Portugal. Pero al mismo tiempo, la dilucidación de cada uno de los asuntos planteados dependió también de cómo “los grandes" interactuaron en relación con “los pequeños" de la región. Esa interacción pudo asumir la lógica bélica de la con quista militar, como en la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay, en la que la Argentina de Mitre y el imperio del Brasil de Pedro II actuaron unidos, con la participación secundaria de Uruguay. También se dieron situaciones en las que Brasil actuó en forma solitaria con objetivos bien concretos como, por ejemplo, en la conquista de las nacientes de los tres grandes ríos (el Paraná, el Paraguay y el Uruguay) que conforman los tres grandes sistemas hídricos de la cuenca.
La cuenca del Plata
no vivieron ni gestionaran esa común condición de la misma forma. En primer término, no podían hacerlo tanto por ra2ones geográficas como por motivas de carácter histórico. A Solivia, sin salida al mar desde la ya aludida Guerra del Pacífico (1879-1333), se le podía considerar como "el país menos interesado en la cuenca", en especial por la muy escasa atención y las onerosas alternativas que le ofrecieron los "gigantes" de la región, en especial Argentina, para afirmar sus intereses en la 2ona platense. Por su parte, como bien ha señalado Bernar do Quaglíotti de Bel lis, la "vo2 de la historia'1 imponía a Paraguay y a Uruguay modalidades muy diferentes, casi antagónicas, de actuación en tanto “fron teras”: Distintas la estructura y la función históricas, consolidarían en el Paraguay la
condición de "marca”, de bastión sitiado y erguido, de frontera cerrada; y, en el Uruguay, prolongación natural de la Banda, tierra de su tierra, un mundo dinámico de relación en el área gaucha, la frontera abierta. Asimismo, este modo diverso de vivir y actuar desde su condición de "Esta dos frontera” también tenía que ver con su posicionamiento estructural y coyuntural con Argentina y Brasil, lo que sin duda fue un factor altamente condicionante de sus iniciativas y proyectos. Sobre este particular y en relación con su conocida Montevideo, había dicho proféticamente Juan Bautista Alberdi en la primera mitad del siglo xix, en una perspectiva que puede englobar al territorio uruguayo en su conjunto: Montevideo tiene en su situación geográfica un doble pecado y es de ser necesario a la integridad del Brasil y a la integridad de la República Argentina. Los dos Estados lo necesitan para complementarse. ¿Por qué motivo? Porque en las orillas de los afluentes del Plata, de que es llave principal el Es tado Oriental, están situadas las más bellas provincias argentinas. El resul tado de esto es que el Brasil no puede gobernar sus provincias fluviales sin la Banda Oriental; ni Buenos Aires puede dominar las provincias litorales ar gentinas sin la cooperación de esa Banda Oriental. En el caso de la "Banda Orientar1 y de la "Provincia Oriental” primero (du rante la Colonia y la revolución independentista respectivamente) y del Estado del Uruguay a partir de 1830, debe decirse antes que nada que su condición geográfica llevó a su territorio a constituir primero la "marca fronteriza” entre los dominios portugueses y españoles en la región y luego a perfilarse como "Estado tapón” ("un algodón entre dos cristales”, como más de una ve¿ se ha dicho) entre los "dos grandes”. Esa condición lo orientaba a practicar en forma episódica una lógica pendular. Sin embargo, rápidamente, en virtud de su privi legiada ubicación geográfica, Uruguay pudo orientarse en varias ocasiones a cumplir también un rol central como factor de equilibrio regional. Pese a las asimetrías persistentes y en algunos casos irreversibles entre los "polos hegemónicos” y los países de la "zona de frontera” en el territorio de la cuenca del Plata, a estos últimos les ha correspondido, desde la Colonia, un papel trascendental en el rumbo de la región. Sin ellos o "contra ellos”, aun unidos, la perspectiva geopolítica determinó que los dos "grandes” no pudieran dirimir mano a mano sus conflictos y mucho menos darle gobernabilidad a la cuenca, con las múltiples implicaciones que ello comportaba.
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Las herencias de la Colonia v de la Revolución en el destino divergente de Asunción. Buenos Aires v Montevideo Una implantación colonial débil y tardía. Carlos Real de Azúa, 1973 Montevideo nació en el siglo xviii, en un proceso que transcurrió entre 1724 y 1730, entre un cerro y una bahía. Fueron los portugueses, quienes ya habían fundado más hacia el oeste del estuario la Colonia del Sacramento en 1680, los que primero radicaron allí en 1723 en un primer contingente fundacional, con vencidos de la importancia estratégica del enclave. Advertidos de la ocupación, los españoles radicados en Buenos Aires los desalojaron de inmediato, comen zando también en seguida la construcción de una plaza fuerte que sirviera para controlar el afán expansionista portugués en el Plata. Muy pronto, el puerto de Montevideo (la bahía natural més importante del estuario) comenzaría a ga narle la partida a la plaza fuerte, marcando el destino de la ciudad. Hasta ese momento, con excepción del hito de la introducción del ganado por parte de Hernandarias en 1611 y 1617, la colonización española en el territorio de la en tonces llamada “Banda Orientar1 había merecido el calificativo dado por Carlos Real de Azúa: se trataba en efecto de una “colonia débil y tardía", tal vez sobre todo “débil por tardía". Las primeras exploraciones españolas en la zona habían tenido un balance muy pobre: contactos especialmente difíciles con la escasa población aborigen, enclaves de asentamiento efímero, un rápido desmentido sobre la expectativa de riquezas en oro y plata y sobre las posibilidades de un canal interoceánico que comunicara al no casualmente llamado Río de la Plata con las ya famosas minas de Perú. Todo ello condujo a una terminante advertencia acerca de las “tierras de ningún provecho", que los primeros mapas españoles delimitaban en su territorio. La acción genuinamente colonizadora de Hernandarias se en marcó entonces dentro de una nueva estrategia, orientada —como tantas veces se ha dicho— a forjar la posibilidad de “minas de cuero y carne" como factor catalizador para la llegada de colonos. Con un primer poblado español efectivo constituido recién en 1624, Santo Domingo de Soriano, en medio de un com plejo proceso de apropiación de tierras, en el marco de un ambiente de hostil idades (naturales, sociales, políticas), con una escasa capacidad coercitiva del Estado colonial y un papel especialmente débil de la Iglesia católica (“la estrella más apagada del firmamento católico de América", como calificó otra ve2 cert ero Real de Azúa), la colonia que se desplegó en la “Banda Oriental" fue muy diferente a la que se desarrolló en aquellas zonas de implantación colonial
temprana, como Mesoamérica y los Andes Centrales. A partir de la baratura y la accesibilidad directa del alimento, esas flaquezas ambientaron la debilidad rela tiva de la clase propietaria dominante y habilitaron, en el marco de la primacía de relaciones personales y clientelares, lo que José Pedro Barrán ha calificado con justeza como la posibilidad de la “libertad de los de abajo'1. Lo que emergió fue una estructura social débilmente estratificada, bien diferente a las “so ciedades de castas'1 de ciudades coloniales como Lima o México. En contrapartida con esa realidad, Buenos Aires y Asunción habían nacido en el siglo xvi. En realidad Buenos Aires lo hizo dos veces, por la destrucción de que fue objeto por los indígenas la primera fundación de 1536 a cargo de Pedro de Mendoza, primer adelantado de la Corona española en la región. La metrópoli porteña surgió de espaldas al río, como prolongación de la planicie pampeana, en un paraje sin accidentes geográficos significativos. Como se ha dicho en más de una ocasión, el despliegue majestuoso de Buenos Aires fue un fenómeno esencialmente urbano, cultural. El puerto que se construyó allí fue siempre artificial, tanto como el despliegue de todas las dependencias déla que llegaría a ser la capital política de los dominios españoles en la región, condi ción coronada con su nombramiento como capital del virreinato del Río de la Plata constituido en 1776. Por su parte, Asunción nació de un proceso fundacional que se inició con el abandono de la primera Buenos Ares, permanentemente hostilizada por los indígenas lugareños y presa del hambre. Con el objetivo persistente de encon trar en los ríos interiores un posible canal interoceánico que acercara las codi ciadas minas del Perú, en la búsqueda también de forjar tierras adentro un cen tro poblacional más seguro que sirviera de amparo a la conquista de la región, el capitán Juan de Zalazar fundó el 15 de agosto de 1537, en la orilla oriental del río Paraguay, el “Puerto y Casa Fuerte de Nuestra Señora de la Asunción'1. Con vertida pronto en el anhelado centro de conquista que sirviera para expandir el dominio colonial de la región, Domingo Martínez de Irala terminó por concen trar a los conquistadores en Asunción, que el 12 de septiembre de 1541 se trans formaría formalmente en ciudad al erigirse allí el primer Cabildo. Con el tiem po, Asunción cumpliría su designio originario de “abrirle las puertas a la tierra'1 lo que, aunque a más distancia que Montevideo, la llevó a rivalizar con la Buenos Ares refundada por Juan de Caray en 1580. Para el lector atento, con seguridad no habrá pasado inadvertido que cuando hablamos de Montevideo referimos el mar, mientras que cuando mencionamos a Buenos Ares remitimos al río. Esa dualidad, que marca la propia ambigüedad del estuario platense (los indígenas lo llamaron “Paraná Guazú'1 que puede ser traducido como “río grande como mar'1, mientras que su “descubridor'1
europeo, Juan Díaz de Solís, lo llamó "Mar dulce”), configura una de las tantas metáforas referidas a una relación de alterídad entre ambas ciudades, que en buena parte tiene que ver con la historia de la región y, en particular, con las modalidades diversas con que ambas transitaron la última etapa colonial y el proceso de la revolución de Independencia. En efecto, las rivalidades nacieron en los tiempos de la Colonia, desde la famosa "lucha de puertos” por la cual durante décadas la capital política del Río de la Plata, Buenos Aires, negó el justo reclamo de los comerciantes montev ideanos por tener un Consulado de Comercio propio, que consolidara lo que su amplia bahía les adjudicaba naturalmente: la condición de principal centro comercial de la región. También durante el periodo colonial se desarrollaron otros contenciosos: la pugna de jurisdicciones administrativas sobre la llamada Banda Oriental; el pleito entre los ganaderos y los trabajadores de los saladeros, los saladeristas, de ambas orillas del Plata por la explotación de la gran riqueza ganadera del territorio oriental; la primacía de las autoridades ecle siásticas bonaerenses sobre una Iglesia oriental pobre y de predominio fran ciscano, entre otros. De allí que muchos de los historiadores clásicos del na cionalismo uruguayo hayan partido de una premisa "antiporteñista”, estable ciendo en estas controversias coloniales las causas primeras de la revolución oriental y los barruntos de la autoafirmación posterior de una nacionalidad independiente. Los contenciosos entre Buenos Aires y Asunción, aunque mediados un tanto por la distancia, tienen que ver con motivos parecidos y nacen también con la Colonia. Si bien la segunda fundación de Buenos Aires de 1580 respondió a un firme anhelo de los llamados "mancebos de la tierra”, que constituían la base de la colectividad colonizadora asunceña, muy pronto ambas ciudades comen zaron a pleitear por el liderazgo y la conducción de la conquista y colonización del territorio. Pese a la muy destacada faena de Asunción como "madre de ciu dades”, con momentos de gran protagonismo como el que le correspondió a Hernandarias, la vocación hegemonista de Buenos Aires —ubicada estratégi camente a la entrada del estuario— llevó inexorablemente a fundar el recelo y aun la contraposición entre ambas ciudades y sus comunidades. Las conse cuencias de episodios como la llamada "revolución de los comuneros” en Asunción o la fundación en 1776 del virreinato del Río de la Plata con la radi cación de su capital en Buenos Aires, terminaron por tornar divergentes los caminos e intereses de porteños y asunceños. A partir de ese marco, la visión nacionalista clásica de las historiografías lati noamericanas creó décadas más tarde la mitología reduccionista de las luchas de la revolución independentista como un pleito dicotómico entre "patriotas” y
"godos", entre "nacionalistas" e "imperialistas europeos", desde conflictos casi determinados por "esencias" que se habían vuelto ya visibles durante los tiem pos de la Colonia. La verdad histórica, ampliamente fundada en la docu mentación del periodo, refiere una historia con una trama de conflictos mucho más amplia y compleja en sus significados, mucho más contingente en su de venir. Más allá de la vigencia innegable de la ruptura del pacto colonial entre "americanos" y "europeos" y, en el caso que nos ocupa, entre los "españoles americanos" o entre los "brasileños", "argentinos occidentales u orientales", "altoperuanos" (luego "bolivianos") y "paraguayos" contra "españoles" y "por tugueses", lo cierto es que como se verá, el proceso de las luchas independentistas alojó en su seno un cúmulo de significaciones que trascendieron en mucho la dicotomía dual planteada. En su referencia específica al conjunto de las revoluciones en el Río de la Plata, el historiador John Lynch ha señalado la coexistencia entre una ‘'revolu ción en el Río de la Plalan (que irradiaría en clave de restauración centralista el movimiento nacido en Buenos Aires en mayo de 1810 hacia el resto del terri torio del exvirreinato) y una “revolución contra el Río de la Plata” (concentrada en la reacción y contestación ante ese movimiento desde las llamadas Provincia Oriental, el Paraguay y en el Alto Perú, base territorial de la futura Bolivia). Estos territorios resistirían desde propuestas confederales o autonomistas las preten siones centralistas de Buenos Aires, que bajo el nuevo estatuto independentista quiso restaurar su rol de supuesta heredera de la condición de capital virreinal. Mientras tanto, pese a las semejanzas de las colonizaciones española y por tuguesa en América, entre los legados de la Colonia en la región se vuelve vis ible el conflicto de intereses entre los dominios españoles y portugueses. En primer lugar, sobresale la lógica expansiva de esa "fundación horizontal" de la América portuguesa primero y del imperio de Brasil después. Esa lógica expan siva, propiamente imperial, transgredió ampliamente las delimitaciones territo riales demarcadas a fines del siglo xv en el Tratado de Tordesillas y tres siglos después en el Tratado de San Ildefonso de 1777. A este respecto ha señalado Eliana Zugaib: El "cantonalismo geopolítico" impuesto por los españoles para administrar mejor sus tierras americanas derivó en una "balcanización histórica" de sus dominios, en contraste con los esfuerzos bien impulsados por la Corona portuguesa para mantener unido el territorio conquistado en los límites del Tratado de Tordesillas y más allá de ellos, lo que revelaría, entre otros fac tores, la incapacidad de las naciones hispánicas de formar, después del pro ceso de Independencia, una unidad o alianza política latinoamericana. A partir de una América portuguesa expansiva, con el impulso horizontal
incontenible de los “bandeirantes”, el imperio de Brasil protagonizó en sep tiembre de 1822 una “independencia sin revolución” y “sin república”. Ello le permitió una mayor cohesión interna para resistir los muchos movimientos secesionistas que se dieron en su seno (en la zona de Río Grande, en el nordeste y en otras subregiones) y una base de estabilidad desde la cual con tinuar la conquista de nuevos territorios vecinos. Todo esto coadyuvó para la conformación de un fuerte imperio primero y de una república con “vocación imperial” después, nacida apenas en i 33g. A partir de esos dispares legados derivados de la Colonia y de la revolución independentista, resultó lógico que entre Argentina y Brasil muy pronto comenzara a predominar el “paradigma del conflicto”, alimentado además poruña evolución radicalmente contrastante de sus respectivos poderíos económicos y políticos, lo que en particular se ter minó de consolidaren el siglo xx. Esta dialéctica de retroceso en la América española dentro de la región platense, continuada por su disgregación con la crisis revolucionaria y la inesta bilidad política y económica de los nacientes Estados nacionales que le sigu ieron, en especial en el territorio de lo que décadas después se convertiría en la Argentina moderna, no pudo sino confrontarse con la continuidad, estabilidad y expansión persistentes de la zona luso-brasileña. Todo ello se proyectó en un incremento de rivalidades y disputas en la vieja zona del ex virreinato del Río de la Plata. Este último tipo de pugnas, ya esbozada como vimos en la última Colonia, marcó a fuego la vida y las relaciones históricas entre tres ciudades ri vales y hermanas, como fueron desde su fundación Buenos Aires, Asunción y Montevideo, así como de sus territorios conexos.
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Revolución, “patrias"e independencias (1810^1830)
... hablan muy alto de libertad e independencia... Samuel T. Hood, 1825 Pero si las rivalidades coloniales entre Buenos Aires, Asunción y Montevideo separaron su destino y el de los territorios que presidían, los pleitos que estal laron en la región con la revolución independentista terminaron por confirmar la divergencia de sus trayectorias. En su primera etapa, la revolución oriental al mando de José Artigas (1754-1250) emanó de la proyección sobre la Banda O ri ental del movimiento revolucionario de mayo de 1810 en Buenos Aires. Sin em b a rg ó la al año siguiente, las desavenencias surgidas cuando el primer sitio a Montevideo, centro de resistencia españolista hasta el fin de la dominación de España en la región en 1814, provocaron el retiro del jefe de los orientales en protesta por la aquiescencia porteña frente a la primera invasión portuguesa sobre el territorio (1811). En su retirada del territorio de la provincia, denom inada bíblicamente Éxodo, Artigas fue acompañado no sólo por su ejército sino también por la gran mayoría de la población oriental, que estorbaba sus planes militares. Mientras tanto, también se dio entonces otro "éxodo" de los españolistas hacia la "siempre fiel" Montevideo. A partir de entonces, el distanciamiento entre el confederalismo radical artiguista y la propuesta centralista y unitaria porteña se volvieron tan o más importantes que la lucha contra el inva sor, fuera éste español o portugués. Estas diferencias se radicalizaron con el tiempo, sobre todo luego del retiro español de Montevideo. Los enfrentamientos entre los orientales artiguistas y las autoridades porteñas, motivados no sólo por diferencias ideológicas, políticas y sociales sino por una abierta confrontación de intereses y por concepciones antagóni cas del destino final que debía tener el proceso revolucionario, culminaron de algún modo en 1816, cuando se produjo lo que Artigas calificó como "la sub lime intriga". El antiartiguismo común de los tres grandes centros de poder de la región (Buenos Aires, la Corte portuguesa con sede en Río de Janeiro desde 1808 y la oligarquía montevideana) hizo que los mismos acordaran la segunda invasión portuguesa sobre la Provincia Oriental, que empezaría en 1816 y du raría hasta 1824, luego de derrotar de manera contundente en 1820 a las tropas artiguistas. Ya separado el imperio de Brasil tras el Grito de Ipiranga del 7 de septiembre de 1822, al retirarse en 1824 los portugueses dejarían la plaza de Montevideo y todo el territorio oriental en manos del naciente imperio de Brasil, dominio este último que se prolongaría hasta 1828.
La revolución oriental, como irradiación autonómica de la revolución rioplatense de mayo de 1810, se desplegó a lo largo de casi dos décadas (i 3n 1828), con dos etapas bien discernibles, separadas por el interregno de la dom i nación luso-brasileña: 1] el “ciclo artiguista" (1811-1820), en el que la revolución bajo el liderazgo de José Artigas devino radical y popular, siendo finalmente derrotada —como vimos— por la invasión que articuló en su contra a la "oli garquía" montevideana, a los círculos "centralistas" de Buenos Aires y a la Corona portuguesa radicada en Río, y 2] la "Cruzada Libertadora" (1325-1828), cuya dirigencia desde el principio buscó distanciarse del radicalismo artiguista para orientarse en una clave més posibilista y aceptable para el entorno re gional. Los avatares de un proceso revolucionario intenso y cambiante, tan dependiente además de los vaivenes de una intrincada comarca de frontera entre las "provincias argentinas" y los dominios portugueses (que a partir de 1822 convergieron como se ha visto en el nacimiento del imperio de Brasil), volvió a confirmar la división política de la Provincia Oriental y el surgimiento inexorable de "parcialidades" de diversos perfiles (caudillescos, doctrinarios, independentistas o anexionistas, de articulación regional, etc.). Entre esos dos grandes ciclos revolucionarios se dio —como se ha señalado— ese breve inter regno de dominación portuguesa primero y brasileña después, los tiempos de la llamada "Provincia Cisplatina", que se prolongaron hasta 1828 y marcaron fuertemente los últimos tramos revolucionarios de este típico territorio de fron tera. Un sagaz observador de la época, el cónsul británico en Montevideo Samuel T. Hood, describía de la siguiente manera a los "partidos políticos" en que, a su parecer, se dividía por entonces la población del territorio oriental. Su panorámica política aparecía en un completo informe que dirigiera a George Canning (por entonces ministro de Asuntos Exteriores en Londres) fechado el 31 de enero de 1825, a menos de tres meses del inicio de la segunda etapa de la revolución oriental: [Los pobladores] pueden ser clasificados —sostenía Hood— bajo cuatro de nominaciones, a saber: realistas; patriotas; imperialistas; negativos... Real istas. Este partido está formado casi exclusivamente de viejos españoles quienes, al envejecer y no ver acrecentado su partido desde la madre patria, disminuyen diariamente... Los patriotas comprenden todas las clases bajas de los criollos que consideran a la ocupación brasileña como una usurpación... Aunque están unidos en la oposición a Brasil, ellos disienten en otros puntos. La mayoría de ellos son partidarios de Artigas y sus ofi ciales, cuyo sistema es la total independencia de todos los otros países, una destrucción o división de propiedades y la igualdad sobre la base de hacer a
todos igualmente pobres. Por ser de índole haragana, licenciosa y vagabunda están apegados a una vida militar y hablan muy alto de libertad e indepen dencia... La mejor clase de patriotas, [en cambio], habitantes de las ciudades, están convencidos por experiencia de lo poco que influyen sobre sus compa triotas la propiedad, el rango y la educación... Ahora, ellos han abandonado la idea de constituir un Estado independiente y soberano... Así, debido a conexiones locales y familiares, se inclinan a unirse a la federación de Buenos Aires... Los mejor informados creen que si tal cosa ocurriera ello lle varía a otra guerra de partidarios y despoblaría y destrozaría al país. Los im perialistas están compuestos de los antiguos colonos portugueses, nuevos inmigrantes de Brasil, oficiales y soldados de la última división portuguesa, comerciantes brasileños, ganaderos y propietarios de tierras... Los negativos, indiferentes a quien gobierna con tal de que el gobierno sea bueno, son de todas las clases... Por lo tanto ellos se conforman, a cambio de pa2 y protec ción. Hood también identificaba en su análisis a un pequeño partido "nostálgico*' de la ocupación inglesa ocurrida cuando las invasiones de 1806 y 1807: "Hay también unos pocos que habiendo sido admiradores de la disciplina británica, mientras este lugar estuvo en posesión del general sir Samuel Auchmuty, están ansiosos ahora por una ocupación británica". Este documento, además de reafirmar el recelo ante el radicalismo político y social del artiguismo, revela el "mapa político" de esas décadas revueltas y echa por tierra la unanimidad del "partido patriota", figura cara al relato más tradi cional y oficial de los orígenes de la nación uruguaya. También permite enten der la operación política y los recursos discursivos con los cuales el caudillo Fructuoso Rivera pudo desligarse del bando imperial (al que había adherido en 1820 luego de la derrota de los suyos) para reingresary gravitar con fuerza en el bando patriota. A su ve2, resulta esclarecedor para apreciar el camino recorrido por el otro gran caudillo Juan Antonio Lavalleja, desde su papel de soldado insurrecto en los tiempos de Artigas al de garante del nuevo Estado Oriental. Pero vayamos nuevamente a los inicios de la Revolución oriental y a su com plejo cruce con la siempre esquiva y debatida noción de patria. Durante el peri odo tardo colonial se consolidó en el Río de la Plata, como en casi toda H is panoamérica, una difusión visible de lo que varios autores han llamado "patri otismo colonial". En ese contexto se volvía cada ve2 más visible el desborde de la significación de la V02 patria respecto a la noción originaria de "lugar en que se ha nacido". En particular se revelaba una fuerte y progresiva confirmación de su asociación significante con la trilogía "Dios, Patria y Rey", auténtica base ide ológica y discursiva del orden colonial español. La apelación a los conceptos
patria y patriotismo se vuelve en efecto muy frecuente hacia fines del siglo xviii y comienzos del xix. Ya no se trataba de la noción ciceroniana de patria communis sino de una identificación en la que se combinaban componentes reli giosos, morales y de pertenencia a un colectivo compartido. “¿Qué ventajas —preguntaba el capitán españolista Jorge Pacheco al marqués de Avilés en 1801— no habrían conseguido la Religión, la Patria y el Estado si en más de treinta años que los Yapeyuanos disputan los terrenos, se hubieran poblado tantos desiertos!1". En un sentido similar aunque más sesgado a la exaltación de los productores pecuarios, la voz también aparecía en una comunicación del Gremio de Hacendados de la Banda Oriental en 1802, en la que se impulsaba un conjunto de medidas destinadas “al bien de la Patria, provecho del Estado, felicidad del Comercio y quieta pacífica posesión de los criadores". Por su parte, el uso masivo de estas ideas se profundizó muy especialmente en ocasión de la amenaza de las invasiones inglesas de 1806 y 1807, circunstancia que empujó a asociar las nociones de patria y patriotismo a la defensa de la monarquía española agredida. La crisis imperial de 1808 tuvo por su parte un impacto sumamente com plejo en torno a la disputa de la noción de patria. Para muchos, en ese mo mento defender la patria en la América española significaba ante todo enfrentar a Napoleón. Para otros, el concepto comenzaba a adquirir resonancias nuevas, distintas de ese ethos republicano vinculado genéricamente con el “bien común", que había sido tan característico de la visión del patriotismo domi nante hasta el siglo xviii en la Colonia. En un marco de ambigüedad, la invo cación de la trilogía “Dios, Patria y Rey" comenzaba a ser contestada con una fuerza especial en los años previos a la revolución. La puja provocada por la crisis del pacto imperial y colonial, más allá de las reales o fingidas “máscaras" en la invocada fidelidad a Fernando Vil, se proyec taron rápidamente a la resignificación de los usos públicos del lenguaje. En ese sentido, resultaba fundamental resignificar o directamente desbordar esa trilogía significante tan decisiva durante los tiempos del “patriotismo colonial". Cobra especial interés en esa perspectiva el estudio detallado de los itinerarios que llevan de la noción de “patria como espacio de libertad", al predominio de una visión mucho más política de una “patria americana". Así informaba La Gaieta de Buenos Ayres el 25 de abril de 1811, a propósito de los orígenes de la Revolución mexicana: Ya ha empezado a sentirse en México el fuego de la revolución... Todo esto sucedió a principios de setiembre [de 1810] pero el 15 del mismo mes el cura del pueblo de Dolores, D. José Hidalgo, y los capitanes del regimiento de la Reyna, D. Ignacio Allende y D. Juan Aldama, levantaron nuevamente el
estandarte de la independencia. El mote era: viva la patria; viva nuestra Seño ra de Guadalupe; y muera el mal gobierno. A menudo, en el campo realista, la asociación más explícita en aquellos momentos de disputa se formulaba entre las nociones de patria y rey, dándose por descontado el cimiento religioso de todos los discursos alusivos, inun dados por entonces de referencias de cristiandad. En carta fechada el g de marzo de 1811 a sus superiores en Madrid, el jefe militar de las huestes realistas de Montevideo, el capitán de fragata Josá María de Sala2ar, se ufanaba del tri unfo de Velasco en Paraguay, al que ju2gaba “merecedor de contarse entre los salvadores de la Patria [que] se han inmortalizado y hecho acreedores al eterno reconocimiento de Su Majestad y de la Nación". Por su parte, las autoridades españolas en todo el continente resaltaban las virtudes de los buenos pa gadores de los impuestos legales, anexándoles con frecuencia el adjetivo de “patriotas". Estas calificaciones se volvieron sin duda más urgentes cuando comenzaron los conflictos militares con las huestes revolucionarias. Las nece sidades derivadas del financiamiento de la guerra llevaron a los jefes políticos y militares de la realista Montevideo a exigir a los habitantes de la plaza el pago de “donativos patrióticos", encargando asimismo su recaudación a “hombres de probidad y patriotismo". No puede sorprender entonces que al desatarse en forma plena la guerra, se produjera una fortísima politización de la V02 patria y sus derivados desde el bando “revolucionario", en procura de romper definitivamente la vigencia de la trilogía mencionada “Dios, Patria y Rey". En momentos en que la guerra tam bién se proyectaba sobre las palabras y el lenguaje, al mismo tiempo se proyec taba como alternativa una nueva concepción del vocablo patria en tanto con junto de valores morales y emocionales, más tributaria del eco de las grandes revoluciones atlánticas. Este nuevo sentido político en torno a este concepto político clave constituyó uno de los rasgos distintivos del discurso artiguista durante la primera etapa de la Revolución oriental. Decía por ejemplo el propio Josá Artigas en su comunicación a la Junta Gubernativa del Paraguay, fechada el 7 de diciembre de 1811, narrando los acontecimientos de la primera etapa de la insurrección (a la que calificaría como “admirable alarma") en su Provincia O ri ental ... el fuego patriótico electrizaba los corazones y nada era bastante a detener su rápido curso... Los que se convertían repentinamente en soldados... [eran] los que sordos a la V02 de la naturaleza, oían sólo la de la patria. Yo llegará muy en breve a mi destino con este pueblo de héroes y al frente de seis mil de ellos que obrando como soldados de la patria, sabrán conservar sus glo rias en cualquier parte.
En casi todos los textos artiguistas de la época comenzó a advertirse un tono épico, que incluía también toda una nueva significación política que buscaba legitimar la actividad revolucionaria, en lo que en la época més de una vez se calificó en el Río de la Plata como propio de una auténtica “religión patriótica". El propio Artigas se encargó de explicitarlo con auténtico celo y léxico apos tólicos, al explicar en su oficio a Manuel de Sarratea del 25 de diciembre de 1812 —que él mismo denominaría “Precisión del Yi", en alusión al nombre del río en cuyas márgenes redactó su nota— las razones de las desavenencias entre los orientales y las autoridades de Buenos Aires: “La cuestión es sólo entre la lib ertad y el despotismo: nuestros opresores no por su patria, sólo por serlo, for man el objeto de nuestro odio... El pueblo de Buenos Aires es y será siempre nuestro hermano, pero nunca su gobierno actual". Artigas y los orientales expresaron una muy especial sensibilidad frente a este sentido de moral política otorgado al valor de la fidelidad a la patria. Esta actitud se puso especialmente de manifiesto cuando, en medio de sus con flictos con el gobierno centralista de Buenos Aires por la defensa del ideario confederal, el líder oriental fuera acusado de “traidor a la patria" por Sarratea en febrero de 1813 y de “infame" y nuevamente “traidor" por el director supremo Gervasio de Posadas al año siguiente. Ante estos ataques, tanto para el re conocimiento de la Asamblea Constituyente de 1813 como para la reanudación de cualquier tipo de vínculo con las autoridades de Buenos Aires después de 1814, Artigas al frente de sus tropas exigió como condición previa e innego ciable la “vindicación pública de su honor mancillado". Del mismo modo y con igual radicalidad moral, así respondió Artigas a la carta que le enviara el general Joaquín de la Pezuela, quien a nombre del '‘virrey de Lima" y en vista a sus d is putas con los líderes de la “facción porteña", le propusiera unirse a los monar quistas. Han engañado — le contestaba Artigas en carta fechada el 28 de julio de 1814— a vuestra señoría y ofendido a mi carácter cuando le han informado que defiendo a su rey... Yo no soy vendible, ni quiero más premio por mi em peño, que ver libre mi nación del poderío español; y cuando mis días ter minen al estruendo del cañón, dejarán mis brazos la espada que empuñara para defender su patria. Ese fuerte sentido de “patriotismo moral" se vinculaba en la prédica artiguista con todo un programa ideológico de signo radical, sustentado en los prin cipios de independencia, “promoción de la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable", confederación y justicia social. Dos pronunciamientos artiguistas resultan testimonios efectivos del radicalismo de esta primera etapa de la revolución oriental. El primero de ellos tiene que ver con las
circunstancias que llevaron a que los diputados orientales (elegidos por los representantes de los pueblos orientales en el Congreso de Tres Cruces de abril de 1813) fueran rechazados por la Asamblea General Constituyente reunida en tonces en Buenos Aires. En las llamadas “Instrucciones de 1813'’, entregadas a los diputados orientales para condicionar el reconocimiento de la Asamblea, se pedía “la declaración de la independencia absoluta'1 respecto de España, se afir maba que no se “admitirá otro sistema que el de la Confederación para el pacto recíproco con las provincias que formen nuestro Estado'1, se establecía que la Provincia Oriental retenía “su soberanía, libertad e independencia, todo poder, jurisdicción y derecho'1 que no fuera delegado expresamente “por la Confed eración a las Provincias Unidas'1. Por si todavía persistía algún malentendido, se exigía que “precisa e indispensable sea fuera de Buenos Aires donde resida el sitio del Gobierno de las Provincias Unidas'1. Resulta imperativo agregar que junto con los principios de “independencia absoluta'1 y de “confederación'1, en las Instrucciones de 1813 se reivindicaba también con firmeza la idea de “república'1, no sólo como régimen de gobierno antimonárquico sino como un ethos cívico fundado en la libertad “en toda su extensión imaginable'1, en la ir restricta separación de poderes, en la prevención de toda forma de “despo tismo militar'1. El segundo pronunciamiento que expresa ese radicalismo que hace del ciclo artiguista una “revolución popular'1 finalmente derrotada, es el reglamento agrario artiguista de septiembre de 1815. Este Reglamento de Tierras buscaba reactivar la economía y solucionar los problemas del campo en pleno auge de la lucha revolucionaria, consagrando la mediana propiedad y estimulando el poblamiento. Con la prevención de “que los más infelices serán los más privile giados'1, se distribuían “suertes de estancia'1 entre los revolucionarios, al tiem po que se castigaba políticamente a los enemigos de la revolución, repartiendo las tierras de los “malos
europeos y peores americanos'1. Todas
las
propiedades de los enemigos de la revolución estaban en entredicho y en peli gro de confiscación, ya fuera por el Tribunal de Propiedades Extrañas, ya por la Comisión de Extranjería, ya por el Consulado de Comercio, que también reclamaba formalizar el padrón de la alcabala de reventa cobrada a los ten deros, recaudación que hacía el Estado y que había sido entorpecida por la in estabilidad política. A pesar de que la confiscación de tierras alcanzó una ampli tud llamativa en un primer momento, sólo una parte muy reducida de esas tier ras pudo ser efectivamente repartida, ya que faltó tiempo para ello. Las dona ciones artiguistas fueron desconocidas en lo fundamental durante la domi nación luso-brasileña, que transformó a los beneficiarios del Reglamento en simples “poseedores de buena fe'1, quitándoles así su derecho efectivo. La
solidaridad de los donatarios artiguistas, encarnada en ciertos momentos como un vínculo político y social entre tierra y revolución, muy pronto dejó su lugar a un universo muy difuso y diferenciado de “poseedores" de diverso tipo, a menudo enfrentados por su inserción en los sistemas de lealtad personal con los grandes caudillos. Tanto durante la “Cisplatina" (1817-1828) como durante los tiempos de la lla mada “Cruzada Libertadora de los Treinta y Tres Orientales" (1825) y en el Uruguay independiente posterior a 1830, la precedencia de la posesión de hecho tendió a prevalecer en forma nítida sobre la juridicidad de los títulos de propiedad de la tierra en territorio oriental. Ello tuvo también una traducción ju rídica específica, conformándose en forma progresiva toda una jurisprudencia en torno al tema de la propiedad. En el examen de toda esta 'tradición jurídica nacional" que se fue estructurando poco a poco durante los pleitos por la tierra en el Uruguay del siglo xix, surge de inmediato una comprobación que no deja de sorprender y que de paso esclarece el tema de la significación histórica del Reglamento artiguista de 1815: al mismo tiempo que se reconoció siempre la legitimidad de los títulos de propiedad otorgados por los sucesivos gobiernos español, porteño, portugués, brasileño, así como los de los distintos gobiernos del periodo posterior a 1830, con igual persistencia se rechazaron una y otra ve2 las donaciones artiguistas como fuente de derecho, único lapso histórico de sconocido como fuente legítima de la propiedad territorial. El argumento de esa práctica jurídica era muy sencillo, como han destacado los historiadores José Pedro Barrán y Benjamín Nahum: se debía repudiar “la confiscación de la propiedad privada como origen de un nuevo derecho sobre la tierra...". No fue casual que ante la convergencia de sus poderosos enemigos, que prepararían desde 1815 la “sublime intriga" que ambientó el éxito de una se gunda invasión portuguesa sobre territorio oriental, Artigas respondiera con imprecaciones de fuerte contenido patriótico y moral, postura que no sólo marcó su estilo y su discurso sino que poco a poco se volvió un factor de iden tificación propiamente ideológico. En una carta dirigida al director supremo Juan Martín de Pueyrredón, fechada el 13 de noviembre de 1817, así expresó su protesta el líder oriental ante la connivencia del gobierno porteño con los por tugueses: “Hablaré por esta ve2 y hablaré para siempre. Vuestra excelencia es responsable ante la patria de su inacción y perfidia contra los intereses gen erales. Algún día se levantará ese tribunal supremo de la nación y administrará justicia equitativa y recta para todos". Definido años atrás por un carlotista que lo describía ante la princesa her mana de Fernando Vil como alguien “que siempre se ha gloriado de ser el mejor Atleta de la que titulan causa de la Patria", a Artigas también se le
adjudicaba que “quería que primero mandase en la Banda Oriental el más infe liz o [el] último Indio que el primero de los Españoles". Sin embargo, como el caudillo oriental se encargó de reiterar una y otra vez, su ideario confederal no buscaba una “independencia nacional" ni la radicación en territorio oriental de un “Estado nacional", separado del resto de las Provincias Unidas del Río de la Plata, lo que concebía como “mezclar diferencia... en los intereses generales de la revolución". Esta postura netamente confederal llevó a que los conceptos de patria y patriotismo se mezclaran en la retórica artiguista con otras voces muy utilizadas en la ¿poca como independencia, soberanía, Estado, nación, país, entre otras similares, lo que llevó posteriormente a la historiografía nacionalista uruguaya a ver en Artigas al “fundador de la nacionalidad". De allí que sólo desde una identificación precisa de los “deslizamientos conceptuales" que se producen —en tiempos de vértigo y de irreversibilidad acentuados por el em puje de la revolución y por el desplome de los fundamentos últimos del pacto colonial— es que se puede evitar un visible anacronismo en la lectura e inter pretación de la documentación de la época. De cualquier modo y más allá de que el discurso artiguista no era un bloque, en sus contornos fundamentales se advertía con claridad la fuente de los “patriotismos atlantistas". Derrotado el movimiento artiguista y consolidada finalmente la ocupación portuguesa en territorio oriental en 1820, la voz patria continuó estando muy presente en los discursos y documentos de la época. Producida la revolución de Oporto en Portugal en agosto de 1820, la Corona portuguesa se vio forzada a variar su política frente a la entonces llamada Provincia Cisplatina. Pocos días antes de producirse el retorno de la familia real a Lisboa, en abril de 1821 le fueron expedidas al general Carlos Federico Lecor, en su carácter de gober nador y capitán general de la provincia ocupada, instrucciones precisas para la convocatoria de un Congreso Extraordinario, para que representantes orientales resolvieran el destino político del territorio. Integrado finalmente el Congreso con figuras adictas a la dominación lusitana, éste resolvió en julio de 1821 la “incorporación" de la Cisplatina en condición de “Estado diverso" al Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarves, pactándose la aplicación de poco más de una veintena de bases y condiciones mediante las cuales se buscaba confirmar ciertos intereses y autonomías. En lo que fue el principal discurso de este Con greso Cisplatino, el presbítero Dámaso Antonio Larrañaga se adhirió en forma expresa al pacto de incorporación con el argumento de que “en los extremos, la salud de la Patria es la única y más poderosa ley de nuestras operaciones. Ale jemos la guerra, disfrutemos de la paz y tranquilidad que es el único sendero que debe conducirnos al bien público". Por entonces, aunque lejos del radicalismo político y social de Artigas,
comenzaban a germinar embriones de un nuevo levantamiento insurreccional. Producida la independencia de Brasil con el pronunciamiento del príncipe Pedro del 7 de septiembre de 1822, convertido desde entonces en Pedro I del flamante imperio, se realizaron los dos primeros conatos revolucionarios de 1822 y 1823. La tónica más moderada de los mismos tuvo mucho que ver con una visión recelosa al poder de los caudillos que concentraban sus fuerzas en la campaña. Como recordarían los regidores montevideanos en 1823, los incip ientes movimientos independentistas nacieron fundamentalmente en Monte video. Pese a sus prejuicios, los líderes del nuevo movimiento volvieron a apelar al concepto de patria. Uno de los nuevos periódicos que surgió en Montevideo, de la mano del mayor aperturismo emergente luego de 1821, se llamó precisamente El Patriota, al tiempo que otro periódico denominado í.os Amigos del Pueblo lucía en su cabezal el lema: 'Vivir en cadenas, / ¡Ouá triste vivir! I Morir por la Patria, / ¡Qué bello morir!". Aunque los pronunciamientos insurreccionales del Cabildo de Montevideo en 1822 y 1823 no lograron el éxito esperado, tanto por la elusiva actitud del gobierno bonaerense para involucrarse en una guerra abierta con el imperio de Brasil, como por ciertas dificultades para consolidar la cohesión oriental tras un programa de emancipación, ambos acontecimientos fueron los an tecedentes directos de la Cruzada Libertadora iniciada con el desembarco de un núcleo revolucionario liderado por Juan Antonio Lavalleja (1784-1853) y Manuel Oribe (1792-1857) el 19 de abril de 1825. Pese a que siguieron marcándose las diferencias frente al "ciclo artiguista", al consolidarse la nueva ola insurreccional retornó con fuerza el discurso pa triótico, volviéndose a erigir esa voz en un componente central del lenguaje político de la nueva etapa revolucionaria. Un buen testimonio de ello fue la pro clama inicial de la Cruzada Libertadora, leída por Lavalleja el 19 de abril en la playa de la Agraciada: ¡Viva la Patria! Argentinos Orientales: Llegó el momento de redimir nuestra amada patria de la ignominiosa esclavitud con que ha gemido por tantos años... ¡Argentinos Orientales! Aquellos compatriotas nuestros, en cuyos pe chos arde inexhausto el fuego sagrado del amor patrio... no han podido mirar con indiferencia el triste cuadro que ofrece nuestro país, bajo el yugo ominoso del déspota del Brasil. Unidos por su patriotismo, guiados por su magnanimidad, han emprendido el noble designio de libertaros... con la firme resolución de sacrificarse en aras de la patria... ¿Seréis insensibles al eco dolorido de la patria, que implora vuestro auxilio? ... Venguemos nuestra patria... Constituir la Provincia bajo el sistema representativo republicano en uniformidad a las demás de la antigua unión... ¡He aquí nuestros votos!
