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Spanish; Castilian Pages 289 [292] Year 2013
Colección Crónica histórica
GOLPE 11 DE SEPTIEMBRE DE 1973
GOLPE
11 DE SEPTIEMBRE DE 1973 Las 24 horas más dramáticas del siglo 20
Ascanio Cavallo • Margarita Serrano
Cavallo Castro, Ascanio; Serrano, Margarita golpe. 11 de septiembre de 1973. Las 24 horas más dramáticas del siglo 20. 1ª edición de Uqbar Editores. Nueva edición aumentada y corregida. Santiago de Chile: Uqbar Editores, 2013. 292 p. ISBN: 978-956-9171-24-6 Materia: Historia de Chile - Política - Golpe de Estado - Crónica - Periodismo. Nota: Esta edición contiene un completo índice onomástico y prólogo del historiador Joaquín Fermandois.
Queda prohibida sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las condiciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamos públicos.
© Golpe. 11 de septiembre de 1973 © Ascanio Cavallo, Margarita Serrano © 2013 © Uqbar Editores, 2013 Uqbar Editores Av. Las Condes 7172-B, Las Condes 56-2-22247239, Santiago de Chile www.uqbareditores.cl
isbn: 978-956-9171-24-6 Dirección editorial: Isabel M. Buzeta P. Producción de portada: CdiG Diagramación: Javiera Moncada A. Corrección de estilo: Patricio González R.
Impreso en Chile / Printed in Chile
Índice
Prólogo, por Joaquín Fermandois
Nota informativa
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1. LA SANGRE DE LOS GENERALES: 0:00-3:00 horas 21 0:00, barrio de Los Dominicos 0:30, calle Laura de Noves 1:00, Regimiento Tucapel, Temuco 1:00, Academia de Guerra Aérea, Las Condes 1:00, calles Tomás Moro e Imperial 1:00, Academia de Guerra Naval, Playa Ancha 2:00, calle Tomás Moro 2:00, Intendencia de Santiago Notas 2. LA NOCHE NO TENDRÁ LUNA: 3:00-6:00 horas 53 3:00, Vitacura 3:15, calle Tomás Moro 3:30, sede del Partido Socialista, calle San Martín 3:30, calle Latadía 4:00, calle Laura de Noves 4:00, Academia de Guerra Aérea, Las Condes 4:30, Ministerio de Defensa 5:00, Academia de Guerra Naval, Playa Ancha 6:00, Ministerio de Defensa 6:00, Edificio Norambuena Notas
3. EL ÚLTIMO BALCÓN: 6:00-9:00 horas 87 6:30, calle Tomás Moro 6:30, población de Oficiales de la Fuerza Aérea, Las Condes 6:30, calle Prat 7:00, Regimiento Blindados Nº 2, calle Santa Rosa 7:20, avenida Kennedy 7:20, Ministerio de Defensa 7:30, Puerto Montt 7:35, La Moneda 7:40, Comando de Telecomunicaciones, Peñalolén 7:50, La Moneda 8:00, Ministerio de Defensa 8:00, Remodelación San Borja 8:00, Escuela Militar 8:15, oficinas de la Cormu, calle Portugal 8:15, Arica 8:20, La Moneda 8:42, Ministerio de Defensa 8:45, calle Chile-España 8:55, calle Simón Bolívar 9:00, Vitacura Notas 4. EL FUEGO Y LA POSTERIDAD: 9:00-12:00 horas 125 9:00, de Arica a Magallanes 9:10, La Moneda 9:40, Comando de Telecomunicaciones, Peñalolén 9:45, Estadio de la Cormu, La Feria 9:50, La Moneda 9:50, oficinas de la Cormu, calle Portugal 10:00, centro de Santiago 10:10, La Moneda 10:15, Talca 10:20, Intendencia de Santiago 10:25, La Moneda
10:30, centro de Santiago 10:45, La Moneda 11:15, Academia de Guerra Aérea, Las Condes 11:20, Industrias Sumar, cordón San Joaquín 11:30, La Moneda 11:40, oficinas de la Cormu, calle Portugal 11:45, La Moneda Notas 5. EL ROSTRO DE LA DERROTA: 12:00-15:00 horas 159 11:52, La Moneda, ala nororiente 12:05, Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, Sede Norte 12:15, calle Tomás Moro 12:25, cielos de Santiago 12:30, calle Tomás Moro 12:30, La Moneda 12:40, Instituto Pedagógico, avenida Macul 12:45, calle Tomás Moro 12:45, Indumet, cordón San Joaquín 13:00, La Moneda, ala nororiente 13:15, Ministerio de Defensa 13:30, Embajada de Cuba, calle Los Estanques 13:50, La Moneda, ala nororiente 14:00, Indumet, cordón San Joaquín 14:00, Ministerio de Defensa 14:20, La Moneda, ala nororiente Notas 6. LA TARDE BOCA ABAJO: 15:00-18:00 horas 195 14:30, La Moneda, calle Morandé 14:40, Embajada de la Unión Soviética, avenida Apoquindo 15:00, población La Legua 15:20, La Moneda, ala surponiente 15:30, Cuerpo de Bomberos de Santiago 15:30, Indumet, cordón San Joaquín
15:30, Universidad Técnica del Estado, avenida Ecuador 15:45, La Moneda, calle Morandé 15:45, Ministerio de Obras Públicas 16:15, La Moneda, calle Morandé 16:30, Ministerio de Defensa 16:30, Parroquia de San Pedro y San Pablo 16:45, Academia de Guerra Naval, Playa Ancha 16:45, La Moneda, calle Morandé 17:00, Comando de Telecomunicaciones, Peñalolén 17:30, población La Legua Notas 7. LA VIDA COMO CASUALIDAD: 18:00-21:00 horas 225 17:45, centro de Santiago 17:45, Club de Carabineros, calle Dieciocho 18:00, Ministerio de Defensa 18:10, La Moneda 18:10, población La Legua 18:30, La Moneda, calle Morandé 18:45, Indumet, cordón San Joaquín 19:00, Ministerio de Defensa 19:00, Hospital José Joaquín Aguirre 19:15, Regimiento Tacna, calle Tupper 19:10, Escuela Militar 20:00, Embajada de Cuba, calle Los Estanques Notas 8. LA PROFUNDIDAD DE LA PENUMBRA: 21:00-24:00 horas 247 21:00, Hospital Militar 21:30, océano Pacífico 22:00, Escuela Militar 22:00, cerro Ramaditas, Valparaíso 22:30, Vitacura 22:30, comuna de San Miguel 22:30, Quinta Normal
22:30, población La Legua 23:00, Academia de Guerra Aérea, Las Condes 23:00, Regimiento Tacna, calle Tupper 23:30, Universidad Técnica del Estado 23:30, poblaciones La Victoria y San Joaquín 23:30, calle Félix de Amesti 24:00, de Arica a Magallanes 24:00, Comando de Telecomunicaciones, Peñalolén Notas Mapas: El plan de la Agrupación Centro El ataque a La Moneda La batalla de La Legua
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Índice onomástico
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Prólogo Joaquín Fermandois
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os años de la Unidad Popular y los del régimen de Pinochet, en especial sus primeros años, han llegado a ser los que más concentran estudios y escritos en torno a la historia de Chile. Se trata de una preocupación y también de una industria que permanecerá por largo tiempo con nosotros. No da señales de abatimiento. Va a competir con la Guerra del Pacífico en la empresa de desarrollar una conciencia histórica. ¿Será para mayor ilustración? Ha sido un viejo y arduo problema el poder dilucidar si los seres humanos aprenden de la historia; más aún, si es que ésta es capaz de enseñarles algo. Ya Hugo von Hofmannsthal ha dicho que la historia es como un oráculo, que a una pregunta angustiada acerca de lo impenetrable del futuro devuelve una respuesta enigmática, que a su vez hay que descifrar y que siempre conservará un rastro de ambigüedad. Desde Heródoto en adelante, sin embargo, no podemos deshacernos del hábito de escribir historias. Se combina la fascinación por el pasado con el deseo imperioso de entenderse a sí mismo, ya que somos parte de la historia. A pesar de todos los obstáculos para la comprensión de la historia, empobreceríamos nuestra relación con el presente si no intentáramos una explicación acerca del cómo y del porqué las cosas han llegado a ser lo que son y qué tenemos que ver cada uno de nosotros con ellas. Esta verdadera aventura intelectual, muchas veces también una forma de la escritura, un arte, una introspección, está abierta a la pregunta del hombre de cultura y al ser humano en su vida cotidiana. Por ello la historia no es monopolio del historiador, sino que es un medio fundamental de preguntarnos por nosotros mismos. Sin embargo, las creaciones de los historiadores poseen la característica de establecer los criterios para saber en qué medida cada uno puede decir lo que dice, narrar lo que se propone explicar y, en resumidas cuentas, historiar. Mal se haría en ignorar de manera completa esta aproximación generalmente identificada con la historia académica.
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De la misma manera el historiador hace mal en poner a un lado el aporte al conocimiento histórico de los no historiadores, que es lo que comúnmente tiende a efectuar. Esta actitud pone un límite severo a la comprensión intelectual de la realidad histórica. No existe el método histórico en sí mismo, sino que éste se construye a partir de la adaptación de ideas, conceptos y visiones extraídos de las humanidades, de las ciencias sociales y del arte, hasta elaborar un lenguaje que muchas veces es insustituiblemente propio. Lo que más lo destaca es la forma en que va manejando el tiempo, en que se le recuerda al lector de que todo lo que vivimos, aun ciertas repeticiones y estructuras, que en apariencia son permanentes a lo largo del tiempo, en la práctica no permanecen inalterables cuando las vemos sometidas al antes y después, que es como suceden las cosas humanas. La relación temporal se hace más precaria, más fugaz, cuando pensamos en el hecho breve, en el instante, en la circunstancia medida en un transcurso extremadamente corto, que es como casi siempre el hombre de carne y hueso percibe su realidad histórica, la de cada hombre y mujer en su propio momento. Para cada uno de nosotros la historia es lo que nos sucede día a día como una angustia de futuro que se desliza hacia el pasado. Es lo que el investigador, el recreador de cada una de esas circunstancias en un pasado próximo o remoto, debe tener presente cuando se asoma a historiar o a explicar lo que comúnmente llamamos hecho histórico. A hombres y mujeres involucrados en ese momento les sucedió la historia. Al mismo tiempo ellos eran parte de sentimientos y de reacciones que trascendían ese momento. ¿Cómo captarlo, cómo explicarlo, cómo narrarlo? Tengo el privilegio de prologar un gran ejemplo de este tipo de narraciones. Los autores pertenecen a un mundo paralelo al de los historiadores. Nos usamos mutuamente y a veces nos identificamos; otras veces nos impugnamos. Esto último no es el caso de Golpe. 11 de septiembre de 1973. Criatura surgida de la pluma de dos figuras intelectuales, el rótulo de periodistas les queda limitado en el uso convencional con que se emplea. Se han caracterizado por un tipo de presencia en los medios fundamentada en el amplio saber. Este libro se basa en investigaciones empíricas que han organizado el material de información de manera creativa, más allá de la maraña de emociones, mentiras espontáneas y otras fabricadas, de la bruma del tiempo que todo lo borra y de las modas y afanes del día, y de un tipo especial y sutil de dictadura tácita como aquella de lo “políticamente correcto”.
PRÓLOGO
Hacen uso del arma de ese tipo de escritura que no se adquiere si no se combinan dos virtudes del conocimiento, que no proceden necesariamente de la misma esfera: se trata del sentido común intelectual y de la cultura de personas leídas. El caso de Ascanio Cavallo es muy conocido, en especial por sus profundos y contemporáneos análisis en las columnas del diario La Época, un medio característico de los tiempos de la transición, a fines de la década de 1980 y principios de los años noventa. En la actualidad sigue mostrando esta veta en comentarios políticos semanales y en sus críticas de cine, que traslucen su cultura y sensibilidad estética, muchas veces necesaria en la comprensión de lo político. Lo acompaña Margarita Serrano, quien tiene tras de sí una trayectoria como periodista de investigación cuyo sello es someter a crítica el material que recibe y que lo evalúa de acuerdo al mejor criterio objetivo que se pueda alcanzar. Destacan en ella sendos libros-entrevistas a Edgardo Boeninger y a Patricio Aylwin (también en coautoría con Cavallo). Golpe es un golpe de penetración psicológica y estética en la forma en que presenta situaciones, atmósferas y personajes con un desenlace que es lineal y escalonado, desde el comienzo hasta el fin. En una construcción de escena que es perfectamente racional y justificada en el estilo de la obra, va intercalando los hilos de la historia que va a desarrollar, desde sus orígenes en 1970 hasta el desenlace final del 11 de septiembre, con una pequeña apertura a hechos trágicos de los últimos cuatro meses de 1973. El continuo ir de adelante hacia atrás y de regresar al presente, es decir, a la mañana del día 11 de septiembre, mantiene el hilo de la tensión en el lector. Lo que en muchos otros casos no dejaría de ser una técnica al servicio de buenas, mediocres o malas escrituras, en la representación tan plástica de un presente corto como el día 11, de la intensidad con que se vive cada minuto y en el que al mismo tiempo el pasado de los años anteriores está presente de una forma que al final resulta extraordinariamente sistemática, hace del libro de los autores un trabajo que no se contentaba con menos que la excelente escritura. No es sólo una forma de narrar, cuya estrictez conceptual solidifica el relato. El lector no se ve irritado por tener que trabajar en cada uno de los problemas, pues constata que hay una labor rigurosa de hallazgo de la fuente, de comparación de lecturas, de sopesar testimonios que al escritor se le presentan contradictorios, ya sea por lo encontrado de los puntos de
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vista o por las emociones del momento, por la trayectoria anterior o por el tiempo que todo lo cambia o lo diluye. De esta manera, la multiplicidad de relatos sobre el desencadenamiento, las secuencias y las decisiones de los días previos al 11 de septiembre, y de la vertiginosidad y simultaneidad con que ocurrieron los acontecimientos hasta comenzar la tarde, con la muerte de Allende, son sometidos a una estructura flexible y segura, que explica y que entrega vivencias directas del momento y de los momentos. Después de leer el libro pierden credibilidad tantos relatos de un lado y de otro, de observaciones casuales, de testigos de ocasión. También es rescatada esa parte de los testimonios que resiste la mirada crítica y la intención de la prensa que los profirió, y que además ayudan a encontrar el hilo de verosimilitud y entregar una historia que tenga coherencia. La coherencia pasaría a ser una mera construcción racional, útil quizás en el debate público, pero no ayudaría a la comprensión del fenómeno mismo si no estuviera acompañada de esa búsqueda para que el hecho histórico aparezca explicado en sus motivaciones y ocurrencias, ya sean racionales o irracionales, generalmente una combinación de ambas. El mérito destacado en la parte empírica reside en que permite conocer la cantidad de muertos ocurrida en Santiago en las horas que transcurrieron en el día 11 hasta la noche y que pueden relacionarse con los combates en torno a La Moneda y en otras zonas de Santiago. Muchos testigos de la época, Osvaldo Puccio padre por ejemplo, han hablado de cómo ellos veían caer a gente por efecto de disparos, en particular el haber presenciado cómo se desplomaba un soldado. Cualquiera de nosotros que ya era mayor de edad en 1973 ha conversado con personas que estuvieron cerca del escenario y vieron o creyeron ver escenas de este tipo. Como estos hechos no han sido explicados de una manera confiable y clara por el Ejército, por ejemplo en el caso de su personal militar en la zona, habrá que concluir que por ahora –siempre es así en la investigación historiográfica o de otro tipo– las cifras que entregan los autores es la definitiva. Es decir, que en Santiago hasta las 12 de la noche del 11 de septiembre murieron 26 personas por efecto de lo que se podría llamar combates, y unos pocos más después por resultado de sus heridas, y dos miembros del GAP, también heridos, que fueron ejecutados en días posteriores. Esto muestra el desplome dramático del sistema de seguridad, político o militar, a cuya apelación había habido un constante discurso en los tres años
PRÓLOGO
anteriores. El segundo hecho que queda aquí establecido, que nadie desconocía pero que aparece más delineado, es que es todavía más incomprensible que entre el 12 de septiembre y el 31 de diciembre de 1973 hayan muerto otras 1.800 personas, casi la totalidad de ellas ejecutadas, algunas precedidas de terribles torturas. Para esa época ya no había ninguna amenaza para la seguridad nacional en su sentido convencional que se pudiese esgrimir como descargo para esta falta de proporción. Los autores quisieron entregar una historia centrada en la preparación del golpe de Estado sin que ésta pareciera como una pura conspiración discurrida entre cuatro paredes, que no lo fue. Quisieron presentar las preparaciones para un contragolpe sin que la valoración política e ideológica interfiera en comprender la lógica de defensa y de acción del gobierno de Salvador Allende y de la Unidad Popular. Lo que el lector exigente echa de menos es una apertura mayor que la que hay a la comprensión de las motivaciones de los actores, en el gobierno, en la Unidad Popular, en la oposición y en otras fuerzas. Se trata de por qué personas individuales, tendencias de sentimientos, de ideas, mentalidad de grupos o de clases, la cultura del momento, proyectos o esperanzas políticas, colocaron al país en una situación como ésta. Los autores insinúan, especialmente cuando ven las diferencias que había en un mismo grupo, pero no existe aún un tratamiento en el estilo de ellos respecto de este tema. También es verdad que para ello hubieran debido escribir un libro mucho más extenso. La primera edición del libro se agotó rápidamente y era vano el esfuerzo por conseguirlo; su lectura se remitió más bien referencias que aparecían en algunas otras obras, en notas al pie de página. Esta vez los autores han incorporado más testimonios para lograr revivir con mayor plenitud la atmósfera del día, las decisiones que se tomaban, las reacciones espontáneas y los desenvolvimientos irracionales. Por sobre todo, los autores permanecen fieles a su meta de la objetividad. Todo análisis de teoría de la historia reconocerá de inmediato que lograr esta última en su sentido más absoluto, en una especie de estadio metafísico, es algo absolutamente imposible. El historiador o el investigador fallarán lamentablemente en su finalidad si dejan de orientarse por el ideal de la objetividad, como el blanco preferido, aunque siempre va a ser elusivo. Ascanio Cavallo y Margarita Serrano han destacado como periodistas en un país en el cual, al menos en los medios académicos y a veces en los
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políticos, la idea de que un periodista pueda desentrañar un fenómeno fundamental es recibida con un gesto de incredulidad o con un encogimiento de hombros. Los que escribieron Golpe pertenecen a la mejor tradición del moderno periodismo culto, del cual ha surgido muchas veces una falange de intelectuales indispensables para entender la política en el siglo XX. En Chile, el público culto evita la lectura de obras especializadas, con el resultado de que éstas son una especie de cuasi monopolio de una pequeña elite académica, a veces también con alguna presentación mediática. Se requiere de un puente que pueda vincular a esferas tan separadas que obstaculizan el desarrollo de un debate racional. Es posible que este libro y otros inspirados en esta misma tradición y posibilidad puedan contribuir en la tarea de ilustrar a los chilenos en un momento en el que la idea de “memoria” ha pasado a ser una especie de santo y seña que poco y nada dice. Es hora de enfocarse en narraciones y explicaciones, aunque mejor sería una combinación de ambas.
JOAQUÍN FERMANDOIS es un reconocido historiador y profesor de historia contemporánea de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Obtuvo su licenciatura en historia en la Universidad Católica de Valparaíso el año 1970. Realizó estudios de posgrado en Alemania y España. Se doctoró en 1984 en la Universidad de Sevilla. Cinco años después obtiuvo la Beca Guggenheim. Miembro de número de la Academia Chilena de la Historia, ha sido investigador y profesor invitado en las universidades de Hamburgo, Libre de Berlín y en la de Georgetown. Es también columnista de El Mercurio y entre sus últimos libros se cuentan: Mundo y fin de mundo. Chile en la política mundial 1900-2004 (2005, junto a Jimena Bustos y María José Schneuer) e Historia política del cobre 1945-2008 (2009).
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Nota INFORMATIVA
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ste libro se originó en un trabajo de la Escuela de Periodismo de la Universidad Adolfo Ibáñez (UAI), cuya primera versión fue publicada con la forma de una serie de cuatro entregas en el diario La Tercera en septiembre de 2003. El mismo año, con numerosas ampliaciones y correcciones, fue publicado por Editorial Taurus. La primera fase del trabajo se efectuó en el Taller de Productos Periodísticos de la Escuela, cuya profesora titular, Margarita Serrano, realizó con el curso un conjunto de entrevistas a diversos protagonistas de esos hechos, en las que colaboraron la coordinadora académica Paula Susacasa y los alumnos Loreto Gatica, Maureen Halpern, Paula Palacios, Roberto Pérez y Gonzalo Ramírez. Otras cuatro fuentes de información contribuyeron al producto final: numerosas entrevistas de complementación, por lo general bajo reserva, realizadas por Margarita Serrano, Karin Niklander y Ascanio Cavallo; documentos privados y/u oficiales, por lo general secretos o desconocidos hasta la fecha; entrevistas realizadas por Ascanio Cavallo entre 1985 y 1987 a otro grupo de protagonistas; testimonios recogidos por periodistas del diario La Época para una edición especial de 1993, bajo la edición de Florencia Díaz, actual profesora de la UAI; y una revisión crítica de la copiosa bibliografía acumulada hasta ahora en torno a estos temas. Esta segunda edición incorpora nuevos testimonios y antecedentes recogidos por los autores entre 2012 y 2013, así como por otra investigación en la que han participado Manuel Délano, Bárbara Fuentes y Karen Trajtemberg, también profesores de Periodismo en la UAI. Los autores no son proclives a las ediciones “corregidas y aumentadas” que pueden eternizar la metamorfosis de los trabajos de investigación. En este caso, sin embargo, han estimado que la agregación de detalles, correcciones y matices son indispensables para completar la comprensión del momento más tremendo que vivió Chile en toda su historia; y que, aun con conciencia de que no es posible la “versión definitiva”, es preciso buscar una historia que se aproxime a esa utopía.
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la sangre de los generales 0:00-3:00 horas
0:00, barrio de los dominicos a gasolina. Maldita gasolina: tan explosiva, tan esquiva. Por estos días parece más escasa que nunca, aunque se podría decir que la atmósfera del país está cargada de gases inflamables. Para completar la figura, los distribuidores de combustible han paralizado, en protesta contra la política de racionamiento del gobierno, que fija un máximo de venta de 10 litros por auto. Sólo en el centro de Santiago, un tercio del personal de la Escuela de Suboficiales está dedicado a vigilar las gasolineras. Así se lo ha detallado el coronel Julio Canessa, director de la Escuela, al general Augusto Pinochet, en su primera visita como comandante en jefe del Ejército a la unidad ubicada en calle Blanco Encalada, en la mañana del 24 de agosto de 19731. Canessa, un hombre bajo y recio, está exasperado con el desorden del país; el desabastecimiento –pollos, aceite, harina, carne, cigarrillos, papel, licores–, que puebla de agotadoras filas los comercios de Santiago, tiene en su caso una cara aún más ingrata, desde que sus subalternos deben pasar en las calles en tareas de vigilancia. Por eso trata de escrutar si el nuevo comandante en jefe está dispuesto a hacer algo; el único comentario que recibe es enigmático: “Paciencia”. No están los tiempos para confiar en nadie. Ahora se acerca la medianoche del lunes 10 de septiembre y mientras camina hacia la puerta de salida de la casa de su hija Lucía, en Los Dominicos, el general Pinochet vuelve a recordar que la gasolina es un maldito problema. Entonces le dice a su yerno, Hernán García, que es mejor que saquen un poco de gasolina del auto oficial para que, si es indispensable, puedan movilizarse al día siguiente. Lucía, como muchos otros, le ha comentado antes que a pesar de que cada uno de los cónyuges tiene un auto, a veces deben usar los viejos y atestados microbuses sólo por falta de combustible.
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Esta noche, poco después de las 22 horas, el general Pinochet ha pasado a ver a su hija, como hace a menudo, y después de acariciarla y besar a los niños –Hernán Augusto, de tres años, y Francisco Javier, de uno– se ha quedado conversando en el living con su yerno2. Hernán García, técnico en productos lácteos y funcionario de la Empresa de Comercio Agrícola, debe viajar con frecuencia a Europa a supervisar las importaciones de leche y queso. Él tiene una visión catastrófica del estado de la producción agrícola en Chile. Lucía ha regresado a la universidad, a estudiar Educación de Párvulos en el centro del izquierdismo, el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, y aporta una percepción pavorosa de la violencia entre los jóvenes. Pero el general, acostumbrado a que las cosas serias se hablan entre hombres, atiende más a su yerno que a su hija. No importa: Lucía sabe que su padre ha sido educado en el machismo secular del Ejército de entonces y que ello no significa que la desdeñe. El general es un hombre de familia. Muchas veces se le ha oído decir que de las puertas de su hogar hacia dentro manda su esposa; de las puertas hacia fuera, se impone el jefe del cuartel. Las puertas son como una frontera. Pero en este instante, con el país convulsionado, no se sabe si seguirán en pie. Esta tarde, después de almuerzo, su esposa Lucía Hiriart ha partido con los dos hijos más pequeños: Marco Antonio, de 16, y Jacqueline, de 15, a la Escuela de Alta Montaña, en Río Blanco, Los Andes. Los niños creen que van a pasar unos días de vacaciones y de esquí en Portillo, como ha estado pidiendo Marco Antonio, el más entusiasmado con la excursión. El general se ha despedido de ellos con el cariño de siempre. No, no el de siempre: por alguna razón, el adolescente lo ha sentido más emotivo y cálido que otras veces, y lo ha visto hablar en voz baja con su madre y dar instrucciones especiales al chofer. Llegarán a la unidad militar ya entrada la noche, se acomodarán en las habitaciones del Casino de Oficiales y los niños verán que su madre se queda conversando hasta tarde con las esposas de los jefes de la Escuela. Es una madrugada extraña. La Escuela es dirigida por el coronel Renato Cantuarias, un hombre fuerte y efusivo, un clásico “montañés” que ha trabado excelentes relaciones con la familia Pinochet y que ahora despliega sus mejores dotes de anfitrión. Cuando decide dejar la casa de los García-Pinochet, el general vuelve a besar a su hija y a encargarle el cuidado de los niños. Luego sale con García, para advertirle que mañana no salgan de casa.
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Afuera inician ese desagradable trámite de inhalar desde una manguera para que la gasolina pase de un estanque a otro, un proceso en el que siempre alguien tiene que tragar algo. Un asco. Maldita gasolina. 0:30, calle Laura de Noves El general regresa a su casa de calle Laura de Noves, preparado para pasar una noche solitaria. Paseará al perro, apagará todas las luces, pondrá el revólver de servicio en el velador y se quedará con los ojos abiertos en la penumbra. Empieza el día más importante de su vida, el que años después llamará “decisivo”. Un hecho es seguro: el general está intranquilo. Se siente vigilado3. Se siente a punto de ser descubierto. Aunque estos temores no son nuevos. Lo acompañan con singular intensidad desde los últimos días de agosto, cuando una telefonista lo llamó a las tres de la madrugada para citarlo a la casa del Presidente Salvador Allende, en calle Tomás Moro4. Alarmado por la convocatoria, el general despertó a su esposa y sus dos hijos menores y los llevó a la casa de su hija Lucía. En el living de Allende lo esperaban los ministros de Defensa, Orlando Letelier, y el secretario general de Gobierno, Fernando Flores, el secretario general del Partido Comunista, Luis Corvalán, y el ex director de Investigaciones y nuevo jefe de Chile Films, el médico socialista Eduardo “Coco” Paredes. También llegó, igualmente citado, el general Orlando Urbina, el único compañero de curso de Pinochet en el alto mando y para entonces Inspector General del Ejército, tercero en el mando. El Presidente entró a la sala, saludó a los generales y les preguntó por sus actividades. Los asistentes civiles la recordarían como una conversación liviana y social, pero en la memoria del general Pinochet quedaría como un interrogatorio oblicuo y peligroso, en el que se le tendía una celada para descubrir sus actividades en la Academia de Guerra. En rigor, no era necesario que nadie las descubriera. Tanto el Presidente como el ministro de Defensa estaban informados de la actualización del Plan de Seguridad Interior ordenada por Pinochet a la Academia el 16 de julio, en su calidad de jefe del Estado Mayor del Ejército.
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Dado el rápido deterioro de la convivencia política, era preciso poner al día el Plan Hércules, dispositivo con que el Ejército podría controlar una perturbación grave y generalizada del orden público. Nada demasiado nuevo, realmente. Después el Presidente habló de la confrontación en que se encontraban el gobierno y la oposición y de la presión que ésta ejercía sobre las Fuerzas Armadas para sacarlas de su papel constitucional. De los dos generales, quien respondió fue Urbina: el gobierno, dijo, debía buscar pronto una salida a la crisis, por la vía del referendo o del acuerdo con la oposición, porque de otro modo crecería la violencia. Pinochet intervino muy poco. Entre los asistentes quedó claro quién de los dos sucedería al comandante en jefe virtualmente caído, el general Carlos Prats. Si es que alguien hubiese tenido dudas sobre la designación de Pinochet –y no había muchas, desde que la recomendación venía del propio Prats–, aquella noche el silencio inclinaba la balanza. Ese era el motivo encubierto de la cita. En efecto, se trataba de un test. Pero no porque Allende sospechara, sino porque quería contar con el acuerdo de sus asesores y los partidos de la UP: de ahí la presencia de Flores (Mapu) y Corvalán (PC), además de los socialistas Letelier y Paredes. En la tarde Pinochet sería ungido con el mando superior del Ejército. Al salir, Pinochet se fue en su auto con Urbina y le preguntó si él sería el general Rojo en caso de que se produjera una confrontación5. Se refería al jefe del Ejército español que en 1936 permaneció junto a la República, en oposición al alzamiento de Franco. “No”, dijo Urbina, “¿y tú?”. “No”, dijo Pinochet, y regresó a su casa. ¿Confiaba cada uno en la palabra del otro? Urbina sí. ¿Sí?
1:00, Regimiento Tucapel, Temuco Esta noche de vigilia, el general Urbina duerme en Temuco, en el Regimiento de Infantería Nº 8 Tucapel. Al ascender Pinochet, ha asumido como jefe del Estado Mayor y en la mañana del lunes 10 ha partido al sur en comisión de servicio, a revisar las investigaciones sobre una escuela de guerrillas detectada en la zona cordillerana de Mamuil-Malal.
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Pinochet ha visto con alivio este viaje, porque los mandos que van a operar durante el 11 han expresado su desconfianza hacia el segundo hombre del Ejército. Haciendo caso a esas objeciones, Pinochet ha dicho, ante el pequeño grupo de generales al que juramentó el mismo 10, que en caso de que le ocurriese algo, tomaría el mando del Ejército el general Óscar Bonilla. La decisión no es inocua. Bonilla ocupa la sexta antigüedad del cuerpo de generales. De manera implícita, aunque los demás no lo sepan, en esta reunión la línea jerárquica ha sido quebrada. Si a Pinochet le hubiese ocurrido algo en la noche del 10, cuatro generales habrían sido desplazados ipso facto; ha sido, por tanto, la autorización de un golpe interno. En el alto mando de estos días, los oficiales reconocen el liderazgo intelectual en dos de los generales: Urbina y Bonilla. Ambos son considerados los más inteligentes, los más ilustrados, los de mayor dotación conceptual. Pero tienen diferencias. Urbina es estricto en su apego a la Constitución de 1925, aunque está consciente de que esa Constitución está al borde del colapso; Bonilla ha tomado la decisión de sobrepasarla. De modo que las consecuencias de la decisión de Pinochet son ine quívocas. Con Bonilla, ha elegido al de mayor rango entre los generales más vehementes en contra del gobierno, los únicos que podrían forzar un quiebre del Ejército. Una concesión a los “duros” que podría hacer perder su rango –y en caso dramático, incluso la vida– a los cuatro que están en medio. De ellos, la quinta antigüedad es de Ernesto Baeza, comandante de Infraestructura, especialista en Inteligencia, sin mando de tropas; el cuarto, Manuel Torres de la Cruz, manda la poderosa Quinta División, en Punta Arenas; el tercero, Rolando González, está dejando el Ministerio de Economía en el último gabinete de Allende. El más importante es el segundo: Urbina. En verdad, nadie tiene razones de gran peso para desconfiar de Urbina. El general, delgado, austero y severamente profesional, es constitucionalista y detesta la deliberación política. No le gusta Allende, pero sus opiniones no traspasan los muros del hogar. Comparte ese estilo con Pinochet y por eso ambos han estado, en distintos momentos, bajo la suspicacia de los oficiales más impetuosos.
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Sin embargo, no son especialmente amigos. Mejor dicho: los liga la camaradería de quienes han compartido 36 años en el Ejército, lo que no es poco. Es en las dimensiones personales donde resultan muy diferentes. Los oficiales inferiores creen que son íntimos, porque los han oído tratarse mutuamente de “hermano”. Lo que no saben es que el apelativo contiene una carga de recíproca socarronería: Urbina le dice “hermano” para recordarle a Pinochet su remoto paso por la Masonería y Pinochet hace lo mismo porque siempre ha pensado que Urbina exagera su observancia católica6. A pesar de –o debido a– su estricto apoliticismo, Urbina está bajo sospecha desde que, en 1970, como comandante de la Segunda División y juez militar de Santiago, emitió las severas condenas contra el grupo que asesinó al comandante en jefe del Ejército, general René Schneider, para impedir la asunción de Allende. En el complot se mezclaban militares retirados y activos con jóvenes extremistas de ultraderecha. Las condenas no podían ser benevolentes, tratándose de uno de los pocos magnicidios de la historia republicana. Pero ya entonces había en el Ejército quienes creían que el fin de impedir el ascenso del marxismo justificaba medios violentos. Más tarde, en 1972, el gobierno lo designó vicepresidente de la comisión encargada de organizar en Santiago la conferencia de las Naciones Unidas sobre el desarrollo (UNCTAD III); y debido a que el presidente titular, Felipe Herrera, se concentró en su campaña para la rectoría de la Universidad de Chile, el general devino la cabeza visible de ese evento internacional que la oposición calificaba como un aparato propagandístico del gobierno. Urbina entró de nuevo en los rumores. Y ahora, siendo el jefe del Estado Mayor, el segundo en la línea jerárquica, es uno de los pocos generales que no sabe que el Ejército está a punto de movilizar su pesada maquinaria de fuerza7.
¿Cuándo empezó todo esto? Algunos piensan que el mismo día en que Allende obtuvo la primera mayoría presidencial, el 4 de septiembre de 1970, un triunfo relativo que hizo que Richard Nixon golpeara la mesa de su despacho en Washington, vociferando en contra de “ese bastardo”8. La pataleta de Nixon, que veía en Chile un nuevo golpe del comunismo en un momento candente de la Guerra Fría, encontró eco en un grupo
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de civiles y militares en Santiago y terminó en el asesinato del general Schneider, un episodio que en la mentalidad de sus ejecutores obligaría a las Fuerzas Armadas a intervenir. Nixon ayudó a que el gobierno de Allende se viese rodeado de un clima enrarecido desde el comienzo. Sin embargo, ni él ni nadie podría haber logrado, como un factor único, que tres años después la crisis se agudizara como ocurrió9. Por eso otros sitúan el comienzo del fin en el descomunal paro de octubre de 1972, cuando camioneros y comerciantes jaquearon al gobierno hasta obligarlo a constituir un gabinete integrado por altos mandos de las Fuerzas Armadas. El ingreso de los uniformados a los ministerios marcaría, según esta visión, el inicio de la intervención militar en la política10. Para el general Carlos Prats, la deliberación abierta partió oficialmente el 11 de abril de 1973, cuando el ministro de Educación Jorge Tapia presentó el proyecto de la Escuela Nacional Unificada ante los altos oficiales de las Fuerzas Armadas. El contralmirante Ismael Huerta, que poco antes había renunciado a su cargo de ministro, criticó en términos ásperos el proyecto, denunciando intenciones ideológicas detrás de él; lo siguieron el general de Ejército Javier Palacios y los coroneles Pedro Espinoza y Víctor Barría. Dada la naturaleza político-ideológica de las intervenciones –que la oposición utilizó tumultuosamente en su favor–, el Presidente le pidió el retiro de Huerta al comandante en jefe de la Armada, el almirante Raúl Montero, pero éste defendió a su subordinado11. Y el general Urbina, creyendo defender la integridad apolítica del mando institucional, exigió a Palacios su renuncia; como éste se negó a entregarla, el general Prats debió intervenir para evitar que el rechazo de Palacios a la orden de un superior se convirtiese en un incidente mayor. Pero cualquier fecha que quiera señalar el inicio de la deliberación política de los militares durante el gobierno de la Unidad Popular es muy relativa. En el Ejército, el general más activo fue, por lejos, Sergio Arellano, que pasó meses en reuniones con otros oficiales, políticos y miembros de otras ramas de las Fuerzas Armadas. Sus notas personales12 reflejan una incesante actividad al margen del mando, más allá de todos los principios de obediencia y prescindencia política. Su convicción sobre la justicia de la causa era
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superior a ellos, aunque no del todo: en la última línea, Arellano le temía al quiebre de la unidad tanto como todos los militares. En los trajines deliberantes lo acompañaron, con diversa intensidad, Javier Palacios, Sergio Nuño y Arturo Viveros (los generales más jóvenes) y, ya avanzado 1973, también el general Óscar Bonilla. Semana tras semana, Arellano y sus colegas construyeron “por debajo” la unidad con las otras Fuerzas Armadas, mediante reuniones secretas. Sólo faltaba involucrar o descabezar a los altos mandos. Por eso algunos han propuesto como fecha decisiva el 30 de junio de 1973, cuando, a proposición del almirante Patricio Carvajal y con la anuencia de los mandos, se constituyó el “Comité de los 15” (cinco oficiales generales por cada rama de las Fuerzas Armadas), que dio patente oficial a la deliberación, es decir, a varios de los generales y almirantes que en los meses previos se venían reuniendo en forma clandestina. La instalación del Comité fue uno de los resultados de la conmoción producida el día anterior por la rebelión del Regimiento Blindados Nº 2. La historia de este putsch es curiosa. Gracias a una indiscreción del abogado Sergio Miranda Carrington –siempre ligado a grupos nacionalistas–, el gobierno se enteró de que algunos oficiales planeaban un alzamiento militar para el 27 de junio. El gobierno tuvo tiempo para suspender las clases y el Ejército arrestó a varios oficiales del Blindados Nº 2. La tensión de la situación se reflejó esa tarde, cuando el general Prats disparó al auto de una mujer que le hizo gestos de burla. Dos días después, el comandante del Blindados, teniente coronel Roberto Souper, sacó los tanques a la calle y marchó sobre el Ministerio de Defensa y La Moneda. El general Prats partió con las tropas de la Escuela de Suboficiales a defender el palacio, mientras Pinochet encabezaba el Regimiento Buin para encerrar a los rebeldes por el sur y por el norte. A pie, armado con una subametralladora y acompañado por el teniente coronel Osvaldo Hernández Pedreros, el capitán Roger Vergara y el sargento Omar Vergara, Prats fue rindiendo a los conductores de tanques, hasta que uno de ellos, el teniente Mario Garay, se negó y le apuntó con su ametralladora; el ayudante de Prats, el mayor Osvaldo Zavala, encañonó en la cabeza al sublevado y lo redujo. Souper huyó del centro con sus últimos tres tanques a eso del mediodía. Esa mañana murieron 17 soldados y 5 civiles y 32 personas quedaron heridas. Prats puso en peligro su vida. Muchas unidades estuvieron a punto
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de seguir al Blindados. Pero los dirigentes de la Unidad Popular, leyendo mal las señales, llamaron a la ocupación masiva de fábricas y fundos, en lugar de aplacar el estado de tensión. Doscientas cuarenta y cuatro empresas fueron ocupadas ese día y el siguiente. Aquella tarde se asilaron en la embajada de Ecuador cinco dirigentes máximos de Patria y Libertad, reconociéndose instigadores de la asonada y alegando haber sido objeto de una “traición”. Un año más tarde, el general Arellano y el general de la FACh Germán Stuardo admitieron que para ese día se preveía el alzamiento de diversas unidades, como estuvo a punto de ocurrir13. Lo que hizo fracasar ese diseño fue la intervención del comandante en jefe, lección que se convertiría en el número 1 de la agenda del golpe en el Ejército: no habría garantía de éxito sin los mandos superiores. El número 2: Prats era un obstáculo. En la primera sesión del “Comité de los 15”14, Pinochet intentó evitar que se hablara de política, pero los asistentes subrayaron que precisamente de esto ser trataba, de analizar la situación nacional. Mejor aún: no había otro tema. El Comité, al que algunos de sus asistentes atribuirán importancia histórica, se reuniría sólo cinco veces entre junio y agosto. Pero ya en la segunda sesión, el 1º de julio, produjo una “Apreciación de la Situación”, rotulada “estrictamente secreta”, que fue entregada al general Prats para que la hiciese llegar al Presidente15. Al día siguiente, Allende pidió a los tres comandantes en jefe que se integrasen al gabinete, para apoyar el Programa de Emergencia Económica preparado por sus ministros Fernando Flores y Clodomiro Almeyda. Prats se reunió con los generales, que expresaron su rechazo a participar en el gobierno; uno de ellos, Carlos Araya, le dijo más tarde que su imagen ante los subalternos era ya muy negativa16. Sintiéndose cada vez más aislado, Prats encargó a cuatro generales de su confianza –Pinochet, Urbina, Mario Sepúlveda y Guillermo Pickering– que expusieran ante Allende los argumentos del alto mando. El Presidente terminó por aceptarlos, enojado: —Muy bien. Por ahora no habrá gabinete con las Fuerzas Armadas. Pero poco más de un mes después, el 9 de agosto, la situación política había empeorado tanto –nuevos paros gremiales, atentados terroristas, la exigencia del PDC de generar un gabinete con mayoría militar, el asesinato del edecán naval Arturo Araya17, la falta de alineamiento de los partidos de
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la UP con el gobierno, la inflación elevada al 283%18–, que Allende insistió en llevar a los jefes militares y de Carabineros a un gabinete “de Seguridad Nacional”, abriendo un capítulo dramático para los comandantes en jefe: Prats, en Defensa; el almirante Montero, en Hacienda; el general de la FACh César Ruiz Danyau, en Obras Públicas y Transportes; y el general director de Carabineros José María Sepúlveda, en Tierras. Ninguno de ellos continuaría en el mando 33 días después.
1:00, Academia de Guerra Aérea, Las Condes Aquel gabinete precipitó la crisis de los mandos militares con una celeridad que sólo se podía percibir si se tenía conciencia de vivir sobre un polvorín. “La semana más importante en la política chilena antes del golpe del 11 de septiembre comenzó el lunes 20 de agosto de 1973”, ha escrito, con exactitud, el historiador Paul Sigmund19. Ese día, unos 120 oficiales de la FACh, reunidos en la Base Aérea El Bosque, debatieron a voz en cuello en contra de la decisión presidencial de remover al comandante en jefe, el general Ruiz. La crisis se había iniciado en la semana anterior, cuando Ruiz quiso renunciar al gabinete (sólo seis días después de asumir), en vista de las accio nes del intendente de Santiago contra los camioneros en huelga. Allende le exigió que, en tal caso, dejase también la FACh. Ruiz se resistió a esto último, pero el 17 de agosto no pudo contener la presión presidencial. Esa noche, en la casa del cardenal Raúl Silva Henríquez, Allende hizo ostentación de su energía política ante el presidente del Partido Demócrata Cristiano, Patricio Aylwin, con quien cenaba en secreto para buscar una salida a la crisis, mostrando la carta de renuncia que tenía en su bolsillo20. Confiaba aún en su capacidad de maniobra. No sabía lo que le esperaba en los días siguientes con el Ejército y la Armada. Pero Ruiz no se quedó en paz y continuó reuniéndose con sus oficiales, en las bases de Los Cerrillos y El Bosque; éstos decidieron acuartelarse luego de notificarle que seguirían considerándolo como su comandante en jefe21. Entre tanto, Allende ofreció el mando –con el ministerio– al general Gustavo Leigh, que, siguiendo un acuerdo adoptado por los generales, lo rechazó. En la tensa conversación, Leigh se permitió una sugerencia insolente:
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—Nombre a un coronel, pues, Presidente. Allende lo miró de soslayo. —Tengo 62 años —le dijo, secamente—. Y no soy huevón. En seguida repitió el ofrecimiento al tercero, el general Gabriel Van Schouwen. —No, Presidente. No le conviene, yo tengo apellido de mirista —replicó el general risueñamente, aludiendo a su sobrino Bautista Van Schouwen, uno de los líderes del MIR. Al fin, Ruiz Danyau terminó por dejar a Leigh “en libertad de acción” y éste pudo concordar con Allende que asumiría el mando de la FACh y dejaría el ministerio a un general inferior, Humberto Magliochetti. El nombramiento fue una sorpresa para todos: Allende sabía que Leigh era un “duro” y que había tenido una participación protagónica en el “Comité de los 15”. Ese día, sin embargo, envió los principales aviones de combate a la base de Carriel Sur, en Concepción, para impedir que los oficiales en rebeldía quisieran usarlos. El último acto del drama ocurrió el lunes 20 de agosto, en el teatro de la Base El Bosque, donde los oficiales discutieron acaloradamente acerca de la designación de Leigh22. La deliberación también estaba desatada en la FACh. Sólo que por esta vez, predominaría la obediencia: no aceptar significaría una rebelión frontal contra el gobierno. Esa mañana, un grupo de esposas de oficiales de la FACh se congregó ante al Ministerio de Defensa para gritar consignas a favor de Ruiz y en contra del gobierno y del ministro de Defensa, el general Prats. Era un anticipo de lo que ocurriría al día siguiente frente a su casa. Unos días después de la crisis aérea, la periodista Frida Modak, que trabajaba para el Presidente en La Moneda, recibió en su casa al general Van Schouwen, que le dijo que ahora sí estaría dispuesto a ser el comandante en jefe. ¿Se podía confiar en alguien? En cualquier caso, la gestión de Leigh caracterizó de inmediato a la FACh como la rama más severa de las Fuerzas Armadas, en particular en el allanamiento de industrias bajo el paraguas de la ley de Control de Armas. La ley durmió desde que fue promulgada, en 1972, pero después del “tancazo” las Fuerzas Armadas la activaron drásticamente. Mientras el MIR comenzaba a hablar de una “segunda ley maldita”, la infantería de la FACh lanzaba grandes cercos sobre lugares sospechosos.
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El Presidente no era en absoluto contrario a la ley; a la inversa, en numerosas ocasiones propuso aplicarla con más severidad23. Pero la insistente acusación, por parte de los dirigentes de la UP, de que los militares la usaban en forma sesgada y pasando a llevar a trabajadores, lo fue convenciendo de limitarla. Un incidente de mayor cuantía ocurrió en la Lanera Austral, de Punta Arenas, cuando un operativo conjunto de la FACh y el Ejército derivó en un tiroteo que dejó a un obrero muerto. El gobierno exigió a Leigh abrir un sumario y pidió a Pinochet remover de su cargo al general Manuel Torres de la Cruz, un conocido adversario del gobierno. Ninguna de las dos cosas ocurrió, pese a las promesas de ambos jefes militares. La ostensible irritación del oficialismo se colmó en la noche del 7 de septiembre, cuando una unidad aérea allanó una casa vecina a la industria textil Sumar, con intercambio de disparos. Según la versión de la UP, los obreros de Sumar fueron maltratados por las tropas de la FACh; según ésta, los militares fueron rodeados por decenas de hombres que se descolgaron desde lugares vecinos, amenazando con reducirlos. Tras una conversación telefónica de Leigh con el ministro Letelier (que se hallaba en casa del ya retirado general Prats), los uniformados abandonaron el sector. El incidente sembró, tanto en los mandos armados como en la oposición política, el temor de que las fuerzas irregulares pudiesen estar empatando el nivel militar de las tropas profesionales. Al día siguiente, Allende citó a Leigh a su despacho y le ordenó cesar los allanamientos a industrias sin previa autorización del ministro de Defensa. En su presencia encargó al director de Investigaciones, el socialista Alfredo Joignant, realizar la indagatoria sobre los sucesos de Sumar. La guerra con la FACh estaba lanzada. El domingo 9 Leigh se encaminó a la casa de Pinochet. Y ahora que el momento ha llegado, en la madrugada del martes 11, el jefe de la FACh permanece en la Academia de Guerra Aérea junto a un pequeño grupo de oficiales. Como casi todos los altos mandos en los últimos meses, Leigh está invadido por las suspicacias y el miedo a las traiciones. La superioridad ya sabe que algunos oficiales y suboficiales han mantenido reuniones con los socialistas Erich Schnake y Carlos Lazo, presidente del Banco del Estado24. En el Chile de este momento, la lealtad se ha convertido en un bien más escaso que los cigarrillos.
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1:00, calles Tomás Moro e Imperial En casa de su hija María Angélica, el general retirado Carlos Prats intenta conciliar el sueño. Como siempre que se siente inquieto, ha fumado y tomado café en exceso. Lleva varios días en estado de crispación; es quizá la única persona en Chile que intuye, casi sin margen de error, que está por producirse un golpe de Estado y que será cruento y prolongado. En los 18 días que completa fuera del Ejército ha estado viviendo una ordalía interior. Puesto que su renuncia resultó intempestiva, no pudo dejar de inmediato la casa oficial del comandante en jefe, en la calle Presidente Errázuriz. Pero el ministro Fernando Flores, que ha desarrollado una especial cercanía con el general, le ha suplicado que deje esa casa, porque el gobierno sabe que su vida tiene precio para la ultraderecha. Y Prats ha estado pernoctando en casas de distintos familiares junto a su esposa Sofía y a su hija Cecilia, aún soltera. Los acompaña a todos lados una maleta con lo indispensable. Hoy le ha tocado a María Angélica. ¿Cuándo terminará todo esto, este miedo inmanejable, este odio insensato, esta violencia anunciada? Todo se ha venido superponiendo desde aquella semana crítica de agosto, la tercera. El martes 21 de ese mes, las esposas de oficiales de la FACh continuaron protestando ante la oficina de Prats. Lo culpaban de haber maniobrado, como ministro de Defensa, para ayudar al Presidente a sacar a Ruiz. Lo ocurrido era lo contrario –Prats se negó a intervenir–, pero esa tarde las acusaciones contra el comandante en jefe del Ejército adquirieron un cariz radical: unas 300 mujeres, entre las que se contaban las esposas de nueve generales del Ejército25, se agolparon ante su casa. Llevaban una carta para su esposa, Sofía Cuthbert, en la que le pedían “interceder” ante el comandante en jefe (sin precisar para qué). La aglomeración, que se incrementó con oficiales de uniforme y de civil, se prolongó hasta la noche y derivó en un enfrentamiento con la policía. Sólo el general Bonilla, que fue a buscar a su esposa, entró a la casa del general Prats y, tras pedir disculpas por la presencia de su mujer, le dijo que la imagen del comandante en jefe se había deteriorado en el Ejército. Prats lo hizo retirarse, pero no tomó medida alguna en su contra. ¿Había llegado a sentirse ya inmovilizado por el temor a que un gesto suyo desencadenara la rebelión? Eso sugieren sus Memorias. A diferencia de Ruiz
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y Montero, Prats no tenía dudas sobre la existencia de una conspiración capitalista contra el gobierno; su única interrogante, repetida una y otra vez, era quién la dirigía. Al día siguiente, Prats ordenó a Pinochet que exigiera a los generales emitir una declaración en su respaldo. Si no lo hacían, renunciaría. En ese momento Prats daba un salto mortal: sometía su cargo a la decisión de unos subalternos a los que ya sabía levantiscos; y es expresión de su temperamento poco autoritario que prefiriese pedir una declaración de consenso imposible –generales desautorizando a sus esposas– antes que adoptar decisiones congruentes con la verticalidad del mando. En la sesión del alto mando dirigida por Pinochet, los generales Sepúlveda y Pickering presentaron sus renuncias definitivas, en señal de vergüenza por el incidente de las mujeres; los siguieron los generales Gustavo Álvarez, Raúl Contreras, César Benavides y, sólo de palabra, Herman Brady. Encabezaron la defensa de las esposas los generales Bonilla y Viveros; la señora de este último había ayudado a reclutar mujeres para la manifestación, junto a la de Palacios. Pinochet regresó ante Prats con malas noticias: los generales no firmarían una declaración. Más tarde traduciría sus sentimientos en una frase gráfica: “Lo que le han hecho a mi general se paga sólo con sangre de generales”. Y se entendía que pensaba en los líderes de la revuelta contra Prats: Arellano, Palacios, Viveros y, por supuesto, Bonilla. Prats supo que había caído. Tras él se irían Sepúlveda, jefe de la Guarnición de Santiago, y Pickering, director de Institutos Militares, los dos hombres con el mayor número de tropas bajo su mando y los últimos obstáculos para la iniciativa armada26. Hay quienes asignan una importancia aun más sustantiva al retiro de Prats por el hecho de que abrió el paso a un cambio en la doctrina del Ejército27. Pero como el sucesor nominado por Allende –con las especiales recomendaciones del general saliente y del ex ministro de Defensa José Tohá– fue el general Augusto Pinochet, que había mostrado una férrea lealtad a Prats, hay todavía quienes estiman que la fecha real de desencadenamiento del golpe fue el domingo 9 de septiembre de 1973, cuando Pinochet firmó el compromiso para actuar el martes 11. Líder de esta versión fue el almirante José Toribio Merino, secundado por otros altos jefes de la Armada,
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todos los cuales coinciden en atribuir la detonación final a esa rama náutica28. Lo que ellos sugieren es que, si la Armada no hubiese impuesto la fecha, el Ejército podría haber pasado semanas o meses de dilaciones. Cualquiera que sea el momento de inicio que se escoja –o incluso si se opta por la versión del engranaje de todos los sucesos, como si la historia fuese una máquina implacable–, la pregunta es: ¿pudo evitarse en algún punto lo que ahora, al comenzar el martes 11 de septiembre, está a punto de ocurrir? En la tragedia clásica, una vez que el destino echa a andar sus ruedas, no hay forma de detenerlo.
1:00, Academia de Guerra Naval, Playa Ancha Pasada la 1 de este martes 11, el almirante Merino disuelve la reunión en que su estado mayor ha compartido unos whiskies para aplacar la tensión de la víspera de la batalla. Está en la Academia de Guerra Naval en forma secreta, luego de enviar a su esposa e hijas a otra casa y de dejar la suya vestido con el uniforme de su asistente, para burlar la posible vigilancia policial. En la puerta de su habitación se tiende su ayudante de órdenes, el capitán Víctor Díaz Torres. Culmina un largo camino, que se inició formalmente el 12 de julio de 1973, cuando recibió –¡por fin!– el texto del Plan de Acción de AntiInsurgencia Cochayuyo, diseñado para tomar el control de todas las zonas de jurisdicción de la Armada. Para esa fecha, Merino tenía ya la decisión de hacer frente al gobierno, cuyo sesgo marxista era incompatible con su ideario del nacional-catolicismo, que tan bien encarnaba el Caudillo de España, Francisco Franco. De todos los militares involucrados en el alzamiento contra Allende, Merino es posiblemente el más ideológico: su aversión al marxismo es tan visceral, que la siente como parte de una cruzada a la que no puede renunciar. Y por ello es también el más decidido, el único al que no intimida el peligro de una guerra civil (otra vez en esto piensa en Franco), ni siquiera el de una confrontación con el Ejército. En algún punto, esa convicción entronca con una cierta tradición intelectual de la Armada. Merino representa a su arma. Así se entiende mejor lo que le dijo a su amigo Huerta: —¡A Allende lo voy a sacar yo!
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Y no necesitó decírselo al almirante Patricio Carvajal, que desde el verano había alcanzado la estratégica posición de jefe del Estado Mayor de la Defensa, el lugar desde donde se coordinan las tres ramas de las Fuerzas Armadas. Adelantando tareas, Carvajal había logrado infiltrar a dos marineros cocineros en la casa del Presidente Allende. Esto no suponía mayor talento, porque cualquiera que haya servido en el Estado sabe que los mejores cocineros fiscales son los de la Armada; estos dos hombres agregan a sus talentos culinarios ciertas virtudes de la observación dirigida29. Queda un solo problema: el comandante en jefe de la institución es el almirante Montero, bien conocido por su temperamento moderado. La situación de Montero es la de un personaje trágico: en los días que corren, su espíritu reflexivo parece, de modo inevitable, vacilante. Su aislamiento, facilitado por su continua presencia en Santiago y las reiteradas peticiones de Allende de que participara en el gobierno, se precipitó bruscamente hacia agosto30. En la primera semana de ese mes, Merino denunció el descubrimiento de una infiltración izquierdista en el crucero Almirante Latorre y el destructor Blanco Encalada, patrocinada por el senador y secretario general del PS, Carlos Altamirano, el diputado y secretario general de la fracción “dura” del Mapu, Óscar Guillermo Garretón, y el secretario general del MIR, Miguel Enríquez. Los marinos implicados en las reuniones con esos dirigentes dirían más tarde que intentaban prevenir la sublevación de los oficiales. En cualquier caso, se trataba de deliberación política a favor del gobierno31. La deliberación política en contra del gobierno parecía tener otro estatuto, acaso más institucional y por tanto más “natural”. Ese mismo día, los comandantes de seis naves de la Escuadra se negaron a zarpar hacia los preparativos de la Operación Unitas. Argumento: no dejarían a sus familias solas, ni se expondrían a peligros como los descubiertos en los otros dos buques. La Armada estaba, pues, al borde de un caos interno. El martes 21 de agosto, un día después de la tempestuosa asamblea de la FACh y al mismo tiempo que estallaban en Santiago las manifestaciones de esposas contra Prats, los almirantes, presididos por Huerta, se reunían en Valparaíso para debatir una decisión del comandante en jefe: que el almirante Daniel Arellano asumiese como nuevo ministro de Hacienda. Los almirantes reclamaban que un Consejo Naval anterior había acordado rechazar la participación de la Armada en el gobierno.
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En la noche, una delegación viajó a Santiago y se reunió con los almirantes Montero, Merino y Hugo Cabezas en el Ministerio de Defensa, notificando la conclusión del día: el comandante en jefe ya no era un factor de cohesión. Merino lo defendió ambiguamente, haciendo ver que se iría cuando fuese apropiado, alrededor de un mes más. Pero la deliberación estaba fuera de control. Montero presentó su renuncia al Presidente. El 24, Allende se la rechazó. Esa tarde, Montero se reunió con los almirantes y volvió a escuchar a Huerta, que ahora planteó la necesidad imperiosa de su retiro. En la noche citó al almirante Merino, que llegó con el contralmirante Sergio Huidobro, jefe de la Infantería de Marina. Merino le reiteró que debía renunciar. Montero llamó a Allende: —Presidente, tengo aquí al frente a dos almirantes que me piden la renuncia en nombre del Consejo Naval. Allende los convocó de inmediato y tuvo su primer enfrentamiento verbal con Merino. No permitiría la salida de Montero en estos términos. Dada la insistencia de Merino, el Presidente le espetó: —Entonces, quiere decir que estoy en guerra con la Marina. El 30, Merino, actuando como juez de la Primera Zona Naval, pidió el desafuero de Altamirano y Garretón, una decisión que obviamente indignaría a la UP. En el caldeado ambiente que se vivía, sólo podía ser interpretada como un desafío abierto. Al día siguiente, el Consejo Naval y la oficialidad se reunieron en la Escuela Naval, bajo la presidencia de Montero. Ahora quien le quitó el respaldo de sus subordinados fue el almirante Horacio Justiniano. Montero sabía que ya no tenía sustento. Su salud estaba quebrantada por una úlcera lacerante y la ordalía de reuniones descalificatorias había deteriorado su voluntad. Pero cuando se lo fue a plantear a Allende en su casa, esa noche, recomendando nombrar a Merino para apaciguar, el Presidente desestimó sus ideas: no estaba dispuesto a ceder. El 1º de septiembre, el recién instalado ministro de Defensa, el socialista Orlando Letelier, citó a los almirantes y los emplazó a explicar la deliberación contra Montero. Carvajal y Huerta lideraron los argumentos, que Letelier rechazó de plano. Era un diálogo de sordos. El lunes 3, el ministro anunció a los almirantes que Montero mantendría su cargo, y que tampoco serían cursados los retiros solicitados por los
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almirantes Arellano y Cabezas. No dijo, en cambio, que en la mañana se había cursado el del contralmirante Huerta. Arellano era ministro de Hacienda y Cabezas, jefe del Estado Mayor de la Armada, asesor directo de la Comandancia en Jefe. Además de ellos dos, que tenían cercanía con Montero, sólo el contralmirante administrativo Francisco Poblete, destinado en el Estado Mayor, respaldó al comandante en jefe. Poblete denunció lo que era obvio, aunque tanto los mandos como el gobierno parecían querer negarlo: había una insubordinación generalizada. Las versiones sobre este encuentro son contrapuestas. Letelier recuerda que puso en problemas a Merino recordándole que había ofrecido renunciar; Carvajal habría salido en su defensa32. Huerta y Huidobro dicen que nadie tomó la palabra33. De cualquier modo, además de extenuante, la sesión fue un desastre. Tras salir el ministro, los almirantes continuaron a solas. Montero, agobiado, sufrió un vahído; el contralmirante Huidobro, que fue en su ayuda, repitió los argumentos del almirantazgo. Montero le pidió entonces a Letelier que oyera a Huidobro. Y el ministro terminó proponiendo que los almirantes Montero, Merino, Huidobro y Erich Pablo Weber se reuniesen con Allende. De acuerdo con la versión del propio Merino, la inusitada escalada de reuniones habría concluido con la promesa del Presidente de que el viernes 7 pasaría a retiro a Montero y lo designaría a él34. Aquel viernes, Merino dice haber regresado a La Moneda y encontrado a un Allende indignado con el titular del diario de derecha Tribuna: “Hoy vence plazo de la Armada a Allende”. En estas condiciones, habría dicho el Presidente, no procedería a anunciar el cambio de mando ese día. Merino describiría el inicio del encuentro como un acto casi armado. Al ver a cuatro miembros del Grupo de Amigos Personales (GAP) de Allende situados en las esquinas del comedor, habría sacado su pistola y la habría puesto sobre la mesa35. Esta sola descripción bastaría para entender que, en efecto, las intenciones de Merino aquel día lindaban con la provocación. Sin embargo, no existe ninguna evidencia documental, fuera de la versión del propio Merino, que compruebe que esta reunión existió. No hay registro de ella en los testimonios de los ministros, ni en los asesores del Presidente ni en la prensa de esos días36. En cualquier caso, la “filtración” de Tribuna parecía diseñada para evitar que la Armada pudiese alcanzar entendimiento alguno con el
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Presidente. Con el tiempo, la maniobra resulta traslúcida; pero en ese momento Merino debió volver a Valparaíso con el mismo cargo con que había partido. Y eso fue lo que, disgustado, informó aquella noche al general Sergio Arellano.
Según el entonces parlamentario socialista Erich Schnake, ese mismo viernes 7 ocurrió un hecho extraordinario: el contralmirante Huidobro, que era su amigo y el apoderado de su hijo en la Armada, lo llamó para informarle que se planeaba el derrocamiento de Allende. Los cabecillas eran el almirante Merino y los generales Leigh, Bonilla y Arellano. Pasarlos a retiro cuanto antes podría salvar al gobierno, dijo el jefe de la Infantería de Marina. Schnake narró esto en casa de Allende, pero nadie se mostró proclive a actuar de prisa37. Huidobro desmentiría esta versión, aunque no su cercanía con Schnake; por lo demás, es un hecho que el PS lo consideraba uno de sus informantes privilegiados38. El mensaje, muy parecido al que Frida Modak dice haber recibido del general Van Schouwen, era igualmente tardío y ambiguo. ¿Se trataba de maniobras diversionistas, trucos para desorientar al adversario?39 ¿O eran apuestas de doble juego, por si las cosas tomaban otro giro? En un ambiente donde no se puede confiar en nadie, todo vale y todo es posible. Al día siguiente, sábado 8, Merino se reunió con el alto mando y tomó la decisión de iniciar el levantamiento contra el gobierno; en su análisis, las dilaciones de Allende habían llegado al límite y ahora se corría el riesgo de que descabezara en forma selectiva a los altos mandos. Llegando con retraso desde Santiago, el almirante Carvajal informó que la FACh participaría, pero que no tenía seguridades finales de Pinochet40. El domingo 9, Merino decidió enviar un mensaje a Pinochet. El contralmirante Huidobro y su jefe de Estado Mayor, el capitán de navío Ariel González, viajaron a Santiago con una nota manuscrita de Merino, informando que la Armada se alzaría a las 6 horas del martes 11 y requiriendo el compromiso de apoyo de Pinochet y Leigh41. Aunque la nota es explícita en plantear una sublevación conjunta, Merino diría en sus Memorias que se les pedía, al menos, no emplear sus fuerzas en contra de la rebelión marina42.
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Acompañado de Carvajal, a quien pasó a buscar para dar más autoridad a su visita, Huidobro entró a la casa del jefe del Ejército en la tarde, mientras la familia celebraba el 15º cumpleaños de Jacqueline, la hija menor. Ya estaba allí Leigh, que había llegado con idénticos motivos. Leigh había sido informado en la mañana, por el general Arellano, de que Pinochet continuaba siendo un enigma. Según Arellano, lo había visitado en la noche del sábado 8, al regresar de un matrimonio, y le había dicho que estaba en marcha una insurrección contra el gobierno, que esperaban que liderase como jefe del Ejército43. Pinochet se comprometió a comunicarse con Leigh. Pero al día siguiente Pinochet estuvo muy ocupado. Al mediodía, acompañado del general Urbina, fue a la casa del Presidente, que les quería informar de su decisión de convocar, esta semana, a un plebiscito para romper el empate político. Los generales se mostraron satisfechos: era lo que había propuesto Urbina un par de semanas antes. Tras el entusiasmo inicial, Pinochet acotó que tal vez fuese prematuro realizar el anuncio el lunes 10, porque el proceso de desafuero contra Altamirano y Garretón podría resolverse ese día, opacando la importancia del anuncio presidencial. Sería mejor postergarlo hasta el miércoles 12… En cualquier caso, en el nuevo contexto generado por la convocatoria plebiscitaria, sería más fácil cursar los retiros de los generales que deliberaban contra el gobierno. Al salir, los dos generales pudieron encontrarse con los dirigentes comunistas, que llegaban a la casa para dar su aprobación al Presidente. Cuando el jefe de la FACh llegó, inquieto, a su casa en la tarde del 9, Pinochet no mencionó este hecho. Y discutían sobre el levantamiento inminente (Leigh recordaría que Pinochet dijo que “esto podría costarnos la vida”) cuando recibieron a los dos jefes navales con la nota de Merino. Todos los testigos recuerdan un momento de vacilación. Pinochet debió preguntarse, en esos breves momentos, cuál era el respaldo con que Merino se atrevía a imponer la fecha. Ya sabía que tenía el de la FACh. Pero si era así, ¿con cuántos generales del Ejército habría estado hablando el almirante, sin que él ni otros superiores lo supieran? ¿Cuántos de sus propios subalternos estarían dispuestos a respaldar de inmediato al líder de la Armada? Cualquiera fuese su cálculo, Pinochet hubo de concluirlo en cosa de segundos.
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Buscó su pluma y puso su aprobación. Leigh, la suya. Día D, 11 de septiembre. Hora H, 6 de la mañana. El tío Sergio Hiriart, hombre de humor rápido y contagioso, miró la extraña reunión desde el living donde se celebraba el cumpleaños y se permitió una broma visionaria: —Mira, esos de allá están en un complot. Huidobro y González retornaron a Valparaíso al anochecer para informar a Merino. En las mismas horas, el almirante Poblete y el capitán de navío René Durandot, director de Aprovisionamiento del Estado, se reunían con el Presidente para exponer su visión sobre la tensión en la Armada: tenían aprensiones sobre el verdadero alcance del estado de agitación en la Escuadra44. Sospechaban, en breve, que podía ser un mero pretexto para encubrir actividades sediciosas de mayor alcance. Ya era más tarde de lo que imaginaban.
2:00, calle Tomás Moro A las 2 de esta madrugada que comienza a eternizarse, Allende levanta la larga cena que ha reunido, desde hace cinco horas, a sus ministros del Interior y Defensa, Carlos Briones y Orlando Letelier, al asesor de prensa Augusto Olivares y al asesor político Joan Garcés, a su esposa, Hortensia Bussi, y a su hija Isabel. Ambas regresaron en la tarde de México, adonde fueron a llevar la ayuda del gobierno tras un devastador terremoto –de 8,7 grados, el más intenso en la historia de ese país– que había golpeado los estados de Veracruz y Puebla, y la parte inicial de la cena se dedicó a sus impresiones de la situación mexicana. Con un matiz: en el intertanto, Olivares fue informado por la secretaria privada del Presidente, Miria “Payita” Contreras, que dos camiones con tropas marchaban desde Los Andes hacia Santiago. Ella prometió volver a llamar cuando tuviese más información. Más tarde, los comensales de Tomás Moro entraron a los temas políticos. Allende anunció que ya tenía el apoyo del Partido Comunista para convocar a un referendo acerca de las áreas de la economía (privada, mixta, estatal) y el acuerdo del PDC sobre el texto de la reforma constitucional que se requería para ello.
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A la segunda llamada de “Payita” por los camiones militares, Allende ordenó a Letelier que ubicara al nuevo jefe de la Guarnición de Santiago, el general Herman Brady. Pero éste dijo no saber nada. Más tarde explicó que eran refuerzos antidisturbios. (Lo que no dijo es que en el intertanto llamó a Pinochet, quien a su turno llamó al regimiento de Los Andes para que devolviesen los camiones a la altura de Chacabuco. Su partida tan temprana era una perfecta imprudencia). A Letelier le hizo sentido: en la mañana, Pinochet le había dicho que acuartelaría al Ejército, en previsión de desórdenes por los desafueros de Altamirano y Garretón. Por las dudas, en la cena Letelier le propuso a Allende llamar a Pinochet, pero el Presidente, entre cansado e irónico, le dijo que no, que si hicieran caso a todos los rumores… Allende había tenido un día de perros. Al mediodía había convocado a un consejo de gabinete en el que dio un cuadro dramático de la situación. La tensión con la Armada y con la oposición se había agravado tras un desafiante discurso pronunciado el domingo por Altamirano. Las arcas fiscales estaban destruidas: ya casi no se disponía de divisas. Un atentado terrorista contra el oleoducto de ENAP agudizaría la falta de combustible en los próximos días. Y, debido a la paralización del sistema de descarga de granos del puerto de San Antonio, el país disponía de trigo para sólo cuatro días. En vista de este cuadro, dijo, anunciaría diversas medidas en las próximas horas, incluyendo un referendo. Su decisión era una bomba política. En la noche del sábado 8 había recibido con indignación la carta del Comité Político de la UP, redactada por el subsecretario general del PS, Adonis Sepúlveda, en respuesta a sus propuestas. Una apretada síntesis: Acuerdo con el PDC sobre las áreas de la economía: Rechazado. Convocatoria al referendo: Rechazado. “Gabinete de Guerra”: Rechazado. Voto de confianza al Presidente para decisiones urgentes: Rechazado. Allende estaba especialmente furioso por la falta de proposiciones alternativas. Era un no sin reverso ni salida. Por ello, al decidir el referendo a pesar de la carta, Allende había desahuciado a la UP. Sin saberlo, la coalición se había terminado ese día 10, dinamitada por el “infantilismo revolucionario” (Lenin), el “enfrentamiento inevitable” (Altamirano) y la “parálisis de las contradicciones” (Garcés).
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Sólo faltaba la fecha pública. Podía ser mañana, el martes 11, aprovechando un acto en la Universidad Técnica del Estado. El Presidente almorzó con los ministros Briones y Letelier, el asesor Garcés y los ex ministros José Tohá y Sergio Bitar, analizando el nuevo diseño en el marco de una situación militar ya extrema. —Esta es la semana crítica —dijo—. El golpe puede producirse en cualquier momento. Si pasamos esta semana, disminuyen los riesgos45. Además de modificar el equipo ministerial y anunciar el plebiscito, crearía una Dirección de Seguridad, a cargo de Tohá, encargada de coordinar la inteligencia de las Fuerzas Armadas y monitorear las amenazas contra el gobierno y el orden público. En la tarde recibió al canciller Clodomiro Almeyda, que llegaba de Argelia, y más tarde se reunió con los cuatro ministros militares. Este encuentro, escasamente historiado, tiene gran importancia: el Presidente anunció a los uniformados que preparaba la formación de un “Gabinete de Guerra”. No abundó en detalles. Los ministros militares entregaron sus renuncias y el general Rolando González se quedó para resolver un último asunto de la cartera de Economía. Allende le anunció allí su decisión de no dejar su cargo en ninguna circunstancia. Le mostró su metralleta: —General, con esta arma defenderé este puesto; tengo aquí dos cargadores de 18 tiros cada uno. Los dispararé defendiendo este sillón, pero dejaré dos tiros para mí. Luego el Presidente se fue a la cena que lo esperaba en casa46. Letelier, citando las conversaciones con Prats que le indicaban que un intento golpista se produciría el viernes 14, planteó en la cena la necesidad de pasar a retiro inmediato a los generales Torres de la Cruz, Bonilla, Arellano, Nuño, Palacios, Viveros y Washington Carrasco antes del viernes, como se lo había dicho a Pinochet. Allende lo aprobó. Cuando por tercera vez sonó el teléfono –ahora era Altamirano, que habló con Garcés–, el apacible ministro Briones se impacientó: —¡Otra vez los camiones de Augusto! Es que Augusto Olivares ha estado realmente nervioso, desde antes de que la cena se iniciara. El Presidente los calma a todos después de hablar con el general Jorge Urrutia, el segundo hombre de Carabineros, que le confirma que los movimientos de tropas son los previstos para un día como el 11. Eso le han dicho los generales del Ejército.
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Allende se va a dormir. Frente a su recámara se instala el turno del GAP, con las armas preparadas, consciente de que el sueño del Presidente es un momento apropiado para un golpe decisivo. Ese turno es una de las tareas más sacrificadas del dispositivo de guardia. Se lo denomina “El 14”, porque se ubica junto al anexo telefónico número 14 y se cambia cada una hora; quienes son designados cada noche deben resignarse a dormir con interrupciones. En las habitaciones externas del GAP se celebra, con un austero brindis, la despedida de soltero de Juan Osses, que planea casarse esta mañana. En los jardines rondan 12 carabineros al mando de un teniente; afuera de la casa, vigilan otros ocho, con un bus que sirve para el descanso ocasional.
2:00, Intendencia de Santiago A las 2 de la mañana, el general Arturo Yovane llega a la Intendencia de Santiago, frente a La Moneda. Viene a dar las instrucciones al personal policial de turno y a advertir al segundo de la Prefectura de la capital, el general Néstor Barba, de la movilización en curso. Poco antes se ha despedido del general César Mendoza, luego de salir de la Escuela de Carabineros, donde han reclutado al director, el coronel José Sánchez Stephens, para las acciones del 11. Pero Mendoza sigue inseguro acerca del alcance de la sublevación. No es por temor: es porque ocupa el quinto lugar de la jerarquía policial, está bajo la sospecha del gobierno y depende de las gestiones de un general –Yovane– que tiene el puesto número 14. Sus posibilidades se fundan en que amanezca en el lugar correcto: el edificio Norambuena, donde está la Central de Comunicaciones de Carabineros. Los carabineros han estado sometidos a fuertes tensiones durante el último año. Además de ocupar la primera línea del orden público en un país donde a cada minuto estallan disturbios, sufren la presión de la justicia, que los acusa veladamente de no cumplir sus resoluciones por órdenes del gobierno. La tensión ha cristalizado tras el “tancazo” del 29 de junio, del que el mando superior fue advertido por Yovane. En el mes previo, el PS había exigido al Presidente que sacara de su cargo al general director, José María
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Sepúlveda. Allende optó por enviarlo a una gira por Europa, durante la cual se produjo el “tancazo”. Ese día, el subdirector Ramón Viveros organizó la defensa del palacio y buscó el modo de informar a Sepúlveda. El lunes siguiente, en reunión del Consejo Superior de Seguridad Nacional, Allende elogió la conducta de Carabineros y, sobre la marcha, anunció que destituiría a Sepúlveda por no haber regresado de inmediato47. Viveros expresó su desacuerdo y pidió al Presidente que aceptara su propia renuncia, dada la injusticia que apreciaba en su decisión. Los generales de la policía sabían que el senador Altamirano había exigido que se nombrase director al general Rubén Álvarez y trataron de persuadir a éste de que no aceptara, por lealtad con el titular. Sin embargo, cuando Sepúlveda regresó a Chile, Allende negó que hubiese pensado en destituirlo. Viveros se vio en la insoportable posición de afirmar que el Presidente mentía y exigió acelerar su retiro. Dado que Sepúlveda seguiría en su puesto, Altamirano intentó que el general Álvarez asumiera como subdirector. Pero Allende, que siempre se reservó celosamente las designaciones militares, prefirió seguir la propuesta de Sepúlveda y nombró al general Jorge Urrutia, hasta entonces prefecto de Concepción, pese a que se había enfrentado al secretario regional del PS. Viveros partió a su jubilación en total soledad. Era un supuesto del gobierno que los mandos de Carabineros permanecerían leales. Sólo estaban entre ojos el general Mendoza y, más oblicuamente, el general Yovane. Mendoza se había indispuesto con el gobierno en 1972, al ordenar una acción policial contra los ocupantes izquierdistas del supermercado Los Presidentes, considerado un emblema de la lucha de la UP contra los comerciantes. Pero, desplazado a la Dirección de Bienestar, ya no representaba amenaza operativa. De Yovane, el gobierno sabía que, de ser un oficial con simpatía inicial por la UP, se había convertido en un general “duro”, que encabezaba el grupo denominado “Los Italianos” y que mientras fue prefecto de Valparaíso mantuvo contactos con Merino, Arellano y Carvajal. El 20 de agosto de 1973 fue trasladado a Santiago, a la Dirección de los Servicios, que reducía considerablemente su radio de acción. Lo que La Moneda ignora es que Yovane ha realizado una sostenida campaña de visitas a las unidades policiales, para apreciar su grado de adhesión en caso necesario.
