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Spanish; Castilian Pages 424 Year 2004
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GOBIERNO de CANTABRIA
LA CUESTIÓN PALPITANTE. L o s SIGLOS XVIIIY XIX EN ESPAÑA Consejo editorial Joaquín Alvarez Barrientes (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Pedro Alvarez de Miranda (Universidad Autónoma de Madrid) Philip Deacon (University of Sheffield) Andreas Geiz (Universität Potsdam) David T. Gies (University of Virginia, Charlottesville) Iván Lissorgues (Université Toulouse - Le Mirail) François Lopez (Université Bordeaux III) Elena de Lorenzo (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Leonardo Romero Tobar (Universidad de Zaragoza) Ana Rueda (University of Kentucky, Lexington) Josep Maria Sala Valldaura (Universität de Lleida) Manfred Tietz (Ruhr-Universität Bochum) Inmaculada Urzainqui (Universidad de Oviedo)
Historia del cuento español (1764-1850)
Borja Rodríguez Gutiérrez
Iberoamericana • Vervuert • 2004
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"Gracias al Centro Asociado de la UNED en Cantabria y a la Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria, por su apoyo y colaboración en esta publicación"
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De Angela, Con Angela, Por Angela Para Angela.
NOTA INICIAL El origen de este libro fue una tesis doctoral, leída en la U.N.E.D. en febrero de 2003. El tribunal estaba formado por Enrique Rubio Cremades, Gregorio Torres Nebrera, Ana María Baquero Escudero, Ana Freire López y Margarita Almela Boix. A todos ellos, y muy especialmente a mi director, Julio Neira Jiménez, quiero expresar mi agradecimiento por su apoyo y sus consejos. Fragmentos de este trabajo han sido publicados en diversas revistas: «Cuento y drama romántico: El Lago de Carucedo», Hispanic Journal, 2000, vol. 21, n° 2, 501-514. «Cuentos morales en los periódicos dieciochescos», Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, 2001, n° 9, 121-134. «Cuentos en el Correo Literario y Económico de Sevilla. 1803-1808», Archivo Hispalense, 2001, n° 255, 87-106. «Dos narraciones románticas del siglo XVIII», Dieciocho, 2002, vol. 25, n° 1, 121-142. «Conformismo social y misericordia del soberano: Cuentos del buen gobierno (1787-1808)», Trienio, 2002, 40, 43-66. «Lacrimosidad, panteísmo egocéntrico, amor loco, ansias de la muerte y fastidio universal en cuentos de la prensa del XVIII», Dieciocho, 2003, 26 (1), 161-200. «Los cuentos de la prensa romántica española (1830-1850): Clasificación temática», Iberomania, 2003, vol. 57, 1-26. A todas estas revistas y a sus directores mi agradecimiento.
ÍNDICE INTRODUCCIÓN
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CAPÍTULO I. El cuento español de 1764 a 1800 1. Situación inicial 2. La prensa dieciochesca y la narración 3. El origen de los cuentos 4. Temas, ambientes y formas 5. De la moralidad ilustrada a la desesperación romántica 6. Conclusión
19 19 26 47 52 62 106
CAPÍTULO II. El cuento español de 1800 a 1850 1. División cronológica 2. 1800-1808: Permanencia de la narración dieciochesca 3. Cándido María Trigueros: Mis Pasatiempos 4.1808-1831: Política y silencio 5. 1831-1850: La explosión de las revistas 6. El cuento y el cuadro de costumbres 7. Los temas: histórico-legendarios, fantásticos, de amor, humorísticos, morales, de aventuras, costumbristas Cuentos Histérico-Legendarios Cuentos Fantásticos Cuentos de Amor Cuentos Humorísticos Cuentos Morales Cuentos de Aventuras Contemporáneas Cuentos Costumbristas
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8. Fórmulas narrativas: el cuento dramatizado 9. Características: antirromanticismo, extrañamiento temporal, exotismo, violencia, amor prohibido, misterio personal, erotismo, el artista Antirromanticismo Extrañamiento temporal Exotismo Violencia Amor prohibido Misterio personal Erotismo El Artista
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233 233 237 242 244 245 249 252 258
CAPÍTULO III: Autores principales 1. Ramón de Mesonero Romanos 2. Serafín Estébanez Calderón 3. José Negrete. Conde de Campo-Alange 4. Eugenio de Ochoa 5. Pedro de Madrazo 6. Mariano Roca de Togores 7. Clemente Díaz 8. Enrique Gil y Carrasco 9. José de Espronceda 10. Miguel de los Santos Álvarez 11. Antonio Ros de Olano 12. José Somoza
265 265 270 285 293 296 310 318 328 341 342 353 364
CONCLUSIÓN
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Indice de cuentos citados
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índice de autores citados
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Bibliografía
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INTRODUCCIÓN El germen de este trabajo puede situarse en unas palabras de Mariano Baquero Goyanes: El cuento romántico históricamente considerado, casi podría considerarse como la pieza clave, el núcleo engendrador de toda la brillante literatura que luego vendrá. [...] Lo que el Romanticismo viene a resucitar es la forma de narración breve y lo que a ella aporta es su dignificación literaria. [...] Cabe, por tanto, a los cuentistas románticos el haber conseguido categoría literaria para un género normalmente tenido por ínfimo y casi despreciable. Vendrán luego los escritores realistas y aún naturalistas, capaces de servirse de lo que antes había sido molde romántico, rellenándolo con nueva materia, creando un género que pudo parecer nuevo en la literatura de la época, pero que, en el fondo, debía no poco a los añejos géneros románticos.
Baquero Goyanes había situado con precisión el asunto: el análisis de ese núcleo engendrador, de esa pieza clave. ¿Qué hubo antes de los grandes cuentistas del XIX? ¿Qué ocurrió antes de «El monte de las ánimas», de «El amigo de la muerte», de «El pájaro verde», de «El cura de Vericueto», de «Un duro falso»? ¿Qué ocurrió para que el cuento español, dormido desde que el turbulento infante de Castilla, Don Juan Manuel, culminara su Conde Lucanor, entrara de golpe en las páginas de la historia literaria de nuestra lengua a través de Bécquer, de Alarcón, de Valera, de Clarín o de Pardo-Bazán?. Baquero también indicaba la respuesta: el cuento romántico ¿Y que era el cuento romántico? Un agujero en la historia, un asunto sin estudiar de forma sistemática: eso era el cuento en el período romántico. Y al ser un agujero en la historia era necesario estudiarlo históricamente para rellenar ese agujero, poner un pequeño ladrillo en el inmenso muro de la historia literaria. Un método histórico por lo tanto: búsqueda de materiales, clasificación, caracterización, periodización, evolución; ése era el trabajo que era necesario hacer.
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Quedaba determinar donde iba a encontrar los materiales, donde estaban los cuentos: ¿A qué fuentes iba a recurrir? Una rápida ojeada histórica a la primera mitad del siglo XIX dejaba claro que uno de los fenómenos más significativos de la cultura española en aquellos años fue el desarrollo y la definitiva consolidación de la prensa. La prensa era el medio de publicación de los cuentos; era indudable. La práctica totalidad, con alguna escasa, escasísima excepción, de los cuentos fueron publicados por primera vez en prensa y no en libro. Y la gran mayoría de ellos no conocieron otra forma de publicación que las páginas de las revistas y nunca llegaron a ofrecerse al lector entre las tapas de un libro. Era por tanto necesario el trabajo de biblioteca y el examen de las revistas para buscar allí los cuentos. Las bibliotecas españolas guardan en sus estantes centenares de periódicos y revistas que vieron la luz en el agitado y convulso panorama periodístico que en España se desarrolla entre 1800 y 1850. Una auténtica explosión de la imprenta (La Diarrea de las Imprentas fue llamada) que arrojó al lector de la primera mitad del XIX una legión inacabable de títulos. Y en tantos papeles de breve vida, hojas volanderas, gacetas individuales, panfletos, revistas de modas, publicaciones profesionales, lujosos álbumes ilustrados, periódicos políticos y partidarios, libelos de propaganda gubernamental, revistillas críticas ácidas y agresivas, publicaciones ilustradas para la familia, boletines de propaganda católica, revistas literarias, diarios de anuncios y vaya usted a saber cuantas cosas más que proliferaban en las imprentas españolas, el cuento. El cuento, presente en todas estas publicaciones y en otras más que se me olvidan: un género breve, rápido, perfectamente adaptado al periodismo de entonces, un género ideal para llenar una página, dos, tres o veinte si era necesario y que podía ayudar a que los lectores comprasen la publicación que se sostendría así de milagro, al principio, y después con algo más de desahogo, quizás. Poco desahogo porque era una época de periodismo famélico y a salto de mata, en la que los periódicos se devoraban unos a otros y en la que una publicación que duraba más de veinte años se consideraba una anciana achacosa y caduca. Centenares, miles de cuentos que esperaban en las amarillas páginas de las revistas, en los estantes más escondidos y menos frecuentados de las bibliotecas una revisión. Reyes malvados y bené-
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volos, enamorados desgraciados, héroes nobles y malignos villanos, judíos, hechiceros, siervos leales, fantasmas, aparecidos y espíritus, santos y demonios, moros magnánimos y árabes malignos, lugareños groseros y nobles labriegos, burgueses tranquilos y barrigudos, románticos anhelantes y nostálgicos y lánguidas heroínas de rubios cabellos y blancas vestiduras, maduros conquistadores que caen seducidos ante las gracias de una ingenua doncella, apasionadas mujeres de tez aceitunada, y ojos y pelo negros y caballeros españoles ejemplos de moralidad y conducta cristiana. Castillos medievales, bosques oscuros y nocturnos, lugarejos y villorrios de La Mancha, Galicia, Andalucía y Aragón, iglesias abandonadas y misteriosas y plazas mayores en donde galantean las mozas y juegan los rapaces. El Prado con su desfile de carrozas y paseantes a ver y a que les vean. Cafés con contertulios que dejan pasar las horas criticando lo humano y lo divino. Estudios de artistas de todo tipo: poetas pobres y desdichados, pintores pobres y desdichados, músicos pobres y desdichados, lo que sea, pero pobres y desdichados. Las calles de Madrid, en todas las épocas y estaciones con espadas y sin ellas, con embozados y sin ellos, de noche y de día, llenas de religioso celo o de blasfemas empresas. Amores imposibles y desgraciados, venganzas atroces, crímenes y violencias, bailes, paseos, saraos y fiestas, viajes en calesa, a caballo, a pie, perdidos villorrios en donde las viejas narran sus historias una noche junto al fuego, tradiciones lugareñas, cuentos de viajeros, historias de santos, milagros y castigos divinos, novelitas rosas, cuentos cursis, ejemplos de buena conducta, cuentos morales, moralidades y moralinas. De todo esto y de unas cuantas cosas más nos podemos encontrar en los relatos que se publican en España entre 1800 y 1850. Pero, evidentemente, no podía ser que todo hubiera empezado justamente en 1800. Por ello la investigación se dirigió también a los periódicos que habían aparecido, pese a todas las dificultades, durante el siglo XVIII. Rebuscando en sus páginas aparecieron una serie de cuentos, o de narraciones que pudieran ser cuentos, o de escritos, artículos o fragmentos que eran, ante todo, narrativos. Unos inicios tímidos, escasos, pero que anunciaban ya lo que iba a ser la gran explosión del XIX. Por una parte narraciones que eran criaturas de la Ilustración: cuentos morales, consejos de buen gobierno, de la correcta educación de los príncipes, de los importantes y de los humildes, ejemplos de conducta, negativos y positivos,
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alegorías morales, historias instructivas y exhortaciones al buen gusto. Pero entre todos estos frutos predecibles y esperables también algunas excepciones: historias de terror y amor en cavernas sombrías, enamorados desesperados y enloquecidos dispuestos a destruirse a sí mismos y a su amor y otros que se suicidan antes de separarse, seres desesperados que anhelan la muerte, jóvenes suicidas que abrazan la muerte hastiados de todas las cosas de la vida... Historias, asuntos, personajes que hablan ya el idioma de los románticos. Después, en el siglo XIX, la realidad de las fuentes nos hablaba de tres momentos bien definidos y diferenciados. Los últimos años del reinado de Carlos IV, en los que los cuentos siguen manteniendo las características del XVIII, porque nada ha cambiado con respecto al siglo anterior, ni el país, ni la prensa, ni la política; el período que se abre en 1808 y que se cierra hacia 1830 con la aparición en la escena política de la Reina María Cristina en el que el cuento queda ahogado entre la efervescencia política y la brutal censura, época convulsa de la que España sale muy diferente a como había entrado y los veinte años que transcurren entre 1830 y 1850: por fin esa criatura, tímida, retraída y enfermiza que era el cuento, dio un vuelco y salió a la luz, lozana y entusiasta, decidida a sumarse con personalidad propia a los géneros literarios 'respetables'. El grueso del estudio se dedica a la producción que apareció en las revistas españolas a partir de 1830. Una producción que impresiona por el vertiginoso desarrollo de la producción de cuentos. Más de 900 cuentos que he podido consultar se publicaron en sólo veinte años. La cifra es aún más impresionante si se piensa que los veinte años anteriores apenas se llegó a la treintena de relatos. Era necesario una ordenación, una clasificación de los cuentos para conseguir que ese conjunto de narraciones dejara de ser una amalgama de historias. Las temáticas más frecuentadas marcan una clara diferencia entre la época anterior al reinado de Fernando VII (1800-1808) y el que comienza con la presencia e influencia de la Reina María Cristina (1830-1850). En los primeros ocho años nos encontramos casi exclusivamente con cuatro grupos de temas: los cuentos morales (que son bastante más de la mitad), los de aventuras, históricos y de amor. En los últimos veinte años de la cincuentena se abre el abanico de posibilidades temáticas y nos encontramos con los históricos, de amor, humorísticos, morales, fantásticos,
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de aventuras y costumbristas. Y no solamente esta apertura de temas; aparte de todos estos relatos pueden encontrarse algunos que podrían calificarse de populares (sobre todo algunos de Fernán Caballero), trágicos, psicológicos o religiosos. Los cuentos históricos son los más abundantes, aunque su predominio no llega al nivel que mantenían los cuentos morales a principios de siglo; unos cuentos históricos que muestran una especial predilección por los enamorados desgraciados y por los artistas incomprendidos. En estos cuentos históricos se advierte claramente cómo las tendencias más conservadoras del romanticismo hispano van ganando terreno y cómo las narraciones históricas que al principio presentaban una visión negativa de la España más tradicional (y siempre con muchas salvedades y reparos) ceden terreno, y la narración histórica acaba convertida en una recopilación de hechos gloriosos de la historia patria. Particularmente significativa es la presencia de un personaje tan paradigmático como el rey malvado y cruel, que no llega a sobrevivir a 1840, mientras que los monarcas ejemplos de todas las virtudes posibles y de algunas imposibles se pasean a su antojo por la cuentística de las revistas románticas. Formalmente, los cuentos están caracterizados por la presencia de un narrador con absoluto domino sobre la trama, un destinatario que es el propio lector y una ordenación cronológica con claro predominio de una estructura lineal en la que una serie de escenas con una fuerte carga dramática constituyen el grueso del relato. Es bastante frecuente la presentación del relato mediante un marco o introducción. Los autores que se lanzaron al cultivo del cuento en esos veinte años necesitaban nuevas fórmulas para el desarrollo de sus historias. La narración dieciochesca, resumida, escasamente dramática, sin diálogos, ni puntos culminantes no les satisfacía. La búsqueda de nuevas formas de expresión narrativa va a hacerse después de 1831, en los años en los que el teatro romántico se impone en los escenarios y es el elemento más importante en la batalla literaria. De aquí surge el cuento dramatizado en el que los autores románticos incorporan buena parte de los recursos teatrales: preponderancia de los diálogos sobre el narrador, utilizándose las palabras de los personajes para informar al lector de los pormenores de la acción, separación tajante de las escenas y eliminación de elementos intermedios con efectos de bajada de telón, monólogos operísticos de los personajes en momentos culminantes de la acción, etc.
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Del análisis de estos relatos llaman la atención algunos elementos: el antirromanticismo, que es mucho más abundante en las páginas de las revistas de estos años que la propaganda romántica, el extrañamiento temporal, con una marcada preferencia por la Edad Media y por el castillo como escenario ideal, la violencia omnipresente en las páginas de estos cuentos y medio de resolución favorito de los conflictos, el erotismo latente en varias descripciones y situaciones de damiselas lánguidas e indefensas y la figura del artista. El artista, representación del máximo ideal romántico, protagonista de muchos de sus relatos, ser casi divino, portador de la antorcha del genio creador y desgraciado e incomprendido por definición. El artista no perderá su capacidad de fascinación para los autores del romanticismo conservador y seguirá padeciendo su triste suerte, pero ahora no ya por una sociedad hostil e incomprensiva, sino por una maldición del genio que fue la manera que tuvieron muchos autores de seguir explotando la imagen del artista incomprendido sin poner en solfa la sociedad que no lo comprendía. Entre los muchísimos autores que cultivaron el cuento en estos cincuenta años hay algunos que merecen ser rescatados del olvido. Desde luego que no es el caso de Mesonero Romanos ni de Espronceda, aunque en estos dos autores poco se habla de su quehacer narrativo, que sin ser, claro está, lo más importante de su obra, sí que ofrece algún interés. Quizás tampoco de Eugenio de Ochoa, cuyos cuentos quedan más como una curiosidad simpática o como un resto arqueológico que como obras conseguidas. Pero sí es llamativo el caso de Estébanez Calderón, un clásico al cual se le presta bastante menos atención de la que en un principio pudiera parecer y del que se puede decir que su breve ramillete de cuentos tiene, en la actualidad, bastante más enjundia e interés que sus cuadros de costumbres. Ros de Olano ha tenido en los últimos años más atención, aunque ésta se ha dirigido sobre todo a su obra posterior a 1850: los Cuentos Estrambóticos. Pero las características de estos cuentos que han llamado la atención de los críticos están ya en la revista El Pensamiento de 1841, y muy significadamente en «La noche de máscaras», una narración sin precedentes y, lamentablemente, sin apenas consecuencias que hay que valorar como la aparición de una forma de contar, de ver la realidad y quien sabe si de pensar, totalmente nueva. Miguel de los Santos Alvarez ha tenido la suerte de ser objeto de un atinado estudio de García Castañeda, que, no obstante, se fijó
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más en su poesía que en su prosa. No puedo por menos de pensar que la baja estima que Alvarez tenía de sí mismo como autor ha contagiado a muchos críticos y ha llevado a no valorar sus relatos de humor cruel, cruelísimo y negro, negrísimo que muestran una profunda originalidad. Lástima que aquel joven que tenía una forma tan diferente de ver la vida y de contarla, se cansase, se desinteresase o quizás se aburriese de la literatura. Mención aparte hay que hacer de Enrique Gil y Carrasco, autor que cuenta entre los más valorados del romanticismo como poeta y cuya novela es ya tomada como paradigma de la novela histórica española. Pero entre tantas alabanzas, ninguna ha caído en «El Lago de Carucedo», una hermosa narración en la que el autor de El Señor de Bembibre lleva a su más alto grado la injusticia cósmica que aflige al héroe romántico y ensalza la rebeldía del ser humano ante un Dios injusto y cruel. Félix de Montemar se atreve a reírse de la muerte ante las barbas de ésta y ante nadie humilla la cabeza, pero al fin recibe un justo castigo por sus crímenes. Pero Salvador, el protagonista del cuento de Gil y Carrasco, inocente de todo crimen, recibe el castigo de un dios tiránico por atreverse a defender un amor que le fue arrebatado con total injusticia. El «Lago de Carucedo» pide ser tenida en cuenta entre las obras señeras del Romanticismo hispano. En el más negro pozo del olvido encontramos a José Negrete, Conde de Campo Alange, a Pedro de Madrazo, a Clemente Díaz, a Mariano Roca de Togores y a José Somoza. Y sin embargo todos ellos son autores originales, valiosos, cuyas obras mantienen hoy en día un indudable interés y que es necesario revisar y releer. El cuento de la primera mitad del siglo XIX es, ciertamente, un eslabón en una cadena y, como indicaba Baquero Goyanes, preparó en buena parte el camino a los cuentistas realistas y naturalistas, pero además tiene en sí mismo valores que merecen ser redescubiertos y recordados tras muchos años de olvido. Espero que este trabajo pueda llevar a su revalorización.
CAPÍTULO I EL CUENTO ESPAÑOL DE 1764 A 1800
1. Situación inicial La historia del cuento en el siglo XVIII es la historia de la aparición de un género literario virtualmente inexistente en la literatura española de 1700, y que a la altura de 1800 se encuentra, con modestia, pero con indudable presencia propia, entre los géneros literarios cultivados. Para esta aventura el cuento no contó con patrocinadores de «reconocido prestigio»: las poéticas lo ignoran, los autores «serios», tanto los barrocos como los ilustrados no lo tienen en cuenta ni lo cultivan, los cultos lo desprecian por lo que tiene de vulgar, los polemistas no lo mencionan. Si el cuento, a pesar de todo, logró salir adelante y hacerse un hueco en el panorama literario de finales de siglo XVIII con la mirada puesta en el XIX, el siglo de su futuro encumbramiento, lo debió a su propia pujanza, a su perfecta adecuación a las necesidades editoriales del momento y a los gustos del público: estaba allí en el momento justo y en el lugar adecuado. Los autores ilustrados, desde los primeros que aparecen, miran el cuento, cuando se dignan mirarlo, como la suma de todas las imperfecciones: vulgar, prosaico, antiartístico, inmoral, etc. Como indica Rusell P. Sebold: La literatura en el sentido de bellas letras —aquello que producía el auténtico artista literario— abarcaba para los clásicos y los neoclásicos tan sólo los géneros en verso. Retrospectivamente, desde nuestra distancia, ciertas formas prosaicas del XVIII
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Historia del cuento español (1764-1850) parecen tan características del período como las formas poéticas cultivadas entonces, mas a las primeras los literatos de la misma época no les concedían la alta distinción de clasificarse como arte literario. (1985; 46)
Se trataba, en suma, de un género sin historia, un género sin poética, un genero vulgar y sin dignidad literaria. La historia del cuento, hasta 1700, es la de un largo vacío, la de una desaparición casi total de la escena literaria. Cuando, en 1887, Don Juan Valera redactó un artículo sobre el cuento para el Diccionario Enciclopédico de los editores barceloneses Montaner y Simón, pudo afirmar que el cuento era el género literario que más tiempo había tardado en aparecer en la literatura: «Habiendo sido todo cuento al empezar las literaturas, y empezando el ingenio por componer cuentos, bien puede afirmarse que el cuento fue el último género literario que vino a escribirse» (Valera, 1907; 8-9). El diagnóstico de uno de los mejores cuentistas del XIX no es cierto al cien por cien, pero tampoco se encuentra muy lejos de la realidad. Todavía hoy las historias de la literatura española no mencionan ninguna obra importante entre 1335, fecha en la que fue terminado el Libro de Patronio y la segunda mitad del XIX con las Leyendas becquerianas. Durante esos años podemos hablar de una existencia «semiclandestina» del cuento, que aparece ocasionalmente en obras de más envergadura, como elemento de adorno del conjunto. En muchas narraciones extensas del Siglo de Oro podemos encontrar episodios semiindependientes que pueden existir por sí mismos y no necesitarían de la novela donde se incluyen. Esta utilización del cuento coincide con la teoría que Alonso López Pinciano mantenía en 1596 (Philosofia antigua poética) sobre la épica y sobre uno de sus elementos: el «episodio». El episodio es un relato breve que sirve para adornar el relato principal. Este término (que usarán los cuentistas de la primera mitad del XIX) adquiere de esta manera una cierta identidad propia: «La epopeya es una rosa abierta, y el pezón y cabezuela es la fábula, y las hojas son los episodios que la ensanchan y florecen, y así como las hojas penden de la cabezuela, los episodios penden de la fábula» (1596; 172). Como «fábula» entiende López Pinciano el argumento central de la historia. Por lo tanto, de la misma manera que los episodios deben estar unidos a la fábula tan livianamente que en cualquier momento puedan eliminarse de la historia sin dañar al conjunto, por lo mismo su constitución
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interna no puede depender de su unión con la fábula y de esta manera adquieren una casi independencia y autonomía. Evidentemente, esta concepción del episodio no tiene en cuenta las dimensiones del relato que se intercala dentro de la novela: bien claro es el ejemplo de El Quijote, donde una obra como El Curioso Impertinente ha sido considerada a menudo como la decimotercera novela ejemplar. Pero es de esta manera como el cuento puede aparecer, aunque sólo algunas veces, en la literatura culta del Siglo de Oro, como se muestra en dos interesantísimas antologías de reciente aparición (Pontón; 1999a y 1999b) que intentan seleccionar los mejores cuentos de los siglos XVI: Prodigios y pasiones. Doce cuentos españoles del Siglo XVI1 y XVII: Desatinos y amoríos. Once cuentos españoles del siglo XVII2. En la primera de las dos antologías tan sólo el relato de El Patrañuelo se puede considerar como un cuento independiente. El propio antologo es consciente de esta situación y de que, en cierta medida, se ha tenido que forzar la palabra cuento del título de la antología para incluir estas narraciones: «El lector habrá advertido que este libro no es propiamente —¿cómo podría serlo?— una colección de lo que hoy se entiende por cuentos: más de la mitad de los relatos pertenece a obras de mayor extensión. El antologo es consciente de que con este proceder ejerce una cierta violencia sobre los textos, al separarlos del mundo más amplio para el que fue-
En la antología encontramos narraciones pertenecientes a libros de caballerías {Cuarto libro del esforzado caballero Reinados de Montalbári), novelas pastoriles (Los siete libros de la Diana), diálogos (El Crotalórí), misceláneas (Silva de varia lección de Pedro Mexía, Jardín de flores curiosas de Antonio de Torquemada, Silva curiosa de Julio Ifliguez de Medrano, y Varia historia de Luis Zapata) e incluso un manual de buenas costumbres (El Galateo Español de Lucas Gracián Dantisco). Las narraciones que tienen una existencia totalmente independiente son un relato de El Patrañuelo, y tres novelas cortas: Novela del Abencerraje y Jarifa, una novela inédita de Pedro de Salazar, escrita entre 1558 y 1576, y una novela en verso de Cristóbal de Tamariz: Novela de los Bandos de Badajoz. Las obras seleccionadas proceden en este caso de tres novelas extensas: Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón y El Quijote de Avellaneda; siete colecciones de novelas: Noches de invierno de Antonio Eslava, Novelas ejemplares de Cervantes, Historias peregrinas y ejemplares de Gonzalo de Céspedes y Meneses, Cigarrales de Toledo de Tirso de Molina, Novelas amorosas de José Camerino, El filósofo de aldea de Baltasar Mateo Velázquez y Novelas amorosas y ejemplares de María de Zayas; y una obra miscelánea La Circe de Lope de Vega.
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ron concebidos y en el que fueron dispuestos. Sin embargo la evidente cohesión narrativa de estas historias les confiere la posibilidad de ser apreciadas como piezas independientes» (16-17). La otra antología nos presenta un panorama casi idéntico. A pesar del título, el antologo advierte en las primeras líneas de la Presentación del libro que: «Este libro ofrece al lector once narraciones españolas del siglo XVII; para ser más exactos, once novelas, italianismo con que se designó en la época el relato de mediana extensión, a la manera de Giovanni Boccaccio y sus continuadores» (7). No pretendemos, en absoluto, desvalorizar estas dos antologías, que nos merecen todos los elogios, sino llamar la atención sobre la imposibilidad que ha tenido el antologo, buen conocedor de la literatura de esos dos siglos, de encontrar narraciones independientes que puedan considerarse cuentos. El género desapareció de la escena literaria hacia finales de la Edad Media y durante los siglos XVI y XVII siguió desaparecido. Tan sólo el propio Don Juan Manuel continuó haciendo presente el cuento a los escritores de nuestros siglos de oro, gracias a la edición del Libro de Patronio que Argote de Molina publicó en Sevilla en 1575, reeditada en Madrid en 1642. José Manuel Blecua (1981; 35) indica que la obra fue leída y apreciada por Cervantes, Lope de Vega, Tirso, Calderón y Gracián. Es cierto que diseminados en diversas obras se pueden encontrar cuentos, generalmente muy breves, de origen folklórico, utilizados, las más de las veces, como ejemplos morales. Máxime Chevalier (1983) ha conseguido reunir 258. Pero no se encuentran, por lo menos hasta el momento, cuentos, o mejor dicho, narraciones breves que puedan homologarse a lo que hoy en día llamamos «cuento literario». En el siglo XVIII la novela seguía sin ocupar un lugar en las poéticas: de ahí su indefinición, su falta de canonización y las dudas acerca de la posición que le correspondía en el esquema genérico tradicional, porque para muchos autores era un género pernicioso y corruptor de la juventud y además escrito en prosa, es decir, sin ninguna dignidad literaria. (Checa Beltrán; 1996; 431)
Hay que aclarar, para el correcto entendimiento de esta cita y la de todo este apartado, que para los teóricos literarios del XVIII y de buena parte del XIX no existe un género literario de narración breve: el cuento no es más que un tipo de novela. Los contados escritores de teoría literaria que se dignan hablar de la narrativa afirman claramente que la única diferencia entre novela y cuento es la ex-
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tensión. Así lo afirman Juan Andrés (1787; 476-539), Sánchez Barbero (1805; 135) y Gómez Hermosilla (1826; II, 80). El mismo Gómez Hermosilla, autor de «la principal retórica del Neoclasicismo» según González Ollé (1995), añade a este asunto una displicente consideración: «sin que sea fácil, ni muy importante tampoco, fijar con rigurosa exactitud sus respectivos límites y determinar la extensión que ha de tener un cuento para que merezca ya el título de novela» (II; 80)3. En puridad, carecemos de una preceptiva literaria ilustrada de la novela. Sánchez García indica que «no existió nunca un corpus sistematizado de la novela, esto es, un texto específico, sino que los distintos preceptos han podido ser fijados entresacándolos de publicaciones de otra naturaleza (textos teóricos sobre obras literarias, prólogos, periódicos, etc.)» (1992; 125). La novela por su carácter proteico, multiforme, va a resultar «incómoda» para los preceptistas españoles que se encuentran con que no hay ningún texto antiguo en el que se puedan basar, ni ningún modelo clásico al que recurrir. No es de extrañar el lamento del Padre Marchena, ya a la altura de 1820, de que en la narrativa no haya guías antiguos que den «juiciosas y acertadas reglas» (1896; II, 329). Ante esa falta de reglas los ilustrados optan, por lo general, por el más absoluto de los silencios: la novela, la narrativa en general no aparece en la mayoría de los escritos sobre teoría literaria del XVIII. Más allá de los textos de preceptiva, la literatura es asunto preferente en las páginas de los periódicos dieciochescos. Cualquier lector que se asome a las páginas de la prensa de esos años advierte el gusto de los escritores de la época por la polémica y la constante presencia de la literatura en esos debates. Discusiones de las que está siempre ausente la narrativa: son la lírica y el teatro los objetos de la atención de quienes publican en prensa por esos años. Como luego veremos, aquí se produce una contradicción, pues es en las páginas de los periódicos donde aparecerán y se desarrollarán las narraciones breves en el Siglo de las Luces. Así y todo, los lectores de los periódicos que leen los cuentos no polemizan sobre ellos. Los estudios de Checa Beltrán (1991; 1994), referidos a prensa nacional u otros sobre prensa regional (de la Flor; 1985) muestran 3
No es, evidentemente, importante esta diferenciación porque ello no implica un cambio de género: todo es lo mismo, todo es igual, todo es (añadimos nosotros) materia demasiado grosera para buenos y cultos literatos.
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que la narrativa no aparece entre los elementos literarios que son objeto de discusión, crítica y polémica. La lírica y el teatro son los asuntos a debate. Dentro de los límites estrictamente cronológicos del siglo XVIII, Gregorio Mayans y Sisear es el único escritor que se preocupa de la novela. Hay que recordar que otras retóricas y poéticas ilustradas que aluden a la novela están ya inmersas en el siglo XIX. Esto ocurre con las de Batteux / García de Arrieta (1797-1805)4, Blair / Munárriz (1798-1801)5, Sánchez Barbero (1805) y Gómez Hermosilla (1826). Mayans es el único autor dieciochesco que se interesa por la teoría de la novela. Jesús Pérez Magallón ha analizado con detenimiento (1986-87; 1991) las ideas literarias de Mayans y sus comentarios sobre la novela. Se trata, como advierte Pérez Magallón (1986-87; 364) de un caso excepcional entre los hombres de su tiempo y explicable tan sólo por el interés de Mayans hacia la prosa. Hace el valenciano una descripción de la novela considerándola como una historia fingida, es decir, narración de cosas posibles en la que lo fundamental es la invención. Se diferencia de la parábola, otra historia fingida de cosas posibles, en que la parábola presta atención sobre todo a aquello de lo que se quiere persuadir, y del apólogo en que éste es una narración de cosas imposibles. Esta clasificación de Mayans lleva a un criterio restrictivo de novela en cuanto a la temática, pues toda narración en que se cuenten cosas imposibles (novela de caballerías, lucianesca, etc.) queda excluida del género novela. Considera que la novela es una síntesis de formas y estilos, en la que caben muchas variedades. Tan amplia es su definición de novela que, pocos años más tarde, el padre Terreros en su Diccionario inserta la siguiente definición que toma de Mayans: Fábula, cuento, historieta. Si la novela propone una idea muy perfecta se llama Epopeya, tales son La Ilíada y La Odisea de Homero. Si propone una idea de la vida
Cours de belles lettres ou principes de littérature (1763) de Charles Batteux, cuya traducción es realizada por Agustín García de Arrieta como Principios filosóficos de la literatura o curso razonado de bellas artes y buenas letras (1797-1805). Lectures on Rhetoric and Belles Lettres (1783) de Hugo Blair, traducido por José Luis Munárriz con el título Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras (17981801).