El apoyo de Fructuoso Rivera (1784-18^4) a la causa revolucionaria, final mente concretado luego de vacilaciones, afirmó la “pata* caudillesca de la Cruzada, lo que no hi20 sino refor2ar el eje patriótico —con la multiplicidad de significados referidos— del fondo político intelectual del discurso dominante de entonces. La unión de los "compadres'1 resultó una de las claves del triunfo del movimiento de 1825, como antes su divergencia había estado en el centro del fracaso de los conatos insurreccionales previos. Luego del discutido episo dio de su incorporación al movimiento revolucionario, el propio Rivera podía proclamar en 1825: "Ya estoy reunido a mi compadre y amigo don Juan Antonio Lavalleja, y seguido de una fuer2a capa2 de presentar a la Patria días de gloria; nuestras armas se llevarán contra los que se opongan a nuestra justa lib ertad../'. Convertido en Estado independiente después de un complejo proceso, que además del fervoroso orientalismo incluyó como factores de relevancia el “em pate" militar en la guerra entre las provincias "argentinas'1 y el imperio de Brasil, así como la mediación británica para la celebración de la Convención Prelim inar de Pa2 de 1828, puede decirse que el Uruguay nació "antes que los uruguayos'1. Más allá de que en Uruguay el calendario oficial sigue ubicando —con escasa persuasión y fundamento— la fecha de la independencia nacional en el 25 de agosto de 1825, día en que la Sala de Representantes de las fuerzas orientales insurgentes, reunida en la Florida, dictó tres leyes de controvertida interpretación (de "Independencia'1, de "Unión'1 y de "Pabellón'1), la debilidad originaria de las posibilidades de autogobierno efectivo así como los lazos que seguían uniendo el territorio al resto de las Provincias Unidas del Río de la Plata, resultaban factores que mediatizaban y restringían fuertemente cualquier postulación de independencia, más allá del fuerte sentido autonomista de mostrado por los pueblos orientales. En ese contexto, la apelación patriótica re tornó. Así lo expresaba por ejemplo el influyente integrante de la Asamblea General Constituyente y Legislativa José Ellauri en 1829, en uno de los frag mentos de su "Discurso de fundamentación del proyecto de Constitución'1: Apresurémonos... a cumplir de un modo digno los votos de nuestros com i tentes; llenos de ese fuego sagrado que inspira el verdadero amor de la Pa tria, desprendámonos de todo sentimiento que no es el del bien y felicidad de los pueblos cuyo pacto social vamos a establecer en su nombre. Por su parte, algunos de los legados heredados podían remitir a viejas aso ciaciones significantes que ahora debían reorientarse. En su "Oración pa triótica'1 pronunciada el 25 de mayo de 1830, el presbítero José Benito Lamas reformulaba de esta manera los viejos motivos de la trilogía colonial "Dios, Pa tria y Rey'1:
Vueltos a su primitiva integridad los derechos de la Nación, debía pasar la Patria, de una debilidad envejecida, a ese estado de vigor que la naturaleza le señaló... Dad, Señor, consistencia a nuestros débiles principios... Dadnos un patriotismo generoso que nos disponga a sacrificar nuestras pasiones e in tereses en obsequio de la independencia del país. Arraigad en nuestros cora zones esa religión divina que consolida la sociedad, amolda las pasiones, cela hasta los deseos y es la fuente y origen de nuestra felicidad. Como se puede advertir, entre las disputas por la patria, el orden social seguía requiriendo sus resguardos. Ya alejado el peligro del “contagio artiguista" (que en la documentación de la época era sinónimo de “anarquismo" y de pretensión de “igualdad sobre la base de hacer a todos igualmente pobres"), el contexto posibilitaba un momentáneo reencuentro entre orientales (fundamen talmente montevideanos) y bonaerenses o porteños. La Cruzada Libertadora de 1825, con algunas continuidades pero sobre todo con fuertes distanciamientos respecto al programa político y social del aún temido artiguismo, fue básica mente financiada por los grandes ganaderos y saladeristas porteños, ávidos de retornar a la explotación de la rica pradera oriental. Como se ha visto, en su proclama inicial del ig de abril, para pavor de los historiadores nacionalistas de fines del siglo xix y comienzos del xx, el nuevo líder de la revolución, Juan Anto nio Lavalleja, comenzaba su proclama inicial dirigiéndose a los “argentinos orientales", expresión que lo representaba a él cabalmente y que en la época no quería decir otra cosa que “rioplatenses de este lado del río". Fue efectivamente un ejército también “argentino-oriental" el que enfrentó a las tropas imperiales brasileñas entre 1825 y 1828 y el que seguiría peleando batallas durante la Guer ra Grande (1838-1839 / 1851-1852). Pero en el momento decisivo de la nego ciación, en la Convención Preliminar de Pa2 de 1828, con la interesada me diación británica, fueron sólo “argentinos" y “brasileños" sin la participación de “orientales" quienes decidieron la fundación de un Estado oriental formalmente independiente, aunque con una soberanía fuertemente mediatizada.
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El surgimiento del Estado oriental
(18300838) ... no soy ni he sido ni seré sino Oriental, nomás, liso y llano como dicen los paisanos. Fructuoso Rivera,i84i En una de esas escenas que el óleo del pintor uruguayo Pedro Blanes Víale im primió en el imaginario colectivo nacional, el 18 de julio de 1830 los orientales aparecían jurando su primera Constitución. El texto había sido sancionado por la Asamblea General Constituyente y Legislativa el 10 de septiembre de 1829. En la sesión de la Asamblea del 6 de mayo de 1829, José Ellauri, en calidad de secretario de la Comisión de Constitución y Legislación, pronunció el discurso en el cual fundamentaba el proyecto. Tal como ha demostrado Juan E. Pivel De voto, Ellauri “entresacó lo medular de las ideas sobre materia constitucional*' de las Lecciones de derecho público constitucional para las escuelas de España del español Ramón Salas, un liberal afrancesado. En general, sus ideas constitu cionales estaban inspiradas en la Carta chilena de 1828 y en la filosofía política de Jeremy Bentham y especialmente de Benjamín Constant. Mientras tanto, según la exégesis de Francisco Bau2é, Ellauri habría encabezado en la Asam blea la escuela política “nutrida en las ideas francesas*1, opuesta a la “nutrida en las ideas yanquis*1, liderada por Santiago Vézquez. Sin embargo, desde una perspectiva más propiamente histórica y concep tual, el análisis no resulta tan simple ni lineal. Ellauri desarrolló en su alocución antes referida los tres elementos que a su juicio “esencialmente[debía] contener una buena Constitución*': los derechos de los ciudadanos, la forma de gob ierno y la división de poderes. Además, de sus palabras emergía con fuerza la idea de pacto social, en una perspectiva de fundación contractual del orden político. Por último, admitía que la Comisión no había ni hubiera podido haber hecho una obra original, pues “en materia de Constitución... poco o nada nuevo hay que discurrir después que las naciones más civilizadas del globo han apurado las grandes verdades de la política, y resuelto sus más intrincados problemas, que antes nos eran desconocidos*'. En su discurso de fundamentación del proyecto de Constitución, Ellauri sólo en forma excepcional y más bien indirecta refirió los conceptos liberal o liber alismo, dándolos mayormente por sobreentendidos o subsumiéndolos en ese gran “macro-concepto*' legitimador de la nueva institucionalidad, que había lle gado tras la revolución y la independencia del Estado. Afirmó Ellauri el 6 de mayo de 1829:
En cuanto a los derechos a reservar a los ciudadanos, ellos se ven disem inados por todo el proyecto... [Se] ha procurado tener a la vista las Consti tuciones más liberales, y las más modernas, para tomarlas por modelo en todo aquello que fuese más adaptable a nuestra situación... El Poder Judicial, cuya completa organización se deberá a las leyes secundarias, se ve en el proyecto constituido en tal independencia, que ella sola basta para asegu rarnos que no serán en lo sucesivo los hombres quienes nos juzguen, sino las leyes. Si en este ramo, el más difícil y complicado sin duda, podemos algún día conseguir la perfección, no quedará nada que buscar para ver afianzada la libertad. El Proyecto presenta las bases de ese grande edificio; y siendo ellas firmes, no quedará expuesto a ruinas. Una genérica apelación al “derecho a la libertad'1 aparecía definida de modo normativo en el artículo 135 de la Carta: “Ningún habitante del Estado será obli gado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe'1. Del mismo modo, ese derecho prioritario aparecía explicitado por medio de una panoplia de derechos: “libertad física'1, “libertad religiosa'1, “libertad de expre sión'1 (sin duda, como afirmaba Ellauri, el más destacado), “libertad de trabajo, comercio e industria'1 y “libertad de circulación y migración'1. Asimismo, en el propio texto de la Constitución, las referencias clásicas del “liberalismo'1 por entonces dominante, de perfiles conservadores desde precisas restricciones censitarias, convergían en un cúmulo muy amplio de habilitaciones y disposi ciones que aludían a los principios de lo que aquellos constituyentes percibían como “modernidad política'1. Los contenidos de aquella primera Constitución se alejaban en forma notoria del radicalismo republicano de los tiempos artiguistas y proponían en su lugar las soluciones del “liberalismo censitario'1 de la época. Se oficializaba el carác ter confesional católico del Estado, sin pronunciamientos claros a favor de la libertad de cultos. Se multiplicaban las causales de suspensión de la ciu dadanía en procura de un “ágora'1 elitista y bien alejada del “pueblo en armas'1 del periodo de la revolución popular: eran excluidos de la condición de ciu dadanos los analfabetos, los soldados de línea, los peones jornaleros, los sirvientes a sueldo, los ebrios consuetudinarios, los procesados en causa crim inal, los deudores del Estado, además claro está de las mujeres. Se suprimían los cabildos, constituyéndose en su lugar gobiernos departamentales sin au tonomía y con el perfil de agentes presidenciales. Se establecía un presidente con atribuciones importantes, elegido en forma indirecta por la Asamblea Gen eral, pero sin reelección consecutiva. Se instauraba un régimen bicameral, con inmunidades y habilitaciones de control sobre el Poder Ejecutivo, con condi ciones especiales para ser elegible (25 años de edad y un capital de 4 000
pesos para los diputados, y 33 años y un capital de 10 000 pesos para los senadores). Se consagró una amplia relación de derechos individuales (libertad de vientres y prohibición del tráfico de esclavos pero sin definición aboli cionista, libertad de prensa, igualdad ante la ley, inviolabilidad del domicilio, derecho de petición, etc.) Se estableció un rígido sistema de reforma consti tucional: la voluntad expresa de tres legislaturas consecutivas. Además de su claro espítiru censitario, la Constitución expresaba el antipar tidismo dominante en la ápoca. No hacía referencia expresa a los derechos de reunión o de asociación ni habilitaba la coparticipación de colectivos políticos. En ese sentido, tanto la ley electoral dictada el 1 de abril de 1830 por la Asam blea Constituyente y Legislativa, así como la propia Constitución, asumían una común negación de la legitimidad de los partidos, convergiendo en un pro grama político doctoral tributario de las corrientes hegemónicas del liberalismo censitario. Éste sólo reconocía los derechos políticos efectivos de “ciu dadanos'1 individualmente considerados, antes igualados además por la edu cación y la propiedad. Enfrentado a ese programa del “país legal'1 que apuntaba a una suerte de “atomismo concordista'1, dentro de una república censitaria y letrada, propietarista y civil, fuertemente unitaria, se radicó de manera prior itaria —aunque no exclusiva— un “país real'1 fundado en el liderazgo caudillesco. Éste reivindicó desde otras claves una convocatoria y una consulta más amplias, sustentadas en la negociación compleja de apoyos y consensos, lo que sin duda requería la confirmación —de forma más o menos primitiva— de agrupaciones políticas más cercanas a la idea moderna de “partido'1. En un tra bajo pionero, el politólogo uruguayo Romeo Páre2 ha identificado —precisa mente durante el periodo que va desde la fundación del Estado oriental a la “pa2 de abrir de 1872, que pondría fin a la llamada “revolución de las lanzas'1 (1870-1872)— la tramitación de lo que califica como “los dos primeros con flictos articuladores de la democracia uruguaya'1: la pugna inicial por la legiti mación o no de la forma partido —que se resolvió con el triunfo de quienes bregaban por proyectos partidistas— y el conflicto posterior acerca de la ad misión recíprocay la interacción institucionalizada entre los colectivos blanco y colorado, que devino en la implantación precoz de modalidades de copartic ipación entre partidos rivales. En el mismo sentido de significación ideológica y política, luego de una larga peripecia en la que supo de expulsiones, prisión y destierro a causa de sus ideas revolucionarias, se manifestaba por entonces el sacerdote franciscano Josá Benito Lamas. En los umbrales mismos del surgimiento del Estado ori ental, le correspondió a este presbítero la autoría de varios discursos de rele vancia, en especial su “Oración patriótica del 25 de mayo de 183o'1, ya
mencionada. En este pronunciamiento, Lamas se dedicaba a exaltar la aprobación de la “sabia Constitución" aprobada, al tiempo que convocaba a jugar “la gran carta de su libertad y prosperidad": “¡Cuántos elogios brillantes se preparan a vuestra prudencia, integridad y patriotismo! Mas, para que estos sean completos es de necesidad que las ciudades se hagan firmes, y los juicios que las moderan sean como fuertes cerrojos que las aseguren". Por cierto que esa última preocupación por asegurar el orden en un territorio tan convul sionado como despoblado, sin Estado y con la mayoría de los “hombres suel tos de la campaña" forjando una realidad caudillesca desafiante para las ciu dades (en especial para la capital, Montevideo), expresaba los deseos de los sectores más pudientes de la sociedad. Sin embargo, todo parecía augurar la perspectiva de que el “país real" le ganaría al “país legal" y que la guerra contin uaría. Ocho años después y ya en medio de los conflictos caudillescos que sigu ieron al surgimiento formal del Estado oriental, una de las figuras principales que formaban parte del círculo de Fructuoso Rivera, que como veremos se autorrepresentaba a menudo como el núcleo del “partido liberal", despotricaba sin embargo contra las habilitaciones a su juicio excesivas que surgían de la vigencia déla Constitución. En efecto, Juan A. Gelly se dirigía en estos términos a Fructuoso Rivera, en carta fechada en Montevideo el 15 de noviembre de 1838: ... hemos vagado por ensayos perniciosos y estériles, no estamos maduros para la experiencia, ni avezados para la educación, para seguir con tran quilidad y firmeza un sistema tan liberal o por mejor decir ultraliberal, como el que establece nuestro Código Político. En él se encuentran todos los ele mentos de disturbio, del que los hombres no hacen más que aprovechar. ¿Por qué pues empeñarse en mantenerlas tales como se encuentran estable cidas las instituciones en ese código? Es como si Usted se hubiese em peñado en conservar el germen de inestabilidad que nos desacredita y arru ina. Enfrentados a las interpelaciones del proceso político efectivo, aun los “doc tores liberales" ponían en evidencia las ambigüedades y contradicciones que envolvían sus definiciones doctrinarias. Ello no sólo comportaba una actitud pragmática sino que revelaba la amplitud significativa que rodeaba por en tonces los discursos políticos de la incipiente élite oriental. Si ésa era la convic ción de un doctor que se ufanaba de pertenecer al “cogollo" de lo que daba en llamarse, con igual laxitud significante, “partido liberal", a nadie podía extrañar que un caudillo rural neto como era Rivera contestase por entonces que no ten dría mayores problemas en “quemar ese librito", refiriéndose a la Constitución. Paradigma del caudillo rural de los albores del Estado oriental, discutido y
admirado con pasión en su tiempo y más allá del mismo, la figura de Fruc tuoso Rivera (1784-18^4), que luego de la jura de la nueva Constitución formal izada el 18 de julio de 1830 se convertiría en el primer presidente oriental y al gunos años más tarde en el fundador del Partido Colorado, parece imposible de comprender a partirde sus perfiles doctrinarios. Su personalidad, prácticas e ideas aparecen mucho mejor reflejadas en sus cartas personales que en sus proclamas públicas (elaboradas por doctores afines como Santiago Vá2que2 o Juan Bautista Alberdi, entre otros), en sus gestos que en sus declaraciones. Su discurso, además, en un sentido amplio pero eminentemente político, se perfila mucho mejoren la revisión atenta de sus lenguajes simbólicos, tal ve2 no d is cursivos pero innegablemente valorativos. Así describía a Rivera en 1847 el doctor colorado Manuel Herrera y Obes, justificando con alarma las fuertes raíces de su condición de líder caudillesco, desde las páginas del diario de la “Defensa* de Montevideo, El Conservador: Id, y preguntad desde Canelones hasta Tacuarembó quián es el mejor jinete de la República, quián es el mejor baqueano, quián es el de más sangre fría en la pelea, quián es el mejor amigo de los paisanos, quián el más generoso de todos, quián, en fin, el mejor patriota, a su modo de entender la patria, y os responderán todos, el general Rivera. Su reputación tradicional, que sirve de fábula a los niños y de historia a los viejos, no podía haber sido adquirida sino con una larga serie de servicios que estuviesen en armonía con el pen samiento de la Campaña, su partido, su patria, su familia, su casa. Más adelante, en el mismo periódico, Herrera y Obes no dudaba en señalar lo que sigue, para fundamentar la justificación del destierro del caudillo máx imo del que entonces era tambián su “partido": “La pa2 y el orden eran inc onciliables con la presencia del General Rivera y ál atacaba de este modo la prosperidad del país por sus cimientos... viniendo a constituirse el gobierno de la Nación en [su] tesorero... y centro de desorden y relajación perpetuas". El propio Rivera, por su parte, en una carta que le enviara a András Lamas fechada años atrás, el 3 de junio de 1841, se autodefiniría de la siguiente forma: “.. no soy ni he sido ni será sino Oriental, nomás, liso y llano como dicen los paisanos". Aunque todavía hay dudas acerca de la fecha de su nacimiento, la opinión más generalizada entre sus biógrafos la ubica el 17 de octubre de 1784. Desde el comienzo de la revolución oriental actuó como uno de los lugartenientes de confianza de Artigas. Combatió a los portugueses hasta 1820 para luego pactar su adhesión a la Cisplatina, votando la incorporación al imperio en 1821. Co mandó el Regimiento de Dragones de la Unión y no apoyó los conatos revolu cionarios de 1822 y 1823. Ya avanzada la Cruzada Libertadora de 1825 se
incorporó a la misma —como se ha visto— en las '‘confusas" circunstancias del llamado “encuentro del Monzón". Desde entonces, aunque con frecuentes desavenencias con el liderazgo de su compadre Juan Antonio Lavalleja y con generales porteños, asumió un protagonismo decisivo en la lucha contra el imperio de Brasil, destacando su famosa “campaña de las Misiones" en 1828. Juan Antonio Lavalleja, líder de la Cruzada Libertadora de 1825, no había po dido mantener el liderazgo y el poder político y militar, luego de que la Conven ción Preliminar de Paz de 1828 dejara el camino expedito para la instalación del Estado oriental. En el marco de azarosas circunstancias, cuando ya comen zaban a perfilarse las redes políticas que serían el sustento de la primera defini ción de los bandos blanco y colorado, Lavalleja fue finalmente desplazado por su compadre Rivera, quien en 1830 se hizo elegir primer presidente consti tucional de la República. El nuevo gobierno rápidamente generó oposición y de scontento en una franja importante de la opinión. Durante el mandato de Rivera (1830-1834) entre otros hitos se produjeron las campañas de dura represión contra los indígenas en 1831 y 1832, y el presidente debió enfrentar los levan tamientos Iavallejistas de 1832 y 1834. Rivera parecía prescindir de las respons abilidades del ejercicio efectivo del mando constitucional y se le veía rodeado por el cada ve2 más influyente círculo de los llamados “cinco hermanos" (Julián Álvarez,Josá Ellauri, Juan András Gelly, Nicolás Herrera y Lucas Obes). Este grupo era muy rechazado por sus trayectorias durante el periodo revolu cionario y por el perfil conspirativo de su actuar al frente de áreas decisivas del gobierno. Sin embargo, como se ha visto, ese núcleo se autodenominaba “Par tido Liberal". Ya desde 1831 comenzó a hacerse visible un fuerte movimiento de oposición, con la emergencia de distintos periódicos contestatarios frente al gobierno. Lavalleja sería quien liderara esta movilización opositora que en los años sigu ientes devendría en insurrección militar. Entre sus acciones, en referencia ex plícita a ese magma político-ideológico que rodeaba el lenguaje de los “prin cipios liberales", el viejo caudillo organizó una “Sociedad Patriótica", que im primía volantes subversivos en una llamada Imprenta de la Libertad. Final mente, la denominada “Revolución LavalIejista" no prosperaría, al asumir los círculos de poder de Montevideo una actitud de respaldo al orden político, identificado en este caso con la continuidad de Rivera como presidente consti tucional. Fue en ese contexto que Lavalleja dirigió a “sus conciudadanos" su proclama suscrita en julio de 1832, convocándolos a la revolución contra el gobierno de Rivera. Luego de invocar sus antecedentes en las luchas pasadas, realizaba una dura crítica a las autoridades de entonces, que a su juicio habían “disuelto los vínculos de obediencia que ligan las naciones a los gobiernos". En
ese marco, Lavalleja declaraba “legitimada" la insurrección “como el único re curso que queda a un pueblo, cuando son insuficientes las represiones con stitucionales". Advertía de todos modos que no apelaría “para sostener tan justa causa al poder del extranjero, sino a nuestros propios recursos". Rivera dejó finalmente su cargo de presidente el 24 de octubre de 1834, siendo nom brado cinco días después como comandante general de la Campaña, inicián dose así una suerte de doble poder que el porvenir demostraría impracticable. Por su parte, el 1 de marzo de 1835 el general Manuel Oribe, lugarteniente de Artigas hasta 1817 y luego segundo al mando en la Cruzada Libertadora, fue elegido segundo presidente constitucional por el voto unánime de los legis ladores integrantes de la Asamblea General. En muchos aspectos, su elección podía ser considerada una respuesta opositora a la administración anterior en cabezada por Rivera. “Oribe —han señalado Pivel Devoto y Ranieri— era el amigo del orden. Quizás por debilidad de temperamento, experimentaba la necesidad de aferrarse ciegamente al rigorismo de las leyes, a la firmeza de la autoridad, al cumplimiento fiel del precepto escrito. Era de una gran honradez y de un sincero patriotismo". En efecto, tal como se esperaba, durante su mandato cumplió su ideal de un gobierno de orden que se orientó rápidamente a la búsqueda del establec imiento de una administración efectiva, que pudiera funcionar sobre bases sól idas. Integró un gabinete jerarquizado y representativo de distintas tendencias; se abocó a un ambicioso plan de ordenamiento económico-financiero, que in cluía el ajuste y la ampliación del sistema tributario y la nivelación de ingresos y egresos, con propuestas que en muchas casos incluían avanzados criterios redistributivos; impulsó leyes de retiro y de jubilaciones y pensiones; realizó reformas jurídicas y desplegó medidas en favor de la educación; impulsó la abolición de la esclavitud, ya anunciada y solicitada en el mensaje a la Asam blea General de marzo de 1836 y que se concretaría por ley en el Gerrito el 28 de octubre de 1846; bregó intensamente por la consolidación internacional del Es tado oriental; entre otras medidas. Sin embargo, las múltiples inestabilidades locales y regionales, el rol intervencionista desempeñado por Francia e Inglater ra y la existencia de una dualidad de poderes, personificada en su contienda creciente con Rivera, conspiraron contra la concreción de los objetivos de su gobierno y abonaron el camino para la reanudación de la guerra. Gomo era previsible, en 1836 y 1837 Rivera se alzó en armas contra el gob ierno de Oribe. Ya desde la asunción de este último y con la competencia por el poder que implicaba la designación de Rivera como comandante general de la Gampaña, se había iniciado un proceso de gradual distanciamiento y con frontación entre ambos caudillos. El primer alzamiento de Rivera se produce en
1836 y durante el mismo tiene lugar la Batalla de Carpintería, circunstancia que ha sido reconocida por las historias partidarias como la primera definición for mal de los bandos blanco y colorado. Fracasado en su primer intento, Rivera reincide al año siguiente. Con el apoyo riograndense y de la flota francesa lo gran la caída de Oribe en octubre de 1838. Éste había quedado en una situación harto comprometida el 11 de octubre, al apoderarse de la isla Martín García en el Río de la Plata la escuadra francesa aliada al bando colorado. Ante esas cir cunstancias, Oribe entregó el mando, emitiendo una enérgica protesta que inició con el título de “Manifiesto sobre la infamia". Desde entonces hasta 1843, Rivera retuvo el mando en Montevideo. Declara da la guerra al gobernador porteño Rosas aliado de Oribe, el 10 de marzo de 1839, el caudillo colorado comenzó a encabezar militarmente la lucha. En el marco de desacuerdos crecientes con los doctores de la Defensa y cuando para muchos se aprestaba a negociar la pa2 con representantes de Oribe, fue dester rado definitivamente a Brasil en octubre de 1847. Luego de siete años de exilio en Brasil (donde fue encarcelado numerosas veces), en un final de leyenda o de novela, sería nombrado luego de la caída de Francisco Giró para integrar un triunvirato junto con Flores y LarvalIeja, falleciendo a su retorno el 13 de enero de 18^4. Sus seguidores trasladaron su cuerpo dentro de un barril de caña hasta Montevideo para evitar su descomposición y luego de enterrarlo, be bieron el alcohol que había servido como primer “mortaja", en comunión y adhesión a su caudillo. Pocas veces en la historia uruguaya la relación fundante del vínculo caudillesco se expresaba de manera tan explícita.
7 El “Uruguay comercial, pastoril v caudillesco* Guerra, bandos v la “carrera de Ir
libertad0 { 183? \£$\) Mis divisas son la libertad, el honor, la dignidad y las leyes: odio eterno a los salvajes feroces unitarios. Manuel Oribe, 1842 La nueva historia económica de las últimas décadas ha venido a matizar cierta sabiduría convencional muy instalada en torno a los desarrollos más remotos de la primera economía agropecuaria en el Río de la Plata en general y en el Uruguay en particular. La labor de historiadores como Jorge Gelman, María Inés Moraes y Raúl Fradkin, entre otros, ha revertido el panorama de análisis más tradicional sobre las trayectorias agrarias rioplatenses. Estos nuevos enfo ques de investigación han puesto en entredicho algunos supuestos de la visión tradicional: la definición colonial de una estructura agraria básicamente ganadera y monoproductora, el predominio neto de un latifundismo casi excluyente y la muy destacada actitud fuertemente rentista de los primeros pro ductores rurales. La nueva investigación propone, desde estudios de proyec ción más regional que estrictamente nacional, una perspectiva bastante difer ente: sociedades y paisajes agrarios mucho más complejos y diferenciados, d is tantes de un campo casi vacío apenas poblado por indios y '‘gauchos semibár baros", con ganadería del cuero y latifundista. La nueva perspectiva ofrece tam bién una narrativa diferente: relativi2a el divorcio entre ganadería y agricultura, la noción de monoproducción, la carencia de mercados interiores, para ofrecer una visión de mayor complementariedad entre las grandes estancias y unidades productivas campesinas, la relevancia de los mercados interiores y del autoconsumo, la diferenciación entre los mundos rurales al sur y al norte del Río Negro, entre otros rasgos antes desechados. Esta revisión y complejÍ2ación de las estructuras agrarias en ese periodo de la Colonia y de las primeras décadas de los Estados nacionales en la región rioplatense, tiene derivaciones muy relevantes —como se verá más adelante— a la hora de interpretar cómo se dio efectivamente la modernización agropecuaria en el Uruguay de las primeras décadas del siglo xix. El marco general del primer Uruguay "comercial, pastoril y caudillesco" resulta así enriquecido en matices. Hubo en suma más diversidad demográfica, económica y social que la que tradicionalmente se ha aceptado, con todas sus implicaciones de diversa índole. Las estructuras prioritariamente premodernas y precapitalistas con vivieron con algunas experiencias exitosas de crecimiento económico diferente. A todo esto, para confirmar la centralidad de estos rasgos la mirada debe
necesariamente proyectarse al mapa de la cuenca del Plata y de sus grandes ríos, debe apuntar al registro de paisajes agrarios más abarcadores, que por ejemplo incorporen las grandes “vaquerías'1 y las “estancias misioneras*'. De cualquier manera, como ha señalado Tulio Halperin Donghi, “la larga es pera'1 de un vínculo más directo con los grandes mercados mundiales marcó a fuego también el desarrollo inicial del territorio oriental. Tras la ruptura del pacto colonial, las expectativas de una fuerte e inmediata expansión mercantil encontraron su techo. La demanda de capitales y el primitivismo tecnológico fueron factores que jugaron en esa dirección, lo mismo que las dificultades para la construcción de una estructura tributaria o el surgimiento efectivo de “monedas soberanas'1. Los rasgos centrales de aquel Uruguay “comercial, pastorial y caudillesco'1 han sido inventariados con precisión por José Pedro Barrén, a partir del registro de algunos núcleos de su entorno: i] un “paisaje sin reglas'1, en el que la natu raleza hostil predominaba a menudo sobre la acción humana y la experiencia rural del “desierto'1 se distanciaba muy fuertemente de la “civilización'1 urbana; 2] una “demografía de excesos'1, de natalidad desbordante y mortalidad muy elevada, con una “naturalización'1 de la muerte infantil (exorcizada en festivos “velorios de angelitos'1) y una sociedad rural de marcados índices de masculinidad, lo que promovía de por sí la poliandria; 3] una relación compleja y diversa entre sociedad y economía, en la que sin embargo imperaba “la libertad física de los de abajo'1, con alimento barato, fácilmente disponible, y la posibilidad cierta de vivir en los márgenes (y a veces al margen) de las relaciones del tra bajo asalariado, todo lo cual conformaba un panorama en el que las diferencias sociales tendían a cierta “invisibilidad'1; 4] un predominio de formas de ganadería extractivas, proclives al despliegue cotidiano de la “violencia física'1, con enfrentamientos cuerpo a cuerpo tanto con animales como con humanos, protagonizada por un singular “proletariado ecuestre y armado'1, y 3] la guerra entendida, según lamentara el reformador de la educación José Pedro Varela, “como el estado normal en la República'1, apoyada en redes de sociabilidad en las que las relaciones de “persona a persona'1 fundaban un “país real'1 de huestes caudillescas que tendía a predominar con claridad sobre el “país legal'1 de los doctores. Para Barrén, aunque sin relaciones lineales de causa y efecto, el entorno ambientaba, sobre todo en el medio rural, una “sensibilidad bárbara'1, indisciplinada y violenta, lúdica y excesiva (en especial en la vivencia de la sexu alidad), habituada a la “muerte exhibida y aceptada'1, a la exposición pública de lo íntimo y a la “sentimentalización de la vida'1. A todos esos rasgos podrían agregarse otros muy distintivos: 1] la indefini ción nacional y la ausencia de fronteras, que no las había en la primera
Constitución (que eludió la cuestión en procura de obtener la requerida ratifi cación del imperio de Brasil y la Confederación Argentina), pero que tampoco las hubo en la vida política (con bandos y divisas asociadas a los bandos de los territorios vecinos), ni en la economía (cuyos mercados divergían de los Esta dos), ni en la sociedad (con redes familiares que se desplegaban sin registro de límites geográficos); 2] la pluralidad y dispersión de las identidades colectivas, sin verdaderos resguardos “nacionales", como se ha visto, pero con otra plural idad de pertenencias a la ve2 combinadas, a menudo especulares y en entredi cho (orientales “a secas" o más proclives a la asociación con alguno de los vecinos, con séquitos caudillescos dentro o fuera de los partidos y, de a poco, algunas formas de asociacionismo utilitario, etc.); 3] la prevalencia del Estado (con muchas insuficiencias de “estatalidad" pero finalmente presente) sobre una sociedad civil débil y fragmentada, relación asimétrica que aunque con difi cultades, podía traducirse como la primacía de “lo político" sobre “lo social"; 4] una fuerte tendencia a la regionalÍ2ación de los conflictos políticos y militares, que se prolongaría por lo menos hasta la Guerra de la Triple Alianza (1865 1870) contra Paraguay, la presencia directa de poderes de fuera de la zona (muy marcadamente, como se veré, Inglaterra y Francia) y de tensiones dialécticas entre autonomía e integración del territorio, entre otros. En esa “tierra purpúrea", como la llamaría el anglo-argentino William Henry Hudson, no existían condiciones para una implantación capitalista temprana y mucho menos vigorosa. Pero su propio carácter “aplebeyado" le transfería ca pacidades de experimentación política. Pese a que el legado radical del artiguismo era enfrentado por una profusa “leyenda negra" (que presentaba a Artigas como “anarquista", “promotor del teatro de la Anarquía", “mariscal de los de sharrapados", etc.), una horizontalidad asimétrica de aquella sociedad naciente parecía orientar tanto a la guerra como a la disputa de proyectos utópicos. Como registró el propio Hudson en su novela sobre aquellos tiempos del “primer Uruguay": “aquí, el señor de muchas tierras e innumerables majadas, se sienta a platicar con el asalariado pastor, pobre y descalzo, en su rancho lleno de humo, sin que los separe ningún sentimiento de casta". Si es estrictamente cierto que blancos y colorados hunden las raíces origi narias de sus respectivas significaciones e identidades en la última Colonia, en los distintos momentos del ciclo revolucionario y en los primeros años del Es tado oriental, sin embargo fue sólo a partir de la llamada Guerra Grande (18381839/1851-1852) y de su hondo impacto comarcal en la región platense, cuando las divisas orientales pudieron confirmar sus primeras definiciones per durables. Blancos y colorados se dividieron por entonces en relación con el de safío de algunos de los principales dilemas del conflicto regional: desde la
definición de fronteras hasta la confrontación en torno a los modelos modernizadores más adecuados, pasando por la controversia armada en torno a la ad scripción territorial de las hegemonías caudillescas y sus séquitos. En ese marco general, buena parte de esos dilemas quedaron cobijados bajo la tan d is cutible —como exitosa— dicotomía sarmientina de "Civilización'' y "Barbarie'1. En esa dirección y con el telón de fondo omnipresente de la puja aludida, "lo colorado'1 se volvió poco a poco sinónimo de una relación privilegiada con el poder institucionalizado (en particular con el Estado central), con un estilo más "contractual'1 de "hacer la política'1, con la defensa de un modelo modernizador más imitativo, con una visión más aperturista frente al "afuera'1 (desde un cos mopolitismo muy eurocéntrico), con perfiles más ciudadanos y cercanos al inmigrante. En contrapartida, "lo blanco'1 comenzó a ser asociado con una acti tud de desconfianza frente al poder centralizado y al Estado, con un estilo de praxis política más agonista y romántica, con la defensa de un modelo modern izador más selectivo y autorregulado, con una mayor proclividad a posturas na cionalistas desde la afirmación de fronteras más fuertes entre el "adentro'1 y el "afuera'1, con una asociación privilegiada al mundo rural y a las instancias lo cales. Por su parte, un recorrido atento por la documentación de la época revela una singularidad relevante en el origen de los bandos o divisas blanca y col orada en territorio oriental: unos y otros convergían en su invocación a un lenguaje de perfiles "liberales'1. Más aún, lo que ocurrió entonces fue la simiente de lo que con el tiempo se volvería una singularidad política del país: la invocación generalizada de una matriz liberal, tan laxa como predominante entre blancos y colorados e incluso en la política uruguaya en su conjunto. Sobre este particularha señalado Pivel Devoto: A los defensores y sitiadores de Montevideo, se les ha supuesto siempre integrando unos y otros dos núcleos compactos representativos del espíritu liberal y de la civilización, y del absolutismo y de la barbarie, respecti vamente. Esta interpretación, demasiado simplista, es, por consecuencia, falsa... Uno y otro campo constituyó, sin duda, el asiento de tendencias políticas contrarias: europeístas y enamorados de las luces del siglo, eran los doctores de Montevideo (colorados); restauradores y fervientes partidarios del sistema americano, muchos de los hombres del Cerrito (blancos), pero tanto en un ambiente como en otro existieron elementos con ideas que de struyen el simplismo de toda clasificación absoluta. También veremos agi tarse dentro de Montevideo a las fuerzas tenidas por reaccionarias del caudillismo y asomar en el campamento del Cerrito a un núcleo de tendencia Iib eral.
Dentro de ese marco amplio, al comienzo del sitio que le impusiera Oribe en 1843, Montevideo podía ser considerada como una “ciudad europea'1. Del padrón elaborado por Andrés Lamas, precisamente en 1843, surge que de los 31 000 habitantes registrados sólo 11 000 eran orientales. Las filas del ejército de la Defensa revelaban perfiles similares en términos demográficos: la mitad de los aproximadamente 5 000 efectivos eran franceses (al mando de Thiebaut, coronel de esa nacionalidad), a los que había que agregar 500 legionarios ital ianos (quienes respondían nada menos que a las órdenes de Caribaldi). Eran precisamente las legiones extranjeras (en particularla garibaldina), así como el respaldo de los exiliados unitarios y de los revolucionarios riograndenses lider ados por Bento Conqalves da Silva, uno de los factores que los hombres de la Defensa reivindicaban como confirmación de su identificación con las ideas liberales. De todos modos, una vez que a comienzos de 1843 el escenario béli co se instaló en territorio oriental, la polarización de blancos y colorados quedó fuertemente simbolizada en la contraposición entre el Cerrito y la Defensa re spectivamente. Ambas capitales de los universos políticos enfrentados, prefig uraron así ese esquema binario y dialéctico de blancos y colorados, cada vez más cargado de significaciones y con proyecciones persistentes en el sentido de su búsqueda de arraigo en tradiciones especulares (“una en relación con otra'1). En suma, se trataba del esbozo de dos “patrias subjetivas'1, como Bal tasar Mezzera y otros han dicho en más de una ocasión. El 6 de diciembre de 1842, cuatro años después de deponer su mando presi dencial ante el bloqueo francés, al poner sitio a Montevideo luego de derrotar a Rivera en Arroyo Grande, Manuel Oribe señalaba en su Proclama: Orientales!... El bando anárquico y traidor toca a su fin, los salvajes unitarios han sido pulverizados. El héroe ínclito que preside los destinos de nuestra ilustre hermana la República Argentina [se refería a Juan Manuel de Rosas, su aliado] ha triunfado de todos los enemigos del orden, de la Libertad y de la Independencia; y he venido a vuestro seno a restituir a nuestra cara e infor tunada Patria el goce de sus derechos y de su prosperidad, bajo los auspi cios de ese triunfo inmortal; y con la cooperación de sus fieles hijos. Orien tales! Habitantes todos del Estado! Mis divisas son la libertad, el honor, la dignidad y las leyes: odio eterno a los salvajes feroces unitarios... Orientales! Huid de esos monstruos. Todos, todos los que améis sinceramente a la Pa tria, volad a donde están los Defensores de vuestras Leyes holladas, de vues tra Libertad oprimida, de vuestra Independencia traicionada. Así abreviaréis el término de vuestros males... Por su parte, como señala Pivel Devoto en la primera edición de su Historia de /os partidos políticos en el Uruguay, el 10 de febrero de 1839 Rivera ya había
suscrito un manifiesto (cuya autoría se le atribuye a Santiago Vázquez) en el que el caudillo colorado se hacía cargo de un fuerte alegato de neto corte lib eral, al identificar el principal objetivo de su lucha con “dar [un] golpe decisivo al funesto sistema de facultades extraordinarias, representado por el dictador de Buenos Aires [Juan Manuel de Rosas]", de modo de consagrar “el triunfo definitivo de los principios que proclamó la gran Revolución Americana". Ape nas dos semanas después, el 24 de febrero, el caudillo suscribiría otro mani fiesto, esta ve2 escrito por Juan B. Alberdi, con el mismo título que el anterior, pero que por su contenido habría de irritar profundamente a Santiago Vá2que2. Decía este otro manifiesto en uno de sus párrafos más notables: ... sin advertir que cada país tiene sus especialidades... improvisamos y san cionamos lo que Pueblos sa2onados en la carrera que íbamos a ensayar habían fundado sobre el cimiento de luces, costumbres y tradiciones de que no participábamos. Ningún error puede ser más pernicioso: el Poder Ejec utivo... necesita una acción vigorosa y concentrada, singularmente en países donde el hábito de la desobediencia ha llegado a confundirse con el espíritu de la Libertad y donde la aptitud para la Administración no es común: nece sita una influencia superior... y una extensión de facultades bastante para im primir un movimiento regular a la máquina administrativa, en estos países nuevos en la carrera de la Libertad. En apenas quince días, un mismo caudillo suscribía estos dos manifiestos opuestos, elaborados ambos por doctores que decían coincidir en forma com pleta en su adhesión al “liberalismo" pero que del mismo modo podían con frontar en forma indirecta, mediante la intermediación jerarquizada del caudillo, sus visiones más específicas y concretas en torno a la coyuntura. Con una retórica claramente inscrita en una lógica dicotómica, en sus men sajes oficiales, las autoridades institucionales de ambos campos pugnaron por obtener una posición de privilegio en el campo semántico tan abarcador (y a la ve2 tan disputado) de ese “lenguaje liberal". En ese marco, por ejemplo, el gob ierno de la Defensa, presidido entonces por Joaquín Suáre2, ilustraba de la siguiente manera la confrontación entre ambos bandos, en un mensaje enviado a la Asamblea General instalada en el Montevideo sitiado, fechado el 11 de agosto de 1845: “Se hi20 perceptible para todos el contraste entre los principios liberales del gobierno y el sistema arruinador de su enemigo". En contrapartida, las autoridades del Cerrito no se quedaban atrás en la polémica, buscando siempre asociar a Montevideo tanto con la anarquía (proclamada como la ne gación más enfática de la libertad) como con la servidumbre frente al extran jero. La facción anarquista rebelde — se decía en un “Manifiesto de la Asamblea
Legislativa" del Cerrito, dirigido “a los pueblos que representa"—, que por tanto tiempo ha hecho pesar sobre esta tierra sus excesos y sus traiciones, ha desaparecido de ella, quedando apenas encerrada en el estrecho recinto de la ciudad de Montevideo un puñado de orientales y argentinos que no han repugnado vender los más caros intereses de la Patria por conservar una existencia envilecida, al amparo de los extranjeros a quienes sirven. De todos modos y más allá de sus duras acusaciones, los gobiernos de la Defensa y del Cerrito convergieron también en algunas acciones. Lln ejemplo ilustrativo a este respecto lo constituyó la abolición de la esclavitud en ambos campos. En la Defensa la ley de abolición fue promulgada en diciembre de 1842 mientras que en el Cerrito la misma disposición fue publicada formalmente en octubre de 1846. Pero no cabe duda de que, por muchos motivos —la enjundia de los polemistas, su significación política tanto entonces como en épocas poste riores, la densidad conceptual e ideológica de los contenidos confrontados—, fue la polémica mantenida en plena Guerra Grande entre Manuel Herrera y Obes (1806-1890) desde la Defensa y Bernardo P. Berro (1803-1868) desde el Cerrito, la que constituyó un documento principalísimo a propósito de esa dis puta político-conceptual en torno al liberalismo y la revolución. Luego de desempeñar diversos cargos destacados en las instituciones de la Defensa, Manuel Herrera y Obes había encabezado dentro del círculo doctoral montev ideano la oposición al caudillismo personalista de Rivera, promoviendo su destierro en 1847. En las páginas del periódico El Conservador ensayó la prédica liberal que en su perspectiva debía sintetizar el conflicto vigente entre blancos y colorados como la “lucha de la Civilización contra la Barbarie". Están los principios de la tiranía y la barbarie de un lado; están los principios de la libertad y de la civilización del otro. He ahí la América entera en sus dos altas y generales cuestiones. Examinad bien ese ejército, que está en el Cerrito bajo la bandera de Rosas... Vedlo escarnecer y hacer pifia de cuanta institución liberal sale del centro de sus contrarios. Vedlo... pasando al filo de su cuchilla toda cabeza que encierre una idea, una doctrina de civi lización... Figuraos vencido al ejército enemigo; y ¿qué divisáis entonces? El prestigio de la capital, es decir, de la parte ilustrada de la Nación... el prin cipio democrático poniendo puentes en el océano para dar camino a la civi lización europea... Es ése precisamente el pensamiento de la Revolución. Por su parte, por edad Bernardo Prudencio Berro no había participado de los avatares del ciclo artiguista, aunque sí pudo formar parte de las fuerzas orien tales durante la Gruzada Libertadora de 1825. Fue opositor a Rivera y partidario de Oribe, así como una figura destacada en el campo sitiador del Gerrito y
colaborador asiduo en El Defensor de la independencia Americana, periódico desde cuyas páginas protagonizó esta polémica con Manuel Herrera y Obes. Entre los fragmentos de su réplica, también publicada en varias notas suce sivas, cabe extraer los siguientes: Compuesta de los mismos elementos que antes, la existencia de la facción salvaje unitaria que abrigan los muros de Montevideo, se halla en un todo vinculada a la rebelión que encabezó Rivera... Y he aquí por qué el carácter antiliberal y contrario a la civilización que le dan, recae en su rebelión... Hemos de probar también que la revolución americana fue más esencial mente política que social, y que el haberse empeñado en hacerla abrazar atropelladamente este último carácter, bajo el modelo de las modernas rev oluciones liberales europeas, y sin dejarlo que acompañase solamente a la nueva posición de la América en vez de violentarla, es una de las causas principales de sus desgracias... La civilización de la Europa y la de América es la misma... La revolución abrazó dos objetos: hacernos independientes de la España y de cualquier otra nación europea, y fundar una sociedad libre bajo el régimen republicano. En el registro de esta polémica resulta plenamente comprobable la progre siva consistencia que iba cobrando la disputa abierta en aquel Uruguay de los orígenes por la hegemonía en la apropiación privilegiada del liberalismo. Esa pugna por el liberalismo se volvía cada vez más sinónima de toda una inter pretación disputada sobre los logros y herencias de la revolución, los desafíos del progreso de las incipientes repúblicas y las interpelaciones doctorales a propósito del advenimiento de la modernidad. Por cierto que todos estos de bates y polémicas, además de ser políticos e ideológicos, tenían mucho que ver con la eterna pelea en torno al léxico y las palabras. El propio Bernardo Berro lo percibía de la siguiente forma, en medio del trajín de su polémica con Herrera y Obes: ... las ideas se perdían entre la confusión de las palabras; y el uso de un lenguaje revestido de formas poéticas para el examen de cuestiones políti cas, en que servían de imágenes algunos denuestos contra el pardejón Rivera y muchas calumnias a los caracteres más eminentes de ambas Repúblicas del Plata... Las contiendas americanas, exceptuando las pocas referentes a verdaderos partidos políticos y a la defensa de gobiernos legí timos, han sido luchas de facciones... Todas han formulado sus programas de acuerdo con los principios liberales y con el sistema republicano adm i tido en América... Este acuerdo en las ideas, esta confusión de las clases en las revueltas intestinas, prueba de una manera evidente que no luchan en ellas...
principios
políticos,
ni
elementos
sociales
colocados
en
antagonismo, sino pasiones e intereses de otro género que se refieren a cier tos vicios heredados, a nuestra inexperiencia, y sobre todo a ese repentino tránsito del régimen absoluto al de libertad. Los dichos de Berro en 1847 respecto a que “las ideas se perdían entre la confusión de las palabras'1, bien podían invertir su significación. En la puja abierta por las palabras y el predominio de los conceptos radicaba sin duda un campo decisivo de la lucha política e ideológica entre los principales actores de la época. La Guerra Grande terminó en territorio oriental en 1851, bajo el lema mentiroso de “sin vencidos ni vencedores'1: el respaldo del imperio de Brasil —obtenido tras muy gravosos acuerdos— y el apoyo de Urqui2a le dieron el tri unfo a los colorados. La guerra regional culminaría el año siguiente con la der rota final de Rosas en Monte Gaseros. Muchos decían que para el Uruguay se iniciaba una “nueva Gisplatina'1, en referencia al notorio poder brasileño que volvía a hacerse presente en forma inocultable.
