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Spanish Pages 364 [366] Year 2005
Colección Biblioteca de HISTORIA: Últimos títulos publicados: 36.
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Transacciones sin mercado: Instituciones, propie dad y redes sociales en la Galicia monástica. 1 2 0 0-1300. Reyna Pastor, Esther Pascua Echegaray, Ana Rodríguez López y Pablo Sánchez León. El máuser y el sufragio. Eduardo González Calleja. Filipinas, la colonia más peculiar. Josep M.ª Fradera. El acercamiento hispano-neerlandés (1648-1678). Manuel Herrero Sánchez. Orán-Mazalquivir, 1589-1639: Una sociedad es pañola en la frontera de Berbería. Beatriz Alonso Acero. Concejo, poder y élites. La clase dominante de Cuenca en el siglo XV. José Antonio Jara Fuente. El proyecto político de Carvajal. Pensamiento y reforma en tiempos de Fernando VI. José Miguel Delgado Barrado.
Estados Unidos ha tenido una notable influencia en el discurrir internacional del siglo XX. España no ha constituido una excepción en tal sentido. Los pactos militares de 1953 y sus secuelas han proyectado una alargada sombra en las relaciones bilaterales, que ha llegado prácticamente hasta nuestros días. Sin duda la vertiente estratégica ha sido un eje fundamental de la conexión bilateral, pero está lejos de resumir la densidad y pluralidad de manifestaciones que adquirieron las relaciones entre ambos países en el transcurso del pasado siglo. La obra que aquí se ofrece pretende trazar una panorámica de conjunto de ese proceso histórico, conjugando la dimensión internacional con la evolución de las relaciones en el terreno económico y cultural.
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LORENZO DELGADO M.ª DOLORES ELIZALDE (Editores)
ESPAÑA Y ESTADOS UNIDOS EN EL SIGLO XX
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Imperios y naciones en el Pacífico. Vol. I. La for mación de una colonia: Filipinas. M.ª Dolore s Elizalde, Josep M.ª Fradera y Luis Alonso (Editores). 44. Imperios y naciones en el Pacífico. Vol. II. Colo nialismo e Identidad Nacional en Filipinas y Mi cronesia. M.ª Dolores Elizalde, Josep M.ª Fradera y Luis Alonso (Editores). 45. La Italia del Risorgimiento y la España del Sexe nio Democrático (1868-1874). Isabel M.ª Pascual Sastre. 46. La provincia calatrava de Almonacid de Zorita en el siglo XVI según las visitas. Francisco Fernández Izquierdo, Ángeles Yuste Martínez y Porfirio Sanz Camañes. 47. Los señoritos de Behetria. Carlos Estepa Díez y Cristina Jular Pérez-Alfaro (coordinadores). 48. Gobiernos y ministros españoles (1808-2000). José Ramón Urquijo Goitia. 49. España e Italia en la Europa contemporánea: desde finales del siglo XIX a las Dictaduras. Fernando García Sanz. 50. La política cultural de Alemania en España en el pe ríodo de entreguerra. Jesús de la Era Martínez. 51. Irlanda y la Monarquía Hispánica: Kinsale 16012001. Guerra, política, exilio y religión. Enrique García Hernán, Miguel Ángel de Bunes, Óscar Recio Morales y Bernardo J. García García (editores). 52. Las relaciones entre España y Filipinas. Siglos XVIXX. M.ª Dolores Elizalde Pérez-Grueso (editora). 53. El motín de Esquilache, América y Europa. José Andrés-Gallego. 54. Los orígenes de las órdenes militares y la repoblación de los territorios de la Mancha (1150-1250). Francisco Ruiz Gómez. 55. 1635. Historia de una polémica y semblanza de una operación. José María Jover. 56. Moneda y Arbitrios. Consideraciones del siglo XVII. Elena María García Guerra. 57. España y Estados Unidos en el siglo XX. L o re n z o Delgado y M.ª Dolores Elizalde (coordinadores).
CODIGO
B I B L I O T E C A DE HISTO R I A
DE BARRAS
CSIC
Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Resulta sorprendente que en un país como España, donde Estados Unidos ejerció un papel de intermediario con el mundo occidental tras el fin del ostracismo del régimen franquista, apenas se haya indagado en aquella conexión bilateral. La sombra de los pactos militares de 1953 ha sido muy alargada, tanto que apenas ha dejado ver el resto. Durante el siglo XX Estados Unidos ha estado presente de múltiples formas en la sociedad española. Quizás la más evidente fueran las bases instaladas en nuestro territorio, pero qué decir de las repercusiones que han tenido los conocimientos generados al otro lado del Atlántico en los campos técnicos, científicos, humanísticos o artísticos; cómo ignorar sus aportaciones en el mundo de la economía y los negocios, en la sociología y las relaciones públicas, en la concepción de las ciudades y sus espacios de ocio, en el cambio de mentalidades y la expansión de la sociedad de consumo, etc. Hace ya décadas que la influencia americana forma parte, con mayor o menor intensidad, de la realidad cotidiana de los españoles. Basta una simple mirada a nuestro entorno para darse cuenta que el made in USA representa un factor habitual de nuestras vidas. La presente obra aspira a trazar una panorámica de conjunto de la evolución de las relaciones entre España y Estados Unidos en el siglo XX, con las aportaciones de un conjunto de investigadores que han tratado de desentrañar algunas de las claves de tal proceso.
Cubierta: Diseño inspirado en una viñeta del Chicago Sun Times, 1953, que aparecía con la siguiente leyenda: «Why, Sure, Baby—It’s Cold Outside».
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BIBLIOTECA DE HISTORIA: 57 Colección dirigida por: MANUEL ESPADAS BURGOS CARLOS ESTEPA DÍEZ JUAN IGNACIO GUTIÉRREZ NIETO
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LORENZO DELGADO Y M.ª DOLORES ELIZALDE (Editores)
ESPAÑA Y ESTADOS UNIDOS EN EL SIGLO XX
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS MADRID, 2005
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Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y su distribución.
© CSIC © Lorenzo Delgado y M.ª Dolores Elizalde NIPO: 653-05-032-X ISBN: 84-00-08307-5 Depósito Legal: M-21833-2005 Compuesto y maquetado en el Departamento de Publicaciones del CSIC Impreso en ELECE, Industria Gráfica C/ Río Tiétar, 24 - 28110 ALGETE (Madrid) Impreso en España. Printed in Spain
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ÍNDICE Presentación................................................................................................................ LORENZO DELGADO Y Mª DOLORES ELIZALDE
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Las relaciones entre España y Estados Unidos en el umbral de un nuevo siglo ..................................................................................................................... Mª DOLORES ELIZALDE
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Las relaciones culturales como punto de reencuentro hispano-estadounidense .................................................................................................................... ANTONIO NIÑO
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«La ley de Longfellow». El lugar del Hispanoamérica y España en el hispanismo estadounidense de principios de siglo..................................................... JAMES D. FERNÁNDEZ
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II República, New Deal y Guerra Civil.................................................................... GABRIEL JACKSON
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El compromiso mundial de Estados Unidos después de 1945........................... GÉRARD BOSSUAT
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El régimen franquista y Estados Unidos, de enemigos a aliados ...................... FLORENTINO PORTERO
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La aplicación del modelo norteamericano en Europa durante el siglo XX ...... DOMINIQUE BARJOT
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La ayuda económica de Estados Unidos y la americanización de los empresarios españoles .................................................................................................. NÚRIA PUIG
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Cooperación cultural y científica en clave política: «Crear un clima de opinión favorable para las bases U.S.A. en España »........................................................ LORENZO DELGADO
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ÍNDICE
Los pactos con los Estados Unidos en el despertar de la España democrática, 1975-1995 ..................................................................................................... ANGEL VIÑAS
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La relación hispano-norteamericana en imágenes ............................................... JOSÉ ANTONIO MONTERO
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Relación de autores....................................................................................................
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Bibliografía citada......................................................................................................
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Índice onomástico......................................................................................................
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El ascenso de Estados Unidos al rango de primera potencia mundial constituyó un proceso imparable en el transcurso del siglo XX. La historia de Europa resulta incomprensible sin la referencia al coloso norteamericano, no sólo por su crucial participación en las dos guerras mundiales que azotaron el continente, sino también y sobre todo por la influencia que ejerció en el mundo occidental, en especial a partir de la segunda posguerra mundial. El desembarco estadounidense en Europa para luchar contra la Alemania nazi fue portador, de forma probablemente involuntaria, de una semilla que iba a transformar la sociedad europea en múltiples facetas: políticas, económicas, militares, sociales y culturales. Aquella irradiación estadounidense había comenzado tiempo atrás, pero hasta entonces sus efectos, aunque importantes, habían sido limitados. Estados Unidos irrumpió en la escena internacional en los últimos años del siglo XIX y fue implicándose progresivamente en los problemas mundiales, hasta adquirir un protagonismo internacional que resultaba incuestionable a la altura de 1945. En aquella coyuntura se había convertido en una de las superpotencias que emergieron de la devastación europea. Con el discurrir del siglo su victoria en la pugna con la Unión Soviética le ganó el apelativo de hiperpotencia. Desde entonces, el sistema internacional ha girado en buena medida en torno a la política exterior estadounidense. Su propensión hacia el unilateralismo o el multilateralismo condiciona el futuro desarrollo de las relaciones internacionales. Resulta sorprendente que en un país como España, donde la proyección norteamericana no ha sido menor que en otros países euro-
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peos, y donde Estados Unidos ejerció un evidente papel de intermediario con el mundo occidental tras el fin del ostracismo del régimen franquista, apenas se haya indagado en aquella conexión bilateral. La sombra de los pactos militares de 1953 ha sido muy alargada, tanto que apenas ha dejado ver el resto. Durante el siglo XX Estados Unidos ha estado presente de múltiples formas en la sociedad española. Quizás la más evidente fueran las bases instaladas en nuestro territorio, pero qué decir de las repercusiones que han tenido los conocimientos generados al otro lado del Atlántico en los campos técnicos, científicos, humanísticos o artísticos; cómo ignorar sus aportaciones en el mundo de la economía y los negocios, en la sociología y las relaciones públicas, en la concepción de las ciudades y sus espacios de ocio, en el cambio de mentalidades y la expansión de la sociedad de consumo, etc. Hace ya décadas que la influencia americana forma parte, con mayor o menor intensidad, de la realidad cotidiana de los españoles. Basta una simple mirada a nuestro entorno para darse cuenta que el made in USA representa un factor habitual de nuestras vidas. Sin embargo, tales vivencias aún no han dado lugar a una reflexión sobre los mecanismos de propagación de esa influencia o sobre su alcance en los diversos ámbitos. No es un fenómeno nuevo y, en parte, podría estar asociado con las vetustas, y erróneas, especulaciones sobre la singularidad española. Estados Unidos ha jugado un papel internacional determinante en el pasado siglo XX, pues bien, ¿cuáles son nuestros conocimientos sobre la historia de Estados Unidos en la pluralidad de sus manifestaciones?, ¿y sobre las relaciones hispano-norteamericanas? La respuesta no es alentadora: pocos, muy escasos dada la magnitud del asunto en cuestión. No ayuda mucho la práctica inexistencia de instituciones universitarias o científicas susceptibles de generar ese conocimiento. En los departamentos de Historia de América de nuestras universidades, sin duda los más extendidos entre los orientados hacia el estudio de otras regiones del planeta, el grueso de los contenidos está dedicado a América Latina. Una herencia de nuestro pasado colonial y de las reminiscencias de la relectura histórica con que el franquismo trató de legitimar su acción exterior. En un país que aspira a jugar un papel internacional activo se hace cada vez más necesaria la creación de centros que estudien y analicen la trama de las relaciones internacionales, y por supuesto la integración española en ese horizonte exterior. En esos foros habrá que abordar, sin duda, el devenir internacional de Estados Unidos y sus relaciones con España. La presente obra busca situarse en esa línea, por medio de una reflexión sobre las claves de esa conexión bilateral durante el siglo XX. En los últimos años parece asistirse a un renovado interés por el tema, al que sin duda ha contribuido la polémica sobre la intervención española en la guerra de Irak y las controversias de-
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satadas entre la inclinación atlantista o europeísta de nuestra política exterior. Con el ánimo de aportar elementos de análisis histórico para comprender mejor el presente, el CSIC en colaboración con la Agencia Española de Cooperación Internacional y el Colegio Mayor Universitario «Nuestra Señora de África» organizó en los años 2002 y 2003 dos cursos de especialización sobre España y Estados Unidos en el siglo XX. En ellos radica el origen del presente libro. También en 2002 la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad Complutense de Madrid desarrolló un seminario interdisciplinar dedicado a La americanización de España. 50 años de influencia económica y social. Al año siguiente, entre los cursos de verano de la Universidad Complutense celebrados en El Escorial se incluyó el consagrado a 50 años de relaciones entre España y los Estados Unidos, algunas de cuyas ponencias han aparecido en un monográfico de la revista Cuadernos de Historia Contemporánea (vol. 25, 2003). Asimismo, antes de acabar aquel año, la embajada española en Washington conmemoró el cincuentenario de la firma de los pactos hispano-norteamericanos con la organización del simposio titulado 1953-2003: Half a Century of Agreements between the United States and Spain. Los investigadores que participan en esta obra han tratado de contribuir a mejorar los conocimientos existentes sobre las relaciones entre España y Estados Unidos. Un tema fundamental para la indagación en la propia historia de nuestro país en la pasada centuria al que, sin embargo, se le ha prestado una escasa atención que no se corresponde con su relevancia. La potencia americana ha tenido una influencia preferente en el discurrir internacional del siglo XX, incluido el caso español, ante la cual no se puede ser indiferente ni ignorante y que, en consecuencia, resulta preciso conocer en sus justos términos. El punto de partida en las relaciones entre los dos países, estudiado en esta obra por M.ª Dolores Elizalde, fue un momento conflictivo: la creciente intervención de Estados Unidos en las colonias españolas condujo al estallido de la guerra hispano-norteamericana en 1898. Su resultado supuso, para España, la pérdida de los últimos enclaves de su imperio, la quiebra de la posición que había ocupado hasta entonces en la escena internacional, el definitivo recogimiento hacia un ámbito territorial mucho más restringido y la búsqueda en Europa de apoyos exteriores que garantizaran su situación. Por contra, para Estados Unidos, la guerra significó la afirmación de una política imperialista y el inicio de una irreversible implicación fuera de sus fronteras continentales. Era el momento del reparto de áreas de influencia y Estados Unidos quiso afirmar su interés por el control sobre el Caribe, Latinoamérica y el Pacífico. Se inició así una nueva orientación exterior de Estados Unidos, que reclamó un papel prota-
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gonista en los asuntos mundiales y reivindicó su influencia sobre los ámbitos que consideraba de interés preferente para su nación. El resultado de la guerra hispano-norteamericana no supuso, empero, un definitivo distanciamiento en las relaciones entre ambos países ni dejó graves rencores entre los adversarios. A pesar de las negativas imágenes sobre el contrario que se esgrimieron durante el conflicto, y tras unos años en que los dos países se volcaron hacia diferentes áreas de actuación —Latinoamérica y Asia en el caso norteamericano, Europa y el norte de Africa, en el español—, españoles y norteamericanos reanudaron los contactos. En el primer tercio del siglo XX, Estados Unidos se convirtió en un referente para la modernización económica, técnica y militar que España deseaba emprender. Paralelamente, en los años veinte se produjo un incremento de las inversiones norteamericanas en España. Compañías eléctricas, telefónicas y automovilísticas estadounidenses se situaron en la vanguardia de estos sectores en la economía española. La penetración del modelo norteamericano, junto con la introducción de su maquinaria y sus técnicas, se extendieron entre las empresas españolas. Los militares, especialmente los marinos, acudieron a formarse a academias norteamericanas, conscientes de que eran el ejemplo a seguir. También las relaciones culturales y científicas entre ambos países se consolidaron en el primer tercio del siglo. Antonio Niño analiza en este trabajo el establecimiento de los contactos culturales, explicando el papel desempeñado en ese proceso por distintos círculos intelectuales y por instituciones como el Instituto de Señoritas de Madrid, el Instituto de las Españas de Nueva York, la Junta para la Ampliación de Estudios, la Fundación Rockefeller o la Fundación del Amo. A través de la labor de esos centros y núcleos de inspiración reformista y progresista, en los años treinta se había conseguido crear una tupida red de contactos e intercambios culturales y científicos entre personas e instituciones españolas y estadounidenses. Todo ello se interrumpiría a partir de la guerra civil española. Hubo que esperar hasta los años cincuenta para restablecer paulatinamente aquellos nexos culturales y científicos entre ambos países, si bien a través de los exiliados españoles en Estados Unidos algunos núcleos del hispanismo norteamericano ampliaron sus conocimientos sobre la cultura y la sociedad españolas. Sobre la génesis de ese hispanismo en las décadas iniciales del siglo se ocupa James Fernández, ligándolo a la creciente atención por la lengua española y su propagación en el sistema universitario norteamericano. Una dinámica en la que pesó de forma notable el interés norteamericano por América Latina. Durante la Segunda República y la Guerra Civil española, tal como nos explica Gabriel Jackson, la actitud estadounidense osciló entre la simpatía hacia la legalidad republicana y el temor a una bol-
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chevización de España; entre el pragmatismo estatal, contrario a cualquier intervención en un conflicto extranjero que no incumbiera a sus intereses nacionales, y la participación entusiasta de los brigadistas internacionales. Las relaciones entre ambos países se distanciaron durante la II República y se quebraron en la guerra civil española, a pesar de la importancia de las corrientes de colaboración que determinados sectores de la población establecieron más allá de las políticas gubernamentales. La intervención norteamericana en la posterior guerra mundial tuvo consecuencias mucho más amplias que las derivadas del primero de aquellos conflictos. La situación europea era más delicada e inestable que en los años veinte, la destrucción había sido mayor, la necesidad de recurrir a una ayuda externa para la reconstrucción se tornó más imperiosa. Retornar al aislacionismo desentendiéndose de los sucesos europeos, como ocurrió en el pasado, podía pasar de nuevo factura. Además, la recuperación del mercado europeo resultaba de suma importancia para la producción y el comercio norteamericanos. Y, por si fuera poco, estaba la Unión Soviética, que aunque había sufrido con brutal virulencia los embates de la contienda bélica salía del conflicto fortalecida en su potencial militar y su prestigio internacional. Como nos relata Gérard Bossuat, Estados Unidos se implicó de forma creciente en la organización del mundo occidental de la posguerra. Las fuertes tensiones políticas que se sucedieron en diversos escenarios geográficos acabaron conduciendo al enfrentamiento soterrado con la Unión Soviética, la deriva hacia la guerra fría. Los efectos de esa nueva situación se harían sentir con singular relieve en Europa. El Plan Marshall, la firma del tratado constitutivo de la OTAN o el apoyo a los primeros pasos de la construcción europea, fueron sucesivas manifestaciones de la prioridad que otorgó Estados Unidos a la política europea cuando menos hasta mediados de los años cincuenta. Por otro lado, la incuestionable supremacía económica con que Estados Unidos emergió de la guerra mundial acentuó la irradiación de su modelo hacia Europa, generando un proceso de americanización que puede analizarse a través de múltiples dimensiones, como ha puesto de relieve Dominique Barjot. La guerra no fue agente de destrucción y pobreza en Estados Unidos, sino de estímulo de la producción y enriquecimiento. Sus reservas de oro alcanzaron el 75 por ciento del stock mundial, el dólar se convirtió en la moneda de los intercambios comerciales internacionales. Preservada de los daños que causó el conflicto en las metrópolis industrializadas más importantes, la economía norteamericana y su capacidad productiva aparecían como referencia inexcusable para emprender la reconstrucción en el resto de los países. La disponibilidad de medios de pago en la divisa
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estadounidense, o en su defecto la concesión de asistencia financiera o económica, resultaban imprescindibles para asegurar el retorno de la prosperidad. El Plan Marshall iba a ilustrar cómo la economía se situaba en vanguardia de la política norteamericana. Estados Unidos simultaneó su ayuda económica con una campaña de difusión del American way of life entre los europeos occidentales. La acción concertada de gobernantes y hombres de negocios favoreció la apertura de los mercados exteriores a los productos norteamericanos, impulsó la penetración de sus redes financieras y la divulgación de sus métodos empresariales, e hizo posible la hegemonía lingüística que iba a alcanzar el inglés a partir de entonces. En esa acción se combinaba el interés político de divulgar una buena imagen del país con los móviles económicos de promover sus exportaciones y crear las condiciones para la demanda de nuevos productos. La influencia estadounidense se hizo sentir en la reorganización de las estructuras productivas y de los intercambios comerciales, en la adopción de nuevos sistemas de gestión, en las transferencias de tecnología, etc. Sin embargo, sus efectos fueron irregulares, según los países y los sectores productivos, dando lugar a distintos procesos de adopción, adaptación e incluso hibridación con respecto a las pautas de modernización procedentes de Estados Unidos. España no permaneció al margen de aquella oleada de americanización, si bien la dictadura franquista provocó que esa influencia adquiriera ciertos rasgos diferenciales. A menudo se ha transmitido a la opinión pública española la idea de que el país vivió ajeno, o casi, a todo el cúmulo de acontecimientos que tenían lugar más allá de sus fronteras. Sin duda la dictadura franquista, sobre todo a partir del momento en que se convirtió en un sistema político repudiado en la Europa de la posguerra, impuso severas restricciones a los contactos con el exterior. Era una manera de asegurarse el control de la información, de proyectar la imagen del mundo que mejor cuadraba a sus propósitos. La opinión pública era concebida como una caja de resonancia, ante la cual se exaltaban los limitados éxitos que se obtenían en la escena internacional y se silenciaban los fracasos. Pero independientemente del filtro propagandístico con que los españoles recibían las noticias del mundo exterior, su gobierno hubo de afrontar los desafíos que se presentaron al concluir el conflicto mundial, toda vez que el franquismo aparecía como un paria internacional. Su proclividad hacia las naciones del Eje y las facilidades que les otorgó representaron una seria preocupación para las potencias aliadas. En la inmediata posguerra esa sintonía con la causa fascista supuso un fuerte escollo para lograr el acomodo en el sistema internacional erigido por los vencedores. Desde Estados Unidos se contempló al régi-
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men franquista como una anomalía que debía desaparecer lo antes posible, aunque el contencioso español ocupó un papel secundario dentro del conjunto de su política europea. La postura numantina que adoptó la dictadura franquista para sortear aquella difícil coyuntura se benefició del cambio gradual que experimentó el contexto internacional, con la sustitución del antifascismo heredado de la guerra mundial por un creciente anticomunismo convertido en polo aglutinador del bloque occidental. También tuvo a su favor la renuencia de las potencias occidentales a asumir una intervención directa que desestabilizase al régimen, ante el riesgo de provocar un deslizamiento revolucionario en España que favoreciese los intereses de la Unión Soviética. Poco a poco, la política estadounidense acabó asumiendo que la colaboración con las autoridades españolas podía resultar más ventajosa que forzar un cambio político de imprevisibles consecuencias. El camino tardó en allanarse como nos muestra Florentino Portero, pero finalmente las consideraciones ideológicas dejaron paso a los requerimientos estratégicos. El enclave geográfico peninsular y el anticomunismo de la dictadura acabaron por inclinar la balanza. El país pagó un elevado precio por el hecho diferencial del franquismo: no se consiguió participar en el Plan Marshall, ni en la OTAN, ni en los organismos que jalonaron el camino hacia la construcción europea. La rehabilitación internacional vino de la mano de Estados Unidos, mediante los pactos hispano-estadounidenses de 1953. Con ellos terminó definitivamente la época de aislamiento exterior, aunque tal aislamiento nunca fuera tan intenso como a veces se ha transmitido. La relación entablada con la primera potencia occidental aparejó desde sus inicios un marcado desequilibrio. El régimen franquista aceptó una fuerte subordinación a los intereses militares de Estados Unidos, a cambio de una financiación económica que resultó insuficiente para cubrir las necesidades del país. Lo cierto es que el nuevo socio americano nunca pretendió, ni tampoco se comprometió a ello, financiar la modernización del aparato productivo español, le bastaba con sufragar la disponibilidad de aquel país a participar en su engranaje militar. Tal era, a fin de cuentas, el objetivo de su presencia en España y la razón de su tolerancia con la dictadura. Sin embargo, el programa de ayuda económica, puesto en marcha por Estados Unidos como un medio de cooperar a sus móviles de seguridad también contribuyó al crecimiento y a la modernización del país, como nos describe Núria Puig. Las iniciativas de las agencias oficiales norteamericanas, de los inversores de aquel país que encontraron un escenario propicio para sus negocios, proyectaron su influencia sobre los empresarios más dinámicos del país. Los suministros y créditos americanos fueron importantes para mitigar los estrangulamientos pro-
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ductivos que lastraban la economía española y para disminuir las penurias alimenticias que sufría una parte de su población. Pero tan relevante como lo anterior fue la constitución de núcleos de personas, tanto en la administración como en las empresas privadas, que se convirtieron en canales de promoción de los métodos e ideas predominantes en el entramado productivo occidental que, por entonces, tenía un claro marchamo estadounidense. Otro terreno donde la influencia norteamericana tuvo efectos apreciables fue en la formación de capital humano, por medio de su aportación para elevar el nivel científico-técnico de los cuadros profesionales que el país precisaba para impulsar su modernización. Desde los años cincuenta España comenzó a ser incluida en los circuitos del intercambio educativo, técnico y científico auspiciado por Estados Unidos. Por tales cauces acudieron a formarse a aquel país varios miles de españoles en el marco de una serie de programas, tal y como examina Lorenzo Delgado. Además de cooperar al desarrollo español, se trataba de una vía para permeabilizar a un sector de sus élites con los esquemas políticos, económicos, sociales y culturales predominantes en el mundo occidental. También desempeñaba otra función añadida, crear un clima de opinión favorable al mantenimiento de las bases americanas en España y, simultáneamente, tejer una sólida red de contactos que podrían ser vitales para no perder las posiciones adquiridas cuando llegase la hora de la transición política española. El retorno de la democracia iba a permitir recobrar paulatinamente una relación bilateral más equilibrada en el terreno político-estratégico, como analiza Angel Viñas. Todos los gobiernos españoles abordaron ese desafío, en un escenario donde se superpusieron las controversias políticas e ideológicas internas sobre la entrada y permanencia en la OTAN, junto a la percepción negativa existente en la opinión pública por la simbiosis entre el régimen franquista y Estados Unidos. Las sucesivas renegociaciones de los acuerdos bilaterales fueron disminuyendo el umbral de tolerancia y laxitud concedido previamente por la administración española a su interlocutor norteamericano. Aquel forcejeo alcanzó su momento culminante en el convenio suscrito en 1988, que marcó un punto de no retorno en el proceso de reequilibrio de las relaciones y se plasmó, entre otras medidas, en una sensible reducción de los efectivos militares americanos destacados en España. El anclaje en la Europa comunitaria, al lado del mayoritario respaldo de la opinión publica del país, fueron determinantes para que el gobierno español se sintiese plenamente consolidado para afrontar aquella decisión. En lo sucesivo, la agenda bilateral dejó de estar marcada por el ajuste de cuentas con el pasado para ocuparse de los retos venideros.
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Por último, hemos querido traducir en imágenes algunos de los momentos o elementos claves de la relación entre España y Estados Unidos, para lo que hemos contado con la ayuda de José Antonio Montero. La selección gráfica que se ofrece, aderezada por un oportuno comentario introductorio, abarca desde la guerra de 1898 hasta la firma del primer tratado de amistad y cooperación tras el restablecimiento de la democracia, en 1976. Caricaturas, fotos y carteles, componen una apretada síntesis de una rica variedad de soportes en que se plasmaron algunas de las instantáneas de todo un siglo. La recopilación, somos conscientes, se queda corta en comparación con las ramificaciones del vínculo bilateral, con la pluralidad de contenidos que compusieron un puzzle del que aún no hemos hecho sino comenzar a ensamblar las primeras piezas. La obra que aquí se presenta aspira, en definitiva, a trazar una panorámica de conjunto de la evolución de las relaciones entre España y Estados Unidos en el siglo XX. Una panorámica incompleta, bien es cierto, pero por ello mismo necesaria para tomar conciencia de hasta donde llegan nuestros conocimientos y el camino que aún nos queda por recorrer. En ese camino, a nuestro juicio, la importancia de las relaciones entre España y Estados Unidos estará fuera de discusión. Es indudable que las sintonías o diferencias que se establezcan entre los respectivos gobiernos modularán la conexión bilateral, le darán mayor o menor visibilidad, crearán una atmósfera más cercana o distante. Pero, más allá de los gobiernos, a estas alturas, las relaciones entre ambos países implican de forma creciente a sus sociedades. Los vínculos desarrollados han tejido una tupida red de comunicación e intercambio en las relaciones económicas, tecnológicas, militares, científicas, culturales y sociales, y han adquirido una densidad e intensidad que está por encima de situaciones políticas coyunturales. Los editores del libro queremos dejar patente nuestro agradecimiento a las personas e instituciones que han hecho posible este trabajo. En primer lugar, al grupo de profesores que aceptaron impartir sus conferencias en los cursos de especialización del CSIC organizados sobre esta materia y que, más tarde, convirtieron en textos susceptibles de publicación. Su colaboración ha sido entusiasta y enriquecedora. Nuestra gratitud también para los estudiantes que nos acompañaron en aquellas sesiones, por su interés y sus sugerentes intervenciones en los vivos debates que se generaron. El apoyo y los medios puestos a nuestra disposición por el CSIC, la AECI y el Colegio Mayor Universitario «Nuestra Señora de África» permitieron que esta empresa llegara a buen puerto, a ellos pues nuestro sincero reconocimiento. Un agradecimiento que, finalmente, queremos hacer extensible al entonces Ministerio de Ciencia y Tecnología y a la Comu-
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nidad de Madrid, por la financiación otorgada a sendos proyectos de investigación que dieron soporte científico a nuestras inquietudes, y a la Comisión Fulbright por su apoyo en el desarrollo de algunos de los trabajos que aquí se ofrecen y, sobre todo, por la labor que llevan a cabo para fomentar los contactos y el conocimiento recíproco entre ambas sociedades.
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LAS RELACIONES ENTRE ESPAÑA Y ESTADOS UNIDOS EN EL UMBRAL DE UN NUEVO SIGLO * M.ª DOLORES ELIZALDE
1898 y la guerra hispano-norteamericana: un conflictivo punto de partida para las relaciones contemporáneas entre España y Estados Unidos La circunstancia que hemos elegido como punto de partida para explicar las relaciones entre España y Estados Unidos en el siglo XX es un momento conflictivo pero de gran significación para ambos países. Nos referimos a 1898, el año de la guerra hispano-norteamericana y el momento en que cambiaron las directrices internacionales tanto de Estados Unidos como de España. Vamos a situarnos, en primer lugar, en el contexto internacional en el que hay que comprender los sucesos ocurridos en 1898. En las últimas décadas del siglo XIX y los primeros años del XX las relaciones entre las naciones se basaban en la fuerza, el potencial económico, la capacidad militar. Atrás quedaban el concierto europeo y el equilibrio acordado. Aún no habían llegado los tiempos de la seguridad colectiva, los esfuerzos conjuntos para mantener la paz. En aquellos tensos años anteriores a la Primera Guerra Mundial primaban los actos de fuerza del más poderoso a los que nadie se atrevía a oponerse. Era también el momento de la máxima expansión colonial, caracterizado por la lucha por el control de áreas de influencia, el imperialismo y las rivalidades coloniales. Las potencias se repartían los úl* Este trabajo se realiza dentro del proyecto de investigación BHA 2002-01143.
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timos territorios libres y comenzaban a plantear temas que hasta el momento habían permanecido cerrados. Temas como el reparto de China. Asuntos como el status de aquellos territorios que estaban bajo soberanía de antiguas potencias coloniales pero sobre los cuales éstas apenas tenían ya control ni fuerza para defenderlos. Cuestiones como la resolución y adjudicación de áreas que habían permanecido en un difícil estado de equilibrio entre intereses enfrentados. Pronto se abriría el problema del norte de África y se lucharía por el dominio del Mediterráneo. Pronto también se acabarían de definir las áreas de influencia en todo el mundo. Ninguna potencia con aspiraciones expansionistas deseaba quedar fuera de ese proceso. En aquella época las colonias, además de una fuente de beneficios económicos, se consideraban un atributo de la fuerza estatal, la demostración de la vitalidad nacional y daban idea del prestigio internacional de una nación. De igual forma, la adjudicación o el reconocimiento de la influencia sobre un área dotaba a la potencia dominante de múltiples posibilidades políticas, económicas y estratégicas. La intervención de Estados Unidos en los problemas entre España y sus colonias, su posterior incorporación de varias de esas islas, y el evidente interés de otros países por hacerse con alguno de los territorios españoles puestos en cuestión, se insertó en este marco de expansión imperialista de las grandes potencias, de lucha por el control de territorios con un especial interés político, económico o estratégico. Junto a este auge del imperialismo, hay que subrayar la relevancia que adquirieron los espacios extraeuropeos a partir de los últimos años del siglo XIX. No ya como ámbitos lejanos y ajenos, sino como espacios íntimamente ligados con lo que ocurría en el resto del mundo, en los que desde entonces se puso de manifiesto la estrecha interrelación existente entre las distintas áreas. En este marco hay que destacar la importancia obtenida por el Pacífico, Asia en general, y China en particular, dentro de las relaciones internacionales. En esa zona todavía se mantenía la hegemonía británica, pero se estaba produciendo una progresiva penetración de Alemania, Francia y Rusia, y empezaba a apuntarse la creciente trascendencia de Japón y de Estados Unidos que, precisamente en ese escenario, irrumpieron como nuevas potencias mundiales con unos claros intereses expansionistas1. Foster Rhea Dulles, America in the Pacific. A Century of Expansión, Boston, Houghton Mifflin Company, The Riverside Press Cambridge1938; Whitney Griswold, The Far Eastern Policy of the United States, New Haven, Yale University Press, 1938; Norman A Graebner, Empire on the Pacific, New York, Heath and Co., 1955; William R. Braisted, The United States Navy in the Pacific, 1897-1909, Austin, University of Texas Press, 1958; Jean Heffer, Les Etats-Unis et le Pacifique. Histoire d’une frontiere, París, Editions Albin Michel, 1995. 1
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Otros rasgos del sistema internacional de la época, directamente relacionados con lo anterior y que también determinaron la actuación de España y de Estados Unidos en el fin de siglo, vendrían determinados por problemas de economía internacional, como podían ser la adopción de políticas arancelarias proteccionistas, el establecimiento de mercados reservados, el logro de inversiones rentables, la construcción de ferrocarriles, la concesión de préstamos, o el establecimiento y control de líneas de comunicación con las colonias; cuestiones todas ellas que afectaban e interesaban a los países con ambiciones expansionistas. En clara relación con esos problemas, conviene no olvidar que la política arancelaria seguida por España en Cuba y en Filipinas en los últimos años del siglo XIX beneficiaba fundamentalmente a los españoles peninsulares, pero iba en contra de los intereses de las colonias y de los intereses de las demás potencias. La rígida política proteccionista primaba la entrada en las islas únicamente de productos españoles, a veces de menor calidad o más caros que los que se podrían obtener de otras potencias. Junto a ello, España no ofreció a cambio a sus colonias la posibilidad de colocar sus productos en la Península. España no fue un mercado preferente para los productos de sus islas de Ultramar, que aprendieron pronto que la salida más favorable para su producción eran otros países diferentes a la Metrópoli: Estados Unidos para el caso cubano, Gran Bretaña para el caso filipino. Por ello es comprensible que ni a Cuba ni a Filipinas les interesara especialmente mantener el régimen económico establecido por España. Igualmente entendible que ningún país extranjero quisiera apoyar el mantenimiento de una situación colonial que dificultaba el comercio y las inversiones extranjeras en las islas españolas. E incluso explicable que alguna potencia —en este caso Estados Unidos— decidiera intervenir para poner fin a una situación que estaba perjudicando sus intereses2. En este contexto, 1898 tuvo una importante, pero muy diferente, significación para Estados Unidos y para España. Para Estados Unidos 1898 simbolizó el inicio de su transformación de nación en imperio3. En esa fecha, el presidente William McKinley decidió adoptar una nueva política exterior e intensificar la implicación norteamericana en la escena internacional. De igual forma, reafirmó oficialmen2 José M.ª Serrano Sanz, El viraje proteccionista en la Restauración. La política comercial española, 1875-1895, Madrid, 1987. 3 Proceso inverso al vivido por España con la pérdida de sus colonias americanas, tal como ha explicado Leandro Prados en su conocido libro De imperio a nación. Crecimiento y atraso económico en España, 1780-1930, Madrid, Alianza Editorial, 1988, frente al cual he contrapuesto el artículo: María Dolores Elizalde, «De Nación a Imperio: La expansión de los Estados Unidos por el Pacífico durante la guerra hispano-norteamericana», Hispania, 196 (1997), pp. 551-588.
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te la expansión ultramarina que los norteamericanos habían iniciado hacía décadas y que se había incrementado con el paso del tiempo aún sin el respaldo gubernamental. En ese proceso fue clave la guerra hispano-norteamericana y la consecuente anexión de las colonias españolas. La contienda supuso la consolidación de los intereses norteamericanos en el Caribe y en el Pacífico, el comienzo de una política internacional expansionista e intervencionista, y un hito en el desarrollo del imperialismo norteamericano4. Todo lo cual tuvo una importancia cardinal tanto en su época como en la historia internacional del siglo XX. Para España, la significación internacional de 1898 fue radicalmente diferente. En esas fechas tuvo que enfrentarse a la insurrección de buena parte de sus colonias . Situación que fue aprovechada por Estados Unidos para declarar la guerra a España e intervenir en unos territorios sobre los que deseaba ejercer un control esencialmente económico y estratégico, y en los cuales la situación de inestabilidad estaba perjudicando sus intereses. A consecuencia de la contienda hispano-norteamericana España perdió Cuba, Puerto Rico, Filipinas y los archipiélagos de la Micronesia. Lo cual supuso el fin del imperio español y el ocaso de la presencia de España en la escena internacional como potencia con soberanía sobre territorios ultramarinos repartidos por todo el mundo. Porque aunque luego se potenciara otro pequeño imperio en África y los ímpetus de los sectores colonialistas españoles se trasladaran a este nuevo escenario, las colonias africanas ya nada tendrían que ver con esplendores coloniales. En 1898 España tuvo que aceptar el fin de su imperio ultramarino, encajar su escaso peso internacional, restringir su área de actuación a un ámbito mucho más reducido y emprender una nueva política exterior en la cual sería fundamental encontrar apoyos externos que garantizaran la integridad territorial5. 4 Theodore P. Greene (ed.), American Imperialism in 1898. Boston: Heath and Company, 1955; Walter Lafeber, The New Empire: An Interpretation of American Expansion, 1860-1898, Ithaca, Cornell University Press for the American Historical Assotiation, 1963; Ernest R May, American Imperialism. A Speculative Essay, Nueva York, Atheneum, 1968; Richard Miller (ed.), American Imperialism in 1898. The quest for National Fulfilment, Nueva York, John Wiley and Sons, 1970; David Healy, US Expansionism. The Imperialist Urge in the 1890s, Madison, The University of Wisconsin Press, 1970; LC. Gardner, W. Lafeber, y Th. Mccormick, Creation of the American Empire: U.S. Diplomatic History, Chicago, Rand McNally&Co., 1973; Marilyn Young (ed.), American Expansionism. The Critical Issues, Boston, Little Brown and Company, 1973; Richard E. Welch, Response to Imperialism. The United States and the Philippine-American War, 1899-1902, Chapel Hill, The University of North Caroline Press, 1979; John Dobson, Reticent Expansionism. The Foreign Policy of William McKinley, Pittsburgh, Duquesne University Press, 1988. 5 Entre las publicaciones españolas referidas al significado internacional del 98 para España cabe destacar las siguientes: José María Jover Zamora, 1898. Teoría y
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La política exterior de Estados Unidos a fines del siglo XIX En 1896, el pueblo de los Estados Unidos había elegido presidente a William McKinley, un abogado republicano, gobernador de Ohio y representante de su Estado en el Congreso durante varias legislaturas. Era un político especializado en asuntos económicos, responsable de las tarifas aduaneras de los años noventa, y partidario de una política proteccionista que hiciera crecer la industria y el mercado interno. En razón de su trayectoria política, al iniciarse su presidencia se pensaba que apenas se dedicaría a problemas internacionales6. Durante la campaña presidencial había manifestado que su prioridad sería concentrase en cuestiones domésticas, a fin de favorecer la modernización del país y acabar de remontar la crisis económica. Por contra, había sido poco preciso respecto a cuáles serían sus directrices exteriores. Había indicado únicamente que tendría una política internacional digna y firme, y que respaldaría los principios generales defendidos por los republicanos en favor del engrandecimiento de Estados Unidos en el mundo. Ello implicaba apoyar la anexión de Hawai, avalar la construcción de un canal interoceánico en Panamá y fomentar la expansión del comercio exterior. Sin embargo, también había explicado que no quería guerras de conquista y que deseaba evitar las agresiones territoriales. A pesar de sus planteamientos iniciales, McKinley fue un presidente especialmente significativo en la política internacional de Estados Unidos porque decidió la entrada en dos conflictos internacionales fuera de su país e inició la adquisición norteamericana de práctica de la redistribución colonial. Madrid, Fundación Universitaria Española, 1979; Jesús Pabón, «El 98, acontecimiento internacional», Días de Ayer, Barcelona, 1993; Revista de Occidente, Monográfico 1898, ¿desastre nacional o impulso modernizador?, 202203 (1998); Santos Juliá (dir.), Memoria del 98. De la guerra de Cuba a la Semana Trágica, Madrid, El País-Aguilar, 1997-1998; Juan Pan-Montojo (coord.), Más se perdió en Cuba. España, 1898 y la crisis de fin de siglo, Madrid, Alianza, 1998; Juan Pablo Fusi y Antonio Niño (eds.), Antes del «Desastre». Orígenes y antecedentes de la crisis del 98, Madrid, Universidad Complutense, 1996 y Vísperas del 98, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997; Pedro Laín Entralgo y Carlos Seco (eds.), España en 1898. Las claves del Desastre, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 1998; Octavio Ruiz Manjón y Alicia Langa (eds.), Los significados del 98: la sociedad española en la génesis del siglo XX, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999; José Varela Ortega (ed.), Imágenes y ensayos del 98, Valencia, Fundación Cañada Blanch, 1998. 6 Charles S. Olcott, Life of William McKinley, Boston, Houghton Miffin Company, 1916; Margaret Leech, In the Days of McKinley, New York, 1959; H. Wayne Morgan, William McKinley and His America, Syracuse, Syracuse University Press, 1963; Paolo Coletta (ed.), Threshold to American Internationalism. Essays on the Foreign Policies of William McKinley, New York, Exposition Press, 1970; Lewis Gould, The Presidency of William McKinley, Lawrence, Regents Press of Kansas, 1980. Dos buenos estudios son también los libros ya citados de Dobson y Welch.
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territorios coloniales. En ese proceso, en primer lugar, emprendió una guerra contra España para hacerse con el control de Cuba, Puerto Rico y el Caribe. A continuación, se anexionó Hawai, Filipinas, Guam y Wake y consolidó su participación en el gobierno de Samoa, con lo cual modificó totalmente la posición norteamericana en el Pacífico y frente a las costas de Asia. Finalmente, defendió los intereses de su nación en China, luchó por mantener la integridad territorial de ese país y, cuando en 1900 estalló la guerra de los boxers contra los residentes extranjeros, envió a Pekín barcos y tropas con objeto de no perder su influencia en aquél inmenso mercado asiático. Por ello puede afirmarse que bajo el mandato de McKinley los Estados Unidos, industrializados y con una economía sólida, se lanzaron a la escena internacional, consolidaron su presencia en áreas bien lejanas, iniciaron la construcción de un imperio ultramarino y emprendieron el camino que les transformaría en la primera potencia mundial del siglo XX. Fundamentos para una política exterior expansiva y principales problemas internacionales del mandato de McKinley Tres tipos de factores influyeron en la política exterior norteamericana de fines del siglo XIX y determinaron la actuación de McKinley: los político-estratégicos, los económicos y los ideológicos. Las motivaciones políticas se apreciaron en la insatisfacción que determinados grupos políticos cercanos al Presidente mostraron por la posición que su país ocupaba en la escena internacional, considerándola impropia de su verdadera condición. A fines del siglo XIX los Estados Unidos habían culminado la consolidación de su nación, habían conseguido la vertebración nacional —aún persistiendo, como es lógico, numerosos problemas de política interna—. Su economía había alcanzado un alto grado de desarrollo y daba signos de recuperación de la crisis de 1893. Su producción industrial era mayor que la de ningún otro país. Su balanza comercial favorable. Eran el estado más poblado después de Rusia. Su ejército y su marina estaban bien preparados para una guerra moderna. Tenían los medios técnicos y los instrumentos necesarios para afirmar su posición en el mundo e impulsar una política exterior expansiva más allá de sus fronteras continentales. Una parte importante de la sociedad norteamericana pensaba que estos hechos debían reportarles un merecido respeto internacional y un puesto relevante entre las grandes potencias. Por ello expresaron su deseo de demostrar el poderío de su nación, su po-
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tencial económico y sus avances militares a través de la participación en la política mundial y en la expansión ultramarina. McKinley no se encontraba entre la élite que defendió públicamente esas ideas, pero recibió la influencia de estos sectores a través de colaboradores muy cercanos: políticos de su partido como Henry Cabot Lodge y Theodore Roosevelt, estrategas y oficiales de la marina como Alfred Mahan, o intelectuales como Brooks Adams7. Todos ellos le insistieron en la necesidad de lo que se llamó la «large policy», en merced de la cual los Estados Unidos debían de extender progresivamente su influencia por el mundo hasta alcanzar el puesto que les correspondía en la escena internacional. Para afirmar esa posición los Estados Unidos debían contar con un ejército y en especial una marina capaces de asegurar la defensa de los territorios norteamericanos; con medios propios que aseguraran sus comunicaciones; con estaciones carboneras estratégicamente situadas; con líneas de cable bajo su control; y con un perímetro defensivo que garantizara la seguridad nacional, en el cual tendrían que incluirse puntos tan significativos como un canal interoceánico, Cuba y Hawai8. El segundo grupo de motivos que influyeron en el diseño de la política exterior fueron los económicos. Importantes grupos de negocios subrayaron la necesidad de nuevos mercados donde vender los excedentes de la producción agrícola e industrial y nuevas áreas para la inversión de capitales. Por ello solicitaron la expansión más allá de sus fronteras, señalando en particular dos ámbitos que aún no estaban totalmente controlados por otros países, y que sin embargo parecían las áreas naturales para la influencia norteamericana: el Caribe y Latinoamérica, dentro de la ejecución de la Doctrina Monroe, y Asia y el Pacífico, a los que consideraban una imaginaria prolongación de la frontera oeste y el escenario del futuro9.
7 Henry C. Lodge (ed.), Selections from the Correspondence of Theodore Roosevelt and Henry Cabot Lodge, 1884-1918, New York, 1925; Alfred T. Mahan, The Influence of Sea Power Upon History, Boston, Little, Brown and Co., 1890; Brook Adams, «The Spanish War and the Equilibrium of the World», Forum, 25 (1898), pp. 641-651; John Grenville and George Young, Politics, Stategy and American Diplomacy. Studies in Foreign Policy, 1873-1917, New Haven, Yale University Press, 1966. 8 Julius W. Pratt, «The Large Policy of 1898» The Mississippi Valley Historical Review, 19 (1932), pp. 219-242. 9 La Doctrina Monroe, enunciada por el Presidente Monroe en 1923, manifestaba que el Gobierno norteamericano vería con disgusto cualquier injerencia europea en áreas próximas a su nación y en asuntos que afectaban exclusivamente al continente americano. A lo largo del siglo XIX fue defendida por diferentes gobiernos estadounidenses que se encargaron de promover tal posición frente a los intereses de las naciones europeas en aquel continente.
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Este es un tema que ha sido muy discutido en la historiografía americana10. Se ha recordado que los sectores agrícolas preferían la protección del mercado interior; las reticencias de los banqueros y de los círculos económicos de la costa Este ante una política expansiva; los temores de que ese proceso pudiera detener la recuperación que se observaba tras la crisis de 1893. Hoy en día los economistas discuten también que la expansión hacia ámbitos coloniales fuera la opción más conveniente para el crecimiento de la economía, frente a otras alternativas como invertir e incentivar el comercio con Canadá o con Europa, donde la relación coste-beneficio podía ser más favorable. De hecho, los Estados Unidos mantenían importantes relaciones comerciales con diferentes países europeos, y en particular con Gran Bretaña y Alemania. Sin embargo, nos ha quedado la evidencia de numerosos textos e informes que demuestran que en los primeros meses de 1898, independientemente de lo que pensaran antes, círculos económicos de todo el país, de manera mayoritariamente consensuada aunque siempre con disidentes, solicitaron a McKinley la conquista de nuevos mercados en Asia y Latinoamérica, así como la protección de las inversiones en estos espacios11. La documentación norteamericana revela también la disposición del Gobierno a apoyar estos proyectos. Es difícil pensar que un político que había sido miembro del partido republicano durante muchos años, en una época en que esta formación estaba íntimamente unida al mundo de los grandes negocios, ignorara los intereses de estos sectores a la hora de decidir la política internacional a seguir. McKinley había ganado mucha de su importancia política apoyando altas tarifas que protegían las industrias americanas de la competencia extranjera. Pero si en los últimos años del siglo el mundo económico, consciente de que el mercado interior parecía incapaz de absorber la abundante producción agrícola e industrial, abogó por exportar estos Entre los defensores de la importancia de las razones económicas tras la expansión colonial, Walter Lafeber, The New Empire: An Interpretation of American Expansion, 1860-1898, Ithaca, Cornell University Press, 1963, y Thomas McCormick, The China Market: America’s Quest for Informal Empire, 1893-1901, Chicago, Quadrangle Press, 1967. Una opinión contraria se puede encontrar en Julius W Pratt, «American Business and the Spanish-American War», The Hispanic-American Historical Review, 14 (1934), pp. 163-201, o más recientemente en Richard Welch, op. cit., cap. 5: «Business, Labor and Self-Interest», pp. 75-88. Para un mayor desarrollo del análisis historiográfico relativo a esta cuestión, consultar el artículo ya citado de M.ª Dolores Elizalde, «De Nación a Imperio: La expansión de los Estados Unidos por el Pacífico durante la guerra hispano-norteamericana de 1898», y de la misma autora: «La historiografía norteamericana ante la dimensión oriental de la guerra hispano-norteamericana de 1898», REDEN. Revista Española de estudios Norteamericanos, 11 (1996), pp. 87-129. 11 Papeles de William McKinley, Biblioteca del Congreso, Washington. 10
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excedentes y le pidió que apoyara la búsqueda de nuevos mercados para incentivar la economía, probablemente, el Presidente tuviera muy en cuenta sus indicaciones. A través de los discursos y declaraciones de McKinley y de los miembros de su Administración podemos comprobar que se mostraron dispuestos a impulsar el comercio exterior. Se refirieron a la necesidad de construir una marina mercante que favoreciera las relaciones comerciales con otros países. Usaron los resortes gubernamentales para apoyar las oportunidades de engrandecimiento económico norteamericano en diferentes partes del mundo. Y, al fijar la política arancelaria, defendieron acuerdos de reciprocidad que estimularan las exportaciones americanas12. Finalmente, el tercer elemento que impulsó a los norteamericanos hacia una política exterior expansiva fue de tipo ideológico. La convicción de las excelencias del modelo político y de las instituciones desarrolladas por los Estados Unidos hizo que muchos ciudadanos, que nunca hubieran apoyado el expansionismo por razones económicas o de prestigio, aceptaran que su país tenía un deber que cumplir con las demás naciones y en particular con las menos favorecidas. Los sentimientos de deber, de misión democrática y civilizadora, estaban fuertemente arraigados en aquella época y fueron defendidos por misioneros, círculos eclesiásticos, asociaciones benéficas de cooperación. Estos argumentos morales proporcionaron a Estados Unidos una justificación sobre la que basar la política expansiva que demandaban los círculos que deseaban el engrandecimiento internacional o la adquisición de nuevos mercados13. En ese entorno, McKinley se encontró con varios problemas de política exterior que requirieron una urgente atención en los primeros meses de su presidencia: una crítica situación en Cuba y un alto interés norteamericano hacia esta isla; un dilema sobre la participación en lo que parecía el inminente reparto de China; un debate en torno al futuro de Hawai; un conflictivo gobierno tripartito en Samoa; una creciente presión en favor de la construcción de un canal in12 Instructions from William MacKinley to the Peace Commissioners, Washington, 16 September 1898, 55th Congress, 3d Session, House of Representatives, Papers relating to the Foreign Relations of the United States, 1898, Washington, Government Printing Office, 1901, p. 907. Carta del Secretario de Estado al Secretario del Tesoro, Junio 1898, Commercial Relations of the United States with Foreign Countries during the year 1898. Issued from the Bureau of Foreign Commerce, Department of State, Washington, Government Printing Office, 1899, vol I, p. 130. Frederic Emory, Jefe de la Oficina para Comercio Exterior del Departamento de Estado,»Our Growth as a World Power», The World’s Work, I (1900), p.65. 13 Frederick Merck, Manifest Destinity and Mission in American History, New York, Knopf, 1963; Richard Hofstadter, The Paranoid Style in American Politics. Cuba, Philippines and Manifest Destinity, New York, Alfred A. Knopf, 1952.
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teroceánico. Eran cuestiones que estaban íntimamente entrelazadas y que se entendían en el mismo contexto internacional de expansión imperialista. De las decisiones que McKinley tomara para solucionar tales cuestiones, no sólo dependería el papel que Estados Unidos desempeñara en la escena internacional durante su mandato, sino que también condicionaría las bases de la política exterior norteamericana en el siglo XX. La guerra de Cuba La insurrección contra España iniciada en Cuba en 1895 fue observada con enorme interés y honda preocupación por los Estados Unidos. Desde el principio la opinión pública norteamericana se inclinó en favor de la causa cubana. Por un lado, creyeron legítima una lucha que reivindicaba el derecho de los pueblos a ejercer su propia soberanía. Por otro, consideraron que España estaba gobernando Cuba de manera autoritaria e intolerante, por lo que apoyaron la batalla de los cubanos por librarse del «yugo» colonial. Lo cual no implicó que la generalidad de los norteamericanos deseara desde el principio una intervención activa en los problemas de la isla. Sin embargo, una campaña de prensa hábilmente manejada les fue inclinando a tal opción14. La mayor parte de los círculos de negocios inicialmente eran reacios a entrar en guerra, pensando que ésta tendría un efecto adverso sobre la economía doméstica porque frenaría la recuperación económica que estaba experimentando la nación. Solamente los inversores que tenían propiedades en Cuba, y los comerciantes y navieros que operaban con esta isla —los cuales habían visto cómo sus beneficios descendían de 103 millones de dólares en 1893 a 27 millones de dólares en 1897—, eran partidarios de actuar. Pero este sector era un segmento muy pequeño dentro de la economía norteamericana: las inversiones en Cuba representaba sólo un 5 por ciento de las inversiones totales en comercio extranjero. No obstante, la guerra de Cuba acabó por afectar a toda la comunidad de negocios. Los rumores sobre una inminente intervención hacían oscilar el mercado y obstaculizaban la marcha de la economía norteamericana. Por ello, a comienzos de 1898, lo que verdaderamente deseaba el mundo econóSobre la posición norteamericana en la guerra de Cuba: Philip Foner, La guerra hispano-cubano-norteamericana y el nacimiento del imperialismo norteamericano, 18951902, 2 vols., Madrid, Akal, 1975; Wayne H Morgan, America’s Road to Empire: The War with Spain and Overseas Expansion, New York, John Wiley and Sons, 1964; David Trask, The War with Spain in 1898, New York, MacMillan Publissing Co., 1981. 14
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mico era que el problema cubano se resolviera de una vez por todas. Era preferible una guerra corta que una larga incertidumbre. Los responsables del área económica del Gobierno; los banqueros más influyentes de Nueva York, como Morgan, Astor o Rockefeller; las grandes compañías de las costas Este y Oeste; las empresas de nivel medio interesadas en potenciar el comercio exterior; las industrias textiles y metalúrgicas; las constructoras de ferrocarriles y las compañías de comunicaciones; los refinadores de azúcar y los importadores de productos tropicales, como ábaca, textiles, café, o tabaco; corporaciones como las Cámaras de Comercio, la National Assotiation of Manufactures y la Union Iron Works; periódicos económicos como el muy influyente Journal of Commerce; todos estos sectores apoyaron la intervención en Cuba15. A su vez, el Congreso —sin distinción de partidos políticos— se convirtió en el principal abogado de una Cuba libre desde años antes de que se produjera la intervención. En abril de 1896, las Cámaras solicitaron a la Administración norteamericana que reconociese la beligerancia de la isla a fin de poder vender armas legalmente a los rebeldes cubanos, lo cual favorecería la lucha por la independencia. Sin embargo, el presidente Cleveland se resistió a inmiscuirse en una guerra que sentía ajena. Le preocupaba además el carácter de la revuelta y el alcance al que podía llegar un gobierno cubano independiente, considerando que podía ser perjudicial para los intereses económicos y estratégicos norteamericanos. Por ello, apoyó el fin de la guerra entre España y Cuba, y animó al Gobierno español a conceder una autonomía política lo suficientemente amplia para mantener la isla en paz. Al llegar McKinley a la presidencia de los Estados Unidos, en 1896, pareció que la cuestión cubana iba a seguir siendo un tema colateral de la política norteamericana. Inicialmente McKinley trató simplemente de negociar con España para que acabara con la insurrección cubana y para hacerse con mayor poder sobre la isla por mé15 Además de la documentación de archivo, para conocer la posición de los diferentes sectores de opinión ante la guerra hispano-norteamericana son interesantes los análisis realizados en distintas épocas por Julius W. Pratt, Expansionists of 1898: the Acquisition of Hawaii and the Spanish Islands. Baltimore, The John Hopkins Press, 1936, y John Offner, An Unwanted War. The diplomacy of the United States and Spain over Cuba, 1895-1898, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1992. También se pueden consultar: Marcus M. Wilkerson, Public Opinion and the Spanish-American War: A study in War Propaganda, Los Angeles, Baton Rouge, 1932; Gerald F. Linderman, The Mirror of War. American Society and the Spanish American War, Ann Arbor, The University of Michigan Press, 1974; Sylvia Hilton, «The Spanish-American War of 1898: Queries into the Relations Between the Press, Public Opinion and Politics», Reden. Revista Española de Estudios Norteamericanos, 7 (1994), pp. 71-87; Jaime de Ojeda, El 98 en el Congreso y en la prensa de los Estados Unidos, Madrid, MAE, 1999.
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todos pacíficos. Sin embargo, su postura se radicalizó a lo largo de 1897, al aumentar los círculos que señalaron que España estaba perdiendo el control de la situación en Cuba, que los sectores cubanos más revolucionarios podían hacerse con el gobierno de la isla, y que las pérdidas económicas seguían aumentando. Desde la perspectiva norteamericana las circunstancias políticas y económicas parecían tan graves que se fue extendiendo por Estados Unidos un clamor en favor de la intervención. McKinley era consciente de que Cuba era fundamental tanto para la seguridad y defensa de los Estados Unidos como para la estrategia que pretendía desarrollar en el área del Caribe, sobre todo ante la inminente apertura de un canal interoceánico. También le interesaba frenar el descalabro económico que la insurrección estaba causando a las inversiones norteamericanas. Deseaba, además, convertir la restauración de la confianza del mundo de los negocios en un triunfo republicano. Igualmente, consideraba que intervenir en Cuba podía hacerle ganar votos ante las próximas elecciones —en las cuales se temía un avance de los demócratas—, ya que esa era una causa popular entre sus conciudadanos. Por todas estas razones, en 1898, convencido tras muchos meses de negociación de que los españoles no cederían sus derechos de forma pacífica frente a las presiones americanas, que fue lo que intentó durante varios meses, y temeroso del avance de los sectores más radicales de la insurrección cubana, McKinley decidió intervenir en Cuba para hacerse con el control de la isla. Empezó a desplegar cautelosamente la política que quería desarrollar. Una serie de acontecimientos facilitaron su labor. En febrero de 1898, el Maine, un barco de la marina enviado a proteger las vidas e intereses de los ciudadanos norteamericanos en Cuba, explotó en el puerto de la Habana. El informe oficial que se hizo del suceso determinó que la explosión se debió a una mina externa colocada con toda deliberación —tesis que hoy en día sabemos falsa—, lo cual indignó a la opinión del país. También en febrero, los periódicos publicaron una carta privada del ministro español en Washington, Dupuy de Lôme, en la que criticaba al presidente McKinley y denostaba a la Administración norteamericana, y el asunto originó un tremendo escándalo. En marzo, Redfield Proctor, un senador republicano muy conocido, ex Secretario de Guerra y amigo personal de McKinley, informó públicamente de su reciente visita a Cuba, reclamando por motivos humanitarios una acción norteamericana que acabara con el genocidio que se estaba cometiendo en la isla. Además, la prensa no cesaba de publicar artículos incendiarios contra el Gobierno español y las atrocidades que cometía en la isla. El Congreso y el Senado se declararon favorables a una intervención. Todo este ambiente conmocionó a la sociedad americana y la inclinó en favor de una intervención en Cuba.
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En ese clima, McKinley se movilizó rápidamente a fin de preparar a la nación para la guerra. El 9 de marzo consiguió que el Congreso autorizara emplear cincuenta millones de dólares para reforzar la Marina y el Ejército. En ese mismo mes envió una serie de notas al Gobierno español solicitando un inmediato armisticio, poniendo para ello unas condiciones cada vez más difíciles de cumplir, a pesar de la voluntad que mostró el Gobierno de Sagasta para encontrar una solución pacífica al problema. El Presidente americano solicitó, por último, que España negociara con Estados Unidos la independencia de Cuba. Ningún grupo político en Madrid estuvo dispuesto a pagar el precio político que conllevaría aceptar tales concesiones. Ante la falta de una respuesta positiva a sus peticiones, el 11 de abril, McKinley envió un mensaje al Congreso en el que solicitaba permiso para comenzar una guerra que acabara con la lucha que en los últimos tres años había destruido las vidas y las propiedades de los americanos en Cuba. Justificó la intervención basándose en razones humanitarias: «Intervenimos por causa de la humanidad y para poner término a las barbaridades de la lucha, a la efusión de sangre, al hambre y a la horrorosa miseria que en la actualidad desolan la isla... Estamos obligados a garantizar a nuestros ciudadanos en Cuba la protección e inmunidad de sus vidas e intereses materiales... La situación actual de la isla de Cuba es una amenaza constante para nuestra paz interior e impone al Gobierno de los Estados Unidos gastos enormes, consecuencia de un conflicto que dura desde hace años en una isla tan próxima a nuestro país y tan unida a nosotros por importantes relaciones comerciales, y en la que corren constante peligro la vida y la libertad de nuestros ciudadanos»16. Días más tarde, el 19 de abril, el Congreso aprobaba una resolución indicando que Cuba tenía el derecho de ser libre e independiente, por lo que Estados Unidos debía pedir al Gobierno español que renunciara a su autoridad sobre la isla y retirara sus fuerzas terrestres y navales. El 21 de abril los Estados Unidos declaraban formalmente la guerra a España. De cómo la guerra hispano-norteamericana se extendió a Asia En este proceso, existió un factor que ejerció una gran influencia sobre la conducta del gobierno de McKinley: en los primeros meses de 1898 se había agudizado la crisis en China y parecía que las granMessage of William McKinley to Congress, Papers Relating to the Foreign Relations of the United States, 1898, Washington, Government Printing Office, 1897-1901, pp. 750-760. 16
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des potencias estaban a punto de iniciar la distribución definitiva de aquel país. Se estimó que la integridad de China y la política de puertas abiertas, apoyadas tradicionalmente por los norteamericanos, estaban en peligro. Los Estados Unidos corrían el riesgo de quedar fuera de un hipotético reparto de Asia y del Pacífico. Japón, tras la victoria en la guerra chino-japonesa de 1895, había ocupado ricos territorios agrícolas y mineros chinos en Manchuria y Corea. Poco después las potencias europeas se adueñaron de puertos estratégicos y reclamaron su influencia sobre el área que los rodeaba. Alemania se hizo con el control del puerto de Kiaochow, situado en la entrada de la provincia de Manchuria. Rusia obtuvo Port Arthur. Gran Bretaña logró la preponderancia en la cuenca del Yangtzé y, más al norte, en el puerto de Weihaiwei. Francia consiguió el puerto de Kwangchowan, en el sur del país. Se intensificaron, además, las concesiones para la construcción de vías ferroviarias en China. Rusia, Alemania y Gran Bretaña monopolizaron los contratos de los ferrocarriles en diferentes áreas. Esta situación amenazaba las exportaciones americanas en China, porque les obligaba a transportar sus productos en trenes bajo control extranjero, por lo cual tenían que pagar un canon que encarecía las mercancías americanas, haciéndolas menos competitivas. Además, se estaban quedando fuera de un negocio que interesaba a las compañías de ferrocarriles norteamericanas. En determinados círculos se comenzó a ver con preocupación como las otras potencias les cerraban el paso de un mercado y de un campo de inversiones considerado de alto interés. Diplomáticos destacados en la zona, exportadores norteamericanos y periódicos económicos señalaron que la crisis amenazaba el futuro del comercio americano allí donde prometía más interés. Baste recordar que el imperio chino era fundamentalmente agrícola, tenía una población cercana a cuatrocientos millones de habitantes y parecía un mercado especialmente atractivo para los productos manufacturados norteamericanos17. También sociedades misioneras, muy implicadas en la evangelización y educación de estos territorios, 17 Dispatches from Charles Denby (jefe de la misión de los Estados Unidos en China durante trece años) to John Sherman (Secretario de Estado), 31 January 1898 y 3 April 1898, National Archives of The United States, RG 59, Ms 37, Department of State, Communications from Special Agents. Committee of American Merchants in Shangai to President of the New York Chamber of Commerce, 16 March 1898, National Archives of The United States, RG 59, Ms 37. Consular Reports, 1898, Commercial Relations of the United States with Foreign Countries during the year 1898. Issued from the Bureau of Foreign Commerce, Department of State, Washington, Government Printing Office, 1899, vol I, pp. 127-129.
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solicitaron protección para sus actividades18. Se extendió entonces por los Estados Unidos una corriente en favor de la intervención norteamericana en Oriente. En esa coyuntura, se planteó la posibilidad de encontrar una solución conjunta a los problemas planteados en el Caribe y en el Pacífico. Si se declaraba una guerra con España y los Estados Unidos intervenían a un tiempo en las colonias occidentales y orientales españolas, podrían acabar con la insurrección en Cuba y alguna de las islas españolas del Pacífico podría convertirse en una base militar desde la que proteger los intereses norteamericanos en la parte más oriental de aquél océano y en Asia. El gobierno estadounidense consideró que una intervención en Filipinas podría proporcionar a Estados Unidos la posibilidad de salir de la posición secundaria que ocupaba en el Pacífico y en el continente asiático. Manila podría convertirse en su HongKong, su Macao, su Kwangchowan o su Kiaochow19. De esta forma, en una sola guerra resolverían la crisis cubana y la crisis asiática20. El nacimiento del imperialismo norteamericano: la anexión de Filipinas, Hawai , Guam, Wake y Samoa De este modo, el conflicto entre España y Estados Unidos, iniciado originariamente por Cuba, tuvo una pronta repercusión en el Pacífico. Recordemos que el primer acto bélico fue un ataque norteamericano a Manila y poco después se tomó por la fuerza la isla de Guam. Lo cual llevó la guerra a Filipinas y a los archipiélagos españoles de la Micronesia, implicando a estos territorios en una contienda que en principio no guardaba ninguna relación con ellos. 18 «Ningún grupo estuvo tan implicado y tan interesado en China como los misioneros cristianos. Salvar almas era un objetivo incluso superior al beneficio económico de su mercado. Entre 1870 y 1900 las misiones en China aumentaron un 500 por ciento. Sólo en la década de los noventa los misioneros norteamericanos doblaron su número hasta sobrepasar el millar. Estos misioneros desarrollaron su labor religiosa, al tiempo que representaron patrioticamente a su nación e impulsaron los intereses económicos. Salvaban las almas, vestían los cuerpos con textiles de Carolina del Norte e invertían en tierras y minerales chinos. Por ello solicitaron la protección del Gobierno americano en China», Walter Lafeber, The American Age. U.S. Foreign policy at Home and Abroad, 1750 to the Present, New York, Norton & Co., 1994, pp. 218-219. 19 Frank Valderlip, Asistente del Secretario del Tesoro y banquero, observaba al respecto: «Las Filipinas van a ser el Hong-Kong de los Estados Unidos, desde el cual los americanos podrán comerciar con los millones de habitantes de China, Corea, la Indochina francesa, la península Malaya, las islas de Indonesia e indudablemente con Japón e India», citado por Lafeber, op. cit., p. 217. 20 Walter LaFeber lo resumía gráficamente en una frase: «Dos crisis, una guerra», op. cit., p. 197.
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Según las explicaciones oficiales del gobierno de McKinley, el ataque a Manila respondió a razones de estrategia bélica y se basó en planes navales elaborados por el Servicio de Inteligencia de la Marina norteamericana, años atrás, en previsión de una guerra con España. El objetivo de tal maniobra era acabar con la flota española en Filipinas para evitar que ésta pudiera amenazar la costa oeste de los Estados Unidos, obligándoles a abrir un segundo frente en la contienda. Con ello se conseguiría, además, dañar a las fuerzas españolas donde eran más débiles, y ganar una baza con la que negociar en las conversaciones de paz. Fue, pues, según esas fuentes, una acción puramente preventiva, que no conllevaba ningún otro objetivo por parte de los estrategas que la concibieron21. El 1 de mayo de 1898, siguiendo los planes previstos por la Marina, y por orden directa de McKinley —más allá de las acciones emprendidas semanas antes por Theodore Roosevelt, ayudante del Secretario de Marina, para que se aprestara a la batalla contra España—, el escuadrón asiático norteamericano, dirigido por el comodoro George Dewey, se enfrentó en Cavite a la flota española, mandada por el contralmirante Patricio Montojo, a la cual infligió una severa derrota. Los barcos españoles en Filipinas quedaron inoperativos, tanto para la defensa de aquellas islas como para cualquier hipotético ataque a las costas americanas. Sin embargo, una vez conseguido ese objetivo, las fuerzas norteamericanas no se retiraron de Filipinas, dejando que las islas permanecieran bajo soberanía española. El Ejecutivo estadounidense consideró necesario retener, al menos, una base naval, a fin de que que su flota pudiera operar con seguridad en el Pacífico y los norteamericanos tuvieran una mayor facilidad para penetrar en el mercado chino o para estar presentes en cualquier acción internacional que pudiera desarrollarse cerca del continente asiático. El lugar elegido para establecer esa base naval fue Manila, la capital del archipiélago y el centro neurálgico de su administración y de su comercio. Para asegurar la adquisición de Manila no bastaba con la derrota naval, era necesario hacerse con la ciudad, todavía en manos españolas. «War with Spain, 1896. General Considerations of the War, the results desired and the consequent kind of operations to be undertaken», Plan elaborado por William W. Kimball, LT, U.S. Navy, Staff Inttelligence Officer, RG 313, Entry 43, Navy Department, National Archives of the United States. También en William W. Kimball, «Memorandum», 1 June 1896, Record Group 38, General Records of the Office of Naval Intelligence, National Archives of the United States. «Memorandum regarding Naval Attachés Abroad», 15 April 1897, Planes elaborados por los oficiales Taylor, Wainwright y McAdoo, RG 80, Entry 124, Records of the Asistant Secretary of the Navy, National Archives of the United States. 21
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Por ello, tras la victoria de Dewey, el presidente McKinley puso en marcha una operación con objeto de consolidar con toda celeridad en tierra lo conseguido en el mar. Tenía ya preparados los mecanismos necesarios para actuar en tal sentido. El 4 de mayo, sólo tres días después de los sucesos de Cavite, partió de San Francisco una expedición de cinco mil hombres —previamente concentrados y esperando órdenes en aquella ciudad— con el fin de colaborar por tierra en la toma de Manila. A lo largo del verano del 98 continuó el envío de nuevas tropas, y a fines de julio se habían hecho ya tres grandes expediciones y dieciseis mil hombres defendían la posición de los americanos en Filipinas. El 13 de agosto —un día después de la firma del Protocolo de Washington, en el cual ya se establecían los primeros requisitos exigidos por los norteamericanos para poner fin a las hostilidades—, en el límite de las fuerzas y tras una dura resistencia que los españoles no habían querido doblegar hasta la firma de ese protocolo, para no dar a los estadounidenses una baza más en sus exigencias en Filipinas, capituló Manila. La caída de esta ciudad arrastró tras sí a todo el archipiélago22. La victoria naval de Cavite, primero, y la captura de la ciudad de Manila, después, condujeron a la anexión total de las Filipinas por parte de los Estados Unidos. Este fue un largo proceso, gestionado en el verano de 1898, en torno al cual se ha despertado una polémica, todavía viva, centrada en las verdaderas intenciones de McKinley. ¿Sus intereses se limitaban a la adquisición de una única base naval, sin desear entrometerse en la gobernabilidad del resto del archipiélago? O, por el contrario, ¿quiso desde el principio hacerse con todas las Filipinas? Nada en la documentación consultada permite asegurar que McKinley tuviera una intencionalidad previa de hacerse con la totalidad de las islas. Pero lo cierto es que, una vez consolidada su posición en Manila, objetivo indudable de su política expansiva, el Presidente decidió, conscientemente, quedarse con todo el archipiélago filipino por Este proceso está explicado con mayor detenimiento en M.ª Dolores Elizalde: «1898: el fin de la relación entre España y Filipinas», en M.ª Dolores Elizalde (ed.), Las relaciones entre España y Filipinas, siglos XVI-XX, Madrid, CSIC-Casa Asia, 2003, pp. 273-301 y en el artículo ya citado «De Nación a Imperio: La expansión de los Estados Unidos por el Pacífico...». En estos trabajos hablo de un tema que no voy a desarrollar aquí, pero que tuvo gran trascendencia en el proceso, como fue la primera colaboración filipina para la toma de Manila, creyendo que ello conllevaría el apoyo norteamericano a la ansiada independencia filipina; las posteriores órdenes tajantes de Washington para romper el entendimiento con los nacionalistas filipinos a fin de tener las manos libres a la hora de decidir el futuro del archipiélago en el sentido que más les interesara a los norteamericanos; y el ulterior desencuentro entre ambos grupos que llevó a la cruenta guerra que durante tres años enfrentó a filipinos y estadounidenses. 22
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varias razones. En primer lugar, porque los expertos consultados le convencieron de que no sería posible retener Manila sin dominar la isla de Luzón al completo. También le advirtieron que sería muy difícil retener una única parte de las Filipinas. La interdependencia económica y estratégica de las islas, la situación política interna, y los intereses de las potencias, lo hacían inviable23. En esas circunstancias, las alternativas eran limitadas. Una posibilidad era que los norteamericanos se anexionaran Luzón y que los españoles mantuvieran su soberanía en el resto del archipiélago filipino. El Presidente sabía que esta opción sería extremadamente impopular en Estados Unidos, inmersos en una guerra contra las barbaridades de los españoles en sus colonias, y no quiso afrontar los riesgos políticos de tal eventualidad. La segunda posibilidad era que los filipinos se hicieran cargo del gobierno de su nación y los norteamericanos se quedaran simplemente con una base naval. Esta línea hubiera sido coherente con los compromisos adquiridos por determinadas autoridades estadounidenses en Asia con los líderes nacionalistas filipinos, que les ayudaron en su batalla contra los españoles en Manila, creyendo que tal conducta les conduciría hacia una independencia avalada por Estados Unidos. Sin embargo, el Gobierno de McKinley temió los posibles tintes revolucionarios de un autogobierno filipino, y escuchó las advertencias de las autoridades que les avisaban de los problemas de caos y guerra civil si se elegía esta opción. El Presidente declaró que los filipinos eran una nación joven, aún no preparada para el autogobierno, y que por tanto su país, campeón en asuntos de democracia, tutelaría el camino hacia la plena independencia. La tercera opción era que una o varias potencias europeas, o incluso Japón, accedieran al gobierno del resto de Filipinas, bien haciéndose cargo de la administración de estas islas a título individual, bien creando una compañía multinacional que las gobernara. Varias 23 En tal sentido escribió el General Merritt, al mando de las tropas norteamericanas en Filipinas, explicando que, en su opinión, iba a ser más sencillo retener el archipiélago completo que una isla sola. Aún más enfático fue el General Greene, jefe de uno de los batallones en las islas, que indicó que, si los Estados Unidos evacuaban el archipiélago, la anarquía y la guerra civil se extenderían rápidamente por él, y eso obligaría a una intervención extranjera contraria a los intereses norteamericanos. El Almirante Dewey informó que Manila podría convertirse en uno de los puertos más importantes del mundo, y que por tanto consideraba necesario establecer allí lo más rápidamente posible un gobierno fuerte. El Comandante Bradford, representante de la Marina en París, expresó que para mantener Manila, era necesario tener Luzón, y para tener Luzón se necesitaría retener todo el archipiélago. La opinión de los expertos coincidió, pues, en señalar que era imposible quedarse con Luzón sin tomar en consideración lo que le ocurriría a las demás islas.
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potencias se habían mostrado dispuestas a ello24. Obviamente, al Gobierno norteamericano esta posibilidad le pareció inadmisible por razones políticas, estratégicas y económicas. McKinley no se mostró dispuesto a ceder nada de lo conquistado ante sus principales rivales en la carrera colonial. En esa situación, sin ninguna opción aceptable a los ojos norteamericanos que pudiera garantizar la gobernabilidad del resto del archipiélago, se hizo evidente que si Estados Unidos quería retener una base naval en Manila, tendría que ocupar la isla de Luzón. Y que para mantener Luzón en paz, sin problemas amenazando la presencia americana, convenía anexionarse el archipiélago completo. Otro factor que influyó para la anexión de las Filipinas fue la existencia de una opinión pública en los Estados Unidos favorable a la expansión por Extremo Oriente. Las voces para retener el archipiélago comenzaron a extenderse nada más producirse la victoria de Dewey y fueron aumentando a lo largo del verano. Diferentes sectores apoyaban esta opción por motivos estratégicos, económicos y morales. Los estrategas y oficiales de la Marina norteamericana deseaban obtener una base naval desde la que defender los intereses americanos en Asia y el Pacífico. Los políticos expansionistas aprovecharon la ocasión para insistir en la misma dirección. Las compañías que iniciaban el tendido de cables desde San Francisco a las costas asiáticas, cuyo objetivo era controlar las comunicaciones a través del Pacífico, manifestaron su interés por adquirir una estación en las Filipinas25. Además, los comerciantes norteamericanos que trabajaban para obtener beneficios en ese área desde hacía muchos años subrayaron el interés de las Filipinas. El propio cónsul en Manila, Oscar Williams, informó que el volumen de las exportaciones filipinas a Estados Unidos era muy importante, especialmente en ábaca, azúcar, tabaco, copra, café, arroz y frutas, y que las importaciones de textiles, maquinaria y productos metálicos manufacturados aumentaban rápidamente. Junto al interés que las islas podían presentar por sí mismas, en la primavera y verano de 1898, numerosos círculos de negocios se interesaron por incrementar su participación en el comercio e inversiones en Asia y manifestaron al Presidente su apoyo a una política expansiva en este área. Las Filipinas podía ser una óptima base des24 M.ª Dolores Elizalde, «El 98 en el Pacífico. El debate internacional en torno al futuro de las islas españolas durante la guerra hispano-norteamericana», En Antonio García-Abásolo (ed.), Presencia española en el Pacífico, Córdoba, Universidad de Córdoba-Mapfre, 1996, pp. 253-262. 25 Senate Executive Documents, nº 24, serial 4417, 57th Congress, First Session, Permission to the Pacific Cable Co. to land cable on Pacific.
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de la que desarrollar sus proyectos asiáticos26. Finalmente, otro grupo importante que defendió la presencia americana en Filipinas fueron las asociaciones religiosas y los misioneros, que solicitaron la protección gubernamental para desarrollar su labor evangelizadora y educadora en aquellas islas27. La campaña anti-imperialista promovida, entre otros, por políticos —muchos demócratas—, intelectuales, sindicalistas y círculos de negocios proteccionistas también tuvo gran resonancia aunque su voz se diluyó ante el clamor popular en favor de la expansión28. Antes de proclamar sus intenciones definitivas respecto a las islas, McKinley quiso calibrar el sentir de los ciudadanos. En un viaje intencionadamente multitudinario que realizó a comienzos del otoño por el Medio Oeste, olvidó su habitual tono mesurado y pronunció ardientes discursos en favor de la expansión por Asia y el Pacífico, defendiendo la actuación norteamericana en Filipinas y subrayando las oportunidades que aquel ámbito ofrecía a los Estados Unidos. Sus mensajes tuvieron una entusiasta acogida en la opinión pública y McKinley tomó buena nota de ello. En esas circunstancias, el Gobierno de McKinley decidió conscientemente, por motivos políticos, económicos, estratégicos e internacionales, anexionarse las Filipinas para defender los intereses americanos en el Pacífico, en China y en Asia. El 26 de octubre de 1898, convencido ya su entorno político y habiendo obtenido el apoyo popular en esta cuestión, McKinley envió las órdenes oportunas a la Comisión de Paz de París para que se hicieran formalmente con todas las Consular Reports, 1898, Commercial Relations of the United States with Foreign Countries during the year 1898. Issued from the Bureau of Foreign Commerce, Department of State, Washington, Government Printing Office, 1899, vol I, Informe del Cónsul Oscar F. Williams, p. 140. 27 En general, los metodistas, baptistas, presbiterianos, congregacionistas, episcopalistas y otras confesiones minoritarias eran partidarias de desarrollar una nueva misión religiosa en Filipinas; los cuáqueros y los unitarios se oponían a la guerra en Filipinas; y los católicos miraban con cierto escepticismo el entusiasmo de los protestantes señalando que los misioneros españoles ya habían evengelizado las islas, aunque en su mayoría acabaron sumándose a los propósitos misioneros de las demás tendencias. La importancia que McKinley concedió a los argumentos religiosos se pueden descifrar de sus palabras: «No había otra posibilidad para nosotros más que tomar las Filipinas y educar, civilizar y cristianizar a los filipinos», Pratt: op. cit., p. 386. 28 Los círculos anti-imperialistas consideraron que la expansión colonial iba en contra de los principios y de las tradiciones más básicas en las que se apoyaban los Estados Unidos; entre ellos figuraron políticos como Carnegie o Cleveland e intelectuales como Mark Twain. Hubo otros sectores que se opusieron a la anexión de las Filipinas por motivos menos altruistas, como los cultivadores de azúcar; los que temieron la incorporación de nueva población multirracial, o los sindicalistas contrarios a la entrada de mano de obra barata. Robert L. Beisner: Twelve against Empire. The Anti-imperialists, 1898-1900, New York, McGraw-Hill Book Company, 1968. 26
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Filipinas e intentara conseguir alguno de los archipiélagos menores de la Micronesia29. La cuestión se negoció en París en los dos meses siguientes y quedó fijada en el Tratado firmado el 10 de diciembre de 1898, por el que España cedió a Estados Unidos las Filipinas y la isla de Guam a cambio de una indemnización de veinte millones de dólares. Las Cámaras americanas aprobaron la anexión por un estrecho margen de votos, 57 contra 27, es decir, sólo un voto más de los tres tercios que eran necesarios para la ratificación. Los siguientes pasos en el avance de la expansión norteamericana por el Pacífico se concretaron en la anexión de Hawai, de Guam, de Wake y de parte de Samoa, asegurándose con ello una red de comunicaciones a través del Pacífico, toda ella bajo dominio norteamericano. El objetivo más importante en esa línea fue Hawai. En junio de 1898 el Presidente solicitó la anexión de esa isla —objetivo largamente acariciado por numerosos círculos— como imperiosa necesidad de guerra —la flota requería urgentemente una base naval en mitad del Pacífico desde la que acudir en auxilio de las tropas que peleaban en Filipinas—. Venciendo la reticencia de los sectores más reacios —demócratas, antiexpansionistas, plantadores de azúcar, grupos temerosos de problemas raciales—, McKinley logró la aprobación del Congreso y del Senado, y el 12 de agosto Estados Unidos se anexionó formalmente Hawai30. Otra isla elegida como escala en esa ruta de comunicaciones fue Guam, en el archipiélago de las Marianas. El 20 de junio barcos norteamericanos entraron en la bahía de Agaña, y, aprovechando la sorpresa de las autoridades coloniales españolas que les recibieron sin recelo alguno, puesto que ignoraban el estado de guerra entre los dos países, izaron la bandera y declararon la isla territorio americano. Pocos días después ocuparon también la isla de Wake, que sería formalmente anexionada en enero de 1899. Y en diciembre de 1899, el gobierno norteamericano firmó con Gran Bretaña y Alemania un tratado en virtud del cual las tres potencias se repartían la administración de Samoa, quedando bajo control norteamericano la isla de Tutuila como base naval31. 29 Telegram from Mr. Hay to Mr. Day, 26 October 1898, 55th Congress, 3d Session, House of Representatives, Papers relating to the Foreign Relations of the United States, 1898, Washington, Government Printing Office, 1901. 30 Scott B. Cook, «Islands of Manifest Destinity: America in Hawaii», Colonial Encounters in the Age of High Imperialism, Rhode Island, Harper Collins College Publishers, 1996; Ralph Kuykendall, The Hawaiian Kingdom, 1778-1893, Honolulu, University of Hawaii Press, 1937-1968, 3 vols; Merze Tate, The United States and the Hawaiian Kingdom: A political History, New Haven, Yale University Press, 1965. 31 G. H. Ryden, The Foreign Policy of the United States in Relation to Samoa, New Haven, 1933; Paul Kennedy, «Anglo German Relations in the Pacific and the Partition
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Los resultados de las operaciones en el Pacífico inspiraron el siguiente informe del embajador de Estados Unidos en Francia, Horace Porter: «Mis colegas europeos me han expresado su opinión de que hemos hecho en tres meses lo que las grandes potencias de Europa han estado intentando hacer en vano en los últimos cien años: hemos obtenido una cadena de islas en el Pacífico que garantizan nuestras comunicaciones; hemos restaurado la seguridad en las Filipinas y capturado su comercio; hemos conseguido el trazado de un cable bajo nuestro control a lo largo de todo este océano; hemos ocupado Manila, sólo a dos días de distancia de la costa china, lo cual nos posibilita proteger nuestros intereses en el Extremo Oriente, sin tener que sufrir las amenazas de la armada china o rusa en nuestra retaguardia»32. La política internacional española en el fin de siglo A fines del siglo XIX en España imperaba un régimen monárquico, parlamentario y constitucional. Tras décadas de inestabilidad, en las que se habían experimentado distintos modelos políticos, en 1875 se restauró la monarquía en la figura de Alfonso XII, se redactó una constitución de corte liberal y se ensayó la alternancia en el poder de los dos principales partidos españoles, el conservador, liderado por Antonio Cánovas del Castillo, y el liberal, presidido por Mateo Práxedes Sagasta. Los veinticinco años posteriores a 1875 fueron un tiempo de modernización política, económica y social; un tiempo de rápidos —y dramáticos— cambios que a menudo costó encajar; un tiempo, en fin, en el cual el país vivió los difíciles esfuerzos para intentar remontar el atraso en que se encontraba España en relación con otras naciones europeas33. of Samoa: 1885-1899», en Australian Journal of Politics and History, 17 (1971), pp. 56-72; «Bismarck’s Imperialism: The case of Samoa, 1880-1890» The Historical Journal, XV, 2 (1972), pp. 261-283; The Samoan Tangle: A Study in Anglo-German Relations, 1878-1900, London, 1974; «Germany and the Samoan Tridominium, 1889-98: A Study in Frustrated Imperialism», en Germany in the Pacific and Far East, Queensland, 1977, pp. 89-113. 32 Citado por Thomas McCormick: The China Market, Chicago, 1967, p. 224. 33 Sobre la Restauración española: José María Jover Zamora, La época de la Restauración: Panorama político-social, 1875-1902, vol. VIII de la Historia de España dirigida por M. Tuñón de Lara, Barcelona, Ed. Labor, 1981, pp. 269-406; Manuel Espadas Burgos, La Restauración, 1874-1902, en Historia de España, vol. 10, Madrid, Editorial Planeta, 1990; Feliciano Montero, La Restauración, en A. Martínez de Velasco, R. Sánchez Mantero y F. Montero, Manual de Historia de España, vol 5: Siglo XIX, Madrid, Historia 16, 1990; Carlos Dardé, La Restauración, 1875-1902, Madrid, Historia 16, 1997; Manuel Suarez Cortina (ed.), La Restauración, entre el liberalismo y la democracia, Madrid, Alianza Universidad, 1997; Cánovas y la Restauración, Catálogo y Estudios adjuntos a
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Rasgos de la política exterior española durante la Restauración En la política exterior de ese período histórico, conocido como la Restauración, podemos distinguir tres etapas de orientaciones diferentes, coincidentes con los años setenta, ochenta y noventa del pasado siglo. A lo largo de ese tiempo, la política internacional española tuvo cuatro áreas de actuación: Europa continental; el eje mediterráneo, definido por Baleares, Gibraltar y el Norte de África; las Antillas; y el Pacífico34. En la primera década, los años setenta, de impronta netamente canovista, los deseos de consolidación del nuevo régimen de la Restauración incitaron a la introversión, más que a los experimentos exteriores. La acción se concentró en dos ámbitos: Europa y las Antillas. En el continente se buscó el reconocimiento internacional del Régimen35, el entendimiento con la nueva Alemania hegemóni-
la Exposición Celebrada en el Centro Cultural Conde Duque, Madrid, Diciembre 1997-Febrero 1998, Madrid, MEC-Argentaria, 1998; Angeles Barrio, La Restauración, entre el liberalismo y la democracia, Madrid, Alianza, 1997; Mercedes Cabrera (dir.), Con luz y taquígrafos, Madrid, Taurus, 1998; Angeles Lario, El Rey, piloto sin brújula. La Corona y el sistema político de la Restauración, 1875-1902, Madrid, Biblioteca NuevaUNED, 1999. 34 M.ª Dolores Elizalde, «Política exterior y política colonial de Antonio Cánovas del Castillo. Dos aspectos de una misma cuestión», en Javier Tusell y Florentino Portero (eds.), Antonio Cánovas y el sistema político de la Restauración, Madrid, Biblioteca Nueva, 1998, pp. 211-289; Rosario de la Torre, «La situación internacional de los años 90 y la política exterior española», en Juan Pablo Fusi y Antonio Niño,(eds)., Vísperas del 98. Orígenes y antecedentes de la crisis del 98, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997; «1898, una crisis que rectificó la orientación de la política exterior», Revista de Occidente, 202-203 (1998), pp. 168-181; José M.ª Jover Zamora, «Después del 98. Horizonte internacional de la España de Alfonso XIII». Introducción a La España de Alfonso XIII. El Estado y la Política, 1902-1931, Historia de España de Menéndez Pidal, tomo XXXVIII, vol. I, Madrid, Espasa-Calpe, 1995, pp. IX-CLXIII; Manuel Espadas Burgos, «El Desastre. La política exterior de la Restauración», en Historia General de España y América, tomo XVI-2, Madrid, 1981, pp. 337-370; «La política exterior de la Restauración» y «Memoria de un fin de siglo», Introducción al volumen XXXVI-I de la Historia de España de Menéndez Pidal, «La Restauración», Madrid, Ed. Espasa Calpe, 2000; Jerónimo Becker, Historia de las relaciones exteriores de España durante el siglo XIX, Tomo III, Madrid, 1926; Julio Salom Costa, «La Restauración y la política exterior de España», en Corona y Diplomacia. La monarquía española en la historia de las relaciones internacionales, Madrid, 1988; Julián Companys, «La política exterior y las relaciones externas de España durante la Restauración, en Cánovas y la Restauración, Madrid, Argentaria, 1998, pp. 45-58. 35 Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid, (AMAE), Gran Bretaña, Leg. 1566, Ministro de España en Londres a Ministro de Estado, 6 febrero 1875. AMAE, Alemania, Leg. 1328, Ministro de España en Berlín a Ministro de Estado, 19 marzo 1875.