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civil con artificiosos enredos es comedia. Si la vida que representa es pastoril se llama Égloga, tal es la Galatea de Cervantes, si en la novela se reprenden acremente las costumbres será sátira, si las costumbres se representa ridiculas será entremés, si representan los vicios amables declinan en milesias; la novela psaltica es un cantar o romance. (Terreros, 1786; II, 675-676)
La definición llega a ser tan amplia y a abarcar obras tan diversas que se hace inservible metodológicamente. Todo puede ser novela: La Galatea, La Odisea, un entremés, una fábula milesia, un romance... Pero se puede advertir que la existencia del género novela según esta definición es independiente de la extensión del relato. No hay diferenciación para el relato breve, no hay, no ya una teoría independiente, sino ni tan siquiera una descripción del género de la narración breve. Mayans es, en efecto, el único escritor dieciochesco (cronológicamente hablando) que se acerca al género «novela» desde una perspectiva teórica. Pero ni siquiera él presta atención al cuento ni entiende que el cuento tenga una existencia propia, independiente de la novela. No hay por lo tanto poéticas del cuento. Si hay alguna alusión a la narración todo se engloba en el género novela. Además, en muchos casos la idea que tienen los escritores dieciochescos en mente cuando hablan de la novela es la novella italiana y sus derivaciones en España: así se pude comprobar en una «Descripción Geográfica del Reyno de la Poesía» publicada en el Correo de los Ciegos de Madrid en 1786 (Tomo 1, 62-63 y 66-67) y vuelta a aparecer en el Correo de Cádiz diez años después (1796; Tomo 2, 121-123 y 125127). La Novela es descrita como un gran arrabal de la capital de la provincia de la Alta Poesía: el Poema Épico. Nos dice el autor sobre la novela que «en él [el arrabal de la novela] es hermosísima la sangre, y todas las personas de uno y otro sexo, son las más cumplidas que puedan imaginarse, todas han viajado mucho y han sido amantes finos y apasionados, pasando todo el tiempo en placeres y continuas funciones. Casi nunca permiten que ningún extranjero vuelva a su patria, sin haber asistido a cinco o seis casamientos de los más brillantes». Duelos y muertes, viajes, amores elegantes y frecuentes finales en boda: son las características principales que nuestro desconocido autor encuentra en la novela. Características temáticas, que no formales, que nos remiten a las novelas del XVII. Caso similar es el de Sánchez Barbero, ya en realidad en los principios del XIX, cuando aconseja a los autores de novelas que prescindan de situaciones violentas y sombrías, episodios en haré-
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nes, encuentros de amantes cautivos en Berbería y otros acontecimientos improbables. Piensa Peers en su monumental obra sobre el romanticismo español (1967; I, 180-181), al comentar estas palabras de Sánchez Barbero, que éstas indicaban que estaba en vías de desarrollo una tendencia clara hacia un tipo «ultrarromántico» de ficción, incluso antes de que diera comienzo el movimiento romántico propiamente dicho. Creemos, más bien, que se trata aquí de novelas bizantinas y similares, que siguen en plena fortuna editorial, como luego veremos, las que provocan el comentario de Sánchez Barbero. Es decir: de nuevo la idea de novela se relaciona, para los preceptistas, con manifestaciones literarias de siglos anteriores. Las consideraciones teóricas sobre la narrativa que acabamos de revisar no mencionan en ningún momento el cuento. Huérfano de historia, el cuento está también huérfano de teoría. 2. La prensa dieciochesca y la narración La reaparición del cuento en la literatura española está estrechamente ligada a la aparición de la prensa periódica. En un proceso que iremos viendo desarrollarse, el cuento se va a convertir en uno de los soportes básicos de los periódicos. Las principales historias de la Prensa Española (Gómez Aparicio, 1967; Saiz, 1983; Fuentes y Fernández Sebastián, 1997) coinciden en considerar al siglo XVIII, y sobre todo a los últimos años de éste, como el momento en el que se desarrolla por primera vez el fenómeno del periodismo con fuerza y celeridad, a pesar de las dificultades económicas y políticas. Esta aparición y expansión de la prensa trae consigo varias consecuencias. La primera y más evidente es la mayor posibilidad de publicación de la obra escrita. Como indica Aguilar Piñal (1991; 9) «el escritor del siglo XVIII [...] se siente estimulado por la posibilidad de publicar textos breves de creación, de difusión y de crítica en esos pliegos de pocas hojas y bajo precio que están al alcance de cualquier fortuna». Pero hay otra consecuencia tan inmediata como ésta que acabamos de ver: la concepción de la prensa como una «empresa literaria» y por lo tanto la búsqueda en el periodismo de una actividad remunerada. El libro siempre ha sido un hecho económico, además de literario o cultural. El proceso de edición lleva consigo unos
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gastos y unas expectativas de beneficios. La diferencia con la prensa es la periodicidad de la aparición de ésta, lo que lleva a la consideración de empresa sobre la que antes hablábamos. Hay una inmediatez entre el acto de escribir y el beneficio económico, y los escritores de periódicos enseguida comienzan a ver esta rapidez de beneficios y a buscar ingresos en la profesión periodística. Una idea de profesionalidad que no será compartida por escritores que parten de una posición económica desahogada y que no conciben la literatura como un medio de vida. Al aparecer un nuevo medio de comunicación, la prensa, este escritor culto, en buena situación económica y social y perteneciente al núcleo del poder ve aparecer un nuevo tipo de escritor que desarrolla su actividad literaria como una forma de ganarse la vida, y para quien el elemento fundamental es el público que paga y al que hay que seducir. Para muchos ilustrados, cuya intención declarada es educar al público, esto es poco menos que una blasfemia. Se trata de una inversión total del papel del escritor: se abandona la posición de superioridad intelectual y social, y por lo tanto una literatura que enseña, que amonesta, que aconseja y que censura comportamientos y actitudes de los lectores, y se adopta una postura en la que la visión pragmática y «comercial» domina. Lo fundamental es interesar, seducir, cautivar, emocionar y reflejar y tener en cuenta los intereses del público. Estos escritores, siempre en busca de textos que publicar que sedujesen e interesasen al público que debía mantenerles, son los que van a redescubrir e utilizar el cuento, en un proceso que hará que a finales del XIX el cuento sea inseparable de la prensa periódica. ¿Quién compra, quién lee la prensa en los últimos años del siglo XVIII? La prensa es una conquista burguesa, de unas clases medias que sin llegar al poder se mueven en sus cercanías y en él pretenden influir. Los lectores y los escritores pertenecen a la misma clase. Nipho, el «monstruo del periodismo», los va mencionando en el prólogo de su Cajón de Sastre: «el que ejerce un empleo [...] el [...] sujeto a ciertas precisas tareas de estado o política [...] el estudioso o literato [...] el que sirve cargos visibles y respetuoso del estado [...] el subalterno de una oficina [...] la respetable jerarquía de señores sacerdotes [...] las señoras mujeres». Tal veía, a la altura del 1760, un periodista profesional el público al cual se dirigía y al cual acomodaba su mensaje: unas clases medias, aún heterogéneas, que reciben de los periodistas una serie de valores burgueses, buena
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parte de los cuales son transmisión de ideas de los periódicos europeos donde la burguesía está ya mucho más consolidada. Transmisión, decimos, porque gran parte de los periódicos españoles se inspiran en modelos europeos. The Spectator, el periódico crítico inglés publicado a partir de 1711 por Addisson y Steele, va a ser el modelo y origen en el que se inspiren periódicos como El Duende Especulativo sobre la Vida Civil (1761), El Pensador (1762-1763 y 1767) y La Pensadora Gaditana (1763). El periódico inglés se va a convertir en ejemplo, o incluso la fuente directa de muchas páginas de El Duende y El Pensador, que muchas veces son traducción directa del periódico inglés o de versiones francesas (Guinard, 1973; 161). Nipho también recurrió con frecuencia en sus actividades a fuentes extranjeras que traducía y refundía libremente (Enciso, 1956; 1991; Saiz, 1983). Valores burgueses de la clase media, para un público burgués y de la clase media. Un grupo social que ve en la prensa una forma de influencia en la «cosa pública», un medio de dar a conocer su presencia, su actitud y sus opiniones. Los grupos sociales más receptores que se esfuerzan por promover la nueva mentalidad son en gran parte empleados del gobierno, eclesiásticos progresistas, profesores universitarios y miembros de la nobleza no titulada. Son unos grupos intermedios, estrechamente vinculados con la nobleza, pero sin su poder económico. Constituyen una intelectualidad que ha llegado a posiciones de influencia debido a sus méritos y no a su ascendencia. Muchos han estudiado derecho y parecen destinados a una carrera burocrática o administrativa [...] Su condición social es, muchas veces, precaria. Buscan apoyo en las esferas oficiales para sus proyectos e ideas, ya que sus limitados recursos financieros no les permiten actuar independientemente. De sus filas proceden los redactores de la prensa ilustrada. (Deacon, 1986; 17)
Los autores de la prensa, pues, pertenecen al mismo grupo que sus lectores. María Dolores Bosch Carrera (1991) ha pasado revista a los autores que se conocen de la prensa dieciochesca. Su resumen nos habla de un noble, veinte eclesiásticos, cuatro abogados, cuatro militares, dos profesores de universidad, cuatro médicos y ocho literatos. Una composición que cuadra con la descripción del público de Nipho, o la que apunta Deacon, más aún si tenemos en cuenta que el noble en cuestión es el Barón de Bruére, un curioso perso-
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naje que no es, en absoluto, representante de la aristocracia dominante del momento6. Estos autores burgueses que, según nos acaba de indicar Deacon, llevan una existencia «precaria» y poseen «limitados recursos económicos» van a ver en la prensa no sólo un medio de expresión, de creación, de crítica: también un medio de hacer dinero. Alvarez Barrientes (1991; 1992) ha analizado el fenómeno de la profesionalización del escritor y las consecuencias que de ello se derivan7. Lo afirma claramente (1991; 30): los periódicos «eran un medio para ganar dinero; no mucho, pero sí lo suficiente para sobrevivió). Y pocas líneas más adelante prueba su afirmación en los memoriales de protesta por la prohibición de 1791 en los que un escritor «profesional», Cornelia, se queja de que ha sido privado de su modo de ganarse la vida. Tal situación no es ajena a los analistas de la realidad de la época. La relación entre literatura y dinero se va haciendo evidente y en las páginas de la prensa se refleja en dos formas: las sátiras contra el escritor preocupado tan sólo del rendimiento económico de sus Joseph Marie de la Croix (o José Lacroix) Barón de Bruére y Vizconde de Brie, uno de las personajes más curiosos e interesantes del inicio del periodismo español: emigrado realista francés, fundador del Diario de Valencia (1790), del Diario Histórico-Politico de Sevilla (1792), y de cuatro publicaciones en Cádiz: el Correo del Postillón (1794), el Correo de Cádiz (1796) el Correo de las Damas (1802) y el Diario Mercantil (1815). Alcalá Galiano, que le conoció, perteneciente al tipo de escritores que nunca vio en las letras una forma de vida, le recuerda con indisimulado desprecio: «Un buen señor, oficial francés emigrado, entrado en años, corto en saber y no sobrado en luces, honrado caballero, cuyos títulos algo pomposos, de Barón de Bruére y Vizconde de Brie cuadraban mal con su pobreza» (Alcalá Galiano, 1955; 5). Ramón Solís, el historiador de la prensa gaditana del XIX considera a Bruére, de una forma bastante más halagüeña, como el «reformador e impulsor del periodismo gaditano» (1987; 328). Lacroix se planteó el ejercicio de las letras como una forma de vida: escogió ciudades en desarrollo, con un buen mercado potencial para publicar su periódicos, y recurrió sin escrúpulos al plagio para llenar las páginas de sus «papeles». Otros estudios han analizado aspectos parciales del tema (Deacon, 1986; Bosch Carrera, 1989; 1991; Ramos Santana, 1998; Cal Martínez, 1991) o investigado periódicos concretos incidiendo en los aspectos económicos (Salvador, 1974; Hernández Franco, 1979-80; Bolufer Peruga, 1982; Mas Galvañ, 1986-87; Nuñez, 1988; Enciso Recio, 1991; Fuentes, 1991; Laguna Platero, 1991). Luis Miguel Enciso Recio en su fundamental estudio sobre Nipho (1956) también se refiere ampliamente al aspecto económico.
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obras y los amargos ataques a los críticos que se convierten en enemigos, no ya de la obra, sino de la propia subsistencia del escritor. Un «Rasgo Irónico» publicado en Enero de 1787 en el Correo de los Ciegos de Madrid (98-99 y 102-104) ataca a los escritores del momento que pretenden sacar un beneficio económico de la labor de su pluma. El autor, un neoclásico a machamartillo, lamenta las pobres producciones literarias del tiempo y las insanas costumbres de escribir en prosa: «El prosador, al contrario [que el versificador], corre siempre sin detenerse y estampa en el papel la frase que primero se presenta a su espíritu sin saber cual es la que seguirá. Como entre los griegos y romanos se hacía poco uso del papel, se veían obligados a meditar y pesar sus pensamientos y a colocarlos antes que confiarlos a las tablas. En aquel tiempo era cosa imposible inundar al público por medio de la imprenta de drogas que no pueden salir sino de cerebros débiles y descompuestos». Estos «cerebros débiles y descompuestos» que escriben las drogas que preocupan a nuestro anónimo denunciante utilizan toda clase de recursos para conseguir sacar más rendimiento económico a sus obras8. No se preocupan por el público ni tienen ningún respeto hacia él puesto que «los abusos escandalosos que se han introducido poco ha en la impresión de mil novelas y papeles fútiles manifiestan evidentemente que los lectores en general no atienden sino a lo abultado del libro, sin examinar lo que contiene». La indignación del autor ante los viles escritores que sólo se dedican a ganar dinero del modo que sea y ante el público ignorante que los mantiene es patente y nos indica un actitud muy negativa hacia los fenómenos que en la prensa se desarrollan; actitud que, como luego veremos, va a ser la causa de una profunda escisión en la república literaria. Pero estos escritores mercenarios, estos «cerebros débiles y descompuestos» reaccionan también ante la crítica. Reaccionan con Se alargan las obras sin motivo, se añaden prólogos largos que nada aportan al libro, se añaden advertencias al lector, epístolas dedicatorias a un personaje ilustre. Todo ello se imprime en un tipo más grueso a fin de que ocupe más espacio. Los libros se dividen en capítulos y se adiciona un índice de estos; al principio de cada capítulo se añade un resumen o incluso un pequeño índice. Los títulos se ponen en grandes letras mayúsculas y cada capítulo debe acabar con una o dos líneas en un última página que se adorna con un jarrón de flores o con otro dibujo. La letra será gruesa, los márgenes más amplios de lo normal, la distancia entre líneas doble de la normal y entre párrafos mucho más.
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virulencia, con amargura y con la decisión de quien está defendiendo algo más que la producción literaria. Luciano Cornelia, autor del Diario de las Musas, escritor a quien antes hemos visto quejarse del perjuicio económico que le causaba la prohibición de la publicación de periódicos, se lanza en cuatro números del Diario que escribe (21 de Enero de 1791; 1, 12 y 21 de Febrero del mismo año) a una amarga reflexión sobre la vida del escritor y sobre la actividad de los «criticantes». Se lamenta Cornelia de que no hay conducta más difícil de observar que la del hombre de letras. Si es modesto se dice de él que no tiene gracia, si no lo es que es soberbio, si pretende ser justo y exacto en sus discursos ofenderá a muchos. Su fama literaria le sale muy cara: el precio son las injurias, las sátiras, los libelos... mientras que sus escritos son combatidos por la envidia, la maldad y la ignorancia. No obtiene rendimiento económico de sus esfuerzos, pues cuando publica una obra ve que le ha dado mucho y que el público le devuelve poco o nada. Apenas sale la obra de sus manos todos se aprovechan de ella menos el propio autor. Aunque el público encuentra en el libro la instrucción que necesita, acompañada de distracción, cree haber correspondido con el corto estipendio que le paga. Los extranjeros se apoderan de su obra y la reimprimen sin que el autor saque de ello ningún beneficio. El premio que da el público a los escritores no pasa de estériles alabanzas que en muchos casos llegan a convertirse en críticas injuriosas. Los autores de estas críticas son gente que sólo piensa en humillar o zaherir: son ratones que no dejan honra que no roan ni obra que no destruyan; ratones de la república de las letras, pues muerden y roen cuanto encuentran y luego ensucian lo que han roído y mordido. Unos elementos de Gramática, cuatro lecciones de Lengua francesa y alguna noción de Filosofía gradúan de crítico al hombre más idiota. Se expresan, estos críticos, con hinchada vanidad, pero en sus críticas están presentes continuamente la venganza, el resentimiento y el interés. Sólo se fijan en el nombre del autor y es muy influyente en su buena disposición una visita, un convite a la fonda y otros agasajos que les hacen quienes mendigan los elogios ajenos. Su actividad es parlar, chillar y no entender una palabra. Como el reino está inflado de esta mala especie de críticos, las ciencias se quedan en andrajos y se deterioran las artes. «Nunca ha habido tantos críticos como en estos años» se lamenta Cornelia, «y nunca ha habido menos hombres fecundos, hábiles y sabios en cada género de letras». De la abundancia de críticos surge la soberbia, el
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rencor, la venganza, el atraso de la juventud, el silencio de los doctos, la burla de las naciones extranjeras, la ausencia de cualquier obra importante y la ruina precipitada de las letras españolas. Un cuadro apocalíptico en el que Cornelia parte de la triste situación social y económica del escritor español del dieciocho y llega, mediante la censura de los críticos, a la desaparición de la cultura española. Pero no se trata de una exageración excepcional, ni de la opinión de un único autor: esta amargura contra los críticos está presente en muchos otros artículos de la prensa dieciochesca. Valga si no como ejemplo estas líneas de un «Aviso a los críticos» publicadas en el Correo de los Ciegos de Madrid en 1789 (24302431): «Trabajo frivolo, fácil, despreciable y para el que basta tener alguna inclinación a la sátira, mucha confianza y poco talento. [...] El crítico en este siglo es un hombre envidioso, que no discurre, que no profundiza nada y que escribe a diestro y siniestro, sin que se le dé cuidado del menosprecio con que le trata el lector juicioso y reflexivo. [...] el crítico suele ser ignorante, tenaz, envidioso y parcial; no hace sino vituperar o alabar en globo; se detiene en frivolidades; se fija en lo accesorio y desatiende enteramente lo principal. Hemos tenido buenos escritores, pero todavía no hemos visto un verdadero crítico». «Papelista» es uno de los apelativos que Álvarez Barrientes (1991) documenta y que sirve para nombrar al grupo de escritores cuya actividad se ejerce a través de los «papeles», sean o no periódicos. Nombre que, como muchos otros que se dan en la época («diarista», «jornalista», «escritor público», «escritor periódico», «escritor semanal», «escritor de surtido», «escritor de por vida»), tiene un tinte claramente despectivo. Los escritores cultos que tienen una idea aristocrática y elitista de la literatura no pueden por menos que mirar con desprecio a esos recién llegados que quieren vender periódicos y que para ello están dispuestos a ofrecer al público lector temas, asuntos y estilos que sean de su agrado. Semejante idea, la de que el público sea un factor condicionante en la obra de un escritor, no podía en modo alguno ser aceptada por los escritores ilustrados. No es de extrañar que los escritores «cultos» de la época despreciaran la actividad periodística. Para ellos el público es un factor inexistente o despreciable. De hecho, la idea de literatura y la idea de pueblo resultan para muchos de ellos hostiles y excluyentes. Guillermo Carnero, comentando unas páginas de
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Jovellanos en su Memoria sobre los espectáculos públicos, afirma que está bien claro [...] el pensamiento conservador y antidemocrático de Jovellanos que centra la ética teatral en la influencia de la representación sobre el espíritu cívico de la nobleza y alta burguesía; más adelante dice «conviene dificultar indirectamente la entrada [en los teatros] a la gente pobre, que vive de su trabajo, para la cual el tiempo es dinero, y el teatro más casto y depurado una distracción perniciosa. He dicho que el pueblo no necesita espectáculos, ahora digo que le son dañinos». Para Jovellanos la misión del pueblo es obedecer y producir, no perder horas de trabajo, o de reposo necesario para poder trabajar luego, en ocios y distracciones y mucho menos ante unas representaciones dramáticas que podrían hacerle desear formas de vida propias de las clases privilegiadas. (Carnero, 1982; 302)
Si esa era la actitud de Jovellanos ante la idea de la presencia, ¡sólo la presencia!, del pueblo en las salas de los teatros, júzguese como sería su reacción ante la idea de que parte de ese pueblo, convertido en público comprador, pudiera determinar las formas de escribir de un escrito o de una revista. Para Jovellanos, y para todos los autores que comparten su visión elitista y aristocrática (en su acepción literal) del ejercicio de las letras, los escritores que se mueven por los gustos y apetencias del público comprador, aunque pongan por delante la excusa de instruirle y educarle, quedan fuera de la república de las letras, traicionan el ejercicio de la literatura y no merecen ser llamados escritores9.
Desde esta fractura el divorcio entre los dos grupos de escritores no cesaría de aumentar. Muchos años después, en 1892, Rafael Cano, autor de unas Lecciones de Literatura General y Española que beben resueltamente en las ideas neoclásicas (cita a Blair como guía principal de su obra) afirma que «esta prodigiosa fecundidad de la literatura periodística, aparte de otras consideraciones y consecuencias [...] ha redundado en detrimento de la lengua por la precipitación y mediana disposición con que se escriben tales hojas para satisfacer en el día la voraz curiosidad del público» (Cano, 1892; 233). Anota a continuación Cano que de entre todas los autores de periódicos, tan sólo los autores de algunas Revistas muy seleccionadas «merecen ser llamados escritores». Este juicio tan acerbo acerca de los «escritores públicos» es lógico en un autor que piensa, como los ilustrados que son sus maestros, que los gustos literarios del vulgo son deleznables: «[La novela] es la lectura del vulgo, y en ella hallan interés y goce muchísimas personas que por la escasez de su entendimiento o de su instrucción no estiman ni leen obras literarias más elevadas» (186). Estas opiniones tan típicas de un neoclásico a machamartillo, hechos por un autor que escribe cien años después son exponentes de la fuerza con que se produjo la separación entre
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El motivo de este divorcio, de esta separación tajante, es la relación con el público. Este es un factor que no preocupa a los escritores que no se plantean la actividad literaria como una actividad económica, sino como un elemento más de su actividad vital, propia de un caballero de clase alta, culto y refinado. Su público, caso de pensar en él, sería un público de iguales, hombres cultos, rectos y juiciosos, o todo lo más un público al que educar, siempre que pertenezcan a una clase, como hemos visto antes hablando de Jovellanos, que merezca ser educada. Por el contrario, los periodistas del XVIII intentan atraer a un público escaso, al cual deben interesar en su obra, para poder venderla y subsistir. Los periodistas son hombres de la ilustración en su mayor parte y conciben en un principio la prensa como un medio que sirva a la utilidad pública y fundamentalmente a la instrucción y educación: De entre todas las ideas fundamentales que dominaron la crítica literaria dieciochesca, no podemos dejar de recordar la importancia fundamental que durante estos aftos adquirió uno de los dos términos de la famosa dualidad horaciana concerniente al fin que debe perseguir toda obra literaria. Frente a la finalidad lúdica y de entretenimiento, el neoclasicismo subrayará especialmente la importancia de lo provechoso, de lo didáctico como objetivo primordial al que debía aspirar el poeta. (Baquero Escudero, 1988; 12)
Pero estos periodistas que aspiran a la instrucción del público que debe mantenerles comprando sus periódicos, se enfrentan a un dilema que muchos años más tarde Enrique Jardiel Poncela enunció con desparpajo. «Todo aquel que hace teatro [léase periodismo en nuestro caso] educativo, acaba encontrándose sin público al que poder educar». Lo cual, como el propio Jardiel Poncela reconoce, no es sino la actualización de los famosos versos de Lope en su Arte nuevo de hacer comedias: «El vulgo es necio y pues lo paga es justo / hablarle en necio para darle gusto». Lope, escritor profesional al fin y al cabo, ya había experimentado la necesidad de atraer a un público y lo había hecho sin mayores complejos. Su Arte nuevo de hacer comedias, tan denostado y despreciado por los ilustrados, ejemplifica perfectamente el dilema literario que hace que los escritores españoles vayan escindiéndose en dos grupos diferenciados escritores «cultos» y periodistas. Rafael Cano, catedrático de Retórica y Poética de las Universidades de Salamanca y Valladolid es, obviamente, heredero espiritual de los autores que miraban a los periodistas como parias indignos del nombre de escritor.
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pura y simplemente por su actitud económica ante la literatura. Pérez Magallón, comentando las ideas de Gregorio Mayans sobre la novela indica que «no admite Mayans, ni puede admitir la novela como un genero determinado en función de los gustos del vulgo [léase público lector, comprador de libros] como no puede aceptar ese argumento en la pluma del gran Lope para justificar su modo de hacer comedias. Su orgullo de intelectual [...] alcanza a formular y aceptar una teoría de la novela de carácter culto lo que no es poco [Las cursivas son nuestras]» (1986/87; 362). Mayans es, en efecto, liberal en cuanto a la aceptación de una teoría de la novela, sobre todo a la vista de la postura de otros escritores dieciochescos, pero coincide con todos ellos en que su orgullo de intelectual no les permita aceptar que el vulgo determine las características de sus escritos10. En todos los periódicos de la época podemos encontrar esta polémica. Los neoclásicos son incansables censores y la mayoría de los que publican en la prensa resultan mucho más estrictos y acerbos que Luzán o que otros preceptistas. Valga como ejemplo una serie de críticas teatrales que aparecen en el Correo de los Ciegos de Madrid el 25 y 29 de Agosto y el 1 de Septiembre de 1787. Su autor, el Marqués de Palacios, hace una larguísima y acerba crítica a la obra Al deshonor heredado vence el honor adquirido. Entre muchos reproches, sin duda justos, a la inverosimilitud de la obra y a lo absurdo del comportamiento de sus personajes, el buen Marqués afirma tajantemente que uno de los mayores defectos de la dichosa obra es que «se muda de metro cuatro veces contra las reglas de la buena poesía, que exigen en la tragedia versos endecasílabos y en la comedia octosílabos con rima asonantada. Lo contrario prueba pobreza de ideas y de elocuencia». La doctrina neoclásica en su forma más tajante y reglamentista. Y como algún otro corresponsal pretende terciar en la discusión manifestando que algo bueno tendrán las obras que los ilustrados censuran, pues En las polémicas que antes hemos visto no es difícil encontrar ambas posturas. El anónimo autor del «Rasgo Irónico» que antes hemos citado es un representante típico de los elitistas: se lamenta de la proliferación de escritos, en especial de novelas, de la abundancia de escritores que no tienen preparación suficiente, que escriben en prosa y que pretenden ganar dinero con su actividad, mientras que Cornelia y el autor del «Aviso a los Críticos» del Correo de los Ciegos de Madrid representan a los escritores profesionales, que miran la crítica de los cultos como algo negativo y se lamentan de la situación económica de los autores.
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agradan al público, un indignado J.R.C. lanza un cerrado ataque al público de la época, pocas fechas más adelante (Correo de los Ciegos de Madrid, 1787; 527-528): La verdad es que nuestro público tiene encallecido el paladar con el mal gusto de las comedias antiguas, en que no se ve rastro de vestigio de naturalidad y verosimilitud. Hablarle de uno y otro es hablarle en idioma desconocido. Si no se manotea, patea, grita y se dan pasos a la prusiana; si no hay hundimientos, vuelos, cárceles, escondites, cuchilladas de a jeme, si no hay un gracioso insulso, descarado, ridículo, borracho, hambriento y mal pagado aunque sirva a un Príncipe, alcahuete, cobarde y hablador, no hay que esperar aplausos. Se procura despreocupar al público, se le hacen palpables los disparates tan absurdos de que gusta y con que se corrompe más que se le instruye y mejora, se declara la guerra a sangre y fuego por todas partes contra tales mamarrachadas, se clama en fin por una completa reforma y apenas se dan unos pasos para la perfección [...] [h]étele que sale una pluma gárrula y en vez de contribuir a disipar la tiniebla del mal gusto que reina en nuestros espectadores, no señor, a sostenerlo, a que se propague. [...] Estoy tan harto, tan repleto y tengo tanta plenitud de ver aplaudir los disparates más garrafales, las puerilidades más frías y sandias, amen de puercas y malsonantes.
Estos escritores hartos de un público que no quiere dejarse educar, que tiene mal gusto, y que está inmerso en las tinieblas del mal, no van a simpatizar, desde luego, con los intentos de atraer al vulgo que los periodistas no tienen más remedio que acometer para sobrevivir. Pero es un desprecio que no se hace a distancia: forman estos escritores una eficaz cohorte de vigilantes de todo lo que se publica y son incontables las cartas de protesta y crítica que mandan a los periódicos en defensa de las reglas, del buen gusto y de la imitación a los antiguos. No todos llegan, desde luego, al nivel de ferocidad de un corresponsal del Diario de Salamanca que llama al autor del mismo «poeta b a b o s o » 1 L o s periodistas del XVIII por lo Pero su constante presencia puede ser la causa del estallido de «R.A.», editor del Diario de Valencia en Enero de 1798, que, ante la enésima carta del crítico de turno que se queja de que sus poesías no siguen las eternas e inmutables reglas de los antiguos, replica que «Los poetas españoles serían mejores si dejasen en algo la imitación servil y siguiesen el noble entusiasmo a que su natural se inclina. [...] quisiera que nuestros poetas se acomodasen más al reglamento natural que tiene cada uno por sí mismo». Es difícil decir si nos encontramos aquí con una proclama romántica de libertad creadora o con una réplica sobrevenida en el ardor de la polémica, aunque hay que anotar que, ante el escándalo que suscita su declaración, por parte de los neoclásicos bienpensantes, afirma impávido el mismo «R.A.» fechas después que no está en contra de todas las reglas pero que
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tanto, constituyen, por la fuerza de los hechos, un grupo aparte de otros escritores y se enfrentan a problemas específicos derivados del medio de publicación que utilizan: la prensa. El periodista aventurero que se lanza en el XVIII a publicar un periódico debe enfrentarse en primer lugar con las muchas barreras legales que a la sazón existían. El poder desconfía de la prensa y raras veces da facilidades para su publicación. Pero la efervescencia periodística que vive el siglo hace que los breves períodos de permisividad, que no de libertad, contemplen un florecimiento extraordinario de los periódicos. Este florecimiento está estrechamente relacionado con la política cultural y de libre circulación de ideas que pretende Carlos III. La facilidad con que se conceden permisos para publicaciones y la abolición de una tasa previa hacen que los periódicos se incorporen a la vida del país. Según Aguilar Piñal (1978; VIII) en la segunda mitad del XVIII se dan las condiciones necesarias para el desarrollo de la prensa: un público que quiere noticias y que tiene una capacidad económica suficiente para costear los medios de prensa, empresarios que se lanzan con decisión y con imaginación a la aventura, periodistas con entusiasmo y con visión crítica del país y una serie de adelantos técnicos, tanto en la impresión como en la distribución de los impresos. Si a esta lista de factores se le añade una actitud favorable por parte del poder, están puestas las suficientes bases para un desarrollo de la prensa escrita. La actitud favorable del poder, no obstante, era una de las bases más débiles y menos fiables de este desarrollo. La realidad es que en los gobiernos españoles hubo siempre una actitud de tremenda desconfianza hacia la prensa. Los periodistas no sólo tenían que lidiar con una censura que actuaba con energía y diligencia y que era especialmente cuidadosa con la prensa (recuérdense las quejas de Larra a este respecto) sino también con la posibilidad, tantas veces llevada a cabo, de la suspensión definitiva del papel en que escribían o incluso de la prohibición total de toda prensa escrita. Si siempre se pone como ejemplo de cerrojazo a los periódicos españoles la postura del gobierno del «decenio calomardino», hay que decir que la actitud del gobierno de Floridablanca a finales del
«las reglas y preceptos invariables son las que abomino». Lo cual desde luego era otro ataque a muchos neoclásicos que estimaban que todas las reglas eran precisamente eso, invariables.
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XVIII es cuanto menos tan restrictiva como la del reaccionario ministro de Fernando VII. Philip Deacon (1986), analizando la relación entre poder y prensa en la España ochocentista, llega a la conclusión de que hay dos breves períodos de expansión de la prensa seguidos de dos largos períodos de declive. El primer momento de expansión se da entre 1758 y 1767 (Diario Noticioso, Estafeta de Londres, Correo General de la Europa, Correo General de España, Cajón de Sastre, Diario Estrangero, todos de Nipho; Aduana Crítica de Flores de la Barrera; El Belianís Literario de López de Sedaño; El Duende Especulativo, cuyo autor firmaba con el nombre de «Juan Antonio Mercadal»; El Pensador de Clavijo y Fajardo; La Pensadora Gaditana, cuyo desconocido autor o autora firmaba con el nombre de «Beatriz Cienfuegos»). A partir de este año hay un largo período de silencio que llega hasta 1779. Una nueva expansión comienza en este año y se mantiene hasta 1791 (Correo de los Ciegos de Madrid; Diario de las Musas de Luciano Cornelia; Correo Literario de la Europa; Memorial Literario', Espíritu de los mejores diarios literarios que se publican en Europa, de Cristóbal Cladera; El Censor de Cañuelo; El Corresponsal del Censor de Rubín de Celis; El Apologista Universal del Padre Centeno); aunque a partir de 1778 comienza a notarse una política más restrictiva, que culmina en la prohibición de 1791. En ambos casos el hecho desencadenante de la represión es un acontecimiento político: el motín de Esquilache, en 1766, y la Revolución Francesa. Se comprueba en estas dos ocasiones que ante las dificultades políticas el gobierno de turno suprimía la prensa por miedo a cualquier voz crítica. Hay otro elemento fundamental: un periódico en el XVIII necesita, ante todo, de una base económica para poder sobrevivir. Ni siquiera la protección estatal es suficiente. El caso del Semanario de Agricultura y Artes, dirigido a los Párrocos (1797) dirigido por Juan Antonio Melón y patrocinado por Godoy es ilustrativo: el padrinazgo del Príncipe de la Paz no pudo evitar la progresiva pérdida de suscriptores y del público lector que llevaron finalmente a la desaparición del periódico por falta de rendimiento económico. Declaradamente o no, los periódicos dieciochescos se lanzan a la conquista de un sector de público para poder mantenerse. Pero la competencia es dura. En los períodos en los que la censura gubernativa abre la mano y deja una cierta libertad a los escritores los periódicos surgen con variada y abundante profusión. Un
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artículo aparecido en el Correo de los Ciegos de Madrid el 29 de diciembre de 1786 da fe de ello. En una descripción burlesca de la entrada en Madrid de «El Coche de las Ciencias» el autor que firma como Ignacio Indecebebaealdeiturriberrigurri, propone poner en un tablado «unas grandes alfombras y para esto podrán servir los papeles más periódicos que se encuentren» entre los cuales cita El Apologista Universal, El Crítico Madrileño, El Censor, Ensayo de una Biblioteca, El Correo Literario, El Juzgado Casero, El Corresponsal del Censor, El Bello Espíritu, El Memorial Literario, El Soldado Raso, El Músico Censor, Historia literaria de España y el propio Correo de los Ciegos, así como autores de papeles periódicos como Antonio Varas, Joseh Antonio Fiox, Fernández de Burlada, Juan Vicente, Quixorniano Bigorria, Gil Pérez de Machuca, Lorenzo Chamorro y el Sacristán de Berlinches. Esta pléyade de periódicos se disputa un mercado bien escaso. A pesar de la optimista visión de Aguilar Piñal sobre un público ávido de prensa y dispuesto a pagar por ella, hay visiones más pesimistas del mercado potencial de la prensa de la época. Ramos Santana (1998; 65), por ejemplo, estima en un 85% de la población el número de analfabetos a finales del siglo XVIII. La conquista del público es fundamental. Tanto es así que una de las publicaciones más atacadas por la censura gubernativa, El Censor de Cafiuelo, desaparece, según Fuentes (1991), por falta de rentabilidad económica. Cafiuelo busca el público12, pero el público le da la espalda. «El caso de El Censor tiene mucho que ver con ciertas carencias de la sociedad española en su tránsito del antiguo al nuevo régimen. En ese proceso el "público" es un concepto que emerge con dificultad [...]. Del Censor se puede decir que en términos generales [...] tuvo también su buena legión de amigos [...] pero lo que no tuvo fue público» (Fuentes, 1991; 96-97)13. Cañuelo se había lanzado decididamente a la conquista del público, llegando al extremo de, hecho absolutamente inusitado para la época, dedicar su número inicial y uno de regreso tras años de suspensión al público anónimo que lee los papeles en vez de dirigirse a algún potentado, ilustre o autoridad de la época. Estas palabras nos llevan a pensar inmediatamente en Larra y en su lamento de «¿Quién es el público y dónde se encuentra?». Pero no era éste el caso de Cañuelo. Larra se dolía de la inexistencia de un público que le comprendiese y que compartiese sus ideas, furores y esperanzas. Pero no tuvo problemas económicos y murió siendo el periodista mejor pagado de su tiempo. Cañuelo, además de enfrentarse a la misma incomprensión que El Pobrecito Hablador,
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En la búsqueda de la supervivencia económica, pues a poco más podían aspirar muchos de ellos, los periodistas dieciochescos intentan distintas vías. Una de las primeras, y con más frecuencia intentadas, es la de la utilidad pública. Periódicos como fuente de información inmediata de trabajos, perdidas, ventas, subastas, etc. Fray Antonio de la Chica Benavides, redactor de la Gazetilla Curiosa o Semanero Granadino (1764) presenta así el plan de su obra: Se dirá de todos los actos piadosos y de los que pertenecen al culto divino. Se tratará de ventas y de compras de todo género de especies. De arrendamientos de casa, caseríos, cortijos, olivares, etc... De alhajas perdidas, avisando a quien las hallare del sujeto a quien ha de buscar con las señas de ellos. Se dará aviso a los que buscaren donde entrar a servir, en cualidad de sirvientes de cocinas, cuerpo de casa, labor, etc... o de mayordomos, mozos de despensa, lacayos, cocheros, para que con facilidad hallen este alivio con expresión siempre de la edad, habilidad y estado. También se expresarán los maestros que en su oficio, ejercicio o arte buscasen algún oficial o avisando a los citados maestros de algunos que hubiesen desocupados y quieran entrar en el trabajo. Se dará noticias de otros extraordinarios que ocurran, como del precio de las carnes, granos y algunos otros géneros de abastecimiento. [...] Últimamente irá por cabeza un aviso espiritual, para bien de las almas cristianas.
Un planteamiento de periódico de anuncios en el que, como vemos, no se hace mención del apartado literario. Pese a lo cual De la Chica Benavides no deja de insertar en su Gazetilla un relato breve, novelización de un hecho real: «El Robo del Santo Sacramento». Esta visión del periódico como portador de anuncios, muy próximo a la realidad diaria, no es exclusivo del fraile granadino. En 1761 un comerciante barcelonés, Pedro Ángel de Tarazona presenta una instancia al Rey solicitando publicar un periódico: Diario curioso, histórico, erudito y comercial de Barcelona. Es interesante que Tarazona justifica su petición (Núfiez, 1988; 241-261) en una base económica: el aumento del comercio tanto marítimo como terrestre y como consecuencia la existencia de un público potencial y de una base económica. Plantea Tarazona un diario dividido en varios apartados: comentarios de varias efemérides del día (suelen ser históricas), un apartado «Moral» que hace referencia al Evange-
acabó encontrándose en la ruina más absoluta, como se puede ver en una lastimera carta dirigida a Floridablanca, primero protector y luego artífice de su ruina: «Yo no aspiro, Señor, sino a no morirme de hambre [...] Duélase pues, señor, V. Excia, de verme ya mendigar y no pierda ocasión de verme en tan infeliz estado» (Fuentes, 1991; 95).
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lio del día, un apartado «Histórico» y otro «Instructivo o de erudición». Pero el elemento principal del diario era el apartado «Comercial»; una mezcolanza en que se dan noticias de las ventas de toda índole, movimientos del puerto, robos, pérdidas (niños y objetos), criados y señores, amas de cría, etc. En suma: la misma información de la Gazetilla Curiosa a la que se suma la información propia de una ciudad portuaria. Tarazona lanza su diario el 7 de Enero de 1762 y sólo consigue mantenerlo hasta el 31 de mayo de ese mismo año. Pero en ese breve tiempo de vida utiliza los recursos a su alcance para estimular las ventas. Uno de ellos aparece cuando el Diario cuenta tan sólo con 18 días de vida: un apartado llamado «Entretenido»: literatura (fundamentalmente de costumbres) mezclada con otros elementos. El hecho que nos importa es que los lectores quieren encontrar en el periódico una fuente de entretenimiento y distracción y que los periodistas están empezando a advertirlo y a responder a esa demanda del público. Este tipo de noticias, básicamente anuncios, constituirán el cuerpo principal de uno de los más exitosos periódicos de la época, y, desde luego, del de más larga vida. Fundado por Francisco Mariano Nipho en 1758 con el título de Diario Noticioso, Curioso-erudito y Comercial, Público y Económico. Con los sucesivos nombres de Diario Noticioso, Diario Noticioso Universal, Diario de Madrid, Diario de Avisos de Madrid y Diario Oficial de Avisos de Madrid prolongaría su vida durante 160 años hasta 1918. El éxito del Diario Noticioso provoca que este tipo de mercado quede cerrado durante el siglo XVIII, para que cualquiera otra publicación pudiera rivalizar con él. Los diarios de Madrid tendrán que buscar otras vías de contacto con el público. Los de provincias por su parte no podían fiar del todo su existencia sólo a los anuncios (como ya vimos en el caso del Diario de Tarazona). Era necesario encontrar otros modos de atraer al público. El modo más buscado por los periodistas dieciochescos fue el entretenimiento. No el puro entretenimiento al principio. Ya antes escuchamos a Cornelia, en una actitud muy ilustrada, preconizar el «instruir deleitando»: «La instrucción que necesita [el público], acompañada de distracción». Deacon indica, a propósito de la prensa crítica como El Pensador, El Censor y sus seguidores, que «basándose en una habilidad para elaborar un argumento entretenido, el autor examina un aspecto del comportamiento humano, unas características de las instituciones sociales o un tema filosófico,
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terminando por proponer una nueva manera de ver las cosas o un cambio social deseado» (1986; 17. La cursiva es nuestra). Los periodistas ilustrados son en un principio partidarios de educar al público, y al tiempo divertirle. Pero hacia los últimos años del siglo van apareciendo periodistas y directores que prescinden de la función educativa de la prensa y sólo se preocupan por entretener al público. Para llamar la atención del público, para conseguir este entretenimiento que animará al lector a comprar el periódico, se recurre a diversos métodos que Cal Martínez (1991) ha analizado: utilidad (ya lo hemos visto en la Gazetilla y en el Diario Curioso... de Barcelona)', estilo sencillo (que hace la publicación más accesible al público en general, a ese «vulgo» que los autores «cultos» tanto desprecian); noticias de toda índole; publicidad; concursos; comunicaciones de los lectores; polémicas (omnipresentes en la prensa dieciochesca); corresponsales, etc. La misma autora apunta (1991; 90) que «en abundantes ocasiones el impreso se hace eco de las habladurías del público, quien, de forma anónima, esta condicionando las decisiones del editor». Una de las fuentes de entretenimiento preferidas es la inclusión de piezas de creación literaria en la prensa. Artículos de crítica, costumbrismo, cartas, poesías. Y cuentos. Bastantes más cuentos de lo que se cree. El cuento es un género muy útil para los autores que pretenden combinar instrucción y entretenimiento. Al fin y al cabo, el cuento tiene una larga tradición de ser utilizado como medio de adoctrinamiento, de instrucción, de enseñanza, tanto en los relatos de Don Juan Manuel como en los ejemplos para sermones que podemos encontrar en la Disciplina Clericalis. Así nos encontramos con cuentos simbólicos, con cuentos morales, con parábolas, con sueños morales... Pero con rapidez el constituyente moral del cuento se va diluyendo, ante la demanda de una literatura narrativa de entretenimiento por parte del público. Tradicionalmente, en los estudios sobre la novela del XVIII se ha hecho hincapié en la pobreza y en el poco éxito de este género. Tanto es así que para justificar nuestra afirmación de que el público de la prensa dieciochesca demanda narración como fuente de entretenimiento queremos referirnos brevemente al problema de la narración (novela sobre todo) en el XVIII.