$ La posguerra y el azaroso pleito por las libertades (18^1-1872)
Débiles como somos, no nos queda otro baluarte que el derecho internacional. Alejandro Magariños Cervantes, 1865 Terminada la Guerra Grande en territorio oriental, el 8 de octubre de 1851, tendió a prevalecer un clima de concordia y de pacificación en las elecciones legislativas realizadas en noviembre de ese mismo año. El elemento caudillesco se encontraba en buena medida aislado ante el clamor generalizado por una paz duradera y ello estimulaba la alianza de doctores de ambas divisas para promover políticas de unidad. Diversas circunstancias, como la muerte de Eugenio C^t26r\ (el candidato ampliamente favorito para ocupar la primera magistratura) y una leve mayoría blanca en la Asamblea General, coadyuvaron para que el candidato colorado Manuel Herrera y Obes desistiera finalmente de su postulación y Juan Francisco Giró fuera elegido por la casi totalidad de los legisladores. Admirador y amigo político de Rivadavia, fervoroso defensor del ideario ilustrado del siglo xviii, Giró, el primer presidente oriental de la pos guerra, se había opuesto a Rivera y había apoyado con entusiasmo el ascenso de Oribe a la primera magistratura del país. Luego de la caída de este, per maneció en Montevideo y en 1844 se pasó al campo sitiador del Gerrito, en el que formó parte de la Comisión de Instrucción Pública. Como han señalado Pivel Devoto y Ranieri, sus antecedentes “no eran heroicos'1, pero por sus características personales (era un moderado, un hombre de orden y de dere cho) podía prestar “buenos servicios... en la hora de la organización/1 Desde ese talante intentó una política de pacificación, buscó ordenar las finanzas públicas entonces en estado crítico, bregó por la ratificación legislativa previa de los cuestionados tratados de 1851 con el imperio de Brasil, intentó organizar una Guardia Nacional para lograr un mayor equilibrio ante el coloradismo manifiesto del ejército y la policía. También realizó su famosa gira por la campaña entre octubre de 1852 y enero de 1853 a fin de interiorizarse de su situación y de orientar la recuperación económica del sector agropecuario. Los representantes colorados que se adhirieron a su postulación manifes taron su convicción respecto a que estaban persuadidos de que el novel Presi dente realizaría “una política prudente y digna en el exterior;y en el interior una política liberal, de fusión y de olvido absoluto del pasado, con exclusión com pleta de toda tendencia reaccionaria'1. Eran tiempos fusionistas y las búsquedas en esa dirección abrevaban —una vez más— en la proximidad laxa de las in vocaciones comunes al campo liberal. La experiencia de Giró no pudo sin
embargo concluir con éxito. El i 3 de julio de 1853 se produjo un levantamiento protagonizado por el llamado Partido Conservador, fuertemente identificado con los ideales de la Defensa colorada. A pesar de que no prosperó en lo in mediato, se produjo una situación de inestabilidad extrema que culminó con el asilo de Giró en la Legación de Francia el 24 de septiembre de 1853. Ante la renuncia presidencial, fue designado un triunvirato integrado nada menos que por el gran caudillo colorado por entonces emergente, Venancio Flores (1808-1868), junto con Rivera y Lavalleja, caudillos y líderes de las guer ras de la Independencia. Sin embargo, la muerte casi simultánea de ambos “compadres* dejó a Flores a cargo de la Presidencia hasta 1855. La situación caótica que imperaba lo obligó a renunciar en septiembre de ese año, siendo designado comandante de armas. Sin embargo, ya resultaba claro que era uno de los principales factores de poder en el territorio. Pocas figuras de la historia uruguaya han despertado tantas pasiones y generado opiniones más contra puestas que la del general Venancio Flores. Caudillo rural emblemático (era “el perfecto gaucho*, escribió de ál el diplomático francés Martin de Maillefer en sus informes diplomáticos), referente caudillesco frente al fusionismo doctoral, icono de la tradición colorada, su figura ha estado unida en forma indisoluble a la polémica en torno al pasado nacional protagonizada por los llamados “par tidos históricos*. Ni siquiera dentro del coloradismo su recuerdo ha desper tado unanimidad. Y sin embargo, más allá de hagiografías y denuestos, autores de muy distintas orientaciones, sin rehuir la crítica y sin falsas ecuanimidades, resaltan la ambigüedad del personaje, sus contradicciones y complejidades, que muy a menudo fueron los de su tiempo. Lln antiflorista confeso como Real de Azúa ha señalado sobre Flores: “Primitivo, impetuoso, violento, capaz de todos los desafueros, siempre es posible ver en él un último fondo, radical, de nobleza, de salud de alma, de equidad. Es capaz de avergonzarse y de desde cirse y de poner tras cada abuso un claro gesto de magnanimidad*. El triunfo de la candidatura de Gabriel Antonio Pereira a la Presidencia de la República en 1856 representó nuevamente el retorno de las ideas de fusión. El nuevo presidente, en una circular confidencial que dirigió a los jefes políticos departamentales, expresó entonces que la autoridad que hoy preside la República ha declarado que no reconoce par tidos, aunque los respeta en el libre ejercicio de sus opiniones y de sus dere chos... y ha proclamado la unión de los orientales bajo la sombra de la [ban dera] nacional, cuyo sostén y defensa incumbe a todos sin excepciones. Sin embargo, estas ideas tropezarían con la resistente vigencia de los en conos partidarios tradicionales. Seguramente uno de los obstáculos más importantes haya sido el surgimiento del Partido Gonservador, responsable en
esos años de varios levantamientos, como el ya anotado del i 3 de julio de 1853, que hirió de muerte al gobierno de Juan Francisco Giró. Este partido, integrado fundamentalmente por los doctores colorados y encabezado por José María Muñoz, César Díaz y Juan Carlos Gómez, més alié de ciertos amagos unificadores en sus orígenes (rápidamente disipados), lo que pretendía conservar eran las tradiciones coloradas y liberales de la Defensa y rechazaba la política de fusión. En enero de 1858 el Partido Conservador se sublevó nuevamente. Al mando de César Díaz los conservadores intentaron infructuosamente tomar Monte video. El 28 de enero fueron derrotados en el paso de Quinteros por el general Anacleto Medina. El 2 de febrero fueron fusilados los jefes de la revolución, los generales César Díaz y Manuel Freire y los coroneles Francisco Tajes, Eugenio Abella e Isidro Caballero. En los días siguientes hubo més fusilamientos. Aunque ha sido objeto de interpretaciones contradictorias, este acontecimiento tendría una fuerte relevancia histórica y marcaría un hito identificativo en la tradición colorada. “La rememoración de Quinteros ha sido siempre para el Partido Colorado, a la vez que homenaje propiciatorio a los ilustres antecesores en su fe política, que fueron coronados por el martirio en aquella tremenda jor nada, ocasión de retemplar convicciones y de renovar enseñanzas ejemplares'1. Estas palabras pertenecen a la oración fúnebre que el doctor colorado Ángel Floro Costa pronunció al pie del monumento erigido a los mártires en la con memoración de 1884. En la ocasión, Costa consideró que los blancos eran “una raza judaizante'1 con “sinagogas aparte'1, ''vivamente convencida de la superi oridad de su valor y sus luces'1. Quinteros —opinó— “no aparece a la mirada del historiador filósofo como un crimen aislado, fortuito, único, sino como el último eslabón de una cadena de atentados, como la explosión, delirante de fa natismo, de un partido político amamantado desde su cuna con tradiciones de sangre'1. En contrapartida, todavía con el fragor del episodio muy presente para el presidente Pereira y sus ministros, en el mensaje a la Asamblea General del 15 de febrero de 1858 se afirmó: por profundo que fuese el sinsaborque debía apurar el Gobierno acordando y decretando ese grande acto de justicia penal, después de haber ofertado in útilmente el perdón y el olvido en los primeros momentos, tuvo que sobre ponerse a todo sentimiento de clemencia para no mirar sino la senda estricta y severa del deber, de la ley y de la necesidad nacional. Obró así con plena conciencia, limitando el castigo a lo més indispensable y perdonando gen erosamente a todos aquellos de los rebeldes a quienes ha sido posible per donar.
Blancos y colorados, más allá del fusionismo doctoral, comenzaban a ar raigar en el alma popular como “comunidades de sangre'1, con sus caudillos como iconos con amplio poder de convocatoria. Aquellos tiempos violentos eran también propicios para la construcción de instituciones políticas (llamadas por entonces “partidos'1 o “sociedades'1). Los círculos doctorales que habían participado en el Cerrito tampoco fueron una excepción a este respecto. Hacia fines de abril de 18^4 fundaron una “sociedad denominada Partido Blanco o sea del Orden Constitucional'1, al que dieron de inmediato un programa doctrinario, en cuyo capítulo sexto se decía en forma textual: “.. que obstará por todos los medios a su alcance a que salga de su seno lo mismo el despotismo individual de caudillo que el despotismo oligárquico de partido, considerando a uno y otro como igualmente funestos y contrarios a la libertad.. '1. Como se observa, el tema del orden social como sustento del ejercicio de las libertades y el de la pertinencia o no de los partidos como actores colectivos legítimos y eficaces para construir una política de paz constituían por entonces los asuntos principales que envolvían el debate político. Luego de la Guerra Grande, el incipiente país enfrentaba un cúmulo de desafíos importantes: la ruina de la economía, el acrecido endeudamiento de un Estado débil, el de scenso general de la población, el debilitamiento del otrora rico patriciado ori ental, la pauperización aguda de los sectores populares, una grave tutela del imperio de Brasil, que a muchos —como se ha señalado— hacía recordar los tiempos de la Gisplatina. En el campo más estrictamente político, la con tinuidad durante medio siglo de una situación casi ininterrumpida de guerra re gional reforzaba las apelaciones a la paz como camino indispensable para la recuperación y aun la sobrevivencia de aquella sociedad despoblada y frag mentada. La gran mayoría de los sectores adinerados, en particular los grandes hacendados y el alto comercio, hizo suya esta demanda, pero el debate rea pareció a la hora de definir cuál era la política más adecuada para obtener la an helada pacificación. Una vez más, doctores y caudillos confrontaron sus v i siones y al hacerlo perfilaron dos modelos alternativos de concebir la aso ciación política, con sus respectivas perspectivas en torno al destino nacional y las formas de ejercicio de la política. En ese marco se consolidaron dos políticas: la de fusión defendida por el elemento doctoral y la de los acuerdos o pactos impulsada por los caudillos. La confrontación no resultaba menor: no sólo entraba en debate la elección de los mejores caminos para la paz sino que también se discutía, en un momento decisivo y de curso imprevisible, la suerte de las divisas y las formas de la par ticipación ciudadana. El conflicto no era nuevo, estaba ya instalado —como
vimos— desde la consagración de la Constitución de 1830. Desde el origen mismo del Estado oriental, doctores y caudillos propusieron vías de partic ipación política sobre bases incompatibles. Como ha afirmado el ya citado Romeo Pérez, la visión doctoral, claramente dominante en la Constitución de 1830,
imbuida del individualismo esencial de las revoluciones burguesas, descon fiaba de los grandes colectivos y promovía un compromiso atomístico, de hombres razonables y libres, que debatirían tras silenciosa, recoleta med itación... Su oponente (caudillesco) equiparaba estrictamente menor inter vención política a pérdida de derechos de toda naturaleza y, a la inversa, atribuía relevancia a las consultas, la amplitud de las convocatorias, los apoyos y consensos... Mientras que la participación que los constituyentes persiguieron debía rechazar a los partidos, a la forma-partido, la otra (caudillesca) la requería... Fue en este contexto que Andrés Lamas, en julio de 1855, elevó a la consid eración de la ciudadanía uruguaya un manifiesto publicado en Río de Janeiro con el título ''Andrés Lamas a sus compatriotas". Constituido desde que se hizo público en el programa ideológico de la fusión, el llamado desde entonces Manifiesto de Lamas contenía un fuerte alegato anticaudillista, un rechazo in transigente a cualquier forma de continuidad de las divisas, la convocatoria a crear un partido de ideas. Pero también proyectaba —y esto no se recuerda tanto— la necesidad de un cambio de la estructura económica que dejara atrés la “monoproducción ganadera" y el latifundio; proponía planes de reorga nización de la administración pública, de colonización, de mejora de la instruc ción pública y de reformas en las éreas militar y judicial, todo sobre la base de una alianza estrecha con Brasil, entendida como el único sostén posible de la estabilidad oriental. A partir de este Manifiesto de 1855 fue que se conformó la llamada Unión Liberal en octubre del mismo año, para muchos (aunque resulta un punto dis cutible) el primer Partido Liberal en sentido estricto que existió como tal en el país, agrupación en la que por algún tiempo convergieron algunos de los més connotados doctores provenientes de ambas divisas. Por de pronto, ése fue el caso de los ya mencionados polemistas de la Defensa y el Cerrito, Manuel Her rera y Obes y Bernardo Prudencio Berro, así como de Luis y Juan José de Her rera (abuelo y padre de quien sería el renombrado caudillo del Partido Nacional Luis Alberto de Herrera) y de Lorenzo Batí le (presidente colorado entre 1868 y 1872, padre a su vez de José BatíIe y Ordóñez, futuro presidente en dos oportu nidades, entre 1903 y 1907 y entre ig n y 1915). Frente al acuerdo de los doctores y acicateados por la crisis económica y
social, así como por los peligros que se cernían sobre la soberanía del Estado oriental, los grandes caudillos de ambas divisas, Venancio Flores y Manuel Oribe, depusieron sus disputas y celebraron el Pacto de la Unión el n de noviembre de 1855. Era sin duda una respuesta directa al Manifiesto de Lamas y al movimiento doctoral que se había conformado en torno a su convocatoria. El pacto ante la fusión conjuntaba, como se ha visto, los dos términos de un con flicto en el que estaban en juego rasgos centrales de la política uruguaya del futu ro. Oribe y Flores encarnaban como nadie, luego de la muerte de Rivera, la simbología de la jefatura caudillesca,
de proyección
nacional, claramente
hegemónica frente a las redes múltiples de los otros caudillismos de base re gional o local. En torno a sus figuras se aglutinaban las multitudes rurales blan ca y colorada, perfiladas ya después de la Guerra Grande en sus contenidos y tradiciones, separados ademés por “comunidades de sangre'1 enfrentadas, més alié de su generalmente común (no por ello menos diferente en sus modal idades y alcances) sentido de pertenencia oriental. A la luz de los enfrentamien tos continuos de las décadas pasadas, un pacto entre Oribe y Flores constituía un hecho político de enorme significación para su época. En dicho pacto ambos caudillos renunciaban a cualquier futura candidatura presidencial, prevenían contra la “desunión'1 y la “discordia'1 que ponía en peli gro una “vacilante nacionalidad'1, responsabilizaban a los partidos del “terrible flagelo de la guerra civil'1 y convocaban a todos sus compatriotas a 'formar un solo partido, de la familia oriental'1, tras un programa de “orden'1 e “indepen dencia'1. Mucho més breve en su desarrollo, en su convocatoria última el Pacto de la Unión no difería demasiado de los objetivos explicitados en la primera parte del Manifiesto de Lamas. Sin embargo, més alié de los textos, uno y otro documento expresaban dos visiones antagónicas de concebir la asociación política. El pacto no era la fusión, intrínsecamente era el acuerdo entre diferentes que dejaban de lado lo que los diferenciaba sin perder por ello sus respectivas iden tidades. Més alié de las convocatorias de la coyuntura y como lo demostrarían los acontecimientos de las décadas venideras, era también el destino y la sobre vivencia de los partidos lo que estaba en juego. Gabe reiterarlo una ve2 més: en el “país legal'1 de los doctores se perfilaba una idea contrapuesta a la vigente en el “país real'1 de los caudillos. Y fue la prevalencia de estos últimos la que c i mentó la temprana consolidación de formas partidarias como uno de los ele mentos de larga duración més característicos de la formación política uruguaya. “Entre los orientales —ha señalado Romeo Pére2— este primer antagonismo
nos dejó el desenlace, democráticamente fecundo, de la
participación masiva a través de la forma-partido, contra el atomismo concordista. La ratificación por el pueblo, rotunda aunque escasamente verbalizada, de las tradiciones bélico-políticas blanca y colorada, definió la pugna..,". Luego de la Guerra Grande, junto a la pugna desatada entre doctores y caudillos, se pusieron de manifiesto en plenitud las consecuencias de menoscabo a la independencia nacional emanadas de los tratados de 1851. Para afirmar su convergencia y generar una asimetría militar que concluyera con la guerra, el 12 de octubre el gobierno de la Defensa y el imperio de Brasil fir maron cinco tratados extremadamente gravosos para la ya incierta indepen dencia del Estado oriental: de Alianza (por medio del cual se habilitaba la posi bilidad de intervención imperial en territorio oriental), de Extradición (con el compromiso de devolución de los esclavos fugados), de Prestación de Socorro (con la obtención de un subsidio que ofrecía como garantía el cobro de las rentas aduaneras, única fuente genuina de recursos del Estado), de Gomercio y Navegación (que declaraba la navegación común del río Uruguay y de sus aflu entes interiores) y de Límites (por el que se abdicaba en forma definitiva de los límites heredados de la Golonia y se renunciaba formalmente a un tercio del territo rio). Bajo el imperio de esos condicionamientos severos, en las décadas sigu ientes la confirmación de un estatuto de independencia efectiva para la repúbli ca fue un objetivo que impulsaron, a menudo en soledad, distintos hombres públicos. Por ejemplo, en su “Discurso inaugural del curso de Derecho de Gentes" de 1865, Alejandro Magariños Cervantes se preguntaba a propósito del caso paraguayo, por entonces en el centro del debate regional, si “el equilibrio de los Estados era una realidad o una quimera en el Río de la Plata". Los suce sos del lustro siguiente, con la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, con testaron con rotundidad en el corto plazo esta pregunta. De todos modos, Magariños Cervantes anticipaba en su discurso algunas ideas fuertes y certeras. Deben registrarse al menos dos entre otras posibles: “Los principios procla mados por la Revolución de 1810 no se han encarnado aún en la conciencia popular"; “Débiles como somos, no nos queda otro baluarte que el derecho in ternacional; la fuerza podrá diezmarnos impunemente". La tutela del imperio de Brasil era muy notoria e influyente en múltiples aspectos y muchos no creían en las posibilidades de una independencia plena. Como en épocas anteriores, argumentaban que el Estado oriental carecía de las bases mínimas para asegurar el orden interno y que cualquier formato independentista convocaría el retorno de la guerra y la anarquía, expresiones que to davía resonaban para algunos poderosos como la posibilidad del retorno del “radicalismo artiguista", tan temido como inviable. Los intereses sociales y
económicos también pesaban y la puja por derivar los destinos hacia el imperio de Brasil o hacia la Confederación Argentina no sólo transitaba en el plano de los argumentos. La larga continuidad de la guerra, iniciada en la última Colonia y que se pro longaría en la región hasta 1870, con el fin de la Guerra de la Triple Alianza con tra Paraguay, agregada a la ruina económica, la pauperización social y el har tazgo ante la prolongada inestabilidad política, confirmaban en el plano intelec tual un terreno propicio para el auge de las ideas y programas fusionistas, con frontados con la realidad caudillesca. Los fundamentos de estos planes eran de índole diversa. Fue como expresión de ese clima de época que Bernardo Pru dencio Berro fue elegido presidente de la República el 1 de marzo de 1860, in augurando un gobierno difícil, en el marco de un contexto regional muy convul sionado, con conflictos con la Iglesia católica y el levantamiento revolucionario de Flores iniciado el iq de abril de 1863. Ya se ha dicho que por su edad Berro no había participado de los avatares del ciclo artiguista, aunque sí pudo partic ipar en las fuerzas orientales durante la Cruzada Libertadora de 1825. Fue opos itor a Rivera y partidario de Oribe, siendo una figura destacada en el campo siti ador del Cerrito. Firme partidario de la política fusionista, se adhirió al Mani fiesto de Lamas y militó en las filas de la Unión Liberal, al tiempo que escribía su libro doctrinario ideas defusión. Admirador del pensamiento político norteamericano, como señaló Real de Azúa, Berro fue "un hombre del siglo xviii", un "radical y cabal ilustrado". A par tir de esas premisas ideológicas, fue enemigo de los partidos tradicionales y del caudillismo, fusionista convencido, obsesionado por la creación de hébitos republicanos y por la "orientalización" definitiva de los destinos nacionales. Sin embargo, este hombre reflexivo, que al decir de Pivel Devoto "se preciaba de hombre práctico pero fue un idealista", terminó devorado por las contradic ciones violentas de su tiempo. "Puritano en la tormenta", Berro vio fracasar su proyecto político, tras la Cruzada liderada por Venancio Flores en 1863 y en frentado también con levantamientos de caudillos blancos. Al llegar al fin de su periodo presidencial, entregó el mando al presidente del Senado, Atanasio Aguirre, quien no pudo detener a Flores, que se hizo del poder en enero de 1865. Berro terminaría torturado y asesinado el iq de febrero de 1868, después de protagonizar un abortado alzamiento militar contra el presidente Flores (apuñalado de muerte también en aquel aciago "día de los cuchillos largos"). Su cadáver fue vejado y arrojado a una fosa común del cementerio Central. Su trágica muerte marcaba el final de los anhelos fusionistas así como la paradoja de su propia peripecia personal: "anticaudillo" radical como era, al decir de Lin coln Maiztegui, terminó sus días acaudillando una revolución sin destino y
debió enfrentar una muerte atro2, muy propia de aquella tierra purpúrea que él quería ordenar y transformar. Con el mismo telón de fondo de los sucesos dramáticos en la región (con la destrucción real de Paraguay tras la Guerra de la Triple Alianza) y con la con tinuidad de los enfrentamientos civiles en territorio oriental, con una vivencia muy diferente de la lucha política, los caudillos continuaban afirmando su visión de “patria" a partir de perspectivas más épicas y emocionales. Hacia fines de 1864, desde las ruinas de una Paysandú sitiada y bombardeada, pocos días antes de su muerte, el general Leandro Góme2 dirigía una proclama a sus “soldados de la patria", en la que les agradecía su martirio en procura de “sal var la República". Desde los tiempos en que había servido junto al entonces presidente consti tucional Manuel Oribe, en su enfrentamiento a la intentona revolucionaria lid erada por Fructuoso Rivera en 1836, Leandro Góme2 se mantuvo siempre firme entre las huestes oribistas y blancas. Aunque también tuvo sus momentos “fusionistas", ya que participó en el proceso fundacional de la Unión Liberal de Lamas, cuando retornó Oribe volvió a acompañarlo. La fusión no podía con tener su carácter pasional ni su sentido fuerte de la nacionalidad oriental, tan emparentado con su admiración decidida por la figura de Artigas. Fue desde ese lugar de “blanco oribista" que pudo estar entre los principales jefes m il itares durante el gobierno de Berro (al que también acompañó pese a sus noto rias diferencias) y fue también desde allí que le tocó enfrentar el alzamiento rev olucionario liderado por Venancio Flores en 1863. Gomo preámbulo de las guerras regionales que derivarían en la Guerra del Paraguay, en la que Uruguay participó porque el gobierno de Flores debía corresponder el apoyo que había recibido del imperio de Brasil y de la Argentina mitrista, el destino llevó a Lean dro Góme2 a protagonizar como comandante la “defensa de Paysandú", cer cada sin remedio por tierra y por agua en los últimos meses de 1864, tanto por el ejército florista como por la escuadra brasileña que lo apoyó. En esa encru cijada sin salida, su figura y su actitud de resistencia lo hizo constituirse en el símbolo de un sentido de patria asociada a una “comunidad de sangre" que por entonces ya eran “los blancos". “Patria" y “partidos" ya comenzaban a entre cruzarse en el pleito de las armas, de las ideas y de las palabras, en el marco de una lucha política cargada de mística y violencia. El tiempo demostraría que los sueños e ideales —también sus pulsiones más primitivas— de aquellos hom bres llevaban una pesada carga utópica, simiente de culturas políticas densas, sólidas, con vocación genuinamente plebeya. Desde un rechazo intransigente —para algunos irracional— a toda prop uesta de rendición o capitulación, Leandro Góme2 acaudilló en la cercada
Paysandú una resistencia que duró treinta y tres días, ante el asombro de los atacantes. “Hasta sucumbir" fue el lema más certero de su convicción. Ascen dido a general en pleno sitio, Gómez expresó en sus proclamas lo que sería el eje de su actitud política y militar a lo largo de todo el sitio: que en su opinión el dilema era “independencia o muerte" y que desde esa premisa no quedaba espacio para entendimiento alguno con quienes consideraba invasores. Su der rota y martirio, con la mayoría de sus hombres, se convirtieron con el tiempo en uno de los cimientos de la tradición emocional del Partido Blanco y, más allá, en una referencia suprapartidaria de lo que muchos han llamado el “na cionalismo oriental". Luego de las trágicas muertes de Berro y de Flores en i 363, fue elegido presi dente Lorenzo BatíIe, quien de ese modo iniciaba la saga política de la familia BatíIe, una de las más importantes, influyentes y polémicas de toda la historia uruguaya. Había nacido en i 3 io y su infancia y adolescencia estuvieron mar cadas por los infortunios económicos de su padre, José Batí le y Carreó, el primero en estas tierras, a quien arruinó el estallido de la Revolución oriental. Vivió sus años de formación en España y Francia, regresó al año siguiente de la jura de la Constitución e ingresó a la Guardia Nacional. Al comenzar la Guerra Grande volvió a ser movilizado del lado colorado-unitario. A partir del Sitio Grande, iniciado en 1343, tuvo activa participación en la defensa de Monte video, llegando a formar parte del gabinete de Joaquín Suárez como ministro de Guerra y Marina. En ese cargo le cupo la difícil tarea de aprehender y mandar al exilio nada menos que a Fructuoso Rivera, fundador del coloradismo. Con renovado activismo participó en los avatares políticos del periodo siguiente a la Guerra Grande: en 1352 fue uno de los fundadores de la Sociedad de Amigos del País; al año siguiente militó en las filas del Partido Conservador; en 1355 se adhirió al llamado de Andrés Lamas e integró las filas de la Unión Liberal. Fue ministro de Hacienda en el gobierno de Pereira hasta noviembre de 1857, cuan do abandonó la política por varios años. Tras el triunfo de la revolución de Flo res, aceptó de su ex adversario dentro de las filas coloradas el Ministerio de Guerra y Marina, que ocuparía durante tres años. En 1 363, después de la muerte trágica de Flores, fue elegido presidente luego de un conflictivo proceso en el que terminó enfrentado con José Gregorio Suárez, el tristemente célebre “Goyo Jeta", caudillo colorado especialmente violento. Su presidencia estuvo signada por las dificultades y en gran medida por el fracaso: su política excluyente (“Gobernaré con mi partido y para mi partido") le generó la férrea oposición de los blancos; dentro de su propio partido tuvo también graves conflictos con los caudillos regionales, reforzada su autonomía tras la desaparición del caudillo colorado de proyección nacional, Venancio
Flores. Una grave crisis económico-financiera desestabilÍ2Ó profundamente su gobierno y, en 1870, liderada por Timoteo Aparicio, se inició la Revolución de las Lanzas, que marcó definitivamente el futuro de su administración. Dejó el cargo al término de su mandato constitucional, sin participar en el pacto de abril de ese mismo año de 1872, que puso fin a la Revolución e inició la política de coparticipación entre blancos y colorados. En la primera matri2 de la cultura política oriental forjada en aquellas dé cadas, la respuesta más persuasiva ante la interpelación fusionista no se dio en la dirección de eliminar a los partidos o en la solución inviable de constituir un “partido de la nación" (en realidad, el “partido del antipartidismo"). Pudo final mente arraigarse desde el instrumento més concreto de construir las vías para su “coparticipación" en el manejo compartido de los asuntos públicos. La fór mula para ello, quizá primitiva pero sin duda muy efectiva en la práctica, se dio precisamente con el acuerdo de paz del 6 de abril de 1872. A las bases escritas de este pacto interpartidario se le sumó el compromiso verbal (que no podía ponerse por escrito pues era contrario a las disposiciones constitucionales v i gentes) de adjudicar cuatro jefaturas departamentales al Partido Blanco. Dos días después y en alusión al reparto de jefaturas departamentales como autén tica clave del acuerdo de paz, Fermín Ferreira y Artigas decía en la Asamblea General: “El modo de hacer efectiva la paz es dar participación política a todos los partidos en que estamos divididos, para que no se crea que tenemos confi anza en el predominio... y ... ante la influencia que ese equilibrio ejerce, la paz seré una realidad". Una semana después de la paz, se realizó en Montevideo un denominado “Banquete de la Juventud", en el que se reunieron para festejar el acuerdo varios centenares de jóvenes montevideanos, provenientes de las més diversas posi ciones políticas. Allí aparecían varias figuras que con el tiempo desarrollarían actividades públicas de particular relieve. Més alié de sus diferencias, sus d is cursos coincidieron en algunas “ideas-fuerza": la invocación
“regenera-
cionista", la identificación de la patria con la libertad (a partir de la invocación de un laxo “patriotismo liberal"), el rechazo a la violencia como vía de resolu ción de los conflictos políticos, el llamado a respetarla Constitución. Pablo de María pudo sintetizar con eficacia el ambiente espiritual predominante en aque lla noche de festejos: “Fraternicemos hoy en el banquete de la juventud. Mañana yo os emplazo para sentarnos juntos en el banquete de la patria".
9 La primera modernización: capitalismo, secularización v “militarismo" trunco (1872-1886)
... somos ramas del árbol rural... Domingo Ordoñana, 1871 Como hemos visto, a la independencia de las incipientes repúblicas de la América hispánica sucedió, como bien ha señalado Tulio Halperin Donghi, una iarga espera", en procura de alguna posibilidad de integración en los mer cados internacionales. Ello apenas vino a ocurrir en la segunda mitad del siglo xix, cuando la primera modernización capitalista fue posible en esta parte del mundo y de distintas maneras provocó un amplio espectro de transfor maciones en sus sociedades. El modelo triunfante estuvo signado por el desar rollo “hacia fuera", pero sus orientaciones y características fueron diversas según los casos. En el Río de la Plata y más específicamente en Uruguay, el proyecto que hi20 viable la primera modernización capitalista fue de carácter agro exportador. Su base social tuvo como principal soporte institucional a la Asociación Rural, entidad fundada en octubre de 1871, que nucleó en su seno a esa nueva clase de “estancieros empresarios" (la mayoría inmigrantes de primera o segunda generación) que emergía por entonces en el país, en espe cial en los campos fértiles de su franja geográfica del litoral y del sur. El desar rollo económico que acompañó este impulso modernÍ2ador fue parsimonioso y volátil (con tasas de crecimiento modestas), y las inversiones de capital en el sector respondieron a la secuencia de los ciclos marcados por los mercados mundiales y regionales, poco convergentes con lo que ocurría por entonces en Europa occidental y en Estados Unidos. Enfrentados a los viejos “estancieros caudillos", uno de los soportes so ciales y políticos del “Uruguay comercial, pastoril y caudillesco", los nuevos productores rurales, portadores de una ideología claramente capitalista, consti tuyeron la punta de lanza del primer proyecto modernizador del país. La Aso ciación Rural y su revista oficial fueron los vehículos difusores de las nuevas ideas, que afirmaban la necesidad de un Estado garante del orden y de la propiedad privada, el alambramiento de los campos y el mejoramiento del ganado mediante la cruza con reproductores europeos, la promoción de una agricultura moderna combinada con la ganadería, la legitimidad del lucro indi vidual y del rendimiento expandido, como motores de la nueva economía y la sociedad moderna que nacía. Pero las ideas de ese liberalismo económico de cuño “manchesteriano" ya estaban circulando en el Estado oriental desde hacía décadas. Tomás Villalba,
ministro de Hacienda durante la presidencia de Berro, resulta un buen ejemplo de ello. Su “Memoria del Ministerio de Hacienda" presentada en marzo de 1861 a la Asamblea General constituye uno de los documentos más relevantes en materia de políticas económicas de corte liberal aplicadas en la época. En tiem pos recientes, en su Historia económica del Uruguay, un liberal radical como el doctor Ramón Díaz ha calificado esta “Memoria" como una auténtica “profe sión de fe librecambista", destacando la consistencia de las convicciones lib erales de VilIalba, que, a su juicio, cimentaban la prosperidad económica luego frustrada por el abandono de dichas orientaciones. Por su parte, el historiador Juan Oddone ha caracterizado de la siguiente manera los contenidos de esta “Memoria" de VilIal ba: “Se trata de un alegato antiproteccionista, que aboga por la disminución de impuestos y derechos, reclamando una legislación aduanera més liberal". Otro ejemplo en esa dirección fue dado por Carlos de Castro, al inaugurar formalmente en ese mismo año de 1861 la “Cátedra de Economía Política" de la Universidad de la República. En el discurso inaugural de su curso, De Castro reivindicaba los aportes de la economía política clásica para la “sabiduría gubernativa". Fiel a su militante liberalismo de cuño burgués, advertía contra la “plaga" del socialismo, que sin embargo consideraba “mercancía extranjera y no temible para nosotros". Advertía con mayor preocupación sobre otros males más cercanos, como “los sufrimientos del comercio oprimido, vejado de monopolios, de derechos proteccionistas", ante lo cual invitaba a combatir contra “la resistencia a aquellas reformas que el siglo y la ciencia reclaman". Partiendo de la obra privilegiada de Adam Smith y otros autores europeos adic tos a la escuela liberal, terminaba convocando a los economistas a una tarea casi misional que pronosticaba como difícil y poco placentera: 'Tome el es tandarte de la libertad y no lo abandone jamás; pida siempre libertad para todos, libertad en todo, libertad a pesar de todos los obstáculos.. ". Aquellos “trotslo'stas del liberalismo", como los llamaría cien años después Real de Azúa, habían preparado el territorio intelectual para un proyecto de modernización capitalista como el que promovería la Asociación Rural en la dé cada de los setenta del siglo xix. Domingo Ordoñana, uno de los principales impulsores de la creación de dicha entidad y de su proyecto, señalaba en su discurso el día de la fundación de la gremial en 1871: ... los que nos hallamos en este sitio somos ramas del árbol rural, cuyo tron co plantamos aquí, pero cuyas raíces capilanzándose por la campaña, tienen que llevar y traer la savia que lo ha de hacer fructificar... Júzguese adónde lle garíamos, adónde llegaremos con ayudar esa naturaleza, con sujetarla y traerla a ciertas reglas, con buscar su cohesión con la agricultura y hacer
nacer la gran ganadería agronómica... Necesario [es] que la idea rural vaya ar riba de la idea urbana, que es idea de lujo y de fausto. Esa confrontación entre campo y ciudad sería un eje articulador de las dis putas políticas e ideológicas en el Uruguay de las décadas siguientes. A partir de 1860, varias circunstancias internas y externas se sumaron para hacer posi ble la concreción práctica de estas ideas de Ordoñana. A la maduración de pro cesos que, como se ha visto, provenían desde la misma Colonia y desde las primeras décadas del Estado, en el marco de un medio rural más complejo y di verso que el que tradicionalmente se ha registrado, se agregaban nuevas condi ciones de acceso a mercados externos (lo que promovería el llamado “boom lanar'1 de la década de 1860) y un contexto interno que posibilitaba profundos cambios tecnológicos e institucionales en el sector agropecuario. Como ha señalado María Inés Moraes, “las poderosas transformaciones en materia de derechos de propiedad, la creación de un sistema de pesos y medidas mod erno, el desarrollo del aparato represivo y normativo del Estado'1, entre otras nuevas instituciones, marcaron “las peculiaridades, potencialidades y limita ciones para el crecimiento del capitalismo agrario'1, en el que la especiali2ación ganadera “no fue sinónimo de un capitalismo agrario incompleto e inmaduro, sino de prosperidades intensas pero frágiles, derivadas de una racionalidad capitalista singular pero no por ello menos capitalista ni menos madura'1. En forma paralela con esta transformación en el campo económico, comen zaba a desplegarse por aquellas décadas —simultáneamente con conflictos similares entre Estado e Iglesia en otros países del continente— un proceso de temprana secularización en el país, que haría del Uruguay el “país más laico'1 de América Latina. Los conflictos en torno a la reconfiguración moderna de los vínculos entre religión y política discurrieron en el país paralelamente a la im plantación de un primer imaginario “nacional'1, que vino a poner un énfasis casi obsesivo en la integración de una sociedad “aluvional'1 y segmentada, a la que se quería articular desde el Estado a partir de un denso entramado cívicoinstitucional. Muchas de las disputas decisivas acerca de los principios institu cionales fundantes de la asociación política, iniciadas en el siglo xix, se confir marían, como se verá más adelante, en el Uruguay reformista de las primeras décadas del siglo xx, con una asimilación muy fuerte entre la noción de ciu dadanía política, la definición de la visión predominante de la identidad na cional y un ideal de integración social homogeneizador. La “identidad nacional'1 de los uruguayos (y algunos de los estereotipos sociales que le serían luego casi inherentes) comenzó a quedar asociada progresivamente con ese modelo de “ciudadanía hiperintegrada'1. Uno de los rasgos definidores de esa identidad colectiva predominante fue precisamente la “naturalización'1 de una visión
radical de la laicidad, que extremaba rasgos clásicos del modelo francés, en una síntesis plena de significaciones e implicaciones múltiples. En el plano más específico de las políticas de secularización y laicización implementadas desde el Estado, el iu g ar de lo religioso" tendió pronto a ser ubicado de modo casi excluyente en la esfera privada. Lo medular de este pro ceso se concentró históricamente a lo largo de las seis décadas de la primera modernización capitalista en el país (1870-1930). Constituyó un proceso fuerte mente estatista (en el sentido de que sus principales promotores privilegiaron las vías institucionales y políticas para la concreción y difusión de sus ideas), al tiempo que se identificó con uno de los objetivos prioritarios de ese “reformismo desde lo alto", que sería la vanguardia de las transformaciones de las primeras décadas de siglo xx. Sin embargo, su éxito social tuvo mucho que ver también con sus fuertes raíces en el siglo xix, en especial en lo que refiere a su asociación simbólica —como se verá más adelante— con procesos como la re forma escolar impulsada por José P. Varela (1845-1879). Barrán ha afirmado al respecto, “la secularización de las mentalidades, las costumbres, las institu ciones y la educación [se constituyó muy pronto en] uno de los síntomas cul turales más precisos de la temprana modernidad uruguaya". Las visiones historiográficas más aceptadas indican que este proceso de sec ularización se inició en forma simultánea con la renovación eclesiástica lid erada por Jacinto Vera (1813-1881), desde su llegada al Vicariato Apostólico en 1859, y que culminó —al menos en una primera etapa— con la separación in stitucional de la Iglesia y el Estado, plasmada en la segunda Constitución de la República, que entró en vigencia en 1919. En ese marco, es posible distinguir tres grandes “momentos" en la primera peripecia secularizados: 1] uno inicial que puede datarse entre 1859 y 1885 y que se ha calificado como “la institucionalización del conflicto"; 2] otro posterior entre 1885 y 1906, dominado por “los vaivenes de la difícil conformación de una nueva relación entre Iglesia y Es tado"; 3] finalmente, un tercero y último entre 1906 y 1919, marcado por “el camino hacia la separación constitucional". Hubo acontecimientos que marcaron a fuego ese proceso. Vale la pena registrar algunos de los primeros, que proyectaron toda una matriz. En junio de 1872 un grupo de jóvenes universitarios fundó en Montevideo el Club Racional ista, que con fecha de 9 de julio de ese año emitió su “Profesión de fe racional ista". Arturo Ardao, el más profundo conocedor de la evolución filosófica de la intelectualidad uruguaya por aquellos años, ha destacado esta “Profesión de fe" del Club Racionalista como el más significativo documento de la conciencia filosófica, teórica y práctica de aquella generación universitaria. Entre otras cosas, el documento condenaba “el dogma cristiano de la Trinidad", la
abdicación de la ra2Ón "en manos de una casta, de un sacerdocio" y toda doct rina "que predique el pecado original" o "que, como la católica, predique la eternidad de las penas". Además, objetaba "la absurda divinidad de un libro que, como el Evangelio, se pretende dictado por el mismo Dios". Como es natural, la Iglesia católica entró en conflicto de inmediato con estos "espíritus turbulentos y novadores dominados por su soberbia", como los cal ificaría el vicario apostólico Jacinto Vera, que agregaba que desafiaban el an tiguo orden de cosas en materia religiosa. Una de sus pastorales de entonces no vaciló en recordar "a los que se han afiliado o se afiliaren [a la "Profesión de fe racionalista"] los anatemas en que la Iglesia los declara incursos". Vera con cluía su mensaje dirigiéndose a la feligresía católica: "Desoigan la V02 de la soberbia y del respeto humano que los conducen a una irreparable ruina". En el marco de estos conflictos políticos y filosóficos debe agregarse el in terés del Estado y de organizaciones privadas por promover la inmigración europea para la colonización de diversas partes del territorio, con un especial aliento para la llegada de inmigrantes no católicos. En ese contexto puede ubi carse la primera radicación de cristianos protestantes. En términos de "Iglesias de inmigración", como ha señalado Pedro Lapadjián, la presencia inicial fue la del anglicanismo, coincidente con la expansión comercial británica, cuyos fieles llegaron a presentar en 1840 una solicitud oficial para construir un templo. A ellos siguió la radicación de las primeras familias valdenses en departamentos como Colonia y Florida hacia 1858. Por su parte, en lo que refiere a "Iglesias de Misión", el primer antecedente fue el metodismo, con pastores como Fountain E. Pitts (llegado en 1835) y Juan F. Thompson, quien se estableció en Monte video en 1867 y predicó "el primer sermón [protestante] en castellano" en el país. La implantación protestante se consolidaría hacia fines del siglo xix y comienzos del xx, no sólo como un actor distinto del proceso de secularización (aceptando el anticlericalismo pero rechazando las visiones antirreligiosas) sino también como canal privilegiado de inmigración y como referente educa tivo de relevancia. Años después, ya con los antecedentes secularizadores de los decretos de municipalización de los cementerios de 1858 y 1861, el decreto-ley de Educación Común en 1877 y la creación del Registro de Estado Civil para anotación de nacimientos, matrimonios y defunciones en 1879, entre otros que podrían citarse, el conflicto por la secularización y la laicidad se radicalizó. La simple enumeración de algunos acontecimientos de 1885, año especialmente duro en el conflicto entre Iglesia católica y Estado, permite calibrar la profundidad de la ofensiva anticlerical: se reafirmaron las potestades civiles sobre los cemente rios por resolución del Poder Ejecutivo del 22 de abril; por ley del 22 de mayo
se estableció que el matrimonio civil era el único legítimo a los efectos legales y que debía ser previo al religioso, lo que provocó una fuerte polémica pública y una intensa movilización de la Iglesia católica en su contra; se aprobó el 14 de julio una nueva ley de Educación Secundaria y Superior en la que, pese a otor garse la iibertad de fundar establecimientos de enseñanza'1, se instituía que éstos quedaban sujetos al estricto control de las autoridades públicas para im pedir que “se contraríen las prescripciones de la higiene, de la moral o de los principios y dogmas fundamentales de la Constitución'1; también el 14 de julio se promulgó la llamada ley de Conventos, por la que se declaraban “sin exis tencia legal todos los conventos, casas de ejercicio y cualquiera otra de religión, destinadas a la vida contemplativa o disciplinaria... cuya creación no hubiese sido autorizada expresamente por el Poder Ejecutivo'1. El fuerte enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia católica que generaron estas y otras medidas en cierto modo empezó a distenderse un poco a partir de 1886 y hasta 1900. Líderes del laicado uruguayo de la época como Francisco Bauzé o Juan Zorrilla de San Martín fueron decisivos en la respuesta católica ante los avances del proceso de secularización. También lo fue Mariano Soler (1846-1908), quien en 1897 se convirtió en el primer arzobispo metropolitano de la Arquidiócesis de Montevideo. Las pastorales y pronunciamientos de Soler se volvieron cada vez més enfáticos en proclamar la necesidad de un “espíritu nuevo'1, construido sobre la base del diálogo y del encuentro entre “la Iglesia y el Siglo'1, con un catolicismo “aggiornado'* y una modernidad y un liberalismo “no jacobinos'1. De todos modos, esta evolución del pensamiento de Soler se consolidaba precisamente en el momento en que, por distintas razones locales e internacionales, las relaciones entre católicos y liberales volvieron a po larizarse en el país, contribuyendo al reforzamiento de las posiciones más radi cales e intransigentes en un campo y en otro. En medio del renovado fragor del combate contra los militantes anticlericales, hacia 1902 Soler no dudaba en contraatacar esa concepción emergente de una ciudadanía laicista: ¿Tienen los liberales — decía entonces en una de sus pastorales— la vol untad y el derecho de hacer de la adhesión a su liberalismo, del abandono de la fe católica, una condición sine qua non para gozar del título, de los dere chos y de las libertades del ciudadano en su República democrática? Si afir mativamente, ¿cómo es que vuestro liberalismo, siguiendo a Rousseau y a Robespierre, instituye un credo civil, acompañado necesariamente, como entre vuestros antepasados, de una inquisición y de un Syllabus) En una de sus últimas pastorales fechada en 1905, “La vida de la Iglesia y la época contemporánea'1, el mismo Soler termina reclamando a su grey: “No re memos contra la corriente, porque quizás sería remar contra el mismo Dios...