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ca del canciller Bismarck36 y la neutralización de la Francia republicana. Cánovas procuró que la implicación de España en otras cuestiones del sistema internacional fuera mínima porque consideraba que eran problemas que no atañían intereses nacionales y participar en ellos sólo podría perjudicarles. En el área antillana los objetivos fueron restablecer la paz en Cuba y frenar las injerencias estadounidenses37. Sin embargo, en estos años, el gobierno de Cánovas mostró menor preocupación por el Mediterráneo y por el Norte de África. Existió también un evidente desinterés por el Pacífico, en el cual se limitó a resolver los conflictos planteados por Gran Bretaña y Alemania en Joló y Carolinas, sin ser capaz de defender correctamente la posición española en esos archipiélagos38. La segunda década, la de los ochenta, fue una época de gobiernos liberales y política expansiva. El régimen de la Restauración parecía ya consolidado y eso permitió una mayor proyección exterior. Mejoraron las relaciones con Francia y Gran Bretaña, aunque la orientación de la política internacional siguió marcada por la hegemonía de Alemania. Se intentó un acercamiento a Europa, que fructificó en la adhesión a la Triple Alianza, firmada entre Alemania, Austria-Hungría e Italia, mediante un pacto con esta última nación39. También se negoció con las demás potencias el mantenimiento del statu quo en Marruecos40. En el Pacífico, se potenciaron reformas en Filipinas y se dio un nuevo impulso a la reactivación económica de las islas41, se decidió crear una nueva colonia en las Carolinas, y hubo que hacer frente a una crisis con Alemania por esos archipiélagos, cuya resolución reaAMAE, Alemania, Leg. 1329, Ministro de Estado en Berlín a Ministro de Estado, 31 diciembre 1877. Julio Salom, España en la Europa de Bismarck. La política exterior de Cánovas, Madrid, CSIC, 1967. 37 José M.ª Jover, «La época de la Restauración...», op. cit. p. 313. Un buen estudio del tema también en Julio Salom, op. cit., «España y el problema de Cuba», pp. 156-184. 38 M.ª Dolores Elizalde, «España y la situación internacional en el Pacífico, 18751898», En Juan Pablo Fusi y Antonio Niño (eds.), Antes del «Desastre»: Orígenes y antecedentes de la crisis del 98, Madrid, 1996, pp. 297-322; Luis Alvarez, «»Divergencias y acuerdos entre España, Gran Bretaña y Alemania sobre las islas Joló, 1836-1898», En M.ª Dolores Elizalde (ed)., Las relaciones internacionales en el Pacífico. Siglos XVIIIXX, Madrid, 1997, pp. 269-290; Julio Salom, «España ante el imperialismo colonial del siglo XIX: la cuestión de Jolo-Borneo, 1874-1885» Separata del libro Homenaje a Antonio Dominguez Ortiz, pp. 833-872. 39 Fernando García Sanz, Historia de las relaciones entre España e Italia. Imágenes, Comercio y Política exterior, Madrid, CSIC, 1994. 40 Jean Louis Miège, Le Maroc et l’Europe (1830-1894), París, 1961-62, 3 vols; Gabriel Maura Gamazo, La cuestión de Marruecos desde el punto de vista español, Madrid, 1912; Julio Salom, España en la Europa de Bismarck, «La política marroquí de Cánovas», pp. 311-380. 41 M.ª Dolores Elizalde, (ed.), Las relaciones entre España y Filipinas, siglos XVI a XX, Madrid, CSIC-Casa Asia, 2003. 36
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firmó la soberanía española42. Fue también una etapa de intensa negociación de tratados comerciales desde una orientación librecambista43. La década final del siglo fue un tiempo de cambio y confrontación exterior. Años tensos y vertiginosos caracterizados por el aumento de la rivalidad entre potencias y por el desarrollo de una nueva política internacional, presidida por la razón del más poderoso, y apoyada en el despliegue de medios técnicos, económicos y militares. Se adoptó, además, una nueva orientación proteccionista en los intercambios comerciales. En los años noventa, las áreas de atención preferente en política exterior española fueron los ámbitos coloniales. En ese tiempo España apenas tuvo participación en cuestiones europeas ni peso continental alguno. Sin embargo, se vio duramente afectada por problemas en sus territorios ultramarinos. Tuvo que afrontar serios conflictos coloniales, una fuerte inseguridad ante el futuro de sus posesiones, y tres guerras no deseadas en Cuba, en Filipinas y con Estados Unidos. Las distintas concepciones en política exterior de conservadores y liberales Podemos establecer a grandes rasgos una serie de características diferenciadoras de la política exterior de conservadores y liberales durante la Restauración. Desde los primeros días del nuevo régimen, Cánovas defendió su criterio sobre la actitud que España debía adoptar ante el mundo internacional: se necesitaba un largo período de paz para recomponer la situación interior, en el cual España debía alejarse de complicaciones internacionales. Cánovas eligió desarrollar una política exterior de enorme prudencia porque consideró que no era posible otra actuación dado el estado de decadencia en que se encontraba la nación. Consideraba que España formaba parte del grupo de pequeñas potencias con escaso peso, reconocimiento y capacidad de influencia en la escena internacional. Además, tenía pocos medios para la acción exterior. Su marina y su ejército eran modestos. Su potencial económico, limitado. Carecía de posibilidades expansivas. Por ello, los objetivos fundamentales debían ser defender la integridad territorial, mantener el statu quo y evitar riesgos innecesarios44. 42 M.ª Dolores Elizalde, España en el Pacífico. La colonia de las islas Carolinas, 18851899, Madrid, CSIC, 1992. 43 Jose M.ª Serrano Sanz, El viraje proteccionista en la Restauración. La política comercial española, 1875-1895, Madrid, 1987. 44 Sobre Cánovas, consultar: Leopoldo Alas, Cánovas y su tiempo, Madrid, 1887; Adolfo Pons y Umbert, Cánovas del Castillo, Madrid, 1901; Antonio María Fabié, Cánovas del Castillo. Su juventud, su edad madura, su vejez, Barcelona, 1928; Marqués de Lema, Cánovas o el hombre de Estado, Madrid, 1931; Melchor Fernández Almagro, Cá-
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La política exterior de Cánovas se ha definido como una política de recogimiento. En esa línea de actuación evitó tanto el aislamiento como el compromiso. Se esforzó en presentar una buena imagen externa del Estado español. Procuró mantener el entendimiento con las grandes potencias, firmar tratados concretos y buscar acuerdos puntuales siempre que lo consideró necesario para los intereses nacionales. Pero al tiempo quiso soslayar conflictos, mantener la neutralidad y evitar alianzas generales que no se refirieron concretamente a algún asunto español y que implicaran participar en problemas que le fueran ajenos. La fórmula era simple: mantener buenas relaciones con todas las potencias, sin comprometerse con ninguna. El riesgo que entrañaba esa política era la indefensión ante una guerra no deseada, la ausencia de apoyos exteriores en tiempos de crisis. También provocó que España estuviera ausente de las principales cuestiones y negociaciones diplomáticas de la época, y que viviera bastante ajena a las relaciones internacionales de su tiempo45. Sin embargo, Cánovas no quería una España aislada, sino una España que defendiera lo que ya tenía. De hecho, estuvo siempre preocupado y atento a lo que ocurría en Europa. Buscó el apoyo de las potencias, primero, para el mantenimiento del régimen y la defensa de la monarquía; segundo, para garantizar la integridad territorial del Estado; tercero, para evitar pérdidas españolas, cada vez que un conflicto amenazó la posición española o que fue necesario el apoyo exterior frente a un peligro externo concreto. No obstante, Cánovas estuvo muy poco dispuesto a arriesgar en esas relaciones y procuró que los pactos que firmara se limitaran a la defensa de los intereses españoles, sin que ello le obligara a contrapartidas en problemas ajenos que no les afectaran. novas, su vida y su política, Madrid, 1972; Esperanza Yllán, Cánovas del Castillo. Entre la Historia y la política, Madrid, 1985; José Luis Comellas, Cánovas del Castillo, Madrid, 1997. Además, los numerosos libros colectivos publicados en 1998 con ocasión de la conmemoración de su centenario, y entre ellos, Javier Tusell y Florentino Portero (eds.), Antonio Cánovas del Castrillo y el sistema politico de la Restauración, Madrid, Biblioteca Nueva, 1998. 45 Para entender el pensamiento de Cánovas en política exterior se pueden consultar sus obras: Antonio Cánovas del Castillo, Historia de la Decadencia de España desde el advenimiento de Felipe II al trono hasta la muerte de Carlos II, Madrid, 1854; Estudios del reinado de Felipe IV, Madrid, 1888; Problemas contemporáneos, 3 vols., Madrid, 18841890. También son especialmente significativos los siguientes discursos: «Las transformaciones europeas», Discurso pronunciado en el Ateneo de Madrid el 26 de Noviembre de 1870;»Consideraciones sobre la situación de España en la era del imperialismo», Discurso pronunciado en el Ateneo de Madrid, 1882; Debate sobre «Política del Gobierno en Cuba y Puerto Rico», Diario de Sesiones del Congreso, 7 Julio 1891; «¿Alianzas?», La Epoca, 22 Marzo 1896; «Contestación al discurso de la Corona», Diario de Sesiones del Congreso, 7 Julio 1896; Debate sobre el «Memorándum del Gobierno a las potencias de Europa», Diario de Sesiones del Congreso, 17 Agosto 1896.
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El problema era conciliar ese deseo de no implicarse en conflictos exteriores, con la realidad de una Europa que se lanzaba entonces a la expansión colonial, a la ocupación de territorios ultramarinos. En plena época de extraversión imperialista, un país con la estratégica situación que tenía España, poseedora, además, de territorios coloniales desplegados por lejanos océanos, difícilmente podía evitar el enfrentamiento con otros países. Los problemas exteriores no le iban a venir a España de cuestiones europeas en las que fuera parte implicada o en las que pudiera abstenerse. Los conflictos se originarían en Ultramar, en las colonias, y en ellos se vería obligada a defender sus posesiones o a renunciar a sus derechos. Desde una peculiar perspectiva de los imperios, que contrastaba con las ideas de otros países respecto a sus posesiones ultramarinas, pero que encajaba perfectamente en la línea argumental del tradicional pensamiento imperial español, Cánovas consideró que los territorios ultramarinos de España eran provincias, nunca colonias y, por tanto, los problemas en ellas originados eran asuntos internos de España y como tal debían resolverse sin injerencia extraña y sin consultar siquiera la opinión de otros países. No pensó que debiera negociar, que tuviera nada que negociar con las potencias en relación con territorios considerados parcelas de España en Ultramar, tan españoles como la Península, aunque estuvieran situados en ámbitos lejanos y se rigieran por una legislación especial. No contempló las cuestiones coloniales como problemas internacionales de la época del imperialismo. No estimó que política exterior y política colonial fueran dos aspectos estrechamente relacionados, a menudo entrelazados y en continua interdependencia. No relacionó el proceso de expansión colonial de las potencias con las posesiones españolas allende los mares, ni consideró que tuviera que ocupar de manera más efectiva algún territorio o archipiélago bajo soberanía española desde hacía siglos, aunque en él la presencia de representantes metropolitanos brillara por su ausencia. Desde esos planteamientos, los ataques a la soberanía española en distintos puntos de la dispersa geografía colonial le cogieron por sorpresa y actuó en ellos de forma reactiva, en respuesta ante hechos consumados, ante conflictos ya planteados. Sin embargo, fue en los territorios ultramarinos donde tuvo que afrontar sus mayores problemas internacionales. Progresivamente, el problema colonial dejó de ser un asunto interno y se convirtió en política exterior, tanto a través de la injerencia de las potencias en las colonias españolas, como a través de la búsqueda del apoyo de otros países para resolver problemas cuya resolución escapaba ya del marco estatal. Pese a sus planteamientos en este asunto, Cánovas tuvo que hacer frente, durante la época de la Restauración, a la frecuente
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intervención de otros países en las colonias españolas. La más conocida, la de mayor repercusión, la de Estados Unidos en los problemas de Cuba; pero también la creciente implicación económica de británicos, norteamericanos y alemanes en Cuba, en Filipinas y en la Micronesia; la ocupación alemana de la isla de Yap; los problemas con los metodistas norteamericanos en Ponape; el interés de todas las potencias por el futuro de las islas españolas del Pacífico. Problemas todos ellos que no pudo soslayar por mucho que lo hubiera pretendido. La política internacional de los liberales se reveló a partir de los años ochenta, cuando, ya en el poder, impulsaron una acción exterior activa y apoyaron el librecambio en el comercio extranjero. Sagasta y sus ministros de Estado mostraron más confianza en el papel internacional que España podía desempeñar y tuvieron mayores expectativas respecto a las posibilidades españolas en el exterior46. El momento de plenitud en la política exterior de los liberales lo significó el paso de Segismundo Moret por el ministerio de Estado. Ello nos lleva a destacar que los ministros de Estado que formaron parte de gobiernos liberales fueron conocidos y responsables directos de la política desarrollada en su ministerio. Mientras que Cánovas mantuvo siempre un férreo control a la hora de diseñar y ejecutar la política exterior, Sagasta fue mucho menos personalista en este campo y dejó hacer a sus ministros, razón por la cual la impronta ministerial tuvo mayor repercusión. La concepción de Moret respecto a lo que debía ser la actuación española quedó reflejada en la Memoria sobre política internacional dirigida a la Regente en 188847. En ella, Moret subrayaba la importancia del desarrollo de una política de prestigio en el exterior, inserta en un proceso de búsqueda consciente de mayor apoyo exterior y de recuperación de una posición más destacada en la escena mundial de la que España había venido ocupando en los últimos tiempos. Con sus acciones Moret demostró que era posible conseguir una mayor participación en la política internacional, pero al tiempo quedó patente que a pesar de ello las demás potencias no 46 José Ramón Milán, Sagasta o el arte de hacer política, Madrid, Biblioteca Nueva, 2001; José Cepeda Adán, Sagasta: el político de las horas difíciles, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1995; Conde de Romanones, Sagasta o el político, Madrid, Espasa-Calpe, 1934; Juan del Nido y Segalerva, Historia política y parlamentaria del Exmo. Sr. D. Práxedes Sagasta, Madrid, Congreso de los Diputados, 1915; Gonzalo Capellán de Miguel, Práxedes Sagasta: discursos parlamentarios, Logroño, Parlamento de La Rioja, 2000. 47 Archivo General de Palacio, Legajo 12817/4, Segismundo Moret, «Memoria sobre política internacional, 30 noviembre 1888. Uno de los autores que mejor ha teorizado sobre las distntas concepciones de la política exterior de conservadores y liberales ha sido Fernando García Sanz al hilo de sus numerosos trabajos de la política internacional española.
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estaban dispuestas a ofrecer a España una garantía del statu quo territorial ni a asegurar las posesiones españolas en Ultramar, tal como los liberales, un tanto ilusamente, esperaron en algún momento48. Los problemas exteriores del fin de siglo En la última década del siglo, la política exterior española estuvo condicionada por los conflictos en las colonias y por la inseguridad ante el futuro de las posesiones ultramarinas. Sin haberlo buscado, España se encontró situada en el vértice del proceso imperialista en razón de su exiguo pero disperso imperio colonial. Frente a las ambiciones territoriales de las potencias, se vio colocada, pasivamente, en el epicentro de un nuevo reparto de espacios coloniales, precisamente en el momento en que tenía que hacer frente a movimientos nacionalistas en pro de la independencia en casi todos sus archipiélagos ultramarinos. Tuvo que afrontar la insurrección de Cuba en 1895 y de Filipinas en 1896; enfrentamientos menores en otros territorios: incidentes en Melilla con Marruecos en 1890 y 1893; rebeliones en Ponape y revueltas en Mindanao; tensiones con Japón en 1895; y finalmente, en 1898, el incidente más grave: la guerra con Estados Unidos. A fin de resolver esos conflictos, una vez que se comprendió que estos problemas superaban la estricta política interna, los gobernantes españoles buscaron la complicidad europea y trataron de lograr una garantía internacional para sus posesiones. Pero no lograron encontrar ningún apoyo efectivo más allá de la expresión de la simpatía internacional ante la difícil situación en que se hallaban. Ninguna potencia estuvo dispuesta a prestar un respaldo activo en contra de sus propios intereses, ni a defender la causa española enfrentándose a países más poderosos y con mayor peso que España en la escena internacional. Ni el Gobierno de Cánovas ni el de Sagasta se plantearon en ningún momento abandonar los territorios ultramarinos ante la presión exterior. Consideraron que era misión de la Regencia —M.ª Cristina de Habsburgo, segunda esposa de Alfonso XII, era regente tras el fallecimiento del rey en 1885— preservar la integridad del patrimonio heredado para el rey niño —el futuro Alfonso XIII, aún menor de edad—. Ceder las colonias o reconocer su independencia por la coacción de otra potencia hubiera podido provocar un levantamiento popular o militar y poner en peligro el mantenimiento del régimen de la Restauración y de la Monarquía. Por ello, ante los problemas planConde de Romanones, Moret y su actuación en la política exterior de España, Madrid, Ambos Mundos, 1921; Antonio González Cavada, Segismundo Moret, Madrid, Purcalla, 1947. 48
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teados en los distintos archipiélagos la actitud fue siempre la misma: mantener sus posesiones49. En el caso de la actuación norteamericana respecto a Cuba, como no lograron encontrar una solución negociada que pudiera ser aceptada por todas las partes en conflicto —Cuba, España, Estados Unidos—, solicitaron el respaldo de las potencias europeas para frenar las pretensiones americanas, mantener su posición en la isla y tratar de resolver sus problemas de forma interna. Cánovas había tratado de obtener una garantía internacional para Cuba ya en 1895, sin ningún éxito. En 1898, Sagasta, en el poder tras el asesinato de Cánovas, insistió en la misma línea de acción ante las crecientes injerencias de Estados Unidos en Cuba. En septiembre del año anterior había llegado a Madrid un nuevo embajador norteamericano, Steward L. Woodford, el cual, nada más presentar sus credenciales, comunicó que su Gobierno exigía a España que pusiera fin a la guerra en Cuba utilizando la mediación de los Estados Unidos. Sagasta rechazó tal imposición por considerarla un atentado contra la soberanía española, y reclamó de nuevo la colaboración de las potencias. También la Regente escribió a varios monarcas solicitando que interviniesen en su favor ante sus respectivos gobiernos. Ninguna nación ofreció su apoyo. Todas se resistieron a tomar la iniciativa contra Estados Unidos y sugirieron a España que solicitara la mediación de la Santa Sede50. Las exigencias planteadas por los norteamericanos fueron creciendo desde septiembre de 1897 y especialmente en los primeros meses del 98. Culminaron en marzo de 1898, cuando Woodford, que 49 «Es preciso que tengais la seguridad de que ningún partido español abandonará jamás la isla de Cuba; que en la isla de Cuba emplearemos, si fuese necesario, el último hombre y el último peso; que la hemos de sostener con todas nuestras fuerzas», Diario de Sesiones del Congreso, 3 Julio de 1891. Este sentir no era único de Cánovas. León y Castillo decía al respecto: «España está resuelta, cualesquiera que sean las dificultades políticas y económicas con que se tropiece, a conservar Cuba a todo trance», Diario de Sesiones del Congreso, 3 Julio de 189. Mientras que el propio Sagasta declaraba: «La nación española está dispuesta a sacrificar hasta la última peseta de su Tesoro y hasta la última gota de sangre del último español antes de consentir que nadie le arrebate un pedazo siquiera de su sagrado territorio», Discurso en el Senado, 8 Marzo 1895. 50 Fernando García Sanz, «Las reacciones europeas ante la crisis hispano-norteamericana» En Torre de los Lujanes, Real Sociedad Matritense, 36 (1998), pp. 63-84; Manuel Espadas Burgos, «La dimensión europea del 98: una soledad anunciada», Revista de Occidente, 202-203 (1998), pp. 149-167; Rosario de la Torre, «1895-1898: Inglaterra y la búsqueda de un compromiso internacional para frenar la intervención norteamericana en Cuba», Hispania, 196 (1997), pp. 515-588; Luis Alvarez Gutierrez, «Los imperios centrales ante el progresivo deterioro de las relaciones entre España y los Estados Unidos», Hispania, 196 (1997), pp. 435-433; Cristóbal Robles Muñoz, «Negociar la paz en Cuba (1896-1897), Revista de Indias, 198 (1993), pp. 493-527.
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durante los últimos meses había alternado la presión diplomática con el intento de compra o de cesión voluntaria de Cuba por parte española, presentó un apunte en el cual el Gobierno norteamericano exigía la inmediata pacificación de la isla, la negociación de la paz con la intermediación de McKinley y el fin de los reconcentrados51. Sagasta, que había concedido una creciente autonomía a Cuba y estaba poniendo su mejor voluntad negociadora en el asunto, indicó que estaba dispuesto a ceder de forma inmediata en el punto de los reconcentrados, pero que no aceptaría imposiciones exteriores en el proceso de paz con los cubanos. Ante ello volvió a recurrir a las potencias para que intercedieran ante los Estados Unidos. En las peticiones de ayuda cursadas, el Gobierno español subrayó el valor del principio monárquico y la importancia de la estabilidad del sistema político español dentro del bloque continental. Destacó también que la actitud de los Estados Unidos era la afrenta de una nación extraeuropea a los derechos históricos de una antigua metrópoli colonial, lo cual podía ser considerado un atropello para toda Europa. Sin embargo, tales argumentos apenas tuvieron efecto en el mundo internacional de fin de siglo. La política exterior seguida por España en los últimos años la había dejado ajena a los acuerdos continentales. Tenía poco que ofrecer para compensar una intervención de las potencias —a pesar de los rumores de cesión de una isla de Baleares, de Canarias o de la plaza de Ceuta a cambio de respaldo internacional—. Además, en la respuesta de las naciones europeas influyó muy claramente el juego de alianzas, conflictos o necesidades de apoyo exterior de cada país. Y por encima de todo ello quedó patente que por razones de práctica política ninguna potencia estuvo dispuesta a enfrentarse con los Estados Unidos para defender la causa española. La importancia económica, política y comercial de la nación americana en 1898 era para los países europeos muy superior a la española. Ninguna potencia europea quiso destacarse en favor de España y en contra de los norteamericanos. Estados Unidos era una potencia demasiado rica y poderosa. A los países europeos les interesaba mucho más un buen entendimiento y acuerdos comerciales favorables que indisponerse con ellos por una causa que creían perdida de antemano. Se limitaron a redactar unas notas conjuntas de tibia protesta moral, redactándolas de tal forma que el Gobierno de Washington no pudiera considerarlas ni siquiera hostiles, y que por tanto no tuvieron efecto práctico alguno. La posibilidad de una mediación o intervención armada nunca se contempló. Por contra, presJulián Companys, España en 1898: entre la diplomacia y la guerra, Madrid, Biblioteca Diplomática Española, 1992; Jose Manuel Allendesalazar, El 98 de los americanos, Madrid, Biblioteca Diplomática Española, 1998. 51
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taron su apoyo a una mediación realizada por el Papa, ya que consideraron que sería una fuerza que ambos contendientes respetarían, pero que no comprometía a nadie políticamente. La actitud de las potencias dejó, pues, a España sola frente a su destino. La consumación del «Desastre» Una vez rotas las hostilidades, la guerra fue corta y contundente. Ya hemos visto que la primera acción bélica fue un ataque naval contra Filipinas el 1 de mayo; que, tras varios meses de combates por tierra, el 13 de agosto capituló Manila; y que su caída arrastró la de todo el archipiélago. Mientras, el Gobierno español había enviado otra escuadra, al mando del almirante Cervera, a defender las islas españolas del Caribe. Obligada a partir precipitadamente de la Península, sin instrucciones precisas y escasa de combustible que no consiguió comprar en ninguno de los puertos donde hizo escala, la flota se refugió en Santiago de Cuba para reponer carbón, víveres y aguada. Allí fue bloqueada por la escuadra de Simpson en el mes de mayo. Cervera, que nunca fue de la opinión del «más vale honra sin barcos», quiso inutilizar sus buques y contribuir con su tripulación a la lucha por tierra, pero, forzado por el Gobierno, se vio obligado a abandonar puerto y a enfrentarse a un enemigo frente al cual poco pudo hacer. El 3 de julio perdió todos sus barcos en un combate desigual. Las batallas terrestres en Cuba continuaron hasta que el 12 de julio cayó Santiago y tras esta ciudad toda la isla. El Gobierno podía decir que había hecho todo lo posible para defender sus colonias. Inmolada la Escuadra, sin fuerzas que oponer al enemigo, era la hora de pedir la paz. El 12 de agosto se firmó el Protocolo de Washington que significaba el fin de las hostilidades y el comienzo de las negociaciones diplomáticas que fijarían el precio de la paz52. La Comisión de Paz se reunió en París en octubre de 1998. Durante más de dos meses los representantes de los dos países negociaron el problema de la deuda cubana, el destino del archipiélago filipino, y el futuro de las islas españolas de la Micronesia. En los dos primeros temas España se vio obligada a aceptar las tesis norteamericanas. Estados Unidos se negó a hacerse cargo de los gastos y obligaciones de la deuda cubana, cercana a los 455.710.000 dólares, más intereses que 52 Elena Hernández Sandoica y Antonio Elorza, La Guerra de Cuba, 1895-1898: historia política de una derrota colonial, Madrid, Alianza Editorial, 1998; Manuel Moreno Fraginals, Cuba/España, España/Cuba. Historia común, Barcelona, Crítica, 1995; Louis Pérez, Cuba Between two Empires, Pittsburgh, 1983.
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España trataba de traspasar junto con la isla. También tuvo que reconocer la pérdida de Puerto Rico, que había sido tomado por los norteamericanos durante la guerra. Respecto a Filipinas, las exigencias fueron aumentando con el paso del tiempo. De reclamar una base naval en Manila, McKinley pasó a exigir la cesión de la isla de Luzón, y finalmente la anexión de la totalidad del archipiélago. El Gobierno español trató de retener las islas del Sur, e incluso sugirió una administración internacional del archipiélago en la cual España fuera parte interesada. Pero vio impotente cómo el Gobierno de McKinley aumentaba día a día las reclamaciones sobre Filipinas y cómo desde fines de septiembre estaba ya decidido a hacerse con todas las islas. España recibiría a cambio del archipiélago veinte millones de dólares. En relación con la Micronesia, Estados Unidos había conseguido por conquista la isla de Guam y así se reconoció en el Tratado de Paz. Además trató de obtener una de las Carolinas, Kusaie, donde había una importante presencia norteamericana, pero no pudo alcanzar su objetivo ante el interés alemán de hacerse con las islas españolas de la Micronesia y el apoyo británico a tal opción en aras de un reparto más equilibrado del Pacífico que le permitiera mantener su preponderancia en el área53. Conclusiones: nuevas orientaciones exteriores en el umbral de un nuevo siglo Como conclusión a este rápido análisis de lo que significó 1898 para España y para Estados Unidos —y en las relaciones bilaterales entre los dos países—, cabe señalar varios puntos: 1) En 1898, el Gobierno de los Estados Unidos reafirmó y asumió oficialmente la expansión ultramarina que los norteamericanos habían iniciado hacía muchas décadas y que se había ido incrementando con el paso del tiempo, aún sin el respaldo gubernamental. El Presidente McKinley adoptó una nueva política exterior, intensificando la participación norteamericana en la escena internacional. En este proceso, la guerra hispano-norteamericana marcó un hito en la transformación de los Estados Unidos de nación en imperio, porque supuso el desarrollo de una política mundial, su inclusión en el grupo de potencias que fijaban las directrices de la vida internacional, en la cual, y desde entonces, serían un interlocutor permanente. Significó también su irreversible implicación fuera de las M.ª Dolores Elizalde, «El 98 en el Pacífico. El debate internacional en torno al futuro de las islas españolas durante la guerra hispano-norteamericana». En Antonio García Abásolo (ed.), España y el Pacífico, Córdoba, 1997, pp. 253-262. 53
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fronteras continentales y la anexión de territorios extracontinentales, lo cual condujo al país a la construcción de un imperio colonial ultramarino. En este proceso, fue el Gobierno quien decidió conscientemente la política a seguir, por motivos políticos, estratégicos, económicos, internacionales e ideológicos. Sin embargo, contó con el apoyo mayoritario de sus ciudadanos. En especial de círculos políticos republicanos, partidarios de la engrandecimiento exterior de los Estados Unidos; de estrategas y oficiales de marina; de determinados círculos de negocios que querían la apertura de nuevos mercados y áreas de inversión y el final de la inestabilidad en Cuba; de sectores religiosos y humanitarios que defendían el sentido de misión y deber de la extensión de los valores americanos sobre pueblos más atrasados. Y al final, también el apoyo mayoritario de una opinión pública, muy manipulada en su orientación pero que, con su respaldo a la política de McKinley, acabó de decidir la actuación del Presidente en la guerra. 2) Para España el proceso fue obviamente a la inversa. La pérdida de sus colonias en el Caribe y en el Pacífico tuvo también una significación internacional relevante. Se tradujo en una quiebra en la posición que había ocupado hasta ese momento en la escena mundial. El consecuente y definitivo recogimiento hacia un ámbito territorial mucho más limitado. Dejó de ser una antigua metrópoli colonial con territorios repartidos por el mundo, y se convirtió en una pequeña potencia europea con una importancia muy relativa, siempre de carácter secundario y ajena a los centros de decisión. Ello redujo obligadamente el área de influencia y el peso específico de España en las cuestiones internacionales. A partir de 1898 la importancia internacional de España vendría marcada por su estratégica posición. Frontera meridional de Europa, dueña de unos significativos enclaves en el eje Baleares-Marruecos-Canarias. Desde esta posición, el Norte de África cobraría en las décadas siguientes un nuevo interés en su acción exterior. 1898 conllevó también para España un replanteamiento de la política internacional seguida en las últimas décadas: la pérdida de las colonias; la sensación de haberse visto aislados y sin apoyos exteriores de ningún tipo; el temor vivido ante la incertidumbre de los límites que iba a tener el reparto de territorios que estaban haciendo las grandes potencias a su costa, etc., obligaron a los políticos españoles a replantearse los principios y la orientación de su política internacional. A partir de 1898 el objetivo sería la búsqueda de una garantía exterior que asegurara la inviolabilidad del territorio, afianzar los límites y las posesiones extrapeninsulares, potenciar la capacidad defensiva y, en última instancia, la consecución de unos acuerdos internacionales. Todo ello implicó un giro hacia Francia y
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Gran Bretaña, que culminaría en los acuerdos de 1904-1907. Esta nueva orientación hacia el área de influencia franco-británica sería una constante mantenida hasta mediados del siglo XX, en que la antigua potencia enemiga —Estados Unidos— se convirtió en valedora internacional del régimen de Franco. Curiosa paradoja histórica, por la cual un sistema político que se autodefinía como ultranacionalista vino a consumar una fuerte dependencia internacional frente a quien pusiera la puntilla final en el proceso de declinación española de imperio a nación. Los acontecimientos de 1898 tuvieron, además, una clara repercusión sobre la sociedad española de la época. Si bien es cierto que el 98 no provocó a corto plazo una crisis de Estado ni una ruptura institucional y que el régimen de la Restauración demostró una alta capacidad de recuperación; si aceptamos que la economía española no se resintió gravemente y que por contra factores como la repatriación de capitales, la caída de la peseta que fomentó un auge de las exportaciones, la continuación de los negocios e inversiones en las antiguas colonias, y el saneamiento económico llevado a cabo por Francisco Silvela, potenciaron el crecimiento de la economía; paralelamente a todo ello, tendremos que subrayar que el 98 tuvo una serie de repercusiones fundamentales en diferentes campos de la vida española. Entre ellas: el desprestigio del sistema político de la Restauración acabó por pasar factura varias décadas más tarde; se intensificaron las movilizaciones populares y el resentimiento contra la clase política en el ejercicio del poder; se extendieron nuevas propuestas ideológicas y las asociaciones obreras de distinto signo adquirieron un nuevo auge; se produjo un replanteamiento del proyecto nacional y los movimientos nacionalistas cobraron fuerza; se cuestionó el papel del ejército dentro del Estado; el mundo intelectual reaccionó frente al ambiente de crisis nacional intensificando sus propuestas para regenerar el país; se fomentó un espíritu de renovación que impulsó reformas sociales, educativas, sanitarias, de obras públicas. Consecuencias todas ellas fundamentales en el devenir de España en el siglo XX54. Un análisis más profundo de estas cuestiones se puede encontrar en M.ª Dolores Elizalde, «Balance del 98. Un punto de inflexión en la modernización de España o la desdramatización de una derrota», Historia y Política, 3 (2000) pp. 175-206; en «El 98 desde una perspectiva normalizadora. Reflexión historiográfica de un centenario», Hispania, 208 (2001), pp. 255-284; y en el monográfico de Revista de Occidente coordinado por esta misma autora y dedicado a 1898, ¿desastre nacional o impulso modernizador?, 202-203 (1998). En estos artículos hago amplia referencia historiográfica a las últimas publicaciones españolas sobre 1898, muchas de ellas aparecidas con ocasión del primer centenario de los hechos, algunos de los cuales se citan en la nota 7. De igual forma, en el volumen colectivo dirigido por Santos Juliá, Memoria del 98, ya citado, se puede encontrar un excelente análisis de muy diferentes autores sobre el alcance de 1898. 54
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3) Finalmente, apuntar que, frente a lo que cabía esperar, la guerra hispano-norteamericana no condicionó las relaciones posteriores entre España y Estados Unidos. Durante el conflicto se manejaron intencionadamente imágenes muy negativas respecto al otro país55. En España se argüyó que Estados Unidos era un país inculto y poco preparado, al que le faltaban los siglos de civilización que habían conformado a la cultura española y se esbozaron imágenes de los norteamericanos como patanes sin educación. Se dibujó también a su población como «tenderos mercantilistas», como si los intereses económicos que influían en la adopción de determinadas políticas empañaran la pureza de las mismas. De igual forma, fueron frecuentes en la prensa de la época las caricaturas satíricas despectivas del «Tio Sam» y la representación de los norteamericanos como cerdos, «en un intento por escenificar el sucio papel que, a su juicio, estaban jugando en el conflicto hispano-cubano»56. También nació entonces, según se fueron incrementando las exigencias territoriales estadounidenses a costa de las colonias españolas de las Antillas y del Pacífico, la imagen de Estados Unidos como un águila carroñera en busca de presa: trataba de simbolizar a un país imperialista dispuesto a conseguir sus objetivos por la fuerza, capaz de comerse el mundo con tal de lograr una posición internacional preponderante. En Estados Unidos, desde que empezó la guerra por la independencia en Cuba, en 1895, numerosos norteamericanos simpatizaron con la causa cubana. La opinión pública estaba a favor del derecho de los pueblos a gobernarse por sí mismos y pensaba que un modelo de gobierno como la república era preferible a una monarquía. Además, contra España pesaba la existencia de una leyenda negra. Los estadounidenses de fin de siglo identificaban a los españoles con regímenes absolutistas, políticas coloniales, arbitrariedades militares e instituciones religiosas, a las cuales acusaban de despotismo, corrupción y brutalidad. Para la mayor parte de los norteamericanos de 1898, España era un país exótico y pintoresco, pero oscuro e intransigente, asociado a la Inquisición, a las atrocidades de la Conquista y a la intolerancia de la Iglesia católica. Estas impresiones estaban muy influidas por los libros de texto de la época57, por los recuerdos de viaRosario Sevilla, «España y Estados Unidos: 1898, impresiones del derrotado» y Rafael Sánchez Mantero, «El 98 y la imagen de España en los Estados Unidos», ambos en Revista de Occidente, 202-203 (1998), pp. 278-293 y 294-309. También la obra ya citada de Jaime de Ojeda y el libro de Julián Companys sobre la prensa amarilla durante la guerra hispano-norteamericana. 56 Rosario Sevilla, op. cit., p. 281. 57 Ruth Elson, Guardians of tradition: American school books of the Nineteenth Century, Nebraska, Lincoln, 1964, estudia la forma en que eran vistos otros países, y explica con detenimiento la imagen tan negativa que se tenía de España. 55
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jes58 y por los relatos de los intelectuales norteamericanos del siglo XIX59. Estas y otras imágenes hicieron que entre la población americana se asumiera una imagen muy negativa de España. Los norteamericanos que habían sido educados bajo esas premisas aceptaron fácilmente el sesgado relato de las atrocidades que los españoles estaban cometiendo en Cuba, y respaldaron la intervención de su Gobierno en la isla por motivos humanitarios. La prensa norteamericana se ensañó con la figura del general Valeriano Weyler, al que llamaban «el carnicero Weyler», «la más siniestra figura del siglo XIX», «la encarnación del espíritu sobreviviente de la Europa medieval», «el feroz discípulo de Hernán Cortés y del Duque de Alba», es decir, una imagen en directa conexión con la más pura tradición de la leyenda negra. También fueron frecuentes las imágenes que retrataban a España como una vieja dama en apuros, demasiado débil para mantener la integridad de sus posesiones. En el transcurso de la guerra se produjo un curioso cambio de percepción. Si bien al iniciar las hostilidades se hablaba de ayudar a los «honestos, inteligentes y admirables cubanos» frente a la opresión de los «malvados y crueles españoles», según pasaron los meses y los norteamericanos hubieron de enfrentarse con serios problemas en Cuba y Filipinas, aquellas naciones a las que se había representado como niños a los que Estados Unidos iba a educar y a conducir hacia el progreso, empezaron a contemplarse como peligros en potencia, seres oscuros a los que no se podían controlar y los españoles comenzaron a contemplarse con otra mirada, llena de nuevas e inesperadas complicidades. Al acabar la contienda, tal como afirma Linderman, «para Los libros de viajes de norteamericanos por España, por un lado trataban de desterrar algunos tópicos, pero, por otro, repetían los estereotipos más conocidos: la pereza, la holgazanería, la decadencia, la pasión, el extremismo, la violencia, la crueldad, la suciedad de los españoles. Por ejemplo, las obras de Hobart Chatfield Taylor, William Howe Downes, Henry Martin Field, Edward Everett Hale, James Russell Lowell, citados todos ellos por Rafael Sánchez Mantero. 59 Entre ellos los autores señalan las obras de William Prescott y de Henry Charles Lea. Prescott, en la Historia del reinado de los Reyes Católicos, de Felipe II y de la Conquista de Méjico, caracterizaba a España a través de dos instituciones: la iglesia católica, origen de la Inquisición; y la monarquía absolutista, que había desarrollado una administración despótica, corrupta y cruel. Estas dos instituciones habían llevado a España hacia la decadencia política y económica. Prescott contrastaba explícitamente la degeneración española con los Estados Unidos, caracterizados por la libertad y la estabilidad política basada en un buen gobierno. Por su parte, Henry Charles Lea escribió una historia de cuatro volúmenes sobre la Inquisición Española, en la que trasmitía la imagen del orgullo español, el clericalismo, la intolerancia, la resistencia a la modernización, rasgos que habían convertido al pueblo español en imposible de gobernar, por lo que la decadencia de la nación era inevitable. 58
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muchos americanos, los aliados de comienzos de 1898 se habían convertido en los enemigos, y los enemigos en aliado»60. Pese a las imágenes esgrimidas durante la guerra hispano-norteamericana, lo cierto fue que al finalizar la contienda esos estereotipos no determinaron la consideración del otro país. Quizás en ello pudo influir que, a pesar de la trascendencia que tuvo, la guerra entre las dos naciones no fuera excesivamente cruenta. A juicio de los norteamericanos la contienda quedó como «aquella espléndida pequeña guerra» que tan buenos frutos les dio. Los españoles, en su fuero interno, fueron conscientes de que, dados los problemas existentes en las colonias, antes o después se hubiera llegado a un resultado similar, aúnque hubieran deseado evitar el dramatismo y la humillación de la intervención norteamericana en el proceso. En la normalización de las relaciones entre ambos países también pudo incidir el hecho de que tras la guerra el Ejército y sobre todo la Marina de Estados Unidos se convirtieran en ejemplos a imitar. De igual forma, probablemente contribuyera a ello la necesidad de ayuda económica, tecnológica e industrial norteamericana que España sintió en las primeras décadas del XX. Lo cierto es que Estados Unidos pronto se convirtió en un modelo para la modernización económica y militar, más que en un enemigo ante el que perdurara el rencor. Una vez acabado el conflicto, los dos países parecieron darse la espalda. España se volvió hacia Europa y el norte de África. Estados Unidos desarrolló una política exterior expansiva, apoyada en «la diplomacia del dólar» y volcada fundamentalmente hacia América Central y Asia. Las guerras mundiales le llevarían a aumentar sus compromisos con Europa, pero de ellos apenas formó parte España. A pesar del incremento en los intercambios científicos y culturales a partir de los años veinte; pese al aumento de los intercambios y las inversiones norteamericanas en España, y a la contribución estadounidenes en, por ejemplo, la modernización del sector eléctrico peninsular; a pesar de la colaboración de los brigadistas internacionales en la Guerra Civil; pese, en suma, a tan importantes excepciones, los contactos en la primera mitad del siglo XX fueron poco significativos para el desarrollo de las dos naciones. Habría que esperar hasta 1953 para que los dos países volvieran a encontrarse de forma efectiva y decisiva.
60 Gerald F. Linderman, The Mirror of War. American Society and the Spanish American War, Ann Arbor, The University of Michigan Press, 1974; Richard Kagan, «Prescott’s Paradigm: American Historical Scholarship and the Decline of Spain», American Historical Review, (1996).
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Este trabajo se propone analizar los inicios de la cooperación científica y la red institucional que facilitó los contactos culturales entre España y Estados Unidos en el primer tercio del siglo XX. Para ello seguiremos la historia de los encuentros entre determinadas personalidades de ambos países, que acabaron convirtiéndose en redes de contacto, que a su vez desembocaron en una fructífera colaboración institucional entre organismos, fundaciones y universidades de los dos lados del Atlántico. Pero antes vamos explorar el espeso ambiente de mitos históricos, imágenes colectivas y estereotipos nacionales en el que se desarrollaron estos contactos. Esas imágenes respectivas no sólo constituían la atmósfera natural en la que se produjeron los esfuerzos por establecer un intercambio cultural y científico entre los dos países, sino que, al adoptar a menudo la forma de prejuicios negativos, se interponían como un muro de incomprensión entre las dos sociedades. Nuestros protagonistas tuvieron que combatir contra esos clichés para crear las bases de una cooperación cultural y científica mutuamente beneficiosa. Con ese fin se crearon un importante número de instituciones que sirvieron de puente cultural y de vía de contacto entre los medios académicos y científicos de los dos países. Su labor fue cualitativamente extraordinaria, pero también efímera, pues casi toda ella resultó barrida en la coyuntura bélica que comenzó con la Guerra Civil española y se prolongó con la Segunda Guerra Mundial. * Este trabajo se ha desarrollado en el marco de los proyectos de investigación BHA 2000-0735 (Ministerio de Ciencia y Tecnología) y 06/0078/2003 (Comunidad de Madrid).
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Mitos nacionales y estereotipos en las relaciones hispano-estadounidenses Durante el conflicto hispano-estadounidense de 1898 se difundieron, como es natural, imágenes muy negativas de un país y de otro1. La prensa española, inmersa en un clima de belicismo patriótico, se inundó de caricaturas del Tío Sam y de representaciones de los estadounidenses como cerdos, tenderos y «tocineros». Estas imágenes insistían en el estereotipo de un país mercantilista, de tenderos y de nuevos ricos a los que faltaba el poso cultural que podía ostentar un país tan antiguo como España. También se explotó la imagen de país imperialista, representado por aventureros, bandidos y mercenarios dispuestos a apropiarse de nuevos territorios por la fuerza. Un país incivilizado e hipócrita que pretendía disfrazar su intervención armada y su atentado al derecho internacional como una intervención humanitaria. En estas dos imágenes, extraordinariamente popularizadas por la guerra, podemos encontrar también elementos muy anteriores al inicio de la intervención norteamericana en el conflicto hispano-cubano. Sus raíces procedían de una serie de prejuicios muy arraigados respecto a la protestante e igualitaria nación norteamericana. Una de las vetas del anti-norteamericanismo latente en el siglo XIX procedía de la amenaza del experimento democrático que representaba ese país. Para la Iglesia católica y los sectores tradicionalistas, los Estados Unidos encarnaron todos los males de la democracia y el protestantismo juntos. En justa simetría con ello, el progresismo en general consideró al mismo país un modelo ideal de sistema democrático. Para una minoría ilustrada de españoles, el atractivo del régimen político y jurídico estadounidense pesaba más que el conflicto colonial. Los amigos y admiradores de los Estados Unidos se encontraban en la Liga Abolicionista, en la Institución Libre de Enseñanza y en todos los grupos que se oponían al integrismo católico y al poder oligárquico2. No es casualidad que fueran los republicanos federalistas como Pi y Margall o Labra los únicos que proyectaron una imagen positiva del modelo socio-político estadounidense cuando 1 Vid. Rosario Sevilla, «España y Estados Unidos: 1898, impresiones del derrotado», y Rafael Sánchez Mantero, «El 98 y la imagen de España en los Estados Unidos», en Revista de Occidente, nº 202-203 (1998), pp. 278-293 y 294-309. F. Santos, 1898: La prensa y la guerra de Cuba. Bilbao, 1998; Silvia Hilton, «The Spanish American War of 1898: Queries into the Relationship between the Press, Public Opinion and Politics» Revista Española de Estudios Norteamericanos, vol. 7 (1994), pp. 70-87. 2 En el libro de Gumersindo de Azcárate escrito en 1891, La República Norteamericana, se hacía un elogio de sus instituciones políticas, del papel que allí desempeñaba la opinión pública, de la tolerancia religiosa imperante y del puesto que había conquistado la mujer norteamericana.
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estalló la crisis entre los dos países3. El republicanismo español había sido un admirador entusiasta de la federación estadounidense como modelo de organización basada en la libertad política. A comienzos del siglo XX, esa imagen de Estados Unidos como el país donde se podía contemplar por adelantado el futuro que nos esperaba, con todos los temores y esperanzas que ello despertaba, adoptó la versión de país identificado con la continua modernización y el dinamismo social4. Igual que antes ocurrió con el peligro democrático, la modernización que ese país representaba siguió provocando la aprensión y la angustia entre los sectores conservadores que intentaban preservar un modo de vida más estable y tradicional5. A ellos se sumaron también muchos representantes de la élite intelectual europea, asustados por el avance del modelo de sociedad igualitaria y de masas que representaban los Estados Unidos. Ellos fueron quienes forjaron el tópico de ese país caracterizado por la vulgaridad, la ordinariez y la falta de refinamiento y de sofisticación, un páramo cultural e intelectual dirigido por nuevos ricos burdos y sin estilo, incapaces de alcanzar una espiritualidad elevada6. La imagen de país incivilizado, materialista y sin principios que había forjado el tradicionalismo católico, se transformaba, en los escritos de los representantes de las clases distinguidas europeas, en el arquetipo de la sociedad de masas, plebeya y grosera. La otra veta del anti-norteamericanismo decimonónico procedía del hecho de que los Estados Unidos habían heredado el papel de enemigo histórico de los intereses de España en el continente americano, tal como lo fue anteriormente Inglaterra. Para los sectores conservadores españoles, la nación norteamericana había sido siempre una amenaza para los intereses que todavía conservaba la monarquía es3 Vid. Silvia Hilton, «República e imperio: los federalistas españoles y el mito americano 1895-1898», en Ibero-America Pragensia, nº 34 (sep.1998), pp. 11-29; «Democracy goes Imperiral: Spanish Views of American Policy in 1898», en D.K. Adams y C.A. Van Minnen (eds.): Reflections on American Exceptionalism, Keele, 1994, pp. 97128; Rafael Núñez Florencio, «Anarquistas españoles y americanos ante la guerra de Cuba» Hispania 51/179 (sep.dic.-1991) pp. 1077-1092; Cristobal Robles, 1898: diplomacia y opinión, Madrid, CSIC, 1991. 4 Una interesante selección de textos españoles que corrobora esta afirmación se encuentra en el libro de Isabel García-Montón, Viaje a la modernidad: la visión de los Estados Unidos en la España finisecular, Madrid, Ed. Verbum, 2002. 5 Vid. Isabel Martínez Sánchez, «La imagen de los Estados Unidos a través de El Siglo Futuro, durante la Primera Guerra Mundial», en Carmen Flys y Juan E. Cruz, El nuevo horizonte: España/Estados Unidos. El legado de 1848 y 1898 frente al nuevo milenio, Madrid, Universidad de Alcalá, 2001, pp. 115-130. 6 La obra de Luis Enrique Rodó, Ariel, y algunos textos de Ortega y Gasset y Américo Castro, ofrecen buenos testimonios de ese tópico muy extendido a principios del siglo XX.
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pañola en América por su retórica anticolonialista y por sus tendencias expansionistas. De hecho, se había ido apoderando pieza a pieza de gran parte del antiguo imperio español en América del Norte y el Caribe. En el siglo XX, cuando España ya no conservaba ningún resto de su antiguo dominio colonial en América, la creciente influencia y el poder de los Estados Unidos en el hemisferio occidental fueron muy pronto sinónimos de explotación «neocolonial» y de imperialismo. La misma rapacidad territorial que ese país había mostrado en la guerra contra Méjico y luego en la guerra contra España, se dirigía ahora contra otras repúblicas hermanas de Hispanoamérica. El panamericanismo, la nueva versión de su proyecto hegemónico era, por lo tanto, una amenaza para la comunidad cultural iberoamericana y para las propias expectativas hispanoamericanistas españolas7. La actitud de la prensa española respecto a la intervención norteamericana en el México revolucionario puso de relieve esa nueva fuente de animosidad8. A partir de los años veinte, además, ese antiamericanismo se identificó también con el radicalismo de izquierdas. Luis Araquistáin y otros publicistas retomaron esta tradición de denuncia de la política imperialista yanqui en América Latina desde presupuestos marxistas, en concordancia con la campaña antiimperialista que la III Internacional comunista desató en el continente9. Ese nuevo frente tendría además un efecto indirecto: contribuía a erosionar la imagen democrática de los Estados Unidos sostenida anteriormente por los sectores progresistas. El intervencionismo imperialista en Centroamérica, junto con la asociación de Estados Unidos con el capitalismo más descarnado y las prácticas burguesas más represivas —el caso Saco y Vancetti fue determinante— acabaron arruinando definitivamente, en los sectores de izquierdas y los relacionados con el movimiento obrero, la anterior imagen democrática y progresista del país. 7 L. de Armiñán, El panamericanismo. ¿Qué es?¿Qué se propone?¿Cómo combatirlo?, Madrid, 1900; Rafael Altamira, Cuestiones Internacionales: España, América y Estados Unidos, Madrid, 1917, 8 Vid. Almudena Delgado, La Revolución mexicana en la España de Alfonso XIII, Valladolid, Junta Castilla y León, 1993, pp. 276 y ss. 9 Luis Araquistáin, El peligro yanqui. Madrid, 1921, y La agonía antillana. El imperialismo yanqui en el mar Caribe, Madrid, Espasa Calpe, 1928; Camilo Barcia Trelles, El imperialismo del petróleo y la paz mundial, Valladolid, Univ. de Valladolid, 1925, y La Doctrina de Monroe y la cooperación internacional, Madrid, 1931; Alberto Ghiraldo, Yanquilandia bárbara, Madrid, Imp. Argis, 1929; Alfredo Palacios, La lucha contra el imperialismo. Nuestra América y el imperialismo yanqui, Madrid, Ed. Historia Nueva, 1930; León Rollín, El imperio de una sombra. (Monroe y la América Latina), Madrid, Editorial España, 1935. Según algunos autores, el hecho de que los estadounidenses heredaran la batuta del liderazgo «colonial» de España explica que a los españoles les resultara natural intentar descargar sobre los Estados Unidos las culpas que acosaban su propia memoria histórica.
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En realidad, este doble sentimiento y este doble rechazo —nación espejo de demócratas/fuente de igualitarismo nivelador, por un lado, y país anticolonialista que practica un intervencionismo imperialista, por el otro— se corresponde muy bien con el hecho, raramente comprendido en Europa, de que los Estados Unidos siempre han estado divididos, tanto en su conducta como en su autoconcepción, entre dos principios nacionales rivales: el del experimento democrático y el del destino manifiesto. El éxito nacional en su experimento político de instaurar un orden constitucional y democrático inspiró, desde el origen de la nación, el mito del excepcionalismo norteamericano, una autoconcepción de los Estados Unidos como pueblo elegido, una nación especial a la que la voluntad divina ha llamado a realizar la tarea de pregonar al mundo su mensaje democrático10. Inicialmente, además, esa imagen de pueblo ejemplar se asoció con el realismo geopolítico de sus primeros tiempos, que predicaba la abstención en cualquier conflicto internacional y la renuncia a imitar a las potencias europeas en sus prácticas coloniales. Pero su fortuna al extender su territorio, su creciente prosperidad y su papel internacional cada vez más importante, reorientaron ese mito de ser un pueblo elegido hacia la doctrina del destino manifiesto, una ideología mesiánica que impulsa al país a convertirse en una gran potencia. Ese mesianismo fue creciendo a medida que el país se hacía consciente de su enorme poder internacional, y en ese proceso se fue combinando de diversas formas con la idea del excepcionalismo siempre vigente. Una de esas extrañas combinaciones entre el mito nacional del «excepcionalismo estadounidense» y el mesianismo que inspira su intervención en los asuntos internacionales es la que sirve de justificación al unilateralismo, que se ha convertido en una de las tentaciones más persistentes de su política exterior en el siglo XX. El unilateralismo, desde que los Estados Unidos intervienen en los asuntos mundiales, se opone y alterna con al idealismo cooperativo que representó de forma excepcional el presidente Wilson. Como práctica política, se justifica en la idea de que, puesto que los Estados Unidos son un país democrático y moral, su política no debe estar sometida a las reglas del juego dictadas por el concierto de las naciones, y tampoco a las prescripciones del derecho internacional que emanan de ese concierto. La guerra hispano-norteamericana de 1898 fue un caso temprano de aplicación de esa doble moral en su política exterior11 10 Vid. Arthur Schlesinger, The Cycles of American History, Boston, Houghton Miffin Company, 1986. 11 En el discurso que Mckinley pronunció ante el Congreso, el 11 de abril de 1898, para explicar las causas que llevaban a los Estados Unidos a declararle la guerra a España, se sostenía que su intervención forzosa para detener la guerra se basaba en las siguientes razones: «Primera. En defensa de la humanidad (...) Segunda. Debe-
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—como denunció en su momento Rafael Altamira—. Por primera vez se utilizó el argumento humanitario para justificar la intervención en otro país. Los Estados Unidos estaban comenzando entonces a construir su imperio de forma enmascarada, sin muchos territorios coloniales explícitos, y justificándolo siempre con una ideología progresista y liberal, que apelaba a la liberación de los pueblos oprimidos y que resultaba muy eficaz para tranquilizar la conciencia de la opinión pública interna. El gran mito nacional estadounidense del excepcionalismo se correspondía, a su vez, con otro mito nacional español muy propio de principios del siglo XX, el de su «excepcionalidad», que podría definirse como la creencia de que España, desde la edad moderna, había seguido un destino histórico distinto, si no opuesto, al de los países europeos más avanzados. Este destino estaría marcado por el fenómeno de la «decadencia» de España en el conjunto de la Europa moderna. La cuestión de la «decadencia» era un viejo tópico del pensamiento español que había influido en las tomas de conciencia colectiva sobre la identidad histórica de España en muy diversas coyunturas: en el mismo siglo XVII, cuando se forja la propia noción de la decadencia; en las propuestas del siglo de las luces y las de los políticos e historiadores liberales del XIX; en los debates ideológicos en torno al ser de España que comienzan en la década de 1880; y en el desarrollo de la historiografía profesional desde las primeras décadas del siglo XX12. El concepto de decadencia como clave explicativa de la historia de España fue especialmente utilizado por los regeneracionistas de la coyuntura del cambio de siglo. El «desastre» de 1898, con la pérdida de los últimos restos coloniales, no parecía más que la consumación de un largo proceso que arrancaba con la pérdida del poder hegemónico en el siglo XVII, y continuaba con la independencia de su imperio continental. España se había desviado del camino de la modernidad que representaba la Europa más avanzada, y eso le había conducido a su actual postración internacional. Ese sentimiento de ser una nación con un destino histórico diferente y peculiar, muy extendido en la España del mos proteger y asegurar las vidas y las propiedades de nuestros conciudadanos que radican en Cuba (...) Tercera. El derecho de intervenir puede justificarse por los graves trastornos que han resentido el comercio, la industria y los negocios de nuestros compatriotas (...) Cuarta. Y, lo que es de suprema importancia: el estado actual que presentan los acontecimientos de Cuba significa una amenaza constante a nuestra paz». Ver Richard B. Morris, Documentos fundamentales de la Historia de los Estados Unidos de América, México, Libreros Mexicanos Unidos, 1962, pp. 217-224. 12 Vid. Santos Julia, «Anomalía, dolor y fracaso de España», Claves de razón práctica, 66 (octubre 1996), pp, 10-21; Gonzalo Pasamar Alzuria, «La configuracion de la imagen de la «decadencia española» en los siglos XIX y XX (de la «historia filosófica» a la historiografía profesional)», Manuscrits. Revista d’Historia Moderna, 11, (1993), pp. 183-214
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primer tercio del siglo XX, daba lugar a dos reacciones esenciales muy dispares. La primera, muy bien representada por Marcelino Menéndez Pelayo, consistía en reivindicar esa «españolidad» que distinguía al país como nación y cultura excepcional, cultivar su singularidad y disfrazar ese sentimiento de inferioridad que latía en el fondo con un exagerado orgullo y un tenaz nacionalismo. La defensa del pasado nacional frente a las ofensas de la leyenda negra y la preservación de las esencias patrias eran las tareas sentidas como más necesarias13. Esta orientación sería utilizada a menudo, por otro lado, como justificación para la imposición de regímenes autoritarios y de medidas represivas, ya que la democracia, una de las manifestaciones de la modernidad que no habíamos alcanzado, parecía no adaptarse a la idiosincrasia nacional. La otra reacción consistía en intentar recuperar la senda perdida de la modernidad, haciendo de España un país «normal», es decir, reformando su cultura y sus instituciones sociales para ponerlas en sintonía con las de los países más avanzados14. La interpretación que cada sociedad se hizo del otro se fundaba, por lo tanto, y de manera primordial, en la imagen que cada grupo nacional se forjó de sí mismo y que se plasmó en los diferentes mitos nacionales a los que hemos aludido. Es importante observar, para entender las miradas cruzadas entre esas dos sociedades, que el mito del «excepcionalismo» norteamericano se basaba en un sentimiento de éxito histórico, mientras que el mito de «la excepción» española se alimentaba del sentimiento de fracaso: fracaso en la salvaguardia de su imperio colonial cuando el resto de las potencias construían el suyo; fracaso en el cultivo de la ciencia moderna, que no había germinado en el país; fracaso al no haber conseguido construir una sociedad próspera e integrada. Se trata de dos mitos narcisistas que impregnaron profundamente en el siglo XX la visión que los dos pueblos tenían de sí mismos, y que formaron, por decirlo así, la atmósfera en la que se desarrollaron todos los contactos culturales y humanos que se produjeron entonces. Sobre el fondo de esos mitos nacionales se levantaban las respectivas imágenes nacionales, unas representaciones esquemáticas y simplistas del otro que se formaron como producto del sedimento de la historia. Esas imágenes colectivas estaban constituidas por una serie 13 Vid. Julián Juderías, La leyenda negra. Estudios acerca del concepto de España en el extranjero, Barcelona, Tip. de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1914. 14 Toda la labor de la llamada generación del 14 está inspirada por ese anhelo. Para comprender la conciencia histórica que inspiraba a ese grupo intelectual y el mito de la desviación nacional respecto al modelo europeo, basta leer el discurso de apertura del curso en la Universidad de Oviedo, leído por Federico de Onís, uno de los protagonistas de esta historia, en 1912, y publicado en Ensayos sobre el sentido de la cultura española, Madrid, Residencia de Estudiantes, 1932.
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más o menos coherente de prejuicios y estereotipos sobre la otra nación, que se habían ido acumulando por los avatares de las relaciones políticas, culturales e intercambios diversos. Como toda representación colectiva, su valor no residía en ajustarse a una realidad que estaba fuera del alcance y de la experiencia de la inmensa mayoría de los individuos, sino en su capacidad de proporcionar un conocimiento mínimo de forma rápida y sencilla, suficiente para interpretar cualquier noticia referida a esa nación haciéndola encajar en esos moldes previos. En el caso de la imagen estadounidense sobre España, conviene comenzar señalando que los norteamericanos habían heredado la mayor parte de los prejuicios antiespañoles tradicionales en la cultura británica. La visión de la sociedad estadounidense sobre España estuvo influida desde el principio por las relaciones históricas entre una Inglaterra protestante y una España católica enfrentadas desde el siglo XVI y XVII por constantes rivalidades religiosas y políticas. Los estereotipos negativos de lo español provenían de la demonización que ya en los tiempos modernos se hizo de la católica e imperial España, una potencia que se asoció a la crueldad, la intolerancia, la Inquisición, el fanatismo, el militarismo, etc. Los libros de texto manejados en las escuelas norteamericanas en el siglo XIX recogían los principales tópicos heredados directamente de la leyenda negra15 e insistían sobre las inclinaciones españolas a la tiranía en política, a la intolerancia en religión y a la pereza en economía. Los españoles que realizaron la conquista de América, por ejemplo, eran descritos como unos individuos bárbaros, crueles y avariciosos, dominados por un catolicismo idólatra e intransigente. La sombra de la Inquisición planeaba de forma destacada, como una amenaza y una advertencia, en unos libros escritos en su mayoría por pastores protestantes16. Las obras de los primeros historiadores hispanistas no contribuyeron a mejorar esa imagen, sino que la prolongaron con más detalles sobre la tendencia de los españoles a la opresión de otros pueblos, a las persecuciones religiosas y las rapiñas coloniales17. La leyenda negra tamVid. Joseph P. Sanchez, The Spanish Black Legend: Origins of Anti-Hispanic Stereotypes, Alburquerque, N. Mex., Spanish Colonial Research Center, 1990. 16 Vid. Ruth Elson, Guardians of tradition: American school books of the Nineteenth Century, 1964. 17 Las obras históricas de autores estadounidenses más conocidas e influyentes en el siglo XIX fueron las de William H. Prescott, History of the Reign of Ferdinand and Isabella, (1837), The Conquest of Mexico, (1843), The Conquest of Peru (1847), y History of the Reign of Philip II of Spain (1855). Otra obra que tendría un gran éxito fue la de Henry Charles Lea, A History of the Inquisition of Spain (1906-7). Richard L. Kagan analiza el tema del hispanismo histórico en su artículo «From Noah to Moses: The Genesis of Historical Scholarship on Spain in the United States», en Richard Kagan (ed.), Spain in America. The Origins of Hispanism in the United States, Urbana and Chicago, University of Illinois Press, 2002, pp. 21-48. 15
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bién sirvió como instrumento de descrédito de lo hispano con el fin de justificar la expansión estadounidense por tierras de México y el Caribe18. El desprecio popular norteamericano hacia lo hispano en general, no carente de cierto componente racista, afectaba también a la imagen de España pues, como es sabido, la imagen estadounidense de lo hispano se construye con elementos predominantemente hispanoamericanos. Hay que recordar que, aún hoy día, una parte de la población estadounidense no diferencia claramente entre lo «español» (spanish) y lo «hispánico» (hispanic), y todavía cree que España está situada en algún rincón de Sudamérica. Así, cuando estalló la guerra de Cuba en 1895, no costó mucho trabajo convencer a los lectores de prensa norteamericanos de las atrocidades que los españoles estaban cometiendo en la isla y en las otras colonias que les quedaban, para justificar la intervención de su gobierno en el conflicto por razones humanitarias. La propaganda explotó hábilmente la idea de que desde Hernán Cortés hasta Weyler, la bandera española en América había sido el símbolo permanente de «la rapiña y el pillaje». La revuelta de los cubanos contra España se podía presentar como el correlato de la revuelta de las provincias Holandesas contra la opresión del imperio español de Felipe II. Weyler, «el carnicero», no era sino un fiel discípulo del Duque de Alba. La guerra contra España se pudo así justificar, con suma facilidad, como una cruzada humanitaria para salvar a los pobres cubanos de la crueldad española. El conflicto de 1898 no sólo sirvió para cristalizar los dos mitos nacionales respectivos —marcó el momento más bajo del pesimismo nacional español al mismo tiempo que señalaba la emergencia definitiva de Estados Unidos como potencia mundial—, sino que también vino a confirmar algunos rasgos esenciales de la imagen previa de España en los Estados Unidos. Para los estadounidenses, ver cómo se derrumbaba casi sin resistencia la que fue primera potencia imperial de los tiempos modernos, equivalía a una demostración empírica de que España era un país del pasado que ya no contaba en el presente. Del mismo modo que el optimismo histórico de los Estados Unidos contrastaba con el sentimiento de fracaso dominante en España, la imagen del país norteamericano se identificaba con la modernidad y el progreso mientras que España era la representación del pasado, la pervivencia de los tiempos antiguos con sus correlatos de oscurantismo y crueldad. Eso es justamente lo que Richard Kagan ha definido como «el paradigma de Prescott», base de la imagen de España en Estados Unidos durante el siglo XIX, según el cual el significado principal de España era que representaba todo lo opuesto de la 18
Vid. Joseph P. Sanchez, The Spanish Black Legend…, op. cit.
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República norteamericana, su verdadera antítesis: «América era el futuro —republicana, emprendedora, racional; mientras España —monárquica, indolente, fanática— representaba el pasado»19. Su rápida y contundente derrota parecía la consecuencia natural de haberse quedado anclada en el pasado. La «excepción» española, su desviación de las pautas modernas, era percibida en Norteamérica como una mezcla de «barbarie» en el campo político, atraso económico y fracaso social. Su evolución política posterior, marcada por la crisis de la cohesión nacional, la violencia política, las dictaduras militares y las humillaciones en su nueva empresa colonial marroquí, no hizo sino confirmar esa imagen de país atrasado, mal gobernado, prisionero de una tradición de autoritarismo e ineficacia. Los destinos de los dos países no podían comenzar el siglo XX con fortunas más diferentes. Estados Unidos había resuelto sus conflictos internos tras la guerra civil, había agotado los límites de crecimiento que le permitía su propio territorio, y se embarcada en una carrera de expansión global. Para España, por el contrario, el nuevo siglo comenzaba con un desastre que significaba el fin del imperio y el principio de su fragmentación interior que le llevaría a su propia guerra civil. No cabe imaginar destinos más opuestos. A uno le correspondía el papel de país «perdedor» por excelencia, el otro era el «triunfador» que se disponía a entrar en el selecto club de las grandes potencias. El destino de la España de principios del siglo XX, en definitiva, parecía la antítesis del que esperaba a los Estados Unidos de Norteamérica. Pero estos mismos estereotipos nacionales, por ser tan contrapuestos, provocaban una curiosa atracción mutua. Por un lado, el éxito estadounidense despertaba en muchos españoles un sentimiento de admiración y de atracción ingenua hacia sus logros económicos, tecnológicos y políticos. Estados Unidos, por su poder y prosperidad, era un país del que se podían aprender cosas útiles para la modernización del país. En sentido inverso, para muchos estadounidenses España tenía un fuerte atractivo precisamente por su primitivismo y exotismo esenciales. Los estereotipos suelen tener dos caras, y esa misma imagen arcaica de España podía ser también leída en clave positiva: ahí estaba la figura del caballero español del siglo XVII con su gravedad, rigor, seriedad y profundidad religiosa. España era un país que aún producía «tipos humanos auténticos», no corrompidos por la civilización, que mantenían los valores de la caballerosidad antigua. Allí se podían encontrar aún los valores perdidos de un mundo antiguo, aquellos que habían desaparecido de los países contaminados por la modernidad. 19 Richard L. Kagan, «Prescott’s Paradigm: American Historical Scholarship and the Decline of Spain», en Richard L. Kagan (ed.), Spain in America…, op. cit., p. 253.
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Esas connotaciones positivas asociadas a la imagen de la España tradicional se mezclaron a comienzos del siglo XX con el estereotipo romántico, forjado por la literatura de viajes francesa e inglesa del siglo XIX, y difundido por grandes obras musicales como la ópera Carmen de Bizet. También algunos escritores estadounidenses colaboraron a la popularización de la imagen romántica de España: el libro de Washington Irving, Tales from the Alhambra, publicado en 1831, fue un auténtico best-seller a mediados del siglo XIX, y ha conocido sucesivas ediciones hasta hoy mismo20. España era, naturalmente, un país atrasado, inculto, ocioso y mal gobernado, pero la versión romántica de esa imagen ponía el acento en sus aspectos positivos: un país exótico, oriental y misterioso, donde todavía se podían vivir las aventuras que nunca sucedían en las burguesas ciudades de los países industrializados. El atraso español podía tener un aspecto muy atractivo visto desde una perspectiva romántica. Hispanófilos, antiyanquis y primeros contactos culturales En la poderosa e industriosa nación, algunos personajes singulares, los hispanistas e hispanófilos, muy influidos por esos estereotipos positivos de la imagen clásica y de la imagen romántica de España, se interesaron por el destino de ese pequeño país, atrasado y marginal, situado en un rincón de Europa. Sin lugar a dudas, el exponente más claro y más llamativo de este peculiar grupo de enamorados de la cultura española fue Archer Milton Huntington (18701955)21, uno de los niños más ricos de los Estados Unidos, heredero de una inmensa fortuna proveniente de los ferrocarriles y astilleros de su padre, que se obsesionó con España tras la lectura de The Zincali, la historia de los gitanos españoles escrita por George Borrow, un antecesor en eso de la hispanomanía. Desde los veinte años anunció a su familia que se iba a dedicar a establecer museos y a promocionar la cultura española en su país. En junio de 1892 emprendió su viaje a España, acompañado por W.I. Knapp como tutor, uno de los mejores 20 Vid Rolena Adorno, «Washington Irving’s Romantic Hispanism and Its Columbian Legacies», en Richard Kagan (ed.), Spain in America…, op. cit., pp. 49-105. 21 Vid. Mitchell Codding, «Archer Milton Huntington, Champion of Spain in the United States», en Richard Kagan (ed.), Spain in America..., op. cit., pp. 142-170; The Hispanic Society of America. A History, New York, 1954; José García Mazas, El poeta y la escultura. La España que Huntington conoció. Prólogo de Laín Entralgo, Madrid, Revista de Occidente/The Hispanic Society of América, 1962; Beatrice GIilman Proske, Archer Milton Huntington, New York, The Hispanic Society of América, 1965; y Federico de Onís, «Huntington y la cultura hispánica», en Archer M. Huntington, 18701955, Washington D.C., Pan American Union, 1957.
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hispanistas de los Estados Unidos de entonces. No le impresionó tanto el «color» o el aspecto romántico del país, como «la altiva y grave dignidad de los españoles», valores que él creía que encarnaba de forma arquetípica su héroe favorito: el Cid campeador. Las impresiones de aquel viaje se plasmaron en un libro poético: Cuaderno de notas del norte de España, publicado casualmente en 1898. Desde entonces sus viajes por España serían frecuentes, para patrocinar excavaciones arqueológicas, comprar una cantidad enorme de obras de arte, iniciar la restauración de su patrimonio arquitectónico, etc. Huntington fue durante toda su vida un generoso mecenas y protector de la cultura española. En 1904 creó una fundación, la Hispanic Society, para construir una biblioteca y un «museo español», con una colección representativa de las artes en España desde los tiempos más antiguos hasta los actuales. En 1908 se inauguró el nuevo y pretencioso edificio que albergaría ambas instituciones. Allí reunió la mejor colección que se puede encontrar del arte español en los Estados Unidos, con obras que adquirió en su mayoría fuera de España para no expoliar su patrimonio. Los fondos bibliográficos, que incluían una cantidad impresionante de manuscritos e incunables, se reunieron a partir de una colección inicial procedente de la compra que hizo, por medio millón de francos, de la biblioteca del marqués de Jerez de los Caballeros, gran amigo suyo. Gracias a él se organizó una gran exposición de Sorolla en la Hispanic Society en 190922, y un año después otra muy celebrada de Zuloaga, contribuyendo así al enorme prestigio que estos dos pintores adquirieron en los Estados Unidos. Huntington creó también una sección hispánica en la Biblioteca del Congreso, encargada de adquirir todas las obras modernas que aparecieran sobre la cultura en lengua española —las antiguas eran el objeto de deseo de la biblioteca de la Hispanic Society—. Pagó a prestigiosos intelectuales españoles que fueron a disertar a Nueva York —como Blasco Ibáñez y Ramón Pérez de Ayala— y mantuvo una estrecha amistad con Sorolla, por cierto, uno de los vocales de la JAE, a quien encargó un enorme mural para la ampliación del museo que se construyó en 1926. Trató con Alfonso XIII y se puso de acuerdo con el Marqués de la Vega Inclán y su Patronato de Turismo para iniciar las primeras restauraciones del patrimonio arquitectónico español, entre ellas la Casa del Greco en Toledo, la Casa de Cervantes en Valladolid La exposición se hizo también con la ayuda del Marqués de Viana, cargo palatino y amigo de Alfonso XIII. El rey patrocinó la exposición, y desde entonces mantuvo una estrecha amistad con Sorolla. Vid. su correspondencia en Archivo de Palacio, 12.428/3. Citado por Javier Tusell y Genoveva García Queipo de LLanol, Alfonso XIII. El rey polémico, Madrid, Taurus, 2001, p. 253. 22
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y el Museo Romántico de Madrid23. Huntington intervino en el nacimiento de la American Association of Teachers of Spanish, convenció al presidente de la Universidad de Columbia, Nicholas Murray Butler, para que contratara a un profesor español encargado de dirigir un departamento de lengua y literatura hispánicas, intervino en la designación de Federico de Onís para ese puesto, ofreció los locales de su fundación para el comienzo de las clases, etc. La Hispanic Society, esa fundación lujosamente establecida al final de la calle Broadway, con su magnífico museo y extraordinaria biblioteca, contribuyó sin duda a dar prestigio a la cultura hispánica en la ciudad de Nueva York. Hispanófilos como él mantuvieron en Estados Unidos esa tradición, que provenía de Washington Irving, de personajes originales, algo excéntricos, que profesaban admiración por los rasgos más peculiares de la cultura española, lo que no dejaba de resultar extravagante en su medio. Pero esa atracción era en realidad bastante superficial, basada en la imagen de un pasado congelado más que en la realidad de la España de entonces. La imagen idealizada del pasado español no servía en realidad para sustituir los prejuicios antiguos por un verdadero conocimiento, sino que contribuía a reforzarlos y prolongarlos con nuevas adaptaciones de los viejos estereotipos. Otros escritores estadounidenses se aproximaron después a la cultura española desde una perspectiva similar, con una mirada fundamentalmente literaria: Waldo Frank, Ernest Hemingway, Georgina King o John Dos Passos. Todos ellos se sintieron fascinados por la pervivencia de rasgos propios de una sociedad preindustrial, donde seguían vigentes los valores del honor, la espiritualidad, la dignidad o el heroísmo. La visión que muchos de ellos ofrecieron de la Guerra Civil española también se inspiró de esa nostalgia por un mundo aún no corrompido por el materialismo y la hipocresía de las sociedades modernas24. 23 Huntington fue nombrado miembro del patronato directivo que administraba las tres fundaciones. Se le concedió además el título de Comendador de la Orden de Alfonso XII y la Orden de Isabel la Católica. 24 Vid. Rafael Sánchez Mantero, «La imagen de España en América, 1898-1931»en Rafael Sánchez Mantero y otros: La imagen de España en América (1898-1931), Sevilla, CSIC, 1994, pp.119-27; y del mismo autor: «La imagen de España en los Estados Unidos» en Revista de Occidente, (1998), nº 202-203, pp 294-315. Vid. también Fredrick B. Pike, «Estados Unidos» en Mark Falcoff y Fredrick B. Pike (eds.), The Spanish Civil War, 1936-1939. American Hemispheric Perspectives, London, University of Nebraska Press, 1982, pp. 30-37. La imagen romántica de España sufrió un importante relanzamiento con motivo de la Guerra Civil y con las obras de ciertos escritores hispanófilos, capitaneados por Ernest Hemingway. El rito de los jóvenes estadounidenses que todos los años corren en los encierros de San Fermín, con consecuencias trágicas a veces, es una prueba de su constante vigencia.
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Los hispanistas, no ya los simples hispanófilos, se vieron también atraídos por aquel gusto romántico por las cosas de España. La introducción de la enseñanza de la lengua y literaturas españolas en los Estados Unidos fue muy temprana, aunque se mantuvo relegada durante todo el siglo XIX a algunas cátedras en las universidades de la costa Este del país. Prestigiosos especialistas en literatura española como Ticknor, Longfellow o el propio Irving contribuyeron a dar renombre al hispanismo norteamericano25. Esta tradición, muy minoritaria, se mantuvo hasta que las circunstancias excepcionales de la Primera Guerra Mundial propiciaron un sorprendente e inesperado salto cuantitativo en la enseñanza del español. Desde principios de los años veinte, cientos de profesores de español engrosaron el hispanismo norteamericano en los diversos niveles académicos, y en ellos pusieron sus esperanzas, como luego veremos, los diplomáticos y los responsables españoles de la política cultural en ese país. El hispanismo estadounidense, según una tradición muy arraigada, tendía a identificar la cultura española casi exclusivamente con la lengua de Cervantes, y no con la realidad de un país. Y esto era así por lo menos desde los tiempos del gran poeta estadounidense Henry W. Longfellow. Irónicamente, el que fue uno de los mayores defensores y propagandistas de la cultura española en el siglo XIX, sufrió una enorme decepción cuando visitó personalmente España, entre 1827 y 1828, y comprobó que su realidad no correspondía con la imagen mental que se había forjado frecuentando su literatura clásica. No le interesó la España de su tiempo porque los campesinos que conoció en Castilla no se parecían a los que suspiraban y cantaban cancioncillas amorosas en las novelas pastoriles de Montemayor y de Gaspar Gil Polo. Apenas frecuentó amistades españolas, y en sus cartas y diarios sólo menciona su trato con otros norteamericanos como Washington Irving. Como dijo al final de su viaje: «mi mente se aparta y torna instintivamente de la degradación del presente para volver a la gloria del pasado». No sólo no le ayudó lo que sabía de España para comprender el país, sino que la imagen que se había formado de España antes de llegar le impidió ver lo que tenía ante sus ojos. Este mismo «efecto Longfellow» lo sufrirían generaciones de hispanistas norteamericanos, tan hipnotizados por la literatura clásica española que eran incapaces de prestar atención a la España de su tiempo, ni siquiera, a veces, a su literatura contemporánea26. 25 Vid. Mar Vilar, El español, segunda lengua en los Estados Unidos. De su enseñanza como idioma extrajero en Norteamérica al bilingüismo, Murcia, Universidad de Murcia, 2003. 26 Utilizamos la expresión «efecto Longfellow» en homenaje a la «Longfellow’s Law» acuñada por James D. Fernández, que a su vez se inspira en el «Prescott’s paradigm» definido por Richard Kagan. Naturalmente, el sentido que nosotros damos al efecto Longfellow es muy distinto a la «ley» que Fernández describe inspirándo-
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En los años 20, una cierta moda por lo español se fue extendiendo por Estados Unidos gracias sobre todo al impulso que le dio la incipiente producción cultural para el consumo de masas. La industria editorial fue la primera que encontró en esos temas un filón para explotar, y así se explica el extraordinario éxito que tuvieron algunas novelas de Blasco Ibáñez, en especial Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), un auténtico best-seller en Estados Unidos después de su traducción en 1918. Las novelas de Blasco inspiraron a su vez a la naciente industria de Hollywood, que trasladó al cine, con Rodolfo Valentino como estrella, las historias de Los cuatro jinetes (1921) y Sangre y arena (1922). Las novelas de Blasco llevadas al cine eran perfectas para la proyección de la nueva moda española: facilonas, llenas de decorados decadentes, de baratija, que confirmaban los tópicos de siempre: el torero, la mujer apasionada y la identidad latina entre España e Hispanoamérica. La poderosa industria cinematográfica explotó hábilmente el cliché de la España «pintoresca», y acabó convirtiendo a Sevilla en un importante destino turístico27. Hasta la arquitectura llegó esa repentina pasión por lo hispánico, manifiesta en la moda del estilo neocolonial que se extendió en algunos Estados del sur. Un estilo que retomaba rasgos de la arquitectura española tradicional con la intención de dar un toque arcaizante a las nuevas construcciones, otorgando así cierto abolengo y una identidad peculiar a sus propietarios. Esta moda españolizante no fue, con todo, muy profunda, y no consiguió desplazar totalmente la imagen negativa anterior: de hecho, el discurso cinematográfico continuó cultivando, junto a la imagen del latino sensual, la del hispano traicionero y cruel, más propio de los estereotipos protestantes y «anglosajones» que le adjudicaban el papel de malo histórico. Entre estos dos arquetipos, sin embargo, cabían todas las mezclas, variaciones y ambigüedades imaginables. De todas formas, durante el periodo que transcurre entre la guerra de 1898 y la Guerra Civil española, la percepción popular de España en Estados Unidos se mantuvo, en general, débil y superficial. La autocomplacencia de la opinión pública norteamericana y su ensimismamiento hacía que imagen española, entre el grueso de la población, no fuera ni buena ni mala, más allá del estereotipo folclórico y de los prejuicios históricos. En ese periodo su atención no fue se en la figura de aquel hispanista. Ver Richard L. Kagan, «Prescott’s Paradigm...», art. cit.; James D. Fernandez, «“La ley de Longfellow”: El lugar de Hispanoamérica y España en el hispanismo estadounidense de principios de siglo», artículo incluido en el presente libro. 27 Así comenzó la pasión de Orson Welles por España, en una estancia que realizó en esa ciudad en los años 20, como había hecho anteriormente Archer Huntington.
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capturada por ningún hecho que incidiera fundamentalmente en su cotidianeidad —como sí había ocurrido en 1898 y como ocurriría de nuevo durante la Guerra Civil y después, aunque en menor medida, durante la transición política española—. La insignificancia de la colonia española de emigrantes en Estados Unidos, comparada con la procedente de otros países europeos, tampoco ayudó a eliminar los clichés heredados de la historia ni a marcar con fuertes rasgos distintivos el perfil de la imagen de España. La comisión de Inmigración que se formó en 1907 en Estados Unidos recomendó, a partir de 1911, limitar y seleccionar a los inmigrantes según su capacidad de asimilación en la sociedad americana. Entre los que se consideraron «no deseables» por venir de los países menos avanzados de Europa y por ser «bastante menos inteligentes» y tener valores diferentes estaban los italianos, búlgaros, griegos, rusos, polacos, turcos y españoles. En 1919 había sólo unos 80.000 españoles, trabajadores en su inmensa mayoría, instalados en Nueva York y su entorno, en las zonas industriales de los estados del centro, de Virginia y Florida (Tampa), o como pastores (vascos) en el Oeste. Cuando esa emigración empezaba a crecer, a comienzas de los años veinte, las nuevas leyes de cuotas estadounidenses establecieron un cupo mínimo para los españoles: entre 150 y 1.500 personas según el año28. Mientras tanto, otros países como Irlanda, Grecia, Polonia o Italia empezaron a proyectar su imagen con fuerza en Estados Unidos gracias a la emigración y a la formación de nutridas e influyentes comunidades que dejaron sentir su peso interviniendo en la política cotidiana y actuando como agentes culturales de sus respectivos países de origen. En España, por su parte, y pese al uso intensivo que se hizo de la propaganda anti-estadounidense y de los estereotipos negativos en la prensa mientras duró el conflicto, lo cierto es que sus efectos no duraron mucho tiempo. La pérdida de las últimas colonias no generó ningún sentimiento colectivo de revancha ni de irredentismo, sino, al contrario, el fin momentáneo del espejismo imperial. Al fin y al cabo, la guerra con los Estados Unidos no fue muy cruenta, y para muchos españoles sirvió para poner fin a penosos conflictos coloniales que, esos sí, habían supuesto una pesada carga en vidas y sacrificios. La guerra no dejó graves rencores entre los adversarios, no convirtió al otro en el enemigo histórico, de manera que quedó la puerta abierta a un futuro entendimiento entre las dos naciones, sin que el enfren28 Entre 1820-1900 emigraron unos 38.828 españoles; entre 1901-1924, 188.414; entre 1925-1949, 13.670, y entre 1951-1977, 77.558. Vid. Germán Rueda, La emigración contemporánea de españoles a Estados Unidos, 1820-1950: de «dons» a «misters», Madrid, MAFRE, 1993, p. 75 y ss.; y Hatton y Williamson, «What Doreve the Mass Migrations from Europe in the Late Nineteenth Century?», Population and Dvelopment Review, 20 (1994), pp. 533-559.
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tamiento bélico pasado fuera un obstáculo importante para ello. Las ofensas diplomáticas, la injerencia descarada en el conflicto hispanocubano, el ultimátum recibido, la violación flagrante de las normas del derecho internacional vigente en la época, todo se olvidó con inusitada rapidez, sin dejar apenas resentimiento en la opinión española. Sólo la derecha más recalcitrante siguió alimentando un antiamericanismo latente, un sentimiento de despecho más provocado por ciertos hechos considerados calumniosos y ofensivos, como la leyenda del Maine, que por las pérdidas territoriales sufridas. Fue también la derecha extremista la que siguió cultivando la imagen más negativa de los Estados Unidos, haciendo hincapié en algunos rasgos supuestamente peculiares de su organización social29: la gran desigualdad social existente, y sobre todo la cuestión del antagonismo racial, que la convertía en una sociedad poco humanitaria; la moral materialista y el poder que allí se otorgaba el dinero, características propias de una sociedad mercantilista y ambiciosa; la corrupción de las costumbres, manifestada por la debilidad de la institución familiar —el divorcio estaba permitido— y por la libertad de costumbres de las mujeres; la venalidad de sus políticos, que sólo representan los intereses de poderosos grupos económicos; y la falta de principios de su política exterior, inspirada fundamentalmente por los intereses comerciales y el deseo de acaparar mercados y puntos estratégicos. Males todos que se derivaban de la perniciosa ideología liberal y del democratismo que allí imperaban. Para el resto de la opinión, por el contrario, el desenlace del conflicto afianzó la imagen de Estados Unidos como país moderno, dinámico, en rápida evolución y que había alcanzado un gran progreso técnico. Una vez consumada la derrota de manera tan rápida y aplastante, ésta se aceptó con resignación, dejando sólo un sentimiento de despecho y desengaño hacia el resto de los países europeos por la indiferencia que mostraron ante la situación española. La frustración por la derrota no se tradujo en resentimiento hacia el vencedor, sino en una profunda autocrítica y una grave crisis de la conciencia nacional. Es más, muchos intelectuales y opositores al régimen de la Restauración consideraron que los verdaderos culpables del desastre no eran los estadounidenses agresores, sino los dirigentes de un sistema social que se revelaba ahora como caduco y atrasado. La responsabilidad había que atribuirla a la ineficacia y a la corrupción de los dirigentes políticos de la Restauración más que a la perfidia de la potencia agresora. Este sorprendente desenlace sólo se puede explicar por la estrategia que siguió la oposición, consistente en dirigir la 29 Vid. Isabel Martínez Sánchez, «La imagen de los Estados Unidos a través de El Siglo Futuro...» art. cit.
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frustración nacional subsiguiente a la derrota contra las élites que habían dirigido al país. Más aún, haciendo uso de una hipérbole que tendría gran éxito en las décadas posteriores, fue todo el sistema político y el conjunto de la organización social del país lo que se puso en cuestión. El «regeneracionismo», el movimiento de protesta y de reforma que surgió de aquella coyuntura, se convirtió en un amplio movimiento de modernización que se proponía nada menos que invertir la tendencia histórica hacia la decadencia del país y recuperar el prestigio nacional perdido. El regeneracionismo de principios de siglo XX fue un movimiento muy complejo con diversas variantes intelectuales y políticas, pero para nuestros propósitos basta con distinguir dos de sus principales versiones. Por un lado estaba el que podríamos llamar «regeneracionismo oficial» —cuyos principales representantes serían Silvela y Maura—, que se proponía recuperar la posición internacional perdida volviendo a una política de alianzas —participación en la Entente franco-británica— volviendo a jugar el papel de potencia colonial —en Marruecos—, y practicando una política de rearme dentro de sus posibilidades —construcción de una nueva armada—. Para esta orientación la relación con Estados Unidos apenas tenía importancia, pues la posición internacional que se pretendía para España se dirimía exclusivamente en el contexto europeo, norteafricano y mediterráneo. La otra versión del movimiento fue el regeneracionismo intelectual, crítico con la clase dirigente y con el régimen político de la Restauración, preocupado esencialmente por la modernización social, económica y política del país, y nada partidario de recuperar la política de potencia internacional por los medios tradicionales. La estrategia de transformar España mediante revoluciones políticas y nuevas constituciones había fracasado, y se decidió intentarlo mediante el procedimiento lento de la transformación por la educación. Para algunos, la demanda de modernización incluía un proyecto de transformación capitalista inspirado por «el prodigioso desarrollo de la república americana»30. Para la mayoría del movimiento, sin embargo, esa transformación debía ser iniciada desde arriba, liderada por unas élites profesionales e intelectuales que sirvieran, según el proyecto orteguiano, de fermento nacional. Ciencia, ética y educación eran los instrumentos básicos de la modernización y del desarrollo del país a largo plazo31. Para este regeneracionismo, la modernización se interVid. Ramiro de Maeztu, Hacia otra España, Madrid, 1898. Vicente Cacho Viu identificó este proyecto con la moral de la ciencia en sus trabajos reunidos en Repensar el noventa y ocho, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997. Ver también Thomas F. Glick, «Ciencia, política y discurso civil en la España de Alfonso XIII», en G. Gortazar (ed.), Nación y Estado en la España liberal, Madrid, Noesis, 1994, pp. 255-275. 30 31
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pretó como europeización, es decir, como la adaptación del país al modelo social de los países más desarrollados de Europa, lo que equivalía a educación generalizada, civismo, liberalismo social, democratización efectiva, desarrollo técnico e industrial, y sobre todo progreso científico y educativo. Es decir, todo lo que también representaban en grado sumo los Estados Unidos, una especie de Europa trasplantada al otro lado del Atlántico. La preferencia por el concepto de «europeización» en el discurso del regeneracionismo reformista, y el olvido del modelo norteamericano, se explica fácilmente porque Europa estaba mucho más cerca, constituía el entorno natural y tradicional con el que se comparaban los españoles, mientras que la realidad social de los Estados Unidos todavía resultaba en gran medida desconocida. Pero hay otra razón que sin duda explica aquella preferencia por el concepto de «europeización»: la imagen positiva de Estados Unidos como país moderno, en rápida evolución y marcado por un espíritu juvenil, tenía su contrapartida en la idea de que la sociedad estadounidense, su modo de vida y su cultura, no tenían tradición ni historia, y por lo tanto carecían del fondo espiritual característico de las viejas naciones europeas. Sus clases adineradas parecían ingenuas y ridículas al intentar legitimar su status social haciendo fastuosos alardes y ostentación de su riqueza. Esta imagen de un pueblo de nuevos ricos, innoble y sin historia, coincidía en parte en el estereotipo de la derecha conservadora que observaba el progreso americano como expresión de un materialismo grosero, a veces insultante, que contrastaba con la espiritualidad española simbolizada por la figura de Don Quijote. Pero también coincidía con la imagen de Estados Unidos, muy extendida entre las clases cultas de Europa, como un país carente de una verdadera cultura humanista, una imagen que había calado profundamente entre los intelectuales europeos, y que fue el origen de cierta actitud condescendiente hacia los Estados Unidos por parte de las elites españolas. En Norteamérica todo parecía adquirir un sesgo vulgar, populista y materialista, frente al matiz elevado, aristocratizante y elitista asociado a la idea de Europa. Ortega fue quien mejor formuló aquella prevención de muchos intelectuales del periodo de entreguerras hacia lo que se llamó la sociedad de masas. En Los «nuevos» Estados Unidos y en Sobre los Estados Unidos, Ortega advierte que la superioridad de ese país reside en lo instrumental, en lo mecánico, pero que carece del fondo de espiritualidad que sólo se crea con el tiempo y sin el cual un país no puede saber cuál es su papel en la historia. Los estadounidenses son, para Ortega, primitivos que destacan por su eficacia en el hacer, pero también por su vacío interior. Al mismo tiempo que elaboraba estas críticas por la falta de espiritualidad de la sociedad estadounidense,
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Ortega manifestaba su desconfianza ante la irrupción de las masas en la historia. La masa es un concepto construido por contraposición a la elite —de la que Ortega se siente portavoz y defensor—, como el pueblo se contrapone a la aristocracia. La sociedad de masas que asoma en los Estados Unidos descubre la amenaza del igualitarismo, no en el sentido del triunfo de la democracia, sino como uniformización de gustos y actitudes. Evidentemente, la sociedad estadounidense no era un modelo de igualdad, pues a pesar de la inexistencia de aristocracia, las diferencias sociales eran tan acusadas o más que en Europa. La diferencia estribaba en que allí las clases privilegiadas no las formaban los grupos favorecidos por su nacimiento o por su origen social, ni tampoco las elites en el sentido orteguiano de los selectos, los más dotados. El sistema social estadounidense era fundamentalmente oligárquico, dominado por una plutocracia de los negocios cuyos hábitos y actitudes no se diferenciaban sustancialmente de los de la masa. Por lo tanto, allí no había lugar para esa minoría selecta basada en la excelencia, en la alta cultura y en la competencia intelectual que constituía el ideal orteguiano. La antigua exaltación romántica de todo lo popular, por ser el pueblo el depositario de los valores nacionales, estaba siendo sustituida por las voces de alerta hacia ese fenómeno nuevo de la irrupción de las masas. Lo nuevo residía precisamente en el hecho de que la cultura popular —de la que tanto se complacían los hombres de la Institución Libre de Enseñanza—, estaba siendo suplantada, en las sociedades industrializadas, por una cultura producida industrialmente para el consumo de masas. En las nuevas sociedades de masas, lo que tradicionalmente se había entendido por «cultura» era ya algo sobrante o incluso contraproducente. En la sociedad industrial, y particularmente en la nueva industria del ocio, sólo importaba la demanda que fuera extensa y homogénea, de manera que los productos pudieran ser estandarizados y simplificados para que las necesidades fueran así cubiertas de forma asequible y barata. Lo cualitativo, lo que puede ser elaborado por uno mismo, los factores susceptibles de educar el gusto, se convierten en algo ignorado, o peor aún, en un obstáculo al desarrollo del mercado cultural de masas. Lo más vulgar, en la medida en que es lo más extendido, tenderá a convertirse en el producto preferido por la nueva industria de masas, hasta producirse un acoplamiento perfecto entre el gusto de las masas y las conveniencias del mercado. Ese triunfo de la vulgaridad, en los gustos, en los hábitos sociales, en la música o en el consumo de productos culturales, es lo que muchos apreciaron en la sociedad estadounidense y trataron de exorcizar como una amenaza peligrosa. De ahí las acusaciones de infantilismo lanzadas a la sociedad norteamericana de su tiempo.
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A pesar de todo ello, fue de este amplio movimiento del regeneracionismo reformista de donde salieron las personas que iniciaron los contactos culturales y los intercambios educativos con los Estados Unidos. Más exactamente, fueron los hombres de la Institución Libre de Enseñanza y los gestores de la Junta para Ampliación de Estudios los primeros que establecieron una colaboración estrecha con instituciones y académicos estadounidenses. No sólo estaban libres de los estereotipos anti-norteamericanos dominantes entre los sectores más radicales de la izquierda y de la derecha, sino que era lógico que fueran ellos, por su disposición a aprender de quienes les habían vencido, los más interesados en establecer puentes con la cultura norteamericana. Pero ¿quiénes serían sus interlocutores al otro lado del Atlántico? El Instituto de Señoritas de Madrid Ese papel de interlocutor, por parte estadounidense, lo cumplió en un primer momento un pequeño grupo de educadoras y de misioneras protestantes procedentes de Massachusets, que habían creado en Madrid lo que se llamó el Instituto Internacional de Señoritas. De esas primeras y fructíferas relaciones surgiría toda una red de contactos que sirvieron para relacionar a los institucionistas españoles con los mejores laboratorios y centros universitarios de la costa Este de los Estados Unidos. El origen del Instituto Internacional de Señoritas se encuentra en el empeño de una entusiasta misionera, Alice Gulick, que desde 1874 venía trabajando en España en una obra de enseñanza cristiana y protestante para niñas, primero en Santander, luego en San Sebastián y finalmente en Madrid32. Como la ley española prohibía que una organización religiosa como el Woman’s Board of Missions fuese propietario de un edificio en España, se creó una corporación aconfesional: The International Institute for Girls in Spain, que se ocupó de la adquisición de un local para el colegio de San Sebastián. El 7 de junio de 1892 se celebró una reunión en Boston para crear la nueva organización, y se nombró una Junta directiva formada por pastores protestantes y educadoras, a su vez miembros de alguna sociedad misionera. En 1901 se compró el solar de la calle Fortuny, esquina al Paseo del Obelisco, donde casualmente se encontraba también la sede de la Institución Libre de Enseñanza. Entre 1903-1910 se construyó el edificio Vid. las obras de Carmen de Zulueta, Misioneras, feministas, educadoras: historia del Instituto Internacional, Madrid, Castalia, 1984; Cien años de educación de la mujer española: historia del Instituto Internacional, Madrid, Editorial Castalia, 1992, 2ª ed.; y con Alicia Moreno, Ni convento ni college: la Residencia de Señoritas, Madrid, CSIC / Asociación de Amigos de la Residencia de Estudiantes, 1993. 32
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de la calle Miguel Angel 8, como un College Hall al estilo americano, donde se mantiene todavía el Instituto Internacional. La fundación se concibió como «un regalo de América» que se hacía, nada más acabar la guerra hispano-americana, al pueblo español. En palabras de un miembro del Comité de Boston: «el pueblo cristiano de América, como el buen samaritano, ayuda al país vencido, herido y abandonado al borde del camino». Es curioso anotar que entre los colaboradores de la Corporación que sostenía económicamente y dirigía la fundación, se encontraban Steward A. Woodford, el que fue embajador en Madrid durante la contienda, y William P. Sampson, vicealmirante norteamericano y anfitrión de Cervera durante su prisión en una base naval estadounidense. El Instituto Internacional fue, por lo tanto, obra del movimiento misionero protestante y feminista que se había desarrollado en las décadas anteriores en Nueva Inglaterra (Massachussets). La nueva fundación se creó específicamente para defender la causa de la educación de la mujer y tenía por misión dar una formación intelectual y cristiana a señoritas de clase media y alta, fueran protestantes o católicas. En un momento en el que la presencia femenina en la enseñanza superior era inexistente, las «bostonianas» preparaban a las jóvenes españolas para los exámenes del bachillerato, la Escuela Normal y posteriormente la Universidad. El propósito empezó siendo misionero, luego se sustituyó por el objetivo propiamente feminista de «sacar a las mujeres españolas de su reclusión oriental», y acabó siendo una forma de extender los métodos educativos norteamericanos y mantener una presencia de ese país en España. El Instituto Internacional, a través de su personal docente, seguía el movimiento pedagógico de los Estados Unidos, y desde la época de San Sebastián aplicó en la educación preescolar los métodos de los jardines de infancia de Foebel. En 1905 fundó uno en Madrid, cuando en ese momento había sólo cuatro jardines de infancia en toda España. A través del Instituto Internacional, por lo tanto, llegó a Madrid el movimiento pedagógico de los Estados Unidos. La relación con los hombres de la Institución Libre fue inmediata y muy estrecha. Gumersindo de Azcárate ejerció, desde la instalación de la fundación en Madrid, como asesor legal del Instituto, y la admiración entre su directora y Giner de los Ríos fue mutua. La relación se basada en esos lazos personales, pero también en ciertas ideas comunes. Ambos grupos, los institucionistas y las misioneras bostonianas, compartían una moral y una ética exigentes. En ambos grupos la fe religiosa se oponía a la ortodoxia católica del momento y se acompañaba de la defensa de la libertad de conciencia. También compartían una convicción profunda en que la reforma de la sociedad sólo se podría hacer mediante la educación, y en especial la educación de la mujer. Y por último, era común el interés por los nuevos métodos
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pedagógicos, traídos de Inglaterra en el caso de la ILE, que preconizaban la formación integral del individuo, incluyendo el aspecto moral, físico e intelectual. Las excursiones por la naturaleza, los juegos, la educación física, el uso de laboratorios, el estudio práctico, el destierro de los manuales obligatorios y de los exámenes memorísticos, etc. eran novedades compartidas y aplicadas por los dos centros educativos, tan próximos física como ideológicamente. En el paraninfo del Instituto Internacional dictaron conferencias los más prestigiosos intelectuales españoles del momento —la mayoría ligados a la Junta para Ampliación de Estudios (JAE)— y los hispanistas norteamericanos de paso por Madrid. El círculo de amigos del Instituto se nutrió de académicos institucionistas, o próximos a la Institución, de talante liberal, que impulsaban entonces la reforma educativa en España (Bartolomé Cossío, Menéndez Pidal, Américo Castro, Ortega y Gasset...). La directora del Instituto entre 1910 y 1918, Susan Huntington, era solicitada como miembro del tribunal de exámenes de los candidatos que solicitaban pensiones de la JAE para estudiar en Estados Unidos. La misma Susan Hungtinton, una vez de vuelta en su país, sería miembro del Instituto de las Españas en Nueva York —desde 1925— y presidenta de la Institución Cultural Española en la misma ciudad33. Esta Institución, dependiente del Instituto de las Españas, se ocupaba durante los años veinte y treinta de seleccionar a un conferenciante español y financiar la gira que le organizaban por los Estados Unidos. Así viajó a ese país, por ejemplo, Fernando de los Ríos, que se llevó como acompañante invitado a García Lorca, quien aprovechó su estancia para componer su libro Poeta en Nueva York. En 1916, ante las dificultades económicas que padecía el Instituto Internacional por la Guerra Europea, se alquiló el local de la calle Fortuny a la Residencia de Señoritas recién creada por la JAE el año anterior. La directora de la nueva Residencia, María de Maeztu, era una antigua colaboradora del Instituto. Poco después, en 1919, también se alquiló el gran edificio de la calle Miguel Angel 8 para instalar allí el nuevo Instituto-Escuela. El Instituto Internacional acabaría integrándose en esas dos instituciones, manteniendo la participación de profesoras norteamericanas, y perdiendo completamente su carácter confesional. En junio de 1919, María Maeztu y José Castillejo viajaron a los Estados Unidos y se reunieron en Boston con el Comité Directivo del Instituto Internacional para acordar los términos de la colaboración 33 Vid. Margarita Ucelay, «The Hispanic Institute in the United States» Estafeta Literaria, 488, 489, 490 y 491 (enero-mayo 1972); y Susan Huntington Vernon, «El Instituto Internacional de Madrid», Hispania, XII (1929), pp. 279-286.
