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Catalan Pages [57] Year 2017
Diseño de cubierta: Arianne Faber © 2011, Rebeca Wild © 2011, Herder Editorial, SL, Barcelona ISBN: 978-84-254-2983-5 La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente. Creación libro electrónico: Addenda - www.addenda.es
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Índice
Introducción Educación y etapas de desarrollo La etapa prenatal La primera infancia, de 0 a 3 años La etapa preoperativa, de 3 a 7/8 años La etapa operativa, de 7/8 a 13/14 años La adolescencia y transición a la adultez, de 13 a 24 años La etapa de desarrollo de los adultos Bibliografía Bases biológicas Cuidado y desarrollo motriz autónomo de los niños Psicología del desarrollo Desarrollo del lenguaje Sociedad Desarrollos ulteriores Economía y trabajo Pedagogía
Ficha del libro
Introducción
Antes de todo, quisiera dirigir unas palabras de agradecimiento a Carles Parellada, animador de alternativas educativas en España; después de las jornadas «Amor y Educación» que la Universidad Autónoma de Barcelona organizó en octubre del año 2010, él me sugirió escribir este libro para compartir nuevamente, con todas aquellas personas interesadas, nuestras experiencias y reflexiones acumuladas durante más de treinta años en pos de encontrar nuevos caminos en la educación. Efectivamente, la redacción de los siguientes capítulos fue una nueva oportunidad de profundizar mi comprensión de los procesos de vida. Hasta ahora, solo me había atrevido a escribir una serie de boletines y artículos en español y, a pesar de llevar vividos en Ecuador casi cincuenta años, este es el primer libro que he escrito directamente en el idioma en el cual me comunico todos los días. A ti, querido lector, te pido un gran favor: cuando abras las siguientes páginas, trata de imaginarte que, para mí, realizar un libro significa digerir las experiencias de mi vida y compartirlas con otros, sin el afán de enseñarte nada, sino con la esperanza de que, aunque tal vez no nos conozcamos personalmente, tenemos muchas preocupaciones en común. Para los que no conocen mis libros anteriores, que relatan los procesos pertinentes a la hora de crear una alternativa educativa acorde con nuestro anhelo de una vida plena, solo quiero mencionar brevemente algunas vivencias que son el trasfondo de las siguientes recapitulaciones. Así, en el transcurso de veinte años de experiencia en el campo de una educación alternativa, había escrito seis libros en mi idioma materno alemán, de los cuales unos pocos fueron traducidos al inglés, holandés e italiano, y cinco al español. Quisiera señalar que mi esposo Mauricio es de ascendencia europea, pero nació en Ecuador, porque sus padres, que eran suizos, habían emigrado a Sudamérica en los años treinta para huir del colapso económico en Europa, lo que les confrontó con un cambio cultural que nunca se habían imaginado. Yo, por mi parte, nací cinco días antes que él en Berlín, pocos meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Nos conocimos en 1959, en Munich, y ya en nuestra primera conversación descubrimos que teníamos algo importante en común: los dos estábamos convencidos de que las circunstancias bastante agobiantes en las cuales habíamos crecido en diferentes continentes no deberían determinar nuestro futuro, y que dependía de nosotros explorar las posibilidades de vivir de otra manera. Con la esperanza de que en Sudamérica sería más fácil seguir con esta búsqueda, nos casamos en Ecuador en 1961, y de ahí en adelante probamos muchas maneras de dar coherencia a nuestra vida. El nacimiento de nuestro primer hijo, Leonardo, después de cinco años de matrimonio, nos abrió nuevas perspectivas de cómo relacionarnos con algo tan nuevo como es un bebé, aunque en nuestro caso fuera esperado desde hace años. A pesar de haber probado varios caminos para llevar una vida coherente, de repente nos sentimos como novatos, y tardamos casi un año en darnos cuenta de que la llegada de nuestro hijo era una oportunidad para poner en práctica lo que habíamos captado como una vida con sentido. Gracias a las primeras lecturas de las obras de Maria Montessori descubrimos la importancia de las actividades espontáneas de los niños, que pueden brotar y progresar si los ambientes están preparados para satisfacer las necesidades auténticas de acuerdo a sus etapas sensibles. Con algunos rodeos —pues a Leonardo todavía lo mandamos a una escuela común, y cuando tuvo doce años le dimos la opción de dejar de asistir a clases—, más nuestras buenas experiencias al favorecer las actividades espontáneas de niños hasta los seis años, y por la decisión de no mandar a nuestro segundo hijo a una escuela normal, reunimos el valor de continuar con la «educación no directiva» con niños de edad escolar. De esta manera, tuvimos la suerte de experimentar la creación de ambientes para niños desde los tres años, y para jóvenes hasta los 18 años, y de acompañarlos en sus actividades espontáneas a través de las diferentes etapas de desarrollo. Todo ello lo expliqué en varios libros que relatan nuestras experiencias en el Centro Educativo Pestalozzi, conocido por su apodo, Pesta. Comenzamos el Pesta en 1977, con cuatro niños entre los tres y cinco años, pero después de un año ya eran noventa niños en edad preescolar. Y en los siguientes años, cuando nos atrevimos a crear una escuela alternativa de primaria y secundaria con el mismo enfoque de ambientes preparados y actividades espontáneas, el número subió hasta doscientos. Desde el comienzo, nos dimos cuenta de que teníamos que dedicar mucho tiempo a nuestros colaboradores, y también a los padres de familia, para que pudieran comprender nuestra visión educativa, y para que el trato de sus hijos en la casa no causara conflictos con lo que los niños y jóvenes vivían en el Pesta.
En el origen de esta iniciativa estaba el deseo de abrir nuevos campos para nuestros hijos y para muchos otros niños, pero caímos pronto en la cuenta de que este era también un camino para que los adultos crecieran junto con ellos, la cual cosa, desde hace algunos años para Mauricio y para mí, se ha convertido en una oportunidad de ganar nuevas experiencias como abuelos. Al comienzo, nuestros dos primeros nietos vivían cerca de nosotros y pasaban también cada mañana en el Pesta, y ahora los tres participan con su madre en los ambientes preparados del «León Dormido», un nuevo entorno concebido no solo para los niños, sino también para los adultos. Desde el año 2005 dedicamos nuestras energías a lo que llamamos un «proyecto integral», en el cual los padres ya no mandan a sus hijos a una «escuela alternativa», sino que todos los interesados colaboran para crear un entorno social donde los mismos padres pueden acompañar a sus hijos, inclusive en los ambientes preparados que llamamos CEPAS (siglas de Centros Para Actividades Autónomas). Así pues, nuestros propios hijos, que nos dieron el incentivo de arriesgarnos a buscar nuevos caminos en la crianza de los niños, son ahora adultos, y ambos siguen su vida como autodidactas en diferentes campos. Por último, he de decir que, para evitarme complicaciones a la hora de escribir estos textos, me he tomado la libertad de utilizar las palabras «niño» o «hijo» de manera general, sin diferenciar entre el género masculino y femenino. Espero que me perdonen esta imprudencia, teniendo en cuenta que en mi idioma materno alemán se usa el término neutro Kind, que incluye ambos sexos.
Educación y etapas de desarrollo
En la historia humana hubo un largo proceso hasta que se llegó a la formulación de que «todos los niños tienen derecho a la educación». Pero de alguna manera esta resolución llevó al paradigma, cada vez más difundido, de la «obligatoriedad de la educación». Actualmente, está aumentando el número de personas preocupadas por las prácticas educativas vigentes y sus resultados, y que están buscando salidas de un concepto de educación basado en la sujeción a la autoridad y en relaciones directivas manipuladoras o hasta agresivas. Muchos comienzan a preguntarse si los métodos que utilizan el miedo al fracaso y la avidez de sacar buenas calificaciones para cumplir con programas predeterminados, a lo mejor, implican un riesgo para el desarrollo a largo plazo, porque sin tener en cuenta el historial y el ritmo de cada niño, tal cosa lleva a una clasificación sistemática en inteligentes e ineptos que puede tener un efecto problemático para toda su vida. Esta creciente aprensión hacia los métodos educativos más difundidos en el mundo actual ha impulsado un nuevo movimiento que recomienda «amor en la educación», a pesar de que aún no queda claro si este concepto significa simplemente «hacer lo contrario de las prácticas tradicionales» de «evitar cualquier maltrato y dirigir a los niños con amor», o si corresponde a la decisión de los adultos el hecho de profundizar en el verdadero significado de la educación con amor. En este sentido, nuestra propia búsqueda se ha centrado en el deseo de comprender los elementos fundamentales de los procesos de vida; a este respecto, en el libro El Árbol del Conocimiento, de Humberto Maturana, encontramos una formulación que nos ha servido de marco de referencia para todas las etapas de desarrollo. Así las cosas, la condición para que se den procesos de vida es que un organismo vivo interactúe con un entorno. La definición de Maturana del «organismo vivo» alude a que es «autopoiético» —«se hace a sí mismo», quiere decir— y que se desmarca del mundo externo por una membrana semipermeable que define lo que está dentro y lo que está fuera. Dentro, se encuentran las estructuras del organismo que sigue innovando mientras está vivo. En comparación con las estructuras internas, todo lo exterior es «caos», es decir, contiene el potencial de todo. A través de su membrana, el organismo interactúa con el caos externo para desarrollar su potencial, siempre decidiendo qué deja entrar y qué elimina para mantener su integridad. Esta definición fundamental de los procesos de vida nos reafirmó en la idea de que, en realidad, no estamos buscando un «nuevo sistema educativo», sino que nuestro verdadero interés reside en comprender mejor el significado de las actividades espontáneas de los niños, lo que implica no dirigir sus interacciones con el caos externo, sino, en la medida de lo posible, por un lado brindarles circunstancias enriquecedoras sin peligros activos, y por el otro darles mucha atención y respeto a sus procesos de vida. Después de años de experiencias con una educación no-directiva, hemos llegado a la conclusión de que, primero intuitivamente y luego con creciente lógica, niños y jóvenes perciben que el amor que reciben de los adultos está íntimamente relacionado con el interés que estos pueden tener a la hora de investigar el alcance de las interacciones con el mundo exterior a través de las etapas de desarrollo. Asimismo, nos dimos cuenta de que nuestras buenas intenciones de hacer cambios educativos podían chocar con muchos obstáculos si no aclarábamos cuál era la diferencia entre «progreso», es decir, «tener éxito en el mundo», y «desarrollo personal», y si no asumíamos la responsabilidad de identificar las necesidades de cada etapa y de preparar los ambientes correspondientes. Sin embargo, en nuestras conversaciones con personas de diferentes culturas interesadas en buscar salidas a la educación común, percibimos cierta resistencia cuando advirtieron que no sería posible crear una alternativa a no ser que estuviéramos dispuestos a dedicarnos a muchas labores prácticas y conectarlas con reflexiones hasta ahora ignoradas. ¿Pero no es justo después de habernos empeñado en subir una montaña que tengamos el deleite de una nueva visión de un panorama que nuestros ojos antes no podían percibir? Afortunadamente, estos esfuerzos tienen la ventaja de que convierten la convivencia con niños en algo mucho más placentero de lo «normal», así como en una oportunidad para descubrir los secretos de la activación del potencial humano desde todos los puntos de vista, a la vez que a la larga nos darán un fundamento para protegernos de las presiones sobre niños y adultos de amoldarse a las exigencias de una civilización que ya está en peligro. Si seguimos investigando la textura de este fundamento, tal vez algún día descubriremos el significado de las actividades espontáneas impulsadas por la vida que todas las culturas y generaciones tienen
en común. En nuestra experiencia, interesarnos sinceramente por el desarrollo humano a través de todas las etapas ha ampliado, poco a poco, nuestro horizonte de estimar los procesos de vida. Las personas que se dedican a la agricultura orgánica saben cuán peligroso es a largo plazo acelerar artificialmente el crecimiento de las plantas y la producción de las frutas, en vez de ofrecerles un entorno óptimo para que puedan madurar a su propio ritmo. Claro está que es importante darles un buen abono orgánico y agua sana, ¡pero hasta se ha descubierto que las plantas responden positivamente a una música suave y hermosa! De la misma forma, darnos cuenta de que también los seres humanos necesitamos un entorno adecuado para madurar de acuerdo con nuestro plan interno nos puede dar suficiente ánimo para colaborar con otras personas en la creación de una nueva cultura basada en el amor por la vida, en lugar de simplemente adaptarnos a las culturas existentes, no importa cuáles sean. Al hablar de «etapas de desarrollo», me refiero a los primeros 24 años de la vida humana, en los cuales la Naturaleza tiene sus propias estrategias de crecimiento biológico, lo que implica que de acuerdo con un plan inherente al potencial humano los individuos puedan crear los instrumentos necesarios que les permitirán vivir en este planeta con sentido, creando en sus cuerpos espacios amplios, dentro de los cuales su ser interno pueda seguir creciendo y proyectarse en el mundo exterior. Si nos arriesgamos a buscar cada vez nuevas perspectivas que nos ayuden a descubrir el significado de las etapas de desarrollo en los diferentes niveles, se nos hará más fácil diferenciar entre necesidades auténticas y sustitutos, tanto en nosotros como en los niños. Cuando nació nuestro primer hijo, aún no tuvimos acceso a todas las informaciones que ahora son tan valiosas para nuestras relaciones con los niños y para el apoyo que podemos brindar a los padres. Pero pensándolo bien, a lo mejor esta ignorancia fue una protección, porque la comprensión depende en gran parte de las vivencias propias, y en esa época yo tal vez las hubiera interpretado como una instrucción estereotipada, considerando que mi propio trasfondo educativo ha sido más bien rígido, segmentado en materias y horarios fijos y en gran parte dirigido desde fuera. Con todo, gracias a tantos años de experiencias concretas, todas estas investigaciones nos son ahora útiles para estar más atentos, ubicarnos mejor en cada nueva situación, adoptar una actitud participativa, y tratar de comprender nuestro propio estado interior y el de las personas con las cuales nos estamos relacionando.
La etapa prenatal
En realidad, la envergadura de lo que significa un ambiente preparado para el desarrollo se nos abre con más facilidad al hacernos una idea de lo que ocurre, de manera casi escondida, durante la gestación de un nuevo ser humano en el vientre de su madre. Tenemos la suerte de que, a partir del nuevo milenio, las investigaciones de las particularidades de estos procesos han experimentado un incremento formidable. Los descubrimientos que más me han entusiasmado al respecto han sido obra de Gerald Hüther e Inge y Hans Krens (El secreto de los primeros nueve meses y Fundamentos de una psicología prenatal), porque me ayudaron a percibir que el desarrollo embrionario es la comprobación más obvia del crecimiento humano, y que todo lo que el feto ya ha creado al vivir en el útero luego debe ser activado en cada etapa de desarrollo. Podemos partir de la suposición de que el amor que impulsa la unión de un hombre y una mujer, aunque ha de haber excepciones y diferencias más o menos graves, es el preámbulo de la llegada de un nuevo ser humano a esta tierra. Efectivamente, coincide con la formulación de Humberto Maturana de que sin la fuerza del amor no existen los organismos vivos. Hay también muchos estudios sobre las implicaciones de las condiciones en las cuales la madre experimenta su embarazo que tienen que ver con el entorno en el cual está viviendo, con el apoyo que recibe, con su estado de salud física y psicológica y con las actitudes que tiene frente al nuevo ser dentro de sí. Detrás de estas circunstancias tan variadas, están las estrategias de la Naturaleza para promover la llegada de los seres humanos a este planeta. En el transcurso de sus años fértiles, los hombres producen alrededor de 400 billones de espermatozoides, y las mujeres alrededor de un millón de óvulos. Los espermatozoides se desarrollan no tan adentro y en un ambiente relativamente frío del cuerpo. Su estructura consiste en un núcleo y unos husos que permiten un máximo de movimiento. En cambio, los óvulos son células con mucho más volumen en forma de pelota, preparadas para recibir al espermatozoide, y crecen en un entorno caliente dentro del cuerpo femenino. El cuerpo de la mujer tiene su propio ritmo de prepararse para el acto de la concepción, y a su tiempo alista un máximo de dos o tres óvulos, mientras que el cuerpo del hombre envía millones de espermatozoides, de los cuales solo 50 llegan a circular al óvulo, que en este momento comienza a emitir señales de atracción cambiando las cualidades de su membrana. En un proceso de «toma de decisión» que dura entre dos y tres horas, la membrana del óvulo va abriendo una «puerta» por la que uno de los 50 espermatozoides puede penetrar y unirse con el núcleo del óvulo. Con esta descripción vislumbramos que, en lo que se refiere a las células, la fecundación es un proceso sublime de relación entre dos seres vivos, aunque es muy posible que el hombre y la mujer no tengan conciencia de este acontecimiento tan vital. El resultado de semejante unión es la maravilla de una célula que ya contiene todo el potencial de un nuevo ser humano, y que podríamos visualizar como un globo diminuto que aterriza sobre la cumbre de un paisaje montañoso con un clima variable; un mundo lleno de cañones, murallas, valles, senderos estrechos y vías amplias que simboliza los campos morfogenéticos (ver Rupert Sheldrake: A New Science of Life) de todos los seres vivos en este planeta, inclusive toda la historia de los humanos, de los antepasados de la pareja, y la situación vital, el estado personal y las actitudes de sus padres. Y es en este campo sumamente complejo y amplio donde este pequeño globo tiene ahora que encontrar su propio camino para desarrollar su individualidad, activando de la mejor manera posible su potencial humano latente. Pocas horas después de la fecundación, el nuevo ser humano ya envía mensajes hormonales al sistema circulatorio de su madre para informar a su cuerpo de su presencia, aunque todavía falta mucho para que ella tome conciencia de su relación con un nuevo ser humano. Para mí es muy especial recordar siempre que todos hemos comenzado la vida en esta tierra como una sola célula viva que inició su interacción desde dentro hacia fuera para crecer y desarrollarse. Este proceso comienza con las primeras mitosis, en las cuales la primera célula reparte sus sustancias diferenciadamente a las «células hijas», que ahora se van acumulando en una pequeña blástula que inicia un largo viaje por el entorno acuático, el cual puede durar hasta dos o tres semanas después de la fecundación, hasta llegar a su primer hogar en este mundo. Se estima que muchas blástulas no alcanzan esta meta, sea porque algo falla en su propio sistema o porque el estado de la madre lo impide. Pero si la blástula ya es un pequeño montón de 16 células y todo va bien, anida en el útero de su madre, que ha respondido a los mensajes hormonales que el nuevo ser le había enviado, y ya ha preparado el ambiente para
recibirlo. Una vez que la blástula ha sido aceptada en el útero, se convierte dentro de tres días de manera explosiva en una burbuja de miles de células, que crea dentro de sí un tubo acuático y varias membranas para organizarse en este ambiente preparado. Al mismo tiempo, el organismo de la madre pasa por transformaciones hormonales, fisiológicas y psicológicas dirigidas a percibir las necesidades del embrión. Pero no solo ella; hasta en la saliva del padre se han descubierto cambios hormonales de los que, si él no se defiende con actitudes «machistas», le ayudarán a sensibilizarse y abrirse a esta nueva situación, tomando la decisión de participar en un triángulo de relaciones familiares íntimas. Mientras tanto, las células del embrión siguen un orden natural de dividirse entre tres sectores de la burbuja: interno, medio y externo. Los sectores externos asumirán la creación de la piel, de los sentidos y del sistema nervioso vinculado a las estructuras que se relacionarán con el mundo externo. Por un lado, la parte media asume la formación del corazón, de los sistemas sanguíneos y linfáticos, de los músculos y del esqueleto; por el otro, la parte interna asume la formación del pulmón, de todos los órganos de digestión y de eliminación. De acuerdo con las últimas investigaciones, se va creando a la vez una diferenciación clara entre un área central, donde evoluciona el organismo propio del embrión, y una parte externa donde el mismo embrión va formando su propio entorno dentro del útero y las conexiones vitales con el organismo de la madre: la bolsa fetal con el agua de la fuente, la placenta a través de la cual recibe oxígeno, sustancias nutritivas y líquidos y a la cual entrega sus propios desechos, y en la tercera semana de la gestación el cordón umbilical. Mediante esta descripción, podemos apreciar que inclusive en las primeras semanas de su vida orgánica el embrión ya es un ser vivo que se hace a sí mismo y comienza a influir en su entorno, a pesar de su dependencia de las oportunidades que podamos ofrecerle para esta labor. El embrión se envuelve en sus membranas para cuidar de su individualidad; la membrana entre su organismo y la placenta es muy fina; le permite recibir lo que necesita para vivir y lo protege de sustancias peligrosas del mundo exterior, con excepción de los daños que causan ciertos medicamentos, la nicotina, el alcohol, la cafeína y las drogas, a la vez que los estados de estrés de la madre producen endorfinas y adrenalina en su cuerpo, que llegan al niño a través de su sangre. Además, el niño, que está empotrado en su vientre, percibe también si los movimientos de la madre son tensos, bruscos o relajados, y deduce de estas diferencias su estado emocional. Pero por suerte hay también otra realidad: si la madre ama a su hijo, esto le da suficiente protección para que las calamidades del mundo exterior no le hagan mucho daño. Después de 8 o 10 semanas, cuando la mayoría de las mujeres se percatan de que están embarazadas, el embrión ya ha formado las estructuras básicas típicamente humanas de su cuerpo. En este estado, el niño pasa de una etapa intrauterina a otra: ¡el embrión se convierte en feto! De ahora en adelante, su crecimiento y desarrollo se caracterizan por las interacciones que su cuerpo emprende dentro del entorno de su madre, un descubrimiento que vuelve muy relativa la teoría, tan generalizada, de que las características y los «talentos» de las personas dependen plenamente del ADN heredado de sus padres. Una interacción de importancia preponderante se establece con el corazón de la madre, con el cual su propio corazón entra en resonancia, lo que explica tal vez que los ojos de la madre comiencen a brillar de manera especial, incluso cuando ella todavía no está segura de que está embarazada. Según algunos estudios recientes, las ondas electromagnéticas del corazón de un adulto se pueden medir hasta tres metros alrededor de su cuerpo, de modo que si el padre se acerca también con amor y respeto al cuerpo de la madre embarazada, él también entra en resonancia con el corazón de su hijo. Gracias a nuevas tecnologías se ha podido comprobar que el feto se inclina hacia la mano de la madre y del padre cuando ellos se relacionan con él tocando el vientre. Lamentablemente, como todo lo que se ha iniciado como un descubrimiento sorpresivo, existe la tendencia de convertir también esta disposición del feto de relacionarse con sus padres en un método, con la intención de dirigir al niño desde fuera y acostumbrarlo a seguir los planes y las expectativas de los adultos. Por ejemplo, se ha notado que en torno al cuarto mes de gestación, el feto diferencia la voz de la madre a través de su columna vertebral y su pelvis; que más adelante todo su cuerpo vibra de manera propia con cada fonema que escucha, promoviendo su capacidad motriz necesaria para el tiempo en que él mismo aprenderá a hablar. La voz del padre, con su número de Hertz más bajo y que percibe desde fuera, le llama mucho la atención; todo su cuerpo se inclina hacia él para oírla mejor. Y si, por ejemplo, la madre toca un instrumento musical, puede que se acuerde de estas melodías todavía de adulto. Sin embargo, hay personas que han utilizado estos hallazgos solo para que sirva a su deseo de que su hijo, cuando sea mayor, se convierta en un famoso orador o en un músico de alto calibre.
