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Spanish; Castilian Pages [96] Year 2009
Pablo Domínguez Prieto
HASTA IA
cuivibRE
TESTAMENTO ESPÍRÍTUAI
SAN PABLO
HASTA LA CUMBRE TESTAMENTO
ESPÍRÍTUAL
Pablo Domínguez Prieto
*2* SAN PABLO
Los beneficios recabados por los derechos de autor de la difusión de esta obra serán destinados a la formación defuturos sacerdotes en el Seminario de ArmeniaQuindío (Colombia), por expreso deseo de la familia de Pablo Domínguez Prieto (t).
8 a . edición © SAN PABLO 2009 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 E-mail: [email protected] © José Manuel Domínguez Rodríguez María del Pilar Prieto Dupla, 2009 Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050 E-mail: [email protected] ISBN: 978-84-285-3534-2 Depósito legal: M. 39.823-2010 Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid) Printed in Spain. Impreso en España
«No quiero acabar esta carta fraterna - y filial- de gratitud, sin hacer mención de la última de las llamadas de Consagración que para todos está cerca: me refiero a la muerte, que es ese encuentro amorosísimo, en abrazo eterno, con el Esposo. Todos tenemos un "día y hora" que el Padre - e n su eternidad- conoce. Me interrogo: ¿no deberíamos esperar ese día con el mismo entusiasmo, ardor, deseo y sobrecogimiento ante el Don que nos espera, con que esperamos los acontecimientos de Consagración de esta vida? Suplico al Espíritu Santo que nos conceda mirar ahora nuestra vida con los ojos y el corazón que tendremos en ese momento último y definitivo. ¡Lo que en el momento de la muerte tiene importancia, la tiene ahora! ¡Lo que en ese momento sea accidental, también lo es ahora! En definitiva: ¡sólo Cristo y sólo el Amor es lo importante! Cuando tengáis momentos de turbación, ¡recordadlo! Que no nos seduzca nunca el maligno con máscaras de falsos amores. ¡Sólo Cristo, y sólo su Amor es la Vida!». PABLO DOMÍNGUEZ PRIETO,
Carta a las Religiosas Clarisas del Monasterio de Lerma (diciembre de 2008). 5
A Modo CIE pRÓloqo
1—1 presbítero de la archidiócesis de Madrid, Pablo Domínguez Prieto, dirigió los Ejercicios espirituales a las monjas cistercienses de Tulebras (Navarra), entre el once de febrero de 2009 y el mismo día de su muerte, el quince. A las tres de la tarde de esa jornada, fue convocado a la Vida; experto alpinista, realizaba el descenso del Moncayo. Era domingo, a la Hora de la Misericordia. Esta obra recoge por escrito las conferencias íntegras que, de viva voz, pudieron escuchar —casi como en primicia de vida eterna— aquellas hermanas nuestras. Han sido transcritas y revisadas por los hermanos del que fue decano de la Facultad de Teología San Dámaso de Madrid, pero, sobre todo, un diáfano y cada vez más transfigurado sacerdote. El ámbito -entre la vida y al fin la Vida- en que fueron pronunciadas las reflexiones y las oraciones hace de este libro, de manera extraordinaria, una doble maravilla, asombrosamente unificada como un paisaje simple de tierra y cielo. Porque Pablo Domínguez Prieto hablaba ya en clave de cielo sobre la gracia o la muerte. JUAN MIGUEL DOMÍNGUEZ PRIETO
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U N ENCUENTRO
CON PAblo DOMÍNqUEZ PRÍETO
T I odo encuentro deja una huella más o menos intensa. Hay encuentros dolorosos, hirientes, que te dejan descorazonado; hay encuentros que parece que no hubieran sido tales, que no hubieran existido, con los que se tiene la sensación de que no ha ocurrido nada, aunque pese el vacío que dejan; hay otros, por el contrario, que son gozosos, plenos, que esponjan el alma, que hacen aflorar lo mejor de nosotros mismos, que llevan a Dios. Así fue el encuentro, breve e intenso, de nuestra comunidad con Pablo Domínguez. Por ello, su recuerdo es imborrable en nuestra mente y en nuestro corazón. El día 10 de febrero del año 2009, al acabar de rezar Completas, sonó el teléfono. Quien llamaba era Pablo Domínguez, al que esperábamos para que nos predicase los Ejercicios espirituales. Por motivos laborales no había podido llegar antes, aunque hizo todo lo posible por no retrasarse mucho y así no importunar a la comunidad. Curiosamente se encontraba en la puerta del monasterio, pero no sabía qué debía hacer para acceder al recinto. La hermana portera y la hospedera fueron en su ayuda. No se conocían,