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que ya estaba en marcha. Algunos miembros del Comité se opusieron a esa creciente integración del Instituto Internacional en las fundaciones de la JAE porque entendían que eso significaba la pérdida de la identidad norteamericana del Instituto y por la ausencia de servicios religiosos en las clases. La guerra y la carestía de la vida en Madrid no permitían sin embargo continuar con el proyecto inicial. Además, los miembros más influyentes del Comité consideraban que el Instituto debía dejarse absorber por la JAE ya que ésta había adoptado, de alguna manera, los ideales educativos norteamericanos y los podía extender más eficazmente por tratarse de un organismo oficial español. Y eso fue justamente lo que pasó: en 1923 se decidió vender el local de Fortuny 53, donde estaba instalada la Residencia de Señoritas de María de Maeztu, a la JAE, aunque la operación no se concluyó hasta 1927. La fundación estadounidense conservó el edificio de la calle Miguel Angel 8, y siguió participando de diversas maneras con la obra de la JAE: se concedían becas a españolas para que estudiaran en los Colleges femeninos de los Estados Unidos, se organizaron cursos de biblioteconomía y de manejo del sistema de catalogación decimal de Dewey, y muchas de sus educadoras, con un alto nivel profesional, colaboraron dando clases en los diversos centros de la JAE en Madrid. La presencia de «las bostonianas» en Madrid sirvió para mostrar en la práctica, de forma cotidiana, las ventajas de la tolerancia religiosa y de la convivencia entre católicos y protestantes. Se caracterizaron además por la utilización de novedosos métodos pedagógicos: el uso de laboratorios en las clases de química y física, las clases prácticas de inglés, la organización de una biblioteca orientada al servicio del usuario o la novedad de una biblioteca circulante. Pero lo que más influyó en la sociedad madrileña de su tiempo fue, más que las clases que ofrecían de gimnasia, de química o de inglés, el ejemplo directo que suponía la presencia de esas mujeres. La convivencia en la Residencia de Señoritas y el trato diario con esas profesoras era el mejor ejemplo de lo que podía llegar a hacer una mujer independiente. Suponían, para muchas jóvenes españolas, un modelo vivo de mujer profesional, emancipada y con un de tipo de vida independiente, desconocido para ellas. Las americanas estaban acostumbradas a salir solas por la ciudad, por ejemplo, cuando ni siquiera las pupilas de María de Maeztu en la Residencia de Estudiantes tenían permitido salir sin que alguien las acompañase. Traían a España un modelo vivo de la mujer moderna al estilo americano, en el momento en el que las españolas más avanzadas estaban tratando de modernizarse, de hacer carreras universitarias que ya no fueran únicamente la de magisterio, de ganarse la vida independientemente de sus familias. Según sus tendencias políticas y re-
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ligiosas, unos españoles se escandalizaban por el pernicioso ejemplo que representaban, mientras que otros las admiraban por su sólida preparación académica y el éxito con el que establecían la verdadera tolerancia en su colegio. Cuando María de Maeztu fue enviada por la JAE a los Estados Unidos, en 1919, no sólo participó en las negociaciones con el Comité Directivo de Boston, sino que dio numerosas conferencias en los Colleges femeninos del este del país y en la Universidad de Columbia. Su viaje también fue patrocinado por la Hispanic Society of América, sociedad que la nombró miembro correspondiente y desde 1924 miembro regular. María de Maeztu volvió como profesora invitada a la Universidad de Columbia dos veces más, en 1923 y 1927. A través de ella y del Instituto Internacional, la JAE entró en contacto con los Colleges femeninos de la costa este donde se había desarrollado el movimiento a favor de la educación superior para mujeres34. Tradicionalmente, la educación que las mujeres recibían después de la secundaria (High School), era la denominada Finishing School, donde aprendían a comportarse en sociedad, a vestir adecuadamente, a ser corteses y buenas amas de casa. Los Colleges habían surgido desde finales del siglo XIX para proporcionar a las mujeres una auténtica educación universitaria. Es indudable que este modelo inspiró la preocupación de los dirigentes de la JAE por la incorporación de la mujer a los estudios superiores. La colaboración con el Instituto Internacional y la frecuente presencia de la directora de la Residencia de Señoritas en los Estados Unidos fueron los canales por los que se transmitió esa experiencia a España. El Instituto de las Españas de Nueva York y las iniciativas de la JAE La misión principal de la JAE, como es sabido, consistía en enviar pensionados al extranjero para completar su formación profesional o científica. El destino de estos pensionados fueron los laboratorios, universidades y centros de investigación de los países más avanzados entonces. Según los datos que ofrece Sánchez Ron, Estados Unidos recibió el 3,2 por 100 de los pensionados, frente al 29,1 por 100 de Francia, el 22,1 por 100 de Alemania, el 14,2 por 100 Suiza, el 11,8 por 100 Bélgica, el 8 por 100 Italia, el 6,3 por 100 Gran Bretaña y el 4,3 por 34 William A. Nielson, presidente del Smith College, una de las primeras instituciones norteamericanas de educación superior para mujeres, mantuvo opiniones públicas a favor de la República durante la Guerra Civil española, y su postura tendría gran influencia entre las clases medias ilustradas del país.
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100 Austria35. El porcentaje parece muy bajo en relación al que obtienen otros países europeos. Las razones son varias: en primer lugar, el coste de un pensionado en Estados Unidos era considerablemente mayor no sólo por los gastos del transporte en barco, sino por la carestía relativa de aquel país. Conociendo el criterio extremadamente austero de la Junta en la utilización de sus fondos, ese motivo tuvo que pesar considerablemente. En segundo lugar, los centros de excelencia más reputados entonces estaban en Europa, y sólo a partir de los años veinte comenzaron a ser conocidos por su aportación a la ciencia algunos de los grandes laboratorios creados en los Estados Unidos36. Contando no sólo los pensionados, sino también los equiparados a pensionados —es decir, quienes viajaban por sus propios medios pero obtenían el reconocimiento de sus estudios por parte de la JAE—, becarios y profesores, entre 1908 y 1934, la Junta patrocinó viajes de estudio en Estados Unidos a un total de 110 investigadores, que realizaron estancias de 6, 12 ó 24 meses en muy diversas universidades y laboratorios de los Estados Unidos37. En los primeros años de actividad de la JAE, el envío de pensionados a los Estados Unidos no superó un número casi simbólico: un pensionado por año entre 1908 y 1914. El crecimiento del contingente se produce con el estallido de la Guerra Europea: 8 pensionados en 1915, 11 en 1916, 7 en 1920 y 1921. Luego se produce un paréntesis entre 1923 y 1927 (5 enviados en esos años), coincidiendo con el Directorio militar en España, y las cifras se recuperan a partir de 1928, enviándose entre 3 y 7 pensionados por año de 1928 a 1934. Si realizamos un análisis por especialidades, y para el conjunto del periodo, comprobaremos el absoluto predominio de las ciencias médicas entre las especialidades de los enviados: 29 médicos o estudiantes de medicina en total, entre los que sobresalían los que se dedicaban a la fisiología y bioquímica experimental (7, entre ellos Severo Ochoa), además de cirujanos, odontólogos, oftalmólogos (Ramón Castrovido), neurólogos, etc. A continuación se sitúan los fí35 José Manuel Sánchez Ron (coord.), 1907-1987. La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas 80 años después, Madrid, CSIC, 1988, vol. I. 36 Daniel J. Kevles, «Las instituciones científicas americanas, 1890-1930: la organización de la ciencia en una cultura práctica y pluralista», en José Manuel Sánchez Ron (coord.), 1907-1987. La Junta para Ampliación..., op. cit., pp. 209-228. 37 Un análisis ampliado de las relaciones entre la JAE y los Estados Unidos se encuentra en el trabajo de Antonio Niño, «La aportación norteamericana al desarrollo científico español en el primer tercio del siglo XX», ponencia inédita presentada en el seminario coordinado por Nuria Puig y José Luis Rodríguez, La americanización en España: 50 años de influencia económica y social, Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, UCM, septiembre de 2002; y en Justo Formentín y Mª José Villegas, Relaciones culturales entre España y América: la Junta para Ampliación de Estudios (19071936), Madrid, Fundación Mapfre, 1992.
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sicos y químicos, 11 en total, empatados con los profesores de lengua y literatura (entre ellos Pérez de Ayala y Federico de Onís). Tras estas especialidades se sitúan los estudios económicos y comerciales (8), la biología y zoología (7), los estudios de arte (7, entre ellos José Pijoan y Nicanor Zabaleta), mecánica e ingeniería (4), y pedagogía (4, María de Maeztu y Eugenio Montes Domínguez). El resto de las especialidades tienen una representación testimonial: con uno o dos representantes aparecen la sociología (Luis García Guijarro), ciencia política, derecho, psicología, numismática, geografía y agronomía. Estos datos ponen de relieve que Estados Unidos se consideraba un buen destino para los estudios de la ciencia experimental: investigación médica, física, química, biología y zoología. En mucha menor medida se cotizaba como destino de la ciencia aplicada: medicina clínica, mecánica e ingeniería. El resto de las ciencias, en especial las ciencias sociales y las humanidades, están prácticamente ausentes. Parece que en cuestiones de derecho, de filosofía o de historia, las universidades norteamericanas no eran apreciadas en absoluto, es decir, que las disciplinas especulativas o humanísticas eran una especialidad europea y no norteamericana. Sólo aparecen algunos especialistas en cuestiones comerciales y pedagógicas, las más aplicadas, por decirlo así, de las ciencias sociales. La gran excepción a esta ausencia de disciplinas sociales y humanísticas es la presencia de profesores de lengua, literatura y arte, que suman el segundo contingente en importancia después de los científicos experimentales. El auge del hispanismo académico en las universidades estadounidenses es la explicación de esta sobrerrepresentación de las disciplinas literarias. Pero Estados Unidos no fue sólo el destino de los pensionados y becarios enviados por la JAE para completar su formación. También fue el origen de bastantes de los becarios y profesores extranjeros que vinieron a trabajar a los centros y laboratorios que la propia JAE había establecido en Madrid: 10 profesores norteamericanos, durante el periodo citado, estuvieron trabajando en esos laboratorios como profesores o colaboradores. Este tipo de colaboración científica se amplió extraordinariamente cuando se establecieron lazos estrechos entre la JAE y diversas fundaciones privadas estadounidenses. Entre el 11 de mayo y el 26 de agosto de 1919, Castillejo realizó una misión en Estados Unidos que le sirvió para conocer personalmente los Colleges femeninos de la costa este, las principales universidades y otros centros de investigación. Durante su estancia en Nueva York, Castillejo visitó el Rockefeller Institute for Medical Research y habló con algunos de sus científicos y directores. Quedó muy favorablemente impresionado por los medios usados en los laboratorios, su extrema especialización y la forma de gestionarlos. De esa visita surgieron los prime-
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ros contactos que llevaron a una fructífera colaboración entre la Junta y dos de los organismos de la Fundación Rockefeller. En febrero de 1922 visitó España una delegación de la International Health Board (IHB), organismo dependiente de la Fundación Rockefeller, encabezada por su director Wickliffe Rose. Enseguida se entabló una relación de entendimiento y amistad entre esos hombres y los dirigentes de la Junta, en especial Castillejo y Pittaluga. Los intereses de los dirigentes del sistema científico español y sus puntos de vista sobre las reformas a introducir en España parecían coincidir con los de los directivos de la Fundación Rockefeller, como antes coincidieron con los objetivos de los responsables del Instituto Internacional. La Fundación pretendía instaurar el estilo americano de gestión de los programas de salud y aumentar la eficacia administrativa de la sanidad española. Para ello mandó expertos a España con el fin de hacer una evaluación de los servicios públicos de salud, realizó campañas contra la malaria y otorgó becas para la formación de posgraduados en sus laboratorios. El método utilizado se basaba en la formación en Estados Unidos de jóvenes médicos que ya ocuparan puestos de responsabilidad administrativa, para que, a su vuelta, extendieran en su país los métodos aprendidos durante su estancia en aquel país. Aunque el programa de becas se suspendió por un año tras el golpe militar de Primo de Rivera, un total de 21 médicos españoles se beneficiaron de esas becas entre 1925 y 1930, y 20 más entre 1931 y 193638. Poco tiempo después de que comenzara ese proyecto de colaboración se creó, también en el seno de la Fundación Rockefeller, y a iniciativa del hijo, John Rockefeller, el International Education Board, destinado a extender a otros países la labor de promoción de la educación que la Fundación ya venía realizando en Estados Unidos. Una afortunada coincidencia hizo que el director nombrado en 1923 para dirigir ese nuevo organismo fuera el mismo doctor W. Rose, que había estado al frente del IHB y con quien Castillejo mantenía tan buenas relaciones. El astuto secretario de la Junta no dejó escapar la oportunidad y consiguió que el nuevo director visitara otra vez Madrid, 38 Ver Thomas F. Glick, «La Fundación Rockefeller en España: Augustus Trowbridge y las negociaciones para el Instituto Nacional de Física y Química, 1923-27», en José Manuel Sánchez Ron (coord.), 1907-1987. La Junta para Ampliación... op. cit., vol 2, pp. 281-300. Esteban Rodríguez Ocaña, J. Bernabeu Mestre y J. L. Barona, «La Fundación Rockefeller y España, 1914-1936. Un acuerdo para la modernización científica y sanitaria», en J. L. García, J. M. Moreno y G. Ruiz (eds.), Estudios de historia de las técnicas, la arqueología industrial y las ciencias, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1998, vol. 2, pp. 531-539; Esteban Rodríguez Ocaña, «Foreign Expertise, Political Pragmatism and Professional Elite: The Rockefeller Foundation in Spain, 1919-39», Stud. Hist. Phil. Biol. and Biomed. Sci., 3, XXXI (2000), pp. 447-461.
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en enero de 1924, para inspeccionar los principales laboratorios de Física, Química, Ciencias Naturales y Agricultura que había creado la Junta. Una entrevista con el dictador Primo de Rivera y la promesa de éste de que no faltaría el apoyo oficial acabó de convencerle de la conveniencia de financiar la construcción del edificio (420.000 dólares de la época) y la instalación de un nuevo Instituto Nacional de Física y Química que se construyó en el complejo que la Junta poseía en la Calle Pinar39. El otro terreno de colaboración entre la JAE y los organismos académicos norteamericanos se situó en los propios Estados Unidos. El auge extraordinario que adquirió allí el hispanismo a partir de la Primera Guerra Mundial, y la necesidad que tenía ese país de formar rápidamente un cuadro de profesores de español para sus universidades, creó la ocasión para que la JAE ofreciera sus servicios en la única disciplina en la que la ciencia española se situaba en la vanguardia de la ciencia: la filología española. El Centro de Estudios Históricos, dirigido por Ramón Menéndez Pidal, había adquirido un prestigio internacional suficiente como para ser el centro de referencia sin discusión en esa disciplina. Por ello Castillejo pudo proponer sin rubor a las universidades estadounidenses, en su misión por los Estados Unidos, una colaboración basada en la estricta reciprocidad y en el ofrecimiento de los servicios expertos del Centro de Estudios Históricos: formación de especialistas en la enseñanza del español, envío de lectores y ayudantes de cátedra, intercambio de publicaciones, etc. La primera aportación de la JAE al crecimiento espectacular que estaba experimentando entonces el hispanismo norteamericano fue el experimento de organizar unos cursos de vacaciones sobre lengua y literatura española para profesores y estudiantes extranjeros, hispanistas o futuros hispanistas, que demandaban una formación complementaria, práctica e «in situ», aprovechando las vacaciones escolares. Esta organización se copió de los cursos de verano que venía organizando con el mismo fin el Instituto Francés para estudiantes y profesores franceses de español, cursos que se impartían en Madrid y Burgos. Los cursos de la JAE se organizaron en la Residencia de Estudiantes de Madrid, con el profesorado del Centro de Estudios Históricos, y fueron el precedente lejano del movimiento de Study Abroad que tanta importancia tiene hoy día. Repasando el origen de los alumnos matriculados en estos cursos, llama la atención el peso abrumador de aquellos procedentes de los Estados Unidos: 16 de 23 inscritos en 1912; 21 de 30 en 1913; 37 de 42 en 1914, etc. Al mismo tiempo, se enviaron decenas de lectores de español a sus universidades para hacer frente a la creciente demanda de estu39
Ver Thomas F. Glick, «La Fundación Rockefeller en España...», art. cit.
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dios hispánicos. Se trataba en este caso, observémoslo, de profesores de lengua y literatura que se desplazan en su mayoría para ejercer la docencia en las universidades norteamericanas, no para formarse como científicos ni para realizar trabajos destinados a sus proyectos de investigación. No eran, como en el caso de los pensionados y becarios, jóvenes postgraduados que se mandaba a formarse y a aprender las técnicas en los laboratorios más avanzados del país anfitrión, sino profesores cualificados que se exportaban para atender a una fuerte demanda de personal universitario. Con el fin de organizar toda esta cooperación académica y aprovechar en beneficio de la cultura española el extraordinario auge del hispanismo estadounidense, se creó en Nueva York un organismo específico: el Instituto de las Españas, dirigido por el delegado de la Junta en ese país, Federico de Onís. La presencia de Onís en aquellos años en Nueva York fue providencial. Había sido contratado por la Universidad de Columbia para crear el Departamento de Español en esa universidad, y con su habilidad para las relaciones sociales había conseguido tejer una extensa red de contactos que comprendían al hispanófilo Archer Huntington, al embajador español en Washington, Juan Riaño y Gayangos, a los dirigentes de la recién creada American Association of Teachers of Spanish y del Institute of International Education, organismo financiado por la Fundación Carnagie para promover el intercambio universitario con el extranjero. Todos esos contactos, y el apoyo de un grupo de hombres de negocios, se utilizaron para lograr la creación del Instituto de las Españas, en una reunión celebrada el 26 de octubre de 1920 en casa del profesor Stephen P. Duggan, director del Institute of International Education40. Fueron miembros de la primera Junta, además del profesor Duggan, Lawrence A. Wilkins, Director de Lenguas Modernas de la Junta de Educación de la ciudad de Nueva York y presidente de la American Association of Teachers of Spanish, John Basset Moore y William R. Shepherd, profesores ambos de la Universidad de Columbia, y el propio Federico de Onís. El éxito del Instituto se basó desde el primer momento en implicar a diversos organismos e instituciones estadounidenses en sus fines, de manera que ni apareciese como una creación española ni costase una sola peseta a la Junta su funcionamiento. El uso del plural «Españas», según el propio Federico de Onís, se hacía con la intención de «recoger en un haz todas las modalidades que ofrece la civilización peculiar de los pueblos todos, cuyo entronque histórico hay que buscar en la
40 Vid. Lawrence Wilkins, «A Center for Spanish Culture in the United States», Hispania, III (1920), pp. 318-323.
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Península Ibérica»41. En 1930, Nicholas Murray Butler, Presidente de la Universidad de Columbia, dotó al Instituto de una casa propia en el nº 435 Oeste de la calle 117, local denominado Casa de las Españas. El Instituto sirvió durante todos esos años de tribuna a numerosos intelectuales españoles que viajaron a los Estados Unidos. Esta actividad acabó desembocando en otra fundación creada específicamente para promocionar la cultura española en ese país: la Institución Cultural Española, de la que fue elegida presidenta Susan Huntington Vernon, antigua directora del Instituto Internacional de Señoritas de Madrid. Esta nueva fundación seguía el trazado de las sociedades culturales creadas unos años antes en Buenos Aires, Montevideo, México y otras ciudades de Hispanoamérica, cuyas actividades gestionaba directamente la JAE. La Institución Cultural Española en Nueva York se inauguró el 19 de abril de 1927 con un acto celebrado en la Universidad de Columbia en el que participaron María de Maeztu, Tomás Navarro Tomás y Federico de Onís. El radio de acción del Instituto de las Españas no se limitaba a la ciudad de Nueva York, sino que pretendía abarcar toda la red universitaria del extenso país. Para ello contó, desde enero de 1928, con una publicación propia: la Revista de Estudios Hispánicos, editada en colaboración con la Universidad de Puerto Rico. También estableció delegaciones en otras ciudades mediante la creación de comités locales compuestos por un delegado de la JAE —generalmente un lector de español allí destinado— y representantes de las universidades locales y de la American Association of Teachers of Spanish —más de 2.000 profesores de español había en los Estados Unidos en los años 30—. El Instituto de las Españas fue un precioso instrumento para la JAE: aseguraba la cooperación con las organizaciones académicas estadounidenses, especialmente con la Universidad de Columbia; era la cabeza de una red de centros repartidos por otras universidades del país desde los que se apoyaba la expansión del hispanismo estadounidense; patrocinaba la edición de textos para la enseñanza del español, en colaboración con la American Association of Teachers of Spanish; organizaba el intercambio de profesores y estudiantes con Espa41 Federico de Onís, comentando la obra de Waldo Frank, Virgin Spain, en España en América, describe así el objetivo último de su empresa: «Y este ejemplo extraordinario de Frank nos muestra que, así como él, toda América, si puede recibir como ha recibido de Alemania modelos de ciencia y de organización, y de Francia modelos de arte y de vida perfectos y exquisitos —modelos admirables, pero muy a menudo exclusivos e inimitables-, España, en cambio, da el don más generoso y más eficaz: la conciencia de sí mismo y la fe y el orgullo en su propio ser, el impulso para lanzarse al mundo del porvenir ante el que todos somos iguales.» Vid. Federico de Onís, España en América; estudios, ensayos y discursos sobre temas españoles e hispanoamericanos, Puerto Rico, Editorial Universitaria, 1968, 2ª ed., p. 93.
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ña; hacía la propaganda de los cursos de verano de Madrid; era un centro de difusión de la cultura española y ejercía las funciones de una agregaduría cultural para la embajada en Washington. Todo esto se lograba con una organización muy flexible y sin apenas coste para el presupuesto español. California en Madrid a través de la Fundación Del Amo Otra iniciativa privada, fruto de la generosa donación hecha esta vez por un español emigrante en Estados Unidos, fue el origen de un sistema de intercambio universitario entre la Universidad Complutense de Madrid y la Universidad de California, que se mantuvo hasta 1979 con su configuración original y hasta hoy día con algunas modificaciones. Se trata de las becas financiadas por la Fundación Del Amo para poner en contacto a profesores y estudiantes de esas dos universidades42. El 14 de mayo de 1929, Gregorio Del Amo y su esposa crearon una Fundación, con una dotación de medio millón de dólares, destinada a fomentar las relaciones culturales y científicas entre España y el Estado de California. Para dirigir sus actividades se constituyó una Junta Consultiva (Board of Advisors) en la que se invitó a participar al Rector de la University of California en los Angeles (UCLA) y al Rector de la University of Southern California, junto con altos cargos de la Del Amo Estate Company —el capital de la Fundación estaba constituido por acciones de esa sociedad—. Simultáneamente, los esposos Del Amo hicieron una donación de 400.000 dólares a la Universidad Complutense para la construcción de una Residencia de Estudiantes que llevaría su nombre43. La residencia Del Amo fue el primer edificio que se levantó en los terrenos de la nueva Ciudad Universitaria que se estaba construyendo en Madrid. Su inauguración se hizo en presencia del Rey y en una fecha simbólica como era el 12 de octubre de 193044. 42 Vid. Thomas F. Glick, «Fundaciones americanas y ciencia española: la Fundación Del Amo, 1928-1940», en Luis Español González (ed.), Estudios sobre Julio Rey Pastor (1888-1962), Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 1990, pp. 313-326. Sobre la Fundación Del Amo en la actualidad, ver la Gaceta Complutense de 17 de octubre del 2000 43 Vid. Informaciones 27-5-1929, sobre la ceremonia de la colocación de la primera piedra. 44 El edificio de la Residencia Del Amo fue destruido durante la Guerra Civil. Hoy existe un nuevo Colegio Mayor Jaime del Amo (en memoria del hijo de Gregorio del Amo) gestionado por la orden claretiana en la Avenida Gregorio del Amo. El Dr. Del Amo probablemente intervino también en el hecho de que la Ciudad Universitaria madrileña se inspirara en el campus de Berkeley.
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Gregorio del Amo y González (1858-1941) era un santanderino que se doctoró en medicina por la Universidad Complutense en 1879. Se trasladó luego a Montevideo donde ejerció la profesión durante cuatro años. Marchó después a México, donde intentó adquirir prestigio como médico y se estableció finalmente en Los Angeles, California, en 1887. Allí recibió la ayuda de los misioneros claretianos españoles de la Placita y entró en relación con la familia Domínguez. El fundador de esta familia, una de las más antiguas de Los Angeles, había sido Juan José Domínguez, oficial del ejército del Rey Carlos IV en California. A su retiro recibió una extensión de tierras de 75.000 acres conocida como «Rancho San Pedro». El enorme rancho se extendía sobre la mayor parte de lo que hoy se conoce como South Bay Region, desde el río Los Angeles al Este hasta el océano Pacífico al Oeste. Incluía lo que constituye hoy Torrance, Carson, Redondo Beach y el L. A. Harbor. Los herederos desempeñaron cargos públicos en California tanto con el gobierno mexicano como bajo el gobierno de los Estados Unidos. Cuando California se convirtió en un Estado de la Unión, en 1849, la familia Domínguez fue consciente del riesgo de que no se respetaran sus derechos de propiedad y de la necesidad de reconocimiento legal de la concesión hecha por el Rey de España. Manuel Domínguez fue responsable de esta tarea y obtuvo un United States Land Patent para los terrenos del rancho en 1858. Cuando, en 1869, se construyó el ferrocarril entre Los Angeles y el Puerto, Manuel Domínguez donó los terrenos necesarios para trazarlo. En 1882 Manuel Domínguez falleció y dejó sus propiedades a sus seis hijas, cinco de las cuales se casaron. Tres de ellas lo hicieron con «anglos» y crearon corporaciones financieras para administrar sus propiedades. Gregorio del Amo entroncó con los californianos Domínguez al casarse en 1890 con María Susana Delfina Domínguez (1844-1931), quinta hija de Manuel Domínguez. Aunque no tuvieron hijos, adoptaron dos niños y lograron el florecimiento de una inmensa fortuna con la Del Amo Estate Company y otras corporaciones, lo que les permitió convertirse en grandes mecenas de la cultura y de la ciencia tanto en California como en España. En 1906, Del Amo abandonó la práctica médica para servir como Cónsul de España en San Francisco, cargo que ejerció hasta 1912. El matrimonio partió hacia Santander en 1914 para ocuparse de la herencia de la familia Del Amo. Allí les sorprendió la Primera Guerra Mundial y terminaron quedándose en España durante ocho años. Del Amo pasó parte de ese tiempo como diplomático en Madrid, donde concretó varios contactos con su Universidad preparando un futuro programa de intercambio científico entre universitarios de España y de Estados Unidos. A partir de 1920 Del Amo se dedicó fundamen-
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talmente a la atención de sus propiedades en Santander y a la gestión de su rancho en California, donde se descubrieron importantes yacimientos petrolíferos en 1922. Se estima que en el rancho se excavaron unos 350 pozos petrolíferos que produjeron durante 20 años. Con este desarrollo cesaron la mayoría de las actividades agropecuarias del rancho. Durante los primeros años de funcionamiento, la Fundación del Amo, a través de su Junta Consultiva, gestionaba y concedía directamente becas de estudio, tanto para profesores de la Universidad de Madrid como para profesores californianos. Los primeros becarios españoles de la Fundación eran en su mayor parte investigadores médicos, discípulos de los líderes de la comunidad médica de Madrid por los que el Dr. Del Amo tenía una gran consideración, como los Drs. Florestán Aguilar, Gómez Ulla y Marañón. Las becas cubrían un largo viaje de estudios por las mejores universidades y clínicas estadounidenses de la época. Pero las becas cubrieron también otras áreas y actividades como los estudios históricos, química, biología, ingeniería, agronomía... Se financiaron también conferencias de algunos destacados intelectuales en California, como Salvador de Madariaga, Gonzalo R. Lafora o el químico español Enrique Moles. Las becas de intercambio y la Residencia de estudiantes no fueron las únicas creaciones de la Fundación del Amo. También financió en esa época (1929), un avanzado laboratorio de Química y Genética para la University of California, donde trabajaron conjuntamente investigadores californianos y españoles, y la orden religiosa claretiana recibió una importante donación, además de un edificio destinado a seminario. A los cincuenta años de su creación, el 14 de mayo de 1979, la Fundación se disolvió, de acuerdo con el deseo de su fundador establecido en sus propios estatutos45. La finalidad de la Fundación había sido fomentar la cultura y acrecentar la mejor inteligencia entre España y California, sobre todo mediante el establecimiento de becas de intercambio para profesores, estudiantes, profesionales y otras personas capaces de difundir los conocimientos adquiridos gracias a este fideicomiso46. Tras la muerte de Gregorio Del Amo el gerente de la Fundación fue Eugenio Cabrero. El archivo de la fundación pasó a la biblioteca de la California State University, en Domínguez Hills, Educational Resources Center, ubicada dentro del territorio original del Rancho San Pedro. 46 Sus fondos fueron entonces repartidos del modo indicado por su fundador: 50 por 100 para la Universidad Complutense, 25 por 100 para la University of California (UCLA) y 25 por 100 para la University of Southern California (Los Angeles). La Universidad Complutense sigue destinando los rendimientos del legado Del Amo para becas de profesores y doctores que vayan a realizar actividades académicas en Cali45
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Conclusiones Gracias a la Fundación del Amo y al resto de las iniciativas que hemos visto: el Instituto Internacional de Señoritas, la Hispanic Society, las becas de la JAE, el Instituto de las Españas y la Institución Cultural de Nueva York, en los años treinta del siglo XX se había constituido ya una tupida red de contactos personales e institucionales que aseguraban una comunicación y un diálogo constantes entre determinados sectores intelectuales y científicos de uno y otro país. Todo ello se perdería, o su mayor parte, con motivo de la Guerra Civil española, aunque algunos de los protagonistas españoles de esta historia se exiliaron en Estados Unidos, creando así un nuevo factor de comunicación y de presencia de la cultura española en ese país. El balance de resultados de todas estas iniciativas puede hacerse de diversas formas. Si consideramos el número de individuos implicados o beneficiados por estos canales de comunicación y contacto puestos a su disposición, parecerá naturalmente que su impacto fue muy reducido: unos cuantos centenares de profesores, estudiantes y científicos que cruzaron el Atlántico para tener una experiencia profesional o formativa en centros siempre elitistas y minoritarios respecto a la sociedad de su tiempo. Si además del número consideramos la relevancia y la proyección pública de los implicados en este trasvase cultural, el balance puede ser muy distinto. No carecía de importancia, por ejemplo, que la llegada de los principales intelectuales españoles a Nueva York tuviera eco en la prensa de la ciudad, o que el New York Times dedicara una página entera a entrevistar a María de Maeztu, «una joven señorita española ultramoderna», sobre la situación de la mujer en España, y que otro día incluyera un artículo de José Castillejo sobre el renacimiento educativo y científico de la España de su tiempo47. El contacto cultural entre dos sociedades nunca es unidireccional, el flujo de intercambios no suele producirse en una sola dirección, pero sí es frecuente que, tratándose de dos sociedades con niveles de desarrollo dispares, el intercambio sea muy desigual, no sólo por su magnitud, sino por el tipo de valores y de significados que se intercambian. En este sentido, el riesgo es siempre el de caer en un intercambio desigual según el modelo centro-periferia. Pues bien, creo fornia. En 1999, la Universidad de California y la UCM firmaron un Memorandum of Understanding para la creación del New Del Amo Program, con la dotación de un fondo económico común que permita financiar proyectos de investigación conjuntos. 47 La entrevista a María de Maeztu fue titulada: «Woman Movement in Spain, Also», New York Times Magazine, 29-VI-1919, y el artículo de Castillejo: «Spain’s Educational Rebirth», The New York Times, 17-VIII-1919, p. 10.
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que se puede afirmar que uno de los méritos más importantes de la cooperación científica y cultural establecida entre España y los Estados Unidos en el primer tercio del siglo XX, fue haber evitado ese riesgo, o al menos haber compensado la tendencia natural a establecer una relación típica de centro-periferia, aquella que se caracteriza por un interés exclusivamente estético en un lado, y exclusivamente pragmático en el otro. El acercamiento norteamericano a la cultura española, como vimos cuando analizamos la hispanofilia y los orígenes del hispanismo estadounidense, era fundamental y casi únicamente estético: se valoraba la «otra cultura» como experiencia estética, como fuente de imágenes, de valores y de creatividad, con independencia de cualquier valor de uso concreto. Esta actitud estética supone, ciertamente, una predisposición positiva frente al otro, y un esfuerzo por alcanzar un cierto grado de competencia en el manejo de la otra cultura. Pero es una relación que se produce en el nivel micro, a través de experiencias individuales exclusivamente, y que aporta una competencia que sólo sirve como un adorno cultural, juzgado más o menos excéntrico por sus conciudadanos. Esta actitud estética, ejemplificada en nuestro periodo por la figura de Archer Huntington, puede tener grandes repercusiones a nivel privado, pero no facilita que las experiencias procedentes de otro lugar sean utilizadas para producir ningún tipo de cambio a nivel social. Esta actitud, por otro lado, tiende a marcar las fronteras culturales y a hacer que éstas parezcan inamovibles, y aunque algunos individuos consiguen cruzarlas —es preferible que no sean demasiados—, éstos mantienen separadas en su mayor parte las experiencias que viven a cada lado de la frontera. Desde esta perspectiva se puede llegar a lamentar la desaparición de ciertos rasgos o características culturales especialmente arcaicas, incluso cuando los que las crearon y los que las viven las abandonan voluntariamente. Simplemente, el interés se apoya en la diferencia, y cuando ésta desaparece porque se ha alcanzado un parecido nivel de desarrollo, desaparece también el interés estético. La actitud pragmática, por el contrario, es la que caracteriza el punto de vista de la periferia. Se apoya en el deseo de incorporar ciertos rasgos o ciertos avances producidos en otra cultura a la propia colectividad, por considerarlos un progreso y una mejora objetiva. Los efectos buscados mediante el contacto cultural son cambios reales o potenciales que se sitúan en el macronivel, el de las formas colectivas de vida. Esa era la actitud natural de los reformadores españoles, atraídos por ciertas soluciones con el fin de incorporarlas directamente a su organización social, pero nada interesados, por el contrario, en las aportaciones estéticas, o en comprender la cultura norteamericana como solución total. La propia imagen de los Esta-
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dos Unidos como una especie de laboratorio imaginario para el bien de la humanidad favorecía el hecho de que los reformadores españoles lo tomaran como una fuente de alternativas y de ideas de futuro puestas ya en práctica. No era un modelo que tuviera seguidores entusiastas —como lo fue en el XIX para los republicanos, y como lo sería en la segunda mitad del XX para cierta derecha «liberal» en el sentido europeo—, pero sí admiradores y peregrinos ocasionales, que actuaban como abogados mediadores en la defensa de los cambios que ese modelo proponía. Hubo por lo tanto muchos peregrinos científicos —que no culturales ni políticos— que visitaban los Estados Unidos como la meca del desarrollo tecnológico, pero que no mostraban ningún interés por comprender toda la complejidad de esa sociedad. Nuestra hipótesis es que las instituciones que se crearon en el primer tercio del siglo XX para canalizar el intercambio científico y cultural rompían, en la medida de sus posibilidades, ese esquema predeterminado. En primer lugar porque, según una estrategia muy inteligentemente practicada por José Castillejo, el secretario de la JAE, el intercambio se basaba en una auténtica cooperación, es decir, era una relación donde las dos partes colaboraban, en la medida de sus recursos, con el fin de alcanzar objetivos compartidos. No era una relación de donante/beneficiario, sino de colaboración mutuamente beneficiosa. En segundo lugar, porque los productos, los contenidos y los valores intercambiados eran los que correspondían a dos sociedades igualmente desarrolladas aunque con competencias complementarias. Si los centros estadounidenses eran competentes en las ciencias de laboratorio y en tecnología aplicada a la investigación, los centros de la JAE podían aportar su competencia en las técnicas de la filología moderna, el análisis literario y la formación de profesores. Todos hablaban el lenguaje del conocimiento científico, todos creían en la misma ética del hombre de ciencia, todos compartían los valores de la comunidad académica. José Castillejo, el secretario de la JAE, lo comprendió muy bien: los españoles debían acercarse a los Estados Unidos no como los representantes de una España exótica donde regían todavía los valores de un remoto pasado, sino como los representantes de la ciencia europea que, gracias a sus modernas técnicas de análisis, eran capaces de poner en valor el legado cultural que les había dejado la historia. También lo comprendieron así los protagonistas, por el lado estadounidense, de ese intercambio académico: Stephen P. Duggan, Lawrence A. Wilkins, Susan Huntington o Wickliffe Rose. Su actitud no era la del hispanófilo enamorado de las peculiaridades de una cultura atractiva por extraña, sino la del moderno gestor de instituciones culturales que proyecta la internacionalización de sus actividades y la colaboración con otras similares de
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otros países con el fin de obtener las «sinergias» que se derivan de la coordinación internacional. La coincidencia de estas dos actitudes y el encuentro de estos hombres de similar talante explica la extraordinaria proliferación, en muy poco tiempo, de puentes de contacto cultural, a pesar del foso que había producido la guerra hispano-norteamericana, y a pesar del muro espeso de prejuicios y estereotipos que había levantado la historia.
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«LA LEY DE LONGFELLOW». EL LUGAR DE HISPANOAMÉRICA Y ESPAÑA EN EL HISPANISMO ESTADOUNIDENSE DE PRINCIPIOS DE SIGLO * JAMES D. FERNÁNDEZ
Desplazamientos originales En diciembre de 1826, un joven bostoniano que se encontraba de viaje recorriendo la Europa del grand tour, recibió una carta de su padre en la que le aconsejaba lo siguiente: «Dadas las relaciones existentes en la actualidad entre nuestro país e Hispanoamérica, el conocimiento del español resulta tan importante como el del francés. Te aseguro que si descuidas alguna de estas dos lenguas, no alcanzarás la posición que te propones». El hijo recibió la carta en París, atendió los consejos de su padre y partió directamente hacia Madrid. A los cuatro meses le escribió a su padre desde allí: «No había visto ninguna ciudad en Europa que me hubiera agradado tanto como lugar de residencia»1. Este disciplinado hijo no era otro que Henry Wadsworth Longfellow, el eminente poeta e hispanista norteamericano. La obediencia filial de Longfellow tuvo su compensación: tras perfeccionar su español en Madrid, regresó a Estados Unidos, donde primero ocupó la * Este texto se publicó en versión inglesa en Richard L. Kagan (ed.), Spain in America. The Origins of Hispanism in the United States, Urbana & Chicago, University Of Illinois Press, 2002. 1 Edith Helman, «Early Interest in Spanish in New England (1815-1835)», Hispania, 29:3 (1946), p. 340.
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recién fundada Cátedra de Lenguas Modernas del Bowdoin College y, con posterioridad, fue designado para la Cátedra Smith de francés y español de la Universidad de Harvard. Esta Cátedra, fundada en 1815 por Abiel Smith, un comerciante de Boston, fue la primera cátedra en Lenguas y Literaturas Modernas con dotación en todo Estados Unidos. Su primer titular fue el ilustre hispanista George Ticknor. «A partir de la creación de esta cátedra, la figura del profesor de lenguas modernas quedó equiparada por primera vez a la categoría de titular de universidad y se podía considerar miembro del cuerpo docente»2. No deja de ser curioso que los cuatro primeros titulares de la Cátedra Smith fueran insignes hispanistas: Ticknor, Longfellow, Lowel y Ford. Las décadas de 1810 y 1820 en el noreste de los Estados Unidos coincidieron con un creciente interés en el mundo hispanohablante. Resulta evidente que las «relaciones existentes en la actualidad entre nuestro país e Hispanoamérica» a las que hacía referencia el padre de Longfellow no eran otras que las oportunidades políticas y comerciales que brindaba la emancipación de las colonias españolas en el Nuevo Mundo. Según Edith Helman, los estadounidenses en esta coyuntura histórica «advirtieron las condiciones favorables que entrañaba la independencia de Sudamérica, las ventajas evidentes de ampliar mercados para (…) los excedentes agrícolas y de productos manufacturados, así como de abrir nuevas fuentes de materias primas»3. Estas inquietudes de tipo pragmático se tradujeron en un creciente interés en la lengua española y en el mundo hispanohablante. Si bien es cierto que las Universidades de Pennsylvania y de William y Mary, a instancia de Benjamin Franklin y de Thomas Jefferson respectivamente, introdujeron el estudio del español en sus currículos en el siglo XVIII, el primer florecimiento académico masivo de la materia no llegaría a los Estados Unidos hasta la segunda y tercera décadas del siglo XIX, décadas en las que se consiguió la independencia de las repúblicas latinoamericanas, décadas que sirven de escenario a la doctrina Monroe, implantada en 1823. Tal como pone de manifiesto la carta del padre de Longfellow, en los albores del interés por el español en los Estados Unidos éste es considerado una lengua americana, con una historia propia y, lo que es más, con un futuro como tal. Sin embargo, la respuesta de Longfellow al consejo de su padre, así como su posterior carrera profesional, demuestran que, a pesar de la concepción que acabo de exponer, este interés por la lengua americana llamada español, por complejas razones merecedoras de un tratamiento más minucioso, se tradujo en la práctica en un interés por la lengua, la literatura y la cultura no his2 3
J. R. Spell, «Spanish Teaching in the United States», Hispania, X: 1 (1927), p.150. Edith Helman, op. cit., p. 344.
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panoamericanas, sino españolas. Se estaba produciendo un doble desplazamiento: por una parte, de Latinoamérica hacia España y, por otra, de la lengua / la política / el comercio hacia la literatura / la historia / la cultura. En otras palabras: a pesar de que las miradas pragmáticas se enfocaron hacia el sur, los ojos de los estudiantes e hispanistas se volvieron hacia el este. Si me remito a esta moda estadounidense por lo español y al doble desplazamiento que la avala —esto es, «el español, por motivos comerciales y políticos, es una importante lengua americana; enviaremos a nuestros hijos a Europa para que estudien cultura y civilización españolas»— es porque considero que contiene una serie de conflictos y de tensiones que han caracterizado la historia de los Estudios Hispánicos en los Estados Unidos hasta la actualidad. Como reconocimiento de mi deuda hacia el influyente ensayo de Richard Kagan, «El paradigma de Prescott», a partir de ahora denominaré a la principal de estas cuestiones «La Ley de Longfellow», según la cual el interés de los Estados Unidos por España está, y ha estado siempre, tremendamente condicionado por el interés de los Estados Unidos por Latinoamérica. El objeto de este trabajo es explorar con cierto detenimiento un momento en la historia de esta «ley»: los años que precedieron y sucedieron a la Primera Guerra Mundial, coincidentes con lo que posiblemente haya constituido el mayor y más espectacular apogeo jamás producido en la historia de los Estudios Hispánicos en los Estados Unidos. En el caso del auge de los Estudios Hispánicos correspondiente a las décadas en torno a 1820, el desplazamiento de Hispanoamérica hacia España apenas se apreció como tal. «[Para los primeros promotores de los Estudios Hispánicos], no existía división alguna entre la lengua y la cultura españolas y latinoamericanas. Para aprender español, era preciso leer las obras de los grandes escritores españoles. Y al leer literatura española, se aprendía de la mentalidad y del carácter de los hispanos tanto de América como de la Península»4. Sin embargo, el caso del auge del interés por el español que coincidió con la Primera Guerra Mundial es otro. Convendría recordar que estamos a menos de veinte años de distancia de una guerra entre Estados Unidos y España; y hay abundantes pruebas documentales que demuestran que este desplazamiento se había convertido en tema de discusión. En los acalorados debates que proliferaron durante estos años, el centralismo de España en los Estudios Hispánicos no era tanto algo que se pudiera asumir sino más bien algo que había que discutir, en algunas ocasiones con una intensidad reveladora.
4
Edith Helman, op. cit., p. 346.
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La Asociación Americana de Profesores de Español (American Association of Teachers of Spanish – AATS) se fundó en plena pujanza del interés por el español en los Estados Unidos. Los primeros volúmenes (1917-1921) de la revista de la asociación, Hispania, presentan un magnífico panorama de estos debates, cuyos efectos, en gran medida, aún se dejan sentir en los Estudios Hispánicos en Estados Unidos. En ellos se abordaban las articulaciones históricas, intelectuales e institucionales entre los Estados Unidos, España e Hispanoamérica, entre la política y la investigación académica. A continuación, trataré de ofrecer una visión general de los términos y contenidos de estos debates, tales como se manifestaron en los cinco primeros años de Hispania, para arrojar algo de luz sobre un momento crucial pero no muy conocido de la historia de nuestra disciplina. Mi deseo es que este ejercicio genealógico nos ayude a hacer balance sobre el estado en el que nos encontramos en la actualidad. A petición popular: una necesidad nacional del español En el número de julio de 1915 de The Yale Review, el Profesor Frederick Bliss Luquiens comienza su artículo sobre «La necesidad nacional del español» poniendo de relieve una coincidencia que había pasado inadvertida un año antes: el 5 de agosto de 1914, el mismo día que el Reino Unido declaró la guerra a Alemania, el buque de vapor «Cristóbal» se convirtió en el primer carguero transoceánico en cruzar el Canal de Panamá. «Ahora (…) podemos caer en la cuenta de que los dos acontecimientos constituyen una de las más impactantes coincidencias de la historia (…) La declaración de la guerra supuso la inmediata reducción del comercio de Latinoamérica con Europa en general y con Alemania en particular. La inauguración del canal por fin incorporó a Ecuador, Perú y Chile a nuestro radio de influencia comercial. Parecía como si la mano del destino, en un único y preciso momento, nos hubiera abierto la puerta hacia Sudamérica y se la hubiera cerrado a Europa»5.
Con términos en los que resuena el consejo del padre de Longfellow, el artículo pasa a presentar un razonamiento convincente, y puramente pragmático, a favor de la enseñanza del español en las escuelas estadounidenses: «nuestras relaciones actuales con Sudamérica han dado una dimensión nueva y superior al estudio [del español], lo cual le 5 Frederick Bliss Luquiens, «The National Need of Spanish», The Yale Review, (1915), p. 699.
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hace merecedor, incluso para las mentes más prácticas, de tanto respeto como los estudios de ingeniería o del mercado de valores»6. A continuación, Luquiens denuncia la escasez de oportunidades con que se encuentran los alumnos de educación secundaria y universitaria para estudiar español en 1915: «[El español] no se estudia porque no se enseña. Ante la creciente demanda, nuestros educadores siguen impasibles. Según datos de la Oficina de Educación, ¡en todos los Estados Unidos tan sólo hay 765 escuelas secundarias que lo enseñen! Y la mayor parte de ellas o bien son escuelas técnicas o empresariales o escuelas de estados fronterizos. En nuestras universidades, la elección del español está restringida por normas arbitrarias y artificiales, tales como el requisito de haber estudiado previamente francés o alemán, o incluso ambas (…) Además, muchas de nuestras universidades se niegan a reconocer el estudio previo del español como un mérito para el acceso, lo cual dificulta aún más su implantación en las escuelas secundarias. Son nuestros educadores, desde los rectores de universidad hasta los directores de escuela, quienes deben asumir la responsabilidad de satisfacer lo que podríamos denominar la necesidad nacional del español»7.
Según parece, los educadores hicieron caso, si bien no al profesor Luquiens, al menos a la clamorosa «demanda creciente» de instrucción del español. Tan sólo dos años después, el número inaugural de Hispania, publicado por la recién fundada Asociación Americana de Profesores de Español, se refería al español como «un campo educativo que está creciendo tan rápidamente que su falta de organización amenaza con derivar en desorganización y en confusión»8. Un español que vivió de cerca la expansión de la lengua española durante la guerra escribió a sus colegas de España lo siguiente: «desde 1916 el estudio del español creció en proporciones de cantidad y rapidez que no pueden medirse con las medidas a que estamos habituados en Europa. Las universidades vieron llegar millares de estudiantes a sus clases de español; las escuelas, centenares de millares»9. La sección «Notas y noticias» de los primeros años de la revista Hispania documenta el progreso de lo que, con auténtico fervor misionero, en algunas ocasiones denominan «la obra»; «De Butte, Montana, llega la noticia de que las matrículas en español son casi siete veces superiores a las registradas en 1915 cuando comenzó la obra»; «el español se ha implantado recientemente en las escuelas intermedias de Nueva Frederick Bliss Luquiens, op. cit., pp. 706-707. Frederick Bliss Luquiens, op. cit., p. 709. 8 Lawrence Wilkins, «The President’s Address», Hispania, II:1 (1919), p. 38. 9 Federico de Onis, «El español en los Estados Unidos», Hispania, III:5 (1920), p. 276. 6 7
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York, Chicago, St. Louis, Nueva Orleans, San Francisco, Los Ángeles y otras grandes ciudades del país»; «se ha creado en la Universidad de Kansas un Departamento de Lenguas y Literaturas Hispánicas, con una plantilla de 6 profesores»; «el español se ha equiparado con el francés y el alemán en la Lehigh University y en el Simmons College»; «el área de español del Departamento de Lenguas Románicas de la Universidad de Minnesota ha crecido, de 95 estudiantes en septiembre de 1914, a 459 en el curso 1917-18. El departamento cuenta con tres profesores hispanoamericanos: Balbino Dávalos, Pedro Henríquez Ureña y Enrique Jiménez.». Entre los grandes conflictos que surgen en estos debates acerca del español como objeto de estudio se encuentra la sensibilidad, o la ausencia de ésta, por parte de las instituciones educativas ante la «voluntad popular»: la relación existente entre la demanda social y la oferta académica. Luquiens hace referencia a la creciente demanda «bottom up» o «desde abajo» de instrucción de español: hay una demanda de español en las escuelas secundarias y la expansión del español en la escuela secundaria precisa una mayor presencia del español en la universidad. De hecho, los fundadores de la asociación se identifican a sí mismos, de manera abierta y enérgica, como los portadores de la voluntad popular: «Los ciudadanos de este país demandan con firmeza e insistencia instrucción de español para sus hijos. La escuela secundaria, que es la ‘universidad del pueblo’ debe satisfacer esa demanda (...) La acusación de que el español está adquiriendo una importancia desmesurada en nuestras escuelas] es algo que debemos afrontar con serenidad, respondiendo: “Dejad que el pueblo decida”»10. Pero la pretensión de ser los guardianes o los intérpretes de la voluntad popular se convertiría en un arma de doble filo, particularmente en el contexto de los círculos más elitistas y con más prejuicios de la academia americana. «Las cifras» y la demanda «bottom-up» pueden haber constituido siempre la mayor fuerza y a la vez la mayor flaqueza del campo. En este momento decisivo de la historia del Hispanismo, se empleó una gran cantidad de energía —y de tinta— tratando de maximizar los beneficios y de minimizar las inconvenientes que implicaba ser «la elección del pueblo». Concretamente, en los primeros números de Hispania destacan dos estrategias que tienen como objetivo aprovechar, disciplinar y legitimar la demanda popular de instrucción de español: 1) la vinculación del estudio del español con cuestiones de patriotismo y seguridad nacional, temas estos de especial sensibilidad y gran calado en tiempos de guerra; y 2) el intento de dotar al estudio del español y del mundo hispano de un prestigio intelectual y cultural. Pero como veremos más adelante, estas dos estrategias fundamentales generaron 10
Lawrence Wilkins, «The President’s Address», Hispania, IV:1, 28-34 (1921), p. 31
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cierta tensión, quizás una tensión constitutiva, en el corazón de los Estudios Hispánicos: la defensa de la enseñanza del español como una iniciativa urgente de «interés nacional» deriva en una especial atención al americanismo de la lengua y a su valor pragmático; por otra parte, el dilema de la falta de prestigio cultural de la lengua llevaría a muchos hispanistas a cuestionar o a restarle importancia al valor utilitario de la lengua (y, por consiguiente, a su vector latinoamericano), y a defender la enseñanza del español como manera de acceder a la vetusta cultura de España. Patriotismo y pedagogía En la primera reunión celebrada por la asociación tras el fin de la guerra, su presidente, Lawrence Wilkins, hacía balance de los tres primeros años de existencia de la institución: «Los años de la guerra fueron, efectivamente, un período poco propicio para acometer la organización de nuestra sociedad. El mundo entero exigía que Estados Unidos se preocupara por cosas más graves que una asociación de profesores de español. Nuestro país cubrió esas prioridades sobradamente. Y debo aprovechar la ocasión para añadir que muchos miembros de nuestra sociedad, algunos de ellos vestidos de uniforme, tanto aquí como en Francia (…) han participado directamente en las difíciles y decisivas actividades de la guerra, ya ganada con grandeza por las fuerzas del bien y la justicia»11.
La guerra, de una u otra forma, queda recogida en prácticamente todas las páginas de los primeros números de Hispania, desde los artículos de la sección «Notas y Noticias» —«los numerosos amigos del sur de California de [la profesora de español de Los Ángeles] María G. de López se enorgullecen de saber que se encuentra en Francia sirviendo de enfermera»— hasta la reproducción de la Resolución de una Conferencia de Tiempo de Guerra: «como profesores de lenguas modernas extranjeras nos comprometemos a abstenernos de usar todo libro (…) que (…) muestre una tendencia a debilitar en las mentes de nuestros jóvenes estadounidenses los ideales de Libertad, Democracia y Humanidad.» Las «difíciles y decisivas actividades de la guerra», por supuesto, se estaban llevando a cabo en las trincheras europeas, pero también había batallas que librar en el frente doméstico. A lo largo de su mandato como presidente de la asociación, Wilkins con frecuencia llamó la atención sobre la misión patriótica de los profesores de español. «Por11
Lawrence Wilkins, «The President’s Address» Hispania, II:1 (1919), p. 36.
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que los profesores de español entienden con claridad que su deber es, en todo momento, esencialmente patriótico. Aparte de prestarse a participar en servicios bélicos, estoy convencido de que, al enseñar español con eficiencia y calidad, sienten que están contribuyendo enormemente al bienestar del país»12. Una y otra vez, Wilkins hizo hincapié en la idea de que el estudio del español se estaba fomentando exclusivamente por el interés de los Estados Unidos: «¡Los Estados Unidos ante todo, y el bien de sus ciudadanos! No deseamos que nuestros jóvenes acaben tan saturados de cultura española que la prefieran a la de su propio país (…) Si somos incapaces de enseñar español sin engrandecer de modo excesivo una nación extranjera a costa de menospreciar la nuestra, entonces sería preferible que cerráramos el negocio de una vez y yo, por lo pronto, me vuelvo a la granja, aunque el trigo sólo se venda a un dólar por fanega o menos»13.
Estos calurosos llamamientos al alcance patriótico de la enseñanza del español se deben interpretar dentro del contexto de la creencia muy difundida de que muchos profesores del alemán —a la sazón la lengua extranjera más estudiada en Estados Unidos—eran traidores y enemigos. El propio Wilkins, siendo el Inspector de Lenguas Modernas del Comité de Educación (Board of Education) de la ciudad de Nueva York durante la Primera Guerra Mundial, hizo la recomendación de eliminar la instrucción de la lengua alemana del currículo de enseñanza secundaria de la ciudad. El español se quedó con la mayor parte de las masas de estudiantes que en otras circunstancias habrían elegido alemán. Wilkins vuelve a acogerse a la vox populi como motor de su decisión de desterrar al alemán: «El pueblo estadounidense de nuestros días y de muchas generaciones venideras no estará dispuesto a escuchar la petición de que se enseñe alemán para que los jóvenes americanos puedan leer directamente a Goethe, a Schiller o a Lessing (…) La lengua alemana, la literatura alemana, el arte alemán, las universidades alemanas, la ciencia alemana, la cultura alemana y la totalidad de la civilización alemana han sido excesivamente sobrevaloradas tanto aquí como en otros países. Ya hemos tenido demasiada enseñanza de alemán en nuestras escuelas. Se estaba convirtiendo rápidamente en la segunda lengua del país. Y personalmente considero que se enseñaba principalmente con el objeto de difundir la propaganda que se originaba en Berlín»14.
Lawrence Wilkins, «The President’s Address», Hispania, II:1 (1919), p. 37. Lawrence Wilkins, «The President’s Address», Hispania, IV:1 (1921), p. 29. 14 Lawrence Wilkins, «Spanish as a Substitute for German for Training and Culture», Hispania, I: 4 (1918), p. 207. 12 13
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Si la recién descubierta afición por el español fue un fenómeno espontáneo y popular —y por ello, algo prácticamente irresistible— también lo fue la súbita y poderosa aversión al alemán. Otro colaborador en uno de los primeros números de Hispania llegó a ser más gráfico en su conexión con la voluntad popular y con la exclusión del alemán de las aulas estadounidenses: «El alemán ha salido de nuestras escuelas porque la mayor parte del pueblo americano estaba convencida de que algunos de sus defensores habían pecado contra este país y no iban a tolerarlo»15. Según Wilkins, una de las principales misiones de esta nueva asociación sería aprovechar la mayoritaria demanda popular utilitaria de instrucción de español con el objeto de transformarla en la fundación de la seguridad nacional —e incluso hemisférica: «francamente, podemos decir que nuestra alegría no es egoísta, que no se debe sólo a que los vientos ahora soplen a nuestro favor, sino que se fundamenta en el hecho de que nuestros ciudadanos, consciente o inconscientemente, están sentando con su deseo de estudiar español la base más sólida y propicia para un verdadero panamericanismo»16. En otro trabajo, Wilkins añade: «En este país hemos sobrevalorado el alemán y subestimado el español como vehículo de disciplina y de cultura. Los mayores intereses de nuestro propio pueblo y de todos los pueblos de todas las Américas demandan que la juventud de nuestro país se familiarice lo antes posible con la civilización hispánica. La enseñanza de las culturas, la literatura y la lengua hispánicas tendrá como fin la contribución a mejorar nuestra propia vida nacional. Así serán formados y educados en consonancia con la demanda de esta época y ayudarán con la mayor eficiencia a difundir no el pangermanismo, sino el panamericanismo»17. La demanda popular del español está vinculada con la repulsa popular del alemán. Aprovechar la voluntad popular, y disciplinar el deseo, consciente o inconsciente, de nuestros ciudadanos de aprender el idioma: He aquí los sagrados deberes patrióticos de los profesores del español. Disciplina, cultura y prestigio En el artículo introductorio del «Número de organización» de Hispania, titulado «En el umbral», Wilkins enumera aquellos factores 15 Henry Grattan Doyle, «’Tumefaction’ in the Study of Spanish», Hispania, III:3 (1920), p. 106. 16 Lawrence Wilkins, «On the Threshold», Hispania, (1917), Organization Number, 1-10, p. 6. 17 Lawrence Wilkins «Spanish as a Substitute for German for Training and Culture», Hispania, I: 4 (1918), p. 221.
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que, a su juicio, han conducido a este inesperado auge del interés popular por el español y lo hispánico. A saber: «la tan errónea creencia de que el español es fácil»; «los prejuicios que existen contra el alemán, un fenómeno natural al que se une una guerra contra Alemania»; la lenta concienciación de que ««nosotros, los anglosajones, podríamos (…) haber sobrevalorado nuestra “superioridad” (…) con respecto a otros pueblos también americanos de repúblicas situadas al sur» y, «ante todo, (…) un estímulo del mundo del comercio»18. Con estos factores como motores principales del apogeo del interés por el español, no cuesta imaginar la tremenda resistencia con que se tuvieron que enfrentar estos primeros promotores de la lengua, sobre todo en los círculos más enrarecidos y elitistas de las universidades y “colleges”. Según hacen constar los propios participantes en la fundación del Hispanismo americano del Siglo XX, el pueblo demandaba instrucción de español en gran medida porque la lengua se consideraba fácil de aprender, un sustituto de una lengua desacreditada en tiempos de guerra, y una destreza muy útil para ganar dinero. Wilkins también hace alusión al supuesto interés popular por revisar viejos prejuicios acerca del «carácter hispano», pero esta afirmación optimista se contradice en repetidas ocasiones en otras páginas de estos primeros números de Hispania: «A decir verdad, tenemos un tremendo cúmulo de apatía y un sentimiento popular de indiferencia que debemos combatir con nuestro trabajo. Estamos manejando la lengua de una nación cuyas funestas experiencias coloniales y desdichados conflictos militares que nos afectan a nosotros mismos, tienden a crear un sentimiento de repugnancia, cuando no de desprecio; la lengua de unas razas cuya psicología, evolución social y contribuciones al progreso ni logramos comprender ni parecemos muy impacientes por hacerlo; la lengua de pueblos a quienes la costumbre nos lleva a considerar como atrasados»19.
El español se percibe como una lengua fácil; el español, durante la guerra, es un «sustituto» oportuno del alemán; el español tiene un interés comercial; el español es la lengua de una raza menospreciada; queda claro que estos «méritos» son a la vez inconvenientes, y una gran parte de las páginas de los primeros números de Hispania se dedica a explorarlos, a rebatirlos o a puntualizarlos. A principios del siglo XX, dos cosas justificaban la implantación del estudio de lenguas modernas extranjeras en la escuela secundaria y en los currículos universitarios: «la disciplina» y «la cultura» —o Lawrence Wilkins, «On the Threshold», Hispania, (1917), Organization Number, 1-10, p. 3. 19 J. Warshaw, «The Spanish Program», Hispania, II: 5 (1919), p. 225. 18
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sea, la gimnasia mental que proporciona el proceso de estudiar una lengua, y el acceso a otra cultura de valor que se logra tras la adquisición—. La concepción de que el español es una lengua «fácil» de adquirir, al poner en entredicho el valor «disciplinal» del aprendizaje de la lengua, representaba un enérgico ataque a su adecuación como objeto de estudio en todo centro que no fuera de tipo técnico o empresarial. Así pues, los colaboradores de los primeros números de Hispania no podían dejar pasar dicha consideración por alto. Pusieron en entredicho esta impresión distorsionada explicando dos de sus posibles orígenes: 1) dado que los estadounidenses, con mucha frecuencia, han adquirido el español como segunda o tercera lengua extranjera, tan sólo parece más sencilla; 2) la ortografía del español, a diferencia de la del francés o la del inglés, se pudo racionalizar con éxito y consiguió una relativa uniformidad, dándole a la lengua una apariencia superficial de simplicidad. Los hispanistas no tardaron en destacar la profunda ironía de este alegato: uno de los logros más sobresalientes de la civilización española —la normalización efectiva de la lengua española— se estaba utilizando como prueba de la inferioridad de la lengua y de sus hablantes. Los adalides del español exaltaron las complejidades y sutilezas de esta lengua, aduciendo que su adquisición constituía un ejercicio apropiado para la mente: «Los defensores del alemán nos habían dicho (y algunos de ellos aún lo hacen) que el estudio de la lengua alemana produce más circuitos cerebrales que el estudio de cualquier otra lengua moderna; que lo intrincado de sus declinaciones de nombre y adjetivo y de su orden de palabras de alguna manera desarrollan capacidades mentales que no pueden desarrollarse en francés, español o italiano. (…) En virtud de su pronunciación, gramática, expresiones idiomáticas, léxico y estructura de la frase, el español ofrece un medio extraordinario para impartir ese tipo concreto de disciplina mental que proporciona el estudio lingüístico. (…) El estudio de esta lengua desarrollará tantos circuitos cerebrales como el estudio del sánscrito o del ruso»20.
Pero fueron los ataques al «valor cultural» de la enseñanza y el aprendizaje de la lengua española lo que más preocupó a nuestros promotores de los estudios hispánicos de la Primera Guerra Mundial. Siguiendo una línea lógica desafortunada y engañosa que aún se puede detectar en algunos círculos académicos, fue precisamente el carácter mundano de la demanda del español —su popularidad, sus delimitadas conexiones con la política americana, con los negocios, 20 Lawrence Wilkins, «Spanish as a Substitute for German for Training and Culture», Hispania, I: 4 (1918), p. 206, p. 213.
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con un «Nuevo Mundo» supuestamente privado de cultura— lo que puso en entredicho los méritos del español como objeto de estudio. En 1915 eran muchos los que consideraban que el español no tenía un espacio propio fuera de las «escuelas empresariales». Incluso los «amigos» y los «aliados naturales» de la asociación, como Ernest Hatch Wilkins, el especialista en Petrarca y ocasional profesor de español en la Universidad de Chicago, manifestó sus serias reservas acerca de la proliferación de cursos de español con los siguientes argumentos: «Estoy de acuerdo con que se extienda el estudio del español, pero el hecho de que se estudie en cantidades tan abrumadoras no es más que una prueba adicional de la acusación que se nos hace a los estadounidenses de que sólo vemos aquello que está al alcance de la mano. Estoy de acuerdo con que se estudie el español por su valor literario, pero considero que ningún crítico en su sano juicio que conozca varias lenguas y literaturas europeas podría equiparar la literatura española con la italiana o la francesa en cuanto a valor universal. Estoy de acuerdo con que se estudie el español por sus compensaciones comerciales, siempre que sea en cursos empresariales. (…) ¿Acaso tiene sentido (…) que 3.000 alumnos universitarios estudien italiano y 20.000 español? (…) Considero que en el medio universitario ha llegado el momento de proponerse el desarrollo del italiano y el control del español»21.
Con amigos como éste, ¿quién necesita enemigos? Los enemigos, sin embargo, estaban ahí, exponiendo una versión menos matizada de la misma descalificación: «Será osado aquél que defienda que España es equiparable en cualquier forma de grandeza a Inglaterra, Francia, Estados Unidos o Alemania. Su literatura es muy inferior a la italiana. Todo inglés, estadounidense, alemán o francés con una mediana formación atribuye a España un sólo gran autor, Cervantes, y una sola gran obra, El Quijote»22. Estas descalificaciones hicieron que los colaboradores de Hispania percibieran la necesidad de articular un «Programa de Español» con el objeto de otorgarle «prestigio» a su materia. El incómodo modelo de este programa no resultó ser otro que el del alemán, una lengua que en un tiempo relativamente corto se había convertido en la lengua moderna extranjera más estudiada en los Estados Unidos y en un rasgo imprescindible de toda educación distinguida. En el artículo titulado «El Programa de Español», J. Warshaw se pregunta lo siguiente: «¿Qué fue lo que provocó esta sorprendente circunstancia? Probablemente, en primer lugar, fue “la eficiencia alemana” y, después, la puesta 21 22
Cit. en Doyle, op. cit., p. 133. Cit. en Doyle, op. cit., p. 39.
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en práctica de principios de organización, cooperación y coordinación con sentido común. Creo que nuestra gran lección radica ahí y, por muy mala impresión que produzca que tengamos que recurrir a un patrón alemán, debemos estar dispuestos a sacar partido de la experiencia allí donde la encontremos, naturalmente, con la esperanza de incorporar sólo lo bueno y rechazar lo malo»23.
El autor, de manera extraordinariamente directa y con plena conciencia, prosigue exponiendo, a grandes rasgos, un programa para generar prestigio para el español. En el fondo, se trata de una campaña de publicidad: «El extraordinario auge del alemán fue en gran medida producto de la publicidad eficaz en busca de prestigio. Asimismo, la popularidad del francés se debe al prestigio aunque la propaganda activa que ha necesitado en nuestros días ha sido mínima. El prestigio alemán fue creado. El prestigio español tiene que ser creado. No hay otra alternativa!»24. La fórmula de Warshaw para alcanzar el prestigio comprende la creación de una «especie de maquinaria de información estrechamente coordinada» que difunda las respuestas a las «preguntas sobre el prestigio que el investigador de cualquier lugar», se pudiera formular en torno a los méritos culturales del español: «¿Ha surgido en el mundo hispano algún genio sin parangón en algún campo? ¿Puede destacar algún ingeniero, químico, matemático, físico, artista, poeta, zoólogo, jurista, financiero, estadista español de fama mundial? (…) ¿Han contribuido los países hispanos de manera vital al progreso de la civilización? ¿Qué le debemos al español? ¿Por qué debemos estudiar español?»25. Resulta curioso y revelador que el autor parezca formular preguntas a las que no encuentra respuesta: «No sabemos mucho acerca del alcance del prestigio del español, y precisamente este alcance del prestigio es prioritario en cualquier comparación entre lenguas extranjeras como materia escolar (…) Nosotros (…) deberíamos conocer las respuestas y deberíamos intentar convertir dicha información en algo tan cotidiano como los cereales del desayuno. El cómo hacerlo podemos aprenderlo de los alemanes. ¡Por supuesto, sería una gran lástima que las preguntas no tuvieran respuesta!» 26.
Los hispanistas estadounidenses encontrarían en una serie de españoles la colaboración que necesitaban para dar respuesta a estas preguntas en torno al prestigio. Américo Castro, que en los años 40 llegaría a convertirse en uno de los protagonistas del hispanismo americano, escribió un artículo para Hispania, titulado «El movimienWarshaw, op. cit., 1919, p. 225. Warshaw, op. cit., 1919, p. 227. 25 Warshaw, op. cit.,1919, p. 226. 26 Warshaw, op. cit., 1919, p. 227. 23 24
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to científico en la España actual», que parece una respuesta al «Quién es quién» en España que tanto habían reclamado los educadores estadounidenses. El preeminente filólogo español, Ramón Menéndez Pidal, envió una extensa carta a la junta directiva de la asociación, en la que, aparte de expresar sus mejores deseos para el futuro de la institución, presentaba pruebas fidedignas y científicas del peso cultural de la lengua española así como de la lógica y la necesidad del centralismo de España en el Hispanismo estadounidense. La carta se publicó en el primer número de Hispania. De hecho, el «problema del prestigio» del que adolecía el español como objeto de estudio en los Estados Unidos —su dependencia utilitaria de la demanda popular y de Hispanoamérica— brindaría a España y a los españoles una oportunidad única para ocupar un papel esencial en la configuración y promoción del campo de estudio. Desde la pérdida en 1898 de Cuba y de Puerto Rico, las dos últimas colonias españolas en América, muchas instituciones e intelectuales españoles se empeñaron en estrechar los lazos culturales y espirituales, que algunos denominarían «tutela», con sus «hijas» del Nuevo Mundo. Del mismo modo, en Hispanoamérica, ante la hegemonía de los Estados Unidos en el hemisferio americano después de 1898, muchos intelectuales aspiraron a estrechar los lazos del continente con España, reafirmando la identidad de un espíritu o de una raza hispana. Esta afirmación de unos valores hispanos esenciales compartidos por España e Hispanoamérica es conocida con el nombre de hispanismo o Hispanidad. Como es bien sabido, el discurso de la hispanidad a menudo ha entrado en conflicto directo con el discurso del panamericanismo, esto es, con la noción de que existe una unidad de intereses y destinos compartida por todas las naciones del hemisferio americano. La Hispanidad, por lo general, se concibe como una reacción contra el imperialismo cultural, económico y político de los Estados Unidos; el panamericanismo, normalmente, se considera parte de un esfuerzo por eliminar cualquier posible pretensión europea sobre el futuro del hemisferio americano. No obstante, entrada la década de 1910, estas categorías y proyectos se desarrollarían de manera particular en los círculos educativos estadounidenses, donde el interés por Latinoamérica se codificaba, principalmente, si no exclusivamente, por estímulos económicos, mientras que el interés por España quedaba definido estrictamente por estímulos culturales. La solidez y la claridad de estas asociaciones son notables. En El Hispanismo en Norteamérica Romera Navarro, un profesor español de la Universidad de Pennsylvania, afirmaría con total naturalidad: «en dos claras y paralelas corrientes se manifiesta el hispanismo norteamericano; es la una de carácter puramente literario, y se encauza especialmente a España; es la otra de orden económico, y se dirige a
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América Latina»27. En virtud de esta serie de factores, si el imperativo cívico y patriótico de los hispanistas que publicaban en Hispania hacía que se inclinaran por el discurso del panamericanismo, el «dilema del prestigio» que se les presentaba parecía impulsarlos hacia las premisas de la Hispanidad. En este sentido, uno de los textos más representativos y sintomáticos publicados en los primeros números de Hispania es una extensa carta, escrita por el joven filólogo español Federico de Onís, y dirigida a sus compañeros de facultad de la Universidad de Salamanca. De Onís se había tomado un permiso en su institución de origen para aceptar un puesto en la Universidad de Columbia, en pleno furor del aprendizaje del español. No tardaría en convertirse en un testigo privilegiado de lo que él denominaba «fiebre colectiva» por aprender español28. En la carta, que en algunos fragmentos está redactada como un parte de guerra, de Onís hace un diagnóstico de la causa de esta fiebre que merece ser citado en su totalidad: «Ha habido siempre en los Estados Unidos cierta gente, poca pero muy selecta, que ha hecho a nuestra España objeto de su amor y devoción… Los nombres de Washington Irving, Longfellow, Prescott, Ticknor, Lowell, Howells, vendrán enseguida a la imaginación de todos… Cuando en 1914 los grandes pueblos empeñados en la guerra europea… tuvieron que abandonar su comercio exterior, el pueblo de los Estados Unidos vio, con certero instinto, la posibilidad única de apoderarse de aquellos mercados y de asegurar en ellos su comercio de exportación… Entonces empezó a desarrollarse, como una fiebre colectiva, el ansia de conocer el español… El español era instrumento para entenderse con ellos y con ellos comerciar. Pero comerciar, si ha de hacerse bien, es una actividad difícil; no basta con conocer la lengua, hay que conocer a los pueblos que la hablan, sus gustos, su carácter, sus costumbres, su psicología, sus ideales; para lograrlo hay que conocer su historia, su geografía, su literatura, su arte. Los pueblos hispanoamericanos son hijos de España; hay, pues, que ir a la fuente y conocer a España»29.
De Onís prosigue exponiendo la tortuosa lógica que subyace a este interés por España, algo tan insólito como un viaje de Nueva York a Buenos Aires vía Madrid, y elogia al espíritu americano por su capacidad para producir dicha lógica: «De todo este rodeo es capaz la mentalidad norteamericana cuando quiere orientarse seriamente para la acción, y ésta es la razón de su éxito 27 M. Romera Navarro, El hispanismo en Norteamérica, Madrid, Renacimiento, 1917, p. 5. 28 Federico de Onís, op. cit., p. 275. 29 Federico de Onís, op. cit., p. 272.
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y su eficacia… He aquí como esta corriente popular, que buscaba el español como un instrumento de comercio y enriquecimiento, vino a encontrarse con aquella otra corriente antigua, selecta y desinteresada, formada por especialistas, escritores y artistas, por estudiosos o enamorados del alma española. Ambas corrientes, aunque tan diferentes en origen y en naturaleza, se han hermanado bien y se han fecundado mutuamente. Gracias a la existencia de una escuela de filólogos y críticos especialistas en español, ha sido posible encauzar y dirigir el movimiento popular que irrumpió tan de súbito y con tanta fuerza»30.
El filólogo percibe con nitidez el rendimiento potencial que entraña esta visión del campo de estudio, según la cual los representantes de la cultura, del desinterés, de España «canalizarían» y «dirigirían» la corriente comercial/utilitaria hispanoamericana del auge de los Estudios Hispánicos. De Onís concluye su carta, por el bien de sus colegas de claustro de Salamanca, con una relación y descripción de los «enemigos» del Hispanismo estadounidense; en realidad sería más preciso hablar de los enemigos del papel de España en el Hispanismo estadounidense. En una definida escala de malo a peor estarían: los que opinan que el español simplemente no debería enseñarse en las escuelas —estos son tan pocos y considerados tan extremistas, que no suponen un peligro real; a continuación los «de peor especie» quienes, a la vez que reconocen el peso comercial de la lengua, niegan todo valor cultural al estudio del español, así «anulando los efectos favorables que para España pudiera tener»31 el auge del interés por la lengua española en EEUU. Por último están los más peligrosos de los enemigos, los «enemigos internos» que sostienen que, dado que sus auténticos intereses radican en Latinoamérica, «¿Qué nos importa España?32». De Onís acusa a estos «hispanoamericanistas a ultranza» de intentar separar «la corriente popular de hoy que busca el modo de acercarse con fines prácticos a los pueblos hispano-americanos, de la corriente desinteresada tradicional que llevaba a los norteamericanos a conocer en su fuente, o sea en España, la historia y la leyenda españolas»33. Últimos desplazamientos Federico de Onís se imagina una corriente pura y cristalina de Hispanismo estadounidense, que nacería en figuras como Prescott y Federico de Onís, op. cit., p. 276. Federico de Onís, op. cit., p. 279. 32 Federico de Onís, op. cit., p. 281. 33 Federico de Onís, op. cit., p. 281. 30 31
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Longfellow, seguiría su curso con calma a lo largo del siglo XIX y llegaría hasta sus días. Los representantes de la corriente original y prístina supuestamente practican una especie de erudición aristocrática y desinteresada, centrada en la esencia de España y al margen de los intereses mundanos, de las demandas populares, o de cualquier otro tipo de contingencia del momento. No obstante, tanto «el Paradigma de Prescott» como «la Ley de Longfellow» apuntan que esta concepción del campo de estudio es altamente ilusoria. Richard Kagan nos ha enseñado cómo Prescott, cuando escribía «acerca de la España de Isabel y Fernando, (…) también estaba escribiendo acerca de los jóvenes Estados Unidos»34. También hemos comprobado cómo Longfellow, cuando se estaba preparando para alcanzar la posición a la que aspiraba, sin duda tenía presentes las ««existentes en la actualidad entre este país e Hispanoamérica». En efecto, al detenernos a examinar cualquiera de los momentos decisivos de la historia del interés por España en Estados Unidos, se pone de manifiesto que aspectos como las crisis y las oportunidades en el Nuevo Mundo, así como la rearticulación de los lazos entre Europa y las Américas, siempre han condicionado, de modo más o menos sutil, la configuración e intensidad de los intereses estadounidenses en lo español. Algunos quisieran narrar los ya doscientos años de «avance del español» en términos del valor inmanente de grandes figuras culturales: Cervantes, Darío, Unamuno y Borges. Pero el archivo que documenta el avance del español hace que se impongan otros titulares mucho más mundanos. Las guerras de independencia latinoamericanas y la doctrina Monroe; la guerra entre México y Estados Unidos; las guerras de 1898; la Primera Guerra Mundial y el panamericanismo; la Segunda Guerra Mundial y la Política del Buen Vecino; la Revolución Cubana y la Guerra Fría; las crisis migratorias de finales del siglo XX; éstas no son sino algunas de las fuerzas mayores que han impulsado las matrículas y perfilado la voluntad institucional de incluir el español en los currículos estadounidenses. A pesar de estas realidades hemisféricas, España, por razones complejas, de las cuales sólo he apuntado algunas en este trabajo, ha ocupado una posición extraordinariamente privilegiada con respecto a Hispanoamérica en dicho currículo. Al postular este recurso heurístico que, de modo algo frívolo he denominado «La Ley de Longfellow» —el interés de Estados Unidos por España está y siempre ha estado fuertemente condicionado por el interés de Estados Unidos por Latinoamérica— no pretendo suscribir una versión burda del determinismo materialista, según la cual la 34 Richard Kagan, «Prescott’s Paradigm: American Historical Scholarship and the Decline of Spain», American Historical Review (1996), p. 428.
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economía o la geopolítica determinarían de manera inmediata la configuración de artefactos culturales o de los planes de estudio. Por el contrario, espero haber podido demostrar que el modo en que estas fuerzas complejas se manifiestan en los currículos está totalmente condicionado por una serie de factores complicados y dinámicos. El desplazamiento de las estructuras y valores académicos y culturales; las cambiantes e insidiosas manifestaciones de prejuicios y de racismos; los proyectos nacionales e internacionales intersecantes y encontrados —por ejemplo, los nacionalismos, el europeísmo, la hispanidad, el panamericanismo o la globalización; los esfuerzos y talentos de figuras excepcionales; las demandas de una población siempre cambiante en Estados Unidos; todos estos factores han conformado el modo en que el «Español» se ha configurado como objeto de estudio y, en particular, han contribuido a definir los lugares que ocupan «España» e «Hispanoamérica» dentro de este campo de estudio. En fin, confío haber sabido demostrar que los espacios asignados a «Latinoamérica» y a «España» dentro de los Estudios Hispánicos están complejamente interrelacionados y se encuentran sujetos a cambios constantes. Son espacios discursivos, movedizos, que no son naturales ni necesarios; no se pueden designar como si fueran coordenadas de longitud y latitud ni como sucesivas ramificaciones de un árbol genealógico.
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Las relaciones entre Estados Unidos y España son ahora más estrechas que hace un siglo. Vale la pena subrayar, para comenzar, qué pequeño era el conocimiento y qué diminuto el contacto antes de la guerra civil. La conciencia norteamericana de España antes de la guerra civil era, en primer lugar, de grandes artistas: el Greco, Velázquez y, en nuestro siglo, Picasso, Dalí, Miró y otros importantes pintores españoles. También hay que mencionar a Don Quijote, la primera novela de la literatura europea que ha aparecido en muchas, distintas y a veces muy distinguidas traducciones en inglés a través de los siglos, y ha sido muy leída en Estados Unidos. Washington Irving, escritor de principios del siglo XIX, fascinado por Granada, publicó un libro de cuentos, Tales of the Alhambra, que constituyó un best-seller en la época. Probablemente, en 1900, un norteamericano normal que no sabía nada de España en términos literarios o históricos, podía conocer los cuentos de W. Irving. También hay que aludir, por supuesto, a la ópera de Bizet, Carmen, que formó un estereotipo, un tópico de España para todas las generaciones desde mediados del siglo XIX. Hablando de cosas más serias, pero menos conocidas por el gran público, el libro de Henry C. Lea, A history of the inquisition of Spain, fue uno de los primeros estudios profundos de investigación basado en documentación de archivos1. Otro libro importante fue el del historiador norteamericano John Lothrop Motley, The rise of the Dutch 1 Henry C. Lea, A history of the inquisition of Spain, New York, The MacMillan Company, 1922 (trad. española en Madrid, Fundación Universitaria Española, 1983).
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Republic2. Estos dos libros tuvieron una función importante como estudios de investigación de una verdad, más o menos desagradable, que ha formado una imagen de España en el norte de Europa y en el mundo anglosajón, bastante ligada a las opresiones, a las persecuciones religiosas en el caso de la Inquisición, a la ocupación de Holanda y a la revuelta contra el Imperio español en el siglo XVII. En contraste con la visión negativa de España que reflejaban las dos obras anteriores, Roger B. Merriman, profesor en Harvard durante los años veinte y treinta, escribió un libro, en cuatro volúmenes, sobre la España de la época de los Reyes Católicos3. En esa obra se ofrecía un cuadro bastante elogioso de la unificación de España, del establecimiento de nuevas formas de gobernar en interés de las nuevas clases medias hacia finales del siglo XV. Se trataba pues del único libro, de entre los más importantes que circulaban en la época, que proyectaba una cierta imagen favorable de España. Por otra parte, existía un cierto desprecio militar y empresarial hacia España, debido a los acontecimientos acaecidos en Cuba y Filipinas: la revuelta contra España por parte de los cubanos en 1895, seguida por la pérdida inmediata de la guerra del 98. En esos años, la diferencia tecnológica entre las fuerzas norteamericanas y las españolas era abrumadora. En suma, desde la óptica de Estados Unidos, España quedaba asimilada al país de la Inquisición, el país del primer Imperio mundial y también a otras imágenes más positivas como el país de grandes artistas y bailarines. Desde 1918 hasta 1936, entre el fin de la Primera Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Civil española, la inversión por parte de Estados Unidos en España era relativamente pequeña. La International Telegraphe Telefone Company (ITT), antecedente de la Telefónica, de propiedad pública en sus orígenes y después privatizada por el gobierno de Aznar, mantuvo durante los años veinte una relación bastante cordial con Alfonso XIII, el último monarca antes de la República. Durante la República, los dirigentes norteamericanos de esta empresa fueron favorables al partido de Gil Robles y al gobierno de Alejandro Lerroux. Pero, bien por razones diplomáticas, bien para salvar el valor de su inversión, durante la guerra civil, cuando la sede de la compañía estaba ubicada en Madrid y Madrid estaba en manos del gobierno republicano, la ITT trabajó en colaboración con el gobierno republicano. Durante los primeros años de la República, las John Lothrop Motley, The rise of the Dutch Republic: a history, London, Letchworth The Temple Press Printers, 1913-1915. 3 Roger B. Merriman, The rise of Spanish empire in the Old World and in the New, New York, The MacMillan Company, 1918-1934 (trad. española en Barcelona, Ed. Juventud, 1959-1965). 2
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Cortes quisieron nacionalizar la Telefónica, pero el gobierno de Manuel Azaña aseguró su mantenimiento como empresa privada norteamericana. Aparte del sector de la telefonía, la única inversión norteamericana importante fue la destinada al montaje de camiones y coches Ford en Barcelona. En general, en los años veinte y treinta, los intereses británicos en España eran bastante más importantes que los norteamericanos. De hecho, para comprender la historia global de las dos guerras mundiales y también la historia económica de este siglo, hay que saber que Estados Unidos ha seguido a Inglaterra hasta la segunda guerra mundial. El liderazgo británico sólo fue sustituido por el norteamericano al final de aquel conflicto bélico. Hubo otros intereses menores en la industria vasca, en los vinos de Andalucía, en el mercurio de Almadén, etc., pero en términos globales no se registraron grandes inversiones norteamericanas aunque las que hubo fueron importantes para la economía española. En lo que respecta a la República, los diplomáticos, cónsules y agregados militares y comerciales, tanto de Inglaterra como de Estados Unidos, interpretaron todo o casi todo en clave bolchevique desde noviembre de 1917. Es decir, consideraron cualquier brote progresista en la política, no solamente de España, sino también de Portugal y de los países de América Latina (Perú o Chile, por ejemplo), como consecuencia directa de la influencia de la revolución soviética. Para este tema, resulta imprescindible el libro de Douglas Little, Malevolent neutrality 4. Este autor tuvo acceso, en los años ochenta, a los papeles de los años treinta sobre Inglaterra y Estados Unidos. La documentación consultada muestra la evidencia del prejuicio antes mencionado, según el cual todo era explicable por la influencia comunista. Así, la revuelta militar de Jaca de noviembre de 1930 fue calificada por el embajador norteamericano como «comunista». En 1931, después de la declaración de la República y durante los meses de las Cortes constituyentes, los diplomáticos norteamericanos afirmaron que el peligro en España no era tanto una República, como la intención de establecer un gobierno de tipo soviético. Pero, por entonces, prácticamente casi ni existía un partido comunista, ni tampoco relaciones diplomáticas de Estados Unidos o de España con la Rusia soviética. El ministro británico de Asuntos Exteriores, Neville Chamberlain, desconfiaba totalmente de los políticos de la República, a los que tildaba de deshonestos e incompetentes. En consecuencia, consideraba que la República no podría durar. En el libro que acabamos de citar aparecen un buen número de testimonios de esta actitud. 4 Douglas Little, Malevolent Neutrality. The United States, Great Britain and the Origins of the Spanish Civil War, Ithaca, Cornell University Press, 1985.
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Cuando Franklin Roosevelt fue elegido presidente en 1933, Estados Unidos atravesaba la crisis más importante y profunda que el sistema capitalista ha conocido nunca. Los países más avanzados de la época en materia industrial, Estados Unidos y Alemania, experimentaron altos porcentajes de paro (entre el 20 y el 30 por ciento de la población obrera). No hay ninguna época en la historia de Estados Unidos, al menos desde su guerra civil y el fin de la esclavitud, en que los norteamericanos hayan estado más dispuestos a admitir la existencia de problemas profundos en su sociedad y pensar en nuevas soluciones. En estos años, que correspondieron a los de la República y la guerra civil en España, los norteamericanos se acercaron a este último país. En líneas generales, los sentimientos de Franklin Roosevelt eran favorables a la República, frente a actitudes anteriores como la del embajador del presidente Hoover, que había afirmado que la República era una anticipación del bolchevismo. En el Departamento de Estado norteamericano se conservan informes de los años 1931 y 1932 que hablan de Azaña como un Kerensky, primer ministro liberal centrista de la primera fase de la revolución rusa, que fue derrotado por los bolcheviques en noviembre de 1917. El embajador Claude Bowers, nombrado por Roosevelt en mayo de 1933, se mostró, como el mismo Roosevelt, más inclinado hacia la República, al menos provisionalmente. Desde su llegada a España, Bowers vaticinó que el primer gobierno republicano-socialista sería derrotado en las siguientes elecciones, que habría una reacción por parte de los católicos, terratenientes, financieros y demás clases conservadoras. En sus informes señalaba que la oposición católica a la República era muy fuerte y que la coalición de gobierno de Lerroux y Gil Robles tendría una marcada tendencia conservadora, pero que no derrocaría la República y no llegaría a restaurar la monarquía. De hecho, se trataba de una anticipación muy correcta de los acontecimientos posteriores5. Al tiempo que Bowers hablaba así en sus informes a Roosevelt, los cónsules británicos esperaban la evolución hacia un régimen de tipo Salazar, hacia una dictadura autoritaria semejante a la establecida en Portugal. Otro factor muy importante en la historia de las relaciones entre la República y Estados Unidos fue el papel de Indalecio Prieto. Socialista moderado del ala parlamentaria del partido era, en mi opinión, el único hombre de Estado de la España de la época que comprendía la economía de John Maynard Keynes, que entendía la diferencia entre el capitalismo salvaje y un capitalismo modificado Vid. sus memorias de aquella época, Claude Bowers, My mission to Spain: watching the rehearsal for World War II, New York, Simon & Schuster, 1954 (trad. española en Barcelona, Grijalbo, 1977). 5
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por gastos públicos para una mejor redistribución de los ingresos en favor de la educación, el empleo, etc. Desde su cargo al frente del Ministerio de Obras Públicas de la República, Prieto quiso introducir este tipo de programa en España, cuando no quedaban más que seis meses antes de la derrota de octubre de 1933. Pero los nuevos ministerios y la red de carreteras para camiones y automóviles monopolizaron los proyectos de Obras Públicas en el año 1933. La responsabilidad gubernamental en inversiones destinadas a la mejora de las infraestructuras había sido ensayada con éxito en países como Suecia, y habían formado parte importante del New Deal en Estados Unidos, que se inició en el año 1933, siendo contemporáneo a los esfuerzos de Prieto en España. El embajador Bowers habría apoyado a Prieto si éste hubiera llevado su proyecto a la práctica. Respecto a la guerra civil, Estados Unidos conocía la existencia de conspiraciones militares. Tras el gobierno republicano-conservador establecido después de las elecciones de finales de 1933, llegó al poder en febrero de 1936 la coalición del Frente Popular, formada por la alianza de los partidos republicanos con los socialistas y los comunistas. También apoyaron al Frente Popular muchos anarquistas que, por principios, no participaban en las elecciones, no creían en el sistema parlamentario, pero que a finales de 1935 estaban convencidos, como Azaña y Prieto, del peligro de una dictadura de tipo fascista. El resultado del voto fue bastante apretado: el margen de victoria del Frente Popular fue muy pequeño. De ahí que sin el voto anarquista el Frente Popular no hubiese ganado las elecciones. Estados Unidos, como todos los países de Europa, era consciente de la determinación de algunos grupos militares de destruir el gobierno del Frente Popular, pero desde el mismo 18 de julio decidió mantenerse neutral ante el conflicto bélico español. En la decisión del gobierno norteamericano influyó decisivamente la postura de su opinión pública, que estaba totalmente en contra de cualquier aventura militar en el exterior, pese a todas sus simpatías o intereses prácticos en reprimir un régimen de tipo fascista. La opinión pública norteamericana era muy compleja. Durante toda la guerra, desde el verano de 1936 hasta marzo de 1939, entre el 50 y el 70 por ciento de la población se decantaba a favor de la República, según las encuestas de opinión de la época. Ese porcentaje favorable fue incrementándose durante el transcurso de la guerra. Las razones son muy comprensibles. En los primeros meses de la guerra, el gobierno perdió el control sobre lo que pasaba en la zona republicana. Hubo muchos asesinatos de curas y terratenientes, o simplemente venganzas entre obreros y empleados. Si, en un principio, la mayoría de la población se mostró favorable a la República en tanto que gobierno legítimo, elegido democráticamente, las simpatías disminuyeron debido a los desmanes
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ocurridos en el lado republicano en los primeros momentos de la contienda. Durante los años 1937 y 1938, con la restauración gradual pero continua de un orden interior y una policía fiable, de un sistema de justicia y de una mayor libertad de prensa, aumentó la confianza en el gobierno republicano legítimo. Dentro de la comunidad católica, que constituía el 20 por ciento de la población y en general estaba mucho mejor organizada que la protestante, en 1938 (no existen encuestas para los primeros meses de la guerra) un 39 por ciento era favorable a Franco, un 30 por ciento a la República y un 31 por ciento neutral. Considerando globalmente al conjunto de la población, sin pensar en términos de partidos políticos o de religión, la gran mayoría manifestó insistentemente una actitud neutral, ligada al deseo de evitar los riesgos inherentes a cualquier compromiso militar. Nunca hubo en Estados Unidos intelectuales en sentido europeo, pero si hubo «fabricantes de opinión» (opinion makers), esto es, escritores populares muy leídos o conferenciantes muy escuchados, que crearon importantes corrientes de opinión. Eleanor Roosevelt, esposa de Franklin Roosevelt, trabajadora social y militante de organizaciones no gubernamentales, tanto de caridad como educativas, fue siempre favorable a la República. También lo fue John Dewey, probablemente el más conocido y respetado filósofo norteamericano de la época. Ernest Hemingway, famoso en España por, en mi opinión, una de sus peores novelas (For whom the bell talls), se encontraba en Madrid como corresponsal del New York Times y demostró en sus escritos una actitud proclive al ejército republicano en la defensa de Madrid. También hay que incluir, dentro de este grupo, a William A. Nielson, presidente del Smith College, una de las primeras instituciones norteamericanas de educación superior para mujeres. Hasta mediados del siglo XX, la educación que las mujeres recibían después de la secundaria (High School) era la denominada Finishing School, que consistía en aprender a comportarse bien, a vestirse bien, a ser muy corteses y a vivir en paz con sus maridos banqueros. Pero William A. Nielson fue pionero en la idea de que las mujeres tienen cerebro, como los hombres, y hay que educarlos de la misma forma. La opinión del presidente del Smith College tuvo una gran influencia entre las clases medias ilustradas de Estados Unidos. También fueron favorables a la República el gran antropólogo Frank Boas, Thomas Mann, exiliado de la Alemania nazi y muy conocido ya en Estados Unidos como el hombre de letras más importante de la Alemania no fascista, y varios obispos de las principales Iglesias protestantes. A ellos habría que sumar algunos miembros destacados del gabinete de Franklin Roosevelt, como el secretario de Hacienda, Henry Morgenthau, o el de Interior, Harold Ickes, junto a grandes reporteros del New York Times, el periódico
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con más prestigio en Estados Unidos, entre ellos, Herbert Matthews y el ya citado Ernest Hemingway. Entre los sectores que estaban a favor de Franco, destacó sin fisuras la jerarquía de la Iglesia católica, y también los más importantes hombres laicos, seglares de la Iglesia, como Alfred E. Smith, que había sido candidato demócrata dos veces en las elecciones presidenciales; Charles Coughlin, un cura que tenía un público de millones de seguidores cada domingo en Estados Unidos; el historiador Carlton Hayes, de la Colombia University de New York; y las organizaciones católicas de veteranos de guerra, como The Knights of Columbus. Joseph Kennedy, padre del futuro presidente John Kennedy y embajador de Estados Unidos en Inglaterra, era otro seglar católico que apoyó fuertemente a Franco. Es justo decir que los católicos favorables a Franco fueron mucho más insistentes en sus argumentos, puesto que, para ellos, las decisiones relacionadas con la guerra civil eran mucho más importantes. Los pro-republicanos, filósofos, figuras públicas, demócratas, etc., no se implicaron tanto en el conflicto, ya que no le otorgaron tanta importancia práctica y, además, priorizaron el sentimiento de neutralidad. Paradójicamente, los que estaban a favor de la República defendieron la neutralidad, y esa neutralidad reforzó el apoyo a Franco por una parte significativa de la comunidad católica. La participación norteamericana en la guerra civil se materializó en el suministro de un volumen importante de medicinas y alimentos. El grueso de esta ayuda fue organizada por las Iglesias protestantes, los partidos socialista y demócrata y los sindicatos, que coincidían en una común simpatía hacia el gobierno republicano legítimo. También, y más famosas, fueron las Brigadas Internacionales, organizadas por el partido comunista y sus compañeros de viaje. Unos 3.000 norteamericanos y canadienses fueron enviados a España, de los cuales aproximadamente la mitad eran miembros del PC. Pocos aspectos son tan controvertidos y han sido tan mitificados como el de la participación comunista en las Brigadas Internacionales. En primer lugar, ¿quiénes eran los comunistas? En julio de 1936, al comienzo de la guerra, los militantes comunistas no alcanzaban el 20 por ciento. Si tenemos en cuenta a los que iniciaron su militancia durante la guerra misma, el porcentaje asciende al 60-70 por ciento. Y si incluimos a las personas que recibieron billetes de barco, o que fueron guiadas a través de los Pirineos, llegamos al 90 por ciento. Un aspecto general, que yo aceptaría como verdadero, es que prácticamente ningún anti-comunista pertenecía a las Brigadas Internacionales. Para ser brigadista se aceptaba el hecho de situarse bajo la influencia del partido y de la Internacional Comunista, cuyo propósito era la defensa de la democracia y de la República. Otro aspecto que hay que recordar es que el Frente Popular, en teoría, había asumido de los
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propios comunistas la idea de la colaboración necesaria entre clases medias democráticas, marxistas y anarquistas, con el objetivo de derrocar al fascismo y al nazismo, reconocidos como la mayor amenaza hacia toda la cultura civil de la Europa de la época. El Frente Popular, teorizado por los comunistas, pero aceptado por las clases medias liberales y socialistas por una cuestión de sentido común, fue concebido como una alianza necesaria para defender a Occidente y la URSS contra la amenaza de Hitler. En esta coyuntura, muchas personas se integraron en el PC sin haber leído a Marx y sin tener convicciones comunistas, en el sentido de respaldar un sistema colectivista de economía. Lo hicieron por admiración a la iniciativa que habían tenido los comunistas para defender a Europa de Hitler. Hay que citar otro libro importante, publicado recientemente, España traicionada, de Ronald Radosh y otros6. Apoyándose en documentación soviética poco conocida, en esta obra se defiende la tesis de que los comunistas traicionaron a España. Durante la guerra civil, Stalin cometió purgas políticas en su propio interés y acabó con el suministro de ayuda militar hacia finales de 1938, sobre todo después de la batalla del Ebro. Así, desde noviembre de 1938, ya no existía un ejército capaz de hacer frente a las fuerzas militares de Franco. Pero ésta no fue sino la segunda traición a la España republicana. La primera traición fue la de los países democráticos, Inglaterra, Francia y Estados Unidos, en el comienzo de la guerra civil. Si ellos hubieran apoyado al gobierno legítimo de aquel tiempo, si no hubieran permitido a Mussolini llevar el ejército de África a Andalucía, si la marina británica no hubiera permitido el paso de barcos alemanes a través de Portugal, etc., el resultado de la guerra habría sido distinto y la duración de la contienda mucho menor. La primera traición a la España democrática fue la política de no intervención, la decisión de no ayudar de ninguna forma al gobierno republicano. Durante dos años, desde septiembre-octubre de 1936, en que llegaron las primeras armas soviéticas a Barcelona, hasta finales de 1938, la Unión Soviética fue el único país que proporcionó armas, a cambio de dinero, para la defensa de la República. En definitiva, las traiciones a España fueron dos, la de los demócratas y la de los comunistas. No sé cuántos historiadores aceptarían esta interpretación. Volviendo a Estados Unidos y su política, Sumner Welles fue el alto cargo de mayor rango dentro del aparato diplomático que se mostró favorable a la República. Pero ni él ni Eleanor lograron convencer a Franklin Roosevelt de que valía la pena modificar la políti6 Ronald Radosh, Mary R. Habeck and Grigory Sevostianov (eds.), España traicionada: Stalin y la guerra civil, Barcelona, Planeta, 2002.