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Yovane es a Carabineros lo que Arellano al Ejército, sólo que mucho más sofisticado en sus capacidades conspirativas. A este general aguileño, anguloso e incansable no le importa quebrar la jerarquía. Casi se puede decir que, al revés, sus tácticas contemplan siempre esa ruptura: cada vez que busca el apoyo de una unidad, se asegura de tener por anticipado la del segundo en el mando, o la del tercero. Del cuerpo de generales, Yovane sólo habló de política, a lo largo de 1973, con seis –Viveros (que salió), Mendoza, Alfonso Yáñez, Enrique Gallardo, Mario McKay y, al fin, Néstor Barba–; en cambio, su agenda estuvo llena de coroneles y capitanes. Y se desplegó en claves y lenguajes cifrados: con la Armada hablaba de las reuniones de Las Cañitas, un proyecto inmobiliario de Viña del Mar; con McKay utilizaba al Colo Colo; y con otros hasta mencionaba a una abuelita48. El 4 de septiembre, alertado por distintas voces, Allende pidió al general Urrutia que pasara a retiro a los generales Mendoza y Yovane. Urrutia defendió a Mendoza y aplazó por unos días la decisión respecto de Yovane. Éste supo que se jugaba su carrera. En la tarde del 9, consiguió la adhesión del director de la Escuela de Suboficiales, el coronel Lautaro Melgarejo (aunque ya tenía la del subdirector, el coronel Óscar Torres), y luego se reunió con otros oficiales en el Club de Carabineros. En la noche, se preocupó de un aspecto ignorado por los jefes militares: la policía civil. Citó al mismo Club al prefecto de Investigaciones de Santiago, Julio Rada (no al subdirector), y le informó sobre el movimiento. Sólo pidió una cosa: que los detectives se abstuvieran. Pero lo más importante es que escogió al nuevo líder para Carabineros: Mendoza, un hombre apacible, con una popularidad debida a su pasado de equitador, apreciado por sus subalternos y, sobre todo, con bajísima visibilidad política. Tanta, que en la noche del viernes 7 de septiembre, Allende asistió a una cena de los generales de Carabineros organizada por Urrutia, y sentó a Mendoza a su lado izquierdo. Bromeó con él (“¿Ustedes saben, señores, que yo le enseñé a montar a Mendoza?”) y en el brindis lo sintió como uno de los leales, uno más de los jefes policiales. En la tarde del lunes 10, Yovane congregó al personal del edificio Norambuena, para hacer un brindis por el cumpleaños del general Mendoza, que sería el martes 11:
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—Lo vamos a felicitar por su cumpleaños —dijo, y luego llevó su audacia al límite—: Y también por algo mucho más importante, que va a ocurrir mañana. Ahora, el último paso es la Escuela de Carabineros; claro que antes de hablar con el coronel Sánchez Stephens, Yovane ya tiene controlada la Sección de Ametralladoras, la única con real poder de fuego en esa unidad; y además ha hablado con el teniente que estará a cargo de la guardia del Palacio de La Moneda, para asegurarse de que no habrá resistencia frontal esta mañana. Tras separarse de Mendoza, Yovane se va a dormir a la casa del empresario Juan Kassis, dueño de las cecinas La Germania, que vela su sueño armado con una metralleta. Ya todas las piezas están en su lugar. Para que el golpe de Estado tenga éxito, se superponen otros tres golpes institucionales: el de la Armada, donde Merino ocupa la jefatura de facto; el de Carabineros, donde Mendoza está sobrepasando a cinco generales; y el del Ejército, que quedará como un diseño verbal, puramente eventual, pero que de materializarse habría sido el más cruento de todos. Nada de eso ha ocurrido todavía. De momento, es hora de ir a dormir. Eso sí: con vigilantes armados.
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NOTAS
1 CANESSA, JULIO: Quiebre y recuperación del orden institucional en Chile. El factor militar 1924-1973. Santiago: Emérida, 1995. 2 Años después, el general Pinochet dirá que la visita fue en la mañana del 11, que no es como sus protagonistas lo recuerdan. PINOCHET, AUGUSTO: El día decisivo. Santiago: Andrés Bello, 1979, p. 130. 3 El general Pinochet hizo alusión, mucho después, a “un auto que pasaba todos los días de amanecida”, presumiblemente de la policía civil, vigilando su casa. Esta investigación confirmó que dicha policía no vigiló en ningún momento al comandante en jefe del Ejército, ni a ningún otro general. CORREA, RAQUEL y SUBERCASEAUX, ELIZABETH: Ego Sum Pinochet. Santiago: Zig Zag, 1989, p. 103. 4 A pesar de la importancia de la fecha de este encuentro, nadie la ha precisado con exactitud. Esta investigación llegó a la conclusión, fundada en el cruce de diversos recuerdos, de que tuvo lugar entre el 20 y el 23 de agosto, con una probabilidad alta de que haya sido en esta última fecha, a horas de la renuncia de Prats. 5 La cuestión del auto es relevante para determinar la naturaleza del encuentro. Antes de su muerte, el general Urbina recordaría que fueron y regresaron juntos en el auto de Pinochet. En cambio, Pinochet diría que “encontró” en la casa de Allende al otro general, lo que apoya su idea de una celada personalizada. Agrega que al salir invitó a Urbina “para que me acompañara en mi auto”. PINOCHET, AUGUSTO: El día decisivo. Santiago: Andrés Bello, 1979, pp. 108-112. Vincent Rojo Lluch fue uno de los generales más prestigiosos de la República, que rechazó el alzamiento, participó en la defensa de Madrid y dirigió la ofensiva del Ebro. 6 Curiosamente, la doble significación masónica y cristiana de “hermano” era también motivo de bromas por parte de Allende, como lo refleja una anécdota narrada por su subsecretario de Justicia. VIERA-GALLO, JOSÉ ANTONIO: 11 de septiembre. Testimonio, recuerdos y una reflexión actual. Santiago: ChileAmérica Cesoc, 1998, p.70. 7 Según versiones conocidas por esta investigación, Urbina habría sabido que era posible que la intervención se produjera el 14; además habría sido uno de los altos oficiales que deslizaron al PS la idea de que Pinochet no era confiable. Aunque haya sido sobrepasado por el adelanto de la fecha, el hecho relevante es que los otros generales pidieron su desplazamiento. Pinochet también ha hablado del 14 como la fecha prevista, sosteniendo
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de todos modos que su “brazo derecho” no era el segundo hombre del Ejército, sino el general Brady. CORREA, RAQUEL y SUBERCASEAUX, ELIZABETH: Ego Sum Pinochet. Santiago: Zig Zag, 1989, p. 92. Casi 30 años después, Pinochet admitiría de manera burlona que Urbina fue desplazado: “Sí, lo mandé a darse una vuelta al campo… (risas)”. WHELAN, JAMES: “La entrevista más franca de Augusto Pinochet”. Santiago: diario La Tercera, Suplemento Reportajes, 14 de septiembre de 2003. 8 Esta tesis ha sido sostenida en numerosos análisis políticos y periodísticos. Su expresión más documentada se halla en GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000. 9 Un académico brasileño ha desarrollado la tesis de que el gobierno de Allende era, en efecto, inviable por las contradicciones de su propio proyecto, pero también que esas tensiones fueron agudizadas por la intervención del gobierno de Estados Unidos a través de un conjunto de acciones ya previsto antes de la asunción de Allende en el “proyecto FUBELT”, a cargo de David Atlee Philips, jefe de la estación de la CIA en Brasil. Este trabajo está basado en abundantes documentos desclasificados de Estados Unidos y Brasil. MONIZ BANDEIRA, LUIZ ALBERTO: Fórmula para el caos. La caída de Salvador Allende (1970-1973). Santiago: Debate, 2008, pp. 159-181. 10 Un texto paradigmático de este enfoque: SIGMUND, PAUL E.: The overthrow of Allende and the politics of Chile, 1964-1976. Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 1977. 11 HUERTA, ISMAEL: Volvería a ser marino. Santiago: Andrés Bello, 1988, tomo II, pp. 10-19. 12 Reproducidas masivamente en GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000. 13 París: diario Le Monde, 15 de marzo de 1974. 14 Asistieron por el Ejército los generales Pinochet, Bonilla y Nuño; por la Armada, los almirantes Carvajal, Huerta y Cabezas; y por la FACh los generales Leigh, Claudio Sepúlveda, Agustín Rodríguez, Nicanor Díaz Estrada y Francisco Herrera. El entonces comandante en jefe del Ejército escribió que percibía que estos encuentros eran “sutilmente deliberativos”. PRATS, CARLOS: Memorias. Testimonio de un soldado. Santiago: Pehuén, 1985, p. 436. 15 El texto íntegro en: GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, pp. 501-507. 16 PRATS, CARLOS: Memorias. Testimonio de un soldado. Santiago: Pehuén, 1985, pp. 424-426. 17 El crimen fue cometido por extremistas de derecha, actuando bajo la convicción de que ese día se sublevaría la Armada. Algunos de sus autores e instigadores trabajaron luego en el régimen militar y recibieron indulto presidencial en 1980. GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, pp. 213-215. 18 Según las conservadoras cifras del Instituto Nacional de Estadísticas, un 60% inferiores a las de la Universidad de Chile. GONZÁLEZ PINO, MIGUEL y FONTAINE TALAVERA, ARTURO (editores): Los mil días de Allende. Santiago: CEP, 1997, tomo I, pp. 760-761.
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19 SIGMUND, PAUL E.: The overthrow of Allende and the politics of Chile, 1964-1976. Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 1977, p. 231. 20 CAVALLO, ASCANIO: Memorias. Cardenal Raúl Silva Henríquez. Santiago: Copygraph, 1991, tomo II, pp. 265-268. 21 El almirante Huerta sostiene que la Armada también se acuarteló, “solidarizando con sus compañeros de armas”. HUERTA, ISMAEL: Volvería a ser marino. Santiago: Andrés Bello, 1988, tomo II, pp. 74-75. Sin embargo, el general Prats recuerda que él dio esa instrucción a la Armada y al Ejército y que para supervisarla mantuvo contacto continuo con Merino y Pinochet. PRATS, CARLOS: Memorias. Testimonio de un soldado. Santiago: Pehuén, 1985, p. 474. 22 Ruiz contribuyó a la confusión al instalarse, con uniforme e insignias de mando, en la oficina del comandante del Grupo 10, Juan Pablo González. GONZÁLEZ, IGNACIO: El día en que murió Allende. Santiago: Cesoc, 1990 (ampliada), pp. 90-93. 23 A la evidencia testimonial de esta posición de Allende se añade un documento publicado por los militares: Libro Blanco del cambio de gobierno en Chile. Santiago: Lord Cochrane, 1973, p. 194. 24 Los uniformados que participaron en estas reuniones dirían que su objetivo era informar al gobierno que los jefes de la FACh estaban complotando. VILLAGRÁN, FERNANDO: Disparen a la bandada. Una crónica secreta de la FACH. Santiago: Planeta, 2002, pp.127-130. 25 Los generales Ernesto Baeza, Pedro Palacios, Óscar Bonilla, Raúl Contreras, Arturo Viveros, Sergio Nuño, Eduardo Cano, Javier Palacios y Sergio Arellano. 26 En esta apreciación coinciden Prats, Pinochet y Sepúlveda. PRATS, CARLOS: Memorias. Testimonio de un soldado. Santiago: Pehuén, 1985, p. 484; PINOCHET, AUGUSTO: El día decisivo. Santiago: Andrés Bello, 1979, pp. 113-115; y GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, pp. 245-248. 27 La mejor expresión de esta tesis: HUERTA, ISMAEL: Volvería a ser marino. Santiago: Andrés Bello, 1988, tomo II, pp. 101-102. 28 El texto emblema de esta versión fue encargado por el almirante Merino al término del régimen militar, para subrayar el protagonismo de la Armada, como se indica ya en su título: HUIDOBRO, SERGIO: Decisión naval. Valparaíso: Imprenta de la Armada, 1990. En la misma dirección apuntan las memorias de Merino, Carvajal y Huerta. 29 Los sargentos segundos Gastón Fernández Iturrieta y Carlos Ramírez Lobos. Su informe oral puede hallarse en CARVAJAL, PATRICIO: Téngase presente. Valparaíso: Arquén, 1993, pp. 59-61. 30 Sigmund lo considera una consecuencia de la salida de Prats, que permitió “focalizar” la presión sobre Montero, aunque la vehemente conducta de los almirantes no indica tanto cálculo. SIGMUND, PAUL E.: The overthrow of Allende and the politics of Chile, 1964-1976. Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 1977, p. 237. 31 Una frase similar –“se comenzó a deliberar en la Marina”– usa el marinero Óscar Carvajal al describir el “bandejazo” de protesta contra los oficiales en el crucero Almi-
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rante Latorre, el 16 de marzo de 1973. A pesar de esa afirmación, quien la recoge sostiene que la edición original de Golpe “contiene reminiscencias de la manipulación de 1973” y considera que la afirmación sobre la deliberación política es “muy discutible”. MAGASICH, JORGE: Los que dijeron “No”. Historia del movimiento de los marinos antigolpistas de 1973. Volumen I. Santiago: Lom, 2008, pp. 407 y 37. 32 En septiembre de 1975, un año antes de ser asesinado en Washington, Letelier envió un testimonio grabado a Joan Garcés, quien deseaba verificar algunos aspectos de las horas previas al golpe para un libro sobre la experiencia chilena. El texto –junto con el cassette– fue publicado mucho después, cuando los asesinos de Letelier fueron condenados por la justicia chilena: GARCÉS, JOAN y LANDAU, SAUL: Orlando Letelier: Testimonio y vindicación. Madrid: Siglo XXI, 1995, pp. 37-39. 33 HUERTA, ISMAEL: Volvería a ser marino. Santiago: Andrés Bello, 1988, tomo II, p. 94; y HUIDOBRO, SERGIO: Decisión naval. Valparaíso: Imprenta de la Armada, 1990, pp. 218-219. 34 En sus memorias, Merino sitúa su citación a Tomás Moro –con Montero y Huidobro– el 5 de septiembre, y afirma que después de eso fue llamado a almorzar con el Presidente a solas, el 7. MERINO, JOSÉ TORIBIO: Bitácora de un almirante. Memorias. Santiago: Andrés Bello, 1998, pp. 217-219. Lo contradicen, en la secuencia de hechos, dos almirantes: HUERTA, ISMAEL: Volvería a ser marino. Santiago: Andrés Bello, 1988, tomo II, pp. 84-99; y HUIDOBRO, SERGIO: Decisión naval. Valparaíso: Imprenta de la Armada, 1990, p. 210-223. La contradicción sólo tiene importancia porque esclarece que la expectativa de Merino para su almuerzo con Allende era salir nominado comandante en jefe. 35 MERINO, JOSÉ TORIBIO: Bitácora de un almirante. Memorias. Santiago: Andrés Bello, 1998, pp. 221-223. 36 MAGASICH, JORGE: Los que dijeron “No”. Historia del movimiento de los marinos antigolpistas de 1973. Volumen I. Santiago: Lom, 2008, pp. 251-255. La inexistencia de este encuentro parece avalada por la denuncia interpuesta ante la justicia militar por el almirante Montero en contra de Tribuna, por la expectativa de Allende de mantener el statu quo hasta anunciar sus nuevas propuestas y por el hecho de que éste habría sido el quinto intento por conseguir la destitución de Montero. 37 LAGOS, ANDREA: “Schnake remece la historia oficial”. Santiago: diario La Tercera, 23 de julio de 2000. 38 Así lo confirma el testimonio del secretario general del PS. POLITZER, PATRICIA: Altamirano. Buenos Aires: Ediciones B-Melquíades, 1989, p. 32. 39 GARCÉS, JOAN: Allende y la experiencia chilena. Las armas de la política. Santiago: Bat, 1990 (2a edición), p. 365. Letelier sostiene que Van Schouwen desempeñó un papel diversionista ante el gobierno, manteniendo contactos con hombres de la UP como parte de una “gestión de engaño” que atribuye a Leigh. GARCÉS, JOAN y LANDAU, SAUL: Orlando Letelier: Testimonio y vindicación. Madrid: Siglo XXI, 1995, p. 43. 40 Según algunas versiones, la Armada proponía el lunes 10 para la sublevación, con el fin de evitar que la Escuadra zarpara a la Operación Unitas. El general de la FACh Díaz
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Estrada, así como el general Arellano y luego el propio Pinochet, habrían objetado esta idea en función de la dificultad de contar con el personal regular a primerísima hora de un día lunes. GONZÁLEZ, IGNACIO: El día en que murió Allende. Santiago: Cesoc, 1990 (ampliada), pp. 156-157. 41 El origen de esta nota es confuso. Según Merino, la escribió después de la misa matinal y luego llamó al contralmirante Huidobro. MERINO, JOSÉ TORIBIO: Bitácora de un almirante. Memorias. Santiago: Andrés Bello, 1998, pp. 228-229. Según Huidobro, la nota se originó cuando el capitán González le hizo ver, ya en el camino a Santiago, que no portaba ningún documento que le diese credibilidad y por tanto volvieron a casa de Merino para pedirle una constancia (y dinero para el peaje). HUIDOBRO, SERGIO: Decisión naval. Valparaíso: Imprenta de la Armada, 1990, pp. 235-236. Otra versión sostiene lo mismo, con el matiz de que Huidobro encontró a su ayudante en Agua Santa y le pidió el dinero del peaje, por lo que el regreso a casa de Merino sería sólo por la nota. GONZÁLEZ, IGNACIO: El día en que murió Allende. Santiago: Cesoc, 1990 (ampliada), pp. 97-98. De otro lado, Merino atribuye la inspiración de la nota al discurso de Altamirano, que oyó por radio y que lo habría motivado a redactarla (pp. 228-229), mientras que Huidobro recuerda haber oído el mismo discurso en el auto, camino a Santiago, con la nota en su zapato (p. 237). 42 MERINO, JOSÉ TORIBIO: Bitácora de un almirante. Memorias. Santiago: Andrés Bello, 1998, p. 234. 43 La visita de Arellano a Pinochet ha sido un asunto polémico. El general Nicanor Díaz Estrada, subjefe del Estado Mayor de la Defensa, dice haberse encontrado con Arellano esa noche y haber oído de él que “no se atrevió” a hablar con Pinochet. GONZÁLEZ, IGNACIO: El día en que murió Allende. Santiago: Cesoc, 1990 (ampliada), pp. 157158. El testimonio de Arellano sostiene que la conversación con Pinochet se habría producido después del encuentro con Díaz Estrada. ARELLANO ITURRIAGA, SERGIO: Más allá del abismo. Un testimonio y una perspectiva. Santiago: Proyección, 1985, p. 47; y GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, pp. 303-305. 44 GARCÉS, JOAN: Allende y la experiencia chilena. Las armas de la política. Santiago: Bat, 1990 (2a edición), pp. 354-355. 45 BITAR, SERGIO: Chile, 1970-1973. Asumir la historia para construir el futuro. Santiago: Pehuén, 2001 (2a edición chilena), p. 370. 46 CANESSA, JULIO: Quiebre y recuperación del orden institucional en Chile. El factor militar 1924-1973. Santiago: Emérida, 1995, pp. 169-171. Canessa cita un documento escrito por el general González con el título Remembranza de un pasado. 47 En la primera versión de este trabajo, publicada en el diario La Tercera el 24 de agosto de 2003, se afirmó que Viveros fue pasado a retiro por “no disparar contra las tropas del Blindados Nº 2”, contraviniendo las órdenes de Allende. El general Viveros aclaró en carta posterior la inexactitud de estas afirmaciones y, en conversación con Margarita Serrano, confirmó que el verdadero blanco de la destitución era el general Sepúlveda. 48 Yovane describió minuciosamente estas tácticas en conversación con Ascanio Cavallo, el 23 de diciembre de 1985.
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3:00, Vitacura a ha avanzado la madrugada de este incipiente martes 11 cuando el ex Presidente Eduardo Frei Montalva decide que debe dormir. Está en la casa de su hija Carmen, adonde se ha ido a instalar esta noche, por consejo de sus amigos y de su propia familia. Y lleva horas paseándose, sin conciliar el sueño. En la noche del domingo 9, el general Arellano ha informado al senador Juan de Dios Carmona –que fue ministro de Defensa de Frei– sobre la inminencia del golpe. El 10 las versiones se repitieron, una a través de su ex edecán naval Víctor Henríquez y la otra de su también ex edecán y ahora general Bonilla. Como presidente del Senado, Frei es la segunda autoridad constitucional de la República, el hombre que ocuparía el sillón del Presidente en caso de vacancia. Pero parece evidente que, de haber golpe, los militares cerrarán el Congreso; sería absurdo que lo mantuvieran en funciones. Más probable es que intenten restaurar el orden público y económico y al cabo de un tiempo breve –quizás tres años– devuelvan el poder a los civiles. De la actual oposición, por supuesto. ¿Y la violencia? A Frei lo desgarra la idea de un golpe sangriento y no olvida que el general Prats le dijo, a comienzos de julio –días después del “tancazo”–, que una asonada podría producir cien mil muertes, quizás hasta un millón. Ese cálculo militar, de apariencia técnica, lo obsesiona. Prats también le anticipó que un golpe de Estado significaría el fin del sistema democrático por muchos años y que tras la proscripción de la Unidad Popular vendría también la persecución en contra de los demócratacristianos1. Pero por otro lado, Frei siente una ira incontenible hacia Allende, a quien culpa del extremo a que se ha llegado. Ya al momento de entregarle la Presidencia le advirtió, con una crudeza que Allende no esperaba, que
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no lo ayudaría y que esperaba que su gobierno fuese lo más corto posible, porque tenía la convicción de que sería dañino para el país. Frei fue confirmando esa certidumbre en los dos primeros años de Allende. En su opinión, cada vez que la prudencia aconsejaba atemperar el ritmo de los cambios sociales, la UP hacía exactamente lo contrario. Con ello explicaba la veloz polarización que se había producido ya en 1972, cuya caja de resonancia era una prensa militante que no se detenía ante nada para denigrar a los adversarios2 y una retórica cargada de consignas en lugar de argumentos. Para Frei, el debate se había agotado a comienzos de 1973; el lenguaje político estaba a punto de ser sustituido por el de las armas. La guerra no continuaría a la política: la suplantaría. A lo largo de ese año, Frei rechazó reiteradamente las invitaciones a reunirse en privado con Allende. Le devolvía arrogancia por arrogancia: no olvidaba que, en sus seis años de mandato, Allende no lo visitó jamás y declinó todas las invitaciones oficiales, incluso la de la recepción para la Reina Isabel II. Sabía que el líder socialista lo culpaba directa y personalmente de la “campaña del terror” desatada contra su candidatura en 1964, tanto como él lo culpaba de sus coqueteos con los miristas que iniciaron la violencia contra su gobierno. La vieja estimación de los colegas del Senado se había hundido para siempre en el océano de recriminaciones, insultos e imputaciones en que se venía convirtiendo la política chilena. En agosto, cuando la situación ya parecía desbocada, Allende volvió a buscar una cita con Frei, ahora a través del cardenal Raúl Silva Henríquez. Frei, herido por lo que a su juicio era una campaña de diatribas digitada desde La Moneda, se negó. Sin embargo, autorizó al presidente del partido, Patricio Aylwin –un prohombre de la corriente “freísta”–, a reunirse con Allende en la casa del cardenal3. El resultado de ese esfuerzo fue un intercambio de propuestas entre Aylwin y el correcto ministro del Interior, Carlos Briones. Pero en medio de esas reuniones, la Cámara de Diputados, con los votos del PDC, emitió un acuerdo que declaraba que el gobierno había quebrantado la institucionalidad. Al margen de las intenciones de sus redactores –el senador del Partido Nacional Francisco Bulnes, el diputado Hermógenes Pérez de Arce, el abogado Enrique Ortúzar y, en calidad de revisores, el diputado DC
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Claudio Orrego y el senador Aylwin–, el documento creaba objetivamente las condiciones jurídicas para el derrocamiento4. Frei no creía tampoco en estos diálogos de última hora. Estaba convencido de que Allende los usaba para dilatar la crisis y, peor aún, envolver al PDC en el desastre que se avecinaba. Iniciado septiembre, le parecía que ya no había más solución que la renuncia de todos los poderes elegidos y la convocatoria a elecciones generales. Borrón y cuenta nueva. En la tarde del domingo 9 estuvo redactando su renuncia a la presidencia del Senado, porque al día siguiente se conocería la propuesta de los cuerpos provinciales de la DC que daba forma a esta idea. Hasta que en la noche llegó la noticia de la inminente sublevación. Frei no participó en ella. Tampoco necesitó autorizarla: su rechazo a Allende era tan público como su repudio al programa y la conducta de la UP. En los mentideros políticos se sabía que ni siquiera aceptaba reunirse con el Presidente, lo que, en las interpretaciones más duras, era una señal de que desconocía su autoridad. ¿No era todo esto bastante elocuente?5 Y ahora, en la casa de su hija Carmen, se siente encerrado y atenazado por el peligro físico y por la coyuntura histórica. Como el providencialista que siempre fue, intuye que una desgracia se cierne sobre Chile; sólo espera que sea purificadora. Sus amigos tienen un plan para que se traslade a la embajada de Australia, a través de la casa de un diplomático peruano6. Todo el mundo tiene planes esta noche.
Y bien: ¿es esto normal? La política puede ser entendida como el arte de la anticipación, pero en ningún caso de la clandestinidad. Hasta se puede decir a la inversa: cuando comienza la clandestinidad, es porque se ha terminado la política. Los principales oficiales del golpe de Estado tienen previstos refugios para sus familias a partir de la noche decisiva. En principio, toman esas medidas pensando en la posibilidad del fracaso, un tropiezo anticipado que incite a las fuerzas adversarias a caer sobre los puntos débiles de los mandos. Pero en un segundo paso, más importante, piensan en el quiebre interno, la temida lucha entre camaradas. Por eso, no son pocos los que despachan a sus familias hacia lugares que podrían hallarse en el bando contrario o que, al menos, serán neutrales si lo peor llega a lo peor.
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En el mundo civil, la principal esperanza ha llegado a ser la inmunidad diplomática. Según un dirigente socialista, la celeridad de los jefes de Patria y Libertad para asilarse en la embajada de Ecuador durante la asonada del 29 de junio ofreció un nuevo modelo a la política del país; esto explicaría que, para septiembre, el asilo estuviese asimilado por la imaginación dirigencial. Naturalmente, estas medidas atañen a los líderes, no a sus bases. Aunque el gobierno socialista haya ampliado la élite, la planificación táctica de la clandestinidad y la emergencia se realiza entre los notables, en las cúpulas. Y hasta ocupa sus mismos espacios: el principal cónclave de la UP, en 1972, tuvo lugar en el entonces exclusivo barrio de Lo Curro, a pocas cuadras de donde meses después se reunirían los generales que iniciaban el complot contra el gobierno. El propio gobierno piensa en una estructura clandestina, la Dirección Central (Dicen), donde los líderes usarían “chapas” para reunirse en un local de calle García Reyes, bajo la contraseña “Filadelfia”. El Presidente pasaría a llamarse, en esa alternativa que de seguro rechazó, “Reinaldo Angulo Aldunate”. Ministerios y organismos partidarios entrarían, en tal caso, en un tenebroso juego de seudónimos y santos y señas. ¡Un gobierno clandestino! El Partido Socialista, líder de esta imaginería, estableció tres niveles de alerta, que se activarían a través de canciones transmitidas por Radio Corporación. En el nivel 1, los temas claves serían de Salvatore Adamo y se radiarían cada tres horas; en el 2, de Leonardo Favio, también cada tres horas; en el 3, el peor, el tango “Mi Buenos Aires querido”, en la versión clásica de Carlos Gardel, aparecería cada 30 minutos7. El MIR, como es obvio, ha vivido desde mucho antes sumido en las fantasías clandestinas, a veces alentadas por la teoría del foquismo guerrillero, a veces por la de la vanguardia proletaria; era propio de su constitución ideológica (y especialmente social) imaginar escenarios heroicos y procesos épicos. El PC ya vivió la experiencia de la proscripción durante el gobierno de Gabriel González Videla. En su doctrina leninista, el contragolpe y la traición han estado siempre en el menú, por lo que un aparato sumergido forma parte de sus manuales básicos. Cada líder del Comité Central tiene su identidad alternativa, su casa de seguridad (usualmente entre pobladores o dirigentes obreros) y su vía de escape en caso extremo.
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Pero ¿qué hace que los dirigentes socialdemócratas, izquierdistas cristianos, mapucistas moderados y aun radicales tengan también previstas casas para refugiarse, y hasta disfraces para huir? ¿Y por qué también los prohombres de la DC, los dirigentes gremiales, los jueces, los sindicalistas y los militares? La clase política acepta, en sus gestos personales –y aunque su retórica lo niegue–, que vive un estado de preguerra civil. Los líderes políticos portan pistolas, los parlamentarios usan guardaespaldas, los empresarios tienen armas en sus casas, el Presidente lleva una metralleta en su maletín8. El país está desquiciado.
3:15, calle Tomás Moro Pasadas las 3 de la mañana, Juan Osses concluye la planificación de la Escolta del GAP para la actividad que el Presidente tendrá al mediodía en la Universidad Técnica. Osses está preocupado de dejar el trabajo listo, porque va a contraer matrimonio civil a las 9:30, y los jefes le han dado permiso por apenas una hora –“y si es posible, menos”– antes de reintegrarse al trabajo de la Escolta. Sólo un pequeño turno permanece en pie; los únicos que cuentan con el privilegio de dormir toda la noche son los que ocupan turno como choferes. Todo el Dispositivo de Seguridad Presidencial –un nombre oficial usado sólo por ellos, desde que la oposición logró hacer insustituible el de Grupo de Amigos Personales, GAP– está en Alerta Uno, el grado máximo, aunque la preocupación no es tanta como la que hubo la semana anterior y la que se espera para la semana siguiente; esta es, en los análisis de muchos líderes de la UP, una semana de tregua. El GAP nació en 1970, durante la campaña presidencial, para proteger a Allende de atentados y accidentes. En su concepción estuvieron su hija Beatriz, su asesor Eduardo “Coco” Paredes y sus amigos Enrique Huerta y Fernando Gómez, todos vinculados con la fracción socialista denominada Ejército de Liberación Nacional (ELN), que tuvo alguna experiencia guerrillera de apoyo al “Che” Guevara en Bolivia. A estos “elenos” originales se sumarían, tras el triunfo, 10 miristas encabezados por Max Marambio; entre ellos, un ex comando expulsado del
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Ejército, Mario Melo. Fue el modo que halló Allende para mantener en su órbita personal al MIR, aunque estuviese fuera de la UP. Para las elecciones, ya eran unos 33 hombres9. La casa de Tomás Moro fue adquirida como residencia presidencial en febrero de 1971, a la vista de que la de Allende, en la señorial calle Guardia Vieja, no ofrecía ninguna seguridad. En el espacio de una cancha de tenis, colindante con el colegio de las Monjas Inglesas, se levantó un galpón como dormitorio del GAP. Otros hombres se establecieron en la casa de “Payita”, una parcela llamada El Cañaveral, en la zona precordillerana de El Arrayán, que también servía para entrenamiento y ejercicios. En 1973, el GAP había llegado a tener algo así como 120 miembros, más de la mitad en proceso de formación militar10. Después del “tancazo” del 29 de junio, el número se redujo a unos 70, incluyendo a los aprendices. Para entonces, estaba enteramente en manos del PS (Allende había pedido el retiro del MIR por razones de congruencia ante la posición radicalizada de ese sector), tenía una dirección colectiva, con los principales grupos operativos a cargo de Juan José Montiglio y Domingo Blanco, y se organizaba en tres secciones principales: Escolta, Operativo y Guarnición, más una cuarta, a cargo de los Servicios. Una estructura militar pequeña y funcional, en ciertos aspectos semejante a la “unidad fundamental” de una compañía de operaciones especiales. La élite era la Escolta, el grupo encargado de la persona física del Presidente; sus hombres tenían preparación militar, tanto en las pequeñas escuelas de guerrillas que las fracciones del PS lograron formar desde fines del gobierno de Frei como en el campo de instrucción de El Cañaveral; casi todos ellos habían pasado algunas semanas en Cuba, aunque no en el centro guerrillero de Punto Cero, sino en unidades especializadas en seguridad personal. La sección de Operativo tenía un grado menor de adiestramiento y se hacía cargo de establecer la seguridad de los lugares que visitaba el Presidente, siempre con antelación: era el grupo de avanzada. La de Guarnición –la menos preparada– era de los hombres que tomaban la vigilancia permanente de los lugares donde estuviese Allende. En los Servicios se reunía un grupo heterogéneo de lavanderas, telefonistas, cocineras, mecánicos y hasta electricistas.
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¿Armamento? Tres ametralladoras .30, tres lanzacohetes RPG-7, unos 120 fusiles AK-47; alrededor de 50 subametralladoras Walter, UZI y MP40, y 60 pistolas P-38 y revólveres Colt. Procedencia: en parte, regalos que dejó Fidel Castro tras su visita a Chile, en 1971; y en parte, un envío desde Cuba que fue denunciado por la oposición y tenazmente negado por el gobierno. Para entonces, el GAP estaba en el centro de las furias de la oposición. Su sola existencia demostraba, como lo había anticipado airadamente Frei en el momento del triunfo socialista11, la falta de fe de Allende en las instituciones republicanas; y además, era un estímulo objetivo para la creación de grupos armados en todo el espectro político. Por supuesto, los hombres del GAP no sentían lo mismo. Se veían como servidores de causas muy superiores a ellos mismos, enfrentando a los poderosos y los privilegiados, al capital foráneo y al imperialismo norteamericano, con el mismísimo Richard Nixon a la cabeza. ¿Cómo no los iban a criticar? En su mayoría procedían de sectores populares, no eran profesionales y carecían de ambiciones políticas. No tenían sueldo: recibían un estipendio básico –equivalente a una canasta familiar en el caso de los que tenían familia–, más la alimentación y el alojamiento, todo financiado con fondos de la Presidencia. Ocasionalmente, el PS aportaba ayuda directa a algunos de los miembros de la jefatura colegiada. Tras el “tancazo”, esta vida se había vuelto aún más espartana. Las celebraciones, el abuso de la bebida y el cigarrillo, los excesos de confianza con el entorno presidencial, habían sido bruscamente cortados, en conjunto con las discusiones ideológicas acerca del proceso, que seguían los vaivenes de toda la izquierda. Abrumado por el estado de deliberación permanente en que se había sumido el GAP desde comienzos de 1973, uno de los jefes, Jaime Sotelo, de origen obrero, ha pedido ayuda a Rafael Ruiz Moscatelli, un militante ya experimentado de los grupos radicales, para poner algún orden ideológico en el confundido ambiente de los guardias. Ruiz Moscatelli no es un moderado –lidera la fracción del MR2, escindida del MIR, que más tarde ingresará al PS–, pero sabe de disciplina. Y ha llegado al GAP a imponer una ley de hierro: el jefe es el Presidente. ¿Que es un burgués, un moderado, un reformista? No, compañeros: es el jefe. Punto.
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A pesar de la austeridad que llegó a rodearlo, es un hecho que el GAP constituía una parte de un edificio más amplio. Aunque su objetivo prioritario era proteger al Presidente y su familia, el GAP era una de las piezas de reserva estratégica de la fuerza militar que intentaba generar la Comisión de Defensa del Partido Socialista. Que un grupo tan reducido fuese una parte importante de ese aparato también quiere decir que tal estructura era aún muy pequeña. El tamaño, sin embargo, tiene relevancia relativa: para algunos, lo importante es que el PS tenía en efecto la voluntad de desarrollar, no exactamente un “ejército popular”, sino una “alternativa popular” del Ejército regular. En otras palabras: no aspiraba a crear un ejército propio, sino inclinar en su favor, con el apoyo del movimiento popular, a las tropas del Ejército, con o sin sus mandos. Esta voluntad estaba rodeada de una indescifrable combinación de retórica con incapacidad. Bajo el influjo de la derrota del “Che” en Bolivia –convertida en victoria por la imaginación simbólica–, el Congreso del PS de 1967 había proclamado en Chillán la legitimidad de la lucha armada, un desplante que encendió el alerta en los estados mayores militares. Ese arranque de revolucionarismo no tuvo traducción masiva inmediata, pero dio luz verde a la tentación insurreccional, que se fue extendiendo lentamente por las bases del PS y especialmente por sus sectores juveniles, alimentados por las escuelas de guerrillas de Guayacán y Chaihuín, por el apoyo de los tupamaros y los ex guerrilleros brasileños y por la siempre bien dispuesta colaboración de los cubanos. Para el Congreso de La Serena, en 1971, el espíritu de los “elenos” dominaba capas amplias del PS y llegó a tener una presencia importante en la Comisión Política, aunque nunca tan fuerte como la del sector trotskista encabezado por Adonis Sepúlveda, que a menudo se aliaba con los “elenos”. Altamirano fue elegido secretario general como figura de consenso entre ellos y los grupos más tradicionales. Entre los resultados más relevantes de ese Congreso estuvo la decisión de crear una estructura militar con tres bases iniciales: • P4, el Dispositivo de Seguridad Presidencial, o GAP; • P5, el sistema de Contrainteligencia; y • P6, el Aparato Militar.
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En la jefatura superior asumió Arnoldo Camú, miembro de la Comisión Política del partido. Camú designó a los dirigentes Blanco y Sotelo como responsables del GAP. El egresado de Medicina Ricardo Pincheira quedó como jefe de Contrainteligencia. Pero la ambigüedad llegaba en su caso a ámbitos superiores. Junto a su cargo partidario, Pincheira pertenecía al equipo del Centro Nacional de Estudios de Opinión Pública (Cenop), asesor directo del Presidente, y ejercía dentro de él la función de redactor de los análisis de coyuntura. La lealtad que rendía a Allende convertía de hecho al sistema de Contrainteligencia del PS en una extensión de las redes presidenciales, mucho más que en una estructura funcional del partido. Pincheira estaría siempre primero con el Presidente y sólo después con el PS. Del Aparato Militar, que sería la fuerza más grande, se hizo cargo el propio Camú. El Aparato se estructuró en un conjunto de Grupos Especiales Operativos, que debido a su sigla (GEO) adquirieron el mote interno de “geólogos”, y que debían funcionar como escuadras operativas, con ocho a diez militantes capacitados para asumir acciones de vanguardia; y los cuadros de Agitación y Propaganda (AGP), un concepto de inspiración vietnamita que suponía que los líderes de las bases obreras, campesinas y poblacionales serían capaces de organizar a su gente para la lucha paramilitar. El objetivo era que, en conjunto con fuerzas militares regulares, pudieran oponerse a cualquier intento golpista; quizás en el largo plazo esa misma coalición podía dar el golpe decisivo para el salto al socialismo. Pero esa utopía estaba aún muy lejos y los dirigentes socialistas lo sabían. Nada de esto era visible; reinaba entre ellos la excitación de la clandestinidad. Pero su ánimo había logrado permear el discurso del PS, que aparecía ahora dominado por una retórica amenazante, cargada de figuras de fuego y pólvora. Pese a todo, a esa oratoria correspondía una proverbial ineficacia en los hechos. Dos años después de su creación –y seis desde los primeros escarceos guerrilleros–, el Aparato Militar socialista no tenía más que unas centenas de militantes, mal equipados, pobremente entrenados y débilmente dispuestos para hacer frente al peor de los riesgos: unas Fuerzas Armadas profesionales. El PS era un partido con cabeza leninista y con cuerpo electoralista, que dependía de los votos aunque hablaba de las armas12.
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Es cierto que Allende y la propia dirección del PS ponían un ambiguo freno al desarrollo paramilitar; a veces parecían alentarlo y a veces paralizaban de golpe cualquier actividad. Los intentos de crear escuelas de guerrillas fueron amagados; los cursos de tiro y entrenamiento, limitados; la expansión de los cordones industriales, controlada. En cuanto a las Fuerzas Armadas, el Presidente había sido tajante: ni la más mínima provocación. Por lo tanto, cualquier intento de penetración o infiltración estaba vedado, especialmente en el Ejército, donde, Prats primero y Pinochet después, garantizaban la lealtad al gobierno. Pero la fraseología incendiaria seguía su curso propio, como una rama desgajada del tronco, indicando, sin lugar a duda, que el PS era el único partido de la UP que a la larga podría representar una seria amenaza militar, el único que podría dar vida a la evanescente consigna del “poder popular”, el único que podría generar la carne de cañón para encender la epopeya revolucionaria. Como en otras experiencias históricas, después vendrían los administradores de revoluciones, los burócratas y los técnicos, para decidir si el modelo sería soviético, cubano, chino o yugoslavo. Pero nada de eso podría partir sin las bases masivas y comprometidas del PS.
3:30, sede del Partido Socialista, calle San Martín A fines de 1972, la Comisión de Defensa socialista planteó a Allende la necesidad de que, en caso de un intento de golpe de Estado, se trasladase a un lugar fortificado para encabezar la defensa del gobierno. El concepto implícito era que el Presidente facilitara el desarrollo de una guerra basada en el combate de localidades, que tanta eficacia había mostrado en Argelia, Vietnam y otros modelos revolucionarios. Sólo que, ante la ausencia de fuerzas de ocupación, esa confrontación podía tener un nombre único: guerra civil. Y en el inicio de este proceso, los jefes socialistas pensaban que La Moneda podía convertirse en una trampa mortal. Altamirano le había dicho a Allende que debía irse a algún regimiento importante y dirigir desde allí la defensa del gobierno; esa alternativa suponía forzar y acelerar la división de las Fuerzas Armadas. En cambio, la Comisión de Defensa del PS, con ayuda de “técnicos” tupamaros, optó por cavar un barretín seis metros bajo
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tierra, donde se construyó un par de habitaciones y un baño, conectado incluso a la red de alcantarillado, en la casa de un artista en El Arrayán. Allende rechazó de plano ambas propuestas: —El lugar del Presidente de Chile —dijo, con su solemnidad típica— es La Moneda. En lo sucesivo, los pocos que se atrevieron a volver sobre el asunto recibieron respuestas cada vez más tajantes. No era simple tozudez. En un momento de crudeza insólita, lo explicó ante los miembros del Cenop, que dependía de la Secretaría General de Gobierno pero que reportaba directamente al Presidente y constituía uno de los primeros esfuerzos por aportar análisis metódico a las altas decisiones políticas. Lo integraban los sociólogos Claudio Jimeno (socialista) y Manuel Contreras (comunista), el médico Jorge Klein (comunista), los egresados de Medicina Félix Huerta y Ricardo Pincheira (con su singular doble función en Contrainteligencia) y el psicólogo René Benditt (socialistas). A veces se sumaban el ex ministro radical Aníbal Palma y el subsecretario de Gobierno, el abogado socialista Arsenio Poupin13. La ocasión fue una cena en la casa de Tomás Moro, a fines de agosto. El Cenop había elaborado un informe sobre la posibilidad del golpe, en cuyo centro se situaba la crisis de autoridad, un concepto que disgustaba a Allende y que suponía organizar la resistencia a la insurrección de un modo no tradicional. Mientras conversaban en el living, el perro del Presidente entró una y otra vez a la habitación, pese a las reiteradas expulsiones de su dueño. El sociólogo Jimeno aprovechó el hecho para una metáfora humorística: —Usted dice que no hay crisis de autoridad, Presidente. Pero ni el perro lo respeta... Allende frunció el ceño, sacó al perro y cerró la puerta. Y explicó: —Miren: yo voy a defender mi cargo hasta las últimas consecuencias y hasta el último día. Y no es porque tenga pasta de apóstol, sino porque le tengo respeto y no me imagino saliendo a empujones de mi despacho, ni convertido en un exiliado que golpea puertas extranjeras. Y por otra parte, los tiempos que vendrían después de un golpe serían muy difíciles. Y yo, por mis costumbres, por mi forma de ser, no serviría para un trabajo de resistencia. Por el contrario: sería un estorbo. Lo sé muy bien, créanme. La Comisión de Defensa del PS decidió trabajar sobre ese dato inamovible: Allende se fortificaría en el inapropiado palacio.
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A partir de eso elaboró el llamado Plan Santiago, que consistía en centrar la defensa del gobierno en La Moneda. El plan preveía desplegar “círculos concéntricos” en torno a la casa de gobierno, los que irían avanzando desde fuera hacia dentro, hasta blindar La Moneda con masas de adherentes. La base del movimiento lo formaría el Aparato Militar, con sus GEO y sus AGP. El primer círculo se situaba en los edificios públicos colindantes con La Moneda, desde donde se librarían las primeras escaramuzas, mediante francotiradores del GAP y de algunos seccionales del PS, además de 600 obreros de la construcción, todos los cuales ocuparían las alturas circundantes al palacio de gobierno. El segundo círculo debían originarlo, desde el centro hacia afuera, los partidos de la UP, desde sus propios locales y desde otros edificios con francotiradores. El último círculo era el de los “cordones industriales” –carne real de los AGP–, donde obreros y estudiantes se concentrarían para obstaculizar a las fuerzas rebeldes. Un supuesto esencial era que en las horas iniciales se asaltase una unidad militar relevante para obtener armas y distribuirlas; esa tarea correspondería a los GEO. Luego se podría iniciar, con contingentes leales, el avance hacia el centro. • Por el sur, el cordón San Bernardo debería aislar Pirque y frenar la salida del Regimiento de Ferrocarrileros, aunque éste seguramente lograría avanzar por dos direcciones posibles: – La del sur-oriente debía ser cubierta por el cordón Macul-Ñuñoa Centro, en conjunto con la población popular La Faena. – La del sur-centro sería asumida por el cordón Vicuña Mackenna. • En el sur poniente, el cordón San Joaquín debía bloquear el avance de la Escuela de Infantería de San Bernardo y de la base aérea El Bosque. • En el poniente, el cordón Cerrillos debía bloquear la base aérea Los Cerrillos y controlar las rutas de acceso a la capital. • En el norte, el cordón Renca (o Panamericana Norte) y el cordón Conchalí debían contener al Regimiento Buin y parar el acceso de tropas desde San Felipe y Los Andes. Esta tarea podría ser apoyada por campesinos organizados, para impedir el paso a la Escuela de Especialidades de Peldehue e inmovilizar la base aérea de Colina.
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El centro debía ser controlado por el cordón Centro, con los francotiradores, que probablemente deberían repeler a tropas del Blindados Nº 2, del Regimiento Tacna o del Regimiento Buin. El apoyo esencial para este cordón debía ser la Policía de Investigaciones, cuyo Cuartel General estaba a pocas cuadras de La Moneda y que podía movilizar rápidamente a varios centenares de hombres con armas livianas.
El plan contempla una fase de combate de contención, a la que seguiría el asalto de arsenales militares para ampliar el armamento. Es, en breve, el programa de una conflagración generalizada, con tropas, guerrillas y montoneras por uno y otro lado. Sin embargo, para el 11 de septiembre no ha sido aún desarrollado. La información es conocida por un grupo ínfimo de dirigentes, no está sistematizada y, lo que es peor, no ha sido sometida a ningún ejercicio de comprobación, ni teórico ni práctico. Más que un plan, es un pobrísimo boceto14. En la sede del partido de calle San Martín, a escasas cuadras de La Moneda, donde se almacena parte sustantiva de la documentación militante, una modesta guardia dormita ocasionalmente, como viene ocurriendo hace ya semanas, para no perder de vista esos papeles secretos. En caso de que reciban orden de evacuar, deben incendiarlo todo. Pero en esta madrugada ningún vigilante sueña con semejante tontería.
3:30, calle Latadía El general Sergio Arellano ha vuelto a despertar en su departamento de la comuna de Las Condes. Tras concluir el diseño de las acciones de la Agrupación Centro en el Ministerio de Defensa, se ha ido a dormir, en preparación de una jornada que será larga. Pero hace algo más de una hora lo ha llamado desde Concepción el general Washington Carrasco. Hay cierta confusión en la hora de inicio de las operaciones y el jefe de la Tercera División de Ejército quiere estar seguro: —Oye, ¿a qué hora llega la tía Juana? —La embarqué en el tren nocturno —dice, ágilmente, Arellano—, por lo que calculo que debe llegar a las 8:30.
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La precariedad del plan socialista contrasta crudamente con el plan militar que ha redactado Arellano. El documento ejecutivo sigue el formato doctrinario del Ejército: Situación General; Misión; Misiones a Unidades; Materias Administrativas y Logísticas; y Enlaces y Mando. El diseño se enmarca en el Plan Ariete de control de la ciudad y detalla, con rigor profesional, los medios de cada unidad, su misión y sus acciones por fases. En la casi totalidad de los casos, la primera fase contempla el control de servicios críticos; la segunda incluye “rechazar toda acción violentista o masiva destinada a atacar de hecho o palabra, o efectuar desmanes contra la población civil, propiedad privada o industrias”. No es, pues, un plan de mero ataque. Es de ocupación. Además de cautelar a la población civil, busca asegurar la integridad de la infraestructura y repeler, no sólo la resistencia armada, sino también el sabotaje y la agitación. La realidad militar será esta: • En el sur, la Escuela de Infantería de San Bernardo cerrará los puentes sobre el río Maipo y luego iniciará un movimiento envolvente por Vicuña Mackenna, rodeando de paso el cordón de esa calle, hasta alcanzar la Plaza de Armas, desde donde apoyará la “acción frontal” de la Escuela de Suboficiales contra La Moneda. Un total de 440 hombres debe cumplir esas misiones. • Por el poniente, los regimientos de infantería Maipo, de Valparaíso, y de caballería Coraceros, de Viña del Mar, aportarán una compañía cada uno, formando un total de 220 hombres, para cerrar el túnel Lo Prado y cercar luego el cordón Estación Central, incluyendo la Villa Portales y la UTE. • En el norponiente actuarán unidades del Regimiento Yungay de San Felipe, protegiendo servicios básicos y apoyando al Regimiento Buin en el norte. • Por el norte, 770 hombres del Regimiento Guardia Vieja de Los Andes, parte de ellos estacionados en el recinto de la FISA desde el fin de semana, cerrarán el paso Chacabuco y luego iniciarán un movimiento envolvente por el poniente, con profundidad suficiente para llegar hasta San Miguel, en el surponiente. • Sobre el centro actuarán no una unidad, sino cuatro: la Escuela de
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Suboficiales, con 770 hombres; el Blindados, con todas sus fuerzas motorizadas; el Tacna, con 220 hombres y 12 piezas de artillería; y el segmento de 440 efectivos de la Escuela de Infantería.
Es una máquina abrumadora. Cerca de tres mil hombres cerrando la ciudad y presionando sobre el centro. En el nororiente completarán la faena el Regimiento Buin, la Escuela Militar y la FACh, duplicando las tropas empleadas en la Agrupación Centro. Los soldados usarán cuellos de color salmón y las unidades se equiparán con víveres para tres días de subsistencia. El lugar designado para la reunión de “rehenes” (el lenguaje militar es equívoco en este punto) es el Regimiento Tacna, que debe encargarse “de su custodia, como asimismo de su alimentación y atención sanitaria”.
El Presidente Allende pensó siempre que un golpe de Estado se iniciaría con una asonada militar episódica, como habían sido todos los intentos sediciosos en Chile, incluyendo la guerra civil de 1891, que partió con la sublevación en solitario de la Armada. Un golpe conjunto, dirigido por los jefes máximos de las Fuerzas Armadas, sólo era posible mediante una “traición” (así lo llamaría horas más tarde), es decir, como una burla a su perspicacia. Y debía ser, además, una traición múltiple, porque para eso el Presidente se preocupaba de dialogar y apoyar a los comandantes en jefe; varias de las demandas profesionales insatisfechas de las Fuerzas Armadas habían sido cubiertas durante el gobierno de la UP y otras tantas estaban comprometidas por el Presidente. Para eso invertía muchas horas de su semana. A Pinochet, por ejemplo, desde el momento en que lo puso al mando del Ejército, lo citó casi todas las noches siguientes a su casa, entre 10 y 11 de la noche, para conversaciones de un par de horas. Podía engrifarse alguno de los comandantes en jefe, pero ¿rebelarse los tres? ¿Y arrastrar a todos sus hombres? En el imaginario de golpe que manejaba Allende, la defensa militar del régimen sería obra de los propios militares: unidades rebeldes contra
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unidades leales. Las masas no debían protagonizar esa contienda, sino, cuando más, acompañarla y reforzarla. Por eso no permitió nunca que los partidos de la UP intervinieran en los nombramientos militares. Por eso desoyó el insistente llamado de su asesor Joan Garcés y de otros para desarrollar una política activa hacia los militares, retirando a los oficiales sospechosos. Por eso exigió que las armas enviadas al PS por Fidel Castro se repartieran por igual entre el GAP y la Comisión de Defensa socialista, como un modo de limitar el apetito armamentista. Las aprensiones presidenciales tendían a repetirse: algunos generales, algunos regimientos. El “tancazo” de junio pareció avalarlas; unos pocos insurrectos, aplastados por tropas leales. Al día siguiente de esta asonada, Allende temía el alzamiento de regimientos en Antofagasta, Linares, Concepción, Temuco, Osorno y Valdivia, además de la Armada. El viernes 7 de septiembre, el ya retirado general Prats pareció confirmar esta visión parcelada, pero no menos abrumadora, al señalar sus sospechas ante Letelier: los generales Washington Carrasco (III División, Concepción), Héctor Bravo (IV División, Valdivia), Manuel Torres de la Cruz (V División, Punta Arenas) y, con dudas, el escurridizo Herman Brady (II División, Santiago)15. Probablemente su advertencia era más grave. Las señales negativas venían de cuatro divisiones… en un Ejército que tenía cinco. Pero en la tarde del 10 de septiembre, Allende mantenía su pensamiento. Percibía la gravedad de la situación con la Armada, pero creía que al mantener a Montero frenaba sus ímpetus. Veía la tensión con la FACh, pero ¿no le había dicho el propio Leigh que junto con los allanamientos contra la izquierda habría que hacer otros contra la derecha? Confiaba en el alto mando de Carabineros y en Investigaciones reinaba el fiel Alfredo Joignant. En cuanto al Ejército, allí estaba Pinochet, “mi pinochito”, incapaz de nada alevoso. Después de asumir la jefatura del Ejército, Pinochet había pedido las renuncias de todos los generales. Dos se negaron a entregarla: Bonilla y Arellano; otros las retiraron después de ofrecerla. Este episodio refleja crudamente la extrema anormalidad de la situación militar. La conducta de Bonilla y Arellano representaba no sólo un gesto de desconfianza hacia el nuevo comandante en jefe, sino un desafío esencial
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a su autoridad recién adquirida16. Nadie imaginaría un gesto semejante en los años que vendrán tras el 11. Sin embargo, en esta ocasión Pinochet no tomó ninguna medida más drástica que encargar al general Urbina la obtención de esas renuncias. El nuevo jefe del Estado Mayor del Ejército tampoco lo logró. Y cuando el Presidente y el ministro Letelier le propusieron pasar a retiro de inmediato a esos generales, Pinochet explicó que esperaría el proceso anual de calificaciones, para no agudizar las tensiones internas. A partir de octubre, pasaría a retiro a seis o siete generales: Torres de la Cruz, Bonilla, Arellano, Nuño, Viveros, Palacios, quizá Carrasco. En verdad, Pinochet sabía que no tenía la fuerza para sacar a esos generales. De intentarlo, era más que probable que enfrentaría sublevaciones de magnitud incierta. Con el solo rumor de que Arellano podría ser dado de baja, más de 200 oficiales se acuartelaron en la tarde del 26 de agosto en la Escuela Militar, cuyo director, el coronel Nilo Floody, parecía dispuesto a liderar una insurrección de gran escala. Sólo el general Arturo Viveros, amigo de Arellano, pudo convencer a los exaltados oficiales de que no era el momento adecuado17. El comandante en jefe estaba realmente maniatado, aunque jamás lo reconocería18. Pero la inquietud de Allende y Letelier fue aumentado en septiembre. El 9, aceptando un alarmado consejo del general (R) Prats, decidieron exigir a Pinochet que sacase a los generales sediciosos antes del viernes 14. Para entonces, el Presidente ya habría anunciado el plebiscito y no habría espacio político para un putsch exitoso. En otras palabras, el gobierno entendía que el 14 era una fecha límite. De ser cierta la versión que Pinochet daría años más tarde –que su fecha personal era justamente el 14–, es probable que ese golpe hubiese fracasado. De cualquier modo, la del gobierno era una manera muy limitada de entender el análisis de Prats. El general (R) percibía que la inminencia de un golpe no derivaba sólo de la acción de unos generales, sino sobre todo de la crisis institucional. Junto con desactivar el núcleo conspirativo, Prats había dicho que la solución completa incluía que el Presidente pidiera al Congreso un permiso constitucional de un año y saliera del país hasta que las cosas se apaciguaran. Allende reaccionó con indignación ante la sola idea –y probablemente confirmó su apreciación de que Prats era un hombre quebrantado. Pero
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retuvo la necesidad de purgar el alto mando militar. Su comentario de cierre reflejaba su visión: “Siempre habrá algún regimiento leal al gobierno”. En el almuerzo que tuvo el 10 de septiembre con algunos de sus cercanos, Allende mencionó la posibilidad de aplicar, después de que se convocara el plebiscito y asumiera el “Gabinete de Guerra”, el Plan Hércules del Ejército, el dispositivo anti-insurgencia preparado bajo las órdenes del general Pinochet, para asegurar la neutralización de los grupos ultristas. También precisó que la tarea principal de la nueva Dirección de Seguridad sería la de monitorear los peligros para el gobierno, teniendo a la vista el principio de coordinación de los órganos del Estado. De nuevo: del Estado, no de los partidos ni las organizaciones sociales, ni los cordones, ni los comités19. Es una decisión consistente con la de permanecer en La Moneda en caso de asonada. En su último día de gobierno, Allende había descartado la resistencia a través de una fuerza militar propia. Sabía bien que, a pesar de la fogosa labia que desplegaban, los partidos de la UP no tenían capacidad militar real, y no le interesaba alentarla. Los testimonios acerca de la indignación que le produjo el discurso de Altamirano el domingo 9 (“este loco me está saboteando”) son abundantes y congruentes con su política de evitar provocaciones a los mandos armados. Como dice Garcés, la idea de la guerra civil era para él objeto de un “rechazo estratégico”20 y posiblemente instintivo. ¿Obreros inexpertos luchando contra tropas profesionales? Esa visión ha de haberle producido repugnancia. Pero objetivamente, al esperar que esas mismas tropas se quebraran –rebeldes contra leales–, apostaba a un formato que, en su escala mayor, significaba precisamente la guerra civil.
4:00, calle Laura de Noves Como la imagen de un espejo, las mismas inquietudes han de estar en el desvelo de Pinochet en estas pocas horas previas al alba del 11. Una es central: ¿responderán todas las unidades? ¿Se mantendrá la verticalidad del mando? Al general no le preocupa la unanimidad de las Fuerzas Armadas, ni siquiera la integridad de sus respuestas. Lo que le inquieta es el Ejército. ¿Habrá un general Rojo?
EL PLAN DE la AGRUPACIÓN CENTRO COLINA
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C
VITACURA
PUDAHUEL 4
LAS CONDES
11
2 23
1
22
20 12 5
18
B
21
8
7
19
10
16
17 PEÑALOLÉN
MAIPÚ
9
D 24 15
CERRILLOS
14
13 Desplazamientos militares
1. La Moneda 2. Tomás Moro REGIMIENTOS 3. Ferrocarrileros 4. Buin 5. Coraceros (V Región) Maipo (V Región) 6. Yungay (San Felipe) 7. Blindado Nº 2 8. Tacna 9. Guardia Vieja (Los Andes)
A
SAN BERNARDO
10. Reg. de Telecomunicaciones ESCUELAS 11. Escuela Militar 12. Escuela de Suboficiales 13. Escuela de Infantería BASES AÉREAS 14- El Bosque 15. Cerrillos POBLACIONES 16. La Legua 17. La Victoria
3
PUENTE ALTO
18. San Joaquín 19. La Faena 20. Cormu 21. Estadio Cormu 22. Universidad Técnica de Santiago 23. Quinta Normal 24. Fisa
Santiago 1972 Santiago 2003
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En la tarde del 9, cuando Leigh lo visitó en su casa, Pinochet le mencionó las desconfianzas dentro del Ejército acerca de su segundo, el general Urbina. Añadió que lo ayudaría si plantease esa interrogante en frente de los que comandarán el golpe21. Leigh cumplió su papel en el almuerzo del lunes 10 –con los generales Bonilla, Brady, Benavides y Arellano–, y Pinochet el suyo, informando que Urbina acababa de viajar a Temuco. El comandante en jefe del Ejército completaba en ese momento, en lo formal, su entrega momentánea al grupo de los generales impetuosos. Era un proceso que lo venía acorralando desde el mismo día de su asunción, aunque contravenía su sincera irritación por las conductas de ese grupo: la ira que le produjo la protesta de mujeres contra Prats; la indignación ante la negativa de algunos a entregarle sus renuncias; y la molestia ante las huellas de esos generales en la impaciencia de muchas unidades. Tras su nombramiento, Pinochet pudo dejar en posiciones importantes a sólo tres hombres de su confianza: Urbina, en el Estado Mayor; Brady, en la Guarnición de Santiago, y Benavides, en el Comando de Institutos Militares. Los tres eran generales como él mismo: silenciosos, disciplinados y formales. De Brady se decía que había votado tres veces por Allende –sin aclarar en cuáles elecciones– y su temperamento amistoso hacía creer, tanto a gente del gobierno como de las Fuerzas Armadas, que era proclive al Presidente; sólo en la noche del 22 de agosto, cuando Allende organizó la cena con los generales “cercanos”, Brady mostró un ángulo filoso al declarar que Prats ya no representaba las opiniones de sus subalternos. Benavides tenía lazos familiares con figuras del PDC, pero a diferencia de otros ex edecanes de Frei, mostraba una completa apatía por la política. Se lo conocía como un militar austero, estudioso, detallista. Su ascendiente, como hombre de Telecomunicaciones, no procedía de la fuerza, sino de la capacidad organizativa. Y Urbina. Que tenía un impetuoso hermano cercano al PS. Que era objeto, igual que Pinochet, de notables cortesías por parte del gobierno. Y que, a diferencia de los otros, era también un par de Pinochet: un compañero de curso, un oficial impecable, un hombre al que no se le podía hablar como a los demás. ¿Tuvo Pinochet en cuenta esos factores para desplazarlo o simplemente cedió a la presión de los vehementes y en particular del sofisticado liderazgo de Bonilla?
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En cualquier caso, al aceptar que se dudase de su segundo, Pinochet admitía su incertidumbre respecto de otros elementos del alto mando. ¿Qué pasará con Joaquín Lagos, en Antofagasta, lugar ideal para crear una “zona libre” envolviendo a Calama, las minas de cobre y hasta la frontera, incluso con pistas aéreas improvisadas en el desierto, en las que podrían aterrizar, según las visiones más pesadillescas, aviones cubanos o similares? ¿Y con Héctor Bravo, en Valdivia, tan cerca de los grandes bosques de Neltume y de los pasos cordilleranos más vulnerables? Por muchos años se especularía después sobre la decisión de instalar el cuartel general del golpe en el Comando de Telecomunicaciones. ¿Por qué en Peñalolén y no en el centro, donde estaría la clave de la acción, o en la Escuela Militar, la mayor unidad de la zona oriente, o en los poderosos regimientos Buin o Tacna, cercanos y a la vez seguros? ¿Por qué tan lejos de la mayor de las operaciones terrestres? ¿Por qué en un lugar que no proporciona comunicaciones fluidas con las otras ramas de las Fuerzas Armadas y que en lugar de tener líneas directas debe pasar por el Estado Mayor de la Defensa, en el Ministerio de Defensa? Algunos dirán que es el lugar más fortificado de Santiago. Otros, que es el de más fácil salida hacia Argentina en caso de fracaso (lo mismo que el regimiento donde duermen su esposa y sus hijos menores). Y aún otros presumirán que es un sitio apropiado para medir la evolución de la batalla y volcarla hacia un lado u otro, según convenga. Pero, bajo cualquier análisis racional, el motivo principal es muy diferente: en Peñalolén están las redes primaria y secundaria de comunicaciones del Ejército. Es el único puesto de Santiago desde donde se controlan los nexos con todas las unidades. No con las otras Fuerzas Armadas. Pero, ¿a quién le interesan las otras fuerzas en esta hora extrema? En la tarde del 10, el Estado Mayor ha distribuido las órdenes de acción mediante notas personales a todas las divisiones. El mayor Bruno Siebert la ha llevado a Concepción; en el avión se ha encontrado con el mayor Víctor Contador, que viaja con la misma misión a Valdivia; pero en el sur hay una tormenta y Contador ha debido quedarse con Siebert. Ambos visitaron al general Washington Carrasco, jefe de la poderosa III División, y presenciaron su estallido de indignación cuando leyó el vaguísimo documento, que no decía nada explícito sobre la toma del poder: sólo mencionaba la aplicación del Plan Hércules.
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Esa noche, Carrasco reunió en su casa al almirante Jorge Paredes y al general de Carabineros Mario McKay. Paredes explicó que sus instrucciones incluían ocupar los órganos de gobierno, ante lo cual Carrasco se sintió obligado a decir que las suyas eran idénticas22.
4:00, Academia de Guerra Aérea, Las Condes El general Leigh se reúne con su pequeño staff: el general José Martini; el coronel Sergio Figueroa, director de la Academia; el coronel Alberto Spoerer, director de Sanidad; el coronel Enrique González, director de Contabilidad; el coronel Julio Tapia Falk, asesor jurídico; y su ayudante, Héctor Castro. A la misma hora deben instalarse los comandantes en sus unidades para completar los aspectos operativos del plan de acción, designado con el nombre en clave de Plan Trueno. En el caso de Leigh, la citación resulta más que exagerada: los oficiales constatan que no tienen nada que hacer y buscan modos de matar el tiempo hasta la mañana. El propio Leigh se va a dormir por unas horas. El día anterior, durante el almuerzo con Pinochet y sus generales, Leigh afinó su proposición de bombardear La Moneda si Allende ofreciera resistencia. Los hombres del Ejército se sobresaltaron: ¿un bombardeo en pleno centro, dentro del Barrio Cívico y a pocos metros del Ministerio de Defensa? El jefe de la Aviación replicó, con cierta molestia, que un ataque con cohetes podía ser muy preciso y que sus pilotos estaban preparados. (Más tarde, cuando supo que los almirantes Merino y Carvajal habían expresado su oposición al ataque aéreo, mantuvo con terquedad la decisión de ejecutarlo ante la más mínima resistencia del palacio). A Leigh le irritaba esta continua duda acerca de las capacidades de la FACh. Deseaba la oportunidad de exhibirlas ante tantos incrédulos o ignorantes, empezando por Allende, que se había burlado de sus aviones en el momento de ofrecerle el mando: —Acepte, general —le había dicho—, que yo le voy a cambiar esos cacharritos inútiles que tiene... Leigh se guardó la ira ese día. Después comentaría a sus cercanos: —Ya va a ver este desgraciado lo que le va a pasar con estos cacharritos. La verdad es que el mismo Leigh había alentado el desdén del Presidente
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cuando le dijo, el día del “tancazo”, que una operación aérea sobre el centro de Santiago era inviable. También se acordó en ese almuerzo disponer un avión para que el Presidente pudiese irse del país, junto con su familia. Leigh insistió que sus DC-6 podían llevarlo, como máximo, hasta Venezuela y Pinochet subrayó que el único país vedado sería Argentina, donde convergían tres factores de extrema peligrosidad: el gobierno peronista, una frontera demasiado extensa y el interés táctico de los militares argentinos por socavar la seguridad chilena. A primera hora de ese mismo día, Leigh había citado al grupo de generales que consideraba más cercano y les había informado sobre la movilización del 11 mediante una áspera arenga de todo o nada. Después de juramentarlos ordenó iniciar los aprestos. Hubo dos generales excluidos en esa cita: Alberto Bachelet, que trabajaba para el gobierno en la Dirección Nacional de Abastecimiento y Comercialización y que tenía claras simpatías por el proyecto allendista; y Carlos Dinator, auditor general de la FACh, al que se atribuían posiciones políticas cambiantes y poco enérgicas23. Bachelet era amigo de Leigh y tenía una aguda conciencia de la crisis económica del país; el mismo lunes le entregó el plan de distribución que había preparado para el gobierno, que debía servir para afrontar el desabastecimiento. “Para que lo tengas, por si acaso”, le dijo. Poco más tarde, Leigh recibió una llamada del Presidente, que había sabido que los aviones de pasajeros de la estatal Línea Aérea Nacional, LAN Chile, estaban en el aeropuerto militar de Los Cerrillos, un lugar prohibido para las naves civiles. Leigh, que había autorizado en secreto ese desplazamiento, le replicó que los pilotos de LAN, que acababan de iniciar una huelga contra el gobierno, los habían llevado allí para protegerlos de sabotajes. —¿Protegerlos de quién, general? ¿Del gobierno? —dijo Allende, irritado—. Ordene que se vayan de inmediato a Pudahuel. —La Fuerza Aérea no tiene pilotos para operar los Boeing 707 y 727, señor Presidente —contestó Leigh—, pero sí para los DC-3, con los cuales se va a mantener el servicio de pasajeros… Allende no insistió, a pesar de la evidente inconsistencia de la respuesta del jefe de la FACh, y cambió de tema (aunque más tarde llamó al
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vicepresidente de LAN, Ignacio Aliaga, quien lo convenció de que era mejor tener los aviones en Los Cerrillos). Quería que los aviadores no realizaran los allanamientos a tres industrias previstos para esa noche, a fin de evitar incidentes como el de Sumar. Fue entonces cuando Leigh, llevando a un nivel excelso la estrategia de disimulo, le dijo que le extrañaba que nadie denunciara también a los núcleos armados de la oposición. En la tarde, el jefe de la FACh recibió a 20 pilotos, copilotos e ingenieros de vuelo de LAN, equivalentes a cuatro tripulaciones de cinco hombres, que estaban disponibles para servir como voluntarios en el transporte de tropas o carga al día siguiente, con los DC-3. Para protegerlos, los acuarteló en el Hospital de la FACh. En el fin de semana anterior, Leigh había enviado a sus mejores cazas subsónicos, los Hawker Hunter, a Concepción, donde serían protegidos con ayuda de la Armada. Los aviones podían alcanzar Santiago en 25 minutos: eran el centro del Plan Trueno. Por eso, aquella tarde citó al comandante del Grupo 7 y le ordenó preparar tripulaciones para misiones sobre Santiago, con 12 de los 18 Hawker Hunter, artillados y cargados de cohetes antitanques. El equipo debía ser reforzado con cuatro aviones del Grupo 9, de Puerto Montt, una exigencia rara dada la perfecta capacidad del Grupo de Los Cerrillos para completar una misión en la que no habría adversario aéreo. La única explicación es corporativa: no dejar en manos de una sola unidad acciones de tanta importancia simbólica. Al anochecer del 10, Leigh pasó por la casa del coronel Eduardo Sepúlveda, donde alojarían su esposa y sus dos hijos pequeños, y luego se fue a la Academia de Guerra Aérea. Ahora está allí, listo para tronar.
4:30, Ministerio de Defensa A las 4:30, el coronel de Telecomunicaciones Julio Polloni, asignado al Comando de Tropas que dirige Arellano, comienza a recoger, en distintos puntos, a los oficiales y civiles que deben poner en marcha el Plan Silencio en Santiago. El objetivo es anular los centros de comunicaciones de la UP, callar los medios de comunicación que le sean afines e instalar la red de radioemisoras que apoyarán el alzamiento.
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Poco rato después llega hasta el Ministerio de Defensa el asesor de radio Agricultura Federico Willoughby, convocado el día anterior como comentarista especializado y como hombre de confianza de la Sociedad Nacional de Agricultura. Lo recibe en su oficina, impecablemente ordenada y señorialmente revestida en caoba, el almirante Carvajal: —Bueno, usted ya sabe —dice el almirante—. Hay que emitir una proclama y luego mantener una mística a través de los medios de comunicación, especialmente las radios. No van a salir los canales de televisión, excepto el 13. El coronel Polloni, que debe llegar pronto, está a cargo. Ojalá que no sea muy sangriento esto. ¿Quiere tomar una taza de té? En seguida, Willoughby pasará a la oficina vecina, la del subjefe del Estado Mayor de la Defensa, el general de la FACh Nicanor Díaz Estrada, donde abundan los papeles, los mapas, los termos con café, las tazas y los vasos y un pesado catre de campaña. Son hombres diametralmente distintos, piensa Willoughby. Su recorrido terminará al otro lado del pasillo, en una oficina minúscula, ocupada usualmente por el capitán de navío Hugo Opazo, donde se ha instalado un micrófono, un transmisor y un cable que atraviesa de nuevo el pasillo para salir con la antena al callejón Portada de Guías, detrás del Ministerio. Suerte que la señal es de amplitud modulada: de otro modo, difícilmente sería captada en alguna parte. A nivel nacional, el Plan Silencio es uno de los dispositivos que administra cada uno de los Comandos de Áreas Jurisdiccionales de Seguridad Interior (Cajsi), organismos de comando y coordinación de las acciones conjuntas de las Fuerzas Armadas24. Por lo tanto, igual que las otras operaciones, el Plan depende del grado de información que tenga cada Cajsi. En el Ejército, la información no es pareja; algunos jefes la recibirán ya avanzada la mañana. En cambio, en la Armada y la FACh no hay vacío alguno. Por eso es que ahora, en la más oscura de las sombras, unidades de comandos de la Infantería de Marina comienzan a actuar en distintos puntos del país. Los de Talcahuano ingresan a la planta de la ENAP de Concepción, donde está instalado un centro de comunicaciones del cordón industrial del puerto de San Vicente, y lo desactivan. Un camión con marinos enviados desde Valparaíso ataca en Santiago la radio de la UTE, considerada estratégica por su cercanía con el Centro de Comunicaciones Navales de la
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Quinta Normal; sacan a punta de metralletas al personal de turno y luego vuelan con granadas los transmisores y la antena. En Valparaíso, las unidades dirigidas por el comandante Arturo Troncoso neutralizan 14 radios y tres estaciones de televisión y cortan todos los teléfonos de la ciudad, con excepción del sistema Albatros, del alto mando naval, y los “teléfonos verdes” que conectan a los mandos militares regionales. En el futuro, el Plan Silencio será uno de los operativos más elogiados de la jornada. En esa valoración podrá influir la eficacia aplastante que logra en Valparaíso. Pero en Santiago y otras ciudades dejará mucho que desear en su dimensión militar y abrirá ciertos misterios en la dimensión política. La primera pregunta es: ¿por qué resulta tan menguada la actuación de las tropas de tierra en este plan? La explicación que se ha repetido es que se necesitaría mucho personal para controlar los teléfonos, los canales de TV y las radios en poco tiempo. Pero esto parece más una excusa que una explicación: en Santiago los teléfonos están hipercentralizados, las estaciones de TV adversas son tres y las radios pro-UP no pasan de la decena. La Armada logra más silencio con mayor número de objetivos. En la capital, el corte de teléfonos es irregular e imperfecto. Entre las líneas que siguen funcionando, muchas de ellas están en el centro, el lugar neurálgico de las operaciones. De las líneas de La Moneda, la mayoría continúa operando con total normalidad. Peor aún, el plan ignora que el palacio tiene comunicaciones a través de líneas alámbricas directas hacia varias radios, por lo que nunca las corta. Tampoco caen los teléfonos de Tomás Moro, ni los de los ministros y jefes políticos de la UP. Las principales radios gobiernistas no serán neutralizadas por el Ejército, sino por acciones de la Armada y bombardeos de la Fuerza Aérea. Además, el plan olvida la existencia de las radios Candelaria (Mapu) y Magallanes, pese a las conexiones lineales de esta última con el PC y con Investigaciones. Magallanes será seguida durante toda la mañana por unas 12 radios de provincias25. Y en virtud de esa desprolijidad, dentro de unas pocas horas una alocución emitida con medios rudimentarios, a través de un teléfono de magneto, directamente desde el despacho del Presidente, se convertirá en uno de los discursos más famosos de la historia de Chile. Para denominarse “Silencio”, es un plan considerablemente ruidoso.