Por otro lado, existen muchas investigaciones sorprendentes que atienden las maneras en que, con sus interacciones espontáneas dentro del vientre de la madre, el feto combina su crecimiento con las activaciones de las facultades que algún día le podrán servir en un mundo desconocido: por ejemplo, sus piernas, que justo se están formando, se estiran como si estuviera empezando a caminar; sus manos agarran el cordón umbilical o se introducen en la boca y tocan su propio cuerpo, dando así los primeros pasos para conocerse a sí mismo. Su cabeza se arrima a la placenta, y hace muchos movimientos que le permiten tomar contacto con las paredes del útero, al tiempo que activa el sentido del tacto en su piel, que es el área más amplia de todos sus sentidos. Muy pronto, el feto siente los movimientos de su boca chupando el agua de la fuente, aunque dentro del útero recibe todavía sus alimentos a través de la placenta. Así se despierta también su sentido del sabor, lo que, entre muchas otras percepciones, le servirá para reconocer a su madre después de nacer, porque el agua de la fuente tiene un aroma muy parecido al primer alimento que succionará de su pecho. El sentido del olfato todavía está interconectado con el del sabor, ya que el medio acuático dentro del vientre carece del oxígeno necesario para percibirlo y asumirá su propia función una vez que el niño salga fuera. Asimismo, la activación del sentido de los ojos está todavía limitada a rayos intensos de luz que pueden penetrar la piel de la madre. A partir del quinto o sexto mes, el feto ya distingue diferentes sílabas al oír hablar a la madre. Alza la cabeza y presta atención cuando ella cuenta un cuento nuevo, y cuando repite el mismo cuento se «aburre» y se duerme. Todas sus interacciones ya están conectadas con el dolor y el placer, un fenómeno que será importante para sus procesos de desarrollo a través de todas las etapas. Por ejemplo, el feto reacciona asustado ante ruidos fuertes, y a sonidos agradables con gestos y expresiones de su cara que demuestran su bienestar. En todos estos procesos es notable que el embrión, o respectivamente el feto, crece siempre «más allá de sí mismo», lo que es una de las características más significativas del ser humano. De esto podemos deducir que «aprender» no es simplemente repetir lo que nos enseñan otros, sino que significa «desarrollar desde dentro» y que, si el entorno está suficientemente protegido y de acuerdo con las necesidades auténticas, el nuevo ser humano, en su proceso de crecimiento, no pierde el contacto con su ser interno. Este crecimiento sigue siempre su propio orden interno: gracias a las constantes mitosis de la primera célula viva se van generando billones de células, cada una en sí un ser vivo autopoiético que, como mencioné anteriormente, se ubican en diferentes áreas del nuevo organismo: las de las áreas exteriores se organizan para tomar contacto con el mundo exterior y enviar los mensajes correspondientes al cuerpo; las primeras células de las áreas medianas comienzan a formar los órganos fundamentales para la supervivencia y emiten señales hormonales para atraer a muchas células hijas para, paulatinamente, completar con ellas los órganos, huesos, tendones, el sistema sanguíneo, etc. Una vez «instaladas» en estos conjuntos, estas células ya son «adultas» y se amoldan a las tareas que deben cumplir en esta sección del cuerpo, aunque parte de su trabajo es mantener comunicaciones hormonales con las otras áreas del organismo para apoyarse mutuamente, ya que el cuerpo es un prototipo de cooperación entre los seres vivos. En cambio, las células que tienen la suerte de ubicarse en una especie de tubo de las áreas centrales están protegidas de estas atracciones y responsabilidades definidas. Se convierten en neuronas con una estructura muy especial, que sirve para recibir y enviar mensajes, y con el potencial de hacer conexiones prácticamente ilimitadas. En su obra Y el cerebro creó al hombre, Antonio Damasio reúne muchas investigaciones biológicas que describen cómo, durante los millones de años de la evolución de los seres vivos en nuestro planeta, la aparición de las neuronas significaba un gran salto en el desarrollo de la vitalidad, y que esto, en el crecimiento de cada nuevo ser humano, sigue siendo un proceso sumamente complejo e importante. Se estima que el cuerpo humano contiene alrededor de 10.000 millones de neuronas, de las cuales cada una puede establecer unas 100.000 conexiones con otras. Las neuronas tienen la tendencia de dirigirse hacia arriba, organizándose primero en estructuras cerebrales de diferentes niveles, que corresponden a la evolución de las especies animales en esta tierra, comenzando por el sistema reticular relacionado con la columna cerebral, que coordina los movimientos. Poco a poco, y con varias intersecciones, se va formando el sistema límbico, a la vez vinculado con el sistema inmunológico y responsable de los afectos y sentimientos, inclusive del instinto materno y paterno de cuidar de su cría. Y, de manera paulatina, se va creando un sistema sorprendentemente entrelazado entre varias áreas cerebrales medianas que, a la vez, sirven de intermediarios para la corteza cerebral con sus dos hemisferios, que ya existe en varias especies animales pero que, en el ser humano, tiene el potencial de un desarrollo muy asombroso, comenzando por la capacidad de imaginarse cosas que no existen en la realidad concreta, de crear una lógica precisa y cada vez más compleja, y de inventar nuevas realidades. Cada vez que el cuerpo crea sus estructuras, por ejemplo cuando las manos crecen y forman los dedos con su
potencial de agilidad, las conexiones establecidas en el cerebro tienen que cambiar, lo cual puede implicar una pequeña crisis de transición hasta lograr establecer un nuevo equilibrio. Este fenómeno lo observamos también en la transición de una etapa de desarrollo a otra, no solo en la infancia, sino a través de toda la vida, y, resumiéndolo en pocas palabras, podríamos decir que significa un salto más o menos crítico de lo conocido a lo desconocido. En comparación con los animales, en los seres humanos este es un proceso de desaceleración. Quiere decir que, en lugar de obtener resultados predefinidos lo más pronto posible, se toman el tiempo de hacer conexiones cada vez más complejas, destinadas a otorgar un desarrollo que puede continuar durante toda la vida. Por ejemplo, un caballo ya puede erguirse a cuatro patas un día después de haber nacido, mientras que un bebé puede tardar alrededor de un año en ponerse de pie. Pero, al hacerlo, sus neuronas hacen sorprendentes conexiones entre lo que ha vivido hasta este momento y las nuevas perspectivas que se le abren ahora al establecer un nuevo equilibrio y percibir el mundo desde la altura de su cuerpo. Las neuronas del sistema cerebral frontal siguen con la mitosis hasta el fin del embarazo, pero una parte de ellas incluso después de nacer y durante toda la vida. Mientras que los animales, poco tiempo después de haber nacido, ya se convierten en adultos y mantienen las conductas que han servido a su especie para sobrevivir en su entorno, los humanos tardan por lo menos 24 años en llegar a ser adultos, pero con una madurez que les permite ser creativos durante toda la vida, tanto en su propio desarrollo como en sus interacciones con el entorno. Esta creatividad adquiere un significado extraordinario en un mundo que está cambiando con tanta rapidez como lo experimentamos ahora, especialmente cuando estos cambios no solo ponen en peligro nuestra propia supervivencia, sino también la vida de millones de especies y de todo el planeta. Ya en el útero, las nuevas conexiones se dan por medio de mensajes hormonales y eléctricos entre las membranas de las neuronas. El «ambiente preparado» para que esto sea posible es la presencia de una sustancia albuminosa misteriosa, llamada mielina, que se produce de la misma manera que en todas las futuras etapas, es decir, cuando el organismo interactúa con su propio cuerpo y con su entorno, por ejemplo tocando sus propios brazos o la placenta, chupando el agua de la fuente, inclinando su cabeza para escuchar sonidos del cuerpo de la madre o los que vienen desde fuera. Claro que, en el vientre de la madre, estas interacciones son todavía mucho más limitadas que después del parto, aunque ya tienen la característica de una búsqueda de nuevas experiencias que se apoyan siempre en las estructuras creadas por vivencias anteriores. Cabe decir que las conexiones que no se utilizan y las neuronas que no siguen activas se descomponen, lo que, según estadísticas científicas, en la etapa prenatal ocurre en el 40% de las sinapsis. Pensando otra vez en el estado de la madre, me parece importante resaltar que el embarazo significa también para ella un ofrecimiento, por parte de la vida, de seguir su propio desarrollo. En vista de que el «instinto materno de cuidar de su cría» está ubicado en su sistema límbico, ella tendrá la posibilidad de enlazar su crecimiento físico y emocional con todas sus áreas cerebrales, si comienza a interesarse por todo lo que implica el crecimiento del niño en su vientre. En primer lugar, esto supone la aceptación del nuevo ser en su vientre, y luego, una curiosidad auténtica que crea nuevas conexiones neurológicas, las cuales fortalecen su autoestima y le dan el valor de distanciarse un poco de la confianza que en nuestra cultura se tiene en los especialistas que controlan los procesos del embarazo. Sin embargo, seguramente tal cosa no es fácil si la madre carece del apoyo adecuado en su entorno social cuando se enfrente a la toma de sus propias responsabilidades. Por otro lado, si la madre rechaza a su hijo, o si su vida está demasiado cargada de tensiones, iras y miedos, al niño en su vientre no le queda más remedio que protegerse y bloquear su hambre de vivencias novedosas, en lugar de aventurarse a hacer muchas conexiones que, más adelante, le servirán en un sinnúmero de situaciones desconocidas en el mundo a la hora de buscar su propio camino. En este caso, su desarrollo pone más énfasis en las partes posteriores de su sistema neurológico, en las cuales están ubicadas las estrategias ya comprobadas en la larga evolución de la especie humana que tienen que ver con la lucha por la supervivencia. Y esto a costa de hacer conexiones frontales idóneas para crecer en su creatividad, que a la larga le permitirían experimentar cambios, actuar, sentir y pensar diferente. Está comprobado que las malas experiencias intrauterinas limitan la espontaneidad y que empujan al niño a adaptarse a las exigencias y distracciones que vienen desde fuera. Hasta pueden conducir a una hiperactividad y a la falta de autocontrol, que causan nuevo estrés en su entorno y pueden llevar al rechazo de su persona. En cambio, las experiencias positivas favorecen el desarrollo del lazo entre madre e hijo, y también con el padre si este se incluye en esta relación; un enlace que va creciendo y haciéndose cada vez más amplio y flexible a lo largo de los años y que da al niño la seguridad suficiente para aventurarse en muchas vivencias nuevas.
De acuerdo al plan de la vida, para poder seguir desarrollándose, el feto abandona después de cierto tiempo el entorno en el cual se ha «enrollado en la bolsa» y ha interactuado con la madre a través de la placenta y el cordón umbilical generados por él. Dejando a un lado diversos casos de abortos y de partos prematuros, alrededor de los nueve meses de gestación, el feto da «la orden» al cuerpo de la madre para que disponga su salida. Para su viaje al mundo exterior, el feto se prepara, por un lado, con endorfinas que lo protegen en cierta medida de los dolores inevitables, y por el otro, con adrenalina que lo fortalece para enfrentar los cambios extremos que le esperan al nacer. Si la madre ha hecho todo lo posible para colaborar con el proceso del parto, haciendo una serie de ejercicios con el fin de que los dolores de las contracciones sean tolerables, y si ella cuenta con el apoyo del padre y otras personas con experiencia en partos naturales, este acontecimiento tan crítico se convierte en una oportunidad extraordinaria para que ella active su capacidad de enfrentar toda clase de situaciones inesperadas que se le presentarán al convivir con su hijo. Para el niño, nacer es como encontrarse en el borde entre la vida y la muerte. Pero también, para este acontecimiento, la evolución de la especie ha previsto estrategias que le ayudan a experimentar el parto como algo coherente: lo primero que el recién nacido espera es que la madre lo reciba en su cuerpo a una distancia y en un ángulo determinados en relación con su cara. Esto se cumple si la madre lo coge en brazos y lo coloca en su pecho izquierdo. Viendo la silueta de su rostro, el niño confirma que ha llegado a un mundo de calidad humana, a la vez que reconoce el latido del corazón de la madre. Con esta seguridad, comienza a activar sus interacciones motrices y sus sentidos, inclusive su olfato y la vista en un mundo que ya no es acuático, sino que funciona a base de oxígeno. Además, de ahora en adelante su cuerpo tiene que bregar con las leyes de la gravedad de una manera que le sirve para su equilibrio personal, su autonomía y su aptitud de ponerse de pie él solo sobre la tierra, orientarse en su entorno y buscar su propio camino en el mundo. Hay estudios impresionantes (ver Arno Gruen) que señalan que, ya antes de los cuatro días después de nacer, el niño diferencia si la atención de su madre es auténticamente de ella misma o si está guiada por costumbres culturales o consejos de otras personas. En el primer caso, el músculo central de sus ojos está flexible, y en el segundo caso rígido, algo que solo se puede comprender al considerar que el bebé conoce a su madre desde dentro, probablemente mejor de lo que ella se conoce a sí misma. Lo trágico es que en este estado el niño depende tanto de su madre para sobrevivir que no le queda más remedio que aceptar su atención artificiosa como si fuera auténtica, lo que en el futuro podrá causarle muchas confusiones entre lo genuino y sus sustitutos; cosa que, a lo mejor, lo limitará en sus propias interacciones auténticas con el mundo tan necesarias para su desarrollo individual. Por suerte, gracias a la preparación de sus otros sentidos en el útero, el recién nacido identifica también a su madre cuando ella toca su piel, cuando succiona la leche que tiene el mismo aroma que el agua de la fuente y cuando huele su cuerpo. Incluso diferencia su voz entre todas las voces de mujeres que puede haber en el entorno. Otros estudios han comprobado que el contacto físico de la madre con el recién nacido, por lo menos durante las primeras doce horas, activa en ella el potencial de intuir cuáles son las necesidades reales de su hijo. Por ejemplo, si el bebé llora, ¿es porque tiene hambre, frío o demasiado calor, o porque le molesta su pañal sucio? ¿O es para librarse de alguna tensión o un dolor de origen intrauterino? Sin duda, esta sensibilidad será sumamente útil para que ella pueda crear relaciones relajadas con su hijo.
La primera infancia, de 0 a 3 años
Acabamos de contemplar cómo, ya en la etapa prenatal, es de suma importancia para el nuevo ser que su madre lo acepte, no solamente desde el punto de vista hormonal, sino también, una vez que ella sabe que está embarazada, con sus sentimientos y pensamientos. Hemos visto que esta aceptación incluye también al padre, aunque para él puede ser una toma de decisión diferente. Esta actitud de «bienvenida» de los padres adquiere un nuevo valor después del parto, porque mientras estaba dentro del vientre todavía no podían imaginarse qué aspecto y modo de ser tendría su bebé. Sin embargo, por poco que guarden cierta comprensión sobre los procesos más importantes en esta transición al mundo exterior, a los padres les puede resultar más fácil entrar en la siguiente etapa de desarrollo junto con su hijo, y activar también ellos nuevos potenciales. Para acercarnos a los procesos de vida en la primera infancia, podemos partir de la contemplación de que todas las estructuras de las áreas externas, medianas e internas de su organismo que el feto ha generado en su autopoiesis, dentro del cuerpo de su madre, tienen que ajustarse ahora a las condiciones del mundo externo, a la vez que van creciendo y creando nuevas conexiones neurológicas por medio de las interacciones guiadas por sus necesidades auténticas. Pero ahora comienza a resaltar el posible conflicto entre sus necesidades de supervivencia y de desarrollo, porque solo si su supervivencia está garantizada, el niño puede dedicarse a la aventura de buscar experiencias vitales que le sirvan para activar su potencial humano. Aunque a primera vista parezca contradictorio, mucho contacto físico, unido a la atención tranquila de su madre, son en esta etapa la base para la creciente independencia del niño. Esto sigue siendo un proceso lento, pero cada vez más aventurado, de maduración personal. Como en todos los seres vivos, el desarrollo biológico va desde abajo hacia arriba, es decir, de las estructuras más antiguas hacia las más nuevas de la evolución de los organismos vivos; lo podemos visualizar en las estructuras cerebrales que los humanos tenemos en común con las plantas y las diferentes especies de animales, aunque en nuestro caso van subiendo paulatinamente hacia un potencial cada vez más abierto, que trasciende todo lo que la evolución ha logrado, hasta que los primeros seres humanos aparecieron en esta tierra. Las investigaciones de Jean Piaget se aproximan a estos procesos de crecimiento con lo que él llama «conservación de», pero que nosotros preferimos llamar «estructuras de comprensión». En esta etapa inicial, la primera estructura que se va formando, por medio de las interacciones del cuerpo con el mundo, es la paulatina comprensión del objeto permanente, es decir, la comprensión de que los objetos existen aunque no estén al alcance sensorio-motriz del niño, y que pueden cambiar de aspecto, dependiendo por ejemplo de si están cerca o lejos, o si están bajo la luz o a la sombra. Piaget ha constatado que, a través de los años de crecimiento, el desarrollo de todas las estructuras de comprensión tiene un orden fijo, pero que el tiempo que necesita cada niño para crearlas depende de las circunstancias en las que vive. Por ejemplo, la estructura del objeto permanente ya puede formarse a partir de los dos meses si el parto ha sido natural y fluido, y si el niño tiene mucho contacto con el cuerpo de su madre. En otras circunstancias, la creación de esta estructura puede tardar dieciocho meses. Otros ejemplos de una serie de estructuras serían la del tiempo, que en promedio aparece alrededor de los siete u ocho años, la del peso, que se forma a los diez años, y la estructura de la reversibilidad, que es básica para los procesos de abstracción, que llega alrededor de los doce años. Pero a pesar de las posibles diferencias en el tiempo, la secuencia de estas estructuras no cambia, como vemos en las plantas que crecen de abajo hacia arriba de acuerdo al plan interno de su especie. Para lograr procesos reales de maduración humana, esto no puede invertirse o acelerarse, como lo intentan muchas técnicas que tratan de lograr la formación de los seres humanos por medio de estimulaciones y enseñanzas dirigidas desde fuera, reforzadas por premios y castigos según las respuestas y resultados esperados por los que asumen el rol de educadores. Igual que las plantas, los niños necesitan un suelo fértil y un clima favorable para poder crecer y desarrollar todas las estructuras que, a su propio ritmo, producirán los frutos que corresponden a su naturaleza. Lo primero que el niño necesita son fundamentos seguros sobre los cuales puede seguir creando estructuras cada vez más complejas. Así, por ejemplo, además de mucho contacto físico con el cuerpo de la madre o de otro adulto que lo acoge con amor, el bebé que ha pasado meses en posición fetal en un entorno acuático necesita una estera o una alfombra ni muy dura ni muy suave donde, acostado de espalda, puede encontrar un nuevo equilibrio. Entonces comienza poco a poco a estirarse, alzar las piernas, los brazos, la cabeza, e intenta darse la vuelta de diferentes maneras, sin saber qué es lo que le espera cuando ve el mundo al revés de como
lo veía al estar acostado de espalda. En este estado, sin ninguna intención previa, sus manos chocan con su cuerpo. De repente, descubre que puede coger una mano con la otra y, paulatinamente, agarra con sus manos toda clase de objetos que están a su alcance. Es posible que vea cosas que quisiera coger, pero todavía no tiene la estructura de comprensión necesaria para juzgar las distancias, y se pone a llorar cuando sus brazos no alcanzan a agarrar lo que sus ojos han visto. Esta es una de las primeras experiencias sobre los límites que puede tener el niño. Si el adulto no resuelve su problema pero le da apoyo emocional para que, por medio del llanto de desahogo, pueda librarse de su frustración, no falta mucho hasta que el bebé haga sus propios esfuerzos arrastrándose por el suelo para alcanzar lo que quiere coger. Ya en esta circunstancia tan básica se da cuenta de que los límites coherentes con la vida son una oportunidad para encontrar soluciones personales, en este caso moviéndose de otra manera, para tener una nueva experiencia, lo que produce en el niño un sentimiento de bienestar que proviene de nuevas conexiones neurológicas entre el cerebro reticular y el límbico. En cambio, si el adulto enseguida le acerca la cosa para que deje de llorar, el niño aprende que la solución de sus problemas viene de afuera y que solo tiene que llorar para conseguir lo que quiere. Más adelante, encontrará tal vez diferentes estrategias para manipular a otras personas, lo que sería un sustituto de activar sus propios potenciales. De esta manera alarga la dependencia de otras personas y dificulta primero las relaciones entre padres e hijos y después, tal vez, con sus amigos o con su marido o mujer. En relación con esta problemática, tenemos a nuestro alcance nuevas investigaciones. En su libro La Biología de la Trascendencia , Joseph Chilton Pearce describe, con mucho detalle, cómo todo desarrollo está vinculado a la cualidad de las relaciones entre los seres vivos y, de manera muy especial, entre la madre, el hijo y el padre. Si la madre, o en caso de emergencia, otro adulto, le da al niño suficiente atención no dividida con contacto físico, inclinándose hacia él, mostrándole su cara con gestos de aceptación, entonces, en el cerebro del niño, que en este estado depende completamente del cuidado de un adulto, comienza a crecer una nueva estructura relativamente nueva en la evolución de nuestra especie llamada «lóbulo prefrontal», que está ubicada detrás de los ojos. Durante el primer año, cuando el niño se alimenta del pecho de su madre y si ella, al vestirlo, bañarlo y llevarlo de un lado a otro permanece en contacto cercano con él sin dejarse distraer por otros estímulos, el lóbulo prefrontral del niño sigue creciendo hasta obtener una dimensión que le permite conectarse con todas las otras estructuras cerebrales que están en proceso de activación por medio de las interacciones cada vez más expansivas del bebé con su entorno. Para mí es importante advertir que todas estas atenciones de la madre no hay que interpretarlas como un sacrificio por su parte, pues si ella, una vez que el niño sale de su vientre, se sensibiliza ante sus necesidades, esto significa una nueva oportunidad de favorecer su propio desarrollo: en cada momento ella puede apreciar el hecho de que, en todas las situaciones de contacto físico con el bebé, no hay que tratarlo como un objeto o de manera distraída, sino considerando que es un ser humano que requiere mucho respeto. Aunque no conozco investigaciones científicas al respecto, estoy bastante segura de que esta actitud de los adultos puede activar también su propio lóbulo prefrontal, aunque de niños no hayan tenido la suerte de recibir una atención tan buena. Incluso a esta temprana edad, el niño ya tiene la necesidad de tomar pequeñas decisiones; por ejemplo, cuando la madre le muestra una camiseta y le da la opción de ponerse primero la manga izquierda o derecha. También resulta importante que ella aprenda a distinguir en qué momento el niño está saturado de su atención no dividida, y cuándo comienza a entrar en un estado de interacción con el entorno, tal vez solo girando la cabeza para mirar hacia otro lado o moviendo el cuerpo y tocando algún objeto. Pero si el bebé no tiene la seguridad de un cuidado adecuado, puede ocurrir que invierta toda su energía en llamar de alguna manera la atención del adulto, ya sea mediante comportamientos desagradables o gratos. En cambio, con la seguridad de recibir toda la atención amorosa que cubre sus necesidades de supervivencia, y mediante sus vivencias de respeto por sus actividades autónomas, el lóbulo prefrontal del niño se inclina hacia las áreas que están en proceso de hacer nuevas conexiones neurológicas, y les brinda una calidad humana, comenzando por las que están en la zona reticular y límbica, que coordinan el sistema muscular y regulan las emociones básicas impulsivas, en este estado todavía poco equilibradas entre dolor y placer. Nunca me olvido de la expresión de euforia de mi tercer nieto cuando, en nuestra casa, se puso de pie por primera vez sobre sus propias piernas. Ahora que ya tiene siete años comprendo cuán importante ha sido esta actividad autónoma gozosa para animarle a la hora de probar muchas otras experiencias que los adultos podemos seguir de cerca, si en verdad nos interesa lo que ocurre dentro del niño cuando descubre lo que su cuerpo puede hacer en este «mundo ancho y ajeno». Estas aventuras ya comienzan temprano: por ejemplo, cuando un niño, sin la ayuda de un
adulto, sino por su propia iniciativa, da por primera vez seis pasos seguidos; a la vez que siente la presencia cuidadosa del adulto, su lóbulo prefrontal hace una conexión con las estructuras laterales de su cerebro, que es sumamente importante para enlazar los impulsos de las estructuras bajas con la corteza. Este enlace es como una «cama elástica» donde puede dar los saltos para su futuro desarrollo. El adulto que se compromete con el proceso del niño puede tomar contacto con su propia infancia, fortalecer su membrana que lo protege de las presiones del mundo, y así sentir también sus propias necesidades y compararlas con las del niño. Uno de los puntos más críticos es la manera de afrontar el llanto del niño, pues este tipo de desahogo es una estrategia biológica que sirve para eliminar elementos tóxicos que el cuerpo produce en situaciones de peligro y de dolor, y que da la posibilidad de crear un equilibrio homeostático en el organismo; es decir, el cuerpo se queda con suficientes endorfinas para poder enfrentar situaciones peligrosas pero descarta aquellas que pueden causarle daño. Los adultos conscientes de este mecanismo natural, que aprenden a distinguir entre el «llanto de manipulación» y el «llanto de desahogo», ya no distraen al niño o le tapan la boca con un chupete para que deje de llorar. En el primer caso se atreven a poner un límite, al tiempo que se preguntan si al niño le falta atención o un ambiente adecuado, y en el segundo caso le dan seguridad para que pueda llorar hasta sentirse aliviado de las toxinas en su cuerpo. También , al meter sus dedos en la boca, el niño puede establecer cierto equilibrio, ya que en el paladar hay puntos de acupuntura, y presionarlos es una estrategia que el feto ya puede descubrir en el vientre. Por supuesto, meter un chupete en la boca del niño no puede lograr lo que él hace con sus dedos; más bien es un aviso para que el niño deje de llorar y no moleste. A propósito del llanto, me acuerdo de que alguien me contó una vez las siguientes observaciones en una sala de neonatos de una maternidad: cuando un recién nacido lloraba, casi todas las niñas y muy pocos varones comenzaban también a llorar. Esto podría interpretarse como que, desde el comienzo, las mujeres son más sensibles que los hombres frente al sufrimiento de otros. Pero claro, en una nursery los niños no tienen la oportunidad de activar el potencial correspondiente a la transición del vientre de la madre al mundo exterior, porque esto depende de la presencia de su madre. Personalmente estoy convencida de que, a pesar de ciertas diferencias, se trata de un potencial que niñas y niños tienen en común. Por ejemplo, al descansar sobre el cuerpo de su madre, el recién nacido ya comienza a interesarse por las expresiones de su cara y los gestos de su cuerpo, que están muy relacionados con sus emociones, y comienza a interpretar su significado, a responder con sus propias señales corporales y tal vez a acompañarlas con sonidos. En su obra The First Idea, los psicólogos Stanley y Greenspan describen este proceso con mucho detalle, y lo interpretan como la base de la capacidad humana de la creación de símbolos a partir de los sentimientos, y no a través de razonamientos, como normalmente se cree. Si la madre toma conciencia de la importancia de este lenguaje no verbal, si por su parte aprende a interpretar y responder a las expresiones faciales y los gestos del niño sin caer en la tentación de convertir esta comunicación en «teatro», y si desarrolla el arte de acompañar estas interacciones con palabras sencillas y claras, ya está construyendo en su entorno más cercano un fundamento para relaciones humanas de alta calidad, y promoviendo a la vez un ambiente más relajado. Hemos tenido experiencias con padres ecuatorianos convencidos de que lo mejor sería hablar con sus hijos ya desde pequeños en inglés o francés para que aprendieran un segundo idioma. Sin embargo, estos niños tenían mucha dificultad a la hora de interactuar en los ambientes preparados con autonomía, y dependían frecuentemente de las iniciativas de otros para comenzar alguna actividad. Estas experiencias nos hicieron caer en cuenta de que, si nos comunicamos con los niños con una actitud aun bienintencionada en clave «quiero que aprendas para que tengas éxito en la vida», se lesiona algo en la relación humana, con la consecuencia de que se debilita el fundamento que le da al niño la seguridad para probar lo que él puede hacer por iniciativa personal, que es la condición para que madure en su individualidad. Vemos, pues, cuán delicado es para los padres satisfacer las necesidades de supervivencia del niño con amor y respeto, es decir, con atención no dividida y sin brusquedad o manipulación , y de diferenciarlas de su necesidad de actividades autónomas importantes para su desarrollo. Cabe decir que esto resulta aún más crítico para otras personas que no son sus padres, porque el bebé ha vivido nueve meses en el vientre de la madre, la conoce desde dentro y en cierto sentido se siente seguro con ella, aunque ella cometa errores. Esta seguridad de fondo no está presente con otras personas, y cualquier torpeza puede quitarle al niño la fuerza para emprender de manera coherente el camino de su desarrollo individual. Porque los humanos somos seres sociales y necesitamos un entorno social con cualidades humanas para madurar humanamente. De modo que aprender a convivir con niños pequeños con mucho cuidado y autorreflexión es aún más importante para los que asumen esta responsabilidad fuera de la familia; de hecho, debería ser un «arte», como por ejemplo
sucede en el Instituto Emmi Pikler de Budapest, el único orfanato en el que, según las investigaciones de la UNESCO, se han criado niños hasta los tres años sin consecuencias de hospitalismo. Guiarnos por estas experiencias puede ser beneficioso tanto para los niños como para los adultos, con la condición de que tal cosa no se convierta en una técnica, sino que los mayores tomen conciencia de que el trato respetuoso hacia el bebé constituye una nueva oportunidad para que sus interacciones motrices y sensoriales se vuelvan más refinadas y sensibles. La Dra. Emmi Pikler ha sido una pionera en descubrir el valor de las interacciones sensorio-motrices autónomas de los niños ya en esta etapa, entre los cero y tres años, recomendando no girar al niño en la cuna, no sentarlo ni levantarlo o hacerlo caminar, sino dejar que él mismo encuentre su propia manera de lograrlo. Asimismo, propone que, en lugar de estimular al niño para que haga cosas que el adulto quisiera que el niño aprendiera, conviene poner a su disposición ambientes donde él mismo pueda descubrir lo que corresponde a sus necesidades de desarrollo. Por ejemplo, en el momento de escribir estas líneas, desde la ventana de mi casa veo a criaturas de menos de un año entusiasmarse escarbando en un montón de arena, jugando con agua y cogiendo piedras y toda clase de objetos naturales o fabricados por seres humanos. Será más fácil responder a estas recomendaciones sin convertirlas en un «método diferente», si nos interesa reflexionar sobre los procesos neurológicos relacionados con estas interacciones tempranas del niño. Ahí nos damos cuenta de la importancia de que, en cada paso de desarrollo, se implementen y aseguren las interconexiones entre todos los niveles, desde el «cerebro animal» hasta las estructuras específicamente humanas, con todas las conexiones entre el corazón, el sistema límbico y la mente que son necesarias para tomar decisiones coherentes para el propio organismo y el entorno social. Tengo la gran suerte de estar cerca de familias con niños de diferentes edades. Justo a nuestro lado vive una mujer indígena que, de acuerdo con las costumbres propias de su cultura, cargaba a su bebé en la espalda durante todas sus actividades, pero que se abrió a las reflexiones arriba mencionadas, y ahora atesora toda la paciencia y felicidad de estar cerca de su hija cuando gatea por el suelo, cuando poco a poco intenta ponerse de pie y subirse a un trapecio infantil, emitiendo sonidos de alegría; entonces, en el momento menos esperado, alza las manos para señalar que quiere que la madre o el padre la coja en brazos y le dé contacto con su cara. Al ver este cambio entre sus actividades autónomas y el deseo de estar a la altura de sus padres, me da la impresión de que un niño de esta edad, al activar en su cuerpo las facultades desarrolladas a lo largo de la evolución de los seres vivos, necesita de continuo asegurarse de que su verdadero potencial es humano. Con esta confianza, puede retomar sus aventuras, interesarse en los juegos de niños de diferentes edades y comenzar a imitar lo que ellos hacen. Por otra parte, advierto que cuando los padres observan la cara radiante de su hija, ellos se sienten también contentos. Pero el instante más beneficioso llegará cuando los padres no solo participen emocionalmente en las vivencias de los niños, sino al indagar también en sus implicaciones de crecimiento interno. Por ejemplo, yo, al admirar los esfuerzos de esta niña y el acompañamiento amoroso de sus padres, me acuerdo del libro La Biología de la Trascendencia , donde Joseph Chilton Pearce describe que, justo en la transición entre el estado del niño de moverse reptando y gateando por el suelo como un animalito y sus primeros esfuerzos para moverse con las piernas alzadas, el lóbulo prefrontal hace una importante conexión llamada «lazo orbitofrontal». Esta conexión abre la posibilidad de que las funciones de los movimientos y sentimientos impulsivos correspondientes a la vida animal tomen contacto con las estructuras superiores, lo que a los humanos da la posibilidad de desarrollar un pensamiento interconectado, la autorreflexión y la empatía; es decir, de poner límites a nuestras reacciones instintivas, sentimientos de miedo, ira y rebelión, de hacernos responsables de nuestra propia vida, desarrollar un razonamiento de categorías claras y, además, relacionadas con sentimientos positivos de fe en la vida; se trata de la capacidad de abstracción por medio de experiencias personales y no simplemente aceptada por enseñanza de otros, de entrar paulatinamente en sintonía con el sentir y pensar de otras personas, y madurar hacia la capacidad de reemplazar estructuras de poder y de autoridad con un deseo auténtico de colaboración. En la primera infancia, el crecimiento de estas conexiones iniciadas por el lazo orbito-frontal sigue todavía sumamente ligado al entorno familiar, a la seguridad de poder contar en cualquier momento con la presencia de la madre. Cabe considerar también en este contexto la calidad del lenguaje que usan los adultos, y obviamente también el hecho de disponer de un ambiente relajado que contenga muchos elementos naturales y objetos manejables por el niño en su experimentación personal. La doctora Montessori descubrió que la época más sensible para el orden es hasta los dos años. Esto lo podemos comprender mejor al imaginarnos que, para un niño de esta edad, el mundo externo es todavía
caótico; con cada pequeña interacción está creando estructuras muy básicas, con un orden interno propio, que son necesarias para un futuro razonamiento con categorías claras. Gracias al incremento de este orden, el niño comienza a orientarse en todas estas realidades y, con el tiempo, llegará a comprender lo que está viviendo. Lo cual tiene dos implicaciones importantes para nosotros, los adultos: por un lado, estar atentos a cómo el niño ordena con mucha fascinación y a su manera las cosas a su alrededor, porque tiene la necesidad de que sus neuronas se ubiquen en sitios adecuados para hacer nuevas conexiones; por otro lado, cuidar que cada objeto que los adultos utilizamos tenga su propio lugar. Así podremos acompañar al niño sin causarle estrés, pues cuando termine su actividad podrá recoger las cosas y ponerlas en su lugar. Muchas personas que hacen todo lo posible para crear ambientes relajados tienen dudas si un niño tan pequeño ya necesita límites claros cuando sus interacciones son dañinas para sí mismo, para el entorno físico o social. He aquí otro asunto determinante: ¿cómo poner límites claros con amor y respeto? Por ejemplo, en el Instituto Emmi Pikler nunca se deja que un niño muerda a otra persona o a sí mismo, porque para ellos esto sería una manera de «activar el potencial del tigre». Nuestras experiencias nos han confirmado que los niños necesitan alrededor de tres años de experiencias de límites claros, de las cuales se deducen con el tiempo las «regularidades», hasta que madure su capacidad de percibir las «reglas» como algo importante para mantener el ambiente relajado. Pero solamente en un ambiente relajado, que en esta edad requiere todavía de mucha seguridad de acceso a la madre, son posibles los procesos de desarrollo desde dentro hacia fuera, que llevan a una calidad vital humana, ya que la actividad espontánea, que conecta el ser interno con el mundo externo, solo puede florecer si la persona se siente segura en sus relaciones cercanas y no tiene que protegerse contra peligros activos, imposiciones y manipulaciones. Y yo me pregunto: ¿no será que las dificultades que tienen muchos adultos de relacionarse de manera beneficiosa con su pareja tienen algo que ver con la falta de amor y respeto mutuo que ellos sufrieron en su propia infancia, cuando dependían completamente de una atención adecuada de sus padres?; ¿no será que ahora, en la familia que están creando, se comportan inmaduramente al esperar que la pareja satisfaga las necesidades que sus padres no lograron colmar? Probablemente, este problema que se repite de generación en generación tiene algo que ver con la falta de claridad en torno a qué significa amor con respeto mutuo. Con todo, cuando tomamos en serio la idea de que hasta los niños más pequeños ya son individuos con su propio «programa interno», que tienen mucha necesidad de entrar en relación con nosotros, comenzamos a comprender la importancia de confiar también en el potencial de crecimiento de nuestra propia individualidad; así seremos más cautelosos cuando, simplemente, repitamos las costumbres y enseñanzas de otros, lo que implica también fijarnos en la manera en que nos expresamos verbalmente. Es obvio que, en los primeros años de una criatura, el desarrollo del idioma no verbal está íntimamente conectado a las emociones, pero lo mismo se aplica al idioma hablado. Nuestra pequeña vecina que ahora tiene un año saluda desde lejos con un feliz «hola, hola» a las personas con las cuales se siente bien, pero se esconde en la falda de su mamá cuando se acerca alguien con el cual no tiene confianza. Después de nacer, se intensifica y amplía el interés en el tono de voz de los padres, que el bebé ya ha mostrado en el vientre de la madre. Por otro lado, aunque todavía no entienda las palabras en sí, comienza a interpretarlas de acuerdo a su contenido emocional. Así se avivan sus sentidos para percibir lo que pasa alrededor, y presta atención a sus primeras interacciones no en el sentido de que alguien le «enseñe» algo, sino por su potencial innato de conectar todas sus áreas neurológicas internas, desde la reticular y límbica hasta la corteza cerebral. Tanto las interacciones físicas como el idioma no verbal y fonético despiertan también el potencial de imitación, que los humanos tenemos en común con los animales superiores. El desarrollo que, en la evolución de las especies, ha tardado millones de años, el bebé humano ya puede lograrlo en los dos primeros años. En este periodo, el niño comienza a «hablar por hablar», no necesariamente por el deseo de decir algo, sino para practicar a mover la boca, emitir sonidos y escucharse a sí mismo. Dentro de todo este panorama, las investigaciones de Jean Piaget descritas en su libro El nacimiento de la inteligencia en el niño me ayudan a orientarme en el estado de los niños que estoy acompañando. Ahí habla de seis pasos que se repiten en cada etapa de desarrollo, pero que son especialmente visibles en la infancia temprana, es decir, hasta los tres años: el primer paso consiste en los reflejos que el recién nacido ya trae de la etapa prenatal. Con estos reflejos choca con el mundo externo y con sus extremidades como de forma accidental, pero poco a poco experimenta con ellos intencionalmente, creando hábitos que pueden durar toda la vida. El segundo paso traslada estos hábitos a nuevos objetos y situaciones, pero todavía sin flexibilidad interna. Esta inflexibilidad puede durar muchos años, tal vez plasmarse en las actitudes personales frente a situaciones poco usuales durante toda la vida, si el niño no encuentra suficientes oportunidades para poder
interactuar espontáneamente con nuevas situaciones en todas las etapas de desarrollo. En el tercer paso, comienza a diferenciar entre el medio y la meta; por ejemplo, si quiere coger una pelota que está detrás de un telón y se da cuenta de que tiene que moverlo para alcanzar lo que le interesa, sin dejarse distraer por otros estímulos. En el cuarto paso prueba a diferenciar entre objeto y sujeto, comienza a prever lo que puede suceder y solo se enfrenta a dificultades si no las puede evitar. En el quinto paso busca intencionalmente nuevos obstáculos para experimentar con ellos, y trata de perseguir metas que favorezcan el descubrimiento del sentido de las cosas. En el sexto paso, comienza a planificar sus actividades en un nivel superior de conciencia, activando su potencial de imaginarse algo que aún no existe y haciendo nuevos inventos. Con este último paso alcanza el umbral de la próxima etapa de desarrollo, en la cual se repetirán los mismos pasos aunque de diferentes maneras.