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pero desde el primer momento encontraron en este sacerdote joven, alto, amable y sonriente, a una persona cercana, entrañable. Tras los primeros saludos de rigor pasó al comedor de la hospedería para cenar. Allí le aguardaba la Madre Abadesa. Ella lo había conocido unos días antes en una reunión de la Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia (Trapa), a la que pertenecemos. El motivo por el que él asistía a dicha reunión era tratar algunos asuntos referentes a la afiliación de nuestro plan de estudios monásticos con la Facultad de Teología San Dámaso. La impresión que a ella le quedó de aquel primer encuentro fue la de una persona entusiasta, que buscaba con interés, y encontraba, solución a los problemas que surgían; estaba entregado a su trabajo y deseoso de que el mayor número posible de personas se pudiera beneficiar de una buena formación. Al día siguiente, en la Eucaristía, fue cuando toda la comunidad le pudo conocer. Era la segunda vez que pisaba esta iglesia. La vez anterior había sido una visita fugaz, al terminar los exámenes de bachiller en el Centro de Estudios Teológicos de la Inmaculada de Tarazona. De paso hacia Tudela, donde debía coger el tren, pidió a sus acompañantes entrar en el monasterio para saludar a una hermana que estudia en la Facultad de San Dámaso. Fue allí, en la iglesia, donde se le volvió a insistir en que tenía que venir a predicarnos los Ejercicios. Se quedó un tanto pensativo, echó una mirada a toda la iglesia y dijo: «Vendré. No sé cómo, pero vendré». Nos consta que no
le fue fácil encontrar, más bien hacer, un hueco entre sus múltiples ocupaciones para venir hasta
aquí. Nuestro monasterio, que se llama de Santa María de la Caridad 1 , se encuentra en Tulebras, un pequeño pueblo al sur de la provincia de Navarra y muy cerca de la provincia de Zaragoza. Su censo sobrepasa en poco el número de cien habitantes, de los cuales gran parte no reside aquí. Está a medio camino entre Tudela y Tarazona y tiene como telón de fondo el Moncayo, que este invierno se cubrió de nieve totalmente como hacía años que no ocurría. Desde cualquier punto de este pueblo del valle del Queiles se divisa este monte. 1
El monasterio cisterciense de Santa María de la Caridad remonta sus orígenes al año 1147, cuando el rey García Ramírez pidió a las monjas del monasterio Lumen Dei en Favars (Francia) que vinieran a fundar un monasterio a tierras navarras. Primero se instalaron en Tudela pero, a los pocos años, en torno al 1156, se trasladaron a un lugar más solitario: Tulebras. Es este el primer monasterio femenino del Císter en España. La comunidad vive en él de forma ininterrumpida desde la fecha de su fundación. Aunque económicamente modesto, el cenobio fue rico en intensidad espiritual y en expansión del carisma. En el siglo XII se suceden las fundaciones por toda la Península: Perales (Palencia, 1160); Gradefes (León, 1169); Cañas (La Rioja, 1169); Vallbona de las Monjas (Lérida, 1173); Las Huelgas (Burgos, 1187); Trasobares (Zaragoza, 1188). La última fundación en tiempos recientes data de 1990, cuando un grupo de hermanas partieron a Esmeraldas (Ecuador), por petición del Obispo de dicha diócesis. Hoy es un monasterio floreciente. A lo largo de la historia de la comunidad hay una constante que se mantiene: el deseo de seguir a Cristo con autenticidad dentro de la espiritualidad cisterciense. Para lograr su objetivo, las hermanas, atentas a la voz del Espíritu y dejándose guiar por Él, no han escatimado medios ni esfuerzos para conseguirlo. En el año 1957, con gran gozo, la comunidad entró en la reforma de la Trapa (Cístercienses de la Estrecha Observancia).