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Pese a todo lo que se ha dicho sobre la falta de novelas y de lectores, los últimos estudios van desmontando poco a poco la imagen tradicional de la novela del XVIII. Carnero (1998) pasa revista a la producción literaria novelística de la época y la divide en tres grupos: novelas largas, colecciones de novelas cortas (originales o adaptadas) y misceláneas dedicadas al entretenimiento o a la diversión, en las cuales lo narrativo convive con otros elementos. Para Carnero ya no se puede, como se hacía anteriormente, saltar de la novela del XVII a la histórica romántica, como si en medio no hubiera nada más que un desierto. Hay autores, obras y público en la novela dieciochesca. No deja de ser cierto que en la narración breve, no ya en el cuento, que prácticamente no existe, sino en la novela corta, la primera colección más o menos original que puede citar Carnero es la publicada por Ignacio García Malo entre 1787 y 1803: Voz de la Naturaleza. Con anterioridad a esta obra no encontramos ninguna incursión de los autores del siglo en la novela corta. Pero no quiere esto decir que los lectores hayan abandonado el género. A falta de nuevos autores se reeditan constantemente las novelas escritas en el siglo anterior. El abundante número de ediciones durante estos años testifican que había un importante número de lectores que los autores de la época no atendían. Lectores que no se preocupaban del aspecto de la instrucción y que demandaban entretenimiento: justo lo que proponían los autores del XVII. Cervantes es el autor más publicado, dentro de los cultivadores de la novela corta, en el XVIII. En 1703 (Zaragoza), 1712 (Londres), 1722 (dos ediciones; una en Madrid y otra en Barcelona), 1729 (La Haya), 1732 (Madrid), 1743 (Amberes), 1749 (Valencia), 1783 (dos ediciones; Madrid y Valencia), 1797 (Valencia) y 1799 (Madrid) se van publicando sucesivas ediciones de las Novelas Ejemplares. Doce ediciones durante el siglo XVIII para el autor de El Quijote. A poca distancia aparece María de Zayas de la que van a aparecer once ediciones de sus Novelas Amorosas y Ejemplares que se publican conjuntamente con la Parte segunda del Sarao y entretenimiento honesto. Las obras de Zayas van a aparecer en 1705 (Barcelona), 1712 (Valencia), 1716 (Barcelona), 1724, 1729 y 1734 (las tres en Madrid), 1734, 1752, 1764 (las tres en Barcelona), 1786 y 1795 (ambas en Madrid). También tiene un buen éxito otro autor del siglo anterior, Cristóbal Lozano (1618-1662) del que se publi-
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can una serie de ediciones conjuntas de sus novelas. Las cuatro que se incluyen en Soledades de la vida y desengaños del mundo, cinco en las Serafinas y ocho en Persecuciones de Lucinda. Estas obras (que aparecen juntas en las ediciones desde 1672) aparecen siete veces en el siglo: Sevilla, 1712; Madrid, 1713; Barcelona, 1722 y 1733; Madrid 1741, 1748 y 1759. También se volverán a editar en el siglo XIX: 1812 en Madrid. Varios prodigios de amor en once novelas ejemplares nunca vistas ni impresas es el título de una colección editada por Isidro de Robles con novelas de diferentes autores, entre ellas cinco novelas de Alonso de Alcalá y Herrera escritas sin cada una de las vocales. La colección de Robles que conoció dos ediciones en el XVII tiene una vida mucho más afortunada en el XVIII, rivalizando con Cervantes, Zayas y Lozano en cuanto al éxito editorial. Dos ediciones en 1709 (Barcelona y Madrid) otras dos en 1719 (de nuevo Barcelona y Madrid) y otras tres ediciones, Madrid, 1729; Barcelona, 1760, y Madrid en 1794; dan un total de siete ediciones a lo largo del siglo. Hay muchos ejemplos de reedición en el XVIII de novelas del XVII, incluso de aquellas que antes no habían conseguido demasiado éxito. En 1708, 1734 y 1756 aparecen tres ediciones de Día y noche de Madrid de Francisco Santos. Del mismo autor se publican en 1723 unas Obras en prosa y verso que contienen varias novelas. En ese mismo año de 1723 aparecen los Exemplos de amor y fortuna de Francisco de Quintana que habían visto la luz por primera vez en 1626, casi cien años antes. Una escritora jienense, Mariana de Carvajal y Saavedra que en 1638 había publicado su primera edición de Navidades de Madrid y novelas entretenidas vuelve a ser editada en 1782 en Madrid. Alonso del Castillo Solórzano, un escritor de gran éxito en el XVII, por el contrario, sólo conoce una edición de una obra suya en el XVIIII: La Quinta de Laura en 1732. En 1734 aparece La mojiganga del gusto en seis novelas, una obra de Andrés Sanz del Castillo que sólo había conocido una edición anterior: Zaragoza en 1641. Varios effectos de amor en cinco novelas ejemplares es el título de las cinco novelas sin vocales de Alonso de Alcalá y Herrera que ya habíamos mencionado como aparecidas en la colección de Isidro de Robles: aparecen editadas en Lisboa en 1735. Otro autor semidesconocido en el XVII es José Camerino, nacido en Italia (Paño, Umbría) pero escritor en español. Sus Novelas amorosas, editadas en Madrid en 1623, habían perma-
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necido olvidadas más de ciento diez años, hasta que un librero en busca de novelas volvió a sacarlas a la luz, en Madrid entre 1736 y 1737. En 1753 se publica Avisos de los peligros que hay en la vida de la corte. Novelas morales y exemplares, obra que había sido publicada por primera vez en 1621. En 1781 y 1794 en Madrid se publica una colección de cincuenta y tres novelas: Colección de Novelas escogidas compuestas por los mejores ingenios españoles, en la que aparecen una serie de autores de tiempos anteriores: Luis de Guevara, Alonso del Castillo Solórzano, Andrés de Prado, Salas Barbadillo, Diego de Agreda y Vargas, Bernabé Mateo Velázquez, Andrés Sanz del Castillo y Miguel de Cervantes. Otra colección de novelas de varios autores es la que Andrés de Prado dio a la luz en Zaragoza en 1663: Meriendas del ingenio y entretenimientos del gusto en seis novelas, y que volverá a publicarse en Madrid en 1787 con el título de Colección de novelas escogidas. A estas ediciones hay que añadir las refundiciones que se hacen de estas novelas del XVII por autores dieciochescos como testimonia el estudio que Fernández Insuela (1991) dedica a la Tertulia de la aldea en las que encuentra historias provenientes de los autores de más éxito en el género de la novela corta: Cervantes, Zayas, Lozano... Estas ediciones citadas aparecen sobre todo en los primeros sesenta años del siglo: treinta y ocho ediciones de un total de cincuenta y uno. Las décadas de 1720 y 1730 son las que ven más ediciones: nueve cada una de ellas. La reducción de las reediciones de estas novelas cortas del XVIIII va haciéndose paralela a la aparición de la prensa. El público que busca entretenimiento comienza a fijarse en las nuevas publicaciones que satisfacen su interés por lo narrativo. Las necesidades de los autores y los gustos del público van a sacar adelante el cuento como fórmula propia del periodismo. Al principio como muestra de la literatura que mezcla utilidad y agrado, y más tarde como simple entretenimiento, el cuento aparece en la prensa periódica del momento y en los últimos años del siglo se vuelve casi imprescindible. Ante esta presencia de relatos, los periodistas y editores optan por dos caminos para presentar los cuentos: la coartada moral, por un lado, y la falta total de justificación por otro. Es ilustrativo a este respecto el caso del Correo de los Ciegos de Madrid. En el «Prólogo» al tomo sexto se justifica la presencia en
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el periódico de relatos históricos porque «la experiencia ha mostrado que los rasgos históricos y anécdotas son tan útiles e instructivas como deleitables» (1789)14. Pero el análisis de los cuentos de tema histórico de ese tomo nos presenta una serie de relatos novelescos, muy marginalmente históricos, y que tratan de hechos sorprendentes, preferentemente amorosos. No sólo eso, sino que los relatos van precedidos de una entradilla que enfatiza el aspecto novelesco y peregrino de la historia. Así, los relatos aparecen presentados con entradillas como éstas: «La hermosura de un joven turco que vivía en Antioquía es causa de crueles guerras entre Francia y la Inglaterra» (Correo de los Ciegos de Madrid, 1789; 2503); «Una joven doncella que iba todas las mañanas a una fuente es causa de que un príncipe tártaro se arme contra el Kan, su padre, y le quite la vida» (Correo de los Ciegos de Madrid, 1789; 2453); «Los amores romancescos del Duque de Buckingham causan una guerra de religión y la toma de la Bastilla» (Correo de los Ciegos de Madrid, 1789; 2733); la coartada de la instrucción viste a relatos muy poco históricos y muy novelescos. Pero otros periodistas se despreocupan de las consignas morales y dan a la luz relatos en los que ningún espíritu ilustrado podría encontrar rasgos morales o de instrucción. Todavía en 1787 el editor del Correo de los Ciegos de Madrid se siente obligado a justificar la publicación de la «Historia de Sabino y Eponina» con las siguientes palabras: Parecerá que esta historia está escrita de una manera muy romanesca; pero los hechos que contiene son de la verdad más exacta, y como el asunto tiene tanto interés y el carácter de Eponina es tan perfecto, el Autor no pudo menos de añadir al fondo histórico, fielmente seguido, algunas ligeras ilustraciones. Sería de desear que este asunto se tratase con toda la extensión, y gracias de que es susceptible: enriqueciendo la literatura con un romance histórico, que podría ser tan moral como patético: y sería también argumento más digno de una comedia que muchas que suelen escogerse. (Correo de los Ciegos de Madrid, 1787; 330)
Pero este tipo de escrúpulo no aflige a otros editores (Miguel González Zamorano, Francisco Meseguer y Luis Santiago Buedo en el caso de El Correo Literario de Murcia y el Barón de Bruére en el Correo de Cádiz). De esta manera aparecen dos cuentos de amores y caballerías, tan «romanescos» como «La Historia de Sabino y Eponina»: «Los Dos Paladines o la Amistad a Prueba. Cuento Página inicial del tomo VI sin numeración.
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caballeresco» {Correo Literario de Murcia, 17 y 20 de Agosto de 1793) y «La Peña de los Enamorados. Historia Trágica Española» (iCorreo de Cádiz, 19, 23, y 26 de Febrero y 1 y 4 de Marzo de 1796). Pero los editores de ambos diarios no consideran necesaria ninguna introducción que explique o justifique la historia. El cuento se justifica a sí mismo al entretener a sus lectores. La instrucción, la moralidad, incluso la coartada moral han desaparecido; el cuento adquiere la mayoría de edad necesaria para desarrollarse: no es un medio para fines no literarios, sino una forma de expresión literaria más, en igualdad de condiciones con la comedia, la novela, la oda o la sátira. 3. El origen de los cuentos Hay que aclarar que, para nuestros efectos, consideramos cuentos aquellas obras que tienen una existencia independiente y no forman parte de obras narrativas más extensas. Es decir, aparecidos en prensa, porque a lo largo del XVIII no se editan libros de cuentos. Mis Pasatiempos, de Cándido María Trigueros aparece en 1804. Dado que establecemos para este apartado unos límites estrictamente cronológicos, esta obra debe ser analizada en el capítulo correspondiente al XIX. No se puede negar que las especiales características de la novela dieciochesca hacen muy probable encontrar en ella episodios semiindependientes que pueden considerarse como cuentos. Muchas de las novelas de aquellos años son una colección de aventuras de un personaje y a menudo la presencia de ese personaje es lo único común a toda la novela. Tal situación la encontramos por ejemplo en El Tío Gil Mamuco, obra publicada en 1789, firmada por D.F.V.Y.C.P. en la que se cuentan las andanzas de Gil Mamuco y su criado Blas Pequín proponiendo a todo el mundo los más peregrinos modos de vivir sin trabajar. Pero estos diferentes episodios están unidos por la presencia de estos dos personajes y todos convergen en la intención satírica que es el eje del libro. Lo mismo pasa en otras novelas que comparten la intención satírica de El Tío Gil Mamuco. Comenta Álvarez Barrientes (1996; 251) que para muchos autores de esos años novelar es escribir una sátira en prosa. Por eso no es inusual encontrar narraciones de muy leve trabazón unitaria, pero vertebradas por la presencia de un personaje o personajes fijos y por una intención moral satírica. De este tipo de nove-
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las (Viajes de Enrique Waníon; El Quijote de la Manchuela; Don Pelayo, Quijote de la Cantabria) no se pueden desgajar narraciones independientes que podamos considerar propiamente cuentos: están subordinadas a un fin más amplio. Lo mismo podemos decir de otro tipo de novelas que se escriben en el XVIII: las novelas pedagógicas que siguen más o menos el Telémaco de Fenelón. En la Ciropedia de André-Michael de Ramsay que en 1734 traduce Francisco Savila podemos encontrar varias narraciones entre las historias que se cuentan al joven Ciro que podrían considerarse como cuentos: la historia de Logis y Sigea (9-12); la historia de Stryangeo y Zania (21-27); la de Zorastre y Selina (39-52), etc. Pero todas ellas están dentro de la novela para conseguir un fin: el desarrollo de la personalidad del joven Ciro y su aprendizaje. No han sido concebidas como narraciones independientes sino como parte de un todo. Algo parecido pasa en la novela pedagógica más representativa del siglo XVIII, Eusebio de Montengón, donde en un primer momento el relato de las aventuras de John Brigde que se hace en el libro segundo puede parecer una narración independiente, pero páginas más adelante Brigde se configura como un personaje más de la novela, quedando integrada su historia en el conjunto de las enseñanzas que Eusebio recibe. Nos centramos por lo tanto en los cuentos aparecidos como tales en la prensa del siglo XVIII. Los periodistas del XVIII utilizan en abundancia las narraciones en sus periódicos. Para ello, varios se dedican a escribir obras originales. Pero también, debido a las urgencias de la publicación periódica, recurren a otros métodos: traducción, refundición y plagio. El plagio es una práctica habitual en la prensa del XVIII. El mismo público era consciente de ello y lo denuncia en cartas dirigidas a las publicaciones. Así, un lector del Semanario Erudito y Curioso de Salamanca escribe una carta al periódico (n° 18. 30 de Noviembre de 1793) en la que denuncia que un artículo publicado en el mismo Semanario en el n° 11 estaba copiado «al pie de la letra» del Correo de los Ciegos de Madrid, n° 38, 16 de Febrero de 1793, página 150. La revisión de los periódicos de la época corrobora la denuncia de este lector. Bruére, a quien ya hemos citado como ejemplo de «papelista», incluye en su Correo de Cádiz en 1796 la «Descripción geográfica del Reino de la Poesía» que ya hemos visto y que toma del Correo de los Ciegos, así como un cuento, en ese mismo afto de
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1796, «La Mercadera de Londres, Anécdota inglesa» ya aparecido en el Semanario Erudito y Curioso de Salamanca. En ocasiones no se puede saber si se trata de plagios o de una nueva publicación de un artículo por parte del autor. Esto nos ocurre con dos cuentos: «Sueño sobre la nobleza» y «Sueño sobre la opulencia» que fueron publicados por primera vez en 1786 en el Correo de los Ciegos y que aparecen de nuevo, con ligeras variaciones, en el Diario de las Musas en 1790. El hecho de que en 1790 se esté publicando todavía el Correo de los Ciegos y de que no haya reacción en sus páginas a esta nueva publicación puede hacer pensar que se trata de dos obras que el autor del Diario de las Musas, Luciano Cornelia, había publicado ya en el Correo de los Ciegos y que había decidido reimprimir en su diario. Con frecuencia también nos encontramos con cuentos traducidos o refundidos. En algunos casos, los menos, estos relatos aparecen como traducciones. Esto ocurre en el caso de «El Pobre Diablo» aparecido en el Correo de los Ciegos en 1790 con el subtítulo de «Cuento traducido del Inglés», o en la segunda versión de «Alnaschar» {Diario de Valencia, 1798) en la que se indica que es traducción de la versión francesa de Las Mil y Una Noches, hecha por Galland. Pero con mucha más frecuencia la fuente del relato no se indica y eso no es extraño dada la extrema libertad con la que trabajaba el traductor en el siglo XVIII. Alvarez Barrientos incluye en su repaso de la novela dieciochesca traducciones de novelas extranjeras, basándose en el concepto de traducción que entonces se utilizaba: «adaptación, glosa, connaturalización a las costumbres del país y en muchos casos recreación de pasajes» (1996; 243). El concepto de traducción literaria existente en el XVIII deja gran libertad al traductor, que en muchas ocasiones se convierte en un segundo autor que deja una fuerte impronta en la obra. En una «aprobación» que figura al frente de la traducción de la Historia Etiópica de Heliodoro, publicada por Francisco Manuel de Castillejo en 1722 con el título de Nueva Cariclea, Manuel Ventura Jaque desarrolla la explicación teórica de esta forma de acometer una traducción: Estaba [ Habla del traductor anterior de la novela de Heliodoro] tan atado a las frases latinas que le servían de exemplar, que de una novela de alma muy viva y de airoso cuerpo, hizo una obra de un cuerpo desairado y un alma casi difunta. A Francisco Manuel de Castillejo debe nuestra nación poder decir que ya es suya esta novela, por-
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Historia del cuento español (1764-1850) que la traduce con verdad, con viveza, con un estilo sentencioso, fluido, corriente, claro, para lo cual ha sido preciso no ceñirse a las oraciones latinas que le han servido de original, sino que ha procurado hacerse dueño de los conceptos del autor, y después nos los dice con aquellas voces y expresiones que le han parecido mejores para que se entiendan bien; y esto es en mi juicio el más perfecto modo de traducir. (Castillejo, 1722; 8-9)
La buena traducción, según esta teoría, no tiene nada que ver con la forma literaria sino con su contenido. El traductor debe contar la misma historia, pero escogiendo a su gusto las palabras y expresiones que le parezcan más adecuadas. El propio Castillejo lo dice más adelante: su intención al acometer la traducción es «procurar decir lo que Heliodoro pensó con las voces y formas que me han parecido mejores para que se entendieran bien los pensamientos de aquel ingenio» (1722; 15). Esta actividad del traductor hoy sería inaceptable: todo el mundo consideraría al traductor como adaptador o recreador. La actividad de estos traductores es prácticamente la misma que tiene un músico que afronta la composición de unas «variaciones» sobre la melodía de otro compositor: la base (la historia, la melodía) son de un autor, pero su realización práctica (la orquestación, la escritura) se debe a otro autor. Los autores dieciochescos no veían problemas en esta actitud porque para ellos el hecho literario no está en la forma con que se cuenta una historia sino en la invención, en la creación, en la historia misma. Genette explica con claridad esta idea al hablar de lo que él llama «Ficción» y «Dicción» (1993; 11 a 34). Distingue Genette entre poéticas cerradas y poéticas abiertas. Las poéticas cerradas son aquellas que se plantean las condiciones que debe tener una obra para ser obra literaria, es decir que buscan las notas esenciales y características de la literalidad. Tienen estas poéticas una teoría esencialista de la literatura: la obra literaria lo es porque hay en ella una característica intrínseca, permanente y exclusiva que le da ese carácter. Poéticas abiertas serán aquellas que parten de una visión condicionalista de la literatura: en determinadas condiciones (históricas, culturales, sociales, etc.) una obra escrita se convierte en obra literaria. La literaridad es aquí extrínseca y más propia del momento y del ambiente que de la obra en sí. Las poéticas clásicas son todas poéticas cerradas. Ahora bien, en su definición del hecho básico literario estas poéticas cerradas han oscilado de un criterio temático a un criterio formal. O lo que es lo
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mismo, se pasa de concebir el hecho literario como la creación, la invención de un mundo nuevo, a considerarlo como la expresión que el escritor hace de su mensaje. Las primeras poéticas, desde Aristóteles, son resueltamente ficcionalistas. «Ficción», en este caso, es un concepto equivalente al de «Mimesis» en la poética aristotélica. El mismo Genette lo propone como su perfecta traducción. Explica Genette que según Aristóteles, y a continuación de él en todas las poéticas clásicas, el hecho literario es la invención, la creación, y no la vestidura lingüística que se pone a esa ficción. A partir de Aristóteles las poéticas son todas ficcionalistas, y será August Wilhelm Schlegel el primer impugnador de esa teoría que limita el hecho literario a la operación mental de invención de una historia. Hasta entonces los teóricos literarios habían ignorado resueltamente la contradicción básica de considerar a la ficción como hecho básico literario y al mismo tiempo intentar cobijar en esa teoría a la poesía lírica de tono personal y subjetivo. Si la ficción es lo fundamental, lo literario, hay que llegar a la conclusión de que a la hora de traducir basta con respetar la historia para desarrollar una correcta traducción. De ahí que traductores como Castillejo, formados en teorías aristotélicas de la literatura, no vieran en esta forma de traducir una traición a la obra literaria original. Ellos respetaban el hecho literario básico, la historia que contaban, y cambiaban aquello que era accesorio y prescindible, la forma en que se contaba esa historia. Esta actitud es frecuente en traductores dieciochescos, como se puede comprobar con estas palabras de Cándido María Trigueros en la introducción de Mis Pasatiempos (publicada en 1804, después de la muerte de su autor en 1801): [Las historias] serán sencillas y muy diversas unas de otras, unas originales, otras tomadas de obras italianas, francesas o inglesas y quizá, algunas serán nuestras abreviándolas y traduciéndolas del estilo del siglo pasado al presente: ni me ceñiré a novelas, acaso añadiré vidas o historias verdaderas; acaso tragedias, sueños y qué se yo más cosas. Quando traduzca lo haré libremente y jamás al pie de la letra, alteraré, mudaré, quitaré y añadiré lo que me pareciere a propósito para mejorar el original y reformaré el plan y la conducta de la fábula quando juzgue que así conviene, [...] los mudaré a mi modo [los relatos] y los haré originales aprovechando las situaciones, pinturas y expresiones que me parezcan relevantes. Aunque el estilo haya de variar según lo exijan los asuntos, los personajes y sus caracteres, el lenguaje, la frase y la sintaxis serán siempre mías y siempre castellanas. (Trigueros, 1804; I, xxiii-xxiv)
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Es decir, que el acto de traducir llega a convertirse en una nueva creación literaria. Se puede cambiar, quitar, añadir todo aquello que sea preciso para «mejorar» el original. Los cuentos publicados en el XVIII como narraciones independientes, sin formar parte de relatos u obras más extensas, se encuentran en la prensa de la época y no fueron nunca, en su inmensa mayoría, recopilados en libros ni vueltos a publicar. Esta situación y los problemas de localización consiguientes han dificultado su estudio y análisis. Los índices de la prensa periódica del XVIII son muy escasos y poco explícitos del contenido de los periódicos. Un cuento puede venir precedido de un título como «Rasgo Moral» o «Rasgo Histórico», no llevar ningún título o venir presentado por una reflexión o justificación moral, de tal modo que el principio del cuento puede llevar a catalogarlo como uno más de los muchos artículos de reflexión crítica y moral, tan abundantes en este período. Hemos localizado un total de 73 relatos, publicados en periódicos de Madrid (Correo de los Ciegos, El Censor, Miscelánea Curiosa, Instructiva y Agradable, Diario de las Musas) y de diversas ciudades: Cádiz (Correo de Cádiz), Granada (Gazetilla Curiosa), Murcia (Correo Literario de Murcia), Salamanca (Semanario Erudito y Curioso de Salamanca) y Valencia {Diario de Valencia). Los límites temporales van desde 1764, año de publicación de «El Robo del Santo Sacramento» hasta 1798, año en que aparece en el Diario de Valencia «Un Ciego de Nacimiento». 4. Temas, ambientes y formas Los diferentes estudios que se han llevado a cabo recientemente en busca de una teoría neoclásica de la novela coinciden en la importancia que para los autores de estas teorías tiene una característica que no es formal, ni estilística, ni estructural: la moralidad, la necesaria función moral de la obra escrita y muy principalmente de la novela. Aunque en realidad la mayor parte de estos teóricos escriben ya entrado el siglo XIX (el más característico de todos los retóricos neoclásicos es José Gómez Hermosilla que publica su Arte de hablar en prosa y verso en 1826), las ideas que exponen ya están presentes en el ambiente dieciochesco y, por supuesto, influyen en los autores de cuentos, o, al menos, en algunos. Hay una general coincidencia en siete principios fundamentales que toda
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novela debe tener: la imitación, la utilidad, la moralidad, la invención, la verosimilitud, el interés y el estilo acordado. Pero, como apunta Sánchez García, todo se reduce al final a una sola consideración: la moralidad que abarca el resto de las otras características: La imitación retratará las buenas costumbres (morales), de lo cual extraeremos su utilidad, es decir, colaborará a la reforma de las mismas (las inmorales). Esto, naturalmente, no debe ser percibido por el lector que, gracias a la capacidad de inventiva del autor, digerirá la enseñanza (moral) proveniente de acciones verosímiles (la fantasía induce a la inmoralidad) ya que el interés habrá allanado la aspereza del camino para conseguir la virtud (moral). Por supuesto el estilo acordado es el soporte, digamos, técnico, de todo cuanto antecede y deberá guardar proporcionalmente el debido decoro y pudor (moral) en el lenguaje. (Sánchez García, 1998; 188)
Sánchez García, en este mismo artículo, hace un revelador análisis del concepto de moral que se lleva a cabo en las recomendaciones a la novela de la época. Se trata de una moral dirigida a los inferiores, una moral que sirva para guiar a los ignorantes, a la gente inferior que lee y no pertenece al círculo de los importantes de la época: «No hay mejor manera de conducir a quien no sabe que ilustrarle el buen camino a seguir con el mayor número de ejemplos posible» (1998; 189). La constante recomendación de la utilidad moral de la narrativa vuelve a hacer patente la diferencia entre escritores y «papelistas». Muchos periodistas que aún se debaten entre las necesidades de su profesión y la ambición interior de ser uno de esos escritores respetables, de ingresar en esa élite moralizadora, practican ese tipo de narración moral en un —muchas veces vano— intento de ser admitidos entre la «inteligencia» de la época. Por ello, la narración que tiende a presentar buenos ejemplos dentro de la moral «oficial» es muy frecuente 15 . Esta preocupación por la moral del cuento se percibe no sólo en los temas y las intenciones, sino también en la presencia de introducciones, justificaciones, o reivindicaciones de la utilidad moral del cuento presentado al lector. Cornelia, por ejemplo, introduce su «Sueño sobre la nobleza» (Correo de los Ciegos, 1786; 14) indicando: «Entre los sueños hay algunos que pueden ser de utilidad y diversión. Quizá sea de esta clase el siPero la diferencia entre el concepto de moral del XVIII y el concepto actual puede ser a veces muy llamativa. Baste el ejemplo del cuento «Snelgrave», en el que el protagonista, presentado como ejemplo de conducta humana y misericordiosa, es un tratante de esclavos.
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guíente sobre la nobleza». Otras veces se hace hincapié en la autenticidad de la historia para justificar su publicación como ocurre en «Androclo y el León» (Correo de los Ciegos, 1787; 210): «La autenticidad del caso siguiente, tan extraordinario al parecer, y las grandes lecciones que nos da del reconocimiento en las fieras más terribles nos convida a insertarlo en nuestro Correo, aunque por otra parte sea bien sabido de los que conocen la historia». Pero otros periodistas prescinden totalmente de esta intención moral y de cualquier tipo de justificación a su relato. Tratan temas amorosos con crímenes y tragedias, amores incestuosos, suicidios. Presentan, incluso, llamadas a la muerte, sin ningún tipo de excusa moral. Podemos, pues, dividir los relatos, por su temática, en dos grandes grupos: los que tienen una intención «moral» (en un sentido amplio de la palabra que incluye tanto ética, como utilidad o instrucción) y los que prescinden de ella. Los cuentos del primer grupo son más numerosos. Dentro de ellos podemos hacer diferentes agrupaciones. En primer lugar tenemos el ejemplo moral, la norma de conducta y de comportamiento. Puede ser de sentimientos humanitarios, como el de «Snelgrave» que antes habíamos mencionado; de amistad («Ejemplo de Amistad», «Extraordinario valor...»); de patriotismo («Villano del Danubio»); de conducta caritativa («Roberto»); elogio de la vida sencilla («El Czar Jwan»); modelos de educación, ya sean del príncipe («El Czarevvits Fevvei») o de un ciudadano particular («El Escolar Virtuoso», «Cartas del Señorito»); de buena conducta religiosa («El Peregrino»), etc. Un tipo de ejemplo que preocupa mucho a los autores de estos cuentos es el «buen gobierno». Se proponen ejemplos de buenos gobernantes («Enrique IV») y de buenos ministros («Achmet I», «El Paseo de Scha-Abbas,...»); se previene contra la posibilidad de que el pueblo adquiera un poder que está reservado al gobernante («Una disputa entre dos hombres»); se elogia la misericordia del gobernante («Villano del Danubio», «Rasgo de Piedad del Emperador Marco Aurelio»), su justicia («Rasgos Sueltos de la Historia de Ciro»), así como su lealtad, cumplimiento de su palabra y fidelidad hacia los suyos («El Czarevvits Fevvei»). Todos estos relatos, a pesar de su evidente aplicación a la realidad española y quizás precisamente por eso, evitan cuidadosamente la ambientación española y contemporánea, y con excepción de uno («Enrique IV») escogen
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el mayor extrañamiento posible tanto espacial (Rusia, Persia, Arabia...) como temporal (Edad Media y Antigua). En segundo lugar tenemos los ejemplos negativos, las conductas que no deben imitarse. A veces a través de historias muy tradicionales, como una enésima versión del cuento de la lechera («Alnaschar») o una paráfrasis de la metáfora (ya presente en la Disciplina Clericalis) del camino bueno y difícil y el camino malo y fácil («Cuento del Oriente»). Otras veces a través de sátiras sobre diferentes vicios contemporáneos. En este caso es muy utilizado el recurso de los «sueños». Hay sueños que atacan a la codicia, a la riqueza, a la manía de la nobleza, a la vanidad y el orgullo, a la falsedad e hipocresía... En este capítulo de los ejemplos negativos llama la atención la abundancia de un tema: el ataque y la crítica a la mujer. Es un tema antifemenino que aparece en múltiples cuentos de la época. Antifemenino y no antifeminista porque no se critica sólo a las mujeres que se salen de lo que la sociedad dieciochesca consideraba su «natural condición» (en las «Cartas del Señorito», uno de los relatos más representativos de la mentalidad ilustrada, se presenta lo que era esa natural condición para la mentalidad ilustrada: recatada, modesta, silenciosa, tímida, religiosa, con los conocimientos limitados a lo adecuado para su sexo... [Correo de los Ciegos, 1789; 2471]), sino a todas las conductas de las mujeres. De esta manera, dentro de la familia, la mujer hace infeliz al hombre que llega al matrimonio con ilusión y se decepciona en seguida («Leoncio y Fulgencio», «La Pintura de Himeneo»), es incapaz de sentir amor y sólo se mueve por el interés («Pleito singular...») y nunca jamás se sacrifica o hace esfuerzo alguno para ayudar a su marido («Noches Pasadas»), Como madre es un desastre y debe apartársela de la educación de su hijo porque estropea al niño por darle excesivos placeres («Cartas del Señorito»). Como hija es una carga, y si es fea una carga casi insoportable, hasta el punto que el máximo ejemplo de amistad es que un hombre se case con la hija fea de su amigo («Ejemplo de Amistad»). En el trato social cultiva la hipocresía y el fingimiento («Sueño Alegórico»). Si se sale de su estado natural y pretende ser culta cae en el ridículo («Suerte de una dama...», «El Antojo»). Si llega al poder puede llevar un estado a la ruina («La Bella Baffo»), o ser capaz de los peores crímenes («Shas-al-Dor», «Blanca Capelo») Tan nociva es la mujer que en muchas ocasiones resulta peligrosa para el hombre («La Mercadera de Londres») hasta
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el punto de que el juez se ve obligado a examinar todos los cadáveres de los maridos que hayan muerto, por si hubiera asesinato (no se examinan los cadáveres de las esposas, evidentemente). La literatura aparece en alguna ocasión, dentro de estos malos ejemplos, bien sea la ridicula manía poética («El Antojo», «La Prueba de la Amistad») o la deplorable forma de representar de los actores («El Pobre Diablo»). Pueden considerarse también como ejemplos negativos dos relatos cuyo tema es estrictamente contemporáneo. La «Carta de Don Avaro Simplón», publicada en el Diario de las Musas en 1795, es una crítica a los españoles que no ayudaban al esfuerzo de la guerra que desde 1793 mantenía España contra Francia y que concluyó en ese mismo año de 1795 con la Paz de Basilea, que le valió a Godoy, máximo responsable del desastre español, el sardónico título de «Príncipe de la Paz». El «Discurso Tercero» de El Censor presenta por su parte un tema absolutamente excepcional en la literatura del siglo XVIII: la denuncia de las malas condiciones de vida de las clases más desfavorecidas. Aunque en la segunda parte del discurso, en la que se extraen las conclusiones morales del relato, la prudencia de Cañuelo le lleve a concluir con un elogio a la «sabia política» de Carlos III, que consistía en prohibir la mendicidad profesional para que las limosnas se dedicaran a los más necesitados. Un tercer grupo de relatos «morales» serían aquellos que tocan el tema de la religión. Religión que aparece como guía de comportamiento («Cuento del Oriente»), consuelo ante la angustia («El Convaleciente y el Sepulcro») o como revelación mística («Sueño»). Pero la religión está presente en pocos relatos; no se trata de una materia sobre la cual los autores de los cuentos quieran pronunciarse. A este respecto no deja de ser significativo «El Czarevvits Fevvei». Este cuento fue publicado en 1788, el año que Carlos IV llega al trono y Fernando VII, entonces de cuatro años de edad, se convierte en el príncipe heredero. En unos años en los que la educación era uno de los temas que más preocupaban y ocupaban a los periódicos españoles (Bosch Carrera, 1989) resultaba evidente que la educación del príncipe y futuro rey iba a ser tema de discusión. Fewei, el hijo del Rey de la Siberia (un conveniente alejamiento de la realidad del momento) es un modelo de príncipe correctamente educado. Pero entre la larga lista de cualidades que tiene y de enseñanzas que recibe no hay ningún atisbo de religión.
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Hay un importante grupo de cuentos cuya pretendida utilidad moral es conseguir una mayor instrucción del público lector. Se trata fundamentalmente de relatos históricos y de algunos cuentos basados en hechos reales. Nos encontramos aquí con una serie de relatos que se mueven en una zona ambigua respecto a la moralidad tan defendida en la época. En los relatos históricos, como ya hemos mencionado anteriormente, la elección de temas es significativa: los autores usan el recurso de la instrucción como una excusa para introducir en su periódico relatos sorprendentes, con historias que en muchos casos serían consideradas «inmorales» de no tener un marco histórico que las justifique. Así sucesivamente nos vamos encontrando con el adulterio («Helena»), el adulterio mezclado con el asesinato («Blanca Capelo»), amores incestuosos («Enrique II»), de nuevo el adulterio («La hermosura de un joven turco»), el enfrentamiento entre padre e hijo («Ogus Kara-Kan», «Avanas-Kan»), violaciones («Tarquino el Soberbio»), borracheras («Anécdota Graciosa») y conductas disipadas («Los amores romancescos...»). La pretendida utilidad de la narración en base a la instrucción histórica es una mera excusa para introducir historias escandalosas. Algo parecido ocurre con los relatos sobre sucesos contemporáneos cuya pretendida utilidad moral es también la de la instrucción. Es patente en estos casos la búsqueda de hechos sorprendentes que llamen la atención del lector: un doble suicidio («Hecho memorable»), un robo («El Robo del Santo Sacramento»), una curación casi milagrosa («Un Ciego de Nacimiento»), un juicio por conseguir la mano de una mujer («Pleito singular...»), etc. Ya sobrepasada esta zona ambigua nos encontramos ante los relatos cuyos autores han prescindido de la intención moral. Narraciones sin moralejas, ni interpretaciones simbólicas, ni instrucción añadida, que solamente pretenden contar una historia. Todavía alguno de ellos («Sabino y Eponina») intenta una justificación del porqué se publica el cuento, pero la gran mayoría de ellos prescinde totalmente de ese alegato. Dentro de este grupo el tema preferido es el amoroso. En la mayor parte de ellos las parejas de amantes se enfrentan a dificultades que intentan impedir e impiden su amor. Algunas veces vencen. En «Sabino y Eponina» los protagonistas viven felices durante años
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escondidos en una cueva de las iras de Vespasiano y cuando son descubiertos los ruegos de Eponina consiguen ablandar al Emperador (se supone). En «Los Dos Paladines» dos hermanos se enfrentan debido a una rivalidad amorosa. El hermano desdeñado secuestra a su amada y finge su muerte para obligarla a casarse con él, pero finalmente se arrepiente y reúne a la pareja de enamorados. El protagonista de «Zilia o la Hospitalidad» supera la separación y las diferencias religiosas para unirse a su amada y formar una feliz familia. Anita, la protagonista del relato del mismo nombre, una pobre y desconocida huérfana, es capaz de salvar a su amado gracias a su valor y a su ingenuidad que le hace llegar a Fontaineblau a pedir el auxilio del Rey de Francia. La «Canción Otaitiana» es un himno a la plenitud del amor, feliz y conyugal. Pero en otras ocasiones el amor acaba en tragedia. Así sucede en «Historia de Palmira», donde los celos provocan el desastre. Una pareja de enamorados, de humilde condición, sufre el asedio de un hombre poderoso que desea para sí a la mujer. El amante, ante los ojos de su amada, es obligado a suicidarse por su rival, que está amenazando de muerte a la joven. Trágica es también la historia de «La Peña de los Enamorados. Historia Trágica Española», tema que cautivaría la imaginación de los autores románticos16. Un noble español cautivo en Granada se enamora de la hija del rey moro y es correspondido por ella. Superando por el amor sus diferencias religiosas huyen juntos, pero perseguidos por el padre de la princesa, son cercados en una montaña, y antes que entregarse prefieren suicidarse juntos, arrojándose desde lo alto de la montaña que desde entonces lleva el nombre de Peña de los Enamorados. Este doble suicidio por amor es tema apropiado para llamar la atención de los autores románticos, pero absolutamente inmoral desde un punto de vista ilustrado. Inmorales, desde el punto de vista ilustrado, serían también un grupo de relatos que de una manera u otra tratan uno de los temas románticos más emblemáticos: el «fastidio universal». La sensibilidad morbosa está presente en relatos como «El Convaleciente y el Sepulcro». Galaty, el protagonista, ha superado una
Sobre el tema hubo varios cuentos («La Peña de los Enamorados» de Mariano Roca de Togores, Semanario Pintoresco Español, 1836 y «La Peña de los Enamorados» de Manuel Zúñiga, La Alhambra, 1839) y obras de teatro (La Peña de los Enamorados de Aureliano Fernández Guerra, 1836).
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grave enfermedad que le tuvo varias veces al borde de la muerte. Sale al campo a pasear, durante su convalecencia, y cae en un trance de alegre identificación con la naturaleza que hace que vea que todo a su alrededor participa de la recuperación de la salud que él está experimentando. Pero la súbita visión de un sepulcro, el recuerdo de la muerte, cambia el pensamiento de Galaty. El mismo paisaje que antes le hablaba de salud y primavera, le trae ahora recuerdos de muerte y destrucción. Sólo el recuerdo de la religión le saca de ese trance mortal. A pesar del final moralizador, la experiencia de Galaty y sobre todo su transmutación de la visión del paisaje a través de su estado de ánimo, así como su visión organicista de la vida humana, nos indica una mentalidad con muchas características románticas. La tristeza es reivindicada como un valor positivo, propio de un nuevo tipo de hombres, más sensible, más artístico, más romántico. Esa es la opinión del autor de las «Reflexiones en el entierro de un rico» (Semanario de Salamanca, 1795; 115) que nos dice: «Tenemos necesidad de entristecernos, aún más que la que pensamos, y esta necesidad es a proporción de lo sensibles que somos». Frase que sería suscrita por la gran mayoría de los escritores románticos europeos. El fastidio universal aparece de forma clara y descarnada en «Hecho memorable» (Correo Literario de Murcia, 1794) en el que se presenta el doble suicidio de dos jóvenes militares franceses, de veinte y veinticuatro años respectivamente, víctimas anticipadas de ese hastío de la vida que tanto van a sufrir los románticos. En la carta que dejan antes de su muerte uno de ellos escribe lo siguiente: «Ningún motivo tenemos uno ni otro que nos obligue a interrumpir nuestra carrera. Sabemos que debe existir un momento para dejar de existir por toda la eternidad y queremos anticiparnos a este acto despótico del destino. En fin, estamos disgustados de la vida y esta es la única razón que nos la hace dejar» (210-211). Y añade en otro momento: «Cuando todo nos cansa, debemos dejarlo todo» (212). Dentro de este grupo está el «Himno al Sepulcro» (Correo de los Ciegos, 1788) en el que el protagonista exclama: «¡Ya no hay felicidad para mí! Desprecio enteramente el mundo y no espero descansar sino en el sepulcro, ya no vivo sino para exclamar: ¡Ah! ¿Cuándo amanecerá mi último día?» (886-887). Una lamentación de un protagonista que ya nada espera de la vida y que sólo desea la muerte.