La etapa preoperativa, de 3 a 7/8 años
Alrededor de los tres años, las criaturas pasan por algunos cambios en su modo de «aterrizar en la tierra». Si han tenido suficientes vivencias de amor y respeto, ahora sienten muchas ganas de explorar el mundo de manera cada vez más variada; tienen curiosidad por enfrentarse a circunstancias más amplias y conocer a más personas fuera del entorno familiar. Con la seguridad de poder regresar después de pocas horas al hogar, es posible que se sientan relajados sin la presencia de su mamá o papá, siempre que sus aventuras en su ausencia hayan sido en ambientes que hayan satisfecho sus necesidades auténticas. Sigo insistiendo en que, para nosotros, es importante recordar que cada etapa no es solamente un nuevo paso en el desarrollo de los niños, sino también de los adultos, porque nos da una oportunidad de abrirnos a otros aspectos de los procesos de vida que todos los humanos tenemos en común. El niño, a base de las destrezas que ha ido adquiriendo al moverse con su cuerpo, tocar toda clase de objetos y percibir las realidades del mundo exterior con sus sentidos, comienza a entrar en un estadio de necesidades cada vez más intensas. De tal modo que es tal su ansia de jugar que incluso a veces prefiere «no perder el tiempo» en sentarse a comer, pues otra cosa atrae su atención poderosamente. Todavía le encanta imitar lo que hacen otros, pero si no ha perdido el acceso a las actividades espontáneas por falta de un ambiente adecuado o por someterse a las direcciones de los adultos, la imitación es solamente un primer incentivo para hacer sus propios experimentos, los cuales activan su potencial de creatividad, y que lo protegen del peligro de simplemente repetir lo que ya existe en su entorno social. Esta tendencia de investigar y de inventar ya es visible en las situaciones más cotidianas, que para los adultos en gran parte no son más que «cumplir con lo que hay que hacer». Por ejemplo, al ver cómo cocina su madre, un niño de esta edad quiere también coger un cuchillo para cortar las zanahorias o una cuchara de palo para remover una sopa. No obstante, lo que le importa no es que la comida esté lista a cierta hora, sino tener experiencias interesantes y probar algo nuevo: cortar las zanahorias en diferentes tamaños y formas, meterse algunos pedazos en la boca para saborearlos, tal vez ofreciendo algunos bocados a su mamá para que los ponga en la sopa o los mezcle con otras verduras, y disfrutar de la combinación de diferentes colores. Lo descrito a modo de ejemplo se trata, realmente, de una buena oportunidad para que la madre se ponga en contacto con su propia creatividad; solo ha de organizar el ambiente propicio para que el niño esté cerca de ella ocupado en sus cosas sin molestarla ni estropear nada. Si los adultos toman conciencia de que el propósito de las actividades motrices y sensoriales en esta etapa reside en afinar los movimientos y sentidos del bebé, con la meta de entrar en un contacto cada vez más delicado con las cualidades del mundo y sacar las esencias de sus realidades, entonces también para ellos la convivencia con los niños adquiere otra cualidad. Y es que, en la vida diaria, hay demasiadas cosas que los adultos hacemos rutinariamente, con apuro y bajo la presión de terminar un trabajo, por ejemplo, para por fin sentarnos a descansar, a leer el periódico o tomar un café con tranquilidad. ¡Cuántas veces cumplimos con nuestras tareas con el sentimiento básico de que «tengo que hacerlo»! Y sin embargo, estando cerca de un niño de esta edad podríamos detenernos y calmarnos un rato, desacelerar nuestros movimientos y tocar las cosas con un sentimiento de aprecio: ¡ah, qué suave es la esponja de lavaplatos!, qué duro el cuchillo, qué hermosa la forma de esta bandeja, qué especial el color de la toalla; ni hablar de la manera como cortamos las verduras o la carne, que originalmente eran seres vivos y ahora nos sirven como alimentos necesarios para dar fuerza a nuestro cuerpo. Y cuando la comida esté lista, podríamos tomar conciencia si la estamos comiendo con un sentimiento de voracidad o de agradecimiento por lo que la vida nos ha ofrecido para satisfacer nuestras necesidades. Justamente, en este contexto nos toca afrontar la problemática de que el mundo actual está tan inundado de ruidos y de toda clase de impactos sensoriales que, para los niños, es difícil activar su potencial de sensibilizarse a la hora de percibir las diferencias sutiles en todo lo que se vive afuera y en sí mismos, con el efecto añadido de que necesitan estímulos cada vez más fuertes para sentirse vivos. Este exceso de estimulaciones sensoriales dificulta que cumplan con lo que los procesos de vida han previsto para esta etapa: que el niño pueda crear dentro de sí categorías claras y a la vez refinadas que le ayuden a ubicarse en el mundo que le rodea. Para comprender este proceso, nos han servido una serie de investigaciones neurológicas que demuestran que, si un sentido está sobreestimulado, cambia en seguida el umbral de todos los otros
sentidos. Tal cosa es especialmente grave en este estado de desarrollo, en el cual se están empezando a formar las interconexiones básicas entre las áreas sensoriales que, poco a poco, se van enlazando con las áreas cerebrales superiores. Estas indagaciones nos presentan la opción de proteger lo más posible los ambientes de los niños de la sobrecarga de impactos sensoriales actualmente considerados normales. En este sentido, hacer el esfuerzo de equilibrar nuestro ambiente cercano nos beneficiará también a los adultos, pues ello nos servirá para la construcción de relaciones más relajadas, ya que el desarrollo de los niños depende del entorno que les ofrecemos para poder desarrollar su potencial humano. Si, además, nos damos el lujo de frenar nuestras actividades automatizadas por lo menos de vez en cuando, y si en un ambiente más relajado también nosotros logramos afinar nuestros sentidos y discernir las cualidades de las realidades concretas que nos rodean, es muy probable que con el tiempo —seguramente no de la noche a la mañana— cambien nuestros sentimientos internos y percepciones. Entonces, es posible que, de repente, tomemos en cuenta muchas cosas que se nos habían vuelto tan habituales que ya ni las veíamos u oíamos, pero que ahora palpamos como si fueran algo nuevo. Así nos acercamos en cierto modo a las actitudes vitales de los niños, porque la mayoría de las realidades que para nosotros ya son comunes y corrientes, para ellos son todavía insólitas y, por tanto, atraen su curiosidad. Gracias al contacto que tenemos con nuestros propios sentimientos, y por nuestra sensibilidad de percibir las cualidades de las cosas, crece también la estima de la necesidad de los niños de tener muchas experiencias en cuerpo propio. Esto se convierte en un nuevo desafío para nosotros, dado que deberemos darnos cuenta de qué ambientes son propicios y cuáles no, y cuándo es necesario poner límites de manera adecuada. Pero incluso este nuevo aprendizaje, incluso un buen manejo de los materiales sensoriales, puede correr el peligro de convertirse en una rutina o en algo que hagamos por imitación, si no nos tomamos la molestia de reflexionar sobre lo que pasa en las áreas neurológicas del niño. Se nos abre todo un nuevo panorama que despierta muchas nuevas preguntas, si comenzamos a considerar que, en cada interacción sensorio-motriz del niño con las realidades del mundo, sus interconexiones del sistema límbico se van enriqueciendo en dirección a la corteza cerebral, y que, por nuestra manifestación de interés auténtico, el lóbulo prefrontal se enlaza con todas estas nuevas conexiones, dándoles una calidad cada vez más humana. Uno de los enlaces más importantes es con la amígdala, que es un núcleo neurológico en las áreas límbicas que regula las emociones y por el cual tienen que pasar, repetidamente , todos los procesos de toma de decisión en su camino entre el corazón y la mente. Ya mencioné que, en la etapa prenatal, se disuelven las sinapsis que no se utilizan. Lo mismo se aplica a las interconexiones que se requieren para tomar decisiones coherentes para el propio desarrollo y para cuidar del entorno. He aquí, por tanto, otra vez, un punto muy crítico en nuestros esfuerzos de ofrecerles a los niños circunstancias en las que puedan tomar decisiones de manera coherente para sí mismos y para todo lo que les rodea. Nuestras atenciones con amor y respeto, guiadas por nuestra alta estima de la vida del niño, por nuestra conciencia de su necesidad de contacto físico y de interacciones autónomas, todas necesarias para que se active el lóbulo prefrontal, son el marco de referencia dentro del cual las áreas «superiores» del organismo logran resistir la tentación de ser dominadas por las áreas cerebrales antiguas de la evolución, que en esta etapa están todavía en plena activación. Las funciones del lóbulo prefrontal lo protegen, por ejemplo, para que el sistema reticular no haga reaccionar al niño con ataque o huida, con furia o éxtasis, inclusive con estrategias de mentir para lograr algo, como pasa con los hábitos de ciertos animales. Habría también que aclarar que no hay que confundir la atención del adulto con un adiestramiento moral, como ocurre por ejemplo cuando se explica al niño por qué algo es bueno o malo. Más bien es una oportunidad para que percibamos las características de cada situación: lo primero sería darnos cuenta de si el entorno es realmente adecuado para las necesidades auténticas del desarrollo del niño y tener empatía con su estado, y luego acercarnos a tiempo con señales de interés por lo que está haciendo, tal vez con la disposición de dar contacto físico o de poner un límite claro en el momento adecuado y con un mínimo de palabras. En el libro de Gerhard Roth Aus Sicht des Gehirns me llamó la atención el hecho de que, en el cerebelo, que está ubicado en las áreas límbicas, cada vez que de manera delicada se toca algún objeto con las puntas de los dedos, y a la vez se dice lo que se hace, las dendritas mandan mensajes a la corteza cerebral, abriendo el campo para futuras actividades progresivamente inteligentes y preparando las bases para un idioma que refleja una comprensión de la propia actividad y de lo que pasa en el mundo. En esta etapa, estos contactos con la corteza son todavía más consistentes con el hemisferio derecho, lo que nos permite imaginarnos cosas que aún no existen, estimulando así la fantasía y la capacidad de una rica
creatividad que supera con creces las facultades de cualquier animal. Las necesidades auténticas se van transformando paulatinamente desde el «hambre» de interactuar con elementos naturales de toda clase hacia elementos «semiestructurados», es decir, objetos fabricados por humanos que facilitan una experimentación libre sin resultados predefinidos. Por ejemplo, al observar juegos infantiles con piedras o bloques, siempre me ha intrigado que a los niños les guste hacer construcciones altas, a veces hasta el techo, mientras que las chicas ponen sus esfuerzos en construcciones más bien bajas que parecen hogares protegidos. Con el tiempo, los niños comienzan a interesarse por objetos que facilitan sacar la esencia y crear categorías nítidas de todas estas vivencias en las cuales todos los sentidos están mezclados, como en el caso de los materiales sensoriales de Maria Montessori, que ofrecen bases importantes para formar categorías sensoriomotrices. Nunca hemos visto a niños que se hubieran acercado a estos materiales —con concentración e interés auténticos— sin haber tenido previamente muchas experiencias con elementos no-estructurados o semiestructurados. Pero no solo estos «materiales didácticos», con su aislamiento de factores, satisfacen las necesidades auténticas en este estadio. Sobre todo, a los muchachos les encanta experimentar con artefactos de toda clase, y a ambos sexos con toda clase de situaciones de la vida práctica y con aparatos que facilitan movimientos del cuerpo cada vez más complejos y aventurados. Por supuesto, los niños solamente pueden sentir claramente qué es lo que necesitan en cada momento si las puertas de los ambientes preparados están abiertas, y si en todas las áreas hay, por lo menos, un adulto dispuesto a prestarles una atención coherente. Me parece importante mencionar también que, en esta edad, las estructuras internas todavía no están suficientemente desarrolladas para usar juegos de mesa con reglas predefinidas, sin el peligro de que causen conflictos entre los jugadores, así como para aceptar las reglas por obediencia a la autoridad o violarlas cuando el «jefe» no está poniendo atención. En los ambientes preparados, los adultos tienen la responsabilidad de ponerse de acuerdo sobre las reglas indispensables para que el entorno se mantenga relajado, y de acuerdo a estas reglas poner los límites necesarios. Igualmente, en el hogar es responsabilidad de los padres el hecho de cuidar que cada persona tenga la seguridad de poder satisfacer sus necesidades de acuerdo a su etapa de desarrollo. Esto implica que cada uno tenga por lo menos un pequeño espacio y algunos objetos que otros no deben coger sin su permiso, y que no se permita que los hermanos se manipulen entre ellos, sabiendo que adquirir la madurez de tratar a los otros no como objetos, sino como otros seres vivos con sus propias necesidades, es un proceso que dura años. Un fenómeno muy significativo es la espontaneidad y la larga duración con que los niños de la etapa preoperativa se dedican a los juegos representativos, en los cuales reviven toda clase de experiencias tenidas y las transforman a su manera según sus estados emocionales: las experiencias que implicaron malestares, como por ejemplo peleas entre los padres o tratamientos médicos dolorosos, las «digieren» cuando actúan en sus juegos como los que dominan las situaciones. En cambio, mientras más agradables hayan sido las vivencias, más les sirven para transformarlas en juegos creativos que activan la fantasía, que se conecta con acciones sensorio-motrices. Esta diferencia nos demuestra que, cuando los niños se dedican espontáneamente a los juegos representativos, llevan a cabo su propia «terapia». Para nosotros, ha sido siempre importante estar cerca de ellos, dándoles nuestro apoyo emocional, es decir, sin dirigirlos ni dejarnos manipular por ellos para «jugar a la bruja», sino mostrando nuestro interés en lo que hacen y tal vez —y esto con mucho cuidado y sin interpretaciones— acompañarlos con pocas palabras. Asimismo, en esta etapa, además de facilitar a los niños toda clase de interacciones ricas, dedicaremos también bastante tiempo más que a leer cuentos, a contárselos. Porque al contarlos expresamos lo que nosotros mismos nos imaginamos, aunque anteriormente lo hayamos leído en un libro, y que está muy ligado a la selección de lo que para nosotros es importante, sobre todo desde el punto de vista emocional. De esta manera, podemos relacionarnos con los niños sin estar concentrados en descifrar lo que está escrito, podemos percibir directamente cómo les afecta lo que estamos contando, y de acuerdo a sus reacciones variar nuestra manera de hablar. En estas circunstancias, al escuchar un cuento, los niños crean sus propias imágenes conectando las estructuras internas reticulares (por el contacto cercano con el adulto) y las límbicas con el hemisferio derecho. Una vez alguien hasta me juró que ellos, antes de que pronunciemos las palabras, de alguna manera ¡ya perciben lo que nos imaginamos al contar el cuento! En cuanto al desarrollo del lenguaje en esta etapa, tenemos a nuestro alcance varios estudios que pueden ayudar a librarnos de muchas equivocaciones usuales en nuestras culturas, por ejemplo, de la idea de que los niños aprenden el idioma por medio de enseñanzas y que es así como llegan a utilizarlo: mediante la lógica de los adultos.
Las investigaciones de Stanley y Greenspan arriba mencionadas nos muestran cómo los niños conectan de modo paulatino sus interpretaciones del idioma no verbal con el sonido y el ritmo del lenguaje fonético. El contenido de ambos lenguajes es, básicamente, emocional. Poco a poco, se va conectando con las percepciones sensorio-motrices del mundo externo y con las interpretaciones personales que el niño hace de ellas. Jean Piaget da a este proceso la etiqueta de «idioma egocéntrico», pensando que el niño se pone a hablar y, mientras, se está escuchando a sí mismo, sin preocuparse de si otros lo entienden. El autor explica que lentamente descubre que su hablar tiene un impacto sobre los demás: por ejemplo, a veces la madre corre de un lado a otro para hacer lo que él le pide. En este estadio le encanta también decir malas palabras, porque le impresiona la forma en que reaccionan los otros. Para Piaget, esto ya es un «lenguaje socializado», pero nosotros preferimos llamarlo «semisocializado», porque aún falta mucho hasta llegar a un verdadero diálogo que implique, primero, reflexionar sobre lo que se puede decir para que otros me entiendan y, segundo, entrar en sintonía con lo que otros hablan. El ruso Vigotskij no estaba de acuerdo con la interpretación de Piaget del lenguaje egocéntrico de los niños. Según sus observaciones, el niño cree automáticamente que los otros saben siempre lo que está diciendo, puesto que desde el comienzo el niño es un ser social y su desarrollo le lleva a una individualización que, más adelante, le permitirá relacionarse con otros de individuo a individuo. Resulta también interesante seguir las descripciones de Vigotskij sobre la manera en que, en la infancia, las palabras y los objetos, por lo que respecta a las personas, todavía no se encuentran separadas. Las palabras «entran» en los objetos como si fueran una sola cosa. Por otro lado, los estudios de Piaget coinciden con nuestra percepción de que a niños de esta edad no se les debe dar explicaciones lógicas para hacerles comprender las realidades de este mundo. En este sentido, Piaget ha mostrado que antes de los 12 años los niños están comenzando a afirmar sus estructuras de comprensión de la reversibilidad, que aún no entienden las conjunciones que conectan las palabras entre sí, y que sin estas conexiones es imposible usar el idioma de manera racional. Lo que nos puede confundir es el hecho de que a los 6 años el lenguaje de los niños ya se parece en un 80% al de los adultos. Este fenómeno nos puede fácilmente engañar y estorbarnos en nuestras relaciones si no nos damos cuenta de que, en este periodo, los niños absorben el idioma como esponjas y lo imitan todavía con pocas conexiones racionales. Stanley y Greenspan describen el desarrollo del lenguaje de la siguiente manera: la creciente flexibilidad de separar las palabras de los objetos o de las personas, que lleva a la creación del símbolo en diferentes niveles, no se puede «enseñar». Solo se da gracias a nuevas experiencias en diferentes niveles. Pongamos un ejemplo simple: si un niño conoce solamente una mesa, la palabra «mesa» se ajusta a esta única experiencia. Pero el contacto con mesas de muchas formas, tamaños, materiales y colores diferentes amplía el horizonte hasta tal punto que la palabra adquiere significados muy variados, que finalmente se unifican en un símbolo que en sí requiere de otros atributos para que el lenguaje se vuelva más preciso. Este proceso puede comenzar temprano: si, por ejemplo, un bebé aprende a decir «mamá» y luego escucha que otros utilizan la misma palabra para llamar a su madre, es posible que se dé cuenta de que esta palabra no está limitada a sus propias emociones, sino que tiene que ver con algo mucho más amplio que sus vivencias con su propia madre. Este proceso es aún más complejo para niños que tienen un contacto vivo con otro idioma, no porque alguien se lo enseñe, sino por experiencias vivas y significativas para su desarrollo, o sea, en un ambiente relajado de relaciones sin expectativas de resultados predefinidos. Pero si el niño percibe que se habla con él con la buena intención de que aprenda otro idioma, es probable que algo en él se bloquee, pues la relación humana ya no es auténtica, sino está cargada de ideas que el adulto ha asumido, probablemente, de la cultura vigente. Este principio básico de que las palabras se conectan con objetos reales y personas auténticas se expande cuando diferentes palabras van formando frases enteras que se usan en interacciones concretas cada vez más diversificadas, igualmente conectadas con estadios emocionales. Si la madre dice al niño, por ejemplo: «Ahora me voy contigo a jugar en el columpio», esta frase, con toda su complejidad gramatical, despierta en el niño la expectativa de nuevas experiencias. Esta actitud tan natural, en los años de crecimiento, de querer vivir plenamente, activa también su deseo de probar oraciones cada vez más complicadas. Sin embargo, en este estadio el idioma hablado es todavía como un acompañamiento musical de vivencias concretas que, en el cuerpo, activan los potenciales correspondientes a su etapa de desarrollo. Poco a poco, este acompañamiento musical se conecta con las acciones y adquiere el potencial de una herramienta para planificar actividades propias: «Ahora voy a buscar mi traje de baño, porque quiero irme a bañar en la piscina». Y no obstante, el
contenido principal de esta oración es, fundamentalmente, todavía emocional, aunque a los adultos les pueda parecer racional y llevarles a relacionarse con el niño por medio de explicaciones saturadas de una lógica adulta. Es interesante comparar este proceso de los niños con investigaciones realizadas con chimpancés, nuestros «parientes más cercanos»: se ha demostrado que ellos se quedan callados cuando se concentran para resolver problemas prácticos con su cuerpo, pero que en situaciones muy emotivas «hablan» con mucha intensidad. Un proceso parecido se dio en nuestros antepasados lejanos, los neandertales, mientras que la unión entre el idioma fonético y las acciones inteligentes se dio con el hombre de Cro-Magnon, hace unos cuarenta mil años. Algo parecido comienza en la etapa preoperativa, pero gracias al potencial humano, que es prácticamente ilimitado, este proceso sirve como fundamento para un desarrollo hacia otros niveles que exceden todo lo que los animales, con los que tenemos tanto en común, han logrado en su larga evolución. Ya vemos cómo los niños pequeños se divierten al contar los pasos que dan al subir y bajar una escalera, los saltos que pegan en una cama elástica o los platos y cubiertos que ponen en la mesa indicando uno a uno para quién son. Algunos lo pasan en grande recitando números sin parar, pero de acuerdo con las investigaciones de Piaget, tardarán al menos unos siete u ocho años en alcanzar la madurez suficiente para abstraer el UNO de todas sus interacciones con las realidades concretas que han vivido. Más niñas que niños de esta edad se interesan en la lecto-escritura; en todo caso, para nosotros es importante tener siempre presente que este no es un asunto intelectual, sino una manera de bregar con las necesidades sensorio-motrices y afectivas dentro de un entorno en el cual las palabras escritas son omnipresentes, y de manera muy especial si los padres pasan muchas horas leyendo periódicos o libros. A lo largo de los años, nuestras experiencias nos han confirmado que para muchos niños la transición de una etapa a la otra puede representar una crisis vital y, por ende, también para los padres. Si damos crédito a ciertas descripciones, esta crisis puede manifestarse de manera tan fuerte como es el parto para el niño y la madre. Semejante analogía nos puede ser útil para entrar en un nuevo proceso de amor y respeto, pues nos ayuda a visualizar que todo lo que el sentimiento de competencia, seguridad y satisfacción que ha notado el niño hasta ahora, en la próxima etapa tiene que ser reubicado y transformado para poder seguir el camino de una maduración humana, aunque sin perder la conexión con todas las estructuras que se han ido activando, ya que todo desarrollo auténtico va desde lo conocido hacia lo desconocido. La época de transición de la etapa preoperativa a la operativa se ubica, aproximadamente, entre los 5 y los 8 años, con variables que dependen de las circunstancias vitales y del estado de los niños. Hay aquellos que han insistido en la máxima autonomía con respecto a todo lo que emprendían, y que de repente tienen miedo o pereza de hacer cosas que antes realizaban con mucho ímpetu. Por ejemplo, pedir que les ayuden a ponerse los zapatos o el pijama, aunque cuando eran más pequeños incluso luchaban para hacerlo ellos mismos. Algunos comienzan a lloriquear o a hablar como bebés, a enfadarse con cualquier pretexto, a gatear, a querer sentarse en la falda de la madre a la hora de comer, o hasta llegan a pedir su pecho. La lista podría alargarse, pero lo importante para mí es entender que todos estos comportamientos son un intento inconsciente de reestructurar y asegurarse de las vivencias anteriores y coger fuerza para aventurarse en la próxima etapa. Cuando padres de familia se lamentaban por tantos problemas con sus hijos, nuestro apoyo consistía en señalar que el desarrollo humano no es algo automático, un «camino recto», sino que las conexiones internas de los sistemas neurológicos dan muchas vueltas para no perder el contacto con el origen de la vida. Por ejemplo, en el mundo actual, con tanto estrés y tantos apuros, es poco probable que los padres presten las atenciones no divididas y no manipuladoras en todas las situaciones de supervivencia. Si ahora el niño de 6 años les pide que le aten los zapatos, o si quiere que lo cojan en brazos, tienen una nueva oportunidad de hacerlo con amor y respeto, y verán que esta atención sencilla le da al niño poco a poco la fuerza para entrar en la próxima etapa y, gracias a sus actividades espontáneas, crecer en creatividad. A mi juicio, la decisión de los padres de probar ahora lo que antes no sabían hacer bien significa, también para ellos, un cambio positivo. Otro tema importante en nuestras conversaciones con los padres ha sido analizar las características del entorno en el cual el niño ha crecido. ¿Cuántas interferencias ha tenido por la tecnología moderna, que lo ha sobreestimulado? Sin duda, el niño habrá padecido demasiado ruido, habrá salido dañado por la televisión, que castiga los sistemas neurológicos, no habrá disfrutado del necesario acceso a la Naturaleza y habrá recibido la sobrecarga de aparatos que reemplazan un sinnúmero de experiencias prácticas; o habrá sido dirigido en exceso por los adultos, que todavía creen que los niños precoces y virtuales son más inteligentes que los que van desarrollándose a su propio ritmo.