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5:00, Academia de Guerra Naval, Playa Ancha A las 5 en punto su ayudante despierta al almirante Merino, que reza y desayuna con su pequeño estado mayor antes de comenzar a dictar las órdenes operativas. Una de las primeras decisiones es suspender la “alarma general” prevista en el Plan Cochayuyo, que consistía en tres salvas que serían disparadas desde todos los buques en operaciones y desde tres unidades de tierra en Valparaíso. Si el concepto estratégico es la sorpresa, las salvas carecen de justificación y podrían servir más bien al enemigo26. En la última reunión de coordinación del día anterior, en las oficinas del almirante Carvajal, se ha acordado que la Armada iniciará la movilización visible a las 6, momento en el cual se constituirá también el Estado Mayor de la Defensa, automáticamente convertido en Comando Operativo de las Fuerzas Armadas (COFA). El propósito es inducir a un error de apreciación respecto de la sublevación y concentrar la atención en un punto menos accesible. El Ejército, la FACh y Carabineros partirán recién a las 8 horas y sólo 30 minutos después se hará pública la movilización conjunta de las Fuerzas Armadas. También a las 5 horas suena la diana en los buques de la Armada que el día anterior han partido rumbo a Coquimbo para unirse a las naves norteamericanas de la Operación Unitas. Los marinos descubren entonces que los buques han cambiado de rumbo y están volviendo a la zona central. En menos de una hora, las naves tomarán sus posiciones de combate. Llegarán a ellas en silencio y a oscuras. “La noche no tendrá luna”, ha anunciado el informe meteorológico. El orto de sol será recién a las 6:05. Frente a Quintero fondean los destructores Blanco Encalada y Orella; su misión es ocupar las instalaciones de la Empresa Nacional de Minería y de la Empresa Nacional de Petróleo. En la rada de Valparaíso, el crucero Prat y el destructor Aldea, con los cañones dirigidos tanto a la Universidad Técnica Federico Santa María como a la Avenida Argentina, área de posible convergencia de los pobladores de los cerros. Más al sur, en línea con la zona de Laguna Verde, el submarino Simpson, destinado a proteger la subestación eléctrica que alimenta a la ciudad. Al puerto de San Antonio ingresa el destructor Cochrane. Mientras avanzan las gruesas sombras de los buques de guerra, tropas de tierra de la Marina salen en camiones desde Viña y comienzan a ocupar
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lugares claves de convergencia de trabajadores: el muelle Prat, el muelle Barón, el astillero Las Habas, la Aduana y las estaciones ferroviarias. Los primeros trenes que llegan de localidades vecinas son retornados con sus pasajeros, sin explicaciones. En Santiago, aún duerme en su casa de calle Sánchez Fontecilla el comandante en jefe titular, Montero, sin saber que tres de sus teléfonos están cortados, que sus automóviles han sido saboteados y que las rejas de su jardín están con candados desconocidos. Y sin saber que ya no está al mando.
6:00, Ministerio de Defensa ¿Y el Ejército? A esta hora comienzan a llegar a sus puestos de mando los jefes encargados de poner en acción los diversos componentes del Plan Hércules, que supone el control, en todo el país, de los servicios básicos (electricidad, combustibles, agua, hospitales), de las comunicaciones (teléfonos, ondas radiales, televisión e impresos) y de las líneas de abastecimiento (vías, transportes, centros de producción y distribución), además de las fuerzas adversarias: partidos políticos, tropas irregulares, organizaciones sociales u órganos de gobierno, según el caso. Durante las décadas siguientes se especulará acerca del origen de este plan. El general Pinochet generará parte de la polémica con El día decisivo, en el que sostendrá que se trató de un encargo suyo que, bajo simulación, ya pretendía el fin del régimen marxista desde una fecha tan temprana como 1972, cuando fue nombrado jefe del Estado Mayor27. Esta versión será resistida por los oficiales que efectivamente deliberaban, al margen de Prats y luego de Pinochet. Para ellos, la de Pinochet será una mera reconstrucción de la historia, destinada a demostrar que no se subió al golpe en la última hora, es decir, que no fue oportunista. Una cosa es segura: el Plan Hércules se vio sometido a una intensa revisión después del “tancazo” de junio. El encargo lo recibió el tercer (y último) año del curso de Estado Mayor de la Academia de Guerra. Significativamente, sus alumnos estuvieron tentados de lanzarse a apoyar a los hombres del Blindados Nº 2 desde la vieja sede de Alameda con García Reyes y sólo la prudencia de los oficiales-profesores evitó que los impetuosos estudiantes sellaran sus propios destinos.
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Los oficiales del tercer año trabajaron en pequeños grupos compartimentados. El director de la Academia, general Herman Brady, los supervisó hasta fines de agosto, cuando pasó al mando de la Segunda División. Después siguieron con el subdirector, el coronel Sergio Arredondo, y los profesores Óscar Coddou (coronel) y Roberto Guillard (mayor). Pero ya antes del relevo de Brady, el curso había entrado en un tren especial: tras asumir que el centro de un diseño antisubversivo debía ser Santiago, correspondía tener un capítulo específico para la capital. Ese fue el Plan Ariete, que daba un papel estelar a la Agrupación Centro. Tenía un asombroso parecido con el Plan Santiago del PS, sólo que sus fuerzas ejecutaban movimientos centrífugos, y no centrípetos. Igual que la imaginación socialista, la militar suponía que las acciones principales ocurrirían en el centro de la ciudad. Una vez controlado este eje, las fuerzas regulares podrían desplegarse en anillos excéntricos hacia la periferia. Pero como ésta podía ser presionada por los irregulares, habría de desenvolverse un segundo anillo, ahora externo, con las unidades situadas en los extramuros. Atrapados entre dos fuerzas, los bolsones de resistencia podrían ser reducidos en cinco días. Ese era el poder de fuego que el Ejército atribuía a los grupos subversivos, de derecha o de izquierda, y en particular a los cordones industriales. Entonces, ¿eran planes de Pinochet, de su grupo, de los alumnos de la Academia de Guerra, de los conspiradores anteriores, de los “dueños” antiguos del golpe? Nada de esto. Sólo para activarse, debieron ser aprobados por la II División (Brady) e incluso por el Estado Mayor (Urbina). En otras palabras, eran planes propios de un aparato militar profesional, altamente disciplinado, con capacidad para aplastar a cualquier fuerza que se le intentara interponer por medios irregulares. Un aparato que, como suponía Allende, sólo podía flaquear si se dividía desde dentro, o si dudaba de sus mandos superiores.
6:00, edificio Norambuena Esta madrugada, en Carabineros no hay plan alguno. Los mandos duermen inquietos, como en muchas madrugadas recientes. Recién está despuntando el alba cuando el general Mendoza deja su casa. Alcanza a decir a su esposa y a sus dos hijos que este día no deben
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salir y atraviesa parte de Santiago en un auto personal, rumbo al edificio Norambuena. Mendoza no tiene nada: ni armas, ni tropas, ni dispositivos. Apenas las seguridades que le ha dado el general Yovane, que en nada pueden garantizar la respuesta de los más de 25 mil hombres armados que ahora se propone dirigir. Yovane había dado a los otros jefes militares la seguridad de que Carabineros se plegaría al movimiento, pero esa afirmación era más un gesto de arrojo que una certeza. Ni siquiera su paciente y extenso recorrido por las unidades, que se prolongó por meses bajo el pretexto de estudiar el modo en que los Servicios respondían a las necesidades del cuerpo, podía dar esa seguridad. Peor aún, el mismo Mendoza se sentía vigilado, en su propia oficina, por un coronel que trabajaba en un escritorio vecino. Por eso, en la mañana del lunes 10, cuando el abogado Hernán Leigh lo visitó para emplazarlo a visitar de inmediato a su hermano, el comandante en jefe de la FACh, Mendoza conversó con él en un pasillo y simuló una visita de cortesía para dejar su despacho por un rato. El general Leigh lo recibió en el Ministerio de Defensa y le mostró la proclama que se emitiría al día siguiente. Mendoza se sobresaltó. Leigh había puesto su nombre al pie, llamándolo “General Director de Carabineros”, y quería que firmara sobre esa línea. Mendoza vaciló. —Prefiero hacerlo una vez que haya firmado el general Pinochet. La proclama fue firmada por Pinochet y Leigh durante el almuerzo, y este último debió volver a citar a Mendoza, que ahora sí aceptó rubricarla. Entonces el jefe de la FACh le preguntó cómo estaban los planes para la operación del día siguiente. —Ninguno —dijo Mendoza—. No tenemos ninguno. Luego quiso apaciguar la mirada ceñuda del aviador: —Pero Carabineros siempre está preparado para enfrentar contingencias... Y ahora, mientras la claridad se extiende sobre Santiago, va solo en su auto, rumbo a un cambio de la historia republicana. Al pasar por las cercanías de La Moneda divisa unas tanquetas policiales que parecen marchar hacia el palacio.
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Cuando por fin llega al edificio Norambuena, interroga a Yovane por las tanquetas; y éste, sonriente y tranquilo, le explica que las ha enviado el general Jorge Urrutia, ante el rumor de un levantamiento de la Armada. Pero no hay de qué preocuparse: los oficiales sólo obedecerán a la Central de Comunicaciones. De sus operaciones ya se ha hecho cargo el capitán Ernesto Cerda, que grabará todas las instrucciones del día. Unos cien hombres están en el edificio: más que suficiente para resguardarlo. De todos modos, luego llegarán refuerzos de la Escuela de Suboficiales y de las Fuerzas Especiales. Pero ya no es tiempo para planes. Es la hora de la acción.
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1 Quien reveló esta conversación, a través de dos artículos publicados en La Prensa de Lima con el seudónimo de Marco Sifuentes, fue Ricardo Lagos Escobar. HARRINGTON, EDWIN y GONZÁLEZ, MÓNICA: Bomba en una calle de Palermo. Santiago: Emisión, 1987, pp. 167. 2 Un punto de vista cercano al de Frei es el que inspira a una excelente recopilación y análisis sobre los diarios del período: DOONER, PATRICIO: Periodismo y política: la prensa de derecha e izquierda 1970-1973. Santiago: Andante, 1989. 3 Una versión completa de este encuentro en: CAVALLO, ASCANIO: Memorias. Cardenal Raúl Silva Henríquez. Santiago: Copygraph, 2009 (2a edición), pp. 482-492. 4 Así lo entendieron muchos parlamentarios de la UP, del mismo modo que sus adversarios más enconados del PN. En el PDC hubo dudas acerca del alcance de la frase en que se llamaba a los ministros militares a poner término a las situaciones de ilegalidad en que incurría el gobierno; hasta hoy los líderes de ese partido sostienen que no tenían intención de impulsar o cohonestar un golpe de Estado. Una buena síntesis del proceso que condujo a este acuerdo: GONZÁLEZ, PAULO y VALLE, CLAUDIA: El acuerdo que anticipó el golpe. Santiago: revista Qué Pasa, 22 de agosto de 2003. Lo que no se ha explicado es la anomalía de que un acuerdo de la Cámara de Diputados fuese corregido y visado por senadores. 5 Esta conclusión concuerda con la interpretación de politólogos que han estudiado el período y que tuvieron ocasión de discutir el tema con Frei. VALENZUELA, ARTURO: El quiebre de la democracia en Chile. Santiago: Flacso, 1989, pp. 275-276. 6 GAZMURI, CRISTIÁN: Eduardo Frei Montalva y su época. Santiago: Aguilar, 2000, tomo II, p. 853. 7 Libro Blanco del cambio de gobierno en Chile. Santiago: Lord Cochrane, 1973, pp. 180184. 8 Testimonios contundentes: GAZMURI, JAIME y MARTÍNEZ, JESÚS MANUEL: El sol y la bruma. Santiago: Ediciones B, 2000, pp. 83-84; GONZÁLEZ, IGNACIO: El día en que murió Allende. Santiago: Cesoc, 1990 (ampliada), pp. 152-153 (versión de Carlos Altamirano). 9 QUIROGA, PATRICIO: Compañeros. El GAP: la escolta de Allende. Santiago: Aguilar, 2001, pp. 53-56. Melo fue intensamente buscado en los días posteriores al 11 y
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detenido en casa de una amiga el 29 de septiembre por una patrulla de la FACh. Según diversos testimonios, fue salvajemente castigado en el recinto del Ejército en Peldehue antes de ser ejecutado. Desde entonces, es uno de los detenidos-desaparecidos símbolos de la venganza militar contra sus propios miembros disidentes. 10 Incluso el que sería después jefe de la DINA establece una cifra semejante, 144 personas, aunque mezcla en su nómina a gente que estuvo en distintas épocas, así como a periodistas, médicos y otros asesores de Allende. CONTRERAS, MANUEL: La verdad histórica. El Ejército guerrillero. Santiago: Encina, 2000, pp. 66-69. 11 SUBERCASEAUX, ELIZABETH: Gabriel Valdés. Señales de historia. Santiago: Aguilar, 1998, p. 150. 12 Este enfoque difiere ligeramente del que ha ofrecido el profesor Faúndez en un excelente estudio sobre el mismo fenómeno, en el que sostiene que “el PS no se había hecho leninista ni había abandonado realmente su estrategia parlamentaria”. La ambigüedad del término “realmente” sugiere que Faúndez relativiza la extensión del espíritu “eleno” y/o trotskista entre los socialistas de esa época. FAÚNDEZ, JULIO: Izquierdas y democracia en Chile, 1932-1973. Santiago: Bat, 1992, pp. 169-176. 13 Una excelente descripción del origen y el trabajo de este grupo –aun cuando no establece con claridad la conexión con el Aparato Militar del PS, representada por Pincheira– puede hallarse en el capítulo “El GAP intelectual de Allende” de: GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, pp. 147-157. 14 Parte de los textos, aún manuscritos, se encuentran en Libro Blanco del cambio de gobierno en Chile. Santiago: Lord Cochrane, 1973, pp. 132-162. Con matices, los datos han sido corroborados por fuentes solventes del PS y de las comisiones militares de la UP. 15 GARCÉS, JOAN: Allende y la experiencia chilena. Las armas de la política. Santiago: Bat, 1990 (2ª edición), p. 306. 16 Pinochet aplicó otro criterio con las intempestivas renuncias de Pickering y Sepúlveda, a las que calificaría como “actitud insólita y reñida con los principios más elementa les de la disciplina”. PINOCHET, AUGUSTO: Camino recorrido. Santiago: Instituto Geográfico Militar, 1990, p. 274. 17 GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, pp. 264-265. 18 Pinochet dice haber ocultado la negativa de Bonilla y Arellano a renunciar. PINOCHET, AUGUSTO: El día decisivo. Santiago: Andrés Bello, 1979, pp. 114-115. Letelier recordaría que el lunes 10 de septiembre, el general le dijo que esa semana solicitaría sus retiros “por desacato al comandante en jefe”. GARCÉS, JOAN: Allende y la experiencia chilena. Las armas de la política. Santiago: Bat, 1990 (2a edición), p. 356. 19 GARCÉS, JOAN y LANDAU, SAUL: Orlando Letelier: Testimonio y vindicación. Madrid: Siglo XXI, 1995, p. 30. 20 GARCÉS, JOAN: Allende y la experiencia chilena. Las armas de la política. Santiago: Bat, 1990 (2a edición), p. 317.
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21 GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, pp. 310 y 320. 22 El entonces comandante de la FACh López Tobar ha sostenido que la incredulidad del general de Ejército era tal, que sus superiores le pidieron volar a Santiago esa tarde para obtener una copia de la proclama firmada por los comandantes en jefe, la que serviría para persuadirlo de unirse al movimiento. LÓPEZ TOBAR, MARIO: El 11 en la mira de un Hawker Hunter. Las operaciones y blancos aéreos de septiembre de 1973. Santiago: Sudamericana, 1999, pp. 88-91. Aunque no se divisa razón para que el comandante haya fabulado este viaje, parece poco probable que el general Carrasco necesitase semejante confirmación, dada su participación temprana en el grupo de conjurados y, especialmente, porque la reunión con los otros jefes militares se realizó en su casa. Igualmente, apoya su versión la temprana eficacia del control terrestre de la ciudad, que supone la existencia de un alistamiento afiatado desde tiempo antes. 23 WHELAN, JAMES R.: Desde las cenizas. Vida, muerte y transfiguración de la democracia en Chile, 1833-1988. Santiago: Zig Zag, 1989, p. 439. Whelan sostiene, erróneamente, que Leigh citó “a sus 12 generales”, sin referir las circunvoluciones que fueron necesarias para excluir a Bachelet y Dinator. El hecho es importante porque refleja que la FACh tenía tantos temores respecto de su cohesión como las otras fuerzas. 24 Los Cajsi son nueve en todo el país: seis corresponden a las divisiones de Ejército (Iquique, Antofagasta, Santiago, Concepción, Valdivia y Punta Arenas), dos a las zonas navales (Valparaíso y Talcahuano) y uno a una brigada aérea (Puerto Montt). 25 De acuerdo a una estimación profesional, la UP contaba con 10 diarios y 36 radios en todo el país, además de tres canales de TV, de los cuales uno (Televisión Nacional) tenía repetidoras en provincias. La oposición disponía de 54 diarios, 98 radios y dos canales de TV, uno de ellos (Corporación de Televisión de la Universidad Católica) con una repetidora en Concepción. JORQUERA, CARLOS: El Chicho Allende. Santiago: Bat, 1990, p. 87. 26 Años después, el almirante Merino recordará los hechos del 11 con precisión intermitente. Su texto es detallado y exacto en cuanto a sus propios movimientos; en cambio, confunde completamente las posiciones de los buques y otros hechos similares. MERINO, JOSÉ TORIBIO: Bitácora de un almirante. Memorias. Santiago: Andrés Bello, 1998, pp. 246-252. 27 Esta versión apareció tempranamente en uno de los mejores trabajos periodísticos sobre el 11. FONTAINE ALDUNATE, ARTURO: “¿Cómo llegaron las Fuerzas Armadas a la acción del 11 de septiembre de 1973?” Santiago: diario El Mercurio, 11 de septiembre de 1974, p. 5.
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6:30, calle Tomás Moro l general Urrutia recibe en su departamento del octavo piso del edificio Norambuena, que ocupa de modo provisorio mientras su familia se traslada desde Concepción, un llamado que el prefecto de Valparaíso, Luis Gutiérrez, realiza desde el único teléfono que funciona en el puerto: el de su oficina1. La Infantería de Marina, dice, está en las calles y ha comenzado a tomar posiciones de combate. Urrutia llama de inmediato a Tomás Moro. “El 14”, que en este momento es Hugo García, toca la puerta del Presidente y transfiere el llamado. Allende despierta de un sueño profundo, pero recobra de inmediato la lucidez. Tiene un extraño modo de dormir: puede sumirse por minutos o por horas y recobrarse instantáneamente. “Cuando duermo, muero”, ha contado a sus cercanos. “Nunca he soñado”. Y ahora no se sorprende del movimiento en el puerto; pide a las dos telefonistas de la casa que ubiquen al almirante Montero y a los generales Pinochet y Leigh, y anuncia que partirá a La Moneda en unos minutos. Urrutia, entre tanto, envía cuatro tanquetas de las Fuerzas Especiales para proteger La Moneda. Y, sin saber que está a metros de los que dirigen la insurrección en su propio cuerpo, se va a la Dirección General de Carabineros, al lado del Ministerio de Defensa2. Montero no responde. No puede: su teléfono está cortado. Leigh está inubicable. Pinochet, desde su casa, dice que está entrando a la ducha, que en unos minutos más estará disponible3. Quien responde es el general Brady, que promete averiguar. —Muy bien, general —dice Allende —. Tome usted las medidas del caso. Y si no lo hace, sé que tendrá la hombría de decírmelo.
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La confirmación postrera llega con un llamado del director de Investigaciones, Alfredo Joignant, que repite la versión que ha recibido de su Prefectura en Valparaíso. Joan Garcés y Augusto Olivares, que esa noche han dormido en la casa presidencial, reciben por fuentes diversas la misma información: en el puerto se ha desatado una extensa movilización militar. Lo que no saben es que en esos momentos no hay trastornos en Valparaíso; la ciudad ya está bajo control de la Armada. Las escuelas de Abastecimiento y de Ingeniería han ocupado el plan de la ciudad y las instalaciones portuarias como primera fase; la de Operaciones se ha desplegado por las alturas de Recreo y Placeres. Juntas crean una tenaza que abraza la ciudad por abajo y por arriba. En Viña del Mar, el Regimiento Coraceros del Ejército y la Escuela de Armamentos de la Armada han terminado la primera fase con la ocupación de Reñaca Alto y Viña Sur, y a las 7:50 iniciarán la segunda, el envío de detenidos al Estadio de Playa Ancha, zona ya tomada por el Regimiento Maipo. En una hora más coparán los barrios proletarios de Miraflores Alto y Forestal. Tampoco saben que el coronel Rigoberto Rubio, secretario general del Ejército, está despachando los radiogramas cifrados: “Asumir Intendencia y gobernaciones de inmediato y ocupar COMA efectivamente provincias y áreas jurisdiccionales COMA transmitido simultáneamente a Comando UU.OO. y cdtes. guarniciones PUNTO Activar Cajsis PUNTO”. Pocos minutos después, el ministro Letelier, que llama desde su casa, encuentra al almirante Carvajal en el teléfono del Ministerio. ¿Qué hace allí a esta hora? El almirante explica, confusamente, que está ordenando papeles para este día, que se prevé agitado. Letelier le pregunta por las tropas que se mueven en Santiago. —Ministro, yo creo que ésa es una información equivocada —dice Carvajal—. A lo mejor se trata de un operativo de control de armas. —No, almirante, no tengo ninguna información equivocada. Usted olvida las instrucciones de que no se haga ningún operativo de control de armas sin mi autorización. —No sé qué le podría decir, ministro. Voy a tratar de averiguar. —Almirante —dice Letelier, ya enojado, mostrándole a su esposa el auricular, en señal de que no le cree nada—, yo voy al Ministerio ahora mismo4.
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Más incómodo que el circunspecto Carvajal se muestra el general Brady, que en ese momento entra con el general Díaz Estrada al despacho del Estado Mayor de la Defensa: —Me llamó Allende —dice—. Le tuve que mentir. —A lo mejor quiere saber quién se va a echar pa’ atrás —comenta, sarcástico, Díaz Estrada, a sabiendas de que toca el mote de “allendista” del general de Ejército. —Si seguimos en esto —replica Brady, mortalmente serio—, este caballero va a tener tiempo para reaccionar. Carvajal ordena a su ayudante que se corte la línea de la casa presidencial. Casi una hora después, en Tomás Moro las operadoras Elba Moreno y Ana María Vargas notan que los auriculares quedan sin tono, muertos. Joan Garcés tiene una súbita ocurrencia: hay que acallar a las radios de oposición. Como se vio en el “tancazo”, ellas pueden incitar a acciones mayores. Pero ¿quién podría cumplir ahora esa tarea? Piensan en eso cuando Allende recibe un llamado de Altamirano. Se limitan a intercambiar lo que han oído: que hay una insurrección de la Armada. Concuerdan en hablar más tarde. Afuera, los hombres del GAP son despertados por los jefes Jaime Sotelo y Juan José Montiglio. Algunos bromean e intentan remolonear. Pero antes de un minuto ya están en pie, con la adrenalina aumentando por segundos. El equipo de Escolta sale completo, mermado como está después del 29 de junio: 12 hombres, además de los asesores Olivares y Garcés. Tres Fiat 125, una camioneta. Ruta: Kennedy, Costanera, Bandera, Moneda. El capitán José Muñoz, jefe de la Escolta Presidencial de Carabineros, que ha recibido del general Urrutia la orden de acudir y ha podido cumplirla porque es vecino del Presidente, llega un poco más tarde y prepara el camino de las tanquetas 198 y 219. (Es singular esto de tener tres escoltas: la personal, la de Carabineros y la de Investigaciones. Parece que ninguna protección fuese suficiente. O que no se puede confiar totalmente en ninguna).
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6:30, Población de Oficiales de la Fuerza AÉREA, LAS CONDES El general Alberto Bachelet, director de Contabilidad de la Fuerza Aérea, comisionado en servicio a la Dirección Nacional de Abastecimiento y Comercialización del gobierno, es despertado en su casa por un llamado de su oficina que le informa de manera imprecisa de movimientos de tropas en Valparaíso y Santiago. Intenta comunicarse con funcionarios de gobierno, pero no hay respuestas. Entra rápidamente a la ducha y toma desayuno con su esposa, Ángela Jeria. Es su costumbre no prescindir del desayuno. —El soldado debe tomar desayuno —ha dicho muchas veces—. Es la única comida segura del día. Del resto, nunca se sabe. Durante esos escasos minutos, ella le cuenta que pasada la medianoche, mientras estudiaba para un examen de la Escuela de Arqueología de la Universidad de Chile, a la que había entrado a sus 47 años como alumna tardía, unos compañeros la llamaron para decirle que se rumoreaba que en Valparaíso habían zarpado todos los barcos de la Armada, para regresar en la mañana a apoyar un golpe de Estado. Los jóvenes estaban preocupados por ella y le pidieron que consultara a su marido. “Es que está durmiendo”, dijo ella. “Ah, entonces no te preocupes”, respondieron ellos, “duerme tranquila”. Ángela Jeria tiene otra preocupación en ese momento. Su hijo mayor, Alberto, de 27 años, estudia en Australia, lejos de la tempestad chilena. Pero su hija Michelle, a días de cumplir los 22, ha pernoctado en la Escuela de Medicina, que ha estado bajo la amenaza de ocupación por parte de la derecha. Y de ella, esta mañana, no sabe nada. El general Bachelet decide montar en su auto –el chofer aún no ha llegado– y se dirige, no hacia su oficina de gobierno, sino a la del Ministerio de Defensa. Bachelet es allendista sin ambages. Conoció al líder socialista en mayo de 1960, cuando Bachelet fue enviado como oficial de enlace a Puerto Montt después del megaterremoto del día 22, que dejó al 80% de esa ciudad en el suelo, y Allende llegó a recorrer la zona devastada de la que había sido senador hasta 1952. Trece años más tarde, el Presidente decidió crear una oficina para contrarrestar el desabastecimiento de bienes de primera necesidad y pidió una terna a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas. Los tres nombres
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que llegaron eran oficiales considerados pro-gobiernistas y estaban lejos de los grupos proclives al golpe. No entrañaban riesgo alguno: ni de infiltración para el gobierno ni de delación para los conspiradores. Allende consultó con su amigo, el senador radical Hugo Miranda, quien se inclinó sin dudarlo por Bachelet. Miranda sabía que Bachelet era un apasionado de la Masonería, a la que lo había introducido el padre de su esposa, Máximo Jeria, a fines de 1940. El general trabajó sin cansancio durante esos meses, afinando las líneas de aprovisionamiento y distribución. Allende le agradeció una y otra vez su entrega profesional y cierto día el general se sintió en condiciones de invitarlo a cenar las tórtolas que él mismo cazaba. El Presidente fijó la fecha: 26 de julio, conmemoración del asalto al Cuartel Moncada y día oficial del comienzo de la revolución cubana. Enterado del compromiso, el senador Anselmo Sule pidió ser invitado. La cena tuvo tintes sombríos. La situación política se agravaba día por día. Allende se mostraba apesadumbrado de no contar con la dirección del Partido Socialista; sólo los comunistas, los radicales y una parte del Mapu ofrecían total respaldo a su estrategia de gobierno. —Miren —dijo el Presidente—, a mí me puso el pueblo y si el pueblo no me lo pide, yo no salgo de La Moneda. Y si me sacan, será con los pies por delante. Los invitados se fueron de la casa de Bachelet pasada la medianoche. Una hora más tarde, en Providencia, era asesinado por un grupo de ultraderecha el capitán de navío Arturo Araya, edecán naval del Presidente. A pesar de todo, Bachelet creía que una acción militar sería poco cruenta. En agosto había invitado al restaurante chino El Danubio Azul, situado entonces en el centro, a su hija Michelle y a su esposa para celebrar el cumpleaños de esta última. Allí estimó que, si las cosas se ponían muy mal, él podría ser relegado dentro del país y que en ese caso pediría que lo enviaran a algún lugar donde Ángela Jeria pudiese completar su tesis de Arqueología. A pesar del aire de broma familiar, su hija Michelle se mostró más preocupada: la violencia imperante no auguraba una situación tan sencilla. —Lo que temo —dijo el general, en un giro de aparente concordancia con su hija— es que quizá nunca más podremos estar los cuatro juntos… Y ahora, en este amanecer, el general conduce rumbo a ese nunca más.
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6:30, calle Prat En el edificio de Valparaíso donde se radican las comunicaciones de la Armada hay dos pisos ocupados por funcionarios de Estados Unidos: es la Misión Naval de ese país en Chile, que encabeza el teniente coronel de los marines Patrick J. Ryan. En sus amplias dependencias funcionan también dos de sus brazos especializados, la Office of Naval Intelligence y la Office of Special Operations, que reportan al Comando Sur, con base en Panamá. Al amanecer, los hombres de la Misión Naval ya saben que los destructores USS Richmond K. Turner, USS Vesole y USS Tattnall, además del submarino Clamagore, que forman la fuerza de tareas designada para integrar los ejercicios conjuntos de Unitas XIV, no se encontrarán con sus pares chilenos, que han regresado a los puertos centrales mucho antes de acercarse al área de reunión, en las cercanías de Coquimbo. La Armada de Chile simplemente ha utilizado los ejercicios como una cobertura para el inicio de las acciones contra el gobierno y el regreso de los buques servirá para una segunda operación de distracción: hacer pensar al Ejecutivo que se trata de una sublevación localizada en Valparaíso y la Escuadra. El principal vínculo del teniente coronel Ryan es el comandante de la Infantería de Marina, el contralmirante Sergio Huidobro, que lo ha mantenido informado de muchos de los pasos claves del golpe. La cercanía de Huidobro se expresa incluso en su currículo: ha estudiado en Quantico, Fort Benning, Norfolk y Panamá. Y la de la Armada tampoco es un misterio: ya desde la Segunda Guerra Mundial la marina de EE.UU. había estrechado lazos con la chilena para reforzar la seguridad del Estrecho de Magallanes y del mar de Drake, primero contra los países del Eje y luego contra los de la esfera de la U.R.S.S. A mediados de agosto, Ryan ha acompañado a Huidobro a comprar fusiles M-16 en Estados Unidos, un armamento necesario para dotar a la Infantería de Marina. Gracias a estas ayudas, la red de la Misión Naval es ahora muy extensa. Unos 200 marinos estadounidenses están desplegados en la mayoría de las instituciones de la Armada, casi siempre en calidad de asesores y cumpliendo con una densa malla de convenios de asistencia mutua. Mucho más que la Defence Intelligence Agency, cuyo director, el coronel William Hon, mantiene amplios contactos en el alto mando del Ejército chileno, y que la CIA, cuya estación local está a cargo de Raymond
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Warren, la Misión Naval es la que más sabe acerca del movimiento que empieza a desplegarse en Chile. Y a esta hora, al amanecer, es la institución extranjera que está más cerca del corazón del golpe, seguida de cerca por la legación diplomática y militar de Brasil5.
7:00, Regimiento Blindados Nº 2, calle Santa Rosa A las 7 horas, el general Javier Palacios, jefe del Comando de Instrucción del Ejército –encargado de los deportes y la capacitación–, se sube al tanque operado por el segundo comandante del Blindados Nº 2, Hans Zippelius, y arenga a la tropa reunida en el patio. El comandante Alfredo Calderón ya ha visto la orden firmada por el general Brady, que incluye el levantamiento del castigo al regimiento, la petición de no continuar el acuartelamiento en solitario y la invitación a sumarse al movimiento. Palacios sube al tanque sólo para despejar las eventuales dudas, porque los hombres del Blindados pueden estar escépticos después de que su fallida insurrección del 29 de junio fuese aplastada por los mandos superiores. Nadie olvida que aquella tarde el Regimiento Tacna entró a balazos en el recinto, a pesar de que la unidad estaba rendida. La sangre de los caídos ese día ensombrece la confianza de oficiales y soldados ante cualquiera que muestre rango superior. Palacios cumple la orden que en la noche anterior le diera el general Brady. Cuando preguntó por qué era el elegido, Brady le respondió que por ser un general joven, con clara fama de oposición al gobierno y con la audacia suficiente para encabezar una vanguardia. Y si Palacios ha previsto que persuadir a una unidad desmoralizada será duro, ahora le parece que necesita un gesto dramático. Por eso sube al tanque Sherman y anuncia: —¡Estén tranquilos, porque ahora sí que estamos todos de acuerdo! —¡Todos, mi general! —vocea el coro militar. —¡Me siguen en formación! —ordena Palacios. Los hombres corren a sus máquinas. Lentamente ruedan hacia el centro. Palacios sabe que falta todavía un rato para que las fuerzas se desplieguen en plenitud. Esta mañana evitará los errores que cometió en junio el comandante Souper. En lugar de situar máquinas por el lado sur de La Moneda, donde
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aquella vez quedaron embotelladas por las excavaciones de la Línea 1 del Metro, elegirá un rodeo de dos columnas, por Bandera y por Amunátegui, para entrar por el norte, la calle Agustinas, al perímetro de la Plaza de la Constitución. Tres tanques serán destinados a evolucionar en torno al palacio, mientras los demás tomarán posiciones entre las esquinas de Teatinos y Morandé, para facilitar (“ablandar”) los avances terrestres de la Escuela de Infantería, que vendrá desde la Plaza de Armas, con cierto retraso, y de la artillería del Tacna, que avanzará desde el surponiente. Han de cuidarse de no cruzar fuego con las fuerzas que irrumpirán desde el sur. Ahora, las gruesas y ágiles orugas de los tanques se encaminan hacia el centro cívico. Tiemblan las ventanas a su paso.
7:20, avenida Kennedy Mierda de maletín. Por poner en el maletín una camisa limpia y una corbata que darán formalidad a su matrimonio de las 9:30, Juan Osses nota que ha dejado su AK-47 en la casa y que sólo lleva una subametralladora Walter, con una caja de balas que se ha echado en un bolsillo. No hay tiempo para volver. En los cinco minutos transcurridos desde que el Presidente subió al auto Uno, conducido por Julio Soto, el equipo de Escolta del GAP ya está a punto de ingresar a la Costanera. Osses va en el auto Dos, que conduce Isidro García, pegado al otro, a las máximas revoluciones que soportan los motores de esas máquinas. García mira por el retrovisor y ve el tercer auto y la camioneta, que corren detrás. Piensa que es la Escolta más endeble que ha tenido el Presidente en los últimos tres meses. Desde comienzos de julio, para ser más exactos. Y bien, ¿qué pasó en el “tancazo” que afectó tanto al GAP? Ese día 29 de junio la alarma de golpe de Estado sonó a primera hora en Tomás Moro. La información era precisa: había tanques rodeando La Moneda. El Presidente quiso salir de inmediato, pero Montiglio, Sotelo y Francisco Argandoña, tres de los jefes del GAP, se lo impidieron mientas evaluaban la situación. Incluso alejaron al helicóptero que llegó a buscarlo para llevarlo al centro de la ciudad. La impaciencia de Allende fue creciendo por minutos, pero los jefes del GAP se mantuvieron firmes en su decisión de mantenerlo encerrado.
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Cuando por fin accedieron a la presión del Presidente, ya era cerca del mediodía y se sabía que el general Prats estaba desarmando a los insurrectos. De todos modos, la Escolta salió en masa, con un impresionante dispositivo de autos y camionetas y unos 25 hombres armados con AK-47, ametralladoras pesadas, lanzacohetes y cañones. El auto de vanguardia hasta pudo inmovilizar a una patrulla militar (aunque se trataba de fuerzas leales) al final de Avenida Kennedy. Al ingresar al centro, el grupo se dividió, en una maniobra distractoria. Una sección se dirigió a La Moneda, pero sin Allende. La otra, donde sí viajaba el Presidente, se desvió hacia el Cuartel General de Investigaciones. Los hombres del GAP bajaron sobre la marcha –ese era su mejor entrenamiento– y se apostaron con sus fusiles frente al edificio de calle General Mackenna, en semicírculo, cubriendo al Presidente. Cuando Allende bajó del auto, debió sentir que el despliegue era un exceso. —¡Nadie con armas! —ordenó—. ¡Todos guarden sus armas! —Perdone, Presidente —alcanzó a musitar el edecán naval, el comandante Arturo Araya, antes de dar una enérgica contraorden—: ¡No, señores! ¡Todos con sus armas! ¡Y bala pasada! Allende le dirigió una mirada de hielo y entró al Cuartel General. Unos diez minutos después regresó al auto y el grupo se dirigió a La Moneda, donde los generales Prats, Pinochet y Pickering esperaban al Presidente. El incidente tuvo efectos catastróficos en el voluntariado que era el GAP. Por primera vez había quedado claro que la guardia presidencial verdaderamente exponía su vida; sobre el rostro vibrante del romanticismo revolucionario se acababa de superponer el de la muerte. Varios de sus miembros abandonaron el GAP a comienzos de julio. Por el otro lado, Allende pudo sentir que su decisión de permanecer en La Moneda en caso de crisis podría ser obstaculizada por el exceso de celo de su guardia. Es una explicación posible para la reunión a la que convocó a todo el GAP, en El Cañaveral, en la primera mitad de agosto. Allí dejó en claro que esperaba una nueva asonada militar, probablemente de mayor envergadura que la de junio, y que no renunciaría. —Y voy a ir a La Moneda, señores —agregó—. Quiero que esto quede muy claro: iré a defender La Moneda como un símbolo del país. No me voy a refugiar, ni menos voy a huir entre gallos y medianoche, como los presidentes centroamericanos. Y si eso me pasa, si termino de esa manera, va a ser culpa
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de ustedes. De los huevones que no me supieron cuidar. Ese es mi lugar y los que quieran acompañarme no deben equivocarse. ¿Alguna pregunta? —Presidente —intervino Osses, el único con formación universitaria—, se supone entonces que nosotros vamos a tener que aguantar en La Moneda hasta que se movilice la clase obrera organizada. ¿Eso quiere decir que vamos a ser la carne de cañón? —Sí, señores. ¡Van a ser la carne de cañón! ¿Otra pregunta? Esa cruda descripción de lo que venía terminó de menguar al GAP. La Escolta se quedó con la mitad de su contingente –12 hombres– y otro tanto perdieron Operativo y Guarnición. Incluso los Servicios vieron disminuir sus voluntarios. El impacto fue doble. No sólo aumentó el peligro, sino también el trabajo. Hacia septiembre, los remanentes del GAP casi no han podido tomar días libres –a veces, unas horas– y los turnos se han repetido de manera incesante. Varios sienten los efectos del estrés y algunos han pensado, en lo más íntimo, que lo mejor sería que se precipitase el desenlace. En eso piensa Isidro García mientras acelera por un Santiago nublado, grisáceo y desierto: son pocos, están cansados y quizá corren hacia la muerte.
7:20, Ministerio de Defensa El edecán aéreo Roberto Sánchez llega al Ministerio de Defensa, citado de urgencia por el coronel Eduardo Fornet, secretario general de la FACh. Debe presentarse ante el general Magliochetti, que a su turno lo envía a la oficina del almirante Carvajal. Sólo entonces se entera de su misión: en nombre del general Gabriel Van Schouwen y de la FACh, debe ofrecer al Presidente un avión para dejar el país cuanto antes; lo podrán acompañar su familia y las personas que él designe. Su salida evitará males mayores, explica Carvajal. Sánchez divisa el peso inmenso e histórico de la orden. Demorará más de una hora en cumplirla6. Entretanto, a la misma hora despegan desde Concepción cuatro aviones Hawker Hunter cargados con cohetes Sura. Los pilotos, todos del Grupo 7, trasladados desde su base de Los Cerrillos hasta Carriel Sur, se han levantado a las 5 horas y preparado los aviones en pocos minutos7.
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Ahora, su misión es apoyar el Plan Silencio, bombardeando las antenas de las radios gobiernistas. Además, deben realizar un reconocimiento sobre el centro de Santiago, para apreciar los movimientos de personas y vehículos. A las 7:40, el piloto líder, el comandante Mario López Tobar, elimina con 16 cohetes la antena de radio Corporación, en La Florida, a poca distancia de la avenida Vicuña Mackenna. Otro avión inicia el ataque, en Colina, contra las torres de las radios Pacífico y Luis Emilio Recabarren. Este caza lanza sus primeros cohetes, justo cuando los camiones de la Escuela de Paracaidistas del Ejército avanzan hacia el Comando de Telecomunicaciones a establecer la protección del cuartel del comandante en jefe del Ejército. Los boinas negras se agachan ante los estallidos. ¿Son aviones favorables o contrarios al gobierno? Cumplidas sus misiones –las primeras acciones de guerra jamás ejecutadas por la FACh y sobre suelo chileno, como recordará con dolor el comandante López Tobar–, los aviones son devueltos a Concepción.
7:30, Puerto Montt El general de brigada aérea Sergio Leigh, hermano del comandante en jefe de la FACh, se extraña de que la proclama conjunta de las Fuerzas Armadas anunciando la deposición del gobierno no salga al aire. Según ha entendido, la proclama sería radiada por canales abiertos e internos a las 7:30. Así lo decían las primeras órdenes emitidas desde las jefaturas de Santiago. Cuando se decidió el cambio táctico –concentrar la preocupación del gobierno en Valparaíso durante un par de horas–, la nueva instrucción no alcanzó a llegar a algunas guarniciones. Ello explica, por ejemplo, la madrugadora llamada del general Carrasco al general Arellano. En Puerto Montt no hay idea de esto. A duras penas, el prefecto de Carabineros, Eduardo Gordon Cañas, ha partido a Valdivia bajo un temporal de lluvia a prevenir al general de Ejército Héctor Bravo, que permanece en la ignorancia debido al estancamiento de su emisario en Concepción. Y el general Sergio Leigh ha decidido anticipar las operaciones, sin esperar su conclusión en Santiago o Valparaíso, y ha tomado el control de todos los puntos sensibles de Puerto Montt alrededor de las 4 de la madrugada. Ninguno de los jerarcas locales de la Unidad Popular ha alcanzado a darse cuenta.
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La decisión del general ha sido singularmente riesgosa. La ha tomado porque el día anterior recibió la visita de un piloto de Hawker Hunter que le llevó un sobre sellado, con otro sobre adentro, que contiene las instrucciones para actuar el 11. El piloto seguía luego hacia Punta Arenas, evidencia más que suficiente de que el movimiento tenía amplitud nacional. Pero he aquí que, siendo las 7:30, la proclama no aparece, y un estremecimiento profundo recorre a los oficiales de Puerto Montt. En sus aceleradas imaginaciones aparece una y otra vez la figura del general Manuel Goded, el hombre que inició a destiempo la mayor sublevación militar del siglo XX, la que inició la Guerra Civil de España. El 19 de julio de 1936, Goded, procedente de Baleares, debía ocupar Barcelona, mientras Franco tomaba la guarnición de Marruecos. Partiendo en la madrugada y subestimando la capacidad de la Generalitat de Cataluña, Goded lanzó a las tropas a las calles; en la madrugada se encontró con una ciudad alzada en su contra y con cientos de obreros que, armados y organizados en brigadas, lograron rodear a sus fuerzas. El general se rindió al atardecer y fue fusilado por traición poco después. Esta mañana, en Puerto Montt, el fantasma de Goded circula por el comando de la FACh. La ciudad parece controlada; ¿y el resto del país, y del gobierno, y del poder? ¿Y la proclama? ¿Se habrá echado para atrás el Ejército? La zozobra nunca dura mucho tiempo. Pero en sus minutos, puede ser desesperante.
7:35, La Moneda El Presidente Allende llega a La Moneda con sus 15 acompañantes. Viste una chaqueta de tweed, un chaleco de origen argentino regalado por su amigo y ayudante, el médico Danilo Bartulín, y un pantalón de lino marengo. Es curiosa esta informalidad en un hombre tan solemne, tan insistente en subrayar su categoría única y excluyente de Presidente de la República, y tan sensible a la estética de la política formal. También estuvo sin corbata para el “tancazo”. ¿Se puede atribuir su elección al simple apuro? Nada de eso. Es lo que los jefes del GAP han definido como “tenida de combate”: ropa liviana, sin accesorios, fácil de usar y cambiar. Todos están vestidos según esas instrucciones.
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Allende entra al palacio con su fusil AK-47 Kalashnikov con proyectiles de calibre 7.62, flanqueado por sus asesores Garcés, Olivares y Bartulín; detrás, los hombres del GAP, dirigidos por Jaime Sotelo. El grupo del GAP ingresa dos ametralladoras .30 y tres RPG-7 con sus mochilas de tres cohetes, además de sus armas individuales: fusiles AK-47, pistolas P-38, revólveres Colt Cobra y una pistola Luger clásica, que es la admiración de los policías. Los escoltas protegen la entrada con un hombre en cada costado. En el palacio se reunirán con “Coco” Paredes, que apoyará su distribución en las oficinas presidenciales en conjunto con los hombres de Guarnición del GAP que están asignados a La Moneda en forma permanente. Los dos choferes de la Escolta, con dos y tres hombres cada uno, llevan los autos al estacionamiento de la Presidencia, en un garage situado junto al edificio del Ministerio de Obras Públicas. Su misión es pasar al ministerio por el interior del garage y ocupar posiciones en las ventanas altas, una vez que reciban la orden pertinente. Las posiciones han sido escogidas hace semanas: varias ventanas para cada uno, entre los pisos 5 y 7, con el objeto de mantener movilidad y cambiar de blancos. Cada integrante tiene una pistola y un fusil AK-47, que es un arma con una velocidad de fuego casi desconocida a la fecha, especialmente eficiente en el combate de localidades; hay además una ametralladora .30 y un lanzacohetes RPG-7 con alguna munición. Es evidente que se trata de un armamento previsto sólo para contener el avance de tropas hostiles, en particular desde el flanco sur. Su supuesto es que sostendrán la resistencia hasta que lleguen las fuerzas leales. Mientras esperan en el garage, llega al portón Manuel Cortés, un ex miembro del grupo que quiere unirse a ellos. Aunque desconfían de su utilidad, después de algunas vacilaciones lo dejan ingresar. Ya son ocho. Aparentemente. La concurrencia sobre el sector se acelera: las dos tanquetas de Carabineros venidas desde Tomás Moro se unen a las que están en la Plaza de la Constitución y el capitán José Muñoz entra al palacio con un grupo de sus hombres. Casi al unísono alcanzan la puerta el secretario del Presidente, Osvaldo Puccio, y su hijo del mismo nombre, un estudiante de Derecho que ha participado fugazmente en el MIR. Minutos después arriba el jefe de la Sección Presidencia de la República de Investigaciones, el inspector Juan Seoane, con siete detectives de ese
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servicio. Otros 10 policías civiles están ya en el palacio y coordinan las primeras medidas de protección. En total disponen de 15 subametralladoras y de sus pistolas Browning y revólveres Colt Cobra. Ante la confusión, Seoane llama al director de Investigaciones, el socialista Alfredo Joignant, quien confirma la gravedad de la situación y le ordena permanecer junto al Presidente. Los teléfonos de La Moneda no paran de sonar. Las informaciones son imprecisas, pero no hacen pensar que la agitación militar exceda a la Armada. Hay rumores acerca de movimientos en distintos puntos de Santiago, e incluso en otras ciudades, y se ha oído el ruido de los Hawker Hunter; pero nadie logra estructurar un cuadro integrado de esos datos. Para intentarlo, el hombre idóneo sería Orlando Letelier, que llega a la misma hora hasta su ministerio, acompañado por su chofer y guardaespaldas, el teniente coronel Sergio González. En la puerta, mientras su guardaespaldas lo encañona, el oficial de la Armada Daniel Guimpert le dice que está arrestado y que debe subir a la oficina del general Arellano. Conforme al plan de arrestos, éste ordena que lo trasladen al Regimiento Tacna. Es el primer prisionero de alto rango.
7:40, Comando de Telecomunicaciones, peñalolén Recién a las 7:40 llega el general Pinochet al Comando de Telecomunicaciones. Hay un alivio generalizado cuando lo ven entrar. Según el acuerdo del día anterior, se constituiría en su Cuartel General a las 7:30; de no aparecer, asumiría el mando el general Bonilla. Así que Bonilla es el primero en sentirse reconfortado. Pero, ¿por qué llega con retraso, él, un hombre tan celoso de la puntualidad, tan estricto y espartano en su disciplina personal? ¿Significan algo estos 10 minutos de tensión? ¿Estará templando su propio carácter o midiendo los nervios de los demás? Cuando desciende de su auto, Pinochet informa a su ayudante, el mayor Osvaldo Zavala, que las Fuerzas Armadas derrocarán al gobierno8. Zavala lo mira con estupor: —Mi general, yo no estoy de acuerdo con esto... —Conforme. Pero no puede salir de aquí por ahora.
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El mayor Zavala se va a una sala del regimiento, lejos de la central de radio. Permanecerá allí todo el día. Su carrera está terminando, a pesar de haber sido ayudante de dos comandantes en jefe y de haber salvado la vida del general Prats durante el “tancazo”. El Cuartel General ha sido organizado en la tarde anterior por el jefe del Comando de Institutos Militares, el general Benavides, y el jefe del Comando de Tropas, el general Arellano. Benavides ha dispuesto que se trasladen batallones de la Escuela de Paracaidistas, bajo el mando del comandante Alejandro Medina Lois, para reforzar la protección de Peñalolén. También se ha establecido que en los Arsenales de Guerra, cerca del Parque Cousiño, se acantone la “reserva del comandante”, las unidades disponibles para ser usadas como refuerzo cuando el jefe máximo así lo estime. En cuanto llega, el comandante Medina Lois ordena al mayor Rodrigo Sánchez Casillas que disponga patrullas perimetrales para cerciorarse de que no haya movilización en las poblaciones marginales situadas alrededor del regimiento. Pinochet se instala en el escritorio del Comando, junto a la sala de operaciones, en la que se agolpan unas 15 personas, todas con tareas delimitadas según el principio de las cuatro funciones: Comando, Control, Comunicaciones e Inteligencia. En vista de que desde Peñalolén no hay comunicación directa con las otras Fuerzas Armadas, un grupo de técnicos uniformados y civiles ha diseñado una red de enlaces cuyo eje es el Estado Mayor de la Defensa. Pero esta mañana se descubre que la red falla en comunicar a Peñalolén con la Academia de Guerra Aérea. Pinochet (Puesto 1) y Leigh (Puesto 2) tendrán que enviarse mensajes a través de Carvajal (Puesto 5) o a través de la radio de la Escuela Militar (Puesto 3), que será operada por el cadete de 18 años Dante Pino9. Una cierta tensión, desde luego involuntaria y que sólo puede verse en forma retrospectiva, asoma tenuemente en la ausencia de comunicación directa entre los dos hombres fuertes del golpe en la capital. ¿Empieza el destino a ordenar sus líneas?
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7:50, La Moneda —¡Pobre Pinochet, debe estar preso! —comenta Allende ante el periodista Carlos Jorquera y el médico Arturo Jirón cuando le informan que nadie logra encontrarlo por teléfono. El comentario es voluntarista, porque tampoco hay comunicación con Montero, ni con Leigh, ni menos con la Armada10. El general director de Carabineros, José María Sepúlveda, acaba de llegar a La Moneda, pero no sabe nada. Cuando saluda al Presidente, asegura que Carabineros será leal al gobierno, como siempre. Y luego sale a llamar al subdirector, el general Urrutia, para que vaya al palacio y le informe de las acciones. Joan Garcés está convencido de que si el movimiento es mayor, el esquema del “tancazo”, con los obreros concentrados en sus fábricas, será una fatalidad. En lugar de mantener esa posición pasiva, sería mejor que se fuesen desplegando por la ciudad, convergiendo hacia el centro. De ese modo, un conato golpista tendría dificultades para extenderse. Allende se muestra de acuerdo con su análisis, aunque de una manera poco enfática. A Garcés lo impacienta esta imprecisión del Presidente cada vez que se trata de tomar alguna iniciativa contra la sedición. Y ahora Allende vuelve a asentir del mismo modo cuando Garcés propone llamar al presidente de la CUT, el comunista Luis Figueroa, para que instruya a los trabajadores. Una vez que Garcés le pasa el teléfono, el Presidente habla con la brevedad de un lenguaje cifrado: —Movilidad, movilidad. ¿Entiende Figueroa lo que quiere decir Allende? ¿Piensa dar esas instrucciones, totalmente contrarias a las del “tancazo” y a las de los planes tantas veces discutidos en la UP? ¿Tiene siquiera los medios para pasar un mensaje de esa naturaleza? No se sabe. Pero sería inútil, porque cinco minutos después, el Presidente se acerca a los tres micrófonos instalados en su escritorio –de las radios Corporación, Magallanes y Portales– y dirige su primer discurso al país de esta mañana. “Un sector de la marinería”, dice, se ha sublevado y el gobierno está a la espera de tener más informaciones. ¿Qué deben hacer los trabajadores? Estar “atentos, vigilantes, y evitar provocaciones”. —Como primera etapa —agrega— tenemos que ver la respuesta, que espero sea positiva, de los soldados de la patria, que han jurado defender el régimen establecido.
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No hay movilidad, no hay despliegue, no hay marcha sobre el centro. En breve, el Presidente ha puesto la prudencia por sobre la ofensiva. Como táctica militar, es pobre; como hecho político, tiene un significado que sólo se comprenderá años más tarde.
8:00, Ministerio de Defensa En su cargo de jefe del Estado Mayor de la Defensa, el almirante Carvajal es el eje de la jornada conjunta de las Fuerzas Armadas. Delgado, caballeroso e ilustrado, Carvajal no ha ocultado demasiado su antipatía por el gobierno de Allende. Años después, Orlando Letelier diría que siempre tuvo “muy serias preocupaciones” respecto de él, porque intuía que era el hombre “que coordinaba las acciones de los golpistas dentro de las Fuerzas Armadas”11. Y el general Prats afirmaría que cuando el almirante le llevó el texto de un plan de telecomunicaciones (más tarde Plan Silencio) como anexo al de seguridad interior, percibió el “doble filo” del documento, pero lo firmó por estimarlo necesario12. En el puesto que ocupa desde el 15 de enero de 1973, Carvajal tiene una visión privilegiada. Es el único que conoce a los tres comandantes en jefe. Ha sido compañero de promoción de Merino y compartió el curso de Alto Mando de 1968 con los coroneles Augusto Pinochet y Gustavo Leigh; nadie como él puede tener una visión tan panorámica de los protagonistas. Y aunque Pinochet le parece un poco ambiguo, confía en que estará al frente del Ejército. Lo acompaña, como subjefe del Estado Mayor de la Defensa, el general de la FACh Nicanor Díaz Estrada, un hombre áspero, francote, aficionado al secreto pero al mismo tiempo impetuoso, fiero crítico de la UP. Díaz Estrada hizo el curso de Alto Mando de 1971 y tuvo por compañeros, entre otros, a los militares Sergio Arellano, Carlos Forestier y Alberto Labbé, y a los marinos Hugo Castro y Sergio Rillón13. En la tercera posición de mando del equipo de Carvajal se integra el general Sergio Nuño, al que Allende había insistido en sacar cuanto antes. Nuño estaba en el núcleo inicial antiallendista, con Arellano. Había sido el principal comentarista de la economía de la UP en el Ejército. Prats desconfiaba de él, otros oficiales lo consideraban afín a la DC y hasta tenía amigos en la izquierda, incluyendo al secretario de Allende, Osvaldo Puccio.
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Y aunque estuvo siempre en la lista de los generales que debían ser alejados, ni el Presidente ni el ministro de Defensa le prestaron nunca una atención preferente. Hasta esta mañana. Completan la dotación el capitán de navío Ladislao d’Hainaut, los capitanes de fragata Hernán Ferrer, Julio Vergara y Rodolfo Calderón, el abogado de Carabineros Jaime Velasco y un voluntario, el capitán de fragata retirado Críspulo Escalona, que quedará a cargo de generar la bitácora del día. Más tarde llegará el contralmirante Hugo Cabezas, esperando encontrar a su jefe, el almirante Montero. La perplejidad lo inundará cuando Carvajal le informe que Montero está destituido y que el gobierno será depuesto. El jefe del Estado Mayor de la Defensa lo instará a definirse. Y Cabezas, tras unos segundos: —Bueno… habrá que apechugar… Carvajal le asignará la jefatura de las comunicaciones de la Armada. El jefe de la II División del Ejército, el general Herman Brady, opera desde el mismo piso, en coordinación con Carvajal y Díaz Estrada. Lo acompaña el general Arellano, encargado de la Agrupación Centro. Y, curiosamente, el general Ernesto Baeza, superior a todos ellos, quinta antigüedad del Ejército, sólo al llegar al ministerio, a las 7 en punto, se entera del movimiento14. Es, con Urbina, otro de los excluidos de la trama: el principal general en Santiago, después de Pinochet, y recién se entera de lo que ocurre. Desde Peñalolén, Pinochet ha ordenado que Baeza se quede en la oficina del comandante en jefe; le tocará atender su teléfono, que sonará toda la mañana. Lo acompañarán los dos alumnos de la Academia de Guerra enviados a reforzar el Cuartel General del comandante en jefe, que han llegado sin saber que éste se ha constituido en Telecomunicaciones: el capitán Jorge Ballerino, del tercer año; y el mayor Jaime Concha, del segundo año. Del Estado Mayor de la Defensa depende también el grupo que ha operado en el Plan Silencio. Y en esas funciones están el coronel Polloni; el teniente coronel Roberto Guillard, enviado desde la Academia de Guerra como refuerzo especial; y los civiles Sergio Arellano Iturriaga, un joven abogado del PDC e hijo del general Arellano; el ingeniero Sergio Moeller; el director de prensa de la radio Agricultura, Alvaro Puga; y Federico Willoughby, estos últimos ligados a la derecha más dura. A este grupo está
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confiada la tarea de sacar al aire la proclama y los bandos de la recién constituida junta de comandantes en jefe. A las 8, Díaz Estrada reúne al personal del Estado Mayor de la Defensa e informa que las Fuerzas Armadas han iniciado la destitución del gobierno. Nadie dice nada.
8:00, Remodelación San Borja Tras activar las claves telefónicas de emergencia para dar las órdenes al Aparato Militar del PS, Arnoldo Camú comienza una brevísima “reunión de combate” en el departamento que ocupa en una de las torres de la Remodelación San Borja, que con sus 18 y 20 pisos son hasta entonces las más altas de Santiago. La cita es altamente ejecutiva: el Aparato Militar se declara en estado de movilización y los miembros de la dirección deben cumplir misiones específicas. A Renato Moreau, que también participa en el equipo de Contrainteligencia, le corresponde asegurar el rescate y la distribución de las armas que están escondidas en dos barretines situados a considerable distancia. Durante el “tancazo”, el encargado de uno de esos barretines mostró vacilación, por lo que Camú quiere que ahora Moreau se cerciore personalmente de la entrega eficaz y rápida de las armas. Gustavo Puz debe reunir a los “geólogos” y distribuir las escuadras de combate. El punto de reunión será el estadio de la Corporación de Mejoramiento Urbano (Cormu), también conocido como Parque La Feria, en la zona surponiente de Santiago, en un punto más o menos equidistante entre los cordones industriales de San Joaquín y Cerrillos. La elección de esa zona tiene pleno sentido estratégico: además de los grandes centros industriales que concentran a un auténtico proletariado urbano, están allí los centros poblacionales donde vive la mayor parte de la clase obrera de la capital. El componente clasista es más nítido en esa zona y parece más depurado; no por nada la comuna más grande es conocida humorísticamente como la “República Socialista de San Miguel”. Orgánicamente, el Regional San Miguel del PS ha llegado a distinguirse del antiguo Regional Sur, y su eje político, el cordón industrial San Joaquín, es uno de los más activos, pese a haber sido constituido recién en el verano de 1973.
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En el caso de requerirse el despliegue de las escuadras GEO, los puntos de convergencia serán las fábricas Indumet y Sumar-Poliéster, cuyos interventores, el abogado ecuatoriano Sócrates Ponce y el obrero Rigoberto Quezada, integran el Aparato Militar. Por último, Contrainteligencia, dirigida por Ricardo Pincheira, tendrá la tarea de disponer de los hombres y las armas del GAP de Tomás Moro, sea para apoyar directamente la defensa de La Moneda o para incrementar la concentración de fuerzas en la zona sur, lo que cumplirá el mismo fin de modo indirecto. La reunión se disuelve y Camú se encamina, por un par de cuadras, al lugar donde ha sido citada la Comisión Política del PS.
8:00, calle Antonio Varas A la misma hora, el jefe del Comando de Institutos Militares –la segunda mayor fuerza de Santiago en poder de fuego–, el general César Benavides, ordena a su ayudante que reúna a todo el personal para una breve reunión informativa. Ante un grupo de oficiales impacientes, Benavides anuncia que los militares se harán cargo del gobierno, que el Presidente será destituido y que ahora deben asegurar el orden público y apagar todos los conatos de resistencia en su área de operaciones, que es una parte del norte de Santiago y la inmensa zona oriente de la capital. Benavides hará cumplir estas tareas con prudencia, por no decir parsimonia. Entre los oficiales se rumoreará, más tarde, que se demora demasiado en copar la residencia presidencial de Tomás Moro. Sin embargo, la coordinación central funciona con exactitud cronométrica en torno a esa casa. En esos minutos llega un bus de Carabineros con el contingente que debe reemplazar a la guardia nocturna. Cuando los hombres del GAP advierten que no habrá tal reemplazo, algunos proponen quitar las armas a los policías que salen. Uno de los jefes de la guardia impide la acción: significaría, probablemente, un enfrentamiento inmediato. El bus se aleja con todos los carabineros. Ya no hay vigilancia policial en Tomás Moro. Carvajal y la Armada entienden –por sus infiltrados– que Tomás Moro es casi una base de instrucción paramilitar; el Servicio de Inteligencia
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Militar ha ratificado esa percepción: se acantona allí una fuerza armada con instrucción. Sobre la base de estos datos, el plan de operaciones contempla atacar la casa con la Fuerza Aérea, lo que supone que no haya tropas terrestres en los alrededores. Por lo tanto, Benavides ha hecho lo adecuado con limitar el empleo de sus recursos en ese sector. Cuando termina su alocución ante los oficiales, Benavides ofrece la palabra. Nadie la pide. Pero al disolver el encuentro, su jefe de Estado Mayor, el coronel José Domingo Ramos, levanta la mano. Benavides hace salir a todos para hablar a solas con su asesor más cercano. Ramos explica que no está de acuerdo con el movimiento, que prefiere dejar su puesto y retirarse en silencio. Benavides acepta su franqueza y sugiere que podrá quedarse en su oficina, bajo conveniente vigilancia. Ramos rechaza la idea: quiere irse a su casa ahora mismo. Cuando pasa, unas horas después, a retirar sus objetos personales, advierte que el comandante Roberto Soto Mackenney comienza a ocupar su puesto y su oficina para este día de excepción15. Al día siguiente llegará el coronel Renato Cantuarias, traído desde la Escuela de Alta Montaña para llenar ese cargo.
8:15 horas, oficinas de la Cormu, calle Portugal A esta hora comienza el caos en el PS. Pero, claro, sus militantes aún no lo saben. Por el contrario, creen que comienza la organización. Es una ilusión que durará muy poco. El secretario general Carlos Altamirano y su segundo, Adonis Sepúlveda, se reúnen con 10 de los 13 miembros restantes de la Comisión Política (lo que quiere decir que tres no aparecen nunca) en las oficinas centrales de la Cormu, situadas provisoriamente en el claustro en demolición de la Universidad Católica, en calle Portugal con Marín. Parece extraño y a la vez tortuosamente simbólico que la jefatura de un partido como éste se reúna en un espacio tan ruinoso. Desde el Congreso de Chillán de 1967 y más aún desde el de La Serena de 1971, el PS es una entidad con predominio juvenil. Un 80% de la Comisión Política no ha cumplido los 40 años. En sus documentos oficiales, el PS propicia el “Frente de Trabajadores”, una coalición dominada por partidos obreros, grupos campesinos y
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organizaciones de pobladores, destinada a liderar una política revolucionaria y clasista, en contraste con el “Frente de Liberación Nacional” del PC, que aspira, más modestamente, a una alianza inicial con partidos y sectores burgueses para llevar adelante cambios sociales de envergadura progresiva. Por obra de una compleja combinación entre el entusiasmo de los sectores radicalizados y la sensación de fracaso de los moderados (procedente de las fallidas elecciones de 1964), el PS está en manos de una generación entusiasta y militarista, que halla sus referencias en variantes poco sofisticadas del guevarismo. En el imaginario de este PS, el gobierno de la UP debería apropiarse de todas las empresas con un capital superior a los 14 millones de escudos (algo más de 300 mil dólares de entonces16) y de todos los fundos mayores de 40 hectáreas, y aplicar en todos los centros productivos restantes el principio de la cogestión entre patrones y trabajadores. Ni Lenin había llegado tan lejos en el primer plan quinquenal de la URSS. El PS sueña con una revolución jamás lograda. Pero ahora que encabeza el gobierno, en el tercer año de una gestión que se ha vuelto indomable, un cierto ánimo fatalista se apropia de los cuadros dirigentes. El golpe de Estado, que a los sectores radicalizados les ha parecido un desenlace tan inevitable como para preparar un Aparato Militar, ya no es un mero espectro en 1973. Igual que las fuerzas telúricas, está allí: en cualquier momento estallará. En el análisis socialista más delirante, hacia septiembre hay dirigentes que piensan que la asonada es necesaria, porque quienes se hagan cargo del país se verán enfrentados a su crisis estructural y tendrán que devolver el poder prontamente, fortaleciendo el prestigio del partido17. ¿Esa hora crucial ha llegado esta mañana? Quizás. Al lado del fatalismo, dentro de las mismas personas, pervive una corajuda voluntad de lucha, un deseo de probar que ni la fuerza ni la historia son inevitables. Para eso, la dirección cuenta con la organización de los cordones industriales y hasta tiene previsto su puesto de mando dentro de ellos18. ¿Fatalismo o voluntarismo? Es como cuando alguien se pregunta si está lúcido o borracho; la respuesta segura es lo segundo, pero eso no se sabe sino hasta más tarde. Dudando de su lucidez, esta mañana la Comisión Política del PS decide que lo primero es convencer a Allende de que deje el palacio para
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refugiarse en un lugar más seguro y organizar la resistencia. Altamirano cumple esa tarea por teléfono, sabiendo que fracasará; y, en efecto, la voluntad del Presidente es indoblegable: permanecerá en el lugar propio de su cargo. Por lo demás, ¿de qué resistencia hablamos? Todos perciben que la situación es grave, pero aún no se sabe de nada mayor que un movimiento en la Armada. Ante la ausencia de opciones, los jefes socialistas comisionan al ex ministro Hernán del Canto para ir a La Moneda y averiguar lo que prevé el gobierno. A la misma hora llega el senador Erich Schnake a las oficinas de radio Corporación, a pocos metros de la sede del gobierno. La radio ya está con severas dificultades de transmisión, pero sigue en el aire, con escaso alcance, a través de su banda de frecuencia modulada. El equipo de locutores y periodistas –Miguel Ángel San Martín, Sergio Campos, Julio Videla y Gustavo Adolfo Olate– procura organizarse. En los minutos que siguen, se abre un debate entre Schnake y los contertulios de la calle Portugal acerca del mensaje que el PS debe dirigir al pueblo. Algunos opinan que debe hablar Altamirano, llamando a la movilización; pero éste, que siente que ya han sido excesivas sus concesiones a la línea dura con el discurso del Estadio Chile el domingo 9, se niega. El llamado lo hará el subsecretario general Adonis Sepúlveda. Sólo que para el momento en que hay acuerdo, las ondas de la radio están colapsando. Únicamente Magallanes y Candelaria mantienen sus transmisiones. Durante el largo rato en que esperan el regreso de Del Canto, Altamirano y Camú marcan ansiosamente los números de sus contactos en las Fuerzas Armadas, que no son pocos. Nadie responde; nadie parece estar en su sitio. Con diferentes lógicas, el secretario general y el encargado del Aparato Militar comienzan a sospechar lo mismo: el golpe de Estado se ha generalizado mucho antes de lo que cabía prever. A poca distancia, en la sede del PS de Londres 3819, la senadora María Elena Carrera espera instrucciones con un grupo de militantes. Las comunicaciones se han vuelto infernalmente difíciles y nadie sabe qué hacer. Según los planes, desde Londres 38 deben partir los piquetes de trabajadores que coparán los puentes sobre el río Mapocho, bloqueando el ingreso de tropas hostiles desde el norte. Pero esas órdenes no llegan nunca.
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En la sede del Comité Central del PS, en calle San Martín, el Grupo Especial de Apoyo (GEA), integrado por ocho militantes, se reúne tras recibir el “Alerta Rojo” decretado por el Aparato Militar. Tienen armas, pero no instrucciones. Se proponen partir hacia La Moneda, reforzados por un contingente de 19 obreros de la construcción. Pero desde allí, el jefe del GAP, Jaime Sotelo, les dice que deben dispersarse. La orden es quemar la documentación del partido y buscar refugios seguros para reorganizarse más tarde. A pesar del optimismo de quienes lo rodean cuando apenas son las 8:30, Sotelo ya parece prever el triunfo del golpe20. Mientras se preparan para salir del lugar, llega el secretario de Ariel Ulloa, que se hace cargo de la destrucción de documentos y el incendio de la sede. Los ocho miembros del GEA cargan el armamento y a bordo de tres autos parten a la industria Madeco-Mademsa, en la esperanza de hallar allí a Altamirano. Encuentran a los obreros fabricando, a prisa y sin dirección, minas “vietnamitas”, unos conos rellenos de esquirlas (proporcionadas por la metalúrgica Cintac) que, en caso de una guerra de localidades, servirían de obstáculos a blindados enemigos. Pero no hay tal guerra y los obreros, sinceramente allendistas, quieren cumplir e irse cuanto antes a sus casas. Antes del mediodía los GEA se hallarán solos en una industria enorme.
8:15, Arica El coronel Odlanier Mena, comandante del Regimiento de Infantería Reforzado Motorizado N° 4 Rancagua, ve pasar frente a su ventana a sus tropas que preparan el desfile de Fiestas Patrias cuando suena el teléfono. Es su superior, el general Carlos Forestier, comandante de brigada en Iquique, que le informa de la toma del gobierno por las Fuerzas Armadas. El impetuoso Mena piensa en lo que ocurre en la calle y se adelanta a terminar el diálogo. Cuando sale, el desfile ya está en marcha y no es fácil cortarlo sin producir conmoción. Ubica a un corneta para que toque la orden de reunión de oficiales al trote. Con eso detiene la marcha. Pero no del todo: el segundo comandante, el líder del desfile, el teniente coronel Eduardo Oyarzún, no oye al corneta y sigue marchando hasta la plaza de Arica, sin nadie detrás. Tendrá que regresar al regimiento en taxi. En la reunión de oficiales, Mena ordena ocupar los servicios básicos de Arica. Dos patrullas irán a las casas del gobernador y la alcaldesa, ambos
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comunistas, para notificarles que quedan en arresto domiciliario, sin guardia y bajo palabra de honor. Así ocurre. En unos 45 minutos, cerca de las 9, Arica está bajo control militar y con un aire de normalidad que parece irracional. Entonces Mena piensa en la principal razón por la cual está en Arica: como uno de los poquísimos especialistas en Inteligencia del Ejército, ha sido destinado en enero de 1973 para controlar el primer teatro de operaciones en una esperada guerra con Perú. Su regimiento dispone de unos 600 hombres de cuadro permanente y 2.500 soldados, todos los cuales vienen de distintas especialidades: de ahí el nombre de “Reforzado”. Pero este regimiento, equivalente a dos divisiones, uno de los más fuertes en hombres que se haya levantado en Chile, tendría poco que hacer frente a los casi 400 tanques comprados a la URSS por el dictador Juan Velasco Alvarado, que se movían entre Arequipa y Tacna y de vez en cuando asomaban la nariz frente a la planicie ariqueña. Mena carecía de blindados. Sus hombres formarían un muro de carne frente a una invasión peruana. Para demorar ese momento, continuó el sembradío de minas –miles de miles– en toda la línea de la Concordia. Los peruanos suponían que una invasión chilena sobrevendría desde Putre, en el Altiplano. Los chilenos tenían a las tropas de Putre para caer sobre la retaguardia peruana en el caso de una invasión de Arica. Toda la gestión militar de Mena en 1973 se centró en esas especulaciones. Un mínimo error podía poner en marcha dispositivos infernales. De modo que esta mañana llama por teléfono a su amigo de condición, el comandante de la División Motorizada del Ejército de Perú en Tacna, Artemio García. —Oye —le dice—, voy a cerrar la frontera y voy a mover algunas tropas, porque las Fuerzas Armadas están derrocando al gobierno. Quiero que sepas que nada de esto es contra ustedes. Son cosas internas. Puedes verificarlas por la radio… —Muchas gracias, Odlanier. Voy a avisar a Lima. —Si quieres enviar a un oficial para que vea nuestros movimientos, lo recibo cuando quieras. —No te preocupes, hermano. Confío en tu palabra. (Dos años más tarde, en agosto de 1975, Artemio García llamará a Mena para avisarle que el general Francisco Morales Bermúdez iniciaría
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desde Tacna un golpe militar para derrocar a Velasco Alvarado, una traición que vendría a confirmar a los oficiales chilenos una nueva desintegración de los altos mandos peruanos).
