Hijos de Homero: un viaje personal por el alba de Occidente [1 ed.] 9788420649306

Firmemente convencido de la existencia de una cultura matriarcal en el área egea, cuyos restos visibles más importantes

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Índice

Créditos
Prólogo, por Antonio Alvar
Nota del autor
Hijos de Homero
A la Triple Diosa: mi madre, mi mujer, mi hija.
1. El amanecer de Grecia
(2000 a.C.-1600 a.C.)
Una civilización pacífica: la isla de Creta
Las invasiones indoeuropeas: aparición de la guerra
El nacimiento de los griegos: el mundo micénico
La escritura
Las escrituras cretenses
La escritura jeroglífica ( 1900-1600 a.C.)
La escritura lineal A (1600-1450 a.C.)
La escritura lineal B ( 1450-1200 a.C.)
El griego alfabético
2. El amanecer de Occidente: El mundo micénico ( 1600 a.C.-1200 a.C.)
El universo de la Ilíada: una cultura de vergüenza
El comportamiento de Agamenón
Áte
Agentes de áte
Zeus
Moira
Las Erinis
Ménos
El marco político y social
Micenas
Los reyes micénicos
Rey y pueblo
La relación entre las familias reales: el matrimonio
Excluidos de todo: los esclavos
La clave del éxito: el destierro legal de las mujeres
¿Qué es un mito?
¿Cómo interpretar un mito?
¿Deben ser tomados en serio los mitos?
Los mitos como vehículo de transmisión de un nuevo modelo cultural. La desaparición social de la mujer
a) El nacimiento del mal: el mito de Pandora
b) La concreción del mal: el mito de Helena
c) El modelo positivo: el m ito de Alcestis
d) La concreción del modelo positivo: el mito
de Penélope
e) Las consecuencias del desafío al modelo positivo:
el m ito de Antigona
Los mitos como modelos
Las consecuencias del modelo mítico en el marco
político: el Estado
3. El enigma de la Edad Oscura
(1200 a.C.-800 a.C.)
El colapso micénico
El problema de los pueblos del mar. El paso de la Edad del
Bronce a la Edad del Hierro
La invasión doria
Los dorios: ¿invasión exterior o levantamiento interno?
Consecuencias de la caída micénica
¿Colapso o continuidad? La consolidación
institucional del modelo mítico micénico
El problema cronológico
¿Edad Oscura o error cronológico?
Homero, el «rehén»; el educador
Adivinos del pasado: los aedos
La épica micénica
El fin de los aedos: aparición de los rapsodos
El rehén
La época
El hombre
El educador
4. El tránsito hacia la libertad.
La época arcaica (800 a.C.-500 a.C.)
El punto de partida: el descubrimiento
de la individualidad
El marco físico: la polis
Comercio y colonización: las razones del cambio
El impacto del nuevo mundo en el modelo político y social
Poesía y prosa: de héroe a ciudadano
Prosa y política
Poesía e individualidad
El equilibrio entre la individualidad y el entorno:
la libertad y la ciencia
Libertad y elección
Safo o el desafío de la elección: el amor
¿Quién era Safo?
El amor sáfico
a) El matrimonio: ¿un punto de encuentro?
b) El amor
El miedo a la libertad. El consuelo de la religión
De la vergüenza a la culpa
a) Amechanía
b) Phthónos
De la culpa al temor: la necesidad de la justicia
a) Los inconvenientes de la justicia
b) Hacia una cultura de temor. El énfasis en el castigo
Las raíces de la democracia. La nueva sociedad surgida
de la colonización
Los límites geográficos de la colonización
Consecuencias de la colonización
La aparición de la escritura. Una sociedad letrada
La aparición de la moneda
La esclavitud. Necesidad y negocio
Las mujeres. Del modelo mítico al modelo institucional
a) Libertad y derecho de propiedad
b ) Mujer casada y clase social
c) Razones legislativas: protección de la familia
El desarrollo político. La tiranía
a) Causas de la tiranía
b) Teognis: el cronista nostálgico
c) Un intento de mediación: Solón, el legislador poeta
Epílogo
Bibliografía
índice
Contraportada
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Hijos de Homero: un viaje personal por el alba de Occidente [1 ed.]
 9788420649306

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Bernardo Souvirón

Hijos de Homero Un viaje personal por el alba de Occidente

Bernardo Souvirón

Hijos de Homero Un viaje personal por el alba de Occidente

El libro de bolsillo H istoria Alianza Editorial

Humanidades

P rim e ra ed ició n en «Libro singular»: 2006 (febrero) P rim e ra reim p resió n , revisada: 2006 (m ayo) P rim e ra ed ició n en «Área de co n o cim ien to : H u m anidades»: 2008

D iseño de cu b ierta: Á ngel U riarte Fotografía: A. V ázquez/A naya. Puerta de los Leones en M icenas

R eservados to d o s los dere c h o s. El c o n te n id o d e esta o b ra está p ro te g id o p o r la Ley, q u e establece p e n a s d e p ris ió n y /o m u lta s, a d e m á s d e las c o rre s p o n d ie n te s in d e m n iz a c io n e s p o r d a ñ o s y p e rju icio s, p a ra q u ie n e s re p ro d u je re n , p la g ia re n , d istrib u y e ren o c o m u n ic a ­ ren p ú b lic a m e n te , e n t o d o o e n p a rte , u n a o b ra lite ra ria , artística o cien tífica, o su tr a n s ­ f o rm a c ió n , in te rp re ta c ió n o e je c u c ió n a rtístic a fijad a e n c u a lq u ie r t ip o d e s o p o rte o c o ­ m u n ic a d a a tra v é s d e c u a lq u ie r m ed io , sin la p rec e p tiv a a u to riza c ió n .

© B e rn ard o S o u v iró n G uijo, 2006 © A lianza E d ito rial, S. A., M ad rid , 2006,2008 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15 28027 M ad rid ; teléfono 91 393 88 88 w w w .alianzaeditorial.es ISBN: 978-84-206-4930-6 D ep ó sito legal: M . 9.633-2008 C o m p u esto e im p reso en F ern án d ez C iudad, S. L. C o to d e D o ñ an a, 10. 28320 P in to (M adrid) P rin te d in Spain

SI Q U IE R E RE C IB IR IN F O R M A C IÓ N PE R IO D IC A SOFRE LAS N O V ED A D ES D E A LIA NZA ED ITO R IA L , EN V ÍE U N C O R R E O ELE C TR O N IC O A LA D IR E C C IÓ N :

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Prólogo

U n nuevo libro sobre G recia y los griegos. No cabe n in g u ­ na du d a de que la sola m ención de G recia y los griegos re­ sulta p o d e ro sa m e n te evocadora. Pero ¿se p u ed e h acer a estas altu ras u n n uevo libro sobre ese a su n to que sea, al m ism o tiem po, u n libro nuevo? Porque -s e d iría - ya nos lo sabem os todo. O casi todo. Y, sin em bargo, a ú n es p o si­ ble hacer libros nuevos p ara el gran público, sí, pero ta m ­ bién para quienes ya h an leído m u ch o sobre ello. Veamos p o r qué. U n libro nuevo se p u ed e lo g ra r si cum p le, al m enos, u n a de dos co ndiciones. C o m o p rim e ra co n d ició n , h a ­ b ría que ex p o n er datos, in terp retacio n es, arg u m en to s novedosos. ¿Es éste el caso? D igam os p a ra em p ezar que B ernardo S ouvirón n o se ha p ro p u esto escribir un a h isto ­ ria de Grecia antigua; n o es u n m an u al al uso lo que ten e­ m os en tre m anos. N i siq u iera se h a in te n ta d o tra z a r u n ensayo sobre el significado de G recia en relación a la cul­ tu ra y civilización occidentales. B ern ard o S o u v iró n ha querido m overse en u n am plio arco tem p o ral que - p a r ­ tien d o de la civilización m in o ic a - te rm in a descansando

«

A N T O N IO ALVAR E Z Q U E R R A

en el momento en que la Grecia antigua se dispone a en­ trar en lo que llamamos época clásica. Es decir, se tratan en este libro cuestiones relativas a esa «civilización minoica», al «mundo micénico» que le siguió y a las sucesivas «Edad Oscura» y «Edad Arcaica», pues, a su modo de ver, forman esos cuatro amplios períodos de tiempo un en­ tramado de extraordinaria complejidad pero que, de al­ gún modo, puede explicar no poco no sólo de lo que fue la Grecia más esplendorosa, sino también algunos de los rasgos constitutivos de lo que terminó siendo Occidente. Se trata, pues, de unos momentos que, como ya anuncian las denominaciones con que las conocemos (Edad Oscu­ ra, época arcaica) resultan mucho menos conocidos que los que les siguieron. Por lo demás, hay en el panorama trazado en este libro la convicción de que la civilización minoica - y ya no sólo la m icénica- resulta imprescindi­ ble para entender lo que vino después y dio en ser esa Grecia admirable y nutricia de lo que fue Occidente. Pero la posición de Bernardo Souvirón sobre esta cuestión se dibuja con nitidez: el mundo minoico fue quebrado vio­ lentamente por el micénico y su esencia quedó, en buena medida, diluida en lo que siguió, de modo que su modelo interesa más por ilustrar lo que pudo (y debió, en ánimo del autor) haber sido que por lo que pueda tener de pre­ cedente natural y necesario para que luego fuera posible el mundo micénico. Se sostiene la idea de que la civiliza­ ción minoica fue esencialmente de estructura matriarcal y de convicciones pacíficas, de modo que a nuestros ojos se presenta como una luminosa estampa de vivos colores, palacios abiertos al mar, jardines llenos de flores y aves ca­ noras, y seres humanos radiantes de felicidad. Los restos arqueológicos contribuyen a forjarnos esa idea; quizás la realidad fuera diferente. Obviamente, ese paisaje social

pr û lo g o

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circunscrito a la isla de C reta su p o n e u n fuerte co ntraste con el subsiguiente m u n d o m icénico, en que una estru ctu­ ra patriarcal de origen indoeuropeo y exógeno parece exi­ gir u n a cu ltu ra de la guerra, radicalm ente diferente. Hay, no obstante, en tre am bos m u n d o s algunos hilos a ú n no del todo desm adejados que im p id en el cataclism o total: am bas sociedades conocen la escritura -la de los cretenses sigue siendo u n m isterio p ara n o s o tro s - y ese fenóm eno cultural es de unas consecuencias históricas irreversibles y absolutam ente estructu ran tes de lo que luego sería O cci­ dente. Para n o so tro s, la sociedad m icénica se nos ha d a d o a conocer a través de dos tip o s de testim o n io s sin g u lar­ m ente diferentes y que incluso p u ed en llegar a parecer d i­ fícilm ente conciliables en ocasiones: de u n a p arte co n ta­ m os con num ero so s restos arqueológicos que conciernen a todos los órdenes de u n a vida socialm ente m u y estru c­ turada; y en tre estos restos arqueológicos es preciso co n ­ ceder cada vez m ás im p o rta n c ia a los testim o n io s sobre tablillas de b a rro en u n código e sc ritu ra rio co n o cido com o lineal B. Pues, a pesar de que se suele aceptar com o axiom a que u n a im agen vale m ás que m il palabras, los a r­ queólogos saben b ien que d o n d e haya unas pocas p a la ­ bras bien in terp retad as se p u ed en explicar con seguridad asom brosa m il im ágenes. Mas, ju n to a tod o s estos testim onios arqueológicos - y los hay de im pactante belleza, com o las m urallas de Micen a s - y de m aravillosa factura -c o m o los vasos de V afio-, el m u n d o m icénico nos ha sido d ado a conocer gracias a los dos herm osos poem as hom éricos, la Ilíada y la Odisea, las dos o bras que in au g u ran , v arios siglos después de la desaparición del m u n d o m icénico, la historia de la litera­ tu ra occidental y aú n dos obras m aestras de grandeza in i­

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A N T O N IO ALVAR EZQUERRA

gualable. A través de sus m iles de versos es posible p e n e­ tra r con seguridad en los entresijos de esa sociedad m icénica y se descubre u n a novedosa escala de valores y de jera rq u iza ció n social, d o n d e la esclavitud es u n facto r de sustentación social y económ ica y d o n d e la m u jer ha p e r­ dido el p apel p ro tag o n ista que d esem peñaba en la etapa histórica in m ed iatam en te anterior. En definitiva, es una sociedad que posee ya rasgos que nos re su lta n su m a ­ m ente conocidos y que se m a n te n d rá n com o constantes de n u e stro m u n d o , u n o s h asta b ien p oco ha, o tro s aun todavía. En este libro pued e el lector en co n trar u n a descripción de esa sociedad - la m ic é n ic a - y de sus valores - q u e tanto se explicitan en la n a rra c ió n h o m érica de la g u erra de T roya-, Pero tal vez m erece especial atención cóm o Ber­ n ard o S ouvirón explica la fu n ció n que esa esp lén d ida constelación de m itos griegos que tan to h a n fascinado a los h o m b res de to d o s los tiem p o s y que a ú n h oy siguen ejerciendo u n poderosísim o atractivo incluso sobre n u es­ tros jóvenes, ha cu m p lid o p ara que la aristocracia im p u ­ siera su escala de valores sobre el resto de u n a sociedad som etida. El análisis de algunos de ellos perm ite entender cóm o se difu n d en , de m an era eficaz y ya casi irreversible, esos valores, de m o d o q u e q u ed a g rab ad o - s e d iría que para sie m p re - en el im ag in ario colectivo el papel que debe desem peñar la m u jer en el nuevo o rd en o cuál ha de ser la relación del individuo con el Estado. Pero sin d u d a u n o de los capítulos que m ás h an de in ­ teresar a los lectores de este lib ro es el co n cern ien te a la «Edad O scura», esa m isterio sa etap a de v arios siglos de d u ració n de la que apenas sabem os n ad a y que se em pe­ ña en esfum arse sin m ás an te n u estro s deseos de saber. Q uizás sea discutible la suposición de que los pueblos do-

PRÓLOGO

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ríos que acabaron con el m u n d o m icénico no vinieron de fuera, sino que rep resentan u n a suerte de revolución in ­ terna; quizás sea u n a drástica solución elim inar tres siglos de historia con la argu m en tació n de que la cronología re­ lativa a esos m o m en to s ha estado basada en cálculos e rró ­ neos, pero la m era posibilidad de que se p u ed an form u lar hipótesis tan atrevidas, basadas -e so s í- en testim onios e investigaciones, evidencia h asta qué p u n to hay m argen aú n p ara la investigación y hasta qué p u n to es necesario profundizar y discutir. La ciencia sigue viva y aú n cabe es­ p e ra r sorpresas. Este libro tiene el m é rito de su g erir el conflicto y de ab rir p ara m uchos p u ertas que se sup o n ían definitivam ente cerradas. El resultado de to d o ello fue el n acim ien to de u n a es­ tru c tu ra social que habría de p e rd u ra r o tro p u ñ a d o de si­ glos y que h ab ría de ofrecer a la H u m a n id a d algunos de sus logros m ás fecundos, d u rad ero s y estru ctu ran tes. Los valores cam bian, los héroes se hacen ciudadanos, el ejer­ cicio de la razón se adu eñ a de los debates y de la reflexión, p erm itien d o con ello el progreso, el uso de la escritu ra - y consecuentem ente el de la le c tu ra - se extiende m ás allá de su función in stru m en tal com o testim o n io de quehaceres ad m in istrativ o s, aparece la m o n e d a com o h e rra m ie n ta de cam bio y, sobre todo, el indiv id u o cobra conciencia de su historia y de sus padeceres, y com ienza la aventura m ás apasionan te, la que n os co nduce al in te rio r de n o so tro s m ism os, a través de la in trospección de los sentim ientos o de la reflexión sobre nuestro ser, nuestro origen y n u e s­ tro destino. Por p rim era vez en la historia de O ccidente la perso n a posee u n espacio p ro p io y d istin to al g ru p o en el que se in serta su actividad, p o r p rim e ra vez se ex p re­ sa el sentim iento del am o r y sus co n trario s - d e m o d o que el m atrim o n io ya no es el único y doloroso en cu en tro en-

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A N T O N IO ALVAR EZQUERRA

tre el h o m b re y la m u je r-, el de la culpa y el del tem or. Todo eso o cu rre en unos siglos a los que llam am os arcai­ cos. H a nacido O ccidente.

D ecía al p rin c ip io de estas líneas q u e se p o d ía cu m p lir una segunda condición p ara lograr u n libro nuevo. Y esa segunda co n d ició n -p e rfe c ta m e n te co m p atib le con la p rim e ra - no es o tra sino la capacidad del au to r p ara co n ­ ta r cosas conocidas de m o d o diferente, de tal m o d o que sepan a nuevas. En realidad, si el arte del n a rra d o r logra crear en la im agen del lecto r u n m u n d o coherente, b ien trabado, com prensible y vivificador, sin d uda nos en con­ tram o s ante u n m u n d o nuevo, y el libro en que así se ex­ ponga será, necesariam ente, u n libro nuevo. En realidad, cualquier co nstrucción interp retativ a del pasado supone u n grado destacado de subjetividad del autor. Es m ás, es­ toy convencido de que, cu an d o de m u n d o s lejanos se tr a ­ ta, cuanto m ás coherente y com prensible resulta su expli­ cación, m ás se debe a u n m ayor g rado de im plicación y, p o r tanto, de subjetivism o p o r parte del autor. Y eso n o es m alo, sino to d o lo c o n tra rio , m ie n tra s n o se o cu lten ni falsifiquen datos y testim onios. En sum a, si u n investiga­ d o r n o es capaz de c o n stru irse u n a im agen sólida de la realidad que p retende explicarnos, poco tiene que d ecir­ nos. En estos m o m en to s ab u n d a n los estudios de detalle, las explicaciones sutiles y m in u cio sas de h echos y datos m icroscópicos, las descripciones exhaustivas de lo insig­ nificante. Todo ello es necesario, sí; incluso es im prescin­ dible. Pero de n ad a sirve si n o se p ro d u ce u n p o d ero so ejercicio de síntesis q u e dé sen tid o a lo frag m en tario y que estru ctu re y vertebre en unidades superiores y de m ás am plio alcance lo reservado a unos pocos. La contextual!-

PROLOGO

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zación de los datos y la reconstrucción de los m odelos es u n ejercicio científico que exige tan tas o m ás dotes in te­ lectuales q u e el análisis y la disección. La ciencia avanza gracias a la sabia co m b in ació n de u n o y o tro m étodos. M as a nadie se le escapa que las presentaciones generales exigen selección de datos y testim onios y, p o r tan to , su b ­ jetividad. A hí está la co m u n id a d científica p ara d e n u n ­ ciar arbitraried ad es y p ara corregir desvíos. M ás aún; hay que hacer u n tercer esfuerzo p a ra que la fíbula h u m ild e extraída de u n an tig u o v erted ero o la fo rm a g ram atical in esperad a en u n epígrafe recién e n c o n tra d o alcancen a interesar a u n público n o n ecesariam ente especialista ni especializado, sino sim p lem en te con cu rio sid ad in telec­ tual. Es eso que llam am os divulgación, a rd u a tarea, no siem pre apreciad a p o r quienes apenas son capaces de m overse en análisis de corto recorrido. Y, sin em bargo, no p ued e en ten d erse ni debería co n sen tirse u n a actividad científica que n o tenga vocación de llegar a in teresar al cuerpo de la sociedad que la m antiene. El cam in o de ida y vuelta en tre investigadores y sociedad, sociedad e inves­ tigadores, debe ser constan tem en te tran sitad o . N o siem ­ pre es así; es m ás, en tre n o so tro s se ha reco rrid o m u cho m enos de lo que hubiera sido deseable y quizás p o r eso no siem pre hem os sido bien en tendidos o, m ás grave aún, no siem pre h a sido bien en ten d id o el significado de nuestro trabajo y el valor de nuestro objeto de estudio. B ernard o Souvirón se m u e stra en este libro co m o un caso sin g u lar y com o u n ejem plo d igno de ser im itado. No es este libro el resultado de unas im presiones ráp id a­ m en te hilv an ad as com o consecu en cia de unas lecturas precipitadas y de u n p ar de viajes a la «escena del crim en». C o m p a rtim o s hace ya m ás años de los que nos gusta re­ co nocer aulas u niversitarias y estu d io s sobre G recia y

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A N T O N IO ALVAR EZQUERRA

Roma; y cu an d o digo « com partim os» sólo aquellos que hayan sabido de lo que significa la palabra «am istad» vi­ vida en los años m ozos y de lo q u e significa la p alab ra «pasión» aplicada al deseo de saber, p o d rá n co m p ren der el alcance de lo que digo. Pues, en efecto, desde entonces B ernardo S ouvirón convirtió a H o m ero en la razón de su vida intelectual y a la antigua G recia en su m o rad a espiri­ tual. Es este libro, pues, el fru to de u n a dilatadísim a m e ­ d itació n sobre lo que significan el p o eta y su tie rra , sí, pero ta m b ié n de la h uella que to d o eso ha d ejado en su alm a. Y esa huella p ro fu n d a e im b o rrab le quiere co m p ar­ tirla con n osotros, y som os m u ch o s los que, al escucharlo y al leerlo, descubrim os que tam b ién en noso tro s está in ­ deleblem ente m arcada esa huella. N aturalm ente, cuando el espíritu está lleno de ávida curiosidad, la m ed itació n se alim enta de lecturas num erosas que hum edecen p ro fu n ­ d am e n te la tie rra sem b rad ía com o la lluvia que cae p a ­ ciente y co n sta n te . A dem ás, B ern ard o S o u v iró n se ha som etido d u ra n te decenios, p o r exigencias n o sólo de su profesión sino tam b ién de su vocación, a la tarea de co n ­ tar -s e a en las aulas, sea con u n m icró fo n o en u n estudio de ra d io - cóm o esos saberes an id an en su alm a y cóm o su m ente tra ta de darles o rd en y explicación tran sm isib le y com prensible. En esto es, sin d u d a, u n consu m ad o m aes­ tro. M il datos y testim onios, decenas de hipótesis, algunas experiencias p ersonales h a n catalizado en esta h erm o sa construcción, en donde él nos explica de m an era n o vedo­ sa su pro p ia visión de u n m u n d o apasionante cuyo co n o ­ cim iento nos p e rm ite e n te n d e r m ejo r el n u estro , pues constituye u n a de sus raíces m ás fecundas y nu tricias. Quizás haya quien vea las cosas de o tro m odo, quien dis­ crepe en esto o en aquello, q u ien sea capaz de saber m ás de tal o cual p u n to , quien p u ed a aducir m ejo r a u to rid ad

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PRÓLOGO

para la explicación de algún testim onio. Non om nes o m ­ nia possum us. Pero será difícil e n c o n tra r q u ien p u eda co n stru ir con tan ta vitalidad y quien p u ed a co n tarn o s de m anera tan diáfana y apasionada esta larga historia de los hijos de Homero y que concierne nada m enos que al «alba de O ccidente». A hora es ya m o m en to de co m enzar la lectura y de dis­ fru tar de este viaje personal. Anto

n io

A lvar E z q u e r r a

P residente de la Sociedad Española de E studios Clásicos

Nota del autor

Siem pre he creído que escribir, en los tiem pos que corren, era u n acto inútil. N o sé si se tra ta de u n a convicción p ro ­ funda o si, p o r el co n trario , la reflexión sobre lo que nos está d ep a ra n d o n u e stro tiem p o (en co ncreto el final del siglo XX y el com ienzo del x x i ) m e h a llevado a u n c o n ­ vencim iento que, ignoro si afo rtu n ad am en te, voy a ro m ­ per con este libro. Tam poco sé a qué obedece esta especie de claudicación q u e m e h a llevado, en el o to ñ o de m i vida, a p o n e r p o r escrito algunas de m is ideas sobre el m u n d o an tig u o , en especial sobre la an tig u a G recia. En to d o caso, u n a serie de im p u lso s m e h a n m o v id o a ello: externos a m í m ism o algunos; otros, p o r el contrario, han perm anecido conm igo desde antiguo. Sin aquéllos, estos últim os h u b ie ra n seguido d o rm id o s p a ra siem pre, según creo. Es éste u n libro escrito p a ra to d o s. N u n ca h a sido m i inten ció n escribir sólo p a ra colegas, p a ra especialistas o eruditos, sino m ás bien p ara todos aquellos que, au n sin estar versados en los m isterios del pasado, desean conocer lo que sucedió con la esperanza de co m p ren d er m ejo r lo 17

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HIJOS DE HOM ERO

que sucede. El pasado es rico en m isterios, pero tam bién lo es en enseñanzas, en m ensajes extrao rd in ario s que han desafiado el paso del tiem p o p a ra m o strarse an te n o so ­ tros com o faros erguidos ante el tem poral; brillantes faros en m edio de la niebla. C on tod o , éste p reten d e ser tam b ién u n libro riguroso, u n estudio basado esencialm ente en las fuentes antiguas o, lo que es lo m ism o, en los autores que, desde aquellos lejanos días en que m i m ad re m e ofreció u n a Ilíada p ara leer en unas vacaciones de verano, m e h an enseñado casi todo lo que sé. D esde entonces ha pasado m u ch o tiem po y han pasado m uchas cosas. Se ha tran sfo rm ad o casi todo y, sin em bargo, las voces de los autores antig u o s h a n se­ guido reson an d o en m í con u n a vigencia que n o h a deja­ do de so rp re n d e rm e . M i d e u d a con estos h o m b res no p u ede pagarse, salvo, quizá, de esta m anera: in te n ta n d o tra n sm itir a quienes lean estas páginas lo que sé o, m ejor dicho, lo que ellos sabían. En cierta m edida, ya lo he h e ­ cho d u ra n te los casi v einticinco años en que, de fo rm a in in te rru m p id a , he enseñado en las aulas de u niversida­ des e institutos. V einticinco años en que, desafiando m o ­ das y planes de estudios, m uchos jóvenes de todas las co n­ diciones me h a n escuchado en clase hablar del pasado, de m itos, de m ares lejanos y m isteriosos; hablar de p erso n a­ jes heroicos que desafiaban a o tro s h o m b res y, a veces, a los dioses; hab lar de m ujeres que, en condiciones a u té n ­ ticam en te heroicas, nos h a n legado, tam b ién , palabras herm osas. Pues esto es al fin y al cabo lo que los antiguos nos han dejado: recuerdos. A lgunos de esos recuerdos han sobrevivido d u ra n te m ilenios a to d o tipo de desgracias y se h an conservado, orgullosos, tal y com o sus autores los crearon; o tros se m an tien en en pie a duras penas, heridos, m utilados, pero vivos y altivos com o si nos contem p laran

NOTA DEL AUTOR

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desde u n a perspectiva inm o rtal. A estos recuerdos los lla­ m am os «m onum entos». M uchos de ellos todavía nos im ­ presionan vivam ente, nos conm ueven y, a la vez, nos lle­ n an de m elancolía: el P arte n ó n , el Coliseo, Delfos, Pom peya... A veces con solo p ro n u n c ia r sus n o m b res nos sentim os tran sp o rtad o s: Tebas, Rom a, Atenas... Pero hay o tro s recuerdos que h a n desafiado tam b ién la destructiva m area de los actos h u m an o s; los únicos a tra ­ vés de los cuales podem os hacer lo que nadie puede hacer: viajar en el tiem po, a través del tiem po. Se trata de recu er­ dos que n o están hechos de m ateriales tangibles; n o u tili­ zan ni pied ra, n i m o rte ro , n i ladrillo, n i m á rm o l, n i p e ­ dernal. U n único m aterial ha bastado p a ra que lleguen a nosotros; u n m aterial co m ú n , p o r o tra parte, y, a la vez, ex trao rd in ario . Este m aterial es la palabra. Si n o s aso­ m am os con calm a, con atención, a las palabras, verem os que nos descubren m u n d o s que n i siquiera sabíam os que existían. M un d o s de m aravillas y de desgracias; de a m o ­ res, de desam ores, de guerras, de paz. M u n d o s en los que p o r debajo de desastres y de logros, de esfuerzos y de m uertes, aparecen las ru tas sobre las que ha tran sitad o la historia. Los antiguos griegos, pues, h a n llegado hasta noso tros a través de dos clases de recuerdos. U nos y otros están hoy en estado ru in o so , p ero au n así, a u n red u cid o s a frag ­ m entos, nos h ablan vividam ente. Yo soy filólogo, es decir, u n «am ante de las palabras», y m i trab ajo se c e n tra en ellas, las palabras. Les debo casi to d o a esos griegos esfor­ zados que nos h a n d ejado sus p alabras, y ho y sé q u e in ­ cluso aquellos que n o son conscientes de ello están ta m ­ bién en deuda. C iertam ente, to d o s estam os dispuestos a escuchar a quienes nos h ablan de los m itos helénicos, de la historia de Grecia, de sus tierras. Siem pre m e ha parecí-

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do n atural, p o rq u e G recia es n u estra m adre y p o rq u e fue u n griego quien nos enseñó que algunos garabatos podían servir para algo m ás que para hacer cuentas: nos enseñó a escribir las palabras y a servirnos de ellas p ara co n tar his­ torias y, tam b ién , la histo ria. En u n sen tid o p ro fu n d o , siem pre co nsideré a ese griego com o m i padre, com o el padre de tod o s n osotros. Su n o m b re era H om ero y cada palabra de este libro está escrita gracias a él. U na cosa más. Éste n o es u n libro de h isto ria sensu stricto; en n in g ú n m o m en to ha sido m i in tención escribir una nueva historia de Grecia, exhaustiva y com pleta, pues es ésa un a tarea que excede con m ucho m is pretensiones y, probablem ente, m i capacidad. Q uien espere en co n trar sólo historia en estas páginas se sentirá, inevitablem ente, d efrau d ad o , au n q u e la biblio g rafía que aparece citada quizá le ayude a reto m ar el rum bo. Finalm ente, es difícil para u n a u to r expresar su p ro fu n ­ do agradecim iento a todas aquellas personas que, de una m anera u o tra, h a n co n trib u id o a que este libro esté hoy en m anos de los lectores. Sin em bargo, creo que es u n a ta ­ rea que no debo om itir. En p rim e r lugar, m e gustaría ex­ presar m i g ratitu d a los n um erosos oyentes del p ro g ram a de RNE «De la noche al día», que m e h an obligado, literal­ m ente, a escribir estas páginas con su insistencia casi dia­ ria, y con u n a fe en m i capacidad que siem pre ha supera­ do, con creces, la m ía propia; n u nca habría cum plido este proyecto si n o fuera p o r su estím ulo que, en algunos casos, m e h a em ocionado realm ente. Algunos de ellos h a n viaja­ do conm igo a Grecia e, incluso, m e han dejado las fotogra­ fías que, nacidas de esos viajes, ilustran este libro (gracias Lola, M iguel, Elias y, sobre todo, gracias M iguel Ángel). G racias tam b ién a M anuel H ern án d ez H u rtad o , «M a­ nolo H H », d irecto r del p ro g ram a citado. N u n ca acabaré

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de en ten d er la razón p o r la que, sin apenas conocernos y m ientras charlábam os de o tras cosas, decidió in vitarm e a su p rogram a con la idea, que a m í m e pareció co m p leta­ m ente peregrina, de hablar (¡a las cuatro de la m a d ru g a ­ da!) sobre Tarteso. A p a rtir de entonces he ido (y sigo yendo) to d as las m ad ru g ad as de los m artes a c o n ta r m i visión del m u n d o an tig u o a u n a audien cia que m e ha m o strad o u n a fidelidad co n m o v ed o ra. Q u izá algún día p u ed a ex plicarm e este m ilagro, p ero h asta entonces, el crédito que m e ha concedido M anolo H H es tan grande que no sé si lograré p o n erm e alguna vez al día. Gracias a Luisa, que hace m uchos años, cu ando m e en ­ contraba perd id o en el laberinto, m e dijo que podía escri­ b ir este libro; y a P ilar B arbeito, m i am iga, u n a de esas personas que están siem pre p o r encim a de los avatares del tiem po y de la vida y que, adem ás, ha hecho el form idable esfuerzo de leer to d o el original, llenándolo de a p o rta c io ­ nes inteligentes. G racias a m i hija A ndrea, u n a p arte de la triple diosa, p o r d ecirm e u n día, con la n a tu ra lid a d que caracteriza sus convicciones de artista, que «tenía la o bli­ gación de escribir lo que sabía». N u n ca he olvidado esas palabras. G racias a m i m adre, que m e invitó a leer a H o ­ m ero p o r p rim era vez y que, con lo poco que le sobraba, logró reu n ir en casa los libros que fueron m o ld ean d o m i vida de adolescente; tam b ién a Pedro, p o r h ab er ejercido de padre sin decirlo y p o r h ab erm e enseñado, con su m a ­ chaconería insuperable, que la actitu d crítica ante los h e ­ chos de la vida y de la historia está siem pre en el origen de la verdad; y a M arisa, m i h erm ana, que siem pre ha confia­ do en m í m ás que yo m ism o. G racias, inm ensas, a M arga, m i m ujer, q u e n o sólo m e ha cu b ierto las espaldas cada h o ra de cada día, sino que ha corregido to d o el libro con el sentido co m ú n que caracteriza a casi todas las m ujeres

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inteligentes de la historia; y gracias a m is dos hijos p e q u e­ ños, A lejandro y M iguel, a quienes he n egado m u cho tiem p o en m o m en to s en que lo necesitaban. Espero p o ­ der com pensarlos con creces y hacerles co m p ren d er que ha m erecido la pena. Gracias a Jesús, Juan, H elena y Pilar, los am igos y am i­ gas que h an llenado, llenan y llenarán m i vida. A veces a su pesar, h an so p o rta d o horas y horas m i fo rm a ap asio­ n ad a y excesiva de e n te n d e r la vida, y con frecuencia se h an dejado a rra stra r p o r los vientos de m is o p in io n es hasta m ares que n o sé b ien si deseaban conocer. Sin ellos, no habría p o d id o navegar. Gracias a A rantxa A guirre y a Pedro Pardo, que m e h a n ab ierto p u e rta s que n o sabía que existían; y tam b ién a Coty, reencarnación y sum a de la b o n d a d y de la cam aradería, con quien he co m p artido en G recia m u ch o s días de vino y rosas. Los dos tenem os pendiente u n viaje a los confines del m undo. Gracias a m is m aestros, que llenaron las grises som bras de las aulas con la luz inigualable del conocim iento; a José L. Calvo, a F. R. A drados (el in m o rta l D. Francisco) y a to ­ dos los que m e regalaron el tesoro de sus enseñanzas. Gracias tam bién a ti, E duardo, el p atró n , p o rq u e sé que estarás navegando p o r los únicos m ares que desconocías. N unca olvidaré tus lecciones desde la p opa del Tigre Juan. Y gracias p o r ú ltim o a m is alu m n o s - a ellos y a ellas; a los de las universidades y a los de los in stitu to s-, con q uie­ nes he ap ren d id o tantas cosas. M uchos están presentes en m i vida de u n a m an era casi diaria, y o tros lo están y lo es­ ta rá n siem pre en ese ám b ito en el que sólo h a b ita n el agradecim iento y la añoranza. C on su extrem a juventud, han sabido m o stra rm e el ru m b o cuando, en redado en las tram pas de las leyes educativas y de los planes de estudio, lo había perdido.

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En fin, éste es, com o q u ed a d ich o desde el p rin cip io , u n viaje perso n al a través de algunas de las claves que, a mi entender, h an definido, m oldeado, ese conglom erado de cosas y de ideas que solem os llam ar «alma» de O cci­ dente. Los cam inos que he elegido p ara llevar a cabo ese tránsito no siem pre han sido los m ás seguros, pero ¿cómo po d ría im p o rtu n a rm e el riesgo a estas alturas? C onfío en que el lector m e disculpe si en algún m o m e n to cree que he llegado dem asiado lejos o si, p o r el contrario, conside­ ra que, llegado el m o m en to , no he d ado el paso decisivo. En cualquier caso, estoy seguro de que co m p ren d erá que, unos cuantos m iles de años después de que los hechos su ­ cedieran, es u n m ilagro que sigam os h a b lan d o de ellos; u n m ilagro que p o d am o s sen tir su m agia, su in m o rta l atractivo y, a la vez, ten er la sensación de que aprendem os sin cesar a cada paso, a cada m e tro reco rrid o en nuestro diario, en n u estro etern o viaje hacia Itaca.

Hijos de Homero

A la Triple Diosa: m i madre, m i mujer, m i hija.

GRECIA

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1. El amanecer de Grecia (2000 a.C.-1600 a.C.)

Una civilización pacífica: la isla de Creta N u estra h isto ria com ienza en to rn o al añ o 2000 a.C. en Creta, la m ayor isla del m ar Egeo, a m itad de cam ino en ­ tre el oriente asiático y el occidente griego, de u n lado, y la Grecia co n tin en tal y Egipto, de otro. En esta isla, surcada p o r m o n tañ as im p o n en tes que hacen difícil el paso desde el n o rte hasta el sur, se desarrolló u n a civilización que, to ­ davía hoy, sigue im p re sio n á n d o m e p o r la belleza de sus restos y p o r el refin am ien to de sus edificios, a los que la historiografía de todas las épocas h a llam ado, con razón, palacios. Estos palacios m arcan el com ienzo de n u estro viaje; y especialm ente uno: el palacio de C noso, el lugar del labe­ rinto, el hog ar del M in o tau ro , la sede del reino del legen­ dario rey M inos, cuyo n o m b re h a servido p a ra designar com o m inoica a to d a la civilización que se desarrolló fu n ­ d am en ta lm e n te en C reta, p ero n o sólo en Creta. De ahí que sea m ejo r hablar de civilización m inoica (y n o creten­ se) p a ra referirn o s al p e río d o q u e va desde el 2000 a.C. 29

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C noso. Las gradas del llam ado «teatro». Un lugar misterioso cuya fu n ció n perm anece en suspenso. Era la entrada natural al palacio, a la que conducía una vía em pedrada que se conserva casi intacta.

(época en la que los m itos griegos posteriores situaban a M inos rein a n d o en C noso y a Teseo en A tenas) hasta el año 1450 a.C., fecha en que el tro n o de C noso es ocupado p o r u n m o n arca m icénico, n o m in o ic o 1. Sé que algunos de estos nom bres necesitan u n a explicación p ara la m ayo­ ría de los lectores, pero si el lector m e concede u n poco de su paciencia, verá que a lo largo de unas pocas páginas se explicarán finalm ente p o r sí m ism os y n o su p o n d rá n n in ­ 1. E n realid ad la cro n o lo g ía m in o ic a co m ien za m u c h o antes, alred ed o r del añ o 3200 a.C ., con el llam ad o « p erío d o m in o ico an tiguo» o «prepalacial». Este p e río d o alcan za h asta el añ o 2000 a.C., fecha de com ienzo del p e río d o m in o ico reciente o protopalacial, que llega hasta el 1600 a.C. F in alm en te, desde esta fecha hasta el a ñ o 1050 a.C. se extiende el p e río ­ d o m in o ico reciente o palacial.

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gún prob lem a. En poco tie m p o acabarán p o r parecerle familiares. Fue el inglés A rth u r Evans el que, justo al p rin cip io del pasado siglo x x , descubrió al m u n d o la existencia de esta civilización refinada y fascinante realizando u n a m o n u ­ m en tal excavación del palacio del rey M inos. El palacio estaba al lado de la p eq u eñ a localidad de C noso, a u n os pocos kilóm etros de la actual Iraklio, en la C reta central. El lugar se llam aba Tu Tseleví i Kefalá, «El Cabezo del Tseleví», térm in o turco que designa a u n bey o p ro p ietario de tierras. Se tra ta de u n a suave colina situ ad a en tre los le­ chos de dos riachuelos. La p rim e ra vez que Evans c o n ­ tem p ló este p araje fue el 19 de m arzo de 1894, cu an d o buscaba en C reta algún resto, alguna pista de e scritu ra

C noso. El palacio visto desde los talleres. M u y cerca están las tu ­ berías de los tres sistemas de canalización con que contaba el edifi­ cio: uno para el agua de lluvia, otro para el agua potable y otro para las aguas residuales.

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p ictórica. In m e d ia ta m e n te, con u n a in q u e b ra n ta b le constancia, em pezó u n largo cam in o b u ro c rá tic o p ara co m p rar los terrenos, condición sin la que no era posible iniciar las excavaciones en la C reta turco-egipcia de fina­ les del siglo XIX. A un así, sólo con la liberación de la isla del control turco consiguió c o m p rar la totalid ad de Kefalá. C orría ya el año 1900 y con el nuevo siglo se anunciaba tam bién u n a nueva época en la historia de la antigua G re­ cia. Oficialm ente, las excavaciones que habrían de sacar a la luz el palacio del legendario rey M inos em pezaron el 23 de m arzo de 1900, a las once de la m añana, según nos consta p o r el diario de D uncan M ackenzie, el arqueólogo escocés que ayudó a Evans desde el p rim e r m om ento. Evans había ido a C reta en busca de u n a escritura y, sin em bargo, se

Cnoso. La gran escalera oriental. A través de ella se accede a los llamados «apartam entos reales», un m undo de com odidad exqui­ sita dos milenios antes de Cristo.

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en co n tró con to d a u n a civilización, in fin itam en te m ás refinada que la m icénica y tam bién m ás antigua, u n a civi­ lización de u n a estética cautivadora. D ebió de sentirse absolutam ente colm ado, pues entre los restos de las edifi­ caciones de C noso enco n tró u n b u en n ú m ero de inscrip­ ciones con signos de hasta tres tipos diferentes de escritu­ ra, todos ellos desconocidos. O bservándolos, creyó que la escritura que parecía m ás antig u a pro b ab lem en te era si­ m ilar al sistem a jeroglífico egipcio y que este tipo de escri­ tu ra debió de haber sido sustituido p o r los otros dos, a los que dio el apelativo de «lineales». Al tipo de escritura line­ al que parecía m ás an tig u o lo designó con la letra A y al m ás m o d ern o con la B. Su intuición, a pesar de la gran d i­ ficultad que entonces suponía cualquier intento de catalo­ gación, fue prácticam ente exacta; hoy seguim os hablando de escritura lineal A y de escritura lineal B. Sin em bargo, ni siquiera él m ism o p u d o sospechar lo que se escondía d e­ trás de aquellos signos incom prensibles, pues lo que algu­ nos de ellos ocultaban era griego, ni m ás ni m enos. P ara el v isita n te a te n to de esta isla de m aravillas hay algo que, in m e d ia ta m e n te , llam a la aten ció n . P o r d o n ­ d eq u ie ra q u e u n o vaya, sea cual sea el lu g ar q u e visite, cerca del m a r (los p alacios de C n o so o H agia T ríada) o en el in te rio r de la isla (el palacio de Festo, que d o m in a la fértil lla n u ra de M esará), n o e n c o n tra rá algo que, sin em bargo, p u ed e verse en cu alq u ier edificación h u m a n a de épocas posteriores: m urallas. Los palacios de la isla de C reta no están am u rallad o s ni co nservan rastro s de fo r­ tificaciones. Q u ie n e sq u ie ra q u e h ab itasen en esta isla d u ra n te la época de la que estam os hab lan d o , n u n c a sin ­ tie ro n la n ecesid ad de d efen d erse de u n a m a n e ra siste­ m ática de n in g ú n ataque, ni in te rio r n i exterior. Se tra ta de algo de im p o rta n c ia capital, a u n q u e , quizá d eb id o a

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C noso: Salón del tro n o . En este trono debió sentarse una mujer, a pesar de que la tradición lo considere el trono de M inos. Es un lugar insólito, en el que palp ita el alm a de este edificio. El trono está flan q u ea d o p o r grifos, anim ales mitológicos que sim b o liza ­ ban, probablem ente, los tres aspectos de la divinidad: celeste (ca­ beza de águila), terrestre (cuerpo de león) y subterráneo (cola de serpiente).

trad icio n es p o sterio res que c o m en taré en su m o m en to , la h isto rio g rafía m o d e rn a n o lo h a analizado con el c u i­ dado que m erece. Sin duda, las im plicaciones que p a ra la visión general de to d a la histo ria tiene este hecho son su ­ m am en te p e rtu rb a d o ra s. En realidad, debería llevarnos a p la n te a r la cu estió n de q u e es posible el d esarro llo de u n a civilización sin la p resen cia de la g u erra, p u es no o tra cosa debe significar la a u sen cia de m u rallas. Y de o tra p arte, ¿por qué la g uerra, sin em bargo, se generaliza com o u n a p ráctica h a b itu a l p oco tie m p o después hasta n u e stro s días? Q uizá la resp u esta a esta p re g u n ta esté,

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tam b ién , sobre el suelo de C reta. C om o decíam os, el v i­ sitante aten to de la isla rep ara en la ausencia de m urallas, en la e stru c tu ra com pleja de las edificaciones palaciales (el lab erin to ) y en la h erm o sa a rm o n ía de estos edificios con el paisaje q u e los circu n d a. Pero ¿qué m ás c o n te m ­ pla ese aten to visitante? Puede ver o tras cosas, aun q u e, en realidad, están rela­ cionadas con lo que acabo de decir. M ire d o n d e m ire, en las excavaciones o en los m useos (el de Iraklio es m aravi­ lloso) no e n c o n tra rá u n a sola a rm a de g uerra que se co­ rre sp o n d a co n esta época. N o hay espadas, n i dagas, ni lanzas, ni escudos n i n in g ú n o tro utensilio que p u ed a re­ lacionarse con la guerra. La decoración de los edificios o de los vasos de cerám ica nos m u estra u n m u n d o en el que ab u n d an los m otivos relacionados con la naturaleza: d el­ fines, nautilos, pulpos, algas, paisajes subm arin o s, en los que la paz parece haberse instalado con la m ism a pujanza que en tierra; escenas de caza y de pesca; escenas relacio­ nadas con las estaciones (especialm ente la llegada de la

C noso: El «fresco de los delfines». Estaba situado en la zona que la tradición adjudica a la «reina» del palacio y podía contemplarse antes de entrar a la sala de baño. El original se halla en el M useo de Iraklio.

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C noso: Fresco de la «taurocatapsia». Q uizá una especie de corrida incruenta, en la que participaban jóvenes de am bos sexos (las m u ­ jeres están coloreadas en blanco). Es un docum ento excepcional en el que hay ya un m tento de superación del m undo bidim ensional de la p in tu ra egipcia, de donde provienen los modelos del arte m in o i­ co. Encontrado en el palacio de Cnoso, se conserva en el M useo de Iraklio.

prim avera); cuadros, en definitiva, llenos de vida, en los que la g u e rra (p o rta d o ra de la m u e rte ) n o h a h ech o su aparición todavía. Tam bién ab u n d an , p o r doquier, esce­ nas o sím bolos relacio n ad o s con alg u n a clase de ta u ro ­ m aquia, en la que h o m b res y m ujeres se en fre n ta n a los toros realizando saltos y acrobacias que nos recu erd an los concursos actuales de recortes o, incluso, las arriesgadas acciones de los foreados portugueses. El to ro aparece p or todas partes, ya sea en los elem entos arquitectónicos exte­ riores de los edificios, ya en las escenas que decoran p are­ des o vasos de cerám ica. N o es de ex trañ ar que los griegos

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La «Señora de las fieras» o «de las serpientes», como algunos pre­ fieren llamarla. Estatuilla encontrada en la llam ada «tesorería sa­ cra», una estancia del ala oeste del palacio de Cnoso. La mujer, con ios pechos desnudos (quizá sim bolizando la fertilidad), sostiene dos serpientes en las m anos y tiene un felin o sobre la cabeza. Se nos m uestra misteriosa, dom inadora, con sus grandes ojos escrutando el mundo. M useo de Iraklio.

situaran aquí la leyenda del toro del m ar y del m in o tau ro, com o veremos. Pero hay o tra cosa que llam ará la atención de nuestro im ag in ario v isitante. La presencia de u n a estatu illa p e ­ queña, aparen tem en te insignificante. Se trata de u n a m u ­ jer que aparece con los pechos desnudos; en u n o s casos se nos m u estra con dos serpientes en la m ano; en o tro s con

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u n felino sobre la cabeza o rod ead a de anim ales. Lo m ás im p o rtan te , según creo, n o está en averiguar qué clase de anim ales la rod ean o si estos anim ales escoltan, protegen, vigilan o c u sto d ia n a esa m ujer. Lo m ás im p o rta n te es, com o ocu rre casi siem pre, lo que salta a la vista: el hecho de que, sin d u d a alguna, se tra te de u n a m ujer. La im agen que, a m i juicio, sim boliza y retrata la civilización m in o i­ ca no es la im agen de u n h o m b re; es la im agen de u n a m ujer a la que la ciencia ha llam ado Pótnia therón, «Seño­ ra de las fieras». Los m itos p o steriores, creados p o r los p rim e ro s g rie­ gos que llegaron a esta isla (los aqueos de H o m ero ) h an identificado a C reta y a su civilización con el n o m b re de u n hom bre, M inos, pero lo que la realidad nos m u estra es m uy diferente. Y es n a tu ra l que los aqueos se esforzaran p o r tra n sm itirn o s algunas leyendas en las que las m ujeres representab an u n papel vergonzoso o, en el m ejo r de los casos, secundario, pues, en realidad (com o verem os) les iba en ese envite su pro p ia supervivencia a largo plazo. Mas, a pesar de los m itos posteriores y de los prejuicios que éstos h an in tro d u cid o en nu estra m anera de in terp re­ ta r las cosas, hay dos rasgos evidentes, objetivos, que ca­ racterizan a esta civilización m inoica: • A usencia de to d o lo relacionado con la guerra, espe­ cialm ente m urallas y arm as. • Presencia claram ente significativa de la m u jer frente a u n a p resencia m ascu lin a que, en to d o caso, n o se identifica con el p ro to tip o del guerrero. Estos dos rasgos están en la base de la civilización m i­ noica y la caracterizan . Sin em bargo, re p re se n ta n u n m o d o de vida que n o logró p erp etu arse, ya que, en efec-

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C erám ica m in o ica de d eco ració n n a tu ra lista . En el centro del vaso un pulpo, con sus tentáculos extendidos, parece adaptarse p er­ fectam ente a los contornos redondeados del recipiente. La cerám i­ ca, como los frescos, excluye las representaciones relacionadas con la guerra. M useo delraklio.

to, fue cercenado p ara siem pre p o r la llegada de quienes precisam ente iban a establecer los p atro n es de co n d u cta de to d a la civilización po sterio r en O ccidente. En gran m edida, este libro p reten d e explicar este fenó­ m eno, tra ta n d o de esclarecer cóm o estos pueblos, que en térm in o s generales son conocidos p o r indoeuropeos, aca­ b aro n con el m o d o de v ida cretense (y, p ro b ab lem en te, m ed iterrán eo en general) y establecieron m odelos socia­ les que, en esencia, hem os m an ten id o hasta hoy. Y lo h i­ cieron con tal eficacia que h a n conseguido que to m em os com o naturales algunos de los rasgos que, siendo sólo cul­ turales o convencionales, h a n m arcado el desarrollo de lo

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que po d ríam o s llam ar civilización occidental hasta n u es­ tros días. D ado que esto sucedió alred ed o r del año 1500 a.C., ap ro x im ad am en te, el lector se p re g u n ta rá , con razón, cóm o es posible que gente que vivió en ese tiem p o re m o ­ to consiguiera in tro d u c ir ta n eficazm ente las estructuras sociales que h a n caracterizado el devenir histó rico hasta n uestros días y, a la vez, deshacer p ara siem pre el m odelo que representaba la civilización m inoica. Soy consciente de la d ificu ltad que encierra co n testar estas preg u n tas; aun así, en las p róxim as líneas in ten taré darles cum p lida respuesta y d em o strar que quienes te rm in a ro n con la flo­ reciente y refinada civilización m in o ica u tilizaron arm as poderosas. Y n o m e refiero a las arm as de guerra; éstas, com o creo que todos sabem os, no son capaces m ás que de destruir. Para conservar, reelab o rar y tra n sm itir m odelos sociales de c o m p o rta m ie n to y estru ctu ras políticas esta­ bles hace falta algo m ás que espadas, m urallas y guerreros.

Las invasiones indoeuropeas: aparición de la guerra La G recia co n tin en tal n o es u n a tierra de riqueza y a b u n ­ dancia; al co n trario , en esta penín su la del oriente del m ar M editerrán eo el suelo cultivable es escaso y p o r d o q u ier p re d o m in a n m o n ta ñ a s y lom as frecu en tem en te áridas, im productivas. E ntre unas regiones y otras hay b arreras naturales difícilm ente franqueables y las condiciones cli­ m áticas varían radicalm ente en u n a tierra cuyos bosques fueron con frecuencia víctim as del fuego ya desde la A nti­ güedad. En el su r (au n q u e n o sólo en el sur) las sequías se rep iten p rácticam en te cada verano, los ríos se secan y el sol ab rasad o r hace que la v ida sea realm ente d u ra. En el

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Tem plo de Poseidon en el cabo Súnio, en la costa del Ática, cerca de Atenas. Todos los barcos que navegaban desde cualquier p u n to del m ar Egeo hacia Atenas buscaban el abrigo de este cabo, que pro­ tege p o r completo del azote del Bóreas, el viento del norte, p red o m i­ nante en el Egeo. El tem plo sim bolizaba (y lo sigue haciendo hoy) el abrigo, la seguridad, el sentim iento de estar a salvo, el convenci­ m iento de haber llegado.

n orte, en cam bio, la nieve ab u n d a en invierno y, en to rn o al sagrado m o n te O lim po, las b ru m a s h u m ed ecen los bosques y las casas. Grecia es u n a tierra ab ru p ta, salvaje y casi siem pre entregada al m ar, con cuyas aguas se u n e en ángulos a veces inverosím iles, en cabos im p o n en tes o en golfos abrigados y tran q u ilo s en d o n d e ab u n d a n las calas flanqueadas p o r m o n tañ as de nevadas cum bres. La p re ­ sencia del m a r ha m arcad o y m arcará el d estin o de los griegos. Y en el caso de la G recia an tig u a, sobre to d o el m a r orien tal, el m a r Egeo. En esta costa o rien tal, rica, p ro fu n d am en te reco rtad a sobre las aguas, m ar y tierra se

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c o m p o rta n co m o am an tes que se ab razan sin desm ayo. Es aquí d o n d e están los m ejores p u erto s, los m ás abriga­ dos de los vientos, y es aquí d o n d e puentes de islas co n d u ­ cen hacia Asia M en o r (la Península A natólica, asiento de la actual Turquía) y hacia Creta. Tam bién en esta costa del m ar Egeo v ierten sus aguas la m ayor p arte de los ríos, de m an era que, p o r así decirlo, la G recia antigua m ira b a h a ­ cia el este. En co ntraste con esto, las condiciones de nave­ gación en el m a r occidental, el m a r Jónico, eran m u ch o m enos favorables. Sólo el paradisíaco y p ro fu n d o golfo de C o rinto ofrecía a las naves refugio seguro de los te m p o ra ­ les que lo azotan, p ues los p u e rto s de la G recia noroccidental y del P eloponeso occidental ra ra vez sirvieron p ara algo m ás q u e p a ra el uso de barcos locales. Q u izá Ulises -c u y a patria, Itaca, estaba en este m a r - se sintiera m ás có­ m o d o en el Egeo o, m ás aún, en el A tlántico2. Sobre esta tie rra se asen taro n los an tep asad o s de los griegos que, com o tantas otras veces, venían de lejos. N in ­ gún p o em a épico, n in g ú n d o cu m en to nos lleva hasta esta época inicial de la h isto ria de Grecia. D e hecho, n i siquie­ ra los griegos de épocas posteriores, ya plen am en te h istó ­ ricas, ten ían conciencia de que su p a tria o rig in aria estaba lejos. E m peñados en m a n te n e r u n a relación m ás que m i2. Sé q u e esta afirm a c ió n lla m a rá la a te n c ió n de alg u n o de m is le c to ­ res. N o p u e d o explicar aq u í en q u é m e baso p a ra afirm a r q u e U lises es­ tu v o en el A tlán tico , p ero m e sie n to o bligado a d a r u n a so m e ra explica­ ció n . E stoy co n v en cid o d e q u e U lises n o se p e rd ió en su viaje de regreso a ítaca, sin o q u e, al n o p o d e r d esem b arc ar en su p a tria , siguió u n a ru ta q u e los a n tig u o s (esp ecialm en te fenicios y tartesio s) c o n o c ía n bien: la r u ta del estañ o . Se tr a ta de la vía de tra n s p o rte p o r la q u e el estañ o (im ­ p rescin d ib le p a ra la o b te n c ió n de b ro n ce) p e n e tra b a en el M e d ite rrá ­ neo . E sta r u ta salía n ecesariam en te al A tlántico y te n ía su fin en u n lu ­ gar q u e los a n tig u o s d e n o m in a b a n «islas C asitérides», es decir, las islas B ritánicas.

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leñaría con la tie rra y los m ares que o cu p ab an , reclam a­ ro n siem pre el derecho de consid erarse au tó c to n o s, lo que, en realidad, n o encajaba dem asiado b ien con las le­ yendas de los pelasgos, genuinos hab itan tes de las tierras helénicas desde m u ch o antes de la llegada de estos inva­ sores del n o rte . Y es que estos invasores recién llegados fo rm ab a n p a rte de u n am p lio m o v im ien to m ig ra to rio que h abría de cam biar p a ra siem pre la h isto ria de las tres penínsulas del n o rte del M editerráneo. A ese m ovim iento m asivo de pueblos la ciencia lo h a d en o m in ad o la m ig ra­ ción indoeuropea. La o cu p ació n del suelo griego p o r los in d o e u ro p e o s (térm in o que ha acabado im p o n ién d o se casi en exclusiva a p a rtir de F. Bopp, u n o de los fundadores de la gram ática com parada) se p ro d u jo con las b ru m a s de la P rehistoria y ocurrió, sin duda, de u n a fo rm a escalonada. N o es o b jeti­ vo de este libro tra ta r este a su n to de fo rm a ex haustiva3, pero, en to d o caso, debe relacionarse con los m o v im ien ­ tos de pu eb lo s que tu v ie ro n lu g ar en el espacio situ ado entre el curso del D an ub io y los C árpatos. Estos pueblos fueron em p u jad o s p o r o tro s p rocedentes del n o rte o del nordeste que, p e n e tra n d o en sus territo rio s, o b ligaron a desplazarse hacia el sur a los antiguos habitantes de la lla­ n u ra hún g ara. Así, gru p o s de gentes que fo rm ab an p arte de la fam ilia in d o eu ro p ea, p e n e tra ro n en G recia en u n a época cuya d ata c ió n exacta n o es segura. Sin em bargo, esta m ig ració n tien e que hab erse p ro d u c id o antes del 1600 a.C. (quizá sobre el año 1900), fecha en que, aproxi-

3. E n relació n co n él p u ed e el lecto r in teresad o a c u d ir al lib ro de F. Vi­ llar, Lenguas y pueblos indoeuropeos, Istm o , M a d rid , 1971, o ta m b ié n , al lib ro de C. Renfrew, Arqueología y lenguaje. La cuestión de los orígenes in ­ doeuropeos, C rítica, B arcelona, 1990.

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m ad am en te, se p ro d u ce lo que p o d ría m o s llam ar el p ri­ m er florecim iento de u n a cu ltu ra griega: la cu ltu ra llam a­ da m icénica. De cualquier m anera, h u b o u n a m ezcla entre los p rim i­ tivos habitantes del suelo griego (los pelasgos o los egeos, com o h a ten d id o a llam arlos la ciencia) y los invasores in ­ doeuropeos procedentes del norte. H ay autores4 que h an sostenido la hipótesis de u n a p ri­ m era fase am istosa y fructífera, apro p iad a p a ra la m u tu a influencia y el m u tu o intercam bio. P ersonalm ente n o lo creo y en las páginas que siguen explicaré p o r qué razón. A hora bien, de u n a cosa n o cabe duda: de la m ezcla p ro ­ fu nda (se p ro d u je ra ésta pacífica o violentam ente) entre el elem ento m ed iterrán eo an tig u o (egeos o pelasgos) y el in d o eu ro p eo llegado desde el n o rte (aqueos o m icénicos) nació el pueb lo griego. P robablem ente fue u n p a rto v io ­ len to y difícil, pero , fin alm en te, se p ro d u jo . El p rim e r pueblo griego que vio la luz en tie rra helénica nació en al­ gún m o m e n to de la p rim e ra m ita d del segundo m ilenio a.C., m ien tra s, n o lejos de allí, com o h em os visto, en la isla de C reta, se c o n stru ía n los p rim e ro s palacios. Sabe­ m os bastan te de estos p rim ero s griegos, pues de ellos nos hab lan las o b ras de H o m ero . Él los llam ó “a q u e o s”; la ciencia m o d e rn a tiende a llam arlos “m icénicos”. C om o verem os in m ed iatam en te, estos aqueos o m icé­ nicos se parecen poco a los hab itan tes de Creta. Forzados tal vez p o r las d uras condiciones de la m igración, su m o ­ delo de sociedad está basado en la supervivencia. C uando llegaron a suelo griego, pro b ab lem en te ya hab ían forjado u n a e stru c tu ra en la q u e la fuerza de las arm as era p r i­ m ordial. D ebían sobrevivir p rim e ro y asentarse después 4. H. Bengtson, Historia de Grecia, Gredos, 1986 (p. 14), entre otros.

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en u n a tie rra en la que eran u n o s recién llegados y en la que, con seg u rid ad , n o fu ero n b ien recibidos. La figura del guerrero se abrió paso y el h o m b re, el varón, irru m p ió en la histo ria com o eje de u n a concepción de la vida en la que la gu erra se convirtió, hasta n uestros días, en la base de la e stru c tu ra social y de la e stru c tu ra económ ica. N u n ­ ca, desde entonces, h em o s a b a n d o n a d o la e co n o m ía de guerra. Y n u n ca, desde entonces, hem os sabido ad m in is­ tra r la paz, u n a idea que, p o r o tra p a rte , n u n c a h a sido asum ida com o p rin cip io irrenunciable p o r n in g u n a civi­ lización p o sterio r a la m inoica.

El nacimiento de los griegos: el mundo micénico N o es éste u n libro de historia, ya lo he dicho. O, al m enos, no es u n libro de historia tal y com o esta ciencia se en tien ­ de hoy en día. Siem pre he creído que son las fuentes a n ti­ guas y los m ito s, en general, los in stru m e n to s que m ás certeram en te p u ed en g uiarnos p o r el in trin c a d o y fasci­ n an te m u n d o de la A n tig ü ed ad , y, siem pre que h a sido posible, los hechos h an d em o strad o que las fuentes, de u n lado, y los m itos, de o tro, n o m ien ten casi n u n ca. D esde luego, si algo h a d e m o stra d o la ciencia (la arqueología, singularm ente) es que hacem os b ien cu an d o nos fiam os de las fuentes antiguas. Y si la fuente que m an ejam o s es H om ero, entonces la garantía de fiabilidad es aso m b ro sa­ m ente grande. P erm ítam e el lector que le cuente u n a p e ­ queña histo ria antes de continuar. Es la h isto ria de u n h o m b re del siglo x ix , que nació en 1822 y m u rió sin alcanzar a ver el siglo xx , en N ápoles, en el año 1890. D edicó b u en a p arte de su vida a in te n ta r d e­ m o stra r que u n o de los m ás n o m b rad o s m itos de la anti-

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Las m urallas de Troya en la actualidad. Schliem ann soñó con es­ tas m urallas desde que, siendo un niño, las vio dibujadas en un li­ bro de H istoria que le regaló su padre. N un ca dudó de que existían. N unca desfalleció hasta que p u d o verlas bañadas p o r la luz del sol. © Prism a.

gua Grecia, el m ito de la guerra de Troya, escondía u n h e ­ cho real. C o n las obras de H o m ero en la m an o (la Ilíada especialm ente), sin apenas m ás arm as intelectuales que el am o r p o r la antig u a G recia y el respeto p o r los versos del p o eta de Q uíos, dem ostró, p a ra sorpresa de todos, que el m u n d o de los poem as hom éricos era increíblem ente real. Troya n o era sólo u n n o m b re , era u n a ciu d a d situ ad a exactam ente d o n d e H om ero decía que había estado. Im agino con qué ansiedad debió de excavar en la coli­ n a de H issarlik, en te rrito rio de la actual T urquía, día y noche; con qué asom bro debió de co n tem p lar los p rim e ­ ros lienzos de m u ralla que la luz del sol fue ilu m in a n d o después de 3.000 años de o sc u rid a d y de silencio. Aquel

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La «m áscara de A gam enón». En realidad pertenece a u n rey o príncipe micénico que probablem ente vivió trescientos años antes que el rey celebrado en los poem as homéricos. La máscara cubría un rostro real que hem os perdido para siempre.

h o m b re se llam aba H einrich Schliem ann y cam bió la h is­ to ria de G recia p a ra siem pre. N o sólo eso. N os hizo ver que los m itos (las sagas especialm ente) eran com o el hilo de A riadna: p o d ía n guiarnos eficazm ente p o r el e n m a ra ­ ñ ado y difícil lab erin to de la histo ria antigua. Pero Schlie­ m a n n no se q u ed ó en Troya. U nos años después de su g ran d escu b rim ien to , volvió a a so m b ra r al m u n d o con o tro s n o m en o s im p o rta n te s realizados en la ciu d a d de M icenas, la p atria de A gam enón (el jefe de la expedición de los ejércitos aqueos c o n tra Troya), el rey de la ciu d ad que dio n o m b re a to d a u n a civilización. En la p ro p ia acrópolis de M icenas, S chliem ann en co n ­ tró seis tu m b a s excavadas p ro fu n d a m e n te en la roca. C o n tenían los cu erpos de nueve h om bres, ocho m ujeres y dos niñ o s pequeños. C o n tem p ló aso m b rad o que cinco

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de aquellos h o m b re s llevaban m áscaras de oro, lo que, realm ente, constituye el p rim e r in ten to de retrato que co­ n ocem os en suelo eu rop eo . E staban ro d ead o s de u n a gran cantid ad de objetos valiosos, especialm ente espadas y puñales de bronce que estos hom bres guerreros llevaron d u ra n te su vida o arreb ataro n a sus enem igos vencidos y despojados. La ab u n d an cia de arm as es u n a señal clarísim a de una m en talid ad que en n ad a se parecía a la cretense: se tra ta de tu m b a s de guerreros, excavadas en u n a fo rtaleza a la que ro d e a n m u rallas que los p ro p io s antig u o s llam aro n ciclópeas, pues el tam añ o colosal de las piedras que u tili­ zaron p a ra levantarlas invitaba a creer que eran o b ra de los gigantescos cíclopes m onóculos. La presencia en estas tu m b as de las m ujeres y los n iñ o s siem pre m e ha in q u ie­ tad o , au n q u e, creo, n o d ebo especular con este hecho, que, en to d o caso, invita a pen sar cóm o, a diferencia de lo que o cu rría en Creta, la m u jer p o d ía ser co nsiderada p o r los prín cip es m icénicos com o p arte de su ajuar; incluso cuando ese aju ar es funerario. La im p o rta n c ia de M icenas es tal que ha d a d o n o m ­ bre (com o R om a después) a to d a u n a civilización, a p e ­ sar de que asen tam ien to s del m ism o tip o que M icenas se e n c u e n tra n p o r to d a G recia, desde el n o rte h asta el sur. La p ro p ia acró p o lis de A tenas tien e restos de u n a m u r a ­ lla de épo ca m icén ica. C o n sus d e sc u b rim ie n to s e x tra ­ o rd in a rio s, S ch liem an n h ab ía co m en zad o a tra z a r u n a lín ea de in v estig ació n q u e o tro s c o n tin u a ría n de u n a m an era igualm ente fecunda, p o rq u e esta fortaleza situ a­ da en u n lu g ar que se d efiende p o r sí solo, desde el que se c o n tem p la la lla n u ra de A rgos h a sta el m ar, escondía secretos q u e el p ro p io S chliem ann n o su p o ver, d e slu m ­ b ra d o quizá p o r las tu m b as, las joyas, las arm as y la m ás-

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M icenas. La P uerta de los Leones, el símbolo de la m onarquía de los descendientes de Atreo, el padre de A gam enón. Esta puerta, flanqueada por im ponentes murallas, simboliza tam bién la entra­ da a un m undo nuevo que no ha decaído todavía.

cara de o ro que, según él m ism o creía, le m o stra b a en si­ lencio el ro stro callado, d u ro e in m o rta l del m ism o rey A gam enón. De esos secretos voy a hablar a continuación.

La escritura Los seres h u m an o s hem os avanzado m u ch o desde que d i­ m os nuestros prim eros pasos. En realidad, som os los p ro ­ tagonistas de u n a a u tén tica epopeya que todavía n o ha term inad o . En nuestro largo cam in o p o r el p laneta T ierra (la m adre T ierra) hem os realizado cosas asom brosas ante

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las que sólo cabe adm irarse. D esde que bajam os de los á r­ boles, h em o s d o m in a d o el fuego y los m etales, hem os atravesado los océanos, hem os surcado el aire, h em os al­ terado el curso de los ríos y hem os aprovechado los re c u r­ sos naturales para nuestro p ro p io beneficio. H em os cons­ tru id o p u e n te s sobre el m ar, h em o s ta la d ra d o la tie rra p a ra u n ir océanos o p a ra atravesar m o n ta ñ a s y, en la cu m b re de este esfuerzo ex trao rd in ario , nos h em o s e m ­ barcado en naves cuyo p u e rto de d estino n o estaba d e n ­ tro de las fronteras de la T ierra. D eslu m b rad o s p o r tales hechos, p o r tal despliegue tecnológico, creo que hem os olvidado que n u estro s m ayores logros n o están en este ám bito de la ciencia y de la tecnología, sino en o tro m u ­ cho m ás c o m ú n y ap aren tem en te sin im p o rtan cia. N u es­ tro m ayor logro, aquel del que h a n d ep en d id o to d o s los demás, aquel que ha sido y sigue siendo previo a cualquier otro, es el lenguaje. El lenguaje h a sido n u estro g ran invento. G racias a él nos com u n icam o s con u n a precisión extrao rd in aria, nos tran sm itim o s ideas y em ociones. C om o creía A ristóteles, es lo que n os distingue de los dem ás seres vivos que co m ­ p arten con noso tro s la vida en el planeta Tierra. La d istin ­ ción que hacía A ristóteles es com p letam en te cierta, a m i juicio: hem o s pasado de lo que caracteriza a tod o s los d e­ m ás seres vivos (fo n a í, literalm en te ‘so n id o s’) a lo que sólo nos caracteriza a n o so tro s (lógoi, literalm ente ‘p ala­ b ra s’). Y las palabras nos h a n abierto cam inos que están vedados a quienes no pu ed en utilizarlas, nos h an p e rm iti­ do em barcarnos en o tra gran aventura, quizá la m ás difí­ cil, u n a av en tu ra q u e n o te rm in a n u n ca, que n o tiene p u e rto de d estin o n i ru m b o fijo, de la que sólo c o n o ce­ m os el inicio. Las p alab ras n os p e rm ite n navegar p o r el m ar del pensam iento.

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Pero tam b ién hem os d ado o tro paso n o m en o s aso m ­ broso. C on él, las p alabras p u e d e n viajar en el tie m p o y nosotros pod em o s oír lo que alguien que vivió 2.000 años antes que noso tro s tiene que decirnos. P odem os conocer leyes, guerras, am ores que sucedieron hace miles de años; p o d em o s a p re n d e r y p o d em o s hacerlo fácilm ente. Este nuevo paso consistió en representar las palabras m e d ia n ­ te u n pro ced im ien to que las hiciera p e rd u ra r en el tie m ­ po: la escritura. A grandes rasgos, pod em o s decir que la escritura es la rep resen tació n del lenguaje h u m a n o m e d ia n te signos gráficos. N atu ralm en te, estos signos p u ed en v ariar m u ­ cho de u n lugar a o tro y a veces p u ed en , incluso hoy, re­ su ltarn o s co m p letam en te incom p ren sib les. En realidad estos signos rep resen tan el esfuerzo de los h o m b res p o r p e rd u ra r en el tiem po. Para alguien com o yo, que ha b a ­ sado casi to d o su co nocim iento en el estudio de las p ala­ bras, es indispensable detenerse u n poco aquí. C onfío en que el lector acabe co m p ren d ien d o que n o es u n a p arad a innecesaria. La representación del lenguaje h u m an o ha seguido a lo largo de nuestra historia dos grandes fases. En u n a prim era (la m ás antigua en térm inos generales), los signos gráficos, es decir la escritura, representaron el significado («árbol», «perro», «soga», etc.) m ed ian te u n dibujo, que suele ser m ás o m enos esquem ático. Éste es el tipo de escritura pic­ tográfica o jeroglífica. Sin duda, este tipo de escritura está lleno de lim itaciones a la h o ra de rep resen tar el p en sa­ m ien to ab stracto, pero tiene la ventaja de que pued e ser entendido p o r cualquiera, situándose así p o r encim a de la diversidad de lenguas. En u n a segunda fase, lo que se representa no es el sig­ nificado sino el significante. Se tra ta de la escritura fo n é­

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tica. La p rim e ra e sc ritu ra fo n ética fue silábica, es decir, cada sím bolo representaba u n a sílaba y, p o r tan to , los re ­ p erto rio s de signos utilizados p o r este tip o de lenguas se llam an silabarios. F inalm en te apareciero n o tras escrituras, las llam adas alfabéticas, en las que cada sím bolo, llam ado en térm inos generales «letra», rep resen ta u n so n id o , no u n a sílaba. C onocem os estos rep erto rio s con el n o m b re de alfabetos, palabra que recuerda las dos p rim eras letras (alfa y beta) del alfabeto griego, del que, en ú ltim o térm in o , h a n d eri­ vado casi todos los dem ás. En efecto, la invención del alfabeto griego tu v o lugar en algún m o m en to en tre los años 800 y 700 a.C. El au to r o autores de tal invención legaron a to d a la h u m a n id a d u n in stru m e n to de u n a trascen d en cia v erd ad eram en te e x tra o rd in a ria, u n in stru m e n to que H o m ero utilizaría poco tiem p o después p ara fijar p ara siem pre las leyendas de los guerreros m icénicos en las dos obras que su p o n en el am an ecer de la lite ra tu ra en O ccidente. Los sím bolos que habían servido a los fenicios p ara p o d er llevar la co n ­ tabilidad de sus negocios (pues de ellos deriva el alfabeto griego) fu ero n u tilizados p o r H o m e ro p a ra c o n ta r u n a historia: el ataq u e m icénico co n tra Troya - la Ilía d a - y el to rm e n to so viaje de regreso a su p a tria de u n o de esos atacantes - la O disea-, Gracias a la escritura, gracias a H o ­ m ero, p o d em o s hab lar de ello a casi 3.000 años de d istan ­ cia. Sin em bargo, esto es algo que o cu rrió m ucho después de que la civilización m inoica desapareciera de la historia. Por lo que sabem os hoy, la escritura cretense n o pasó del sistem a silábico y n u n ca tuvo u n alfabeto.

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Las escrituras cretenses La escritura jeroglífica ( 1900-1600 a.C.) Es m uy poco lo que se conoce de esta escritura, pero, en general, actu alm en te los estudiosos tien d en a p ensar que se tra ta de u n silabario, al igual que los sistem as lineales que, en ú ltim a instancia, derivan de ella. Podem os inven­ ta ria r u n cen te n a r de signos q u e sirven p ara n o ta r u n a lengua que, p o r desgracia, nos es desconocida. La escasez del m aterial es tal que to d o in ten to de ab o rd ar u n desci­ fram iento resulta, h oy p o r hoy, prácticam ente im posible. Sospecho que, a no ser que u n d escubrim iento ex trao rd i­ nario cam bie p o r com pleto el p an o ram a actual (u n a p ie­ d ra de R osetta p ara g uiarnos p o r el lab erin to ), la lengua que se esconde tras esos enigm áticos signos seguirá fo r­ m an d o p arte de los secretos de Creta. Por ah o ra debem os co n form arn o s con la edición de los docu m en to s, escasos y escuetos, y con in te n ta r establecer las relaciones en tre esta escritura y los o tro s dos sistem as m inoicos de escri­ tu ra, aquellos que Evans llam ó lineales, com o ya hem os visto. Sin em bargo, u n d e sc u b rim ie n to realizado a co ­ m ienzos del siglo XX llam ó m ucho la atención de los estu­ diosos e, incluso, llenó a algunos de esperanza en relación con la in terp retació n de los jeroglíficos cretenses. Se trata del llam ado disco de Festo. Festo es el segundo palacio en im p o rtan cia de la C reta central. D o m in a n d o desde u n a colina la im p o n e n te lla­ n u ra de M esará, con el m acizo m o n ta ñ o so del Ida al n o r ­ te, se alza o rg u llo so tras sobrevivir a los terrem o to s, al tiem po y a los hom bres. Desde com ienzos del siglo x x fue excavado p o r la Escuela Italiana de A rqueología, que dató su destrucción definitiva alrededor del año 1700 a.C. En

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El disco de Festo. Sus misteriosos y hermosos caracteres p erm a n e­ cen sum idos en el m ás absoluto de los silencios. M useo de lraklio.

este lugar, u n día de 1908, L. P ernier en co n tró u n a pieza extraña, de unos 16 centím etros de diám etro, im presa por am bos lados con lo que parece ser u n texto co rrid o d is­ puesto en espiral. En total hay 242 signos, pero sólo 49 de ellos son distin to s entre sí. Lo m ás in q u ietan te es que no hay n in g u n a seguridad de que se trate de escritura creten­ se, a pesar de la v inculación de algunos de sus signos con los aparecidos en o tro s lugares de Creta; en realidad hay razones poderosas p ara pen sar que es u n a escritu ra forá­ nea, sobre to d o p o rq u e la técnica de rep resen tació n es co m p letam en te ex trañ a a los m od elo s m inoicos. P erso­ n alm ente creo que algunas ideas que a p u n ta n hacia Tar­ teso com o lugar originario de esta pieza única p u ed en es­ ta r en el cam ino correcto. Sin em bargo, n o es éste el lugar adecuado p a ra ex poner las razones que m e h a n llevado a sem ejante conclusión. En to d o caso, el n ú m e ro de signos parece excesivo p ara tratarse de u n a escritura alfabética y escaso p a ra tratarse de u n a escritu ra pictográfica, p o r lo

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Festo. En la imagen pueden verse las grandes escaleras que condu­ cían a la entrada noroeste del palacio, adornada con un gran p ó rti­ co m onum ental. En últim o térm ino está el pa tio central, desde donde puede contemplarse la fértil llanura de Mesará.

que lo m ás probable, p o r tanto, es que se trate de u n siste­ m a silábico. Si es así, coincidiría, al m enos en esto, con las otras escrituras cretenses. Con todo, el enigm ático disco de Festo sigue sin p o d er ser descifrado y, en la m edida en que siga siendo el único p atró n de esta lengua, m e tem o que sus signos seguirán guardando silencio.

La escritura lineal A (1600-1450 a.C.) Ya hem os dicho que Evans d e n o m in ó a esta escritura (y a la siguiente) «lineal», pues, sin duda, sus signos son m ás esquem áticos que los jeroglíficos y siguen en m ayor m e ­

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dida que éstos el esquem a de u n a línea. La m ayor p arte (en to rn o al 70 p o r ciento) de los d o cu m en to s escritos en este tipo de escritura procede del palacio de H agia Tríada, al oeste de Festo, cerca del m ar, d o n d e se h an en co n trad o 1.039 docu m en to s; u n os 300 m ás se h a n en c o n tra d o en otros lugares de la isla: M aliá, C noso, Festo, Zakro, La C a­ nea y Arjanes. A unque n o p o d em o s identificar con clari­ dad de qué lengua se trata, estam os p rácticam en te segu­ ros de que n o es griego; sabem os ta m b ié n q u e es u n a lengua que se utilizaba fuera de Creta, pues aparece frag­ m en ta ria m e n te en o tras islas del m ar Egeo com o M elos, Citera, Rodas y, sobre todo, Tera (la actual S antorini). El sentido en el que esta escritura debe leerse es, en la m ayor p arte de los docu m en to s, de izquierda a derecha, au n q ue hay algunos ejem plos del tip o llam ado bustrofedón, com o si se tratase de u n b u ey a ra n d o la tie rra . En este caso, a u n a línea que se lee de izq u ierd a a derecha le sigue o tra que debe leerse de derecha a izquierda5. De cualquier m a ­ nera, hoy estam os en condiciones de afro n tar con alguna esperanza de éxito el descifram iento del silabario m inoico lineal A, pues los textos están editados con rigor6, el re­ p e rto rio de signos está claram ente establecido y adem ás se cuenta con u n n ú m ero suficiente de docum entos. A pesar de to d o , los in ten to s, algunos m u y serios, de descifram iento han fracasado, y las teorías sobre las que se han cim entado no acaban de probarse7. La realidad es que 5. Esta fo rm a de escribir siguió utilizándose en época histórica. Así están escritas, p o r ejem p lo , las leyes de G o rtin a a p rin cip io s del siglo v a.C. 6. G racias a la ed ició n de L. G o d a rt y J. P. Olivier. 7. C. G o rd o n h a so sten id o q u e el lineal A es u n a len g u a sem ítica. Para V. G eorgiev y L. R. Palm er, en cam bio, se tr a ta de u n a len g u a anatólica, id en tificá n d o la co n el lu v ita o rien tal. S. D avis defiende to d av ía ho y tal ad scrip ció n a la fam ilia de lenguas anatólicas.

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Las leyes de C o rtin a. En la inscripción puede apreciarse m u y bien el tipo de escritura bustrofedón a pesar de que se trata de una ins­ cripción del siglo va .C .

aú n no p o d em o s leer el lineal A. Y au n q u e lo logrem os en un plazo relativam ente corto, leer no es descifrar ni c o m ­ prender. El lector m e disculpará si pongo u n ejem plo sen­ cillo. C ualquiera de nosotros pued e leer esta frase en ale­ m án: K adenznum m er m it Riff-M elodie. C o m p ren d em o s cabalm ente el significante p ero ig n o ram o s el significado, au n q u e alguna de las palabras nos sea fam iliar (Melodie) y, adem ás, hayam os identificado correctam en te el rep er­ torio de signos (alfabeto en este caso) utilizado. Podem os llegar al caso de la lengua etrusca, que aú n no hem os des­ cifrado a pesar de que som os capaces de leerla p erfecta­ m ente. Ojalá p ro n to p o d am o s llevarnos alguna sorpresa. En tod o caso, au n q u e debajo de los textos del lineal A no se esconda n in g u n a histo ria, n in g u n a aven tu ra, sino

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sólo cuentas y registros contables, se oculta, sin d u d a, la lengua de u n p ueblo n o griego, civilizado, refinado y p a ­ cífico. U n p u eb lo que vivía en palacios abiertos, edifica­ dos en lugares que n o ofrecían protección n a tu ra l alguna, y que p ro b ab lem en te n u n c a pensó que p u d iera estar ex­ puesto a n in g ú n peligro que n o fuera el de la p ro p ia, y a veces cruel, naturaleza.

La escritura lineal B ( 1450-1200 a.C.) Evans pensó que esta escritura estaba em p aren tad a con la lineal A, p ero que era u n a fo rm a m ás evolucionada. A u n ­ que las relaciones en tre am b o s sistem as de e sc ritu ra no están perfectam ente establecidas todavía, parece plausible su p o n er que Evans tenía razón. Y en to d o caso, creo que las causas de la existencia de la lineal B están en el co n tac­ to que los griegos m icénicos tu v ie ro n con los m inoicos. Este contacto, violento al m enos al principio, puede co m ­ pararse, en m e n o r escala, con el que m u ch o tiem p o des­ pués h abría de darse en tre G recia y Rom a, pues es u n h e ­ cho que R om a, co n q u istad o ra m ilitar de Grecia, a la que con v irtió en u n a de sus p rovincias, fue, p oco después, co n q u istad a cu ltu ra lm e n te p o r aquellos a los q u e h abía som etido p o r la fuerza de las arm as. El h echo es que en to rn o al año 1425 a.C. la capital del m u n d o m inoico, C noso, está en p o d er de los griegos m i­ cénicos, quienes, a p a rtir de ese m o m en to , inician u n p e ­ río d o de sim biosis cu ltu ral d e n tro del cual a d o p ta n p ri­ m ero y a d ap tan después el sistem a de escritura m inoica. De esta form a, la lineal A pasa a ser la lineal B. Sé que esto es sólo u n a h ip ó tesis y que algunos datos técnicos invitan a la precaución, pero parece lo m ás razo-

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nable, a la vez que explica lo que o cu rrió de u n a m an era coherente. Sea lo que fuese, la civilización m icénica pasó a ser u n a civilización letrad a y a poseer, de esta m an era, un extrao rd in ario in stru m e n to contable, pues, al fin y al cabo, quizá sea ésta, en últim o térm in o , la razó n p rim era de la escritura: la necesidad de llevar b ien las cuentas, no la de co n tar historias y sentim ientos. De hecho, hoy sabe­ m os con to d a claridad que n o hay com ercio desarrollado sin contab ilid ad y, tam bién, que no hay con tab ilid ad sin escritura. El descifram iento del lineal B estará p o r siem pre u n id o a los nom b res de dos ingleses: el arquitecto M ichael Ventris (prop iam en te a u to r del descifram iento) y el profesor de C am b rid g e John C hadw ick8. N o es éste el lug ar p ara n a rra r con detalle u n a h isto ria que ya ha contad o u n o de sus dos p ro tag o n istas, p ero sí p a ra c o n ta r algunas cosas relacionadas con ella. Ventris aparece vinculado p o r p rim e ra vez con las es­ crituras cretenses en el año 1940, cu an d o ten ía sólo d ie­ ciocho años. C inco años antes hab ía escuchado u n a c o n ­ ferencia de Sir A rth u r Evans en la que el gran arqueólogo había dicho que las tablillas escritas ex hum adas p o r él a com ienzos de siglo p erm a n e c ían , tre in ta y cinco años después, sin descifrar. Aquel m uch ach o de extraordinario talento y de curio sid ad in n a ta q u ed ó fascinado p o r la fi­ gura y p o r las palabras de Evans y, con la pasión p ro p ia de sus años, se lanzó sin reservas a la tarea de en ten d er aq ue­ llas tablillas. 8. Esta av en tu ra e x tra o rd in a ria , ligada sobre to d o a la v id a de V entris, h a sido v iv id am en te n a rra d a p o r J. C h a d w ick en The D ecip h erm en t o f L inearB , C am b rid g e, 1958 (trad u cc ió n española de E. T iern o G alván, El enigm a micénico. El descifram iento de la escritura Lineal B, T aurus, M a­ d rid , 1962; 2.a ed., 1973).

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V entris trab ajó , adem ás, de u n a m an era e x tra o rd in a­ ria m e n te h o n ra d a , c o m p a rtie n d o con los d em ás e s tu ­ diosos lo q u e poco a poco iba d ed u cien d o . Así, en julio del año 1953, la BBC em itía u n a entrevista p o r rad io en la que V entris se atrevía a decir: « D u ran te estas últim as sem anas he llegado a la conclusión de que las tablillas de C noso y Pilo d eben de estar escritas en griego, u n griego difícil y arcaico, quin ien to s años a n terio r a H om ero». Es­ tas p alab ras fu ero n escuchadas p o r C hadw ick, que, in ­ m ed iatam en te, contactó con él. Así em pezó u n a extraor-

Tablilla m icénica escrita en lineal B. En la tablilla pueden apre­ ciarse las huellas del fuego que coció la arcilla para siempre. El m is­ mo fuego que destruyó buena parte de los edificios micénicos nos ha p erm itido leer los docum entos que albergaban.

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diñ aría co laboración que cu lm in ó con la p ublicación en el Journal o f Hellenic Studies de u n artícu lo en el que a m ­ bos c o m u n icab an a la co m u n id a d científica y al m u n d o en tero el d escifram ien to de la e sc ritu ra lineal B. Poco después, u n a tablilla ex h u m a d a p o r C. Biegen del yaci­ m iento de Pilo (la fam osa Tablilla de las trébedes) co n fir­ m ab a de fo rm a in d u b ita b le la ex actitu d del d escifra­ m iento. H asta el descifram iento de la lineal B, la historia de la lengua griega com enzaba en el siglo v m a.C. con los p o e ­ m as de H o m ero . H oy sabem os, gracias a V entris y a Chadw ick, que el griego se escribe desde el siglo x v a.C. D e u n a m a n e ra in in te rru m p id a , ten em o s d o c u m e n to s escritos en lengua griega desde hace 3.500 años. N inguna lengua de la H u m an id ad tiene u n a historia ta n larga, n in ­ g una constituye u n in stru m e n to tan precioso p ara o b ser­ var, con u n a perspectiva de m ilenios, los fenóm enos que hacen evolucionar el lenguaje y, p o r tan to , el universo de los hom bres. A la luz de estos hechos, siem p re m e ha resu ltado asom broso, insólito, que todavía haya q u ien llam e a la lengua griega «una lengua m u erta» . N o sólo n o es u na lengua m u erta, sino que ha vivido m ás que n in g u n a otra. Y lo sigue haciendo 3.500 años después de haberse escrito p o r prim era vez sobre unas frágiles tablillas de arcilla que, gracias a la casualidad y ta m b ié n a u n a cierta p a rad o ja pro p ia de la historia, h a n llegado hasta nosotros.

El griego alfabético Pero el a u tén tico m ilagro n o se p ro d u jo con las e sc ritu ­ ras cretenses, n i siq u iera con la lineal B, sino con la in-

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tro d u c c ió n del alfabeto que H o m e ro utilizó p a ra leg ar­ nos u n m u n d o p ara siem pre. C o m o suele o cu rrir, la in ­ tro d u c c ió n del alfabeto en G recia, a p a rtir del alfabeto fenicio, sigue sien d o u n m isterio . Y n o lo es m e n o s su increíb le y rá p id a d ifu sió n . Se tra ta de u n a su n to que voy a ab o rd ar con calm a m ás adelante, pero creo que m e ­ rece la pen a trazar en esta in tro d u cció n el m arco del p ro ­ blem a. El m isterio consiste, sobre to d o , en la su p u esta d esa­ p arición de la escritu ra lineal B en to rn o al siglo x i i a.C. y su su p u esta reap arició n , en fo rm a alfabética, en el siglo v m a.C. U na explicación tradicional, y verosím il, está b a ­ sada en la p ro p ia vida in te rn a de los palacios o «centros» m icénicos. En efecto, tales «centros» tienen u n a contabili­ d ad relativam ente com pleja en la que se reflejan im p u es­ tos, ofrendas, donaciones, etc. Para llevar a cabo tal co n ­ tab ilid a d los escribas m icénicos em p learo n la escritu ra lineal B que, p o r o tra p a rte , n o sólo fue usad a en las ta ­ blillas de arcilla utilizadas p ara los asentam ientos co n ta­ bles, sino tam b ién en breves inscripciones sobre vasos de cerám ica. Es u n sistem a de 87 signos que representan síla­ bas, no fonem as o sonidos. Este sistem a de escritura (que com binaba los 87 signos con u n a serie de ideogram as cuya funció n era, sin duda, apoyar la co m p ren sió n de los «textos») desapareció, se­ gún la trad ició n científica, en to rn o al siglo x i i a.C. Según esa m ism a tra d ic ió n , fue su stitu id o en el siglo v i i i a.C. p o r o tro sistem a, m u ch o m ás sencillo, de 20 signos capa­ ces de expresar valores fonéticos. El p roblem a es explicar el vacío en tre el siglo x i i a.C., fecha de la desaparición del silabario lineal B, y el siglo v i i i a.C., fecha de intro d u cción de la nueva escritura alfabética. ¿Cóm o fue posible que se produjera?

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Se trata, sin d u d a, de u n asu n to difícil de explicar. En térm inos generales, la ciencia ha dado dos explicaciones a este problem a, las dos perfectam ente plausibles: la p rim e ­ ra, que en tre los siglos x n y v n r a.C. dejara de escribirse en arcilla y com enzara a utilizarse m ateriales perecederos, especialm ente la m adera; la segunda, que la caída de los palacios m icénicos, p ro d u c id a en to rn o al siglo x n a.C., acabara con la necesidad de escribir, pues la ú nica razón de la escritura era la contabilidad. Sin palacios n o era n e ­ cesaria n in g u n a co n tab ilid ad y, u n a vez d esaparecida la razón p o r la que era necesario escribir, la pro p ia escritura se olvidó rápidam ente. Frente a la o p in ió n tradicional, apoyada p o r los arq u e­ ólogos, de que el alfabeto griego, to m ad o del fenicio, se in ­ tro d u ce en G recia en el siglo v m a.C., se h a ido estable­ ciendo tam b ién la idea de que algunas form as alfabéticas del M editerráneo oriental, datadas en el siglo x i a.C., p u ­ dieron servir com o p ro to tip o s del alfabeto griego9. De he­ cho, la escritura alfabética griega prim itiva se asem eja m u ­ cho a tipos de Siria y Palestina fechados tradicionalm ente en to rn o a 1050 a.C.; de esta m anera, frente a la teoría tra ­ dicional de que el griego procede del fenicio, estaríam os ante u n a visión nueva que hace que estas dos lenguas, fe­ nicio y griego, tengan u n antecedente com ún en la escritu­ ra llam ada protocananea. Esta teoría, no obstante, p resen ta algunos problem as, entre los que n o es el m en o r hallar u n m ecanism o creíble de difusión desde el o rien te del M ed iterrán eo a la G recia del siglo v m a.C.; todos los in ten to s que se h a n realizado

9. R especto a este a su n to el lector in teresad o pu e d e co n su lta r el libro de J. N aveh, A n In tro d u ctio n to W est Sem itic Epigraphy a n d Palaeography, H eb rew U niversity, Jerusalén, 1982.

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en este sen tid o n o h an q u e b ra n ta d o seriam en te la o p i­ n ió n trad icio n al de que la escritu ra alfabética griega e m ­ pezó en el siglo v m a.C .10. En realidad estam os ante u n a situación que, ap aren te­ m ente, n o tiene salida: los especialistas en el P ró x im o O riente tien d en a pensar que el alfabeto griego fue to m a ­ do en fecha te m p ra n a (alrededor del siglo xi a.C .), pero, frente a esto, n o hay ejem plos de su uso que p u e d a n fe­ charse en época an terio r al siglo v m a.C. Q uizá el p ro b le­ m a tenga su origen n o pro p iam en te en los datos, sino en su cronología. C om o éste es u n asu n to al que voy a d ed i­ car unas cu an tas páginas m ás adelante, p refiero dejar ahora las cosas así. Confío, en to d o caso, en que el m arco d e n tro del cual el p ro b lem a se desarro lla haya q u ed ad o suficientem ente esbozado p ara el lector.

10. V éase el a rtícu lo d e J. N . C o ld strea m , «G reeks a n d P h o en ician s in th e A egean», en H . G. N iem eyer, ed., P hönizier in W esten, In stitu to ' A le­ m án d e A rqueología, M a d rid , 1982.

2. El amanecer de Occidente: El mundo micénico ( 1600 a.C.-1200 a.C.)

C om o acabam os de ver, H. Schliem ann en co n tró m uchas clases de tesoros. Q uizá el m ás valioso, au n q u e n o fuera dem asiado consciente de su im p o rtan cia, era ese re p e rto ­ rio de tablillas de b arro llenas de u n o s signos que p ara él eran com pletam ente incom prensibles. Sin em bargo, esos signos fu ero n co m p ren d id o s p o r o tro s investigadores, que d em o straro n claram ente que la lengua griega escrita poseía u n a an tig ü ed ad m ayor de lo que suponíam os: m e­ dio m ilenio m ás. A un así, los d o cu m en to s de la sociedad m icénica (o aquea) resu ltan co m p letam en te d ecep cio­ nantes. A pesar de los esfuerzos de J. C h ad w ick 1 p o r in ­ te n ta r re c o n stru ir el m u n d o de estos p rim ero s griegos a p a rtir del conten id o de las tablillas escritas en lineal B, el m aterial del que d isp o n em o s encierra, com o h em o s d i­ cho ya, to d o u n en o rm e rep erto rio de asientos contables; pero n ad a m ás. La in teligencia y la g ran in tu ic ió n de C hadw ick le h an llevado a detectar (a p a rtir de estos m í­ seros datos) incluso los síntom as de in q u ietu d que debie­ 1. El mundo micénico, Alianza Editorial, M adrid, 1977. 65

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ron de vivirse en el palacio de Pilo justo antes del ataque definitivo. Pero, incluso así, los datos que p odem os d e d u ­ cir del estudio m inucioso y sistem ático de las tablillas son m anifiestam ente insuficientes. En realidad, hacía falta que se dieran dos hechos que, sum ados, h a b ría n de c am b iar literalm en te el m arco de n u estro s co n o cim ien to s sob re el p asado de G recia. H e ­ m os hablado ya de estos dos hechos pero debem os seguir haciéndolo. El p rim ero es la aparició n del alfabeto, com o ya hem os visto. En efecto, estos nuevos repertorios de sig­ nos fonéticos facilitaron e n o rm e m e n te la tarea de fijar para siem pre no sólo n ú m ero s y cuentas, sino, sobre todo, palabras. A p a rtir de entonces, éstas p u d iero n ser plasm a­ das en diversos m ateriales. La escritura alfabética, en rea­ lidad, posibilitó que las palabras q u ed aran paradas en su tiem po, representándolo de u n a m an era preciosa y, ta m ­ bién, precisa. El seg u n d o hecho decisivo fue la ap arició n , en algún m o m e n to del siglo v m a.C. (p ro b ab lem en te m u y cerca del año 700) de u n ho m b re cuyo n o m b re significa, literal­ m ente, ‘reh én ’. Ese h o m b re es H om ero. De H om ero voy a hablar a lo largo de to d o el libro, pero quiero em pezar d i­ ciendo algo que, au n pareciendo obvio, encierra u n a p e­ qu eña tram p a: sé que H o m ero es u n poeta, no u n h isto ­ riador. M uchas veces se ha alu d id o a este hech o p ara in ten tar fijar lím ites a la credibilidad del poeta, tal y com o ha hecho Chadw ick, que le dedica u n capítulo al que titu ­ la: «H om ero el p seu d o h isto riad o r» . En tal cap ítu lo dice literalm ente: Lo qu e m erece la p en a re c o rd a r resp ecto a H o m ero , es q u e se tra ta b a de u n poeta, no de u n h isto riad o r. La verdad poética y la verdad h istórica son dos cosas b astan te distintas... B uscar u n he-

2. EL AMANECER DE OCC ID EN TE: EL M U N D O M IC ÉN IC O (1600 A .C .-1200 A.C.)

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c h o h i s t ó r i c o e n H o m e r o es t a n v a n o c o m o m e d i r la s t a b lilla s m ic é n ic a s e n b ú s q u e d a d e p o e s ía ; p e r t e n e c e n a u n iv e r s o s d i f e ­ r e n t e s 2.

Estas palabras están en la base de b u en a p arte de la li­ teratu ra histórica actual y, en realidad, su p o n en to d a una confesión en relación con el m éto d o que se debe seguir. Son palabras que restan créd ito al relato de H o m ero , el cual, en o p in ió n de Chadw ick, n o tiene nada que ver con la historia sino con el universo poético, proclive a los sen­ tim ien to s m ás q u e a los aco n tecim ien to s. A m i juicio, C hadw ick está to talm en te equivocado y, con él, to d o s los que tiend en a infravalorar las fuentes literarias y, en u na relación bastan te proporcional, a sobrevalorar las fuentes arqueológicas. P erm ítam e el lecto r q u e exprese m i o p i­ nión sobre este asunto. El p ro b lem a es q u e la p o sició n e n c arn ad a p o r C h a d ­ w ick y o tro s da p o r sup u esto algo que está m u y lejos de ser u n hecho: la posibilidad de distinguir, en el siglo v m a.C., entre historia y poesía. D e hecho, te n d ría que pasar m ucho tiem p o antes de que, en la pro p ia Grecia, esta dis­ tin c ió n fuera posible. D esde m i p u n to de vista, H om ero n o es un p o eta en el sentido en que noso tro s enten d em os actu alm en te la p alab ra p o eta y, p o r supuesto, n o p u ed e elegir entre ser p o eta o h isto riad o r, pues desconoce que tal elección sea posible. H o m ero es el p rim e r escritor de O ccidente y los géneros literarios estaban todavía lejos de p o d e r ser fijados y definidos; la ú n ica elección que H o ­ m ero tenía a su alcance era escribir o no escribir. Éste será su m érito im perecedero: fijar las palabras, n o las cuentas; fijar para siem pre las leyendas que se co n tab an , de boca 2. J. Chadwick, El mundo..., cit., pp. 235 y 236.

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en boca, p o r los cam inos de la G recia m icénica; fijar los paisajes, las co stu m b res, los am ores... H o m e ro n os ha m arcado el cam ino, nos ha indicado cóm o pod em o s p e r­ p etu a r el tiem p o p a ra p o d er viajar a través de él. En reali­ dad es el m ago de los m agos, a u n q u e su m agia n o tiene truco, no está basada en u n a ilusión, sino, com o vam os a ver enseguida, en la realidad. C iertam ente, H om ero es u n poeta; pero es el p o eta que da form a, p o r p rim e ra vez, a la historia. Las líneas que siguen están basadas en el estudio de las dos obras que la trad ició n le atribuye, am bas relacionadas con el gran m ito de la g uerra de Troya. La p rim era de ellas nos es cono cid a com o litada (de Ilion, u n o de los n o m ­ bres que los griegos d ieron a la ciu d ad de Troya) y n a rra u nos cuan to s días de la g u erra de Troya. La segunda es la Odisea, que cuenta el regreso de u n o de los guerreros m i­ cénicos a su patria; el n o m b re de ese guerrero en griego es O diseo, au n q u e la trad ició n lo asocia m ás g eneralm ente con el n o m b re de Ulises, que finalm ente se ha im puesto sobre el otro. T radicionalm ente se ha dado m u y poco va­ lor histórico a la Odisea, en la creencia de que es u n a obra absolutam en te fantástica, fru to del ensueño d esbordado de su au to r3. No p uedo tra ta r aquí este asunto con el d ete­ nim ien to que m erece, pero estoy convencido de que H o ­

3. N o voy a e n tra r aq u í en el p ro b le m a de la a u to ría de H o m ero ni, m u ­ ch o m e n o s, en la m u ltitu d de te o ría s acerca de su existencia o, p o r el c o n tra rio , d e su inexistencia. C o n ser éste u n p ro b lem a de g ran im p o r­ tancia filológica, siem pre m e ha p arecid o se cu n d ario en relación con los asu n to s q u e tratam o s. C u alq u iera qu e qu iera in fo rm arse sobre la llam a­ da « cuestión h o m érica» tien e u n a in g en te bibliografía al respecto. Si así lo qu iere, q u izá p u e d a em p ezar a iniciarse en este p ro b lem a leyendo la in tro d u c c ió n q u e a su tra d u c c ió n de la Ilíada hace E m ilio C resp o en la B iblioteca C lásica C red o s (M ad rid , 1991 ).

2. EL AM ANECER DE OCCIDENTE: EL M U N D O M IC ÉN ICO (1600 A .C .-1200 A.C.)

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m ero ha descrito lugares, costum bres y personas con toda la precisión que le era posible ten er y que, igual que los lu ­ gares en los que tra n sc u rre la acción son «de verdad» (com o d e m o stró S chliem ann), ta m b ié n lo son las cos­ tu m b res, las p erso n as y la sociedad, en general, que nos describe. In te n ta ré explicarlo con m ayor clarid ad en las próxim as líneas, en las que voy a servirm e especialm ente de la Ilíada.

El universo de la Ilíada: una cultura de vergüenza Sólo en u n sentido es cierto que H o m ero n o cu en ta n ada que tenga que ver con la realidad: n o hab la n a d a sobre sí m ism o, n i siq u iera u n m ín im o dato, u n in d icio q u e p u ­ diera llev arn o s a co n o cer algo de él co m o in d iv id u o , co m o p erso n a . Esto, q u e p u e d e p a re c e r re a lm e n te in ­ creíble a gente com o n o so tro s, a c o stu m b ra d a a situ a r su p ro p io p ro ta g o n ism o p o r en cim a de cu alq u ier o tro , es, com o vam os a ver, p erfectam en te co m p ren sib le si a te n ­ dem os a las características n o sólo de la p ro p ia época de H om ero, sino, sobre to d o , a las de la época que n o s d e s­ cribe (seg u n d a m ita d del segundo m ilen io a.C .). M erece la p e n a re c o rd a r los p rim e ro s versos de la Ilíada, que son, a la vez, las p rim e ra s líneas escritas de la lite ra tu ra de O ccidente: ¡C anta, diosa, la ira de Aquiles, el de Peleo!, ira m ald ita que echó en los A quivos 4ta n to de duelos, y alm as m uchas valientes allá arro jó a los infiernos, de h o m b res de pro, a los que dejó p o r presa a los p erro s

4. Sinónim o de aqueo.

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y pájaros todos. Se cum p lía de Zeus el acuerdo, desde la vez que p rim e ra discordes se d esp artiero n señor de m esnada el A trid a y A quiles hijo del cielo5.

Sé que m u ch o s co n o cerán estos versos de m em o ria, pero, a veces, de ta n to leerlos, de ta n to co n tem p larlos com o el am an ecer de la lite ra tu ra , olvidam os lo que es­ conden. En realidad esconden a su autor. El poeta, H o m e­ ro, no aparece nunca, ni siquiera al prin cip io de su obra. Es la diosa la que debe inspirarle, la que debe «cantar» p o r su boca y contagiarle la in spiración, la locura poética que le perm itirá «ver» lo que pasó, igual que la locura adiv ina­ toria p erm ite al adivino «ver» lo que ha de pasar. En este sentido, p o eta y adivino son casi lo m ism o, pues am bos in ten tan p e n e tra r en u n m u n d o que no les pertenece, que no conocen sensu stricto. Y es ju sto conceder a H om ero el m érito de haberse d ado cu enta de ello, ten ien d o p resen ­ te, com o ya hem os indicado, que es u n h o m b re del siglo v in a.C.6, n o de los siglos x m o x n a .C ., el tiem po que h a­ b itaron los héroes de sus obras. 5. Ilíada, 1.1 -7. La tra d u c c ió n , co m o en to d as las citas de esta o b ra, es la de A. G arcía Calvo, Edit. Lucina, Z am o ra, 1995. Es u n a tra d u c c ió n que m e p arece ab so lu ta m e n te e x tra o rd in a ria y que rep ro d u c e co n u n a fide­ lid ad m arav illo sa el «tono» del lenguaje de los héroes. A lgunas palabras resu ltarán difíciles d e en te n d e r p ara el lector, pe ro eso es ex actam en te lo qu e p asab a c u a n d o u n griego de la ép o ca clásica leía las o b ras de H o m e ­ ro. La len g u a altiso n an te d e los h éro es resu en a co n fuerza en los versos de esta tra d u c c ió n del p ro feso r G arcía Calvo. Las d em ás tra d u c c io n e s qu e ap arecen a lo largo del lib ro so n m ías, a u n q u e d eb o d ecir q u e estoy en d eu d a con Juan F erraté y J. M an u el P ab ó n p o r las tra d u c c io n e s de los líricos y de la Odisea, resp ectivam ente, q u e m e h a n sacado de n o pocas du d as. T am b ién m e h a n ay u d ado las trad u ccio n es qu e cito en la b ib lio ­ grafía. 6. N o o b sta n te , éste es u n d a to q u e n o deja de ser h ip o tético . M ás ad e ­ lan te el lecto r co m p re n d e rá p o r qué.