¿Y cuántas presiones sufren los niños en esta edad cuando crecen en una sociedad que considera que, a más tardar, a los 6 años los niños tienen que funcionar de acuerdo a un programa predefinido por las autoridades educativas? ¿No será que de ahora en adelante ya no pertenecen a su familia sino al Estado? Todo este abanico de consideraciones es un gran desafío para los adultos que han tomado la decisión de respetar plenamente las necesidades de cada etapa de desarrollo, y de manera especial las de la etapa operativa, la cual requiere de valiosas estructuras de comprensión de la «calidad» de las realidades para crear nuevas conexiones coherentes.
La etapa operativa, de 7/8 a 13/14 años
Creo que la mejor manera para imaginarnos la entrada a esta etapa es recordando lo dramático que es el nacimiento del niño. Todo lo que el feto había logrado desarrollar dentro del vientre de la madre, tuvo que ser reactivado para responder a las realidades del mundo exterior. Que esta transición sea realmente una oportunidad para explorar las posibilidades de encontrar su camino en las nuevas circunstancias dependía de la disposición de los padres de encontrar un equilibrio entre la atención a sus necesidades de supervivencia y las de desarrollo de acuerdo a su época sensible. Lo mismo se aplica también a la etapa operativa; se trata de una nueva oferta vital para que los adultos se pregunten cuál es el meollo de esta época sensible, y que se esfuercen en preparar los ambientes en sintonía con las necesidades que corresponden a este próximo nivel para, a lo largo de los años que dura esta etapa, poder seguir el hilo de los procesos de un desarrollo auténtico. Según nuestras experiencias, en estas circunstancias la «obligatoriedad de la educación» se convierte en lo contrario: ¡los niños están tan felices en la «no-escuela» que protestan cuando viene el fin de semana o cuando hay días libres! Nadie, ni siquiera la madre o el padre, puede imaginarse qué aspecto y qué personalidad tendrá su hijo al nacer, y qué cambios va a provocar en su vida. Algo parecido pasa si en lugar de someter a los niños «escolares» a programas y horarios fijos, los adultos se atreven a convivir con ellos en ambientes favorables para actividades autónomas que satisfagan las necesidades auténticas de desarrollo de los niños. Así, los adultos comenzarían cada nuevo día sin saber lo que les iba a deparar el destino. Sin embargo, en esta situación, si son realmente responsables y se comprometen a mantener un ambiente relajado y dar un apoyo acorde con las necesidades auténticas de los niños, estarán en cada momento alertas y abiertos para poder percibir y responder, de la mejor manera, a las particularidades de cada circunstancia y entender el estado de cada individuo. En la praxis, esto requiere que ellos se inclinen con empatía hacia cada niño de una manera que, sin interferir en sus iniciativas, demuestre su interés en lo que está haciendo o averiguando; que conecten sus propios sentidos y sentimientos con sus pensamientos, y que aplacen sus propias intenciones y suposiciones hasta otro instante. En la sociedad actual, estas actitudes son todavía muy poco comunes. Ciertas investigaciones confirman que alrededor de los 11 años el cuerpo de los niños anula el 50% de las conexiones neurológicas, desde mi punto de vista porque las condiciones de la educación formal no les han dado la oportunidad de utilizar las estructuras ya engendradas para la creación de nuevos enlaces. Por la costumbre de condicionar el aprendizaje de los niños desde fuera, se obstaculizan las conexiones necesarias entre el corazón y la mente para tomar decisiones, y se bloquean las relaciones entre lo instintivo y lo racional. Pero esto afecta no solo a los niños, sino también a los adultos, los cuales podrían crear nuevas conexiones en su organismo si aprehendieran las necesidades auténticas del desarrollo en esta etapa. En lugar de un crecimiento humano favorecido por relaciones de amor y respeto entre las generaciones, el proceso educativo se parece más al cuidado de bonsáis, los árboles que se van cultivando con la idea de que sean más bonitos si se podan sus nuevas ramas. En la etapa operativa afrontamos esta problemática de otra manera, porque ahora son prácticamente las autoridades gubernamentales las que definen categóricamente qué y cómo deben aprender los niños. Cada vez más, se obliga a los padres a delegar la educación de sus hijos a los pedagogos, que por su parte se han sometido a las autoridades y han aceptado las enseñanzas de especialistas para obtener el título que les autoriza a trabajar en esta profesión. Una estrategia valiosa para proteger nuestro trabajo frente a las exigencias oficiales ha sido nuestra praxis de redactar, dos veces al año, un «informe pedagógico» de treinta a cincuenta páginas para cada niño. Antes de que cada adulto elaborara los informes para entre diez y quince niños basándose en sus propias anotaciones, compartíamos nuestras experiencias y reflexiones con todos los compañeros, y también conversábamos con los mismos niños para que nos contaran más detalles de lo que habían hecho en el Pesta, cómo se habían sentido con los adultos y con sus compañeros y si tenían alguna idea para mejorar los ambientes. Así que, en lugar de las calificaciones normales del «rendimiento» de los niños, describíamos sus actividades en los ambientes preparados y fuera del plantel, y luego sus procesos de desarrollo emocional, social y cognitivo, no comparándolos con otros niños de la misma edad sino con su proceso personal, viéndolo desde el último informe. Este trabajo intenso de los adultos acompañantes, en realidad, no servía solamente para justificar nuestro enfoque pedagógico. Para nosotros, era un incentivo para
estar más alerta en los ambientes, siempre tratando de sentir y comprender los procesos de los niños, y por supuesto también compartiendo nuestras vivencias con los padres y conversando en las reuniones familiares sobre lo que habíamos escrito. Muchos padres, al darse cuenta de las ventajas de esta forma de relacionarse entre adultos y niños, insistieron en que debíamos convencer a las autoridades para que cambiaran el sistema educativo nacional. Pero nosotros no teníamos duda de que estas innovaciones basadas en los procesos de vida no pueden darse por orden superior, sino por el crecimiento de experiencias personales que se comunican entre individuos y, poco a poco, se generalizan por el efecto de los «campos morfogenéticos». Esto sería un proceso comparable al de los niños cuando sacan sus propias conclusiones y generalizaciones de muchas vivencias particulares, favoreciendo así su desarrollo personal. A veces, hubo personas que nos preguntaron de dónde sacábamos la fuerza para este trabajo tan intenso. Para nosotros estaba claro que el incentivo inicial era el amor por nuestros propios hijos. Sin embargo, cuando estos ya eran pequeños, ya nos habíamos dado cuenta de la crisis que aún está sufriendo la civilización actual, y comenzábamos a preguntarnos si a lo mejor tenía algo que ver con la manera como nuestra cultura encara la responsabilidad de los adultos a la hora de dar un apoyo real a los niños para que puedan descubrir, gradualmente, el significado de su presencia en el mundo, al cual llegaron cuando sus padres se unieron sexualmente. En los años en los que nos dedicamos con gran afición a la preparación de ambientes relajados para criaturas desde los tres años, tuvimos hermosas vivencias con muchos niños de diferentes edades y trasfondos culturales. Pero en cuanto tuvimos que responder a las necesidades de niños de más de seis años, ya comenzamos a sentir la presión de las expectativas de rendimiento que habíamos sufrido en nuestra propia infancia. Justo al meternos de lleno en las investigaciones neurológicas basadas en las leyes de los procesos de la vida en esta etapa, sentíamos más tranquilidad en nuestra responsabilidad de hacer un trabajo coherente con los niños de esta edad, y de crear una alternativa al sistema escolar común. Esta combinación entre experiencias vivas y el acceso a estudios reconocidos académicamente nos ayudó para proteger nuestro trabajo frente a las imposiciones y los hábitos de la sociedad actual, hasta tal punto que el Pesta fue plenamente reconocido por las autoridades educativas de Ecuador; y esto sin ninguna obligación de tener que cumplir con los programas oficiales, de someter a los «estudiantes» a exámenes y evaluarlos con notas. Pero aún más importante fue que esta coherencia entre praxis y teoría nos dio mejores criterios para preparar los ambientes y acompañar a los niños en esta etapa de manera más fascinante para ellos y nosotros. Un aspecto crucial que, en cierta manera, cuestiona la praxis educativa común era nuestra comprensión de que los impulsos para los procesos de desarrollo no son consecuencia de los premios o castigos de los adultos, sino de los sentimientos de placer y dolor que van madurando dentro del organismo cada vez que el niño interactúa voluntariamente con su entorno, haciendo nuevas conexiones neurológicas, percibiendo lo que corresponde o no corresponde a su necesidad auténtica y corrigiendo sus propios errores al darse cuenta de que su actuación no ha sido coherente. A este respecto, nos dio mucha satisfacción que las obras de Antonio Damasio (ver bibliografía) confirman lo que ya hace muchos años descubrimos en nuestra praxis: que la energía para abrirse a nuevas experiencias e ideas, para vencer obstáculos y reflexionar sobre los efectos y los significados de las vivencias propias y de otras personas, viene de dentro, y que las emociones son la base para la creación de un pensamiento interconectado, la autorreflexión y la empatía. El proceso neurológico principal en esta etapa consiste en la tendencia del organismo de conectar todas sus vivencias también con el hemisferio izquierdo, el cual tiene relativamente pocos enlaces con las estructuras «bajas». Esta estrategia de la vida brinda una nueva oportunidad para los seres humanos de distanciarse de los impactos del mundo externo, de los condicionamientos del sistema reticular, los impulsos del sistema límbico, y de todo lo que en la tradición se ha convertido en algo automático o incuestionable, para poder reflexionar sobre sus vivencias y crear criterios propios, conectando el lenguaje que el niño ha absorbido del entorno social con experiencias sensorio-motrices personales y precisas. Esto ha de permitir establecer relaciones cada vez más claras y complejas que, lentamente, lleven a la capacidad de hacer abstracciones apropiadas, es decir, sin perder la cohesión con las realidades concretas. De hecho, lo crítico en esta tendencia de «distanciamiento» es que el hemisferio izquierdo no debería perder la posibilidad de establecer relaciones cada vez más complejas y coherentes con las otras estructuras neurológicas. Una estructura importante para este objetivo es el cuerpo calloso, que lo conecta con el hemisferio derecho, que, de su parte, tiene el doble de vínculos que el hemisferio izquierdo, con todas las otras áreas neurológicas del cuerpo. Una advertencia: ¡esta conexión entre los dos hemisferios se anula al ver la televisión, no importa si son noticias, propaganda, telenovelas o programas culturales! Podría decirse que,
cuando los humanos están frente a la pantalla, regresan al estado de los mamíferos marsupiales, que no tienen el cuerpo calloso, y que por lo tanto no tienen la posibilidad de evolucionar hacia una especie de mamíferos de otro nivel. Obviamente, el hemisferio izquierdo necesita además el nexo con el lóbulo prefrontal, que se inclina hacia todas las otras estructuras, para que sus funciones no pierdan la calidad humana. Si su «inteligencia» se aísla demasiado, entonces puede ocurrir que su potencial de creatividad redunde en el invento de tecnologías dañinas para los seres vivos y todo el planeta. Un ejemplo extremo de ello sería el invento de la bomba atómica, que puede matar a miles de personas a la vez. Por lo general, existe la expectativa de que, como máximo, es a los siete años cuando los niños ya entran en la «edad de la razón». Pero esta idea se refiere con frecuencia a abstracciones aceleradas, y se olvida que una verdadera inteligencia se da solamente si las diferentes áreas de la corteza cerebral están conectadas con el corazón, cuyas células consisten en más del 50% en neuronas, y que estas conexiones no pueden madurar sin constantes ejercicios de toma de decisiones. Igual que en las etapas anteriores, también en la etapa operativa el dinamismo del lóbulo prefrontal depende del amor con respeto de, por lo menos, una persona cercana. Y la capacidad de crear un razonamiento personal auténtico requiere de muchas nuevas interconexiones del corazón en el momento de tomar decisiones con la mente, que está en proceso de incrementar su capacidad de reflexión. Pero esto no es posible sin múltiples interacciones del cuerpo con realidades externas que promueven la producción de la mielina, creando de este modo las condiciones necesarias para que las neuronas puedan recibir y enviar sus mensajes a miles de otras neuronas. Esto ocurre, por ejemplo, cuando al escuchar música generamos imágenes vivas, sentimientos, recuerdos y movimientos del cuerpo, o cuando comenzamos a inventar algo que antes no existía. Resumiendo estos diferentes aspectos, se puede decir que el oficio del hemisferio izquierdo es el de preocuparse de que todas las intuiciones y fantasías que los niños van engendrando desde temprana edad se solidifiquen en este estadio de desarrollo con las realidades concretas del mundo. Esto sería otra vez un ejemplo de cómo nuestro cuerpo, si el entorno no lo impide, hace todo lo posible para madurar en su capacidad de colaboración. Pero, ¿de qué manera podemos poner en práctica estas informaciones sobre los procesos biológicos del desarrollo interno de los niños si, con todas nuestras buenas intenciones de crear alternativas educativas, seguimos con el hábito de simplemente aprender un nuevo método?; por ejemplo, si lo único que nos importa es aprender la manera correcta de utilizar los materiales inventados por la Dra. Montessori, sin inquietarnos por los procesos internos de los niños, y sin crear nuevos materiales y circunstancias que enriquecen los ambientes y nos abren nuevas perspectivas para identificar las necesidades de los niños. Para nosotros ha sido de gran ayuda advertir que, además de seguir acumulando experiencias ricas en ambientes naturales, en juegos libres y actividades de la vida práctica de toda clase, lo más importante en esta etapa es tener muchas oportunidades de hacer diferentes relaciones entre objetos concretos y acompañar cada movimiento con palabras precisas. Una vez que se nos abrieron los ojos a esta necesidad, sentimos la urgencia de inventar y experimentar con materiales concretos y semiconcretos paralelos para todo lo que normalmente se aprende a través de las enseñanzas impartidas por maestros especializados en alguna materia. Al trabajar con estos materiales en los cursos que fuimos ofreciendo durante muchos años, a casi todos los adultos se les abrió un nuevo panorama: en realidad, todas las operaciones matemáticas son la «manera más obvia y simple» de percatarse de relaciones sencillas y complejas. Cada vez que el niño cambia de material para hacer la misma operación, ya sean sumas, restas, multiplicaciones, divisiones, raíces cuadradas, cubicaciones o raíces cúbicas, fracciones y otros problemas más, sus estructuras neurológicas van creando nuevas conexiones que no sirven solo para «aprender matemáticas», sino para corregir cualquier error por medio de experiencias concretas, construir una lógica personal y comprender toda clase de realidades de la vida, incluso las relaciones sociales —muchas veces complejas— que se presentan en su entorno. Y como dijo una vez Jean Piaget: «Comprender es inventar». Hacer este trabajo para los niños y «jugando» con todos estos materiales ha sido y sigue siendo una gran oportunidad para los adultos a la hora de poder experimentar la diferencia entre lo que se aprende por medio de enseñanzas de otras personas, aunque dichas enseñanzas se hagan con todo el cariño, y lo que se comprende por medio de las interacciones personales con realidades externas, que conectan todas nuestras áreas cerebrales, desde las más bajas hasta las más altas. Me gusta llamar a este proceso de interconexiones cada vez más complejas entre lo interno y lo externo «el camino largo», que ya ha sido previsto en la etapa prenatal con sus estrategias de desaceleración, lo que
implica que los humanos necesitamos mucho más tiempo que los animales hasta llegar a la adultez, y cuando ya somos adultos, si nos abrimos a esta oportunidad, podemos seguir desarrollándonos durante toda la vida. En verdad, la etapa operativa dura otra vez alrededor de siete años. Su significado radica en crear las bases para una comprensión cada vez más amplia y profunda del mundo exterior, y no la acumulación de conocimientos inducidos desde fuera, que obligan al organismo a aumentar la eficiencia de su «camino corto», el cual tiene el rol de darnos la capacidad de reaccionar en situaciones peligrosas; por ejemplo, cuando al conducir un vehículo pisamos rápidamente el freno para no chocar. En un entorno escolar que funciona con la expectativa de un rendimiento a corto plazo, es muy probable que se caiga en las estrategias del camino corto por medio de la imitación y la memorización, por medio de ingerir las informaciones sin preguntarse cuál es su relación con las propias vivencias, o de bloquearse y negarse a responder obedientemente a las técnicas y enseñanzas inducidas desde fuera. A los adultos que se han formado en este escenario bajo la expectativa de aprender de acuerdo a un ritmo definido para lograr resultados rápidos, les es difícil soportar que cada niño tenga su propio ritmo al asimilar sus propias vivencias y sacar sus conclusiones de ellas. Muchos nos han manifestado que tienen miedo de que los niños nunca vayan a adquirir los conocimientos que la sociedad exige, si no los aprenden de la misma manera que se considera normal en nuestra sociedad. Pero si los adultos no crecemos en nuestra confianza en las leyes de la vida, no tendremos suficientes experiencias que nos confirmen que las actividades autónomas no solo les dan a los niños mucha satisfacción, sino también las ganas de corregir sus propios errores, y la curiosidad y fuerza de explorar el mundo y de enfrentarse a nuevos desafíos, y esto sin el afán de competir con otros. Tengo la sospecha de que el «camino corto» de aprender obedientemente lo que otros enseñan contiene el peligro de reforzar las áreas antiguas de nuestro sistema neurológico que tenemos en común con los animales, y que, dentro de una estructura de autoridad, nos obliga a repetir lo que otros quieren que aceptemos, de disimular que comprendemos algo que no corresponde a nuestra experiencia y nuestra realidad interna, y de adquirir el hábito de competir con otros para salir adelante y sacar ventajas. Lo triste es que utilizar técnicas de estimulación para enseñar la misma materia a un grupo de niños de la misma edad, no solamente disminuye su creatividad, sino también la de los adultos encargados de su educación. Por un lado, porque los educadores tienen que obedecer las órdenes superiores de cumplir con un programa; y por el otro, por nuestra realidad neurológica, porque «crecer humanamente» no es posible cuando uno dirige un «grupo de iguales» con la expectativa de resultados fijos, sino que depende de nuestras relaciones personales que siempre implican un «dar y recibir». En definitiva, cada persona es un individuo único con su propio camino en la vida. Cuando comenzamos con la «primaria» del Pesta con niños de seis años después de probar lo que habíamos preparado con la idea de que se trataba de «niños escolares», vimos que la mayoría de ellos aprovechaba las puertas que siempre habían estado abiertas para salir a los ambientes preparados para los niños de la etapa preoperativa, y para seguir retomando todo lo que todavía les faltaba con respecto a su desarrollo sensoriomotriz-emocional o a su capacidad de tomar decisiones coherentes. De estas primeras vivencias aprendimos varias cosas: el hecho de enriquecer los ambientes de la primaria con muchos elementos que antes creíamos eran solamente importantes para niños más pequeños. Por ejemplo, un cuarto para juegos representativos, muchos materiales no-estructurados, agua, arena y ofertas para juegos de construcción, de movimiento, manualidades y trabajos prácticos como cocina, lavado de ropa a mano, huerta, carpintería y experimentos de toda clase. Esto se observó sobre todo en la conducta de aquellos niños que, en su entorno familiar, no habían tenido suficientes oportunidades de jugar con libertad o de hacer muchas cosas prácticas, al estar su casa llena de máquinas y artefactos de toda clase, de tal modo que podían pasar muchas horas en estas actividades antes de interesarse por materiales estructurados de cálculo o en nuestra amplia oferta de materiales de idioma. En cambio, los niños «campestres» que estaban saturados de trabajos en el campo y en la casa, llegaron con muchas ganas de unir sus vivencias prácticas con los juegos de lógica y todo lo que les podía ayudar a llegar a otro nivel de comprensión. Por haber afrontado una serie de dificultades con niños acostumbrados a relaciones directivas y sustitutos de experiencias adecuadas para sus necesidades auténticas de desarrollo, llegamos a la conclusión de recibir niños mayores de cinco años solamente después de un intenso proceso con sus padres, para mostrarles las implicaciones de otro tipo de educación y para que pudieran tomar su decisión personal si, realmente, querían tratar a sus hijos de otra manera. Y todos los padres cuyos hijos cumplían seis años, inclusive los que ya tenían los niños en nuestra educación preescolar, tenían que seguir un curso de tres sábados antes de inscribir a su hijo en primaria, para tener una visión más clara de las características de la etapa operativa. El acuerdo era que
los niños de seis años tenían todavía su casillero en el ambiente preescolar, pero que podían pasar a primaria cuando ellos lo decidieran. Justo a partir de los siete años, tenían su «residencia» en primaria, pero, con la condición de no manipular a los más pequeños, podrían pasar al parvulario siempre que ellos lo desearan. Este marco de referencia nos ayudó a comprender las necesidades auténticas de los niños, inclusive las de reestructurar sus vivencias anteriores e identificar más claramente las manifestaciones de la transición de una etapa a la otra: por ejemplo, si tenían todavía dificultades para respetar las reglas del entorno, si su motricidad era brusca y poco refinada, si todavía reaccionaban a cualquier situación con expresiones de enojo, si pasaban la mayor parte del tiempo en juegos representativos o de movimiento para librarse de tensiones interiores. Y estas observaciones eran un motivo adicional para apoyar a los padres, para que ellos dieran una atención más adecuada a sus hijos. Si los padres no lograban relacionarse con sus hijos para crecer juntos, los niños tenían mucha dificultad de dedicarse individualmente a interacciones favorables para su etapa de desarrollo. La mayor parte del tiempo se los veía actuando en «bandas», sometiéndose a la voluntad de los compañeros o dirigiéndolos como «jefes», portándose muchas veces de una manera inoportuna que no se hubieran atrevido a manifestar en actividades individuales. En cambio, los niños con un trasfondo familiar que les brindaba suficiente seguridad emocional, no tenían problemas para encontrar un equilibrio entre lo que hacían para sí y lo que compartían con los demás. Así, sucedía que sus relaciones tenían una calidad de colaboración con respecto de ellos mismos y sus compañeros no solamente en el caso de tener la misma edad, sino también con niños menores y mayores. En estos años, hemos aprendido que la condición básica para acompañar a otros y cultivar relaciones personales es la creación y el cuidado de ambientes relajados que contengan todo lo que en esta etapa puede servir para el desarrollo personal, como mencioné antes. Se requiere, pues, comenzar interaccionando con la Naturaleza y con situaciones prácticas, como la cocina, la carpintería, los experimentos físicos y químicos, las manualidades y artes (pintura, cerámica, teatro, instrumentos musicales), así como con materiales concretos, desde los menos estructurados hasta otros cada vez más estructurados, incluso los materiales figurativos correspondientes. Siempre nos hemos organizado para poder presenciar las actividades de los niños en las diferentes circunstancias, percatarnos de sus actitudes, sus estadios de desarrollo y sus intereses para enriquecer los ambientes de acuerdo a sus necesidades. Un elemento importante, a la hora de mantener el ambiente relajado, es también la aptitud de los adultos de sentir antes cualquier reacción de un niño cuando ya está cansado, si está realmente interesado en lo que está haciendo, o si necesita una nueva experiencia para poder ampliar su comprensión. Estas percepciones eran y siguen siendo muy útiles para crear una amplia oferta de materiales de lecto-escritura ligados a las experiencias y a los intereses de los niños, lo cual permite un máximo de autonomía y creatividad en el aprendizaje y que, paulatinamente, se extienden a muchos temas que ya están anticipados en la cultura. Estas circunstancias en las cuales conviven niños de diferentes edades dentro de la misma etapa, donde las puertas están siempre abiertas y los niños toman las decisiones de sus actividades, favorecen que los adultos podamos aprender a diferenciar los procesos de desarrollo de cada individuo y dar el apoyo correspondiente. Una de las señales —además del cambio de dientes— de que los niños ya han pasado a la etapa operativa es cuando inventan muchas reglas nuevas en sus juegos libres. Por ejemplo, hemos observado que antes de comenzar a actuar dedican mucho tiempo a ponerse de acuerdo sobre cómo jugar a las canicas, al escondite o al fútbol. Lo interesante es que estas reglas se amoldan a las personas que están participando; por ejemplo, en caso de niños minusválidos, los compañeros acordaron que sus goles fueran válidos en ambos lados. Poco a poco, después de muchas experiencias de hacer reglas propias en juegos libres, los niños adquieren la madurez de utilizar juegos de mesa con reglas predefinidas, sin la tendencia de someterse a imposiciones de personas mayores o de engañar a otros para ganar. Asimismo, se aprecia un mayor equilibrio en sus reacciones emocionales: menos reacciones de enojo o desesperación, y una euforia exagerada en situaciones difíciles o placenteras, más la creciente tendencia de analizar las circunstancias con una actitud de circunspección y de guardar las energías para lo que se quiere lograr. Mientras que en la etapa anterior la necesidad auténtica radicaba en sacar las esencias de las cualidades del mundo exterior, ahora aumenta el interés del niño por establecer relaciones claras entre objetos y personas, y de obtener resultados nítidos de sus acciones. Por ejemplo, en lugar de simplemente «jugar a la cocina» desde el punto de vista sensorio-motriz-afectivo, ahora quiere crear un plato suculento en un tiempo determinado, preferiblemente sin seguir una receta al pie de la letra, sino inventándolo con los ingredientes que están al alcance. Este es un trabajo que requiere de un orden esmerado y de mucha aplicación, lo que da un buen