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ca de neutralidad. La tarea de Roosevelt en términos de política extranjera era, precisamente, educar a la opinión norteamericana sobre el significado del fascismo y del nazismo, convencer a la gente de la necesidad de ayudar a las fuerzas democráticas en Europa. Así ocurrió en 1937, cuando se mostraba partidario de un boicot diplomático y económico hacia los regímenes de Hitler y Mussolini, o en 1940 cuando proporcionó ayuda a Inglaterra, antes del ataque de Pearl Harbour que llevó a Estados Unidos a la guerra. El problema, para Roosevelt, era cómo llevar a la opinión pública a aceptar el rearme y los sacrificios que podrían ser necesarios. A fin de cuentas, en 1938 no quedaban muchas posibilidades de salvar la República, pues no había cambiado la política de neutralidad. Pero Bowers, Morgenthau y Welles admitirían posteriormente en sus memorias que no actuar para defender la República española había sido el mayor error de la política exterior de Estados Unidos en aquellos años. La obra del historiador inglés Geoffrey Howson, Armas para España, aborda otro aspecto importante, que no afectó específicamente a Estados Unidos, sino al conjunto de la intervención extranjera en la guerra civil7. La República sólo podía contar con la Unión Soviética para el suministro de armas, pero, por razones obvias, no quería depender exclusivamente de este país. Poseía algún dinero depositado en bancos en Francia y en Bélgica, y también trató de hacerlo en Estados Unidos, para comprar armas. Pero los gobiernos de Giral, Largo Caballero y Negrín carecían de funcionarios que conociesen los entresijos de la banca internacional. Este libro demuestra cómo se esquilmó el dinero de la República española con supuestos contratos para aviones o artillería, cómo se derrocharon millones de dólares para armarse, aprovechándose de que la República se encontraba entre la espada y la pared, al contar únicamente con el apoyo de la Unión Soviética. En una perspectiva global, si combinamos la información del libro de Douglas Little con la del libro de Geoffrey Howson, es posible apreciar que, desde el principio, las fuerzas conservadoras consideraron a la República, antes y durante la guerra civil, como un títere comunista, y robaron el dinero del pueblo español a través de sus bancos y de otras maniobras técnicas. También por esto hablo de dos traiciones, la de los países democráticos y la de Stalin. En resumen, Estados Unidos desempeñó un papel secundario en la guerra civil, siguiendo las decisiones de Inglaterra, que dominó el Comité de No Intervención. Para las Brigadas Internacionales, de todos los países participantes, la guerra civil española constituyó la «última gran causa», la última guerra librada por principios generosos, 7 Geoffrey Howson, Armas para España: la historia no contada de la guerra civil española, Barcelona, Península, 2000.
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con gente que no sólo luchaba en pro de sus propios intereses, sino para defender la República española y prevenir un triunfo fascista. De hecho, el episodio de las Brigadas Internacionales es único en la Historia. Es verdad que en la revolución norteamericana existió un grupo de aristócratas franceses y polacos que apoyaron al ejército revolucionario en Estados Unidos. Es verdad que en 1820 varios intelectuales ingleses y alemanes defendieron la independencia de Grecia, y que algunos extranjeros participaron en la lucha por la independencia de Hungría y Polonia a mediados del siglo XIX... Pero 40.000 personas, de 50 países distintos, que luchaban sin sueldo (no fueron mercenarios), dejando atrás sus propios pasaportes y empleos... eso nunca antes había ocurrido en la Historia. En Estados Unidos la guerra civil generó, a la larga, una nueva simpatía, respeto y curiosidad hacia España, que dejó de verse como el país de la Inquisición y de la ópera Carmen, para ser considerado como un país de gente seria. Norteamericanos como Edward Malefakis o yo mismo, que no tuvimos familia española, que no habíamos estudiado Historia de España, nos sentimos, a raíz de la importancia y el significado de la guerra civil, muy atraídos hacia este país. Sobre la aportación intelectual y artística de los exiliados, hay que señalar que Estados Unidos se benefició tremendamente de los músicos, científicos, profesores y humanistas, tanto de la España republicana como de la Alemania anti-nazi. Al recordar ahora mis años de universidad, me doy cuenta de que los profesores exiliados españoles y alemanes eran, con mucho, los más distinguidos de entre sus colegas. Su papel fue muy importante en la vida artística y universitaria de Estados Unidos. Vicente Llorens, profesor exiliado en la Princeton University, estudió las aportaciones de los exiliados españoles en Estados Unidos8. Antes de concluir, quisiera añadir una nota personal, que ya he comentado en mi libro Civilización y barbarie en la Europa del siglo XX9. En esta obra afirmo que la guerra civil española y el esfuerzo de resistencia de Checoslovaquia en el año 1938 fueron dos momentos clave del siglo XX. Si los países democráticos hubieran reconocido entonces sus propios intereses y necesidades, si hubieran ayudado a la República española, si hubieran apoyado a Checoslovaquia antes de la crisis de Munich, no habría estallado la segunda guerra mundial, porque esa guerra era una guerra deseada específica y claramente por Hitler. Incluso la gran mayoría de los militares alemanes no que8 Vicente Llorens, La emigración republicana, vol. I en José Luis Abellán (dir.), El exilio español de 1939, Madrid, Taurus, 1976. 9 Gabriel Jackson, Civilización y barbarie en la Europa del siglo XX, Barcelona, Planeta, 1997.
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rían la guerra, pues tenían miedo de lo que pudiera ocurrir. Al final, todos fueron traicionados porque los países democráticos no reconocieron sus propios intereses y se desentendieron del conflicto español. Si hubieran intervenido en ese momento, Hitler habría podido ser derrotado sin una guerra mundial. Terminaré mencionando al primer ministro Negrín, poco apreciado por la historiografía española: los franquistas no hablan bien de él, evidentemente, y los demás lo consideran un títere de los comunistas. Pero, en el equilibrio de fuerzas de aquellos años, Negrín fue tan títere de los comunistas como lo fueron Roosevelt y Churchill, los cuales, dos años más tarde, se aliaron con la Rusia soviética, no por ideales, sino para salvar a sus propios países, para salvarse de Hitler. Esa fue también la intención de Negrín como primer ministro de la República.
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El propósito de este artículo consiste en explicar la implicación de Estados Unidos en la organización del mundo occidental, desde el final de la segunda guerra mundial hasta 1957. En este período, los fundamentos del nuevo orden mundial fueron establecidos en el marco de las grandes organizaciones internacionales: ONU, FMI, BIRD, GATT, OTAN. La situación geoestratégica es conocida: desarrollo de los medios de destrucción masiva, guerra fría y movilización moral del mundo occidental contra el comunismo soviético, guerras coloniales. Estados Unidos ocupó un lugar destacado en ese escenario internacional. Nadie duda de su influencia. Pero también hay que tener en cuenta el papel que ha desempeñado Europa, voluntariamente o no, en la expansión de la potencia americana. A continuación, se presentarán los objetivos americanos para la reorganización mundial y europea bajo el mandato de tres presidentes: Roosevelt, Truman y Eisenhower. Paz, prosperidad y libertad para el mundo en 1945 Una lenta implicación de la opinión americana La derrota de Francia en mayo de 1940 forzó a los americanos a inmiscuirse, como nunca antes, en los asuntos mundiales. Roosevelt ayudó a los británicos, ofreciéndoles cincuenta torpederos para hacer frente a los submarinos alemanes, créditos en el marco
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de la ley de «Préstamo y Arriendo» del 11 de marzo de 1941 y protección para garantizar el avituallamiento de sus islas. El ataque contra Pearl-Harbour, el 7 de diciembre de 1941, implicó a los americanos en una guerra total, puesto que no sólo tuvieron que combatir a Japón, sino también a Alemania e Italia. La opinión pública americana, que desde hacía tiempo venía presintiendo la amenaza de guerra, acabó por aceptarla como algo que sus dirigentes no habían podido evitar. En 1945, los americanos disponían de fuerzas armadas dispersas por todo el planeta. Además, concedieron a la ONU un «Préstamo y Arriendo» cercano a los 50.000 millones de dólares para financiar el esfuerzo de guerra. Tras la Carta del Atlántico, del 9-12 de agosto de 1941, Estados Unidos había adoptado una estrategia mundialista, diferente al imperialismo europeo anterior, y basada en la supremacía militar (bomba A), el poder económico y financiero (dólares) y un proyecto universalista (libertad y liberalismo). La confianza de Roosevelt en la cooperación mundial Para Roosevelt, la cooperación entre las grandes potencias, el fin del colonialismo, las elecciones libres y democráticas, un mundo económicamente abierto..., en definitiva, una política de buena vecindad, constituía la mejor política internacional. En consonancia con el espíritu de Yalta, Roosevelt pretendía asegurar la paz mediante una política internacional definida por Estados Unidos, Gran Bretaña, la China Nacionalista y la URSS en el foro de la ONU. Para Truman, la receta del éxito de la paz mundial incluía la democracia, una federación que evitara conflictos entre países vecinos, la independencia de los países pobres y colonizados y el liderazgo americano. ¿Cuáles eran los planes de Estados Unidos para reorganizar económicamente el mundo? En la conferencia de Bretton Woods, en julio de 1944, compitieron dos proyectos: el del británico Lord Maynard Keynes y el del americano Harry White, secretario de Hacienda. El plan White preveía la creación de un fondo de estabilización monetaria de 5.000 millones de dólares, alimentado por una cotización de cada participante directamente proporcional a su potencial comercial, en oro y en divisas. La paridad de las monedas nacionales sería definida en relación al oro. Por su parte, el plan Keynes pretendía la puesta en funcionamiento de un clearing internacional y la creación de una nueva moneda fiduciaria, el bancor, no convertible en oro. El fondo Keynes hubiera dispuesto de 28.000 millones de dólares en bancor y cada país deficitario de un crédito en bancor correspondien-
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te a su déficit inicial de pagos1. El plan Keynes era el más interesante para los países en vías de reconstrucción, cuyas importaciones eran superiores a sus exportaciones. Pero fue el plan White el que recibió el apoyo de Wall Street y de la mayoría de los participantes. Cada país definió una paridad oficial para su divisa, en oro o en dólares, y la depósito en el FMI. Puesto que los americanos detentaban las tres cuartas partes del stock de oro monetario mundial, el dólar era prácticamente la única moneda convertible en oro (35 dólares por cada onza de oro = 31,10348 gr.). Se atribuyó a cada banco central la responsabilidad de defender la paridad de sus monedas, exceptuando aquellos que realizaban sus transacciones internacionales en oro. Con ello, se eximía a Estados Unidos de defender la paridad de su moneda, puesto que su moneda equivalía a la de oro. En definitiva, el Gold Exchange Standard institucionalizó una formidable dominación de la economía americana sobre el resto del mundo. La creación de nuevas instituciones pareció dispensar a Estados Unidos de una mayor implicación en la solución de los conflictos de posguerra. Los préstamos se limitaron al ámbito europeo: Inglaterra recibió 3.500 millones dólares en enero de 1946 y Francia 650 millones de dólares en abril del mismo año. Estados Unidos intentó expandir la libertad de los intercambios, negociando, en octubre de 1947, un General Agreement on Tarifs and Trade (GATT), que regulaba la disminución de las tarifas mundiales. De inspiración liberal, otorgaba a los europeos la posibilidad de proteger durante un cierto tiempo sus mercados nacionales. Este sistema no convenció a los países en vías de reconstrucción y desarrollo, que apostaban por una regulación permanente de sus intercambios en el marco de una Organización Internacional del Comercio (OIC). Sin embargo, el Congreso americano no ratificó la Carta de La Habana de 1948, que daba nacimiento a la OIC, por considerarla demasiado intervencionista. Ahora bien, sin el apoyo de Estados Unidos, ninguna carta de comercio podría funcionar. El fracaso de la OIC puso fin al sueño de una organización consensuada que regulara las nuevas relaciones comerciales internacionales.
Guerre 1939-45, Alger CFLN-GPRF, 1194, Commissariat aux Finances, LE, «Note sur les plans monétaires de MM. Keynes et White», Alger, 15-VII-1943. Guerre 1939-45, Alger CFLN-GPRF, 725, Mission militaire française, Direction des Affaires Civiles, Washington, 9-IV-1943, «Plan de stabilisation internationale de la trésorerie américaine», publicado por M. Morgenthau el 6 de abril. 1
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La irresistible intervencion de Estados Unidos en las responsabilidades mundiales Tan coherentes fueron los proyectos de Estados Unidos en el período 1944-45, como su intervención en los asuntos mundiales a partir de 1947, consecuencia de un avance imprevisto de las amenazas a su propia seguridad.
La marcha ciega hacia la Guerra Fría El fracaso de la política de buena vecindad se explica en razón de las fuertes tensiones políticas que irían sucediéndose en diferentes escenarios geográficos (Irán, Europa del Este, el Pacífico). Truman llegó a manifestar: «¡Estoy cansado de mimar a los soviéticos!» El famoso telegrama largo, enviado desde Moscú por George Kennan el 22 de febrero de 1946, aconsejaba, en 8.000 palabras, resistir a la URSS. Desde el Senado, Vandenberg se preguntaba: «¿qué es lo que quiere Rusia hoy?». Los acontecimientos que siguieron a estas declaraciones son de sobra conocidos: el discurso de Fulton de Churchill, el 5 de marzo de 1946, en el que se empleaba por primera vez la expresión «telón de acero»; el desacuerdo ruso-americano en la ONU; la tensión angloamericana-rusa en el norte de Irán (abril de 1946); el fracaso del plan Baruch sobre el control internacional de la energía atómica, las tensiones en Turquía, etc. El discurso del secretario de Estado americano, Byrnes, en septiembre de 1946, confirmó la ruptura: Estados Unidos defendería la unidad política y económica de Alemania, proyecto rechazado por Francia y la URSS. Ello propició la fusión de las zonas inglesa y americana. Del lado ruso, el informe Novikov, embajador de la URSS en la ONU, denunció, el 27 de septiembre de 1946, la instalación de bases militares americanas, la escasa credibilidad del partido demócrata, las diferencias entre las políticas de Roosevelt y Truman, la penetración del capital americano en Europa del Este, la alianza anglo-americana, la explotación de petróleo en Oriente Medio y, en definitiva, un peligro de guerra contra la Unión Soviética ¿Todo estaba perdido? ¡No! la cooperación entre las dos potencias seguía funcionando para asegurar la ejecución de los tratados de paz firmados en Paris (febrero de 1947) con los estados aliados de la Alemania nazi. En septiembre de 1946, el 74 por ciento de los americanos consideraba que ambos países eran responsables de los malentendidos. Sin embargo, lo cierto es que se produjo un giro importante en la actitud de los responsables americanos.
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La reacción frente a la amenaza comunista se basó en la percepción de un peligro que se hizo evidente desde finales de 1946. Truman relegó la lucha anticolonialista. Marshall fue nombrado secretario de Estado, sustituyendo a un Byrnes demasiado conciliador. 1947 fue el año de las conferencias entre ministros de Asuntos Exteriores. El clima de desconfianza se incrementó tras el apoyo de Estados Unidos al gobierno griego contra los rebeldes comunistas. La expresión de la doctrina Truman del containment , el 12 de marzo de 1947, marcó el inició de una política americana de toma de responsabilidades para vigilar a la URSS y reequilibrar las fuerzas en Europa. Sin embargo, la opinión americana no estaba preparada, ni para la guerra, ni para ayudar a los países europeos amenazados. Sólo estaba dispuesta a adoptar algunas medidas de seguridad. El compromiso de Estados Unidos era aún incierto, puesto que el peligro no estaba aún bien definido ¿Existía realmente tal peligro? ¿O se exageró para obtener del Congreso créditos destinados a Grecia y Gran Bretaña? Esta cuestión es aún hoy objeto de discusión. La escuela tradicionalista y realista explica el origen de la guerra fría en el expansionismo soviético. Los revisionistas en la política americana de la puerta económica abierta. Ahora bien, en 1947, Estados Unidos no tenía necesidad de los mercados europeos ¿Se trataba de una estrategia de futuro? Puede ser, puesto que acarrearía, inevitablemente, el compromiso de los presidentes posteriores. Por otra parte, los post-revisionistas hablan de un imperium americano considerado como un mal menor por aquellos que decidieron instalarse en su órbita. Puede que la implicación de Estados Unidos en la guerra fría surgiera del propio convencimiento de que tenían una misión que cumplir, después de medio siglo durante el cual el mundo entero no había cesado de solicitar su ayuda. El Plan Marshall: salvar la democracia en Europa La oferta americana de ayudar a Europa, realizada el 5 de junio de 1947, ¿se enmarca dentro del espíritu de Riga (desconfianza) o del espíritu de Yalta (confianza)? Esta es otra cuestión que aún se debate hoy en día. Unos dicen que al espíritu de Riga, puesto que se materializó tras el discurso de Truman del 12 de marzo de 1947. Otros dicen que al espíritu de Yalta, puesto que la oferta se extendió también a la URSS. El hecho de que la URSS la rechazara aceleró la ruptura en Europa. Para responder a esta cuestión, es necesario conocer primero los intereses a los que respondía la ayuda americana. La ayuda implicaba el cumplimiento de tres condiciones: la unidad de los euro-
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peos, el buen gobierno de Europa, y la utilización correcta de la ayuda2. La unidad europea era un objetivo perseguido por la administración americana, y a la vez aceptado por las élites europeas. Estados Unidos presionó a los gobiernos inglés y francés para crear una organización política europea. El discurso de Bevin en defensa de la Western Union, en enero de 1948, y el Pacto de Bruselas del 17 de marzo de 1948, parecieron complacer a los «europeos» del Departamento de Estado. La administración americana confiaba en Gran Bretaña para unificar Europa. Pero los ingleses no estaban dispuestos a implicarse en tal proyecto. Y, por su parte, la administración de Washington no quería imponer la unidad federal. Aceptó con reservas la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE), una institución intergubernamental destinada a distribuir la ayuda americana y a levantar los obstáculos a los intercambios. No obstante, el director de la ECA en Washington, Paul Hoffman, exhortó reiteradamente a los europeos a la unidad, así lo hizo, por ejemplo, el 31 de octubre de 1949: «¡uníos o la ayuda americana desaparecerá!». La segunda condición era el buen gobierno de los países receptores de la ayuda. «Es necesario que los americanos se inmiscuyan en los asuntos de estos países y les enseñen a gestionar hasta el último dólar», sentenciaba un periodista del US News and World Report3. El buen gobierno consistía en: a) permitir la iniciativa privada, b) incrementar la producción y la productividad, c) liberalizar los intercambios y exportar, d) abrir los TOM (Territoires d’Outre Mer) a las inversiones privadas americanas, e) estabilizar las finanzas interiores y exteriores y f) manifestar una firme solidaridad atlántica. «Nunca antes, a lo largo de la historia, se había visto a un país comprometerse hasta ese punto en asuntos que dependían de la soberanía de otro», escribió el historiador Irwin Wall, haciendo referencia al caso de Francia4. Desde este punto de vista, el Plan Marshall puede considerarse como un arma financiera destinada a estabilizar los estados europeos. La frontera de la seguridad norteamericana se encontraba en Europa. La tercera condición era la correcta utilización de la ayuda, es decir, que no fuera malgastada. La necesidad de vigilar el uso de la ayuda justificó los medios otorgados a la administración del Plan Marshall para inmiscuirse en los asuntos internos de los estados europeos. No Sobre el contexto general de esa ayuda vid. Alfred Grosser, The Western Alliance: European-American Relations since 1945, New York, Vintage, 1982; Gérard Bossuat, L’Europe occidentale à l’heure américaine. Le Plan Marshall et l’unité européenne, 19451952, Bruxelles, Complexe, 1992. 3 Charles H. Kline, 8 de octubre de 1948. 4 Irwin M. Wall, L’influence américaine sur la politique française, 1945-1954, Paris, Balland, 1989, p. 291. 2
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obstante, la realidad obliga a matizar esta afirmación. En Francia, los altos funcionarios criticaron los métodos americanos para el control de la utilización de la ayuda y lograron poner fin a exigencias que consideraron desorbitadas, bien sobre la conducción de las finanzas francesas, bien sobre los controles anti-comunistas o anti-sindicalistas de la ECA. En nombre de la soberanía del estado, rechazaron oficialmente los consejos político-económicos de los americanos, incluso los más pertinentes5. ¿El Plan Marshall fue una cruzada anti-soviética? Los comunistas y los soviéticos lo describieron como una amenaza contra la URSS. Ahora bien, el plan Marshall no fue una ayuda militar, sino una ayuda para la recuperación económica de los países receptores. Aunque, por otro lado, ¿sin la amenaza soviética revelada por Truman el 12 de marzo de 1947, hubiera sido posible una ayuda económica? Tampoco conviene olvidar que el plan Marshall puede ser considerado como una respuesta a la llamada de los europeos, que pasaban por una situación desastrosa en 1947: agotamiento de las reservas de divisas y oro, congeladas durante el dramático invierno de 1946-47, paralización de los transportes, riesgos reales de hambrunas (en Francia, la ración diaria de pan se redujo a 200 gr., esto es, ¡inferior a la de 1945!). En agosto de 1947, Gran Bretaña abandonó la libre convertibilidad de la libra esterlina, pese al préstamo norteamericano de 3.500 millones de dólares. Los mecanismos de Bretton Woods o de la OIC aún no funcionaban. La ONU había fracasado en su intento de restaurar Europa, en tanto que Estados Unidos había suspendido demasiado pronto su ayuda de «Préstamo y Arriendo». El plan Marshall no fue una cruzada anti-soviética. Pero el voto del Congreso en favor de la ayuda económica a Europa, en abril de 1948, fue más fácil de conseguir porque se dramatizaron dos acontecimientos: el nacimiento del Kominform, con la declaración de Szlarzka-Poreba en septiembre de 1947 (doctrina Jdanov), y el golpe de Praga, el 25 de febrero de 1948. Con o sin guerra fría, la ayuda americana era necesaria, dado el estado desastroso de la economía, la sanidad y la moral de Europa en 1947. El miedo americano a una posible inclusión de Europa en el campo de la revolución reforzó esta necesidad. La inversión financiera de Estados Unidos no fue una inversión de guerra fría, sino una inversión democrática, una respuesta inteligente a un panorama europeo inaceptable para la primera potencia mundial. 5 457 AP 20, PB, Washington, 23-XII-1947, 3899-900. Urgent «Aide intérimaire, accord bilatéral». B 33688, Washington, 1-XII-1947. Un tratamiento más amplio en Gérard Bossuat, La France, l’aide américaine et la construction européenne, 1944-1954, Paris, Comité pour l’histoire économique et financière de la France, 1992.
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El compromiso militar y cultural para la protección de Estados Unidos El compromiso militar en el seno de la Alianza Atlántica respondió, al contrario, a la necesidad de hacer frente a una amenaza soviética y comunista. La Alianza fue un compromiso de guerra fría para prepararse a una hipotética guerra caliente. Los acontecimientos se aceleraron tras el bloqueo de Berlín el 24 de junio de 1948 y la creación del nuevo Deustche Mark (DM) en las zonas occidentales. En Europa estacionaron B-29 que podían transportar la bomba A. Algunos historiadores evocan el pánico generado por aquella atmósfera de guerra fría, las dramáticas representaciones del otro. ¡Recientemente se ha vuelto a hablar de la lucha del Bien contra el Mal...! Se desencadenó una espiral del miedo, cuyas causas siguen siendo objeto de discusión. Spaak, ministro socialista de Asuntos Exteriores en Bélgica, declaró a Vichinsky, representante de la URSS en la ONU: «la delegación soviética no debe buscar una explicación complicada a nuestra política ¿Sabéis cuál es la base de nuestra política? Es el miedo, el miedo a vosotros, el miedo a vuestro gobierno, el miedo a vuestra política». El compromiso militar americano en Europa se hizo efectivo en 1949. El 17 de marzo de 1948, cinco potencias de Europa occidental habían firmado el tratado de Bruselas y formado una alianza de defensa mutua y de coordinación económica, la Unión Occidental. Los ministros francés e inglés, Bidault y Bevin, solicitaron a los americanos su apoyo también en tiempos de paz. Estados Unidos aceptó, en junio de 1948, renunciar a su non entenglement (o rechazo a compromisos problemáticos). El tratado del Atlántico Norte fue firmado en Washington el 4 de abril de 1949 por 12 países occidentales. El Senado de Estados Unidos lo ratificó por 82 votos contra 13. Mediante una fórmula indirecta se amplió a España con el acuerdo bilateral del 26 de septiembre de 1953. En consecuencia, Estados Unidos había decidido que su seguridad no sólo dependía de la posesión de la bomba atómica y del control del Atlántico, sino también de su presencia en el Rhin y el Mediterráneo ¿Por qué? Porque se sintieron directamente amenazados. Completaron su compromiso mundial trasladando a Asia la doctrina del containment. Sin embargo, pese a los 3.000 millones de dólares de ayuda otorgados a la China nacionalista, los comunistas de Mao-Tsé-Dong fundaron, el 1 de octubre de 1949, la República Popular de China. Desde entonces, los americanos quedaron confinados a proteger a los nacionalistas de Jiang Jeshi en Taïwan. El compromiso americano se expresó, además, en forma de una intensa propaganda cultural y mediática, cuyo objetivo era enseñar al mundo los valores de la sociedad americana (ley Smith-Mundt del 27 de enero de 1948). La Office of International Information se ocupó de la prensa, la radio y el cine. La Office of Educational Exchange gestionó los
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intercambios con el extranjero. En 1950, Truman lanzó the Campaign of Truth, destinada a expandir la libertad de información en el mundo para combatir la propaganda soviética. La implicación de Estados Unidos en la guerra fría fue total. No como una política programada de antemano, como la política de buena vecindad de Roosevelt, sino como una reacción violenta a un peligro que consideraban inminente. La apuesta de Estados Unidos por la unidad europea El mesianismo americano reclama una Europa unida El mesianismo americano, esto es, la auto-identificación de Estados Unidos como el faro del siglo XX, constituyó un poderoso elemento de apoyo a la integración europea. La aspiración de las élites americanas a la unidad europea era un factor antiguo, no coyuntural ni de guerra fría. Procedía de una vasta reflexión sobre cómo reorganizar el mundo para asegurar la paz. Así lo atestigua John Foster Dulles, presidente del Consejo federal de las Iglesias de Cristo durante la guerra, en el opúsculo Long Range Peace objectives, fechado el 18 de septiembre de 1941, en el que proponía la reorganización de Europa continental en una comunidad federada (federated commonwealth). Afirmaba que el restablecimiento de una soberanía plena y total en los estados europeos sería «una locura total»6. Muchas otras personas compartían estas ideas. Pierre Mélandri ha señalado, en este sentido, la afinidad de pensamiento de Clarence Streit, Dulles y Monnet. La revista Fortune, de Henry Luce, que actuaba como portavoz de los grandes bancos y cartels americanos, formulaba idénticas consideraciones. La situación desastrosa de Europa en 1945 y las preocupaciones humanitarias en 1947 reforzaron el mesianismo pro-europeo de las elites americanas. Dulles, Vandenberg, Lippman, Sumner Welles organizaron esta corriente. El mismo Congreso se sumó al movimiento votando las resoluciones de los senadores Fulbright y Thomas —próximas a Coudenhove-Kalergi— y del representante Boggs. Se exhortó al Congreso a «favorecer la creación de los Estados Unidos de Europa, en el marco de las Naciones Unidas»7. Los pro-europeos se orga6 AME 66/20/14, Toward World Order, 5-III-1942, J.F. Dulles, Ohio Wesleyan University. Vid. también J. Laptos and M. Misztal (eds.), American attitudes to the European Integration, State department debates on the Mid-European Union, 1942-1944, Krakow, Wydawnictwo Naukowe Alkademii Padagogicznej, 2000. 7 Mélandri, Pierre, Les Etats-Unis face à l’unification de l’Europe, 1945-1954, Paris, Eds. A. Pédone, 1980, pp. 80-81.
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nizaron en un «Comité americano por una Europa unida», bajo la presidencia del senador Fulbright8. Ciertas elites americanas consideraban que el siglo XX era un siglo americano (H. Luce, Life), y atribuyeron a Estados Unidos el derecho a mostrar a Europa y al resto del mundo el camino a seguir9. Este camino pasaba por la unidad europea. La integración formaba parte del pack ideológico americano suministrado con el Plan Marshall y la ayuda militar. La unidad europea debería fundarse en valores simples, conocidos, incluso ya aceptados en Europa, pero ahora sistematizados y propuestos como un conjunto no negociable: a) salarios altos para las clases medias y los obreros, b) viviendas decentes, destinadas a una sociedad diferente a la de los comunistas o a la de los dirigistas franceses; c) conquista de la opinión pública: vender el proyecto de sociedad, popularizar el modo de vida americano, los éxitos y valores de la sociedad americana, d) el buen gobierno, del que se ha hablado previamente. He aquí los valores de los futuros Estados Unidos de Europa, desde el punto de vista americano. La definición de una política de unidad en Europa por el State Department Para abordar el tema de la unidad europea vista por Estados Unidos a partir de 1950, hay que conocer la directiva número 68 del National Security Council (NSC/68), aprobada por el presidente el 15 de abril de 1950. Esta directiva redefinió la política de seguridad aplicada por Estados Unidos tras la llegada al poder de Mao y la explosión de la bomba A soviética el 29 de agosto de 1949. Recordemos algunas de sus líneas: «La Unión Soviética, en forma diferente de anteriores aspirantes a la hegemonía, actúa animada por un nuevo fanatismo, contrario El American Committee for a United Europe, con un efectivo más bien escaso (180 miembros fundadores, que llegaron a 660 al final del primer año), se dotó de una doble misión en apoyo al proceso de unificación europea: ayudar a las organizaciones que obraban en este sentido (de marzo de 1949 a marzo de 1951, cerca de 300.000 dólares fueron distribuidos en Europa) y promover la idea europea en Estados Unidos. Para responder a este último objetivo, el Comité publicó bimensualmente (mensualmente a partir de 1950), el cuadernillo News from the ACUE, destinado a dar a conocer y secundar los progresos europeos, además de diversos folletos con una tirada que osciló entre los 10.000 y los 30.000 ejemplares. 9 Vid. el texto presentado por Nicolas Vaicbourdt al coloquio de Essen de mayo de 1996: «El Departamento de Estado y los proyectos de instituciones europeas, 1953-1959», y del mismo autor «Les ambitions américaines pour l’Europe, 19451960», en Gérard Bossuat et Nicolas Vaicbourdt (dirs.), États-Unis, Europe et Union européenne. Histoire et avenir d’un partenariat difficile (1945-1999), Berne, Peter Lang, 2001, pp. 17-49. 8
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para nosotros, y pretende imponer su domino sobre el resto del mundo»10. La amenaza dejaba entrever los riesgos de destrucción termonuclear. Estados Unidos se alzó como el guardián de la libertad y designó a la URSS (junto a la China comunista) como el enemigo. Había que construir sociedades libres, lo cual equivalía a construir sociedades prósperas en términos políticos y económicos, y había que movilizar al mundo occidental para un eventual enfrentamiento contra la URSS. Estados Unidos se dispuso, pues, a poner en marcha una gran estrategia de containment mundial. La primera aplicación de esta directiva tuvo lugar el 25 de junio de 1950, cuando Estados Unidos decidió defender a Corea del Sur, atacada por Corea del Norte. La segunda aplicación se materializó en la decisión de construir la bomba H, operativa desde 1954, y una serie de nuevos bombarderos, los B-52. ¿Qué consecuencias tuvo para la unidad europea esta política americana de seguridad? En principio, el tema de la unidad europea no ocupó un lugar prioritario entre los objetivos de la directiva NSC/68, si bien fueron frecuentes las declaraciones sobre la necesidad de una cooperación intereuropea para el desarrollo militar de la Alianza y la salud económica de Europa. La NSC/68 incidía en 4 consideraciones: a) mantenimiento en Europa de presupuestos militares limitados, b) guerra preventiva, c) alejamiento de Estados Unidos del centro de Europa (estrategia periférica), d) aumento de las capacidades de defensa del mundo libre. Ahora bien, el presidente, Harry Truman, y el secretario de Defensa, Louis Johnson, privilegiaron la solución d) e incidieron en la necesidad de una unidad económica y política de Europa occidental en el seno de la comunidad atlántica. La unidad europea aportaría también sus frutos en el caso de una guerra limitada a Europa. En julio de 1951, Eisenhower, comandante supremo de la OTAN, afirmo que «la unidad es la primera condición para que una potencia se desarrolle en toda su plenitud»11. Por otra parte, Estados Unidos pensó que la unidad europea podría ser útil para conseguir que los países europeos participasen en los gastos de seguridad. En febrero de 1952, en el transcurso de la conferencia de la OTAN de Lisboa, se lanzaron tentativas en este sentido. Pero los europeos se mostraron dubitativos. Foster Dulles, el nuevo secretario de Estado americano, consideraba que una Europa unida, fuerte en términos económicos —e incluso militares—, haría estallar el mundo comunista12. En fin, la unidad era el requisito de la reunificación alema10 NSC/68. «Prologue to rearmament» por Paul Y. Hammond, en Warner R. Schilling, Paul Y. Hammond y Glenn Snyder, Strategy, Politics, and Defense Budgets, Columbia University Press, 1962. 11 Vaicbourdt, op. cit., p. 9. 12 Vaicbourdt, op. cit., p. 10.
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na y de su rearme al servicio de la Alianza Atlántica. Para ello, había que comenzar por el acercamiento franco-alemán. Los dirigentes americanos habían diseñado el marco ideal. La unidad europea era indispensable para lograr la felicidad y prosperidad de los pueblos de Europa, para combatir ideológicamente al mundo soviético, para reforzar la defensa occidental y para «civilizar» Alemania. El objetivo coyuntural del doble containment (ruso y alemán) sería alcanzado, y con ello también el del mesianismo americano. El apoyo optimista de Estados Unidos a las primeras instituciones europeas Esta visión americana de la unidad europea explica el respaldo de Estados Unidos al Plan Schuman y a la Comunidad Europea de Defensa (CED). El Plan Schuman sorprendió a los americanos. Truman y Acheson manifestaron su entusiasmo. El proyecto implicaba la integración de Alemania en el bloque occidental. El Alto Comisario americano en la RFA, John Mac Cloy, el representante de la Tesorería, Robert Tomlinson, y el director del Policy Planning Staff, Robert Bowie, también expresaron su apoyo. El Plan Schuman fue aplaudido por aquellos que consideraban imprescindible reforzar el mundo libre. En este sentido, la oficina europea del Departamento de Estado aceptó el Plan Schuman más en razón del acercamiento franco-alemán, que por sus virtudes económicas, e incluso sintió que no fuera un órgano de integración militar. También lo respaldaron aquellos que defendían la unidad europea como resultado de su visión mesiánica, junto a aquellos otros a los que preocupaba Alemania13. La llegada al poder de los republicanos, en enero de 1953, pareció un buen momento para conseguir la ratificación de la CED en Europa. El nuevo Departamento de Estado era muy europeísta: el secretario de Estado, John Foster Dulles, el secretario de Estado adjunto, Bedell-Smith, y numerosos consejeros políticos (entre ellos Robert Murphy, Douglas Mac Arthur Jr. y Robert Bowie). Dulles se implicó a fondo en el proyecto de la CED, al que atribuyó ciertas connotaciones idealistas, si bien creía firmemente que la CED reforzaría el blo13 Holger Schröder, Jean Monnet und die amerikanische Unterstützung für die europäische Integration, Frankfurt, 1994, pp. 101-129; Klaus Schwabe, «Ein Akt konstruktiver Staatskunst. Die USA und die Anfänge des Schuman-Planes», en Klaus Schwabe (ed.), Die Anfänge des Schuman-Planes, Baden-Baden, 1988, pp. 211-240; John Gillingham, Coal, Steel, and the Rebirth of Europe, 1945-1955, Cambridge, 1991, pp. 275-281.
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que occidental al integrar el rearme alemán en el tablero atlántico y permitiría un día a Estados Unidos retirar sus efectivos militares de Europa. La CED poseía un enorme potencial político, económico y cultural. El fracaso del proyecto, debido a la negativa de la Asamblea Nacional francesa, disgustó a sus actores y perturbó las relaciones atlánticas. El 1 de septiembre de 1954, tanto Eisenhower como Dulles expresaron su tristeza y contuvieron su cólera. Descartaron dejar a Francia de lado (agonizing reappraisal), lo cual hubiese alegrado a los soviéticos. Pero el comportamiento del secretario de Estado, Foster Dulles, arruinó esta actitud inicialmente moderada. De camino a Extremo Oriente, hizo escala en Bonn y Londres, y evitó ostensiblemente Paris. El problema inquietaba al Departamento de Estado: ¿Qué hacer ahora? ¿Construir una gran comunidad atlántica con instituciones comunes?14 ¿O forzar a los Seis a la integración, si la seguridad de Estados Unidos no disponía de otra alternativa? Un documento del Policy Planning Staff, inspirado por el brillante atlantista Léon Fuller, afirmó que Estados Unidos debía identificar sus intereses con los de una Europa libre y unida hasta el punto de crear instituciones comunes15. Dudando del proyecto de Europa federal de Dulles y Monnet, se proponía la creación de una Asamblea Atlántica común de carácter consultivo, pero también compartir con los estados europeos las informaciones relativas al armamento atómico y el mando militar del Strategic Air Command. Théodore C. Achilles, Chief of Mission en la embajada de Estados Unidos en París, advirtió que si la Europa unificada iba a transformarse en una tercera fuerza incontrolable, interesaba a Estados olvidar la integración de los Seis e integrar «a los europeos libres con nosotros de la forma más firme posible». Tras el fracaso de la CED, existía la tentación de optar por la solución de construir una comunidad atlántica de pueblos libres16. La actitud de los atlantistas del Departamento de Estado era un contragolpe esperado tras el fracaso de la política europea de Dulles. La 5 D 101, caja 88, Europe, Draft, 10-VI-954, Fuller, «An appraisal of US Policy respecting Europe», 38 p. [Leon W. Fuller era miembro del Policy Planning Staff desde el 26-IX-1954. Hombre de gran talento, marcado por su «afectividad» hacia los británicos y receloso de las construcciones europeas federales]. 15 NSC 9, NSC 5433, copia n° 64, 16-IX-1954, »Immediate US policy toward Europe». 16 RG 84, Paris Embassy, Top Secret General Records, 1954, caja 20. Th. C. Achilles to American embassy, Paris, 30-IX-1954 [Theodor C. Achilles fue el vice-representante americano en el Consejo de la OTAN, jefe de misión adjunto en la Embajada de Estados Unidos en Francia desde abril de 1952, y jefe de mision y ministro en la Embajada de octubre de 1954 a mayo de 1956]. 14
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integración europea pasaba a ser, más un medio de ganar la guerra fría, que de construir una identidad europea, en contra de la opinión de los europeístas americanos. Todavía con un talante «mesiánico», Dulles apoyó en 1957 la EURATOM (integración de los Seis en el campo atómico civil), puesto que se trataba de una federación europea destinada a la renovación cívica de las sociedades europeas17. David Bruce afirmó: «Dulles mantuvo una firme confianza en lo que entonces se consideraba la integración europea en todas sus manifestaciones». Como también resaltó W. Walton Butterworth, embajador americano: «Dulles siempre tuvo una sincera convicción sobre la conveniencia de la integración europea»18. El Departamento de Estado, dominado por los europeístas, se opuso finalmente a la idea de fundir todas las Asambleas europeas regionales en una sola. Estados Unidos defendió entonces los nuevos tratados europeos del 25 de marzo de 1957. Los europeístas del Departamento de Estado eran conscientes de que la lucha contra la URSS excluía la conversión de los aliados europeos en simples marionetas (supine puppets). Pero cada vez que Francia, o el tándem franco-alemán, o alguno de los países miembros del Mercado Común, rechazaba la unidad europea, los dirigentes americanos manifestaban su deseo de integrar las instituciones europeas en el seno de la OTAN, cuya estructura les proporcionaba mayores garantías de seguridad. Sin embargo, había pruebas evidentes de que Estados Unidos había aceptado la unidad europea, al considerar que ello reforzaría la seguridad general del mundo libre. *
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A pesar de sus tendencias aislacionistas, Estados Unidos acabó por inmiscuirse en los asuntos mundiales. En primer lugar, a consecuencia de las llamadas de ayuda de las democracias europeas en 1917 y en 1939. Más tarde, bajo el peso de los acontecimientos ocurridos desde 1945. Por último, en razón del mesianismo americano, de la confianza en una solución americana para poner fin al caos que reinaba en Europa después de más de dos siglos. En consecuencia, Estados Unidos propuso al mundo, y a veces impuso, un sistema de vaVaicbourdt , op. cit., p. 5. The John Foster Dulles Oral History Project, Princeton University, transcript of a recordial interview with ambassador David K. E. Bruce, Dr. Philip A. Cowl, interviewer. Londres, 9 de junio de 1964, p. 6. Interview with ambassador W. Walton Butterworth. Ottawa, Ontario, Canada, 8 de septiembre de 1965, p. 30 [David K. Bruce fue consejero especial del secretario de Estado de enero de 1955 a marzo de 1957, embajador en la RFA y jefe de misión en Berlin a partir de marzo de 1957]. 17 18
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lores, del cual se discuten las buenas intenciones, pero que se expandió como si las fuerzas dialécticas de la Historia (dialógicas, según E. Morin) debieran desaparecer, y con ellas cualquier otro proyecto de sociedad. En Europa, una de las zonas más sensibles para la seguridad americana, la actuación de Estados Unidos osciló entre el idealismo unitario europeo y la instrumentalización de la unidad europea para ganar la guerra fría. Concluiré con una cita de un documento fechado el 12 de septiembre de 1952 y atribuido a consejeros del secretario de Estado (SD o US Mission to Nato or Regional European organisation). En él se dice que la unidad europea no tenía más valor que como una mera respuesta a los intereses americanos: «Si por integración entendemos el establecimiento de un poder central independiente a instituciones supranacionales en Europa, podemos, visto el papel histórico de Alemania en este siglo, y visto el potencial de desarrollo de las políticas alemana, italiana y francesa, encontrar nosotros mismos impulsos e intereses internos que no tienen necesariamente que coincidir con los americanos»19. Un funcionario del Departamento de Estado (más en concreto del Office of European Regional Affairs) afirmó: «Debemos aceptar como un hecho que una Europa unida pueda convertirse en una tercera fuerza, cuyo tamaño y poder le otorguen una independencia respecto al dominio y control de Estados Unidos». Pero entonces, ¿se permite a la Unión Europea tener su propia política y sus propios valores? Los europeos de hoy en día deben comprender que el compromiso mundial de Estados Unidos suscitará, necesariamente, tensiones con la Unión Europea. (Traducido del francés por Esther M. Sánchez Sánchez)
19 Plans and Policy Planning Staff: «What can we do to help European Institutions for Integration and to insure that they develop in a Manner consistent with our policy towards Atlantic Community», sin fecha, 7 páginas dactilografiadas. RG 469, USRO, Executive Secretary, caja 13, 12-IX-1952.
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EL RÉGIMEN FRANQUISTA Y ESTADOS UNIDOS. DE ENEMIGOS A ALIADOS FLORENTINO PORTERO
Durante años la historiografía nacional ha reconocido que la historia de las relaciones internacionales, y en particular la historia de la política exterior española, ha sido una de las especialidades menos desarrolladas en nuestro país. Afortunadamente, en estos últimos quince años se ha hecho un esfuerzo importante por cubrir esta laguna, si bien con resultados desiguales. Las relaciones con Estados Unidos han ocupado un destacado lugar desde 1936 hasta nuestros días, pero fue en los años del Franquismo cuando su importancia fue mayor, mereciendo el calificativo de estratégicas para los intereses de aquel régimen político. Por esta razón han sido muchos los estudios realizados y publicados sobre este tema poniendo, según los casos, mayor atención en los aspectos diplomáticos, defensivos, comerciales y económicos, o culturales. Trataré de presentar las líneas maestras de las políticas de ambos estados, en un contexto determinado pero cambiante, y sin perder la perspectiva histórica de una relación que empezó antes de que el general Franco se convirtiera en Generalísimo y continúa en nuestros días sin merma de importancia en el conjunto de nuestra acción exterior. Las relaciones entre ambos países se habían mantenido en un tono menor durante las décadas precedentes a la II Guerra Mundial. A pesar de la participación española en las guerras de la independencia americana, apoyando a los colonos en compañía de Francia con el objeto de debilitar al Reino Unido1, los vínculos a lo largo de fines del Para un análisis sobre el papel de España en las guerras de independencia norteamericanas vid. Eric Beerman, España y la independencia de Estados Unidos, Madrid, Mapfre, 1992. 1
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siglo XVIII y el siglo XIX habían sido limitados. Las colonias independientes concentraron su energía en la conquista y ocupación del país y España avanzó en su proceso de decadencia, para al final tratar de poner en pie un régimen político de corte liberal. Años después, el choque de intereses hispano-norteamericanos en el Caribe y en el Pacífico produjo un intenso y violento reencuentro, que provocaría la mayor humillación que España ha sufrido en la época contemporánea. Los combates navales en Cuba y Filipinas entre la vieja Flota española y la moderna Armada norteamericana, con el resultado del hundimiento de la primera sin apenas bajas por parte de la segunda, representaron en su momento todo un símbolo del contraste entre las potencias emergentes y aquellas otras inmersas en procesos de decadencia2. La pérdida de las últimas colonias ultramarinas dio paso a un enfriamiento de las relaciones bilaterales, aunque no encontramos pruebas de una corriente de antinorteamericanismo, como en ocasiones se ha afirmado. Durante la monarquía de Alfonso XIII y la II República la relación fue distante, aunque en el terreno comercial los intercambios fueron creciendo. La perspectiva norteamericana Esa baja intensidad de relación diplomática se quebrará con el estallido de la II Guerra Mundial, un hecho mayúsculo en las relaciones internacionales que llevará a Estados Unidos a revisar su política tradicionalmente aislacionista para vincularse, tras los sucesos de Pearl Harbor, a la política europea. Este hecho determinará un reencuentro entre ambos países, una refundación de su relación, que tendrá como punto de partida la experiencia de la Guerra Civil española, ante la que Estados Unidos adoptó una posición de neutralidad y distanciamiento, aunque comprensiva hacia la causa de los militares y crítica hacia una República que no representaba la causa democrática, que perseguía la religión y que tenía una fuerte carga de revolución social y política3. 2 Entre otros textos clásicos siempre resulta interesante la lectura de José María Jover Zamora, 1898. Teoria y practica de la redistribucion colonial, Madrid, Fundacion Universitaria Española, 1979. Conferencia pronunciada en la Fundación Universitaria Española el día 18 de enero de 1978. José Varela Ortega, «Aftermath of Splendid Disaster: Spanish politicas before and after the Spanish American War of 1898», Journal of Contemporary History , nº 15 (1980) pp. 317-44. 3 Claude G. Bowers, Misión en España. En el umbral de la Segunda Guerra Mundial, 1933-39, Barcelona, Editorial Grijalbo, 1977; Allen Guttmann (ed.), American neutrality and the Spanish Civil War , Boston, Heath, 1963; Douglas Little, Malevolent Neutrality. The United States, Great Britain and the Origins of the Spanish Civil War, Ithaca, Cornell University Press, 1985; Richard P. Traina, American Diplomacy and the Spanish Civil War, Bloomington, Indiana University Press, 1968.
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Hasta el ingreso en la Alianza Atlántica, España fue vista desde Washington como una anomalía, en mayor o menor medida según las circunstancias, pero siempre como un Estado fuera del modelo que seguía Europa Occidental. Por esta razón, la diplomacia norteamericana se vio obligada a dedicar especial atención al proceso político español, a evaluar sus propios intereses estratégicos y a arbitrar una política ad hoc que conjugara su política general europea con la específica que requería el caso español. Pero España no fue sólo una anomalía. Desde 1939 hasta la década de los años sesenta fue también un problema para la diplomacia norteamericana. En un primer momento las simpatías del régimen por la Alemania nazi, no siendo una buena noticia, resultaban comprensibles por la ayuda recibida durante la Guerra Civil. Pero el comportamiento de las autoridades del Franquismo evolucionó rápidamente en contra de los intereses americanos y a favor de una mayor aproximación hacia las potencias del Eje —en sentido político, diplomático y militar. La diplomacia norteamericana, en conjunción con la británica, tuvo que emplearse a fondo para forzar un distanciamiento entre Madrid y Berlín, dejando claro al gobierno franquista que sus intereses vitales aconsejaban una menor o más limitada intervención. Hasta el último momento Franco pareció convencido del éxito alemán y sostuvo, si bien moderadamente, líneas de ayuda y colaboración. Tras la II Guerra Mundial el rechazo internacional al régimen colocó a los norteamericanos en la incomoda posición de rechazar la imposición de sanciones diplomáticas y económicas que pudieran desestabilizar la situación nacional, dando paso a un nuevo conflicto civil o a una dictadura comunista, precisamente cuando exigía a la Unión Soviética el respeto a las libertades en los Estados que habían quedado bajo su ámbito de influencia. Superada esa amenaza, si bien sólo parcialmente, Washington siguió con gran preocupación la desastrosa gestión económica del gobierno de Franco. A pesar de la propaganda oficial, en gran medida las penurias que padecía la sociedad no eran debidas al bloqueo internacional, que nunca existió, sino a la delirante política autárquica que Suanzes ejecutaba con el beneplácito del Caudillo4. El sueño de una economía soberana, donde todo lo que se necesitaba podía ser producido en casa, sin valorar su coste, resultaba un atentado contra la Economía y una vía segura hacia el desastre. Los funcionarios norteamericanos temían una crisis económica que provocara la desestabilización incontrolada del régimen, creando una situación de la que se podrían aprovechar los secLa revisión más reciente de este aspecto fundamental de la historia del primer franquismo en Elena San Román, Ejército e industria: el nacimiento del INI, Barcelona, Crítica, 1999. 4
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tores más radicales de la oposición. La perspectiva de una nueva guerra civil en el Mediterráneo, con el trasfondo de la experiencia griega y en plena Guerra Fría, era una lógica preocupación de los dirigentes de Washington. La relación entre Estados Unidos y la España franquista fue siempre desigual. Por una parte encontramos al vencedor de la contienda mundial, que sale de ella con su territorio indemne y su capacidad productiva a un elevado rendimiento. Frente a él hallamos a un país destrozado por una Guerra Civil, que ha sufrido en su comercio exterior por las posiciones que su gobierno ha adoptado en el terreno de la política internacional y cuya economía está en manos de incompetentes. En otro nivel nos encontramos con la potencia más influyente del planeta, que tras las explosiones nucleares de Hiroshima y Nagasaki se ha convertido en una «superpotencia», frente a un Estado que sufre aislamiento diplomático por las connivencias de su régimen con los gobiernos de las potencias del Eje. En estas coordenadas, marcadas por una profunda desigualdad, habrá de desarrollarse su relación. Negociación tras negociación encontramos repetidos comportamientos por ambas partes, reflejo de esta situación. Estados Unidos se aprovechó de ella para lograr unos Acuerdos que, como más adelante veremos, resultaron muy desequilibrados. Su firmeza pudo también con las resistencias españolas a la hora de la periódica renovación del vínculo bilateral, reduciendo la ayuda, manteniendo las privilegiadas concesiones de 1953 y poniendo en evidencia los estrechos márgenes internacionales entre los que se movía el régimen del general Franco. Para la sociedad norteamericana y para la clase política establecida en Washington España era un país europeo. La política diseñada siempre quedó enmarcada en el conjunto de la política europea, respondiendo a los objetivos generales que hacia este continente se habían establecido y que, en gran medida, suponían el traslado a Europa de su propio sistema de organización social, derivado del primer liberalismo europeo y que, a su juicio, había tenido allí una mejor evolución5. A riesgo de ser esquemático, podríamos sintetizar en tres puntos este modelo político: — Democracia. Un sistema representativo y garante de los derechos humanos sería la mejor defensa ante la influencia de las doctrinas nazi-fascistas o comunistas, responsables de los desastres que venían asolando Europa desde principios de siglo. 5 Una obra clásica sobre la política europea de Estados Unidos es Robert A. Pollard, Economic Security and the Origins of the Cold War, 1945-1950, New York, Columbia University Press, 1985.
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— Desarrollo económico. La rápida recuperación de las economías europeas permitiría reconstruir una base de clases medias, imprescindible para asegurar la estabilidad del sistema democrático, y garantizar a las clases bajas trabajo y retribución. Una rápida recuperación actuaría como cortafuegos de la influencia comunista, que se extendería más fácilmente en una situación de crisis y desempleo. — Unidad continental. Frente a la amenaza soviética y ante los retos que la reconstrucción política, social y económica imponía, la unión entre los estados europeos era la fórmula más eficaz. En ese sentido el mecanismo ideado para administrar los fondos del Plan Marshall animó un proceso de unificación que tendría enorme desarrollo en las siguientes décadas. Estados Unidos trató de que Franco diera paso a la Monarquía para asentar un régimen democrático e integrar a España en los procesos que estaban ahormando la nueva Europa. Cuando comprobaron que las medidas empleadas no eran suficientes, asumieron la continuidad de Franco como mal menor y trataron de vincular, en la mayor medida posible, España a las naciones de su entorno —Plan Marshall, Alianza Atlántica— para facilitar en el futuro su plena integración. No hubo una política específicamente española, más allá de lo que las circunstancias exigieron. La presión para que España no entrara en la Guerra o para que Franco diera paso a la Monarquía, el rechazo final a la participación en el Plan Marshall o al ingreso en la Alianza Atlántica sólo pueden ser comprendidos en el marco de la política europea de Estados Unidos6. En este sentido podemos afirmar que en todo momento España fue partícipe del sistema de relaciones europeas, si bien en una poco decorosa posición caracterizada por un fuerte componente anticomunista. La razón última por la que Estados Unidos acabó aceptando como mal menor al general Franco fue el miedo a que los comunistas aprovecharan la situación posterior a una desestabilización provocada desde el exterior del régimen. El resultado fue que, a diferencia de lo que ocurría en su relación con otros estados europeos, la Administración de Washington no podía hablar con los dirigentes de Madrid sobre la defensa de las libertades frente a la amenaza soviética, estaban abocados a un discurso meramente anticomunista y negativo. Los Acuerdos de 1953, remedo de una fallida participación de España en el Plan Marshall y en la Alianza Atlántica, tuvieron un contenido fundamentalmente militar. Para Estados Unidos el elemento sustancial de su relación con España fue su incardinación en el sistema 6 He tratado este tema con mayor detalle en Florentino Portero, Franco aislado. La cuestión española (1945-1950), Madrid, Aguilar, 1989.
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de seguridad occidental mediante un conjunto de facilidades para el despliegue de sus fuerzas armadas. Una vez más nos encontramos con una aproximación europea de Estados Unidos hacia España. El Pentágono no diseñó una organización de sus fuerzas en España determinada por la relación bilateral. Bien al contrario, la enmarcó en el conjunto de su despliegue europeo. Las unidades de todo tipo que se situaron en las bases españoles, o que utilizaron en algún momento sus servicios, estaban asignadas o en coordinación con los mandos de la Alianza Atlántica. La existencia de circunstancias políticas que impedían el ingreso de España en la Alianza no fue interpretada por las autoridades de Washington como un obstáculo permanente para la definitiva normalización de relaciones. España seguiría en Europa, pero Franco daría paso, más tarde o más temprano, a una nueva situación política. El valor estratégico de las bases no fue siempre el mismo, sino que estuvo afectado por la evolución de los medios técnicos. La tecnología de misiles restó importancia a los grandes bombarderos, como el mítico B-52 Stratofortress, la capacidad de aprovisionamiento en vuelo redujo la dependencia de bases adelantadas y los submarinos fueron ganando autonomía, requiriendo menor apoyo en el Mediterráneo. Los norteamericanos no compartieron con las autoridades españolas su valoración sobre el uso de las bases y resistieron las exigencias planteadas en cada renovación. Al fin y al cabo, eran unas bases entre otras posibles. La relación bilateral, más que los Convenios en sí, tuvo un importante componente económico. Como ya hemos comentado con anterioridad, Estados Unidos estaba preocupado por los efectos sociales y políticos que la crisis económica podía provocar, caldo de cultivo para el crecimiento de movimientos políticos radicales. Al fracasar el intento norteamericano de incluir a España en el Plan Marshall hubo que arbitrar un conjunto de mecanismos que hicieran posible la ayuda a España. Hubo ayuda financiera directa, se facilitó el acceso a fondos de entidades internacionales y a la llegada de inversiones privadas. Aunque por parte española se ha discutido mucho si el monto total era o no suficiente y si la ayuda supuso o no un cambio sustancial en la actividad económica, lo realmente importante fueron los cambios que la presión norteamericana logró en la política económica española. Para la administración de Washington el problema fundamental de la economía española no estaba en la falta de inversiones sino en su desastrosa política. Por lo tanto la mejor ayuda no era proporcionar fondos, que mal administrados sólo lograrían perpetuar el modelo vigente, sino forzar la desaparición de esa mala política. Al vincular la ayuda a determinados cambios en el modelo de gestión económica, se comenzó a resquebrajar la política autárquica y a preparar los cambios más im-
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portantes que llegarían con el Plan de Estabilización de 1959, dando paso a una política de corte más liberal dirigida por profesionales. Si la ayuda tuvo una repercusión limitada, la transformación del modelo económico tuvo efectos extraordinarios7. La perspectiva española La opción pronorteamericana del régimen franquista no fue el resultado de un deseo sino de una decepción. Finalizada la II Guerra Mundial, España quedó situada en el bando perdedor. Un conjunto de elementos vinculaba la España Nacional al Eje: la ayuda recibida de Alemania e Italia durante la Guerra Civil, las simpatías y coincidencias ideológicas tantas veces reivindicadas, las propuestas franquistas a Hitler para entrar en la guerra con la toma de Gibraltar y el consiguiente reparto de las colonias francesas, los acuerdos de Hendaya, la no-beligerancia, la División Azul, la ayuda a la inteligencia militar alemana en nuestro propio territorio, o la prestada a las unidades militares alemanas en el sur de Francia y a la Armada en nuestros puertos y aguas de soberanía8. Para una buena parte de la ciudadanía europea, en especial aquella que por su militancia izquierdista había vivido con intensidad la suerte del Frente Popular, la pervivencia de la España de Franco tras la caída del Eje resultaba intolerable. El miedo a las consecuencias de la desestabilización del régimen llevó a varios gobiernos a preferir un aislamiento limitado, que se definiría tras el fracaso de la vía más radical inaugurada con la resolución adoptada por la Asamblea General el 12 de diciembre de 1946, recomendando la retirada de embajadores de Madrid y posponiendo para el año siguiente la adopción de sanciones, a la vista de la evolución de la situación política. El régimen no se transformó en una monarquía democrática pero las sanciones económicas no fueron aprobadas. Proclamada ya la Guerra Fría la apertura de una crisis en España resultaba altamente inoportuna. Es mucha la literatura sobre la importancia de la ayuda económica española. De consulta imprescindible es Ángel Viñas et al., Política comercial exterior en España (1931-1975), Madrid, Banco Exterior de España, 1979, 3 vols. La última revisión del tema en Fernando Termis Soto, Los límites de la «amistad estable». Los Estados Unidos y el régimen franquista entre 1945 y 1963, Tesis Doctoral leída en el Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid, 2000. 8 Para leer buenos análisis sobre el papel de la España franquista durante la II Guerra Mundial consultar Paul Preston, Franco «Caudillo de España», Barcelona, Grijalbo, 2002; Javier Tusell, Franco, España y la II Guerra Mundial. Entre el Eje y la neutralidad, Madrid, Temas de Hoy, 1995. 7
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Los embajadores volvieron, las relaciones comerciales continuaron incrementándose, pero España no fue admitida en ninguno de los nuevos organismos europeos de alto contenido político: el Consejo de Europa, las Comunidades Europeas y la Alianza Atlántica. Europa occidental había iniciado un trascendental proceso de unificación asentado sobre valores democráticos y en los que no había lugar para un Estado que a más de dictadura tenía serios vínculos con las potencias del Eje. Ante las presiones norteamericanas para su ingreso en el Plan Marshall y en la Alianza Atlántica, la respuesta europea fue siempre la misma: si lo que nos une no son las libertades sino el anticomunismo, la cohesión en torno a estos proyectos se romperá por parte de las formaciones de izquierda9. Despreciada por sus vecinos, España halló limitada comprensión en el mundo árabe, en proceso de descolonización, y en algunas repúblicas latinoamericanas, más por defensa del principio de no intervención en asuntos de un Estado soberano que por simpatías con el régimen franquista. Pero estas ayudas no eran suficientes ante la dimensión de los problemas que tenía ante sí. La única opción viable era Estados Unidos, la superpotencia que estaba asumiendo su nuevo papel de cabeza del bloque occidental frente a la amenaza soviética, recién presentadas y asumidas las «estrategias de contención» y en proceso de elaboración la estructura de despliegue de las fuerzas armadas norteamericanas en el mundo para cumplir su misión de tapón del expansionismo soviético. La presencia militar norteamericana en bases españolas fue algo buscado por la diplomacia española. Franco fue quien primero planteó la cesión del uso de bases españolas para el despliegue norteamericano en Europa, un cebo para ganarse su interesada amistad10. En el marco de la Guerra Fría y, más concretamente, de la Guerra de Korea, la cesión de las bases para el Strategic Air Command suponía un serio compromiso que Estados Unidos sabía apreciar. La relación no resultaba fácil de asumir para la clase dirigente del régimen. Estados Unidos representaba, más que ninguna otra nación, los valores democráticos asentados en la filosofía liberal y en la Ilustración europea, aquello tantas veces denunciado en los medios oficiales y, más en concreto, en los textos de Francisco Franco y de Luis Carrero. Estados Unidos había sido objeto de crítica y de desprecio en numerosas ocasiones en la prensa y radio oficiales y sus valores e influencia rechazados tanto en casa como en Latinoamérica, donde, en pleno delirio imperial, se había tratado de constituir un protectorado cultural dirigido a impedir la influencia norteamericana y devolver aquellos estados a un PRO FO 371/67.871, de Harvey a Balfour, 24-11-1947. «The Chargé in Spain (Culberston) to the Secretary of State», 17-11-1948. Foreign Relations of the United States, 1948, vol. III, p. 1.063. 9
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credo católico, antiliberal y autoritario11. El gobierno norteamericano había sometido a Franco a un continuo chantaje comercial para evitar el ingreso de España en la guerra y terminada ésta había tratado de desplazarle del poder en beneficio de una alternativa democrática. Si los sistemas políticos eran incompatibles sólo la amenaza comunista y el aislamiento hacían posible aquel acercamiento. Una vez asumida la necesidad de contar con la amistad norteamericana para garantizar la supervivencia del régimen, se trató, haciendo de la necesidad virtud, de aprovechar al máximo aquella circunstancia, estableciendo una relación directa, privilegiada, con la nación más poderosa de la tierra. Los dirigentes franquistas creían tener en sus manos dos armas poderosas para asegurar el interés norteamericano en condiciones óptimas para satisfacer las aspiraciones del régimen. La primera era la situación internacional. Declarada la Guerra Fría, en desarrollo el armamento nuclear por ambas partes y en plena crisis de Korea, Estados Unidos necesitaba bases de apoyo para proyectar su fuerza, establecidas en estados seguros, de cuya fidelidad a la causa anticomunista no cupiera duda. La segunda era la situación geográfica de la península ibérica. Contar con bases aéreas y navales en España permitiría a Estados Unidos controlar uno de los accesos al Mediterráneo y disponer de un área de acción que haría posible realizar misiones en Europa Central y Unión Soviética, reforzar a las unidades establecidas en el frente central, controlar el Mediterráneo Occidental y el Magreb. De la misma forma que Gran Bretaña, España actuaría como un gigantesco portaviones capaz de recibir la ayuda americana de todo tipo, almacenarla y, llegado el momento, proyectarla hacia los distintos teatros de operaciones. Una relación directa con Estados Unidos, en el marco de estas dos coordenadas, podía aportar al régimen de Franco estabilidad frente a las presiones internacionales, ayuda económica y la modernización de sus fuerzas armadas. Sin ser falsas las premisas ni absurdas las conclusiones, la clase dirigente del régimen cometió un error de medida. España no era la única opción de que disponía Estados Unidos. El control del Estrecho lo tenía asegurado con la colaboración británica desde Gibraltar. La evolución tecnológica iba reduciendo la importancia del papel de las bases, al ampliarse la capacidad de los portaviones, lograr el suministro en vuelo y, sobre todo, desarrollarse la ingeniería de misiles. Por todo ello, la colaboración española no fue valorada en iguales términos en Washington y en Madrid. 11 Vid. Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla, Imperio de papel. Acción cultural y política exterior durante el primer franquismo, Madrid, CSIC, 1992; Rosa M. Pardo, ¡Con Franco hacia el Imperio! La política exterior española en América Latina, 1939-1945, Madrid, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 1995.
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El carácter supuestamente privilegiado de esta relación bilateral se puso a prueba en circunstancias distintas, muy delicadas para la diplomacia española. España esperaba contar con el apoyo norteamericano en la cuestión gibraltareña una vez la Asamblea de Naciones Unidas había recogido las tesis españolas, desde la perspectiva del proceso descolonizador, y el gobierno de Madrid había dado garantías de que la base militar británica, aquello que más debía preocupar a los estrategas norteamericanos, podría continuar en el Peñón. El gobierno de Washington no dudó en ponerse de parte del Reino Unido, un aliado más solvente y estable que el régimen franquista. Ante la ofensiva diplomática marroquí para la cesión del Sáhara, con un Franco enfermo y un régimen político debilitado, Estados Unidos se inclinó por la opción marroquí, que evitaba que el Sáhara cayera bajo la influencia argelina y fortalecía a la monarquía alauita, un valioso aliado en el mundo árabe. Los acuerdos con Estados Unidos tienen una indudable importancia en el conjunto de la historia de la política exterior española. Como José María Jover ha explicado con riqueza de matices y precisión conceptual, la España del siglo XIX veía en el continente la causa de sus desdichas y en los mares abiertos la esperanza de grandezas, negocios y bienestar. Fiel a esta «cultura exterior» se mantuvo Antonio Cánovas, rehuyendo compromisos a pesar de que la defensa de las colonias ultramarinas hacía aconsejable el establecimiento de alianzas. Los políticos de la época de Alfonso XIII, a pesar de las críticas que sobre la memoria de Cánovas recayeron tras el Desastre, se mantuvieron en la misma línea de acción, como quedó demostrado durante los debates sobre el papel que España debía jugar ante el desencadenamiento de la I Guerra Mundial. La II República, modernizadora y preocupada porque España se reincorporase a las grandes corrientes científicas continentales, no dio ningún paso que comprometiera al Estado con alianzas europeas. Indudablemente la Guerra Civil fue un conflicto europeo, premonitorio de lo que ocurriría en 1939, pero no fue hasta 1940, finalizada ya la contienda civil y tras los primeros éxitos de la guerra relámpago del III Reich, cuando Franco llevó a cabo la más importante rectificación doctrinal de la política exterior española, al proponer a Hitler la incorporación de España a la guerra mediante la toma de Gibraltar, anexionándose a cambio buena parte del imperio colonial francés. Las conversaciones habidas entre junio de 1940, con el viaje del general Vigón a Berlín para presentar las propuestas españolas, y la entrevista de Hitler y Franco en Hendaya, en el mes de octubre, conformaron un proceso negociador que se saldó con la firma del Protocolo de Hendaya, por el que España se sumó al Eje, posponiéndose su entrada en las hostilidades al momento que se considere más
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oportuno, versión mucho más radical, y sin duda más aclaratoria, del estatuto de no-beligerancia. España se comprometió de nuevo en los asuntos continentales y lo hizo en plenas hostilidades. Este acto no sólo tendría graves consecuencias para el franquismo, supondría un paso irreversible en el abandono de la doctrina tradicional de vivir de espaldas a los sucesos del continente. Superada la Guerra y aislados por los países del entorno inmediato, los dirigentes franquistas dieron un nuevo golpe de timón contrayendo un compromiso extraordinario con Estados Unidos, por el que cedían el uso de bases militares desde las que sería posible lanzar un ataque con ingenios nucleares a una tercera potencia sin el previo consentimiento del Estado español, aunque sí debería ser informado. Una cesión de soberanía tan insólita se hizo a cambio de un acuerdo que no tenía el rango de Tratado, que no incorporaba una cláusula de mutua defensa y cuyas contrapartidas económicas eran consideradas insuficientes. Dejando a un lado el desequilibrio entre las aportaciones de cada una de las potencias signatarias, hay que subrayar, por su importancia y por las consecuencias que tendría para el futuro, el compromiso que se contraía con el dispositivo de seguridad occidental. Como ya he comentado con anterioridad, Estados Unidos trató con los Acuerdos de salvar, en la medida de lo posible, el aislamiento de España respecto de los restantes estados de Europa Occidental. En el terreno de la defensa, España había quedado expresamente excluida de la Alianza Atlántica, pero con los Acuerdos sus bases y su territorio se incorporaban, si bien por vía indirecta, a su dispositivo militar. Las unidades norteamericanas que a lo largo del tiempo fueron desplegadas o hicieron uso de las distintas bases —bombarderos pesados y aviones de carga en vuelo del mando estratégico, cazas de apoyo al frente central, unidades navales o submarinas de la VI Flota, servicios de inteligencia militar— formaban parte de contingentes asignados a la Alianza Atlántica y bajo la doble, y siempre ambigua, disciplina respecto del Mando Superior Europeo de las fuerzas armadas norteamericanas y del Mando Superior Europeo de la Alianza Atlántica, que por estatutos recaen siempre en la misma persona. Dejando a un lado valoraciones sobre bondades e inconvenientes de la permanencia en un organismo internacional como la Alianza Atlántica, la dictadura franquista no sólo realizó la mayor y más humillante cesión de soberanía desde la pérdida de las colonias ultramarinas, sino que además hurtó a la población, que no ciudadanía, el derecho a debatir una decisión de gran calado sobre el papel de España en el mundo. Atrás quedaba definitivamente la política de «recogimiento», de no intervención en los asuntos europeos, más aún si éstos tenían carácter militar. Tras las experiencias de Hendaya y los acuerdos de 1953, la política exterior española se mantendría firmemente inserta en un siste-
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ma de alianzas continental, aunque la pervivencia de una cultura aislacionista y neutralista haya sido importante hasta fechas recientes y aun hoy, plenamente incorporados a la Europa del euro, todavía sea perceptible. Desde 1953 hasta 1975 la relación con Estados Unidos produjo en la clase política franquista un sentimiento contradictorio de gratitud, por lo que suponía de salvaguarda del régimen, y de insatisfacción, por la, a su juicio, escasa contrapartida. Para valorar plenamente esta percepción debemos tener en cuenta dos elementos. En primer lugar, la incapacidad negociadora de la diplomacia española, uno de los focos de mayor resentimiento, en sus demandas al gobierno norteamericano por la falta de apoyo de los ministros militares y del propio Franco. La desigualdad de las partes era proporcional a la necesidad que el régimen tenía de la amistad de Washington. Para el Caudillo las posiciones negociadoras de sus diplomáticos, preocupados no ya por los intereses del régimen sino por la sola dignidad de España, representaban un peligro. En segundo lugar, la cláusula secreta de los Acuerdos de 1953 implicaba tal cesión de soberanía que la diplomacia española, los pocos que estaban al corriente de la trascendencia de los Acuerdos, exigía mayor contrapartida. Si era humillante que una colaboración de esa envergadura no quedara reflejada en un Tratado, al negarse el Senado norteamericano a firmar un documento de esas características con un gobierno como el franquista, por lo menos, pensaban algunos, cabía esperar mayor generosidad en las contrapartidas. La relación bilateral tuvo una dimensión nacional de indudable importancia, que tendría importantes efectos sobre su propio futuro, ya en marco de la democracia española tras la coronación Juan Carlos I. Para el régimen de Franco los Acuerdos representaban una garantía, un modus vivendi, frente a las presiones internacionales. Pero también lo eran en el interior, ante una opinión pública perpleja y angustiada por la evolución de los acontecimientos internos desde el 18 de julio de 1936. La propaganda franquista, que incluía al conjunto de los medios de comunicación, presentó una interpretación de los hechos que llegó, machaconamente, hasta el último rincón del territorio nacional. Partiendo de la tesis de las dos guerras, una artimaña retórica según la cual España había sido neutral con las democracias aliadas pero beligerante frente al comunismo soviético, al que previamente había combatido y derrotado en su propio suelo, denunciaba el error cometido tras el fin de la guerra al no valorar la amenaza comunista y la injusticia cometida contra España, a iniciativa de gobiernos bajo influencia comunista, provocando la condena internacional y un limitado aislamiento. La historia había dado la razón a España, o a su personificación carismática, el providencial Caudillo Francisco Franco: el comunismo
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soviético se desenmascaraba y sus intenciones se hacían evidentes para todos aquellos que libres de prejuicios quisieran verlas. La Guerra Fría era un proceso inevitable que España anunció. Estados Unidos, la potencia hegemónica del mundo libre, volvía su mirada hacia España reconociendo su condición de adelantado en la guerra contra el comunismo y solicitando su colaboración. El supuesto triunfo intelectual del régimen, al comprender antes que nadie la dinámica de las relaciones internacionales de aquel momento, y el apoyo de Estados Unidos debían cumplir un efecto balsámico sobre una población atribulada. Los momentos peores ya habían pasado. La posición de España y de su régimen eran firmes. La nueva etapa que entonces se iniciaba daría paso a un progresivo reconocimiento internacional, incluyendo el ingreso en Naciones Unidas, y a la llegada de ayuda económica e inversiones que permitirían mejorar el nivel de vida de los españoles. En este sentido, la presencia física de los militares norteamericanos, con sus coches de gran tamaño y su American way of life tenía un valor añadido. Era la visualización del vínculo establecido entre ambos estados. La campaña de propaganda tuvo distintos efectos. Si a los sectores más conservadores les pudo tranquilizar, a los más próximos a la oposición les produjo una interesante asociación de ideas. — En primer lugar, el debate político quedaba reducido a dos polos franquismo vs. comunismo, una dictadura católica y conservadora frente a una dictadura atea y revolucionaria. — En segundo lugar, Estados Unidos se asociaba a la defensa del régimen antidemocrático del general Franco, frente a todos aquellos que se sentían vinculados a la tradición republicana. Los efectos de esta asociación son fácilmente perceptibles y tenemos muchas pruebas de su existencia. Aquella persona que se considerara antifranquista se sentiría empujada hacia el comunismo, que se iría cubriendo de un halo de romanticismo, especialmente entre aquellos que no participaron en la Guerra Civil. Por el contrario, Estados Unidos, que gozaba en el resto de Europa del prestigio de haber dirigido la guerra contra el nazismo y de ser el símbolo máximo de los valores democráticos, aparecía como una potencia militar, aliada de regímenes dictatoriales y enemiga del comunismo. No había cabida en esta interpretación para elementos positivos, como la defensa de las libertades frente a la amenaza comunista, ante el compromiso contraído con un régimen antidemocrático como el representado por el general Franco. Los acuerdos entre la España de Franco y Estados Unidos dieron paso a un sentimiento popular anti-norteamericano. A menudo en-
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contramos referencias a la guerra hispano-norteamericano de 1898 —que supuso la pérdida de Cuba, Puerto Rico y las Islas Filipinas— como punto de partida de esta actitud. Sin embargo, encontramos escasos rastros de él y siempre limitados a círculos intelectuales. La crítica se dirigió principalmente al régimen político de la Restauración y a sus máximos responsables, Antonio Cánovas del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta. Esta actitud social no responde a un solo modelo, sino a una variedad de ellos. Podemos, por lo menos, destacar tres tipos: — El antinorteamericanismo conservador. Aquél que rechaza los valores democráticos, de tolerancia y de libre mercado que Estados Unidos representa y que el régimen de Franco rechaza. Continuadores del programa ideológico original del Franquismo, del mundo ideológico de Acción Española. Se sienten incómodos ante el triunfo aliado y el nuevo papel hegemónico de Estados Unidos y viven con incomodidad la relación, aunque esté basada en un férreo anti-comunismo. — El antinorteamericanismo nacionalista. Aquél que refleja el sentimiento de humillación producido por la relación bilateral establecida, profundamente desigual, y por el fracaso de las dos negociaciones previas a las renovaciones de 1963 y 1970. Es ésta una actitud interclasista e interpartidista y que tiene excelentes exponentes en la propia administración y, particularmente, en el Ministerio de Asuntos Exteriores12. — El antinorteamericanismo de izquierdas. Aquel que relaciona a Estados Unidos con una potencia militar capaz de asociarse a dictaduras conservadoras, fortaleciéndolas frente a la oposición interna, para combatir a la Unión Soviética. Esta perspectiva, formada en la experiencia nacional, se irá enriqueciendo a lo largo de algunas de las experiencias más penosas de la política norteamericana como el macartismo, la intervención en América Latina en favor de dictaduras conservadoras o militares, con excelentes relaciones con la diplomacia franquista, Vietnam... A modo de Conclusión podemos afirmar que la relación entre España y Estados Unidos durante el régimen del general Franco fue intensa; cambiante, en función de la evolución del entorno estratégico; y problemática, al no satisfacer los intereses de las partes. La democracia española se encontró con un complejo legado, que llevaría a los mayores debates de la Transición. Las posiciones se radicalizaron, los 12 Alberto Martín Artajo, El primer lustro de los Convenios hispanoamericanos, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1958.
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prejuicios se desataron y la vida política nacional llegó a grados de surrealismo nunca antes alcanzados. El tiempo asentó la situación y con el cambio de siglo asistimos a una plena normalización de la relación, enmarcada en la Alianza Atlántica y potenciada por el interés común en combatir el terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva.
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LA APLICACIÓN DEL MODELO NORTEAMERICANO EN EUROPA DURANTE EL SIGLO XX * DOMINIQUE BARJOT
El término «americanización», entendido en sentido amplio, traduce una profunda realidad cultural, la generalización de un modo de vida, de una civilización nacida al otro lado del Atlántico por la fusión de múltiples aportaciones, procedentes en su mayoría de Europa1. Esta americanización tiene su origen en la transferencia a Europa occidental de métodos de producción, modelos de consumo, modos de vida, prácticas socioculturales y esquemas de pensamiento nacidos o adoptados originariamente en Estados Unidos. La ausencia de competencia a escala internacional hizo que el modelo norteamericano de modernización se impusiera progresivamente en Europa, no sin fuertes resistencias y mediante formas específicas y selectivas de adopción, de adaptación e incluso de hibridación, * Este artículo presenta la síntesis de las investigaciones efectuadas durante cuatro años en el marco de la sesión C 41 preparatoria del Congreso Internacional de Historia Económica de Buenos Aires. Los resultados relativos a Europa han sido publicados en Dominique Barjot, Isabelle Lescent-Giles, Marc de Ferrière Le Vayer (eds.), L’Américanisation en Europe au XXe siècle: économie, culture, politique. Americanisation in the 20th Europe: Economics, Culture, Politics, Lille, Centre de Recherche sur l’Histoire de l’Europe du Nord-Ouest, Université Charles-de-Gaulle-Lille III, 2002. Para una bibliografía más detallada, remitimos a la introducción de esta obra. Ver también Matthias Kipping, Nick Tiratsoo (eds.), Americanisation in the 20th Europe: Economics, Culture, Politics. L’Américanisation en Europe au XXe siècle: économie, culture, politique, Lille, Centre de Recherche sur l’Histoire de l’Europe du Nord-Ouest, Université Charles-de-Gaulle-Lille III, 2002. 1 Richard F. Kuisel, Seducing the French: the dilemma of Americanization, Berkeley, University of California Press, 1993.
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como antecedentes de la modernidad conquistadora2. A este respecto, Europa es hoy en día «generadora de americanidad». La americanización, en tanto que fenómeno histórico, suscita un interés creciente entre los historiadores contemporáneos 3. Se trata de un fenómeno complejo y de gran amplitud, que engloba dimensiones muy variadas: científica y técnica, económica y financiera, social, política y cultural. Los aspectos económicos y tecnológicos abren, por sí solos, amplias perspectivas de investigación, y proporcionan, además, una vía oportuna para el análisis del fenómeno de la americanización en su conjunto4. La americanización, una cuestion esencial El período comprendido entre 1870 y 2000 ha sido testigo de una americanización progresiva. El neto cambio de intensidad registrado al final de la segunda guerra mundial hace posible adoptar una cronología subdividida en dos tiempos. 1870-1945. Una americanización progresiva, pero incierta El punto de partida del movimiento de americanización data de la revolución de los transportes marítimos en 1870-1880. Hasta ese momento, las aportaciones europeas hacia Estados Unidos habían sido, ciertamente, muy superiores a las efectuadas en sentido inverso. Sin embargo, tras la puesta en funcionamiento de los grandes navíos a vapor con casco de acero y hélices, América se aproximó rápidamente a Europa. A partir de entonces, Estados Unidos encontró en nuestro continente mercados dónde vender sus trigos y otra serie de productos, los cuales compitieron directamente con las producciones europeas. Se produjo, en consecuencia, una crisis agrícola en Europa occidental, que precipitó la vuelta al proteccionismo y, en el caso británico, el sacrificio de la agricultura nacional. En sentido inverso, la bajada considerable del flete marítimo permitió la llegada a Estados Unidos de nuevos flujos migratorios. A la emigración tradicional, de origen británico, irlandés o escandinavo, Jonathan Zeitlin, Gary Herrigel (dirs.), Americanization and is limits. Reworking US Technology and Management in Post-War Europe and Japan, Oxford, Oxford University Press, 2000. 3 Harm G. Schröter (dir.), «Une américanisation des entreprises ?» , Entreprises et Histoire, nº 19 (octubre 1998). 4 Dominique Barjot, Christophe Réveillard (eds.), L’américanisation de l’Europe occidentale au XXe siècle. Mythe et réalité, Paris, Presses de Paris-Sorbonne, 2002. 2
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vino a sumarse una nueva emigración procedente de Alemania, Italia y los países eslavos, más difícil de integrar que la anterior por cuanto hablaba lenguas alejadas del inglés y practicaba la religión católica, ortodoxa o judía. La revolución de los transportes favoreció el crecimiento de la economía norteamericana. Como tuvieron ocasión de comprobarlo los extranjeros que viajaron a Estados Unidos, los años ochenta del siglo XIX significaron la afirmación del país como la primera potencia industrial del mundo, por encima incluso de Gran Bretaña. Asistido por una eficiente red de transportes, emergió sobre el suelo norteamericano, por primera vez en el mundo, un verdadero mercado de consumo de masas. Ello fue en gran parte debido a la penuria de mano de obra, que obligó a la generalización de salarios elevados, sensiblemente superiores a los de Gran Bretaña, Francia o Alemania. El resultado fue un importante incremento de los niveles de consumo, sobre todo de los productos no alimenticios (en este contexto se inscribe el éxito precoz del automóvil popular o la rápida penetración del teléfono). Al mismo tiempo, la industria norteamericana favoreció un modelo de crecimiento menos orientado hacia el capital que hacia el trabajo, el cual constituyó una de las claves esenciales del alto nivel de productividad que comenzó a caracterizar desde entonces a Estados Unidos: hacia 1890, la productividad norteamericana superaba ya a la de Gran Bretaña. Una corriente masiva de inversiones favoreció la aparición de la gran empresa multidivisional y de gestión. La organización funcional, concebida primero en función de la movilización de los recursos, fue reemplazada por otra de naturaleza operacional, orientada esencialmente hacia la clientela y organizada según una lógica de línea de productos. Sus efectos fueron visibles en las economías de escala, las economías de diversificación y las economías de transacción. La elevada productividad provocó una sensible reducción de costes, permitiendo, con ello, la conquista de un mercado interior en rápida expansión. A ello contribuyó, además, la calificación de la mano de obra (Estados Unidos gastaba en educación cifras superiores a las de cualquier otro país) y, en fin, un rápido progreso técnico, perceptible tanto en términos de mejora como de innovación. Las consecuencias de estas evoluciones fueron muy favorables para Estados Unidos. En el terreno macro-económico, se registró un crecimiento espectacular de sus exportaciones de bienes manufacturados, a la vez que un despegue importante de sus exportaciones de capitales: en 1913, el volumen de salidas era comparable al volumen de entradas. En el terreno micro-económico, la gran empresa multidivisional y de gestión se implantó en el extranjero, en sectores como el petróleo, la electricidad o la telefonía. Estados Unidos desempeña-
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ba ya entonces un papel clave en el conjunto de la economía mundial, perceptible en China o en América del Sur, zona esta última disputada por las tres grandes naciones europeas. La gran guerra reforzó considerablemente la posición internacional de Estados Unidos. El primer conflicto mundial se saldó con un debilitamiento general de Europa, en la triple dimensión humana, material y financiera. Se produjo, globalmente, una notable disminución de la influencia de las grandes naciones europeas: Reino Unido, y sobre todo Alemania, Francia y Rusia (Austria-Hungría había desaparecido con la conflagración). Estados Unidos, por su parte, desempeñó un papel determinante en la victoria sobre Alemania. Proporcionó a los aliados los medios financieros de la victoria, realizó una movilización económica ejemplar e intervino en el conflicto con crecientes medios humanos y materiales. La guerra elevó a Estados Unidos al primer rango internacional, tanto en materia económica como financiera, debido fundamentalmente al endeudamiento masivo hacia aquel país del grueso los países occidentales. El modelo americano se convirtió a partir de entonces en la referencia. El movimiento de racionalización, iniciado antes de la guerra, cuando ya se admiraba el «sistema americano», ganó entonces en amplitud, al tiempo que se generalizaba el interés por la cultura norteamericana, interés que había constituido una de las especificidades de los años veinte. No obstante, la americanización encontró límites. El fracaso del sueño wilsoniano tradujo un retorno al aislamiento tradicional, que se manifestó en la política de cuotas a la inmigración, la vuelta al proteccionismo, el rechazo a formar parte de la SDN y, sobre todo, en la adopción de una política monetaria concebida en función de preocupaciones exclusivamente internas. Es cierto que el capital norteamericano se dirigió a Gran Bretaña, y después a Alemania y a Polonia, pero se trató fundamentalmente de inversiones a corto plazo, que Gran Bretaña reinvertiría después a largo plazo, en particular en el continente europeo. Firme en su objetivo de conseguir que los aliados saldaran sus deudas de guerra, Estados Unidos no apoyó a Francia en sus reivindicaciones para lograr que Alemania reparase los daños ocasionados durante el conflicto. Fiel a una legislación hostil a los pactos, tampoco se adhirió a las tentativas franco-alemanas de reconstruir la economía europea sobre la base de cárteles5. Pero Estados Unidos no se desinteresó enteramente de la suerte de Europa. Dejando aparte el caso de las numerosas misiones técni5 Dominique Barjot (dir.), International Cartels Revisited. Vues nouvelles sur les cartels internationaux, 1880-1980 , Caen, Editions du Lys, 1994.
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cas enviadas a la naciente URSS en la época de la NEP, los norteamericanos buscaron una solución al problema de las reparaciones de guerra: tal es el origen de los planes Dawes y Young. También las multinacionales norteamericanas continuaron mirando hacia Europa. La industria del automóvil refleja bien este interés, con la implantación de Ford y General Motors en Gran Bretaña y la adquisición del control de Opel por Ford en Alemania en 1927. Durante los años veinte se produjo un amplio movimiento a favor de la racionalización, que alcanzó a numerosas ramas de la economía. Los defensores de la racionalización militaban en pro del sistema Taylor, que introducía técnicas como el cronometraje o la evaluación de las tareas. La organización científica del trabajo consiguió así nuevos adeptos. A partir de entonces, el interés se dirigirá cada vez más hacia el fordismo. Francia se situó a la cabeza en este aspecto, con la adopción por Citroën, y después por Renault, de las grandes cadenas de producción industrial. La siguieron, aunque con cierto retraso, Italia y Alemania, aunque no tanto Gran Bretaña, que desde el principio manifestó mayores reticencias. El mito americano de la prosperidad se desvaneció en el contexto de la gran depresión de los años treinta. La crisis engendró, por su gran amplitud, un cambio de modelo social: el New Deal. Se produjo, además, una mutación tecnológica, especialmente visible en la siderurgia y en la química orgánica, y una importante disminución de los intercambios internacionales, en particular de los norteamericanos. El mundo se dividió en zonas monetarias replegadas sobre sí mismas: zona dólar, libra esterlina, franco y marco. Por otra parte, Alemania, Italia y Japón se distanciaron de la evolución tecnológica mundial. La primera perdió además terreno en el plano científico. A pesar de todo, se mantuvo el interés de los europeos por la experiencia americana. En concreto, los industriales buscaban en ella nuevas técnicas de gestión que hicieran posible la reducción de sus costes de producción. A ello hay que sumar la aparición en Europa de los primeros índices de la entrada en el consumo de masas, así en el Reino Unido, en Suecia e incluso en Alemania. La segunda guerra mundial aportó una nueva baza a Estados Unidos. Relanzó su economía y permitió frenar sus altas cotas de desempleo. La ley de préstamo y arriendo autorizó el suministro de una ayuda masiva a los aliados. Estados Unidos, comprometido en la lucha contra Japón, aseguró también, gracias a una logística eficaz, la reconquista de Europa. A la vez, puso en funcionamiento una economía provisional que sorprendió a los europeos por su eficacia. Cherbourg, y después Anvers, se convirtieron en los puertos más grandes del mundo. La guerra benefició tanto a Estados Unidos que el país llegó a aportar, por sí sólo, más de la mitad de la producción indus-
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trial mundial. También alcanzo entonces sus máximos coeficientes de productividad, a lo que contribuyó especialmente su esfuerzo en materia de I+D (investigación y desarrollo). 1945-2000, ¿una convergencia resistible? En 1945, Europa se encontraba arruinada6. En un mundo amenazado por el hambre, había que hacer frente a urgencias vitales y emprender una reconstrucción masiva. Los dirigentes norteamericanos de la época aspiraban, como buenos herederos del New Deal, a poner fin a los totalitarismos e implantar la democracia sobre el modelo de consumo de masas en curso en su país, lo cual suponía la adopción por las naciones europeas receptoras de la ayuda americana de sistemas de producción masiva. La amenaza del comunismo estaba en el centro de todas las preocupaciones: tras los países bálticos, anexionados desde los inicios de la segunda guerra mundial, Bulgaria y Rumania, primero, después Hungría, Polonia y Checoslovaquia, y finalmente la República Democrática de Alemania, pasaron a formar parte del bloque soviético. Por razones diversas, Finlandia, Austria y Grecia lograron escapar a tal designio. La convergencia de esa serie de elementos llevó a Estados Unidos a iniciar la vía de la ayuda pública hacia el exterior. Hasta 1947, la ayuda estuvo destinada a cubrir las necesidades más urgentes, materializándose en alimentos y en créditos a corto plazo7. Pero esta ayuda de urgencia no fue suficiente y Estados Unidos lanzó el Plan Marshall, que respondía a tres objetivos esenciales: asegurar las bases de la reconstrucción de la economía europea, enraizar la democracia en el corazón de Europa y frenar la amenaza soviética8. Las preocupaciones estratégicas ocuparon un lugar creciente entre los objetivos del Plan. Ello explica que, tras la guerra de Corea, se otorgara prioridad a la ayuda militar en el marco de la OTAN. No obstante, el productiAlan S. Milward, The Reconstruction of Western Europe, 1945-1951, London, Methuen, 1984; Eichengreen Barry (dir.), The Reconstruction of the International Economy, 1945-1960, Cheltenham & Brookfield, Elgar, 1996; Dominique Barjot (dir.), «La reconstruction économique de l’Europe, 1945-1953», Histoire, Economie et Sociétés, nº 2 (1999). 7 Dominique Barjot, Rémy Baudouï, Danièle Voldman (dirs.), Les Reconstructions en Europe (1945-1949), Bruxelles, Editions Complexe, 1997. 8 Michael J. Hogan, The Marshall Plan: America, Britain, and the Reconstruction of Western Europe, 1947-1952, New York, Cambridge University Press, 1987; Charles P. Kindleberger, Marshall Plan Days, Winchester (Massachussets), 1987; René Girault, Maurice Lévy-Leboyer (dirs.), Le Plan Marshall et le relèvement économique de l’Europe, Paris, Comité pour l’Histoire économique et financière, 1991; Charles S. Maier, Gerhard Bischof (dir.), The Marshall Plan and Germany, Oxford, Berg, 1991. 6
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vity drive benefició sensiblemente a las empresas europeas, al tiempo que la Unión Europa de Pagos, instaurada en la época del Plan Marshall, permitió el reflotamiento de las monedas europeas y la normalización de los intercambios inter-europeos. A partir de los años sesenta, los capitales privados norteamericanos tomaron progresivamente el relevo de los fondos públicos, dirigiéndose sobre todo hacia Alemania e Italia. El papel creciente de las multinacionales se acompañó de una liberalización cada vez mayor de los intercambios internacionales. Este movimiento, inaugurado en el plano monetario tras la firma de los acuerdos de Bretton Woods, se intensificó a raíz de las negociaciones del GATT en Ginebra. Una vez que la Unión Europea de Pagos hubo cumplido su misión, las discusiones entre los distintos países crecieron en el transcurso de los años sesenta, en el marco del Kennedy Round primero y del Nixon Round después. La liberalización de los intercambios se convirtió en uno de ejes directores de la política norteamericana, a la vez que en una realidad mundial, a medida que se intensificaban los movimientos de bienes, servicios y capitales. La tendencia de los flujos internacionales de capitales se invertiría a partir de 1975, esta vez en favor de Estados Unidos. Hasta los primeros años de la década de los ochenta, Europa occidental permaneció implicada en un vasto movimiento de convergencia con Estados Unidos9. En pocas palabras, se trataba de incrementar los niveles europeos de productividad para equipararlos con los norteamericanos. Este fue el cometido de las denominadas misiones de productividad: a las organizadas oficialmente en el marco del Plan Marshall vinieron a sumarse otras nuevas promovidas por ramas profesionales, e incluso por los gobiernos y las empresas. Dos fueron los objetivos esenciales que se fijaron estas misiones: favorecer la convergencia tecnológica, por ejemplo en la siderurgia o en la construcción, y permitir la introducción de nuevas técnicas de gestión, directamente en la industria o indirectamente por la vía de la enseñanza en las business schools a la americana10. El proceso de convergencia pasaba, pues, por la elevación de los coeficientes de productividad, pero también por el éxito del consumo de masas. Este éxito concernía, en primer término, a los bienes de consumo durables, como el automóvil o la electrónica para el gran público. La convergencia favoreció, por otra parte, el desarrollo de la gran empresa multidivisional y de gestión, cuyo modelo adoptó Eu9 Sam Broadberry, The Productivity Race: British Manufacturing in International Perspective, Cambridge, Cambridge University Press, 1997. 10 Matthias Kipping, Ove Bjarnar (dirs.), The Americanisation of European Business. The Marshall Plan and the transfer of US management models, London, Routledge, 1998.