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Así pues, no hay rastro de lo que p odríam os llam ar una concepció n de in d iv id u alid ad en H o m ero , ni siquiera para expresar u n legítim o sen tim ien to de au to ría de sus obras, y m u ch o m enos hay u n a concepción individual en los personajes que las pueblan. Ni Aquiles, ni Áyax, ni U li­ ses tienen conciencia de u n a respuesta individual ante los sucesos de la vida, p o rq u e todavía no saben que son in d i­ viduos, n o lo h an descubierto. Ésta es la razón p o r la que los héroes de H om ero no p u ed en ser libres, p o rq u e to d a ­ vía no han descubierto que son individuos. A lo m ás que llegan es a hablar de su familia, de su linaje, pero n u n ca de su individualidad. C om o verem os, aú n ten d ría que pasar algo de tiem p o p ara que esto o curriera. Entonces, se p reg u n tará el lector, ¿en v irtu d de qué ac­ túan? En las p ró x im as páginas voy a in te n ta r co n testar esta preg u n ta que, en u n sentido p ro fu n d o , ha de llevar­ nos, al lector y a m í m ism o, a u n terren o su m am en te res­ baladizo y peligroso. En realidad, voy a tra ta r de hacer algo m uy parecido a lo que hacía H om ero: p e n e tra r en un m u n d o que n o es el m ío, que hace tiem p o que dejó de existir; pero, a diferencia de H om ero, yo n o p u ed o pedir ayuda a n in g u n a diosa, y ello a p esar de que voy a tra ta r u n asunto esencialm ente religioso.

El com portam iento de Agam enón En realidad, cabe preguntarse si hay o n o religión h o m é ­ rica. M azon7, p o r ejem plo, dice que «jamás h u b o p o em a m enos religioso que la Ilíada». Para M u rray 8 la llam ada 7. Introduction à L’Iliade, p. 294. 8. Rise o f the Greek Epic, p. 265.

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religión h o m érica «no fue religión en absoluto», y en esta m ism a línea B ow ra9 observa que «este sistem a a n tro p o ­ m órfico co m p leto n o tien e desde luego relación alguna con la verd ad era religión ni con la m o ralidad. Estos d io ­ ses son u n a deliciosa y b rillan te invención de los poetas». En esta línea están hoy en día m uchos estudiosos, que, a m i juicio, h a n restringido el significado de la palabra reli­ gión hasta situarlo en u n espacio dem asiado «m oderno». C reo qu e tien e to d a la razó n D o d d s 10 al e stu d ia r este asu n to de u n a m a n e ra co m p letam en te diferente e, in clu­ so, opuesta. P ersonalm ente estoy m uy cerca de sus p u n ­ tos de vista y, en u n a g ran m ed id a, m e siento en d eu d a con él. D esde luego, si en ten d em o s p o r religión lo que reco­ nocen com o tal, p o r ejem plo, los europeos o los n o rte a ­ m ericanos de hoy, estaríam os de acuerdo con las ilustres opiniones antedichas. Pero ¿debem os restringir el sentido de la palabra hasta ese punto? ¿No correm os el peligro de pasar p o r alto o de ig n o ra r p o r com p leto algunas expe­ riencias a las que no atrib u iríam o s hoy sentido religioso a pesar de que p u d iero n estar cargadas de él en o tro tie m ­ po? Éste es el p u n to de vista del que debem os partir. Sin d uda, algunas convenciones religiosas de los antig u os griegos p u ed en p arecem os, a la luz de las religiones m o ­ d ern as m o n o teístas, p u ras especulaciones im aginativas que, en el m ejo r de los casos, deben atribuirse a u n a m e n ­ talidad m ítica y no religiosa. En este pu n to , debo confesar que no siem pre es fácil distin g u ir p ro p iam en te entre reli­ gión y m itología y, m ucho m enos, si tratam o s de la a n ti­ gua Grecia. 9. Tradition a n d Design in the Iliad, p. 222. 10. Los griegos y lo irracional, A lianza E ditorial, M a d rid , 1981, p. 16.

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Ya hem os visto en los prim eros versos de la Ilíada cóm o la razón de los m ales que aquejan a los aqueos está en las disensiones que se prod u cen entre A gam enón, el jefe de la expedición c o n tra Troya, y Aquiles, el m ejor guerrero. La consecuencia de esta disputa es que Aquiles deja de co m ­ b atir y, con él, sus guerreros M irm id o n es11. C on el paso de los días las cosas van m al p ara las tro p as aqueas; p oco a poco H éctor, el caudillo troyano, avanza hacia el cam pa­ m ento de los griegos, algunas naves h an sido ya incen d ia­ das y varios de los m ás notables guerreros del ejército es­ tán h erid o s y exhaustos. Todos m ira n hacia la tien d a de Aquiles con la esperanza de que vuelva a co m b atir y m iti­ gue con su sola presencia el sufrim iento del ejército. Y to ­ dos recuerdan el enfren tam ien to entre los dos guerreros, causante de la cólera de Aquiles, h erid o en su orgullo. Se tra ta de u n e n fre n ta m ien to p o r u n a m u je r (siem pre la m ujer aparece com o causa de estas disputas que « p e rtu r­ ban» las cosas de los h o m b res), Briseida, hija de Brises, cuyo n o m b re era en realidad H ip o d am ía. E staba casada con M ines, rey de Lirneso, ciudad aliada de Troya; cuando Aquiles to m ó la ciudad, m ató a su m a rid o y se la llevó com o b o tín de guerra. Llegó a ser su esclava favorita. A gam en ó n se la reclam a a A quiles p ara resolver u n a cuestión de h o n o r y de jerarquía, utilizando la au to rid ad que le confiere el ser u n prim us inter pares, c o n tra el p ro ­ pio Aquiles, que ha osado hablarle de esta m anera: 11. Este c u rio so n o m b re , M irm id o n e s, se d eb e a Éaco, el ab u elo de Aquiles. C u a n d o Éaco rein ab a sobre la isla de Egina, antes de q u e su es­ p o sa p a rie ra al p a d re de A quiles, p id ió a su p a d re , el d io s Z eus, q u e le co n ced iera te n e r sú b d ito s so bre los q u e reinar. Z eus d ecid ió en to n ces co n v ertir en h o m b re s las n u m e ro sa s h o rm ig a s q u e p o b la b a n la d esh a­ b ita d a isla de Egina. E n griego h o rm ig a es m yrm ex, de ahí el n o m b re que recib iero n los sú b d ito s de Éaco: M irm id o n es.

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¡Ah, m ía fe, saco de desvergüenzas, á n im o avaro! ¿C óm o tu voz va a acatar n in g ú n Aquivo de grado, sea en ru ta que hacer o en salir co n tra h o m b res al cam po? Pues n o vine yo p o r m o r de los astienhiestos T royanos aqu í a com batir, po rq u e a m í n o m e deben culpa ni d añ o [...] no, sino a d arte a ti gusto acu d im o s, gran m alosado, h o n ra a g anarte a ti, ojo de p erro, y a M enelao [...] M as ah o ra a Ptía m e iré, p u es m u c h o es m ás aguisado volver con las córvigas naves a casa; y m ás no m e hallo p ara aquí yo sin h o n ra g an arte hacien d a y abastos 12.

A gam enón, encolerizado, hace valer su je ra rq u ía y le responde: ¡Huye en b u e n a ho ra, si gana te da!: lo que es yo, n i p o r caso te he de ro g ar qu ed arte p o r m í: o tro s hay a m i lado sin ti que h o n ra m e den, y an te to d o s Zeus to d o sabio. Y m e eres de reyes criados del cielo tú el m ás odiado: pues siem pre y po rfía y peleas y g u erra es to d o tu agrado. Si eres tan fuerte, u n dios el ser tan fu erte te ha dado. ¡Vuélvete ya a tu p atria con tu s co m p añ a s y barcos, y sobre los M u rm íd o n es reina!, que duelo a m í ni cu id ad o de lo q ue rabies m e da. [...] pero a tu tienda, a llevarm e a Briseide cara de encantos, yo m ism o, a tu presa, he de ir, a fin de que veas b ien claro cu án to estoy p o r encim a de ti, y o tro s tengan reparo de h ab larm e a la cara así y conm igo an d arse ig u a lan d o 13.

Esta resp u esta aviva el e n fre n ta m ien to en tre los dos guerreros. Aquiles se sabe superior, pero no tiene m ás al­ ternativa que acatar la a u to rid a d de q u ien es el jefe del ejército p o r consenso de la A sam blea de guerreros. En un 12. Ilíada, 1.149 y ss. 13. Ilíada, 1.173 y ss.

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m o m e n to d ad o está a p u n to de atacar a A g a m e n ó n 14, pero A tenea interviene y lo im pide. Aquiles no es libre, ni siquiera, de p erd er el control, pues éste es u n m u n d o , ya lo he señalado, en el que el ind iv id u o n o existe, n i la liber­ tad in div id u al p o r tan to . A nte el acto de A gam enón, un acto en el que éste abusa de su p oder, Aquiles reacciona basándose en su h o n ra p erd id a (átim os). Es la ti m é 15 lo que finalm ente im p o rta. La intervención de A tenea evita que la cólera de Aquiles dañe su tim é ante la co m u n id ad de los guerreros aqueos, lo que acarrearía, com o ya le ha ocu rrid o a A gam enón, u n a inevitable p érd id a de p re sti­ gio. N o es él quien elige: no pued e ni sabe, com o verem os, elegir, pues n o se h a form ad o todavía el concepto de per­ sona individual, de sujeto. Pero ¿qué o cu rre con A gam e­ nón? ¿Es responsable de su evidente abuso de poder? Y si lo es, ¿ante qu ién es responsable? En el p u n to en que nos en co n tram o s, éstas son las p re­ guntas fundam entales. Si soy capaz de responderlas bien, si n o yerro en el análisis, las cosas sobre las cuales estoy tra ta n d o de a rro ja r algo de luz ap arecerán co m o algo com prensible. Sin em bargo, el lecto r debe saber que las respuestas son, com o siem pre, difíciles de h allar y no siem pre están al alcance de nuestras observaciones. Justam ente, la clave de la co m p ren sió n de lo que esta­ m os tra ta n d o está en la tim é. Los p ro tag o n istas del in c i­ dente actú an p o r defender su tim é, su h o n o r y su p re sti­ gio; tam b ién A gam enón, que, com o Aquiles, es u n héroe. Y es u n héro e p o rq u e consigue cosas que los dem ás m o r ­

14. Ilíada, 1.188 y ss. 15. P alab ra d e tra d u c c ió n d ifícil de p re c isa r p ero fu n d a m e n ta l p ara co m p re n d e r lo q u e estam o s tra ta n d o de explicar. Su significado es a la vez ‘h o n o r ’, ‘h o n ra ’ y ‘p restig io’.

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tales no consiguen, n o al revés. Es im p o rta n te c o m p re n ­ der esto, pues los héroes n o lo g ran lo im posible p o r ser héroes (este hecho n o d ep en d e de los m ortales, héroes o no, pues n o p u ed en elegir), sino que son héroes p o rq u e logran lo im posible. Este triu n fo que p o d ría m o s llam ar social n o es consecuencia de la cu lm in ació n de u n a v ir­ tu d perso n al ni de la realización libre de actos que n o es­ tán al alcance del h o m b re c o m ú n , sino el resu ltad o de u n a concesión divina, de u n a asistencia sobrenatural: los héroes están tocad o s p o r la m a n o de los dioses; son h é ­ roes p o r la gracia de dios, a u n q u e , com o v erem os, no sólo p o r eso. ¿Es, p o r ta n to , A gam en ó n resp o n sab le de h a b e r p r i­ vado a A quiles de B riseida y, con ello, de h ab er p ro v o ca­ do su re tira d a del com bate? Por lo que p o d em o s d ed u cir de los pro p io s textos h o m érico s n o parece que éste sea el caso. A g am en ó n n o se sien te resp o n sab le en m o d o a l­ guno: Yo con el Peleida m e quiero esp licar16; p ero estaos aten to s los otros A rgivos17, y en tien d a to d o h o m b re b ien lo que cuento. Ya m uchas veces Aquivos a m í m e h ab laro n sobre esto y a u n m e lo echaban en culpa. M as n o soy yo el que la tengo sino Zeus y el D estino (M oîra) y las Furias (Erinys), pies neblinegros, las que en la ju n ta un ciego fu ro r en m i alm a m etiero n el día aquel que yo le quité a A quiles su prem io. M as ¿qué iba yo a hacer?: diosa es la q u e cum ple y trae to d o eso, Yerra (Áte) hija de Zeus v en eran d a que a to d o s en yerro

16. Así está escrita la p alab ra en la tra d u cció n de A. G arcía Calvo. El lec­ to r deb e sab er q u e este a u to r utiliza, a veces, u n a o rto g rafía q u e n o es la convencional. 17. S in ó n im o de aqueos.

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h u n d e, m aldita [...] M as ya que ciego la erré y m e sacó a m í Zeus de m i seso, quiero m i deu d a enjugar y pagar rescate sin c u e n to 18.

Parece claro, a te n o r de sus propias palabras, que Aga­ m e n ó n n o se siente responsable. Sin em bargo, siente la necesidad de dar u n a explicación a Aquiles y está dispues­ to, incluso, a p ag ar rescate «para en ju g ar la deuda» que cree hab er c o n traíd o con él. Lo m ás im p o rta n te de todo es que, au n q u e no se siente responsable de su acto de a b u ­ so, hace recaer, sin em bargo, tal responsabilidad en «Zeus y M oira y Erinis», puesto que son ellos los que h an m etido en su alm a u n «violento furor» ante el que n ad a pued e h a ­ cer. El té rm in o que utiliza H o m e ro y que G arcía Calvo trad u ce p o r «Yerra» es áte. In m e d ia ta m e n te voy a d e te­ nerm e en él, pero quiero decir algo m ás sobre el c o m p o r­ tam ien to de A gam enón. C on razón, algún lector p o d ría decir que sus palabras suenan a excusa; que echar la culpa de su c o m p o rta m ie n to inexcusable con Aquiles a Zeus y otras divinidades es u n a pobre justificación. Sin em bargo, no parece que quepa in terp retarlo así si atendem os al ra ­ zonam iento con que el p ro p io Aquiles acepta las excusas de A gam enón: ¡Zeus padre, sí que g ran y erra 19en los h o m b res m etes p o r cierto: n unca, si no, el A treida encen d id o h a b ría en m i pecho fu ro r q ue m e traspasaba [...] [...] Pero ello es que Zeus quería que m u erte viniera a to c ar a m u ch o s A queos20.

18. Ilíada, 19.83 y ss. 19. El tex to de H o m e ro dice megálas átas, co n la p a la b ra áte e n plural. 20. Ilíada, 19.270 y ss.

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Las palabras de Aquiles son especialm ente clarificado­ ras. Tam bién él cree que h a sido Zeus el responsable del co m p o rta m ie n to de A gam enón. En el pasaje, adem ás, Aquiles e n cu en tra justificación, incluso, p ara el c o m p o r­ tam ie n to de Zeus pues, en ú ltim o té rm in o , q u ería que m u rie ra n m u ch o s aqueos. Sólo así p u ed e explicarse lo que ha pasado. Así pues, estam os ante u n ejem plo palm ario de lo que algunos an tro p ó lo g o s h an llam ado cultura de vergüenza. Sé que no es fácil p a ra el lecto r co m p ren d er cabalm ente este concepto, pero estoy seguro de que, en las p róxim as líneas, p o d rá deducirlo, p rim ero , y co m p ren d erlo , d es­ pués. Para conseguirlo, debem os cen trarn o s u n poco en áte, la palabra que parece explicar el c o m p o rtam ien to del rey A gam enón.

Á te Á te es u n a especie de locu ra parcial y pasajera, au n q u e de funestas consecuencias casi siem pre. Es u n estado de la m ente, u n a especie de p erp lejid ad o a n u b la m ie n to m o ­ m en tán eo s que, en to d o caso, n o se atribuye a causas fi­ siológicas n i natu rales ni, incluso, psicológicas, sino a la intervención de lo que p o d ríam o s llam ar u n agente exter­ no. Si esta definición n o es incorrecta y p u ede entenderse bien, estam os ante el p u n to central de nu estra tesis. De un lado, esta creencia en que u n dios (Zeus, o M oira o las Erinis) es el agente de áte, el que p o r alguna razó n nos la in ­ funde, hace que el concepto de responsabilidad personal (y de culpa, p o r tan to ) sea ajeno p o r com pleto al h o m b re h o m érico . C o m o acabam os de ver en los textos q u e h e ­ m os analizado, ante u n acto de ofuscación p ersonal (áte)

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que trae p ara to d o el conju n to de los aqueos funestas co n ­ secuencias (Aquiles deja de co m b atir y las tro p as griegas son diezm adas p o r H écto r y los troyanos), A gam enón no siente responsabilidad alguna ni, p o r tan to , culpa. Lo que siente es vergüenza y, consecuentem ente, pide disculpas y se m u estra dispuesto a “re p a ra r” el d año causado a A qui­ les. Este c o m p o rtam ien to , p ro p io de lo que antes llam á­ bam os “cu ltu ra de vergüenza”, n o es característico sólo de A gam enón sino, al contrario , co m ú n al h o m b re h o m é ri­ co; hay o tro s pasajes en q u e los dioses in fu n d e n a u n h o m b re áte, es decir, arreb atan , d estruyen o hechizan el enten d im ien to de u n ser h u m a n o , com o cu an d o G lauco in tercam b ia sus arm as de oro con D iom edes, que las te ­ nía de bronce, «unas que valían cien bueyes p o r otras de nueve»21. De o tra parte, esta in terp retació n según la cual los su ­ cesos de la v ida cotidiana tien en su explicación en la in ­ tervención de agentes externos propiciados p o r los dioses (lo que D o d d s h a llam ad o con acierto « intervenciones psíquicas») está a m i juicio en el origen de la m itología y, p o r ello, de la religión o, al m enos, de la religión p rim itiva ajena al ritu al y al clero. Q uizá fuera m ás exacto decir que está en el origen del sen tim ien to religioso. En este sen ti­ do, los antiguos griegos d iero n algunos pasos que los dis­ ta n cia ro n m u c h o de o tro s p ueblos con los que c o m p a r­ tieron bu en a p arte de estos sentim ientos religiosos pues, en efecto, al in te n ta r d ar form a, p o n e r cara a las in terv en ­ ciones psíquicas, to m a ro n u n ru m b o que m arcó d efin iti­ vam ente la ru ta de su religión y, en b u en a parte, tam b ién de la religión rom ana. Este hecho resultó d eterm in an te en su experiencia com o pueblo. 21. litada, 6.234.

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Y así los griegos, que a diferencia de otros pueblos te n ­ d ían a p reg u n társelo casi to d o , ta m b ié n se p re g u n ta ro n p o r qué m otivos hay áte. Para nosotros, m uchos de los ca­ sos de áte p o d ría n reducirse a la categoría de m eros acci­ dentes. U n accidente sería lo que le pasa a Ulises cuando se du erm e y propicia, con su in o p o rtu n o sueño, que sus com pañeros devoren las vacas del sol. U n accidente sería lo que le pasa a A gástrofo22 cuando, im p ru d en tem en te, se aleja dem asiado de su carro y n o p u ede h u ir a tiem p o de D iom edes, que le causa la m u erte. P o d ríam o s aplicar el m ism o razo n am ien to al episodio de G lauco y D iom edes, o al del odre de los vientos en la Odisea o a otro s m uchos; p a ra n o so tro s se trata, sim plem ente, de accidentes. Mas, en m i o p in ió n , p ara el h o m b re hom érico, y para el h o m b re prim itiv o en general, los accidentes n o existen. Todo lo que aparen tem en te n o pued e explicarse debe ex­ plicarse, p o rq u e si n o es así, el sentim iento de inseguridad ante la n aturaleza en general o ante los actos que p ro d u ­ cen u n desastre perso n al sin p ro p o n érn o slo , se hace in so ­ p o rtab le. D e m a n e ra que son los dioses, n a tu ra lm e n te , los que m a n d a n el sueño a Ulises eis átan23, es decir, «para ofuscarle o confundirle» y son ellos los que m an ip u lan a A gam enón, o los que d an la victoria a H éctor sobre P atro­ clo o a Aquiles sobre H éctor. Las cosas, así, son m ás sim ­ ples, m ás com prensibles; de u n lado, el sentim iento de in ­ seg u rid ad se a te n ú a y, de o tro , el de resp o n sab ilid ad personal ante los hechos y sucesos de la vida n i siquiera se contem p la. Son los dioses los que d eciden y ac tú a n , los que crean y dirigen el d ram a de la vida h u m an a; el ser h u ­ m an o sólo representa el papel que le ha sido asignado. 22. Ilíada, 11.340. 23. Odisea, 12.371; véase 10.68.

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Llegados a este p u n to , quizá sea ú til p re g u n ta rn o s quiénes son los agentes de áte.

Agentes de áte Hace u n m o m e n to decíam os que los griegos, a diferencia de otros pueblos m ed iterrán eo s antiguos, in te n ta ro n dar form a, p o n e r cara a esas m oniciones, a esas in terv en cio­ nes psíquicas que n osotros consideraríam os sim plem ente accidentes la m ayor p arte de las veces. Esto es ex actam en­ te lo que hicieron con áte, em pezando p o r plantearse cuá­ les eran los agentes a través de los que se tra n sm ite a los hom bres. H em os visto que el p ro p io A gam enón cita tres: Zeus, M oira y las Erinis. Veamos algo sobre estos agentes tra n s­ m isores, hacedores o causantes de áte.

Zeus A unque es posible que Apolo sea el causante de la áte de Patroclo (el texto h om érico n o es absolu tam en te conclu­ yente en este sentido), Zeus es el único de los olím picos al que H om ero concede el pod er de causar áte. Así, el propio A gam enón pro n u n c ia estas palabras: M as ¿qué iba yo a hacer?: diosa es la que cu m p le y trae to d o eso, Yerra (Áte), la hija de Zeus veneranda, que a todos en yerro h u n ­ de, m a ld ita ’4.

24. Ilíada, 19. 90yss.

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La palabra griega présba, que el profesor G arcía Calvo traduce conservadoram ente p o r «veneranda», pued e tra ­ ducirse tam b ién p o r «vieja» o, incluso, p o r «hija mayor», tal com o p ro p o n e D o d d s en tre otros. La decisión n o es fácil y, com o pued e ver el lector, tiene im plicaciones rele­ vantes. Si D o d d s no se equivoca en su in terp retació n , se tra ta a Á te com o a la p rim o g én ita de Zeus. Cabe d u d a r (y ése es m i caso) si es o no su hija mayor, pero lo que no adm ite discusión es que Zeus es agente de áte, puesto que Á te es su hija. Q uizá esto sea u n reflejo real de la p re p o n d e ra n c ia de Zeus sobre los d em ás dioses olím picos en lo to c a n te a su relación con los h u m a n o s, pues su poder, au n q u e sólo fuese p o r esto, es m u ch o m a ­ yor que el de los dem ás dioses, q u e se lim itan a asum ir, frente a él, papeles secundarios, frecuentem ente de ayuda al m o rtal ofuscado p o r Áte. Ése es el caso de A tenea en re­ lación, p o r ejem plo, con Ulises y con su familia. En todo caso, la abstracción Á te está aquí personalizada, enm arca­ da en u n a fam ilia (hija de Zeus) y dotada, p o r así decirlo, de u n rostro.

M oira Se tra ta de o tro de los agentes causantes de áte. M oíra es una palabra que, en singular, parece que debe entenderse com o ‘h a d o ’, ‘d estin o ’, pero que en realidad significa, ‘ra ­ ción, ‘p a rte ’ en u n sentido am plio, es decir, ‘lo que le toca a u n o ’. N o parece prod u ctiv a la discusión sobre qué senti­ do es m ás antiguo, si ‘p arte’ o, p o r el contrario, ‘destino’. A m i juicio la relación parece clara, y es fácil que en el co n ­ texto del h o m b re h om érico la palabra p u d iera acabar in ­ terpretán d o se com o ‘lo que le toca a u n o ’, no sólo en el re­

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p arto de b o tín , p o r ejem plo, sino en la vida en general, es decir, ‘lo que le toca a u no vivir’. La vinculación entonces con significados del tip o ‘h a d o ’ o ‘d estin o ’ parece expli­ carse bien. En cu alq u ier caso, ya h em o s d ich o que es p ro p io del h o m bre p rim itivo in te n ta r explicar lo que o curre, in clu ­ so cuando la explicación n o sea fácil. Y lo que o cu rre fo r­ m a parte necesariam ente de la moíra personal, de lo que le toca a cada u n o en suerte, es decir, de su destino. Estoy convencido de que, p ara el h o m b re hom érico, esto es así au n q u e lo que o c u rra sea u n desastre inexplicable. Si ha o cu rrid o es p o rq u e «tenía que ocurrir». A hora bien, ¿tiene esta in terp retació n algo que ver con alguna clase de determ inism o? D esde m i p u n to de vista, el h o m b re h o m érico jam ás se ha p lan tead o la existencia de la o p o sició n lib e rta d /d e te rm in ism o . A gam enón, Aquiles, incluso Ulises, n o h u b ieran enten d id o tal dilem a puesto que n o saben, com o hem os visto, qué es la libertad individual. Los resortes m ediante los cuales el ser h u m a ­ no habría de iniciar el cam ino hacia la libertad estaban en este m o m e n to apenas iniciados. En este sentido, algunos autores h an a p u n ta d o que en los poem as h o m érico s no aparece palab ra alguna que designe el acto de elección o de decisión personal; en general, parece asum irse q u e el h o m b re n o tiene todavía conciencia de u n a lib ertad p e r­ sonal ni de la capacidad de decidir p o r sí m ism o. Es posible, au n q u e esto no p u ed o afirm arlo con ro tu n ­ didad, que en conexión con to d o lo antedicho (tal y com o ap u n ta D odds, p o r o tra parte) n o exista tam p o co en H o ­ m ero el concepto de vo lu n tad y, p o r tan to , el de volu n tad libre o v o lu n ta d de elegir, pues éste es u n concep to que tardaría en co nform arse en la antigua Grecia. Será nece­ saria, com o verem os en el capítulo siguiente, la irru p ció n

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de la poesía lírica - c o n su m u n d o radicalm ente opuesto al de la épica, cargado de co n notaciones individuales y de propuestas valientes y difíciles-, p ara que la v o lu n tad de elegir, asociada a la libertad individual, aparezca p o r p ri­ m era vez entre los antiguos griegos. Pero todavía faltaban quinientos años. M ientras tanto, se fue forjando u n a im a­ gen visual de M oira, es decir, u n m ito. En él, com o en los m itos referidos a tan tas o tra s fuerzas inso n d ab les e in ­ com prensibles de la n aturaleza o de la vida cotidiana, los griegos n os m o stra ro n có m o se p u ed e d ar fo rm a, cara, cu erp o y n o m b re a estas fuerzas q u e p arecen d o m in a r­ nos. En realidad, com enzaron el cam ino hacia ese sistem a an tro p o m ó rfic o que, fin alm en te, los tra n q u iliz ó . Si no p o d ía n co m p ren d er esas fuerzas que se m anifestaban en estados de m en te particulares, en intervenciones p síq u i­ cas in com p ren sib les, al m en o s p o d ía n h ab lar con sus agentes, M oira entre ellos. Y así, el concepto abstracto, te ­ m ible, anim ista, de M oira se tran sfo rm ó en M oiras, en las tres M oiras, concretam ente. Los griegos visualizaron así a tres m ujeres ancianas llam adas A tropo, C loto y Láquesis: las Parcas. N o poseen leyenda p ro p ia m e n te dicha (se tra ta de u n territo rio m u y resbaladizo p o r el que al ser h u m a n o n o le conviene tra n sita r), p ero se fija la im agen de tres h ila n ­ deras que tejen la vida de cada u n o de n o so tro s sobre el telar de n u e s tra existencia. D e esta m a n e ra , se asienta p ara siem pre la im agen de n u e stra vida, que p en d e de un h ilo que A tro p o h ila cu a n d o nacem os, C loto en ro lla m ien tra s vivim os y Láquesis c o rta cu a n d o llega la h o ra de m orir. Las tres ancianas h ilan d eras de los d estinos de los h o m b res e n carn an u n a ley ta n antigua, ta n in ex o ra­ ble, que n i siquiera los m ism o s dioses p u e d e n tra n sg re ­ d irla sin p o n e r en peligro la p ro p ia arm o n ía del cosm os.

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Mas, a pesar de eso, ¡qué diferencia entre la im agen clara, concreta, de estas Parcas inexorables y la idea o p rim en te, vaga y ab stra c ta de la fuerza in so n d ab le q u e rep resen ta Moíral Sin em bargo, a pesar de todas las lim itaciones a las que nos hem os referido, el h o m b re h om érico d istinguía p e r­ fectam ente, a m i juicio, en tre lo que co n sid erab a actos normales, de u n lado, y lo que consideraba actos no nor­ males, derivados de lo que hem os llam ado intervenciones psíquicas (áte, p o r ejem plo), de o tro. Esta capacid ad de distinguir perfectam en te entre u n tip o de actos y el o tro es lo que, fin alm en te, lleva a A g am en ó n a decir: «Yo no tengo la culpa, sino Zeus», tal y com o hem os visto.

Las Erinis Es v erd ad q u e en la im agen que los griegos tu v ie ro n de las E rinis h a in flu id o p o d e ro sa m e n te la Orestea de Es­ quilo. En su o b ra in m o rta l, el p o e ta trág ico aten iense nos ha p re se n ta d o a las E rinis co m o Furias vengadoras de los m u erto s. Esta im agen vivida ha perm an ecid o en la lite ra tu ra y en los m ito s p a ra siem p re. Sin em b arg o , la o b ra de E squilo re p re se n ta m ás el final de u n a h isto ria que el p rin cip io . N o debem os olv id ar que Esquilo escri­ be en el siglo v a.C ., el siglo de las luces aten ien se, casi m il años después de la existencia del tip o de h o m b re y de sociedad que H o m e ro n os d escrib e en sus p o em as. Así pues, p o r lo que respecta a H o m ero , las E rinis son ag en­ tes de áte, ta n to en la Ilíada com o en la Odisea y, a d ife­ rencia de la im agen forjada p o ste rio rm e n te p o r Esquilo, n o rep re se n ta n n i venganzas n i castigos. Así, p o d e m o s leer en la O disea:

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[...] a q u e lla f u n e s t a á te q u e e n e l a l m a le p u s o (a M e l a m p o ) la E r in ia , d e i d a d i m p l a c a ­ b l e ’5.

En H o m ero , la E rin ia (o las E rinis) es lo que p o d ría ­ m os llam ar el agente que asegura el c u m p lim ien to de la m oira. Así, p o r ejem plo, co rtan la voz a Janto, el caballo de Aquiles, p o rq u e n o es conform e a la m o ira que u n ca­ ballo hable26. Y en este sentido, es im p o rta n te señalar que las Erinis aparecen tam b ién en Esquilo com o agentes de áte, a pesar de tratarse del p oeta que forja p ara siem pre la im agen de las E rinis vengadoras27. Incluso E urípides, el m ás “m o d e rn o ” de los p oetas trágicos, hace d ecir a u n a E rinia q u e u n o de sus o tro s n o m b re s es, p recisam ente, moíra (ju n to con némesis y tyche). Así pues, esta asociación M o ira-E rinia-Á te parece ser an tigua, incluso m ás a n tig u a q u e la que ya h em o s visto entre Á te y el p ro p io Zeus. Por eso es m uy revelador que E rinia y Aísa (sin ó n im o de M oira) aparezcan ya en el d ia­ lecto arcado-chipriota, u n a de las m ás antiguas form as (si no la m ás antigua) de lengua helénica conocida.

M énos V am os a d eten ern o s a h o ra en o tro tip o de in terv en ció n psíquica de sentido diferente a áte. Se trata de ménos. No es, pro p iam en te ni fuerza, n i poder, ni es tam p o co u n ó r ­ gano perm an en te d o n d e pued a localizarse algún aspecto

25. Odisea, 15.233. 26. Ilíada, 19.418. 27. E um énides, 372 y ss.

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de la vida m en tal (co m o nóos o thym ós o n u estro cora­ zón). Es, com o áte, u n estado de m ente. U n h o m b re p u e ­ de sentir que ménos se le sube, pujante, a las narices28, p e r­ cibiendo, a la vez, u n m isterioso a u m en to de energía que po d ríam o s in te rp re ta r com o coraje o valor. Mas este valor no es sentido com o propio, pues no siem pre está o, m ejor dicho, no siem pre se siente que esté ahí. Ese valor, ese co­ raje, esa especie de sup lem en to de h o m b ría que aflora de repente en u n guerrero de u n m o d o m isterioso, es capri­ choso e igual que viene se va. Es m u y im p o rta n te reco rd ar de nuevo q u e p a ra el h o m b re h o m érico (y p ara el h o m b re prim itiv o en gene­ ral) no hay accidentes ni, p ro b ab lem en te, caprichos. Es un dios el que acrecienta o dism inuye las v irtudes viriles de u n h o m b re. Se tra ta de u n a experiencia fuera de lo n o rm a l que hace que los h o m b res que la sien ten hagan cosas que en u n estado n o rm a l n o h a ría n 29. H o m ero co m p ara a estos h o m b res tra sto rn a d o s con leones e n fu ­ recidos30 y describe, incluso, los síntom as físicos que p u e ­ den acom p añ ar la llegada de ménos. En el caso de H éctor p ro d u ce en el tro y a n o sín to m as m u y parecid o s a los de u n a especie de posesión: Tal cavilando, a las cuéncavas naves iba m ovien d o a H écto r P riám ida, ya de p o r sí ard ien te de em peño; que tal rabiaba com o Ares en arm as o fuego funesto se ve enrabiarse en el m o n te p o r los m ato rra les espesos; que espum ajeaba su boca al redor, y so el tó rb id o ceño sus ojos resplandecían en chispas, y hasta su yelm o h o rríso n o co n tra las sienes chocaba, al irse b atien d o 28. Odisea, 24.238. 29. litada, 12.449. 30. Ilíada, 6.128.

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H éctor: pues era en su ayuda del alto m ism o del cielo Zeus; el que a él, entre m iles de h o m b res sólo u n o siendo, lo h o n ra b a y gloria le daba: pues iba a ser co rta de tiem p o su vida; que ya su día fatal le estaba trayendo Pálade la A tenea a las m an o s del de Peleo31.

D e nu ev o el dios Z eus aparece co m o resp o n sab le, com o agente de estas in tervenciones psíquicas. El p á rra ­ fo c o n tin ú a con u n h erm o sísim o sím il en el que H éctor, echando esp u m a p o r la bo ca, es c o m p a ra d o con el m ar que bate c o n tra u n cantil, ergu id o a pico, que rep resenta m etafó ric am e n te a los griegos; lleno de ménos es capaz de lanzarse, él solo, c o n tra ellos y, m ie n tra s lo hace, es m uy posib le que p ercib a con clarid ad que está b ajo los efectos de ese estado m e n ta l a n o rm a l q u e p ro p ic ia m é­ nos: M as n i p o d ía ro m p e r a u n así, y con ta n to su esfuerzo: pues ag u an ta b an cerrados en p iñ a, tal com o recio cantil sobre el m ar caneciente que a pico yérguese enhiesto, que agu an ta a ru m b o m u d ab le silbantes rachas de vientos y el grueso oleaje que a él se regüelda en espum ajeos: Tal ag u an tab an de firm e los D áñ ao s32, n u n c a cediendo. M as él se arro jó en el tropel, p o r d o q u ie r relu m b ra n te de fuego; y en ellos cayó com o ola q ue cae sobre barco ligero, que del n u b a rró n fiero viento arran c ó , y el barco ya en tero de alga y esp u m a cubierto q u ed ó , y el soplo del v iento trem en d o en la vela rem uge, que tiem b lan los m arin ero s con m iedo en el alm a; pues van de la m u e rte apenas huyendo: Tal en los pechos se les desgarraba el alm a a los G riegos33.

31. Ilíada, 15.603 y ss. 32. O tra m a n e ra de llam ar a los aqueos. 33. Ilíada, 15.617 y ss.

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H om ero nos describe u n m u n d o que le es m uy lejano34 pero que conoce perfectam ente gracias a la trad ició n oral que m antuvo vivo el recuerdo de los sucesos de Troya. H o ­ m ero, com o verem os m uy p ro n to , no es m ás que el final de esa tradición que, al fijarla p o r escrito, contribuyó a de­ moler. En to d o caso d ependem os p o r com pleto de él a la hora de hacernos u n a idea cabal de la época de los héroes. H asta a h o ra he d escrito algunas de las características que, a m i juicio, co n fo rm an esta época fascinante de los guerreros m icénicos. Intentaré, ahora, sacar algunas con­ clusiones con objeto de fijar ciertas ideas de p a rtid a que me parecen m ás im po rtan tes. H e h ab lad o de m oniciones interio res, de sensaciones que el h o m b re h om érico atribuye a agentes externos y he llam ado a estos fen ó m en o s, siguiendo la term in o lo g ía propuesta p o r M urray y p o r D odds, “intervenciones psí­ quicas”. Tales intervenciones psíquicas p u ed en p resen tar­ se com o u n a especie de ofuscación o an u b lam ien to de la percepción de la realidad y llevar a quienes las sienten a u n a especie de locura pasajera o d u ra d e ra (áte) o, p o r el contrario, p u ed en percibirse com o u n au m en to re p e n ti­ no y m isterioso de la sensación de poder, de valentía o de fuerza física (m énos). Estas sensaciones se sienten en el ám bito de la vida cotidiana y alteran el co m p o rtam ien to 34. La tra d ic ió n literaria e h istó rica nos coloca a H o m ero en algún p u n ­ to del siglo v m a.C. Sin em b argo, los h ech o s q u e H o m ero n o s describe en sus o b ras d eb iero n o c u rrir en to rn o al a ñ o 1200 a.C ., es decir, en tre 400 y 500 añ o s an tes de su época. H o m ero es, p recisam en te, el qu e ro m ­ pe la llam ada E dad O scu ra, u n p e río d o de tie m p o que se extiende desde el 1200 a.C . (la ép o ca de la caída de Troya y, poco después, de los centros m icén ico s) h asta el 800 a.C . E stos 400 añ o s re p re se n ta n u n a u té n tic o p arén tesis en la h isto ria de G recia q u e n o s es p rá c tic a m e n te im p o sib le rellenar. M ás ad elan te volveré co n calm a sobre el pro b le m a cronológico d é la E dad O scura.

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n o rm al de quienes las padecen n o sólo en m o m en to s im ­ p o rtan tes (u n com bate o u n a decisión) sino, tam b ién , en m o m e n to s banales de la vida cotidiana. A m i juicio es aquí, en el ám b ito de la co tid ian id ad , d o n d e estas in te r­ venciones psíquicas se han convertido en el germ en a p a r­ tir del cual se ha desarrollado la m aq u in aria de los dioses. A un así, n o son los dioses (apenas aú n confo rm ad o s) lo que m ás im p o rta a estos hom bres. El código que rige la vida del h o m b re h o m érico tiene que ver m en o s co n los dioses que con los ho m b res, y su referencia m ás im p o r­ tan te es, de u n a p arte, la estim ació n pública, el h o n o r (tim é) y, de o tra, el respeto p o r la o p in ió n de los dem ás (aidós). Es esta presión de lo que p o d ríam o s llam ar, lite­ ralm ente, “o p in ió n pública” la que hace surgir lo que h e ­ m os d e n o m in a d o u n a “cu ltu ra de vergüenza”, pues ante una acción com o la de A gam enón c o n tra Aquiles, lo ú n i­ co que aquél puede sentir es vergüenza; el suyo es u n acto que no pro d u ce tim é y que, p o r o tra parte, llena a A gam e­ n ó n de p u d o r (aidós), p u esto que to d o s lo rechazan. La o p inión pública lo censura. La consecuencia inm ediata (y lógica) de ese rechazo es que A gam enón siente v erg ü en­ za. ¿Qué salida le queda? ¿Cóm o pued e resolverse u n a si­ tuación de tal naturaleza que sum a al d esh o n o r la censura de la o p in ió n pública? ¿Puede e x tra ñ a rn o s que A gam e­ n ón, vistas así las cosas, recu rra a áte? El hecho es que áte e, incluso, ménos resu ltaro n e n o r­ m em ente útiles n o sólo p ara u n rey arrogante com o Aga­ m e n ó n , sino p a ra que cu alq u ier h o m b re, p o r m o d esta que fuese su situación social, p u d iera zafarse de la presión que le pro d u cía la desaprobación de sus iguales. Es el sen­ tim ien to de vergüenza lo que propicia la aparició n de es­ tas intervenciones externas que, de m o m en to , aislaron al h o m b re h o m é ric o del se n tim ie n to de in d iv id u alid ad y,

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p o r tanto , de lib ertad y responsabilidad. C on ellas, el ser h u m an o e n co n trab a u n a salida a situaciones que, de otro m odo, h u b ie ra n resultado inm anejables o, incluso, p eli­ grosas. Este estado de cosas, sin em bargo, n o h ab ría de d u ra r m ucho. Así pues, el h o m b re h o m é ric o n o se define de fo rm a ab stracta, in d e p e n d ie n te , p o r referencia a u n yo in d iv i­ dual y característico. El h o m b re h o m érico se define p o r su status, incluso p o r su fun ció n d e n tro del grupo. Fuera del grupo y sin la intervención de los dioses (cualesquiera que éstos sean) n o es nadie, n o tiene id en tid ad . Todavía no existe u n sujeto, u n h o m b re libre y, p o r lo ta n to , res­ ponsable. H ab ría que esp erar todavía u n p oco p a ra que esto sucediera.

El marco político y social Los griegos m icénicos, los protagonistas del ataque a Tro­ ya n a rra d o p o r H o m ero , vivían en ciudades-estado. Es ésta u n a característica com p letam en te fu n d am en tal de la Grecia antigua que iba a definir su historia p ara siem pre, incluso en los m o m e n to s en que la ciu d ad -estad o había dejado ya de ser u n a estru ctu ra política y social viable. A pesar de ello, es cierto que la civilización griega n o fue la p rim era en conocer este régim en de ciudad-estado; sabe­ m os p o r los restos de escritura hallados en M esopotam ia y p o r los relatos bíblicos que este tip o de ciudades existían ya en el m u n d o asiático o ccidental. En G recia, lugares com o M icenas, T irin to , Pilo, etc., son realm en te c iu d a ­ des-estado, el m arco físico y p olítico en el que d esarrolla­ ro n su vida los héroes de los p o em as hom éricos: N éstor en Pilo, M enelao en E sparta, A gam enón en M icenas...

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Estas ciudades, a diferencia de lo que o c u rrirá después, pu ed en considerarse el núcleo del Estado y son, realm en­ te, d o m in io de u n rey que reina sobre vasallos. Viven in ­ dependien tem en te unas de otras, con frecuencia hay gue­ rras en tre ellas y sólo m u y ra ra vez se alian to d as en u n m arco social y político superior. En u n sentido n ad a su­ perficial, estas ciu d ad es-estad o fo rm a n u n a e stru c tu ra parecida a los feudos m edievales, independientes entre sí, en guerra con frecuencia y gobernados p o r u n señor feu­ dal que considera a los habitan tes de sus tierras poco m e ­ nos que p arte de sus propiedades.

Micenas M icenas es, quizá, el centro m ás im p o rta n te que los p u e ­ blos indoeuropeos establecieron en Grecia entre los siglos X V I I y X I I a.C. Las trad icio n es antiguas h ab lan de su r i­ queza y H o m ero la llam a «rica en oro». U na vez m ás, H o m e ro parece c o n ta rn o s la realidad con u n a p recisió n n o tab le. C u a n d o u n o c o n te m p la las ru in a s de la fortaleza m icénica, c u a n d o to ca los im p o ­ nentes sillares de sus m urallas (construidas, según la tr a ­ dición m ítica, p o r los cíclopes), cu an d o u n o e n tra d en tro de la ciu d ad ela atrav esan d o la P u e rta de los Leones, se tiene la sensación de que, en verdad, se p e n e tra en lo que h abría de ser el m u n d o del fu tu ro , el m u n d o de hoy. Las suaves líneas de los edificios cretenses h an sido b arridas p o r las nuevas con stru ccio n es que necesitaban estos se­ ñores de la guerra. Toda evidencia, to d o indicio que nos delate la presencia social de las m ujeres h a desaparecido. C u an d o u n o p e n e tra en M icenas, e n tra en el m u n d o de los hom bres.

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La acrópolis de M icenas en su estado actual. Subiendo por el ca­ mino, desde la tum ba llam ada «Tesoro deAtreo», éste es el panora­ m a que puede contemplarse: las m urallas de Micenas, bien conser­ vadas, y los pocos restos del palacio de A gam enón en lo alto de la colina. A l fondo, el im ponente m onte Arácneo.

La im p o rtan cia de M icenas fue tal que la historiografía m o d ern a define esta época com o «m icénica». Igual que o c u rriría con R om a m u ch o tie m p o después, el n o m b re de u n a ciu d ad (de u n a ciu d ad -estad o p ro p ia m e n te ) h a ­ bría de servir p ara identificar a to d a u n a civilización. En esto, los histo riad o res m o d ern o s h an seguido las in d ica­ ciones del pro p io H om ero, que colocaba al legendario rey de M icenas, el «pastor de h om bres» A gam enón, com o jefe de la alianza de ciudades-estado que atacaron Troya. Lo que p o d em o s ver hoy día de M icenas es su a c ró p o ­ lis. A crópolis significa en griego “ciu d ad alta”; todas las ciudades im p o rta n te s de la G recia antig u a se construye-

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M icenas. E n tra d a a la p o tern a . Esta cisterna, cuyas paredes siguen filtra n d o hoy el agua de lluvia, es una de las construcciones más impresionantes de Micenas. Pocos son los visitantes que se internan en esta galería que, fin a lm en te, conduce a uno de los pozos que abastecían de agua la ciudad.

ron, desde época m icénica, en to rn o a u n a acrópolis. Por razones defensivas, la acrópolis de u n a ciudad cualquiera se situaba en la cim a de u n a colina y se fortificaba fu erte­ m ente. D en tro de ella vivía el rey, p a rte im p o rta n te del ejército y los fu n cio n ario s v in cu lad o s al g o b iern o real. Mas, en caso de g uerra o de ataque, la población com ún, fu n d am e n ta lm e n te fo rm ad a p o r cam pesinos que vivían d isem inados en to rn o a la acrópolis, se refugiaba d en tro de sus lím ites am urallados, d o n d e p o d ían acum ularse fá­ cilm ente reservas de alim entos y de agua.

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T irinto. Las m urallas de la en tra d a o rien tal de la ciudadela. Esta cindadela, situada cerca del mar, probablem ente era tributaria del señor de Micenas.

M icenas se e n c u e n tra en el P eloponeso, en el su r de Grecia, en u n a región llam ada Argólide. H om ero llam a a esta zona «la m u y sedienta», en u n a referencia exacta a su clima. La A rgólide está rod ead a p o r m o n tañ as que, en al­ gunos lugares, se cru zan con o n d u lad as llan u ras secas y estériles. H ay u n río im p o rta n te en la región, el ínaco, que atraviesa estas tierras desde el oeste hasta el sudoeste, pero n u n c a lleva d em asiad a agua, pues se n u tre de las lluvias que caen en las m ontañas; en verano se seca p o r co m p le­ to. El resto de los ríos son poco m ás que arroyos, pobres en agua. En tales condiciones forjadas p o r la naturaleza,

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la Argólide sólo posee algunos p u n to s aislados que tienen tierras fértiles. En realidad sólo en u n a zona pu e d e n aco­ m eterse labores agrícolas con u n a cierta garantía de éxito: la planicie del sudeste, que desciende hacia el m ar, hacia el golfo Argólico. Justam ente en esta zona se en c o n tra b a n los m ás a n ti­ guos asentam ientos: Argos, T irin to y M icenas. La ciudad de A gam enón d ista apenas 19 k iló m etro s del m a r y su acrópolis está situada en u n a colina de 278 m etro s de al­ tu ra, entre dos m esetas, rod ead a de profu n d o s b arrancos rocosos. En u n sentido estratégico y m ilitar la ubicación de M icenas era su m am en te ventajosa, pues d o m in a b a to d a la com arca circu n d an te y, al m ism o tiem p o , estaba bien defendida p o r la p ro p ia naturaleza. Pero, p o r si esto fuera poco, sus habitantes, dedicados a la guerra, la ro d e ­ aron de m urallas inexpugnables, las cuales p ro teg ían las partes m ás vulnerables de u n a fortaleza, que, ju n to con el llam ado palacio de A gam enón y o tro s edificios im p o r­ tantes, fue co n stru id a entre los siglos x v i i y x v a.C.

L os reyes m icén ic o s

De acuerd o con tod o s los indicios que poseem os, M ice­ nas y los dem ás estados m icénicos estaban dirigidos p o r 35. T anto los p ro p o rc io n a d o s p o r los p o em as ho m érico s co m o los ex­ traíd o s de las tablillas escritas del lineal B están referidos a la o rg an iza­ ción q u e p o d ríam o s llam ar oficial, es decir, a las actividades p ro p ias de los palacio s y al p erso n al d ep e n d ie n te de ellos. En los d o c u m e n to s ofi­ ciales, los h ech o s y p erso n as q u e q u e d a n al m arg en de esta actividad so­ lam en te c o b ran relevancia en asu n to s fiscales. S obre estos tem as siguen sien d o decisivos los libros de J. C hadw ick, El m u n d o m icénico, cit., y el de M . S. R u ip é re z y J. L. M elena, Los griegos m icénicos, H isto ria 16, M a­ d rid , 1990.

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reyes. La m ayor p arte de los d ato s d isp o n ib les35 n os h a ­ blan de u n a población que, en térm in o s generales, p o d ría dividirse en los siguientes estratos: los que dep en d en d i­ rectam en te del palacio, los p ro p ie ta rio s, los artesan o s y los esclavos. Sobre ellos se sitúa el rey (basileús) que, en general, co m p arte su p o d er con el C onsejo de A ncianos y la Asam blea Popular. En este p u n to debo decir que, salvo en el caso de Ulises, protag o n ista de la Odisea (el p o em a hom érico que parece ser m ás reciente), los datos que nos pro p o rcio n a H o m ero están referidos m ás a las relaciones en tre estos reyes (m iem b ro s de u n a expedición m ilitar) que a las que cu alq u iera de ellos tien e con sus sú b d itos den tro de las fronteras de su reino. A pesar de ser, obvia­ m ente, ám bitos com pletam ente diferentes y, en el caso de la Ilíada, de u n a situación forzada p o r las necesidades de u n a guerra que debe afro n tar u n ejército expedicionario, nos p o d em o s h acern o s u n a idea b a sta n te cabal de la si­ tuación si atendem os a los p ropios poem as hom éricos, de u n lado, y a la d o cu m en tació n (especialm ente ab u n d a n te en Pilo) en lineal B. En térm in o s generales, los reyes de las ciudades-estado m icénicas llegan al tro n o p o r herencia. Sin em bargo, no hay una línea h ereditaria constante, pues vem os que este tipo de reyes son, unas veces, el m ás venerado de los a n ­ cianos (N éstor en Pilo) o el jefe del clan fam iliar m ás p o ­ deroso (A gam enón en M icenas), etc. En realidad, las rela­ ciones en tre estos m o n arcas están definidas p o r la igualdad; A gam enón, en Troya, n o es m ás que lo que lue­ go los rom an o s llam arían un prim us inter pares. El po d er de los reyes m icénicos abarca tres ám bitos: a) Son jueces, encargados de d irim ir las diferencias que surgen, fu n d a m e n ta lm e n te, en tre sus iguales, pero

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tam bién entre sus vasallos. Esta au to rid ad de jueces tiene u n carácter divino, en el sentido de que es vo lu n tad de los dioses que las cosas sean o sucedan de u n a d eterm in ad a m anera, y obligación de los reyes-jueces interpretarlas co­ rrectam ente. Los reyes m icénicos tienen el m o n o p o lio de la in terp retació n de la v o lu n tad de los dioses m ediante la contem plación y el exam en de los signos divinos. En a u ­ sencia absoluta de leyes escritas, es fácil im aginar cuál d e­ bía ser la situación de los vasallos en u n m u n d o caracteri­ zado p o r la violencia. b) Pero estos reyes son tam b ién sacerdotes o jefes su ­ prem os del culto que se rin d e a la divinidad o divinidades que protegen la ciudad. Este ám bito religioso de la a u to ­ ridad de los reyes m icénicos está ín tim am en te u n id o con el an terio r. El cam in o que h ab ría de reco rrer todavía la aplicación de leyes civiles escritas y separadas en su co n ­ cepción y en su aplicación del te rrito rio de los dioses es­ taba apenas esbozado. Los reyes son los responsables an te sus iguales y ante sus vasallos de la in terp retació n co rrecta del oscuro len­ guaje de los dioses. Es cierto que tienen algunos ay u d an ­ tes, hom bres (y, a veces, m ujeres) que solem os llam ar sa­ cerdotes, au n q u e se tra ta m ás b ien de m agos o adivinos, de seres bendecidos p o r la “locu ra profética”, a los que se pide que, con la ayuda de los dioses, indaguen en el futuro igual que se pide a los poetas com o H om ero que, in sp ira­ dos p o r las M usas, in d ag u en en el pasado. Son personas “tocadas” p o r u n tip o de locu ra positiva, p o r u n o de esos tipos de locu ra que se p ro d u cen «gracias a u n cam bio en nuestras n o rm as acostum bradas p ropiciado p o r los d io ­ ses». Estas palabras son de Sócrates36 y creo que debo d e­ 36. Platón, Fedro, 265 a.

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tenerm e u n m o m e n to en ellas y en el contexto en que se p ro n u n cian , el Fedro platónico. Dice Sócrates: «Los m ayores bienes se p ro d u cen a tra ­ vés de la locura»37. Estas palabras son realm ente so rp re n ­ dentes, au n q u e Sócrates restringe su significado añ ad ien ­ do: «... siem pre que ésta (la locura) nos sea dada p o r d o n divino». Es decir, según Sócrates, u n o de los padres de la razón en O ccidente, hay locuras positivas y locos b e n d e ­ cidos p o r los dioses. Y prosigue con u n a clasificación de cu atro tip o s de esta lo cu ra divina: la lo cu ra profética, propiciada p o r el dios Apolo; la locura ritual, p ropiciada p o r D ioniso; la locura poética, inspirada p o r las M usas y, finalm ente, la lo cu ra erótica, in sp irad a p o r A fro d ita y E ros38. Sin d u d a esta clasificación que Sócrates nos p ro p o n e tiene raíces antiguas. N o m e p ro p o n g o aquí exam inar la trad ic ió n que, ta n to desde u n p u n to de vista h istó rico com o psicológico, se esconde detrás de sus palabras; pero sí m e interesa resaltar claram ente el hecho de que el sacer­ dote, el adivino, a pesar de ser considerado u n individuo d o tad o de u n a “lo cu ra” positiva, p ro p iciad a p o r A polo, está som etido a la au to rid ad (y a la arb itraried ad , a veces) de los reyes m icénicos. U n conflicto entre el p o d er de un sacerdote de A polo (Crises) y u n rey m icénico (A gam e­ nó n ) está en la base de la reacción colérica de Aquiles que m arca to d o el a rra n q u e de la Ilíada. Creo que m erece la pena considerar este p u n to , que aclara, a m i juicio, cuál es la relación de poderes entre u n sacerdote y u n rey m icéni­ cos. Veamos.

37. P lató n , Fedro, 244 a. 38. Fedro, 265 b. V éase 244 a-245 a p a ra u n a d escrip ció n d etallad a de las tres p rim e ra s lo cu ras.

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La razó n de la disputa en tre Aquiles y A gam enón ( leit­ m otiv inicial de la Ilíada) se debe, en palabras de H om ero, a A polo, pues [...] con el rey m alofenso, peste alzó p o r el cam po m alsana, y caían a cientos, p o r cu an to el A trida 39al su rezad o r cargó de denuestos, a Cruses; el cual ido había a los finos barcos aqueos a lib erar a su hija, y llevando rescate sin cu en to 40.

En efecto, el sacerdote Crises se acerca al cam p am ento griego con la inten ció n de hab lar con A gam enón del res­ cate de su hija C riseida (o A stínom e), ca p tu ra d a p o r los griegos en su expedición c o n tra Tebas de Crisa y entrega­ da a A gam enón com o b o tín de guerra. El anciano sacer­ dote está dispuesto a pagar u n cu antioso rescate y le pide al rey que lo acepte a cam bio de la liberació n de su hija. Todos parecen apiadarse de aquel h o m b re y aceptan sus condiciones. Sin em bargo, A gam enón, que ve cu estio na­ da su au to rid a d y su tim é ante sus iguales y ante tod o s los expedicionarios, reacciona con u n a violencia verbal in u ­ sitada y am enaza al sacerdote m u y seriam ente: ¡No m ás te m e tope al pie de las naves cuéncavas, viejo, ni ah o ra ta rd á n d o te m ás n i o tra vez llegándote luego, no sea qu e no te valga co ro n a del dios ni su cetro!, que a ella n o te la libro: antes bien, irá envejeciendo en n u estra m o ra d a de Argos, y lejos b ien de su pueblo, yendo a lab rar el telar y e n tra n d o al p a r en m i lecho41.

39. Es decir, A g am en ó n . 40. Ilíada, 1.9 y ss. 41. litada, 1 .2 6 y.ss.

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C reo que estas palabras m u e stra n con claridad que la au to rid a d del basileús n o p u ede ser cu estionada p o r el sa­ cerdote, que no tiene p o d er p ara enfrentarse al rey. De h e­ cho, las palabras de A gam enón parecen desafiar al pro pio dios, a quien respeta sólo secundariam ente. Lo principal no es ese respeto al dios y, p o r ende, a su sacerdote; lo que es p rio rita rio p ara A gam enón y p a ra cualquier m o n arca m icénico es su tim é, su honor, que se vería d añ ad o si cede ante el sacerdote. Tal es el contexto en que se p ro d u ce la intervención de Apolo que, aten d ien d o a las súplicas de su representante, castiga a A gam enón enviando la peste al cam p am en to de los griegos. D u ran te nueve días la enferm edad hace estra­ gos entre los expedicionarios, y al décim o, A quiles, p reo ­ cu p ad o p o r la situ ació n , convoca asam blea, lo que nos m u estra que n o sólo el rey pued e hacerlo. En este caso es Aquiles, u n igual del rey, quien lo hace y quien pide a Aga­ m en ó n que se consulte a u n adivino que p u ed a saber cuál es la razón p o r la que Apolo está irrita d o co n tra los g rie­ gos. E ntonces o tro sacerdote, C alcante, del que H o m ero dice que es el m ás sabio en tre los adivinos42, se levanta de su asiento con la inten ció n de hablar. Pero antes de e n trar en la explicación de los hechos, C alcante hace algo que nos indica de m an era m uy clara la relación de p o d er entre u n sacerdote y u n basileús m icénico, pues, p reo cu p ad o p o r lo que ha de decir y tem eroso, a la vez, de la au to rid ad de A gam enón, pide la protección de Aquiles, al que consi­ dera u n igual del rey y, p o r ta n to , alguien q u e n o p u ede

42. «Q ue b ien lo q u e pasa sabía y lo p o r p asar y pasad o / qu e había las naves aqueas h asta Ilion ido g u ian d o / p o r d o n de ad ivinación q u e a él A polo h ab ía dado». Ilíada, 1.70-73.

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ser objeto de violencia n i siq u iera p o r p a rte de A gam e­ nón: Bien, pues yo lo diré; m as tú ¡ponte y ju ra a m i lado q ue a d efenderm e de firm e serás con voces y brazo!: p ues cuido que h ab rá de enojarse señ o r que en la gente de A rgos tiene su p rem o p o d e r y le acatan to d o s los D áñaos. Rey es el p o ten te en cuanto se aíra con h o m b re m ás bajo que, a u n q u e el enojo p o r ho y se lo guarde y se trag u e el agravio, m as para luego m an tien e rencor, d ispuesto a vengarlo, [...] Pero tú, ¡di si vas a darm e tu am p aro !43.

Las palabras de C alcante se explican p o r sí solas. Pide expresam ente la p ro tecció n de u n igual del rey antes de decir que A polo está irritad o p o r la conducta, co m p leta­ m ente arrogante e injusta, que A gam enón ha ten id o con su sacerdote Crises. Así pues, n o son los sacerdotes los que p u ed en , in v o­ cando al dios al que sirven, eludir el po d er de u n rey, ni en el presente n i en el fu tu ro . Es o tro basileús el que p u ede hacerlo, au n q u e las circunstancias le hayan puesto, en un m o m e n to dado, bajo la a u to rid a d de o tro igual. P or el c o n trario , la a u to rid a d del sacerdote está fo rm alm en te su b o rd in ad a a la del rey44. Los conflictos entre am bos, sin em bargo, d ebieron de producirse con frecuencia. c) F inalm ente, u n rey m icénico es tam b ién jefe m ilitar que, en caso de g u erra o de ataque a sus d o m inios, acau­ dilla al ejército. P robablem ente es aquí, en la guerra, d on-

43. Ilíada, 1.76 y ss. 44. E n relació n con este asu n to , ta m b ié n es ilu strativ o el ep iso d io del ad iv in o L ao co o n te y su in ú til o p o sic ió n a q u e el caballo de m a d e ra e n ­ tr a ra en Troya, n a rra d o en el lib ro II de la E neida de V irgilio.

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de debía d ar la m edida de sus m erecim ientos, pues la gue­ rra es la actividad que p ro c u ra tim é p o r encim a de cu al­ q u ier o tra y, p o r tan to , es la o cu p ació n m ás noble de un m onarca m icénico. Por o tra parte, la conquista de te rrito ­ rios y el con tro l adm in istrativ o de las nuevas tierras y de las personas que h ab itan en ellas nos llevará, com o vere­ m os, al m arco en que se ha desarrollado la historia desde entonces. Para estos h o m b res, m arcad o s p o r la n ecesidad de la violencia y so m etid o s a u n código de h o n o r cuyas refe­ rencias están siem pre en el com b ate, n ad a hay m ás d es­ honroso, nada p roduce m ás aidós que u n c o m p o rta m ien ­ to in ad ecu ad o en el cam po de batalla. La m u erte, com o nos dem uestra Aquiles claram ente, es preferible al desh o ­ nor, sobre to d o si a p o rta fam a, gloria p ara siem pre; u na idea que p e rd u ró d u ra n te m u ch o tiem p o y que, en cierta m edida, está viva todavía. Setecientos años después de la época m icénica las m adres espartanas despedían a sus h i­ jos que iban al com bate con la frase ritual: «Vuelve con el escudo (es decir, vivo), sobre el escudo (es decir, m u erto ), pero no sin el escudo» (es decir, vivo pero después de h a ­ b er aban d o n ad o el escudo p ara p o d e r hu ir). El ab an d o no del escudo en u n a form ación de hoplitas45 estaba penado, incluso en la A tenas dem ocrática, con la m uerte. La tran sfo rm a c ió n de este esquem a b asado en u n rey con atrib u cio n es judiciales, religiosas y m ilitares c o n sti­ 45. M iem b ro s de la falange de in fan tería pesada de los ejércitos griegos. Ib an en fo rm ació n cerrada, arm ad o s con espada, lanza y escudo y p ro te ­ gidos p o r a rm a d u ra (n o siem pre de m etal), casco y grebas. A b a n d o n a r el escudo (si n o se a b a n d o n a es im p o sib le co rre r c ó m o d a m e n te cu an d o se huye) n o sólo era u n sín to m a de co b ard ía previo a la h u id a, sino que, ad em ás, d ejab a al d escu b ierto al co m p a ñ e ro de fo rm ació n q u e estaba al lado.

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tuye, en esencia, la h isto ria política del ser h u m a n o . Los griegos in iciaro n esta tra n sfo rm a c ió n y n os legaron sus respuestas a los p ro b lem as que ib an surgien d o , p ro b le ­ m as difíciles y, con frecuencia, cargados de conflictos. H asta a h o ra m e he cen trad o en el contexto de la relación del rey con sacerdotes e iguales, es decir, m iem b ro s de las fam ilias nobles de su p ro p io Estado o de las fam ilias de la realeza de o tro s Estados. Pero ¿cóm o era la relación p o lí­ tica de estos reyes con el p u eb lo llano, co n la gente co ­ m ú n que n o estaba d e n tro de las fam ilias de la nobleza? Sin d u d a se tra ta de u n p ro b le m a difícil pero , en u n a cierta m ed id a, creo que es posible a v en tu rar co n jetu ras plausibles. C o m o siem pre, H o m e ro n os ayuda n o ta b le ­ m ente.

Rey y pueblo A m i juicio, au n q u e sé que de nuevo estoy p isan d o u n te ­ rre n o lleno de tra m p a s, estos reyes, a p esar de to d o , es­ tá n m u y lejos de ser reyes absolutos. C u an d o tie n e n que to m a r u n a d ecisió n im p o rta n te , esp ecialm en te si ésta g u ard a re la c ió n con la g u e rra o la paz, c o n su lta n a los ancianos y a los jefes de las fam ilias que fo rm a n su C o n ­ sejo, y en situaciones de ex trem a d ificu ltad (com o hace A gam enó n varias veces en la Ilíada) convocan y co n su l­ ta n a la asam blea. Es m u y difícil establecer cuáles son los ciu d a d a n o s q u e en ép o ca m icén ica tie n e n d erech o a asistir a la asam blea, p ero m e sien to in clin ad o a p en sar que se tra ta de u n a re u n ió n de c iu d ad an o s arm ad o s, de vasallos q u e fo rm a n p a rte del ejército, lo q u e les d a d e­ recho a ser con su ltad o s siem pre que el rey lo estim e c o n ­ v eniente. E n el m e jo r de los casos, se tra ta sólo de u n

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em b rió n de lo que m ás tard e sería la A sam blea P o p u lar (ecclesia) en u n E stado d em o crático com o el ateniense, p ero ta m b ié n es u n h echo q u e la re u n ió n de guerreros, de ciudad an o s en arm as, p ro b ab lem en te estuvo en tre las costum b res m ás arraig ad as de estos pu eb lo s dedicados a la guerra. A pesar de to d as las restricciones, los c iu d ad an o s co ­ m unes q u e p o d ía n fo rm a r p a rte de la asam blea se c o m ­ p o rta b a n con u n a cierta lib e rta d de p alab ra en relación con el rey y con los nobles presentes, a los que, según p a ­ rece, p o d ía n criticar a b iertam en te. Esto es, al m en o s, lo que cabe d e d u c ir del ep iso d io de Tersites d e sc rito p o r H o m ero en el can to II de la Ilíada. C reo q u e m erece la p e n a que m e d eten g a u n m o m e n to en él, p ues el lecto r p o d rá c o m p ro b a r en el p ro p io texto h o m é ric o la lib e r­ ta d e, inclu so , el descaro co n el q u e este in d iv id u o , de n o m b re Tersites, d e sp reciad o p o r el solo h e ch o de no p erten ecer a la casta de los n o b les46, se dirige a A gam e­ n ón. El pasaje es especialm ente ilustrativo en m ás de u n as­ pecto. Em pieza con los inten to s de Ulises p o r calm ar a los aqueos, p rá c tic a m en te en d esb an d ad a. Siguiendo in s­ trucciones de Atenea, recorre el cam p am en to tra ta n d o de contener la h u id a y a la vez de arengar a u nas tro p as que están a p u n to de p erd er p o r com pleto la m oral. Lo c u rio ­ so es la fo rm a en que lo hace, pues habla de dos m aneras m u y diferentes a los soldados. En efecto, «a to d o el que, rey u h o m b re de pro, a su paso saliera, lo retenía, p arán -

46. «[...] y era el h o m b re m ás feo q u e a Ilio viniera: / bizco era él, y cojo d e u n pie, y los h o m b ro s en ch epa / corvos ad e n tro del pech o encogidos, m as la cabeza / del co lm o p icu d a, y de ella b ro ta n d o rala la greña.» Ilia ­ da, 2.216-19.

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dose ante él con voz halagüeña»47, tratán d o le con el m á ­ xim o respeto48. Sin em bargo, el c o m p o rta m ie n to del rey de íta c a es m uy diferente al enco n trarse con alguno de los h om bres com unes, de los h o m b res del pueblo a los que he llam ado vasallos en arm as: Pero h o m b re del p ueblo que hallara y que d an d o voces lo viera, le dab a em p u jó n con el cetro y de voz le reñ ía p o r éstas: «H om bre de dios, ¡está q ued o y escucha a o tro s que sepan y valgan m ás que no tú, p o co -b río tú y poca-fuerza, que n i eres de pro en la lid ni en el consejo de cuenta!»49.

Es clara la distinción expresa que, en lo referente al tra ­ to, se hace en tre los iguales y los vasallos. Sin em bargo, lo m ás relevante del pasaje es, a m i juicio, que a p esar de todo Ulises habla con ellos, pues los necesita en la asam ­ blea p a ra p o d e r to m a r decisiones que sean acatadas p o r todos. Y así, cuando p o r fin se sientan y se hace el silencio, Tersites, el lenguaraz, el adefesio, el h o m b re llano del p u e ­ blo, se atreve a h ablar en u n to n o que parece p ro p io de un h o m b re aco stu m b rad o a ejercer su derecho político en el m arco de la asam blea general de los ciudadanos en arm as; no sólo critica e, incluso, increpa al rey A gam enón, sino que repro ch a tam b ién al c o m ú n de los aqueos su docili­

47. Ilíada, 2.188-89. 48. « H o m b re de dios, n o cae b ien en ti, co m o vil q u e te tem as. / N o pero ya ¡quieto tú y a tu gente ten ia quieta! / q u e el p en sam ien to de A gam e­ n ó n n i au n sabes cuál sea: /[ ...] ¡No sea que, airado, a los hijos de A queos dé m ala brega! / Y a fe q u e es la ira de los celinados reyes trem en d a; / Y su h o n ra [timé] es de Z eus, y Z eus sap ien te a m o r le profesa». Ilíada, 2.190 y ss. 49. Ilíada, 2.198 y ss.

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dad con respecto al rey. En u n sentido literal, sus palabras son las propias de u n h o m b re que conoce p erfectam ente no sólo sus derechos, sino las claves políticas de un a situa­ ción que le parece com p letam en te injusta. Q uizá p o r p ri­ m era vez, u n ho m b re co m ú n parece discernir claram ente que los reyes pretex tan afrentas al h o n o r del p ueblo p ara p ro m o v er guerras que sólo sirven p a ra en riq u ecerlo s y p ara au m e n ta r su p o d er a costa del sufrim iento de sus va­ sallos. Éstas son las palabras de Tersites: Ah A gam enón, ¿de qué ah o ra n o s culpas y te nos quejas? Llenas de bron ce tus tiendas están, y m u c h o de h em b ras hay en tu tien d a escogidas, las que los A queos p o r presa p rim e ra te dam os, la vez que u n a plaza to m am o s p o r fuerza. ¿O es que echas oro de m en o s a ú n [...] [...] o u n a m u jer en flor, que en a m o r te goces con ella [...]? [... ] A fe que es vergüenza que el que es su caudillo a los hijos de A queos h u n d a en m ise­ rias. ¡Ah m alos trastos, m elones, A queos ya no, sino Aqueas!, ¡a casa ya, sí, con las naves to rn em o s!, y a éste aquí en tierra ¡dejém oslo a digerir su b o tín en Troya!, que vea si vam os no so tro s a él, o si no, a acu d irle en defensa50.

La aparente osadía de Tersites es corregida in m e d ia ta ­ m en te p o r Ulises, rey de ítaca y, p o r ta n to , u n igual de A gam enón. P rim ero rep re n d e al vasallo len g u araz con palabras y, después, golpea con el cetro de oro sus h o m ­ bros y su chepa51. El in fo rtu n a d o Tersites (que h ab ría de m o rir m ás adelante en u n o de los in n ú m e ro s accesos de cólera de A quiles) re n u n c ia a seguir h a b lan d o an te la

50. Ilíada, 2.225 y ss. 51. Ilíada, 2.246 y ss.

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asam blea y se sienta de nuevo «dolido, enjugando su llan­ to, m iran d o en vano con pen a» 52. Parece claro que, en últim o térm ino, el recurso a la vio­ lencia pued e ser practicad o p o r cualquiera de los reyes o señores m icénicos. A un así, n o debía de ser u n a p ráctica com ún, pues, en ese caso, es posible que Tersites no se h u ­ b iera atrevido a dirigirse con tales palabras al m ás p o d e ­ roso de to d o s los reyes presentes. M e im p o rta insistir en este hecho: u n vasallo pued e hablar, p u ede criticar y e n ­ frentarse abiertam en te al rey con u n discurso que p o d ría ­ m os tac h a r casi de revo lu cio n ario . Es m u ch o m ás de lo que hu b iera sido posible en cualquiera de las m o n arq u ías europeas m ás de dos m ilenios después. Por lo que hem os estudiado hasta este m o m en to , creo sin ceram en te, a p esar de las o p in io n es (todas ellas de peso) de algunos e ru d ito s53, q u e estos m o n arcas están m uy lejos de ser, com o decía m ás arriba, reyes absolutos. C uando tienen que to m a r un a decisión im p o rtan te, espe­ cialm ente en lo referido a la g u erra o a la paz, consu ltan a los ancianos y a los jefes de fam ilia que fo rm an su C o n se­ jo. En situaciones excepcionales, com o es el caso de la ex­ p ed ició n c o n tra Troya, convocan y co n su ltan a la asa m ­ blea de vasallos, es decir, de ciudadanos arm ados que, p o r o tra parte, pro b ab lem en te eran u n a m in o ría. En el m a r­ co de estas asam bleas, de estas consultas del rey a u n a p a r­ te, al m enos, de su pueblo, es d o n d e p u d o desarrollarse el em b rió n de lo que, siglos después, sería u n a verd ad era asam blea del pueblo: la ecclesia dem ocrática. Pero, com o vam os a ver enseguida, h abía u n a p arte im p o rta n te de la

52. Ilíada, 2.269. 53. Véase, p o r ejem p lo V. V. S truve, H istoria de la antigua Grecia, vol. 1, EDAF, M a d rid , 1974.

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p o b lació n que q u ed ab a fuera de estos p rim e ro s juegos políticos.

La relación entre las fam ilias reales: el m atrim onio Los basileis o reyes m icénicos son, en el com ienzo de su historia, extranjeros en la tie rra de Grecia. D ebió de ser alred ed o r del siglo x x a.C. cu an d o estos antep asad o s de los griegos p e n e tra ro n en G recia, en u n p e río d o que la h isto ria con o ce co m o H elád ico M ed io (de Helias, el n o m b re con el que los griegos, es decir los helen o s, lla ­ m ab an a su país). En páginas an terio res he esbozado el choque en tre estas trib u s n ó m ad as, con e stru c tu ra fu e r­ tem e n te p a tria rc al y dedicad as a la g u e rra y al pillaje, y las pacíficas gentes que h ab ita b a n la p en ín su la balcánica y las islas del m a r Egeo. P robab lem en te se tra tó de u n e n ­ fre n ta m ie n to v io len to , q u e desde el p rin c ip io tu v o u n v en ced o r p re d e stin a d o . El p u e b lo n ó m a d a (el c o n g lo ­ m erad o de p u eb lo s n ó m ad as, m ás bien) al que H o m ero llam a “aq u eo s” y n o so tro s “m icénicos”, debió de caer so­ b re los c am p o s de G recia co m o u n a v o raz plag a que cam bió las cosas p a ra siem p re. Siem pre he creíd o que éste es u n o de los m o m e n to s decisivos de la h isto ria del m u n d o , u n a de esas en crucijadas en que los cam in o s lle­ van a lugares m u y d istin to s, a través de lugares m u y d is­ tin to s. Sin d u d a h u b o m ezcla, in te n to s de fusión, pero, finalm ente, creo que la p alab ra que define m e jo r lo que o cu rrió n o es encuentro, sino encontronazo. En cualq u ier caso, com o ya he dicho al com ienzo de este libro, p o d ría ­ m os defin ir a los griegos com o el resu ltad o de la m ezcla que p ro d u jo este en co n tro n azo en tre el elem en to in d o ­ euro p eo venido desde el n o rte (aqueos o m icénicos) y el

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elem ento m e d ite rrá n eo an tig u o p re in d o e u ro p e o (egeos 0 pelasgos). Soy consciente de que es ésta una definición m uy discu­ tible, pero, en realidad, estoy in ten tan d o d ar respuesta a u n a preg u n ta que no la tiene. Es m u y fácil, h ab lan d o del pasado, plantearse interrogantes que, en el fondo, no tie­ n en sentido. Si nos p reg u n táram o s, com o dice C h a d ­ wick54, d ó n d e estaban los ingleses en el m o m en to en que Julio César invadió Inglaterra, la respuesta, obviam ente, sería im posible, p o r la sencilla razó n de que en el siglo 1 a.C. ning ú n habitante de B ritania podía ser considerado u n inglés. Igual que, si se m e perm ite la com paración, no había turcos en la isla de C hipre cuando Hesíodo, el poeta griego, describía en su Teogonia el nacim iento de la diosa A frodita en esa isla, la m ás griega de todas las islas griegas, pues es evidente que en la época de H esíodo (tal vez el siglo v i a.C.) no había nadie que p udiera considerarse turco. Sin em bargo, a pesar de las dificultades creo que debo d ar u n a respuesta a u n a p reg u n ta que parece ser tan ele­ m ental, especialm ente p ara quienes, com o m u ch o s de m is lectores, no están versados en los problem as de la his­ toria. En este sentido, o p in o con C hadw ick que p odem os llam ar «griegos» a los hablantes de la lengua griega (no a los h ab itan tes de G recia), y q u e sepam os, los p rim ero s que hablan u n a lengua que p odem os d en o m in ar «griego» son estos aqueos o m icénicos, que, p o r o tra p arte, nos han dejado testim onios escritos de esa lengua desde el si­ glo X IV a.C. Esa p rim era lengua griega es resultado, p o r cierto, de la m ism a mezcla que, com o acabam os de ver, dio origen a los griegos: la producida entre el sustrato lingüísti­ co hablado p o r la población au tóctona (egeos o pelasgos) 54. El mundo..., cit., p. 21.

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y el superestrato aportado p o r los invasores (aqueos o micénicos). H oy día no tenem os n in g u n a d u d a de que esa lengua es griego55. Por eso consideram os que quienes la es­ cribieron (y la hablaron, obviam ente) son griegos. Pues bien, la relación entre estos dos núcleos de p o b la­ ción (aqueos indoeu ro p eo s, de u n lado, y m editerrán eos no indoeuropeos, de o tro ) se p ro d u jo de u n a m an era que ha sido casi u n m odelo en ocasiones posteriores que co­ nocem os m ejor. Los guerreros invasores, incultos y an al­ fabetos, q u ed aro n fascinados p o r los logros de las c u ltu ­ ras (especialm ente la cretense) que iban co n q u istan d o . A d o p taro n sus costum bres y su escritura; ap ren d iero n a utilizar el agua corriente d en tro de los edificios; q uedaron deslum brados p o r el grado de co m o d id ad que se obtiene de la vida sedentaria, y, finalm ente, decidieron quedarse. Sin em bargo, tu v ie ro n que cam b iar algunas cosas p ara que, con el paso de algunas generaciones, se p u d ie ra n re­ clam ar d erechos ancestrales sobre la tie rra de G recia. Y, desde luego, los g u errero s m icénicos se ap licaro n a esta tarea con u n a eficacia verdad eram en te ex traordinaria. Dos son los rasgos que m uy p ro n to h ab rían de em pe­ zar a m arcar las diferencias. El p rim ero , del que hablare­ m os inm ed iatam en te, fue la reducción a la esclavitud de b u en a p arte de la població n a u tó c to n a de los te rrito rio s conquistad o s. El segundo (en el q u e estaba en juego el verdadero m odelo de cam bio social) fue la reducción a la nada del elem ento que, a m i juicio, había caracterizado la vida social de las poblaciones p reindoeuropeas: el factor fem enino. Se puso to d o el em p eñ o en conseguir la desa­ parició n de la m u je r de to d a e stru c tu ra ad m in istrativ a, social, po lítica o cultural; en u n a p alabra, en conseguir 55. Cf. tam bién J. Chadwick, El mundo micénico, cit.

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que la m u jer fuera convertida en u n objeto m ás o m enos preciado q u e p u d ie ra ser u sado com o m o n e d a de in te r­ cam bio, com o p arte del b o tín de g uerra o, fu n d a m e n tal­ m ente, com o nueva y segura m an era de afianzar el p o d er del génos (latín gens), es decir, de los nuevos linajes en el nuevo contexto social. De hecho, este nuevo contexto social p ro d u jo enorm es cam bios en aquellos ru do s y prim itivos clanes de g u erre­ ros nóm adas. La conquista de territo rio s y la red u cció n a la esclavitud de bu en a p arte de sus ocupantes hizo que al­ gunas familias em pezaran a ad q u irir m ás po d er e influ en­ cia que otras. En u n a sociedad en que la actividad co m er­ cial no existía56, la posesión de tierras se convirtió en u na necesidad p a ra to d o s los clanes q u e p re te n d ie ra n ganar poder. Y, a la vez, la p ro p ied ad en au m en to de nuevas tie­ rras obligó a las fam ilias m icénicas a la posesión de m ano de obra esclava que p u d iera hacerlas producir. La conse­ cuencia de estos hechos fue, en tre otras, que com enzaron a aparecer desigualdades en tre los clanes de la aristo cra­ cia m icénica. A lgunas chozas se co n v irtiero n en casas, y algunas casas en palacios cuyos habitantes fueron a d q u i­ riendo, p o r el solo hecho de ten er m ás tierras y m ás escla­ vos, la condición de p rim ero s en tre sus iguales. Tal parece ser el caso de A gam enón, rey de u n a ciudad rica, que h a ­ bita u n palacio d en tro de u n a acrópolis fuertem ente fo r­ tificada y que reina sobre u n n ú m e ro de vasallos su p erior al de otro s reyes. En u n co ntexto social así, el m a trim o n io se convirtió en u n a fó rm u la ex trao rd in ariam en te útil (quizá la única) de b lindar la posición de algunas familias, de u n lado, y de progresar d en tro de la escala social de los clanes, de otro. 56. En H o m ero los ú n ico s co m ercian tes qu e aparecen son los fenicios.

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La m u jer fue la pieza fu n d am en tal en este juego de in te­ reses, pues cada fam ilia usó a las suyas para progresar, por la vía del m atrim o n io , en el escalafón social. El m a trim o ­ nio se co nvirtió en u n a in stitu ció n relacionada con el es­ tatus, con el deseo de descendencia que asentara ese esta­ tus y con u n m o d o de in tercam bio de riqueza y de poder. El am o r quedó excluido p o r com pleto, y así, las experien­ cias y relaciones basadas solam ente en el am o r debieron asentarse fuera del m atrim o n io , que n u n ca tuvo que ver con los sen tim ien to s sino con las necesidades sociales. P ro n to h ab laré de las consecuencias que este estado de cosas tuvo p ara la sociedad en general y p ara la m u jer en particular. En to d o caso, y p a ra te rm in a r este ap artad o , se creó un a clase de nobles guerreros que iban al com bate en ca­ rros de guerra. Probablem ente, ju n to con estos señores de la guerra m arch ab an sus hetaíroi o “com p añ ero s”, u n a es­ pecie de prosélitos que se reu n ían en casa del señor p ara la com ida y p ara las fiestas sociales. El señor, a su vez, e m ­ peñaba su h o n o r en proteger, h o sp ed ar y re p a rtir ju s ta ­ m ente el b o tín con estas gentes que, en correspondencia, estaban dispuestas a dejar su vida en el cam po de batalla en defensa de su señor. Es u n esquem a que ha p e rd u rad o a lo largo de la historia en la m ed id a en que ha p e rd u rad o el m o d o in d o e u ro p e o de sociedad. Todavía hoy, según creo, está vigente. Por ú ltim o , es posible que en las g randes co n tien das (com o la g u erra de Troya) se u n ie ra n varios de estos se­ ñores con su séq u ito de hetaíroi cada uno. En tales c ir­ cu n stancias reco n o cían a u n o de ellos com o hegemón o jefe (A gam enón en Troya, p o r ejem plo) y, seguram ente, se obligaban a obedecerle y a seguirle bajo solem nes ju ra ­ m entos que n o p o d ían ser violados sin grave p érd id a de

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tim é. Pero u n a vez te rm in a d a la em presa que los había reunido, esta u n ió n (verdadera co m u n id ad de h erm an os de arm as) se deshacía del m ism o m o d o que se había crea­ do, y cada señor volvía a u n a existencia ind ep en d ien te de los otros, a defender con la ayuda de su séquito de hetairoi, pero in d iv id u alm en te, los p roblem as dom ésticos de su propio feudo.

Excluidos de todo: los esclavos M ucho se ha escrito sobre la esclavitud en el m u n d o a n ti­ guo. C on frecuencia los autores han investigado este cam ­ po, ta n im p o rta n te p a ra el desarrollo de las sociedades antiguas, y lo h a n h echo con rig o r y con p ro fu n d id ad , p ero ta m b ié n con cierta falta de perspectiva. N a tu ra l­ m ente, la predisposición psicológica de to d a p erso n a d e ­ cente en relación con la esclavitud es siem pre negativa; hablar de esclavos es hablar de lo que todos consideram os hoy día u n a lacra indigna de la especie h u m an a; pero este hecho n o debe h acern o s olvidar que todavía vivim os en u n m u n d o en el que hay esclavitud, en el que no sólo hay trabajos p ro p io s de esclavos, sino que adem ás se ven fo­ m en tad o s p o r las sociedades d em ocráticas, eco n ó m ica­ m ente desarrolladas y p o líticam ente avanzadas. Es cierto que hay m uchas diferencias entre los esclavos m o d ern o s y los antiguos, pero la m ayor parte de las veces no son diferencias de base, de estru ctu ra, sino de detalle. Sin em bargo, sí hay u n a que d istingue la esclavitud m o ­ dern a de la del pasado y consiste en la conciencia general, incluida p o r lo co m ú n la del p ro p io esclavo, de que la es­ clavitud es u n cáncer social que aten ta co n tra la d ignidad de todos: del esclavo y del du eñ o de esclavos. Este conven­

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cim iento de que la esclavitud n o tiene nada que ver con la natu raleza h u m a n a , sino con los usos culturales, es u n a conclusión que en la A n tig ü ed ad d eb iero n de alcanzar sólo un n ú m ero m u y reducido de intelectuales privilegia­ dos, quienes adem ás rep resen taro n corrientes racionalis­ tas, alejadas de las p osturas m ás asentadas entre el pueblo y de las aceptadas entre la gran m ayoría de los pro p io s in ­ telectuales. Esto debería hacernos m uy cautos a la h o ra de juzgar desde n u estra perspectiva del siglo xxi u n fenóm e­ no del siglo XIV a.C. La distancia que m edia es en o rm e y podem os d esorientarnos, si no perd ern o s del todo, en ese viaje de m ilenios. Por o tra parte, no es éste el lugar p ara m o stra r in pro­ fu n d o las o piniones propias en relación con el fenóm eno de la esclavitud; m i in tención es, m ás bien, in ten tar a h o n ­ dar en el p roblem a de su origen (justam ente con la llega­ da de los ind o eu ro p eo s) y de lo que creo que fue su desa­ rrollo hasta la ap arición de lo que p o d ríam o s considerar u n a prim era conciencia de esclavitud entre algunos in te ­ lectuales del siglo v u y, sobre to d o , del v i a.C. N a tu ra l­ m ente, la ap arició n de esta conciencia tuvo lugar en el m o m e n to en q u e las condicio n es generales lo h icieron posible, cosa que no o cu rrió hasta el descubrim iento, p ri­ m ero, y afian zam ien to , después, de los sen tim ien to s de individualid ad y, p o r ende, de libertad. C om o es éste un aspecto que voy a tra ta r en p ró x im o s capítulos, m e cen ­ traré aho ra solam ente en las causas que h icieron posible la aparición de la esclavitud, así com o en el desarrollo de ésta, ta n to en la época m icénica com o en la in m e d ia ta ­ m ente posterior. Lo prim ero que debo decir es que estoy convencido de que la esclavitud tiene su origen en las prácticas asociadas a la guerra (aun siendo consciente de que la palabra «gue­

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rra» tiene u n a cierta carga de am b ig ü ed ad ). P or «guerra» entiendo n o cualquier especie de lucha, sino la lucha a r­ m ada y organizada en tre dos o m ás bandos. Es im p o rta n ­ te hacer esta d istinción, que parece obvia, antes de seguir adelante. Y es im p o rta n te p o rq u e la g uerra que se p ra c ti­ caba en la época a n terio r a la llegada de los aqueos57 a tie­ rras de la p en ín su la balcánica, p ro b ab lem en te n o era (si es que era) algo n i m u y reg lam en tad o n i tam p o co h a b i­ tu al58. Los conflictos sin d u d a obedecían m ás bien a v en­ ganzas o a la preten sió n de anexionarse territo rio s nece­ sarios p a ra la supervivencia. Sin em bargo, con la llegada de los in d o eu ro p eo s la g uerra se convirtió en u n a activi­ d ad organ izad a, cuyo m o tiv o era el pillaje de tierras, de ganado, de personas y de otros bienes; y, lo que es m ás im ­ p o rtan te , devino en u n m odus uiuendi, en u n oficio p e r­ m anente. Las consecuencias de este cam bio fuero n ex tra­ ordinarias y perviven todavía. La esclavitud es, p o r tan to , hija de la guerra. Ya en el si­ glo v i a.C. H eráclito de Éfeso lo vio con claridad, com o advertim os en estas palabras: «La g uerra es el p ad re de to-

57. H ab lo d e los aq u eo s p o rq u e estam os h a b la n d o de G recia, p ero esto es p erfe ctam en te aplicable a to d o el co n g lo m erad o de p u eb lo s in d o e u ­ ro p eo s q u e se d esp lazaro n , p o r u n a p a rte , hacia el su r y el oeste de E u­ ro p a lleg an d o h asta la P enínsula Ib érica (los celtas) y la P enínsula Itálica (ilirios e itálicos); y p o r o tra, hacia el este llegando h asta la p e n ín su la de A n ato lia (los h e tita s), p o r citar sólo a los p u eb lo s y te rrito rio s qu e e n ­ m a rc a n m i trab ajo en este libro. 58. E n el p rim e r c a p ítu lo h e m o s tra ta d o este a s u n to y a él m e rem ito. In sisto a q u í so la m e n te en el h ec h o de q u e n o h a n ap arecid o arm a s ni o bjetos relacio n ad o s con la g u erra en las excavaciones de C reta o en las de Tera (actu al S a n to rin i) en los estrato s an terio res a la p resen cia m ic é ­ nica. Éste es u n h ech o capital q u e se refrenda con la ausencia absoluta de m u ra lla s en los recin to s excavados en los m ism o s lugares. P arece evi­ d en te q u e n o hay g u e rra ofensiva sin arm as ni defensiva sin m urallas.

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dos, el rey de todos. A unos los hace dioses, a o tro s h o m ­ bres. A un o s los hace libres, a o tro s esclavos»59. La línea abierta p o r H eráclito fue com p artid a p o r otros pensadores jónicos, que consideraron asim ism o la esclavi­ tu d com o u n hecho n o natural, com o u n accidente debido a las costum bres hum anas. En plena época clásica, sin em ­ bargo, la esclavitud fue considerada un hecho n atu ral p o r ciertos filósofos que h an tenido u n a inm ensa influencia en épocas po sterio res60. Pero ¿cóm o era la esclavitud en aquellos tiem pos rem otos descritos p o r H om ero? La p alab ra doûlos, em p lead a co n p ro fu sió n en época clásica para designar a u n esclavo, es casi desconocida en H om ero, quizá p o rq u e su uso sólo se generaliza en u n m arco tem p o ral en el que la esclavitud estaba p lenam ente desarrollad a e, incluso, reglada. En los po em as h o m é ri­ cos, la p alab ra utilizada es p o r lo c o m ú n dmós, que está relacionada con el sustantivo dmésis (‘d o m a’ o ‘a m a n sa­ m ie n to ’). A veces, sin em bargo, las p alabras em pleadas guard an relación con el té rm in o oikía, ‘casa’, q u e rie n d o indicarse en estos casos que los esclavos son “gente de la casa”. Sin d u d a estos térm in o s reflejan b astante bien la si­ tuación en tiem p o s m icénicos. En efecto, los esclavos de la época m icénica fo rm ab an parte de la fam ilia de su am o y prob ab lem en te p a rtic ip a­ b an con los dem ás m iem bros de la m ism a en la actividad productiva com ún. En este contexto, los lazos que se esta­ blecían en tre am o y esclavo p o d ía n ser m ás h o n d o s, in ­ cluso, que los de la sangre. Tal es el caso, p o r ejem plo, de E um eo, el p o rq u e ro de Ulises, el esclavo que es llam ado p o r H om ero «egregio» e incluso «divino»; y tam b ién el de 59. Fr. 761 d e Los filósofos presocráticos (\), C redos, M a d rid , 1978.

60. Me refiero especialmente a Aristóteles y a su Política.

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la anciana Euriclea, la n o d riza de Ulises, que lava los pies de su am o cu an d o nadie, excepto su fiel p erro A rgo61, lo ha reconocido todavía. M ientras lo hace n o ta un a cicatriz que el supuesto m endigo tiene en la p ierna e, in m ed iata­ m ente, reconoce a su am o, pues ella ha visto y acariciado m uchas veces aquella cicatriz que le hizo a Ulises, de jo ­ ven, u n jabalí en el m o n te Parnaso: Al frotar con sus m an o s n o to le esta m ella la anciana, la reconoció con el tacto y soltó, con m o v id a, la p iern a que, cayendo de golpe en la tin a y so n an d o en el bronce la volcó hacia delante, vertien d o el agua en la tierra. La alegría y el d o lo r la asaltaro n a u n tiem p o , sus ojos se llen aro n de llanto y la voz m u rió en su garganta. M as a Ulises, al cabo, lo cogió del m e n tó n y le dijo: «Eres tú, Ulises, m i n iñ o q u erid o y n o supe co nocerte yo m ism a hasta hab er p alp ad o tu carne, ¡tú, m i dueño!...»62. 61. El pasaje en q u e Ulises se e n c u e n tra co n A rgo es realm en te c o n m o ­ vedor. El héroe, en co m p añ ía de su fiel E um eo, se dispone, u n a vez tro c a ­ do su aspecto p o r el de u n m en digo, a e n tra r en su casa después de veinte años. Los d o s ib an h a b la n d o c u a n d o v iero n a lo lejos u n p e rro «que se hallab a allí ech ad o e irg u ió su cabeza y orejas: / era Argo, el p e rro de U li­ ses, p acien te, q u e él m ism o / allá en tiem p o s crió sin lo g rar d isfru tarlo / pues a Troya sag rad a tu v o que irse [...] / [...] yacía d e s p re c ia d o /s o b re un cerro de estiércol [ ...] / [...] Así, cu ajad o de pulgas se hallaba el can Argo; / m as cu an d o n o tó que era U lises q u ie n a él se acercaba, al p u n to , / m o ­ vien d o su cola dejó caer las orejas, pero n o tuvo fuerzas ya p a ra alzarse / y acercarse a su am o. Éste, al contem plarlo, / desvió su m ira d a h u rta n d o su ro stro al p o rq u ero , / y enjugóse u n a lágrim a [...] / Y, al cabo, lo rodeó con sus so m b ras la m u e rte al can A rgo / ju sto después de ver a su d u e ñ o de vuelta, tras vein te los años» ( Odisea, 17.290 y ss.). El pasaje siem pre m e h a im p re sio n ad o p o r su d ram atism o . Ulises no pu ed e acercarse a su p e ­ rro , p u es eso d escu b riría su id e n tid a d an te Eum eo. L lora a h u rtad illas, aseg u rán d o se de qu e n o lo ve el p o rq u ero , m ien tra s Argo, feliz al verle de vuelta, descansa p o r fin tras veinte años de abnegada espera. 62. Odisea, 19.467 y ss.

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C om o en el caso de Euriclea, el c o m p o rta m ie n to de Eum eo representa el p ro to tip o de la fidelidad a su am o y la diligencia a la h o ra de velar p o r la fam ilia y los bienes de éste, de m an era que Ulises lo siente ta n cercano o m ás que a cualquier o tro m iem b ro de su fam ilia de sangre. En rea­ lidad, no es difícil im aginar esta situación en el contexto de u n a sociedad que obligaba a sus reyes a p a rtir con fre­ cuencia a la g uerra y a dejar, p o r tan to , a sus familias y h a ­ ciendas en m an o s de otros. El cariñ o que en ocasiones p u d o llegar a establecerse en tre el señ o r y estos esclavos fieles, h o n rad o s y cabales, tuvo que ser realm ente p ro fu n ­ do; y no era cuestión sólo de a m o r o fidelidad, sino ta m ­ bién de respeto m u tu o . Se tratab a de u n m u n d o en el que la gran m ayoría de los esclavos n o se p lan teab a siquiera que su situ ació n p u d ie ra ser cam b iad a, especialm ente aquellos que nacían siendo esclavos y aceptaban esa co n ­ dición com o u n hech o n atu ral. Y d e n tro de ese m u n d o , m uchos d eb iero n , com o E uriclea o E um eo, ganarse no sólo el cariño sino tam b ién el respeto y la ad m iració n real de sus señores. No obstante, los esclavos que se desviaban de este ser­ vicio a los intereses de sus d u eñ o s p o d ía n ser ten id o s en consideración m u y distinta, pues to d o estaba basado en u n a fidelidad sin reservas. Si esta fidelidad se q u eb rab a (y en el caso de Ulises, que estuvo lejos de su casa casi veinte años, era fácil que sucediera) parece q u e el señ o r p o d ía disponer, a veces cruelm ente, de la vida del esclavo. La cólera de u n rey m icénico tra ic io n a d o p o r alguno de sus esclavos po d ía ser, en efecto, realm ente desm esura­ da, y en esas ocasiones su cru eld ad n o te n ía lím ites. En u n a sociedad en la que n o h ab ía leyes escritas sino cos­ tum bres aceptadas p o r la im posición de los poderosos, la v o lu n tad de u n rey c o n tra ria d o era la ley, in apelable y

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b en decid a p o r los dioses. La Odisea ilu stra m u y cla ra­ m ente lo que estam os hablando cu an d o describe con d e­ talle el castigo al que son som etidas las esclavas que favo­ recían a los voraces p retendientes de Penélope: todas ellas fueron colgadas en el patio de la casa de Ulises, ahorcadas con u n cabo de navio después de haberlas obligado a lim ­ piar la sala del palacio en la que se había p ro d u cid o la m a ­ tanza de los p retendientes y a sacar fuera sus despojos. El pro p io Telémaco, el hijo de Ulises, to m a u n a decisión que va m ás allá de las órdenes de su padre, quien le había exi­ gido dar m u erte a las sirvientas «con finas espadas»63: «No daré yo m u erte noble de espada a estas siervas que a m i m ad re y a m í nos ten ían ab ru m a d o s de o p ro b io s y pasaban sus noches al lado de aquellos hom bres». Tales cosas diciendo, u n gran cabo p ren d ió de elevada colum na, rodeó el o tro extrem o a la cim a del h o rn o y lo estiró hacia arrib a p a ra ev itar que alguna de ellas apoyase sobre la tie rra sus pies. C om o to rd o s de gráciles alas o palom as cogidas en lazo cu b ierto de hojas [...] tal m o stra b a n allí sus cabezas en fila, y u n n u d o ap retó cada cuello hasta darles el fin m ás penoso tras u n breve y convulso agitar de sus pies en el aire64.

El castigo fue im puesto a doce m ujeres esclavas que se h ab ían d istin g u id o p o r pon erse, con celo excesivo p ara los intereses de la casa de Ulises, al servicio de los p re te n ­ dientes. En té rm in o s generales, el ejem plo n os b astaría para ilustrar este «otro lado» de las relaciones en tre am os y esclavos en la época m icénica. Sin em bargo, se tra ta de u n castigo a m ujeres, p o r lo que e n tra en la esfera de lo que po d ríam o s considerar u n hecho secundario. Las m u63. Odisea, 22. 443. 64. Odisea, 22.462 y ss.

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jeres no c u e n ta n y, p o r tan to , sus infidelidades, sus tra i­ ciones, sus faltas en general, son corregidas, a u n q u e les cueste la vida, de u n a m an era ru tin aria, sin darle d e m a­ siada im p o rta n c ia . H ab ría que e n c o n tra r u n ejem plo equivalente m asculino p ara hacernos u n a idea m ás cabal, pues to d o lo referido a los h o m b res nos da u n a m ed ida m ás ajustada de la situación real. Y ese equivalente existe en la figura del cabrero M elantio. M elantio representa lo co n trario de Eum eo, el p o rq u e ­ ro. D esde el p rim e r m o m e n to en que tro p ieza con E u­ m eo, que aco m p añ a a Ulises (irreconocible con su traza de m endigo) hasta la ciudad, su co m p o rtam ien to está lle­ no de vileza. Lleva, en can tad o , las m ejores cabras p ara que se las com an los p retendientes y, sin m ed iar provoca­ ción alguna, insulta al p o rq u ero y arrem ete con palabras cargadas de bajeza y de m aldad co n tra el que cree que es sólo u n m endigo; finalm ente golpea con u n a p atad a en el costado a Ulises que, sólo con u n ejercicio n o tab le de a u ­ to co n tro l y de inteligencia, logra con ten erse65, con la in ­ te n ció n de n o d e sc u b rir su regreso an te n ad ie y d e sb a­ ratar, así, sus planes de venganza. M as éste es sólo el com ienzo, pues el cabrero traicio n ará claram ente a Ulises poniéndose de p arte de los pretendientes, a los que h abrá de ayudar en el m o m e n to decisivo llevándoles arm as de los depósitos del palacio. C uan d o la venganza de Ulises se ha co m pletado, M e­ lantio es c o n d u cid o al p atio de la casa. E ntonces vem os cóm o paga su traició n el esclavo infiel de u n m o n arca m i­ cénico:

65. A u n q u e llega a p en sar «si echarse sobre él con el palo / y de u n golpe q u ita rle la v id a o / to m á n d o le en vilo, estrellarle los sesos en tierra» (Odisea 17.235-237).

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C on el b ronce cruel le co rta ro n narices y orejas, le arra n c a ro n sus partes después y arro járo n las cru d as a los p erro s y, al fin, am p u tá ro n le piern as y brazos con saña insaciable66.

La escena se com enta p o r sí m ism a. Sólo quiero añadir u na referencia m ás p ara concluir. Se trata de o tro pasaje de la Odisea que m e parece espe­ cialm ente interesante p o r dos razones: la prim era, que se hace u n juicio de valor general sobre la «naturaleza in d o ­ lente» del esclavo; la segunda, que a pesar de estar en los com ienzos de la historia de la esclavitud, parece ad iv in ar­ se ya una conciencia que habría de cuajar m ucho después: la conciencia de que la esclavitud no es u n hecho natural. El pasaje está en m arcad o en la conversación q u e Ulises (todavía irreconocible) m an tien e con E um eo a propósito del perro Argo; las palabras son del p ro p io E um eo67, que in ten ta aclarar las dudas de Ulises en relación con el esta­ do de su perro: Ese perro es del h o m b re que h a m u e rto lejos [...] [...] anim al que él siguiese a través de los fondos u m b río s de los bosques, jam ás se le fue; e igual era en rastreo. M as a h o ra su desgracia lo ha vencido: su d u eñ o halló la m u erte en lejano país y las m ujeres de él n o se acuerdan n i lo cuidan; los siervos, si falta el p o d e r de sus am os, n ad a quieren hacer, ni cu m p lir con lo justo; pues Zeus arreb ata a u n h o m b re la m ita d de su valor el día que en él hace presa la vil serv id u m b re.