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Se trata pues de una serie de relatos donde hacen irrupción temas y sentimientos que siempre han sido incluidos dentro de la tendencia romántica. Sean originales o traducciones no declaradas, su presencia en las páginas de las revistas españolas merece ser tenida en cuenta como muestra de la existencia de unas determinadas corrientes literarias. Un elemento que llama la atención en estos cuentos es la acentuada preferencia por los ambientes exóticos. Peers (1972; I, 180) había llamado la atención sobre la tendencia al exotismo que se manifiesta en un escritor como Cándido María Trigueros del cual se publicaron en 1804 Mis Pasatiempos. Como ejemplo de esta tendencia citaba dos títulos: «La Hija del Visir de Gornat, cuento arábigo-hispano» y «El Paraíso de Shedad, cuento árabe». Pero no es Trigueros el primero que se inclina por este tipo de ambientes. Entre los cuentos que hemos descubierto en la prensa dieciochesca encontramos 16 relatos que se sitúan en el Oriente, en escenarios tan diversos como Persia, Arabia o la India. Además, la búsqueda del ambiente exótico lleva a los autores a situar sus cuentos en Rusia (dos relatos), Polonia (uno), Turquía (uno), África (uno) e incluso Tahití (la «Canción Otaitiana»), De hecho, sólo ocho relatos se sitúan en España y uno de ellos («La Peña de los Enamorados. Historia Trágica Española») se presenta como ejemplo de otro extrañamiento: el temporal, pues se sitúa en la Edad Media. El exotismo temporal también es ampliamente utilizado. Hay cinco cuentos ambientados en la Roma antigua, uno en la Guerra de Troya, dos en el antiguo imperio persa, dos en el imperio carolingio, veinte en la Edad Media en diferentes marcos geográficos. Si se añade a esto tres cuentos mitológicos y cinco de ambientación más o menos fantástica, concluimos que el cuento centrado en la actualidad del momento, tanto en contenido como en la forma, es una excepción. En varios casos este extrañamiento no deja de ser una medida de seguridad para el autor que previene la intervención de la censura. A este respecto ya hemos comentado como el cuento «El Czarevvits Fevvei» coincide con un momento histórico en que la educación del príncipe Fernando VII era tema de interés. También se puede mencionar «El Paseo de Scha-Abbas, Rey de Persia» en el cual se narra la historia de un rey que decidido a conocer la verdadera vida de su pueblo, sale a pasear de incógnito. De esta manera se entera de la corrupción y de la injusticia que su Visir ha implan-
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tado a sus espaldas. Observa además que el pueblo recuerda con nostalgia a su anterior ministro, Ogul, que ha sido desterrado por traidor. Ante la alegría popular destituye al nuevo ministro y repone al antiguo, gracias a lo cual el pueblo vuelve a ser feliz, el rey amado y el pueblo grande. El cuento aparece en 1793 en una España que todavía contempla atónita la ascensión de Manuel Godoy al poder. Godoy gobierna España con poderes absolutos, como «el primer dictador de nuestro tiempo» (Roger Madol, 1943) mientras que el otrora primer ministro de Carlos IV, Floridablanca, está preso en la cárcel de Pamplona. La correspondencia entre Scha-Abbas y Carlos IV, Godoy y el nuevo Visir, mal gobernante y corrupto, y Floridablanca y Ogul, injustamente castigado son demasiado exactas para ser casuales. La insatisfacción política ante el gobierno del arribista Godoy se vale de un pretendido exotismo para dar rienda suelta a sus opiniones. La mayor parte de los relatos están contados en tercera persona por un narrador omnisciente. Esto ocurre en la totalidad de los relatos históricos, y en la gran mayoría de los cuentos de tema moral. La primera persona aparece en algunos relatos basados en hechos contemporáneos, a veces con el narrador como mero testigo («Anécdota Chistosa») y otras veces como participante y crítico de la acción («Reflexiones en el entierro de un rico», «Noches Pasadas»). Es obligada también la primera persona en los sueños morales, pero aquí nos encontramos con un narrador que en realidad ocupa la misma posición que el narrador omnisciente. La forma epistolar, tan frecuentada en la narrativa dieciochesca, aparece también: «Cartas del Señorito», «Carta de Don Avaro Simplón». Las narraciones en primera persona en las que encontramos manifestación del pensamiento del narrador que al tiempo es personaje son escasas y se circunscriben a los cuentos que más se aproximan a la tendencia romántica. Así en «Historia de Palmira» la protagonista cuenta la historia a su hijo. En «Himno al Sepulcro», «Canción Otaitiana» y «Zilia o la Hospitalidad» el protagonista cuenta su historia de una manera lírica que lleva la narración a un terreno fronterizo con el poema en prosa.
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5. De la moralidad ilustrada a la desesperación romántica Hay una general coincidencia entre todos los escritores ilustrados respecto a la función moral de la literatura. Entendemos ahora literatura en su sentido más amplio, es decir, toda obra escrita. Una buena parte de la prensa de la época responde a esa creencia en la función moral de la literatura. Para ponerla en práctica hay un grupo importante de publicaciones, cuyos más caracterizados representantes son El Pensador y el Censor, que dedican sus páginas a la crítica de las costumbres contemporáneas. No es de extrañar, por lo tanto, que una serie de cuentos se dediquen precisamente a eso, a criticar las costumbres de la época. Pero los problemas con la censura provocan que esta crítica en muchos casos tenga que ser edulcorada mediante algún artificio del autor. Luciano Cornelia, cuando ataca en tres cuentos tres situaciones de la época, —la nobleza inútil y ridicula, la riqueza egoísta e improductiva, y la codicia generalizada—, lleva a cabo esa crítica bajo la vestidura del «sueño». En el territorio irreal del sueño el autor puede permitirse unas situaciones que quizás no serían pasadas por alto si la acción se situase en el terreno de la realidad. El «Sueño sobre la Nobleza» es el más realista y acerbo de los tres. El protagonista compra un título de Barón y se lanza a pintar sus armas en todas partes, incluso en las herraduras de los caballos y en el retrete. Compra una genealogía que le hace descendiente de Don Pelayo, sólo admite en su casa a aquellos que tengan la máxima deferencia a la nobleza y las conversaciones en su casa se reducen a la heráldica y a discutir cuál de las casas gobernantes de Europa es la más noble. Encarcela a los jornaleros que cazan en sus tierras y da de palos periódicamente a alguno para mostrar su alcurnia. Su obsesión y la de su mujer es que su descendencia llegue a entroncar con alguna casa reinante, para lo que educan a su hija en la heráldica. La Baronesa, que mira a los plebeyos como animales, no tiene inconveniente en que acompañen a su hija, y así, el hijo del Alcalde del lugar la deja embarazada. La irritación del protagonista es tal que despierta del sueño. El cuento tiene un levísimo hilo argumental, pues se trata más bien de una sucesión de imágenes cuya intención común es ridiculizar un tipo de nobleza que sólo se preocupa de la pureza de sangre, el linaje y la alcurnia. El autor va amontonando situaciones con un fin crítico y humorístico, pero situando las acciones en un ambiente básicamente realista.
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El tono humorístico y el ambiente realista desaparecen de forma progresiva en los otros sueños de Cornelia. El «Sueño sobre la Opulencia» presenta a un hombre que por un capricho de la fortuna consigue la piedra filosofal. Gracias a la riqueza consigue una posición en la sociedad y se casa con una joven a la que elige entre muchas por su modestia, recato y la suma perfección de sus virtudes. Cuando está, después de su boda, en la cumbre de su éxito, una legión de fantasmas entra en su casa y van llevándose todo lo que tiene, incluso la piedra filosofal. Se vuelve hacia su mujer, pensando que le queda su amor, pero ésta le golpea y se va de su casa llevándose su cartera, única cosa que los fantasmas le habían dejado. Una vez a solas el último fantasma se abalanza sobre él, y le chupa la carne y la sangre hasta dejarle tan delgado y consumido que el viento se lo lleva revoloteando, hasta que, por fin, cae sobre una peña y se despierta. El tono humorístico del cuento anterior ha desaparecido así como se han incrementado los elementos fantásticos, aunque estos se dan como introducidos en ambientes reales. Se trata aquí de un cuento más elaborado, con un hilo argumental más firme, descripción de personajes y un desenlace que viene originado por el transcurso de la parte final del relato. Todas estas características aumentan en el tercer sueño, el «Sueño sobre la Codicia». El humorismo sigue aquí desaparecido; el tono irónico que encontrábamos en el sueño de la nobleza no vuelve a aparecer. De la misma manera ha desaparecido el ambiente real, por mínimo que fuese. Cornelia nos presenta aquí un sueño alegórico. El protagonista se ve transportado a un extraño país en que nada se puede hacer si no se poseen unas bolitas de azogue que todo el mundo ambiciona. El protagonista observa que todos cargan con gruesas cadenas, más grandes cuanto mayor sea su fortuna, y que los más ricos golpean y humillan a los que son menos adinerados que aceptan la situación golpeando a su vez a los que aún son más pobres. Uno de los habitantes le propone que compartan el peso de las cadenas para dirigirse a una lejana montaña donde se halla la fuente de las bolitas que todos ambicionan. En el viaje va observando todas las indignidades que la gente hace por la posesión de los tesoros. Llegados a la montaña, la gran cantidad de gente les impide el paso, pero su compañero le guía por un camino secreto. Cuando la fuente de la riqueza ya está a la vista tres grandes estatuas aparecen ante ellos impidiéndoles llegar: son la religión, la
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humanidad y la probidad. El protagonista se detiene, pero su compañero, enloquecido ante la cercanía de la riqueza, destruye las estatuas. Luchan los dos y se rompen las cadenas. El compañero sigue adelante y cae en un profundo precipicio, mientras que, ante la mirada del protagonista, las estatuas vuelven a levantarse, incólumes. Cualquier tipo de ambientación realista ha desaparecido. El protagonista se mueve en un universo fantástico donde las acciones tienen un significado alegórico. Por el contrario el cuento está mucho más elaborado que los sueños anteriores: aparece el diálogo y se intenta una caracterización de los dos personajes que experimentan una mínima evolución. El protagonista, al principio sorprendido y abrumado por la energía de su compañero, a la vista de los sucesos que presencia, va despertando en su conciencia y llega a enfrentarse con quien, hasta el momento, ha sido su guía. Este, poseído por la codicia, tiene, no obstante, un momento de duda cuando se encuentran ante las estatuas y sólo la proximidad de la fuente de la riqueza y la locura de ambición que esta proximidad le provoca le impulsa a la destrucción de las estatuas que supone su propia muerte. En estos tres sueños podemos ver la dificultad de dirigir la crítica hacia actitudes de la clase dominante. El sueño sobre la nobleza nada tiene de fantástico, más que el hecho del sueño mismo: las escenas que presenta son realistas, caricaturizadas pero reconocibles y aplicables a comportamientos reales. El autor en su siguiente sueño, el de la opulencia, procede a disminuir los elementos más hirientes. Desaparece la caricaturización y la ironía, aparece lo fantástico que aleja el contenido del cuento de las costumbres más contemporáneas y el aspecto realista se centra fundamentalmente en el episodio del noviazgo y boda del protagonista, con el tono antifemenino que ya hemos mencionado anteriormente como una característica de los relatos dieciochescos. Se ha suprimido cualquier tipo de crítica directa a los ricos de la época. Esta desaparición de la crítica directa, o de cualquier elemento que pudiera ser considerado como tal, es más radical aún en el sueño de la codicia, un sueño alegórico aplicable a cualquier tiempo y lugar y que por tanto no tiene la capacidad hiriente e irónica del primero de ellos. La censura es un escollo demasiado poderoso para los escritores del momento y el extrañamiento de la realidad, la alusión indirecta y la alegoría son algunos de los recursos que los autores emplean para sortear ese obstáculo.
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No es extraño, por lo tanto, que el sueño alegórico se cultive en varias ocasiones. Una de ellas es el «Discurso Sesenta y Nueve» de El Censor. El protagonista viaja, en su sueño, a una bella montaña, agradable y concurrida en donde habitan el Error y la Opinión Vulgar. Después de haberles conocido y tratado entra en el palacio de la Vanidad, en donde encuentra varios personajes entre la corte que rodea a la dueña del palacio: la Nobleza Decadente, la Ostentación, la Galantería, la Lisonja, la Afectación, la Moda, el Capricho. A pesar de los avisos de la Franqueza todos los invitados le hacen oídos sordos hasta que el palacio desaparece ante la entrada de varios personajes: la Rabia, la Vergüenza, la Infamia, etc. Los invitados huyen en su mayoría al ver la realidad, pero alguno de ellos se queda y le comenta al protagonista que ya han ocurrido antes esas cosas pero que el palacio siempre vuelve a levantarse. El protagonista sale del palacio y descubre que también ha desaparecido la montaña del Error. La extrema alegorización del relato, que lleva a la presentación de personificaciones de vicios y virtudes, hace el cuento más aceptable y menos peligroso para su autor. Otra forma de extrañamiento para la crítica de las costumbres es el relato mitológico. «Los Falsos Votos» nos presenta a Júpiter en conversación con un filósofo, Menipo, quejándose de las egoístas peticiones de los hombres. Va presentando el Dios a una serie de peticionarios; el que pide por el amor de una mujer, como si Júpiter fuese una alcahueta; el general que pide su éxito en la batalla, sin pensar que el enemigo también pide lo mismo; una viuda de más de sesenta años, tres veces casada y que pide un cuarto marido; un viejo de más de cien años, que cada año pide un sólo año más de vida... Como se puede ver los efectos de esta alejamiento de la realidad provocan que la crítica se haga más difusa y menos incisiva. La generalización de los vicios a toda la sociedad mediante una serie de artificios como los sueños o los relatos mitológicos, hacen que la crítica contemporánea llegue a desaparecer y que se conviertan los relatos en narraciones seudofilosóficas de carácter más o menos moral y ético. Ya comenta Bosch Carrera (1998) que los periodistas del XVIII se convierten en muchas ocasiones en una suerte de «predicadores laicos». Pero es que la crítica de lo contemporáneo es difícil y peligrosa. No se puede esperar de ningún gobierno dieciochesco ningún tipo de creencia en la libertad de prensa o ninguna actitud tolerante ante
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la crítica por nimia que ésta sea. El escritor que acometa el análisis de lo que ocurre a su alrededor debe dejar bien claro que nada de lo que allí se dice es responsabilidad del gobierno de turno. Veamos si no el caso del «Discurso Tercero» de El Censor. Como ya dijimos, el cuento que aquí se narra toca un tema absolutamente inusitado en el siglo XVIII: las difíciles condiciones de vida de las clases trabajadoras. El relato presenta la historia de un matrimonio de jornaleros que, con cuatro hijos menores de ocho años, vive en la mayor pobreza, pero con gran armonía y felicidad entre ellos. Sufren en silencio el hambre y las privaciones. Deciden cambiar de ciudad y se van a una villa distante de la suya esperando hallar en ella mejores oportunidades de trabajo. A los dos días cae enfermo el marido. La mujer, desesperada, viendo que en el pueblo no hay hospital, acude a pedir ayuda a la única persona que conoce: un rico, también vecino de la villa donde antes vivían. El rico le hace proposiciones a las que la mujer se niega, indignada, y se pone a mendigar, pero nada consigue. Al fin, sin encontrar ninguna otra salida, accede a la propuesta del rico, pero éste, después de aprovecharse de ella, la echa de la casa sin darle ningún tipo de ayuda. La mujer es presa de la desesperación y no se atreve a volver junto a su marido y a sus hijos. Al final muere el marido, consumido por la enfermedad, después los cuatro hijos, de hambre, y finalmente la mujer que, en su última agonía, cuenta su historia a unas vecinas. La narración es la primera parte del Discurso. En la segunda Carmelo se apresura a aclarar, por lo que pueda tronar, que historias como la que acaba de contar no ocurren todos los días, que además el suceso es excepcional porque en la mayoría de los pueblos hay hospital, y que la mayor preocupación del rey y del gobierno es impedir que pasen semejantes acontecimientos. Acaba el discurso con una exhortación a ayudar al gobierno que quiere impedir que las limosnas vayan a los mendigos profesionales que se aprovechan de la caridad de la gente. Esta ayuda se concreta en destinar las limosnas que antes se daban a voluntad de cada uno a enviados del gobierno que las recogen para socorrer a los necesitados. Esta es la solución gubernativa para la situación de los jornaleros, solución que Cafluelo apoya sin reservas y con la que colabora. Es decir, que el cuento en cuestión, que en principio parece una crítica a la injusticia social, se convierte en un artículo de apoyo a la política gubernativa. No hay que olvidar que, pese a todas las prudencias que Cafluelo ha desplegado en este discurso y en el Sesenta y Nueve (el
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sueño alegórico que antes vimos), El Censor no dejó de tener problemas con la censura. No es de extrañar por lo tanto la tendencia de los escritores al alejamiento, espacial y temporal, de la realidad española. Una forma de aplicar esta crítica a la realidad española es haciéndolo con actitudes sociales en las que el gobierno no se sienta aludido. Tal cosa ocurre con las «Reflexiones en el entierro de un rico» en las que el protagonista acude al entierro de un viejo avaro y contempla la general indiferencia con que los asistentes al acto comentan la muerte, la alegría de los parientes, vestida de aparente tristeza por las circunstancias y la general hipocresía de todos los presentes. La crítica aquí se refiere a elementos de carácter individual y por lo tanto de carácter no peligroso para el poder. También, evidentemente, es posible que el poder aproveche esta crítica de la sociedad para atacar aspectos que sean contrarios a su política. Tal ocurre con «Carta de don Avaro Simplón». Se trata de un cuento estructurado en dos partes, cada una de ellas una carta. La primera es la carta de Don Avaro Simplón; la segunda, la respuesta de su tío Prudencio Sapiente. Desde el principio se está indicando al lector, viendo los nombres escogidos, la psicología de los personajes y a quien se debe hacer caso. Como ya hemos comentado con anterioridad el relato se sitúa en 1784 en plena guerra contra la Convención Republicana Francesa. La primera carta expone lo sucedido en una reunión de ricos de pueblo que ante las peticiones de ayuda económica para la guerra se devanan los sesos para no dar ni una moneda. Se propone que paguen los pobres, proponen impuestos especiales, se hace caso omiso a las palabras del cura y a los informes sobre los abusos de la república francesa. Finalmente, Don Avaro Simplón propone a la asamblea que escriban una encendida proclama de lealtad al Rey en la que se muestren dispuestos a dar sus vidas, pero sin aportar ni un maravedí a efectos prácticos. Escribe después a su tío para pedirle su opinión y de paso preguntarle a cuanto asciende su futura herencia. El tío responde con una carta llena de invectivas e insultos para el avaro pueblerino y encendidos apoyos al Rey, a Dios y a la Patria. Más que crítica nos encontramos aquí con literatura propagandística. Hay otros temas contemporáneos que pueden ser objetos de crítica pues no afectan al gobierno: la mujer, la literatura y la educación.
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Ya hemos mencionado antes que la presencia de ideas antifemeninas es muy abundante en los relatos dieciochescos. Algunos de ellos se hacen desde la ambientación mitológica que antes vimos, como es el caso de «La Inconstante Cefisa» en la que el personaje principal, representante de la mujer, está caracterizado por las cualidades de la inconstancia y el capricho. Pero con más frecuencia se sitúan en el momento y lugar donde el autor escribe. Este es el caso de «Leoncio y Fulgencio» (.Diario de las Musas, 1790) donde Fulgencio asiste sorprendido al cambio que se experimenta en el carácter de Leoncio que estaba ilusionado y feliz antes de la boda y que se muestra amargado seis meses después. Fulgencio se entera de las circunstancias de la vida de su amigo y reflexiona sobre su matrimonio: El creía haberse casado con una mujer económica, laboriosa y atenta a sus obligaciones. Mas descubre en ella repentinamente un genio disipador que no sabe destinar un momento al cuidado de la casa y que junta los gastos a su pereza. La inconsecuencia, la ligereza, la locura, reemplazan las ocupaciones útiles en que había sido criada desde la infancia. Lejos de mantener el buen orden y la paz en su familia por un sabio trabajo, se entrega enteramente al frenesí de sus adornos. ¿Quién hubiera creído que el matrimonio alterase hasta ese punto sus primeras disposiciones? Esa niña tímida se ha transformado en un monstruo altanero e imperioso que no piensa sino en sus diversiones, después de haberse encaprichado en que todo cuidado doméstico debe correr por cuenta del marido, mientras que la ocupación de la mujer es entregarse a una vida disipada. (311)
No es de extrañar, a la vista de esta imagen de la vida conyugal que aquí aparece, que el cuento acabe con la siguiente frase atribuida por el autor a un anónimo filósofo: «La elección de una mujer sabia y virtuosa es tan difícil que se debe pensar en ello toda la vida» (311). El matrimonio es, pues, lo peor que le puede pasar a un hombre. La misma idea es la que late en «La Pintura de Himeneo» (Diario de Valencia, 1793) en la que un joven enamorado encarga una pintura para su boda. La pintura debe representar a Himeneo. El pintor le lleva el encargo la víspera de la boda y el enamorado se muestra insatisfecho: la pintura no representa la alegría, el amor y todas las alegres características de Himeneo. El pintor responde manifestando que no se preocupe el novio, que a los tres meses regresará con una nueva pintura. Así es, en efecto, y a los tres meses trae la misma pintura. El joven esposo la contempla y se asombra de lo que ha cambiado la pintura, pero le dice al pintor que ese Himeneo que presenta el cuadro tiene una sonrisa demasiado feliz,
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un aire demasiado alegre, cosa que no encaja con su tétrico carácter. El pintor le responde que la pintura no ha cambiado, que es la misma, quien ha cambiado es el joven, que hace tres meses era amante y ahora es marido. Pero pocos cuentos llegan a la ferocidad de «Noches Pasadas» (Diario de Valencia, 1793). El narrador cuenta cómo en una tertulia, «adornada de muchas beldades de ambos sexos» (715), en la que él estaba presente se recordó el caso de la ciudad de Hersberg que fue asediada por el Emperador Conrado III. Poco antes de la rendición, las mujeres de la ciudad enviaron una embajada al Emperador en que le rogaban que permitiera salir a las mujeres de la ciudad con la carga que pudieran llevar. Accedió el Emperador, movido por sentimientos compasivos, y descubrió asombrado que todas las mujeres de la ciudad salieron con sus maridos cargados a sus espaldas. Con esta idea bullendo en la cabeza, el narrador regresa a su casa, se echa a dormir y sueña que la misma situación se produce en una «ciudad de la península». Pero las mujeres aquí no salvan a sus maridos: una salva a su mono, otra la porcelana, la otra a su amante, la otra el dinero, etc. Una que llevaba a su marido y un paquete de encajes de Flandes, viendo que no podía soportar ambas cosas tiró a su marido y se quedó con los encajes. Al final la única mujer que salvo a su marido fue la esposa de un zapatero, de mal genio, que todos los días pegaba a su esposa con un tirapié. La conclusión del relato es clara: la única forma de hacerse respetar y valorar un esposo por parte de su mujer es sacudirle una buena paliza todos los días. Para certificar lo realista de su retrato de la condición femenina el autor antecede su relato de una cita de Horacio, acompañada de la traducción de Tomás de Iriarte: «Ficta voluptatis causa, sint próxima veris. Lo que con fin de recrear se invente, a la verdad se acerque en lo posible» (715). Es decir que no hay en el cuento caricatura ni exageración, sino afán de representar lo más posible la verdad. Con razón dudaba Bosch Carrera (1998) de la tópica afirmación de que el siglo XVIII es un siglo feminista y comentaba que ese feminismo sólo podría existir en algunos círculos muy determinados. A caballo entre la sátira antifemenina y la antiliteraria se encuentra «El Antojo», en el cual el narrador intenta tranquilizar y volver al buen sentido a una joven embarazada de quince años, «algo leída» pues conoce a poetas como Iglesias y Meléndez que, a resultas de una lectura del Semanario de Salamanca tiene un terri-
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ble antojo de versos centipedales. La estúpida y pedante forma de hablar de la embarazada antojadiza es parodiada con saña a lo largo del cuento, en el cual la acción se subordina a la ridiculización del personaje. Otros dos cuentos que tocan el tema de la literatura lo hacen también para presentar actitudes ridiculas o negativas. Se trata de «La prueba de la amistad en el amor propio» y de «El Pobre Diablo». «La prueba de la amistad en el amor propio» (Correo de Cádiz; 1796) es uno de los cuentos más y mejor elaborados del grupo que estamos analizando. Rondon, un nuevo rico, cae en una ridicula manía literaria, llena su casa de escritores, muertos de hambre y aduladores, y no aspira más que al título de Poeta. Lleno de esta manía decide hacer un torneo poético cuyo premio será la mano de su única hija, Prócula. Ésta ve su suerte con espanto, pues está enamorada de Darcevil, que a su vez la ama a ella. Darcevil es un joven de buenas cualidades, pero incapaz de escribir versos. Anonadado por su desgraciada situación, confiesa sus penas a Lusarc, amigo suyo, poeta y enamorado secretamente de Prócula. Lusarc, impresionado por el dolor de su amigo, le convence para que escriba una poesía cualquiera y se ingenia para cambiar los poemas de manera que su poesía vaya a nombre de Darcevil y la de éste a nombre de Lusarc. Cuando se decide el torneo los académicos dan ganador a Darcevil ante el asombro de Rondon, quien no esperaba semejante cosa de él. La poesía presentada bajo el nombre de Lusarc es recibida con desdén y dolido por las críticas injustas su amigo Darcevil quiere declarar la verdad pero Lusarc se lo impide, no vaya ello a impedir la boda. Finalmente Rondon se cura de su manía al estrenar una comedia que cosecha el mayor de los fracasos. Se da cuenta entonces de lo ridículo de su manía y Prócula y Darcevil le informan de la generosidad de Lusarc, a quien se la agradece vivamente. El relato concede más importancia que otros a las caracterizaciones de los personajes y hay interés en presentar la angustia de Darcevil, las dudas de Lusarc y los sentimientos contradictorios que le asaltan cuando su poesía es vencedora pero él es ridiculizado. Como en otros cuentos que veremos después, los que llamamos «cuentos románticos», se observa una marcada preferencia por presentar a un personaje movido por sentimientos contrarios, paralizado por las dudas ante la necesidad de una decisión. Así presenta el
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autor los sentimientos de Lusarc, cuando se queda solo después de conocer la historia de Darcevil: Sería imposible pintar la situación de Lusarc después de la partida de su amigo. El se abandona al extremo del dolor. Una multitud de afectos diferentes fatigaban su tierno corazón. Amar, tener fundadas esperanzas de verse en posesión del objeto amado y hallarse, sin saber como, rival de su mayor amigo eran las consideraciones más terribles que presentándole sin cesar a la idea, lo pusieron en la mayor consternación, pero al fin, animado de su noble generosidad se decía a sí mismo. «¿Por qué he de impedir la dicha de dos criaturas que me son tan caras? Mas cómo he de resistir tampoco al afecto con que adoro a Prócula...». (358)
Volveremos a encontrar esta lucha interna en cuentos como «Los Dos Paladines» o «La Peña de los Enamorados. Historia Trágica Española». Todavía en el caso de Lusarc el amor es vencido por la generosidad, pero más adelante el amor se convertirá en una fuerza que vence toda resistencia. «El Pobre Diablo» (Correo de los Ciegos, 1790) es una narración más sencilla. Un paseante en un parque público encuentra a un mendigo que por el precio de una buena comida le cuenta su historia. Se trata de un vago, desertor del ejército, antiguo criado y ladrón ocasional, que conoce una fugaz época de fortuna haciéndose actor en una compañía errante de teatro que actúa en provincias y pueblos pequeños. En esta labor obtiene un repentino y gran éxito. Pero el éxito se acaba cuando una dama, que viene de Londres aficionada al teatro y que tiene experiencia de otros actores y un gusto delicado, ve su actuación y la desprecia. Aunque el relato se presenta con el siguiente subtítulo «Cuento traducido del inglés» lo cierto es que su temática resulta muy adecuada en un momento en que las páginas del Correo de los Ciegos, periódico en el que se publica el relato, rebosan críticas denigratorias de la situación del momento en el teatro español. Una de las críticas más repetidas es a los actores, que representan sin naturalidad y que confiinden la actuación con la vociferación. Esto desluce las comedias y sólo puede gustar a los necios y a los incultos. Para ello lo mejor es sin duda prohibir las compañías errantes de teatro que representan en provincias y que no tienen moral ni en su vida ni en sus representaciones. Así al menos opina un corresponsal del Correo de los Ciegos: «Las compañías que llaman de la legua era preciso que se extinguiesen. La miseria que regularmente acompaña a esos individuos, los pueblos donde representan, las comedias de que usan, todo se opone al nuevo establecimiento [un teatro
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educativo y moral]. Una porción de gentes que van de lugar en lugar a ganar su vida, ¿cómo podrán vivir sujetos a determinadas reglas? ¿Qué instrucción han de adquirir para salir buenos cómicos?» (n° 160, 3 de Mayo de 1788). Es preciso eliminar de la escena a los actores malos y exagerados. Uno de esos malos actores es, sin duda, el protagonista de «El Pobre Diablo» que expone así su ideario de buena representación: Hay una regla que puede asegurar a cualquier actor de hacer valer su papel. Hablar y gesticular como en la conversación regular no se llama representar, no es eso lo que va a ver el espectador. Una representación natural es semejante a un vino delicado que endulza el paladar y apenas deja un pequeño sabor, pero una acción forzada es como un vinagre que se lleva en la boca y que hace sentir una larga sensación cuando se bebe. Para dar gusto es menester gritar mucho, gesticular como un endemoniado, torcer los brazos, dar patadas y hacer gestos violentos como si se padeciese alguna convulsión. Éste, éste es el verdadero método de hacer retumbar el teatro con los aplausos. (301)
Se puede comparar esta descripción del modo de representar que nos da el protagonista de «El Pobre Diablo» con la que algunas páginas más atrás habíamos visto de JRC en el Correo de los Ciegos (1786; 527): «Se manotea, patea, grita y se dan pasos a la romana». No se puede negar que la historia del cuento, por más traducción del inglés que sea, resulta muy representativa del pensamiento ilustrado sobre el teatro: un hombre ignorante y fatuo llega a la profesión de actor sin preparación ni conocimientos, representa su papel de un modo ridículo y exagerado y obtiene un gran éxito entre un público ignorante y rústico. Es precisa la presencia de un personaje representante del «buen gusto» —«tenía fama de buen gusto» dice el protagonista (302)— para hacer caer al público ignorante de su error y acabar con el éxito inmerecido del mal actor. Desafortunadamente para nuestros ilustrados, parece que el público español del teatro de la época era mucho más difícil de llevar a la causa del buen gusto que el de la ciudad inglesa de provincias donde actúa el protagonista de «El Pobre Diablo». Otro tema contemporáneo sobre el cual los autores fijan su atención moral es el de la educación. Hay que afiadir inmediatamente que se trata aquí de la educación como responsabilidad de los padres y no como una función del estado. La crítica, pues, queda constreñida a un ámbito familiar y por eso es tolerada por el poder. Cuando el tema de la educación afecta a las estructuras del Estado, como es el caso de la educación del príncipe, inmediatamente se
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protege el autor mediante el conveniente extrañamiento espacial y temporal. «Cartas del Señorito» es uno de los relatos más ambiciosos y elaborados de los que estamos estudiando en este período. Se trata de una serie de cartas dirigidas al editor del Correo de los Ciegos por un joven anónimo que firma como «El Señorito» en las que da noticias sobre su proceso de educación. Desde luego hay que hacer notar que no se trata de la educación desde un punto de vista social, sino una educación individual y muy discriminatoria. Enfocada para jóvenes de la clase alta, para los futuros gobernadores, en un sentido amplio, del país. En la primera de las cartas el «Señorito» cuenta su primera etapa educativa. El padre, preocupado por su educación, sin consentir que la madre —«petimetra de garbo» (1462) según nos dice el autor— tenga ninguna capacidad de decisión sobre el tema ni participe de ningún modo en la educación de su hijo (de nuevo la tendencia antifemenina tan abundante en los periódicos dieciochescos), le ha asignado un ayo duro y severo, que le va enseñando concienzudamente todas las materias: Lengua, Francés, Latín, Historia, Lógica, Retórica, etc. Asimismo le enseña un trato civilizado con los criados, buenas costumbres, disciplina y humildad. Todo entre las múltiples quejas del Señorito, que adopta una actitud negativa ante la correcta educación. En la segunda carta el Señorito cuenta cómo su padre debe irse de viaje inopinadamente. Su madre aprovecha presta la ocasión: echa al ayo, contrata a otro y dedica todo su tiempo a fiestas y saraos. El nuevo ayo nada le enseña, más que pereza, ignorancia, desprecio a los demás y le hace entregarse a una vida estúpida e improductiva. El Señorito aprende a peinarse a la moda, a lucir trajes elegantes, a salir de noche a escondidas de su madre y a desperdiciar el dinero en el juego y en «convidar a las ninfas, con algunas de las cuales me ha dado conocimiento» (1588). El Señorito concluye la carta alegrándose de la suerte que ha tenido. En la tercera carta vuelve el tono de lamento. Después de una correría del Señorito y su ayo por los barrios bajos de Madrid, en la que reciben una buena paliza, el Señorito, metido en la cama por los golpes recibidos, conoce la noticia de que su padre ha vuelto de su viaje. Se entera éste, sorprendido, de los cambios y del ayo nuevo y de sus costumbres y ante lo ocurrido vuelve a tomar las riendas de su casa. La carta concluye con el lamento del Señorito, que
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se teme lo peor, ante la llegada del ayo antiguo a quien él supone lleno de deseos de venganza. En la cuarta carta el Señorito narra el reencuentro con su ayo. Su padre ha decidido que los dos vivan juntos en una habitación apartada del resto de la casa y el Señorito entra en ella temiendo lo que pueda ocurrir, pero el ayo, con voz tranquila, y sin recordar nada de lo pasado le anuncia que a partir de ahora va a estudiar Ética. La nueva educación se ve interrumpida por la visita de un amigo del Señorito, a quien el ayo echa sin contemplaciones después de lo cual da al joven una explicación de los peligros de las malas compañías. La quinta carta es una continuación de la nueva relación del Señorito con su ayo. Llega de visita un tío suyo que conmovido por la cautividad del sobrino intenta ayudarle y convencer al padre de que quizás la severidad es excesiva. El padre le indica que tenga una entrevista con el ayo para ver si es éste tan severo como el tío cree. El tío después de un larga conversación con el ayo queda convencido de la bondad del sistema educativo que el ayo está poniendo en práctica, y el Señorito, que está escuchando detrás de una puerta, no tiene más remedio que hacerlo también. La sexta y última carta, más breve que las anteriores, cuenta un viaje del Señorito al pueblo de su tío, el conocimiento de las virtudes de la caridad que su tío practica y el enamoramiento del Señorito de una prima suya, «una dama hermosa, sin afectación, modesta, trabajadora, cristiana y muy distante de las que trataba con mi ayo a la moda. Criada en los asuntos domésticos, instruida perfectamente en la religión sin escrúpulos, adornada de los conocimientos propios de su sexo, tiene en sus ojos el amor, en su boca el atractivo y el hechizo en su modestia» (2741). Después de este tópico retrato de la mujer perfecta, según las consideraciones morales de la época, termina la carta con una promesa de continuación que no se produce. Vemos en este relato cómo se sigue un sistema de narración epistolar muy usado en las novelas dieciochescas, en obras como La Leandra (1797-1807) de Antonio Valladares y Sotomayor, El cariño perfecto o Alfonso y Serafina (1798) de José Mor de Fuentes, o Cornelia Bororquia (1801) de Luis Gutiérrez. Se puede observar la proximidad en años con la publicación de las «Cartas del Señorito» (1789). El reciente y excelente estudio de Ana Rueda (2001) ofrece una completa panorámica del género.
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Ahora bien, no tenemos aquí un caso de influjo de las novelas epistolares sobre la prensa. Las «Cartas del Señorito» siguen un modelo de uso frecuente en toda la prensa del dieciocho: la carta como sistema de realizar críticas, analizar situaciones, retratar costumbres o particularidades, etc. Ya hemos mencionado con anterioridad la «Carta de Don Avaro Simplón» en la que una narración se resuelve por medio de dos cartas cruzadas entre tío y sobrino. Pero hay muchos artículos que, sin llegar a ser cuentos, adoptan la forma de carta para, por medio de una identidad fingida, poner en solfa tal o cual costumbre, tal o cual característica criticable de la sociedad. Tal es la abundancia de estas cartas de identidad fingida que a veces coinciden varias en el mismo número del periódico. Ese es, por ejemplo, el caso de la carta segunda del Señorito, publicada en el Correo de los Ciegos el 16 de mayo de 1789, el mismo día que las cartas 32 y 33 de las Cartas Marruecas. Lo que diferencia las «Cartas del Señorito» de otras cartas de la época es la narratividad que hay en ellas. Más allá de una mera situación, de una estampa inmóvil, sin acción, se quiere presentar la evolución del personaje central, el Señorito, y hacerlo de manera indirecta, por medio del relato que él mismo hace de su caso, primero considerándolo como una desgracia y luego poco a poco aceptando, nunca total y conscientemente, que se trata de un elemento beneficioso para él. Para ello el autor utiliza con acierto el sistema de la carta, haciendo que el Señorito escriba cada carta desde el presente. No se trata, pues, de un narrador en primera persona que conozca el transcurso de los acontecimientos y su desenlace sino que se escribe, cuenta y habla en el momento de la acción. De esta manera, el Señorito puede manifestar su desprecio hacia lo positivo de su educación en la primera carta y hacer suyos los argumentos que el autor juzga propios de los individuos que el padre describe como «botarates y amigos de la gente del bronce». El interés del relato reside sobre todo en el contraste entre la disposición natural del señorito a despreciar las enseñanzas y la educación que su padre prefiere y que el ayo ejecuta, y los efectos beneficiosos que en él va ejerciendo esa educación. Tal vez esa es la razón de la no continuación de la historia más allá de la sexta carta. La previsible boda y conversión total a la línea de pensamiento representada por Padre, Tío y Ayo haría imposible el juego que el autor mantiene desde el principio entre el necio punto de vista del Señorito y la visión del lector.