En fin, para ser de nuestro tiempo es necesario que seamos verdaderos demócratas y verdaderos liberales". Durante esas mismas décadas previas al Novecientos, la generación de jóvenes dirigentes políticos que ocupaba los escaños en el Parlamento se ufan aba de discutir principios “en vez de autorizar la creación de nuevas vías fér reas, de decretar puentes, de improvisar colonias", como señalaba entonces con sarcasmo Luis Melián Lafinur, quien calificaría de “bizantinas" a las cá maras legislativas del Uruguay de entonces. De hecho, en ellas tenían una pres encia importante los sectores llamados “principistas" de los partidos que, apóstoles de la filosofía política liberal y opuestos a los sectores “can domberos" (caudillistas), gustaban de los torneos de oratoria. El “principismo", según uno de sus principales líderes, José Pedro Ramírez, sostenía “la libertad en todas las esferas, la libertad para todos, la libertad como punto de partida, la libertad como medio, la libertad como fin". Como era de prever, en medio de una transformación económica estructural y con un ejército que había retornado por primera vez “profesional" y con autonomía corporativa (y política) de su participación en la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, una nueva crisis institucional pero de perfiles diferentes a las anteriores se cernía sobre el país. En enero de 1875 se produjo el previsible colapso del débil gobierno en tonces presidido por José Ellauri, quien había sido elegido en marzo de 1873. La extrema fragilidad de sus apoyos políticos, la ineficacia de su acción guber nativa y el creciente clima de confrontación política (en el que cada vez más hacían sentir su peso los jefes militares) detonaron finalmente al comienzo mismo de ese año, en medio de trágicos sucesos. La elección de alcalde ordi nario en Montevideo, suspendida por incidentes, se postergó para el día 10 de enero. Durante esa jornada hubo nuevamente fuertes enfrentamientos en la plaza Constitución, que terminaron con el saldo de varias víctimas, entre ellas la del joven tribuno principista Francisco Lavandeira. En medio de la conmo ción, el 15 de enero los jefes militares, a cuyo frente ya despuntaba el liderazgo del coronel Lorenzo Latorre, se apoderaron de puntos neurálgicos del gobierno, impusieron la renuncia de Ellauri y designaron a Pedro Varela como “gober nador provisorio". Una semana después, una asamblea general integrada en su mayor parte por legisladores suplentes ratificó el nombramiento de Varela como presidente por el periodo que restaba del mandato de Ellauri. Una de las primeras acciones del nuevo gobierno fue encarcelar a un grupo destacado de dirigentes principistas para desterrarlos luego a Cuba, en el lla mado “episodio de la barca Puig". Retornados al Plata luego de una muy dura travesía, se aliaron en Buenos Aires con los emigrados orientales que estaban
preparando una respuesta revolucionaria ante lo que llamaban el “gobierno del motín'1. En medio de una coyuntura favorecida por movilizaciones antiguber namentales en varios departamentos (Cerro Largo, Maldonado, Durazno) y por el rápido desprestigio del gobierno de Varela, que sólo contaba con el respaldo militar, varios dirigentes de todos los partidos lograron finalmente impulsar lo que llamaron la “Revolución Tricolor'1, en referencia a su convocatoria nacional y multipartidista. Iniciada en octubre, pese a algunos éxitos parciales, la “rev olución'1 se disolvió en diciembre por falta de recursos. El coronel Lorenzo Latorre, ministro de Guerra y Marina, era quien había combatido el levantamiento. Convertido en el líder del ejército y como el “hom bre fuerte'1 en medio de una coyuntura crítica, le quitó el apoyo a Pedro Varela, lo que en los hechos implicaba decidir su “renuncia'1, la que se hizo efectiva el 10 de marzo de 1876. Ese mismo día, una comisión de las “fuerzas vivas'1 fue literalmente a buscar a Latorre a su casa. Sabiéndose dueño de la situación, Latorre, que esperaba todo este movimiento luego de haberle quitado el apoyo al gobierno al que pertenecía pero al que en verdad controlaba, no vaciló en “asumir el mando'1 como “gobernador provisorio'1. Sólo tres años después, el 1 de marzo de 1879, fue designado oficialmente presidente de la República por una asamblea de dudosa representatividad. Si bien Latorre instituyó una “dic tadura ejercida sin límites'1 en la que, como han señalado Pivel Devoto y Ranieri, “no se mantuvieron ni garantías ni formas constitucionales aun para los bienes fundamentales del hombre, [como] la vida y la libertad'1, fue éste también un periodo de refundación del Estado uruguayo, de progresos téc nicos, de afirmación de la propiedad privada, de honestidad y austeridad en la administración y de recuperación económica. También fue durante el gobierno de Latorre cuando José Pedro Varela pudo impulsar su reforma educativa, con un legado fundacional para el Uruguay moderno. Periodista y político principista, admirador de Domingo Faustino Sarmiento, José Pedro Varela había contribuido a fundar en 1868 la Sociedad de Amigos de la Educación Popular, iniciando una fuerte militancia en pro de una reorganización estructural de la educación uruguaya, por entonces casi inexis tente. En 1874 publicó La educación del pueblo, obra en la que defendió su prop uesta de un régimen educativo obligatorio, gratuito y laico. En 1876 el coronel Latorre, ya proclamado gobernador, le ofreció la Dirección de Instrucción Públi ca. Enfrentado a un fuerte dilema moral, Varela optó finalmente por aceptar el cargo, lo que le valió fortísimas críticas dentro de las filas principistas en las que había militado. “La escuela es —había dicho en un discurso pronunciado en el Club Universitario el 18 de septiembre de 1868— ... la base de la Repúbli ca. Sin ella podrán sostenerse y vivir los gobiernos despóticos; pero las
democracias sólo encontrarán el desquicio y el caos mientras no eduquen a sus niños". Lo medular de estas ideas fue recogido por el decreto-ley de Educación Común firmado por Latorre en agosto de 1877. Varela asumió entonces el cargo de primer inspector nacional de Enseñanza, desplegando una actividad de intensidad inusitada. Murió en plena labor en octubre de 1879, cuando tenía apenas treinta y cuatro años. Muchas de las características de la historia del Uruguay moderno tendrían en la obra educacional de José Pedro Varela uno de sus fundamentos matrices. Mientras tanto, Latorre gobernaría hasta el 13 de marzo de 1880. En su carta de renuncia ante la Asamblea General, confesó: “Al retirarme a la vida privada llevo el desaliento hasta el punto de creer que nuestro país es un país ingob ernable". Al dejar el gobierno compró una estancia en la provincia de Buenos Aires y se fue a vivir a la Argentina, donde moriría a los 72 años. Sus restos de bieron esperar medio siglo hasta que la última dictadura civil militar los repa triara en 1975, en un intento, finalmente frustrado, de reivindicación de su figu ra. El mismo 13 de marzo de 1880, el general Máximo Santos con su conspicuo regimiento del 50 de Cazadores se puso a las órdenes del vacilante Francisco Antonino Vidal, elegido presidente del gobierno sucesor del coronel Latorre. El nuevo ministro de Guerra contaba a la sazón con treinta y tres años y, según Pivel Devoto, “era inteligente, poseía un sentido político dominado por la ambi ción y ansiaba la gloria y el poder fastuoso". Al avecinarse las trascendentes elecciones para la Cámara de Representantes de noviembre de 1881, el ambi ente político se cargó paulatinamente de violencia, y no sólo en el campo de la retórica: hubo atentados, asesinatos, restricciones severas a las libertades públicas, en especial a la prensa opositora. Se coincide en atribuir la respons abilidad por estos sucesos a seguidores de Vidal y de Santos. En este clima, empeorado por graves irregularidades en la formación del Registro Cívico, tanto el Partido Nacional como el Partido Colorado Liberal —la fracción en cabezada por el futuro presidente Julio Herrera y Obes— llamaron a la absten ción, emergiendo de dichos comicios un Poder Legislativo plenamente adicto a quien ya era el dictador. En ese contexto, no extrañó que la candidatura a la Presidencia de Santos fuera proclamada en forma inmediata y prematura (ya que el cargo corre spondía al pusilánime y ubicuo Francisco Vidal hasta 1883) por una nutrida asamblea en el teatro Politeama el 25 de agosto de 1881. Contaba “nuestro Napoleón NI" —como la oposición comenzó a llamar a Santos— con el apoyo del Partido Colorado Tradicionalista, pero también con el de la masa popular del Partido Blanco (y no Partido Nacional, denominación que utilizaban por
entonces sólo los doctores principistas), con su jefe al frente, el añoso y legen dario Timoteo Aparicio, como líder de una red de caudillos que le respondían. Al prestar juramento en marzo de 1882, Santos reivindicó su condición de sol dado negando que las “virtudes republicanas" fueran “consecuencia exclusiva de un diploma o título universitario". Además, puntualizó —tal como lo había hecho Latorre en 1876— que, si bien pertenecía a “un partido político que ha proporcionado a la patria días de gloria", en tanto presidente de la República no tendría “más bandera que el honor nacional". Esta afirmación, sin embargo, nunca fue respetada por Santos. Como le escribió a Juan Cru2 Costa en 1885: “Yo he venido con mi partido, con el gran Partido Colorado y con ál he gober nado porque soy su representante..,". Hacia 1885, el desgaste del régimen santista ya era innegable. Al cúmulo interminable de revueltas en su contra se agregaban la profundÍ2ación de la corrupción gubernamental, el extremo personalismo presidencial, la severa re stricción a las libertades, el despilfarro de las arcas del Estado. A la oposición decidida de los nacionalistas y de los integrantes del Partido Constitucional (un partido doctoral ajeno a ambas divisas), se sumaba un crecimiento visible de los adversarios a Santos dentro de las filas del propio Partido Colorado, que re sistía los intentos de unificación que había procurado desde el poder el dic tador. Las condiciones se daban entonces para que una conjunción multipartidaria iniciara
una
movilización
revolucionaria
de
proyección
nacional,
que
trascendiera (como había acontecido en 1875 con la Revolución Tricolor) los bandos partidarios. Lln comité revolucionario residente en Buenos Aires im pulsó los preparativos, bajo el comando militar de los generales José Miguel Arredondo y Enrique Castro, a quienes se incorporaría el ex presidente Lorenzo BatíIe, en la formación de un proyectado gobierno provisorio. Los firmantes del acuerdo del 27 de enero de 1886, además de confirmar desde sus identidades el carácter multipartidario del emprendimiento revolucionario, establecieron en ese texto las bases orientadoras de su acción, subrayando “la necesidad de restituir al país sus instituciones representativas y sus formas constitu cionales". Esta “Revolución del Quebracho" —como se la llamó— se inició formal mente en el plano militar hacia fines de marzo de 1 336 y terminó muy pronto en una completa derrota. El combate decisivo con las fuerzas del gobierno al mando del general Máximo Tajes se desarrolló en el paraje de Puntas del Soto el 31 de marzo y culminó, luego de cuantiosas pérdidas humanas, con la rendi ción de los revolucionarios. En las filas de estos últimos figuraban, entre otros, tres futuros presidentes: José Batlle y Ordóñez, Claudio Williman y Juan
Campisteguy. Al desobedecer un mensaje cifrado de Santos en el que le orden aba ajusticiar a los líderes revolucionarios, Tajes salvaguardó la vida de sus vencidos, que poco después serían liberados. Pese a la categórica derrota militar, los revolucionarios ganaron en el campo de la opinión pública, contribuyendo a aumentar el aislamiento y el despres tigio del régimen. Esa situación se profundizó cuando Santos realizó la man iobra por la cual retornó a la Presidencia en mayo, luego de haberse hecho ele gir senador por el recién formado departamento de Flores, presidente de la Cá mara Alta y, finalmente, presidente en ejercicio, tras la renuncia del siempre obsecuente (y disponible) Francisco Antonino Vidal. El 17 de agosto de 1886, a la entrada del teatro Cibils, Santos recibió un balazo en el rostro disparado por el teniente Gregorio Ortiz, quien poco después se suicidaría. Cada vez más amenazado, acosado por una compacta campaña de la prensa opositora, el dic tador intentó imponer una ley de imprenta de fuerte carácter restrictivo, lo que provocó la renuncia de todos sus ministros con la excepción del general Tajes. Advertido de lo insostenible de su situación política, Santos buscó acercarse a una figura connotada de la oposición, ofreciéndole nada menos que el M inis terio de Gobierno al doctor José Pedro Ramírez. Éste le presentó el 31 de oc tubre un memorándum con las bases y condiciones para su aceptación. Gomo bien ha sintetizado Pivel Devoto, este documento contenía las pautas nece sarias para una transición política de signo civilista: “i] Prensa libre, con in mediata derogación de la ley de imprenta restrictiva, ii] Observancia estricta de la Gonstitución, con sucesión regular de los gobiernos, iii] Prohibición de levas forzosas, iv] Modificación en el personal de las jefaturas políticas, v] Reorga nización financiera, vi] Reposición del personal militar dado de baja por ra zones políticas'1. Sobre estas bases impuestas a Santos se conformó el llamado Ministerio de la Gonciliación presidido por Ramírez, que pese a su corta duración — Ramírez renunciaría en diciembre de ese mismo año 1886— resultó decisivo para el comienzo del fin del régimen santista. Santos renunció a la Presidencia pocos días después de que asumieran los nuevos ministros. Gomo su sucesor fue elegido el general Tajes, quien respetó las bases del acuerdo de la Gonciliación. El ex dictador después de viajar a Europa intentó volver a Montevideo, pero la Ley de Destierro (de enero de 1887) le impidió desembarcar. Entonces viajó a Río de Janeiro y nuevamente a Europa, hasta instalarse finalmente en Buenos Aires. Allí falleció de una afección cardiaca en mayo de 1889.
1P
Del “colectivismo0 oligárquico a las revoluciones sai avistas v la emergencia del “primer batllismo"
(1886^1904) ... mientras no tengamos más que materias primas como pro ducción nacional... seremos... una especie de factoría extran jera. Comisión de Hacienda, Cámara de Representantes,
iaaa Luego del periodo de transición del ''militarismo" al ''civilismo" que constituyó el gobierno de Máximo Tajes, el 1 de marzo de 1890 Julio Herrera y Obes asumió la Presidencia de la República. Sus apologistas han destacado su re speto a los derechos ciudadanos y a las libertades políticas, en particular la de prensa. Josá Enrique Rodó, por ejemplo, afirmaba que "administró con alta honestidad la hacienda pública; y obligado a afrontar una de las más críticas y angustiosas situaciones de que haya ejemplo en el desenvolvimiento económi co del país, supo sacrificar las transitorias conveniencias de su gestión guber nativa y de su lucimiento personal a los grandes y permanentes intereses de nuestro porvenir y nuestro crédito". Sus detractores, en cambio, han criticado su concepción aristocratizante de la política, los fraudes electorales, el exclu sivismo colectivista, su incumplimiento de las promesas electorales de copar ticipación (una ve2 más bajo el lema "la bandera colorada al tope"). En la sesión de la Asamblea General del 15 de febrero de 1893, en la apertura de un nuevo periodo de la legislatura, Herrera y Obes dio lectura a un mensaje especialmente recordado por su referencia a la "influencia directriz". Sin ocultar sus ideas, el presidente no vaciló en afirmar su convencimiento de que el gobierno tiene y tendrá siempre, y es necesario y conveniente que la tenga, una poderosa y legítima influencia en la designación de los candidatos del partido gobernante y entonces de lo que puede acusársele es del buen o mal uso que haga de esa influencia directriz, pero no de que la ejerza, y mucho menos podrá decirse racionalmente que el ejercicio de esa facultad importa el despojo del derecho electoral de los ciudadanos. Tales palabras causaron una gran polémica en su tiempo. Mientras esto ocurría en el campo estrictamente político, en lo económico y en lo social se anticipaban cambios de envergadura. Tenemos un país en que la luz es extranjera y privilegiada en forma de Com pañía de Cas; en que el agua se halla en las mismas condiciones, en forma
de Empresa de Aguas Corrientes; en que la locomoción representada por tranvías, ferrocarriles, vapores, es también extranjera, etc. ¿A qué continuar? Todo es extranjero y privilegiado o tiende a serlo. Y de esa manera, si en el régimen político hemos destruido el sistema colonial, no lo hemos destru ido en la industria, en el comercio... El hecho es que una inmensa parte de las riquezas del país se van... los productores de esas riquezas trabajan en el país, pero no para el país ni para los habitantes del país. Sus industrias son como esas pesquerías que se establecen en las costas de las islas desiertas. Cargan todo lo que pueden y levan anclas. Así exponía sus opiniones José BatíIe y Ordóñez (1856-1929) en el diario El Día el 9 de diciembre de 1891, bajo el seudónimo de Néstor. Al igual que BatíIe, un grupo importante de las élites políticas uruguayas comenzaba a abandonar los viejos postulados del liberalismo radical para proponer —en una suerte de anticipación reformista— un modelo económico de orientaciones más inter vencionistas e industrializadoras. En realidad, la industria contaba ya con cierto desarrollo y con la presencia de actores sociales como la Liga Industrial, fundada en agosto de 1879, como representante de sus intereses corporativos. Además, el Estado se había venido inclinando hacia el proteccionismo con leyes como la del 22 de octubre de 1875 y del 15 de julio de 1886. El siguiente paso en esta dirección fue la sanción de la ley de Aduanas del 5 de enero de 1888, impulsada por los políticos civilistas, la incipiente burguesía industrial y la clase alta rural, aunque censurada por el “alto comercio", a quien perjudicaba en sus negocios de importación de artícu los manufacturados. Al decir de José Pedro Barrán, io s hombres de 1890 fueron los primeros en advertir que muchos de los principios sobre los que habían basado toda su actuación anterior... eran falsos. El libre cambio, por ejemplo, no era otra cosa que la piel de cordero que envolvía la voracidad de Gran Bretaña". Según sus promotores, esta ley proteccionista no tendría solamente posi tivos efectos económicos, también provocaría consecuencias favorables desde el punto de vista de la "constitución de una nacionalidad". Como se decía en el informe de la Comisión de Hacienda de la Cámara de Representantes: "mien tras no tengamos más que materias primas como producción nacional para adquirir con ellas los productos manufacturados que se nos traigan, seremos por el hecho, una especie de factoría extranjera. La constitución de una na cionalidad y de una independencia económica está en el poder industrial pro pio". Sin embargo, este estímulo estatal al modelo industrial era en parte finan ciado por gravámenes al consumo que notoriamente castigaban a las clases populares. Mientras tanto, a cambio de su adhesión a la ley de 1888, la clase
alta rural había obtenido rebajas impositivas cuantiosas. Por otra parte, el 5 de julio de 1890 el Banco Nacional debió suspender la conversión de sus billetes a oro. Llegaba de esa manera al país la severa crisis de los años noventa, iniciada en verdad en la city londinense. En el plano más local, la crisis obedecía a un déficit de la balanza comercial y de la balanza de pagos, a la proliferación de maniobras especulativas y a las repercusiones de la crisis económica inglesa en términos comerciales y financieros. Esta crisis de 1890 y sus múltiples consecuencias en la economía uruguaya produjeron una profunda conmoción en la élite política. El propio desarrollo de la crisis puso de manifiesto las vulnerabilidades de la economía nacional, así como la necesi dad de revisar la concepción del papel del Estado en la economía y en el cir cuito financiero. No sin debates, la visión de un Estado sólo juez y gendarme evidenciaba sus grietas de cara a un país enfrentado a los retos de una modern ización económica difícil, que desafiaba los modelos importados acerca del desarrollo de un capitalismo aggiornado, serio y arraigado. Más alié de que la historiografía uruguaya ha ido variando sus perspectivas de anélisis sobre este periodo inicial del capitalismo uruguayo, desde el énfasis en las relaciones dis to rsi onado ras de la dominación exterior hasta enfoques més centrados en el estudio del crecimiento del periodo dentro de un “régimen de convergencia" con los mercados regionales y mundiales, en general se ha mantenido una visión escéptica y crítica sobre sus potencialidades originarias. En ese marco, el tema del crédito para la inversión del capital nacional co braba una relevancia especialísima. Luego de la quiebra de la experiencia del Banco Nacional, quedaban en la agenda del debate político las posibilidades efectivas del Estado uruguayo para desarrollar iniciativas en el campo fi nanciero, capaces de respaldar el fomento de la inversión productiva. Fue en re spuesta a ese desafío que varias personalidades del émbito público y privado se comprometieron en forma directa con el proyecto de creación de un Banco de la República de formato mixto, con la concurrencia de capital estatal y privado en su constitución. El proceso se confirmó con la presentación de un proyecto del Poder Ejecutivo en 1896, encabezado entonces por el presidente Juan Idiarte Borda, que ocupó la primera magistratura del país desde el final de la presi dencia de Herrera y Obes hasta su asesinato, perpetrado el 25 de agosto de 1897.
En forma paralela a estos cambios en la política, la economía y la evolución del Estado, durante la segunda mitad del siglo xix se confirmaban procesos que serían de fundamental trascendencia para el futuro del Uruguay. Desde el final de la Guerra Grande, avanzaba por oleadas un proceso inmigratorio que se de splegaba por “un país abierto al poblamiento". Gomo se advierte en los
cuadros y gráficas de las series demográficas del anexo final, la originalidad del caso uruguayo no estriba sólo en las dimensiones del flujo inmigratorio y su asimetría respecto a la cantidad de la población preexistente, sino también en la anticipación y precocidad del proceso frente a lo que ocurriría en los países vecinos, en especial en Argentina y Brasil. Debe señalarse que sólo en parte puede pensarse ese movimiento migratorio en términos de naciones de trans ferencia y de recepción. Mientras que la mayoría de los inmigrantes (sobre todo provenientes de España e Italia) prefería afirmar su identidad en relación con su región de origen ("calabreses" "sicilianos'', "gallegos'1, "vascos'1), el "imagi nario nacional'1 de los uruguayos se iba construyendo en relación principal con "aquellos hombres y mujeres que bajaban de los barcos'1. El Uruguay y particularmente el “gran Montevideo'1 nacían "aluvionales'1. Se registraba un claro predominio "ultramarino'1 en los inmigrantes radicados en Montevideo, mientras que en las 2onas limítrofes predominaban los brasileños. Los inmigrantes también funcionaban como "reemplazo'1 de un porcentaje con siderable de la población nativa que también por entonces (en particular desde fines del siglo xix) emigraba a los territorios vecinos, en medio de una fuerte movilidad. Ello generó que estos inmigrantes, muy diversos pero que com partían un duro pasado que los había expulsado de sus tierras de origen (provocando la "morriña'1, de la que tanto hablaban los gallegos), pudieran penetrar en plenitud a una sociedad uruguaya en proceso de conformación. Su rol sería decisivo tanto en la construcción de sindicatos como de las primeras organizaciones empresariales modernas del país (como las ya mencionadas Liga Industrial o la Asociación Rural), así como en la constitución de una am plia red de asociaciones de "socorro mutuo'1 e incluso religiosas. Buena parte de un importante sistema médico mutual que ha caracterizado a Uruguay hasta nuestros días estuvo vinculado en sus orígenes con estas asociaciones de inmigrantes. Por cierto que el impacto de esas grandes oleadas de inmigración tuvieron también consecuencias en el terreno cultural. En ese sentido, como ha estu diado en especial Milita Alfaro, la evolución de las fiestas del carnaval uruguayo, que algunos han caracterizado como el "más largo del mundo'1 (extendido desde enero hasta marzo), constituyó un ejemplo singular. Pro ducto de una mezcla de fiestas y rituales que provenían de los esclavos traídos de África desde los tiempos de la Colonia y de los inmigrantes europeos del siglo xix, la convivencia con la población nacida en el territorio derivó en una historia que primero supuso la "fiesta desorganizada'1 y hasta el "desenfreno'1 del llamado "carnaval bárbaro'1, en transición hacia otro más "disciplinado'1, pautado y controlador de los "excesos'1 del "reinado del dios Momo'1. Con la
inflexión del goo, se pasó entonces de un “carnaval más vivido'1 a otro más "cantado'1, "bailado'1 y "hablado'1, en el que adquirieron protagonismo las aso ciaciones carnavalescas (en particular, las "comparsas'1 de negros y de blancos pintados de negro, así como de las "murgas'1 modernas). En relación específica con el vínculo estrecho entre el carnaval y el proceso inmigratorio, ha señalado Alfaro: "los vascos profiriendo interjecciones guturales y los napolitanos hablando en cocoliche... sellaron la tácita incorporación del inmigrante al imaginario nacional, mediante... el expediente de la parodia y del estereotipo como forma de legitimar al otro y otorgarle carta de ciudadanía'1. También en el plano jurídico, la fuerza del aluvión inmigratorio y la propia regulari2ación del funcionamiento de las instituciones obligaron a resolvercon claridad el tema central de la ciudadanía y naturalización de los inmigrantes. Sin embargo, no había consenso sobre el particular: el artículo 8° de la Consti tución de 1830 habilitaba visiones diferentes y las leyes interpretativas de 1853 y 1874 no habían logrado solucionar en forma clara el punto. De allí que la cuestión de la ciudadanía legal de los extranjeros continuara siendo contro versia! en las décadas siguientes. En abril de 1892, el entonces diputado José BatíIe y Ordóñe2 había propuesto con convicción un proyecto de ley que es tablecía "la ciudadanía obligatoria para los extranjeros'1. "Nosotros queremos que venga el elemento extranjero a la vida política, precisamente porque lo necesitamos..'1. Uno de los principales juristas del siglo xix y hombre público comprometido con los asuntos de la agenda nacional, Justino Jiméne2 de Aréchaga, intervino también en este debate, en el que no sólo argumentó en torno a los principales aspectos involucrados sino que presentó una solución legislativa. En un dis curso pronunciado en el Consejo de Estado de Cuestas en marzo de 1898, pro puso en términos más moderados un proyecto de ley para favorecer la natural ización de los extranjeros residentes. En él, si bien Jiménez de Aréchaga se declaraba "partidario decidido de la ciudadanía legal obligatoria'1, advertía que a su entender, pese a las leyes aprobadas, imperaba aún un régimen de "ciu dadanía legal absolutamente voluntaria'1. Advirtiendo los problemas inherentes al escaso número de extranjeros que tomaban la ciudadanía legal y afirmando la relevancia política e institucional de que esa tendencia se revirtiera (“soy de los que creen firmemente que es una gran ventaja... para este país el hecho de incorporar a su movimiento político el mayor número posible de extranjeros'1), el jurista proponía una fórmula reformista. "Así como hoy se exige acto de vol untad para que el extranjero adquiera la ciudadanía, yo propongo que se exija acto de voluntad, manifestación expresa... para conservar la nacionalidad prim itiva o, mejor dicho, para no aceptar la ciudadanía legal'1. Cabe consignar que
en su proyecto, Jiménez de Aréchaga todavía no registraba la posibilidad de la doble ciudadanía, propuesta que décadas más tarde se implantaría en el país. En ese marco de debates genuinamente fundacionales, la década de los noventa implicó para aquel Uruguay finisecular no pocas paradojas. Mientras la modernización económica, social y legal avanzaba a paso firme, la situación política evidenciaba mayores dificultades para el avance de una democra tización efectiva. Al tiempo que se producía una suerte de anticipación intelec tual del reformismo económico y social, que se consolidaría en las primeras dé cadas del nuevo siglo, la hegemonía oligárquica del llamado “colectivismo col orado'1 imponía la continuidad de un sistema político excluyente y restrictivo de las libertades. La trágica muerte del presidente Idiarte Borda, asesinado en plena calle por el colorado opositor Avelino Arredondo, luego de asistir al tedéum en conmemoración de la fecha patria del 25 de agosto en 1897, tuvo como telón de fondo las movilizaciones revolucionarias del nacionalismo (ya liderado por el caudillo blanco Aparicio Saravia) y la radicalización de la oposi ción política de sectores opositores dentro de las filas del propio Partido Col orado (con la figura ascendente de José BatíIe y Ordóñez en primer plano). Tras el magnicidio asumió la Presidencia de la República el presidente del Senado, Juan Lindolfo Cuestas. Sus antecedentes políticos no resultaban del todo auspiciosos. Había desempeñado cargos de relevancia también durante los gobiernos dictatoriales de Latorre, Vidal y Santos. A pesar de todo ello, supo renovar su postura oficialista con Tajes primero y luego con Herrera y Obes, quien lo nombró integrante de la Comisión Fiscal de Bancos. Claramente alineado a la facción colectivista de Herrera y Obes, fue elegido diputado por Colonia en 1891 y por Montevideo en 1894. En 1896 retornó al Senado, que pre sidió desde el 15 de febrero de 1897. Fue en ese carácter que debió suceder a Idiarte Borda luego de su trágica muerte. Esa misma maleabilidad que le permitió ser un eterno oficialista fue tal vez la que lo orientó a afirmar su poder con gestos inesperados para sus an tecedentes: con sagacidad política negoció rápidamente la paz con el nacional ismo en revolución, al tiempo que también acordó con los sectores colorados opositores. Enfrentado a la reacción de sus viejos camaradas del colectivismo, disolvió las cámaras dominadas por ese sector en febrero de 1898 y creó en su lugar un Consejo de Estado con connotadas figuras de todos los partidos que apoyaban su proyecto transicional. Con todos esos respaldos inesperados, la nueva Asamblea General lo eligió como presidente por el periodo 1899-1903. Luego de dejar su cargo pasó a residir en París, donde falleció el 21 de junio de 1905. A partir de su astuta conversión civilista, la administración de Cuestas contó
con los respaldos necesarios para desarrollar una gestión destacada. Sin afectar el equilibrio presupuestal y beneficiándose de una coyuntura económica favor able, consolidó la obra pública, profundizando las orientaciones estatistas ya dominantes en la élite política colorada desde el impacto de la crisis de i 3qo. En ese sentido, el inicio de las obras del puerto de Montevideo fue uno de los hechos más significativos de su gobierno. En su discurso de inauguración, Cuestas revisó varios temas centrales de la agenda política de la época: "país joven'1 se asociaba con "agitación de partidos'1; en esta "primera edad'1 de la democracia, el camino de la "perfección de las leyes'1 era el único efectivo para "borrar la guerra civil'1, y reafirmado el ya asentado recelo ante el capital extran jero, era indispensable que el Estado y el capital nacional "tomaran la inicia tiva'1. En ese contexto, hacia finales del siglo xix el marco general del país se hal laba dominado por el impacto, en parte asociado, de una doble crisis: por un lado económico-financiera, como prolongación de los problemas no resueltos tras los efectos locales de la crisis internacional de i 3qo y como resultado del agotamiento de las políticas públicas agroexportadoras desplegadas desde en tonces; por otra parte había también una crisis político-militar, expresión de los conflictos persistentes en torno a asuntos políticos fundamentales como la coparticipación de los partidos en el ejercicio efectivo del poder público, la regularización del sistema electoral con el fin de dar las garantías necesarias para el libre pronunciamiento de los ciudadanos en los comicios y la representación de las minorías, la consolidación a la ve2 moderna y democrática del Estado como autoridad legítima en todo el territorio. Blancos y colorados enfrentaban este contexto desafiante con profundas divisiones internas, con pugnas de liderazgo y en el marco de transformaciones profundas, ante el imperativo de modernizar sus prácticas como vía de perma nencia de su arraigo popular. Una vez más, como han señalado Barrán y Nahum, la fórmula de "vino nuevo en odre viejo'1 se proyectaba como el camino más idóneo para la continuidad en el cambio y por medio del cambio. Este camino, por cierto, lejos de garantizar que se apaciguara el ancestral en frentamiento entre las divisas tradicionales, podía llegar a exacerbarlo, como finalmente ocurriría, al menos en un primer momento. Dentro del Partido Nacional, el imperativo de la renovación resultaba in soslayable. El ordenamiento interno aportado por los directorios doctorales de los años noventa se evidenciaba claramente insuficiente para aglutinar a la masa de correligionarios del campo y de la ciudad, a doctores y caudillos, a na cionalistas y a blancos, a viejos y jóvenes militantes. La confrontación directa con las prácticas excluyentes de los gobiernos colectivistas de Herrera y Obes y
en especial de Idiarte Borda profundizaba la exigencia de un nuevo liderazgo. Fue en ese contexto nacional y partidario que emergió fulgurante la figura de Aparicio Saravia (1856-1904). Como bien ha señalado uno de sus principales biógrafos, Enrique Mena Segarra, “uno de los hechos que desde 1897 llamó la atención de los contemporáneos y sigue sorprendiendo al historiador actual [es] la índole instantánea del liderazgo de Aparicio. El caudillo esperado existía pero se hallaba oculto; su llegada, concitadora de la inmediata adhesión de los paisanos, que se eleva a un género de culto, adquiere el carácter de una revelación'1. Aparicio Saravia había nacido en el departamento de Cerro Largo el 16 de agosto de 1856. Se crió y educó en el medio rural, consustanciándose firme mente con la vida del campo y sus habitantes, lo que luego se proyectaría en una de las claves de su caudillismo gaucho. Dueño de tierras muy extensas, heredadas tras la muerte de su padre, acompañó a su hermano Gumersindo en la revolución riograndense de 1893 contra el gobierno brasileño, en la que su actuación muy destacada le valió el nombramiento de general en jefe del movimiento tras la muerte de su hermano, ocurrida en 1894. Caudillo de fron tera, retornó al país un año después y se estableció en su estancia “El Cor dobés'1, que muy pronto se convertiría en uno de los centros de la vida política nacional. Desde esa condición cabe destacar que Saravia fue en pocos años jefe de un movimiento regionalista brasileño y luego líder principal de un movimiento revolucionario uruguayo. Al volver, enfrentó de inmediato al impopular gobierno de Idiarte Borda, primero en 1896 con un intento frustrado. Sin embargo, desde marzo de 1897 lideró un mucho más vigoroso movimiento que logró poner en jaque al gobierno. Tras el asesinato de Idiarte Borda, acordó con el nuevo presidente interino, Juan Lindolfo Cuestas, las bases del Pacto de la Cruz. Firmado el 18 de septiembre de 1897, éste no sólo concretaba la paz, sino que también consolidaba y ampliaba los compromisos del mantenimiento de la coparticipación en las jefaturas departamentales y de la exigencia de garantías electorales para los comicios del porvenir. Al asumir Batí le y Ordóñez la Presidencia en marzo de 1903, sucediendo en el cargo a Cuestas, estallaron nuevamente los desacuerdos entre ambos par tidos. En un duelo que se volvió personal pero que encarnaba la confrontación de dos modelos muy diferentes de concebir la integración y el futuro políticos del país, Batí le y Saravia personificaron los conflictos armados de 1903 y 1904. El primero pudo zanjarse con el Pacto de Nico Pérez, del 22 de marzo de 1903. El segundo, que se inició el primer día de enero del año siguiente, culminó con la muerte del caudillo blanco, acaecida el 10 de septiembre de 1904, después de una larga agonía. Desbaratado el ejército revolucionario tras la muerte de su
caudillo, el gobierno logró imponer sus condiciones en la llamada Pa2 de Aceguá del 24 de septiembre. Aunque su mayor influencia en los rumbos del Estado se desplegó durante las primeras décadas del siglo xx, impulsando un vigoroso proyecto de refor mas, buena parte del pensamiento político de José Batí le y Ordóñe2 se con formó antes del Novecientos. En efecto, una matri2 fundamental de su concep ción política proviene del periodo que va desde sus años de luchador juvenil contra el militarismo hasta la afirmación de un liderazgo popular alternativo al colectivismo dentro del Partido Colorado, como preámbulo de su acceso a la Presidencia en 1903. Allí radica un núcleo insoslayable de la tradición que, abierta a la renovación de los asuntos e ideas del nuevo siglo, habrían de encontrar una síntesis compleja en el llamado “primer batllismo". Batí le y Ordóñe2 había nacido el 21 de mayo de 1856, hijo de Lorenzo Batí le, quien —como se ha visto— entre 1 363 y 1872 fue presidente de la República. Sus primeras vocaciones fueron la filosofía y el periodismo: en la sección de Filosofía del Ateneo estructuró su definición racionalista espiritualista y su recepción del krausismo mediante la lectura de Heinrich Ahrens; en sus in i ciales emprendimientos como periodista (en periódicos como La Razón, La Lucha o El Espíritu Nuevo) afirmó una vocación que no abandonaría en el resto de su vida. Su primera militancia política lo perfiló como un férreo opositor de las dictaduras de Latorre y Santos. En 1886 fundó El Día y participó con su padre y su hermano en la Revolución del Quebracho, en la que cayó prisionero. Acompañó la transición civilista de Tajes, quien en 1887 lo designó jefe político del departamento de Minas. Se acercó primero a Herrera y Obes, con quien luego se enfrentó duramente, y presidió entonces la iniciativa de constituir un nuevo sector popular y renovador dentro del Partido Colorado. En ese afán desarrolló una acción política innovadora, por medio de la creación de clubes seccionales y la venta callejera de una prensa más cercana al pueblo, por costo, formato y contenidos. Fue elegido diputado por Salto en 1890, fue integrante del Consejo de Estado que siguió al golpe anticolectivista de Cuestas en 1898 y luego fue senador por Montevideo en 1899. En esa década afirmó un liderazgo ascendente y polémico que lo llevaría —no sin arduas negociaciones políticas dentro y fuera de su partido— a la Presidencia de la República en marzo de 1903. El drama de la Revolución de 1904 y su desenlace trágico marcaron el final de toda una época y, en más de un sentido, la culminación del siglo xix y el comienzo del xx desde una dimensión estrictamente política. Las confronta ciones bélicas entre blancos y colorados de 1896 a 1904 sintetizaron los múlti ples significados de la oposición dialéctica de lo que ya eran dos concepciones
contrastantes en torno a la mejor manera de diseñar la asociación política de los uruguayos. Gobierno de partido como garantía de la coherencia de un pro grama "civilÍ2atorio" y modernÍ2ador, frente a la coparticipación política como cimiento ineludible de la democratización ciudadana y de la apertura compar tida del poder; consolidación del principio de autoridad y de un orden político de proyección nacionales, frente al saneamiento general del régimen político y, en particular, la consolidación de garantías para el sufragio libre; entre otras tantas dicotomías posibles de colorados y blancos respectivamente. Esas oposiciones expresaban los términos de la confrontación, defendida por ambos partidos (devenidos ya en asociaciones modernas) en el plano ideológico y m il itar, en un pleito jugado hasta las últimas consecuencias. El desencuentro trégico de 1904 marcó también el contraste vivo entre dos relatos, dos narrativas de la coyuntura política més cercana, signada por la lle gada de BatíIe y Ordóñe2 al ejercicio de la Presidencia de la República, y por la oposición recelosa de un Partido Nacional acaudillado por el lidera2go carismático de Aparicio Saravia. Los motivos circunstanciales del conflicto se acumularon de manera vertiginosa.