66. Odisea, 22.475 y ss. 67. Odisea, 17.3 1 2 y ss.

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El pasaje es interesan te y revelador. D e u n lado ap a re­ ce, p o r p rim e ra vez, el tópico del esclavo in d o len te que sólo trabaja bajo la aten ta m irad a de su am o. Y, de otro, la afirm ación de los dos versos finales: n o se dice que Zeus determ in e la esclavitud de u n a p erso n a sino que la escla­ vitud (calificada de «vil») hace presa en los hom bres. Pa­ rece subyacer u n a cierta idea de accidente, lo que, si m i interp retació n no va dem asiado lejos, nos aleja m u ch o de la concepción de la esclavitud com o u n hecho n atural. En to d o caso, estoy convencido de que la fuente p r in ­ cipal de la esclavitud en esta época no residió en u n a dife­ renciación social in te rn a , sino en la g u erra y en la to m a de cautivos q u e eran , in m e d ia ta m e n te , red u cid o s a la co ndición de esclavos. En este sen tid o el té rm in o dmós, con el que se designa n o rm a lm e n te al esclavo, es m u y re­ velador, com o ya h em os co m en tad o m ás arriba. La p ala­ b ra está relacio n ad a co n el verb o dam ázo, que significa ‘d o m a r’, ‘so m eter’ e, incluso, ‘m a ta r’. En las guerras p r o ­ m ovidas p o r los m icénicos, cuya causa fund am en tal solía ser el pillaje (y el debilitam ien to consiguiente o incluso la desaparición del adversario), la conversión de los venci­ dos en esclavos era algo co m p letam en te com ún. Bajo las m urallas de Troya, las tiendas de los jefes m icénicos esta­ b an llenas de m ujeres esclavas, cautivas, red u cid as a tal condición p o r la g u erra y consideradas p arte im p o rta n te del botín. Por o tra parte, la conversión en esclavos de los en em i­ gos supervivientes debía de ser u n a regla c o m ú n que no adm itía excepciones. Los hijos de reyes o de caudillos que n o eran asesinados fríam en te (com o el desd ich ad o hijo de H éctor) pasaban, en su nueva condición de esclavos, a fo rm ar parte del b o tín ; y las m ujeres, to m ad as com o es­ clavas sexuales, com o sirvientas de las casas de los reyes o

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com o am bas cosas a la vez68, se veían forzadas a aceptar su nuevo destino en las lejanas tierras de los vencedores. Éste era, quizá, el m ayor te m o r de los vencidos, p o r encim a, incluso, del m iedo a la m u erte. Los ho m b res (jóvenes, n i­ ños y viejos) p o d ía n ten er la esperanza de m o rir en la b a ­ talla o, incluso, después de ella, asesinados p o r razones que casi siem p re ten ían que ver con u n in m iserico rde pragm atism o. Pero las m ujeres n u n ca tu v iero n esa p o si­ b ilidad, especialm ente las q u e te n ía n la desgracia de ser h erm osas, y siem pre te m ie ro n la esclavitud com o u n a m aldición nefanda y vergonzosa. En este sentido, el pasaje de la despedida de H écto r y A n d ró m a c a es especialm ente significativo, pues n os m u e s tra có m o H éctor, m ás que n in g u n a o tra cosa, m ás in clu so que la caída de la p ro p ia Troya, m ás q u e la suerte que p u e d a n c o rrer sus p ro p io s padres o sus herm an o s, tem e q u e su esposa sea reducida a la condición de esclava y prefiere m il veces m o rir antes que co n tem p larlo 69. Así pues, parece claro que u n o de los principales o bje­ tivos de la g uerra lo co n stitu ía el apoderarse de esclavos y de esclavas. En este sentido, n a d a su p o n ía u n obstáculo; 68. Las p alab ras, ya citadas, de A g a m e n ó n al sacerdote C rises so n m u y claras en este sen tido: «A tu h ija n o te la libro: antes b ien irá envejecien­ do / en n u e s tra m o ra d a de A rgos, le jo s b ien de su p u eb lo / yen d o a la­ b ra r el telar y e n tra n d o , al par, en m i lech o » (Ilíada, 1 .29-31). 69. «Mas n o ta n to el m al de los T ro y an o s tras m í qu e qu ed en m e im p o r­ ta / n i d e H é c u b a n i d e P ría m o el r e y la su e rte q u e c o rra n , / n i de m is h e rm a n o s los m u ch o s y bravos q u e b a jo la h o rd a / de los enem igos cai­ gan al p olvo en ta n m ala h o ra, / c u a n to de ti, c u a n d o venga u n A queo de b ró n cig a co ta / que p o r el suelo llo ra n d o te arra stre y de lib e rta d te d es­ poje; / y a u n p u ed e q u e en Argos te jie n d o el telar te veas de o tra / y agua tra y e n d o d e fu e n te q u izá en Tesalia o L aconia, / b ie n m al de tu grado, m as ley p e sa rá so b re ti p o d ero sa... / ... A h, p ero a m í ¡bien m u e rto m e c u b ra la tie rra en m i fosa, / an tes q u e a ti a rra s tra d a te vea y tu s gritos queo ig a!» (Ilíada, 6 .4 5 0 y ss).

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se em p ren d ían expediciones p o r m ar c o n tra los h a b ita n ­ tes del lito ra l70, con la in te n c ió n de esclavizar especial­ m ente a m ujeres y niñ o s y de m a ta r a los hom bres. Q uizá fue de esta m a n e ra com o los p rim ero s artistas m inoicos fueron arran cad o s de su pacífica C reta y llevados con v io ­ lencia a M icenas, d o n d e, en tre o tras cosas, e n se ñ a ro n a escribir a sus captores. Allí d eb iero n de c o m p ro b a r que cuando u n esclavo caía en m anos de su captor victorioso o le era entregado com o b o tín , pasaba a ser u n objeto de su pro p ied ad : p o d ía ser vendido, alquilado, regalado o convertido en u n trofeo o en u n prem io p ara el vencedor de cualquier concurso o torneo. La explotación del trab ajo de los esclavos estaba rela­ cionada, en p rim e r lugar, con las necesidades de las casas: m olienda del grano, cuidado de los anim ales, servicio d o ­ méstico, acarreo de agua, siega, etc. Tam bién entraba en el ám bito de las costum bres p o n er a disposición de los invi­ tados o de los huéspedes varias esclavas encargadas de su cuidado: lavado, masajes con aceite y sustancias a ro m á ti­ cas, y necesidades sexuales. M uchas veces se m en cio n a, adem ás, que las esclavas eran utilizadas com o concubinas con las que los señores p o d ían ten er hijos libres71. Pese a todo, m i im presión es que la esclavitud no alcan­ zó u n gran desarrollo en esta época, en la que el trab ajo cotidiano era llevado a cabo, en su m ayoría, p o r hom bres libres. Por decirlo de u n a m an era sim plificada: los escla­ vos eran u n a “n o v ed ad ” a la que sólo p o d ía n acceder los ricos, es decir, las fam ilias nobles poseedoras de tierras. N o p o dem o s establecer el peso real del trab ajo de los es­ clavos, pues en los poem as h om éricos apenas se les m en70. V éase Odisea, 14.260 y ss. 71. Véase Odisea, 1 4 .1 9 9 y ss.

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d o n a ; pero ten ien d o en cu en ta los datos de que d isp o n e­ m os y el hecho de que la econom ía de estas ciudades-estado p rob ab lem en te estuviera basada en u n a cierta a u to ­ suficiencia (el in tercam bio com ercial estaba m u y lejos de ser u n a actividad generalizada), es posible afirm ar que el trabajo que con p o sterio rid ad sería asignado claram ente a los esclavos, en época m icénica era realizado p o r todas las capas de la sociedad, com en zan d o p o r las m ás eleva­ das. No es de extrañar, pues, que el p ro p io Aquiles, o Pa­ troclo, prep are la co m id a y la b eb id a p a ra sus h u é sp e­ des72. N ausicaa, la hija del rey de los feacios, «parecida a u n a diosa», lava, a pesar de ello, la ro p a en co m p añ ía de sus esclavas, con las que se baña, com e y juega a la pelota73 en el m arco de u n a relación que parece m arcada p o r el ca­ riñ o y la com plicidad. En las casas ricas so rp ren d em o s con frecuencia a la esposa del d u eñ o tejiendo con sus es­ clavas: el caso de Penélope, la esposa de Ulises, es bien co­ nocido, pero lo m ism o o cu rre con A ndróm aca, la m ujer de H éctor74. Laertes, el padre de Ulises, trabaja en co m pa­ ñía de sus esclavos en el ja rd ín y en los h u erto s, y el p ro ­ pio Ulises ara la tierra, co n stru y e su cam a y m u e stra su habilidad en el arte de co n stru ir balsas. Siem pre he ten id o la im presión de que la p ro fu n d a d i­ visión en tre esclavos y libres que p o d em o s d e te c ta r en épocas posteriores aquí n o se ha d ado todavía. Los h o m ­ bres, esclavos o no, tra b a ja n codo con codo p a ra ten er éxito en el d u ro trabajo de la supervivencia cotidiana. Las diferenciaciones que hace A ristóteles en su Política n o son aplicables todavía a los esclavos de esta época.

72. Ilíada, 9.201 y ss. 73. Odisea, 6.85 y ss. 74. litada, 6.490 y ss.

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Las condiciones de los esclavos, em pero, h ab rían de en ­ durecerse con el paso del tiem po y, si se m e perm ite la ap a­ rente paradoja, m ejorar, tal y com o verem os m ás adelante. Sin em bargo, p a ra los guerreros m icénicos com o Ulises, esclavos com o el p orquero E um eo no sólo son trab ajado­ res de su casa, sino tam bién sabios consejeros y am igos que gozan de la confianza sin reservas de su am o. Ulises deja el cuidado de rebaños y bienes a m erced del criterio, casi com pletam ente independiente, del porquero, quien, p rá c­ ticam ente a su antojo, puede disponer de los bienes que le son encom endados sin d ar cuen ta a nadie. C uando reco­ noce a Ulises después de tantos años de ausencia, E um eo lo besa en la frente, y lo m ism o hacen los dem ás esclavos, que ven en el regreso de su am o u n factor de tranquilidad, de seguridad y, probablem ente, de protección.

La clave del éxito: el destierro legal de las mujeres Estoy convencido de que en la situación social de la m u ­ jer se en c u e n tra u n a de las claves de la H istoria. O, p o r m ejor decirlo, en el conocim iento del proceso que ha em ­ peñado a b u en a p arte de los h o m b res de todas las épocas en condenar a la m u jer al d ram a de la inacción y de la ine­ xistencia social y política, relegándola al estrecho ám bito de los trabajos dom ésticos. Se tra ta de u n proceso que se ha llevado a cabo co n tra to d a evidencia objetiva de que el h o m b re esté m e jo r d o tad o que la m u jer en relación con las tareas políticas, sociales o adm inistrativas. Entonces, ¿cóm o es q u e ha o cu rrid o ? ¿Q ué razó n hay p a ra q u e la m ujer fuese p rivada de todos los derechos de los que go­ zaban los h o m b res libres? ¿Qué delito ha com etido la m u ­ jer para m erecer esta violencia?

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Voy a in ten tar dar algunas respuestas a estas preguntas. Sé de la ex trem a dificu ltad que ello su p o n e y, tam b ién, que esas respuestas h an de ser, necesariam ente, insatisfac­ torias. Sin em bargo, creo que debo in ten tar, desde m i perspectiva de estudioso de la A ntigüedad, acercarm e al problem a de u n a m an era objetiva y, en u n a cierta m ed i­ da, diferente. A m i juicio, en la desaparición de la m ujer de las esferas no dom ésticas de la vida no hay (acabo de decirlo) u n a razó n objetiva relacio nad a con su in fe rio rid a d en rela­ ción al varón. De hecho, en algunos aspectos evidentes de la vida cotidiana la m u jer d em u estra ser m ás fuerte: pare hijos, vive m ás...; la respuesta, p o r tan to , debe buscarse en ám bitos que no tienen que ver con los aspectos naturales de las cosas sino con los culturales. H oy creo que nadie p o n e en d u d a que la p o sterg ació n de la m u je r n o tiene n ada que ver con su n aturaleza sino con u n a im posición cultural. Sin em bargo, esta certeza no aclara las cosas; más bien nos lleva directam ente al ám bito m ás com plicado de la H istoria: el terren o de la in terp retació n de los hechos. In te rp re ta r éstos es m ás difícil de lo que parece a p ri­ m era vista, en tre o tras cosas p o rq u e, con frecuencia, no están claros. Y, en relación con el pasado, nada es m ás fácil que hacerse p reg u n tas sin sen tid o y llegar a respuestas pintorescas que, poco tiem p o después de ser form uladas, hacen que sus p ro p io s au to res se sonrojen. A fo rtu n a d a­ m en te, los griegos an tig u o s nos d ejaro n algunas pistas que, aún hoy, siguen siendo relativam ente seguras. Tales pistas son los m itos, el vehículo de «im posición» cultural m ás eficaz del m u n d o antiguo. Perm ítasem e que, antes de seguir, hable u n poco de los m itos; de lo que son, de lo que re p re se n ta n y de la razó n p o r la que se crean. C oncédam e el lector u n poco de su paciencia si, com o es

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lógico, em pieza p o r creer que la relación entre los m itos y el asunto que tratam o s sólo está en m i im aginación. C o n ­ fío en convencerle de que está equivocado y espero que, después de leer las líneas que vienen a contin u ació n , crea, u n a vez m ás, que ha m erecido la p en a d etenerse u n o s m om entos.

¿Qué es u n m ito? Los m itos son, en cierto sentido, u n vehículo de tra n sm i­ sión parecido a la televisión actual. A m bos tien en en co­ m ú n que basan su eficacia en la im agen o, m ejor dicho, en las im ágenes que son capaces de fijar en n u estra m e m o ­ ria. En relación con la televisión, los m itos tienen, al m e ­ nos, u n a ventaja: h a n d em o strad o , a través de m ilenios, que p u ed e n p e rd u ra r en la m e m o ria im aginativa de los ho m b res y de las m ujeres. Son, p o r lo tan to , u n a fuente bastante segura de tran sm isió n de m odelos. U tilizam os la palabra «m itología» p ara indicar el e stu ­ dio de ciertas creaciones de la im aginación de u n pueblo que se nos tran sm iten en la form a de cuentos o leyendas. Estos cuen to s eran llam ados p o r los an tig u o s griegos m ythoi, es decir, «m itos», u n té rm in o que, en u n p rin c i­ pio, significaba sim plem ente «palabras». H oy utilizam os la palabra «mito» p ara referirnos a lo que p o d ríam o s defi­ nir com o el resultado de la intervención de u n a im ag in a­ ción ingenua sobre los hechos de la experiencia75. Q uisiera hacer hincap ié en la p alab ra «im aginación», pues es la clave de la com p ren sió n de los m itos: efectiva­ 75. Ésta es, m ás o m en o s, la defin ició n de m ito qu e da H . J. Rose en su lib ro M itología griega, Labor, B arcelona, 1973.

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m ente, son productos de la im aginación, no de la razón ni de n in g u n a o tra cosa. Este p resu p u esto es fu n d am en tal, pues solam ente así, siendo p ro d u cto s de la im aginación, está garantizada su difusión. Es evidente que todos p o d e ­ m os «im aginar» algo, de la m ism a m an era que es eviden­ te que no siem pre pod em o s «razonar» algo. La razón es el vehículo de la ciencia. La im ag in ació n es el vehículo del m ito y garan tiza su d ifu sió n e n tre to d o s los estam en tos sociales, ricos y p obres, p o d ero so s o necesitados, h o m ­ bres y m ujeres.

¿Cóm o in te rp re ta r u n mito? Se ha especulado m u ch o sobre cóm o in te rp re ta r los m i­ tos. En to d as las épocas se ha dicho que son alegorías o sím bolos o, incluso, que in ten tan explicar las fuerzas de la naturaleza; se h a n in ten tad o explicar desde u n p u n to de vista racionalista (con resultados v erdaderam ente p a té ti­ cos), o siguiendo los dictados de Evém ero, escritor griego de Sicilia que vivió en el siglo m a.C., y que creó u n a co­ rrien te de in te rp re ta ció n de los m ito s realm en te exitosa llam ada en su h o n o r «evem erism o». En orden al asunto que p reten d o explicar, no m erece la pena deten ern o s con dem asiada calm a en este ám b ito de la interp retació n general de los m itos, pues m i inten ción es a b o rd a r el estu d io del m ito d irectam en te en relación con la situación de la m ujer. M e lim itaré a señalar u n p ar de cosas. La p rim era está relacionada con Evém ero y las razones de su éxito. Parece que este au to r p reten d ía haber descu­ bierto la p ru eb a de que los dioses de la trad ició n p o p u lar an tig u a eran , sim p lem en te, h o m b res divinizados p o r

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aquellos a quienes h abían gobernado, en general, o b en e­ ficiado, en particular. De esta m an era convirtió a Zeus en u n antigu o rey de C reta que se hab ía rebelado c o n tra su padre, el rey anterior. De los dem ás dioses ofreció b io g ra ­ fías parecidas p ara afirm ar el núcleo de su teoría, que no es otro que éste: los dioses n o son m ás que h o m b res divi­ nizados. Es cierto que en la an tig u a G recia m u ch o s h o m b res fueron divinizados (H ércules, en tre o tro s m uchos) y que fuera de G recia tam b ién se divinizaba (con m ás facilidad aún) a ciertos m ortales poderosos o fam osos, pero n o es m enos cierto que para hacer de u n h o m b re u n dios es ab ­ solutam ente necesario creer p rim ero en dioses de alguna clase, p o r lo que la teoría evem erista n o p u ede explicar ni el origen de los dioses ni el de la religión ni el de la m ito lo ­ gía, aunq u e sí u n n ú m ero relativam ente pequ eñ o de m i­ tos. El éxito de la in te rp re ta ció n evem erista se debió al uso sectario que de ella hizo el cristianism o, pues los a p o ­ logistas cristianos aceptaron y ab razaron con entusiasm o un a teo ría e n u n c ia d a p o r u n a u to r p ag an o del siglo m a.C. que defendía, n ad a m enos, que sus dioses n o eran m ás que h o m b res divinizados; es decir, dioses falsos. Para los cristianos, se tratab a de u n regalo d o ctrin al im posible de rechazar. Tam bién h a n ten id o éxito teorías que vinculan los m i­ tos con u n m u n d o de sím bolos m ás o m enos co m p ren si­ bles o con la rep resen tació n alegórica de la realid ad en térm in o s generales. Según este p u n to de vista, las n a rra ­ ciones que se en cierran en los m itos n o son m ás q u e ale­ gorías, es decir, ficciones en v irtu d de las cuales las cosas no son lo que parecen ser, sino que, gracias ju stam en te al uso de alegorías, representan en realidad otras. Por regla general, se en tie n d e q u e las alegorías esconden ciertos

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significados p ro fu n d o s y ejem p larizan tes que n o to d os pueden cap tar y entender, así que sólo ciertas m entes p ri­ vilegiadas están p rep arad as p a ra in terp retarlas co rrecta­ m ente. No hace falta insistir en el hecho de que nos m o ­ vem os en u n te rre n o a b o n a d o a las in te rp re ta cio n es interesadas de tip o religioso y que, precisam ente, esto es lo que hace que esta visión de los m itos sea un a de las m ás antiguas. Sin em bargo, au n q u e en u n a cierta can tid ad de m itos pueda darse plausiblem ente u n a interpretación alegórica, esto es im posible en la gran m ayoría de ellos. La razó n es que, p a ra q u e unas cosas p u e d a n rep resen tar o tra s m e ­ diante el uso de alegorías, debe presuponerse antes u n sis­ tem a (sea de la clase que sea) relativam ente bien estableci­ do, en relación con el cual hacer alegorías. Tal sistem a, que en general p resupone la asunción p o r p arte de la gen­ te de un cierto n ú m ero de abstracciones, está lejos de las posibilidades de las sociedades p rim itiv as en cuyo seno nacieron los m itos. C uando la m aga Circe avisa a Ulises y le invita a te n e r p recau ció n en relación con unas rocas errantes con las que puede enco n trarse en su viaje de re­ greso, es evidente que n o está em p lean d o la expresión «rocas errantes» com o u n a alegoría de iceberg. Y esto es así p o r la sencilla razón de que no sabe qué es u n iceberg. Las alegorías son p ro d u c to de u n p en sam ien to d e sa rro ­ llado y civilizado, y n o p u e d e n p ro d u cirse en la G recia prim itiva ni en n in g ú n o tro lugar del m u n d o con u n p a ­ recido índice de desarrollo del p en sam ien to racional. C om o dice acertad am en te Rose76, «el m ito n o pued e ser u n a alegoría p o rq u e los que lo crearo n ten ían p oco o n ada sobre lo cual fo rm ar alegorías». 76. Rose, Mitología..., cit., p. 12.

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Podría seguir repasando las dem ás teorías que in ten tan in te rp re ta r el sentido de los m itos, pero creo que, con lo ya dicho, el lector puede hacerse u n a idea del lugar al que p retendo llegar.

¿Deben ser tom ad o s en serio los mitos? Estoy convencido de u n a cosa: debem os to m arn o s en se­ rio los m itos au n q u e estén llenos de sucesos im posibles. Pero deb em o s situ arlo s en el tie m p o y co n sid erarlos com o lo que son la m ayor p arte de las veces: hijos de un tipo de pensam iento prim itivo que estaba todavía m u y le­ jos de lo que noso tro s consideram os pensam ien to racio­ nal. Por lo tanto, lo que p rim a en u n m ito antiguo n o son las razones, las abstracciones propias del pensam ien to ra ­ cional y de la ciencia, sino las imágenes. ¿C óm o p o d ría Ulises, u n h o m b re del m a r Jónico que vive en u n a isla do n d e la te m p e ra tu ra rara vez baja de los 18 grados, ex­ plicar qué es u n iceberg?; n o tien e m a n e ra de hacer u n a alegoría p o rq u e n o sabe en relación con qué debe hacerla y p o r eso acepta, m uy en serio, la advertencia de Circe so­ bre el peligro que su p o n en las rocas errantes. Ulises hace, en realidad, lo único que p u ed e hacer: in te n ta «visuali­ zar» el problem a y d ar u n a explicación que sólo pu ede ser, p o r tan to , visual e im aginativa, no racional. H aríam o s m al (com o h a n hecho m uchos estudiosos) en to m a r esa explicación com o el fruto de la inco m p eten cia de Ulises (hay quien ha su g erid o que las rocas erran tes d eb ían de ser ballenas, lo que es u n insulto a la inteligencia de Ulises y de sus com pañeros) o de su im aginación fantasiosa. Lo p rim ero nos lleva a despreciar a u n h o m b re que ha p asa­ do a la histo ria ju stam en te p o r su inteligencia y p o r su sa-

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gacidad. Lo segundo, a creer q u e to d a a n o tació n de los antiguos que no cuadre con nuestros conocim ientos debe ser desechada p o r absurda o p o r fantasiosa. Q uizá con estas explicaciones el lector pued a situarse m ejor al in te n ta r co m p ren d er que los m itos no son c u en ­ tos, sino que son explicaciones dadas a los m ás variados asuntos p o r h om bres que n o ten ían n in g u n a posibilidad de co m p ren d erlo s; p o r h o m b res inteligentes y valientes que aplicaban su im aginación p o rq u e todavía no p o d ían aplicar su razón. La histo ria de G recia es, en el fondo, la historia de este paso de la im ag in ació n a la razó n , del m ÿthos al lógos. M ientras m ás retrocedam os en el tiem po, m ás explicacio­ nes m íticas encontrarem os.

Los m itos com o vehículo de tran sm isió n de u n nuevo m odelo cultural. La desaparición social de la m ujer Los m itos n o sólo fueron, en u n m o m e n to dado, la única m an era posible de explicar el m u n d o en general, sino tam b ién el ú n ico vehículo de ed u cació n (en u n sen tido am plio) y de tran sm isió n general de ideas y de creencias. Son los m itos los que están en la raíz de to d a la educación del pueblo griego. En plena época clásica, en la cresta de la ilustración racionalista ateniense del siglo v . a.C. (¡800 años después de la época descrita en los poem as h o m é ri­ cos!) los m itos son la base argum entai del gran teatro d ra ­ mático: Edipo, M edea, H ipólito, A ntigona...; son tam bién utilizados p o r Platón p ara explicar su m u n d o de las ideas; se em plean en las escuelas p ara establecer paradigm as de c o m p o rta m ie n to y son asim ism o m a n ip u la d o s p o r los gobernantes p ara afianzar sentim ientos de to d o tipo. To-

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davía en el siglo n i a.C. A lejandro se creía u n nuevo A qui­ les y la Ilíada era su libro de cabecera77. M as después de estas consideraciones, creo que es h ora ya de volver al lugar del que p artim o s. Nos h abíam os p re­ gu n tad o cuál era la razó n de la desaparición de la m ujer de todo ám bito de la vida que n o fuese el dom éstico y h a ­ bíam os llegado a la co nclusión (indiscutible, p o r o tra parte) de que las razones ten ían que ver con el ám b ito de lo cultural, no de lo natural. Siendo, pues, el p u n to de p a rtid a que la desaparición de la m u je r de las esferas de la vida pública es u n hecho cultural, n o n a tu ra l, entonces ¿cuándo se produce?; ¿cóm o se produce?; ¿por qué se produce? Son p reguntas que surgen de m an era casi n a tu ra l y que ocultan, ya lo he dicho, m u ltitu d de dificultades y de tram pas. Las respues­ tas que p u e d o d a r a estas p re g u n ta s serán (eso espero) m ás com prensibles p ara el lector ah o ra que hem os refle­ xionado algo en relación con los m itos, dado que fueron utilizados com o vehículo de tran sm isió n de la nueva so­ ciedad creada con la llegada a Grecia de los prim ero s p u e ­ blos indoeuropeos. Veamos. En el capítulo p rim ero , h ab lan d o de los orígenes, ex­ p o n ía m i convencim iento de que las sociedades a n te rio ­ res a la llegada de los aqueos (los llam ados p ueblos egeos, pelasgos o m ed iterrán eo s, el n o m b re varía según los 77. La u tilizació n in teresad a de d e te rm in a d a s im ágenes m íticas n o ha cesado n u n ca. El lecto r y yo sabem os lo q u e hay detrás de la «furia espa­ ñola», d e la «tacañería» de los catalanes, de la «rudeza» de los vascos, o d e la «vagancia» de los andaluces... Se tra ta de im ágenes qu e h an q u e d a ­ d o fijadas d e u n a m a n e ra realm en te fu erte en la im ag in ació n del p u e ­ blo. Sin d u d a n o resisten u n análisis racio n al m ín im o , pero ¿por qu é ra ­ zó n u n m ito h a b ría de ser an alizado desde un p u n to de vista racional? Es ju sta m e n te esto, e n tre o tra s cosas, lo q u e hace q u e, llegado el caso, p u e d a ser utilizad o in teresad am en te.

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au to res y las escuelas) fu e ro n sociedades pacíficas. En ausencia de textos que p u e d a n d arn o s pistas en relación con estas gentes (al c o n tra rio de lo que nos o c u rre con los aqueos, cuyos rasgos m ás im p o rta n te s n o s h a n sido descritos al detalle p o r H o m ero ) es claro que la a rq u e o ­ logía resulta, p rácticam en te, la ú n ica vía p a ra acceder a algunos cono cim ien to s de p artid a. En ese p rim e r c a p ítu ­ lo decía q u e dos son los rasgos que, en este sen tid o , ca­ racterizan a estas civilizaciones p rein d o eu ro p eas que en G recia h a n d ejad o su h u ella esp ecialm en te en C reta y otras islas del Egeo: • A usencia de to d o lo relacionado con la guerra, espe­ cialm ente m urallas y arm as. • Presencia claram ente significativa de la m u jer frente a u n m o d elo m ascu lin o q u e n o se identifica con el p ro to tip o del guerrero. Lo p rim ero que cabe preguntarse es si estos dos pu n to s están relacionados entre sí o si, p o r fo rm u lar la preg u n ta de m an e ra m ás clara todavía, el p rim e ro es el efecto y el segundo la causa. La respuesta es, a m i juicio, claram ente afirm ativa. Los datos arqueológicos son claros: la civilización m inoica, cuya sede es fu n d am en talm en te la isla de Creta, es una civilización m arcada p o r la presencia de la m ujer y p or la ausencia de to d o rastro de guerra. Y la arqueología nos m u estra tam b ién con sum a claridad que esta civilización fue sustituida p o r otra, la civilización m icénica, caracteri­ zada p o r u n a fuerte presencia del ho m b re y de to d o lo rela­ cionado con la guerra, es decir, arm as y fortificaciones. El ch o q u e de civilizaciones es p aten te, y, a u n q u e los m inoicos influyeron e n o rm em en te en aspectos m u y im -

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p o rtan te s de la organización p o ste rio r de sus co n q u ista­ dores (la escritura, la artesanía y, p robablem ente, la reli­ gión), su m o d elo de sociedad fue an iq u ilad o p a ra siem ­ pre. D esde el m o m e n to en que el tro n o del legendario M inos fue o cu p ad o , en su sede del la b e rin to de C noso, p o r u n m o n arca m icénico, el m odelo de sociedad vigente h asta n u e stro s días h a sido, fu n d a m e n ta lm e n te, el de la sociedad m icénica. C iertam en te, a lo largo de m iles de años la g u erra ha form ado p a rte de la vida cotidiana de los seres h u m an o s, de tal m a n e ra que p u ed e decirse, sin el m ás m ín im o te ­ m o r a equivocarse, que n u n ca hem os vivido en u n m o d e ­ lo de sociedad en paz; n u n ca hem os ad m in istrad o la paz sino que h em o s a d m in istra d o u n a eco n o m ía de guerra. N o tenem os experiencia en la ad m in istració n de la paz. El éxito del m odelo aqueo en G recia y del m o d elo in ­ doeuropeo en to d a E uropa fue realm ente ex traordinario. Y ese éxito, la clave de ese éxito, estuvo, a m i juicio, en la elim inación legal de la m ujer. Q uizá al lector p u ed a extra­ ñarle u n a afirm ación com o ésta, pero, p u ed e creerm e, es el fru to de largas reflexiones y de u n a ard u a tarea de rela­ ción entre datos y hechos que, aparentem ente, están des­ conectados entre sí. Lo que voy a in te n ta r desarrollar ah o ­ ra es la idea de que el éxito del m odelo aqueo, basado en la p rep o n d e ra n cia absoluta del v a ró n y en el uso de la v io ­ lencia y de la g uerra com o n o rm a gloriosa de co n d u cta y com o escala de valores éticos, se sustenta en la d esap ari­ ción de la m u jer de to d a actividad pública relevante; en el encierro de la m u jer d en tro del estrecho ám bito de la vida dom éstica. Si los aqueos y los que v in iero n después (los 78. S obre este a su n to d e la seg u n d a olead a de invasores in d o e u ro p e o s volveré en el cap ítu lo sig u ien te referido a la E dad O scura.

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dorios, según la tra d ic ió n )78 no h u b ieran conseguido esta especie de asesinato legal de las m ujeres, el éxito de su m odelo de sociedad se h u b iera visto seriam ente c o m p ro ­ m e tid o y, m u y p ro b ab lem en te, h u b ie ra fracasado. Sin em bargo, sabem os (lo sabem os m u y bien) que no fue así y que la m u jer sólo ahora, u n o s 3.500 años después, e m ­ pieza a salir (en el reducido ám bito de los países d esarro­ llados) de las cerradas fronteras dom ésticas. ¿C óm o fue posible que u n o s ex tran jero s llegados a G recia en los albores del siglo x x a.C. con sig u ieran , al cabo de relativam ente poco tiem po, n o ya d e rro ta r m ili­ ta rm e n te a p u eb lo s que n o estab an p re p a ra d o s p a ra la guerra, sino im p o n e r casi ab so lu tam en te su m o d elo de sociedad a quienes eran dep o sitario s de u n a civilización infinitam en te m ás refinada m aterial y espiritualm ente? Y ya que esto fue así, ¿cóm o lo hicieron?; ¿qué vehículo u ti­ lizaron p a ra d o m eñ ar, p rim ero , la fuerza de los otro s, y para destruir, después, sus creencias, su m odelo? M i res­ puesta es que lo h icieron a través del m ito. Desde u n p u n to de vista estrictam en te m ilitar, es rela­ tiv am en te fácil d e rro ta r a quien es desconocen casi p o r com pleto la co stu m b re de la guerra; es fácil p e n e tra r en recintos que n o están am urallados ni fortificados y q u e ­ dar deslum brados p o r el lujo en el que viven sus h a b ita n ­ tes; to d o ello p u ede conseguirse en m u y poco tiem po. Sin em bargo, alejar de los som etid o s sus creencias, cam biar sus valores, doblegar su v oluntad, convertirlos en esclavos y hacer que las m ujeres (depositarías de la vida) sean re ­ ducidas a la inexistencia civil, es u n a tarea de generacio­ nes. Para eso se necesita algo m ás que su p erio rid ad m ili­ tar. H ace falta u n m ecanism o de tran sm isió n que abarque m ás que u n a v id a h u m a n a ; hace falta u n vehículo de tran sm isió n casi inm ortal.

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Q uizá las nuevas leyendas, los nuevos m ito s q u e p re ­ tendían legitim ar la presencia de los aqueos en esas tierras extrañas n o fu eran decisivos en dos o tres generaciones. Pero, sin d uda, a p a rtir de la cu arta generación, los señ o ­ res in doeu ro p eo s em pezaron a ser ya considerados señ o ­ res «desde siem pre» y su m odelo de sociedad a concebirse com o el único posible, pues cualquier in ten to de volver al estado de cosas a n te rio r era severam ente re p rim id o de dos m aneras diferentes: u n a directa, nada sutil, referida al presente in m e d ia to y p o sib ilitad a gracias a la invención del Estado; la otra, m u ch o m ás sutil, m irab a hacia el fu tu ­ ro gracias a la difusión de determ in ad o s m itos. N o m e cabe d u d a de que el énfasis se puso en la m ujer con el resultado de que, al cabo de esas tres o cuatro gene­ raciones, fue considerada, ya p ara siem pre, com o u n ser inferior, m aligno, im p u ro , in d ig n o , fuente de to d o s los problem as y necesario sólo p o r u n a razón insoslayable: la generación de hijos. El proceso cubrió tod o s los ám bitos posibles po rq u e, en últim o térm in o , de su éxito d ependía tam bién el éxito del nuevo m odelo global. Se co n tem p la­ ro n todos los casos; se estu d iaro n tod o s los ám bitos y, de esta m a n e ra sistem ática, la im ag in ació n de la gente fue b o m b ard e a d a p o r u n a serie de m ito s q u e cu m p liero n m ás que so b rad am en te con el objetivo p ara el que fueron creados y/o utilizados. Lo que m e propongo ahora es ilustrar todo lo que he di­ cho con la exposición de varios m itos que, a m i juicio, acla­ ran de un a m anera incuestionable la tesis que vengo defen­ diendo. Estos m itos perd u raro n a través de todas las épocas de la histo ria de Grecia, p asaro n a Rom a, d o n d e fueron asum idos y reelaborados en un a cierta m edida y, finalm en­ te, tran sm itid o s p o r los ro m an o s, h a n form ad o p arte de nuestras artes plásticas, de n uestra m úsica y de n uestra li­

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teratura hasta el día de hoy. Y desde el p u n to de vista de los asuntos que estoy tratan d o , lo m ás im p o rta n te no es que hayan p erd u ra d o los p ro p io s m itos, sino, sobre todo, el m odelo que representan. Veamos cuál fue el proceso.

a) El n acim ien to del mal: el m ito de P andora La m u jer n o co m p artió desde el com ienzo las m aravillas de la vida sobre la tierra. A pareció de u n a m an era secu n­ daria u n a vez que el h o m b re h ab ía d e m o stra d o ya que p o d ía vivir en paz sin ella. En el caso de la antigua Grecia, el m ito del origen de la m u jer es el de P andora, la p rim era mujer. Este m ito (que H o m ero no cita nunca) fue fijado p o r el poeta H esíodo79 en dos de sus obras, Teogonia y Trabajos y días. En am bas obras P andora es presentada com o u n cas­ tigo que Zeus, irrita d o con P ro m eteo 80, lanza co n tra toda 79. El p ro b lem a de la cro n o lo g ía de H esíodo perm an ece sin ser resuelto de u n a m a n e ra d efinitiva. E n general, se acepta que debió de vivir en el siglo v i a.C . y q u e es, p o r ta n to , p o ste rio r a H om ero. 80. P ro m e te o es, en realid ad , u n p rim o de Z eus. Es el h ijo de u n titá n (Jáp eto ) ig u al q u e Z eu s lo es de o tro (C ro n o ), a u n q u e las diferen tes fuentes d iscrep an en relació n con q u ié n fue su m ad re. Lo im p o rta n te de P ro m e te o es q u e creó a los p rim e ro s h o m b re s m o d elán d o lo s co n arci­ lla, a u n q u e , alg u n as veces (co m o o c u rre en la Teogonia h esió d ic a) no aparece co m o cre a d o r p ro p ia m e n te del h o m b re sino sólo co m o su b e ­ n efacto r. E n efecto, p o r a m o r a los h o m b re s en g añ ó m ás de u n a vez a Z eus, q u e acabó sin tien d o u n g ran re n c o r p o r P ro m eteo y, de paso, p o r los h o m b res, a los q u e éste ta n to am aba. D e las leyendas q u e no s p re se n ­ ta n a P ro m eteo co m o u n v erd ad ero filán tro p o , la m ás con o cid a es aq u e ­ lla en q u e su strae el fuego de la fragua del dios H efesto p ara entregárselo a los m o rta le s, q u e h a b ía n sido p riv ad o s de él p o r d ecisió n del p ro p io Zeus. El dios, irrita d o , castigó no sólo al a u to r del h u r to del fuego, sino ta m b ié n a to d o s los h o m b res. Y, ju sta m e n te , el castigo qu e Z eus p en só fue P an d o ra.

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la raza de los hom b res. A g ran d es rasgos, el m ito nos es presentado p o r H esíodo com o sigue: Zeus había escondido el fuego «irritado en su corazón p o r las burlas de que le había hecho objeto el astuto P ro ­ m eteo»81. E ntonces éste, llevado p o r el a m o r q u e sentía hacia los hom bres, se apiadó de ellos y lo robó «en el h u e ­ co de u n a cañaheja», u n a p lan ta en cuyo in terio r hay una especie de m éd u la en la que el fuego arde m uy despacio, sin apagarse. N atu ralm en te Zeus descubrió el h u rto y se dirigió a P rom eteo de esta m anera: H ijo de Jápeto [...] te alegras de h a b e rm e ro b a d o el fuego y de h ab er conseguido engañar m i inteligencia. Esto h ab rá de ser u n a en o rm e desgracia no sólo pa ra ti sino tam b ién pa ra los h o m b res futuros. Pues yo, a cam bio del fuego, les daré u n m al con el que to d o s se gocen, acariciando con cariñ o su p ro p ia desgracia82.

H e aq u í la ra z ó n de la a p a ric ió n de la m u je r según el m ito; Zeus inventa u n castigo p ara vengarse de u n p rim o suyo que ha favorecido a los h om bres. Lo im p o rta n te es que, desde el p rin cip io , la m u je r aparece com o u n m al, com o u n regalo envenenado de los dioses a los h o m b res que éstos ha n de aceptar sin darse cuenta del peligro m o r­ tal que encierra. El relato m ítico continúa: D espués de hablar, el p ad re de dioses y h o m b res (Zeus) ro m p ió a carcajadas y ord en ó a H efesto m ezclar ráp id am en te tie rra con agua, in fu n d irle voz y vida h u m a n a y hacer u n a h erm o sa figura de doncella sem ejante a las diosas in m o rtales. D espués encargó a A tenea que le enseñara sus h abilidades, a tejer las telas con fi­ 81. Trabajos y días, 47 y ss. 82. Trabajos y días, 54 y ss.

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nos encajes. A la d o rad a A frodita le o rd en ó ro d ear su cabeza de belleza, de irresistible sensualidad y de cautivadores halagos; y, finalm ente, a H erm es, el m en sajero [...], le encargó d o ta rla de u n a m en te cínica y de u n carácter v oluble83.

Las órdenes de Zeus nos p o n e n delante de u n m odelo que ha resistido el paso de m iles de años y que en m uchos lugares de n u estro m u n d o c o n tin ú a en plena vigencia to ­ davía. Por p rim e ra vez se hace m en ció n de cuál ha de ser el trab a jo de la m u je r (tejer la tela), lo que ya desde el p rincipio la encerraba en los estrechos lím ites de la casa e iniciaba el cam ino que hab ría de desem bocar en su desa­ p aric ió n de to d a esfera de activ id ad pública. P or lo d e ­ más, la belleza física y el carácter cínico, inconstante y vo­ luble (la donna é m obile) de P a n d o ra h a n m arcad o p ara siem pre u n m odelo universal. N a tu ra lm e n te los dioses o b ed eciero n las ó rdenes de Zeus: La diosa A tenea [...] la engalanó. Las divinas G racias y P ersua­ sión colocaron en su cuello collares de o ro y las H oras [...] la co ­ ro n a ro n con flores de prim av era [...] H erm es, el m ensajero, co ­ locó en su p ech o m en tiras, p alab ras se d u cto ras y u n carácter voluble y, después, le in fu n d ió el h a b la y le p u so el n o m b re de P andora, pues todos los dioses que h ab ita n en el O lim p o le c o n ­ cedieron u n regalo, perd ició n p a ra los h o m b res q u e se alim en ­ tan de p a n 84.

El n o m b re «Pandora» tiene dos com p o n en tes. El p r i­ m ero de ellos (pan) significa ‘to d o ’ y el segundo (dóron en singular) significa, literalm ente, ‘regalo’. La palabra puede 83. Trabajos y días, 59 y ss. 84. Trabajos y días, 70 y ss. V éase sobre este tem a Teogonia, 570 y ss.

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interpretarse n o sólo com o ‘regalo de todos (los dioses)’, tal com o el p ro p io H esíodo p ro p o n e, sino tam b ién com o ‘regalo p a ra todos (los h o m b re s)’. Sea ello lo que fuere, lo cierto es que el «regalo» de Zeus a los h o m b res estaba ya creado. Y a p a rtir de ah o ra el m ito explicita de u n a m a n e­ ra todavía m ás clara, el efecto d e m o led o r que tuvo p ara ellos la p resencia de P an d o ra. P erm ítam e el lecto r que siga utilizando citas literales de la ob ra de H esíodo; quizá, después de leerlas con atención, n o tenga n in g u n a d u d a de la interp retació n que cabe hacer. A ntes las trib u s de h o m b res vivían libres de m ales sobre la tie ­ rra, exentas de la d u ra fatiga y de las enferm ed ad es p o rta d o ra s de la m u erte [...] Pero aquella m ujer, al q u ita r con sus m a n o s la en o rm e tap a de u n a ja rra 85, dejó que los m ales se d isem in aran y p ro c u ró a los h o m b res lam en tab les p reo cu p acio n es. Sólo p e r­ m an eció d e n tro la E sp eran za 86 que, a p risio n ad a [...] b ajo los b ordes de la jarra, no p u d o volar hacia la p u erta, pues antes cayó la tap a de la ja rra 87.

C om o p u ed e verse, las consecuencias de la ap arició n de la m u je r n o p u d ie ro n ser m ás funestas. Y n o sólo en G recia aparece este tip o de m ito que tra ta de p resen tar a la m ujer com o el origen de los m ales88. 85. La caja de P an d o ra. 86. E n relació n co n el sen tid o que p u e d a te n e r la Esperanza (q u e o tro s tra d u c e n p o r Espera), ap risio n ad a en la ja rra o caja de P an d o ra, se ha es­ crito m u ch o . T odas las in terp retacio n e s q u e se h a n h ech o fu e ro n ya re­ su m id as y recogidas en c u a tro grandes g ru p o s p o r W. J. V erdenius en su artícu lo «A h opeless line in H esiod: W orks an d days 96», M nem osyne 4. 25 ( 1972), pp. 225-231. A él m e rem ito. 87. Trabajos y días, 90 y ss. 88. P an d o ra tiene precedentes. Su m odelación en b arro recuerda al G éne­ sis y al Poem a de Gilgamés, a u n q u e en estos casos fue el h o m b re y n o la m u jer el que nació p o r este procedim iento. T am bién Eva, com o P andora,

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Así pues, P andora, u na vez creada, fue enviada a la tie ­ rra p o r Zeus y entregada a Epim eteo, h erm an o y antítesis de P ro m eteo 89. C u an d o P an d o ra llegó a la tie rra llevaba consigo u n a caja (o u n a ja rra ). H esíodo n o nos c u en ta cóm o era la ja rra , p ero sí q u e co n ten ía en su in te rio r todos los m ales y que estaba cerrada con u n a tapa que im ­ pedía que éstos salieran al exterior. N ada m ás pisar la tie­ rra, P andora, llena de curiosidad, abrió la ja rra y, e n to n ­ ces, to d o s los m ales se esp arciero n en tre el género hum an o . Sólo perm aneció d e n tro de la ja rra la esp eran ­ za, pues n o tuvo tiem p o de escapar antes de que P andora volviera a cerrarla. Ésta es la in terp retació n trad icio n al del m ito. Ya he co­ m entado que hay otras interpretaciones, pero en n in g u na P andora qued a a salvo. Según u n a de ellas, que p retende exculpar de m aldad a Zeus (sím bolo de la justicia cósm i­ ca), la ja rra n o encerraba los m ales, sino los bienes, y fue entreg ad a a P an d o ra p o r el dios com o regalo de b o d as p ara Epim eteo. Al ab rir la jarra, P andora dejó que los bie­ nes escapasen y volviesen a las m ansiones del O lim p o en vez de quedarse entre los hu m an o s. Ésta es la razó n p o r la que todos los h o m b res se ven afligidos p o r to d a clase de calam idades sin p o d er aplicar m ás que el tibio rem edio de la esperanza. es el o rig en de los m ales h u m an o s. Las concom itancias con o tro s m itos son especialm ente evidentes en el caso de la leyenda de los h erm an o s A n u ­ bis y Bata, co n o cid a p o r u n texto egipcio de 1225 a.C. aproxim adam ente. 89. E p im eteo , el to rp e , es, efectivam ente, la antítesis de su h e rm a n o y Z eu s se v alió d e él p a ra c o n fu n d ir a P ro m e te o . En efecto, u n a vez que éste h u b o en g añ ad o p o r d os veces a Z eus, o rd e n ó a su h e rm a n o q u e no acep tara n u n c a u n regalo del dios, p o r insignificante y m o d esto q u e p u ­ d iera p arecerle. E p im eteo n o le hizo caso y aceptó a P an d o ra, seducido p o r su belleza. C o n ella en g en d ró a P irra, esposa de D eucalión, padres am b o s del gén ero h u m a n o .

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Sea lo que fuere, lo realm ente significativo es el hecho de que P a n d o ra sea la explicación m ítica que se dio a la presencia de m u ltitu d de calam idades entre los hom bres; ésta es la im agen que el pueblo griego “visualizó” en rela­ ción con el origen de todas las desgracias. El m ito de P an ­ dora nos sirve m uy bien para explicar el inicio del proceso de desaparición social de la m ujer, pues es im posible que u n ser de tal n aturaleza p u ed a desem peñar la m ás m ín i­ m a fu n ció n que exija algo de respo n sab ilid ad . ¿Cóm o confiar en alguien que no es capaz de m a n te n e r cerrada una jarra que sabe que no debe abrir? Por o tra parte, P an d o ra es tam b ién u n arquetipo. Re­ presenta a u n tip o de m u jer del que los h om bres siem pre han recelado; la m u je r h erm o sa que p u ed e seducirlos y, en una cierta m edida, vencerlos con sus encantos. Ese re­ celo es d o m in a d o p o r el hecho de que en este a rq u etip o de m ujer herm o sa y seductora n o cabe la inteligencia ni la pru d en cia ni la responsabilidad, com o d em u estra clara­ m ente el episodio de la jarra. P andora es u n a m ujer típica: herm o sa y estú p id a a la vez, y ésa es la razó n p o r la que debe ser reducida al estrecho ám b ito del disfrute físico y de la necesidad de descendencia. C u alq u ier in te n to p o ste rio r de m o d ificar ese estatus fue frenad o p o r la im agen que el m ito h abía fijado en la m ente de la gente. N a tu ra lm e n te , el m ito era el su stento visual de este estad o de cosas, el v eh ícu lo a través del cual to do s (incluso los p obres y, p ro b ab lem en te, los es­ clavos) a c a b a b an p o r a c e p ta r su c o n te n id o co m o u n a verdad etern a, com o algo que «es así» p o rq u e «tiene que ser así». C on el m ito de P an d o ra (y con otros que voy a m o strar in m e d iata m e n te ) se fu n d ie ro n o tro s elem entos que no tienen nad a que ver con la im aginación sino con el ám bi-

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to m ás restringido de las cosas concretas; estos elem entos hicieron que el m u n d o sugerido p o r las im ágenes m íticas se hiciera m u c h o m ás real. Y así, las co stu m b res de los aqueos fueron convertidas en leyes que acabaron p o r san­ cionar p a ra siem pre lo que ya estaba en la im aginación de todos. Pero de esto hablarem os al final del capítulo. Antes conviene seguir en este te rrito rio de la im ag in ació n p o ­ p u lar que rep resentan los m itos.

b) La concreción del mal: el m ito de H elena Q uizá el m ito de P an d o ra tu v iera el inconveniente de la falta de concreción. C om o to d o s los m ito s iniciales, se pierd en en el pasado, en la n o ch e q u e siem p re se asocia con los tiem p o s rem otos. ¿Cóm o p o d rían los aqueos co n ­ cretar en el presente (o en el pasado inm ediato) las im á ­ genes que en el m ito de P an d o ra se a trib u ían a u n tiem po rem oto? La respuesta a esta p reg u n ta es m erid ian am en te clara, según creo. Todos n o so tro s asociam os a los aqueos o m icénicos con u n o de los episodios que p rotagonizaron. Ese episo­ dio, que las excavaciones arqueológicas de Schliem ann, Biegen y o tro s h a n revelado com o ab so lu tam en te cierto, fue la guerra de Troya. H oy día nadie d u d a de que la gue­ rra que destruyó Troya en to rn o al añ o 1200 a.C. fue u na guerra em p ren d id a p o r un a confederación de basileís m i­ cénicos que, al m a n d o de tro p as de diferentes ciudadesestado, atacaro n la ciu d ad al acabar el π m ilenio a.C., es decir, a finales de la Edad del Bronce. T am poco hay p rá c tic a m en te n ad ie q u e d iscu ta hoy que los p o em as h o m érico s, y sobre to d o la Ilíada, están inspirado s en el asedio -se g u id o de conqu ista, saqueo y

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d e s tru c c ió n - de la ciu d ad tro y an a. Sería ab su rd o , p o r o tra parte, d iscu tir lo que se m u estra ante n u estro s ojos; de hecho los restos de la llam ad a Troya V ila están calci­ nados. D esde el p u n to de vista de la cronología y la estra­ tigrafía arqueológica, las ru in as de Troya p resen tan n u ­ m erosos p ro b le m a s90, p ero creo que se p u ed e a firm ar con to d a seguridad que la g u erra de Troya tuvo su origen en algún tip o de necesidad de expansión m icénica hacia la T róade (la reg ió n en que se e n c u e n tra la ciu d ad ) y el consiguiente co n tro l de la encru cijad a com ercial del Helesp o n to 91, q u e h ab ía p ro p o rc io n a d o riq u eza y p o d e r a los troyanos. Sin em bargo, esta explicación real no es la que pervivió entre las generaciones que siguieron a la guerra; la expli­ cación que caló h o n d o en todas las generaciones p o sterio ­ res no tiene nada que ver con las necesidades com erciales m icénicas ni con las riquezas que Troya había alcanzado gracias a la explotación de su posición privilegiada en los pasos entre el m a r N egro y el Egeo. N i siquiera tiene que ver con el afán de expansión o, sim plem ente, de p o d er de algunos señores m icénicos. La explicación que ha p e rd u ­ rado a través de m iles de años es u n a explicación m ítica que ha hecho que, generación tras generación, la im agina­ ción de los hom bres haya identificado la desgracia de Tro­ ya y de sus habitantes con u n a m ujer que m ostraba el m is­ m o peligro que Pandora: su g ran belleza; y todavía hoy, casi 3.300 años después, n adie ha o lvidado su n o m b re: Helena. 90. P u ed e verse u n a su c in ta , p ero clara, rev isió n del p ro b le m a en la o b ra de J. M .a B lázquez, R. López M elero y J. J., Sayas, H istoria de Grecia A n tig u a , C á te d ra, M a d rid , 1989 (p. 247). 91. A ctual estrecho de los D ardanelos; ru ta y paso obligado desde el m ar Egeo al m a r de M á rm a ra (P ro p ó n tid e) y al m a r N egro (P o n to E uxino).

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Esta vez, adem ás, las leyendas que se d ifu n d iero n o ral­ m ente acerca de esta g u erra in m o rta l fueron fijadas p ara siem pre gracias a la aparició n de la escritura alfabética. El a u to r de esa p roeza fue H o m ero , u n h o m b re del que ya hem os hablad o y del que volverem os a hablar. El hecho es que el m ito ha p e rd u rad o a través de miles de años y ha f i ­ jado a H elena com o responsable de la guerra de Troya. Da igual que los arqueólogos, los h istoriadores y los estu d io ­ sos en general hayan escrito verdaderas m o n ta ñ a s de li­ bros tra ta n d o de deslindar el m ito de la historia, revelan­ do las verdaderas causas de la guerra, a p o rta n d o razones y, a veces, pruebas. La verdad y las razones suelen ser, des­ graciadam ente, te rrito rio de intelectuales y de estudiosos; a la gente c o m ú n le seduce in fin itam en te m ás la explica­ ción que sólo hay que im aginar, n o estudiar. Esto es algo que sabían m u y b ien quienes d ifu n d ie ro n la h isto ria de H elena. La h isto ria de H elena de Troya. N in g ú n m ito com o éste d e m u e stra m ejo r la eficacia del p en sam ien to im aginativo com o vehículo tran sm iso r de ideas y de m o ­ delos. Sin em bargo, incluso d e n tro del m ito hay u n proceso de selección. La m ayoría de los lectores saben que H elena sedujo al p rín c ip e tro y an o Paris, hijo de P ríam o, rey de Troya, y q u e huyó de E sparta, d o n d e vivía com o esposa del rey m icénico M enelao, p ara vivir en Troya con Paris. Saben tam b ié n que M enelao p id ió ayuda a su p o d ero so h e rm a n o A gam en ó n , rey de M icenas, y q u e éste co n si­ guió u n ir en u n ejército expedicionario a gran p arte de los otros señores m icénicos de tod o s los estados de Grecia. Y finalm ente, los lectores saben que el m ás im p o rta n te de los guerreros m icénicos que fo rm aro n p arte de esa expe­ dición, A quiles, m u rió en Troya p oco después de h ab er m atad o a H éctor, el caudillo troyano, y que Ulises, otro de

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los señores m icénicos, acabó con Troya gracias a u n a es­ tratagem a que le hizo fam oso p a ra siem pre: el caballo de Troya92. Me atrevería a decir que, con algunos m atices, esto es lo que h a p e rd u ra d o del g ran m ito de la g u erra de Troya. A hora bien, si indagam os, p o r ejem plo, en lo que pasó antes de q u e Paris y H elena se co n o cieran , en to n ces la m ayoría de la gente d u d a o confiesa ab iertam en te su ig­ n o rancia. Si p re g u n ta m o s q u é hace H elen a d u ra n te la guerra, si m uere en Troya o, p o r el contrario , sobrevive y escapa a la m atan za o regresa a E sparta con su o fendido esposo M enelao, la respuesta es igualm ente u n re sp e tu o ­ so «no sé». Y si, finalm ente, p reg u n tam o s p o r lo que pasó después de la g u e rra con los tro y an o s o con los griegos m icénicos que regresaron a G recia, n adie que n o sea u n estudioso de los m itos lo sabe, con la excepción, quizá, de las aventuras que Ulises vivió en su accidentado viaje de regreso a Itaca, n arrad as p o r H o m ero en la Odisea. Se ha hecho u n a selección de la historia de la gu erra de Troya, y esta selección tiene que ver con el asu n to que tra ­ tam os: se ha circunscrito la figura de H elena a la esfera ex­ clusiva de su culpabilidad en relación con la g uerra (u na culpabilidad im posible, pues H elena n o po d ía decidir p o r sí m ism a); se h a fijado en la m e m o ria im aginativa de la gente (la m ás eficaz de las m em o rias) sólo esta im agen, desechando to d o lo dem ás. Si H elena sufrió en Troya, si fue recup erad a p o r M enelao o no, si regresó con él o no, si había sido secuestrada p o r Paris o, p o r el contrario, h a ­ bía hu id o v o lu n tariam en te con él... n ad a de eso im p o rta

92. A lg u n o s d ire c to re s m o d e rn o s de cin e (el m e jo r m e d io a c tu al de tra n sm isió n d e m ito s h asta la llegada de la televisión) ni siquiera saben esto, desg raciad am en te.

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si lo com p aram o s con la eficacia de o tro m ensaje que, en síntesis, es éste: H elena es u n a m u jer que utiliza su gran belleza (com o antes Pandora) com o arm a p ara seducir a un h o m b re m ediocre. P andora hace con Epim eteo, estú ­ p ido e inhábil en co m p aració n con su h e rm a n o P ro m e­ teo, lo que H elena hace con Paris, estúpido y cobarde en relación con su h e rm a n o H éctor; y este acto frívolo aca­ rrea desgracias sin cuento a troyanos y griegos (igual que la frivolidad de P andora al ab rir la caja). Tal es el mensaje que ha p e rd u ra d o en la m em o ria de los h o m b res sin que nunca nadie se p reg u n tara si H elena p o d ía elegir o no; si hizo lo q u e hizo p o r p ro p ia v o lu n ta d u obligada p o r los dioses. N adie d u ra n te m ilenios se ha p lanteado, p o r d e­ cirlo en u n a p alabra, si H elena era culpable o n o lo era. N aturalm en te, este tip o de p reguntas que tienen que ver con el p en sam ien to racional, con el estu d io de causas y efectos, de atenuantes o de exim entes, está fuera de lugar en el m u n d o de los m itos y de aquellos que los crearon. Aun así, creo que n o está de m ás a p u n ta r aquí, a grandes rasgos, algunas o tras cosas sobre Helena. La leyenda de H elena es m uy com pleja y ha evolucio­ nado m ucho desde H om ero, de tal m anera que es m uy d i­ fícil acercarse con seguridad al relato prim itivo. En todo caso, en la época de los poem as hom éricos, su genealogía estaba bastante clara. A unque pasaba p o r ten er com o p a ­ dres a T in d áreo y Leda, com o h erm an o s a los D ióscuros (C ástor y Pólux) y com o h e rm a n a a C litem nestra, la es­ posa de A gam enón, en realidad sus padres eran otros. En la fase m ás antigua de su leyenda, H elena era hija de Zeus y de N ém esis93, la hija de la Noche. Ném esis, h u y en­ 93. N ém esis es u n a d e esas ab stra c c io n e s a las q u e los griegos d ie ro n fo rm a co n v irtié n d o la en diosa. Es la idea perso n ificad a de la Venganza,

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do de Zeus, había recorrido el m u n d o entero y ad o p tad o todo tipo de disfraces y form as con tal de evitar el abrazo del dios. F inalm ente se m etam orfoseó en oca, pero Zeus, a su vez, se hizo cisne. Bajo esta apariencia se u n ió a ella en R am n u n te, cerca de A tenas. C o m o co nsecuencia de esta u n ió n , N ém esis puso u n huevo, que - u n tan to p re o ­ c u p a d a - a b an d o n ó en u n bosque. U n p asto r lo en co ntró y, extrañado p o r su aspecto, se lo llevó a Leda, la esposa de Tindáreo. Ésta guardó el huevo y lo cuidó con m im o, de tal m anera que, en u n m om ento dado, de él nació Helena. Leda quedó im presionada desde el prin cip io p o r su belle­ za y la crió y cu id ó h acién d o la p asar p o r hija suya y de Tindáreo. C on el paso del tiem p o , su p ad re «hum ano» decidió que había llegado el m o m e n to de casarla. U na autén tica nube de p reten d ien tes94 acudió a casa de T indáreo, quien se asustó realm en te, pues p ensó que, al elegir a u n o , los especialm en te d e la venganza divina. P uede m o stra rse p ara castigar un c rim en pero, so b re to d o , es el p o d er en carg ad o de su p rim ir la «desm e­ sura» y el «exceso», en tre los m ortales. Todo exceso de felicidad, to d o ex­ ceso de o rg u llo (esp ecialm en te en los g o b ern an tes), to d o lo que tien d e a so b rep asar su c o n d ic ió n n a tu ra l de m o rta l, ate n ta c o n tra el o rd e n del universo y d eb e castigarse. N ém esis tuvo u n sa n tu a rio fam oso en R am ­ n u n te , cerca de M a ra tó n , en la costa q u e sep ara la región de Á tica de la isla de E ubea. La h isto ria ha q u erid o q u e la estatu a de esta diosa, o b ra de Fidias, rep re sen te, m e jo r q u e n in g ú n m ito , el significado de N ém esis co m o v en g ad o ra d e los excesos y de la arro g an cia. E n efecto, la estatu a la esculpió F idias d e u n b lo q u e de m á rm o l d e P aros qu e los persas, se­ guros de su v icto ria so b re los atenienses, h ab ía n tra íd o pa ra erigir el tr o ­ feo que h a b ría de c o n m e m o ra r la to m a de A tenas p o r sus tropas. Ese ex­ ceso d e se g u rid a d les llevó a la d e rro ta en M a ra tó n , y el b lo q u e de m á rm o l, iró n ic am en te, celebró n o la to m a sino la salvación de A tenas. 94. La tra d ic ió n m ito ló g ica hace v ariar su n ú m e ro de 29 a 99. E ntre és­ tos fig u ran to d o s los héro es conocidos, a excepción de Aquiles. En este sen tid o se h a arg u m e n ta d o q u e Aquiles era, a la sazón, dem asiad o joven todavía.

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dem ás se sen tirían relegados y h erid o s en su orgullo, lo que p o d ría provocar m uchas desgracias e incluso guerras. E ntonces el astuto Ulises le dio u n consejo que aceptó de b u e n a gana: que to d o s los p resentes q u e d a ra n c o m p ro ­ m etidos p o r ju ram en to a acatar la decisión de T indáreo y a a c u d ir en defensa del elegido com o esposo en caso de que l telena le fuese rob ad a o disputada. Ulises fue recom ­ pensado p o r Tindáreo con la m an o de su sobrina Pénélo­ p e95, a u n q u e el ju ra m e n to , invocado p o r M enelao años después, le obligó, m uy a su pesar, a p articip ar en la expe­ dición co n tra Troya. El elegido fue, fin alm en te, M enelao. H elena se casó con él y se fue a Esparta, el reino de su esposo. En este m o ­ m ento de la leyenda, la h isto ria de H elena se en trecru za con la de Paris o, p o r decirlo con p ropiedad, con la de la diosa A frodita, que utiliza a H elena p ara pagar a Paris el favor de haberla elegido la más herm o sa de en tre las d io ­ sas96. Siguiendo los consejos de la diosa, el p rín cip e troyano llegó a Esparta, d o n d e fue recibido c o rd ialm en te p o r el rey M enelao. Mas, a los pocos días, éste tuvo q u e p a rtir a Creta para asistir al funeral de C atreo, su abuelo, y H elena hubo de asum ir las funciones de anfitriona. D e esta m a­ nera se cum plía la p ro m esa de A frodita, p u es H elena, en am o ra d a y seducida, co n sin tió en p a rtir a Troya con

95. í\ to d elo fem enino del qu e hab laré después. 96. Es el fam oso juicio de Paris. El p rín cip e tro y an o h a b ía sido elegido p o r las dio sas Hera, A frodita y A tenea com o árb itro de u n a d isp u ta entre ellas, p u es querían sab er cu ál de las tres era la m ás h erm o sa . A cam bio de ser elegida, A frodita p ro m e tió en treg ar al tro y an o la m u je r m ás h ermos.i del m u n d o . H elena. Paris eligió a A frodita, lo q u e le hizo g an ar a H elena p e ro le granjeó (a él y a to d o s los tro y an o s) el o d io de las o tras dos diosas p a ra siempre.

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Paris. Lo que o c u rrió después es bien sabido. H elena vi­ vió en Troya m ien tras d u ró la g uerra, o diada en general p o r to d o s los tro y an o s, que la co n sid erab an la causa de sus desdichas presentes. C iertam ente, sólo H éctor y el rey Príam o la com padecen, pues saben que el verdadero o ri­ gen de la g uerra está en la v o lu n tad de los dioses. La estancia de H elena en Troya está llena de h isto rias paralelas que m u e stra n rasgos de fidelidad o de m aldad, según las versiones y los m itó g rafo s, y que, en té rm in o s generales, nos la presen tan siem pre dispuesta a u tilizar el arm a de su belleza p ara salir de las m ás variadas situ acio­ nes. En este sentido, resu lta especialm ente plástica y v i­ sual su im agen en la ú ltim a noche de Troya. Ella, tra ic io ­ n a n d o esta vez a quienes la h a n acogido, agita desde la m uralla la an to rch a que h a de servir de señal a los griegos p ara el ataq u e definitivo y se m arch a a casa de D eífobo, h e rm a n o de Paris, con q u ie n se h a u n id o después de la m uerte de éste. Allí espera, llena de confianza en su belle­ za, la llegada de M enelao, quien aparece preso de la exci­ tació n que la to m a de la ciu d ad h a p ro d u c id o en tre los griegos después de ta n to s años de fru stracio n es y p e n u ­ rias; m ata a Deífobo y, espada en m ano, se dirige hacia ella con la inten ció n de m atarla tam bién. Mas, al co n tem p lar­ la de nuevo, m edio desnuda, la espada se escurre entre sus dedos y, u n a vez más, siente que to d a su energía desapare­ ce ante la belleza del cuerpo, ya casi olvidado, de su espo­ sa. Se rin d e y la p erd o n a97. Juntos de nuevo, p arten hacia Esparta. 97. Según o tra s versiones, H e le n a huye y sale a la calle. C u a n d o la ven, los so ld ad o s griegos cogen p ie d ra s con in te n c ió n de lapidarla. E ntonces ella se d etien e y los m ira; los so ld a d o s co n tem p lan su cuerpo, apenas c u ­ b ierto p o r el vestido hecho jiro n e s en el forcejeo de la h u id a. E ntonces, co m o la esp ad a de M enelao, las p ie d ra s se caen de sus m anos.

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M uchas so n las v arian tes m íticas en relación con la p arte final de la vida de H elena, au n q u e casi todas coinci­ den en que regresó con M enelao a Esparta, d o n d e en el si­ glo V a.C. se enseñaban los restos de un edificio al que los espartanos llam aban M enelaíon, el palacio de M enelao y Helena. Llegados a este p u n to , el lector p u ede percibir la e n o r­ me riqueza de este m ito que no ha cesado de reescribirse nunca. En cierta m ed id a, lo sigue hacien d o todavía hoy, cuando incluso el cine actual a p o rta nuevas (y d isp arata­ das) variantes a la leyenda in m o rta l de esta m u jer am ada y odiada p o r dioses y hom bres. M as desde el p u n to de vista de los h om bres y de la so­ ciedad patriarcal indoeuropea, se tra ta b a de definir y p re­ cisar la im agen que ya estaba en la cabeza de tod o s con el m ito de P an d o ra, y de c o n cretar ese m ito en el aspecto que m ás ú til resultaba p ara el m odelo social que se tra ta ­ ba de im poner. Y esto fue exactam ente lo que se hizo, al asentar la idea de que la m ujer, y especialm ente la m ujer de gran belleza, es u n peligro m o rtal p ara los h o m b res y para su m odelo de Estado. Tal peligro, p o r tan to , justifica su alejam iento de la vida pública y su secuestro legal d e n ­ tro de los lím ites de su casa. El m ito de H elena ha p e rd u ­ rado y tam b ién el m odelo de m u jer que representa. Sin em bargo, p ara que estas ideas acabaran p o r fijarse del to d o y p a ra siem pre, n o bastaba con la creación, sólo parcial, de u n modelo negativo de m ujer, en ca rn a d o p o r H elena y P andora. H abía que crear el modelo positivo, el tipo que, tam b ién hasta nuestros días, fuera capaz de p e r­ d u ra r en la nueva sociedad basada en la guerra y en el p o ­ der o m n ím o d o del varón. Este m odelo se forjó en el in te­ rior de otros m itos que fueron inventados o reelaborados para opo n erlo s a los p atro n es de P an d o ra y H elena en un

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proceso com pletam ente paralelo y, com o en los casos ci­ tados, este m o d elo tuvo tal éxito que q u ed ó fijado p ara siem pre.

c) El m odelo positivo: el m ito de Alcestis La leyenda de Alcestis es una exageración del m odelo p o ­ sitivo. Se tra ta de u n m ito m enos conocido que los an ali­ zados hasta aho ra, ya que q u ed ó an u lad o p o r o tro s que, puestos en circulación con el m ism o fin, enraizaro n m e­ jo r en la m en talid ad del pueblo griego, prim ero, y en las estructuras culturales de O ccidente, después. Aun así, es m uy revelador, p o r lo que voy a contarlo en esencia. Alcestis era u n a de las hijas de Pelias, rey de Yolco y tío de Jasón. D esde m u y p ro n to se m o stró com o la m ás bella de todas ellas y, a la postre, tam b ién la m ás piadosa, pues fue la única que n o participó en el asesinato de su padre, in m o lad o p o r sus p ro p ias hijas tras ser en gañadas p o r M edea98. C uando Alcestis era ya u n a m ujer, A dm eto, rey de Feras, se presentó en casa de Pelias p ara p ed ir su m ano. Pelias le im puso condiciones que aquél cum plió gracias a la ayuda del dios A polo, con el que A dm eto h ab ía ten id o un a estrecha relación99. Eurípides, en su ob ra Alcestis, nos

98. U n asesinato p ro p iciad o p o r u n a de las e n cam ac io n e s m ás b ru tales del m o d elo negativo, M edea. C on sus artes de b ru ja in d u jo a las hijas de Pelias a co m eter el crim en con la p ro m esa de q u e con ello su p ad re re ju ­ venecería. Sólo Alcestis, m o v id a p o r su a m o r filial, no p articip ó en el e n ­ gañ o de M edea. 99. El dio s A polo se vio obligado a servir a u n m o rta l en dos ocasiones. En u n a d e ellas, recibió este castigo de Zeus, irrita d o con él p o r la m u e rte de los C íclopes. E n efecto, el hijo de A polo, A sclepio (id en tificad o des-

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dice que el m a trim o n io fue u n m odelo de am o r conyugal, sólo em pañ ad o p o r u n descuido de A dm eto justam ente el día de la boda. Éste, en efecto, conm ovido p o r la em oción del m om en to , se olvidó de ofrecer sacrificios a Á rtem is, la h erm an a gem ela de A polo, u n a diosa im placable que, irritad a , llenó de serpien tes la cam a m a trim o n ia l de los nuevos esposos y co n d en ó a m o rir a A dm eto. A polo in ­ tercedió p o r él ante las Parcas, pero sólo consiguió que és­ tas aceptaran la m u erte de o tra perso n a en su lugar. C uando llegó el día fijado p o r las Parcas para la m u erte de A dm eto, n i su padre ni su m adre, ya ancianos, con sus vidas ya vividas, co n sin tie ro n en m o rir p o r él, su único hijo. Sólo su esposa Alcestis, con la vida aú n p o r vivir, con los proyectos aú n p o r hacer, se b rin d ó a hacer ese sublim e sacrificio100. Alcestis, pues, m u ere en lugar de su m arid o . Sin e m ­ bargo, cuando llega al Hades, Perséfone, la esposa del dios de los m u erto s, com padeciéndose de la m uch ach a y de su abnegado co m p o rtam ien to , la devuelve al m u n d o de los vivos. Así debió de ser la versión p o p u la r del m ito de Alcestis, la im agen grabada en la im aginación de los antiguos grie-

p u és con el dio s d e la m ed icin a), llegó a a d q u irir u n a g ran h ab ilid ad en las artes m édicas. Ésta llegó a tal ex trem o que, incluso, resu citab a a lo i m u erto s. Zeus, p re o c u p a d o con este acceso re p e n tin o de los h o m b re s a la in m o rta lid a d , lo fu lm in ó con el rayo. Presa de in m en so dolor, com o n o p o d ía en fren tarse a Z eus, A polo d io m u e rte a los C íclopes, forjadores del rayo asesino d e su hijo. Z eus decidió en v iar a A polo al T ártaro , pero, gracias a la in terv en ció n de Leto, la m a d re de A polo, co n sin tió en im p o ­ n erle u n castigo m en o r, a u n q u e hum illan te: p o n erse al servicio del rey A d m eto co m o boyero. 100. Tal es el arg u m en to de la Alcestis de E urípides. Véase ta m b ién A polo d o ro , Biblioteca, 19.15 y ss., y E squilo, Eum énides, 723 y ss., d o n d e se dice q u e A polo e m b o rra c h ó a las Parcas p a ra conseguir su objetivo.

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gos. No obstante, Eurípides in tro d u jo u n a n o v e d a d 101, la intervención de H ércules, que llega al palacio de A dm eto en el m o m e n to en que to d o s se la m e n ta n p o r la m u erte de su esposa. H ércules, siem pre decidido a realizar haza­ ñas im posibles, decide ayudar a su viejo am igo, co m p añe­ ro de batallas y fatigas en la exp ed ició n de la nave Argo: entabla com bate con Tánato, la M uerte, y le devuelve viva y m ás h erm o sa que n u n ca a su esposa. Ésta es la historia de Alcestis, la m ujer que llegó a m o rir en lugar de su m arido. Se trata, sin duda, de u n a historia que santifica la fidelidad de la m ujer; pero, a m i juicio, es algo más. En p rim e r lugar, se n os p resen ta a u n a m u jer h erm osa pero que, al c o n tra rio de P an d o ra o de H elena, se m u e s­ tra piadosa y casi inconsciente de su belleza, p o r lo que ni siquiera concibe que p u ed a utilizarla com o arm a co n tra el hom bre. En este sentido, Alcestis su p o n e u n verdadero c o n tra p u n to . Sin em bargo, éste n o constituye, a m i ju i­ cio, m ás que u n aspecto lateral. Lo fu n d a m e n ta l está en el sacrificio que u n a m u je r debe estar d isp u esta a hacer p o r su m arid o ; u n sacrificio que tiene dos caras. La p ri­ m era consiste en la sum isión absoluta de la esposa al es­ poso d e n tro del m arco in stitu c io n a l y social del m a tri­ m o n io ; la segunda, la en treg a de u n a vida, de valor in trín sec a m e n te m en o r, p a ra p reserv ar o tra cuyo valor es, p o r naturaleza, m ayor. La p ro p ia Alcestis cree que es u n a m ujer que actúa con c o rd u ra y con equilibrio c u a n ­ do, to m a d a ya su terrib le decisión, dice de su lecho m a ­ trim onial:

101. O b ien la to m ó de Frínico, qu e co m p u so u n a Alcestis antes q u e él. E sto p arece lo m ás p ro b a b le a la luz de algunos te stim o n io s in d ire cto s de las fuentes.

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[...] a ti alguna o tra m u jer te poseerá, quizá m ás a fo rtu n a d a que yo, pero n o m ás sensata102.

La p alab ra «sensata» (sófron), u tilizad a aquí p a ra d e ­ finir u n c o m p o rta m ie n to que la razó n sólo p o d ría califi­ car com o insensato, d em u estra, u n a vez m ás, el cam ino p o r el qu e a c tú a n esta clase de m ito s. La im a g in a c ió n acepta lo que parece inaceptable a la razón, p o rq u e a q u e­ llos a quienes van dirigidos los m itos, la gente co m ú n , no necesitan ra z o n a r (incluso n o deb en razo n ar) sino im a ­ ginar. En relación con este proceso de im aginar, es im p o rta n ­ te tam b ién la fijación de u n p rem io que com pense el sa­ crificio q u e h a de hacerse. En el caso de Alcestis (y en otros casos), el prem io ya n o es cosa de los h o m b res sino de los dioses. El co m p o rta m ie n to ejemplar acaba p o r ser recom pen sad o p o r los dioses, que abogan p o r u n ord en en la tie rra y lo g arantizan con su poder. N atu ralm en te, la posición de sum isión de la m u jer es p arte fu n d am en tal de ese o rd e n b en d ecid o p o r los dioses y Alcestis es re c o m ­ p ensada p o r ello. En el B anquete de P lató n (u n a o b ra de época clásica) Fedro explicita m u y claram ente lo que es­ toy diciendo: [ ...] . Y de esto ofrece suficien te te stim o n io an te los griegos la hija de Pelias, Alcestis, ya que fue la ú n ica que estuvo decid id a a m o rir p o r su m arid o , a pesar de q u e éste ten ía p a d re y m ad re. A am b o s ella los su p eró ta n to con su am or, q u e les hizo aparecer com o extraño s an te su hijo y co m o p ad res sólo p o r el no m b re. Al a ctu a r de esta m an e ra n o sólo los h o m b res, sino ta m b ié n los dioses, creyeron q ue A lcestis h a b ía llevado a cabo u n a acción v erd ad eram en te h erm o sa y, ad m irad o s p o r ello, hiciero n q u e su 102. Eurípides, Alcestis, 181.

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alm a regresara del H ades, a p esar de que sólo a u n o s pocos los dioses h an concedido este p riv ileg io103.

Las palab ras de Fedro están llenas de significado. De u na parte co n d en an a los padres de A dm eto, a los que ca­ lifica de «extraños» (allotríoi) p ara su hijo p o r n o acceder a m o rir p o r él. Es de resaltar que ju stam en te el c o m p o rta ­ m ie n to lógico es co n siderad o p o r Fedro com o ajeno al am o r y, de paso, quienes actúan de acuerdo con la razón son, cu rio sam en te, los «extraños». P or el c o n tra rio , el c o m p o rtam ien to lógicamente absurdo de Alcestis es b e n ­ decido p o r m o rtales e in m o rtales, h asta el p u n to de que éstos reco m p en san a Alcestis de u n a m an era v erd ad era­ m ente insólita. D esde m i p u n to de vista, resulta evidente que las razo ­ nes de esta reco m p en sa ex tra o rd in a ria (algo q u e sólo consiguen p ersonajes ejem plares com o O rfeo, Ulises o Teseo) no están ta n to en el gesto de a m o r de Alcestis com o en su aceptación de u n a doble su m isió n que debe considerarse in h eren te a su condición de m ujer: la social en relación con el m arido, y la natural en relación con el hom bre. Si las cosas son aceptadas de esta m an era (el m a ­ rid o y el h o m b re son d ep o sitario s de u n a su p e rio rid a d social, de u n lado, y n atu ral, de o tro ) la co n d u cta de A l­ cestis ya no parece ta n inadecuada, ta n ilógica. Ella acepta m o rir porque, desde esta nueva perspectiva, es lógico que la m u je r (in ferio r) asu m a la m u e rte p a ra p e rm itir que siga viviendo el h o m b re (superior). U na de las m aneras en que el m ito actúa es p ro d u c ie n ­ do en la gente u n a im agen que, com o ya hem os dicho, se fija en la esfera n o racional de n u estro pensam iento. Pero 103. Platón, Banquete, 179 b y ss.

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u n a vez fijada, el paso del tiem p o se encarga de hacer que esa im agen sea considerada p rim ero n a tu ra l y luego lógi­ ca. De esta fo rm a se p ro d u ce u n a de las confusiones m ás rentables desde u n p u n to de vista político o religioso de la historia del ser h u m an o : la que n os lleva a co n fu n d ir u n hecho cultural con u n hecho n a tu ra l104. Esta confusión es, finalm ente, la que nos h a llevado no sólo a creer que la m u jer es n atu ralm en te inferior al h o m ­ bre sino a creer tam bién, p o r ejem plo, que la h o m o sex ua­ lidad es u n a enferm edad y no, sim plem ente, u n a opción; o a certificar con absoluta ro tu n d id a d que la gu erra es u n hecho n a tu ra l y n o cultural; o que lo es la esclavitud. En realidad, co nsiderar la gu erra o la esclavitud com o suce­ sos propio s de la naturaleza del ser h u m a n o (y p o r tan to algo que está ahí desde siem pre, que n o p u ed e evitarse, pues in te n ta rlo sería ta n to co m o ir contra n a tu ra m ) es u n o de los sofism as m ás extendidos y aceptados en la h is­ to ria 105. En to d o caso, la figura de Alcestis debió de ser conside­ ra d a p o r la gente c o m ú n com o algo exagerada. Si se m e perm ite el anacronism o, Alcestis tiene la traza de u n a san­ ta, con to d o el p u n to de exageración que eso su p o n e para quienes, com o la gran m ayoría de las personas corrientes, están ín tim am en te convencidos de que n o lo son. Es evi­ dente que hacía falta crear o tro m ito fem enino que co n ­ tribuyera a asentar este m odelo positivo de m u jer frente a los negativos que re p resen tab an P a n d o ra o H elena; u n 104. Esta o p o sic ió n en tre n atu raleza (physis) de u n lado y convención (nom os) de o tro , p ro d u jo u n a discu sió n m u y fecunda e n tre los in telec­ tuales de la A tenas del siglo v a.C. 105. U n so fism a es u n a m e n tira c o n a p a rie n c ia de v erd ad . A ú n hoy, c u a n d o el so fism a de la in fe rio rid a d n a tu ra l de la m u je r em pieza a ser desm o n ta d o , éste d e la g u e rra parece m ás vigente que n u n ca.

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m ito que, ju n to a los que ya hem o s estudiado, c o n trib u ­ yera decisivam ente a crear el tipo de m u jer que la nueva sociedad in d o e u ro p e a necesitaba, descarg án d o lo de los rasgos de exageración qu e están p resentes en el m odelo de Alcestis. U n tip o de m ujer, en sum a, que fuera siem pre fiel al m arid o sin necesidad de m o rir p o r él. Ese m ito , decisivo en el m o d elo fem en in o h a sta h oy m ism o, es el m ito de Penélope, la esposa de Ulises, rey de ítaca. Su creación, o, m ejo r dicho, su recreación, p resen ­ taba algunas dificultades que, n o obstante, fuero n venci­ das p o r H om ero, quien, en la Odisea, fijó p ara siem pre en nu estra im aginación y en nu e stra m em o ria, la histo ria de esta pareja ejem plar.

d) La concreción del m odelo positivo: el m ito de Penélope Penélope y su m a rid o Ulises h a n p asado a fo rm a r p arte casi del inconsciente colectivo de to d o O ccidente. Los dos represen tan m odelos, arq u etip o s positivos de h o m b re y m ujer, de m arid o y esposa, y tien en en este libro u n papel de p rim era línea, com o corresponde a la im p o rtan cia de los m odelos que representan. La fuente m ás im p o rta n te en relación con Penélope es la Odisea sin d u d a alguna. La a u to rid a d y el prestigio de H om ero fueron tales en la A ntigüedad que cualquier o tra referencia (especialm ente las que parecían co n trad ecir el m o d elo h o m érico ) h a sido co n d e n a d a al olvido. En las próxim as líneas m e p ro p o n g o m o stra r no sólo lo que es bien conocido en relación con esta m u jer tipo, sino ta m ­ bién los aspectos de la leyenda que fueron com pletam ente relegados al olvido u n a vez que la Odisea estableció el

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m odelo conveniente. C o n taré a co n tin u ació n , a grandes rasgos, lo que sé de Penélope. Ante to d o es la esposa de Ulises, el rey de ítaca. Su fam a eterna y universal y su presencia en to d a clase de m anifes­ taciones artísticas se debe a la fidelidad que g u ard ó a su m arid o d u ra n te los veinte años que éste estuvo fuera de ítaca, com o p a rtíc ip e en la g u e rra de Troya, p rim ero , y enredado en u n azaroso regreso, después. E ntre todas las m ujeres de los héroes aqueos que atacaro n Troya, casi es la única que p erm an eció fiel a su m arid o , a pesar de que el regreso de los otros héroes n o se d em o ró ta n to com o el de Ulises. Es la an títesis de C litem n estra, la esposa de A gam enón, o de la p ropia H elena, cuyos m arid o s (M ene­ lao, Paris, D eífobo) se van suced ien d o al com pás de las circunstancias; en to d o caso, eclipsó a to d as ellas. Ya he dicho que su leyenda está n a rra d a sobre to d o en la O di­ sea, pero hay u n cierto n ú m e ro de variantes y de tra d ic io ­ nes locales que, com o vam os a ver, difieren n o tab lem ente de la idea canónica tra n sm itid a p o r H om ero. Penélope es hija de Icario y, p o r tan to , so b rin a de T in ­ dáreo, el p ad re m o rta l de H elena. Ya h em o s visto q u e el contacto en tre Ulises y Penélope se debió al episodio de la b o d a de H elena, de q u ien Ulises era p re te n d ie n te , y que fue T indáreo , agradecido a Ulises p o r u n b u e n consejo que le libraba de graves preocupaciones, el q u e arregló su b o d a con Penélope106. 106. O tr a tr a d ic ió n c u e n ta qu e Ic a rio o frec ió a su p r o p ia h ija co m o p re m io p a ra el v e n c e d o r de u n a c a rre ra e n la q u e d e b ía n to m a r p a rte to d o s los p re te n d ie n te s. U lises fue el v en c e d o r de la c a rre ra y ganó, p o r ta n to , la m a n o d e P enélope. C reo sin c e ra m e n te q u e esta v ersió n parece d e stin a d a a d a r u n a d im e n sió n h e ro ic a al o rig e n del m a tr im o n io e n ­ tre U lises y P en élo p e y sie m p re m e h a p a re c id o s e c u n d a r ia y, tal vez, tard ía.

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U na vez consum ado el m atrim o n io , el padre de Penélope, que am aba tiern am en te a su hija, pidió a los nuevos esposos que p erm aneciesen en E sparta y que no se m a r­ charan a ítaca, p ara lo que abrió a Ulises las p uertas de su palacio. Éste se negó, pero Icario siguió insistiendo. E n ­ tonces Ulises pidió a Penélope que eligiese entre su padre o él; ella n o contestó, sino que, entristecida p o r la situ a ­ ción e im p u lsad a p o r el pu d o r, se cu b rió el ro stro con el velo y perm an eció en silencio. Icario com prendió que su hija elegía a Ulises, su m arido, y se alejó con tristeza. Pené­ lope daba así la p rim era m uestra, n ad a m ás casarse, de su am or conyugal y de u n a fidelidad absoluta a su m arido. D e esta m an era, los recién casados p a rtie ro n h acia la patria de Ulises, la isla de ítaca, en el m ar Jónico. V ivieron felices y Penélope dio a luz u n hijo que colm ó de felicidad a am bos y al que llam aron Telémaco. Sin em bargo, aq ue­ lla felicidad d u ró m uy poco pues, a los pocos días del n a ­ cim iento de Telém aco, M enelao se p resen tó en Itaca, com o en o tro s reinos m icénicos, p ara recordar a Ulises el ju ra m en to que le co m p ro m etía a vengarlo. Éste, en efec­ to, record ó am arg am en te aquel ju ra m e n to , idea suya, gracias al cual h ab ía conseguido a P enélope y gracias al cual, tam bién, debía ah ora abandonarla. In te n tó e lu d ir su resp o n sab ilid ad y se fingió loco no p o r cobardía, sino p o r a m o r a su esposa y a su hijo recién nacido, pero su estratagem a fue p u esta en evidencia p o r P alam edes107 y n o tuvo m ás rem ed io que p a rtir hacia 107. C u a n d o M en elao y Palam edes fu e ro n a b u sc ar a Ulises, éste se fin ­ gió loco p a ra n o a c u d ir a la gu erra. U nció a u n arad o u n b u rro y u n bu ey y se p u so a se m b ra r la tie rra co n sal. P alam edes n o se dejó en g añ ar p o r esta treta del m ago de las tretas y p u so al p eq u e ñ o T elém aco en u n o de los surcos q u e su p a d re estab a aran d o . U lises n o p u d o m a n te n e r el e n ­ g añ o y d etu v o la y u n ta p a ra n o m a ta r al n iñ o . D e esta m an era, el se ñ o r

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Troya. N in g u n o de los dos esposos p o d ía saber entonces que, en realidad, Ulises p a rtía no sólo p ara acu d ir a u na guerra, sino p ara forjar su leyenda in m o rta l lejos de Itaca y que Penélope se q u ed ab a p a ra fraguar, d e n tro de los m u ro s de su casa, la suya. Y así, obligado p o r u n ju ra m e n to que él m ism o había aconsejado a Tindáreo, el p ad re de H elena, el rey de Itaca partió confiando casa, hacienda y esposa a M éntor, su vie­ jo am igo. M uy p ro n to Penélope tuvo que p reocuparse del cuidado de la casa com o ú nica garante de los bienes de su m arido, pues la m ad re de Ulises, A nticlea, m u rió vencida p o r el dolo r y la nostalgia, cansada de esperar en vano el regreso de su hijo; Laertes, su p ad re, se retiró , solo, al cam po, y M éntor, p reo cu p ad o p o r in stru ir a Telémaco, se entregó p o r com p leto a esta tarea de tu to r. En realidad, Penélope se quedó sola. Enseguida aparecieron, com o buitres, los p re te n d ie n ­ tes. El tie m p o pasaba, Ulises n o regresaba y N auplio, el padre de Palam edes, h abía difu n d id o el ru m o r de que h a ­ bía m u erto . Los p reten d ien tes acu d iero n , pues, a la casa de Ulises con la preten sió n de que Penélope eligiera a un o de ellos para casarse de nuevo. Es ju stam en te aquí donde Penélope e n tra de lleno en el m odelo eterno de fidelidad fem enina pues decide firm em ente que, m ien tras n o haya una p ru eb a ind u b itab le de la m u erte de su esposo, se n e ­ gará a casarse con n in g ú n otro. Las preten sio n es de los p reten d ien tes, u n verdadero ejército de g o rro n e s108, fueron rechazadas enérgicam ente de Itaca tuvo q u e a b a n d o n a r su p a tria p a ra acu d ir a Troya. N u n ca olvidó este ep iso d io ni p e rd o n ó a P alam edes, q u e m u rió en Troya v íctim a de u n a de las estratag em as de Ulises. 108. H o m e ro ( O disea, 16.245 y ss.) h ace u n a relació n de 108 p r e te n ­ dientes: 52 v ien en de D u liq u io , 24 de Sam e, 20 de Z acinto y 12 de ítaca.

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p o r la esposa de Ulises, lo que prov o có que éstos, en un gesto insólito, se instalaran en el palacio del ausente devo­ rando su pan y sus ganados, bebiendo su vino y d isfru tan­ do del favor de algunas de sus esclavas. Penélope les pidió con to d o tip o de súplicas que a b a n d o n aran su casa, pero los p re ten d ie n te s h a b ía n d ecid id o vencer su resistencia arru in án d o la ante sus p ro p io s ojos; de n ad a sirvieron sus palabras. Entonces ideó u n a estratagem a (algo m u y p ro p io en la esposa de Ulises) que ha calado m u y h o n d o en la im agi­ nació n plástica y literaria de generaciones sucesivas: les dijo a los preten d ien tes que tejería u n sudario p ara Laer­ tes, el an cian o p ad re de Ulises, que se co n su m ía solo y triste en el cam po, esp eran d o en v ano el regreso de su hijo. Tejería todos los días y, cu an d o el sudario estuviera term in ad o , elegiría a u n o de ellos. Sin em bargo, el plazo se dilataba sine die, pues Penélope deshacía p o r la noche el trabajo que realizaba en el telar d u ra n te el día. El enga­ ño se m a n tu v o d u ra n te u n cierto tiem p o pero, al cabo, fue descubierto p o r u n a de las sirvientas infieles que se lo com unicó a los pretendientes. De esta m anera, la situación de Penélope se fue to rn a n ­ do m ás que desesperada, pues sola en el palacio (su hijo Telémaco, u n joven ya de casi veinte años, había p a rtid o de ítaca en b u sca de noticias de su p ad re), n o veía ya el m odo de d em o rar su decisión. H abían pasado veinte años desde la p a rtid a de Ulises a la g uerra de Troya; tod o s los héroes hab ían regresado a sus casas y los que n o lo h abían

Seg ú n A p o lo d o ro (Epítom e, 7.27 y ss.) so n 136: 57 de D u liq u io , 23 de Sam e, 44 de Z acin to y 12 de ítaca. A polodoro, adem ás, cita sus nom bres. A esta lista h a b ía qu e a ñ a d ir la de los sirvientes que cada u n o de los p re ­ ten d ien tes llevaba consigo.

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hecho hab ían sido dados p o r m uertos. N ada po d ía expli­ car la ausencia de Ulises, u n h o m b re que am ab a a su m u ­ jer y a su hijo y que había, incluso, fingido la lo cu ra con tal de n o abandonarlos. N ada, excepto la m uerte. Éste es el m o m en to en el que Ulises regresa a ítaca des­ pués de diez años de viaje desde la caída de Troya109. No sin dificultad, p o n e o rd en en su casa y m ata a los p re te n ­ dientes. D espués de veinte años de penalidades m u tu as, los esposos se re e n c u e n tra n . P enélope vacila p rim ero , pues el sufrim ien to y los sucesivos desengaños la h a n en ­ señado a ser p ru d en te, pero, finalm ente, reconoce a su es­ poso. Juntos se van a sus aposentos, d o n d e a lo largo de to d a u n a noche que la diosa A tenea p rolongó m ás allá de sus lím ites n atu rales110, tienen, p o r fin, tiem p o de c o n tar­ se sus aventuras. H e aquí el relato de la leyenda de Penélope. Sus detalles p u ed en verse en la Odisea, u n libro que está al alcance de to d o s en u n as cu an tas trad u ccio n es espléndidas. Pero ah o ra debo c e n tra rm e en la explicación de lo que, a m i juicio, se encierra detrás de este m ito que h a fijado hasta nuestros días el m odelo positivo de m u jer que m ás éxito ha ten id o en O ccidente. El m ito de Penélope es u n paso m ás en el cam in o in i­ ciado con el de Alcestis. D esde m u ch o s p u n to s de vista 109. U lises estu v o c o m b a tie n d o en Troya d u r a n te diez años. U n a vez qu e la ciu d ad ela tro y an a fue to m a d a al asalto (gracias a su tre ta del caba­ llo d e m a d e ra ) vagó «p o r el m u n d o » d u ra n te o tro s diez añ o s h asta c o n ­ seguir, p o r fin, a rrib a r de regreso a ítaca. Estos diez años de viaje so n el arg u m en to cen tral de la Odisea. 110. «Y llo ra n d o los viera la A u ro ra dedos de rosa / si n o h u b ie ra o tra cosa p en sad o A tenea la de ojos brillantes: / largo ra to a la no ch e en su fin la retuvo / y p aró bajo el m a r a la A u ro ra de tro n o d o ra d o / im p id ien d o q u e e n g a n c h a ra a su carro a L am p o y F aetó n / los ráp id o s p o tro s que, su b ié n d o la al cielo, llevan la lu z a los hom b res» ( Odisea, 23. 241 y ss.).

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supone u n cierto perfeccionam iento, pues n o llega a h a ­ cer de su p ro ta g o n ista u n ideal casi inalcanzable com o o cu rría en el caso de Alcestis. En m i o p in ió n , hay v arios m atices que m erecen ser destacados. En p rim e r lugar, el m arco físico de la av en tu­ ra de Penélope, que n o es o tro que el de su casa. Es im p o r­ tan te resaltar este detalle que form a p arte del rol fem eni­ n o desde entonces. Penélope, igual que cualq u ier m u jer identificad a con este m o d elo positivo, debe resolver los problem as de la casa, n o los de fuera de ella. Su actividad, p o r d u ra o heroica que parezca, está co n streñ id a d en tro de los m u ro s del palacio de su m arid o y, d u ra n te to d a su peripecia, ésta es u n a característica que engrandece su fi­ gura. P or difíciles que p arezcan los p ro b lem as (y en el caso de Penélope lo eran), la m u jer debe ten er u n a so lu­ ción. Pero ¿en qué valor o valores ha de basarse esta solución p ro p ia de la m ujer? A lo largo de to d a la Odisea la res­ puesta es obsesivam ente clara: la fidelidad al m arid o ; es­ pecialm ente al m arid o ausente. En realidad, la situación creada p o r la ausencia de Ulises n o es resuelta p o r P ené­ lope, sino que su fun ció n se lim ita a in te n ta r m a n te n e r el estatus de la casa y la in teg rid ad m o ral de sus hab itan tes hasta el regreso del m arido, que es quien, de verdad, p u e ­ de resolver, y de hecho resuelve, to d o s los pro b lem as. Y, com o era de esperar en u n señ o r m icénico (cuyas activi­ dades pasan siem pre p o r la violencia y la m u e rte ), la so lu­ ción viene d ad a p o r la m atan za de los pretendientes. Así la violencia se cu m p le incluso en el caso de Ulises, u n h o m b re in clin ad o a u tilizar la inteligencia antes q u e las arm as. Pero es q u e aq u í está en juego algo m ás que u n a hacienda: está e n ju eg o la supervivencia del m odelo social que los ind o eu ro p eo s in ten tab an , entonces, im poner. En

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m edio de este contexto, Penélope tiene su p ro p ia batalla: m an ten erse a d isp o sición de su m a rid o , sin que n in g ú n otro h o m b re to q u e n i siquiera u n pelo de su cabeza, a u n ­ que p ara ello tenga que desafiar to d a lógica. El único m ecanism o que lleva a u n a m u jer a conside­ rar que debe esperar a su m a rid o d u ra n te veinte in te rm i­ nables años, es el de la fidelidad. U na fidelidad en ten d ida en el sentido de que ella sigue siendo pro p ied ad in d u b ita ­ ble y legal de u n h om bre, y basada en el convencim iento de que esta p ro p ied ad n o puede pasar a m an o s de u n n u e ­ vo p ro p ietario m ien tras n o se d em uestre que el a n te rio r ha m u e rto . P enélope rep resen ta este ideal de fidelidad hasta lím ites verdad eram en te heroicos; debe hacer frente a esa caterva de p reten d ien tes glotones y pen dencieros y debe in te n ta r p reserv ar la h a c ie n d a de su m a rid o (de la que ella es la p a rte fu n d am en tal) recu rrien d o , incluso, a engaños. Y debe hacerlo sin m o stra r la m ás m ín im a vaci­ lación n i duda, p o rq u e tod o s los ojos de la sociedad sobre la que su m arid o reina están pend ien tes de su c o m p o rta ­ m iento. En este sentido, u n pasaje de la Odisea es in fin i­ tam en te esclarecedor. C u an d o ya se ha p ro d u c id o la m atan za de los p re te n ­ dientes, Penélope m ira a su m arid o , que, disfrazado aú n de m endigo, es p rácticam en te irreconocible. Euriclea, la nodriza de Ulises (y m odelo positivo de esclava, com o h e­ m os visto) h a avisado a Penélope de que se tra ta de Ulises, pero ella, después de veinte años llenos de falsas esp eran­ zas, d u d a 111. C uando, p o r fin, está delante de él, se queda en silencio, d o m in a d a p o r em ociones e n co n trad as. E n ­ tonces su hijo Telémaco la rep ren d e y le reprocha que no se acerque a u n esposo «que h a sufrido incontables d o lo ­ 111. Odisea, 23.85 y ss.

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res y que, después de faltar v einte años, regresa a su casa»112. Estas palabras de Telémaco son terrib lem en te injustas, pues, adem ás, él sabe que tam b ién ella h a sufrido in c o n ­ tables m ales y desdichas d u ra n te esos veinte años de a u ­ sencia de Ulises. Sin em bargo, los reproches de su hijo son u n claro ejem plo de lo que u n a m u jer debe esperar en re­ lación con el m u n d o d o m in an te de los hom bres. El pasaje co n tin ú a y Ulises asum e el control de la situa­ ción después de la m atanza. Reconviene cariñ o sam en te a su hijo p o r in crep ar a su m ad re y p o n e o rd en en las la b o ­ res dom ésticas: pide que se b añen, que todos, incluidas las siervas, se p o n g an ro p a lim pia, y que acuda u n can to r que alegre con su m úsica el am biente de la casa. De esta m a ­ nera in te n ta que, desde fuera, tod o s crean que se celebra un a fiesta de b o d a y n o cu n d a entre el pueblo el ru m o r de la m atan za de los p reten d ien tes. Todos o b edecen y, e n ­ tonces, H o m ero describe así la escena: R esonaba así la casa con el p isar de los pies de los h o m b res y las m ozas de h erm o sa cin tu ra q u e en ella dan zab an y alguien que la fiesta escuchó desde fuera, decía: «Ya sin d u d a u n galán de los m u ch o s que tuvo casó con la reina: ¡m ezquina!, no su p o salvar su g ran casa esperando hasta el fin que volviera su esposo p rim e ro » 113.

Las palabras de este p ersonaje a n ó n im o siem pre m e h a n dejado perplejo. D espués de veinte años de espera; después de contem plar cóm o los pretendientes devoran la hacienda de Ulises sin p o d er oponerse a ellos con o tra cosa que no sean tretas efím eras; después de co n tem p lar cada 112. Odisea, 23.100 y ss. 113. Odisea, 23.146 y ss.

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día el ocaso deseando la vuelta de su m arido y, finalm ente, después de cum plir fielm ente con el m odelo social que se espera de ella, m an ten ien d o vacío el lecho de su esposo d u ran te m ás de siete m il noches, Penélope es calificada de m ezquina p o r u n habitante an ó n im o de Itaca que oye des­ de fuera la m úsica del palacio y sospecha, sólo sospecha, que se tra ta de m úsica de boda. Sus palabras nos m uestran claram ente que la exigencia de fidelidad total, sin resqui­ cios, se to rn a im placable desde el n acim ien to m ism o de este p atró n fem enino representado p o r Penélope. Sin em bargo, u n a fidelidad tal, así com o el sacrificio sin reservas de Alcestis, n o representa u n esfuerzo sin re­ com pensa. Al c o n tra rio , su lealtad se ve reco m p en sada p o r la felicidad o, al m enos, p o r la felicidad que cabe espe­ rar. C iertam ente, el m odelo que representa Penélope basa el ideal de felicidad fem enina en la entrega total de la m u ­ jer a los intereses del m arido, sean éstos sociales, sim ple­ m ente afectivos o am bas cosas a la vez. Si u n a m u jer c u m ­ ple con este requisito, el m ensaje es claro: vivirá u n a vida llena de la ú n ica felicidad a la que le es posible acceder; una felicidad que se co n creta en el respeto de to d o s sus conciudadanos y en el am o r sin reservas de su m arido. En este sentido la p osición de Ulises n o ad m ite dudas, pues el sen tim ien to co n stan te que lo asalta cada día, d u ra n te los diez años que tarda en regresar desde Troya, es volver a ver Itaca y a Penélope. C on esto cum ple con su obligación social y con su esposa, lo q u e rep resen ta ta m b ié n u na obligación m o ral insoslayable en la m edida en que ella ha cum plido con las líneas previstas p ara su p ro p io m odelo fem enino. Es im p o rta n te insistir en el hecho de que Ulises, ad e­ m ás de cu m p lir con las obligaciones sociales propias del v arón, cu m p le ta m b ié n con esta o tra obligación m o ral

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(fundam en tal desde la perspectiva de la m ujer): am ar a su esposa. En efecto, p a ra que el m odelo de Penélope p ro s­ perara, era esencial que su esposo corresp o n d iera a tan ta pru eb a de fidelidad con el afecto y el am or, n o sólo con el respeto. D e esta m an era, la im aginación p o p u lar acabaría p o r acep tar u n a especie de axiom a que, con el paso del tiem po, p o d ría ser universalm ente bendecido: u n a m ujer com o Penélope tiene u n m arid o com o Ulises (y al revés), y el resultado del en cu en tro de m ujeres com o ella y h o m ­ bres com o él p ro d u ce la felicidad. D esde u n p u n to de vista psicológico, esto es fu n d a ­ m en tal p a ra lo q u e h oy llam aríam o s el in co n scien te fe­ m enino, que ha llegado a aceptar de m an era general que cu alquier sacrificio es asum ible si, a cam bio, u n a m u jer cuenta con el respeto y el am o r de su m arido. Y, desde lue­ go, Penélope contó con ese am or, com o hem os visto ya. En este sentido, el episodio que explicita m ejor el a m or de Ulises p o r su esposa no se p ro d u jo antes de la p a rtid a hacia Troya -a u n q u e ya vim os que Ulises llegó a fingirse loco para evitar ir a la guerra e in ten tar no a b a n d o n ar a su m ujer y a su hijo recién n a c id o -, sino en la ú ltim a fase de su regreso a Itaca, cu a n d o estaba reten id o en la jau la de oro que su p o n ía la isla de Calipso. En el m o m e n to en que la p a rtid a de Ulises parecía ya inevitable, después que H erm es h u b iera tran sm itid o a la herm o sísim a n in fa que ésa era la o rd en de Zeus, Calipso fue en busca de Ulises, que «estaba sen tad o sobre el cantil / y no acababa de se­ carse en sus ojos el llanto, pues se le iba la vida / en gem ir p o rs u h o g a r [...] / [...]se sentaba de día en la playa o en las rocas / destrozando su alm a con el d o lo r y con el llanto / que fluía desde sus ojos, atentos al m ar infecundo»114. E n­ 114. Odisea, 5.151 y ss.

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tonces le an u n cia que ha d ecidido dejarle m a rc h a r y le anim a a c o n stru ir u n a alm adía con la que in te n ta r la tra ­ vesía hasta ítaca. Los dos m arch an a la gru ta de la ninfa, donde se despiden con u n a ú ltim a cena. E ntonces hay un m o m en to en el que Calipso se q u eda m iran d o a Ulises y le dice: ¿De verdad tienes prisa en p a rtir al país de tu s padres y volver a tu casa? M árchate, pues, en bu e n a hora. M as si en tu m en te tú vieras cu án tas desgracias te ha rá so p o rta r el destino antes de qu e puedas llegar a la tie rra de tu patria, conm igo aquí te quedarías, g u a rd a n d o esta casa, y serías in m o rtal. A unque estés deseando ver a tu esposa, a la que añ o ras tú siem pre, p o r día tras día. M e ufano en no ser en nada m en o s que ella n i en p o rte ni en cuerpo, que n u n c a m ujeres m o rtales n i en belleza ni en p o rte iguales h a n sido a las d io sas115.

La tentació n es enorm e. Calipso recuerda a Ulises que nin g u n a m u jer m ortal, incluida Penélope, p u ede co m p a­ rarse a ella en belleza y, adem ás, le p ro m e te hacerle in ­ m o rtal si se q u ed a con ella. Éste es el tran ce decisivo, el m o m e n to en que Ulises ha de elegir en tre dos m od elos fundam en tales: su p rim e ra decisión resulta ejem p lar en u n sentido que tratarem o s m ás adelante con d eten im ien ­ to, pues se trata, n ad a m enos, de o p ta r entre ser u n dios o u n ser hum an o . Ulises eligió ser u n ánthropos, u n ser h u m a n o y n o un dios, y su decisión, desde el p u n to de vista del p en sam ien ­ to m ítico (es decir, del único p ensam iento al que tiene ac­ ceso todo el pueblo) m arcó y fijó p ara siem pre el cam ino p o r el que h ab ían de tra n sita r los antiguos griegos y b u e ­ 115. Odisea, 5.203 y ss.

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na parte de todos nosotros. Su segunda decisión fue ta m ­ bién definitiva p ara acabar de im p o n e r el m odelo fem e­ n in o que su esposa representa, pues nos reveló para siem ­ pre cuál es la recom pensa que u n a m ujer com o Penélope ha de obten er p o r su fidelidad. Así fue la respuesta de U li­ ses a Calipso: N o m e lo to m es a m al, diosa excelsa, q u e yo m u y bien sé cuán to p o r debajo de ti está la m u y discreta Penélope [...] [...] pues ella es m o rta l y tú sin vejez, in m o rtal. M as to d o cu an to yo deseo, lo que m e llena de ansia día tras día es volver a m i casa y ver el día del regreso. Y si en el m ar, color de vino, algún dios quisiera acosarm e lo so p o rtaré, pues tengo en el p echo u n corazón sufrido. Ya he a rro strad o incontables esfuerzos en olas y guerras: que éstos vengan ahora a suceder sobre aq u éllo s116.