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La obra, desde un punto de vista social, es totalmente aristocrática. Responde a las preocupaciones de la época por la educación de una clase dirigente, al margen de lo popular. Censura los vicios y la inmoralidad, presenta un ideal femenino con conocimientos limitados a «los propios de su sexo», etc. Esta visión elitista de la educación se ve en otras obras de la época. Pocos días después de la sexta carta aparece un breve relato, sin el aliento narrativo del que acabamos de ver: la «Carta del Padre Engañado» en la que un padre se queja de haber sido engañado por unos maestros que fingen educar a su hijo y que nada le enseñan. Concluye el padre que espera que la carta sirva de escarmiento a los padres que quieren poner a estudiar a sus hijos cuando les podían aplicar a su profesión. Un aparente alegato en contra de la educación: se recomienda que los hijos no estudien sino que comiencen pronto a aprender el trabajo de sus padres. Esta aparente oposición no es tal. Lo que ocurre es que el padre engañado pertenece a una clase social baja. Es, como él mismo dice, «un pobre menestral honrado, que gano el comer con mi sudor» (2799). El error del padre es pretender dar una educación a su hijo cuando éste no la necesita, como no necesita el teatro, como no necesita tantas otras cosas que son prerrogativas de la clase superior. Lo que conviene a los «pobres menestrales» es trabajar y estar, como el padre engañado, contentos con su suerte: «doy mil gracias a Dios por serlo» (2799). La educación también, pero del gobernante, es el tema de un relato que ya hemos mencionado antes: «El Czarevvits Fevvei»17
Tao-o-ou, Zar de Siberia de origen chino, es un monarca austero trabajador y compasivo, amante de su pueblo y sumamente responsable. Ama a su esposa y es amado por ella, pero no tienen hijos. La Zarina padece de continuas enfermedades, y pululan a su alrededor los médicos que le dan diversas drogas y medicamentos, a cual más repugnante, sin que ninguno logre ningún resultado. Al final el Zar sigue el consejo de su ministro Weisemund, despide a todos los médicos y manda llamar a un solitario ermitaño que vive en el bosque entregado al estudio de las plantas. El ermitaño observa la vida de la Zarina y encuentra que no sale al exterior, se pasa el tiempo tumbada, duerme de día, lee y conversa de noche, y no tiene horas fijas de comida. Le dice al Zar que su esposa sanará si deja esas costumbres y vuelve a practicar una vida sana. El Zar le obedece, convence a la Zarina, que al principio se niega, y finalmente accede, ante la insistencia de su esposo y vuelve a recobrar la salud. Poco tiempo después de esto nace un hijo de ambos, Fevvei, que es educado desde su infancia con el mayor cuidado en el respeto a la autoridad, la paciencia, la verdad y el valor. La
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{Correo de los Ciegos, 1788). El cuento consiste en realidad en dos narraciones de carácter moral unidas por los padres de Fewei. La primera parte es un cuento de ejemplo moral sobre la vida ordenada y natural. Todos los males de la Zarina quedan curados cuando se la obliga a hacer una vida razonable y presidida por el buen sentido. La segunda parte es la educación de Fewei hecha a través de una serie de ejemplos en los que el Príncipe se comporta siempre con la máxima corrección. De nuevo se hace notar el componente antifemenino. La Zarina en ningún momento toma parte en la educación del príncipe que es confiada primero a una viuda, en los primeros años de la infancia, y después a un ayo, en cuanto el nifto empieza a tener uso de razón. La nula importancia que tiene la madre es evidente en la crisis que Fewei pasa a los quince años: muestra deseos de viajar y de ver mundo. La Zarina, por medio de sus damas (la parte femenina), procura disuadirle; le ofrece para ello una esposa amable, hermosos vestidos y los placeres de la corte. Fewei lamenta el dolor que causa a su madre al irse, pero se niega a permanecer en la corte. Los placeres fáciles y la superficialidad que hay en la oferta de la Zarina no le tientan. El Zar y Weisemund, su consejero, le ordenan quedarse y apelan a la disciplina y a la responsabilidad. Fewei proclama su respeto por la órdenes de su padre y se queda. Y no solamente se queda sino que lo hace sin el menor signo de ira y de rebelión hacia su padre. El otro relato que toca el tema de la educación, «El Escolar Virtuoso» {Miscelánea Instructiva, Curiosa y Agradable, 1796) es un clásico cuento de ejemplo moral. Con él entramos en un amplio grupo de relatos cuyo fin es presentar a un personaje que constituye un ejemplo de una determinada actitud, bien sea positiva o negativa. Se trata de cuentos generalmente cortos, de estructura sencilla y con poca definición de los caracteres, pues su interés es destacar una u otra cualidad moral. En el cuento que nos ocupa, «El Escolar Virtuoso», se nos quiere presentar un modelo de virtudes gracias a una ejemplar educación. Fillol, el protagonista, ama tiernamente a sus padres, en especial a su madre, cumple gustoso todas las órdenes que se le dan y se lanza
educación de Fewei es un gran éxito y supera los mimos de la infancia y los caprichos de la juventud y se convierte en un príncipe y gobernante amado y respetado por su pueblo.
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a una obra secreta de caridad estimulado por los buenos ejemplos que recibe. El valor de una correcta educación para conseguir un buen comportamiento del muchacho queda enfatizado en el final del cuento cuando un amigo de la familia dice a la madre: «¡Que dichosa sois! Todo esto es obra vuestra. Continuad, el trabajo no está aún acabado, ¡pero que felices son sus principios!» (149). Por cierto que éste es el único caso en que encontramos a una madre tomando parte activa y positiva en la educación de sus hijos. Los cuentos de ejemplos morales son abundantes. Podemos citar «Roberto» en que se alaba la conducta caritativa, «Snelgrave» ejemplo de conducta humanitaria, «Ejemplo de amistad» y «Extraordinario valor...» sobre la amistad, «El Czar Jwan», elogio de la vida sencilla, «El Juez Prudente» y «Hamet y Raschid» en los que se ataca la avaricia, «Alnaschar» que exhorta a la visón realista de la vida y abandonar los sueños de grandeza y «Cuento del Oriente», una metáfora de la vida. Algunos de ellos resultan ciertamente chocantes desde la óptica actual. Es el caso, ya citado, de «Snelgrave», que se presenta como un hecho auténtico. Snelgrave, un tratante de esclavos «muy recomendable por su humanidad» según nos dice el autor del cuento, oye una noche llorar a una de sus prisioneras. Esta, a quien al aparecer no le importa haber sido capturada por fuerza, metida en un barco a la fuerza y aprisionada en él, le dice que la causa de su llanto es que el día anterior ha perdido a su hijo. Al día siguiente, Snelgrave acude a un banquete con el rey del país donde se encuentra y allí ve a un niño llorando, prisionero. Snelgrave, compadecido, decide rescatarle porque es evidente que el niño estará mucho mejor siendo esclavo de un blanco, y lo consigue aunque tiene que luchar con todo el ejército del rey. De vuelta en su barco el niño resulta ser el hijo de la cautiva y todos le quedan tan agradecidos a Snelgrave por su humanitaria acción que le juran lealtad y se van con él, encantados de que les venda como esclavos. No menos chocante resulta el «Ejemplo de Amistad» (Diario de las Musas, 1790) en el que para dejar bien claro el nivel de la amistad con que Zenothemis estima a Menecrato, el primero se casa con la hija del segundo. La heroicidad consiste en que Menecrato es pobre y su hija es fea. Como dice su propio padre «no es más que media mujer, un cuerpo contrahecho, casi baldado, tuerta, mal agestada» (165). De ahí el supremo heroísmo de Zenothemis. Por cierto que el cuento no nos dice qué le pareció el negocio a la
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hija de Menecrato y si Zenothemis era, quizás, un prodigio de belleza. Pero sí nos aclara que Zenothemis, una vez casado, se complacía en sacar a su mujer en público «como trofeo de su amistad» (166). Estos dos últimos relatos son muy esquemáticos y se dedican sobre todo a ilustrar el hecho sobre el que se quiere llamar la atención. Algo más de elaboración se encuentra en narraciones como «Roberto» y «El Czar Jwan». «El Czar Jwan» parte de un motivo conocido: el monarca que sale de incógnito a visitar a su pueblo para conocer la realidad que hay más allá de palacio 18 . Un cuento con una serie de motivos, el elogio de la vida sencilla y el gobernante benéfico y padre de su pueblo, que no podían en modo alguno irritar a la censura del momento. Más aún cuando nos encontramos ante una idea claramente conservadora: para conseguir la felicidad cada uno debe quedarse en su propio estado. «Roberto» presenta un hecho real, o al menos eso dice el autor. Un misterioso desconocido entra en la barca de un joven marsellés a dar un paseo. Traba conversación con Roberto, el joven piloto, y se entera de que él, como toda su familia, está trabajando duramente para conseguir reunir la cantidad de dos mil escudos para liberar al padre de Roberto, prisionero de los piratas berberiscos. El desconocido se aleja después de haberse informado de las condiciones del padre de Roberto. Semanas después el padre reaparece en Marsella ante la sorpresa y la alegría de su familia. Roberto queda convencido de que el desconocido ha sido su benefactor y le busca por toda Marsella. Por fin un día le encuentra, pero el benefactor, avergonzado, prefiere no reconocer su acto de caridad y tras En una de sus correrías se le hace de noche en un pueblo cercano a la capital y no encuentra a nadie que le de asilo. Al final le reciben en la casa más pobre del pueblo. El propietario es un pobre labrador que vive con su mujer, sus hijos y sus padres. Aunque en el momento que llama el Zar está dando a luz su mujer, le recibe y le atiende. El Zar observa, perplejo, que a pesar de la pobreza de la casa el labrador es un hombre feliz. Al día siguiente el Zar se va pero le ruega al labrador que espere para el bautizo, porque va a intentar que un amigo suyo, hombre muy generoso, sea el padrino de su hijo. El labrador accede a esta petición sin darle mucho crédito, pero al poco tiempo ve llegar a su casa una formidable comitiva. Al final llega la carroza del Zar y él en persona se baja de ella, se presenta ante el labrador que no sale de su asombro y se hace cargo del niño. Promete allí mismo la fortuna del niño, que será su ahijado, y de toda la familia.
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un leve forcejeo se aleja de Roberto. Según nos aclara el autor del cuento, que incluso da el nombre de la fuente que le dio el dato, el desconocido era Montesquieu. Otros cuentos morales entran más bien dentro del cuento con moraleja, sea esta más o menos explícita. Este es el caso de «Alnaschar», que el autor toma de la versión francesa de Las Mil y Una Noches que realizó Galland, y que no es sino una versión del cuento de la lechera, precedida de una larga introducción que, a cuenta de un verso de Horacio, advierte contra el exceso de esperanzas infundadas. «Hamet y Raschid» son dos pobres pastores de la India a los que de repente se les aparece un genio que les anuncia que les concederá un deseo. Hamet pide un arroyo para sus tierras, pero Raschid pide el Ganges. El genio le avisa de los peligros de la avaricia pero Raschid insiste y al final llega el Ganges a las tierras de Raschid, con una furiosa crecida, destruyendo todo y matando al ambicioso. «El Juez Prudente», otro relato procedente de Las Mil y Una Noches, cuenta cómo un comerciante parte de viaje dejando en manos de su vecino, un dervís, todo su dinero para que lo guarde. Cuando vuelve el comerciante va a recuperar su dinero y el dervís se lo niega. Va el comerciante a ver al juez y éste le indica que espere unos días mientras él se hace cargo del asunto. Esa noche invita el juez a comer al dervís y le anuncia que se va a ir de viaje y que le va a confiar sus tesoros mientras esté fiiera. Cuando el dervís se va, el juez llama al comerciante y le indica que vaya a reclamar al dervís su dinero, bajo amenaza de denunciarlo al juez. El dervís, pensando que conseguirá mucho más dinero quedándose con los tesoros del juez que con los cequíes del comerciante le devuelve a éste su dinero. Cuando, al cabo de un tiempo, extrañado el dervís de no tener noticias del juez, va a preguntarle, éste le amenaza con la cárcel si vuelve a repetir sus marrullerías. Mensajes todos ellos, como se ve, de inmovilismo social: no ambicionar nada por encima del estado de uno, mantenerse feliz con su suerte, considerar la ambición como algo negativo y ofensivo para los dioses, etc. La idea de la inmovilidad social que tantas veces aparece en la prensa dieciochesca. «Cuento del Oriente» 19 (Correo de los Ciegos, 1786) es una metáfora religiosa que sólo tiene del oriente el nombre y la palabra
Un viajero que sale por la mañana se dirige ilusionado a su punto de destino. Cuando el calor aprieta y el camino se hace difícil, decide tomar un camino
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Indostán al principio del relato. Un cuento de claro contenido religioso que incluso tiene un estilo más oratorio, de sermón, que de narración propiamente dicha, lo cual indica, probablemente, que proviene de un ejemplo moral para uso de oradores religiosos20. Otro tipo de ejemplo moral es el referido al buen gobernante. Éste es un tema espinoso para los escritores y por ello se lleva a cabo el relato siempre con un conveniente extrañamiento, espacial y temporal. Ya hemos comentado antes el claro paralelismo entre el argumento del relato y la realidad en el caso de «El Paseo de SchaAbbas, Rey de Persia». Otros relatos de este grupo ocurren en Turquía y Roma. En Turquía en 1601 se sitúa el relato «Achmet I» que trata el tema del buen ministro y en Roma, en el reinado de Marco Aurelio los cuentos «Villano del Danubio» (en el que se aborda un tema que ya había desarrollado Fray Antonio de Guevara) y «Rasgo de Piedad del Emperador Marco Aurelio». Estos dos cuentos tienen una estructura muy semejante. Son, básicamente, una pieza oratoria, mucho más extensa en el caso de «Villano del Danubio», a la que se ha dado un breve marco narrativo para situarla y explicarla. El tema fundamental en «Villano del Danubio» es el correcto gobierno de las colonias y en «Rasgo de Piedad» la relación del go-
paralelo más fácil y sombreado. Progresivamente se da cuenta de que cada vez se está apartando más del camino correcto, pero es tan agradable la senda por donde va que prosigue por ella, pensando que en cualquier momento puede regresar al camino real que abandonó por la mañana. De repente llega la noche, estalla la tormenta y se oyen aullar los lobos en la selva. El viajero se encuentra solo, perdido, temeroso y cansado. No sabe dónde está y ha perdido el recuerdo del camino de regreso a la senda principal. Ve una luz y se dirige hacia ella: es la cabaña de un ermitaño que le da cobijo. Al día siguiente el ermitaño le explica el significado de lo ocurrido por si aún no ha quedado claro: el día de viaje es la vida del hombre, el camino duro lo correcto, el fácil las tentaciones y la noche la vejez y la muerte. Esto se echa de ver en los largos períodos, en las enumeraciones y en el uso de la primera persona del plural por parte del ermitaño: «Nos arrojamos al tumulto de los negocios, nos rendimos a los placeres de los sentidos, paseamos de objetos en objetos nuestra inconstancia hasta que las tinieblas de la edad avanzada nos sorprenden y se apoderan de nosotros la incomodidad, la inquietud y la agonía. Entonces la reflexión nos llama a nosotros mismos, volvemos los ojos sobre nuestra vida pasada y este espectáculo nos causa horror, turbación y remordimiento; nos apesadumbramos, pero a veces en vano, de haber dejado los senderos de la sabiduría» (50).
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bernante con los súbditos. Teniendo en cuenta que ambos relatos fueron publicados en 1788, año de la enfermedad y muerte de Carlos III, no es difícil ver en ellos consejos políticos dirigidos al príncipe heredero, muy pronto rey Carlos IV. El hecho de que la parte principal del texto sea un discurso los convierte en cuentos muy rudimentarios, apenas desarrollados. Toda este serie de cuentos morales que hasta el momento hemos visto nos presentan una concepción de la moral bastante lineal, básicamente conservadora en lo político, en lo social y en lo religioso. Se percibe la creencia en las virtudes de una monarquía absoluta que tiene un trato paternal con sus súbditos, (así se describe al rey siberiano en «El Czarevvits Fevvei»: «Príncipe sabio y virtuoso que amaba a sus vasallos como un buen padre ama a sus hijos. No los cargaba de impuestos onerosos y en general miraba por ellos en toda ocasión cuanto le era posible», 541. Y Ogul, el buen ministro injustamente condenado por Scha-Abbas, proclama que toda Persia «ama a su Rey como a un tierno padre», 188) y en la que los súbditos aceptan con alegría su situación, sin pensar en variar de esfera social y económica, pues esa ambición es peligrosa. La idea de que alguien intente sobresalir, destacar por encima de su clase, es considerada peligrosa e incluso ofensiva. Así se lo dice el Genio a Raschid, cuando éste se atreve a pedir un beneficio mayor que el de su compañero Hamet: «Modera tus deseos, hombre débil e imprudente [...]. ¿Para qué necesitas más que tu compañero?» (467. La cursiva es nuestra). El Rey se encargará de solucionar las necesidades más apremiantes de sus súbditos, como indica Cañuelo en el «Discurso Tercero» de El Censor o como se nos cuenta en «El Czar Jwan». En el ámbito familiar el padre toma el lugar del rey. Es llamativo, dentro de ese campo, la preeminencia de la figura masculina dentro de la familia e incluso de la educación. Fevvei y el Señorito son educados por un ayo. Para Fevvei las figuras de referencia, los modelos a seguir son el Zar, su padre y su consejero Weisemund, y para el Señorito su padre y su tío. Mientras que las madres de ambos son presencias nocivas para la educación y formación de la personalidad de los jóvenes. Tan sólo la madre de Fillol escapa a esa casi universal caracterización negativa de lo femenino. Incluso la virtud más alabada y que más parece como digna de admiración en estos relatos es la caridad y la misericordia. Es decir, las virtudes que el superior muestra hacia los inferiores. Misericordioso es Fevvei cuando perdona a los tártaros que habían intentado
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secuestrarle; misericordioso es el ayo del Señorito cuando vuelve a hacerse cargo de su educación y renuncia a cualquier castigo o reproche, como misericordioso se nos presenta a Snelgrave en su relación con los esclavos; misericordioso es el «Juez Prudente» cuando renuncia a castigar más duramente al Dervís; misericordioso es Murad, el ministro de Achmet I, ejemplo de buen gobernante, al perdonar al intrigante Nasuf y misericordioso es Scha-Abbas cuando perdona a Ogul. Caritativo se nos muestra Fillol, el escolar virtuoso, un ejemplo de buenas cualidades, caritativo es Montesquieu al auxiliar a Roberto, el Czar Jwan con su pobre huésped y caritativo es el tío del Señorito en el pueblo donde vive. Caridad suprema es la de Zenothemis al casarse con la hija fea y pobre de su amigo. El «Rasgo de Piedad del Emperador Marco Aurelio» es toda una teoría de la misericordia y la caridad como guía de gobierno y relación del gobernante con los gobernados. A cambio de esta misericordia el súbdito debe corresponder con una lealtad clara y sin fisuras, con una estricta obediencia. Por eso se critica duramente la postura de Don Avaro Simplón y el resto de sus egoístas vecinos: se niegan a servir al rey en aquello que éste les pide: ese es el peor pecado de los súbditos. El pueblo debe obedecer y servir. En «Una disputa entre dos hombres» (Correo de los Ciegos, 1789), un cuento que hemos encuadrado dentro de los histórico-novelescos, el autor saca la siguiente moraleja sobre el papel del pueblo en el gobierno: «Un estado está siempre expuesto a grandes desgracias, cuando tiene el pueblo demasiado poder» (2691). Mientras que la falta de caridad, como vemos en las «Reflexiones en el entierro de un rico», lleva a la más absoluta soledad. El resto de cualidades que se pregonan en los cuentos están presididas por el «buen sentido». El buen sentido literario frente a los actores ridículos como «El Pobre Diablo», frente a los pedantes ridículos como la jovencita de «El Antojo», o frente a los poetas ridículos como ocurre en «La Prueba de la Amistad». El buen sentido de preferir una vida sencilla que resulta más sana (la primera parte de «Fewei») y que es recompensada («El Czar Jwan»), El buen sentido, según los autores de estos años, de mantenerse lo más lejos posible de las mujeres para conseguir la tranquilidad. Frente a todas estas cualidades llama poderosamente la atención la presencia de un cuento que nos da un visión negativa, amarga y escéptica de la vida. Se trata de «Medio de resucitar los muertos» {Correo de los Ciegos, 1788), en el cual se cuenta la amargura en-
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seftanza moral de Feridun rey de Persia21. Cuento con moraleja, en este caso bastante cínica: ni el amor apasionado, ni el tranquilo, ni el dinero, ni el poder, ni la vida tranquila, ni la sabiduría: nada da la felicidad. La estructura argumental es sencilla como en tantos otros cuentos que pretenden llevar a cabo una enseñanza. Hay un marco narrativo leve, en el cual se sitúan diferentes ejemplos de la falta de auténtica felicidad. El final del cuento nos resume la opinión del autor. Habla el filósofo con el rey: «¡Ah! Señor, los filósofos son hombres, muchas veces se engañan y algunas otras mienten. Por lo que a mí toca, puedo asegurar que he trabajado treinta años para alcanzar la sabiduría y la felicidad y es muy cierto que no he podido alcahzar ni una ni otra». «Pues según eso, amado Kulai, ¿ninguno es feliz?». «No, Señor, puesto que ya es preciso decírtelo. Nadie es feliz ni nadie pueda serlo en una tierra maldita del cielo. La heroína, cuya pérdida lloras, comprendió desde luego esta saludable y triste verdad. Se sujetó con valor a los decretos del cielo y usando bien de una vida infeliz, ha-
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Feridun pierde a su amada esposa y decide morir junto a ella. Después de pasar tres días y tres noches junto al cadáver, sin comer ni dormir, entra a verle el filósofo Kulai que le comunica que tiene el remedio para la situación: ha encontrado un medio de resucitar a la reina. Para ello sólo es necesario grabar los nombre de tres personas totalmente felices en la tumba. Feridun encarga a Kulai que busque a tres personas felices. Kulai va entrevistando a diferentes personajes que afirman ser felices: un joven enamorado que es feliz en ese momento pues su amada le ha acogido ese mismo día bien, pero que teme no serlo al día siguiente si su amada le trata mal entonces. Kulai rechaza esa idea de felicidad tan irregular. Después habla con una pareja de enamorados que se han casado ese mismo día, después de varios años de relación. Para comprobar su amor les pide que vivan ocho días juntos en total soledad y al quinto día la pareja se separa. Después llegan dos hermanos que para ser felices piden uno, ser gobernador de su ciudad y otro, ser rico; Kulai les dice que el rey concederá sus deseos si encuentran a un rico y a un gobernador felices. Los hermanos lo intentan pero los ricos sólo quieren ser más ricos y los gobernadores tener más poder. Se presenta otro joven que es feliz porque sabe disfrutar de todo con moderación y tranquilidad y aún a veces se priva de algo para no perderse en el placer. Pero su temor a la muerte, le dice Kulai, le impide ser verdaderamente feliz. Al cabo de estas entrevistas han pasado tres meses y Kulai acude a ver al rey para decirle que no ha encontrado ningún hombre feliz. El Rey, que ya está más tranquilo, le dice que bastará con su nombre y los de otros dos filósofos, pues, según se dice, la sabiduría hace feliz. Pero Kulai le dice que no es así y que él lleva más de treinta años buscando la sabiduría y la felicidad y que no ha encontrado ni la una ni la otra. Le recomienda que se deje de preocupar por la felicidad y el rey reconoce la sabiduría del consejo.
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brá sin duda merecido una mucho mejor. ¡Oh, Rey de reyes! Imita a tu augusta esposa y deja ya de afligirte por su felicidad». Después de haber el rey reflexionado un poco, agradeció al filósofo su astucia y la intención con que la había practicado. Ya no pensó en resucitar a la Reina y se consoló, con como todos se consuelan por lo común. El tiempo, la disposición y otras pesadumbres le hicieron olvidar las pasadas. (516. La cursiva es nuestra)
El pesimismo que se observa en este relato y en la frase señalada es inusual dentro del panorama de los consejos morales de los cuentos que hasta ahora hemos visto. Las virtudes que los ilustrados exaltan son virtudes prácticas y positivas, dirigidas a conseguir un mundo más feliz y un mejor funcionamiento del estado, a que el hombre se convierta en más útil para sus semejantes. Nada de esto hay en «Medio de resucitar los muertos», sino un pesimismo que casi llega al nihilismo: la felicidad es imposible y las desgracias quedan olvidadas cuando llegan otras desgracias nuevas. Ya hemos mencionado en un apartado anterior la abundante presencia de relatos históricos en la prensa del dieciocho, que se encontraba a gusto con ese género de narraciones «tan útiles e instructivas como deleitables» (1789; Introducción al Tomo VI) según decían los editores del Correo de los Ciegos. La historia no es un tema desusado en las páginas de los periódicos dieciochescos. En muchos de ellos aparecen escritos históricos, en algunos casos breves pero en otros bastante extensos, formando series que abarcan varios números del periódico en cuestión. La instrucción histórica era un fin suficientemente moral como para merecer la aprobación de los críticos dieciochescos. Por esa causa no se encuentran, en general, reparos a la presencia de la historia en la prensa. Pero en muchos casos se produce una evidente literaturización o, mejor aún, una novelización de los episodios históricos que son utilizados por los escritores que cultivan ese género de narraciones. Los asuntos que se seleccionan resultan llamativos por su extrañeza o por su cualidad patética, y el desarrollo presta más atención al destino de los personajes y a la aventura que se cuenta que a la fidelidad histórica. Hay relatos en los que esta novelización es llevada al mínimo. Son aquellos en los que se quiere presentar un personaje histórico, más o menos curioso y desconocido para el público español, como ocurre en el caso de «Juan Sobieski», «Shas-al-Dor, Sultana de Egipto» y «La Bella Baffo, Sultana de Constantinopla». En estos
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cuentos el argumento queda subordinado a la presentación de la figura principal que da título al relato, haciendo un rápido recorrido por su vida o (es el caso de «Juan Sobieski») presentando una serie de anécdotas más o menos reveladoras de su personalidad. En el extremo opuesto se encuentran aquellos cuentos en los que la historia no deja de ser un pretexto. Es el caso de «Helena», resumen novelizado de la Guerra de Troya, «Androclo y el León», versión de la conocida leyenda y de la «Anécdota Graciosa» (Correo de los Ciegos; 1789) que está ambientada en Turquía y que se dedica a ilustrar la siguiente afirmación con que empieza el relato y que resulta de muy dudosa veracidad histórica: «El primer Sultán que se emborrachó con vino fue Amurates IV» (2420). Por regla general hay una marcada preferencia por el tema amoroso y por el bélico a la hora de seleccionar asuntos. En muchas ocasiones esos dos temas aparecen conjuntamente en el relato. En uno de los más importantes de este grupo nos encontramos con ambos temas. Se trata de «Rasgos Sueltos de la Historia de Ciro» (Correo de los Ciegos; 1787). El cuento tiene dos partes, que son en realidad dos cuentos distintos sobre dos parejas de enamorados. El primero, más breve, cuenta la historia de Tigranes y su esposa. El segundo, el principal, es la historia de Panthea y Abradates. Con este título volvería a ser publicada, con una nueva redacción, esta parte del relato en 1807 en el Correo de Sevilla. En una batalla Ciro hace prisionera a Panthea, mujer de Abradates, famosa por su extraordinaria belleza. Tanta es esa belleza que Ciro prefiere no ver a su prisionera para no verse tentado por ella. Araspes, su confidente, afirma que él no sería tentado por esa belleza y Ciro le confía la custodia de Panthea. Pero Araspes se enamora violentamente y Panthea se ve obligada a quejarse a Ciro. Ciro llama a Araspes y le exhorta, ante el arrepentimiento de éste, a purgar su error buscando la gloria en la batalla. Panthea impresionada por la generosidad de Ciro decide intentar que su esposo Abradates abrace la causa del Rey de Persia. Lo consigue y Abradates se incorpora a las tropas de Ciro. Al poco tiempo Ciro parte a la guerra con Asiria y Abradates va con él. La separación de los esposos es muy dolorosa. Abradates muere en la guerra y Panthea se suicida ante su cadáver. El cuento en principio es otra narración que pregona las excelencias de las virtudes de la misericordia y la generosidad en el gobernante, del tipo de los que ya vimos en el apartado anterior. Pero
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la trágica historia de amor de Panthea y Abradates gana protagonismo y termina siendo el eje de la narración. Por eso las partes principales del relato se centran en ellos y muy especialmente en dos momentos: la separación de los enamorados en el momento que Abradates se dirige a la batalla donde encontrará la muerte y el llanto de Panthea ante el cuerpo de su esposo. La separación es descrita con abundantes detalles de patetismo: Llegó el día señalado y [...] le llevó Panthea un casco de oro [...]. Sorprendióse Abradates al ver aquellas armas fabricadas, sin saberlo él, por orden de Panthea. «Mi amada Panthea», le dijo «¿te has despojado de cuanto te servía de adorno para hacerme esta armadura?» «No», respondió Panthea «la más preciosa de mis alhajas me ha quedado, porque si tu pareces a los ojos de los demás lo mismo que pareces a los míos, serás tú mi adorno más rico». Pronunciaba estas palabras armándole al mismo tiempo y sus mejillas estaban inundadas de lágrimas a pesar de la diligencia que hacía por ocultarlas. Abradates [...] sube a su carro y cuando su escudero cerró la portezuela, Panthea, que no podía abrazar ya a su esposo besaba el carro dando gemidos. Bien presto se aleja y Panthea le sigue algún tiempo sin que la viese Abradates, pero volviendo éste los ojos la vio tras él y le dio un doloroso «Adiós». El exceso de su enternecimiento no le permitió pronunciar otras palabras y le hizo señas con la mano para que dejara de seguirle. Panthea se detiene, cubre su frente una funesta palidez y sus piernas trémulas apenas son capaces de sostenerla. Ya no puede seguir a Abradates, y todas su fuerzas la abandonan... (277)
Al final una historia amorosa predomina sobre la intención moral con que se iniciaba el relato, y la historia no deja de ser un mero marco para situar la tragedia. Esta progresiva importancia de la historia amorosa sobre la intención moral vamos a poder verla plenamente desarrollada en el último grupo de cuentos que vamos a estudiar más adelante. «Ogus Kara-Kan» y «Din-Mahamet» son otros dos relatos en los cuales la historia no deja de ser una excusa para entretejer una narración de aventuras. En «Ogus Kara-Kan» encontramos a un príncipe infelizmente casado por orden de su padre, que se enamora de una joven plebeya. El padre, irritado contra su hijo, encarcela a la joven y Ogus, para liberar a su amada, toma las armas contra su padre y conquista el trono. En «Din-Mahamet» se nos cuenta la historia del hijo bastardo de un rey, despreciado por la esposa legítima y por los parientes de ésta, que, gracias a su habilidad en la guerra, a su valor y a su salvajismo, consigue vengarse sangrientamente de sus ofensores, derrotar a los enemigos del reino y heredar el trono de su padre.
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Como resumen de todos estos relatos podemos decir que la historia en la mayoría de ellos no pasa de ser una percha en donde colgar una narración, generalmente de amor y de aventuras, y de esta manera cumplir, al menos aparentemente, con la finalidad moral tan presente en la mentalidad dieciochesca. No hay una auténtica finalidad moral sino una «excusa moral». Hay una serie de cuentos morales en los que la excusa moral que encontramos es la misma que en el caso anterior: la instrucción. No se trata aquí de hechos históricos sino de sucesos más o menos contemporáneos sobre los cuales el autor pretende informar. Esta voluntad puramente informativa puede ser más plausible en «La Mercadera de Londres» o en «Suerte de una dama que se había metido a predicadora». Pero en otros casos hay un evidente interés en ir más allá de una mera información y dar un desarrollo narrativo a la historia. Tal es el caso de «El Robo del Santo Sacramento» (Gazetilla Curiosa o Semanero Granadino, 1764). Narra el cuento el origen del nombre de la ermita del Santo Sacramento de Granada 22 . El autor no se limita a exponer los hechos desnudos sino que desarrolla con parsimonia toda la historia desde los preparativos del robo, hasta la ejecución de los criminales pasando por el robo mismo, la huida, el escondite, la investigación policial y el inesperado hallazgo de lo robado. Todo esto acaba convirtiendo el relato en un cuento de intriga y suspense en que se acentúa la impiedad de los ladrones o se pone de manifiesto lo casual del descubrimiento de las formas consagradas cuando se está registrando la casa del que se creía, simplemente, un ladrón de caballos. Para ello, por ejemplo, describe con detenimiento la entrada de los ladrones en la iglesia y no enumera simplemente lo robado sino que va presentando al Dos huidos de galeras que vivían en Granada cometen un robo en la iglesia de los Carmelitas de Alhama. Se introducen en la iglesia por la noche, a través de una ventana sin reja que hay en el tejado. Se apoderan de lámparas de plata, del cirio pascual, de las ropas de una imagen de la Virgen y del copón con las sagradas formas. Durante la noche, de regreso a Granada, guardan las formas en un pañuelo y rompen el copón y la patena para venderlos. Tiempo después uno de ellos es descubierto intentando vender unos caballos robados y es detenido y registrada su casa. Allí se encuentran las formas consagradas. Hay una procesión popular para devolver las formas a una iglesia y se acaban repartiendo entre seis iglesias para su veneración.
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lector, uno a uno, los sucesivos objetos sobre los que fija su atención el ladrón, dejando para el final el robo de la copa con las sagradas formas: Comenzó a hacer el despojo que le sugería su codicia diabólica: tomo dos atrileras carmesíes, dos lámparas de plata, una de María Santísima del Carmen y otra de Jesús Nazareno. Quitó del candelera el Cirio Pascual, engañado de ver a su exterior de cera, y a la verdad era de palo toda su alma. No quedó saciada aquí la audacia, pues se atrevió a desnudar una imagen de María Santísima de la Soledad, para quitarle un guardapié de tela que tenía para adorno interior. Ya quedaría contento el celo católico de que habíase quedado sosegado aquel pervertido corazón con el robo que allí había hecho, pero alcanzó a más aquel émulo de la insaciable codicia del traidor apóstata Judas, porque brindado de la ocasión de haber visto un Sagrario con la llave puesta, lo abrió y tomando en sus indignas manos el copón con el Santísimo Sacramento y bastante número de formas, lo robó de su tabernáculo trayéndose la cortinica y el capillo. (1-2)
Prosigue Fray Antonio de la Chica poniendo de manifiesto el atrevimiento de los ladrones que entran con las formas consagradas en Granada, escondidas dentro de una gavilla de hierba, «atravesando toda la ciudad desde el puente del Genil hasta una casa inmediata a la parroquia de San Ildefonso» (2). El descubrimiento de las formas es también presentado con una técnica de suspense, dado que hasta en dos ocasiones el autor da a entender que las autoridades no llegan a comprender la importancia de lo que encuentran, puesto que no estaban buscando en absoluto las formas robadas en Alhama: «Mandó aquel juez que le registrasen la casa, y hallaron sólo un aparejo y unas lías, y estando ya para irse quitó el alguacil la piedra que tapaba el agujero y habiendo hallado el capillo, juzgando por su peso no haber allí cosa de importancia se lo echó en el bolsillo, pero habiéndose quedado solo y viendo que ello estaba atado con una cinta lo desató, y viendo en él unas formas enteras y otras quebradas, discurriendo lo que podía ser, lo llevó a casa del juez» (3. La cursiva es nuestra). El interés del autor por poner de manifiesto la impiedad y el sacrilegio de los ladrones y en expresar hasta qué punto el descubrimiento de las hostias consagradas fue fruto de la casualidad y estuvo a punto de no hacerse, y de esta manera aumentar la tensión del relato, le lleva a realizar una novelización de los hechos que va más allá de una mera exposición de los hechos reales. Una clara novelización encontramos también en «Un Ciego de Nacimiento» (.Diario de Valencia, 1798). La historia base es la sor-
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prendente curación de un joven de veinte años, ciego de nacimiento, gracias a una operación. Pero el autor va más allá del mero hecho de la curación y se detiene en las reacciones del personaje ante sus primeras visiones. El ciego en su primer momento de visión siente una especie de éxtasis místico: «De repente hirió la luz los ojos del ciego, que se quedó como ocupado de una especie de éxtasis y a muy poco tiempo se le notó una indisposición nacida de la fuerza de la sorpresa, de la admiración y de la alegría» (577-578). Los primeros momentos de vista los dedica el ciego a descubrir lo que hay a su alrededor. Los parientes, temerosos de que sea demasiada impresión la vista repentina, deciden llevarle a una habitación oscura y vendarle los ojos, para que se acostumbre poco a poco a la vista. En este momento el ciego cae en la desesperación, pues teme no volver a ver: «Se quejaba amargamente de que le habían encantado para engañarle y hacerle creer que había gozado de la vista» (579). Finalmente, para quitarle la venda se decide que lo haga su novia. La joven está alegre por la curación de su amado y al mismo tiempo temerosa de que cuando éste la vea su amor desaparezca (¿Cómo no pensar en Marianela!) «Yo he querido ser la primera en volverte la vista porque tanto suspiras, sin embargo que no has gozado de ella sino por un instante. Pero no puedo ocultarte una viva inquietud que me agita: tú me amas, la ceguedad no te ha impedido cobrarme una afición en que consiste mi felicidad, pero tal vez la vista de que vas a gozar me hará perder tu amor. No hallarás en mí las gracias que tu imaginación me ha atribuido. Verás otras mujeres que te parecerán más hermosas, por lo que temo perderte para siempre, lo que sin duda me hará desgraciada, pero me resuelvo a ello porque tú seas feliz. Dime cómo ha entrado en tu corazón el amor que de mí has concebido porque ordinariamente su paso es por los ojos» (580). Pero su novio la tranquiliza. Proclama que si la vista le quitara su amor, preferiría no volver a ver, «pues no hay dicha que pueda equivaler a la dicha que experimento en amarte, en decírtelo y en oírte. Si deseo la vista es para verte y me acuerdo muy bien que de todo lo que vi la última vez, tú sola fuiste quien más me admiró y agradó» (581). Termina el cuento con la recuperación definitiva del joven y la unión de los enamorados. Como ocurre en la historia de Panthea y Abradates la primera intención de la historia desaparece y queda como eje fundamental una historia de amor, trágica en el caso de Panthea, feliz en el caso del joven ciego y su novia.
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Merece también ser mencionado, dentro de este grupo, el relato titulado «Hecho Memorable» (Correo Literario de Murcia, 1794) no tanto por su estructura narrativa o por su desarrollo, sino por el tema que toca. Según nos dice el subtítulo, se trata de un suceso publicado en la Gaceta General de París en 1764, (aunque la fecha de la carta a los jueces que se incluye en el relato es de 1773). El hecho que se cuenta es un doble suicidio de dos jóvenes soldados de veinte y veinticuatro años sin una causa inmediata para ello, sino simplemente por un hastío de la vida. Difícilmente podríamos encontrar un tema más inmoral, más nocivo y más repugnante para la mentalidad ilustrada y al mismo tiempo más próximo a la sensibilidad romántica. Es más, la parte principal de la historia se reserva para dos cartas de los suicidas, auténticos manifiestos del «fastidio universal»: Carta a los jueces Un hombre que muere con su entero conocimiento, debe no dejar ignorar nada de lo perteneciente a su suerte, a los que a él sobreviven. Nosotros nos hallamos en este caso y queremos impedir que se inquiete a nuestros huéspedes y dar cuenta de nuestra partida. [...] Humano es el mayor de los dos y yo, Bordeau, soy el más mozo. [...] Humano tiene sólo veinticuatro años, yo no he cumplido aún cuatro lustros. Ningún motivo tenemos ni uno ni otro que nos obligue a interrumpir nuestra carrera. Sabemos que existe un momento para dejar de existir para toda la eternidad y queremos anticiparnos a este acto despótico del destino. En fin estamos disgustados de la vida y ésta es la única razón que nos la hace dejar. [...] Hemos probado todos los placeres de esta vida y el mayor de todos que es el de hacer bien a nuestros semejantes. Todavía pudiéramos gozar de ellos pero todos los gustos tiene fin y la misma idea de que han de acabarse los envenena. [...] Señores jueces, nuestros cuerpos quedan a disposición de Vms, pero despreciándolos como los despreciamos, poco nos importa cuanto quieran hacer con ellos.
Carta de Bordeau al teniente Clerac Mi teniente: es tiempo de dar a Vm gracias por la amistad y favores que le debí durante la residencia en esa plaza. Acuérdome que muchas veces en nuestras conversaciones dije a Vm. que me disgustaba mi estado actual. Esta confesión era ingenua, pero no exacta. Después me he examinado más seriamente y he conocido que aquel disgusto no sólo se extendía a mi estado actual sino también a todos los estados posibles, a los hombres, a todo el universo y aún a mí mismo. De este principio debía sacar una consecuencia. Cuando todo nos cansa debemos dejarlo todo [...]