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Comenzamos los Ejercicios bajo el patrocinio de la Virgen, en su advocación de Nuestra Señora de Lourdes, el día 11 de febrero. Pablo era muy devoto de Ella y la tuvo muy presente a lo largo de esos días. Concluía cada meditación pidiendo la intercesión maternal de la Virgen, rezando un Avemaria. También iniciaba las pláticas orando. Esta oración es el espejo de lo que interiormente vivía. Desde un primer momento, en las charlas estableció con la comunidad un lazo fuerte de comunión. A todas nos maravilló su capacidad de comunicación: hablaba de forma amena, sencilla, adecuándose al auditorio que tenía delante. No le interesaba deslumhrar, sino anunciar a Cristo. Nos dijo cosas tan profundas, tan apasionadamente y con tanta alegría, que muchas hermanas han reconocido que renovó en ellas el entusiasmo interior. A través de estos encuentros comunitarios, y los que personalmente tuvimos con él, fuimos descubriendo distintos rasgos de su personalidad. Pablo, pues así nos dirigíamos a él, era un hombre sencillo, humilde, cercano. Y eso nos hacía sentirnos cómodas, fortalecidas, seguras, esperanzadas, ante él. Jovial y con un buen sentido del humor, siempre desdramatizaba aquello que aparentemente parecía más serio. El día que nos habló sobre la muerte nos hizo reír especialmente: algunas hermanas comentaban asombradas que nunca les habían hablado de este tema de ese modo. También nos alentó a desear lo que está tras ella, la vida eterna, Dios. Las anécdo-
tas que contaba, tanto de niños como de jóvenes o ancianos, expresaban su entrega incondicional a quien se le acercaba o al que él quería acercarse. Era siempre servicio. Dios le llevaba a todos y él se dejaba llevar, nunca se negaba. Era un hombre completo, entero, respetuoso y libre, con la libertad de los hijos de Dios, aun a sabiendas, como decía él, de «que uno no siempre cae bien». Profundo, transparentaba la alegría de Dios y esa bella alegría se escapaba chispeante por sus ojos: era una alegría enamorada, vigorosa, fuerte, llena del Espíritu, una alegría confiada, nacida de saber Quién es el que te busca, Quién es el que te llama. Pero, sobre todo y ante todo, Pablo era sacerdote, un hombre de Dios. El era su pasión y de El hablaba apasionadamente. Su deseo: anunciar a Jesucristo. «Lo más bonito es predicar», decía. Toda su persona dejaba traslucir que vivía lo que predicaba. Su modo de orar y de celebrar los sacramentos constituye el mejor icono. Celebraba la Eucaristía con recogimiento, con una profunda unción y devoción, tal y como más tarde nos diría: «La Eucaristía es el culmen de la vida cristiana (...), es el anticipo de la gloria del cielo». En los ratos que le quedaban libres le gustaba darse algún que otro paseo. Para ello se iba por la vía verde del Tarazonica, que discurre sobre la antigua línea de ferrocarril que unía las poblaciones de Tudela y Tarazona. A veces caminaba en dirección Tudela a Cascante, un pueblo vecino del que procede parte de su familia, o bien hacia Tarazona, contemplando al fondo el Moncayo.
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El domingo día 15 de febrero, por la mañana, rezó Laudes con nosotras. Al acabar el Oficio se paró delante del Sagrario y se quedó orando. «Nuestra vida espiritual —nos decía— vale lo que vale nuestra piedad eucarística. (...) Es importante adorar, desear... a Cristo Eucaristía en la reserva». Después fue a desayunar. Allí le dimos las provisiones para el día, el alimento material en el que no podía faltar el chocolate. A Pablo le encantaba el chocolate: se alegró, lo agradeció y bromeamos al respecto. Y el alimento espiritual, pues nos pidió formas y vino para la Misa que celebraría en la cima del monte. Comenzaron las despedidas. Él no cesaba de dar las gracias reiteradamente por haberle invitado a venir a Tulebras. Lo decía desde el corazón y con un brillo en los ojos muy especial. A una hermana le pidió, en concreto, que rezara por él. Ella le aseguró que lo haría. Durante todo el domingo se acordó frecuentemente de él y estuvo preocupada por si le ocurría algún percance. Cuenta esta hermana que, por la tarde, hubo un momento en que se tranquilizó y pensó: «Ya está en casa, no le ha pasado nada». Es muy probable que ya estuviera gozando del abrazo del Padre en la verdadera Casa. Al despedirse de otra hermana le dijo bromeando: «Nos vemos el martes en la Facultad... Bueno, si no descarrila tu tren o no me estampo yo». Nada hacía pensar que esta broma iba a ser una profecía cumplida. Lo último que dijo antes de salir del monasterio, tornándose reiteradamente hacia la hermana que le despedía, fue: «Volveré».
El lunes 16 de febrero, sobre las tres de la tarde, llamaron del Obispado de Tarazona para comunicarnos la noticia del fallecimiento de Pablo. La Madre Abadesa informó a las hermanas antes de rezar Nona. Todas nos quedamos sobrecogidas y a duras penas, con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta, logramos rezar el Oficio Divino. Su muerte fue impactante, como lo fue su vida. Es muy posible que el menos sorprendido fuera él: vivía en Dios y para El, y anhelaba el encuentro con el Amado. Sin duda, se marchó a gozar de todo aquello de lo que nos habló. Muchas fueron las personas que al conocer la noticia de su fallecimiento nos llamaron queriendo saber algo sobre sus últimos días y, sobre todo, con el deseo de poder tener sus últimos Ejercicios. Descubrimos de este modo cuántas personas, muy distintas entre sí, encontraron en él a un consejero, a un director espiritual, a un amigo, a una persona que les llevaba a Dios. Fueron pocos días los que tuvimos la dicha de compartir con Pablo. Sin embargo, como dice el libro del Eclesiástico, «su recuerdo dura por siempre» (44,13). Ha dejado una huella en nuestra vida que, lejos de borrarse con su muerte, se acrecienta. Le sentimos presente: realmente su «volveré» se ha cumplido, aunque de un modo totalmente distinto a como nos lo podíamos imaginar. Para muchas hermanas ver el Moncayo y acordarse de él es una misma cosa. A él nos encomendamos. Damos gracias a Dios por Pablo, por su vida, por su sacerdocio, por haberle conocido, por haber
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tenido la dicha de oír sus Ejercicios, por tenerle en nuestra casa en la que fue su última semana de vida en la tierra. Todos tenemos un día y una hora que sólo el Padre conoce. Su muerte tan repentina nos invita a vivir centradas en lo esencial, a vivir la vida en plenitud, en donación total, pues, como nos dijo, «no merece la pena vivir si no se está dispuesto a dar la vida por alguien». Así nos lo enseñó y así lo vivió. Por eso, sólo nos cabe asociarnos a Pablo para decir con nuestros labios y con nuestra vida, al dador de todo bien: «A El la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Rom 11,36).