trasfondo para aumentar el interés por los materiales estructurados, como los de cálculo y de lectura, que favorecen el paso a otro nivel de comprensión. En todo caso, es nuestra responsabilidad organizar los ambientes de tal manera que niños más pequeños no puedan interferir en el afán de los más grandes a la hora de obtener resultados evidentes, metiéndose en sus espacios con sus impulsos de jugar con los materiales más delicados a su manera de exploración sensorio-motriz. Para niños de la etapa operativa con muchas vivencias en ambientes relajados, ya no es pertinente que solo los adultos se pongan de acuerdo sobre las reglas que garanticen el bienestar de todos. Según Jean Piaget, esta es «la etapa de hacer reglas», no solamente en relación con los juegos, sino para todas las situaciones —muchas veces imprevisibles— que se presentan en los ambientes ricos en oportunidades para actividades espontáneas individuales y grupales, que permiten activar de otra manera el potencial humano de crecer en flexibilidad, de diferenciar entre lo que se imita y lo que uno mismo va creando, y así tomar cada vez un nuevo contacto con la propia individualidad. Una vez a la semana, los niños de siete años en adelante se juntan con los adultos en una «asamblea» que tiene su propio orden del día. Reparten pequeñas responsabilidades para ayudar a cuidar de los ambientes, intercambian noticias e ideas para nuevas actividades, y reflexionan sobre situaciones vividas con el fin de tener un consenso para las reglas que son válidas para todos, inclusive para los adultos. Así las cosas, los niños se han puesto de acuerdo en que, a partir de los ocho años, se turnan para asumir el rol de presidente, vicepresidente y secretario, con el fin de coordinar la asamblea y llevar los registros. De tal forma que se prepara un campo propicio para la toma de responsabilidad personal sin imposiciones autoritarias, así como para relaciones enriquecedoras entre personas de diferentes edades. En su libro Die Hand, Geniestreich der Evolution (La mano, jugada genial de la evolución), F. R. Wilson da una descripción impresionante de la influencia que un uso coherente de las manos tiene para el cerebro y de sus implicaciones para el lenguaje y la cultura humana. En nuestra experiencia, una gran variedad de materiales para todas las operaciones matemáticas son, en esta etapa, el instrumental más sencillo y claro para seguir el hilo de los procesos de maduración. La condición para que los adultos puedan acompañar y apoyar a los niños en sus interacciones con estos materiales es que ellos mismos ganen seguridad en su uso, no en el sentido de «aprender para enseñar», sino de descubrir la diferencia entre lo que ellos han aprendido de memoria siguiendo un programa impuesto, y lo que se va comprendiendo gradualmente por las conexiones neurológicas que el cuerpo logra hacer por medio de interacciones voluntarias refinadas con diferentes realidades concretas y acompañadas de palabras precisas. Piaget diferencia entre tres tipos de aprendizaje: el operativo, el figurativo y el connotativo. El primero versa sobre la interacción con realidades concretas que crea las conexiones internas de comprensión; el segundo es lo que se dice o se escribe; y el tercero representa la unión entre los dos primeros. Antonio Damasio asegura que, gracias a estas interconexiones entre lo que se hace y lo que se dice, en el hemisferio izquierdo se va activando el «área broca», de la cual depende la capacidad de conectar la gramática con una lógica personal, y que es una herramienta útil para el crecimiento de la toma de conciencia y de reflexión. En estas circunstancias de múltiples experiencias y del acceso al uso voluntario de materiales y de un acompañamiento coherente al mismo, el interés por leer y escribir se va combinando con una praxis de anotar lo más claro posible lo que se está haciendo con las propias manos, en lugar de copiar las conclusiones que otros han sacado de sus vivencias, o que ellos han aceptado de otras personas. En cambio, las interacciones con materiales concretos permiten concentrarse en la propia actividad y razonar sobre lo que uno mismo hace, corregir los propios errores o tomar decisiones de muchas índoles, como seguir practicando con las mismas operaciones, cambiar de material, enfrentarse a problemas más complejos, pedir apoyo o tratar de encontrar soluciones propias. Con frecuencia, a los niños les gusta inventar también ejemplos que no existen en los materiales figurativos ya existentes. Por ejemplo, un nieto mío de diez años disfrutó incrementando, con sus propias ideas, una serie de ejemplos de porcentajes que estaba elaborando con bolitas de colores en la tabla perforada. Recordando la problemática del sistema económico actual, muy discutido en su entorno, y sobre el cual su papá estaba justamente escribiendo un libro, se inventó el siguiente problema: ¿cuánto me cobran a mí, que soy un pobrecito, si al pedir un préstamo de 0,05 dólares tengo que pagar 5,340000%? Su hermana de 12 años, que por cierto ya está acercándose a la próxima etapa, estaba sentada con otra tabla perforada en una mesa a su lado, muy concentrada en hacer multiplicaciones positivas y negativas. Luego, probó otras tarjetas que descubrió en la repisa y anunció con una voz chispeante: «¡No me interrumpáis para ir a merendar! ¡Estoy enamorada de Pitágoras!». Como mencioné antes, el material de matemáticas permite el acceso más claro y simple a un razonamiento
lógico; justo lo contrario de lo que muchos creen: que las matemáticas exigen una «inteligencia superior». Pero la condición para lograr este razonamiento personal es un estado emocional relajado, lo que Damasio ya describió en su obra En busca de Spinoza. Neurobiología de la emoción y los sentimientos. Nuestras experiencias confirman que, incluso en estas interacciones consideradas «serias», los niños se sienten regocijados cuando un adulto de confianza está lo más cerca posible, a ratos hasta dándoles contacto físico, o cuando ven que le pueden llamar para que los apoye en su actividad. Sin embargo, para que se dé esta relación de confianza, el niño necesita la seguridad de que el adulto no interferirá en su proceso, y que no se meterá en su espacio de trabajo sin ser expresamente invitado. Cuando un niño pide que se le muestre (no nos gusta la palabra «enseñar», porque suena más tajante) alguna nueva operación y nos sentamos a su lado con el mismo material que él escogió, iniciamos la operación con las manos y decimos paso por paso con palabras sencillas lo que estamos haciendo, a la vez estamos atendiendo a si el niño sigue interesado, si comienza también a trabajar en el material que tiene delante de sí, y con ello nos amoldamos a su ritmo. Muchas veces, cuando los adultos me piden que les muestre cómo usar algún material, me dicen: ¿pero no es esto también una enseñanza? Y no es fácil aclararles que lo único que hacemos es compartir nuestras experiencias cuando alguien expresa su interés. Gracias a esta manera de acompañar a los procesos de aprendizaje, el ambiente se mantiene relajado, lo que es la base para que los niños hagan sus exploraciones de modo individual, a veces hasta tarareando alguna canción mientras resuelven una raíz cuadrada en la tabla perforada. Pero esta manera humorística de trabajar con problemas «serios» es solo típica en niños con una amplia experiencia con toda clase de juegos. En esta etapa, el meollo de las interacciones con el mundo radica en convertir el caos exterior en un orden interior, con el fin de crear una lógica y unos criterios personales que requieran de muchas interconexiones neurológicas, pero que, como dije antes, solamente se dan en un estado emocional positivo y relajado. Ello significa un continuo reto para los adultos de reflexionar sobre las necesidades auténticas de cada individuo, de enriquecer los ambientes de acuerdo a ellas y a las posibilidades de la cultura, de la misma forma que, en las otras etapas, debe haber mucho orden en los ambientes preparados, donde cada uno encuentra sin problema lo que busca. Con todo, para «despertar los sentidos» de los niños, resulta pertinente organizar también cada semana una «exposición» con diferentes objetos que normalmente no están en las repisas y que nos dan otra oportunidad de comprobar si nuestras «buenas ideas» coinciden con los intereses de los niños. Esta convivencia de niños y adultos en circunstancias coherentes con las realidades de esta etapa de desarrollo, no solamente favorece el desarrollo de la comprensión y del lenguaje de los niños, sino también nuestra comprensión de los procesos de la vida, con el efecto de que nuestro lenguaje puede adquirir otra cualidad al darnos cuenta de lo que hemos aprendido automáticamente, y conectar estos «niveles bajos» con estructuras que favorezcan un pensamiento cada vez más maduro. De esta manera, descubrimos también nuevas posibilidades de ampliar las ofertas para los niños en los ambientes preparados con otras vivencias, como por ejemplo con excursiones a territorios naturales, visitas a empresas o eventos culturales. Pueden ser pequeñas experiencias para participar, durante dos o tres días, en el mundo laboral de los mayores, y esto siempre con la seguridad de regresar a los ambientes protegidos en los que los niños pueden digerir y sacar sus conclusiones de otras vivencias más caóticas. Muchas veces, esto ocurre casi milagrosamente cuando ellos se dedican con toda la calma a resolver problemas de cálculo con materiales concretos, porque estos no presentan simplemente la posibilidad de sacar abstracciones auténticas de las relaciones entre cantidades de objetos, sino el hecho de crear estructuras de comprensión que sirven para cualquier otra vivencia. Lo que a mí me parece importante es que, de esta manera, se evita que crezca una inteligencia de lo que en Ecuador llamamos «sapos vivos», es decir, de caer en la trampa de querer sacar ventajas o de creerse más que otros porque, de continuo, tanto los niños como los adultos experimentamos que en estas circunstancias diversificadas hubo algo que no notamos o que no tuvimos en cuenta, y que todavía nos falta hacer muchas conexiones de lo que hemos vivido. Con este fundamento de relacionarse con adultos responsables pero humildes, de confiar en las propias experiencias y de sacar conclusiones personales de ellas, aunque estas sean provisionales, los niños crecen abriéndose cada vez más a lo que otros han vivido y pensado. Les interesa leer libros y formar grupos voluntarios de trabajo sobre muchos temas. Ellos mismos hacen las reglas de funcionamiento de estos grupos y se ponen de acuerdo sobre lo que quieren investigar. Muchas veces yo he acompañado a grupos de escritura creativa que se han formado por el deseo de pasar una hora gozando juntos de una actividad voluntaria: todos los participantes hacen asociaciones de palabras o temas que sacan al azar de una cantidad de fichas, practicando la escritura con fluidez y compartiendo sus ideas con los otros. A veces, dos o tres niños quieren
«escribir un libro» sobre un tema que ellos mismos proponen e ilustrarlo con sus propios dibujos. Justo al final de esta etapa, los niños que ya escriben con facilidad y han desarrollado una comprensión personal de las relaciones de objetos concretos conectadas con el lenguaje, comienzan a interesarse por los detalles formales del idioma, es decir, por las reglas de ortografía o gramática, llevando así todas las interacciones, con un sinnúmero de materiales de lecto-escritura y el registro de sus experiencias vivas, a un grado que despierta una nueva reflexión. En ocasiones, he preguntado a niños en la última fase de la etapa operativa cómo aprendieron a leer y escribir, y la contestación era: «Cuando estaba cansado de jugar y de tantas actividades que requieren movimiento, tenía ganas de sentarme y hacer un trabajo tranquilo. Ahora leo cada semana por lo menos un libro de 200 o 500 páginas, y me acuerdo bien en qué lugar de las repisas están los materiales que me animaron a aprender a leer y escribir». En este sentido, cabe señalar que una ventaja grande de esta manera de ligar el lenguaje hablado y escrito a experiencias concretas ganadas por voluntad propia es que niños de diferentes trasfondos raciales y culturales no dependen de la enseñanza verbal de un educador, sino que pueden convivir sin discriminación en estos ambientes interesantes y enriquecerse mutuamente. De este fenómeno hemos sido testigos durante los 27 años que funcionó el Pesta como escuela alternativa, cuando recibíamos a niños de diferentes trasfondos culturales, y también lo somos ahora, mediante el Proyecto Integral León Dormido. Y es que nos visitan personas de diferentes países que acaban compartiendo actividades prácticas, culturales y de encuentros sociales con las familias integradas en el proyecto, y con cierto marco de referencia asistiendo con sus hijos (solo los que no están escolarizados) a los CEPAS que llamamos jocosamente «Torres de Babel».
La adolescencia y transición a la adultez, de 13 a 24 años
Como en las transiciones a las otras etapas de desarrollo, así también el paso a la adolescencia es un tiempo muy particular en el camino de la vida. En una sociedad rebosante de toda clase de presiones y que carece de bases familiares y comunitarias confiables y de circunstancias adecuadas, en las cuales los niños puedan crecer paulatinamente desde el contacto con la Naturaleza y a partir de muchas otras realidades concretas hacia una cultura que, como ellos, está en proceso de desarrollo, no es sorprendente el hecho de que, para muchos, la palabra «adolescente» signifique «problema». Y no obstante, después de haber tomado conciencia de las implicaciones de las etapas anteriores, nos será más fácil identificar cuáles son los problemas que surgen de necesidades auténticas no satisfechas del pasado, y cuáles son las incógnitas o dificultades pertenecientes a esta nueva etapa. Muchas veces, algunos niños que, merced a sus actividades en ambientes llenos de oportunidades y al apoyo adecuado de los adultos han aprovechado plenamente su etapa operativa, nos han asombrado porque, de repente, alrededor de los 12 a 14 años, han reducido sus actividades espontáneas. Hasta se han sentido molestos con las travesuras y las expresiones cacareadas de niños más pequeños, aunque tal vez hayan tenido más paciencia con los bebés. Era como si no quisieran ver lo que había fuera y estuvieran mirando hacia dentro. Podían pasar horas echados en un sofá o una hamaca sin hacer nada, con los ojos cerrados o contemplando el techo, y levantarse solo si sonaba el teléfono, con la esperanza de que algún amigo les estuviera llamando. Si fuera posible, su deseo sería dormir hasta el mediodía, pero por la noche no tendrían sueño, y cuando el resto de la familia estuviera en la cama, se pondrían a leer o a hacer otra cosa casi hasta la madrugada. Algunos se encerrarían en su cuarto escuchando música muy alta, un fenómeno que podemos tolerar más fácilmente si sabemos que cambiar el umbral de un sentido alza el umbral de todos los sentidos, con el efecto de que el organismo se encierra en sí mismo y ya no hace caso a otros estímulos de afuera. Obviamente, estos comportamientos requieren de ciertos límites para que no afecten a otras personas, pero la manera en que los ponemos, y nuestras actitudes frente a los chicos, dependen de nuestra comprensión del significado de estas transformaciones. Es posible que nos sintamos confundidos cuando los mismos niños que antes gozaban de nuestro cariño y querían compartir muchas actividades con nosotros, casi de la noche a la mañana prefieran tomar distancia y reaccionar con señales de desaprobación cuando nos acercamos a ellos, y en el momento menos esperado otra vez nos abracen durante largo tiempo, como si estuvieran sacando de nosotros la energía para emprender un viaje a un país desconocido. En la transición a la adolescencia, este es un comportamiento natural, aunque pasajero, en niños con una infancia feliz. Pero en otros, que están cargados de muchas experiencias inadecuadas, esta tendencia de aislarse del entorno puede alcanzar un nivel de rebelión y de lucha contra los adultos que no han logrado ofrecerles circunstancias más oportunas para «aterrizar en esta tierra». Sin embargo, si los adultos aprovechamos estas situaciones para tratar de comprender qué es lo que pasa dentro del organismo del adolescente, y si aceptamos que, de alguna manera, esta transición significa otro nivel del proceso de individualización y estamos dispuestos a aprender a brindar amor y respeto en esta nueva etapa, estos comportamientos más o menos incómodos se convertirán en la oportunidad para crear nuevas relaciones, tanto si ya lo hemos practicado en las etapas anteriores como si lo intentamos justo ahora. Entonces, al descubrir que esta etapa implica un cambio de la prioridad de necesidades auténticas, nos sentiremos más tranquilos y confiados en nuestra convivencia con los jóvenes: hasta ahora, lo crucial para desarrollar su individualidad era que los chicos pudieran interactuar espontáneamente con el mundo exterior. Pero en este momento se están enfrentando a la pregunta: «Con todas las experiencias que he tenido, ¿quién soy yo en este mundo?». Si ahora, tanto en relación con los jóvenes como con nosotros mismos, logramos asimilar esta incógnita, es probable que se suavice la crisis de transición y que se nos abran algunas puertas para descubrir cuáles serían las circunstancias que pudieran favorecer un desarrollo auténtico en esta etapa. Este es realmente un nuevo desafío para los adultos. Me acuerdo de padres de familia que, durante años, habían mandado con mucha confianza a sus hijos al Pesta; entre ellos, hasta algunos padres que habían luchado activamente contra las incongruencias presentes en su país y que, de repente, preguntaron: «¿No les parece que mi hijo ya ha tenido
suficiente libertad de hacer lo que le hace feliz? ¿No es hora de que aprenda a hacer lo que no le gusta y a adaptarse a las exigencias de la sociedad?». Pero, igual que en las etapas anteriores, en las cuales estábamos siempre buscando nuevos caminos al permitir ahora que niños mayores de 13 años siguieran en el Pesta, no estábamos todavía seguros de cómo bregar con esta nueva situación. Basándonos en lo que decía Piaget, en cuanto a que la etapa operativa lleva al pensamiento formal, creíamos que los niños de esta edad ya tenían suficientes bases de una lógica personal y de seguridad emocional para poder entrar en la educación secundaria y aprovechar las enseñanzas de las diferentes materias normales en la cultura actual. En cierta medida, tal cosa fue confirmada por los alumnos que solamente se quedaron en el Pesta hasta terminar la primaria y que luego cambiaron de colegio. Con todo, hubo un caso de un padre de familia que se negó a sacar a su hija indígena del Pesta porque quería protegerla de las discriminaciones, bastante frecuentes, que había contra los alumnos de otros trasfondos culturales. Entonces, el consejo administrativo de la Fundación Pestalozzi tomó la decisión de autorizar el inicio de una secundaria alternativa, y en cuanto se corrió la voz de esta decisión, algunos jóvenes que ya habían salido del Pesta regresaron a él, presentándonos con ello el desafío de encontrar nuevos caminos acordes con esta etapa. Al negarnos a copiar los métodos normales de la educación formal, probamos varios enfoques diferentes, siempre guiándonos por nuestras experiencias anteriores de inventar nuevos materiales y buscando estrategias para que los ambientes no quedaran afectados por el malestar de los jóvenes en caso de habernos equivocado. En total, tardamos casi tres años en darnos cuenta de las verdaderas necesidades de los adolescentes. Por suerte, ellos nos dieron suficientes avisos, y al tomarlos en serio, el ambiente en el Pesta recuperó su clima relajado cuando comenzamos a crear algunos ambientes especiales con cojines, sofás y hamacas donde los jóvenes podían retirarse para conversar entre ellos, leer o dedicarse a juegos, artes o experimentos, sin que los niños de otras etapas pudieran interferir en sus actividades. Asimismo, los otros ambientes preparados que ya habíamos enriquecido con materiales concretos y figurativos, que incluían también los intereses de los jóvenes y en los cuales se protegía siempre el espacio individual para que cada persona pudiera concentrarse en su actividad espontánea, estaban siempre abiertos para que ellos los utilizaran cuando lo deseasen. En suma, esta decisión nos sirvió para mejorar nuestra comprensión de las necesidades auténticas de los adolescentes. Como los niños entre los seis y ocho años, también los adolescentes pasaban por una temporada de «renacuajos». Entre los 12 y 14 años podían elegir si preferían participar en las asambleas semanales de primaria o de secundaria, o si querían asumir las responsabilidades que correspondían a los adolescentes, que eran: a) firmar junto con sus padres un contrato anual de asistencia, por su propia voluntad (hubo dos casos en que los padres querían que sus hijos siguieran en el Pesta, pero los jóvenes se negaron y, por lo tanto, no los recibimos); b) anotar la memoria de todo lo que ellos hacían en los diferentes ambientes y escoger, de entre los adultos, a un «tutor» con el cual compartirían sus registros de actividades —los cuales serían incluidos en los informes pedagógicos— y con el que conversarían sobre sus vivencias, necesidades e ideas. Recuerdo a una joven que en aquel tiempo escribió en su diario algo así como: «Vine por la mañana al Pesta y me pasé el rato riendo como una loca hasta la hora de volver a casa». Esta misma muchacha, sentada junto a mí en un lugar tranquilo donde charlamos sobre su informe semanal, me contó muchas cosas espinosas de su hogar, lo cual me confirmó que la risa constituye una estrategia natural para el alivio de tensiones; en su caso, del dolor que representaba el hecho de que sus padres no lograran dar los pasos necesarios para respetar su individualidad. Estas circunstancias nos ayudaban a percibir ciertas características de esta etapa: por ejemplo, cuando los jóvenes hablaban en sus asambleas semanales sobre las reglas de convivencia y las consecuencias de violar una regla que todos habían definido por consenso, ya no había «discusiones primitivas», como a veces se podía oír en las asambleas de primaria. En lugar de opiniones contrapuestas, muchas veces, sin escucharse mutuamente, el lenguaje de los adolescentes se acercaba cada vez más a un verdadero diálogo. En vez de la costumbre de los niños de primaria de hacer una lista de posibles «castigos» (limpiar ventanas, ordenar la biblioteca o la imprenta escolar, etc.), de los cuales el malhechor, después de haber sido acusado tres veces del mismo delito, podría escoger uno de ellos, los adolescentes razonaban cuál sería la consecuencia lógica. Por ejemplo, si alguien ensuciaba o dañaba algo en el ambiente, tenía que limpiarlo o repararlo de nuevo. También el uso de «malas palabras», tan común en ciertos ambientes sociales, era un tema de discusión en las asambleas, aunque no en el sentido de si eran permitidas o prohibidas. Los jóvenes se tomaban la molestia de mostrar ilustraciones de cómo los cristales del agua adquirían una forma horrible cuando estaban expuestos a una música chocante o un lenguaje feo (por ejemplo, si a un vaso de agua se le pegan las palabras «te odio»),
y cómo, en cambio, con palabras bonitas (=te amo) o con música clásica, cobraban una forma hermosa. Enseguida, los chicos se interesaron en buscar informaciones adicionales en libros de biología, sacando como conclusión el hecho de que nuestro cuerpo consiste en un 60-80% de agua. Y justo cuando todas estas investigaciones les habían convencido de que no se trataba simplemente de una queja, sino que había buenas razones para cuidar del lenguaje, se ponían de acuerdo para evitar el uso de «malas palabras». Por otro lado, en casos de alguna ofensa intencionada contra otras personas, sus reflexiones eran aún más profundas: «Si alguien ha estado de acuerdo con una regla y luego va en contra de lo que él mismo decidió, ¿no será que este compañero tiene un problema personal? ¿Y cómo podemos apoyarle para que se sienta mejor?» Poco a poco, nos dábamos cuenta de que la tremenda necesidad de los jóvenes de hablar era realmente significativa para llevar su lenguaje a otro nivel, comenzando por la imitación y la expresión emocional y de la fantasía a la paulatina precisión, y sobre todo por el manejo de materiales concretos de cálculo al razonamiento lógico, hasta llegar a hacer una conexión personal con el propio corazón. Mientras más se ampliaban y reafirmaban estas conexiones, más les interesaba escuchar las vivencias de otros, no solamente de sus compañeros, sino también de adultos de toda clase. Nos dio mucho bienestar cuando nos pidieron que les contásemos algo de nuestra propia vida, por ejemplo cómo llegamos a practicar la actividad que estábamos desarrollando, cómo conocimos a nuestra pareja y cómo se sentía uno cuando estaba esperando un hijo, qué nos interesaba, cómo comprendíamos ciertas investigaciones, qué libros les recomendaríamos, etc. Además, no solo querían hablar con los que ya tenían confianza. En las asambleas, decidían a qué otras personas de fuera deseaban invitar para que les contaran cómo habían llegado a ser lo que eran: artistas, aventureros, lingüistas, científicos, médicos, empresarios, curas, monjas, empleados públicos, profesores de universidad o lo que fuera. A veces, estas conversaciones duraban más de dos horas, y en algunos casos tenían como resultado el que los invitados les facilitaran alguna experiencia personal en su lugar de trabajo. Con la seguridad de que nadie se oponía a que pasasen horas y horas hablando, los jóvenes indagaban en toda clase de actividades que les permitían ampliar y profundizar sus vivencias. Por ejemplo, descubrían el uso de los materiales de matemáticas en otros niveles, haciendo nuevas conexiones entre lo concreto y lo abstracto, y experimentando en sus propias carnes que lo que sus vecinos o parientes aprendían como «álgebra» era algo que ellos mismos podían elaborar con sus propias manos y sentir el placer de comprender. Se interesaban intensamente por materiales de gramática que les daban un apoyo cultural de la lógica del idioma, que a través de los años ellos mismos habían logrado, y por una gran variedad de materiales informativos que nosotros habíamos creado para enriquecer los ambientes y favorecer la toma de decisión de los niños y jóvenes. Con regularidad, se ponían de acuerdo para organizar grupos de trabajo acompañados por adultos de su elección (grupos de física, matemáticas, química, biología, filosofía, historia, escritura creativa o idiomas extranjeros). Antes de iniciar la tarea, todos los participantes formulaban, con el adulto acompañante, las reglas vigentes en este grupo, los temas que iban a tratar y las maneras de abordarlos. En estos grupos, los adultos teníamos un rol importante de apoyar a los jóvenes en sus intereses; por supuesto, con el acuerdo de que las reglas acordadas eran válidas también para nosotros. Por ejemplo, en un grupo de escritura creativa, también el adulto redactaba su texto sobre el tema aprobado por todos, y cuando cada uno leía lo que había inventado, se sometía también a las opiniones de los otros para ver si sus ideas les gustaban o les parecían demasiado enredadas. También resultaba interesante apreciar el modo en que algunos jóvenes que, en estas circunstancias relajadas habían participado voluntariamente en grupos semanales de inglés, tenían ganas de comparar su experiencia con alumnos «normales». Se atrevieron a hacer exámenes en un instituto oficial de enseñanza formal, y se sorprendieron porque sacaron mejores notas que la mayoría de los estudiantes que, por obligación durante todo un año, habían asistido a clases diarias de inglés. Durante los años en los que nos percatamos de las necesidades auténticas de los jóvenes, nos llevamos la sorpresa de que sobre todo aquellos que en su familia no habían sido sometidos a prácticas obligatorias y enseñanzas dogmáticas se abrían espontáneamente a temas relacionados con las diferentes religiones en la historia y en el mundo actual, organizando diálogos con personas que las practicaban y buscando oportunidades para obtener experiencias personales en una variedad de eventos de trasfondo religioso. Reflexionando sobre el origen de estos intereses, llegué a la conclusión de que, después de pasar tantos años interaccionando con las realidades de esta tierra, los jóvenes llegaban tal vez al punto de preguntarse: ¿es eso todo lo que hay en la vida, o existe algo más que me falta probar? Cada vez era más notorio el hecho de que, debido a las seguridades emocionales y cognitivas adquiridas durante tantos años en ambientes y en relaciones personales coherentes con sus etapas de desarrollo, la mayoría de los jóvenes, para poder descubrir «quién soy yo en este mundo», ansiaban acumular nuevas
experiencias en ambientes «no preparados», pero siempre con la certidumbre de poder volver a los ambientes relajados cuando ellos quisieran. Ya desde los diez años, con ciertas reglas de juego, dos o tres días al mes habían tenido la oportunidad de adquirir experiencia en lugares de trabajo coordinados por nosotros; y no para ganar dinero, sino para ampliar su horizonte respecto del funcionamiento del mundo. Ahora, los jóvenes podían ponerse de acuerdo con su tutor para extender este tipo de vivencias a semanas o meses y registrarlas en sus informes regulares. Lo interesante para nosotros era que, gracias a tantas experiencias en los ambientes relajados —por ejemplo, con los materiales de matemáticas que siempre utilizaban por voluntad propia—, ellos afrontaban las exigencias de funcionar correctamente en los lugares de empleo con el mismo ánimo calmado y creativo, como siempre lo habían vivido en sus juegos. Esto nos dio muchas esperanzas, porque nos parecía que estas pequeñas experiencias los preparaban de manera natural para que, en el futuro, no se dejasen machacar por las presiones del mundo cotidiano. Hubo también jóvenes que, después de participar en grupos de trabajo voluntarios y no directivos, sentían curiosidad por cuál era la situación de otros jóvenes que tenían que hacer todas estas cosas por obligación. Antes de darles el visto bueno para exponerse a estas experiencias, conversábamos entre los adultos para estar seguros de que este deseo no era una forma de escapar de sus necesidades auténticas, que están siempre conectadas con tomas de decisión. Si sentíamos que en los ambientes preparados ya tomaban suficientes decisiones personales, y que el deseo de conocer un entorno directivo era un interés real, nos poníamos de acuerdo en reuniones entre los padres, los jóvenes y acompañantes sobre los marcos de referencia de este tipo de vivencias en el «otro mundo». Actualmente, en nuestro Proyecto Integral, que se creó después de casi treinta años de experiencias del Pesta, y que mencionaré en el capítulo de la etapa de desarrollo de los adultos, los niños y jóvenes ya tienen muchas oportunidades de observar o participar en todo lo que hacen los adultos, de modo que su urgencia por conocer el mundo de los adultos fuera de este entorno social no es tan fuerte como antes, a pesar de que todavía les ofrecemos también estas posibilidades cuando ellos lo desean. Ya en la época del Pesta hacíamos todo lo posible para responder también al afán de los jóvenes de tener vivencias en otras culturas y de vivir aventuras fascinantes, siempre y cuando hubiera adultos de confianza dispuestos a acompañarles. Ahora, que vivo en el Proyecto Integral León Dormido y con frecuencia, a las seis de la mañana, subo a la montaña, me río al ver a los perros de los vecinos esperarme en la puerta de mi casa; se diría que quieren aprovechar mi caminata para darse una vuelta por lugares lejanos donde no se atreverían a ir solos. A ratos se alejan de mí, pero siempre están atentos a donde yo voy, y siempre regresan conmigo a la casa. Esta es tal vez una analogía un poco atrevida, pero cuando en 1998, durante cuatro meses, ocho adultos y 38 chicas y chicos entre 13 y 18 años hicimos un «paseo» de 6.000 kilómetros en bicicleta por Ecuador, Colombia y Venezuela hasta Manaos, en Brasil, los jóvenes nos confirmaban constantemente que solo podían gozar de estas aventuras porque se sentían bien acompañados por nosotros. En este libro no dispongo de suficiente espacio para contar todos los episodios que durante aquel tiempo compartimos con los adolescentes, pero quisiera destacar una vivencia especialmente importante: los mismos jóvenes se dieron cuenta de que cada día necesitábamos hacer una asamblea al llegar a un nuevo sitio, porque las «reglas de juego» nunca podían ser exactamente las mismas: las circunstancias cambiaban de un lugar a otro. A lo mejor parece una contradicción, pero justo a mitad de la adolescencia, a muchos que están en pleno proceso de individualización les encanta hacerse amigos no solo de los compañeros con los cuales comparten experiencias parecidas, sino también de chicos y chicas de otros entornos sociales. Me acuerdo de que nuestro segundo hijo, que estuvo en el Pesta hasta los 18 años y nunca había conocido un pupitre escolar, saludaba a cada rato a otros jóvenes que se cruzaban por nuestro camino, y cuando le preguntamos cómo es que los conocía, nos decía: «Es que son mis amigos». Pero esta dicha de llevarse bien con jóvenes de todo tipo no tenía nada que ver con la tendencia —bastante común— de acoplarse a una banda de muchachos para sentirse más fuerte y vivir con ellos algo que hasta ahora no habían probado. El caso es que no nos enteramos de ello hasta que ocurrió lo contrario: cuando en una fiesta alguien les quería convencer de aceptar alcohol, drogas o nicotina, le decían con mucha certeza: «Nos sentimos bien con lo que vivimos cada día, y no necesitamos estas boberías». En algunos casos, los otros jóvenes se enojaban y rompían la relación con ellos, diciéndoles que eran «bebés», pero en algunas ocasiones este límite tuvo el efecto de liberarles de sus vicios. Esta fuerza de tomar cierta distancia de lo que podría convertirse en un sustituto de una vida plena, se reflejaba también en los comportamientos relacionados con el despertar de la sexualidad. Gracias a tantos años conviviendo con las chicas y los chicos, y a nuestros diálogos con los padres, se nos aclaró que los que habían