Ésta es la recom pensa: Ulises ansia volver au n q u e sabe que la «m uy discreta» (perífron) Penélope es en to d o infe­ rior a Calipso. D e esta m anera, el equilibrio del m odelo fe­ m enino parece estar m uy bien form ado en su base teórica: fidelidad, sum isión, discreción... a cam bio del am o r total del m arido. Y d en tro de este m odelo, p o r cierto, la fideli­ dad del varón no incluye la fidelidad sexual que, en el caso del hom bre, n o sólo se tolera fuera del m atrim o n io , sino que, incluso, se fom enta com o u n a «virtud» típicam ente m asculina. D espués de to m a r su decisión, Ulises no tiene ningún inconveniente (y probablem ente tam poco Penélo­ pe se lo reprocharía) en m archarse a la cam a con Calipso y gozar del am o r con ella d u ran te u n a últim a n o ch e117. 116. Odisea, 5.214 y ss. 117. El lecto r sabe m u y bien q u e la pro m iscu id ad del h o m b re se h a to le­ rad o , incluso hoy, co m o u n rasgo p ro p io de las «necesidades» m asculi-

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A través de estas líneas hem os p o d id o apreciar cóm o el m odelo negativo de m ujer, rep resen tad o p o r P an d o ra y H elena, fue com pensado p o r o tro m odelo positivo encar­ nado p o r m ujeres com o Alcestis y, sobre todo, Penélope. El afán consciente de im poner, de fijar p ara siem pre este m odelo positivo p u ed e verse m u y claram ente si a ten d e­ m os a lo que p o d ríam o s llam ar la «leyenda B» de Penélo­ pe, una leyenda que, al m enos cronológicam ente, parece que fue A, es decir, anterior. Sin em bargo, la insistencia en la Penélope que acabo de describir, basada sobre to d o en la utilización de la Odisea com o vehículo de difusión del m ito, ha oscurecido a todas las «otras» Penélopes, espe­ cialm ente a la que, según recogen algunos m itógrafos, no se distinguió, precisam ente, p o r su fidelidad a Ulises. Sa­ bem os que esto o c u rrió con m u ch as otras de las esposas de los héroes que acabaron con Troya118, pero el m ito, en estos casos, n o se corrigió. Las antiguas leyendas que h ablaban de u n a m u jer p ro ­ m iscua que había cedido a las pretensiones sexuales de los pretendien tes fueron b o rrad as del recuerdo im aginativo de la gente p o r la difu sió n a rro lla d o ra e im p arab le de la im agen h o m é ric a de Penélope. El c o n o cim ien to de este hecho llevó a R obert G raves119 a fo rm u lar u n a curiosa h i­ pótesis que, en realidad, ya hab ía esbozado Sam uel Butler nas. C o n frecuencia, los h o m b res p ro m iscu o s so n tach ad o s, co n u n aire excu lp ato rio y benevolente, de «donjuanes». U na m u jer pro m iscu a, e m ­ pero, es calificada de m a n e ra m u y d istin ta. 118. C litem n estra, la e s p o s a d e A gam enón, es el caso m ás flagrante. No sólo vivió con o tro h o m b re, Egisto, en el palacio de su esposo en M ice­ nas, sino qu e, p a ra m a n te n e r esa relación, m a tó a su m arid o cu an d o éste regresó triu n fa n te de Troya. Tal desafío al m o d elo positivo que represen­ ta P enélope le costó m u y caro a C litem n estra, qu e fue asesinada p o r su p ro p io hijo, O restes. 119. R o b e rt G raves, La hija de H om ero, E dhasa, B arcelona, 1987.

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en 1896: la Odisea se debería a la in spiración de u n a joven princesa siciliana, que se hab ría retratad o a sí m ism a en el personaje de Nausicaa. La Odisea que hoy conocem os se­ ría, p o r tan to , u n a versión fem en in a de u n p o em a a n te ­ rio r en el que Penélope era p resen tad a com o u n a m ujer ad ú ltera que cedía a los re q u e rim ie n to s de los p re te n ­ dientes. A Graves, siem pre atento a in terp retar los m itos, le pareció u n a hipótesis prácticam ente irrefutable y la re­ creó en su ex trao rd in aria novela. El hecho es que esa trad ició n de u n a Penélope adúltera es recogida p o r A polodoro en su Epítom e 7.38 y ss.: A lgunos dicen que Penélope fue seducida p o r A n tín o o y devuel­ ta p o r Ulises a su p ad re Icario y que en M an tin ea tuvo de H e r­ m es u n hijo de n o m b re Pan. Según o tro s, fue el p ro p io Ulises quien la m ató p o r culpa de A n fín o m o 120, pu es dicen q u e éste la había seducido.

O tras narracio n es eran todavía m ás duras con Penélo­ pe, a la que se presentaba cediendo sucesivam ente a todos los pretendientes. Sea lo que fuere, lo cierto es que todas estas leyendas negativas fu ero n b a rrid a s p o r la im agen que de Penélope nos presenta la Odisea, sin que p ara ello haga falta la reelab o ració n del m ito desde u n p u n to de vista fem en in o , tal y com o creía Graves. En to d o caso, au n q u e esto h u b iera o cu rrid o así, n o haría sino d e m o s­ tra r lo que he tra ta d o de explicar a lo largo de estas ú lti­ m as líneas. Sin d u d a alguna u n a m ujer que, desde su pers­ pectiva de m ujer, tra n sfo rm a ra el m ito de u n a Penélope adúltera en o tro de u n a Penélope fiel, h ab ría asu m id o ya

120. U n o de los p reten d ien tes de Penélope. Lo m a ta Telém aco ( Odisea, 22.89 y ss.).

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el m odelo positivo que la sociedad m asculina in d o e u ro ­ pea p reten d ía im poner. Al fin y al cabo, el p ro b lem a de la au to ría n o deja de ser u n a cu estió n de detalle en el co n ­ texto general. El p a tró n fem enino representado p o r Penélope, tra n s­ m itido y fijado p ara siem pre p o r la Odisea, es u n m odelo vigente miles de años después de su puesta en circulación. H a c o n trib u id o decisivam ente en la co n fo rm ació n de lo fem en in o desde el segundo m ilen io a.C. h asta el día de hoy, en que las m ujeres, tam b ién en O ccidente, co m ien­ zan a atreverse a desafiarlo. Sin em bargo, enfrentarse a un m odelo com o éste supone, verdaderam ente, u n a sucesión de batallas en las que, de nuevo, en to rn o a la figura de la m ujer se está jugando el destino de toda u n a civilización. Pero el desafío n o es nuevo. A lgunas m ujeres se o pusie­ ron desde el p rin cip io a este m odelo que las reducía a una v erdadera inexistencia. Y el m ito , aten to a los m ensajes que debían enviarse a la sociedad en su conjunto, p ro d u jo ta m b ié n u n a respuesta. U na resp u esta que advertía del destino que esperaba a las m ujeres que osaran desafiar el m odelo positivo de Penélope o de Alcestis, es decir, el m o ­ delo fem enino im puesto p o r los hom bres.

e) Las consecuencias del desafío al m odelo positivo: el m ito de A ntigona La historia de A ntigona está inm ersa d en tro de la saga de Edipo, el sabio descifrador de los enigm as de la vida que no supo descifrar el enigm a de la suya p ropia, llegando a ser el ejem plo de h o m b re d esdichado en cuya existencia to rcid a to d o sale m al. C iertam en te E dipo es u n o de los personajes m ald ito s de la m ito lo g ía griega, pues n o en

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vano es reo de u n o de los m ás terribles delitos que pu ed an darse en cu alq u ier civilización m ed iterrán ea: el incesto. No m e prop o n g o , sin em bargo, estu d iar aquí la figura de Edipo, tan rica en variados aspectos, ta n llena de m atices, sino la de u n a de su hijas, A ntigona. H erm an a de Ism ene y de los varones Eteocles y Polini­ ces, A ntigona es considerada en las variantes m ás conoci­ das y populares de la trad ició n m ític a 121 com o hija de Yocasta y p ro d u c to , p o r tan to , del incesto de E dipo con su p ro p ia m adre. Sin em bargo, en las tradiciones m ás a n ti­ guas (que ig n o ran el incesto de E dipo con Yocasta) se nos presenta com o hija de E urigania122, m ujer con la que Edi­ po tuvo tam b ién a sus otros tres hijos. U na vez que Edipo, consciente ya de sus acciones, se q uita la vista y decreta su propia expulsión de Tebas, A n ti­ gona p arte con él y le aco m p añ a en su pen o so v ag a b u n ­ deo p o r las tierras de Grecia. C uida de él (el infectado, el p o rta d o r de m iasm a, el h o m b re del que todos se ap artan) y hace de lazarillo de su padre hasta que llegan a C olono, en el Ática, d o n d e Edipo, p o r fin, m uere y descansa. Mas la m uerte de Edipo hace que com ience el propio dram a de A n tig o n a, u n a m u je r q u e desafió las leyes (escritas ya) de u n tira n o 123. Ésta es su historia. El problem a suscitado tras la m u erte de Edipo es, fu n ­ dam entalm en te, u n p roblem a de herencia; u n p roblem a com ún, com o se ve. C onocem os bien el m arco en que se p ro d u jero n las dificultades relacionadas con la herencia, p ero con o cem o s aú n m ejo r sus consecuencias, pues se

121. E stablecidas p o r los p o etas trágicos, especialm ente p o r Sófocles. 122. V éase A p o lo d o ro , Biblioteca, 3.5.8. 123. En u n cap ítu lo p o ste rio r precisaré el significado de la p alab ra tira­ no en la G recia antigua.

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nos h an co n serv ad o Los siete contra Tebas de Esquilo y Antigona de Sófocles, dos obras que tra ta n , sucesivam en­ te, los p o rm en o res de n u e stra historia. Se trata, p o r o tra parte, de obras que p resentan versiones del m ito que m uy p ro n to se c o n v irtie ro n en canónicas, relegando o tros pu n to s de vista al olvido. Pues bien, tras la m u erte de E dipo parece que h u b o un acuerdo de rep arto de la herencia. Sin em bargo, sobre los dos h erm an o s que h ab rían de repartírsela pesaba la m al­ dición de su p ro p io padre, que, obligado a dejar la tierra de Tebas, n o sólo n o recibió ayuda de sus dos hijos v aro­ nes, sino que, incluso, debió so p o rta r sus b u rlas y sus crueles insultos. E dipo vaticinó entonces que am bos h a ­ brían de m o rir a m anos u n o del otro. La predicción de E dipo se cum plió p ro n to , pues E teo­ cles y Polinices, dueñ o s absolutos del po d er en Tebas, d e­ cidieron llegar a u n cu rio so acuerdo, en v irtu d del cual rein a ría n altern ativ am en te p o r años. C u m p lien d o tal acuerdo, Polinices, que según algunas versiones era el p ri­ m ogénito, cedió el tro n o tras su p rim e r m a n d ato anual, m ientras que Eteocles no hizo lo pro p io cuando le corres­ p o n d ió . A nte este acto injusto, Polinices resp o n d e con otro acto igualm ente injusto que será el origen del d ram a no sólo de los dos h e rm a n o s, sino tam b ién de la p ro p ia A ntigona: reú n e u n ejército en la ciu d ad de Argos. Se tra ta de u n ejército que m arch ará co n tra Tebas p ara reponerle en u n tro n o que reclam a, irónicam ente, en aras de la justicia. Es u n ejército terrib le, al m a n d o de siete caudillos que atacarán , cada u n o al frente de sus tropas, las siete p u e rta s de la ciu d ad de Tebas. Sin d u d a los dos herm anos, codiciosos y despiadados, son los únicos res­ ponsables de la situación, pero, siguiendo u n a vez m ás el m odelo in d o eu ro p eo de c o m p o rtam ien to m asculino, re­

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c u rrirá n a la g u erra com o fo rm a natural de resolver un conflicto personal. En la ob ra de Esquilo, u n m ensajero anuncia a Eteocles la llegada del terrible ejército levantado en su c o n tra p or su h erm an o . Las p alabras del m ensajero im p re sio n a n y aterrorizan a los ciudadanos de Tebas, especialm ente a las m ujeres, y sobre to d a la ciudad se abate el espanto: Siete héroes, caudillos valerosos, degollaban u n toro: su sangre fluye sobre un negro escudo. T ocando con sus m an o s la sangre del to ro , p o r Ares y Fobo, sed ien to de sangre, h a n ju ra d o d es­ tr u ir n u estra ciudad y saquearla con violencia o m o rir y e m p a ­ p ar esta tierra con su sangre. F ueron después con sus m an o s col­ g an d o del carro de A d ra sto 124 re c u e rd o s p a ra sus p ad res, y d e rra m a b a n lágrim as. M as n in g ú n te m o r había en sus labios, pues ansia de g uerra exhala su ánim o, cual el de los leones c u a n ­ d o a Ares tien en en su m ira d a [...] P on en cada p u e rta c o m o je ­ fes a los m ás valientes g uerreros escogidos de la ciu d ad , pu es ya cerca el ejército argivo con todas sus arm as viene avanzando. El p olvo se levanta a su paso y la lla n u ra está m a n c h a d a con la b lanca esp u m a q ue los p u lm o n es de sus caballos expulsan. T ú, com o u n b u e n p ilo to , cierra to d a a b e rtu ra de la c iu d a d an tes que llegue el h u ra c á n q ue alienta Ares, pues ruge, com o u n a ola en tierra, la hueste de los en em ig o s125.

Las m ujeres, representadas p o r el coro de jóvenes tebanas, q u e d a n petrificad as al escuchar estas p alab ras del m ensajero. E ntonces aparece Eteocles com o u n g ran ge­ neral, u n gran político, u n héroe de cuño hom érico, u na especie de Fiéctor redivivo q u e realza todavía m ás su

124. T irad o p o r el caballo A rión, hijo de Poseidon y D em éter. Su c o n d i­ ció n in m o rta l y su rap id ez g aran tizab an el regreso del carro a A rgos. 125. Esquilo, Siete contra Tebas, 41 y ss.

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grandeza en fren tán d o se con el coro de las m ujeres tebanas, paralizadas p o r el m iedo a la guerra. El rey las fustiga esgrim iendo ante ellas los argum entos que definen la concepción esencial de esta sociedad in d o ­ europea, regida p o r guerreros, en relación con el papel político y social de la m ujer. Eteocles las insulta y las h u ­ m illa lleno de seguridad en sí m ism o y de arrogancia, a r­ g u m en tan d o que nada hay p eo r que el género de las m u ­ jeres, nada m ás despreciable. Frente a las obligaciones de los varones (la g u erra fu n d a m e n ta lm e n te), las h em b ras deben callarse (tem a éste obsesivo, que aparece de form a constante) y encerrarse en casa126. El h ech o es q u e son atacad as las siete p u e rta s de Te­ bas y en u n a de ellas, la d efen d id a p o r Polinices, los dos h erm an o s se e n c u e n tra n . En bo ca de Eteocles las alu sio­ nes al d estin o se m u ltip lican , pues la m ald ició n del c ri­ m en de su p a d re parece n o te n e r fin: la ciu d ad se salva, pero los dos h e rm a n o s m u e re n , co m o h ab ía v aticin ad o su p ad re, u n o a m an o s del o tro . El m en sajero lo a n u n ­ cia a to d o s c o n ta n d o el d e stin o c o m ú n de los dos h e r­ m an o s y v a tic in a n d o q u e am b o s te n d rá n posesió n , p o r fin, de la tie rra que se d isp u tab an en la tu m b a que ha n de recibir. Mas el m ensajero se equivoca, com o vam os a ver in m e­ diatam ente. Y, adem ás, es ju stam en te aquí, en el m o m e n ­ to en que el d ram a de Edipo y de sus hijos parece haberse consum ado, cu an d o da com ienzo el calvario de A n tig o­ na. A unque Esquilo lo esboza, es Sófocles (au to r ideoló­ gicam ente m ás conservador) el que fija p ara siem pre en la im aginación de tod o s n osotros el sufrim iento de Antígo126. Véase, p a ra to d o este pasaje de «definición» de la co n d ició n esen­ cial de la m u jer, E squilo, o b ra citada, 181 y ss.

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na, las consecuencias del desafío de esta m ujer, heroica en todos los sentidos, a las leyes de los hom bres. El tra ta m ie n to que hace Sófocles del m odelo de A n ti­ gona es especialm ente interesante, en cu a n to q u e a p a re­ ce o p u esta a su h e rm a n a Ism en e, q u e re p re se n ta o tro m odelo, el m o d elo «correcto». En este sentido, la o p o si­ ción establecida en tre am bas es especialm ente did áctica de cara a la tra n sm isió n del m ito, p ues las dos se e n fre n ­ ta n al m ism o p ro b le m a d a n d o , n a tu ra lm e n te , so lu c io ­ nes m u y diferentes. V eam os en qué consiste tal p ro b le ­ m a. Tras la m u erte de los dos herm anos, el ejército atacante es rechazado. Los cadáveres de Eteocles, el h e rm a n o que h a defendido la ciudad, y Polinices, el que la ha atacado, p erm an e c en in sep u lto s frente a la sép tim a p u e rta de la ciudad. C reonte, tío de am bos, p rom ulga u n edicto en el que no se m en cio n an las causas de am bas m uertes, ni se cuestionan (m uy al gusto de Sófocles) la responsabilidad ni culpabilidad de cada u n o de los h erm an o s en relación con los hechos. El problem a se simplifica y se reduce a té r­ m inos que parecen estar claros: Eteocles ha defendido con valor la ciudad; p o r el co n trario , Polinices ha arm ad o un ejército co n tra ella y la ha atacado. Sin ten er en cuen ta el contexto ni las causas que h a n llevado a la situación p re ­ sente, C reo n te reduce los lím ites del p ro b lem a, descontextualizándolo. Es u n a actitu d típica del gobernante, que necesita, casi siem pre im periosam ente, d ar la im presión de que tiene la solución del p ro b lem a y m ostrarse ante su pueblo com o u n sanador, casi com o u n m édico dispuesto a c u ra r el m al ex tirp án d o lo si es n ecesario 127. Si se m e p e rm ite el a n a ­ 127. E d ipo h ab ía actu ad o ex actam en te igual c u a n d o era rey de Tebas.

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cronism o , el tira n o C reo n te actú a com o m u ch o s de los gobernantes de todas las épocas, que no juzgan los hechos com o u n guión cuyo final sólo se entien d e si se conoce el principio; sino que, instalados siem pre en la inm ediatez del presente, sólo tien en tiem p o de ver el final de la «pelí­ cula», d e ja n d o de lado, las m ás de las veces, las razones que lo explican. Eso es exactam ente lo que hace C reonte, el tío de A n ti­ gona y de los dos jóvenes h erm an o s m uertos, al an u n ciar su d ecreto 128: Eteocles, el defensor de la ciudad, el que se ha d istin g u id o p o r sus esfuerzos en rechazar al ejército atacante, debe ser sep u ltad o en u n a tu m b a después de que todos los ciudadanos le hayan cum plido los ritos fu ­ nerarios que se deben a los m ejores. P or el co ntrario, Poli­ nices, a q u ien C reonte p resen ta com o u n m o n stru o que ha q u erid o q u em ar su tie rra y a sus dioses y alim entarse con la sangre de los suyos129, p erm anecerá, sin que nadie le trib u te los ú ltim o s h o n o res, insepulto. Así su cu erpo será pasto de los anim ales com edores de ca rro ñ a y, a la vez, se convertirá en ultraje p ara la vista. Éstos son los térm in o s en que C reonte redacta su edic­ to. El tiran o , el representante del p o d e r m asculino, es d e­ cir, del p o d er del Estado, establece las condiciones en que la ley ha de cum plirse. Sin em bargo, el problem a, contra lo que pretende C reonte con su lectura sim plificada de la

128. Sófocles, A ntigona, 193 y ss. 129. A ntigona, 198 y ss. La situ ac ió n sigue sim plificándose: Polinices es claram en te el malo, y, n a tu ra lm e n te , es o p u e sto p o r C re o n te al bueno, Eteocles. Así la situ ació n p u ed e co m p ren d erse fácilm ente y ta n to C re o n ­ te co m o su p u eb lo reen co n trar la tran q u ilid ad . Es u n proceder co m p ren ­ sible al q u e re c u rre n p e rm a n e n te m e n te q u ien es d e te n ta n el p o d er. U n p ro ced er que, a veces, lo cam bia todo, m en o s la verdad. Ésta es siem pre m ás co m p leja y su co n o cim ien to requiere reflexión y valentía.

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realidad, n o se resuelve con su edicto, sino que adquiere u n a nueva dim ensión. En efecto, A ntigona se ha en terad o de los térm in o s en que se ha redactado la orden antes de que C reonte la haga oficial. La o b ra de Sófocles em pieza ju stam en te aquí, con u n a re u n ió n de las dos h e rm a n a s en la que se m u e stra perfectam ente la oposición entre los dos m odelos que en ­ carnan: A ntigona, dispuesta a desafiar la ley escrita del ti­ rano para, de esta m anera, resp etar la ley no escrita, la ley natural (cuyos g arantes son los p ro p io s dioses, n o los hom bres), según la cual el cadáver de u n h erm an o , in d e ­ p en d ientem en te de las circunstancias de su m u erte, debe recibir ho n ras fúnebres y evitar así la im pureza gen erado­ ra de m iasm a. Ism ene, p o r el c o n tra rio , d u d a, m o s trá n ­ dose p a rtid a ria de no «forzar la ley», y añade: Pues es necesario co m p ren d e r esto: h em o s nacid o m ujeres y no p o d em o s lu ch ar co n tra los hom b res. N os m a n d a n aquellos que tienen m ás p o d er y hay que obedecer en esto y en cosas m ás d o ­ lorosas que esto. Yo obedeceré130.

Desde el principio, pues, están claros los dos tipos, a u n ­ que se irán aclarando todavía m ás. Este conflicto en tre la ley no escrita (p ro p ia de las co stu m b res ancestrales y de los dioses) y la ley escrita (propia del Estado) constituye el contexto en el que los m od elo s de las dos h erm an as se m u estran , se perfilan y se definen. A unque en u n p rin c i­ pio parezca lo c o n tra rio , A n tig o n a defiende la p o stu ra conservadora, la que tiene que ver con la m ujer, casi olvi­ dada ya, de la sociedad p rein d o eu ro p ea. N o es un a casua­ lidad que actúe to m a n d o com o referencia ese difuso con130. Antigona, 61 y ss.

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glom erado de la antigua ley no escrita, en la que la m ujer desem peñaba u n papel p rep o n d eran te. Por eso llega a de­ cir que piensa h o n ra r a su h erm a n o insepulto «porque es m ayor el tiem p o que debo ag radar a los de abajo que a los de aquí»131, u n pen sam ien to que en carn a u n a p o stu ra de eq u ilib rio con el m u n d o de los m u e rto s y de los dioses m ás que con el de los m ortales. Ism ene, p o r el contrario, se m u e stra com o el m o d elo de la m u je r q u e la sociedad in d o e u ro p e a req u iere y espera y, en ese sentido, es u na m ujer de su época, es decir, u n a m u jer m o d e rn a que llega a decir que considera «inútil p o r naturaleza ob rar en co n ­ tra de los ciu d ad an o s» 132. Por o tra parte, el carácter de A ntigona se nos presenta, tam bién, con el p u n to de hybris típico de todos los héroes trágicos. En cierta m edida, es ese p u n to a rro g an te de su carácter lo que la llevará (com o a su padre E dipo) al d e­ sastre. A ntigona aparece com o u n a m u jer excesiva en to ­ dos los aspectos, n o sólo p o rq u e desafía la ley h u m a n a (lo que es en sí m ism o u n delito suficientem ente grave), sino porque, en aras del am or p o r su h erm a n o y del respeto a las leyes eternas am paradas p o r los dioses, es capaz de lle­ gar a excesos tam b ién indeseables. En el fondo, ella, igual que el tira n o C reonte, tam b ién sim plifica la situación. Y cuando p reten d en reconducirla, ya es tarde. En efecto, u n g u ard ián in fo rm a a C reo n te de que al­ guien ha cubierto de tierra el cadáver de Polinices. C reo n ­ te se irrita y am enaza a tod o s (d o m in ad o tam b ién p o r el exceso, la arrogancia, la hybris) con su p o d er si n o es h a ­ llado ráp id am en te el culpable de tal crim en. Su irritación es com prensible, pues quien haya cubierto de tie rra el ca­ 131. A ntigona, 75. 132. A ntigona, 79.

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dáver de Polinices ha desafiado fro n ta lm e n te su a u to ri­ d a d y, p o r tan to , el estatus en el que se basa el equilibrio social. C reonte sabe que debe actu ar rápidam ente. Y así, cu an d o A ntigona, co n d u cid a p o r u n g uardia, reconoce ante él que ha vertido tierra sobre el cadáver de Polinices y, adem ás, lo justifica, la co n d en a a m uerte. Sin em bargo, lo m ás relevante, desde el p u n to de vista que nos interesa ahora, se p ro d u ce cu ando en tra en esce­ n a Ism ene, la sum isa, la que es m irad a con desdén p o r su h erm an a, la que ha aceptado la ley del Estado sin rechis­ tar. En ese m o m en to , el carácter de am bas m ujeres sale a la luz con u n a claridad de la que, probablem ente, Sófocles era m uy consciente. Ism ene en g ran d ece el m o d elo de m ujer que representa, pues, a pesar de h ab er aceptado la ley y el destino que le es p ro p io p o r el hecho de h ab er n a ­ cido m ujer, m uestra que, com o A ntigona, es capaz de re­ velar rasgos heroicos. D esde el p u n to de vista del pueblo, que asiste a la rep resen tació n de la o b ra y que visualiza desde las gradas del teatro el m ito que sirve de base a su argum ento , se tra ta de u n hecho decisivo que, sin duda, debió de c o n trib u ir a aceptar el m odelo representado p o r Ism ene y a rechazar, p o r el co n tra rio , el en ca rn a d o p o r A ntigona. C iertam ente, Ism ene aparece en escena dispuesta a so­ lidarizarse con su h erm an a y a afro n tar la m u erte con ella declarándose co au to ra del delito. A ntigona, sin em bargo, en u n gesto lleno de la altivez p ro p ia de q u ien n o quiere co m p artir con nadie los méritos de su acción, se niega. En el resto de la o b ra, Sófocles hace h in cap ié en esta faceta del carácter de A ntigona, lo que hace que su cond u cta sea percibida p o r el público com o p ro p ia de un a persona que h a perdid o el equilibrio consigo m ism a y con su e n to rn o social.

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El m ito, tal y com o nos lo presenta Sófocles, co n tin ú a con la aparición en escena de H em ó n , el hijo de C reonte y p ro m e tid o de A ntigona. Intercede ante su padre a favor de A n tig o n a y discute acalo rad am en te con él antes de ab an d o n a r precip itad am en te la escena; u n gesto que p re ­ sagia las desgracias que se avecinan. C reonte, irritad o , o r­ dena que A ntigona sea en terrad a viva en la cám ara de una tu m b a excavada en la ro c a 133. F inalm ente, aparece T ire­ sias, el adivino ciego, conducido p o r u n niño. C o m unica que hay señales evidentes de la cólera divina, pero C reo n ­ te, en u n a reacción típica del g o bernante, le acusa (com o antes Edipo) de fo rm ar p arte de u n a co nspiración con tra él. Sin em bargo, an te los terribles vaticinios del adivino, cede finalm en te y o rd en a e n te rra r a Polinices y lib erar a A ntigona. M as ya es tarde. La red del destino está echada y la su ­ cesión de aco ntecim ientos resulta inevitable, com o o c u ­ rre tam bién en Edipo rey. A hora sólo hay lugar p ara que se desencadene el dram a, el sufrim iento, pues las desgracias se suceden: u n m ensajero relata la m u erte de A ntigona y de H em ón. Tras escucharlo Eurídice, la esposa de C reo n ­ te, sin decir nad a, despacio, en tra en el palacio y se q uita la vida, incap az de so p o rta r su desconsuelo. C reonte, arrepentid o , desbordado, aplastado p o r el peso de la a n ­ gustia, se lam en ta en vano. Sin d u d a alguna, la lectura de un a ob ra com o ésta p u e ­ de hacern o s co m p re n d e r m u ch as de las características 133. Se tra ta d e tu m b a s artificiales, de cám aras sepulcrales excavadas en las rocas qu e b o rd e a n la lla n u ra teb an a. Este tip o de tu m b a s, a las q u e se accede p o r u n co rre d o r, n o s es c o n o c id o ta m b ié n p o r los hallazgos e n c o n tra d o s en alg u n as reg io n es del Á tica y en la c iu d a d de N auplia. C re o n te o rd e n a q u e A n tig o n a sea e n c e rra d a en u n a de estas tu m b a s d o n d e, fin alm en te, h a b rá de m o rir de inanición.

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que debían de co n fo rm ar al pueblo griego desde ángulos m uy diversos. En este sentido, el m ito de A ntigona se p a ­ rece m uch o al de su p ad re Edipo, p ues te rm in a con una sucesión de aco n tecim ien to s sobre los que ya n in g ú n m o rtal p u ede ten er control. Es la sup rem a visión que, so­ bre el destino de los h u m an o s, desplegó la antigua m ito ­ logía griega. Pero desde el p u n to de vista de la im p la n ta ­ ción social de los m od elo s fem en in o s, la lectu ra es, tam bién, m u y esclarecedora. A n tig o n a actú a en n o m b re de la defensa de las leyes no escritas, p a trim o n io del ser h u m a n o desde siem pre, que tien e n que ver con la co n cep ció n natural, n o cu ltu­ ral, de las cosas. Si se o p o n e a la ley h u m a n a es p o r ra z o ­ nes fu n d a m e n ta lm e n te religiosas, q u e la h acen e n tra r en u n a sen d a de n o re to rn o , en u n crescendo h ero ico (p ropio, p o r lo dem ás, de to d o s los héroes trágicos) p e r­ cibido co m o exagerado p o r los esp ectad o res, esp ecial­ m en te cu a n d o se niega a acep tar la co m p ren sió n y soli­ d a rid a d de su h e rm a n a . Pero A n tig o n a, con su a c titu d de o p o sició n a la ley de los h o m b res, con su e m p e c in a ­ m ie n to en d esafiarlo s y en llevar ese desafío al te rre n o religioso, n o sólo causa su ru in a, sino la de seres in o c e n ­ tes que no tie n e n n ad a que ver co n su d ram a. La m u e rte de H e m ó n y de E u ríd ice p ro b a b le m e n te e ra n sen tid as p o r los espectad o res de la o b ra co m o u n a co nsecuencia del p ro ced er de A ntigona, que, p o r enfrentarse a u n a in ­ ju sticia relativa (Polinices ha atacad o la c iu d a d ), causa o tra absoluta: la m u e rte de seres in ocentes que, adem ás, la am an. Es significativo, com o siem pre, el silencio escénico de Sófocles en relación con Ismene, el m odelo opuesto, quien después de desaparecer de la escena antes de la m itad de la obra, no vuelve a aparecer más. Sin em bargo, el espectador

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sabe que sobrevive134 y que finalm ente su postura encarna el nuevo tip o de m u jer discreta, resignada, que acepta su condición inferior a la del hom b re y considera inútil o p o ­ nerse a él. Parece pusilánim e e, incluso, cobarde frente a Antigona; sin em bargo, tiene éxito en la tarea m ás im p o r­ tante de todas: sobrevivir. Frente a ella, A ntigona es u n p er­ sonaje arcaico, u n a m ujer llena de peligro a pesar de que el leit m otiv de su co n d u cta sea justo. Ella, com o M edea, lo lleva a tal extrem o que, en u n m o m en to dado, resulta se­ cundario frente a las consecuencias terribles que genera. Efectivam ente, Eurípides, en su Medea, llevará al extre­ m o esta característica que se hace pasar p o r p ro p ia de las m ujeres: resolver u n a injusticia relativa com etida c o n tra ellas con o tra injusticia absoluta que, adem ás, asu m en com o inevitable. Q uizá sea ésa la grandeza trágica de un p ersonaje co m o la M edea de E urípides, que no «echa la culpa» a áte ni a n in g u n a o tra de las que hem os llam ado in tervencio n es psíquicas. Son m ujeres p erfectam en te conscientes, especialm ente M edea, de la injusticia h o rri­ ble que van a com eter, pero n o p u ed en evitarla po rq u e en su m an era de a c tu a r n o prevalece la razón. Este tip o de m ujeres (y, en u n cierto sentido, to d as las m ujeres) son presentadas y fijadas en la im aginación del p ueblo com o el p ro to tip o de la irracionalidad, lo que las aleja de la co n­ sideración de personas, en el sentido de que no son capa­ ces de asu m ir responsabilidades. Sófocles, el triu n fad o r, el p o eta trágico m ás clásico y conservador, es u n b u en tran sm iso r de esta ideología in-

134. O tra s tra d ic io n e s q u e h a c ía n m o rir a Ism en e a m a n o s de T ideo, u n o de los siete caudillos q u e atacan las p u e rta s de la ciu d ad , so n co m ­ p le ta m e n te ig n o rad as p o r Sófocles, que, de nuevo, in n o v a o acep ta las in n o v acio n es m ás recientes.

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doeuropea que en la Atenas del siglo v a.C., la época de la Ilustració n , debía de estar ya só lid am en te fijada en la m ente del pueblo. En obras com o Antigona o Edipo rey al­ tera el m ito o acepta innovaciones recientes que van en el sentido que hem os descrito, de m an era que, no sé si cons­ ciente o inconscientem ente, Sófocles se convirtió en uno de los rep resen tan tes m ás destacados de u n a ideología que, a m i juicio, frenó la expansión de la pujante corriente racionalista en la Atenas de su época. Pero éste es u n a su n ­ to que no pu ed o estudiar aquí con la calm a que m erece. Sé perfectam ente que lo expuesto en estas ú ltim as p á ­ ginas m erece, incluso, un análisis m ás in profundo y, p e r­ sonalm ente, n o descarto volver sobre él en o tro trabajo. Sin em bargo, creo que debo dejar aquí este aspecto de m i estudio. C on lo expuesto hasta ah o ra el lector p o d rá fo r­ m arse un a o p in ió n cabal de lo que quiero decir y de cuál es m i p u n to de vista. Sin d u d a p o d ría h ab er elegido otros m itos para ilustrar m is opiniones, pues ab u n d an to d a cla­ se de historias en que la m u jer se nos p resenta com o d e­ positaría de tod o s los males, pasados, presentes y futuros. Podría hab er utilizado los m itos de M edea, de Pasífae, de Circe, de C asandra, de C litem nestra, o la existencia h istó ­ rica de la pitia de Delfos, p resentada com o u n resto irra ­ cional del pasado a la que hay que ro d ear de u n a especie de clero, n a tu ra lm e n te m asculino, cuya actividad racio­ nal, frente a la p u ra m e n te irracional de la Pitia, hace que finalm ente el dios A polo se m uestre a los m ortales com o u n ser en ten d ib le135. Y, finalm en te, p o d ría h ab er re c u rrid o ta m b ié n a las diosas, especialm ente a A rtem is, A frodita, A tenea y H era. 135. V éase en relació n co n este p u n to el lib ro de A na Iria rte Las redes del enigm a, T aurus, M a d rid , 1990.

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Todas ellas rep resentan m odelos fem eninos, paradigm as que han de percibirse, adem ás, con la au to rid ad de la reli­ gión. Pero he preferido el m u n d o m o rtal, a pesar de saber que desde el m u n d o de diosas com o éstas se ha filtrado b uen a parte de los elem entos que h a n caracterizado a las civilizaciones indoeuropeas hasta llegar al m odelo cristia­ no de la «virgen» M aría. A un así, creo que lo que he dicho sobre este asu n to es suficiente p ara u n libro com o éste, que n o p reten d e a b ru ­ m ar al lector, sino o rien tarlo , dirig irlo p o r este m u n d o fascinante y difícil de la in terp retació n de los m itos. Creo que es el m o m en to de sacar algunas conclusiones.

Los m itos com o m odelos Todos los seres h u m an o s buscam os m odelos en relación con los cuales reco n o cern o s. C ad a civilización y cada época h an creado y utilizado m ecanism os parecidos con los que fijar esos m odelos de referencia para individuos o p ara sociedades enteras. El ser h u m an o , situ ad o frente a los m isterios del m u n d o que lo rodea, ha reaccionado de m anera parecida en u n o u o tro lugar, en u n a u o tra é p o ­ ca. El afán del p ueblo griego p o r conocer el m u n d o en el que vivía es sem ejante al de otros pueblos, pero n o lo es, a m i juicio, su disposición absoluta, casi irrenunciable, a no cejar en ese esfuerzo p o r conocer. Ésa es u n a de las carac­ terísticas que h an hecho ser a los antiguos griegos n o una referencia en relación con el proceso del co n o cim ien to, sino la referencia obligada en tal proceso. En efecto, el p ueblo griego n u n c a ren u n ció a saber, a co m p re n d e r el m u n d o . Situado frente a él, en fren tad o a sus fuerzas y a sus enigm as, reaccionó, en general, de dos

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m an eras diferentes; abrió, p o r así decirlo, dos procesos m entales m u y d istintos a través de los cuales todavía hoy transitam os. D e u n a parte, los griegos razonaron acerca del m u n d o que los rodeaba y tam bién del m u n d o interio r del ser h u ­ m ano, dando origen al pensam iento racional y a la ciencia. De o tra parte, allí d o n d e n o p u d ie ro n razo n ar n i c o m ­ prender, im aginaron respuestas, visualizaron explicacio­ nes que d iero n lug ar n o a la ciencia sino a la m itología. N unca he d u d ad o de que es este ám bito, el de la im agina­ ción y el m ito, el que m ejo r nos ayuda a co m p ren d er los procesos m entales que llevaron al p ueblo griego a ser lo que fue. El m ito es el p atrim o n io del pueblo, n o la ciencia. Si la razón (el pensam iento racional, el lógos) caracteriza a los intelectuales, la im aginación es el cam ino p o r el que el pueblo viaja, pues la ru ta del conocim iento racional siem ­ pre ha estado vedada a quienes han tenido com o p rio rid ad sobrevivir en el m u n d o , no com prenderlo. Por eso los m i­ tos esconden o bien las explicaciones del pueblo a los fenó­ m enos que captaban su atención, o bien las explicaciones que, aun n o teniendo origen en su seno, el pueblo aceptó com o válidas. El corazón del pueblo griego está en sus m i­ tos, no en las obras de sus intelectuales, p o r m ás que éstas hayan ten id o u n a influencia extrao rd in aria en la historia de la reflexión y el pensam iento hum anos. El m ito n o necesita com probación, frente a lo que o c u ­ rre con cu alq u ier aserción científica; n i siquiera es im ­ prescindible creer en él. Esto es lo que debió de o cu rrir, probablem en te, con q u ien fuera el p rim e ro en im ag in ar que el relám pago y el tru e n o eran p ro d u cid o s p o r Zeus al d isp arar u n d ard o celeste: lo im ag in ó m ás que lo creyó. Sin em bargo, n o hay d u d a de que m uchas personas acep­ ta ro n lo im aginado p o r ese h o m b re com o u n a razó n que

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explicaba la existencia de las to rm en tas, pues eso era p re­ cisam ente lo que n ecesitaban, u n a explicación que los tran q u iliz a ra en relación con u n fen ó m en o inexplicable que, con to d a razón, los ate rro riz ab a 136. Sin duda, con el paso del tiem po y con el afianzam iento del p ensam iento y los m éto d o s racionales, se d ie ro n las co n d icio n es p ara que m uch a gente se fuera h aciendo escéptica y advirtiera que había otras explicaciones posibles. Sin d u d a esta gen­ te fue la que em pezó con el proceso de hacer tra b a ja r su razón ju n to con su im aginación. Desde este p u n to de vista, las explicaciones m íticas que he expuesto a lo largo de estas ú ltim as páginas son, a m i juicio, suficientem ente indicativas de la posición del p u e ­ blo frente a las m ujeres. Si los m ito s son los m odelos, la base de u n a concepción y de u n a sim bología que p u eden llegar a ser universales, es fácil rep arar en cuál es el m o d e ­ lo de m u jer que nos h a n tra n sm itid o y fijado en nuestro inconsciente colectivo. Y esta tran sm isió n de los m odelos fem eninos se ha llevado a cabo de u n a m an era ta n siste­ m ática y universal que ha fo rm ad o p arte de la herencia a la que tien en acceso, au n sin quererlo, todos los seres h u ­

136. Para la in teligencia p rim itiv a, n o p re p a ra d a p a ra explicaciones ra ­ cionales q u e n o p o d ría en ten d er, casi sie m p re una explicación q u e p u e ­ da v isu alizar es p referible a la explicación racional, que n o p u e d e c o m ­ p ren d er. Es decir, es p referib le el m ito a la ciencia. La h isto ria está llena de ejem p lo s d e científicos q u e, a u n explicando c o rre ctam en te u n fen ó ­ m e n o con razo n am ien to s que h o y n o s p arecen evidentes, n o p u d ie ro n convencer a la gente en general, q u e p refería la explicación im aginativa o m ítica. P ién sese en el caso de G alileo, p o r ejem plo. O piénsese en el p a d re q u e necesita tra n q u iliz a r a su hijo p e q u e ñ o que le p re g u n ta qu é es u n rayo o u n tru e n o . P ara la m e n ta lid a d n o d e sa rro lla d a del n iñ o , sin d u d a c u a lq u ie r ex plicación q u e p u e d a ser visualizada p o r su im a g in a ­ ció n es preferible a la verdad, p ues ésta, al ser in co m p ren sib le p a ra él, no con seg u iría sin o a u m e n ta r su desasosiego.

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m anos de la tierra. Se ha tra n sfo rm a d o en u n a herencia autom ática que fo rm a p arte del ind iv id u o sin que éste se esfuerce p o r acceder a ella. Se ha ad h erid o a n o so tro s de tal m anera que n o p u ede separarse, arran carse de n o so ­ tros sin heridas. Para que esto haya o c u rrid o hace falta u n a cierta u n i­ dad de p a rtid a en la form ación de los m itos en cuyo seno se ha ido deslizando esta concepción de la m ujer. Tal u n i­ dad está, en m i o p in ió n , en la esencia p atriarcal de la so­ ciedad in d o e u ro p e a , basad a en la g uerra. D ad o q u e los pueblos in d o e u ro p e o s se ex ten d iero n p o r u n te rrito rio que abarca desde la Península Ibérica hasta la India, es fá­ cil co m p re n d e r la base sistem ática y u n ita ria de la que p a rte esa v isión unívoca y u n id ireccio n al que los m itos nos tran sm iten de la m ujer. C reo que la guerra es la base de esta concepción. Allí d o n d eq u iera que la g u erra se si­ túe en la base de la sociedad, la m u jer resulta m arg in ad a y la esclavitud, en general, inevitable. En definitiva, el m odelo de m u jer tran sm itid o p o r los m itos ha ten id o fo rtu n a y ha p e rd u ra d o a lo largo de m ás de tres m il años. Las consecuencias que se h a n derivado de la im p lan tació n de este m odelo en el m arco político y social han sido tan im p o rtan tes que el círculo se ha cerra­ do p o r com pleto. C onviene ah o ra analizar lo que ha su ­ pu esto en el m o d elo in stitu c io n a l in d o e u ro p e o la d ifu ­ sión de este m odelo m ítico.

Las consecuencias del m odelo m ítico en el m arco político: el Estado Este m odelo m ítico relativo a la m u jer debió de consoli­ darse d u ra n te el tiem p o que la historiografía m o d e rn a ha

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b au tizad o con el sugerente n o m b re de E dad O scura, un período largo de la historia de G recia que va desde el siglo X II hasta el v i i i a.C. m ás o m enos. En el pró x im o capítulo m e p ro p o n g o in fo rm a r al lecto r de los p ro b lem as que surgen al aceptar esta cronología. Sin d u d a, a pesar de la caída de los reinos m icénicos (que la tra d ic ió n h isto rio g ráfica vincula con la llam ada invasión d o ria, u n m o v im ien to de p ueblos que algunos han llam ado «la g ran m ig ra c ió n » )137, fue en ese p erío do cuando la sociedad descrita en los poem as hom éricos de­ bió asentarse y pro d u c ir el m odelo de Estado que refleja­ ba, p o r otra parte, la nueva realidad social. Los pilares b á ­ sicos de ese nuevo Estado, q u e p reten d ía acab ar p ara siem pre con el m odelo p rim itivo de sociedad pacífica b a ­ sada en la trib u y n o en la fam ilia y en la pro p ied ad co m u ­ nal y no privada, se sustentaban en la tran sfo rm ació n del papel de la m u jer y en el asentam iento del m odelo de p ro ­ ducción basado en el trab ajo de los esclavos. En m uchos aspectos los dos pilares se reducen a uno, pues las m u je­ res son p arte esencial del fenóm eno de la esclavitud, cuya fuente de origen y su m in istro (ya lo he dicho m uchas ve­ ces) es, a m i juicio, la guerra. Así pues, en tre los siglos x i i -é p o c a en que se p roduce el colapso del m u n d o m ic é n ic o - y v m a.C. - q u e ve el in i­ cio de la g ran colonizació n griega del M ed iterrán eo o rien tal y del m a r N egro, el a lu m b ra m ie n to de los p o e ­ m as h o m érico s y el com ienzo de la Época A rcaica de la historia de G recia- d ebieron de o c u rrir algunas cosas d e­ cisivas. D esde el p u n to de vista de lo que estoy tra ta n d o en este libro, lo m ás im p o rta n te es que el m odelo m ítico descrito en estas páginas y que los m icénicos d ifu n d ieron 137. Com o H. Bengtson en su Historia de Grecia, cit.

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p o r todo el m u n d o griego en co n tró , com o era previsible, u n reflejo en el m arco in stitu cio n al. Ese reflejo p e rd u ra todavía hoy, ta n to en el ám bito político com o en el social y cultural. Su estudio es el objeto del pró x im o capítulo.

3. El enigma de la Edad Oscura (1200 a.C.-800 a.C.)

La d en o m in ació n de Edad o Época O scura ha sido u tili­ zada p o r la m ayor p arte de los historiadores para el p e río ­ do de tiem p o co m p ren d id o entre la disolución de los rei­ nos m icénicos y la p rim era fase de la historia de Grecia, la llam ada Época Arcaica. Es u n a época en la que el m u n d o griego, p o r decirlo con palabras de H. Bengtson, «se h u n ­ de en u n a oscuridad casi im p en etrab le que n in g u n a n o ti­ cia histórica llega a elim in ar» 1. A pesar de que B engtson huye de la d e n o m in a c ió n tra d ic io n a l y llam a a esta fase «época de tran sició n » , n o p u ed e evitar defin irla p o r el rasgo que la caracteriza: la oscuridad. E ntre los años 1200 y 1100 a.C., la trad ició n histo riográfica n os dice que se p ro d u jo u n a g ran m ig ració n de p ueblos en el M ed iterrán eo o rien tal. Esta seg u n d a gran m igració n de pueblos in d o e u ro p e o s2 estaría en m arcada p o r dos hitos relacionados desde hace m ucho tiem p o con 1. Historia..., cit., p. 34. 2. La p rim e ra es la q u e p ro tag o n izan , co m o h em o s visto, los aq u eo s o m icén ico s, asen tad o s en te rrito rio griego ya en 1600 a.C.

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3. EL ENIGM A DE LA EDAD OSCURA ( 1200 A.C.-800 A.C.)

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la caída de los centros m icénicos y el saqueo e incendio de sus palacios. El p rim ero ten d ría que ver con la llegada de los llam ados «pueblos del m ar», que p o n e n en jaq u e el status quo m icénico y destruyen y saquean algunos p ala­ cios, especialm ente el de Pilo, en u n a fecha cercana al 1200 a.C. El segundo hito, o cu rrid o en to rn o a 1100 a.C., es la llam ada «invasión de los dorios», que h ab ría de ases­ ta r el golpe de gracia a los restos de la civilización m icén i­ ca, dar form a definitiva en todos los aspectos a lo que d e­ nom in am o s pueblo griego e in au g u rar lo que conocem os com o Edad O scura de la historia de Grecia. Este esquem a, aparentem en te sim ple, de dos oleadas sucesivas de inva­ sores in d o eu ro p eo s en tre las que se intercalan las razzias de los pueblos del m ar es m an ten id o hoy p o r b u en a parte de la literatu ra histórica. En realidad, es u n esquem a que se com prende b astante bien: u n a p rim era oleada de invasores que acaban con la civilización m in o ica crean d o lo que co nocem os com o cu ltu ra o civilización m icénica, y u n a segunda oleada de invasores in d o e u ro p e o s, los d o rio s, que, con el h ierro com o arm a, acaban con la civilización m icénica, o con lo que quedaba de ella, d an d o com ienzo oficial a la historia de Grecia. Tal visión de esta parte de la historia de G recia no sólo resu lta com p ren sib le, co m o he dicho, sino que, adem ás, se ha apoyado desde an tig u o en d ete rm in a d as tradicion es m íticas que, a m i juicio, h a n p o d id o ser m al interpretadas. Sinceram ente, creo que es dem asiado sim ­ ple y, a m i juicio, está equivocada. Las dificultades, em pero, del asu n to que m e p ro p o n go explicar son, u n a vez m ás, m últiples y, en algunos aspec­ tos, insalvables; estoy convencido de que sólo u n estudio interdisciplinar, aú n n o realizado, que p o n g a en c o m ú n los p u n to s de vista de historiadores, arqueólogos, filólo­

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gos, dialectólogos y especialistas en los m o d ern o s m é to ­ dos de d a ta c ió n cro n o ló g ica3, p o d rá alguna vez a rro jar algo de luz sobre esta época rica en m isterios. U na vez avisado de los problem as que ro d ean p o r d o ­ quier el estudio de este p eríodo, el lector hará bien en no esperar g randes cosas, pues cu a n to m ás estudio, cu an to m ás reflexiono sobre los problem as que la É poca O scura nos plantea, m enos seguro estoy de nada. Hace no m u ch o tiem po, sin em bargo, m e sentía có m o ­ do con m is o piniones al respecto, haciendo a los m icéni­ cos responsables de la desaparición de la civilización m in o ica y a los dorios, a su vez, de la d esap arició n de los m icénicos; d u ra n te m u ch o tiem p o este p a n o ra m a n o m e planteó dem asiadas d udas sino que, m u y al contrario, m e hizo acep tar u n estado de cosas que, p o r desgracia, hoy día m e parece insostenible. L am en tab lem en te, a h o ra n o estoy seguro de m u ch o s de esos planteam ientos que antes n o m e generaban la m ás m ín im a d u d a y, lo que es peor, tam p o co estoy seguro de p o d e r a p o rta r en este lib ro alg u n a idea clarificadora. A pesar de ello, perm ítasem e intentarlo em pezando p o r una revisión de los p u n to s de v ista g en eralm en te asu m id os p o r los estudiosos. Es u n com ienzo que n o m e c o m p ro ­ m ete dem asiado y que ayudará al lector a en ten d er m ejor el p ro b le m a con el que nos en fren tam o s. Y es ta m b ié n u n a tarea ineludible p o r m i parte, pues es en esta época de oscuridad cu an d o se reflejan y se p lasm an en la o rganiza­ ción política y social los m itos que hem os estudiado. Si al­ gu n a vez existió la E d ad O scura, en ella fue, sin duda, cuando algunos m itos, p a trim o n io ya de to d o el pueblo, 3. E sp ecialm en te la d e n d ro c ro n o lo g ía (sistem a de d ata c ió n b asad o en los anillos de los tro n c o s de los árboles) y el rad io carb o n o .

3. EL ENIGM A D E LA EDAD OSCURA ( 1200 A.C.-800 A.C.)

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debieron de h acer el viaje decisivo desde la im aginación p o p u lar hasta las instituciones políticas y sociales. U n v ia­ je sin billete de retorno.

El colapso micénico Poco después de la caída de la Troya hom érica4, o cu rrid a entre 1250-1230 a.C., se pro d u ce u n a serie de d estru ccio­ nes masivas en las ciudades-fortaleza m icénicas, especial­ m ente en Pilo (al suroeste del Peloponeso) y en los edifi­ cios exteriores de M icenas. Antes, en el com ienzo del siglo X IV a.C., el palacio cretense de C noso, ocu p ad o y gob er­ nado en esa época p o r u n m o n arca m icénico, es destruido p o r u n incendio y n o vuelve a ser reconstruido. Los estu ­ dios de los d o c u m e n to s de C n o so n o m u e stra n n in g ú n indicio de peligro en ese añ o perfectam ente «norm al», en el que, sin em bargo, el h o g ar del m ítico M in o ta u ro fue destruido p ara n o volver a levantarse n u n ca m ás. Todavía hoy desconocem os con precisión lo que o cu rrió , pero, en cualquier caso, fue to d o u n p relu d io de lo que h ab ría de o c u rrir en la to talid ad del m u n d o aqueo. C iertam ente, hacia el año 1210 a.C. los palacios m icé­ nicos del co n tin en te em piezan a ser destru id o s de form a sistem ática, lo que en algunos casos (com o el de Pilo en p articu lar) p u ed e rastrearse p erfectam en te en los d o c u ­ m entos palaciegos que p oseem os5. A quí aparecen asocia­ 4. Se c o rre sp o n d e con la Troya V ila, según la n o m e n c la tu ra de los a r­ queólogos. Su c o n q u ista y d estru cció n d ebió de p ro d u c irse en tre 1250 y 1230 a.C. Poco an tes h a b ía sid o d e s tru id a la llam ad a Troya V I, p e ro p a ­ rece q u e en este caso la d estru cció n fue d eb id a a u n terrem o to . 5. C h a d w ick (El m u n d o ..., cit., p p. 218-226) h a in te n ta d o establecer, m ed ian te el estu d io de los d o cu m en to s de Pilo, q u e el legendario palacio

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dos p o r p rim e ra vez a la h isto ria de G recia los llam ados «pueblos del m ar», a los que se hace responsables n o sólo de este ataque al palacio de Pilo, sino de ataques sistem á­ ticos po r to d o el M editerráneo oriental que llegan a po ner en serios aprietos incluso a Egipto, d o n d e Ram sés III lo ­ gra, en m ed io de g randes dificultades, d e rro ta rlo s en el m ism o delta del Nilo. El hecho es que el palacio de Pilo es d estruido y ya n o vuelve a reocuparse. Poco antes, m uy al n o rte de Pilo, puede haberse p ro d u ­ cido la destrucción del recinto am urallado de Tebas y, p o ­ siblem ente, tam b ién la destrucción de O rcóm eno, am bos en Beocia, al n o rte del Ática, en lugares m u y alejados del palacio del legendario rey N éstor. P or to d a Grecia el sta­ tus quo parece estar llegando a su fin y todos los centros m icénicos sufren u n despo b lam ien to evidente y acelera­ do. Por o tra p a rte , la presencia de los p u eb lo s del m ar hace que los m ares se vuelvan inseguros y que la ex p an ­ sión m icénica, fu n d am en tad a en la g uerra de conquista, se vea frenada radicalm ente. Pues bien, si a este pan o ram a de destrucción de los pala­ cios y despoblam iento subsiguiente (en to rn o a 1200 a.C.) añadim os el de la invasión doria (en to rn o a 1100 a.C.j-y la p érd id a (que parece generalizada) de la e scritu ra6, es fá­ cil im ag in a r u n p ro ceso ap o calíp tico , u n a u té n tic o co ­ lapso que, según creo, debe ser replanteado. Los p ro b le­ m as que esta visión acarrea son m últiples y, en u n a cierta m edida, casi to d o s están p o r resolver, com o d em u estran las p ro fu n d a s discrepancias que los autores siguen m a n ­ teniendo. de N é s to r esp e ra b a en esta ép o ca u n a ta q u e p o r m ar. Los llam ad o s «p u eb lo s del m ar» so n los m ás serios so sp ech o so s de h a b e r llevado a cabo este ataq u e, según afirm a el p ro p io C hadw ick (p. 242). 6. El lineal B n o se d o c u m e n ta a p a rtir de 1200 a.C.

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Sin em bargo, creo que es posible sugerir algunas h ip ó ­ tesis plausibles si, no obstante, p rim ero in ten tam o s acla­ rar dos aspectos fu ndam entales del pro b lem a que incluso la trad ició n vincula desde siem pre con el llam ado «colap­ so» m icénico: m e refiero a los p u eb lo s del m ar, de un lado, y a la invasión doria, de otro. Q uizá, com o te n d re ­ m os ocasión de ver, el final del m u n d o m icénico n o se de­ bió a un in farto repentino, sino, m ás bien, a un a enferm e­ dad propia de la vejez.

El problema de los pueblos del mar. El paso de la Edad del Bronce a la Edad del Hierro Poco antes de 1200 a.C., la trad ició n historiográfica sitúa u n a gran c o n m o c ió n en to d o el Egeo p ro d u c id a p o r lo que algunos h a n llam ad o «la g ran m ig ració n egea». En o p in ió n de m u ch o s especialistas, este gran m o v im ien to de pueblos «constituye el corte decisivo entre la E dad del Bronce y la Edad del H ierro, que se im puso, casi al m ism o tiem po, en to d o el ám bito del Egeo»7. Los datos a rq u e o ­ lógicos parecen avalar cada vez m ás este hecho que, p o r o tra p arte, está en c o rresp o n d en cia con o tro s cam bios fun d am en tales que tien en lug ar en to d o el ám b ito geo­ gráfico del M editerráneo oriental. En el su r de la cuenca egea tiene lugar un a de las m a n i­ festaciones m ás im p o rtan tes de este m ov im ien to m ig ra­ to rio de carácter general. Su im p o rta n c ia es evidente, pues nos es co n o cid a p o r d o c u m e n to s escritos; se tra ta del m ovim ien to de los «pueblos del m ar», tal y com o son llam ados en los textos egipcios. Según los archivos de 7. Así lo sostiene, por ejemplo, Bengtson, Historia..., cit., p. 29.

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A m arna y los d o cum entos de M enreptha y Ramsés III, es­ tos pueblos del m ar actúan com o m ercenarios en los ejér­ citos de los poderosos desde el siglo x iv a.C., y se les rela­ ciona con la caída definitiva de, al m enos, algunos palacios m icénicos que, según to d o s los indicios, son to m ad o s al asalto, saqueados e incendiados p o r ellos. H ay m u y pocas d udas de que estos pueblos p rocedían del Egeo, y los egipcios recogieron incluso sus n om bres; algunos de ellos son m uy sugerentes y h a n sido asociados con o tro s bien conocidos y establecidos (com o d áñ ao s8, sículos, licios, sardos o, incluso, aqueos) a pesar de que ta ­ les asociaciones pu ed en represen tar u n serio peligro y lle­ varnos, c u a n d o n in g ú n o tro d ato fidedigno las avala, a com eter errores de bulto, del tip o de los que asocian Tar­ teso con Tortosa, p o r ejem plo. La realidad es que la m ayo­ ría de los n o m b res con que los egipcios llam aro n a estos pueblos son, hoy p o r hoy, m u y difíciles de identificar en su totalidad, au n q u e es cierto que algunos parecen claros, com o los licios o los filisteos. Posiblem ente estos últim os se instalaro n en Palestina sólo tras ser rechazados p o r los egipcios, com o afirm a C hadw ick9. Según los d o c u m e n to s egipcios, los p u eb lo s del m ar atacaron Egipto en 1225 y 1183 a.C. - s i ad m itim o s la cro ­ nología h a b itu a l-. Estas fechas resultan ta n cercanas a la caída de Pilo que es m uy difícil sustraerse a la tentación de relacio n ar am b o s hechos y colegir q u e los p u eb lo s del m ar son tam b ién los responsables de su destrucción. A ju zg ar p o r los datos d o cu m en tales que ten em o s, el ataque de los pueblos del m ar al país del N ilo n o fue una

8. T odavía V irgilio, en su Eneida, utiliza el n o m b re «dáñaos» p a ra refe­ rirse a los m icén ico s atacan tes de Troya. 9. J. C hadw ick, El m undo..., cit., p. 225.

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sim ple in cu rsió n con el objetivo del pillaje, sino u n a ex­ p e d ició n en to d a regla con in ten cio n es de co n q u ista y asentam iento, pues adem ás de los barcos se desplazaban carros o c u p ad o s p o r m ujeres y n iñ o s. Es fácil su p o n er que u n a peq u eñ a escuadra de esta pod ero sa flota se p u d o desgajar del grueso de la expedición y atacar, esta vez con el solo objetivo del pillaje, u n p eq u eñ o reino com o el de Pilo, especialm ente si el g rueso de la exp ed ició n h abía sido rechazado en Egipto, país que era u n a de las m ayores potencias de la época. C u an d o u n o co n tem p la la p rim o ro sa excavación que C. Biegen llevó a cabo en Pilo sobre la llam ada «colina del inglés» y lee las páginas dedicadas p o r J. C hadw ick10 a los días finales de este palacio, no es fácil evitar la em oción. El lugar está en m arcado p o r u n a de las m ás herm osas regio­ nes de G recia, flan q u ead a p o r colinas vírgenes llenas de cam pos cuajados de olivos que van descendiendo hasta la orilla del mar. La sensación de calm a, de despreocupación incluso, se hace p aten te en relación, sobre to d o , con las sensaciones q u e al viajero le d esp iertan las im p o n en tes fortificaciones de M icenas y T irinto y su m ajestuosa situa­ ción en el agreste paisaje de esa zona de la Argólide. C uando contem plé p o r p rim era vez el palacio de N és­ tor, m e llam ó especialm ente la aten ció n la ausencia de vestigios im p o rtan tes de fortificaciones - u n rasgo casi in ­ creíble en la sede de u n m o n arca m icén ico 11- y n o p u d e evitar llenar m i m en te con fantasías relacionadas con su rey, el gran N éstor. C a m in a n d o en sim ism ad o sobre el

10. J. C hadw ick, El m undo..., cit., pp. 218-226. 11. C h ad w ick h a ex plicado la razó n de esta ausencia de fortificaciones que, en to d o caso, n o d eb e in terp retarse com o u n insólito rasgo pacífico de los m o n arcas de Pilo.

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Pilo. V ista desde el palacio de N éstor. A l fondo, entre los om nipre­ sentes olivos que prosperan a la orilla del mar, puede verse la isla de Esfacteria y la bahía que sirve de asiento a la actual Pilo. Un peque­ ño paraíso que ha variado m u y poco desde los tiempos de Néstor.

suelo de la h a b ita c ió n en que se conserva u n a b añ era, acudían a m i m en te (en aquellos días en que era u n joven estudiante de filología clásica) los rasgos que a d o rn a n al rey N ésto r en los poem as hom éricos: u n rey anciano y sa­ bio, cuyas arm as son las p alab ras y los b u en o s consejos derivados de ellas. Todos los grandes guerreros de la Ilia­ da, in clu id o el visceral A quiles, le p id en consejo y, fre­ cuentem ente, aceptan sus p u n to s de vista, quizá p o rq u e el anciano m o n arca de Pilo había conseguido ya lo que m u ­ chos de ellos n o h ab rían de conseguir nunca: sobrevivir. Todavía hoy recuerdo que pensé que hasta en eso H o m e ­ ro era fiable, pues la im agen que yo m ism o m e hab ía fo r­ m ado de N éstor, al que el p o eta describe com o el pro to ti-

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Pilo. La «bañera de N éstor». Todavía conserva en su interior ras­ tros de su elegante decoración geométrica.

po de ancian o p ru d e n te y valeroso, c u ad rab a p e rfe c ta­ m ente con aquel lugar tra n q u ilo , apacible, sin m urallas, que m e tran sm itía, en aquellos días de extrem a juventud, u n a sensación pro fu n d a de paz y de equilibrio que yo, en ­ tonces, quise a trib u ir al espíritu de su anciano rey; u n rey al que, com o hizo Telém aco cu a n d o b u scab a a su p ad re Ulises, m e h u b iera encan tad o p reg u n tarle m uchas cosas. Me com placía im aginar vivo, de alguna im posible m a n e ­ ra, a aquel anciano, de cuya m u erte, p o r o tra parte, n i en ­ tonces ni a h o ra conseguí e n c o n tra r n o ticia alguna. Por aquellos días, los pueblos del m ar n o represen tab an p ara m í n in g ú n inconveniente, pues, sencillam ente, n i siquie­ ra recuerd o si sabía de su existencia. M e b astab a con los dorios para explicarm e a m í m ism o la caída del palacio de Néstor.

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En la prim avera del año 2004 volví a Pilo. H abían pasa­ do m uchos años desde aquellos días en que vi p o r p rim era vez la tierra de N éstor, la «arenosa Pilo». En esta ocasión iba acom pañado p o r u n g ru p o de oyentes de RNE que se­ guían atentos y com placidos m is explicaciones sobre el te­ rren o del palacio. U no de ellos era (y sigue siendo) u n a n ­ ciano venerable, com o Néstor, que iba acom pañado de su esposa. N o p u d e re p rim ir la te n ta c ió n de com p ararlos, con em oción, con N éstor y Eurídice, la m ujer que esperó pacientem ente la vuelta de su esposo desde Troya. Y m ien ­ tras hablab a con ellos y con el resto del grupo, sentados debajo de u n o de los olivos que rodean el recinto del pala­ cio, vi (visualicé, m ejor dicho) los últim os días del palacio, con las páginas de C hadw ick en la cabeza y las sensaciones que m e pro d u cían todos m is intentos, fallidos, p o r hacer­ m e u n a idea de quiénes h abían sido los pueblos del mar. H oy estoy convencido de que los responsables de la caída de Pilo n o fu ero n los p u eb lo s del m ar, en ten d id o s éstos com o u n conglom erado de pueblos que actú an ju n ­ tos con el objetivo de asentarse y establecerse, com o es el caso del ataque a Egipto. N o existe nin g u n a p ru eb a que dé fe de u n asentam iento en Pilo, ni en el palacio ni en sus al­ rededores, después del ataq u e q u e lo d estruyó. Sin e m ­ bargo, es p erfectam en te co m p ren sib le que, com o decía antes, g ru p o s desgajados de este co n g lo m erad o de p u e ­ blos que ata c a ro n E gipto y que fu ero n rechazados p o r Ram sés III en la b atalla del N ilo, se lan zaran , después, c o n tra u n p eq u e ñ o reino costero com o el de Pilo con el solo propósito de conseguir víveres y recursos que les p e r­ m itieran sobrevivir en u n viaje de regreso que, p ro b ab le­ m ente, era u n a travesía sin ru m b o definido. Pilo era u n rein o sin m urallas, au n q u e con capacidad m ilitar. Sin em bargo, n o p u d o resistir el ataque de estos

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grupos desprendidos de la expedición d erro tad a en Egip­ to que, tras esa d erro ta y sin u n lugar en el que establecer­ se, dev in iero n en au tén tico s piratas. P ro b ab lem en te la m ayor p a rte de la p o b lació n de Pilo y sus alrededores p u d o pon erse a salvo h u y en d o a tiem po. La ausencia de cadáveres en las excavaciones parece a p u n ta r en esta d i­ rección, pues (lógicam ente) los p iratas que atacaron Pilo habrían actuado, com o era la n o rm a en esos casos, c a p tu ­ ra n d o a m ujeres y n iñ o s p a ra convertirlos en esclavos y m asacrando a los hom bres. Por estos m ism os años M icenas fue tam b ién atacada, pero la fortaleza resistió. O tros centros m icénicos fueron destruidos, igual que Pilo, de form a violenta (en tre ellos el de Tebas, en Beocia), pero la arqueología, in só litam en ­ te, no detecta huellas de los atacan tes12. Por esta razón, se han fo rm u lad o hipótesis relacionadas con el clim a p ara explicar las d estru ccio n es m ateriales a las que se v ieron som etidos los centros del p o d e r m icénico. Sin em bargo, tales hipótesis, basadas en la ap arición de un a gran sequía que habría obligado a m uchos gru p o s h u m an o s a buscar tierras h ú m ed as d o n d e asentarse, no están confirm adas suficientem ente y, m ás bien al contrario, parecen estar en contradicció n con los datos arqueológicos13. La hipótesis del cam bio clim ático, p o r tanto, n o parece verosím il. Así pues, ¿intervinieron, tam b ién , los pueblos del m a r en la destrucción de estos palacios? Ya hem os dicho que la arqueología no detecta huellas de los atacantes. En realidad, sólo en el caso de Pilo parece 12. Este h ech o m e p arece de la m ayor im p o rta n c ia y está en la base de las ideas q u e voy a ex p o n er u n poco m ás adelante. 13. El análisis del po len c o rre sp o n d ien te a los estratos arqueológicos de esta ép o ca revela la existencia de u n tip o de vegetación qu e n o arm o n iz a con la p re te n d id a etap a de sequía.

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verosím il la presencia de algún g ru p o desgajado del c o n ­ glom erado de gentes conocidas com o pueblos del mar. La situ ació n geográfica de Pilo y la secuencia de aco n teci­ m ientos que debió de p o n e r en m arch a la batalla del Nilo hacen razonable u n a hipótesis que, p o r o tra parte, ta m ­ poco está claram ente confirm ad a p o r la arqueología. Sin em bargo, n i siquiera hay indicios que p ru eb en la p resen ­ cia de los pueblos del m ar en o tro s lugares de Grecia, p o r lo que parece plausible p lan tearse o tras hipótesis que pued an explicar de m an era verosím il el supuesto colapso m icénico sin necesidad de co n tem p lar u n ataque directo co n tra sus centros de poder. En efecto, el hecho de que los pueblos del m ar hicieran acto de presencia en el M editerráneo (actu an d o en g ra n ­ des grupo s organizados o en p equeñas oleadas de escua­ dras piratas) debió de tener un a influencia notable en u na o rganizació n com o la de los reinos m icénicos que, tal y com o he sugerido antes, desde u n p u n to de vista social y económ ico basaba su existencia en la g uerra de co nquista y en la seguridad, p o r tan to , de las rutas de u ltram ar. Vis­ tas así las cosas, la presencia de los pueblos del m a r en el M ed iterrán eo tuvo que c o n trib u ir a la caída del m u n d o m icénico sin necesidad de que se p ro d u jera u n ataque d i­ recto a los centros de la G recia peninsular, pues, u n a vez co m prom etid o su modo de vida (basado, com o acabam os de decir, en la guerra de conquista y en la existencia de r u ­ tas m arítim as seguras), el ataque frontal, organizado, no era necesario. No cabe du d a de que el m u n d o m icénico se vio p e rtu r­ b ado p o r la presencia de los p ueblos del m ar, au n q u e de u n a m an e ra in directa, según creo. Toda su organización q u ed ó seriam en te afectada, com o u n b o x ead o r so n ad o que se resiste a ser definitivam ente no q u ead o . El k.o., de

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todas form as, no tard ó en llegar. A un así, com o ya he d i­ cho, fueron noquead as las personas, n o el m odelo social y cultural que, de m an era p ujante, resistió y sobrevivió al pueblo que lo había em pezado a im p lan tar unos q u in ie n ­ tos años antes y que había conseguido infiltrarlo, a través de unas cuantas generaciones, en el m odus uiuendi de las poblaciones a las que había som etido.

La invasión doria El segundo gran hito que enm arca esta m igración de p u e ­ blos en el M editerráneo o riental lo constituye la llam ada «invasión doria». En efecto, hacia el año 1100 a.C., co in ­ cidiendo con el com ienzo de la llam ada Edad del H ierro, vuelven a p ro d u cirse grandes co nm ociones. La m ás im ­ p o rta n te de ellas se refiere a la ciu d ad que dio n o m b re a to d a u n a civilización, M icenas, pues en esta época u n gran incendio destruye el palacio y o tro s edificios situ a ­ dos den tro de la ciudadela, que había resistido o tro s a ta ­ ques cien años atrás, com o hem os visto. La destrucción de M icenas se ha atrib u id o trad icio n al­ m en te a la «invasión doria», u n m o v im ien to de pueblos que cabe con sid erar com o el ú ltim o fleco de la g ran m i­ gración egea en te rrito rio de Grecia. Las trib u s d o ria s14 p erm an eciero n casi u n m ilenio en el territo rio noroccidental de Grecia hasta su bajada al Peloponeso a finales del II m ilenio a.C. Éste es el p u n to de p artid a de la tesis trad icio n al, según la cual, u n a vez co­

14. Los d o rio s e ran u n p u eb lo belicoso, co m o d e m u e s tra su p ro p io n o m b re, q u e es u n a fo rm a ab reviada de dorím achoi, p alab ra qu e signifi­ ca ‘los q u e co m b aten co n la lan za’.

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m enzado el viaje hacia el sur, los dorios llenaron su ru ta de devastaciones y saqueos que se extendieron sobre u na am plia zona de Grecia. Los centros m icénicos se h u n d ie ­ ron p o r d o q u ier - n o sólo las grandes ciudadelas fortifica­ das de la A rgólide com o M icenas o T irin to que, en vano, hab ían reforzado su recin to am u ra lla d o o c o n stru id o , com o es el caso de T irinto, u n a ciudadela de refugio en la co lin a-. La dirección del em puje de estas trib u s dorias se m anifiesta claram ente de n o rte a su r y llega a afectar a is­ las com o C reta y otras del su r del Egeo. U na vez asentados en el Peloponeso, los dorios a c tu a ­ ron de la siguiente m anera: ex term in aro n p arcialm ente a la població n aquea local, so m etiero n a esclavitud a o tra parte de la m ism a y se asim ilaron con la restante. Fin al­ m ente, bien establecidos ya en la m itad n o rte del P elopo­ neso, u n a p arte co n tin u ó su avance hacia el sur; se fo rtifi­ có in icialm en te en la zona su p e rio r del valle del río E urotas, en u n a región que luego to m aría el n o m b re de Laconia o Lacedem onia y, a p a rtir de esta especie de cabe­ za de p u en te, c o n tin u ó hacia el su r en u n m o v im ien to m asivo que fue o c u p a n d o to d o el valle del río, es decir, Laconia, así com o todos los territo rio s adyacentes p o r el este. Tal proceso debió de ser d u ro y sangrien to , con un prolongado perío d o de lucha interior, pues desde la llega­ da de los d o rio s al P eloponeso hasta la fo rm ació n de un sólido rég im en estatal en Laconia (la ciu d a d -e sta d o de Esparta) tra n sc u rrie ro n no m enos de cien años. Finalm ente, los conquistadores dorios, que ya c o n tro ­ laban to d o el te rrito rio de Laconia, se establecieron (en el siglo IX a.C.) en u n lugar estratégico del valle del Eurotas, al sur de la im p o n en te cordillera del Taigeto, y se asen ta­ ron en cinco núcleos de población, según parece. De estas cinco aldeas h abría de surgir la ciudad de Esparta, llam a-

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da a enfrentarse a m u erte con o tra que, en esta época, d e­ bía de ser poco m ás que u n v illorrio perdido, sin im p o r­ tancia, irrelevante desde el p u n to de vista de los aconteci­ m ientos de la historia: Atenas. Los viajeros que hoy día se deciden a ir a E sparta (m uy pocos se alejan m ás al sur de los circuitos turísticos de la A rgólide) suelen e n co n trarse con la h isto ria en cu an to cruzan p o r carretera el p u en te sobre el río E urotas en d i­ rección al llam ado M eneláion. Es verdad que apenas q u e ­ da n ad a de la an tig u a E sparta y que, u n a vez m ás, com o ocu rrió con C artago y ha debido de o c u rrir con Tarteso, nadie p o d ría hacerse u n a idea de la im p o rta n c ia de esta ciudad en la h isto ria de la antig u a G recia co n tem p lan do la m iseria de sus restos. Sólo las fuentes literarias antiguas nos han rescatado esta ciudad del olvido de la historia. Ya los antiguos se so rp ren d ían al con tem p lar Esparta, pues el ideal de au ste rid a d q u e la ciu d ad en carn ó desde sus orígenes (¡qué d istin ta, ta m b ié n en esto, de su rival Atenas!) se reflejaba en la escasez de to d o o rn a to innece­ sario. Licurgo, el legislador a q u ien la tra d ic ió n atrib u ía las leyes que regían a los esp artan o s, co n sid erab a que la o rn a m e n ta c ió n de los edificios p úblicos p erju d icab a la atención de los ciu d ad an o s, q u e se d istra ía n , así, de los asuntos im p o rtan tes. Q uizá p o r eso los turistas n o desa­ fian las carreteras del sur del P eloponeso y acaban p o r no pisar esta tie rra de Laconia, la tie rra en la q u e se fraguó b u ena p arte de la h isto ria de la G recia clásica. Sin em bargo (perm ítasem e este excurso p ro b ab lem en­ te innecesario), la decepción que u n o puede ex p erim en ­ ta r en la co n tem p lació n de la m o d e rn a E sparta p u ede com pensarse. Basta con cruzar el río E urotas hacia el este, com o decía, y seguir la carretera p o r su m argen izquierda. A los pocos kilóm etros se llega a u n cam ino de tierra que,

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E sparta vista desde el M eneláion, con la cordillera del Taigeto al fondo. La contem plación de Esparta desde esta perspectiva inigua­ lable compensa del duro viaje que espera a los viajeros que llegan hasta estas ásperas tierras. La antigua Esparta no debía ser m u y d i­ ferente vista desde aquí.

de nuevo a la izquierda, serpentea entre olivos p o r la lade­ ra de u n a colina. Al final del cam ino el viajero se e n cu en ­ tra con los cim ien to s del M eneláion, u n edificio q u e los antiguos espartanos consideraban el palacio en el que vi1 vieron H elena y M enelao, el rey m icénico de Esparta. To­ davía en el siglo v a.C. lo m o strab an orgullosos a los e n ­ tonces, com o ahora, escasos visitantes. D esde lo alto de este p ro m o n to rio que flanquea u na cadena de colinas al este de la ciudad, u n o descubre, espe­ cialm ente a la h o ra del ocaso, la verdadera m aravilla de la E sparta de todas las épocas: su situ ació n en el im p resio ­ nante m arco del valle del Éurotas. Las casas blancas de la ciu d ad parecen atem p o rales vistas desde allí, lo m ism o que las pequ eñ as lom as cu biertas de olivos sobre las que pacen reb añ o s de ovejas y de cabras d isem in ad o s p o r el paisaje. Es im p o sib le sustraerse a la m agia de este lugar asaltado p o r los ecos de la historia. Finalm ente, la vista se

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detiene en la im p o n en te b arrera de la cordillera del Taigeto, que, vista desde allí, parece infranqueable, com o una m uralla n atu ral que protegió E sparta de todos los ataques de los hom bres. La person alid ad austera de Esparta, su gusto p o r el ais­ lam ien to y su desapego p o r el ru m b o que, m ás allá del Taigeto, to m ab a la historia de Grecia, todos los rasgos, en sum a, de sobriedad «espartana» que caracterizaron a esta ciudad-estado que llegó a ser m ilitarm en te invencible, se c o m p ren d e n al c o n tem p larla desde la colina del M eneláion. El m u n d o n o parece existir m ás allá del Taigeto. Es­ parta, com o n in g u n a o tra ciudad de Grecia, es hija del lu ­ gar en que se asienta. C on la fu n d ació n de E sparta la trad ició n h istó rica da p o r finalizada, en su fase m ás im p o rtan te, la llam ada in ­ vasión doria. El viaje de los d o rio s desde el noro este de Grecia hasta el sur del Peloponeso (Esparta) y las islas del sur del Egeo, sigue siendo la hipótesis m ás extendida para explicar la caída de los centros aqueos o m icénicos. Sin em bargo, creo, con Chadw ick y otros, que es h o ra de revi­ sar este esquem a, verdaderam ente sim ple, de la situación. D esde el p u n to de vista que a m í m e interesa ex poner en este libro, es necesario que m e detenga todavía u n poco m ás en este aspecto. Ya he com entado que en la época que com ienza, m ás o m enos, en el año 1100 a.C., h u b o de con­ solidarse un m odelo institucional basado en algunas de las transm isiones m íticas de las que hem os hablado en el ca­ pítulo anterior. Elabía que d ar u n a «forma» legal a lo que estaba ya im preso en la im ag in ació n y en las vidas de la gente com ún; había que resolver, p ara siem pre, el p ro b le­ m a de las m ujeres y de los esclavos, las dos grandes nove­ dades del m odelo m icénico. El solo hecho de que este m o ­ delo no fuera cuestionado p o r los dorios (ni p o r las otras

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co m unid ad es dialectales griegas, especialm ente jo n io s y eolios) sino, m ás bien, im p lan tad o y asegurado, debe h a ­ cernos d u d a r de que los hechos o c u rrie ra n tal y com o la tradición nos los ha contado. Veamos qué quiero decir.

Los dorios: ¿invasión exterior o levantam iento interno? J. C hadw ick enfocó este p ro b lem a que p o ste rio rm e n te otros autores h an ido precisando m ás. En su libro, citado varias veces, El m undo micénico (pp. 242 y 243) dice lo si­ guiente: Solía estar de m o d a asignar a los d o rio s el papel de villanos en la tragedia m icénica. Los dorio s era n las gentes que en épocas p o s­ teriores d o m in a ro n las regiones m erid io n ales y occidentales del co n tin en te griego y co nserv aro n u n a h o stilid ad trad icio n al h a ­ cia los jo n io s, el p u eb lo que d o m in a b a el Egeo central, h o stili­ d a d qu e c u lm in ó en veintisiete añ o s de g u erra en el siglo v 13. D ado que los dorios resu ltaro n beneficiados p o r el colapso m i­ cénico, era n atu ral culparles del m ism o. Pero la d ificultad p rin ­ cipal h a sido siem pre la ausencia de to d o d ato arqueológico de la serie de invasiones dóricas [...].

En realidad, hoy día el problem a sigue planteado en los m ism os térm inos. M i p ro p ó sito n o es e n tra r aquí en u na exposición exhaustiva, p ero es im p o rta n te p a ra la tesis que sostengo intentar, al m enos, d ar alguna som era expli­ cación. Sinceram ente, estoy de acuerdo con C hadw ick y n o creo que h u b iera p ro p iam en te u n a invasión doria. El p roblem a debe plantearse, a m i juicio, desde o tro p u n to de vista. 15. N a tu ra lm e n te , a.C. Fue la llam ad a «G uerra del Peloponeso».

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En realidad, la ausencia de pru eb as arqueológicas de la supuesta invasión doria y el hecho de que la cultura m ate­ rial, especialm ente la sucesión de estilos de cerám ica, no sufra n in g u n a alteració n relevante, p arecen in d ic a r con claridad que n o h u b o p enetración de nuevas gentes, y que el proceso que d esem bocó en la d esin teg ració n de los centros de p o d e r m icénicos fue, m ás bien, in te rn o . Es cierto, ya lo hem os dicho, que al com ienzo de la E dad del H ierro se p ro d u c e n g randes co n m o cio n es y q u e el c o n ­ texto histórico cam bia de m an era m uy significativa, pero, com o sostienen abiertam ente J. L. M elena y M. S. Ruipérez16, «probablem ente n o fue u n a invasión p ro p iam en te dicha, sino u n a sublevación interna». D esconocem os los detalles de esta sublevación, p ero m i conven cim ien to de que tuvo lugar a u m e n ta con el paso del tiem po. C uando co ntem plo las m urallas de M icenas y de T irinto, se m e hace m u y difícil im ag in ar cóm o puede tom arse u n a ciudadela fortificada de tal m o d o sin ayuda interior, y siem pre m e he sentido inclinado a p e n ­ sar que las poblaciones som etidas p o r los aqueos p u d ie ­ ron, en u n m o m en to dado, tom arse la revancha. En época histórica, sabem os que esto fue in ten tad o p o r los hilotas, la población so m etida p o r los dorios de E sparta y red u ci­ da a u n a esclavitud de extrem a dureza. P robablem ente el éxito que, al m enos inm ed iatam en te, no tuvieron los h i­ lotas lo tuvieron las poblaciones som etidas p o r los m icé­ nicos, que, quizá apoyadas p o r elem entos m arg in ad o s o relegados de la p ro p ia nobleza m icénica, consig u ieron cam biar el estado de cosas. D esde luego, los tiem p o s eran propicios, pues los m icénicos, em p eñ ad o s en guerras de conquista incluso en u ltram ar, y p uestos en jaque p o r la 16. Los griegos micénicos..., cit., p. 21.

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aparición de los pueblos del m ar (que hicieron im posible la navegación tran q u ila p o r las ru tas m arítim as h a b itu a ­ les), estaban en u n a situ ació n difícil p ara defenderse de un ataque desde dentro. H ay otras razones que m e inclinan a d u d a r de la inva­ sión. Algunas están referidas a Esparta, la ciudad m ás im ­ p o rta n te de los dorio s en época histórica. Ya he descrito cóm o su p o n e la tra d ic ió n que los invasores to m a ro n y con tro laro n la tie rra de Laconia. Pero ¿cóm o explicar esa excentricidad de la diarquía, la in u sitad a presencia de dos reyes al frente del E stado espartano? Todos c o m p re n d e­ ríam os m u c h o m e jo r la presencia de u n solo rey, d o rio n atu ralm en te, al frente de la ciu d ad -estad o de E sparta y lo cierto es que esta in stitu ció n diárquica y n o m o n á rq u i­ ca ha llenado de asom bro a b u en a p arte de los h isto ria d o ­ res de todas las épocas, sobre to d o po rq u e, com o es fácil de prever, la existencia de dos casas reales en E sparta fue siem pre u n m otivo de discordia. De hecho, am bas (la de los Agíadas y la de los E urip ó n tid as) m an tu v iero n siem ­ pre sus m o rad as, sus en te rra m ien to s y sus fu n cio n es de culto aparte, hecho que no hace m ás que recalcar la n a tu ­ raleza extravagante de la diarq u ía espartana. Sin em bargo, quizá debajo de esta aparen te irreg u lari­ d ad se oculte u n a necesidad originaria: la de consensuar u n a in stitu c ió n que reflejara la doble realidad de los h a ­ b itantes de Laconia, dorio s y aqueos. Sin d u d a el c o m p o ­ n en te d o rio debió de ir a d q u irie n d o con el tie m p o u n a clara prep o n d eran cia, pero en los difíciles años de tra n si­ ción de la E dad del Bronce a la del H ierro, tal vez la d ia r­ quía supuso u n a b u en a solución p ara acabar con u n p ro ­ ceso de lu ch a civil q u e am en azab a con n o p o d er resolverse. Las p o b lacio n es d o rias m u y p ro b a b le m e n te tran sig iero n con in teg rar a la nobleza m icénica (o a u na

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p arte de ella) en u n a in stitu ció n que garan tizara sus p ri­ vilegios y, a la vez, inm ovilizara su oposición ante la n u e ­ va clase dirigente doria, represen tad a p o r los éfo ro s17, no p o r los reyes que, poco a poco, fu ero n p erd ie n d o p o d er en relación con éstos. Tal estado de cosas, a m i juicio, parece co nfirm ado por H e ró d o to 18 - e l padre de la h isto ria y u n excelente co n o ­ cedor de las trad icio n es h istó ric a s-, cu a n d o relata u n a anécdota relativa al polém ico rey espartan o C leom enes I. En efecto, al ser co n m in a d o p o r u n a sacerdotisa de A te­ nea a a b a n d o n a r su san tu ario «pues n in g ú n d o rio puede p e n e tra r en este lugar», C leóm enes co n testó , in creíb le­ m ente, «pero m ujer, yo no soy d o rio sino aqueo». La anécd o ta es m u y in teresan te, p ues parece c o rro b o ra r lo que estoy p ro p o n ien d o . La ausencia de p ruebas arqueológicas en los lugares en que supuestam ente se p ro d u jo el ataque de los invasores y conquistadores dorios y algunos otros datos más, com o el que acabo de co m en tar en relación con la m o n arq u ía es­ partana, n o son los únicos arg u m en to s (au n q u e m e p a re­ cen sólidos p o r sí m ism os) que p o n en en m u y serias d u ­ das la tra d ic ió n de la invasión doria. H ay razones que, según creo, son todavía m ás concluyentes. En p rim e r lugar, cabe p reguntarse quiénes eran los su­ puestos conquistadores. Pues bien, los dorios son u n g ru ­

17. Los éfo ro s (d e ephoráo, ‘vig ilar’) eran , litera lm e n te ‘in sp e cto res’. C o n stitu ían u n colegio de cinco m agistrados que, partien d o de unas atri­ buciones en p rin cip io bastan te lim itadas, acabaron p o r convertirse en los au tén tico s am o s de E sparta. Velaban p o r el m a n te n im ie n to del esp íritu y de la letra de la C o n stitu ció n y vigilaban el cu m p lim ien to de las «buenas costum bres». Su actividad co artó m u y se riam en te la iniciativa de reyes, jefes m ilitares y gérontes (ancianos, u n a especie de «senadores»). 18. Historia, 5.72.3.

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po étnico o, m e jo r dicho, u n co n g lo m erad o de estirpes que, en realidad, difiere m uy poco del resto de los grupos étnicos griegos, pues en térm in o s generales tod o s form an u n m ism o pueblo. Por o tra parte, que los dorios se e n te n ­ dieran sin dificultad con los dem ás griegos pru eb a que, de hecho, no h ab ían estado dem asiad o separados de ellos, cosa que, adem ás, tam b ién es co rro b o ra d a p o r in n u m e ­ rables rasgos culturales. Si aten d em o s al p a n o ra m a lingüístico, las diferencias entre los dialectos griegos son realm ente de detalle frente a los innum erables rasgos com unes, lo que m e da derecho a suponer, com o acabo de decir, que quienes h ablaban es­ tas lenguas n u n c a estuvieron m u y separados en tre sí, ni en el tiem p o ni en el espacio. M uy al contrario, los datos lingüísticos sugieren, en general, u n a larga etapa de p ro ­ xim idad y de in tercam bio en todos los sentidos entre los hablantes de los dialectos jónicos (establecidos en época histórica en Asia M enor y en Ática) de u n lado, y los h a ­ blantes de los dialectos dóricos, establecidos fu n d a m e n ­ talm ente en el Peloponeso, de otro. Por to d o ello, son ya m uchos los autores que h an asu m id o abiertam en te la h i­ pótesis de que los dorios, o u n a b u e n a p a rte de ellos, se en co n trab an ya en el Peloponeso en época micénica. Es m uy posible que poblaciones dorias h abitaran áreas que po d ríam o s considerar m arginales en relación con los centros palaciales m icénicos, y p ro b ab lem en te tam b ién estaban en u n a o p o sició n conflictiva con los m icénicos - n o sé si de carácter social o étnico, o si am bas cosas a la vez-. En este sentido, m e tem o que es im posible llegar a u n a in te rp re ta c ió n avalada p o r h echos d em o strab les y soy consciente de que m e m uevo en el terren o de u n a h i­ pótesis cuya dem o stració n es poco m enos que im posible. A un así, co ntem plado desde este p u n to de vista, el pañ o-

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ram a m e parece m ás acorde con los datos históricos, a r­ queológicos y lingüísticos. Los dorios, sin ser invasores ni co m p o rtarse com o conquistad o res venidos desde fuera, p u d ie ro n rep resen tar u n papel decisivo en la caída final del p o d er m icénico. En realidad, asestaron desde d en tro el golpe definitivo a u n a sociedad que ya estaba, com o h e­ m os visto, en graves dificultades exteriores. En to d o caso, es u n hecho (y parece m u y significativo) q u e los d o rios o cu p a ro n , sistem áticam en te, las áreas que antes h ab ían sido ocupadas p o r los m icénicos. No m e gustaría term in ar este excurso sobre los sucesos que tuviero n lugar en tre 1200 y 1100 a.C. sin hacer u na brevísim a alusión al m ito co nocido com o el «reto rn o de los H eráclidas», u tilizado p o r m u ch o s autores (incluso p o r algunos que suelen desconfiar abiertam ente de los m i­ tos) com o base p ara justificar la supuesta invasión dórica. La in te rp re ta c ió n tra d ic io n a l relaciona esta leyenda con la invasión do ria y, en cierto sentido, cree ver en ella el recuerdo m ítico de tal invasión. Sin em bargo, el reto rn o de los hijos de Heracles (o H ércules) a las tierras del Pelo­ poneso tiene to d a la p in ta de ser u n m ito creado interesa­ d am ente post euentum . Así, los n om bres utilizados en este m ito, que p reten d ía hacer descender a los reyes e sp a rta ­ nos de u n antepasado m itológico com o H ércules, reflejan claram en te el in te n to de explicar el o rigen de las tres grandes trib u s dorias (híleos, dim anes y panfilios) a p a r­ tir de Hilo, hijo de H ércules, y de D im as y Pánfilo, hijos a su vez del rey Egimio. En lo relativo a este m ito, m e parece interesante el breve análisis que Blázquez, M elero y Sayas hacen en la p. 246 de su, ya citada, H istoria de Grecia. A ellos m e rem ito. P or el c o n tra rio , o tro m ito b ie n co n o cid o quizá nos m u estre los ecos de esta «invasión» in tern a. Se tra ta del

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m ito de Ulises y su p eregrinar p o r m ares y tierras antes de llegar a su patria, la isla de Itaca. Pretendo dedicar u n p ró ­ xim o trab ajo a la leyenda de este personaje vital de la m i­ tología griega y universal m ed ian te u n detallado análisis de la Odisea hom érica. Entonces volveré sobre este asunto con la calm a y extensión que se m erece. Finalm ente, p erm ítasem e u n a p e q u eñ a reflexión que parte de u n lugar, el M eneláion, que ya he citado de pasa­ da. Si los dorio s som etieron a los aqueos, los esclavizaron y p retend iero n hacerlos desaparecer de la m em o ria de los ciudadan o s de E sparta, ¿cóm o se explica que co n stru ye­ ra n u n edificio en el siglo v a.C. sobre los cim ien to s del lugar en el que creían que hab ía vivido el rey aqueo M e­ nelao con su esposa Helena? ¿Cóm o se justifica que lo en ­ señasen, con orgullo, com o la m o ra d a del legendario rey que a rra stró a to d o s los rein o s m icénicos a la g u erra de Troya? ¿Cóm o es posible que los aqueos o m icénicos fue­ ra n la referencia h istó rica a la que to d o s los griegos (no sólo los d o rio s) acu d ían p a ra m o stra r a cu alq u iera la grandeza heroica de su pasado?

Consecuencias de la caída micénica La caída de los centros de p o d e r m icénicos p ro d u jo cam ­ bios m uy im po rtan tes, pero sólo externos. En realidad, el m odelo social m icénico n o se alteró, sino que se consoli­ dó de u n a m an era definitiva, h aciendo que el espíritu h u ­ m ano tom ase para siem pre el cam ino que h ab ían trazado los invasores indoeuropeos. Volveré sobre este aspecto de inm ediato, pero antes quisiera d etenerm e brevem ente en u n o de estos cam bios que, desde el p u n to de vista de lo que quiero co n tar en este libro, m e parece fu ndam ental.

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C on la caída de las civilizaciones m inoica y m icénica, los fenicios se co n v irtiero n en los grandes d o m in ad o res de las rutas del M editerráneo. D esde las ciudades fenicias, especialm ente Tiro, las naves p a rtie ro n con la in ten ció n de establecer ru tas de navegación que h icieran d e sa rro ­ llarse el p u ja n te com ercio fenicio. D esde este p u n to de vista, no deja de ser cu rio so que la E dad O scu ra griega esté en m arcad a cro n o ló g icam en te p o r dos hechos d e b i­ dos a la e x tra o rd in a ria actividad n áu tica y com ercial de los fenicios: la fundació n de Cádiz ( 1100 a.C.) y la de Cartago (800 a.C.). Las dos ciudades, colonias am bas de Tiro, d esem p eñ a­ ro n u n papel decisivo en la h isto ria del M ed iterrán eo p o r razones m u y diferentes. C artago estaría llam ada a ju g a r­ se con Rom a el destino de la h isto ria de to d o O ccidente; Cádiz, en su relación con Tarteso, posibilitó la llegada al M editerrán eo del estaño pro ced en te de las islas C asitérid es19. En los p o em as h o m érico s, con razó n , los únicos co ­ m erciantes son los fenicios. Se nos p resen tan n o sólo com o sagaces m ercaderes, sino tam b ién com o audaces y valientes navegantes o, incluso, com o taim ad o s p iratas. Sus m ercancías gozaban de u n g ran prestigio y la sola m ención de su procedencia hacía que u n p ro d u cto se revalorizase in m ed iatam en te, especialm ente m etales y te ­ las. Los griegos en traro n , finalm ente, en estrecho co n tac­ to con los com erciantes fenicios, sin cuya actividad, com o queda dicho, la h isto ria del M ed iterrán eo h u b iera sido m uy diferente. Y de este con tacto to m a ro n u n p ro d u cto fenicio que hab ría de cam biar sus vidas y las de todos n o ­ sotros: la escritura consonántica. Este acontecim iento v i­ 19. Las islas Británicas.

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tal, el hito fu ndam ental, quizá, de la historia de to d o O c­ cidente se pro d u jo , según parece, en algún m o m en to del siglo ix a.C. C on el re p e rto rio de signos que los fenicios habían utilizado p ara llevar las cuentas de sus actividades com erciales, H om ero escribió la Ilíada. Probablem ente el alfabeto griego surgió en la cabeza de un solo h o m b re que, aco stu m b rad o a utilizar los signos fenicios, los ad ap tó de u n a m an era b rillan te y u n ita ria a las necesidades propias de la lengua griega. Así, d esarro ­ lló la p rim era escritu ra fonética p u ra de la h isto ria de la civilización, q u e to m ó cu atro caracteres del re p e rto rio co n so n án tico fenicio (aleph, he, iod, a y in ) p a ra la n o ta ­ ción de las vocales griegas A, E, I, O. Para representar la U se utilizó el signo de la wau, procedente de otras lenguas sem íticas del norte. M uy p ro n to , lo que p o d ría m o s llam ar u n verdadero arte de la escritura se extendió p o r toda Grecia. Ya en el si­ glo v m a.C. em pezaron a registrarse listas de vencedores y nom bres de personas, especialm ente artistas. Gracias a su fácil aprendizaje, la escritura griega, frente a los sistem as de escritura del antiguo O riente, que siem pre fueron coto cerrado de sacerdotes y escribas profesionales, se convir­ tió en p a trim o n io de u n a am p lia capa de p erso n as in s­ truidas. De esta m anera, en m u y poco tiem p o las diferen­ cias que p resen tab an en la evolución de esta escritura los diferentes g ru p o s dialectales griegos se reflejaron en la existencia de g ru p o s distin to s de alfabetos llam ados epicóricos o locales. A. K irc h h o ff20 estu d ió los prin cip ales alfabetos y los dividió en grupos que designó con diferentes colores. Así, 20. S tu d ien zu r Geschichte des griechischen A lphabets (B erlin, 1874; reim p resió n H ild esh eim , 1973).

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estableció el colo r verde p ara el alfabeto utilizad o en la isla de C reta y en las islas Cíclades del sur, com o M elos y Tera, que es el tip o de alfabeto m ás antiguo, el que m ás se parece al original. De todos los alfabetos locales, quizá el que m ás trascen d en cia tuvo fue el que se u tilizaba en la localidad de Calcis, en la isla de Eubea; los hab itan tes de esta ciudad fu n d a ro n en el sur de Italia u n a colonia bien conocida, de n o m b re C um as. A través de esta colonia el alfabeto griego de Calcis se convirtió en la m atriz de todos los sistem as de escritura itálicos, incluido el etrusco y, p or supuesto, el latín. Mas, hasta la ap arición y extensión del alfabeto griego ¿cómo es posible que el silabario lineal B, la escritura m icénica, dejara rad icalm en te de utilizarse? ¿Q ué o c u rrió p ara que u n a sociedad que ya utilizaba la escritura la p er­ diera d u ra n te u n p erío d o de u n o s 400 años? ¿C óm o es posible qu e n o haya rastro de e sc ritu ra desde 1200 a.C. hasta la aparició n del alfabeto y la com posición escrita de la Ilíada7. E videntem ente n o p o d em o s afirm ar que la so­ ciedad se convirtiera en analfabeta, pues parece que el uso del silabario estaba restringido a la contabilidad de los p a ­ lacios y era, p robablem ente, el reflejo de u n a jerga b u ro ­ crática p a trim o n io sólo de los escribas palaciegos. Sin em bargo, q u e u n recurso com o éste n o evolu cio n ara de nin g u n a form a y la contabilidad de palacios y haciendas volviera a estadios de desarrollo an teriores a la época m icénica es u n m isterio que siem pre m e ha parecido in co m ­ prensible. Q uizá algunas nuevas aportaciones nos aclaren estas dud as o, m ejo r dicho, co m iencen a aclarárnoslas. In m ediatam en te volveré sobre este punto.

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¿Colapso o continuidad? La consolidación institucional del modelo mítico micénico La existencia de este lapso de tiem p o al que hem os llam a­ do E dad O scura supone u n auténtico eslabón p erd id o en la cadena de los aco ntecim ientos históricos en te rrito rio griego. D esde el p u n to de vista cronológico, parece u n pe­ ríodo dem asiado largo com o p ara no ten er in fo rm ación dem asiado relevante. Es cierto que la arqueología in ten ta p o r todos los m edios rellenar esta especie de casilla vacía en el rom pecabezas de la h isto ria de Grecia, p ero la ver­ dad es que, a pesar del entusiasm o con el que algunos his­ to riad o re s y arqueólogos h a n acogido algunos datos re ­ cientes, desde el p u n to de vista del p an o ram a general no parece que haya avances significativos. Sin em bargo, hay u n acuerdo que em pieza a ser asu m i­ do p o r algunos h istoriadores; se tra ta de consid erar esta E dad O scura n o com o u n a fase de ru p tu ra con el m odelo m icénico anterior, sino com o u n a fase de c o n tin u id ad en m uchos aspectos. En u n a cierta m ed id a ya he a d o p tad o en páginas anteriores este p u n to de vista, pues, a pesar de las reticencias de la m ayor p arte de los estudiosos de esta época, se m u estra en m i o p in ió n m u ch o m ás de acuerdo con los datos que hasta el día de hoy poseem os. Me p ro ­ pongo ah o ra tra ta r de afianzarlo, d ado que, cada vez m ás, deja de ser u n a in tu ició n p ara convertirse en u n convenci­ m iento, en u n a certeza. En las líneas anteriores he dicho que el final de la civili­ zación m icénica n o se pro d u jo repentinam ente, no fue un colapso, sino que se tra tó , m ás bien, de u n a en ferm edad que d u ró m ás o m en o s cien años (1200-1100 a.C .). Los dos hechos que jalonan esta caída son, com o hem os visto, de naturaleza diferente. U no, venido desde el exterior, tie-

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ne todo el aspecto de ser real y su puso u n d u ro golpe p ara algunos centros m icénicos en p articu lar y p ara to d a la es­ tru c tu ra en general: se tra ta de la aparició n de los pueblos del m ar en el M editerráneo sobre el año 1200 a.C. El otro golpe lo p ro d u jo , sobre 1100 a.C., la su p u esta invasión doria que, ya lo hem os dicho, tiene tod o s los visos de ser u n proceso de naturaleza interna. Lo que siem pre m e ha llam ado la atención es que estos dos hechos que la trad ició n asocia con la caída del p o d er m icénico n o p ro d u jeran u n cam bio social im p o rta n te en el m odelo atacado sino m ás bien lo contrario: u n a a su n ­ ción y consolidación de tal m odelo. Éste es, sobre todos, el hecho q u e necesita u n a explicación. U na explicación que, afo rtu n ad am en te, em pieza a vislum brarse. En p rim e r lugar, creo que los trazos de co n tin u id ad en ­ tre el m u n d o m icénico y la G recia p o sterio r se m u estran cada vez con m ayor claridad y se tiende p o r fin a v alo rar­ los p o r encim a de la desaparición de ciertos rasgos c u ltu ­ rales que, frente al p a n o ra m a general, n o p arecen m ás que elem entos de detalle. Los poem as hom éricos parecen co n solidar este p u n to de vista y, a m i juicio, co n firm a n esta c o n tin u id a d de la que estoy h ab lan d o . N o m e cabe n in g u n a d u d a de que la m em o ria histórica co n ten id a en los versos de H o m e ro (que p o r o tra p a rte están escritos en la fase final de la Edad O scura) es u n signo evidente de c o n tin u id a d c u ltu ra l y n o de ru p tu ra . Los rein o s de la E dad O scu ra m ira b a n hacia atrás en el tie m p o con u n sentim iento de pasm o y de orgullo a la vez, pues el tiem po an terio r era el tiem p o de los héroes. En general, los reyes de la época arcaica (y los d é la s épocas posteriores) se jac­ taban de p o d er m o stra r u n a genealogía que los e m p a re n ­ tase con los co n q u istad o res de Troya y, con frecuencia, cuando esta genealogía era im posible, la inventaban ree-

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lab o ran d o la tra d ic ió n con este fin. En la Edad Arcaica, los poem as hom éricos, que can tan las hazañas de guerra de los reyes m icénicos y la gloria de u n o s reinos que los d o rio s h a b ría n d estru id o p o r com pleto, se co n v irtiero n gracias a la invención del alfabeto fonético en la referen­ cia obligada de to d o griego que se preciara. Y au n q u e estos poem as hayan sido escritos en algún m o m e n to de la segu n d a m ita d del siglo v m a.C ., están basados, sin n in g ú n género de d u d a, en u n a riq u ísim a trad ic ió n oral que se fraguó, ju stam en te, en ese p erío do de 400 años, m ás o m enos, que conocem os com o Edad O scura21. H om ero, el cantor de las hazañas y de la historia de los aqueos, se co nvirtió en el ed u cad o r de tod o s los griegos. ¿Cómo hubiera sido esto posible si los griegos no hubieran visto en los poem as hom éricos los rasgos culturales, los re­ cuerdos, incluso, que los id entificaban con los aqueos? ¿Cóm o h ab rían aceptado los griegos esos m odelos aqueos com o suyos propios si no los h u b ieran considerado parte de sí m ism os, p arte de su p ro p ia historia? La pervivencia de esta trad ició n que H om ero fijó p ara siem pre dem u es­ tra que en los pequeños reinos y en las pobres aldeas de la Edad O scura, vivió, al m enos, u n a p arte considerable de gente que n u nca se sintió desvinculada ni de las trad icio ­ nes ni de la herencia cultu ral que les venía desde la Edad del Bronce. Esta gente fúe la que m antuvo viva la tradición de la época m icénica, transm itién d o la de boca en boca, de m an o en m ano, de c an to r en cantor. C uanto m ás pienso en este asunto, m ás creo que ésta es la única explicación del vínculo que une a H om ero con la época micénica, pues 21. M ilm an P a rry lo d e m o stró feh acien tem en te en T he M a kin g o f H o­ m eric Verse, O x fo rd U niversity Press, O xford, 1987.