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Historia del cuento español (1764-1850) En fin llega el instante en que voy a dejar la patente de existencia que tengo en mi poder casi veinte años ha y que me cansa de diez años a esta parte [...] Escribo a Bar para que entreguen a Vm unos cuadernos que deje en Guise [...] en ellos encontrará Vm algunos fragmentos de Literatura nada vulgares [...] Si se existe después de esta vida y hay peligro en dejarla sin permiso procuraré venir a avisarle a Vm. Si todo se acaba con la vida, aconsejo a todos los infelices, esto es, a todos los hombres, que imiten mi ejemplo [...] Su más afecto y reconocido servidor que fue primeramente humanista, después letrado, después pasante de procurador, después fraile, después dragón y después nada. (210-213)
Pocos personajes más propios para impresionar a una sensibilidad romántica que este joven de veinte años, autor de fragmentos literarios, a quien le disgusta todos los estados posibles, los hombres, el universo y aún él mismo, que ya ha probado los diferentes estados de la vida, incluido «el rojo y el negro», y que está cansado de vivir desde los diez años. Y que como acto final de rebeldía decide quitarse la vida para rebelarse contra el destino y anticiparse al acto despótico de quitársela a pesar de su voluntad, reconociendo que en el fondo ya no es nada. El hecho de que el relato se publique y que no provoque una catarata de protestas en el periódico donde apareció nos indica que ya hay una sensibilidad romántica formada en los suficientes lectores como para que esta historia aparezca en prensa. No hay aquí un sentimentalismo lacrimoso que nos haga calificar esta historia de prerromántica, o de romántica dieciochesca, sino un extremado nihilismo que emparenta a Bordeau con los románticos más exaltados del XIX. Hay una serie de relatos que van más allá de las características que hemos visto en la narrativa ilustrada y que tienen elementos distintos, desde la ambientación fúnebre a la exploración de sentimientos morbosos, pasando por el amor como fuerza capaz de romper barreras. Formalmente hablando, dentro de ellos hay algunos que por el estilo y la actitud del narrador están a caballo entre los cuentos y los poemas en prosa, sobre todo por la invasión del relato de un punto de vista subjetivo, personal y apasionado más propio de la lírica que de la narrativa. El primero, cronológicamente hablando, de estos relatos es la «Historia de Sabino y Eponina». Se público en el Correo de los Ciegos de Madrid, sin firma, el 14 y 17 de Julio de 1787. En este
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último día se añade al final una nota del editor que merece la pena ser tenida en consideración: Parecerá que esta historia está escrita de una manera muy romanesca; pero los hechos que contiene son de la verdad más exacta, y como el asunto tiene tanto interés y el carácter de Eponina es tan perfecto, el Autor no pudo menos de añadir al fondo histórico, fielmente seguido, algunas ligeras ilustraciones. Sería de desear que este asunto se tratase con toda la extensión, y gracias de que es susceptible: enriqueciendo la literatura con un romance histórico, que podría ser tan moral como patético: y sería también argumento más digno de una comedia que muchas que suelen escogerse. (330)
El uso del adjetivo «romanesca» a la altura de 1787 tiene un indudable interés. El nombre que se aplicó a los autores de la nueva sensibilidad que impregnó Europa desde finales del siglo XVIII ha sido objeto de varios análisis. Un elemento que se ha analizado con profusión es la aparición de la palabra «romántico» como ya vimos con anterioridad (véase el punto 4.4). Presente en España desde 1818, «romántico» tiene un significado igual a «romancesco» que data de 1814. Podemos pues decir que romancesco y romántico son términos idénticos. Pero, ¿qué ocurre con «romanesco»? En 1854 Jerónimo Borao lo identifica con las otras dos palabras que hemos venido citando: «Romanesco, romancesco y romántico, expresan todo lo que se parece a la novela, lo que se presenta con aire extraño, lo que afecta de un modo enérgico a la imaginación [...] No se tiene con esto la idea completa del romanticismo, pero si lo principal de ella» (1989; 25). Peers (1989; 126), en 1933, también los considera idénticos, de tardía aparición, e imponiéndose el de «romántico» a partir de 1820, aunque años después, en su obra principal (1973; I, 64, n 156), documenta el empleo de la palabra «romanesco» en el Correo de Madrid, el tres de noviembre de 1787 —más tardía por tanto que la que estamos analizando— aunque, como apunta con justicia Sebold (1983; 131), sin darle ninguna importancia. El término es visto en fin por Sebold como un absoluto galicismo, una imitación servil del francés romanesque cuya significación sería «Que tiene los caracteres literarios de la novela; propio de la novela» (1983; 146) y su uso es parigual al de «romancesco» que «a partir de 1764 se hace cada vez más común [...] para caracterizar obras teatrales de argumento extravagante y novelesco» (Sebold, 1995; 183). Esta definición de Sebold se ve corroborada cuando se comprueba que el ejemplo de su uso que Peers hace se refiere a una
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crítica que el Correo de Madrid hace a una comedia de magia: «Historia puesta en acción sin verosimilitud, sin sal, llena de amores romanescos, de galanteos escandalosos y expresiones truhanescas» (1973; I, 64. La cursiva es nuestra). Ahora bien, en el caso que nos ocupa, —anterior, hay que recordar, al documento de Peers— no estamos hablando de una obra de teatro sino de una narración. Y es más, el editor del Correo de Madrid se refiere a un estilo, a una manera determinada de crear literatura: esta historia está escrita de una manera muy romanesca. Aquí la definición de «parecido a la novela» es difícilmente admisible, puesto que no dejaría de ser una obviedad, en 1787, decir que un cuento se escribe con las características de una novela. En esos años, como ya hemos dicho, no hay conciencia de la diferencia entre ambos géneros narrativos. Tal uso del adjetivo «romanesco» estaría reservado, o al menos eso parece, para obras de teatro o poesías. Aquí la palabra «romanesco» significa, siguiendo la definición que antes hemos visto de Borao, «lo que se presenta con aire extraño, lo que afecta de un modo enérgico a la imaginación». Por eso el editor se ve obligado a certificar la autenticidad de los hechos y a afirmar con énfasis las virtudes morales del relato. Es decir, que el adjetivo se refiere a una forma de escribir que se diferencia de la forma habitual de esta penúltima década del siglo XVIII. ¿Qué elementos encontramos en el relato que caracterizan su estilo «romanesco»?, estilo con el cual, también según Borao, «no se tiene con esto la idea completa del romanticismo, pero si lo principal de ella». El argumento de este relato es sin duda lo que lleva al editor a calificarlo de romanesco. Sabino, pretendiente frustrado al trono imperial de Roma, que Vespasiano ha conseguido, decide huir de la furia del nuevo emperador, escondiéndose en un subterráneo. Para ello incendia su casa y finge su muerte, pero no cuenta nada de ello a su esposa, Eponina, creyendo que ésta no podrá soportar el encierro junto a él. Eponina, al conocer la noticia de la muerte de su esposo decide suicidarse por hambre. Sabino, conmovido, hace llegar a su esposa la noticia de que aún vive. Eponina acude al encuentro de Sabino en el subterráneo. Tras el reencuentro, los esposos deciden proseguir su vida en común en la cueva. Eponina queda embarazada y tiene dos gemelos, que nunca salen del encierro. Cuando estos han cumplido ya nueve años, Sabino es descubierto por las tropas de Vespasiano y va a ser ejecutado. Sin embargo, Eponina
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consigue acercarse al soberano y suplicar su perdón. Aunque se supone que Vespasiano concede el perdón el cuento culmina con la súplica de Eponina. Muerte simulada, anagnórisis, suicidio por amor, escenarios subterráneos... Elementos, todos ellos, presentes en el relato y que harán fortuna en el romanticismo. Suficientes para que un lector de 1787 entienda esta narración como «romanesca». En el año 1788, el 22 de Octubre, se publica, también en el Correo de los Ciegos, «El Convaleciente y el Sepulcro». Galaty, el protagonista, ha conseguido sobrevivir a una grave enfermedad, durante la cual se ha despedido en tres ocasiones de su mujer y de sus hijos, creyendo estar a punto de morir. Ya recuperado, sale un día a disfrutar del fresco aire de la montaña y ante el bello paisaje que descubre hace un canto de alabanza a Dios por la vida que le ha regalado. Todo a su alrededor le transmite vida y alegría. Pero de repente se encuentra con un cementerio y pasa a considerar la proximidad de la muerte, aún de la suya propia. Todo aquello que antes le había parecido lleno de vida lo encuentra ahora próximo, casi inmediato a la muerte. Al final consigue salir de esos instantes de angustia gracias a la ayuda de la religión y de la esperanza de la salvación. Lo fundamental del relato es la descripción del estado de ánimo de Galaty, analizado a través de tres momentos: el entusiasmo por la belleza de la vida, la desesperación ante la muerte y el consuelo de la religión. Encontramos aquí un elemento característicamente romántico como es la visión organicista de la vida del hombre y la especial identificación del espíritu con la naturaleza. Galaty, en un primer momento no sólo disfruta del esplendor del paisaje: siente que todo a su alrededor ha renacido con él. Enajenado con esa felicidad entona un canto de alabanza a todo lo que le rodea: ¡Qué hermosa perspectiva! ¡Qué riqueza! ¡Qué profusión! ¡Qué superabundancia de vida! Todo parece que toma parte en mi alegría. Cada objeto más fuerte y vigoroso participa de la salud que he recobrado. [...] Todo me convida a disfrutar y cada instante me prepara delicias siempre nuevas y siempre puras. Yo te saludo, oh ribazo encantador; montaña majestuosa, yo te saludo. Mieses doradas, pámpanos siempre verdes, cada día os tributaré mis agradecidos afectos, ya sea que me pasee en medio de los campos que adornáis, ya sea que fatigado me siente a la sombra de los pinos que os dominan o ya me detenga en los prados floridos en que pastan y retozan los rebaños de mi patria. La felicidad que me ofrecéis no tiene mezcla de disgusto; la paz que me dais es inalterable. (1227-1228)
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Pero esta perfecta unión de la naturaleza y el hombre, tan perfecta que incluso el paisaje participa de la salud que el enfermo ha recobrado, queda truncada por la presencia del sepulcro, por la imagen de la muerte, que hace que los mismos elementos del paisaje que antes estallaban de vida y salud sean ahora elementos mensajeros de la muerte y la destrucción: Un tropel de pensamientos amontonados se ofrece de golpe a su alma atemorizada. Un llanto involuntario corre por sus mejilla aún descarnadas. Considera sollozando aquellas ricas mieses ya prontas a ceder a la hoz destructora. Más arriba mira los pastos, tan antiguos como el mundo, cubiertos ahora de fría nieve. Delante de sí advierte aquel sitio asilo de un silencio eterno, en el cual por todas partes se miran las tristes señales de la muerte y del tiempo. (1228)
Se trata de la deformación de la visón de la naturaleza después de pasar por el tamiz de la mente o del estado de ánimo del contemplante. La naturaleza se comprende a través de sentimientos: el horror, la melancolía, lo sublime y no a través de juicios estéticos basados en una naturaleza ideal preexistente en la mente. El romántico contempla la naturaleza y se identifica con aquellos aspectos que mejor se ajustan a sus emociones: silencios, penumbras, soledad, lejanía. O su estado mental es tan fuerte que transforma y altera la realidad de la naturaleza o la interpreta para acomodarla a su estado de ánimo. Sebold ya estudió este caso (1983; 96-108) al analizar una poesía de Cadalso de 1773, «A la muerte de Filis», que el considera un auténtico «manifiesto romántico de 1773». Dalmiro, ahogado por su pena, realiza una transformación consciente de la realidad circundante: los mirtos se transforman en lúgubres cipreses, los corderos en leones, el canto del jilguero en la ronca voz del cuervo, etc. De la misma manera Galaty pasa de considerar las «mieses doradas» una muestra de la «salud de la naturaleza», cuando su estado de ánimo es positivo, a verlas, en plena angustia, como un anuncio de la llegada de la «hoz destructora». Esta transformación de la realidad para acomodarla a un determinado estado de ánimo es muy característica del paisajismo y de la sensibilidad romántica. Uno de tantos ejemplos podemos encontrarlo en un artículo de viaje: «Una visita al sepulcro de Abelardo y Eloísa» de Ángel Fernández de los Ríos (El Siglo Pintoresco, 1845; 133-139). El protagonista está en París. Triste e insatisfecho sin un objetivo claro, sale a pasear. Pronto la gente le agobia y se acerca al cementerio del Pére Lachaise. Allí se encuentra con un escritor
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francés, conocido suyo, que le enseña la tumba de Abelardo y Eloísa. La vaga tristeza que siente el protagonista a lo largo de la tarde, ante la tumba de los célebres amantes, culmina en el momento de emoción que es la cima del artículo: La tarde había pasado insensiblemente. El Sol se acababa de poner, una sombra rojiza señalaba su curso en el horizonte; la luna llena se elevaba sobre un fondo azulado; el aire estaba en calma, la noche creciente permitía distinguir mil luces, que cual estrellas brillaban en la agrupación confusa de los edificios de París; un silencio profundo reinaba en aquel recinto, sólo a intervalos se oían los acentos lúgubres de algunos pájaros nocturnos, y por el lado de la capital un ruido semejante al que forma una cascada lejana; las sombras se acrecentaban, ya no se distinguía más que lo blanco de las pirámides y de las tumbas. La soledad del lugar, lo apacible de la noche, y lo majestuoso de la escena, aumentaban la impresión de tristeza que me dominaba anteriormente; ensanchóse mi corazón con la plegaria y dos gotas de agua brotaron de mis ojos. (1845; 138)
Fernández de los Ríos plantea una visión romántica del escenario de su efusión sentimental: el crepúsculo le permite dibujar un paisaje de contornos no definidos, borrosos. Esteban Tollinchi (1989; I, 195-196), a propósito de los paisajes románticos, recuerda que en la iconografía literaria la atmósfera ensoñada suele manifestarse en la preferencia por los paisajes en que se pierde el perfil preciso y se obtiene lo borroso o lo ambivalente, como sucede en los paisajes de otoño, los crepúsculos, nocturnos y claros de luna. Para conseguir este efecto de crepúsculo y claro de luna, Fernández de los Ríos lleva a cabo una transposición de elementos, sustituyendo lo real por una serie de detalles imaginarios muy propios del romanticismo. Así nos consigue presentar un cementerio en el interior de una ciudad como si estuviera alejado de todo, en un lugar solitario. Las luces de los edificios se convierten en estrellas lejanas y el rumor de la ciudad en el ruido de una cascada. La naturaleza, el paisaje se transforman para que coincidan con el estado de ánimo del protagonista. «Himno al Sepulcro» fue publicado en 1788. Su objetivo es explorar y desarrollar una mentalidad morbosa obsesionada con el sepulcro y el deseo de la muerte. Lo estrictamente narrativo es mínimo. El narrador protagonista hace referencia a la muerte de sus padres, sin que se explique de qué manera ocurrieron esas muertes y hace vagas alusiones a la muerte de algunos misteriosos amigos. No hay referencias a ninguna amada, pero se nos dice que la muerte de los padres y de los amigos es lo que le ha llevado a esa desespe-
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ración, a esa angustia, a esa incapacidad de enfrentarse con la vida y a ese deseo constante de la muerte. Comienza el narrador proclamando su especial sensibilidad que le hace radicalmente diferente de tantos hombres que son incapaces de sentir. La creencia romántica en su característica especial de ser persona más sensible que la gente vulgar, de encontrar en esta sensibilidad un distintivo de especial valor y excelencia está presente en el autor del himno. Sensibilidad extrema que le lleva a una irremediable soledad: «Huérfano y aislado entre los hombres ingratos, ya no me queda ningún amigo. Me veo extranjero y solitario en el universo y para colmo de desgracias, aún vivo» (886). Decide abandonar para siempre la casa de sus padres y tanto es su dolor que todo a su alrededor participa de él «Toda la naturaleza se resintió, gimieron las duras rocas, enmudeció el río que riega aquellos deleitosos campos y sus blandas orillas repitieron mucho tiempo sus dolorosas quejas» (886). Pero su huida es inútil. El dolor no le abandona porque permanece dentro de él, en su especial sensibilidad. No hay escapatoria, no hay más solución que la muerte. «¡Ya no hay felicidad para mí! Desprecio enteramente el mundo y no espero descansar sino en el sepulcro, ya no vivo sino para exclamar: ¡Ah! ¿Cuándo amanecerá mi último día? ¿Cuándo dejará de arder el hacha de mi vida? ¿Cuándo desapareceré como una sombra o caeré sobre el cuchillo de la muerte, como la flor aniquilada por el aquilón? Mientras el sepulcro pone fin a mis males, no tendré más envidia ni consuelo que el vivir bajo estas tristes sombras que alimentan mi dolor, divierten mi sufrimiento y hablan sin cesar a la causa productiva de mis males» (886887/894). Una sensibilidad morbosa y lacrimosa la de este narrador que se pregunta a sí mismo: «¿Tendré valor para traer a la memoria unas pérdidas tan amargas y que renovándose cada día me hacen derramar lágrimas sin cesar?» (894). La escasa importancia de lo puramente narrativo, que casi desaparece, en favor de la expresión del espíritu atormentado del protagonista, con una obsesiva repetición de todos los elementos que representan o pueden representar la muerte, convierte este relato en un híbrido entre cuento y poema en prosa. «Los Dos Paladines o la Amistad a Prueba. Cuento Caballeresco» se publica en el Correo de Murcia los días 17 y 20 de agosto de 1793. Ya desde el subtítulo, «Cuento Caballeresco», se nos indica la presencia de un tema tan frecuentado por la narrativa romántica como una Edad Media de caballeros y desafíos en la que no falta el
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torneo, tan caro a los novelistas románticos desde Walter Scott. Sigifredo y Fridigerne son hermanos, jóvenes y nobles, dos paladines en la corte de Carlomagno. Su amistad era tan estrecha y unida que no había en sus corazones ninguna mujer, hasta que llega a la corte la bella Armonda de Baviera. Ambos quedaron enamorados pero mantuvieron en silencio su amor y lo mismo hizo Armonda, aunque ella ya se había decidido por Fridigerne. En un torneo que se celebra en la corte de Carlomagno cuatro guerreros ganan las prendas de la victoria: son los dos paladines y Amalarik y Giserico, gemelos vándalos de alta cuna. Los vándalos son jorobados y feos y Armonda los ofende gravemente al entregar las prendas del torneo. Los dos gemelos, deseando vengarse, presentan al emperador las pruebas de que el Conde de Baviera, padre de Armonda, hacía traición al Imperio. El conde es encarcelado y muere envenenado en la cárcel y su hija es condenada al patíbulo. Los dos paladines aceptan la defensa de Armonda y desafían a los acusadores vándalos, a los que derrotan y obligan a confesar su mentira. Después de esto Armonda declara su amor por Fridigerne y Sigifredo sufre un cruel desengaño. Poco antes de la boda Fridigerne se ve obligado a abandonar la corte. Se va, dejando a Armonda bajo la protección de Sigifredo en un castillo cerca de Aix. Estando en el castillo se declara en Aix una cruel epidemia que causa gran cantidad de muertos. Sigifredo ve su oportunidad, hace correr la voz de que Armonda ha muerto, encierra a ésta en un calabozo, escribe a su hermano contándole la muerte de su prometida y hace colocar en la capilla del castillo un espléndido sepulcro. Mientras todo el mundo cree a Armonda muerta, Sigifredo se enfrenta con ésta y le indica lo que desea: que se convierta en su esposa. Armonda se niega y Sigifredo desesperado decide matarla. Pero en ese momento llega Fridigerne, anonadado por la noticia de la muerte de Armonda, a llorar y dejarse morir sobre el sepulcro de su amada. Sigifredo permanece presa de una terrible agitación interior. Finalmente su honradez vence a la locura que el amor le causa y saca a Armonda del calabozo y la presenta a Fridigerne. El personaje central es Sigifredo, que anuncia ya un protagonista que encontraremos dentro de las novelas románticas: un hombre enloquecido, enajenado por la fuerza del amor que puede convertirse en un pasión destructora. Para conseguir a su amada recurre a una estratagema muy parecida a la que el Conde de Lemos utiliza para conseguir burlar el amor de Beatriz Osorio y Alvaro Yáñez, el
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Señor de Bembibre, aunque en esta ocasión la muerte fingida sea la de la mujer y no la del hombre. Sigifredo consigue dominar su locura al final, pero en muchos momentos del relato se encuentra tan obsesionado y monomaniaco como el Macías de El Doncel de Don Enrique el Doliente. Está sometido a tremendas presiones que le enajenan y se hacen dueñas de su razón: Ocho días de continuas penas, de reflexiones melancólicas, de memorias horribles, hicieron fluctuar en su alma en un piélago de tormentos espantosos. Fatigaban su espíritu el bárbaro y desenfrenado amor, la desesperación de obtener el fruto de sus criminales procedimientos, la memoria de su traición y felonía, la voz de la sangre, el clamor de la amistad violada y la vergüenza inseparable de tantos crímenes acumulados. Este combate de la razón y las pasiones llegó, en fin, a desarreglar su juicio enteramente. Resuelve, pues, cortar un nudo que no podía desatar y ciego de furor se arroja al último delito decretando concluir la horrible tragedia con la muerte violenta de la inocente Armonda. (153)
Esta lucha de sentimientos contrarios, este amor que es peligroso para uno mismo y para la persona amada y que pude desembocar en el asesinato o en el suicidio, el «bárbaro y desenfrenado amor» (153) que siente Sigifredo es una auténtica pasión devoradora romántica. Cuando Sigifredo «arrebatado de su funesto frenesí, sofocados los remordimientos de su corazón y negado a la voz de la naturaleza caminaba colérico al aposento de la infeliz belleza cubierto el rostro de una negra banda y desnudo el bárbaro puñal, ejecutor de su locura» (153-154) dispuesto a dar muerte en el calabozo a Armonda, se encuentra en el mismo estado de ánimo, de amor y odio al ser amado al tiempo, que el templario Brian de BoisGuibert cuando, profundamente enamorado de la judía Rebeca, se muestra dispuesto a luchar con cualquiera para conseguir su condena. Las pasiones enfrentadas de Bois-Guibert le producen la muerte en una especie de suicidio emocional. Sigifredo en cambio es capaz de recuperarse de su locura; aún su figura no ha llegado al satanismo de los héroes románticos decimonónicos. El amor trágico aparece en «Historia de Palmira, sacada de un manuscrito antiguo» que se publica en Miscelánea Instructiva, Curiosa y Agradable en 1796. Palmira una noche sale de su cabaña y contempla la oscuridad mientras llora copiosamente. Su hijo la sorprende y la pregunta qué ocurre. Palmira le cuenta su historia. Huérfana en su juventud a los dieciocho años se promete con Elidoro, el padre de su hijo. Mientras tanto Dorimon, el señor del pueblo, la asedia pero ella le desprecia. Los dos enamorados se casan y na-
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ce el hijo de ambos pero pocos días después, mientras están por la noche junto al río, Dorimon aparece de repente y amenaza a Palmira con un enorme cuchillo. Indica a Elidoro que si quiere salvar a Palmira de la muerte, él debe suicidase ahogándose en el río. Elidoro, desesperado, así lo hace, Dorimon desaparece y Palmira se desmaya. Palmira se queda sola con su hijo. Pocos días después Dorimon vuelve en un barco trayendo consigo el cadáver de Elidoro. Arrepentido, implora perdón pero Palmira le desprecia. Entierra a Elidoro junto al río, allí donde están hablando ella y su hijo. Finalmente le dice a su hijo que no abrigue sentimientos de venganza. De nuevo el amor como fuerza destructora es protagonista de esta historia en la que destaca su extrema lacrimosidad. Palmira recuerda llorando a su marido: «¡Permíteme que riegue con mis lágrimas esta triste rivera!» (124) y el narrador indica que «las lágrimas corrían copiosamente de su ojos». El hijo de Palmira la interroga: «¿Quién puede causarte tan tierno llanto? Derrama, derrama madre mía, tus lágrimas sobre mi seno: ¡cuán dulce me será participar de ellas!» (125). Elidoro vuelve después de una ausencia y Palmira derrama «lágrimas de alegría» (128). Cuando Elidoro se ve obligado a suicidarse mira a Palmira «vertiendo un torrente de lágrimas» (130) y no puede hablarle porque «los sollozos le cortaron la voz y ahogaron sus palabras» (131). Su hijo llora al oír la muerte de su padre (131). Al día siguiente de la muerte de Elidoro, Palmira, mientras cuida de su hijo, «vertía arroyos de lágrimas sin poder detener su curso» (132). Cuando Dorimon le trae el cadáver, Palmira le cuenta a su hijo: «Regué con mis lágrimas las tristes reliquias de mi esposo» (134). Finalmente, después de enterrar a Elidoro, planta un sauce junto a su tumba. Concluye el cuento con estas palabras de Palmira a su hijo: «Todas las noches vengo a pasar algún rato al pie de este árbol sagrado [...] Yo no sé explicar el placer que hallo en derramar lágrimas en este sitio» (138). Sebold (1983; 187) sintetiza en pocas palabras la diferencia entre el llanto de uno y otro siglo: «Las lágrimas del segundo romanticismo son en su conjunto interiores a diferencia de las del primer romanticismo que había sido mucho más llorón y húmedo». Aunque usualmente esta lacrimosidad extrema había sido asociada a obras de teatro como El Delincuente honrado o poetas como Meléndez Valdés, tampoco deja de aparecer en la prosa, como observa Francisco Bravo Liñán (1998) analizando tres relatos publicados en el Correo de Cádiz. «Historia de Palmira» situando a sus persona-
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jes en una situación límite, les lleva a un llanto casi constante, de tal manera que el cuento se le puede calificar sin dificultad con los un tanto sardónicos adjetivos de «húmedo y llorón» que Sebold utilizaba. En el mismo afto y en la misma revista (1796, Miscelánea Instructiva, Curiosa y Agradable) aparece la «Canción Otaitiana». Ejemplo perfecto de gusto por el exotismo, se trata de una narración en primera persona en la que Waheine, una tahitiana, habla a su hijo pequeño, contándole la historia de su amor por Kaneena, el amor y la fidelidad de éste y la felicidad que ambos comparten. El monólogo de Waheine está lleno de elementos exóticos. Su hijo duerme en hojas de banano, el papagayo se interna en el bosque al amanecer, la ofrenda de bodas de Kaneena fue una igname y un penacho de plumas rojas... Hay una constante comparación entre el modo puro de vida de los tahitianos y el impuro de los europeos. Es el tan consabido tema de la virtud de la civilización natural: Wahaine cree a su marido porque «la mentira europea no ha manchado jamás sus labios». Cuando habla de los europeos Waheine los compadece: «¡Ah infelices! No es el mutuo amor lo que les une sino la necesidad.[...] La alegría, [...] la sencillez la tranquilidad, el colorido de la salud son prendas negadas a sus mujeres... Oh, Tahití, tierra afortunada, tierra querida de los dioses, la calma, la felicidad, la comodidad, el placer jamás se han apartado de tus riveras» (254). Ya hemos mencionado anteriormente «La Peña de los Enamorados. Historia Trágica Española», una narración publicada entre febrero y marzo de 1796 en el Correo de Cádiz y firmada por "B". "B", según todas las posibilidades, se trata del editor del Correo de Cádiz, a quien ya hemos mencionado en este estudio: José de Lacroix, Barón de Bruére. La historia es sencilla. Una princesa mora de Granada y un cautivo cristiano se enamoran superando todas las diferencias de religión, raza y sentido del honor que les separan. Huyen del reino y del rey que les persigue. Al fin, acorralados por el ejército árabe, se suicidan arrojándose desde lo alto de un escarpado risco que desde entonces lleva el nombre de Peña de los Enamorados. Faxardo, el protagonista de la historia, se va a ver atrapado entre su amor por Zátima, la joven princesa, y el agradecimiento hacia Abénacar, el rey moro que le ha tratado con gentileza y cortesía. El conflicto interior enfrenta su amor contra su obligación:
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¡Podré estar separado de Zátima! ¿Podré vivir un solo instante sin verla!... ¡Pero mi patria!... ¡Mis padres!... ¡Ah desgraciado Faxardo, más te hubiera valido morir en el combate, hubieras muerto gloriosamente, que no acabar de esta manera infeliz!... ¿Mas qué se dirá de mí si retardo mi partida? ¡Un español, que ve roto sus hierros no volar al combate! ¿Cómo excusarse a los ojos de España, del universo todo? ¿Qué medio para libertarse de su propia conciencia? (66-67)
El personaje dominante de la historia es la princesa mora que en todo momento se adelanta a los hechos, los provoca y decide la suerte, tanto suya como la de su enamorado. Faxardo es un típico ejemplo de «héroe mediocre» que, arrastrado por las circunstancias y por la voluntad de Zátima, actúa sin tomar decisiones conscientes. Faxardo está todo el relato preso de las más vivas dudas y de la más total indecisión. Cuando Zátima le revela su amor y le pide que se quede y Abénacar le ordena abandonar su reino, Faxardo piensa en huir con su amada, pero se da cuenta de hasta qué punto su amor le deshonra y renuncia a sus planes: ¿Mancharás, Faxardo, con un indigno crimen, las glorias que te hicieron estimar de tu contrario? ¿Has de seducir una princesa hija de tu bienhechor? Aunque no reparará tu amor en la ingratitud que cometes, ¿no eres cristiano? Zátima, ¿no profesa una secta contraria y que miras con el mayor horror? Sí ¡todo debe separarnos! Rompe Faxardo para siempre unos lazos que te precipitan de un abismo a otro. ¿No temes faltar a la hospitalidad, a estos sagrados derechos? ¿No te avergüenzas de faltar a tu patria? ¿No eres español y caballero?... (70)
Decisión de Faxardo que se viene abajo cuando Zátima aparece. Este conflicto entre el amor y el honor es el que lleva a otros escritores románticos a tratar el tema. Pero Bruére no es todavía un romántico revolucionario, ni su Faxardo puede llegar a las impiedades que por amor cometen el Macías de Larra o el Mansilla de Los Amantes de Teruel. Se encuentra, sí, en medio de la fuerte lucha interior y de los sentimientos contradictorios de los que hablamos ya antes en «Los dos paladines»: Faxardo llora, los más contrarios y opuestos sentimientos despedazan su interior, forma el proyecto de alejarse prontamente de aquel país, sin despedirse de la Princesa, sin verla, sin informarse siquiera de si era sabedora de su partida: pero cuando se ama con la extraordinaria viveza con que la amaba, ¿cómo se puede ejecutar estos intentos? ¿El amor no renace entonces con más fuerza, con más poder? Faxardo es el blanco de los combates de los sucesivos asaltos de la razón, del amor, de la obligación, del honor y de una pasión que quiere quedar victoriosa. (67)
A la fuerza del amor se añade también la de un honor dividido. Fajardo obligado por su lealtad y agradecimiento a Abénacar le da
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palabra de irse de Granada y llevado de su amor da también palabra de no abandonar a Zátima. Esto le lleva al definitivo conflicto, en el cual vence la voz del amor reforzada por el honor: Es un rayo que le hiere: se contempla en la situación más peligrosa, y se mira hecho infame seductor, faltando a las leyes del agradecimiento, y traspasar el corazón de un padre que lo ha distinguido y favorecido sobre manera; a su libertador ¡qué consideración tan terrible!. Mira por otro lazo a Zátima a quien ama, y de quien es amado, expuesta al furor y cólera de su padre, abandonada, y sin él, conducida a la muerte más cruel, y esta idea le hace temblar de amargura y de dolor. Su honor se halla comprometido por ambos, y lo pierde por tenerlo. (74-75)
Zátima por su parte, de acuerdo con su papel dominante y decidido, no alberga ninguna duda. Para ella su amor lo es todo y mientras Faxardo se debate aún en su irresolución, ella ya ha olvidado todo lo que es y ya está dispuesta a dejarlo todo por su amor. Fatme, su doncella, la pregunta asombrada: «Señora! ¿Qué decís? ¿Abandonaréis por esta fatal pasión vuestros padres, vuestra patria, vuestra religión? ¡Me estremezco!...» «Zátima ya no es Princesa de Granada, es esclava de Faxardo», le responde la hija de Abénacar, «es la última expirante de sus muchas prendas, no podré sostener su ausencia: esta partida me conducirá al sepulcro...quiero arrojarme en los brazos de la muerte». (73)
Y, efectivamente, se arrojan en los brazos de la muerte. Acorralados en su intento de huida, Zátima conserva en el último momento la iniciativa que durante todo el relato ha mantenido, mientras que Faxardo está, como siempre, arrastrado por los acontecimientos: La ligera tropa los alcanza y los rodea: Fatme, el esclavo y los escuderos caen heridos de mil golpes mortales. Sus enemigos, cada vez más furiosos, deseosos de apoderarse de su presa, se acercan a la peña dando horribles gritos y comienzan a trepar a la cima. Los dos infelices amantes conocen que no tienen que esperar remedio alguno. Zátima habla la primera y le dice al caballero: «Faxardo, hemos perdido toda esperanza. Nos amamos, pero no podemos vivir juntos; muramos pues». Diciendo esto se abraza con el caballero, lo estrecha fuertemente y se arroja con él desde lo alto de la peña, que aún en el día conserva el nombre de La Peña de los Enamorados. (75)
Este amor trágico, el conflicto entre amor y honor y la victoria del amor, dubitativa en Faxardo, absoluta en Zátima, la presencia del héroe mediocre arrastrado por los acontecimientos de tantas novelas románticas... Para que no falte detalle alguno hay un torneo en el que Faxardo batalla, venciendo a todos los caballeros moros y entregando la prenda de su victoria a Zátima.
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Presenta además este cuento una característica formal típica de la novela romántica: la proximidad entre el discurso narrativo y el teatral. Ermitas Penas (1993) ha estudiado esta proximidad. Para esta autora «la acción [de las novelas románticas españolas] se organiza en escenas dialogadas sucesivas, con entradas y salidas de los personajes, en ámbitos cerrados o abiertos de evidente cufio dramático [...] También los monólogos o soliloquios, dichos en alta voz gozan de idénticas prerrogativas que los dramáticos. Es curioso observar en nuestra novela histórica romántica cómo el análisis de la intimidad de los personajes que el narrador describe alterna en el texto con trancos no pensados pero sí emitidos verbalmente por las criaturas novelescas, como en el teatro» (169). La descripción del interior de los personajes, de su modo de actuar y de su evolución a través de diálogos y de monólogos que el propio personaje pronuncia en voz alta en la novela: ésa es, precisamente, la forma que Bruére tiene de caracterizar la evolución de Faxardo y de Zátima. Faxardo pronuncia tres monólogos en el cuento. En el primero proclama su dolor ante el deber de marcharse pero recuerda su condición de cristiano. En el segundo, después de recibir la orden de partida de Abénacar se debate entre la obediencia a éste y el amor que siente. En el tercero, dispuesto a despedirse por carta de Zátima, piensa en su propia muerte, inundado por el dolor. En cuanto a las escenas dramáticas, podemos anotar la escena en que Faxardo espera a su anónimo corresponsal y una mujer misteriosa se acerca con un velo, la declaración mutua de amor entre los dos enamorados en la habitación de la princesa, que debe ser hecha con palabras indirectas y con el recurso de un espejo que Faxardo entrega a Zátima, envuelto en un pafio, diciendo que si levanta la tela verá allí el retrato de su amada, o la súbita aparición de Zátima y Fatme en la habitación de Faxardo cuando éste ya se disponía a irse, cambiando así su determinación. «Zilia o la hospitalidad» aparecida en 1796 en Miscelánea Instructiva, Curiosa y Agradable, es una historia de amor con final feliz. Abdallah ha recorrido el mundo buscando una esposa. Al final la encuentra en Persia. Es Zilia la hija de Ben-Hassán de religión musulmana. Abdallah es adorador de Mitra pero las diferencias religiosas no van a obstaculizar ni la boda ni la felicidad de los enamorados. El cuento está narrado en primera persona por el propio Abdallah que recuerda la feliz historia de su matrimonio, varios
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años después, rodeado de sus hijos. El amor como fuerza de identificación humana que va más allá de las diferencias religiosas. 6. Conclusión Los cuentos publicados en el siglo XVIII constituyen una exploración de las posibilidades de un género que hasta entonces había permanecido dormido. Los autores se enfrentan a diversas posibilidades de desarrollar esta fórmula literaria ya olvidada y las acometen por razones puramente pragmáticas: su perfecta adecuación para un nuevo medio de expresión; la prensa. En medio de esta búsqueda de posibilidades narrativas, de experimentos cuentísticos, de adaptaciones, traducciones, refundiciones y plagios, se entreteje la nueva sensibilidad que el romanticismo dieciochesco va introduciendo en los escritores. La noción de utilidad moral va perdiendo la fuerza que antes ejercía (aunque no desaparece del todo, pues va a continuar asociada a muchos cuentos hasta el día de hoy), a la vez que aparecen narraciones que persiguen la revelación de un sentimiento libre, más allá de cortapisas morales. El cuento del XVIII se divide en dos grandes grupos: los cuentos que responden a la intención moral y didáctica omnipresente en la literatura de nuestros ilustrados y un cuento de puro entretenimiento, que prescinde de toda intención moralizadora y en el que se encuentran buena parte de las características que luego definirán el movimiento romántico del siglo XIX. Los cuentos didácticos se dirigen sobre todo a conseguir un adoctrinamiento moral de los inferiores: la educación para que todos se mantengan en la clase social que les corresponde; el conformismo social y lealtad del gobernado hacia el gobernante son sus principales asuntos. A cambio se preconiza la misericordia y la compasión como virtud básica y principal de quien ostenta el poder, tanto en el plano político y social como en el familiar. Pero la misericordia desaparece cuando los súbditos (en el caso del Estado) o la mujer (en el caso de la familia) intentan abjurar de los papeles de sumisión y obediencia que tienen asignados: en ese caso el castigo es pronto y tajante. Los cuentos que se despreocupan de la moralidad y que buscan únicamente el entretenimiento del lector abordan temas de amores desgraciados y muchas veces imposibles, crímenes espantosos y
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aventuras sorprendentes. Muchas de las historias están ambientadas en épocas antiguas, con aparición de elementos tan consabidos del romanticismo como la Edad Media de torneos y desafíos. Otros elementos que podemos encontrar en estos cuentos son una abundante lacrimosidad, gusto por lo sombrío y oscuro, anagnórisis, sentimentalismo exacerbado, panteísmo egocéntrico, amor loco e irracional, obsesión por la muerte, fastidio universal y tendencias al suicidio. Elementos, todos ellos, que han sido caracterizados desde siempre como pertenecientes al romanticismo revolucionario. Sin dar ninguna obra de gran relieve, lo cierto es que a la altura de 1800 el cuento está perfectamente preparado y asentado para su evolución futura: ya ha conseguido hacerse un sitio entre los géneros cultivados, ha dado muestras de su versatilidad temática y formal, ha explorado varios caminos para su desarrollo posterior y es un elemento a tener en cuenta dentro de los gustos del público. El creciente fenómeno de la prensa española garantizaba además un desarrollo futuro. Los escritores románticos, profesionales sin complejos, cultivan el cuento como cultivarán todas las formas literarias susceptibles de ofrecer un rendimiento económico. Sólo el hecho de estar tan íntimamente ligado a la prensa retrasa unos años su expansión. El reinado de Fernando VII impidió un desarrollo ordenado en el cuento, como en tantas otras cosas. Por eso, cuando al final de su reinado vuelve la prensa y un cierto aroma de libertad, el cuento, como toda la literatura española, estalla gozosamente, consiguiendo en pocos años una superabundante cosecha en cantidad y calidad.