Otros partidos, otros actores. otras ideas
En este país, que sin embargo es el mío, carezco de la autori dad requerida para hablar de asuntos serios, científicos o so ciales, porque la picara naturaleza no me concedió el privilegio de pertenecer al sexo masculino. Paulina Luisi, 1917 Además del protagonismo primordial de blancos y colorados, con sus alas “caudillesca” y “doctoral”, hubo en aquel Uruguay del siglo xix otras voces rep resentativas de la emergencia en el país de otros actores y de otras ideas. Por ejemplo, durante los primeros años del Estado oriental y en especial en los primeros tramos de la Guerra Grande, varios emigrados divulgaron en Monte video las primeras nociones sobre las propuestas socialistas. En ese marco habría que destacar: la incorporación de una llamada “Sección santsimoniana” en el periódico de los unitarios en Montevideo, El iniciador, la publicación del argentino Esteban Echeverría, en el último número del mismo El iniciador, de un texto titulado “Gódigo o declaración de los principios que constituyen la Creencia Social de la República Argentina” (reeditado luego en 1846 bajo el tí tulo clásico de “Dogma socialista”); también el curso de rango universitario de Economía Política dictado por Marcelino Pareja en el Golegio de Humanidades de Montevideo en junio de 1841, centrado en una perspectiva crítica sobre el sistema capitalista, desde una ideología que se podría adscribir a las corrientes doctrinarias del llamado socialismo utópico; entre otros testimonios. Eran las primeras voces de una visión alternativa a la de los principios del liberalismo económico, que primaban de modo categórico en las élites políticas, económi cas e intelectuales. Gomo bien señaló en 1968 Arturo Ardao, al publicar una de las lecciones que formaron parte del curso de Marcelino Pareja: “La lección publicada... se presenta como la primera importante expresión en el Uruguay de un pensamiento anticapitalista en la moderna cuestión social del capital y del trabajo”. En su lección “De las ganancias del capital”, publicada en El N a cional en junio de 1841, Pareja se preguntaba por ejemplo: “¿no valdría más dar otra base a las instituciones, más justa, más natural, más estable que la propiedad..?”. En esa misma dirección, durante la segunda mitad del siglo xix, el país fue escenario de un gradual pero firme proceso de organización y desarrollo de sindicatos de trabajadores. Las transformaciones económicas y sociales im puestas por la modernización capitalista, la llegada de inmigrantes europeos
con ideas socialistas y anarquistas, la radicalización progresiva de los en frentamientos entre empresarios y trabajadores por los múltiples asuntos de la llamada “cuestión social'1, entre otros múltiples factores, crearon las condi ciones necesarias para que comenzaran a fundarse sindicatos y organizaciones de trabajadores y para que éstos impulsasen distintas actividades en promo ción de sus ideas y reivindicaciones más específicas. Es de hacer notar que esta nueva forma de encarar la “cuestión social'1 —ya no como “cuestión policial'1, objeto exclusivo de represión y recelo por parte de las autoridades públicas, sino como proceso emergente de nuevos derechos y relaciones entre el capital y el trabajo— tardó varias décadas en incorporarse a la agenda efectiva del d is curso político de las élites dirigentes de los partidos y demás agrupaciones. En ese marco, instituciones como la Sociedad Tipográfica Montevideana, fundada en 1870, empezaron a actuar como las primeras organizaciones sindi cales. Como acontecía por entonces en otros muchos lugares del mundo occi dental, el gremio de los tipógrafos se anticipaba por lo general en el establec imiento efectivo de organizaciones de socorros mutuos y de sindicatos. Su pro pio oficio de impresores ponía en contacto a estos trabajadores con las nuevas ideas que surgían por entonces, las que llegaban al país no sólo con los inm i grantes o viajeros sino cada vez más por medio de libros. De allí también su vocación por la creación de publicaciones propias como un medio calificado de lucha y de defensa: el 1 de septiembre de 1883 el sindicato comenzó la publi cación de El Tipógrafo, identificado entonces como “órgano de la Sociedad T i pográfica Montevideana'1, de frecuencia quincenal, formato tabloide y cuatro páginas de extensión. Unos años antes, en mayo de 1878, había tenido una fugaz aparición el semanario El internacional, presentado como “órgano de las clases trabajadoras'1 pero sin adscripción sindical específica. De allí que El Tipógrafo sea señalado por varios autores —como Carlos Zubillaga y Jorge Bal bis— como el primer periódico sindical en la historia uruguaya. Durante la década de los noventa, en consonancia directa con lo que desde años atrás venía desarrollándose en varios países europeos y latinoamericanos, comenzaron a lanzarse en el medio local diversas iniciativas con la finalidad de crear un partido socialista. La idea provenía en general de la prensa sindical y obrerista y era defendida por dirigentes y militantes de origen sindical o intelec tual cercanos a diversas propuestas socialistas. Con el telón de fondo de las pugnas ideológicas con los defensores de las también emergentes corrientes anarquistas, de los debates internos y, en especial, a propósito de cuáles eran los más eficaces mecanismos para echar a andar la iniciativa, comenzó la di fusión pública de programas y manifiestos adscritos de manera específica a la acción —todavía en el terreno de los proyectos pero ya anunciada— de un
partido socialista. Como han señalado diversos investigadores, este primer socialismo uruguayo no sólo abrevaba en las fuentes del marxismo, sino que convergían en él otras corrientes e inspiraciones ideológicas de aquel fértil cambio de siglo. Entre el movimiento real y el doctrinarismo programático, estos primeros intentos nacidos y promovidos fundamentalmente en los círculos sindicales debieron enfrentar un cúmulo de dificultades de toda índole (organizativas, referidas a su escaso impacto en la opinión pública, por controversias ideológ icas..,). Revelaban todas ellas, sin embargo, el avance de una reflexión colectiva acerca de la necesidad de trascender la militancia puramente sindical para con solidar una actividad más propiamente política, distante de las modalidades de acción directa de las corrientes anarquistas, todo lo que requería la fundación de un partido, que sin embargo debería esperar a iq io para concretarse formal mente. Pero como ya se ha dicho, entre las nuevas ideas que consolidaron su irrup ción pública en aquel Uruguay finisecular, el anarquismo también adquirió una relevancia especial. Resultó la corriente ideológica hegemónica dentro del movimiento sindical de los orígenes y marcó a toda una generación de jóvenes intelectuales, muchos de los cuales adquirieron gran relevancia en el mítico Novecientos uruguayo. Fue la doctrina inspiradora para la fundación de muchas organizaciones e instituciones sindicales y políticas, así como para la creación y el desarrollo de un significativo número de periódicos obreros. Sin embargo, el gran impulsor de las actividades anarquistas de la época fue sin duda el Centro Internacional de Estudios Sociales, fundado por inmigrantes italianos en 1897. Uno de los jóvenes intelectuales que de inmediato se integraron a las activi dades del flamante centro de difusión ácrata fue Edmundo Bianchi, nacido en Montevideo en 1880, hijo de una pareja de inmigrantes italianos, luego conver tido en poeta y tribuno en las filas anarquistas. En esa actividad, apoyó movi lizaciones anticlericales, publicó poemas en periódicos de inspiración anar quista como La Verdad, se comprometió como cronista en esfuerzos periodís ticos del Centro Internacional como el semanario Tribuna Libertaria o el per iódico El Trabajo. También desarrolló una intensa militancia en el campo de las movilizaciones sindicales y los círculos anarquistas, lo que le acarreó acusa ciones policiales y encarcelamiento. Amigo personal del dramaturgo Florencio Sánchez, fue colaborador también de los más importantes periódicos del medio — como La Razón y El Siglo— . A partir de ig io concentró su actividad en el teatro, escribió numerosas obras y alternó también en la dirección artística de varias compañías rioplatenses. Llegó a presidir la Sociedad Uruguaya de
Autores y luego promovió la creación de la Asociación de Escritores Teatrales del Uruguay. Impresionado por el impulso reformista de la segunda presi dencia de Batlle y Ordóñez, fue una de las figuras más representativas del lla mado "anarcobatllismo", que expresaba de manera informal el acercamiento al batllismo de prestigiosas figuras que habían militado en los círculos libertarios. Su trayectoria vital resulta emblemática de uno de los derroteros provenientes de aquel primer anarquismo uruguayo. Otros dirigentes ácratas, como se verá más adelante, convergieron tras el impacto de la Revolución rusa en las filas del Partido Comunista. Tambián los hubo que se mantuvieron fieles a sus prin cipios anarquistas y desde allí conformaron organizaciones sindicales y cultur ales que permanecieron en el tiempo, sin duda muy minoritarias pero siempre influyentes. Ese campo sindical emergente fue tambián escenario para la irrupción de feminismos pioneros, pero como ha estudiado en forma reciente Inás Cuadro, estas irrupciones serían incomprensibles sin la movilización política de las m u jeres uruguayas que la Iglesia y los liberales impulsaron en torno a los debates sobre la secularización. Construido en clave intemacionalista, confluyeron en este campo distintas culturas políticas (librepensadoras, liberales, anarquistas, socialistas, cristianas). Era tambián la expresión de procesos que coincidían en aquel Uruguay de entre siglos: los cambios paulatinos en el modelo demográ fico, el ingreso progresivo de la mujer al mercado laboral, el incremento de la matrícula femenina en los niveles medios y altos de la enseñanza, las transfor maciones en el plano de las costumbres (por ejemplo, el retraso de la edad promedio del casamiento), entre otros fenómenos de similar tenor. Todo ello provocó un conjunto de modificaciones, lentas pero sensibles, en el plano de los modelos y de los roles femeninos, que desafiaban aspectos sustantivos de la cultura fuertemente patriarcal por entonces dominante. Pese a que el fenó meno era internacional y desde Europa y Estados Unidos llegaban los ecos de las primeras movilizaciones feministas, el tema de la igualdad de los derechos ciudadanos para las mujeres se mantuvo relativamente ausente en el discurso público de las dirigencias políticas durante el siglo xix. El movimiento feminista uruguayo llegó a tener entre sus filas a figuras de talla mundial como Paulina Luisi (1875-1950), que alcanzaría gran relieve luego del 900. Primera mádica uruguaya, fue una de las fundadoras del feminismo en Uruguay, liderando la constitución del Consejo Nacional de Mujeres en 1916 y de la Alianza Uruguaya para el Sufragio Femenino en 1919. Estuvo compro metida en la causa sufragista y en la promoción de derechos sociales, civiles y sindicales para la mujer. Una de sus frases célebres, pronunciada en una con ferencia en el Sindicato Médico del Uruguay, remite en clave irónica a su
preocupación por el desarrollo de la condición ciudadana de las mujeres de su tiempo: “En este país, que sin embargo es el mío, carezco de la autoridad re querida para hablar de asuntos serios, científicos o sociales, porque la picara naturaleza no me concedió el privilegio de pertenecer al sexo masculino*'. Fue directora de la revista Acáón Femenina publicada en 1917 en Montevideo, así como una infatigable militante intemacionalista y dirigente del Partido Social ista. Una de sus hermanas, Clotilde Luisi, primera abogada titulada en el país, fue también la única mujer entre los 113 estudiantes que participaron en el Primer Congreso Internacional de Estudiantes en América, celebrado en Monte video en 1908. Pero de algún modo, el ambiente en el que actuaron las hermanas Luisi había sido preparado por librepensadoras como la maestra María Abella de Ramírez, uruguaya radicada en la ciudad argentina de La Plata, quien desde 1899 desarrolló una campaña periodística bajo el seudónimo de “Virginia*' y en 1903 fundó el primer centro feminista rioplatense, la Liga Feminista Nacional, con un órgano de prensa denominado La Nueva Mujer. En 1906, Abella de Ramírez tuvo destacada participación en el Congreso Internacional de Libre Pensamiento celebrado en Buenos Aires, en el que presentó un célebre “Pro grama mínimo de reivindicaciones femeninas*', muchos de cuyos postulados mantienen absoluta vigencia més de una centuria después. Llegada para esa misma reunión, la liberal española Belén de Sérraga terminaría radicándose en Uruguay durante un periodo breve pero de intensa agitación. Con otra es pañola, la anarquista Juana Buela, De Sérraga dirigió la palabra a la multitud re unida en Montevideo en octubre de 1909 para protestar contra el fusilamiento en España del promotor de la “escuela racionalista*' Francisco Ferrer. Desde el anarquismo, mujeres como Buela, Virginia Bolten o María Collazo, entre otras, a la vez que compartían con sus compañeros la lucha por las causas de los trabajadores en general, se esforzaban por hacer visible la doble explotación a la que eran sometidas las de su género y, en particular, convo caban a sus compañeras a afiliarse y a participar en la lucha sindical. Sin em bargo la estrategia sufragista del cauce principal de los feminismos las distan ciaría de un movimiento con el que mantuvieron una relación ambigua. Tam bién debatida, pero més relevante de lo que suele admitirse, fue la participación de las mujeres católicas. La aparición de estos nuevos actores dio lugar a formas inéditas de movi lización social, en cuyo marco le correspondió un lugar especial a la cele bración del i ° de Mayo. En el marco de las múltiples transformaciones de la Eu ropa de la segunda mitad del siglo xix, al amparo de la consolidación de las or ganizaciones de trabajadores y de la promoción de las ideas socialistas y
anarquistas en sus diversas variantes, en i88g se reunió en París el congreso que se considera constitutivo de la llamada II Internacional. Entre sus resolu ciones resaltó la de promover “una gran fecha fija, de tal manera que s i multáneamente en todos los países y en todas las ciudades en el mismo día convenido", los trabajadores reclamarían a las autoridades de sus respectivos países la reducción a ocho horas de la jornada laboral, entre otras reivindi caciones. A partir de una manifestación análoga ya resuelta para el i° de Mayo de i 3go por la Federación Americana del Trabajo, se resolvió que esa “gran fecha fija" sería en adelante el i° de Mayo. Esta conmemoración, recogida como homenaje a los llamados “mártires de Chicago", ejecutados en 1887 tras la re vuelta de Haymarket, se convirtió rápidamente en el más ambicioso de los rit uales que caracterizaron el surgimiento de ese nuevo sindicalismo. En el marco de una conjugación de símbolos e imaginería del mundo preindustrial y del industrial, la fecha se configuró como la versión más exitosa y generalizada de esa combinación anual de manifestación obrera y festival del trabajo presente en el mundo presocialista, como ha estudiado Eric Hobsbawm por ejemplo. Pronto sería una de las mayores tradiciones de los movimientos de traba jadores, en tanto “autorrepresentación regular y pública de una clase, una afir mación de poder y, en su invasión del espacio social del sistema, una con quista simbólica" como “desfile anual con la bandera del ejército obrero". Según han investigado Yamandú González y Llniversindo Rodríguez, entre otros, en Uruguay rápidamente se adoptó la resolución del Congreso de París. Ya en el mismo año de 1889 se organizó en Montevideo, el 17 de noviembre, una reunión de los “intemacionalistas" en recuerdo de los “mártires de Chica go". La prensa de la época da cuenta, entre otras informaciones, de que el acto contó con la asistencia de trabajadores de distintas nacionalidades y que hubo seis oradores que pronunciaron encendidos discursos, entre ellos una mujer que “despertó en todo el auditorio interés y admiración", como informaba La Voz del Trabajador. Al año siguiente, pudo realizarse el primer acto formal del i° de Mayo de acuerdo con lo dispuesto por la Internacional y como ocurriría en muchas otras partes del mundo. Se realizó en la cervecería de Giambrinus, frente al cementerio Inglés, que por entonces estaba situado en el centro mon tevideano, en el lugar hoy ocupado por la Intendencia Municipal. Aquel primer acto contó con poco más de un centenar de participantes. Distintos medios de prensa, desde diversas tiendas ideológicas y con enfoques muy contrastantes, describieron la reunión y dieron cuenta de los discursos pronunciados. A título de ejemplo, el periódico católico El Bien, al tiempo que denunciaba el “social ismo enteco" y la presencia de extranjeros y masones entre los asistentes, de scribía de esta forma lo señalado por uno de los oradores: “Su discurso fue
corto y con intermitencias. Sólo llegaban hasta el público palabras sueltas que eran pronunciadas con más fuerza: libertad, emancipación, igualdad, revolu ción, anarquía, tiranos, sanguijuelas del obrero, día de la justicia, revancha, etc.". Una década después, el batllista El D ía, bajo el título de “La fiesta obrera. de Mayo", publicaba un texto de Adolfo Vá2que2 Góme2, emigrante gallego, periodista, ensayista doctrinario y futuro dirigente socialista, en el que se decía: “Los reyes de Francia creían inexpugnable la Bastilla, y la Bastilla cayó... ¿Por qué considerar imposible la abolición del dominio del hombre por el hombre, de la explotación del ser humano por sus pseudo semejantes?". La incorporación de la figura de Emilio Frugoni (1880-1969) a las filas del so cialismo se constituyó en un hito en todo ese proceso, que culminó, como se verá más adelante, en 1910. Sin embargo Frugoni fue protagonista de un in tento que pudo haber fructificado un lustro antes. Nacido en mar20 de 1880 en un hogar acomodado, de padre comerciante y genovés de origen, Frugoni había comen2ado su militancia política en las filas del Partido Colorado. Tuvo una fuga2 participación del lado gobiernista en la revolución de 1897, junto con sus amigos y futuros líderes del riverismo colorado, Pedro Manini Ríos y Héctor R. Góme2. Fue también animador junto con José E. Rodó (el autor de Ariel, quien tuvo también una destacada trayectoria política) y Carlos Reyles del club col orado Libertad. Volvió a participar del lado oficialista en la revolución de 1904, enrolándose primero como guardia nacional y actuando luego como ayudante de Estado Mayor del general Muni2. Esta segunda experiencia como partícipe directo de una guerra civil repercutió con mucha fuer2a en sus convicciones políticas, provocando su alejamiento de las filas coloradas y reorientando sus ideas a las propuestas socialistas. Ya por entonces era un hombre de prestigio en los círculos intelectuales montevideanos, polemista habitual en varias de las tertulias de debate ideológico y cultural del Montevideo mítico del Novecientos. En el segundo semestre de 1904 se afilió al Centro Obrero Socialista, insti tución que organizaría la presentación de su “Profesión de fe socialista", en un acto público que tuvo lugar el 22 de diciembre de ese mismo año, en el teatro “Nuova Stella d'ltalia". En su exposición, el novel dirigente socialista defendió la acción del nuevo partido, al que consideró un “poderoso aliado" de los “verdaderos amigos de la pa2" y del “movimiento institucional de la nación". Cuestionó con dureza la uti lización de los trabajadores como “carne de cañón" para el “tesoro de sangre de los partidos tradicionales" y protestó por las trabas impuestas para su par ticipación en los comicios. Finalmente, argumentó a favor de la “fórmula políti ca" que permitiría la comparecencia electoral de los socialistas bajo el “lema" del Partido Colorado, elogiando especialmente a “los jóvenes colorados" (“una
legión caballeresca, cuyas nobles identidades... suelen obtener triunfos sobre las viejas preocupaciones de las 'estatuas de sal', eternamente vueltas al pasa do”, como entonces publicó el periódico colorado Diario Nuevo. El acuerdo socialista-colorado finalmente no fructificó: en las elecciones de 1905 no hubo candidaturas socialistas bajo el lema colorado. Este fracaso, sobre cuyas razones últimas se han dado versiones diferentes, contribuyó a confirmar la opción del camino político independiente para el Partido Socialista en formación. Diría Frugoni años después, en uno de sus textos clásicos: "... luego se echó de ver... el error de esa táctica, que hubiera contribuido a per petuar, en perjuicio del Partido Socialista, el confusionismo de las masas popu lares... El nuevo partido debía venir, precisamente, a encararse con el tradi cionalismo como fundamento de una distribución de las fuerzas políticas del país. Su primera batalla debía darla contra los partidos históricos'1.
De los legados políticos de la “tierra purpúrea0 al itrpulso v freno del afán reformista del primea batllismo (io o a - i q i o )
Yo pienso... en lo que podríamos hacer para construir un pe queño país modelo... José Batí le y Ordóñe2, iqo8 Ninguno de los procesos que marcaron a fuego el Novecientos uruguayo con stituyó un salto en el vacío o una ruptura tajante con respecto al pasado. Aun los fenómenos más innovadores en este campo recogieron las herencias y tradiciones de una historia muy rica y densa en significados de diversa índole. De allí que se imponga una enumeración —aunque sucinta— de algunos lega dos políticos importantes que enmarcaron las luchas y búsquedas políticas de ese Uruguay que se confirmaba luego de una intensa fragua a los comienzos del siglo xx: a] Como buen punto de partida, al decir de Carlos Real de Azúa, habría que remitir a esa “patente, innegable debilidad que en el Uruguay del siglo xix presentó la constelación de poder del continente*', conformada “por la hege monía económicosocial de los sectores empresarios agrocomerciales y su entrelazamiento con la Iglesia y las Fuerzas Armadas". El umbral del siglo xx constituía un momento tardío para configurar esa constelación de poder de manera efectiva. Aquel Uruguay de iqoo se mostraba más bien abierto para recibir e interpretar el impacto de los fenómenos típicos de la política moderna, desplegados con cierta comodidad en un país nuevo y aluvional. b] También fueron relativas las restricciones provenientes de los condi cionamientos externos. A ello coadyuvaba la misma implantación capitalista —débil en sus orígenes— que no terminaba de afirmarse, así como la poca sig nificación de la oferta uruguaya en los mercados mundiales y regionales, aun dentro del marco de un modelo básicamente agroexportador. Pese a formar parte del “imperio informal" británico, el país no había dejado de ser frontera de la región y de las luchas interimperiales. A partir de allí y de su misma pequeñe2, se habilitaba la posibilidad de ciertos gestos y políticas de sesgo democrático, hasta “socializante". c] La combinación de ambas debilidades —la de la implantación oligárquica y la de la implantación capitalista— contribuyó a reforzar la presencia del Es tado en la sociedad civil y la centralidad de sus funciones en la formación so cial uruguaya. Hacia fines del siglo xix, el Estado uruguayo ofrecía ya una sólida tradición intervencionista, expresada no sólo en el desarrollo de su poder coac tivo y administrativo sino también en el cumplimiento de tareas empresariales,
reguladoras y hasta arbitrales. El reformismo batí lista encontraría —y en parte sería su fruto— un Estado empresario e interventor con relativa autonomía de las clases sociales dominantes y de sus actores corporativos, que a pesar de todo vieron en él una posibilidad de proyectar sus demandas y disimular sus vacilaciones. d\ Esta primacía del Estado coadyuvó también a la centralidad de las media ciones específicamente políticas en la sociedad uruguaya. Configurados como se ha visto en fecha temprana, resistentes ante los reiterados embates doctor ales y fusionistas, los partidos políticos sirvieron de intermediarios principales entre las demandas formuladas por una sociedad civil carente de corporaciones fuertes y un espacio público definido y ordenado en clave casi monopólica desde el Estado. Asimismo, blancos y colorados se admitieron también pronto recíprocamente y aceptaron gradualmente —más allá de sus disputas— una pauta de coparticipación en los manejos del gobierno. Como ya se ha mencionado, en la segunda mitad del siglo xix fue visible un incipiente asociacionismo en el que, a diferencia de lo ocurrido en otros países del continente, resultaba perceptible una intermediación importante —aunque no excluyente— de los partidos. Con rasgos primitivos y con muchas defi ciencias, fueron ellos sin embargo los actores más relevantes de esa explosión asociativa y de la prensa que la expresó, lo que en otros países vecinos dis currió en aquellos años por canales diferentes. Todo ello refería de algún modo lo que podríamos calificar como una preco2 densificación de la sociedad políti ca en detrimento de una sociedad civil más débil y segmentada. e\ Con un fondo ideológico que presentaba tanto coincidencias como diver gencias, blancos y colorados participaron así de un esquema binario y dialéc tico irreductible a la oposición liberales vs. conservadores, tan típica en el resto de América Latina. Tras cruentos conflictos, tras sucesivas negaciones y exclu siones, aquellos partidos pudieron urdir tramas de hondo arraigo en la so ciedad y en la cultura de aquella “patria gringa" que nacía. Así terminaron por considerarse pronto como agentes legítimos y expresaron, cada cual a su modo, la matri2 republicano liberal por entonces disponible y muy pronto hegemónica en la concepción política predominante. Esa temprana matri2 partidista y el clima fértil para la implantación de las ideas y tradiciones consiguientes se articulaban además con otros aspectos, cuya consideración excede los límites de este texto. No obstante se impone al menos registrar algunos aunque sea fuga2mente: la debilidad del mundo políti co y cultural colonial, en especial de un esquema de “cristiandad indiana", sim ilar al vigente en otras partes del continente americano; la debilidad de las difer encias territoriales, étnicas, comunitarias, en el marco del predominio —como
se ha visto— de una visión de “pequeña escala", que favorecía la construcción de una ciudadanía definida a partir del horizonte político y sus actores; una abrumadora y temprana primacía urbana y capitalina, que apoyaba los esque mas de una integración social con ciertos perfiles homogeneizantes, entre otros. Como se ha mencionado, la crisis económicofinanciera de la década de 1890 y la crisis político-militar expresada por las guerras civiles de 1897 y de 1904 operaron como un gran espacio de interpelación al sistema político. A partir de un conjunto de valoraciones acerca del país en términos de su destino, pudieron replantearse con fuerza temas como el de la legitimidad política, el de la consiguiente ampliación de la ciudadanía política y también social, el de la necesidad de nuevos actores políticos y sociales. Esa doble crisis propició tam bién una introspección osada, que seguramente guardaba bastante relación con la identidad de quienes la emprendían, pues provino de manera importante de aquellos que mostraban mucho més vinculación con la política partidaria que con la estructura productiva. Como principal intérprete de los nuevos tiempos (esos '‘tiempos de forma ción" según los llamó el propio Batí le y Ordóñe2), el batllismo —como han dicho Barrán y Nahum— nació en la “cuna de oro" del Estado, dueño a esa al tura de una incontrastable fuerza militar (confirmada en 1904 con su victoria militar frente a las huestes del Partido Nacional encabezadas por Aparicio Saravia) y agente renovado de una práctica interventora en la economía y la so ciedad. Nació también dentro de la matriz de la vieja tradición colorada, cuyas piezas clave eran el ejercicio mismo del gobierno (que detentaba desde hacía cuatro décadas) y la identificación con el Estado. El itinerario de aquel primer batllismo es reconocible en una serie de refor mas desarrolladas en varios escenarios de la vida del país. Su plan de transfor maciones, que bregaba antes que nada por la integración moderna del país, dis currió por seis grandes andariveles: la reforma económica (nacionalizaciones, estatizaciones, promoción de la industria vía proteccionismo); la reforma social (apoyo crítico al movimiento obrero, otorgamiento de una legislación social protectora y obrerista, poner en práctica medidas de índole solidaria con los sectores más empobrecidos); la reforma rural (eliminación progresiva del lati fundio ganadero, promoción alternativa de un país de pequeños propietarios, con mayor equilibrio productivo entre ganadería y agricultura); la reforma fiscal (mayor incremento de los impuestos a los ricos y descenso de los impuestos al consumo, con objetivos también en el plano de la recaudación fiscal y de la dirección económica y social); la reforma moral (incremento de la educación, defensa de una identidad nacional cosmopolita, anticlericalismo radical,
propuestas de emancipación para la mujer); la reforma política (amplia politi zación de la sociedad, promover un Poder Ejecutivo colegiado, implantación de institutos de democracia directa). Todas estas reformas (muchas de las cuales distaron de concretarse y fueron frenadas) no sólo congregaron voluntades entusiastas, también provo caron miedos y resistencias. La primera crisis del batllismo temprano encontró su expresión más rotunda en la derrota electoral del 30 de julio de 1916. En un marco de creciente polarización social y política, fue convocada y elegida una Asamblea Constituyente, cuyo cometido era la reforma de la Constitución de 1830. La instancia electoral operó como un verdadero plebiscito en torno al modelo reformista, identificado en esa ocasión con una propuesta colegialista apoyada por el batllismo e indirectamente también por el socialismo. Su resul tado fue para muchos sorprendente: la primera vez que se aplicaba el voto se creto y el sufragio universal masculino, la ciudadanía uruguaya se pronunciaba categóricamente en contra del gobierno y de su iniciativa. El año de 1916 delimitó así la paradoja constitutiva de la democracia uruguaya inicial. A simple vista, el freno al reformismo en las políticas públicas —anunciado e implementado por el sucesor de Batí le en la Presidencia, Feli ciano Viera— fue producto de su traspié en las urnas. La democracia política de sufragio universal, finalmente asegurada en la nueva Constitución pactada, nació junto al imperativo político de la conciliación y del pacto, expresión de una mayor parsimonia para el cambio social pero también del recelo ante los impulsos hegemonistas. Esta segunda Constitución en la historia del país, que entró en vigencia a partir de marzo de 1919 y que fue el fruto de un pacto políti co entre el batllismo y la oposición nacionalista, incorporó un conjunto de d is posiciones innovadoras respecto a la primera Carta de 1830. Entre ellas deben citarse: separación de la Iglesia del Estado, sufragio universal masculino, am pliación de las garantías electorales, establecimiento de un exótico Poder Ejec utivo bicéfalo (con un Presidente y un Consejo Nacional de Administración), reconocimiento de las empresas públicas, fijación de una secuencia electoral casi anual y flexibilización de los procedimientos de reforma constitucional, entre otras. Con acierto, Real de Azúa ha señalado que aquel pacto consti tucional pareció inspirarse en una decidida búsqueda de “exorcización del poder'1. De allí en adelante, a partir de esos marcos institucionales tan singu lares, habrían de dirimirse los pleitos políticos fundamentales de una democ racia de partidos, coparticipación y elecciones. ¿Qué era, en qué consistió esa llamada “política del alto" que predominó du rante la década de los veinte? En términos generales, fue freno, detención, parálisis en los planes reformistas, pero no retroceso, al menos en un primer
contexto. El freno al impulso reformista no se tradujo en la hegemonía de las derechas antibatllistas, tanto blancas y coloradas como independientes de ambos partidos. En esa dirección, se impone señalar que también el viraje conservador tuvo su propio "alto'1, tuvo su “impulso y su freno'1, de acuerdo con la certera metáfora de Real de A¿úa que sirve de título a uno de sus libros más famosos. Ello facilitó una política de compromiso y de consensos, que finalmente terminó por galvanizar las reformas por acuerdo. Como se verá más adelante, fue también durante las primeras décadas del siglo xx cuando la sociedad uruguaya pudo completar su primer imaginario na cional, culminando así el perfil de una tarea iniciada varias décadas atrás. Las nuevas generaciones del Novecientos y del Centenario —no remitiéndose aquí sólo a sus élites intelectuales y políticas— fueron en estos aspectos herederas directas de las ideas y faenas de hombres como Francisco Bau2á, Juan Zorrilla de San Martín, Juan Manuel Blanes o José P. Varela, entre otros. A su legado pudieron agregar desde una perspectiva nacionalista la consolidación de un imaginario social que estuviera en condiciones de “anclar'1 efectivamente varios referentes culturales e institucionales ya muy presentes entre los uruguayos. In scrita dentro de diversos contextos que impelían la consolidación de una visión ciudadana de la nación, la sociedad uruguaya ambientó en esta nueva etapa la acción de diversos productores de imaginario colectivo, que centraron su tarea en la integración del “adentro'1, lo que por cierto pudo asociarse en el plano simbólico con la experiencia histórica del “primer batllismo'1 y con las políticas públicas de signo reformista aplicadas entonces. Sin embargo, tampoco cabe aquí una interpretación “batllicentrista'1, con perfiles fundacionales y exclusión de otros actores. De ese modo pudo expandirse desde el Estado un modelo integrador exitoso aunque con ciertos perfiles de base homogeneÍ2adora, sustentado en toda una propuesta oficial que privilegiaba nítidamente la meta del “crisol de identi dades'1 sobre un eventual intento de armonizar lo diverso a partir del respeto de las tradiciones preexistentes y de los particularismos, que por cierto los había. Esa “sociedad hiperintegrada'1 fue en algún sentido una nueva traducción de la idea del “país modelo'1, anunciada por el propio Batí le y Ordóñe2 en una famosa carta que dirigiera a su amigo Domingo Arena, durante su viaje a Eu ropa entre sus dos presidencias (ejercidas entre 1903 y 1907 y entre ig n y 1915). Como mito movilizado^ esta idea de un país utópico en el que “los pobres fueran menos pobres y los ricos menos ricos'1, tuvo un éxito indudable en la forja de una nacionalidad inclusiva y de perfiles igualitaristas, que tendía a im pedir grandes marginaciones socioculturales o políticas. Sin embargo, también es en parte cierto que el predominio de esa visión pagó los costos de una
integración demasiado referida a la medianía y a ciertos estereotipos sociales y culturales “mesocráticos'1, lo que a menudo terminó ambientando en forma indirecta la sanción a la diversidad y aun a la innovación. ¿Cuáles fueron las notas más distintivas de este imaginario integrador que precisamente alcanzó su máximo despliegue en las décadas del Centenario de la Independencia (1920-1930)? Se impone enumerar algunos de sus contenidos fundamentales: cierta estatización de la idea de “lo público'1 y el establec imiento de una relación de primacía de “lo público'1 sobre “lo privado'1; una matriz democrático-pluralista de base estatista y partidocéntrica; una reivin dicación del camino reformista, que se sobreponía simbólicamente a la anti nomia conservación-revolución; la primacía del “mundo urbano'1, con todas sus múltiples implicaciones; el cosmopolitismo de perfil eurocéntrico; el culto a la “excepcionalidad uruguaya'1 en el concierto internacional y fundamen talmente dentro de América Latina; la exaltación del legalismo, entendido como el respeto irrestricto a las reglas de juego (contenido y forma del consenso ciu dadano); el tono optimista de la convivencia; el destaque de los valores de la seguridad y de la integración social, cimentados en una fuerte propensión a la idea de “fusión de culturas y sentimientos'1; una visión radical de la secular ización y la laicidad, que tendía a afincar las manifestaciones religiosas al ámbito de lo privado, entre otros. El origen de estos valores se fue dando en momentos diversos, pero su articulación en un mismo cuerpo de signifi caciones colectivas se dio fundamentalmente a partir de esas primeras décadas del siglo. Por múltiples motivos, las celebraciones y los debates del Centenario se constituyeron en el símbolo por excelencia de ese primer momento de apo geo de la síntesis de identidad uruguaya. Por si faltara algo para que tal asociación pudiera cristalizar precisamente en ese momento, ese periodo de celebraciones coincidió con la consolidación del fútbol como el deporte más popular del país, así como un ciclo extraordinario de triunfos de la “celeste'1 en el campo internacional. En efecto, ese “deporte ex traño'1 que habían traído los “locos ingleses'1 a Uruguay en la segunda mitad del siglo xix, durante las primeras décadas del siglo xx terminó de popularizarse y nacionalizarse en forma simultánea, de la mano del arraigo de una red de clubes muy extendida, en la que ya se destacaban los equipos Peñarol y Na cional, dos identidades muy '‘fuertes'1, partícipes de una confrontación también binaria y especular, que ha logrado sobrevivir mayoritaria hasta hoy. También fue en esas décadas cuando se creó la Asociación Uruguaya de Fútbol (1900), se impulsó la organización del Primer Campeonato Sudamericano (celebrado en Uruguay en 1916, con la victoria “celeste'1) y, de manera muy especial, cuan do triunfó el combinado uruguayo en las Olimpíadas de Colombes (1924) y de
Ámsterdam (1928). En medio de una euforia que proyectaba al fútbol como una suerte de “épica laica" para la gran mayoría de los uruguayos, el país también se dio el lujo de organizar el Primer Campeonato Mundial (1930), de construir para ese fin el Estadio Centenario (por entonces, el estadio més grande del mundo, inaugurado el 18 de julio de 1930, a cien años de la jura de la primera Constitución) y de ganar el certamen en una final nada menos que contra Ar gentina. Sin duda, un ciclo memorable de victorias y realizaciones, que afincaba para los tiempos uno de los relatos més perdurables e identificatorios para la sociedad uruguaya.
J3 La democracia uruguaya, sus gandes “familias ideológicas0 v su matriz “republicano liberar
El Uruguay es un país gobernado por locos. Rosita Forbes , periodista británica, 1932 En este marco, el sistema político uruguayo también experimentó durante las primeras tres décadas del siglo xx una acelerada expansión electoral, con un fuerte impulso integrador sobre las grandes oleadas inmigratorias que llegaron a desplegarse con fuer2a en el país hasta 1930. Superados de manera progre siva los motivos que en el pasado habían quitado legitimidad ciudadana a las elecciones, el arbitraje electoral arraigó con mucha fuer2a y celeridad en el seno de esa sociedad uruguaya aluvional. Lo primero que debe destacarse al examinar las tendencias electorales de ese periodo tiene que ver con un aumento verdaderamente espectacular en el número de votantes. En el cuadro 1 y en la gráfica 1 puede observarse la evolu ción del electorado, de la población, de los votantes varones mayores de 18 años y de los habilitados para sufragar en las elecciones para la renovación de los principales poderes públicos entre 1905 y 1931. Lo primero que salta a la vista es el carácter explosivo del aumento de votantes, especialmente a partir de 1916 y después de la puesta en vigor de la Constitución de 1919, cuando se im plantan las nuevas garantías para la emisión del voto. Incentivado por el sufragio universal masculino y el voto secreto, el elec torado se multiplicó casi por siete en apenas un cuarto de siglo, lo que con stituyó sin duda alguna un crecimiento muy vigoroso e hipotéticamente desafi ante para las identidades políticas preexistentes. Se trataba de una sociedad que al mismo tiempo que se conformaba social y demográficamente, articulaba su cultura política en torno a las elecciones. De un cuerpo elector de menos de 50 000 personas, más o menos manipulable y previsible en sus compor tamientos, se pasó en poco tiempo a un electorado superior a los 300 000 ciu dadanos, que tuvieron además una oferta partidaria crecientemente het erogénea y competitiva. Como se observa, el salto más espectacular de esta evolución se dio en 1916, ocasión en la que, con nuevas reglas de juego, el elec torado casi se triplicó en menos de un trienio, lo que ratifica lo inédito de esos comicios que marcaron la primeray más contundente derrota electoral del batí lismo.