8:20, La Moneda Poco después de las 8 horas, el Presidente aún cree que la insurrección proviene de “un sector” de la Armada. No ha podido oír la única radio que funciona en Valparaíso, a través de la cual el almirante Merino lanza su propia proclama, sin esperar la de los otros comandantes en jefe21. Tampoco ha escuchado el anuncio de la constitución de una junta de comandantes en Punta Arenas, uno de los comunicados más audaces de la jornada. Pero en los 20 minutos que siguen, la primera prioridad de La Moneda pasa a ser la acumulación de fuerzas. El propio Presidente decide llamar al vicepresidente de la CUT y encargado del Frente de Masas del PS, Rolando Calderón. Lo encuentra durmiendo en su casa, con fiebre. Allende quiere saber cuál es el plan de la CUT ante un amotinamiento militar. Concentrarse en las industrias, dice Calderón. Pero no puede agregar más: no sabe cuánto de eso se ha producido. Se vestirá rápidamente para ir a inspeccionar. Pocos minutos después se agrega una noticia inquietante: el coronel Rafael Valenzuela, subsecretario de Guerra y hombre clave en la defensa del gobierno durante el “tancazo”, ha tratado de entrar a su oficina en el Ministerio de Defensa y no lo han dejado. La guardia, dice, está reforzada y no ha podido ver al ministro Letelier. En paralelo, el general Sepúlveda intenta convocar por teléfono a los demás jefes de Carabineros. En la Intendencia encuentra al general Fabián Parada, prefecto de Santiago, que no tiene información. Acaba de llegar a su oficina el intendente de Santiago, el socialista Julio Stuardo, pero aún no se han reunido. Ignora que en su caso ha operado el “modelo Yovane”: su segundo, el general Néstor Barba, sí fue informado en la noche anterior. (Una hora después, un grupo de carabineros de las Fuerzas Especiales intentará arrestar al general Parada, que exigirá quedarse en su propia oficina). De acuerdo a Garcés, al escuchar el diálogo de Sepúlveda, el Presidente se comunica con su casa. A su esposa le dice que lo más seguro es que
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permanezca en ese lugar, que tiene la defensa necesaria. Luego le pide a su amigo y asesor financiero, Víctor Pey, que ubique al general Prats. En los días previos, por instrucciones de Allende, Pey debía hallar algún lugar seguro para Prats, que seguía ocupando la residencia del comandante en jefe, en calle Presidente Errázuriz. Pero en la noche del 10, el general (R) se fue a casa de su hija María Angélica y ahora, en la mañana, lo ha pasado a buscar el hijo del general Ervaldo Rodríguez, su amigo y agregado militar en Washington, para llevarlo al departamento vacío de su padre, en Pocuro con Tobalaba. Nadie puede ubicarlo allí. ¿Nadie? Casi: como cualquier general de su rango, Prats no puede desprenderse totalmente de su Ejército. Conserva dos enlaces secretos, el secretario general, coronel Rigoberto Rubio –el hombre que ha despachado las órdenes de movilización–, y el teniente coronel René Escauriaza. Ambos conocen su paradero, que en este día parece una pieza crucial en el tablero militar. Así lo constatará, amargamente, unas horas más tarde, el director de Investigaciones, Alfredo Joignant. Tras el llamado de su marido, Hortensia Bussi se comunica con la casa de María Angélica Prats, donde halla a la esposa del general (R), Sofía Cuthbert, más lacónica que nunca. —Pero supongo que en estos momentos estará haciendo algo, habrá ido a visitar los regimientos… En el silencio del audífono, Hortensia Bussi intuye algo muy grave22. “Estoy empacando”, le explica Sofía Cuthbert, y la esposa del Presidente siente un desconcierto indefinible. No sabe que en los últimos días la señora del ex comandante en jefe ha vivido rehaciendo una maleta. Aún así, ¿cómo puede la esposa del Presidente imaginar que un general en retiro visitaría las unidades en estado de movilización? ¿Cómo puede el propio Presidente buscar el apoyo de un comandante en jefe cuyo retiro ha aceptado sólo días antes? ¿Por qué se espera de Prats algo que obviamente está muy lejos de su configuración profesional? Cualesquiera sean las respuestas, con estas llamadas se desvanece otra esperanza de Allende, irrisoria y agónica: que Prats retome el mando del Ejército y sofoque la rebelión con algunas unidades. ¿Y qué rebelión? Cuando el edecán naval, el capitán de navío Jorge Grez, entra a saludarlo y a ponerse a su disposición, el Presidente insiste en el motín localizado:
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—Otra vez, problemas con su Armada, capitán…23 Y al dirigirse por segunda vez al país, ahora por radio Magallanes, vuelve a esa versión. Agrega que el jefe de la Guarnición de Santiago (Brady) le ha expresado que la capital está en calma. Mientras habla, desde el Ministerio de Defensa llama el edecán Roberto Sánchez, que debe esperar para comunicarle que el general Van Schouwen le ofrece un avión DC-6 para salir del país. Allende se indigna: —¡Dígale al general Van Schouwen que el Presidente de Chile no huye y que sepa cumplir con su deber de soldado! El balance ya es tenebroso: junto a la Armada, está también alzada la FACh. Probablemente la apoyen unidades del Ejército. Y la situación de Carabineros se ha vuelto ambigua. El peor escenario de todos, el único que Allende creía poder evitar mediante la persuasión sobre uno o más de los comandantes en jefe, la unidad total de las Fuerzas Armadas contra el gobierno, está por producirse. Pero el Presidente mantiene todavía alguna duda. ¿Será posible?
8:42, Ministerio de Defensa La respuesta llega 22 minutos después, a las 8:42, precedida por el himno nacional, que la recién constituida “cadena democrática” –las radios Minería y Agricultura– comienza a emitir a las 8:30. La “cadena”, parte del plan de telecomunicaciones, debía encabezarla Agricultura, cuyos estudios habían sido blindados con placas metálicas en los días previos. Pero el ataque aéreo sobre la antena de Corporación ha dañado uno de los cables de conexión de Agricultura, que ha quedado fuera del aire. Sólo un arreglo de emergencia le permitirá “colgarse” de Minería, que toma el liderazgo de la transmisión. Como la reparación demora, el himno nacional debe ser repetido, incrementando la impaciencia del teniente coronel Guillard. Antes de que termine la segunda pasada, irrumpe la voz de Guillard, que comienza a leer la proclama militar con voz solemne: —Teniendo presente: Primero: La gravísima crisis social y moral por que atraviesa el país. Segundo: La incapacidad del gobierno para controlar el caos. Tercero: El constante incremento de grupos paramilitares entrena-
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dos por los partidos de la Unidad Popular, que llevarán al pueblo de Chile a una inevitable guerra civil, las Fuerzas Armadas y Carabineros deciden: Primero: El Presidente de la República debe proceder a la inmediata entrega de su cargo a las Fuerzas Armadas y de Carabineros de Chile… La firma una Junta Militar de Gobierno, constituida por los comandantes en jefe titulares, Pinochet y Leigh, y por Merino y Mendoza, que se asignan las jefaturas de la Armada y Carabineros. La proclama tiene el efecto de una devastación en La Moneda. Lo peor ha llegado a lo peor. Ya no queda otra esperanza que la más negra de todas: que los militares se dividan, que luchen unos contra otros, como en el “tancazo”, pero ahora a gran escala. Nadie podría decirlo, pero en la última línea, la única esperanza es la guerra civil. Cuando Garcés va a informarle de la proclama, Allende decide responder de inmediato e inicia su tercer discurso radial de la mañana, en un tono muy parecido al de diciembre de 1971 (“¡Sólo acribillándome a balazos podrán impedir…!”): —En ese bando se insta a renunciar al Presidente de la República. No lo haré. Notifico ante el país la actitud increíble de soldados que faltan a su palabra y a su compromiso… Cuando concluye, mira al vacío y musita: —Tres traidores…24 ¿En quiénes piensa? ¿A quién excluye? ¿Al almirante Merino, con quien se siente en guerra y que acaba de sobrepasar a su comandante en jefe? ¿O al general Leigh, un “duro” que tomó la jefatura de la FACh después de que se aceptaran sus condiciones? A la proclama sucede otra advertencia, leída con voz taxativa por Guillard: si La Moneda no es desalojada antes de las 11, será atacada “por tierra y aire”. El estupor cunde en el Palacio. ¿Bombardear La Moneda? ¿Ataque aéreo? El ambiente se llena de irrealidad; en verdad, muy pocos creen que realmente se llegará a tal cosa. A pesar de todo, unos minutos después llegan al palacio los generales Urrutia, Orestes Salinas y Rubén Álvarez. Urrutia viene tan desalentado, que sólo quiere proponer que regresen todos a la Dirección General de Carabineros. Allende ve al general director Sepúlveda abatido; lo anima con un chilenismo: —Se los madrugó Mendoza, general.
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Y es que, en efecto, los carabineros están cambiando de actitud. Su cerco en torno al palacio empieza a mutar desde la protección al sitio. El gobiernismo comienza a tener dificultades para llegar: el ex ministro Aníbal Palma logra atravesar el cerco gracias a los gritos del intendente Stuardo; el médico Óscar Soto debe dar un rodeo; la hija del Presidente, Beatriz, saca una pistola junto con su carnet; el dirigente socialista Hernán del Canto se ve en problemas para trasponer las filas de carabineros; los senadores radicales Hugo Miranda y Orlando Cantuarias pasan después de que un policía les advierte que correrán peligro en La Moneda; la última en ingresar, al filo de las 9 horas, es otra hija del Presidente, Isabel, que logra estacionar su Fiat 600 en la calle Valentín Letelier, cerca del Hotel Carrera, para luego cruzar corriendo hasta el palacio25. Lo peor ocurre minutos antes en la esquina de Morandé y Moneda. Hasta allí llegan un auto Renault blanco y una camioneta roja: en el primero viajan la secretaria de Allende, “Payita”, y su hijo Enrique Ropert, de 20 años, estudiante de Economía; en la segunda van 10 hombres del GAP, encabezados por uno de los jefes, Domingo Blanco, con una carga de armamento recogido en El Cañaveral y Tomás Moro. Vienen a reforzar la defensa. Pero en la esquina, los tenientes de Carabineros Patricio de la Fuente y Juan Martínez arrestan al grupo y lo conducen a las puertas del estacionamiento de la Intendencia. Los oficiales ya no obedecen a los enérgicos gritos del intendente, que ordena liberarlos. “Payita” le pide a su hijo que vaya a conversar con los policías y en cosa de segundos ve que también es detenido. “Payita” forcejea con los oficiales, pero no logra liberarlo. Entonces corre hacia el palacio y pide ayuda al general Urrutia. Éste sale y regresa en unos minutos: —No me obedecen. En el garage presidencial de Morandé, herméticamente cerrado, se siente también el giro de la situación. Los choferes de los autos policiales retroceden hacia el portón lentamente, levantando las manos con cierta ambigüedad. Uno de ellos pregunta a los conductores del GAP si piensan dispararles cuando salgan. —Cómo se te ocurre, huevón —dice uno de los guardias presidenciales—. ¿Te creís que somos asesinos? Ándate tranquilo, pero sin armas…
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En los siguientes minutos, las tanquetas de Carabineros comienzan a retirarse de los alrededores de La Moneda26. Inesperadamente, también se van los miembros de la Guardia de Palacio que están en las afueras; sólo quedan los del interior. Cuando el ministro de Agricultura Jaimé Tohá avisa de la retirada, Allende se asoma al balcón de su despacho, sobre calle Moneda. Desde Morandé lo aplauden unos funcionarios de Correos, otros del Banco Central y un grupo de curiosos. Allende los saluda a ellos y a los periodistas que aguardan en la Plaza de la Constitución. Vuelve a su escritorio e insta al general Sepúlveda a averiguar qué significa esto. Sepúlveda consulta con Urrutia y regresa al despacho anonadado: —Presidente, se han tomado la Central de Comunicaciones. Las unidades reciben las órdenes desde allí. El mando está aislado. —Entonces, ¡ocupe la Central, pues hombre! —No tengo gente, Presidente. Apenas unos 50, que están en la Dirección General… Joan Garcés interviene ante el silencio de Allende: —General, lo único que queda es repartir armas al pueblo… Es una propuesta inaceptable para cualquier carabinero. Un jefe del orden público, ¿incitando a la conflagración? Sepúlveda se indigna: —¿Repartir armas, yo? ¿Quiere que yo reparta armas? ¿Y cómo lo hago, si me hace el favor?27 Allende comprende. Es la última de sus soledades, así como acaba de cumplir su última salida a los balcones históricos de La Moneda. En adelante, cada cosa que ocurra tendrá el aire y la contundencia del último acto.
8:45, calle Chile-España Renato Moreau llega en su Austin Mini al barretín cavado bajo una apacible casa de la calle Chile-España, en la comuna de Ñuñoa, y ordena al encargado sacar las armas del depósito subterráneo. Hay allí más de medio centenar de AK-47, un par de lanzacohetes y una ametralladora, además de subametralladoras y pistolas. El hombre obedece de inmediato, pero entonces se presenta otro problema: la unidad especial que debía llegar con dos camionetas y cuatro militantes armados, para asegurar el cargamento, demora más de lo tolerable.
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Moreau y su acompañante montan en el Austin Mini y salen a avenida Irarrázaval, donde el tránsito está sufriendo las primeras alteraciones: vienen más vehículos de regreso del centro que los que van hacia allá. Moreau desciende en la esquina con el revólver en la mano y detiene a una camioneta con dos personas, que la entregan sin atisbo de resistencia. En la camioneta instalan, solos, la totalidad de las armas y enfilan hacia el sur: un hombre con el cargamento y Moreau, en su pequeño auto, detrás, revólver en mano. El segundo barretín está en una población obrera cercana al estadio de la Cormu, en Avenida La Feria. Desde allí sacan otras 60 AK-47, un lanzacohetes, una ametralladora y numerosas armas cortas. Es lo principal del armamento de que dispone el Aparato Militar del PS; hay algo más en otros dos barretines de Contrainteligencia, pero se sabe que son más pequeños; a diferencia de las instalaciones subterráneas tomadas del modelo tupamaro, los de esta unidad son de “doble pared”, es decir, se basan en escondrijos construidos sobre muros huecos de cocinas y habitaciones, capaces de contener armamento en volúmenes pequeños, documentos y algo de dinero. Se corresponden con el tamaño del dispositivo de Contrainteligencia, aunque también con sus limitaciones y su nivel de extrema clandestinidad. Con las armas que han recogido, Moreau y su acompañante se dirigen, conscientes de que van con retraso, al estadio de la Cormu. Cuando lleguen, los estarán esperando los “geólogos”28.
8:55, calle Simón Bolívar La madre Socorro entra con una agitación inusitada a la parroquia de la casa del arzobispo de Santiago, el cardenal Raúl Silva Henríquez. Aunque está concentrado en sus oraciones matinales, el cardenal nota el ruido y ve de soslayo a su secretario privado, el sacerdote Luis Antonio Díaz, que se para a detener a la religiosa. Siente que murmuran; no alcanza a escuchar lo que dicen. Pero no importa, porque de inmediato el cura Díaz se acerca a su oído: —Es el obispo Santos, señor cardenal —explica—. Dice que oyó en la radio que hay una sublevación militar y que van a derrocar al gobierno. Está en el teléfono.
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—Vamos —dice el cardenal, y se incorpora con energía; pero en seguida vuelve a arrodillarse, las manos enlazadas, la cabeza gacha. El secretario recordará esa imagen como la de alguien que se encomienda a Dios antes de enfrentar una batalla inmensa. Cuando Silva Henríquez toma el auricular, el obispo José Manuel Santos suelta atropelladamente todo lo que sabe y ha oído. Está en el centro, en la sede de la Conferencia Episcopal, con el obispo Sergio Contreras, y ambos proponen que la reunión del Comité Permanente de los obispos, prevista para mañana 12, se adelante para hoy y sirva para evaluar lo que está ocurriendo y acaso emitir una declaración. Hay dos problemas: primero, se requiere ubicar a los otros dos miembros del Comité, los obispos Orozimbo Fuenzalida y Bernardino Piñera; y segundo, Santos y Contreras están sin auto. El cardenal responde que enviará a su chofer a buscarlos. Pero a medida que oyen la radio, cardenal y secretario llegan a la conclusión de que esa tarea no será viable. Las calles del centro están siendo ocupadas por las tropas. Silva Henríquez ordena al secretario que ubique al obispo castrense, Francisco Gillmore, que podría conseguir una escolta para los obispos. Díaz consume un par de horas en el intento, pero no hay caso. Gillmore no aparece. Nadie sabe dónde está. Entonces el secretario ensaya un recurso personal: llamar a su padre, el general de Sanidad del Ejército Eduardo Díaz, director del Hospital Militar. —Mmm... Lo veo difícil —dice el médico y general—. No creo que en esta situación haya personal disponible para escoltas. Pero voy a ver qué se puede hacer. Cuando ya parece evidente que la reunión del Comité no será posible, el cura Díaz recuerda otra cosa: hay que liberar al chofer antes de que quede atrapado. Él mismo lo irá a dejar a su casa. El cardenal asiente. Cuando regrese, una hora más tarde, el secretario hará un vívido retrato de lo que está ocurriendo en Santiago. Los militares han sembrado la ciudad de puestos de control, con bala pasada y gatillo preparado. Es el día más peligroso de la historia. El cardenal pasará la tarde en un silencio taciturno, mirando Canal 13 con su secretario. En 16 días más cumplirá 66 años y en vez de descanso (pero, ¿lo desearía?) ve aproximarse una extensa tempestad. Si la sublevación
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militar no tiene éxito, estallará una guerra civil, en la que podría imponerse el comunismo; si triunfa, la derecha tomará su venganza contra los hombres que apoyaron al gobierno. Un gobierno que, en su opinión, ha tenido buenas intenciones, aunque hiciera mal las cosas. De pronto recuerda a Allende29.
9:00, Vitacura En cuanto oye la notificación radial de que La Moneda será bombardeada si el Presidente no se rinde, Eduardo Frei imagina un desenlace catastrófico: si esta amenaza impensada se concreta, Allende se convertirá en un mártir y el necesario e inevitable golpe de Estado quedará marcado por un simbolismo siniestro. Su amigo y discípulo Raúl Troncoso llega en esos momentos a la casa de su hija Carmen para comentar la violenta evolución de los hechos. Troncoso viene igualmente impresionado por el anuncio del bombardeo y dice que se propone llamar al coronel Fornet para tratar de impedirlo. Frei lo aprueba. Pero cuando Troncoso comienza a hablar en el teléfono, un enervado Frei se lo arrebata y se presenta ante su antiguo edecán: —Como presidente del Senado, coronel —dice, con tono enérgico, subrayando la eminencia de su cargo—, le pido que transmita a los generales de la Junta Militar mi postura, en el sentido de que es imprescindible respetar la vida del Presidente Allende. La inmolación del Jefe del Estado, argumenta, costará la vida de muchas personas y producirá efectos incalculables en el país. Que el Presidente de Chile muera en un bombardeo será un disparate desde todo punto de vista. El nuevo gobierno no debe nacer manchado con esta inútil ignominia. Frei empeña toda su elocuencia en este diálogo. Prácticamente no deja hablar a su interlocutor. ¿Queda satisfecho, acaso confiado en que su apasionado alegato podrá modificar la decisión militar? No es posible saberlo. En cualquier caso, Fornet logra apaciguarlo al comprometerse a transmitir su opinión a los altos mandos. También dice que lo llamará de nuevo. No lo hará.
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Como un aplicado presidente del Senado, Frei se comunicará con el jefe de la bancada del Partido Nacional, Sergio Diez, y le informará del ofrecimiento de exilio a Allende. Troncoso afirma que esas son las únicas llamadas relevantes que oye mientras permanece esa mañana junto al ex Presidente30. Y la principal resulta ser una llamada estéril.
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NOTAS
1 La situación es irónica: el general Urrutia se había enfrentado a la dirección regional del PS en Concepción y el prefecto Gutiérrez había estado bajo la acusación de extremar el uso de la fuerza pública contra manifestantes de izquierda. Ambos son considerados oficiales “poco fiables” por la UP. 2 Una versión no corroborada por otras fuentes sostiene que Yovane previó un secuestro pasivo de Urrutia, reteniéndolo en su departamento, que no resultó porque el subdirector de Carabineros salió muy temprano. VERDUGO, PATRICIA: Interferencia secreta. 11 de septiembre de 1973. Santiago: Sudamericana, 1998, p. 81. 3 Según su propia versión: PINOCHET, AUGUSTO: El día decisivo. Santiago: Andrés Bello, 1979, p. 130. 4 GARCÉS, JOAN y LANDAU, SAUL: Orlando Letelier: Testimonio y vindicación. Madrid: Siglo XXI, 1995, pp. 39-41. 5 MONIZ BANDEIRA, LUIZ ALBERTO: Fórmula para el caos. La caída de Salvador Allende (1970-1973). Santiago: Debate, 2008, pp. 453-457. Aunque muchos de los datos de este libro fueron verificados positivamente, hay una seria contradicción cuando menciona a Patrick J. Ryan como jefe de la Misión Naval (p. 455) y luego como jefe local de la DIA (p. 523). 6 Sánchez explicaría más tarde que fue primero a Tomás Moro y, al constatar que el Presidente había partido a La Moneda, regresó al Ministerio de Defensa. Patricia Verdugo ha hecho notar que ni Hortensia Bussi ni Víctor Pey recuerdan haberlo visto en Tomás Moro. VERDUGO, PATRICIA: Interferencia secreta. 11 de septiembre de 1973. Santiago: Sudamericana, 1998, p. 50. 7 LÓPEZ TOBAR, MARIO: El 11 en la mira de un Hawker Hunter. Las operaciones y blancos aéreos de septiembre de 1973. Santiago: Sudamericana, 1999, pp. 103-118. 8 Diario LA ÉPOCA: Las 24 horas más dramáticas del siglo. Santiago: La Época, 1993, p. 5. 9 El Puesto 4 no llega a ser utilizado. Con Carabineros sólo puede comunicarse el almirante Carvajal. 10 KALFON, PIERRE: Allende. Chile: 1970-1973. Madrid: Foca, 1999, pp. 253-254. 11 GARCÉS, JOAN y LANDAU, SAUL: Orlando Letelier: Testimonio y vindicación. Madrid: Siglo XXI, 1995, p. 39.
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12 PRATS, CARLOS: Memorias. Testimonio de un soldado. Santiago: Pehuén, 1985, p. 469. El plan fue preparado por el coronel de Ejército Julio Polloni, el capitán de navío Ramón Aragay y el coronel de la FACh Francisco Herrera. 13 FONTAINE ALDUNATE, ARTURO: “¿Cómo llegaron las Fuerzas Armadas a la acción del 11 de septiembre de 1973?” Santiago: diario El Mercurio, 11 de septiembre de 1974, p. 4. 14 MARRAS, SERGIO: Palabra de soldado. Santiago: Ornitorrinco, 1989, p. 23. 15 GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, pp. 337-338. 16 Calculado a 46,29 escudos por dólar, que fue el valor promedio entre enero y septiembre de 1973. 17 Conversación de Julio Stuardo con Ascanio Cavallo, el 29 de enero de 1986: “Creo que la tesis predominante fue una absolutamente irresponsable: que quien se hiciera cargo del gobierno iba a tener un fardo tan pesado, que lo tendría que soltar al poco tiempo y el partido saldría fortalecido”. 18 POLITZER, PATRICIA: Altamirano. Buenos Aires: Ediciones B-Melquíades, 1989, pp. 28-29. 19 Más tarde será el principal centro de tránsito de detenidos de la DINA. 20 ARCE, LUZ: El infierno. Santiago: Planeta, 1993, pp. 37-40. 21 Texto completo en MERINO, JOSÉ TORIBIO: Bitácora de un almirante. Memorias. Santiago: Andrés Bello, 1998, pp. 251-252. 22 AHUMADA, EUGENIO; ATRIA, RODRIGO; EGAÑA, JAVIER LUIS; GÓNGORA, AUGUSTO; QUESNEY, CARMEN; SABALL, GUSTAVO y VILLALOBOS, GUSTAVO: Chile, la memoria prohibida. Santiago: Pehuén, 1989, tomo I, pp. 94-95. 23 WHELAN, JAMES R.: Desde las cenizas. Vida, muerte y transfiguración de la democracia en Chile, 1833-1988. Santiago: Zig Zag, 1989, pp. 453-454. 24 GARCÉS, JOAN: Allende y la experiencia chilena. Las armas de la política. Santiago: Bat, 1990 (2a edición), p. 385. 25 Una investigación publicada algunos años después de la primera edición de este libro afirma que también llegó esa mañana a La Moneda, sin poder ingresar, la colombiana Gloria Gaitán, que esperaba un hijo de Allende; y no logró salir de La Ligua la abogada y notaria Alina del Carmen Morales Tórtora, otro amorío del Presidente. Con ellas se habría completado el círculo de mujeres que deseaban estar junto al líder socialista en sus últimas horas, una interpretación romántica sólidamente apoyada en testimonios directos. LABARCA, EDUARDO: Salvador Allende. Biografía sentimental. Santiago: Catalonia, 2007, pp. 313-317. 26 La superposición es clara en los testimonios visuales de ese día. HENRÍQUEZ, PATRICIO: 11 de septiembre de 1973. La última batalla de Salvador Allende. Montreal: Foca, 1998, video VHS; ALVARADO, PABLO: Septiembre. Santiago: Chilevisión, capítulo 1, emitido el 27 de julio de 2003. 27 Diario LA ÉPOCA: Las 24 horas más dramáticas del siglo. Santiago: La Época, 1993, p. 7.
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28 La naturaleza y la limitación de los barretines del PS fueron explicadas a Margarita Serrano por Óscar Landerretche y Renato Moreau en diversas conversaciones durante septiembre y octubre de 2003. 29 CAVALLO, ASCANIO: Memorias. Cardenal Raúl Silva Henríquez. Santiago: Copy graph, 2009 (2a edición), pp. 495-498. 30 Conversación de Raúl Troncoso con Margarita Serrano, en agosto de 2003. Pinochet sugirió reiteradamente que Frei lo llamó a lo menos tres veces esa mañana para informarle de dónde podía ubicarlo, hasta que le respondió, a través de un oficial (que no identifica): “Dígale al señor Frei que no me interesa. Aquí estamos actuando nosotros solos”. Únicamente lo nombró en: CORREA, RAQUEL y SUBERCASEAUX, ELIZABETH: Ego Sum Pinochet. Santiago: Zig Zag, 1989, p. 93.
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9:00, DE Arica a Magallanes penas pasadas las 9 horas, no queda ni un solo punto estratégico de Valparaíso que no esté bajo control, sin que la Armada y los regimientos Maipo y Coraceros hayan enfrentado resistencia alguna. Y menos de una hora después la Armada ocupa el carguero Maipo, de la Compañía Sudamericana de Vapores, que será usado como centro de detención. En Concepción, el general Washington Carrasco ha copado los centros vitales y los focos peligrosos –incluyendo la Universidad– sin disparar más que unas pocas balas. El general decide no enviar tropas a Lota, donde los mineros del carbón podrían interpretarlo como una provocación; en su lugar, ordena al coronel de Carabineros Gastón Elgueta tomar el control policial de esa localidad1. La Armada domina Talcahuano. El general de brigada Carlos Forestier, ya seguro de haber dado las instrucciones personales a todos los mandos militares del extremo norte, concluye su reunión de oficiales con instrucciones de detener a todas las autoridades locales. Al intendente se lo conmina a concurrir a la sede militar para concretar su arresto. Luego el general despacha órdenes para que partan patrullas a asegurar el centro de la ciudad. Exageran un poco: los soldados instalan nidos de ametralladoras protegidos por sacos de arena en numerosas esquinas del centro. Después del mediodía, Forestier emprenderá varias rondas de patrullaje por la ciudad. Lo hará sobre un jeep escoltado por un blindado. En Antofagasta, el general Joaquín Lagos ocupa la Intendencia sin resistencia. Hay un incidente violento en la 4ª Comisaría, donde el carabinero de 23 años Guillermo Schmidt, militante del PS, captura como prisioneros al jefe de la unidad, el mayor Osvaldo Muñoz, y al capitán José Dávila, y luego los mata, con el aparente fin de tomarse el cuartel. Será reducido poco después y ejecutado al día siguiente.
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En Chuquicamata, el mayor Fernando Reveco encabeza una potente columna para dominar la mina de Chuquicamata. Invadido por las pesadillas del alto mando en torno a esta región, el mayor Reveco se acerca con sigilo a la puerta del gerente, la derriba de una patada… y no encuentra a nadie. Ningún ruido, ningún arma2. Poco más tarde, allá abajo, en Calama, el gerente David Silberman, comunista, se entregará pacíficamente al coronel Eugenio Rivera, jefe del regimiento. Otras dos fuentes de inquietud militar en el norte, las instalaciones de Soquimich en Tocopilla y la Escuela de Minas de la UTE en Copiapó, están bajo control desde temprano. En La Serena, el teniente coronel Ariosto Lapostol ha arrestado al intendente comunista y dejado en libertad a los jefes de servicios estatales. El Regimiento Arica controla la ciudad. Desde San Antonio, el coronel Manuel Contreras informa que ha arrestado a los dirigentes sindicales y a los interventores de empresas de la Unidad Popular. Los regimientos Membrillar (hoy Lautaro) y Colchagua dominan Rancagua y San Fernando. En la carretera hacia Santiago una patrulla intercepta a dos miembros del GAP que viajan a La Moneda; son los primeros prisioneros de la guardia presidencial3. En Talca, el teniente coronel Efraín Jaña toma el mando local, pero se le escapa el intendente, el socialista Germán Castro, que huye hacia la cordillera. En Temuco, el mismísimo general Urbina ha despejado las dudas de los oficiales del Regimiento Tucapel, que después de sus instrucciones parten a controlar la ciudad. La ciudad de Valdivia es fácilmente ocupada por carabineros y por los regimientos Cazadores y Maturana. En el Complejo Maderero Panguipulli, el ex estudiante de Agronomía José Liendo, conocido como “Comandante Pepe”, líder del Movimiento Campesino Revolucionario (MCR), reúne a un grupo de obreros madereros y tiende un cerco sobre el retén de Neltume. Los carabineros estarán sitiados todo el día y recién al amanecer siguiente los hombres del MCR intentarán el asalto, sin éxito. (Liendo será ejecutado 22 días más tarde). En Puerto Montt, el general Sergio Leigh tiene la ciudad dominada desde la madrugada.
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En Punta Arenas se ha constituido una junta militar local, aunque muy sui generis: no participa Carabineros. El general Luis Fuentealba no ha sido informado a tiempo y mantiene a sus hombres acuartelados, a la expectativa. El general Manuel Torres de la Cruz, jefe de la V División del Ejército, sitúa unos blindados y algunas tropas a prudente distancia del principal cuartel policial de la ciudad. Por si acaso. Las fronteras están cerradas, el aeropuerto de Pudahuel cancela todos los vuelos, de ingreso y salida, y las comunicaciones internacionales comienzan a cortarse. El país está bajo control militar a menos de una hora de emitirse la proclama de la Junta. La eficacia de la verticalidad ha sido aplastante. Sólo en Santiago subsiste cierta incertidumbre. Carabineros mantiene un cerco pasivo sobre la UTE. Unidades del Ejército rodean el Pedagógico de la Universidad de Chile. Las principales avenidas cercanas (“direcciones de aproximación”) a los ocho cordones industriales de Santiago son cortadas por las patrullas militares4. Mientras avanza con cautela por Lord Cochrane hacia el norte, al frente de una de las columnas en que se han dividido los 1.200 hombres de la Escuela de Suboficiales, el coronel Canessa ve pasar a los buses policiales en que se aleja la Guardia de Palacio. Las tropas de Canessa son la fuerza principal de la Agrupación Centro, que será la que se enfrente a los carabineros si se mantienen junto al gobierno. Por eso, ahora que ve a los buses, Canessa ordena tomar posiciones. Pero los buses se alejan y en ese instante el coronel oye la repetición de la proclama en la radio a pilas que lleva un soldado. El nombre de Mendoza lo reconforta.
9:10, La Moneda En la única declaración que emitirá esa mañana, el consejo directivo de la CUT llama a los trabajadores a ocupar fábricas y fundos, organizar la resistencia y esperar instrucciones. Ya es una convocatoria inútil, a pesar de su tono: “¡A parar el golpe fascista!”. Allende, al parecer confiado en que aún le queda un margen para la persuasión, llama al Ministerio de Defensa. Lo atiende el general Baeza, con quien mantiene una relación singular de gentileza5. Anticipa que no
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aceptará el ultimátum y que no cree que puedan bombardear La Moneda. No se atreverán, dice. Y propone una reunión con los comandantes en jefe, en el palacio, para buscar una salida digna a la crisis. Baeza responde que debe consultar con Pinochet y se comunica con el Puesto Uno. Pinochet contesta con un no rotundo6, aunque, según el propio general Baeza, el argumento es formal: ya no hay tiempo para preparar una reunión como ésa7. Mientras transcurren esas consultas, Allende vuelve a acercarse al teléfono y anuncia al operador de Magallanes que desea hablar. Este cuarto mensaje coincide con el paso del Hawker Hunter piloteado por el comandante López Tobar, que ha recibido órdenes de hacer unas pasadas de reconocimiento a 20 mil pies sobre Santiago8. —En estos momentos pasan los aviones —dice Allende—. Es posible que nos acribillen. Pero que sepan que aquí estamos, por lo menos con nuestro ejemplo, que en este país hay hombres que saben cumplir con la obligación que tienen… Cuatro mensajes en menos de 90 minutos. Cuatro mensajes y ni una sola alusión a los partidos de la UP. Cuatro llamados con un solo destinatario genérico: los trabajadores, “el pueblo”. Allende parece confirmar un holocausto (una palabra que ya ha usado), una derrota segura, sobrellevada hasta el final sólo como testimonio. Ni avión de exilio, ni plan de evacuación, ni llamado a la lucha; sólo “que sepan que aquí estamos”. Terminado el discurso, suena el teléfono de su despacho. Lo atiende el detective Quintín Romero9. Es el almirante Carvajal, que quiere dar al Presidente la respuesta a la proposición que formulara al general Baeza. Tenso, pero aún caballeroso, el almirante le informa que los jefes no aceptan una reunión en La Moneda, que no hay más solución que su renuncia, y que se ha dispuesto un avión para él, su familia y quienes él determine… A Allende lo enfurece la repetición de esta propuesta. ¿Es que no le creen que resistirá hasta el final? ¿Es que se lo imaginan humillado, detenido? ¿De veras lo ven en un exilio sin fin, rodeado de aparentes honores y lástima apenas disimulada? ¿O es que quieren quebrantar su palabra, la que ha comprometido antes y esta misma mañana? Replica al almirante con una retahíla de imprecaciones y arroja el auricular sobre el escritorio. Toma el fusil AK-47, que hasta entonces ha reposado cerca del escritorio, y sale de su oficina. Ha llegado la hora.
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Para entonces, el edecán militar, teniente coronel Sergio Badiola, que ha arribado al palacio minutos después de la proclama militar, concuerda con el edecán naval Grez en que deben hablar con el Presidente en cuanto llegue el edecán aéreo Sánchez. Y cuando éste ingresa –el último de los tres, a pesar de haber sido el primero en saber del movimiento–, se dirigen al despacho presidencial. En el camino hallan a Allende bajando hacia el primer piso, rodeado de hombres del GAP que los miran con rostros hostiles. —¿Podríamos hablar un momento, señor Presidente? —dice Badiola. —Claro, comandante —replica Allende—. Esperen en la sala de los edecanes, por favor. Cuando por fin suena su citófono, los edecanes avanzan hacia la oficina de Allende con recelo. Les parece ver, por momentos, que algunos miembros del GAP les apuntan. Los uniformes militares se han vuelto no gratos en la casa de gobierno. Y cuando el Presidente los recibe, varios miembros de la guardia se quedan en el despacho. Ante la inquietud de los militares, Allende ordena a los escoltas que salgan. Todavía una vez más “Coco” Paredes entrará a cerciorarse de que el Presidente está seguro y éste le pedirá que se retire10. Sánchez reitera que el avión DC-6 está listo en Los Cerrillos. Badiola subraya que las Fuerzas Armadas y Carabineros están actuando con total unidad y que eso hace inviable la lucha. Al final, Grez explica que no se puede enfrentar el poder de fuego combinado que se ha reunido allá afuera. —Agradézcale a su institución su ofrecimiento, comandante Sánchez —dice Allende—. Pero no lo voy a aceptar. No me voy a rendir. Díganles a sus comandantes en jefe que si quieren mi renuncia, me la tienen que venir a pedir aquí. Que tengan la valentía de pedírmela personalmente… Luego muestra su fusil y su barbilla: —Y miren: el último tiro me lo dispararé aquí11. Los edecanes se estremecen ante esta amenaza, sin saber aún que es una promesa. Badiola pregunta cuáles son sus instrucciones ahora; los tres temen que se les ordene luchar contra sus propios compañeros. Pero Allende desactiva de inmediato esa aprensión: —Vuelvan a sus instituciones, señores. Es una orden. Se despide de cada uno y los acompaña hasta la puerta. En el umbral, advierte en voz alta que los “señores edecanes” no deben ser molestados. Grez llama al almirante Carvajal y le avisa que dejarán La Moneda. Carvajal le pide que trate de persuadir a los carabineros que siguen en el
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palacio para que lo abandonen cuanto antes. Son ya las 9:45. Cuando salen por Morandé 80, sienten el espesor del aire: cientos de armas gatilladas, sonidos metálicos y, por momentos, órdenes y consignas. La historia parece suspendida en el centro de Santiago.
9:40, Comando de Telecomunicaciones, Peñalolén La información que llega a Peñalolén es múltiple y demasiado distante para ofrecer un panorama integrado de lo que ocurre en torno a La Moneda. Por eso el general Pinochet se impacienta y presiona para que los operadores de la radio agreguen detalles. El Puesto del cadete Pino, en la Escuela Militar, deja constancia de la insistencia: —Puta, el Uno… Huevón histérico con el QRT… Claro… Están hablando los generales… Pinochet ha oído que Allende se ha suicidado. De tanto anunciarlo el Presidente, alguien ha creído que ya lo ha hecho. —Creo que lo del suicidio era falso —aclara Carvajal—. Acabo de hablar con el edecán naval, comandante Grez, quien me dice que ellos, los tres edecanes, se van a retirar de La Moneda y se vienen hacia el Ministerio de Defensa. Le encargué que instara al jefe de Carabineros a que rindiera sus tropas porque iban a ser bombardeados. Así que los carabineros deben salir de La Moneda en este momento. El general Brady está informado para que no se les dispare a los militares que evacuen La Moneda. Cambio. —Conforme, conforme —responde Pinochet—. En este momento me llamó Domínguez, subsecretario de Marina, y me decía que fueran los tres comandantes en jefe a pedir rendición al Presidente. ¡Vos sabís que este gallo es chueco! En consecuencia, ya sabís la cosa: si él quiere, va al Ministerio de Defensa a entregarse a los tres comandantes en jefe. —Yo hablé personalmente con él. Le intimé rendición en nombre de los comandantes en jefe. Eh… contestó con una serie de garabatos, no más. —O sea, quiere decir que a las 11, cuando lleguen los primeros pericos… Vai a ver lo que va a pasar. ¡A las 11 en punto se bombardea! —Cuando se evacue La Moneda va a ser más fácil asaltarla… —Una vez bombardeada —precisa Pinochet— la asaltamos con el Buin y con la Escuela de Infantería. Hay que decirle a Brady.
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—Conforme. Vamos a esperar nomás que evacuen los edecanes y los carabineros. —Conforme12. En paralelo, la cadena radial militar avanza en los bandos que a partir de este día guiarán el ordenamiento del país. El primero ha advertido contra el sabotaje; el segundo ha anunciado el ataque aéreo a La Moneda, agregando algo que coincide extrañamente con las instrucciones de Allende, sólo que con las finalidades opuestas: los trabajadores deben permanecer en sus lugares de trabajo; si salen, pueden ser castigados por las fuerzas de tierra y aire13. Como ha temido Garcés, la inmovilidad puede ser una forma pasiva de precipitar la derrota. Ahora, el tercer bando anuncia la imposición de la ley marcial y el toque de queda desde las 18 horas. Todo aquel que sea sorprendido con armas será ejecutado “en el acto”.
9:45, Estadio de la Cormu, La Feria El Aparato Militar del PS reúne ya a unos 150 militantes14 de las fuerzas GEO en el Estadio de la Cormu, en la zona surponiente de Santiago. El plan de acción para el día, como primer paso del desestructurado Plan Santiago, contempla cinco fases: • Reunir fuerzas en la zona sur de Santiago y especialmente en la comuna obrera de San Miguel, con centro en los cordones San Joaquín y Vicuña Mackenna. • Atacar a una unidad militar, de preferencia el Grupo 10 de la FACh, y recoger todo el armamento que sea posible para distribuirlo en las poblaciones de San Miguel. • Consolidar allí una “zona liberada”. • Marchar hacia el centro a apoyar la defensa de La Moneda. • Reunirse con las tropas leales para dar el golpe final a los rebeldes. En cuanto Renato Moreau llega con las armas sacadas de los barretines, Gustavo Puz las distribuye entre las escuadras GEO, que quedan listas para entrar en acción. Sólo han de esperar que concluya la deliberación de la Comisión Política, en la zona céntrica; a su turno, ésta espera tener la visión de Allende acerca de la situación.
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Los socialistas planean coordinarse con el Partido Comunista y el MIR mediante una reunión en la industria metalúrgica Indumet, en San Joaquín. De ese encuentro debe resultar una visión integrada de la disposición a combatir y del total de fuerzas con que podrán contar. En Indumet, una fábrica especializada en equipos para la industria maderera, aguardan 86 obreros, la mayoría con instrucción básica de tiro, un grado de preparación que de ningún modo puede considerarse militar, aunque ése habría sido su propósito final si hubiesen dispuesto del tiempo suficiente. Llevan varias semanas funcionando con turnos nocturnos de vigilancia. Ahora, cuando ya se sabe de la insurrección militar, el interventor Sócrates Ponce, un abogado y economista de origen ecuatoriano vinculado al Aparato Militar del PS, los congrega en el patio y les explica que la industria constituirá un centro de decisión en la defensa del gobierno; dado que eso supone resistir ataques armados, ofrece a quienes quieran irse que lo hagan de inmediato. Nadie se mueve. La elección de Indumet para una reunión de alto nivel es, cuando menos, polémica. La fábrica ocupa un terreno con forma de L, y sus accesos se sitúan en dos callejuelas sin salida: Nueva Macul y Rivas. Entre ambas se extiende otra calle, Santa Ana, cuyas construcciones, aún bajas y modestas, impiden una visibilidad amplia. El vecindario es proletario, pero ni en el más tonto sueño bolchevique se podría pensar que es ideológicamente homogéneo. De hecho, la ventaja potencial de esta industria es su escasa notoriedad, su carácter de escondrijo en un sector de grandes fábricas. Además, dispone de un gran estacionamiento, con un subsuelo que puede ser usado como bodega y polvorín, y colinda con un sitio baldío y con la industria de plásticos Plansa, que ofrece salida a San Joaquín. Claro que esta avenida, una de las principales de la zona sur, será obviamente muy peligrosa en medio de una movilización militar. En todo caso, se supone que será un lugar fácil de defender con cualquier número cercano al centenar de hombres. Según han explicado los instructores a los obreros, si los dispositivos de los cordones funcionan y todas las industrias son ocupadas a tiempo, cada una podría ser atacada por una o dos compañías: 110 o 220 hombres. Para contener una agresión de esa escala, 86 defensores bastan y sobran.
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Cerca de las 10 horas comienzan a llegar provisiones. La disposición logística para Indumet supone alimentos para unas 400 personas durante una semana; es el máximo previsto para un enfrentamiento en el que los obreros contendrían a fuerzas adversarias, antes de pasar a la ofensiva junto a las tropas leales. ¡Una semana de combate! Una semana entera... que sería, de seguro, la más sangrienta de la historia de Chile.
9:50, La Moneda Bajo la dirección de “Coco” Paredes, los jefes del GAP comienzan a refinar un plan para sacar a Allende de La Moneda. Dos hombres de la escolta saldrían disparando sus armas largas y cubriendo por los costados al Presidente: Juan Osses, tirando hacia el norte, y Osvaldo Ramos, en dirección sur. Por detrás cubrirían dos jefes, Jaime Sotelo y Juan José Montiglio. El grupo entraría de carrera al edificio del Ministerio de Obras Públicas, cuya puerta está a unos 20 metros de la de Morandé 80. El grupo apostado en Obras Públicas debe apoyar la maniobra. Los tiradores contendrán a las tropas desde las ventanas de los pisos medios, mientras que Daniel Gutiérrez se moverá con un RPG-7 para frenar a algún blindado si fuese necesario. Por el interior de Obras Públicas cruzarán hacia el Banco del Estado. Desde este punto hay dos versiones sobre lo que seguirá. Según lo que oyen los que están en La Moneda, el grupo atravesará los edificios por dentro y saldrá a la calle Bandera, donde el chofer Julio Soto sacará a Allende del perímetro central en un auto15. Unos piensan que lo llevará al barretín construido para él; otros, que se irá a la zona sur, probablemente a Indumet, desde donde, acompañado por una fuerza de unos 400 hombres, encabezará el contragolpe. Los que están en Obras Públicas conocen otro plan: el Presidente pasará con sus defensores hasta el edificio del Banco del Estado, donde se atrincherará para sostener una resistencia más larga. El Banco es mucho más difícil de bombardear y un ataque por tierra, incluso de blindados, podrá ser repelido por unos pocos hombres.
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En cualquier caso, las dos parecen soluciones improvisadas en el filo de la crisis, sin correspondencia con una planificación más amplia. Cuando la maniobra ya está diseñada, un hombre de la Escolta que se asoma por Morandé advierte que la puerta de Obras Públicas está cerrada con cadenas y dos gruesos candados. Los jefes estiman que sería fácil romper esos obstáculos; pero los segundos que demorarían podrían ser fatales en un espacio tan cerrado, un verdadero pasadizo para las balas. —Así, no —se apresura a dictaminar Allende, que no ha estado muy convencido con la operación—. Nos quedamos. Todo seguirá como lo ha previsto16. Y con la misma lógica desecha la proposición que formula, casi al mismo tiempo y a través de su hija Beatriz (quien atiende el teléfono), el líder del MIR, Miguel Enríquez: un plan para salir del palacio en un grupo de autos artillados y pasar a la clandestinidad17. A esa hora, Enríquez ha concluido la primera reunión con los nueve miembros de la comisión política del MIR en una casa de Gran Avenida. Aunque han constatado el estado de desorganización, creen que su fuerza de élite, “La Tropita”, podría ser reunida en poco tiempo para una acción sorpresiva en el centro, con la audacia característica del secretario general y la buena suerte de su segundo, Andrés Pascal Allende. Una apreciación que el Presidente no llega siquiera a considerar: —Dile a Miguel —responde— que ahora es su turno. Yo no me muevo de aquí. (¿Sabrá Miguel Enríquez que en esos mismos momentos su padre, Edgardo Enríquez, connotado radical y masón, sale de La Moneda a “ocupar su puesto” como ministro de Educación, a dos cuadras del palacio?)
9:50, oficinas de la Cormu, calle Portugal Después de más de una hora de espera, cuando faltan minutos para las 10 horas, Allende recibe por fin al enviado de la Comisión Política del PS, Hernán del Canto, que ha llegado con el jefe de Contrainteligencia del PS, Ricardo Pincheira. La conversación es tensa y breve, porque el palacio ya es un hervidero de aprestos. Los hombres del GAP y de Investigaciones están tomando posiciones en las ventanas de los dos pisos del palacio.
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Del Canto trae un encargo con tres puntos: el PS quiere conocer la opinión del Presidente sobre la situación militar, expresarle su disposición a luchar en su defensa y pedirle que acepte dejar La Moneda para resistir desde un lugar más protegido. Allende responde con escasa parsimonia. Por lo que entiende, el golpe militar ya es irreversible; no hay ni un solo regimiento leal al gobierno. En cuanto a la propuesta socialista: —No voy a salir de La Moneda. Voy a defender mi condición de Presidente, así es que ustedes no deben ni siquiera plantearme esa posibilidad. Sé lo que debo hacer. Al partido hace tiempo que no le importa mi opinión. ¿Por qué me la vienen a pedir en este instante? Dígales a sus compañeros que deben saber lo que tienen que hacer. Del Canto sale apesadumbrado del despacho presidencial. Piensa que la actitud y el discurso de Allende son desmovilizadores y conducen a una derrota inevitable. Cuando se encamina a la salida, Pincheira le dice que prefiere quedarse, que acompañará a Allende. Del Canto enfurece: los van a matar a todos, vocifera, y será inútil. Un hombre del GAP trata de aplacarlo y lo conduce hacia la puerta de Morandé 80. Un auto dispuesto por “Coco” Paredes lo saca del cordón policial y otro lo lleva a las oficinas de la Cormu, donde informa a la Comisión Política del PS. Ésta decide que es hora de abandonar el centro. Carlos Lazo, que ha recibido un llamado desde la Escuela de Suboficiales de Carabineros, parte hacia esas instalaciones con la esperanza de hallar fuerzas leales; será un viaje inútil. El resto acoge la proposición del encargado del Aparato Militar, Arnoldo Camú: concurrir al Estadio de la Cormu, donde esperan los grupos GEO. La directiva –Altamirano, Sepúlveda y Del Canto– hará allí una nueva evaluación de la situación, que ya se ve poco alentadora. Los dirigentes llegan cuando las escuadras están impacientes, a la espera de instrucciones. Camú, que ha citado a Miguel Enríquez y al PC a la reunión en Indumet, decide que debe ir con una parte de la Comisión Política a preparar ese encuentro en la fábrica. Una caravana de autos, camionetas y camiones, cargada con todas las armas disponibles, parte hacia San Joaquín cuando ya son más de las 10 de la mañana. Entretanto, los dirigentes máximos se quedan para analizar los hechos. Antes de montar en su vehículo, Renato Moreau designa a un hombre de
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Contrainteligencia, Manuel Cosilla, como guardaespaldas del secretario general durante esta emergencia. Altamirano se muestra inquieto: le parece que cada minuto que pasa consolida la asonada militar. Del Canto ha presenciado en La Moneda la velocidad de vértigo con que se desarrolla la escalada del golpe. En el camino ha visto patrullas, blindados, helicópteros, aviones, artillería. No es una simple revuelta: es una insurrección en gran escala. Combatir en estas condiciones y con sólo un puñado de hombres –como es el Aparato Militar– no tiene sentido. Sería un gesto de heroísmo vacío, sin dirección ni eficacia. Además, lo principal se definirá en La Moneda, dado que el Presidente no ha aceptado salir. Los dirigentes concuerdan en que lo razonable es replegarse, reorganizar el partido y dar la pelea más tarde, cuando los militares estén exhaustos con la ingobernabilidad del país. Del Canto recibe el encargo de llevar estas instrucciones al Aparato Militar. Altamirano y Sepúlveda enfilan hacia su casa de seguridad en el hogar del profesor José Pedro Astaburuaga, en el sector de El Llano18. Por sí misma, esta decisión achaparrada refleja la sensación prematura de fracaso que invade a los jefes socialistas Quien dijo que la derrota es huérfana, no había oído de estas escenas.
10:00, centro de Santiago ¿Cuándo comienzan los disparos en torno a La Moneda? ¿Quién los inicia? Nunca se realizará un sumario acerca de esto; probablemente no resultará interesante para los que pensaban que este enfrentamiento era inevitable. Los testimonios de radio y televisión capturan los primeros disparos a las 9:50, a una o dos cuadras de La Moneda. Son las escaramuzas iniciales de los francotiradores contra las tropas que ingresan al centro. La bitácora del capitán (R) Críspulo Escalona registra a las 10 los primeros tiros contra el Ministerio de Defensa. A las 9:55, los tanques del general Palacios comienzan a ingresar al perímetro de La Moneda, con tres máquinas que se mueven en su entorno inmediato. Desde el sur inician su aproximación otros blindados. Ese movimiento suscita la reacción de los miembros del GAP apostados en Obras Públicas. Sus disparos detienen también la marcha del coronel
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Canessa, que ha girado por Nataniel: debe refugiarse en las puertas del Teatro Continental y ordenar el cuerpo a tierra a sus hombres. Por el lado norte de La Moneda, las tropas de la Escuela de Infantería, el Blindados y el Tacna deberían enfrentar a un ejército de francotiradores apostados en los pisos altos del Ministerio de Hacienda, el diario La Nación, el Banco Central y el Seguro Obrero. Pero no hay ninguno. Ni uno solo: los que debían defender el anillo más cercano al palacio de gobierno brillan por su ausencia. Simplemente, ninguno de ellos –ni dirigentes, ni militantes, ni los obreros que abultarían el número– ha llegado a ocupar su puesto. Sólo en Obras Públicas el grupo del GAP está cumpliendo su tarea. Y aunque sus ángulos de tiro permiten alcanzar parte de las calles del sector norte del palacio, en la planificación central se les ha asignado la tarea de controlar el flanco sur. Los demás sectores deben ser cubiertos por los otros tiradores del cerco. Los que no están. Casi todos los flancos están abiertos. La reacción de los soldados es masiva y generaliza el tiroteo en el centro. La precisión no es una característica en este combate: 79 habitaciones del Hotel Carrera –donde no hay francotirador alguno– son alcanzadas por balas, y una de ellas, la 1121, ocupada por el gerente del hotel, recibe más de 290 impactos19. Dos pisos más arriba, los oficiales creen ver enemigos donde están los periodistas de Televisión Nacional. Con todo, nadie dispara contra La Moneda todavía. Cuando el general Urrutia se lo hace notar al Presidente, pidiéndole que el GAP no dispare contra los soldados para no precipitar el fuego contra el palacio, éste le halla razón. Pero sabe que es cosa de tiempo.
10:10, La Moneda Al término de su encuentro con Del Canto, Allende lo relata a un grupo de sus seguidores. De la gravedad inicial transita rápidamente hacia lo anecdótico. Los contertulios ríen. Y se ponen bruscamente serios cuando aparece, acelerado, Augusto “Perro” Olivares, para decirle que radio Magallanes está lista para difundir su mensaje.
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¿Otro mensaje? El director Guillermo Ravest interrumpe a los periodistas Leonardo Cáceres y Rubén Adrián Valenzuela, que llevan rato explicando –sin conocerla– la estrategia del gobierno, con grandes consignas y mejores frases20. Los urgen a parar, porque la radio puede ser silenciada en cualquier momento. (Y así será en 45 minutos, cuando una patrulla militar ubique la antena en Colina, ingrese a la caseta de transmisión, arreste a los tres periodistas21 enviados por Cáceres y ametralle los equipos). Los funcionarios se aproximan lenta y calladamente al despacho presidencial. ¿Intuyen que presenciarán un momento histórico? Allende toma el micrófono con solemnidad. Cavila unos segundos, de pie22. —Seguramente esta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes —comienza. Y desenvuelve el “castigo moral” de sus palabras contra los jefes de la asonada, para luego anunciar que “pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”. Agradece a aquellos “que serán perseguidos” y anticipa que, aunque su voz sea acallada, “me seguirán oyendo, siempre estaré junto a ustedes”. —El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse —agrega, refrendando su línea de cautela de toda esta mañana—. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse. Y hacia el final despliega la oratoria de brillo lírico que le dio fama en el Senado: —Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! El discurso eriza a los presentes. Allende tiene razón: sabe o intuye, oscuramente, que estas palabras se seguirán oyendo, por años, de modo abierto o clandestino, a lo largo de varias generaciones. Su discurso será una fantasmagoría que rondará entre sus partidarios y adversarios durante las siguientes décadas. ¿Es una improvisación? ¿Ha sido ensayada en solitario, muchas veces antes del momento crucial? ¿Estuvo siempre en el repertorio imaginario del doctor, el senador, el candidato, el Presidente? ¿O es la súbita inspiración de
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un hombre que se encuentra de sopetón cerca de la muerte, con un enorme peso histórico sobre sus hombros? Como texto, es más lírico que político, más retórico que práctico: su combinación de análisis social e invocación poética mira muy hacia el futuro. Supone la derrota y entrevé cierta gloria en ella, a condición de que no haya sangre inútil; intuye que ella mancharía su propia memoria para siempre. No es un discurso para el día; es para la historia.
10:15, Talca Mientras libran su segundo y último combate unos kilómetros más arriba del retén de Carabineros de Paso Nevado, los militantes socialistas que acompañan al intendente Germán Castro oyen en la radio Magallanes el último discurso del Presidente. Castro ha sido informado de los movimientos militares en Valparaíso y Santiago poco después de las 7 horas. Es un dirigente vehemente y comprometido, que se ha puesto al frente de la izquierda en una zona tensionada por el enfrentamiento entre los agricultores y los campesinos. Su instrumento principal ha sido la Corporación de Reforma Agraria, pero en casi todas las crisis no ha dudado en involucrarse en forma personal. Sus largas charlas de mate con churrascas le han granjeado la cálida adhesión de los socialistas locales. A las 7:30 ha llegado a su despacho para ordenar y recoger documentos, que es la primera medida de los planes de emergencia. Se propone esperar la activación del plan de los partidos de la UP –ocupar las unidades productivas y organizar la resistencia en esos lugares–, pero dispone de un plan alternativo diseñado por el PS regional. Pasadas las 8 lo ha llamado el jefe de plaza militar, el teniente coronel Efraín Jaña, que le pidió que se presentase en el Regimiento Talca. La conversación ha sido ambigua: —Hay un movimiento militar en Santiago y en todo el país —ha dicho el oficial—. Tengo la instrucción de que usted entregue su cargo y se presente a la guarnición. —¿Y qué seguridad tengo de salir vivo? —No se preocupe. Yo mandaré a una patrulla a buscarlo. —No, no. En quince minutos estoy allá.
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Tras cortar, el intendente ha dicho a su amigo y compañero Luis Viscaya: “Si voy, me matan”. Minutos después ha llegado el teniente coronel y prefecto subrogante de Carabineros Walter Rosenfeld, para ofrecerle que se fuera con él a la Tercera Comisaría, donde sus oficiales velarían por su vida. Se ha tratado de invitaciones de apariencia amistosa, pero Castro no les ha creído. Y cuando ya se han cumplido casi dos horas sin noticias de la dirección central del PS, ha decidido poner en marcha el plan alternativo: dirigirse a la cordillera y constituir el gobierno regional en un fundo expropiado en el límite de la comuna de Molina, cerca de la central hidroeléctrica Cipreses. Allí debería estar una columna de campesinos con pertrechos suficientes para resistir por un buen tiempo y, si las cosas se pusieran malas, traspasar la cordillera hacia Argentina. Pero Castro no pensaba en esto último, sino en dos convicciones que se probarían erróneas: que sería posible agrupar fuerzas en la precordillera y que en otros puntos del país estaría ocurriendo lo mismo23. Ha reunido a sus leales en la radio Chilena, el sindicato de la fábrica Calaf y el Molino de Talca, y luego ha partido en varios vehículos con 22 militantes apiñados. Saben que deben cruzar el retén de Paso Nevado y que quizá tengan que ocuparlo por la fuerza. En la ruta, Castro detecta que los encargados de cerrar la retaguardia bloqueando el único camino posible no están cumpliendo su tarea. Se detiene a reprenderlos, en una discusión que se prolonga por interminables y valiosos minutos. Cuando llegan al retén de Paso Nevado, Castro baja del vehículo y se acerca hasta la puerta, donde lo recibe uno de los dos carabineros que custodian la unidad. El intendente quiere explicar hacía dónde van, pero el otro carabinero, el cabo Orlando Espinoza, dispara desde una ventana contra los vehículos. En el tiroteo que sobreviene, el cabo Espinoza resulta gravemente herido. El retén se rinde y Castro y su compañero Waldo González llevan al carabinero caminando hasta la pequeña posta del lugar. Morirá horas más tarde. Sacudida por el incidente y con una severa pérdida de municiones, la comitiva del intendente sigue subiendo por un par de kilómetros hasta el sector de La Mina. Dos vehículos pasan hacia la cordillera a toda velocidad. Uno se despeña y mueren Jorge Araya y Juan Vilches. Siete militantes consiguen alcanzar unas horas después la frontera con Argentina. El vehículo siguiente alcanza ese punto cuando el grupo principal aún delibera en Paso
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Nevado y se ve cazado por un contingente de militares y carabineros que acribillan sus móviles. Hugo Miño queda con heridas que le provocarán la muerte. Castro llega con el último grupo, sabiendo que lo persigue un grupo de carabineros, e increpa a los captores que están golpeando a sus derrotados. Con ello atrae sobre sí los castigos de los vencedores durante más de una hora interminable. En la tarde llegarán ensangrentados a la cárcel de Talca y luego serán trasladados al regimiento Chorrillos. Del primer y único episodio de resistencia activa fuera de Santiago queda sólo un desastre. Y el comienzo de una tragedia inimaginable24.
10:20, Intendencia de Santiago El discurso no es el único hecho sorprendente en la conducta del Presidente. También lo es la claridad de los pasos que comienza a dar. Cuando encuentra al general Sepúlveda, lo deja en libertad de acción para retirarse; Sepúlveda anuncia que se quedará. Los generales Álvarez y Salinas han cruzado hasta la Intendencia, con el argumento de indagar qué ocurre con la Prefectura de Santiago. Luego el Presidente convoca al capitán Muñoz y le dice que sus hombres pueden retirarse; sólo deben dejar sus armas25. El capitán entrega al Presidente su propio fusil y su casco. Con este último circulará Allende el resto de la mañana. Lo que Muñoz ignora es que la guardia, integrada por 48 hombres y dos oficiales, también ha sido neutralizada por el eficiente general Yovane, que ha enviado a dos oficiales de la Escuela de Carabineros, el capitán Mario Mardones y el teniente Félix Arangua, a avisar al teniente Jaime Ferreto, encargado de la guardia, que deben salir del palacio en cuanto puedan. Sin que Muñoz lo sepa, parte de la guardia ya se ha ido, seguida del personal de servicio (de dotación de la Armada), por la puerta que da a Teatinos. Muñoz y los carabineros que quedan se reúnen cerca de la puerta principal del palacio, consiguen un paño blanco y salen, agachados y a la carrera, cruzando la Plaza de la Constitución, para buscar refugio en un garage subterráneo de Carabineros. Un policía que queda rezagado cerca de la puerta de Morandé huye con angustia cuando el doctor José Quiroga, cardiólogo presidencial, le informa que sus compañeros se han ido26.
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Ignorante de estas decisiones, el general Urrutia se encuentra bruscamente solo con su ayudante, el capitán Ricardo Espinoza, cuando recibe un llamado de Yovane: —Mi general —dice, con voz suave—, van a bombardear dentro de poco. Es mejor que salga de ahí. ¿Quiere que le envíe un vehículo? Urrutia rechaza el ofrecimiento. Pero poco después ubica al Presidente y le dice que irá a buscar refuerzos a la Intendencia, si es que los hay. Allende lo autoriza. ¿Supone que no regresará? En efecto, el panorama en la Intendencia desalienta a Urrutia en forma definitiva: los carabineros obedecen a Mendoza, la situación de Parada es ambigua, Yáñez y Salinas se desentienden y el intendente Julio Stuardo está lidiando con los oficiales en el subterráneo en torno a una cuestión kafkiana: si el detenido es él o los carabineros que lo encañonan. El argumento de Stuardo es pesadillesco: si el golpe falla, los policías que ahora lo increpan están sellando su destino. Y eso, roñosos señores, no lo sabe nadie todavía. La discusión se inicia cuando uno de los oficiales de la policía se envalentona: —¡Ya! —grita—. ¿Y cuándo vamos a matar a todos estos huevones? Inesperadamente, el intendente se pone al frente: —¡Máteme usted, pues, oiga! Usted, ¿no es tan valiente? Ya, pues, venga y máteme —Stuardo ve que el oficial retrocede y baja el fusil—. ¡Ah, parece que estamos conversando nomás! Conversemos entonces. Ya veo que no son tan choros. —¡Cállese! ¡Los detenidos se callan! —grita otro oficial. —Ah, eso es lo que usted cree. Yo creo que el detenido es usted. Porque aquí estamos en una batalla y todavía no se sabe quién la gana… El intendente nota que los carabineros se confunden. Los ve deliberar y esos segundos estimulan su coraje, que, al borde del delirio, ya resulta terrorífico: —Porque yo no tengo nada que perder más que mi vida, que ha sido una vida roñosa. Pero ustedes, huevones, van a perder el uniforme, el honor y hasta la cuarta generación se va a saber que fueron unos traidores. Tienen mucho que perder, huevones, mucho que perder. —Córtela, oiga —dice uno de los tenientes—. Usted está detenido. —Ya, muy bien, porque estái armado —replica Stuardo, sin ceder—. Pero yo me quedo aquí.
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—No, es que lo tenemos que llevar al Ministerio de Defensa. —¡Ah, muy bien! Nos estamos entendiendo. Porque yo lo único que quiero es ir al Ministerio de Defensa… Ahí nos vamos a ver las caras, huevones. Los carabineros, absurdamente intimidados, sacan al intendente y a los funcionarios en fila por Morandé y luego Bandera. En la mitad del camino hacia Alameda, Stuardo vuelve a vociferar: “¡Oficial! ¡Los civiles se van para la casa!”. Los carabineros titubean y alguno asiente. El grupo de prisioneros se disuelve. Stuardo huye y pasa a la clandestinidad: es el primero de esta mañana. Entre tanto, Urrutia, que constata que los balazos ya entran por las ventanas de la Intendencia, propone a los generales esperar el desenlace en un lugar menos peligroso. Los cuatro salen por Morandé, a pie. La gloria no anda ni cerca de esta caminata.
10:25, La Moneda Al frente, en el palacio de gobierno, el Presidente convoca al inspector Seoane, también para liberarlo. —Yo no me voy, Presidente —responde Seoane—. Estar aquí es cumplir con mi deber ante el servicio, ante usted y ante mí mismo. Pero voy a hablar con mis hombres. —Sabía que me iba a decir eso, inspector. Los viejos robles siempre mueren de pie. Seoane reúne a los 16 detectives que permanecen en el palacio (sólo uno se ha ido subrepticiamente poco antes) y transmite las palabras de Allende. —¿Y usted qué va a hacer, inspector? —pregunta uno de ellos. —Ésa es una decisión personal —responde Seoane. Los detectives se miran entre sí y confirman: no se irán. Defenderán el palacio27. Los senadores Hugo Miranda y Orlando Cantuarias deciden que no tienen nada que hacer en el giro militar que han adoptado los acontecimientos. Cuando van a salir se les une el ministro del Interior, Carlos Briones, pero luego de un brevísimo intercambio de opiniones, el ministro comprende que no puede dejar su puesto.
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Los senadores van a la sede del Partido Radical, donde sólo hallarán a funcionarios quemando documentos. En alguno de estos confusos momentos, el Presidente vuelve a recibir un llamado de otro intermediario. Algunos rumorean que de nuevo es el Ministerio de Defensa, que no se atreve a lanzar un ataque a fondo; otros, que es un diplomático que le ofrece su embajada. El hecho es que Allende progresa de la calma a la irritación: —¡Que hagan lo que quieran! —exclama—. Si quieren me asesinan. ¡Pero no me voy a rendir! Y golpea el auricular contra el aparato. Cuando advierte que el GAP Juan Osses y el inspector Juan Seoane lo miran con perplejidad, aliviana la tensión: —¿Cómo estuve? —y sonríe—. ¡Ése es su Presidente, muchachos! ¿Qué siente Allende en estas horas que ya entiende definitivas? Los testimonios concuerdan en que mantiene la serenidad durante toda la jornada, con apenas un par de exabruptos. Tampoco expresa desesperación, ni miedo, ni siquiera ansiedad: la infatuación de su coraje parece un proyecto que le acomoda en forma extraordinaria. No es la imagen de un revolucionario cayendo en un remoto paraje combativo; es la de un burgués, en el mejor palacio de la ciudad, enfundado en un sentido del honor decimonónico, que se mira en la posteridad aun antes de que el fuego alcance sus sillones. Los discursos de esta mañana lo muestran consciente, exacto y lúcido –incluso demasiado– respecto de lo que le espera. Ha hecho bromas irónicas, con el más chileno sentido del humor, desde que llegó a La Moneda, como si supiera más sobre el futuro que todos los que lo rodean. Esta mañana es para Allende una ocasión ya entrevista, un déjà vu trágico para el cual se ha preparado largamente.
10:30, centro de Santiago Un tanque situado en Morandé, entre Moneda y Agustinas, recibe la orden de abrir fuego contra La Moneda. El tanquista decide usar la ametralladora para batir primero las ventanas del primer piso, casi a modo de aviso. Los otros blindados inician los disparos en seguida, y también los soldados y los carabineros. El ataque al poder presidencial ha comenzado.
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Es fuego sagrado: traduce en plomo la insubordinación que hasta ahora ha sido puramente verbal. Con sólo incrustarse en un muro exterior, la primera bala inicia un camino irreversible; quien la dispara y quien lo ordena no pueden detenerse hasta que hayan derrotado a la jefatura del Estado. No hay vuelta atrás cuando se llega al corazón de la República. En Peñalolén, las radios funcionan a toda marcha. Una decena de operadores y telefonistas se distribuyen las comunicaciones con las unidades de todo el país. También con los agentes que entregan informaciones desde el otro lado de las filas. El general Pinochet llama al Ministerio de Defensa: —Augusto habla a Patricio, Augusto habla a Patricio. Lo siguiente: me acaban de informar que piensa atacar con brigadas socialistas el Ministerio de Defensa el señor Presidente. Hay que estar listo para atacar. Ya di las comunicaciones. Ahora hay que alertar a la gente y tener a todo el mundo con las armas automáticas en las ventanas y, en seguida, atacar también a los francotiradores que están en los edificios de enfrente. La información indica con claridad que las fuerzas de izquierda están infiltradas. La idea ha sido discutida pocos minutos antes entre los “geólogos” del PS, en Indumet. Y tiene lógica, aunque no precisión: los socialistas piensan que si se asalta la sede principal de la asonada, el golpe abortará en poco rato; lo que ignoran es que los máximos jefes militares no están allí. —Sí, se está haciendo —responde Carvajal—. Ya se tomaron medidas. —Otra cosa —agrega Pinochet—: la radio que está transmitiendo, las radios tienen que transmitir nuestro programa y tienen que transmitir en cadena lo que estamos lanzando al aire, que no estamos atacando al pueblo, estamos atacando a los marxistas que tenían dominado al pueblo y lo tenían hambreado. —Correcto, sí. Se está enviando esa información que tú enviaste. Ya se entregó a la radio, ya. —¿Están atacando los tanques? —inquiere Pinochet, impaciente—. ¿Está la Escuela de Infantería? ¿Llegó o no? ¿Llegó la Escuela de Infantería? —La Escuela de Suboficiales, con el comandante Canessa, la artillería del Tacna, más los Blindados. Los carabineros se retiraron de La Moneda. Los vimos salir de La Moneda. —Mendoza controla los carabineros —se cerciora Pinochet, ignorando su pregunta sobre la Escuela de Infantería, que en efecto está muy retrasada. —Correcto. Mendoza controla los carabineros. Me dijo que la Dirección
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General de Carabineros, el edificio, lo tienen neutralizado y lo van a dejar para el último. No ha habido ninguna reacción, no han disparado nada desde el edificio. —Conforme. Otra cosa, Patricio. A las 11 en punto de la mañana hay que atacar La Moneda, porque este gallo no se va a entregar. —Se está atacando ya. Se está rodeando y atacando con… a ver… con bastante ímpetu. Así que yo creo que pronto van a poder tomarla. —Conforme. En seguida se sale al avión, viejo, y se despacha altiro.
10:45, La Moneda Terminada la ronda con Carabineros e Investigaciones, Allende pide que todos los demás concurran al Salón Toesca. Un pesado silencio se extiende en el lugar. —Compañeras y compañeros —empieza Allende—: el golpe militar está en marcha. Han logrado los sectores reaccionarios y el imperialismo unir en contra del gobierno a las Fuerzas Armadas y Carabineros, con la complicidad de generales que hasta hace pocas horas atrás nos manifestaban lealtad. No tenemos fuerzas militares organizadas que estén con nosotros… Reitera que no dejará su cargo y agradece la lealtad de los presentes. Exige a quienes tengan hijos o proyectos por desarrollar que se vayan antes del bombardeo. Y ordena, en forma perentoria, que las mujeres salgan del palacio; para ellas pedirá una tregua a los militares (y al salir se enfrentará a sus propias hijas, Isabel y especialmente Beatriz, que no quieren retirarse). Los que no tengan armas o no sepan usarlas, concluye, deben irse para relatar lo que ha ocurrido en este día. Los presentes cantan el himno nacional y gritan vivas a Allende. Luego saludan uno a uno al Presidente. Error: se despiden. Allende baja al Patio de Invierno y repite su alocución ante el personal que no estuvo en el Salón Toesca. Allí ordena a Joan Garcés que se vaya y dé testimonio sobre estos momentos. Garcés sale por Morandé durante una breve tregua, seguido por el locutor René Largo Farías –que declara estoicamente su inutilidad con las armas–, el fotógrafo Luis “Chico” Lagos y el dirigente juvenil Francisco Díaz. Siguiendo el criterio de Allende, el doctor Patricio Arroyo dice a sus colegas del equipo médico, los cirujanos Patricio Guijón y Víctor Hugo
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Oñate, el cardiólogo José Quiroga y el anestesista Alejandro Cuevas, que ya han cumplido su deber y pueden irse. —Yo me quedo —dice Guijón, zanjando toda duda—. Si alguna vez puedo demostrar que soy un hombre, es ésta. Todos los médicos asienten. La invocación de Guijón es demasiado fuerte. Entre tanto, Allende llama al general Baeza. Osvaldo Puccio hijo oye un intercambio que le parece surrealista en la borrasca emocional que azota a La Moneda: —Cómo le va, general, gusto de saludarlo. —Buenos días, señor Allende. —¿Cómo ha estado de su operación? —Sí, señor, bien, gracias. Aquí estamos. —¿Y sus hijas, su señora? —Bien, muy bien, señor. —General, lo llamo porque aquí hay un grupo de compañeras que va a salir de La Moneda. Y aunque ustedes se han comportado como unos traidores, espero que tendrán la decencia de no hacerles nada y de proporcionarles algún jeep que las pueda sacar de aquí. —Creo que podemos… —Gracias, general. Cuide de que no las maten los fascistas, por favor. —¿Dé qué fascistas me habla? —Sé que usted es un soldado y no un fascista, general. La postergación indigna al vehemente general Leigh: —¡Déjense, déjense de labores dilatorias y de mujeres y de jeeps! ¡Yo voy a atacar de inmediato! ¡Cambio y terminado! Pero no lo hace. Los aviones no aparecen. No hay tregua, pero no hay ataque. ¿Qué está ocurriendo? En La Moneda, Allende insiste en que la FACh “no se atreverá” a atacar el palacio desde el aire. Sería una barbaridad. Una masacre, quizás. El grupo de seis mujeres –Beatriz e Isabel Allende, las periodistas Verónica Ahumada, Cecilia Tormo y Frida Modak, y la cubana Nancy Jullien, esposa del gerente general del Banco Central, Jaime Barrios– se acerca a las puertas de Morandé 80. Jullien entrega una pistola Walter y Beatriz Allende, un revólver Colt Cobra. Luego el Presidente las empuja desde la puerta para que corran hacia la calle Moneda.
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Ningún vehículo las espera. De improviso se encuentran desarmadas en la balacera. El periodista Jorge Argomedo, del diario demócratacristiano La Prensa, las llama hacia su edificio y les ofrece refugio en el subterráneo. Allí ven por primera vez a gente que celebra el golpe28.
11:15, Academia de Guerra Aérea, Las Condes Lo que ocurre en la FACh es que los Hawker Hunter están retrasados. Ante las postergaciones que se les han pedido, han tenido que extender sus vuelos y ahora están con problemas de combustible. Para recargar, se han desviado a la base de Los Cerrillos y los oficiales tratan de explicarle a un enfurecido general Leigh que el problema será superado con la mayor diligencia. Hasta tratan de atenuar la ira del jefe con un dato incorrecto: 15 minutos más. En realidad, serán 40. A Leigh le cuesta distinguir si siente más rabia por el retraso de sus hombres o por tener que admitirlo ante Pinochet. Y no le falta razón. Pinochet disimula mal su molestia por esta falta de aplicación de la FACh. Si el general Leigh ha estado protestando por las treguas solicitadas para las mujeres y los parlamentarios, ¿cómo es posible que ahora interrumpa las operaciones? Los comandantes en jefe han fijado una hora para el ataque; es un síntoma peligroso que no la cumplan. Por tanto, ordena a Brady que las tropas de tierra descarguen su máximo poder de fuego sobre el palacio, empleando los blindados, la artillería y la fusilería. La fachada norte se estremece ante la lluvia de proyectiles de grueso calibre. Más de 50 obuses la golpean en los siguientes 30 minutos. En el balcón del gabinete del Presidente, en el segundo piso, el miembro de la Guarnición permanente del GAP Antonio Aguirre se tiende tras una ametralladora .30 y comienza a disparar contra el tanque y los soldados situados en Teatinos. Los militares ubican visualmente la posición de la ametralladora y concentran el fuego sobre esa ventana. Unos minutos después, Aguirre recibe varios impactos. La ametralladora deja de funcionar. (Aguirre será uno de los dos heridos que sacarán del palacio al término de la batalla). El detective Quintín Romero, que presencia la escena, siente sonar el teléfono. Es un ruido extemporáneo en el vendaval de balas que se incrustan en el despacho. Arrastra el auricular y atiende. Es Hortensia Bussi, que
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quiere saber de su marido y avisarle que se prepara para salir de la casa de Tomás Moro. Romero le dice que el Presidente está bien. —Cuídenmelo mucho —dice ella. Lo que no dice es que en la casa presidencial se alistan para un ataque similar al de La Moneda. Hortensia Bussi cree que debe resistirlo.