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ropa, aunque adaptándolo a los condicionantes específicos de las economías nacionales: en Francia persistieron los grupos financieros organizados en torno a sociedades holding y la línea divisoria entre firmas empresariales y firmas de gestión no fue siempre fácil de establecer. Más espectacular aún fue el auge de la publicidad, consecuencia de la irrupción de la informática y de la afirmación creciente del papel social de los medios de comunicación. La convergencia en materia de I+D presentó mayores complicaciones. Los países de Europa occidental y Japón han realizado, ciertamente, grandes esfuerzos en esta materia, tanto a escala nacional como en el campo de la empresa. Pero Estados Unidos continúa ocupando el primer puesto del ranking mundial, debido esencialmente a la superioridad de sus niveles educativos y a sus mayores gastos en I+D: mientras que los expertos norteamericanos prestan sus servicios a las más grandes empresas europeas, un vasto movimiento de brain drain lleva a Estados Unidos a los mejores investigadores y universitarios del mundo. El mecanismo de convergencia refleja, en buena medida, la ventaja relativa que posee el país seguidor sobre el país líder. Pero Estados Unidos se mantiene en una posición tal que le permite empujar continuamente hacia delante la frontera tecnológica. La americanización: un campo de investigación con múltiples dimensiones La investigación ha privilegiado esencialmente cuatro temas: los inicios de la americanización, antes de 1945; la dimensión política, en sentido amplio, del proyecto norteamericano; las vías específicas de la americanización; y el caso particular de los países de Europa del Este. Los prolegómenos: Alemania y Francia antes de 1945 La mirada de las grandes potencias europeas hacia Estados Unidos ha variado a lo largo del tiempo, pero también según los países, como muestran los ejemplos de Alemania y Francia. Alemania ha oscilado entre la fascinación y el rechazo. A finales del siglo XIX, los medios consulares germanos comienzan a hablar de un «peligro americano», fundamentado en la toma de conciencia de la intensificación de la competencia comercial entre ambos países11. 11 Séverine Marin, «L’américanisation du monde»? Etude des peurs allemandes face au «danger américain» (1897-1907)», en Dominique Barjot, Isabelle Lescent-Giles, Marc de Ferrière Le Vayer (eds.), L’Américanisation en Europe au XXe siècle, op. cit., pp. 71-92.
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Esta amenaza se cernía tanto sobre los sectores proteccionistas como sobre las industrias exportadoras. De ahí que el discurso sobre el «peligro americano» no fuera únicamente un instrumento en favor de los agricultores, que sufrían directamente las consecuencias de la competencia norteamericana, ni tampoco una baza gubernamental para movilizar a las clases medias contra un enemigo exterior y asentar, de esta forma, las bases de un consenso político en el interior. El miedo de la industria alemana a ver desaparecer esferas enteras de influencia condujo a solicitar ayuda y protección al estado. En cualquier caso, en materia económica, Inglaterra constituía la referencia fundamental. Se produjo, no obstante, una primera americanización a escala empresarial12. Junto al caso bien conocido de Emil Rathenau, la firma Ludwig Loewe proporciona un excelente ejemplo de la introducción en Alemania del sistema norteamericano de manufactura. Fundada en 1870 por Ludwing Loewe, esta sociedad se dedicaba a la fabricación de máquinas-herramientas en Berlín. L. Loewe no dudó en viajar a Estados Unidos ni en reclutar a ingenieros norteamericanos. Centró sus esfuerzos en la introducción de la gestión científica, mediante una serie de prácticas como la estrecha cooperación entre construcción y producción, la concentración en un número reducido de productos, la estandarización, la intercambialidad de piezas, el control de los costes, la medición precisa de la producción, una amplia información sobre la compañía, un marketing activo y una política dinámica de relaciones públicas. La contrapartida fue el descuido de la mano de obra en materia de cualificación. Por lo que respecta a Francia, la documentación conservada en su Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores demuestra que, antes de la primera guerra mundial, Francia era una nación acreedora13. Durante el conflicto, el fuerte incremento de la cantidad de moneda en circulación y la necesidad de dotarse de un armamento masivo la condujeron a solicitar préstamos a Estados Unidos. Pero si la colaboración en materia industrial se desarrolló de forma satisfactoria, en el terreno financiero surgieron varios obstáculos, derivados fundamentalmente de las diferencias entre ambas culturas bancarias: frente a un gran público norteamericano poco habituado a los préstamos estatales, el gobierno francés se afanaba por conseguir en el mercado estadounidense los capitales que necesitaba. Francia obtuvo las ayudas solicitadas gracias a la intervención del gobierno norteamericano, 12 Wolfram Fischer, «American Influence on German Manufacturing before World War I: the case of the Ludwig Loewe Company», Ibid., pp. 59-69. 13 Agnès d’Angio, «La France débitrice des Etats-Unis: aspects psychologiques et structurels de l’apprentissage d’un rôle nouveau (1915-1919)», Ibid., pp. 93-110.
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pero sus necesidades no cesaron con la guerra, sino que continuaron con la reconstrucción. Ahora bien, en un contexto cada vez menos favorable a los préstamos de estados extranjeros, Francia, además, apenas proporcionaba las cifras exigidas por sus interlocutores. Los banqueros y los altos funcionarios franceses tuvieron que informarse mejor sobre las especificidades norteamericanas, pues necesitaron recurrir de nuevo a esa fuente de financiación al término del segundo conflicto mundial. Algo similar les ocurriría al resto de los países de Europa occidental. La americanización, ¿un proyecto político? A partir del estudio de las fuentes norteamericanas se tiene la impresión de que Francia utilizó mal la ayuda americana de finales de los años cuarenta14. ¿Cuál fue entonces «el modelo americano de utilización eficiente»? El Plan Marshall nos permite formular una serie de principios al respecto: el proyecto social norteamericano se basaba en el acceso de los asalariados a un elevado poder adquisitivo, en el consumo masivo de una amplia gama de productos y en el establecimiento de mejores relaciones sociales en el seno de la empresa. Estos principios implicaban un fuerte incremento de la productividad y la adopción de un modelo social de tipo fordista, que llevara a la americanización de la cultura profesional de los dirigentes empresariales y, después, a una americanización general de los comportamientos. Este modelo franco-americano de modernización contribuyó, en gran medida, a la rápida expansión económica de los «Treinta Gloriosos». La ayuda americana parece haber desempeñado un papel determinante en la estabilización de los precios y de la moneda en la Europa de posguerra, y particularmente en Francia15. En efecto, Europa, y sobre todo Francia, conocieron una grave inflación al término de la segunda guerra mundial. Pero la transferencia cultural resultó tan indiscutible como parcial. Durante el período más difícil, esto es de 1945 a 1949, Estados Unidos aportó una ayuda multiforme, directa (Plan Marshall, OECE, Unión Europea de Pagos) e indirecta (Bretton Woods). Superada la etapa de mayor penuria, la gran potencia norteamericana impulsó el incremento de la productividad y la liberalizaGérard Bossuat, «La volonté de l’administration américaine de transférer le modèle social et politique américain à la gestion des entreprises et de l’Etat en France», Ibid., pp. 113-135. 15 Michel-Pierre Chélini, «American Role in stabilizing prices and currency in post-war Europe-France, 1945 to 1958», Ibid., pp. 137-150. 14
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ción de los intercambios. Francia conservó, no obstante, una serie de particularidades: su inflación fue un poco más elevada que la de Estados Unidos; aplicó de forma recurrente planes de estabilización; su política coyuntural dependió más del Ministerio de Hacienda que del Banco de Francia; los salarios crecieron por encima de la productividad del trabajo y, en fin, no dudó en elaborar sus propias soluciones en materia de estabilización de precios y emisión de moneda. El proyecto americano era en realidad más amplio. Implicaba, además, la exportación a Europa occidental, a partir de 1945, de estadísticas de contabilidad nacional16. Según Charles S. Maier, la adopción de expertos de la contabilidad nacional constituyó un instrumento fundamental de la hegemonía norteamericana17. ¿Qué hay de verdad en tal afirmación? Es cierto que el desarrollo de estos instrumentos introdujo un argumento en favor de la expansión y constituyó una necesidad para la cooperación económica internacional. Pero el estudio de la renta nacional ha puesto de relieve el retraso de Europa respecto a Estados Unidos. En definitiva, la adopción de cuentas nacionales aportó no solamente un medio para la resolución de los problemas económicos inherentes a la reconstrucción europea, sino también un medio para la identificación y justificación de la política de selección nacional a medio y largo plazo. Por su parte, Italia conoció en los años cincuenta y sesenta una entrada acelerada en el American way of life y la cultura de masas18. De ello derivó una situación híbrida: en los años cincuenta, mientras que los vaqueros, el chicle y la coca-cola simbolizaban el consumo de masas a la americana, los scooters Lambretta, los Fiat 500 y 600 y las máquinas de escribir Olivetti representaban la vía italiana hacia la modernidad. Menos estudiado por historiadores ha sido el esfuerzo norteamericano para desarrollar un sindicalismo a su imagen y semejanza. Tal esfuerzo topó con múltiples obstáculos en el transcurso de los años cincuenta. La Democracia Cristiana no apreciaba la idea de una autonomía sindical. Sin embargo, y a pesar de la competencia del poderoso sindicato comunista CGIL, el démocrata-cristiano CISL se convirtió en el mentor de un nuevo sindicalismo preocupado por la modernización técnica y social. Jugando la carta de la productiviTill Geiger, «American Hegemony and the adoption of national income statistics in Western Europe after 1945», Ibid, pp. 151-167. 17 Charles S. Maier, «The Making of “Pax Americana”: Formative movements of United States Ascendy», en Rolf Ahmann, Adolf Birke, Michael Howard, The Quest for Stability: Problems of West European Security, 1918-1957. Studies of the German Historical Institute, London/Oxford, Oxford University Press, 1993. 18 Maria Eleonora Guasconi, «Americanisation and National Identity. The case of the Italian Labour Movement», en Dominique Barjot, Isabelle Lescent-Giles, Marc de Ferrière Le Vayer (eds.), L’Américanisation en Europe au XXe siècle, op. cit., pp. 169-177. 16
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dad, la CISL, y en menor medida el sindicato socialista UIL, fueron actores esenciales de la modernización de la economía italiana. La americanización engloba, además, una dimensión política19. La influencia de Estados Unidos es perceptible en la organización institucional, y en particular en la idea federal, que conoció un ascenso continuado desde principios de siglo. Bajo el impulso de hombres como Jean Coutrot, se organizó una corriente funcionalista, que representaron, entre otros, Jean Monnet o Robert Marjolin. Junto a ellos, se afirmó un movimiento federalista cuya mejor expresión fue la constitución, en 1947, de la Unión Europea de Federalistas. En su seno, el federalismo clásico de tipo hamiltoniano o jeffersoniano primó sobre el federalismo integral. En efecto, la integración europea sectorial, la de los funcionalistas, tomó la iniciativa con la constitución de la CECA, pero a la vez los federalistas, liderados por PaulHenri Spaak y ayudados por un grupo de universitarios de Harvard —el American Committee For Unification of Europe o ACUE— promovieron el proyecto supranacional de Comunidad Europea de Defensa. Aunque fracasó, esta tentativa revela, no obstante, la importancia de la influencia norteamericana en los sucesivos proyectos de federación europea. La americanización, una difusión progresiva La americanización obedece a un proceso de difusión progresiva. Este proceso se manifiesta en el plano científico (en las ciencias sociales o la medicina, por ejemplo), pero es aún más visible en el campo de la tecnología, de la gestión de empresas o de la ingeniería financiera. Al término de la segunda guerra mundial, la reconstrucción de los países europeos favoreció la importación de tecnologías norteamericanas. Así ocurrió en Francia. Para emprender la vía de la modernización, este país privilegió la utilización de energías nacionales, como la hidroeléctrica. La presa de Tignes fue edificada entre 1946 y 1953, en una época en que las empresas francesas de obras públicas sufrían de un déficit de productividad20. El Plan Marshall financió una parte sustancial de la construcción. Con el apoyo de EDF, el trabajo se reorganizó a partir de métodos y materiales norteamericanos. Esta obra participó, pues, en el movimiento de importación de tecnologías y de 19 Christophe Réveillard, «Le modèle institutionnel américain et les projets de fédération européenne» Ibid., pp. 179-197. 20 Denis Varaschin, «Tignes dam: the Americanization of French public works», Ibid, pp. 201-213.
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modos de organización procedentes de Estados Unidos. No obstante, la americanización fue parcial e imperfecta, por lo que resulta más conveniente hablar de hibridación entre técnicas francesas y técnicas norteamericanas. Las tecnologías norteamericanas contribuyeron, indudablemente, a la reconstrucción de las economías europeas, lo cual no impidió que, en ocasiones, pudiesen entrar en conflicto con las tecnologías del viejo continente. A este respecto, España ofrece un buen ejemplo21. En 1953, este país firmó con Estados Unidos un triple acuerdo —económico, militar y técnico— destinado a compensar su exclusión del Plan Marshall y a poner fin al aislamiento internacional del régimen franquista. Con el tiempo, la asistencia norteamericana se reveló escasa y poco productiva para la economía del país. España intentó entonces aproximarse a Europa occidental, y especialmente a Francia. Pero los dirigentes españoles comprendieron pronto que ni la CEE estaba dispuesta a allanar el camino a la dictadura, ni la Francia del general De Gaulle estaba en condiciones de reemplazar a Estados Unidos como socio internacional preferente. En consecuencia, el acercamiento a Francia acabó por ser concebido como una baza suplementaria en la negociación con Washington: se trataba de obtener más y mejores prestaciones de la gran potencia norteamericana, al tiempo que disminuir el grado de dependencia de España con respecto a ella. Sólo en esta perspectiva es posible interpretar las decisiones españolas en campos económicos tan esenciales como el aeroespacial y el nuclear, en los cuales Francia pudo obtener alguna ventaja22. La americanización resulta más neta en el terreno de la gestión empresarial, como revelan las misiones de estudios enviadas por EDF a Estados Unidos al término de la segunda guerra mundial23. En esta época, la empresa buscaba especialmente referencias en materia de gestión del personal. Los integrantes de las misiones pusieron de relieve la importancia en Estados Unidos del individualismo meritocrático. Manifestaron su admiración hacia los métodos de contratación del personal, la motivación en el trabajo y las perspectivas de 21 Esther Sanchez, «French Technology of US Technology? Spain’s choice for modernization (1953-1970)», Ibid, pp. 215-229; Lorenzo Delgado, «Les Etats-Unis et l’Espagne, 1945-1975», en Dominique Barjot, Christophe Réveillard (eds.), L’américanisation de l’Europe occidentale au XXe siècle. Mythe et réalité, op. cit., pp. 121-137. 22 Frédéric Marty, Esther Sanchez, «La centrale nucléaire hispano-française de Vandellos: logiques économiques, technologiques et politiques d’une décision», Bulletin d’Histoire de l’Electricité, nº 36 (décembre 2000), pp. 5-30. 23 Catherine Vuillermot, «EDF à la recherche d’un modèle de gestion du personnel. Le rôle des missions d’études (de l’origine à la fin des années 1960)», Ibid, pp. 231-245.
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éxito para un self-made man. Insistieron en el alto nivel de vida, en los altos salarios de los obreros (que les permitían participar plenamente en el consumo de masas) y en las envidiables condiciones de trabajo (en buena parte idealizadas). Descubrieron, en fin, nuevos métodos de gestión empresarial, y a ellos atribuyeron la calidad de las relaciones sociales, que siempre fueron descritas como amistosas. En todo caso, los autores de estos informes, aunque entusiasmados por Estados Unidos, dudaban de la posibilidad de exportar a Francia los métodos norteamericanos. La impregnación del modelo americano se producirá, pues, de forma paulatina, y sólo de este modo contribuirá a la elaboración del modelo EDF. La enseñanza superior constituyó una de las más importantes vías de penetración del modelo americano de gestión empresarial. El ejemplo de la Fondation Nationale pour l’Enseignement de la Gestion des Entreprises (FNEGE) es claramente revelador a este respecto24. Fundada en 1966 a iniciativa del ministro francés de Hacienda, Michel Debré, se convirtió, según todas las opiniones, en un instrumento de americanización de la enseñanza superior en Gestión. De hecho, permitió la formación de varias centenas de profesores en América del Norte, sobre todo de 1969 a 1973. No obstante, no todos los actores de la reforma de la formación en materia de Gestión (tecnócratas, patrones y universitarios) tuvieron la misma concepción de Estados Unidos y de su potencial influencia. Aunque llegaron a un acuerdo sobre los programas de formación de formadores franceses al otro lado del Atlántico, cada uno mantuvo su propia visión de la reforma. Desde otra perspectiva, la expansión de los transportes condujo a los países de la OCDE a implicarse en la realización de infraestructuras que cada vez exigían mayores porcentajes de capital25. Hubo que definir métodos específicos de financiación, como muestra el caso de la construcción del Túnel de la Mancha. Desde principios de los años ochenta, aparecieron prácticas de asociación de los capitales públicos y privados (Public Private Partnerships o PPPs) y, en los años noventa, surgió en el Reino Unido la Private Finance Initiative (PFI), un tipo de programa que reconocía la capacidad del capital privado para financiar proyectos de interés general. Nadie duda del influjo creciente de Estados durante los últimos cuarenta años, pero sería simplista creer en una transferencia unilateral hacia el resto del munMarie-Emmanuelle Chessel, «The American Influence on the Reform of French Management Education in the late 1960s: the case of the FNEGE (Fondation Nationale pour l’Enseignement de la Gestion des Entreprises)», en Dominique Barjot, Isabelle Lescent-Giles, Marc de Ferrière Le Vayer (eds.), L’Américanisation en Europe au XXe siècle, op. cit., pp. 247-261. 25 Laurent Bonnaud, «Infrastructure finance after WWII: American model or no through road?», Ibid., pp. 263-279. 24
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do de las concepciones norteamericanas. Si la influencia de Estados Unidos en el campo de los negocios y las finanzas fue esencial en los años sesenta, Gran Bretaña desempeñó un papel motor en los ochenta. La americanización tuvo, con todo, su manifestación más palmaria en el acceso al consumo de masas, que implicó profundas transformaciones en el tejido productivo de la mayor parte de los países europeos, como muestra el caso de Finlandia26. En el sector del comercio al por menor, el éxito dependió, en buena parte, de la habilidad de las empresas para adoptar algunas innovaciones clave, así el self-service, el marketing de masas, los supermercados o los hipermercados. En este sentido, la americanización constituyó una innovación victoriosa. Durante los años cincuenta, el gobierno finlandés centró sus esfuerzos en la regulación del sistema y en la aceleración del cambio técnico. La firma Kesko fue la principal beneficiaria, pues adquirió una posición preponderante en el sector de la alimentación, mientras que el resto de las sociedades experimentaron mayores dificultades para enfrentase a la nueva situación. La americanización: un debate aún abierto El diccionario Grand Larousse de la Lengua Francesa proporciona una definición del término «americanismo», que data de 1868 y contiene pocas palabras: «manera que imita la de los americanos, especialmente de Estados Unidos». Hoy en día, el término «americanismo» ha dejado progresivamente paso al más ambiguo de «americanización». Americanización: un concepto ambiguo para un proceso evolutivo El siglo XX aparece claramente como el de la hegemonía norteamericana27. La americanización se ha convertido en un fenómeno global, constituido esencialmente por trasferencias de tecnología, de modelos de organización y de prácticas financieras y de gestión, pero también, aunque en menor medida, de instituciones económicas y de modos culturales de comportamiento. Debido a sus múltiples implicaciones, el término «americanización» plantea un enorme problema de definición. 26 Juha-Antti Lamberg, «The effects of regulation march 1989 and American retail model to Finnish retail sector (1942-1995)», Ibid, pp. 281-300. 27 Harm Schröter, »What is Americanisation? or about the Use and Abuse of the American-Concept», Ibid, pp. 41-57.
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Puede resultar útil comparar los conceptos de americanización y sovietización. Al término de la segunda guerra mundial, Estados Unidos y la URSS intentaron exportar sus instituciones, primero hacia sus respectivos países satélites y después hacia el Tercer Mundo. La americanización adquirió, en esta época, connotaciones más positivas, por cuanto hacía referencia a un proceso cuyos valores venían y volvían a Europa. La americanización se propagó a través de determinadas corrientes como la racionalización, la des-cartelización, la des-regulación y los nuevos métodos de gestión de empresas. No obstante, los límites de estos movimientos no coinciden exactamente con los de la americanización. Por otra parte, algunos autores sostienen la idea de que los historiadores de la economía han olvidado el factor esencial: la entrada en la escena comercial de las artes, la política, la religión, la educación, el deporte, el sexo, la familia, la infancia e incluso la historia. Aunque la americanización no se limita pues al período de antes de la guerra, existe en el origen de las transformaciones un conjunto de valores, de afirmaciones y de creencias de gran importancia en Estados Unidos: el papel fundamental y positivo de la economía en la vida del individuo, la creencia en las capacidades de la competencia, un fuerte individualismo, o la defensa de los lazos sociales que establecen el contrato y el mercado. Además, no cabe duda de que el propio Estados Unidos se ha americanizado en el transcurso del siglo XX, como muestra el desarrollo de soluciones individuales para el problema de las jubilaciones. Los norteamericanos han pasado, de esta forma, de la condición de asalariados a la de accionistas. Alfred D. Chadler Jr. demostró las ventajas del capitalismo competitivo norteamericano sobre el capitalismo cooperativo de tipo alemán y sobre el capitalismo individual de tipo británico28, pero Dougals C. North, por su parte, aportó algunas aclaraciones respecto a las resistencias de los actores al cambio institucional29. Sus reflexiones pueden aplicarse al movimiento de americanización. Las resistencias varían de un país a otro y de una empresa a otra en función de las propias experiencias y conforme a un proceso de path dependancy. Si definimos la americanización como la presión ejercida por Estados Unidos en favor de un cambio institucional en el resto del mundo, la primera etapa correspondería a la aculturación de los emigrantes en la sociedad norteamericana. Le sigue la racionalización —segunda etapa—, en buena parte interrumpida por la crisis de los años trein28 Alfred D. Chandler, Scale and Scope. The Dynamics of Industrial Capitalism, Cambridge, Cambridge University Press, 1990. 29 Douglas C. North, R. P. Thomas, The Rise of Western World. A New Economic History, Cambridge, Cambridge University Press, 1977.
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ta. Tras la segunda guerra mundial, Estados Unidos ejerció una presión más masiva, que se desvaneció en los años setenta y ochenta en beneficio de los modelos europeos y japoneses. A mediados de la década de los ochenta se produjo un nuevo cambio, derivado del fracaso del socialismo y de la revolución de Internet. Desde entonces, Estados Unidos parece ofrecer el modelo más creíble en materia económica. A lo largo del tiempo, la americanización se ha enfrentado a un cierto número de oposiciones y resistencias. Fuerte en los años anteriores a la primera guerra mundial en los países de emigración hacia Estados Unidos, la americanización conoció un eclipse en el período de entreguerras. Tras el segundo conflicto mundial se produjo un cambio radial. La fecha clave fue el bloqueo de Berlín en 1948-49. Los norteamericanos se convirtieron entonces en amigos de sus anteriores enemigos. El Plan Marshall y la garantía de defensa frente a la amenaza comunista abrieron la vía a la Americanización de Europa. Según Ralf Dahrendorf, esta americanización no significó sino el regreso a Europa de influencias europeas desarrolladas en Estados Unidos30. Así se explica el nuevo brote de americanización ocurrido en los años setenta. Alrededor de valores como la modernización, la libertad de mercado, la sociedad de consumo y la democracia, se creó lo que algunos denominan hoy en día mundialización. Pero el debate continúa abierto, debido fundamentalmente a las múltiples dimensiones que encierra. De la periodización al papel de agentes y redes Exite una periodización específica en materia de americanización31, que podría caracterizarse en una sucesión de cuatro fases. Previamente, conviene hacer algunas precisiones sobre la americanización, en tanto que resultado de una transferencia unilateral.A este respecto, no podemos olvidar que la potencia norteamericana se construyó a partir de aportaciones de hombres y capitales europeos, y también de transferencias tecnológicas y conocimientos científicos llegados de Europa, fenómeno continuado durante el siglo XX. El ferrocarril norteamericano se benefició de la tecnología británica, y su industria química de las transferencias científicas y técnicas proceRalf Dahrendorf, Die angewandte Aufklärung, Gesellschaft und Soziologie in Amerika, Munich, 1963. 31 Vid. el resumen de Dominique Barjot del análisis de Ginette Kurgan van Hentenryk, «Introduction», en Dominique Barjot, Isabelle Lescent-Giles, Marc de Ferrière Le Vayer (eds.), L’Américanisation en Europe au XXe siècle, op. cit., pp. 7-37. 30
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dentes de Alemania en el contexto de la segunda revolución industrial. Posteriormente, la industria nuclear norteamericana se edificó sobre los descubrimientos científicos europeos. Si existe una constante en Estados Unidos, es su capacidad para desarrollar el potencial científico y tecnológico propio drenando hacia el país los mejores cerebros del mundo entero: expertos atómicos alemanes después de la segunda guerra mundial, científicos rusos tras la caída del muro de Berlín y, hoy en día, especialistas de las nuevas tecnologías procedentes de Extremo Oriente o del subcontinente indio. Así pues, la hegemonía norteamericana se ha nutrido, en el transcurso del siglo XX, de un diálogo con Europa. Cabe destacar, asimismo, la colaboración anglo-norteamericana para la elaboración de las estadísticas de contabilidad nacional que se impusieron en Europa en la época del Plan Marshall. Otro elemento de importancia es la existencia de décalages cronológicos en el proceso de transferencia de los distintos componentes del modelo norteamericano. En la mayor parte de los países europeos, el consumo de masas ha penetrado más deprisa que las tecnologías y que los modelos de organización productiva y de gestión empresarial. La americanización no puede ser entendida sino como un proceso a largo plazo. En todo caso, existe entre los distintos autores un consenso a la hora de considerar la segunda guerra mundial como un punto de inflexión: desde ese momento, Estados Unidos programa sus exportaciones culturales y tecnológicas, como también sus valores y sus modelos de organización social. La primera fase del proceso de americanización ha de situarse en los años anteriores a la primera guerra mundial. La introducción del sistema norteamericano de producción adquirió entonces un carácter excepcional, como ocurrió, por ejemplo, en Alemania. Pero la industria alemana no se mostró demasiado receptiva al modelo norteamericano, el cual le inspiraba algunos temores. La segunda fase se extiende desde la primera hasta la segunda guerra mundial. Aunque los norteamericanos fueron poco visibles en el campo de la política, intervinieron en la doble dimensión económica y tecnológica, exportando a Europa sus métodos y útiles analíticos. De esta época data también el origen del fenómeno de atracción-repulsión experimentando por la URSS hacia la tecnología norteamericana: las transferencias tecnológicas fueron importantes durante los años veinte, pero cesaron poco después32. De 1945 a 1960, la política voluntarista de Estados Unidos hacia Europa se aceleró de forma brutal. Al intentar imponer su modelo, 32 Boris M. Shpotov, «Russia and the Americanization process 1900-1930s», Ibid., pp. 303-314.
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Estados Unidos topó a la vez con una acogida entusiasta y con una fuerte resistencia: de ello dan fe las misiones de productividad de EDF y la política exterior española en materia tecnológica. La competición nuclear entre la URSS y Estados Unidos engendró importantes transvases de tecnología, realizados fundamentalmente a partir del espionaje33. Italia ofrece un caso interesante como país dónde la política norteamericana se enfrentó a muchos y poderosos adversarios. El período siguiente, de 1960 al final del siglo, se caracteriza por manifestaciones menos exacerbadas a favor o en contra del modelo norteamericano. España mira hacia Francia con el fin de diversificar sus opciones tecnológicas. Estados Unidos y la URSS se reparten el dominio nuclear. La historia de la FNEGE muestra que el entusiasmo de las misiones de productividad se extingió pronto para dejar paso a una importación más selectiva y razonada del modelo norteamericano de gestión. Conviene, a este respecto, diferenciar los conceptos de adopción y adaptación. Cuatro categorías de agentes han desempeñado un papel fundamental. En primer lugar, los ingenieros, de los que sería importante estudiar la formación, las modalidades de acceso al modelo norteamericano y el fenómeno de generación. También los consumidores ejercieron una influencia decisiva en la evolución, puesto que sus comportamientos anticiparon, en gran medida, los de los productores. Por su parte, los jefes de empresa fomentaron con frecuencia la productividad como remedio al alza de los salarios. En fin, desde 1945, en varios países europeos los sindicatos se convirtieron en protagonistas de la difusión del modelo norteamericano. En Bélgica, los sindicatos socialistas y cristianos se unieron pronto al Plan Marshall: algunos de sus dirigentes pesaron de forma decisiva en la ruptura con la Federación Sindical Mundial y en la creación de la Confederación Internacional de Sindicatos Libres. En Francia y en Italia, los sindicatos estuvieron en el centro de las miras de la labour diplomacy, que movilizó recursos considerables para combatir la influencia comunista y la resistencia al Plan Marshall. Respecto a las redes, hay que señalar, en primer lugar, que la pertenencia a la Iglesia Católica favoreció de forma indirecta la acción de Estados Unidos. Baste recordar los contactos de los dirigentes sindicalistas cristianos de Francia, Italia y Bélgica con la AFL y con la CIA durante y después de la segunda guerra mundial. También los movimientos federalistas europeos se apoyaron en la democracia cristiana. En España, el Opus Dei desempeñó un papel esencial en la política de modernización y en la demanda de tecnologías y de métodos de 33 Maria Vasilieva, «Administration in the USSR in the nuclear field», Ibid, pp. 315-328.
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gestión norteamericanos. Todos ellos hicieron del anticomunismo un denominador común. Una segunda red es la formada por las universidades y las business schools a la americana. En los últimos años, varias investigaciones han proporcionado sugestivas aportaciones sobre este tema, aunque aún quedan muchos aspectos por estudiar. De la convergencia a la difusión de nuevas culturas técnicas y de gestión Conviene insistir en el carácter global de proceso de americanización: su dimensión cultural no espera a los años 1980-1990 para manifestarse, sino que lo hace antes por la vía de un proceso de convergencia34. El mecanismo de convergencia (catching up) implicaba la difusión de un proceso de crecimiento sostenido y, con él, de un acercamiento progresivo entre las naciones. Pero esta noción de convergencia permaneció subordinada a la diversidad de las experiencias nacionales. Si nos centramos en la cuestión de la producción por habitante o por unidad de trabajo, observamos una distancia importante, a principios del siglo XX, entre Estados Unidos y los países de Europa occidental. Esta distancia se mantuvo en el período de entreguerras y se incrementó durante el segundo conflicto mundial. Tras este último, las naciones del Oeste europeo superaron el reto. Europa occidental conoció entonces un fuerte crecimiento, que el economista norteamericano Abramovitz ha atribuido al proceso de convergencia35. Radicaba en un sensible incremento de la tasa de inversiones, un importante transvase de mano de obra de los sectores de productividad débil a los sectores de productividad fuerte, la adopción del modelo de organización norteamericano y la entrada en la era del consumo de masas. La rapidez de este proceso de convergencia se explica, en gran medida, por la gran distancia respecto a Estados Unidos. Jugó, en efecto, a su favor, la importancia del potencial de los distintos estados: grado de formación de la mano de obra, en particular de los ingenieros; disponibilidad hacia el consumo de masas, adopción de los métodos de gestión a la americana... todo ello de una forma tan vigorosa que sólo se entiende por la fuerza de la voluntad de cambio. Pero la aspiración a la modernización existía desde el período de entreguerras. No se trataba, por lo tanto, de una revolución, sino más bien de la continuación de un proceso anterior, que experimentó entonces, únicamente, una aceleración. Vid. el resumen de Dominique Barjot del análisis de François Caron, «Introduction», Ibid., pp. 7-37. 35 Angus Maddison, Les phases du développement capitaliste, Paris, Economica, 1981. 34
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El proceso de convergencia traducía esencialmente un proceso de transferencias. Aunque llevaba aparejada la globalización, cada nación siguió, no obstante, una trayectoria particular, según un proceso de path dependancy36. Se produjeron transferencias, que dieron lugar a una adaptación más que a una adopción, pero también existió una competición entre las naciones. El avance de la tecnología norteamericana se acentuó en el transcurso de la segunda guerra mundial, protagonizado, entre otros, por los sectores de la información y la petroquímica. Pero este avance no fue invulnerable y, de hecho, se redujo en los años 1960-1970. Al final de este período, el gap tecnológico se encontraba prácticamente colmado y la convergencia prácticamente terminada. El proceso de transferencias no se limitó a la tecnología y a la gestión, sino que también abarcó el marketing. De una manera general, después de 1945 y sobre la base del modelo norteamericano, las funciones estratégicas tendieron a ganar terreno a las funciones de gestión. La fuerza de Estados Unidos resultó de formalizar las prácticas creando nuevas disciplinas científicas, como el marketing o el urbanismo. Pero también hay que tener en cuenta las dimensiones política e institucional: los dirigentes norteamericanos, hablando de «gestión eficiente», expresaban en realidad una visión liberal del futuro del mundo. Si toleraron las nacionalizaciones, también establecieron un lazo estrecho entre librecambio y democracia. Pero el éxito de su razonamiento plantea el problema de la oferta y demanda de americanización. Oferta y demanda de americanización Sin duda existió una demanda de americanización. Se trataba pura y simplemente de imitar al líder, como lo hizo la banca inglesa en los años cincuenta. Esta observación puede también aplicarse a la clase obrera europea, preocupada por alcanzar el nivel de vida norteamericano, o al proceso de formación de formadores. Se produjo, de esta forma, una transferencia cultural acompañada de un cambio de mentalidad, en el cual primó el eclecticismo. Esta transferencia no fue monopolio de una época, pues se mantuvo desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad. Tampoco se limitó a Estados Unidos, pues Francia o la URSS también constituyeron modelos al respecto. Del lado de la oferta, se trataba de examinar el modelo que Estados Unidos proponía, e incluso trataba de imponer. Este modelo se manifestó de formas distintas: la gestión eficiente, 36 François Caron, Les deux révolutions industrielles du XXe siècle, Paris, Albin Michel, 1997.
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las medidas de lucha contra la inflación, la contabilidad nacional, las misiones de productividad. También en su dimensión política las transferencias revistieron más a menudo la forma de una adaptación que de una adopción. Gran Bretaña proporciona un caso particularmente interesante. Al término de la segunda guerra mundial disponía, en términos de PIB por habitante, de una ventaja considerable sobre Europa occidental, situándose en una posición intermedia entre ésta y Estados Unidos. Ya había entrado en la era del consumo de masas. La distancia respecto a Estados Unidos era sin embargo importante en materia de productividad. El país arrastraba las consecuencias de su posición de antiguo líder. El cambio se efectuó lentamente, aprovechando algunos elementos de la americanización: la contabilidad nacional y también Bretton Woods, que confirmó la primacía del mundo anglosajón. Pero la libra esterlina perdió su posición de moneda dominante en beneficio del dólar y el movimiento de sustitución continuó de forma progresiva hasta principios de los años sesenta. El caso de Gran Bretaña sugiere que la información y las relaciones contractuales desempeñaron también un papel esencial, como ocurrió con las cifras, en particular las de la renta nacional o las de la información financiera mutua. Se elaboró, por esta vía, una simbiosis que, en gran medida, implicó tanto una occidentalización como una americanización. * * * En definitiva, la americanización consiste en la introducción de tecnologías procedentes de Estados Unidos, en el sentido más amplio (incluyendo los métodos de gestión y el marketing), y también de modos de vida, instituciones y valores norteamericanos37. Se trata de un concepto cultural que se apoya en las virtudes de la competencia, el individualismo y el mercado. Resulta más complicado determinar las razones de la americanización. Hay que aludir, en primer término, a la superioridad tecnológica y económica de Estados Unidos, superioridad que se manifiestó antes de la primera guerra mundial bajo la forma de un «sistema americano de manufactura» (que se introdujo sobre todo en Alemania), y también a través de la cesión de patentes y licencias (como ocurrió en el sector de la electricidad). La primera guerra mundial acrecentó la distancia entre Estados Unidos y 37 Crouzet François, «Quelques conclusions», en Dominique Barjot, Isabelle Lescent-Giles, Marc de Ferrière Le Vayer (eds.), L’Américanisation en Europe au XXe siècle, op. cit., pp. 339-300.
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las demás naciones. Al término del conflicto, se produjo una primera fase de americanización, fundada en la racionalización, el taylorismo y el fordismo, que llegó incluso a la URSS. El giro decisivo data, sin embargo, de la segunda guerra mundial. Ante el hundimiento de las economías europeas, se produjo una toma de conciencia de la necesidad de adoptar el modelo americano para escapar de la miseria. La guerra fría intensificó esta tendencia, debido esencialmente a la importancia del movimiento comunista en países como Francia e Italia. El Plan Marshall inauguró entonces un período de americanización deliberada y concertada, que se vio reforzado por la atracción del American way of life, convirtiendo a Estados Unidos en el paradigma de la modernidad. Otra pregunta esencial es la relativa a los medios e instrumentos de la americanización. La ayuda financiera americana, aunque no representó sino una pequeña parte del PIB de los países europeos, jugó en ocasiones un papel determinante38. Pero también hay que tener en cuenta las estrategias propias a las multinacionales norteamericanas. Los capitales hubiesen sido de muy poca utilidad sin transferencias de tecnología y de savoir faire, en cuya puesta en marcha jugaron un papel decisivo las misiones de productividad. No hay que minimizar ni el papel del espionaje (en provecho de la URSS) ni el de los estudios de gestión. Como tampoco hay que olvidar otros vectores de la americanización: la cesión de patentes y licencias por empresas norteamericanas a firmas europeas, los intercambios directos entre sociedades de uno y otro lado del Atlántico, las consultoras39, e incluso la presión de la competencia norteamericana sobre las producciones europeas. Queda la inevitable cuestión de los resultados de la americanización. Fueron positivos en muchos aspectos, puesto que a partir de 1945 se abrió un período de recuperación y convergencia sin precedentes: se confima así la tesis de Abramovitz, según la cual la convergencia es más rápida cuanto más ancha es la distancia. En el transcurso de los Treinta Gloriosos, Europa occidental se convirtió en un sociedad de abundancia, que superó incluso a Estados Unidos, como ocurrió en el sector de la distribución tras la invención de los hipermercados. Pero la convergencia no fue total, sobre todo en términos de producto por habitante y de I+D. Además, Europa ha perdido una parte del terreno que ganó después de 1945. En fin, la americanizaVid. especialmente Dominique Barjot (dir.), Catching Up with America. Productivity missions and the diffusion of American Economic and Technological Influence after the Second World War, Paris, Presses de l’Université Paris-Sorbonne, 2002. 39 Matthias Kipping (dir.), «Les consultants», Entreprises et Histoire, n° 25 (octubre 2000). 38
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ción fue incompleta, puesto que implicó más adaptación que adopción, y sobre todo adaptación selectiva e hibridación40. Pero la impregnación gradual (y a menudo fuerte) del modelo norteamericano no plantea duda alguna. La americanización ha encontrado (y continúa encontrando) obstáculos nada despreciables. Estados Unidos no pudo asegurar en Italia la victoria del sindicalismo cristiano sobre el sindicalismo comunista, ni empujar a Francia a la vía de la lucha contra la inflación tanto como hubiera deseado. También en el campo de la financiación de las infraestructuras la influencia del modelo americano resultó limitada. La americanización requiere, ciertamente, un mínimo de condiciones favorables, como demuestra el ejemplo ruso. Buena parte de los obstáculos encontrados por la americanización han sido de orden estructural. Italia o Francia ofrecen buenos ejemplos: peso de los partidos y sindicatos comunistas, resistencias de católicos y gaullistas. Pero algunos grupos más restringidos también han resistido a la americanización, como los pequeños comerciantes en Finlandia. En definitiva, la americanización es un fenómeno complejo, que no abarca sino una parte de una realidad más vasta, la de la mundialización. (Traducido del francés por Esther M. Sánchez Sánchez)
40 Jonathan Zeitlin, «L’industrie britannique des constructions mécaniques s’estelle américanisée», Histoire, Economie et Société, nº 4 (2001), pp. 547-575.
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LA AYUDA ECONÓMICA DE ESTADOS UNIDOS Y LA AMERICANIZACIÓN DE LOS EMPRESARIOS ESPAÑOLES * NÚRIA PUIG
España no participó en el Plan Marshall, el instrumento diseñado por la administración de los Estados Unidos al término de la Segunda Guerra Mundial para acelerar la reconstrucción económica de Europa occidental y garantizar su fidelidad a los valores del capitalismo liberal. Pero desde 1953 fue objeto de un programa de ayuda económica, similar al aplicado a los países aliados, que también contribuyó al crecimiento y a la modernización del país. La influencia de la ayuda americana resultó extraordinaria, no tanto por su cuantía, inferior en términos absolutos y relativos a la de los países Marshall, como porque fue la más importante que recibió España del extranjero durante la dictadura, y porque estuvo unida a un flujo notable de inversiones directas, así como a una actividad sin precedentes de diversas instituciones norteamericanas en nuestro país. Uno de los sectores más receptivos a las ideas y a los intereses norteamericanos fue el empresariado, objeto a su vez de la atención de * Versiones preliminares de este capítulo fueron presentadas y debatidas en tres cursos de especialización: «España y Estados Unidos en el siglo XX», «Las relaciones entre España y Estados Unidos en el siglo XX: política exterior y economía» (ambos dirigidos por M. Dolores Elizalde y Lorenzo Delgado en 2002 y 2003) y «Cincuenta años de relaciones entre España y Estados Unidos» (dirigido por Antonio Niño en 2003). La autora agradece los comentarios y críticas de sus organizadores y participantes. Junto a otros textos presentados en el último de los encuentros, el artículo «La ayuda económica norteamericana y los empresarios españoles» apareció en un número monográfico (25) de la revista Cuadernos de Historia Contemporánea. La investigación ha contado con el apoyo de los proyectos de investigación SEC2000-1084 y CAM 6/127/2002.
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las agencias de cooperación. Y es que si para los empresarios españoles —en particular los más dependientes tecnológicamente del exterior— los Estados Unidos constituían un canal de comunicación con el mundo avanzado e innovador, a los ojos de la primera potencia mundial el empresariado aparecía como el colectivo más liberal de la autárquica España, y por ello su interlocutor natural. La experiencia de los funcionarios americanos en la Europa democrática durante la posguerra, además, les había enseñado que la difusión de la ideología económica americana entre los empresarios y directivos, la educación empresarial en el sentido más amplio, era un medio muy eficaz, y poco costoso, para influir en las sociedades del Viejo Mundo, a menudo más atentas al Estado que al mercado, según los observadores norteamericanos. En este capítulo se describen y analizan las vías a través de las cuales las agencias oficiales y los inversores norteamericanos influyeron en los empresarios más dinámicos del país. Me referiré en primer lugar al alcance de la americanización en la economía española. Tal como se señala en otros capítulos del libro, este fenómeno se había manifestado en toda Europa después de la Gran Guerra, pero se intensificó a partir de 1945, llegando a ser uno de los rasgos más visibles de la llamada edad de oro del capitalismo europeo durante los años cincuenta y sesenta. Para analizar la experiencia española me apoyaré en una reconstrucción cuantitativa de la ayuda económica y de la inversión directa norteamericana en España, así como en los análisis, tanto cuantitativos como cualitativos, de la economía española que realizaron distintas agencias norteamericanas durante los veinticinco años que siguieron al final de la contienda mundial. A continuación examinaré las instituciones empresariales españolas creadas o apoyadas por el programa de ayuda técnica norteamericano entre 1953 y 1963, en particular la Comisión Nacional de Productividad Industrial (CNPI), las primeras escuelas de negocios públicas y privadas y la Asociación para el Progreso de la Dirección (APD). También prestaré atención a las actividades privadas desarrolladas al margen de ese programa, pero complementarias del mismo y dirigidas a la comunidad empresarial, como la consultoría de empresas y de ingeniería, los estudios de mercado, la industria publicitaria y los programas de la Fundación Ford. El interés oficial y privado de los Estados Unidos por España, unido a las oportunidades surgidas en las décadas prodigiosas de los cincuenta y sesenta, propició la formación o consolidación de círculos empresariales pro-americanos en las principales regiones económicas del país, Madrid, el País Vasco y Cataluña. Concluiré arguyendo que la presencia norteamericana en la economía española de la dictadura actuó como catalizador de esos círculos, que se convirtie-
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ron en trasmisores muy efectivos de la cultura del mercado y en modernizadores del tejido empresarial. Como la modernización técnica y organizativa de las empresas españolas era y sigue siendo muy dependiente de las innovaciones de los países más avanzados, y como los Estados Unidos pasaron a ser el primer socio comercial y la principal fuente de asistencia tecnológica de las empresas españolas más modernas, gracias a su papel de embajador político y económico de España ante la futura Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), la modernización formal e ideológica de las empresas españolas tuvo mucho de americanización. El alcance de este fenómeno fue por supuesto limitado, dentro de las empresas y en el entorno en el que éstas desempeñaban sus funciones, pero probablemente mayor que en otros países europeos más abiertos y más creativos que España. La profunda transformación social que experimentó España en los años sesenta y setenta no es sólo atribuible, naturalmente, a esta influencia, pero sin ella no se explica la normalización económica y social que precedió a la normalización política del país. Cincuenta años después de que España y Estados Unidos se convirtieran en desiguales aliados, la ayuda económica norteamericana puede abordarse como un fenómeno bastante más amplio que los programas en los que se concretó, y como un capítulo esencial de la historia económica y social española. Estados Unidos y la economía española El final de la Segunda Guerra Mundial supuso para España, entre otras muchas cosas, el final de la neutralidad pro-alemana y el inicio de un largo esfuerzo diplomático por acercarse al mundo liberal y democrático que había salido vencedor de la contienda. Entre 1950 y 1953, en pleno proceso de institucionalización de la guerra fría, se logró el resultado más significativo de ese esfuerzo: el apoyo de los Estados Unidos. Hasta finales de los años cincuenta la primera potencia mundial actuaría como embajadora de España ante los principales países europeos, singularmente Francia y el Reino Unido, opuestos a la participación de la España franquista en los foros políticos y diplomáticos de la posguerra1. La posición de la Administración norteamericana no era, naturalmente, unánime. Mientras el Departamento de Estado subordinaba sus tesis a las de sus aliados europeos, el de Defensa presionaba para que España quedara incluida en la política exterior americana. En el Congreso, finalmente, actuaba el llamado Spanish Lobby, integrado por cinco grandes grupos: los católicos; los anticomunistas; parte del Ejército, como el Pentágono; opositores a Truman, fundamentalmente republicanos; y «hombres de negocios» interesados en el mercado español, en particular los algodo1
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Los estudios aparecidos en los últimos veinte años a ambos lados del Atlántico dejan pocas dudas acerca de la naturaleza, esencialmente militar y política, del acercamiento entre los Estados Unidos y la España franquista2. Desde el punto de vista económico, fue un crédito de 62,5 millones de dólares, aprobado en septiembre de 1950, lo que marcó el inicio de la nueva era. El organismo designado para su gestión y ejecución fue el Export Import Bank (Eximbank), especializado en la concesión de créditos a largo plazo para fomentar el desarrollo económico de los aliados de los Estados Unidos. Si bien la ejecución de este crédito fue lenta y dificultosa, se consideró como el primer éxito de la diplomacia franquista, además de un balón de oxígeno para la economía española3. Las palabras del vicepresidente del neros del Sur. En la importación de algodón se apoyaban de hecho las relaciones comerciales hispano-norteamericanas desde comienzos del siglo XX, así como la Cámara Americana de Comercio, fundada en Barcelona en 1917. Sobre el lobby algodonero y España, véase Jill Edwards, Anglo-American Relations and the Franco Question, 1945-1955, Oxford, Oxford University Press, 1999, pp. 152-174. 2 Véanse los trabajos pioneros de Ángel Viñas, Los pactos secretos de Franco con Estados Unidos. Bases, ayuda económica, recortes de soberanía, Barcelona, Grijalbo, 1981 (ampliado y reeditado en 2003 bajo el título En las garras del águila, Barcelona, Crítica); y «El Plan Marshall y Franco», en Guerra, dinero y dictadura. Ayuda fascista y autarquía en la España de Franco, Madrid, Crítica, 1984. Más recientes, y más centradas en la dimensión política del proceso, son las investigaciones de Florentino Portero, Franco aislado, la cuestión española (1945-1950), Madrid, Aguilar, 1989; Fernando Guirao, Spain and the Reconstruction of Western Europe, 1945-1957. Challenge and Response, Oxford, Macmillan, 1998; Boris N. Liedtke, Embracing a Dictatorship. US Relations with Spain, 1945-1953, St. Martin’s Press-Macmillan, 1998; Antonio Moreno, Franquismo y construcción europea, 1951-1962. Anhelo, necesidad y realidad de la aproximación a Europa, Madrid, Tecnos, 1998; Antonio Jarque Íñiguez, «Queremos esas bases». El acercamiento de Estados Unidos a la España de Franco, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Norteamericanos de la Universidad de Alcalá, 1998; Boris N. Liedtke, «Spain and the United States, 1945-1975», en Paul Preston y Sebastián Balfour, Spain and the Great Powers in the Twentieth Century, New York, Routledge, 1999. Mientras Viñas limita el efecto de los empresarios, con el triple argumento de que el mercado español era demasiado reducido, existían importantes obstáculos a la inversión extranjera y España desempeñaba un papel secundario en la política exterior americana, Liedtke enfatiza la influencia de los círculos empresariales en el cambio de la orientación estadounidense hacia el régimen de Franco. 3 La política del Eximbank consistía en conceder préstamos a proyectos concretos presentados por empresas privadas que justificaran técnica y económicamente su viabilidad y rentabilidad, probaran la inexistencia de mejores alternativas y se comprometieran a remitir informes periódicos sobre la ejecución de los fondos. El propio Departamento de Estado y altos directivos del banco, de un lado, eran muy críticos con el régimen político y económico franquista. De otro, las autoridades españolas pretendían dedicar buena parte de esos fondos a la adquisición de alimentos y materias primas, y a apoyar proyectos del Instituto Nacional de Industria (INI), una institución que encarnaba el intervencionismo estatal y que las autoridades norteamericanas rechazaban de plano. Hasta 1953 no se aprobaron las autorizaciones que agotaban el total del importe concedido.
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Chase National Bank a Antonio Garrigues, de enero de 1950, son reveladoras del significado del crédito en el largo plazo: «A partir de ahora me parece que el caso de España debe quedar en manos de los españoles, porque se ha abierto ya la puerta y os toca a ti y a tus amigos sacar el mejor partido de ello»4. En efecto, la compra de los suministros americanos y muchas otras oportunidades de negocio asociadas al apoyo norteamericano, servirían para crear o fortalecer contactos entre las comunidades financieras e industriales de los dos lados del Atlántico, un proceso que aún se encuentra pendiente de reconstrucción histórica. También la valoración que los servicios de inteligencia del Departamento de Estado norteamericano hacían de la situación española tiene interés5. En octubre de 1950 daban cuenta del deterioro económico y social de España6. Su diagnóstico se ajustaba al de un país subdesarrollado que necesitaba un cambio estructural y donde la ayuda exterior no podía resultar rentable. Los problemas de la agricultura, la presión demográfica y una cultura laboral premoderna, que resultaba en niveles de productividad bajísimos, situaban a España en una posición muy inferior a la de la mayoría de los países Marshall, y hacían de los Estados Unidos un aliado imprescindible, frente al cual —indicaba el informe— perdían sentido los sentimientos de neutralidad de los españoles. El peligro radicaba en la inflación que podía desatar el programa de ayuda e inversiones.
Citado por Núria Puig y Adoración Álvaro, «Estados Unidos y la modernización de los empresarios españoles, 1950-1975: un estudio preliminar», Historia del Presente, 1 (2002), pp. 8-29. El papel de Garrigues se analiza también en Núria Puig y Adoración Álvaro, «La guerra fría y los empresarios españoles: la articulación de los intereses económicos de Estados Unidos en España, 1950-1975», Revista de Historia Económica XXII, 2 (en prensa). El Chase National Bank fue una de las entidades mediadoras en el crédito del Eximbank. En cuanto al abogado Garrigues, casado con la hija del representante en España de la ITT (International Telephone & Telegraph), antes de convertirse en uno de los principales intermediarios de la inversión americana en España y ser nombrado embajador en Washington, tuvo un papel muy activo como asesor jurídico de las embajadas británica y norteamericana en el proceso de expropiación de los bienes alemanes en España, llevada a cabo entre 1945 y 1950. Las conexiones de la familia Garrigues con las empresas americanas se muestran en Juan Muñoz, Santiago Roldán y Ángel Serrano, La internacionalización del capital en España, 1959-1977, Madrid, Edicusa, 1978, pp. 422-424. 5 OSS-State Department Intelligence and Research Reports, Europe, 1950-1961 (OSS Europe). Este organismo fue el precedente de la CIA. He consultado estos informes, microfilmados, en la biblioteca de la Universidad de Glasgow (History CR20). La serie incluye 21 informes sobre España, fechados entre 1950 y 1958. 6 OSS Europe 0311: «Strategic Significance of Spain to the West: Economic Aspects», 9 octubre 1950. 4
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El paso definitivo hacia el reconocimiento internacional del régimen franquista tuvo lugar en septiembre de 1953, cuando, tras varios meses de negociaciones, fueron firmados los Pactos de Madrid. Según estos acuerdos, la potencia americana, a cambio de la utilización con fines militares de parte del suelo español, se comprometía a conceder ayuda económica, técnica y militar al gobierno franquista. De esta manera, el régimen no sólo avanzaba en su reconocimiento internacional, sino que conseguía recursos para la reconstrucción de la economía española, pendiente aún tras el fracaso de la política industrial franquista. El mecanismo era similar al del Plan Marshall. Buena parte de la ayuda era financiada por España, ya que debía depositarse en una cuenta del Banco de España el contravalor en pesetas de los dólares concedidos, lo que se denominaba contrapartida. De estos fondos, hasta 1958 su mayor parte se destinó a los gastos de la administración americana en España y a la construcción de sus bases7. Entre 1951 y 1963 fueron desembolsados, en concepto de ayuda económica, algo más de 1.300 millones de dólares8. Esta cantidad era sensiblemente inferior a la asignada a los países beneficiarios del Plan Marshall9. Entre 1946 y 1975, de hecho, España recibió únicamente un 0,92 por ciento de toda la ayuda internacional prestada por los Estados Unidos, un 1,25 de la militar y, eso sí, un 5,28 por ciento de los créditos concedidos por el Eximbank en todo el mundo, tal como se muestra en el Cuadro 110. De la contrapartida de la Ayuda Económica, un 10 por ciento se destinaba a gastos de la administración americana en España, un 60 por ciento a la construcción de las bases, y el 30 por ciento restante a proyectos para el desarrollo español. Este último porcentaje se amplió al 90 por ciento en 1958. En cuanto a la Contrapartida de la Ley Pública 480 y la Enmienda McCarran, adicionales a los convenios firmados en 1953, los porcentajes fueron del 30 y 20 por ciento, respectivamente, para gastos de los americanos, y el 70 y 80 por ciento restante para proyectos, en préstamo gestionado a través del Eximbank. Gabriel Fernández Valderrama, «España-USA, 19531964», Economía Financiera, 6 (1964), pp. 14-51. La contrapartida también existió en los acuerdos del Plan Marshall, pero no en términos tan desventajosos para los países receptores como en España. National Archives and Records Administration (NARA), RG. 469, entrada 387, caja 2. 8 Óscar Calvo, The Impact of American Aid in the Spanish economy in the 1950s, MSc Economic History Dissertation, London School of Economics, 1998, p. 19; Credibility, expectations, and the impact of American aid in the Spanish economy in the 1950s, Working Paper Universidad Carlos III, Madrid, 2000, pp. 5-8; «Bienvenido, Míster Marshall! La Ayuda Económica americana y la economía española en la década de 1950», Revista de Historia Económica, Año XIX, nº extraordinario (2001), pp. 253-275; y tesis doctoral, leída en 2002 en la London School of Economics. 9 Calvo op. cit., 2000, p. 256. 10 El modelo aplicado a España coincide con el del otro país europeo incorporado tardíamente a la órbita norteamericana: Yugoslavia. Sobre la relación entre los programas de ayuda y el empresariado local en el sur de Europa, véase Núria Puig 7
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CUADRO 1 Ayuda internacional de Estados Unidos, 1946-1975 (en millones de dólares)
Ayuda económica Ayuda militar Total ayuda económica y militar Créditos del Eximbank
Todo el mundo
Europa
España
España como % del mundo
112.620 73.253
32.413 23.080
1.042 920
0,92 1,25
185.873
55.493
1.965
1,05
26.178
8.931
1.384
5,28
FUENTE: N. Puig y A. Álvaro, «International aid and national entrepreneurship: A comparative analysis of pro-American business networks in Southern Europe, 1950-1975», Business and Economic History On-Line: The Proceedings of the Business History Conference 2003.
Del destino de los fondos asignados a España da una idea el Cuadro 2. Destacaron las partidas de alimentos y materias primas, sobre todo algodón. El resto se utilizó en las importaciones de bienes de capital: equipos para la industria eléctrica, material ferroviario, y maquinaria agrícola y siderúrgica. Los fletes y la asistencia técnica completaban el programa. En cuanto a los fondos de la contrapartida a disposición del gobierno español, no consignados en el cuadro, la mayor parte se dedicó a proyectos agrarios y a infraestructuras, fundamentalmente a la reconstrucción de la red ferroviaria y a obras hidráulicas11. La distribución de unos y otros fondos estuvo íntimamente ligada a las necesidades de la economía española y a los intereses americanos en la península. El objetivo básico era hacer un uso eficiente del suelo español con fines militares y crear un clima favorable a las operaciones de su ejército. Esto requería estabilizar la economía española, combatiendo la inflación e imponiendo un tipo de cambio más realista, así como convencer a la administración y a la población de las bondades de los Estados Unidos12. Para aprovechar al máximo las infraestructuras preexistentes y minimizar la inversión, las bases se localizaron cerca de núcleos de población importantes, convertidos de esta forma en objetivos militares en caso de conflicto bélico.
y Adoración Álvaro, «International aid and national entrepreneurship: A comparative analysis of pro-American business networks in Southern Europe, 1945-1975», Business and Economic History On-Line: The Proceedings of the Business History Conference 2003. 11 Fernández de Valderrama, op. cit. 12 NARA, RG. 469, entrada 387, caja 1.
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CUADRO 2 La ayuda económica americana: partidas autorizadas y desembolsadas 1951-1963 (en miles dólares) Concepto Inputs Carbón Algodón Fertilizantes Otros Alimentos Bienes de capital Material ferroviario Otras infraestructuras Maquinaria agrícola Industria siderúrgica Industria eléctrica Otros Fletes Asistencia técnica TOTAL
Autorizado 403.164 47.373 270.284 3.500 82.007 589.664 421.148 59.475 23.362 43.400 74.682 138.345 81.884 38.921 10.451 1.463.348
%
Efectivo
%
27,55 11,75 67,04 0,87 20,34 40,30 28,78 14,12 5,55 10,31 17,73 32,85 19,44 2,66 0,71
399.479 44.635 261.387 3.500 89.957 578.401 356.873 50.895 18.827 47.700 39.711 100.206 99.534 18.414 7.800 1.360.967
29,35 11,17 65,43 0,88 22,52 42,50 26,22 14,26 5,28 13,37 11,13 28,08 27,89 1,35 0,57
FUENTE: O. Calvo, The Impact of American Aid in the Spanish economy in the 1950s, MSc Economic History Dissertation, London School of Economics, 1998, p. 19.
La actuación americana se centró en todo momento en estos intereses militares. Así, para el correcto funcionamiento de las bases había que invertir en infraestructuras; para ganarse a la población, mejorar su nivel de vida, empezando por la alimentación; y para conseguir el apoyo del Estado y de los empresarios, asistencia técnica. Con ésta se pretendía, mediante el envío de equipos a Estados Unidos y la llegada de especialistas norteamericanos, dar a conocer, entre funcionarios, directivos y expertos, el paradigma tecnológico americano, subrayándose la importancia de la educación a todos los niveles y, especialmente, los logros del capitalismo13. Muchos contemporáneos, así como una parte de la administración franquista, criticaron los escasos recursos concedidos desde Estados Unidos. Posteriormente, algunos autores han defendido la idea de que estas importaciones contribuyeron tanto a eliminar estrangulamientos en el sistema productivo español, derivados de la falta de materias primas y maquinaria, como a crear un ambiente favorable a la liberalización progresiva de la economía14. También se ha arNARA, RG. 469, entrada 387, caja 2. José Luis García Delgado, «Crecimiento industrial y cambio en la política española en el decenio de 1950. Guía para un análisis», Hacienda Pública Española, 100 (1986), pp. 287-296; Enrique Fanjul, «1951-1957: El despegue de la industrialización 13 14
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güido que la firma de los acuerdos de 1953 originó un clima de confianza entre los inversores, al mejorar sus expectativas sobre la evolución de la economía y asegurar la estabilidad del país, propiciando el aumento sostenido de la inversión y fomentando por tanto el crecimiento económico15. Por otro lado, existen investigaciones que dan más importancia a los países europeos —los socios comerciales naturales de España— que a los Estados Unidos en el desarrollo del país. Las transacciones comerciales intraeuropeas habrían sido de acuerdo con esta interpretación el instrumento más eficaz de transferencia tecnológica después de la Segunda Guerra Mundial, provocando un lento y acumulativo proceso de crecimiento en toda la periferia europea16. Por su parte, los servicios de inteligencia presentaban a mediados de los años cincuenta un panorama más esperanzador de la situación española17. La población empezaba a ser consciente de sus bajos niveles de vida, según los analistas, y los grupos económicos se mostraban irritados por la competencia de la empresa pública y la mala gestión económica, aunque el temor a una revuelta social les hiciera continuar apoyando la dictadura. Existían así dos aliados potenciales para emprender una liberalización de la economía española, muy en particular su anquilosado mercado de trabajo. Pero cualquier consideración sobre el impacto de la ayuda económica en el desarrollo efectivo del país pasa por conocer la evolución de la inversión norteamericana en España y de los intercambios comerciales entre ambos países. Sabemos que los Estados Unidos pasaron de ser el cuarto inversor y socio comercial de España en los años veinte a ocupar la primera posición durante la Segunda Guerra Mundial18. La importantísima caída de las dos actividades a partir de 1943 no impidió que se mantuviera la hegemonía americana. A principios de los años cincuenta, la embajada americana tenía registradas 65 filiales de 58 compañías norteamericanas19. Casi todas se habían funen España», Lecturas de economía española e internacional: homenaje al 50 aniversario del cuerpo de Técnicos Comerciales del Estado, Madrid, Ministerio de Comercio (1981), pp. 125-149; Enrique Fanjul, «El papel de la ayuda americana en la economía española, 1951-1957», Información Comercial Española, 577 (septiembre de 1981), pp. 159-165. 15 Esta es, a mi juicio, la idea más sugerente de la investigación de Óscar Calvo. 16 Guirao op. cit., Moreno, op. cit. 17 OSS Europe, 0483, «Spain’s Probable Role in Western Europe», 28 junio 1954. 18 Puig y Alvaro, 2004, op. cit. 19 NARA, RG 469, entrada 387, caja 31. Para entonces se habían producido ya, o estaban a punto de producirse, nacionalizaciones tan sonoras como las de Telefónica, Barcelona Traction y Ford. Sobre la inversión directa americana en España en perspectiva comparada, véase el trabajo pionero de Mira Wilkins, The Maturing of Multinational Enterprise: American Business Abroad from 1914 to 1970, Cambridge Mass., Harvard University Press, 1974.
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dado en la década de los veinte, y estaban relacionadas con el petróleo, los suministros de gas y electricidad, las telecomunicaciones, el material eléctrico, la automoción, la agricultura y el cine. La inversión directa era muy inferior a la ayuda, desde luego, pero como poco sirvió para sostener los intereses de las empresas norteamericanas y de sus socios hasta que, a raíz del Plan de Estabilización y de la flexibilización de la normativa sobre inversión extranjera, ésta volvió a despegar. En los años sesenta, la americana pasó a suponer entre un 40 y un 60 por ciento de toda la inversión extranjera en España, y un porcentaje aún mayor en ciertos sectores estratégicos, como el petróleo. Se trataba de una inversión esencialmente industrial, dominada por empresas como las filiales de la antigua Standard Oil, Texaco y Gulf; Dow Chemical, Monsanto y 3M; US Steel; General Electric y Westinghouse; ITT; Ford y Chrysler; y varios grupos agroalimentarios. El comercio exterior había experimentado mientras tanto una evolución similar, dando aliento a empresas españolas del calzado, el textil, las conservas y la fabricación de muebles, muy dependientes del mercado americano, y acentuando también la dependencia española en dos extremos: los suministros de alimentos y primeras materias y la importación de bienes de alta tecnología. Con todo, España nunca llegó a suponer más de un 1 por ciento de la inversión directa norteamericana, mucho más interesada, razonablemente, en los países del Mercado Común20. La intensificación, absoluta y relativa, de la presencia económica de los Estados Unidos en España ayuda a entender que la partida más modesta del programa de ayuda económica, la ayuda técnica, tuviera tanta influencia en el entramado económico y social hispano. Y es que, tal como había vaticinado el ejecutivo del Chase, la ayuda contribuyó a que los empresarios y directivos españoles más abiertos y dinámicos entraran en contacto con nuevas ideas y tecnologías. Su situación de atraso relativo y de aislamiento de Europa, al menos hasta 1958, hizo de las agencias y de los inversores americanos los más importantes proveedores de técnicas y de ideas, desencadenando un proceso de americanización muy notable que los investigadores, hasta ahora, han tendido a ignorar. Como en otros países, la eficacia de la
20 Sobre la inversión directa norteamericana, véanse Eliseo Bayo, El desafío en España, Barcelona, Plaza y Janés, 1970; Martín Gallego, «Las inversiones de multinacionales USA en España», Economía Industrial ,133 (1975), pp. 31-45; Muñoz et al., op. cit., p. 130; y Puig y Álvaro, 2004, op.cit. El tema está siendo abordado y analizado con fuentes nuevas por Julio Tascón, «Capital internacional antes de la «internacionalización del capital» en España, 1936-1959», en Glicerio Sánchez Recio y Julio Tascón (eds), Los empresarios de Franco. Política y economía en España, 1936-1975, Barcelona, Crítica, 2003, pp. 281-306.
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ayuda técnica dependió mucho de la capacidad de americanos y españoles de tejer o de fortalecer redes sociales de alcance local, nacional e internacional. El entramado institucional de la ayuda técnica La ayuda técnica forma parte del llamado movimiento de la productividad21. En la España autoritaria del general Franco, las agencias americanas —United States Operations Mission (USOM), Foreign Operations Administration (FOA) e International Cooperation Administration (ICA)— encargadas de difundir el credo capitalista, actuaron con las ventajas derivadas tanto de su experiencia previa en otros países europeos como del atraso relativo español, que lo hacía más poroso o menos resistente a las ideas foráneas, pero, en cambio, tuvieron que dedicar mucha energía a lidiar con la dictadura y los sectores más antiliberales. La acción conjunta de los agentes norteamericanos, algunos funcionarios españoles, los círculos empresariales más educados y sensibles a la necesidad de la integración mundial de la economía española, e instituciones tan consolidadas y tan ambiguas como la Iglesia, sirvió para tejer en las décadas centrales del siglo XX una serie de redes modernizadoras de la gestión y de la formación empresarial en los centros económicos más dinámicos del Estado, Madrid, Barcelona y País Vasco22. El desarrollo de los focos españoles de modernidad durante la dictadura está muy ligado a los Estados Unidos. A pesar de suponer menos de un 1 por ciento de la ayuda económica, la ayuda técnica se diseñó explícitamente para aumentar la bajísima productividad de las empresas hispanas, facilitar la penetración del capital y la tecnología estadounidenses, y difundir los principios capitalistas en el país. La más importante de las lecciones aprendidas por las agencias en los países Marshall en ese complejo proceso era que el contacto di21 José Gil Peláez, «Los EE.UU. en el movimiento español de la productividad», Información Comercial Española, 409 (septiembre 1967), pp. 145-148. Sobre las ideas e instrumentos del productivismo, en perspectiva comparada, véase el análisis de Mauro Guillén, Models of Management. Work, Authority, and Organization in a Comparative Perspective, Chicago, Chicago University Press, 1994. 22 En un trabajo pionero, Buesa y Molero consideraron que el principal impulsor de esta corriente modernizadora había sido el Estado: Mikel Buesa y José Molero, «Cambio técnico y procesos de trabajo: una aproximación al papel del Estado en la introducción de los métodos de la organización científica del trabajo en la economía española durante los años cincuenta», Revista de Trabajo, 67-68 (1982), pp. 249-268. A mi juicio, los empresarios tuvieron un papel bastante más destacado que las instituciones públicas en este proceso.
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recto con las empresas, asociaciones y universidades americanas era el medio más barato y eficaz para ganarse la confianza de la población europea y difundir el credo productivista y capitalista23. Los administradores del plan definían el colectivo más receptivo e influyente como aquél formado por empresarios, burócratas, titulados y estudiantes brillantes y jóvenes. Naturalmente, la naturaleza sincrética del régimen franquista constituyó un serio obstáculo para que la ayuda técnica se dirigiera a esos colectivos. Suanzes, el autocrático presidente del INI, trató inicialmente de monopolizar tanto recursos económicos como proyectos de carácter técnico: intercambios entre empresarios, administradores y profesores de ambos países; becas para cursar estudios de organización industrial y administración de empresas en universidades americanas; creación de una escuela de negocios piloto; financiación de estudios sobre sectores industriales concretos; ayuda a la traducción y publicación de libros técnicos importantes. Esto demoró la puesta en práctica de muchos de esos proyectos, y fue causa de fricciones entre la Embajada de Estados Unidos en Madrid (donde tenían su sede las agencias competentes), las instituciones españolas que administraban el programa (en los ministerios de Asuntos Exteriores, Industria y Comercio y Educación) y el INI24. En buena medida, la ayuda técnica se apoyó en instituciones ya existentes, y en personas, sobre todo, que estaban familiarizadas con los Estados Unidos. Una de esas personas era Fermín de la Sierra25. Ingeniero industrial por la Escuela de Madrid, De la Sierra había trabajado en el Instituto Nacional de Racionalización del Trabajo, creado en 1945 en el seno del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Bajo los auspicios del Instituto, en 1946 y 1947 viajó a los Estados Unidos, donde visitó varias universidades, asociaciones empresariales y empresas. A continuación se le brindó la oportunidad de visitar, en calidad de observador, algunas de las misiones de proNARA, RG 469, entrada 387, caja 20. Si bien el INI se interesó sobre todo por los créditos, mostrando una indiferencia creciente por todo lo relacionado con la ayuda técnica. Las fricciones con los americanos se vieron muy mitigadas por el hecho de que los funcionarios eran uno de los objetivos prioritarios de los programas modernizadores de la gestión. NARA, RG 469, entrada 387, caja 18. 25 En la espléndida biblioteca que él mismo legó a la Escuela de Organización Industrial se conserva una de sus pocas obras: Fermín de la Sierra, La concentración económica de las industrias básicas españolas, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1953. La crítica a la concentración industrial era uno de los temas recurrentes en la literatura falangista. De la Sierra fue sin embargo una persona flexible, que conjugaba la defensa del tejido empresarial tradicional —la pequeña y mediana empresa— con la admiración por el capitalismo americano. Los informes americanos sobre De la Sierra eran siempre elogiosos: NARA 469, entrada 387, caja 18. 23 24
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ductividad creadas dentro del programa del Plan Marshall en varios países europeos. En 1952, y desde el Ministerio de Industria, fundó la Comisión Nacional de Productividad Industrial, de la cual sería secretario prácticamente hasta su disolución en 1964. La CNPI era naturalmente una de las señales más visibles que la Administración española mandaba al mundo occidental para ser aceptado por el mismo, pues pretendía impulsar y modernizar la empresa privada en España. Respondía también al deseo de los sectores más abiertos y capitalistas de esa administración de aprovechar la oportunidad única que suponía el apoyo americano, articulado primero a través del crédito del Eximbank y después por medio de la ayuda económica y sobre todo técnica, a partir de 1954. Sería la CNPI precisamente la interlocutora de las agencias de cooperación americanas y el órgano director de los proyectos de carácter técnico más importantes y duraderos que financiaron los Estados Unidos hasta 1963: las comisiones regionales de productividad industrial y la Escuela de Organización Industrial. Se encargaría también la Comisión de proponer la distribución de los fondos de la ayuda técnica para cada ejercicio; de seleccionar a los miembros de cada una de las expediciones industriales y académicas que se realizaron en esos años; y de buscar colaboradores idóneos dentro y fuera de la Administración. Casi siempre, la CNPI hubo de actuar con diplomacia, pues era, a fin de cuentas, un mediador entre la Administración americana —que buscaba influir en el disminuido sector privado—, la Administración de un Estado totalitario —ávida de concentrar la actividad económica en el sector público—, y las iniciativas que la sociedad civil —vasca y catalana sobre todo— había puesto en marcha antes o después de la guerra en las áreas de la productividad o la formación industriales. De la CNPI se esperaba asimismo que contribuyera a desbloquear muchas inversiones americanas en España, poniéndose al lado de la Embajada americana, y que facilitara la penetración y el desarrollo del capital estadounidense. Un análisis cuantitativo de los 143 programas de intercambio llevados a término entre 1954 y 1962 revela que la formación empresarial, en el sentido más amplio, tuvo un papel central: casi la mitad de los mismos, y un 40 por ciento de los 972 participantes, estuvieron relacionados con la dirección y gestión de empresas26. Explica esto que en el seno de la CNPI, y con apoyo financiero y académico directo de las agencias y de universidades estadounidenses, se creara en 1955 la Escuela de Organización Industrial (EOI), la primera escuela de negocios a la americana en España y muy orientada por tanto, al prin26 Datos obtenidos a partir de un estudio de la CNPI publicado en Productividad, 124 (1963), pp. 1-14.
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cipio, hacia la gran empresa, representada en Madrid por el INI27. En Barcelona, la EOI contó con una hermana, la Escuela de Administración de Empresas (EAE), que, sin asesores norteamericanos, hubo de apoyarse en diversas instituciones locales, públicas y sobre todo privadas catalanas. La estrella de estas dos escuelas quedaría pronto eclipsada por instituciones privadas como el Instituto Católico de Artes e Industrias-Instituto Católico de Administración y Dirección de Empresas (ICAI-ICADE), en Madrid, la Escuela Superior de Administración de Empresas (ESADE) y, sobre todo, el Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE) en Barcelona. Si los dos primeros nacieron de la colaboración entre empresarios locales y la Compañía de Jesús, el último fue fruto de una asociación parecida entre consultores vascos y catalanes y la Universidad de Navarra, del Opus Dei. En mayor o menor medida, todas las escuelas pioneras se beneficiaron de la ayuda estadounidense, aunque ninguna tanto ni tan directamente como la EOI. Con el tiempo, sin embargo, fue IESE la que más imitó el modelo americano, al vincularse institucionalmente a la Harvard Business School. La americanización de IESE sería paralela a su éxito dentro y fuera de Cataluña, sin duda facilitado por el acceso a la Administración de varios miembros del Opus Dei. Hubo un año mágico para las escuelas de negocios españolas: 1958. El año en que se fundaron o arrancaron todas ellas, coincidiendo con los primeros pasos de la liberalización económica española y el reconocimiento del fracaso de la política económica del primer franquismo. Pero donde la ayuda americana se hizo particularmente visible y duradera fue en la Asociación para el Progreso de la Dirección, creada en 1956 por el sociólogo Bernadino Herrero y por varios de los integrantes de uno de los primeros viajes de intercambio a Estados Uni27 La educación formal de los empresarios es aún un tema poco explorado. Existe un excelente análisis de sus inicios, encargado precisamente por la Fundación Ford a su principal beneficiaria en España, la Sociedad de Estudios y Publicaciones: W.C. Frederick & C.J. Haberstroh, La enseñanza de dirección de empresas en España. Management Education in Spain, Madrid, Moneda y Crédito, 1969. Véanse, además Núria Puig, «Educating Spanish Managers: the United States, Modernizing Networks, and Business Schools in Spain, 1950-1975», en R.P. Amdam y otros (eds.), Inside the Business Schools: The content of European Business Education, Oslo, Abstrakt Press, 2003, pp. 58-86; Núria Puig y Paloma Fernández, «Las escuelas de negocios y la formación de empresarios y directivos en España: Madrid y Barcelona, 1950-1975», VII Congreso de la Asociación de Historia Económica, Zaragoza, 2001; Núria Puig y Paloma Fernández, «The Education of Spanish Entrepreneurs and Managers: Madrid and Barcelona Business Schools», Paedagogica Historica, 39, 5, pp. 651-672; y Matthias Kipping, Behlul Üskiden y Núria Puig, «Imitation, Tension, and Hybridization: Multiple «Americanizations» of Management Education in Mediterranean Europe», Journal of Management Inquiry, 2004 (en prensa).
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dos organizado por la CNPI. Desde el principio, APD centró su misión en los altos directivos de grandes empresas y en el fomento de la profesionalización de la gestión empresarial y la comunicación entre empresarios y directivos28. No es extraño que los gestores americanos miraran a APD como a su mejor alumno29. La historia de esta asociación, aún por hacer, constituye además un magnífico punto de partida para abordar la de la inversión americana en España y sus efectos profundos en la sociedad y la economía del país. Nuevas oportunidades y nuevas iniciativas La historia de la ayuda técnica refleja muchas de las transformaciones que se estaban operando en la economía, la política y la sociedad española de esos años. A comienzos de los cincuenta, la formación de empresarios, directivos y técnicos se había convertido en uno de los objetivos prioritarios de los planes de apoyo —y propaganda— americanos en España. Claro está que las ideas y las instituciones sostenidas directamente por los fondos norteamericanos no eran los únicos focos de modernidad en España, pero sí los más visibles. Dado el limitado número de personas preparadas y receptivas a este aspecto del capitalismo industrial, se tendió a cooperar, aunque hubo episodios de rivalidad de gran calado, especialmente en los últimos estadios de la ayuda, y relacionados con el cambio que se estaba produciendo en el gobierno español, especialmente el desembarco de los tecnócratas en la segunda mitad de los cincuenta. Uno de los instrumentos más eficaces, y menos conocidos, de modernización de la gestión de empresas fue la consultoría30. Dominado por filiales americanas como Bedaux y MEC (Methods Engineering Council), pero también por otras francesas y belgas, este negocio registró un crecimiento explosivo en los años sesenta. Las consultoras establecidas en la década anterior jugaron con ventaja, controlando una parte importante de la difusión de la organización científica del trabajo y del enfoque de relaciones humanas. En calidad de socios o APD, Informe de sus actividades, Madrid, 1970. NARA, RG 469, entrada 387, caja 18. 30 Pedro Egurbide, «El «consulting» en España», Información Comercial Española (mayo 1976), pp. 133-137; José Molero, «Las empresas de ingeniería», Información Comercial Española (agosto 1979), pp. 59-71; Matthias Kipping y Núria Puig, «De la teoría a la práctica: las consultoras y la organización de empresas en perspectiva histórica», en Carmen Erro (dir.), Historia empresarial. Pasado, presente y retos del futuro, Barcelona, Ariel, pp. 101-131; Matthias Kipping y Núria Puig, «Entre influencias internacionales y tradiciones nacionales: las consultoras de empresa en la España del siglo XX», Cuadernos de Economía y Dirección de la Empresa, número extraordinario (2003). 28 29
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de clientes de las grandes consultoras nos encontramos a los principales agentes de la americanización española: el Banco Urquijo, el INI y las filiales de multinacionales americanas. La presencia norteamericana fue todavía mayor en las empresas de ingeniería, uno de los vehículos de la transferencia masiva de tecnología que se registró al término de la segunda conflagración mundial, en particular en ámbitos como la industria petroquímica, la energía eléctrica o la ingeniería civil. Entre las empresas pioneras deben mencionarse Foster Wheeler, constructora de la refinería de Escombreras; Lummus, de la que era socio Javier Benjumea; Procon, en la órbita del Urquijo; y McKee31. La actividad de las ingenierías fue complementaria de la importante asistencia técnica que recibieron las empresas industriales españolas en la época del desarrollo. La pujante industria de servicios a la empresa incluía asimismo los estudios de mercado y publicidad. Las agencias publicitarias españolas se habían desarrollado de forma muy brillante, y bajo una fuerte influencia europea, en el período de entreguerras32. Disminuidas o extinguidas por la autarquía, no volvieron a florecer hasta la década prodigiosa de los sesenta. Para entonces, la hegemonía americana en el ámbito de la publicidad estaba plenamente consolidada, lo que explica la americanización del mercado publicitario español que tuvo lugar, de la mano de filiales de agencias americanas (como J. Walter Thompson, McCann-Erikson, Benton Bowles, Leo Burnett, BBDO y Young Rubicam) o de asociaciones entre éstas y las agencias locales más relevantes (como Clarín, Alas, Tiempo y Danis). La publicidad fue un instrumento esencial en lo que los funcionarios, consultores e inversores norteamericanos de la época llamaron educación económica de los españoles. Y es que una de las ideas más importantes de la americanización era que la producción debía estar al servicio del consumo: exactamente lo contrario que las autoridades económicas habían proclamado durante la autarquía. No es extraño que las asignaturas relacionadas con comercialización y ventas fueran las más populares en las escuelas de negocios españolas. Sabemos hoy que las fundaciones privadas, como la Ford, desempeñaron un papel muy notable en la difusión de las ideas económicas y empresariales norteamericanas en Europa, tomando en cierto modo el relevo de las agencias del Plan Marshall durante una segun-
31 José Molero, «Las empresas de ingeniería», Información Comercial Española (agosto 1979), pp. 59-71. 32 IP Mark, «Un siglo de marketing y publicidad en España», 566, número extraordinario (julio 2001).
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da etapa de la guerra fría33. En España, la Fundación Ford actuó con extrema cautela, derivada de la incertidumbre política y económica que generaba la persistencia de la dictadura. Tras explorar el terreno, la Fundación optó por apoyar generosamente las actividades intelectuales del Banco Urquijo a través de la Sociedad de Estudios y Publicaciones, que incluyó un estudio muy útil sobre la educación empresarial en España34. La red española de la Fundación Ford incluía también a los herederos de la Institución Libre de Enseñanza y a la Universidad de Navarra, del Opus Dei. Su actuación se hizo más visible en los años setenta, en los campos de la reforma educativa y de la difusión de la lengua inglesa. Los empresarios americanizados como agentes de modernización Los instrumentos de la ayuda económica americana sirvieron así para tejer unas redes en el terreno empresarial, público y privado, que tendrían una influencia desproporcionada en el desarrollo español35. Las instituciones nuevas se apoyaron casi siempre en instituciones viejas, en círculos sociales y económicos bien definidos, más visibles en las regiones de mayor tradición industrial, Cataluña y el País Vasco, que en el Madrid franquista, pero eficaces en todos los casos. Sería erróneo atribuir la formación de estas redes a la ayuda americana, pues en los tres casos se observa que instituciones católicas como la Compañía de Jesús o el Opus Dei desempeñaron un papel 33 Giuliana Gemelli, «American influence on European management education. The role of the Ford Foundation», en AMDAM, Rolv-Petter (ed), Management, Education and Competitiveness. Europe, Japan and the United States, London, Routledge, 1996, pp. 38-67. 34 Los informes más interesantes son los de Waldemar Nielsen y, sobre todo, Peter Fraenkel, que viajaron por España por encargo de la Fundación entre 1968 y 1971. Ford Foundation Archives, informes 004574 y 009024. La Sociedad de Estudios y Publicaciones, mencionada más arriba, recibió 35 millones de dólares, entre 1957 y 1966, pasando así a ocupar España una decimosegunda posición como beneficiaria de la Ford. 35 El concepto de redes empresariales procede, en sentido estricto, de la teoría de las organizaciones. Suele entenderse como una forma de organización distinta a la empresa moderna jerarquizada, que es la que ha inspirado la mayor parte de los análisis de sociología económica. En los últimos diez años, y gracias al impulso del neoinstitucionalismo, ha empezado a aplicarse también a entornos empresariales, y se ha lanzado la hipótesis de que las redes, como los grupos, describen mejor la dinámica empresarial de países de desarrollo tardío, dentro y fuera de Europa. Una obra de referencia: Chicago W. W. Powell y P. J. Dimaggio (eds), The new institutionalism in organizational analysis, Chicago University Press, 1991. El autor que más ha inspirado a los historiadores de la empresa ha sido probablemente el sociólogo Mark Granovetter.
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clave en el campo de la educación empresarial, aunque siempre en respuesta a las demandas del empresariado local. El entramado que la ayuda americana creó o reforzó en una España poco comunicada con otros países avanzados desempeñaría un papel importante en el desarrollo de las décadas centrales del siglo pasado. Los nexos entre los beneficiarios del primer crédito del Eximbank, las primeras expediciones industriales a los Estados Unidos y los contratos relacionados con la construcción de las bases militares eran muy fuertes. Como también lo eran los que les unían a las comisiones regionales de productividad, escuelas de negocios, consultoras y asociaciones empresariales de esa primera oleada estratégica. Todo apunta a que la ayuda técnica, canalizada a través de la Comisión Nacional de Productividad Industrial, constituyó una espléndida oportunidad para que empresarios, directivos y expertos de muy variada procedencia, pero atentos en todos los casos a lo que ocurría fuera de España, y sensibles al proceso innovador, adquirieran ventajas importantes en el contexto económico nacional y asumieran en consecuencia un papel relevante en el despegue de los años sesenta y principios de los setenta, por lo menos. Un reflejo de este hecho será la fuerte vinculación existente entre la inversión extranjera —que era fundamentalmente americana— con la banca nacional y también con el INI36. La formación de redes para captar la ayuda americana tiene probablemente mucho que ver con tres cosas: el escaso desarrollo institucional del país, tal como los expertos enviados por la Fundación Ford insistían en señalar; el peso de los grupos empresariales de origen familiar en la economía española; y la oferta escasa de profesionales de la gestión empresarial con experiencia internacional. Pero no debe olvidarse que en otros países europeos las redes pro-americanas actuaron también con gran eficacia37. Si bien las redes españolas presentaban asimetrías regionales, administrativas e ideológicas significativas, hubo una tendencia pronunciada a especializarse y a cooperar, sin duda por el reducido tamaño del mercado. Muy a grandes rasgos, el proceso de americanización caló más en Madrid que en Barcelona o en el País Vasco. En Madrid se estaba privilegiando la industrialización, pública y privada, y la inversión estadounidense, lo que resultó en un crecimiento explosivo de la gran empresa38. En las cunas de la indus36 Vid. el interesante análisis de los consejeros comunes en: Muñoz et al., op. cit., pp. 362-393. 37 Marie-Laure Djelic, Exporting the American Model. The Poswar Transformation of European Business, Oxford, Oxford University Press. 38 Madrid absorbía un 36 por ciento de la inversión directa estadounidense en España. En Cataluña y en el País Vasco (donde la inversión europea estaba más consolidada), en cambio, sólo se concentraban el 26 y el 10 por ciento respectivamente. Muñoz et al., op. cit., pp. 132-134.
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tria española, en cambio, las nuevas ideas y oportunidades tendieron a fundirse con las tradiciones sectoriales y asociativas, lo que explica que el impacto de la ayuda americana no fuera tan visible. El caso de Vizcaya, vinculada secularmente a la gran empresa y a los círculos financieros madrileños, se situaría a caballo entre los dos modelos. Para empezar, la CNPI y su principal artífice, el ubicuo Fermín De la Sierra, tuvieron un papel central en la difusión de recursos e ideas americanos39. Los instructores, profesores y directores de la Comisión se familiarizaron tempranamente con las teorías y técnicas más modernas sobre organización industrial y tuvieron una presencia intensa en el tejido empresarial de todo el país, algo que la práctica del pluriempleo favoreció extraordinariamente. Los vínculos entre la CNPI, la EOI y la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales de Madrid eran muy estrechos, por supuesto, pero sus profesores e instructores también prestaban sus servicios en escuelas y consultoras privadas, como ICAI/ICADE y TEA. El economista Roberto Cuñat, por ejemplo, simultaneó la dirección de la consultora del grupo Urquijo, Técnicos Especialistas Asociados, con la del departamento de recursos humanos de Standard Eléctrica, filial de la americana ITT. Cuñat desempeñó un papel central en APD y la docencia en la CNPI, EOI e ICADE, siempre en calidad de experto en relaciones humanas, la corriente humanizadora del productivismo que impulsó Elton Mayo desde la Harvard Business School. En TEA convergieron dos grupos sociales de muy distinto talante: el liberal grupo Urquijo, ligado desde el siglo XIX a la inversión extranjera en España, y el católico Javier Benjumea, ingeniero por ICAI, fundador de la empresa de ingeniería eléctrica con sede en Sevilla Abengoa y principal impulsor del patronato de ICAI e ICADE40. Fundado por empresarios y militares católicos, ICADE conoció un éxito fulgurante gracias a muchas cosas: sus conexiones con la élite madrileña y del sur de España a través de los colegios de la Compañía de Jesús; su relación directa con el ministro Alberto Martín Artajo; su hábil adaptación de la moderna gestión de empresas a la mentalidad de los patronos católicos; su atención a los mandos intermedios; y sus relaciones con la banca y el Ejército, que le permitieron ir erosionando el monopolio que la EOI había disfrutado como formadora de directivos del INI41. RelaEntrevistado junto a Carlos Agulló en febrero de 1999 por la autora. La relación del Urquijo con la inversión extranjera en España tiene su origen en su asociación con los Rothschild. La fortuna de la familia Benjumea también era antigua, pero tenía un carácter más técnico e industrial que financiero. Los caminos de ambas instituciones se cruzarían muchas veces en el siglo XX. 41 Las historias conmemorativas de ICAI-ICADE ofrecen mucha información sobre sus impulsores. Pero nuestra información procede sobre todo de sus archivos históricos, facilitada por Pedro Abassolo, ICADE, Nuestra Casa, 1908-1984. 75 años, Ma39 40
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cionada con la multinacional americana 3M, Abengoa —el primer gran éxito de ICAI como impulsor de proyectos empresariales— tuvo sus primeros grandes contratos en el sector ferroviario —uno de los mejor atendidos por la ayuda americana— y en los aeropuertos de las bases americanas. Benjumea fue también uno de los primeros miembros de APD, donde se dieron cita las grandes empresas, españolas y americanas sobre todo, del momento. De un primer análisis de sus cien primeros miembros y actividades se deduce que la base de esta organización pro-americana, diseñada a imagen y semejanza de la American Management Association, era madrileña42. La banca, las compañías eléctricas, el Instituto Nacional de Industria, las cementeras, farmacéuticas, consultoras y el grupo Urquijo, así como otros socios de inversores norteamericanos, se daban la mano en APD, que en cierto modo actuó como consultora, ella misma, especializada en temas de alta gestión, un ámbito que las escuelas de negocio madrileñas o barcelonesas aún no habían explorado. Los principales impulsores de APD fueron sin embargo el polifacético ingeniero de Caminos José María Gonzalo Aguirre, entre otras muchas cosas director de Banesto y fundador de Agroman, una de las beneficiarias del crédito del Eximbank y adjudicataria de algunas de las obras de las bases americanas; y Francisco Barceló, director de Unión Eléctrica Madrileña y con experiencia en la Calvo Sotelo y en Hidroeléctrica Moncabril, empresas todas receptoras del crédito del Eximbank y muy atendidas por la ayuda técnica43. Los brazos de APD se extendieron hasta Bilbao a través de una sucursal que dirigía Aguirre Isasi, y a Barcelona por medio de uno de los miembros de la prolífica e hiperactiva familia Rivière. La empresa familiar del metal Rivière constituye probablemente el mejor espejo del movimiento modernizador de la gestión empresarial en Barcelona44. Unidos por varias generaciones a la Escuela Sudrid, 1984. ICAI, más que ICADE, presenta casos muy interesantes de interrelación y clientelismo empresarial, como Talgo o la actual Iberdrola. ICAI, ICAI 1908-1978, Madrid, Instituto Católico de Artes e Industrias, 1978. 42 Tarea que sin la amable colaboración de María Teresa Lerroux (APD) no hubiera sido posible. 43 Las familias Aguirre y Garrigues presentan similitudes importantes en el contexto de la España de la segunda posguerra mundial, aunque la primera se desenvolviera en el ámbito industrial y financiero y la segunda lo hiciera, sobre todo, en el profesional y académico. Un hermano de José M. Aguirre, Antonio, abogado y doctor en Economía por la Universidad de Berlín, fue embajador de España en Bonn en los años cincuenta, justo cuando se revisó el proceso de expropiación de los bienes industriales alemanes en España. José M. Aguirre ocupó la presidencia de Siemens —una de las «joyas» del bloqueo— durante el mismo periodo. 44 Caso estudiado por Paloma Fernández. Vid. Paloma Fernández Pérez, «La empresa familiar y el síndrome de Buddenbrook en la España contemporánea: el caso
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perior Técnica de Ingenieros Industriales de Barcelona y a los colegios jesuitas, bien situados en los círculos industriales de la ciudad, y relacionados con empresas extranjeras y la patronal europea católica del sector, los Rivière desempeñaron un papel activo en la modernización de la gestión empresarial en Cataluña y en sus propios talleres y despachos. Sus años de crecimiento explosivo coinciden con los de un gran contrato para fabricar las vallas metálicas de las bases norteamericanas45. También se convirtieron en los primeros alumnos del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa, lo que les permitió aplicar por primera vez técnicas de dirección de empresas y participar en su adaptación al tejido empresarial familiar barcelonés. Fundado por un grupo de consultores vascos, con el ingeniero textil Antonio Valero a la cabeza, IESE mantuvo lazos directos con el entramado vizcaíno y guipuzcoano. Un buen ejemplo es Juan Manuel Elorduy, que en los años sesenta relevaría a la generación de Fermín de la Sierra en el Ministerio de Industria, propiciando o simbolizando la decadencia de la acción pública —CNPI, EOI— y el ascenso de la privada —IESE en particular. Como ICADE en Madrid, ESADE en Barcelona se apoyó en las bases sociales de la Compañía de Jesús y diseñó programas para la patronal católica y para los mandos intermedios. Las instituciones públicas, o semipúblicas, tuvieron en el ingeniero José Orbaneja a su principal promotor. Profesor de Organización Industrial en la Escuela de Ingenieros Industriales de Barcelona, Orbaneja dirigió el centro regional de la CNPI, fundó la Escuela de Administración de Empresas y trabajó como consultor en La Maquinista Terrestre y Marítima, otra empresa relacionada con la CNPI y la ayuda americana. Con Orbaneja colaboraba en Barcelona otro ingeniero, Patricio Palomar, experto en cemento, participante en uno de los primeros programas de intercambio con Estados Unidos y directivo de Asland. La relación entre el sector del cemento y la construcción de las bases es también obvia. Rivière (1860-1979)», en A. Carreras, P. Pascual, D. Reher y C. Sudrià (eds.), Doctor Nadal. La industrialización y el desarrollo económico de España, Barcelona, Publicacions de la Universitat de Barcelona, Vol. II, 1999, pp. 1398-1414; Paloma Fernández Pérez, «Francisco Luis Rivière Manén», en E. Torres (dir.), Los 100 empresarios españoles del siglo XX, Madrid, LID, 2000, pp. 374-379. Además Núria Puig y Paloma Fernández, «Modernising Spanish Companies: the Implementation of Modern Management Ideas in Spain, 1945-1975», EGOS 17th Conference, Lyon, 2001; Paloma Fernández y Núria Puig, «Knowledge and Training in Family Firms of the European Periphery: Spain, 18th to 20th centuries», Business History, 46, 1, pp. 79-99. 45 Jorge Rivière, el vínculo del productivismo barcelonés con las instituciones, públicas y privadas, madrileñas, había trabajado para el gobierno franquista de Burgos, lo que sin duda le permitió establecer relaciones muy útiles y duraderas con la nueva administración. Rivière mantenía desde antes de la guerra un contacto intenso con la North-American Steel Wire Association. Esta información me ha sido facilitada por Paloma Fernández (Universitat de Barcelona).