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P s. oligarquía'1, en la que cabía la posibilidad de un “apoyo crítico'1 a los militares. Estos últimos elementos deterioraron muchísimo la imagen de firmeza democrática del Frente Amplio en una instancia clave. No todos los principales dirigentes frentistas pensaban de esa manera. Fig uras como Quijano, Juan José Crotogini, Enrique Erro, Alba Roballo, Francisco Rodríguez Camusso y Adolfo Aguirre Con2ále2, entre otros, se manifestaron totalmente contrarios con esa posición, al igual que varios de los militares frenteamplistas como Oscar Licandro y Pedro Aguerre. En la posición contraria, con mayor o menor entusiasmo y con algunos disidentes en ciertos casos, se encontraba el resto de los sectores frenteamplistas. En ese marco controversial pero en el que predominaba claramente una posición, Seregni asumió una ve2 más el rol de ser el vocero de una síntesis de la postura mayoritaria de la coali ción política que presidía, incluso sin expresar los matices y dudas que alber gaba en su fuero íntimo. Aunque asumía con convicción la centralidad de la oposición “oligarquía-pueblo'1 en la coyuntura, no creía en los militares “peruanistas'1 ni en sus documentos. Lo que había comenzado en febrero culminó con el hito final del 27 de junio, con el golpe de Estado propiamente dicho, esta ve2 encabezado por el presi dente Bordaberry junto a las Fuerzas Armadas, culminando un pacto que había
sido sellado como salida de la crisis de febrero. La quiebra institucional conc retada tras la disolución de las cámaras fue respondida de inmediato con la huelga general convocada por la cnt y respaldada por el Frente Amplio y por la mayoría ferreirista del Partido Nacional. Una explicación adecuada de la quiebra institucional de 1973 debe remitir a una multiplicidad de causas y por cierto que también debe evitar el atajo perezoso de la mentada “teoría de los dos demo nios", a veces reconvertida en la “teoría de un único demonio". El primer de safío apunta a devolverle contingencia al proceso histórico: el golpe de Estado no era ineluctable ni fue el corolario necesario de la crisis. Pero ante la tor menta, con errores y también aciertos, los actores políticos reaccionaron, inten taron respuestas, exploraron alternativas. Hubo sí, particularmente entre 1968 y 1973 pero también antes, un descaecimiento institucional del sistema político en el que los partidos perdieron centralidad, parte de ellos incurrió en desleal tad institucional y vacilación, en delegación y reasignación de funciones clave, en beneficio de actores finalmente no democráticos. El investigador Alvaro Rico ha visto en todo este proceso lo que ha calificado como “el camino democrático al golpe de Estado", poniendo de manifiesto las debilidades y ciertos perfiles autoritarios que también anidaban en el sistema político tradicional. Pero es claro que también influyó el contexto externo de una guerra fría “recalentada" en América Latina (con Estados Unidos operando como inspiradory sustento del golpismo) y que tuvieron un papel protagónico actores “antisistema" (como la guerrilla, el ruralismo, la derecha “insurrec cional" y “paramilitar", el golpismo militar). Pocas veces el trayecto concreto de una biografía política como la de Juan María Bordaberry (1928-2011) resulta más expresivo de este cuadro crítico que se viene sintetizando. Hijo de Domingo Bordaberry, mentor de Nardone, era un producto bastante típico de la impronta ruralista, a lo que sumaba la nota de un catolicismo integrista muy raro —como vimos— en Uruguay. Hacia 1963, como ha registrado Clara Aldrighi, la Embajada norteamericana en Uruguay in formaba a sus superiores en Washington que había encontrado en sus fre cuentes conversaciones con Bordaberry, las visiones “más realistas y objetivas" escuchadas entre los políticos uruguayos. También fue elegido senador blanco con Etchegoyen en 1962, ministro de un gobierno colorado con Pacheco en 1969 y luego, sorpresivamente, candidato presidencial colorado en 1971, en cabezando la fórmula alternativa para el caso de que no saliera la controvertida propuesta reeleccionista del presidente en ejercicio. Como vimos, con el respal do directo de poco más de 2 2 % de los sufragios y como candidato más votado dentro del lema más votado, sucedió a Pacheco Areco en la Presidencia, el mismo Pacheco que le daría más tarde su respaldo como dictador en junio de
1973* Creyó ser el jefe de la guerra contra los tupamaros y se mostró poseído por una convicción mesiánica acerca de una misión salvadora enfrentada a una conspiración mundial que incluía a masones y comunistas, desde una confusa doctrina antiliberal y de tono corporativista. Convertido definitivamente en dic tador el 27 de junio de 1973, no se arredró ni ante la oposición de su vicepres idente Sapelli que rechazó acompañarlo. En su peculiar visión de la historia, el “verdadero” golpe de Estado se verificaría el 12 de junio de 1976, cuando los militares lo removerían del cargo por no querer “compartir la responsabilidad histórica de suprimir los partidos políticos tradicionales” que él postulaba.
De Frugoni al Frente Amplio: d ispersión y unidad de las izquierdas uruguayas en el siglo XX
Para nosotros no cabe duda de que es un Estado políticamente democrático y liberal, o de democracia liberal socialista, el único llamado a las soluciones integrales... Emilio Frugoni, 1947 Como se ha visto, con su ''Profesión de fe socialista" de diciembre de 1904, se producía la incorporación de Emilio Frugoni a las filas de un movimiento so cialista en formación en Uruguay desde fines del siglo xix. Ya bajo su liderazgo, se constituiría plenamente como partido en 1910. El fracaso de 1905, con la propuesta de crear un "partido socialista" como sublema del Partido Colorado, contribuyó definitivamente a confirmar la opción del camino político indepen diente para el Partido Socialista en formación. Esta posibilidad se abrió en 1910, al decretar el Partido Nacional su abstencionismo en las elecciones como señal de protesta frente al seguro retorno de Batí le y Ordóñe2 a la Presidencia. La expectativa de marcar presencia en el Parlamento constituía entonces una alter nativa vista con especial ilusión por varios grupos de opinión, en particular por católicos, liberales y socialistas. Finalmente esta circunstancia se concretó por medio de la presentación en los comicios de 1910 de dos partidos nuevos: la Coalición Liberal-Socialista (con listas en Montevideo) y la Unión Católica (con listas en Montevideo, Canelones y Flores). En Montevideo, el único departamento en el que al menos teóricamente hubo competencia, de aproximadamente 30 000 ciudadanos inscritos sólo se contabilizaron 9 126 sufragios (30.42%). El Partido Colorado obtuvo 7 881 votos, mientrasque la Coalición Liberal-Socialista logró 894 y la Unión Católica 351. De acuerdo con esa votación, la Coalición Liberal-Socialista obtenía dos bancas de diputados por Montevideo, las que fueron ocupadas por sus primeros candidatos, el liberal Pedro Día2 y el socialista Emilio Frugoni. El in tento efímero de esta Coalición tuvo como una de sus derivaciones principales la elección del primer parlamentario socialista de la historia uruguaya. Más allá de que esta articulación política entre liberales y socialistas siguió funcionando durante los primeros meses del segundo gobierno de BatíIe, la Coalición como tal pronto se disolvió. En sus inicios el Partido Socialista, bajo el liderazgo de Frugoni, priorizó la actuación parlamentaria y periodística (en especial por medio de su principal vocero de entonces, El Socialista) para la difusión de sus ideas, participó activa mente en el debate político, penetró — aunque en minoría frente a los
anarquistas— en el ámbito sindical mediante su participación en la Federación Obrera Regional Uruguaya (foru), creada en 1905. Ante todo debió esforzarse para distinguirse del batllismo en su etapa más radical en el gobierno. Las izquierdas socialistas y anarquistas (con caudales de adhesión marginales) se perfilaban en una perspectiva de una relativa “izquierdización", empujadas en más de un sentido por el radicalismo reformista del batllismo. Esto también repercutía en el movimiento sindical, en el que predominaban aún los anar quistas, quienes habían profundizado su hegemonía a partir de la fundación de la foru. Asimismo, desde 1913 comenzó a imperar un contexto de crisis económica que, a la vez que incrementaba el clima de polarización social y política general (producido principalmente por el debate acerca del intento de “freno" conservador a las reformas batí listas), aumentaba la conflictividad en el campo laboral y reforzaba las tendencias más “izquierdistas" y “sindicalistas" dentro del Partido Socialista y de los círculos anarquistas. Fue en ese contexto general que repercutió el estallido de la Revolución rusa en Uruguay en general y en las filas del Partido Socialista en particular. Como líder e ideólogo del campo socialista, a Frugoni le correspondió un papel deci sivo en toda la coyuntura, aunque como veremos, sus posturas terminarían siendo derrotadas. En especial entre 1918 y 1919, al impacto de la Revolución rusa venían a sumarse las noticias sobre la radicalización del movimiento huel guístico en Buenos Aires, al tiempo que el propio Partido Socialista adoptaba una postura cada vez más crítica frente al gobierno colorado y de apoyo a la movilización sindical, duramente reprimida. La conflictividad sindical en el país, iniciada ya a partir de la crisis de 1913 pero agravada de manera inusitada en 1918 y 1919, no cabe duda de que coadyuvó también al impacto político e ideológico del proceso de la Revolución rusa. El propio devenir de ésta dio lugar a fuertes debates en la prensa socialista, anarquista y obrerista. Las ten dencias que emergían tenían en muchos casos un largo proceso de fragua, pero el detonante de la Revolución rusa las ponía en el centro de la escena y en más de un sentido las volvía inconciliables. Como bien ha estudiado Fernando López D'Alessandro, durante toda esa dé cada y en especial en ocasión de la “controversia revisionista", los socialistas uruguayos con Frugoni al frente se ubicaron junto a las posiciones más “izquierdistas" del socialismo internacional. Sin embargo, ante el desarrollo de la Revolución rusa, la división interna del Partido Socialista se reactivó de in mediato, con Frugoni como protagonista en la lucha de tendencias. Ya el estal lido de la primera Guerra Mundial había marcado tensiones dentro del social ismo uruguayo. Pese a que al inicio del conflicto bélico se dio la primacía neta de la tesis de la “neutralidad", la existencia de un “sector occidentalista" que
marcaba matices frente al posicionamiento de Estados Unidos, dio lugar más adelante a la división profunda entre "intemacionalistas*' y "reconstructores*1, no casualmente liderados por Eugenio Góme2 (no sólo el promotor de la corri ente "maximalista intemacionalista*' sino el verdadero líder fundacional del Par tido Comunista en 1920 y en 1921) y por Emilio Frugoni respectivamente. En primer lugar, comenzaron a realizarse actos "unitarios*' de socialistas y anarquistas en defensa de la revolución, algo que era interpretado por el viejo establishment de ambos campos como una herejía. Las diferentes posiciones comenzaron a cobrar plena visibilidad dentro del Partido Socialista. Mientras la postura de los "maximalistas*' o "revolucionarios intemacionalistas*', en cabezada como vimos por Eugenio Góme2 y con fuertes apoyos en el frente sindical partidario, se volvía cada ve2 más fuerte, otro sector más disperso hacía ver su posicionamiento "antibolchevique'', con la crítica a la metodología que había depuesto a Kerenski y a su gobierno, a lo que venía a sumarse su repudio a la pa2 concretada luego con Alemania. Las autoridades partidarias, comandadas por Frugoni y básicamente alineadas con estos últimos, se ne garon a mediar en un diferendo ya inconciliable. Sin embargo, desde los edito riales del vocero oficial El Socialista se sostenía la "inviabilidad de la Revolución bolchevique'1, al tiempo que se rechazaba "la pa2 unilateral'1 firmada con Ale mania, que a su juicio no podía significar otra cosa que "la victoria del imperi alismo prusiano'1. En medio de un generalizado movimiento de actos barriales a favor de la Revolución, con un creciente apoyo en los sindicatos controlados por los so cialistas y con un peso argumentativo que comenzó a ganar la prensa partidaria y hasta buena parte de las autoridades (bastiones tradicionales del Frugoni fun dador), poco a poco Eugenio Góme2 y su fracción maximalista comenzaron a ganar la partida. Mientras en Europa parecía iniciarse la bancarrota de la In ternacional socialdemócrata, en ancas del prestigio del triunfo soviático, los comunistas no perdieron el tiempo. En marzo de 1919 se reunió en Moscú el Primer Congreso de la Internacional Comunista, y poco más de un año despuás se realizaba el Segundo Congreso, inaugurado el 19 de julio de 1920. Este último entre otras cosas estableció la indispensable adhesión a las "21 tesis de Lenin*' (signadas por una adhesión total a la URSS y sus posturas, una "ruptura total y definitiva con el reformismo*', entre otras posiciones maximalistas), como condición de ingreso a la Internacional Comunista. Como ya era previsible, las resoluciones que por congreso estableció el Par tido Socialista uruguayo tuvieron definiciones abrumadoras: la votación del in greso a la Internacional Comunista se resolvió el 21 de septiembre de 1920 con i 297 votos a favor, 175 negativos y 275 abstenciones. Pese a su dura derrota,
Frugoni anunció su permanencia en el partido y fue elegido para integrar el nuevo comité ejecutivo con i 197 adhesiones (el máximo de votos únicamente empatado por su archirrival Eugenio Gómez). Sin embargo, la definición en torno a las “21 tesis de Lenin'1 ya no dejó espacio para ninguna conciliación. Nuevamente por abrumadora mayoría, en la noche del 17 al 18 de abril de 1921, los maximalistas intemacionalistas (devenidos ahora en comunistas a secas) arrasaron a los reconstructores (ahora socialistas): i 007 votos frente a apenas no. La ruptura tantas veces anunciada se consumaba en forma plena: de man era simbólica, el nuevo Partido Comunista se quedó con la Casa del Pueblo, con el periódico Justicia (que había venido a sustituir a El Socialista) y presentó fechada la carta de renuncia como diputado de Emilio Frugoni, práctica tradi cional por entonces en los legisladores de izquierda. Surgía de esa manera el “bipartidismo'' de la izquierda tradicional uruguaya: Partido Comunista y Par tido Socialista, refundado este último por Frugoni y sus seguidores. Aunque intentó inicialmente mediar para evitar la división, frente al “vértigo'' de los avances maximalistas y del emergente leninismo, Emilio Frugoni marcó definitivamente en el bienio 1919-1921 sus convicciones ideológicas, las que mantendría hasta su muerte en 1969. Esas ideas son las que aparecen en su obra doctrinaria, en especial en Génesis, esencia y fundamentos del socialismo, cuya primera edición se publicó en Buenos Aires en 1947. En ese texto funda mental en la expresión de su pensamiento ideológico, Frugoni (que regresaba de residir como embajador uruguayo en la URSS) profundizó sus objeciones de régimen frente al comunismo soviético: Hemos de decir que si las constituciones de las democracias capitalistas no son consecuentemente democráticas... la constitución soviética tampoco lo es, porque no acuerda las libertades públicas esenciales y los derechos políticos democráticos sino a un partido... Para nosotros no cabe duda de que es un Estado políticamente democrático y liberal, o de democracia lib eral socialista, el único llamado a las soluciones integrales del problema. Siempre se definiría como marxista pero no leninista, del mismo modo que reivindicaría de manera permanente al socialismo democrático como su norte ideológico. Esa matriz sería la hegemónica en el socialismo uruguayo hasta mediados de los años cincuenta, cuando — una vez más contra Frugoni— comenzó a operarse una transformación radical del partido hacia una perspec tiva leninista y nacionalista crítica de la democracia liberal. Algo similar ocurrió en forma simultánea en el frente anarquista, como tam bién ha investigado el ya citado López D'Alesandro. La polarización se dio entre los “maximalistas'' o “anarco dictadores'1 (que creían que no podían per manecer neutrales ni menos críticos frente a una revolución socialista
triunfante) y los "anarcos puros", "anarco-puritas" o simplemente "puntas" (que denunciaban que nunca aceptarían una dictadura aunque fuera del prole tariado). En este caso no hubo congresos que definieran la correlación de fuerzas de uno y otro bando. El nuevo mapa de las izquierdas se proyectó como era de esperar en el plano del movimiento sindical. Al tiempo que varios sindicatos cambiaban de corriente hegemónica, la foru se convirtió de inmedi ato en campo de batalla sindical e ideológica. Acusándose mutuamente de divi sionistas, las dos fracciones del anarquismo uruguayo surgidas del impacto de la Revolución rusa en Uruguay no aceptaron mantener una acción unificada en el frente sindical. La ruptura de la unidad del sindicalismo de hegemonía anar quista, representado desde 1905 por la foru, luego de un largo y complejo pro ceso devino en la creación de la Unión Sindical Uruguaya (usu) en 1923, cuya mayoría quedó en manos de los "anarco-dictadores" en contra de los comu nistas, socialistas y de los "puntas", sus contradictores del campo anarquista. Por su parte, la caracterización ideológica del primer batllismo de José BatíIe y Ordóñez ha sido y es un tema de debate en la historiografía uruguaya. Cata logado como una "socialdemocracia temprana", como una expresión de "liber alismo social" o "progresista", como "reformismo nacional", como una expre sión particular de "republicanismo liberal", hasta como un ejemplo de "bonapartismo" o "populismo", lo cierto es que en varias oportunidades, incluso du rante el desarrollo de la Revolución rusa, el batllismo fue calificado por el frente de fuerzas más conservadoras de su tiempo como "socialista" o como "avancismo jacobino". Su líder fundacional, Josá Batí le y Ordóñez, fue presentado a menudo como el "Lenin uruguayo". Muchos de sus principales dirigentes de entonces no vacilaron en autocalificarse como "socialistas sin bandera" y hasta como marxistas, como fue el caso de Julio Cásar Grauert, fundador de la Agru pación Avanzaren 1929. Por cierto que ni el batllismo como movimiento ni Batí le y Ordóñez fueron marxistas. Precisamente en 1917, año de la Revolución rusa, se dio una larga polémica periodística entre el entonces secretario general del Partido Socialista (que luego se plegaría a la mayoría comunista de 1920 y 1921), Celestino Mibelli, y el propio Batí le y Ordóñez. El debate fue promovido inicialmente por la discusión en torno a suprimir o controlar al ejército, pero de inmediato devino en una controversia mucho más amplia, abierta a otros temas como el de la postura de Batlle sobre el socialismo marxista. A tres meses escasos de la rev olución bolchevique, Batlle, luego de haber negado ser marxista o de aceptar el "odio de clases" como motor de la historia, señalaba: "Nuestra divergencia de opinión con el señor Mibelli estriba en que él piensa que la lucha política debe entablarse entre las clases... acomodada y el proletariado; y nosotros creemos
que debe entablarse entre... reformistas y conservadores. Él cree que la lucha debe ser de intereses; nosotros que debe ser de ideas'1. Al concluir su polémica con Mibelli, Batlle sostuvo que un verdadero socialista debía apoyar al batílismo para hacer realizables muchas de sus propuestas. De hecho, el Partido Socialista tenía un programa mínimo que postulaba para incentivar a los batílistas radicales a concretar ieyes de inspiración socialista pero de realización batí lista'1. Sin embargo, más allá de la claridad de sus formulaciones doctrinarias, a Batlle le gustaba la discordia con sus adversarios, provocarlos con la explicitación pública de aquellas de sus ideas más controvertidas, que no provenían del cálculo político sino de la voluntad del gladiador. Cuando murió Lenin en enero de 1924, Batlle no se sintió para nada inhibido de que en su diario El Día apareciera un obituario que sin duda escandalizó a sus adversarios más conser vadores. Su título lo decía todo: "De pie. Murió Lenin'1: El fallecimiento del jefe del comunismo ruso es un acontecimiento que pone de inmediato en segundo término a todos los demás que ocurren en el mundo. Podrá tenerse ideas muy adversas a las que sustentaba este apóstol de mejores aunque irrealizables devenires, pero no se podrá negar que con él se extingue un magnífico ejemplar humano, uno de esos personajes apasio nantes que dan significación a toda una época y sirven para fijarla en la his toria... No juzgamos sus ideas con las que no podemos estar de acuerdo, sino sus condiciones de orientador de muchedumbres... De cualquier modo, desparece con Lenin un hombre excepcional, ante cuya tumba, prematu ramente abierta, sería pueril no descubrirse con respeto. A partir de ese "mapa matriz'1 de sus orígenes, las izquierdas uruguayas, como en general las de todo el mundo, prefirieron con frecuencia fundar sus identidades en las ideas antes que en sus historias (colectivas o personales) o en sus tradiciones. De allí que por lo general reconstruyeran su personalidad colectiva y aun su propia historia como "una historia de ideas'1, ostentando con orgullo su condición de "partidos de ideas'1. En esa perspectiva, con mayor o menor presencia en las organizaciones sociales, las izquierdas uruguayas nave garon en una fuerte fragmentación desde los años veinte hasta los sesenta. En 1929, el mismo año de la crisis capitalista, se fundaba una tercera central sindi cal en el país, la Confederación General del Trabajo en Uruguay (cgtu), de in spiración comunista. En los umbrales de la crisis y del golpe de Estado, el sindicalismo uruguayo y los partidos de izquierda ostentaban una situación de máxima división. La dispersión por cierto debilitaba su capacidad electoral y su influencia general sobre los derroteros de la política uruguaya. Los intentos unificadores habrían de fracasar una y otra vez.
En los años treinta, en el enfrentamiento a la dictadura terrista y a partir de los sucesos internacionales, se habló de manera insistente sobre la consti tución de un Frente Popular que no llegó a concretarse. La participación elec toral en el esquema institucional que el situacionismo terrista se dio desde 1934 también dividía el campo opositor. Socialistas y comunistas concurrieron a los comicios convocados en 1933 y 1934 (y volverían a hacerlo incluso con una candidatura común en los de 1938) con el propósito, decía Frugoni, de “consti tuirnos en el parlamento en acusadores de los que cometieron la tropelía del 31 de marzo”. En cambio para Carlos Quijano, líder de la Agrupación Nacionalista Demócrata Social, la abstención era el “corolario forzoso” de “la oposición irre ductible a la dictadura”. Batllistasy nacionalistas independientes entendieron lo mismo. Apenas durante la segunda mitad de los años cincuenta se iniciaron movimientos unificadores, tanto en el frente sindical como en el político, que finalmente pudieron fructificar en los sesenta y comienzos de los setenta. Las consecuencias estructurales del proyecto de industrialización por sustitución de importaciones, así como su rol en los Consejos de Salarios establecidos en 1943 por la Ley de Negociación Salarial Tripartita, fortalecieron sin duda a los sindicatos. Como ha estudiado Rodolfo Porrini, los 90 000 obreros de 1936 habían pasado a ser más de 200 000 en 1952: de ser la décima parte de la población activa habían pasado a ser la quinta. Desde mediados de los años treinta estaban cada ve2 más organizados. Más de la mitad de los sindicatos existentes a fines del siglo pasado nacieron precisamente entre 1936 y 1950. Si en torno al Centenario había 10 000 trabajadores sindicalizados, al final de los cuarenta ya eran 10 000 0. De 1936 data también la primera convocatoria a la formación de una central sindical única que acabaría plasmándose en la Unión General de Trabajadores (ugt) de 1942. Tal unidad no lograría sostenerse pero con la ya referida Ley de Consejos de Salarios de 1943 terminaba de legalizarse el derecho de los asalari ados privados a negociar colectivamente sus remuneraciones y se daba un im pulso formidable al proceso de organización: nada menos que 6 8 % de los trabajadores industriales habilitados sufragaron en las elecciones de sus rep resentantes para los consejos. Un resultado de todo ese proceso fue que de 1936 a 1952 los salarios de los trabajadores de la industria privada creciesen más de 50 % en términos reales y más todavía los sueldos más bajos en un movimiento de nivelación. Esta “nueva clase trabajadora uruguaya” mani festaba una autonomía que pondría en problemas a las organizaciones políticas que pretendían representarla. En 1951 ni la ugt —controlada finalmente por los comunistas— ni la csu (la Confederación Sindical del Uruguay) —de la que los
socialistas participaban— habían apoyado a los llamados “gremios solidarios" en huelga. Exagerando apenas, Llniversindo Rodríguez e Ivonne Trías han eval uado que en la época, “había más huelguistas solidarios que votantes de los partidos de izquierda en conjunto". Además de entre estos nuevos trabajadores venía surgiendo una promoción de dirigentes que la entenderían cabalmente y le dedicarían sus vidas: el zapatero Enrique Rodríguez y el tejedor Héctor Ro dríguez, el trabajador del metal Gerardo Cuesta y el del comercio José D'Elía, Enrique Pastorino, obrero del cuero, y León Duarte, que lo era del caucho, entre otros. Serían parte fundamental del núcleo emergente de los pioneros que en los años sesenta crearían la Convención Nacional de Trabajadores (cnt), hito central en la historia del movimiento sindical uruguayo. Los comunistas habían definido ya desde 1955, con el nuevo liderazgo de Rodney Arismendi como secretario general del partido, luego de desplazar al histórico Eugenio Gómez, que el centro de su estrategia nacional pasaba por la configuración de un Frente Democrático de Liberación Nacional, considerado como “una gran coalición antifeudal y antiimperialista", un “bloque de clases diversas: proletariado, campesinado, pequeña burguesía, intelectualidad y bur guesía nacional, donde el proletariado cumpl(iera) la función dirigente", con el objetivo de instaurar un “gobierno democrático avanzado". Eran ideas estratég icas que al mismo tiempo que fortalecerían al Partido Comunista en su compe tencia histórica con el Partido Socialista (que de la mano ideológica de Vivían Trías iniciaba su deriva hacia un “socialismo nacional", de perfiles leninistas), ambientarían la concreción de movimientos unificadores en el frente sindical y en las izquierdas políticas. En la elecciones de 1962 se formalizaron iniciativas para la constitución de un frente electoral que reuniera a la mayor parte de las izquierdas uruguayas. Sin embargo, las convergencias no terminaron de prosperar. Enrique Erro, uno de los tantos escindidos del nacionalismo frente a la hegemonía “herrero ruralista", constituyó una alianza con el Partido Socialista que obtuvo una muy magra votación, con la adhesión de brillantes intelectuales pero con pésimos resultados. En cambio tuvo una buena votación el ya mencionado Frente Izquierda de Liberación (fidel), que reunía a los comunistas con connotados blancos y algunos batllistas menos conocidos. La vieja Unión Cívica, también a partir de un giro progresista, se había transformado en el Partido Demócrata Cristiano (pdc), moviéndose hacia el centro-izquierda y reteniendo la mayor parte de su electorado tradicional. También en Uruguay todo se aceleró, tal vez fundamentalmente en el seno de las izquierdas, a partir de 1968. El domingo 23 de junio de ese año, el líder demócrata cristiano Juan Pablo Terra habló en cadena de radio y televisión en
nombre del pdc. Propuso que se disolviese el Parlamento, se convocase a elec ciones legislativas anticipadas y que en éstas, la oposición “progresista" com pareciera formando un frente común. La convocatoria, pese a no prosperar en lo inmediato, marcó un paso decisivo en la perspectiva estratégica de la “unidad política'1 de las izquierdas uruguayas. Mientras tanto, la agitación so cial y el clima conflictivo, como se ha visto, se agudizaron. En medio de muertes estudiantiles tras duros enfrentamientos con la policía, el presidente Pacheco decretó la clausura de los cursos hasta el 15 de octubre y ordenó al ejército que mantuviera cercadas las facultades de la Universidad de la Repúbli ca. La suspensión de los cursos trajo tranquilidad en el corto plazo, pero la huella que dejaron aquellos meses de enfrentamientos y represión en la vida colectiva resultó profunda e indeleble. En su libro El 68 uruguayo, la historiadora Vania Markarian señala en clave comparativa que las protestas uruguayas estuvieron “entre las més prolongadas e intensas de América Latina'1. La relativa calma con que terminaba el 68 uruguayo pudo ser en realidad la del ojo del huracén. Como también señala Markarian, “el decaimiento de la protesta pública fue inversamente propor cional a la radicalización de algunos grupos de jóvenes movilizados, muchos de los cuales se integraron entonces a propuestas políticas abiertamente confrontacionales'1. Los comunistas, por su parte, habían mejorado su disposición ante la prop uesta realizada por Juan Pablo Terra en junio. “Sí; es posible edificar una nueva alternativa para la República,'1 afirmaba el periódico comunista El Popular la primera semana de diciembre. “Hay que levantar —proponía— una gran fuerza política independiente, al margen de los partidos tradicionales, a la que se sumen los hombres y mujeres de los partidos tradicionales, a la que se sumen los hombres y mujeres honrados y patriotas que proviniendo desde muy diver sos sectores sociales y políticos, aspiran a un cambio de verdad, a un Uruguay nuevo y mejor'1. A la semana siguiente, desde Marcha, el dirigente demócrata cristiano in sistió en su propuesta y la afinó aun més: llamó a la unidad opositora Frente Amplio, afirmó que su programa debería contener el restablecimiento de los derechos y las libertades, la planificación para el desarrollo, la nacionalización de la banca y el comercio exterior, la reforma agraria y la industrialización. Al mismo tiempo, anunció que su partido estaba dispuesto a “abrir el lema'1 a los efectos de superar los obstáculos que la legislación electoral (la llamada “ley de lemas'1) ponía a un acuerdo de este tipo. La constitución final del
Frente Amplio en 1971, concretada tras la
“Declaración constitutiva'1 del 5 de febrero de 1971, reconocía entonces un largo
proceso, con avances parciales e intentos infructuosos. En la secuencia más in mediata, podían citarse como jalones ineludibles, refiriendo aquí sólo los hitos emanados de organizaciones sociales y políticas: el proceso de unificación sindical que culminó con el Congreso del Pueblo en agosto de 1965 y el Con greso de Unificación Sindical de octubre de 1966; el Movimiento de Defensa de las Libertades y la Soberanía, creado para enfrentar los embates autoritarios del gobierno de Pacheco; las propuestas del pdc de 1968, reiteradas en 1970, para la constitución de un frente de fuerzas políticas unidas tras un programa de pacificación y cambios estructurales en el país; la instauración en octubre de 1970 de un comité ejecutivo provisorio integrado por ciudadanos indepen dientes que realizarían un llamamiento a la unidad de las fuerzas progresistas; la “Declaración conjunta" del pdc, del Movimiento Blanco Popular y Progresista y del Movimiento por el Gobierno del Pueblo en diciembre de 1970, seguida luego en enero de 1971 de una convocatoria concreta de dos de estas fuerzas para la constitución del Frente Amplio, concretada finalmente al mes siguiente, entre otras iniciativas y negociaciones que involucraron a comunistas, social istas, grupos escindidos de los partidos tradicionales, grupos de izquierda independiente y un amplísimo espectro de fuerzas de izquierda. Como vimos, todos estos hechos se expresaban y a su vez eran estimulados por una movi lización popularen muchos aspectos inéditos, de gran influencia política en la izquierda. En la trastienda de ese complicado escenario de negociaciones, se destacó un grupo de dirigentes con un protagonismo decisivo, como el entonces senador batllista Zelmar Michelini, el demócrata cristiano Juan Pablo Terra, el nacionalista Francisco Rodríguez Camusso, el comunista Rodney Arismendi y el socialista José Pedro Cardoso, entre otros. Fueron ellos —en particular Michelini— los que terminaron de convencer al general retirado Líber Seregni para que aceptase ser candidato presidencial y presidente partidario de la nueva fuerza política a crearse. Aunque el amplio respaldo militar que obtuvo cuando su renuncia ante Pacheco en 1968 se resquebrajó al saberse que en el nuevo lema ingresarían los comunistas, muchos oficiales de alto rango lo acom pañaron, entre ellos los generales retirados Arturo Baliñasy Oscar Licandro,los coroneles Hermenegildo Irastorza y Antonio Nese, entre otros. Pero Seregni supo no encerrarse en su círculo de militares más cercano. Nacido en 1916 en Montevideo, Líber Seregni era hijo de un inmigrante ital iano de filiación batllista y dedicado al negocio inmobiliario; cursó sus estudios en la escuela y el liceo públicos. Ingresó como cadete en la Escuela Militar en 1933, iniciando una larga carrera militar que lo llevaría a los más altos niveles jerárquicos del ejército. Sus estudios en la Escuela Militar en el Arma de
Artillería, su especialidad en Geodesia y Astronomía, su ascenso por concurso a general —en 1963— y su desempeño como tal en el mando de las regiones II (1964) y I (1967), ponen de manifiesto una carrera militar especialmente in tensa. Como se ha anotado, durante los años sesenta supo presidir las corri entes constitucionalistas dentro del ejército, en confrontación directa con las logias ultranacionalistas y golpistas. Desde la muerte de Cestido, que lo había puesto al frente de la decisiva Región Militar I, debió lidiar con la política de su sucesor Pacheco Areco, orientada a involucrar en forma directa a las Fuerzas Armadas en la espiral represiva contra la creciente movilización popular. En función de sus discrepancias con la gestión del gobierno, en noviembre de 1968 solicitó su pase a retiro, que le fue otorgado en marzo del año siguiente. En las elecciones de 1971 fue presentado como candidato presidencial de la fla mante coalición de izquierdas. Luego del golpe de Estado de 1973 fue encar celado —con un breve intervalo entre noviembre de 1974 y enero de 1976— du rante casi 10 años, convirtiéndose en un preso político emblemático en los ámbitos latinoamericano y mundial. La unidad política y electoral de las izquierdas uruguayas en 1971 fue en suma el producto de múltiples factores. La crisis nacional y su deriva autori taria, así como el imperativo de presentarse como una alternativa progresista y de política no violenta a la propuesta revolucionaria de la guerrilla (factor en el que siempre insistió Seregni, aunque esto irritase en ciertas coyunturas a al gunos frenteamplistas proclives al foquismo), actuaron como fuerte catal izador, del mismo modo que todas las experiencias de unificación y movi lización antes citadas. Sin embargo, la creación del Frente Amplio no parece haber estado tan vinculada con condicionamientos externos favorables. Suce sos como la invasión a Checoslovaquia de 1968 o la expansión de experiencias foquistas en América Latina no facilitaban consensos en el debate de las izquierdas
uruguayas
acerca
del
escenario
internacional,
la
“cuestión
democrática*' o el de la violencia como instrumento legítimo de lucha. Aunque también es verdad que por entonces hacían sentir su influjo algunos ensayos frentistas en el continente (la Unidad Popular de Allende, por ejemplo) y en Eu ropa, ninguno de ellos tuvo la amplitud ideológica del Frente Amplio uruguayo. De cualquier forma, la unidad de las izquierdas uruguayas en 1971 parece haber sido más hija de una larga acumulación política y de la respuesta a una coyun tura local que reflejo de un condicionamiento externo favorable. En la última “cocina política*' del primer Frente Amplio, Seregni todavía no era un líder político aunque su rol fuese ya central. Ha señalado al respecto Oscar Bottinelli: “En esta etapa es primero un referente aglutinador y luego el candidato presidencial y presidente coordinador del agrupamiento, que es
estrictamente una alianza de grupos preexistentes con identidad y liderazgo propios. Cumple una función de moderador y comienza a ir destacándose como algo más que un moderador y apunta hacia un futuro liderazgo'1. Fue en ese marco y con ese papel singular de Seregni que el Frente Amplio pudo emerger con algunas marcas de origen que lo acompañarían casi siempre, en particularen sus buenos tiempos: i] la necesidad de una mirada estratégica; 2] la apuesta por la construcción de una nueva cultura política; 3] la innovación or ganizativa, en la combinación de un ''partido'' singularísimo que supiera artic ular las dimensiones de ''coalición'1 y ''movimiento'1; 4] una sabia combinación entre una importancia muy destacada de los dirigentes, pero asociada con una despersonalización indispensable (al menos en ese primer momento funda cional) del proyecto político, sin 'liderazgos encarnados'1; 3] la dialéctica entre diversidad ideológica y unidad programática y política; 6] una aceitada adminis tración de los conflictos; 7] una asociación privilegiada con las organizaciones sociales, en especial con el movimiento sindical, pero manteniendo au tonomías necesarias. Por cierto que en 1971 todavía no existía el “frenteamplismo'1 como tradición e identidad de pertenencia. Pero ya comenzaban a atisbarse las bases de una comunidad política proyectada a la permanencia.
12 La dictadura civil militar
(1973:19? 5) ... para que los pobres sean menos pobres, los ricos tienen que ser más ricos... Alejandro Végh Villegas, 1974 Primero fue la hora de los ''comisarios". Puede decirse que consumió el primer tramo de la dictadura (1973-1976). El desenlace de la crisis uruguaya expresado en el golpe de Estado había cobrado una significación que trascendía los límites del país. Tal vez como en pocas oportunidades, Uruguay quedaba asim ilado a la pulsación dramática de América Latina y en apariencia enterraba la "singularidad" de la que tantas veces había hecho alarde. En apenas unos años, entre 1973 y 1976, el Cono Sur había quedado en manos de dictaduras militares, se imponía "la otra Santa Alianza", según decía Quijano. En respuesta a pare cidos estímulos externos, estos regímenes implementaron políticas públicas de similar tenor y practicaron formas de terrorismo de Estado con una sistemática violación de los derechos humanos. De modo paradójico, esta forma de vincu lación del Uruguaya la región ("latinoamericanización", llegó a decirse) fue si multánea con un formidable proceso de transformaciones mundiales de las que el país permaneció relativamente aislado. En un libro escrito en colaboración con José Rilla hace ya algunos años, con el propósito de periodizar la trayectoria de la dictadura uruguaya, retomábamos los criterios establecidos en un texto anterior por el politólogo Luis Eduardo González. En él se registraban en la secuencia del régimen militar uruguayo los tiempos de una "dictadura comisarial" (1973-1976), de un "ensayo fundacional" (1976-1980) y de la "transición democrática" (1980-1985). Sin embargo, en relación con este último tramo marcamos una diferencia de significación no menor: establecimos que, a nuestro juicio, lo que transcurrió entre 1980 y 1985 fue una "dictadura transicional", abriéndose en realidad los tiempos de la "tran sición democrática" stricto sensu con la instalación formal de las autoridades democráticas en 1985, proceso que ocuparía el centro de la primera adminis tración de Julio María Sanguinetti, desde su inicio hasta el referéndum contra la Ley de Caducidad de abril de 1989. El registro de estas tres etapas sucesivas permite una aproximación válida a lo que constituyó la trama y el itinerario fundamentales de la dictadura, al tiempo que también hace posible el registro de la evolución de las respuestas de la sociedad civil resistente ante los de safíos de un contexto cambiante. Asimismo, cada una de esas tres etapas se identifica con "momentos" y "proyectos" especialmente significativos del
periodo. Comisarial fue la dictadura inaugural del “proceso”, sumida en la perplejidad del poder recién conquistado e incapaz de levantar un proyecto que trascendiera la tarea de poner “la casa en orden”, desquiciada por la tan denun ciada “omnipresente subversión”, cuya derrota militar había sido proclamada por los “vencedores” ya en noviembre de 1972. El “comisario” se mostró impla cable y tenaz, no dejó casi resquicios y, en general, su gestión en ese plano represivo resultó exitosa. En dicho marco se inscribió la clausura de la activi dad política tradicional, la ilegalización “quirúrgica” de partidos y organi zaciones de izquierda, la liquidación de la central sindical, la intervención de la Universidad y el “saneamiento” de la administración pública, con miles de destituidos por razones ideológicas. La represión se desató radicalizando el ter rorismo de Estado iniciado ya antes del golpe de Estado. La política se “privatizó” al extremo (negando así su esencia) y el político fue denigrado públi camente. ¿Qué hacer una vez puesta “la casa en orden”? Los militares uruguayos habían penetrado lentamente en esa lógica del poder político que siempre re quiere permanencias y a la que no le basta el pasado (por més “deber cum pli do” que acumule en su seno). Pero si se optaba por “resolver” el futuro, debía discutirse —ése era el núcleo de la encrucijada del bienio 1975-1976, como se veré— nada menos que el destino de los partidos políticos y el de las propias Fuerzas Armadas. Para el presidente Bordaberry en uno de sus memorándums de 1975, la nueva ecuación política del Cono Sur suponía “un concepto radical mente distinto al que descansa en la clásica división de poderes de Montesquieu”. El golpe de Estado había significado el fin de tal “artificio” y dado cauce a la autoridad “natural y auténtica”. Se trataba entonces de “dar forma in stitucional a esto”, “de recibir en la Constitución este nuevo equilibrio”. Con cluía el presidente devenido en dictador en la necesidad de una autoridad permanente y real, radicada “con el beneplácito general” en las Fuerzas Ar madas. Si el poder público se resolvía de esta forma, no debía insistirse, para el caso del “poder privado”, en la fuente de desunión y disputa (“de lo indis putable”) que eran a su juicio los partidos políticos. Finalmente, las Fuerzas Armadas optaron por un camino distinto: dilucidar la encrucijada por medio de la vía menos costosa de continuar la dictadura con un discurso no tan rupturista y sin abandonar las pretensiones de restauración de un orden político “traicionado”. Los partidos habían construido la nación, los hombres —y no el sistema— la habían puesto en peligro, el voto popular les había dado legitimidad insuperable. La “nueva República” a fundarse medi ante decretos institucionales tendría partidos y no meras “corporaciones” o
“corrientes de opinión'1, como defendía Bordaberry. Entre tanto, la tutela militar crearía las condiciones para su correcto funcionamiento. Las desavenencias entre Bordaberry y los militares provocaron la crisis política de junio de 1976, que culminó con la remoción presidencial y la designación interina de Alberto Demicheli (un anciano político de raÍ2 colorada conservadora y con ideas tam bién neocorporativistas) para ocupar la primera magistratura. Como primeras medidas de “su gobierno'1, el nuevo presidente Demicheli procedió a firmar las Actas Institucionales 1 y 2, por las que se suspendía “hasta nuevo pronunci amiento'1 la convocatoria a elecciones generales (previstas constitucionalmente para noviembre de 1976) y se creaba el Consejo de la Nación, respectivamente. La crisis de 1976 se aceleró en torno a la necesidad de todos los sectores de la dictadura de eludir la cita electoral. La evolución de la política económica en este periodo marcó una de las con tinuidades relevantes entre los gobiernos de Pacheco y Bordaberry previos a 1973 y
régimen dictatorial presidido inicialmente por este último. El Plan Na
cional de
Desarrollo
1973-1977, formulado
en 1972 por la Oficina de
Planeamiento y Presupuesto del gobierno constitucional, fue en definitiva rati ficado luego del golpe, con unos pocos y secundarios retoques cuyo cumplim iento fue incluso relativo. En realidad, la efectiva puesta en marcha del nuevo proyecto —que suponía una severa radicalización de los programas liberal izantes anteriores— se postergaría hasta el advenimiento al Ministerio de Economía y Finanzas de Alejandro Végh Villegas, en junio de 1974. Como bien han señalado Juan Pablo Terra y Mabel Hopenhaym, este retraso en la apli cación de la estrategia diseñada reflejaba —entre otras cosas— la prioridad in i cial que tuvo el régimen autoritario por la “normalización'1 política. La crisis petrolera de fines de 1973 y sus graves repercusiones para Uruguay generaron, incluso en el plano simbólico, ese marco traumático que necesita toda política económica extremista —y bien que lo era la que comenzaba a aplicarse— para un arranque vigoroso. El examen de algunos de los resultados económicos verificados en este lapso de 1973-1976 ilustra a las claras los principales cambios operados en la sociedad y en la economía uruguayas: se produjo un crecimiento rápido y con tinuo del producto bruto; se incrementó —a contramano del discurso oficial ista— el sector terciario de la economía, con un importante peso del Estado; se operó también una restructuración del comercio exterior, con una reformu lación importante de las exportaciones pero con una balanza comercial con saldo negativo persistente; se profundizó la concentración del ingreso y se agravó aún más la caída del salario real, entre otros procesos no menos impor tantes. La distribución regresiva del ingreso determinó una creciente exclusión
económica y social de los trabajadores, al tiempo que se afirmó la rentabilidad de los empresarios y del capital extranjero (fundamentalmente financiero), ver dadera “base social" del nuevo régimen. La estrategia del sobretrabajo apenas pudo disimular la creciente pauperización de amplios sectores de la población, a lo que se sumó el ya referido auge dramático de la emigración. Ésta se había activado por razones sobre todo económicas en la década de los sesenta, pero en los primeros años de la dictadura se disparó por razones políticas obvias, creciendo en forma exponencial el número de los uruguayos exiliados en d is tintas partes del mundo. Según se jactaban los voceros oficialistas, poco qued aba en pie del Uruguay tradicional. En respuesta simbólica a la clásica expre sión identificatoria del batllismo histórico, Végh Villegas —surgido empero en el “quincismo" (por la Lista 15)— replicaba en perspectiva “larga" a Batí le y O rdoñez que “para que los pobres sean menos pobres, los ricos tienen que ser más ricos". A confesión de parte, sus expresiones conformaban todo un mapa de ruta: la “desigualdad como estrategia" la calificarían los economistas Alicia Melgar y Fabio Villalobos. La superación del diferendo entre Bordaberry y las Fuerzas Armadas, además de suponer el relevo presidencial y la clausura de sus ímpetus corporativistas, marcó el comienzo del intento de construcción de un “nuevo orden" político institucional. En su discurso, los militares insistían en la idea de que este cam bio debía ofrecer como soporte fundamental la consolidación y profundización del “ajuste estructural" de la economía, iniciado en los años anteriores. Domi nada entonces por un nuevo mesianismo y acicateada por ciertos éxitos en la evolución de algunos indicadores económicos (en especial, el crecimiento del producto interno bruto, con un promedio anual superior a 3 % desde 1974), la corporación militar parecía hacerse cargo definitivamente de las premisas de un neoliberalismo a ultranza, desinteresándose, en primera instancia, de los cos tos sociales de la empresa. El “ajuste estructural" suponía priorizar como obje tivos de la política económica la reducción del costo de la mano de obra y del presupuesto del Estado, para lo que era necesario disminuir la presión fiscal y terminar por completo con las tradicionales políticas redistributivas. Hasta 1978, la política económica se orientó fundamentalmente a la promo ción de las exportaciones no tradicionales y a la liberalización del mercado de cambios. A partir de 1978, y sobre todo de 1979, cambió la modalidad del “ajuste estructural" y comenzó a implementarse el llamado “proyecto plaza fi nanciera". Éste suponía, entre otras cosas, la atención prioritaria sobre la inte gración de Uruguay al mercado internacional de capitales, para lo cual se puso el énfasis en la estabilización de precios mediante un manejo radicalmente monetarista de la balanza de pagos. Por medio de un fuerte rezago cambiario
pautado por la voluntad oficial, se profundizó la apertura comercial y el movimiento de capitales, se aceleró el ritmo de crecimiento del producto (su perándose el 6 % en 1979), aunque todo esto al precio de un muy fuerte abultamiento de la deuda externa (creció casi 3 0 % en 1979) y un también muy pe sado déficit en la balanza comercial. Una vez más, el boom económico tenía cimientos extremadamente frágiles. Si la superación del histórico estancamiento en el producto contaba con dé biles soportes económicos, los costos sociales de la empresa perfilaban ya en tonces un cuadro dramático para los sectores más pauperizados de la sociedad uruguaya. El salario real continuó descendiendo mientras se consolidaban los procesos de concentración del ingreso con un sostenido enriquecimiento de los estratos altos. Ello, sin embargo, no fue acompañado de un incremento significativo del ahorro y la inversión productiva. Mientras tanto, el resto de la población se lanzó decididamente a la carrera del multiempleo, aunque sólo los sectores medios pudieron contener por un tiempo la reducción de su poder de compra. Los estratos más pobres, sin refugio posible, sufrieron hacia 1980 un proceso de pauperización creciente, recibiendo el impacto de la supresión de las políticas redistributivas y del congelamiento de los gastos sociales del Es tado. Con todo, también hacia 1980 (año del plebiscito de reforma consti tucional), si bien los indicadores sociales ya daban aviso del deterioro, no evi denciaban aún el desplome de los años siguientes: el sobretrabajo y la emi gración permitían todavía amortiguar en parte los efectos de la caída del salario real y del desempleo. Si éste fue el marco económico y social del “ensayo fundacional", su corre lato represivo fue el de la máxima radicalización de las prácticas del terrorismo de Estado. En un balance general y siguiendo los criterios de la periodización antes referidos, durante la dictadura los militares uruguayos demostraron ser eficaces “comisarios", malos '‘fundadores" y, como veremos, astutos negoci adores de las condiciones de la transición. La dictadura uruguaya no cargó con las cifras de detenidos-desaparecidos de otros países del continente, pero sí obtuvo algunos “récords" oprobiosos: uno de ellos fue el número de presos políticos durante diversos tramos del periodo dictatorial (recientes investi gaciones han confirmado con documentos un número al menos superior a 6 000), el que llegó a cifras tan elevadas que convirtieron al Uruguay de la dic tadura en el país latinoamericano con mayor cantidad de presos políticos en relación con su población en aquellos tiempos aciagos. Aun en términos de aproximación, otros registros marcan la profundidad del terrorismo de Estado en el Uruguay de la dictadura: tortura generalizada, apli cación de la arbitraria “justicia militar" a civiles, más de un centenar de casos
de asesinatos políticos, aproximadamente (existen varias listas en discusión), 172 casos de detenidos-desaparecidos (32 dentro de las fronteras, 129 en Ar gentina, nueve en Chile, uno en Bolivia y otro en Colombia, la mayoría de ellos en el marco de la llamada Operación Cóndor), casi dos decenas de menores se cuestrados, tres casos de mujeres desaparecidas embarazadas al momento de su detención, entre otros. Aunque, como se ha señalado, el inicio de algunas de estas prácticas precedieron al golpe de Estado, se intensificaron en su pico represivo entre 1975 y 1978, con acciones del tipo de la denominada Operación Morgan de octubre de 1975 contra el Partido Comunista, los magnicidos de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz (legisladores que fueron secuestrados, torturados y asesinados junto a los ex tupamaros Rosario Barredo y William Whitelaw en mayo de 1976 en Buenos Aires, en un operativo que también coin cidió con la desaparición del médico comunista Manuel Liberoff) o la “masacre de los Grupos de Acción Llnificadora (gau)*, perpetrada por el fusna, Cuerpo de Fusileros de la Armada, a finales de 1977, entre otras similares. En ese marco, existen muchas evidencias que tienden a vincular las oleadas más fero ces del terrorismo de Estado con la acción de los sectores de las Fuerzas Ar madas más inclinados a la perspectiva “fundacional*. En cuanto al correlato más propiamente político, esta etapa estuvo marcada por el intento de obtener una primera legitimación consensuada del proyecto militar, por medio de una convocatoria plebiscitaria a la ciudadanía para refor mar la Constitución. El 1 de septiembre de 1976, Aparicio Méndez (un viejo político conservador de larga militancia nacionalista) asumía la Presidencia de la República. Una serie de actos institucionales preparó el camino para que, con su firma —negada esta vez por Demicheli, quien había sido por ello de splazado—, cayera una pesada proscripción sobre el elenco político. Las in habilitaciones políticas decretadas, más alié de sus gradaciones, estaban pre vistas para una vigencia general de quince años, lo que mostraba sin duda las previsiones cronológicas de la dictadura. Se lograba, además, la clausura for mal de la vida partidaria, con la eliminación explícita de toda la izquierda. Uno de los planos donde más escollos encontró la fundación del “nuevo orden* fue el de las relaciones internacionales. El despliegue de acusaciones de buena parte del exilio uruguayo, encabezadas por líderes políticos como Wilson Ferreira o Zelmar Michelini, (este último antes de su asesinato había formulado una demoledora denuncia de la dictadura uruguaya ante el Tribunal Russell II, que en su primera instancia sesionó en Roma en marzo y abril de 1974), junto al énfasis que el nuevo gobierno de Estados Unidos presidido por James Cárter comenzó a demostrar en la región respecto a la problemática de los derechos humanos, obligó al régimen uruguayo a salir al cruce con algunas definiciones.