HERMANA PILAR GERMÁN,
en nombre de las hermanas del Monasterio Cisterciense Nuestra Señora de la Caridad de Tulebras.
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EJERCÍCÍOS ESP¡R¡TUAIES
1 DEscubmR A Dios ES ASOMbROSO
«Cuando oréis, decid: "Padre nuestro"» (Mt 6,9) / / de febrero, mañana Antes de nada, muchísimas gracias por esta invitación. Estar aquí trae un gozo especialísimo, aunque ya he dicho que vengo con algo de temor, porque venir a hablar a una comunidad contemplativa de Nuestro Señor, de Dios, es casi un atrevimiento. En fin, sólo un punto de insensatez, que en este caso me temo que no es virtud, me permite hablarles con cierta normalidad. También quiero dar gracias a Dios por esta comunidad tan querida, que ya conozco gracias a alguna de las presentes, aunque no voy a citar ningún nombre. Doy gracias a Dios y doy gracias en nombre de la Iglesia, en nombre de muchos, porque todos vivimos de la oración contemplativa, y estas comunidades, no cabe duda, son un pilar de la Iglesia. En el fondo, no voy a hacer otra cosa sino hablar en voz alta de la propia experiencia de Dios. Vamos a compartir nuestra experiencia de Dios. Por tanto, vamos a evitar cualquier teorización, cualquier expresión que sea puramente intelectual, aunque tengamos que emplear la razón.
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La experiencia de Dios es algo mucho más profundo. La experiencia de Dios nace de nuestro ser, de la totalidad de la persona. Este compartir podemos hacerlo entre nosotros porque somos todos hermanos en el Señor, y lo más grande que tenemos es nuestra unión a Dios. Pues bien, lo que quiero proponer para este primer momento de la mañana es que nos vistamos de descubridores, como los niños. Hay que hacerse como niños. Esto es muy importante. ¿Por qué? Los niños se asombran de las cosas y nosotros, a veces, nos acostumbramos demasiado a las cosas santas. Para los niños todo es novedoso, cualquier detalle les asombra; y a nosotros hasta lo más sagrado nos parece ya, a veces, normal. Hace algún tiempo, en unos ejercicios con gente joven, entré en la sala y me presenté con cara de impresionado. Y les dije: «No podéis ni imaginaros lo que ha pasado en la capilla... ¡se ha aparecido Dios!». Se miraban todos como diciendo: «¿Y esto qué es?». Yo seguía diciéndoles que se había aparecido Dios y les invitaba a que lo mirasen. Uno de ellos, por fin, se atrevió a decir: «¿De verdad, de verdad?». Y yo le dije: «Totalmente cierto; es Dios; está Jesucristo, el que nació de la Virgen María, el que murió, el que resucitó». Se quedaron todos sorprendidos. Y yo insistía: «Oye, venga, vamos a verlo». Pero nadie quería ir. Y yo les invitaba: «Pero hombre, si todos somos amigos de Dios, si hemos venido aquí a eso». En fin, ya para terminar les comenté que estaba decidido a entrar yo con
ellos. Y entraron. Todo el mundo se miraba: unos a otros. No veían a nadie. Yo, entonces, señalé el Sagrario y les dije: «Está ahí, en el Sagrario». Su respuesta fue un: «¡Buah, no!». Pues este es nuestro problema, que hasta lo más grandioso nos parece normal; lo más admirable nos parece demasiado cotidiano. Y el frescor de la vida interior es el que podamos vivir como niños, como alguien que recibe la primera gran noticia: la grandeza de Dios. Por eso, les propongo hoy saborear de nuevo tres descubrimientos increíbles, increíbles de verdad, que no - p o r sabidos- dejan de ser increíbles. Es lo que, por cierto, me pasó con unos niños estando recién ordenado sacerdote. Era la primera vez que entraba en la parroquia como sacerdote. El párroco me pidió que lleváramos a los niños de catequesis - q u e eran muchos, ciento y pico— a la capilla y que hiciéramos una oración antes de comenzar cada uno con su grupo. Yo entré en la capilla y aquello parecía «la guerra de las Galaxias»: todos allí trasteando, uno tirando de la coleta a la niña de delante, otros discutiendo. Entonces me puse algo serio y dije: «¿Es que no vais a respetar aquí a un cura? ¿No os dais cuenta de quién está aquí?». Y preguntaban: «Pero, ¿quién está aquí?». Yo miré al Sagrario y les dije: «Aquí está Jesucristo, el que nació de la Virgen María, el que anduvo sobre las aguas, el que multiplicó los panes y los peces, el que resucitó a Lázaro, el que murió y resucitó al tercer día, el que está sentado a la derecha del Padre». Y todos se queda-
ron mirando, sin acabar de creérselo. Hasta que al final uno levantó la mano y dijo: «¿De verdad, lo dices de verdad, en serio?». «Que sí, que lo digo en serio», respondía yo. Y me dice: «¿Y por qué no abrimos la caja?». Pues bien, de alguna manera, a lo que les invito es a que abramos la «caja», a que abramos esa «caja» que nos parece normal, pero que es impresionante, que es realmente impresionante. Bueno, si después de esto no me echan, creo que ya lo he conseguido todo.