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El entramado vasco fue aparentemente el menos sensible a la ayuda técnica americana. La formación de empresarios estaba atendida desde 1916 por la Universidad Comercial de Deusto, creada de acuerdo con el modelo de la milanesa Bocconi. Quizás por esta razón no salió adelante el proyecto —aprobado por las agencias americanas— de crear una escuela similar a EOI en la Escuela de Ingenieros Industriales de Bilbao. La acción pública se articuló por medio de las comisiones regionales de la CNPI en Vizcaya y Guipúzcoa, que atendían las necesidades, muy distintas, de los industriales locales. Los instructores y consultores de la CNPI, como Carlos Agulló, discípulo de De la Sierra, no pudieron sino colaborar con las muchas asociaciones sectoriales de las dos provincias, que fueron también sus principales sostenedoras. En el terreno privado, y en Vizcaya, actuaba el propio Juan Manuel Elorduy, ingeniero instructor de la CNPI, consultor privado, directivo de Echevarría SA —empresa relacionada con los programas de intercambio técnico y la CNPI— y más tarde alto cargo en Industria con el ministro López Bravo y asesor de IESE. Pero lo más destacable de Vizcaya es que hubo una serie de empresas, relativamente grandes y receptivas a nuevas tecnologías, como Arregui Constructores, la filial americana General Eléctrica, Altos Hornos de Vizcaya y Babcock Wilcox, que colaboraron muy activamente con la CNPI. Los nexos con los créditos del Eximbank y la construcción de las bases son también claros. En última instancia, el funcionamiento de estas redes dependía del tejido empresarial español. La penetración de nuevas técnicas e ideas inspiradas en el modelo americano fue fundamentalmente canalizada a través de las personalidades e instituciones descritas, pero, al igual que se ha observado para otros países, esta transferencia tecnológica no fue exacta, sino que se combinó, en diferente medida según empresas y sectores, con la realidad española. Es significativo que dos de los mejores diagnósticos de esta realidad con los que cuenta hoy el investigador fueran auspiciados por la EOI. El primero es el informe que Arthur Shedlin, el consultor de Chicago que vigiló la puesta en marcha de la escuela piloto madrileña entre 1957 y 1959, redactó antes de partir46. Señalaba Shedlin, elogioso, que la EOI constituía uno de los mayores éxitos de la ayuda técnica norteamericana en Europa, pero que su futuro estaba condicionado, entre otras cosas, por el tejido empresarial español, del que destacaba cuatro características: las empresas medianas y grandes estaban dominadas por ingenieros sin formación empresarial o humanística, lo que obstaculizaba la modernización de las relaciones laborales, uno de los grandes problemas del país; las pequeñas y medianas empre46
Archivo General de la Administración, Comercio, Caja 36.572, Expediente 17.
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sas eran por lo común presas de los intereses familiares y de amistad; la profesionalización de la gestión era muy rara; y, a falta de una estructura jerarquizada y departamentos de recursos humanos, las relaciones humanas en las empresas presentaban muchas deficiencias y constituían un potencial de conflictividad. Casi inmediatamente después se puso en marcha un ambicioso proyecto de la EOI: estudiar a escala nacional y regional la estructura empresarial y la mentalidad de los empresarios españoles. Los autores de este estudio ya clásico fueron Juan Linz, a la sazón profesor ayudante en Columbia, y Amando de Miguel, que estaba realizando su tesis sobre este tema47. Según estos autores, el sector, entorno y trayectoria de cada empresa definía su grado de modernidad, expresado en su mayor o menor receptividad a nuevas tecnologías. La tradición empresarial regional resultaba también determinante a la hora de explicar el dinamismo empresarial y la tendencia, mayor o menor, a crecer, organizarse burocráticamente y profesionalizar la gestión. En la investigación en curso que sirve de base a estas páginas se ha detectado también que, a pesar de la comunicación y cooperación inherente a las redes empresariales descritas, hubo pautas diferentes por zonas, más ligadas a su propia tradición Barcelona y el País Vasco, y más tributarias del impulso estatal Madrid y Asturias, por ejemplo48. Linz y Miguel subrayaban, con datos de comienzos de los sesenta, que en Barcelona o Guipúzcoa la persistencia de la empresa pequeña y familiar hacía a los empresarios en general más reacios a la burocratización y a la tecnificación —los indicadores de modernidad de este estudio— de sus establecimientos. En cambio, en Madrid y Vizcaya, con empresas públicas o privadas más grandes y menor porcentaje de herederos entre sus directivos, detectaban una mayor receptividad a nuevas técnicas y teorías, así como una mayor contratación, tanto de ingenieros como de mandos intermedios, de dentro o de fuera de la región. Si se aplicara de forma explícita el concepto de americanización al análisis de estos autores —que lo hacen implícita47 Juan Linz y Amando de Miguel, «Fundadores, herederos y directores en las empresas españolas», Revista Internacional de Sociología, 21 (81), 1963, pp. 5-38; 21 (82), 1964, pp. 185-216; 22 (85), 1964, pp. 5-28; Amando de Miguel y Juan Linz, «Los problemas de la retribución y el rendimiento, vistos por los empresarios españoles», Revista del Trabajo, 1 (1963), pp. 35-140; «Los servicios sociales de las empresas españolas», Revista del Trabajo, 3 (1963), pp. 27-115; «Características estructurales de las Empresas españolas: tecnificación y burocracia», Racionalización, 94, (1964), pp. 1-11, 97-104, 193-208, 289-296. 48 No hay duda que Asturias supone un caso central en el tema que estamos tratando. Fue el escenario de uno de los proyectos más aparatosos del INI, ENSIDESA, y de algunos de los experimentos más queridos por la CNPI, la Fábrica de Mieres y Duro-Felguera. En Asturias se crearía también un centro regional de la Comisión.
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mente, al identificar modernidad con el modelo de gran empresa gerencial americana— podría concluirse que, en general, fueron más receptivos a las ideas americanas los empresarios madrileños y vizcaínos que los barceloneses y guipuzcoanos. En todas las regiones, sin embargo, se puso de manifiesto una gran capacidad de organización para acercarse, cuando no monopolizar, a la ayuda técnica y obtener una serie de ventajas que, en la España aislada de los cincuenta, podían tener efectos multiplicadores extraordinarios. Y es que lo verdaderamente relevante de los programas de ayuda estadounidense fue que actuaron como catalizador del movimiento modernizador que habría de acompañar la progresiva liberalización de la economía española en los años sesenta y setenta. En este sentido, la experiencia hispana es similar a la de los países del Plan Marshall, si bien la influencia norteamericana resultó todavía más intensa en España, al menos por dos razones: el menor desarrollo empresarial, que amortiguó choques o resistencias culturales, y la situación privilegiada en la que actuaron las agencias y empresas americanas hasta 1958, cuando España fue oficialmente aceptada por las instituciones económicas internacionales. Como en otros países europeos, la ayuda económica y técnica sirvió para tejer o reforzar redes sociales relativamente pequeñas, pero de gran impacto en el desarrollo político y económico. Los «amigos de los americanos» formaban así un grupo relativamente pequeño y homogéneo, aunque bastante más numeroso e ideológicamente complejo del que aquí se ha presentado. Su homogeneidad vendría dada por su pertenencia a familias de tradición empresarial y profesional, por su educación en colegios de élite, por su conocimiento de idiomas extranjeros y por sus relaciones internacionales, valores estos últimos nada desdeñables en una sociedad tan ensimismada como la española. Pero hubo también oportunidades en la administración y en el sector privado. Los primeros créditos del Eximbank y los contratos relacionados con la construcción de las bases, que situaron en el centro de las redes a sectores como la construcción, la electricidad y la siderurgia, son sólo algunos ejemplos de la estrecha relación que existió entre los Estados Unidos y lo que en el contexto español estoy llamando redes de modernidad. Resulta significativo, para acabar, que la mayor parte de las iniciativas aquí descritas empezaran a funcionar a finales de los años cincuenta, cuando se hizo evidente el fracaso de la política económica de la dictadura, el sistema social impuesto se resquebrajaba, y las democracias occidentales condicionaban el ingreso de España en los principales foros económicos internacionales a su liberalización. En 1958, un extenso informe de los servicios de inteligencia del Departamento de Estado señalaba que el gobierno español se había hecho
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«peligrosamente dependiente de los Estados Unidos»49. Tal como los mismos observadores habían anticipado a comienzos de la década, la población ya no se resignaba a seguir viviendo peor que sus vecinos del norte de Europa, pero no podía confiar en la ayuda americana para salir del subdesarrollo, pues el objeto de esa ayuda no había sido ni debía ser otro que mantener la estabilidad económica y social del país. El Plan de Estabilización, presentado a las autoridades americanas en 1959, y el célebre informe del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF) publicado en España en 1962, refuerzan la tesis de un momento clave en la historia económica y social española, muy influido por sus principales socios internacionales50. En los años prodigiosos que siguieron a ese momento, las redes empresariales pro-americanas no hicieron sino afianzar su protagonismo. La agonía del franquismo autárquico, la ayuda americana y la presión internacional habían sido sus catalizadores, aunque no sus progenitores.
OSS Europe, 0579, «Probable Developments in Spain», 7 (agosto 1958). BIRF, El desarrollo económico de España, Madrid, Oficina de Coordinación y Programación Económica, 1962. 49 50
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COOPERACIÓN CULTURAL Y CIENTÍFICA EN CLAVE POLÍTICA: «CREAR UN CLIMA DE OPINIÓN FAVORABLE PARA LAS BASES U.S.A. EN ESPAÑA»* LORENZO DELGADO
La firma de los pactos de 1953 entre España y Estados Unidos estableció una relación militar bilateral que perduró durante todo el período franquista. Sus efectos, incluso, se proyectaron sobre la etapa democrática posterior, si bien la naturaleza subordinada de aquellos acuerdos fue cediendo el paso a una relación más equilibrada, asentada sobre el respeto mutuo y los compromisos de seguridad compartidos. El interés prioritario de Estados Unidos al suscribir los pactos mencionados fue de orden estratégico: integrar completamente a la península ibérica en su sistema defensivo europeo. A cambio, el régimen franquista recibió, como contraprestación más sobresaliente, el respaldo político de la primera potencia del bloque occidental1. El vínculo militar ocupó, pues, un lugar central en la relación bilateral durante bastante tiempo. Ahora bien, la relación no se agotó, ni mucho menos, en esa dimensión. La conexión hispano-norteamericana propició una serie de «efectos secundarios», a veces buscados por sus protagonistas oficiales y en otras ocasiones ajenos a su voluntad, que afectaron a diversas facetas de la sociedad española. * Este trabajo se ha desarrollado en el marco de los proyectos de investigación BHA 2000-0735 (Ministerio de Ciencia y Tecnología) y 06/0078/2003 (Comunidad de Madrid). 1 La obra que analiza con mayor profundidad la trayectoria de esos acuerdos es la de Angel Viñas, En las garras del águila. Los pactos con Estados Unidos, de Francisco Franco a Felipe González (1945-1995), Barcelona, Crítica, 2003.
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Ciñéndonos al terreno cultural y científico, la incorporación de España a los canales de intercambio desarrollados por Estados Unidos tras la conclusión de la II Guerra Mundial, y sobre todo a raíz de la cristalización de la Guerra fría, tuvo lugar de forma paralela a su integración en el dispositivo estratégico norteamericano. Como también ocurriera con la ayuda económica y con la propagación de sus métodos de gestión empresarial, la política de «relaciones públicas» desplegada por Estados Unidos en el resto de Europa occidental llegó a España con retraso. Hubo que esperar hasta principios de la década de los años cincuenta para que el país fuese incluido entre los beneficiarios del programa de intercambio educativo, una decisión que se tomó prácticamente al compás de las negociaciones para la instalación de bases militares norteamericanas en territorio español. De hecho, uno de los objetivos prioritarios de la acción de Estados Unidos en este ámbito consistió en realizar una atracción selectiva de las élites políticas, intelectuales y profesionales del régimen franquista, al igual que ocurriera en otros países europeos, para que aceptasen su capacidad de liderazgo internacional y acogieran positivamente su futura presencia militar. Buena muestra de ello fue la temprana aplicación del Foreign Leaders Program, destinado a ganar propagandistas para la causa americana entre los sectores dirigentes del país2. Tras la firma de los pactos de 1953 se incentivó ese intercambio. Por un lado, se incrementaron los recursos destinados a estas materias. Por el otro, se diversificaron los programas oficiales a que pudieron acceder los candidatos españoles, al tiempo que se produjo una mayor participación de fundaciones privadas en la financiación de esos programas. Formación técnica para mejorar la productividad: el Technical Exchange Program Uno de los efectos colaterales de los acuerdos hispano-norteamericanos fue la puesta en marcha, desde 1954, del Technical Exchange Program. Integrado en el convenio de asistencia técnica, resultaba hasta cierto punto interdependiente con el programa de intercambio 2 Sobre las principales características de esa política norteamericana de «relaciones públicas» y sus primeras repercusiones en España, vid. Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla, «Las relaciones culturales entre España y Estados Unidos. De la guerra mundial a los pactos de 1953», en Cuadernos de Historia Contemporánea, 25 (2003), pp. 35-59. Número monográfico coordinado por Antonio Niño sobre el tema 50 años de relaciones entre España y Estados Unidos.
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educativo que había comenzado a aplicarse en España desde 1952. Ambos se ocupaban de financiar la formación de cuadros españoles en centros e instituciones norteamericanas, junto a las enseñanzas impartidas en España por especialistas de aquel país. Sin embargo, sus objetivos eran diferentes. El programa de intercambio técnico se orientaba, en consonancia con el convenio de asistencia técnica, a promover el incremento de la productividad y la mejora de los recursos económicos españoles, poniendo en contacto a empresarios y técnicos españoles con centros oficiales, empresas y métodos norteamericanos. Formaba parte del programa de ayuda para la defensa (Defense Support), una de cuyas finalidades era el reforzamiento de la economía española. El desarrollo de la asistencia técnica estuvo patrocinado por la International Cooperation Administration (luego la Agency for International Development), desglosándose en varios proyectos que pretendían cooperar en la modernización de una serie de sectores del tejido económico español: la producción agrícola y de alimentos; la industria eléctrica, siderúrgica y minera; los transportes ferroviarios y aéreos; las fábricas de armamento; junto a la propagación de los métodos de administración y productividad que se impartían en las universidades americanas o se aplicaban en sus empresas. El programa de intercambio técnico fue una de las medidas a que se prestó más atención, encargándose del desplazamiento a Estados Unidos de los profesionales españoles seleccionados. Allí recibieron cursos y aprendieron nuevas técnicas relacionadas con diversas industrias, el sector minero, los ferrocarriles, la agricultura, las centrales hidroeléctricas y térmicas, la producción aeronáutica, los métodos de administración y gestión empresarial, etc. También se dirigieron a aquel país grupos de oficiales y suboficiales de la aviación y la marina españolas, para recibir cursos de formación y adiestramiento en centros militares. Simultáneamente, se financió la estancia en España de especialistas norteamericanos, que instruyeron a personal de organismos públicos y privados sobre los métodos para mejorar los rendimientos en sus respectivos campos3. En la medida que entonces no existía ningún otro canal de formación y perfeccionamiento técnico alternativo, dado lo restringido de las relaciones con los países europeos hasta principios de los años sesenta, esa experiencia fue fundamental en la mejora de los conocimientos y la modernización de los métodos de trabajo. Las primeras misiones de intercambio técnico se perfilaron al mismo tiempo que se hacía un diagnóstico de los sectores que recibirían la ayuda económica norteamericana. Vid. «Algunos datos sobre la ayuda económica de los Estados Unidos a España», 25-IX-1954. AD-MAE (Archives Diplomatiques-Ministère des Affaires Étrangères, Francia) , Europe 1944-1960, Espagne, vol. 168. 3
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En España la aplicación del convenio de asistencia técnica correspondió a la Comisión Nacional de Productividad Industrial, creada en 1952 pero cuyo impulso fundamental tuvo lugar a raíz de los convenios de 1953. La Oficina de la Comisión Delegada del Gobierno para el desarrollo de los Convenios con Norteamérica se encargaba, al menos en teoría, de dirigir y controlar su labor. El protagonismo estatal en la propagación de esas nuevas técnicas y métodos de producción también se apreció en otras instituciones como el Instituto Nacional de Racionalización del Trabajo, la Escuela de Organización Industrial o las Comisiones regionales de productividad industrial4. Las principales actuaciones contempladas en esa asistencia técnica fueron: — Viajes de intercambio técnico al extranjero. Entre 1954 y 1962 se desarrollaron 148 proyectos de viajes de información técnica a Estados Unidos y otros países europeos, que movilizaron a 962 técnicos y mandos superiores de empresas. — Estancia en España de especialistas americanos. Entre 1955 y 1962 se realizaron 53 proyectos de duración variable dirigidos por técnicos americanos, participando en ellos 66 especialistas. — Cursos de formación de mandos superiores e intermedios. Hasta 1963 se organizaron 794 cursos generales y especializados, a los que asistieron 10.733 personas, junto a 77 coloquios dirigidos a mandos superiores y técnicos que reunieron a otros 11.028 participantes. Por medio del Plan AME (Adiestramiento de Mandos de la Empresa) se celebraron otros 2.700 cursos intensivos sobre diversas materias para mandos intermedios, con la participación de 28.000 de esos mandos. — Servicios técnicos. Hasta 1961 se editaron 210 obras técnicas con una tirada de 363.950 ejemplares. Entre 1955 y 1966 se produjeron 19 películas originales o traducciones de documentales extranjeros, de las que se realizaron 1.799 proyecciones con la asistencia de 164.013 espectadores. Vid. José Gil Peláez, «Los EE.UU. en el movimiento español de la productividad», Información Comercial Española, 409 (1967), pp. 145-148; Mikel Buesa y José Molero, «Cambio técnico y procesos de trabajo: una aproximación al papel del Estado en la introducción de los métodos de la organización científica del trabajo en la economía española durante los años cincuenta», Revista de Trabajo, 67-68 (1982), pp. 249268; José Luis Herrero, «El papel del Estado en la introducción de la OCT en la España de los años cuarenta y cincuenta», Sociología del Trabajo, n.e., 9 (1990), pp. 141-166; y Adoración Álvaro Moya, «Estados Unidos y la economía española: la Ayuda Técnica, la Comisión Nacional de Productividad Industrial y los empresarios españoles», Ponencia inédita presentada en el Seminario de Historia Económica titulado De la autarquía a la mundialización: sesenta años de la empresa española, Soria, Fundación Duques de Soria, 2001 (agradecemos a su autora la gentileza de permitirnos la consulta de este trabajo). 4
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— Planes de demostración. Se adquirió material norteamericano que fue utilizado en dichos planes destinados a sectores específicos (fundición, industria textil-lanera, industria de conservas de pescado e industria del mueble). — Servicios a empresas. Tras ocuparse de la difusión inicial de las técnicas productivas norteamericanas, desde los años sesenta se prestó una atención especial a favorecer la expansión de la asistencia técnica en los sectores privados, que se tendrían que convertir en el futuro en el principal cauce de transmisión de esos conocimientos5. El control estatal que trató de ejercerse por parte española no se correspondía con la filosofía que inspiraba la cooperación estadounidense, más interesada en actuar directamente sobre la sociedad civil que utilizando los canales oficiales. Ese control, además, introducía filtros y modificaba el mensaje antes de que llegara a sus destinatarios finales. Por eso, desde las instancias norteamericanas se procuró, siempre que se pudo, favorecer a la iniciativa privada en este proceso. En la década de los años cincuenta empezaron a surgir centros privados dedicados a trasladar las concepciones americanas a la formación de los futuros gestores del capitalismo español. Algunos de los más importantes estuvieron ligados a grupos religiosos como la Compañía de Jesús (Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas, Instituto Católico de Dirección de Empresas) o el Opus Dei (Instituto de Estudios Superiores de la Empresa). En otros casos nacieron impulsados por empresarios, industriales o por intereses de procedencia más variada como fueron los casos de la Escuela de Administración de Empresas o la Asociación para el Progreso de la Dirección6. Al lado de esa labor, la asistencia técnica también tuvo una particular incidencia en dos campos que combinaban ciencia y tecnología: la aeronáutica y la energía nuclear. El sector de la aeronáutica encontró una receptividad especial por parte norteamericana, dado que conce5 «Informe general de las actividades desarrolladas por la C.N.P.I. como consecuencia de los programas de ayuda técnica americana, desde su iniciación en 1954 hasta su finalización en junio de 1963», Productividad, 30 (1964), pp. 56-58. En las páginas de esa revista, editada por la Comisión Nacional de Productividad Industrial, y de Racionalización, publicada por el Instituto Nacional de Racionalización del Trabajo, se encuentran un buen número de noticias sobre las actividades desplegadas en este terreno. 6 Nuria Puig, «Educating Spanish Managers: The United States, Modernizing Networks and Business Schools in Spain, 1950-1975», in Inside the Business School: the content of European Business Education, Oslo, Abstrakt Press, 2003, pp. 58-86; Nuria Puig y Adoración Álvaro, «Estados Unidos y la modernización de los empresarios españoles 1950-1975: un estudio preliminar», Historia del Presente, 1 (2002), pp. 8-29.
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bían a la península ibérica fundamentalmente como una base de despliegue aéreo y, más tarde, también como una plataforma para el seguimiento de sus cohetes espaciales. Durante los años cincuenta, el ejército del aire español recibió una atención especial dentro de los planes de adiestramiento de personal desarrollados por Estados Unidos en el marco de sus convenios con España. En esa misma época, se desplazó a aquel país para ampliar su formación un grupo de ingenieros aeronáuticos, entre los que se encontraban investigadores del Instituto Nacional de Técnica Aeronáutica (INTA). A partir de los contactos establecidos con el Instituto Tecnológico de California, esos investigadores empezaron a recibir fondos del Air Research and Development Command, de las fuerzas aéreas norteamericanas, para el desarrollo de proyectos concretos. Además, esos vínculos permitirían el sucesivo envío de nuevos ingenieros a otros centros norteamericanos, con becas del acuerdo NASA-ESRO (la National Aeronautics and Space Administration norteamericana y la European Space Research Organization). Por otro lado, en marzo de 1960, se llegaba a un acuerdo para el establecimiento en la isla de Gran Canaria (Maspalomas) de una estación de seguimiento y comunicación con vehículos espaciales, que se utilizaría para la ejecución de los programas Mercurio y Geminis7. Ambos gobiernos delegaron en la NASA y en el INTA la aplicación de dicho acuerdo. La construcción de la instalación y el material para su funcionamiento estarían a cargo de los norteamericanos. El personal español colaboraría con aquellos, a la vez que recibiría información y formación técnica. A partir de entonces, la participación de España en actividades de esta naturaleza fue en aumento, y en julio de 1963 se creó la Comisión Nacional de Investigación del Espacio, adscrita al Ministerio del Aire. Aunque también existieron acuerdos con Francia en el campo de la investigación espacial, la vinculación con Estados Unidos fue siempre preferente en este terreno. Así, en enero de 1964, se firmó un nuevo acuerdo de cooperación científica y técnica en materia espacial, que se plasmó en la construcción de otra estación de seguimiento de satélites en Robledo de Chavela, a la que seguirían las de Cebreros (1966) y Fresnedillas (1967), que colaboraron en varias misiones Apolo. En todas ellas se acabó transfiriendo su mantenimiento y operatividad al INTA, cuyos científicos y técnicos obtuvieron una preparación a la que no habrían podido acceder por otras vías8. 7 «Acuerdo entre los Gobiernos de España y los Estados Unidos de América para el establecimiento en la isla de Gran Canaria de una estación de seguimiento y comunicación con vehículos espaciales», 18-III-1960. BOE (Boletín Oficial del Estado), 7-IV-1960. 8 Antoni Roca i Rosell y José Manuel Sánchez Ron, Aeronáutica y ciencia, Madrid, 1992, 2 vols; INTA. 50 años de ciencia y técnica aeroespacial, Madrid, Ministerio de De-
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En lo que respecta a la energía nuclear, a finales de los años cuarenta se habían dado los primeros pasos por parte del gobierno español con el establecimiento de una Junta de Investigaciones Atómicas. Desde esa fecha ya existía un cierto interés norteamericano sobre todo por las reservas de materiales estratégicos que albergaba España, interés que tuvo su reflejo en los convenios de 1953. Antes, en 1951, se había creado la Junta de Energía Nuclear (JEN), destinada a dar continuidad a los esfuerzos en esta materia. Comenzó entonces a favorecerse la formación de un grupo de personal especializado que fue enviado a Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, entre otros países. Muy pronto la tecnología norteamericana iba a respaldar esos esfuerzos. Dentro del programa de «Átomos para la Paz», el gobierno norteamericano iba a suscribir desde 1955 una serie de tratados con diversos países. El acuerdo sobre usos civiles de la energía atómica entre Estados Unidos y España se firmó en julio de 19559. El gobierno norteamericano suministraría al español, en concepto de préstamo y en una cantidad no superior a los 6 kilos, material desintegrable a base de uranio enriquecido como máximo al 20 por ciento en el isótopo 235. También proporcionaría los materiales necesarios para la construcción y funcionamiento de reactores de investigación. En agosto de 1957 un nuevo acuerdo concretaba las condiciones para la construcción de un reactor de potencia homogénea, además de ampliar el material de fisión puesto a disposición de la JEN hasta los 500 kilos de uranio enriquecido. El reactor JEN-1 comenzó a funcionar en octubre de 1958, su coste había sido sufragado al 50 por ciento por ambas partes. Se contaba desde aquel momento con un canal de experimentación, que iba a permitir el entrenamiento de personal en las aplicaciones de esa fuente energética a la medicina, la agricultura y la industria. Más tarde se fabricaron en España otros dos reactores gemelos, según un prototipo americano, que fueron instalados en las Escuelas Técnicas Superiores de Ingeniería Civil de Barcelona y Bilbao en 1962. También de procedencia norteamericana fue la donación de una biblioteca compuesta por 6.525 informes, 28 tomos de la serie nacional editada por la Comisión Americana de Energía Atómica y 9 volúmenes que contenían otros 50.000 informes técnicos y 45.000 fichas, índices y bibliografía relativos a toda la literatura sobre energía nuclear. La conexión internacional en este terreno se amplió en los fensa/Doce Calles/INTA, 1997; José Manuel Sánchez Ron, Cincel, martillo y piedra. Historia de la ciencia en España (siglos XIX y XX), Madrid, Taurus, 1999, pp. 381-402. 9 «Acuerdo de cooperación entre el Gobierno de España y el Gobierno de los Estados Unidos de América sobre usos civiles de la energía atómica», 19-VII-1955. BOE, 6-I-1956.
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años siguientes a los organismos europeos. En 1958 se ingresó en la Agencia Europea para la Energía Nuclear, al año siguiente en la Sociedad Europea para el Tratamiento Químico de Combustibles Irradiados (Eurochemic), y en 1962 en el Centro Europeo de Investigación Nuclear. Pero la influencia norteamericana continuó siendo predominante. Desde finales de los años cincuenta, técnicos españoles de la JEN entraron en contacto con varias compañías americanas —Atomic International, Westinghouse, General Electric— para desarrollar prototipos de reactores que produjeran energía para uso industrial. La colaboración se materializaría en los años posteriores y, con alguna excepción motivada más por razones políticas que técnicas, la mayor parte de las centrales nucleares construidas en España en lo sucesivo estuvieron basadas en tecnología norteamericana y contaron con la participación de empresas de su nacionalidad10. El inicio de la colaboración en estos campos, así como en el estímulo de la adaptación del mundo empresarial y laboral español a las condiciones de producción y organización del trabajo que regían en el capitalismo occidental, vino dado como ya se apuntó por el desarrollo del convenio de cooperación técnica y el programa de intercambio técnico. Su duración se prolongó por espacio de una década, hasta junio de 1963. La cifra dedicada a estas materias estuvo en torno a los 8 millones de dólares, que se incluyeron en las partidas de la ayuda económica (Defense Support) hasta 1957, y que se recibieron después como una partida específica. A esa cantidad habría que añadirle, según los informes de la Comisión Interministerial para liquidar los asuntos de la Comisión Delegada del Gobierno para el desarrollo de los Convenios con Norteamérica, otros 225 millones de pesetas de los fondos de contrapartida11. Esos recursos, pese a que ni 10 Xavier De Lorenzo, L’Espagne et l’atome, Madrid, Thèmes espagnols, 1964; Rafael Caro et alt. (eds.), Historia nuclear de España, Madrid, Sociedad Nuclear Española, 1995; José Manuel Sánchez Ron y Ana Romero de Pablos, Energía nuclear en España: de la JEN al CIEMAT, Madrid, Ministerio de Ciencia y Tecnología, 2001. Sobre la excepción francesa a esa hegemonía nuclear de origen estadounidense, vid. Fréderic Marty et Esther Sánchez, «La centrale nucléaire hispano-française de Vandellos: logiques économiques, technologiques et politiques d’une decisión», Bulletin d’Histoire de l’Électricité, 36 (2000), pp. 5-30, y Esther M. Sánchez Sánchez, Il n’y a plus de Pyrénées! Francia ante el desarrollo económico y la apertura exterior de España, 1958-1969, Tesis doctoral presentada en la Universidad de Salamanca, diciembre de 2003, pp. 388-408. 11 «Comisión Interministerial para liquidar los asuntos de la Oficina de la Comisión Delegada del Gobierno para el desarrollo de los Convenios con Norteamérica. Acta de la reunión nº. 1», 14-V-1964. APG, SG (Archivo de Presidencia del Gobierno, Secretariado del Gobierno), 848/64. Una parte de esa cantidad procedía del acuerdo tomado en 1955 para reservar 100 millones de pesetas dedicados a desarrollar un plan de asistencia técnica en cuatro años, con cargo a los fondos de contrapartida ge-
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siquiera alcanzaron el 1 por ciento del monto total de la ayuda económica, jugaron presumiblemente un papel estratégico, pues como señalaban los informes norteamericanos por importante que fuera la aportación material, el elemento humano lo era todavía más. Un canal de difusión del liderazgo estadounidense: el International Educational Exchange Program Si aquel programa formaba parte de la ayuda para la defensa y el fortalecimiento de la economía española, el International Educational Exchange Program estaba más ligado a objetivos políticos. Según se recogía en un informe interno elaborado en 1956, los objetivos básicos de este programa eran: «(1) hacer que los españoles sientan confianza en la capacidad de Estados Unidos para liderar y defender el mundo libre de la amenaza comunista, a través de un mayor conocimiento de su historia, cultura, economía y técnicas científicas, y (2) animar la participación de España en las actividades internacionales desarrolladas por el mundo libre para promover el reforzamiento de Europa»12.
Ese mismo año, la United States Information Agency llevó a cabo la primera misión de inspección de su servicio en España. En el documento confeccionado al efecto, se reconocía la importancia que estaba teniendo en su conjunto la campaña de «relaciones públicas», para facilitar «el impacto de la presencia de los equipos de construcción y de otros americanos en la comunidad española». Y ello a pesar de que el pueblo español no podía ser calificado «como demasiado amistoso hacia Estados Unidos. Los españoles no son hostiles, pero se muestran muy orgullosos de su cultura y se resisten a aceptar nuevas ideas». Por otro lado, se dejaba constancia de que el programa de intercambio educativo estaba funcionando «sorprendentemente bien». Incluso se esperaba un gran incremento del número de becas tras la firma del acuerdo Fulbright con España que se considerada casi inminente, pues permitiría utilizar los fondos de contrapartida que ya suponían una elevada cantidad de pesetas disponibles13. Desde la óptica de Estados Unidos, los nerados por la denominada Enmienda McCarran. La citada enmienda consistió en un suplemento de la ayuda durante el año 1954/1955 por valor de 55 millones de dólares, que tuvieron una distribución distinta al resto: el 20 por ciento (11 millones de dólares) para gastos de Estados Unidos y, del 80 por ciento restante, 24 millones como donación al gobierno español y los otros 20 millones para obras de interés conjunto. 12 «Educational Exchange: Study of ICA-IES Relationship», 3-I-1956. NARA (National Archives and Records Administration), RG 59, DF 511.523/1-356. 13 «Inspection Report of USIS Spain», 13-III/11-IV-1956. NARA, RG 306, Box 8.
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vínculos establecidos por ese programa debían servir como soporte para los acuerdos políticos, económicos y militares entre ambos países, a la vez que permitían ampliar los contactos personales entre sus líderes. Los potenciales beneficiarios de las becas norteamericanas quedaban identificados en los siguientes términos: «1) Medios Educativos: estudiantes universitarios, profesores de enseñanza secundaria y de universidad, administradores universitarios y directores de estudios americanos, profesores de inglés o de programas de formación, funcionarios del gobierno en el Ministerio de Educación Nacional. 2) Medios culturales. Directores y miembros de instituciones culturales, museos, bellas artes, círculos teatrales y musicales, e intelectuales y la élite reconocida. 3) Medios de comunicación. Editores, directores y escritores de radio, cine y agencias de noticias. 4) Medios políticos. Funcionarios del gobierno en sus niveles nacional, provincial y municipal, monárquicos, algunos de los más importantes falangistas, y oficiales militares íntimamente relacionados con el futuro del país. 5) Medios económicos y tecnológicos. Administradores de empresas y profesores, profesionales, técnicos, científicos especialmente que trabajen en usos pacíficos de la energía nuclear y funcionarios sindicales cuando sea posible. 6) Medios sociales y civiles. Interesados en bienestar social, judicatura, derechos de la mujer, deportes, grupos de acción civil, etc. 7) Medios religiosos. Clérigos que participen en la educación religiosa o pertenecientes a ordenes religiosas interesadas en la acción social, política y sindical»14.
En aquellos momentos los intercambios educativos ya movilizaban a diversas organizaciones públicas y privadas, norteamericanas y en menor medida españolas, que ofrecían becas de varios tipos. Sin embargo, la capacidad de maniobra de los representantes estadounidenses se encontraba limitada por el hecho de que sólo un reducido porcentaje de dichas becas eran financiadas con fondos públicos, aunque la publicidad de las convocatorias y la tramitación de las solicitudes correspondieran al United States Information Service. El resto eran subvencionadas por entidades privadas, con una importante participación del American Field Service, la Good Samaritan Foundation y el Institute of International Education. Otro porcentaje menor de becas las financiaban el gobierno español o instituciones privadas de este país como la Fundación Juan March o la Fundación Conde de Cartagena. 14 «Educational Exchange: Estimated Budget», 23-VII-1956. NARA, RG 59, DF 511.523/7-2356.
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THE AMBASSADOR
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Con objeto de intentar dotar de cierta coherencia a esa amalgama de becarios españoles que cruzaban el Atlántico, se preparó la edición de un libro que recopilase la trayectoria de los últimos diez años. La idea original era que también sirviese para fomentar una mayor conciencia de grupo que, debidamente encauzada por los servicios diplomáticos, rindiese frutos a su política en este país15. El trabajo, dirigido por un ex-becario español, fue publicado a finales de 1956. Incluía una breve guía informativa con los organismos que participaban en ese intercambio y las características de la vida universitaria norteamericana, una relación nominal por orden alfabético con las profesiones en España, índices por especialidades, ciudades de procedencia e instituciones norteamericanas en que se integraron, una lista de los estudiantes de bachillerato, otra relación más específica de los técnicos subvencionados por los programas de la International Cooperation Administration, junto a una relación de las universidades y centros de educación superior de Estados Unidos16. Salvo por lo que respecta a los beneficiarios del Programa de Intercambio Técnico, el libro no distinguía el origen de la financiación de las becas, ya fuera norteamericana o española, pública o privada. También existían imprecisiones sobre la profesión de los becarios y no se aportaban cifras anuales, ni por especialidades, etc. De ahí que convenga tomar sus datos con prevención a falta de otras fuentes que sirvan para contrastarlos y completarlos. Pero, pese a tales carencias, la información que presentaba permitía extraer algunas conclusiones. El número total de becas concedidas a españoles durante esa década se cifraba en 523, a las que se agregaban otras 166 ayudas integradas en el Programa de Intercambio Técnico desde su inicio en 1954 hasta finales de 1956. Entre las primeras, Medicina —117 (22,3 por ciento)— e Ingeniería —76 (14,5 por ciento)—, en sus diversas especialidades, fueron con bastante diferencia los campos que obtuvieron mayor número de becas. Tras ellos se encontraban Religiosos —46 (8,79 por ciento)—; Ciencias Químicas —40 (7,65 por ciento)—; Filosofía y Letras —39 (7,45 por ciento)—; Estudiantes —39 (7,45 por 100)—; Ciencias Políticas y Económicas —25 (4,78 por ciento)—, y Derecho —23 (4,40 por ciento)17. El resto de las materias presentaban A título ilustrativo, en 1956 el porcentaje de becas norteamericanas sufragadas por el Programa de Intercambio Educativo fue del 16 por ciento. «Semi-Annual Report Covering January 1-June 30, 1956. Activities of the International Educational Exchange Program in Spain», 28-VIII-1956. NARA, RG 59, DF 511.523/8-2856. 16 Enrique Ruiz Fornells (dir.), Estudiantes españoles en los Estados Unidos. Diez años de intercambio, Madrid, Asociación Cultural Hispano-Norteamericana, 1956. 17 Esas cifras aún podrían elevarse algo más pues había un epígrafe dedicado a «Catedráticos», sin especificar su especialidad, que sumaba otros 25 beneficiarios de las ayudas y cuya mayor parte eran también médicos y químicos. 15
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ya porcentajes muy bajos. También se apreciaba un cierto número de mujeres que podían optar a becas específicas (de la American Home Economics Association y del Bryn Mawr College). En las ayudas de carácter técnico no se mencionaba la especialidad de cada beneficiario, si bien se observaba una destacada presencia de técnicos de RENFE y de otros organismos relacionados con la aviación civil y militar; funcionarios de las instituciones oficiales de obras públicas y agricultura; ingenieros y cuadros de fábricas de armamento, aeronáuticas, eléctricas y siderúrgicas; investigadores de la Junta de Energía Nuclear, así como dirigentes de empresas de otros sectores. Los principales centros receptores de los becarios del primer grupo fueron las Universidades de California, Columbia, Harvard, New York, Chicago y Stanford, la Fundación Castroviejo, el Massachusetts Institute of Technology y el Saint Mary Seminary. En el segundo grupo no se reflejaba este dato. En suma, mientras que el Technical Exchange Program parecía desenvolverse con arreglo a los criterios para los que estaba concebido, los grupos que el International Educational Exchange Program consideraba como prioritarios no siempre se correspondían con los sectores que resultaron más beneficiados por las becas asignadas. Sin duda a ello contribuía la disparidad de las fuentes de financiación y la baja proporción de las becas sufragadas con fondos gubernamentales dentro del cómputo global de aquel programa. Según las estadísticas norteamericanas publicadas, las becas otorgadas por programas oficiales a candidatos españoles, entre 1949 y 1959, fueron 92. Compárese con la cifra, puede que incompleta, de 523 becarios antes apuntada para la década 1946-1956 y se comprobará la desproporción existente en este terreno. Si la comparación se traslada al marco europeo, para el mismo período y ciñéndonos a los programas oficiales norteamericanos de intercambio educativo, las distancias resultan abismales. En conjunto se habían concedido 35.314 becas, con Alemania a la cabeza de los beneficiarios (12.128), seguida por Gran Bretaña (6.359), Francia (6.026), Italia (3.174), Holanda (1.476), Noruega (1.437), Austria (1.361), etc.18 Resulta evidente que la naturaleza política del régimen franquista también pasó factura a la sociedad española en sus relaciones culturales con el exterior, con sus secuelas sobre el panorama educativo y científico. Con el agravante de que el intercambio con ese país constituía una de las escasas puertas abiertas hacia el exterior, y sin duda la más importante desde el punto de vista formativo, mientras que el resto de los países de Europa occidental disponían de un mayor aba18 Educational & Cultural Diplomacy, Washington, Bureau of Educational and Cultural Affairs, 1960, pp. 66-67.
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nico de alternativas. La plena inclusión de España en los circuitos de intercambio promovidos por Estados Unidos tuvo lugar con un retraso considerable y en dimensiones sensiblemente inferiores a las de la mayor parte de los países europeos19. Negociación y objetivos iniciales del Programa Fulbright Los diplomáticos norteamericanos confiaban en que la extensión a España del Programa Fulbright, además de multiplicar el número de becas, daría la oportunidad de dirigirlas hacia los sectores que más se ajustaban a los objetivos del United States Information Service. Unos meses después de la firma de los acuerdos de 1953 ya se había considerado, por parte de Estados Unidos, la posibilidad de suscribir una convención cultural entre ambos países que sirviera como contrapunto a aquellos20. La iniciativa acabó demorándose hasta dos años más tarde. Mientras tanto, España comenzaba a beneficiarse, por las diversas vías ya expuestas, de los programas de intercambio educativo y técnico. En el verano de 1955 el gobierno norteamericano comenzó a preparar un borrador de acuerdo para que España accediera a las fuentes de financiación previstas en el Programa Fulbright, lo que permitiría acrecentar sustancialmente el volumen de los intercambios culturales y científicos bilaterales. La fórmula consistía en emplear para ese programa, por un plazo de tres años, una cifra de 600.000 dólares (algo más de 25 millones de pesetas) de los fondos de contrapartida que estaban a disposición de Estados Unidos, procedentes de su ayuda económica a España. A finales de ese año, el embajador en España transmitía su impresión de que había que acelerar la conclu19 Sobre los circuitos de intercambio establecidos por Estados Unidos tras la guerra mundial vid. Charles A. Thompson and Walter H.C. Laves, Cultural Relations and U.S. Foreign Policy, Bloomington, Indiana University Press, 1963, pp. 27-56; Philip Coombs, The Fourth Dimension of Foreign Policy: Educational and Cultural Affairs, New York, Harper & Row, 1964; Walter Johnson and Francis Colligan, The Fulbright Program: A History, Chicago, University of Chicago Press, 1965; Charles Frankel, The Neglected Aspect of Foreign Affairs: American Educational and Cultural Policy Abroad, Washington D.C., 1966; John Henderson, The United States Information Agency, New York, Praeger, 1969; Frank Ninkovich, The Diplomacy of Ideas, U.S. Foreign policy and Cultural relations, 1938-1950, New York, Cambridge University Press, 1981, pp. 35-60; Leonard Sussman, The Culture of Freedom: The Small World of Fulbright Scholars, SavageMd., Rwman & Littlefield, 1992; Richard Pells, Not Like Us. How Europeans Have Loved, Hated, and Transformed American Culture Since World War II, New York, BasicBooks, 1997. 20 «Negotiation of Cultural Convention between U.S. and Spain», 18-XII-1953. NARA, RG 59, DF 511.52/12-1853.
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sión de ese acuerdo, entre otras razones porque ayudaría a contrarrestar «la decepción experimentada al recibir menos asistencia económica de la que ciertos grupos españoles consideraban necesaria»21. En abril de 1956, en el transcurso del primer viaje a Washington de un Ministro de Asuntos Exteriores español —Alberto Martín Artajo—, se trató del tema y éste declaró al diario ABC que aquél programa entraría muy pronto en vigor en España. Sin embargo, cuando el gobierno norteamericano presentó en el mes de mayo un texto a las autoridades españolas, en la práctica seguridad de que sería aprobado esa misma primavera, aquellas se mostraron reticentes a aceptar esa oferta, al menos en los términos planteados por su interlocutor. Tal y como concebía Estados Unidos el programa, estaba destinado a postgraduados y profesores de humanidades y ciencias sociales. La Junta de Relaciones Culturales española, con representación de los Ministerios de Asuntos Exteriores, Educación Nacional e Información y Turismo, se mostró disconforme con esa limitación, manifestando su deseo de que también pudieran beneficiarse del mismo «técnicos que fuesen a formarse a Norteamérica y especialistas en energía nuclear y otros aspectos técnicos y científicos». El problema radicaba en que esas materias, para el gobierno estadounidense, ya se encontraban cubiertas por el programa de intercambio técnico. Para disipar las reticencias españolas se desplazó a Madrid, en octubre de ese año, el Director del Servicio de Intercambio Cultural del Departamento de Estado. Pero en una nueva reunión de la Junta de Relaciones Culturales, el Ministro de Educación español insistió en el escaso interés que tenía para España el Programa Fulbright, pues «sólo beneficiaría la venida de profesores o postgraduados norteamericanos a España y la corriente española en sentido inverso sería muy limitada, y sin que acaso tuviesen acceso a aquellos centros de Enseñanzas Técnicas que pudiesen ser de más utilidad». Tal opinión fue respaldada por el resto de sus colegas, si bien se decidió no expresar una negativa categórica al gobierno de Estados Unidos sino proponerle la negociación de un tratado cultural más amplio22. Aquello, obviamente, estaba fuera de los patrones norteamericanos. Las autoridades españolas no parecían mostrar demasiado interés por recibir a profesores estadounidenses que explicaran literatura y filología inglesas, o historia y civilización de la nación americana, ni tampoco a hispanistas dedicados a investigar sobre el patrimonio li21 «Acta de la reunión del Patronato de la Junta de Relaciones Culturales», 21-VI1955. AMAE (Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores, España), R-11052/17. «Educational Exchange Program under PL-584», 29-XI-1955. NARA, RG 59, DF 511.523/11-2955. 22 «Actas de las reuniones del Patronato de la Junta de Relaciones Culturales», 26VI y 23-X-1956; «Nota informativa», 24-IX-1956. AMAE, R-11501/6.
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terario, histórico o artístico de este país. El intercambio cultural y científico no lo concebían como un medio para mejorar el conocimiento y la comprensión mutuos, sino como un instrumento para formar el capital humano que requería el desarrollo económico y tecnológico español. Lo que se esperaba de la cooperación educativa con Estados Unidos era completar la instrucción de los técnicos y profesionales que debían colaborar al proceso de industrialización emprendido, y no el fomento de las humanidades y las ciencias sociales. El gobierno español pretendía negociar un acuerdo a su medida, en tanto que sus interlocutores americanos insistían en ajustarse al guión de un acuerdo que habían suscrito antes con treinta y cuatro países y que funcionaba perfectamente con arreglo a sus objetivos. Tras un primer forcejeo negociador, en noviembre de 1956, cuando las autoridades norteamericanas esperaban la confirmación española para poner en marcha el programa, el gobierno de este país comunicó su rechazo a los términos del borrador del acuerdo. En febrero de 1957 se retomaron las conversaciones sobre el tema, desplegando a partir de entonces la embajada de Estados Unidos una paciente labor de convicción para vencer las resistencias españolas, que tenían su principal epicentro en el Ministerio de Educación. Se les aseguró que la selección de los beneficiarios se realizaría con criterios de flexibilidad y que la experiencia demostraba que se concedían más becas a extranjeros que a norteamericanos, si bien no se comprendía la insistencia por incluir a personal de campos técnicos que estaban suficientemente dotados por otro programa. Se insistió en que no existía ningún propósito de imponer puntos de vista unilaterales y en que la comisión binacional funcionaría bajo criterios de mutua cooperación y confianza, pues esa era de hecho la filosofía del programa. Además, hubo que convencer a los responsables españoles de que el programa no tenía por qué ocasionar pérdida de divisas por gastos suplementarios en dólares de los becarios españoles. En fin, se aceptó recomendar, siempre que fuera posible, que los viajes fueran realizados en compañías de transporte españolas para evitar también ese desembolso en dólares, aunque se pensaba que tales pérdidas de divisas serían compensadas por las aportaciones particulares en dólares de los estudiantes norteamericanos. Es cierto que la escasez de divisas que agobiaba por entonces a la economía española representaba un obstáculo que se hacía sentir en este terreno, recortando las posibilidades que ofrecían los canales de intercambio educativo. Pero no se trataba sólo de problemas económicos. Según la apreciación americana, en las objeciones puestas por las autoridades españolas también se percibía un cierto recelo por el influjo liberalizador que podía tener el aumento de los intercambios entre profesores y estudiantes de ambos países, al introducir entre el
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personal universitario español algunas ideas que no eran acordes con la ideología oficial del régimen23. La perseverancia de Estados Unidos acabó por inclinar la balanza, aproximándose posturas sobre los puntos más conflictivos mediante compromisos informales. Eso sí, había hecho falta que pasaran otros dos años más de sucesivos tiras y aflojas. Finalmente, España entró a formar parte de los beneficiarios del Programa Fulbright en octubre de 195824. Se convertía así en el trigésimo noveno país incorporado a dicho programa, aunque lo hacía doce años después de su inicio. A principios de aquel mismo año se había creado la Comisión Asesora de Investigación Científica y Técnica (CAICYT), primer paso en la reforma del sistema nacional de investigación que se llevó a cabo durante el régimen franquista para adecuarlo a las expectativas del «desarrollismo» y a los esquemas imperantes en los países de la OCDE25. Aunque sólo disponemos por el momento de algunos indicios que lo corroboren, resulta verosímil que esa coincidencia temporal hubiera podido verse reflejada en las perspectivas de los responsables españoles de investigación científica, en cuanto a los beneficios que esperaban obtenerse del intercambio con Estados Unidos. El programa se financiaría con fondos de contrapartida procedentes del Acuerdo sobre Excedentes Agrícolas de 20 de abril de 1955, hasta una suma total de pesetas equivalente a 600.000 dólares —el cambio aplicado originalmente fue de 42 pesetas/dólar, luego modificado en julio de 1959 a 60 pesetas/dólar a raíz de la devaluación de la divisa nacional contemplada entre las medidas del Plan de Estabilización. El Banco de España fue designado como depositario de los fondos Fulbright. Para la aplicación del programa se estableció una Comisión de Intercambio Cultural, integrada por cinco miembros de 23 «Acta de la reunión del Patronato de la Junta de Relaciones Culturales», 13-II1957. AMAE, R-11501/6. «Educational Exchange: Interim Report on Fulbright Program», 19-II-1957; «Negotiation of a Fulbright Agreement», 8-VIII-1957; «New Conversations with Spanish Government Regarding Fulbright Agreement», 25-IV-1958; «Spanish Government Acceptance of Present Proposals for Fulbright Agreement», 18-IX-1958. NARA, RG 59, DF 511.523/2-1957, 551.523/8-857, 511.523/4-2558 y 511.523/9-1858. «Informe para el Excmo. Sr. Ministro. Acuerdo Fulbright», 9-VIII1958. ABE (Archivo del Banco de España), IEME-Secretaría, caja 98. 24 «Acuerdo entre el Gobierno de España y el Gobierno de los Estados Unidos de América para financiar ciertos programas de Intercambio Cultural (Acuerdo Fulbright)», 16-X-1958. BOE, 3-XII-1958. 25 Vid. Ciencia y cambio tecnológico en España, Madrid, Fundación 1.º de Mayo, 1990; Luis Sanz Menéndez, Estado, ciencia y tecnología en España: 1939-1997, Madrid, Alianza, 1997, pp. 130 y ss.; José Remo Fernández Carro, Regímenes políticos y actividad científica. Las políticas de la ciencia en las dictaduras y las democracias, Madrid, Instituto Juan March de Estudios e Investigaciones, 2002, pp. 135 y ss.
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cada país. A principios de 1959 fueron elegidos sus cargos directivos26. La Comisión se reunió primero en dependencias del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y más tarde de la Biblioteca Nacional, antes de contar con un local propio. Casi al unísono con el comienzo de las reuniones de la Comisión, se llevó a cabo una nueva inspección de los servicios en España por parte de la United States Information Agency27. Para entonces, los efectivos consagrados a estas actividades comprendían a 15 americanos y 99 españoles. Madrid representaba el centro neurálgico del dispositivo, que contaba con delegaciones en Barcelona, Sevilla y Bilbao. Además existían dos centros binacionales en Barcelona (Instituto de Estudios Norteamericanos fundado en 1951) y Valencia (Centro de Estudios Norteamericanos creado en 1957), a los que se uniría algo más adelante la organización de otro centro de esas características en Madrid (Instituto Hispano-Norteamericano de Cultura establecido en 1961). También en la capital española se había constituido en 1953 la Asociación Cultural Hispano-Norteamericana. El clima de opinión en España estaba marcado por un incremento, pequeño pero en ascenso, de la oposición al régimen. Por lo que afectaba a Estados Unidos, también se detectaba un crecimiento del antiamericanismo, sobre todo entre los estudiantes y los trabajadores, «a consecuencia del pretendido apoyo de Estados Unidos a Franco, la presencia de bases militares norteamericanas y de más de 23.000 militares y Por parte norteamericana los integrantes iniciales de esa comisión fueron: Jacob Canter (Agregado Cultural), Harris Collins (Administrative Officer de la embajada), Ralph Forte (Corresponsal en España del Daily News de New York), Ross A. Ross (Director de Motocar S.A. y Presidente del American Club), y Robert Waid (Director de Maquinaria S.A.). Por parte española se nombró a José Miguel Ruiz Morales (Director General de Relaciones Culturales del Ministerio de Asuntos Exteriores), Antonio Tena Artigas (Secretario General Técnico del Ministerio de Educación), José María Albareda (Secretario General del Consejo Superior de Investigaciones Científicas), Eduardo Toda Oliva (Jefe de la Sección de Intercambio Cultural de la Dirección General de Relaciones Culturales) y José María Oriol (Presidente del Consejo Administrativo de Hidroeléctrica Española S.A.). En la primera reunión de la Comisión, que tuvo lugar el 10 de marzo de 1959, se eligió a Canter como Presidente de la Comisión, a Ruiz Morales como Vicepresidente, a Collins como Tesorero y a Ramón Bela Armada como Director Ejecutivo (este último procedente del Instituto de Cultura Hispánica). Antes de acabar ese año dejarían la Comisión Eduardo Toda y José María Oriol, cuyos puestos fueron ocupados por el diplomático Angel Labayen Fernández-Villaverde y por Luis Sánchez Agesta (Rector de la Universidad de Granada). «Educational Exchange: Organization of Fulbright Commission and Staff», 12-XI1958; «Embassy Madrid to Secretary of State», 4-XII-1958 y 12-III-1959. NARA, RG 59, DF 511.52/11-1258, 511.523/1-2359 y 511.523/3-1259. «Actas de la Comisión Fulbright», 10-III, 31-VII y 1-XII-1959. ACFE (Archivo de la Comisión Fulbright-España), caja 1/1, 6 y 8. 27 «Inspection Report USIS-Spain», 27-IV/29-V-1959. NARA, RG 306, Box 8. 26
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personas a su cargo, grandes coches americanos, etc.». Dado que el factor básico de las relaciones bilaterales eran las bases militares, resultaba imposible evitar una identificación de Estados Unidos con el régimen autoritario de Franco porque se necesitaba su estrecha colaboración en esa materia, lo que a su vez provocaba las críticas de la oposición al considerar que así se reforzaba a la dictadura. El papel del United Stated Information Service en España era vital para hacer más digerible esa colaboración, «fomentando un clima de opinión favorable en España a la continuación del uso por Estados Unidos de las bases militares». Era obvio que la actividad de este servicio se beneficiaba de la tolerancia del régimen, que le permitía irradiar su información a través de diversos canales. Según sus cifras, las películas proyectadas habían sido vistas por 6.188.778 españoles, sin incluir a los millones que siguieron las 174 películas emitidas por televisión; los programas de radio tenían una audiencia estimada de 3 millones de personas; los textos traducidos del Wireless File eran distribuidos a 350 diarios y revistas, 400 estaciones de radio y 400 líderes de opinión, incluidos funcionarios gubernamentales; la revista bisemanal Noticias de Actualidad ponía en circulación 43.000 ejemplares, gozando de bastante popularidad y actuando como un medio efectivo de publicidad de la ayuda americana y el programa de sus bases militares; se había comenzado a editar Atlántico, una revista cultural trimestral que se hacía llegar a 6.500 intelectuales españoles; más de millón y medio de personas habían visitado sus exposiciones; la biblioteca había tenido 265.809 consultas, etc. Si la faceta informativa estaba bien cubierta, se estimaba fundamental en aquellos momentos acentuar la dimensión cultural. No en vano, otro de los objetivos de este servicio consistía en preparar el terreno por si se producía un cambio de la situación política, de forma que no llegase a afectar a los intereses norteamericanos. En ese sentido, las operaciones culturales eran «bien y ampliamente acogidas y en muchos casos ofrecen a la sociedad española su única verdadera oportunidad de conocer la realidad sobre Estados Unidos y el desarrollo del pensamiento y el progreso en Occidente». La creación de más centros binacionales y la extensión de la enseñanza del inglés resultaban objetivos prioritarios. Tan sólo existían cuatro universidades que impartieran programas de estudios americanos —Madrid, Barcelona, Salamanca y Zaragoza—, que consistían en la enseñanza del inglés y clases de literatura norteamericana, con cooperación económica de la embajada. También se apreciaba una fuerte demanda de traducciones de obras norteamericanas, que debía ser atendida. Pero, sobre todo, el programa de intercambio era «considerado de tremenda y creciente importancia». De ahí que la reciente firma del acuerdo Fulbright supusiera un acontecimiento muy positivo al incrementar sustancialmente los re-
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cursos para ese programa y permitir, además, que el intercambio se realizase en ambos sentidos y no casi exclusivamente desde España hacia Estados Unidos como ocurría hasta entonces. La valoración que hacían los funcionarios norteamericanos de los resultados del International Educational Exchange Program en los años anteriores estimulaba las perspectivas optimistas que ahora se ampliaban con el Programa Fulbright. Con pocas excepciones, los becarios españoles habían regresado con una imagen más favorable de Estados Unidos y su sociedad. Generalmente, se mostraban menos impresionados por cuestiones relativas a la educación norteamericana que con su estructura política, económica y social. Su estancia en aquel país, a juicio de los responsables estadounidenses, se traducía en una mejor comprensión y aprecio de las ideas e instituciones habituales en la comunidad de naciones de Europa occidental, con sistemas democráticos y sociedades libres tan distintos a la España sometida a la dictadura franquista. En torno a la mitad de esas becas se habían concentrado en los campos de tecnología, ciencia y medicina, en reconocimiento a las necesidades existentes en España en estos terrenos para su desarrollo a largo plazo. También en el Programa Fulbright se privilegiarían estas materias, ante las demandas en tal sentido de los miembros españoles de la Comisión bilateral, si bien se trabajaría en estrecho contacto con los responsables del Technical Exchange Program para evitar la duplicación de esfuerzos. Por contra, un área relativamente descuidada con antelación era la de estudios americanos, situación que habría de enmendarse concediéndole prioridad en el Programa Fulbright. Además, el programa de intercambio educativo había establecido fuertes lazos intelectuales y culturales entre ambos países que habían desbordado el marco oficial, propiciando el desarrollo de canales privados de intercambio. En suma, aquel programa había suministrado: «los medios para que los líderes, intelectuales y estudiantes comprendieran y apreciaran los logros culturales, sociales y económicos de Estados Unidos, contribuyendo así a los objetivos en España de su política: (1) crear un clima de opinión favorable para las bases norteamericanas en España; y (2) afianzar la confianza de España hacia Estados Unidos como amigo y aliado, con capacidad para liderar la lucha común contra la agresión comunista»28.
Sin duda, la evaluación que hacían los servicios estadounidenses tendía a proyectar una visión positiva de su labor, de ahí que las conclusiones sobre su eficacia deban tomarse con reservas. Pero, en cual28 «Annual Report on Educational Exchange Activities in Spain», 31-VII-1959. NARA, RG 59, DF 511.523/7-3159.
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quier caso, la información que proporcionan esas fuentes resulta sumamente interesante para indagar en los móviles que guiaban sus actuaciones y los efectos que se perseguían con ellas. La finalidad prioritaria que concedían a esas iniciativas no era mejorar el sistema educativo y científico español, como en el caso de la ayuda económica tampoco lo era promover el desarrollo de la sociedad española. Es obvio que tales metas podían constituir un horizonte deseable, en la medida que la contribución norteamericana favoreciese el bienestar de la población española. Pero suponían, en todo caso, una aspiración a medio o largo plazo. Los intereses inmediatos del gobierno de Estados Unidos en aquella España, que tenía al general Franco a la cabeza de un sistema político dictatorial, eran más concretos, menos altruistas. Había que asegurarse la operatividad de su despliegue militar, lo que también implicaba estimular una cierta estabilidad económica en el país para que no se produjeran crisis políticas o revueltas sociales, al tiempo que se desarrollaban otras medidas que hicieran más digerible la presencia militar de fuerzas extranjeras. Así quedaba reflejado en el plan general elaborado a finales de 1959 por el Operations Coordinating Board en España, el principal órgano de enlace de todos los servicios norteamericanos implicados en la política hacia este país. El interés fundamental para Estados Unidos era de índole estratégica: garantizar la disponibilidad española a participar en el sistema de defensa occidental, empresa ya muy avanzada pues las bases aéreas norteamericanas eran operativas y el resto de las construcciones militares estaban terminadas en un 95 por ciento. La colaboración con la dictadura española era inevitable si se deseaba mantener ese dispositivo, pero al mismo tiempo había que velar por su preservación de cara al futuro y por ello convenía hacer lo posible por minimizar la asociación de la ayuda estadounidense con el régimen de Franco. Para resolver esa difícil ecuación, se recomendaba, por un lado, que los militares norteamericanos cultivaran los vínculos personales y corporativos con sus homólogos españoles, en especial con aquellos que ocupasen posiciones de especial relieve, «con el objetivo de incrementar la influencia de Estados Unidos entre los grupos que pudieran emerger con capacidad de liderazgo nacional». Por otro, se intentaba fomentar que los programas de información, cultura, intercambio de personas y cooperación técnica fueran una ventana abierta hacia los esquemas y valores de Estados Unidos y del mundo occidental, con las miras puestas en sortear el férreo control que ejercía el gobierno español sobre los medios de comunicación, y cooperar así a ir reduciendo el «tradicional aislamiento del país». La misión básica asignada a esos circuitos consistía en ganarse a sectores claves de opinión, favoreciendo su identificación con los mó-
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viles de Estados Unidos: «La estratégica posición de España y nuestra considerable inversión e interés militar y económico acentúan la importancia para nosotros de la opinión pública en este país». La cuidadosa selección de «profesores, estudiantes, líderes y especialistas» que cruzaban el Atlántico estaba destinada, entre otras cosas, a que actuasen a su regreso como «formadores de opinión» en un sentido favorable a Estados Unidos. Es más, «esa potencialidad era uno de los criterios en la elección de los becarios». La cooperación educativa y científica se concebía, pues, como un instrumento para reforzar la influencia norteamericana más allá de la situación política del momento, anclando a las élites españolas presentes y futuras en la órbita del liderazgo internacional de Estados Unidos29. La política cultural debía colaborar, en suma, a impregnar a los grupos dirigentes del país con la visión del mundo de la potencia norteamericana. Ciencia y tecnología americanas a cambio de lengua y civilización españolas El Programa Fulbright echó a andar también a finales de 1959, aunque el programa del primer curso era todavía parcial y con un número de becas inferior al que sería habitual en años sucesivos —se concedieron 30 becas de viaje a estudiantes españoles y 8 becas a norteamericanos en el programa de intercambios entre países. De hecho, sólo se gastaron 55.000 dólares, equivalentes a 2.310.000 pesetas. El mecanismo del programa era relativamente complejo y la Comisión bilateral aún precisaba cierto rodaje. Las becas podían solicitarse por varias categorías: estudiantes, profesores de enseñanza media, investigadores y profesores de universidad. A los becarios norteamericanos el programa les pagaba todos los gastos, tanto de viaje como de estancia. A los becarios españoles sólo se les sufragaban los gastos de viaje. Para costear su estancia en Estados Unidos debía recurrirse al Dollar Support, constituido por fondos aportados por el Departamento de Estado dentro del programa de intercambio educativo, por universidades norteamericanas y por fundaciones privadas de ambos países30. La Comisión bilateral realizaba una selección preliminar entre los profesores de universidad, de enseñanza media e investigadores españoles. Para los licenciados y graduados se crearon comités de se«Operations Coordinating Board. Secret. Report on Spain (NSC 5710/1)», 6-XI1959. NARA, RG 59 Lot Files, Bureau of European Affairs, Box 5. 30 «Propuestas de Programa Anual. Programa para el año 1959», 16-VI-1959; «Ramón Bela Armada a Antonio Espinosa (Consejero Cultural de la Embajada de España en Washington)», 15-IX-1960. AMAE, R-9541/3. 29
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lección en los distritos universitarios españoles, encargados de hacer esa criba previa31. Las listas de candidatos propuestos eran remitidas para su aprobación al Departamento de Estado norteamericano, que gestionaba con las agencias colaboradoras, frecuentemente el Institute of International Education, la provisión de fondos y la inscripción en las universidades o centros técnicos correspondientes. Tras recibir la aceptación para cada candidato por parte del Board of Foreign Scholarships y una vez culminado todo el proceso, se informaba a la Comisión a través de la Embajada de Estados Unidos. La selección de los candidatos norteamericanos la realizaban directamente las autoridades académicas de aquel país, a partir de las solicitudes formuladas por las universidades y centros españoles o bien de las peticiones de sus profesores y estudiantes que deseaban venir a España. La Comisión bilateral hispano-norteamericana elaboró una relación de los centros españoles que reunían los requisitos exigidos para colaborar con el programa, que incluyó inicialmente a doce universidades, once escuelas superiores y de ingenieros, los centros del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y los cuatro archivos más importantes del país (Indias, Histórico Nacional, Simancas y Corona de Aragón). En el segundo año de aplicación del programa se había normalizado su funcionamiento, a lo que habían contribuido los viajes que hicieron a España varios dirigentes de organismos norteamericanos dedicados a esta materia32. El presupuesto de aquel año ya alcanzó los 200.000 dólares —12 millones de pesetas al cambio de la época—, beneficiando en las diversas categorías a un total de 44 españoles y 40 norteamericanos. En el curso 1961-1962, el último de los financiados con la asignación inicial, se destinaron 300.000 dólares —18 millones de pesetas— a sufragar los gastos de 67 becarios españoles y 60 norteamericanos. Previamente, se había apuntado que el aflujo de candidatos era muy superior a los fondos disponibles, lo que motivaba que a pesar de sus méritos muchos de ellos fueran eliminados. En octubre de 1960 el gobierno norteamericano se mostró dispuesto a continuar con el programa más allá de 1962, fecha en la que los 600.000 dólares previstos en la firma de acuerdo estarían a punto de agotarse y aquel debería ser renovado. Para ello, puso a disposiLos criterios asumidos para la composición de esos comités locales de selección en «Acta de la Comisión Fulbright», 31-VII-1959. ACFE, caja 1/6. 32 En concreto, Dean Robert G. Storey, Presidente del Board of Foreign Scholarships; Ralph H. Vogel, Jefe del Operations Staff del mismo organismo; J. Manuel Espinosa, Jefe de la Professional Activities Division del International Educational Exchange Service del Departamento de Estado, y Trusten W. Russell, Executive Associate del Committee on International Exchange of Persons, de la Conference Board of Asssociated Research Councils. «Nota informativa referente al Programa Fulbright», 15-III-1960. AMAE, R-9541/3. «Acta de la Comisión Fulbright», 2-II-1960. ACFE, caja 1/10. 31
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ción de la Comisión, a partir del ejercicio 1962-1963 en que terminaba su asignación inicial, otra suma de 1.650.000 dólares —99 millones de pesetas— para otros cuatro años, lo que suponía un presupuesto anual de unos 400.000 dólares hasta el curso 1965-196633. Por otro lado, en mayo de 1963 la Embajada norteamericana presentó una propuesta para reformar el acuerdo existente sobre el Programa Fulbright, con objeto de ajustarlo a la nueva legislación norteamericana tras la aprobación de la Fulbright-Hays Act en septiembre de 1961. Esa reforma implicaba una mayor flexibilidad en la administración del programa, que hasta entonces sólo se financiaba con fondos propiedad de Estados Unidos en moneda nacional de los países beneficiarios. En lo sucesivo, los fondos a aplicar al Programa Fulbright podrían tener cualquier tipo de procedencia, pudiendo emplearse además no sólo en costear bolsas de viaje e intercambios de profesores y estudiantes, como ocurría hasta entonces, sino también en otros programas culturales. En el mes de octubre, los gobiernos de ambos países procedieron a un intercambio de cartas de contenido cultural, por el cual se mostraban partidarios de «una ampliación, tanto en número como en alcance, de nuestros actuales intercambios científicos, técnicos y profesionales». En marzo de 1964 quedaba ultimada la revisión del acuerdo, que se hacía efectiva por medio de un Canje de Notas diplomáticas34. Paralelamente, en el último trimestre de 1963 la Misión económica de la Embajada de Estados Unidos planteó la posibilidad de un sustancial incremento de los fondos asignados a este programa —la cifra que se propuso fue de unos 6 millones de dólares—, como un medio de atender también «a la continuación del intercambio de técnicos, tras la supresión del Programa de Asistencia Técnica al cesar la Ayuda Económica americana». Se solicitaba igualmente que el gobierno español colaborase a su financiamiento, siguiendo el ejemplo de otros países europeos. Para entonces, los fondos de contrapartida procedentes del 33 La cifra que se aplicó finalmente para esos cuatro ejercicios estuvo algo por debajo de la cantidad inicialmente propuesta: 1.550.438 dólares —poco más de 93 millones de pesetas. «Operations Coordinating Board. Operations Plan for Spain», 2XII-1960. NARA, RG 59 Lot Files, Bureau of European Affairs, Box 5. 34 «Draft of a Proposed New Agreement Between the Government of the United States of America and the Government of Spain for Financing Certain Educational and Cultural Exchange Programs», 10-V-1963; «Intercambio de cartas culturales entre el Ministro español de Asuntos Exteriores y el Secretario de Estado norteamericano», 14-X-1963; «Modificación del acuerdo de intercambio cultural Fulbright», 10XII-1963; «Notas para el Señor Subsecretario», 17-XII-1963 y 14-II-1964; «Nota para el Consejo de Ministros», 5-III-1964. AMAE, R-9541/2 y 4. «Education. Commission for Cultural Exchange and Financing of Exchange Programs. Agreement Between the United States of America and Spain», 18-III-1964. Treaties and Other International Acts Series 5737, Washington D.C., Department of State, 1964.
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Acuerdo sobre Excedentes Agrícolas, con que se había financiado previamente, ya estaban casi agotados. Por ello, se preveía emplear los remanentes tampoco excesivos del Defense Support, detrayéndolos de otras previsiones de gastos asignadas, en principio, a proyectos de desarrollo económico —obras hidráulicas, aeropuertos y colonización. La idea contó con el beneplácito del embajador español en Washington, que veía en ella una oportunidad para «garantizar un programa muy ambicioso de formación de técnicos españoles en los Estados Unidos». También las autoridades académicas españolas, según parece, estaban demostrando «un enorme interés en el programa», ya que «con vistas al Plan de Desarrollo es notoria la insuficiencia de técnicos y científicos en nuestro país, en relación con las necesidades actuales y las previstas». A lo que se añadía el argumento de que «son innumerables las compañías españolas que necesitan de asistencia técnica extranjera, a un costo enorme». Pero finalmente el gobierno español, a instancias del Ministerio de Hacienda, entendió que no era viable la propuesta, ya que aparejaba aceptar reducciones presupuestarias en otros sectores considerados esenciales. Hasta unos años más tarde el gobierno español no sumó su contribución económica a este programa35. En el diseño de las líneas de acción del Programa Fulbright en España se fijaron siete áreas prioritarias: Ciencias Puras y Aplicadas, Economía, Educación, Humanidades, Lenguaje Técnico, Ciencias Sociales, y Desarrollo Comunitario y Bienestar Social. Además, un cierto número de becas quedaban reservadas para otros candidatos sin asignación temática previa. La marcada asimetría sobre el tipo de conocimientos que proporcionaría cada país a los beneficiarios del programa quedaba clara en los objetivos generales inicialmente previstos. «Desde el punto de vista de los estudios que realizarán los estudiantes españoles en Estados Unidos y los profesores e investigadores americanos desplazados a España, se pondrá énfasis en el desarrollo técnico y científico, principalmente en cuanto afecta a fuentes básicas de materias primas y energía, así como en la formación de profesores y estudiantes en el terreno de las humanidades. Los estudiantes americanos realizarán estudios sobre todo en materias de humanidades y arte»36.
Al justificar la elección de las áreas se exponían una serie de objetivos específicos en cada una de ellas. El área de Ciencias Puras y Aplicadas comprendía los campos de Medicina, Biología, Botánica, «José Miguel Ruiz Morales a Alfonso de la Serna (Director General de Relaciones Culturales)», 24-IX-1963; «Memorandum sobre el Programa Fulbright», 18-XII1963; «Alfonso de la Serna a Mariano Navarro Rubio (Ministro de Hacienda), 23-III1964. AMAE, R-9541/2 y 4. 36 «Annual Program Proposal. Program Year 1960», 5-V-1959. AMAE, R-9541/3. 35
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Zoología, Física, Química, Geología e Ingeniería. Su propósito era incrementar el conocimiento en España de los avances en la ciencia y la tecnología norteamericanas, mediante el envío de científicos españoles a ampliar su formación a centros de Estados Unidos y la recepción en instituciones españolas de americanos que impartieran cursos o participaran en proyectos de investigación. En el área de Economía se pretendía mejorar la preparación de los especialistas españoles con la transmisión de las aportaciones norteamericanas en esta materia, considerándose que ello tendría efectos beneficiosos para el proceso de integración de España en varias organizaciones económicas internacionales y para su aplicación al marco de las empresas privadas. El área de Educación estaba dirigida a prestar asistencia a profesores e investigadores españoles en el estudio de la organización educativa americana y sus técnicas, un campo que hasta entonces había contado con escasos especialistas españoles desplazados para estudiar en Estados Unidos, para el cual además podía obtenerse el suplemento de las Teacher Education Grants que administraba la embajada norteamericana. El área de Humanidades abarcaba Arte, Literatura, Historia y Filosofía de ambos países, si bien su principal interés estribaba en responder al «incremento de la importancia en Estados Unidos del estudio de la lengua y la cultura españolas y en España de la lengua inglesa y la literatura americana», razón por la cual se acordó dedicar a este apartado en torno a un tercio de las becas del programa. El área de Lenguaje Técnico estaba orientado hacia los profesores de español e inglés, para que perfeccionasen la metodología de la enseñanza de ambas lenguas por medio de estancias en el otro país. El área de Ciencias Sociales tenía como objetivo poner en contacto a los especialistas españoles con los progresos de sus homólogos americanos. Por último, el área de Desarrollo Comunitario y Bienestar Social estaba concebido para que los estudiantes españoles conocieran la situación norteamericana en este campo, especialmente en materia de administración de hospitales. Durante sus primeros cinco años de aplicación (1959/1964), un total de 268 españoles y 309 norteamericanos recibieron ayudas con cargo al Programa Fulbright37. Los beneficiarios españoles procedieron principalmente de las especialidades de Lengua y Literatura españolas (44); Lengua inglesa y Literatura americana (20, más otras 5 becas para Metodología de enseñanza del inglés); Dirección de Empresas (20) y Economía (16); Química (19, más 6 para Bioquímica y otras 3 para Petroquímica), e Ingeniería eléctrica (14, que se elevarían hasta 41 contabilizando al resto de las especialidades de Ingeniería). 37 «Becarios españoles entre 1959-1963», «Becarios norteamericanos 1960-1963». AMAE, R-9541/2.
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En cuanto a los becarios norteamericanos, las áreas que recibieron mayor atención fueron Lengua y Literatura españolas (93); Historia de España e Hispanoamérica (19); Lengua inglesa (11) y Metodología de la enseñanza del inglés (11); Historia, Geografía y Literatura de Estados Unidos (15). A estos becarios hay que agregarles los profesores seleccionados para participar en el Summer Seminar for American Teachers of Spanish (97)38. El citado seminario de verano, al que se concedió una especial atención durante sus años de funcionamiento, comenzó a celebrarse en Burgos desde el verano de 1961 y continuó hasta el curso 1967/1968, fecha en que los recortes presupuestarios motivaron el fin de la subvención a esa actividad. En él se impartían cursos de Lengua, Literatura, Historia y Arte de España. Las clases se completaban con excursiones al norte del país, a Andalucía o a los puntos más emblemáticos de Castilla. También el resto de los becarios norteamericanos recibían al llegar a España un cursillo de orientación sobre su lengua y cultura, complementado con excursiones a los centros culturales de la capital y a las ciudades monumentales de su entorno. Como recuerdan algunos de los protagonistas de aquella experiencia: «Los becados se sentían entre divertidos y molestos por las trilladas versiones de la política (española) que les administraban», lo que en cualquier caso debía reforzar su percepción de España como «un país exótico (...), apartado de las principales corrientes europeas»39. Desde una óptica global, podía apreciarse que en el caso de los españoles existía una cierta compensación entre materias humanísticas (lengua y literatura e historia de ambos países) y científico-técnicas (sobre todo en diversos campos de la Química y la Ingeniería), junto a un notable protagonismo del mundo de la economía. Por lo que respecta a la parte estadounidense, se observaba un predominio abrumador de las materias humanísticas, sobre todo de la enseñanza del español o del inglés. Obviamente, no se trataba de unas relaciones equilibradas en términos de intercambio de conocimientos, si bien se mantenían hasta cierto punto algunas de las pautas ya establecidas La propuesta de realizar ese curso de verano había partido del Departamento de Educación norteamericano. Su gestación y organización en «Acta de la Comisión Fulbright», 10-IV y 16-V-1961. ACFE, caja 1/22 y 23. Como director del curso se nombró a José Manuel Pita Andrade (Catedrático de Arte en la Universidad de Oviedo), como secretario a Luis Martín Santos (Sub-Director del Instituto de Enseñanza Media de Burgos que les sirvió de sede). 39 Gabriel Jackson, Memoria de un historiador, Madrid, Temas de Hoy, 2001, p. 109; Edward Malefakis, «El Programa Fulbright en España: La Tercera Parte de un siglo», en La dirección General de Relaciones Culturales y Científicas 1946-1996, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1997, p. 251. Sobre la organización de ese curso de orientación vid. «Acta de la Comisión Fulbright», 13-X-1960. ACFE, caja 1/16. 38
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en las décadas iniciales del siglo: ciencia y tecnología norteamericanas a cambio de lengua y civilización españolas. También hay que decir que esa distribución, en el caso estadounidense, venía en parte determinada por la escasez de solicitudes de profesores de ciencias de este país para realizar estancias en España. No sería ésta la única dificultad con que tropezó el desarrollo del programa. En efecto, en esos años iniciales empezaron a detectarse una serie de problemas relativos a su aplicación práctica. Por un lado, entre los estudiantes españoles se habían presentado un gran número de candidaturas en dirección de empresas, economía, ingeniería, agronomía y sociología, pero en casi todas ellas, así como en algunas especialidades de medicina relacionadas con trabajos de laboratorio, resultaba bastante difícil conseguir el Dollar Support. Tampoco era fácil obtener ese apoyo económico para los investigadores españoles, pues ni sus cortas estancias ni sus intereses profesionales coincidían con las necesidades de las instituciones receptoras en Estados Unidos. No era más sencillo seleccionar a profesores de universidad que pudieran dar cursos o conferencias en centros superiores americanos ya que debían conocer el inglés correctamente, algo que entonces resultaba poco frecuente. Quienes más facilidades encontraban por parte norteamericana eran los especialistas en literatura española, los profesores de español de segunda enseñanza o los profesores de lengua inglesa. Por otro lado, la experiencia del trabajo desarrollado por los profesores estadounidenses desplazados a España también llevaba a sugerir la conveniencia de introducir varios cambios en el futuro: obligatoriedad de los cursos impartidos y su continuidad para aportar resultados; necesidad de contar con material adecuado —bibliográfico y experimental— para el desempeño de las tareas de los profesores; insistencia en la enseñanza práctica, e incremento de la alta investigación mejorando los equipos para llevarla a cabo40. No parece que algunos de aquellos problemas fueran fáciles de resolver en los años siguientes, sobre todo en lo que respecta a la consecución de becas para los candidatos españoles de ciertas áreas científicas, cuyo número iría decreciendo. En contrapartida, se mantuvo una elevada demanda de especialistas en lengua y literatura españolas por parte de las universidades norteamericanas. También la enseñanza del inglés en España avanzó a buen ritmo con la apertura de nuevas sub-secciones de esa lengua en las Universidades de Santiago 40 «Programa Fulbright», III-1962; «Memorándum presentado por la Comisión de Intercambio cultural entre España y los Estados Unidos de América, al Sr. Embajador de España en Washington», 13-V-1963. AMAE, R-9541/2. «Inspection Report. USIS-Spain», 5-VI-1962. NARA, RG 306, Box 8.
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de Compostela, Valladolid, La Laguna, Sevilla y Granada, a las que se agregaban otras cátedras temporales de American Studies41. Según los cálculos de la administración norteamericana, transcurridos diez años desde la inclusión de España en los circuitos de intercambio cultural de este país se habían otorgado un total de 642 becas financiadas con fondos públicos de los distintos programas a estudiantes, profesores, investigadores, técnicos o líderes españoles para desplazarse a Estados Unidos en viajes de estudio o de trabajo. Las ayudas concedidas a ciudadanos norteamericanos por idéntico concepto fueron 40842. Algo menos de la mitad de las becas para españoles procedían del Programa Fulbright, una proporción que se elevaba al 75 por ciento para los beneficiarios norteamericanos. No se trataba pues de un volumen muy numeroso, pero no hay que desdeñar el efecto multiplicador que tenían, en la medida que abrían perspectivas, proporcionaban contactos, suministraban información, en resumidas cuentas, acercaban ambas realidades académicas y científicas. Esas becas habían servido para impulsar una corriente mucho más amplia de estudiantes e investigadores españoles que acudían a Estados Unidos, con financiación privada, en busca de una formación suplementaria. Un estudio publicado en 1967 contabilizaba un total de 3.699 españoles que habrían realizado la travesía transatlántica, desde 1954 hasta 1966, para incorporarse a centros norteamericanos. Destacaba la afluencia de personas procedentes de disciplinas encuadradas en Humanidades y Educación (1.574), algo menor pero elevada era la presencia en el campo de Ciencias (986), y también se registraban cantidades estimables aunque menos voluminosas en Ingeniería (528) y Economía (323). Además, se computaba un significativo número de médicos y de profesores de humanidades españoles en aquel país43. Paralelamente, también se habían ido extendiendo los programas de universidades americanas que permitían a sus estudiantes realizar «Annual Report. Program Year 1964», 13-X-1965. AMAE, R-9541/4. «The Educational and Cultural Exchange Program with Spain», 1965. NARA, RG 59 Lot Files, Bureau of European Affairs, Box 1. Aunque el volumen anual de becas financiadas con fondos públicos de Estados Unidos para programas de intercambio con España fue bastante inferior al de otros países europeos como Francia, Gran Bretaña, República Federal Alemana o Italia, a principios de los años sesenta se fue equiparando e incluso llegó a superar al de otros países como Holanda, Noruega o Austria. Vid. Educational & Cultural Diplomacy, Washington, Bureau of Educational and Cultural Affairs, 1961, 1962 y 1963. 43 Enrique Ruiz Fornells, «Presencia de la cultura española en los Estados Unidos a través del intercambio universitario», Información Comercial Española, 409 (septiembre 1967), pp. 149-155. 41 42
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cursos especiales en España, fundamentalmente de lengua y civilización. El patrocinado por el Smith College databa del año 1934. El Middlebury College siguió sus pasos en 1947. El primer acuerdo de esta índole entre una universidad americana y otra española tuvo lugar en 1956, ligando a la Universidad de New Yok y a la Universidad de Madrid. En 1963 el Instituto de Cultura Hispánica y la Universidad de California firmaron un acuerdo para establecer un programa académico en España. A finales de aquella década de los años sesenta existían 74 programas de universidades americanas que movilizaban hacia España a unos 3.000 estudiantes de esa nacionalidad44. Así pues, la corriente de intercambio cultural, educativo y científico entre ambos países se había intensificado considerablemente desde mediados de los años cincuenta hasta entonces. También se habían reforzado la presencia y la influencia norteamericanas en España. En 1963 se habían renovado sin apenas modificaciones los pactos militares. Es más, Estados Unidos había logrado nuevas concesiones relativas a la introducción de armamento nuclear en la base de Rota. Mantener la disponibilidad de las autoridades españolas para apoyar el despliegue militar norteamericano continuaba siendo una de las prioridades de la labor persuasiva del United States Information Service, a través de su variado repertorio de medios. Para ello seguía cultivándose una cordial relación con las élites del régimen. Pero esa conducta despertaba una creciente hostilidad hacia Estados Unidos entre los grupos de oposición a la dictadura, una de cuyas manifestaciones habían sido las expresiones de simpatía hacia la Cuba castrista por parte de intelectuales, grupos estudiantiles o sindicales. Para contrarrestar la asociación entre el régimen de Franco y Estados Unidos, los responsables diplomáticos norteamericanos en España desaconsejaban adoptar una posición de claro apoyo hacia la oposición anti-franquista. Tal opción resultaba, según su criterio, altamente peligrosa y escasamente rentable para sus intereses en este país. Máxime cuando se trataba de grupos dispersos, faltos de coordinación entre sí y carentes de líderes capaces de aglutinar el descontento existente contra la dictadura franquista. Además, ninguna de las fuerzas en presencia en el abanico de la oposición española era susceptible de ser asimilada al perfil «liberal» de la política estadounidense45. Por ello, la vía para mitigar las manifestaciones anti-norte«Ramón Bela a Alfonso de la Serna», 2-XI-1963. AMAE, R-9541/2. Ramón Bela Armada, «El intercambio cultural entre España y los Estados Unidos de 1953 a 1982», en Influencia norteamericana en el desarrollo científico español, Madrid, Asociación Cultural Hispano Norteamericana, 1983, p. 12. 45 Vid. «The Spanish Opposition. Part I: General Observations», 26-II-1959; «Memorandum for the President», 4-VI-1959. NARA, RG 59, DF 752.00/2-2659 y 752.00/5-2059. «William W. Walker –Minister Counselor American Embassy in Ma44
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americanas y, sobre todo, prepararse para una «solución post-Franco» iba a tomar otra dirección: colaborar a la transición «desde dentro». Al menos eso parece deducirse de una serie de informes donde tal orientación se pone en conexión con la política cultural e informativa estadounidenses en España. A lo largo de la década de los años sesenta cobró cada vez más fuerza la idea de utilizar la acción cultural como un medio para promover una «mutua cooperación con los elementos internos que pudieran alcanzar el poder o posiciones influyentes en el período post-Franco». Tal iniciativa se consideraba como una inversión de cara al futuro, que pretendía «alentar una evolución política, económica y social en España, que condujera a una sucesión moderada y liberal al régimen de Franco». Tarde o temprano, se pensaba, debía iniciarse una transición en España y había que estar preparados para contar con sólidos apoyos cuando llegase el momento. Al menos en esa clave se justificaba la actuación con respecto a determinados sectores de la administración española, hacia círculos estudiantiles y universitarios, hacia periodistas y líderes de opinión, o hacia medios sindicales que incluían a grupos católicos como la HOAC y las JOC: «a través de sus bibliotecas, conferencias, películas, programas de intercambio de personas y otras actividades culturales, USIS ha ganado la confianza de influyentes funcionarios del gobierno y círculos intelectuales (...), con persuasivos efectos sobre líderes del mundo de la cultura y de los medios de comunicación a través de contactos personales»46. Los nuevos equipos de tecnócratas que estaban pilotando el cambio económico en España también fueron objeto de la atención norteamericana: «Uno de los grupos más significativos del gobierno español es el de los jóvenes «tecnócratas», principalmente economistas, muchos de los cuales han sido educados en Estados Unidos y que tienen posiciones de gran influencia en la administración y formulación de la política española. Un programa cultural a la medida de este grupo podría ser especialmente efectivo»47. Desde la óptica norteamericana, su intervención para favorecer un eventual cambio político era susceptible de ejercerse fundamentalmente en los campos de la cultura y la información. Los potenciales dirigentes de ese cambio se mostraban «confusos, inexpertos y temerosos ante los procedimientos democráticos». Estados Unidos podía drid- to Water J. Stoessel Jr. –Deputy Assistant Secretary, Bureau of European Affairs, Department of State-», 11-X-1966. NARA, RG 59 Lot Files, Bureau of European Affairs, Spain, Box 10. 46 «Background Papers for the Secretary’s Visit to Madrid», 16-XII-1961. NARA, RG 59, Lot Files, Bureau of European Affairs, Box 6. «Inspection Report. USIS-Spain», 5-VI-1962. NARA, RG 306, Box 8. 47 «Recommendations regarding the CU Program in Spain», 14-I-1965. NARA, RG 59, Lot Files, Bureau of European Affairs, Spain, Box 1.
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aportar su experiencia para «animar el desarrollo de un sistema de gobierno estable y con base popular en la España post-franquista, junto a su completa integración en Europa y en la comunidad atlántica». Sus representantes en España realizaban un trabajo discreto para aproximarse a aquellos elementos capaces de acometer reformas responsables y modernizadoras, especialmente en el terreno social y económico. Mediante contactos oficiales u oficiosos con esos grupos cabía ir ganando posiciones en el pueblo español, trabajando por la mejora de sus condiciones de vida en los campos de «salud, construcción, educación, investigación científica, seguridad social, reforma agraria, modernización agrícola, reforestación, gestión moderna de los negocios y las prácticas empresariales». Con ello se aspiraba a diluir la identificación norteamericana con sectores militares, gubernamentales y grupos sociales afines al régimen de Franco, que podía ser perjudicial para sus intereses a largo plazo, aunque también convenía en la medida de lo posible encauzar las actitudes de tales grupos hacia esos esfuerzos de modernización. «Como línea general de nuestros contactos con intelectuales españoles y con formadores de opinión de todos los matices, trataremos de inducirles a olvidar el amargo pasado y concentrarse en el futuro»48.
A modo de balance provisional A partir del año académico 1967-1968, el gobierno norteamericano disminuyó progresivamente las cantidades destinadas al Programa Fulbright con España. En realidad se trataba de una medida que venía aplicándose previamente a otros países europeos. El gobierno norteamericano, que empezó a imponer severos recortes a sus programas de ayuda exterior desde principios de los años sesenta, consideró que no tenía sentido continuar cargando con la financiación unilateral del programa, que por definición y ejecución tenía responsabilidad binacional, máxime cuando las economías de Europa occidental habían entrado desde tiempo atrás en una fase de acelerado crecimiento. La modificación introducida por la Fulbright-Hays Act en 1961 estaba, en parte, orientada a la asunción de compromisos presupuestarios bilaterales para el mantenimiento del programa. La España del desarrollo de los años sesenta también había dejado de ser el país pobre y atrasado de una década antes. Si estaba tan interesada como afirmaban sus dirigentes en la corriente de intercambios 48 «Some General Observations on United States Policy Toward Spain», 25-VI1965. NARA, RG 59, Lot Files, Bureau of European Affairs, Spain, Box 1.
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educativos, científicos y técnicos hispano-norteamericanos debía mostrarse dispuesta a cooperar a su financiación. El gobierno español optó por contribuir a su sostenimiento desde 196849. Para compensar los recortes que empezó a sufrir el programa por parte norteamericana, el gobierno español se hizo cargo de una parte de sus costes a través del Ministerio de Educación Nacional. Algo más tarde, desde 1971, también el Ministerio de Asuntos Exteriores destinó otra cantidad a esta materia. En total, entre los años 1959 y 1975, Estados Unidos dedicó a este programa la cantidad de 3.895.793 dólares. El gobierno español, por su parte, aportó otros 656.707 dólares hasta 1975 (539.598 procedentes de Educación y 117.109 de Asuntos Exteriores). Así pues, el Programa Fulbright recibió un monto global de 4.552.500 dólares (casi 275 millones de pesetas, tomando en cuenta las variaciones de los tipos de cambio de aquellos años). A esa cantidad habría que agregarle otros 925.848 dólares procedentes del Programa de Intercambio Educativo (la PL-402 o Smith-Mundt Act), que estuvo vigente entre 1952 y 1963, y que colaboró tras la puesta en marcha del Programa Fulbright a sufragar parcialmente el Dollar Support50. La totalidad de la aportación que supuso ese suplemento en dólares a los estudiantes y profesores españoles, para sus gastos de matrícula y estancia al otro lado del Atlántico, nos es desconocida ya que fue satisfecha por diversas universidades, centros de investigación y fundaciones norteamericanas y españolas —éstas últimas en menor proporción. La disminución presupuestaria registrada a finales de los años sesenta, dado que las modestas aportaciones españolas no eran suficientes para compensar el sensible descenso de las norteamericanas, se tradujo en una merma considerable del número de becarios estadounidenses que acudían a España y en una caída, algo menor, del volumen de becarios españoles que se desplazaban a Estados Unidos. Para contrarrestar esa tendencia, en la renegociación de los pactos militares que tuvo lugar en aquellos mismos años el gobierno español procuró que el nuevo convenio no fuera estrictamente de tipo defensivo, sino que se ampliara a otras dimensiones y, en particular, a la cooperación cultural y científica. Ante la incapacidad de los dirigentes españoles para lograr un verdadero tratado de defensa bilateral que comportase compromisos recíprocos, o la homologación es«The Embassy of Spain to the Department of State», 27-XII-1967; «Aportación norteamericana al Programa Fulbright», 15-I-1968. AGA-MAE (Archivo General de la Administración-Ministerio de Asuntos Exteriores), Caja 12804. 50 Las cifras globales que se ofrecen, tanto de recursos económicos como de intercambio de becarios, están basadas en la información facilitada por la Comisión Fulbright-España. Agradecemos a su equipo directivo y al resto de sus integrantes la valiosa colaboración prestada para la realización de este trabajo. 49
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tratégica por la vía del ingreso en la OTAN, la firma del Convenio de Amistad y Cooperación entre ambos gobiernos en agosto de 1970 sirvió para maquillar las concesiones realizadas una vez más a Estados Unidos. Pero, al mismo tiempo, dio un renovado impulso a la corriente de intercambios al incluir diversos programas de cooperación: cultural y educativa, científica y técnica, desarrollo urbano y medio ambiente, agricultura, economía y medios informativos, además de la cooperación defensiva, claro está, que daba sentido desde la óptica norteamericana a todo lo demás51. El programa de cooperación cultural y educativa daba preferencia a las ciencias naturales y aplicadas, las ciencias económicas, junto a la lengua y la cultura de ambos países. El programa de cooperación científica y técnica concebía como sectores de especial interés los usos civiles de la energía atómica, la exploración y utilización del espacio, las ciencias marinas, las ciencias médicas y biológicas, la tecnología industrial, la electrónica y las ciencias sociales. En la perspectiva del gobierno español, la ayuda para la formación de cuadros destinados a cooperar en la expansión del sistema educativo y el desarrollo científico-técnico aparecía como una de las contrapartidas por la colaboración militar con Estados Unidos. El primero de esos programas venía a suponer, hasta cierto punto, una ampliación del Programa Fulbright. De hecho, su gestión se encomendó a la Comisión de Intercambio Cultural que administraba aquel. El programa de cooperación cultural y educativa comenzó a aplicarse en el curso 1973-1974, recibiendo entre ese año y el siguiente la suma de 1.600.000 dólares. La mayor parte de esa cantidad se destinó a financiar estancias en Estados Unidos de profesores de universidad e investigadores del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que favorecieron sobre todo a candidatos de las especialidades de Química, Medicina, Biología y Física52. El programa de cooperación científica y técnica fue administrado por varios ministerios españoles, de forma independiente a la mencionada Comisión. En conjunto, la cifra de ayuda para intercambio cultural y científico incluida dentro de los programas gestionados por la Comisión de Intercambio Bilateral (Fulbright y de Cooperación Cultural y Educativa), dejando aparte los programas de asistencia técnica y militar, estuvo algo por encima de los 7 millones de dólares, lo que equivaldría a una cifra aproximada de 400 millones de pesetas. Desde 1959 a 1975, se concedieron 1.081 becas a postgraduados, profesores e in51 «Convenio de Amistad y Cooperación entre España y los Estados Unidos de América y Anejo», 6-VIII-1970. BOE, 26-IX-1970. 52 «Informe del Programa de Cooperación Cultural entre España y los Estados Unidos de América», 4-XI-1976. ACFE.