recibido suficiente contacto físico con amor y respeto, que habían podido aliviar sus dolores y tensiones con llantos de desahogo bien acompañados, y los que habían aprovechado las oportunidades de los ambientes realizando sus actividades autónomas con mucho bienestar, no necesitaban reemplazar estas satisfacciones con actos sexuales prematuros. Algunos daban cariño amistoso a jóvenes del otro sexo, se interesaban en la manera diferente como percibían la vida, pero de alguna manera estas relaciones les servían para tomar un nuevo contacto con su propia individualidad, y hasta declaraban a los adultos curiosos que «todavía no se sentían maduros para iniciar relaciones sexuales». En su libro La biología de la trascendencia, Joseph Chilton Pearce relata nuevas investigaciones que confirman que si niños y jóvenes han recibido un trato de amor y respeto de por lo menos un adulto, y si, por sus interacciones con el mundo, han podido satisfacer sus necesidades auténticas de desarrollo, el lóbulo prefrontal ha podido tomar contacto con todas las estructuras neurológicas de su organismo. Entonces, alrededor de los 15 años, el lóbulo prefrontal pasa por un gran crecimiento fisiológico que da un nuevo zócalo para que el joven pueda activar su potencial humano a un nuevo nivel, si las circunstancias son favorables. Por nuestra praxis de «abrir campo» para los jóvenes con la seguridad de que ellos puedan siempre regresar a su hogar y a los ambientes preparados cuando lo desean, hemos sido testigos de procesos muy interesantes entre los 15 y 2224 años que, según Joseph Chilton Pearce, sería el plazo de tiempo que los humanos necesitamos para llegar a ser adultos con la capacidad de un pensamiento interconectado, con autorreflexión y empatía. Muchos jóvenes decidieron quedarse en el Pesta después de haber cumplido los 15 años, que era el límite del reconocimiento oficial, para adquirir abundantes experiencias sin tener que seguir los programas de las autoridades educativas. Según la ley, una vez que habían cumplido 18 años, podían presentarse al Ministerio de Educación para sacar un bachillerato extraescolar que les daba la posibilidad de decidirse por un estudio superior. Esta situación nos dio nuevas oportunidades para percatarnos de los «programas internos» en la segunda parte de esta etapa de desarrollo: a partir de los 15 o 16 años, aumentaba visiblemente la independencia de los muchachos en las interacciones con el mundo, lo que nos presentó un nuevo desafío a la hora de abrir diferentes oportunidades que pudieran satisfacer estas necesidades. Y otra vez nos sorprendió el hecho de que regresaran a los ambientes preparados cada vez que estaban saturados de sus experiencias diversificadas. En algunos casos, nos relataron cómo estas nuevas experiencias habían ampliado su comprensión del mundo y de sí mismos, pero que les dolía mucho advertir que, aparentemente, sus padres no habían cambiado nada. Incluso cuando ya habían salido del Pesta, aprovechaban sus días libres para regresar a su «segundo hogar» en calidad de visitantes, y con mucha apertura nos contaban la forma en que vivían ahora en el «mundo normal». A pesar de haber sacado un bachillerato con las mejores notas, muy pocos se interesaban por ingresar en la universidad. La mayoría encontraba alguna estrategia para viajar por el mundo, ganándose la vida con trabajos ocasionales y entrando en contacto con personas de diferentes culturas y de muchos estilos de vida. Descubrían que, de una u otra manera, todos los adultos representaban una mezcla entre actitudes positivas y negativas, y que todas las culturas tenían algo bueno y algo malo. En estas condiciones, se iba ampliando enormemente la pregunta básica de esta etapa: «¿Quién soy yo en este mundo?», y se iba presentando cada vez más el enigma: «¿Cómo quiero vivir yo de adulto, cuál es la razón de que yo viva en esta tierra, y cuáles son las responsabilidades que tengo que asumir sin abandonar mi individualidad?». Efectivamente, muchos de los jóvenes tomaron la decisión de comenzar con unos estudios universitarios justo a los 23 o 24 años; algunos, simplemente, para ganar experiencias en este modo de vivir, otros porque ya intuían qué les hacía falta para poder cumplir con su rol en esta tierra. Otros, por el contrario, seguían su camino como autodidactas, con el resultado de que veían cada vez más intensamente y de diferente forma los problemas del mundo actual, sintiendo la urgencia de encontrar soluciones creativas, y con el desconcierto de que nunca iban a tener el tiempo suficiente para hacer todo lo que se habían propuesto. Así las cosas, las presiones que generalmente determinan la vida desde fuera, para los que desde pequeños han interactuado con el mundo espontáneamente, se convierten en presiones desde dentro. Y ahora se encuentran en otra situación frente a la problemática humana de establecer un equilibrio personal, para poder respetarse a sí mismos tanto como a los otros seres vivos. En todo caso, este reto les abre también muchas posibilidades de poner en práctica lo que han logrado desarrollar durante los largos años de maduración. Hace poco, nos visitó un joven cuyos padres habían tenido siempre tantos problemas personales que, a pesar de nuestros consejos sobre cómo relacionarse con su hijo de mejor manera, no llegaron a brindarle una atención coherente. Como consecuencia de ello, este hombre joven comenzaba a sufrir terribles dolencias
psicológicas y físicas, de manera que la única solución aparente era ingresarlo en un psiquiátrico o una clínica. Aprovechando sus buenos recuerdos de sus años en el Pesta, nos contó con mucha franqueza todos sus problemas, y que sus compañeros de esa época se estaban organizando para turnarse en atenderlo en sus casas y darle el apoyo que sus padres no le habían proporcionado.
La etapa de desarrollo de los adultos
¿Qué quiero decir con este título, «La etapa de desarrollo de los adultos»? ¿No se espera que los adultos ya estén maduros y que por eso ostenten la responsabilidad de enseñar lo que ellos saben a los que no saben? Como ya hemos contemplado en las descripciones de la etapa prenatal, todos hemos iniciado nuestro desarrollo a partir de una sola célula viva. Desde ahí hemos construido nuestro cuerpo de acuerdo a las regularidades que la especie humana ha generado a lo largo de millones de años de vida orgánica en esta tierra, pero con la estrategia de una desaceleración en el crecimiento y con una innovación: el hecho de que, más allá de todas las conexiones y estructuras que se van formando por las interacciones con el ambiente exterior, una cierta cantidad de neuronas no se convierten en «adultas», asumiendo roles fijos en las interacciones del cuerpo con el mundo exterior, sino que durante toda la vida quedan abiertas a hacer conexiones novedosas en situaciones inesperadas. A través de la historia de la especie humana, todas las culturas han surgido de alguna manera de esta especialidad de transformar o llevar a otro nivel lo que es natural o habitual. En el mundo moderno, estas capacidades se manifiestan en un enorme progreso tecnológico, en conocimientos extraordinarios y en métodos eficientes en muchas áreas. Con todo, cada vez más nos preocupa que los grandes progresos de nuestra civilización produzcan nuevos problemas en relación con los seres vivos, incluso entre los humanos, que pueden manifestarse hasta en asaltos, homicidios y guerras, sin olvidar la creciente tendencia de poner en peligro el equilibrio natural en nuestro planeta, el cual nos brinda los elementos necesarios para sobrevivir y seguir desarrollándonos, requiriendo también nuestro respeto por ser la tierra también un «ser vivo». Sin duda, el potencial ilimitado de un desarrollo personal, por la característica humana de tomar contacto con y vivir de acuerdo a su individualidad, está implícito en todos los adultos. En los años que nos hemos preocupado por un progreso auténtico de los niños, creció en nosotros la idea de que los humanos tienen una infancia y juventud largas y que su desarrollo está ligado a relaciones adecuadas con, por lo menos, un adulto; una estrategia esta —por no decir un truco— muy especial de la evolución de nuestra especie a la hora de abrir nuevas perspectivas para todas las generaciones. En este caso, hay la esperanza de que los adultos, que tienen la oportunidad de vivenciar un desarrollo interconectado con el crecimiento de niños, puedan compartir sus experiencias con otros que no tienen esta ventaja y apoyarlos en su búsqueda personal. Al otear el inicio de una nueva célula humana, hemos podido apreciar los sublimes procesos que ya comienzan con las tomas de decisión entre los espermatozoides y el óvulo femenino. Asimismo, hemos considerado que los estados personales durante el acto sexual y después de la fecundación, así como las actitudes de la madre y del padre frente al hijo que todavía no conocen, tienen su influencia sobre las condiciones en las cuales el niño llega a este mundo; un efecto que puede traer problemas en todas sus etapas de desarrollo, si los padres no están dispuestos a contemplar nuevas perspectivas. El hecho de que la unión sexual dé como resultado la llegada de un nuevo ser vivo a la tierra es como una comprobación de que los contactos entre un hombre y una mujer pueden también procrear una vida más heterogénea y deleitosa para ellos mismos si los dos descubren en qué son diferentes y qué es lo que tienen en común, y si aprenden a colaborar sin manipularse o dominarse mutuamente. Pensando en nuestras experiencias familiares, no creo que sin nuestra colaboración como pareja hubiéramos logrado crear una alternativa educativa tan radical como el Pesta y ahora el Proyecto Integral León Dormido. Aludo a estas iniciativas porque me gusta compararlas con nuestras dos manos, que son bastante parecidas, pero que están conectadas de diferente manera con las áreas neurológicas; de tal modo que, pongamos por caso, cuando tocan un instrumento musical con movimientos precisos y refinados, producen melodías y armonías que remueven el corazón de su dueño y de los que están alrededor. Obviamente, no se pueden generalizar las condiciones en las cuales un embrión debe ser acogido en el vientre de su madre, aunque a lo largo de la evolución de nuestra especie la Naturaleza ha hecho lo mejor para preparar este ambiente. Por ejemplo, si una adolescente queda encinta, puede que se sienta desilusionada, puesto que todavía no ha llegado a la culminación de su etapa de desarrollo de la juventud, pero ya tiene que sacrificarse para atender a su hijo. Por tanto, seguramente existen muchas variables en las características de los estados biológicos y psicológicos de las mujeres embarazadas, desde un rechazo definitivo de la criatura hasta la euforia de tener un bebé.
Aun así, cuando nace su primer hijo, muchas mujeres se sorprenden al descubrir su instinto materno. Pero conectar este instinto que tiene su origen en el sistema límbico con las estructuras cerebrales superiores requiere de decisiones de diferente cariz, y en cierta manera depende también de las características del entorno social. Aunque al comienzo, huelga decirlo, los adultos tenemos algo en común: al coger un bebé en brazos, lo acercamos a nuestro corazón de la manera más natural, lo que nos despierta un instantáneo sentimiento de amor. Pero los niños crecen y comienzan a hacer una serie de cosas que no entendemos y que a veces hasta nos molestan. Encontrar en cada situación un nuevo equilibrio entre las propias necesidades y las del niño ya es un primer paso importante para que no solo los niños, sino también los adultos, podamos madurar. Dado que los niños pequeños lloran con bastante frecuencia, esto incluso puede activar nuestro talento musical: ¿es un llanto de desahogo por un sufrimiento antiguo o actual, o un llanto de protesta por la manera como lo tratamos, a lo mejor porque no diferenciamos entre sus necesidades de atención no dividida y sus necesidades de autonomía? ¡O tal vez es un llanto de manipulación para conseguir algo, o porque el hijo siente que los padres siguen las ideas de otros y no son auténticos en su relación con él! ¿Reaccionamos con ira o impaciencia cuando un niño se enoja o se entusiasma en el momento menos esperado, cuando exige nuestra atención justo cuando estamos ocupados, o logramos detenernos un rato, analizando si las circunstancias son adecuadas para las necesidades del niño y tratando de modificarlas? ¿Nos parece normal comportarnos con un niño de manera como no nos atreveríamos a tratar a un adulto que nos viene a visitar, por ejemplo diciéndole, con un tono imponente: siéntate, cállate, pórtate bien, no te da vergüenza, come lo que te doy, deja esto, date prisa? Al estar con niños, ¿cuidamos de nuestras propias emociones y tratamos de sentir si ahora es el momento adecuado para poner un límite claro, pero con una actitud de amor y sin alterarnos? O cuando estamos ocupados, ¿decidimos interrumpir lo que estamos haciendo para prestarle la debida atención? Al observar sus actividades en la temprana infancia, ¿estamos dispuestos a reflexionar sobre lo que le llama la atención: la forma, la textura, el tamaño, el color, el olor u otra característica de los objetos? O en la etapa operativa, ¿nos damos cuenta de en qué estadio de crear su propia lógica está el niño, o nos orientamos simplemente por su manera más o menos cuerda de utilizar el idioma? Realmente, alcanzamos un sentimiento de paz y placer cuando logramos entrar en sintonía con el estado de los niños, pero cada vez que creemos que ya sabemos cómo tratarlos, ellos siguen creciendo no solo de estatura, sino también en sus conexiones neurológicas, de forma que recibimos señales que indican que ahora tienen nuevas necesidades, lo que significa que también nosotros podremos crecer si nos abrimos a lo desconocido, tal como hacen ellos. Por ejemplo, ¿manejamos el idioma como lo hemos absorbido de nuestro entorno social cuando éramos pequeños? ¿Abrimos la boca antes de pensar, sin esforzarnos en buscar en cada situación las palabras adecuadas, tal vez reaccionando con irritación, con un tono de voz de enojo, instructivo o de cariño artificial? Esta manera bastante frecuente de usar el idioma sin una conciencia real, quizá como arma o para sacar a flote nuestros malestares, se podría transformar en algo positivo si, antes de hablar, nos tomáramos el tiempo de reflexionar sobre las circunstancias del momento, sobre lo que pasa dentro de la otra persona, y sobre nuestro propio estado interno. Entonces, experimentaríamos que también nuestro lenguaje pasa por procesos de desaceleración, algo que conlleva una aportación a nuestro desarrollo individual, no importa la edad que tengamos. Estas reflexiones nos sirven también de guía para seguir enriqueciendo los ambientes en los cuales los niños pueden interactuar, aunque justo al estar cerca de ellos nos daremos cuenta de si nuestras ideas coinciden realmente con sus necesidades auténticas. De este modo, se nos confirma en cada nueva situación que todo aprendizaje real es mutuo, y que podemos crecer juntos con los niños. Aunque tal vez parezca una contradicción absurda, el camino hacia la independencia se va cimentando mediante la seguridad de un acompañamiento de amor, respeto y comprensión en circunstancias en las cuales el niño no tiene que amoldarse a nuestras expectativas para ganarse nuestro amor. Y al avanzar por este camino junto con los niños, nos puede también resultar más natural relacionarnos de la misma manera con otros adultos. El problema es que nuestra propia educación, primordialmente, se ha concentrado en la transmisión de técnicas y de conocimientos, y eso con la expectativa de un aprendizaje dentro de un marco de tiempo y de resultados predefinidos. Este enfoque puede ser útil en ciertos casos: si, por ejemplo, un carpintero hace bien su trabajo, puede estar seguro de que sus muebles son fuertes, bonitos y sirven para lo que los ha hecho. Sin embargo, no tenemos estas certezas cuando nos dedicamos a «trabajar» con niños, ni siquiera en el momento de hacer un «trabajo» para nuestro propio desarrollo, pues la vida no es un sistema cerrado, sino algo tan íntimo y a la vez tan infinito que lo único que podemos hacer es tomar contacto con los procesos vitales en cada
nueva situación. Esto ya lo comprobamos con muchos adultos que pasaron su niñez y adolescencia en el Pesta, sobre todo si sus padres hicieron el esfuerzo de asimilar este enfoque bastante diferente sobre la educación común: después de haber viajado y pasado años conociendo varias culturas y diferentes maneras de bregar con la civilización moderna, casi todos han buscado un camino personal que les ha permitido tomar iniciativas propias y vivir en armonía con la Naturaleza, consigo mismos y con los que entran en contacto con ellos. Realmente, es emocionante ver que, cada vez que nos encontramos con estos adultos, nos abrazan y nos aseguran que tienen el Pesta dentro de su corazón, que ello les ayuda tanto a calmarse en el instante en que sienten que alguna circunstancia les provoca tensión como a pensar en alguna alternativa para dar con soluciones al problema. Por supuesto, este camino está abierto a cualquiera de nosotros, aunque no hayamos tenido una niñez tan feliz, si tomamos la decisión de crear ambientes enriquecidos con cosas interesantes, donde los niños puedan abrir los ojos frente a un proceso de desarrollo auténtico que les lleve a palpar oportunidades y actividades nunca antes imaginadas. Un ejemplo simple: cuando están haciendo construcciones con múltiples materiales, ¿vemos solo los resultados de sus esfuerzos o nos preguntamos qué efectos tienen estos ejercicios para sus estructuras neuronales? También, el hecho de acompañar a niños en su trabajo individual, por ejemplo con materiales concretos de matemáticas, como mencioné en el capítulo de la etapa operativa, tiene un efecto bien especial sobre el adulto. Yo, por ejemplo, al estar cerca de la actividad del niño, percibo como un «clic» en mi cabeza cuando el niño hace sus conexiones cerebrales, a pesar de que no estoy segura de si sus interacciones manuales con los objetos en el espacio despiertan en él un recuerdo de algo vivido, una nueva comprensión o las ganas de aventurarse por nuevas experiencias. Y me sonrío, porque me viene la pregunta de si tal vez era esto lo que Sócrates quería decir con sus famosas palabras: «Solo sé que no sé nada». En estas situaciones, se me va aclarando que, a raíz de las diferentes facetas de las interacciones con realidades concretas, los sentimientos y el razonamiento se complementan misteriosamente: que el amor requiere de comprensión, que no hay comprensión sin amor, y que los movimientos y contactos del cuerpo se conectan con el corazón, con el sistema límbico y con la mente. Tal cosa nos acerca también a una problemática central en la vida del adulto: ¿qué es lo que he aprendido siguiendo un programa exterior, aceptando obedientemente los conocimientos o las sabidurías de otras personas, y qué comprendo por medio de mis propias experiencias en la vida? Otro descubrimiento que puedo hacer gracias a mis relaciones no autoritarias con los niños en ambientes adecuados es tomar conciencia de mis ideas fijas y de mis acciones y expresiones verbales automatizadas al compararlas con lo que siento, cuando aprovecho cada momento como una nueva oportunidad de probar e investigar algo que todavía no conozco o no comprendo en profundidad. Para esto es importante tomarme tiempo, en lugar de seguir mi costumbre de expresarme con muchas palabras aceleradas, de buscar unos pocos términos coherentes con cada situación. Tengo la idea de que desacelerar nuestro lenguaje aumentaría la cantidad de nuestras células espejo en el sistema límbico, que son tan importantes para el desarrollo de nuestra conciencia autobiográfica y para mejorar nuestras relaciones con otras personas. De acuerdo con Antonio Damasio, el crecimiento de esta conciencia depende de las interconexiones en todo nuestro mapa corporal, desde las zonas orgánicas y motrices, pasando por todas las áreas límbicas que regulan los instintos y las emociones, hasta llegar al área broca, que nos permite incrementar nuestras capacidades gramaticales (ver G. Roth), y así conectar a otro nivel nuestras experiencias internas con las interacciones con el mundo externo. De estas investigaciones podríamos sacar la conclusión de que la palabra HUMANOS significa que somos seres vivos que maduran al utilizar sus MANOS sintiendo y diciendo lo que están haciendo en toda clase de situaciones diferentes. Desde luego, esta manera cambiante de estar plenamente presente no sería factible si nosotros mismos no trabajáramos primero con los materiales con un lenguaje claro y movimientos concretos y tranquilos. Esta no es solamente una condición para poder acompañar a los niños y adolescentes, librándonos de la idea de enseñarles otra forma de aprender matemáticas en lugar de ver que se trata de crear nuevas conexiones neuronales beneficiosas para comprender toda clase de situaciones y relaciones humanas. Con el tiempo, caemos en la cuenta de que nuestras prácticas personales tienen también una influencia muy valiosa sobre nuestras actividades cotidianas, que muchas veces están afectadas por apuros, automatismos o cualquier presión causada por nuestro afán de supervivencia, y de que estas actitudes «normales» nos conectan con las estructuras antiguas de nuestro organismo y nos ponen en peligro de bloquear nuestro crecimiento personal. Mientras que estamos acompañando a los niños en los ambientes preparados para sus necesidades auténticas en las diferentes etapas, podemos permitirnos el lujo de estar siempre atentos a sus procesos de desarrollo, lo
que no es tan fácil en el hogar, donde tenemos muchas otras responsabilidades. Efectivamente, esta combinación entre seguir creando nuevos ambientes, de acuerdo a nuestras percepciones de los intereses y estadios de desarrollo de los niños y jóvenes, de cuidar que sus acciones espontáneas no dañen el ambiente relajado y de estar siempre en contacto con nuestros propios sentimientos y pensamientos, es una gran oportunidad para llegar a un verdadero pensamiento interconectado, con la facultad de vivir plenamente con nuestro cuerpo en esta tierra, y de crecer en autorreflexión y empatía. Dándonos esta oportunidad a nosotros mismos, tal vez advirtamos que no solamente los niños, sino también los adultos, estamos en peligro de comportamos inadecuadamente si arrastramos malestares de nuestro pasado, y si ahora no podemos vivir en función de las necesidades auténticas de nuestra etapa de desarrollo actual. A lo mejor, nuestra manera de hablar está todavía cargada de fuertes emociones, porque esta era la forma normal de expresarse cuando éramos pequeños, o porque nuestros movimientos fueron dirigidos o limitados, o porque no hemos podido establecer un equilibrio homeostático por medio del llanto de desahogo. Tal vez nos han tapado la boca, nos han distraído o —como hacen muchos «buenos padres»—, nos han llenado de explicaciones de por qué no es necesario llorar sin tener en cuenta la importancia de las conexiones neurológicas paulatinas y cada vez más sutiles del cerebro límbico con las diversas áreas frontales. Por una serie de circunstancias cada vez más difíciles en el país, después de casi treinta años de dedicarnos muchas veces contra viento y marea a la creación de ambientes más apropiados para niños y jóvenes, dedicando a la vez mucho tiempo a los padres para que pudieran acompañar a sus hijos con actitudes de amor y respeto, llegamos a la siguiente conclusión: no es suficiente invertir toda nuestra energía en mejorar las condiciones vitales de los niños, sino que es urgente crear un entorno social en el cual también los adultos dispongan de mejores oportunidades a la hora de tomar en serio su propio desarrollo humano, en lugar de someterse a las presiones crecientes del mundo actual de luchar por la supervivencia, y en el poco tiempo libre que les queda buscar alivio por medio de toda clase de sustitutos. Gracias a nuestras enriquecedoras experiencias con tantos niños y jóvenes, inclusive nuestros hijos, sabíamos cuán importante es para los padres tener la oportunidad de consagrarse a sus hijos, no solo en el hogar y en el entorno social, sino también en los ambientes específicamente preparados para las diferentes etapas de desarrollo. No en vano, esto implica dejar de delegar la educación de los hijos a los «especialistas»; así las cosas la creación de lo que llamamos Proyecto Integral León Dormido (nuestro terreno está situado al pie de una montaña llamada Couturco que, por su forma, llamamos «león dormido») implicó distintas decisiones que trataré de resumir en unos pocos párrafos: Cada familia tiene su espacio en el que puede crear un ambiente privado con buenas condiciones para el desarrollo de la vida individual, sin tener que someterse a los criterios o las sabidurías de otros, pero colaborando con los vecinos en la creación de estructuras que permiten una convivencia lo más armónica y coherente posible. El acuerdo es que, dentro del proyecto, todos los intercambios de productos y todos los trabajos individuales o en «mingas» (= trabajo comunitario) son registrados en moneda alternativa. Esta práctica tiene el doble efecto de que, hasta cierto punto, nos aliviamos de las presiones de la economía normal, y por otro lado, evitamos «hacer favores» o quejarnos de que no se reconocen lo suficiente nuestras contribuciones, ya que los «cheques» alternativos no implican precios, sino aprecios. Este consenso de practicar una economía solidaria incluye también que las casas son propias, pero no en el sentido de propiedad privada, sino solamente mientras las familias viven en ellas y participan en el proyecto. Gracias a este intento de reducir las presiones normales de la supervivencia, poco a poco se va creando la base para que los padres puedan dedicar mucho tiempo a sus hijos, colaborando en la preparación y acompañamiento de los niños en los ambientes preparados que ahora ya no llamamos «escuela», sino «centros para actividades autónomas» (CEPAS); para este fin, cabe estar en una continua capacitación en la que los adultos se apoyen mutuamente. Los niños, y sobre todo los jóvenes, al darse cuenta de que los adultos no presumimos de saberlo todo, sino que nos esforzamos en descubrir y comprender cosas nuevas, no necesitan defenderse de nosotros; más bien se abren para escuchar lo que les podemos contar, interesándose por nuestras estrategias de afrontar problemas prácticos y sociales. En estas circunstancias, los padres se responsabilizan de llevar los registros de sus propias actividades y de las de sus hijos tanto en el hogar como en el entorno social interno y más amplio, y en los ambientes preparados, y se organizan para compartir regularmente sus experiencias y reflexiones con los otros participantes del proyecto en reuniones informales y más formales.