11:20, Industrias Sumar, Cordón San Joaquín El complejo textil de Sumar está constituido por tres fábricas: la de nylon, la de algodón y la de poliéster. En total congregan a unos 12 mil trabajadores, la mayoría obreros; la más pequeña es la de poliéster, donde laboran alrededor de 200 personas. Y aunque las tres están bajo intervención gubernamental, el tamaño da cierta ventaja política a la más pequeña: es la única en que se encuentra una perfecta complementación entre la dirigencia sindical y el interventor, Rigoberto Quezada, un hombre vinculado al Aparato Militar del PS. Quezada se toma su tarea en serio. Cada mañana llega muy temprano y se dedica a revisar planillas de contabilidad, informes de producción y reportes técnicos. Pero hoy ha tenido que alterar esa rutina: cerca de las 9 le han avisado del golpe y al bajar al patio se ha encontrado con una situación caótica, con gritos, llantos y carreras por doquier. Como primera medida, ha ordenado al sindicato de ingenieros que detenga las máquinas y proteja lo que está en producción. Y en seguida ha impuesto su voz sobre las decenas de obreros que gritaban en contra del dispositivo de emergencia, un grupo de trabajadores que ha cerrado los portones y, con los brazos enlazados, impedido que nadie se acercase a las puertas. Los obreros protestaban especialmente por las mujeres, pero también porque muchos querían abandonar el recinto ante lo que intuían como un enfrentamiento inevitable. Nadie en la fábrica ignora que la dirigencia ha estado promoviendo cursos de instrucción paramilitar. Quezada instruye que los tres camiones que abastecen de alimentos al casino sean vaciados, para que puedan salir en ellos unas 50 mujeres, muchas de ellas con niños pequeños que debían estar en la sala cuna o en la guardería infantil. Algunos obreros salen también detrás de los vehículos. Más de cien deciden quedarse. Quezada se reúne con los dirigentes en la bodega de géneros y les recuerda que, conforme a la reunión de coor-
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dinación sostenida en julio en Sumar-Nylon, las fábricas del cordón San Joaquín responderán activamente a cualquier intento golpista. Las demás industrias, dice, deben estar organizándose igual que aquí. Ya sabe que eso ocurre, por ejemplo, en Comandari, que tiene unos tres mil obreros. Las armas llegarán en cualquier momento, porque ése es el compromiso del PS, y los compañeros deben estar preparados para el combate. Eso sí: alguien tiene que mandar. Un sindicalista propone que asuma esa función el mismo Quezada. Poco después de que concluye la deliberación, dos camiones frigoríficos suenan sus bocinas ante las puertas de la fábrica. A cargo de ambos viene el interventor del Matadero Lo Valledor, que ha recibido desde la Corporación de Fomento (Corfo) la instrucción de distribuir la carne disponible entre las fábricas intervenidas y las poblaciones más pobres. Quezada acepta uno de los animales faenados, que es llevado al casino y puesto a disposición de los operarios que preparan el almuerzo29. Ya no queda más que esperar las armas.
11:30, La Moneda El ex ministro del Interior y de Defensa José Tohá, que hasta hace días se preciaba de su amistad con Pinochet y su esposa, llama al edecán Badiola y le pide que transmita a sus superiores la necesidad de suspender el bombardeo aéreo mientras él y otros altos funcionarios tratan de convencer al Presidente de que deponga las armas. El almirante Carvajal traslada la propuesta a Pinochet, que no la recibe de buena gana: —El comandante Badiola está en contacto con La Moneda —explica Carvajal—. Le va a transmitir este último ofrecimiento de rendición. Me acaban de informar que habría intención de parlamentar. —No, tiene que ir a La Moneda él —dice Pinochet, tomado por sorpresa—, con una pequeña cantidad de gente… —…se retiraron, pero ahí… —…al ministerio, al ministerio… —corrige Pinochet. —…que estaba ofreciendo parlamentar —dice Carvajal, en forma entrecortada. —Rendición incondicional —precisa Pinochet—: ¡Nada de parlamentar! ¡Rendición incondicional!
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—Bien, conforme. Rendición incondicional, y se lo toma preso, ofreciéndole nada más que respetarle la vida, digamos. —La vida y su integridad física, y en seguida se le va a despachar para otra parte. —Conforme. Ya… o sea que se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país. —Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país —corrobora Pinochet—. Pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando. —Conforme, conforme —replica Carvajal, sin contener la risa—. Vamos a proponer que prospere el parlamento. Los diez minutos siguientes permanecerán, muchos años más tarde, en una confusa amalgama que envuelve a Tohá, a los ministros Carlos Briones, Clodomiro Almeyda y Fernando Flores, al subsecretario Daniel Vergara, al almirante Carvajal y al general Díaz Estrada en caóticos y urgentes llamados telefónicos. Los ministros y el subsecretario se reúnen con el Presidente. Su intención es convencerlo de que pacte un cese del fuego. Pero Allende no cede. Agradece los buenos deseos, aunque estima que no lo comprenden: como lo ha dicho mil veces, defiende la institución más alta de la República y eso significa, entre otras cosas, que no puede entregarse ni rendirse. No hay más que hablar. Sin embargo, los altos funcionarios prosiguen los esfuerzos por su cuenta. Tohá insiste en pedir una postergación del bombardeo. Según algunas versiones, Carvajal llega a proponerle que ellos apresen al Presidente y lo obliguen a rendirse30. En paralelo, Flores llama al general Díaz Estrada para proponer una negociación. Al fin, el grupo de ministros concuerda en que el general Sepúlveda pacte la rendición. El hecho seguro es que poco después, Carvajal le anuncia a Pinochet que Sepúlveda está en camino al Ministerio de Defensa. Desde el edificio Norambuena, el general Yovane ordena que tres tanquetas recojan a Sepúlveda en Morandé 80. El cerebro de la insubordinación policial protege al jefe que ha depuesto; tal como antes ha hecho con el general Urrutia, ahora cautela la integridad física de su derrotado jefe máximo. Y mientras las balas silban a su alrededor, el general de Carabineros aborda uno de los blindados policiales, que parte a toda velocidad hacia
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Alameda. Con mala suerte: en la esquina de calle Manuel Rodríguez se enfrenta a un tanque y un destacamento del Ejército que casi lo atacan. Tras consultar al general Arellano, los militares dejan pasar a los vehículos, que llevarán a Sepúlveda no al Ministerio de Defensa, sino al Club de Oficiales de Carabineros, a unas siete cuadras del palacio presidencial. Arellano increpará más tarde a Yovane por esta peligrosa descoordinación31.
11:40, oficinas de la Cormu, calle Portugal Jorge Wong, vicepresidente ejecutivo de la Cormu, atiende el teléfono de la oficina sin imaginar quién puede llamar en esta hora de extrema tensión. El interlocutor supera todo lo que se le pueda ocurrir: Salvador Allende. Quiere hablar con Carlos Altamirano. El secretario general del partido, explica Wong, ha desalojado la sede por razones de seguridad. Wong piensa en esas razones: en el curso de la mañana han estado llegando hasta el viejo claustro diversos oficiales de las Fuerzas Armadas, debido a que la Cormu desarrolla proyectos numerosos con el Ejército, la FACh y Carabineros. Parecen concurrir, como de rutina, a su trabajo. Pero, ¿y si no? ¿Y si van a algo más? Ante la duda, Wong ha dispuesto que algunas camionetas del servicio se lleven a los miembros de la comisión política del PS. En cualquier caso, Wong tiene los teléfonos secretos en los que Altamirano estará ubicable y no duda en entregárselos al Presidente. Éste agradece y corta. En los minutos siguientes, Wong recibe otro llamado, ahora del secretario general del MIR, Miguel Enríquez, que también quiere comunicarse con Altamirano. El intercambio se repite. Y cuando ya parece que todo está marchando por los rieles previstos, el Presidente vuelve a llamar. Ahora está molesto, acaso indignado. Los dos teléfonos que le ha dado Wong suenan permanentemente ocupados. El compañero Altamirano parece desconectado. El compañero Altamirano parece no darse cuenta de lo que está ocurriendo. Van a bombardear La Moneda, y no aparece. Es cuestión de minutos, cómo es posible… —Dígale, compañero —sentencia Allende, molesto y agotado—, que yo voy a cumplir con mi deber de Presidente y que espero que el Partido Socialista haga lo mismo. Wong asiente. Pero nunca logra transmitir el mensaje. ¿Sería necesario? ¿Sería útil?
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Por otro lado, ¿qué querrá decir Allende con que el PS “cumpla con su deber”? ¿Cuál es el deber? ¿Luchar, resistir, replegarse, sumergirse? ¿Cómo entender si este llamado es a la acción o al repliegue estratégico? Wong no tiene respuestas para esto. Pocos minutos después escuchará el bombardeo en el centro de la ciudad. Y entonces se irá de la sede de la Cormu a buscar refugio.
11:45, La Moneda El bombardeo del palacio presidencial ya no será detenido. Los que permanecen en La Moneda buscan refugios. Osvaldo Puccio, que vivió en Alemania durante el régimen nazi, aplica su experiencia; se instala con su hijo en una caseta del primer piso, cerca de Morandé, calculando que las bombas caerán por el norte o el sur, no por los costados. A un lado de la caseta se encuclilla un GAP. Al frente permanece de pie, estoico como un árbol, el subsecretario Daniel Vergara. Allende, el GAP, los detectives, Jaime Barrios, Arsenio Poupin y el periodista Augusto Olivares se agolpan en un pasillo que conduce a las cocinas, sentados en el suelo. Barrios explica que hay que cuidarse de la onda expansiva. Los médicos bajan al único subterráneo del lugar, un pequeño espacio usado como bodega. En el fondo se instala “Coco” Paredes, que sabe que allí hay un teléfono. Lo usará para llamar a Investigaciones y a diversos hombres del Aparato Militar en cuanto caigan las primeras bombas, en un verdadero despliegue de sangre fría. Advirtiendo que no hay cabida allí, el canciller Almeyda decide irse a su despacho, situado en el ala sur. Le siguen los hermanos José y Jaime Tohá, el ministro Briones, el fotógrafo jefe de la Oficina de Informaciones Adolfo Silva (que se ha pasado la mañana pidiendo infructuosamente una metralleta) y el ex ministro Aníbal Palma, que ha sido subsecretario de Relaciones Exteriores. Éste recuerda el archivo blindado del ministerio. Palma guía al grupo por los pasillos, hasta que encuentra a Ernesto Espinoza, jefe de personal de la Cancillería, que los lleva a los subterráneos. Todos están cerrados, salvo uno: el de las calderas. Es el lugar más explosivo de toda La Moneda, pero al menos está bajo tierra. Tiene un teléfono que funciona. Y ya no hay más tiempo.
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Arriba, muy arriba, a mil metros, dos aviones Hawker Hunter hacen su paso de estabilización de norte a sur sobre La Moneda, a la máxima velocidad subsónica que produce un enorme estruendo –y que hace pensar a muchos que se ha iniciado el bombardeo–, giran a la izquierda y retroceden tres kilómetros hacia el norte. Ya están en el eje de ataque.
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NOTAS
1 Según diversas fuentes, el plan contemplaba bombardear el puente de Lota si se enfrentaba resistencia organizada, de manera de aislarla de Concepción. CONSTABLE, PAMELA y VALENZUELA; ARTURO: A nation of enemies. Chile under Pinochet. New York: W.W. Norton & Company, 1991, pp. 18-19. 2 VERDUGO, PATRICIA: Los zarpazos del puma. Santiago: Cesoc, 1989 (actualizada), pp. 50-53. 3 Francisco Lara Ruiz, de 22 años, y Wagner Salinas Muñoz, de 30, fueron enviados a la Cárcel de Curicó. El último día de septiembre fueron entregados, engrillados, a “agentes del Estado”. Sus restos aparecieron en la Morgue el 5 de octubre, con múltiples heridas de bala. Salinas, ex campeón de boxeo, había dejado sus tareas en el GAP y estaba dedicado a organizar grupos GEO. 4 El número es discutible; llegan a 11 si se consideran los de Barrancas (hoy Pudahuel), San Bernardo y el Centro. Los restantes: Panamericana Norte (o Renca), Conchalí, Mapocho-Cordillera, Estación Central, Cerrillos, San Joaquín, Vicuña Mackenna y Macul-Ñuñoa Centro. 5 MARRAS, SERGIO: Palabra de soldado. Santiago: Ornitorrinco, 1989, pp. 17-24. 6 WHELAN, JAMES R.: Desde las cenizas. Vida, muerte y transfiguración de la democracia en Chile, 1833-1988. Santiago: Zig Zag, 1993, p. 459. 7 INFORME ESPECIAL: “Cuando Chile cambió de golpe”. Santiago: Televisión Nacional, emitido el 20 de agosto de 2003. 8 LÓPEZ TOBAR, MARIO: El 11 en la mira de un Hawker Hunter. Las operaciones y blancos aéreos de septiembre de 1973. Santiago: Sudamericana, 1999, pp. 118-119. 9 Whelan dice que este llamado lo recibió el edecán naval a través de su “teléfono verde”, sobre la base de la versión que le entregó el propio Grez. Otros testimonios concuerdan en que el detective Romero tomó el auricular. WHELAN, JAMES R.: Desde las cenizas. Vida, muerte y transfiguración de la democracia en Chile, 1833-1988. Santiago: Zig Zag, 1993, p. 459. 10 PAREDES, RAYMUNDO: Cuántas veces se puede matar a un hombre. Santiago: Ediciones B, 2002, pp. 55-56. 11 HENRÍQUEZ, PATRICIO: 11 de septiembre de 1973. La última batalla de Salvador Allende. Montreal: Foca, 1998. Video VHS.
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12 VERDUGO, PATRICIA: Interferencia secreta. 11 de septiembre de 1973. Santiago: Sudamericana, 1998, pp. 74-76. 13 GONZÁLEZ, MONICA y VERDUGO, PATRICIA: Chile entre el dolor… y la esperanza. Santiago: Alerce, 1999, edición en CD. 14 Estimaciones de entrevistados que participaron en estos hechos llegan hasta 600 hombres, un número que parece abultado a la luz de las acciones posteriores. 15 QUIROGA, PATRICIO: Compañeros. El GAP: la escolta de Allende. Santiago: Aguilar, 2001, pp. 180-181. 16 El hijo de “Coco” Paredes habla de “cuatro planes de evacuación” (aunque no los detalla) y sostiene que su padre sabía que sería casi imposible convencer a Allende de dejar el palacio. PAREDES, RAYMUNDO: Cuántas veces se puede matar a un hombre. Santiago: Ediciones B, 2002, p. 45. Quiroga sugiere que el Presidente lo descartó tras saber lo de los candados. QUIROGA, PATRICIO: Compañeros. El GAP: la escolta de Allende. Santiago: Aguilar, 2001, p. 181. Otro hombre cercano a Allende, el doctor Bartulín, ha dicho que no llegó a considerarlo. MARTINEZ, ANTONIO: 1973: el último hombre de La Moneda. Santiago: diario La Época, 1º de abril de 1990. 17 CASTILLO, CARMEN: Un día de octubre en Santiago. Santiago: Lom, 1999, p. 25. (Edición chilena de Un jour d’octobre à Santiago. París: Éditions Stock, 1980). 18 POLITZER, PATRICIA: Altamirano. Buenos Aires: Ediciones B-Melquíades, 1989, pp. 47-49. El relato de Altamirano acerca de su trayecto ilustra su ánimo fatalista en esa mañana, pero tiene tal cantidad de vacíos significativos –a veces bajo el aspecto de imprecisiones–, que su consistencia es finalmente muy dudosa. 19 WHELAN, JAMES R.: Desde las cenizas. Vida, muerte y transfiguración de la democracia en Chile, 1833-1988. Santiago: Zig Zag, 1993, p. 465. Este texto también consigna que en el hotel había 378 huéspedes, incluyendo a 37 periodistas extranjeros. 20 Parte de esos textos se halla en: GONZÁLEZ, IGNACIO: El día en que murió Allende. Santiago: Cesoc, 1990 (ampliada), pp. 206-207. En la versión publicada en La Tercera se afirmó que quien hablaba era Leonardo Cáceres; en carta posterior al diario, Rubén Adrián Valenzuela dijo haber estado él al micrófono, y añadió que fue también quien guardó las grabaciones de Allende. De los textos y cintas no se colige con claridad quién hablaba en el momento exacto, pero es visible que los dos estuvieron transmitiendo en esas horas. 21 Ramiro Sepúlveda, Nelson Henríquez y Carmen Torres. 22 El doctor Soto dice que “lee”, en contra de las numerosas versiones que hablan de improvisación. SOTO, ÓSCAR: El último día de Salvador Allende. Santiago: Aguilar, 1998, pp. 75-77. 23 La versión oficial dirá que el intendente Castro encabezaba “una organización paramilitar que abarcaba las provincias de Curicó, Talca, Linares y Maule” y que su propósito al marchar a la cordillera era “volar el embalse de la Laguna del Maule y volar la central Cipreses”. “Castro asaltó Paso Nevado”. Talca: diario La Mañana, 15 de septiembre de 1973.
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24 Desde el 13 de septiembre hasta el 28 de noviembre, 13 personas serán ejecutadas en Talca en relación con estas escaramuzas. Entre ellas, una familia completa: el agricultor José Castillo Gaete, de 32 años, militante del PC; el profesor Héctor Valenzuela Salazar, de 27; su esposa, la enfermera Hilda Velásquez Calderón, de 31, militante del PC; y la hija de ambos, Claudia Valenzuela Velásquez, de 6 años; otros dos niños de 4 y 2 años resultarán heridos. COMISIÓN NACIONAL DE VERDAD Y RECONCILIACIÓN: Informe final. Santiago: Secretaría de Comunicación y Cultura, 1991, tomo 1, pp. 310-311. El 27 de septiembre, Germán Castro fue fusilado sin juicio. Varias de esas muertes coinciden con el paso por la ciudad del helicóptero de la “Caravana de la Muerte”, a cargo del general Sergio Arellano. El 30 de septiembre, el teniente coronel Jaña fue destituido por orden directa del general Pinochet, por incumplir la orden de arrestar al intendente Castro. Su papel en los episodios de Paso Nevado es aún materia de polémica. Muchos años más tarde, en el juicio por estos crímenes, Pinochet depositará la responsabilidad en el general Washington Carrasco, comandante de la Tercera División y jefe jurisdiccional de Talca. El episodio del intendente inspiró una película del exilio, con producción en Alemania Oriental: LÜBBERT, ORLANDO: Der Übergang (El paso), 1978. 25 VIO, VICTOR: Siempre leal al Presidente Allende. Santiago: Revista Cauce, 31 de agosto de 1987. En esta entrevista, el capitán Muñoz sitúa la salida de la guardia a las 14 horas, aunque toda la evidencia documental señala que se produjo poco después de las 10:30. 26 SOTO, ÓSCAR: El último día de Salvador Allende. Santiago: Aguilar, 1998, p. 80. 27 SEOANE, JUAN: Testimonio, documento inédito. 28 CHAVKIN, SAMUEL: Storm over Chile. Westport: Lawrence Hill & Co., 1982, pp. 29-30. El autor se basa en un relato de Frida Modak. 29 Este relato se basa en un discurso de Rigoberto Quezada pronunciado en el acto “Homenaje a Arnoldo Camú” en el Centro Cívico de la Municipalidad de San Joaquín, el 28 de septiembre de 2003, y en diversos testimonios recogidos durante el mismo encuentro por Margarita Serrano y Ascanio Cavallo. 30 WHELAN, JAMES R.: Desde las cenizas. Vida, muerte y transfiguración de la democracia en Chile, 1833-1988. Santiago: Zig Zag, 1993, p. 461. 31 GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, pp. 346-347. Por la ruta que siguieron las tanquetas, parece dudoso que el general Sepúlveda fuese realmente a negociar con los jefes militares. En conversación con Ascanio Cavallo en agosto de 1993, el general César Mendoza dijo que toda la operación tuvo por objeto rescatar a Sepúlveda de una muerte segura en el palacio y en ningún caso de situarlo como un intermediario en el conflicto.
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11:52, La Moneda, ala nororiente l detective David Garrido se halla bruscamente suspendido en el aire; los tacos de sus zapatos vuelan en direcciones desconocidas. Osvaldo Puccio hijo se siente levantado por el suelo. El detective Quintín Romero ve aparecer una bola naranja en el cielorraso. En el campo visual del doctor Danilo Bartulín se esfuma el pollo que está echando a una olla, en la cocina del primer piso. El periodista Carlos “Negro” Jorquera se entrevé rodando de un extremo al otro en un salón, empujado por una mano áulica. El ex ministro Palma presencia el vuelo de los vidrios de las claraboyas del subterráneo. El doctor Guijón siente un ligero movimiento en el subterráneo y luego un estruendo. El primer Hawker Hunter ha lanzado sus cohetes a la altura de la Estación Mapocho y, al romper la barrera sonora, producen una explosión antes de que alcancen el portón principal de La Moneda y las oficinas laterales del primer piso. Un kilómetro más atrás –es decir, seis segundos después–, el segundo avión, a mayor altura, incrusta los proyectiles en los techos del segundo piso. Apenas pasados los estallidos, Jorquera se incorpora y ayuda a levantarse a Marta Silva, secretaria del Ministerio del Interior, que se escondió tras unos cortinajes cuando Allende ordenó salir a las mujeres. Con el fin de persuadirla de irse, Jorquera la ha llevado al segundo piso, para llamar desde allí al garage donde está su auto y autorizar a que ella lo retire. Los rockets han caído antes de que consumase la artimaña. Y ahora el periodista corre con ella escaleras abajo. Llegan al pasillo donde está sentado Allende, que ve lívido a su acompañante de tantas campañas electorales: —Nosotros no tenemos miedo, Negro, ¿no? —dice, con humor. —No, Presidente, no tenemos. Lo que yo tengo es susto. Estoy cagado de susto…1
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Cinco minutos después regresan los aviones. Vienen con mejor ángulo de tiro, por lo que ahora sus proyectiles irrumpen en el segundo cuerpo del edificio, entre los patios de los Cañones y los Naranjos. El incendio estalla por entre la techumbre. Otros cinco minutos, tercer ataque. Uno de los cohetes rebota en una de las balaustres del frontis y va a estallar en el segundo piso del ala sur, donde funciona la Cancillería. Unas voraces lenguas de fuego brotan ya desde el frente y los techos. La bandera presidencial izada sobre la entrada principal cae en llamas, encima de más llamas. En el cuarto ataque, que da de lleno sobre la fachada, una bola de fuego salta sobre la calle e incendia el auto estacionado del GAP Jaime Sotelo. Ya son las 12:08. Los dos Hawker Hunter hacen una última pasada disparando sus cañones de 30 milímetros. No agregan nada al daño del palacio2. Tras el último vuelo, un extraño silencio se produce en el centro. No hay disparos, no hay ruido de motores. Sólo el crepitar de las maderas y los latones, como la lúgubre sordina de la imagen más impensada de la historia de Chile. Arde La Moneda.
12:05, Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, Sede Norte Estudiantes, profesores, funcionarios y hasta un peluquero suben a las azoteas de los edificios de la Facultad de Medicina, ubicados en calle Independencia. Desde allí ven los fogonazos y las columnas de humo que se elevan sobre La Moneda. Un sentimiento de estupor los invade a todos. Nadie puede creer lo que están viendo. En el grupo está la estudiante de cuarto año de medicina y dirigenta de la Quinta Zona de la Juventud Socialista Michelle Bachelet, hija del general de la FACh Alberto Bachelet. Ella ha pasado la noche en la facultad, adonde llegó con su saco de dormir, ropa de cambio y algo para comer, porque entre los jóvenes socialistas ha circulado el rumor de que se preparaba una toma dirigida por los estudiantes de oposición de la Facultad de Química y Farmacia. Así está el país universitario: estudiantes contra estudiantes. A sus 21 años, Bachelet ha estado viviendo en un estado de perplejidad que ahora se convierte en horror. Ni ella ni sus compañeros han imaginado
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un golpe de Estado, ni menos la forma en que se está produciendo. A las 6 de la mañana la ha despertado el sobrevuelo de unos helicópteros y al salir de la Facultad para comprar el diario le han dicho que hay movimiento de tropas. Ha regresado entonces sin diario al Hospital José Joaquín Aguirre, adosado a la Facultad, donde los dirigentes estudiantiles comienzan a deliberar para decidir qué hacer. En el Hospital no hay medios para conocer lo que está sucediendo. Michelle Bachelet y algunos amigos se han ido a la casa de un trabajador de la Compañía Cervecerías Unidas con el que mantienen contacto. Allí han oído el último discurso de Allende. La certeza de un golpe militar en gran escala ha comenzado a extenderse. (Más tarde, Michelle Bachelet se comunicará dificultosamente por teléfono con un ex novio que estudia en la Universidad de Concepción. La ciudad y el puerto de Talcahuano, le dice el joven, están ocupados por militares, pero se rumorea que desde el norte vienen tropas leales a detener la insurrección. Ella llega a la conclusión de que ya no hay salida: tales tropas no existen). A las 10 de la mañana se ha generado una asamblea de médicos, trabajadores y estudiantes para resolver quiénes se quedarán de guardia en el Hospital, porque si las cosas son como parecen, llegarán muchos heridos. Bachelet formará parte del grupo. El peluquero también, pero por otra razón: los estudiantes comienzan a requerirlo para cortar las barbas, los bigotes y las patillas que han sido los signos de su identidad de izquierda. Otros queman sus carnés de militantes. Y otros se marchan a sus casas. Entonces alguien avisa del bombardeo y todos corren a las azoteas. Ven a los Hawker Hunter girar cuatro veces cerca del cerro San Cristóbal. En el centro de la República, a unas 20 cuadras de la Facultad, las columnas de humo ennegrecen la nublada mañana santiaguina.
12:15, calle Tomás Moro En el oriente de Santiago, un diezmado grupo del GAP trata de organizar la defensa de la residencia presidencial. Quedan unos 15 miembros. Además ha llegado un oficial del Ejército cubano, asignado al grupo de Liberación Nacional, del Departamento de Operaciones Especiales (DOE) del Partido Comunista de ese país, que poco antes intentó entrar a su embajada y encontró la calle cerrada por manifestantes hostiles. Luego se suma una
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decena de hombres venidos desde El Cañaveral. (Otros tantos desertan por incompetencia: han llegado de Valparaíso y acaban de iniciar su instrucción armada)3. Rafael Ruiz Moscatelli ha dispuesto el plan de emergencia para defender la residencia; más tarde lo ayuda Francisco Argandoña. La primera ronda de reconocimiento arroja una sorpresa: muchas de las casas vecinas están desiertas; han sido evacuadas de prisa, aparentemente tras la retirada de la guardia de Carabineros. Los tiradores se distribuyen en el jardín, armados con AK-47. En la pequeña torre del convento de las Monjas Inglesas, que colinda con la parte trasera de la casa, se instala una ametralladora .30, operada por Félix Vargas y Pedro Fierro. Ambos forman la línea defensiva posterior cuando fuerzas combinadas de la Escuela Militar y de Carabineros se aproximan al sector. Un pequeño convoy de dos buses y un camión de la Escuela Militar ha sido recibido por una cortina de fuego a eso de las 12. Los soldados han tenido que buscar refugio en las calles vecinas. Mientras tanto, la policía ha estado cerrando las calles de acceso, con la advertencia de que habrá un ataque aéreo. Ya es claro que no será fácil asaltar la casa4. Ante las apreciaciones acerca de la fuerza instalada en Tomás Moro, el Puesto Uno de Peñalolén pide al Puesto Tres de la Escuela Militar que requiera un “ablandamiento” al Puesto Cinco de la FACh. Como la capa de nubes está más cerca del suelo en esa zona que en el centro, el general Leigh ordena que la maniobra de ataque de los otros dos Hawker Hunter que integran la bandada venida desde Concepción sea guiada por un helicóptero, en la maniobra que la jerga profesional denomina “fijar el objetivo”.
12:25, cielos de Santiago Los generales Leigh y Martini siguen el resultado de la operación aérea contra La Moneda como si fuese una catarsis: la tensión acumulada durante horas se libera por fin. Ambos han estado entrando y saliendo de la central de radio que mantiene la comunicación directa con los aviones y los helicópteros que están en operaciones.
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“Central” puede ser una palabra equívoca: en realidad, se trata de un bus equipado con radares y transmisores, fácil de trasladar y de disimular, que ha sido estacionado en el patio de la Academia y ha servido para dar las instrucciones de vuelo y recibir los reportes de acciones de primera mano. En ese bus los generales han sabido de los exitosos ataques a las radios del gobierno; y también del retraso que han tenido los cazas para atacar La Moneda. En la hora anterior, Leigh y Martini han esperado la acción crucial paseando por los patios de la Academia de Guerra junto al coronel de Justicia y auditor personal del comandante en jefe, el abogado Julio Tapia Falk. En un momento ha aparecido, agitado, el teniente Mario Ávila, con la instrucción de pedirle al comandante en jefe que facilite su helicóptero para sobrevolar una concentración de pobladores que se ha detectado en la zona de Tabancura. Tras acceder Leigh, el teniente ha planteado un segundo problema: como proviene de Concepción, no sabe bien dónde se ubica Tabancura. El coronel Tapia se ha ofrecido a acompañarlo. Teniente, copiloto y coronel han volado sobre la zona indicada. Y en efecto, hay una multitud en esas calles. ¿De dónde sale esa gente? En la que 20 años después será una de las zonas más caras y opulentas de Chile, existe en 1973 una enorme “toma” de terrenos, ocupada por pobladores pobres que han llegado desde distintos puntos de Santiago. La mayoría es de izquierda, pero a la sola vista del helicóptero se dispersa y vuelve a sus casas. No hay visos de resistencia ni nada que se le parezca. Más tarde el aparato se ha dirigido a la rotonda Pérez Zujovic, tras recibir la información de que hay una congestión de automóviles, algo también inusual para la época: son los que están regresando desde el centro. Tras cumplir su tarea han volado hacia el poniente, hasta la Plaza Italia. Allí, suspendidos sobre uno de los principales ejes viales de la ciudad, han contemplado desde una posición única, que nadie más ha podido tener, el ataque de los Hawker Hunter sobre La Moneda. Un espectáculo alucinante, desde un palco insólito: la luz filtrada de la mañana en las alas de los cazas, las veloces rayas que trazan los cohetes, las bolas de fuego, humo y escombros y, más tarde, como si no tuviesen nada que ver con los fogonazos, las explosiones estruendosas.
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Al regresar hacia la Academia de Guerra Aérea, el teniente Ávila recibe una nueva instrucción: debe dirigirse a la casa presidencial de Tomás Moro y fijar el objetivo para los cazas que la bombardearán en unos minutos. El helicóptero desciende y en cuanto se aproxima a la residencia es recibido por una cortina de balas. Algunos proyectiles –probablemente .30– atraviesan el blindaje y se incrustan en el techo, justo en el asiento vacío que está al lado del coronel Tapia. El aparato se aleja a toda velocidad y pide autorización para regresar disparando; hará tres pasadas antes de irse a situar sobre la iglesia San Vicente Ferrer, desde donde contemplará el segundo bombardeo del día.
12:30, calle Tomás Moro La defensa del GAP celebra su propia andanada y la presurosa huida del helicóptero. La orden es modificar las posiciones para los ataques siguientes, de modo de no permitir que el enemigo fije los blancos. Pero tras los vuelos del helicóptero aparecen rugiendo, desde el poniente, dos Hawker Hunter en su pasada inicial de estabilización. El primero lanza sus cohetes contra una estructura de concreto alargada y blanca, rodeada de árboles y con grandes claros a su alrededor, que al piloto le parece exactamente igual a la imagen aerofotogramétrica que le han entregado de la casa presidencial. Pero se equivoca. Sus cohetes van a dar al hospital de la FACh. Para su fortuna (relativa), impactan en el segundo piso de un bloque en construcción, lo incendian y hieren a 14 personas. No hay muertes. ¡Pero es el propio hospital de la institución! El segundo Hawker Hunter no comete ese error. Cuando tiene la casa en la mirilla, dispara una primera carga directamente sobre los techos. El tiempo parece congelarse en el interior. Un cuadro de Oswaldo Guayasamín vuela desde el muro de una galería; en el comedor, otro de Roberto Matta se raja de extremo a extremo; el escritorio del Presidente es perforado por las esquirlas; dos armaduras medievales se diseminan en trozos por el recibidor; los sillones del living se desvientran; una flor de marfil regalada por Ho Chi Minh se parte en cuatro; las rosas rojas del antejardín desaparecen de un soplo; los neumáticos de varios autos estallan como fruta madura con la onda expansiva; y, bajo una mesa que no se desintegra, Hortensia Bussi aguanta la caída del cielorraso.
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Sólo por unos minutos. Cuando pasa el primer ataque, el chofer Carlos Tello la saca de la casa por una puerta que da al patio de las Monjas Inglesas, donde ha conseguido situar un auto. Mientras Tello arranca con la esposa del Presidente, oye el estallido de los cohetes de la segunda pasada del caza. Hará todavía dos más. Los hombres del GAP tratan de dañarlo con ráfagas anticipadas, las famosas “cortinas vietnamitas” que fueron tan eficaces en el Sudeste Asiático, pero la velocidad del aparato es excesiva. Aun así, una bala se aloja en uno de los estanques suplementarios. Mientras, Hortensia Bussi es conducida a la casa del economista Felipe Herrera, en el sector de Pedro de Valdivia Norte. Desde allí llamará al embajador de México, Gonzalo Martínez Corbalá, que la ha recibido de regreso de ese país el día anterior. El diplomático la dejará en la tarde bajo protección de su legación. En cuanto los Hawker Hunter se alejan de Las Condes rumbo a Los Cerrillos, donde serán reabastecidos y devueltos a Concepción, las radios militares comienzan a convocar a los bomberos: hay que parar el incendio del hospital de la FACh.
12:30, La Moneda En La Moneda, el grupo de defensores se reordena tras la conmoción del bombardeo. En el ala norte, centro del ataque, permanecen junto a Allende 67 personas: 20 funcionarios, y asesores del gobierno: 15 detectives, 8 médicos y 24 integrantes del GAP. Otras nueve personas han quedado aisladas en el ala surponiente. El palacio está bajo fuego, pero desde fuera parece infranqueable; desde dentro, es como si se fuese a desplomar. Es lo que sienten los 76 individuos que lo ocupan, y que se han quedado allí, con más arrojo que lucidez, a pesar de las variadas oportunidades para huir. En medio del bombardeo, “Coco” Paredes ha llamado desde el subterráneo del palacio al anexo 319, del director de Investigaciones, Alfredo Joignant. Quiere saber si se ha contactado ya con Arnoldo Camú. Joignant asiente, mientras oye las explosiones. Le impresiona la sangre fría de “Coco”, que parece más preocupado de la organización del PS que de su propia vida. El jefe militar socialista ha pedido a Joignant que enviase armas a Indumet. Y con la venia del subdirector comunista, Samuel Riquelme, el
Los tanques del Blindados Nº2 se repliegan hasta calles adyacentes al momento del ataque aéreo.
Cuatro incursiones con proyectiles de penetración Sura, desde las 11:52 hasta las 12:08
EL ATAQUE A LA MONEDA
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director de Investigaciones ha despachado al detective Germán Contreras en el auto número 1, con algo más de cien metralletas Walter, hacia Indumet. Contreras pertenece al grupo que los dos jefes máximos denominan POM: “Patria o muerte”, detectives leales hasta las últimas consecuencias. Poco después, Joignant ha recibido un llamado de Allende, a quien le ha informado sobre el despacho de las armas. El Presidente se ha enojado: —¡Hay que saber morir como hombre, Alfredo! —le ha espetado, cortando luego el teléfono. Joignant está seguro de haber cumplido con su deber. Sabe que no hay aparato armado con capacidad para contener un golpe conjunto de las Fuerzas Armadas; imagina que el esfuerzo de entregar metralletas a su partido será inútil. Pero cumple su compromiso con la dirección. Luego, él y Riquelme se irán del cuartel. Los policías no podrían resistir y los dos jefes ni siquiera están seguros de que les obedecerían órdenes semejantes. Joignant saldrá en la ambulancia del servicio. Según diversos testigos, Allende se indignará cuando sepa, más tarde, que los tres mil hombres armados de Investigaciones han quedado solos. Por ahora, y en vista de que los ocupantes de La Moneda no dan indicios de rendición, el general Baeza propone a los generales Brady y Arellano que se disparen bombas lacrimógenas hacia el palacio. En cosa de minutos los soldados comienzan a lanzar las granadas sobres techos y patios; el urticante escozor del gas se agrega a la ya irrespirable amalgama de humo y polvo que invade todo. Las máscaras antigás no alcanzan; Allende instruye que las usen quienes tengan más dificultades respiratorias; los demás, agáchense o tiéndanse, porque más cerca del piso se respira mejor. En el Salón Carrera, que se usa para los consejos de gabinete, el incendio revienta las vitrinas. En una está el Acta de la Independencia, firmada en 1818 por Bernardo O’Higgins. El funcionario de Interior Daniel Escobar la saca y la lleva corriendo al Presidente Allende. Éste la entrega a “Coco” Paredes. El combate desde las ventanas del palacio se reinicia con fiereza. Allende busca posiciones en distintos puntos del segundo piso y descarga su fusilametralladora. Su buena puntería es conocida. Tres miembros del GAP, Daniel Gutiérrez, Juan Osses y Osvaldo Ramos, llegan hasta la oficina de los guardias, en la esquina de Moneda con Morandé, para frenar el avance militar con fusilería y un lanzacohetes. En
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cuanto se instalan, una ráfaga lanza hacia atrás a Ramos, ferozmente herido en el estómago. Apodado “El Manque”, Ramos sobrevive sólo en virtud de su extraordinaria corpulencia. Desde el norte, dos tanques se adelantan por Teatinos, empleando sus cañones. Por el sur, donde avanzan, parapetándose, los hombres de la Escuela de Suboficiales, las baterías del Regimiento Tacna toman posiciones para bombardear la puerta del palacio que da hacia la Alameda. Otra columna trata de cruzar desde Lord Cochrane hacia la vereda norte de la Alameda. La encabeza el sargento primero Ramón Toro, que tiene la reputación de un “supercomando”. En la formación de la mañana, el sargento ha urgido a sus soldados a recordar las lecciones sobre combate de localidades, porque la lucha será dura5. Cuando inicia el cruce de la principal avenida santiaguina, recibe de lleno una ráfaga disparada desde el Ministerio de Obras Públicas, casi dos cuadras más allá. Es el fuego del AK-47: rápido, extenso, mortífero.
12:40, Instituto Pedagógico, Avenida Macul Los estudiantes y académicos que han llegado esta mañana hasta el principal recinto de estudios de humanidades de la Universidad de Chile se movilizan en un frenético desorden. El Pedagógico es conocido como un enclave de la izquierda histórica, aunque en los últimos meses parece dominado por el MIR. Esta impresión puede ser algo superflua, porque el MIR se reúne en una casita situada en medio de los jardines y controla la Escuela de Periodismo, situada en un extremo posterior del campus. No hay mucho más bajo su mando. Pero esta mañana esos jóvenes comparten con los de la Unidad Popular la estupefacción ante lo que está pasando. Patrullas militares han rodeado sus dos principales frontis, los de las avenidas Macul y Grecia, y los jóvenes del MIR han salido desde su pequeña sede premunidos con palos, totalmente inútiles ante las ametralladoras y los fusiles de guerra. Un profesor ha discutido con un alumno con el visible fin de que esconda un arma corta tras un pequeño arbusto. En ese ambiente, un arma es un suicidio. El profesor Fernando Ortiz, dirigente comunista, ha dicho que esperan las armas que enviarían el gobierno y los partidos de la UP. Pero no ha llegado nada. No hay cómo resistir.
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Entonces sobreviene el bombardeo de La Moneda, cuyo estruendo invade los patios y jardines. Los estudiantes corren y gritan sin dirección; salen o entran en oleadas caóticas, sin voz que los ordene. Un grupo se concentra en el centro del recinto y canta el himno nacional. Muchos se abrazan. Otros lloran. Otros se van en silencio. Entre éstos está Ángela Jeria, que salió desde su casa después de su marido, el general Bachelet, y se puso de acuerdo con su amiga Edith Pascual, esposa del coronel de la FACh Carlos Ominami, para encontrarse en las calles Eliecer Parada y Tobalaba. En esa esquina lloraron juntas, pero se separaron porque Pascual quería encontrar a su hijo Carlos, militante del Frente de Estudiantes Revolucionarios, el brazo universitario del MIR. Ahora, Ángela Jeria se une a sus compañeros para ocultar máquinas de escribir, fotocopiadoras y documentos. Luego se van a sus salas y se sientan a esperar en los pupitres. Cuando los soldados entran, con orden de desalojar, no oponen resistencia. En contra de su imaginario prestigio combativo, el Pedagógico está rendido.
12:45, calle Tomás Moro Los hombres del GAP tratan de reagruparse en el jardín de la devastada residencia de Tomás Moro. Hay dos heridos y muchos golpeados y con traumas acústicos. El arsenal disponible en la casa queda parcialmente bloqueado en el estacionamiento. Poco antes del raid aéreo ha llegado el segundo hombre de Pincheira, Óscar Landerretche6, que ha recibido en la mañana la instrucción de conectarse con Arnoldo Camú; y de éste, la orden de cargar todo el armamento que pudiese, retirar a los GAP de Tomás Moro y dirigirse al Hospital Barros Luco. Después de sacar armas pesadas de un barretín de calle Ñuble –uno de los dos escondrijos “de pared” de Contrainteligencia–, el militante se ha visto envuelto en el caos del bombardeo y ahora que ha concluido sólo quiere cumplir con su misión. Tras unos minutos, los jefes del GAP deciden que los militares no han planeado el asalto a la posición tras el bombardeo. No se divisan movimientos en las cercanías, aunque sí un cerco sobre las arterias principales. Hay espacio para abandonar el lugar y enfilar hacia los puntos de reunión previstos. Ruiz Moscatelli dispone derribar el muro de las Monjas Inglesas
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e iniciar la salida por allí; para hacerlo, los móviles deben sobrepasar una desesperante zanja. En el Peugeot 404 abarrotado de armas que lleva Landerretche suben dos hombres de su aparato, el jefe de la defensa de la casa presidencial, Francisco Argandoña, otro miembro del GAP y el capitán del Ejército cubano. Tras suyo, montan un Fiat 600 otros tres hombres de la guardia, incluido Max Ropert, el otro hijo de “Payita”. En una camioneta roja parte Francisco Valiente, que debe pasar a dejar a su hijo adolescente antes de dirigirse hacia el sur. Otra camioneta, que lleva la mayor parte de las armas, carga también a Félix Vargas, que ha sido provisoriamente curado de su herida en la cabeza por la operadora telefónica Elba Moreno. Ella, a su turno, viaja en un Fiat 125 con dos guardias y las otras tres mujeres que quedan en Tomás Moro: la telefonista Ana María Vargas, una asistente de enfermería conocida como “Francia” y la colaboradora del servicio doméstico Elena Araneda. Los vehículos salen sucios y golpeados, y se dispersan para evitar que los siga algún helicóptero. El grupo comandado por Landerretche llega al Hospital Barros LucoTrudeau a pie, tras haber dejado los autos a cierta distancia. Nadie se une a ellos en la brava caminata; nadie ofrece ayuda, nadie los felicita. Están solos, en un sector donde suponían tener fuerza política. Cuando ingresan por el acceso de Trudeau, el portero les informa que los médicos están celebrando el golpe militar. Landerretche y Argandoña lo envían a decirles que tienen diez minutos para irse. Pero, en verdad, no pueden hacer nada. Para ese momento, ya han perdido el contacto con la dirección del Aparato Militar y, por lo que saben, no podrán retomarlo: el Aparato se está replegando en dirección al sur, a través de La Legua. En el Barros Luco los espera su contacto, Carolina Wiff, que los lleva hasta una casa de seguridad en la zona de Macul. En la abandonada residencia de Tomás Moro, donde ya no quedan defensores ni atacantes, algunos vecinos se asoman con timidez a los portones abiertos. Muchos se habrían declarado allendistas si se les hubiese interrogado el día antes. Algunos proceden de casas cercanas, típicas de clase media; otros vienen de poblaciones precarias instaladas en los baldíos cercanos. En la zona oriente, Santiago es todavía una ciudad discontinua y heterogénea. En
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cualquier caso, las diferencias de clase desaparecen ante la casa humeante y solitaria del Presidente: en cuanto constatan que no hay riesgo, los vecinos se precipitan a saquear lo que queda en pie. La rapiña es completa: electrodomésticos, ropa, mobiliario, comida, adornos, incluso flores y neumáticos rotos. Es el rostro sardónico de la derrota.
12:45, Indumet, Cordón San Joaquín Las escuadras GEO se sienten excitadas y fuertes, aunque sus jefes saben que han llegado a Indumet con una debilidad estructural: un fusil AK-47 con 120 tiros por unidad alcanza escasamente para un combate. Si no obtienen más armas con prontitud, sus posibilidades son muy limitadas. Por eso, el auto de Investigaciones que trae un centenar de metralletas –y escasa munición– es recibido con jolgorio. Los jefes de escuadra se dedican a instruir a los obreros en el uso de las nuevas armas. Camú, vestido de verde oliva, con una boina y un puro, está a cargo de las operaciones y espera la reunión con el MIR y el PC. Su propuesta es unir fuerzas para atacar los grupos 7 y 10 de la FACh (Cerrillos y El Bosque), obtener armas e iniciar la acumulación de contingentes en la zona obrera de San Miguel. Pronto llegan los autos de la Comisión Política del MIR, con Miguel Enríquez, Bautista Van Schouwen, Humberto Sotomayor, Andrés Pascal, Arturo Villavela, Roberto Moreno y, en función de escolta, Manuel Ojeda; y casi en seguida, el subsecretario general del Partido Comunista, Víctor Díaz, que ya está al frente del partido tras decidirse la inmersión de Corvalán, acompañado por el ex ministro José Oyarce; y los miembros de la comisión política del PS Hernán del Canto, Rolando Calderón, Exequiel Ponce y Ariel Ulloa. Díaz tiene el mandato de informar que la dirección del PC ha decidido no intentar ningún tipo de resistencia armada; ha llegado a la convicción de que los militares controlan el país y que no hay ninguna unidad leal al gobierno. Dado ese cuadro, el PC ha decidido iniciar un “retroceso ordenado”, en el que esperará a ver qué medidas institucionales adopta el nuevo régimen, con el Parlamento, los sindicatos, los medios de comunicación, los partidos políticos...7
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La jefatura del MIR declara que ellos están iniciando consultas con diversos “agentes” (¿infiltrados militares?) para tener una visión más completa. Por de pronto, el MIR tiene dos problemas: la coordinación de sus cuadros y la ubicación de armamento. Y aún no ha podido resolver ninguno. Del Canto informa que el secretario general del PS ha ordenado el repliegue del Aparato Militar, en vista de la magnitud del despliegue castrense y, en especial, del hecho de que el Presidente ya decidió permanecer en La Moneda. Los jefes del Aparato Militar vacilan. ¿Nadie irá a rescatar al Presidente? Del Canto insiste: el Presidente ha dicho que no saldrá del palacio y por lo tanto tampoco aceptará ser “rescatado”. Los militares han concentrado sus fuerzas en el centro: es imposible que un puñado de hombres pueda derrotarlos allí. Pero los hombres no ceden; Camú se pone de su lado. Muy bien, dice Del Canto; volverá a informar de esto a Altamirano. Para los líderes del Aparato Militar y para los del GAP, el dato sustantivo es la situación de La Moneda. Y he aquí que llega a la fábrica Rafael Ruiz Moscatelli, que antes de salir de la casa de Tomás Moro ha hablado con Allende por teléfono: tiene la certeza de que luchará hasta que pueda y necesita ayuda urgente. Casi al mismo tiempo –los minutos se confunden en este punto–, inesperadamente Camú recibe un llamado de “Coco” Paredes; por el auricular se oye una batalla infernal. —Comandante Agustín —dice Paredes, utilizando la “chapa” del jefe militar socialista—, La Moneda sigue resistiendo, pero la situación es muy difícil. ¿Cuándo van a venir a sacar al Presidente? Camú acepta de inmediato la propuesta. Sabe que contraría la instrucción de Altamirano y que por tanto, objetivamente, rompe con la línea del partido; no le importa mucho: el Aparato Militar desconfía profundamente de Altamirano y está dispuesto a sobrepasarlo en cuanto sea necesario. De todos modos, Camú no tiene la menor duda, como no la tienen los hombres del GAP: estar junto a Allende es la primera prioridad en este momento decisivo. Dos camionetas son enviadas a auscultar el camino hacia el centro. Su informe es sombrío: los militares están instalados con grandes fuerzas en Avenida Matta. Para cruzar esa calle habrá que librar una lucha durísima. El jefe militar socialista pregunta a Miguel Enríquez cuánto podrá aportar su movimiento a este intento desesperado. La respuesta es poco
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alentadora: la Fuerza Central del MIR, integrada por unos 50 hombres bien entrenados, podría constituirse, quizás, alrededor de las 16 horas. Por ahora se encuentra dispersa. Aun así, Camú dibuja un mapa sobre un papel e improvisa un plan: la Fuerza GEO del PS y el GAP avanzarán por Santa Rosa; la Fuerza Central del MIR, por San Diego o Arturo Prat. Caerán sobre La Moneda directamente por el acceso de Morandé 80, con la protección de los tiradores de Obras Públicas. Enríquez admira la asertividad de Camú, su serenidad y su precisión para impartir órdenes. Parece que la desesperación estuviese fuera de su repertorio de emociones. Cada vez que toma una decisión, se puede estar seguro de que la ha pensado con cuidado y siempre desde la lógica revolucionaria. Si tuviese hombres como él…8 Piensa que, de todos modos, con Camú al frente de un PS militarizado, será muy fácil para el MIR desarrollar una alianza estratégica. El soñado “polo revolucionario” se puede estar originando en este mismo instante, dejando por fin atrás toda esa politiquería de salones y de instituciones burguesas en que ha vivido la UP. Pero por ahora, debe cumplir otra tarea: consultar a su Comisión Política sobre el rescate de Allende. Enríquez vive un desgarro semejante al de sus amigos socialistas: debería alegrarse de que la “vía institucional” de la UP fracase de una vez, como lo profetizó desde el comienzo, avanzando hacia la agudización de las contradicciones que tanto ha deseado; pero la imagen de Allende combatiendo a solas en el palacio, contra cientos de soldados, como un héroe decimonónico, lo incita a ayudarlo y dar la pelea con él. Están en esa deliberación cuando un obrero se asoma a la pequeña oficina que les ha cedido el interventor Sócrates Ponce: —¡Estamos rodeados! —grita. Camú sale a organizar la defensa. Por las calles Nueva Macul, Santa Ana y Rivas se despliegan unos cien carabineros, que han llegado en cuatro buses. Los oficiales buscan techos para apostarse en las viviendas cercanas y comienzan a disparar hacia el galpón principal. Los obreros responden el fuego. Una pregunta queda sin respuesta: ¿cómo llegó la policía hasta un lugar tan escondido, en calles tan pequeñas? ¿Cómo supo de la importancia de Indumet? El misterio durará 30 años9. Y la respuesta está en el vecindario: más temprano, cuando los “geólogos” han llegado a la fábrica, armas en ristre y con la euforia de los combatientes,
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un comerciante vecino ha ido a avisar a la 12ª Comisaría que allí se está congregando un gran contingente armado. El hombre encarna el intenso rencor de miles de pequeños comerciantes con un gobierno que los ha sometido al escrutinio, a menudo vejatorio, de la Dirección de Industria y Comercio (Dirinco) y, peor aún, de las Juntas de Abastecimiento y Precios (JAP), células de vecinos militantes con capacidades confiscatorias. Y los carabineros, que conocen estos enconos, han mandado una simple patrulla, que ha revisado con extrema cautela el perímetro de la industria. Ahora han llegado los refuerzos. El comerciante tendrá que bajar las cortinas del negocio, tenderse en el piso y soportar la balacera que se desata a su alrededor. Se acompañará con una botella de pisco. Andrés Pascal propone a los dirigentes del MIR salir por detrás de la industria, romper el cerco y volver a la casa de Gran Avenida donde se acuartela la Comisión Política. Ni siquiera tienen armas; los dirigentes del cordón San Joaquín deben entregarles algunas para que puedan escapar. Cuando inician la retirada, Manuel Ojeda es alcanzado en una rodilla por las balas de la policía; los obreros lo recogen y lo llevan hasta el subterráneo, donde recibe primeros auxilios de la esposa de Camú, Celsa Parrau. Ella quedará a su cuidado toda la tarde. Mientras la refriega de Indumet se prolonga por la hora siguiente, la jefatura del MIR rechaza la propuesta del secretario general. El bombardeo sobre La Moneda, argumentan, ha demostrado que los militares siguen una estrategia de aniquilamiento. En esas condiciones, intentar un golpe de audacia sería suicida. El MIR debe concentrarse en su red clandestina e iniciar la construcción del “poder popular” con una proyección de largo plazo. Al menos para el MIR, el bombardeo de La Moneda ha funcionado exactamente como esperaban los militares: como una señal tajante de su determinación.
13:00, La Moneda, ala nororiente Aunque contraría los íntimos deseos de Enríquez, la decisión del MIR es más razonable de lo que parece. La situación de La Moneda se ha deteriorado aceleradamente y no parece posible que ninguna ayuda alcance a asomarse. En el sector de la Intendencia de Palacio, donde están las cocinas, el periodista Augusto “Perro” Olivares, que ha vivido estas horas con una
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angustia inaguantable, se sienta en el suelo, seguro de que no haya nadie cerca. Acomoda su metralleta UZI en la sien, cuidando de que quede en perfecta línea recta, y dispara. Sigue en esto las recomendaciones que le ha dado el doctor Bartulín, cuando Olivares le ha preguntado por la manera más segura de ultimarse10. Un disparo en el mentón, ha dicho el médico, puede pasar entre los hemisferios cerebrales, sin causar la muerte; un tremendo daño sin eficacia. Lo más seguro es un tiro en la sien, siempre que sea completamente perpendicular… Su amigo, el periodista “Negro” Jorquera, que ha ido a buscarle un vaso de agua a un lavatorio cercano, se extraña de no hallarlo, cuando oye un ruido que sobrepasa el bullicio ambiental. Buscando su origen, es el primero en ver al “Perro” con el cráneo destrozado, respirando dificultosamente, caído hacia un costado. Corre en busca de ayuda. La voz se repite de cuarto en cuarto, hasta que llega al Presidente y los doctores Arturo Jirón y Óscar Soto. Todos se precipitan al lugar. El doctor Jirón levanta la cabeza del periodista y la pone en su regazo, con la esperanza de reavivarlo. Olivares muere en sus brazos. El semblante del Presidente se descompone. Los anonadados funcionarios presencian el llanto desgarrador del “Negro”: —¡Se mató el Perrito! ¡Mi hermano! ¡Perrito! —el joven Puccio lo ve golpearse la cabeza contra un muro—. ¡Hasta cuándo, mierda! ¡Perro, hermano! Olivares había tenido una notable carrera como periodista político, especialidad en la que había sido reconocido como uno de los mejores del país. En una época en la que el compromiso partidista de los periodistas no sólo no era objetado, sino que a menudo parecía una necesidad, Olivares fue dejando el oficio para dedicarse cada vez más a las tareas de la UP, hasta que tras el triunfo de Allende se involucró completamente en la gestión de gobierno. Pese a ello, no pudo perder su lucidez de cronista. Y lo que ella le indicaba, cada nueva semana, cada nuevo mes, era que el gobierno de Allende estaba crecientemente amenazado, que los peligros no hacían más que aumentar. Sentía que la UP se hallaba en un callejón sin salida. En La Moneda se ha mostrado ansioso y pesimista. Temprano en la mañana le propuso al “Negro” que cada uno guardase una última bala para acabar con el otro. Olivares era, a su modo, un verdadero existencialista; su humor negro espantaría siempre la peste del optimismo. No había tenido hijos con la actriz y locutora Mirella Latorre –la más popular de aquellos días–, no había
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reunido riqueza y no le interesaban las glorias personales. Leonardo Cáceres lo había oído definirse como “un hombre terminal”: —Cuando yo muera, no va a quedar nada. No tengo hijos, no tengo propiedades, no tengo nada. Ni el perro de la casa es mío: es de la Mirella. La noticia de su muerte inocula un ambiente siniestro entre los defensores de La Moneda, que hasta ese momento parecían imantados por una épica del destino colectivo. El más individual de los actos, el suicidio, introduce la primera duda en esa entereza. Todos los testigos recuerdan que el propio Allende cambia a partir del suicidio del “Perro”. Ya ha recibido con desolación la noticia de que su casa de Tomás Moro también ha sido bombardeada y no conoce el destino de su esposa. Y ahora, la muerte de uno de sus más fieles amigos. Algo tan profundo se desmorona en su interior que hasta Jorquera le pedirá disculpas por llorar tanto. ¿Qué pensaría en ese instante el Presidente? ¿En las imágenes del pasado, en las noches de conversación, en los momentos gratos con el “Perro”? ¿En el periodista inteligente y leal, siempre humorístico, crudo si era necesario? ¿O más bien en que su muerte es el indicio de que se avecinan costos inaceptables para defender el cargo, costos en los que ya cuenta esta muerte bárbara y gratuita de la que él mismo puede sentirse, en una medida ambigua, responsable? La muerte del “Perro”, según los presentes, tiene un efecto notorio: el Presidente comienza a considerar la rendición11.
13:15, Ministerio de Defensa En el quinto piso del Ministerio de Defensa crece una inquietud. La batalla está en todo su fragor, pero La Moneda no parece ceder. ¿Qué hay adentro? ¿Por qué se prolonga tanto la resistencia? Desde el palacio, el ministro Flores, que ha estado en un nervioso y permanente trajín telefónico con el Ministerio desde antes del bombardeo, llama al general Baeza para proponer que una comisión negociadora vaya hasta ese edificio a fijar los términos de la rendición. El general consulta con Carvajal. Claramente, Baeza es partidario de hacer el intento. Carvajal sigue su opinión: un vehículo militar irá a buscar a los negociadores. Flores estima que debe acompañarlo el subsecretario del Interior Daniel Vergara. El secretario Puccio, que se entera de la propuesta, cree que debe
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ir también un hombre de la confianza personal del Presidente; Flores no lo es. El doctor Soto opina que debe ser el mismo Puccio, que meses antes ha sufrido un infarto. Los tres funcionarios buscan a Allende. El doctor Jirón se les une justo cuando divisan al Presidente tendido junto a una ventana, disparando. Jirón se arrastra hasta él y lo toma de un tobillo. —¡Déjame, conch’etumadre! —grita Allende, furioso, hasta que ve al médico—. Ah, eres tú, Jironcito… Los dos reptan hasta el centro del cuarto. Debajo de una gran mesa, Flores, Vergara y Puccio plantean la propuesta de negociar. Allende vacila; es ostensible que la idea lo irrita. Los golpes recientes lo han afectado, pero no derribado: la muerte de Olivares, el bombardeo de su casa, el incendio que devora sus oficinas, la balacera que lo circunda… Y al fin, como en un soliloquio, comienza a describir sus condiciones para negociar: que cesen de inmediato los bombardeos sobre las poblaciones (es lo que se rumorea en palacio: que hay ataques por doquier); que se constituya un gobierno militar sin civiles12; y que se respeten las leyes y conquistas sociales. Los tres emisarios regresan al teléfono para acordar con Baeza el momento de la salida. Puccio le anuncia al general que lo acompañará también su hijo, que es un estudiante. Baeza da una sola instrucción: deben salir con una bandera blanca. Es claro que ni Baeza ni Carvajal han consultado con Pinochet. Éste llama en esos momentos: —Habla Augusto a Patricio, habla Augusto a Patricio. Oye, dime cómo va el ataque a La Moneda, porque me tiene muy preocupado. —En La Moneda, han llamado por teléfono… eh —vacila Carvajal—. Flores, el ex ministro Flores… y Puccio, el secretario del Presidente, manifestando su intención de salir por la puerta de Morandé 80 para rendirse. Se les ha indicado que deben venir… deben salir enarbolando un trapo blanco para cesar el fuego. Esto se le ha comunicado al general Brady y al general Arellano. Eh… la idea es nada de parlamentar, sino que tomarlos presos inmediatamente. —Conforme. Y otra cosa, Patricio. Es interesante que hay que tenerle listo el avión que dice Leigh. Esta gente llega ahí y ni una cosa: se toman, se suben arriba del avión y parten, viejo… Con gran cantidad de escolta.
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—La idea sería tomarlos presos nomás por el momento —tantea el almirante—. Después se verá si se les da avión u otra cosa, pero, por el momento, la idea es tomarlos presos. —Pero es que si los juzgamos les damos tiempo, pues —insiste Pinochet—. Y es conveniente… lo que creo… es motivo para que tengan una herramienta para alegar. Por último, se les pueden levantar hasta las pobladas para salvarlos. Creo que lo mejor… consúltalo con Leigh. La opinión mía es que estos caballeros se toman y se mandan… a dejar a cualquier parte. Por último, en el camino los van tirando abajo. Las risas estallan en el puesto de radio de la Escuela Militar. Se escucha un comentario irrespetuoso: “Éste es facho, huevón”13. —Bien —dice Carvajal—, lo voy a consultar con Leigh. En los minutos siguientes, Carvajal consultará a Leigh y Pinochet sobre quiénes podrán irse con Allende. El único autorizado será Puccio. Los demás, presos. La evolución de las órdenes radiales es un hecho central en esta mañana, aunque pocos estén en condiciones de evaluarlo. Así lo nota el historiador James Whelan, que advierte que el tono de Pinochet va “haciéndose cada vez más perentorio, y sus órdenes más indiscutibles”, mientras que Leigh no cede terreno, sino que “más bien se adelanta a Pinochet”14. Nadie más brilla en el firmamento hertziano del golpe de Estado: sólo los jefes del Ejército y la FACh. El almirante Merino está demasiado lejos para terciar en este gallito. En muy poco rato más Pinochet comenzará a tomar decisiones organizativas que ya insinúan dónde se radicará el mando superior. Desde entonces no habrá más consultas, ni a Leigh ni a Merino. ¿Y en el Ejército? Ésa es otra historia
13:30, Embajada de Cuba, calle Los Estanques Pinochet vuelve a comunicarse con el almirante Carvajal. Sigue impaciente por la situación del palacio de gobierno, que parece querer concluir de una vez. Pero ahora tiene un tema adicional: —Aló, Patricio. ¿Me oyes, Patricio? Aló, Patricio, ¿me oyes? —Sí, te escucho bien. Adelante.
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—Lo siguiente: la embajada cubana está rodeada porque dispararon con una ametralladora. En consecuencia, hay que avisarle al embajador, llamar por teléfono y decirle lo siguiente: dispararon sobre la tropa. En consecuencia, para evitar problemas internacionales, se servirá considerar que tienen de inmediato un avión a disposición para que se manden cambiar para su país. Y rompemos relaciones con Cuba. Punto. ¿Qué ha ocurrido? En la pequeña calle Los Estanques, a metros de Pocuro con Pedro de Valdivia y a poca distancia de los edificios para oficiales situados en Antonio Varas, la embajada de Cuba se ha estado preparando desde temprano para un eventual ataque. El barrio le es hostil: numerosos dirigentes de derecha viven en el vecindario, y algunos grupos –que según presumen serían de Patria y Libertad– se han estado acercando en forma agresiva, incluso bloqueando los accesos. En la mañana, han traspuesto esas barreras, en una camioneta del Ministerio de Vivienda, los dirigentes del MIR Andrés Pascal y Arturo Villavela, en busca de armas15. Los miristas saben que un sótano está abarrotado de AK-47. Pero el jefe político de la embajada, Ulises Estrada, que encabeza la representación del DOE, se ha negado a entregarles armamento: considera que la camioneta en que se movilizan no ofrece condiciones de seguridad y puede poner en peligro la “neutralidad” formal del territorio diplomático. Pascal y Villavela se han ido frustrados. Estrada tiene instrucciones precisas de Fidel Castro: no deben hacer nada que vaya contra la política de Allende y han de resistir en el recinto –y sólo dentro de él– si son atacados. Como en esos momentos Castro está de visita en Vietnam, la imagen que utiliza es local: Quang Tri, la ciudad que soportó uno de los mayores bombardeos norteamericanos en 197216. En el incinerador y en el patio de la embajada, los funcionarios se han pasado la mañana quemando documentos. Un solo chileno los acompaña: el ex GAP Max Marambio. Después del bombardeo a La Moneda, una compañía de la Escuela Militar ha cercado la embajada. Algunos soldados se han asomado al estacionamiento: según versiones de vecinos, allí se ha refugiado Altamirano, que empieza a ser el hombre más buscado. Dos cubanos les han disparado, sólo para intimidarlos. La reacción ha sido una balacera informe, que al menos ha tenido la virtud de ahuyentar a los curiosos.
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Y ahora, tras la instrucción de Pinochet, el almirante Carvajal llama al embajador Mario García Incháustegui y le advierte que la Junta no tolerará agresiones desde su residencia. El embajador responde en términos diplomáticos: el derecho internacional garantiza su inmunidad y su derecho a defenderse. Poco después llama el general Benavides, desde la Escuela Militar, para anunciar que los militares no han querido emplearse ante la legación, pero que tras la agresión van a empatar el nivel de fuego, con las consecuencias que el señor embajador podrá imaginar. García Incháustegui instruye a sus 119 funcionarios para que preparen la defensa del lugar. Es una fuerza inusitada para una representación diplomática; y más, si se considera que a lo menos 43 pertenecen al DOE y están allí con funciones militares.
13:50, La Moneda, ala nororiente El secretario del Presidente amarra el delantal de un médico a un trozo de madera. Abre lentamente la puerta de Morandé 80 y lo asoma; varios disparos lo perforan. Puccio regresa al teléfono para reclamar a Baeza que no se está cumpliendo la tregua. La demora empeora las cosas. El fuego se extiende, el humo asfixia, las balas pululan. Al fin, un transporte semioruga se estaciona ante Morandé 80. Los tres políticos, el joven Osvaldo Puccio y el funcionario del Ministerio del Interior Francisco Javier Hurtado –que se suma intempestivamente al grupo, siguiendo a Vergara–, suben a la rampa descubierta del vehículo. Algunos funcionarios de Obras Públicas, que contemplan la maniobra desde las ventanas del subterráneo, situadas a ras de la calle, se indignan. Creen que se están entregando. Puccio explica a gritos que van por orden del Presidente: —¡Sale p’allá, conch’etumadre! ¡Cómo se va rendir el Chicho! ¡Traidores de mierda! El transporte gira por la peligrosa esquina de Moneda y enfila hacia el Ministerio de Defensa. Flores, Vergara y Puccio son conducidos a la oficina de Carvajal, donde también los esperan los generales Baeza y Nuño. Osvaldo Puccio hijo y el funcionario Hurtado quedan en una sala de espera.
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Nada se sabe en La Moneda de la gestión negociadora mientras prosigue el combate. Los techos se desploman y el incendio avanza. El fuego de las baterías ya remece los muros de las fachadas norte y sur. Minutos después, el inspector Seoane atiende una llamada en el citófono de su oficina que lo comunica con el Cuartel Central de Investigaciones. Es el prefecto inspector René Carrasco, que ha quedado a cargo de la policía civil por instrucciones de la Junta. Quiere saber cómo están el Presidente y los detectives de La Moneda. Seoane da un breve reporte y Carrasco le informa que los militares dominan todo el país, que sólo quedan unos pocos bolsones de resistencia, prontos a caer, y que es iluso esperar cualquier asistencia. Le pide que haga un ofrecimiento al Presidente: él puede conseguir una tregua de los militares para que los ocupantes del palacio salgan rendidos. Seoane lleva la proposición a Allende; en el camino encuentra a “Coco” Paredes y se la transmite. Paredes habla con el Presidente; Seoane contempla a cierta distancia su negativa tajante, pero también ve que, tras un controlado intercambio, el Presidente asiente. Paredes recorre las habitaciones: —¡Orden de rendirse! ¡El Presidente ordena rendirse! Por otros sectores, Allende repite lo mismo. —¡Ríndanse! ¡Esto es una masacre! Los defensores se ordenan en dos filas: en el primer piso, algunos médicos, funcionarios y los GAP que quedaron en esa zona durante el bombardeo; desde el segundo, otros funcionarios, varios detectives y muchos de los médicos. Allende anuncia que se pondrá al final y ordena que “Payita” vaya al comienzo. En ese instante, “Coco” Paredes le entrega el Acta de la Independencia; “Payita” se ha puesto la chaqueta del “Perro” Olivares, con la esperanza de entregársela a Mirella Latorre y ahora guarda la pieza histórica enrollada en una manga. Aparentemente, el mismo Paredes llama luego al general Baeza para pedir el cese del fuego, que ha vuelto a intensificarse. El Presidente, dice, se va a rendir y requiere un vehículo para salir.
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14:00, Indumet, Cordón San Joaquín A la vista del cerco tendido por los carabineros, Arnoldo Camú ordena la retirada rumbo al punto de acumulación de fuerzas, las industrias Sumar, para luego marchar al sitio de coordinación previsto por el PS, las fábricas Madeco-Mademsa. Algo sugiere que las cosas no marchan según los planes. Pero dejar Indumet se vuelve imperioso. No es una decisión de supervivencia: es que si siguen allí, no podrán cumplir con el objetivo de apoyar al Presidente en La Moneda. En ese momento comienza su derrota. Al forzarse a una estampida informe y necesariamente precipitada, estos hombres se condenan, sin saberlo, a no alcanzar jamás el palacio de gobierno. De haber existido una oportunidad, la única era una marcha ordenada y decidida, a la que se fueran uniendo espontáneos y envalentonados, hasta formar una columna maciza, incombustible. Pero así son los sueños, no las guerras. Las guerras las ganan los profesionales dedicados a anticipar los sueños de sus adversarios. El grupo sale por las instalaciones de Plansa y atraviesa corriendo San Joaquín, hacia el sur: esa avenida es peligrosa porque, como todas las importantes, está ocupada por patrullas militares. Al otro lado de la avenida se enfrenta a un panorama pavoroso: el callejón Venecia, conocido en la zona como “Callejón de los Mojones”, unos 300 metros formados por los muros ciegos de la fábrica de Coca-Cola y de otra industria. Entrar a ese pasadizo significa exponerse a una muerte segura si algún enemigo se ubica en una de las bocas. Algunos de los hombres alcanzan a protestar. Pero el jefe es Camú y éste, con su seguridad de siempre, decide en segundos que no tienen alternativa y da la orden de correr por el callejón, turnando a dos hombres cada 20 metros para cubrir la retaguardia. La aventura que emprenden estos militantes es un gesto de voluntad sin esperanzas. Los moviliza, no la racionalidad militar ni la audacia revolucionaria, sino una desesperación ciega, casi incontrolable, íntima: saber que Salvador Allende lucha también sin esperanza en La Moneda. La sangre que se derrame en adelante será la expresión material de ese agón espiritual. Habiendo perdido sus vehículos en Indumet, enfrentan la perspectiva siniestra de desplazarse a pie por más de cinco kilómetros antes de acercarse siquiera al centro de Santiago.
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Tras salir del callejón, el grupo se halla de lleno en la población La Legua Emergencia. Y el espectáculo que contemplan termina de desorientarlos: mucha gente está en las calles, agrupada, expectante. Si tuvieran armas, les dicen, podrían constituir un gran foco de lucha. Algunas mujeres les ofrecen té, agua, refrescos. Y, por supuesto, los precarios refugios de sus hogares. Dos de los cuatro miembros de la Comisión Política del PS que están con el grupo optan por estos últimos: Ariel Ulloa y Rolando Calderón, que pasará el resto de la jornada tendido con fiebre en la cama de un poblador. Exequiel Ponce, jefe del Frente Interno del PS, y Camú continúan con las escuadras GEO. La acogida de los pobladores produce alguna dispersión en el contingente que ha corrido desde Indumet17. El grupo de dirigentes y militantes socialistas que ha llegado desde otras industrias del cordón San Joaquín se interna en La Legua para avanzar hacia Madeco-Mademsa, situada en la frontera de la siguiente población, El Pinar. En cambio, la jefatura del Aparato Militar se propone alcanzar Sumar a como dé lugar. Cuando llegan al sector antiguo de La Legua, ocupan todos los costados de la Plaza Guacolda (hoy Salvador Allende). Renato Moreau, que se une al final, después de haber cubierto la última retirada de Indumet, delibera con Camú y ambos deciden utilizar el carro de los bomberos de la población. Entran con violencia al local, encañonan a los bomberos y se llevan al conductor de la máquina antiincendios. Los hombres de las escuadras GEO trepan en la plaza al vehículo, que marcha haciendo sonar sus sirenas hasta Sumar. Los obreros textiles abren el portón y el carro da un par de vueltas por el patio antes de detenerse para que los jefes organicen la partida. En el intertanto han llegado hasta Sumar una camioneta y un auto desde Tomás Moro; varios de los obreros han sido equipados con armas. Una ametralladora .30 ya está instalada en la copa de agua de la industria, en vista del paso frecuente de avionetas y helicópteros por el sector. Las mujeres llegadas desde Tomás Moro traen además un maletín de Allende, que los dirigentes inspeccionan con avidez. Pero su contenido es estrambótico: un estetoscopio y varias barras utilizadas para detectar radiación en las comidas.
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Cuando un helicóptero Puma del Comando de Aviación del Ejército inicia su enésimo sobrevuelo por la industria, la ametralladora y los “geólogos” lo buscan con sus miras e inician una descarga cerrada, abrumadora. La tripulación de siete hombres intenta responder el fuego, pero el aparato se desequilibra, alcanzado en 17 puntos de su estructura. El Puma huye desesperadamente hacia la base aérea El Bosque, con el piloto herido en un pie. Triunfantes, los socialistas reunidos en Sumar se preparan para marchar hacia Madeco-Mademsa, atravesando La Legua. En conjunto deciden que la travesía es demasiado peligrosa para las cuatro mujeres llegadas desde Tomás Moro; un militante las llevará a refugiarse en una parcela de La Reina. Mientras ellas salen, unos 20 obreros trepan al carro bomba y otros tantos se encaraman en autos y camionetas. A lo lejos, en el interior de la población, se oye una balacera.
14:00, Ministerio de Defensa En la oficina del almirante Carvajal, Nuño tiene un gesto amistoso con Puccio: —En cuanto esto termine te mando a tu cabro para la casa… Es el único que recibe cierta deferencia de los oficiales. Flores y Vergara son increpados con dureza por Carvajal y Díaz Estrada. Puccio interviene para notar que vienen como parlamentarios e insta a Flores a explicar las condiciones del Presidente. El almirante y los generales salen a consultar al Puesto Uno y regresan con la respuesta: “Rendición incondicional. Avión para el Presidente, su familia, Puccio y los ministros Briones y Letelier. Los demás, presos”. Puccio comienza a escribir estas reglas cuando entra el general Baeza. —Ya no hay nada que hacer —dice—. El Presidente se rinde. Flores, Vergara, Puccio y su hijo son llevados al subterráneo en un ambiente extraño18. Un oficial los hace levantar las manos, el general Nuño se las baja; un militar es amable con los prisioneros, otro tapa de mofas al subsecretario Vergara. En el quinto piso, los altos jefes deliberan. El general Palacios debería alcanzar La Moneda para recibir la rendición de Allende. Carvajal cita a Palacios en la guardia del Ministerio y le da la instrucción de entrar a la casa de gobierno en cuanto despejen el área.