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vestigadores españoles para desplazarse a Estados Unidos (60 de ellas para el Seminario de Salzburgo). En cuanto a los candidatos norteamericanos, obtuvieron 927 becas para viajar a España (219 para el Seminario de Burgos). Es cierto que todas esas cantidades fueron bastante inferiores a las adjudicadas a otros países europeos durante los primeros años de vigencia del programa. Por ejemplo, entre 1949 y 1956 se beneficiaron del programa franco-norteamericano casi 3.500 becarios de ambas nacionalidades53. Sin embargo, en el caso español esa vía de formación significó una aportación muy considerable, pues hasta mediados de los años sesenta el resto de los programas de becas para el extranjero fueron bastante reducidos. El programa de intercambio educativo y las becas Fulbright convirtieron a Estados Unidos en el principal destino de profesores y estudiantes españoles desde finales de los años cincuenta, muy por delante de Europa o Iberoamérica. Tal corriente mantuvo su primacía cuando menos hasta finales de la década siguiente, si bien diversos indicadores inducen a pensar que esa tendencia se prolongó en el tiempo hasta llegar prácticamente a nuestros días54. Las autoridades académicas españolas pusieron gran interés en ese cauce de intercambio, al considerar que podía paliar la insuficiencia de profesores universitarios, técnicos y científicos con que contaba el país con vistas a la consecución de los objetivos de los Planes de Desarrollo, emprendidos en los años sesenta. Sin que existan todavía estudios en profundidad sobre sus repercusiones en el panorama cultural y científico español, sí que parece deducirse, por las aproximaciones realizadas a esta cuestión, que el «efecto difusión» de las aportaciones de esa élite académica y profesional que amplió su formación en Estados Unidos fue altamente positivo55. Yves-Henry Nouailhat, Les États-Unis et le monde au XXe siècle, Paris, Armand Colin, 1997, p.176. 54 En las conclusiones del encuentro organizado por la Asociación Cultural Hispano Norteamericana en 1982, se estimaba que los españoles que acudían a Estados Unidos para ampliar su formación científica «es posible que representen más del 50 por ciento de los becarios españoles en el extranjero». «Conclusiones», en Influencia norteamericana en el desarrollo científico español, Madrid, Asociación Cultural Hispano Norteamericana, 1983, p. 207. También apunta en la misma dirección el análisis de una serie de indicadores de la cooperación científica y tecnologica española con el exterior desde principios de la década de los años ochenta hasta mediados de los años noventa. Vid. Emilio Lora Tamayo, «Intercambios científicos y biotecnológicos España-Estados Unidos», en Carmen Flys y Juan E. Cruz (eds.), El nuevo horizonte: España/Estados Unidos. El legado de 1848 y 1898 frente al nuevo milenio, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá de Henares, 2001, pp. 165-178. 55 Manuel Gala Muñoz, «Estudio sociométrico de los becarios españoles», en Influencia norteamericana en el desarrollo científico español, Madrid, Asociación Cultural Hispano Norteamericana, 1983, pp. 27-29. 53
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En cuanto al gobierno norteamericano, sus prioridades en España eran de orden militar, lo que conducía a mantener estrechos contactos con el gobierno franquista. Los programas de propaganda informativa y de intercambio cultural y científico no escapaban a esa dinámica: uno de sus principales objetivos estribaba precisamente en crear un clima de opinión favorable al mantenimiento de las bases militares en España, razón por la cual una parte importante de sus iniciativas se orientaban hacia los grupos dirigentes del país. Pero la asociación de Estados Unidos con el régimen de Franco, aunque quisiera presentarse como una medida instrumental y sin mayores compromisos de orden político, suscitaba las críticas de la oposición antifranquista, por entender que ese vínculo internacional reforzaba a la dictadura española. En tal sentido, los intercambios culturales y científicos tenían una utilidad política añadida. Por un lado, ponían en relación a un sector de las élites españolas con los esquemas políticos, económicos, sociales y culturales predominantes en el mundo occidental, con lo que facilitaban su cohesión con el bloque articulado en torno al liderazgo americano. Por otro, servían para proyectar una imagen de colaboración con el desarrollo de España, por encima de su régimen político, que amortiguaba el impacto negativo que provocaba en la opinión pública española la presencia de las bases militares. Además, suponían una inversión susceptible de rentabilizarse también en un futuro más o menos inmediato, pues permitían ir configurando una red de amistades y solidaridades entre sus medios influyentes, que iba más allá de los grupos que apoyaban al franquismo, y cuyo papel podía resultar fundamental cuando llegase la hora de la transición política en España. ¿Se cumplieron esos objetivos de índole política tras la desaparición del franquismo? Contestar a esa pregunta requeriría una nueva investigación, que aún está por abordarse. A nadie se le escapa que en la sociedad española existe un amplio sustrato de anti-americanismo, puesto de manifiesto en diversos momentos en las últimas décadas con una notable virulencia. Así pues, la política de «relaciones públicas» de Estados Unidos no fue lo suficientemente persuasiva para evitar el impacto negativo de su entendimiento con el régimen de Franco, ni para que esa política pasase factura en forma de un rechazo mayoritario, cuando menos latente, a su presencia militar en territorio español. Sin embargo, la transición española sí que siguió el rumbo vislumbrado por las autoridades norteamericanas, sin adoptar rupturas bruscas con el pasado ni veleidades revolucionarias, asumiendo la integración del país en la principal estructura militar occidental (OTAN) y en la Europa comunitaria. Ello se debió obviamente a factores internos y externos que escapaban al control norteamericano, y no fue uno de los menos importantes la convicción cada vez
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más extendida en la sociedad española de que esa trayectoria resultaba la más conveniente para la estabilidad política y el progreso económico del país. Pero también es cierto que los dirigentes de la España democrática nunca cuestionaron el vínculo estratégico con Estados Unidos, aunque sí se empeñaron en revisar sus condiciones. En suma, podría concluirse que aunque el «gran hermano» americano no lograse hacerse querer por el conjunto del pueblo español, sí que obtuvo la suficiente comprensión y apoyo entre los cuadros dirigentes de la democracia para preservar y fomentar, al margen de eventuales desencuentros, una relación cada vez más estrecha que mantuvo el respaldo a sus objetivos estratégicos en España. En el caso concreto del intercambio cultural y científico con Estados Unidos, el período democrático se ha caracterizado por un incremento notable de las asignaciones presupuestarias y del número de beneficiarios de las becas. La trayectoria iniciada en los años cincuenta recibió un considerable impulso, con la particularidad de que desde entonces la financiación española, tanto pública como privada, ha sido el motor esencial de dicha corriente transatlántica. Se reconocía de esta forma la importante contribución que esa conexión había aportado y estaba en condiciones de seguir aportando al desarrollo científico y tecnológico español, al considerarse que los centros estadounidenses constituían un destino idóneo para completar la formación de sus cuadros académicos, científicos y profesionales.
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En su contribución a una obra colectiva sobre España y las grandes potencias en el siglo XX, el profesor Denis Smyth, de la Universidad de Toronto, enjuicia de forma muy dura el papel de España en la escena internacional: apéndice del bloque franco-británico antes de la segunda guerra mundial, satélite anglo-norteamericano más tarde. Para Smyth, España ha padecido tradicionalmente de una incapacidad notable por controlar su propio destino, en gran medida juguete de los intereses y estrategias de las grandes potencias1. Esta interpretación pone de relieve un rasgo básico del papel internacional de España, al menos durante el franquismo. La guerra civil determinó la alineación efectiva del nuevo régimen con el Tercer Reich. Esta alineación no fue de larga duración. El general Franco pronto lanzó una estrategia destinada a asegurar su supervivencia en el mundo que emergía tras el derrumbamiento del Eje. La necesidad de lavar su * Mi agradecimiento más sincero a los embajadores José Manuel Allendesalazar, Máximo Cajal, Aurelio Pérez Giralda y Juan Antonio Yáñez-Barnuevo, así como también a Ignacio Rupérez y a Francisco Bataller, compañero de ilusiones en la Comisión Europea, quienes leyeron una versión previa e hicieron atinadas observaciones. Todos los errores e interpretaciones, al igual que las opiniones y valoraciones, son de la exclusiva responsabilidad del autor. Un análisis histórico amplio se encuentra en su obra En las garras del aguila. Los pactos con Estados Unidos, de Francisco Franco a Felipe González, 1945-1995, Barcelona, Crítica, 2003. 1 Denis Smyth, «Franco and the Allies in the Second World War» en Sebastian Balfour y Paul Preston (eds.), Spain and the Great Powers in the Twentieth Century, London, Routledge, 1999, p. 185 (hay traducción española en Barcelona, Crítica, 2002).
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«pecado original», es decir, su vinculación al fascismo derrotado en el campo de batalla, elegido por los regímenes fascistas para su confrontación contra el liberalismo y la democracia, motejados de decadentes, propició una nueva alineación española. Esta vez se hizo en favor de los Estados Unidos, al socaire de los nuevos vientos de guerra fría. Tal relación se convirtió en la columna vertebral de la política exterior española desde 1953, a la cual le quedó vedado participar en la reconstrucción económica y política de la Europa occidental y en su desarrollo institucional posterior. A pesar de los mejores o peores humores que, circunstancialmente, incidieron sobre la relación con los Estados Unidos y de las fricciones burocráticas internas, nunca exageradas, a que ocasionalmente dio lugar, nadie en su sano juicio la puso en cuestión desde el poder en España. Simplemente, no había alternativas estratégicas. Este capítulo se concentrará en los aspectos de índole política, diplomática y de seguridad, desde el fallecimiento del general Franco hasta la refundación de la relación bilateral en 1988. Quizá, en la perspectiva de la evolución histórica y del relacionamiento global de dos sociedades tan diferentes como la española y la norteamericana, ni siquiera sean los aspectos más importantes (¿acaso no supuso un revulsivo para la tonificación intelectual española el programa Fulbright?). Ello no obstante, de no haberse resuelto los problemas que subsistían en aquellos ámbitos, dicho relacionamiento hubiera seguido generando frustraciones que lo hubieran complicado extraordinariamente. El enfoque elegido se justifica también porque a diferencia de lo que ocurrió en el siglo XX español con Francia, Gran Bretaña y Alemania, las tres potencias en torno a las cuales gravitó la política exterior española y de las que se recibieron impulsos, positivos y negativos de la más variada índole, aunque con frecuencia de recorte, en el caso de los Estados Unidos se dio un rasgo singular: su implantación militar directa. Las tesis que se defienden en este capítulo se descomponen en los cinco argumentos siguientes: 1) Marcada en gran medida por el lastre del pasado, España tenía una necesidad objetiva de reconfigurar su relación con los Estados Unidos, a la que ya aspiraban ciertos círculos en el franquismo tardío. Esta necesidad no fue un descubrimiento de la democracia. 2) Su traducción a la práctica la abordaron todos los gobiernos de la nueva era, con independencia de su orientación, pero se entremezcló con controversias ideológicas y políticas internas ligadas a la entrada y permanencia en la Alianza Atlántica y al papel deseable para España en una escena internacional bipolarizada. 3) Paralelamente, la democracia española, enraizando su legiti-
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midad en la sociedad que la sustenta, diversificó su relacionamiento con el exterior, aunque un sentimiento anti-norteamericano difuso siguió presente. 4) Bajo los gobiernos socialistas la reconfiguración concluyó con éxito al cristalizar, en medio de una intensa polémica interna, en el convenio de cooperación para la defensa de 1988. 5) Una vez reequilibrada, la conexión contractual con los Estados Unidos, amistosa y sin problemas políticos o de seguridad pendientes, continuó siendo una relación importante para España, pero en modo alguno la columna vertebral del apuntalamiento de su papel internacional como lo había sido durante el franquismo, al menos hasta la basculación inducida por el segundo Gobierno Aznar en la marcha hacia la guerra de Irak, que también modificó el papel español en la Unión Europea, en otro de los giros más importantes de la política exterior de España en la era contemporánea. El lastre del pasado Los desequilibrios protocolizados en los pactos de Madrid (1953) y sus acuerdos de desarrollo habían sido tan inmensos que el propio franquismo, ya consolidado, se preocupó en los años sesenta por iniciar su erosión. Se trató de un esfuerzo perdido de antemano. Cuando a comienzos de los setenta el régimen parecía empezar a aventurarse por los senderos no trillados del descongelamiento político e institucional (después de Franco, ¿qué?), la evolución en Portugal, la invasión turca de Chipre y el subsiguiente colapso de la «coronelada» griega, amén de las tensiones regionales en el Mediterráneo y la necesidad omnipresente de seguir conteniendo la amenaza soviética, mantuvieron e incluso acentuaron la importancia estratégica y militar de la implantación norteamericana en España. Durante el franquismo la posibilidad de reequilibrar en lo sustancial los acuerdos bilaterales se vió cortocircuitada por la postura del propio Jefe del Estado. Un hombre por encima de toda sospecha, como fue el presidente del gobierno Carlos Arias Navarro, no tuvo empacho en recordar a los militares, en la reunión de la Junta de Defensa del 7 de enero de 1976, que era el propio Franco quien había dicho a los negociadores que «en último término, si no consiguen ustedes lo que quieren, firmen lo que les pongan por delante. El acuerdo lo necesitamos». Este dictum revela, mejor que cualquier análisis pormenorizado, la debilidad estructural del régimen en su conexión con la gran potencia norteamericana. Algún que otro testimonio, amén de ciertos tratamientos académicos, permiten identificar una doble estrategia de los Estados Unidos hacia España en la época del franquismo tardío. Por un lado,
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Washington deseaba preservar en la mayor medida posible las facilidades militares, lo que implicaba la necesidad de continuar apoyando al régimen. Por otro, pretendía iniciar un acercamiento hacia los líderes potenciales que pudieran asumir responsabilidades políticas tras la muerte de Franco. Sobre la auténtica extensión de esta última faceta, elemental en todo juego de política bilateral, cabe especular. Tuvo límites, al menos en una primera fase, y no avanzó demasiado hacia la oposición de izquierdas. El testimonio del entonces ministro consejero y encargado de los asuntos políticos en la embajada en Madrid, Samuel D. Eaton, es un tanto ambiguo. Se mantuvo contacto, afirma, con los líderes de los partidos democráticos, si bien con los comunistas se hacían claras distinciones: se efectuaban a un nivel bajo o medio bajo y se concentraban en los miembros del comité central. En cualquier caso, los diplomáticos estadounidenses practicaron asiduamente una política de seducción que se materializó, por ejemplo, en la aplicación sistemática del U.S. Visitors’ Program, gracias al cual numerosos representantes de las jóvenes élites políticas, económicas, funcionariales e intelectuales pudieron visitar, a su agrado, lo que más les interesase de los Estados Unidos. Entre ellos figuraron muchos que después destacarían en los partidos que abordaron el ajuste de la relación bilateral2. Documentos alemanes, británicos y franceses permiten intuir que los europeos llegaron mucho más lejos que los norteamericanos en aquellos planteamientos de cara al futuro. Un testimonio de alto nivel, el del entonces canciller federal alemán Helmut Schmidt, apunta en tal dirección3. Como recuerdan Rubottom y Carter, poco antes de entrar en su última enfermedad el general Franco, los norteamericanos consideraron la posibilidad de someter el acuerdo, entonces en negociación, a 2 Samuel D. Eaton, The Forces of Freedom in Spain, 1976-1979. A Personal Account, Stanford, Hoover Institution Press, 1981, y Richard Rubottom y J. Carter Murphy, Spain and the United States Since World War II, New York, Praeger, 1984, pp. 110 y ss. El autor de este capítulo no debe silenciar que también él se benefició de las ventajas de dicho programa. 3 En Die Deutschen und ihre Nachbarn, Munich, Goldmann, 1992, pp. 465 y ss., Schmidt reconoce el apoyo al PSOE, da cuenta de sus contactos con Arias Navarro y recuerda sus instrucciones al ministro de Asuntos Exteriores, el incombustible Hans-Dietrich Genscher, utilizando (lo que hizo raras veces) su capacidad institucional de sentar las directrices gubernamentales, para que siguiera muy de cerca la evolución española tras leer el primer discurso del Rey Juan Carlos, que le impresionó muy favorablemente. El consejero alemán para asuntos políticos en Madrid, Tilemann Stelzenmüller, hizo una labor excelente de contacto, desde su piso de la colonia del Viso, con múltiples representantes del emergente nuevo arco político. Aún así, no cabe desconocer la importancia de la declaración del Senado norteamericano del 11 de diciembre de 1975 en la que manifestaba su apoyo al futuro de España bajo la dirección de S.M. el Rey.
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la aprobación del Congreso, una de las peticiones por parte española hasta entonces inviable. Dichas negociaciones databan de 1974 y la posición inicial española había hecho hincapié en tres puntos esenciales: la obtención, siempre buscada y nunca obtenida, de una garantía de seguridad, la reducción de la presencia militar norteamericana (aspecto éste que conviene subrayar muy específicamente porque suele olvidársele en la literatura y luego, cuando se planteó en términos alcanzables, dio origen a una fuerte polémica intra-española como si la idea procediese de camuflados izquierdistas proclives a un entendimiento con la Unión Soviética) y un volumen considerable de ayuda militar. Ello no obstante, el último ministro de Asuntos Exteriores del franquismo, Pedro Cortina, en pleno ostracismo internacional del régimen, en septiembre de 1975, se plegó porque con ello facilitaría un balón de oxígeno a la agonizante dictadura. Las negociaciones no se cerraron hasta después del fallecimiento del general Franco. El gobierno Arias Navarro, con Areilza en el Palacio de Santa Cruz, se las apañó para elevar el nivel de la relación, que dejó de estar basada en un mero «acuerdo ejecutivo», que no necesitaba pasar por el Congreso, a otro fundado en un Tratado de Amistad y Cooperación. Esto manifestaría rotundamente el apoyo político norteamericano a una España que todavía no había salido de los agarrotamientos del franquismo. Tampoco cabe olvidar que enero y febrero de 1976 se caracterizaron por fortísimas tensiones laborales y movimientos de huelga. En el futuro Tratado se introdujo un mayor énfasis en la defensa común de Occidente a la vez que se preservaba la implantación militar norteamericana, envuelta como de costumbre en un paquete que iba más allá de la dimensión castrense. Este paquete contenía algunos componentes no desdeñables en aquellos días de incertidumbre y se referían a la intensificación de la cooperación económica, cultural y tecnológica y a una ayuda económica (aunque modesta). En el plano estrictamente militar, hay que destacar tres aspectos: una pequeña reducción de efectivos (el Ala estratégica 98 de aviones cisterna con base en Zaragoza), el no almacenamiento en suelo español de armas nucleares (todavía existían algunas) y, no en último término, la salida de los submarinos de propulsión nuclear de la base de Rota, prevista para antes del 1 de julio de 1979. Tales facetas eran necesarias, aunque no suficientes, para todo intento, por muy inicial que fuese, de reconfigurar las relaciones4. 4 Antonio Marquina, España en la política de seguridad occidental, 1939-1986, Madrid, Ediciones Ejército, 1986, contiene una descripción de los puntos fundamentales del Tratado. Según Robert S. Norris, William M. Arkin y William Burr, «Where they
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Si, por el lado norteamericano, se mantenía lo que el Pentágono consideraba su dispositivo militar, del lado español se obtuvo un relumbrante espaldarazo. Ello se puso de manifiesto en la visita de S.M. el Rey a los Estados Unidos a principios de junio de 1976, el primer viaje de un jefe del Estado español al extranjero desde las rápidas visitas de Franco a Portugal, Hendaya y Bordighera en los años cuarenta. Poco más tarde, el 21 de junio, el Senado dio su consentimiento al Tratado, que entró en vigor el 21 de septiembre del mismo año siendo ya ministro de Asuntos Exteriores Marcelino Oreja. El nuevo texto respondía a las necesidades mutuas que se dibujaban en lo que todo hacía pensar era el albor de una nueva etapa. Aún así, parece que generó tensiones en los círculos del poder. Areilza deja entrever en su diario, en términos muy duros, la oposición militar cuando se discutió en Consejo de Ministros el 23 de enero: «Es un papel sin valor real; las claúsulas de seguridad, un camelo; la contrapartida, imaginaria; las fechas de desnuclearización no se conseguirán; las ventajas para las Fuerzas Armadas no se ven por ninguna parte y los créditos para ayuda civil son menores que los que se obtienen cualquier año…» La antedicha oposición ya se había manifestado delante de S.M. el Rey en la Zarzuela un par de semanas antes cuando, en la mencionada reunión de la Junta de Defensa Nacional, se habían producido, de seguir de nuevo a Areilza, «largos alegatos castrenses, apasionados y leídos atropelladamente contra los Estados Unidos». Parece como si el ministro de Asuntos Exteriores hubiera tenido dificultades en dar crédito a lo que oía: «Es curioso —escribiría— el recelo que despierta en estos hombres el acuerdo con Norteamérica, del que ellos disfrutan casi en absoluto… Se habla de neutralismo, de cerrar las bases, de romper relaciones, de cualquier cosa». Eran planteamientos, probablemente exagerados y mal interpretados por Areilza, que no hacía en los círculos del poder la oposición democrática, todavía ilegal. Areilza descartaba al ministro del Aire, aunque sin nombrarle: «No quiere que se vayan de Torrejón porque no tendría dónde meter las alas de la defensa aérea de Madrid, puesto que España sola no podría sostener la were», Bulletin of the Atomic Scientists, noviembre/diciembre de 1999, se retiró armamento nuclear en julio de 1976, almacenado en España desde finales de 1959. No se enfatizó demasiado que ciertos desarrollos tecnológicos en curso, como la incorporación de misiles Trident a submarinos de largo radio de acción, iban a hacer obsoleto el estacionamiento en Rota. Aún así, dado que no había completa certidumbre acerca del momento y efectividad de tal entrada en servicio el compromiso de que los sumergibles salieran de la base no era necesariamente una fruslería. Información al respecto en United States Military Installations and Objectives in the Mediterranean, Report Prepared for the Subcommittee on Europe and the Middle East, 27 de marzo de 1977, U.S. GPO, Washington, DC, 1977.
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base». Se trataba del general Carlos Franco Iribarnegaray5. Hay que pensar, pues, que la oposición castrense debió proceder de los restantes ministros militares presentes en la reunión del Consejo en que se aprobó el Tratado, además de la que pudieran haber interpuesto los mandos que integraban la Junta de Defensa. Como es notorio, el gobierno Arias había asumido funciones en diciembre de 1975. De él formaban parte reconocidos «ultras» tales como el vicepresidente para asuntos de la Defensa, teniente general Fernando de Santiago, el ministro del Ejército, general Félix AlvarezArenas, y el de Marina, almirante Gabriel Pita da Veiga. Todos ellos continuaron al principio en sus puestos con Adolfo Suárez. De Santiago protagonizó, en septiembre de 1976, una primera crisis militar de cierta entidad al dimitir ante la anunciada reforma sindical. Pita da Veiga lo haría, de manera no menos sonada, tras la legalización del PCE en abril de 1977. Afortunadamente, cuando el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado fue nombrado vicepresidente del gobierno las voces del pasado empezaron a resonar con menor fuerza en los Consejos de Ministros. Conviene detenerse en estos detalles porque se ignora todavía documentalmente la naturaleza exacta de la oposición entre los medios militares que fueron, en un principio, los grandes protagonistas de la relación bilateral con los Estados Unidos por parte española. No cabe olvidar que en la aplicación de dimensiones cruciales de los pactos de Madrid, el Ministerio de Asuntos Exteriores fue mantenido al margen. Por desgracia, tanto para la etapa del franquismo como, y a fortiori, de la transición los archivos militares siguen cerrados a cal y canto. Por ello hay que aproximarse al conocimiento de las fricciones en la medida en que fueron captadas por los diplomáticos norteamericanos y españoles. Entre los primeros Eaton, por ejemplo, señala que los militares franquistas se mostraban permanentemente decepcionados por lo que consideraban escasa aportación estadounidense en términos de material. Esto se detectaba en particular, afirma, en el Ejército de Tierra. Eaton recuerda que los militares españoles estaban, por lo general, mal preparados a la hora de identificar fundadamente las necesidades de equipamiento, cambiaban con frecuencia de postura y no parecían tener una doctrina unificada. En realidad, indica, para la jerarquía española la finalidad de los acuerdos era política en tanto que para los norteamericanos lo era estrictamente militar y se concretaba en la utilización lo más libre e irrestricta posible de las bases6. José María de Areilza, Diario de un ministro de la Monarquía, Barcelona, Planeta, 1977, pp. 43 y 57. 6 José Manuel Allendesalazar (quien ha historiado en una obra excelente las relaciones bilaterales desde la independencia norteamericana hasta el desastre del 98), indica en «España y EEUU en el siglo XX», Política Exterior, nº 80 (marzo/abril de 5
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Conviene tener en cuenta esta sustancial diferencia de interés porque, durante las negociaciones de la etapa democrática, por parte española se enfatizaría constantemente el papel de los acuerdos como demostración palpable y evidente de la aportación de España a la defensa común, tratando de reducir en lo posible su significado político, en tanto que los norteamericanos se mantendrían en su interpretación tradicional. Tales divergencias de enfoque constituyen una trampa epistemológica en la que han caído, incluso en fecha reciente, numerosos analistas. La carencia de acceso a los archivos militares es lamentable porque suele considerarse que la oposición a la relación hispano-norteamericana estuvo especialmente anclada en la izquierda. Esta oposición ha sido explicada, ad nauseam, por motivos varios. En primer lugar, por el papel que los Estados Unidos desempeñaron en el apuntalamiento de la dictadura; por el hecho evidente de que los demócratas españoles no se beneficiaron de los efectos liberadores de la lucha de los GIs contra el fascismo en Europa y, no en último término, por la acentuación de aquellos rasgos de la política exterior norteamericana durante la guerra fría que dieron la primacía a la dialéctica contención/confrontación de la Unión Soviética, en detrimento de los valores de libertad y democracia que Washington proclamaba defender7. El testimonio de Areilza plantea, pues, la necesidad de explicar lo que a los militares españoles, y no sólo a la izquierda, les disgustase en la relación bilateral. Algunos intentos interpretativos han enfatizado el temor a la contaminación que pudiera emanar de unas fuerzas armadas acostumbradas al predominio del poder civil o a la influencia en las mismas de las confesiones protestantes y de la masonería, anatemas para los adalides españoles de la cruzada con2001), que los militares españoles exageraban considerablemente sus necesidades para prevenir una reducción demasiado drástica por parte norteamericana. Al no conseguirlo, afirma, algunos militares «optaron al final de la etapa franquista por declarar que no querían más ayuda, quizá para librar a las fuerzas armadas de la acusación futura de que la presencia estadounidense había sido exigida por ellas». 7 Este último tema ha dado origen a una abundante literatura. Uno de los intelectuales norteamericanos que en Europa se considerarían «orgánicos», Tony Smith, de Tufts University, escribió un grueso libro, America’s Mission. The United States and the Worldwide Struggle for Democracy in the Twentieth Century, Princeton, Princeton University Press, 1994, con el decidido propósito de ilustrar la aportación estadounidense a la lucha en favor de la democratización como uno de los lineamientos esenciales de la interacción norteamericana con el resto del mundo. El caso español, molesto para su tesis, apenas si lo menciona. Para una visión desde España, son muy interesantes el artículo de Manuel Azcárate, «La percepción española de los Estados Unidos», Leviatán, n° 33 (otoño de 1988), y el de Allendesalazar.
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tra el liberalismo, la democracia y, en general, la modernidad. Adicionalmente, Cortada ha subrayado la importancia de la ignorancia en cada país respecto al otro, la influencia de los clichés y estereotipos culturales y una larga lista de desencuentros históricos8. En mi propio trabajo he destacado otros dos motivos: decepción y, con frecuencia, humillación. En cualquier caso, los cambios que el proceso de democratización puso en marcha tuvieron un efecto profundo en la política exterior española, que perdió buena parte de sus inhibiciones y cortapisas. Era esta una experiencia novedosa que demasiados observadores se apresuraron a caracterizar, en mi opinión con fundamento un tanto frágil, de desnortada y vacilante, rasgos con los que incluso suele apostillársela en gran parte de la literatura académica. El hecho es que el presidente Adolfo Suárez y el ministro Oreja, que había sido subsecretario con Areilza, promovieron, con el apoyo de una oposición que emergía de las catacumbas, la normalización de las relaciones políticas y diplomáticas de España tous azimuts, la rápida solicitud de adhesión a la Comunidad Europea y el ingreso en el Consejo de Europa, en este caso incluso antes de la aprobación de la Constitución. Tales actuaciones mostraban que el incipiente régimen democrático trataba de identificar posibilidades de maniobra en terrenos que hasta entonces habían estado vedados a España9. Sin embargo, para Eaton era evidente que todavía en aquellas fechas la relación exterior más importante de la España en proceso de cambio era la que mantenía con los Estados Unidos, si bien comprendía las razones —políticas, psicológicas y sociales— que llevaban a los nuevos líderes a desenfatizarla en todo lo posible. Con todo, Adolfo Suárez visitó los Estados Unidos en abril de 1977, por invitación del presidente Carter. Controversias españolas El Tratado de 1976, concluido por cinco años y que preveía su reconducción por otros cinco, si las dos partes así lo acordaban, proporcionó un compás de espera, mientras la transición se afianzaba. 8 James W. Cortada, Two Nations Over Time. Spain and the United States, 1776-1977, Westport, Greenwood Press, 1978, pp. 260 y ss. 9 Un diplomático con responsabilidades no desdeñables en aquella época reconoce, explícita y sobriamente, que «fueron momentos de euforia para la diplomacia española. A medida que avanzaba la reforma política se nos franqueaban puertas hasta entonces cerradas o entreabiertas»: Juan Durán-Loriga, Memorias diplomáticas, Madrid, Siddharth Mehta Ediciones, 1999, p. 211. Más tarde ocupó el puesto de director general de Asuntos Atlánticos.
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No dejó de generar desasosiegos adicionales a los ya referidos anteriormente, aunque la naturaleza precisa de los mismos no caló en la opinión pública española. Algunos los ha relatado posteriormente Juan Durán-Loriga, entonces a cargo de las relaciones con los Estados Unidos en el Palacio de Santa Cruz. En general pudieron contenerse sin graves consecuencias. Por su parte, los estadounidenses no parece que se intranquilizaran. Eaton señala que en los cuatro primeros años tras la muerte de Franco, la conexión hispano-norteamericana fue, en general, excelente. Esto sorprendía un poco, afirma, porque también hubiera cabido esperar otra cosa, «teniendo en cuenta la sombra que arrojaba nuestra intensa relación con Franco en el pasado». Lo que ocurre es que, como ha señalado Allendesalazar, de los tres posibles escenarios que sin duda se discutieron en Washington (democratización, permanencia de la dictadura o giro a la izquierda), sólo el último preocupaba en realidad a los políticos y estrategas estadounidenses. De la experiencia en la aplicación del Tratado se extrajeron por parte española dos lecciones que eran diametralmente opuestas. Hubo quien llegó a la conclusión que, en comparación con la alineación con los Estados Unidos, España escalaría más peldaños multilateralizando su política de seguridad en el marco de la Alianza Atlántica. Otros, por el contrario, divisaron en el Tratado, a pesar de sus imperfecciones, la primera muestra de la recuperación de dimensiones importantes de la soberanía española y pensaron que era mejor avanzar por este camino, bien conscientes de que el acceso al Tratado del Atlántico Norte suponía un giro copernicano para el cual las premisas políticas, sobre todo internas, no existían todavía. Dicho esto, el hecho político fundamental es que una parte significativa de la opinión pública seguía sin ver con buenos ojos la relación militar con los Estados Unidos, sobre todo en los medios de la izquierda. Naturalmente, era posible ir contra la opinión pública, pero dentro de ciertos límites. Al fin y al cabo, España estaba adentrándose en aquellos momentos por caminos inéditos. No eran años en los que conviniera añadir dificultades externas a las internas10. Al contrario, eran años en que una política exterior de nuevo cuño podía, y debía, apoyar el proceso de transformación interior. Uno de los vectores que se superpuso a la relación bilateral, lo que más tarde se conoció como «tema OTAN», no tuvo, al principio, caracteres de urgencia. Antes de que se planteara en términos algo más 10 Santos Juliá, Los socialistas en la política española, 1879-1982, Madrid, Taurus, 1996, p. 523, al analizar los cambios en las posturas del PSOE reconoce que hacia 1979 los socialistas no estaban seguros de cómo se recibiría en Washington un cambio de gobierno que les llevara al poder.
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que retóricos era preciso que España estableciera sólidamente un régimen parlamentario y democrático. Las declaraciones programáticas del Gobierno y del partido que lo sustentaba, UCD, abonaron el terreno. Ya en julio de 1977 habían sugerido la conveniencia de un debate nacional acerca de la posible inserción en la Alianza. Más tarde, esta intención fue concretándose en afirmaciones mucho más explícitas acerca de la deseabilidad de llevar a cabo el ingreso. Una secuencia lógica, al menos en términos históricos comparados, pero que a la postre resultó inviable, era la de ingresar en la Comunidad Europea, continuar el proceso de reequilibrio negociado del Tratado y, finalmente, abordar el hueso duro que era la Alianza Atlántica. Esto implicaba exponer a los españoles, como paso previo, a los beneficios políticos y psicológicos que se derivasen de la integración en las estructuras de cooperación de la Europa occidental de las que España había estado excluida, y a los que cupiera obtener de la reducción de la dependencia con respecto a los Estados Unidos. Salvadas las distancias, era como seguir el proceso por el que había atravesado la creación del denso andamiaje euro-atlántico: liberación del yugo fascista primero, Plan Marshall después, Tratado del Atlántico Norte como etapa ulterior para contener el peligro que se divisaba en el Este. En este capítulo no se trata de reconstruir, ni siquiera en grandes líneas, la dinámica por la que atravesó el «tema OTAN». Simplemente hay que señalar que a finales de los años setenta estaba ya en la mesa como algo más que mera hipótesis de trabajo. En torno a la conveniencia o no de la adhesión a la Alianza Atlántica se encresparon los ánimos y se resquebrajó la base de opiniones sobre la cual se había sustentado el despliegue de la política exterior tous azimuts de la incipiente España democrática. Quizá algunos autores hayan enfatizado sobremanera un consenso implícito entre las diferentes fuertes políticas del naciente arco parlamentario (no a la OTAN, sí a la relación con los Estados Unidos). Eran muchos, sin embargo, en el gobierno y en la oposición los que estaban interesados en no crear problemas artificiales. En primer lugar, Suárez, al menos durante varios años. Un somero repaso a las hemerotecas muestra que hubo opiniones para todos los gustos y que con frecuencia se modificaron con envidiable dexteridad11. En lo que al autor de este capítulo se refiere, su postura quedó clara en «España, los Estados Unidos y la OTAN», Revista de Política Comparada, n° 8 (primavera de 1982), pp. 11-27. «En ningún momento —afirmé— puede hacerse cruzada del ingreso en la OTAN. Lo cierto es que implica costes elevados y despierta posibilidades interesantes». También se señaló que «no es posible argumentar lógicamente en favor de la no adhesión de España a la OTAN y continuar, sin embargo, la desequilibrada relación con los Estados Unidos». En otro artículo había indicado que era «improba11
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Cuando apenas si había empezado a prepararse la renegociación del Tratado de 1976, se produjo el parón en las negociaciones con la Comunidad Europea. El 15 de junio de 1980, el ministro Oreja se pronunció públicamente en favor de la adhesión a la Alianza. Se realizaría en un horizonte próximo, si bien pareció condicionarla a la garantía de que continuase el proceso de integración a la Comunidad, que estuviera en marcha la negociación hispano-británica y nada menos que en vías de solución el traspaso de soberanía en Gibraltar. Aún otorgando virtudes taumatúrgicas a la Declaración bilateral anglo-española de Lisboa de pocos meses antes (que no las tenía) no era posible ignorar que las dos últimas planteaban desiderata difícilmente realizables y que la primera condición tenía poco que ver con la Alianza. Hay autores que atribuyen el presunto giro que implicaban las declaraciones del ministro, muy sonadas en la época, a la debilidad en la que entonces se encontraba Marcelino Oreja en el gobierno. Las habría hecho para salvar su cargo. No es una interpretación convincente. Pero, según recoge Powell, en la siguiente reunión del Consejo de Ministros Suárez transmitió a Oreja su malestar por querer quemar etapas12. En cualquier caso, en septiembre del mismo año José Pedro PérezLlorca, más proclive a una orientación pro-Alianza, llegó al Palacio de Santa Cruz donde Durán-Loriga se pronunciaba en favor de la adhesión por razones de la estabilidad interna que generaría el amarre a los grandes marcos multilaterales en los que se encuadraban las democracias occidentales. En su interpretación, «una España integrada en la Alianza Atlántica tendría más fácil el acceso a la Comunidad que una España vacilante y tentada por el neutralismo». Es un enfoque, muy frecuente en aquellos tiempos, que revelaba un cierto desconocimiento del funcionamiento de la Comunidad y de la propia Alianza13. ble incluso que un eventual cambio de Gobierno (…) desligue al Estado español de los compromisos internacionales que acaba de adquirir y precipite una crisis adicional externa e interna», en «Experiencia histórica y factores internos en el ingreso en la OTAN», en CESEDEN-UIMP, Intereses estratégicos nacionales. Percepciones y realidades, Seminario de Toledo, mayo de 1982, p. 108. 12 Antonio Marquina, «La política exterior de los Gobiernos de la Unión de Centro Democrático», en Javier Tusell y Alvaro de Soto (eds.), Historia de la transición, 1975-1986, Madrid, Alianza Universidad, 1996, p. 190. Charles Powell, Cambio de Régimen y Política Exterior en España, 1975-1989, Madrid, INCIPE-CERI, 2000, pp. 31 y ss. La dificultad de conectar el tema OTAN y la cuestión de Gibraltar se infiere de las memorias del embajador español en Londres en la época Luis Guillermo Perinat, Recuerdos de una vida itinerante, Madrid, Compañía Literaria, 1996, pp. 171 y ss. 13 Javier Rupérez, España en la OTAN. Relato parcial, Barcelona, Plaza y Janés, 1986, p. 92, menciona una reunión con responsables militares en julio de 1980 en la que és-
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El «tema OTAN» llegó a abordarse con pasión tanto desde ciertos sectores de la UCD como desde la oposición socialista, comunista y de la extrema izquierda. Sin embargo, ninguna fuerza política española con vocación gubernamental podía, en puridad, renunciar al vínculo con los Estados Unidos. La importancia de las relaciones militares, económicas y comerciales, por no hablar de los costes que conllevaría la interrupción de una conexión de veinticinco años de antigüedad con la potencia líder occidental, lo ponían difícil. No preconizaban una ruptura los comunistas, en pleno proceso de búsqueda de respetabilidad. Tampoco la apoyaban los socialistas, tras unos primeros momentos de planteamientos utópicos, si bien en el PSOE se daban cita tendencias muy diversas respecto al futuro de la estrategia exterior de España. Un autor norteamericano ha distinguido, y se traen aquí a colación a título de ejemplo, cuatro corrientes: una orientada hacia la Comunidad, otra más radical tentada por una transformación en profundidad de su modelo capitalista, una tercera que preconizaba el reforzamiento de los lazos con el «Tercer Mundo» y una cuarta que enfatizaba la relación específica con América Latina14. La distinción no era nítida ni inmutable. A todas ellas se les añadía un sentimiento anti-norteamericano más o menos acentuado, alimentado por el pasado apoyo estadounidense al franquismo y por la notable afinidad de Washington con respecto a algunos de los más impresentables regímenes en la órbita occidental con tal de que fueran suficientemente anticomunistas. En cualquier caso, dos acontecimientos dieron alas a la oposición de izquierda: la reacción, inmediata e irreflexiva, del entonces secretario de Estado norteamericano, general Alexander M. Haig Jr., al intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 («un asunto interno»), y el fuerte encontronazo con aquélla al anunciar el nuevo presidente del gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, su deseo de incorporar España a la Alianza Atlántica. Lo primero causó una repugnancia generalizada, que ni las declaraciones oficiales ulteriores emanadas de Washington ni el viaje a Madrid del propio Haig pudieron eliminar durante muchos años de la conciencia colectiva española. La reacción ante lo segundo, como ha señalado Juliá, permitió al PSOE recuperar la iniciativa, perdida a raíz de la necesaria colaboración con el gobierno para hacer frente a las secuelas del intento de golpe de tos se pronunciaron en favor de la vinculación entre la Alianza Atlántica y la CEE («Hay que estar a las duras y a las maduras»). Esta visualización en blanco y negro, comprensible a nivel burocrático, la elevaron algunos a categoría política. 14 Michael P. Marks, The Formation of European Policy in Post-Franco Spain, Aldershot, Avebury, 1997, p. 17.
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Estado. El 20 de agosto de 1981 el Consejo de Ministros acordó remitir al Congreso de los Diputados una propuesta formal de adhesión al Tratado de Washington. Un nuevo convenio El gobierno Calvo-Sotelo no se planteó como alternativa útil la simple reconducción del Tratado, que expiraba en septiembre de 1981. Con casi dos años de antelación un grupo de trabajo interministerial había empezado a definir las líneas que habría que seguir en la futura negociación. Será muy interesante, en su momento, rescatar de la oscuridad de los archivos los planteamientos con que los diversos sectores de la Administración contemplaban el futuro de una relación aún no contaminada por el encrespamiento de las controversias ideológicas y políticas relacionadas con la Alianza. La primera ronda se inició en mayo de 1981, ya declarada la intención de ingresar en la OTAN, y tras ella la negociación se desarrolló en casi un centenar de reuniones de trabajo. En esta ocasión, el grupo más numeroso de funcionarios correspondió al Palacio de Santa Cruz. Presidía la delegación española un peso pesado, Carlos Robles Piquer, secretario de Estado de Asuntos Exteriores. Los norteamericanos no utilizaron un embajador ad hoc, como en el caso precedente, y recurrieron al representante en Madrid, Terence A. Todman. Sin entrar en detalles, cabe mencionar que los españoles opusieron desde el principio una cerrada resistencia a los intentos norteamericanos de ampliar las posibilidades de utilización de las bases, aunque esto también se olvidaría en el calor de los debates que se desataron años más tarde sobre la política de seguridad en la etapa socialista15. Por parte de Madrid la negociación no se hizo con prisas. Los españoles solicitaron una prórroga del convenio cuando éste expiró y, tras su agotamiento, las rondas continuaron ya comenzado el período de retirada previsto. Los temas sobre la mesa eran numerosos y complejos y muchos de ellos se arrastraban desde los tiempos franquistas. En todo caso, no hay que olvidar los efectos del recurso al arsenal nuclear de las medidas posibles de política exterior, a saber, la Marquina, obra citada en la nota 4, pp. 918 y ss, contiene una descripción de las negociaciones, siguiendo las noticias aparecidas en la prensa. A ellas no alude Leopoldo Calvo Sotelo, Memoria viva de la transición, Barcelona, Plaza y Janés, 1990, en unos recuerdos impresionistas que rezuman un marcado pesimismo respecto a las posibilidades españolas en política exterior. 15
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adhesión al Tratado de Washington, tras una sonada, larga y profunda querella con la oposición de izquierdas16. Es indudable que mientras se desarrollaba el proceso de la incorporación española al Tratado del Atlántico Norte, que no terminó sino el 30 de mayo de 1982, la incitación para concluir las negociaciones bilaterales no pudo ser muy intensa. De hecho, en el mes de septiembre, el ministro Pérez-Llorca declaró que la renovación del Tratado bilateral no se produciría sino en el marco de la adhesión española a la Alianza. Ello permitiría negociar, debió pensarse, desde una mejor posición. Las rondas formales se reanudaron antes de que terminara dicho proceso, con un nuevo negociador jefe por parte española, Gabriel Mañueco, tras su nombramiento como secretario de Estado de Asuntos Exteriores. Durante las mismas Pérez-Llorca, discretamente, rebajó de nivel el futuro texto. La argumentación esgrimida en público subrayó que, al descender de categoría, el trámite de la puesta en vigor resultaba más ágil y que tal era el procedimiento que los Estados Unidos venían utilizando en sus acuerdos de carácter defensivo con los distintos países europeos, miembros de la Alianza. No es, históricamente considerada, una explicación convincente. Las rondas de negociación produjeron textos generalmente sólidos, sobre todo en relación con el núcleo duro de la relación, y en ocasiones novedosos. El 2 de julio se firmó el «Convenio de amistad, defensa y cooperación», de texto breve pero acompañado de siete acuerdos complementarios y de varios canjes de notas. Entre las materias tratadas figuraban la cooperación para el equipamiento de las fuerzas armadas y en temas de industria de defensa así como en un potpourri de ámbitos tales como ciencia y tecnología, cultura, educación y economía, siguiendo un viejo enfoque franquista. Lo más significativo para nuestros propósitos, y en la perspectiva del largo período, es que en el entramado jurídico se atornillaron numerosas roscas que el Tratado anterior había dejado sueltas. Así, por ejemplo, uno de los puntos cruciales estribaba en vigorizar el control de los movimientos norteamericanos en el territorio y espacios marí16 Las razones que impulsaron a Calvo Sotelo a tomar esta decisión, que ya había, al parecer, considerado Suárez antes de su dimisión, han dado origen a abundantes especulaciones que las memorias de aquél no han acallado. Hay autores como Charles Powell, España en democracia, 1975-2000, Barcelona, Plaza y Janés, 2001, p. 310, que vinculan la decisión a las dificultades de la negociación con Estados Unidos, pero ésto no se compadece con el hecho de que el futuro presidente ya lo había decidido antes del 23-F y anunciado en su discurso de investidura. Por otro lado, pensar que una decisión de tal porte pudiera tomarse por razones de política exterior esencialmente es exigir demasiado a la credulidad de sus lectores.
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timos y aéreos españoles. Hasta entonces, España había concedido la posibilidad de utilizarlos «en tránsito hacia otros puntos de destino», sin conocimiento de la finalidad que persiguieran. Durán-Loriga narra en sus memorias el incidente, política y diplomáticamente penoso, en el cual los Estados Unidos solicitaron la escala en Torrejón de varios F-16, en ruta hacia la Arabia Saudita para, presuntamente, permitir a los saudíes que los conocieran mejor, ya que habían adquirido aviones de dicho tipo. Luego resultó que se trató de una demostración de fuerza en vista de la evolución de la situación en Irán y que los saudíes no habían solicitado el envío. A partir de 1982 la utilización de las instalaciones o de los espacios españoles por parte de los Estados Unidos, ya fuera en el marco bilateral o en el multilateral, tuvo que hacerse dentro de los objetivos del convenio. En consecuencia, los norteamericanos no podrían utilizar España como pasillo o tránsito hacia otras áreas sin la explícita aprobación del gobierno de Madrid. En el acuerdo complementario número dos se recogió el supuesto esencial de activación, que había lastrado la relación bilateral desde los pactos de Madrid de 1953 y del que quien esto escribe alertó a la opinión pública española a comienzos de los años ochenta, cuando por parte norteamericana todavía se ocultaba17. En 1982 dicho supuesto, que no había sido modificado hasta 1970, preveía no sólo la celebración de consultas urgentes sino que exigía que la eventual amenaza o ataque exteriores lo fueran «contra cualquiera de las partes que está actuando conforme a los objetivos del convenio». Debía, pues, producirse contra la integridad territorial ya fuese de España, ya de los Estados Unidos. En el Tratado de 1976 todavía resonaba la fórmula tradicional de «en un caso de amenaza o ataque exterior contra la seguridad de Occidente», retrotraíble a los pactos de 1953. Los conceptos un tanto imprecisos de facilidades, bases conjuntas o de utilización conjunta, etc. desaparecieron y fueron sustituidos por el mucho más concreto de «instalaciones de apoyo» en tanto que el régimen, muy detallado y específico, de las «autorizaciones de uso» se apoyó en el pleno reconocimiento de «la plena soberanía y control de Es17 No cabe obviar la tentación de señalar que cuando el Departamento de Estado publicó, años más tarde, una selección de los documentos diplomáticos relacionados con la negociación de 1952-1953 a lo único que llegó fue a reconocer que, con ocasión de la firma de los pactos de Madrid, se había firmado una serie de acuerdos secretos, sin ofrecer muchos más detalles. Foreign Relations of the United States, 1952-1954, volumen VI, Europa occidental y Canadá, parte 2, GPO, Washington DC, 1986, doc. 907, p. 1960. Todos ellos fueron dados a conocer y analizados en mi libro Los pactos secretos de Franco con Estados Unidos. Bases, ayuda económica, recortes de soberanía, Barcelona, Grijalbo, 1981.
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paña sobre su territorio y espacio aéreos». Los convenios contenían una descripción minuciosa de unas y otras. No hay que dejar de mencionar, sin que sea preciso realizar una enumeración más completa de los principales puntos de un denso andamiaje jurídico, que por fin se encontró una situación digna, basada en el trato que los aliados se otorgaban en el seno de la Alianza, a los problemas suscitados por el peculiar estatuto de fuerzas de que gozaban los militares norteamericanos en España. Este había partido, en 1953, de un régimen que recordaba al de las capitulaciones impuestas al Imperio otomano. Con ello daba un paso de gigante un proceso de rectificación en el que se habían invertido sangre, sudor y lágrimas, aunque con resultados no demasiados satisfactorios, en las negociaciones de cara a los textos de 1970 y 1976. En definitiva, el convenio de 1982 y los acuerdos complementarios representaron una mejora sustancial en el camino de la reconfiguración de la relación bilateral. Numerosos avances se vieron facilitados por la adhesión española al Tratado del Atlántico Norte. Si esta interpretación es correcta, habrá que reconocer la lógica de aquella escuela de pensamiento que divisaba la posibilidad de reducir los inmensos desequilibrios bilaterales hispano-norteamericanos en la multilateralización de la política de seguridad española. En cualquier caso, casi todavía no se había secado la tinta del convenio cuando España entró en efervescencia electoral. En octubre de 1982, el partido socialista, que sólo unos años antes se encontraba en plena ilegalidad, ganó una aplastante victoria. La movilización popular que sobre el «tema OTAN» impulsó el PSOE contribuyó a tal resultado. Y no cabe ocultar que en la campaña afloraron estridencias anti-norteamericanas. Al fin y al cabo eran los años duros —o maniqueos— de la Presidencia Reagan, cuya política exterior no dejaba de suscitar controversias apasionadas, incluso en su propio país, y que se agrandaban en España de cara a las actuaciones de Washington en el hervidero de América Latina. Con todo, respecto a la tradicional conexión bilateral el programa del PSOE señalaba que debía encaminarse a unas relaciones establecidas en condiciones medidas, igualitarias, de equilibrio y fijadas en el tiempo. Los socialistas cambiaron de posición sobre el «tema OTAN» y concurrieron a las elecciones con promesas diferentes, aunque muy aquilatadas, en comparación con lo que habían afirmado durante la larga querella contra el gobierno Calvo-Sotelo. Lo que el PSOE sugería ahora era la congelación de las negociaciones para avanzar en la introducción en la estructura de mandos militares integrados y la convocatoria de un referéndum para que fuese el pueblo español mismo el que decidiese acerca de la permanencia en la Alianza. Respecto a la innovación del referéndum, cabría señalar que no de otra
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manera habían procedido los laboristas británicos en 1975 al llevar a cabo uno sobre la pertenencia del Reino Unido a la Comunidad Europea, una primera ruptura de la acrisolada tradición británica de otorgar primacía absoluta a los mecanismos de la democracia parlamentaria. Hay, en efecto, ocasiones en las cuales la clase política requiere el asentimiento específico y directo del pueblo soberano, si bien los referéndums son instrumentos poco sutiles. España se adelantó a su tiempo, salvando el caso británico, en el que por cierto aún colea el estatus ante el euro y la unión económica y monetaria. De todas formas, las promesas del PSOE generaron y siguen dando origen a ríos de tinta. En su momento la oposición las denunció como irresponsables, pero Felipe González y muchos otros dirigentes socialistas eran conscientes de que una cosa era no acceder al Tratado del Atlántico Norte y otra muy diferente denunciarlo. No era lo mismo no entrar que salir18 o, por decirlo de manera poco académica pero muy gráfica, acudiendo al código civil entonces vigente, no era lo mismo no casarse que divorciarse. Nuevo gobierno En el gobierno presidido por Felipe González la cartera de Asuntos Exteriores se asignó a Fernando Morán, diplomático de carrera como sus inmediatos predecesores y quien dos años antes había publicado una obra de gran impacto. En ella se pronunciaba en favor de objetivos a corto plazo, tales como el no ingreso en la Alianza y el mantenimiento de la relación —aunque renovada— con los Estados Unidos, y a largo plazo tales como la individualización de un sistema de defensa para una España integrada en la Comunidad Europea19. La evolución ulterior dejó obsoletos los supuestos en que se basaban sus planteamientos en la medida en que se referían a la Alianza y al establecimiento de una defensa autónoma. Esta argumentación, ya utilizada por analistas en los años ochenta, es la que sigue el propio Felipe González en sus entrevistas con Victoria Prego, Presidentes, Barcelona, Plaza y Janés, 2000, p. 242. 19 Fernando Morán, Una política exterior para España, Barcelona, Planeta, 1980. Sobre él se han vertido toda suerte de mal interpretaciones e incluso ataques personales. Morán hizo el honor de elegir al autor de este capítulo, lo que nunca le agradeceré lo suficiente, como uno de sus asesores, responsabilidad que también ejercí bajo su sucesor hasta mi marcha a Bruselas. Por incitación del siempre añorado profesor Manuel Tuñón de Lara traté de dibujar un retrato lo más objetivo posible de la gestión de ambos en el Palacio de Santa Cruz en «Dos hombres para la transición externa: Fernando Morán y Francisco Fernández Ordóñez», Historia Contemporánea, nº. 16 (1996). 18
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El nuevo gobierno tuvo que lidiar de entrada con una situación complicada: ¿qué hacer con el convenio concluido con los Estados Unidos y todavía pendiente de ratificación parlamentaria? No era un tema baladí porque había sido cerrado desde la óptica de la participación en la Alianza y numerosas disposiciones esenciales lo engarzaban con la misma. Menos baladí era que, a finales de 1982, algunos ministros (que Morán elegantemente no identifica) parecían inclinarse no sólo por la denuncia del Tratado del Atlántico Norte sino incluso del bilateral con los Estados Unidos20, lo cual hubiera equivalido a un autotorpedeamiento masivo en la propia línea de flotación. El secretario de Estado, George P. Shultz, se desplazó a Madrid a mitad de diciembre a sondear el terreno. De creer lo que escribe en sus memorias, no cabe duda que le tranquilizó su entrevista con Felipe González a quien cubre de elogios21, quizá porque el nuevo presidente le informó que, dados los resultados de la política económica socialista en Francia, él no estaba dispuesto a seguir tal ejemplo en España. Aunque Shultz no dice nada en relación con el convenio, también en este ámbito recibió garantías de que el gobierno español tenía la intención de comportarse de manera responsable. Se había dicho repetidamente en público, se repitió en privado y, en sus memorias, Morán lo confirma. Rápidamente se puso en marcha un proceso de clarificación durante el cual altos funcionarios de los Estados Unidos visitaron España y sostuvieron múltiples conversaciones para dilucidar todos los posibles equívocos. Morán recoge en sus memorias la impresión de que el embajador Todman había preparado bien el terreno en Washington y que los informes y valoraciones que enviaba debieron contribuir a disipar malentendidos. El 24 de febrero de 1983 finalizó esta fase de absorción de las posibles consecuencias del cambio de gobierno en España con la adopción de un protocolo diplomático22. En él las dos partes reconocieron que ninguna cláusula o disposición del convenio prejuzgaba la integración de España en la estructura de mandos militares de la OTAN y se reconocían el derecho a sugerir en todo momento la revisión o modificación del texto. Fernando Morán, España en su sitio, Barcelona, Plaza y Janés, 1990, p. 24. George P. Shultz, Turmoil and Triumph. My Years As Secretary of State, Scribner, New York, 1993, pp. 150 y ss. 22 Por parte española colaboró Gabriel Mañueco, quien rápidamente fue destinado a Washington, en un gesto cuyo significado no podía escapar al gobierno norteamericano, dado su perfil inequívocamente conservador. También lo hizo el entonces director general para Asuntos Políticos de Norteamérica José Manuel Allendesalazar, de cuya gestión y amistad el autor de este capítulo guarda recuerdos imborrables. 20 21
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Según el criterio español, con tal protocolo la relación bilateral quedaba desvinculada de una postura determinada en la Alianza. En contrapartida, era lógico que los norteamericanos quisieran resguardarse de la posibilidad de que la posición española en la OTAN experimentase algún cambio que no redundase en beneficio de los Estados Unidos. En previsión de tal supuesto obtuvieron la confirmación de que la relación contractual podría ser objeto de revisión. Desde esta perspectiva, no parecen correctas afirmaciones como las que ligan el protocolo a una presunta necesidad de mostrar coherencia con las críticas efectuadas al convenio antes de asumir la responsabilidad gubernamental23. Por otra parte, es claro que el protocolo servía para tranquilizar a Washington. El nuevo gobierno no tenía la intención de alterar la relación bilateral con los Estados Unidos, por lo que abría de par en par la puerta para la entrada en vigor del convenio. Limitaba, eso sí, el posible desbordamiento que ello pudiera generar sobre la postura española en la Alianza y ganaba tiempo mientras se abordaba el problema de la permanencia en la misma y el referéndum prometido. Como señala el propio Morán, uno de los principios cardinales de su gestión estribó en evitar deslizamientos o automatismos que llevaran más allá de lo que las realidades exigían24. Aun así, el papel del protocolo no se reconoció debidamente y muchas voces españolas parecieron ser más pro-norteamericanas que los propios estadounidenses. Se avecinaban tiempos de crítica. Fue, desde luego, una crítica que se dirimió esencialmente en los medios de comunicación. En abril el Congreso de los Diputados, por una mayoría aplastante, aprobó el convenio que entró en vigor el 4 de mayo. Con ello ambos gobiernos reconocían que era mutuamente provechoso, al igual que para la comunidad internacional en su conjunto, que se intensificaran los esfuerzos para establecer una sólida base de comprensión. Algo más tarde, en junio, Felipe González se desplazó a Washington y Nueva York. 23 Como se encuentran, por ejemplo, en José Mario Armero, Política exterior de España en democracia, Madrid, Espasa Calpe, 1989, p.187. Para Powell, referencia de la nota 15, p. 362, el protocolo se explicaba por la necesidad de facilitar la ratificación, «sin que el Gobierno pudiera ser acusado de haber abandonado su tradicional reticencia hacia las bases» (sic). 24 Este principio, esencial en toda política exterior inteligente, chocaba con los afanes de congruencia ideológica y operacional a un lado del espectro y del otro. Pero refleja la dinámica de la realidad internacional en la que muchos países, grandes y pequeños, se afanan diariamente por aprovechar los resquicios a su alcance en una búsqueda permanente, incansable e inalterable de influencia, reconocimiento y poder. Es la antítesis de las fórmulas simplistas del «estamos todos en el mismo barco» o del «hay que estar a las duras y a las maduras», que inspiraron a una gran mayoría de los críticos de Morán.
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Si no el presidente Reagan, al menos el entonces vicepresidente George Bush mostró un interés considerable en conocer de viva voz la situación española y las orientaciones del gobierno español, según recuerda Morán. Julio Feo, entonces secretario general de la Presidencia, afirma en sus memorias que, en la apretada agenda de reuniones, González tocó todos los temas, incluida la relación bilateral. Con respecto a ésta confirmó su valor, «pero sin posiciones de fuerza», y también suscitó el tema de la reducción de la presencia militar en España. En lo que se refiere a la Alianza, insistió en el referéndum. Para entonces resultaba evidente, como han destacado entre otros George y Stenhouse, que salir de la OTAN hubiese debilitado hasta extremos insospechados la posición negociadora bilateral con los Estados Unidos25. Ello no obstante, sobre la ejecución del convenio de 1982 gravitaron tres factores que plantearon alguna que otra dificultad. El primero, y más importante, fue el progresivo encrespamiento que en la postura norteamericana fue generando el calentamiento del «tema OTAN» y que pareció intensificarse después de que Felipe González diera a conocer en el Congreso, en octubre de 1984, lo que llamó «una política de paz y de seguridad para España», en diez puntos, y que pronto fue bautizada como «el decálogo». Estos diez puntos combinaban la afirmación, absolutamente esencial, del deseo de no denunciar el Tratado del Atlántico Norte y el propósito de incorporación española a la Unión Europea Occidental (mensaje tranquilizador hacia el exterior), subrayaban la voluntad de no introducir a España, que seguiría desnuclearizada, en la estructura militar de la OTAN, a la vez que se reduciría la presencia militar norteamericana en territorio español (mensaje tranquilizador hacia el interior). Tales planteamientos han sido sometidos a fuertes críticas por muchos autores para quienes el gobierno sólo buscaba la legitimación parlamentaria del cambio de postura sobre la Alianza que venía gestando. En realidad, el decálogo apuntaba hacia la segunda gran reorientación de la etapa socialista: la tendencia hacia una europeización creciente de las opciones estratégicas de España en política exterior. Para manejar la situación Washington no acumuló demasiado capital diplomático en Madrid. El sucesor de Todman, de quien Julio Feo afirma un tanto venenosamente que «siempre se sospechó que tuvo algo que ver con el 23-F», fue el embajador Thomas O. Enders. Feo afirJulio Feo, Aquellos años, Barcelona, Ediciones B, 1993, pp. 300 y ss., y Bruce George y Mark Stenhouse, «Western Perspectives of Spain», en Kenneth Maxwell (ed.), Spanish Foreign and Defense Policy, Boulder, Westview, 1991, p. 76. 25
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ma que «el cambio, en principio, era mejor» pues «tenía fama de ser un buen profesional». El hecho es que generó irritaciones innecesarias. Sobre el consejero para asuntos político-militares de la embajada, John King, y otros funcionarios recayó la ingrata tarea de intensificar los contactos a sus respectivos niveles26. A pesar del equilibrio que el decálogo implicaba, en Washington no cayó bien la idea de la reducción de la implantación militar y, probablemente, Enders no debió explicar de manera adecuada la situación española. Es el privilegio de todo jefe de misión orientar la información hacia su capital. Enders, posiblemente, prefirió no analizar de forma ajustada la realidad que le rodeaba. En sus memorias, Julio Feo afirma, por ejemplo, que Enders no creyó nunca que fuera a celebrarse el referéndum y menos aún que el gobierno fuera a pedir el sí. La misma impresión tuvieron Morán y Allendesalazar27. El segundo factor fue el resultado de la intensificación de las reflexiones españolas sobre las fases por las que había atravesado la implantación norteamericana en España. En una fase inicial, pero que generó comportamientos duraderos, la definición del nivel de presencia la habían efectuado, en la práctica, los propios norteameri26 En la necrológica de Enders (New York Times, 18 de marzo de 1996) la imagen que aflora es la de un conservador pragmático, un tanto arrogante, con una alta opinión de sí mismo y sin pelos en la lengua. Será interesante leer, en su día, sus despachos personales desde Madrid, en particular durante la feroz campaña de descrédito contra el ministro Morán que, en ciertas ocasiones, se difundió con fuertes llamaradas. ¿Estuvieron involucrados ciertos servicios norteamericanos? El propio Morán, op. cit., p. 253, así parece creerlo, deduciéndolo de ciertas afirmaciones crípticas de Enders. 27 Añade Feo, op. cit., p. 338: «Tampoco creyó nunca lo que se le decía, por ejemplo, respecto a la futura negociación del convenio bilateral. Siempre creyó que lo que se le decía eran posiciones negociadoras, es decir que cuando llegara el momento de la verdad daríamos marcha atrás. Su sorpresa sería cuando comprobó que todo lo que se le dijo desde el primer día se mantuvo, y siempre con lo que ellos catalogaron de inusitada firmeza… Mi impresión es que el embajador envió mucha información a Washington que estaba sesgada por su propia obstinación o, mejor diría, en sus propios términos, por su wishful thinking». No cabe olvidar que Enders fue también, de 1979 a 1981, embajador ante la Comunidad Europea. Por contra, Feo no dudaba de que el jefe de estación de la CIA en Madrid informaba de forma mucho más ajustada a la realidad sobre las reflexiones españolas. Morán ha caracterizado la gestión de Enders con términos elegantes, pero críticos, en sus memorias, pp. 248 y ss. «Su principal objetivo —afirma— parecía ser que el referéndum sobre la Alianza no tuviese lugar». Allendesalazar (quien de forma igualmente elegante no identifica a Enders por su nombre) escribe por su parte: «Un nuevo embajador norteamericano (…) y que no conocía tan bien España como su antecesor, pensó —y transmitió su impresión a Washington— que el Gobierno de Madrid acabaría «olvidándose» de celebrar el referéndum, lo que iba a alentar la esperanza de quienes en la Casa Blanca hubieran querido impedirlo».
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canos, aunque formalmente hubiera sido aceptada por parte española. De esta fase surgieron entendimientos locales entre mandos españoles y extranjeros que, en la práctica, erosionaban el control central, al menos el que correspondía al Ministerio de Asuntos Exteriores. En una fase posterior, dicho nivel se estableció, teóricamente, en función de las misiones que desempeñaran las fuerzas norteamericanas, ya fuesen en coordinación con las españolas para cumplir los fines de la relación bilateral, o coordinadas con las desarrolladas en la Alianza Atlántica, aunque España no formase parte de ella, sin excluir las de interés esencialmente norteamericano, dentro o fuera del área cubierta por la relación bilateral o incluso de la Alianza28. De esta lectura del pasado se desprendían argumentos que fortalecieron la voluntad política de robustecer por todos los medios el control español. Esta voluntad, que ya se había reflejado en el convenio de 1982, generó fricciones y los norteamericanos la resintieron. El ministro Morán recuerda en sus memorias las concomitancias que ello tenía con el tema de la desnuclearización. El principio estaba garantizado en el convenio pero, en la práctica, no se controlaba siempre su traducción a la práctica. Por último, en los años de la Presidencia Reagan ciertas actuaciones de Washington en el tablero internacional alimentaron el difuso sentimiento anti-norteamericano de grandes sectores de la sociedad española. No afectaron directamente al tono de las relaciones oficiales pero sí crearon ambiente, algo a lo que los estadounidenses que más se habían relacionado con temas españoles no estaban acostumbrados. Este ambiente anti-norteamericano afloró a la luz en el XXX Congreso del PSOE, a finales de 1984. En retrospecto, los años 1983-1985 marcaron un cierto compás de espera, con episodios muy significativos como la visita a Madrid del presidente Reagan, los viajes del secretario de Defensa Caspar Weinberger y los desplazamientos del hombre de las misiones reservadas, el teniente general y embajador Vernon A. Walters, quien hablaba bien español y era «un tanto agresivo en sus modales», como elegantemente se refiere a él Julio Feo. En particular la visita del presidente Reagan en mayo de 1985 se vio punteada por intensas manifestaciones populares en su contra. Tales demostraciones no afectaron al tono de los contactos oficiales pero por el lado español se aprovechó la ocasión para pasar el menSería profundamente injusto no recordar las aportaciones conceptuales en el Ministerio de Asuntos Exteriores durante aquellos primeros tiempos de uno de los grandes conocedores de la ejecución de los acuerdos hispano-norteamericanos, Carlos Fernández Espeso, apenas si mencionado en la literatura, y que fue nombrado por Morán director general de Asuntos Internacionales de Seguridad y Desarme. 28
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saje que los norteamericanos no deseaban oir: el nivel de presencia de sus efectivos militares debía aminorarse29. A comienzos de julio de 1985, poco después de que Portugal y España firmaran los sendos hitos históricos que representaba su acceso a la Comunidad Europea, Morán fue sustituido. Se especuló intensamente sobre los motivos de que en el Palacio de Santa Cruz tomara las riendas alguien que tenía, en principio, una imagen más pro-norteamericana, aunque menos experiencia diplomática e internacional que el ministro saliente. Cualesquiera que fuesen las razones, el nuevo titular de la cartera, Francisco Fernández Ordóñez, fue el encargado de traducir en términos operativos el modo y la forma de abordar la asignatura pendiente que era el futuro del convenio. Tanto el «tema OTAN» como las relaciones bilaterales con los Estados Unidos resultaban, por su trascendencia e implicaciones de toda índole, algo que tocaba de lleno al presidente del gobierno. Felipe González no tardó en tomar la iniciativa. Tras la firma del acta de adhesión a la Comunidad se encontraba en una posición de fuerza, que robustecía además su compromiso de ir adelante con el proyecto de referéndum. La idea seguía sin gustar demasiado en Washington pero en la administración norteamericana había voces que adujeron que no existían, en puridad, muchas alternativas y que mejor valía resignarse al enfoque español, aunque conllevase ciertos costes, entre los cuales el de la reducción de efectivos en España no era el menor. ¿Y si el referéndum resultaba en un no? Tal ambivalencia afloró en la entrevista que González tuvo con el secretario de Estado en Washington a finales de septiembre de 1985. Aunque Shultz no la cita en sus memorias, su interlocutor la recuerda en detalle. El momento culminante se produjo cuando Shultz afirmó que los Estados Unidos no se quedaban donde no les querían. Como por parte española se daba a entender que eso era precisamente lo que deseaba el gobierno, estaban dispuestos a marcharse. Con aplomo, González respondió que no era lo que pretendía pero que si los norteamericanos querían irse habría que perfilar las modalidades de su partida. Uno de los colaboradores de Shultz cortó de inmediato pretextando que había habido un malentendido30. González 29 Feo, op. cit., p. 405, recuerda que, al discutir con los servicios norteamericanos los preparativos de la visita «parecían no querer darse cuenta de que, pese a que las relaciones oficiales eran excelentes, una gran mayoría de la opinión pública española estaba abiertamente en contra de la visita». 30 Referencia de la nota 18, pp. 248 y ss. González afirmaría ante Victoria Prego que «la línea de colisión con Estados Unidos era el tratado bilateral. No digo que el asunto de nuestra permanencia o no en la OTAN no estuviera ocupando un lugar en un segundo plano, pero es que el debate fue tan áspero sobre nuestra exigencia de sali-
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se entrevistó también con el presidente Reagan y pronto la maquinaria administrativa se puso en marcha por ambos lados. En octubre y diciembre se celebraron ya las primeras rondas de conversaciones para ir centrando el tema. Explícitamente se declaró que ello era el resultado del proceso convenido en su día por el presidente del gobierno y el de los Estados Unidos. En la segunda ronda se adelantó el escenario a seguir: negociaciones previas de cara a la renovación del convenio, uno de cuyos objetivos sería ajustar la presencia militar foránea en España. Es muy verosímil que los norteamericanos rechinaran los dientes pero, aparte de crispar en más de una ocasión al equipo negociador español, no pudieron negar la evidencia de que habían entrado en un proceso en el que los deseos de Madrid estaban claros. Naturalmente, ambas partes se cubrieron. Había que celebrar el referéndum y, ante todo, el gobierno debía ganarlo. Por el lado español se planteó abierta y razonablemente desde el principio que las adaptaciones implicarían una disminución escalonada basada en la asunción propia de ciertas responsabilidades y misiones que realizaban los norteamericanos, manteniendo, sin embargo, la capacidad global defensiva y el nivel de seguridad. Esta era una condición esencial para tener éxito. En sus sugerencias, los españoles tenían que combinar dos intereses un tanto contrapuestos31. Los propios, que apuntaban a alcanzar una reducción más o menos sustancial pero no cosmética, y los norteamericanos, que no podían aceptar un trastocamiento tal que supusiera un riesgo excesivo para la seguridad colectiva, vehiculada por su maquinaria militar. La determinación de los perfiles exactos del compromiso entre ambos intereses constituyó el problema esencial del proceso negociador. Ya se advirtió tan difícil equilibrio en el comunicado conjunto del 10 de diciembre de 1985, algunas de cuyas formulaciones —según se rumoreó— impuso Enders, con gran disgusto de la parte española. Los norteamericanos, creyesen o no en lo que podrían haberles parecido balandronadas de quienes tenían enfrente, abordaron aquellas primeras escaramuzas poniendo sobre la mesa la contribución que España debía realizar al esfuerzo defensivo común y evaluando la da de tropas y efectivos que lo otro no apareció». Debo señalar que varias de las interpretaciones aducidas por la entrevistadora son, en mi opinión, históricamente objetables. Julio Feo, op. cit., pp. 338 y ss., se refirió años antes a este episodio apostillando que «Shultz tampoco pensaba al principio que lo que se le decía sobre la postura española en la renegociación del convenio bilateral fuera inamovible; también creía que no era más que una posición de partida para la negociación». 31 Carlos A. Zaldívar, «Spain in Quest of Autonomy and Security-The Policies of the Socialist Governments, 1982-1990», en la obra colectiva de la nota 25, p.195.
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amenaza (hay que afirmar que, en lo que se me alcanza, exageradamente). Sólo cabía reducir la presencia estadounidense, argumentaron, con tal de que ello no ocasionase el menor perjuicio a la defensa de Occidente. Sin duda debieron creer que tenían una buena baza. En primer lugar, nunca se habían negociado reducciones de la presencia norteamericana entre los miembros de la Alianza y, en segundo término, ¿qué sabían los españoles de los riesgos militares que acechaban a Europa? Poco más tarde, en marzo de 1986, después de una campaña que cortó el aliento, dentro y fuera de España, el pueblo español aceptó las tres condiciones con las que el gobierno rodeó la permanencia en la Alianza: la no incorporación a la estructura militar integrada, la no instalación, almacenamiento o introducción de armas nucleares en territorio español y, last but not least, la disminución progresiva de la presencia militar norteamericana. Era la consagración popular de los puntos esenciales del «decálogo». Era, igualmente, la demostración de que, en un tema de importancia no sólo para la política española sino para la política de seguridad occidental, el gobierno español cumplía lo que prometió (la consulta) y prometió lo que iba a cumplir, es decir, un referéndum. No es de extrañar que muchos otros gobiernos occidentales dieran un suspiro de alivio y que la posición exterior española se viera fortalecida. Los españoles permanecían, por la voluntad popular, en el club atlántico. El condicionamiento que acompañó a la pregunta dio lugar a numerosas críticas en su momento (críticas que incluso afloran todavía en cierta literatura de corte académico) pero, desde el punto de vista de la técnica negociadora, no cabe duda que fortaleció las bazas españolas. También es posible que alimentara las reflexiones tácticas de quienes en Washington habían considerado que la permanencia española en la Alianza bien valía incurrir en un cierto coste. Pero, si fue así, los norteamericanos encararon la negociación con el propósito decidido de rebajar dicho coste en la mayor medida posible. Para Madrid, el referéndum despejó el horizonte dado el previsible panorama de creciente europeización de las opciones exteriores españolas, la primera vez que tal posibilidad se presentaba32. Ello implicaría, en el medio plazo, una transformación sumamente importante en el balance de las relaciones exteriores de España.
Para un análisis algo más en profundidad del contexto cabe remitir al trabajo de Juan Antonio Yáñez-Barnuevo (ex director del Departamento de Internacional de la Presidencia del Gobierno) y Ángel Viñas, «Diez años de política exterior del Gobierno socialista», en Alfonso Guerra y José Félix Tezanos (eds.), La década del cambio, Madrid, Editorial Sistema, 1992. 32
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El forcejeo Sin prisa, pero sin pausa, el gobierno de Madrid fue moviendo peones. En julio de 1986 se abrió, formalmente, la primera fase de las negociaciones para abordar el tema de la presencia militar norteamericana. En tal coyuntura, al embajador Enders, cuya prepotencia seguía molestando a los negociadores españoles, no se le ocurrió otra cosa —según se dijo públicamente— que pedir el cese para poder dedicarse a la empresa privada. Su misión en España apenas si llegó a los tres años. El sucesor, Reginald Bartholomew, no fue elegido por casualidad. Felipe González caracterizaría a Bartholomew como «uno de los duros». Se hizo mucho hincapié en que venía de un lugar sumamente expuesto para los intereses norteamericanos como era el Líbano en aquellos tiempos. Pero no cabía pasar por alto que también había sido director general de Asuntos Político-Militares en el Departamento de Estado, que había estado destinado en el National Security Council, que tenía experiencia con el Policy Planning Staff y, lo que era más significativo desde el punto de vista español, que en los años 1982 y 1983 había sido el negociador especial en temas de cooperación en materia de seguridad con el gobierno griego de Andreas Papandreu, uno de los socios más incómodos para los Estados Unidos en aquella época. El mensaje que Washington transmitía, con su nombramiento, era bastante claro. La ronda de negociaciones duró en total algo menos de dos años, a veces con grandes interrupciones entre sesión y sesión, y fue bastante atípica. Su filosofía se aireó por parte española en decenas de ocasiones. El presidente del gobierno, los ministros de Asuntos Exteriores y Defensa y portavoces varios la dieron a conocer al Parlamento, a los medios de comunicación españoles y extranjeros, en contactos públicos y en reuniones privadas33. La expectación pública en España fue considerable y, en ocasiones, también afloró en los propios Estados Unidos. En sus entrevistas con Victoria Prego, op. cit., pp. 261 y ss., Felipe González afirma que en la primera conversación que tuvo con Bartholomew empezó diciendo lo siguiente: «Sé que viene usted con la misión de conseguir que nuestra posición con respecto al acuerdo bilateral cambie o se matice (…). Pero yo le quiero decir, señor embajador, y quizá se lo tenga que repetir alguna vez, porque la primera no me va usted a creer del todo, cuál es el resultado de esa negociación que aún no ha empezado. Se lo digo por respeto y para que usted tome la distancia que quiera respecto de ese resultado para poder luego venderle a su Gobierno lo que haya obtenido (...). Nosotros no queremos ni unas malas relaciones ni una ruptura, pero quiero que sepa usted muy bien cuál es mi posición desde un principio». González apostillaría: «Aún así no se lo creyó y por eso resultó una negociación muy, muy difícil». 33
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Lo que los españoles perseguían era, en apretada síntesis, lo siguiente: — Adaptar las disposiciones contractuales basándolas, como en el convenio de 1982, en el respeto mutuo, la igualdad soberana y un reparto equitativo de cargas defensivas, pero alejando en todo momento la sombra, omnipresente, de la subordinación. — Atornillar, en la mayor medida posible, los procedimientos y sistemas de control de las autorizaciones de uso, referidos también a la regulación del apoyo logístico, de los sobrevuelos, de los reabastecimientos, de los entrenamientos y de los preposicionamientos. Todo ello había sido en el pasado el campo abonado para deslizamientos que iban más allá de lo pactado. — Acordar una reducción, no cosmética pero sí flexible, de la implantación militar norteamericana, así como clarificar el trato que debiera darse a las actuaciones de dentro y fuera del área de responsabilidad de la OTAN. — Separar nítidamente las relaciones de defensa y seguridad de cualesquiera otras consideraciones, muy importantes sin duda (tales como las económicas, industriales, culturales, científicas, etc.), pero cuyo encauzamiento no debía velar el que correspondía al núcleo duro —de naturaleza político-militar— del nexo bilateral. — Poner al día las disposiciones relativas a ámbitos tales como el laboral o de privilegios, cerrando las brechas que se habían advertido en la ejecución del convenio de 1982. Lo más importante era, sin duda, la reducción de la implantación militar cuya presentación pública por parte socialista cabe retrotraer a posturas expresadas en el XXIX congreso del PSOE, en fecha políticamente tan lejana como octubre de 1981. Una de las razones por las que Felipe González debió mostrarse tan seguro en sus entrevistas con Bartholomew es que los planteamientos españoles no estuvieron basados en modo alguno en exigencias maximalistas, que luego hubieran debido recortarse. Ello hubiese afectado a la credibilidad propia en una negociación atípica conducida desde una posición fuerte34. 34 El equipo negociador español estaba dirigido por el embajador Máximo Cajal, a la sazón secretario general de Política Exterior. Era director general de Asuntos Políticos de Norteamérica Eudaldo Mirapeix y de Asuntos Internacionales de Seguridad y Desarme Carlos Miranda. Reconozco mi deuda con los tres, grandes profesionales, acrecentada en el caso del primero por haber contribuído a ponerme en la vía que me llevó, en 1987, a la Comisión Europea. Tampoco debo pasar por alto las contribuciones de Aurelio Pérez Giralda, a la sazón director del Gabinete de Análisis y Previsión de Política Exterior.
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Con todo no hay que subestimar la importancia de la decisión española, que cabe retrotraer por lo menos a 1983, de situar la negociación en el plano, puro y duro, de la mera contribución a la defensa colectiva, sin edulcorarlo con el tema de las contrapartidas bilaterales. Esto rompía una tradición consolidada durante un franquismo lacrimoso y pedigüeño y a la que los norteamericanos se habían acostumbrado. De pronto se encontraron con negociadores a los que tales contrapartidas no les interesaban demasiado y Washington se quedó sin poder espejear el señuelo de sus caramelos. El núcleo de la negociación debía constituirlo, en la perspectiva de Madrid, la salida de Torrejón del Ala 401 y la reversión de las instalaciones de apoyo que, en contra de lo que opinaban los norteamericanos y airearon muchos medios de prensa españoles, estuviesen o no «engrasados», no perjudicaban a la defensa común. Sin embargo, para no dañar el buen clima negociador, el Gobierno no reconoció públicamente de manera inmediata esta postura de principio. Como ha señalado Alonso Zaldívar, «lo que se buscaba no era sólo que los EEUU aceptaran la reducción sino que lo hicieran además de buen grado». No se planteó la retirada de la base naval de Rota, que sí hubiera afectado a los esquemas defensivos occidentales. El gobierno no fue a remolque de la opinión pública. De haberlo hecho, ni en el «decálogo», ni en el referéndum ni en la negociación bilateral se hubieran adoptado las posturas que se adoptaron. La opinión pública española mantuvo, en efecto, un marcado perfil anti-norteamericano durante todo el período. Antes del referéndum el CIS realizó encuestas que indicaban que, para una inmensa mayoría de los entrevistados, las dos superpotencias representaban una amenaza igual para la paz mundial. Los Estados Unidos llegaron incluso a adelantar a la Unión Soviética en la percepción popular. Ambos países suponían una amenaza igual para España, según la mitad de los encuestados. El porcentaje de los que consideraban perjudicial para los intereses españoles la relación bilateral era sólo escasamente menor (21 por 100) que los que la consideraban favorable (28 por 100) y los contrarios a su renovación (44 por 100) superaban netamente a los que se decantaban por continuarla (18 por 100). De todas maneras, se confiaba en el gobierno. Al menos cuando se preguntó si se estaba a favor de un alejamiento, de un acercamiento o de un mantenimiento de la posición con respecto a los Estados Unidos las respuestas fueron, respectivamente, del 24, 15 y 29 por 10035. CIS, Estudio nº. 1381, sobre una muestra de 2.500 entrevistas realizadas a mayores de 18 años, con un error de +/— 2 para el conjunto y un nivel de confianza del 95,5 por 100. Archivo del autor. El CIS publicó muchos más datos en 1987. 35
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Era fácil, y muchos gurús así lo hicieron, despreciar tales resultados como los propios de un país cuyos habitantes no habían estado expuestos a los gélidos vientos del Este. Pero no es menos cierto que un gobierno democrático no debía olvidarlos en sus cálculos. ¿Y los norteamericanos? Sin conocer los análisis internos que se hicieran en Washington es difícil saber lo que pensaban pero ciertos indicios permiten afirmar que tardaron demasiado tiempo en calibrar la auténtica situación, que sobreestimaron sus posibilidades y que, en definitiva, alargaron innecesariamente el proceso negociador. No sería la primera vez que en un caso similar una de las partes no pudiera sacudirse una dosis demasiado elevada de etnocentrismo. Algunas hipótesis pueden establecerse. En primer lugar, se encontraban ante interlocutores que, por lo general, tenían una interpretación muy diferente del pasado bilateral. Lo que para los norteamericanos había sido un esfuerzo cooperativo, y no problemático, a la defensa occidental contra el enemigo común, era del otro lado de la mesa una relación que hundía sus raíces en las necesidades de un régimen sin libertades y que por consiguiente había que modernizar, adaptar y poner en consonancia con las nuevas realidades. El teniente general y embajador Walters, conocedor íntimo del nexo hispano-norteamericano, y con una notable experiencia político-militar y de inteligencia, afirmaba todavía en los años noventa que los acuerdos de 1953 permitieron que España «se convirtiera en una de las principales economías mundiales en un ambiente de libertad y democracia»36. Si esto lo escribía con toda seriedad un experto cabe imaginar lo que pensarían los negociadores estadounidenses que no lo fueran. 36 Vernon A.Walters, «El acuerdo sobre las bases entre España y Estados Unidos cuarenta años después», en Política Exterior, nº. 36 (1993-94), p. 167. No es una opinión aislada. Samuel Eaton atribuyó también a los pactos de Madrid virtudes un tanto sospechosas: el apoyo al progreso económico y social de España, y por ende el retorno a la democracia, más que el apoyo al propio Franco y al franquismo. El profesor Gabriel Jackson, «Las negociaciones bilaterales entre EE.UU. y España», Leviatán, n° 32 (verano de 1988), abundaría también en que tales planteamientos estaban muy extendidos entre la mayoría de los diplomáticos y militares norteamericanos destinados en España. Pero, en política, las percepciones cuentan y por parte gubernamental española las que se mantenían eran muy diferentes. En setiembre de 1985, en un seminario organizado por el Wilson Center en Washington, DC, el presidente González, después de entrevistarse con Shultz y el presidente Reagan, declaró abiertamente: «No deberíamos sorprendernos de que los vencidos en la guerra civil y la oposición democrática en general considerara dichos pactos como un apoyo norteamericano a la dictadura y un golpe a las esperanzas de una rápida restauración de la democracia en España». Felipe González, «A New International Role for A Modernizing Spain», en Robert P. Clark y Michael H. Haltzel (eds.), Spain in the 1980’s. The Democratic Transition and A New International Role, Cambridge (USA), Ballinger, 1987, p.180.
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En segundo lugar, los norteamericanos parecieron subestimar no sólo las consecuencias del cambio radical de coordenadas dentro de las cuales se movía la política exterior española sino, y lo que quizá fuese más significativo, sus efectos entre los decisores de Madrid, encantados ante el éxito histórico que había supuesto el ingreso en la Comunidad y en plena euforia ante la reorientación estratégica hacia Europa, el terreno otrora vedado por antonomasia37. Todo ello, unido al respaldo al gobierno, que era sólido en aquel tiempo entre los votantes, tenía que chocar con mentalidades hechas a otras realidades, en muchas ocasiones latinoamericanas, que divergían considerablemente de la española38. En tercer lugar, los atascos en las negociaciones, y se produjeron varios y fueron en ocasiones importantes, los destripó la prensa española e internacional y alentaron una fuerte controversia en España. Desde la oposición y entre ciertos forjadores de opinión los ataques y descalificaciones al gobierno continuaron proliferando. Un repaso a las hemerotecas es instructivo a tal respecto. En qué medida los norteamericanos desarrollaron actividades de «intoxicación» es difícil de estimar. Para quien esto escribe es indudable que tales actuaciones se produjeron, quizá en la creencia de que ello podría favorecer un reequilibramiento en las posiciones españolas. No se trata aquí de hacer un recorrido, ni siquiera sumario, de la marcha de las negociaciones39. Pero sí conviene destacar un punto esencial. 37 Un profesor de la Universidad de South Alabama, Emilio A. Rodriguez, «Atlanticism and Europeanism: NATO and Trends in Spanish Foreign Policy», en Federico G. Gil y Joseph S. Tulchin (eds.), Spain’s Entry into NATO. Conflicting Political and Strategic Perspectives, Boulder, Lynne Rienner, 1988, p. 68, (hay traducción española) señalaba ya que «la política exterior española probablemente continuará generando tensiones con los Estados Unidos quienes tendrán que acostumbrarse al hecho de que España no será un actor internacional tan quiescente como lo fue durante el régimen de Franco. De hecho, la creciente multilateralización de los vínculos económicos y estratégicos de España con Europa reforzará su soberanía e independencia de acción, tanto en Europa como en el Hemisferio occidental». En qué medida esta percepción era compartida en el Departamento de Estado y en el Pentágono es algo que la investigación futura deberá verificar. 38 Esta es una hipótesis a contrastar. Es, sin embargo, un hecho que los norteamericanos destinaban a su embajada en Madrid mucho personal que hablaba español y que gran parte del mismo había hecho sus armas en América Latina. Para el período de referencia, no estará de más recordar que los embajadores Todman y Enders habían ocupado altos cargos en el Departamento de Estado relacionados con aquel continente antes de ser destinados a España. 39 Hay un breve resumen, basado esencialmente en noticias de prensa, en Antonio Marquina, «Spanish Foreign and Defense Policy Since Democratization», en la obra colectiva de la nota 25, pp. 51-56. Un excelente planteamiento analítico se encuentra en Carlos Alonso Zaldívar, «España y los Estados Unidos», Anuario Interna-
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Si la Alianza era —es— una organización de Estados libres y soberanos, unidos por la voluntad de defensa común frente a un enemigo implacable y peligroso —planteamiento que era impecablemente ortodoxo—, no cabía duda de que a ella los Estados miembros contribuían, de forma igualmente libre y soberana, con las aportaciones que estimaran necesarias. Por consiguiente, España, que había ratificado en referéndum su voluntad de permanecer en la OTAN, no hacía otra cosa que ponerse en plan de igualdad con el resto de los Estados miembros. Lo hacía desde una perspectiva propia basada en su historia, su geografía y, no en último término, sus realidades políticas. Este enfoque tardó en penetrar en el ánimo de los negociadores norteamericanos. A finales de 1986, antes de que comenzara en Bruselas la reunión de invierno del Consejo Atlántico, el ministro Fernández Ordóñez mantuvo una tensa conversación con su homólogo Shultz. Si no había reducción de fuerzas, no se renovaría el convenio con los Estados Unidos40. Era un período en el que no hubo prácticamente negociaciones formales durante meses y meses. El mensaje que provino de Washington es que en las condiciones que planteaba el gobierno español, quizá no fuese interesante permanecer en España. Esto recuerda el exabrupto de Shultz en la entrevista ya mencionada con Felipe González y corrió la misma suerte. Quedaba claro, desde luego, que la seriedad de la situación no escapaba a la cúpula directiva norteamericana. Pero, si se permite una autocita, también podía haberse tratado de uno de los múltiples faroles que tipifican todo proceso negociador. En aquellos momentos quien esto escribe argumentaba que «si el Gobierno estadounidense considera como gravemente lesiva para los intereses de la defensa común una reducción sustancial de la presencia militar norteamericana en España, lógicamente habría de inferir que su desaparición completa —lo que no desea el español— debería resultar aún mucho más negativa»41. Las negociaciones se reanudaron en febrero de 1987. La firmeza española ante las advertencias más o menos veladas debió convencer a Washington de que tales actitudes no llevaban a cional CIDOB 1989, Barcelona, Cidob, 1990. El negociador en jefe español fue objeto de reiteradas descalificaciones en ciertos medios de prensa, a las que él mismo alude con frialdad en sus memorias relativas a otro episodio de su dilatada y brillante carrera: Máximo Cajal, ¡Saber quién puso fuego ahí!. Masacre en la Embajada de España, Madrid, Siddharth Mehta Ediciones, 2000, pp. 189-196. 40 Andrés Ortega, «España advierte a EEUU que no renovará el convenio bilateral sin reducción de tropas», El País, 12 de diciembre de 1986, y Rafael Ramos, «EEUU decide combinar diplomacia y dureza en la negociación con España», La Vanguardia, 8 de enero de 1987. 41 Ángel Viñas, «España-Estados Unidos: la perspectiva de 1987», en Bases y reducciones. Las negociaciones España-EEUU, Madrid, INCI, 1987, p. 66.
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ninguna parte. Poco más tarde se aceleraron las rondas negociadoras en un entorno bastante frío, tanto por la pugna bilateral como por la evolución de las discusiones sovieto-norteamericanas sobre misiles de alcance intermedio, en las que no se llegó a un acuerdo hasta septiembre. Era obvio que, de no tener cuidado, el forcejeo podría generar repercusiones que desbordasen los estrechos límites bilaterales en que los españoles querían mantenerlo. Con todo, la pugna se acentuó y el 10 de noviembre de 1987 el gobierno notificó que no se prorrogaría el convenio vigente, cuya expiración tendría lugar el 14 de mayo de 1988. El suave lenguaje diplomático no podía ocultar del todo las dificultades: «España ha abordado el proceso negociador en curso con Estados Unidos, desde su inicio, con espíritu constructivo y con el deseo de lograr una relación bilateral estable y equilibrada, como corresponde a países amigos y aliados (…). La mencionada notificación no constituye obstáculo legal alguno para que el proceso negociador continúe dentro de los plazos previstos». Ya en la negociación del convenio precedente se había echado mano a un mecanismo similar, pero esta vez los españoles tenían mejores cartas. Como señala Alonso Zaldívar, lo que Madrid estaba diciendo era que el modelo tradicional del relacionamiento bilateral no servía. Había que cortar el nudo gordiano no ya del nivel de presencia de fuerzas sino el más importante de que los norteamericanos no podían saltarse a la torera planteamientos serios y debidamente objetivados. Desde este punto de vista, la pertenencia a la Alianza jugaba, en esta ocasión, a favor de España ¿O es que los Estados Unidos pretendían tratar a un aliado y socio europeo como si fuese una república bananera? Este punto llegó a ser fundamental ya que hasta el propio Congreso estadounidense afirmó, erróneamente, que el problema era más bien multilateral que bilateral y debía tratarse vía la OTAN. Al final, tras una serie de fintas, sólo parte de las cuales salieron a la luz pública, los negociadores norteamericanos tiraron la toalla. El 15 de enero de 1988 se dio a conocer que los dos gobiernos habían llegado a un acuerdo de principio. Gran parte de las peticiones españolas en materia de reducción de unidades fueron aceptadas. Cuando Fernández Ordóñez compareció en febrero de 1988 ante la comisión de Asuntos Exteriores del Senado pudo señalar, con toda falsa modestia, que los deseos españoles iniciales habían tenido un reflejo completo en el acuerdo. Por citar sus propias palabras: «Ha salido exactamente lo que España planteó como posición de partida, lo cual no es ningún mérito por nuestra parte, sino que la posición que habíamos planteado era mínima y razonable».