Ya que no solo todos los intercambios de productos y servicios dentro del proyecto (y con algunos vecinos) son registrados en moneda alternativa, ni tampoco los problemas prácticos son resueltos por medio de trabajos comunitarios, los niños y jóvenes, si así lo desean, pueden participar y ganar experiencias útiles, por ejemplo, llevando las cuentas, construyendo casas, reparando caminos, ayudando a preparar el terreno para la siembra y la cosecha de productos orgánicos, participando en los trabajos de cocina para las comidas comunitarias y para visitantes que vienen de lejos, en los mercados alternativos y las reuniones de reflexión sobre los problemas del mundo actual. Todas estas experiencias son compartidas entre adultos y niños, y con frecuencia se van creando nuevas motivaciones para aprovechar los ambientes preparados con el afán de conectar estas vivencias con materiales estructurados e informativos. También es gracioso ver cómo en el ambiente preparado para los niños hasta los 13 años, algunos se organizan de repente para inventar un teatro y nos cobran la entrada en moneda alternativa. El acuerdo entre todos los participantes radica en respetar la Naturaleza por medio de la agricultura orgánica y varios métodos ecológicos, como los baños secos; en lo posible, hay que cuidar de la salud por medio de estrategias de medicina natural, así como proteger el ambiente de ruidos innecesarios, además de tomar en serio las informaciones sobre los daños que causa la televisión y no tenerla en las casas. Por medio de un proyecto de pasantías y ofertas que ahora ya no llamamos «cursos», sino «Activaciones de un Paradigma de la Vida», estas vivencias están abiertas para personas interesadas en conocer de cerca y reflexionar sobre otra manera de crear un entorno social. Tal vez la forma más sencilla de imaginarse cómo se vive en este proyecto es comparándolo con las plantas, que crecen de algo muy pequeño hacia algo más grande; con la diferencia de que aquí se trata de crear mejores oportunidades para todas las generaciones de crecer humanamente y, gracias a sus procesos de maduración, de interactuar sin estructuras de autoridad, sino confiando en el potencial de desarrollo de cada individuo. Es ahora, dentro de estas circunstancias con nuevas perspectivas y en un ambiente natural a 2.700 metros sobre el mar, con una vista hermosa de los Andes, con aire fresco y puro, que se está dando la posibilidad de formar grupos de personas que quieren darse el tiempo para profundizar en su comprensión de los procesos de vida y para practicar con materiales didácticos, sin los cuales no es posible salir de la costumbre de enseñar de manera virtual a los niños lo que los adultos consideran necesario para un buen proceso educativo. Lo interesante es que, en este entorno, los procesos de los adultos resaltan de una manera diferente a como sucede en otras circunstancias en las que se aprecia a mucha gente asfixiada por toda clase de contaminaciones procedentes de la tecnología moderna, radiaciones dañinas, ruidos, químicos, diversiones artificiales y coacciones; todos ellos rasgos que son considerados normales dentro de una civilización generalmente centrada en los parámetros del progreso y no en un auténtico desarrollo humano. La propuesta del Proyecto Integral León Dormido es que cada integrante tome sus decisiones personales en cuanto a las responsabilidades que quiere asumir en el entorno social. Asimismo, promueve la idea de que todos se han de poner de acuerdo para cooperar en trabajos concretos, turnándose en los roles necesarios para cumplir con los aspectos legales, en la redacción de los protocolos de las reuniones formales y en la coordinación de los diversos proyectos. Todos dedicamos bastante tiempo a conversaciones en grupo para resolver problemas prácticos y posibles conflictos, así como para reflexionar sobre nuestros procesos personales y de los niños, además de organizar comidas comunitarias, celebrar la vida con música en vivo y acompañar a los hijos o nietos en los ambientes preparados. En estas conversaciones, topamos también con una serie de temas relacionados con los procesos vitales. Por ejemplo, nos viene la pregunta: ¿qué es lo que realmente queremos decir con la palabra «educación», que es tan corriente en la sociedad que nos rodea? También es interesante que nuestras relaciones se vuelvan más relajadas al recordar que todos hemos comenzado nuestra vida en esta tierra como una sola célula, y que lo que somos ahora ha sido un proceso que ha dependido en gran parte de las circunstancias en las que cada uno ha crecido, pero que ahora estamos buscando nuevas perspectivas. Por otro lado, si alguien tiene ahora mayores capacidades que los demás, tomamos conciencia de que corre el peligro de sentirse superior cuando presta su ayuda, ya que esta actitud puede causar daño si no advertimos que nos beneficiamos nosotros mismos al hacer un bien a otros, no porque esperemos alguna recompensa, sino porque dentro de nosotros estamos activando nuestro potencial de empatía. Y es que si solo pensamos en nuestras propias necesidades y no queremos apoyar a otras personas, sería como si todavía nos portáramos como niños, con la diferencia de que como adultos es muy probable que esta actitud no nos sirva para nuestro desarrollo, sino que más bien nos
empobrezca. Otras veces hablamos de cuán contentos nos sentimos porque vivimos en este entorno social con sus estructuras de cooperación. Sin embargo, si creyéramos que por eso ya hemos llegado a la meta de nuestra vida y nos complaciéramos al ver que aquí los niños viven muy felices, nos estaríamos precipitando. Pues, ¿no estaríamos angustiados en caso de que ellos no siguieran creciendo y desarrollándose? ¿Y no pasa lo mismo con nosotros, si solamente pensamos en resolver los problemas de supervivencia de una manera más bonita? O si nos sintiéramos orgullosos de «vivir mejor que otros», ¿no estaríamos cayendo en la trampa de las estructuras de autoridad que querríamos evitar? Creo que la mejor forma de eludir esta farsa es tomar conciencia de que solamente lograremos sentirnos humildes si no nos olvidamos de la grandeza de la Vida en mayúscula. Gracias a estas circunstancias y conversaciones, se nos puede abrir de manera natural un nuevo panorama de nuestras limitaciones personales y de lo que nos falta para seguir activando nuestro potencial. Por ejemplo, surge la pregunta de si nuestros trabajos en el entorno social tal vez presentan todavía una actitud de obligatoriedad. ¿Hacemos las cosas por querer complacer a otros? ¿O será que nuestras actividades están realmente motivadas por nuestra percepción de lo que hace falta en las diversas circunstancias a la hora de crear un ambiente relajado para nosotros y para otros, y por la conciencia de que todo lo que hacemos tiene también sus implicaciones para nuestro propio bienestar y desarrollo, siempre con el afán de encontrar un equilibrio sano entre nuestras responsabilidades y el placer de vivir plenamente? Hemos de aceptar que todos somos una «mezcla» entre los niveles bajos y altos, es decir, entre las áreas antiguas y más nuevas de la vida orgánica, pero con la confianza de que, a pesar de todas nuestras diferencias, y aunque nuestro desarrollo sea lento, tenemos el mismo potencial humano y un marco de referencia para crear nuevas relaciones personales. Esto nos abre también la perspectiva de que todas las culturas pasadas y actuales tienen sus lados positivos y negativos, pero que está en nuestras manos la oferta de crear una nueva cultura en nuestro entorno más cercano. Ya que nos basamos en los procesos de la vida, no nos asusta que todo desarrollo que se da desde dentro hacia fuera, desde algo pequeño hacia algo más grande, tome su tiempo, siempre con la referencia a las plantas, que crecen desde una semilla pequeña y que, desde sus raíces, van construyendo todo lo que corresponde a su naturaleza, hasta dar los frutos necesarios para su continuidad y posible utilidad. Basándonos en la experiencia de que la familia proporciona el fundamento para el desarrollo individual, nos sentimos más seguros al abrirnos hacia otros entornos, y se nos vuelve cada vez más natural relacionarnos con otras culturas y razas, sin despreciar las más «primitivas», o admirar las más «cultas». No en balde, todos tenemos el mismo potencial humano y una similar disposición de compartir nuestras experiencias y reflexiones con otras personas que están también buscando caminos —no «autopistas» sino «veredas»—, pisando firme y avanzando con cuidado. Cuanto más relajado sea el ambiente, más probable es que salgan a la superficie nuestros traumas y dolores del pasado. Pero en lugar de buscar terapeutas especializados fuera del entorno, tenemos la posibilidad de pedir y recibir apoyo de personas de confianza dentro del proyecto, para confrontar nuestros problemas y coger nuevas fuerzas para seguir adelante. Las estructuras de poder y de sumisión tan comunes y sistematizadas en muchos entornos sociales y que, por la niñez que hemos tenido, no son fáciles de romper, se transforman paulatinamente en actitudes de mutuo apoyo, de autorreflexión y de confianza en el potencial de desarrollo de cada uno. De este modo, poco a poco se nos va aclarando la evidencia de que sería muy difícil encontrar una alternativa a la sociedad autoritaria si no tenemos una praxis de colaboración con las personas en cada una de sus etapas de desarrollo, desde la infancia hasta la adultez; quiere decir que lo dicho se convierte en algo natural —«teóricamente», diría Jean Piaget—, de tal forma que no se lograría una verdadera democracia en los adultos sin el esfuerzo de crear relaciones de respeto mutuo también con los niños. Por ejemplo, en lugar de «dictar cursos» o «enseñar lo que se debe saber», podríamos atrevernos a decir: «Esto me parece muy interesante, pero realmente no lo conozco bien. Veamos quién tiene experiencias que pueda compartir con nosotros, en qué libro encontramos más informaciones, o con qué material podemos trabajar para comprenderlo mejor». Estas actitudes positivas pueden ser igualmente complicadas para los que siempre han confiado en la seguridad de los títulos profesionales, como también para los que hasta ahora se han considerado poco inteligentes. Lo cual nos confirma cada vez más que, para amparar el desarrollo tanto de la próxima generación como también de los adultos, deberíamos aprovechar toda oportunidad de llegar a sentimientos más claros y comprensiones más amplias y profundas por medio de experiencias personales, sin dar por sentadas las
sabidurías de otros. En el mundo actual sería fácil afirmar que lo más común es ir tras la felicidad yendo a la vez en pos de una riqueza basada en el dinero y la propiedad privada. Sin embargo, tenemos frente a nosotros nuevas perspectivas de aspirar hacia una riqueza muy diferente: la que tiene su origen y sus metas en el crecimiento de conexiones neuronales cada vez más abundantes dentro de nuestro organismo, con la posibilidad de tomar nuevos contactos entre todas las áreas neuronales y de enriquecer nuestras relaciones con toda la Naturaleza y con otros seres humanos. Gracias a un contacto cercano con la Naturaleza, confiamos también en que existen muchas maneras de hacernos responsables de la propia salud, no solo mediante la ingesta de comida sana y recurriendo a hierbas medicinales, baños de vapor, barro en la barriga y cosas parecidas, sino también cuidando de nuestras emociones, como por ejemplo la impaciencia, los resentimientos, los enojos o miedos, que rebotan en nuestro sistema límbico, que es el hogar de nuestro sistema inmunológico. La esperanza de poder hacer muchas nuevas conexiones en las áreas superiores de nuestro cerebro no relega que apreciemos nuestras «estructuras bajas», las cuales son nuestras herramientas para interactuar con el mundo concreto con firmeza y de manera cada vez más segura. Solo que hay que tener cuidado para que no nos atrapen, como hace el perro de nuestro vecino cuando le ofrezco un pedazo de pan y tengo que estar muy atenta para que no me coja la mano. Así, con suficiente circunspección, este aprecio se convierte en una estrategia de colaboración mutua en nuestro organismo entre lo «bajo» y lo «alto», siempre y cuando no nos olvidemos de que nuestro potencial nos puede abrir el campo a otros niveles de la vida. Tal vez vemos que nuestra disposición de crecer juntos con los niños tiene sus efectos positivos en la posibilidad de tener también más paciencia y más empatía con los adultos, o en la de tener más valor a la hora de ponerles a tiempo límites claros, y así evitar conflictos innecesarios. Juntando las diferentes experiencias personales y en grupo con muchas conversaciones, poco a poco nos resulta más fácil hacernos responsables de nuestras propias emociones y ubicarnos mejor ante las reacciones e ideas de los compañeros, evitando así dar nuestras opiniones antes de haber prestado atención a los demás. Con todo, supongo que hay que ser bastante realista, porque en nuestras charlas entre adultos no es sencillo siempre poner en práctica todas las buenas intenciones que podamos tener. Como ya dije antes, el origen del idioma no es racional, sino emocional, inclusive cuando se trata de usarlo para la comunicación. Igual que en la historia de la evolución de la especie humana, en el proceso de cada individuo, también, el idioma requiere de circunstancias adecuadas para madurar y convertirse en una herramienta que sirva para un verdadero diálogo. Ya tenemos el panorama de que esta maduración del lenguaje depende de las interconexiones de todas nuestras estructuras neurológicas, desde el cerebro reticular y límbico hasta la corteza cerebral, y por supuesto también con el lóbulo prefrontal, que se ocupa de erigir las áreas bajas, medianas y altas hacia una cualidad humana, engendrando así un pensamiento interconectado necesario para la autorreflexión y la empatía. En las etapas anteriores se aclaró que la mielina, que es necesaria para las nuevas interconexiones de las neuronas, se produce por nuestras interacciones específicas con el mundo exterior, especialmente cuando utilizamos las puntas de los dedos. Pero justo en la etapa operativa, cuando estas interacciones tienen la motivación interna de crear una lógica clara, cada vez más compleja y personal, este proceso es interrumpido por la educación que la mayoría de nosotros hemos recibido de manera más bien virtual, aislando nuestras experiencias concretas de lo que podemos expresar con palabras. Un ejemplo simple de ello es la manera en que los adultos hemos aprendido las tablas de multiplicar o a dividir fracciones, y cómo ahora nos resulta difícil acompañar a los niños que, por medio de muchos diferentes materiales, van paulatinamente descubriendo la lógica de estas operaciones. ¿Realmente es verdad lo que nos enseñaron, que el orden de los factores no importa porque el resultado es el mismo? ¿Pero será lo mismo en la vida práctica si invito tres veces a quince personas a comer en mi casa, o quince veces a tres personas? ¿Y cuál es la diferencia si tengo dos veces treinta días de vacaciones o treinta veces dos días? Al aprender a dividir fracciones, hemos aprendido un truco para resolver este problema, ¿pero hemos comprendido que el resultado de toda división está siempre en relación con lo que recibe un entero? En comparación con nuestras vivencias en la vida diaria, los diversos materiales concretos y semiconcretos de cálculo nos dan una oportunidad mucho más simple para descubrir la lógica de cada interacción con las realidades externas. Pero para llegar a conclusiones claras y abstracciones sólidas, a la comprensión de categorías y analogías, es necesario acompañar cada operación con palabras precisas que estén en concordancia con las particularidades de cada situación. Ya que por la manera como nos enseñaron no hemos tenido suficientes oportunidades de llegar, de manera natural, a una comprensión personal de muchas cosas que no hemos vivido en carne propia, no hay que
sorprenderse de que nuestro lenguaje muestre todavía automatismos, ideas fijas, un pensamiento linear, palabras superfluas que en el fondo no dicen nada concreto (por ejemplo, cuando a cada rato decimos «tengo que», «venga, venga», «vale, vale», «nada, nada» «y todo, y todo»), si hablamos con demasiada velocidad y repetimos las mismas frases por pura costumbre; o si a veces nuestro idioma se convierte en un instrumento de ataque, autodefensa o manipulación, en una forma de llamar la atención, o si está cargado del tono de voz del «sabelotodo». Este es un fenómeno que, de una u otra manera, podemos percibir en todas las culturas. En todo caso, en las personas, estos hábitos que estamos todavía arrastrando desde la época en la cual asimilamos el idioma de nuestro entorno social, están relacionados con las áreas antiguas del organismo. Lamentablemente, si no hemos podido conectar nuestro lenguaje con actividades concretas voluntarias y desaceleradas, como por ejemplo algún trabajo práctico, o el manejo de materiales de matemáticas, se nos hace difícil evitar que nuestro tono de voz no se imponga sobre lo que querríamos decir, en lugar de comunicarnos de una manera tranquila y precisa para transmitir el contenido de nuestras palabras a través de nuestras interconexiones internas entre nuestros sentimientos y razonamientos, y así llegar a la activación de nuestro potencial humano. Si al tratar de resolver problemas no logramos expresarnos con claridad, lo más probable es que se sobrepongan las emociones; de hecho, a veces hablamos horas enteras sin llegar a comprendernos mutuamente, por lo que resulta frecuente que nuestras conversaciones nos cansen en vez de relajarnos. Debido a los automatismos acumulados en la niñez puede surgir otro peligro de malentendernos, por ejemplo si confundimos el deseo de prestar apoyo con el intento de ejercer autoridad sobre los compañeros. Un contraste doloroso se da también en personas que, por su educación superior, están acostumbradas a utilizar un lenguaje muy elevado que, sin embargo, no han podido madurar en sus estructuras internas que conectan el corazón y la mente con todas las áreas del organismo, lo que sería la condición para que las conversaciones maduraran hacia un verdadero diálogo. De todas maneras, es casi inevitable que hablemos de otra forma con personas de confianza que con los que no conocemos bien, con aquellos que consideramos como autoridad o gente inferior, o con los que nos parecen antipáticos. Un problema serio surge también cuando no nos damos cuenta de que nuestra manera de hablar afecta al sistema nervioso de los niños y les causa malestares que acarrean comportamientos que luego nos inquietan, sin tener la menor idea de cuál es su origen. En todo este panorama, ¡cuántas veces caemos sin querer en los mismos hábitos de la sociedad en la cual crecimos, a la hora de utilizar el lenguaje no tanto para entendernos mejor, sino para ocultar nuestras inseguridades o imponer a otros lo que consideramos realidades absolutas, para ejercer poder sobre otros, manipular, llamar la atención o quejarnos! De modo que, si realmente queremos crear una cultura con relaciones fructíferas entre los individuos, no nos queda más remedio que preocuparnos también de la maduración de nuestro lenguaje. En este sentido, podríamos comenzar por la decisión de no adelantarnos a las intenciones de otros, no interrumpirnos en nuestras conversaciones, hablar solo una persona a la vez, como ya han decidido los niños en sus asambleas, y tratar de escuchar con verdadera atención a los otros y a uno mismo. En el mundo que nos rodea vemos todavía letreros con letras enormes y a la vez errores ortográficos grotescos. Por ejemplo, en algunas urbanizaciones, se lee: PROHIBIDO VOTAR BASURA, o en un instituto de desarrollo personal cerca de nosotros: FUENTE DE SAVIDURÍA. Por suerte, los adultos que acompañan a sus hijos en los ambientes preparados tienen una buena oportunidad para desarrollar su lenguaje, no solamente al acompañar en las actividades concretas de los niños con trato cariñoso y palabras sencillas, sino también en relación con el idioma escrito, que requiere, en primer lugar, de mucha nitidez para que sea legible para los que están aprendiendo a leer y escribir, sin errores de ortografía; en segundo lugar, de mucha coherencia en la puntuación y estructuración de las oraciones, y en tercer lugar, de una lógica coherente en las relaciones gramaticales. Para adultos que escriben con mucha agilidad, este es un proceso que exige paciencia y favorece una desaceleración de lo que se hace automáticamente, con lo que se afianza la autorreflexión. Este es otro ejemplo de cómo la toma de responsabilidad, por parte de nuestros hijos y nietos, beneficia nuestro propio desarrollo adulto, sobre todo porque en estas circunstancias ricas en situaciones imprevistas, incluso las expresiones verbales espontáneas adquieren las cualidades arriba descritas. Especialmente, de cara a los que ya estamos en la tercera edad, vivir en este contexto se convierte en una invitación a aprovechar cualquier situación para reconsiderar las experiencias de nuestra propia vida. Después de tantos años de acompañar a niños, adolescentes y adultos, y de reflexionar acerca del significado de sus interacciones, intereses e inquietudes, ya se me ha convertido en algo natural indagar también en el sentido de mi vida personal, hasta de la vida humana en general, y preguntarme cuáles serían los puntos clave para
acercarme a este objetivo. ¿Puedo vivir en el mundo normal como una persona nada especial, vestirme como es usual, hablar con palabras sencillas, irme de compras, hacer las tareas de la casa con mucha puntualidad pero sin estresarme, participar en fiestas tocando música, cantando y bailando, interesarme en las investigaciones científicas más recientes, y, en todas estas circunstancias, siempre confiar en mis percepciones personales y diferenciar entre lo que está dentro y lo que está afuera? En ese momento, me vienen muchos recuerdos y preguntas: a pesar de haber vivido en diferentes culturas y de haber viajado por muchos países, siempre tratando de encontrar las mejores soluciones en cada situación, ¿cuántos automatismos he desarrollado tras bregar con tantas realidades diferentes y después de haberme portado cortésmente o de reaccionar defensivamente, y cuántos arquetipos incuestionables se han acumulado en mi larga vida? ¿Realmente estoy dispuesta a tomar distancia de todo lo que ya se me ha hecho costumbre, comenzar desde cero y en cada situación tomar nuevamente contacto con el significado de mi vida? Y si para los niños y jóvenes es tan importante tomar contacto con las cualidades de las realidades externas y sacar la esencia de lo que viven, ¿de qué cualidades y esencias estamos hablando los adultos? Este cuestionamiento es algo que vivo en carne propia en muchos contextos; cada vez que camino por el campo, cuando entro y salgo del baño de vapor frotándome con agua helada para cuidar de mi salud, o cuando hago algún trabajo práctico en casa, se me ocurre inesperadamente algo nuevo: algún material que pudiera inventar para el CEPA, o una nueva idea sobre lo que tendría que investigar más profundamente; en este momento, tal vez sobre algo que valdría la pena mencionar en este libro para compartir con los lectores. Entonces, antes de olvidarme, busco rápidamente lápiz y papel y anoto las ideas que me han venido espontáneamente. Y haciendo esto, de la manera más natural me siento unida a los niños que escriben lo que viven, que escriben lo que realmente les interesa, como cuando anotan las asociaciones que hacen con los materiales que les hemos inventado. Esto no quiere decir que sus asociaciones creativas sean siempre cómodas para los adultos. Hace unos días, invité a mis nietos a comer en mi casa. Por la mañana, en el CEPA, habían trabajado con materiales de geografía, y una vez sentados a la mesa, se estaban tomando mucho tiempo para moldear figuras en sus platos con el puré de patatas que les había preparado, dándoles la forma de todos los continentes de la tierra, marcando las fronteras de los países con palillos y lentamente distribuyendo la salsa para indicar los mares y ríos principales. Esto duró casi media hora, y justo entonces, se quedaron suficientemente satisfechos con sus inventos para por fin comenzar a servirse la comida. Para mí este comportamiento inesperado fue soportable porque soy consciente de que, en todas las etapas de desarrollo, las actividades espontáneas son la base para un desarrollo real que se da desde dentro hacia fuera —para poder mantenernos en contacto con la vida— y que, como la música, tienen sus propias regularidades. Así, también en nuestra vida individual y social, no logramos ninguna armonía sin afinamiento, sin relación ordenada entre las notas y un ritmo coherente que una las condiciones físicas, emocionales y racionales y las lleve a otra dimensión. Afortunadamente, al crear una alternativa a la educación común generalmente basada en exigencias, obediencia y resultados predefinidos, hemos vivido en persona el hecho de que es factible no repetir las atrocidades del pasado. Tomamos conciencia de que no tenemos que reincidir en las confusiones de nuestros antepasados —por ejemplo, porque hemos sido educados directivamente—, dejarnos manipular por personas que nos parecen buenas o más inteligentes que nosotros, someternos a las autoridades sin criterio propio, competir con otros para tener éxito en la vida, juzgar a otros individuos sin comprender sus procesos vitales o, a lo mejor, dirigir a otros con la buena intención de que aprovechen nuestras sabidurías. En todo caso, siento la responsabilidad de avisar de lo siguiente: crear otras circunstancias para niños, jóvenes y adultos nos puede traer otros dolores, pues en el mundo «normal» es inevitable que nos topemos con muchos tratos incoherentes con los procesos de vida, por lo que entonces tenemos que protegernos para no sufrir demasiado. Hace poco leí una buena noticia en el Comercio, uno de los diarios más difundidos de Ecuador: los psicólogos han comprobado que los niños que pueden experimentar con sus propias ideas tienen mayores posibilidades de convertirse en adultos creativos, por lo cual se sugiere a los padres que escuchen a sus hijos con respeto, sin juzgarlos ni corregirlos. En la misma página, además, se llegó a la siguiente conclusión: se recomienda que los padres inscriban a los niños en cursos que les enseñen creatividad, y que se animen a invertir su dinero en pagar a los especialistas que son capaces de llevar adelante semejante innovación. Entonces, ¿dónde podemos encontrar un equilibrio que corresponda a los procesos de vida que en sí son creativos si, en lugar de activar nuestra propia creatividad, seguimos confiando en métodos inventados por personas capacitadas para dirigir a los niños? Por suerte, en la actualidad ya hay muchas iniciativas basadas en el deseo de dar libertad a los niños. Pero