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Agrega que el coronel Rafael González, un civil con rango militar que trabaja en el Departamento Segundo de Inteligencia del Estado Mayor de la Defensa19, encabezará un equipo de comandos, de entre 8 y 12 integrantes, que se encargará de recoger la documentación que haya en La Moneda y de identificar a los ocupantes principales. El grupo, que utiliza uniforme de combate, deberá entrar detrás de las tropas de Palacios y no deberá disparar a menos que sea atacado. Pero la información que llega desde la calle es que el fuego de francotiradores es ahora más fuerte que nunca. Carvajal ordena que se informe de esto a través de la cadena radial. —El señor Allende —lee el teniente coronel Guillard— ha dado a conocer su intención de rendirse y pide para ello cinco minutos de cese del fuego. Esta condición es imposible, porque no termina la acción de fuego de personas ubicadas en edificios colindantes a La Moneda. Habrá nuevas informaciones en breves minutos más. Los hombres del GAP parapetados en Obras Públicas mantienen a raya a las fuerzas de la Escuela de Suboficiales que se acercan desde la Alameda, y a los soldados del Regimiento Buin que tratan de tomar Morandé. El general Palacios, siguiendo las operaciones desde el edificio de la Intendencia, ordena que uno de los tanques del Blindados gire hacia Morandé y abra fuego de ametralladoras contra Obras Públicas. Esa acción obliga a los tiradores del GAP a modificar sus posiciones; la intensidad del combate disminuye. Desde la Academia de Guerra Aérea, Leigh se muestra impaciente. Ofrece poner un helicóptero en la Escuela Militar y desde allí llevar a Allende y su familia hasta Los Cerrillos, para embarcarlo en el DC-6. Y fija un límite: cuatro de la tarde. “¡Y ni un minuto más!”. —¿Me escuchas, Patricio? —interviene Pinochet—. ¿Se fue ya el señor Allende? —Algunas personas están saliendo ahora —dice Carvajal—. Yo mandé personal de Inteligencia a investigar los nombres de los más importantes de los que están saliendo de ahí. —Escucha, Patricio, otra cosa. Creo que los tres comandantes en jefe y el director general de Carabineros deben reunirse para emitir una declaración conjunta. En ese caso, el señor Allende… ¡fuera! —Estamos preparando la información para anunciar, tanto por el sistema militar de comunicaciones como por radio, que Allende se rindió y que los otros se entreguen, que los más importantes se entreguen…
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—Patricio, debe agregarse que Allende pidió dejar el país… —Conforme. Gustavo Leigh me dice que va a poner un helicóptero para llevar a la familia de Allende a Cerrillos, de manera que pueda tomar el avión y partir antes de la cuatro de la tarde. —Conforme, conforme. Después de las cuatro, yo creo que alrededor de las cinco y media, es buena hora para la reunión de los comandantes en jefe y el general director de Carabineros. —¿A qué hora quieres tener la reunión? —Yo creo que deberíamos citarla para las cuatro… alrededor de las cinco o seis —Pinochet se ríe de su propia vacilación—: ¡Puf, amigo…! —Bien —dice Carvajal, riendo también—. Tenemos una reunión de comandantes en jefe en el Ministerio. ¿Comprendido? —No —corrige Pinochet—. Tiene que ser acá arriba. —¿Quiere decir que la reunión va a ser en Peñalolén? —Sí, en el cuartel general…20 Por primera vez en el día, Pinochet marca la entera propiedad del movimiento. La reunión más importante del día, en su terreno. Más tarde se demostrará inviable que los jefes militares lleguen a Peñalolén, pero la reunión se mantendrá en la esfera del Ejército: la Escuela Militar.
14:20, La Moneda, ala nororiente Casi al unísono, el general Palacios decide que es el momento de concluir la refriega con la toma del palacio. Un primer grupo de soldados es enviado a derribar la puerta de Morandé 80. No necesitan hacerlo: la hoja de madera está entreabierta. Pero no entran de inmediato. Los doctores Soto y Bartulín, el “Negro” Jorquera, los GAP Renato González y Juan José Montiglio y el detective Eduardo Ellis reposan en el rellano de la escala que da al primer piso, con las armas apoyadas en la pared. Allende verifica el ordenamiento desde el rellano y sube saludando a cada uno. A Jorquera lo separa por unos segundos, le da un abrazo apretado y le dice algo que el “Negro” ha olvidado21. Ellis se acerca con un delantal blanco hasta la puerta y se asoma. Un soldado lo toma desde el exterior y los cinco hombres que vienen detrás son empujados al piso. El oficial levanta de un tirón al doctor Soto y le pregunta cuánta gente queda arriba. El médico da una respuesta confusa; el oficial le ordena regresar y advertir que hay diez minutos para salir22.
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Es el comandante de la batería de Plana Mayor del Tacna, capitán Jaime Berríos, que ha recibido la orden de entrar a La Moneda y ahora la cumple con unos 60 soldados en dos grupos: la Primera Sección, al mando del teniente Iván Herrera, y la Segunda Sección, a cargo del subteniente Manuel Vásquez. A partir de este punto, las versiones son tan confusas como los hechos que se comprimen en unos escasos minutos. Tras la intimación del oficial, el doctor Soto salta los escalones. Allende ya está en el segundo piso y va camino al final de la fila. —¡Presidente! —grita—. ¡Hay diez minutos para bajar y rendirse!23 —¡Bajen todos! —replica el Presidente, taxativo—. ¡Dejen las armas y bajen! Yo lo haré al último… Y sigue saludando. Cerca del último tercio de la fila, Allende advierte una discusión entre Enrique Huerta y “Coco” Paredes. Huerta quiere seguir resistiendo (“cómo nos vamos a entregar, es mejor seguir peleando, morir con dignidad”) y Paredes trata de disuadirlo de que ya es inútil. Entonces interviene el Presidente, emplazando a Huerta a actuar con responsabilidad: cualquier acción de ese tipo puede perjudicar a los demás. Huerta asiente y regresa a su lugar en la fila24. En los hechos, Allende va retrocediendo con un objetivo fijo, pero la mayoría cree que ello simplemente se debe a su decisión de ir al final. Salvo el doctor Arturo Jirón, que contempla con suspicacia la determinada y suelta caminata del Presidente. Lo ve entrar al Salón Independencia y cerrar la puerta. Temiendo el suicidio, Jirón le dice al escolta Daniel Gutiérrez que entre al Salón. En cuanto se asoma, el Presidente le grita que cierre25. El detective Luis Henríquez oye otro grito desde el Salón en los segundos que siguen: —¡Allende no se rinde, mierda!26 En ese mismo instante fugaz se devuelve desde el centro de la procesión el doctor Guijón, que quiere llevar una máscara antigás como recuerdo para sus hijos27. Ante el Salón Independencia oye un ruido seco. Con cierto automatismo, se asoma; alcanza a ver la contorsión hacia arriba del Presidente, que acaba de disparar el fusil-ametralladora desde el mentón hacia arriba. Con el instinto del médico, se acerca al cuerpo y toma el pulso. A su alrededor sólo hay rugidos: balazos, incendio, gritos. Casi al unísono se asoman el detective David Garrido y Enrique Huerta, que sale de inmediato hacia el pasillo.
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—¡El Presidente ha muerto! —grita, mientras coge una de las metralletas arrojadas en el piso—. ¡No se rindan, compañeros! ¡Seremos grandes!28 Ricardo Pincheira le quita el arma. Delante suyo, Arsenio Poupin saca un revólver de su camisa y trata de ponerlo sobre su sien. Otros hombres se lo arrebatan. Frente a la puerta del Salón Independencia, en este momento único, han estado los médicos Guijón, Jirón, Quiroga y Hernán Ruiz, los funcionarios Huerta y Poupin y los detectives Garrido, Douglas Gallegos, Gustavo Basaure y Pedro Valverde. Todos ellos alcanzan a ver el cuerpo de Allende antes de que la fila de la rendición se acelere y comiencen los empujones hacia el primer piso. En ese momento entra por Morandé 80 la Primera Sección de unos 30 hombres del teniente Herrera, que envía a dos soldados al segundo piso mientras aún se precipitan hacia abajo los ocupantes del gobierno. El conscripto Manuel Carrillo avanza hacia la izquierda de la escala; su compañero, hacia la derecha. El humo lo oscurece todo y estos muchachos de 18 y 19 años se internan en un túnel venenoso, fusil al frente y bala pasada. Carrillo ve aparecer una figura espectral: —Soldado, no dispare. El Presidente de la República se acaba de suicidar. Es el doctor Guijón, en la puerta del Salón Independencia. Carrillo cachea al médico y lo deja, manos arriba, en el Salón. Tras él llega René Cardemil, de la Escuela de Suboficiales, que oye a Guijón en el borde de un trance: —Su Excelencia. El Presidente de la República. Cardemil mira el cuerpo del Presidente, ve sus anteojos quebrados, le toma el brazo derecho y hasta trata de ajustar la desvencijada caja craneana. En ese momento entra el general Palacios29. Siguiendo la tradición de guerra del Ejército, Palacios ha estimado que un general debe situarse en la vanguardia. En los alrededores no hay otro que él mismo. A saltos, ha cruzado Morandé con una metralleta en ristre y ha entrado al palacio cuando los prisioneros ya se agolpaban en la vereda poniente. Palacios busca un objetivo principal: el Presidente. Pregunta por él en el primer piso y trepa a toda velocidad las escalas hacia el segundo. Entonces, alguien dispara una ráfaga; una bala rebota en un muro, pega en el casco del teniente Herrera y rasga una mano del general Palacios. El teniente de Inteligencia Armando Fernández Larios, enviado a identificar a los defensores del palacio, pasa su pañuelo al general para que lo use como venda30.
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El general, acompañado de los capitanes Berríos (Regimiento Tacna) e Iván de la Fuente (Escuela de Infantería), los mayores Jaime Núñez y José Quinteros (Dirección de Instrucción del Estado Mayor), el teniente Herrera y el subteniente Vásquez (Regimiento Tacna) y el oficial alumno Ludovico Aldunate (Escuela de Infantería)31 avanza recorriendo las habitaciones y ordenando el rescate de muebles y objetos, hasta que un subalterno avisa que dos soldados han hallado un cuerpo en el Salón Independencia. El grupo se dirige al lugar y ve salir al doctor Guijón: —El Presidente se mató —dice. Los soldados no entienden muy bien el significado de lo que están viviendo. El general Palacios entra y ve el cadáver del Presidente, al que reconoce por su macizo reloj Jaeger-LeCoultre. Examina el fusil AK-47, que el médico ha sacado de las piernas de Allende, interroga brevemente a Guijón, sin creerle mucho –llega a pensar que el propio doctor pudo dispararle– y constata que ya no hay nada que hacer. Llama al oficial de radio y entrega su breve reporte al general Nuño: —Misión cumplida. Moneda tomada, Presidente muerto32. Todos los testimonios discrepan en pequeños puntos respecto de la rendición, la salida de los ocupantes de La Moneda, la invasión del primer piso por los militares. En cambio, nadie duda de lo más importante: los soldados todavía no han llegado al segundo piso cuando Allende acciona su fusil. A las 14:38, Carvajal informa a Pinochet y Leigh, con un mensaje sintético que pasa a la historia en inglés: “They said that Allende commited suicide”.
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NOTAS
1 JORQUERA, CARLOS: El Chicho Allende. Santiago: Bat, 1990. 2 LÓPEZ TOBAR, MARIO: El 11 en la mira de un Hawker Hunter. Las operaciones y blancos aéreos de septiembre de 1973. Santiago: Sudamericana, 1999, pp. 128-129. 3 QUIROGA, PATRICIO: Compañeros. El GAP: la escolta de Allende. Santiago: Aguilar, 2001, pp. 155-161. 4 WHELAN, JAMES R.: Desde las cenizas. Vida, muerte y transfiguración de la democracia en Chile, 1833-1988. Santiago: Zig Zag, 1989, pp. 472-474. 5 Septiembre de 1973. Los cien combates de una batalla. Santiago: Gabriela Mistral, 1973. Este texto, sin firma, fue editado con el auspicio de las Fuerzas Armadas y Carabineros. 6 La revelación original de esta identidad: GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, p. 362. 7 Testigos presenciales de esta reunión dieron versiones completas a Margarita Serrano, en agosto y septiembre de 2003. Además, GONZÁLEZ, IGNACIO: El día en que murió Allende. Santiago: Cesoc, 1990 (ampliada), pp. 280-284. Acerca de la posición del PC, un testimonio cercano y fresco en: “Entrevista a Miguel Enríquez”. Boletín Correo de la Resistencia, Nº 3, septiembre-octubre de 1974. 8 Una descripción elocuente de la relación de Enríquez con Camú: CASTILLO, CARMEN: Un día de octubre en Santiago. Santiago: LOM, 1999, pp. 24-26. (Edición chilena de Un jour d’octobre à Santiago. París: Éditions Stock, 1980). 9 Hasta la primera edición de esta investigación, en 2003. 10 MARTÍNEZ, ANTONIO: 1973: el último hombre de La Moneda. Santiago: diario La Época, 1º de abril de 1990. Un testimonio más extenso de Danilo Bartulín se encuentra en una película filmada por cineastas de Alemania Oriental: HEYNOWSKI, WALTER y SCHEUMANN, GERHARD: Im Feuer bestanden. Die letzten Stunden in der Moneda (Más fuerte que el fuego. Las últimas horas en La Moneda), 1977. 11 Existen versiones que vinculan el suicidio de Olivares a la rendición inmediata: VERDUGO, PATRICIA: Interferencia secreta. 11 de septiembre de 1973. Santiago: Sudamericana, 1998, pp. 150-52. Los testimonios vivenciales concuerdan en que la reacción no es tan lineal. SOTO, ÓSCAR: El último día de Salvador Allende. Santiago: Aguilar, 1998, pp. 88-91. La misma impresión emerge de una entrevista conjunta de Osvaldo Puccio Huidobro y Óscar Soto con Ascanio Cavallo, el 25 de enero de 1986.
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12 Otras versiones han señalado lo contrario, que la exigencia consistía en integrar un civil a la Junta. La versión aceptada aquí es la de Osvaldo Puccio Huidobro y resulta consistente con la idea de Allende de que los militares no debían entregarse a las manos de los partidos. 13 VERDUGO, PATRICIA: Interferencia secreta. 11 de septiembre de 1973. Santiago: Sudamericana, 1998, pp. 137-143. 14 WHELAN, JAMES R.: Desde las cenizas. Vida, muerte y transfiguración de la democracia en Chile, 1833-1988. Santiago: Zig Zag, 1989, p. 456. 15 CASTILLO, CARMEN: Un día de octubre en Santiago. Santiago: LOM, 1999, p. 25. 16 MARAMBIO, MAX: “El golpe, Allende y mis otros fantasmas”. Santiago: diario La Tercera, Suplemento Reportajes, 17 de agosto de 2003. 17 Un testimonio directo afirma que el contingente se divide en tres partes: una, que se fragmenta en subgrupos dentro de La Legua; otra, que dentro de esa población dirige las emboscadas mayores contra Carabineros y luego trata de alcanzar la industria Madeco-Mademsa; y una tercera, que se va a las industrias Sumar. SIRKIS, ALFREDO Roleta chilena. Rio de Janeiro: Record, 1981, pp.125-131. El autor reproduce una entrevista hecha por él mismo, bajo el seudónimo de Marcelo Dias, a un sobreviviente uruguayo de estas escaramuzas, publicada en el diario Libération, en octubre de 1973, y es completamente consistente con lo que ocurrió más tarde (ver Capítulo 6). 18 PUCCIO, OSVALDO: Un cuarto de siglo con Allende. Santiago: Emisión, 1985. 19 Este organismo, ultrasecreto y desconocido hasta ahora, funcionó hasta junio de 1974, cuando fue desmantelado en virtud de la creación de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). 20 WHELAN, JAMES R.: Desde las cenizas. Vida, muerte y transfiguración de la democracia en Chile, 1833-1988. Santiago: Zig Zag, 1989, pp. 482-483. Este diálogo no aparece en la grabación que acompaña al libro Interferencia secreta. Aunque atempera un poco el lenguaje, evidentemente Whelan tuvo acceso a una grabación más completa de las comunicaciones entre los jefes militares. 21 Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: Testimonio de Carlos Jorquera, del 20 de mayo de 2011, fojas 852. 22 SOTO, ÓSCAR: El último día de Salvador Allende. Santiago: Aguilar, 1998, pp. 92-94. 23 En la primera edición de este libro se afirmó que el doctor Soto gritó: “¡El primer piso está tomado por militares!”. Pero los soldados aún no entraban, según se desprende de las declaraciones del mismo Soto y otros numerosos testigos en el sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago, iniciado en el 2011 por requerimiento de la fiscal judicial de la Corte de Apelaciones, Beatriz Pedrals. La presente versión, así como algunos aspectos que la siguen, ha sido corregida en concordancia con esos testimonios. Esta investigación judicial fue iniciada, con la posterior concurrencia de una treintena de querellantes, con el objeto de establecer si la muerte de Allende fue un homicidio o un suicidio, e incluyó la exhumación y nueva autopsia de los restos del Presidente. 24 Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: testimonio del detective de la Sección Presidencia Luis Henríquez, del 12 de abril de 2011, fojas 361.
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25 Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: testimonio del médico Hernán Ruiz, del 5 de julio de 2011, fojas 1.125. 26 Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: testimonio del detective de la Sección Presidencia Luis Henríquez, del 12 de abril de 2011, fojas 361. 27 Una descripción compleja y documentada acerca de la personalidad y el papel del doctor Guijón, en: WHELAN, JAMES: Allende: Death of a marxist dream. Westport: Arlington House, pp. 201-204. 28 Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: testimonio del médico Hernán Ruiz, del 5 de julio de 2011, fojas 1.125. 29 Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: testimonios del conscripto Manuel Carrillo, del 26 de mayo de 2011, fojas 934; y del suboficial René Cardemil, del 14 de diciembre de 2011, fojas 2.270. 30 El general Palacios ha dicho reiteradamente, desde sus primeros relatos, que el agresor fue un GAP que resultó herido de gravedad por sus soldados, que tenía apellido mapuche (José Huenchullán en IGNACIO GONZÁLEZ, “un muchacho de rasgos araucanos” en MÓNICA GONZÁLEZ, Juan Llanculef Catrileo en entrevista con Ascanio Cavallo y Margarita Serrano), y que procedía de Colonia Boroa. Sin embargo, los únicos dos heridos en La Moneda fueron Antonio Aguirre y Osvaldo Ramos, ambos en el segundo piso y por disparos procedentes de fuera del edificio. Por otra parte, los GAP rezagados fueron Renato González y Juan Osses; este último ya no tenía munición y el primero parece no haber combatido. QUIROGA, PATRICIO: Compañeros. El GAP: la escolta de Allende. Santiago: Aguilar, 2001, pp. 183-185. Dos hipótesis podrían conciliar estas contradicciones: 1) Alguno de los dos heridos graves del GAP le fue presentado al general Palacios como su agresor, y más probablemente Ramos, “El Manque”, con rasgos que podrían ser interpretados como indígenas; o 2) la bala que hirió al general Palacios –y que rebotó en puntos previos– fue disparada por uno de los militares que entraban a La Moneda. En cuanto a los apellidos, Palacios podría referirse al detective Juan Coilio Huenumán, aunque éste no era miembro del GAP ni resultó herido. Para los destinos de los heridos: COMISIÓN NACIONAL DE VERDAD Y RECONCILIACIÓN: Informe final. Santiago: Secretaría de Comunicación y Cultura, 1991. Otros textos y fuentes hablan de varios GAP muertos en este combate. Por ejemplo, AHUMADA, EUGENIO et al.: Chile, la memoria prohibida. Santiago: Pehuén, 1989, menciona como muertos a “Manuel Mercado y Alejandro Morales, que cayeron junto al Presidente” (tomo I, p. 148), lo que reitera GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, p. 377. Tales personas no aparecen en ninguna nómina del GAP, no consta su actuación en La Moneda ni tampoco han sido reconocidos como víctimas. 31 Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: testimonios del capitán Jaime Berríos, del 17 de agosto de 2011, fojas 1.864; del mayor Jaime Núñez, del 7 de octubre de 2011, fojas 2.150; del mayor Iván de la Fuente, del 7 de octubre de 2011, fojas 2.156; del teniente Juan Carlos Salgado, del 7 de octubre de 2011, fojas 2.167; del oficial alumno Ludovico Aldunate, del 7 de octubre de 2011, fojas 2.162; del
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mayor José Quinteros, del 7 de octubre de 2011, fojas 2.170; del teniente Iván Herrera, del 29 de junio de 2011, fojas 1.092; y del subteniente Manuel Vásquez, del 4 de julio de 2011, fojas 1.101. 32 La ambigüedad de este mensaje –que puede hacer pensar que “Presidente muerto” es parte de la “misión cumplida”– haría que en algunos círculos perdurase la versión de que Allende fue ultimado por los militares.
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14:30, La Moneda, calle Morandé os hombres de La Moneda son empujados y golpeados por los soldados en su caótica salida de Morandé 80. El detective Eduardo Ellis protesta contra el exceso mientras cae al suelo con las manos en la nuca. “Payita” es ásperamente registrada y, a pesar de sus gritos, un conscripto rompe en pedazos el Acta de la Independencia que guardaba en la chaqueta del “Perro” Olivares. El doctor Óscar Soto siente caer sobre su cabeza los trozos de los muros que se desprenden con los disparos. Juan Osses completa lo que llamará su salida “deshonrosa” de La Moneda volando hacia atrás, con el potente impulso de un rodillazo en el estómago que le propina un sargento al que acaba de maldecir. Osses vive una jornada de leyenda. A eso de las 9 horas, cuando ya era evidente que la situación del palacio de gobierno sería muy dura, llamó a su novia, que lo esperaba para casarse media hora después. Ella vivía en calle Puente, a pocas cuadras de La Moneda, y ya había visto la movilización militar que se desplazaba hacia el palacio. Obviamente, Osses tenía que cancelar la cita; la novia estalló en llanto y él, para consolarla, le prometió que la vería en la tarde y que de todos modos se casarían1. Más tarde, cuando comenzó el combate, le enseñó a disparar una subametralladora UZI al subsecretario Daniel Vergara y estuvo en el pequeño grupo que cruzó el Patio de los Naranjos para sacar el armamento de la guarnición de Carabineros. Pasó toda la mañana disparando con el fusil SIG que abandonó un policía; después del bombardeo se instaló con otros hombres del GAP a contener el inminente asalto terrestre; Ramos fue herido a su lado. Sin que lo supiera, los soldados notaron que un tirador peligroso les disparaba con un SIG. Y por fin, cuando se ha ordenado la rendición, Osses ni siquiera se ha enterado. Una vez que ha agotado su munición, ha retrocedido hacia la
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zona de escaleras y se ha encontrado de sopetón con un grupo de soldados que lo ha sacado del lugar rodando, a puntapiés. Por eso le sorprende ver que la puerta de Morandé 80 está abierta: porque no sabe que se han rendido. Y por eso se enfrenta al sargento, que lo expulsa con su patada. En el suelo se entera de que el Presidente ha muerto: los GAP están ya liberados de su misión. Pero Osses ha combatido con las canalas del fusil SIG metidas en el cinturón. Y ahora que todos los capturados en La Moneda son tendidos en la vereda, con las cabezas sobre la calzada, unos militares han visto las canalas: —Ahí está el huevón del SIG —oye decir—. ¡Sáquenle la cresta! En conjunto con la pateadura, le ordenan que se pare y corra. Osses se niega; un soldado se encarama sobre él y comienza a golpearlo en la cabeza. Parece que saca un arma: —Peguémosle un tiro en la cabeza, mi teniente... —No, huevón, ya no podemos —dice una segunda voz—. Están llegando las ambulancias... —Ya. Pero se lo entregamos a los pelados del Tacna —dice la primera voz—. Ahí te van a matar a palos, huevón, por todas las cagadas que dejaste con el SIG. Cuando esos soldados se alejan, se acerca otro, desenfundando un yatagán. Osses se siente muerto. —Te van a matar, huevón, te van a matar —susurra, y le levanta la chaqueta para cortarle el cinturón con las canalas. Cuando por fin lo logra, arroja el cinturón hacia el otro lado de la calle. Osses no volverá a ser agredido; sin las canalas, los soldados se olvidan. Se ha salvado por segundos. Amaneció como un novio y ahora es un prisionero. Y un sobreviviente. El tanque situado a unos metros, circundado por conscriptos en cuclillas, continúa disparando hacia el Ministerio de Obras Públicas, de donde salen tiros frecuentes. El tanquista se impacienta y grita hacia las altas ventanas: si no paran de disparar, pasará el tanque por sobre las cabezas de los prisioneros. La oruga se mueve con un salto hacia delante, acercándose a Juan Osses, el primero de la fila. Los tiradores del Ministerio advierten la maniobra; están sorprendidos por la rendición, pero entienden que si siguen disparando, causarán la muerte de sus propios compañeros. El fuego cesa poco a poco.
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Cuando el general Palacios sale a la calle, oye a un oficial entusiasmado con el susto que está dando a sus prisioneros: —¡Permiso, mi general, para pasarles el tanque a estos huevones! Palacios lo mira con enojo, como si escuchara una demencia. La idea no se repite más. Los soldados sacan desde el interior a la secretaria Marta Silva, a la que han encontrado oculta y llorando. Palacios le pide que se identifique y ordena liberarla para que salga del sector. En el intertanto, el general ha requerido la concurrencia de ambulancias: deben retirar a los dos heridos del GAP. Y he aquí que, de pronto, otro de los guardias, Renato González, se retuerce de dolor. Los militares autorizan al doctor Patricio Arroyo, nefrólogo, para que le haga un rápido examen callejero; el médico dictamina que es un ataque de peritonitis y el general ordena que también sea llevado por las ambulancias. En medio de la confusión aparece en uniforme de combate el dentista del Ejército Jaime Puccio, que busca a su primo, el secretario del Presidente. Cuando ve a “Payita”, le recomienda en voz baja que simule estar enferma. Ella finge un vahído y Palacios instruye que sea llevada al Hospital Militar. Sólo unos minutos después entran dos ambulancias por Morandé. Los camilleros de una cargan a los dos heridos y al hombre de la peritonitis. En el otro vehículo sube “Payita”. Pero no van al Hospital Militar, sino a la Posta Central, donde recibirán asistencia de urgencia.
14:40, Embajada de la Unión Soviética, avenida Apoquindo En la señorial casa de la Embajada de la Unión Soviética en Santiago, a sólo metros de la residencia del embajador español, en el corazón del barrio El Golf, el funcionario Boris Tsyganchuk despacha a toda velocidad un cable cifrado a Moscú, que informa que el Presidente Allende ha sido asesinado en el curso del golpe de Estado. Es lo que ha entendido al oír la frase del general Palacios: “Presidente muerto”2. Tsyganchuk ha estado escuchando y grabando las comunicaciones militares en su radio de intercepción de onda corta, un aparato indebido pero corriente en las embajadas metidas en puntos críticos de la Guerra Fría. A
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Tsyganchuk le ha correspondido cubrir el turno de la madrugada del 11, según un sistema de medidas extraordinarias dispuesto por la embajada en las semanas previas, a la vista de los rumores recogidos desde contactos con la CIA y gobiernos occidentales acerca de una inminente asonada en Chile. El dramático cable de esta tarde contiene un aspecto vergonzante, que se volverá legendario en la diplomacia soviética. El día anterior, el lunes 10, el embajador Alexei Vasilievich Basov recibió un cable requiriendo información acerca de las versiones recogidas en Occidente sobre un golpe militar en Chile. Basov aprovechó la recepción que esa noche ofrecía la Embajada de Bulgaria en celebración del levantamiento del Frente de la Patria en 1944 (en realidad, ocurrido el 9 de septiembre, pero que esta vez había sido domingo) para ubicar a Luis Corvalán y transmitirle la inquietud de Moscú. Corvalán pidió el teléfono búlgaro, hizo varias llamadas y regresó a decirle al embajador que se trataba de alarmas falsas derivadas de las operaciones de la Armada en Unitas. Con esa certeza, Basov elaboró un informe tranquilizador que concluía que Chile “avanza con paso seguro y firme hacia el socialismo” (el texto es algo incierto, porque hasta la fecha no ha sido desclasificado). El reporte llegó a las manos de la nomenklatura soviética en la mañana del martes 11. El que siguió lo convertiría en un bochorno. En verdad, la dirigencia de la URSS estaba dividida y desconcertada respecto del proceso chileno y del apoyo que la Unidad Popular y Allende le venían pidiendo. Chile tenía con la URSS un brevísimo historial de relaciones diplomáticas (abiertas recién en 1964), pero la URSS valoraba su larga hermandad con el PC chileno. Sin embargo, la “vía chilena” resultaba una rareza en el Kremlin, y aún más la disposición de los comunistas chilenos a ceder el poder si perdían las elecciones de 1976, una idea que convirtió a Corvalán en un sospechoso de heterodoxia entre los “duros” del Politburó, como Mijail Suslov y Boris Ponomarev3. Sin embargo, estos últimos eran firmes partidarios de dar un apoyo decidido a la UP. Tal posición perdió pie a fines de 1972, cuando el jefe de la KGB, Yuri Andropov, sometió el caso chileno a un intenso análisis de viabilidad cuyos resultados fueron negativos: la URSS no podría embarcarse en la aventura económica de una segunda Cuba. Este informe fue decisivo para la negativa de Moscú a las peticiones de Allende.
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Las vacilaciones continuaron todo el año 1973. En esos meses, Moscú envió al PC chileno 645 mil dólares (13 veces más que en los años 60), subió el intercambio comercial a 28 millones de dólares, regaló una fábrica de viviendas, envió más de tres mil tractores, trasladó a un equipo del Gosplan para ayudar a la Oficina de Planificación Nacional e instaló a los buques factorías Promyslovik, Sumy y Yantar para producir pescado congelado y harina de pescado. En la visita del general Prats a la U.R.S.S., a comienzos de 1973, el mariscal y ministro de Defensa Andrei Grechko, héroe de la guerra en Ucrania, ofreció un crédito de cien millones de dólares en tanques y artillería, pensado para empatar el rearme peruano con armamento soviético, que se venía produciendo con el estímulo del Presidente de facto de Perú, Juan Velasco Alvarado. Pero en agosto –un mes antes del golpe–, contando con información sobre un golpe militar inminente recopilada entre fuentes de la CIA, Leonid Brezhnev ordenó desviar los buques que traían el equipo bélico a Chile y venderlo en otras latitudes4. Hacia mediados de 1973, una parte importante del Politburó consideraba al gobierno de la UP como “un caso perdido”, aunque nadie lo reconocería en público5. En línea con esa ambigüedad, la embajada en Chile tenía desde agosto instrucciones de evacuar a las familias del personal, orden que sólo unos pocos habían cumplido. Y ahora, en esta tarde fatídica, resulta que La Moneda está tomada, el Presidente ha muerto y no hay forma de comunicarse con Corvalán y el aparato de seguridad del PC. ¿Quién entiende a los chilenos? La noticia del bombardeo a La Moneda llega a Moscú cuando ya es de noche. Entre los primeros en recibirla está Babken Seraponiantz, jefe de la redacción latinoamericana de Radio Moscú, que de inmediato instruye que habrá que cambiar la orientación de las transmisiones hacia Chile. Como encargado de esa tarea designa a Genadi Sperski, que ha hecho su práctica profesional en Chile y ahora pondrá en marcha el nuevo programa “Escucha Chile”, debutando siete días más tarde. (La embajada en Santiago amanecerá rodeada por militares el miércoles 12, pero en la tarde estará completamente libre, sin que nadie sepa por qué ocurrió una y otra cosa. Todo el personal soviético dejará Chile diez días más tarde, en tres charters de Aeroflot6).
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15:00, Población La Legua El grupo de dirigentes y militantes socialistas que se ha internado en La Legua comienza a avanzar hacia su destino, Madeco-Mademsa, cuando en la población se corre la voz de que una camioneta con armas ha llegado hasta la esquina de las calles Los Copihues y Estrella Polar (hoy Alcalde Pedro Alarcón), sobre la Plaza Guacolda (hoy Salvador Allende). Se trata de la última camioneta de los GAP de Tomás Moro, que trae una treintena de armas largas. Con un problema: munición escasa, igual que las metralletas de Investigaciones. En las mismas horas, los carabineros han optado por desalojar los retenes ubicados en las poblaciones más peligrosas. El de La Legua Emergencia ha sido abandonado y más tarde saqueado por pobladores del sector. El de la población El Pinar sigue el mismo destino. Para apoyar el desalojo de este último, la 22ª Comisaría de La Cisterna ha enviado un bus y un auto, con tres oficiales y 27 carabineros, bajo el mando del mayor Mario Salazar. Estos hombres se llevarán la parte del león en las luchas que seguirán. Pero ahora que aún no lo saben, se disponen a responder a un llamado adicional de la 12ª Comisaría, que pide ayuda para controlar la industria textil Comandari. Desde estas instalaciones, alguien ha disparado contra los carabineros que cercan Indumet, situada a unos 300 metros en diagonal. Ha de haber sido un arrebato solitario, porque pocas horas antes estuvo en esa fábrica la dirigente comunista Mireya Baltra, que enfrentó con frustración el insistente reclamo de los obreros por la falta de armas. Indignados con una dirigencia partidista que los dejaba con las manos vacías en la hora crítica, los obreros comenzaron a irse, mientras Mireya Baltra partía a refugiarse en una población de la zona sur. El bus de Carabineros entra a la Legua desde el suroriente y se cruza con la camioneta del GAP, que le dispara de inmediato. El mayor Salazar ordena perseguirla por calle Toro y Zambrano; y antes de la esquina de Estrella Polar (donde se han distribuido las armas), recibe una descarga frontal de fusilería. Los carabineros bajan a parapetarse7. El mayor Salazar decide avanzar disparando hacia la esquina. Entonces nota que los disparos no proceden de un solo punto, sino de muchos, incluso desde los techos. Han caído en una emboscada. Los atacan no sólo los socialistas; también numerosos jóvenes de la
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población, mayoritariamente comunistas, que se han hecho cargo de las armas recién llegadas. El mayor es herido en una pierna. Delante suyo muere baleado el carabinero Martín Vega. Otro, Raúl Lucero, que trata de cubrir al mayor, es derribado fatalmente por una ráfaga. Los demás policías, aún en torno al bus, contemplan la escena con impotencia. Disparan hacia el frente, sin saber qué blancos buscan. La balacera se prolonga por muchos minutos. Seis carabineros son heridos. Pero al fin, los policías logran reagruparse, rescatan al mayor Salazar y lo suben al bus. Cubre la retirada el cabo Pedro Muñoz, disparando la subametralladora con un brazo pegado al cuerpo, mientras lleva el otro perforado por una bala. El bus arranca hacia el Hospital Barros Luco. Las radios de Carabineros hierven de llamados. La batalla de La Legua acaba de comenzar. Mejor dicho: el agón de La Legua.
15:20, La Moneda, ala surponiente Mientras el ala oriente de La Moneda es despejada por las fuerzas del general Palacios, al otro lado, en el poniente, el teniente Hernán Ramírez y su pelotón de la Escuela de Suboficiales hallan abierta la puerta de Teatinos. Se acercan con cautela, temiendo una celada. No hay tal: la han dejado así los carabineros que se escurrieron siguiendo las órdenes enviadas por el general Yovane. Los militares entran y corren hacia el sector sur, repartiéndose los tres pisos y el altillo. No hay nada en las oficinas: en esa zona, el palacio parece desierto. Pero cuando se acercan hacia el costado de Morandé, ven a un hombre alto, de fina barba, que conserva su elegancia pese al polvo en su ropa, y que con un cigarrillo en la mano les pide que no disparen. El teniente Ramírez lo reconoce de inmediato: es el ex ministro José Tohá. Lo saluda caballerosamente –lo llama “ministro”– y se deja conducir por él hasta la oficina donde están los demás. En otro despacho, los soldados hallan a los detectives Quintín Romero y José Sotomayor, que permanecen con sus armas de servicio. Tras rendirlos, los llevan hacia donde ya son prisioneros los hermanos Tohá, los ministros Briones y Almeyda, el fotógrafo Silva y el funcionario Espinoza. Comparten con ellos unos cigarrillos.
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La aparición de los militares ha sido casi un alivio. En los minutos previos, se han asomado a los pasillos y han visto unas fugaces cabezas que emergían y se escondían entre las puertas; luego sabrán que han sido los dos detectives aislados durante el bombardeo. La posibilidad de un tiroteo enloquecido ha sido alta y temible. El teniente Ramírez conserva su amabilidad, aunque no abandona su tono marcial e imperativo. Mientras deja al grupo civil a cargo de tres soldados, avanza con sus hombres hacia el centro del palacio. Allí hace contacto con las tropas que comanda el general Palacios. La Moneda está finalmente dominada.
15:30, Cuerpo de Bomberos de Santiago A las 15:30 horas, el mayor Hernán Padilla llama al Cuerpo de Bomberos de Santiago. ¡Por fin! Los voluntarios están impacientes en las compañías cercanas al centro. Apenas pasadas las 10, el mando ha tomado contacto con el Ministerio de Defensa, que les ha dicho que no deben actuar hasta que los autorice el enlace, el mayor Padilla. Y ahora están ya angustiados, viendo cómo se elevan las gruesas columnas de humo de La Moneda. Así que en cuanto reciben la autorización, tres compañías parten hacia el palacio. Las informaciones sobre la magnitud del fuego y el hecho de que también comienza un incendio en tres oficinas del tercer piso de la Intendencia obligan a sumar de inmediato otras cuatro compañías, además de una unidad de escaleras. En el libro de incidentes del Cuerpo de Bomberos de Santiago quedará el siguiente registro: “El trabajo en el incendio del palacio de La Moneda se organizó con el material movilizado (…), en forma de evitar que el fuego se propagara más allá de lo que tenía comprometido a la llegada del Cuerpo, y que era todo el amplio sector comprendido por el frente de la calle Moneda (excepto la primera oficina del lado oriente) y el de la calle Teatinos hasta más o menos 25 metros de distancia de la esquina de la Plaza de la Libertad, incluidas las edificaciones que existían dentro del palacio circundando el patio cercano a la entrada por calle Moneda y el bloque que atravesaba de oriente a poniente, al ala norte del patio de Los Naranjos, excepto el Gran Comedor, denominado también Salón Toesca.
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“Se logró detener el fuego, que se propagaba desde el frente de la calle Moneda, por el entretecho, hacia Morandé 80 y por Teatinos hacia el frente que da a la Plaza de la Libertad, sectores que resultaron parcialmente dañados. “En consecuencia, no sufrió daño alguno la zona del edificio comprendida desde Morandé 80 hacia el sur y la que tiene frente a la Plaza de la Libertad, desde Morandé hasta Teatinos”8. A pesar de la devastación emocional y simbólica en que se encuentra el centro de la ciudad, los bomberos no tienen mucha demanda adicional esa mañana. De las compañías que van a La Moneda, dos se separan para acudir al incendio autoprovocado en la sede del Partido Socialista de calle San Martín. Ese vetusto edificio ya está dominado por las llamas, ante lo cual los voluntarios se limitan a contener la propagación del fuego hacia otras propiedades. Estarán en esa tarea, cansadora y tediosa, hasta poco después de la medianoche.
15:30, Indumet, Cordón San Joaquín También están impacientes los carabineros de la Escuela de Suboficiales, que desde hace ya rato oyen en las radios institucionales que desde Indumet se ha disparado contra carabineros de la Prefectura Pedro Aguirre Cerda. En algunos buses, estacionados en Alameda para servir de apoyo al cerco sobre la Universidad Técnica del Estado, los policías reclaman por la inactividad, cuando hay compañeros luchando en la zona sur. Al fin, el mando ordena que varios de esos buses, además de una sección de tanquetas Mowag Roland, se dirijan a controlar la situación de Indumet. Para el momento en que llegan ya ha caído el primer policía, Manuel Cifuentes. Una de las tanquetas se adelanta y empuja el portón hasta que lo derriba. Desde el galpón principal disparan contra el carro varios obreros atrincherados. Cuando el carabinero Ramón Gutiérrez trata de entrar, lo tumba una bala en la cabeza; otro, Fabriciano González, se acerca a ayudarlo y una ráfaga lo alcanza de lleno. González cae, llamando a su esposa. (Morirá tres días después9. Gutiérrez será rescatado y sobrevivirá).
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Paradójicamente, el impacto de la caída de los dos carabineros es más fuerte entre los obreros que disparan que entre los uniformados que avanzan. Algunos temen a las represalias; otros toman brusca conciencia del alcance de las acciones. Cuando una segunda tanqueta se asoma a las puertas de la industria, los obreros dejan de disparar. Hay un segundo de confusión, hasta que una voz ordena: —¡Bótenlas todas! Las armas vuelan hacia el fondo del galpón. Muchos de los obreros corren hacia un gran foso en el cual se ha estado preparando la instalación de una fundición. Allí buscan grasa y polvo para frotar las manos y borrar las huellas y el olor de la pólvora. Los operarios que están cerca del portón enarbolan un paño blanco y gritan a los carabineros que ninguno de ellos está disparando. Los uniformados ordenan a los obreros salir del foso y el galpón y reunirse en el patio. La mayoría obedece. Pero las cosas no son tan simples. El grupo socialista que se ha ido a través de Plansa ha dejado a un tirador en el techo de esta última, como un modo de retardar la ocupación de Indumet. Y ahora, cada vez que los carabineros intentan asomarse al patio, cumple su tarea con implacable eficacia. Los obreros quedan en el medio de dos fuegos durante casi 30 minutos. La balacera cesa, finalmente, cerca de las 17 horas, cuando el tirador de Plansa deja su posición. Los carabineros ingresan al patio y al galpón de Indumet y comienzan el registro de los obreros y la recolección de las armas abandonadas al fin de la refriega. La Prefectura Pedro Aguirre Cerda envía más buses para hacerse cargo de un número de prisioneros que está fuera de todos sus cálculos.
15:30, Universidad Técnica del Estado, Avenida Ecuador Una patrulla de la Infantería de Marina llega hasta la puerta del edificio de la rectoría de la UTE, donde flamea una bandera chilena a media asta. Saluda, evidentemente, al Presidente muerto, y los marinos no están dispuestos a tolerar ese tipo de manifestaciones. —O la suben o la bajan —ordenan.
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En el campus de la UTE, formado por varios edificios y jardines discontinuos, permanecen unos mil estudiantes, profesores y funcionarios, además del rector comunista Enrique Kirberg. Han comenzado a reunirse desde las primeras horas, no tanto por las clases, sino porque este día debía ser especial: al mediodía hablaría allí el Presidente Allende, en el marco de la “Semana contra el fascismo y la guerra civil”. Kirberg y unos pocos dirigentes habían sido informados de que el Presidente podría anunciar el plebiscito10. Los estudiantes y profesores de la universidad más “roja” del momento han mostrado su voluntad de permanecer “en sus puestos”, siguiendo la consigna de Allende y del PC. Sólo el núcleo socialista dirigido por el profesor Ulises Pérez –que se encuentra sancionado por la directiva de Altamirano– ha decidido que no es prudente permanecer en el lugar y se ha retirado en varios autos llevando los equipos de radio, para irse a las casas de seguridad y en unos días más iniciar un bolsón de resistencia en la población José María Caro. No lograrán salir de esas casas durante casi una semana. Los estudiantes han presenciado el bombardeo de La Moneda desde los edificios de las facultades y cerca de las 13 horas el dirigente de la Federación de Estudiantes, el comunista Ociel Núñez, ha llamado a la resistencia contra el golpe a una enfervorizada asamblea que no tiene los medios para intentarlo: ni armas, ni defensas, ni planes. Y ahora, junto con la visita de los marinos, los estudiantes ven que los buses de Carabineros están instalándose en las calles de acceso, mientras otras decenas de policías ocupan los techos de la vecina Villa Portales. Un par de horas más tarde irá un mayor de Ejército a advertir a los dirigentes estudiantiles que si no desalojan antes del toque de queda de las 18 horas, tendrán que quedarse hasta el día siguiente, sin desplazarse por los espacios externos de los edificios. —Tenemos orden de desalojar a las 12 de la mañana —dirá el oficial—. Si todavía están aquí, vamos a traer buses y los sacamos a otros puntos para que vuelvan a sus hogares… La mayoría se quedará.
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15:45, La Moneda, calle Morandé En contraste con la impaciencia que han mostrado por salvar La Moneda de las llamas, algunos de los bomberos no parecen tan preocupados por la suerte de sus ocupantes. Los voluntarios del carro que se instala cerca de Morandé 80 arman sus mangueras por encima de los cuerpos de los prisioneros tendidos en la vereda, como si fuesen meros obstáculos. Uno se ofrece al general Palacios para identificar a los que han disparado; el general lo mira con un gesto de desdén y lo hace retirarse. Más tarde, otro se acercará y le susurrará que el hombre alto del grupo de médicos ha sido ministro de Allende y se llama Jirón. Un tercero insultará al “Negro” Jorquera. Y todavía otros, arriba, en el segundo piso, se disputarán la puerta del Salón Independencia para ver el cadáver de Allende. ¿Qué se puede pedir? A fin de cuentas, en estos precisos momentos, ellos son también los bomberos de un país enfermo. Afuera el tiroteo comienza a declinar. El general Palacios decide trasladar a los prisioneros a la vereda oriente, junto a los muros del Ministerio de Obras Públicas. Además de los bomberos, ha pedido que concurra al palacio un equipo de peritos de Investigaciones para examinar a Allende; y luego, recordando que necesitará testimonios gráficos, ordena que una patrulla vaya a buscar a un fotógrafo al diario El Mercurio, a tres cuadras de distancia. El asignado es Juan Enrique Lira, jefe de fotografía del diario; el reportero de Canal 13 Claudio Sánchez, que escucha la petición, solicita al teniente que se le permita acompañar al grupo al palacio. Los militares lo autorizan. De su equipo provendrán las primeras imágenes por dentro de La Moneda bombardeada. Arriba evoluciona un helicóptero artillado, buscando a los francotiradores del Ministerio. Lo ha enviado Leigh, a petición de Pinochet, para silenciar el fuego hostil de esas ventanas, pero llega cuando ya es tarde. Un segundo, que va como refuerzo, se retira en pocos minutos, ante su absoluta falta de utilidad.
15:45, Ministerio de Obras Públicas Los tiradores del GAP deciden cesar el fuego e iniciar el repliegue. Ya es evidente que, con La Moneda rendida, no hay nada que hacer. Ni siquiera alcanzan a ver al helicóptero que merodea cerca de la azotea, buscándolos.
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No esperaban este desenlace. Seguros de que el Presidente lucharía hasta el final –el suicidio estaba lejos de las ideas del GAP–, pensaban que podrían resistir hasta el día siguiente, caso en el cual alguna o muchas unidades militares leales se unirían al gobierno, además de que el Aparato Militar del PS se fortalecería en la zona sur. Y ahora resulta que en menos de ocho horas todo ha terminado. De los ocho miembros del GAP que entraron al Ministerio, sólo cinco han combatido11; otros dos han permanecido escondidos en una oficina y un tercero se perdió de vista ya en el garage de la Intendencia. Los tiradores “embarretinan” las armas en oficinas y ductos de ventilación. Lo más complicado de esconder es la ametralladora .30 y el lanzacohetes RPG-7 con su mochila de tres cohetes; Isidro García los deja en el casillero de un funcionario. Luego se lavan arduamente las manos, rompen todos sus documentos, echan en los baños las credenciales de la Presidencia y retienen sólo sus cédulas de identidad. Entonces tienen una idea luminosa y audaz. Si los militares los encuentran en los pisos altos, es obvio que estarán perdidos. La única esperanza es confundirse con los 200 o más trabajadores del Ministerio que han estado en los subterráneos. Incluso más: salir entre los primeros. Cuando llegan al primer piso, los funcionarios ya se agolpan ante la puerta. El general Palacios ha ordenado evacuar el edificio y los soldados van a cortar las cadenas cuando aparece un trabajador que tiene las llaves. En la puerta, los soldados comienzan a verificar las identidades y las credenciales de los que evacuan el edificio. El grupo del GAP sale sin problema alguno; en la calle ven que el único funcionario que les prestó alguna ayuda al comenzar la refriega –moviendo muebles y objetos para cubrir ventanas– está siendo registrado por un grupo de soldados. Detrás, las patrullas militares comienzan a subir para revisar piso por piso, seguros de que hallarán a los francotiradores arriba, o huyendo por las azoteas, o tratando de pasar a otros edificios. Jamás imaginarían que los adversarios más odiados de la jornada se van por la puerta principal. (El Servicio de Inteligencia Militar lo descubrirá días después, cuando cruce las nóminas de funcionarios con los nombres de las credenciales que han anotado los soldados. Entonces se iniciará la cacería).
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16:15, La Moneda, calle Morandé Hay algo de sus prisioneros que al general Palacios le cuesta entender: ¿por qué tantos médicos? Uno, Guijón, estaba junto al cuerpo de Allende; otro, Arroyo, ha diagnosticado a un GAP; otro, el cardiólogo José Quiroga, presta primeros auxilios a una mujer herida en Obras Públicas y hasta refuerza el vendaje en la mano del general. El doctor Arroyo le dice que otros más están tendidos en el suelo. —Bueno, que se levanten —dice Palacios, con más sorpresa— para que nos ayuden a curar a nuestros heridos... A los doctores que ya rodean al jefe militar se unen el cirujano Víctor Hugo Oñate, el cardiólogo Hernán Ruiz y el anestesista Alejandro Cuevas. No tienen mucho que hacer: sólo pequeñas curaciones. Arroyo insiste en que hay más. Pero Palacios se irrita ante la evidente falta de colaboración: —Ah, no, ésos se jodieron. Poco después, Arroyo vuelve a la carga, y el general cede. En ese momento se paran los doctores Jirón, Soto y Bartulín. Podrían haberse integrado otros tres médicos: “Coco” Paredes, Jorge Klein y Enrique París e incluso, quizás, el egresado de Medicina Ricardo Pincheira. La razón por la que no lo hacen es oscura: ¿imaginan que su desempeño político los pondrá en peligro si se identifican? ¿Se niegan a auxiliar a militares? ¿O, más simplemente, no oyen las instrucciones? Tampoco los instan los otros médicos: ¿no los consideran parte del equipo asistencial? ¿O creen que su condición profesional no los ayudará en nada? Estas dudas resultan todavía escalofriantes. Sus protagonistas no lo saben, pero ellas marcarán la frontera entre la vida y la muerte. Es un hecho que el equipo médico parece exagerado para las necesidades de La Moneda. La explicación técnica, que el general Palacios no puede conocer en esos momentos, se remonta a una mañana de junio de 1970, pocos meses antes de la elección presidencial, cuando Allende sufrió un agudo incidente coronario en pleno centro, mientras caminaba con el senador radical Hugo Miranda. Aquella tarde, su hija Beatriz convocó al cardiólogo Óscar Soto, de 31 años, que ya gozaba de una notable reputación y que le daba confianza política. Soto atendió a Allende durante una noche de angustia que se
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mantuvo en estricto secreto, mientras la campaña presidencial entraba en su recta final. Ese día su círculo íntimo supo que el candidato y luego Presidente cargaría con un alto riesgo de infarto. Soto comenzó a acompañarlo en todas sus actividades, hasta que se hizo evidente que no daba abasto para cubrir la agenda del Jefe de Estado y las de sus visitantes. Entonces se incorporaron el nefrólogo Patricio Arroyo, el cirujano Arturo Jirón y más tarde el generalista Danilo Bartulín, que se haría cargo de todas las necesidades del personal de La Moneda e incluso de la casa de Tomás Moro. A comienzos de 1973 se sumaron el cardiólogo Hernán Ruiz y el cirujano cardíaco Gastón Durán. Tras el tancazo se agregaron Guijón, Oñate, Cuevas y Quiroga, y la enfermera Carmen Prieto, como cuadro médico permanente del palacio. En el implícito de sus contrataciones estaba la posibilidad de ataques armados a la sede de gobierno; la imagen del golpe de Estado flotaba también en estas decisiones. El policlínico de La Moneda fue mejor equipado y hasta se añadió una pequeña sala para cirugías de emergencia. Con toda la dignidad médica que pudiese envolverlo, éste era otro dispositivo de guerra, un refuerzo que suponía hechos de sangre en el centro del poder político del país. La segunda explicación para la aglomeración de médicos en La Moneda en esta mañana del 11 es operativa. Los doctores han desarrollado un eficiente sistema de alerta temprana y esta mañana todos han sido notificados de la emergencia. Con ese singular sentido del deber profesional, han llegado todos los que se enteraron y a primera hora tuvieron su revisión de rigor: el quirófano, la clínica, los equipos. Saben que su preparación es precaria; ni siquiera conocen los proyectiles que pueden usarse en un combate en serio. Pero ahí han estado: al pie del cañón. El general Palacios estima que, tratándose de profesionales, no merecen quedar prisioneros. Cuando un bombero le advierte quién es Jirón, lo separa del grupo y lo deja junto a Guijón. Se acerca a los demás, ordena retirarles sus cédulas de identidad y les dice que pueden irse a sus casas. Contraría con ello al mayor Jaime Núñez, que ha reconocido al doctor Arroyo como antiguo médico del Ejército y lo increpa por estar en ese lugar.
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—No se quiten sus batas de médicos, para que no los detengan —les dice Palacios. Los doctores advierten el peligro que corren, y le piden un vehículo—. Ah, no, ese es problema de ustedes. Un oficial de Carabineros, al que se acercan pensando en pedirle un furgón policial, se encoge de hombros. Tres de los siete médicos llevan sus batas. Ellos irán al frente, cubriendo a sus compañeros, en la espectral caminata que emprenden hacia la Alameda.
16:30, Ministerio de Defensa El grupo de altos funcionarios apresado en el ala surponiente de La Moneda sale del edificio, escoltado por soldados, y es conducido a pie hasta el Ministerio de Defensa. No hay incidentes en el trayecto: la balacera parece haber cesado completamente. En el edificio los recibe, en un cómodo living, el general Nuño, que les da el pésame por la muerte del Presidente. Caballeroso y cordial, Nuño les anuncia que los jefes militares han decidido que, por su seguridad, pasen esta noche en la Escuela Militar. —Creo que mañana podrán volver a sus casas. Por ahora, se les hará un breve examen médico para garantizar su buen estado, para lo cual deben ir a otro piso. Allí las cosas cambian bruscamente; pero no por los soldados, sino por los médicos. Un trato insultante y despectivo hace pensar a Jaime Tohá, por primera vez, que el golpe no es lo que ha sugerido la actitud del general Nuño. En los ascensores que los llevan al subterráneo, ya con clara condición de prisioneros, recibirán los primeros culatazos de soldados. Desde la Academia de Guerra Aérea llama el general Leigh. Después de confirmar que retirará el helicóptero reservado para la familia de Allende, el jefe de la FACh entra en la tensión que suscita la muerte del Presidente y propone lo que el historiador James Whelan llamará “una orden espantosa”, que Pinochet aprueba y que transmite uno de los operadores de radio: —Por cada miembro de las Fuerzas Armadas que sufra, que sea víctima de atentados, a cualquier hora o en cualquier lugar, se fusilará a cinco de los prisioneros marxistas que se encuentran prisioneros. Cambio. Pero luego, en un tono más político, el mismo Leigh subraya la necesidad de que el cadáver del Presidente sea examinado por los cuatro jefes
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de Sanidad de los cuerpos armados, además de un médico legista de Santiago, “con el objeto de evitar que más adelante se nos pueda imputar, por los políticos, a las Fuerzas Armadas de haber sido las que provocaron su fallecimiento”12. Una preocupación parecida mostrará más tarde el general Bonilla, que sugerirá al Estado Mayor de la Defensa abrir un sumario militar para investigar las circunstancias de la muerte de Allende. Después de esa propuesta, Bonilla sale de Peñalolén hacia la Escuela Militar para preparar el encuentro de los comandantes en jefe. Entre tanto, el tema de los prisioneros inquieta a Carvajal, que nota que el Ministerio no tiene capacidad para acumular a la gente que está siendo capturada. Tras anunciarle a Pinochet que pedirá a Brady que indique más unidades para llevar detenidos, le da la nómina de los funcionarios apresados en La Moneda. —Gracias —dice Pinochet—. Después nos encontraremos en el lugar convenido. —Conforme —dice Carvajal. —Patricio, yo creo que a las 5:30 p.m. voy a partir al lugar de reunión. Me dicen también que hay un problema. Frente a la embajada de Cuba se está juntando gente. Sería conveniente mandar fuerzas allá. Voy a hablar con Brady. ¿Sabes algo tú? —Comprendo. No, no sé nada, pero se le dio instrucciones a Carabineros para que se preocuparan de que no se formaran concentraciones. Voy a recomendarles especialmente que disuelvan esta concentración frente a la embajada de Cuba. —Patricio, otra cosa. Aquí está Urbina conmigo, y algunos generales, para que tú sepas también… —Comprendido. Ya llegaron Carabineros al área próxima a la embajada de Cuba. —Manda un escuadrón con bombas lacrimógenas y esta gente se despeja. No acepten por ningún motivo que se formen grupos, porque estamos en estado de sitio. —Conforme —dice Carvajal—. Lo vamos a enviar inmediatamente. —Otra cosa, Patricio —se acelera Pinochet—. Es conveniente emitir una proclama radial recordando que hay estado de sitio y, en consecuencia, no se aceptan grupos. La gente debe permanecer en sus casas. Los que se
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arriesgan van a tener problemas y pueden caer heridos, y no hay sangre para salvarlos13.
16:30, Parroquia de San Pedro y San Pablo, población joao goulart Una “hora emocionante”. Es la palabra que encuentra el líder del Mapu, Óscar Guillermo Garretón, para describir este momento preciso, cuando vence el plazo dado por el bando N° 10 de la Junta Militar para que se entregue un conjunto de dirigentes y funcionarios de la Unidad Popular. En pocas horas integrará el trío de los hombres más buscados de Chile, junto a Carlos Altamirano y Miguel Enríquez. Y ahora, a las cuatro y media de la tarde, Garretón siente que cruza un umbral que cambiará su vida para siempre: comienza la clandestinidad. En pocos días se iniciará el asilo diplomático y más tarde el exilio. Garretón se alberga en la modesta casa parroquial del sacerdote de los Sagrados Corazones Enrique Moreno, que ha seguido los pasos de su tutor, el padre Esteban Gumucio, fundador de esa parroquia en 1964, una de las principales avanzadas de la Gran Misión de Santiago en el mundo popular. Los vasos comunicantes entre esa vertiente de la Iglesia y la mayoría de los fundadores del Mapu, que alguna vez pertenecieron a la Acción Católica, siguen vivos. El Mapu nació en 1969 como un desgarro de los militantes de la DC que eran críticos ante el gobierno de Eduardo Frei. Su vocación original era construir un eje unitario de todos los sectores de izquierda y especialmente de los universitarios que buscaban alternativas a los partidos tradicionales. Pero ya en 1971, bajo la dirección de Rodrigo Ambrosio, decidió convertirse en el tercer partido marxista-leninista del país y para fines de 1972 una aparente mayoría de sus militantes estaba embarcada en el proyecto de integrar un polo revolucionario en conjunto con el MIR y el PS dirigido por Altamirano. Decir una “mayoría” puede resultar equívoco. En las parlamentarias de marzo de 1973, el Mapu sólo obtuvo un 2,79%, unos cien mil votos, muchos de los cuales fueron los que convirtieron a Garretón en diputado por Concepción. Esa ciudad vivía en un microclima de radicalidad, pero el control del aparato local no lo tenía Garretón, sino Eduardo Aquevedo, mucho más ortodoxo e intransigente que el resto de los dirigentes.
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En aquellas elecciones ya era insostenible la tensión entre los que impulsaban el polo revolucionario y los que, siguiendo a Allende, requerían tácticas más moderadas. El estallido se produjo en el mismo marzo, cuando El Mercurio reveló un documento preparado por los “revolucionarios” del Mapu que diagnosticaba que los recursos económicos del gobierno sólo durarían hasta abril. Allende exigió que la dirección sancionara a los autores del documento. Garretón se negó. El gobierno replicó con una salvaje operación, aprobada por el PC y por el canciller socialista Clodomiro Almeyda y ejecutada por los altos funcionarios Fernando Flores y Enrique Correa. Jaime Gazmuri fue designado nuevo secretario general del ahora denominado Mapu Obrero Campesino y se decretó la expulsión de Garretón, Aquevedo y muchos otros, pero éstos retuvieron el nombre original y agudizaron sus críticas al gobierno. La división no fue sólo tormentosa: también violenta. Mientras refriegas, ofensas y atentados se sucedían entre los compañeros, el MIR y el PS reconocieron al sector de Garretón como el Mapu legítimo. Esto contravenía en forma casi agresiva la opinión de Allende, sin cuya aquiescencia la maniobra no podría haber sido ejecutada. ¿La razón? La dirección del PS intuyó que la cirugía aplicada en el Mapu podía ser un ensayo para otra operación mayor, la intervención del Presidente sobre el PS. En otras palabras, la destitución de la directiva de Altamirano y su sustitución por otra que fuese afín a la estrategia de Allende. El Mapu llega exhausto al día del golpe de Estado. Y Garretón más: después de su reunión con los suboficiales de la Escuadra que querían detener la sublevación de la Armada, el almirante Merino ha pedido el desafuero de éste y lo tiene convertido en la bestia negra de lo que llama “infiltración” en sus filas. En la mañana, Garretón ha salido de su hogar en calle Departamental, ha despachado a su esposa y sus tres hijas a la casa de sus suegros y se ha ido con su pistola y dos escoltas jóvenes hasta el lugar fijado para la reunión de emergencia de la Comisión Política. Lo ha acompañado, además, Gloria Cruz, la esposa de Carlos Montes, el líder del estratégico Regional Sur. La conclusión ha sido poco estimulante: la única posibilidad de resistencia es que se formen fuerzas populares que sean apoyadas por unidades militares leales. Ellos no tienen cómo ponerse al frente de semejante hazaña. La reunión se ha disuelto con tareas para cada asistente.
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Y a esta hora, en la casa parroquial, Garretón ha tomado una decisión más importante de lo que parece: afeitarse. Sin la barba hirsuta y frondosa que ha sido su seña de identidad, es muy difícil de reconocer. Eso lo protegerá contra la búsqueda pública. Pero no contra la traición. Sabe que su vida anterior está terminando. Lo que aún no sabe es que también se termina el Mapu, una epopeya juvenil devenida en pesadilla.
16:45, Academia de Guerra Naval, Playa Ancha El teniente segundo de la Armada Tomás Schlack recibe en su helicóptero al almirante José Toribio Merino, al contralmirante Sergio Huidobro, jefe de la Infantería de Marina, y al abogado y contralmirante Rodolfo Vio, auditor general de la Armada. En un segundo aparato, el teniente segundo Víctor Tapia saluda al médico y contralmirante Miguel Versin, director de Sanidad, y a los infantes que actuarán como escoltas de Merino. Merino ocupa el asiento del copiloto y pregunta por las condiciones del tiempo. —Buenas, aunque con nubosidad baja —dice el piloto, graduado en Pensacola, Florida. El almirante le ordena dirigirse a la Escuela Militar. Schlack ha comenzado esa jornada antes del alba. Como parte de la tripulación del crucero Prat, recibió del comandante Maurice Poisson la orden de despegar desde el helipuerto del navío para apoyar las operaciones de tierra en Valparaíso. Desde las 6:30 ha estado volando sobre Valparaíso y Playa Ancha, informando a las tropas de tierra acerca de aglomeraciones y movimientos de gente. Y luego se le ha ordenado ir a recoger al almirante Merino. Los dos helicópteros se elevan desde Playa Ancha y enfilan hacia el sector de Lo Prado, sobrepasando la cordillera de la Costa. Los ocupantes no pueden hablar entre sí; el ruido del motor lo invade todo y únicamente Merino tiene intercomunicador con Schlack. Y lo ocupa una sola vez: —Pase sobre La Moneda, teniente, lo más bajo posible. Desde lejos divisan las columnas de humo que se levantan sobre el palacio. El piloto advierte que no pueden descender más allá de los 450 metros, porque aún hay disparos en el centro y el helicóptero no tiene ninguna clase de blindaje.
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No es necesario tomar este riesgo. Pero el almirante no se lo perdería por nada del mundo. Aunque ha estado en desacuerdo con el empleo de la Fuerza Aérea, lo incitan una cierta curiosidad profesional y la sensación de que se trata de una visión histórica14. Los helicópteros se dirigen luego al oriente, a la Escuela Militar. El doctor Versin tendrá que partir, en cuanto aterrice, en un auto del Ejército hacia el Hospital Militar. Por antigüedad, es el presidente del Comité de Directores de Sanidad de las Fuerzas Armadas, un organismo dedicado usualmente a analizar estadísticas sobre prevalencias y a discutir, muy de vez en cuando, casos especiales. Jamás ha estado en su agenda el análisis de casos políticos. Y menos la autopsia del Presidente de la República.
16:45, La Moneda, calle Morandé “¡Dénse vuelta, chuchasdesumadre!”, les grita el coronel Rafael González a los prisioneros tendidos frente a La Moneda. Busca al “Negro” Jorquera y cuando lo encuentra lo hace levantarse: —¡Éste es Jorquera! —dice a los guardias—. Es el reportero Carlos Jorquera, no debe estar aquí. Es una época en que los periodistas políticos forman parte de la galería de celebridades. Jorquera ha conducido en televisión el programa “A ocho columnas” y por eso para González es un rostro familiar. Esa gloria de coyuntura salva la vida del periodista. Pero ¿por qué lo buscan entre los rendidos? González ha entrado al palacio detrás de las fuerzas de Palacios, conforme a las órdenes de Carvajal. Ha visto el cadáver de Allende y luego ha avanzado con sus hombres hacia el sector del Ministerio del Interior, donde debería estar la documentación más sensible. Pero esa zona ha sido destruida por el ataque aéreo y las llamas impiden el avance. Han recogido sólo unas pocas cosas. Unos 40 minutos después, ha reunido a su grupo de comandos, con la decisión de regresar al Ministerio. Y así se lo ha ido a informar al general Palacios, que en ese momento le ha preguntado si conoce y si ha visto al periodista Jorquera. González ha dicho que sabe quién es, pero no lo ha divisado por aquí. Dado que el coronel de inteligencia regresaría al Ministerio, el general le ha encargado que averiguase si ya estaba preso.
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González ha regresado a la oficina del almirante Carvajal con dos AK47 de muestra. Le ha descrito la situación en La Moneda, le ha informado que los documentos rescatados fueron entregados a los analistas y le ha preguntado por Jorquera, a instancias de Palacios. Y entonces el almirante le ha ordenado regresar a La Moneda a ubicar al periodista, cuya ficha militar lo identifica como un colaborador de la inteligencia cubana. Y ahora que lo ha encontrado, González lo lleva hasta la puerta del garage de la Intendencia y lo deja escoltado por cinco de sus hombres. Jorquera tiene un brazo inerte; por la caída durante el bombardeo, según él; por shock nervioso, según el coronel. González va en busca de Palacios para avisarle que ya tiene a Jorquera. Las versiones se bifurcan dramáticamente en este punto: González dice que Palacios cruzó la calle para verlo y en seguida le ordenó matarlo porque el día del triunfo de Allende, Jorquera llamó a las masas a tomar todo el poder15; Palacios afirma que no conocía a Jorquera –hasta 1973 había estado como agregado militar en Berlín–, que no lo vio ese día y que jamás podría haber dado una instrucción como ésta. Jorquera no recuerda haber estado ante Palacios ni presenciado esa orden, aunque agrega que más tarde otros compañeros tendidos en Morandé le dijeron que sí la oyeron; más aún: Jorquera no consigna nada de esto en su propio libro de recuerdos. El hecho cierto es que González decide llevar a Jorquera al Ministerio de Defensa. —Ustedes son los huevones más pelotudos que ha tenido este país —le dice, mientras caminan—. Tenían a la CIA metida en las narices y no se daban cuenta… Mientras bajan hacia el subterráneo, pasan por una oficina semiabierta donde están Osvaldo Puccio y su hijo. El secretario del Presidente le pregunta a Jorquera qué es de Allende y el periodista responde con un gesto que sugiere que ha muerto. –Su Chicho, huevones —interviene González, agriamente—, se está pudriendo siete metros bajo tierra… La frase estremece a Osvaldo Puccio hijo, que no la olvidará más. Será su símbolo personal del odio político. Pero González la pronuncia con más amargura que odio: detesta a la Unidad Popular tanto como a la CIA, aunque su rencor hacia la primera se debe a que no ha comprendido la importancia de la segunda. Desde su
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cargo de fachada en la Corfo advirtió una y otra vez sobre el sabotaje económico y la conspiración política en curso. No era de la UP; sólo creía servir al país, a pesar de que el gobierno fuese una porquería. Nunca lo escucharon. Que se vayan a la cresta: merecido se lo tienen. Ahora lleva a Jorquera hasta un cuarto del subterráneo que ha utilizado para dormir en todas las últimas crisis y donde ha estado acuartelado desde ayer. El “Negro” quiere fumar. El coronel lo encierra con prohibición estricta de salir; le consigue cigarrillos y un analgésico para el brazo y deja instrucciones para que sea sacado con los demás prisioneros. No lo verá hasta muchos años más tarde. (Jorquera será enviado a la Escuela Militar, luego a la Isla Dawson y más tarde al exilio. González se asilará en la embajada de Italia en 1975. Ambos se encontrarían regularmente desde 1992).
17:00, Comando de Telecomunicaciones, Peñalolén “Patricio, otra cosa. Aquí está Urbina conmigo…”. ¿Qué significa esa frase críptica, dicha casi al pasar, al margen del hilo de la conversación? ¿Y por qué “para que tú sepas también”? ¿De pronto el comandante en jefe del Ejército siente la necesidad de decir quién lo acompaña, algo que no ha hecho en ningún momento y que hasta los manuales de seguridad desaconsejan? Nada de eso: Pinochet está avisando que se empieza a reconstituir su alto mando, sometido a una tensa suspensión durante toda esta jornada. También está diciendo, a los que desconfiaban del jefe del Estado Mayor del Ejército, que su segundo en la jerarquía quedará a cargo del puesto de mando cuando él parta hacia la Escuela Militar. Y una tercera cosa, más ambigua, más inasible, pero que se siente con una intensidad casi física en las oficinas de Peñalolén: Bonilla acaba de dejar de ser el sucesor automático. Hay otro general a quien consultar y obedecer. El general Urbina ha conseguido un avión después de que Temuco ha quedado bajo total control militar y tras llegar a Santiago se ha ido directamente, a toda velocidad, al cuartel general del comandante en jefe. La exactitud y rapidez de sus movimientos son una expresión profesional, no emocional. Un general astuto no puede ignorar lo que ha ocurrido. Le duelen el desplazamiento, la marginación, la desconfianza. ¿Imagina
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de dónde vienen, quiénes las han fraguado? Es seguro que sí. ¿Piensa que Pinochet ha cedido a esa presión sobrepasando el compañerismo de toda una vida? No hay duda. Pero, aun si piensa en todo ello, la disciplina está por encima. El Ejército se encuentra en una operación de gran escala y su deber como jefe del Estado Mayor es contribuir al éxito y hacerse cargo de las consecuencias. —¡Qué tal, hermano! —ha saludado Urbina al llegar a la oficina de Pinochet—. ¿Cómo anda todo? —Aquí estamos, hermano —ha dicho Pinochet, con humor y brillo en los ojos—, peleando, en plena guerra… —¿Y dónde están los demás? —Todavía en sus puestos, hermano. Merino debe estar por llegar de Valparaíso. Leigh y Carvajal ya deben estar en la Escuela Militar. Mendoza, no sé dónde está, pero llegará pronto a la Escuela. —¿Y Bonilla, hermano? —En la Escuela. —¿Sabes una cosa? —ha preguntado Urbina, para contestarse, imperativo—: Ándate inmediatamente a la Escuela, porque si no, te vas a quedar sin puesto y sin mando…16 Pinochet hace caso. Su auto se precipita valle abajo, en procura de la Avenida Américo Vespucio. Está corriendo el último peligro: que los generales más impetuosos, como Bonilla o Arellano, se hagan cargo ahora que las acciones principales están aseguradas. ¿Existe alguna razón para imaginar eso? Varias. La primera es que ambos se han jugado la carrera y la vida en esta aventura y muchos oficiales les reconocen el liderazgo. Bonilla ya mostró su temperamento en roces sucesivos con el general Prats, que se hicieron agudos desde que el entonces comandante en jefe lo instó a responder si era cierto que tenía reuniones frecuentes con el senador demócratacristiano Juan de Dios Carmona. Desde entonces, Bonilla ha permanecido en una actitud de reproche al mando y es claro que, si las condiciones se diesen, lo tomaría para imponer la línea que considera correcta. Pinochet entiende que el momento de la definición es éste. Si la Junta se constituye sin él, con un delegado o un suplente, habrá perdido el combate. Un general sustituido es siempre un general caído.
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17:30, Población La Legua Los hombres del Aparato Militar han salido desde Sumar rumbo a MadecoMademsa. Un primer contingente de poco más de 50 militantes, con Renato Moreau y Exequiel Ponce a la cabeza, a bordo de camionetas y autos, ha atravesado la población llamando a sumarse al combate y disparando contra los carabineros atrapados por la primera emboscada. No se detienen: la orden es llegar a la industria y organizar la defensa. El segundo grupo, dirigido por Arnoldo Camú, se desvía con un microbús y otras camionetas para llevar el carro-bomba de regreso a la estación de bomberos. Una vez que devuelven las llaves, ven desde la esquina a un grupo de carabineros tendidos en el suelo, disparando contra varios jóvenes de la población que los mantienen a raya. Una escuadra a cargo del interventor Rigoberto Quezada se encamina a reforzar el combate. Pero al sólo avanzar unos metros divisa a un bus de Carabineros que se mueve lentamente. La ráfaga que le dirigen destroza los parabrisas y hiere al chofer en un brazo; los policías no alcanzan a bajar del bus cuando la escuadra socialista lo rodea. Los carabineros bajan con los brazos en alto, encañonados. Quezada ordena requisar las armas y dejar a los uniformados cerca de una esquina17. (Más tarde lograrán huir en el mismo bus. Como el conductor no puede tomar el volante, otro carabinero ocupa su asiento y el herido le da desde el piso las instrucciones para los pedales y las marchas. Los demás policías se tienden bajo los asientos, mientras el bus avanza a saltos, en dirección a Gran Avenida. Se salvarán por milagro). En paralelo, el grupo de Camú ve aparecer un tercer bus de Carabineros cerca de la esquina de Toro Zambrano y Estrella Polar. Es el Nº 12 de la Prefectura Móvil de Carabineros, con personal procedente de diferentes unidades, que viene a controlar la zona donde antes ha sido emboscada la patrulla de la 22ª Comisaría de La Cisterna18. Ya saben qué les espera. Por eso, en cuanto divisan al grupo armado, comienzan a disparar. El laboratorista Francisco Cattani, militante del PS, prepara su RPG-7 para enfrentarlos. Cattani ha llegado esta mañana a la cita del Aparato Militar vestido con terno y corbata, como para una ocasión especial. Cuando no ha terminado de acomodar el cañón, recibe un balazo en plena cara; es el primer muerto del grupo socialista.
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Otro de ellos, al parecer estudiante de Historia, toma el lanzacohetes, apunta y dispara contra el bus policial; el proyectil atraviesa la calle con un zumbido agudo, entra por el parabrisas, elimina al chofer José Apablaza y cae sobre el piso del vehículo, sin estallar. Los carabineros corren a las puertas del bus y se echan sobre las veredas cercanas. Una cortina de fusilería convierte al bus en chatarra dentro de los minutos siguientes. Los carabineros quedan a merced de la unidad socialista de combate y de los jóvenes comunistas de la población, que ejecutan con agilidad la táctica del “cambio de posiciones” mientras mantienen a su adversario paralizado por el fuego cruzado. El carabinero de 25 años José Maldonado muere acribillado, boca abajo. Los balazos agitan de tal modo su cuerpo inerte, que el carabinero José Pérez intenta rescatarlo, creyendo que aún vive; cuatro balazos lo inmovilizan. Un cabo lo arrastra hasta el umbral de una casa, donde Pérez oye un grito apagado y una frase final: —¡Chuta! ¡Me jodieron! El carabinero Juan Herrera, de rodillas, se apoya en su fusil y se desliza de bruces, cayendo finalmente muerto. Una vez que los socialistas consiguen que el bus policial recoja a sus heridos y se marche a toda velocidad, reanudan el camino hacia el sur. Pero entonces aparece desde la calle Comandante Riesle una ambulancia con carabineros. Los hombres creen que se trata de un truco para atacarlos por sorpresa. Pero es un vehículo del Hospital de Carabineros, que ha entrado más de una vez a recoger heridos. En cuanto se detiene en la Plaza Guacolda, recibe fuego desde Los Copihues y Toro y Zambrano. El enfermero René Catrilef consigue rescatar a un sargento herido en la cabeza antes de que el chofer Rafael Folle emprenda la salida. Entonces Folle ve estallar el parabrisas y siente un golpe feroz en el brazo derecho. El volante gira solo, suelto, y la ambulancia se estrella contra un árbol. El carabinero escolta Mamerto Rivas se defiende con su fusil; lo apoya, por un costado, el sargento practicante José Wetling. Cuando Folle logra reanimar el motor, una nueva ráfaga mata a Wetling, arrebata su arma a Rivas y hiere en una pierna al enfermero Catrilef19. La ambulancia sale con más de 32 balazos en la carrocería y llega al Hospital con el motor a punto de fundirse. No volverá a ser utilizada.