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los testim o n io s escritos procedentes de los palacios no pervivieron y, si lo hicieron, nadie supo cóm o leerlos; los secretos del lineal B nunca fueron p atrim o n io del pueblo sino de u n reducido grupo de escribas cuya m isión era lle­ var la contabilidad de los palacios. La desaparición de los escribas supuso tam b ién el desvanecim iento, p a ra siem ­ pre, del sistem a de escritura que utilizaban. F inalm ente, los poem as h om éricos se co nvirtieron en el vehículo difusor del m odelo m icénico de sociedad. C on sus luces y sus so m b ras, ese m o d elo se fue fijando en la im aginación del p u eb lo griego, que lo hizo suyo p ara siem pre a p a rtir de la difusión de la Ilíada y la Odisea. Sin em bargo, d u ra n te los años de la Edad O scura, el m odelo m ítico del que hem os hablado en el capítulo an terio r (b a­ sado en la guerra, en la reducción de parte de la población a la cond ició n de esclavos y en la desaparición civil de la m ujer) fue p ro d u cien d o -g e n e ra n d o , m ás b ie n - u n refle­ jo en el m odelo institucional. Se tratab a de u n paso nece­ sario para conseguir que en la m ente del pueblo pareciera natural lo que era claram en te cultural. El proceso p o r el que las instituciones fueron recogiendo, p rim ero, y d a n ­ do luego carácter de ley a lo que estaba ya en la im agina­ ción de b u en a p arte del pueblo, se inició, obviam ente, en época m icénica. Al cabo de varias generaciones, el recuer­ do del antiguo estatus debió perderse a la vez que, con los m itos com o arm a de difusión, la clase dirigente m icénica fue p o n ie n d o en m arch a u n m o d elo que acabó siendo asum ido p o r la práctica totalid ad de la población, lo que explica su éxito a pesar de los avatares sucedidos en los años que van desde 1200 hasta 1100 a.C. Los rasgos de este proceso, co n so lid ad o d u ra n te la Edad O scura y unlversalizado p o r los poem as hom éricos, debieron de ser m ás o m enos éstos:

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• Se refuerza el derecho p atern o sobre el m atern o y la fam ilia frente a la tribu. • La nobleza, vinculada con las fam ilias poderosas p o ­ seedoras de tierras y esclavos, se hace h e re d ita ria y, p o r lo tanto, coto cerrado o sem icerrado. El p o d er de estas fam ilias se acrecienta y con él tam b ién el de sus m iem bros m asculinos, que se convierten en reyes. • La esclavitud se generaliza com o m an o de obra. P ri­ m ero se tra ta de p risio n ero s de gu erra, p ero luego, asentado legalm ente el concepto de esclavo, la p rácti­ ca se extiende y se generaliza. • La antigua agresividad territo rial de las trib u s dege­ nera en u n sistem ático bandidaje con la finalidad de apoderarse de ganado, esclavos y bienes m uebles. Es decir, la g u erra se convierte en la p ied ra angular del sistem a y en el único p ro c e d im ie n to de p ro m o c ió n social. • U na vez instalada en los m ecanism os cotidianos del c o m p o rta m ie n to in d iv id u al y social, la g u e rra se convierte en u n a profesión, prim ero, y en u n a verda­ dera in d u stria, después. • C om o consecuencia de ello, se ensalza la p ro p ied ad fam iliar y p rivada frente a la p ro p ie d a d co m u nal, pro p ia de la trib u , que caracterizaba épocas pasadas. La g u erra y el saqueo de riquezas ajenas se justifica en aras del a u m en to de la p ro p ied ad individual o fa­ m iliar en u n proceso que se realim enta a sí m ism o. En m edio de este p a n o ra m a se hacía necesaria la ap ari­ ción de instituciones que d ieran carácter de n o rm a a es­ tos nuevos rasgos que, poco a poco, estaban d an d o form a a la sociedad. Perm ítasem e que recuerde a u n a u to r que n o está de m oda, p ero que, a m i juicio, describe perfecta­

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m en te el proceso al que m e estoy refiriendo. Se tra ta de Friedrich Engels. C uando leí p o r p rim era vez estas palabras que voy a ci­ tar, en m is tiem pos de estudiante, m e im p resio n aro n vi­ vam ente, de m an era que n o las he olvidado nunca. Creo que hoy siguen plenam ente vigentes y que refieren de una m anera precisa lo que o currió. Sólo faltaba un a cosa: la in tro d u cc ió n de u n a in stitu ció n q u e no sólo aseg u rara esas riquezas recie n te m e n te ad q u irid a s p o r los in d iv id u o s co n tra las trad ic io n es del c o m u n ism o prim itiv o ...; u n a in stitu c ió n q ue n o sólo co n sa g ra ra la p ro p ie d a d p riv ad a, tan poco apreciada an terio rm e n te, y que hiciera de tal santifica­ ción la finalidad su p erio r de to d a la sociedad h u m an a , sino que, adem ás, aplicara el sello del reco n o cim ien to social general a las nuevas form as de adquisición de p ro p ied ad es que fu ero n d esa­ rrollándose sucesivam ente, es decir, el crecim iento de la a c u m u ­ lación de riquezas con ritm o acelerado. En u n a palabra, u n a in s­ titu c ió n q ue n o sólo p erp e tu a se la n a cie n te d iv isió n de la sociedad en clases, sino tam b ién el derecho de la clase poseedora de ex p lo tar a la de los desposeídos, y el d o m in io de la p rim e ra sobre la segunda. Y tal in stitu ció n apareció. Fue inven tad o el Es­ ta d o 22.

Person alm en te, m e parece q u e las p alabras de Engels n o necesitan com en tario . En realidad, la h isto ria del ser h u m an o pued e explicarse con el estudio de los sucesivos desafíos q u e se h an lanzado c o n tra tal estado de cosas. Q uizá a Engels, hijo de su época y p recu rso r de u n a ideo­ logía, el m arxism o, que hab ría de ver en la lucha social de los trabajadores el m o to r de la historia, se le olvidó m e n ­ cionar o tra lucha que, en realidad, se ha m an ten id o (y se 22. F. E ngels, El origen de la fa m ilia , la propiedad p riva d a y el Estado. F u n d am en to s, M a d rid , 1970, p. 135.

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m antiene todavía) a pesar del tiem p o y de los cam bios so­ ciales. Tal y com o están las cosas ahora, en los albores del si­ glo XXI, m e inclino cada vez m ás a p ensar que la verdade­ ra lucha de clases, la que h ab rá de cam biar, quizá, de u na m anera decisiva el estado de cosas y llevar al ser h u m a n o de nuevo a un m u n d o diferente, n o es la de los tra b a ja d o ­ res, sino la de las m ujeres. En realidad, la situ ació n de los esclavos y de la m u jer está ligada al m odelo social in d o eu ro p eo que, com o h e ­ m os dicho, necesitó utilizar el m ito com o vehículo de im ­ plantación de las nuevas ideas. En la m edida en que éstas fueron p e n e tra n d o en to d as las capas de la sociedad, la aparición de u n m arco institu cio n al reglado, el Estado, se encargó de p e rp e tu a rlas p a ra siem pre. La luch a del ser h u m an o en general y de la m u jer en p articu lar p o r cam ­ biar este estado de cosas c o n tin ú a todavía hoy y m e tem o que co n tin u ará p o r m u ch o tiem po. Pero, antes de cerrar este capítulo, es h o ra de tra ta r si­ q u iera so m e ra m e n te u n p ro b lem a realm en te serio que, según creo, em pieza a ten er visos de aclararse. En líneas anteriores lo he esbozado; ahora es el m o m en to de d ete­ nerse un poco en él.

El p ro b le m a cro n o ló g ico Para co m p ren d er cabalm ente cu alquier proceso h istó ri­ co, incluso u n hecho aislado, necesitam os situ arn o s en el espacio y en el tiem po. Las fechas y los lugares que e n m ar­ can los hechos h istó rico s n o siem pre p u ed en ser fijados con precisión. Si no som os capaces de situar u n hecho en el lugar y en el m o m en to en que se produce, no p odrem os

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co m p ren d e rlo o, en to d o caso, nos h arem o s u n a idea com pletam ente falsa de él. A veces da la im presión de que esto no parece rep resen tar u n p ro b lem a p ara quienes se lanzan al vacío a la h o ra de co n tar la historia. La historia de la ciencia está llena de perso n as que h a n d em o strad o que la brillantez intelectual es perfectam ente com patible con el hecho de estar co m p letam en te equivocados; no creo que haga falta citar ejem plos que el lector, a nada que se esfuerce, p o d rá en c o n tra r p o r sí m ism o. N adie está libre de equivocarse, pero n in g ú n científico, ni teórico n i práctico, debe ren u n ciar al esfuerzo de co m ­ prender, au n q u e p a ra ello tenga que p rescin d ir de algu­ nas ideas previas que p u ed en parecer intocables y sagra­ das, pues la única verdad sagrada es que no hay verdades sagradas. Si som os capaces de revisar con valentía algu­ nas de estas verdades que parecen estar instaladas desde siem pre en los prefacios de to d a investigación a la vez que in tentam o s que n u estra im aginación no se desboque, su­ jetán d o la con el freno del rigor, quizá algunas zonas os­ curas de la h isto ria em piecen a ser, a u n d ébilm ente, ilu­ m inadas. Se ha dicho m uchas veces que la historia, especialm en­ te la historia antigua, necesita fechas. Es verdad. La cro n o ­ logía es la co lu m n a vertebral de la historia y sin ella, com o he dicho, cualquier in ten to de com p ren sió n es inútil. La cronología establece el m arco tem poral, la secuencia de acontecim ientos, la relación de dependencia entre unos y otros, la cadena de causas y efectos que hace que unos he­ chos expliquen o tro s q u e a su vez explican o tro s... Sin cronología, sin fechas, la historia no existe. Pero es ju sta m e n te la cro n o lo g ía la que n o encaja en este p erío d o de la h isto ria de G recia q u e conocem os com o Edad O scura. Si los hechos deben explicarse y com -

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prenderse com o consecuencia unos de los otros, com o se­ cuencias lógicas que hacen que pod am o s fijar y co m p re n ­ der todas las interdependencias, entonces la Edad O scura n o puede entenderse bien y, lo que es peor, tam p o co sus efectos. D esde que era e stu d ian te m e p ro p u se investigar con calm a ese período, con la ilusión (propia de la ignorancia y de la edad) de arro jar u n poco de luz sobre ta n ta o scu ri­ dad. En realidad era, y sigue siendo, u n a p reten sió n que supera, con m ucho, los lím ites de m is posibilidades, a u n ­ que, en algunos aspectos, he conseguido acceder a u n m o ­ desto grado de conocim iento. Sin d u d a, estu d iar este p erío d o de paso en tre la Edad del Bronce y la Edad del H ierro supone, en realidad, estu ­ d iar u n m o m e n to crucial de la h isto ria del m u n d o . Es prácticam en te el m o m en to del nacim iento del m u n d o tal y com o lo conocem os todavía hoy; el período que siguió a la decadencia de las grandes civilizaciones de la Edad del Bronce en el M editerráneo. Es el com ienzo de las enigm á­ ticas «Edades Oscuras». Sí, «Edades O scuras», en efecto, pues lo único que des­ cubrí (au n q u e ya estaba descu b ierto ) fue que G recia no era el único lugar en el que había u n gran perío d o de os­ curidad. D icho en pocas palabras, las civilizaciones hetita y m icénica y el p ro p io Egipto d u ra n te el llam ado Im perio N uevo decayeron o fuero n d estru id o s y, algunos siglos después, irru m p ie ro n en la h isto ria dos nuevas grandes civilizaciones, G recia y Rom a. La p reg u n ta que m e hacía entonces y m e he seguido h acien d o d u ra n te to d o s estos años es obvia: ¿qué o cu rrió en ese período interm edio en ­ tre la caída de las g randes civilizaciones de la E dad del B ronce citadas m ás a rrib a y la ap arició n de G recia y Roma? La respuesta era, siem pre, ind efectib lem en te la

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m ism a: el m u n d o m editerráneo, en general, en tró en una época oscura que d u ró varios siglos. Hace ya algunos años que m e había resignado a acep­ tar esta especie de axiom a que, p o r o tra parte, ha sido ge­ n eralm en te asu m id o p o r los estu d io so s de to d as las es­ cuelas y de to d as las tendencias. La existencia de edades oscuras parecía u n a de esas verdades consentidas p o r to ­ dos; u n a de esas verdades que no necesitan verificación. Sin em bargo, en la prim avera de 2004 y com o regalo de cum pleaños, u n am igo y colega en esto de la investigación histórica, Juan Arroyo, m e regaló u n libro que, p robable­ m ente, contiene la respuesta a b u ena parte de los m isterios de las llam adas Edades Oscuras; u n a respuesta a la que, por cierto, ya casi había renunciado. Se trata de u n libro escrito por varios autores, todos ellos especialistas en arqueología. Es cierto que los arqueólogos (y tam bién los autores de este libro) tienden a ser a veces dem asiado críticos con las fuen­ tes antiguas, atribuyendo a su especialidad u n a exactitud que está lejos de poseer y a las fuentes escritas antiguas una inexactitud que tam bién están lejos de tener. Aun así, este libro a p o rta ideas co m p letam en te revolucionarias desde una perspectiva no parcial o local, sino interdisciplinar. El au to r es Peter James, especialista en preh isto ria del Egeo, pero con él h an colaborado m uy estrecham ente (has­ ta el p u n to de ser, realm ente, coautores del libro) R obert M orkot, egiptólogo; John Frankish, experto en a rq u eo ­ logía del Egeo; Ian T horpe, especialista en p reh isto ria de Europa, y Nikos Kokkinos, especialista en arqueología b í­ blica. El libro lleva el sugerente títu lo de Siglos de oscuri­ dad. Desafío a la cronología tradicional del m undo a n ti­ guo23. 23. Trad. esp. Edit. Crítica, Barcelona, 1993.

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Estoy convencido de que to d o s los que estu d iam o s el m u n d o an tig u o estam os en d eu d a con los autores de este libro, que abre u n cam in o lleno de prom esas p ara la in ­ vestigación m o d e rn a . C o m o he dicho m ás arrib a, creo que sus p ropuestas deben recibir u n a seria confirm ación, especialm ente las referidas a la cronología de finales del Bronce en Grecia, pero, en m i o p in ió n , ap u n ta n en la d i­ rección correcta. No voy a rep etir aquí los argum entos de P. Jam es y sus colab o rad o res, p ero creo que m erece la p en a referir so m e ra m e n te las consecuencias de algunas de sus propuestas. El p ro b le m a de la cro n o lo g ía del m u n d o antiguo es que carecem os de u n hito (o de u n a serie de hitos) abso­ luto en relación con el cual fechar los acontecim ientos. Se tra ta de u n p ro b lem a m u y serio sobre el que no nos h e ­ m os detenido suficientem ente, quizá p o rq u e hace tiem po que la civilización h u m a n a parece haberlo resuelto. Pero si, en efecto, n o hay hitos absolutos p ara fechar los aco n­ tecim ien to s del m u n d o an tig u o , entonces ¿cómo se fe­ chan tales acontecim ientos? ¿En qué n os basam os p ara decir que la decad en cia de la civilización m icénica co­ m enzó en 1200 a.C. y que en esta m ism a fecha aparecen, tam bién, los pueblos del mar? Nos basam os en sincronism os. Tom am os inform ación clave desde un a cu ltu ra o civilización determ inadas con el fin de elab o rar la cronología de o tra y, en v irtu d de este proceso, fecham os. Si nos situam os en el final de la Edad del Bronce, E gipto es la fuen te p rin cip al p ara datar los acon tecim ien to s acaecidos n o sólo en Grecia, sino en C hipre, Troya, Asiría, Babilonia, N ubia o buena parte de Italia, p o r citar sólo algunos ejem plos. Si avanzam os en el tiem p o y n o s vam os acercando al com ienzo de la Edad Arcaica de la historia de G recia (800-700 a.C.), Egipto va

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dejando p au latin am en te de ser la fuente p rin cip al en re­ lación con la que se establecen los sincronism os que nos p erm iten fechar acontecim ientos o c u rrid o s en o tro s lu ­ gares y su lugar va siendo o cu p ad o p o r G recia (tam b ién p o r A siría), q u e se convierte, a p a rtir del añ o 750 a.C., más o m enos, en el lugar del que procede la inform ación clave p a ra ela b o ra r la cro n o lo g ía de etruscos, troyanos, frigios, egipcios (dinastía XXV), fenicios, púnicos, etc. O bviam ente, la preg u n ta que u n o debe hacerse es la si­ guiente: si la cro n o lo g ía del m u n d o an tig u o está basada en sincronism os con hechos o c u rrid o s en Egipto y G re­ cia, ¿en relació n con qué se establece la cron o lo g ía de Egipto y Grecia? En general, el centro del p ro b lem a es E gipto24, y desde luego lo es en lo que concierne a la Edad O scu ra griega. D ado que la cronología egipcia ha tenido siem pre u n halo 24. Tal y co m o cree P. Jam es, ob. cit., p. 216. Sin d u d a el p ro b le m a es Egipto, p u es la fecha a p a r tir de la cual G recia se co n v ierte en la fu en te de to d o s los sin c ro n ism o s cro n o ló g ico s, e n tre 750 y 700 a.C ., co m ien za a ser segura. B á sicam en te, los a n tig u o s g rieg o s d iv id ían el tie m p o en añ o s solares, m eses (de o rig en lu n a r), décadas, días y h oras. Los añ o s se co n tab an en fu n c ió n de los n o m b re s de los m ag istrad o s e p ó n im o s, es decir, que d a b a n su n o m b re al año. Éstos va ria b a n según las regiones de G recia, lo q u e, sin d u d a , n o c o n trib u y e a o rd e n a r las cosas: el arco n te e p ó n im o en A ten as, el p re sid e n te del colegio de los éforos en E sp arta o la sacerdotisa de H e ra en A rgos. Así, se decía p o r ejem plo: «Bajo el a r­ co n tad o de E uclides su ced ió que...». Es la m ism a c o stu m b re q u e ten ían los ro m an o s co n lo s có n su les. A h o ra bien , en el siglo iv a.C . se em p ezó a ex ten d er u n a m a n e r a u n ita ria de calcu lar el tie m p o b asán d o se en las O lim p íad as, es d ecir, en el p e río d o de c u a tro añ o s tra n s c u rrid o en tre u n o s Juegos O lím p ic o s y los siguientes. E sta c o s tu m b re se gen eralizó desde T im eo d e T a o rm in a y, a p a rtir de él, to d o s los h isto ria d o re s cal­ cu laro n las fechas a p a r tir de la I O lim p íad a (776 a.C .). S ise dice q u e tal cosa ocu rrió en el a ñ o IV de la 87.a O lim p íad a, p o d e m o s d e d u c ir q u e se tr a ta del añ o 429 a.C ., p u e s sa b em o s q u e la I O lim p ía d a tie n e su c o ­ m ien zo en el a ñ o 776 a.C.

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de solidez a p ru e b a de críticas, ha sido utilizada com o re­ ferencia casi ab so lu ta p a ra establecer la cron o lo g ía no sólo de las cu ltu ras prehistó ricas del M editerráneo, sino ta m b ié n del P ró x im o O rien te, del n o rte de Á frica y de b u en a parte de Europa. Así pues, es evidente que lo fu n ­ dam ental, aquí, es estu d iar en qué se basa la cronología, supuestam en te sólida, de Egipto. P. Jam es25 hace u n estu d io exhaustivo del p ro b lem a m o stran d o con claridad que la cronología egipcia está b a ­ sada, en realidad, en u n hecho que al h o m b re de hoy día le p asaría co m p letam en te in ad v ertid o : la p o sició n de la estrella Sotis (n u estra Sirio), lo que h a d ado lugar a la lla­ m ada cronología sotíaca. O b v iam en te, n o es éste el lugar p a ra d escrib ir cóm o fu n cionab an los llam ados ciclos sotíacos (ciclos de 1.460 años) y, de nuevo, m e rem ito al lib ro ya citado. Pero sí debo decir que el p ro p io James, después de u n a revisión casi extenuante del problem a, sugiere que «un am plio es­ pectro de evidencias indica que la solución a los enigm as de la E dad O scura radica en la reducción drástica de la fe ­ cha de term inación del bronce final»26, lo que requeriría, a su vez, reb ajar ta m b ié n las fechas del Im p erio N uevo egipcio (dinastías XVIII-XX) p o r lo m en o s en u n o s 250 años, según las p ropuestas de James y sus colaboradores. Las consecuencias de tal conclusión son dem oledoras y acabarían p rácticam en te con to d as las especulaciones sobre la E dad O scura no sólo de G recia sino de otros m u ­ chos lugares, pues, evidentem ente, si los sincronism os se establecen, en general, con Egipto, los problem as son p a ­ recidos en todos los lugares en los que se fecha basándose 25. Siglos..., cit., p p . 216-250. 26. Siglos..., cit., p. 216. La cursiva es m ía.

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en tales sincronism os. En realidad, aceptar esta rebaja en la cronología (en el p eo r de los casos 250 o 300 años se es­ fu m arían de la historia) sup o n e u n a autén tica revolución que no todos los especialistas están dispuestos a aceptar, especialm ente b u en a p arte de los egiptólogos, que insis­ ten en la exactitud de la cronología egipcia clásica. Es obvio que m erece la pena detenerse u n m o m e n to en las consecuencias que tal rebaja cronológica ten d ría p ara la llam ada E dad O scura griega.

¿Edad Oscura o error cronológico? En estos m o m en to s el lector quizá haya im ag in ad o ya to ­ das las consecuencias. En líneas anterio res he h ab lad o de los sín to m a s de en ferm ed ad , m ás que de colapso, que presenta el final del m u n d o m icénico, pues hace tiem p o que los rasgos de co n tin u id a d en tre el p erío d o m icénico y la E dad O scura son evidentes n o sólo cuando h ablam os de los dioses y los m ito s, sino ta m b ié n de asu n to s m ás concretos que, antes de te n e r en c u en ta los arg u m en to s cronológicos expuestos en el a p artad o anterior, m e p a re­ cían estar in m erso s en u n a lín ea c o n tin u a de a c o n te c i­ m ientos. La E dad O scura siem pre ha sido inexplicable y, si cree­ m os la tesis tradicional, d u ra n te ella suceden cosas aso m ­ brosas que su p o n en u n a verdadera evolución al revés: los artesanos y artistas, que h ab ían ten id o u n a larga línea de c o n tin u id a d desde la C reta m in o ica h asta el añ o 1200 a.C., desaparecen re p e n tin a m e n te, com o si sus huellas h u b ieran sido b o rrad as p o r arte de m agia. La a rq u ite c tu ­ ra en pied ra, im p o n e n te ta m b ié n en C reta y M icenas, apenas se utiliza y es prácticam en te desconocida en g ra n ­

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des edificios. La cerám ica se em pobrece y casi desapare­ cen los m otivos de decoración. Pero, sobre todo, el arte de la escritura desaparece p or com pleto. De nuevo m e p re g u n to có m o fue posible; de hecho, la recu p eració n fue len ta y trab ajo sa y, c u rio sa­ m ente, cu a n d o ésta se p ro d u jo , cu a n d o la E dad O scura acabó y la h isto ria de G recia em pezó a reescribirse con la d ifusión de los p o em as h o m érico s, la nueva sociedad h u n d ió sus raíces en m u ltitu d de rasgos m icénicos que, m isteriosam ente, h abían sobrevivido d u ran te u n período iletrado de 400 años. S inceram ente, creo que estos arg u m en to s n o p u ed en m a n te n e rse y que la a p o rta c ió n del lib ro de P. Jam es y sus colab o rad o res n o hace m ás que avanzar en la d irec­ ción que, desde o tro s p u n to s de vista, ya estaba en m a r­ cha. N o es posible seguir sosteniendo las Edades O scuras de G recia y de E uropa orien tal y sep ten trio n al en tre 1200 y 800 a.C., especialm ente cu an d o m uchas de las zonas en las que se h a n p ro d u c id o E dades O scuras d e p e n d e n en u n a cierta m ed id a de G recia p a ra su datación. A m i ju i­ cio, la existencia de u n p e río d o de 400 años en el que la cu ltu ra m aterial parece haberse qued ad o estancada o h a ­ b er cam biado m u y p oco es u n a teo ría inadm isible. La hipótesis de James y los dem ás autores del libro ci­ tado debe co ntrastarse todavía y verificarse de u n a form a m ás precisa en algunos aspectos, ya lo he dicho; p ero la base sobre la que se sustenta m e parece, hoy p o r hoy, irre­ futable. El que el p erío d o de nacim iento del m u n d o a n ti­ guo contenga u n erro r cronológico de varios siglos es u na p roposició n revolucionaria y atrevida, pero, a m i juicio, correcta y, p o r lo tan to , u n a b u en a p arte de la h isto ria an ­ tigua debe reescribirse. En realidad es u n p lan team ien to que da m iedo, que hace que u n a b u en a p a rte del saber

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que hem o s h ered ad o se co n m u ev a. A un así, las nuevas técnicas de d atació n basadas en el ra d io c a rb o n o y en la d en d ro cro n o lo g ía parecen ir c o n firm a n d o que las afir­ m aciones de James y sus co laboradores n o son in im ag i­ nables sino, m ás bien, todo lo contrario. Creo que debo detenerm e aquí. En to d o caso, si James tiene razón, to d o lo expuesto con an terio rid ad en este li­ bro encajaría de u n a m an era in fin itam en te m ás clara. Si la Edad O scura, es decir, el lapso de 300 o 400 años que va desde la caída de los m icénicos h asta el co m ienzo de la Edad Arcaica, p u d iera su p rim irse, esfum arse, los rasgos de co n tin u id ad que desde el p u n to de vista m itológico se dan entre el m u n d o m icénico y el arcaico n o ten d rían que explicarse. Lo h arían p o r sí m ism os. En cualquier caso, el m u n d o m icénico es la sem illa del espíritu helénico; u n a sem illa que dio sus m ejores frutos a p a rtir del siglo v in a.C. con la ap arició n de u n h o m b re que habría de cam biarlo to d o al utilizar la escritura para c o n tar la h isto ria de u n o s cu a n to s reyes m icénicos que fueron lejos, a u n a gu erra que ganaron en el cam po de b a ­ talla y en el cam p o de la in m o rtalid ad . C om o ya se ha d i­ cho, si la caída de R om a significó el nacim ien to de E uro­ pa, la caída de los rein o s m icénicos (fu era co m o fuese) supuso el n a c im ie n to ν el viaje hacia la in m o rta lid a d de toda Grecia. Pero ¿quién es el h o m b re que propició ese viaje? ¿Qué po d em o s d ecir en los albores del siglo x x i d.C . de un ho m b re que, seg ú n parece, vivió en algún m o m e n to del siglo v in a.C.? La verd ad es que n o m ucho, com o vam os a ver in m ed iatam en te. Sin em bargo, las ideas de P. James en relación con la cro n o lo g ía de la Edad O scura nos p e r­ m iten ver algo d e luz.

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Homero, el «rehén»; el educador Efectivam ente, antes de acabar este capítulo sobre la Edad O scura, creo que es necesario detenerse brevem ente en la figura del h o m b re que tra d ic io n a lm e n te acabó con ella in au guran d o , con su luz, u n a nueva época. N o es fácil h a ­ blar de él, pues, en general, casi to d o lo que pued e decirse tiene u n carácter legendario. A lgunos lo sitúan en el siglo X a.C.; o tro s en el ix; o tro s dicen que n o existió n u n ca, que detrás de su n o m b re se ocu ltan varios rostros. Ni si­ qu iera sabem os de d ó n d e era, cosa que es realm en te ex­ tra ñ a en tre los griegos, que u tilizab an el n o m b re de su ciu d ad o incluso de su p ueblo, casi com o u n segundo apellido. M uchas ciudades de Asia M enor y de las islas del Egeo se d isp u ta b a n el h o n o r de h ab er sido su c u n a o de

R etrato de H om ero. El rostro del poeta que cambió todo un mundo. En un sentido profundo, inventó un m undo.

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guardar sus restos, pues todos los griegos consideraban a este h o m b re su ed ucador, el a u to r de lo que p o d ría m o s llam ar la «Biblia» de Grecia. Sin em bargo, la p ersonalidad de H o m ero se nos escu­ rre entre las m anos; el au to r que nos ha d ado m u ltitu d de datos sobre la época y los h o m b res que relata, que ha des­ crito con precisión de m in iatu rista el escudo de Aquiles o la genealogía de num erosas familias; el m inucioso investi­ gador que nos info rm a de todos los n o m b res de los señ o ­ res m icénicos que acudieron a Troya, de sus barcos, de sus tropas, de sus lugares de origen... no nos dice nada, abso­ lutam ente n ad a de sí m ism o. Q uizá éste sea u n rasgo que extrañe al n o iniciado en asu n to s de la a n tig u a G recia, pero es el p a n o ra m a que espera a to d o aquel que pretenda interesarse p o r la vida privada de los griegos antiguos, no im p o rta la fam a que tuvieran, las guerras que g an aran o lo poderosos que fueran: la vida p rivada n o interesaba a aquellos h om bres que, sin em bargo, eran capaces de des­ lum brarse ante cualquier gesto que beneficiara a la co m u ­ n idad de ciudadanos. Incluso en plena época clásica, en el siglo v o iv a.C., cu an d o la in d iv id u alid ad se h ab ía d esarro llad o p le n a ­ m ente y el concepto de lo ídion, es decir, de «lo privado», estaba consolidado frente a lo koinón, «lo público», el ac­ ceso que ten em o s al ám b ito de la vida p riv ad a de los grandes personajes es desesperadam ente insignificante. A los griegos sólo les interesaban los hechos que tien en re­ levancia en su relación con la c o m u n id ad , lo que los r o ­ m anos llam ab an res gestae y n o so tro s hem o s tra d u c id o com o ‘gestas’. El p ro p io H eródoto, el padre de la historia, lo dice claram en te en la exposición inicial de su obra, cuando declara que escribe «para evitar que, con el tie m ­ po, los hechos h u m an o s q ueden en el olvido y que las no-

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tables y singulares em presas llevadas a cabo p o r griegos y bárbaros q u ed en sin realce»27. En realidad es el m o d elo hom érico de co n tar hazañas y de hacer in m o rtales a sus protagon istas lo que H eró d o to n os p ro p o n e. Y ese fue siem pre el cam ino en la antigua Grecia. ¡Qué d istin to del m odelo de com unicación actual, que nos in u n d a de idio­ tas (es decir, de personas preocupadas sólo p o r lo privado) por todas partes! Pero, a pesar de todas las dificultades, voy a inten tar de­ cir algo sobre H o m ero y sobre su oficio. Sé que lo que m e propongo va m ás allá de la necesaria prud en cia, pero m e siento en d euda con el h o m b re que nos ha legado a todos dos obras literarias de u n a belleza im perecedera. Y, sobre todo, m e siento en deu da con el h o m b re que, en los días lejanos de m i p rim era ju v en tu d , m e hizo creer en la m a ­ gia que se oculta detrás de las palabras. Es h o ra de que sal­ de esa deuda in te n ta n d o co n tar no sólo lo que sé sobre él, sino tam b ién , siguiendo sus p ro p ias enseñanzas, lo que puedo im aginar sobre él. Al fin y al cabo, detrás de las p a­ labras de H o m ero p u ed e que haya, efectivam ente, u na m agia que nos lleva m ás allá de lo que parece. Incluso de­ trás de su p ro p io n o m b re, cuyo p e rtu rb a d o r significado es ‘rehén’.

Adivinos del pasado: los aedos H o m ero es lo que llam am os u n p o eta épico. El té rm in o «épico» está relacionado con el adjetivo epiké, u n derivado del sustantivo épos que significa ‘palabra’. En H o m ero el térm in o épos se em plea, a veces, relacionado con mythos, 27. H eródoto, Historia, 1 (proem io).

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lo que no hace sino acen tu ar el carácter narrativo de este tip o de poesía. Poesía épica quiere decir, en su origen, sim plem en te poesía narrativa. El hech o de que H o m ero n a rra ra fu n d a m e n ta lm e n te las res gestae de los caudillos m icénicos, hizo que, deb id o al in m e n so p restigio de este au tor, la p o esía épica se aso ciara co n gestas y héroes, acentuan d o este aspecto heroico en lugar del p u ram en te narrativo. Por o tra parte, la form a de esta poesía está descrita en los p ro p io s po em as h o m érico s p o r el uso de la palabra aeídein (‘c a n ta r’) y aoidós (‘c a n to r’). Este últim o térm in o es el que tran scrib im o s com o «aedo». H om ero, a pesar de que algunos no lo creen así, era, según creo, u n aedo, un cantor. Pero ¿qué era en realidad u n aedo? En p rim e r lugar, ser aedo es u n oficio que convierte a sus practicantes en lo que p o d ríam o s llam ar p rofesiona­ les. En los p ro p io s poem as h om éricos el oficio de aedo se co m p ara con otro s, eq u ip arán d o se con el de los a rte sa ­ nos, carp in tero s, adivinos o, incluso, c u ra n d e ro s28. En este sentido, es posible que p u d ieran constituirse en gre­ m ios, com o parece in d icar la existencia de los llam ados H om éridas de Q uíos. En efecto, sabem os p o r referencias m uy antiguas que en la isla de Q uíos existió u n a escuela de rapsodos (té rm i­ no que enseguida explicaré), profesionales que se llam a­ ban a sí m ism os «los H om éridas» (literalm ente, los «hijos de H om ero»): decían ser descendientes del p o eta y tener en custodia los textos de sus p o em as29. Este dato se ha re ­ 28. Odisea, 17.381 y ss. 29. A p esar de la p o sib le existencia de grem ios, com o p arece in d ic a r la trad ició n de los H o m érid as, tam b ién sabem os que los tem as de la épica deb ían d e ser ta n p o p u lares que llegaban a fo rm a r p arte del p a trim o n io cu ltu ral d e cu alq u ier p e rso n a educada. Esto es precisam en te lo q u e ocu-

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lacionado desde siem pre con o tro que el a u to r de u n co­ nocido H im n o a Apolo Delio nos revela acerca de sí m is­ m o, cuan d o n os dice que era u n h o m b re ciego que habi­ taba en Q uíos. C om o la tra d ic ió n atrib u y ó desde m uy p ro n to este p o em a a H om ero, in m ed iatam en te se pensó que Q uíos era su p atria y que era u n h o m b re ciego. Y ésta es la im agen m ás extendida que tenem os de nuestro h o m ­ bre: u n ciego que h ab ía n acid o (o vivido) en la isla de Q uíos. Parece, p o r lo dem ás, que los ciegos se adaptaban bien a este oficio, tal com o n os sugiere la figura de D em ódoco, el aedo inv id en te que am en izab a las veladas en la corte de A lcínoo, el rey de los feacios30. Así pues, los aedos c an tan y se aco m p añ an de u n ins­ tru m e n to de cuerda que les sirve p ara p ro p o rcio n ar una m úsica a cuyo ritm o bailan, con frecuencia, coros de jó ­ venes31. Pero n o siem pre c a n ta n en la corte de u n rey ni son u n a especie de fu n c io n a rio s del palacio. A lcínoo, el rey de los feacios, debe enviar a u n heraldo p ara que b u s­ que al divino D em ódoco y lo conduzca a palacio; parece, m ás bien, que los aedos llevaban u n a existencia am b u lan­ te y recorrían los cam inos de G recia yendo no sólo de p a­ lacio en palacio (com o D em ó d o co o Fem io, el aedo que entretien e a los pretendientes de Penélope), sino tam bién de pueblo en pueblo can tan d o en las plazas ante a u d ito ­ rios m uy heterogéneos32.

rre en la Ilíada, 9.85 y ss., c u a n d o los em b ajad o res llegan a la tie n d a de A quiles y se lo e n c u e n tra n c a n ta n d o can cio n es de gesta al so n de u n a fó r m in x (in stru m e n to de cu erd a p arecid o a u n laú d ) en co m p añ ía de su in sep arab le am igo P atroclo, q u ien , p o r cierto, lo releva c u a n d o Aquiles tien e q u e p o n erse a ate n d e r a sus huéspedes. 30. Odisea, 8.63. 31. Ilíada, 18.590; 8 .2 6 2 y ss.; 3 7 8 y ss. 32. Odisea, 8.97 y ss.; 1 0 9 y s s .;2 5 6 y s s .

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En térm in o s generales, debían de ser h o m b res respeta­ dos, especialm ente p o rq u e su oficio requería la in terv en ­ ción de los dioses. C iertam ente, la m u sa los inspira y guía sus cantos. El aedo está to cad o p o r u n a de las llam adas «locuras» divinas, la locura poética, y, al igual que el a d i­ vino (tocado p o r la locu ra m án tica), es capaz de saber lo que los dem ás m o rtales n o saben. En realidad, ése es el trabajo básico de u n aedo: cantar, en u n a especie de esta­ do de tran ce p ropiciado p o r los dioses (la llam ada inspi­ ración), lo que sabe sobre los sucesos del pasado, igual que el trance del adivino, com o ya he dicho, le hace conocer los sucesos del fu tu ro . Q u izá p o r esta razó n el aedo era considerado theíos o théspis, es decir, ‘divino’ o ‘que es ca­ paz de decir p alabras in sp irad as p o r los dioses’. (Éste es probablem en te el sentido orig in ario del té rm in o «inspi­ ración»), El aedo n o está, pues, en contacto con la poesía gracias a u n arte o a u n aprendizaje, sino p o r u n a especie de pred isp o sició n n a tu ra l que es co n sid erad a co m o u n do n divino. La poesía de los aedos se sostenía sobre u n tem a recu ­ rren te que era tra ta d o de todas las m an eras posibles: las kléa andrón, las «gestas de los varones». T ratándose de la sociedad m icénica, estas gestas estaban relacionadas casi siem pre con el c o m p o rta m ie n to de los héroes en la g u e­ rra, o con los sucesos relacio n ad o s con el regreso de los héroes a sus hogares después de la guerra. Así, el aedo Fem io entretien e a los p retendientes de Penélope cantan do el «luctuoso regreso» de los aqueos. A hora bien, sobre este fondo de gestas y de hazañas de guerra que constituía lo que p o d ríam o s llam ar el re p e rto ­ rio co m ú n de tod o s los aedos, éstos, m u y p robablem ente, innovaban con frecuencia e, incluso, im provisaban, d a n ­ do a los tem as tradicionales aires nuevos. Siem pre he te ­

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h i i o s d e h o m f .r o

nido la im presión de que estos cantores del i i m ilenio a.C. debían de ejercer su oficio com o los actuales m úsicos de jazz, quien es tie n e n u n re p e rto rio c o m ú n sobre el que im provisan co n stan tem en te renovándolo, pero, a la vez, m an ten ié n d o lo d e n tro de u n m arco caracterizad o p o r u n a u n id a d tem ática y form al que lo hace fácilm ente re ­ conocible. Así pues, los antig u o s aedos d eb ían de in n o v a r co n s­ tan tem en te el rep erto rio , com o parece indicar Telémaco cuando le dice a su m adre Penélope que la gente «se co m ­ place en oír cantos novedosos». El propio Ulises, en la cor­ te de los lejanos feacios, le pide a D em ódoco que cante el episodio del caballo de m ad era en u n pasaje de la Odisea33 que, a m i juicio, no sólo d em u estra que la innovación y la im provisació n fo rm ab an p a rte esencial del trab ajo del aedo (lo que es co m p letam en te n a tu ra l tra tá n d o se de poesía oral), sino que, adem ás, m uestra la naturaleza divi­ na de su trabajo y, p o r tanto, el en o rm e respeto que m ere­ cía entre los podero so s u n oficio ejercido p o r h o m b res inspirados: D em ódoco, te tengo en m ás q u e a n in g ú n o tro h o m b re, ya te haya enseñado la M usa n acid a de Zeus o Apolo; pues, conform e a verdad, el destin o de los A queos nos cantas [...] cual si allí hubieras estado presen te o escuchado de alguien. M as cam bia y celebra el ard id del caballo de m adera, el que Epeo fabricó con el favor de A tenea, el engaño que Ulises divino co n d u jo al alcázar p re ñ ad o de los ho m b res que Troya luego asolaron. Si tales sucesos m e cuentas tal com o fueron, al p u n to yo ante to d o s los h o m b re s diré que algún dios te ha entregado el d o n del in sp irad o canto. 33. 8.487 y ss.

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D em ó d o co cu en ta, en efecto, el episodio del caballo, sucedido sólo u n o s años antes, y lo hace con tal realism o que Ulises no puede evitar el llanto al oír en boca del aedo aquellos sucesos de los que él fo rm ó p arte decisiva. Pero con su canto, D em ó d o co n o sólo in n o v a u n re p e rto rio que le ha sido dado p o r otros, sino que m u estra la n a tu ra leza divina de su oficio, pues sólo la in spiración de algún dios puede hacerle ver lo que sucedió en Troya, igual que, com o he dicho hace u n m o m en to , sólo la inspiración de u n dios p u ed e h acer que u n ad iv in o vea n o lo q u e pasó (oficio del aedo), sino lo que ha de pasar. Es m uy posible, sin em bargo, que los tem as variaran en función del au d ito rio , lo que d em u estra que el rep erto rio era lo su ficien tem en te am p lio co m o p a ra p e rm itir u n a cierta flexibilidad. El p ro p io D em ódoco, en u n a ocasión en la que canta ante el pueblo, deja a u n lado las gestas de los héroes y elige, sin d u d a consciente de la condición de sus oyentes, u n tem a burlesco: los am ores furtivos de Ares y A frodita y el episo d io en que son d escu b ierto s in fla ­ grante p o r Hefesto, el dios cojo m arid o de la m ás herm osa de las diosas34.

La épica micénica La conquista de Troya y todos los tem as derivados de ella debieron de im p resio n ar en o rm em en te a la gente que vi­ vió en la época en q u e tales h ech o s su cedieron. S egura­ m ente las noticias sobre la g uerra y sobre la caída y el sa­ queo de Troya in u n d a ro n casi de in m ed iato los cam inos de Grecia, y p o r doq u ier los viajeros y navegantes (los v er­ 34. Odisea, 8.266 y ss.

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daderos po rtad o res de la inform ación en esta época) exci­ ta ro n con sus n arracio n es la cu rio sid ad y el aso m b ro de quienes los oían. En m u y poco tiem p o , to d o lo relaciona­ do con Troya em pezó a fo rm ar p arte del rep erto rio de la poesía épica y, algún tiem p o después, a eclipsar o tros te ­ m as que h asta entonces h ab ía n fo rm ad o p arte principal de los cantos de los aedos. Los aqueos (y n o sólo ellos) v iero n en los sucesos de Troya u n m o d elo heroico de u n a riqueza ex trao rd in aria que, en m uy poco tiem po, h u b o de influir de m an era de­ cisiva en la form ación de lo que p o d ríam o s llam ar el alm a griega. Leyendas an terio res, com o la expedición de los A rgonautas o el ataque de los siete caudillos co n tra Tebas, pasaron a u n segundo plano, eclipsadas todas ellas p o r la difusión de los sucesos de Troya. Sin em bargo, p o d em o s a firm a r que la poesía o ral m icénica (la base sobre la que se asien tan los p o em as h o ­ m éricos) a rra n c a n o de la g u e rra de Troya, sino de m u ­ cho antes. N o o tra cosa p arece in d ic a r el h e ch o de que H o m ero haga m e n c ió n en sus p o em as de o b jeto s que h a b ía n caíd o ya en desuso en la época en q u e tu v ie ro n lugar los sucesos que n arra. Tal es el caso del gran escudo de Áyax (pero tam b ién o tro s), que le cubre el c u erp o e n ­ tero, «grande com o u n castillo» y hech o con siete pieles de buey. H oy sab em o s q u e ese tip o de escu d o s d ejó de utilizarse en u n p e río d o a n te rio r a la p ro p ia g u e rra de Troya. E xactam ente lo m ism o o c u rre con el fam oso cas­ co hecho con colm illos de jabalí sobre u n a e stru c tu ra de cuero, qu e M erio n es cede a U lises35. Este tip o de casco hab ía dejado de usarse ya en el siglo x iv a.C. y, p o r tan to, es m u y difícil (au n q u e, c iertam en te, n o im posible) que 35. Ilíada, 10.260

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un aedo de fecha p o ste rio r p u d ie ra verlo p o r sí m ism o. Tam bién hay concluyentes arg u m en to s lingüísticos s u r­ gidos a p a rtir del d escifram iento e in te rp re ta ció n del li­ neal B36. N adie p o n e en d u d a h oy que los po em as h o m éricos h u n d e n sus raíces en u n tiem p o a n te rio r a la g u e rra de Troya. Pero el p ro b lem a n o está ta n to en lo que o c u rrió antes de la g u e rra de Troya, sino en lo que o c u rrió d es­ pués. D u ran te to d a m i vida, al estudiar esta época que su ­ cedió a la caída de Troya m e he p re g u n ta d o lo m ism o: ¿qué ocu rrió con la trad ició n épica m icénica d u ra n te los oscuros años (de nuevo el p ro b lem a de la E dad O scura) que tra n sc u rrie ro n desde el colapso m icénico (1200 a.C., com o hem o s visto) hasta la fecha de fijación p o r escrito de los poem as (entre 750 y 700 a.C.) en el am anecer de lo que llam am os Época Arcaica? G racias a P. jam es y sus co lab o rad o res a h o ra sé (y el lector tam b ién ) que este problem a pued e enfocarse desde o tro p u n to de vista y que, quizá, estem os cerca de a d m itir que esa g rieta inexplicable de casi 400 años debe ser, al m enos, drásticam en te reducida. Pero sea cual sea el tie m ­ p o tra n sc u rrid o en tre los sucesos de Troya y su fijación p o r escrito en los poem as hom éricos, u n a cosa es clara: la tra d ic ió n siguió viva, sea co rto o sea largo el lapso de tiem po tran scu rrid o . En efecto, H om ero, a pesar del a d ­ m irable rig o r con el que describe el m u n d o m icénico, deja traslucir, m uy de vez en cuando, algún detalle pro p io de épocas posteriores. M enciona el hierro, p o r ejem plo, y 36. Así, p o r ejem plo, el jefe de u n a u n id a d m ilita r q u e se ap resta a d e ­ fender el palacio de Pilo es llam ad o Tros, es d ecir ‘T royano’. E n m uchas tab lillas a b u n d a n n o m b re s de la leyenda épica, co m o E teocles, Áyax, H éctor, Aquiles, O restes, etc., lo q u e d em u e stra q u e estos n o m b res eran co n o cid o s e, incluso, p o p u lares.

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ciertas técnicas de trabajo de m etales que, posiblem ente, deban situarse en época postm icénica. Hay, sin em bargo, o tro s arg u m en to s que m e p arecen m ás seguros. U no de ellos tiene que ver con el dios Apolo, cuyo papel es central en el desarrollo de los acontecim ien­ tos narrad o s en la Ilíada. Pues bien, Apolo debió de in cor­ porarse al p an teó n de los dioses griegos en época p o stm i­ cénica, pues su n om bre, que yo sepa, sigue sin aparecer en n inguno de los docu m en to s m icénicos descubiertos hasta la fecha. Es cierto que n o cabe d ed u cir de este silencio (com o de n in g ú n o tro en general) n ad a definitivo, pero m erece la p en a tenerlo en cuenta. En todo caso, la au sen­ cia de A polo es significativa y, de hecho, es posible que pueda entenderse, pues Apolo es u n dios que favorece cla­ ram ente a los troyanos. M artin P. Nilsson, el gran especia­ lista en la h isto ria de las religiones, considera a este dios originario de Asia M enor, lo que justificaría su «parciali­ dad» a favor de los troyanos. Si esto es verdad (y hoy día casi nadie d u d a del origen asiático del dios A polo), la a u ­ sencia de m en ció n alguna sobre él en las tablillas m icénicas p o d ría en tenderse en el sentido de que el a u to r de la Ilíada p erten ece a u n a época p osterior, en la q u e el dios estaba ya integrado en el pa n te ó n de dioses m icénicos. Hay otro argum ento que merece la pena tener en cu en­ ta a la h o ra de fijar los elem entos postm icénicos presentes en los poem as hom éricos. El culto a los m u erto s suele ser, cu an d o ten em o s posibilidad de estudiarlo, u n elem ento de p rim e ra im p o rta n c ia p a ra fijar, incluso, cronologías concretas. En este sentido, la práctica de la incin eración de cadáveres, generalizada en la E dad del H ierro, n o p a re­ ce que sea u n a característica de los griegos m icénicos, quienes p o r los d ato s que ten em o s, p ra c tic a ro n ú n ic a ­ m en te la in h u m a c ió n . T rad icio n alm en te se ha pen sado

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que H om ero in tro d u ce aquí, invo lu n tariam en te, u n ele­ m ento que caracterizaba los ritos funerarios de su p ropio tiem po y n o el de los protagonistas de su obra. Es posible, pero lo dudo. Siem pre m e ha parecido que en lo tocante a los asu n to s de la m u erte, los seres h u m a n o s, sean de la época que sean, suelen tener u n cuidado escrupuloso. El caso es que los griegos que fueron a Troya utilizaron la in ­ cineración de m an era generalizada, según se nos dice en la Ilíada. Éste es u n hecho d em o strad o tam bién p o r la a r­ queología, que n o deja lugar a d u d as en este sen tid o al acreditar que en Troya VI sólo se practicaba la in c in e ra ­ ción, dato que ha p u esto de m anifiesto que la tra d ic ió n épica es verídica al m enos en lo que se refiere a los troyanos. Q uizá H o m ero , de nuevo, nos esté d iciendo la v er­ dad, pu es parece razonable su p o n e r que fue en Troya donde los griegos m icénicos, deb id o en b u en a m ed id a a las circunstancias m ás que a sus convicciones, em pezaran a a d o p ta r el p ro c e d im ie n to de la in cin eració n en sus prácticas religiosas. A nadie, en efecto, puede escapársele que en las circunstancias diarias que se veían obligados a vivir los m iem bros del ejército aqueo, la incineración tie ­ ne al m enos dos ventajas sobre la in h u m ació n ; dos v en ta­ jas que, adem ás, se com plem entan. La p rim era es de tipo práctico: los cadáveres co n tam in an , pro d u cen u n m iasm a que no sólo es religioso, y la incineración resuelve m u lti­ tu d de problem as a u n ejército ex p edicionario que se ve obligado a vivir en precario d u ra n te u n largo perío d o de tiem po. La segunda es m ás de tip o religioso, pues tra tá n ­ dose de invasores en u n a tie rra ex tran jera, ro d ead o s de dificultades y p en u rias, p reo cu p ad o s a d iario p o r la ím ­ p ro b a tarea de sobrevivir n o sólo a los com bates, sino tam b ién a las enferm ed ad es, les h u b ie ra resu ltad o m u y difícil (p o r n o decir im posible) la tarea de cuidar, p rim e ­

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ro, de los in n u m e ra b le s e n te rra m ie n to s y de custodiar, después, unas tu m b as excavadas en tierra de enem igos. El ritu al tro y a n o de la in c in e ra c ió n (cuya p ráctica ha sido claram ente d em o strad a p o r las excavaciones arqu eo ló gi­ cas) p u d o h ab er sido ad o p tad o p o r los griegos m icénicos ju stam en te a p a rtir de su expedición co n tra Troya. Finalm ente, hay tam b ién arg u m en to s de tip o lingüís­ tico que h a n sido utilizados aq u í y allá p ara ju stificar la presencia de elem entos «tardíos» en los poem as h o m é ri­ cos. Sin d u d a n o es éste el lugar p ara hablar en detalle de estos argum entos, p ero sí p ara ver cóm o los m ism os d a­ tos p u e d e n llevarnos a conclusiones n o sólo diferentes sino, incluso, contradictorias. La lengua de los poem as hom éricos es m u y com pleja y, desde luego, n o es unitaria. Se ha dicho que es u n a lengua artificial, m eram en te literaria, que n o pued e identificarse plenam en te con n in g ú n dialecto y con n in g u n a época de la h isto ria de Grecia. M ás b ien se tra ta de u n a m ezcla de dialectos y de épocas, com o es lógico dada su trad ició n . En los p o em as h o m érico s se h a conservado (en b u e n a m edida gracias al m ecanism o fo rm u lar p ro p io de la lite­ ra tu ra oral de los aedos) m u ltitu d de elem entos c u ltu ra­ les y lingüísticos p ropios de épocas y lugares m u y d istin ­ tos, en u n a m ezcla que resulta m u ch as veces realm ente inextricable. De esta m anera, en la Ilíada puede hab er ele­ m entos recientes, m o d ern o s, in tro d u cid o s en algún m o ­ m en to de la interm in ab le elaboración y reelaboración de este tipo de poesía oral, que se fu n d en con o tro s elem en­ tos m ás antiguos. Este tip o de elem entos recientes es, a m i juicio, escaso. A un así, algunos elem entos lingüísticos m u e stran lo que p o d ríam o s llam ar u n a filiación dialectal fiable. Perm ítasem e que, sin n in g ú n afán de especialista, m e detenga u n m o m e n to en este p u n to .

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La lengua de H o m ero tiene u n elem ento de fo n d o m uy antiguo, co n stitu id o p o r lo que p o d ría m o s d e n o m in a r micenism os o aqueísmos, m u ch o s de los cuales h a n sido enco n trad o s en los d o cu m en to s escritos en lineal B. Por encim a de este estrato aqueo o m icénico se sitúa cro n o ló ­ gicam ente o tro estrato m ás m o d e rn o de eolismos, que hoy, con el lineal B al alcance de n uestros conocim ientos, podem os distin g u ir p erfectam ente del estrato a n te rio r37. Finalm ente, la épica viva, p revia a la fijación de los poem as p o r H om ero, in co rp o ró al rep erto rio de los ver­ sos el elem ento dialectal p red o m in an te, que es el que ha con fo rm ad o , realm en te, el carácter de estos poem as. Se tra ta del elem en to jónico, in c o rp o ra d o a través de u n a gran cantidad d ejonism os. De esta m anera, la elaboración de la trad ic ió n épica oral co n sta de tres fases (m icénica, eólica y jónica) que, de todas m aneras, no siem pre son fá­ ciles de distin g u ir, p ues algunos elem en to s p u e d e n ser atribuidos ta n to a u n a fase com o a otra. E videntem ente, la constante reelaboración de los poem as y las in n o v acio­ nes que iban in tro d u c ie n d o los d istin to s aedos hicieron que el texto se fuera m o d ern izan d o constantem ente. Las form as jónicas te n d ie ro n a ir sustituyendo (siem pre que fuera posible m étricam en te38) a las anteriores, que, poco a poco, fueron siendo consideradas com o arcaísm os. 37. Los eolios fo rm a n , ju n to co n los jo n io s y los d o rio s, los tres grand es g ru p o s étn ico s y dialectales en q u e se d iv id ían los griegos en ép o ca h is­ tórica. Se establecieron, sobre el añ o 1000 a.C ., en la isla de Lesbos y en la llam ad a Eólide, en las costas de Asia M enor, y p arece qu e p a rtie ro n de las costas de Tesalia (ciu d ad eólica) en su viaje hacia los lugares en que h ab ría n de asen tarse d efin itiv am en te. Si esto es verdad, explicaría p e r ­ fectam ente la relevancia de u n héroe tesalio com o A quiles en los p o em as h o m érico s y, a la vez, la im p o rta n c ia del elem en to eólico. 38. P o r eso e n c o n tra m o s en el texto h o m é ric o el aq u eísm o émar, ‘d ía’, que n o p u e d e ser m é tric a m e n te su stitu id o p o r el jo n ism o hemére; o el

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En consecuencia, es posible reducir la com plejidad de la lengua h o m érica a u n a cierta sim plicidad: el su strato m icénico-eólico, que constituía el núcleo orig in ario de la trad ició n épica referente a Troya, pasó a los jonios, quizá debido a la expansión de éstos hacia el n o rte y a su asen­ tam ie n to en lugares com o la isla de Q uíos o Esm irna. El hecho es que fueron los jo n io s, que m ás adelante a lu m ­ b rarían el m u n d o entero con la luz de la ciencia, de la his­ to ria y de la filosofía, quienes d ieron a la trad ició n épica fo rm a definitiva. N o es de ex trañ ar, pues, que H o m ero nos sea p re se n ta d o p o r la m ayoría de las trad icio n es com o u n p oeta jónico. A la vista de to d o lo que acabo de decir, quizá al lector le haya asaltado ya u n a pregunta: ¿Y los dorios? ¿Qué pa­ pel d esem p e ñ a ro n los d o rio s y su lengua en la elab o ra­ ción de la trad ició n épica reflejada en los poem as h o m éri­ cos? Pues, sinceram ente, n inguno. Esta ausencia supone un asunto de la m ayor im p o rtan cia que m erece ser trata­ do con u n cierto cuidado. Se h a dicho literalm en te «que la lengua épica n o pre­ senta elem en to s dórico s y q u e el cu ad ro de G recia que ofrecen los po em as hom érico s es co n sistentem ente predórico [...] La trad ició n épica que desem bocó en los poe­ m as ho m érico s n o pasó p o r regiones ocu p ad as p o r los dorios y m an tu v o la im agen idealizada de la grandeza de la época m icénica»39. Me consta que el au to r de estas pa­ labras no las m an ten d ría hoy. De hecho, el profesor Ruipérez, en co m pañía de J. L. M elena, ha llegado a defender en su libro Los griegos micénicos (citado con anterioridad) eo lism o théa, ‘d io sa’, en lu g ar del jo n ism o theós, q u e el d ialecto jónico utilizab a co m o m ascu lin o y fem enino. 39. M . S. R u ip érez y o tro s, N u e va antología de la llíada y la Odisea, SEEC, M a d rid , 1965.

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la hipótesis del levantam iento in tern o frente a la invasión externa p a ra explicar la llegada de los dorios. S incera­ m ente, creo que la innegable ausencia de elem entos d ó ri­ cos en la o b ra h om érica no sólo no contradice la hipótesis del levantam iento interno, sino que, a m i juicio, la refuer­ za. La época en que suceden los hechos n arrad o s p o r H o ­ m ero está caracterizada p o r el d o m in io m icénico o aqueo en to dos los ám b ito s sociales, y p o r el in ten to , lleno de éxito, de fijar a través de la trad ició n m ítica el nuevo m o ­ delo social del que hem os estado h ab lan d o en las páginas anteriores. En ese m u n d o d o m in a d o p o r los c o n q u ista ­ dores aqueos es com p letam en te com prensible que las p o ­ blaciones som etidas (los dorios) n o tengan m u ch o sitio. Y m ucho m enos su lengua. Sin em bargo, la ausencia de elem entos del dialecto d o ­ rio (que aparecerá después com o vehículo de expresión de la lírica coral en todos los rincones de G recia) n o p re ­ supone necesariam ente que los dorios no estuvieran p re­ sentes en el Peloponeso, sino, m ás bien, que no lo estaban en el ám bito de u n poem a que canta las gestas de quienes los habían, precisam ente, som etido. Todavía habré de vol­ ver algo m ás ad elan te sobre este asunto, pues estoy c o n ­ vencido de que la ausencia de elem entos d ó rico s en los poem as h om éricos no es tan radical com o p u d iera p are­ cer a prim era vista.

El fin de los aedos: aparición de los rapsodos En el siglo v u a.C. se p ro d u jo en G recia u n cam bio fu n ­ dam en tal en la ejecu ció n de la poesía épica: los po em as épicos dejaron de ser cantados y fueron objeto de sim ple recitación, lo que, casi con to d a seguridad, se hizo ya sin

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acom pañ am ien to m usical. El aedo fue sustituido p au lati­ nam ente p o r u n recitador que recibió el n o m b re de rapsodo (rapsodós). C om o tan tas o tras palabras, rapsodós es m uy expresiva en relación con el oficio que designa; hay u n p rim e r ele­ m en to relacionado p ro b ab lem en te con el verbo ráptein, que significa ‘zu rcir’, lo que alude m u y d irectam ente a la tarea de ensam blar diferentes cantos de gesta o diferentes p artes d e n tro de u n m ism o cantar. En este sen tid o , los rapsodos eran consid erad o s co m o autén tico s zurcidores de versos q u e d eb ían d esarro llar la hab ilid ad de e m p a l­ m ar determ in ad as partes de u n p o em a con o tras de otro, según la dem anda, seguram ente variable, del au d ito rio al que se dirigían. Sabem os q u e el rap so d o ya n o can ta y q u e ya n o va acom pañ ad o p o r u n in stru m e n to m usical de cuerda con el que realzar y am enizar la n arració n que se encierra en los versos. El rap so d o lleva siem pre consigo u n b astó n (rábdos) que es, a la vez, atrib u to tan to de su condición de cam in an te com o de rapsodo, pues con él golpea el suelo para m arcar el ritm o de los versos que recita. La p rim e ra m ención expresa de este oficio está en H e­ ró d o to 40, d o n d e se nos habla de «certám enes rapsódicos basados en los poem as hom éricos» que tenían lugar en el n o rte del Peloponeso. Estos certám enes p u ed en fecharse en to rn o a 600 a.C., pero p robablem ente el oficio de quie­ nes particip ab an en ellos se había asentado m u ch o antes. H esíodo, el p o eta beocio, debió de consid erarse ya un rapsodo, pues él m ism o nos dice41 que las M usas le dieron u n bastón y n o u n a fó rm in x o u n a lira. El nuevo oficio ne40. 5.67.1. 41. Teogonia, 30.

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cesitaba algo con lo que m arcar el ritm o, el com pás de los versos. Es, sin em bargo, P latón q u ien n os ha tra n sm itid o en su diálogo Ión el retrato m ás fiel de lo que era u n rapsodo. En efecto, Ió n , el p ro tag o n ista de la obra, es u n rapsodo p ro fesio n al del q u e se sirve lite ra ria m e n te P latón p ara m o stra rn o s la im p o rta n c ia de estos recitadores a m ­ b ulantes que, en tre o tras cosas, fueron el e m b rió n de lo q ue p o d ría m o s llam ar la e d u cació n griega. L legaron a constituirse en verdaderas asociaciones profesionales es­ pecializadas sob re to d o en asu n to s h o m érico s, y, sin d u d a alguna, a través de ellos fue to m a n d o fo rm a la tr a ­ d ición de la épica h o m érica. E ran v erd ad ero s artistas, virtuosos en el arte de recitar y d o tad o s de u n a m em o ria v erdaderam en te prodigiosa; pero, adem ás, eran tam b ién m aestros, pues explicaban con frecuencia a su au d ito rio los pasajes que con sid erab an m ás oscuros. De esta cap a­ cidad de explicar, de enseñar a p a rtir de los textos, nació, de u n a parte, la ad m iració n del pueblo, que los consid e­ raba «educadores de Grecia», y, de otra, su influencia y su prestigio, especialm ente en el caso de H om ero. Los rapsodos son los p rim ero s filólogos, los p rim ero s h o m b res que «explicaron» los textos q u e re c ita b a n y, a p a rtir de ellos, el m u n d o que se en cerrab a debajo de la sugerente m agia de las palabras escritas. Lo que pro b ab lem en te fue decisivo en la p au latin a d e ­ saparición de los aedos es que, en realidad, su oficio cam ­ bió rad icalm en te con la fijación p o r escrito de los p o e ­ m as. En este sen tid o , H o m ero , quizá el ú ltim o de los aedos, al escribir los po em as acabó con el oficio q u e él m ism o había desem peñado. Sin duda, a p a rtir de ese m o ­ m ento, la labor de estos artistas am bulantes n o d ependía ya tan to de la capacidad de recordar las hazañas de los h é ­

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roes y de im provisar sobre u n a base repetitiva los m ism os episodios. La m e m o ria a h o ra debía ejercitarse en o tro sentido: ap ren d er u n texto que, a p a rtir del m o m e n to de su fijación p o r escrito, sólo a d m itía in terp o lacio n es o cam bios de p eq u eñ a im p o rta n c ia en fun ció n de los gus­ tos del rap so d o o de las exigencias del auditorio. Los temas de los poem as h om éricos (las hazañas de los héroes aqueos d u ra n te la g u erra de Troya y el accidenta­ do regreso de u n o de esos héroes a su p atria al finalizar la guerra) siem pre h ab ían fo rm ad o p arte de ese m u n d o de la épica griega que iban tra n sm itie n d o los aedos de p u e ­ blo en pueblo, de plaza en plaza. C om o u n a p arte m ás de las leyendas que la épica m icénica fue in c o rp o ran d o a su repertorio , los tem as relacionados con la caída de Troya, con la desgracia de sus h ab itan tes y con el regreso de los vencedores, alim en taro n la im aginación de los griegos y llenaron sus recuerdos com o pueblo. Probablem ente, sin que los aedos fuesen conscientes p o r com pleto, las leyen­ das de Troya co n fo rm aro n la m en talid ad de m uch as ge­ n eracion es de griegos, que v iero n en ellas lo m e jo r y lo p eo r de la co n d u cta de sus héroes, es decir, u n p a tró n del co m p o rta m ie n to h u m a n o . C ualquiera p o d ía en o rg u lle­ cerse co m p a rtie n d o los sen tim ien to s de solidaridad, ca­ m aradería y fidelidad que Ulises m u estra p o r sus co m p a­ ñeros, p o r su p a tria y p o r su m u jer; o, p o r el c o n trario , h o rrorizarse ante la in h u m a n a crueldad de Aquiles en su diálogo con H é c to r antes del com b ate decisivo. Los h é ­ roes m icénicos se h ab ían convertido en m odelos, en p a ­ radigm as de tod o s los griegos. El cam in o que siguió esta co nversión de las leyendas en m odelo s de c o m p o rta m ie n to es el cam in o de la épica. Se tra ta de u n cam ino ard u o y difícil de seguir con p reci­ sión, pero hoy sabem os que tuvo u n a p rim e ra fase crea­

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d o ra y oral, y o tra rep ro d u cto ra, in n o v ad o ra sólo se c u n ­ d ariam e n te y basada en la re c ita c ió n de u n tex to fijado p reviam en te p o r escrito. La p rim e ra es la fase de los ae­ dos. La segunda es la fase de los rap so d o s. H om ero, p ro ­ bablem ente, estuvo en m edio de las dos y, n o sé con qué g rado de consciencia, acabó p a ra siem pre con u n m u n ­ do, alu m b ra n d o con su tra b a jo de escrito r el n acim iento de otro.

El rehén El personaje H o m ero se n os escurre p o r com pleto en tre las m anos, ya lo he dicho. H ay trad icio n es que lo hacen contem poráneo de la guerra de Troya; otras, p o r el co n tra­ rio, lo sitúan en el siglo v in o, incluso, en el v u a.C. U nos lo consideran originario de Esm irna, otros de Q uíos, otros de n in g u n a parte, pues son m u ch o s los que pien san que no h a existido nunca. C om o p u ede verse, el p a n o ra m a es bastante desalentador p ara cualquiera que intente acercar­ se al ser h u m an o , no al poeta, n o al padre de la literatura. La costu m b re, llevada casi a rajatab la p o r los griegos, de no d a r relevancia a los aspectos de la vida p riv ad a de las personas, adquiere en H o m ero tintes verdaderam ente desesperantes. N in g u n a n o ticia fiable se desprende de su propia ob ra n i de los co m en tario s de los que vivieron cer­ ca de él en el tiem po. H om ero, en plena coherencia con la situación del ser h u m a n o en la época que describ en sus poem as, jam ás asom a en su o b ra n i siquiera so m e ra m en ­ te, com o si su p ro p ia in d iv id u alid ad q u e d a ra ab so rb id a p o r la grandeza heroica y trágica de u n o s personajes m a ­ nejados com o m ario n etas cuyos hilos están en las m anos de los dioses.

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Por otra parte, aunque nos centrem os en la obra p ropia­ m ente dicha, renunciando a en contrarnos con algún dato que nos revele algo de su autor, nos es m uy difícil decidir con cierta seguridad sobre los elem entos que se deben a la tradición épica o a su propia im aginación, de m anera que, tam bién en este aspecto, el investigador encuentra espacios vacíos, líneas cerradas; nada, en definitiva. Todo lo que puede parecem os útil p ara in ten tar recons­ tru ir su vida es el p ro d u cto de un a elaboración legendaria. En efecto, d o n d e q u ie ra que u n o m ire sólo hay leyendas, anécdotas que se refieren m ás a u n m ito que a u n ser h u ­ m ano, a u n sem idiós m ás que a u n m o rtal de carne y h u e ­ so, pues H o m ero ganó ta n p ro n to la in m o rta lid a d entre sus com patriotas, que los rasgos del ser h u m an o quedaron difum inados, ocultos detrás del relám pago de su genio. A un así, la elaboración legendaria se co ncretó en u na o b rita llam ad a Vida de H om ero, de la que h a n lle g a d o . hasta n o so tro s varias versiones (u n a de ellas a trib u id a a H eródoto , n ad a m enos) y en o tra que tiene el sugerente título de Certam en de Homero y Hesíodo. Todos los datos que po d em o s extraer de estos dos opúsculos son im p o si­ bles de com probar, y la m ayor p arte de las veces ni siquie­ ra es necesario in ten tarlo , pues se tra ta de hechos m a n i­ fiestam ente increíbles. Así pues, nada está d em o strad o sobre su época. N ada podem os d educir de su obra. N ada de las dos obritas a n ­ tedichas. ¿Nada? Hace m u ch o tiem p o que in ten to en c o n tra r algo, ya lo he dicho. R odeado p o r las dificultades, con frecuencia he pensado (co m o de ta n ta s o tras cosas) que era u n a tarea im posible y, aú n hoy, lo sigo p en san d o en u n a b u en a m e­ dida; siem pre he chocado con el m ism o m u ro de silencio y, a veces, de incom prensión. Al fin y al cabo, la peripecia

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p ersonal de u n h o m b re solo, a u n q u e sea el m ism ísim o padre de la literatu ra, es irrelevante desde el p u n to de vis­ ta de los procesos históricos. Esta aseveración la he oído m uchas veces en boca de m aestros y estudiosos, siem pre preocupad o s p o r los «verdaderos problem as de la h isto ­ ria», entre los que no se cuenta, com o es obvio, éste de co­ nocer algo sobre la vida de un h o m b re aislado. H ace m u ch o tie m p o que creo que ésta es u n a vía m u erta, equivocada. Basta m ira r el ro stro de n u estro s alum nos para ver con qué expectación pu ed en seguir una explicación com pleja si, de vez en cuando, in tro d u cim os alguna especulación «personal», alguna anécdota que los haga vivir la histo ria. C u an d o lo he hecho, en clase o en otros foros, el resultado siem pre ha sido positivo y, com o poco, he ten id o el convencim iento de que m e gan ab a la atención de quienes m e estaban escuchando. Sé que p a ra m u ch o s e ru d ito s y estudiosos, a quienes respeto p ro fu n d am en te, cualquier especulación n o b asa­ da en datos fidedignos (especialm ente los que nos su m i­ nistra la arqueología) es g ratu ita e, incluso, despreciable. C o m p ren d o ese p u n to de vista, p ero n o lo c o m p arto ; quienes lo defienden o lo han defendido a rajatabla llenan de interpretaciones gratuitas sus libros y sus conferencias, basándose en datos que están m uy lejos de po d er ser co n ­ trastados con calm a e im parcialidad y, de paso, co n d en an a los no especialistas a una situación de p erm an en te «fue­ ra de juego». Alguien ha dicho que la historia n o consiste en pensar en gente que m urió hace tiem p o sino en gente que vivió hace tiem p o y, a m i juicio, este aforism o enfoca m uy bien el problem a: debem os investigar en las caracte­ rísticas, en las peripecias e indicios que nos p erm ita n , al m enos, in tu ir a la p erso n a q u e vivió hace tiem p o , y no conform arnos con certificar su m uerte. Pues bien, p erm í-

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tásem e, ten ien d o to d o esto en cuenta, que diga lo que sé y, tam bién , lo que no sé si sé de H om ero. Voy a c e n tra rm e u n m o m e n to en su n o m b re. Q uizá para la m ayoría de los lectores, aco stu m b rad o s a utilizar los nom bres p ro p io s com o palabras vacías cargadas sólo con el significante pero sin significado, exam inar u n n o m ­ bre p ropio p u ed e parecerle u n acto inútil, u n a p érd id a de tiem po. Esto es cierto en el caso de nuestros nom bres, que desde hace m u ch o tiem p o h a n perd id o la v irtu d de signi­ ficar algo, de decirnos algo en relación con la p ersona que lo lleva. Q uizá esta tra d ic ió n de d esp o jar a los n o m b res propios de to d o significado com enzó hace m u ch o tie m ­ po ya, en la p ro p ia R om a antigua, donde, en u n rasgo que retrata m u y bien algunos aspectos de los patricios ro m a ­ nos, se llegó a n o m b ra r a los hijos de u n m a trim o n io p o r el n ú m ero que hacían al nacer: así Q uintus, Sextus, etc. A u n pueblo práctico com o el ro m an o , am ante de u n sen ti­ do u tilitario de las cosas, las h o ras em pleadas en la b ú s­ queda de u n n o m b re sugerente p a ra alguno de sus hijos debía de parecerle, quizá, u n gesto de derroche y, a la vez, carente de sentido; al fin y al cabo, el que u n hijo hiciera h o n o r a su fam ilia y a la p ro p ia R om a n o dep en d ía de su n o m b re sino de sus actos, y p a ra ello siem pre te n ía n la posibilidad de endosarle u n cognomen (u n alias) que fue­ ra adecuado con su co m p o rtam ien to : N um idicus, B ritan­ nicus, Germanicus, Caesar, Bestia... Los griegos eran en esto, com o en tan tas o tras cosas, m uy diferentes de los rom anos. Q uizá se pasaban las h o ­ ras, com o algunos pad res de h oy en día, b u sc a n d o un n o m b re q u e evocara en su hijo los anhelos p e rd id o s en ellos m ism os; en el caso de los griegos, esto estaba ju stifi­ cado, pues sus n o m b res son n o m b res parlantes, es decir, po rtad o res de significado.

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A lgunos de esos n o m b res h a n llegado hasta nosotros, a u n q u e casi n ad ie recuerda ya su significado: Alejandro (de Aléxandros, ‘p ro te c to r de los h o m b re s’); Alicia (de Alétheia, ‘la v erd ad ’); Irene (de Eiréne, ‘la p az’); Eleuterio (de Eleútheros, ‘libre’), etc. O tro s n om bres, frecuentes en la antigua Grecia, se h an perd id o con el paso de los siglos, pero reso n aro n con fuerza en o tro tiem po: Protágoras (‘el p rim ero en el ágora’, es decir «el m ás hábil en el arte de hablar en público»); Anaxágoras (‘el rey del ágora’); Apolodoro (‘regalo de A polo’), etc. D entro de este m u n d o de n o m b res preñ ad o s de signi­ ficado, hay u n o que, a pesar de su in q u ietan te sentido, ha sido ign o rad o sistem áticam ente p o r to d o s los c o m e n ta ­ ristas y estudiosos. Se tra ta de Homeros, cuyo significado es ‘rehén’. D ebo confesar que, desde que fui consciente del significado que se esconde detrás del significante «H o m e­ ro», no he d ejado de p en sar en las razones que p o d ría n o cultarse d etrás de este hecho. C o m o es lógico, to d o lo que pued o decir es especulativo, pero no gratuito. En rea­ lidad, quizá p o d am o s d ar fo rm a al p ro b lem a y tra ta r de c o m p ren d e r p o r qué razó n el p a d re de la lite ra tu ra , el educador de Grecia, el h o m b re que gozó de u n prestigio in finito a través de to d a la h isto ria de G recia te n ía p o r n om bre u n a palabra que significa, literalm ente, ‘reh én ’ o ‘p risionero ’. Por su p u esto n o soy el p rim e ro que se h a d e te n id o a co n tem p la r este problem a. D esde hace tiem p o , algunos investigadores rep araro n en la extrañeza de su significa­ do, pero, situados frente a ella, decidieron que n o m erecía la pena detenerse. En este sentido, p o d em o s leer cosas com o la siguiente42: 42. M. S. Ruipérez y otros, Nueva antología..., cit., p. 44.

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La garan tía de su existencia real (la de H o m ero ) nos es d ad a p o r su m ism o nom bre... que no es p arlan te, es decir, n o describe al p erso n aje com o suele o c u rrir con los n o m b res fo rjad o s p o r la leyenda. C om o n o m b re co m ú n horneros significa ‘reh én ’, lo que no explica n in g ú n rasgo característico de su biografía.

Es difícil hacer u n a afirm ació n m ás g ratu ita q u e ésta. Es lógico que el no m b re de H o m ero no signifique n ad a ni explique n a d a de u n a biografía sobre la que los p ro p io s autores confiesan n o saber prácticam en te nada. Sincera­ m ente creo que esta afirm ación, a pesar de que se hace en el contexto de u n a o b ra espléndida, está com pletam ente equivocada. In ten taré explicar p o r qué razón. El n o m b re H o m ero pued e entenderse de varias m a n e ­ ras, au n q u e en páginas anteriores ya he dicho que el juego de la derivación de las palabras puede gastarnos brom as pesadas. Pese a todo, los propios autores de la N ueva arito-, logia... p ro p o n e n u n a derivación que, p o r o tra parte, ellos m ism os consideran inadm isible. Así, el n o m b re Horneros p o d ría o c u lta r u n juego de p alab ras basado en la ex p re­ sión ho m é horón, que literalm ente significaría ‘el que no ve’, es decir, el «ciego». B astaría con cam biar la te rm in a ­ ción en -on del particip io horón p o r la term in ació n en -05 propia de los sustantivos y n o m b res p ropios m asculinos para ob ten er el n o m b re del poeta. A unque tal derivación presenta problem as fonéticos serios y, en to d o caso, tiene el aspecto de ser u n in ten to de reconciliar el n o m b re del poeta con la trad ició n de su ceguera, creo que n o debe de­ secharse p o r com pleto. A un así, estoy convencido de que es m ucho m ejo r p lan tear el p ro b lem a a p a rtir de lo que, sin duda, parece evidente: ¿es posible explicar el n o m bre de H o m ero p artien d o de su significado real de ‘reh én ’? A m i juicio sí es posible.

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En p rim e r lugar, la Iliada se con v irtió en la referencia obligada de to d o griego, in d ep en d ien tem en te de su o ri­ gen, condición o credo. C ualquier rem isión al pasado im ­ plicaba citar alguno de los versos, de los párrafos o de los hom bres que aparecen en ella, com o si se tra ta ra de u n a autén tica «Biblia». El hecho de que H o m ero citara en el canto II de su Ilíada (el llam ado «Catálogo de las naves») los n o m b re s de to d o s los jefes aq ueos que acu d iero n a Troya, el n ú m e ro de los soldados a su m an d o e, incluso, el n ú m ero de naves que ap o rtab an a la expedición, dio, sin duda, u n carácter panhelénico a esta obra, en la que final­ m ente todos los aqueos se v ieron representados con in d e­ pendencia del lugar del que vinieran. H om ero es tan rig u ­ roso, parece conocer tan bien el m u n d o m icénico, que en el «Catálogo» cita algunas ciudades que son desconocidas en época h istó rica43. D esde el canto II la in ten ció n de d ar u n carácter general a la exp ed ició n c o n tra Troya parece clara y es m u y posible que en esto haya u n in ten to de apli­ car el té rm in o «aqueos» de u n a m a n e ra n o excluyente, sino integradora, com o o cu rriría después con el térm in o «rom anos». Es m uy im p o rta n te plantearse si este supuesto p an h elenism o fue buscado desde el p rin cip io o, en realidad, fue p ro d u cto de la casualidad o del devenir histórico. D e o tra parte, ta m b ié n cabe p lan tearse si las dos o bras, Ilíada y Odisea, c o m p a rte n o n o el m ism o objetivo integ rad or. Pues bien, desde m i p u n to de vista, el a u to r de la Ilíada persigue objetivos m u y d iferentes a los del a u to r de la Odisea. De hecho, hay quien sostiene, desde hace ya tie m ­ po, que se tra ta de autores diferentes. Incluso se h a p o s tu ­ lado, y no a la ligera, que detrás de la Odisea se esconden 43. Eleón, Ilesio, Hile, Arne, Midea y Nisa, p or ejemplo.

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al m enos tres autores. C om o pued e ver el lector, el p ro b le­ m a es realm ente com plicado. A un así, al co n trario de lo que h a n m anifestado otros estudiosos, creo que H om ero es u n n o m b re parlante. T ie­ ne to d o el aspecto de u n n o m b re griego, m ás p arecido a u n cognomen ro m an o que a u n n o m b re pro p io tal y com o lo entendem os hoy día; en este sentido, no encuentro n in ­ guna razó n p ara d u d a r de que el significado de ‘reh én ’ o, incluso, de ‘p risio n ero ’ tenga u n a base real, au n q u e con el paso del tiem p o tal sentido se haya acabado d ifu m in an do, incluso p erd ien d o , a la vez que el h o m b re al q u e lla­ m aban «rehén» quedaba, tam b ién , eclipsado p o r la fam a y el prestigio de las obras que se le atribuyeron. Q uizá en esta realidad de prisionero, de rehén, se ocu l­ te finalm ente la respuesta a m u ch o s de los interro g an tes que el h o m b re H o m ero n os p lantea. Q uizá, desde u n p rin cip io , se tra tó de fo m e n ta r el c o n o cim ien to de su. obra, n o de su perso n a. ¿Por qué razón? Sinceram ente, creo que la razón fu n d am en tal es que H om ero es u n m icénico; u n aqueo. Sé que esta afirm ació n escandalizará a m ás de uno, pero considero que es u n a co n clu sió n cargada de m o ti­ vos, especialm ente a h o ra que el p ro b lem a cronológico parece que em pieza a reorientarse, com o acabam os de ver un as págin as m ás arrib a. En to d o caso, cu a n d o afirm o que H om ero es u n m icénico n o estoy m an ejan d o las co­ ord en ad as cronológicas trad icio n ales en que la ciencia suele situ ar a los m icénicos y al pro p io H om ero. En cu alq u ier caso, es evid en te q u e d ebo explicar lo que, a p rim e ra vista, n o parece sino u n disparate.

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La época En p rim e r lugar, creo sin ceram en te que, de u n lado, las fechas en las q u e tra d ic io n a lm e n te se sitú a la g u e rra de Troya (y en general el final de la E dad del Bronce) deben reducir su an tig ü ed ad sensiblem ente44; de o tro , com o ya he dicho, tam b ién estoy convencido de la inexistencia del llam ado colapso del m u n d o m icénico. A lo largo de las páginas an terio res he explicado las razones q u e m e han llevado a este co n v en cim ien to , que enfoca el p ro b lem a del que estoy h ab lan d o de u n a m an era rad icalm en te d i­ ferente. Es m ás que posible que la Edad O scura (1200-800 a.C.) deba su existencia (en Grecia y fuera de Grecia) a u n erro r cronológico co m etid o p o r la ciencia m o d e rn a y que, en consecuencia, la d istan cia en tre el final de la g u erra de Troya, situ ad o p o r la tra d ic ió n en to rn o a 1200 a.C., y la com posición de la Ilíada, situada en algún m o m e n to del siglo v in a.C., debe reducirse notablem ente. Si adm itim os esta hipótesis, las cosas p u e d e n encajar de u n a m an era m ucho m ás sencilla sin necesidad de ten er q u e hacer una travesía, sin b rú ju la y sin ru m b o , a través de u n océano desconocido de casi 400 años. Pero es que, adem ás, el lec­ to r ya sabe que las fechas que la trad ició n m aneja están le­ jos de ser seguras y n u n c a h a n sido su ficien tem en te d e ­ m ostradas. Es cierto que la op in ió n m ás g eneralm ente ad m itid a es que los p o em as hom érico s recib iero n su fo rm a y red ac­ ción definitivas en el siglo v m a.C. Desde entonces hasta hoy, com o pued e verse estu d ian d o la h isto ria de la tra n s­ 44. V éanse los a p a rta d o s 3 y 4 de este m ism o c a p ítu lo y, en general, la o b ra ya citad a de P. Jam es, Siglos de oscuridad.

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m isión de los textos de las dos obras, ta n to p o r la vía n o r­ m al de la tra d ic ió n m a n u sc rita co m o p o r la vía, m ás o m enos accidental, de los p ap iro s, el texto ha cam b iado m u y poco y las diferencias que p o d em o s e n c o n tra r de u n o s m an u scrito s a o tro s son, realm ente, de detalle. Sin em bargo, cu alquiera que estudie con calm a (y lo h a n h e ­ cho varios autores de eno rm e prestigio) los criterios que se h a n em p lead o desde siem p re p a ra la d ata c ió n de los poem as, concluirá que son, en el m ejo r de los casos, cla­ ram en te inadecuados y que, en realidad, estam os todavía m uy lejos de p o d e r fechar con u n m ín im o de precisión el m o m en to de com posición de la o b ra hom érica. Las posiciones de los estudiosos varían, en efecto, des­ de aquellos que sitú an esa fecha de com posición en el si­ glo ix a.C. hasta los que lo hacen en el v i a.C. El m argen de e rro r es pues, com o pued e verse, suficientem ente a m ­ plio, y eso q u e desde el siglo v m a.C. los pro b lem as que. n os p lan te a la cro n o lo g ía em p iezan a ser de tip o m e n o r en relación con los que se p la n te a n en fechas anteriores. En fin, creo que todos debem os aceptar u n hecho: la fecha de com po sició n de los poem as h om éricos es u n p ro b le­ m a que, h oy p o r hoy, n o p u ed e resolverse p o r com pleto. Pero p o dem o s establecer hipótesis. P or m i p a rte estoy dispuesto a a d m itir que la fijación p o r escrito de los poem as se hiciera, m ás o m enos, en to r­ no a 700 a.C. Esta fecha cu ad ra bastan te bien, com o vere­ m os en el cap ítu lo siguiente, co n el desarro llo literario posterior, que ya sí p o d em o s fechar con u n a cierta garan ­ tía, sobre to d o en el caso de la lírica de los siglos v u y, es­ pecialm ente, v i a.C. Tam bién cu ad ra con la secuencia a n ­ terio r de hechos, tal y com o yo la veo.

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El hom bre H ace u n m o m e n to he afirm ado que H o m ero es u n m icénico. Pero n o u n m icénico en el sen tid o trad icio n al, del siglo X II a.C., que vivió antes de que p u d iera in tro d u cirse la escritura alfabética en Grecia, sino u n m icénico del si­ glo v in o, m ás bien, v il a.C. N o creo en el colapso m icénico n i creo en la invasión de los dorios, tal y com o he explicado en páginas an te rio ­ res. La invasión d o ria siem pre h a rep resen tad o p a ra los arqueólogos, y lo sigue h acien d o todavía hoy, la b ú sq u e ­ da o la caza de u n fantasm a. U n a b ú sq u e d a im p o sib le a pesar de que n o s h em o s esforzado p o r acep tar la tr a d i­ ción, supu estam en te asentada en el m ito del retorno de los Heráclidas, con el fin de explicar, a su vez, la desaparición del m u n d o m icénico. El pro b lem a siem pre h a sido que el su p uesto invasor d o rio n o aparece p o r n in g ú n sitio; no dejó huella ni de sus pasos ni de su cultura. C ualquier p erso n a con sentido c o m ú n sabe que esto es im posible y que, sin huellas, sin rastro de n in g ú n tip o , no hay m an era de su sten tar nada. H ace tiem p o ya que algu­ nos sostenem os que los dorios, tal y com o se nos p resen ­ tan en la trad ició n historiográfica, n o h a n existido nunca. N o es u n a conclusión precipitada, ni siquiera fruto de una tendencia in novadora; es u n a conclusión dictada p o r el sentido c o m ú n y apoyada, com o hem os visto, p o r el p ro ­ pio desarrollo histórico. J. C hadw ick45 pensó que los in ­ vasores n o v in ie ro n de fuera, sino que estaban d e n tro y, en térm in o s generales, supuso que los dorios serían la cla­ se social d o m in a d a y explotada p o r los aqueos. Si ad m iti­ 45. «W ho w ere th e D orians?», LaParola del Passato, 1 6 6 ,1 9 7 6 ,p p. 103117.

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m os este supuesto, la invasion doria fue m ás bien u n a re­ vuelta, no u n a revolución, y fue la causante, según C h a d ­ wick, de las destru ccio n es que se o bservan en diferentes lugares del te rrito rio griego. En páginas anteriores he h a ­ blado de este pro b lem a con calma. En té rm in o s generales estoy de acu erd o con el p u n to de vista de C hadw ick y, adem ás, creo que la situación de revuelta in te rn a p u ede co lu m b rarse en los p ro p io s p o e ­ mas. C iertam ente, si la hipótesis del levantam iento in te r­ n o es correcta, parece n a tu ra l que los nuevos d o m in a d o ­ res in te n ta ra n , com o lo h a n h ech o en to d as las épocas, legitim ar su p o d er n o sólo desde el p u n to de vista in s titu ­ cional (esto lo hicieron claram ente), sino tam b ién desde el p u n to de v ista m itológico. Los dorios, así vistos, son u na corriente en el río de los aqueos; u n a corriente p re d o ­ m in an te a p a rtir de u n m o m e n to dado, pero u n a co rrie n ­ te que, p a ra siem pre, h ab ría ya de fo rm a r p arte tam b ién del río de los griegos. Sin em bargo, la trascendencia que tuvo la gu erra de Troya, la co nquista de aquella im p o n e n ­ te ciudadela y el regreso de los héroes aqueos a sus h o g a­ res caló ta n h o n d o en la im ag in ació n del pueb lo que los nuevos d o m in ad o res n o p u d ie ro n n eu tralizar ese efecto sino que, m ás bien, lo utilizaron. Al fin y al cabo, el m o d e ­ lo aqueo había sido asu m id o desde hacía tiem p o p o r los dorios que, a pesar de h ab er estado d o m in ad o s p o r ellos, lo habían aceptado básicam ente. La histo ria h u m a n a está llena de este tip o de revueltas que, en realidad, sólo c am ­ b ian a los p ro tag o n istas, p ero n u n c a el guión. Los a n ti­ guos d o m in ad o s se convierten en d o m inadores y los a n ti­ guos d u eñ o s p asan a ser los nuevos esclavos, p ero n o se cuestiona el m odelo n i las ideas que posibilitan u n m u n ­ do basado en el po d er de u n o s sobre otros. Así, los dorios n o pusieron nu n ca en cuestión n i el m odelo institucional,

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basado en el Estado y en la guerra, ni el m odelo social, b a ­ sado en la familia frente a la trib u , en la propiedad privada frente a la com unal y, finalm ente, en la esclavitud y en la desaparición in stitu cio nal de la m ujer. Los cam bios fue­ ron sólo de detalle. Ésta es la razón p o r la que no se detec­ ta al invasor dorio. Porque n u n ca existió. Los dorio s n o fueron invasores ni pro tag o n izaro n una revolución que cam biara el status quo establecido p o r los m icénicos. Por el co n trario , asu m iero n el m odelo m icé­ nico y lo llev aro n h asta sus ú ltim as consecuencias. En realidad, si pensam os con u n poco de calm a en el proceso que estoy describiendo, verem os que está cargado de ló ­ gica, pues la h isto ria, com o dijo hace m u ch o tie m p o ya G. M urray46, evoluciona com o u n «conglom erado h ere­ dado». Las nuevas ideas no se im p o n e n in m ed iatam en te a las an terio res y, con frecuencia, n o se im p o n e n p o r com pleto n unca; m ás bien se aglom eran con las m ás a n ­ tiguas y evolucionan, am algam adas con ellas, en u n p ro ­ ceso que, justam ente p o r esto, es m uy difícil de seguir. Los dorios asu m iero n la herencia de los aqueos, y sus ideas se am algam aron con las de aquéllos, d an d o lugar a u n m o ­ delo sorp ren d en te que brilló en aquellos aspectos que to ­ davía no h a b ía n sido asu m id o s p o r u n o s n i p o r otros. Esos nuevos aspectos constituyen lo m ejor de la historia de Grecia. Pero el cam bio debió de ser m ás o m enos tran q u ilo , pues los dorios no sólo aceptaron sin reservas los aspec­ tos fun d am en tales del m o d elo m icénico, sino que, ad e­ más, asum iero n su «glorioso» pasado. Los hechos o c u rri­

46. En Greek Studies, p. 66 y ss., M u rray aplicó el térm in o fu n d a m e n ta l­ m en te a la ev o lu ció n del pen sam ien to religioso, pero creo que es perfec­ ta m e n te ad ecu ad o , tam b ién , a la evolución histórica en general.

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dos en Troya, que habían calado tan h o n d o en la m em oria de la gente, fuero n aprovechados p ara tra n sm itir el m o ­ delo heroico de la su p rem acía del v aró n , del guerrero, frente a cualquier o tro m odelo posible. Y esta tarea se e n ­ com en d ó a alguien que poseía u n co n o cim ien to nuevo, u n a especie de elixir que h aría que aquellas leyendas no fueran ya olvidadas n u nca. La h isto ria del final de Troya se convirtió, así, en u n a saga que h abría de fascinar a los h o m b res a lo largo de m iles de años, gracias a ese elixir nuevo (preñ ad o de pod er) que llam am os escritura y g ra­ cias al m ago que conocía sus secretos: H om ero. Si aceptam os este panoram a, se entiende perfectam ente que H om ero signifique 'reh én . Q uizá no fuera u n rehén en el sentido estricto de la palabra, pero sí en el sentido de que, de alguna m a n e ra que ig n o ram o s en el detalle, fue obligado a escribir la que hab ría de ser la leyenda fu n d a ­ cional del pueblo griego. N o cabe im aginar en qué co n di­ ciones tuvieron lugar los hechos, pero la perspectiva gene­ ral creo que queda expuesta ante n uestra vista. H om ero, el aqueo, el aedo que conocía el arte de la escritura, escribió, con toda probabilidad, al «dictado» de los vencedores d o ­ rios; pero, com o es n atu ral en todos los genios, in tro d u jo m u ltitu d de inform aciones; nos dejó algunas pistas que, hoy día, p odem os interpretar. En realidad, tenem os u n ejem plo histórico, co m p ro b a­ do, que nos pued e ilustrar en relación con lo que pasó. Es el caso de V irgilio, el p o eta ro m a n o del siglo i a.C., que fijó en su Eneida las señas de id en tid ad del pueblo ro m a ­ no, en general, y de la fam ilia Julia, en particular, cu an do am bos necesitaban u n pasado glorioso sobre el que asen­ ta r sus privilegios del presente. Todos sabem os que V irgi­ lio escribió la Eneida cu m p lien d o u n a o rd en de O ctavio A ugusto, el p rim e r em p erad o r de Rom a, hijo adoptivo de

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Julio César y m iem b ro destacado, p o r tanto, de la familia Julia. Y es curioso que ese poem a nacional ro m an o se base en Eneas, el hijo de A frodita-V enus, u n troyano d e rro ta ­ do cuya leyenda reproduce, en el nuevo contexto ad ecua­ do a los intereses de Rom a, los b echos n a rrad o s p o r H o ­ m ero en la Iliada y en la Odisea. La explicación del proceder de Virgilio parece obvia: el m odelo glorioso de los héroes y de la grandeza in m o rtal de u n p u eb lo estaba ya fijado; se h abía co n v ertid o en el m odelo de los m odelos y H om ero lo había dejado escrito p a ra siem pre. Parece lógico que V irgilio acu d iera a él cuando recibió el m ism o encargo que, según yo creo, h a ­ bía recibido H om ero unos setecientos años antes. M e es m u y difícil im aginar que este trab ajo de p reci­ sión, hecho p o r H om ero, en relación con el m u n d o de los micénicos lo hiciera u n d orio o, aú n m enos, u n griego que vivió cuatrocientos años después de los hechos que descri­ be. A unque no p u ed o d em o strarlo y au n q u e sé que p ara algunos lo que estoy diciendo es poco m enos que u n a h e ­ rejía, cada vez estoy m ás convencido de que H om ero es un m icénico que fijó p o r escrito las leyendas que, p o r vía oral, se form aron sobre la caída de Troya, cuya destrucción, cla­ ve en el tráfico hacia el m ar Negro, se pro d u jo en u n a ép o­ ca sensiblem ente m ás reciente de lo que la tradición historiográfica ha ad m itid o hasta hoy. La Edad O scura em pieza a estar teñ id a de o tro tip o de oscuridad: la de la inexistencia.

El educador P robablem ente los aedos y los rap so d o s gozaron de u na cierta influencia que, en algunos casos, debió de alcanzar

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notoriedad. Q uizá el origen de esta influencia esté, de una parte, en la consideración de «locos divinos» que ten ían los aedos; y de otra, en las explicaciones que d ab an a los textos cuan d o los cantaban o recitaban ante to d o tip o de auditorios. Los aedos eran expertos en el pasado y, en re ­ lación con éste, eran escuchados con respeto y a d m ira ­ ción, com o h em os visto. En realidad, la gente sabía que los asuntos que tratab a la épica eran de verdad; eran h is­ toria; habían sucedido alguna vez. Este carácter histórico de los acontecim ientos narrad os p o r aedos y rapsodos, que enaltecía las hazañas del p asa­ do y convertía en héroes a los h o m b res que las h ab ían protagonizado, posibilitó que, desde m uy p ro n to , to d o el relato épico ad quiriera u n carácter de «m odelo», tan to in ­ dividual com o colectivo, puesto que tan to los hechos que se n a rra b a n com o sus p ro tag o n istas eran reales, h ab ían existido. Esta im presión de realidad pro d u cía el efecto de la im itación y, p o r tanto, convertía a los poem as épicos en lo que algunos h an llam ado «una constante exhortación a la acción»47. La fijación p o r escrito de los hechos acae­ cidos en Troya y de to d o lo relacionado con el regreso de u n o de sus destructores a su p atria contrib u y ó de m anera decisiva a p ro fu n d iz a r en este aspecto m odélico q u e los poem as épicos, en general, ten ían ya desde su fase oral. Lo que o cu rrió fue que H o m ero los convirtió en p atrim o n io de cualquiera que supiera leer. De esta m an era, ya desde el siglo v i a.C. (si n o antes) los p o em as escritos p o r H o m ero fu ero n el libro escolar p o r excelencia. En el con ten id o de sus páginas estaban al­ gunos de los aspectos fu ndam entales en que se basaba la educació n de los n iñ o s y jóvenes en las escuelas de to d a 47. M. S. Ruipérez y otros, Nueva antología..., cit., p. 48.

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Grecia, sin distin ció n de regiones ni de regím enes p o líti­ cos. Los testim o n io s en este sentido son abrum adores: así Jenófanes de C olofón señala que to d o s lo ap ren d ían des­ de que em pezaban a estudiar; tam b ién sabem os que uno de los p asatiem p o s favoritos de las perso n as de ed ad en Atenas era asistir a las recitaciones de los rapsodos48 y que m uchos p o d ían recitar de m em o ria la Ilíada y la Odisea49; entre ellos parece que estaba A lejandro M agno, quien, se­ gún alg u n o s50, se sabía la litada de m em o ria. H o m ero consiguió influir de m an era decisiva en m u ltitu d de p e r­ sonas que, de u n m o d o u otro, conocían sus poem as. Es verdad que H o m ero sufrió críticas m u y d u ras p o r parte de h o m b res com o Jenófanes o H eráclito; pero estas críticas n o afectaro n al m o d elo básico de sociedad que tran sm ite n sus obras, y hasta hoy m ism o m u ch o s de los ideales que hacían actu ar a sus p rotagonistas co n tin ú an , com o verem os, en vigor. P latón, que rechazaba el m odelo hom érico com o pau ta de educación, consideraba, sin em ­ bargo, que H o m ero era el ed u c a d o r de G recia51. Y n o le faltaba razón. Q uizá los griegos, y tod o s nosotros, hem os visto en los ideales que tra n sm ite n los héroes h om éricos u n cam in o sim ple sobre el que, sin la carga de la in d iv i­ dualidad, de la lib ertad y de la responsabilidad, se puede tra n sitar con la calm a que p ro d u cen las cosas sencillas; a veces crueles, pero sencillas. El m u n d o que alim en tan los poem as h o m érico s es, com o hem o s visto, u n m u n d o en el que los seres h u m a ­ nos no existen com o in d iv id u o s y n o tien en , p o r tan to , nin g ú n m iedo a decidir y a equivocarse, pues, p o r así d e­ 48. 49. 50. 51.

P lató n , Leyes, 2.558 d. Jenofonte, Banquete, 3.5. D ió n C risó sto m o , Discursos, 4.39. República, 10.606 c.

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cirio, los dioses se encargan de to d o . En ese contexto, el ideal de educación es relativam ente sim ple y consiste, b á ­ sicam ente, en p erseg u ir dos cosas que el p ro p io Fénix confesaba h a b e r in te n ta d o en la ed u cació n de Aquiles: «ser u n h o m b re de acción y, a la vez, o ra d o r de p a la ­ b ras»52. Es ésta u n a prem isa que, según creo, resum e el ideal que to d o s los griegos b u scaro n y e n c o n tra ro n en H om ero. U n ideal que sigue vigente hoy todavía y que N éstor, el an cian o rey de Pilo, el sabio consejero, el que cultivaba m ejo r que nadie esa faceta del « o rador de p ala­ bras», enu n ció con térm in o s que no parecen de ayer ni de hoy, sino de m añana: «Ser siem pre el m ejo r y de tod o s es­ tar en cabeza» (aién aristeúein kaí hypeírokhon ém m enai állon)53. C reo que estas palabras representan, aú n hoy, el ideal de b u en a p arte de los hab itan tes de O ccidente que, com o m uchas veces se ha dicho, sólo recuerdan a los v en­ cedores. F inalm en te, n in g ú n ideal tien e sen tid o si n o es p ara procurarse gloria y, p o r tanto, fam a. Es p o r lo tan to la glo­ ria (kléos) lo que, en ú ltim o extrem o, da sentido a todo, pues es la única m an era de conseguir la inm ortalidad. Por eso el héroe h o m érico n o conoce la p ru d en cia ni la m o ­ destia y co n stan tem en te alardea de su fuerza y de su valor ante cualquiera, a la vez que está p e rm a n e n te m en te d is­ puesto a d em o strar con la acción lo que afirm a con las p a ­ labras. Aquiles es u n ejem plo suprem o: acepta la m u erte po rq u e (¡qué h erm o sa paradoja!) sólo a través de ella al­ canzará kléos y e n tra rá a fo rm a r p a rte del o lim p o de los héroes inm ortales. A lejandro, el ém ulo de Aquiles, u n o de los m ás grandes hacedores de res gestae, d em o stró en los 52. Ilíada, 9.442. 53. Ilíada, 11.784.

3. EL ENIGM A DE LA EDAD OSCURA (1200 A.C.-800 A.C.)

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cam pos de b atalla de la h isto ria, n o de la lite ra tu ra , que Aquiles no había m u erto y no habría de m o rir nunca. H om ero, convertido en educador, nos ha tran sm itid o un ideal, u n m odelo que todos los seres h u m an o s hem os visto, vem os y verem os en sus poem as. Este m odelo es, en cierto m o d o , com o alguno de los p ro tag o n istas de esos poem as; es com o A quiles, o co m o H écto r o Ulises: in ­ m ortal. Igual que in m o rtal es, tam bién, su creador.

4. El tránsito hacia la libertad. La época arcaica (800 a.C.-500 a.C.)

La libertad no forma parte de ningún código genético; no se adquiere mediante un mecanismo natural, propio de lo que los griegos llamaban physis, ni emerge de los acciden­ tes ni de las casualidades de la historia. Por el contrario, la libertad está fijada en el territorio de los logros culturales, en el espacio que los griegos llamaban nom os, y exige siempre del ser humano lucha y, con frecuencia, sangre. Si prestamos atención al desarrollo histórico, podemos con­ templar con orgullo y con dolor el anhelo constante del hombre por encontrarse con la libertad, así como su lu­ cha (una lucha con verdaderos tintes épicos) por recono­ cerla, por definirla, por distinguirla de todo lo que se le parece, especialmente de la individualidad. Es una lucha en la que el hombre no siempre vence y algunas veces, aun triunfando, su victoria es completamente efímera, pues el único rasgo seguro de la libertad es que puede perderse y su característica más genuina parece que es la de abando­ narnos. Su esse parece ser, más bien, un superesse. Hubo un tiempo en el que nuestros antecesores vivie­ ron sin saber qué era la libertad, aunque quizá alguno lle278

4. EL TRANSITO HACIA LA LIBERTAD. LA ÉPOCA ARCAICA (800 A.C.-500 A.C.)

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gó a im aginarla. Los grandes héroes que atacaro n Troya, cuyos no m b res h a n retado al olvido, n u n c a fu ero n libres; vivieron en u n m u n d o en el que cada acto, cada suceso, to d o accidente y to d o co m p o rta m ie n to , h eroico o d e s­ preciable, estaba predicho, dirigido y tutelado p o r la vo­ luntad, a m e n u d o esquiva, de los dioses. N in g ú n h o m b re sabía que era u n in d iv id u o diferente y único, cuyas res­ puestas p o d ían ser, tam bién, diferentes a las de su clan, su clase o su fam ilia. E ran tiem pos en los que nadie se sentía responsable de sus actos, pues éstos eran obra de los d io ­ ses, no de la volu n tad hum an a. H e tra ta d o de m o stra r al lector ese m u n d o en el capítulo 2 de este libro. El descu b rim ien to de la lib ertad ocu rrió en suelo helé­ nico y llevó al h o m b re a la dem ocracia y a la elaboración de leges magnae, leyes de valor general que hoy llam am os Constituciones. Este desarrollo, que com ienza con el des­ cu b rim ien to de la individualidad, da alm a al presente ca­ p ítulo del libro. E studiar ese viaje, tan épico o m ás que el de Ulises, el de A lejandro o el de C olón, es, en el fondo, asistir a u n o de los logros m ás señeros de la especie h u ­ m ana. Q ue el proceso tuviera lugar en u n país del M edi­ te rrá n e o o rien tal, p obre, lleno de d ificultades geográfi­ cas, situad o en la encrucijada de casi todos los cam inos, constituye en ap arien cia u n en ig m a que, en to d o caso, confío en p o d er d esen trañ ar con la exposición de ciertas ideas que, a m i juicio, convierten el sup u esto enigm a en u n proceso h istó rico susceptible de ser analizado, pues, com o tan ta s o tra s veces, se tra ta de u n enigm a sólo en apariencia. M i exposición p arte de u n a prem isa inicial, ya esboza­ da, que ha de tenerse m u y en cu en ta en tan to que form a p arte central de ese co n glom erado de enseñanzas que se desprende del estudio de esta época de la historia de Gre-

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cia y que p o d ríam o s resu m ir en la afirm ación de que, in ­ cluso hoy m ism o, a com ienzos del siglo x x i, en u n m u n ­ do com o el o ccidental en el q u e to d o o casi to d o parece conseguido, som os libres igual que som os felices: parcial­ m ente. En este aspecto no hem os avanzado m u ch o en re ­ lación con la situación de la G recia antigua. N o hay u n a ú n ica ra z ó n q u e explique esta situación sino m u ch as y, a la vez, com plejas. Sin em bargo, entre tantas, u n a m e parece esencial: el m u n d o en que vivim os se asienta sobre los m ism os presupuestos que el antiguo y n o ha sup erad o determ in ad o s esquem as que, ya en la A n ­ tigüedad, h icieron im posible el desarrollo global de la li­ b erta d y, p o r supuesto, de la dem ocracia. H oy sabem os, o al m enos eso creo yo, que la h isto ria n o da dem asiadas op o rtu n id ad es a quienes n o están dispuestos a conocerla; y, desgraciadam ente, sabem os tam b ién que los esquem as que no se su p eran tien d en a repetirse.