me pregunto si los adultos responsables de atender a los niños realmente se preocupan de comprender las necesidades auténticas de acuerdo a su etapa de desarrollo, o si a lo mejor confunden un ambiente relajado con un ambiente de relajo. ¿No es algo parecido a lo que puede pasar cuando se quiere salir de la agricultura con productos químicos y luego no se ve la diferencia entre un cultivo con abono orgánico y abandonar el terreno? Ciertamente, nuestras experiencias nos han confirmado que sí es posible concebir situaciones en las cuales podamos relacionarnos con otros con amor y respeto mutuo, siempre atentos a no caer en la trampa de que cada uno se porte como le dé la gana, sin preocuparnos de las necesidades auténticas propias y ajenas. Cada nuevo caso ha sido una oportunidad para cuestionarnos si el amor es solo un ideal o cómo es posible ponerlo en práctica en concreto. Se nos ha aclarado que, practicándolo en el seno de la familia cercana con miembros de diferentes géneros y edades, se amplía naturalmente la capacidad de extender actitudes amorosas a las personas más lejanas, de crear un entorno más relajado, relacionarse con otras culturas, e intercambiar con ellas opciones creativas muy necesarias en este mundo tan afectado por el peligro de la autodestrucción. En su libro Dime cómo te relacionas y te diré quien eres, el psicólogo Pablo Palmero, de la Universidad Autónoma de Barcelona, señala la importancia de los vínculos afectivos desde la etapa prenatal. Con muchos ejemplos describe que la carencia de amor en la infancia puede perjudicar el estado interno y las actitudes de los adultos, hasta el punto de requerir un apoyo intenso para soportar las presiones de la vida moderna y encontrar un camino en el cual puede madurar su individualidad. Me impresionó mucho la lectura de dicho libro, porque me di cuenta de que, a pesar de vivir en continentes tan lejanos como Europa y Sudamérica, tenemos multitud de inquietudes en común. Pues, aunque sea mediante pequeños pasos dentro de la familia, al crear un nuevo entorno donde el amor sirva de enlace entre la vida práctica, el pensamiento interconectado, la autorreflexión y la empatía de los individuos, nos acercamos al origen de la Vida; estamos en camino de aportar una alternativa a las costumbres del mundo actual, en el cual las leyes del Estado y las normas fijas reemplazan en gran medida las relaciones fraternales. En realidad, la falta de amor con respeto, así como de ambientes oportunos para un desarrollo verdadero en cada etapa, puede tener consecuencias tremendas desde muchos puntos de vista. En estos días, yo estaba leyendo una novela para jóvenes del escritor alemán Klaus Kordon, Der Erste Frühling (Beltz-Gelberg, Weinheim-Basel, 2.ª ed., 1994), que trata de los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial y de tantos problemas en la posguerra en Berlín. Pues bien, este libro despertó en mí todas las experiencias dolorosas que sufrí en la ciudad alemana en esta época, y saqué la conclusión de que las guerras en el mundo solo pueden darse cuando los humanos son incapaces de desarrollarse de acuerdo a su verdadero potencial y abrirse a la pregunta: ¿qué es lo que impide nuestro desarrollo? Una descripción muy extensa de cómo los humanos, a lo largo de la historia, han desviado su misión de mejorar la calidad de vida en la tierra, la encontré en la obra de Arnold Toynbee Mankind and Mother Earth. Como dije más arriba, es probable que, cuando nace un niño, hasta los adultos, que ya han terminado su educación y tal vez tienen títulos de alto nivel, se sientan de repente inseguros, inclusive si disfrutan de las mejores intenciones de amar y respetar a su hijo (pese a que no sepan qué es lo que quieren respetar). Por las costumbres de la cultura, en lugar de aprovechar este sentimiento de inseguridad como un resorte para dar un nuevo salto en su vida, los adultos suelen acomodarse sin juicio propio a métodos aprobados, con el fin de amoldar a su hijo a la civilización, posiblemente delegando lo más pronto posible sus responsabilidades a los especialistas, tal como muchos hacen cuando, al enfermarse, acuden enseguida al médico. Otra problemática surge cuando algunas personas optan por una «educación libre», pero sin tomarse la molestia de indagar en las etapas de desarrollo y preocuparse por reconocer cuándo los niños o ellos mismos eluden las necesidades auténticas que corresponden a ellas. No debe sorprendernos que estas soluciones, dentro de un contexto nuevo, se hagan no solo comunes sino hasta obligatorias, si pensamos cuán fácil es olvidarse de que los seres humanos tenemos un potencial ilimitado que nos permite seguir creciendo desde dentro durante toda la vida. Sin embargo, tomarse esta percepción en serio puede también convertirse en una trampa, si al crecer nos creemos «más altos» que otros, si nos consideramos «personas especiales», si no tenemos en cuenta que todos somos una «mezcla entre áreas neurológicas de niveles bajos y altos» y que, solamente, la humildad y la paciencia con nosotros mismos y con los demás nos pueden salvar de ser «atrapados hacia abajo» por actitudes de orgullo. El peligro de querer influenciar y hasta dominar a otros con la propia sabiduría solo puede darse si nos olvidamos de que nuestro potencial humano es ilimitado, la cual cosa quiere decir que en ningún momento podemos afirmar que ya hemos «alcanzado nuestra meta». Y aún peor: si nos percatamos de que este potencial incluye a todos los
seres que viven, que han vivido o podrán vivir en esta tierra, tomaremos conciencia de que es mejor protegernos del peligro de quedarnos al nivel de animales, los cuales simplemente repiten las costumbres de su especie; del peligro de convertirnos, tal vez, en animales salvajes que viven de la cacería de otros, del riesgo de portarnos como perros y gatos, o de caer en la inercia de vivir como las plantas, que no se pueden mover por sí mismas, sino únicamente cuando alguna fuerza externa las arrastra. Todo este panorama nos reconfirma la importancia de tomar decisiones desde el momento de llegar a esta tierra. En este sentido, nos podemos apoyar en la imagen siguiente: en el ser interno de los humanos, hay una cruz que nos orienta para encontrar nuestro camino. Las áreas bajas, que los niños tienen que activar en sus años de desarrollo biológico, son las herramientas que nos sirven para «aterrizar en esta tierra», y las áreas superiores, los útiles para crear algo nuevo que favorezca nuestro desarrollo personal y, por ende, nuestra creatividad a la hora de mejorar las condiciones de vida en nuestro planeta. Como mencioné antes, esto se vuelve factible si no se ha alterado nuestra capacidad de tomar decisiones; es decir, resulta imprescindible que apreciemos estas herramientas sin dejarnos dominar por ellas, enriqueciéndolas con cualidades de una vida llena de amor y comprensión. Esto ocurre, por ejemplo, cuando sentimos que el miedo nos coharta, o nos asola la codicia, la desesperación, la ira, la autodefensa o la idea de valer más que otros. Pero si entonces tenemos el valor de confiar en la vida, de creer en el potencial humano y de mirar de forma positiva las situaciones y a las personas, incluso a nosotros mismos, como señala el dicho «no hay mal que por bien no venga», conseguiremos algo valioso: nos protegeremos contra aquellos ataques que pongan en peligro nuestra supervivencia, optando por librarnos de los hábitos de autodefensa cuando otros cuestionen nuestras ideas y nuestra manera de ser. Para mí es un consuelo que, a pesar de nuestra lentitud en descubrir las necesidades auténticas de los niños y jóvenes, ahora que ya son adultos, para ellos es mucho más fácil tomar la decisión de ver el lado bueno de cada situación, algo difícil de apreciar para los adultos que no han tenido la suerte de crecer en ambientes relajados. Esto nos da la esperanza de que esta nueva generación logre hacer sus contribuciones en pos de un mejor futuro, saliendo de las estructuras autoritarias y de poder en todas las áreas de la convivencia entre humanos. También nos ayuda a comprender que todo lo que en nuestra niñez y juventud hemos hecho para llamar la atención —porque nos ha faltado un acompañamiento voluntario de amor; lo que hemos logrado ha sido hecho para recibir alabanzas o evitar castigos y críticas—, en cierta medida nos ha atado a realidades externas, desconectándonos de nuestro ser interno, con el peligro de desviarnos de encontrar nuestro camino e identificar el significado de nuestra vida en esta tierra. Verdaderamente, la tendencia de adulterar algo que viene del origen de la vida, como vemos en la desvirtuación del desarrollo del potencial humano hacia una educación obligatoria y autoritaria, se manifiesta hasta en las religiones que han surgido en la historia humana, y en los movimientos llamados «espirituales». En su libro Biología de la transcendencia, Joseph Chilton Pearce explica que el Nuevo Testamento fue oficializado trescientos años después de que Jesús hubiera nacido en el humilde pesebre de Belén; así, este regalo de Dios con el que librar a la humanidad de sus problemas insolubles y de su falta de amor, y llevarlos a la plenitud de la vida fue transformado de tal modo que, prácticamente, todas las recomendaciones para vivir con cualidades humanas se convirtieron en mandamientos, y la religión cristiana comenzó a adquirir, en gran parte, las características de dogmas y estructuras autoritarias llenas de amenazas para los que no se sometieran a sus normas. Como consecuencia de ello, la religión cristiana se fue apoderando de los Evangelios para desacreditar otras confesiones, matar a personas de otros credos, conquistar culturas y esclavizar pueblos enteros. Me parece interesante que la religión cristiana es la que más recomienda el hecho de ser fiel en lo pequeño antes de asumir responsabilidades más amplias, y de dar amor a los niños. Pero también esta encomienda ha pasado por el peligro de adoctrinar a la nueva generación lo antes posible, y de crear estructuras más o menos fuertes de poder. Durante una época, hasta se dieron casos, en la Amazonía de Ecuador, de misioneros que separaron a hijos de sus padres y les prohibieron hablar su idioma materno para alejarlos de su cultura indígena y meterlos en internados para darles instrucciones religiosas. Desviaciones parecidas se vieron también en otras religiones que tuvieron su inicio en revelaciones recibidas por individuos y que demostraron que una mejor manera de vivir estaba al alcance de los humanos. Pero cuántas veces las recomendaciones que aparecieron de este nuevo panorama se convirtieron en mandamientos e intimidaciones que provocaron el miedo al infierno, y la nueva apertura para abrirse a la vida se desfiguró en obligaciones de someterse a rituales y obedecer a las autoridades, en repetir las mismas palabras (como decimos jocosamente, activando «el potencial del papagayo»), sin poder profundizar en su sentido, lo que en el organismo vivo está conectado con las áreas antiguas de las estructuras neurológicas. De modo que no debe sorprendernos que las diferentes religiones hayan tenido y sigan teniendo la tendencia dolorosa de condenarse
mutuamente, hasta de luchar entre ellas. Cabe decir, a este respecto, que el significado real del término «religión» es «reconectarse» , en el sentido de retomar el contacto con el origen de la vida que transciende a nuestro planeta, y así acercarnos al significado de la vida humana y crear relaciones de amor que van más allá de las diferencias raciales y culturales. Es muy probable que niños que, en sus años de crecimiento, no han podido mantenerse en contacto con el ser interno con el que llegaron a este planeta —porque para evitar castigos o recibir premios aceptaban las instrucciones de los que determinaron su educación, siempre sometidos a exigencias de rendimientos, a comparaciones entre los que obedecen o desobedecen, entre los que saben más y los que saben menos—, cuando sean adultos sigan entonces con las mismas costumbres, inclusive en su necesidad de crecer humana y espiritualmente. En efecto, en el mundo de hoy en día hay muchas personas que rechazan las religiones por sus estructuras de poder y por las exigencias de repetir las enseñanzas y aceptar los dogmas vigentes. Muchos reemplazan su necesidad de desarrollo interno buscando satisfacciones mediante la adquisición de riquezas, éxitos políticos o profesionales, actividades artísticas o deportivas, o diversiones de toda clase. Pero existe también mucha otra gente que, en su proceso hacia la adultez, siente afán por alcanzar un desarrollo espiritual, y en verdad que el mundo moderno ofrece la opción de perseguir esta meta sin pertenecer a una religión con su historial autoritario. Teniendo en cuenta que lo esencial, en los procesos de vida , son las interacciones desde dentro hacia fuera a través de la membrana, creo que lo crítico en estas ofertas sería si condujeran a confiar más en un guía externo que en uno interno, y si implicaran aprender las técnicas transmitidas por personas más «sabias». Lamentablemente, al aplicar métodos transmitidos por otros, las personas que anhelan una evolución auténtica prolongan su dependencia de otras personas más desarrolladas; es algo parecido a lo que les ocurre a los niños que no se atreven a tomar iniciativas propias. ¡En una de sus obras, el mismo Joseph Chilton Pearce admitió que su «gurú» le había recomendado no seguir sus directrices, pero que él había insistido en que necesitaba que le guiara en su camino! ¿No señala esto una confusión entre un acompañamiento de amor que respeta la autonomía y un acompañamiento de amor lleno de directividad? En todas las ofertas dirigidas a la autorrealización, tan abundantes en el mundo moderno, inclusive hay técnicas destinadas a reconectar a los individuos con su propio ser, aunque con la propensión de enjaularlos tanto en sus necesidades y percepciones personales que se les hace difícil tomar contacto con la vida amplia y elevada que une a todos los seres vivos; tal vez, hasta con el efecto de creerse personas más desarrolladas que otros que no aplican la misma técnica. En cambio, si en lugar de someter a los niños a enseñanzas transmitidas desde fuera, les ofreciéramos condiciones que favorecieran sus actividades espontáneas y, con ellas, su creatividad, y si no dejáramos de reflexionar sobre los procesos que resultan de estas actividades, veríamos que, basándose en nuestro amor y respeto, ellos siguen creciendo por medio de sus interacciones con el mundo exterior, sin perder el contacto con su ser interno, ya que en cada nueva situación se pueden conectar con esta realidad que es invisible desde fuera. De acuerdo a mis experiencias personales, los mismos principios son válidos para los adultos que quieren activar su potencial de ampliar su contacto con la vida y llevarlo a otros niveles. Este contacto consiste en un recibir espontáneo, no planificado o guiado desde fuera, que no se da por ninguna imposición ajena, sino justo cuando la persona siente el deseo sincero de reconectarse con el origen de su vida. Por otro lado, si una persona no tiene suficientes experiencias que le ayuden en el momento de tomar decisiones personales, es posible que ni siquiera pueda estar segura de si este es su propio deseo o si se ha dejado convencer por otros de que «sería bueno abrirse a la vida». Para mí, las relaciones directivas, aunque produzcan tal vez resultados inmediatos, no sirven para un verdadero desarrollo a largo plazo, puesto que cada humano es un individuo único que, en su ser interno, tiene al «maestro y al alumno», y por ende, para no perder su norte, tiene el potencial de recibir una guía interna que respeta su individualidad. Esta guía desde dentro comienza con un proceso de «limpieza» de nuestras experiencias inadecuadas del pasado, una depuración que paulatinamente nos abre hacia vivencias diferentes, un proceso que me atrevo —perdónenme la salida coloquial— a comparar con el alivio que sentimos después de eliminar los residuos de nuestro cuerpo en el baño… Posiblemente resulta más próximo imaginarse el inicio de este recibir si lo contrastamos con lo que pasa al acostarnos de noche: nos relajamos dejando a un lado todos nuestros pensamientos y preocupaciones, y nos dormimos sin la menor idea de qué vamos a soñar, confiando en que la vida siga y nos despertemos con nuevas fuerzas para comenzar el próximo día. Con esto no quiero decir que haya que «acostarse» para recibir, sino con
cierta regularidad colocarnos en un ambiente relajado, dejar aparte toda programación y directividad desde fuera, partir desde cero y abrirnos con paciencia a lo que nos mueve espontáneamente desde dentro, desde el mismo origen de nuestra vida. Este es un viaje pausado y sin resultados predefinidos, y obviamente necesitamos un apoyo de amor por parte de personas conscientes de que a todos los humanos nos une el mismo potencial de desarrollar nuestra individualidad, en un proceso lento y alentado por experiencias internas reales. Es este proceso de maduración individual el que nos puede dar la guía interna para considerar espontáneamente las necesidades de otros, escuchando con interés pero sin plegarnos sin criterio propio a instrucciones y pautas formuladas por otras personas. De este modo, podremos madurar como individuos, pero no con el efecto de aislarnos del mundo, sino con la idea de que, en nuestras relaciones sociales, lograremos paulatinamente colaborar con otras personas de cualquier edad, como lo hacen las innumerables células vivas en nuestro cuerpo, si las circunstancias no les inhiben. Al leer el libro de Antonio Damasio Y el cerebro creó al hombre, me vino la pregunta: ¿no será que los billones de seres vivos diminutos que colaboran en nuestro cuerpo están todo el tiempo esperando que les demos los beneficios de la calidad humana? Y al responder a estas necesidades de nuestro propio ser, ¿ no será que también la convivencia con los niños puede llegar a otro nivel si nos relacionamos con ellos estando, en nuestra convivencia, en contacto con nuestro propio recibir interno y con el origen de la vida que tenemos en común? Me imagino qué diferencia habría entre abrazar a mi hijo porque me han convencido de que el contacto físico es importante para su bienestar, y abrazarlo sintiendo dentro de mí la vibración de mi propia vida, la cual, por estar todavía tan cerca de su ser interno y conocerme desde dentro, el niño percibe con claridad. Unir sus vibraciones con las mías le dará a él más fuerza para interactuar espontáneamente con el mundo ancho y ajeno, para activar su potencial de vivir creativamente en este planeta. De este modo, cuando de adulto sienta la necesidad de relacionarse con el mundo espiritual, podrá confiar en su contacto con la vida interna que nunca ha perdido. Esto nos ayuda también a comprender que el enriquecimiento de las conexiones neurológicas nos da mejores condiciones para vivir creativamente y relacionarnos relajadamente con personas de diferentes culturas, algo parecido a lo que hacen los billones de células vivas que crean nuestro cuerpo, relacionándose entre ellas de forma harto compleja. Además, si alguien ha perdido la conexión con su ser interno, no hay nada que se pueda conectar con el más allá, a no ser que de adulto sienta un profundo deseo de recibir este contacto de nuevo por la gracia de la vida. Pablo Palmero dice , en el libro antes mencionado, que la tercera edad sería la etapa más propicia para preocuparse del significado de nuestro paso por el planeta, y estoy muy de acuerdo con este punto de vista. Después de tantos años de tratar de comprender las particularidades de las diferentes etapas de desarrollo, he llegado a la conclusión de que la estrategia de la vida, en este proceso largo, radica en que los humanos tenemos el don de servir de puente entre todos los niveles, desde lo material, vegetal y animal hasta las cualidades humanas más creativas. Dicho proceso se manifiesta primero en nuestro cuerpo y, progresivamente , en nuestro entorno más cercano, con el objetivo máximo de responder al propósito de mejorar la vitalidad de nuestra presencia en la tierra, que se inicia en manifestaciones aparentemente sencillas: por ejemplo, al hablar no ladramos como perros o maullamos como gatos, sino que nuestro lenguaje es una expresión de nuestro pensamiento interconectado, de autorreflexión y empatía. Paulatinamente, se nos abren cada vez nuevas perspectivas de mejorar el ambiente cuando estamos dispuestos a recibir la guía para nuestro desarrollo desde dentro. Entonces, poco a poco, las vibraciones de nuestro ser interno comienzan a tocar todas las áreas de nuestro organismo, y podemos descubrir muchas maneras de poner en práctica esta guía, por medio de nuestras relaciones con otros seres vivos, de manera que nuestras interacciones están en sintonía con las regularidades de los procesos de vida. Este «poner en práctica» de lo que nuestro contacto con el origen de la vida nos regala con todo respeto a nuestra individualidad se manifiesta, por lo tanto, en la manera como hablamos y actuamos en situaciones prácticas o artísticas, y sobre todo en nuestras actitudes de afecto hacia otras personas. Lo podemos comparar con la forma en que viven los niños cuando se sienten amados en sus diferentes etapas de desarrollo, y espontáneamente hacen todo con cariño, desde jugar con arena y agua, tocar las plantas y animales, hasta ayudar en los quehaceres del hogar o afrontar los materiales de cálculo, escritura, etcétera. Si en cada etapa los adultos les damos a los niños muchas oportunidades de interactuar con el mundo externo con felicidad, es decir, de acuerdo a sus necesidades internas de desarrollo, ya estamos entablando las bases para que ellos, cuando sean adultos, hagan todo lo posible para, en lugar de mandarnos a un asilo de ancianos, nos den amor y apoyo cuando estemos viejos, y para que puedan cooperar con las necesidades de nuestro planeta, que ahora está en peligro de supervivencia, cumpliendo con el propósito de los seres vivos de
todos los niveles de la evolución de mejorar su propia vida y la de su entorno. Esto implica un cambio de las actitudes bastante comunes reflejadas en la orden —«hay que hacerlo así, porque así me enseñaron y siempre ha sido así»— a la propuesta de realizar todas las actividades con cariño y con apertura a nuevas posibilidades. Al abrirnos a este cambio, iremos viendo que la vida puede ser diferente y que, efectivamente, no tenemos que perseverar en los hábitos o repetir los errores de nuestros antepasados, pudiéndonos diferenciar entre los lados positivos y negativos de nuestra cultura. Un primer paso, en este estado de sentir la vida desde dentro, puede ser la percepción de que la familia cercana nos proporciona muchas oportunidades para poner en práctica nuestro recibir interno, no solo ocasionalmente, sino de día y de noche, en todas las circunstancias de la vida cotidiana, aunque parezcan insignificantes. Igual que las interacciones espontáneas de los niños con realidades externas siguen activando su potencial de maneras diferentes, así pasa también en los adultos: esta nueva cualidad de relacionarse se va extendiendo hacia fuera, influenciando nuestro entorno social, y hacia dentro hacia las estructuras neuronales superiores que conectan lo que se siente con lo que se comprende, y desde allí nuevamente con el sistema reticular, que son nuestras herramientas para construir realidades externas y situaciones personales más coherentes. De este modo, podemos hasta favorecer nuestra salud, por ejemplo si espontáneamente comemos lo que nos hace bien y respiramos aire puro, si nos movemos relajadamente y cuidamos de nuestras emociones, o si cooperamos con las necesidades de nuestro cuerpo, construido en la etapa prenatal en colaboración con nuestra madre. Esto es lo que podríamos llamar una «vida plena» que nos protege de nuestros miedos de supervivencia. Si antes teníamos ansias de conseguir los alimentos necesarios, ahora parece que los alimentos nos buscan a nosotros, ya que les atrae un organismo tan lleno de vida y porque quieren integrarse en él. Asimismo, si anteriormente teníamos terror ante todos los cambios peligrosos en nuestra tierra, poco a poco ganamos la seguridad de que la existencia es algo mucho más grande que todas las condiciones exteriores; que la vida sigue, aunque todo lo externo a lo que nos hemos acostumbrado vaya cambiando. Como hemos visto en los procesos transitivos de las etapas anteriores, es posible que también los adultos pasemos por crisis más o menos graves hasta alcanzar un nuevo nivel de maduración que nos ayude a interpretar las circunstancias desconocidas como nuevas oportunidades de seguir creciendo. Entonces, es muy probable que los cambios exteriores nos afecten menos que a las personas que nunca dejaron de pensar que la mejor educación es la que prepara para metas predefinidas y un futuro seguro. De la misma manera que los niños, al pasar por tiempos de crisis en el cambio de una etapa a la otra, pueden aprovechar estos aprietos para reestructurar sus vivencias anteriores si cuentan con un apoyo adecuado de personas que les den amor y crean en su potencial de desarrollo, también los adultos necesitamos esta clase de acompañamiento. Sin embargo, estas temporadas críticas de transición serán más soportables y beneficiosas si hemos mantenido el contacto con nuestra vida interna; si, de nuestra parte, hemos favorecido nuestro entorno social cercano y más amplio; si, a su debido tiempo, hemos podido librarnos de ideas fijas y mirar desde cierta distancia todo lo que hemos aprendido pero que no ha crecido desde dentro. Para mí, un paso importante es también aceptar que nadie puede vivir en esta tierra sin cometer errores, pero que no se trata de condenarse a uno mismo o a otros, sino de tomar la decisión personal de evitar seguir sometiéndonos a estos hábitos y de estar dispuesto a acompañar en este proceso a los que nos piden ayuda. Sabemos que para el bebé, tras salir del cuerpo de la madre —donde el feto ha tenido todavía un contacto cercano con el origen de su vida—, es sumamente crucial ser recibido con amor, porque esta bienvenida, al enfrentarse a las realidades tan diferentes a todo lo que ha vivido antes de nacer, le da la base de amarse a sí mismo y a los demás. También hemos visto que un auténtico apoyo con amor y respeto de los adultos sigue siendo sustancial, durante todas las etapas de desarrollo, para que el niño no pierda el nexo con su ser interno, mientras que interactúa intensamente con el mundo exterior y sigue creando sus propias estructuras de comprensión. Las personas de la tercera edad —o, como yo prefiero decir, de la tercera infancia— se encuentran en la situación inversa, porque se están preparando para regresar al origen de la vida. Pensando en que la palabra niño es algo como un sinónimo de un ser vivo en crecimiento, los «viejos» están en otra etapa infantil, en un crecimiento interno a otro nivel. Un feto que sale a un mundo mucho más amplio y desconocido y que, dentro del vientre de su madre, ha practicado la succión, ya tiene cierta destreza para mamar, y reconoce el sabor de la leche materna, porque es un alimento que tiene el mismo aroma del agua de la fuente. Creo que esta es una analogía de lo que nos puede pasar si, a lo largo de nuestra vida, hemos aprendido a interactuar y relacionarnos con amor sin perder el contacto con nuestro ser interno, y si ahora nos damos el tiempo de repasar nuestras vivencias para sacar la esencia de su significado. Mientras que los niños interactúan
espontáneamente con las realidades externas, nosotros pasamos por muchos momentos de recordar, también de forma espontánea, nuestras vivencias anteriores, sintiéndolas como si fueran actuales, y comprendiendo de repente su sentido. Tal vez, tenemos todavía la posibilidad de aplicar estas reflexiones en nuestro entorno y evitar algunos errores que cometimos cuando éramos más jóvenes, una suerte que nosotros tenemos ahora con nuestros nietos y con otras personas. En todo caso, cuando llegue la hora de la despedida de este mundo, estaremos muy agradecidos si en todas nuestras interacciones con el mundo externo no hemos perdido el contacto con nuestro origen; así podremos llevar las esencias de nuestras experiencias íntimamente relacionadas con nuestro ser interno al más allá y seguir viviendo plenamente, aunque las circunstancias hayan cambiado. Como dice Humberto Maturana, el amor es la fuerza que hace posible la vida. Esto es, los humanos tenemos una oportunidad extraordinaria de practicar amor si acompañamos a nuestros hijos en su larga infancia con amor materno y paterno, aceptando el encargo del «Padre celestial» de apoyar un nuevo ser humano para que pueda aterrizar sin riesgo en esta tierra. Lo bueno es que esta responsabilidad no se convierte en una sobrecarga porque, al asumirla, recibimos «un pago en moneda alternativa»: nos enriquecemos internamente, y se nos confirma que una nueva vida es posible, aunque quizá no tengamos los medios para dejar una buena herencia material para nuestros descendientes. ¡Pero qué hermoso es si les hemos podido abrir las puertas para encontrar su camino personal hacia una vida plena e íntegra! En este sentido, podemos albergar la confianza de que una persona que ha vivido con amor y respeto, durante todos los procesos de la vida, tiene ella misma un contenido real: si ha mantenido el contacto con su origen y si ha puesto en práctica lo que ha recibido desde dentro, puede enfrentarse a esta última etapa de transición de manera más calmada, sintiendo que no solamente está llevando las esencias de lo que ha vivido al más allá, sino que está dejando también algunas huellas fructuosas de su ser en la tierra. Seguramente esto no concuerda con las expectativas más comunes de la sociedad actual, por ejemplo, la acumulación de propiedades privadas, la aceptación de las sabidurías de otras personas y el hecho de transmitirlas a la próxima generación, la sumisión a las exigencias de la civilización en la cual se ha crecido para ganarse el amor de los padres, o los diplomas que se pueden ganar al responder inteligentemente a todas estas expectativas y recibir un reconocimiento de la sociedad. ¿Pero qué riqueza y diploma se pueden llevar al más allá? Ciertamente, ahora que me encuentro en esta situación de tratar de enfocar cada vez nuevas perspectivas para acercarme al contenido de la vida y de su significado, me parece que la tercera edad es realmente una etapa rica. Por un lado, puedo aceptar sin rodeos que hay más cosas que no comprendo de las que comprendo. Por otro lado, siento que vale la pena compartir mis reflexiones acumuladas en años con aquellos que se interesan por los procesos de la vida. Mis nietos dicen de mí que soy «la abuela que cuenta cuentos». Realmente, tengo la esperanza de que este libro no sea interpretado como una verdad absoluta, sino como un nutriente que cada uno puede asimilar de acuerdo a sus propias estructuras internas. Por mi parte, he de decir que ahora comprendo las cosas también mejor; porque siempre me ha gustado contar muchos cuentos a los niños: no solo porque activan su imaginación y les ayudan a digerir sus experiencias dolorosas, o porque constituyen un apoyo en el desarrollo de su lenguaje, sino también porque, al escuchar un cuento, incluso los más pequeños diferencian entre lo que otros les dicen y lo que ellos viven en su propio cuerpo. QUISIERA PEDIR PERDÓN SI LO QUE ESCRIBÍ EN ESTE LIBRO HUBIERA CAUSADO DOLOR A PERSONAS QUE HAN HECHO TODO LO POSIBLE PARA DAR AMOR A LOS NIÑOS, SIN CONOCER OTRAS POSIBILIDADES DE RELACIONARSE CON ELLOS FUERA DE LOS PARÁMETROS DE LA EDUCACIÓN COMÚN.
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Ficha del libro