Pese a ciertas marchas y contramarchas, en septiembre de 1976, el Congreso estadounidense resolvió finalmente la suspensión de la ayuda militar a Uruguay, lo que motivó la furibunda respuesta de las jerarquías del “proceso* y la aprobación de una nueva acta institucional, estableciendo la tutela del Estado a los derechos humanos y restricciones a los organismos de control interna cionales. Sólo la derrota electoral del presidente Cárter en 1980 permitiría algún “suspiro de alivio*, según la opinión de jerarcas militares. Pero debe tenerse en cuenta que, si bien la presión internacional se hacía visible, la iniciativa política seguía en manos de las Fuerzas Armadas. Entre 1978 y noviembre de 1980, el régimen se mostró decidido a legitimar su actuación mediante la convocatoria — sin intervención partidaria— de la ciu dadanía a las urnas, en un proceso que culminaría con un plebiscito para apro bar una reforma constitucional. La implementación de la estrategia coincidió con la llegada a la comandancia del Ejército del teniente general Gregorio Álvarez, cargo en el que permanecería hasta comienzos de 1979. Los jefes cas trenses, que aprovechaban todo acto público para explicitar y fundamentar la continuidad de su tutela sobre el sistema político, bregaban por la consecución de una “prudente apertura* en busca del apoyo ciudadano, sobre la base de una reactivación política restringida y controlada. Las Fuerzas Armadas confi aban en que si sorteaban la presión internacional y controlaban la influencia de los partidos políticos opositores, su proyecto lograría cobrar una legitimidad explícita ante la población mediante el voto popular. Para ello pretendieron disimular la tutela con una propuesta constitucional que el po litó logo Luis E. González ha caracterizado como “un híbrido* de “raíces tradicionales*, por un lado, y “de doctrina de la seguridad nacional*, por otro. Gonviene repasar sumariamente los aspectos más relevantes del proyecto constitucional de 1980. Se eliminaban derechos y garantías fundamentales (por citar un solo ejemplo, se condicionaba la reglamentación del derecho de huelga a la iniciativa privativa del Ejecutivo, a la aprobación parlamentaria por mayoría calificada y al establecimiento de fórmulas de mediación, conciliación y arbi traje previas a su ejercicio). En lo referente a la organización institucional, las Fuerzas Armadas asumían competencia directa en materia de “seguridad na cional*, definida ésta con deliberada amplitud; se institucionalizaba por ello el Gonsejo de Seguridad Nacional (Gosena) y se creaba un Tribunal de Gontrol Político, con facultades para destituir autoridades elegidas e incluso autori dades partidarias. En cuanto a la soberanía y los partidos, para la primera elec ción se imponía una candidatura única, al tiempo que para el futuro se elim inaba el doble voto simultáneo y se imponía la presentación de candidatos presidenciales
únicos
dentro
de los lemas. Asimismo,
se alteraba la
representación proporcional integral (confiriendo la mayoría absoluta al partido ganador) y se restringía el funcionamiento y la formación de partidos políticos. Es razonable pensar que en esta coyuntura crítica, pese a sus fuertes limita ciones de acción, los pronunciamientos partidarios tuvieron un papel de rele vancia. Dentro del Partido Colorado, las distintas agrupaciones batíIistas y al gunos disidentes del pachequismo se definieron clara y rápidamente contra el proyecto constitucional. Lo mismo hicieron los Movimientos Nacional de Rocha y Por la Patria, del Partido Nacional, así como los sectores herreristas de Jorge Silveira Zabala y Luis Alberto Lacalle. El “Sí” al proyecto militar contó a su ve2 con la adhesión —desde su puesto de embajador en Washington— de Jorge Pacheco Areco, de algunos herreristas y de sectores nacionalistas conser vadores orientados por Alberto GalIinal. En medio de la proscripción, el exilio y la prisión, la izquierda profundizó su oposición radical al régimen mediante ac ciones clandestinas o semiclandestinas dentro del país o de una fuerte militancia desde el exilio. El 30 de noviembre de 1980 los uruguayos concurrieron en forma masiva, pacífica y hasta silenciosa a votar, en medio de sospechas de derrota y de fraude. Sufragó más del 85% de los habilitados, haciéndolo contra el proyecto militar 885 824 ciudadanos (57.9%) y a favor 643 858 (42%). La relación de tres a dos en contra del proyecto autoritario, si bien no suponía numéricamente un desequilibrio aplastante, dadas las circunstancias de extremas restricciones a las libertades, cobraba una enorme trascendencia política, que sorprendió tanto al gobierno como a sus opositores. El plebiscito de 1980 fue entonces la se gunda gran encrucijada de la dictadura. Destinado por las Fuerzas Armadas a ser el punto culminante de su empeño fundacional por medio de la legiti mación que aportaría el voto popular, sin la mediación partidaria, la derrota del 30 de noviembre se convirtió en el momento decisivo del comienzo de la “dic tadura transicional”. Aunque muchos uruguayos no hubieran tomado conciencia de tamaña pecu liaridad, seguramente el Uruguay sorprendió con todo este proceso a la opinión mundial. ¿Cómo explicarse que en un momento de fuerte —aunque, como vimos, asimétrico— empuje económico, con todos los medios de comuni cación bajo su control, tras el "exitoso'1 ejemplo chileno de 1977 y 1980, los m il itares uruguayos perdieran su primer examen electoral? ¿Fue el triunfo —otra vez— de la vieja matriz democrática de la política uruguaya sobre toda otra dimensión de la convivencia? El peso de la tradición republicano liberal e in cluso antimilitarista, la influencia de la breve y velada convocatoria por el "No'1, el descontento generado por los efectos de las políticas económicas y sociales aplicadas, contribuyen sin duda a la explicación. Pero también los militares,
desde la perspectiva de su continuismo dogmático y soberbio (que por ejem plo, los inhibió de buscar apoyos dentro de los partidos, con la convicción expresada por uno de los generales de entonces que “a los vencedores no se les imponen condiciones"), sin duda que erraron los caminos. El trámite final de esta “dictadura transicional" (1980-1985) vino a confirmar una fuerte restauración de los partidos uruguayos como actores centrales de la vida política. La dictadura se vio focada a “aceptar" finalmente su epílogo, condicionada sobre todo por el relevo que comenzó a sufrir en forma gradual pero firme en su capacidad de iniciativa política. Fueron la ciudadanía y su civil idad, los partidos y las organizaciones sociales populares, las que cobraron un protagonismo crecientemente inevitable, lo que llevó a los militares a re plantearse su estrategia en los términos de hallar la “mejor salida". En ese sen tido, entre diciembre de 1980 y julio del año siguiente, el gobierno de la dic tadura procesó un importante reajuste interno y elaboró, tras el percance plebiscitario, un nuevo “plan político". Preparado por una también nueva Junta de Oficiales Generales, ese plan reconocía de manera implícita algunas de las razones del fracaso: proponía un proceso que otra vez apuntara al logro de cier to consenso de la sociedad civil, pero en este caso, buscando la mediación de los partidos políticos (obviamente sin la izquierda). Luego de establecer los primeros contactos formales con la dirigencia de los partidos “habilitados", el régimen comenzó a desplegar su nuevo plan político de transición. Al tiempo que se eliminaban las primeras proscripciones, la acción partidaria habilitada por el régimen avanzó en explicitación y, con ello, en iniciativa política. Confir mada una transición de tres años y luego de tensas deliberaciones que deno taban divisiones entre los militares, la Junta de Oficiales Generales designó a Gregorio Álvarez como nuevo presidente a partir del 1 de septiembre de 1981. 1982 fue un año decisivo si se advierte que en su transcurso fue legalizada buena parte de la oposición política con excepción de la izquierda y de los diri gentes más opositores de los partidos tradicionales, al tiempo que se confir maron y alistaron nuevas oposiciones sociales. También comenzó a desenca denarse, hacia finales de año, la debacle económica y financiera que terminaría con la tragedia económica y social del quiebre de la “tablita" (como se llamaba el sistema de fijación a futuro del precio del dólar) y la imposición del ajuste recesivo. El esfuerzo de la dictadura por ambientar una “nueva sociedad" había fracasado y el régimen perdía crédito aun entre las diversas fracciones de los sectores empresariales. Salvo los círculos financieros, todavía alentados por las posibilidades de la especulación, los demás grupos de las clases empresariales — industriales, comerciantes y sobre todo productores rurales— fueron re stando su apoyo de manera crecientemente explícita, asumiendo incluso
algunas actitudes contestatarias. Pero la resistencia a la dictadura se reforzaba y organizaba fundamentalmente desde “abajo*: algunos sindicatos mostraron en aquel año importantes signos de reactivación y los estudiantes universitarios reiniciaron también el despliegue de sus organizaciones, lo mismo que ocurría con el resurgimiento del movimiento cooperativo en el área de la vivienda y con otras instituciones opositoras de base popular. En las elecciones internas de los partidos políticos permitidos por el rég imen, que se celebraron en noviembre de 1982, los resultados llegaron a ser més adversos para el oficialismo que los de 1980, pues la ciudadanía que votó otorgó el triunfo por amplísimo margen a las fuerzas més netamente oposi toras y democráticas de los lemas tradicionales. Como elecciones partidarias, éstas fueron un hecho bastante desconocido en la historia del país: repoli tizaron intensamente a la sociedad uruguaya y de paso ayudaron a consolidar nuevamente a los “partidos tradicionales* (la izquierda excluida se dividió entre quienes, a sugerencia de Seregni desde su prisión, votaron en blanco —poco más de 85 000 sufragios— y quienes lo hicieron por los sectores más oposi tores dentro de los lemas permitidos). El 6 0 .4 % de los habilitados concurrió finalmente a las urnas en noviembre y dio el triunfo a los sectores más anti dictatoriales dentro de los partidos. Naturalmente, el rumbo de la dictadura se volvía cada vez más complejo. Con la elección interna se había transformado a la oposición política en un interlocutor privilegiado, legítimo y por ello ine ludible. Mientras éste era el proceso en el escenario político, el boom económico que llegó a su culminación en el bienio 1978-1980 encontraba un drástico final. Junto a otros desequilibrios macroeconómicos, el atraso en la cotización del dólar —piedra angular de todo el proyecto del “Uruguay plaza financiera*— había agravado considerablemente la dispersión en los precios relativos. Muy pronto, el “ensayo estabilizador* cayó preso de sus propios fundamentos: el agudo desequilibrio externo y una situación de virtual incapacidad de pago provocaron el derrumbe de la experiencia. El “desplome* fue pautado por un nuevo y considerable aumento del endeudamiento externo, por una profundización de la fuga de capitales y por la caída de las reservas internas netas, mientras explotaba el férreo dirigismo cambiario del gobierno y era sustituido el equipo económico. Comenzaría entonces un durísimo “ajuste recesivo* de la economía uruguaya, cuyo programa sería diseñado a partir de la firma de una nueva carta de intención con el Fondo Monetario Internacional en febrero de 1983, con condiciones especialmente gravosas en diversos planos (requer imientos de política interna, costos, plazos, periodo de gracia, etc.). Los obje tivos prioritarios del nuevo ajuste estaban dirigidos en primer lugar a
restablecer una situación mínimamente sostenible en la balanza de pagos, sin medir para ello los enormes costos sociales que el despliegue de la nueva política habría de generar de manera inexorable. En diciembre de 1983 volvía Végh Villegas al Ministerio de Economía y Finanzas, con la confesada meta de evitar que la dictadura entregara a la democracia una situación económica que se equiparara —según sus propias palabras de entonces— a “un tacho de ba sura". Los resultados de este terminal ajuste recesivo mostraban sin duda un saldo muy negativo del proceso de radicalización del programa neoliberal. Si bien lle garon a controlarse relativamente la inflación y el déficit fiscal, los costos so ciales y económicos resultaron por demás onerosos. Según ha estudiado Hugo Davrieux, la reducción de los gastos corrientes del Estado se realizó casi ex clusivamente por medio de una disminución drástica del poder adquisitivo de las “pasividades" y sobre todo de las retribuciones de los funcionarios, que se ubicaron en el nivel más bajo de las últimas tres décadas. A su vez, el salario real descendió más de 3 0 % entre 1983 y 1984; la tasa de desocupación creció vertiginosamente; el endeudamiento interno se multiplicó, afectando grave mente a vastos sectores empresariales; las importaciones se redujeron en casi 30 % ; el gasto público sufrió una reducción (aunque persistió el déficit), mien tras que los servicios financieros para el pago de la deuda pasaron de 3.7 a 2 2 .4 % del gasto consolidado. Mientras tanto la escena política era dominada por el tramo final de una dic tadura que perdía protagonismo pero que ahora dirigía sus objetivos hacia pactar garantías para un retiro “ordenado". En este sentido, debe señalarse que la reacción civil admitió también sus inflexiones. Si bien los partidos políticos (incluida la izquierda ilegalizada pero activa, en medio de fuertes restricciones) demostraron su vigencia durante la instancia plebiscitaria y las elecciones inter nas de 1982, la “lucha contra la dictadura" desencadenada durante 1983 resultó un escenario muy propicio para la explicitación política de las fuerzas y organi zaciones sociales, con perfiles más radicales en su oposición al régimen. Puede definirse en ese sentido a 1983 como el año de las grandes movilizaciones populares que, por su dimensión — inesperada para muchos—, lograron influir en forma decisiva en las relaciones cada vez más distantes de los partidos de oposición con los militares. Pero es también probable que la entidad del fenó meno haya ocultado a algunos actores —no por cierto a los colorados— la existencia de las “mayorías silenciosas", cuya relevancia cuantitativa se de mostraría —como se verá— en otros planos. Las Fuerzas Armadas, por su parte, lograron definir —tras un intenso trámite interno— una estrategia que suponía el total abandono del proyecto de
creación de un “partido del proceso'1, pero también del maximalismo expresado en las primeras negociaciones formales con los partidos en 1983, durante el lla mado “Diálogo del Parque Hotel”. La tendencia por fin predominante era la que se planteaba el problema en términos de una “salida”, para lo cual debían bus car con realismo el mejor camino que dejara a salvo, mediante una retirada “ordenada”, los intereses prioritarios de la corporación militar. La gigantesca concentración popular del 27 de noviembre de 1983—tal ve2 la más grande de toda la historia política del país— marcó el punto de máxima confluencia entre la movilización social y el consenso partidario, con la izquierda incluida aunque persistiera su ilegalización, detrás de un programa intransigentemente civilista y antiautoritario, que se expresaba en la consigna “Por un Uruguay democrático y sin exclusiones”. En adelante, la izquierda política quedaba definitivamente in tegrada y acreditada en el frente opositor, legalizada de hecho en las moviliza ciones callejeras pese a la permanencia de la proscripción formal impuesta por el régimen. Sin embargo, fue a partir de entonces que la “dictadura transicional” comenzó a vivir una segunda etapa, marcada por la perspectiva de un acuerdo entre militares y políticos y orientada crecientemente hacia la dinámica de la negociación, todo lo cual tendía a devolver el timón a los partidos. Esta vo cación negociadora desembocó en tres resultados de gran interconexión: reí a tivi2ó la presión de la movilización social, electorahzó tempranamente la dinámica política (de cara a los comicios generales previstos para noviembre de 1984) y ajustó la salida a los términos de un “pacto” entre los militares y al menos la mayoría de los partidos políticos. Tal ve2 el problema central en el camino de la transición era por entonces la proscripción y amenaza de prisión para el exiliado líder de la mayoría del Partido Nacional, Wilson Ferreira Aldunate, la persistente ilegalización del Frente Amplio y de sus principales diri gentes, aunque también el numeroso grupo de presos políticos y exiliados. La dureza de la represión tuvo sus alternativas cambiantes y no acompañó linealmente la distensión política, como lo prueba el asesinato durante la tortura del doctor Vladimir Roslik, médico de la localidad de San Javier, en abril de 1984, entre otros duros operativos represivos. Mientras que el general Hugo Medina asumía la comandancia del Ejército, Wilson Ferreira retornaba finalmente al país el 16 de junio de 1984, siendo de tenido junto a su hijo Juan Raúl y procesado de inmediato por la justicia militar. La situación creada por su prisión provocó, como era previsible, fuertes ten siones y dificultades en el seno del “frente opositor”. En tanto que el Partido Nacional se negaba a iniciar cualquier negociación con su principal líder de tenido, los demás partidos (la izquierda incluida) se inclinaban a acelerar el
trámite de las negociaciones. Algo sorpresivamente, sin la anuencia nacional ista y apenas unas horas antes del “paro cívico" del 27 de junio de 1984, convo cado por toda la oposición política y social al régimen, la “Multipartidaria" —que reunía a todos los partidos políticos— hi20 llegar a las Fuerzas Armadas la expresión pública de su “decisión negociadora", lo que garantizaba el comienzo inmediato de la deliberación formal para la salida. El Partido Na cional quedaba así marginado y debía presenciar “desde lejos", primero la dis tensión política que con altibajos siguió a las primeras entrevistas (derogación de algunos actos institucionales, aceleración de procesos a detenidos políticos, eliminación parcial de la proscripción del Frente Amplio) y más tarde, el lla mado Pacto del Club Naval, signado el 23 de agosto. Las bases de este pacto fueron recogidas en el “Acto Institucional núm. 19", que preveía un conjunto de normas constitucionales transitorias a ser plebisc itadas en 1985, al tiempo que ratificaba la convocatoria a elecciones (con par tidos y candidatos proscritos) para el 25 de noviembre de 1984. Debe señalarse que esas disposiciones transitorias nunca se aplicaron ni tampoco fueron sometidas a plebiscito. Sin embargo, la desactivación más efectiva del andami aje militarista y de sus poderes institucionales y fácticos fue una tarea que en muchos de sus aspectos tuvo que ser asumida por los poderes públicos y por la sociedad toda luego de 1985, en los años en que se configuró la verdadera “transición democrática". En ese marco tan polémico, no fue difícil pronosticar entonces que el Pacto del Club Naval seguiría siendo tema por mucho tiempo del debate político de los uruguayos. Si fue pacto, es razonable pensar que sus contenidos no fueron “más de lo mismo": si comparamos la exigencia militar de las primeras nego ciaciones formales de 1983 con las del Club Naval en 1984, los efectos de estas últimas sugieren un retroceso evidente de las Fuerzas Armadas y de sus posi ciones más duras, expresadas en el cada vez más aislado presidente Álvarez. Pero si se observa la cuestión en la perspectiva de la “salida" del instituto m il itar, el resultado parece algo distinto. El retiro ordenado y sin pavores fue posi ble en la medida en que los militares lograron —como sostuvo en su momento Luis E. González— cancelar las posibilidades electorales de Ferreira (un opos itor radical con oportunidades reales de victoria) y reservarse un tiempo pru dencial de autonomía corporativa, que evitara o dificultara las sorpresas del revisionismo. Los “partidos del Club Naval" aseguraron por su lado el cauce electoral de la transición, los mecanismos de nombramiento de los comandantes en jefe y aceleraron la liberación de los presos políticos. Pero al “entregar la cabeza" de su principal adversario electoral, todo quedó demasiado bien dispuesto para el
triunfo del colorado Julio María Sanguinetti (un político relativamente joven aunque con experiencia, que contaba con una larga trayectoria en las filas del quin cismo batí lista y cuyo protagonismo se había multiplicado durante la nego ciación con los militares), quien en medio de las negociaciones del Club Naval fue proclamado por Jorge BatíIe como candidato a la Presidencia. A su vez, la izquierda, entonces “dueña* de la calle y no sin debates internos de enver gadura, reingresaba de allí en adelante al ruedo electoral y al sistema de par tidos, con el objetivo manifiesto de ratificar su identidad política luego de años de persecución y ostracismo. El Partido Nacional se pronunció enfáticamente contra el acuerdo, del que se mantuvo ausente, aunque días más tarde, sus principales dirigentes reunidos en la prisión de Trinidad donde estaba detenido Ferreira, acordaron con el líder preso concurrir a las elecciones con una fór mula sustitutiva. Tras el pacto, el proceso político fue dominado por la carrera electoral. La corriente principal del nacionalismo postuló una fórmula encabezada por A l berto Zurriarán y Gonzalo Aguirre y diseñó su estrategia apostando a polarizar al electorado entre “pactistas* y “antipactistas*. El coloradismo, en su lugar, prefirió la promesa de un “cambio en paz* que reclamaba representar San guinetti, convertido en el principal dirigente del partido. El Frente Amplio, en cabezado como nunca por Seregni — liberado el ig de marzo de 1984— , priorizó que la transición democrática lo devolviera indemne y con su config uración clásica a la arena política, dejando definitivamente atrás las disidencias del “voto en blanco* de 1982 y otras propuestas “posfrentistas*. Con el telón de fondo de esa pugna, las elecciones de noviembre se proyectaron desde un comienzo como una decisión ciudadana inesperadamente alejada de la per spectiva más radical de la lucha antidictatorial de años anteriores, en especial respecto a 1983. Los resultados electorales evidenciaron una llamativa reproducción general del cuadro de 1971, lo cual ratificaba, entre otras cosas, la estabilidad de las ten dencias electorales, las líneas de permanencia del sistema político uruguayo y el talante “restaurador* que parecía insinuar la transición democrática. Las variaciones mayores se produjeron en la correlación de fuerzas dentro de cada lema (especialmente en el Partido Colorado y en el Frente Amplio), mantenién dose casi idéntico el porcentaje de votos globales de cada partido. En el Partido Colorado, el porcentaje de votos totales se mantuvo en el nivel aproximado de 4 1% , pero internamente los sectores batíIistas dejaron en clara minoría al pachequismo. Por su parte, el Partido Nacional alcanzó 35% de los sufragios, descendiendo 5 % respecto de sus cifras previas a la dictadura, a lo que segura mente contribuyó tanto la ausencia de su máximo líder en la campaña como la
fuga de votos “conservadores” ante la consolidación de una mayoría progre sista en el partido. Además de ver confirmada su identidad luego de once duros años de represión y del fracaso del proyecto militar de eliminarlo para siempre, tras la obtención de 2 2 % de los sufragios, el Frente Amplio volvía al Parlamento con importantes modificaciones en su interior: la espectacular votación del Movimiento por el Gobiernodel Pueblo (la inicialmente colorada “lista 99” fun dada por Zelmar Michelini en 1962, de izquierda moderada, encabezada en tonces por Hugo Batalla), que relegaba a un segundo lugar al Partido Com u nista, era una señal de cambios importantes en esa dirección. A diferencia de lo ocurrido durante el resto del proceso político bajo la dictadura (particularmente en el plebiscito de 1980, las elecciones internas de 1982 o las grandes moviliza ciones de 1983), fueron finalmente las mentadas “mayorías silenciosas” las que definieron la contienda. En cuanto a si en esta negociación entre políticos y militares que marcó el fin de la dictadura se pactó la impunidad y el no esclarecimiento de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura militar, desde en tonces ha quedado abierta una polémica interminable. Muchos de los partic ipantes directos en la negociación del Pacto del Club Naval han expresado que en forma tácita el tema fue dejado a un lado (estuvo “sobrevolando” o “subya cente” en las discusiones como se señaló textualmente), por la convicción de que sobre el punto no habría entonces coincidencia posible y que eso impediría los otros acuerdos viables. Otros, en cambio, afirman o creen que hubo bas tante más que eso en instancias paralelas, pese a carecer de pruebas documen tales o testimoniales que avalen con contundencia esa hipótesis. Más que la “impunidad” para los militares que habían participado en las ac ciones del terrorismo de Estado, el pacto dejó planteada una correlación de fuerzas y, sobre todo, un espacio a recorrer para su confirmación o modifi cación; un territorio quizá más proclive a la contingencia que a la necesidad histórica. Quien mejor expresó tal resultancia fue el propio general Medina (último comandante en jefe del “proceso” y figura crucial en las negocia ciones): “Dejemos que contesten los hechos”. Entre avances y retrocesos de civiles y militares y con algunas graves cuestiones pendientes de resolución, Uruguay ingresó, a partir de marzo de 1985, a una etapa de transición efectiva hacia la democracia, mucho más reconocible con la perspectiva que da el paso de los años desde entonces transcurridos. Luego de tantos fracasos funda cionales, el actor político militar demostraría sin embargo mayor pericia y duc tilidad a la “hora de la salida”.
13 Transición democrática y reforma, crecimiento v crisis (1985-2005) Verdad, memoria y nunca más. Lema de la primera “Marcha del silencio'1, 20 de mayo de 1996 El análisis del pasado más reciente de la historia uruguaya se inicia con el estu dio de los cuatro gobiernos que se sucedieron en esos veinte años que van desde el fin de la dictadura en 1985 hasta el acceso del Frente Amplio al gob ierno nacional en 2005, tramo temporal en el que, en términos generales, po drían identificarse tres grandes momentos: 1] la transición democrática (1985-1989), que prácticamente monopolizó las tareas de gobierno y la atención central de la primera administración de Sanguinetti; 2] impulsos y frenos de las reformas (1990-1999), que abarcó la administración presidida por Luis Alberto Lacalle y la segunda presidencia de Sanguinetti, concluyendo básicamente con la crisis brasileña, iniciada en enero de 1999, con el consiguiente despliegue de la recesión en Uruguay; 3] recesión, colapso y reactivación económica (1999-2005), que configuran las claves de algunos de los principales avatares del gobierno encabezado por Jorge Batí Ie. Como ya se ha señalado, la verdadera transición democrática comenzó a nuestro juicio, con la asunción de las autoridades constitucionales elegidas en los recortados comicios de 1984. Esta faena, que incluía una amplia agenda de temas (amnistía para los presos políticos, investigación y despacho a la justicia de la autoría y responsabilidades de las gravísimas violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura, restitución o compensación a los funcionarios públicos destituidos, regularización en el funcionamiento de las instituciones dentro de un Estado de Derecho pleno, etc.), terminó siendo sin duda la principal tarea que debió enfrentar el primer gobierno democrático posdictato rial. Dejando rápidamente atrás acuerdos más amplios alcanzados por el con junto de los partidos en las horas finales de la dictadura, el gobierno presidido por Sanguinetti estableció lo que dio en llamarse un “gobierno de entonación nacional'1, con el establecimiento de un acuerdo limitado (pero operativo) con el Partido Nacional, liderado por Wilson Ferreira. El mismo se concretó medi ante la presencia en el gabinete y en otros cargos públicos de relevancia de fig uras de extracción blanca, a título personal pero con respaldo partidario. Entre ellas debe destacarse la presencia de Enrique Iglesias, quien durante un periodo decisivo estuvo al frente de la Cancillería, en momentos en que el país bregaba por reinsertarse en el mundo luego del aislamiento internacional de la
dictadura. También debe resaltarse la coparticipación efectiva en directorios de empresas públicas y entes autónomos. En la misma tónica, se actuó con una pauta activa de gobernabilidad en el Parlamento, anunciada y luego aplicada por el Partido Nacional. Como práctica innovadora, que en los años posteriores se discontinuó, se le adjudicaron también seis cargos de dirección en depen dencias del Estado al Frente Amplio, lo que si bien no configuraba un acuerdo de gobierno, mostraba una vocación de reconocimiento e incorporación de la izquierda a un esquema de mayor presencia en la fiscalización de las tareas gu bernamentales. Se trataba en suma de un “gobierno de partido minoritario", que contaba sin embargo con un esquema de gobernabilidad amplio garantizado por el Partido Nacional, lo que no obstó para un trámite arduo de negociaciones caso a caso en torno a determinados asuntos. Existió también durante este periodo el in strumento de las llamadas reuniones de cúpula, entre el presidente y los princi pales dirigentes de todos los partidos con representación parlamentaria. Como se ha mencionado, la tarea principal del primer gobierno presidido por Sanguinetti fue consolidar la transición democrática que habían dejado fuertemente inconclusa los militares, la que al final se consolidó aunque de modo polémico y en el marco de fuertes controversias, en particular a partir de la sanción de la llamada Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, votada en el Parlamento en diciembre de iq 36 . Esta norma fue objeto de severas acusa ciones, como se verá, por parte de la oposición de izquierda y aun de sectores minoritarios blancos y colorados, que juzgándola como una “ley de im punidad", apoyaron a las organizaciones de derechos humanos y en especial al colectivo de Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos, a los efectos de concretar los instrumentos legales para someter la ley aprobada ante un re curso de referéndum popular. Luego de un muy convulsionado proceso para reunir firmas, el referéndum pudo finalmente concretarse en abril de iq 3q, con la victoria final de quienes abogaban por la ratificación de la ley por 55.44% del llamado “voto amarillo" contra 4 2 4 2 % del “voto verde". Merece destacarse que la ley le entregaba al Poder Ejecutivo la llave de toda posibilidad de investigación y búsqueda, el que además debía decidir qué casos se investigaban y quiénes llevarían adelante las indagatorias. En la propia implementación de lo dispuesto por la norma, el entonces presidente Sanguinetti volvió a ratificar su convicción sobre que la Ley de Caducidad debía significar un “punto final" y que por ello no era conveniente dar ningún paso “riesgoso" en el sentido de la investigación a fondo de lo sucedido, ni siquiera en torno a soluciones posibles ante temas traumáticos como el de los niños desapare cidos. En ese marco, se le encomendó al Consejo del Niño la tarea de
investigar el destino de estos últimos (lo que desbordaba por completo las posibilidades y recursos de ese organismo) y se le confió nada menos que a un fiscal militar la investigación sobre la situación de los detenidos-desaparecidos, en cumplimiento del artículo 40 de la controvertida ley. La voluntad política de concluir todo debate sobre el punto, para muchos rebasando incluso los límites y alcances de lo dispuesto en la propia Ley de Caducidad, quedaba de manifiesto. Ante esta situación que juzgaban como inadmisible, los familiares de los de tenidos-des-parecidos se negaron a comparecer ante el fiscal militar designado. Como denunció la organización de Madres y Familiares de Detenidos Desa parecidos, “se llegó a la absurda contradicción de que [aun en los casos que] el Poder Ejecutivo declaró comprendidos en la ley [que sólo ampara a militares y policías] el fiscal dictaminó que no existían pruebas de la participación de unos y otros'1, con el resultado más que previsible de archivar los expedientes. In cluso en el caso de las denuncias de “las desapariciones producidas antes del periodo defacto y por tanto no comprendidas en la ley'1, los jueces competentes se negaron a actuar y derivaron los expedientes al Poder Ejecutivo para que éste determinara si tales hechos no estaban amparados en la “caducidad'1, con el resultado previsible por todos esperado. Como se demostraría con el tiempo, la “solución'1 encontrada ante semejantes asuntos no resultaba ni buena ni con sistente y las cuentas pendientes de los sucesos de la dictadura permanecerían vigentes —durante años en forma soterrada pero no menos efectiva— en la agenda política del país, reapareciendo con vigor años después. Con sus cuentas pendientes, pero también con la legitimidad del pronunci amiento popular favorable del referéndum de abril de 1989 y con el beneficio de mejores desempeños y logros en otras éreas (restitución de miles de fun cionarios públicos, reconstrucción general de un clima de libertades, por ejem plo), la mayoría de blancos y colorados —aunque con disidencias internas, en especial entre los primeros— dieron por concluidos los temas de la transición, consolidando el gobierno sus esfuerzos en procura de un proceso de reorde namiento y “normalización general'1. En ese marco, se trabajó en favor de un manejo gradual de la crisis económica y social dejada como herencia por la dic tadura. En la misma dirección, se logró avanzar en la recuperación de algunos equilibrios macroeconómicos (aunque dejando para el futuro gobierno un ele vado déficit fiscal), creció el producto interno bruto, se impulsó el retorno de la negociación colectiva tripartita en el sector privado, se logró un aumento efec tivo en el salario real, descendió levemente y con altibajos la inflación, se lo graron mejorías importantes en los indicadores sociales més relevantes, se pro movió el incremento de las inversiones en distintas éreas.