CAPÍTULO II EL CUENTO ESPAÑOL DE 1800 A 1850
1. División cronológica Los primeros cincuenta años del siglo XIX son ricos en acontecimientos históricos y literarios. Tan ricos que es harto difícil establecer una división en períodos dentro de esa cincuentena, no por la escasez de fechas significativas, sino por la abundancia de ellas. En el plano histórico podemos pensar en las siguientes fechas: 1808 (Abdicación de Carlos IV y Fernando VII, Invasión francesa, Guerra de la Independencia), 1812 (Constitución de Cádiz), 1814 (Regreso al poder de Fernando VII y primera reacción absolutista), 1820-23 (Trienio Liberal), 1823-33 (Ominosa Década), 1833-1840 (Regencia de María Cristina), 1833-1839 (Guerra carlista), 18401843 (Regencia de Espartero), 1843 (Mayoría de edad de Isabel II) y 1844 (Década Moderada). Eso sin contar con los acontecimientos que supusieron el fin del imperio español en Sudamérica: a lo largo de estos cincuenta aftos las colonias sudamericanas fueron sublevándose e independizándose hasta que al final de la cincuentena el imperio donde no se ponía el sol sólo era un vago recuerdo. Época de grandes cambios, grandes y rápidos. El frenesí de actividad histórica y política determina que la España de 1850 tendrá poco que ver con la que en 1800 contemplaba la llegada del siglo XIX. También en la historia literaria los acontecimientos son intensos y rápidos. La división tradicional entre el siglo neoclásico, el XVIII,
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y el siglo romántico, la primera mitad del siglo XIX, ha desaparecido ya totalmente y, como comenta Aguilar Piñal hablando de la periodización literaria del siglo XIX, «en el estado actual de la crítica la confusión prevalece sobre la claridad» (Aguilar Piñal, 1992; 243). A lo largo de estos cincuenta años podemos señalar una serie de fechas en las que se producen acontecimientos más o menos significativos en el plano literario: 1801 (Primera traducción de Atala de Chateaubriend; El Duque de Viseo de Quintana), 1803 (Primera traducción de Werther de Goethe), 1805 (Pelayo de Quintana), 1806 (El Sí de las Niñas), 1814 (Polémica calderoniana), 1815 (Muerte de Meléndez Valdés), 1820 (Publicación de El Censor de Lista, Miñano y Gómez Hermosilla), 1823 (Publicación de El Europeo; Ramiro, Conde de Lucena de Rafael Húmara y Salamanca), 1825 (No Me Olvides londinense de José Joaquín de Mora; traducción de Ivanhoe y El Talismán de Walter Scott por José Joaquín de Mora), 1826 (Arte de hablar en prosa y verso de Gómez Hermosilla), 1828 (Discurso sobre el teatro de Agustín Durán; El Duende satírico del día de Mariano José de Larra; Gómez Arias de Telesforo Trueba y Cossío), 1829 (Discurso de Donoso Cortés), 1830 (Poética de Francisco Martínez de la Rosa; Los Bandos de Castilla de Ramón López Soler), 1831 (Publicación de Cartas Españolas), 1834 (El Moro Expósito del Duque de Rivas con prólogo de Alcalá Galiano; La Conjuración de Venecia de Francisco Martínez de la Rosa), 1835 (Publicación de El Artista-, Don Alvaro o la Fuerza del Sino del Duque de Rivas, Panorama Matritense de Ramón de Mesonero Romanos), 1836 (Publicación del Semanario Pintoresco Español, El Trovador de Antonio García Gutiérrez), 1837 (Los Amantes de Teruel de Hartzenbusch; suicidio y entierro de Larra), 1840 (Annus mirabilis de la lírica romántica; Poesías de Espronceda; Cantos del Trovador de Zorrilla), 1842 (Muerte de Espronceda), 1843 (Los españoles pintados por sí mismos), 1844 (Don Juan Tenorio de José Zorrilla; El Señor de Bembibre de Enrique Gil y Carrasco), 1845 (El Hombre de Mundo de Ventura de la Vega) y 1849 (La Gaviota de Fernán Caballero). Fechas y acontecimientos, todos ellos, que en un momento u otro del debate se han argüido y utilizado como prueba de la aparición, desaparición, vivencia, pervivencia o supervivencia de una determinada escuela, tendencia o característica literaria.
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Ahora bien, cara al desarrollo del cuento en España durante esos años no todas esa fechas son significativas. Las circunstancias históricas, y muy principalmente la libertad de prensa e imprenta y el devenir de la fortuna de las publicaciones periódicas, van a influir decisivamente en un género que a lo largo de todos estos años tiene un medio de publicación básico y principal: la prensa periódica. La inmensa mayoría de los cuentos de estos cincuenta años ven la luz en periódicos y revistas y muchos de ellos no conocen otra forma de publicación, pues nunca fueron recogidos en libro. Teniendo en cuenta estos factores podemos dividir los primeros cincuenta años del sigo XIX en tres períodos, con unas características claramente diferenciadas en cada uno de ellos con respecto a los cuentos. Primer período. 1800-1808. Últimos años del Reinado de Carlos IV En lo que a la narración breve se refiere es una prolongación de las características del cuento en el siglo XVIII, que se vieron en el capítulo anterior. Temas y técnicas semejantes y publicaciones que siguen los moldes de las dieciochescas (Correo Literario y Económico de Sevilla, Minerva o el Revisor General, Variedades de Ciencia Literatura y Artes) o incluso han empezado a publicarse en el siglo anterior {Memorial Literario). La producción cuentística es relativamente abundante, habitual en páginas de periódicos y revistas, e incluso con la publicación de algún libro (Mis Pasatiempos de Cándido María Trigueros, 1804). Segundo período. 1808-1830. Guerra de la Independencia. Cortes de Cádiz. Primera época absolutista. Trienio Liberal. Ominosa Década Práctica desaparición del relato breve en la literatura española. Históricamente se oscila entre dos períodos (Guerra de la Independencia y Cortes de Cádiz —1808 a 1814— y Trienio Constitucional —1820 a 1823—) de una libertad de expresión como no se había conocido en España en toda su historia (y que no se repetiría durante el siglo XIX) y otros dos (Sexenio Absolutista —1814 a 1820— y Década Ominosa —1823 a 1833—) de prohibición casi absoluta de la palabra escrita y de feroz y encarnizada persecución del pensamiento. En los momentos de libertad la política se enseñorea de la prensa periódica. Los redactores de los periódicos aquejados de urgencia expresiva y dedicados casi por entero a la polémica
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no se dedican al cuento. Como dice un asombrado redactor del Semanario Patriótico el 22 de septiembre de 1808: «Si alguno hubiera dicho a principio de octubre pasado que antes de un año tendríamos la libertad de escribir sobre reforma de gobierno, planes de constitución, examen y reducción del poder y que apenas se publicaría escrito alguno en España que no se dirigiese a estos objetos importantes, hubiera sido tenido por hombre falto de seso». Pero la realidad de esa libertad es tan evidente que los escritores españoles se lanzan entusiasmados a opinar lo que no pudieron en (como dice el mismo autor) «la larga y continua opresión». Opresión que cuando reaparece de la mano de la siniestras figuras de Fernando VII, el aguador Chamorro y el ministro Calomarde, sepulta no sólo el cuento sino toda la cultura española. Los escasas manifestaciones de la narración breve de estos años hay que buscarlas en la emigración española en Londres (José María Blanco-White y José Joaquín de Mora) y en alguna obra muy aislada («Historia de Don Alfonso de Córdoba y Doña Catalina de Sandoval» —1818—). Tercer Período. 1831-1850. Últimos años del reinado de Fernando VII. Regencia de María Cristina. Regencia de Espartero. Mayoría de edad de Isabel II. Década Moderada El nacimiento de Isabel II supone un nuevo cambio en la política de Fernando VII, que va apoyándose cada vez más en los liberales para combatir las pretensiones de los carlistas. La apertura que propició este acercamiento del rey a los liberales provocó, entre otros efectos, una instantánea revitalización de la prensa y, en paralelo, del cuento. Gracias a esta revitalización se produce la explosión del cuento español, que inicia una época, todavía no terminada, de cultivo importante en cantidad y calidad. El hecho básico es la aparición de las revistas literarias que desde el principio tuvieron en el cuento uno de sus componentes fundamentales. Cartas Españolas (18311832) fue la primera de estas revistas, aunque tradicionalmente se otorga a El Artista (1835-1836) el mérito de ser la primera revista romántica española. El enorme y prolongado éxito del Semanario Pintoresco Español (1836-1857) implanta en España de manera definitiva una fórmula que seguirían las principales revistas literarias románticas en las que se pueden encontrar gran cantidad de cuentos de toda índole. En cuanto a los libros son todavía escasos y en la mayoría de los casos de escasa importancia.
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2. 1800-1808: Permanencia de la narración dieciochesca No es de extrañar que los cuentos publicados en estos primeros años del siglo (hasta 1808) sigan respondiendo a las características de la centuria anterior. Características que vamos a repasar brevemente. Los cuentos aparecen mayoritariamente en publicaciones periódicas. Sobre éstas sigue ejerciendo un férreo control la censura. Las palabras «libertad de imprenta» no están aún presentes (quizás si imaginadas) en la prensa de la época. Los «papelistas» que publican esta prensa siguen buscando medios de atraer al público y el cuento es uno de ellos, como ya se ha experimentado en el siglo anterior. Estos papelistas se esfuerzan con denuedo, pues siguen siendo profesionales que viven de su trabajo en los periódicos. Continúa la narrativa huérfana de crítica y las escasas alusiones que a ella aparecen son desfavorables, descalificando, ante todo, su falta de utilidad, su presunto ánimo a la conducta inmoral, su escasa originalidad y la pobreza de su lenguaje. Un acierto, el más grande, ha sido la prohibición que ha hecho el Gobierno de publicar novelas. Las que teníamos, y las infinitas que se han mal traducido del extranjero, nos sobran para corromper el mal gusto literario con unas obras en que a espaldas de una moralidad tal vez impracticable, se nos radica la afición a la frivolidad, y a las acciones romancescas y ridiculas.
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{El Regañón General, 1803; Tomo 1, 14-
El autor de El Regañón General enuncia en este artículo, con fiera acritud, los reproches que los ilustrados irían haciendo a la novela y a toda la narrativa a lo largo del siglo: malas traducciones, deficiente lenguaje, inmoralidad, presentación más detallada del vicio que de la virtud, inverosimilitud, carácter estrafalario de los personajes... No se trata de una opinión aislada. El mismo Trigueros en el prólogo de Mis Pasatiempos (publicado en 1804, aunque el autor ha muerto en 1801) se dedica a arremeter contra el género narrativo al que pertenece su libro. Considera que las novelas de su época son «conjuntos de mentiras insulsas, frías, monstruosamente filosóficas que para nada pueden servir, sino para acabar de apestar las costumbres que ha largo tiempo que no están muy sanas» (vi). Ese efecto negativo sobre las costumbres se debe a que «los ejemplos buenos se admiran y se olvidan, los malos se vituperan pero se recuerdan y a la larga se imitan» (xiii). Estos manuales del vicio son
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además escritos por «sanguijuelas literarias» (xii) que venden por suscripción y que abusan de los lectores llenando páginas y páginas sin invención, llenas de repeticiones, con exceso de palabras superfluas y, en su mayor parte, pésimas traducciones que «no pueden leerse sin asco» (xii). Poca reputación literaria y poco mérito literario tendrá, pues, un genero que abunda en traducciones malas, personajes estrafalarios, acciones romancescas y ridiculas (es digno de notar la igualdad del significado de ambas palabras a la altura de 1803 con una carga claramente peyorativa para «romancesca»), e incitación al vicio, escrito por sanguijuelas literarias. A poco que se recorran las páginas de los periódicos de estos ocho años se recogen multitud de testimonios de esta preocupación moral. El Memorial Literario de 1804 hace grandes alabanzas de Pablo y Virginia considerando que es «una preciosa joya, el más interesante y agradable cuento de cuantos los escritores de nuestros tiempos han compuesto». Uno de las mayores méritos que ve el crítico en la novela es que «valiéndose su autor sólo de caracteres virtuosos, y no oponiéndoles jamás el contraste del vicio, ha sabido dar el mayor interés a su narración». De tal manera que todo el libro es «gracia, dulzura, amor y sensibilidad» (1804; V, 17). La excelsa moralidad de narraciones como Pablo y Virginia se opone a la profunda inmoralidad de otras. El mismo memorial, unos años antes, hace una crítica acerba de las Lecturas útiles y entretenidas que Pablo de Olavide ha publicado con el seudónimo de Atanasio de Céspedes y Monroy, primero por la mala realización y sobre todo por la falta de moralidad: Esta obra es una colección de novelas sacadas en la mayor parte de novelistas extranjeros y nacionales, como confiesa el autor en el prólogo. Todas ellas son de poco mérito en cuanto a su plan, caracteres y moral y en lo que toca a su lenguaje aseguramos de todas veras que son pésimas. (1801; I, 65)
Para nuestros fines es importante considerar que estas críticas se dirigen no sólo a las novelas sino a todas las formas narrativas. El Regañón General se queja de la «granizada de novelas, cuentos y anécdotas que estaba descargando sobre nosotros» mientras que Trigueros, usando una imagen casi idéntica, proclama que «nos inundan por todas partes con novelas, historias, cuentos y anécdotas» (vii). Es decir, que el cuento es nombrado por primera vez como un género narrativo en prosa presente en la escena literaria del momento por parte de dos críticos, siquiera sea para criticarle acer-
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bamente. Mas como no se critica lo que no existe, es fuerza concluir que la presencia del cuento ya se había hecho perceptible. No obstante su valoración sigue siendo ínfima, y ningún literato «serio» le concede valor como género. Esta falta de consideración del cuento se refleja en otras características que ya vimos en los cuentos del siglo anterior: anonimía, plagio, traducciones y refundiciones. La anonimia es una casi constante. Basta consultar las páginas del Correo Literario y Económico de Sevilla, por ejemplo, para certificar que, mientras que las colaboraciones poéticas van casi invariablemente firmadas (siquiera sea con iniciales o seudónimos), las narraciones aparecen en su mayor parte sin el nombre de su autor. El escritor responsable de los cuentos no sentía la necesidad de vincular la obra a su nombre, probablemente por el nulo mérito que se suponía a ese tipo de obras. Esta anonimia hace difícil determinar si la publicación por segunda vez de un cuento en otra publicación periódica representa un plagio o una nueva publicación por parte de su autor. Es el caso de «La Inconstante Cefisa» que apareció sin firma en el Correo de los Ciegos (1790; VII, 29-230) y que vuelve a ser publicada en Variedades de Ciencia, Literatura y Artes (1804; 304-305) con el título «El Amor sin Alas» firmada por «J. De la B. De la J.»1. Las traducciones son también una constante. En realidad es una característica de la época, más que del género «cuento» en sí. Ya hemos visto cómo en la crítica del Memorial a las Lecturas útiles y entretenidas se llamaba la atención sobre la procedencia extranjera de la mayoría de las novelas que allí aparecían. Lo mismo ocurre en Plagio o nueva publicación, hay abundantes ejemplos en todas las revistas de la época. El Correo de Sevilla inicia su publicación, en su número uno de 1803, con la «Historia de Pantea y Abradates» que ya había aparecido en el Correo de los Ciegos de Madrid con el título «Rasgos sueltos de la historia de Ciro» en 1787 (273-274/276-277). Otros casos son «Un Bienhechor Desconocido» (Correo de Sevilla, 1805; 6, 81-85) que había aparecido con anterioridad como «Roberto» (Correo de los Ciegos, 1787; 189-191), «La Literata inglesa convertida en predicadora» (Correo de Sevilla, 1806; 9, 230), cuya primera aparición fue con el título «Suerte de una dama que se había metida a predicadora» firmada por «M. A. S. de T.» (Correo de los Ciegos, 1789; 2485), «Historia de Jacobo Jhonson» (Correo de Sevilla, 1805; 5, 267-270) que ya se pudo leer en el Correo de Cádiz, y «Hamet y Raschid» (Memorial Literario, 1805; 1, 233-239) que se publicó con anterioridad en 1788 (Correo de los Ciegos, 1788; 467-168).
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otra crítica contemporánea a El Ramillete o los Aguinaldos de Apolo2. «Esta colección forma, como muchas otras, una miscelánea de cosas buenas, medianas y aún ínfimas, sirviendo si no para instrucción, a lo menos para pasatiempo de los lectores; cuanto en ella hay es sacado del francés, fuente inagotable y casi única de nuestra literatura actual» (Memorial literario, 1802; II, 94). En lo que respecta a los cuentos, en algunas ocasiones se indica la fuente, bien sea el autor o la revista o publicación donde había aparecido, aunque no es esa la norma habitual ni mucho menos. El origen es vario, no solamente del francés, como decía el crítico del Memorial Literario, sino de otros idiomas. Así, en el Correo de Sevilla aparecen traducciones de autores alemanes como Lichtwer3 («La Generosidad») y Gellert4 («Memorias de Madama de G***»). Ahora bien, en el caso de las traducciones hay que ser cauto, pues en muchos casos el traductor altera elementos del cuento y se convierte en un nuevo autor. Trigueros, que toma asuntos para sus cuentos de publicaciones del extranjero, es uno de estos autores, según él indica. Valga de ejemplo la nota que acompaña a «La Erudita. Cuento primero» uno de los cuatro relatos que forman «Cuatro cuentos en un cuento»: «Aunque nos hemos empeñado en que toda esta novela sea original y de nuestra invención, en éste y en los siguientes cuentos hay algunas ideas y cosas que se hallan en estos libros; pero abreviándolo, mudándolo, quitando y añadiendo, lo hemos hecho todo nuestro» (1804; I, 106). En cuanto a la temática seguimos encontrando de nuevo dos grandes grupos. Los cuentos con una clara intención moral y los que prescinden de ella. Los cuentos morales no ofrecen novedades con respecto al siglo anterior. El ejemplo moral de comportamiento, tanto positivo como El Ramillete o los Aguinaldos de Apolo, colección divertida de novelas, cuentos, fábulas, anécdotas y pasages escogidos de literatura, tomada de los más celebres autores modernos Franceses, Alemanes e Ingleses, 2 Tomos, Madrid, Montero, 1801. Magno Godofredo Lichtwer. Würzen 1719-Halberstadt 1783. Su libro Fabeln fue traducido al francés. Christian Fürchtegott Gellert. Hainichen 1715-Leizpig 1766. Entre 1746 y 1748 publica sus Fábulas y cuentos (Fabeln und Erzählungen) que fue un gran éxito, traduciéndose rápidamente a todos los idiomas europeos. El cuento que se menciona es una refundición resumida de su novela Das Leben der schwedischen Gräfin von G***(1746).
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negativo; el buen gobierno; la educación; la narración antifemenina; son, todos ellos, temas e ideas que ya habíamos visto en las publicaciones del siglo anterior. De la misma manera los mensajes son idénticos: aceptación de la estructura social, respeto a la jerarquía y aceptación del sistema de clases, papel subordinado de la mujer, conducta benevolente y misericordiosa por parte de las autoridades. En los cuentos de estos primeros aftos del siglo XIX encontramos abundantes ejemplos de estos mensajes conservadores. En «Aventuras de un Inglés en la Siberia» (Correo de Sevilla, 1808) el protagonista, condenado en Rusia por espionaje, cuenta sus experiencias sobre un paraje casi fabuloso para los europeos de entonces. Al ser condenado y desterrado pierde su condición social y se le comunica que vivirá en adelante en una condición absolutamente opuesta a la que había nacido. Mi profesión era el comercio, que había ejercido treinta años con la honradez más escrupulosa, en medio de la abundancia y de los placeres, libre, independiente, servido por un gran número de criados y domésticos y en fin con una vida dulce y dichosa. Se me dijo que iban a emplearme en el mismo estado, en calidad de ganapán o mozo de costal, obligado por consecuencia a las ocupaciones más viles para ganar mi comida y sujeto a la autoridad de algunos miserables [...] No se tardó mucho tiempo sin que conociera en Ciangut muchas personas de distinción, superiores a mí en su desgracia, por la distancia de su condición presente a la que antes habían gozado. Yo vi generales de armada reducidos a la clase de soldados; jueces del primer tribunal de Rusia, forzados a ser ejecutores de la justicia por toda su vida; señores de la más alta distinción sirviendo de criados a los aldeanos o pobres labradores; en fin el trastorno más insufrible del orden establecido por la naturaleza y la providencia del cielo. Es verdad que pretenden hacer entrar todo esto en el orden en calidad de castigos; pero nada exagero si afirmo que mi imaginación se resintió más de esto que si hubiera visto una casta de hombres andando con la cabeza y hacia arriba los pies. Nadie que tenga algún conocimiento de los usos de Rusia, o que haya leído las Memorias del Czar Pedro el Grande, hallará nada de esto imposible. (248. Las cursivas son nuestras)
Este condenado en Siberia, forzado a ejercer «las tareas más viles» previene que nadie podrá creer esa inversión social que se practica en Siberia, contraria al «orden establecido por la naturaleza y la providencia del cielo», un cambio tan tajante como si los hombres andasen con la cabeza. Por eso añade al final que los que conozcan algo de Rusia creerán que lo que cuenta no es imposible; los que no conozcan nada, en cambio, hallarán muchos problemas en creer esta historia. Esta creencia en que la estructura social está
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determinada por la naturaleza y la providencia divina está detrás de muchos de los relatos morales que incitan al inmovilismo social. Volvemos a recordar al genio de «Hamet y Raschid» (relato que, como ya hemos dicho, fue publicado en el siglo XVIII y vuelto a publicar en los primeros años del XIX) que irritado por la excesiva ambición de Raschid, ambición por encima del nivel que le tenía asignado «la naturaleza y la providencia del cielo» le dice: «Modera tus deseos, hombre débil e imprudente [...] ¿Para qué necesitas más que tu compañero?». Inmovilismo social que encuentra una perfecta correlación en la estructura familiar que se pretende desde el poder: un marido que es el rey absoluto y una esposa que es el más devoto y sumiso súbdito. Un buen ejemplo lo encontramos en Águeda, protagonista de «El Casado que lo Calla» de Trigueros. Después de ser ocultada y vivir en una semiprisión porque su marido, ambicioso, entiende que su matrimonio le quitaría el favor de altas y poderosas señoras, y después de haber visto como su marido hacía de alcahuete entre un poderoso Barón y ella misma, y después de ser obligada por su marido a compartir una casa en el campo con el Barón, responde a las insinuaciones de éste con esta masoquista declaración: «Debo a mi marido mi amor y mi fidelidad y soy su esposa, no soy su juez: el jefe que me ha dado el cielo y la naturaleza es preciso que tenga una prudencia superior a la mía» (1804; I, 256. La cursiva es nuestra). De nuevo el cielo y la naturaleza son los que han dispuesto la jerarquía y por lo tanto alterarla sería pecar contra uno y otra. Por lo demás, no puede ser más significativo que Águeda, modelo de mujer para Trigueros, defina a su marido como su «jefe» y proclame que «es preciso que tenga una prudencia superior a la mía» a pesar de que la evidencia de los hechos muestra que prudencia es, precisamente, lo que no tiene el marido de Águeda. Toda esta tendencia antifemenina de la que ya hemos hablado y que se sigue manteniendo en varios cuentos de estos años (y en especial en la obra de Trigueros) demuestra la incomodidad social que provocaban las primeras manifestaciones, muy tímidas todavía, de una presencia más activa y participativa de la mujer en la familia y en la sociedad. Como reacción contra esta situación muchos autores (masculinos claro está) reaccionan proponiendo modelos femeninos de comportamiento. Lo que ocurre es que muchos de ellos, cuando proponen una figura femenina modélica a su entender, acentúan tanto el carácter de sumisión, que acaban presentando más
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que a una mujer sumisa y obediente a una psicópata masoquista. Tal ocurre no sólo con este cuento de Trigueros, sino con relatos muy posteriores como «La Reina sin Nombre» (Las Mil y Una Noches Españolas, 1845) de Juan Eugenio Hartzenbusch y «La Limpia de Burguillos, que lavaba los huevos después de freíllos» (Semanario Pintoresco Español, 1850) de José Giménez Serrano. Un curioso grupo de relatos de tema moral está formado por varios cuentos de ambiente pastoril, como «El Día Venturoso» (Memorial Literario, 1805) o «Fin de Siglo Pastoril» (Memorial Literario, 1805). Un intento de adaptar ambientes de la literatura renacentista, a la temática de la literatura moral dieciochesca. Otro tipo de relatos que viene apareciendo desde el siglo anterior es el de tema histórico, en el cual la instrucción es la coartada moral para introducir hechos extraordinarios y, a menudo, escandalosos. Es el caso de «Sibila» (Correo de Sevilla, 1807) y «Anécdota de una princesa rusa» (Memorial Literario, 1803). Podemos encontrar una característica nueva en los temas: la presencia de relatos de aventuras, preferentemente en ambientes exóticos, en época más o menos contemporánea. Con alguna frecuencia se presentan como hechos reales para aumentar aún más el interés del lector. El ya citado «Aventuras de un Inglés en la Siberia» y «Aventuras singulares de un español en la isla de Jamaica» (Correo de Sevilla, 1808) entran dentro de esta tendencia. Cuando el Regañón General habla de «granizada de novelas, cuentos y anécdotas» y Trigueros se queja de que «nos inundan» ese tipo de obras no hacen sino referirse al fenómeno del paulatino incremento de la publicación de narraciones y dentro de ellas de la abundancia de narraciones breves. Entre 1800 y 1808 hemos podido recoger 72 narraciones, 18 de las cuales aparecen en el libro que ya hemos mencionado de Trigueros y el resto en la prensa de la época. Todos los periódicos están compuestos por escritores formados en la Ilustración, y preocupados como todos los ilustrados por la moralidad de la literatura y muy especialmente de la narrativa. Por eso no es de extrañar que el tema moral domine ampliamente. De los cincuenta y cuatro relatos que hemos localizado en la prensa de esos años, hay treinta que entran dentro de una clara temática moral. Estos cuentos morales se dirigen a dos esferas: la pública y la familiar. En la esfera pública hay dos ideas básicas: la exhortación
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a un buen gobierno basado en la compasión y en la suavidad y la llamada a un inmovilismo social basado en la aceptación de la situación social y económica por parte de los súbditos sin interés por el menor cambio. En la esfera familiar se palpa una gran preocupación por la situación de la mujer, su papel y su actitud, por lo que muchos cuentos presentan conductas femeninas que se juzgan como inapropiadas, perjudiciales, deshonestas o peligrosas. Temas, todos que, como hemos indicado, ya estaban plenamente desarrollados en la cuentística de la prensa dieciochesca. El buen gobierno es abordado sobre la misma base que vimos en años anteriores en cuentos como «El Czarevvits Fevvei» (Correo de los Ciegos, 1788) o «El Paseo de Scha-Abbas, rey de Persia» (Correo Literario de Murcia, 1793): la equivalencia de la relación padre-hijos con la de soberano-súbditos. La misma relación padre-hijo la encontramos en un cuento publicado en el Correo de Sevilla: «Korem y Zendar, cuento tártaro» (1805). Córduba, rey de Teran, país de Tartaria, debe casar a su única hija mientas que dos reyes vecinos intentan conquistar su reino. Encarga a dos nobles los hermanos Korem y Zendar que libren a su reino de sus enemigos prometiendo al más digno de los dos la mano de su hija. Ambos hermanos vencen a sus enemigos pero Zendar usa la dureza extrema y Korem la benevolencia. Córduba escoge a Korem. El cuento se divide en tres partes. En la primera se plantea la situación de Córduba ante las amenazas a su reino, la decisión que toma y la misión que se encomienda a los dos hermanos. En la segunda parte se cuentan sucesivamente las dos campañas victoriosas de ambos jefes, primero la de Zendar y luego la de Korem. La tercera parte la constituye el discurso final de Córduba en el que declara su elección. La dureza de Zendar se hace presente desde el comienzo de su actividad. Después de las primeras victorias rechaza una oferta de paz «con altivez» (244). Más tarde se muestra como «inflexible» (244) y se habla de su «dureza». Tanta que, después de la conquista, Zendar tiene dificultades para «detener la furia de los soldados y moderar la matanza» (245). Korem, por el contrario, inicia la campaña con intención de «ganar los corazones» (249) de las gentes de los países vecinos para asegurarse su neutralidad. Su templanza hace que muchos súbditos de su enemigo se pasen a su bando por «amor y reconocimiento» (250). Al final, Akbar, su enemigo, «no tuvo otro recurso que implorar la paz» (251) esperando duras condiciones, «pero quedó admirado de
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la suavidad, o para hablar mejor, de la magnanimidad del que las había dictado» (251) Tan asombrado queda Akbar, que regresa a su capital «proclamando por todas partes la generosidad de Korem y su inteligencia en el arte militar» (251). Frente a los dos hermanos victoriosos, Córduba, el rey, hace el discurso que constituye la culminación y la expresión de la intención moral del cuento. Intrépido Zendar, vos habéis acabado de conquistarme un reino por vuestro valor. Pero los nuevos vasallos que me habéis adquirido son enemigos ocultos que habéis mezclado entre mis hijos. Yo no los quiero por esto adoptar temiendo introducir la discordia en mi familia. Pero para que los carismitas tengan un rey cuyo amor no pueda ser dividido entre ellos y otro pueblo, id, valiente Zendar, y sed rey de Carism. Los terribles efectos de vuestro valor os han hecho temible en este vasto imperio. Pensad que hay otras virtudes además de las virtudes guerreras y que debéis reparar los daños que habéis causado a vuestros nuevos vasallos. Si queréis que ellos os miren con ojos tranquilos sobre el trono de sus antiguos señores, portaos como padre y que la mano que les colma de bienes les haga olvidar la mano que los ha herido. Y vos, generoso Korem, que sabéis como se deben vencer los enemigos de los teranitas y que os habéis cansado en buscarle amigos; vos que versado en el arte de la guerra no amáis menos la paz y que preferís a las acciones destructoras las acciones útiles a la humanidad, vos seréis el esposo de mi hija: recibid mi cetro y su mano. Mi pueblo, gobernado por un príncipe tan valiente y moderado no tendrá que temer los enemigos de fuera, ni dentro a su mismo Señor. Sed su padre y sed mi hijo. Vos sois un héroe y Zendar puede llegar a serlo. (257-258. Las cursivas son nuestras)
La presencia constante de palabras como «padre», «hijos» o «familia» certifican esta unión entre rey y padre que propone Córduba como meta a Zendar y por la que elige a Korem. El autor que contrapone los adjetivos con los que Córduba califica a ambos hermanos (valiente e intrépido a Zendar, generoso a Korem) propone una concepción del heroísmo que va más allá de la puramente bélica. Por una parte Córduba le dice a Zendar que hay otras virtudes además de las guerreras, y por la otra diferencia claramente a ambos hermanos: Korem es un héroe y Zendar puede llegar a serlo (evidentemente si cambia su comportamiento y actúa como Korem). En otros relatos sobre el tema del buen gobernante se elogia la misericordia, como ocurre en «Bogislao X. Duque de Pomerania» {Correo de Sevilla, 1804) en el que se pone de relieve la magnanimidad y misericordia de Bogislao que perdona a su madre después que ésta ha hecho asesinar a su hermano e intentado asesinarle a él, o el sacrificio como vemos en «Historia de Vanda, reina de Polo-
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nia» (Correo de Sevilla, 1806) en que la protagonista se suicida por una promesa hecha a los dioses para salvar a su pueblo. Si el rey es como un padre, los súbditos como hijos y el país como una familia es evidente que rebelarse un súbdito contra su rey poniendo en peligro la unidad del país es un crimen tan horrible como la muerte de un padre a manos de su hijo. Es, por lo tanto, una obligación del súbdito mantener su posición y no intentar alterar jamás las cosas. En el relato ya mencionado «Bogislao X», un aldeano, Juan Lange, conmovido por el abandono y la pobreza en la que se encuentra el joven príncipe Bogislao desea ayudarle, pero se da cuenta de que no puede darle limosna porque eso no encaja con la posición social de cada uno. De esta manera indica a Bogislao que le tome como vasallo y de esta forma el dinero que le dé no será limosna sino tributo. Cuando Bogislao llega a reinar quiere recompensar a Lange pero éste se niega siempre a salir de su estado social y también a que su familia lo haga. «Yo soy un aldeano y quiero que mis hijos también lo sean» (90). Este conformismo social, esta aceptación de la situación sin rebelión ni protesta, pensando que el cambio sería sólo para empeorar, es también el mensaje presente en «Artemisa»5 {Minerva o el Revisor General, 1805). De nuevo la naturaleza es citada como fuente de la situación que, por lo tanto, es invariable. Pocas doctrinas más tajantes de inmovilismo que la invitación a sufrir con resignación las enfermedades que es peligroso curar. El inmovilismo social adopta múltiples formas en los cuentos. Por una parte se presenta a personajes insatisfechos con su suerte que por ello son infelices, como ocurre en «El Anteojo y la Trompetilla. Cuento Moral»6 {Minerva o el Revisor General, 1805). Por Artemisa, una joven sorda, va en peregrinación al templo de Esculapio y le pide recuperar el oído. El dios al principio se niega, pues «para nada podría servirte» (111), pero Artemisa insiste y Esculapio le concede su deseo, pero al tiempo la deja ciega. Artemisa se queja y Esculapio la devuelve el don de la vista pero la deja paralítica. Al final Artemisa vuelve a su estado original y Esculapio le advierte: «No te obstines en enmendar la naturaleza, porque mi arte nada puede contra ella; sufre con resignación enfermedades que es peligroso curar y acuérdate de que Fidias ha colocado al lado del dios que cura a la serpiente que hiere» (112). En él un diablo presta a un filosofo un anteojo para verlo todo y una trompetilla para oírlo todo. La conclusión es que nadie está contento de su suerte y que para ser feliz cada cual debe aceptar lo que tiene.
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otra parte, se presenta la ambición como algo negativo y que debe ser castigado. Además de «Hamet y Raschid», cuento del que ya hemos hablado, tenemos «Los habitantes de la tierra en la luna»7 {Variedades de Ciencia, Literatura y Artes, 1804). La necesidad de preservar la estructura social, de mantener los lazos y la organización sin cambios está presente en «El Juez de su Mismo Padre» (Correo de Sevilla, 1804) en el que un ministro indio castiga a su padre, un comerciante tramposo, pues tiene la responsabilidad de mantener el orden social y después se echa a los pies del mismo para implorar su perdón, para preservar el orden familiar. De forma más alegórica se trata este asunto en «Ensayo Moral»8 (Correo de Sevilla, 1805). En la esfera familiar vuelve a aparecer la preocupación por la posición y situación de la mujer. Hay dos formas de abordar el tema: la presentación de un modelo positivo o por el contrario de un modelo negativo. Modelo positivo podemos encontrarlo en «Sibila o el heroísmo del amor conyugal» (Correo de Sevilla, 1807), en el que la protagonista sacrifica heroicamente su vida por salvar la de su esposo. Pero con mucha más frecuencia los autores prefieren presentar una conducta femenina, para ellos negativa, y la solución que proponen. Así ocurre en «El loco por la pena es cuerdo. Aventura graciosa de una inglesa» (Correo de Sevilla, 1806): Un inglés sufre el mal genio de su mujer hasta que ya harto decide ingresarla en un manicomio. El autor no tiene ningún empacho en manifestar que para conseguir su libertad tuvo que dar grandes muestras de «arrepentimiento y sumisión» (68). No falta, con todo, la pintura negativa de la mujer, sea cual sea su carácter o actuación. «Reflexiones que curaron los celos de un
Un aeronauta y su mujer suben en globo y son arrastrados hasta la luna. Allí los habitantes de la luna, unos pigmeos, huyen al principio, pero al ver que los gigantes enloquecen por el oro, montan un trampa y les encadenan con grilletes del mismo oro que ambicionaban. En el relato se oponen las existencias de dos tribus de trogloditas: una que vive en la más perfecta anarquía y otra en la que una familia poco a poco va imponiendo una estructura y un estado. Al final la situación desemboca en una guerra en la que los trogloditas anárquicos son exterminados.
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recién casado» (Correo de Sevilla, 1806) es un cuento de esta tendencia9. Otra forma habitual de presentar un mensaje moral en un cuento es el ejemplo moral, bien sea positivo o negativo. Este tipo de relatos está también presente en la producción de estos ocho años. Un grupo de estos relatos, de estos «cuentos ejemplares», presenta unas características muy comunes que hacen pensar en que son todos obra del mismo autor. Se publicaron en el Memorial Literario en su cuarta época. Todos ellos se desarrollan en un ambiente pastoril y tienen un clara intención de, como decía el admirador de Pablo y Virginia que antes hemos citado10, valerse sólo de «caracteres virtuosos» sin oponerles «jamás el contraste del vicio». En un ambiente de felicidad y paz, en un mundo pastoril de perpetua primavera, se presentan una serie de personajes de bondad a toda prueba, cuyas acciones son todas de generosidad, amor conyugal y filial, agradecimiento y pureza. Son relatos como «El Día Venturoso» (1805), «La Golondrina» (1805), «El Aniversario del Nacimiento Celebrado por el Himeneo» (1806), y «El Beneficio Pagado» (1806). En ellos, a falta de conflicto, oposición o cualquier otro elemento que pudiera dar una mínima intriga al relato —hasta tal punto son bondadosos sus personajes— el autor recurre a un elemento ya presente en narraciones del anterior siglo: la lacrimosidad. En «El Día Venturoso», Mileto, el protagonista, recuerda las caricias de su hijos y afirma que le parecieron tan alegres «que aún ahora me hace llorar la memoria de sus abrazos» (183) y cuando su mujer y su hija mayor se añaden al recibimiento «mis lágrimas eran las únicas que recompensaban sus tiernas demostraciones» (185). Un viejo casado con una joven cae en unos celos tan grandes que pone un pleito para obligarla a entrar en un convento. Un sobrino suyo le convence de que el estado natural de las cosas es que las mujeres sean infieles y que es mejor no darse por enterado. Se reconcilian, pero cuando va a recibir a su mujer sufre un accidente y muere a los pocos meses y, como añade irónicamente el autor,«vino a dejar a su esposa la mitad de los bienes y la libertad de que antes quería privarla» (279). El sobrino hace una historia de la familia en la que le dice al tío que todas las mujeres de su familia han sido infieles, incluyendo a su madre y a su esposa, y recuerda a su tío que un bisabuelo suyo se casó con una cornamenta de ciervo, pues prefería ponérsela él cuando quisiera, que no se la pusieran cuando no le apetecía. No hay en todo el cuento un referencia a la posibilidad de que la mujer sea fiel al marido (no se mencionan las infidelidades de los maridos, por cierto). Memorial Literario, 1804; V, 17.