El punto de partida: el descubrimiento de la individualidad En páginas anteriores hem os visto cóm o en el m u n d o que H om ero nos describe la libertad está ausente p o r com ple­ to. En realidad es u n hecho com prensible, pues la libertad tiene u n p rólogo o, si se prefiere, la libertad, com o el p ro ­ pio ser h u m a n o , h a p asado p rim e ro p o r u n a fase de in ­ fancia y de adolescencia. C iertam ente la individualidad es la libertad en su fase adolescente y ni siquiera en esta fase, com o hem os visto con detalle, existe en H om ero. En p á ­ ginas anteriores hem os dicho que el h o m b re hom érico no se define de fo rm a abstracta, in d ep en d ien te, p o r referen­ cia a u n yo individual y característico, sino p o r su estatus,

4. EL TRÁNSITO HACIA LA LIBERTAD. LA ÉPOCA ARCAICA (800 A.C.-500 A.C.)

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incluso p o r su función, d e n tro del grupo. Fuera del g ru ­ po y sin la interv en ció n de los dioses n o es nadie, n o tiene identidad; p o d ríam o s decir que n o existe. C u an to m ás reflexiono sobre este asu n to , m ás clara­ m ente veo que el proceso que preten d o explicarles p ro b a ­ blem ente o c u rrió de m an era que el d escubrim iento de la in d iv id u alid ad , p rim e ro , dio p aso al de la lib ertad , d es­ pués. Este p rim e r paso, el de la in d iv id u alid ad , está p o r com pleto ausente del h o m b re h o m érico y hasta del p ro ­ pio personaje H om ero, com o hem os visto re iterad am en ­ te. N o se tra ta de u n a elección sino de u n hecho frente al que no cabe alternativa; el h o m b re h o m érico n o es libre po rq u e n o p u ede serlo, n o p o rq u e n o quiera serlo. Igual que Leonardo da Vinci, atrap ad o en el siglo x v , n o p u d o inventar, a pesar de desearlo vivam ente, u n ap arato que volara, así el h o m b re hom érico, prisio n ero tam b ién en la cárcel de su época, n o p u d o d isfru tar de los arom as agri­ dulces de la libertad, pues su vida discurrió a través de un m u n d o en el que n u n ca existieron tales arom as. En páginas anteriores hem os visto tam b ién que las re­ acciones individuales de los personajes hom éricos n o son im putables a ellos m ism os sino a lo que hem os llam ado, siguiendo a D odds, intervenciones psíquicas. A nte el ab u ­ so de p o d er de A gam enón, Aquiles reacciona basándose en su h o n ra perdida, pues es su tim é lo que finalm ente im ­ porta. La interv en ció n de u n a diosa, Atenea, evita que la cólera de Aquiles dañe su timé. Pero lo im p o rtan te es, ju s­ tam ente, que n o es él q u ien elige. Aquiles n o es libre, no puede ni sabe elegir. Tam poco A gam enón. Todavía n o se ha form ado el concepto de persona individual, de sujeto, ni en el ám bito del au to r ni en el de los personajes de su obra. C om o tod o s los accidentes de la vida cotidiana pu eden atribuirse a la interv en ció n de algún dios, el concepto de

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resp o n sab ilid ad in d iv id u al ta m p o c o existe. Los héroes hom éricos p u ed en llegar a sentir vergüenza p o r sus actos (A gam enón es u n b u en ejem plo), pero n o culpa, pues la culpa, au n q u e parezca paradójico, es hija de la in d iv id u a­ lidad o, si el lector lo prefiere, del concepto de resp o n sa­ bilidad individual. C om o ya hem os visto, el sentim iento de vergüenza propició la ap arició n de estas in terv en cio ­ nes externas que, en ese m o m e n to , im p id ie ro n que el h o m b re h o m érico ex p erim en tara el sen tim ien to de res­ ponsabilidad, ligado inexorablem ente a la individualidad y a la libertad. En u n m u n d o com o aquél, u n m u n d o de hierro, im placable y violento, las in tervenciones p síq u i­ cas, que im p id iero n a sus protagonistas acceder al ám bito de la libertad , tra n q u iliz a ro n p o r lo m enos sus co n cien ­ cias haciendo que los dioses to m a ra n el p ro tag o n ism o de todos los sucesos. Sin em bargo, ese estado de cosas no h ab ría de d u ra r m u ch o tiem p o . In te n taré m o strar, en p rim e r lugar, el m arco físico en que ese universo (el universo hom érico) fue tran sfo rm án d o se p ara siem pre.

El marco físico: la polis ¿Qué fue lo que p ro p ició el cam bio? ¿Qué hizo que los griegos descubrieran la individualidad, el concepto de in ­ dividuo? ¿A donde los llevó tal descu b rim ien to ? C om o siem pre, n o hay respuestas sencillas. Sin em bargo, a m i juicio, existe al m enos u n a que encierra b u en a p arte de las dem ás y encauza y explica, a la vez, to d o el proceso. Entre to d o s los g rupos h u m an o s, los griegos h a n sido los prim ero s en crear u n tip o de Estado que exigía de to ­ dos los qu e fo rm ab an p a rte de él u n a p artic ip a c ió n real

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en la vida política; llam aron a este Estado polis, u n a p ala­ b ra que, con frecuencia, se tra d u c e e rró n e a m en te p o r «ciudad»1. Por lo que sabem os, la polis está con stitu id a ya a com ienzos del siglo v m a.C. Es cierto que la G recia de esta época no fue la p rim era que conoció el régim en de la ciudad-estado; estru ctu ras sem ejantes existían ya en M eso p o tam ia y en la p ro p ia G recia m icén ica, d o n d e M icenas y Pilo, p o r ejem plo, eran verdaderas ciudades-estado. Sin em bargo, hay u na diferencia capital: M icenas y Pilo o las ciu d ad es-estado m e so p o tám icas eran , p o r lo q u e sabem os, d o m in io de u n rey, dios o sacerdote que gobern ab a a súbditos o vasa­ llos. A p a rtir del siglo v m a.C., en Grecia, sin em bargo, e m ­ piezan a aparecer los polítai, palab ra que solem os tra d u ­ cir com o ‘c iu d a d a n o s’2, p ero que literalm en te significa ‘los que hacen la polis’, es decir, ‘los que hacen el E stado’. La diferencia entre u n súbdito y u n polîtes es que éste, des­ de el m o m en to en que form a p arte de la asam blea (eccle­ sia) tiene derecho a d iscu tir y a p articip ar en los asuntos que afectan a la polis. En u n a p alabra, el c iu d ad an o que va, poco a poco, fo rm án d o se en el in te rio r de las c iu d a ­ des-estado de la G recia del siglo v m y, sobre todo, del si­ glo v il a.C., tiene derecho a particip ar en la política.

1. Es im p o rta n te recalcar a q u í este h ech o . H ay o tra s p ala b ra s q u e en griego significan ‘c iu d a d ’, especialm ente ásty. El té rm in o pólis hace refe­ ren cia claram en te a Estado y n o a ciu d ad . El h echo de q u e las fro n teras del E stado n o trasp asaran en la an tig u a Grecia los lím ites de la ciu d ad ha h ech o q u e te n d a m o s a tra d u c ir la p a lab ra pólis p o r c iu d ad -estad o . D e estos dos té rm in o s el seg u n d o es, claram en te, el m ás im p o rta n te . D e la p alab ra pólis deriv an , en tre o tras, política y polîtes, es decir, ‘c iu d a d a n o ’. 2. La p alab ra esp añ o la « ciudadano» n o deriva del griego, sino del latín civitas.

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Sin d u d a alguna este derecho ten ía lim itaciones que v ariaban según los lugares y los contextos; adem ás, en d e­ te rm in a d a s circu n stan cias, p o d ía ser severam ente res­ tringido; pero ese derecho existía y estaba reconocido, de m an era que, en m u y poco tiem po, el héroe hom érico fue evolucion an d o , a la vez que lo hacía su e n to rn o , hasta convertirse en ciudadano. En realidad, la política nace en el m o m e n to en que nace la ciudad -estad o y, p o r lo tanto, se crean e stru ctu ras ad m in istrativ as a u tó n o m a s o rg a n i­ zadas p o r h o m b res que, a p a rtir de entonces, ad q u ieren conciencia de sus derechos y, ta m b ié n , de sus deberes, pero no en relación con u n rey o u n sacerdote, sino con su polis. Es este nuevo m arco político el que abrió tod o s los cam inos, incluso los que parecían m ás difíciles. C on to d a seguridad, las p rim e ra s ciu d ad es-estad o se fo rm aro n en Jonia, es decir, en las costas de Asia M enor. G racias al com ercio (u n a activ id ad fu n d a m e n ta l pero co m pletam en te novedosa p a ra los griegos), estas ciu d a­ des se convirtieron ráp id am en te en centros ricos y p o d e ­ rosos. La m ás im p o rta n te de todas ellas fue, sin duda, M i­ leto, p ero ta m b ié n florecieron H alicarnaso, Éfeso y algunas islas, especialm ente Sam os. En tales c irc u n sta n ­ cias, p ro n to se p ro d u jero n las condiciones favorables para que las m o n arq u ías hom éricas, y su m odelo de h o m b rehéroe, desap arecieran p a ra siem pre. P ro b ab lem en te, com o hem os dicho, el proceso debió de com enzar en to r­ no a 700 a.C. y consolidarse, sobre to d o en Jonia, en el p e ­ río d o que va desde esta fecha h asta 600 a.C., o cu p a n d o to d o el siglo v n a.C. La razón de ello, com o acabam os de apu n tar, es la ap a­ rición y desarrollo de la actividad m ercantil, que p ro d u jo u n a h o n d a crisis en los ám bitos social y político. Este p ro ­ ceso es de im p o rtan cia vital para en ten d er lo que m e p ro ­

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pongo exponer, de m an era que es necesario detenerse un m o m en to p ara explicarlo.

Comercio y colonización: las razones del cambio D u ran te la E dad O scura (con las restricciones cro n o ló gi­ cas que ya hem o s fijado p ara este p erío d o en el capítulo an te rio r), la eco n o m ía de las ciudades debió de ser de p u ra subsistencia y de estar ligada a u n a tierra cuya p ose­ sión, explotación y p roducción con stitu ían la base del sis­ tem a social y político en u n m u n d o , com o el griego, en el que el com ercio prácticam en te n o existía. Esta situación de p en u ria y la consiguiente sobreexplotación de los p o ­ cos lugares que la geografía de G recia p ro cu ra p ara las la­ bores agrícolas explican en b u e n a m ed id a el p roceso de colonización que se puso en m archa a p a rtir del siglo v m a.C. y que, finalm ente, cam bió p ara siem pre la histo ria de Grecia y de O ccidente. En efecto, el m u n d o griego dependía, p o r lo que sabe­ m os, de los «bárbaros» p ara conseguir algunas m aterias prim as fundam entales. Algo que con to d a seguridad o c u ­ rría en relación con el b ro n c e 3 y, m u y p ro b ab lem en te, 3. C o m o el le c to r sabe, el b ro n c e es u n a aleació n de cobre y estaño. D a d o q u e este ú ltim o m a terial n o p u e d e e n c o n tra rse en el M e d ite rrá ­ neo, h ab ía que in tro d u c irlo , fu n d a m e n ta lm e n te p o r vía m a rítim a , desde los lugares en q u e se en co n trab a, especialm ente desde las llam adas islas C asitérides. La in tro d u c c ió n del estaño en el M e d ite rrán eo la h acían los fenicios desde el estrech o de G ibraltar, p ero no está claro quiénes lo tr a í­ an desde las islas C asitérides (las islas B ritánicas) después de lib rar el gol­ fo de Vizcaya, F inisterre y to d a la peligrosa costa de P ortugal. D esde m i p u n to de vista, los navegantes y el reino de T arteso d esem p eñ an en este p u n to u n p ap el fu n d a m e n ta l q u e la histo rio g rafía m o d e rn a n o acaba de reflejar.

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tam bién con el hierro. En u n m u n d o com o el hom érico, en el que los únicos com erciantes eran los fenicios, este tip o fu n d a m e n ta l de in tercam b io s com erciales había quedado fuera del ám bito de influencia de los griegos. Sin em bargo, a p a rtir del siglo v m a.C. el p an o ram a em pezó a cam biar radicalm ente pues, sobre to d o con la producción de cerám ica, los griegos em piezan a ten er u n lugar en los intercam bios com erciales, bien es verdad que lim itado en u n p rim e r m o m e n to (la m o n ed a n o aparecerá hasta fina­ les del siglo v il a.C.). Aun así, la e n trad a de los griegos en el m u n d o del co­ m ercio, a p esar de las lim itaciones iniciales, tuvo con se­ cuencias radicales en el plano social, pues p o r p rim era vez se pro d u jo u n a clara división del trabajo entre los núcleos urbanos y el cam po, al tiem p o que hacía su aparició n una. nueva clase social que hab ría de desem peñar u n papel de­ cisivo a p a rtir de ese m o m en to : los artesanos especializa­ dos, despreciados p o r los m iem bros de la aristocracia in ­ cluso en época clásica. M ientras to d o esto o cu rría, ta m b ié n el m u n d o del cam po estaba c a m b ian d o p ro fu n d a m e n te , pues n o la p ro d u c ció n en sí m ism a, p ero sí la com ercialización de pro d u cto s agrícolas, especialm ente aceite y vino, p ro d u ­ jo, tam bién , u n cam bio m u y im p o rta n te en el estatus de la tierra. Se tra ta de u n cam bio m u y difícil de precisar, pero todas las fuentes em plean la palabra stenochoría (que significa literalm en te ‘escasez de tie rra s’) p a ra d efin ir el fenóm eno. Sin duda, esta escasez no se debió sólo al creci­ m iento dem ográfico, sino tam b ién a u n a nueva fo rm a de explotació n q u e p re te n d ía ad ecu ar la p ro d u c c ió n a las nuevas d em andas que el incipiente com ercio originaba. F inalm ente, la stenochoría p ro d u jo el gran fen ó m eno de la colonización, la v erd ad era clave, a m i juicio, del

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cam bio que se avecinaba. A m itad del siglo v m a.C., los griegos se la n zaro n al m a r con el objetivo de e n c o n tra r nuevas tie rra s sobre las que asentarse, co n v irtien d o el M editerráneo en u n gran estanque que, com o se ha dicho, estaba ro deado de ranas que cro ab an en griego. Esa bú sq u ed a de tierras hizo que el h o rizo n te geográ­ fico de to d a G recia se ensanchara y que, a la vez que su r­ gían nuevos m u n d o s ante la m irad a de aquellos viajeros indom ables, nacieran, tam bién, u n o s ojos diferentes con los que contem plarlos; las nuevas tierras ab riero n cam i­ nos no sólo a o tra s p osibilidades de supervivencia sino, especialm ente, a nuevas ideas que, en m uy poco tiem po, se su perp u siero n a las antiguas. Las necesidades surgidas, com o h a o c u rrid o tan tas veces, crearo n u n verdadero universo que se fue abrien d o p ro p u lsad o p o r el m o to r de dos actividades que los griegos n o h abían afrontado hasta entonces: el com ercio y la colonización de tierras. En un sentido p ro fu n d o , el m u n d o estaba c a m b ian d o p ara siem pre.

El impacto del nuevo m undo en el modelo político y social En cierta m edida, el E stado que em pieza a consolidarse después de la g u e rra de Troya tenía, com o hem o s visto, una base com ún, indepen d ien tem en te del lugar de Grecia al que nos refiram os; esa característica c o m p a rtid a era u n a necesidad que p o d ría m o s sin tetizar con estas p ala­ bras: derecho p ara todos. C om o consecuencia del com ercio y de la colonización, el m u n d o cerrado de la G recia m icénica se fue abrien d o a m edida que las nuevas necesidades iban asentándose, de m an era que el m arco geográfico cam bió rad icalm en te.

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U n efecto in m ed iato de esta situación fue que la antigua m o n arq u ía h o m érica fue b a rrid a con rapidez del nuevo contexto social. En las viejas ciudades aparecen p o r d o ­ quier regím enes aristocráticos4 en los que el poder, real­ m ente, pertenece ya a los jefes de las gene (palabra in d o ­ europea que el latín heredaría con la form a gens, singular, y gentes, p lu ral). Estas gentes co m ien zan a a su m ir cotas cada vez m ás grandes de p oder; p o r su p arte el rey, c u a n ­ do se m a n tie n e (com o es el caso de E sp arta), acaba p o r ser un m agistrado con funciones en lo esencial religiosas y, sólo excepcionalm ente, m ilitares. Sus antiguas a trib u ­ ciones las com p arte con otros m agistrados; adem ás, el ca­ rácter h e re d ita rio de la fu n ció n real desaparece, siendo p o r lo general su stitu id o p o r u n sistem a de elección que varía según los lugares. En realidad, esto es consecuencia inm ediata del im pac­ to del com ercio en u n a sociedad asentada en el p o d e r de unas cuantas fam ilias que basaban su riqueza en la pose­ sión y explotación de tierras. La irru p c ió n del com ercio en la vida de los griegos propició, em pero, la aparició n de nuevas fam ilias poderosas cuya riqueza no se fu ndaba ya en la p o sesió n de tierras sino en la actividad com ercial. C on ello, la d isp a rid a d de fo rtu n a s tam b ién com enzó a notarse (y de fo rm a m u y paten te en los enterram ientos): 4. La p a la b ra «aristocracia» deriv a de la p a la b ra griega áristos que, en realid ad , es el su p e rlativ o del adjetivo agathós. D ad o q u e este adjetivo significa ‘b u e n o ’, áristos significa litera lm e n te ‘el m ejo r’. «A ristocracia», p o r tan to , significa litera lm e n te ‘el p o d e r de los m ejo res’. E v id e n te m e n ­ te, n o se tra ta b a de los m ejores en u n sen tid o ético o m o ral, ni entonces n i ah o ra. La aristo cracia en m arcab a a los m iem b ro s de ‘las m ejo res’ gen­ tes o fam ilias. N a tu ra lm e n te se tra ta b a de las fam ilias de la n o b leza que, de fo rm a hered itaria, se tra n sm itía n los privilegios y el p o d e r de gen era­ ció n en g en eració n . E n u n sen tid o p ro fu n d o este p a n o ra m a n o h a ca m ­ biad o en m iles d e años.

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la diferenciación, p ro p iciad a p o r las desigualdades eco­ nóm icas, en clases sociales com ienza a atisbarse, a la vez que algunas chozas se tra n sfo rm a n en casas y las aldeas em piezan a relacionarse, a u nirse y, gracias al sinecism o5, a fo rm a r el atisbo de lo que es u n a c iu d ad -estad o en un sentido estricto. A nte los ojos de m uchos h o m b res inquietos, el c o m er­ cio abrió to d o u n m u n d o de nuevas posibilidades ligado a la libre actividad económ ica. La sociedad que em pieza a h a b ita r estas nuevas ciudades-estado tiene ya m u y poco que ver con la antigua y elem ental sociedad m icénica, b a ­ sada en u n a eco n o m ía ag raria sim ple y autosuficiente. P or el co n tra rio , a h o ra se p ro d u ce, com o h em o s dicho, u n a rápida y creciente diferenciación de fortu n as que no están basadas ya en la p ro p ied ad de tierras, y son m uchos los extranjeros que, atraíd o s p o r la nueva actividad, van llegando a las ciudades - a l igual que las m ercan cías- p ro ­ cedentes de todas las partes del M editerráneo oriental. La antigua sociedad va p erd ien d o poco a poco h o m o g en ei­ dad y, en u n sentido estricto, to d o a p u n ta a u n a creciente diferenciación de clases.

5. P alabra griega q u e se h a co nvertido en u n tecnicism o en la lite ra tu ra h isto rio g ráfica. La p a la b ra significa lite ra lm e n te ‘u n ió n de casas’ y d e ­ signa el p ro ceso d e u n ió n d e varias c o m u n id ad es ( aldeas p o r lo co m ú n , rep resen tad as p o r sus gentes) p ara c o n stitu ir u n a polis, es decir, u n a ciud a d -e sta d o . El caso d e A ten as es u n b u e n e je m p lo y su sin e c ism o p o lítico fue a trib u id o al leg en dario Teseo, q uien, de los n u m e ro so s n ú ­ cleos po b lacionales del Á tica hizo u n ú nico estado: Atenas. Así, to d o s los c iu d ad an o s n acid o s d e n tro de los lím ites de la polis (E stado) de A tenas fu ero n llam ad o s y reco n o cid o s com o atenienses, a u n q u e h u b ie ra n n a ­ cido m ás allá de los lím ites físicos de la ásty o ciu d ad (en M a ra tó n o en Eleusis, p o r ejem p lo ). Q u izá ésta sea la ra z ó n de q u e la m ayoría de las ciu d ad es griegas, incluso hoy día, sean designadas p o r n o m b re s en p lu ­ ral: A tenas, Tebas, M icenas...

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A nte esta situación, las fam ilias poderosas, las que p e r­ tenecían a la aristocracia de abolengo cuyo p o d er estaba ligado a la p osesión de tierras, to m a ro n p osiciones y se dispusiero n a adaptarse al nuevo estado de cosas. En to ­ dos los lugares de G recia los m iem b ro s de las antiguas gentes se fueron haciendo conscientes del en o rm e peligro que el com ercio su p o n ía p ara su estatus com o clase d iri­ gente. Y reaccionaron. En E sparta, el peligro fue percibido con ta n ta claridad que to d a actividad com ercial fue d enigrada y se pro h ibió la acu ñació n de m o n ed a en to d o s los lím ites fronterizos de su Estado. La clase dirigente espartana, los espartíatas, n u n c a estu v iero n disp u esto s a a d m itir que la riqueza, y p o r lo tan to el poder, se desligara de la posesión de tierras, pues era la única m anera de evitar el cam bio social que en otras partes de G recia (singularm ente en Atenas) se esta­ ba produciendo. En otras ciudades, los jefes de las gentes reforzaron su p o d er frente al rey, com o hem o s visto, y en la m ayoría de los lugares consiguieron desplazarlo. Pero tam b ién estos clanes d irig en tes h a b ía n p e rd id o h o m o g en eid ad . En efecto, el libre ejercicio del com ercio llevó a u n a creciente diferenciación de los p a trim o n io s de algunas de estas fa­ m ilias de m an era que los m ás ricos se d istan ciaro n p ro ­ gresivam en te de los m ás p o b res afian zan d o adem ás su p osición a través de m atrim o n io s m utuos. Las m ujeres se co n v irtiero n , casi p a ra siem pre, en objeto del juego p o r el poder. F inalm en te, el fen ó m en o de la colonización, p ro fu n ­ dam ente u n id o a la actividad com ercial, propició u n a n e­ cesidad nueva que, en realidad, n o podía estar prevista de an tem an o . Se tra ta de los llam ad o s oikistaí, es decir, los ‘fu n d ad o res de colonias’, cuya tarea m ás im p o rta n te se

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centraba, n atu ralm en te, en dos aspectos: la d istrib u ció n del nuevo suelo en tre los colonos y, sobre to d o , la crea­ ción de leyes e instituciones que regularan y co n tro laran tal distribución. Éste es el p u n to fu n d am en tal a m i juicio, pues, u n a vez estabilizada la colonizació n en el siglo vil a.C., las colonias generaron u n a autén tica sucesión de le­ gisladores. D esgraciadam ente, estos legisladores se c o n ­ v irtiero n en figuras legendarias de las que n o sabem os casi nada o m u y poco, y lo que conocem os se debe, en ge­ neral, a fuentes m uy posteriores, com o Aristóteles. Y así, gracias no a la ap arición espontánea de p e n sa d o ­ res geniales fuera del co n tex to de los aco n tecim ien tos, sino a actividades ta n com prensibles com o el com ercio y la colonización, to d a G recia se prep aró , sin darse cuenta, para u n o de los grandes d escubrim ientos de la historia: la libertad; u n a libertad nacida del espíritu em p ren d ed o r de m u ltitu d de h o m b res co m u n es a los que, sin em bargo, m ovía la necesidad de conocer nuevos y lejanos m undos. Q uizá n in g u n o de esos h o m b res valientes (navegantes a lom os de frágiles navios, sin b rú ju la ni m apas, con la sola seguridad de su necesidad y de su arro jo ) sabía que u n nuevo m u n d o estaba naciendo, gracias a ellos, n o en los lejanos h orizontes que todos los m ares envolvían, sino en el pro p io suelo de su patria.

Poesía y prosa: de héroe a ciudadano El vehículo de tra n sm isió n de ideales y m odelos h ab ía sido, com o hem os visto, la poesía oral. C on la aparición de la escritura alfabética, H o m ero fijó p ara siem pre esos ideales utilizando el único cam ino posible: la poesía escri­ ta. Ya he explicado en páginas anteriores cóm o este hecho

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invalida, según creo, cualquier discusión sobre la credibi­ lidad de H o m ero ; sobre si es u n p o e ta o u n histo riad or. H o m ero es el p rim e r escrito r de O ccidente y, en el m o ­ m en to en el que vive, la elección era im posible; la historia no existía ni ta m p o c o su m o d o n a tu ra l de expresión, la prosa. ¿C óm o p u ed e exigírsele a H o m ero u n a elección cu an d o algunos de los té rm in o s sobre los que su p u e sta­ m en te h ab ría de elegir ni siq u iera existían todavía? H o ­ m ero, ya lo he dicho, fue lo único que po d ía ser: el p rim er escritor; y escribió sirviéndose del único género posible, el único que existía: la poesía. A hora bien, la poesía hom érica es poesía épica. H o m e­ ro estableció de tal m an era los lím ites de este género que, desde el m o m e n to en que sus obras fueron conocidas, se convirtió en u n m odelo; en el m odelo épico p o r excelen­ cia. N ing u n a com posición épica, a p a rtir de entonces, ha po d id o liberarse de su influjo, ni traspasar los lím ites que el p ropio H o m ero estableció en unas obras que, p o r o tra parte, ya hem os visto que son el eslabón final de u n a larga cadena de tra d ic ió n oral. En este sentido, H o m e ro no sim boliza sólo el am anecer de la poesía épica sino, p a ra ­ dójicam ente, tam b ién su ocaso. Pero la am pliación del h o rizo n te propiciada p o r la ac­ tividad com ercial y co lo n izad o ra lo cam b ió to d o . En el m arco del nuevo E stado (la pólis) em pieza a aso m ar al m u n d o u n tip o de ho m b re diferente que, no sin dificulta­ des, p o n e en cu estió n los p ro ced im ien to s heroicos p ro ­ pios del h o m b re hom érico; este h o m b re basa su m anera de actu ar en u n p rin cip io que el nuevo Estado ha consa­ grado: el derecho p ara todos; y fija su atención en to d o lo que afecta a su pólis, es decir, en 1apolítica. El héro e h o m érico se tra n sfo rm a progresivam ente en ciudadan o y, u n a vez afianzada esa m u tació n , com ienza a

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cuestionar los p rocedim ientos y los privilegios de los h é ­ roes. En u n a palabra, el despreciado Tersites, v itu p erado y golpeado p o r el héroe (Ulises) en m edio de la A sam blea de guerrero s, em pieza a ser te n id o en cuenta. El p ro p io Tersites h u b iera firm ado, sin d u d a, estos versos de A rquíloco6, un p o eta del siglo v n a.C.: A lguno de los Sayos se pavonea co n m i estu p en d o escudo, que ju n to a u n arb u sto ab an d o n é m al de m i g ra d o 1. M as yo m e salvé. ¿Q ué m e im p o rta aquel escudo? ¡Que le den! U no ad q u iriré n o peor.

U nos versos que ro m p e n p o r com p leto con la tr a d i­ ción hom érica. Sin d uda, el c o m p o rtam ien to de A rquíloco, ab an d o n a n d o el escudo p a ra p o d er h u ir con rapidez del enem igo, n o h u b iera sido ad m itid o a la luz del código de h o n o r de los héroes h o m érico s. Y en m u ch as póleis griegas, tal c o m p o rta m ie n to se h u b iera castigado con la m uerte. Sin em bargo, A rquíloco lo confiesa y, al hacerlo, p ro p o n e u n a a u té n tic a revolución; y n o sólo en esto, com o verem os. Para el p o eta de la isla de Paros, la m u erte no es deseable, au n q u e procure gloria y fama, sino la vida; se debe salvar la vida au n q u e p a ra ello haya que a b a n d o ­ nar el escudo. Es exactam ente lo co n trario que hace A qui­ les, el héroe h om érico p o r excelencia. A pesar de la cercanía en el tiem p o , ¡qué lejos q u eda este p lan team ien to del m odelo hom érico! ¡Cóm o lo h u ­ bieran despreciado Ulises, Áyax, Aquiles o cualquier otro de los héroes que com batiero n en Troya!

6. F rag m en to 6 D. 7. O tro s p o etas, c o m o A lceo (49), A n a c re o n te (51 ) y H o ra c io {Odas 1.7.10) confiesan h a b e r h ech o lo m ism o.

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Prosa y política En realidad, el m odelo del nuevo ciu dadano ya no está en la poesía épica, especialm ente en la epopeya h o m érica, sino en la prosa. El nuevo E stado em pieza a escribir sus leyes. P or to d as partes, com o dice Jaeger8, se in te n ta «la sum isión de la vida y de la acción a n o rm as ideales rig u ­ rosas y justas» y, en la m e d id a de lo posible, ta m b ié n se p ro c u ra que estas n o rm a s sean u n iv ersalm en te válidas. De esta m an e ra , la co stu m b re, cu a n d o es generalm en te asum ida p o r todos, pasa a ser considerada ley y, p o r tanto, a escribirse. La ap arició n de las leyes escritas en p rosa hace que la polis in stau re ta m b ié n el «Estado legal» (lo · que hoy día llam am os «Estado de derecho»), com o c o n ­ secuencia de este in cip ien te p ero p u ja n te p en sam ien to racional. En u n a palabra, se h a iniciado u n nuevo cam i­ no: el de convertir las costum bres en leyes9. U na consecu en cia del nuevo estado de cosas fue que los m iem b ro s del E stado legal se d esv in cu laro n p a ra siem pre del m o d elo p ro p u e sto p o r la poesía épica, que quedó ap artad a de los m o m en to s im p o rtan tes de la polis. Ya no se tra ta de em ular el co m p o rtam ien to de los héroes hom éricos (pues éste com ienza a percibirse com o p ro p io de un tiem p o irreal de leyenda), sino de cu m p lir con los preceptos que la polis se da de u n a m an era o de otra; u n os preceptos que, al escribirse, se tra n sfo rm a n en leyes. Así, la actividad de la polis, la política, pasó a ser el n u e ­ ve eje de las p reo cu p acio n es sociales de los ciu d ad an o s, quienes, con el paso del tiem p o , to m a ro n p o r com pleto

8. W. Jaeger, Paideia, F o n d o de C u ltu ra E conóm ica, M éxico, 1978. 9. E fectivam ente, la palab ra nomos (‘c o stu m b re ’) pasó a significar, ta m ­ b ién ‘ley’.

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las riendas de su destino político. Todas las referencias p o ­ líticas, tod o s los nuevos m odelos de co m p o rtam ien to no individual q u ed aro n reflejados en las leyes, cuyo vehículo de expresión fue la prosa, n o la poesía. H om ero se convir­ tió, desde este p u n to de vista político, en u n a referencia arcaica y, desde otros p u n to s de vista, inasum ible. La poesía épica ya no reflejaba los m odelos de c o m p o r­ tam iento del ciudadano, ta n alejado en m uchos aspectos del héroe guerrero, y devino en lo que hoy llam am os lite­ ratura. N atu ralm en te no fue u n proceso lineal ni fácil de seguir. Sin em bargo, au n q u e la evolución del Estado dejó de lado la poesía épica, los poem as hom éricos y los valo­ res que se desprenden de ellos siguieron, com o n o p o d ía ser m enos, vivos y, con frecuencia, fueron utilizados ta m ­ bién políticam ente. Todavía hoy, a m i juicio, p erm anecen activos en m uchos m odelos de com p o rtam ien to ; de co m ­ p o rta m ie n to m asculino, especialm ente.

Poesía e individualidad Así las cosas, la esfera ín tim a, personal e individual del ser h u m a n o , alejada p o r com p leto de la actividad política cuyo m o d elo era la pro sa y au sente p o r co m p leto de los viejos versos épicos, com enzó a reflejarse (a nacer, real­ m ente) en u n nuevo tip o de poesía, diferente desde todos los p u n to s de vista al viejo épos hom érico. Se tra ta de una poesía que ya no utiliza los viejos hexám etros de H o m e­ ro, que h ab ía n p erd id o su an tig u o carácter didáctico (desplazados p o r la prosa) y que, a la vez, n o servían ya para expresar el nuevo y p u ja n te m u n d o indiv id u al que nacía de la m an o de la actividad com ercial y de la colo ni­ zación. Es, p o r ta n to , u n a poesía nueva, alejada de las

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preocupaciones heroicas, que cen tra su capacidad expre­ siva en el ám bito individual, com p letam en te ajeno, com o hem os visto, a la poesía hom érica. Ese nuevo tip o de poesía es la poesía lírica. A través de ella, la individualidad del ser h u m a n o en co n tró u n nuevo m u n d o , que exploró con la m ism a avidez con que las n a ­ ves ex p lo rab an los m ares desco n o cid o s y llevaban a sus trip ulantes a tierras inexploradas. Igual que la poesía épi­ ca había servido de so p o rte a la expresión de los anhelos y m odelo s de la sociedad m icén ica y que la p rosa servía ahora para la expresión, a través de leyes, de la nueva so­ ciedad en m arcad a p o r la polis, la poesía lírica sirvió a es­ tos hom bres, a p a rtir del siglo v n a.C. especialm ente, para navegar a través del m u n d o recién descubierto de la in d i­ v idualidad. Fue u n paso que h ab ría de llevar a todos los griegos al d esc u b rim ie n to de la lib ertad , y a algunos de ellos, los m ás valientes, los m ás decididos, a experim entar u n m odelo de convivencia que ha m o strad o su vigencia desde hace dos m il quin ien to s años: la dem ocracia. Los versos líricos son los versos del h o m b re que se sabe solo frente al resto de los h o m b res y tam bién frente al su ­ frim iento que causan los dioses; son los versos en los que asom a, p o r p rim era vez, la expresión individual y única, opuesta a la del g ru p o que, en el caso de los versos épicos, daba sentido a u n a existencia que sin él n o p o d ía conce­ birse. Por p rim e ra vez los poetas aparecen en sus versos, nos m u estran sus alegrías y su dolor, sus sueños y sus p esadi­ llas. De la m ism a m an era que la poesía épica qued a p ara siem pre asociada al canto de las gestas heroicas de g uerre­ ros a quienes sólo en u n a cierta m edida se percibe com o h u m an o s, la poesía lírica se adhiere p ara siem pre a la ex­ presión de los sentim ientos individuales, únicos, diferen­

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tes en cada ser hu m an o ; alejados, en sum a, del sen tim ien ­ to de p erte n e n c ia a cu alq u ier m u n d o que n o sea el del propio yo. El poeta se asom a desde sus versos y nos concede algu­ nos datos que nos p erm iten conocerlo. D os fragm entos, apenas cu atro versos, de A rquíloco (¡sólo cuatro versos!) nos dan m ás in fo rm ació n sobre él que los miles de versos de la Ilíada o la Odisea lo hacen sobre H om ero: Soy u n siervo, yo, del so b eran o E n ialio 10 y co n o ced o r del am able regalo de las M u sas11.

A rquíloco se nos presenta com o u n soldado (siervo de Enialio) y co m o u n p o eta (co n o ced o r del regalo de las M usas, es decir, de la in sp iració n poética). En o tro frag­ m ento insiste en su condición de soldado: En m i lan za ten g o el p a n a m asad o , en m i lan za el v in o de ísm a r o 12; bebo apoyado en m i lan za13.

Ya no estam os en la época de los héroes hom éricos, pero, sin duda, la valentía del guerrero debía de seguir con­ siderándose la sup rem a v irtu d de u n hom bre. Incluso en época clásica, el pro p io Esquilo, u n o de los grandes poetas trágicos, se jactab a en su epitafio, escrito p o r él m ism o, sólo de una cosa: su participación en la batalla de M aratón. Por eso son realm ente llam ativos los versos de A rquíloco 10. E nialio se id en tifica co n Ares, d io s de la guerra. 11. F ra g m en to 1 D. 12. El v in o d e ísm aro , m o n te de T racia, era ya elogiado en los p o em as ho m érico s. C o n él, según parece, U lises consiguió e m b o rra c h a r al cíclo­ pe Polifem o. 13. F ra g m en to 2 D .

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referidos al episodio del a b a n d o n o del escudo que co­ m en tab a antes; m u e stra n u n talan te co m p letam en te in ­ n o v ad o r que sin d u d a va m ás allá de lo que debía de ser corriente en la p ropia época. Pero la lírica literaria no p a r­ ticipa p o r com pleto de los ideales del g ru p o (com o hace la épica) sino que, con frecuencia, se com place en desa­ fiarlos abiertam en te; incluso tiende, algunas veces, a es­ candalizar. Algo lógico si pensam os que es el vehículo de expresión del yo individual, n o grupal, y que, con frecuen­ cia, el in d iv id u o está en conflicto con el m u n d o al que pertenece, especialm ente u n indiv id u o com o A rquíloco. Así pues, en el siglo v il a.C. se p ro d u jo , gracias al desa­ rrollo eco n ó m ico y p olítico, u n desarrollo intelectual, com pletam ente paralelo. Es el m o m e n to de la pólis, de la aparición de ciertas form as de arte, del triu n fo de las aris­ tocracias frente a los reyes y, tam bién, del nacim iento del p en sam ien to libre. Es u n m o m e n to fascinante en el que nace en G recia el sentim iento de individualidad caracte­ rístico de la m en talid ad griega. D esde el m o m en to en que un tal T erpandro in tro d u ce en u n o de sus poem as lo que en griego se llam a sphragís o ‘sello’, es decir, la indicación inequívoca de su autoría, los autores n o se esconden d e­ trás de sus versos com o había hecho H o m ero poco tie m ­ po antes, sino que, conscientes de su p ro p ia in d iv id u ali­ dad, se p re o cu p an de to m a r precauciones p ara que nadie les ‘robe’ el poem a. A rquíloco hace lo m ism o que Terpan­ dro, pero algunos o tro s h a n de llegar todavía m ás lejos, insistiendo u n a y o tra vez en la originalidad de sus cantos y utilizando p ara definir esa n aturaleza original e in d iv i­ dual de su o b ra palabras del tip o «hallar» o «com poner», com o h a señalado a certad am en te F. R. A d ra d o s14. Igual 14. Lírica griega arcaica, Gredos, M adrid, 1980 (p. 21).

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ocurre con la cerám ica, d o n d e los alfareros y los p intores se apresuran a p o n e r su firm a y dejar constancia de su ta ­ lento para siem pre. Es el m o m e n to del individuo; el m o m en to en el que el ser h u m a n o (en tierras de G recia) se m ira a sí m ism o fas­ cinado; el m o m e n to en el que, p o r así decirlo, d escu b ri­ m os que, a pesar de las apariencias, cada u n o som os «un peq u e ñ o cosm os», único, diferente e inim itab le. Y es el m o m en to , tam b ién , en que el h o m b re em pieza a c o m ­ p re n d er que las cosas p u ed en suceder de m an era casual, sin que los dioses las provoquen; especialm ente las cosas que afectan n o a la polis sino al individuo.

Naxos. Restos del tem plo de A polo, que flanquean la bocana del puerto de la isla. Desde este lugar, a unas pocas millas hacia el oes­ te, se ven las costas de la patria del poeta Arquíloco, la isla de Paros. Entre estas dos islas pasaban todos los barcos que navegaban desde el sur del m ar Egeo hasta Atenas.

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En este sen tid o siem pre m e ha im p resio n ad o u n frag­ m e n to de A rquíloco en el q u e el p o e ta atrib u y e al rythmós (literalm ente ‘ritm o ’) de la vida las causas de las fluc­ tuaciones de los asuntos h u m an o s; p o r p rim e ra vez y de fo rm a expresa, lo que sucede al ser h u m a n o n o se co n si­ dera p ro d u c to de in tervenciones psíquicas, de áte, ménos o cu alq u ier o tro «accidente» p ro v o cad o p o r los dioses. Las palabras de A rquíloco m e h a n aco m p añ ad o siem pre, desde m i época de estudiante, y m e h a n servido con fre­ cuencia de consuelo; n o deja de ser ex trañ o que tales p a ­ labras, escritas en el siglo v n a.C., p u e d a n explicar la n a ­ tu rale za de los cam b io s de la fo rtu n a h u m a n a , el signo c o n trario de los acontecim ientos y la m u d ab le n a tu ra le ­ za de las cosas: C orazón, ¡oh corazón!, tu rb a d o p o r pesares invencibles, ¡levántate! D efiéndete del c o n tra rio o frecien d o tu p e ch o de frente, d etente con firm eza ante las em boscadas de tu s enem igos; m as si vences, n o te jactes an te todos ni, si eres vencido, llores en cerrán d o te en tu casa. D isfruta de los m o m en to s felices y de los m alos tiem p o s n o te duelas dem asiado. C o m p ren d e que a los ho m b res los d o m in a la altern an cia 15.

Estos versos constituyen, a m i juicio, la p ru eb a p alp a­ ble de lo que estoy in te n ta n d o explicar. El poeta, hijo de u n a época de b ú sq u ed a, ha descu b ierto u n a ley in tern a, individual y eterna, y nos la ha tra n sm itid o en versos líri­ cos, los versos que, alejados de las p reocupaciones de los 15. F ra g m e n to 67a D. H e tra d u c id o la p a la b ra griega rythm ós p o r al­ te rn a n c ia ’ sig u ie n d o a Ju an F erraté e n su e x tra o rd in a rio lib ro Líricos griegos arcaicos. A ntología, Seix Barrai, B arcelona, 1968.

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héroes épicos y de las inquietudes políticas de los nuevos ciudadanos, posib ilitaro n al alm a inquieta de los griegos jónicos de esta época la expresión su p rem a de su in d iv i­ dualidad. El cam in o hacia la lib e rta d estaba ab ierto , co n to d as sus expectativas, sus peligros y sus m iedos. P orq u e la li­ b e rta d y la in d iv id u alid ad están en la m ism a ru ta , a u n ­ que son cosas d iferentes. Éste es u n h ech o que alg u n os de n u e stro s c o n te m p o rá n e o s h a n o lv id ad o p o r c o m ­ pleto.

El equilibrio entre la individualidad y el entorno: la libertad y la ciencia Poetas co m o A rquíloco expresan p o r p rim e ra vez en su propio n o m b re sus sentim ientos e incluso sus opiniones. Sin em bargo, a pesar de ser éste u n rasgo de in d iv id u ali­ dad co m p letam en te innegable, tales o p in io n es y se n ti­ m ientos p re su p o n e n claram ente la existencia de la pólis, de su estru c tu ra social y, aú n m ás, de lo que hoy día lla­ m aríam os su e n to rn o natu ral. Los sentim ientos, las o p i­ niones y los anhelos que la poesía lírica expresa con u na pujanza incontenible n u n ca están aislados ni, com o dice W. Jaeger, se expresan «a la m a n e ra m o d e rn a , com o la sim ple experiencia de la sensibilidad del yo, [...] com o u n p u ro desb o rd am ien to sentim ental. Este tip o m o d e rn o de individualid ad poética n o es sino u n a vuelta a las form as prim itivas y natu rales del arte» 16. Las palabras de Jaeger explicitan m ag istralm en te u n a de las diferencias claves entre el m u n d o de la lírica griega 16. W. Jaeger, Paideia, cit., p. 118.

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arcaica17 y el n u estro , y están en la base de u n a idea que m e parece capital p ara en ten d er algunas de las cosas que definen n u estra época. La clave está en que el tip o de in d iv id u alid ad que late p o r p rim era vez en los versos líricos griegos n o nace ni se desarrolla a la m a n e ra de hoy, com o u n aluvión de los sen tim ien to s del p ro p io yo, sean de la n atu raleza que sean, que fluye ajeno al contexto social que lo rodea. No se trata, com o o curre en nuestro tiem po, de u n desb o rd a­ m iento sentim ental (com o lo h a llam ado Jaeger), que, a la m an era de u n to rre n te , m arca su cam in o sin te n e r en cuenta los obstáculos que pued e arrasar n i las consecuen­ cias que p u ed en suceder al fluir de su corriente im p e tu o ­ sa. Este tip o de m anifestaciones individuales, ta n antiguo com o m o d e rn o , n o es lo q u e caracteriza a los h o m b res que a p a rtir del siglo v il a.C. nos m arcaron el cam ino de la libertad. La prim itiva individualidad griega n o se cen­ tra exclusivam ente en el yo ni es, si se m e p erm ite la expre­ sión, exclusivam ente individualista; es algo bien distinto y, en cierto sentido, sólo desde u n p u n to de vista cro n o ló ­ gico es prim itivo. En efecto, p a ra los griegos de esta época el yo in d iv i­ d ual se halla en ín tim a y feraz conexión con to d o el m u n ­ 17. E n realidad sim plifico u n poco cu an d o hablo de lírica griega arcaica. N o to d a la poesía lírica sirvió de vehículo expresivo a estas nuevas ansias ind iv id u ales e, in cluso, in d iv id ualistas. Fue sobre to d o la lírica llam ada m onódica - e s d ecir la que era can ta d a o recitad a p o r u n solo in d iv id u o (n o rm alm en te el p ro p io a u to r ) - la que cu m p lió con ese com etid o expre­ sivo, esp ecialm en te la poesía yám bica y elegiaca de los jo n io s (griegos asentados, co m o h em o s visto, en las islas del Egeo y en la costa de la p e ­ nín su la de A natolia) y la lírica eólica (especialm ente en la isla de Lesbos). La lírica coral, can tad a y /o recitada n o p o r u n solo in d ividuo sino p o r un coro, n o p articip ó d e esta nueva sensibilidad hasta tiem p o s posteriores y perm an eció fiel al m odelo heroico establecido p o r los poem as hom éricos.

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do que lo rodea: con la naturaleza, de u n lado, y con la so­ ciedad, de o tro . Y esta conexión, p ro fu n d a y fuerte, es probablem ente la razón que m ejor explica la m aravillosa fecundidad que los griegos desplegaron en esta época y en la que hab ría de venir; u n id o s a su en to rn o , n u n ca se sin ­ tieron separados, n u n ca aislados ni del ám bito natu ral, en el que vivían, ni del ám b ito social, d e n tro del cual iban creciendo co m o seres h u m a n o s. Esta razó n explica que las m anifestaciones de su individualidad no fueran jam ás, aunque parezca paradójico, ni com pleta ni exclusivam en­ te subjetivas. C om o co nsecuencia de esta co n cep ció n de la in d iv i­ d ualidad u n id a siem pre a su en to rn o , los sentim ien to s y las opiniones de poetas griegos com o A rquíloco en el si­ glo v u a.C., o com o Alceo o Safo algunos años después, perm anecen siem pre d en tro de lo que p o d ríam o s llam ar «un d eb er ser», u n a n o rm a. C o m o esa n o rm a n o «es dada» al ser h u m a n o p o r n in g u n a clase de procedim iento externo, con frecuencia se tiene la conciencia de que hay que buscarla, p erseg u irla y, u n a vez hallada, fijarla. De esta búsq u ed a del equilibrio en tre el yo individual y el e n ­ torno, de esta bú sq u ed a apasionada p ara en c o n tra r n o lo que yo puedo ser, ni lo que yo quiero ser, sino lo que yo debo ser, nacieron la libertad y la ciencia; y no fue u n des­ cu brim ien to casual, con el que se en co n traro n o se to p a ­ ron, com o C o ló n con A m érica, sino que fue la co nse­ cuencia de u n proceso vin cu lad o m u y h o n d a m e n te con esta concepción objetiva de la individualidad que los a n ti­ guos griegos m o stra ro n desde el siglo v il a.C. Visto con calm a n o parece tan com plicado, pues, al h a ­ cer que las m anifestaciones de su individualidad n o fue­ ra n exclusivam ente subjetivas, los griegos alcan zaro n la lib e rta d n o co m o consecuencia de u n sim ple d e sb o rd a ­

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m ien to de su su b jetiv id ad ni p o rq u e, en consecuencia, d escu b rieran que eran in d iv id u o s capaces de existir al m argen del g ru p o (pues esto quizá ya había sido p ercibi­ do antes y fue p ercib id o ta m b ié n en o tro s lugares de la tierra), sino p o rq u e hicieron objetivo ese descubrim iento. De esta form a, lo que p o d ría haberse quedado d en tro de la esfera del c o m p o rta m ie n to exclusivam ente in dividual o, m e jo r dicho, de tip o s de c o m p o rta m ie n to ind iv id ual sin valor general y sin características susceptibles de ser sistem atizadas, evolucionó hacia el m u n d o de la libertad y de la ciencia gracias a este afán de hacerlo objetivo, de ponerlo en relación con su en to rn o ; y ese m u n d o de la li: bertad y de la ciencia es m u y distinto, a pesar de las co n fu­ siones propias de nuestro tiem po, del de la individualidad y la o p in ió n , características éstas pro p ias de la subjetivi­ dad, no de la libertad. Por eso a los griegos antiguos no todas las opiniones les parecían respetables en sí m ism as; no, desde luego, si re­ presentaban solam ente la p u ra expresión subjetiva del yo individual, desarrollado al m argen o en c o n tra de su e n ­ torno. Las características de la p ro p ia individualidad, las o p in io n es p ersonales aisladas del «deber ser», n u n c a les interesaro n lo m ás m ín im o , pues, gracias al proceso que inten to explicar, ap ren d iero n a distin g u ir m uy claram en ­ te entre lib ertad e individualidad; entre o p in ió n (dóxa) y ciencia (epistéme). ¿Cóm o fue eso posible? Si estoy en lo cierto, la explicación es que los griegos in ­ ten taron aco m o d ar al individuo, recién descubierto, d e n ­ tro del m arco general del m u n d o en el que vivía. El proce­ so parece razonable e incluso n atu ral y, sin em bargo, creo que es un a línea que el ho m b re m o d ern o ha ido perdiendo poco a poco, p o r las m ism as razones p o r las que la perdie­ ron tam bién los propios griegos. C iertam ente, en la m ed i­

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da en que el individuo in ten ta encajarse en el m u n d o que lo circunda, em pieza a com prender que ese m u n d o , exter­ no, tiene sus leyes propias, de la m ism a m anera que el in ­ dividuo tiene tam bién sus propias leyes internas, aquellas de las que depende su individualidad. E m peñados en este equilibrio entre el individuo y su entorno, los griegos des­ cubrieron que no sólo el yo individual tiene leyes propias sino que tam b ién las tiene el m u n d o exterior; y que estas últim as, con frecuencia, n o siguen la m ism a línea que las leyes individuales. Al en to rn o social, al que cada yo individual debe aco­ plarse, lo llam aro n polis, u n a de las p alabras claves de la civilización griega. Para desig n ar el e n to rn o n o social, sino natu ral, en el que la vida del in dividuo y de la polis se desarrolla, los griegos e n c o n tra ro n o tra palabra, ta n im ­ p o rta n te com o aquélla: physis (p ro n u n ciad a «físis») cuyo significado es ‘n aturaleza’. Y finalm ente, vino lo m ás difícil: el deseo de equilibrar el yo individual con su doble en to rn o : la polis y la physis. O, p o r decirlo con palabras de hoy, el deseo de en ten d er al in dividuo en su e n to rn o político y en su en to rn o físico o natural. El p rim ero de estos dos equilibrios, el que ha de arm onizar al individuo con la polis, p roduce la libertad. El segundo, el que busca la arm o n ía con la physis, la ciencia. Fue u n a epopeya; u n proceso que llevó, hace 2.700 años, a tra ta r de objetivizar la p ro p ia subjetividad. El viaje de la libertad y de la ciencia es paralelo; el em p eñ o de p o ­ etas com o A rquíloco, Safo, Alceo, A nacreonte, Jenófanes y otros m uchos, conocidos y desconocidos, co rrió ju n to al de científicos com o Tales, D em ócrito o H eráclito. U nos bebieron de los otros, y todos m o straro n hasta el final este com prom iso de hacer objetivo lo subjetivo, de en co n trar el equilibrio entre cada indiv id u o y su en to rn o ; el equili-

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b rio que los capacitó para d istinguir entre o p in ió n y cien­ cia; entre individualidad y libertad. La ciencia es h e rm a n a de la lib ertad y am bas son hijas de la individualidad. El anhelo p o r descu b rir y d efinir la individualid ad llevó a los griegos a descu b rir la lib ertad y a in tern arse en los dos cam p o s que d efinen m ás clara­ m ente nu estra condición de seres hum anos: la ciencia y la política.

Libertad y elección El en cu en tro con la libertad , sin em bargo, n o fue u n a li­ b eración, si el lector m e p e rm ite esta aparen te p aradoja. Saber que m u ch as de las cosas q u e suceden a u n ser h u ­ m a n o no están d e te rm in a d a s p o r los dioses (o p o r los agentes de los dioses que p ro p ic ia n las in terv en cio n es psíquicas) n o trajo , precisam en te, p az a los esp íritu s de estos h o m b res inquietos. M ien tras esos agentes co n c re ­ tos de los dioses {áte, M oiras...) fu e ro n co n sid erad os «responsables» de los sucesos h u m a n o s; m ien tras to d as las m o nicio n es interiores ten ían u n a explicación externa al p ro p io in d iv id u o (cuya existencia a u tó n o m a en rela­ ción con el g ru p o n o se co n tem p lab a), el h o m b re en c o n ­ tró u n a salida fácil a situaciones que, contem pladas desde la nueva perspectiva in dividual, em p ezaro n a percibirse de o tra form a. La in d iv id u a lid a d y, sobre tod o , la lib e r­ tad, in tro d u je ro n in q u ie tu d en las alm as de los h om bres, pu es si los dioses n o eran los respo n sab les de to d o s los actos h u m a n o s, si, al m enos en algunos casos, los h o m ­ bres eran los p ro p io s agentes de los sucesos que les afec­ ta b a n ta n to social co m o in d iv id u a lm e n te , ento n ces ¿dónde refugiarse de la injusticia?, ¿dónde b u sc a r c o n ­

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suelo de las desgracias y venganza ante los agravios de la fortuna? Estas p reg u n tas tu v iero n u n carácter decisivo en la evolución de la religiosidad de los griegos y en la posición que ad o p ta ro n en relación con los sucesos h u m an o s. N a­ tu ralm en te, la respuesta ante esta rep en tin a soledad, ante la desaparición, siquiera parcial, de la tutela de los dioses, varió, fu n d a m e n ta lm e n te, en los aspectos individuales. A lgunos se refugiaron en u n a religiosidad h o n d a que, en to d o caso, fue m uy distinta de la de los tiem p o s h o m é ri­ cos. O tros, especialm ente ciertos intelectuales, in ten taro n en co n trar las respuestas lejos del m u n d o de los dioses. Y, finalm ente, la m ayoría buscó u n a posición de equilibrio, u n cam ino interm edio. A hora nos co rresponde ver cóm o se d esarro llaro n los p rim ero s pasos de este largo y c o m ­ plejo proceso. En u n p o e ta com o A rquíloco hallam o s p o r p rim e ra vez con claridad la convicción de que sólo es posible u n yo íntim am en te libre si la p ro p ia vida individual que éste encarn a se d esarrolla d e n tro de u n a existencia elegida y d e te rm in a d a p o r u n o m ism o. En u n a palabra, h o m b res com o A rquíloco percibieron claram ente que no hay liber­ tad sin elección o, m ejo r dicho, sin la posibilidad de p la n ­ tearse u n a elección. Este proceso de elección de la p ro pia vida lo a b o rd a el p o eta en o tro de los frag m en to s que conservam os de su obra: N ada m e p e rtu rb a to d o el o ro de G iges18, jam ás m e asaltó la envidia, 18. P ro to tip o del rico tira n o o rie n ta l cuya llegada al p o d e r p ro b a b le ­ m e n te se co n tab a en el po em a. Accedió al tro n o de Lidia en 685 a.C. y es­ tableció su capital en Sardes, desde d o n d e inició u n m o v im ien to de ex­ p a n sió n hacia el m a r Egeo. R á p id a m e n te se c o n v irtió en el p ro to tip o de

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y no tengo celos de las acciones de los dioses ni deseo la arro g an te tira n ía 19. ¡Qué lejos está to d o eso de m is o jo s !20

Según nos tran sm ite A ristóteles, to d o el p o em a estaba puesto en boca de u n carp in tero llam ado C aró n y parece que los c u a tro versos de n u e stro frag m en to eran el co­ m ienzo. ¡C óm o m e gustaría p o d e r leer to d o el poem a! Este elogio de la m ed ian ía21 es u n acto claro de libre elec­ ción frente a o tro m odelo que se rechaza abiertam ente; a la vez, im plica u n acto de lib ertad verdadera, basada en el conocim ien to de las alternativas y en la consecuencia de tal conocim iento, que no es o tra que la elección. A pesar de que este m o d elo de elección in d iv id u al, asentado en el co n o c im ie n to q u e p e rm ite diferentes al­ ternativas, tiene im plicaciones m uy p ro fu n d as en á m b i­ tos vitales del c o m p o rta m ie n to civilizado, el proceso de elección, en el que se basa to d a libertad, n o hizo m ás que iniciarse en p o etas com o A rquíloco; su c o n tin u id a d o, p o r decirlo con m ás claridad, su p len itu d se alcanzó a tra ­ vés de un o de los personajes m ás fascinantes de la historia de esta época y, a m i juicio, de to d a la h isto ria de los lo ­ gros h u m a n o s. Su m é rito es e x tra o rd in a rio p o rq u e a la d ificultad de su em p e ñ o in telectu al se añ ad ía o tra , casi insalvable, de carácter n a tu ra l que, en algunas épocas de

m o n a rc a carg ad o de riquezas. La llegada de los cim erios desde el C áucaso in te rru m p ió su p o lítica y acabó, adem ás, co n su vida. C reso siguió el cam in o in iciad o p o r él. 19. La p a la b ra se d o c u m e n ta aq u í p o r p rim e ra vez. Se refiere, sin d uda, al p o d e r ab so lu to de los m o n arcas orientales. 20. F ra g m en to 22 D. 21. Se tr a ta d e la id ea d e la aurea m ediocritas q u e H oracio, el p o e ta r o ­ m an o , d esarro llaría am p liam en te, m u c h o después, en sus poem as.

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la h istoria, ha sido co n sid erad a casi u n delito. El lecto r co m p ren d erá de qué estoy h ab lan d o si le digo que el p ro ­ tag o n ista de este ú ltim o im p u lso al p roceso de la libre elección n o fue u n h o m b re sino u n a m ujer; u n a e x tra o r­ d in aria y, p ro b ab lem en te, h erm o sa m ujer. La m a g n itu d de su desafío es, tod av ía hoy, algo q u e m e a d m ira y m e sorprende. En las próxim as líneas voy a hablar de ella y de lo que su ejem plo supuso p ara el desarrollo de la naciente libertad.

Safo o el desafío de la elección: el am or A rquíloco representa u n tip o de h o m b re com pletam ente nuevo en algunos aspectos fundam entales; desafía el esta­ tus an terio r desde varios p u n to s de vista y abre u n sen de­ ro p o r el que o tro s em p ezarían a tra n s ita r m u y rá p id a ­ m ente. Sin em bargo, parece com o si el espíritu creador y em p ren d ed o r de los griegos de esta época h u b iera necesi­ tado a Safo, u n a m ujer, p ara dar u n nuevo paso. Sin du d a debieron de creer, a pesar de todos los in c o n ­ venientes que presentaba su naturaleza de m ujer, que ella personificaba algo im p o rta n te cu an d o , según n os dice Platón, la consid eraro n com o la décim a m usa. Visto des­ de la perspectiva de nuestros días, el paso dado p o r Safo a través del nuevo sendero de la lib ertad m e parece casi ló ­ gico, pues, com o ya he dicho, estuvo basado en el am or. Q uizá para en ten d er m ejo r de lo que estoy h ab lan d o sea necesario detenerse de nuevo u n m o m en to , pues la im a­ gen que el paso del tiem p o nos ha dejado de Safo y de su p atria (la isla de Lesbos) está d isto rsio n a d a de m a n era probablem ente prem editada. En efecto, cuando digo que Safo fu n d a m e n ta su m o d elo de elección en el am or, no

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S upuesto re tra to ro m a n o de Safo. M uchas mujeres de Potnpeya fu eron retratadas en esta «pose» propia de escritoras: el stylus en una m ano y en la otra un díptico, verdadero antecedente del libro. La tradición ha querido ver a Safo en esta admirable p intura rom a­ na, en la que una m ujer parece m adurar un m om ento lo que va a escribir. La melancolía de sus ojos y su hermoso rostro ensimism ado han contribuido, sin duda, a que desde antiguo arraigara la idea de que se trataba de la m ism a Safo. © Archivo Anaya.

m e refiero al a m o r de esposa, de am ante o de m adre, los tres papeles que la fantasía m ascu lin a asigna al a m o r de u n a m ujer; m e refiero al am o r p u ro y, com o voy a tra ta r de explicar en las próxim as líneas, el único am o r pu ro que u n a m u jer p u ede sentir en esta época es, probablem ente, el am o r hom osexual. El am o r p o r o tra m ujer.

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¿Q uién era Safo? C om o siem pre que, tra tá n d o se de la G recia antigua, u n o se acerca a la vida de la p erso n a, el desán im o p o r la falta de datos fid ed ig n o s aparece rá p id a m e n te . S iendo u n a característica de los an tig u o s griegos, co m o ya he c o ­ m e n ta d o antes, sin em b arg o el caso de Safo es relativ a­ m e n te diferente. P or razo n es q u e tie n e n que ver co n la naturaleza del perso n aje, las noticias son m ás a b u n d a n ­ tes de lo n o rm a l y h a n llegado h asta n o so tro s p o r vías de diversa natu raleza22, en tre las que n o es la m e n o r su p r o ­ pia obra, que, in m ersa en la co rrien te de la p u ja n te lírica m o n ó d ic a , n o s h ab la en diferentes pasajes de su p ro p ia vida. A pesar de ello, es difícil hacerse u n a idea cabal de quién era esta m u jer única. Y, sobre todo, es casi im p o si­ ble no tra ta r de juzgarla, tal com o ha hech o la trad ició n que, preñada de los m odelos fem eninos transm itidos hasta nuestro s días p o r el m ito, ha co m etid o con ella a n a c ro ­ nism os e injusticias que, ya desde antiguo, fo rm an p arte de lo que se conoce com o la «cuestión sáfica». C iertam ente, ya desde la A ntigüedad se fo rm u laro n las m ás diversas hipótesis sobre su vida y sobre sus co stu m ­ bres y ocupaciones. En el m o m e n to actual, dos m il seis­ 22. H asta n o so tro s h a n llegado datos sobre Safo desde fuentes m u y d i­ ferentes. El p ro p io P lató n nos tra n sm ite algunas noticias, al igual q u e d i­ ferentes p o etas có m ico s qu e, en el co n tex to de sus obras, hacen alu sio ­ nes a u n a b io g rafía escrita p o r u n tal C a m eleo n te, filósofo perip atético del siglo IV a.C. El M a rm o r Parium (u n a in sc rip ció n del siglo m a.C . que p u e d e co n sid erarse u n a a u té n tic a ta b la c ro n o ló g ica y q u e recoge g ran can tid a d de d ato s h istó rico s sobre m u y diversos aspectos) ta m b ié n nos da n o ticia d e Safo, al igual q u e la Suda (u n a en ciclo p ed ia de ép o ca b i­ zan tin a) y algunos au to res tard ío s, com o M á x im o de T iro. T am bién no s h a n llegado co m en tario s so b re ella en algunos papiros.

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h i j o s d e h o m f .r o

cientos años después de su m u erte, es necesario ab o rd ar este a su n to con u n a m en ta lid a d ab ierta que, en ú ltim o térm in o , nos p e rm ita co m p ren d er que Safo es u n a m ujer que responde a m odelos y valores de un a sociedad que, en el p ro fu n d o m ar de las relaciones personales, era m u y d i­ ferente de la nuestra. En época de M e n a n d ro 23, u n p o eta cóm ico a caballo entre los siglos iv y m a.C., se co n tab a la h isto ria de su apasionado am o r p o r Faón, u n h o m b re que n o la corres­ pondió. Según esa tradición, m u y dudosa, Safo se habría q u itad o la vida arroján d o se al m ar desde u n a roca, in ca­ paz de so p o rtar la vida sin el am o r de Faón. Q uizá esta le­ yenda, tan parecida a otras que conocem os bien, in te n ta ­ b a hacer de Safo u n m o d elo asum ible p o r la trad ició n m asculina que, según m e parece, n u n ca h a sabido cóm o m anejar a este tip o de m ujeres. En realidad, lo que siem ­ pre ha suscitado el debate en la trad ició n histórica es saber si Safo era, com o afirm a la Suda, u n a especie de m aestra rodeada de alum nas, u n a m u jer «casera y trab ajad o ra»24 o, incluso, com o se ha dicho con frecuencia, u n a especie de m adam e al frente de u n g ru p o de herm osas cortesanas que no sólo se entregaban al placer heterosexual (pagado) con los h o m b res sino que, q uizá en sus rato s libres, no reh u ían los placeres h o m osexuales en tre ellas. Sincera­ m ente, creo que no es difícil im aginar lo que debió de su ­ p o n er entre sus contem p o rán eo s la actividad enérgica de una m ujer com o Safo y, desde luego, lo que significó p ara la trad ició n p o sterio r (especialm ente la cristiana) la p re ­ sencia innegable de relaciones hom osexuales en su vida y en sus versos. 23. F ra g m en to 258 K.

24. P. Oxy. 2506, fr. 48.

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Sabem os que Safo, en to d o caso, era apreciad a p o r buena parte de la co m u n id ad (al m enos la co m u n id ad in ­ telectual) de la ciudad de M itilene, la capital de la isla de Lesbos. Se nos dice25, en efecto, que solía ed u car a las jó ­ venes procedentes de la nobleza de Lesbos y de to d a Jonia en general, y que profesaba u n au tén tico culto a la areté o ‘v ir tu d ’26. Se tra ta de rasgos claram en te positivos y que co n trastan vivam ente con la sociedad cerrada a las m u je ­ res característica del m odelo in d o eu ro p eo (ya fijado cla­ ram en te en esta época) que hem os estu d iad o en páginas anteriores. Sin em bargo, frente a este tip o de in fo rm acio ­ nes positivas aparecen los rasgos negativos que fin alm en­ te calaron en to d a la trad ició n posterior. U na b iografía27 que con to d a pro b ab ilid ad se re m o n ta al peripatético Cam eleonte, citado unas líneas m ás arriba, dice que «es acu ­ sada p o r algunos de depravada y am an te de m ujeres», lo que d e m u e stra q u e las luces y so m b ras en relación con lo que representaba su figura estaban presentes casi desde el principio. Pero hay más. A lgunos autores antiguos, com o el gram ático D ídim o, se p reg u n tab an ab iertam en te si Safo había sido u n a p ro s­ tituta, tal y com o ha recogido Séneca en u n a de sus Epísto­ las28, donde, p o r cierto, se afirm a que D ídim o se p lan tea­ b a tam b ién «si A nacreo n te (o tro p o eta lírico, au n q u e posterior) vivió entregado m ás a la v o lu p tu o sid ad que a la bebida». Se ve que la c o stu m b re de h u rg a r en la vida privada de los dem ás, especialm ente si son fam osos, tenía ya en la A ntigüedad algunos p artid ario s, de los que, p o r 25. En u n c o m e n ta rio co n servado en el P. Colon 5860, que cita a Calías, u n g ram ático m itile n io del siglo m a.C. 26. P Oxy. 2293. 27. C o n serv ad a en el P. Oxy. 1800, fr. 1. 28. 88.37.

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cierto, el p ro p io Séneca llega a burlarse, con la fina ironía que le caracterizaba, d icien d o q u e «nunca ap re n d e n lo necesario p o r h ab er ap ren d id o lo superfluo». C u an d o el cristianism o com enzó a ten er influencia oficial en la vida pública, las insinuaciones se tro caro n en ataques, hasta el p u n to que u n tal N in fo d o ro 29, tra ta n d o de hacer equili­ brios, afirm aba que, en realidad, había dos Safos: un a, la poeta, nacida en la ciudad de M itilene y otra, la p ro stitu ­ ta, nacida en Éfeso. C om o p u ed e ver el lector, este repaso (que d ista m u ­ cho de ser exhaustivo) nos da u n a idea clara de la c o n tro ­ versia suscitada desde an tig u o p o r la figura de Safo. Sin d uda los antiguos ten ían m ás in fo rm ació n que nosotros; p ero siem p re he creído que la im agen de esta m u je r ha suscitado en tre los h om bres un cierto m o rb o , com o ta n ­ tos otros asuntos en los que la figura m asculina ha tenido poca relevancia. En algunos casos, la obsesión p o r v in cu ­ lar a Safo con los h o m b res h a llegado, incluso, a hacerla am ante de algunos a los que ni siquiera conoció o, lo que es peor, ni siquiera p u d o conocer p o r razones cro n o ló gi­ cas. Así C a m eleo n te30 nos dice que fue a m a n te de A n a­ creonte (lo que es im posible p o r razones cronológicas), y según otro s, com o u n tal H e rm esian acte31, Alceo (c o n ­ tem p o rán eo y paisano de Safo) y el propio A nacreonte ri­ valizaron p o r ella. El cóm ico D ífilo32 (que vivió en tre los siglos IV y n i a.C. ) la hace, tam b ién , am ante de A rquíloco y de o tro poeta lírico, H iponacte. Algo m ás todavía. B asándose, p ro b ab lem en te en a ta ­ ques com o el de Taciano, que co n sid erab a a Safo u n a 29. 30. 31. 32.

En En En En

A teneo A teneo A teneo A teneo

596 599 598 599

F. D -E. B-C. D.

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p ro stitu ta hom osexual, el gran filólogo W ilam ow itz llegó a decir que era la severa regente de u n pensio n ad o de se­ ñoritas. Sin duda, creo que debo repetirlo, el p roblem a es que Safo era u n a m u je r y, p o r ta n to , n o cabía a trib u irle nin g u n a actividad intelectual en el m arco de u n a «escue­ la» com o la A cadem ia de P latón o el Liceo de Aristóteles. En realidad, n o se tra ta m ás que de torpes intentos de v in ­ cular a Safo con lo que p o d ríam o s llam ar u n a vida « n o r­ mal» desde el p u n to de vista de los hom bres. Lo que la tra d ic ió n m asculina n u n c a h a p e rd o n a d o a Safo es su indiferencia absoluta p o r el h o m b re y el papel irrelevante que éste tiene en el co n tex to de su poesía y, desde luego, de sus sen tim ien to s. Así pues, parece claro que p a ra saber q u ién era esta m u je r hay que defenderse del an a cro n ism o (algo que olv id am o s con frecuencia quienes investigam os el pasado), p ara n o acabar ju zg án ­ dola (igual que a to d o s los que vivieron en otros tiem pos y en otras sociedades) con criterios m orales que le serían com pletam ente extraños. Y a u n así, c u a n to m ás h acia a trá s n o s v am o s en el tie m p o , m ás fre c u e n te es el a p re c io q u e los a n tig u o s sen tían p o r su figura, co m o d e m u e stra P la tó n en Fedro 235 b, y, tam b ién , p o etas ro m an o s com o H oracio, C a tu ­ lo y O vidio. Incluso au to res m ás tard ío s expresaron o p i­ n io n es que, a m i ju icio , están en la d irecció n co rrecta. Tal es el caso del sofista M áx im o de T iro 33, u n h o m b re del siglo π a.C ., c u a n d o c o m p a ra a Safo con Sócrates desde el p u n to de vista pedagógico. Y la co m p aració n la establece de u n a m a n e ra sim ple y c o n tu n d e n te : la p e d a ­ gogía de Safo está d irig id a a las m ujeres; la de Sócrates a los hom bres. 33. 18.9.

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El influjo de u n m aestro se ha expresado en to d o tie m ­ po no sólo a través de lo que h oy llam aríam o s, sim p le­ m ente, enseñanzas, sino tam b ién a través del ám b ito de la esfera espiritual, a la que, en el caso de Safo, n o es ajeno el am or. Sin d u d a d ebo explicarm e con algo m ás de p reci­ sión pues si hay u n a p alab ra am b ig u a que p u ed e llevar­ nos, sin parecerlo, a equívocos, ésa es precisam ente la p a ­ labra amor.

El am o r sáfico A lgunas líneas m ás a rrib a decía que el desafío de Safo consiste en que su elección es el am or. Sin em bargo, co n ­ viene que el lector sepa qué se esconde detrás de esta pala­ b ra (usad a tan tas veces de m a n e ra inespecífica) cu an d o hablam os de Safo. M ucha gente sabe qué significa «am or sáfico» o «relación sáfica» hoy día. Y prácticam ente todo el m u n d o sabe qué querem os decir cuando hablam os de «lesbianas», «relaciones lésbicas» o «am ores lésbicos». La tra d ic ió n h istó rica ha c o n d en ad o a Safo y a su p atria, la isla de Lesbos, a ser el sím bolo del am o r hom osexual e n ­ tre m ujeres. En sí m ism a, ésta no sería una situación reseñable si n o fuera p o rq u e el filtro del cristianism o, que ha co n d en ad o tra d ic io n a lm e n te (y sigue co n d e n a n d o hoy día) toda actividad hom osexual, ha in tro d u cid o u n factor de d isto rsió n que ha im p ed id o , casi hasta n u estro s días, to d a visión n e u tra de la relación hom osexual. Los m odelos que el cristian ism o (la cu ltu ra cristiana, n o sólo la religión) fue in tro d u c ie n d o añ ad iero n , en ge­ neral, la relación h o m o sex u al al catálogo de los hechos contra naturam , llegando, incluso, a considerar com o una enferm edad to d a inclinación en este sentido. Pero d en tro

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de este m arco general, que en ten d ía que la hom o sex u ali­ dad es u n a e n ferm ed ad y, p o r ta n to , los h om osexuales u nos enferm os a los que sólo cabe ayudar, la ho m o sex u a­ lidad fem en in a ha sido c o n d en ad a com o u n a actividad que, m ás aú n que en el caso de los hom bres, lin d ab a con los ám bitos de la perversión y la depravación. N o quiero decir que la relación sexual en tre h o m b res estuviera «bendecida» desde este p u n to de vista, sino que, en térm in o s generales, se consideraba u n a desviación del arquetipo previsto, el cual, en to d o caso, asociaba el m o ­ delo adecuado de v aró n con los valores p ropios de la gue­ rra: insensibilidad, dureza, an tep o sició n de los deberes p atrio s a cualesquiera otros, desprecio del m u n d o fem e­ nino, etc.; cualquier desviación de este m odelo del «gue­ rrero» se ha asociado, desde antiguo, a rasgos m anifiesta­ m ente fem eninos. E videntem ente, n o es éste el lugar para p ro fu n d izar en el sen tim ien to m o d e rn o que se asocia con el c o m p o rta ­ m ien to h o m o sex u al o heterosexual. Sin em bargo, creo que es fun d am en tal que trate de explicar algunas diferen­ cias que h acen q u e la ex periencia am orosa, sea del tip o que sea, m uestre rasgos m uy diferentes entre el m u n d o de la Grecia antig u a y el actual. En realidad es u n asu n to que ha sido tra ta d o con p ro fu n d id a d p o r m u ch o s autores, pero en u n to n o que casi siem pre m e h a parecido excesi­ vam ente filológico y poco divulgativo, poco h u m an o . No es de extrañar, p o r o tra parte, puesto que hasta hace real­ m ente m u y poco tiem po, to d o asunto relacionado con el am o r no hetero sex u al ha sido co n sid erad o p oco m enos que tabú. La situación en la antigua G recia era m u y dife­ rente, com o vam os a ver en las próxim as líneas. U n rasgo que diferencia de m an era radical n u e stra so­ ciedad y la de la G recia an tig u a es que, de u n a m a n e ra u

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otra, el h o m b re m o d e rn o (y la m ujer) se ve forzado a ele­ gir u n m odelo heterosexual u hom osexual y, u n a vez ele­ gido el m odelo (de u n a m an era consciente o inconscien­ te), éste tie n d e a hacerse in co m p atib le con los o tros m odelos posibles. C u an d o alguien es hom o sex u al, esta p o sib ilid ad excluye, en té rm in o s generales, la co n d u cta heterosexual. Esta situación es com p letam en te d esco no­ cida en Grecia, d o n d e la diferenciación o, incluso, la o p o ­ sición en tre u n m o d elo u o tro n o se co n tem p ló , q u e yo sepa, n u n ca. N adie se p resen tab a com o h o m o sex u al o com o heterosexual y lo n o rm a l era que los h o m b re s (y tam b ién las m ujeres, com o es claram ente el caso de Safo) p articip a ran de am bas naturalezas. Es ju stam en te este hecho lo que hacía com pletam ente irrelevante la oposición entre los térm in o s heterosexual y hom osex u al; salvando las distancias y el an acro n ism o , perm ítasem e que m e to m e la licencia de decir que los a n ­ tiguos griegos eran lo que hoy día (no entonces) llam aría­ m os bisexuales, au n q u e el té rm in o tien e en el p resente connotaciones m orales y sociales que en Grecia no h u b ie­ ra tenido. ¿Cuál es la razón, entonces, que hace que la si­ tu a c ió n fu era ta n d istin ta en la an tig u a Grecia? La res­ puesta, com o es lógico, está en la m an era de vivir el am or; en u n a palabra, en tra ta r de co m p ren d er qué era a m o r y qué no lo era. Veamos. La sociedad griega generó (p o r razones y p o r p ro ced i­ m ien to s que h em o s estu d iad o antes) lo que p o d ría m o s llam ar u n am b ien te fu e rte m e n te m asculino, en el que, com o es lógico, valores «rechazables» p o r el h o m b re fue­ ro n asu m id o s p o r la m u jer; en ese am b ien te, frente a la sociedad y los ideales m asculinos, y tam b ién frente a las organizaciones que canalizaban y sistem atizaban esos va­ lores (instituciones que ten ían m u ch o que ver con lo que

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hoy llam am os de u n a m a n e ra genérica ed u cació n ), fue surgiendo o tra sociedad, que p o d ríam o s llam ar fem eni­ na, que tam b ién generó, au n q u e en m u ch a m e n o r escala, sus propias instituciones. Fueron dos sociedades p arale­ las que, sin em bargo, tu v ie ro n u n p u n to de en cu en tro , una institu ció n m ixta en la que, com o se ha dicho, se esta­ blecía u n a especie de tregua, u n ám b ito de u n ió n . Ese p u n to de e n c u e n tro es el m a trim o n io y, p o r ta n to , en él puede estar la clave de la explicación.

a) El m atrim o n io : ¿un p u n to de encuentro? El m atrim o n io constituía, en efecto, el terren o de tregua entre estas dos sociedades opuestas. Justam ente p o r eso, está dom in ad o p o r el hom bre, que ve en él u n m al necesa­ rio. N o es u n lugar en el que los m odelos m asculino y fe­ m en in o y los valores de am bos se u n a n p ara p rogresar en un sentido pro fu n d o , sino que es u n a in stitución social en la que la p re p o n d e ra n cia del h o m b re q u ed a claram ente definida. Los verdaderos ideales, tan to fem eninos com o m ascu­ linos, qu ed ab an fuera del m a trim o n io y, desde luego, el am or n u n c a form ó p arte de él, salvo p o r accidente o p o r asunción (especialm ente fem enina) de u n estado de cosas que, al considerarse inalterable, acababa p o r interiorizarse com o u n m odelo de felicidad; de la única y posible felici­ dad. Sin em bargo, en el horizonte del m atrim o n io nunca estuvo el am or, especialm ente p a ra u n a m ujer. Explicaré p o r qué. Para em pezar, es el p ad re o el h e rm a n o m ayor el que busca m arid o a u n a m ujer. El objetivo final de esta b ú s­ queda es ten er hijos varones que co n trib u y an a p e rp e tu ar

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el m odelo social tra n sm itid o en todas las capas de la so­ ciedad. Las hijas son, con frecuencia, expuestas o, sim ple­ m ente, ab andonadas. En este sentido, los h om bres solte­ ros estaban m al vistos en A tenas (algo de eso q u ed a aún hoy) y eran penados legalm ente en sociedades m ás cerra­ das, com o la espartana. C on in d ep en d en cia de la necesidad de ten er hijos va­ rones34, el m a trim o n io es u n asu n to m enor, privado, re­ lacionado con la estirpe y con el estatus social, p o r lo que no es infrecu en te en tre p rim o s e, incluso, en tre h e rm a ­ nastros. En este contexto, la m u je r n u n c a decide, en tre otras cosas porq u e, desde antiguo, en los versos de poetas didácticos com o H esíodo, se dice expresam ente que debe casarse a los dieciséis años, m ie n tra s que el h o m b re no debe hacerlo antes de los tre in ta 35. Es fácil im ag in ar que la sum isión de la m u jer (u n a m ujer que hoy co nsideraría­ m os casi u n a niña) a su m arid o se aseguraba en la m ayo­ ría de los m a trim o n io s de las clases po p u lares, con cos­ tu m b res com o ésta. Pero hay más. La tra d ic ió n establecía ta m b ié n u n a especie de «pre­ contrato» llam ado engye o engÿesis (literalm en te ‘p o n er u n a p re n d a ’), que co n stitu ía u n a g aran tía o p ro m esa de m atrim o n io . Se tratab a de u n a cerem onia celebrada entre el pretendiente, de u n lado, y el llam ado kyrios36 o ‘d u e ñ o ’

34. U n p o e ta có m ico del siglo m a.C . llega a decir: «A u n h ijo se lo cría siem pre, a u n q u e u n o sea p o b re; a u n a hija se la expone, a u n q u e sea u n o rico» (P osidipo, Fragmento 11). 35. H esío d o , Trabajos y días, 696 y ss. A ristóteles (Política 7.16.9) reco ­ m ien d a, p o r m u ch as razones, q u e el h o m b re se case a los tre in ta y siete añ o s y la m u jer a los dieciocho. 36. El «dueño» d e la joven es, n a tu ra lm e n te , su padre, si a ú n vive. En el caso de q u e éste h u b ie ra m u erto , el kyrios era el h e rm a n o m ay o r o, ta m ­ b ién en su defecto, el tu to r legal de la m ujer.

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de la joven, de otro. La cerem onia era privada y tenía lu ­ gar ante testigos (parece que eran dos, au n q u e no estam os seguros) que, en su caso, dado el carácter oral de la cere­ m o n ia, p o d ía n p ro b a r que ésta h abía te n id o lugar. C on to d a p ro b ab ilid ad la m u jer n o asistía y, si lo hacía, n o te­ nía papel activo alguno en ella ni se solicitaba ni se tenía en cuenta su o p in ió n 37. Parece que en algún m o m e n to de la engÿesis se establecía la d o te 38, pues, a pesar de que una m u jer p o d ía casarse sin dote, esto co n stitu ía u n a excep­ ción. De hecho, algunos autores h a n establecido la h ip ó ­ tesis de que ju sta m e n te la existencia de la d o te 39 d is tin ­ guía un m a trim o n io legítim o de u n concubinato. El lector debe saber que esta cerem onia p o d ía hacerse cu an d o la fu tu ra esposa era tod av ía u n a n iñ a p eq u eñ a, com o sabem os p o r u n discurso privado de D em óstenes40, en el que se n os m en cio n a cóm o u n padre, antes de m o ­ 37. H eró d o to , el viajero, el curioso, el p ad re de la historia, nos refiere u n caso q u e es co m p le ta m e n te excepcional. Está referido a Calías, u n a te­ n iense fam o so y, a u n q u e hay sólidas razones p a ra d isc u tir el texto (p ro ­ b ab lem en te es u n a in te rp o la c ió n y, p o r ta n to , de a u to r diferente), desde el p u n to de v ista de lo q u e estoy ex p lican d o es ig u alm en te válido. Sea q u ien sea el au to r, el tex to n os m u e stra u n rasgo c o m p letam en te sin g u ­ lar y excepcional en la ac titu d de Calías e n relación con el m a trim o n io d e sus hijas. El tex to dice así: « D em o stró la clase de h o m b re q u e era con sus tre s h ijas p u es, c u a n d o estu v ie ro n en ed ad de casarse, les d io u n a d o te e x tra o rd in a ria m e n te espléndida y dejó, después, q u e cada u n a de ellas eligiese, en tre to d o s los atenienses, a aquel qu e deseaba p o r esposo. Y la c a s ó con él» (6.122.2). 38. P alab ra d eriv ad a de u n a raíz lingüística in d o e u ro p e a q u e significa ‘d a r’. Todavía en ép o ca h o m é ric a era el p re te n d ie n te el qu e «daba» rega­ los al suegro, es decir, el que co m p rab a a la m u je r q u e iba a ser su esposa. E sta ten d en cia se h ab ía in v ertido en época clásica, al m en o s en lo qu e sa­ bem os. 39. V éase R o b ert Flacelière, La vida cotidiana en Grecia en el siglo de Perieles, H ach ette, B uenos A ires, 1959. 40. C ontraÁ fobo, 3.43.

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rir, h ab ía fijado la b o d a de su hija (q u e a la sazón ten ía cinco años) con u n p ariente llam ado D em ofonte. Éste re­ cibió en el acto de la engÿesis la dote, com prom etiéndose, a cam bio, a desposar a la joven cuando ésta tuviera quince años. Así pues, el m a trim o n io existía legalm ente desde la engÿesis. A h o ra b ien, lo que h oy día llam aríam o s b o d a p ro p iam en te dicha co m enzaba con la ékdosis, es decir la ‘salida’ p a ra siem pre de la m u je r de la casa p ate rn a , que constituía el paso previo a la cerem onia de boda, llam ada gámos. La celebración co m en zab a con u n b a n q u e te en casa del padre de la novia, al que ella asistía, velada, vesti­ da con sus m ejores prendas y co ronada con u n a guirnalda en la cabeza. D espués del b an q u ete, al ocaso, u n cortejo acom pañab a a la recién desposada a su nueva casa, d o n ­ de era recibida p o r sus suegros. Sobre ella se d erram ab an nueces e higos secos siguiendo u n rito que, p o r lo que sa­ bem os, se p racticab a ta m b ié n con los esclavos que, p o r p rim e ra vez, llegaban a u n a casa. N o creo que haga falta establecer u n a com p aració n que, en to d o caso, brilla p or sí m ism a. Finalm ente, los nuevos esposos e n trab an en la habitación nupcial o tálam o donde, probablem ente, la es­ posa desvelaba su rostro. En todo este ritu al (qué sólo he esbozado) n ad a parece tener en cuenta el am or entre los esposos. El objetivo de la b o d a tiene que ver con la p ro sp erid ad de las fam ilias, con la consecu ció n de ventajas económ icas o sociales y, p o r supuesto, con la obligación de ten er hijos que garanticen la pervivencia de las familias. A pesar de ello, había luga­ res en la an tig u a G recia d o n d e estas características eran reflejadas p o r las cerem onias nupciales de u n a m a n e ra m ucho m ás descarnada. Al fin y al cabo lo que acabo de describir está referido, fu n d am en talm en te, a Atenas, que

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es la polis que m ás inform ación nos ha p rocurado; p ro b a­ b lem en te las cerem onias n o d eb ían d iferir m u c h o en otros lugares de Grecia. Sin embargo, había u n lugar en el que las cosas eran m uy diferentes y en el que la m ujer era tratada, prácticam ente, com o u n anim al necesario p ara las tareas reproductivas. Lean con atención este texto en el que Plutarco (que vivió entre los siglos i y π d.C.) nos describe u n a cerem onia de b oda m uy distinta a la que acabo de describir, celebrada se­ gún la costum bre de la ciudad-estado de Esparta: Se casaban con ellas p o r ra p to 41 [...] c u an d o ya se en c o n tra b a n en la flor de la vida, m aduras. A la m u je r rap ta d a la recibía la lla­ m ada n ynpheútria42, que le rap ab a la cabeza; y tras vestirla con u n m an to de h o m b re y unas sandalias, hacía que se reclinara so­ bre un a yacija de paja sola, sin luz. El novio [...] n ad a m ás entrar, le afloja el c in tu ró n y la traslad a en brazos a la cam a. D espués de p asar con ella algún tiem p o , n o d em asiad o , se iba co n cautela p ara d o rm ir con sus com pañeros d o n d e antes solía hacerlo. Y en adelante se co m p o rtab a igual, p asan d o el día y d escansando con sus com pañeros y v isitando a la esposa a ocultas y con cu id ad o [...] hacían eso d u ra n te m u ch o tiem p o , h asta el p u n to de que a algunos de ellos les llegaban a nacer hijos antes de co n te m p la r a la luz del día a sus pro pias esposas43.

Q uizá el caso de E sparta representa, com o tantas otras veces, un caso extrem o. Sin em bargo, no se ap arta de la lí-

41. P ro b ab lem en te se tra ta de u n a trad ició n m u y an tig u a basad a en u n a c o stu m b re m u y p rim itiv a. N o sé h asta q u é p u n to el ra p to ten ía u n ca­ rácter sim b ó lico en E sparta; m ás b ien m e in clin o a p en sar qu e n o ten ía n ad a de sim bólico. 42. U na m u jer m ayor, u n a especie de “in iciad o ra” en las cerem onias de bo d a. 43. Vidas paralelas, Licurgo, 1 5.4yss.

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nea general; cualquiera que lea este fragm ento com prende hasta qué p u n to refleja la ausencia com pleta del am o r en esta institu ció n del m atrim o n io ; ni siquiera se contem pla la m era previsión de su existencia ni la de n in g ú n vínculo afectivo entre los esposos, que se u n e n con el único objeti­ vo de procrear, de regalar hijos al Estado. Y, naturalm ente, puesto que n ad a relacionado con la afectividad está p re ­ sente, la legislación p o n ía énfasis en aspectos que ten ían que ver con la supuesta salud de los hijos, depositaría de la fu tu ra fuerza física que hab rían de p o n e r al servicio n o de su fam ilia, n i de sus padres, n i siquiera de la p ro d u cció n fam iliar d estin ad a a la supervivencia, sino al servicio de las necesidades m ilitares de la polis espartana. De esta m a ­ nera, si razones de estirpe o necesidades sociales llevaban a u n h o m b re an cian o a ten er u n a esposa joven, la ley le perm itía entregarla a u n h o m b re m ás joven con el fin de tener hijos su puestam ente m ás sanos y vigorosos. Así era posible a u n m arid o viejo de u n a m u je r joven, en el caso de que le ag rad ara algún joven d istin g u id o y respetable [...] lle­ varlo ju n to a ella y, fecundán d o la con esp erm a de la m e jo r cali­ dad, ad o p ta r com o si fuese p ro p io al recién n acid o 44.

Vemos, pues, que el m atrim o n io , esta zona de «tregua» entre los dos m u n d o s, el m asculino y el fem enino, es, en to d o caso, te rrito rio en el que, com o ya he dicho, el am or brilla p o r su ausencia; la treg u a se establece en v irtu d de otros intereses y, desde luego, está basada en la sum isión de la m ujer, au n q u e no basta con esto. En efecto, u n m arid o siem pre tiene derecho a rep u d iar a su esposa en fu n ció n de sus intereses privados, de m a ­ 44. Plutarco,Licurgo, cit., 15.12yss.

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ñera que ni siquiera su sum isió n ni la ausencia de m o ti­ vos objetivos relacio n ad o s con la convivencia en la casa im p id en que cu alq u ier esposa p u e d a ser re p u d ia d a en cualquier m o m e n to 45. El lector sabe que la causa m ás fre­ cuente de re p u d io era la esterilidad, que, n a tu ra lm e n te, siem pre era a trib u id a a la m ujer. Sin duda, u n a vez que la procreación fue asum ida com o la funció n m ás im p o rta n ­ te del m atrim o n io , el m arid o que rep u d iab a a u n a esposa estéril cum plía con u n deber perso n al (pues tenía la o b li­ gación de pe rp e tu a r su estirpe) y a la vez con u n deber p a ­ triótico, ya que en tre sus obligaciones n o era la m e n o r a p o rta r hijos al Estado. Es fácil im ag in ar la situ ació n de angustia p e rm a n e n te de las esposas en relación con este asunto, su co n stan te ten sió n , su an sied ad p o r c u m p lir con la obligación de a p o rta r hijos so p en a de quedar, p rácticam ente, señaladas y ab andonadas, sabiendo, ade­ m ás, que n i siquiera la fertilidad g arantizaba su estabili­ d ad fam iliar en u n a sociedad que p erm itía al h o m b re re­ p u d ia r a u n a m u je r cu a n d o q uisiera. Q u e yo sepa, el único freno lo establecía la obligación de devolver la dote, aunque, com o es natu ral, no debía ser u n obstáculo insal­ vable, especialm ente en tre fam ilias con niveles de re n ta aceptables. Frente a esta situación de ventaja m asculina, u n a m u ­ jer que deseara divorciarse tenía ante sí u n largo y difícil cam ino, ya que las leyes la colocaban en u n a situ ació n de p erm an e n te in cap acid ad e indefensión. Sólo p o d ía p re ­ sentar u n escrito ante el arco n te o m agistrado encargado, que, en to d o caso, in te rp re ta b a si había causa suficiente p a ra conced er el divorcio. Sabem os que el a d u lte rio del 45. E n caso d e a d u lterio de la esposa el re p u d io era en la p ráctica o b li­ gatorio, p u es tra ía a tim ía o d e sh o n o r sobre el esposo.

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m arid o n o era causa suficiente, desde luego, pues la p ro ­ m iscu id ad m ascu lin a n u n c a se h a co n tem p lad o com o delito (p rácticam en te en to d o O ccidente) sino com o un rasgo p ro p io y n a tu ra l del carácter del v aró n , q u e tiene garantizada de esta m an era su libertad sexual ta n to antes com o después del m atrim o n io . Sin em bargo, hay razones para creer que el m altrato sí era causa de separación, a u n ­ que debía q u ed ar fehacientem ente probado; el lector y yo sabem os lo difícil que esto resulta incluso hoy día y cóm o u n a gran can tid a d de m ujeres se ven, aú n en u n a socie­ dad com o la n u estra, co m p letam en te indefensas en este sentido. Adem ás, la o p in ió n de la sociedad (igual que en b u e ­ na p arte de n u estro m u n d o ) era claram ente desfavorable y hostil a las m ujeres que o p ta b a n p o r sep ararse de su m arido. Q uizá Eurípides ha expresado esta situación m e ­ jo r que nadie, al p o n e r en boca de M edea (a q u ien hace hablar com o si fuera u n a ateniense de su época) estas p a ­ labras: De to d o lo q ue existe con vida, de to d o lo q u e tiene p e n sa m ie n ­ to, las m ujeres som os el ser m ás d esdichado. N o so tras, que con g ran d erro ch e de riquezas d eb em o s an te to d o c o m p ra r esposo, u n am o de n u e stro cu erp o . Éste es el m al m ás d o lo ro so . Y la m ay o r de n u e stra s p ru e b a s es to m a r a u n o m alv ad o o a u n o h o n ra d o , pues la sep aració n n o tra e b u e n a fam a a las m ujeres ni nos es posible re p u d ia r a u n esposo. [...] Y si u n esposo c o n ­ vive con n o so tras sin aplicarn o s el yugo con violencia, n u e stra v id a es d ig n a de envidia. Si n o es así, m e jo r es la m u e rte . U n h o m b re , c u an d o no quiere estar con los suyos d e n tro de casa, saliendo fuera b usca rem ed io a los m ales de su co razó n . A n o ­ sotras, en cam bio, sólo nos es posible m ira r a u n solo ser. D icen que, d e n tro de n u estras casas, llevam os u n a vida ajen a a los p e ­ ligros y q u e ellos lu c h a n con la lanza. ¡E stúpidos! Tres veces

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p referiría p e rm an ecer a pie firm e con u n escudo antes q u e p a ­ rir u n a sola vez46.

Creo que n o hace falta a h o n d a r m ás en este a su n to y que el lector pued e hacerse u n a idea b astante aproxim ada con lo que he expuesto h asta ah o ra. S inceram ente, no creo que sea exagerado decir que el m a trim o n io y el am or n u n ca fu ero n en G recia de la m an o , y que aquél n o su p u ­ so un p u n to de encuentro, al m enos no p ara el am or. Sin du d a p u d o darse el caso de que surgiera d en tro del m a tri­ m onio, pero si esto ocurría, era p ro d u cto de la casualidad o, si se m e perm ite la expresión, u n efecto secundario p ro ­ d u cido de m a n e ra aleatoria y so rp re n d e n te . El a m o r se vio forzado a crecer fuera del m atrim o n io , especialm ente el am o r que u n a m u jer p o d ía vivir plenam ente. D esde m i p u n to de vista, las m ujeres d e p o sita ro n sus esperanzas de felicidad fuera de esta in stitu c ió n q u e las c o n d en ab a de p o r vida a u n a esclavitud ta n legal com o cu alquier o tra. Y los h o m b res, com o verem os, tam b ién . Éste es u n hech o fu n d a m e n ta l, im prescindible, a m i ju i­ cio, p a ra co m p re n d e r lo diferente q u e resulta el m u n d o del am o r en la an tig u a G recia al de h oy día. Si n o en tend em o sÇ + cuál era el u n iv erso en el que el a m o r p o d ía desarrollarse, no sólo n o e n ten d erem o s a Safo, sino que la ju zg a re m o s co n c rite rio s q u e a ella le h u b ie ra n sido co m p le ta m e n te d esco n o cid o s y e x trañ o s; y la ju z g a re ­ m os m al, com o h a n hech o ta n to s sabios y e ru d ito s a lo largo de la h istoria. A hora, el lector y yo nos estam os m o v ien d o , c ie rta ­ m ente, en u n m u n d o que no está relacionado con la cien­ cia ni con la erudición, sino con los sentim ientos h u m a46. Eurípides, Medea, 230 y ss.

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nos. El am o r n o fo rm ab a p a rte (ni ha form ad o p a rte has­ ta hace apenas «unos días») del universo del m atrim o n io , que, p o r el contrario, p ro bablem ente era asociado p o r las m ujeres con u n territo rio hostil, en el que las reglas claves tenían que ver con la supervivencia, no con los sen tim ien­ tos. Y n a tu ra lm e n te las m ujeres sobrevivieron en ese te­ rrito rio hostil, igual que sobrevive u n soldado d en tro de las líneas del enem igo; en u n lugar con tro lad o p o r el ene­ migo, en el que sólo pu ede contem plar, atónito, la desgra­ cia de su situación. Si u n a m u je r deseaba am or, a m o r sim plem ente, no contam in ad o , puro, debía buscarlo fuera del m atrim o n io y, p o r lo tan to , lejos del hom bre, al que asociaba con el su ­ frim ien to que tal in stitu ció n le su p o n ía. D ebía buscarlo en o tra m ujer. P or eso n o hay incom p atib ilid ad entre es­ tos dos m undos: Safo podía am ar a otra m ujer que fo rm a­ ra parte de su g ru p o y, a la vez, m an ten er u n a vida fam i­ liar y un m atrim o n io , sin que esto supusiera esquizofrenia ni tensión , pues se tra ta b a de universos co m p letam en te diferentes que, sólo ocasionalm ente establecían pu n to s de contacto. Safo estuvo casada con Cércilas de A ndros, tuvo una hija de n o m b re Ciéis y su situación económ ica debió de pasar m o m en to s difíciles, igual que les o curre a la m a ­ yoría de los m ortales. Y, a la vez, am ó inten sam en te a las m ujeres de su círculo y criticó a rivales com o A ndróm eda y Gorgo, que debían de dirigir otros grupos de m uchachas parecidos al de Safo. Era o tro m u n d o , m uy d istin to del nuestro, sin el filtro de u n a religión (y de u n a cultura) que h abría de co n d e n a r cu alq u ier co n d u cta hom osexual com o u n a práctica ab erran te o, incluso, com o u n a enfer­ m edad. El m a trim o n io sirvió, sin d u d a, p a ra que h o m b res y m ujeres de to d a condición se am asen. Pero ésa n u n ca fue

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su función, pues, incluso com o in stitu ció n o rien tad a a la procreación, era considerada p o r m uchos hom bres com o u n m al q u e n o h abía m ás rem ed io que aceptar. U n m al inevitable. Sólo así pu ed en explicarse estas palabras de Jasón: Los m o rtales d e b erían p o d e r e n g e n d ra r hijos de alg u n a o tra m anera; n o debería existir la raza fem en in a y así no existiría m al alguno p ara los h o m b res '7.

b) El am o r Así pues, cu an d o digo que Safo desafía a la sociedad m as­ culina con su elección, n o m e refiero a u n desafío en el sentido m asculino; no es u n en frentam iento. Som etida a las reglas d o m in an tes de u n a sociedad basada en el culto ind o eu ro p eo a la g u erra y al guerrero, Safo buscó u n ca­ m ino diferente al de los h om bres y, p robablem ente sin ser consciente de ello, pro fu n d izó en la línea que h ab ían in i­ ciado poetas com o Arquíloco, especialm ente en el ám bito de la elección; u n ám b ito d esconocido en el m u n d o h o ­ mérico. Ya en los versos de A rquíloco, com o h em o s visto, es posible percibir la vinculación de este nuevo m u n d o de la individualidad con el proceso de elección. H oy sabem os que no hay lib ertad sin elección o, si se m e p erm ite, sin posibilidad de elegir. Safo basa su lib ertad en la elección del am or; y lo hace com o m ujer, n o com o esposa, com o am an te o com o m adre, los tres papeles que, com o ya he

47. E urípides, M edea, 573 y ss. Pasajes co m o éste g ra n je a ro n a E u ríp i­ des u n a sólida (e in m erecid a) fam a de m isógino.

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dicho, la fantasía m asculina asigna al am o r de u n a m ujer. Safo elige el am o r pu ro , el am o r que p arte desde u n a m u ­ jer p a ra dirigirse a o tra m ujer. En la G recia de su época éste era el ú n ico trán sito posible. De esta m an e ra , el cam in o de la elección indiv id ual, iniciado con fuerza p o r A rquíloco, se asienta, echa raíces en Safo. En ella (o en sus versos) q u ed a establecida p ara siem pre la auto afirm ació n de la individualidad h u m an a, hecho de im p o rta n c ia com parable a la creación de la filo­ sofía, de la ciencia y del estado basado en n o rm as ju ríd i­ cas claras y escritas. Safo vinculó este proceso de afirm a­ ción de la in d iv id u alid ad y de n acim ie n to de la lib e rtad con la elección, igual que A rquíloco, y em pezó a m o stra r­ nos tam b ié n el ú n ico c am in o p o r el que el a m o r p u ed e transitar; el cam ino de la elección d e n tro del m u n d o de la lib ertad individual: A lgunos dicen que sobre la n eg ra tie rra u n a m u ch e d u m b re de jinetes es lo m ás h erm o so , o de infantes; o tro s dicen que de naves. M as yo digo que aquel a q u ien se am a.

[...]/[..·] C ó m o desearía ver su a n d a r en am o rad o , el tran sp a re n te b rillo de su ro stro antes que los carros de g u erra de los Lidios o la m u ch e d u m b re de soldados cargados con sus arm a s48.

Posiblem ente la poesía am o ro sa n u n c a llegó a alcanzar en Grecia la p ro fu n d id a d que alcanza en Safo. Pero es un a poesía en la que el am or, de nuevo insisto en ello, se co m ­ p arte con o tra m ujer, no con u n hom bre. Creo que es inú48. Fragm ento 16 LP.

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til tra ta r de b u scar a este hech o m anifiesto u n a explica­ ción filosófica o, p o r el c o n tra rio , m o stra r in d ig n ació n p o r lo que, al fin y al cabo, se h a considerado d u ra n te si­ glos com o u n a blasfem ia hom osexual. A cabam os de ver cóm o, para u n a m ujer, el h o m b re es com p letam en te aje­ no al m u n d o del am o r y su presencia se vincula con otros ám bitos. En estos versos de a m o r p u ro que voy a citar a co n tin u a c ió n , el v aró n sólo aparece com o responsable inevitable de la q u ieb ra am o ro sa, cu an d o alguna de las m uchachas que conviven con Safo debe p a rtir p a ra casar­ se. Y, au n así, Safo contem pla a los h om bres con u n a m i­ rad a com p letam en te indiferente: Igual qu e los dioses m e parece ese h o m b re que está sen tad o frente a ti y cautivo te escucha m ien tras le hablas con du lzu ra y le sonríes llena de deseo. Y eso m e h a desm ayado el co razó n en m i pecho: pues si sólo u n in stan te a ti te m iro entonces n i siquiera u n a p alab ra m e ab an d o n a, au n q u e hable, m i lengua, así callada, se q u ieb ra y, de repente, debajo de m i piel, u n ten u e fuego m e recorre; n ad a veo con m is ojos, m is oídos zu m b an , u n helado su d o r m e envuelve, u n te m b lo r en tera m e sacude; y estoy pálida, m ás que la hierba. Siento que m e falta p oco pa ra q u ed arm e m u e rta 49.