Sin embargo, la sociedad que heredaba la democracia uruguaya ya no era la vieja “sociedad hiperintegrada” que registró en su momento Germán Rama. La sociedad que había dejado como herencia la dictadura revelaba por entonces un evidente avance de la segmentación, fragmentación y desacoplamiento de las poblaciones que pertenecían a los quintiles medios y más ricos respecto a aquellas del quintil más pobre, con el agravante de que más de la mitad de todos los niños uruguayos entre cero y cinco años de edad estaban en este último quintil y un escaso porcentaje de los mismos se encontraba en el primero o más rico. A partir de una investigación que realizó junto a Mabel Hopenhaym, Juan Pablo Terra advirtió por entonces que el principal problema que se abría hacia el futuro del país era “la infantilización de la pobreza'1, con sus múltiples consecuencias. Las alertas fueron reiteradas por otros investi gadores como Rubén Katzman, Carlos y Fernando Filgueira, quienes advirtieron en la misma dirección que tras algunas “revoluciones silenciosas'1 que se habían dado bajo la dictadura, la sociedad uruguaya se dividía en fragmentos cuya evolución no tendía a la convergencia social. Luego de la muerte de Wilson Ferreira Aldunate ocurrida en marzo de 1988 (que dejó el camino abierto al ascendente Luis Alberto Lacalle, nieto del caudil lo nacionalista Luis Alberto de Herrera) y del triunfo al año siguiente de Jorge BatíIe sobre Enrique Tarigo, en las internas de un batllismo con inocultables diferencias políticas e ideológicas en su seno, el panorama desde los partidos tradicionales se perfilaba distinto al de cinco años atrás. En una izquierda debil itada por las crecientes pugnas ideológicas se vivía en forma dramática la rup tura de su unidad, con la salida de la coalición del Partido por el Gobierno del Pueblo y del Partido Demócrata Cristiano, que conformarían junto con otros socios menores el Nuevo Espacio. Mientras tanto, de cara a la elección, el Frente Amplio aceptó finalmente la incorporación formal del mln, que sería el núcleo de la conformación de un nuevo sector, el Movimiento de Participación Popular (mpp), de decisiva importancia en los años venideros. De ese modo, las elecciones de 1989 se proyectaron en forma nítida dentro de un escenario de competencia centrífuga, con clara y muy parecida orientación liberal de ambos candidatos favoritos, Lacalle y BatíIe. Los resultados comiciales le dieron la victoria al Partido Nacional, convirtiendo a Lacalle en nuevo presi dente (1990-1995), con lo que el nacionalismo volvía a gobernar tras 24 años y el herrerismo retomaba la hegemonía del lema luego de casi dos décadas de predominio “wilsonista'1. El nuevo cuadro político se orientaba tras el impulso de una nueva agenda reformista de corte netamente liberal, dominada por temas como la reducción del déficit fiscal en tanto camino prioritario para abatir la inflación, una fuerte
apertura de la economía, la desregulación del mercado laboral, la reforma del Estado por medio del instrumento de las privatizaciones, el otorgamiento de mayores espacios para la iniciativa privada y para que el mercado se convirtiera en el gran asignador de costos y beneficios, etc. En realidad se trataba de la lle gada al Uruguay de las llamadas “reformas de primera generación'1 del llamado Consenso de Washington, inherentes a la interpretación dada por los organ ismos financieros internacionales a la etapa en curso del nuevo capitalismo globalizador. Debe decirse que estas ideas eran las que defendían desde tiempo atrás tanto Lacalle como BatíIe, quienes por cierto no las ocultaron en sus re spectivos programas durante la campaña electoral. Mientras tanto, Sanguinetti (la otra figura eje del nuevo gobierno, a la que se sumaría también el respaldo de Pacheco Areco) mantenía matices importantes con los enfoques de ambos, por entonces dominantes entre los gobiernos de América Latina. Después de una negociación ardua, en la que las distintas fracciones blancas y coloradas hicieron sentir sus diferencias y sus demandas, se concretó final mente el acuerdo del que emanó el llamado gobierno de Coincidencia Na cional. Más alié de las diferencias entre sus integrantes, el mismo configuró, al menos al comienzo, un caso de coalición neta, sustentado en acuerdos sobre temas de relevancia: ajuste fiscal, forma de elección de las autoridades de la en señanza, creación del Ministerio de Vivienda, reforma del Estado mediante pri vatizaciones y otros instrumentos, reforma de la seguridad social, como los puntos més importantes. La coalición así formada contaba con 84 escaños en la Asamblea General (6 4% de la misma), lo que le otorgaba al gobierno may orías parlamentarias sólidas. Sin embargo, las tensiones que se vislumbraron desde el comienzo muy pronto cerraron el ciclo cooperativo y con él los sustentos últimos de la coali ción configurada. En 1991 se retiraron primero el Foro Batí lista (nuevo sector fundado por Sanguinetti) y luego el Batllismo Radical de la vieja Lista 15 (lid erado por Jorge BatíIe), manteniendo empero el gobierno la fuerza parla mentaria para mantener los vetos presidenciales. En marzo de 1993, por su parte, el retiro de los sectores nacionalistas del Movimiento Nacional de Rocha y de Renovación y Victoria dieron el golpe de gracia a un gobierno que, desde entonces, quedó en una posición claramente minoritaria, contando solamente con el respaldo de la Unión Colorada y Batllista, que todavía lideraba el ex presidente Pacheco. Por muchos motivos, la competencia electoral se había instalado tempranamente en el escenario político nacional, desbordando las posibilidades de acuerdo incluso sobre leyes puntuales. A pesar de estos avatares, el gobierno de Lacalle pudo sin embargo avanzar en ciertas iniciativas y reformas, algunas previstas en su programa electoral y
otras surgidas de una adaptación pragmática en relación con los itinerarios integracionistas de la región. Entre estas últimas se destacó nítidamente la in corporación de Uruguay al Mercado Común del Sur (Mercosur), que de hecho se había iniciado de modo informal ya como una alianza restringida entre Brasil y Argentina en años anteriores. Por cierto, hubo una historia del Mercosur ante rior al Tratado fundacional de 1991: ella está sintetizada en el Acta de Foz de Iguazú, de noviembre de 1985, signada entre los entonces presidentes Josá Sarney y Raúl Alfonsín, corolario de un conjunto de acciones y negociaciones en las que se buscó prefigurar un bloque integracionista bastante distinto al que luego se concretó en el Tratado de Asunción de 1991. Aquel acuerdo SarneyAlfonsín de 1985 apuntaba a una institucionalidad y a una agenda integra cionista mucho más integral, de proyección más eminentemente política y am plia, bastante distante de las fórmulas que luego prevalecerían en 1990 y 1991. Para decirlo de modo sintético, en sus orígenes predominó un modelo de Mercosur fuertemente liberal en lo económico y casi exclusivamente orientado a lo comercial, con una institucionalidad de neto corte intergubernamentalista y de baja intensidad que le era funcional. Esta nueva pauta integracionista comenzó a gestarse muy claramente en julio de 1990, en la llamada Acta de Buenos Aires, firmada por los nuevos presidentes de Brasil y Argentina, Fer nando Collorde Meló y Carlos Menem respectivamente. Esta iniciativa, que en un principio había sido promovida por Itamaraty y que luego consolidó su ar ticulación con Argentina, generó de inmediato un fuerte impacto en el recién instalado gobierno uruguayo. Éste promovió de manera acelerada la incorpo ración de Uruguay al acuerdo regional, a partir de lo que desde el gobierno presidido por Lacalle se advertía con lucidez: quedar fuera del bloque provo caría fuertes consecuencias negativas para el comercio uruguayo (desde tiempo atrás muy afincado en la región), además del efecto de aislamiento sobre Uruguay y los demás países de la región. En su iniciativa de incorporación al nuevo espacio de integración, Uruguay convocó a que hicieran lo mismo Paraguay y Chile, con el objetivo de equilibrar mejor las asimetrías inocultables entre los países a asociarse. Sin embargo, como era harto previsible, la in corporación de Chile en las condiciones previstas en materia arancelaria, re sultaba absolutamente imposible, por la diversidad total de los grados de aper tura alcanzados por su comercio. Paraguay sí se incorporaría y finalmente se llegó a la firma solemne del Tratado de Asunción el 26 de marzo de 1991. El Tratado finalmente pudo ser respaldado en el Parlamento uruguayo por la casi totalidad de los legisladores de todos los partidos. Desde visiones y proyectos por cierto muy diferentes, los cuatro partidos uruguayos con representación parlamentaria coincidieron en que la integración regional podía ser esa ansiada
locomotora capa¿ de “desbloquear” los rumbos internos del país en su propio beneficio. Otro ejemplo de cambio —pese a las dificultades de la herida Coincidencia Nacional — fue la fuerte inflexión generada a partir de 1991 con la desregulación del mercado laboral concretada a partir de ese año. Por medio de una iniciativa que venía a cambiar una práctica de 50 años de negociación colectiva (básica mente desde el modelo de la Ley de Consejos de Salarios de 1943, con los al tibajos de las modificaciones políticas aplicadas desde 1968 y, en especial, con el hiato de la dictadura civil militar iniciada en 1973), no se impedía la nego ciación colectiva pero ásta ya no se realizaría de acuerdo con las pautas tradi cionales. Sólo valdría para aquellas empresas afiliadas a las cámaras, por lo que quedarían fuera la mayoría de las mismas. A partir de ese momento la clásica negociación por rama perdió densidad y los acuerdos se volvieron más difíciles que antes. Mientras tanto, los asuntos salariales perdieron cada ve2 más pie en la agenda de la negociación, apareciendo nuevos temas como la flexibilización y la tercenzación, con una profunda modificación del mercado laboral con fuertes impactos. La nueva pauta de relaciones laborales afectó duramente al movimiento sindical uruguayo, con su central única, denominada desde 1984 pit-cnt. [El ac tual pit-cnt, Plenario Intersindical de Trabajadores (pit) y Convención Nacional de Trabajadores (cnt), nació con esa denominación el i ° de Mayo de 1983. De esa manera se reunía la experiencia inmediata de las luchas de los trabajadores contra una brutal dictadura civil-militar (1973-1925) y, al mismo tiempo, se recogían las tradiciones históricas del movimiento obrero uruguayo y mundial unificado en el primer lustro de los años sesenta. La sigla cnt estaba prohibida durante la dictadura, ya que la cnt había sido disuelta por el régimen. De allí que se apelara a un nuevo nombre (pit). La reunión de ambas siglas expresa la continuidad histórica y la unidad del movimiento sindical uruguayo desde los años sesenta hasta nuestros días]. Pese al mantenimiento de la unidad, poco más de 1 0 % de la población económicamente activa (pea) estaba sindicahzada, lo que era una tasa históricamente muy baja para la tradición uruguaya en la materia, en especial a partir de la unificación sindical del primer lustro de los sesenta. La nueva coyuntura también afirmaba un sindicalismo cuya mayoría era de funcionarios públicos, lo que afectaba más su poder en la nueva real idad, con crecientes dificultades para reclutar a los jóvenes y a los trabajadores del sector privado. A ello se sumaba la realidad de la desregulación y la tercer\2 3 c\6 r)t que estaba transformando no sólo la relación del trabajador con su tra bajo, crecientemente flexibilÍ2ado, sino también con los sindicatos. Donde el gobierno presidido por Lacalle encontró sus principales frenos fue
en dos temas que juzgaba como decisivos: la Ley de Empresas Públicas y la re forma de la seguridad social. En el primer caso, las fuerzas del gobierno pudieron obtenerla sanción parlamentaria de la citada ley, cuyo principal con tenido radicaba en la habilitación de la empresa de comunicaciones estatal para la asociación con capitales privados. La ley fue impugnada por sectores y par tidos así como por organizaciones sociales opuestas a su contenido central. Cumplidos los requisitos legales para someterla al recurso del referéndum pop ular en la segunda instancia de ratificación del mismo, éste finalmente se cele bró el 13 de diciembre de 1992, siendo derogada la ley por cifras muy con cluyentes: 71.58 contra 27.19 %. En esa oportunidad, el Frente Amplio y el Foro Batllista del ex presidente Sanguinetti lideraron políticamente la campaña por la derogación de la ley, lo que a pesar de los otros apoyos de la comisión pro referéndum, configuraron el factor decisivo para explicarlo abultado de la der rota del gobierno. Por su parte, en lo que respecta a la reforma de la seguridad social, el fracaso del gobierno de Lacalle fue més profundo, ya que ni siquiera pudo alcanzarse la aprobación de una ley pese a la gravedad extraordinaria del desfinanciamiento del régimen tradicional (que para funcionar llegó a requerir porcentajes cada ve2 més altos del gasto público). Aunque hubo múltiples iniciativas del gob ierno para impulsar soluciones al tema (ley de urgencia, funcionamiento de un grupo técnico-político de integración multipartidaria, informe general como sustento de una norma de consenso, etc.), no se llegó finalmente a ningún acuerdo sobre el particular. Més alié de estos fuertes frenos, que implicaban la persistencia del viejo imaginario estatista de los uruguayos y la consiguiente es casa receptividad de la ciudadanía frente a los enfoques privatizadores, en tonces predominantes en la región y en buena parte del mundo, el gobierno de Lacalle logró empero abrir a inversiones privadas algunas empresas públicas como la línea aérea Pluna, la administración de servicios portuarios, la banca intervenida y el negocio de los seguros. Muchas de estas acciones generarían en los años siguientes acusaciones de presunta corrupción que sin duda ero sionaron la imagen del presidente Lacalle y de su sector. De todos modos, debe señalarse que los indicadores sociales continuaron mejorando, en algunos casos incluso con ritmos de recuperación más intensos. Por citar sólo un ejem plo, los índices de pobreza que en 1986 afectaban nada menos que a 4 6 .2% de los uruguayos, en 1994 habían descendido a 15.3%, como resultado de la recu peración de la economía, de su crecimiento sostenido y del impacto positivo de varias políticas sociales. Los resultados de los comicios de 1994 consolidaron una situación ex tremadamente singular, consagrando un resultado de un casi triple empate
entre el Partido Colorado que finalmente resultó el vencedor, el Partido Na cional y el Frente Amplio-Encuentro Progresista, fruto de una ampliación de la coalición de izquierdas, en ese orden. Baste decir que entre el primero y el ter cer partido, la diferencia fue de apenas 1.7 % de los votos válidos. Nuevamente en la Presidencia, Sanguinetti apostó de inmediato a una intensa negociación en procura de obtener los apoyos de una coalición de gobierno con cimientos más sólidos y perdurables que la que había podido lograr su antecesor. Para obtener ese objetivo, indispensable para encarar su paquete de reformas, en contró un aliado fundamental: la interlocución de Alberto Volontá, nuevo presi dente del directorio del Partido Nacional, de neto perfil negociadory conven cido partidario de la concreción de una coalición neta, que impulsara reformas en varios campos. El proceso de negociación de los acuerdos se inició con un formato diferente: la conformación de comisiones de integración multipartidaria sobre una agenda de temas considerada por el gobierno como central, que perfilaba el programa reformista del nuevo gobierno (reforma educativa, seguridad pública, política económica, reforma de la Constitución, reforma de la seguridad social). Durante esta etapa, pese a algunos acuerdos más amplios, pudo observarse que el eje coalicionista volvía a ser blanqui-colorado y que la figura de Volontá como auténtico copartícipe de la conducción del gobierno adquiría un peso cada ve2 mayor. Fue así que pudo fundarse sobre bases sólidas el llamado “Gobierno de Coalición", que empezó contando con 84 legisladores a su favor en la Asamblea General (6 4% de la misma). Los resultados de un acuerdo de esta naturaleza, que prácticamente se extendió durante todo el mandato (1995 2000), superaron todos los tiempos de los ciclos de cooperación alcanzados por los gobiernos anteriores. Una breve reseña de la productividad legislativa obtenida por esa coalición durante el periodo 1995-1998 ofrece una prueba manifiesta de lo señalado anteriormente: ajuste fiscal, Ley de Seguridad C iu dadana, Ley de Reforma de la Seguridad Social, Ley de Presupuesto Nacional, Ley de Desmonopolizaciones de Alcoholes, rendiciones de cuentas con gasto cero, Ley de Inversiones, Ley del Marco Regulatorio del Sistema Energético (cuya impugnación no pudo alcanzarlos requisitos exigidos para la aplicación del recurso de referéndum), reforma constitucional sancionada en el Parla mento y luego plebiscitada favorablemente por un margen mínimo de 50.5% de los votos emitidos el 8 de diciembre de 1996, entre otras iniciativas menos significativas. Con el respaldo de una coalición más disciplinada, Sanguinetti pudo avan zar en su segunda administración en la aprobación de un conjunto relevante de reformas, entre las que podrían destacarse cuatro: la reforma de la segundad
social, la reforma educativa, la continuación de la reforma del Estado y la re forma constitucional. En lo que refiere a la primera, por ley aprobada en 1995, se logró la concreción de un régimen mixto que combinaba el régimen universal provisto por el estatal Banco de Previsión Social junto con un sistema comple mentario de ahorro y capitalización individual. Era una propuesta més flexible y gradualista que la malograda durante el gobierno de Lacalle, por lo que pudo contar con el respaldo de ambos partidos tradicionales. Pese a la oposición de la izquierda y de un amplio espectro de organizaciones sociales, en esta ocasión tampoco pudo cumplirse con los requerimientos constitucionales para el sometimiento de la ley a un recurso de referéndum, por lo que la ley quedó vigente. Por lo que hace a la reforma educativa, el desarrollo de la misma estuvo mar cado por una muy fuerte controversia pública, impulsada inicialmente por los sindicatos de la enseñanza y luego por el Frente Amplio. Acusada de neoliberal y de estar condicionada por los organismos financieros internacionales, sus contenidos parecen desmentir con claridad tales acusaciones. Propuestas como la multiplicación de centros de formación docente en el interior del país, la universalización de la cobertura preescolar para niños de cuatro y cinco años, la extensión de escuelas de tiempo completo en zonas pobres (con pro visión de alimentación diaria) o la reforma (siempre controversia!) de planes y programas, resultaban por cierto bien distintas de las reformas de formato lib eral defendidas por los organismos financieros internacionales y aplicadas por entonces en el continente. La aplicación de políticas descentralizadoras y promotoras de la iniciativa educativa en el nivel privado (éstas sí típicas de las reformas liberales) se encontraron incluso con el rechazo persistente de las au toridades educativas que hicieron valer sus márgenes de autonomía. Las otras objeciones que sí resultaron més pertinentes tuvieron que ver con el estilo de implementación (con el liderazgo a menudo autoritario de su conductor, Ger mán Rama) y con la no incorporación de la ineludible demanda de una dignifi cación de los magros salarios de maestros y profesores (pese al fuerte incre mento en el periodo del presupuesto destinado a la educación pública, que pasó de 8.6 a 2 0 % del presupuesto). Por lo que se refiere a la reforma del Estado, se acotaron sus alcances y se optó por una orientación igualmente distante de las posturas extremistas de estatistas y “neoliberales". De ese modo se produjo una reorientación en las propuestas caracterizada por el énfasis en contenidos como focalización, gerencia descentralizada, flexibilidad en las provisiones de cargos, impulso de la competitividad y productividad, entre otros. También en este campo se con tinuó (con resultados visibles) con la incentivación de la reducción de la
plantilla de funcionarios públicos: según las investigaciones de Pedro Narbondo y Conrado Ramos, éstos descendieron 23% entre 1995 y 1999. Finalmente, luego de muchos fracasos, también durante este periodo se concretó la tantas veces anunciada reforma constitucional, que modificaría aspectos sustantivos del sistema electoral. Luego de arduas y a veces laberín ticas negociaciones interpartidarias, se llegó a un texto de acuerdo que sin em bargo fue finalmente rechazado por la mayoría del Frente Amplio (contra la opinión de Seregni y de Danilo Astori, figura ascendente del ala moderada del frenteamplismo, a la cabeza de su sector Asamblea Uruguay). El proyecto, aprobado en el Parlamento, fue plebiscitado favorablemente el 8 de diciembre de 1996 por un margen muy estrecho: obtuvo 50.5% del total de los votos emi tidos. De acuerdo con una ajustada síntesis de Daniel Buquet, los principales aspectos de la reforma eran los siguientes: 1] en materia electoral, introducción de elección presidencial por mayoría absoluta, eventualmente en una segunda vuelta; exigencia de candidatos únicos por partidos para presidente y de hasta tres por partido para el cargo de intendente, designados por las respectivas convenciones nacionales en el primer caso y en el segundo por las departa mentales; prohibición de acumulación de votos por sublemas a nivel de diputa dos; eliminación de la distinción entre lemas permanentes y accidentales; 2] en materia de régimen de gobierno y relación entre poderes: habilitación al presi dente para solicitar el voto de confianza para su gabinete y remover a miembros del mismo y a directores de empresas públicas o entes autónomos cuando perdieran tal respaldo; reforzamiento de los poderes presidenciales ante el Parlamento al restringirse los plazos para el trámite de las leyes de urgencia y modificarse a su favor la consideración de los vetos interpuestos. Se daba la paradoja de una reforma que por una parte recogía un reclamo histórico de la izquierda contra la ley de lemas y la habilitación de la multiplicidad de candi daturas “rastrillos", para a la vez imponer el balotaje como forma de aplazar un muy probable y esperado triunfo frentista por mayoría simple. Al análisis de estas propuestas reformistas que marcaron la segunda admi nistración de Sanguinetti habría que sumar el registro de otros dos aspectos también distintivos de ese periodo: en primer lugar, el freno al mejoramiento y luego el crecimiento moderado de los niveles de pobreza, pese a la persistencia del crecimiento económico y de la continuidad de la mejoría en otros indi cadores sociales; en segundo lugar, una fuerte reapertura de las controversias en torno al tema de las violaciones a los derechos humanos cometidos durante la dictadura y la búsqueda de la verdad sobre lo ocurrido. En torno al primer punto señalado, resulta indispensable reiterar que
después de la debacle social con que terminó la dictadura, hubo un fuerte avance de la economía del país al retornar los gobiernos democráticos, que supieron combinar crecimiento económico con abatimiento de la pobreza. Este indudable éxito volvió a hacer del Uruguay el país más igualitario de América Latina (claro que ésta ya era por entonces de las regiones que presentaban mayor inequidad social en el planeta). Sin embargo, estas tendencias favorables comenzaron a detenerse hacia mediados de los años noventa. Las razones fueron varias: se llegó a un núcleo duro de la población pobre con niveles de marginalidad muy fuerte, sobre el cual era muy difícil operar con eficacia, aun desde políticas sociales orientadas o focalizadas; el propio desarrollo económi co destruyó o precarizó empleos no calificados, lo que afectó a los sectores menos educados que cada vez tendían a ser los más pobres; mientras tanto, se produjo también un incremento en el diferencial de ingresos entre los sectores más y menos educados. Todo ello contribuyó a frenar el descenso de la po breza y eventualmente a su moderada expansión. La sociedad toda, no sólo un gobierno o el Estado, comenzaron a encontrarse entonces con problemas so ciales más difíciles de resolver, con una pobreza más difícil de abatir, prob lemas estructurales cuyas consecuencias futuras tal vez no fueron suficien temente percibidas. Aunque en esos años siguieron mejorando indicadores fundamentales como la mortalidad infantil y la cobertura educativa de los preescolares, muchos de los fenómenos de desigualdad y precarización más estructurales se consolidaron, en particular el de la infantil ilación de la po breza. Por lo que se refiere al retorno a partir de 1995 de las discusiones públicas sobre el tema de las violaciones de los derechos humanos cometidas durante la dictadura, se impone una breve reseña. Luego del referéndum sobre la Ley de Caducidad de abril de 1989, el asunto estuvo poco presente en la campaña elec toral de ese año y durante el periodo de gobierno de Lacalle permaneció opaca do. Comenzaban años difíciles para la reivindicación de un esclarecimiento de los hechos y mucho más para el reclamo de justicia. El tema en efecto quedó relegado en la agenda pública. Esta tónica general no varió ni siquiera ante pro nunciamientos como el del Informe 29/92 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la oea. Este organismo en octubre de 1992 concluyó que la Ley de Caducidad era incompatible con la normativa continental e in ternacional en materia de derechos humanos, al mismo tiempo que recomend aba al gobierno uruguayo otorgar compensaciones a las víctimas y tomar medi das efectivas para esclarecer los hechos e individualizar a los responsables. Sin embargo, por motivos locales y también internacionales, el tema se reac tivó en particular a partir de 1995 y 1996. En octubre y noviembre de 1995, el
líder y senador del entonces Nuevo Espacio, Rafael Michelini (hijo de Zelmar, el senador asesinado en Buenos Aires en mayo de 1976), comenzó una ronda de contactos reservados con varios militares retirados (entre ellos el general A l berto Ballestrino) y con el secretario de la Presidencia Elias Bluth, en procura de vías de acuerdo. Si bien las gestiones avanzaron, llegándose incluso a hablar de la posibilidad de concretar una Comisión de la Verdad, finalmente la propuesta fue rechazada por los militares y por el presidente Sanguinetti. De todos modos, esos pasos significaron un retorno del tema a la agenda pública más relevante y a la atención de buena parte de la población. En la noche del 20 de mayo de 1996, al conmemorarse los veinte años de los asesinatos de Héctor Gutiérrez Ruiz, Zelmar Michelini, Rosario Barredo, William Whitelawy de la de saparición de Manuel Liberoff, bajo el lema 'Verdad, memoria y nunca más", marcharon en silencio por el centro de Montevideo varias decenas de miles de uruguayos. Era un gesto colectivo muy fuerte que renovaba la convicción de las organizaciones de derechos humanos y de los familiares de las víctimas re specto a la necesidad de reimpulsar el reclamo de verdad a propósito del des tino de los detenidos-desaparecidos y el esclarecimiento de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura. A esta reactivación del debate y de la sensibilidad públicos sobre el tema, se le venía a sumar el inicio de gestiones e iniciativas concretas para viabilizar una renegociación del problema con los militares y el gobierno, centrada en los puntos del esclarecimiento de los hechos y en la necesidad de que las Fuerzas Armadas y el Estado asumieran responsabilidad institucional por lo ocurrido durante la dictadura. Fueron en verdad muchas las iniciativas planteadas en tal sentido por aquellos años, pero todas ellas chocaron con una actitud franca mente contraria del gobierno y de la cúpula militar. La respuesta de los oficiales superiores antes estas gestiones fue tan unánime como cerrada. En abril de 1997 los generales acordaron un "compromiso" público en el que afirmaban el mantenimiento de "una misma línea", contraria a la formación de comisiones que investigaran el pasado y a "entrar en revisionismos que no conducen a ninguna buena salida". El entonces comandante en jefe de la Armada, Raúl Risso, argumentó por su parte que "no [cabía] el revisionismo del pasado" y que el planteamiento de la comisión era a su juicio "un ejemplo de otro país, de otro momento social". La reforma constitucional plebiscitada favorablemente por mínimo margen, como vimos, en diciembre de 1996, tuvo su primera experiencia de aplicación en 1999. En esa ocasión y contra muchos pronósticos que no le otorgaban chance, en lo que era su quinta postulación a la Presidencia de la República, con 72 años de edad y 55 años de vida política ininterrumpida, Jorge BatíIe pudo
alcanzar finalmente la victoria. Primero, logró derrotar al candidato sanguinettista Luis Antonio Hierro en las internas coloradas de abril. Como candidato único de su partido ingresó al balotaje como segundo candidato más votado en la primera vuelta de octubre (con poco más de 3 2 % de los sufragios), por de bajo del aproximadamente 4 0 % de sufragios que obtuvieron Tabaré Vázquez y la coalición de izquierdas Frente Amplío-Encuentro Progresista, convertida en la primera fuerza política del país. Por su parte, para muchos analistas, la per sistencia más allá de lo prudente del Partido Nacional en la coalición del gob ierno anterior, junto con la impopularidad del ex presidente Lacalle y el agravamiento de las divisiones internas, fueron parte de los factores que expli can el duro traspié electoral que sufrió el nacionalismo en los comicios de 1999. Todo ese contexto se expresó en una magra votación en la primera vuelta, tras la candidatura única de Lacalle, con apenas 22.3% de los sufragios. Jorge BatíIe ganó finalmente la segunda vuelta el 28 de noviembre de 1999 (tras firmar un acuerdo programático con el Partido Nacional) con 52.26 % de los votos contra 44.53% que obtuvo la fórmula de la coalición de izquierdas en cabezada por Tabaré Vázquez. En cumplimiento con lo pactado en noviembre de 1999, cuando ambos partidos tradicionales acordaron las bases pro gramáticas de un gobierno de coalición, luego de la victoria electoral se dio forma a la integración de una coalición de gobierno que todo anunciaba como de difícil gestión: el presidente electo no ostentaba los mejores antecedentes como articulador previsible y debía lidiar con dos líderes políticos tan avezados como duros en la negociación, los ex presidentes Sanguinetti y Lacalle; la coali ción era fruto de la unión entre la segunda y la tercera fuerzas políticas y podía contar con mayorías parlamentarias exiguas (55 diputados de 99 y 17 senadores de 31), dentro de partidos con notorias diferencias internas, entre otros facto res. Jorge Batí le, en su quinta candidatura y descendiente directo de una familia con mandatarios en tres generaciones, con una vasta trayectoria política, no logró demostrar en el ejercicio de la primera magistratura, que ejerció entre 2000 y 2005, un desempeño acorde con sus antecedentes y con las expec tativas generadas entre sus seguidores. Durante el primer tramo de su gobierno pudo impulsar fuertemente su popularidad ante la opinión pública, ilusionada ante una serie de iniciativas que parecían marcar una inflexión de renovación: la crBsciór) de la Comisión para la Paz, con el consiguiente reconocimiento de un problema que sus antecesores habían insistido en dar por concluido; la inaugu ración de un nuevo marco de diálogo con la oposición de izquierda y en espe cial con su líder, Tabaré Vázquez, que perduró en el primer año de su gestión pero que rápidamente comenzó a erosionarse; la convocatoria a una iu c h a sin
cuartel'1 contra el contrabando y contra otros focos de corrupción en ciertas áreas del Estado; la denuncia de los desajustes increíbles en materia de política salarial dentro de la administración pública; la adopción de un estilo más infor mal y campechano, que lo acercó en los primeros momentos al ciudadano común, entre otros. En aquel marco inicial, ese estilo que el propio presidente calificó como orientado a "desacralizar el poder'1 y a la búsqueda de un nuevo "estado del alma'1, para usar las palabras del propio BatíIe, buscaba también crear un ambi ente político favorable para, desde una suerte de idilio ante la opinión pública, manejar con mayor poder una coalición difícil. Sin embargo, las ambigüedades originarias del nuevo sistema electoral hicieron que BatíIe tuviera que enfrentar una difícil dualidad como presidente: accedió a esa investidura después de un contundente pronunciamiento favorable en el balotaje de noviembre de 1999, pero con una debilidad parlamentaria inocultable. La bancada quincista re sultaba minoritaria dentro de la representación obtenida por el Partido Col orado (lo que le otorgaba sin duda una gran cuota de poder al ex presidente Sanguinetti y a su grupo), al tiempo que —como vimos— la propia coalición en conjunto tenía una mayoría parlamentaria muy estrecha, lo que daba tam bién carácter decisivo a cualquier disidencia o indisciplina en el apoyo nacional ista. Apostar a una forma de relación tan fuerte y directa con la opinión pública aumentaba expectativas pero también alentaba demandas, a menudo contra dictorias. Después el país padeció las llamadas "siete plagas'1 (sequía, aftosa, desequilibrios monetarios y comerciales en la región, crisis financiera, desaco modamiento de los mercados internacionales, etc.) y más allá de controversias, el presidente y su equipo vieron caer a ritmo de vértigo no sólo su popularidad sino también su credibilidad como gobernantes. Con relación a cómo se pro cesó el epicentro de la crisis económico-financiera entre 2001 y 2002, no puede resultar convincente un relato que concentre todas las explicaciones sobre que lo sucedido fue resultado del "contagio'1 que le vino al Uruguay desde los veci nos en crisis. El estallido, que venía anunciándose pero que finalmente se desató con toda su virulencia en 2002, encontró a un gobierno debilitado en varios frentes. Los fundamentos de la reforma constitucional de 1996 —crear reglas electorales que incentivaran coaliciones fuertes y duraderas, con presi dentes con fuerza política y respaldo propios— pusieron de manifiesto su inconsistencia en aquella encrucijada. La coalición se rompió en el peor mo mento y el centro presidencial alcanzó en esa misma coyuntura crítica una debilidad tal que lo llevó casi al inmovilismo y a la imposibilidad de inter locución negociadora. Como hoy se sabe y entonces se intuía, no faltaron
conspiraciones (inesperadamente provenientes de círculos empresariales y ul traliberales) que buscaron la interrupción del mandato de BatíIe y la realización de elecciones anticipadas, hipótesis catastrófica que pudo evitarse gracias a la lealtad institucional y el civismo puestos de manifiesto por todos los restantes actores. Cabe resaltar que en el análisis de la ruptura de la coalición, aunque resulte materia discutible, no resultaría justo cargar responsabilidades a la actitud tomada entonces por el Partido Nacional. En el texto de la declaración del direc torio nacionalista que dispuso el retiro de los ministros blancos del gabinete hacia mediados de 2002, se mencionó la necesidad de ''reformular los en tendimientos de febrero del año 2000" y de radicar el espacio de los acuerdos ''en el Parlamento", exhortando al Poder Ejecutivo a una intensificación del tra bajo en ese ámbito en torno a ciertos temas considerados centrales. Lo suce dido desde entonces en adelante tuvo ciertos giros contradictorios pero no contrarió la imagen de cooperación en los momentos más difíciles: si bien la "gobernabilidad parlamentaria" no pudo funcionar de acuerdo con las visiones más optimistas, en los momentos clave y decisivos los apoyos de los par lamentarios nacionalistas estuvieron presentes, por ejemplo en ocasión de la Ley de Reordenamiento Financiero, durante el peor momento de la crisis, o cuando la creación del llamado "Nuevo Banco Comercial" (con parte de las carteras de deudores de los bancos gestionados por el Estado uruguayo desde 2002). Asimismo, si bien Tabará Vázquez como líder del Frente Amplio sugirió en forma por demás equívoca decretar el default y los legisladores frenteamplistas no votaron la primera de las leyes referidas (aunque sí la segunda), su actitud de lealtad institucional y aun su cooperación indirecta con las iniciativas del gobierno, también tuvieron expresión en el pacto de los disensos, la con tención de organizaciones sociales de perfiles más radicales y una actitud de moderación general innegable. Dentro del Partido Colorado, el espíritu de co laboración del ex presidente Sanguinetti y de su sectorfueron permanentes, in cluso acallando diferencias notorias con medidas y acciones implementadas por el gobierno. A finales de julio de 2002, en el momento más crítico, la asunción como ministro de Economía del senador Alejandro Atchugarry estableció una suerte de corrimiento tácito del liderazgo del gobierno, desde un "centro presidencial" paralizado y sin credibilidad, a una suerte de "primer ministro" que elaboraba sustentos de gobernabilidad en medio de la tormenta, por medio de acuerdos parlamentarios y con la obtención de apoyos de los líderes partidarios más connotados. No es exagerado mencionar que ese periodo, que algunos anal istas han calificado como momento de "parlamentarismo informal", fue tal vez
el tramo más difícil y a la vez el más exitoso de toda la administración, aunque los tiempos de la cosecha llegaron después. Durante ese año largo el gobierno pudo sortear con éxito y dignidad varios obstáculos que se consideraban in salvables. La hondura de la crisis resultó de una magnitud inusitada. La referencia a al gunos pocos registros estadísticos y a lo ocurrido en relación con ciertos indi cadores clave, tal vez permita aquilatar la dimensión de la caída. La recesión se prolongó prácticamente durante cuatro años y medio, desde enero de 1999 hasta mediados de 2003. El examen de indicadores como la caída vertical del pib entre 1998 y 2003 (en términos globales y por persona), los niveles del desempleo cercanos a la cifra récord de 2 0 % , los problemas de calidad de la ocupación que afectaron a la mayoría de los activos, la fuerte caída del salario real, el aumento de la inflación, la relación entre la deuda pública y el pib, el de scenso también vertical de las exportaciones, la caída de la industria manufac turera, la profundización del endeudamiento agropecuario, la crisis devastadora del sistema financiero, entre otros procesos, llevaron al país a los umbrales del despeñadero. Luego de un agobiante feriado bancario, en aquella semana in olvidable de finales de julio y comienzos de agosto de 2002, con saqueos —y sobre todo con rumores de saqueos—, finalmente —y en este caso con el pro tagonismo directo del propio BatíIe, a partir de su controvertida afinidad con el entonces presidente norteamericano Ceorge W. Bush— el gobierno pudo con tar con el respaldo directo de un préstamo “puente* otorgado por el país del norte, lo que permitió el acuerdo con los organismos financieros interna cionales y evitar así el defauk. Quedaban sin embargo las terribles secuelas sociales de la crisis. En apenas cuatro años emigraron más de 100 000 uruguayos, lo que superaba la brecha entre nacimientos y defunciones durante ese mismo periodo. Según datos ofi ciales, la pobreza alcanzó a finales de 2004 39.9% y la indigencia 4 .7% , con una fortísima infantilización y juvenilización en ambos indicadores. La tasa de deserción educativa se proyectó hacia guarismos muy elevados, al tiempo que se revelaban porcentajes muy considerables de jóvenes que no estudiaban ni trabajaban. La tormenta puso al desnudo las carencias del Estado en la aten ción a una situación de emergencia social, tanto en el diseño de políticas so ciales adecuadas como en el manejo de información coherente y actualizada, pasando por la consistencia y fortaleza de sus servicios educativos y sanitarios en todo el país. Se puso de manifiesto de manera por demás clara que las viejas “claves batllistas" de la “sociedad hiperintegrada* y del “Estado escudo de los débiles* habían quedado definitivamente atrás y que en el país se producían fenómenos
antes insospechados
de indigencia,
desnutrición
infantil
y
radicación territorial del poder social. El alance de la pobreza y de la marginación (esta última con sus connotaciones culturales además de so ciales) conformó el cuadro de una sociedad fragmentada, guetizada, con rup turas profundas del tejido social y de los espacios públicos. Con el telón de fondo de los primeros indicios de reactivación y con el activo de la exitosa operación de canje de la deuda pública uruguaya, hacia 2003 el gobierno pudo apostar a la prioridad de la estabilización, como soporte impre scindible para aspirar a emprendimientos más ambiciosos. Sin embargo, la expectativa sobre este cambio de perfil del gobierno no duró demasiado: no hubo posibilidad de acuerdo alguno en torno a temas propuestos, como el de la reforma tributaria. Aunque con seguridad también fundada en otras razones, la sorpresiva renuncia en agosto de 2003 del ministro Atchugarry y su rápida sustitución por el economista Isaac Alfie configuraron por distintos motivos dos señales claras acerca de que el relanzamiento del gobierno había fracasado y que éste se resignaba a restringir definitivamente su agenda. El presidente BatíIe anunciaba que io s tiempos políticos'1 debían dejar lugar ahora a "los tiempos técnicos'’ y que en realidad Alfie sería más un "ministro de Hacienda'1 que de "Economía'1. Sin embargo, con la cercanía del ciclo electoral, el debilitamiento de la iniciativa gubernamental en el Parlamento se volvió más visible que nunca. En sus primeras declaraciones, el nuevo ministro marcó con realismo un nuevo escenario pautado por una agenda más restringida y menos proactiva, aunque de cumplimiento todavía incierto: se priorizarían el cuidado del frente fiscal y el aumento de la eficiencia del Estado; se apuntaría a obtener la aprobación parlamentaria de las reformas de las cajas militar y policial y de la ley de fideicomisos; se intentaría un programa de desregulación para incentivar la competencia y estimular inversiones. Atrás quedaba el anunciado "año de las grandes transformaciones'1 y lo más destacable —en la dirección de un com promiso que esta vez se cumpliría efectivamente— fue el firme anuncio de Alfie de que con él no habría "carnaval electoral'1. Fue entonces que hubo un prematuro arranque de la campaña electoral, pro movido por el referéndum sobre la llamada Ley de ancap, que proponía su desmonopolización y la posibilidad de asociaciones con privados. El mismo fue celebrado el 7 de diciembre de 2003 y concluyó con un contundente 62.3% a favor de la derogación de la norma. En realidad en el plano simbólico consti tuía un plebiscito arrollador en torno a la impopularidad del gobierno y de las figuras más connotadas de ambos partidos tradicionales. También convergió en esa dirección el surgimiento de varios conflictos de magnitud, en especial el vinculado con la situación de los funcionarios de Salud Pública. En ese con texto,
algunas
previsiones
comenzaron
a
confirmarse:
la
creciente
impopularidad del gobierno y del Partido Colorado tendieron a asociarse con el aumento de la conflictividad, el mayor estrechamiento de la posibilidad de acuerdos, la anticipación de un ciclo pleno de confrontación y competencia política entre los partidos. Sin embargo, el contexto internacional y el afianza miento de la estabilización se volvieron cada vez más favorables para consol idar la reactivación económica iniciada en el país en el segundo semestre de 2003, con la locomotora de un sector agropecuario que encontraba muy buenos precios y posibilidades crecientes de mercado. Los indicadores económicos comenzaron a evidenciar un efecto "rebote'1 de recuperación, aunque su repercusión en el campo social y su influencia política resultaran más lentos y limitados. Puede decirse con convicción que la democracia uruguaya y sus actores pudieron ratificar en aquellos años comprometidos su fortaleza cívica en la actitud ante una crisis profunda. Hubo muchas evidencias en esa dirección: la seriedad de las respuestas del gobierno para evitar los peligros de una cesación de pagos; el rechazo sostenido del presidente Batí le y de su gobierno a ceder a la tentación de la deriva autoritaria y represiva (que más de un actor público reclamó en los momentos de mayor conflictividad); la franca lealtad institu cional manifestada por todos los partidos; la moderación expresada en condi ciones muy adversas por la mayoría de los dirigentes sindicales y de los ciu dadanos afectados más directamente por la crisis. Durante 2004, la profundización de una reactivación económica muy fuerte no llegó a coincidir con los tiempos políticos. El crecimiento exponencial de 13% del pib, la baja de la inflación, el aumento de los equilibrios fiscales, el incremento espectacular de las exportaciones, la baja de los índices de desem pleo a 12% , la franca recuperación de sectores como el agro y el turismo, entre otros indicadores positivos que podrían mencionarse en el sentido de una fuerte recuperación de la economía uruguaya, no pudieron transformar la per cepción de una ciudadanía enojada con el gobierno y con el liderazgo tradi cional de los partidos históricos. Aun con las sorpresas producidas en las elec ciones internas del 27 de junio de 2004, que mostraron a un Partido Nacional renovado en su liderazgo con el ascenso de Jorge Larrañaga y con aspiraciones de competencia acrecentadas frente a la izquierda, los resultados de las elec ciones en primera vuelta vinieron a confirmar los pronósticos más generales acerca de que, por primera vez, el Frente Amplio en tanto coalición de las izquierdas uruguayas podía ganar las elecciones.
19 Los últimos anos: la uera progresista". Sus balances v tendencias actuales (2 < X U -2 Q I& )
... una tercera vía tranquila... Fragmento del titular de El País de Madrid, referido a Uruguay, 25 de julio de 2017 Las elecciones del 31 de octubre de 2004 fueron coronadas por un verdadero aluvión de votos para la izquierda, que le otorgó la Presidencia en primera vuelta con mayoría en ambas cámaras legislativas. Esta victoria contundente, con 50.45% de los votos emitidos y 51.7% de los votos válidos, constituyó sin lugar a dudas un giro histórico en la historia política del Uruguay. Se cambiaba de esta manera una hegemonía de 175 años de gobiernos colorados, nacional istas o de dictaduras cívico-militares que gobernaron el país con alternancias esporádicas (con una clara supremacía del liderazgo colorado sobre el na cionalista, aunque desde un formato coparticipativo y en oportunidades coali cionista). El triunfo de la izquierda y el acceso a la Presidencia de Tabaré Vázquez llegaba en un momento en que el declive electoral de los lemas tradi cionales venía confirmándose desde la creación de la coalición Frente Amplio, en febrero de 1971, pero que se había acelerado con un ritmo vertiginoso en la última década y en especial durante el último lustro, como se observa con clar idad en la gráfica 1. Obsérvese desde una perspectiva histórica más larga la envergadura de los cambios producidos. La izquierda mantuvo, pese a su rup tura producida entre 1988 y 1989, un crecimiento sostenido y permanente desde el final de la dictadura militar. Cabe observar también la evolución segui da entre el caudal de los votantes de los “partidos tradicionales" (blancos y col orados) en relación con los llamados “partidos desafiantes" (básicamente el Frente Amplio). Las tendencias no pueden ser más claras: al retroceso continuo de blancos y colorados en su conjunto se le confronta el aumento sistemático y continuo de la izquierda, tanto cuando estuvo dividida (desde 1989 con la es cisión del llamado Nuevo Espacio), hasta la reunificación de 2004 bajo el lema “Frente Amplío-Encuentro Progresista-Nueva Mayoría", que luego de la vic toria volvió a sintetizarse en el lema fundacional Frente Amplio.
Gráfica 1 . Evolución electoral del sistema de partidos por bloques partidarios, 1984-2014
Fuehte: elaboración con base en resultados electorales Banco de datos de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República.
Debe advertirse también que la obtención de mayorías legislativas en ambas cámaras (52 diputados de gg y 17 senadores de 31) constituía también un hecho inédita desde la recuperación democrática en marzo de ígS^ y aun desde bas tante tiempo atrás, si se toma en cuenta el periodo previa a la dictadura iniciada en 1973. El Partido Nacional obtenía en octubre de 2004 una fuerte pero insufi ciente recuperación electoral respecto a los resultados muy magros de cinco años atrás: con 35.1% de los votos válidos confirmaba un crecimiento notable de 13 % respecto a la mala votación de íggg, con una renovación interna consol idada. Por su parte, se producía el desplome del Partido Calorado, que cayó a una cifra insólita de 10.6%, en la peor votación por lejos de su historia. Esta imagen de salto cualitativo que representó la votación de la izquierda y la variación notable que se produjo en el caudal electoral de todos los partidos en 2004, se pone también de manifiesto si se recurre a una perspectiva históri ca de más "larga duración''. En efecto, si se observa con atención el cuadro 1, que contiene los votos válidos por partido desde los comicios de 1942 (elec ciones especialmente significativas pues se producían, por primera ve2 en casi una década, sin la abstención de ningún sector partidario relevante), se registra la profundidad del cambio general verificada en el conjunta del sistema de par tidas. Se trató en suma de un cambio de escenario cuya radical idad no admitía por entonces antecedentes comparables en la historia política nacional. Debe mencionarse que el último presidente cuya votación individual (sobre el porcentaje de votos válidos) había superado la mayoría absoluta había sido José Serrato en 1922, quien obtuvo entonces, en un sistema nítidamente bipar tidista sin tercerías competitivas, 50.7% de los votas válidas. Por otra lado, había que remontarse a las elecciones de íg^o (54 años atrás) para registrar
una votación por partido (correspondiente en ese caso al Partido Colorado) que superara la mayoría absoluta de votos válidas (52.6 % ), contra 51.7% obtenido por el ep/fa/nm (Encuentro Progresista, Frente Amplío, Nueva Mayoría) en 2004. En el momento en que se escribe este libro, cuando avan2a el cuarto año del mandato del tercer gobierno frenteamplista en Uruguay, parece una buena ocasión para intentar un ejercicio de balances y perspectivas sobre esta experi encia progresista en América Latina. Desde resultadas m is bien favorables en términos de tendencias económicas y sociales a mediano plaza, así como tras la concreción de un conjunta nada desdeñable de reformas en otros ámbitos, los desafíos de la coyuntura más actual se enmarcan sin embarga en un clima extendido de descontentas múltiples, que hacen peligrar la continuidad del gobierno progresista en las próximas elecciones de 2019. ( : uadro I V cmm validos po/ pjitidos, 1
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