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En La Legua se celebra el triunfo con vítores. ¿Es una señal de victoria? Nada de eso. Es otro sueño. O una pesadilla. De sangre.
La batalla de La Legua Riva
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1. Evacuación de Indumet y cruce por el callejón
7. Un grupo encabezado por Renato Moreau se dirige
Venecia.
hacia el sur.
2. Ruta a través de La Legua Emergencia.
8. La escuadra de Rigoberto Quezada cerca a un segun-
3. Repartición de armas del GAP de Tomás Moro y di-
do bus de Carabineros.
visión de la columna socialista.
9. Las escuadras dirigidas por Arnoldo Camú disparan
4. Ruta del bus de la 22ª Comisaría de La Cisterna.
un cohete contra un tercer bus.
5. Emboscada al bus de Carabineros.
10. Combate de los carabineros contra las escuadras
6. El Aparato Militar inicia la marcha hacia Madeco-
socialistas.
Mademsa.
11. Una ambulancia del Hospital de Carabineros es atacada junto a la plaza.
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NOTAS
1 Osses cumplió su promesa tiempo después y años más tarde el matrimonio concluyó en separación. 2 ULIÁNOVA, OLGA: La Unidad Popular y el golpe militar en Chile: Percepciones y análisis soviéticos. Santiago: Revista Estudios Públicos, N° 79, invierno del 2000. La autora, doctora en Historia de la Universidad Lomonosov y residente en Chile, obtuvo esta revelación durante una entrevista con Tsyganchuk en Moscú, en enero de 1998. 3 Ambos serían más tarde los vínculos principales con el exilio chileno. CAVALLO, ASCANIO: Los hombres de la transición. Santiago: Editorial Andrés Bello, 1992. 4 LEONOV, NIKOLAI: La inteligencia soviética en América Latina durante la Guerra Fría. Santiago: Revista Estudios Públicos, N° 73, verano de 1999. 5 Conversación de Ascanio Cavallo con Karen Jachaturov, subdirector de la agencia Novosti, en Moscú, 8 de junio de 1986. 6 Unos días después del golpe, el almirante Patricio Carvajal planteó a los diplomáticos soviéticos la intención del gobierno militar de conservar las relaciones diplomáticas. Pero el 17 de septiembre, hablando en Bulgaria, Brezhnev calificó como “golpe fascista” el caso chileno, lo que precipitó la ruptura total de relaciones. Al día siguiente se iniciaron las transmisiones de “Escucha Chile” de Radio Moscú. 7 Dramáticos episodios vividos por Carabineros. Santiago: diario El Mercurio, 13 de septiembre de 1973. 8 El mismo documento agrega el impresionante detalle siguiente: “la extinción total de los escombros sólo se logró el viernes 14 de septiembre” y explica que el miércoles 12 debieron acudir siete compañías en distintas horas, y cinco más el viernes 14. 9 Posteriormente, la Escuela de Suboficiales será bautizada con su nombre. 10 GONZÁLEZ, MÓNICA: “Así fue como ocuparon la universidad”. Santiago: Revista Análisis, 31 de marzo al 6 de abril de 1987. 11 Esta situación, considerablemente polémica, comenzó a revelarse en el 2003, luego de que en diversos documentales y programas de televisión aparecieran formulando declaraciones personas que no combatieron y que incluso no pertenecían al GAP en ese momento. Isidro García dijo en televisión que sólo seis dispararon, mientras dos sufrieron una “crisis” al momento de iniciarse las acciones. Informe Especial: “Cuando Chile cambió de golpe”. Santiago: Televisión Nacional, emitido el 20 de agosto de 2003.
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Posteriormente agregó a un tercero, Manuel Cortés, que ya no integraba el GAP y que fue una fuente prominente para los reportajes del 30º aniversario del 11 de septiembre. 12 WHELAN, JAMES R.: Desde las cenizas. Vida, muerte y transfiguración de la democracia en Chile, 1833-1988. Santiago: Zig Zag, 1989, pp. 488-489. 13 Este segmento de las comunicaciones militares no aparece en Interferencia secreta. Su importancia debió ser sopesada por el almirante Carvajal, quien lo dio a conocer. CARVAJAL, PATRICIO: Téngase presente. Valparaíso: Arquén, 1993, pp. 110-112. 14 HUIDOBRO, SERGIO: Decisión naval. Valparaíso: Imprenta de la Armada, 1990, p. 264. También: MERINO, JOSÉ TORIBIO: Bitácora de un almirante. Memorias. Santiago: Andrés Bello, 1998, pp. 246-254. En conversación con Ascanio Cavallo en 1987, el almirante Rodolfo Vio dijo que el sobrevuelo “no era necesario” en términos de la misión del día, pero que desde el primer momento formó parte de los deseos de Merino. El ex teniente Schlack corroboró esa percepción en conversación con Karin Niklander, en septiembre de 2003. 15 En conversación con Margarita Serrano, en septiembre de 2003, González dijo que ni por razones legales ni por doctrina profesional habría cumplido tal orden, aunque no la discutió en ese momento para no agravar la situación. 16 Una primera versión de este diálogo: HARRINGTON, EDWIN y GONZÁLEZ, MÓNICA: Bomba en una calle de Palermo. Santiago: Emisión, 1987, p. 139. Ella ha sido ajustada con nuevos testimonios. 17 Este episodio ha sido reconstruido, en parte, con el discurso de Rigoberto Quezada en el acto de “Homenaje a Arnoldo Camú”, el 28 de septiembre de 2003. También se tomaron antecedentes del discurso de Gustavo Ruz en el mismo acto. 18 DONOSO LOERO, TERESA: Un héroe del pronunciamiento militar. Santiago: diario El Mercurio, 14 de septiembre de 1973. 19 Septiembre de 1973. Los cien combates de una batalla. Santiago: Gabriela Mistral, 1973, p. 26.
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17:45, centro de Santiago ncañonado por la espalda, con las manos en la nuca y bajo la custodia de un grupo de soldados nerviosos, el senador socialista Erich Schnake camina hacia el Ministerio de Defensa, preso. Schnake ha tenido una jornada intensísima. En la noche anterior fue a revisar la planta transmisora de Corporación, la radio del partido, ante el aviso de que una patrulla militar se había estado acercando a ella. Habló con Allende y con Altamirano y este último aprobó que la radio transmitiera durante la noche “Mi Buenos Aires querido”, el alerta para los militantes. A las 7:30 de este martes 11 lo recogió en su casa el diputado Alejandro Jiliberto y se instaló en las oficinas de la radio, situadas en el edificio del Banco del Estado, junto al de Obras Públicas, antes de las 8. Además de los movimientos de la Armada en Valparaíso, no había en la radio noticias nuevas. Sólo una: la de un auditor que había llamado para informar de una balacera en la Escuela de Suboficiales de Carabineros. (Este dato haría pensar a muchos, ese día y largo tiempo después, que hubo algún intento de resistir al golpe en esa unidad). Habiendo sido bombardeada la antena principal, Corporación debió transmitir sólo por frecuencia modulada durante toda la mañana, usando toda la potencia de que disponía. Allende hizo su primer discurso por esas ondas y luego instó al mismo Schnake a que llamara a los obreros a concentrarse en sus lugares de trabajo. Después del bombardeo, que contempló desde esas oficinas, el senador buscó comunicarse con La Moneda a través del mismo teléfono de magneto que había servido al Presidente. A través del auricular descolgado oyó voces y gritos militares: por esa vía supo, probablemente antes que nadie de la UP, que el palacio había caído. A pesar de eso, las emisiones de la radio continuaron, convocando al pueblo a marchar sobre el centro, hasta las
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15:471, cuando los tiradores apostados en el Ministerio de Defensa ubicaron la antena sobre el techo del banco y la destruyeron después de ingentes esfuerzos. ¿Por qué no fue sencillamente ocupada la oficina de la radio? ¿Otro vacío del Plan Silencio? La explicación de Schnake, años después, será más pedestre: el presidente del sindicato de la radio era un joven demócratacristiano que ese día decidió quedarse por mera solidaridad; el capitán de Ejército al que se ordenó copar Corporación era el padre de ese joven, por lo que se limitó a cercarla y vigilarla. Sin capacidad de transmisión y con los militares entrando a los edificios céntricos, Schnake y su equipo decidieron quemar los documentos peligrosos, repartirse el dinero disponible y salir de a uno. El senador pensaba irse a su lugar asignado para el caso de golpe, un cuarto escondido en los altos del Teatro San Martín, sobre la Alameda, desde donde haría funcionar una radioemisora clandestina. Pero cuando le tocó el turno de salir, se vio de inmediato encañonado por un soldado que le exigió sumarse a una fila donde estaban siendo cacheados el personal del banco y algunos transeúntes. Allí lo reconoció un dirigente sindical del banco, de filiación DC, que advirtió a los militares que se trataba de un senador socialista. Y ahí va Schnake ahora, manos en la nuca, a encontrarse con los ministros Briones y Almeyda, los hermanos Tohá, Osvaldo Puccio y muchos otros socialistas que ya comienzan a sobrepoblar los subterráneos y el hall del Ministerio de Defensa. Mala suerte: está entre los primeros prisioneros de la jornada. Y buena estrella: la clandestinidad podría haberle costado la vida.
17:45, Club de Carabineros, calle Dieciocho El general José María Sepúlveda, depuesto en un golpe incruento e insonoro, cumple casi cuatro horas en el Club de Carabineros desde su salida de La Moneda. Ha visto allí al coronel Manuel Yovane, hermano del general que organiza el golpe: —Puchas, tu hermanito…—le ha dicho, sin contenerse—. La media huevada que ha hecho, ¿no?
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Otros altos oficiales de la policía permanecen también en los señoriales salones, atendidos por solícitos mozos que les llevan refrescos mientras avanza la tarde. Por ejemplo, el general Urrutia. El general subdirector se ha ido a su oficina luego de evacuar la Intendencia de Santiago. Pero allí se ha sentido como un fantasma: con los subalternos pasando delante suyo como si no existiera; tratándolo con respeto, pero con un interés invisible. A las 14 horas ordena a su chofer que lo lleve al Club y allí almuerza a solas, como si no hubiera en el mundo una expresión de lealtad que pudiese aplacar su humillación. Interrogado por los otros altos oficiales sobre el fenómeno del día, ha dicho, molesto: —El Borgia Yovane nos liquidó a todos. Y ahora, cuando se acerca el toque de queda decretado por la Junta, el Club comienza a vaciarse en forma imperceptible. Uno a uno los oficiales parten a sus casas. Urrutia regresa al corazón de la asonada que acaba de terminar con su carrera profesional: el edificio Norambuena. Allí oirá una versión apaciguadora de los hechos: si Carabineros no se hubiese plegado al movimiento, habría sido intervenido por el Ejército, con riesgo para muchos de sus oficiales. Con esa historia se irá a dormir, oyendo los preparativos del general Mendoza para partir a la primera reunión de la Junta de Gobierno. En el Club, Sepúlveda piensa en qué hacer. ¿Será más seguro volver a casa, o quedarse allí, o en algún otro lugar, mientras pasa este día peligroso? Entonces recibe un llamado del general Yovane. El jefe de los Servicios está preocupado por la seguridad del ex superior, que aprecia precaria mientras permanezca en el centro de la ciudad. Quiere ofrecerle una tanqueta para que se traslade, al menos por esta noche, al Club de Campo de Carabineros, en las alturas de La Reina. Sepúlveda vacila unos minutos, y acepta. Confía en Yovane, a pesar de todo. Minutos después, atravesará un Santiago naranjizo, mal iluminado, rumbo a los faldeos precordilleranos. (Dos días después, Yovane irá a casa de Sepúlveda a darle excusas por el golpe de mano. El derrocado ex general director le dirá que si hubiese sabido que toda la institución estaba preparada para el golpe, él la habría encabezado)2.
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18:00, Ministerio de Defensa El general de la FACh Alberto Bachelet es puesto en libertad en su propia oficina. Bachelet es el único general de todas las Fuerzas Armadas que ha sido arrestado durante este día. Algo excepcional y simbólico se expresa en esa condición singularísima. Lo han sometido a ese tratamiento sus amigos: el general Leigh, compañero de muchos años; “Jaimito”, el general Orlando Gutiérrez, visitante asiduo de su casa; el general Nicanor Díaz Estrada, compinche de asados y fiestas familiares; y el general retirado Agustín Rodríguez Pulgar, vecino en el conjunto habitacional del alto mando aéreo situado cerca del Hospital de la FACh. Las simpatías políticas de Bachelet nunca han sido, hasta hoy, un motivo de ruptura con sus colegas del mando uniformado. Nadie ha dudado de su lealtad militar. Ni siquiera Leigh, a quien ha entregado el día anterior el plan de distribución de alimentos del gobierno, en forma privada. Nunca se ha objetado su entrega profesional. Eso cree. Cuando llegó al despacho del secretario general de la FACh, en la mañana, buscando al comandante en jefe, le respondieron que no estaba, y decidió esperarlo. Allí oyó la proclama de la Junta Militar. —¡Qué han hecho! —exclamó, tomándose la cabeza—. ¡Qué han hecho! El estupor alcanzó a durar unos segundos. Lo que siguió no ha tenido descripción más elocuente que su propio testimonio: “El día 11 de septiembre de 1973, en la oficina del secretario general de la FACh (Eduardo Fornet), fui encañonado con un revólver por el general Orlando Gutiérrez, quien me conminó a entregarme arrestado por orden del señor comandante en jefe. El general Gutiérrez estaba acompañado por dos oficiales, los comandantes (Edgar) Ceballos y (Raúl) Vargas. El primero procedió a despojarme del arma de servicio y a registrarme para ver si tenía alguna otra arma. “Luego fui trasladado a mi oficina, en la Dirección de Contabilidad, oficina del director, donde quedé arrestado e incomunicado, bajo custodia de los comandantes (Sergio) Lizasoaín y Vargas. Cuando ingresaron a mi oficina, el comandante Ceballos procedió a arrancar los teléfonos. “Desde mi oficina pude presenciar gran parte del movimiento militar, el bombardeo a La Moneda, el incendio de ésta y en general gran parte de lo que ocurrió en dicha mañana, con la limitación que da un par de ventanas.
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“Aproximadamente a las 18 horas se me comunicó que estaba en libertad y que podía regresar a mi casa. En ese instante procedí a redactar mi renuncia a la institución, la que entregué personalmente al señor Eduardo Fornet, secretario general de la FACh, ya que no se encontraba en su oficina el señor comandante en jefe. “Tuve la oportunidad de expresarle a este oficial, y al general Magliochetti, que se encontraba presente, mi profunda indignación por la vejación a que había sido sometido, la que ellos atribuyeron a la nerviosidad propia del momento. Conjuntamente con dicha renuncia, procedí a presentar las correspondientes a la vicepresidencia del Deportivo Aviación y a la presidencia del Club de Tiro al Vuelo de la FACh”3. ¡El Deportivo Aviación, el Club de Tiro al Vuelo! El general Bachelet testimonia su enojo, suponiendo que la dignidad de un general puede sobreponerse a la violencia que lo circunda. El chofer que lo lleva de regreso a su casa le cuenta que el Presidente ha muerto. Cuando llega, el barrio se ha vuelto hostil, cargado de sospechas. El teléfono de su casa le fue transferido hace tiempo desde la Secretaría de la Fuerza Aérea. Pero así figura todavía en la guía de teléfonos. Y esta tarde, Ángela Jeria ha estado recibiendo llamadas de personas que quieren denunciar a sus vecinos marxistas. El país se ha vuelto hostil. Poco rato después llegan a su casa el general (R) Osvaldo Croquevielle, director general de Aeronáutica Civil, y su esposa Alicia Bachelet, hermana del general. Croquevielle ha pasado una pesadilla semejante a la de su cuñado: fue exonerado de su cargo en la mañana, lo mantuvieron arrestado en el Ministerio de Defensa y después de almuerzo lo liberaron. Los dos matrimonios llegan a la misma conclusión: hay que irse lo antes posible de ese condominio militar4. Cuando los visitantes se despiden, los Bachelet-Jeria deciden preparar la mudanza para uno de los dos departamentos que tienen en Américo Vespucio con Apoquindo. Ella empieza de inmediato a embalar algunas cosas. El general no: se pasea, impaciente, y a ratos dice que aún podría volver a su cargo, que sería útil para ayudar en problemas pendientes. Esa noche no dormirá. Recién empieza a percibir que las instituciones están reducidas a cenizas. No imagina aún que al día siguiente, mientras su esposa y su hija queman papeles universitarios, una unidad de la Escuela Militar allanará
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su casa en busca de armas. No imagina que 48 horas después, el general Gutiérrez, el antiguo y querido “Jaimito”, irá a buscarlo a su casa con una patrulla armada para un viaje casi sin retorno5.
18:10, La Moneda Cuando el toque de queda se precipita sobre el país, el inspector Pedro Espinoza, de la Brigada de Homicidios de Investigaciones, y el inspector Julio Navarro dan por terminado el análisis de “sitio del suceso” del salón Independencia del palacio de gobierno. Concluyen más de dos horas de trabajo, en compañía de seis peritos: dos balísticos, un químico, un planimetrista, un dactiloscopista y un fotógrafo. Espinoza y Navarro han llegado después de pasar por un túnel de desinformación. En el Cuartel Central, el prefecto Julio Rada les dijo, al momento de darles la orden, que en La Moneda se había suicidado un general. Cuando llegaron al Ministerio de Defensa para recibir las instrucciones finales, el general Brady les reveló que el muerto era Allende y que lo había matado un GAP. Al fin, en La Moneda, el general Palacios les presentó al doctor Guijón, quien describió lo que había visto. Después de que el planimetrista tomase las medidas y distancias del salón, y que el fotógrafo registrase las primeras imágenes del cuerpo –agotando las 27 letras del alfabeto–, los detectives han tendido el cadáver en la alfombra y lo han desnudado totalmente. En cada paso han tomado muestras de huellas, marcas y residuos, que luego serán analizados por el Laboratorio de Policía Técnica. Pero ya el experto en huellas Héctor Henríquez, que ha aplicado reactivos al fusil AK-47, y el perito químico Santiago Dussert, que ha rastreado las huellas de pólvora en las manos del Presidente, tienen clara la relación entre el fusil y su portador6. Pequeños detalles han llamado la atención a sus ojos de expertos. Por ejemplo, los gruesos anteojos característicos del Presidente, quebrados en dos partes, sucios y semiempañados; los dos calendarios de latón, de 1973, de marca Panamtur, engrapados en la pulsera del finísimo reloj JaegerLeCoultre; los bolsillos totalmente vacíos de toda la vestimenta, con excepción de una llave y un papel en blanco, hallados en el lado derecho del pantalón; el pañuelo de seda azul doblado en el bolsillo superior de la chaqueta; y el cuerpo libre de heridas, actuales o antiguas, en toda su superficie.
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Los peritos han hallado restos de caja craneana esparcidos por el piso; también de materia encefálica; y dos vainillas de balas, probablemente disparadas mucho antes, que entregarán al general Palacios para el peritaje militar. Y sobre todo, el plomo que, disparado “presumiblemente de abajo hacia arriba, de delante hacia atrás, con entrada en la región mentoniana inmediatamente a la izquierda de la línea media, y salida de el o ellos [los proyectiles], con estallido de la zona parietal izquierda”, ha atravesado el gobelino colgado tras el sofá y se ha incrustado en el muro de concreto7. La cuestión del número de disparos (uno o dos) sigue siendo dudosa. Los policías notan que el fusil está puesto en la posición “completamente automático”, la que se usa para disparos en ráfaga. Dado el calibre de los proyectiles –7.62–, este uso no es necesario para autoeliminarse. Los disparos saldrían con una velocidad cíclica de 600 tiros por minuto, con lo que dos tiros demorarían un quinto de segundo o 200 milisegundos, con una trayectoria casi idéntica. Sin embargo, el supuesto segundo proyectil nunca será hallado en el salón Independencia8. El informe final, terminado a las 19 horas en el Cuartel Central, establecerá, en la segunda y más importante de sus conclusiones: “El hecho acaecido, por las condiciones de la herida de entrada, de la trayectoria interna, herida de salida y otros antecedentes obtenidos en el Sitio del Suceso (manchas en las manos, posición del cuerpo y el arma, etc.), tiene las características de un suicidio. En consecuencia, se descarta la posibilidad de homicidio”. Ahora, los detectives regresan al Cuartel con la sola escolta de un oficial de Ejército. Permanecerán allí otros dos días de servicio continuo.
18:10, Población La Legua El Aparato Militar del PS ha perdido parte de su fuerza al fragmentarse en tres. El grupo de Quezada divisa a un conjunto de jóvenes que están siendo atacados por dos tanquetas policiales y que se defienden tras una trinchera de escombros. Cuando corren hacia ellas, las tanquetas huyen: ya saben que los socialistas andan con cohetes. Quezada marcha luego a la calle Ureta Cox, hasta las puertas del sindicato de Mademsa. El portero les informa que no hay nadie: durante todo el
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día han estado pasando diversos grupos en busca de armas y organización, pero se han ido ante la ausencia de gente. El portero parece enojado: —Bombardearon La Moneda y mataron al Presidente —gruñe—. Él dijo que el pueblo no debía inmolarse. El presidente de la CUT llamó a los obreros a quedarse en sus locales. Los camaradas comunistas decidieron replegarse. ¡Aquí nadie entiende nada! Y cierra la puerta con un grueso candado. Quezada regresa con sus hombres a La Legua y logra reencontrarse con el grupo de Camú. El grupo de Renato Moreau y Exequiel Ponce, que sí ha estado en Madeco-Mademsa, ha salido con la intención de reforzar al de Camú, a la vista de su demora y del feroz tiroteo que se escucha en La Legua. Pero en el laberinto de callejuelas, el grupo se pierde y advierte que puede caer en una emboscada. Moreau ordena regresar a la industria, donde entra cuando ya anochece. Y Camú, por fin, informado por Quezada de la soledad de MadecoMademsa, piensa que ya no pueden seguir en esa población, que Carabineros está enviando continuos refuerzos y que pronto serán aprisionados en un cerco infranqueable. Lo mejor es salir hacia el sur y tratar de cruzar Departamental. En el penoso avance divisan, a varias cuadras de distancia, un retén de Carabineros. Camú toma un RPG-7 y dispara hacia la pequeña construcción. No hay reacción. El impacto ni siquiera da en el blanco. Quizás este acto gatilla en Camú la última sensación de la inutilidad de estas acciones. Minutos después, sin decir nada a los demás, se aleja a solas por una calle, toca el timbre y pregunta a un sorprendido vecino: —Disculpe, esta camioneta frente a su puerta, ¿es suya? —y ante la respuesta afirmativa—: Préstemela, por favor. Le prometo que mañana se la traigo de regreso. El vecino accede. Camú ordena cargar todas las armas en la camioneta y se despide con un abrazo de cada uno de los militantes. —Mañana nos veremos —anuncia—. Nos vamos a organizar para la victoria, compañeros.
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18:30, La Moneda, calle Morandé Terminado el trabajo de los peritos policiales, el general Palacios dispone que el cuerpo del Presidente sea trasladado al Hospital Militar. Los soldados lo acomodan en una camilla de lona, pero el general ordena que sea cubierto con algo. En la oficina del secretario Puccio hallan un chamanto, elaborado en La Ligua, que sirve para ese fin. Los soldados piden ayuda a los bomberos para la trabajosa faena de bajarlo hasta la calle. Varios voluntarios de las compañías 1ª, 6ª y 12ª prestan hombros y brazos en los costados de la camilla, aunque “sin mayor cuidado” según un testigo9. El general Palacios distribuye las últimas órdenes: el mayor Núñez deberá ir a buscar a sus casas al doctor Tomás Tobar y a su ayudante Mario Cornejo para llevarlos hasta el Hospital Militar; ellos serán los responsables de la autopsia. En paralelo, el subteniente Manuel Vásquez quedará a cargo de la custodia del cuerpo del Presidente en el camino hacia el Hospital Militar. El camión-ambulancia sale en contra del tránsito hacia la Alameda para tomar rumbo al oriente. La última salida del Presidente produce emociones turbulentas entre los prisioneros que permanecen tumbados en Morandé. Pero no hay mucho tiempo para eso. Dos microbuses grises, de la Armada, se ubican en la calle para que los prisioneros (“rehenes”, en el lenguaje del plan de la Agrupación Centro) partan al Regimiento Tacna. Los soldados los forman en dos filas y los hacen pasar por el primer “callejón oscuro” –el pasadizo de culatazos y puntapiés– de la jornada. Encabezan la primera fila tres miembros del GAP: Hugo García, Pablo Zepeda y Juan Osses. Debido a esa circunstancia, van hacia el fondo del bus, donde se arrodillarán sobre los asientos, mirando hacia atrás y con las manos sobre la nuca, como todo el resto de los ocupantes. Por subir primero, bajarán al último. No comprenderán hasta mucho después el significado mágico de este hecho minúsculo. Los alrededores de La Moneda quedan desiertos. De vez en cuando estalla algún disparo aislado, que instantáneamente es seguido por una balacera infernal, con un eco amplificado por el cajón de edificios altos que rodean al palacio. Será así toda la noche. Los soldados han tomado el control de la zona, pero no de su adrenalina. No todavía.
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Mientras la luz del día se extingue lentamente, con la parsimonia de la primavera, y la llovizna humedece las calles como si quisiera lavarlas, el silencio se va haciendo más pesado. Como si lo fuese horadando, a través de él rueda el vetusto camiónambulancia a lo largo de Alameda y Providencia, con un subteniente solitario que apenas mira el cuerpo cubierto, el cadáver más importante en la historia del Chile moderno.
18:45, Indumet, Cordón San Joaquín Después de tenerlos por casi 90 minutos tendidos en los patios, boca abajo, los carabineros sacan a los trabajadores de Indumet por los accesos de las calles Nueva Macul y Rivas. Celsa Parrau, que ha salido del subterráneo con el mirista Manuel Ojeda, que tiene la rodilla perforada, lo abraza y le dice que agudice su cojera para que vean que está herido. Quizá se apiaden. Pero también puede ser al revés: la herida es una evidencia de que ha estado combatiendo. Los policías sientan a los trabajadores, manos en la nuca, a lo largo de la calle Santa Ana. Hay pateaduras, culatazos, insultos. En esa trifulca, Celsa Parrau pierde de vista a Ojeda. (Más tarde le dirán que fue ejecutado ese mismo día, debido a su herida10). Es el rito ancestral de los rendidos: los vencedores generosos son siempre muy escasos. Pero además los carabineros sospechan que algunos de estos trabajadores han estado disparando contra ellos. A veces se tientan con alguna acción mayor: hacen pararse a un par de obreros y les ordenan que corran. Todos saben lo que esto significa: “ley de fuga”, balazo por la espalda. Desde el segundo piso de la esquina grita el mismo comerciante que los denunció, y desde las ventanas, los vecinos: “No, ése es conocido”. “Ése es trabajador”. “Ése no es de la UP”. Los vecinos son gente piadosa, pero que ignora la verdad: la mayoría de los obreros ha estado combatiendo. Los vecinos prefieren imaginarlos como rehenes de los “extraños”. Y de los “extremistas”, y de los “extranjeros”, que son las fórmulas perfectas para deshacerse de las culpas. Gracias a esa fantasía, ningún obrero es fusilado en esa calle; en virtud de lo mismo, el interventor ecuatoriano es el imán de todos los castigos. Los carabineros disponen de un camión –ofrecido por un vecino solícito– y comienzan a formar a los prisioneros para llevárselos. Como el
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camión no alcanza, llegan dos buses policiales. En la fila comienzan a quitar los relojes. Ya no hay disparos, el ambiente se ha relajado y el humor negro comparte espacio con el escalofrío: —Mi cabo, el reloj es un regalo… —protesta un obrero. —¿Y pa’ qué lo querís, huevón, si en un rato vai a estar muerto?11 El camión y los buses los llevan hasta la 12ª Comisaría, donde los echan de bruces, apelotonados, en un patio. Los carabineros de esa unidad están excitados y furiosos por los ataques que han sufrido en La Legua. Después de un rato, un mayor pregunta por los que están heridos, para llevarlos al Hospital Barros Luco. Los trabajadores vacilan: el instructor militar les ha dicho que, en guerra, los soldados buscan sangre para sus heridos y que la obtienen de los heridos del enemigo si es necesario12. Aun así, unos ocho obreros heridos se levantan; el mayor ordena trasladarlos al Hospital. Un enfermero los ve esa noche, acurrucados y espantados por el ajetreo de la sala de urgencia. —Y a ustedes, ¿qué les pasó? —pregunta, con sincera curiosidad. —¡Chis! —responde uno, sangrando de la cabeza—, ¿y todavía preguntái? (Más tarde, el enfermero los sacará, vestidos de paramédicos, hasta una barraca de Quinta Normal. Días después llegarán como prisioneros, con las mismas batas blancas, al Estadio Nacional). Entre los muchos instructores que han pasado por Indumet, todos recuerdan a un brasileño que estuvo en la guerrilla en su país y que se preciaba de su experiencia. Según él, en estas situaciones los prisioneros son asesinados y arrojados al mar. Los obreros se mostraban escépticos ante semejante barbarie. Pero… Cuando les anuncian que serán llevados a otro centro de detención, recuerdan los relatos del brasileño. De la dirección que tomen los buses parece depender su destino. Si van hacia el sur o el norte, ningún problema. Pero si van hacia el oeste… Los buses parten hacia el norte. Es un alivio momentáneo. Van al Regimiento Tacna, donde los espera otro “callejón oscuro”. ¿El tercero, el cuarto, de la tarde?
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19:00, Ministerio de Defensa Alfredo Joignant, director de Investigaciones hasta el mediodía, y por lo tanto uno de los personajes con mayor riesgo vital de la jornada, llega detenido al Ministerio de Defensa, acompañado por un coronel de Carabineros. En la guardia lo esposan y le quitan la corbata, el cinturón y los cordones de los zapatos. Ese procedimiento lo convierte, en cierto modo, en un preso común, con la carga de humillación que ello supone. Los militares lo llevan hasta el quinto piso, donde lo recibe el general Nuño13. Joignant culmina una de las peripecias más alucinantes de este martes. Tras salir de Investigaciones, ha pasado por su casa a ver a su esposa, en la zona de la plaza Pedro de Valdivia, y luego se ha ido a una casa segura en La Reina. Pero allí lo ha ubicado su esposa por teléfono, diciéndole que el general (R) Prats lo busca. Joignant ha llamado al teléfono de la casa del general Ervaldo Rodríguez, donde se refugia Prats, y ha recibido de sopetón una pregunta que no olvidará: —Alfredo, ¿qué sabe del jefe? —No tengo idea, general. No sé lo que ha pasado. —¿Y qué va a hacer usted, Alfredo? —La idea que tengo es juntarme con mis compañeros, por ahora... —Qué va a andar arrancando, Alfredo, si el levantamiento es total. Yo que usted me presentaría. Voluntariamente. —¿Usted piensa eso, general? —Sí. Yo lo conozco bien: usted no es para la clandestinidad. Lo que ninguno de los interlocutores ha sabido es que el teléfono desde el cual ha hablado el general Prats está intervenido. Aunque los oficiales de enlace que tiene con el Ejército deben protegerlo, es evidente que los superiores lo han estimado demasiado peligroso para dejarlo completamente libre. Minutos después de la conversación, Joignant ha visto que llegan patrullas militares hasta los alrededores de la casa. La dueña ha llamado a un coronel de Carabineros que es su amigo. —Yo lo saco de aquí, Alfredo —ha dicho el coronel—, pero no lo puedo dejar libre, porque eso me puede costar la vida. Me comprometo a dejarlo en el Ministerio de Defensa. Joignant se ha mostrado de acuerdo y ha salido tendido en el piso del jeep del coronel. Traspuesta la barrera militar, lo ha invitado a tomar un
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café en la Prefectura Oriente. Y después de departir un rato con los oficiales, el coronel ha dicho: —Bueno, ahora vamos al Ministerio. Y por favor no trate de arrancarse, porque éste es un golpe de Estado y su gobierno ya no existe... Después lo ha entregado. Y ahora Nuño, que no abandona su caballerosidad con los prisioneros, lo envía a los subterráneos.
19:00, Hospital José Joaquín Aguirre Los estudiantes de la Sede Norte de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile que se han quedado para atender a los pacientes comienzan a regresar al hospital, después de un día extenuante de asambleas, reuniones y especulaciones. Un día de no hacer nada y pasar por oleadas de angustia. Una unidad de Carabineros ya ha ocupado el hospital y los policías están en actitud de combate, desconfiados y agresivos. Médicos y estudiantes recorren pasillos y salas visitando a los enfermos. Los militantes socialistas y comunistas que hay entre ellos se sienten vigilados. Algunos ya han sido denunciados y aunque han estado atendiendo pacientes, los han arrestado y sacado del hospital. En ese ambiente de miedo, un carabinero se acerca a la estudiante Michelle Bachelet y le confidencia: —Mi hija también estudia Medicina, pero en otra universidad. Ha estado todo el día en un hospital. Todavía no puedo verla… La joven Bachelet entiende que el policía quiere tranquilizarla, o acaso mostrar alguna solidaridad con la agobiante situación que está viviendo. Dos de sus compañeros de curso ya fueron arrestados, pero hasta ahora nadie ha reparado en ella, que ya sabe que el Presidente ha muerto y que su padre fue detenido en el Ministerio de Defensa. El toque de queda impera con bravura en Santiago. Nadie puede salir del hospital. Sus ocupantes tendrán que pernoctar por una segunda noche. Los médicos y los estudiantes temen que, después de esta primera ocupación de Carabineros, sobrevenga un nuevo allanamiento, de los mismos policías o quizá del Ejército. No saber nada, no poder imaginar nada, ha sido una de las condiciones más enervantes del día.
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El grupo que permanece en el hospital decide que Michelle Bachelet y su amiga Aída Insunza, hija del dirigente comunista y ministro de Justicia de Allende Sergio Insunza, corren especial peligro. A pesar de las protestas de ambas, los compañeros deciden que ellas van a ocupar dos camas vacías que hay en el Hospital del Cáncer. Esa noche dormirán muy poco. (Al día siguiente, Bachelet llamará a su padre para que la pase a buscar a la casa de un compañero de la Juventud Socialista. Sólo entonces sabrá que el general ha sido tratado como un traidor a la patria).
19:15, Regimiento Tacna, calle Tupper Los dos buses con los prisioneros de La Moneda llegan hasta el Regimiento Tacna, donde los bajan a empujones y los hacen ponerse de rodillas, en cuatro filas. Dos hombres vestidos de civil recogen las cédulas de identidad de cada uno y las echan en una caja. Mientras permanecen hincados, con las manos en la nuca, llega hasta el patio el comandante del regimiento, el coronel Joaquín Ramírez Pineda: —¡A éstos los vamos a fusilar a todos! —grita, y ordena emplazar ametralladoras y desocupar las oficinas que están a sus espaldas. Los prisioneros oyen con pavor las carreras de los soldados y el movimiento de armas pesadas; si es una bravata, tiene un realismo escalofriante. Un par de oficiales se acerca al coronel, dialogan en voz baja y los preparativos se cancelan. Ramírez es un “duro” y no admite competencia en esto; pertenece a esa cultura militar que valora la fuerza como un disuasivo insuperable. Y hoy está a cargo de una unidad adonde, según le han dicho, están llegando los enemigos más peligrosos de la jornada. Concluido el simulacro de ejecución, los soldados trasladan a los prisioneros hasta unas viejas caballerizas situadas en la esquina norponiente, donde deben tenderse, boca abajo, sobre los adoquines. Al menos quedan a cubierto de la fina llovizna que comienza a caer sobre Santiago. La excepción son los tres GAP que subieron primero a los buses; ahora son los últimos y el espacio techado no alcanza para ellos. Horas más tarde, cuando estén ya empapados, un sargento los sacará de ese lugar y los ubicará junto con otros prisioneros. Esa casualidad salvará sus vidas. García, Zepeda y Osses sobrevivirán sólo por el gesto del sargento… o por la estrechez de la caballeriza. Al resto
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le espera un destino feroz. Salvo a los hombres de Investigaciones, que serán retirados al día siguiente por el inspector Santiago Cirio; esos funcionarios, explicará, estaban allí cumpliendo su función profesional. Y al subsiguiente llegarán camiones militares con oficiales que traerán una lista precisa: todos los que estuvieron en La Moneda. Los subirán a empujones y marcharán rumbo a Peldehue, donde serán ejecutados a sangre fría, al borde de una fosa cavada por ellos mismos. “Coco” Paredes enfrentará ese destino gritando vivas a Allende y al socialismo; los soldados se ensañarán disparándole por ese gesto14. Años más tarde los restos de estas víctimas serán removidos y diseminados en diversos puntos –incluido el Patio 29 del Cementerio General– en un esfuerzo por ocultar una decisión incomprensible. Las autoridades militares dirán unos días después que Paredes cayó en un enfrentamiento, a sabiendas de que estaba en esa fosa; y el Servicio de Inteligencia Militar buscará por semanas a “Máximo”, el jefe de Contrainteligencia del PS, sin saber todavía que Ricardo Pincheira también yace en ella. Veinticuatro hombres morirán de ese modo15. Otros 11 que debieron estar junto a ellos y que fueron detenidos en la Intendencia –incluyendo a Enrique Ropert, el hijo de “Payita”– serán acribillados en otra noche brava, la del 19 de septiembre, sobre el Puente Bulnes16. Sus cadáveres serán arrojados al río Mapocho y se convertirán en una de las visiones pavorosas que tendrá la población de Santiago durante el posgolpe: los cuerpos flotantes que exhiben la disposición de los sectores dominantes en el nuevo régimen.
19:10, Escuela Militar A esta hora ingresan a una sala contigua al gran hall de la Escuela Militar los cuatro jefes máximos de las fuerzas que han actuado en el día. El general Leigh ha propuesto reunirse en ese lugar, un par de horas antes, en vista de que el descenso de la nubosidad y la llovizna asociada harían difícil maniobrar helicópteros en la zona del Comando de Telecomunicaciones de Peñalolén. El general Pinochet ha llegado primero, a instancias del general Urbina, para evitar cualquier tentación de otros generales. Algunos oficiales preferirían ver en la Junta al general Bonilla e incluso al general Arellano. Y lo que es peor: ambos lo saben.
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Pinochet dispone que el armamento capturado sea desplegado en uno de los patios interiores, para comenzar a mostrarlo a los eventuales visitantes y a la televisión. Luego se instala en el puesto de radio, junto al general Benavides, para recibir los últimos reportes. El movimiento ha sido un éxito absoluto en el Ejército: no se han registrado incidentes mayores en ninguna unidad; sólo retrasos, en algunas; ya vendrá el momento de investigar esas situaciones. El general Leigh arriba en el helicóptero que en la mañana ha sido perforado por los tiradores de Tomás Moro. Su transporte es una evidencia contundente, aunque desmesurada, de la resistencia que han enfrentado las Fuerzas Armadas. El almirante Merino llega con sus dos helicópteros. El estado de la máquina vecina, la de la FACh, impresiona a los tripulantes. Los infantes que viajan a bordo bajan con sus armas para crear el cerco de seguridad. El almirante Carvajal, que ya está en la Escuela, lo acompaña hacia el gran hall. El general Mendoza, el único que debe atravesar el centro de la ciudad, viene con tres autos y una tanqueta al frente y otra detrás. Ahora, los cuatro hombres se saludan con abrazos apretados. Carvajal cumple la tarea de hacer las presentaciones entre Merino y Mendoza, que no se han visto nunca antes. Pinochet guarda en silencio sus reservas. Merino le resulta difícil de tragar; aunque lo ha tratado poco, lo considera un sujeto arrogante, que parece desdeñar a sus interlocutores sin siquiera conocer sus méritos. En Leigh ve el destello de la ambición política, un cierto aire de Estado que el comandante en jefe de la FACh practica con deliberación; además, ha sostenido una abierta antipatía en contra de su antecesor, el general Ruiz, desde que éste lo desplazara en forma poco gentil durante una cena protocolar. A Mendoza casi no lo conoce. Que Pinochet razone con cierta desconfianza es natural; lo extraordinario es que el ejercicio del mando le haya enseñado a disimular esos sentimientos. En este instante es un general amenazado: lo cercan por dentro sus mandos inferiores, mejor legitimados que él para el golpe de Estado; y por fuera, estos otros comandantes en jefe, que aparentan disponer de una solidez sin fisuras entre sus filas. Pero puede sobreponerse a todas esas dudas. Intuye que tendrá que ser el jefe de la historia. De otro modo, la historia pasará sobre él como una apisonadora.
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Los demás tampoco confían completamente en él. Merino no olvida que sin su mensaje no se habría desatado la movilización. Leigh recuerda con molestia su apresurada visita de 48 horas antes. Pero Merino y Leigh carecen de razones para aliarse en este punto. El jefe de la FACh siente la legitimidad del nombramiento constitucional que lo respalda, que lo hace superior a Merino; el nuevo jefe de la Armada piensa que los aviadores han sido complacientes y dubitativos con el régimen depuesto y que por lo tanto no son de fiar en el largo plazo. La idiosincrasia de las instituciones impone sus propios juicios en esta hora de mediciones. En cambio, la formalidad militar domina en el primer encuentro. La conversación es liviana y breve; no hay un plan de trabajo, sino sólo unas apreciaciones generales sobre el grado de control del país, la necesidad de mantener el estado de sitio y la probabilidad de romper relaciones con Cuba y el bloque soviético. Lo que toma más tiempo es la disyuntiva de cómo informar de la muerte de Allende; el acuerdo final es emitir un comunicado (que saldrá recién el jueves 13) y mantener en reserva el lugar de su sepultación. Como se sabe, en las Fuerzas Armadas chilenas la antigüedad constituye grado. Si se trata de antigüedad en el título personal, Leigh aventaja por tres días a Pinochet; Merino y Mendoza acaban de asumir. Pero, trasladando el debate a un nivel superior, Pinochet hace prevalecer la tesis de que lo que vale es la antigüedad de las instituciones, caso en el cual la prelación es: Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Carabineros. Están implícitas en esa idea otros dos aspectos relevantes: el tamaño y el poder de fuego. Esta cuestión incordiante se discute de manera liviana esta noche, pero pesa en el ambiente cuando Leigh propone que la Junta tenga una presidencia rotativa. Naturalmente, dice él mismo, el primero debe ser el general Pinochet; lo seguirían el almirante Merino, y luego Leigh y Mendoza. Los cuatro aprueban la idea. No hay acta sobre ello; es un “acuerdo de caballeros”, según la expresión que Pinochet usará un poco más tarde ante corresponsales alemanes de la revista Stern y ante la periodista chilena Florencia Varas17. Concluida la reunión, los cuatro altos oficiales son conducidos por Carvajal al patio donde se exhiben las armas capturadas. Los militares, con el estímulo de sus asesores civiles, consideran que esta exposición es de alta importancia, tanto para efectos internos como para la comprensión internacional.
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(Al día siguiente, el agregado militar de la embajada de Brasil, el coronel Walter Mesquita de Siqueira, será citado por el general Pinochet para expresarle el deseo de la Junta de que su país sea el primero en reconocerla. Al anochecer, cuando el almirante Huerta confirme este interés al embajador Antonio Cándido Cámara Canto, éste urgirá al canciller Mário Gibson Barbosa para que autorice ese gesto. Pero hasta la dictadura del general Emilio Garrastazu Médici tiene sus remilgos: Brasil reconocerá de inmediato a la Junta si se cumplen tres condiciones: control efectivo del territorio, conformación del gabinete de ministros y respeto de los compromisos internacionales. Como esas garantías se ofrecen esa misma noche, Cámara Canto conseguirá su objetivo y se convertirá en un importante amigo de la Cancillería chilena en los meses siguientes)18.
20:00, Embajada de Cuba, calle Los EstanqueS Hace poco más de una hora, Luis Fernández Oña, miembro del DOE cubano, encargado de las relaciones con los partidos de la UP y esposo de Beatriz Allende, ha recibido un llamado del Ministerio de Defensa. Los militares deseaban ubicar a la hija del Presidente para que ella y su familia pudiesen asistir a la sepultación de Allende. Fernández Oña ha respondido que los ayudaría si le permiten asistir al sepelio y le aseguran que las hijas podrán asilarse en la Embajada de Cuba. Los militares han aceptado y avisado que un vehículo irá a recogerlo pronto. Pero no han vuelto a comunicarse. La explicación es simple. En el Ministerio han logrado hallar a un sobrino de Allende, Eduardo Grove. El almirante Carvajal lo ha llamado y le ha dicho que, buscando a la persona más apropiada para hacerse cargo del cuerpo, han dado con él. La condición es que el funeral debe realizarse sólo con su familia más cercana, en el Cementerio Santa Inés de Viña del Mar, en el mausoleo de la familia Grove. El sobrino ha aceptado. En la casa de una compañera de trabajo de Isabel Allende, en calle Seminario, donde se ha refugiado junto con Frida Modak y Nancy Jullien, Beatriz ha recibido un llamado de Fernández Oña, anunciándole que pronto iría a buscarla. En las mismas horas, las hermanas se han comunicado con su madre, que les ha dicho que ha recibido la notificación de ir a sepultar a su padre.
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Las dos se han hecho la ilusión de reunirse con su madre y con los restos de su padre al final de un día pesadillesco. Fernández Oña, extrañado por la demora de los militares, se acerca al portón de acceso de la embajada. Lo acompaña el embajador Mario García Incháustegui. Apenas entreabren la hoja metálica, se desata una balacera furiosa en contra de la legación. Fernández Oña alcanza a cerrar y tirarse al suelo; García Incháustegui sufre el roce de un proyectil en una mano, que sangra con alguna profusión. Lo que no saben es que los militares que rodean la casa tienen una orden tajante: nadie puede salir ni entrar. Y lo que no saben esos militares es que el personal de la embajada tiene una sola orden: repeler cualquier ataque. Unas 120 armas, cortas y largas, contestan el fuego masivamente. Otras tantas replican desde el exterior. En los departamentos militares de calle Antonio Varas, las señoras de muchos oficiales de Ejército que ese día están de servicio deben tenderse en el piso ante el infierno de balas en que se convierte ese pequeño barrio de Providencia. Según Max Marambio, el tiroteo dura “apenas siete minutos”19. Cesa cuando, sencillamente, nadie más dispara. No hay bajas. Pero los nervios del sector quedan destrozados. Fernández Oña informa a su esposa que es completamente inviable que pueda ir a buscarla. El embajador de Suecia, Harald Edelstam, atraviesa la zona de peligro y se pone frente a la Embajada de Cuba, voceando que los intereses de Cuba están ahora en manos de Suecia. Nadie se atreve a encararlo. Edelstam –que ya en la tarde había advertido a los soldados que una representación diplomática no podía ser violentada– encabezará las negociaciones para que los cubanos salgan del país al día siguiente, llevando también a Beatriz Allende. Sus hermanas Isabel y Carmen Paz, y su madre, Hortensia Bussi, se irán tres días más tarde, bajo la protección de México, cuyo Presidente, Luis Echeverría, las recibirá con luto en el aeropuerto.
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NOTAS
1 SÁNCHEZ, MARTA; CALM, LILIAN y VARAS, FLORENCIA: El once, hora por hora. Santiago: revista Qué Pasa, 10 de septiembre de 1974, p. 30. 2 GONZÁLEZ, IGNACIO: El día en que murió Allende. Santiago: Cesoc, 1990 (ampliada), pp. 284-285, 330 y 435-436. 3 Texto preparado por Bachelet para la organización de su defensa, por encargo del abogado Alfredo Etcheberry. El fragmento citado fue exhibido por Ángela Jeria a Ascanio Cavallo en marzo de 1986. 4 En marzo de 1974, el general (R) Croquevielle intervino con energía para que el féretro del general Bachelet fuese admitido en la Capilla General Castrense, amenazando con dejarlo en la calle si ello no ocurría. En 1975 intercedió ante el general Gustavo Leigh, miembro de la Junta, y el general César Benavides, ministro del Interior, para que Ángela Jeria y su hija Michelle fuesen liberadas y expulsadas del país. En 1979 gestionó ante el general Fernando Matthei el regreso de ambas. Murió en noviembre de 2006, cuando Michelle Bachelet ya era Presidenta. 5 Bachelet fue detenido y liberado dos veces, hasta que murió en cautiverio el 12 de marzo de 1974, “a consecuencia de las torturas y malos tratos sufridos mientras estuvo detenido”, según estableció la Comisión de Verdad y Reconciliación. 6 Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: testimonios del dactiloscopista de Investigaciones Héctor Henríquez, del 25 de mayo de 2011, fojas 922, y del perito químico Santiago Dussert, del 12 de agosto de 2011, fojas 1.687. 7 El texto completo del informe pericial: GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000 (1a edición), pp. 495-498. 8 Servicio Médico Legal: Informe final protocolo N° 57-11 IF. El ex GAP Pablo Zepeda, que dice haber visto al Presidente en el momento de dispararse “dos tiros”, lo que no concuerda con el hecho de que fue uno de los primeros en salir del palacio, ha especulado que Allende utilizó los tiros perforante y explosivo del AK-47, que también tiene uno de tipo trazador. Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: Testimonio de Pablo Zepeda, del 4 de julio de 2011, fojas 1.111. En el mismo proceso, el detective Juan Seoane recomienda no dar credibilidad a Zepeda, que sólo apareció ese día en el GAP y que más tarde habría “inventado” en Cuba, junto con Renato González, la versión del asesinato del Presidente. Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado
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del Crimen de Santiago: testimonio del detective Juan Seoane, del 12 de abril de 2011, fojas 364. 9 Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: testimonio del voluntario de la 9ª Compañía de Bomberos de Santiago, Víctor Riquelme, del 4 de mayo de 2011, fojas 558. 10 El momento de la muerte no ha sido determinado, pero sí el día. Celsa Parrau dijo a Margarita Serrano que todas las versiones conocidas sugieren una ejecución casi inmediata. 11 El tornero Luis Saavedra contó a Ascanio Cavallo, en enero de 1986, que las seguridades de que los fusilarían fueron repetidas a los obreros durante toda la jornada, e incluso reiteradas a las mujeres que llegaron a buscarlos a la fábrica al día siguiente. 12 Esta advertencia escalofriante no parece, a pesar de todo, excesiva, si se consideran las alusiones del general Pinochet a la falta de sangre para curar heridos por el toque de queda (ver página 212) y la experiencia del militante socialista Patricio Inda, que fue capturado por Carabineros en La Legua y forzado a donar sangre para un herido en la calle, procedimiento gracias al cual salvó con vida. QUIROGA, PATRICIO: Compañeros. El GAP: la escolta de Allende. Santiago: Aguilar, 2001, p. 164. 13 El general de la FACh Díaz Estrada contaría después que él recibió a Joignant, que le fue llevado por el capitán de navío Ariel González, a sabiendas que se lo consideraba el peor enemigo de la FACh, tanto por la disputa en torno al crimen del comandante Arturo Araya –donde se demostraría que Investigaciones tenía razón– como por las indagaciones respecto de los allanamientos a industrias de la zona sur. GONZÁLEZ, IGNACIO: El día en que murió Allende. Santiago: Cesoc, 1990 (ampliada), pp. 366368. En conversación con Karin Niklander en septiembre de 2003, Joignant negó tajantemente la ocurrencia de este episodio. 14 Esta versión fue entregada a Ascanio Cavallo, en noviembre de 1987, bajo secreto de identidad, por un hombre que actuó en esos hechos y que posteriormente formó parte de la DINA. “Paredes nunca tiró el poto para las moras. Tenía muchas bolas”. 15 Diez funcionarios de gobierno: el subsecretario general de gobierno, Arsenio, Poupin; los miembros del Cenop, Ricardo Pincheira, Jorge Klein y Claudio Jimeno; el miembro del Consejo Superior de la Universidad de Chile, Enrique Paris; el director de Chile Films, Eduardo Paredes; el intendente de Palacio, Enrique Huerta; el asesor de prensa de la Intendencia de Santiago, Sergio Contreras; el gerente del Banco Central, Jaime Barrios; y el asesor del Ministerio del Interior, Daniel Escobar. Y 14 miembros del GAP: Óscar Avilés, Manuel Castro, Julio Chacón, José Freire, Daniel Gutiérrez, Óscar Lagos, Juan José Montiglio, Julio Moreno, Luis Rodríguez, Jaime Sotelo, Julio Tapia, Héctor Urrutia, Óscar Valladares y Juan Vargas. 16 Domingo Blanco, José Carreño, Carlos Cruz, Luis Gamboa, Pedro Garcés, Gonzalo Jorquera, Óscar Marambio, Edmundo Montero, Jorge Orrego, William Ramírez y Enrique Ropert. 17 VARAS, FLORENCIA y VERGARA, JOSÉ MANUEL: Operación Chile. Santiago: Pomaire, 1973, pp. 207-208. Aunque este libro es una mezcla de realidad y ficción, lo
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que hace muy difícil la calificación de sus episodios, la periodista Varas ha dicho que su entrevista con Pinochet se realizó esa misma noche. Idéntica información recibió la estación local de la CIA, cuyo informe de la noche del 11 de septiembre señaló en el primer punto el carácter rotativo que tendría la Junta. GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, p. 404. 18 MONIZ BANDEIRA, LUIZ ALBERTO: Fórmula para el caos. La caída de Salvador Allende (1970-1973). Santiago: Debate, 2008, pp. 539-541. Esta investigación es muy importante, porque su autor tuvo acceso a los archivos desclasificados de Itamaraty. Aunque ella confirma la afirmación de la primera edición de Golpe respecto de la penetración amistosa del embajador Cámara Canto en los altos mandos chilenos, precisa que el contacto más regular lo llevó el coronel Walter Mesquita de Siqueira –hombre de confianza del ministro de Guerra Ernesto Geisel, que seis meses más tarde sucedería a Garrastazu Médici– con el general chileno Raúl Contreras, su principal informante. 19 MARAMBIO, MAX: “El golpe, Allende y mis otros fantasmas”. Santiago: diario La Tercera, Suplemento Reportajes, 17 de agosto de 2003.
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21:00, Hospital Militar ay pocas cosas tan desequilibrantes como presenciar una autopsia. Los tanatólogos saben que se trata de una experiencia limítrofe. Está, desde luego, ese doble proceso de recomponer los trozos destruidos de un cuerpo y seccionar en cambio los trozos intactos: una especie de juego de mecano, pero rodeado de los colores, los sonidos y sobre todo de los olores de la carne real. El cuerpo yacente parece a ratos vivo, acaso porque hay todavía vida en muchos de sus órganos. Algo que existió en ese cuerpo convoca, como desde dentro, hacia el túnel vertiginoso de la muerte. Pero es, a la vez, como una mascarada de la vida: un envoltorio inane, plástico, voluble, que obedece a cuanto se quiera hacer con él. Ahí está, por ejemplo, la experiencia siniestra que vive el fiscal de la Primera Fiscalía Militar Joaquín Erlbaum cuando llega con su ayudante a entregar la orden de autopsia. A primera vista, el fiscal no reconoce al Presidente. Pero entonces el doctor Tomás Tobar, del Instituto Médico Legal, junta las dos mitades del cráneo y a Erlbaum ya no le quedan dudas1. Los instrumentos quirúrgicos entran sin el permiso de la anestesia. Se entiende que en la muerte no hay dolor, pero el espectador flaquea ante el sonido blando de las incisiones, los cortes, las trepanaciones. Parece comprensible que el doctor José Rodríguez Véliz, general director de Sanidad del Ejército, prefiera esperar el procedimiento afuera de la sala de cirugía del Departamento de Otorrinolaringología del Hospital Militar. Fue compañero de Allende en la Escuela de Medicina y esta autopsia que comienza a desmenuzar ese cuerpo de su misma edad no es apropiada para su debilitado corazón. El doctor Mario Bórquez, jefe de Sanidad de la FACh, resiste a duras penas. También conoció al Presidente años antes y recibió de él sus presillas de general pocos días después de haberse instalado en La Moneda.
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Los médicos Luis Veloso, de Carabineros, y Miguel Versin, de la Armada, siguen los pasos de la cirugía con atención menos emocional. Versin sabe ya que mañana ha de acompañar los restos del Presidente a Viña del Mar y por tanto ha previsto dormir en el Hospital. Mientras observa, se fija en el buen estado físico de Allende: los órganos vitales están sanos y, si existió algún problema en el corazón, sólo podría haberse detectado en un examen en vida. Tampoco hay rastros de alcohol. El doctor Tobar, el médico asistente José Luis Vásquez y el auxiliar Mario Cornejo trabajan por más de cuatro horas en el cuerpo. La razón de la demora es que el pabellón de Otorrinolaringología no es adecuado para una autopsia. Al parecer ha sido elegido sólo por estar más cerca del acceso al Hospital. En verdad, el único recinto especializado es el Instituto Médico Legal, pero es evidente que los jefes militares han querido tener completo control sobre el procedimiento. Cuando concluyan su tarea, los médicos cenarán con los jefes de Sanidad, con pocas ganas de conversar. Ninguna autopsia es agradable, ni menos una que constate una “herida a bala cérvico-buco-cráneo-encefálica reciente con salida de proyectil”. Pero aquí están frente a la peor de todas: la de una figura que, por las circunstancias que lo rodearon, está entrando a la historia con una causa de muerte ferozmente técnica: “Lesión perforante de la cabeza por proyectil de arma de fuego de alta velocidad a contacto”. En las siguientes tres décadas, Allende vagará, como un fantasma insepulto, por entre las filas de sus seguidores y sus vencedores con parecida intensidad. Ha sido derrotado sintiéndose un vencedor de largo plazo, como lo ha sugerido su último discurso. Ha encabezado la que, desde el punto de vista de la lealtad y la coherencia, ha sido la peor coalición política de toda la historia de Chile, pero se ha ganado la veneración perpetua de esos mismos partidos. Y si esto pudiese ser una mera ilusión final, lo es de una manera extraña, que perturba en forma especial a quienes lo han derrocado. Además de producir un entierro secreto, los militares demorarán dos años en inscribir su defunción en el Registro Civil. Su conducta privada será denostada con invenciones morales –disipación, alcohol, pornografía, lujo–, como si el depuesto fuese un sátrapa y no un político. Hasta sus pertenencias personales serán objeto de un largo escamoteo: la FACh se llevará sus cuadros, el Ejército sus autos y la Armada sus dos
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caballos. Pasarán 17 años hasta que la viuda pueda recuperar la billetera de Allende y 23 hasta que le devuelvan parte del dinero encontrado en su casa2. La demonización de Allende parece una reacción directa a la dificultad de vencer la imagen con que ha entregado su vida. Los generales del golpe tardarán años en reconocer que el gesto de no entregarse les parece, finalmente, “honorable”. En política, satanizar es un síntoma de impotencia intelectual. El otro síntoma es angelizar. Por algún extraño mecanismo que sólo pueden explicar las necesidades épicas de Fidel Castro, el suicidio de Allende se convertirá en un tabú para parte importante de la izquierda mundial, que producirá libros y películas basadas en la fábula de un Presidente masacrado, “muerto en combate”, como si la muerte de Allende por sus propias manos no hubiese sido también el producto de un combate3. La semilla la sembrará Castro, que durante días buscará testimonios para sujetar su propia idea. Los hallará en el miembro del GAP Renato González, el mismo que al salir del palacio ha fingido un ataque de peritonitis y que más tarde, esta noche, será ayudado por enfermeros para refugiarse en una casa. González pasará luego a la Embajada de México, desde donde fabulará un relato de lucha en el cual Allende es asesinado por “un grupo de fascistas al mando de un capitán mayor”4. Fidel Castro oficializará esta versión en un célebre discurso en la Plaza de la Revolución, el 28 de septiembre5 y meses después, en marzo de 1974, Gabriel García Márquez la adornaría con realismo mágico en su grado inferior (“jarrones chinos… mangas de camisa… casco de minero… ropas teñidas de sangre”). La seriedad de la muerte de Allende no debía merecer este tratamiento tropical de parte de quienes se decían sus admiradores. Sin embargo, por indescifrables razones de escepticismo personal y cálculo político, incluso la familia y los cercanos ampararían por años las dudas sobre el final del Presidente, aun contando con un testigo tan insospechable como el doctor Guijón. Al cabo del tiempo, Allende se mostrará impermeable incluso a esas mistificaciones.
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21:30, Océano Pacífico Navegando a velocidad forzada, el destructor Blanco Encalada alcanza por fin, tras seis horas de persecución, al carguero cubano Playa Larga, que huye desesperadamente al oeste, para alcanzar aguas internacionales. El destructor, cuya tripulación de 275 hombres ha estado ocupada tomando las plantas de Enami y Enap en Quintero, ha zarpado alrededor de las 15 horas y el ingeniero a bordo, el teniente segundo Carlos Varas, ha conseguido extremar el rendimiento de los sistemas de vapor para alcanzar una velocidad de 30 nudos, cerca de 30 millas por hora. Su objetivo corre a 22 nudos por hora. El carguero vive un calvario propio. Ha llegado a Valparaíso con 10 mil toneladas de azúcar encargadas por el gobierno de Allende y ha permanecido a la gira, esperando muelle de descarga. Esta mañana, a la vista de los movimientos hostiles de la Escuadra, inició evoluciones cerca del puerto, presumiblemente calentando máquinas, y a eso de las 11 zarpó, en velocidad normal, hacia alta mar. Poco después comenzó una aceleración progresiva, que los enervados radares de la Armada detectaron de inmediato. Por sus movimientos, los marinos llegaron a pensar que llevaba oculto a algún jerarca de la UP, o quizás armamento clandestino. Dos helicópteros artillados partieron a atacarlo pasado el mediodía, con la orden de detener su avance y conseguir su regreso al puerto de Valparaíso. El fuego de ametralladoras barrió las cubiertas durante interminables minutos, pero no consiguió detener la cabalgata angustiada del Playa Larga por alta mar. Y ahora, cuando las negras sombras del océano Pacífico abarcan todo el horizonte, el destructor Blanco Encalada da caza al carguero, lo sobrepasa y lo rodea varias veces. Sus cañones de cinco pulgadas lanzan al aire granadas estrellas que iluminan por minutos el cielo del sector. El comandante Hernán Julio emplaza por radio al capitán del Playa Larga, el brasileño Thales Godoy, a detener su marcha y cambiar el rumbo. El brasileño, con un coraje que supera largamente a sus posibilidades de lucha, rechaza la orden, argumenta que ya está en aguas internacionales y amenaza con una queja ante los organismos multilaterales. Julio sabe que el otro capitán tiene razón. El Blanco Encalada ha sobrepasado con exceso las 12 millas de mar territorial y está al borde de las 200
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millas de mar económico. No hay derecho que vaya a respaldar una acción de fuerza extrema. Pero lo más importante es que sus órdenes contienen una inmanejable ambigüedad: según las instrucciones del comandante de la Escuadra, Pablo Weber, debe forzar el retorno del Playa Larga al puerto, pero no puede atacarlo con armamento que le cause daños decisivos. ¿Y cómo se hace eso con un carguero que corre al máximo de su velocidad? Mientras corcovea en su alrededor, el destructor chileno evita acercarse a menos de 300 metros; el oleaje podría generar un embudo y hacer chocar los costados, con una alta probabilidad de volcar al Blanco Encalada. Los hombres tampoco se animan a asomarse mucho a las cubiertas. El Playa Larga no tiene armamento, pero los poco más de 30 hombres que lleva a bordo podrían usar armas largas o lanzacohetes. Los tripulantes del Blanco Encalada van en un estado de excitación que sobrepasa al mando. Ya se han enojado cuando el comandante ha rechazado la propuesta de lanzar “erizos” –plataformas que liberan cargas explosivas de baja profundidad– para dañar los sistemas de propulsión y dirección del carguero. Y ahora, el artillero René Mateluna, sin que el comandante lo sepa, decide disparar un proyectil de fierro –no explosivo– contra el Playa Larga. El cañonazo le da en la proa y lo remece, pero no frena su carrera. Después de dos horas de cabalgata, pasadas las 23 horas, el comandante Julio ordena cesar la persecución y regresar a puerto. La tripulación, furiosa, respalda al segundo comandante, Renato Tepper, que ha sido partidario de atacar más duramente al carguero cubano. El comandante Julio ordena el arresto de Tepper en su camarote, pero luego es agredido durante el retorno, que no es a Valparaíso, sino a Talcahuano. El buque llegará en estado de insubordinación y el almirante de la Segunda Zona Naval, Jorge Paredes, tendrá que abrir un sumario para esclarecer los hechos. En los días siguientes, el comandante Julio será trasladado a la Dirección de Personal6. Pero los almirantes son comprensivos con el furibundo estado de ánimo de la tripulación: el Blanco Encalada fue uno de los dos buques donde se denunció una infiltración izquierdista apuntada a descabezar a la oficialidad. Entre el 5 y el 7 de agosto la Armada arrestó a una veintena de marinos, encabezados por el sargento segundo Juan Cárdenas, que habían preparado una insurrección “preventiva”, esto
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es, para impedir que la Escuadra se uniese a un golpe de Estado contra el gobierno. Sólo en el Blanco Encalada, 56 hombres de la tripulación estaban designados para participar de esa acción7; Cárdenas aseguraba haber oído al segundo comandante Tepper incitar al golpe ya a comienzos de julio. El Playa Larga recalará en el puerto peruano del Callao con abolladuras en la proa y huellas de balas en toda la cubierta.
22:00, Escuela Militar Las cámaras de Canal 13, instaladas en el hall de la Escuela Militar, emiten las primeras imágenes en directo de la Junta que acaba de asumir el poder. Cada uno de sus miembros improvisa un breve mensaje. El tono general es apaciguador, patriótico, moderado. Sólo el general Leigh presenta una arista dura cuando alude al “cáncer marxista”; el general Mendoza parece contradecirlo cuando afirma que “no se trata de aplastar corrientes o tendencias ideológicas”, sino de restablecer la legalidad. Pero ésta no es hora de filigranas. El coronel de justicia de la FACh, Enrique Montero Marx, lee el decreto ley Nº 1, por el cual se implanta el estado de sitio8, y luego toma juramento como presidente de la Junta al general Pinochet. En seguida, el general toma los juramentos de sus colegas. A juzgar por lo que ocurrirá en los meses siguientes, el más sincero del momento es el general Leigh. Las Fuerzas Armadas han llegado a considerar al marxismo, no como una ideología o un método de análisis sociopolítico, sino como una enfermedad mortífera, con una capacidad de irradiación impredecible. La metáfora no es vaga. Uno de los principales amigos y asesores de Leigh9 reconocerá más tarde que la elaboración doctrinaria del golpe –que se ha traducido este día en el bando Nº 5, con todos los considerandos sobre el desorden público, la ilegitimidad del gobierno y el riesgo de guerra civil– comenzó inmediatamente después de las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, cuando la oposición de centroderecha no consiguió la mayoría y, por el contrario, vio incrementarse la votación de la UP. Era el cáncer, ramificándose sin control. Es decir, ya no era una cuestión de votos más o menos, sino de una enfermedad social. Más tarde, el decano de Derecho de la Universidad Católica, Jaime del Valle, buscará restar validez a los resultados de marzo,
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mostrando indicios de adulteración en el padrón electoral, pero el escaso interés de los militares en tales pruebas quedará en evidencia con la quema de los registros electorales a pocos días de asumir el poder. ¿A quién le interesa saber si el cáncer es pequeño o grande? Como conjunto, la oposición ha perdido la confianza en la democracia; también la ha perdido gran parte de la izquierda. Y ambos sectores confirman su pérdida de fe contemplando los actos del otro. Nunca se sabrá si el golpe de Estado tiene el apoyo de la mayoría relativa o de la minoría relativa. Unos puntos porcentuales no cambiarían lo esencial: el país está partido en dos mitades, que se han vuelto crecientemente inconciliables. Sin embargo, para los militares la cuestión es más profunda. La conducta de la UP amenaza la convivencia nacional, pero los amenaza sobre todo a ellos. ¿Cómo han llegado a semejante convicción? Muchísimos factores entrarían en este análisis. Pero en la última línea figuraría siempre el proyecto semileninista que por entonces encarnaba el PS: sustituir a las Fuerzas Armadas profesionales y “burguesas” por un aparato militar comprometido con cumplir el sueño revolucionario. Promover el programa socialista equivalía a auspiciar la sustitución de las Fuerzas Armadas tal como ellas eran concebidas hasta entonces. Aunque el plan de Allende no fuese exactamente el mismo, la ambigüedad de sus relaciones con su partido terminaba por involucrarlo también en la amenaza. Pese a que el “tancazo” del 29 de junio fue sofocado por el general Prats y no por el “poder popular”, los dirigentes de los otros partidos de la UP tendieron a sumarse, en distintos momentos, a la idea de construir un “Ejército del Pueblo” sobre las ruinas del otro10, o a la de enfrentar a las tropas rasas en contra de sus oficiales. “O nos destruían, o los destruíamos”, titularía, dramáticamente, el diario La Tercera, unos días después, citando al general Bonilla11. La frase expresa con claridad la naturaleza de la disyuntiva sentida por los militares: no entre la oposición y el oficialismo, no entre la CODE y la UP, sino entre las Fuerzas Armadas y el proyecto revolucionario. Y como ese proyecto se ha desarrollado en las arenas políticas –en el gobierno, el Congreso, los municipios–, en convivencia con centristas y derechistas, los militares desconfían de todos los políticos y de quienes han tenido contacto con ellos, sean abogados, sacerdotes o deportistas. La política como tal se convierte en el demonio de la jornada.
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El historiador Alan Angell supondrá que el rencor de los militares con la clase política se relaciona con la continua postergación que sufrieron por parte de ésta12. Con la gran dosis de verdad que ha de contener este análisis, su alcance parece corto para entender lo que ocurrirá a partir del 11: un movimiento puramente reivindicacionista no explicaría la bravura de los acontecimientos sin que incorporase una amenaza terminal sentida en carne viva.
22:00, Cerro Ramaditas, Valparaíso El diputado comunista Luis Guastavino y “Santiago”, su guardaespaldas, llegan a la casa de la señora Carmen, la madre de este último, en las cercanías de un bosque que circunda la cima del cerro Ramaditas. Vienen exhaustos y se aferran a sus Smith & Wesson como si sólo ellas pudiesen darles tranquilidad. Vienen de una jornada escalofriante. Guastavino es la gran figura comunista en el puerto, el orador carismático que encarna el espíritu rojo en los cerros. En aquél donde vive, el Rocuant, una población ha sido bautizada “Luis Salvador” para rendirle homenaje a él y a Allende. A primera hora ha recibido por teléfono el aviso del prefecto de Investigaciones de Valparaíso, Juan Bustos, sobre la movilización de la Armada y ha alcanzado a despachar a sus tres hijos a casa de unos familiares en Recreo. En vista de que su teléfono no funcionaba, junto con su esposa, la empleada Agustina y “Santiago”, ha cruzado a la casa de los vecinos de enfrente, a ver si ellos tendrían comunicación. Los vecinos son demócratacristianos, pero mantienen una relación amistosa con los Guastavino. Ha sido un intento inútil y providencial: en esos minutos ha llegado un camión de infantes de Marina para detenerlo. Decenas de curiosos han contemplado el allanamiento; la casa de Guastavino es bien conocida en el sector. Durante casi una hora han permanecido con el alma en vilo, espiando los movimientos de los marinos. Seguro de que el allanamiento se extendería, Guastavino llegó a prepararse para morir. Envió a su esposa y sus vecinos hacia el fondo de la casa y se paró en el living a esperar el destino. Desde la puerta lo contempló largamente un afiche de la última campaña de Eduardo Frei, con un eslógan que le llegó a parecer sarcástico: “Vendrán días mejores”.
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Increíblemente, los marinos se han ido sin allanar esa casa. Y al anochecer, ya avanzado el toque de queda, mientras el eco de disparos aislados retumbaba entre los cerros, ha decidido salir con “Santiago” a buscar otro refugio. En la hora siguiente, ambos han corrido hacia las alturas, escondiéndose en zanjas y matorrales, pasando por refugios posibles y descartándolos, hasta llegar a la casa de la señora Carmen. Es una pobre choza de un solo ambiente, con piso de tierra, sin agua ni luz eléctrica. La señora Carmen improvisa un lecho para el diputado y le acerca un brasero. —Le voy a encender dos velitas a la Virgen del Carmen —anuncia—. Yo sé que usted no es creyente, pero ella lo va a ayudar. Guastavino asiente. Está desconcertado. No imagina cómo está ocurriendo todo esto. El PC, segundo partido de la UP, primero en disciplina, allendista a toda prueba, soviético de corazón, realista en sus percepciones de las posibilidades de cambio, consciente de los inmensos peligros de la violencia contrarrevolucionaria, ha perdido el control de la política. Está metido en un berenjenal que no calza con su fórmula disciplinaria de poder más acumulación de fuerzas, que entiende como la más adecuada para la clase obrera. Sus términos de referencia suelen ser más culturales que militares. Se cree preparado para la clandestinidad –seriamente, no es así–, pero sabe que no lo está para la guerra. El PC ha contemplado con cierta perplejidad la deslealtad del resto de la coalición con Allende. Ha apoyado todas las iniciativas de moderación, para encontrarse una y otra vez con el rechazo del PS, de parte del Mapu y de otra parte de la Izquierda Cristiana. Es como si el partido más auténticamente marxista fuese la derecha de la coalición. A veces los comunistas también son guapos –lo permite la brillante combinación de lenguajes docto y popular de su secretario general, Luis Corvalán–, pero no están por acelerar el proceso. Años después, a sugerencia del pétreo Leonid Brezhnev, Corvalán pensará que entre sus fallas estuvo el “vacío histórico” de carecer de una política militar13, idea que suscitará el segundo de sus grandes errores del siglo XX, la creación de un aparato armado justo cuando el viento sople en la dirección contraria. Pero para esto habrá de pasar mucho tiempo.
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Por ahora, en esta noche eterna, Corvalán está refugiado en la casa de una visitadora social, en Ñuñoa, esperando que en cualquier momento lleguen los militares.