El h o m b re, en sí m ism o, n o significa nada. Es u n agen­ te extern o que q u ieb ra la felicidad de Safo, su a m o r p o r u n a m u ch ach a que, p ro b ab lem en te, h a p a rtid o p a ra ca­ sarse. M as el h o m b re es co m p arad o con los dioses quizá porque, visto desde la perspectiva de u n a m ujer, tiene de­ m asiado poder. 49. Fragm ento 31 LP.

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En to d o caso, el asentam iento del ser individual en una persona com o Safo la llevó n o sólo a describir, com o h e ­ m os visto en estos versos, los sín to m as físicos del am or, sino tam b ién a definirlo pro b ab lem en te p o r p rim e ra vez. El am o r ya n o sucede gracias a lo que en páginas a n te rio ­ res he llam ad o u n a in te rv e n c ió n p síq u ica p ro v o cad a en este caso p o r la injeren cia de u n dios a rb itra rio y c a p ri­ choso que se com place en h e rirn o s con sus flechas: D e nuevo Eros, el que afloja los m iem b ro s, m e ato lo n d ra. A gridulce, bicho irresistible50.

N o es sólo u n a nueva m an era de m ira r del ser h u m a n o y al ser hu m an o ; es tam b ién u n a sensibilidad que m arcará p a ra siem pre este género de p oesía y que acab ará p o r id entificar a la lírica con el sen tim ien to in dividual. Safo no sólo nos describe p o r p rim e ra vez los síntom as físicos del am or, com o acabam os de ver, sino que n os lo define com o dulce y am argo a la vez (gykypikros), com o u n a es­ pecie de reptil (órpeton)51 ante el que n o tenem os re c u r­ sos de defensa (am ákhanon). Es u n a im agen h e rm o sa desde el p u n to de vista poético y m u y real si atendem os a nu estro s p ro p io s sen tim ien to s. D esde que leí este frag ­ m en to p o r p rim e ra vez, la im agen del am o r com o u n a es­ pecie de serpiente (anim al cargado de resonancias p o siti­ vas en la antigua Grecia) que se desliza hacia noso tro s con el sigilo de lo inevitable m e h a p arecid o e n o rm e m e n te evocadora. Y n o sólo eso. C om o ap u n tab a antes, Safo ha co n trib u id o decisivam ente a fijar los rasgos característi50. F ra g m en to 130 LP. 51. P alab ra q u e, sig u ien d o a J. F erraté, Líricos griegos..., cit., tra d u z c o co m o «bicho». N o m e convence la tra d u c c ió n de F erraté, p ero n o soy capaz de en c o n tra r u n a m ejor.

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cos de lo que hab ría de convertirse en u n nuevo género li­ terario. Versos com o los que siguen d arán u n a idea al lec­ to r de lo que estoy diciendo: Estrella del ocaso, que recoges to d o cu an to dispersó la A u ro ra clara; recoges a la oveja, recoges a la cabra, m as de su m ad re a la h ija separas52.

Son versos atem porales que desafían épocas, m o d as y costum bres; versos que ha n m arcado el cam ino de la p o e ­ sía lírica p a ra siem pre. D o n d e q u ie ra que u n o m ire, la poesía de Safo nos sigue p recip itan d o en el m u n d o de las em ociones m ás h o n d as del ser h u m an o , con u n a in te n si­ dad que, a m i juicio, m u y pocas veces h a sido igualada. Así pues, a lo largo de estas últim as líneas hem os visto cóm o la lib e rta d fue n acien d o en este m u n d o , lleno de universos individuales, que fue la p rim e ra poesía lírica griega. Y hem os em pezado a reflexionar acerca de las co n­ secuencias que este nacim iento ha ten id o p ara to d a la h is­ to ria p o ste rio r del ser h u m a n o . P or p rim e ra vez se hace u n a elección libre, que an tep o n e el am o r a cualquier o tra alternativa. Es co m p letam en te lógico que esta elección, basada en el ejercicio de la naciente libertad, fuera realiza­ da p o r u n a m ujer, pues, d u ran te b u en a p arte de la historia h um ana, sólo p ara la m u jer el am o r ocu p a la p arte central de su existencia. C ondenada, ciertam ente, p o r la d o m in a ­ ción in d o e u ro p e a a la inexistencia social e institu cio n al, su capacidad creadora q uedó con streñ id a a la esfera de lo individual, de los sentim ientos y de las em ociones.

52. Fragm ento 104a LP.

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A un así, el universo fem en in o avanzó; fue u n avance paralelo al de los h o m b res y n u n c a llegó a en c o n tra rse con él, salvo en el inestable universo de la casualidad. El m u n d o que contem pló el nacim iento de la libertad era un m u n d o en el que las relaciones entre h om bres y m ujeres no estaban basadas en el am or, ni siquiera en el terren o en que am bos coincidían p o r u n a obligación de la n a tu ra le­ za: el m a trim o n io . Era u n m u n d o ajeno al m a trim o n io p o r am or, en el que m u y pro b ab lem en te se hizo im p o si­ ble que u n a m u je r p u d ie ra ver en u n h o m b re o, p o r m e ­ jo r decirlo, en el am o r de u n h o m b re, algo in trín secam en­ te deseable. En u n cierto sentido, al h o m b re debió pasarle lo m ism o, si bien, com o veíam os en los versos de E u ríp i­ des, tenía otros universos hacia los que dirigir sus in q u ie ­ tudes. El am o r hom osexual, especialm ente el fem enino, fue la única salida viable a la explosión del sentim iento in d ivi­ dual en esta época, en la que el so m etim ien to fem enino a la ley del v aró n estaba ya com pletam ente consolidado. H a pasado m u ch o tiem p o desde entonces, pero las cosas no han variado dem asiado en este aspecto. La época actual, caracterizada en el ám bito del m u n d o desarrollado p o r la liberación de la m u jer y su in c o rp o ra ­ ción en u n plano de igualdad al universo de los hom bres, es ta m b ié n u n a época que em pieza a necesitar leyes que d efiendan eficazm ente a la m u je r de la violencia de los hom bres que, com o siem pre h a sucedido, no cederán p a ­ cíficam ente el terren o conquistado. En los albores del si­ glo X X I , la violencia del h o m b re c o n tra las m ujeres se ha convertido en u n a plaga en el ám bito del m u n d o civiliza­ do. Las cifras de m uertes alarm an y extrañan a la vez, pues se tiene la sospecha de que en los países desarrollados, en el llam ado p rim e r m u n d o , las m ujeres m ueren asesinadas

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p o r m arid o s, co m p añ ero s, h e rm a n o s o v ioladores m ás que en el llam ado Tercer M undo. C iertam ente es sólo una sospecha, pues la in fo rm ació n disponible no está relacio­ nada con los países del Tercer M undo. Creo, sin em bargo, que es u n a sospecha razonable, pues en buen a p arte de los países su b d esarro llad o s los p o stu lad o s sociales q u e h e ­ m os estudiado en las páginas precedentes siguen pesando sobre la sociedad de las m ujeres, quienes, som etidas y su ­ m isas, no representan n in g ú n peligro p ara el esquem a de pred o m in io m asculino. La reacción m asculina sobrevie­ ne con to d a su violencia en aquellas sociedades en las que las m ujeres h a n p re te n d id o so b rep o n erse a su situación de inexistencia social. Es ahí, en el llam ado m u n d o civili­ zado, d o n d e están em p ezan d o a p ag ar con su sangre el delito de dejar de ser esclavas y de hacerse libres; el delito de existir al m argen de los hom bres.

El miedo a la libertad. El consuelo de la religión C om o ocu rre con to d o d escubrim iento, el ser h u m a n o se vio p e rtu rb a d o an te el p a n o ra m a que la lib e rta d abría ante sus ojos. A co stu m b rad o a la tu te la de u n o s dioses que le exim ían de to d o esfuerzo individual, a co stu m b ra­ do a vivir sin la conciencia de la elección y de la resp o n sa­ bilidad en u n m u n d o donde, en ú ltim o térm in o , n ad a de­ p en d ía de sí m ism o, la ap arició n de la conciencia libre llenó de som bras el fu tu ro de quienes n u n ca h ab ían senti­ do la necesidad de elegir n i de regir el destino de sus vidas. Las rien d as del p ro p io d estin o q u e m a ro n las m an o s de m uchos h o m b res y siguen haciéndolo todavía hoy. Q uizá el conflicto del ser h u m a n o con su pro p ia h isto ­ ria pase tam b ién p o r el hecho de que la m ayoría de lo que

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parecen g ran d es hallazgos, g randes pasos adelante, sólo son percibidos p o r u n a peq u eñ a p arte de la sociedad h u ­ m ana: p o r aquellos a los que hoy llam am os intelectuales. Lo m ás n o rm a l es que la sociedad griega en su co n ju n to n o se p erc a ta ra de lo que su p o n ía n o sólo el d e sc u b ri­ m ien to y la exploración de nuevos m ares, de nuevas tie­ rras, sino el d escubrim iento paralelo de los nuevos océa­ n os interio res en los que to d o s se ib an in tern an d o . M uy p robablem ente, gente com o A rquíloco y Safo n o supuso nada para el c o m ú n de sus co n ciu d ad an o s y c o m p a trio ­ tas, que, com o ha o cu rrid o siem pre, estaban m ás atentos a las tareas cotidianas relacionadas con su supervivencia que a las nuevas perspectivas in tern as que se ab rían ante ellos. En realidad, creo que los intelectuales de todas las ép o ­ cas tam p o c o h a n estado m u y disp u esto s a m o stra r con claridad el fru to de sus trab ajo s y de sus investigaciones, especialm ente si éstas ten ían que ver con el ám b ito de la lib ertad y del libre p en sam ien to . Y cu a n d o h a n estado dispuesto s a hacerlo, el p oder, co n serv ad o r siem pre, ha reaccionado con su m a violencia co n tra ellos. D e esta m a ­ nera, el tra b a jo de los in telectuales y de los sabios se ha desarrollado al m argen de las preocupaciones de la gente com ún, que, con frecuencia, ha considerado a los p en sa­ dores com o gente ex trañ a, d ed icad a a cosas ajenas a las preocupaciones que genera la supervivencia. Este d iv o r­ cio entre la sociedad c o m ú n y sus intelectuales ha genera­ do m uch as desgracias, n o sólo personales. U no de los sím bolos m ás co n m ovedores de ello es el in cen d io de la Biblioteca de A lejandría, y el asesinato de su últim o direc­ tor, que era en realidad u n a directora. C uando tu rb a s de cristianos instigados p o r el p atriarca C irilo de A lejandría (San C irilo) la m a rtiriz a ro n cru elm en te m ien tras los li­

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bros de la biblioteca ardían p ara siem pre, el co m ú n de la gente no tuvo conciencia de la terrible desgracia que estos hechos su p o n ían p ara to d a la H u m an id ad , que en la h o ­ guera de los libros y en el cuerpo desollado de H ipatia d e­ jaba, en m u ch o s casos p ara siem pre, el saber que los a n ti­ guos hab ían ac u m u la d o d u ra n te m ilenios. El desprecio p o r el saber «pagano» y p o r los sabios de la Biblioteca es­ taba enraizad o en la ig n o ran cia de los cristian o s y del pu eb lo en general, que n u n c a tuvo conciencia de que el trabajo y las investigaciones que se llevaban a cabo en la Biblioteca sirviera para nada. Las bibliotecas de A lejandría, de Sarajevo, de B agdad (de tantos o tro s lugares) no deben arder de nuevo. C on el fuego que arrasa los libros no sólo se p ierden las palabras de quienes n os h ab lan desde o tras épocas y desde o tros m undos; se pierde tam b ién el alm a de todos los seres h u ­ m anos y los latidos del corazón de su historia. En la É poca Arcaica de la h isto ria de Grecia, el pueblo griego siguió anclado, m u y p ro b a b le m e n te , en los a n ti­ guos esquem as de la sociedad m icénica y no es de ex tra­ ñ a r que a los h o m b res que identificaba con los cam bios en la sociedad los asociara con los males, concretos y abs­ tractos, que lo asaltaron. Sin duda, el cam pesino, el a rte ­ sano y, p o r supuesto, el esclavo, siguieron atrib u y en d o a los dioses y a las intervenciones psíquicas p o r ellos p ro p i­ ciadas el papel protagonista de los sucesos cotidianos, p or superfluos y ru tin ario s que éstos fueran. Pero, a m i juicio, fue aquí, en el ám b ito de la vida cotidiana, d o n d e el h o m ­ bre com ún, a pesar de todo, fue asum iendo el cam bio que en los versos de los p o etas líricos, en la actividad de los nuevos legisladores y en los d escu b rim ien to s de los p r i­ m eros científicos se hab ía ido inician d o y desarro llan do con rapidez. En cierta m edida, la religión, sin clero y sin

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in térp retes que d irig ieran a los fieles en u n sen tid o o en otro, propició tam b ién este cam bio. En efecto, el p ueblo griego n o tuvo sacerdotes que orien taran sus tem ores y, desde m u y pronto, se vio obliga­ do a cam in ar solo en busca de sus dioses. En u n m o m en to dado, los griegos dieron u n paso decisivo que hab ría de te­ n er consecuencias m u y im p o rta n te s en el d esarrollo no sólo de su religiosidad sino, tam b ién , de su p ro p ia visión del universo. Ignoro si fue la concepción an tropom órfica del m u n d o lo que llevó a los griegos al tip o de religión que tuvieron o si fue la religión lo que propició que, finalm en­ te, colocaran al ser h u m an o , al ánthropos, en el centro de todo su sistem a. En realidad, lo im p o rtan te en este asunto es el proceso, n o el orden de los factores que lo pusieron en m archa y lo conform aron. El hecho es que las cosas m a r­ charon de tal m an era que Protágoras, u n filósofo del siglo v a.C., p u d o resu m ir en un a sola frase la esencia de la co n­ cepción griega del m u n d o : «el ser h u m an o es la m edida de todas las cosas». M uy p ro n to los griegos co m e n z a ro n con su in g ente tarea de d a r fo rm a h u m a n a n o sólo a los dioses, sino ta m b ién a las m o n icio n es in terio res que hem o s e stu d ia­ do en p ág in as preced en tes. Ate apareció co m o h ija de Zeus; las M oiras a d o p ta ro n no m b res p ro p io s53; las Erinis fu ero n im aginadas com o m ujeres vestidas de n egro que persig u en sin descanso a los asesinos. Sin darse cuenta, los griegos evitaro n de esta fo rm a la vaguedad que tan to los dioses com o tales m oniciones represen tab an o, al m e ­ nos, las evitaro n p arcialm ente. Fue sobre to d o la poesía, n o u n clero sacerdotal, la que tra n sm itió al pueb lo griego u n a im ag en m ás o m en o s clara de Ate o de u n a de las 53. Láquesis, A tro p o y Cloto.

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M oiras, de m a n e ra q u e la gente c o m ú n p u d o pensar en ellas, im ag in ar su aspecto, m irarlas a la cara. Este hecho fu n d a m e n ta l m arc a ría el c a m in o de la relig ió n griega para siem pre al conseguir que los h o m b res fu eran cap a­ ces de im ag in ar a sus dioses, darles fo rm a y, n a tu ra lm e n ­ te, hacerlos hu m an o s. A p a rtir de ese m o m en to p u d iero n dirigirse a ellos, esp erar u n a resp u esta y, en algunos ca­ sos, incluso verlos o, al m enos, com unicarse; h ab lar con ellos. Ante los nuevos retos e inqu ietu d es que la consciencia de la individualidad y de la lib ertad despertó en la n acien ­ te razón de los hom bres, la religión supuso u n consuelo. Toda la cu ltu ra griega es u n a cu ltu ra religiosa; com o ta m ­ bién la m ayor p arte de sus m anifestaciones artísticas tiene u n contenido religioso. La ausencia de clero propició este en cuentro directo del h o m b re con los dioses y, desde m i p u n to de vista, ayudó a que los nuevos desafíos resultaran m ás llevaderos. C on to d o , esta ayuda de los dioses (p ro ­ bab lem en te suficiente p a ra la gente c o m ú n ) resu ltó ser u n a carga pesada p ara los que p o d ríam o s con sid erar in ­ telectuales de la época. La libertad ensanchó n o tab lem en te el m u n d o in terior de los griegos, pero el nuevo m u n d o estaba inexplorado y lleno de ru ta s desconocidas. Q uizá, p o r p rim e ra vez, los ho m b res flaq u earo n y, h asta cierto p u n to , se sin tie ro n desbordados p o r el nuevo m u n d o . C o n tem p lan d o su h o ­ rizonte, se e n c o n tra ro n solos y sin tiero n m iedo.

De la vergüenza a la culpa H em os visto ya que la sociedad h o m érica está contenida den tro de u n m u n d o que los an tro p ó lo g o s h a n llam ado

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u n a cultu ra «de vergüenza». En el capítulo que dedicába­ m os al tránsito hacia la Edad O scura analizábam os la con­ ducta de A gam enón com o ejem plo de u n tipo de co m p o r­ tam iento que desconoce p o r com pleto la individualidad, la libertad y, p o r tanto, la responsabilidad individual que un hom bre debe asum ir com o consecuencia de sus actos. A gam en ó n actú a im p elid o p o r áte, y H éctor, según veíam os en o tro ejem plo, p o r ménos; ta n to u n o com o o tro n o tie n e n en ab so lu to conciencia de que sus c o m ­ p o rtam ien to s se deb an a sí m ism os. Se sienten, p o r decir­ lo en palabras que ellos n o e n ten d erían , em p u jad o s p o r m oniciones interiores, p o r intervenciones psíquicas que, n atu ralm en te, acaban p o r id entificar con algún dios. En este sentido, la sociedad h o m érica era u n a sociedad feliz, pues nu n ca tuvo que hacer frente a la angustia que p ro d u ­ ce la asunción de la p ro p ia responsabilidad. Toda m o n i­ ción interior, fuera del tip o que fuera, positiva o negativa, fue considerada o b ra de los dioses. U n cierto sen tid o de seg u rid ad debió de co n so lar al ser h u m a n o , ajeno p o r com pleto al sen tim ien to de la elección, así com o a la in ­ q u ie tu d que in ev itab lem en te p ro d u c e la p o sib ilid ad de que nuestras decisiones, p o r insignificantes que parezcan, d e p e n d a n de n o so tro s m ism o s y n o de la v o lu n ta d , con frecuencia inexplicable, de los dioses. C iertam en te, cu an d o dejam os los textos h o m érico s y nos asom am os a los que nos h a n llegado de la Época A r­ caica e, incluso, a los de au to res p o sterio res que tien en claras afinidades con la m e n ta lid a d arcaica, se percibe m uy claram ente u n sentim iento, u n a actitu d que está por com pleto au sen te de los p o em as h o m érico s, especial­ m ente de la Ilíada. M uchas veces he in ten tad o definir esta sensación que tran sm iten los textos de casi to d o s los p o e­ tas líricos o los de h o m b res co m o H eró d o to o Sófocles,

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que pertenecen a u n tiem p o posterior. Es u n a im presión que ha perd u rad o , p o r o tra parte, y que ha sido u n a fu en­ te de la que los seres h u m an o s n o hem os dejado de beber desde entonces. Se trata de u n a sensación, p rim ero , y de una conciencia, después, de absoluta indefensión; la co n ­ ciencia clara de la in seg u rid ad h u m a n a , de la condición desvalida del h o m b re frente a los dioses, que, según dice H eródoto, se vuelven phthoneroí, es decir, envidiosos. O b v iam en te, n o se tra ta de q u e los dioses envidien a los hom b res y su condición. Es algo peor: a los dioses les duele to d o éxito, to d o logro y, especialm ente, to d a felici­ dad perdu rab le que haga que cu alquier ser h u m a n o p u e ­ da ab a n d o n ar su estatus de m o rtal y crea, au n q u e sólo sea en sueños, que puede rem o n tar el vuelo hacia o tro s te rri­ to rio s que le están vedados p o r n atu raleza, pues son los territo rio s de los dioses. Hay dos palabras griegas que definen perfectam ente lo que estoy in ten tan d o explicar. U na es amechanía, que lite­ ralm ente significa ‘im potencia’ o, incluso, ‘im posibilidad’. Es un a palabra que abunda, com o vam os a ver in m ed iata­ m ente, en u n p o eta lírico com o Teognis. La am echanía sim boliza m u y bien el estado en que se en c u e n tra el ser h u m a n o cu an d o se enfren ta a m u n d o s que desconoce, a m undos que tiene que explorar; y esos m u n d o s son, espe­ cialm ente en esta época, m u n d o s interiores. El ser h u m a ­ no, colocado en la atalaya de la libertad, observa el océano in m enso y d esconocido que se extiende an te él y, sin la ayuda de los dioses, que ah o ra aparecen celosos de su li­ bertad, se siente solo y sin recursos. La o tra palab ra es phthónos, la «envidia de los dioses». Los dioses están p e rm a n e n te m en te atentos, vigilando el co m p o rta m ie n to de los seres h u m a n o s y fijándose espe­ cialm ente en aquellos que tienden a su p erar el sentim ien-

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to de am echanía. E ntonces surge la envidia (phthónos), pues parece que la co n d ició n n a tu ra l del ser h u m a n o frente a los dioses es el sufrim iento o, p o r el co n trario , la m u erte, q u e p u ed e concebirse ju sta m e n te com o lib era­ ción de ese sufrim iento.

a) A m echanía H asta cierto p u n to este sen tim ien to de im p o ten cia, de falta de recursos del ser h u m a n o , tiene anteced en tes en H om ero. La escena en la que el an cian o rey P ríam o se presen ta sup lican te an te A quiles, el m a ta d o r de su hijo H éctor, es conm o v ed o ra y nos ofrece el lado m ás h u m a ­ no de la person alid ad del guerrero tesalio. Aquiles se so r­ prende del valor del viejo rey troyano, se com padece de él y le dirige estas palabras: ¡Ah triste!, a fe, m u ch o m al en tu alm a has bien so p o rtad o . ¿C óm o a las naves aqueas llegar tú solo has osado ante los ojos del h o m b re que tan valientes y tan to s hijos m atad o te ha? C orazó n de h ie rro te llam o. M as ¡ea, siéntate en u n sillón, y a los duelos al cabo, p o r m ás que afligidos, dejem os to m a r en el alm a descanso!, pues que ganancia n in g u n a se saca del gélido llan to 54.

In m e d ia ta m e n te después de este reco n o cim ien to ex­ preso del valor del viejo rey troyano, Aquiles form u la una auténtica explicación m ítica de las desgracias hum anas: Q ue es que a los m íseros h o m b res los dioses tal se lo hilaro n , vivir en dolor, m ien tras ellos son libres de pen a y cuidados;

54. Ilíada, 24.518yss.

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Pues dos en la sala de Zeus tinajas yacen, g u ard an d o los dones que él da, la u n a de b u en o s, la o tra de m alos; al que m ezclando de am bas le diere Zeus juegarrayos, ése unas veces con gozo se topa, o tras veces con daño; p ero al que le dé de las penas, lo h a hecho pieza de escarnio, y cru d a m iseria lo va p o r la san ta tie rra acosando, y e rran d o va él, ni de dioses n i de m o rid e ro s h o n ra d o 55.

Aquiles n o contem pla que Zeus le dé a u n ser h u m an o exclusivam ente los dones de la tinaja de los bienes, pues la felicidad es im posible. En el m ejo r de los casos, Zeus m ez­ cla los dones de am bas tinajas, lo que hace que los seres hu m an o s n o p u e d a n ser felices p o r com pleto. Es u n a ex­ plicación m ítica, ya lo he dicho, pero m u y gráfica y, si se m e perm ite, m u y certera. Pese a que hay u n a constatación explícita de la im posibilidad de la felicidad h u m an a, en es­ tos versos no se observa, n o se percibe la opresión a la que m e refería al p rin cip io de este capítulo. D e hecho, la re­ com pensa que u n hom b re com o Aquiles espera de la vida no es felicidad sino tim é y, p o r ende, fam a. La fam a es lo que com pensa to d o , incluso la infelicidad y la m u erte; Aquiles no d u d ará u n solo segundo en m o rir si la m u erte es com pensada p o r el h o n o r y la fam a, pues, en el fondo, ésa es la justificación de su existencia. Sin em bargo, en la poesía lírica de la Época A rcaica (el cam po en el que floreció, com o acabam os de ver, el ger­ m en de la lib ertad con u n a p u jan za incontenible) vem os aparecer so m b ras que tiñ e n de am a rg u ra la in g e n u id a d de los personajes hom érico s en relación con la condición h u m an a y con la p ro p ia m u erte. Los m ism os p oetas que dieron el im p u lso definitivo al sen tim ien to de individua-

55. litada, 24.525 y ss.

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Poseidon (o Zeus) de A rtem ision. Esta estatua es considerada una de las obras maestras del arte griego. Representa al dios Poseidón (o a su herm ano Zeus) en el m om ento de lanzar su tridente. La esta­ tua fu e encontrada en el mar, cerca del cabo Artem ision, en la isla de Eubea. Puede contemplarse en el M useo Arqueológico N acional de Atenas.

lidad que desem bocó en la libertad , colorean de desespe­ ran za sus versos y aparecen co m o seres co m p letam en te desvalidos ante la m a g n itu d del p o d e r de u n o s dioses que ya no los tu telan p o r com pleto. El sueño de la libertad; la consciencia de u n yo p ro p io que decide, que elige, que se equivoca y que, en general, n o p u ed e p redecir los males; y, finalm ente, la constatación de la im posibilidad de a tri­ b u ir ya a las m aquin acio n es de los dioses la desgracia y la

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m aldad, h iciero n q u e estos h o m b res tu v ieran la sen sa­ ción de u n p ro fu n d o desvalim iento, especialm ente ante unos dioses que, hasta ese m o m en to , habían sido co nsi­ d erad o s los respon sab les finales de to d o s los a c o n te ci­ m ientos. El pro p io A rquíloco, tan decidido, tan revolucionario en tantos aspectos, escribía versos com o éstos: A lo s dioses [...] confíales to d o . M uchas veces levantan a h o m b res que, d e rru m b a d o s p o r los in fo rtu n io s, sobre la negra tierra yacen. M as o tra s d e rrib an al m ás firm em ente asentado y boca arrib a lo tu m b a n sobre el suelo. D espués, m ales sin cu en to nacen y el ho m b re, aun deseando la vida, va a la deriva y su m en te está a u s e n te 56.

Pero el p o eta lírico de esta época q u e m e jo r h a ex p re­ sado ese sen tim ien to de im p o ten cia del ser h u m a n o ante los dioses es, sin d u d a, Teognis, u n h o m b re n acid o en la ciu d ad de M égara (a u n q u e p ro b a b le m e n te sea M égara H iblea, en Sicilia) y que vivió, a u n q u e este d ato n o es del todo seguro, en el siglo v i a.C. En el frag m en to que sigue aparece ya, con to d o el sen tid o q u e h em o s co m en tad o , la palabra am echanía; a la vez, áte ya n o es la o fuscación’ o ‘a n u b la m ie n to ’ que a tra p a desde fuera a los g u erreros de u n a m a n e ra re p e n tin a e inexplicable, sino m ás bien su co n secu en cia; algo q u e p o d ría m o s tra d u c ir co m o «ruina»: Ningún hombre es responsable de su ruina (áte) ni de su éxito. Ambas cosas nos son dadas por los dioses. Ninguno de los hombres hará algo sabiendo en su corazón 56. Fragm ento 58 D.

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si, finalm ente, será b u en o o será m alo ... A nadie le sucede to d o cuan to desea, pues lo detiene el lím ite de u n a am arga im p o ten cia (amechanía). Los hom bres, sin co m p ren d er nada, d am o s vueltas al vacío m ientras los dioses to d o lo concluyen según sus p en sam ien to s57.

Son palabras am argas, cargadas de u n sen tim ien to de indefensión ante u n m u n d o que todavía n o ha desvelado sus claves n i sus leyes p o r com pleto; y n o es u n sen tim ien­ to fácil de su p erar sino que, m ás bien, va ganando fuerza y enraizándose en el corazón de los hom bres. Sim ónides, o tro p o eta lírico que vivió en la fro n tera de los siglos v i y V a.C., nos h a dejado escritas estas palabras; Escasa es la fuerza del ser hu m a n o , vanas las preocupaciones. E n n u e stra efím era existencia su frim ie n to se añ a d e al su fri­ m ien to y la m u e rte ineluctable a tod o s p o r igual nos am enaza. Pues igual p o rció n de aquélla to ca en suerte al b u e n o y al m a l­ v ad o 58.

O estas otras, llenas del m ism o sen tir y cargadas de desconfianza sobre la felicidad del ser h u m a n o , q u e es concebida com o casual y, en to d o caso, efím era: Siendo h u m a n o , n u n c a digas qué h a de p asar m añ a n a ni, si ves feliz a u n h o m b re, c u á n to tie m p o lo será. N i el vuelo de u n a m osca de ala larga es ta n ráp id o en cam b iar59.

57. 133 y ss. 58. F ra g m en to 15 P. 59. F ra g m en to 16 P.

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N adie, sin los dioses, alcanza lo que vale, ni ciud ad, ni m o rtal. El dios es om nisciente. N ada sin d o lo r existe para los m o rtale s60.

Esta idea de indefensión del h o m b re, de depend en cia de u n po d e r que se concibe com o en o rm e y a rb itra rio no es nueva en u n sentido literal. El h o m b re h o m érico vive preso de las decisiones de los dioses en u n m u n d o en el que no le es d ado elegir n i siquiera en ám bitos banales de su vida cotidiana. Pero, au n así, n o se p lan tea o tra cosa. A cepta que está en m an o s de su destino e in ten ta que éste le p ro c u re tim é y fam a; en realid ad , lo q u e an g u stia al h o m b re h o m érico n o son los dioses, pues n ad a pued e h a ­ cerse para influir sobre ellos, sino el hon o r, la o p in ió n que los dem ás te n d rá n de las acciones de u n o m ism o. N o o b stan te, el énfasis am arg o que los p o etas líricos p o n e n en la idea de d ependencia del ser h u m a n o con res­ pecto a los dioses sí m e parece com p letam en te nuevo. Es nueva la d esesperación que re zu m an estos textos, en los que se nos p resen ta al h o m b re com o u n a h oja en brazos del viento: indefenso, incapaz de fijar o de m a n te n e r u n ru m b o . En u n sen tid o p ro fu n d o , n o cronológico, esta­ m os m ás cerca del m u n d o de la tragedia clásica que de la Ilíada. D e hecho, este sentim iento d ram ático in tro d u cido p o r los po etas líricos en sus versos n o será a b a n d o n a d o n u n ca del to d o p o r la m en talid ad de los griegos, quienes al fin y al cabo crearon u n tip o de poesía lírica que acabó desem bocando en la poesía d ram ática, es decir, en el tea­ tro trágico. Poco a poco, esta línea de pensam iento que nos presen­ ta al h o m b re com o u n ser desvalido, agobiado p o r el p o60. Fragm ento 21 P.

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der de u n o s dioses celosos de su desp ertar y reacios a rela­ ja r su o m n ím o d a tu tela, fue p e n e tra n d o en la sociedad griega. Los h o m b res e m p ezaro n a p reg u n tarse p o r las razones de ese sufrim iento y, au n q u e n o siem pre e n co n ­ tra ro n u n a respuesta satisfactoria y tran q u ilizad o ra, aca­ b aro n p o r aceptarlo casi com o algo n a tu ra l61. C on calm a pero de m an era co n tu n d en te, em pezó a fil7 trarse la idea dram ática de que el ser h u m a n o m erece ese sufrim iento; se aceptó la certeza de que algo hay en el ser h u m an o , en su p ro ced er o en su n atu raleza, que lo hace m ereced o r de él; y se ab rió la p u e rta de p a r en p a r p ara que u n se n tim ie n to de cu lp a p e n e tra ra , p u ja n te , en el ám bito de la experiencia religiosa. Si el ser h u m a n o sufre es po rq u e se lo m erece, po rq u e es culpable de algo. El sen­ tim ien to de culpa fue arrin co n an d o , poco a poco, al viejo se n tim ien to de vergüenza que h ab ía caracterizad o al h o m b re h o m érico y se in staló casi p a ra siem pre en las aguas m ás p ro fu n d a s de la sensibilidad h u m a n a . D esde m i p u n to de vista, apenas h oy em pieza a ser arrinconado.

b) P h th ó n o s El éxito del h o m b re no es m alo en sí m ism o; sin em bargo, con frecuencia engendra u n a especie de autocom placencia que nos lleva, finalm ente, a lo que los griegos llam a­ b an hÿbris, u n a p alab ra im p o sib le de tra d u c ir p ero que significa algo así com o la su m a de autocom placencia, ex­ ceso y arrogancia. Es cierto que la hÿbris puede d isim u lar­ se y que u n h o m b re lleno de arrogancia p u ed e ocu ltarla con palabras llenas de m esu ra y de cordura. A la m esura, 61. El cristian ism o h ered ó esta co n cep ció n de u n a m a n e ra casi radical.

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al equilibrio especialm ente m oral, los griegos lo llam aban sophrosyne, u n a de las p alabras favoritas de u n h o m b re com o Sófocles. Pero el disim ulo de la hÿbris sólo engaña a las personas; no así a los dioses, q u e d etectan to d o exceso, to d a a rro ­ gancia h u m a n a au n q u e ésta sea sólo de pensam ien to y no se refleje ni en las palabras ni en los actos. Y cuando el éxi­ to de u n ser h u m a n o q u ieb ra la fro n te ra de la m esu ra y aparece la hÿbris, entonces los dioses sienten phthónos, es decir envidia. P odríam os establecer la siguiente secuencia que sintetiza m u y bien lo que estoy tra ta n d o de explicar: ÉXITO (de los h o m b res) —> KÓROS (altivez) —» HŸBRIS (arro g an cia) —» P H T H Ó N O S (envidia de los dioses). Así pues, el éxito h u m an o , cu an d o n o va acom p añ ado de la m oderació n , acaba atrayendo la atención, p rim ero, y la envidia, después, de los dioses. Lo curioso de esta co n ­ cepción es que, a m i juicio, es ajena p o r com pleto al h o m ­ bre hom érico, a pesar de que éste basa b u en a p arte de su vida y de sus ideales en la consecución, precisam ente, del éxito, que se considera antesala de la fam a. Sin em bargo, este sen tim ien to , p ro fu n d a m e n te dram ático , de envidia de los dioses está ya p lenam ente arraigado en u n h o m b re com o H eró d o to , p a ra quien, en ú ltim o térm in o , c o n sti­ tuye el m o to r de la historia. U na historia com pletam ente determ inada. Es verdad que H eró d o to es u n h o m b re ya del siglo v a.C., pero su m entalidad en este aspecto recuerda a la de la Edad Arcaica, y utiliza con frecuencia a personajes de esta época para explicar su convicción de la existencia de u na envidia divina que atrapa a m uchos de los m ortales. En este sentido, resulta especialm ente ilustrativa la conversación entre Creso, el rey de Lidia, y Solón, el legislador y poeta

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ateniense del siglo v i a.C., descrita p o r H eró d o to en 1.28 y ss. Perm ítasem e detenerm e u n poco en ella. Creso era rey de Lidia, u n a región de Asia M en o r situa­ da m uy cerca de la costa o rien tal del m ar Egeo. H abía h e ­ red ad o el rein o de su p a d re a la ed ad de tre in ta y cinco años y, desde el principio, se había anexionado los te rrito ­ rios vecinos, em pezando p o r las ciudades griegas. C on el paso del tiem p o , casi to d o s los pueblos que h ab itab an al oeste del río Halis h ab ían sido som etidos p o r Creso, que se convirtió p ara los griegos de esa época (y de las p o ste­ riores) en u n sím bolo de p o d e r y de riqueza. A la capital de su reino, la ciudad de Sardes, «que estaba en el cénit de su riqueza, fu ero n llegando sucesivam ente to d o s los sa­ bios de G recia que vivían en aquellos tiem p o s y, en tre ellos, Solón, u n ateniense que, después de h ab er dictado en A tenas m uchas leyes [...] se h abía ausen tad o de su p a ­ tria d u ran te diez años»62. Solón había dejado Atenas deseoso de conocer el m u n ­ do y, decidido a ello, h abía visitado la corte de Am asis, en Egipto, y la de Creso en Sardes63. En el palacio de Sardes fue tratad o con g ran corrección y, a los dos o tres días de llegar, un o s servidores le enseñaron, p o r o rd en de Creso, las cám aras en las que se g u ard ab an los fam osos tesoros del rey. Sin d u d a Solón, u n ateniense austero, quedó real­ m ente im presionado. 62. H e ró d o to , H istoria, 1.29. 63. Las v isitas d e S o ló n a E g ipto y L idia h a n sido p u estas en d u d a p o r n o pocos h isto riad o res. Estos au to res co n sid eran el relato q u e H e ró d o to hace d e ellas u n a especie d e h isto ria ilu stra tiv a sobre filosofía p o p u la r qu e p reten d e, en el fo n d o , resaltar alg u n o s valores éticos. P e rso n a lm e n ­ te, creo q u e estos viajes fu e ro n perfe ctam en te posibles, especialm ente el realizado a E gipto, país q u e los griegos co n sid erab a n la cu n a de la civili­ zació n y de la sab id u ría. P lató n , p o r ejem plo, afirm a en Tim eo 25 b que S olón fue in fo rm a d o p o r los egipcios sobre la existencia de la A tlántida.

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A los pocos días, según el relato de H eródoto, Solón fue llevado a presencia de Creso, que alabó su deseo de co n o ­ cer el m u n d o y su sabiduría al pro m u lg ar leyes en Atenas; entonces, en u n m o m e n to de la conversación, el rey le in ­ terrogó: A m igo ateniense, [... ] ya que p o r tu deseo de co nocim ientos y de c o n te m p la r el m u n d o has v isitad o m u c h o s países [...] m e ha asaltado el deseo de p re g u n ta rte en este m o m e n to si ya has visto al ho m b re m ás dichoso del m u n d o 64.

O bviam ente Creso esperaba que Solón lo señalara a él com o el h o m b re m ás dichoso del m u n d o . Sin em bargo, p ara su sorpresa, el ateniense le contestó que el h o m b re m ás feliz del m u n d o era u n tal Telo, de Atenas. S o rp ren ­ dido p o r la respuesta, Creso le p reg u n tó a Solón quién era aquel Telo. P ara aso m b ro de Creso, Solón le d escribió a u n h o m b re n o rm a l, que h ab ía ten id o la fo rtu n a de ver crecer a sus hijos y nacer a sus nietos y que, en el colm o de la dicha, tuvo el fin m ás glorioso que puede tenerse: m o rir luchando co n tra los enem igos de su patria, p o r lo que los atenienses le d iero n pública sep u ltu ra en el m ism o lugar en el que había caído. Deseoso de que la conversación discurriera p o r donde él quería, Creso p reguntó de nuevo a Solón quién le p are­ cía el hom b re m ás feliz después de Telo, convencido de que esta vez lo n o m b raría a él. Sin em bargo, el ateniense le res­ p o n d ió que «Cleobis y Bitón». A nte la expresión de so r­ presa de Creso, Solón le contó la historia de aquellos dos jóvenes naturales de la ciudad de Argos, que tenían m edios de vida suficientes y eran adem ás cam peones atléticos. 64. Heródoto, Historia, 1.30.2.

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El relato que Solón contó a Creso sobre estos dos m u ­ chachos es especialm ente ilustrativo de la envidia de los dioses. En efecto, los dos eran h erm an o s y, p o r decirlo así, lo tenían to d o p a ra conseguir el éxito. En cierta ocasión, los ciudadanos de Argos celebraban u n a fiesta en h o n o r a la diosa H era, y la m ad re de los dos m uchachos, que era su sacerdotisa, d ebía ser tra sla d a d a n ecesariam en te al santuario de la diosa. Este santuario, el Hereo, estaba en el cam ino que u n ía Argos con M icenas, a u n o s cinco o seis kiló m etro s de esta ciu d ad , y se en co n tra b a , en relación con el nivel del m ar, a m ás altu ra que Argos. Llegó la h o ra de partir, pero los bueyes que h ab ían de tira r del carro no h ab ían regresado del cam po. E ntonces, los dos jóvenes, com o el tiem p o aprem iaba, hiciero n que su m ad re se su ­ biera al carro y lo arrastraro n hasta el tem plo, recorriendo u n a distancia, cuesta arrib a, de u n o s ocho o nueve k iló ­ m etros. Es fácil im aginar el ro stro de sorpresa de Creso, que se­ guía la conversación entre decepcionado (pues ni siquiera Solón lo hab ía n o m b ra d o en segundo lugar) e intrigado. Pero la histo ria no había term inado: Y u n a vez llevada a cabo esta pro eza a la vista de to d o s los asis­ ten tes, los dos m u ch ac h o s tu v ie ro n p a ra sus vidas el fin m ás h o n ro so , y en sus personas la d iv in id ad hizo paten te que, p a ra el h o m b re, es m u ch o m ejo r estar m u e rto que vivo65.

Sin d u d a Creso quiso saber cuál era la razón de esa afir­ m ación, ta n increíble en apariencia. Y Solón continuó. N a­ turalm ente, todos se aproxim aron a los m uchachos y a su m adre, felicitándolos a ellos p o r su proeza y a ella p o r tener 65. H eródoto, Historia, 1.31.3.

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unos hijos sem ejantes. Entonces la feliz m adre se acercó a la estatua de la diosa H era y de pie ante ella le p id ió que concediera a Cleobis y Bitón, sus dos hijos ejem plares, «el d o n m ás preciado que p u ede alcanzar u n h o m b re» 66. Al poco rato, los dos m uchachos se echaron a descansar en el propio santuario y ya n o despertaron. Entonces los argivos les hicieron dos estatuas y las consagraron en el santuario de Delfos67. Creso se indignó ante el d isparate que, a su juicio, su ­ ponía conceder a estos dos jóvenes el segundo lugar en lo que a la felicidad respecta; pero Solón le replicó: C reso, m e haces p reg u n tas sobre cosas q u e afectan a los h o m ­ bres y yo sé que la divinidad es, en to d o s los órdenes, envidiosa y causa de p ertu rb acio n es. [...] El h o m b re es p u ra co ntingencia. Bien veo que tú eres u n h o m b re su m a m e n te rico, rey de in n u ­ m erables súbditos, p ero n o p u ed o resp o n d er a la p re g u n ta que m e has h ech o an tes de sab er q u e h as te rm in a d o felizm en te tu existencia. [...] Es necesario conocer el resultado final de to d a si­ tuación, pues los dioses h an p e rm itid o a m u ch o s conocer la feli­ cidad y, luego, los h a n ap artad o rad icalm en te de ella68.

Es fácil im aginar la indignación que estas palabras p ro ­ dujeron en Creso, quien, según nos dice H eródoto, despi­ dió a Solón sin hacerle el m e n o r caso «plenam ente c o n ­ vencido de que era u n necio p o rq u e desdeñaba los bienes del m o m e n to y le aconsejaba fijarse en el fin de to d a si­ tuació n » 69. Pero, com o es n a tu ra l, Solón tenía razón. Al

66. H eró d o to , H istoria, 1.31.4. 67. Las dos estatu as p u e d e n co n tem p larse en la actu alid ad en el M useo de Delfos. 68. H eró d o to , H istoria, 1.32. 69. H eró d o to , H istoria, 1.33.

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poco tiem p o las cosas em pezaron a ir m al p ara Creso: su h ijo m u rió y su rein o fue c o n q u istad o (tras in te rp re ta r erró neam en te los dictados de A polo en Delfos) p o r Ciro el G rande, el p rim e r G ran Rey de los persas. H echo p r i­ sionero en la to m a de Sardes, tuvo tiem po d u ran te el resto de su vida de m ed itar las palabras de Solón. Creso es u n o de los ejem plos típicos de h o m b re al que el éxito llena de hÿbris. C om o consecuencia de ello cae so­ b re él la envidia de los dioses, que en esta época aparece todavía en la antesala de lo que después h a b ría de ser la m oralización del destino h u m an o . Los h om bres del p u e ­ blo tenían u n refrán que recoge perfectam ente el sentido de lo que estoy tra ta n d o de explicar: «Aquel a q u ie n los dioses am an, m uere joven». Es mejor, p o r tan to , n o atraer la aten ció n de los dioses, pues su phthónos, su envidia, aparece incluso cuando el éxito es m odesto y no p roduce envanecim iento n i hÿbris, com o es claram ente el caso de Cleobis y Bitón. En u n a segunda fase se ten d ió a m oralizar el concepto del phthónos de los dioses. A m i entender, la m oralización de u n a idea com o ésta era precisa y respondió a u n a nece­ sidad que al ser h u m a n o de esta época debió de parecerle peren to ria: te n e r la sensación, al m enos, de u n a justicia general, de u n a especie de justicia cósmica que debían e n ­ carn ar n ecesariam en te los propios dioses y, en especial, Zeus. Los m ism os dioses envidiosos del éxito h u m an o , los m ism os dioses cuyo inm en so poder am edrentaba a u n os h o m b res que n o sabían có m o acom odarse a su nueva condición individual, d ebían necesariam ente p o d er ejer­ cer u n influjo positivo en la vida de los m ortales; debían garantizar, al m enos, u n cierto equilibrio basado en la ju s­ ticia. En u n a justicia general, universal, sim bolizada p o r Zeus.

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En to d o caso, esta confianza en la justicia divina trajo nuevos inconvenientes, que concern ían a la vida co tid ia­ na m ás que a la p ro p iam en te religiosa. Y es que el p ro b le­ m a de la justicia es eterno, com o, p robablem ente, eterna es la lucha entre el bien y el m al, en tre buen o s y m alos. No es éste u n libro sobre religión, de m an era que n o p u ed o estudiar aquí en detalle cóm o fue el proceso. Sin e m b ar­ go, sí quisiera, p ara finalizar, decir alguna cosa más.

De la culpa al tem or: la necesidad de la justicia A través de las líneas an terio res he in te n ta d o m o stra r al lector cóm o la soledad del h om bre, la p érd id a del am paro de los dioses, característico de la época h o m érica, generó sentim ientos de angustia. En m edio de este m u n d o nuevo, poco a poco el h o m ­ bre fue concibiendo u n estrem ecim iento de culpa, de un lado, y u n an h elo de ju sticia, de o tro . Lo p rim e ro tiene que ver con causas fu n d am en talm en te psicológicas; pero lo segundo d erivaba de las necesidades q u e los nuevos tiem pos iban im p o n ien d o . En efecto, algunas ideas m uy arraigadas en la m en talid ad de la gente fueron m oraliza­ das en aras, precisam ente, de u n a justicia que era sentida com o un a necesidad p rim ordial. Los griegos de todas las fam ilias étnicas y dialectales se h ab ían lanzado a la colonizació n de nuevos te rrito rio s. Por do q uier surgía la necesidad, com o hem os visto, de le­ gislar en lo relativo a la posesión de esas nuevas tierras, así com o de a firm a r la id e n tid a d de lo griego frente a u n a m u ltitu d de pueblos que, poco a poco, em pezaban a fo r­ m ar p arte de la experiencia d iaria de aquellos in q u ieto s viajeros. M uchos rasgos que p o d ría m o s llam ar « ex tra­

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ños» a la m e n ta lid a d de los griegos hom érico s debieron de asentarse p o r entonces. La p e n e tra c ió n h acia tierras exóticas en las que, con frecuencia, rein ab an to d a suerte de b á rb a ra s co stu m b res co n trib u y ó ta m b ié n a afianzar esta necesidad de justicia. D ebido sin d u d a a las circuns­ tancias diarias, la n u eva ju sticia nació p o n ie n d o énfasis en el castigo m ás que en el prem io, y com o los dioses, es­ p ecialm en te Zeus, eran co n sid erad o s sus g arantes ú lti­ m os, com en zaro n a aparecer com o seres vigilantes, aten ­ tos a g ara n tiz a r u n a ju sticia que, com o vam os a ver, no estaba tod av ía ligada al in d iv id u o , sino a la fam ilia y al clan. Los sentim ientos que estas nuevas ideas g eneraron es­ tán, a m i juicio, en el origen de algunos de los rasgos m ás característicos del cristianism o. En to d o caso, constituyen ciertam en te, con los dem ás elem en to s que h em o s e stu ­ diado hasta ahora, los pilares del alm a de O ccidente y, en ú ltim o té rm in o , la heren cia que tuvo que g estio n ar la Época Clásica, especialm ente la A tenas del siglo v a.C.

a) Los inconvenientes de la justicia Los d escu b rim ien to s de nuevas tierras, el co n ta c to con nuevos pueblos del n o rte y del oriente, la confluencia de cu lturas y la necesidad de defenderse de gentes hostiles, cam b iaro n p a ra siem pre a los griegos. Su m u n d o , com o hem os visto, se am plió notab lem en te, y en este m o m e n ­ to, en la antesala de lo que h ab ría de ser la g ran explosión cultural de la época clásica, había griegos asentados desde Sicilia hasta el m ar Caspio; desde el m ar N egro hasta Egipto. A rtistas griegos com enzaron a trab ajar en la cons­ tru c c ió n de los edificios de la lejana capital del rein o de

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los persas; navegantes griegos llegaron h asta el extrem o occidental del m u n d o , Tarteso, y m u y p ro b ab lem en te atravesaron el estrecho de G ibraltar y lib raro n el cabo Fin isterre, siguiendo la an tig u a ru ta del estaño, tra n sita d a quizá p o r Ulises. El m u n d o se había am pliado y tam b ién se había com plicado. La necesidad de o rd e n a rlo llevó a los griegos a u n a actividad legislativa casi febril, p ro p icia­ da p o r los nuevos aires de lib ertad y p o r la necesidad de escribir, de fijar las leyes. En páginas an terio res he e stu ­ d iado este fen ó m en o y he p ro c u ra d o m o stra r las líneas que a m i juicio lo caracterizaron. Q uisiera ah o ra c e n trar­ m e en otro aspecto del m ism o: el aspecto religioso. Ante el nuevo anhelo, conseguido en gran m edida, de u n a justicia escrita, los dioses ap areciero n , según decía m ás arrib a, com o los garantes ú ltim o s de esa justicia. El h om bre, libre p o r p rim era vez, n o fue capaz de asu m ir su p ro tagon ism o h asta las ú ltim as consecuencias, excluyen­ do a los dioses de los asuntos que ah o ra eran responsabili­ dad exclusivam ente h u m a n a y Z eus fue asociado con la idea de u n a ju sticia universal y concebido, finalm en te, com o su ú ltim a instancia. En u n a palabra, los dioses, y es­ pecialm ente Zeus, aparecieron com o vigías, com o centi­ nelas de esta nueva justicia, siem pre atentos, siem pre aler­ ta para hacer que aquellos que se m o stra ra n dispuestos a desafiar las nuevas leyes escritas pagaran su culpa. En un p rincipio to d o debió de encajar perfectam ente, pero, con el paso del tiem po, esta confluencia entre Zeus y la justicia h u m a n a generó algunos inconvenientes; dos, especial­ m ente. El prim ero tiene que ver con los lím ites de la vida h u ­ m ana, que se revela escasa y breve para co m p ren d er la ac­ tuación de los dioses. La gente de a pie, la gente que seguía apegada a los antiguos patro n es de religiosidad, em pezó,

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com o suele ser n o rm a en todas partes, a aplicar el sentido co m ú n a los asuntos de la vida cotidiana y, com o conse­ cuencia de ello, a hacerse algunas p reg u n tas en relación con las nuevas ideas de justicia y con el papel de los dioses respecto a ellas. C iertam en te, n o hace falta ser u n p e n sa d o r p a ra ver que el m al florece p o r doquier. La sensación que los h o m ­ bres com u n es p ro b ab lem en te tu v ie ro n (u n a sensación que sigue haciéndonos reflexionar miles de años después) debió de ser m ás o m enos ésta: o b ien los dioses son d e ­ m asiado lentos (al fin y al cabo son inm ortales y el tiem po no está en el catálogo de sus p reo cu p acio n es), o b ien la vida de los h o m b res es dem asiado co rta p a ra p ercib ir el m o m e n to en que los dioses se encargan de castigar a los m alvados. Porque el hecho es que m u ch o s m alvados no son fulm inados in m ediatam ente p o r el rayo de Zeus, sino que, p o r el contrario, suelen vivir sin problem as y p ro sp e­ rar sin qu e parezca que a Zeus le p reo cu p e dem asiado. Este pro b lem a, m uy serio desde el p u n to de vista de la credibilidad del p o d er de los dioses, debía ser resuelto si se p reten d ía que el orden que la nueva justicia preconiza­ ba fuera respaldado y sus g arantes, los dioses m ism os, respetados. Pues ¿cóm o podía a d m itir el h o m b re co m ú n que el m alvado, el asesino, el lad ró n , el traidor, escaparan a la justicia, n o ya de los h o m b res, sino de los dioses? ¿Cóm o pued e hablarse de justicia en u n m u n d o en el que el m alvado escapa sin castigo? Poco a p oco se fue así co lu m b ran d o u n a idea que h a ­ b ría de resultar decisiva para el desarrollo de la religión en to d o O ccidente: la necesidad de p ro lo n g ar los lím ites del castigo m ás allá de la vida h u m an a. Sin pausa, la idea de u n castigo después de la m u erte fue echando sólidas ra í­ ces, de m a n e ra que el p ro b lem a q u ed ab a resuelto y el

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m ensaje resultaba claro: el m alvado puede escapar al cas­ tigo de los dioses d u ran te su vida, pero no p o d rá escapar a él después de la m uerte. Los griegos n o p ro fu n d izaro n d e­ m asiado en la concreción de ese castigo en la «otra vida» que em pieza después de la m u erte, no llegaron a crear un «infierno» p ro p ia m e n te dicho, p ero a b rie ro n la p u e rta para que o tras religiones, especialm ente el cristianism o, exploraran a conciencia ese territo rio . Y p o r si esta solu ció n n o fuera suficiente, d ad o el ca­ rácter fu n d a m e n ta lm e n te coercitivo de la nueva justicia cósm ica y la necesidad de p ro lo n g a r en m uchos casos el castigo m ás allá del té rm in o de la vida de u n m o rtal, a p a ­ reció o tra idea de u n a gran trascendencia: el sufrim iento de los inocentes es inevitable, pues el castigo es h e re d ita ­ rio; la culpa se hereda. P erm ítasem e citar u n o s versos de Solón, en los que la concepción hered itaria del castigo aparece expresada con ex trao rd in a ria claridad. Son versos que tien en u n a rele­ vancia notable, d ado que fuero n escritos p o r el m ás im ­ po rtan te de los prim eros legisladores atenienses, u n h o m ­ bre al que la trad ició n otorgó la categoría de sabio: De to d o Zeus contem pla, desde lo alto, su térm in o . Y tan rep en tin am en te com o u n vien to de prim av era dispersa las nubes en u n in stan te y tra s revolver el fondo del m ar infecundo surcado p o r olas [...] alcanza el cielo em pinado, m o rad a de los dioses, y lo m u estra, de nuevo, sereno y la fuerza del sol fulge, herm o sa, sobre la tierra fértil y ya las nubes ni siquiera p u e d en co lum brarse, así avanza el castigo de Zeus [...] Jam ás se le oculta del to d o aquel que tiene el co razó n taim ad o ; a u n al final, siem pre lo descubre. Al p u n to paga éste. O tro m ás tarde. Y a quienes n o alcanza el destin o que envían los dioses,

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sobre aquellos qu e escapan, al p u n to Zeus se vuelve: sin culpa pag an la pena los hijos de éstos, o su descendencia, m ás tard e 70.

La idea de que la culpa es hered itaria d em uestra que en esta época de descu b rim ien to de la individualidad, el in ­ dividuo n o es todavía el cen tro del sistem a, sino la fam i­ lia, el clan. La lib eració n de los lazos de la fam ilia, au n siendo u n a consecuencia de la línea de reflexión que a h o ­ ra se genera, tard aría todavía en llegar, pues se debió a la dem ocracia ateniense. Y a u n así, n o evitó que en la m e n ­ talidad religiosa siguiera activo el pensam ien to arcaico li­ gado al clan, al g ru p o , a la fam ilia, finalm ente. U n a vez m ás, la h isto ria se nos revela com o u n co n glom erado en el que las antiguas ideas y creencias sobreviven en am al­ gam a con las nuevas, sin que éstas las sustituyan p o r co m ­ pleto. Pero, adem ás, la idea de la culpa hered itaria co n tie­ ne u n germ en de injusticia, en ta n to q u e ad m ite que el inocente ha de sufrir. La concien cia de este p ro b le m a parece la tir desde el principio en los versos de los líricos: Padre Zeus, ojalá la v o lu n ta d de los dioses quisiera [...] que qu ien com ete, sabiéndolo, perversas acciones, sin ten er en cu en ta nad a de los dioses, al p u n to expiara su culpa. Q ue la insen sata te m erid ad de u n p ad re n o llegara a ser u n a desgracia p a ra sus hijos... O jalá ésta fuera la v o lu n ta d de los dioses felices. M as ah o ra, huye el m alvado y o tro so p o rta su desgracia71.

70. Solón, 1.18 D y ss. 71. Teognis, 731 y ss.

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El in co n v en ien te de la in ju sticia a d m itid a es grave; pero m e tem o que form a p arte del m odus operandi del ser h u m an o de todas las épocas. Sabem os que en las guerras m uere gente inocente (dem asiada gente inocente) y, aun así, m an ten em o s la g u erra com o u n a fo rm a (no siem pre la últim a) de resolver n uestros problem as. A m i entender, ésta es u n a idea surgida sobre bases que n o h em os m o d i­ ficado su stan cialm en te desde el siglo v i a.C. y que, en consecuencia, h a posibilitado que el ser h u m a n o n o se es­ fuerce dem asiado en evitar el sufrim ien to de los in o c en ­ tes. En realidad el esfuerzo h a sido, m ás bien, el co n trario y se ha centrado en justificar que el sufrim iento, incluso la m u erte de quienes n o son n i siquiera responsables de d e­ term in ad o s hechos, es inevitable. Así pues, vem os cóm o la b ú sq u ed a de la justicia, el a n ­ helo de e n co n trar u n recam bio a la co n tin u a injerencia de los dioses, que h ab ía caracterizad o al m u n d o m icénico, chocó con dificultades. Los dioses se v olvieron celosos ante el deseo de em ancipación de los h om bres y sus celos p rovocaron en los seres h u m an o s el sen tim ien to de culpa que sucede a to d o in ten to de liberación. Pero, com o v a­ m os a ver inm ed iatam en te, este sen tim ien to de culpa no fúe el final del cam ino. La lib ertad siguió atem o rizan d o a los h o m b re s que, d eso rien tad o s (com o A dán y Eva al aban d o n ar el Paraíso), sólo vieron con claridad lo que d e­ jab an atrás y n o lo que ten ían p o r delante.

b) H acia u n a cu ltu ra de tem or. El énfasis en el castigo H em os analizado los m otivos p o r los que la culpa se hizo h ered itaria. Y h em o s visto que h ab ía razones p rácticas p ara hacer que el castigo a los m alvados p u d iera alargarse

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m ás allá de u n a vida h u m a n a y acom odarse, p o r así decir­ lo, a u n sentido del tiem p o m ás acorde con los dioses in ­ m ortales que con los h om bres. Estas ideas resolvieron el p ro b lem a de la ap aren te im p u n id a d con la que m u ch os hom bres, considerados responsables de acciones m alva­ das, llegaban al u m b ral de la m u erte libres de castigo. Sin d u d a alguna, que ese castigo p u d iera m aterializarse en la o tra vida (la que hay después de la m u erte) o que pu d iera ser hered ad o p o r los descendientes del m alvado q u e h a ­ b ía fallecido sin recibirlo, debió de tra n q u iliz a r m uch as conciencias. Pero, com o suele o c u rrir en casi to d o s los ám bitos, las nuevas ideas resolvieron algunos problem as y crearon otros. En efecto, si la culpa de u n antepasado es hered ad a p o r sus hijos o p o r los hijos de sus hijos, inocentes del delito que hered an , ¿cóm o p u ed e el ser h u m a n o defenderse de esa injusticia manifiesta? En realidad n o puede, pues, com o es natu ral, n o sabe­ m os cóm o d efendernos de faltas que no hem os com etido o de delitos de los que n o n os sen tim o s responsables. A nte esta clara indefensión, consecuencia del énfasis que la recién nacida justicia p o n e en el castigo, el h o m b re fue sintiendo u n rep en tin o e inexorable tem or. La culpa, que había caracterizado la p rim era gran tran sfo rm ació n reli­ giosa desde la época h o m érica, fue dejando paso a u n te­ m o r irrem ediable. La culpa heredada, fruto, com o acabo de decir, del é n ­ fasis en el castigo y no en la v irtu d (pues ésta, en cam bio, n o se h ered a), fue llevada p o r el cristian ism o , m u ch o tiem po después, al extrem o de su desarrollo. C om o sabe el lector, el cristianism o instituyó, precisam ente com o li­ b eració n de esa culpa, el sacram en to del b au tism o , m e ­ diante el cual pod em o s «lavarnos», es decir, purificarn os

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de la culpa, del pecado original que heredam os p o r el solo hecho de nacer. En este sentido el pen sam ien to cristiano llegó m u ch o m ás lejos de lo que n u n c a h ab ía llegado el griego, al a d m itir ta n claram ente la injusticia que sup o ne el pecado original en u n inocente que, incluso, si es so r­ p rendido p o r la m u erte en plena niñez sin h ab er recibido la purificación ritu al del bautism o, es castigado a p e rm a ­ necer eternam ente en el lim bo, n o en el Cielo. La concien­ cia indub itab le de que con ello se añade a la injusticia del llam ado p ecad o o rig in al o tra n u ev a se m an ifiesta en el hecho de que el lugar in term ed io al que son dirigidas las alm as de los niñ o s fallecidos sin b au tizar es llam ado lim ­ b o «de los justos». Frente a este rig o r con el que la justicia m an ifiesta su lado claram ente coercitivo, la v irtu d , la ejem plaridad, no se heredan ni, en la m ayor p arte de los casos, se p rem ian. El concepto de ju sticia parece llevar im plícita, ya desde sus inicios, la idea de que el c o m p o rta m ie n to v irtu o so , basado en el respeto a las nuevas leyes escritas, debe ser considerado com o «lo norm al» y, p o r tan to , n o necesita de incentivos n i de prem ios. Por el contrario, to d a desvia­ ción que se p ro d u zca respecto a tal co m p o rtam ien to n o r ­ m al debe castigarse. A m i juicio se tra ta de ideas vigentes todavía y que están en la base de to d o s los o rd en am ien tos jurídicos. En la época que estam os estudiando, sin d u d a resu ltaro n su m am en te prácticas desde el p u n to de vista del desarrollo social. De esta m an era, la ju sticia div in a (y la h u m a n a , p o r tan to ) nu n ca tuvo en cuenta los m otivos de los actos n i de las debilidades h u m an as; p o r decirlo con u n a p alab ra griega, no fue «filantrópica» sino que se c en tró siem pre en su aspecto coercitivo; n o tuvo com pasión, com o sí p a ­ recía ten er en época hom érica, cu an d o el p ro p io Zeus se

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m o strab a co n m o v id o an te el cru el d estin o de algunos m ortales co n denados com o S arpedón o H éctor, o afligi­ dos p o r los sucesos h u m an o s, com o Aquiles, que llora la pérdida de su am igo Patroclo. N o hay sensación de com pasión, sin em bargo, en estos tiem pos finales de la E dad Arcaica. N o hay exim entes ni atenuantes. La reflexión sobre los m otivos q u e llevan al' ser h u m an o a desafiar la ley de los dioses o de los hom bres n o aflora y sólo im p o rta n los hechos, el delito. Sófocles llevará hasta su extrem o este enfoque coercitivo de la ju s­ ticia en su Edipo rey, u n a o b ra del siglo v a.C. p ero que h u n d e sus raíces en esta línea de pen sam ien to arcaico. Probablem ente este énfasis en el castigo fue lo que m ás alim entó la h o g u era en la que la culpa se fue tra n sfo rm a n ­ do en tem or, en u n te m o r a los dioses que era co m p leta­ m ente desconocido p ara los protagonistas de los poem as hom éricos, especialm ente la Ilíada. H abría de p asar m u ­ cho tie m p o 72 p ara que los dioses em pezaran a asum ir de nuevo el talante p ro p io de seres protectores, preocupados p o r el destino de los hom bres. El d esc u b rim ie n to de la in d iv id u alid ad y el co n si­ guiente desarro llo de la lib e rta d a b rie ro n las p u e rta s de u n nuevo universo. Los griegos antiguos iniciaron u n ca­ m in o que parecía irreversible y sólido hacia u n m u n d o en el que to d o estaba p o r explorar. Las consecuencias de to do tipo fueron tan extraordinarias que todavía giram os sobre ellas, en u n a especie de vuelo circular que n os lleva siem pre al m ism o sitio, al m ism o p u n to de partid a. Algu-

72. H asta A ristóteles, n acid o en la p rim e ra m ita d del siglo iv a.C. (en el a ñ o 384 co n cretam en te) n o aparece la palabra/í/ót/ieos, ‘q u e am a a dio s’, o p u esta a to d a u n a serie d e vocablos que, en la época qu e estam os e s tu ­ d ia n d o (siglo v i a.C .) in d ican «tem o r a dios».

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nas de esas consecuencias las he an alizado en las líneas precedentes, especialm ente las referidas al ám bito religio­ so. O tras tra ta ré de analizarlas ah o ra, en la recta final de este estudio.

Las raíces de la democracia. La nueva sociedad surgida de la colonización Los límites geográficos de la colonización Por lo que sabem os, la gran colonización griega se exten­ dió desde la p rim e ra m itad del siglo v m a.C. (el año 734, m ás o m en o s) h a sta la p rim e ra m ita d del siglo v i a.C. (año 580). Su trascendencia en la h isto ria de G recia y en la de to d o O ccidente h a sido extrao rd in aria, com parable ta n sólo a la que tuvo después la expansión del helenism o iniciada p o r A lejandro M agno. Es u n hecho que la gran colonización llevó la cu ltu ra y la vida u rb a n a griegas a todos los rincones del M ed iterrá­ neo (especialm ente el M ed iterrán eo o rien tal) y del m ar N egro, el llam ado P onto Euxino. Por todas partes creció u n « cintu ró n costero» griego que, com o u n a esponja, fue absorbiendo elem entos «extraños» y, a la vez, d ifu n d ien ­ do p o r doqu ier el estilo de vida p ro p io de los griegos. M u ­ chas de las ideas que m ás h a n p ro sp erad o en el desarrollo de la h isto ria p o ste rio r de to d a E u ro p a tie n e n su o rigen en esta época de cam bios fascinantes. El pueblo griego m o stró a b u e n a p a rte de sus vecinos de todos los p u n to s cardinales, los cercanos y los lejanos, u n talante que, en gran m edida, h a sido único: el talante colonizador, n o co n q u istad o r, que constituye u n a d ife­ rencia p rim o rd ia l respecto a la g ran m ayoría de los pue-

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El m ar Egeo. Siem pre con la sombra de alguna isla en el horizonte, fu e el puen te m ediante el que tuvo lugar la colonización. A través de estas aguas los griegos iniciaron su viaje al nuevo m undo.

blos que entonces (y ahora) h an iniciado m ovim ientos de expansión m ás allá de sus fronteras prim igenias. D e h e ­ cho, rara vez los griegos u tilizaron las arm as en este p ro ­ ceso de asentam iento en las colonias y, que yo sepa, n u n ca hicieron la gu erra a nadie p o r razones de conquista de te­ rritorios. C u an d o los colonos griegos acudieron a las a r­ m as, siem pre fue p o r razones defensivas o, desgraciada­ m ente, p a ra en fren tarse con o tro s griegos. Éste fue un cáncer c o n tra el que, p o r razones que todavía hoy n o al­ canzo a co m p ren d er del to d o , n u n c a en c o n tra ro n tra ta ­ m iento. La histo rio g rafía m o d e rn a h a consagrado el té rm in o latino colonia (palabra derivada del verbo colo cu ltiv ar’, ‘labrar la tierra’), n o especialm ente afortunado, pues para

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definir estas colonias de la Época Arcaica, el griego u tili­ zaba la p a la b ra apoikía, que designa m u y claram en te la idea de separación de u n grupo de ciudadanos de su oikía, es decir, de su casa. La sep aració n im p licab a n o sólo su m archa, sino tam b ién su separación política, es decir, su in d ep e n d e n c ia desde el p u n to de vista ad m in istrativo. C on frecuencia los ciudadanos que h ab itaro n las colonias sólo m an tu v iero n u n a v inculación afectiva y psicológica con la ciudad de la que h ab ían p artid o , com o d em uestra el té rm in o co n el que la designaban: m etrópoli, es decir, ciudad m adre. Y a veces, n i siquiera eso. C iertam ente, con ta n sólo algunas excepciones que es­ tadísticam en te p u ed en ser consideradas com o insignifi­ cantes, las colonias constitu y ero n auténticas póleis in d e ­ pendientes, que m a n te n ía n con sus m etró p o lis vínculos psicológicos y sentim entales, p ero n o políticos n i e c o n ó ­ m icos. Y, en realidad, tra tá n d o se de ciudades que crecían lejos de la tie rra de la p a tria griega, sus hab itan tes se sin ­ tie ro n obligados a m a n te n e r u n a serie de rasgos que les hicieran sentirse pertenecientes a la co m u n id ad de ciu da­ danos griegos, au n q u e estuv ieran a m iles de estadios de distancia. Estos rasgos se m a n ife sta ro n p rin c ip a lm e n te en el tip o de u rb a n ism o de estas ciudades, en sus edifi­ cios, en el id io m a y en la religión. En las fuentes antiguas de esta época de incesante ac ti­ vidad viajera ten em o s u n a in fo rm ació n m u y ab u n d an te. Acerca de la co lo n izació n de Sicilia resu lta m agn ífica la investigación de T ucídides, en cuya o p in ió n ésta fue la prim e ra tie rra en la que los griegos establecieron colo­ nias. M uchas o tras inform aciones debieron de estar b asa­ das en las o b ras p erd id as de o tro s h isto ria d o re s, com o Éforo o T im eo, q u e p ro b a b le m e n te co n stitu y e ro n la fuente p rin cip al n o sólo de la o b ra de D io d o ro Siculo, de

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la Geografía de E strab ó n o del Periplo de E scim no de Q uíos (del siglo π a.C.), sino tam b ién de la Descripción de Grecia de Pausanias o de la H istoria natural de Plinio. Si a las fuentes literarias añ ad im o s la gran can tid ad de cam i­ nos que está ab rien d o el m aterial arqueológico, pod em os a firm a r q u e n u e stra in fo rm a c ió n de p rim e ra m a n o eç m ás que notable. Por eso sabem os h o y q u e esta co lonización, este im ­ pulso viajero característico de la Época Arcaica c o n stitu ­ ye, m ás allá de las causas que lo provocaron, u n a a u té n ti­ ca epopeya. Q uizá en la sangre de los griegos an tig u os (com o en la de m uchos españoles y p ortugueses en ép o ­ cas posteriores) estaba el g erm en del viaje. En este lib ro he m o stra d o al lecto r n o pocos ejem plos de aquellos h o m b res que estab an decididos y d ispuestos a lanzarse a u n m ar que desco n o cían , y a hacerlo en n a ­ ves so m eras q u e n a u fra g a b a n b ajo el em b ate de to d o s los vientos. Ulises es u n b u e n ejem plo de aquellos nave­ gantes p re p a ra d o s p a ra su frir to d o tip o de desgracias, p a ra so p o rta r to d o tip o de calam id ad es con tal de a ñ a ­ d ir nuevos h o riz o n te s so b re los q u e p o sa r sus ojos de viajeros. Sin d u d a alg u n a el fe n ó m e n o de la c o lo n iz a ­ ció n tuvo m u ch as causas, e n tre las q u e n o d ebo excluir lo que algunos h a n llam ad o em ig ració n coercitiva73, li­ gada so b re to d o al fe n ó m e n o de la escasez de tie rra s m e n c io n a d a a n te rio rm e n te . D u ra n te este p e río d o , los griegos a se n ta ro n d e fin itiv a m e n te el m o d e lo q u e h a ­ b ía n h e re d a d o de sus a n tep asad o s m icénicos, tr a n s m i­ tié n d o lo p o r to d a la cu en ca del M e d ite rrá n e o a la vez que recib ían n o tab les influencias de aquellos ju n to a los cuales se asen taro n . 73. V. V. Struve, Historia..., cit., vol. I, p. 193.

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Q uizá esta m ezcla (de n u ev o el co n g lo m e ra d o ) fue prevista de alguna m an era p o r u n estado com o el esp ar­ tano, el único que n o acudió al p ro ced im ien to de la colo­ nización p ara resolver los pro b lem as de la escasez de tie ­ rras. C om o en tan tas o tras cosas, tam b ién en este p u n to E sparta m o stró a to d o s los griegos su carácter extraño, su tendencia al aislam iento, pues en lugar de lanzarse al m ar (a ese «puente» que unía las islas con el corazón de la tie­ rra griega) p a ra establecerse en o tro s lugares, decid ió atacar a sus vecinos de M esenia, arreb atarles sus tierras, esclavizarlos para siem pre y sellar, de esta m an era, el des­ tin o no sólo de aquellos a quienes h ab ían co nvertido en esclavos, sino tam b ién el de su m o d elo de E stado y el de todos sus ciudadanos. Aun así, las nuevas luces que habían nacido en todas las tierras de Grecia se fundieron con las de los pueblos que, a p a rtir de entonces, a lu m b ra ro n p a ra siem pre la h isto ria de los griegos. De esa fusión surgió u n nuevo m u n d o no sólo en u n sentido intelectual, sino tam bién en u n sentido físico: los griegos se asentaron en el O riente, en Siria, c u ­ yas costas eran conocidas ya p o r los navegantes m icénicos. Q ue sepam os, la colonia m ás antigua en Siria es AiM ina y está en la d esem b o cad u ra del río O ro n tes. El establecim iento en estas tierras orientales de algunas co­ lonias griegas tuvo consecuencias m u y im p o rtan tes e in ­ novadoras de las que hablaré in m ediatam ente. Los griegos colonizaron tam b ién to d a la costa de la p e­ nínsula de A natolia (la actual T urquía), d o n d e florecieron algunas de las ciudades m ás im p o rta n te s de la an tig u a Grecia: Efeso, M ileto, H alicarn aso y o tras m uchas. Esta zona de G recia, q u e los p ro p io s griegos llam aro n Jonia, com prend ía, tam b ién , u n b uen n ú m e ro de islas del m ar Egeo. La presencia de griegos allí pro d u jo , finalm ente, su

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V ista del p u e rto de La C anea, en el no ro este de la isla de C reta. Pequeños puertos como éste abundan (y abundaron) en las islas del m ar Egeo.

en cuentro con los persas; desde entonces persas y griegos cam inarían hacia el fu tu ro ju n to s y h abrían de llegar, con A lejandro, a u n o de los prim eros intentos conscientes de fusión de razas y de civilizaciones. Por el sureste los griegos llegaron a Egipto, d o n d e ta m ­ b ién hab ían estado antes los m icénicos; según parece, a m itad del siglo v il a.C. los viajes a Egipto d eb ían de ser frecuentes, com o d em u estra la h isto ria de C oleo de Sa­ m os74. P or el n o rte , alcan zaro n M acedonia, Tracia y el M ar Negro, y p o r el oeste colonizaron las costas del Adriático, 74. N avegante q u e llegó h asta T arteso, d o n d e se vio obligado a a rrib a r p o r el m al tiem p o . Regresó feliz a su patria, la isla de Sam os, con su nave carg ad a de plata.

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Sicilia y el sur de Italia. En pasos sucesivos llegaron hasta el sur de la Galia (M arsella -M a ssa lia - se fu n d ó en to rn o al 600 a.C., quizá p ara ab rir u n a ru ta de im p o rta c ió n del estaño hacia la B retaña francesa y C ornualles) y, fin al­ m ente, hasta la Península Ibérica.

Consecuencias de la colonización La aparició n de la escritura. U na sociedad letrada En la prim e ra parte de este libro he hablado de la escritu­ ra; volveré a hacerlo ahora, pues de estas relaciones de los griegos con el O riente y de los com erciantes fenicios con G recia surgió el uso de la escritura, quizá la m ás im p o r­ tan te consecuencia de este intercam bio. Sin d u d a alguna los griegos la ap ren d iero n de los fenicios en alguna zona en la que el co n tacto debió de ser d u ra d e ro y fructífero: quizá A l-M ina o Rodas. En cu alq u ier caso, los griegos te n ía n co m p letam en te asum ido que la escritura provenía de Fenicia. Así lo in d i­ ca con to d a claridad H eródoto, quien afirm ó que fue in ­ tro d u cid a en G recia «por fenicios integrantes del c o n tin ­ gente que, con C ad m o 75, llegó a la com arca que hoy en día recibe el n o m b re de B eo d a» 76. H eró d o to co n tin ú a con su relato: 75. C a d m o es u n m ítico rey de la c iu d a d fenicia de T iro. S egún nos cu en ta el m ito , llegó a Beocia (región q u e n o recibió ese n o m b re hasta después de la g u erra de Troya) en busca de su h e rm a n a E uropa, ra p ta d a p o r Zeus. U na vez en te rrito rio de G recia fu n d ó , seis generaciones antes de la g u e rra d e Troya, la ciu d ad ela «cadm ea» en la ciu d a d q u e, co n el tiem p o , h a b ría de llam arse Tebas. 76. H istoria, 5.57Λ .

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Estos fenicios que llegaron con C ad m o in tro d u je ro n en G recia m u y diversos co n ocim iento s, e n tre los que cabe destacar el al­ fabeto, ya que, en m i o p in ió n , los griegos n o d isp o n ía n h asta entonces de él. E n u n p rin c ip io se tra tó del alfabeto q u e siguen u tilizan d o los fenicios, pero, p o sterio rm e n te , a la vez q u e in tro ­ d u c ía n m o d ificacio n es en el so n id o de las le tra s lo h iciero n tam b ién con su grafía. En aquellos tiem p o s, la m ay o ría de sus vecinos eran griegos de raza jo n ia, y éstos fu ero n quienes a d o p ­ ta ro n las letras del alfabeto q u e los fenicios les h ab ía n enseñado y las em p learo n in tro d u c ie n d o en ellas ligeros cam bios; y al h a ­ cer uso de ellas conv in iero n en darles el n o m b re de «caracteres fenicios»77.

El texto de H e ró d o to es notab le desde m u ch o s p u n to s de vista y constituye, ju n to con u n escolio78 a la o b ra Ars G ram m atica de D ionisio Tracio, n u e stra fuente m ás d e ­ tallad a en relació n con el o rig en del alfabeto griego. La in te rp re ta c ió n q u e hace H e ró d o to es m u y valiosa y m u e stra realm en te que sus co n o c im ie n to s ib an m u ch o m ás allá de lo que algunos críticos m o d e rn o s están d is­ puestos a adm itir. D e u n a p arte, H eró d o to se aleja de la in terp reta ció n m ítica, que atrib u ía la invención del alfa­ beto a personajes legendarios com o Palam edes, P ro m e­ teo, O rfeo o M useo; y de o tra, su afirm ación de que el al­ fabeto griego p ro ced e del fenicio era valien te y estaba lejos de ser a d m itid a c o m ú n m e n te , com o d e m u e stra el hecho de que m uchos autores antiguos, griegos y ro m a ­ nos, co n sid e ra b a n q u e el o rig en h ab ía q u e b u sc a rlo en 77. Historia, 5.58. 78. U n escolio es u n a a n o ta c ió n q u e se escribe ju n to a u n tex to con la in te n c ió n de explicarlo. Los m a n u sc rito s an tig u o s están llenos de esco­ lios qu e, en m u ch o s casos, n o s d a n in d icio s m u y valiosos sobre los m ás variad o s asu n to s. Sin ellos, estaríam os m u ch as veces irrem ed iab lem en te deso rien tad o s.

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E g ip to 79. Eloy d ía sabem os q u e H e ró d o to te n ía razón: efectivam ente el alfabeto griego p ro ced e del fenicio, y éste derivó del alfabeto de U garit80. Tam bién llam a la aten ció n la perspicacia de H eró d o to al n o tar que, a p a rtir del p rim itivo alfabeto fenicio, se h a ­ bía p ro d u c id o n o u n a m od ificació n (la «cadm ea») sino dos (la jó n ic a ). En efecto, la p rim e ra h ab ría sido o b ra de los cadm eos y debió afectar a la p ro n u n ciació n , es decir a la lengua hablada. La segunda, o b ra de los griegos jó n i­ cos, fue fu n d a m e n ta lm e n te gráfica y se hizo sob re las m o d ificacio n es «cadm eas». P or lo d em ás, la ex p resión «caracteres fenicios» se co n servaba todavía en el siglo v a.C., com o d e m u e stra u n a in scrip ció n religiosa hallada en la isla de Teos y que d ata del añ o 470 a.C .81. El p ro p io H eró d o to afirm a que él ha visto «con sus p ro p io s ojos» algunas in sc rip c io n e s escritas co n los caracteres «cad­ m eos»82. El párrafo de H eró d o to al que nos estam os refiriendo, no sólo habla del alfabeto, sino que tam b ién m en cio n a el libro: Los jo n io s, desde tiem p o s rem o to s, d e n o m in a n «pieles» a los rollos de pap iro d ado que antañ o , ante la dificultad de conseguir

79. Es el caso de P lató n (Filebo, 18 b-c, Fedro 274 c-275 a), P linio (H isto­ ria natural, 7.192-193) o T ácito (A nales, 11.14). Sin em bargo, la in te r­ p re ta c ió n de H e ró d o to fue seguida en la A n tig ü ed ad p o r o tro s auto res co m o D io d o ro (3.67.1; 5.58.3) y L ucano (Farsalia, 3.220-224). 80. Este lu g ar, c o n o c id o e n la a c tu a lid a d c o m o Ras S h am ra, se h alla e n la co sta m e d ite rrá n e a de S iria, a u n o s 16 k m al n o r te de L a ta q u ia y a 40 k m al su ro e s te d e A n tio q u ía , fre n te a la e x tre m id a d o r ie n ta l de C h ip re. 81. V éase R. M eiggs y D. Lewis, A Selection o f Greek historical Inscrip­ tions, O xford , 1969, n.° 30, pp. 62-66, fr. B, líneas 37-38. 82. Historia, 5.59 y ss.

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rollos de papiro, utilizaban pieles de cabras y ovejas. Todavía en m is días hay m uch o s b árb aro s que siguen em p lean d o este tipo de pieles p a ra escribir83.

Desde luego, el em pleo del p ap iro está atestiguado en E gipto desde época m u y an tig u a (el añ o 3000 a.C .). La p lanta era ab u n d a n te y crecía de m anera n atu ral en todo el delta del Nilo, hasta el p u n to de ser el sím bolo jeroglífi­ co del Bajo Egipto. Su utilización com o m aterial p ara es­ cribir rep o rtab a enorm es beneficios al faraón, que m a n ­ tenía su fabricación com o u n a actividad m o nopolística. Fue en la Época Arcaica de la h isto ria de Grecia cu an d o se generalizó (d u ra n te el rein ad o de Psam ético I, en la se­ gunda m itad del siglo vil a.C.) la com ercialización del p a ­ piro con destino a su exportación a Grecia. El testim o n io m ás antiguo de escritura alfabética grie­ ga es u n vaso de cerám ica fechado entre 750 y 700 a.C. Se trata de u n a copa y en ella pued e leerse: « [yo soy] la fam o ­ sa copa en la que bebía Néstor. Q uien beba de ella se sen­ tirá poseído p o r el deseo de A frodita, la de herm o sa d ia­ dem a». Lo m ás im p o rta n te es que, a p a rtir de esa fecha, la es­ critu ra se difundió p o r toda Grecia com o u n río im p e tu o ­ so. Q uizá las necesidades prácticas del com ercio hicieron que, en un p rincipio, la difusión se hiciera a través de las rutas com erciales, lo que explicaría la existencia te m p ra ­ na de alfabetos locales. Pero, al cabo, en los años que van desde 750 hasta 650 a.C. la e scritu ra alfabética estaba com pletam en te difu n d id a p o r to d a Grecia. C o m en z a ro n a registrarse las listas de los vencedores olím picos (desde 776 a.C .), las de los m ag istrad o s ate83. Historia, 5.58.2.

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Á nfora ática de figuras negras. Aquiles y Á y a x juegan a los dados durante un m om ento de tregua en Troya. Este espléndido trabajo está firm ad o por el p in to r Exequias, alrededor del año 540 a. C. La individualidad, recién nacida, se reflejaba tam bién en trabajos como éste, que eran considerados artesanales. El vaso se encuentra en los M useos Vaticanos.

nienses (desde 683 a.C .) y las de las colonias de Sicilia (desde 734 a.C .). Por to d as p artes se em pezó ta m b ié n a escribir las leyes, las de Zaleuco hacia 675 a.C. y las de D racón hacia 625 a.C. Surgieron p o r d o q u ier los escritos que, en to rn o a los poem as hom éricos, con tab an la h isto ­ ria n o sólo de los griegos, sino de to d o s los p ueblos con los que éstos m a n te n ía n contacto. Y to d o ello o c u rre de un a m a n e ra generalizada, pues, a diferencia de lo que ocu rrió en Egipto o en M esopotam ia, la escritura en Gre-

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D istintos tipos de óstraka. En ellos puede leerse claramente todavía el nom bre de Temístocles. Estos trocitos de cerámica, aparentemente sin valor, representan un vivido recuerdo de los albores de la dem o­ cracia. Pueden contemplarse en el M useo del Agora de Atenas.

cia nun ca fue u n arte p ro p io de algunos iniciados, de es­ cribas profesionales. P or lo que sabem os, o c u rrió m ás bien to d o lo contrario. Desde el principio, artistas (pintores y ceram istas espe­ cialm ente), legisladores y vencedores olím picos firm an sus hazañas. P or todas partes la gente ap ren d e a escribir con aquel sistem a de signos que está al alcance de cu al­ quiera. H oy sabem os que en A tenas la m ayoría de la p o ­ blación sabía leer y escribir, com o p ru e b a claram en te el uso del óstrakon, pieza de cerám ica d o n d e h ab ía que es­ cribir el n o m b re de los ciu d ad an o s que se so m etían ante la asam blea p o p u la r a d eterm in ad o s tipos de votaciones. En este sentido, la dem ocracia y la escritura fueron de la

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m ano desde su nacim iento. Siem pre m e ha parecido todo un sím bolo: la dem ocracia de la m an o del germ en de toda cu ltura; la dem o cracia u n id a a la escritu ra, es decir, a la posibilidad h u m a n a de rep resen tar de form a indiv id u al una idea (a u n q u e sólo fuera escribiendo sobre u n trozo de cerám ica el n o m b re de u n ciu d ad an o ), sin que los g ri­ tos o los poderes o m n ím o d o s de dioses o de reyes p u d ie­ ran m anipularla. Sin du d a ésta es u n a de las razones que explican el «fe­ nó m en o griego»; sabem os que ya al inicio del siglo vi a.C. las person as de baja co n d ició n , com o los m ercenarios, leían y escribían, según d em u estra de m an era im p re sio ­ n an te el testim o n io de los siete m ercenarios griegos que escribieron frases en la p iern a de la estatua de Ram sés II en Abu Simbel. Y es de nuevo H eró d o to quien a p o rta un testim o n io estrem ecedor, p ero que a p u n ta en el m ism o sentido; se tra ta del relato de u n suceso que afectó a u n a escuela de Q uíos en la que se en c o n tra b a n ciento veinte niños: P or esas m ism as fechas [...] en la capital de la isla, a u n o s n iñ o s que estaban ap ren d ien d o las p rim era s letras se les d esp lo m ó el techo encim a, de m an e ra que, de ciento veinte que h ab ía, sólo u n o escapó con v ida84.

C onstituye éste u n o de los p rim ero s testim onios (si no es el prim ero ) que tenem os sobre la existencia de u n a es­ cuela a la que asistían u n n ú m ero im p o rtan te de niños. El relato es im presionante, p o rq u e adem ás H eró d o to lo e n ­ m arca en u n contexto de m alos presagios p ara la ciudad. Pero, al m arg en de la desgracia que sin d u d a su p u so la 84. Historia, 6.27.2.

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m u erte de los niños, la noticia acaba p o r co n firm ar algo que, personalm ente, he sabido desde siem pre; algo sin lo que es im p o sib le explicar la p ro d u c c ió n cu ltu ral de los griegos en tod o s los aspectos y que, com o hem os visto y vam os a seguir viendo, explica, a la vez, su p ro p ia h isto ­ ria: com o se h a dicho m ás de u n a vez, la sociedad arcaica griega era u n a sociedad letrada. P robab lem en te la alfabetización de la sociedad griega de la E dad A rcaica es la clave de la m ayoría de los cam bios que nacieron y em p ezaro n a desarrollarse en esta época. Fueron cam bios esenciales en tod o s los aspectos, incluso los m ateriales, y en ú ltim o té rm in o están en la base del proceso que llevó a la sociedad griega hacia la d em o cra­ cia. En efecto, estoy convencido de que la alfabetización creciente de la sociedad griega85 es la responsable del d e­ sarrollo del p ensam iento lógico y racional, del desarrollo del in d iv id u alism o , y p o r lo ta n to de la lib e rta d y, ta m ­ bién, del escepticism o ante los saberes heredados, sean re­ ligiosos o de cu alq u ier o tro tipo. Este escepticism o que aflora p o r p rim era vez en la histo ria h u m a n a en esta ép o ­ ca de la histo ria de Grecia, conduce hacia la actitu d crítica y es, a m i juicio, responsable de la aparición de la h isto rio ­ grafía crítica. A finales de la Época A rcaica se d ab an las condiciones necesarias p a ra la ap arició n de au tén tico s h isto riad o res com o H e ró d o to y, esp ecialm en te, T ucídides. Q u izá el lector co m p ren d a ah o ra la razó n p o r la que n o p o d ía exigírsele a H o m ero que fuera h isto riad o r, com o hacía im ­ 85. La alfab etizació n d e am p lias capas de u n a sociedad de hace 2.700 añ o s es u n h ech o v erd ad eram en te insólito y, que yo sepa, único. N o hace falta q u e recu erd e al lecto r q u e en n u estro s días, iniciado el siglo x x i, el objetivo de la alfabetización sigue estan d o en m u ch o s lugares del p la n e ­ ta d e n tro del á m b ito de los deseos m ás qu e de las realidades.

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plícitam en te Chadw ick. En la época de H om ero, la alfa­ b etización era im posible, pues la escritu ra alfabética es­ tab a recién in tro d u c id a en G recia y, p o r ta n to , m u ch o s p rocesos in ev itab lem en te asociados al fe n ó m e n o de la m e n ta lid a d crítica estab an to d av ía p e n d ien tes de d esa­ rrollarse; H o m e ro n o p u d o elegir, p ero hizo q u e to d o s n o sotros p u d ié ra m o s hacerlo cu an d o utilizó los nuevos signos para co n tar u n a h isto ria y, en m u ch o s sentidos, la historia. Sólo p o r eso le debem os g ra titu d eterna. El uso de la escritura facilitó tam b ién la aparició n de la poesía en autores com o H esíodo e hizo posible la fijación p o r escrito de los poem as hom érico s. Pero n o sólo eso. Hizo posible la ap arición de la poesía lírica, de la filosofía y la ciencia jónicas y, finalm ente, de la historiografía c ríti­ ca. Sin du d a otros factores, com o hem os visto, c o n trib u ­ yeron tam b ién a este desarrollo, pero siem pre he ten id o el convencim iento de que la lengua, y p articu larm en te la es­ critura, está en la base de todo; cohesiona, p o r así decirlo, todos los factores que se en cu en tran en el origen del desa­ rrollo que, en todos los sentidos, tuvo lugar en esta época de la histo ria de Grecia. A ello contribuyó, desde luego, el que, debido a la ausencia de u n a casta sacerdotal, la escri­ tura, a diferencia de lo que o cu rrió en Egipto, fuera u tili­ zada desde el com ienzo en actividades civiles, no sólo reli­ giosas. O tro hech o relacio n ad o con el alfabeto griego tuvo, esta vez lejos de G recia, u n a trascen d en cia v e rd a d e ra ­ m ente concluyente en la h isto ria h u m an a. El alfabeto de los colonos que, p rocedentes de la isla de Eubea, se esta­ blecieron en la b ah ía de N ápoles em pezó a ser utilizado, p ro b ab lem en te a com ienzos del siglo v il a.C ., p o r los etruscos. La estrecha relación que E tru ria habría de ten er con R om a hizo que el alfabeto p asara a ser u tilizado p o r

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los rom an o s y que, a través de éstos, llegara hasta nuestros días. El alfabeto latino, utilizado p o r la inm ensa m ayoría de las lenguas occidentales hoy día, procede de los griegos de la Época A rcaica, quienes, in stalad o s en la actu al re ­ gión italiana de la C am p an ia, p o sib ilitaro n su ad o p ció n p o r los m isteriosos etruscos. Incluso en el lug ar m ás alejado de G recia, la P e n ín su ­ la Ibérica, son ev identes las huellas del alfabeto fenicio en Tarteso, así co m o las del griego jó n ico en el alfabeto ib érico del L evante. La e s c ritu ra , co m o vem os, fue el p rim e r v eh ícu lo , el p rim e r p u e n te q u e p o sib ilitó , y lo sigue h acien d o hoy, la u n iv ersalid ad c u ltu ra l del ser h u ­ m ano.

La aparición de la m o n ed a La colonización originó u n gran m ovim iento de hom bres y de m ercancías. Y ese m o v im ie n to p ro d u jo u n cierto m estizaje que fue m ucho m ás allá del intercam bio co m er­ cial de objetos m ateriales; consistió tam b ién , co m o h e ­ m os visto, en u n intercam bio de ideas, de m undos, de cul­ tu ras y de civilizaciones, y de él surgió, entre otras cosas, la m oneda. De nuevo H eró d o to n os su m in istra in fo rm a­ ción de gran im p o rtan cia a este respecto: Los lidios, que sepam os, fu ero n los p rim ero s ho m b res que ac u ­ ñ a ro n y u tilizaro n m o n ed as de o ro y de p lata e, igualm ente, los p rim ero s en co m erciar al p o r m e n o r86.

La invención de la m o n e d a se sitú a en el p e río d o que va desde 625 h asta 600 a.C. La m o n e d a lidia, c o n c re ta ­ 86. Historia, 1.94.1.

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m ente, era de u n a m ezcla de oro y plata llam ada electrón. En los depósitos de los só tan o s del A rtem isio n de Éfeso87se h an en co n trad o diversos tipos de acuñaciones, to ­ das de en to rn o al año 600 a.C. P robablem ente las p rim e ­ ras m o n ed as acu ñ ad as lo fu ero n en tiem p o s de G iges88 según este tipo de electrón. La isla de Egina acuñó m oneda en esta m ism a época o incluso algo antes. A tenas lo hizo en el año 575 a.C., y C orin to cinco años después. N o cabe la m e n o r d u d a de que la aparició n de la m o ­ neda está relacionada con el com ercio, y n o es u n a casua­ lidad que H e ró d o to nos cuente que los lidios fu ero n los prim ero s p e q u eñ o s com erciantes, es decir, los p rim e ro s tenderos. La n o ticia n o hace m ás que c o n firm a r la rela­ ción entre m o n e d a y com ercio; u n a relación lógica, p o r o tra parte. A unque los autores discuten la razó n ú ltim a de la a p a ­ rición de la m o n e d a 89, no es éste el asunto verd ad eram en­ te im p o rtan te. En to d o lo relacionado con la m o n ed a, lo crucial no es el origen, sino la consecuencia. O las conse­ cuencias, p ara decirlo de m an era m ás exacta. El n acim ien to de la m o n e d a y la exten sió n de su uso provocó, ya en el siglo v i a.C., la generalización del m o vi­ m iento de m ercancías y recursos, y, com o consecuencia, la aparición de u n nuevo tipo de h o m b re rico que no esta­ b a v inculad o con la p osesión de g randes extensiones de

87. T em plo d ed icad o a la d io sa Á rtem is, co n sid erad o u n a de las m a ra ­ villas del m u n d o an tiguo. 88. Siglo v u a.C. 89. A lgunos so stien en q u e so n los m ercaderes los inventores de la m o ­ ned a y que el rey d e Lidia los im itó después. O tros, p o r el co n trario , rela­ cio n an el o rig en d e la m o n e d a co n el E stado y co n la n ecesidad de los te ­ so rero s reales d e estab lecer u n m e c a n ism o p e rm a n e n te de p ag o a los m ercen ario s.

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tierras. Este hecho q u eb ró p o r com pleto el status quo de la riqueza existente hasta entonces, según el cual la p ose­ sión de tierras (que se h eredaban n o rm alm en te de padres a hijos) era el único cam ino de acceso a la riqueza y, p or lo tanto, al poder. C onstituye u n factor p rim o rd ial en los cam bios que caracterizaron esta Época Arcaica y, u n id o a otros que ya he expuesto, significó u n a au téntica revolu­ ción. U na polis com o Esparta, siem pre celosa de sus tradicio­ nes y etern am en te p reocupada de que nin g u n a influencia exterior cam biara su m odus uiuendi (basado en la explo­ tación generalizada de esclavos apegados a la tie rra y en el desarrollo del Estado m ilitarista), co m p ren d ió p erfecta­ m en te el alcance social q u e llevaba en su seno la in v en ­ ción de la m oneda, y no sólo n o la acu ñ ó nunca, sino que p ro h ib ió la im p o rta c ió n de ésta d e n tro de los lím ites de su Estado. El Estado esp artan o se siguió sirviendo de las distintas unidades de valor que los griegos habían utiliza­ do hasta entonces para efectuar sus transacciones; en una p alabra, siguió aferrado a la vieja eco n o m ía de tru e q u e u tilizand o com o m on ed a de cam bio ganado, tríp o d es y, especialm ente, las antiguas p u n tas de h ierro cuyo uso se rem o n tab a a la época en que éste era u n m etal raro y va­ lioso. En realidad, lo que E sparta in ten tab a evitar era el cam ­ b io social que la aparición del com ercio y la m o n ed a h a ­ b ía generalizado en el m u n d o griego. El sistem a o lig ár­ quico e sp a rta n o basaba su eq u ilib rio en la econom ía agrícola y lim itaba la riqueza a la posesión h ereditaria de las tierras. La irrupción de u n a nueva clase de ciudadanos cuya riqueza n o se derivara de la tierra, sino de la activi­ d ad com ercial y por ta n to del din ero , h u b ie ra d ad o al traste con la rancia oligarquía de espartíatas, cuya perm a-

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M oneda de p lata de la isla de Egina. Es una acuñación defínales del s. v i a.C. En el anverso puede verse una tortuga m arina, sím bo­ lo del poderío m arítim o de la isla. En el reverso un cuadrado p a rti­ do en cuatro partes, típico de las prim eras técnicas de acuñación.

nencia se basaba en el inm ovilism o; en la ausencia co m ­ pleta de cam bios sociales. Por supuesto, la ap arició n de la m o n e d a n o d esterró in m ed iata m e n te la eco n o m ía de intercam bio. Igual que ocu rrió con las ideas, los nuevos usos m o n etario s se m ez­ claron con las antiguas costum bres basadas en el tru eq u e y en el in tercam b io . La histo ria, de nuevo, ha actu ad o aquí com o lo que es: u n conglom erado d o n d e lo viejo y lo nuevo se funden, d an d o lugar a situaciones com plejas en las que, con frecuencia, nos es difícil penetrar. Pero el h echo es que, p o r to d as partes, ap arecieron m onedas y sistem as de pesas y m edidas, lo que p ru eb a de m anera fehaciente el desarrollo de la producción m ercan ­ til y del com ercio. En la Grecia co n tin en tal se difu n d ieron

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T etradracm a ateniense acu ñ ad a a finales del siglo v a.C. En ella están representados los dos símbolos de la ciudad: A tenea (anverso) y el mochuelo (reverso).

m ayoritariam en te dos sistem as diferentes de pesas y m e ­ didas: los p ro ced en tes de las islas de Eubea y Egina. En am bos casos la base la co n stitu ía el talento, u tilizado no sólo en el sistem a de pesas sino tam b ién en el m onetario. El talento de Eubea pesaba 26 kg; el de Egina 37. A m bos se dividían en 60 minas, la m in a en 100 dracmas o 50 estateras y, finalm ente, la d racm a en 6 óbolos. Solón utilizó el sistem a euboico p ara llevar a cabo su reform a, lo que hizo que A tenas a d o p ta ra la d racm a com o m o n e d a oficial ya en el siglo v i a.C. D esde entonces la m o n ed a ateniense ha p erm anecido en curso hasta que, el día 1 de enero de 2002 después de C risto fue sustitu id a p o r el euro. Es fácil co m ­ p re n d e r la tristeza de algunos griegos y su resistencia a d esprenderse de u n a m o n ed a que llevaba en circulación dos m il seiscientos años. En to d o caso, la aparició n de la m o n ed a y su difusión com o p a tró n de in tercam b io com ercial está en el origen

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de m uchos de los cam bios que se esbozaron e incluso se desarrollaron en la Época Arcaica. Las nuevas o cu p acio ­ nes asentadas en el libre com ercio d ieron lugar tam b ién a nuevas clases de ciudadanos, que accedieron a la riqueza saltando p o r encim a de los viejos aristócratas vinculados a la tierra. Y cu a n d o estos «nuevos ricos» se hicieron conscientes de su situación, pusieron en m archa el p ro ce­ so que hab ría de llevar a u n a polis com o Atenas a d escu­ b rir la dem ocracia. Pero aú n q u edaba cam ino p o r andar.

La esclavitud. N ecesidad y negocio Estam os viendo que entre los años 700 y 500 a.C. se p ro ­ dujo p o r toda Grecia u n desarrollo excepcionalm ente im ­ petuoso y creativo en m uchos cam pos. En todas las ram as del p ensam ien to el avance se to rn a decisivo y se estable­ cen las bases de la reflexión; u n as bases que aú n n o han sido superadas sino, m ás bien, repetidas. Sin em bargo, el excepcional desarrollo de las ideas n o h u b iera sido p o si­ ble sin un a estru ctu ra social que p erm itiera a algunas éli­ tes dedicarse a la tarea de la reflexión; perso n alm en te es­ toy convencido de que las inclinaciones intelectuales son fecundas cu an d o las necesidades m ateriales están cu b ier­ tas. En un a palabra, la sociedad griega debe su avance in ­ telectual tam bién al hecho de que aquellos que crearon las bases de la reflexión h u m a n a n o te n ía n p reo cu p acio nes derivadas de la necesidad o de la supervivencia. En paralelo a los grandes d escubrim ientos in telectua­ les de esta época, singularm ente el de la individualidad, se desarrolló p o r to d a G recia u n a a u tén tica avalancha de descubrim ientos que ten ían que ver m ás con la vida co ti­ diana y m aterial que con la filosofía, la poesía lírica o la

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ciencia teórica. G lauco, de la isla de Q uíos, p o r ejem plo, realizó p o r p rim e ra vez en G recia so ld ad u ras de h ierro; Reco y Teodoro, am bos de la isla de Sam os, in tro d u jero n en Grecia lo que p o d ríam o s llam ar el arte de la fundición, conocido ya en O rien te p ero m u y p oco d esarro llad o en G recia hasta entonces90. En épocas anteriores, to d a actividad com ercial estaba vinculada a los fenicios, incluida la com pra de m etales; las m inas no eran explotadas y, p robablem ente, se desco n o­ cía su existencia. A hora em piezan a proliferar las m inas de hierro en m uchos lugares de Grecia, y a la vez se procede a la extracción sistem ática del cobre de los yacim ientos in ­ sulares, com o C hip re y E ubea, y tam b ién continentales, com o la zona de la A rgólide, en el noreste del Peloponeso. Igualm ente com enzaron a ser explotados a gran escala los yacim ientos de oro y de plata, e incluso algunos de estaño que em pezaron a com pensar las im portaciones p ro ced en­ tes de la Península Ibérica. C om o consecuencia de ta n ta actividad la m etalurgia se generalizó p o r toda Grecia. En paralelo a esta actividad relacionada con la extrac­ ción y tra ta m ie n to de m etales, la in d u stria textil floreció con la creciente d em an d a de telas, consideradas, frente a la lana, sím bolo de distinción. En lo relativo a esta in d u s­ tria, se fueron desarrollando actividades auxiliares que te ­ n ían que ver, especialm ente, con los teñ id o s de las telas; de nuevo las islas (C reta, Sam os) y las ciudades de Asia M enor (M ileto especialm ente) se p usieron a la cabeza de esta nueva ola de desarrollo. 90. El tra ta m ie n to «en caliente» del m etal, fu n d irlo y tem p larlo , era ya co n o cid o . Sin em b arg o la fu n d ició n se llevaba a cabo v ertien d o el m etal líq u id o d e n tro de p eq u eñ o s m oldes. D e esta m a n e ra era casi im posible la fab ricació n de o b jeto s m etálicos de gran ta m a ñ o , pues éstos se hacían re m a c h a n d o las piezas p eq u eñ as sobre u n p a tró n de m adera.

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La in d u stria cerám ica alcanzó u n gran crecim iento, so­ bre to d o en la isla de Rodas y en las ciudades de C o rin to y Atenas. Tam bién se desarrolló notab lem en te la arq u itec­ tu ra y los p ro ced im ien to s de co n stru cció n , ám b ito en el que las innovaciones a b u n d a ro n 91. Y, p o r supuesto, p e r­ d u ra ro n las explotaciones agrícolas y ganaderas. Pero no perd u ró el m odelo de sociedad. En efecto, con el desarrollo de la libre actividad eco nó­ m ica creció, en paralelo, u n a im parable división del tr a ­ bajo que, en u n p rin cip io , se hab ía ceñido al b in o m io cam p o /ciu d ad . El trab ajo ru ra l (agrícola y g an ad ero ) se separó del trabajo u rb a n o (fu n d am en talm en te artesano) y éste se especializó de u n a m an era sistem ática y gradual; en la actividad m etalúrgica se em pieza a diferenciar al h e ­ rrero del fund id o r; en los talleres de cerám ica se distingue al alfarero del p in to r que decora los vasos. A la vez, ta m ­ bién diferentes póleis se especializan en d eterm inados sec­ tores industriales: M ileto se hace fam osa p o r su in d u stria textil; A tenas p o r su cerám ica; C o rin to p o r la fabricación de algunas arm as y, tam bién, p o r la cerám ica. Si todos estos cam bios fueron posibles, fue gracias a un m odelo de sociedad que tenía garan tizad a u n a m an o de o b ra gratuita: los esclavos. En páginas an terio res he h a ­ blado con calm a de este m odelo, que com enzó a asentarse en época m icénica com o consecuencia fu n d am en talm en ­ te de la g uerra. Sin em bargo, fue en la Época A rcaica cu an d o la esclavitud alcanzó su p len o desarrollo, ta n to desde el p u n to de vista p ro d u ctiv o com o desde el p u n to de vista social.