Dios COMO CREAdoR: U qRANdEZA dE EXÍST¡R
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El primer descubrimiento es descubrir a Dios. Y alguien podría pensar: «¡Ahí va, era eso!». Pues sí: descubrir a Dios, o sea, descubrir la grandeza de Dios, la trascendencia de Dios, la inmensidad de Dios, descubrir a Dios Creador. Pensar en la Creación es espectacular. Ser conscientes de que existe todo, de que existimos nosotros, de que existe el universo, de que existe el sistema solar, la galaxia; que exista todo lo que existe, es increíble. El que podamos investigar lo que es un átomo, el que nos quedemos maravillados de lo que significa la estructura atómica o el que miremos la inmensidad del universo o las cadenas de A D N que hay dentro de cada ser vivo, todo eso es impresionante. Y lo es porque Dios lo ha creado, porque Dios es Creador. Cuando uno se acerca a la Creación, que es de lo que nos habla la primera lectura del día
de hoy en la Eucaristía, nos quedamos absolutamente anonadados. Dice el Catecismo que el Dios Eterno ha dado principio a todo lo que existe, es decir, que todo existe porque Dios lo ha creado. Y, explica, además, que todo lo que existe depende de Aquel que le da el ser. Todo lo que existe, existe porque está sostenido en su ser por Dios. Por eso, dice el libro de la Sabiduría que en las cosas creadas se nota la huella de Dios. O sea, que es imposible ver lo creado y dejar de ver a Dios. Dios es inmenso. Tan inmenso que Moisés no quería ver su rostro. ¿Por qué? Se decía a sí mismo: «¿Cómo un hombre de labios impuros, como yo, va a contemplar el rostro de Dios?» (cf Ex 3,1-7). Tan inmenso es Dios, que los sumos sacerdotes en el Templo de Jerusalén, en los templos sagrados, cuando iban a entrar al sancta sanctorum, lugar donde estaba el Santo, no podían penetrar sino después de muchísimas purificaciones. Y entraban atados con cadenas, ya que, como nadie podía acompañarlos, cabía el riesgo de que se derrumbasen o se impresionasen ante la presencia de Dios, con lo que tendrían que sacarlos tirando de las cadenas. Sí, era la impresión de que Dios es muy grande. Pienso que este es un gran peligro que corremos: acostumbrarnos a Dios y hablar de Dios como quien habla de lo más normal, cuando es increíble. Kant - a quien no tengo especial admiración-, como otros filósofos y tantos pensadores, dice cosas muy interesantes. Decía él que le maravillaban, que le admiraban, asuntos como la libertad. La libertad que yo tengo me admira. Y la
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existencia de Dios me admira. Que Dios exista es espectacular, es impresionante. Y no es mala cosa ponerse a pensar un rato que Dios existe. Al contrario, es muy interesante, porque el pecado de nuestros primeros padres fue decir: «Yo soy dios». Por eso de vez en cuando viene muy bien mirarse al espejo y decirse, así, a los ojos: «No soy Dios». Puede quedar un poco extraño, pero funciona bien, es una fórmula mágica. Uno se mira y se dice: «No soy Dios; Dios existe; no me he creado a mí mismo; no soy el dueño de mi vida, y Dios es grandioso». Por eso, tantos gestos nuestros, como una liturgia bien cuidada, como la adoración, son expresiones de nuestra impresión ante la existencia de Dios. Y eso es, justamente, lo que leemos en esos primeros capítulos del Génesis. La creación es el primer gran momento. Heidegger, un filósofo existencialista, se preguntaba, con una expresión impresionante: «¿Por qué existe el ser y no más bien la nada?». Es como decir que por qué existe algo, por qué motivo. Y, claro, inevitablemente esta pregunta es la pregunta por Dios. Dios existe. Y Dios existe desde siempre y para siempre. Dios es inmenso. Dios es grandioso. Dios es Dios. Los judíos no querían ni pronunciar el nombre de Yahveh. Por eso pusieron las letras de «YHWH», las consonantes, a las que unieron las vocales de «Adonai», «Señor», para no pronunciar su Nombre. De ahí surge el nombre de «Jehováh», la unión de las consonantes de Yahveh y las vocales de Adonai. Pero era una forma de no pronunciar
el Nombre de Dios, porque ni eso podían hacer; no podían ni pronunciarlo. Sin embargo, a mí me parece que a veces nos acostumbramos a Dios. Y Dios es el primer descubrimiento y nosotros tenemos que impresionarnos de ello, porque al segundo descubrimiento sólo se puede llegar si hemos hecho el primero.