22:30, Vitacura El ex Presidente Eduardo Frei pernocta por segunda noche consecutiva en la casa de su hija Carmen. Está abatido, cansado del encierro y las noticias. Al enterarse de la muerte de Allende, pasadas las 15 horas, se ha encerrado en la pieza de su yerno, Eugenio Ortega14. Es un hombre demasiado atento a los ecos de la historia como para no saber el significado de lo que acaba de ocurrir. En la tarde, la directiva del partido ha preparado en el departamento de Ricardo Isla, en calle Hernando de Aguirre, una declaración pública que expresa su respaldo a la acción militar y la esperanza de que el país pueda retornar pronto a la normalidad y al Estado de Derecho. La encabeza Patricio Aylwin, presidente del PDC. A eso de las 14 horas, el vicepresidente, Osvaldo Olguín, ha recibido un llamado del general Baeza, que le ha informado del suicidio del Presidente; ello, ante la petición formal que ha hecho el partido de que se respete la vida de Allende. El diputado Mariano Ruiz-Esquide ha tenido la idea de proponer que él mismo, Olguín y Julio Montt, todos médicos, puedan asistir a la autopsia del Presidente. Baeza la ha acogido y ha dicho que buscaría la forma de llevarlos al Hospital Militar. Pero no ha vuelto a llamar. A la misma hora en que se reunía la directiva, otro grupo DC convergía en la casa del ex vicepresidente Bernardo Leighton. Era el sector del partido más proclive a un entendimiento con la UP, que debía liderar el ex candidato presidencial Radomiro Tomic. Pero Tomic se ha retirado de la cita unos minutos después de llegar, porque uno de los asistentes –no dijo cuál– no le inspiraba confianza15. Los 13 restantes han debatido acerca de la necesidad de que el partido rechace el golpe de Estado. Poco después, Leighton llamó por teléfono a un ministro de la Corte de Apelaciones para interponer un recurso de amparo telefónico a favor de Carlos Briones, Clodomiro Almeyda y José Tohá. El PDC es ya un partido emocionalmente quebrado por el levantamiento militar. Discrepa en su significado y sus consecuencias, difiere en
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la forma de reaccionar, no coincide en las interpretaciones. Cuando todos sus dirigentes se reúnan, dos días después, no lograrán un enfoque único. Pasarán unos tres años antes de que ello ocurra. El principal socio político del PDC en ese momento, el Partido Nacional, no vive nada parecido; no hay en sus filas una sola duda acerca de la rectitud del golpe de Estado. Pero en los corazones de sus políticos más tradicionales asoma, a lo largo de este día, una cierta tristeza. ¿Es por la violencia que se despliega o porque intuyen que una época, de la que ellos mismos han sido parte, se está extinguiendo? Colaborarán a ciegas con el nuevo régimen, sin pestañear, pero sentirán su desconfianza bajo la fórmula versallesca de destinarlos a embajadas y misiones lejanas, fuera del centro del poder. El senador Francisco Bulnes ha recibido en la tarde, en su casa de calle Darío Urzúa, la inesperada visita del dirigente gremialista Jaime Guzmán, quien ha querido comentar con el “tío” –como lo llama– la evolución de los acontecimientos. Ya tarde en la noche, cuando Guzmán se prepara para transgredir el toque de queda por unos metros, para pasar a la casa vecina, la del también dirigente del Partido Nacional Sergio Gutiérrez Olivos, donde alojará, Bulnes le formula una última reflexión: —Vamos a tener que ayudar a los militares. Yo soy dirigente de un partido de derecha; creo que no sería conveniente que aparezca a su lado en estos momentos. Tú sí que debes ir a ofrecerte…
22:30, comuna de San Miguel En la casa de un poblador de San Miguel, a la que ha llegado de prisa después de que los helicópteros sobrevolasen la de José Pedro Astaburuaga, el secretario general del PS, Carlos Altamirano, inicia lo que parafraseando a Hernán Cortés llamaría “la noche más trágica y triste de mi vida”. Altamirano no se engaña: ha visto el odio y ha sentido el clima de violencia aguda en la sociedad. Sabe que el odio y la violencia están en Chile. No necesitan ayuda externa. Tal como a los opositores a la UP les resulta servicial la idea de un ejército de extranjeros, soviéticos y cubanos actuando tras el proyecto allen-
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dista, a la izquierda le acomoda la de una intervención continua de Estados Unidos operando en conjunción con la derecha. Una y otra cosa son ciertas: la CIA entregó dinero en Chile, los cubanos internaron armas y los soviéticos pensaron en créditos (que sin embargo no entregaron); unos y otros hubiesen aumentado sus aportes respectivos de haber podido. Pero todo esto es a la vez puro consuelo. Altamirano, como Fidel Castro con su embajada, había instado a imaginar que la lucha del socialismo chileno podía ser como la de Vietnam. En verdad, ésta no era más que otra hipérbole. De haber llegado al punto terminal, la de Chile habría sido una guerra como la de España, con pobladores matándose en los barrios, pandillas asesinando a curas o artistas y brigadistas internacionalistas saboreando el gusto de la aventura testimonial; o como la de Chile en 1891, con Fuerzas Armadas quebradas, poniendo por delante a civiles fanatizados o a simples enganchados por la fuerza. Ni Dien Bien Phu, ni Quang Tri, ni émulos de Ho Chi Minh, ni milicias del Vietcong. Más que políticas, esas imágenes eran publicitarias: un anticipo de los excesos del marketing por excitar el consumo masivo. Sin embargo, esta clase de “consumo” —de frases e imágenes explosivas– no resultó tan inocuo como para considerarlo un mero accidente propio de la época. Si el lenguaje tiene alguna conexión con el cerebro, no es lícito suponer que esa retórica inflamatoria recibió una especie de “interpretación excesiva” por parte de la oposición y de los militares. ¿Por qué se ha entregado Altamirano, un hombre sofisticado e inteligente –como lo probará en la lenta reconstrucción del PS en los años posteriores–, a esa infatuación verbal que, careciendo de respaldo, podía sin embargo empujar a sus seguidores a aventuras mortales? ¿Por satisfacer a las galerías? ¿Por crear espíritu de lucha? Nada de eso parece tener sentido ahora, en esta fría noche en que la vida del secretario general depende de la solidaridad de un humilde poblador de San Miguel. El secretario general siente ahora auténtica angustia. Piensa en Allende. Tiempo después dirá que en verdad cumplió “una especie de rol mediador entre el partido y Salvador”16. Para entender de ese modo su actuación habría que agregar por lo menos que se ha tratado de una mediación a menudo desequilibrada en contra del Presidente: el PS rechazó de modo sistemático todas las iniciativas moderadoras de Allende a lo largo de 1973,
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hasta la final –la del plebiscito–, que aunque se la estimase claudicante, era el último cortafuegos antes del incendio. Y, del otro lado, dio un consistente apoyo a la formación de los “cordones industriales”, que eran clara expresión de un descontento de ultraizquierda contra la política económica, laboral y social de Allende17. Altamirano podría decir –como lo insinuará– que fue rehén de una directiva radicalizada y militarizada. En ese caso, ha sido un mal político; en el otro, un mal militar. O las dos cosas. De otro modo no se explica que esté ahora en esta pobre casa, oyendo los balazos en las calles, imaginando caídos por decenas y esperando una muerte que, sardónicamente, lo circundará sin tocarlo.
22:30, Quinta Normal El almirante Merino y el contralmirante Huidobro atraviesan el desolado y tenso centro de Santiago con una escolta de patrullas militares que apuntan a todos los edificios. No tienen casa en la capital; la unidad de infantes del centro radial de la Quinta Normal ha ubicado una casa prefabricada que está vacía y la ha equipado con catres de campaña y teléfonos. Allí dormirá el principal promotor de la insurrección, el hombre que le ha puesto fecha y decisión. La precariedad de la casa en que aloja esta noche no refleja el grado de preparación del almirante para este momento y su importancia en el alejamiento de los políticos tradicionales, incluyendo a los de derecha, del nacimiento del nuevo régimen. Merino tiene el foco puesto en la economía. Por intermedio del ex marino Roberto Kelly ha conseguido que un selecto grupo de economistas de la Sofofa, del PDC y del PN prepare un estudio sobre las medidas urgentes que se debe adoptar. Kelly es también su enlace con El Mercurio, que prestará un apoyo decisivo a su propósito de introducir cambios drásticos en el panorama económico. (Kelly ha sido además su enviado secreto a Brasil para pedir al régimen militar de ese país que ayude a controlar a Perú cuando se produzca el derrocamiento de Allende. Merino ha temido que el gobierno militar izquierdista de Juan Velasco Alvarado pudiera reflotar el irredentismo en un momento de conmoción interna en Chile. Kelly tuvo la seguridad, por parte de Brasil, de que Perú no actuaría18).
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Gracias a Merino, el régimen nace con un respaldo civil que tiene menos importancia en lo político que en lo técnico. Cuando la Junta se reparta funciones de gobierno, el almirante pedirá para sí la economía, sabiendo que dispone de equipos competentes. No es todo. También ha proporcionado gran parte de la plataforma jurídica para llegar al golpe y sustentarlo luego en normas legales ad hoc. Después de las elecciones de marzo, su auditor, el contralmirante Rodolfo Vio, encabezó el grupo de juristas que preparó el primer borrador de lo que se conocerá como el bando Nº 5, la justificación del movimiento militar. Lo han acompañado profesionales de la Universidad Católica, la Universidad de Chile y el Colegio de Abogados. El texto reformulado después del “tancazo” será preparado por el mismo Vio, con el coronel de la FACh Julio Tapia Falk y el abogado Rubén Díaz Neira. En julio, el abogado Ricardo Claro ha entregado a la Armada otro documento clave: un informe acerca de la legitimidad de la deliberación política en los cuerpos armados en situación de emergencia nacional. Merino es el jefe castrense dotado con el mayor y mejor contingente de civiles para la guerra de la recuperación que ahora comienza. A su admiración por los economistas profesionales –un tanto disonante con su nacionalcatolicismo en otras materias– ha de atribuirse buena parte del error de la tesis de Joan Garcés, según la cual la destrucción violenta de las instituciones “debía conducir a la burguesía a la aporía de intentar levantar un estado fascista (…) o de reconstruir alguna variante del Estado tradicional”19. De ellos surgirá algo que Garcés no prevé: la refundación capitalista.
22:30, Población La Legua La Legua nació en los años treinta, con trabajadores procedentes del norte. En 1947, después de una tortuosa negociación entre pobladores, el Partido Comunista y el gobierno de Gabriel González Videla se agregó un sector, llamado Nueva La Legua. En su origen fue el PC el que organizó a numerosos obreros que vivían diseminados en cités y conventillos de Santiago para ejercer presión en demanda de terrenos para vivir. El gobierno les entregó en ambos casos una porción del Fundo La Lata, de propiedad del Seguro Obrero, situada a exactamente 36 cuadras de la Plaza de Armas de Santiago: es decir, a una legua.
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Durante 40 años, la población se fue incrementando con nuevas familias. Mientras los pobladores originales mejoraban sus casas mediante la autoconstrucción, nuevas viviendas precarias se iban levantando en sus alrededores. Para comienzos de los setenta ya se distinguían tres zonas: La Legua antigua, histórica y fuertemente ligada al PC; Nueva La Legua, también con predominio comunista; y La Legua Emergencia, con filiación genéricamente izquierdista, pero también con más componentes de marginalidad y lumpen. Como conjunto, La Legua fue leal y apasionadamente allendista. Su dirección comunista era también obediente con el PC. Pero, formada en una tradición de lucha, no podría aceptar pasivamente que su gobierno fuese derrocado sin más. Por eso, cuando los socialistas han llevado su camioneta con armas hasta la Plaza Guacolda, los jóvenes legüinos no han dudado en tomarlas. Algunos han subido a las techumbres para emboscar a las fuerzas adversarias. Los mayores han hecho lo suyo: abrir las puertas para dar refugio y tránsito a los combatientes, que se movieron de calle a calle a través de las viviendas. Es probable que, a esa hora del día, ninguno de ellos hubiese oído nada acerca del “retroceso ordenado” decidido por el PC. Y ahora que ha caído la noche, los pobladores atienden a los heridos, alimentan a los refugiados y dan reposo a los exhaustos. Por los pasajes sin pavimentar se puede circular sin restricción. Los delincuentes –que los hay– hallan apetitosos botines en los vehículos que han quedado abandonados. El toque de queda no rige en La Legua. Para la mayoría de los hombres del Aparato Militar del PS, la batalla de La Legua ha concluido y comienza la hora de organizar la clandestinidad. Camú se va a una casa de seguridad a esconder las armas; Quezada y su escuadra buscarán refugio en una obra en construcción; Moreau sale en pleno toque de queda a guardar sus armas en una casa de Gran Avenida. Para unos pocos que permanecen en la población, las escaramuzas armadas irán declinando unos días después. Pero para los pobladores de La Legua, la guerra recién comienza. Cinco días más tarde, tanques y camiones del Ejército cercarán la población para iniciar un rastreo casa por casa, mientras la FACh hará lo mismo en la vecina población El Pinar. En ninguna parte se ha defendido al gobierno de Allende como en La Legua. Como quiera que se la juzgue, la conducta de sus habitantes es la
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única en todo el país que se parece a un esfuerzo de resistencia activa. Han muerto seis carabineros, hay muchos pobladores heridos y numerosas casas están perforadas por balazos. Lo previsible es que la represión será durísima en los días venideros. Si hay alguna plaza en Chile que merezca llevar el nombre de Salvador Allende, en mérito a su lealtad desesperada y suicida con el Presidente, ésa es la de La Legua.
23:00, Regimiento Tacna, calle Tupper El diputado del Mapu Vicente Sota soporta mal las molestias de su espalda. Con una pierna enyesada, no es fácil permanecer sentado en este banco incómodo del patio del regimiento. Pero quizás a Sota lo perturban realmente otros dolores, menos óseos. Algunas llagas de la condición humana que le han transformado este día en una pesadilla. A las 14:35 ha oído el bando militar Nº 10, con la primera nómina de personas conminadas a presentarse en el Ministerio de Defensa. En el primer lugar figuraba su esposa, Carmen Gloria Aguayo, secretaria de Desarrollo Social del gobierno. Él no aparecía. Esta injusticia lo ha enfurecido, pero con su hijo mayor han decidido que ella busque refugio; y la han llevado al monasterio de los Padres Trapenses, en Lo Barnechea, donde el superior, fray Ricardo, la ayudó a cortarse el pelo y le puso una sotana de monje. Al regresar ha visto que sus vecinos de Lo Curro han formado barricadas en las calles para impedir la salida o entrada de izquierdistas. Su amigo, el ex ministro Jacques Chonchol, ha huido del sector para refugiarse en una población de la zona sur, con ayuda del DC Andrés Aylwin; otro compañero, el ex ministro de la Izquierda Cristiana, Julio Silva Solar, ha soportado insultos desde las casas que lo circundan. De modo que Sota ha decidido migrar, apresuradamente, a la casa del presidente de la junta de vecinos, el doctor Miranda, médico de Pablo Neruda y comunista. Mal ojo: los vecinos lo han visto y llamado a Carabineros, que han llegado a detenerlo poco después. Al regimiento Tacna lo han escoltado algunos de esos civiles.
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Sota constata el nivel del odio: literalmente, está preso por obra de su vecindario. Con la amargura que puede producir, su situación es apenas un destello de lo que está comenzando esta noche en todo el país. Las listas de acusados comenzarán a llegar, en pocas horas, a todos los cuarteles, en persona o por escrito. En Talca, el propio coronel a cargo de la ciudad, Efraín Jaña, será víctima de estas denuncias y el general Arellano lo sancionará. El mismo general tendrá apreciaciones similares sobre el coronel Cantuarias20 –el anfitrión de la familia Pinochet–, que se suicidará de pura desesperación en la Escuela Militar, a comienzos de octubre. Lo peor no ocurrirá con dirigentes ni oficiales, sino con dirigentes sindicales y agrarios, con obreros y campesinos, cuyos infaustos destinos encarnan la intensidad del odio suscitado, en fases sucesivas, por las expropiaciones de la reforma agraria y las ocupaciones de fábricas. Numerosos militares pasarán en los años futuros por los tribunales de justicia, en un desgarrado esfuerzo social por encontrar el nido de la serpiente en Chile. Pero, ¿qué decir de los civiles que desde esta noche se preparan para buscar y liquidar a 23 campesinos de tres asentamientos en Paine? ¿Y de los que en Linares perseguirán con piquetes policiales a funcionarios de la Corporación de la Reforma Agraria para darles fin? ¿Y de los “colaboradores voluntarios” que guiarán a los carabineros en la ejecución de dirigentes campesinos en Santa Bárbara y trabajadores sin militancia en Quilaco? ¿Y de la patrulla montada que ayudará a fusilar a 18 obreros agrícolas de tres fundos de Mulchén? ¿Y de los civiles que confeccionarán las listas de campesinos condenados en Liquiñe y de los que serán liquidados en un puente colgante sobre el río Pitrufquén?21 En la penumbra de esta noche se desemboza un Chile vengativo, feroz, dispuesto a aleccionar por la sangre, “con mano ajena”. Y listo para ocultarse de nuevo, por conveniencia o vergüenza, cuando llegue la hora de hacerse cargo. ¿Hubiese sido parecido en un golpe de fuerza dado por la izquierda? Probablemente sí. La fiera del odio no tiene ideología. Pero la historia es lo que es, no lo que pudo ser. Visto así, el envenenado Lo Curro de Vicente Sota es una parábola minúscula.
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23:30, Universidad Técnica del Estado La Universidad Técnica del Estado (UTE) permanece rodeada desde la tarde. El millar de estudiantes que hubo en la mañana ha mermado, pero aún quedan varios cientos. En la Escuela de Artes y Oficios están las únicas dos armas de importancia de todo el recinto: dos subametralladoras con sus respectivos cargadores. Hay tantos disparos esporádicos en la zona, que sería imposible establecer quién inicia la balacera que se desata media hora antes de la medianoche y que obliga a los ocupantes de la universidad a tenderse en los pisos. Las fugaces luces de las balas trazadoras hacen presumir que se produce fuego cruzado: de los marinos de la Quinta Normal, desde el norponiente; de tropas militares, desde el surponiente; de fuerzas de Carabineros, desde el suroriente; y desde la Escuela de Artes y Oficios. El hecho es que en la 11ª Comisaría, ubicada frente a la Escuela, el carabinero de 23 años Pedro Cariaga, que hace guardia en el recinto, cae con un balazo mortal en la cabeza. El tiroteo se prolonga por interminables minutos, hasta que en la Escuela cae, también herido de muerte, con una bala en la espina dorsal, el fotógrafo Hugo Araya, militante socialista. Cuando el rector Enrique Kirberg es informado de que hay un herido grave en el edificio de Artes y Oficios, pide auxilio al teléfono que le han dejado los carabineros por la tarde. Una ambulancia intenta ingresar al sector poco después, pero los balazos cruzados frenan el intento. Araya morirá esa madrugada por falta de atención médica. La situación de la UTE prefigura lo que vendrá en las horas siguientes, que se replica en algunas industrias de la ciudad: cientos de personas atrapadas en un solo recinto, sospechosas de resistencia al régimen, comenzando sin saberlo un estado de prisión colectiva. Al día siguiente, los estudiantes y profesores de la UTE harán debutar al Estadio Chile como centro de detención masiva; lo seguirá el Estadio Nacional; y luego Pisagua, Chacabuco, Tejas Verdes, Ritoque, Dawson. La UTE anticipa los campos de concentración, los primeros en Chile desde comienzos de los años cincuenta.
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23:30, Poblaciones La Victoria y San Joaquín Luis Aravena, de 25 años, y Alejandro Cid, de 23, oyen una balacera a unas tres cuadras de donde están. Distinguen los estampidos de una ametralladora .30 y armas cortas; y entre medio, la ráfaga breve y solitaria de una metralleta UZI. Luego, los gritos de oficiales de la FACh ordenando dejar el sector. Unos minutos después, en la calle Aurora de Chile de la población La Victoria, ambos hallan muerto a Jorge Aravena, un estudiante de 23 años, miembro de la Juventud Socialista y hermano de Luis. A su lado está la UZI con que se ha defendido después de caer herido en un pie. Un balazo en el cuello lo ha fulminado en forma instantánea. Un grupo de jóvenes recoge el cuerpo y lo traslada hacia un local donde antes funcionó una carnicería, en la esquina de las calles Marinero Caro (hoy 2 de Abril) y Olga Donoso. Lo velarán allí por el resto de esta noche aciaga. Lo que ha ocurrido en este sector de Santiago es tan inaudito como la refriega de La Legua. Y es el resultado de una larga historia, iniciada en los años sesenta por Luis Aravena y Alejandro Cid, dos estudiantes del Liceo Amunátegui que se integraron al PS a corta edad. El energético Aravena llevó su fe socialista hasta la población San Joaquín, donde vivía, y en pocos años llegó a constituir un grupo de unos 80 jóvenes firmemente comprometidos con el ideario revolucionario; Cid ayudó a su amigo en el trabajo proselitista de aquella población de clase media empobrecida, que se separaba de la populosa La Victoria –el producto de una toma comunista iniciada en octubre de 1957– sólo por la calle Marinero Caro. En la mañana del 11 ha llegado su prueba de fuego. Apenas iniciado el golpe, Aravena y Cid supieron que debían ponerse al frente de su pequeño contingente. Ambos tenían revólveres y con ellos robaron una camioneta y partieron al centro, a ver qué respaldo podían dar a Allende. Llegaron hasta Alonso Ovalle con Bulnes: allí vieron que el despliegue militar requería otras fuerzas. Regresaron cerca del mediodía y se fueron a la Escuela de Artes Gráficas: allí constataron el estado de desarticulación total de la Juventud Socialista; supieron que el Aparato Militar había distribuido armamento en el Estadio de la Cormu, a sólo dos cuadras de su sede, sin que nadie los
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hubiese considerado; y oyeron, por primera vez en la jornada, que el general (R) Prats encabezaba tropas leales desde el sur y que el general de la FACh Alberto Bachelet avanzaba desde el norte. A la espera de esas fuerzas, era preciso aguantar, resistir, contener a los golpistas. Y a ello volvieron a la población, adonde ya había llegado Jorge Aravena, el hermano menor, con una metralleta UZI sacada de Investigaciones. Jorge había sido ayudante de “Coco” Paredes, primero en Investigaciones y luego en Chile Films, y tomaba de él buena parte de su disposición para luchar. Con arreglo a los planes diseñados por Luis, Jorge había dispuesto a los 80 combatientes semiadolescentes con unas ocho pistolas, numerosas granadas de mano hechizas, algunos “sombreros vietnamitas” y muchas bombas Molotov. Un arsenal de aficionados. Y la metralleta UZI, la estrella de la mañana. A eso de las 13 horas, una patrulla de Carabineros de la tenencia San Joaquín llegó a disolver la reunión en que los jóvenes se distribuían funciones en la Escuela Nº 30; Jorge Aravena apuntó al teniente con la UZI y el oficial decidió marcharse sin decir palabra. A las 15 horas, los policías regresaron, ahora a disolver una reunión en una casa de la calle Pedro Luna; allí se produjo el primer intercambio de fuego: un carabinero resultó herido. Una hora más tarde, un jeep del Ejército entró a la calle Marinero Caro –la línea divisoria entre las poblaciones San Joaquín y La Victoria–, a pesar de las trincheras cavadas por los jóvenes. Aravena logró herir al servidor de una ametralladora .30, y el jeep decidió retirarse. Decenas de pobladores que se habían ocultado salieron entonces a apedrearlo: la población San Joaquín ya era una zona en rebelión. Un vecino que esa mañana recibió de un camión basurero un fusil AK-47 aportó la primera arma profesional. Obedeciendo las instrucciones que daba Luis Aravena desde su casacuartel general, en las calles Pedro Luna y Mariquina, los jóvenes controlaron la población durante toda la jornada. Pero al anochecer se hizo evidente que no habría ayuda alguna. El grupo se redujo hasta unos 30 militantes. Uno de ellos fue el que lanzó una granada casera sobre un jeep militar que se aventuró por Marinero Caro, a pesar de las trincheras y de la oscuridad producida por el corte del alumbrado público. Los jóvenes oyeron los quejidos de algún herido mientras corrían a refugiarse en una casa de
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calle Olga Donoso, en la población La Victoria. Tras reponerse, el jeep los persiguió, mientras por otra calle llegaba un camión con soldados de la FACh. Jorge Aravena vio a los militares acercarse a la casa de los refugiados y decidió dispararles, atrayendo el fuego y la persecución hacia sí mismo. Luego huyó por los patios traseros y desembocó en Aurora de Chile, donde corrió en zigzag, eludiendo un vendaval de balas. Hasta que recibió el primer impacto en un pie y, segundos después, el balazo fatal22. Y ahora, al caer la medianoche, es velado como un héroe por sus abatidos compañeros y por su desconsolado hermano. En su solitario sacrificio se extingue también un fervor revolucionario que ha carecido de dirección y de respaldo. Y detrás, como una sombra difusa, la de “Coco” Paredes, que hoy ha parecido ser ubicua: en La Moneda, personalmente; en Indumet y La Legua, tras el llamado de Camú; en Investigaciones, con la salida de las armas; en San Joaquín, con su joven ayudante. Sólo dos días después, Luis Aravena y Alejandro Cid irán al Hospital Barros Luco a obtener un certificado de defunción para poder darle sepultura.
23:30 horas, calle Félix de Amesti El general Javier Palacios regresa a su casa, en la comuna de Las Condes, y encuentra a su familia angustiada, esperándolo desde hace ya muchas horas. —¡La que hiciste, papá! —grita uno de los niños, casi a modo de saludo. A diferencia de muchos de los protagonistas del golpe de Estado, Palacios no tomó ninguna medida de seguridad con su familia. Ni siquiera les informó lo que ocurriría. Sencillamente salió en la madrugada con su chofer, mientras dormían su esposa, sus hijos y un cocinero del Ejército. Tras el asalto a La Moneda, regresó al Ministerio de Defensa para informar a sus superiores directos, Brady y Arellano, de las últimas acciones y muerte de Allende. Pinochet, que quería que abundara en detalles, lo interrogó largamente por radio desde Peñalolén. Desde allí se fue el Regimiento Blindados N° 2 a dar por terminada la misión y luego, pensando que los soldados que quedaron de guardia podrían no haber almorzado, volvió a la sede de gobierno. Justo entonces los conscriptos y los bomberos habían terminado de repartirse los víveres hallados en las bodegas de La Moneda.
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—¡Puchas que estuvo buena la fiesta! —le comentó un bombero. —Claro, y a su general no le guardaron nada… Después pasó al Hospital Militar, a ver a un sargento herido en los alrededores de La Moneda, y enfiló hacia su oficina en el Comando de Instrucción. Y ahora, cerca de la medianoche, los primeros reproches dejan rápido paso a los besos y abrazos. Hasta que tocan a la puerta. Primero les parece extraño que, habiendo estricto toque de queda, pueda venir alguien a esta hora. La sorpresa es mayor cuando abren: son unos vecinos amigos que han visto llegar al general y traen champaña para felicitarlo y festejar. Otros tantos esperan en las cercanías, a ver si el general está dispuesto a recibirlos. Los brindis se multiplican en las calles y los jardines. El barrio es una fiesta. La celebración dura un poco más de una hora.
24:00, de Arica a Magallanes Según un reporte posterior de peritos militares, en el asalto a La Moneda se han disparado más de 50 mil proyectiles. En contraste con esa voluminosa cifra, las únicas dos bajas fatales del palacio, el Presidente Allende y el periodista Olivares, han caído por sus propias manos. Otros dos heridos, los miembros del GAP Antonio Aguirre y Osvaldo Ramos, han salido vivos hacia la Posta Central. Podrían recuperarse, pero unos días después serán secuestrados por patrullas militares, sin que se sepa más de su destino. Las bajas militares en esa zona llegan a cinco: dos sargentos, un cabo y un soldado del Ejército, y un carabinero de tránsito. Civiles, uno: un fotógrafo de Editorial Quimantú. En la segunda gran refriega de Santiago, en la zona sur de Santiago, cabe distinguir dos fases: en Indumet muere un carabinero y otros dos quedan gravemente heridos, para fallecer tres días después; también muere un militante del MIR. En la segunda fase, en la población La Legua, mueren seis carabineros y un militante del PS; una mujer, herida fatalmente en las cercanías de Sumar, fallecerá dos días más tarde. En los alrededores de la UTE mueren un carabinero y un fotógrafo del PS.
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En el resto de Santiago caen cinco trabajadores, una dueña de casa y un carabinero de San Bernardo. Total en la capital: 26 muertos hasta las 24 horas; 29 si se incluye a los heridos que fallecerán después. En regiones, la cuenta es aún más tópica. En Vallenar muere un trabajador minero. Tres hombres del PS caen en la cordillera de Talca, asociados al intento de fuga del intendente Germán Castro; de este mismo episodio cuenta la muerte de un cabo de Carabineros. Por último, un mayor y un capitán de la policía son asesinados en Antofagasta por un subordinado. Bajas en el país, exceptuado Santiago: siete. Total de personas muertas por efectos irreversibles de las acciones del 11 (lo que incluye a los carabineros Manuel Cifuentes y Fabriciano González, pero excluye a los GAP Aguirre y Ramos): 36. Es un número modesto para el poder de fuego desplegado en el día, en lo principal por las Fuerzas Armadas y luego por sus oponentes. En este fin de la jornada está claro que los militares han conseguido el control del país, sin amenazas serias que puedan desafiar su autoridad. Sin embargo, para el 31 de diciembre de 1973 –111 días después–, los muertos llegarán a 1.823, mucho más de la mitad del total de víctimas reconocidas por el Estado hasta 199023. Para alcanzar esa cifra se requerirá que haya 16 muertos cada día, 119 por semana. Esta escalada de muertes carece de una visible explicación militar o política, en particular si se observan las calificaciones asignadas por los organismos especializados: 1.522 de esas víctimas sufrieron el atropello final de sus derechos humanos, mientras que 301 fueron ultimadas por el ambiente generalizado pero inespecífico de violencia política.
24:00, Comando de Telecomunicaciones, Peñalolén La noche del general Pinochet no es tranquila. No podría serlo. Se ha puesto a la cabeza de un movimiento que por poco tiempo, quizás horas o días, pudo haberle pasado por encima. El Ejército ha estado al borde de quebrarse desde abajo, pero no desde la soldadesca, como han supuesto los desinformados académicos de la revolución, sino desde el cuerpo de altos oficiales, que es donde se radica el liderazgo del descontento antiallendista.
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¿Qué han demostrado los hechos del día? Primero: que el mando superior tiene un poder mecánico impresionante y avasallador, incluso para tratarse de una institución vertical. Segundo: que ese poder mecánico debe tener cierto alineamiento ideológico para resultar integral, es decir, que se requiere de un acuerdo implícito sobre la dirección de las acciones. Un general que hubiese querido movilizar a grandes unidades en defensa del gobierno habría necesitado una convicción que evidentemente los militares no tenían. En tales condiciones, era posible descabezar al Ejército, como lo fue en la Armada y en Carabineros. Era posible aislar y cercenar al mando superior de su ascendiente sobre las unidades y las tropas, aun al costo de arriesgar el enfrentamiento con fuerzas aisladas que fuesen leales a uno o más jefes. Los generales empeñados en el golpe a cualquier precio –entre los cuales no figuraba Pinochet– estaban ya decididos, para el 11, a pagar el precio de una división de las fuerzas; por supuesto, evitarlo era parte de su diseño ideal. Pero si por alguna venturosa razón el general Pinochet o los cuatro generales que lo seguían hubiesen optado por permanecer leales a Allende, los complotados confiaban en su capacidad para cortar sus vínculos con el aparato orgánico del Ejército. Una confianza que nacía de la abrumadora antipatía que los oficiales y comandantes de unidades sentían hacia el gobierno de la Unidad Popular.
En algún punto, probablemente tardío, Pinochet debió compartir esa percepción. Sus dudas se inclinaron en la única dirección posible: encabezar las demandas de sus generales, en lugar de contrariarlas. Pero eso tampoco podría significar su entrega definitiva. A partir de esta medianoche queda pendiente un problema muy delicado sobre el cual Pinochet guardará estricto silencio. Un grupo de generales ha estado complotando a sus espaldas, durante meses, provocando la caída de un comandante en jefe y pensando incluso en una segunda ruptura de la jerarquía, aún más definitiva. ¿Quién puede asegurar que esos generales no vuelvan a intentarlo? “Lo que le han hecho a un general sólo se paga con sangre de generales”. Parece evidente que esos altos oficiales, que se sienten “dueños” del golpe, querrán tener más opinión sobre la marcha del país que la que es propia
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de un subordinado. ¿En cada paso que dé para gobernar tendrá que consultar a los “dueños”? Las ambiciones de algunos de ellos pueden ser invisibles para los ingenuos, pero no para un espíritu alerta y con sentido estratégico. En especial, las ambiciones de Bonilla, que ensaya, con un perfil ligeramente populista, unas novedosas dotes de gobierno y que ha sido uno de los principales responsables de la salida de Prats; y las de Arellano, que dice ser “amigo íntimo” de Pinochet, que se siente en posición de interpretar el proceso y que, manteniendo el control de la Agrupación Centro, parece querer confirmar su fama de implacable. Hay mucha evidencia acerca del poco espacio que Pinochet sentirá a su alrededor en los primeros días. Al general Prats le dirá que es necesario que emita una declaración por televisión, porque de otro modo su alto mando no permitirá que lo deje salir del país; a Moy de Tohá le explicará que no está tan libre como para sacar del cautiverio a su marido24. Muchos años más tarde Federico Willoughby recordará que por entonces, “en medio de mucha tensión, cada jefe andaba con sus guardaespaldas”. Bonilla será designado ministro del Interior en el primer gabinete, el 12 de septiembre. Será el último tributo de Pinochet a los “duros”. Silenciosamente, sin hacer ostentación de fuerza, prepara paso a paso su escenario. En tres años los sacará a todos del Ejército, excepto al general Washington Carrasco, pero sólo porque éste tendrá la buena idea de asegurarle en forma explícita que está a su disposición. Será un proceso largo. Esta noche está recién comenzando. Afuera cae la llovizna. Santiago duerme crispado.
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NOTAS
1 Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: testimonio del fiscal Joaquín Erlbaum, del 1° de marzo de 2011, fojas 267. 2 CAVALLO, ASCANIO: La historia oculta de la transición. Santiago: Grijalbo, 1998, p. 216. 3 Curiosamente, el embajador de Estados Unidos ha preferido una explicación sociocultural –que le parece “clara”– a una política: “El suicidio tiene un mal aura en Latinoamérica, es más negativo que en las protestantes regiones septentrionales. Ofende al ‘machismo’ y conlleva un cierto sentido de ‘debilidad’, además de ser considerado por los católicos como un pecado grave”. DAVIS, NATHANIEL: Los dos últimos años de Salvador Allende. Barcelona: Plaza & Janés, 1986, p. 277. Gazmuri acota: “Los cubanos tienen un problema terrible con el suicidio; para ellos supone una cobardía, una derrota, pero en Chile tiene otra connotación”: GAZMURI, JAIME y MARTÍNEZ, JESÚS MANUEL: El sol y la bruma. Santiago: Ediciones B, 2000, p. 85. El periodista brasileño Flávio Tavares recordaría un episodio de agosto de 1954, cuando se conoció en Pekín la noticia del suicidio, con un tiro en el corazón, del Presidente Getúlio Vargas. Tavares, que coincidía en el hotel con el senador Allende, le oyó decir: “¡Muy bien! ¡Como Balmaceda en Chile!”, para reconocer luego que estaba “descubriendo” a Vargas: TAVARES, FLÁVIO: O dia em que Getúlio matou Allende, e outras novelas do poder. Rio de Janeiro: Record, 2004 (6ª). 4 La versión más completa del relato de González se halla en: BIRNS, LAWRENCE (ed.): The end of chilean democracy. New York: Seabury, 1974, pp. 35-41. Sin embargo, el mismo González declararía años más tarde ante la justicia chilena que “efectivamente el Presidente Allende se habría suicidado con el fusil que portaba”. Concordaría con él el miembro del GAP Pablo Zepeda, que dice haber visto el momento en que Allende se disparaba, aunque otros testimonios lo sindican como otro de los autores del relato que recibió Fidel Castro. Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: testimonios de los ex GAP Renato González, del 14 de marzo de 2011, fojas 261; y Pablo Zepeda, del 4 de julio de 2011, fojas 1.111. Estas declaraciones son altamente paradojales, porque la persistencia de las versiones sobre el asesinato del Presidente es lo que originó la investigación judicial citada. 5 Complementó la versión de Castro un relato del corresponsal de la agencia cubana Prensa Latina, más tarde extendido a libro: TIMOSSI, JORGE: Grandes Alamedas: El
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combate del Presidente Allende. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1974. Más tarde, una película de un cineasta italiano presentó a Allende abatido por dos disparos en el pecho, luego de lo cual su cráneo es destrozado con la culata de un fusil: FERRARA, GIUSEPPE: Faccia di spia, 1975. Al año siguiente, otra cinta de un cineasta chileno en el exilio, con producción búlgara y francesa, mostró a Allende cayendo en el rellano de una escalera, con decenas de muertos a su alrededor: SOTO, HELVIO: Il pleut sur Santiago (Llueve sobre Santiago), 1976. Y todavía en 2009, otra película chilena sugiere, más levemente, la intervención de terceros a través de una silueta que se cruza por los anteojos caídos de Allende antes de los disparos: LITTIN, MIGUEL: Dawson, Isla 10, 2009. En su excelente libro sobre el asesinato de Orlando Letelier, el fiscal Eugene Propper llega a identificar al hombre que habría disparado a Allende como el teniente René Riveros, posteriormente miembro de la DINA. BRANCH, TAYLOR y PROPPER, EUGENE M.: Labyrinth. New York: Viking Press, 1982, p. 65. En su declaración ante la justicia chilena, Riveros dijo que ese día fue destinado a la guardia de la Escuela Militar, que no estuvo en La Moneda y que su mención puede deberse a una interpretación del agente del FBI Robert Scherrer, a quien recogió en el aeropuerto de Santiago durante la investigación del caso Letelier. Sumario rol N° 77-2011 del 34° Juzgado del Crimen de Santiago: testimonio del teniente René Riveros, del 8 de julio de 2011, fojas 1.169. 6 MAGASICH, JORGE: Los que dijeron “No”. Historia del movimiento de los marinos antigolpistas de 1973, Volumen II. Santiago: LOM, 2008, pp. 268-269. Magasich tuvo acceso al testimonio del comandante Julio, y sus detalles coinciden con muchos de la primera edición de Golpe, excepto con las horas de zarpe de los buques (“hacia las 17”), que difieren de los testimonios y las bitácoras entregadas a Ascanio Cavallo por diversos tripulantes en septiembre de 2003. 7 MAGASICH, JORGE: Los que dijeron “No”. Historia del movimiento de los marinos antigolpistas de 1973, Volumen II. Santiago: LOM, 2008, pp. 119-138. 8 El problema jurídico de que el estado de sitio sea dictado por un organismo –la Junta– que aún no tiene existencia jurídica será reparado al día siguiente, 12, cuando se dicte el Acta de Constitución de la Junta, que será fechada el 11 y numerada como decreto ley Nº 1. El decreto de estado de sitio pasará a ser el Nº 2. CAVALLO, ASCANIO; SALAZAR, MANUEL y SEPÚLVEDA, ÓSCAR: La historia oculta del régimen militar. Santiago: Uqbar Editores (10ª edición), 2008, p. 25. 9 En conversación con Ascanio Cavallo, en agosto de 2003. La fuente pidió reserva provisoria de su identidad. 10 La expresión es de un panfleto del Mapu dirigido por Óscar Guillermo Garretón, de julio de 1973. Un buen repertorio de este tipo de declaraciones, de todos los partidos de la UP, puede hallarse en: ZERÁN, FARIDE: “El poder popular en acción”. Santiago: Revista Chile Hoy, 6 de julio de 1973. 11 Santiago: diario La Tercera, 15 de septiembre de 1973. 12 ANGELL, ALAN: Chile de Alessandri a Pinochet: en busca de la utopía. Santiago: Andrés Bello, 1993, pp. 93-96.
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13 CORVALÁN, LUIS: De lo vivido y lo peleado. Memorias. Santiago: Lom, 1997, pp. 163-164. 14 GAZMURI, CRISTIÁN: Eduardo Frei Montalva y su época. Santiago: Aguilar, 2000, tomo I, pp. 854-856. 15 GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, p. 387. El relato es de uno de los asistentes, el abogado Jorge Donoso. 16 POLITZER, PATRICIA: Altamirano. Buenos Aires: Ediciones B, 1989, p. 70. 17 FAÚNDEZ, JULIO: Izquierdas y democracia en Chile, 1932-1973. Santiago: Bat, 1992, pp. 275-282. En estas páginas, el profesor Faúndez, de la Universidad de Warwick, realiza un refinado análisis sobre la evolución de los “cordones” en el imaginario ideológico de los partidos de la UP. 18 Diario LA TERCERA: “Diez episodios desconocidos sobre el golpe”. Suplemento Reportajes, 3 de agosto de 2003. 19 GARCÉS, JOAN: Allende y la experiencia chilena. Las armas de la política. Santiago: Bat, 1990 (2ª edición), pp. 399-400. 20 Un testimonio elocuente de los prejuicios de Arellano sobre este coronel, contradichos por muchas otras versiones, se halla en: GONZÁLEZ, MÓNICA: La conjura. Los mil y un días del golpe. Santiago: Ediciones B, 2000, pp. 327-328. 21 COMISIÓN NACIONAL DE VERDAD Y RECONCILIACIÓN: Informe final. Santiago: Secretaría de Comunicación y Cultura, 1991. 22 La reconstitución de estos hechos, muy dificultosa, fue realizada a partir de testimonios proporcionados bajo reserva de identidad, además de elementos documentales. El complemento más significativo, sin embargo, fue una carta pormenorizada enviada el 17 de septiembre de 2003 por Luis Aravena para corregir, precisar y refutar aspectos de la primera versión publicada en La Tercera el 14 de septiembre de 2003. 23 El total es de 3.197. Todas las estadísticas han sido tomadas de: CORPORACIÓN NACIONAL DE REPARACIÓN y RECONCILIACIÓN: Informe sobre calificación de víctimas de violaciones de derechos humanos y de la violencia política. Santiago: 1996, pp. 576-592. 24 Otra explicación similar, aunque con menos energía y resultado contradictorio, ensayó cuando el embajador de España le solicitó que autorizara la salida de Chile de Joan Garcés. EKAIZER, ERNESTO: Yo, Augusto. Madrid: Alfaguara, pp. 164-174.
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Índice onomástico
A Adamo, Salvatore: 55 Aguayo Iribarra, Carmen Gloria: 262 Aguirre Vásquez, Antonio: 148, 192, 268, 269 Ahumada Morales, Eugenio: 123, 192 Ahumada San Martín, Verónica: 147 Aldunate Herman, Ludovico: 189, 192 Aliaga Straube, Ignacio: 75 Allende Bussi, Beatriz: 57, 116, 134, 146, 147, 148, 208, 242, 243 Allende Bussi, Carmen Paz: 243 Allende Bussi, Isabel: 41, 116, 146, 147, 242, 243 Allende Gossens, Salvador: 23, 24, 25, 26, 27, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 42, 43, 44, 45, 46, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 56, 57, 58, 59, 60, 62, 63, 64, 67, 68, 69, 70, 72, 74, 75, 81, 84, 85, 87, 89, 90, 91, 94, 95, 96, 98, 99, 102, 103, 108, 109, 112, 113, 114, 115, 116, 117, 120, 121,
123, 127, 128, 129, 130, 131, 133, 134, 135, 136, 137, 138, 139, 141, 142, 143, 144, 146, 147, 148, 151, 152, 153, 155, 156, 157, 159, 160, 165, 167, 172, 173, 175, 176, 177, 178, 179, 180, 181, 182, 183, 184, 185, 186, 187, 188, 189, 190, 191, 192, 193, 197, 198, 205, 206, 208, 209, 210, 211, 213, 215, 216, 225, 230, 241, 242, 244, 245, 246, 247, 248, 249, 253, 254, 255, 256, 258, 259, 261, 262, 265, 267, 268, 270, 272, 273, 274 Almeyda Medina, Clodomiro: 29, 43, 151, 153, 201, 213, 226, 256 Altamirano Orrego, Carlos: 36, 37, 40, 42, 43, 45, 51, 52, 62, 70, 89, 107, 109, 110, 135, 136, 152, 156, 172, 179, 205, 212, 213, 225, 257, 258, 259 Alvarado Aretio, Pablo: 123 Álvarez Águila, Gustavo: 34 Álvarez Oyarzún, Rubén: 45, 115, 141 Ambrosio Brieva, Rodrigo: 212 Andropov, Yuri: 198
276
golpe
Angell, Alan: 254, 273 Apablaza Brevis, José: 220 Aquevedo XXXX, Eduardo: 212, 213 Aragay Boada, Ramón: 123 Araneda Valderrama, Elena: 170 Arangua Valdivia, Félix: 141 Aravena Mardones, Jorge: 265, 266 Aravena Mardones, Luis: 264, 265, 266, 267, 274 Araya, Carlos: 29 Araya González, Hugo: 264 Araya Mandujano, Jorge: 140 Araya Peters, Arturo: 29, 91, 95, 245 Arce Sandoval, Luz: 123 Arellano Iturriaga, Sergio: 52, 104 Arellano McLeod, Daniel: 36, 38 Arellano Stark, Sergio: 27, 28, 29, 39, 40, 43, 45, 46, 50, 52, 53, 65, 68, 69, 72, 76, 97, 100, 101, 103, 104, 152, 157, 167, 177, 218, 239, 263, 267, 270, 274 Argandoña Donoso, Francisco: 94, 162, 170 Argomedo Sepúlveda, Jorge: 148 Arredondo González, Sergio: 81 Arroyo Pinochet, Patricio: 147, 197, 208, 209 Astaburuaga, José Pedro: 136, 257 Atria Benaprés, Rodrigo: 123 Ávila Lobos, Mario: 163, 164 Avilés Jofré, Óscar: 245 Aylwin Azócar, Andrés: 262
Aylwin Azócar, Patricio: 30, 54, 55, 256 B Bachelet Jeria, Alberto: 90 Bachelet Jeria, Michelle: 90, 91, 160, 161, 237, 238 Bachelet Martínez, Alberto: 75, 86, 90, 91, 160, 228, 229, 244, 265 Bachelet Martínez, Alicia: 229 Badiola Broberg, Sergio: 129, 150 Baeza Michelsen, Ernesto: 25, 50, 104, 127, 128, 147, 167, 176, 177, 180, 181, 184, 256 Ballerino Sandford, Jorge: 104 Balmaceda Fernández, José Manuel: 272 Baltra Moreno, Mireya: 200 Barba Valdés, Néstor: 44, 46, 112 Barría Barría, Víctor: 27 Barrios Meza, Jaime: 147, 153, 192, 245 Bartulín Fodio, Danilo: 98, 99, 156, 159, 175, 186, 190, 208, 209 Basaure Barrera, Gustavo: 188 Basov, Alexei Vasilievich: 198 Benavides Escobar, César: 34, 72, 101, 106, 107, 180, 240, 244 Benditt, René: 63 Berríos Sánchez, Jaime: 187, 189 Birns, Lawrence: 272 Bitar Chacra, Sergio: 43, 52 Blanco Tarrés, Domingo: 58, 61, 116, 245
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Bonilla Bradanovic, Óscar: 25, 28, 33, 34, 39, 43, 49, 50, 53, 68, 69, 72, 100, 211, 217, 218, 239, 253, 270, 271 Bórquez Montero, Mario: 247 Brady Roche, Herman: 34, 42, 68, 72, 81, 87, 89, 93, 104, 114, 130, 148, 167, 177, 211, 230, 267 Branch, Taylor: 273 Bravo Muñoz, Héctor: 68, 73, 97 Brezhnev, Leonid: 199, 223, 255 Briones Olivos, Carlos: 41, 42, 54, 143, 151, 153, 184, 201, 226, 256 Bulnes Sanfuentes, Francisco: 54, 257 Bussi Soto, Hortensia: 41, 113, 122, 149, 164, 165, 243 Bustos Marchant, Juan: 254 C Cabezas Videla, Hugo: 37, 38, 49, 104 Cáceres Castro, Leonardo: 138, 156, 176 Calderón Aldunate, Rodolfo: 104 Calderón Aránguiz, Rolando: 112, 171, 183 Calderón Campusano, Alfredo: 93 Calm Espinoza, Lilian: 244 Cámara Canto, Antonio Cándido: 242, 246 Campos Ulloa, Sergio: 109 Camú Veloso, Arnoldo: 61, 105, 106, 109, 135, 157, 165, 169,
277
172, 173, 174, 182, 190, 219, 222, 224, 232, 261, 267 Canessa Robert, Julio: 21, 48, 52, 127, 137, 145 Cano Quijada, Eduardo: 50 Cantuarias Grandón, Renato: 22, 107, 263 Cantuarias Zepeda, Orlando: 116, 143 Cardemil Figueroa, René: 188, 192 Cárdenas Villablanca, Juan: 251, 252 Cariaga Mateluna, Pedro: 264 Carmona Peralta, Juan de Dios: 53, 218 Carrasco Fernández, Washington: 43, 65, 68, 69, 73, 74, 86, 97, 125, 157, 271 Carrasco Montecino, René: 181 Carreño Calderón, José: 245 Carrera Villavicencio, María Elena: 109 Carrillo Vallejos, Manuel: 188, 192 Carvajal, Óscar: 50 Carvajal Prado, Patricio: 28, 36, 37, 39, 40, 45, 49, 50, 74, 77, 79, 88, 89, 96, 101, 103, 104, 106, 122, 128, 129, 130, 145, 146, 150, 151, 176, 177, 178, 180, 184, 185, 186, 189, 211, 215, 216, 218, 223, 224, 240, 241, 242 Castillo Gaete, José: 157 Castillo Echeverría, Carmen: 156, 190, 191
278
golpe
Castro Estévez, Héctor: 74 Castro Jiménez, Hugo: 103 Castro Rojas, Germán: 126, 139, 140, 141, 156, 269 Castro Ruz, Fidel: 59, 68, 179, 249, 258, 272 Castro Zamorano, Manuel: 245 Catrilef Sanhueza, René: 220, 221 Cattani Ortega, Francisco: 220 Cavallo Castro, Ascanio: 50, 52, 84, 123, 124, 157, 190, 192, 223, 224, 244, 245, 272, 273 Ceballos Jones, Edgar: 228 Cerda Pinto, Ernesto: 83 Chacón Hormazábal, Julio: 245 Chavkin, Samuel: 157 Chonchol Chaid, Jacques: 262 Cid Herrera, Alejandro: 264, 265, 267 Cifuentes Cifuentes, Manuel: 203, 269 Cirio, Santiago: 239 Claro Valdés, Ricardo: 260 Coddou Vivanco, Óscar: 81 Coilio Huenumán, Juan: 192 Concha Pantoja, Jaime: 104 Constable, Pamela: 155 Contador Rivadeneira, Víctor: 73 Contreras, Germán: 167 Contreras Bell, Miria “Payita”: 41, 42, 58, 116, 170, 181, 195, 197, 239 Contreras Contreras, Sergio: 245 Contreras Fischer, Raúl: 34, 50, 246 Contreras Maluje, Manuel: 63 Contreras Navia, Sergio: 119
Contreras Sepúlveda, Manuel: 85, 126 Cornejo Romo, Mario: 233, 248 Correa Prats, Raquel: 48, 49, 124 Correa Ríos, Enrique: 213 Cortés, Hernán: 257 Cortés Iturrieta, Manuel “Patán”: 99, 224 Corvalán Lepe, Luis: 23, 24, 171, 198, 199, 255, 256, 274 Cosilla, Manuel: 136 Croquevielle Cardemil, Osvaldo: 229, 244 Cruz, Gloria: 213 Cruz Zavala, Carlos: 245 Cuevas Norton, Alejandro: 147, 208, 209 Cuthbert Chiarleoni, Sofía: 33, 113 D D’Hainaut Fuenzalida, Ladislao: 104 Dávila Rodríguez, José: 125 Davis, Nathaniel: 272 De Tohá, Moy: ver Morales Etchevers, Victoria De la Fuente Ibar, Patricio: 116 De la Fuente Sáez, Iván: 189, 192 Del Canto Riquelme, Hernán: 109, 116, 134, 135, 136, 137, 171, 172 Del Valle Alliende, Jaime: 252 Díaz Carrasco, Eduardo: 119 Díaz Estrada, Nicanor: 49, 52, 77, 89, 103, 104, 105, 151, 184, 228, 245
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Díaz Herrera, Luis Antonio: 118, 119 Díaz López, Víctor: 171 Díaz Neira, Rubén: 260 Díaz Torres, Víctor: 35 Díaz Verdugo, Francisco: 146 Diez Urzúa, Sergio: 121 Dinator Espinoza, Carlos: 75, 86 Domínguez Kopaitic, Jorge: 130 Donoso Loero, Teresa: 224 Donoso Pacheco, Jorge: 274 Dooner Díaz, Patricio: 84 Durán B., Gastón: 209 Durandot Oyarzún, René: 41 Dussert León, Santiago: 230, 244 E Echeverría Álvarez, Luis: 243 Edelstam, Harald: 243 Egaña Barahona, Javier Luis: 123 Ekaizer, Ernesto: 274 Elgueta Bahamondes, Gastón: 125 Ellis Belmar Eduardo: 186, 195 Enríquez Espinoza, Miguel: 36, 134, 135, 152, 171, 172, 173, 174, 190, 212 Enríquez Frödden, Edgardo: 134 Erlbaum Thomas, Joaquín: 247, 272 Escalona Fermandois, Críspulo: 104, 136 Escauriaza Alvarado, René: 113 Escobar Cruz, Daniel: 167, 245 Espinoza Bravo, Pedro: 27 Espinoza Faúndez, Orlando: 140 Espinoza Montt, Ernesto: 153, 201
279
Espinoza Tapia, Ricardo: 142 Espinoza Valdés, Pedro: 230 Estrada Lescaille, Ulises: 179 Etcheberry Orthusteguy, Alfredo: 244 F Faúndez, Julio: 274 Favio, Leonardo: 56 Fernández Iturrieta, Gastón: 50 Fernández Larios, Armando: 189 Fernández Oña, Luis: 242, 243 Ferrara, Giuseppe: 273 Ferrer Fougá, Hernán: 104 Ferreto Mellafe, Jaime: 141 Fierro, Pedro: 162 Figueroa Gutiérrez, Sergio: 74 Figueroa Mazuela, Luis: 102 Floody Buxton, Nilo: 69 Flores Labra, Fernando: 23, 24, 29, 33, 151, 176, 177, 180, 184, 213 Folle González, Rafael: 220 Fontaine Aldunate, Arturo: 86, 123 Fontaine Talavera, Arturo: 49 Forestier Haensgen, Carlos: 103, 110, 125 Fornet Fernández, Eduardo: 96, 120, 228, 229 Franco Bahamonde, Francisco: 35, 98 Frei Montalva, Eduardo: 53, 54, 58, 59, 72, 84, 120, 121, 124, 212, 254, 256, 274 Frei Ruiz-Tagle, Carmen: 53, 54, 120, 256
280
golpe
Freire Medina, José: 245 Fuentealba Castro, Luis: 127 Fuenzalida y Fuenzalida, Orozimbo: 119 G Gaitán Jaramillo, Gloria: 123 Gallardo Bulas, Enrique: 46 Gallegos, Douglas: 188 Gamboa Pizarro, Luis: 245 Garay Martínez, Mario: 28 Garcés Portigliati, Pedro: 245 Garcés y Ramón, Joan: 41, 42, 43, 51, 52, 68, 70, 85, 88, 89, 99, 102, 112, 115, 117, 122, 123, 131, 146, 260, 274 García Barzelatto, Hernán: 21, 22 García Herrera, Hugo: 87, 233, 238 García Herrera, Isidro: 94, 96, 207, 223 García Incháustegui, Mario: 180, 243 García Márquez, Gabriel: 249 García Pinochet, Francisco Javier: 22 García Pinochet, Hernán Augusto: 22 García Vargas, Artemio: 111 Gardel, Carlos: 56 Garrastazu Médici, Emilio: 242, 246 Garretón Purcell, Óscar Guillermo: 36, 37, 40, 42, 212, 213, 214, 273 Garrido Gajardo, David: 159, 188
Gazmuri Mujica, Jaime: 84, 213, 272 Gazmuri Riveros, Cristián: 84, 274 Geisel, Ernesto: 246 Gibson Barbosa, Mário: 242 Gillmore Stock, Francisco: 119 Goded, Manuel: 98 Godoy, Thales: 250 Gómez Trujillo, Fernando: 57 Góngora Labbé, Augusto: 123 González Acevedo, Rolando: 25, 43, 52 González Apiolaza, Paulo: 84 González Buttle, Enrique: 73 González Camus, Ignacio: 50, 52, 84, 156, 190, 192, 244, 245 González Cofré, Waldo: 140 González Córdova, Renato: 186, 192, 197, 244, 249, 272 González Cornejo, Ariel: 39, 41, 52, 245 González González, Juan Pablo: 50 González Mujica, Mónica: 49, 52, 84, 85, 86, 123, 155, 157, 190, 223, 224, 244, 274 González Pino, Miguel: 49 González Urzúa, Fabriciano: 203, 269 González Verdugo, Rafael: 185, 215, 216, 217 González Videla, Gabriel: 56, 260 González Wautter, Sergio: 100 Gordon Cañas, Eduardo: 97 Grechko, Andrei: 199 Grez Cassarino, Jorge: 113, 129, 130, 155
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Grove Allende, Eduardo: 242 Guastavino Córdova, Luis: 254, 255 Guayasamín, Oswaldo: 164 Guevara, Ernesto “Che”: 57, 60 Guijón Klein, Patricio: 147, 159, 187, 188, 189, 192, 208, 209, 230, 249 Guillard Marinot, Roberto: 81, 104, 114, 115, 185 Guimpert Corvalán, Daniel: 100 Gumucio Vives, Esteban: 212 Gutiérrez Ayala, Daniel: 133, 167, 187, 245 Gutiérrez Bravo, Orlando: 228, 230 Gutiérrez Cerda, Luis: 87, 122 Gutiérrez Olivos, Sergio: 257 Gutiérrez Romero, Ramón: 203 Guzmán Errázuriz, Jaime: 257 H Harrington, Edwin: 84, 224 Henríquez, Nelson: 156 Henríquez Carvajal, Héctor: 230, 244 Henríquez Galat, Víctor: 53 Henríquez Seguel, Luis: 187, 191, 192 Henríquez Vergara, Patricio: 123, 155 Hernández Pedreros, Osvaldo: 28 Herrera Lane, Felipe: 26, 165 Herrera Latoja, Francisco: 49, 123 Herrera López, Iván: 187, 188, 189, 193 Herrera Urrutia, Juan: 220
Heynowski, Walter: 190 Hiriart Rodríguez, Lucía: 22 Hiriart Rodríguez, Sergio: 41 Ho Chi Minh: 164 Hon,William: 92 Huerta Corvalán, Enrique: 57, 187, 188, 245 Huerta Corvalán, Félix: 63 Huerta Díaz, Ismael: 27, 35, 36, 37, 38, 49, 50, 51, 242 Huidobro Justiniano, Sergio: 37, 38, 39, 40, 41, 50, 51, 52, 92, 214, 224, 259 Hurtado Guzmán, Francisco Javier: 180 I Inda, Patricio: 245 Insunza Barros, Sergio: 238 Insunza Figueroa, Aída: 238 Isabel II: 54 Isla Marco, Ricardo: 256 J Jachaturov, Karen: 223 Jaña Jirón, Efraín: 126, 139, 157, 263 Jeria González, Ángela: 90, 91, 169, 229, 244 Jeria Johnson, Máximo: 91 Jiliberto Zepeda, Alejandro: 225 Jimeno Grendi, Claudio: 63, 245 Jirón Vargas, Arturo: 102, 175, 177, 187, 188, 206, 208, 209 Joignant Muñoz, Alfredo: 32, 68, 88, 100, 165, 167, 236, 245
281
282
golpe
Jorquera Leyton, Gonzalo: 245 Jorquera Tolosa, Carlos “Negro”: 86, 102, 159, 175, 186, 190, 191, 206, 215, 216, 217 Julio Macuada, Hernán: 250 Jullien Rebolledo, Nancy: 147, 148, 242 Justiniano Aguirre, Horacio: 37 K Kalfon, Pierre: 122 Kassis Sabag, Juan: 47 Kelly Vásquez, Roberto: 259 Kirberg Baltiansky, Enrique: 205, 264 Klein Pipper, Jorge: 63, 208, 245 L Labarca Goddard, Eduardo: 123 Labbé Troncoso, Alberto: 103 Lagos Ávila, Andrea: 51 Lagos Escobar, Ricardo: 84 Lagos Osorio, Joaquín: 73, 125 Lagos Ríos, Óscar: 245 Lagos Vásquez, Luis “Chico”: 146 Landau George, Saul: 51, 85, 122 Landerretche Gacitúa, Óscar: 124, 169, 170 Lapostol Orrego, Ariosto: 126 Lara Ruiz, Francisco: 155 Largo Farías, René: 146 Latorre Blanco, Mirella: 175, 176, 181 Lazo Frías, Carlos: 32, 135 Leigh Guzmán, Gustavo: 30, 31, 32, 39, 40, 41, 49, 51, 68, 70,
72, 74, 75, 76, 82, 87, 101, 102, 103, 115, 147, 148, 162, 163, 177, 178, 185, 186, 189, 206, 210, 218, 228, 239, 240, 241, 244, 252 Leigh Guzmán, Hernán: 82 Leigh Guzmán, Sergio: 97, 126 Leighton Guzmán, Bernardo: 256 Lenin, Vladimir Ilich: 42, 108 Leonov, Nikolai: 223 Letelier del Solar, Orlando: 23, 24, 32, 37, 38, 41, 42, 43, 51, 69, 85, 88, 100, 103, 112, 122, 184, 273 Liendo Vera, José “Comandante Pepe”: 126 Lira Vergara, Juan Enrique: 206 Littin Cucumides, Miguel: 273 Lizasoaín Mitrano, Sergio: 228 López Tobar, Mario: 86, 97, 122, 128, 155, 190 Lübbert Barra, Orlando: 157 Lucero Ayala, Raúl: 201 M Magasich Airola, Jorge: 51, 273 Magliochetti Barahona, Humberto: 31, 96, 229 Maldonado Inostroza, José: 220 Marambio Araya, Óscar: 245 Marambio Rodríguez, Max: 57, 179, 191, 243, 246 Mardones Rodríguez, Mario: 141 Marras Vega, Sergio: 123, 155 Martínez, Jesús Manuel: 84, 272 Martínez Corbalá, Gonzalo: 165
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Martínez Maureira, Juan: 116 Martínez Poblete, Antonio: 156, 190 Martini Lema, José: 74, 162, 163 Mateluna, René: 251 Matta Echaurren, Roberto: 164 Matthei Aubel, Fernando: 244 McKay Jaraquemada, Mario: 46, 73 Medina Lois, Alejandro: 101 Melgarejo Moncada, Lautaro: 46 Melo Pradenas, Mario: 58, 84 Mena Salinas, Odlanier: 110, 111 Mendoza Durán, César: 44, 45, 46, 47, 81, 82, 115, 127, 142, 145, 146, 157, 218, 227, 240, 241, 252 Merino Castro, José Toribio: 34, 35, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 45, 50, 51, 52, 74, 79, 86, 103, 112, 115, 123, 213, 214, 218, 224, 240, 241, 259, 260 Mesquita de Siqueira, Walter: 242, 246 Miño Garrido, Hugo: 141 Miranda, Dr.: 262 Miranda Carrington, Sergio: 28 Miranda Ramírez, Hugo: 91, 116, 143, 208 Modak Schatz, Frida: 31, 39, 147, 157, 242 Moeller, Sergio: 104 Moniz Bandeira, Luíz Alberto: 49, 122, 246 Montero Cornejo, Raúl: 27, 30, 34, 36, 37, 38, 50, 51, 68, 80, 87, 102, 104
283
Montero Marx, Enrique: 252 Montero Salazar, Edmundo: 245 Montes Cisternas, Carlos: 213 Montiglio Murúa, Juan José: 58, 89, 94, 133, 186, 245 Montt Momberg, Julio: 256 Morales Bermúdez, Francisco: 111 Morales Etchevers, Victoria: 271 Morales Tórtora, Alina del Carmen: 123 Moreau Carrasco, Renato: 105, 117, 118, 124, 131, 135, 183, 219, 222, 232, 261 Moreno Laval, Enrique: 212 Moreno Pulgar, Elba: 89, 170 Moreno Pulgar, Julio: 245 Moreno Pulgar, Roberto: 171 Muñoz Carrasco, Osvaldo: 125 Muñoz Salas, José: 89, 99, 141, 157 Muñoz Vega, Pedro: 201 N Navarro Labra, Julio: 230 Neruda, Pablo: 262 Niklander Ribera, Karin: 224, 245 Nixon, Richard: 26, 27, 59 Núñez Cabrera, Jaime: 189, 192, 209, 233 Núñez Quevedo, Ociel: 205 Nuño Bawden, Sergio: 28, 23, 49, 50, 69, 103, 180, 184, 189, 210, 236, 237
284
golpe
O O’Higgins Riquelme, Bernardo: 167 Ojeda Disselkoen, Manuel: 171, 174, 234 Olate Olate, Gustavo Adolfo: 109 Olguín Zapata, Osvaldo: 256 Olivares Becerra, Augusto “Perro”: 41, 43, 88, 89, 99, 137, 153, 174, 175, 176, 177, 181, 190, 195, 268 Ominami Daza, Carlos: 169 Ominami Pascual, Carlos: 169 Oñate Meyer, Víctor Hugo: 147, 208, 209 Opazo Stevenson, Hugo: 77 Orrego González, Jorge: 245 Orrego Vicuña, Claudio: 55 Ortega Riquelme, Eugenio: 256 Ortiz Letelier, Fernando: 168 Ortúzar Escobar, Enrique: 54 Osses Beltrán, Juan: 44, 57, 94, 96, 133, 144, 167, 192, 195, 196, 233, 238 Oyarce Jara, José: 171 Oyarzún Sepúlveda, Eduardo: 110 P Padilla Schneider, Hernán: 202 Palacios Cameron, Pedro: 50 Palacios Ruhmann, Javier: 27, 28, 34, 43, 50, 69, 93, 136, 184, 185, 186, 188, 189, 192, 197, 201, 202, 206, 207, 208, 209, 210, 216, 230, 231, 233, 267 Palma Fourcade, Aníbal: 63, 116, 153, 159
Parada Hormazábal, Fabián: 112, 142 Paredes Ahlgren, Raymundo: 155, 156 Paredes Barrientos, Eduardo “Coco”: 23, 24, 57, 99, 129, 133, 135, 153, 165, 167, 172, 181, 187, 208, 239, 245, 266, 267 Paredes Wetzer, Jorge: 73, 251 Paris Roa, Enrique: 208, 245 Parrau Tejos, Celsa: 174, 234, 245 Pascal Allende, Andrés: 134, 171, 174, 179 Pascual, Edith: 169 Pedrals García de Cortázar, Beatriz: 191 Pérez Bustos, José: 220 Pérez Otero, Ulises: 205 Pérez de Arce Ibieta, Hermógenes: 54 Pey Casado, Víctor: 113, 122 Philips, David Atlee: 49 Pickering Vásquez, Guillermo: 29, 34, 85, 95 Pincheira Núñez, Ricardo: 61, 63, 85, 106, 134, 135, 169, 188, 208, 239, 245 Pino Briones, Dante: 101, 130 Pinochet Hiriart, Jacqueline: 22, 40 Pinochet Hiriart, Lucía: 21, 22, 23 Pinochet Hiriart, Marco Antonio: 22 Pinochet Ugarte, Augusto: 21, 22, 23, 24, 25, 26, 28, 29, 32, 34, 39, 40, 41, 42, 43, 48, 49, 50, 52, 62, 67, 68, 69, 70, 72, 73,
ÍNDICE ONOMÁSTICO
74, 75, 80, 81, 82, 85, 87, 95, 100, 101, 102, 103, 104, 115, 122, 124, 128, 130, 145, 146, 148, 150, 151, 157, 177, 178, 180, 185, 186, 189, 206, 211, 217, 218, 239, 240, 241, 242, 245, 246, 252, 263, 267, 269, 270, 271 Piñera Carvallo, Bernardino: 119 Poblete Mery, Francisco: 38, 41 Poisson Eatsman, Maurice: 214 Politzer Kerekes, Patricia: 51, 123, 156, 274 Polloni Pérez, Julio: 76, 77, 104, 123 Ponce Pacheco, Sócrates: 106, 132, 173 Ponce Vicencio, Exequiel: 171, 183, 219, 232 Ponomarev, Boris: 198 Poupin Oissel, Arsenio: 63, 153, 188, 245 Prats Cuthbert, Cecilia: 33 Prats Cuthbert, María Angélica: 33, 113 Prats González, Carlos: 24, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 36, 43, 48, 49, 50, 53, 62, 69, 72, 80, 95, 101, 103, 113, 123, 199, 218, 233, 253, 265, 270, 271 Prieto, Carmen: 209 Propper, Eugene M.: 273 Puccio Giesen, Jaime: 197 Puccio Giesen, Osvaldo: 99, 103, 153, 176, 177, 178, 180, 184, 191, 216, 226, 233
285
Puccio Huidobro, Osvaldo: 99, 147, 159, 175, 180, 190, 191, 216 Puga Cappa, Alvaro: 104 Puz Acosta, Gustavo: 105, 131 Q Quesney Besa, Carmen: 123 Quezada de la Paz, Rigoberto: 106, 149, 150, 157, 219, 222, 224, 231, 232, 261 Quinteros Masdeud, José: 189, 193 Quiroga Fuentealba, José: 141, 147, 188, 208, 209 Quiroga Zamora, Patricio: 84, 155, 156, 190, 192, 245 R Rada Jiménez, Julio: 46, 230 Ramírez Barría, William: 245 Ramírez Hald, Hernán: 201, 202 Ramírez Lobos, Carlos: 50 Ramírez Pineda, Joaquín: 238 Ramos Albornoz, José Domingo: 107 Ramos Rivera, Osvaldo “El Manque”: 133, 167, 168, 192, 195, 268, 269 Ravest Santis, Guillermo: 137 Reveco Valenzuela, Fernando: 126 Rillón Romani, Sergio: 103 Riquelme Espinoza, Víctor: 245 Riquelme Paz, Samuel: 165, 167 Rivas Salgado, Mamerto: 220, 221 Rivera Desgroux, Eugenio: 126
286
Riveros Valderrama, René: 273 Rodríguez Pulgar, Agustín: 49, 228 Rodríguez Riquelme, Luis: 245 Rodríguez Theodor, Ervaldo: 113, 236 Rodríguez Véliz, José: 247 Rojo Lluch, Vincent: 24, 48, 70 Romero Morán, Quintín: 128, 149, 155, 159, 201 Ropert Contreras, Enrique: 116, 239, 245 Ropert Contreras, Max: 170 Rosenfeld Morales, Walter: 140 Rubio Martínez, Rigoberto: 88, 113 Ruiz Danyau, César: 30, 31, 33, 240 Ruiz Moscatelli, Rafael: 59, 162, 169, 172 Ruiz Pulido, Hernán: 188, 192, 208, 209 Ruiz-Esquide Jara, Mariano: 256 Ruz Zañartu, Gustavo: 224 Ryan, Patrick J.: 92, 122 S Saavedra, Luis: 245 Saball, Gustavo: 123 Salazar Salvo, Manuel: 273 Salazar Silva, Mario: 200, 201 Salgado Brocal, Juan Carlos: 192 Salinas Muñoz, Wagner: 155 Salinas Núñez, Orestes: 115, 141, 142 San Martín González, Miguel
golpe
Ángel: 109 Sánchez Casillas, Rodrigo: 101 Sánchez Celedón, Roberto: 96, 114, 122, 129 Sánchez Correa, Marta: 244 Sánchez Stephens, José: 44, 47 Sánchez Venegas, Claudio: 206 Santos Ascarza, José Manuel: 118, 119 Scherrer, Robert: 273 Scheumann, Gerhard: 190 Schlack Casacuberta, Tomás: 214, 224 Schmidt Godoy, Guillermo: 125 Schnake Silva, Erich: 32, 39, 51, 109, 225, 226 Schneider Chereau, René: 26, 27 Seoane Miranda, Juan: 99, 100, 143, 144, 157, 181, 244, 245 Sepúlveda Acuña, Adonis: 42, 60, 107, 109, 135, 136 Sepúlveda Contreras, Ramiro: 156 Sepúlveda Donoso, Claudio: 49 Sepúlveda Galindo, José María: 30, 45, 52, 102, 112, 115, 117, 141, 151, 152, 157, 226, 227 Sepúlveda Medel, Eduardo: 76 Sepúlveda Pacheco, Óscar: 273 Sepúlveda Squella, Mario: 29, 34, 50, 85 Seraponiantz, Babken: 199 Serrano Pérez, Margarita: 52, 124, 157, 190, 192, 245 Siebert Held, Bruno: 73 Sigmund, Paul E.: 30, 49, 50 Silberman Gurovich, David: 126
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Silva, Marta: 159, 197 Silva González, Adolfo: 153, 201 Silva Henríquez, Raúl: 30, 50, 54, 84, 118, 119, 124 Silva Solar, Julio: 262 Sirkis, Alfredo: 191 Sota Barros, Vicente: 262, 263 Sotelo Ojeda, Jaime: 59, 61, 89, 94, 99, 110, 133, 160, 245 Soto Céspedes, Julio: 94, 133 Soto Guzmán, Óscar: 116, 156, 157, 175, 177, 186, 187, 190, 191, 195, 208, 209 Soto Mackenney, Roberto: 107 Soto Soto, Helvio: 273 Sotomayor Llano, José: 201 Sotomayor Salas, Humberto: 171 Souper Onfray, Roberto: 28, 93 Sperski, Genadi: 199 Spoerer Covarrubias, Alberto: 74 Stuardo de la Torre, Germán: 29 Stuardo Stuardo, Julio: 112, 116, 123, 142, 143 Subercaseaux Sommerhoff, Elizabeth: 48, 49, 85, 124 Sule Candia, Anselmo: 91 Suslov, Mijaíl: 198 T Tapia Cerezo, Víctor: 214 Tapia Falk, Julio: 74, 163, 164, 260 Tapia Martínez, Julio: 245 Tapia Valdés, Jorge: 27 Tavares, Flávio: 272 Tello, Carlos: 165
287
Tepper Álvarez, Renato: 251, 252 Timossi Corbani, Jorge: 272 Tobar Pinochet, Tomás: 233, 247, 248 Tohá González, Jaime: 117, 153, 201, 210, 226 Tohá González, José: 34, 43, 150, 151, 153, 201, 226, 256 Tomic Romero, Radomiro: 256 Tormo Ibáñez, Cecilia: 147 Toro Ibáñez, Ramón: 168 Torres de la Cruz, Manuel: 25, 32, 43, 68, 69, 127 Torres Escudero, Carmen: 156 Torres Rodríguez, Óscar: 46 Troncoso Castillo, Raúl: 120, 121, 124 Troncoso Daroch, Arturo: 77 Tsyganchuk, Boris: 197, 198, 223 U Ulianova, Olga: 223 Ulloa Azócar, Ariel: 110, 171, 183 Urbina Herrera, Orlando: 23, 24, 25, 26, 27, 29, 40, 48, 49, 69, 72, 81, 104, 126, 211, 217, 218, 239 Urrutia Molina, Héctor: 245 Urrutia Quintana, Jorge: 43, 45, 46, 83, 87, 89, 102, 115, 116, 117, 122, 137, 142, 143, 151, 227 V Valdés Subercaseaux, Gabriel: 85 Valenzuela, Rubén Adrián: 138, 156
288
golpe
Valenzuela Bowie, Arturo: 84, 155 Valenzuela Salazar, Héctor: 157 Valenzuela Velásquez, Claudia: 157 Valenzuela Verdugo, Rafael: 112 Valiente Orellana, Francisco: 170 Valladares Caroca, Óscar: 245 Valle Jiménez, Claudia: 84 Valverde Quiñones, Pedro: 188 Van Schouwen Figueroa, Gabriel: 31, 39, 51, 96, 114 Van Schouwen Vasey, Bautista: 31, 171 Varas Gutiérrez, Carlos: 250 Varas Olea, Florencia: 241, 244, 245, 246 Vargas, Ana María: 89, 170 Vargas, Getúlio: 272 Vargas Contreras, Juan: 245 Vargas Fernández, Félix: 162, 170 Vargas Miquel, Raúl: 228 Vásquez Fernández, José Luis: 248 Vásquez Nanjari, Manuel: 187, 189, 193, 233 Vega Antiquera, Martín: 201 Velasco, Jaime: 104 Velasco Alvarado, Juan: 111, 112, 199, 259 Velásquez Calderón, Hilda: 157 Veloso Novoa, Luis: 248 Verdugo Aguirre, Patricia: 122, 155, 156, 190, 191 Vergara, José Manuel: 245 Vergara Barros, Daniel: 151, 153, 176, 177, 180, 184, 195
Vergara Campos, Roger: 28 Vergara Lama, Julio: 104 Vergara Pino, Omar: 28 Versin Castellón, Miguel: 214, 215, 248 Videla Cabezas, Julio: 109 Viera-Gallo Quesney, José Antonio: 48 Vilches Yáñez, Juan: 140 Villagrán Carmona, Fernando: 50 Villalobos Sepúlveda, Gustavo: 123 Villavela Araujo, Arturo: 171, 179 Vio Ugarte, Víctor: 157 Vio Valdivieso, Rodolfo: 214, 224, 260 Viscaya Vilches, Luis: 140 Viveros Ávila, Arturo: 28, 34, 43, 50, 69 Viveros Durán, Ramón: 45, 46, 52 W Warren, Raymond: 92 Weber Munich, Erich Pablo: 38, 251 Wetling Wetling, José: 221 Whelan, James: 49, 86, 123, 155, 156, 157, 178, 190, 191, 192, 210, 224 Wiff Sepúlveda, Carolina: 170 Willoughby McDonald, Federico: 76, 77, 104, 271 Wong, Jorge: 152, 153
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Y Yáñez Retamal, Alfonso: 46, 142 Yovane Zúñiga, Arturo: 44, 45, 46, 47, 52, 82, 83, 112, 122, 141, 142. 151, 152, 226, 227 Yovane Zúñiga, Manuel: 226 Z Zavala Cuadra, Osvaldo: 28, 100, 101 Zepeda Camillieri, Pablo: 233, 238, 244, 272 Zerán Chelech, Faride: 273 Zippelius Weber, Hans: 93
289