91. P or ejem plo, Jercifronte, el c o n stru c to r del tem p lo d ed icad o a A rte­ m is en Éfeso, in v en tó u n artilu g io en fo rm a de m arco biciclo p a ra tra n s ­ p o rta r g ran d es b lo q u es de m árm o l y colum nas.

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U n paso im p o rta n te consistió en la generalización de la com pra de esclavos, u n procedim iento que, según algu­ nas fuentes, tuvo su com ienzo en la isla de Q uíos, cuyos habitantes «adqu iriero n esclavos b árbaros, que co m p ra­ ro n » 92. Este d ato es significativo p o rq u e nos in fo rm a de u n cam bio im p o rta n te : los esclavos dejan de p ro ced er sólo de la conquista y pasan a ser com prados, adquiridos en m ercados especializados que cu b ren la necesidad cre­ ciente de m a n o de o b ra de u n a sociedad eco n ó m icam en ­ te en expansión. Q uizá Q uíos fue el p rim e r Estado en p o ­ seer u n a m asa lab o ral de estas características, algo que parece co n firm ar el p ro p io Tucídides93. Sin duda, las cos­ tu m b res de O rien te deb iero n de influ ir en lugares com o Q uíos; pero el hech o es que la esclavitud se con v irtió en u n negocio p ró sp ero en la m ed id a en que servía p a ra sa­ tisfacer u n a n ecesidad im p o rta n te de aquella sociedad em ergente: la m an o de obra. Q ue los esclavos fu ero n u n escalón im p o rta n te en el progreso de la Grecia arcaica es u n hecho claro. D esde m i p u n to de vista q u ed a fuera de to d a d iscu sió n razonable que los logros extrao rd in ario s de la civilización griega es­ tá n cim entados en el trab ajo de los esclavos, algo que los p ro p io s griegos sabían y reco n o cían ab iertam en te. Este hecho suscitaba opiniones en co n trad as ya en los p ropios orígenes del fenóm eno, desde las que justificaban la escla­ v itu d com o u n h ech o n a tu ra l a aquellas que sosten ían que el negocio de los esclavos era algo sucio y vil. En este sentido m e parece especialm ente interesante u n pasaje de H eródoto, el p ad re de la historia, en el que n o sólo m u es­ tra su repu lsa h acia «el m ás ab o m in ab le de los oficios», 92. T e o p o m p o ,FGH, F rag m en to 122. 93. H istoria de la Guerra delPeloponeso, 8.40.

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sino que, com o siem pre, su m in istra ciertas claves que re ­ sultan decisivas p ara co m p ren d er la situación: H erm ó tim o era originario de Pedasa94. Resulta que fue c ap tu ra ­ do y p uesto a la venta, co m p rán d o lo P an io n io de Q uíos, u n su ­ jeto que se ganaba la vida con el m ás ab o m in ab le de los oficios. Solía a d q u irir m uch ach o s apuestos, los castrab a y los llevaba a Sardes y a Éfeso, d o n d e los v en d ía a u n p recio m u y elevado, p u esto que, en tre los b árb aro s, los eu n u co s son m ás caros que los esclavos dotad o s de sus atrib u to s m asculinos. Tal es la ab so ­ lu ta confianza que in sp iran 95.

Todo parece indicar que la isla de Q uíos co n stitu ía u n im p o rta n te cen tro en el com ercio de esclavos. T am bién Sardes, la capital de Lidia, y Éfeso (ciudades situadas a m ­ bas en la ru ta real occidental del Im p erio Persa) d ebían de desem peñ ar u n papel m u y significativo com o centros de intercam bio de esclavos hacia oriente y tam bién hacia oc­ cidente. T ratándose de ciudades situadas entre dos m u n ­ dos, el griego y el persa, acab aro n p o r ad ap tarse a todas aquellas situacio n es de las que, desde u n p u n to de vista económ ico, p o d ía n extraer alguna ventaja. De hecho sa­ b em os que en el tem p lo de C ibeles96 en Sardes y, sobre todo, en el im p o rta n tísim o A rtem ision de Éfeso hab ía sa­ cerdotes eunucos. M uy probablem ente, ciudades de fro n ­ tera entre dos m u n d o s, com o era Éfeso, se vieron in flu i­ 94. C iu d a d de C aria, a orillas del golfo de Yaso. E staba situ a d a a u n o s cinco k iló m etro s al n o rte de H alicarnaso. 95. Historia, 8.105. 96. Cibeles o, m ejo r, C íbele, era la D io sa -M ad re q u e sim bolizaba el p o ­ d e r cread o r de la n atu raleza. Su culto era el m ás exten d id o en to d a Asia M e n o r y de u n a a n tig ü e d a d e x tra o rd in a ria , pues sabem os q u e te n ía lu ­ gar ya en el m m ilen io a.C . P o siblem ente h u n d a sus raíces en las llam a­ das «Venus» p aleolíticas, sím b o lo de la m a te rn id a d y de la fecu n d id ad .

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das p o r rasgos culturales procedentes de Persia, d o n d e los eunucos, p o r ejem plo, d esem p eñ ab an labores m u y im ­ p o rtantes, en tre otras el papel de servidores de confianza. El texto es im p o rta n te , adem ás, en ta n to que nos m u estra el rechazo de tipo m o ral que los oficios relacio­ nados con la esclavitud p ro d u cían ya en el siglo v a.C., la época de H eró d o to . La h isto ria del eu nuco H erm ó tim o , castrado p o r P anionio, lo vuelve a d e m o stra r u n poco m ás adelante, cu an d o c a stra d o r y castrado to rn a n a e n ­ contrarse. E ntonces H erm ó tim o se dirige a Panionio con estas palabras: M ercader, q ue has lab rad o tu p o sició n con el m ás ab o m in ab le de los oficios que, sin lugar a n in g u n a d u d a, hay en el m u n d o 97.

El rechazo m o ra l que se d e sp ren d e de estas p alabras d e m u estra , en m i o p in ió n , q u e la co n cien cia c o n tra la esclavitud, o al m en o s c o n tra ciertas p rácticas esclavis­ tas, em pezab a a abrirse paso ya en el siglo v a.C. P or lo dem ás, la situ ació n debió de ser e x trem ad am en te c o m ­ pleja desde el p u n to de v ista social y, en cierta m edida, sem ejante a la que hoy día vivim os en los países d e sa rro ­ llados de O ccidente en relación con la m an o de o b ra in ­ m igrante. Los tipos de trabajos en co m en d ad o s a los bárb aro s (es decir, a los ex tran jero s) y las relaciones de d ep en d en cia con los p ro p ietario s y con los h o m b res libres tam b ién re­ su ltab an ser de u n a e x tra o rd in a ria co m p lejid ad , com o era n a tu ra l en u n a sociedad que h ab ía ev o lucionado en o rm em e n te desde las e stru ctu ras m icénicas m ás sim ­ ples, apegadas todas ellas a la posesión de tierras. En este 97. Historia, 8.106.3.

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sentido, ya n o había sólo esclavitud sino tam b ién u n a ex­ trao rd in aria variedad de servidum bre que ah o ra n o es p o ­ sible d eten erm e a analizar98. En to d o caso, parece que, al m en o s en algunos E stados, los esclavos n o p o d ía n ser m altratad o s im p u n em en te y, de u n a m an era al m enos in ­ cipiente, em p ezab an a ser co n sid erad o s com o seres h u ­ m anos y no com o sim ples in stru m e n to s ligados a la p ro ­ d u c c ió n " . Esto, al m enos, es lo que parece desprenderse de algunos textos griegos conocidos, o incluso de algunas de las leyes ro m an as de las X II Tablas, d o n d e pued e leerse lo siguiente: El q ue con la m an o o con u n b a stó n ro m p a u n hu eso a o tra p e r­ sona será co n d en ad o a pagar u n a m u lta de 300 ases. Si la p erso ­ na golpeada es u n esclavo, 150 ases100.

Pero la esclavitud no era un asunto nuevo. Los fenicios, p o r ejem plo, h ab ían sido y seguían siendo grandes m e r­ caderes de esclavos de todas las clases. Incluso de m ujeres esclavas, cuyo oficio tenía que ver n o sólo con la p ro d u c ­ ción sino tam b ién (exactam ente igual que miles de años después) con el placer. Esto, al m enos, es lo que d em u es­ tra (quizá no hacía falta dem ostrarlo) el siguiente texto de H eródoto: 98. Sobre este a su n to p u ed e verse el excelente libro de G eoffrey de Sain­ te C ro ix La lucha de clases en el m u n d o griego antiguo, C rítica, B arcelona, 1988. 99. A ristóteles, en su Política 1.4 (1253b), considera a los esclavos árga­ n a, es d ecir ‘in stru m e n to s’. 100. 8.2. El tex to n o sólo es im p o rta n te p o r el h echo de reco n o cer ex­ p re sa m e n te q u e u n esclavo n o p u ed e ser g o lpeado im p u n e m e n te , sino p o rq u e in tro d u c e , en R om a en este caso, el co n cep to de reparación del delito p o r m ed io d e u n a m u lta eco n ó m ica y no a través de la aplicación d é la ley del talió n .

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Los fenicios [...] dedicados al tra n sp o rte de m ercancías, a rrib a ­ ro n a diversos países, en tre ellos a A rgos (Argos aventajaba, e n ­ tonces, am p liam en te a las dem ás regiones del país hoy conocido com o G recia). Al llegar, pues, los fenicios a te rrito rio de Argos, pusieron a la venta to d o su cargam ento. Al c u a rto o q u in to día de su llegada, cu an d o ya casi to d as las m ercancías estaban v en ­ didas, se acercaro n a la playa m u c h a s m u jeres y, e n tre ellas, la hija del rey, cuyo n o m b re era lo. M ien tras las m ujeres, ju n to a la p o p a del navio, co m p rab an los artícu lo s que m ás les gustaban, los fenicios [...] se lan zaro n sobre ellas. M uchas lo g raro n esca­ par, pero ío y otras fueron raptadas; las subieron entonces a b o r­ do y se hiciero n a la m ar ru m b o a E g ip to 101.

Es fácil im aginar el destino de estas m ujeres. M uy p ro ­ b ab lem en te acab aro n siendo vendidas com o esclavas p ara los harenes reales de O riente, d o n d e la d em an d a era constante. El rey ju d ío S alom ón tenía, p o r ejem plo, un h arén de ¡700 m ujeres de sangre real y 300 concubinas! En cu alq u ier caso, las bases de u n a sociedad fu n d a ­ m en tad a en el trabajo de esclavos y de siervos estaban ya establecidas y con ellas tam b ién el germ en de la discusión m oral acerca de la esclavitud; u n a discusión que habría de prolongarse en tiem p o s de Rom a. Para la G recia arcaica (y tam b ién p ara la Grecia clásica que habría de sucedería) «la estru c tu ra esclavista era u n paso adelante en co m p a­ ración con la sociedad gentilicia prim itiva»102; n o o b stan ­ te, con el paso del tiem p o resultó ser el cáncer que, a mi juicio, h ab ría de acabar con el m u n d o antiguo. C onflictos m orales com o el que p lan tea H e ró d o to en relación con la esclavitud acab aro n h aciendo que los es­

101. H istoria, 1.1. 102. V. V. Struve, Historia..., cit., vol. 1, p. 293. La afirm ació n es p a r ti­ cu la rm e n te relevante tra tá n d o se de u n h isto ria d o r m arxista.

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clavos to m a ra n conciencia de su situ ació n d e n tro de la m aq u in aria productiva. C on el tiem p o , el axiom a defen­ dido p o r Aristóteles según el cual la esclavitud era u n h e ­ cho natu ral fue puesto en duda, prim ero, y atacado y d e­ sechado después. Los esclavos to m aro n conciencia de su esclavitud y se rebelaron. La caída de R om a, finalm ente, vio una en o rm e rebelión de esclavos. C iertam ente, la fuerza p ro d u ctiv a de los esclavos p osi­ bilitó b u en a p arte de los logros del m u n d o antiguo. Pero la esclavitud llevaba (y sigue llevando hoy día) en sí m is­ m a el germ en envenenado de la injusticia, co m o ya vio H eró d o to hace dos m il quin ien to s años. La m ism a fuerza que había p o sib ilitad o el avance de la civilización g re­ corrom an a, se convirtió en u n a de las causas principales de su caída. Siem pre he creído que el final del m u n d o a n ­ tiguo no se dio en el m o m en to en que R om a caía en m a ­ nos de los b árbaros (y bárbaro significa, de nuevo se lo re­ cuerdo al lector, ‘extranjero’) sino en el m o m en to en que, com o consecuencia de la caída de R om a, la sociedad es­ clavista fue siendo su stitu id a, p a u la tin a m e n te , p o r o tra de naturaleza m u y distinta: la sociedad feudal.

Las m ujeres. Del m odelo m ítico al m odelo institucional En el capítulo segundo de este libro he tra ta d o con calm a los m odelo s fem en in o s que los m icénicos fu ero n tra n s ­ m itiendo, generación tras generación, a la nueva sociedad que estaba fo rján d o se ya a finales del n m ilen io a.C. La transm isión de estos m odelos se hizo, naturalm ente, u tili­ zando u n vehículo que tenía u n a gran capacidad de p e n e ­ tración en la m ente de todos: h o m b res y m ujeres, ricos y pobres. Ese vehículo fue el m ito.

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H IID S D EH O M F .R O

D u ran te m u ch o tiem po, los m odelos positivo y nega­ tivo de m u jer fuero n en raizándose en la m en talid ad p o ­ pu lar hasta co n fo rm ar u n a base sólida sobre la que se fue construyendo el edificio social apoyado en la suprem acía del varón y en la santificación de su oficio m ás rentable: la guerra. Estos m o d elo s acab aro n asociándose ta n to con los hechos cotidianos, que llegaron a ser considerados na­ turales y n o culturales, y la m ayor p a rte de las m ujeres, igual que la m ayor parte de los esclavos, llegó a considerar que su estatus social y fam iliar era u n hecho n atu ral, in ­ m u tab le y necesario, com o la salida del sol o la lluvia de o to ñ o . N atu ralm en te, n in g u n a m u je r (o casi n in g u n a, m ejor dicho) pensó que tal m odelo p u d iera ser cam b ia­ do, igual que no puede cam biarse el curso del sol en el cie­ lo o la posición de la estrella polar en los despejados cielos de la noche. Pero esto n o fue lo único. En efecto, u n a vez enraizado el m odelo m ítico en la im aginación de la gente, el Estado tenía que d ictar algunas m edidas, algunos preceptos que ten d ie ra n a ratificarlo y a evitar q u e se p ro d u je ra u n a oposición , p o r p eq u eñ a e insignificante que fuera, a ese m odelo. Tal opo sició n , v in ie n d o especialm ente de las m ujeres, h u b iera supuesto el germ en de un a autén tica re ­ volución que, con to d a seguridad, h u b iera d ado al traste con el m odelo patriarcal que los in doeuropeos hab ían ex­ tendido p o r todas las tierras del m u n d o conocido. El o b ­ jeto de estas líneas es, precisam ente, in te n ta r ver qué m e­ didas institu cio n ales conso lid aro n , con rango de ley, los viejos arq u etip o s m íticos estudiados en páginas an te rio ­ res de este libro. D u ra n te m u c h o tie m p o he in te n ta d o e n c o n tra r los m ecanism os institucionales que, sobre la base de los m o ­ delos m ítico s p rev iam en te asu m id o s p o r to d a la socie­

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dad, han cim en tad o d u ran te casi tres m ilenios u n m u n d o que, com o he dicho en repetidas ocasiones, está caracte­ rizado p o r la d esap arició n social de la m ujer. He leído m ultitu d de trabajos, he reflexionado horas y horas in te n ­ tan d o co m p ren d er cuáles hab ían sido las m edidas de tipo social que finalm ente lograron que to d a oposición fem e­ n in a se to rn a ra im posible o heroica. D u ra n te m u ch o tiem po lo he in ten tad o sin ser capaz de d ar con claves sa­ tisfactorias, con explicaciones fáciles que m e h icieran com pren d er este p a n o ra m a com plejo. Hoy, finalm ente, creo h ab er en co n trad o el hilo. Es un hilo frágil, pero creo que ha de sacarm e del laberinto en el que he estado d a n d o vueltas desde hace m u ch o tiem po. C om o siem pre, la respuesta, u n a vez intu id a, parece m uy fácil, casi evidente; ha estado ju n to a m í com o las estrellas que hab rían de guiar a Ulises en su viaje de regreso; pero, igual que Ulises, n o he sido capaz de verlas h asta hace m uy poco. Y, la verdad, es que n o las he visto sólo p o r m í m ism o, sino ayu d ad o p o r u n h o m b re con el que estoy (igual que con tan to s otros) en deuda. Este h o m b re se lla­ m a Geoffrey de Ste. Croix, m iem b ro de la A cadem ia B ri­ tánica y del New College de O xford. Ya he citad o u n o de sus libros en páginas an terio res, pero creo q u e d ebo hacerlo aq u í de nuevo, pues fue la p u erta que m e abrió la posibilidad de en ten d er el asunto del que estoy hablando. El libro se llam a La lucha de clases en el m undo griego antiguo y, en m u ch o s aspectos, es u na o b ra decisiva. Lo que voy a ex p o n er a c o n tin u a c ió n está basado en algunas ideas expuestas, de m an era ex trao rd i­ nariam en te perspicaz, en sus páginas. El problem a consistía en analizar cóm o las n o rm as so­ ciales h an im p ed id o h asta hace m u y poco que la m u je r pudiera desviarse, n i siquiera m ín im am en te, del m odelo

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previsto p a ra ella en el rep erto rio m ítico. Sé que esas n o r­ m as h a n existido p rácticam en te desde siem pre, p ero no había sido capaz de ver su lógica; su razó n de ser. P ro b a­ blem ente, la razó n de to d a esta d iscrim inación esté en la posición, com pletam ente decisiva, de la m u jer en la cade­ na rep rod u cto ra. In ten taré explicarlo. Toda socied ad h u m a n a se basa, de u n a m a n e ra o de otra, en la p ro d u cció n . Para sobrevivir hay que p ro d u c ir básicam en te alim en to s p ero ta m b ié n m u ch as o tra s co ­ sas. Sin los m ecanism os p ro p io s de la p ro d u cció n , la so­ ciedad h u m a n a , c u alq u iera q u e ésta sea, es im posible. Pues bien, el p ro b lem a es que la pro d u cció n incluye ta m ­ bién la reproducción, sin la que, com o es obvio, cualquier inten to de p e rp e tu a r u n m odelo social es com pletam ente inviable. Y aquí com ienza a estar la clave de la situ ación de la m ujer, quien, en razó n de su naturaleza, se convierte en el eje de la rep ro d u cció n h u m an a. Y u n a vez co n stata­ do el hecho n a tu ra l de que la m u jer es la que produce h i­ jos, este tip o de producción se convierte en su trabajo fu n ­ dam ental.

a) Libertad y derecho de pro p ied ad C uando se estudia el corpus legislativo del m u n d o antiguo se d escub ren algunas cosas interesantes. Por ejem plo, la asociación (n o de derecho, p o r supu esto , sino de hecho) que va confo rm án d o se poco a poco entre lib ertad y p ro ­ piedad. Se tra ta u n hecho m u y im p o rta n te y, en realidad, h a significado p a ra m í el ex trem o inicial del hilo de A riadna en este laberinto. P or d o q u ier ab u n d a n las n o rm as referidas a la regula­ ción de la propiedad. En u n a cierta m edida, la lib ertad es­

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tuvo (y está) asociada a los derechos de p ropiedad, hasta el p u n to de que pued e afirm arse que u n ciu d ad an o es li­ bre en la m edida en que tiene cuen ta con ellos; es decir, en la m edida en que posee cosas o tiene derecho a poseerlas. Insisto en la im p o rta n c ia de este asu n to que a p rim e ra vista p u ed e p ro v o car cierta extrañeza. Sin em bargo, el lector convendrá p robablem ente conm igo en que la liber­ tad y la pobreza (es decir, la im posibilidad de acceder a la posesión de bienes, sean éstos los que sean) son elem en­ tos difíciles de u nir. Pero ¿qué o c u rre cu an d o , al m en os aparentem ente, alguien no pued e acceder a la posesión de bienes a u n q u e n o sea pobre? ¿Q ué co n tra d ic c ió n se e n ­ cierra, o qué m isterio, en el h echo de que a alguien se le niegue el acceso a los derechos de posesión n o p o rq u e sea pobre sino p o rq u e sea m ujer? C reo que en la respuesta a esta preg u n ta reside la clave del asunto. La d iscrim in ació n que se p u so en m arch a co n p o s te ­ rio rid a d a la im p la n ta c ió n de los m od elo s m íticos se aprecia perfectam ente en el hecho de que los derechos de p ro p ied ad de las m ujeres (de to d as ellas en su co n ju n to, pero especialm ente de las m ujeres casadas) se vieron lim i­ tados si n o to talm en te, sí fu ertem en te. Incluso p u e d o afirm ar que en los estados m ás «m odernos», com o el ate­ niense, estas restricciones relacio n ad as con las m ujeres fueron mayores que en otros considerados m ás atrasados, com o era el caso de Esparta. Pues bien, esta lim itación es a m i juicio consecuencia, p o r u n a parte, de la funció n re­ p ro d u c to ra de la m ujer; y, p o r otra, de u n a sociedad que legisla para p roteger el nuevo núcleo que la caracteriza: la familia.

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b ) M uj er casada y clase social Para m uchos autores, entre los que m e incluyo, las m u je­ res constituyen u n a au téntica clase social. Q ue ser m ujer suponga la perten en cia a u n a clase social que p o d ríam os d en o m in a r «de las m ujeres», se percibe p aradójicam ente m u y b ien en la situ ació n de las m ujeres ricas, especial­ m ente las m ujeres ricas casadas. Porque u n a m u jer sólo es rica, com o vam os a ver, en apariencia. Es bien sabido que u n individuo del tip o que sea puede pertenecer a m ás de u n a clase social. En el caso que estoy tratan d o , este hecho p u ede darse con u n a claridad ejem ­ plar, pues u n a m u jer pertenece a la clase de las m ujeres y, adem ás, p u ed e p e rte n e c er a otra: la de los cam pesinos, p o r ejem plo. ¿En qué m ed id a influye en las m ujeres su p ertenencia n o a u n a clase derivada del desarrollo social sino a lo que p o d ríam o s d e n o m in a r la «clase natural» de las m ujeres? En u n a palab ra ¿en la lim itación del derecho de pro p ied ad influye m ás el hecho de pertenecer a la clase de las m ujeres que a la de las prostitu tas, p o r ejem plo? La respuesta es sí, y en ella se encierra la ratificación in stitu ­ cional, con el rango de ley en la m ayoría de los casos, de los m odelos m íticos fem eninos que estudiábam os en ca­ p ítu lo s anterio res. V eamos u n ejem plo de lo q u e q uiero decir. La tesis es que el estatus social de u n a m u jer depende, en la m ayoría de los casos, de su p ertenencia a la clase de las m ujeres, cosa que jam ás o cu rre con los hom bres. M ás aún, depende de «lo diferente que sea su con d ició n eco­ nóm ica y ju ríd ica de la de su m a rid o » 103, pues en ciu d a­ des-estado com o la A tenas de la Época A rcaica se fue fo r­ 103. G. De Ste. Croix, I n lucha de clases..., cit., p. 125.

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ja n d o to d a u n a legislación cuyo objetivo era restrin g ir de m an era im placable el derecho a la pro p ied ad de las m u je­ res. Esta legislación se consolidó en la A tenas del siglo v a.C. con la prom u lg ació n de u n co n ju n to de n o rm as en el que las m ujeres (no los h om bres) veían m uy fu ertem ente lim itados sus derechos de p ropiedad. De esta m an era, u n a m u jer casada p erteneciente a los estratos altos de la sociedad ateniense se veía en u n a situ a­ ción de clara in ferio rid ad , ro d e a d a de h o m b res (padre, m arido, h erm an o s e hijos) poseedores de alguna h acien ­ da, m ien tra s q u e ella q u ed ab a excluida p o r ley de to d o derecho de p ro p ied ad . En este caso, su p o sició n estaba definida claram ente p o r el hecho de «ser m ujer», pues ésa era la razón que le im pedía poseer bienes privados de e n ­ tidad y no el hecho de pertenecer a u n a clase social de n o ­ bles o aristócratas. Así pues, la situación ap aren tem en te envidiable de u na m ujer casada en u n círculo de nobleza de sangre y p ro s­ peridad económ ica no dependía en absoluto de su propio estatus sino del de su m arid o , a quien, p o r ta n to , estaba p o r co m p leto som etid a. Este so m e tim ie n to al v a ró n no era sim plem ente no m in al, sino real, y, de hecho, llegaba a im p ed ir cualq u ier in ten to de em an cip ació n o de sim ple independ en cia de u n a m ujer. En realidad, se tra ta de u n a suerte de esclavitud que n o h a sido vista com o tal p o r la m ayor parte de los estudiosos de esta época. P or el c o n tra rio , au n q u e parezca p arad ó jico a sim ple vista, el estatus de u n a m u jer pob re (la esposa de u n a rte ­ sano o de u n cam pesino, p o r ejem plo) no se veía ta n dis­ m in u id o com o el de la esposa de u n h o m b re rico, pues al ser la p o sició n eco n ó m ica del m a rid o (y de los dem ás hom bres de su fam ilia) claram ente precaria, la distancia p atrim o n ia l en tre h o m b re y m u jer era, en consecuencia,

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inferior a la que se pro d u cía en el caso de la m u jer rica. Y no sólo esto, pues las m ujeres de los cam pesinos o de los artesanos solían c o m p a rtir codo con codo las tareas de sus m arid o s en la m edida en que se lo p erm itiera su tra ­ bajo fu n d am en tal de procrear, de m an era que form aban parte tam b ién de la cadena de prod u cció n . Así pues, en el caso de la m u je r de u n cam p esin o , su estatus n o estaba m arcado ta n to p o r su p erten en cia a la clase de las m u je­ res com o p o r su p ertenencia a la clase de los cam pesinos. Frente a estos dos casos, la p erten en cia a la clase de las m ujeres era pro bablem ente u n factor irrelevante para de­ finir el estatus social de u n a m u jer soltera, au n q u e debo decir, en p rim e r lugar, que n o casarse era u n a opción que no se contem p lab a; en realidad n o era u n a o pción. Q ue yo sepa, el tópico, incluso literario, de la solterona está a u ­ sente de la trad ició n griega de esta época e, incluso, de la p o ste rio r época clásica. Sólo hay u n a excep ció n 104: las pro stitu tas, especialm ente las p ro stitu tas de lujo, llam a­ das hetairas, es decir, ‘c o m p a ñ e ra s’. La situ ació n ec o n ó ­ m ica de éstas debía de ser p ro b ab lem en te sim ilar a la de los ho m b res que ejercían el m ism o oficio que ellas o in ­ cluso a la de cualquier o tro ciu d ad an o que p u d iera p res­ ta r algún servicio, fuera el que fuera, a la ciudad. Así pues, d ado que la soltería n o era un a o p ció n viable p a ra u n a m ujer, su estilo de vida (com o d iríam o s hoy) dependía de la posición social de su m arido. La esposa de un h o m b re rico llevaría u n estilo de vida acorde con el de su m arid o y, ap arentem ente, sería to m ad a p o r u n a m ujer rica y a fo rtu n a d a . Sin em bargo, p a ra p o d e r d isfru ta r de

104. Los d em ás casos de m u jeres no casadas obedecían p ro b ab lem en te a situ acio n es ex trem as relacionadas con en ferm ed ad es o defectos de al­ g u n a natu raleza.

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tal privilegio, la esposa debía som eterse p o r com pleto a la ley de los h o m b res y convertirse en u n a suerte de p ro p ie ­ dad de su m arido, dado que ella, p o r el solo hecho de p e r­ tenecer a la clase de las m ujeres, tenía restringido com ple­ tam e n te el derech o a la p ro p ied ad . Y sin ese derech o la libertad, com o decía m ás arriba, era (y sigue siendo) sólo u n a palabra. Es difícil hacerse u n a idea de los sen tim ien to s de u n a m ujer obligada a vivir en esta situación; incluso es difícil saber qué grado de conciencia real tenían las m ujeres so­ bre ella. Posiblem ente el m arco m ítico h abía ejercido ya tal influencia que, p a ra la m ayor p a rte de ellas, su situ a­ ción, igual que la de la gran m ayoría de los esclavos, debía de ser vivida com o natural. De o tra m anera, parece im p o ­ sible co m p ren d er que las m ujeres, siguiendo este m odelo patriarcal in d oeuropeo, hayan perm an ecid o bajo la égida del ho m b re d u ra n te m iles de años. Siem pre he creído que la m e jo r p ru e b a de la eficacia del m arco m ítico, la confirm ación de que había fu n cio na­ do a la p erfección en lo relativo a los objetivos p a ra los que había sido creado, es que los h o m b res h em os creído tam bién, a la vez que las m ujeres, que ése era el m arco na­ tural; que las cosas eran así p o rq u e así d eb ían ser. Los ho m b res h a n ejercido su p o d e r sobre las m ujeres sin la conciencia de que actu ab an de u n a m a n e ra im p u esta, y desde luego convencidos de que el co m p o rta m ie n to n a ­ tu ra l respecto a ellas consistía en relegarlas a las tareas d o ­ m ésticas y utilizarlas p a ra te n e r hijos y p a ra satisfacer apetitos y necesidades sexuales: el descanso del guerrero. C on el paso de las generaciones, el m odelo social im ­ puesto p o r los m itos, prim ero , y sancionado p o r las leyes después, se ha in tro d u c id o no sólo en el inconsciente de las m ujeres sino tam b ién en el de los hom bres. Ésta cons-

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tituye, a m i juicio, u n a de las dos m ayores p ruebas de su éxito. De la o tra hablaré u n poco m ás adelante.

c) Razones legislativas: p rotección de la familia Por lo dem ás, las leyes de la sociedad griega arcaica fueron estrech an d o p oco a p oco el círculo en to rn o a los d e re­ chos de la m ujer, en la m ed id a en que socialm ente el des­ tin o de ésta era el m a trim o n io . P recisam ente la m ayor p arte de la legislación que conserv am o s (y que v islu m ­ bram os) sobre la m u jer está referida al m atrim o n io . Tam ­ bién en este ám bito pod em o s seguir de nuevo el hilo que nos conduce a través del laberinto; y el hilo nos lleva a la familia. Si alguno de m is lectores se ha p reg u n tad o alguna vez qué prim ab a en las leyes de la sociedad arcaica, la fam ilia o el individuo, la respuesta, clara com o el agua, es la fam i­ lia. Y la fam ilia patriarcal, n atu ralm en te. Las m edidas le­ gales que h ab rían de centrarse en la protección de los d e­ rechos del indiv id u o frente a los de la fam ilia estaban aún p o r llegar, pues son o b ra de la d em o cracia aten ien se a p artir sobre to d o de la segunda m itad del siglo v a.C. Así pues, si se legisla p a ra proteger a la fam ilia y n o al individuo, y la fam ilia es patrilineal, parece lógico que, en este contexto, la m u jer sea la m ás p erjudicada y acabe p o r ser excluida de los derechos de propiedad. De hecho, en la A tenas del siglo v a.C. u n a m u je r n o p o d ía h e re d a r p o r derecho p ro p io , ni siq u iera en el caso de que su m arid o m u riera cu an d o todavía no h abían ten id o hijos. Para p o ­ der hacerlo se veía obligada a casarse con su p arien te va­ ró n m ás cercano, g arantizando así que la herencia q u ed a­ ra en la familia.

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U na m e d id a de este tip o es co h e re n te con el tip o de sociedad (y de fam ilia) p atriarcal que estam os e stu d ia n ­ do, pues la lim ita c ió n de los d erech o s de p ro p ie d a d de las m ujeres te n d ía a p ro te g e r los d erech o s de la fam ilia de la que p ro ced ía (la de su p ad re) incluso frente a la del m a rid o . Si las p ro p ie d a d e s de u n a m u je r (p o r d erecho p ro p io o p o r d o te) h u b ie ra n p o d id o p asar de la fam ilia de su p ad re a la de su m arid o , el resu ltad o h u b ie ra sido u n d e b ilitam ien to m anifiesto de los bienes de la fam ilia patern a. Es factible im ag in ar q u e u n a fam ilia con varias hijas h u b ie ra co rrid o serio riesgo de ru in a en el caso de que tal p o sib ilid ad h u b ie ra existido. Q ue u n a m u je r no tu v iera d erech o de p ro p ie d a d p o r sí m ism a elim in ab a este riesgo. Así p ues, se tra ta b a de p ro te g e r a la fam ilia patriarcal. La m an era de sim bolizar que la m u jer a p o rta algo a la fam ilia del m arid o es la dote, palabra que todavía con ser­ va la raíz griega que significa ‘d a r’. Sin em bargo, el sentido de la palabra parece h ab er cam biado desde la época h o ­ m érica. En efecto, en época m icénica es el p reten d ien te el que da regalos a su suegro, es decir, el que «com pra» m e­ diante d o te a la que ha de ser su esposa, de fo rm a que la fam ilia p atern a de la m u jer ve recom pensada, de esta m a ­ nera, la salida de u n m iem b ro fem enino. Esta costum bre, com o he expresado m ás arrib a, se h ab ía inv ertid o ya en Época Arcaica, en la que, p o r el c o n trario , era la fam ilia de la m u je r la que en treg ab a la d o te al m arid o , que, en este caso, veía recom pensada así la carga económ ica que suponía u n nuevo m iem b ro en su familia. A un así, ni si­ q u iera la d o te fo rm a p a rte de la p ro p ie d a d de la m u jer que se casa, pues en los casos en que la ley contem p lab a la posibilidad de que u n a dote fuera devuelta, ésta no se d e­ volvía a la m u jer sino a su padre.

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Creo que p u ede verse con claridad cuál es la situación. En térm in o s generales, en el ám b ito de u n a sociedad in ­ doeuropea basada en la posesión de bienes y en la guerra (pues la guerra es la fuente principal de la riqueza), la m u ­ jer, dad o el lu g ar decisivo que o c u p a en la cadena de la p ro d u cció n h u m a n a , estaba co n d en ad a a convertirse en un objeto codiciado de posesión p o r p arte del h om bre. El hecho de que fuera excluida de los derechos de propiedad (o que éstos le fu eran m u y seriam en te lim itad o s) tenía m ucho sentido y de hecho garantizó que tan to ella com o sus hijos q u ed aran asegurados com o posesiones del m a ri­ do. Si no h u b iera sido así, la m ujer h ab ría po d id o conver­ tirse en un peligro real para la fam ilia en cuyo seno h u b ie ­ ra nacido, pues, al casarse, se h abría llevado su propied ad fuera de ella. En este co n tex to se en tien d e m u y b ien que u n a n iñ a tuviera m en o s p o sibilidades de sobrevivir que u n niño. De hecho, el riesgo de exposición de las niñas era in fini­ tam ente m ayor y en páginas anteriores he hablado de ello. Los ricos recu rrían a este m edio p ara evitar la división de las herencias; los pobres p o rq u e luch ab an p o r sobrevivir. Por todas partes, la literatu ra nos m u estra testim onios en este se n tid o 105. El m u n d o era u n lugar difícil en el que la supervivencia dictaba su ley, especialm ente en tre los que m enos tenían. Sospecho que las cosas no han cam biado en m uchos lu­ gares de nuestro planeta, a pesar de que h an pasado miles de años. Los hechos se nos presentan en toda su crudeza y, al describirlos, correm os el riesgo de quitarles el alm a, de creer que detrás de ellos no existe el sufrim iento. La h isto ­ ria de los seres h u m an o s, p o r el contrario , es u n a cadena 105. Cf. nota 34 de este capítulo.

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hecha con eslabones que están forjados con las desgracias de u n a en o rm e can tid ad de perso n as que h a n sufrido la historia. Las m ujeres form an p arte de esa cadena de des­ gracias de la que, sólo ahora, parece vislum brarse el final. He inten tad o m o stra r al lector cóm o p rim ero el m ito y después las leyes d ieron alm a a u n a sociedad que, basada en la violencia y en la suprem acía de los violentos (es d e­ cir, de los hom b res), consideró a la m u jer el m ás preciado de los botines, no tan to p o r su valor intrínseco, sino p o r­ que era el único m edio de producir herederos que p e rp e ­ tu a ra n el estado de las cosas. Q u izá hacía falta u n paso más, aun q u e ese paso, según creo, no se dio en Grecia; fal­ taba la sanción religiosa que diera p o r concluido el ciclo que se había iniciado en la creación de los m itos, p rim e ­ ro, y de las leyes después. Y la sanción religiosa, la b e n d i­ ción de este d o m in io del h o m b re sobre la m ujer, la ru b ri­ có el cristian ism o , que co n sid eró a todas las m ujeres esclavas de sus m aridos. La inferio rid ad de la posición de la m u jer en to d o s los ám bitos institucionales (social, político, dom éstico y, p o r lo tanto, jurídico) es u n a consecuencia lógica de su decisi­ va posició n en el proceso rep ro d u ctiv o . Es u n a co n se­ cuencia lógica, pero, com o es obvio, n o es u n a consecuen­ cia necesaria. Para que aquello que n o es necesario se perciba com o necesario hace falta algo m ás que leyes; hace falta el m ito y la religión. C o n el m ito, con la ley y tam bién con la religión, todos nos hem os visto inm ersos, tam b ién los h o m b res, en u n p roceso q u e nos ha hecho sen tir la situ ació n social de la m u je r «com o si fuera u n a necesidad biológica inevitable y no u n a constru cció n so­ cial que p u ede cam biarse»106. 106. G. De Sainte Croix, La lucha de clases..., cit., p. 136.

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Sin em bargo, parece que nos h em o s d ad o cu en ta, al m enos en algunos lugares del p lan eta, de q u e to d a la construcció n m ítica, legal y religiosa que ha aplastado a la m ujer puede cam biarse. Y nos hem os dado cu enta p reci­ sam ente en aquellas sociedades en las que su papel re p ro ­ d u c to r ha dejado de ten er un a im p o rtan cia decisiva. Nos hem os puesto a d em oler u n sistem a que ha estado fun cio n an d o d u ra n te miles de años. Los desajustes, des­ de el pu n to de vista general, n o ha n hecho m ás que em p e­ zar, y probablem ente las consecuencias de tal dem olición resulten com pletam ente im previsibles. A las m ujeres, sin em bargo, les espera un calvario que día a día no hace m ás que m ostrarse en sus rasgos incipientes. En páginas an te­ riores he escrito que estam os viviendo u n a época en la que las m ujeres están pagando «con su sangre el delito de dejar de ser esclavas, el delito de ser libres; de existir al m argen de los hom bres». Espero que los h o m b res sepa­ m os ayudarlas.

El desarrollo político. La tiran ía D u ran te este capítulo hem os repasado cóm o la Época A r­ caica de la historia de G recia llegó a ser testigo de m ú lti­ ples y decisivos cam bios. Fue u n tiem p o en que la historia giró con rap id ez y con fuerza y en que, desde m uchos p u n to s de vista, fueron fijados los lím ites del p en sam ien ­ to occidental. El desarrollo de la econom ía m ercantil, casi desconocido en G recia hasta entonces, la ap arició n de la m o n ed a y la irru p c ió n en esa sociedad cam biante de p e r­ sonas con fortu n as basadas en la posesión de bienes m u e­ bles, hicieron que los fu n d am en to s establecidos en época m icénica cam biaran p ara siem pre.

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Por lo general, precisam ente esos nuevos ricos que b a ­ saban su fo rtu n a en tipos inéditos de actividad eco n ó m i­ ca fu eron los que, al reclam ar su cu o ta de c o n tro l en el p o der político, h icieron que los cam bios se acelerasen. En últim o té rm in o , la d em ocracia es hija de los artesan o s y los m ercaderes, que, aliados en m uchos casos con familias de la antigua nobleza de abolengo, se entregaron a un a ac­ tividad com ercial aventurera. Pero antes de llegar a la d e­ m ocracia, en G recia se desarrolló u n sistem a político de transición que fue llam ado p o r los griegos tiranía. Expli­ carlo es el últim o objetivo de este libro.

a) Causas de la tiran ía E ntre m ediados del siglo v u y finales del siglo v i a.C .107, m uchas ciudades griegas gobernadas hasta entonces p o r aristocracias hereditarias que basaban su riqueza (y p o r tan ­ to su poder) en la posesión de tierras, vivieron u n a pro fu n ­ da transform ación política de la que em ergió u n a nueva form a de gobierno personal, más o m enos dictatorial, que recibió el nom bre de tiranía. La palabra «tiranía» tiene hoy día u n sentido negativo, nacido de la p o sterio r época dem ocrática, que en sus in i­ cios no tenía. Por m u ch o que nos esforcem os en en c o n ­ tra r p ru eb as que d em u estren que los tira n o s e ra n poco m ás que aventureros ansiosos de p o d er y de riquezas, aje­ no s a los m o v im ien to s sociales y políticos, o p o p u listas sin escrúpulos que b uscaban a to d a costa m e d ra r en u n a sociedad q u e ofrecía p o r p rim e ra vez tal posibilidad, no 107. En alg u n o s lugares, esp ecialm ente en Sicilia, la tira n ía se pro lo n g ó to d av ía m ás en el tiem p o .

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las en con trarem o s. M ás bien en co n trarem o s p ruebas de lo con trario y, en to d o caso, top arem o s con u n p an o ram a com plejo que está lejos de p o d er ser sim plificado. De hecho, cu an d o la tiran ía desapareció de las tierras de Grecia (n o rm alm en te al cabo de u n perío d o corto, de dos generaciones m ás o m enos), el m u n d o político y so­ cial había cam biado p ara siem pre: había desaparecido el d o m in io de la aristocracia h ered itaria casi p o r com pleto y la sociedad en general se había hecho in finitam ente más ab ierta y com pleja. Pero de to d as las tra n sfo rm acio n es políticas que nacieron en esta época, u n a fue la que habría de m arcar p ara siem pre el ru m b o de las cosas. Esa tra n sfo rm a c ió n consistió, básicam ente, en que el p o d er político ya no h ab ría de basarse en la p ureza de la sangre, en la llam ada «sangre azul», sino en la posesión de bienes. Esto dio lugar en u n p rim e r m o m en to a la a p a ri­ ción de algunas oligarquías 108 típicas en los estados grie­ gos. M as, a la vez que la posesión de bienes se fue exten­ diendo en m ayor o m en o r m edida a todos los ciudadanos, las oligarquías se tra n sfo rm a ro n en dem ocracias, com o ocurrió en el caso de Atenas. La tiran ía es u n fenóm eno que se sitúa en m edio de ese proceso que com ienza con la oligarquía y term in a con la dem ocracia. E m pieza en las ciudades jónicas, ta n to del co n tin en te (M ileto) com o de las islas (Sam os), y p ro n to se extiende a la G recia central (C orinto, M égara, Sición) y a la pro p ia Atenas. C uando u n o estudia todos los casos particulares, descubre que el p an o ram a general es b astan ­ te uniform e y que la tiranía, in d ep en d ien tem en te del lu ­ gar en el que se im p lan ta, tien d e a caracterizarse p o r los 108. La p a lab ra griega olígos significa ‘escaso’, ‘p o co ’. Oligarquía signifi­ ca litera lm e n te ‘g o b iern o de u n o s p o c o s’.

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m ism os rasgos, entre ellos el hecho de que, au n q u e es un fenóm eno que nace en la Edad Arcaica, a la cual caracteri­ za en el ám bito político, no es u n fenóm eno exclusivo de esta época; h u b o tiran o s en la época clásica, e incluso en la época helenística, y fueron m uy pocos los estados que se lib raro n de esta fo rm a de g o bierno; que yo sepa, sólo E sparta y las islas de Egina y E ub ea109. N aturalm en te, el térm in o «tiranía» es desconocido en H om ero. A parece p o r p rim era vez en u n frag m en to que ya he citado de A rquíloco (m itad del siglo vil a.C. aproxi­ m adam en te) y que vuelvo a citar aquí de nuevo: N ada m e p e rtu rb a to d o el o ro de Giges, jam ás m e asaltó la envidia, y no tengo celos de las acciones de los dioses ni deseo la arro g an te tiranía. ¡Q ué lejos está to d o eso de m is ojos! ' 10

M uy p o sib lem en te la p alab ra «tirano» n o tiene p ara A rquíloco u n sentido político y m e atrevo a decir que la utiliza com o u n sin ó n im o de m ando o de poder. En gene­ ral este sentido se m an tu v o en los líricos arcaicos, y ya en el siglo V a.C ., en época clásica, la p alab ra era p e rfe c ta­ m ente intercam biable con basileús, es decir, ‘rey’. Son los h isto riad o res y p en sad o res de la época clásica los que identificaron tirano con usurpador, llenando la palabra de 109. Ya h em o s visto q u e E sp arta resolvió sus p ro b lem as con u n a p o líti­ ca d e co n q u ista s, esp ecialm en te de la vecin a M esenia, q u e selló p a ra sie m p re su d estin o c o n v irtié n d o la en u n a o ligarquía de tip o m ilitarista. La isla d e Egina, m u y p e q u e ñ a , n u n c a tu v o u n a eco n o m ía ag raria g en e­ ral y fu erte; fin alm en te, E ubea se lanzó a u n a te m p ra n a colo n izació n de la P en ín su la C alcídica que p ro d u jo u n a em ig ració n de g ran p a rte de su p o b lació n , lo que resolvió b u en a p arte de sus problem as. 110. F ra g m en to 22 D.

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u n co n ten id o negativo q u e h a perv iv id o h asta n u estro s días, en los que en ten d em o s que u n tira n o es, en efecto, un h o m b re que utiliza de m an era absoluta y arb itraria un p o d er que, gen eralm en te, ha u su rp a d o de fo rm a ilegal p o r m edios violentos. Un ejem plo de esta concepción n a ­ cida en el siglo v a.C. lo tenem os en A ristóteles, que dis­ tingue de m an era m uy clara en tre u n rey y u n tirano: El rey p reten de ser u n guard ián p ara que aquellos que p oseen ri­ quezas n o su fra n in ju sticia y al p u e b lo n o se le cause n in g u n a afrenta. Sin em bargo, la tira n ía n o tie n e en c u e n ta en n a d a el b ien co m ú n sino su provecho p ersonal. El objetivo del tira n o es el placer; el del rey, sin em bargo, es el bien. P or eso las am b icio ­ nes del tira n o son las riquezas y las del rey aquellas que hacen re­ ferencia al hono r. Y la guardia personal del rey es de ciudadanos; la del tira n o de m ercen ario s11*.

El tiran o pertenece, generalm ente, a la nobleza; incluso a la nobleza h ereditaria de abolengo, que había g o b ern a­ do desde la época m icénica las ciudades griegas. A pesar de ello, los tiranos son apoyados p o r el pueblo e incluso.se hacen elegir p o r el pueblo u n a vez que han conseguido el poder. H ay en este proceder u n germ en que, llevado hasta sus ú ltim as consecuencias p o r el d evenir histórico, será decisivo en el nacim iento de la dem ocracia. N aturalm ente, los estudiosos se han preg u n tad o siem ­ pre cuál es la razón que llevó al pueblo a apoyar a esos n o ­ bles que acabaron p o r convertirse en tiranos. En realidad, se tra tó de un a confluencia de objetivos, pues am bos, tira ­ no y pueblo, estaban interesados en dem oler los cim ientos de la antigua sociedad aristocrática. Especialm ente el p u e­ blo, ya que, privado de derechos, expuesto a la in terp reta­ 111. A ristóteles,Política, 5.10.9y 10.

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ción arb itraria que los nobles hacían de unas leyes n o es­ critas (que en realidad n o eran m ás que costu m b res a n ­ cestrales que los b eneficiaban siem pre) y excluido p o r com pleto de los m ecanism os del derecho gentilicio, e n ­ co n tró en los tiran o s a unos aliados circunstanciales, ca­ paces de acaudillar u n m o v im ien to social basado en el d esco n ten to que de o tra m an era n o h u b iera p o d id o ser encauzado. No había, adem ás, instituciones que p erm itie­ ran instalarse y m an ten erse en el p o d e r a u n a clase d iri­ gente que no fuera hereditaria. Tales instituciones debían crearse ex nouo y, desde lue­ go, no p o d ían surgir de los círculos de la nobleza de a b o ­ lengo, que com o es n atu ral no estaba interesada en cam ­ b iar u n estatus social que la beneficiaba claram ente. Los tiranos, p o r tan to , em peñados en la tarea de crear nuevas instituciones, deb iero n b uscar aliados fuera de las clases aristocráticas. Y los en co n traro n fácilm ente en las clases sociales su r­ gidas de las nuevas actividades ligadas al com ercio y n o a la tierra. N o fue, de todas m aneras, cosa fácil, pues in clu ­ so la oligarquía n o hereditaria, basada en la p ro p ied ad y no en los derechos in h eren tes al n acim ien to , era algo co m p letam en te inédito, n u n c a antes ex p erim en tado, n u n ca puesto en m archa. En cierta m edida, hasta que la evolución de las instituciones llevó al hallazgo del go b ier­ n o dem ocrático, no h u b o m ás alternativa que su stitu ir el gobierno de la aristocracia hered itaria p o r el de o tro s n o ­ bles, los tiranos, que basaban su p o d er n o en la trad ició n hereditaria, sino en la posesión de riquezas y en el apoyo del pueblo. Para los aristócratas de siem pre se tratab a n a ­ tu ralm en te de u su rpadores. Y, en realidad, lo eran. U surpadores que q u ed aro n en tie rra de nadie, pues al facilitar el acceso al p o d e r a h o m b re s que p e rte n e c ían a

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las nuevas clases sociales, ab riero n u n a p u erta que luego ya no h u b o form a de cerrar. En efecto, esos hom bres n u e ­ vos acabaron p o r acostum brarse a la actividad política y a exigir las cotas de p o d er que, a m edida que su experiencia política au m en tab a, les correspondían. Y así, las clases de los propietarios, prim ero, y poco después to d o el cuerpo de ciudadanos, llegaron a u n a conclusión cargada de ló ­ gica política: p o d ían gobernarse p o r sí m ism os, sin nece­ sidad de ser tu telad o s p o r u n tira n o que, a p a rtir de un cierto m o m en to , ten d ió a convertirse en u n aliado incó­ m odo, frenando unas d em andas populares que iban más allá de lo que parecía, desde el p u n to de vista de los p ro ­ pios tira n o s, razonable. En u n a palabra, el pueb lo co m ­ prendió que p o d ía p rescindir del tirano. Pero hasta que esto o c u rrió , la alianza fu n cio n ó p e r­ fectam ente. Los tiran o s em plearon el p o d er p ara destruir las bases de la o rg an izació n p o lítica basad a en la vieja aristocracia, utilizando p ara ello incluso procedim ientos su m am en te expeditivos com o la confiscación de tierras y sobre to d o la su stitu c ió n de las an tig u as agrupaciones gentilicias p o r nuevas divisiones territoriales. El tiran o se p resen tab a, así, co m o d efen so r del démos, es decir, del pueblo; y lo hacía d efendiendo a las nuevas clases de ar­ tesanos y com erciantes que b asaban su riqueza en la p o­ sesión de bienes m uebles. El démos aparece p o r prim era vez im plicado de lleno en u n a lucha que le interesaba vi­ vam ente, y lo hace apoyando u n p o d e r fuerte, represen­ tado p o r el tiran o , frente a los jefes de las grandes familias aristocráticas. El ritm o de este proceso de lucha n o decre­ ció, pues el tira n o era el p rim e r interesado en que tal lu­ cha se produ jera. A unque ciertam ente las nuevas condiciones económ i­ cas no se reflejaron de fo rm a p aralela e in m ed iata en la

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sociedad, los círculos aristo crático s gentilicios, fu e rte ­ m ente particularistas, n o tuvieron m ás rem edio que p le­ garse ante el p o d e r de los tiran o s con el fin de m antener, aunque sólo fuese en cierta m edida, sus privilegios. Y, a la vez, los tira n o s se ap o y aro n en el démos p ara im p o n e r unas reform as que en m uchos aspectos tu v iero n la clara in ten cio n a lid a d p o lítica de in te g ra r a am plias capas del pueblo en el ám b ito de u n a sólida tran sfo rm ació n social. Esta tra n sfo rm a c ió n se fu n d a m e n tó en la creación de nuevas divisiones sociales y territoriales, que se apoyaron en un principio absolutam ente nuevo y en m uchos aspec­ tos com p letam en te revolucionario: conceder a los ciu d a­ danos derechos y obligaciones proporcionales a la c o n tri­ b u ció n económ ica de éstos al Estado. C om o se ve, a pesar de la m ultiplicidad de causas, las de tipo económ ico y social estuvieron, com o casi siem pre, en la raíz de los cam bios sociales que llevaron a la ap arición de los tiran o s. Y en tre estas causas de tip o eco n ó m ico y social m ás que político, p ro b ab lem en te fue concluyente, com o volverem os a ver u n poco m ás adelante, el h u n d i­ m ien to de la p eq u eñ a p ro p ied ad agrícola, aplastada p o r las deudas y o p rim id a p o r los grandes propietarios aristó ­ cratas. Q uizá m uchos de estos p eq ueños p ro p ietario s e n ­ con traro n la salvación en el com ercio realizado p rin cip al­ m en te p o r vías m arítim as. Sólo así p u e d e n explicarse estas palabras escritas p o r H esíodo:

R ecuerda to d as las faenas que a tañ e n a cada estación y en espe­ cial las que se refieren a la navegación. Reconoce el valor de u n a nave pequeña, pero coloca tu carga en u n a grande, pues a m ayor carga m ayor ganancia h a b rá de añ ad irse a tu ganancia, siem pre que los vientos m an ten g an lejos de ti su furia funesta. C u an d o vuelvas tu cam biante espíritu hacia el com ercio, quieras lib rarte

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de las deudas y del h am b re in grata, te indicaré las leyes del m ar estru en d o so , a u n q u e n o soy en te n d id o n i en naves ni en nave­ g a c ió n " 2.

Lo que nos cuen ta aquí H esíodo debió de ser una de las claves de la situación, pues la p ro p ied ad acababa siem pre en m an o s de los g randes p ro p ietario s; y los cam pesinos com o Perses, el h erm a n o de H esíodo, acababan p o r co n ­ trae r deudas que, en los años de m ala cosecha, no pod ían pagar. Entonces, p ara p o d er hacer frente a las exigencias de los p ro p ietario s, se v en d ían ellos m ism os y sus fam i­ lias. La esclavitud p o r deudas fue, quizá, el mayor pro b le­ m a generad o p o r la in tran sig en cia e incapacidad de los aristócratas, y su abolición, desde luego, fue uno de los ar­ gum entos utilizados p o r los tiran o s p ara ganarse el favor del pueblo. Siem pre he tra ta d o de im aginar la angustia que tuvie­ ro n que vivir to d o s los cam pesinos pobres para evitar vender a los m iem b ro s de su fam ilia com o esclavos y p o ­ der hacer frente así a las deudas contraídas. La situación debió de ser p articu larm en te d u ra p ara las mujeres, que, sin duda, eran las prim eras en ser vendidas a los p ro p ie ta­ rios acreedores.

b) Teognis: el cronista nostálgico El proceso que estoy describiendo tuvo, como es natural, sus cronistas. La percepción que de to d o este proceso de d escom p o sició n y d em o lició n de los esquemas sociales que h u n d ía n sus raíces en la sociedad micénica tuvieron 112. Hesíodo, Trabajos y días, 642yss.

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los aristócratas de sangre azul está p erfectam ente refleja­ da en los textos a trib u id o s al p o eta Teognis de M égara, un au to r que vivió prob ab lem en te a caballo de los siglos v u y v i a.C. Teognis era u n aristó crata con u n a clara co n ­ ciencia de lo que estaba pasando, convencido de que los bu en o s tiem p o s en que la aristo cracia h abía vivido con tran q u ilid ad , co n tro lan d o to d o s los ám bitos de la socie­ dad griega, estaban pasando p ara siem pre. Él m ism o su­ frió algunas de las m edidas típicas con las que los tiranos in te n tab a n c o n tro la r la nueva situación, a consecuencia de la cual se vio obligado a m arch ar al exilio y a ver cóm o sus tierras eran confiscadas. Lleno de am arg u ra y de n o s­ talgia reclam aba así venganza a Zeus: Pero tú , Z eus O lím pico, haz que se cu m p la m i ju sta pleg aria y concédem e el gozo de algún bien en lugar de tan to s males. O jalá m u era si no en cu en tro u n respiro a m is m alos p en sam ien to s y no soy capaz de causar d o lo r a cam bio de dolores. Pues tal es m i destino. Y n o parece que se cum pla m i venganza sobre los h o m ­ bres que se h a n ad u e ñ a d o de m is riq u ezas a rre b a tá n d o m e la s con violencia. Y yo, com o u n p erro , he ten id o que atrav esar el b arran co a través de u n to rre n te cuya co rrien te m e lo h a a rre b a ­ tad o todo. O jalá p u e d a yo b eb er su n eg ra sangre; ojalá m e c o n ­ tem ple algún dios q ue dé c u m p lim ie n to a to d o tal co m o yo lo p ien so 113.

No obstante, el m u n d o que el p oeta añ o rab a n o habría ya de volver, pues la sociedad se había hecho m u ch o m ás com pleja. A pesar de ello, Teognis tendía, fiel a la vieja y sim ple m en ta lid a d heroica, a d iv id ir a los m o rtales sólo en dos grupos: en u n o estaban él y sus com pañeros de cla­ se; en o tro , los dem ás, especialm ente esos nuevos ricos 113. Teognis, 341-350. Cf. T am bién, en este sentido, 1199-1202.

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que habían conseguido su posición social gracias a activi­ dades que, com o el com ercio o la artesanía, a él y a sus com pañeros aristócratas les parecían detestables. Al g ru ­ po en el que él se en co n trab a lo llam ó los «buenos» (agathoí), m ie n tra s q u e el o tro g ru p o fue b au tizad o con el n o m b re de los «malos» (kakoí). Es u n a división sencilla, que ignoraba la creciente com plejidad social y reflejaba la sim plicidad de la antigua sociedad aristocrática. A unque parezca m en tira, sigue siendo u n a visión que está presen­ te en m uchos de los análisis políticos que se efectúan aún hoy y que, quizá, reflejan todavía la añoranza de u n m u n ­ do sim ple que n o requería m ás que análisis simples. C iertam en te p ara Teognis, fiel al m odelo de la a risto ­ cracia hereditaria que la tiran ía cuestionaba desde sus raí­ ces, lo principal es el nacim iento; la riqueza que no es fru ­ to del nacim iento, de la noble cuna, no significa nada y es incluso despreciable: B uscam os siem pre carnero s, asnos y caballos de p u ra raza y cualquiera desea q ue se apareen con hem bras de p u ra raza. Sin em bargo, u n h o m b re noble n o desdeña casarse con u n a m u jer plebeya114, hija de u n plebeyo, si eso le proporciona ab u n d an cia de riquezas. T am poco u n a m u je r se niega a ser la esposa de u n h o m b re plebeyo, sino que desea al ho m b re acaudalado antes que al noble, pues ellas ad o ra n la riqueza. Y el noble se casa con la hija del plebeyo y el plebeyo con la del noble. El veneno ha m ez­ clado el linaje. N o te extrañe, pues, que decline el linaje de n u e s­ tros ciudadanos, pues la nobleza se mezcla con la m a ld a d 115. 114. El tex to dice litera lm e n te kakén kakoíi, es decir « u n a h ija m ala de u n m alo». E n textos co m o éste p u ed e apreciarse la división social, v in ­ cu lad a a la san g re, d e la q u e h ab lab a m ás arriba. He p refe rid o tra d u c ir p o r « m u jer plebeya» con la in ten ció n de qu e la traducción p u e d a e n te n ­ derse p o r sí m ism a. En versos p o ste rio res procedo de la m ism a m anera. 115. Teognis, 183-192.

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Es difícil expresar con m ayor clarid ad la concepción aristocrática del m u n d o y la nostalgia p o r u n tiem p o que ya no hab ría de volver. La voz de Teognis es la voz de un h o m b re que n o ha sido capaz de ad ap tarse a los nuevos cam bios y d en o ta la in com petencia total que la vieja aris­ tocracia m o stró a la h o ra de resolver los nuevos p ro b le ­ m as sociales. En últim o térm ino, esa m anifiesta in co m p e­ tencia fue la que facilitó el cam in o a los tira n o s, q u e de una m anera u o tra liquidaron p ara siem pre el m u n d o que Teognis añ o ra en estos versos.

c) Un inten to de m ediación: Solón, el legislador p o eta El otro gran cronista de la situación es el ateniense Solón, que a com ienzos del siglo v i a.C. se dio p erfectam en te cuenta de que la riqueza ya no dep en d ía de la posesión de tierras y de que, p o r ta n to , el m u n d o estaba cam b ian d o radicalm ente: C ada cual a su m o d o se afana. U no recorre el m a r rico en peces deseando llevar en sus naves riqueza a su casa. A zotado p o r te­ rribles vientos no busca abrigo n in g u n o p a ra su vida. O tro [...] en cam bio, ara la tie rra llena de árb o les y trab aja a jo rn a l to d o u n año. O tro [...] se gana el su sten to con sus m an o s, o tro c o n o ­ ciendo las n o rm as del arte poética. A o tro lo hizo ad iv in o el rey A polo, el flechador, y ve la desgracia que desde lejos a u n h o m ­ b re lo acecha [...] O tros, los m édicos [...]116.

C om o pued e verse en este fragm ento, oficios que nada tien e n que ver con la actividad ligada a la tie rra eran ya com unes en el siglo v i a.C. D e hecho, la sociedad que late 116. Solón, Fr. 1 D, w . 43 y ss.

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R etrato de Solón. Un hom bre que entendió la práctica política como un ejercicio de dignidad. Sus palabras y sus actos lo han he­ cho inmortal.

en los versos de Solón em pezaba a n o parecerse d em asia­ do a la antig u a sociedad agraria, replegada en sí m ism a y que se resistía con fuerza a cu alq u ier tip o de cam bio. C iertam ente, fue la incap acid ad de las aristocracias p ara arm o n iz a r la existencia sim u ltán ea de ciu d ad an o s e n ri­ quecidos y cam pesinos arru in a d o s y esclavizados p o r las deudas lo que hizo, com o ya he dicho en líneas anteriores, que los tira n o s florecieran. En el caso de A tenas, la p re ­ sencia de Solón retrasó u n fenóm eno que en otras partes estaba ya en pleno auge. Sin em bargo, su figura, p o r im ­ p o rtan te y singular que sea, no evitó que incluso en Ate-

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ñas ap arecieran los tiran o s. N i siquiera la presencia de hom bres geniales hace que la historia se desvíe o se d eten ­ ga. Sólo se retrasa. C om o en o tro s lugares de G recia, la aristocracia ática estaba fo rm ad a p o r unas cu an tas fam ilias que se lla m a ­ b an a sí m ism as los eupátridas, es decir, los «bien n aci­ dos». Los m iem bros de estas fam ilias poseían tierras p o r toda el Ática y se rep artían todas las m ag istratu ras y car­ gos públicos. La ten sió n en tre estos viejos aristó cratas y los cam pesinos ap lastados p o r las deudas, de u n lado, y los rep resen tan tes de la nueva riq u eza no v in cu lad a a la tierra, de otro, hizo que en el año 594 a.C., quizá en u n in ­ ten to de evitar soluciones basadas en la violencia, Solón fuera n o m b ra d o arconte e investido de poderes especiales para tra ta r de evitar el conflicto. P robablem ente Solón te­ nía a la sazón cuaren ta años de edad. Lo que sabem os de Solón se debe, sobre todo, a sus v er­ sos, pues su vida se vio envuelta desde m uy p ro n to en la leyenda. D e las leyes que p u so en m arch a ten em o s u n a idea bastante com pleta gracias a las citas de autores p o s­ teriores que con frecuencia recu rren a ellas117. A un con todas las lim itaciones que casi siem pre aparecen cu an do in ten tam o s acceder a la vida de los antiguos griegos, So­ lón era u n eu p átrid a m iem b ro p o r ta n to de u n a de las fa­ m ilias de la aristocracia ática. El p a n o ra m a social q u e le tocó vivir hasta su arco n tad o n o debió de ser m u y d ife­ rente del de la m ayoría de las ciudades-estado de la G re­ cia de la segunda m itad del siglo v n a.C. El desarrollo del com ercio había propiciado, tam b ién en Atenas, la a p a ri­

117. La Constitución de Atenas, de A ristóteles, y la Vida de Solón, de P lu ­ tarco , so n fu en tes m u y aseq u ibles y, p ro b a b le m e n te , b asad as en o b ras del p ro p io S olón q u e se h a n p e rd id o p a ra n o so tro s.

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ción de un a nueva clase de h om bres que, a pesar de haber conseguido que las leyes se escribieran, no h abían p o d ido cam b iar el signo aristo crático de la legislación. Estos h om bres nuevos pretendían ah o ra p articip ar en el poder. Por otra parte, u n núm ero probablem ente significativo de cam pesinos libres que eran, a la vez, p eq ueños p ro p ie­ tarios se veía reducido a la esclavitud al no pod er pagar sus deudas a los grandes propietarios, que, de esta m anera, se qu ed ab an con las tierras. La situ ació n desesperada en la que se d eb iero n ver envueltas tan tas fam ilias, p ro b a b le­ m ente conm ovió incluso a algunos m iem bros de la aristo­ cracia, que sin tiero n que la situ ació n de los cam pesinos había llegado a u n extrem o insoportable. De esta m anera, se avinieron a aceptar la discusión, al m enos, de algunas de las viejas dem andas de los cam pesinos: u n nuevo re ­ p a rto de la tierra y nuevas leyes que redujeran en alguna m edida el p o d er casi o m n ím o d o de los aristócratas. En este contexto, Solón aceptó el papel de m ediador, algo que todavía continúa so rp ren d ién d o m e. U n h o m b re nacido m ás o m enos a m ita d del siglo v il a.C. en el seno de u n a fam ilia de aristócratas ricos in ten tó m ed iar entre los de su p ro p ia clase y la m u ltitu d de desheredados a los que la fo rtu n a o las leyes h ab ían co n d enado a la desespe­ ración. Y lo hizo con una im parcialidad y objetividad a b ­ solutam en te encomiables. En su p ro p ia o b ra pued e verse m uy claram en te esa política de eq u ilib rio en tre am bos p a rtid o s118, u n a política que lo caracterizó d u ra n te toda su vida y que defendió de m an era casi heroica en su época del arcontado:

118. P erm ítam e el lector que use este té rm in o , o b v iam en te anacrónico, pero ú til p a ra qu e cualquiera p u e d a en te n d e r a q u é m e refiero. H ab lo de dos p artid o s: el del pueblo y el de la nobleza aristocrática.

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Y vosotros, los que siem pre hasta h arta ro s tuvisteis riquezas, so ­ segando el violento corazó n d e n tro del pecho, c o n ten e d vu estra arrogancia. Pues son ricos m u ch o s m alvados y hay m u ch o s b u e ­ nos que de to d o carecen. M as n o so tro s n o cam b iarem o s la v ir­ tu d p o r la riqueza, p ues aquélla está firm e, m ien tras que la r i­ queza o ra uno, ora o tro la p o see119.

Este fragm ento es m uy revelador en tod o s los sentidos. Pero lo será m ás tod av ía si el lecto r cam bia las p alabras «malvados» (kakoí) y «buenos» (agathoí) p o r «plebeyos» y «aristócratas» respectivam ente. N o se tra ta de u n cam ­ bio sin im p o rtan cia, pues, com o hem o s visto algunas lí­ neas m ás arrib a, es, en realidad, el sen tid o p o lítico que cabe dar a estas palabras. P or lo dem ás, Solón n o sólo ex­ h o rta a sus iguales a que m o d e re n su excesiva am b ición de riquezas, sino que, insólitam ente, em plea u n to n o que p o d ría calificarse de am enazante. Pero la figura de Solón no representa sólo el deseo de m ed ia r en tre dos m u n d o s con la in ten ció n , ya de p o r sí h o n ro sa, de conseguir u n eq u ilib rio justo. Solón c o m ­ p rendió y asum ió que la situación del pueblo era com ple­ ta m en te in ju sta y quiso rem ed iarla de u n a m a n e ra que m e atrevo a calificar de política, pues lo in ten tó (y consi­ guió de hecho), a la vez que tra ta b a de evitar u n conflicto social que p o d ría h a b e r deriv ad o hacia u n a catástrofe m uy fácilm ente. C on esta idea com o guía, Solón hizo abolir las deudas y p ro m u lg ó leyes que ten ían com o objetivo im p e d ir p ara siem pre que alguien p u d iera ser esclavizado p o r tal m o ti­ vo; a la vez, en u n in ten to que realm ente dignifica su figu­ ra, hizo que los atenienses que h abían sido vendidos com o esclavos p o r esa razó n fu eran b u scados, liberados y d e­ 119. Solón, Fragm ento 5 D.

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vueltos a su patria. Sólo p o r esto, la historia debe a Solón u n lugar en su índice de héroes. El p ropio Solón nos des­ cribe el sentido de las reform as que sus leyes em p ren d ie­ ron. A m i juicio, se tra ta de u n a labor titánica; u n a labor esencial no sólo para sus conciudadanos atenienses o para sus co m p atrio tas griegos en general, sino p ara to d o s los seres hu m an o s de todas las épocas: A rran q u é de la negra tie rra los m o jo n es h in cad o s p o r to d o s los lugares; de u n a tierra que antes era esclava y a h o ra libre. A A te­ nas, n u e stra p a tria [...] devolví a m u ch o s h o m b re s que h ab ían sido vendidos con razó n o sin ella y a o tro s que, obligados a exi­ liarse p o r su extrem a pobreza, h a b ía n o lvidado ya la lengua de A tenas. A o tro s que aquí m ism o su frían vergonzosa esclavitud, te m b lan d o ante el h u m o r de sus am os, los hice libres. Todas es­ tas cosas las hice po n ie n d o en a rm o n ía la fuerza y la justicia [...] T am b ién escribí leyes igual p a ra el plebeyo que p a ra el n o b le, aplicando a am bos u n a justicia recta [...] Si yo h u b iera h echo u n d ía lo q ue a u n o s agradab a, y lo q u e a los c o n tra rio s al d ía si­ guiente, de m uch o s h o m b res esta c iu d ad h u b iera q u ed ad o viuda. Así que, b u scan d o ayuda en to d a s p artes, m e revolví com o u n lobo en m edio de los p e rro s120.

Pocas veces los ideales políticos y las conquistas socia­ les h a n ten id o u n a expresión m ás atin ad a y h erm o sa que en estas líneas. Solón, en efecto, se hizo cargo de la situ a­ ción e in te n tó controlarla, en beneficio de todos, tra ta n ­ do de ev itar el d e sb o rd a m ie n to violen to de u n p u eb lo que, en la práctica, n o gozaba de n in g ú n derecho. Pero sus reform as no q u ed aro n sólo en esto. D ividió a la población en c u a tro clases de acuerdo con la p ro d u cció n de las tierras. La p rim e ra clase, la m ás rica, fue llam ad a los p en takosiom edím noi, p ues deb ía ten er 120. Solón, Fragm ento 24 D.

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un a pro d u cció n que no fuera inferior a 500 m edim nos de cereal o su equivalente en aceite o v in o ’21. Tras la clase de los pentakosiom edím noi estaba la de los caballeros o hippeís, que debían p ro d u c ir entre 300 y 500 m edim no s y costearse, igual que la p rim era clase, el servi­ cio m ilita r en la caballería. D espués Solón estableció la clase de los zeugitas, p alab ra que significa literalm en te ‘pareja o tro n co de anim ales’, es decir ‘y u n ta’. Así pues, el zeugita, yun tero o yuguero, era el pro p ietario de u n a y u n ­ ta de bueyes y tenía, p o r tanto, recursos para m antenerlos; debía ingresar n o m enos de 2 0 0 m ed im n o s y costearse su equipo de in fantería pesada. F inalm ente estaban los tétes, que no p o d ían costearse su equipo de infantería. Estos ú l­ tim os acabaron p o r servir fu n d am en talm en te en la a rm a ­ da y tuvieron u n peso decisivo en el período dem ocrático. U na vez establecido este censo, b asado en la p ro d u c ­ ción de la tie rra y no en el n acim ien to (lo que significaba el fin de la aristo cracia com o «m érito» p o lític o ), Solón rep artió los cargos públicos según estas nuevas clases so­ ciales. A m i juicio, fue u n a in n o v a c ió n c o m p le ta m e n te revolucionaria que abrió las p u ertas de par en p ar al n aci­ m iento de la dem ocracia. Y n o sólo p o rq u e abolía el siste­ m a gentilicio de poder, sino p o rq u e daba a la p roducción, es decir, a lo que los ciu d ad an o s a p o rta b a n al Estado, el papel p ro tag o n ista, al tie m p o q u e reconocía d erechos a aquellos que apenas p o d ían a p o rta r nada. Y así, a la p r i­ 121. El m ed im n o era u n a u n id a d de m e d id a p a ra sólidos equivalente a u n o s 52 kg y p erten ecía al sistem a de pesos y m edidas de la isla de Egina. C o n el fin de q u e el lecto r p u e d a hacerse u n a idea cabal, d eb o d ecir que p a ra co sech ar 500 m e d im n o s e ran n ecesarias 16 h ec tá re a s de tie rra ap ro x im ad am en te; 10 p a ra cosechar 300, y 6 o 7 p a ra cosechar 200. C on el tiem p o , u n a d racm a, la m o n e d a aten ien se p o r excelencia, fue co n si­ d era d a eq uivalente a u n m ed im n o .

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h i i o s d e h o m f .r o

m era clase le co rre sp o n d ie ro n los cargos de carácter fi­ nanciero y las m agistraturas suprem as, las desem peñadas p o r los llam ad o s arcontes. Pero p e rm íta m e el lector, de nuevo, u n a p eq u eñ a explicación antes de seguir. Estoy se­ g uro de que le ayudará a co m p ren d er m ejo r la tarea a la que Solón tuvo que enfrentarse. Los arcontes eran los cargos públicos m ás im p o rtan tes de la ciu d ad de A tenas. En épocas an terio res al p erío d o que estoy tra ta n d o de ilu strar sólo había u n arconte, y el cargo, que era h ereditario, únicam en te p o d ía ser d esem ­ p eñado p o r u n m iem b ro de la fam ilia de los Códridas, u n n o m b re que nos retro trae al an tig u o m u n d o aristo cráti­ co enraizado en leyendas que incluso iban m ás allá de los tiem pos n arrados p o r H om ero. C odro (Códridas significa ‘descendientes de C o d ro ’) era hijo de M elanto y descen­ d iente de Neleo, el padre de N éstor. Era, pues, n ad a m e ­ nos que p arien te del dios Poseidón. ¡Cóm o debió im p re ­ sionar tal genealogía a los atenienses com unes en los años oscuros que sucedieron a la caída de Troya! El suyo era un m u n d o regido p o r hom bres que se em p aren tab an con los p ropios dioses y se atrib u ían hazañas que les concedían el derecho de pro p ied ad sobre las tierras y sus habitantes. La tarea de cam biar ese m u n d o debió de su p o n er p ara Solón y para los que, com o él, desafiaron ese estado de cosas, un esfuerzo form idable, pues la gente c o m ú n contem p lab a a aquellos aristócratas com o q u ien contem pla u n a especie de rem edo de los dioses. De hecho, cuando los Heráclidas invadieron el Peloponeso (la leyenda que, com o hem os visto, pretendió dar u na base m ítica a la invasión de los dorios), M elanto, que había sido expulsado de Pilo, em igró a Atenas. U na vez en la ciu­ dad, Timetes, el últim o descendiente del legendario rey Teseo, le traspasó los derechos de realeza sobre Atenas en pago

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p o r la ayuda que M elanto le había prestado en su lucha contra el rey de Beoda. De esta m anera, u n a familia que en últim o térm in o descendía de Neleo, el legendario hijo de Poseidón, el que fue am am antado con la leche de una de las yeguas de su padre, el fundador de la «arenosa» Pilo, el p a ­ dre de Néstor, se instaló, de m anera hereditaria, en el trono de la ciudad de Atenas. A M elanto lo sucedió, com o era n a ­ tural, su hijo varón, C odro. En este contexto se entiende perfectam ente el significado original de la palabra arconte, un a palabra que significa literalm ente ‘el que m anda’. Éste es el tip o de poder, de trad ició n m ítica, al que los legisladores de la Época A rcaica p u siero n coto. H ay a u ­ ténticos héroes an ó n im o s que, n o sabem os exactam ente cuándo, red u jero n el p o d er de este arconte a u n período de diez años y consiguieron que el cargo dejara de ser p ri­ vilegio exclusivo de la familia de los Códridas. De esta m a ­ nera, el arcontado pasó a ser desem peñado p o r cualquiera de las fam ilias aristocráticas de abolengo, los llam ados eupátridas o ‘b ien n acid o s’, que establecieron su d o m in io tan sólidam ente que sólo el advenim iento de la d e m o cra­ cia p u d o cam b iar la situación. F inalm ente, el arco n tado fue desem p eñ ad o , ya en época p red em o crática, p o r un colegio de nueve hom bres que eran sustituidos cada año. C om o h em o s dicho u n p oco antes, Solón d e te rm in ó que el a rc o n ta d o fuera d esem p eñ ad o p o r los m iem b ro s de la prim era clase, la de los p en takosiom edim nos, y ta m ­ b ién que fu eran elegidos de en tre los que p e rte n e c ían a esta p rim e ra clase los m ag istrad o s del decisivo trib u n a l del A reó p ag o 122. Éste tra d ic io n a lm e n te se encarg ab a de vigilar la ad m in istració n pública y la con d u cta de los p a r­ 122. Su n o m b re es d eb id o a qu e se re u n ía en la colina de Ares, el dios de la g u erra, m u y cerca de la A crópolis.

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ticulares, pero Solón am p lió sus a trib u cio n es de suerte que tam b ién pasó a vigilar las deliberaciones de las asam ­ bleas y se encargó de la educación, lo que añadió al presti­ gio que ya tenía u n p o d e r m uy im p o rta n te en el devenir de los asuntos públicos. Las reform as dem ocráticas p o s­ teriores siem pre fueron en la dirección de restringir p ro ­ gresivam ente los poderes del A reópago, au n q u e el trib u ­ nal conservó casi intacto su prestigio, quizá debido a que, al ser u n cargo vitalicio, la m ayoría de sus m iem bros, los llam ados areopagitas, eran ancianos. El respeto de los a n ­ tiguos p o r los ancianos es proverbial y arranca, p ro b ab le­ m ente, del m ítico N éstor, el anciano legendario al que to ­ dos escuchaban d u ra n te la g u erra de Troya. Los griegos pensaban que la sabiduría necesita de la m a d u rez y que, sólo p o r el hecho de h ab er sobrevivido, los ancianos m e ­ recían respeto y adm iración. La seg u n d a clase, la de los hippeís, ta m b ié n p a rtic ip ó en el contro l de las m agistraturas m ás im p o rtan tes, a u n ­ que no conocem os al detalle los ám b ito s de p o d er que le co rresp o n d iero n en esta época p redem ocrática. En to do caso, debieron de p o d er llegar a ser arcontes. En cam bio, a los zeugitas Solón les en co m en d ó las ta ­ reas relacionadas con la policía y la adm in istració n , pero les prohib ió el acceso a las m agistraturas superiores, es de­ cir, al arcontado. Finalm ente, los tétes, los m ás h um ildes de los ho m b res libres, los que tra b a ja b a n com o obreros, m ercenarios o jornaleros, los que sólo p o d ían alistarse en las filas de la infantería ligera y de la arm ada, n o p u d ieron desem peñar n in g ú n cargo público. Sin em bargo, y en ello está, a m i juicio, la m ás ex tra o rd in a ria c o n trib u c ió n de Solón a lo que p o d ríam o s co n sid erar la h isto ria esencial de la dignidad del ser hu m an o , les fue reconocido p o r p ri­ m era vez el derecho electoral en la A sam blea Popular, la

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Ecclesia, y en el p o d e r judicial, la Heliea, de cuyos elencos form aron parte, con frecuencia decisiva, p ara siem pre. Este proceso que estoy co n tan d o está relatado con d e­ talle en la Constitución de los atenienses de Aristóteles. No m e resisto a citar u n p árrafo que describe, con el estilo conciso que caracteriza al filósofo de Estagira, las re fo r­ m as decisivas de Solón: Solón dispuso la co n stitu ció n del m o d o que sigue: p o r censo los d istribuyó en cu atro clases: los p en taco sio m ed im n o s, los cab a­ lleros, los zeugitas y los tetes. A signó el desem p eñ o de las m agis­ tra tu ra s m ás im p o rtan tes a h o m b res perten ecien tes a los p e n ta ­ cosio m edim nos, los caballeros y los zeugitas, es decir, los nueve arcontes, los tam íasl2}, los O nce'24 y los colacretas'25 [...] Y en re­ lación con los tetes, hizo q u e so la m e n te fo rm a ra n p a rte de la asam blea y de los trib u n a le s126.

U na vez designadas las clases que d ebían desem peñar cada cargo público, Solón em pezó a generalizar el sistema del sorteo en vez de la elección, u n a m ed id a que hoy c o n ­

123. E ran los tesoreros. E n A tenas, los m ás im p o rta n te s era n los de A te­ nea. C u sto d ia b a n el d in ero que era d e stin a d o p a ra fines religiosos y m i­ litares. En el siglo v a.C. (año 434) se in stitu y ó u n colegio sim ilar de ta­ m ias p a ra los o tro s dioses. 124. Los Once eran los en carg ados de la cárcel. F o rm a b an u n colegio de diez m iem b ro s, co m o los tam ias, y u n secretario. P o d ían h acer ejecutar, sin fo rm a lid a d e s prev ias, a lad ro n e s, b a n d id o s y cierto tip o de d e lin ­ cu en tes (esp ecialm en te a aqu ellos qu e v en d ían com o esclavo a u n h o m ­ b re libre) q u e e ran so rp ren d id o s in flagrante. Si el delito no estaba claro, d eb ían re m itirlo s al trib u n a l. 125. E ra n fu n c io n a rio s del teso ro que, según parece, h a b ía n d esap are­ cid o ya en ép o ca d e A ristóteles. C o b ra b a n los im p u esto s y los e n tre g a ­ b a n a los tam ías. Su n o m b re tien e relación co n alguna suerte de fu n ció n sacerdotal, p u e s litera lm e n te significa ‘los q u e tro cean las víctim as’. 126. C onstitución de los atenienses, 6.3.

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sid eraríam o s p ro p ia de u n a d em o cracia radical. C ada ciu d ad an o , p o r el hecho de serlo, tenía la obligación de servir al Estado con el desem peño, p o r sorteo, de las m a ­ g istraturas que h abían sido asignadas a su clase. El lecto r debe re p a ra r en la im p o rta n c ia decisiva que en el desarrollo p o sterio r de la c o n stitu ció n política h a ­ b ría de ten er la utilización del sorteo en la designación de los cargos públicos. De hecho, su p o n ía el em b rió n de uno de los principios sagrados sobre los que habría de su sten ­ tarse después la dem ocracia ateniense: la isonomía, es d e­ cir, la ‘igualdad ante la ley’. El q ue los cargos públicos fue­ ra n d esem p eñ ad o s, con alguna excepción, p o r so rteo y no p o r elección su p o n ía to d a u n a filosofía d em o crática que, entre o tras cosas, tratab a de evitar la generación de u n a «clase política» que, m ediante el sistem a de elección, se perp etu ara en el poder. Y no sólo esto, pues el sorteo de las m ag istratu ras hacía que cu alquier ciu d ad an o tuviera la experiencia de ser gobernante ((árchein) cu an d o le co­ rrespond ía el desem peño de u n a m ag istratu ra y, a la vez, de ser gobernado (árchesthai) cuando cesaba en el desem ­ peño de su cargo. D esde m i p u n to de vista, ésta es u n a de las características esenciales de la dem ocracia tal y com o la en te n d ie ro n los griegos antiguos; u n a característica que, con el paso del tiem po, h an perdido p o r com pleto las dem ocracias m o d ern as. En efecto, al basar el acceso a los cargos públicos (de naturaleza no sólo política sino ta m ­ bién judicial) en los p rocedim ientos de elección o desig­ nación, las dem ocracias m o d ern as han generado u n a cla­ se política (y judicial) que ha alejado al pueblo de la tarea de gobernar p ara constreñirlo, exclusivam ente, al ám bito de ser go bernado. P robab lem en te Solón vio este peligro cuando estableció el sorteo com o sistem a de acceso a las m agistraturas. Y n o sólo este peligro, sino o tro que es una

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de sus consecuencias: el riesgo de que u n a clase dirigente, refrendada p o r el voto del pueblo, acabe tra n sfo rm á n d o ­ se en u n a autén tica oligarquía. La legislación de Solón incluía m uchas m ás iniciativas y reform as. En conjunto, ya lo he dicho, la o b ra de Solón m e parece u n a hazaña que dignificó p ara siem pre a todos los hom bres, traspasando las fronteras de la antigua G re­ cia. Así, en el año 451 a.C., cuando el incipiente Estado ro ­ m ano inten tab a darse p o r p rim era vez u n cuerpo de leyes que pusiera fin al enfrentam iento en tre patricios y plebe­ yos, la tra d ic ió n nos cu en ta que u n a com isión de tres m iem bros fue enviada a G recia p ara estu d iar con detalle las leyes de Solón. El conflicto que se planteaba en Rom a no era m uy diferente (aunque quizá m ás com plejo to d a ­ vía) del que se había planteado en G recia y, co n cretam en ­ te, en Atenas. Q uizá p o r entonces en Rom a ya habían oído hablar de ese legislador p o eta que se había vanagloriado de envejecer ap ren d ien d o algo cada día. El hecho es que, a su regreso a Rom a, la com isión fue to m ad a m uy en serio y el trib u n o Terentilio Arsa propuso, con éxito, que se hicie­ ra cargo del gobierno u n a com isión de diez varones p a tri­ cios (los llam ados decemuiri); el o rden constitucional vi­ gente fue su sp en d id o m o m e n tá n e a m e n te m ie n tra s los decemuiri realizaban su trabajo legislativo. Al cabo de un año presen taro n u n co n ju n to de leyes escritas sobre diez tablas (que m ás tard e serían com pletad as p o r o tras dos m ás) que rep resen tan el e m b rió n del derecho m o d ern o . Las tablas originales se p erdieron en el año 390 a.C., c u a n ­ do los galos incendiaron Roma, pero su im pulso ya no fla­ quearía m ucho. La fam a de h o m b re justo de Solón traspa­ só m uy p ro n to , com o vem os, las fronteras de Atenas. C on todo, Solón n o logró co m p letam en te lo que p re­ tendía ni p u d o im p ed ir ulteriores distu rb io s sociales. Los

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Pnÿx, colina en la que se reunía la Asamblea Popular de Atenas. El templo de la democracia. Desde este lugar los antiguos atenien­ ses, reunidos para decidir sobre toda suerte de asuntos, contem pla­ ban orgullosos su ciudad. En este lugar, norm alm ente solitario e ig­ norado p o r los turistas, es difícil sustraerse a la em oción y a la nostalgia. A la derecha puede verse una de las m ás hermosas vistas de la Acrópolis; en el centro está el ágora y al fondo, abigarrada, la ciudad de Atenas.

datos histó rico s que p o d em o s in ferir de los años p o ste ­ riores a sus reform as nos m u estran u n a cierta inestabili­ dad que, en ú ltim o térm in o , trajo tam b ién a A tenas la ti­ ranía. Sabem os, p o r ejem plo, que entre los años 590 y 586 a.C. no h u b o n o m b ram ien to s de m agistrados; que el arconte del añ o 582 a.C. d esem p eñ ó su cargo m ás de dos años en lugar de u n o sólo, y que, al final de su m an d ato, fue expulsado p oco antes de q u e se n o m b ra ra n diez a r ­ contes. Sin em bargo, las refo rm as de Solón calaron tan p ro fu n d am en te en el espíritu de los atenienses que, de los diez arcontes no m b rad o s, sólo cinco eran eupátridas; los otros cinco eran tres agricultores y dos artesanos. Solón fue u n m ediador, u n árbitro, u n junco flexible en u n a época de hierro. Su figura tiene p ara m í el halo de los héroes reales que se enfrentan con la epopeya de encauzar la h isto ria y hacer que ésta d isc u rra p o r los cauces que m arcan la dig n id ad y el progreso. Sin d u d a alguna él fue

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consciente de esta suerte de m isión que, p o r razones que p ro b a b le m e n te le p areciero n in co m p ren sib les, p u so en sus m ano s el d estin o de los ho m b res, pues, con la razón q ue se basa en la experiencia que él m ism o h abía conoci­ do, nos dice que o tro «no h ab ría co n ten id o al p u eb lo ni h ab ría cesado hasta que, b atien d o la leche, hubiese saca­ do la m anteca. Yo en tre éstos, igual que en tre dos ejérci­ tos, m e in terp u se com o lím ite»127. Q uizá la debilidad de la C o n stitu ció n política de Solón rad icara en el hech o de que su división en clases seguía, en el fondo, basada en la p ro p ie d a d de la tie rra (au n q u e favoreciera a los p e q u eñ o s y m ed ian o s p ro p ie ta rio s) y perjudicaba los intereses de los com erciantes y artesanos. Q uizá ta m p o c o logró que el A reópago, la A sam blea y la H eliea 128 a c tu a ra n de m an era co o rd in ad a, com o m ie m ­ bros de u n solo Estado. El hecho es que, retirado Solón de la escena política, las rivalidades y las luchas entre las dife­ rentes facciones c o n tin u aro n o reaparecieron. Y así, los pedieos (‘los habitan tes de la llan u ra’), a ristó ­ cratas e u p á trid a s cap itan ead o s p o r Licurgo (de la a n ti­ quísim a fam ilia de los B utadas), los paralios (‘los que h a ­ b itan las costas’), en su m ayoría m arineros, m ercaderes y artesanos, todos pequeños propietarios, cuyo jefe era Megacles; y, finalm ente, los diacrios (‘los de las m o n ta ñ a s’),

127. C ita del p ro p io S olón q u e n o s tra n sm ite A ristóteles, Constitución de los atenienses, 12.5. 128. A un a riesgo de caer en u n cierto an acro n ism o , creo que debo esta­ blecer u n cierto p aralelism o co n el m u n d o de ho y que, sin d u d a , ay u d a­ rá al lecto r a e n te n d e r lo q u e q uiero decir. Es com o si en n u estro país el S enado (A reópago), el C o n g reso (A sam blea) y el p o d e r judicial (H eliea) a c tu a ra n p o r su cu e n ta , sin re p re se n ta r las tres p a rte s esenciales de un m ism o cu erp o , de u n to d o qu e n o es o tra cosa q u e el p o d e r em an ad o del pueblo.

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La A crópolis de A tenas vista desde la Pnÿx.

cam pesinos y jornaleros bajo el m an d o de Pisistrato, aca­ b aro n enfrentándose. Por m uchas razones, los paralios y los diacrios estaban llam ados a aliarse co n tra los pedieos, pues la p o lítica in ju sta de éstos tuvo u n efecto m u y im ­ portante: la creación de u n a clase de ciudadanos cohesio­ nada no ta n to p o r lo que era en sí m ism a sino p o r aquello a lo que se oponía. En u n a palabra, m o m en tán eam en te se creó una verdadera clase social antiaristo crática que hizo que los factores de d esu n ió n en tre los paralios y los d ia ­ crios pasaran a u n segundo plano y se fueran perfilando u n a serie de objetivos com unes y u n esbozo de o rganiza­ ción para conseguirlos. En to d o caso, de este en fren tam ien to surgió en Atenas el período de tiranía encarnado p o r Pisistrato y sus hijos, el p e río d o que la h isto ria conoce com o el de los Pisistrátidas. G racias en tre otros factores a las reform as de Solón,

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cuyas leyes fu ero n respetadas p o r el p ro p io Pisistrato, la tiran ía no fue en A tenas m ás que u n perío d o interm edio; y un p erío d o que p o d ríam o s calificar de positivo en m u ­ chos aspectos, com o nos in d ic a n m u y claram en te las fuentes griegas m ás prestigiosas. Así A ristóteles afirm a lo siguiente: P isistrato g o b e rn a b a con m o d e ra c ió n , m ás co m o c iu d a d a n o q ue co m o tira n o . En té rm in o s generales era h u m a n o e in d u l­ gente con los qu e faltaban y, adem ás, p restab a d in ero a los p o ­ bres para que p u d ie ra n llevar a cabo sus trabajos, de m a n e ra que p u d ie ra n m an ten erse cultiv an d o la tie rra 129.

O tras fuentes anteriores a A ristóteles, p ero igualm ente prestigiosas, h ab lan de Pisistrato en térm in o s m u y p a re ­ cidos130. En realidad, la tira n ía fue en Atenas u n p a ré n te ­ sis, u n a antesala p o r la que, inevitablem ente, la sociedad ateniense tenía que pasar antes de e n tra r en la senda de la dem ocracia. Q uizá a Pisistrato le o cu rrió , com o a la m ayoría de los tiranos griegos, lo que o cu rre a m u ch o s personajes n o ta ­ bles de la historia; su m isión fue ab rir cam inos y, u n a vez abiertos, m ostrárselos a la gente que n u n ca había sido ca­ paz de verlos. M as la h isto ria suele ser cruel con quienes abren los cam inos y hacen que el pueblo, olvidadizo, los tran site. Los tira n o s lo hicieron; in iciaro n u n proceso que, u n a vez cum plido, prescindió de ellos. El pueblo, con el p o d er recién adquirid o , n o quiso que nadie lo tutelara. El e m b rió n de la dem ocracia crecía ya en el vientre de Grecia. 129. C onstitución de los atenienses, 16.2. 130. Véase en este sen tid o , p o r ejem plo, H eró d o to , H istoria, 1 .5 9 ,y T u cídides, H istoria de la Guerra del Peloponeso, 6.54.

Epílogo

En Atenas, p o r p rim era vez en la historia h u m an a, el p u e ­ blo decidió to m a r las riendas de su p ro p io destino y e n ­ frentarse con los m isterios del p o d e r y de la política com o quien se enfrenta a m u n d o s en los que hab itan enem igos y peligros desconocidos. La historia que siguió a Solón y a la caída de los tiran o s en A tenas es la h isto ria de la im ­ p la n tac ió n de la dem o cracia, de la razó n y de la e d u c a ­ ción. R epentinam ente, en u n lugar pobre del este del M e­ d iterrá n eo , m u ch o s h o m b res creyeron que la Edad de O ro, el tie m p o de la felicidad, el universo en el que todo era posible, n o estaba en el pasado sino en el futuro. P en­ saron que con el co n o c im ie n to b asado en la razó n p o ­ dían co m p ren d er y tra n sfo rm a r el m u n d o y creyeron que a través de la ed u cació n p o d ía n tra n s m itir ese co n o c i­ m iento a todos los ciudadanos, los presentes y los futuros. Sin em bargo, el em peño del pueblo ateniense, de todos los que creyeron en el triu n fo de la razón, fracasó en b u e ­ na m edida. Las som bras del conglom erado heredado, de la superstición, de la cobardía y, sobre todo, del m iedo a la libertad, n o fueron vencidas ni p o r el pen sam ien to racio­ 434

EPILOGO

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nal ni p o r la actitud ilustrada de b u en a p arte de la socie­ dad ateniense, y d u ra n te siglos la luz de la razó n , el res­ p la n d o r del lógos, pareció apagarse. H oy sabem os que, en realidad, no se apagó del to d o , que los m odelos creados p o r los antiguos griegos están aú n vigentes y que tenem os la o p o rtu n id a d de estudiarlos, de co m p ren d erlo s y de m ejorarlos. El estudio de ese proceso em pieza en el siglo v a.C., el siglo de Pericles, y te rm in a m u y lejos de G recia, con la m uerte, en la lejana y m ítica Babilonia, de u n griego n a ­ cido en el n o rte, en la salvaje M acedonia, y llam ad o a rom per, con su eterna m irad a de ho m b re libre, el cerrado m u n d o de las naciones, de las razas y de las fronteras. C onocem o s ese p erío d o co m o la É poca Clásica de la historia de Grecia. U na época fascinadora que nos ha le­ gado algunos de los logros m ás asom brosos de la especie h u m an a y tam b ién alguna de sus m ás h o n d as d ecepcio­ nes. Si los lectores quieren, quizá aborde la tarea de c o n tá r­ selo en u n p ró x im o libro.

Bibliografía

La b ib lio g ra fía q u e cito a c o n tin u a c ió n n o es, o b v ia m e n te , exhaustiva. C on ella he p reten d id o ofrecer a m is lectores u n a lis­ ta de libros q ue co nsidero fu n d a m e n tale s p o r d istin to m otivo. N o es u n a bibliografía m o d e rn a (a u n q u e en ella hay libros m u y recientes) sino útil, y he p ro cu ra d o , en la m ed id a de lo posible, que estuviera en español. N o la he seleccionado, en sum a, p e n ­ san d o en los especialistas que p u e d a n leer este libro (quizá ellos n o la necesitan) sino en el lecto r co m ú n , interesado p ero n o es­ pecializado. Todos los libros qu e aparecen en ella m e h a n ab ierto los ojos en algún m o m e n to de m i vida y algunos están p o r en cim a de las m odas y de los tiem pos. Son clásicos. T am bién he incluido u n a bibliografía sobre trad u ccio n es de los autores antiguos que cito en el libro. Q uizá haya algún lector, interesado en p rofundizar, a qu ien le resulte útil.

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Para la Biblioteca de A p o lo d o ro p u e d e consultarse la tra d u c ­ ción de J. G arcía M oren o (A lianza E ditorial, 2004). A r is t o t e l e s

Para Política véase la tra d u c ció n de C. G arcía G ual y A. Pérez Jim énez (A lianza E ditorial, 1988) y p a ra Constitución de los atenienses la de M. G arcía Valdés (B iblioteca Clásica G redos, 1984). E s q u il o

Para Los siete contra Tebas (y to d a la o b ra de Esquilo) p uede co n su ltarse la tra d u c c ió n de E. Á. R am os Ju rad o (A lianza E ditorial, 2004). E u r íp id e s

Para las ob ras Alcestis y M edea p u ed e con su ltarse la tra d u c ­ ción de A. G uzm án G u erra (A lianza E ditorial, 1999). H e r a c l it o

Para los frag m en to s de H eráclito p u e d e co n su ltarse la tr a ­ d u cció n de A lberto B ernabé en D e Tales a D emócrito: Frag­ m entos (A lianza Editorial, 2.a ed., 2001 ). H er Od o t o

Para la Historia de H eró d o to p u ed e consultarse la trad u cció n de C arlos Schrader (5 vols., B iblioteca Clásica G redos, 19772000 ). H es Io d o

Para las obras de H esíodo pu ed e consultarse la tra d u c c ió n de A delaida y M .a Á ngeles M a rtín Sánchez (A lianza E ditorial, 2000) que incluye Teogonia, Trabajos y días, Escudo y C erta­ m en de H o m ero y H esíodo.

442

BIBLIOGRAFIA

H om ero

Para la Ilíada la tra d u cció n de A gustín G arcía Calvo (Lucina, 1995) m e parece e x trao rd in a ria , au n q u e exige esfuerzo p o r p arte del lector. Puede leerse con placer la trad u cció n de Luis Segalá (Espasa Calpe, 2005) y la de E m ilio C respo (Biblioteca Clásica G redos, 1991). P ara la Odisea el lecto r p u ed e co n su ltar la tra d u c c ió n de C. G arcía G ual (A lianza E ditorial, 2005) y la de J. M anuel Pab ó n (B iblioteca Clásica G redos, 1986). L ír ic o s

P ueden consultarse las trad u ccio n es de Juan Ferraté en Líri­ cos griegos arcaicos (Seix B arrai, 1968; reed itad a en El A canti­ lado, 2000) y las de F. R. A drados en Líricos griegos. Elegiacos y yam bógrafos arcaicos (A lm a M ater, 1956) y en Lírica griega arcaica (B iblioteca Clásica G redos 1980 -1 9 8 7 -). Existe ta m ­ bién u n a Antología de la poesía lírica griega a cargo de C. G ar­ cía G ual (A lianza Editorial, 2001 ). P latón

T raducción de F. G arcía R om ero p a ra Banquete (1999); de L. Gil F ernández para Fedro (1998); de J. M .a Pérez M artel p ara Ión y Critias, y de J. M . P abón y M . Fernández-G aliano p ara República (1999), todas ellas en A lianza Editorial. En B iblio­ teca C lásica G redos p u e d e n h allarse ta m b ié n las de Filebo (Á. D u rán , 1992) y Timeo (F. Lisi, 1992). Plutarco

La o b ra citada en el libro (Licurgo) está d en tro del v o lu m en I de Vidas paralelas, tra d u c id o p o r A urelio Pérez (B iblioteca Clásica G redos, 1985). Só f o c l e s

Para las o b ras de Sófocles, esp ecialm en te A ntigona y Edipo rey, citadas en el libro, p u ed e c o n su ltarse la tra d u c c ió n de J. M .a Lucas de D ios (A lianza E ditorial, 1998); p ara el resto, la de A. G uzm án G uerra (A lianza E ditorial, 2001 ).

BIBLIOGRAFIA

443

T U G ! DID ES

Para la ú n ica o b ra de T ucídides, la H istoria de la guerra del Peloponeso, véase la tra d u c c ió n de A. G u zm án G u e rra (A lianza Editorial, 1989).

índice

P r ó l o g o , por Antonio A lv ar.......................................... N

ota d el a u t o r

............................................................................

7 17

HIJOS DE HOMERO 1. E L A M A N E C E R D E G R E C IA (2000a.C .-1600a.C .)

...

Una civilización pacífica: la isla de C r e ta ..................

Las invasiones indoeuropeas: aparición de la gue­ rra ............................................................. El nacimiento de los griegos: el mundo micénico .. La escritura.....................................................

29

29

40 45 49

Las escrituras cretenses..........................................

53

El griego alfabético.......................................

61

2. EL A M A N E C E R D E O C C ID E N T E : EL M U N D O M IC É ­ N IC O (1600 a .C .- 1200 a . C . ) .............................................. El universo de la Ilía d a . una cultura de vergüenza..

65

El com portam iento de A g am enó n......................

69 71

Á t e ......................................................................................

78

Agentes de á r e ..........................................................

81

M é n o s .................................................................................

86

445

446

In d i c e

El m a rc o p o lític o y so c ia l.................................................. M ic e n a s .......................................................................... Los reyes m ic é n ic o s ................................................... Rey y p u e b lo ................................................................ La re la c ió n e n tr e las fam ilia s reales: el m a t r i­ m o n io ........................................................................ E x clu id o s d e to d o : los esclav o s................................ La clave del éxito: el d e s tie rro legal de las m u je ­ re s ................................................................................ 3. E l e n ig m a d e la e d a d o s c u r a (1 2 0 0 a .C .-8 0 0 a.C .) ........................................................................................ El c o lap so m i c é n ic o ........................................................... El p ro b le m a d e los p u e b lo s del m ar. El p aso de la E d a d del B ro n ce a la E d a d del H ie rro ....... La in v a sió n d o r i a ........................................................ Los d o rio s: ¿invasió n e x te rio r o le v a n ta m ie n to in te rn o ? ..................................................................... C o n se c u e n c ia s de la caíd a m ic é n ic a ..................... ¿C o lap so o c o n tin u id a d ? La c o n so lid a c ió n in s titu ­ c io n a l del m o d e lo m ític o m i c é n ic o ...................... El p ro b le m a c r o n o l ó g ic o ................................................. ¿E dad O sc u ra o e rr o r c ro n o ló g ic o ? .............................. H o m e ro , el « rehén»; el e d u c a d o r .................................. A d iv in o s del p a sa d o : lo s a e d o s ................................ La ép ica m ic é n ic a ........................................................ El fin de los aedos: a p a ric ió n de los ra p s o d o s ... El r e h é n .......................................................................... El e d u c a d o r ................................................................... 4. E l t r á n s it o h a c ia la l ib e r t a d . La é p o c a a r ­ c a ic a (800 a .C .-500 a .C .) ................................................ El p u n to de p a rtid a : el d e s c u b rim ie n to de la in d i­ v id u a lid a d ..................................................................... El m a rc o físico: la p o lis ..............................................

91 92 96 104 109 114 127

196 199 201 209 214 220 224 230 237 240 242 247 255 259 273

278 280 282

In d ic e

447

Comercio y colonización: las razones del cam ­ bio ..................................................................... El im pacto del nuevo m undo en el modelo p o ­ lítico y social..................................................... Poesía y prosa: de héroe a ciu d a d a n o ....................... Prosa y política ..................................................... Poesía e individualidad ....................................... El equilibrio entre la individualidad y el entor­ no: la libertad y la ciencia............................... Libertad y elección ..................................................... Safo o el desafío de la elección: el a m o r............. El miedo a la libertad. El consuelo de la religión. Las raíces de la democracia. La nueva sociedad sur­ gida de la colonización......................................... Los límites geográficos de la colonización........ Consecuencias de la colonización......................

365 365 371

E p íl o g o .....................................................................................

434

B i b l i o g r a f í a ...........................................................................

437

285 287 291 294 295 301 306 309 335

* * *

3464259

irm em ente convencido de la existencia de una cultura m atriarcal en el área egea, cuyos restos visi­ bles más im portantes perm anecen en la isla de Creta, BERNARDO SOUVIRÓN aborda en este libro los m ecanism os que se utilizaron para sustituirla por un nuevo paradigm a basado en el predom inio del varón y de la guerra. En lo que representa UN VIAJE PERSO­ NAL POR EL ALBA DE OCCIDENTE, el autor exa­ m ina de form a am ena y original los m itos y la m enta­ lidad que se desprende de esas obras capitales que son la Iliada y la Odisea. Los indicios que de este m odo salen a la luz perm iten postular sólidam ente que esas m onarquías micénicas que dom inaron la antigua Gre­ cia le dieron form a y desem bocaron con el tiem po en la dem ocracia ateniense, fundaron los cim ientos de la sociedad occidental en la que vivimos, inadvertida­ m ente, com o verdaderos HIJOS DE HOMERO.

El libro de bolsillo

Humanidades H isto ria