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Un acto de caridad de sus hijos provoca que sus ojos y los de su esposa derramen «lágrimas de placer» (186). Imaginándose a sus nietos «llora de alegría» (190) y todos los personajes «lloran de gozo» (192) al final de la historia. Una combinación de ambiente pastoril y bucólico, con la moralidad ilustrada. Por eso ya no son las cuitas de amores de los pastores y pastoras las protagonistas de sus afanes sino el amor conyugal, la vida familiar, la caridad, etc. Intento de resucitar unos ambientes de la literatura antigua que estaba destinado al fracaso como reconoce el autor (quizás el mismo) de «Fin de Siglo Pastoril» {Memorial Literario, 1805), relato que, en cierto modo, supone el reconocimiento del autor de lo anacrónico de su intento: «Los pastores dejaron sus cabañas para ir a comerciar a las ciudades, llegaron hasta el atrevimiento de pasar los mares y aquel país, el único que conservaba las costumbres de la edad de oro, aquel país tan sencillo, tan pacífico y tan feliz, conoció en fin la propiedad, la industria, el comercio, las artes, los vicios y la desgracia que nace de estos» (237). De nuevo la ambición es el motor que lleva a la desgracia y a la pérdida de la perfecta felicidad del valle pastoril, pero aquí se amplia esa nefasta influencia a la propiedad, la industria, el comercio y las artes. El autor aquí va más allá del concepto ilustrado que supone que el progreso del conocimiento lleva a la felicidad y no al contrario. No deja de ser sintomático que en este perfecto universo pastoril de felicidad, paz y bondad la nota discordante la dé un personaje femenino. En «La Amiga Inconstante» (Memorial Literario, 1806) la joven Nise le cuenta a su hermana Aglae la causa de su llanto: su amiga predilecta, Rosa, la ha abandonado y se ha convertido en amiga de Luceta, una recién llegada. Aglae la consuela y el autor termina con un colofón que habla de la ingratitud del corazón humano 11 . Forzoso es advertir que la amistad entre Nise y Rosa resulta más bien equívoca. Cuando Nise sabe que Rosa ambiciona ser amiga de Luceta, siente una «profunda impresión en un alma tan sensible como la mía» (40) y proclama que a pesar de que Luceta tenga más talento que ella no sabe «amar en tanto grado» (40). Cuando Aglae intenta consolarla diciendo que Rosa, aunque tenga cariño a otra, no podrá darle su preferencia, Nise le cuenta el resto de su historia. «No lo sabes todo tú, Aglae, no lo sabes, no. Ayer al separarnos [Nise y Rosa] quedamos convenidas que hoy desde el amanecer iríamos a aquel hermoso valle en que hemos acostumbrado a llevar a pacer nuestros rebaños y que nuestros frecuentes
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Aunque sin la misma ambientación pastoril, hay otros dos cuentos que coinciden con los anteriores en presentar ejemplos de virtud. Se trata de «La Recíproca Consolación» (Memorial Literario, 1805) y «Los Niños Bienhechores: el Reconocimiento» (Memorial Literario, 1805). En ambos una nota indica que son traducción de los Opúsculos de Goswin Stassart 12 . Hay después un nutrido grupo de cuentos que trata temas de ejemplo moral. «Rasgos de una Generosidad sin Ejemplo» (Correo de Sevilla, 1806), «Rosa y Fermín o el Cazador en el Valle» (Memorial Literario, 1805) y «Aventura que le sucedió al profesor Junker» {Memorial Literario, 1801) tratan sobre la conducta caritativa y los beneficios que ella provoca en el espíritu y la felicidad del benefactor. «Las Aventuras de Melsiton, Cuento Moral» (Memorial Literario, 1805) aborda el conocido tema de «menosprecio de corte y alabanza de aldea»; «Los Doce Dervices» (Memorial Literario, 1804) advierte contra la avaricia; «Del dicho al hecho hay un buen trecho» (Memorial Literario, 1806) contra la vanidad y «La Generosidad», (Correo de Sevilla, 1804), obviamente, sobre su mismo título. Un caso de cuento moral distinto es el de «Memorias de Madama de G***» (Correo de Sevilla, 1805). Se trata, como ya indicamos anteriormente, de un resumen de una novela del escritor alemán Christian Gellert y de su novela Das Leben der schwedischen
recreos han obligado a que se le llame el valle de las buenas amigas. Fuime con mi acostumbrada priesa, pero la pérfida no me había dado la cita sino para hacerme testigo de su traición. Ella se hallaba allí, pero no sola como me había prometido. La vi en los brazos de su nueva amiga... y me causó tanta novedad que casi me dejó extática. Mi indignación no pudo estar oculta por más que hice y me atrajo las más amargas burlas...No quise dejarlas gozar por más tiempo de mi dolor. Volví hacia atrás suspirando a todo suspirar y me interné en lo más lóbrego de este bosque para llorar en él con toda libertad» (46-47). Goswin Joseph Augustin, Barón de Stassart. Autor belga en lengua francesa, nacido en Malinas en 1780. Sus Bagatelles Sentimentals (1802) contienen unos Idylles en prose entre los que, además de los cuentos arriba mencionados, se encuentran «L'Amie inconstante» y «L'Anniversaire de la naissance celebré par l'hymen» (Stassart, 1855; Querard, 1888). La traducción pudo ser obra de Cristóbal de Beña, por entonces uno de los editores del Memorial Literario y que «hablaba con perfección el inglés y el francés» (Freire, 1989; 572).
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Gräfin von G*** (1746) 13 . El interés que muestra el refundidor por ella es debido a que entra dentro de la tendencia a presentar acciones y personajes que se mueven y reaccionan con la más excelsa moralidad. «Algunos [dice el refundidor] le acusan de difuso y monótono, pero la delicadeza de sus pensamientos y los sentimientos de humanidad que se hallan en todas sus obras merecen que se le perdonen aquellos defectos» (137). El cuento es más largo y la acción bastante más complicada que la de otros cuentos morales que hemos visto y el autor no tiene más remedio que introducir un personaje negativo para dar lugar a los problemas de la protagonista, pero oportunamente hace que este personaje reaparezca al final de la historia para que se arrepienta convenientemente de sus acciones pasadas14. Un argumento enrevesado y lleno de casualidades y equívocos que provoca que todos los personajes se encuentren en situaciones de conflicto sentimental que resuelven poniendo siempre por delante el honor y la moralidad. La fórmula del apólogo es utilizada también para difundir las ideas de las luces. Esto ocurre en «Las Viruelas»15 (Variedades de
Novela que no llegó a ser traducida completa al español durante el siglo XVIII ni el XIX. Madama de G*** es una joven alemana huérfana, educada por su tío en la instrucción y la virtud, que casa a los dieciséis aflos con un conde sueco. Con él va a vivir a Suecia y allí forma una familia feliz, en la que también se incluye R*, un gran amigo del Conde. Pero la belleza de la condesa provoca el interés de un príncipe que es rechazado por la virtuosa joven. El Príncipe hace que el Conde sea destinado a la guerra a una posición peligrosa, donde pierde una batalla y es gravemente herido. El Príncipe lo hace juzgar por cobardía y le condena a muerte, pero el Conde muere antes de la ejecución, a causa de sus heridas, en un ataque del enemigo que arrebata la ciudad que defienden los suecos. La Condesa debe huir de Suecia pues ha sido privada de su herencia y es perseguida por el Príncipe, y va a Holanda en compañía de R*, con el que se casa al cabo de los años. Cuando ya tiene una hija, regresa el Conde, que no ha muerto, sino que fue hecho prisionero. Cuando el Conde conoce la situación está dispuesto a irse pero R* se le adelanta. Finalmente hablan los tres y la Condesa vuelve con el Conde y mantienen ambos la amistad de R*. Al final aparece el Príncipe, arrepentido, que se ofrece a restituir la riqueza del Conde. Este muere al poco y la Condesa vuelve con R*. El descubrimiento de la vacuna era aún muy reciente. Edward Jenner había dado a conocer su hallazgo sólo seis años antes, en 1798, en su libro Inquiry into the Cause and Effecís of the Variolae Vaccinae (Indagación sobre las causas y
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Ciencia, Literatura y Artes, 1804), uno de los contados relatos que aparecen firmados por su autor: T(omás) G(arcía) S(uelto). Para salvar un peligroso río, los viajeros de la India mueren o quedan gravemente lesionados. Unos aldeanos de pueblos cercanos pasan en ligeras barquillas pero la mayoría de los viajeros no les creen y se obstinan en pasar arriesgando su vida. Al final un hombre de genio hace un puente y todos pasan por él y de esta manera se superan las muertes y las deformidades. El deseo del autor es que el simbolismo sea tan claro, que se introducen las deformidades como efecto de los naufragios, sin que haya ningún motivo lógico para ello. Fuera ya de los cuentos morales hay una gran diversidad de temas. «La Fuerza del Amor» (Correo de Sevilla, 1805) es una narración en que se recrean temas del amor cortés: el caballero que permanece mudo por una orden de su amada. También relación con este tema podemos encontrar en «El Juicio de Venus» 16 {Correo de Sevilla, 1805). Se mantiene otra tendencia del siglo anterior: narraciones históricas, presuntamente instructivas y por lo tanto con apropiada coartada moral, que se escogen por su historia extraordinaria y, en muchos casos, escandalosa. Así en un cuento ya mencionado «Bogislao X» nos encontramos con el adulterio y el parricidio, en «Anécdota de una Princesa Rusa» {Memorial Literario, 1803), un envenenamiento con curación milagrosa, una huida y una boda de incógnito por amor, y en «Sibila» {Correo de Sevilla, 1807) el sacrificio de la vida de la protagonista por amor. Como hecho auténtico y presuntamente instructivo se presenta «Robo de un niño recién nacido. Anécdota histórica» {Correo de Sevilla, 1806) en la que se cuenta el intento de asesinato y secuestro de un recién nacido, hijo de un noble, para impedir que herede la fortuna y títulos
efectos de la viruela vacuna). En el prospecto de las Variedades se mencionaba la vacuna como «un beneficio inmenso hecho a la humanidad». El dios del amor llama a tres damas: inglesa, francesa e italiana para que comparen los usos amorosos de sus tres países, después de lo cual la diosa Venus dará su juicio. La inglesa se queja de la falta de amor en su país, la francesa se jacta de que en Francia el amor es práctico y no se pierde tiempo en vanas palabrerías, y la italiana defiende el misterio, el amor espiritual y el juego de la galantería. Venus afirma que hay que combinar elementos de cada uno de los países para satisfacer el amor y el cuento acaba con todos bebiendo vino de Jerez.
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del padre, la investigación policial y el proceso judicial correspondiente. Hay dos relatos de amor, ambos trágicos y ambos por la misma situación: la muerte de los amantes por causa de la intolerancia de los padres. En «Los Amantes Ahogados» (Correo de Sevilla, 1806) una pareja de jóvenes ingleses cuyos padres rechazan sus relaciones deciden verse en secreto en unos baños públicos en donde el joven entrará vestido de mujer. Cuando el encuentro se verifica, la joven se desmaya de vergüenza y cae al estanque. Su novio va a auxiliarla pero la madre que le descubre le ataca y a pesar de los intentos del joven le impide socorrer a su enamorada. Al final la joven muere y su novio se precipita al estanque llevando con él a la madre de la muerta y perecen los tres. En «María Fedorovna» (Memorial Literario, 1804) el padre de ésta le impide ver a su amado el Conde Markof. Cuando los enamorados se están entrevistando en secreto en la habitación de María, llega el padre y Markof se esconde en un arcón donde perece asfixiado. María se suicida. En ambos cuentos se culpa a los padres del desenlace. El principio de la segunda narración lo deja bien claro: «Esta historia, todavía poco conocida, encierra una importante lección para los padres de familia, haciéndoles ver los tristes efectos del rigor demasiado con que tratan a sus hijos y en particular a sus hijas» (207). Veremos cómo a partir de 1831 este tipo de narraciones se multiplican y cómo los autores del romanticismo conservador le dan la vuelta al argumento para presentar dificultades al amor que puedan ser superadas sin socavar la autoridad paterna. Hay una tendencia que sí podemos considerar como nueva en estos años: el relato de aventuras contemporáneas. Aunque hay otros relatos de aventuras en estos años, se trata de grupos diferentes. «Alina, Reina de Golconda» (Minerva o el Revisor General, 1805) es un relato de aventuras más o menos fabulosas de dos enamorados, que se van encontrando y desencontrando al estilo de la novela bizantina. Su autor, un tal Cecilio Pérez, indica que se trata de la adaptación de una ópera que ha visto representada en el teatro de los Caños del Peral. Pero hay dos relatos, «Aventuras de un Inglés en la Siberia» (Correo de Sevilla, 1808) y «Aventuras singulares de un español en la isla de Jamaica» {Correo de Sevilla, 1808) que coinciden en la intención de contar una historia que se presenta como auténtica en un escenario lejano y remoto para el lector español. El cuento de la Siberia presenta un país lejano y
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misterioso para los europeos de principios del XIX y la historia de una fuga donde no faltan animales salvajes y terrores nocturnos. El otro relato, el ambientado en la isla de Jamaica, es un cuento de naufragios. Un grupo del ejército inglés rescata a tres españoles presos de los indígenas en una zona inexplorada de la isla de Jamaica. Se trata de un padre con un hijo y una hija. El padre cuenta sus aventuras: llegan allí tras un naufragio en el que perece la mayor parte de su familia. Cuando caen entre los indígenas, el padre ante el temor de que maten o se lleven a su hija la adora como si fuera una diosa y convence a la tribu de que efectivamente lo es. Cuando la hija crece, la casa con su propio hermano temiendo los deseos de los jóvenes de la tribu. Exotismo, salvajes, sexo... el cuento proporciona materia para el asombro y la sorpresa del lector. Para, ni más ni menos, que el puro entretenimiento, a pesar de todas las proclamas ilustradas de los periodistas de que sólo les guía la instrucción pública y el bien del Estado. Para conseguir el interés y el asombro se insiste con mucha frecuencia en que lo que se cuenta es cierto, no una invención. Es habitual que aparezcan añadidos a los títulos como «Anécdota histórica», «Suceso verdadero», «Hecho histórico», «Aventura rara», etc. La característica más importante de este grupo de cuentos es, como ya hemos visto, la moralidad. Se encuentran reflexiones morales, constantemente, incluso en cuentos que no son directamente morales como «Los Amantes Ahogados» o «Aventuras de un Inglés en la Siberia». Una segunda característica es la extrema lacrimosidad. Ya vimos antes unos ejemplos a propósito de «El Día Venturoso». Pero los ejemplos se pueden encontrar en muchos cuentos. El protagonista de «El Juez de su Mismo Padre» (Correo de Sevilla, 1804) después de castigar a su progenitor «baña los pies con sus lágrimas» (230), Favelle, el protagonista de «El Desafío, Suceso Verdadero» (Memorial Literario, 1804) encuentra a toda la familia del contrincante que ha matado en duelo llorando (250) y María Federovna (Correo de Sevilla, 1804) recuerda a su amante «valiéndose para ello de las lágrimas en que bañaba su lecho» (208). El narrador de «Rosa y Fermín o el Cazador en el Valle» (Memorial Literario, 1805) no puede contener las lágrimas (419) al oír la historia de los dos jóvenes enamorados. Lavaller, al contar su historia en «Los Niños Bienhechores: el Reconocimiento» (Memorial Literario, 1805) dice que el pan que le dan mendigando, lo riega con sus amargas lágri-
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mas (133). El protagonista de «La Inclinación Secreta» (Correo de Sevilla, 1804) cuando reconoce a sus hijos siente que las lágrimas se asoman a sus ojos y el llanto le corta las palabras. Los hijos, por su parte, besan las manos de su padre y las bañan con su llanto (217). Lisandro y Clinias, en «La Recíproca Consolación» {Memorial Literario, 1805) se arrojan uno en brazos del otro y «se confunden sus lágrimas» (56). Sibila (Correo de Sevilla, 1807) ante su marido enfermo, conserva la belleza «aun en medio de las lágrimas que derramaba» (156). La estructura de estos cuentos no aporta grandes variaciones. En una gran mayoría nos encontramos con un autor omnisciente, una organización temporal lineal y un gran predominio del estilo indirecto: el diálogo es casi inexistente. Es decir, las mismas características formales que vimos en los cuentos del siglo XVIII. 3. Cándido María Trigueros: Mis
Pasatiempos
Mis pasatiempos fue publicado en 1804, tres años después de la muerte de su autor. La lectura del prólogo así como notas dispersas a lo largo de la obra, indican que Trigueros la concibió como una obra periódica destinada a la venta por suscripción. La publicación que salió a la luz consta de dos tomos en los que hay dieciocho narraciones. La licencia de impresión fue solicitada en 1798 (Aguilar Piñal, 1987; 255). Uno de ellos, «Cuatro Cuentos en un Cuento», es un marco en el que se integran cuatro relatos distintos: «La Erudita», «El Náufrago Esclavo», «Salerosa» y «El Naturalista en América». Además de estos cinco relatos el resto de la obra se compone de «Vida de Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno», «El Casado que lo Calla», «Bliomberis», «El Criado de su Hijo», «El Paraíso de Shedad», «El Juez Astuto», «El Mundo sin Vicios», «Adelayda», «La Mujer Prudente», «La Hija del Visir de Gornat», «El Santón Hasán», «Los Dos Desesperados» y «El Egipcio Generoso»17. La obra de Trigueros es una perfecta representación de las características de los cuentos que hemos visto en los últimos años del «El Santón Hasán» y «El egipcio generoso» volvieron a aparecer en 1819 en una obra titulada Amor y Virtud de Antonio Sarmiento, que contiene varias narraciones más, algunas de ellas, según Montesinos (1982; 245 y 260) traducciones del francés.
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XVIII y los primeros ocho años del XIX. Tenemos un grupo importante de cuentos morales, entre los que no faltan el sueño («El Mundo sin Vicios»), la advertencia contra la ambición («El Santón Hasán»), el ejemplo de buenas obras («El Egipcio Generoso»), el tema de la educación («El Criado de su Hijo»), la preocupación por la posición familiar de la mujer («El Casado que lo Calla», «La Mujer Prudente») o la crítica inmisericorde a la mujer que se sale de esta situación («La Erudita»), Tampoco falta el relato lacrimoso («Los Dos Desesperados»), o el relato que toma temas y ambientes de géneros antiguos («Bliomberis»). Mantiene también Trigueros el gusto dieciochesco por la ambientación exótica, preferiblemente oriental, («El Santón Hasán», «El Egipcio Generoso», «La Hija del Visir de Gornat», «El Paraíso de Shedad») aunque también aparece África («El Náufrago Esclavo») o América del Sur («El Naturalista en América»). Pero también encontramos en él aspectos que van a desarrollarse con fuerza a partir de 1830: el relato histórico: («Vida de Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno»), el de aventuras («La Hija del Visir de Gornat») o el relato sentimental entremezclado con intrigas e hijos sin padre («Adelayda»). «Cuatro Cuentos en un Cuento» es, como ya hemos dicho, un marco, apenas un amago de historia para que cuatro personajes cuenten cada uno su historia. Para conseguirlo Trigueros no duda en recurrir a un argumento lleno de inverosimilitudes. En una cueva en la que hay unos gitanos aparecen sucesivamente Doña Margarita y Don Juan, dos enamorados que se habían separado hacía años. Cada uno cuenta su historia. Doña Margarita es la protagonista de «La Erudita. Cuento primero» y Don Juan de «El Náufrago Esclavo. Cuento segundo». En ese momento llega un Marqués, Coronel del ejército al frente de un grupo que pone presos a los gitanos sospechando que se dedican al robo. Él reconoce en Don Juan a un hijo que creía muerto. Cuando se dispone a mandar a la cárcel a los gitanos, una vieja gitana le presenta a una joven de su tribu (la protagonista de «Salerosa. Cuento tercero») que es en realidad una hija del Marqués, que había sido robada de niña por la gitana y por lo tanto hermana de Don Juan. Después se descubre Gallardo (protagonista de «El Naturalista en América. Cuento cuarto») un falso gitano que, por amor a Salerosa, ha entrado en la tribu y que en realidad es hermano de Doña Margarita, de la que se había separado en su infancia y también, casualmente, de un Corregidor que
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llega en ese momento a la cueva con un nuevo grupo de hombres de la ley. El Coronel y el Corregidor acuerdan no poner en prisión a los gitanos. Las dos parejas van rumbo a la felicidad. Este cúmulo de casualidades y reencuentros no cuenta apenas con personajes con contenido ni trama digna de mención, y es un mero pretexto para enhebrar las cuatro historias. «La Erudita» es el más extenso y desarrollado de los cuatro cuentos. Trigueros le añade una nota reveladora de su concepción de la traducción: «Aunque nos hemos esforzado en que esta novela sea original y de nuestra invención, en éste y en los siguientes cuentos hay algunas ideas y cosas que se hallan en otros libros, pero abreviándolo, mudándolo, quitando y añadiendo lo hemos hecho todo nuestro» (I, 106). Doña Margarita, una joven, quiere ser instruida y se convierte en literata (en el sentido antiguo, es decir, versada en todos los conocimientos). Su manía le lleva al ridículo y a perder casi todo su dinero. Todo ello lo cuenta la protagonista profundamente arrepentida de su error y decidida a ser una mujer «como es debido». Escribe poesía y cae en el plagio; se dedica al teatro y su comedia es un fracaso de público y una tragedia es rechazada por el jurado de un premio; decide ser aeronauta e intenta volar en globo y éste no despega y no sólo eso sino que incendia parte de su casa; decide arreglarla ella misma y hace el proyecto del edificio y éste se cae; se mete en un pleito confiando en sus conocimientos de derecho y lo pierde así como gran parte de su fortuna, y como química se dedica a buscar la piedra filosofal y nada consigue. Con su actitud, dice la erudita, sólo consiguió alejar de sí a los mejores amigos que tenía y a los que la valoraban mejor (que según Trigueros eran aquellos que le indicaban que una mujer no debe de estudiar más de lo debido y que cuando pretende ser instruida cae en el ridículo). Al final, su compañía se reduce a «literatos a la violeta, pedantes sopistas, escolares despilfarradores, copleros de alquiler obscuros y sin talento decidido, filósofos hambrones y antirracionales, galancitos currutacos, críticos de oficio, siempre satíricos, duros y maldicientes18; en una palabra toda la extensa clase de
La inclusión de los críticos entre esta caterva de figurones que presenta Trigueros nos hace recordar las andanadas contra los críticos que vimos en el Diario de las Musas de Cornelia, y más cuando Trigueros les caracteriza como «siempre satíricos, duros y maldicientes».
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gentes sin estudio y sin ingenio, compuesta de bichos despreciables, incapaces de producir otra cosa que las telarañas del templo de las musas» (115). «El Náufrago Esclavo» cuenta la historia de Don Juan. Desesperado y triste por el desprecio de su amada Margarita, que por entonces anda metida de lleno en su manía de cultura, se embarca en un barco que parte de Cádiz y por la torpeza del capitán, que a continuación se suicida, el barco embarranca y Don Juan cae en manos de unos moros. Es maltratado, sufre el acoso sexual de la hermana de su dueño y al final es liberado. Al encontrar de nuevo a Margarita su alegría es grande, y más cuando ella le confiesa que al final ha comprendido que él era su auténtico amor y que si antes no se lo reconoció era por estar cegada por sus manías. Los otros dos cuentos están bastante menos elaborados y no pasan de ser unos apuntes para justificar la presencia de los personajes. «Salerosa», que a pesar de las afirmaciones de Trigueros de que iba a hacer suyas todas las historias no es sino una mala versión de La Gitanilla de Cervantes, es la historia de Leocadia, la hija del Marqués que ha sido robada de niña por una gitana. La vieja gitana es quien cuenta la historia, que se reduce al robo y a cómo, ya hecha una atractiva joven, enamora a un joven noble que se hace gitano por ella. Este joven, Don Agustín, toma el nombre de Gallardo. Cuando se reúnen todos desvela su identidad y en «El Naturalista en América» cuenta sus experiencias en Sudamérica y muy especialmente su encuentro en la selva con un indio feroz y asesino. En estos cuentos, (con la posible excepción de «La Erudita») se encuentran sucesos inusitados y ambientes extraños que buscan sorprender e interesar al lector. Intención semejante encontramos en «La Hija del Visir de Gornat». Ghulnaz, la hija del visir de Gornat, es tan bella que provoca los celos de la hija del rey, que ordena al visir que expulse a su hija del reino. Este lo hace y Ghulnaz acaba como esposa de un aguador de Murcia, que se enamora de ella y piensa en hacerla su esposa. Pero un pretendiente frustrado de Ghulnaz le miente al aguador sobre ella y éste, enloquecido por los celos, intenta matarla. Ghulnaz escapa y cae en manos sucesivamente de un mercader judío, de tres hermanos pescadores y de un joven caballero. Todos intentan abusar de ella y de todos huye. Finalmente consigue engañar al joven caballero y se escapa de él vestida de hombre y con un caballo. Al llegar a Zaragoza la gente de la ciudad sale en procesión a recibirla pues el anciano rey ha
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muerto y ha dejado dispuesto que el primer jinete que llegue a caballo será el nuevo rey. Ghulnaz toma el nombre del aguador, Abdelmalik, y gobierna la ciudad hasta que el aguador, que arrepentido de su equivocación ha partido en su busca, la encuentra. Ghulnaz cede la corona a Abdelmalik. Una complicada aventura en la que Ghulnaz sobrevive a varios peligros y en los que siempre triunfa su virtud, su inteligencia y su fidelidad a Abdelmalik. Pero las narraciones de aventuras no son las predominantes en el libro. Como era de esperar en un autor ilustrado, los cuentos morales son los más abundantes. Entre el amplio grupo de cuentos morales de Mis Pasatiempos no podía faltar el tema de la educación. Como ya hemos visto en otros casos, se trata de la educación de un joven de clase superior y una educación sobre todo moral, ética, de comportamiento. «El Criado de su Hijo» cuenta la historia de Anselmo, un padre sacrificado hasta extremos inconcebibles. Anselmo enviuda con un hijo de corta edad. Decidido a lograr para él la mejor educación, oculta su identidad y se hace pasar por un criado para estar al lado de su hijo. Gracias a ello, le vigila en su aprendizaje, le guía hasta su boda e incluso más allá hasta que nace el primer hijo del matrimonio. El concepto de educación que late en el cuento de Trigueros es muy parecido al que podemos encontrar en cuentos del siglo anterior como «Cartas del Señorito» o el «Czarevvits Fewei». Una educación integral, que busca formar a un hombre perfectamente moral, responsable, integrado en la sociedad etc. Pero hay una diferencia. Mientras Fewei es un niño prácticamente perfecto desde su más tierna infancia y el Señorito es un joven de buen fondo maleado por un madre estúpida y un ayo complaciente, el hijo de Anselmo muestra malas inclinaciones desde pequeño, lo que hace que su padre tenga graves preocupaciones por su formación y por eso acomete el sacrificio. (Un inciso: de nuevo es el padre el protagonista del hecho educativo, el que asume los sacrificios y tiene claros lo objetivos. Otra vez aparece la actitud antifemenina que ya conocíamos). Así asistimos a las tendencias violentas del niño que incluso llega a golpear a su propio padre (a quien cree su criado, recordemos). Anselmo aguanta todos estos malos tragos y le guía siempre por el camino debido, sin desfallecer. Una vez mayor, y viendo con preocupación sus devaneos sexuales, decide casarlo para lo cual se pone en relación con un amigo que tiene una hija apropiada. Una vez casado el joven, el padre no considera acabada
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su misión y ve con preocupación cómo su hijo, a los pocos meses del matrimonio, se enreda en complicaciones adulterinas. Pero finalmente parece que el nacimiento de un hijo hace al joven cambiar su conducta y Anselmo descubre definitivamente su auténtica identidad. Llama la atención los consejos que da Anselmo a su nuera cuando descubre que su hijo tiene otras relaciones. Se descubre ante ella, y le exhorta a que se muestre siempre alegre ante su marido, a que no le haga ningún reproche, a que se preocupe de estar más bella y atractiva que nunca para él. Una postura de subordinación absoluta para recobrar el amor de su marido que coincide exactamente con la historia que se narra en otro cuento: «La Mujer Prudente» (basado en un cuento de Luis Sebastián Mercier, «La femme prudente» que a su vez era una traducción del inglés —García Garrosa, 1990—). Wilson es un comerciante de Londres que no tiene hijos. Poco a poco se vuelve contra su mujer, que soporta sin quejarse la situación. Wilson tiene un hijo de otra mujer, su esposa lo descubre y reacciona yendo a visitar a la amante sin descubrir su identidad, para ver cuáles son las cualidades del nuevo amor de su marido, cualidades que ella debe imitar para volver a atraerlo. Cuando se encuentra allí llega Wilson que, sorprendido, se espera una escena pero comprueba cómo su esposa se comporta con perfecta suavidad y sumisión. Wilson, arrepentido, vuelve con su esposa. El cuento exalta la paciencia de la esposa para soportar las infidelidades del marido y proclama el triunfo final de la mujer que sabe aguantar. Tan radical es el triunfo de «La Mujer Prudente» que al final del cuento consigue también dar un heredero a Wilson. Aunque para paciencia, sin duda, la de Águeda, protagonista de «El Casado que lo Calla» y figura femenina que Trigueros presenta, junto a la Señora Wilson, como modelo de virtudes femeninas. Altamonte, un conquistador de mujeres y arribista social, se enamora de Águeda. Decide casarse en secreto pues su ambición le hace desear el favor de una mujer poderosa. Un rico Duque que conoce por casualidad a Águeda decide enamorarla y pide auxilio a Altamonte que no se atreve a negarse e inicia un complicado juego en el que pretende engañar a su mujer y al Duque para que nadie sepa las auténticas intenciones del otro. Cuando el Duque se entera de que Altamonte es el esposo de Águeda decide castigar su ambición poniéndole en situaciones cada vez más comprometidas. Al final la
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constancia de Águeda vence la ambición de Altamonte que confiesa al Duque la verdad. Éste recompensa la fidelidad de Águeda favoreciendo a los esposos. Altamonte ve satisfecha su ambición, pero no gracias a los manejos que se traía con una influyente señora, sino a la personalidad de su mujer cuya constancia y pureza han impresionado profundamente al Duque. Ya hemos citado anteriormente la respuesta de Águeda a las insinuaciones del Duque a despecho de la conducta de su marido. La definición de su esposo como «jefe», el origen de la autoridad de éste en «el cielo y la naturaleza» y la creencia ciega de que «es preciso» que sea el marido de inteligencia superior a la esposa definen perfectamente la concepción de la relación matrimonial que tiene Trigueros y la mayor parte de la sociedad de su época. Otro tipo de cuentos morales muy cultivados, como ya hemos visto, son los ejemplos. Aquí también aparecen, como es el caso de «El Egipcio Generoso». Un grupo de egipcios son condenados a muerte por incendiar el barrio cristiano. Viendo que son muchos, el gobernador decide ejecutar sólo a una parte de ellos como escarmiento para todos y los condenados tienen que sacar una papeleta en la que les dice si van a ser ejecutados o no. Uno de los afortunados que ha escapado de la muerte, se apiada de uno de los condenados que se lamenta por la suerte de su familia y se ofrece a morir en su lugar, pues él está sólo en el mundo. El gobernador, compadecido, les perdona a los dos. Ejemplo positivo de generosidad. Pero también aparecen ejemplos negativos, en forma de conductas reprobables o equivocadas. «El Santón Hasán» cuenta la historia de Hasán, un santón de Granada, que tiene un hijo único en el que ha puesto todas sus esperanzas y ambiciones. De súbito desaparece éste y Hasán queda sumido en la desesperación. Tiempo después se le aparece un genio y le muestra que su hijo es poderoso entre los poderosos y que no hay bien que no pueda desear, pero es infeliz. Hasán, viendo la desdicha de su hijo, le pide al genio que se lo devuelva, que él le moderará en sus ambiciones para conseguirle la felicidad. El genio accede y Hasán despierta de su sueño, encontrando a su hijo dormido a su lado. Ejemplo de conducta negativa es también «El Juez Astuto». Se trata de la misma historia de «El Juez Prudente», una narración que ya había sido publicada en el Correo de los Ciegos (1786) pero con redacción diferente, más extenso y con mayor caracterización de los personajes, lo que, aquí sí, corrobora la declaración de Trigue-
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ros en el prólogo de que aunque tome ideas de otros textos y autores, las elaboraría, ampliaría y transformaría, para hacerlas suyas. No falta el sueño, un grupo dentro de los cuentos morales que se ha cultivado con profusión, pero que aquí presenta unas características particulares. En «El Mundo sin Vicios», Asem, un misántropo que odia a todo el género humano por su corrupción, sueña que el Genio del Conocimiento le lleva a un mundo sin vicios. Al principio Asem cree que allí encontrará su felicidad, pero se da cuenta de que se trata de un mundo mucho peor que el que existe en realidad y que la ausencia de vicios lleva al ser humano a la falta de interés por el progreso, al aislamiento, al egoísmo. Se despierta de su sueño y regresa a la realidad reconciliado con los hombres y con sus vicios. Un mensaje escéptico, que emparienta a este sueño con un cuento que ya vimos en el siglo anterior «Medio de resucitar los muertos», pero que resulta absolutamente contrario a la moralidad de muchos de los cuentos morales que se dedicaban a difundir las virtudes. El autor de las narraciones pastoriles del Memorial Literario presenta en sus relatos un mundo sin vicios, donde la felicidad es perfecta. Precisamente esta felicidad perfecta en «Fin de Siglo Pastoril» es destruida para siempre por el vicio de la ambición. Trigueros, por el contrario, presenta a una humanidad que se mueve y avanza más gracias a la suma de egoísmos e intereses particulares que por el interés general en el bien común, y anima a contemplar esa sociedad con tolerancia y escepticismo19. Dentro del grupo de los cuentos morales, pero con cierta conexión con los relatos de aventuras fantásticas al estilo de «La Hija del Visir de Gornat», se encuentra «El Paraíso de Shedad». Shedad, un despiadado Rey de Yemen, quiere ser considerado Dios en vida. Para ello construye su paraíso, donde los fieles podrán disfrutar de todos los placeres, y lo rodea con una fuerte muralla para que nadie pueda entrar de fuera. Los primeros fieles de Shedad que entran en el paraíso lo ven pronto como una prisión, se odian entre sí, y se cansan de los placeres. Shedad ordena a la guardia que en vez de no dejar entrar a nadie en su paraíso no deje salir a nadie y ante el fracaso de su paraíso se decide a preparar su propio infierno. Ante esa amenaza es derrocado y los rebeldes le encierran a perpetuidad en su propio paraíso.
Muchos años después, la misma idea y el mismo escepticismo darían origen a una novela de Wenceslao Fernández Flórez: Las Siete Columnas.
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Fuera de los cuentos morales quedan cuatro relatos más. «Bliomberis» es una pequeña novela de caballerías, una narración voluntariamente anacrónica en la que Trigueros quiere recordar el tipo de historias que gustaba de leer en su juventud, según declara el mismo autor, que es perfectamente consciente de que está abordando un género muerto y enterrado. «Vida de Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno» es un relato histórico, casi historia apenas novelada. En esta biografía del protagonista, la novelización está, ante todo, en la descripción de los procesos psicológicos de los personajes, mientras que los hechos están ceñidos a las crónicas de la época. Los dos cuentos que quedan son de tema amoroso y los dos con diferentes características. «Los Dos Desesperados» es, como declara su autor, traducción del inglés. Incluso cita Trigueros la publicación en la que encontró la narración. Un Lord rico, desesperado por su fracaso en el amor y en la amistad, ha decidido suicidarse. En un puente sobre el Támesis coincide con un comerciante arruinado que tiene la misma intención. El noble auxilia al comerciante, ofreciéndole ayuda económica, y se enamora de la hija de éste y se casa con ella. Así los dos consiguen la felicidad. El cuento tiene puntos comunes con «Rasgos de una generosidad sin ejemplo» (El hombre rico, pero sin alicientes en la vida que gracias a la caridad y a la generosidad encuentra la felicidad), publicado en el Correo de Sevilla y que también está ambientado en Inglaterra. Destaca la lacrimosidad extrema del relato. El último relato, «Adelayda», es un anticipo del gran número de hijos secretos y abandonados, de padres nobles casi todos ellos, de milagrosos reconocimientos, y de casualidades inverosímiles que nos vamos a encontrar en los cuentos a partir de 1831. Adelayda es abandonada por su madre a los cuatro años. Recogida por una baronesa, semiabandonada por su marido infiel y por su hijo, es cuidada por ésta como una hija. La baronesa muere cuando Adelayda tiene 16 años, el barón intenta aprovecharse de ella y al negarse Adelayda la echa de casa. Adelayda es recogida por una mujer que dice ser tía suya, pero que en realidad es una enviada del barón para corromperla. La falsa tía la pone en relación con un joven que es el hijo del barón y Adelayda queda embarazada. Finalmente muere de una enfermedad. Al final de todo, en una inverosímil culminación de casualidades, Adelayda, que no ha muerto, recupera a su amado,
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a su hijo y a su madre, mientras el malvado barón, arrepentido, muere asesinado por la falsa tía de Adelayda. Si ya anteriormente (recordemos «Cuatro Cuentos en un Cuento» y «El Casado que lo Calla») Trigueros había dada muestras de no preocuparse demasiado por la verosimilitud de sus relatos, aquí esta tendencia llega a su grado máximo. 4. 1808-1831: Política y silencio Política y silencio porque son las dos situaciones que nos encontramos en estos años. En los dos períodos de libertad (Guerra de la Independencia y Cortes de Cádiz, por un lado; Trienio Liberal, por otro) la política, y la política con urgencia invade la prensa, medio preferente de publicación de cuentos durante esos años como ya hemos visto. Los artículos políticos, los debates, los enfrentamientos entre periodistas de diversas tendencias invaden la casi totalidad del papel impreso en esos años y no dejan espacio para nada más. Muchas publicaciones son obra de autores individuales que lanzan su periódico a la calle dedicados casi exclusivamente al combate político. Periódicos como La Abeja de Bartolomé José Gallardo o El Robespierre Español de Pascasio Fernández Sardinó en el bando liberal, y la Atalaya de la Mancha en Madrid del ultramontano padre Castro en el bando reaccionario son una muestra de ello. La política ahoga a la literatura, tanto en la labor de los escritores como en el interés de los lectores. Como recordaba Alcalá Galiano: «Los literatos sólo usaban de la pluma para tratar cuestiones políticas, porque en otros asuntos apenas habrían encontrado lectores» (1955; 170). En los años absolutistas (Primera época absolutista y Década Ominosa) la prohibición de la expresión escrita iba a asestar un duro golpe a la prensa, que apenas podría sobrevivir a las duras restricciones del gobierno fernandino. La publicación de la palabra escrita queda casi suprimida y se limita a anuncios de festividades religiosas, precios del mercado y anuncios de la vida diaria. Durante estos años los testimonios del cuento son escasos y hay que buscarlos sobre todo en la emigración (Llorens, 1979a y 1979b) y en algunas obras dispersas. La producción de cuentos se reduce al mínimo. Hasta ahora, únicamente contábamos con los que se publicaron en Inglaterra durante la emigración (José Joaquín de Mora y José María Blanco-
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White sobre todo) y algunas obras dispersas entre las publicaciones de esos años en España como la «Historia de don Alfonso de Córdoba y doña Catalina de Sandoval», probablemente de Alfonso de Valladares y Sotomayor, y un cuento moral publicado en El Censor por Sebastián de Miñano: «Un día de un jugador». Una fuente hasta ahora no muy estudiada son los libros de «tertulias». Se trata de obras misceláneas pensadas para su uso en reuniones y veladas sociales. Hay en ellos adivinanzas, curiosidades, chistes y anécdotas, pasatiempos matemáticos y cuentos. Un ejemplo es una obra del autor de la Galería Fúnebre-. Agustín Pérez Zaragoza Godínez: El remedio de la melancolía: la floresta del año de 1821 o colección de recreaciones jocosas e instructivas. Obra nueva que contiene lo que se ha escrito e inventado más agradable por autores modernos hasta el año 1821 en clase de anécdotas, apotegmas, dichos notables, agudezas, aventuras, sentencias, sucesos raros y desconocidos, ejemplos memorables, chanzas ligeras, singulares rasgos históricos, juegos de sutileza y baraja, problemas de aritmética, geografìa y fisica, los más fáciles, agradables e interesantes. Obra que contiene todo lo que anuncia y aún más cosas y en la que nos podemos encontrar con un cierto número de cuentos. Hay que hacer notar que, a pesar de las habituales protestas de moralidad e instrucción que el autor proclama en el prólogo al libro, ya se encuentran testimonios de la línea truculenta y efectista que pocos años después seguirá Pérez Zaragoza en la Galería Fúnebre. El ejemplar que hemos podido consultar de esta obra es el tomo cuarto y último, y contiene entre muchas otras cosas, 12 cuentos: «El Sepulcro», «Un Ejemplo Triste de Moral», «Los Celos», «La Monja y el Canónigo», «El Desertor», «El Amor Filial», «El Negro Reconocido», «Los Dos Ciegos», «La Comercianta de Londres», «Ejemplo de Gratitud», «Aventura Graciosa y Lección para el Bello Sexo» y «Trágico Accidente Ocurrido en un Baño». Pérez Zaragoza recurre constantemente a historias ya publicadas que vuelve a utilizar sin ningún escrúpulo. Así vemos que «Trágico Accidente...» es «Los Amantes Ahogados» (Correo de Sevilla, 1806), «Aventura Graciosa» es «El Loco por la Pena es Cuerdo» (