D i o s COMO PAdRE: El SER h i j o s
Ese segundo paso es descubrir que Dios es Padre. Y claro, esto únicamente impresiona si uno se ha dado cuenta antes de quién es Dios. «O sea, que Dios es mi Padre, Dios es mi Padre...», descubriríamos. Cuando Jesucristo, lo leemos en todos los evangelios sinópticos, por ejemplo en el evangelio de san Mateo (6,9), enseña a rezar a los discípulos, lo primero que les dice es: «Cuando oréis, decid Padre». Y ese comienzo fue asombroso en grado sumo. «¿Cómo que Padre? Pero si es Yahveh, pero si es el Todopoderoso, si es el innombrable; y tú nos dices que le digamos Abba, Padre», pensarían. Esta realidad de la paternidad de Dios sólo es grandiosa cuando uno antes ha descubierto la grandiosidad de Dios. Por eso, en este segundo momento, decir que Dios es Padre es realmente para admirarse. «O sea, que Dios es mi Padre», podemos pensar. Es para sobrecogerse, como se sobrecogió san Juan. Yo, lo confieso, tengo una especial devoción o, cómo decirlo, debilidad por san Juan. Porque
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todo lo que dice tiene una frescura maravillosa. Me parece que al ser el más joven de todos los apóstoles veía las cosas con especial viveza. Es san Juan el que nos dice (ljn 3,1): «Mirad qué arrobo nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos». Hijos de Dios, amor de Padre. Es impresionante. Si se sabe esto de Dios, uno puede caminar por la vida como un rey o una reina, dependiendo del caso, ¡qué más quiero! Hace tiempo, siendo yo todavía diácono, estaba en un campamento. Y estaba con nosotros un chico francés que yo había conocido en la parroquia de un modo peculiar. Se había presentado con una cresta en el pelo, con un pendiente. .. Un día se mostró un poco deprimido; comentaba que todo el mundo se reía de él, y que su familia no le quería. Yo, en plan de broma, le dije: «¡Hombre, con esa pinta!». Pero la historia es muy bonita, porque este chico, que ya tenía sus dieciocho o veinte años, decidió empezar a conocer a Dios. No estaba bautizado; y entonces le invitamos a un campamento para que se metiera más en la parroquia. Yo le daba la catequesis para el Bautismo, le iba preparando y le enseñaba. Un día le expliqué lo que significaba que el Bautismo nos convertía en hijos de Dios. «Tú te das cuenta, cuando somos hijos de Dios, como Dios está en todas partes, siempre el hijo está con el Padre; es estar siempre con Dios», le comentaba. «Dios está junto a ti, es decir, que la cercanía de Dios Padre al hijo es continua». Y él lo acogía con unos ojos así de grandes.
Una noche, en el fuego de campamento, nos dimos cuenta de que nuestro amigo francés no estaba allí (el nombre del chico, lógicamente, era francés y él siempre me corregía cuando lo pronunciaba, porque lo decía mal; así que decidí llamarle «Cuchufleta»). Aquella noche, todos decían: «No está Cuchufleta, ¿dónde estará?». Total, que me fui a la tienda de campaña a ver qué pasaba. Y me lo encuentro metido en el saco de dormir. «Pero Cuchufleta -le dije-, ¿qué te pasa?». «Nada, que tengo un poco de fiebre», me contestó. «Pero haberlo dicho antes, hombre -le replicaba yo—, para que no estés aquí solo». Y me contesta: «Pero si no estoy solo, que estoy con Dios, que no te enteras...». ¡Caray con Cuchufleta!, había aprendido bien la lección. «Pues aquí te dejo, oye, que tampoco te quiero molestar», le respondí. Cuchufleta es hoy sacerdote en la diócesis de París. Se ordenó hace muy poquito, hará unos tres años. Todavía me acuerdo de su «que no te enteras». Los niños son divertidísimos, dicen cosas espectaculares. Una vez, en Misa, yo les contaba cosas como estas: que Dios está con nosotros, que ahí está Dios, que hay que dejar tiempo para Dios, espacio para Dios. Reconozco que, dichas así, eran cosas un poco abstractas. Y, de pronto, veo a un niño que casi se cae de la silla. «Pero bueno, ¿qué haces?», le dije. El estaba colocado en el extremo de la silla. Y contesta: «Pues es que estoy dejándole espacio a Dios». En fin, los niños son geniales, te dicen cosas estupendas. Pues es verdad: Dios es nuestro Padre
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y está con nosotros. Cómo no notar continuamente la filiación divina: somos hijos de Dios. Lo dice san Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre». De tal modo que nosotros existimos por amor de Dios, porque Dios nos ama y es nuestro Padre. Esto es, sencillamente, espectacular. Por tanto, el poder descubrir que Dios es mi Padre, además de ser el Creador, es el segundo descubrimiento impresionante.
Dios COMO lo MÁS ÍINTÍMO: VÍdA dE AMÍSTAd
Y hay un tercer descubrimiento. Y es un salto todavía más espectacular: que no solamente somos criaturas de Dios, no solamente somos hijos de Dios, sino que, por puro amor de Dios, por pura gratuidad de Dios, a nosotros nos ha llamado a compartir muy especialmente, muy particularmente, muy exclusivamente, su intimidad. Esto hay que entenderlo bien. No es que los apóstoles sean más que los discípulos o los discípulos más que todos aquellos hombres y mujeres que iban a encontrar al Señor. En el Evangelio, esto es muy significativo. Lo vemos al principio de cada uno de los sinópticos, sobre todo cuando nos hablan de la vocación de cada uno. Lo apreciamos en la vocación de Leví o en la vocación de los doce apóstoles. Está, por ejemplo, al comienzo del evangelio de san Mateo, cuando dice: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,18-23).
Pues bien, Él llamó a los que Él quiso. ¿Por qué? Porque Él quiere, por pura gratuidad. Y, ¿a qué nos ha llamado? A hacer presente en el mundo el amor que eternamente estará presente en el cielo. Esto es, a anticipar escatológicamente la eternidad. Esta es la vocación de la consagración: anticipar escatológicamente, es decir, hacer presente aquí y ahora lo que todos están llamados a vivir eternamente en el cielo. De tal modo que, en cada uno de estos lugares donde hay una persona consagrada, se anticipa, se visualiza el amor de Dios, la exclusividad de Dios. No es que otros modos de vida sean malos o inferiores, sino que este es una anticipación escatológica del amor eterno de Dios, de la exclusividad del amor a Dios. Esta es la verdadera vida. En esto consiste la vida, dice el Señor, «en que te conozcan a Ti, único Dios verdadero» (Jn 17,3), en que te conozcan a Ti, Dios Padre. Cada uno de nosotros, y cada una de ustedes, en su consagración, ha entrado en la intimidad de Dios, propia de la eternidad. Descubrir de nuevo esto, que soy llamada por este Dios a vivir ya de un modo eterno en su intimidad, hace que la vocación adquiera una intensidad extraordinaria, porque quien llama es ese Dios Todopoderoso, que además es Padre, y que me llama a mí. ¡Qué importante sería hoy de nuevo, como un niño, redescubrir estos tres aspectos, que todos sabemos, pero que, de tan sabidos, a veces nos acostumbramos a ellos, a veces nos parecen ya normales!
DEJARSE SORPRENHER poR Dios: EI AsoivibRO ÍNEÍAblE
Hay historias espectaculares de encuentros con Dios. Hay que pedirle hoy al Espíritu Santo, porque no somos pelagianos, que no pensemos que sólo con nuestra fuerza lo conseguimos todo. Hay que pedirle al Espíritu Santo que nos conceda, de nuevo, encontrarnos con Él, experimentarle de un modo muy especial; primero, como Creador Todopoderoso -es mi Creador—; segundo, como Padre -es mi Padre-; y tercero, como esposo, es decir, en su intimidad, viviendo ya lo que será un día el cielo: la unión radical a Dios en Cristo. Y podemos pensar que esto lo hemos meditado ya tantas veces... O que los Ejercicios están muy bien... Pero la verdad es que cada día es irrepetible y, en el día de hoy, Dios puede conceder una gracia muy especial para entrar en su intimidad. Como le pasó a Haendel. Haendel vivía en Londres cuando atravesaba una época de una aridez terrible, en la que era incapaz de componer. Para un músico, como para un poeta o para un pintor, es una tragedia la aridez creativa: no te sale nada. La gente que se dedica a escribir, porque es, por ejemplo, periodista, te lo dice: «Hay épocas en las que me salen las palabras una tras otra y otros momentos en los que no lo consigo».
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Haendel estaba en un momento de aridez tremenda, sumido en una profunda depresión -al menos, espiritual-, según lo relata él mismo. No sabía qué hacer, se le caía la casa encima. Un
día salió a callejear por Londres y, ya de noche, al doblar una esquina, se quedó parado porque creyó escuchar la voz de una soprano que cantaba desde una habitación. Se quedó quieto y escuchó. El texto hablaba de la historia del pueblo de Israel, de su travesía por el desierto, de la espera del Redentor. Alguien estaba cantando textos de la Escritura, era alguien que rezaba cantando. Haendel cuenta que en ese momento no fue la música, sino la voz de Dios a través de la música, lo que escuchó. Y cuando uno escucha a Dios, la vida se transforma. No ocurre así cuando uno escucha palabras que dicen que son de Dios. Sólo sucede cuando uno escucha a Dios. Como cuando alguien, leyendo la Escritura, escucha a Dios, y siente como si en ese momento un fuego ardiente entrase dentro de él. Es lo que le ocurrió a Haendel. Se fue corriendo a su casa y en veintidós días escribió El Mesías. Así fue como se compuso El Mesías. Fueron los veintidós días inmediatamente posteriores a aquella experiencia. Yo estoy convencido de que nosotros tenemos que hacer obras mucho más grandes que El Mesías, porque nuestra vida es una auténtica miniatura, preciosidad de Dios, pero tenemos que dejar a la palabra de Dios que entre, que fecunde nuestro interior. Tenemos que encontrarnos con Él, tenemos que asombrarnos de El. Es decir, tenemos que fijarnos en las cosas no como si fueran mera rutina. Hace muy poco tiempo se hizo un estudio muy curioso en Nueva York. Le pidieron colaboración a uno de los mejores violinistas del mundo
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para hacer un experimento por el que le iban a pagar. Él tocaba con uno de los mejores violines, un Stradivarius, y acababa de dar un concierto espectacular en la ciudad, con más de mil personas abarrotando la sala y aplaudiendo a rabiar porque era un virtuoso del violín. Le dijeron que se fuera al metro, que se vistiera con harapos y que tocase lo mismo que había tocado en aquella sala. Pues bien, después de toda una mañana tocando dos veces las mismas piezas, repitiendo el mismo concierto, con el mismo violín, contó que le habían echado sólo treinta dólares y que únicamente dos personas se habían parado algo más de un minuto; todos los demás bajaban del metro y se iban. No quiso cobrar nada. Pero contó que había quedado impresionado, porque le habían dado una lección: lo más bello, lo más extraordinario puede estar pasando a nuestro lado y no lo vemos, nos falta capacidad para verlo. Monseñor Dziwisz, que ahora es arzobispo y cardenal de Cracovia y que fue el secretario del papa Juan Pablo II (este último elegido como sucesor de Pedro con algo más de cincuenta años, con una vitalidad extraordinaria, era un gran deportista, un gran montañero que conocía al dedillo las montañas de Zakopane y que iba a esquiar siempre que podía), cuenta que una mañana, poco tiempo después de ser elegido papa, Juan Pablo II le dijo: «¿Y si nos vamos a esquiar disfrazados?». Y él, monseñor Dziwisz, dijo que le parecía muy bien. Acordaron irse a esquiar a unas montañas cercanas a Roma, inten-
tando pasar desapercibidos. Salieron con uno de los coches interiores del Vaticano y cuenta monseñor Dziwisz que el Papa salió con un ejemplar de L'Osservatore Romano abierto delante de la cara, para que no le vieran. Iban con otro secretario y todo fue normal. Fueron a esquiar y a hacer deporte. El Papa, con lo deportista que era, disfrutó, porque el Vaticano, con toda la grandeza que tiene, pues no deja de ser una «cárcel» de cristal. Y cuenta que, estando a la espera de un remonte para subir, el Papa se quitó las gafas. Entonces, un niño le miró a la cara y le dijo a su madre: «Mamá, es el Papa». La madre le decía: «Niño, no digas cosas raras». Pero el niño seguía insistiendo: «Mamá, es el Papa». El Papa no tuvo más remedio que ponerse inmediatamente las gafas, y Dziwisz no sabía dónde meterse, mientras el otro secretario le decía al niño: «Deja de decir tonterías». Y, con las mismas, se tuvieron que marchar de regreso al Vaticano, pensando que se podía montar un lío si el niño iba diciendo por ahí: «He visto al Papa, he visto al Papa». Bueno, para ver al Papa hay que ser un niño. Una persona mayor pensaría: «Mira cómo se parece al Papa. Será un doble del Papa».
EspERAR lo ¡NESpERAdo: IA VERdAd