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Era la constatación fría, sin alharacas ni estridencias, de que un lastre histórico había sido, por fin, neutralizado en aspectos que no se correspondían con el nuevo anclaje internacional de España ¿Cuáles fueron, pues, los resultados más destacados del forcejeo que tuvo lugar entre 1985 y 1988 y, singularmente, a lo largo de 1987, año clave?42 La cooperación para la defensa El nuevo convenio se firmó el 1 de diciembre de 1988 y entró en vigor el 4 de mayo del año siguiente, por un período de ocho años prorrogable anualmente. La larga duración, solicitada por España, deja ya entrever la confianza de los negociadores españoles en que estaban preparando un texto destinado a durar. A diferencia de su predecesor, se trata de un texto único de 69 artículos con ocho anejos. Estos versaron sobre definiciones; bases y establecimientos españoles con presencia norteamericana y niveles de fuerza autorizados; normas específicas sobre escalas de buques; telecomunicaciones y electrónica; almacenamiento, transporte y suministro de combustibles; contratación de obras y servicios; servicios médicos y, finalmente, asuntos laborales. Tal estructura no respondió a un capricho sino a un equilibrio fino de las cargas por uno y otro lado. En un canje de cartas se regularon los detalles de la reducción de fuerzas y aspectos varios tales como los procedimientos relativos a las eventuales reclamaciones de daños resultantes de accidentes nucleares. El convenio puede enfocarse desde diversos ángulos. Quizá merezca la pena señalar, ante todo, que, a pesar de sus singularidades bilaterales, debe enmarcarse en un contexto multilateral. El segundo párrafo del artículo 12 preveía, por ejemplo, la conclusión de acuerdos sobre uso, «en tiempo de crisis o guerra, de instalaciones, territorio, mar territorial y espacio aéreo españoles (…) en apoyo de los planes de refuerzo de la OTAN». En román paladino, ello significaba el mantenimiento de una contribución específica española, por el rodeo de la relación bilateral, a la seguridad occidental. En este capítulo se examinará el convenio en su proyección estrictamente bilateral y desde cuatro perspectivas, referidas a su forma, 42 Innecesario es destacar la asimetría entre ambos lados. Para España la relación con los Estados Unidos fue absolutamente central hasta tal fecha. Por otra parte, cabe escribir una excelente historia de las relaciones exteriores norteamericanas durante la guerra fría sin tener que mencionar en ningún momento a España. Véase, por ejemplo, The Cambridge History of American Foreign Relations, volumen IV, Warren I. Cohen, America in the Age of Soviet Power, 1945-1991, Cambridge (USA), Cambridge University Press, 1993.
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sus principios inspiradores, el robustecimiento de los sistemas de control y, por supuesto, la reducción de la implantación militar norteamericana en España. Una constatación preliminar se impone. El convenio de cooperación para la defensa estaba basado, esencialmente, en su predecesor, lo que quiere decir que, como ya se ha indicado antes, el trabajo realizado de cara a este último generó en su tiempo un texto muy sólido. Aunque no es fácil estimar el volumen heredado, no parece que fuera inferior a un 80 por ciento. Desde la primera perspectiva, la de la forma, esto se logró mediante ejercicios masivos de traslación de texto desde el convenio antiguo hacia el nuevo, en ocasiones con cambios más o menos sustanciales. Algunos se ilustrarán más adelante. Otros no se mencionarán por ser excesivamente técnicos o puntuales. Desde el punto de vista de la traslación, por ejemplo, el anejo 3 sobre el estatuto de las instalaciones de apoyo del convenio complementario número 2 de 1982 pasó en gran medida al capítulo II y el anejo 4 al capítulo III. Los apéndices A y B de dicho anejo 4 sobre escalas de buques y telecomunicaciones y electrónica respectivamente pasaron a un nuevo anejo en el convenio de 1988. El anejo 5 sobre almacenamiento, transporte y suministro de combustibles de 1982 corrió la misma suerte. El convenio complementario 4 sobre cooperación industrial para la defensa y sus anejos no fueron incorporados al nuevo texto pero se prorrogó su validez, por canje de cartas, a la espera de que se negociara un acuerdo separado. El convenio complementario 5 sobre el estatuto de fuerzas norteamericanas pasó en parte a constituir el capítulo V del nuevo texto pero lo referente a la ejecución de obras en España se trasladó al anejo 6 sobre contratación de obras y servicios. El anejo primero de aquel convenio número 5 relativo a servicios médicos pasó a constituir un nuevo anejo 7 y el anejo 2 sobre asuntos laborales se convirtió en gran medida en el anejo 8 del nuevo convenio. El convenio complementario 6 relativo al estatuto de las fuerzas armadas españolas en los Estados Unidos, recortado, se incorporó al texto, en rígida contrapartida de las disposiciones en favor de los norteamericanos en España. En ambos casos se siguió la normativa OTAN43. Uno de los expertos españoles que más habían intervenido en las rondas de negociación hispano-norteamericanas desde 1968 en adelante, el malogrado ministro togado de la Armada José Duret, reconocería abiertamente que «se ha conseguido, por tanto, tras cuarenta años de relación (…) llegar al objetivo perseguido», en una tendencia de perfeccionamiento desde 1953, «en que teníamos un estatuto más cesionario y menos respetuoso con nuestra propia legislación» : «La jurisdicción sobre las fuerzas norteamericanas en España», en la primera publicación de la nota 36, p. 182. 43
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Por último, desaparecieron los convenios complementarios relativos a la cooperación científica, tecnológica, cultural, educativa y económica, tal y como deseaba España, así como las referencias a las mismas en el articulado. No es que se tratara de temas poco importantes (aunque la cooperación económica, por ejemplo, era meramente simbólica), es que no se quería que enturbiaran en modo alguno la relación de defensa, que debía sobrevivir por sus méritos propios. Desde el punto de vista de la forma cabría señalar que la estructura del nuevo convenio era más lógica, menos farragosa y más legible. El texto fue mucho más elegante que el de su predecesor. La segunda perspectiva se refiere a los principios inspiradores del nuevo convenio, tal y como figuraron en el preámbulo. Aquí los cambios no tuvieron un componente técnico. Eran desplazamientos, a veces sutiles, de índole esencialmente política y, en general, traslucían eliminaciones con respecto al texto de 1982. Desapareció, por ejemplo, la referencia al deseo de renovar y reforzar los vínculos de amistad y cooperación tradicionales. También lo hicieron invocaciones tales como las relacionadas con el deseo de mantener la independencia política, el sistema democrático o el bienestar de sus pueblos, que en 1988 sonaban o superfluas en el mejor de los casos o demostrativas de la aceptación por parte española de una cierta condescendencia, en el peor. El preámbulo se inició con la afirmación rotunda de que ambos países estaban unidos «por el común ideal de respeto a los principios de la democracia, las libertades individuales y el imperio de la ley». Tanto en 1982 como en 1988 figuró una cláusula significativa: el reconocimiento de que la seguridad y plena integridad territorial de ambas partes tenían que ver con el mantenimiento de la paz y seguridad de Occidente (en 1982, «están directamente relacionadas con»; en 1988 «contribuyen» y la seguridad ya se adjetivada de «común»). Se observa el sutil cambio del énfasis. La tercera perspectiva, referida al fortalecimiento de los mecanismos de control de la presencia norteamericana en España, inspiró la totalidad del nuevo convenio, como resultado de la experiencia acumulada desde 1953 y de las reflexiones realizadas en los Ministerios de Asuntos Exteriores y Defensa. Sin entrar en demasiados detalles, puede ser interesante dar algunos ejemplos. El régimen interior de cada base o establecimiento se regiría, en cuanto a la relación bilateral, por normas acordadas que se elevarían al organismo conjunto de control (Comité Permanente) que podrá no aprobarlas o determinar cambios en las mismas. Los jefes norteamericanos deberían informar a la parte española de las modificaciones que fuesen a producirse en los niveles de fuerza efectivos y comunicarían, periódicamente, las variaciones menores que se hubiesen producido. Por otro lado, se establecieron disposiciones muy minuciosas
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regulando las relaciones entre los mandos de ambas partes. Cerrojazos, pues, a la posibilidad de derivas locales. En los casos en que los norteamericanos se retirasen de una instalación de apoyo, afectando de forma significativa la capacidad de la misma, tendrían que realizar consultas para sus recalificación o eventual entrega al gobierno. Se establecerían acuerdos para que personal español participase en el funcionamiento de la instalación, a fin de prever tales situaciones y se robusteció el control español, imponiendo ciertas obligaciones a la otra parte, en los supuestos de entrega de instalaciones. El nuevo Comité Permanente, que sustituyó al Consejo HispanoNorteamericano del convenio complementario 1 de 1982, mantendría una relación actualizada del despliegue y tipo de unidades militares principales destinadas en España, ya fuese con carácter permanente o rotativo, indicando sus misiones e incluyendo el tipo y número máximo de aeronaves autorizadas. La transparencia, pues, aumentó. En el capítulo sobre autorizaciones de uso se llegó a prever, por ejemplo, que los controladores de vuelo norteamericanos debían hablar lo suficientemente bien el español como para poder comunicarse sin dificultades. Se limitó a ocho el número de aeronaves que podían acogerse a un mismo plan de vuelo. En general, se atornillaron varias tuercas relacionadas con las operaciones de aviones norteamericanos en España. Finalmente, las escalas de buques se configuraron exclusivamente según los acuerdos normalizados de la OTAN. En puridad, nada de esto hubiera tenido que dar lugar a prolongadas negociaciones. Los españoles conocían donde había que atar los cabos y también lo sabían los norteamericanos. Si el convenio de 1988 se demoró no fue por este tipo de razones. Así llegamos al núcleo duro del forcejeo: la determinación precisa de la reducción de la presencia militar norteamericana en España. Esto se hizo mediante el juego combinado de cuatro mecanismos: a) la identificación de las instalaciones de apoyo en las que no debería haber presencia norteamericana; b) el establecimiento de un plazo para que los norteamericanos las abandonasen: c) la determinación de las unidades estadounidenses afectadas por similares medidas y d) la fijación de los niveles máximos de fuerza autorizados. Las instalaciones a abandonar y el plazo en que habría que hacerlo se identificaron en una carta del negociador en jefe español Máximo Cajal al embajador Bartholomew fechada el mismo día de la firma del convenio, y aceptada por éste en escrito dirigido al ministro Fernández Ordóñez. Se trataba de las siguientes: — La estación LORAN (long range aid to navigation) de Estartit. — La estación de comunicaciones de Guardamar.
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— La estación meteorológica y sismológica de Sonseca. — El almacenamiento de municiones y petróleo de Cartagena. — La base aérea de Torrejón. Todas ellas revertirían a España durante el período inicial de vigencia del convenio (tres años a partir de su entrada en vigor) y en condiciones a determinar. Indudablemente, la más significativa y la que creó más problemas durante el forcejeo fue la última. No sin dificultades y no sin sufrir una cierta campaña de desinformación/intoxicación en ciertos medios de prensa, un tanto proclives a planteamientos norteamericanos, en 1988 se logró lo que en 1976 había aparecido imposible al ministro del Aire o lo que desearon el propio Franco y el almirante Luis Carrero Blanco en fecha tan lejana como el final de los años cincuenta: la salida de los Estados Unidos de Torrejón. Las unidades norteamericanas afectadas por las medidas de reducción se identificaron directamente, pero de manera elegante. Con carácter transitorio, y en los plazos y condiciones que se especificaron, España extendería la aplicación de los derechos y obligaciones derivados del convenio, a determinadas unidades y en los niveles de fuerza que se autorizaban. En consecuencia, antes de expirar el período inicial de tres años tras la entrada en vigor del convenio, debían abandonar el territorio español las siguientes unidades: — En Torrejón, el Ala de caza táctica 401, el cuartel general de una fuerza aérea y de un grupo de comunicaciones, el apoyo de transporte militar y los servicios de apoyo y mantenimiento. El personal afectado se elevaba a 4482 efectivos militares y a 635 civiles. — En Zaragoza, dos destacamentos de reabastecimiento y rescate aéreos, con un total de 199 efectivos militares y un civil. El primer destacamento se trasladaría a Morón en el período inicial. El personal de las estaciones afectadas era muy escaso y ascendía a 43 militares y 3 civiles. Así, pues, la reducción total fue algo más de 4.700 militares y cerca de 640 civiles. Aunque en el convenio mismo no se especificaron los niveles máximos de fuerza autorizados, cabe inferir que el descenso pactado fue significativo. Se sabe, en efecto, que la presencia norteamericana permanente en 1986 fue, en promedio, de 9.700 militares y de 1.200 civiles y que esto representaba el 77 y el 72 por ciento, respectivamente, de los niveles autorizados en 198244. Un Contestación del Gobierno, el 8 de mayo de 1987, a la pregunta del diputado Santiago López y Valdivieso del 27 de marzo. Reproducida en Actividades, textos y documentos de la política exterior española, 1987, MAE, OID, p. 339. 44
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simple cálculo aritmético permite, por consiguiente, estimar la reducción de efectivos, referidos a unos totales teóricos de 12.600 y 1.666 respectivamente, en un nivel del 37-38 por ciento, algo menos que la cifra del 40 por ciento que se encuentra frecuentemente en la literatura. Salvo error u omisión, se trataba de la primera vez que un país europeo occidental, y miembro de la Alianza, negociaba y conseguía una reducción del nivel de fuerza norteamericano en su territorio45. Pero España mantenía, no obstante, con criterio responsable, la presencia estadounidense en Rota y en Morón sin alteraciones sustanciales. Toda negociación implica un toma y daca. La que culminó en el convenio de 1988 no fue una excepción. Uno de los puntos en los que no se logró total claridad fue en el de cortar a rajatabla la posibilidad de que en ciertas circunstancias se acercaran al territorio español armas nucleares, aunque lo cierto es que se atornillaron las tuercas lo más posible. Dicho intento se basaba en una línea política consagrada y que apoyaban todas las fuerzas políticas españolas. Ya se ha indicado que en la negociación del Tratado de 1976 se consiguió que tres años más tarde abandonaran Rota los submarinos de propulsión nuclear (el autor de estas líneas ignora si el traslado, en el verano de 1976, de otro armamento de tal naturaleza se debió a presiones españolas o fue decidido unilateralmente por los norteamericanos). Más tarde, las Cortes, al aprobar la adhesión española al Tratado del Atlántico Norte, pidieron al gobierno que no aceptase compromisos que implicasen el almacenamiento o instalación de armas nucleares «de la Alianza» (sic) en territorio español. Un canje de cartas anejo al convenio de 1982 señaló que todo sobrevuelo del territorio español por aviones con armamento y material nuclear a bordo requería el previo consentimiento del gobierno de Madrid. El «decálogo» de 1984 abordó el tema como punto esencial. Finalmente, una mayor significación política la tuvo el hecho de que una de las condiciones con las que se rodeó la pregunta sometida a referéndum reafirmó la política de no permitir la introducción, instalación o almacenamiento de armas nucleares. En tema tan delicado hubo una de cal y otra de arena. Por un lado, el apartado 2 del artículo 4 del convenio complementario 2 de 1982, que decía que «el almacenamiento e instalación en territorio español de ar45 El resultado no afectó, obviamente, a la carrera del embajador Bartholomew cuyos puestos siguientes fueron de subsecretario de Estado adjunto para la coordinación de programas de asistencia en materia de seguridad y de embajador ante el Consejo Atlántico.
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mas nucleares o no convencionales o de sus componentes quedará supeditado al acuerdo del Gobierno español», se expandió milimétricamente para incluir la posibilidad de «introducción» de tales elementos, de acuerdo con lo aprobado en el referéndum. Es más, un canje de cartas, similar al de seis años antes, dejó constancia reiterada de lo que era política constante del gobierno español en materia de sobrevuelos de aeronaves con armas nucleares a bordo. Por otro lado, dados tales antecedentes, era obvio que la única posibilidad a tenor de la cual podrían, quizá, acercarse armas nucleares era si las transportaban barcos de guerra norteamericanos que hiciesen escala en puertos españoles. Este posible «agujero» no pudo taparse, aunque tampoco cabe hipertrofiar su significación. En el anejo 3 del convenio respecto a normas complementarias sobre escalas de buques el artículo 7 preveía que «ambos Gobiernos otorgarán las autorizaciones (…) sin solicitar información sobre el tipo de armas a bordo de los buques»46. Según noticias de prensa, siguiendo a Greenpeace, hasta el año 1992 buques de guerra norteamericanos entraron con armamento nuclear en puertos españoles. A partir de esta última fecha, los Estados Unidos decidieron retirar las armas nucleares de sus barcos cuando no estuvieran en misión de guerra47. Los resultados globales plasmados en el convenio de 1988 se han prestado a diversas interpretaciones. Para algunos fueron en cierta medida incongruentes con las exigencias de la solidaridad occidental en un contexto internacional, si no difícil al menos inseguro, valoración que sigue aflorando en la literatura. Para otros, fueron totalmente insuficientes por demasiado continuistas. Hay también opiniones templadas48. En el Parlamento, el tema se cerró limpiamente cuando, el 9 de marzo de 1989, el convenio se aprobó por 279 votos a favor y sólo 11 en contra (con 24 abstenciones). Los dos partidos políticos más importantes apoyaron el convenio al igual que lo hicieron el PNV y CiU. Izquierda Unida y EE votaron en contra. La señal hacia el exterior y hacia el interior era obvia. Hacia los Estados Unidos se demostraba que los resultados de la negociación quedaban respaldados por la inmensa mayoría de los repre-
46 Alonso Zaldívar, en su artículo de la nota 39, se ha extendido con prolijidad sobre este tema, desde un ángulo ligeramente diferente. 47 Véanse, a título de ejemplo, las informaciones publicadas en El País, 22 de octubre de 1999, p. 6. 48 Entre las más recientes, la de Powell: «es innegable que el convenio de 1988 (…) supuso un giro capital en las relaciones bilaterales hispano-norteamericanas, al romper definitivamente con la filosofía que las venía inspirando desde 1953», España en democracia..., op. cit., p. 466.
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sentantes de la voluntad popular. Hacia el interior, el resultado de los esfuerzos negociadores quedó ampliamente legitimado. Ello no obstante, retazos de la polémica (al igual que la relacionada con el «tema OTAN») siguen reverberando en la literatura y en las memorias, aguzados, todo hay que decirlo, por numerosas declaraciones autocríticas del propio Felipe González, bien consciente de los riesgos que implicaba el referéndum, y de algunos dirigentes socialistas de la época. Hay quien no resiste a la tentación de inventarse otra historia posible ¿Era necesario invertir tanto capital político y diplomático para lograr el reequilibramiento de la relación con los Estados Unidos? A fin de afrontar esta cuestión con cierto rigor hay que dejar en claro que no existe la historia contrafactual, aunque la tentación de idear escenarios alternativos sea difícilmente resistible. En historia se describe, analiza y disecciona lo que ha sido y el movimiento profundo que le ha dado existencia. En ella operan fuerzas identificables y se inscriben acciones identificables. Recordando al 18 de Brumario, la historia recoge los lastres que gravitan sobre los vivos, los cuales no la hacen arbitrariamente sino en condiciones dadas, heredadas. Las condiciones que se dieron cita en lo que convencionalmente se denomina la «transición» y a lo largo del proceso que condujo al fortalecimiento del sistema democrático no permiten negar que existía, al menos por el lado español, una necesidad objetiva de reajustar la relación bilateral en todo cuanto fuera posible. Hasta en el franquismo tardío se había sentido tal necesidad. Otra cosa es que ello se reconociera por el lado estadounidense. Si para muchos españoles el carácter tradicional de las relaciones hispano-norteamericanas era, sencillamente, algo obsoleto49, los Estados Unidos no se engañaban en su apreciación fundamental en cuanto al carácter esencial de la relación tal y como se había plasmado históricamente: una conveniencia militar, modernizada por la adhesión de En este sentido resulta significativa la valoración de esa relación tradicional efectuada por el ministro de Asuntos Exteriores del PP Josep Piqué, «España y los Estados Unidos, aliados preferentes», ABC, 10 de junio de 2001: «Los acuerdos hispano-norteamericanos de 1953 se limitaron a proporcionar al régimen una modesta apertura al exterior y una cierta asistencia económica, a cambio de unas instalaciones militares muy importantes. La guerra fría convirtió al anticomunismo del general Franco en una baza útil, pero ello nunca hizo de España un aliado destacado, ya que la falta de democracia, el subdesarrollo y el aislamiento de nuestro país de su propio entorno europeo, imprimieron a estas relaciones un carácter marginal para la política exterior de los Estados Unidos». No menos significativa es la caracterización del embajador de los Estados Unidos en Madrid Richard N. Gardner al referirse a «los dos episodios dolorosos de los últimos cien años: la guerra del 98 y nuestros vínculos militares con el régimen de Franco», en «España en los Estados Unidos», El Siglo de Europa, 20 de junio de 1994. Agradezco esta referencia a Julio Albi de la Cuesta, subdirector general de la OID. 49
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España al Tratado del Atlántico Norte. Dada esta valoración diferente no es de extrañar que ambas partes extrajesen conclusiones también muy distintas. Sorprende, si acaso, el grado de etnocentrismo mostrado por parte norteamericana. Ellos, menos que nadie, podían ignorar la pertinencia de la inmortal frase de «Tip» O’Neill, famoso presidente de la Cámara de Representantes: toda política es local. Es decir, que obedece a pulsiones próximas, enraizadas en la sociedad circundante. Para los gobiernos españoles de la época una política exterior descoyuntada de las realidades y necesidades internas estaría, más tarde o más temprano, condenada al fracaso. Hay que recalcar que esta constatación elemental se presenta con singular intensidad en una España en la que desde hace mucho tiempo no había existido primacía alguna de la política exterior. Las actuaciones de los gobiernos de Arias Navarro, de Suárez y del propio Calvo-Sotelo muestran que todos ellos trataron de reequilibrar la relación con los Estados Unidos. En el caso del último, esto se llevó a la práctica con éxito indiscutible. Curiosamente, muchos de los críticos de la política de los gobiernos de Felipe González no suelen indagar acerca de los motivos de sus predecesores ni hacen cuestión de porqué cabe distinguir ciertas líneas de continuidad, no obstante su claridad meridiana. Lo que da sustantividad propia al período posterior a 1982 es que durante él se efectuó una reorientación fundamental en las opciones futuras de España en términos de política exterior y que se liquidaron los planteamientos tradicionales en los que se apoyaba la relación con Estados Unidos. Para ello fue necesaria una actuación específica con un enfoque y una ambición precisas, en lo que el referéndum, condicionado a la reducción de la presencia militar norteamericana, desempeñó objetivamente un papel fundamental. Desde la dinámica que se percibía en la época, absolutamente nadie, con responsabilidades políticas en 1988, hubiera podido afirmar que tres años más tarde la Unión Soviética desaparecería del mapa o que a los quince años la Alianza sentara a la Federación Rusa entre España y Portugal en un nuevo Consejo OTAN-Rusia. De haberse previsto con alguna certidumbre el colapso soviético, quizá la política, y no sólo la española, hubiese probablemente seguido otro curso. El resultado del referéndum no parece que debilitara la credibilidad exterior del gobierno español50 y, ciertamente, le permitió situarPerinat, op. cit., pp. 264-265, a pesar de su militancia en AP reconocería, no sin retintín, que «Felipe González pasó de la noche a la mañana a ser considerado en los países de occidente como el político español más serio y fiable para sus intereses». 50
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se en una posición negociadora fuerte de cara a los Estados Unidos. La historia contrafactual, de diseñarla, debería plantear como escenario alternativo lo que hubiese podido ocurrir, caso de haberse cancelado la consulta, de cara a las relaciones hispano-norteamericanas. En realidad no tiene sentido perderse en tales especulaciones. El autor de estas líneas no recuerda que ningún dirigente español de la época acudiera a argumentaciones kennedianas. De haberlo hecho, hubieran podido subrayar cómo el malogrado presidente, un par de meses antes de su asesinato, pronunció en Salt Lake City el 26 de septiembre de 1963 un discurso en el que, con gran clarividencia, reconoció que «el fin de la política exterior no es el de suministrar un canal para descargar nuestros sentimientos de esperanza o de indignación sino el de configurar hechos reales en un mundo real». Esta afirmación rotunda no funciona sólo desde la óptica de una gran potencia. A su luz es posible también interpretar la praxis gubernamental española tras 1982. En esta cristalizaron la ambición, la posibilidad y la capacidad para que España dejase de ser mero objeto del juego de las potencias y convertirla en sujeto activo de la política internacional, con modestia sin duda, pero sin falsa modestia. Y la política desarrollada creó hechos reales, nuevos hechos, en el mundo real, no en el de las ensoñaciones. Naturalmente, la evolución descrita en las páginas anteriores no siguió una evolución lineal. Hubo altos y bajos, momentos de ansiedad e incluso de retroceso táctico. Pero reflejó la voluntad de poner la relación hispano-norteamericana sobre las bases más reequilibradas posibles. Tradujo a la práctica concepciones tan alejadas de ilusiones utópicas como de un pragmatismo sin norte. No reflejó un anti-americanismo irreflexivo y se mantuvo dentro de los parámetros normales de la solidaridad debida a aliados enfrentados con problemas comunes. Presentó una imagen de España como país moderno, sin complejos, defensor de sus intereses pero que rehuía posturas maximalistas. De todas formas, un giro histórico en política exterior, como el que España realizó durante la etapa democrática, no puede dejar de interpretarse a la luz de la evolución posterior. Para hacerlo ya existe un cierto alejamiento. Tampoco cabe afirmar tan sólo que el convenio de cooperación para la defensa despejó malos entendidos y abrió la puerta de par en par a una relación no neurotizante. A los seis meses de entrar en vigor, se inició un movimiento que transtornó la escena internacional como si se viera presa de desplazamientos geotectónicos. Todo ello cogió a España bien preparada, aunque la variable esencial no fuese la relación con los Estados Unidos o la OTAN, sino más bien el resultado de la creciente europeización de las futuras opciones españolas.
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El presidente González echó, por ejemplo, todo su peso político en favor del canciller Helmut Kohl y de que el proceso de unificación alemana se realizara dentro del marco comunitario. Fue una decisión absolutamente crucial que contribuyó considerablemente a realzar los márgenes españoles en Europa. Los anclajes posibilitan actuaciones pero no las predeterminan, al menos no totalmente. Quizá otro dirigente español hubiese adoptado otra estrategia. Lo que estaba claro es que, como dijo Fernández Ordóñez en más de una ocasión, «fuera de la Comunidad hace mucho frío». El convenio puesto a prueba El convenio de 1988 se vio afectado por otro fenómeno imprevisto: la guerra del Golfo. Desde el primer momento de la crisis, España se situó con similar energía detrás de las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La invasión iraquí de Kuwait, el 1 de agosto de 1990, favoreció nuevas configuraciones en la escena internacional, otrora impensables, con Estados Unidos y la Unión Soviética a un mismo lado51. El alineamiento con la Comunidad y las Naciones Unidas definió el marco en el que se encuadró la contribución española pero, dado que la respuesta de la comunidad internacional a la agresión efectuada por Irak fue liderada por los Estados Unidos, dicha contribución puso a prueba el carácter de la relación derivada del acuerdo de 198852. Un catedrático de la Universidad de Columbia solía afirmar que a los Estados Unidos les gustaba que sus aliados combinaran dos características esenciales: fiabilidad y predictibilidad53. En la crisis internacional más importante de la segunda mitad del siglo XX en que participó España, el conflicto del Golfo, el gobierno español demostró que era un aliado fiable y predecible a través de su apoyo a la 51 Cameron R. Hume, The United Nations, Iran, and Iraq, Bloomington, Indiana University Press, 1994, da una visión interna desde los entresijos de la organización internacional y la cooperación norteamericano-soviética en el Consejo de Seguridad. Hume había sido consejero para asuntos políticos de Bartholomew en el Líbano. 52 Desde este mismo ángulo interpreta brevemente el episodio Fernando Rodrigo, «Western Alignment. Spain’s Security Policy», en Richard Gillespie, Fernando Rodrigo y Jonathan Story (eds.), Democratic Spain. Reshaping External Relations in a Changing World, London, Routledge, 1995, p. 64 (hay traducción española en Alianza). 53 Agradezco esta referencia a uno de sus alumnos, el embajador Miguel Ángel Navarro, quien recuerda que el profesor, con experiencia en un puesto de gran relevancia durante la administración Carter, daba las notas más elevadas al Reino Unido en ambas. Francia, afirmaba, era predecible pero no fiable. Otros no eran ni predecibles ni fiables.
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reacción colectiva vehiculada por las Naciones Unidas, su participación en los esfuerzos europeos y su contribución logística a las operaciones de los Estados Unidos. En primer lugar España cumplió constante y resueltamente con las resoluciones del Consejo de Seguridad que se desgranaron entre el 2 de agosto y el 29 de noviembre y establecieron un sistema de sanciones (el tercero en toda la vida de la organización, tras los casos de Africa del Sur y Rhodesia) que llegó a ser extraordinariamente tupido. Como es notorio, tales resoluciones también posibilitaron el despliegue de unidades navales para hacer cumplir las sanciones y desembocaron en la autorización a los Estados que colaborasen con Kuwait a hacer uso de todas las medidas necesarias para asegurar la realización efectiva de las resoluciones previas, que restableciesen la paz y la seguridad en el Golfo. Esta fue, por así decir, la luz verde al empleo de la fuerza por parte de la coalición liderada por Estados Unidos y se adoptó, como las anteriores, al amparo del capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas. Al día siguiente, el gobierno español expresó públicamente su respaldo a la misma. En segundo lugar, España participó activamente en todas las decisiones adoptadas tanto en el marco comunitario como en el de la cooperación política europea. Es cierto que la actuación conjunta en ambos, aunque efectiva en el plano económico (sanciones), tuvo menor impacto del deseable, pero ello se debe a que se trataba de una crisis para abordar la cual los instrumentos a disposición de la todavía Comunidad Europea no habían evolucionado mucho, en realidad, con respecto a los que ya se habían utilizado para hacer frente al conflicto de las Malvinas diez años antes. Al igual que en este último caso, proliferaron las reticencias entre los Estados miembros54, ya fuera por razones internas o de opinión pública, por motivos de política exterior ligados al peso de las relaciones bilaterales con Irak (muy importantes en el caso de Francia) o, no en último término, por una valoración diferente de la aceptación del liderazgo de los Estados Unidos. De forma similar a lo que ocurrió en otros países la opinión pública se encrespó ante los riesgos de participación en un conflicto lejano. En el caso español, se trataba, además, de una primicia. Nunca había estado envuelta España en un conflicto en el siglo XX en el que no se dirimiesen de manera directa e inmediata intereses propios, si Tampoco faltaron episodios grotescos, como por ejemplo la negativa belga a suministrar municiones al Reino Unido. Esto llevó en este último país a duras acusaciones contra aquellos ingratos por quienes los británicos se habían batido en la primera guerra mundial y dejado en tierra belga una parte de la flor y nata de su juventud. 54
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se deja de lado el caso un tanto singular del hombro a hombro, con el Tercer Reich, en la lucha contra lo que los propagandistas de la época solían caracterizar como las «hordas bolcheviques». Ello indujo posiblemente al gobierno de Madrid a limitar su participación (no envío, por ejemplo, de tropas de tierra) y a encuadrarla dentro de la respuesta, un tanto débil todo hay que decirlo, que se preparó en el seno de la Unión Europea Occidental, quien ya había efectuado una misión de desminado en la zona unos años antes. Aunque la decisión española de no sustraerse a contribuir a la respuesta europea se tomó poco después del estallido de la crisis, no se materializó hasta después de la reunión ministerial de la UEO del 21 de agosto. Una fragata y dos corbetas se desplazaron hacia el Mar Rojo. España también estuvo presente en la reunión de Bahrein en la que, bajo presidencia kuwaití, se coordinaron las operaciones de interceptación y vigilancia navales y en la reunión de responsables militares de la UEO que le precedieron55. Ahora bien, la limitación en cuanto a intervención militar directa (que no hubiera podido ser muy elevada) se compensó más que sobradamente por una utilización intensa de las instalaciones de apoyo y de las autorizaciones de uso que el gobierno de Madrid otorgó a los Estados Unidos (amén de otras operaciones logísticas en favor de aliados tales como Francia y el Reino Unido). El presidente González, en su comparecencia ante el pleno del Congreso de los Diputados el 5 de marzo de 1991, hizo una enumeración exhaustiva, aunque no completa, del apoyo logístico español en favor de los Estados Unidos: un 95 por ciento referido a operaciones de transporte y un 5 por ciento en ayudas al desplazamiento de aviones de combate. Hubo casi 300 misiones de los bombarderos B52, es decir, un 2,5 por ciento aproximadamente del total de vuelos. En torno a 20.000 vuelos de ida y vuelta utilizaron bases españolas y transportaron más de 200.000 toneladas. Un personal próximo a los 100.000 efectivos participó en las tareas militares. En resumen un 35 por ciento del total del tráfico aéreo para el despliegue norteamericano en el Golfo se hizo con apoyo logístico español que, en los momentos de mayor actividad, llegó a representar un 60 por ciento, según los datos aducidos por el presidente español. La U.S. Navy recibió, en concepto de préstamos para sus F-18, perturbadores de radio de los aviones españoles del mismo tipo. Unos 240 buques norteamericanos recalaron y fueron asistidos en puertos 55 Para la conexión UEO, Carlos Zaldívar y Andrés Ortega, «The Gulf Crisis and European Cooperation on Security Issues: Spanish Reactions and the European Framework», en Nicole Gnesotto y John Roper (eds.), Western Europe and the Gulf, Institute for Security Studies, París, UEO, 1992.
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y bases españoles. Se cuadruplicó el flujo de bombeo de combustible para la aviación para suministrar 835.00 toneladas. Por último, se realizaron multitud de otras aportaciones de naturaleza secreta que no fueron divulgadas. El mismo día de la comparecencia el gobierno norteamericano agradeció públicamente el apoyo español y el entonces secretario de Estado, James A. Baker, dejó constancia en sus memorias de su propio reconocimiento a la actitud del ministro Fernández Ordóñez. Para el Pentágono, afirma Baker, el que los bombarderos pesados B52 y los aviones cisterna KC-135 dispusieran de la posibilidad de utilizar las facilidades españolas era algo que resultaba absolutamente esencial56. El robustecimiento de la relación bilateral El episodio del Golfo tiene importancia para nuestros propósitos porque, como señala Ortega, «convenció a la administración norteamericana de que el nuevo convenio bilateral (…) no era resultado de un mero anti-americanismo sino un instrumento que había eliminado hipotecas históricas y establecido una nueva forma de cooperación»57. De esto el gobierno español era plenamente consciente. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Javier Solana, fue muy claro al respecto: «Hemos consolidado (…) una relación que no es ya, ni será en el futuro, una relación centrada en cuestiones militares o de seguridad. También ha dejado de ser una relación marcada por desconocimientos y recelos y cada día se orienta más hacia la cooperación en favor de intereses comunes y generales»58. A partir del conflicto del Golfo las relaciones hispano-norteamericanas, todavía poco estudiadas para este período, pasaron a desarrollarse en un clima de concordia creciente, atendiendo a una triple dinámica. En primer lugar, ciertos aspectos que habían quedado descolgados en los años tensos de la normalización de los aspectos políticos y militares, centrados en la reducción de fuerzas, desempeñaron un papel mucho más activo, como se manifestó en la negociación y firma de varios acuerdos importantes: de cooperación espacial (julio de James A. Baker, III, con Thomas M. DeFrank, The Politics of Diplomacy. Revolution, War & Peace, 1989-1992, New York, G.P. Putnam’s Sons, 1995, p. 370. 57 Andrés Ortega, «Spain in the Post-Cold War World», en la obra de la nota 52, p. 191, siguiendo la misma caracterización que Alonso Zaldívar. 58 Conferencia en el Instituto de Cuestiones Internacionales, 15 de mayo de 1993, en Discursos y declaraciones del ministro de Asuntos Exteriores, D. Javier Solana Madariaga, 1993, Madrid, OID, s.f., p. 262. 56
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1991), de cooperación científica y tecnológica (junio de 1994) y, para rematar, el de cooperación educativa, cultural y científica (octubre de 1994). Todos ellos enriquecieron la relación bilateral por sus propios méritos y no como contrapartidas por el «arrendamiento» tradicional de bases y la implantación militar. Cuando, en septiembre de 1993, Javier Solana compareció ante la comisión de Asuntos Exteriores del Congreso de los Diputados, no pudo sino constatar que las relaciones con los Estados Unidos eran excelentes. No se trataba de una caracterización eufórica. Respondía a una realidad que también se veía de igual forma por el lado norteamericano. El presidente Clinton nombró nuevo embajador en Madrid a un avezado académico y diplomático, Richard N. Gardner, quien dejó constancia en numerosas declaraciones y artículos de ese tenor de excelencia59. En segundo lugar, la suavización de la postura de la opinión pública española ante la presencia militar de los Estados Unidos fue avanzando progresivamente. Lo que todavía en los años 1991 y 1992 era un sentir muy vivo contrario a la misma fue poco a poco amortiguándose, aunque, a mitad de los años noventa, todavía pervivía60. Las bases y sus coletazos no eran problemas que tuvieran carácter prioritario para los españoles. Gardner fue tajante en alguna ocasión: «Creo —diría— que el anti-americanismo histórico se ha reducido mucho durante los últimos años. Todas las viejas disputas sobre el apoyo de la administración Eisenhower a Franco, sobre la presencia militar de Estados Unidos en las bases españolas o sobre la política de la administración Reagan en Sudamérica ya han pasado»61. En tercer lugar, la agenda bilateral hispano-norteamericana se enriqueció con los planteamientos identificados y negociados en la Alianza Atlántica y en la Unión Europea para hacer frente a problemas generales. La primera mitad de los años noventa, por ejemplo, estuvo dominada por las dificultades para encontrar terreno común desde el cual lidiar con las consecuencias de la desintegración de YuEx embajador en Italia y catedrático de Columbia University, era autor de una obra clásica sobre la planificación económica para la segunda postguerra mundial, que quien esto escribe descubrió, gracias al profesor Manuel Varela Parache, cuando terminaba la licenciatura en Madrid. La admiración intelectual que desde entonces guardé por Gardner no se enturbió, antes al contrario, cuando tuve oportunidad de tratarle en Nueva York gracias al embajador Yáñez-Barnuevo. 60 El proceso puede seguirse en las encuestas dirigidas por el profesor Salustiano del Campo y publicadas en los tres informes sobre La opinión pública española y la política exterior, 1991, 1992, 1995, Madrid, INCIPE. 61 Declaraciones a La Vanguardia, 4 de mayo de 1987 (agradezco esta referencia, como todas las del embajador Gardner, a Julio Albi). 59
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goslavia y de las guerras que la acompañaron. Lo que en otros tiempos hubiera podido tener una repercusión negativa sobre la relación bilateral quedó absorbido por las respuestas colectivas en las que España participó activamente. Si al Golfo no acudieron fuerzas del Ejército de Tierra, la opinión pública no se levantó en protesta cuando aparecieron en los Balcanes como parte de los contingentes enviados bajo paraguas multilateral. Los problemas comerciales bilaterales, que en otros tiempos hubieran podido dar origen a fricciones, quedaron subsumidos en la política comercial común de la Unión Europea, a la cual contribuía —y muy activamente— España. Desde el primer momento, Solana llamó la atención sobre la necesidad de una colaboración estrecha entre Washington y Bruselas para abordar los grandes problemas internacionales. La lista que dio era representativa de los que también ocupaban la agenda de la política exterior española: crecimiento y desarrollo, inestabilidad en el Centro y Este de Europa, consolidación de la democracia y economía de mercado en Rusia, conflictos étnicos, no proliferación, derechos humanos, medio ambiente, Oriente Medio, etc.62. De aquí Solana extraía la conclusión de que era necesario reforzar y profundizar la Declaración Transatlántica de 1990, entre la Comunidad y los Estados Unidos. España aprovechó su segunda presidencia de la Unión para dar el impulso definitivo a una nueva Agenda Transatlántica, suscrita en Madrid el 2 de diciembre de 1995 por los presidentes Clinton, González y Santer y que, con su programa de acción, ha venido marcando las relaciones entre la Unión y los Estados Unidos en el ámbito político (aunque en menor grado en el comercial)63. Poco después, con apoyo norteamericano, el propio Solana llegó a la secretaría general de la Alianza Atlántica, el primer puesto de primera línea de importancia política internacional que ha ocupado nunca un español. La dimensión intelectual e informativa Este largo proceso analizado en sus aspectos políticos, diplomáticos y de seguridad no hace en modo alguno justicia a la complejidad de las relaciones, que pronto se caldearon notablemente en el ámbito intelectual e informativo. Intervención en la reunión del Transatlantic Policy Network, 16 de abril de 1993, en la obra de la nota 58, pp. 48 y 50. 63 Gardner expresó su reconocimiento a la parte española. «Es un documento —señalaría a La Vanguardia— que no habría sido posible sin el liderazgo de España durante el Gobierno de Felipe González». 62
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La transición española despertó un gran interés en el mundo académico norteamericano. Incontables publicaciones trataron de hacerla comprensible a los decisores políticos y al público interesado. En la coste Este, en particular, los seminarios y conferencias sobre la España post-franquista empezaron a penetrar en las grandes Universidades (Columbia, Duke, Georgetown, Harvard, Tufts, Yale, etc.), en las que otrora se habían contemplado de preferencia los aspectos históricos y culturales64. Como no podía ser menos, los think-tanks y fundaciones más prestigiosos se ocuparon de la transición, de la incipiente democracia y de su consolidación: nombres como los del Carnegie Endowment, el Council for Foreign Relations, el American Enterprise Institute for Public Policy Research, la Hoover Institution, el Wilson Center, entre muchos otros, y fundaciones como la Ford, la Rockefeller, la Tinker y otras pusieron a España —una España todavía difícil de comprender— en sus programas. Desde 1975, los historiadores norteamericanos fueron llamados a interpretar lo que estaba sucediendo en la península y nombres como Gabriel Jackson, Edward Malefakis, Kenneth Maxwell y Stanley G. Payne saltaron a la palestra. Politólogos y sociólogos, con frecuencia en los senderos abiertos por el profesor Juan Linz (Yale), tales como Richard Gunther (Ohio State), contribuyeron a la tarea. Por primera vez, después de la guerra civil española, España empezó a ser noticia. A lo largo del tiempo la panoplia fue abriéndose con nombres tales como Ruth Aguilera (Illinois-Urbana), Samuel Barnes (Georgetown), Nancy Bermeo (Princeton), Larry Diamond (Hoover Institution), Omar Encarnacion (Bard College), Marc Falcoff (AEI), Robert Fishman (Notre Dame), Thomas Lancaster (Emory), Eusebio Mujal-Leon (Georgetown), Peter McDonough (Arizona State), Sofia Perez (Boston) y Sebastian Royo (Suffolk), por no citar sino a unos cuantos. Con el progreso político español (y a veces con financiación parcialmente española, lo que fue una auténtica primicia en el siglo), cátedras ad hoc sobre temas españoles se dotaron en universidades tales como Georgetown y Tufts (Prince of Asturias Chairs), en una evolución que culminó con la creación del King Juan Carlos I of Spain Center en la Universidad de Nueva York, gracias a los desvelos infatigables del Dr. John Brademas, distinguido miembro del partido demócrata y exrector de la misma. En otras universidades, como Miami, profesores El autor de estas líneas tuvo la posibilidad de participar en varios de ellos entre 1979 y 1986. Por otro lado sería profundamente injusto no reconocer y destacar el admirable papel desempeñado por los representantes de una generación anterior entre los cuales no puedo dejar de citar a tres ilustres académicos y amigos, Carmen de Zulueta, Juan Marichal y Ángel Alcalá, en representación de muchos otros. 64
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tales como el ex-cónsul en Barcelona y posterior embajador en Panamá, Ambler Moss, o Joaquín Roy se las apañaron para crear departamentos con un fuerte énfasis en España. En la University of Nevada siempre hubo un importante centro de estudios vascos. Mucho más tarde se creó un Iberian Study Group en el famoso Minda de Gunzburg Center for European Studies de Harvard, que co-dirige Sebastian Royo65. Son meros ejemplos de un abanico, afortunadamente más amplio, en el que los especialistas sobre temas españoles desarrollan una actividad notable. En qué medida los académicos norteamericanos tuvieron éxito en dar a conocer una imagen de la España de la transición y de la democracia que difería de la tradicional es un tema que merece una investigación especializada. En cualquier caso, el Departamento de Estado, la CIA y el Congreso ampliaron su reclutamiento entre los universitarios que habían abordado durante sus estudios los problemas de la España contemporánea. Adicionalmente, en los años culminantes de la transición los grandes medios de comunicación norteamericanos dispusieron de un plantel de excelentes profesionales en España, cuya labor debería ser objeto de investigación. A la cabeza figura, en mi opinión, The New York Times cuyos representantes Henry Giniger, James Markham, John Darnton y Ed Schumacher desarrollaron una labor notable. The Washington Post no tuvo a un corresponsal residente pero se valió de Miguel Acoca y de Jim Hoagland (ganador en dos ocasiones del Premio Pulitzer) y conocidísimo comentarista en la actualidad. Los Angeles Times destacó a uno de sus mejores corresponsales, Stanley Meisler. The Christian Science Monitor tuvo a Joe Gandelmanm, Time Magazine a Karsten Prager y Newsweek utilizó a Miguel Acoca pero también a Loren Jenkins, otro ganador de un Pulitzer. Jules Stewart trabajó para el Chicago Daily News. William Lyon lo hizo con la Associated Press y Anne Westley contribuyó con entusiasmo a muchos de los medios anteriores. Gracias a los arreglos cooperativos de la prensa norteamericana, los artículos de los corresponsales y colaboradores en España se difundieron por la inmensidad de aquel país continente. Robert Trout, un nombre legendario en el mundo de la radio y televisión (quien había presentado las famosas «charlas junto a la chimenea» del presidente Roosevelt) informó para una cadena de televisión66. Los nombrados, y otros cuyo nombre ya no recuerda el autor de estas líneas, Mi agradecimiento al profesor Royo por sus informaciones al respecto. He de confesar una inmensa deuda de gratitud con Stanley Meisler, a quien conocí en Madrid en los años duros y a quien, desde entonces, cuento entre mis mejores amigos. 65 66
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transmitieron una imagen realista, y llena de empatía, de las dificultades, desafíos, ilusiones y logros de un proceso de cambio político, institucional y social que entonces parecía bastante insólito. Algunos de los medios no cubrieron los puestos que dejaron vacantes tras su marcha porque, para entonces, España ya se había convertido en un «país normal». Todo lo que hacía noticia de España fue repercutido y divulgado por instituciones como el Spanish Institute, de Nueva York, a pesar de su nombre una entidad esencialmente norteamericana, tarea en la que su directora, Inmaculada de Habsburgo, siempre desplegó un entusiasmo contagioso. Un aspecto que debe destacarse es que, por lo general, se trató de un interés de marcado carácter unilateral. Por el lado español hubo escasa reciprocidad. Se empujó, por ejemplo, con la creación en Harvard de una residencia de la Universidad Complutense. Pero la política cultural exterior española, mal dotada 67, no se convirtió, hasta fecha relativamente tardía, en un factor significativo. La creación del Instituto Cervantes (uno de cuyos directores fue el antiguo catedrático de la Universidad de Nueva York, profesor Nicolás Sánchez-Albornoz) empezó a modernizarla. En el caso específico norteamericano desde 1983 la Universidad de Minnesota administra, por lo demás, el programa de cooperación universitaria bilateral. Mucho peor, desde luego, es el panorama que se presenta con el conocimiento en España de la historia, cultura y política norteamericanas. Aquí, no obstante, también hay que reseñar alguna que otra novedad como, por ejemplo, el establecimiento del Centro de Estudios Norteamericanos en la Universidad de Alcalá de Henares. Quizá sea sintomático de la falta de interés universitario en España por temas relacionados con aquel país que la primera historia de los Estados Unidos debida a un español no se publicara hasta 199768. Toda esta dimensión intelectual e informativa, caracterizada aquí a brochazo limpio y de forma notablemente injusta por lo que deja de lado, está llamada a tener una importancia considerable en el futuro. España era ya, en la década de los noventa, según datos divulgados 67 Es revelador el testimonio que ofrece a tal efecto Amaro González de Mesa, exdirector general de Relaciones Culturales en el Palacio de Santa Cruz, en sus memorias, Esto no es histórico, es verdad, Burgos, Editorial Dossoles, pp. 17-27. 68 Debida al profesor Mario Hernández Sánchez-Barba, Marcial Pons, Madrid. Aparte numerosos libros de corte periodístico, una obra interesante debida a un profesor universitario es la de Julio Aramberri, El gran puzzle americano. Estados Unidos en el cambio de siglo, Madrid, El País/Aguilar, 1999. El profesor Roy ha realizado una encomiable labor divulgativa de ciertos aspectos de la política norteamericana.
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por el embajador Gardner, el tercer destino preferido en el extranjero de los universitarios norteamericanos y el número de españoles que estudiaban en universidades estadounidenses aumentaba a un ritmo cuatro veces superior al que correspondía, por ejemplo, a los franceses. Es improbable que de esta interacción no se desprendan impulsos vitalizadores para la relación bilateral, si la política española se preocupa de poner coto a la fuga de cerebros que provoca, al lado de la intensificación de las relaciones intelectuales, científicas y culturales, la carencia de perspectivas profesionales en España. Este es, en mi opinión, uno de los retos más importantes que tiene planteada la relación.
Conclusiones Tras el largo análisis precedente, las conclusiones de este trabajo no deben ser prolijas y se mantendrán a un cierto nivel de abstracción. La narrativa se inició con una referencia al juicio que a Denis Smyth le merecía la política exterior española frente a las grandes potencias en el siglo XX. La tesis desarrollada en las páginas anteriores ha tratado de mostrar que, en el ámbito de las relaciones hispanonorteamericanas, la dinámica alimentada durante la etapa democrática siguió dos vectores fundamentales. El primer vector estribó en neutralizar, y finalmente eliminar, los recortes de soberanía consentidos por el franquismo a partir de los pactos de Madrid de 1953. El cambio político interno en España fue, en este sentido, condición necesaria, aunque no suficiente, para lograrlo. El segundo vector fue la adopción de una política específica destinada a crear la suficiencia. No se trató de un vector lineal. Por su importancia y significación estuvo expuesto a controversias múltiples sobre cómo ponerlo en práctica. En cualquier caso, discurrió por una mejora e intensificación de las relaciones políticas y diplomáticas de España con los países de su entorno inmediato y por su acceso a los foros que le habían estado vedados durante el franquismo. El «tema OTAN» puso de manifiesto los objetivos, ansiedades y limitaciones de las élites políticas españolas, así como los lastres que gravitaban sobre un país con una intensa experiencia histórica de forzada introversión. Dicha experiencia no lo había expuesto a los patrones de la cooperación económica, política, social y militar gestados en Europa y en torno al eje euro-atlántico durante los años más gélidos de guerra fría, ni tampoco a los desarrollados en el pe-
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ríodo de expansión acelerada de la economía occidental y del Estado de bienestar. Pensar que entre los argumentos aducidos en su momento para defender el ingreso en la Alianza Atlántica figurase su presunta potencialidad para forzar el acceso a la Comunidad Europea o dar solución al problema de Gibraltar hace sonreir, desde la experiencia acumulada tras el paso de una generación. Esta experiencia permite también considerar que, en alguna medida, España, al someter a referéndum su anclaje en la Alianza sujeto a ciertas condiciones entre las cuales destaca la reducción de la presencia militar norteamericana, se adelantó a su tiempo. En noviembre de 1997, por ejemplo, los húngaros resolvieron su ingreso en la OTAN por la vía de una consulta popular. Lo hicieron, también, como respuesta a consideraciones políticas internas, cuando una gran parte de la población parecía indecisa y una minoría muy activista se pronunciaba en contra. Al igual que en el caso español, el referéndum húngaro zanjó el problema. El fortalecimiento de la posición exterior de España, consecuente al ingreso en los dos grandes foros multilaterales, y sobre todo la política consciente de europeizar las opciones españolas, pusieron en marcha un proceso imparable para reequilibrar la relación hispanonorteamericana. Las negociaciones de mitad de los años ochenta con el fin de reducir la implantación militar de los Estados Unidos no fueron una carnaza arrojadiza para contentar a la izquierda española. Fueron el mecanismo esencial para forzar una nueva dinámica sobre una conexión cuyas modalidades no respondían a la etapa histórica por la que se había adentrado España. Con todo, no hay nada predeterminado. Varios años más tarde, el reequilibramiento entre el eje norteamericano (puntal del franquismo) y la europeización creciente de las opciones estratégicas españolas, que había ido forjándose durante los años de la transición y consolidación de la joven democracia en España, experimentó una alteración fundamental bajo el segundo gobierno Aznar, a favor de la alineación sobre las posturas en torno a Irak de una de las administraciones más duras y derechistas de la historia norteamericana. Este volte-face tuvo lugar en ausencia de toda explicación convincente, en contra del resto de las fuerzas políticas españolas, en medio de grandes manifestaciones de rechazo de amplios sectores de la opinión pública y utilizando a fondo el contundente rodillo de la mayoría absoluta de que disponía el gobierno del PP en el Parlamento. No extrañará que el protagonismo inusitado de su responsable, apegado a los movimientos de la Administración Bush, despertara incomprensión, protestas y, en último término, la repulsa del electorado en los comicios de marzo de 2004,
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tras los atentados de Madrid y, probablemente, bajo el impacto que se reflejaba en una de las pancartas que por entonces se esgrimieron: «tu guerra, nuestros muertos». Este volte-face será, sin duda, objeto de estudio pormenorizado en los años futuros porque se celebró cuando la contractualización de la dependencia ya no condicionaba la relación bilateral. El nuevo gobierno emanado de las elecciones no tardó en retornar al rumbo estratégico roto.
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LA RELACIÓN HISPANO-NORTEAMERICANA EN IMÁGENES JOSÉ ANTONIO MONTERO
Cualquier faceta de la historia del siglo XX se ha visto reflejada en imágenes, fueran estas estáticas o en movimiento, fotográficas o pictóricas. En un mundo en el que la comunicación audiovisual se ha convertido en el medio más común de hacer llegar la información a las conciencias de la gente, cualquier representación que nos hacemos de un determinado acontecimiento aparece indisolublemente asociada a una instantánea del mismo, que el azar ha propiciado que quedase almacenada en nuestras mentes, hasta el punto de servir para evocarnos, por sí sola, todo un complejo conjunto de procesos históricos. Si se nos refiere la Primera Guerra Mundial, nos acordamos inmediatamente de alguna de las muchas fotografías que a lo largo de la misma se tomaron, mostrando sucias trincheras llenas de soldados ateridos y exhaustos, esperando el momento del próximo combate. La Paz de Versalles no puede disociarse de la visión de los tres estadistas presentes en sus deliberaciones: Clemenceau, Wilson y Lloyd George, posando juntos. El combatiente republicano inmortalizado por el fotógrafo Robert Cappa en el momento de ser alcanzado por una bala enemiga contribuyó a forjar la imagen de una gran parte de la opinión mundial respecto a la Guerra Civil española, completada por la que es sin duda la obra pictórica más emblemática de Picasso: el Guernica. Y así podríamos seguir hasta llegar a las fotografías de un grupo de alemanes derribando el muro que durante muchos años había dividido en dos su capital, o de dos colosales edificios ardiendo en Nueva York como resultado de un ataque terrorista tan espeluz-
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nante como inesperado, símbolos ambos hechos de lo que ha dado en llamarse «Nuevo Orden Mundial». La relación hispano-norteamericana no ha escapado a este proceso. De ella han salido negativos que, con el paso del tiempo, se han convertido en iconos capaces de rememorar toda una época de la historia de España. El principal de ellos es quizás el que muestra el abrazo entre el presidente norteamericano Eisenhower y el general Franco. Pero existieron muchas más representaciones gráficas, de diverso calado, y creadas con diferentes finalidades, alusivas a los contactos entre España y los Estados Unidos. Unas dan buena muestra de las imágenes que la opinión de cada uno de los dos países tenía del otro. Otras son fruto de una clara campaña emprendida por las autoridades franquistas con la intención de resaltar su amistad con los Estados Unidos, tanto hacia el exterior, como, y sobre todo, hacia el interior. Un tercer grupo estaría formado por aquellos testimonios visuales que nos hablan de la influencia que la presencia norteamericana tuvo, tras los años cincuenta, en las gentes que habitaban el país, y en varios ámbitos de la vida nacional, como el cultural, entendido en su sentido más amplio. Por último, también dejaron su impronta en el álbum fotográfico forjado en los cerebros de los habitantes de la península los momentos más comprometidos de la nueva relación de España con los Estados Unidos abierta en 1953. No es, por tanto, descabellada la idea de intentar completar la visión que se ha dado de las diversas facetas de esa relación, a lo largo del siglo XX, con un conjunto de imágenes que ayuden a situarla en ese plano de lo audiovisual que hemos caracterizado como uno de los medios más eficaces para hacer llegar la información a los hombres y mujeres del presente. Para buscarlas, nos hemos remitido, principalmente, a fondos documentales provenientes de uno de los medios que en gran medida se encargó de difundirlas: la prensa. La mayor parte proceden de dos archivos: de un lado, el Archivo General de la Administración, que en su Sección de Cultura posee un apartado que, bajo el título de «Prensa gráfica nacional», guarda los restos documentales de las publicaciones periódicas que durante la dictadura franquista dependían de las diversas oficinas ministeriales. La otra gran fuente de las fotografías que componen este dossier ha sido el Archivo Regional de Madrid, que contiene el fondo privado del fotógrafo de prensa Martín Santos Yubero, cuya labor se inició antes de la Guerra Civil, prolongándose más allá de la muerte de Franco. Por su parte, las viñetas humorísticas entresacadas de periódicos norteamericanos proceden de recortes intercalados con la documentación diplomática depositada en los archivos de los Ministerios de Asuntos Exteriores de Francia y España.
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Precisamente por esas viñetas comenzaremos el comentario de las imágenes que hemos optado por reproducir, pues forman parte de ese grupo de representaciones que ayudar a discernir cómo se veían entre sí españoles y estadounidenses, al hilo de diversos acontecimientos. Para el caso de España, y por razones obvias, un momento clave en que las publicaciones dedicadas en mayor o menor medida al humor reflejaron la imagen que se tenía entonces de los Estados Unidos, fue la guerra de 1898. Un ejemplo lo tenemos en el primero de los dibujos seleccionados (Ilustración nº 1), perteneciente a una obra satírica del año 1898, titulada Hazañas Yankees. En ella se observa claramente que los españoles consideraban la acción exterior de los norteamericanos como una política pragmática, basada en criterios económicos y estratégicos, pero disfrazada con ropajes filantrópicos. De ahí que el Tío Sam, perenne referencia a los Estados Unidos, sea aquí un hombre alto, fuerte, representante, según dice el texto al pie, de una «civilización brutal», que abraza, aparentemente para protegerlos, pero en realidad para «comerse sus castañas», a dos débiles pueblos que parecen luchar por su libertad: el cubano y el filipino. El conflicto de 1898 también dejó sus secuelas en la prensa de los Estados Unidos, y mostró a las claras cómo desde allí se identificaba a España con sus vertientes más folclóricas o tradicionales. En una caricatura publicada en el diario Los Angeles Times, también en 1898 (Ilustración nº 2), y no carente de cierta visión crítica hacia la política norteamericana, España venía caracterizada como un bandido andaluz, enfermo, al que los Estados Unidos iban aligerando del dolor de muelas que le suponían sus colonias, extrayéndole una a una, las piezas que representaban alguno de los territorios perdidos. La misma visión folclórica seguía viva años después, el 21 de julio de 1936, cuando el diario de Florida Tampa Tribune publicaba otra caricatura (Ilustración nº 3), alusiva al reciente inicio de la insurrección militar española del 18 de julio de ese año. Esta vez, la escena se presentaba en clave taurina, bajo el título «Una vieja costumbre española». El país era comparado a un torero torpe que era incapaz de resistir las embestidas de un bravo toro, supuesta encarnación de la «revolución». El humor gráfico resulta también útil para tomar el pulso a la opinión pública norteamericana acerca de sus sentimientos hacia la dictadura franquista. La condena internacional del régimen español tras la Segunda Guerra Mundial tuvo su reflejo en el rotativo tejano Austin Statesman, el 16 de diciembre de 1946 (Ilustración nº 4). De nuevo, España era dibujada bajo un perfil popular —en este caso como una mujer con toquilla—, y aparecía dispuesta a expulsar de su seno, lanzándolo lo más lejos posible, a un Franco que suplicaba lastimeramente: «¡Dame cinco minutos más en tus brazos!».
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Posteriormente, cuando en 1953 los Estados Unidos firmaron los famosos acuerdos de la bases, la opinión pública internacional interpretó aquella alianza como una pieza del engranaje estratégico norteamericano. En la siguiente viñeta (Ilustración nº 5 ), aparecida poco antes de la firma de aquellos acuerdos en el diario mexicano Excelsior, se mostraba al presidente Truman en bañador apoyado sobre Franco, «trampolín de los aliados», dispuesto a saltar sobre el Atlántico si la situación lo requería. El rechazo que en la opinión norteamericana, y también en la de algunos países europeos, suscitó el hecho de que el gobierno de Washington hubiese accedido a pactar con Franco, fue asimismo objeto de tratamiento gráfico. El Star Telegram de Fort Worth (Texas), en su edición del 11 de diciembre de 1953 (Ilustración nº 6), recordaba esta vez la más famosa obra de Cervantes cuando representaba a Franco ataviado como un Don Quijote, que ciegamente cargaba con su lanza contra unos molinos de viento cuyas aspas agitaban la oposición de una gran parte de la población de los países occidentales hacia su dictadura. Por otra parte, la prensa española, desde finales de la década de 1940, es decir, desde el momento en que el gobierno de España entrevió la posibilidad de comenzar a rehabilitarse internacionalmente a través de la conclusión de algún tipo de acuerdo con los Estados Unidos, se preocupó por dar difusión a cualquier evento que significara un acercamiento de éstos hacia España. De ahí la enorme publicidad que se dio al evento que disparó el pistoletazo de salida del nuevo entendimiento hispano-norteamericano: la firma, el 26 de septiembre de 1953, de los Pactos que asentaron legalmente el comienzo de la presencia militar estadounidense en territorio español. La firma de los mismos reunió, frente por frente, al entonces embajador de los Estados Unidos en España, James Clement Dunn, y al ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo; tal ocasión no podía pasar desapercibida a las cámaras (Ilustración nº 7), como tampoco lo harían, desde ese momento, todas las renovaciones de los Convenios bilaterales que se sucedieron en el transcurso de las décadas siguientes. Los Pactos de 1953 sirvieron asimismo de catalizador de todo un conjunto de manifestaciones de los nuevos lazos establecidos entre España y los Estados Unidos, que también fueron aprovechadas por el régimen para mejorar su imagen internacional. El propio Franco no perdía ocasión de aparecer retratado junto a las diversas autoridades norteamericanas que aterrizaban en España, como por ejemplo el secretario de Estado de la administración Kennedy, Dean Rusk (Ilustración nº 8). Pero las visitas que más gratificaron a los gobernantes de la España del momento fueron las de los presidentes de los Estados Unidos. La primera de ellas, efectuada por Dwight Eisenhower
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el 21 de diciembre de 1959, fue objeto de una meticulosa preparación por parte de los dirigentes españoles, quienes dieron al mandatario norteamericano un verdadero baño de multitudes (Ilustración nº 9), que culminó con el famosísimo y ya referido abrazo entre Franco y «Ike» (Ilustración nº 10). Una de esas imágenes sin las cuales parece no poder evocarse la época en toda su dimensión, pues por sí sola simbolizó, más que ninguna otra, el «espaldarazo» internacional que el país necesitaba para retornar al concierto de las naciones. Los archivos fotográficos también guardan testimonio de otras influencias más directas que en la población española tuvo la nueva relación España-Estados Unidos iniciada en 1953. La ayuda y los suministros norteamericanos llegaron a las gentes en formas muy diversas, y en ocasiones a través de iniciativas tan pintorescas como la emprendida una navidad por un capitán piloto de los Estados Unidos, acuartelado en España, de nombre Jack H. Capers, quien decidió llenar las cubiertas de su avión de caramelos, que fue tirando encima de los diversos pueblos situados a lo largo de la línea del oleoducto Rota-Zaragoza. Una vez más, las cámaras asumieron la tarea de erigirse en testigos de cómo este militar llenaba su aparato con la dulce mercancía (Ilustración nº 11), y los «encantados» habitantes de los núcleos de población beneficiados la recogían como si lo que cayera del cielo fuera verdaderamente el maná de Moisés (Ilustración nº 12). Ahora bien, las manifestaciones más directas de la ayuda norteamericana tuvieron lugar en otros sectores, como el militar. El ejército español recibió armamento desde los Estados Unidos, ya desde el mes de febrero de 1954, cuando se efectuó en Nueva Orleans el embarque, en el navío NorthWestern Victory, del primer envío de material militar con destino a España, asimismo reflejado en la prensa, que reprodujo alguna de las piezas más llamativas de cuantas eran cargadas, como los tanques (Ilustración nº 13). Precisamente fue la frialdad del carácter militar de la presencia norteamericana en España la que llevó a los inquilinos de las bases a intentar atraerse las simpatías de los españoles, por medio de iniciativas como la organización, en sus acuartelamientos, a lo largo de varios años, de una jornada de puertas abiertas, que solía celebrarse en el mes de junio, y que se conoció con el solidario apelativo de «Día de la Amistad». A lo largo de éste, se permitía la libre entrada de los ciudadanos en las instalaciones, donde acudían verdaderas multitudes (Ilustración nº 14), que eran agasajadas con diversos espectáculos marciales, entre los que destacaban las acrobacias aéreas. Celebraciones como éstas no pudieron, sin embargo, evitar que uno de esos aviones que tan orgullosamente mostraban los norteamericanos a sus emocionados visitantes, fuera el desencadenante de un hecho que hizo a muchos tomar conciencia de los peligros que
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acarreaba la amistad hispano-norteamericana, fruto de las cláusulas de cesión de soberanía para la construcción de las bases militares de los Estados Unidos. El 17 de enero de 1966, un B-52 norteamericano, cargado con cuatro bombas de hidrógeno, se incendió mientras efectuaba un reportaje en el aire, cayendo al mar cerca de Palomares (Almería), y arrastrando al fondo su peligrosa carga. Tres de las bombas fueron rescatadas enseguida, pero una de ellas se resistió a ser encontrada, lo que obligó a la marina de los Estados Unidos a poner en marcha una rápida operación de rescate, cuyos detalles fueron difundidos por la prensa, que fue testigo directo del momento en que el letal artefacto era izado a bordo desde barco Petrel, de la Armada norteamericana (Ilustración nº 15). Sin embargo, la extracción de la bomba no dejó tranquilos a los habitantes de la zona, temerosos de que el material nuclear que encerraba en su interior hubiese llegado a contaminar las aguas. Fueron precisamente estos temores los que contribuyeron a preparar el escenario de otra de las instantáneas indisociables del momento que nos ocupa, que todos, incluso los que no vivieron el evento, son capaces de reconocer y ubicar. El 17 de marzo de 1966, el ministro de Información y Turismo de España, Manuel Fraga, y el embajador de los Estados Unidos en España, Angier Biddle-Duke, optaron por darse un baño, a la vista de los medios, en las playas de Palomares, al objeto de demostrar la limpieza del agua. La imagen de un Fraga sonriente, en bañador, y saludando efusivamente a los que le fotografiaban, no pudo menos que quedar grabada en la retina de los testigos, directos o indirectos, de tan inusual acontecimiento (Ilustración nº 16). Pese a todo, la relación bilateral siguió su curso. Hubo nuevas visitas de presidentes norteamericanos a España, como la de Richard M. Nixon, el 27 de octubre de 1970, para la que se puso en marcha una parafernalia similar a la de 1959. Así queda de manifiesto viendo imágenes como las de una curiosa caravana de prensa, instalada en un camión de la época (Ilustración nº 17), cuyo remolque había sido empapelado por dos fotografías enormes de Franco y el presidente norteamericano, sobre las que viajaban, siguiendo la comitiva, diversos corresponsales encargados de hacer la crónica del acontecimiento. Los inicios de la Transición vinieron acompañados, entre otras cosas, por la firma de un nuevo acuerdo entre España y Estados Unidos, pero esta vez estos últimos habían accedido a elevarlo a la categoría de Tratado, dando nacimiento a una nueva etapa que culminaría con la redefinición de la relación bilateral iniciada en 1953. A partir de entonces, el vínculo hispano-norteamericano fue adoptando progresivamente un carácter más equilibrado y favorable a las
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posiciones de la España democrática. Con la instantánea del momento en que el primer ministro de Asuntos Exteriores de la Monarquía, José María de Areilza, da la mano al secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, el 24 de enero de 1976 (Ilustración nº 18), con ocasión de la conclusión del citado tratado, finalizamos la serie de fotografías que hemos presentado. Sin embargo, no queremos concluir sin antes dejar constancia gráfica de otra de las importantes parcelas en que los contactos hispanonorteamericanos dejaron sentir su influencia: la de la cultura, en sus diversas facetas. Si hablamos de cine, nadie puede dejar de pensar en una de las más espléndidas joyas de la cinematografía española: «¡Bienvenido, Mr. Marshall!», cuya producción es inseparable de las anheladas repercusiones de la ayuda estadounidense, y de la que reproducimos un cartel (Ilustración nº 19). Este tipo de representación gráfica sirvió para propagar otro de los correlatos de la aproximación hispano-norteamericana en el plano científico-cultural: la inclusión de España en el Programa Fulbright (Ilustración nº 20), que dio a muchos estudiantes españoles la posibilidad de ampliar su formación, así como sus horizontes, en los Estados Unidos. Sabemos que no son las aquí reproducidas, ni mucho menos, las únicas imágenes susceptibles de dar cuenta del contacto España-Estados Unidos a lo largo del siglo XX. Dado el carácter subjetivo de las representaciones que cada persona hace de los eventos de que es testigo, resulta probable que muchos hubieran considerado más apropiada la inclusión de otras. Por otra parte, hemos centrado nuestra brevísima exposición en torno a perspectivas muy concretas dentro del gran conjunto de coordenadas que forjan los intercambios entre los miembros de dos Estados distintos. Esperamos, no obstante, ver cumplida una mínima parte de nuestro objetivo, que no es otro que el de dar vida, mediante imágenes, a los procesos que esta obra se ha dedicado a analizar.
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ILUSTRACIÓN nº 1.—Dibujo satírico de J. Sonetvar para la obra Hazañas Yankees (1898). El texto que lo acompañaba era el siguiente: «Ya era cosa de unirse los elementos homogéneos. Para algo los cría Dios. He aquí como campearon juntas una civilización brutal y el tapa-rabos de Cuba, con su acompañamiento tagalosalvaje. ¡Oh insurrectos! ¡Oh indios! ¡Oh brutos! Vosotros sacaréis las castañas del fuego y ellos se las comerán».
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ILUSTRACIÓN nº 2.—Dibujo satírico de Los Ángeles Times. El «Tío Sam» va sacando a España las muelas doloridas: sus colonias.
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ILUSTRACIÓN nº 3.—«Simplemente una vieja costumbre española». Caricatura aparecida en el Tampa Tribune el 21 de julio de 1936, con ocasión del inicio de la insurrección militar en España.
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ILUSTRACIÓN nº 4.—«Dame cinco minutos más en tus brazos». Viñeta satírica del diario Austin Statesman, publicada el 14 de diciembre de 1946, y relativa a la condena internacional de la dictadura franquista.
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ILUSTRACIÓN nº 5.—«... Trampolín de los aliados». Caricatura del diario mexicano Excelsior, publicada el 18 de julio de 1953, simbolizando el carácter de los acuerdos militares que estaban a punto de firmarse entre España y los Estados Unidos.
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ILUSTRACIÓN nº 6.—«Don Quijote Franco». Dibujo satírico del The Star Telegram, publicada el 11 de diciembre de 1953, unos meses después de la firma de los pactos de 1953.
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ILUSTRACIÓN nº 7.—Firma de los acuerdos de septiembre de 1953. Momento en que Alberto Martín Artajo (izquierda) y James Dunn (derecha) estampan su firma en los documentos.
ILUSTRACIÓN nº 8.—Franco, acompañado por su ministro de Asuntos Exteriores, Fernando M. Castiella (izquierda), recibe el 16 de diciembre de 1961 la visita del secretario de Estado de la administración Kennedy, Dean Rusk.
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ILUSTRACIÓN nº 9.—Visita del presidente Dwight Eisenhower, 21 de diciembre de 1959. Se le preparó un verdadero «baño de multitudes» para saludar su breve escala en España.
ILUSTRACIÓN nº 10.—Con esta instantánea se escenificó el «espaldarazo internacional» dado por los Estados Unidos a la España de Franco.
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ILUSTRACIÓN nº 11.—Caramelos aerotransportados. El capitán Jack H. Capers carga su aparato con los caramelos que se disponía a repartir a los niños españoles con motivo de las fiestas de navidad...
ILUSTRACIÓN nº 12.—... Y los habitantes de los pueblos beneficiados se apresuran a recoger la dulce mercancía.
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ILUSTRACIÓN nº 13.—Uno de los tanques que forman parte del armamento destinado a España es cargado, el 9 de diciembre de 1954, en el puerto de Nueva Orleans a bordo del buque NorthWestern Victory.
ILUSTRACIÓN nº 14.—Esta era la panorámica que ofrecían las abarrotadas pistas de la Base Aérea de Torrejón el «Día de la Amistad» de 1962.
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ILUSTRACIÓN nº 15.—Sucesos de Palomares. La bomba perdida es finalmente localizada y sacada del agua, tras casi tres meses de búsqueda.
ILUSTRACIÓN nº 16.—Manuel Fraga, entonces ministro de Información y Turismo, y el embajador de los Estados Unidos, Angier Biddle Duke, en su célebre baño en las playas de Palomares.
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ILUSTRACIÓN nº 17.—Peculiar caravana de prensa preparada para la visita oficial de Richard Nixon a España, el 27 de octubre de 1970.
ILUSTRACIÓN nº 18.—José María de Areilza y Henry Kissinger, concluían el 17 de enero de 1976, el Tratado de Amistad y Cooperación entre Estados Unidos y España. Fue el primer acuerdo hispano-norteamericano tras la muerte de Franco.
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ILUSTRACIÓN nº 19.—Cartel de la película «Bienvenido Mr. Marshall». La ayuda norteamericana proporcionó el argumento para una obra maestra del cine español.
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ILUSTRACIÓN nº 20.—Cartel de promoción del Programa Fulbright, que dio a muchos estudiantes, profesores e investigadores españoles la posibilidad de ampliar sus horizontes en los Estados Unidos.
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M.ª DOLORES ELIZALDE Científico Titular del Departamento de Historia Contemporánea del Instituto de Historia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Research Scholar del Departamento de Historia Internacional de la London School of Economics, donde realizó una especialización postdoctoral en Historia de las Relaciones Internacionales. Su trabajo se ha articulado en torno a tres líneas de investigación: 1) Historia y metodología de las Relaciones Internacionales en los siglos XIX y XX; Política exterior española. Relaciones internacionales en Asia y el Pacífico; Política exterior norteamericana. 2) Política colonial española en el siglo XIX; Historia de Filipinas; Historia de la Micronesia; Historia colonial comparada en Asia y el Pacífico en los siglos XIX y XX. 3) Historia de la Restauración española, 1875-1898; Análisis de la «crisis» de 1898. Es autora de los libros: España en el Pacífico: La colonia de las islas Carolinas. Un modelo colonial en la época del imperialismo; Economía e historia en las Filipinas españolas; Historia Política de España, 18751939. Editora de las obras: Las relaciones internacionales en el Pacífico en los siglos XVI a XX: colonización, descolonización y encuentro cultural. Imperios y Naciones en el Pacífico. vol I: La formación de una colonia: Filipinas; vol II: Construcción nacional y crisis colonial en Filipinas y Micronesia; Las relaciones entre España y Filipinas, siglos XVI-XX, y como coordinadora del monográfico sobre 1898: ¿Desastre nacional o impulso modernizador (Revista de Occidente). Ha publicado numerosos artículos y participado también en un buen número de obras colectivas, entre ellas: Antes del «Desastre»: Orígenes y Antecedentes
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de la crisis del 98; Presencia española en el Pacífico; Antonio Cánovas y el sistema político de la Restauración, y Europa y Estados Unidos en el siglo XX. ANTONIO NIÑO Profesor Titular de Historia Contemporánea de la Facultad de Geografía e Historia, Universidad Complutense de Madrid. Ha sido becario postdoctoral en el Departamento de Historia Contemporánea del Centro de Estudios Históricos, Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Diplomado por l’École des Hautes Études en Sciences Sociales de París. Sus principales líneas de investigación han girado en torno a las relaciones culturales con otros países, especialmente con Francia, Latinoamérica y Estados Unidos; la política internacional española en el primer tercio del siglo XX, y el replanteamiento historiográfico y metodológico de la historia de las relaciones internacionales en España. Es autor de los libros: Cultura y Diplomacia: los hispanistas franceses y España de 1875 a 1931; La formación de la imagen de América Latina en España: 1898-1989 (coord.), y Vísperas del 98: orígenes y antecedentes de la crisis del 98 (ed.). Ha participado como co-autor, entre otras publicaciones, en España, Francia y la Comunidad Europea; España/América Latina: un siglo de políticas culturales; La política exterior de España en el siglo XX; Relaciones internacionales: viejos temas, nuevos debates; Europa-España, en la perspectiva del siglo XX; L’Espagne, la France et l’Amérique latine. Politiques culturelles, propagandes et relationes internationales. XXe siècle, y La emigración española a Francia en el siglo XX. Recientemente ha coordinado un número monográfico sobre 50 años de relaciones entre España y Estados Unidos (Cuadernos de Historia Contemporánea). JAMES D. FERNÁNDEZ Profesor de Literatura Española y Jefe del Departamento de Español y Portugués en la New York University. Director del King Juan Carlos I of Spain Center de la New York University. Sus trabajos han abordado la literatura, historia y cultura de la España contemporánea; el género autobiográfico en España; las relaciones culturales entre España y América Latina, y las visiones de España en Estados Unidos. Es autor de las obras: The Bonds of Patrimony: Cervantes and the New World; Apology to Apostrophe: Autobiography and the Rhetoric of Self-Re-
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presentation in Spain, y Spain (Many Cultures, One World). Es también co-autor del libro Spain in America. The Origins of Hispanism in the United States. GABRIEL JACKSON Ex-Profesor de la Universidad de California de San Diego. Columnista habitual de la prensa española. Ha sido galardonado recientemente con el Premio Elio Antonio de Nebrija por la Universidad de Salamanca. Sus trabajos han analizado la historia de España en diversas épocas, con una especial dedicación al período de los años treinta, la II República y la guerra civil; junto a la historia de Europa en el siglo XX. Es autor, entre otros, de los libros: La República española y la guerra civil (1931-1939); Aproximación a la España contemporánea (1898-1975); Breve historia de la guerra civil española; Costa, Azaña, el Frente Popular y otros ensayos; Orígenes de la guerra fría; Catalunya republicana i revolucionaria: 1931-1939; Ciudadano Jackson: visiones del mundo contemporánea, y Civilización y barbarie en la Europa del siglo XX. Ha participado en numerosas obras colectivas, entre ellas: The Spanish Civil War; Octubre 1934: cincuenta años para la reflexión; La guerra civil española. Una reflexión moral 50 años después, y Fighting for Franco: International Volunters in Nationalist Spain during the Spanish Civil War. GÉRARD BOSSUAT Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Cergy-Pontoise. Director del Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades y Director del DESS (Master) Chef de projets européens. Ha obtenido la Cátedra Jean Monnet en Historia de la Unidad Europea en dos ocasiones. Sus principales líneas de investigación han sido la historia de la política europea de Francia en el siglo XX; las relaciones internacionales políticas y económicas; el proceso de construcción de la unidad europea, y las relaciones transatlánticas militares, políticas y económicas. Es autor, entre otros, de los libros: L’Europe occidentale à l’heure américaine. Le Plan Marshall et l’unité européenne, 1945-1952; La France, l’aide américaine et la construction européenne, 1944-1954; Histoire des constructions européennes au XXe siècle; L’Europe des Français, une aventure réussie de la V République; Les aides américaines économiques et militaires à la France, 1938-1960. Une nouvelle image des rapports de puissan-
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ce; y Les fondateurs de l’Europe unie. Ha participado como director en otro conjunto de publicaciones, entre ellas: Les Europe des Européens; Europe brisée, Europe retrouvée. Nouvelles réflexions sur l’unité européenne au XXe siécle; Identité et conscience européennes au XXe siècle; Jean Monnet, l’Europe et les chemins de la paix, y Etas-Unis, Europe et Union européenne. Histoire et avenir d’un partenariat difficile (1945-1999). FLORENTINO PORTERO Profesor Titular del Departamento de Historia Contemporánea de la Facultad de Geografía e Historia, Universidad Nacional de Educación a Distancia. Es también Profesor del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado. Analista del Grupo de Estudios Estratégicos. Colaborador del Real Instituto Elcano. Coordinador de estudios del siglo XX en Revista de Libros. Columnista habitual de la prensa madrileña. Sus trabajos han analizado la política exterior española durante el siglo XX, especialmente durante el franquismo y la etapa democrática; la política de seguridad y defensa, y las relaciones transatlánticas. Autor de las obras: Franco aislado: la cuestión española (1945-1950); Política de defensa y seguridad española, y como editor Antonio Cánovas y el sistema político de la Restauración. Ha participado en numerosas publicaciones y publicado más de un centenar de artículos y colaboraciones en obras colectivas, entre ellas: La política exterior de España en el siglo XX; Spain and the Great Powers in the Twentieth Century; Las derechas en la España contemporánea; Las claves de la España del siglo XX, y Perspectivas exteriores 2004. Los intereses de España en el mundo. DOMINIQUE BARJOT Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de París IV-Sorbona. Director de l’École Doctorale de Historia Moderna y Contemporánea de la misma Universidad. Ha sido Director adjunto del Departamento de Ciencias Humanas y Sociales del Conseil National de la Recherche Scientifique, y Presidente de la Association Française des Historiens Economistes. En la actualidad es también Director de Ciencias Humanas y Sociales del Ministerio de Investigación. Sus trabajos han analizado la historia económica y empresarial de Francia en los siglos XIX y XX; la reconstrucción de las economías eu-
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ropeas en perspectiva comparada; los procesos de globalización de las multinacionales francesas y europeas, y la difusión y repercusiones de la influencia económica de Estados Unidos después de la II Guerra Mundial. Es autor, entre otros, de los libros: Travaux publics en France. Un siècle d’entrepreneurs et d’entreprises; Histoire économique de la France au XIXe siècle; La France au XIXe siècle, e Industrialisations et sociétes en Europe occidentale, du début des années 1880 à la fin des années 1960. Ha participado como director en otro conjunto de publicaciones, entre ellas: International Cartels Revisited. Vues nouvelles sur les cartels internationaux, 1880-1980; Les entreprises et leurs réseaux; Catching up with America. Productivity Missions and the Diffusion of American Economic and Technological Influence after the Second World War; Les Reconstructions en Europe (1945-1949); L’américanisation en Europe au XXe siècle: économie, culture, politique, y L’américanisation de l’Europe occidentale au XXe siècle. Mythe et réalité. NÚRIA PUIG Profesora Titular de Historia e Instituciones Económicas en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, Universidad Complutense de Madrid. Ha sido Robert Schuman Scholar en el Parlamento Europeo y becaria postdoctoral Fulbright en el Centro de Estudios Europeos de la Universidad de Harvard. Su investigación se ha centrado en tres grandes temas: la historia social y económica de la Alemania del siglo XX; la actividad de la industria química y farmacéutica internacional en España; y la influencia de Estados Unidos en la modernización económica y social de España en el siglo XX. Autora de los libros Trabajo, sociedad y Estado. Los Sindicatos Libres en la República de Weimar; Ciencia e industria en España. El Instituto Químico de Sarriá 1916-1992, y Bayer, Cepsa, Repsol, Puig, Schering y La Seda: constructores de la química española. Ha publicado numerosos artículos en revistas españolas y extranjeras, junto a colaboraciones en obras colectivas, entre ellas: La cara oculta de la industrialización española; Determinants in the Evolution of Chemical Industry, 1900-1939. New technologies, Political Frameworks, Markets and Companies; Business and Society. Entrepreneurs, Politics and Networks in a Historical Perspective; Transnational Companies (19th-20th Centuries), y Americanization in 20th Century Europe: Business, Culture, Politics.
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LORENZO DELGADO Científico Titular del Instituto de Historia, Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Realizó su formación postdoctoral en el Centre d’Histoire des Relations Internationales Contemporaines de la Universidad de París I-Sorbonne. Ha impartido cursos como profesor invitado en varias universidades francesas, además de participar como Investigador invitado en el International Visitor Program de la United States Information Agency. Sus trabajos han analizado las relaciones culturales de España con América Latina, Europa y Estados Unidos; el análisis comparativo de las políticas culturales europeas; la política exterior española durante el siglo XX, y la emigración española en Francia. Es autor de los libros: Diplomacia franquista y política cultural hacia Iberoamérica, 1939-195; Imperio de papel. Acción cultural y política exterior durante el primer franquismo, y Los desafíos de la globalización, además de coordinador de un número monográfico sobre La emigración española a Francia en el siglo XX (Hispania). Ha publicado numerosos artículos y participado como co-autor, entre otras publicaciones, en España/América Latina: un siglo de políticas culturales; L’Amérique latine et les modèles européens; Les intellectuels et l’Europe de 1945 à nos jours; Europa-España, en la perspectiva del siglo XX; L’Espagne, la France et l’Amérique latine. Politiques culturelles, propagandes et relationes internationales. XXe siècle; L’américanisation de l’Europe occidentale au XXe siècle. Mythe et réalité, y La política exterior de España en el siglo XX. ÁNGEL VIÑAS Ha sido Catedrático de Economía Aplicada en las Universidades de Valencia, Alcalá, Universidad Nacional de Educación a Distancia y Complutense de Madrid, además de Director General de Ordenación Universitaria y Profesorado, Vicerrector de la UNED y profesor de la Escuela Diplomática y miembro de su Junta de Gobierno. Estudió en las Universidades de Berlín, Glasgow, Hamburgo y Madrid. Premio extraordinario en la licenciatura y en el doctorado. Técnico Comercial y Economista del Estado. Asesor Ejecutivo del ministro de Asuntos Exteriores (1983-1987), fue sucesivamente Director General de Relaciones con Asia y América Latina (1987-1991), de Relaciones Políticas Multilaterales, de Asuntos de Seguridad y, finalmente, de Derechos Humanos (1997-2001) en la Comisión Europea en Bruselas. Entre 1991 y 1996 fue Embajador de la Comunidad Europea ante las Naciones Unidas en Nueva York.
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Sus trabajos han abordado la política exterior española durante el siglo XX desde múltiples perspectivas: la vertiente económica, las coordenadas internacionales de la guerra civil, la estrategia y táctica del régimen franquista, la política de seguridad y las relaciones de España con Europa, Estados Unidos y América Latina. Es autor de varios libros, entre ellos: La Alemania nazi y el 18 de Julio; El oro español en la guerra civil; El oro de Moscú. Alfa y omega de un mito franquista; Los pactos secretos de Franco con Estados Unidos. Bases, ayuda económica, recortes de soberanía; Guerra, dinero y dictadura. Ayuda fascista y autarquía en la España de Franco; Armas y Economía. Ensayos sobre las dimensiones económicas del gasto militar; Franco, Hitler y el estallido de la guerra civil, y En las garras del águila: Los pactos con Estados Unidos, de Francisco Franco a Felipe González (1945-1995); y Al servicio de Europa. Innovación y crisis en la Comisión Europea. Dirigió y co-redactó Política comercial exterior en España (1931-1975). Ha participado en un considerable número de obras colectivas, entre ellas: Sozialer Wandel und Herrschaft im Spanien Francos; Revolution and War in Spain; Der Spanische Bürgerkrieg. Literatur und Geschichte; Españoles y franceses en la primera mitad del siglo XX; La guerra civil española cincuenta años después; La no proliferación de armas nucleares; Spain and NATO: Internal Debate and External Challenges; The European Community after 1992: A New Role in World Politics?; Spain in an International Context (19361975); Spain and the Great Powers in the Twentieth Century; Spain: the European and International Challenges. Sus dos últimas contribuciones, aparecidas en 2004, versan sobre «La defensa de los intereses nacionales en la Comisión Europea» y «La Comisión Europea entre la Convención y la Conferencia Intergubernamental». Ha escrito adicionalmente más de un centenar de artículos. JOSÉ ANTONIO MONTERO Licenciado en Historia por la Facultad de Geografía e Historia, Universidad Complutense de Madrid. Becario predoctoral de la Universidad Complutense de Madrid. Se encuentra realizando su tesis doctoral sobre el tema Relaciones hispano-norteamericanas, 1914-1936.
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
ABASSOLO, Pedro: 199 (n. 41) ABELLÁN, José Luis: 122 (n. 8) ABRAMOVITZ, Moses: 176, 179 ACHESON, Dean Gooderham: 136 ACHILLES, Théodore C.: 137 (y n. 16) ACOCA, Miguel: 295 ADAMS, Brooks: 25 ADAMS, D. K.: 59 (n. 3) ADORNO, Rolena: 67 (n. 20) AGUILAR, Florestán: 90 AGUILERA, Ruth: 294 AGUIRRE, Antonio: 200 (y n. 43) AGUIRRE, José Mª Gonzalo: 200 (y n. 43) AGULLÓ, Carlos: 199 (n. 39), 202 AHMANN, Rolf: 167 (n. 17) ALAS, Leopoldo: 43 (n. 44) ALBA, Duque de: 55, 65 ALBAREDA, José Mª: 224 (n. 26) ALBI DE LA CUESTA, Julio: 285 (n. 49) ÁLCALA, Ángel: 294 (n. 64) ALFONSO XII: 47, 69 (n. 23) ALFONSO XIII: 47, 60 (n. 8), 68 (y n. 22), 74 (n. 31), 114, 142, 150 ALLENDESALAZAR, José Manuel: 49 (n. 51), 245 (n. *), 251 (n. 6), 252 (n. 7), 254, 263 (n.22), 266 (y n. 27) ALTAMIRA, Rafael: 60 (n. 7), 62 ÁLVAREZ GUTIÉRREZ, Luis: 48 (n. 50) ÁLVAREZ-ARENAS, Félix: 251 ÁLVARO MOYA, Adoración: 185 (n. 4), 187 (y n. 10), 189 (n. 18), 190 (n. 20), AMDAM, R P: 194 (n. 27)
AMO Y GONZÁLEZ, Gregorio del: 88 (y n. 44), 89, 90 (nn. 45, 46) AMO, Jaime del: 88 (n. 44) ANGIO, Agnès d’: 165 (n. 12) ARAMBERRI, Julio: 296 ARAQUISTÁIN, Luis: 60 (y n. 9) AREILZA, José Mª: 249, 250, 251 (n. 5), 252, 253, 307, 319 (Ilust. 18) ARIAS NAVARRO, Carlos: 247, 248 (n. 3), 249, 286 ARKIN, Willian M: 249 (n. 4) ARMERO, José Maria: 264 (n. 23) ARMIÑAN, L.de: 60 (n. 7) ASTOR, William Waldorf: 29 AZAÑA, Manuel: 115, 116, 117 AZCÁRATE, Gumersindo de: 58 (n. 2), 78 AZCÁRATE, Manuel: 252 (n. 7) AZNAR, José Mª: 114, 247, 298 BAKER, James A.: 291 (y n. 56) BALFOUR, Sebastián: 148 (n.9), 184 (n. 2), 245 (n.1) BARCELÓ, Francisco: 200 BARCIA TRELLES, Camilo: 60 (n. 9) BARJOT, Dominique: 157 (n. *), 158 (n. 4), 160 (n. 5), 162 (nn. 6 y 7), 164 BARNES, Samuel: 294 BARONA, J.L.: 84 (n. 38) BARRIO, Angeles: 41 (n. 33) BARTHOLOMEW, Reginald: 271 (y n. 33), 272, 281, 288 (n. 45), 288 (n. 51) BASSET MOORE, John: 86 BATALLER, Francisco: 245 (n.*)
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
BAUDOUÏ, Rémy: 162 (n. 7) BAYO, Eliseo: 190 (n. 20) BECKER, Jerónimo: 41 (n. 34) BEDELL-SMITH, Walter: 136 BEERMAN, Eric: 141 (n. 1) BEISNER, Robert L.: 38 (n. 28) BELA ARMADA, Ramón: 224 (n. 26), 228 (n. 30), 236 (n. 44) BENJUMEA, Javier: 196, 199 (y n. 40), 200 BERMEO, Nancy: 294 BERNABEU MESTRE, J.: 84 (n. 38) BEVIN, Ernest: 129, 132 BIDAULT, Georges: 132 BIDDLE-DUKE, Angier: 306, 318 (Ilust. 16) BIRKE, Adolf: 167 (n. 17) BISCHOF, Gerhard: 162 (n. 8) BISMARCK, Otto von: 42 (y n. 36) BIZET, Georges: 67 BJARNAR, Ove: 163 (n. 10) BLASCO IBAÑEZ, Vicente: 68, 71 BLISS LUQUIENS, Frederick: 98 (y n. 5), 99 (y nn. 6 y 7) BOAS, Frank: 118 BOGGS: 133 BONNAUD, Laurent: 170 (n. 25) BORGES, J.L: 111 BORROW, George: 67 BOSSUAT, Gérard: 130, 131 (n. 5), 134 (n. 9), 166 (n. 14) BOWERS, Claude: 116 (y n. 5), 117, 121, 142 (n. 3) BOWIE, Robert: 136 BRADEMAS, John: 294 BRADFORD (comandante): 36 (n. 23) BRAISTED, William: 20 (n.1) BROADBERRY, Sam: 163 (n. 9) BRUCE, David: 138 (y n. 18) BUESA, Mikel: 191 (n. 22), 210 (n. 4) BURR, William: 249 (n. 4) BUSH, George: 265, 298 BYRNES; James Francis: 128, 129 CABOT LODGE, Henry: 25 (y n.7), 113 CABRERA, Mercedes: 41 (n. 33) CABRERO, Eugenio: 90 (n.45) CACHO VIU, Vicente: 74 (n. 31) CAJAL, Máximo: 245 (n. *), 272 (n. 34) CALVO, Óscar: 186 (nn. 8 y 9), 188, 189 (n. 15)
CALVO-SOTELO, Leopoldo: 257, 258 (y n. 15), 259 (n. 16), 261, 286 CAMPO, Salustiano del: 292 (n. 60) CÁNOVAS DEL CASTILLO, Antonio: 40 (y n. 33), 41 (n. 34), 42 (y nn. 36, 40), 43 (y n. 44), 44 (y nn. 44 y 45), 45-47, 48 (y n. 49), 150, 154 CANTER, Jacob: 224 (n. 26) CAPELLÁN DE MIGUEL, Gonzalo: 46 (n. 46) CAPERS, Jack H.: 305, 316 (Ilust. 11) CAPPA, Robert: 301 CARLOS IV: 89 CARNEGIE, Andrew: 38 CARO, Rafael: 214 (n. 10) CARON, François: 176 (n. 34), 177 (n. 36), CARRERAS, Albert: 201 (n. 39) CARRERO BLANCO, Luis: 148, 282 CARTER MURPHY, J.: 248 (y n. 2) CARTER, Jimmy: 253, 288 (n. 53) CASTIELLA, Fernando M: 314 (Ilust. 8) CASTILLEJO, José: 79, 83, 84, 85, 91 (y n. 47), 93 CASTRO, Américo: 59 (n. 6), 79, 107 CASTROVIDO, Ramón: 82 CEPEDA ADÁN, José: 46 (n. 46) CERVANTES, Miguel de: 70, 106, 111, 304 CERVERA , Pascual: 50, 78 CHAMBERLAIN, Neville: 115 CHANDLER, Alfred D. Jr.: 172 (y n. 28) CHATFIELD TAYLOR, Hobart: 55 (n. 58) CHÉLINI, Michel-Pierre: 166 (n. 15) CHESSEL, Marie-Emmanuelle: 170 (n. 24) CHURCHILL, Wiston: 123, 128 CLARK, Robert P.: 274 (n. 36) CLEMENCEAU, Georges: 301 CLEMENT DUNN, James: 304 CLEVELAND, Grover: 29, 38 (n. 28) CLINTON, Bill: 292, 293 COLETA, Paolo: 23 (n.5) COLLIGAN, Francis: 220 (n. 19) COLLIS, Harris: 224 (n. 26) COMELLAS, José Luis: 44 (n. 44) COMPANYS, Julián: 41 (n. 34), 49 (n. 51), 54 (n. 55) COOK, Scott B: 39 (n. 30) COOMBS, Philip: 220 (n. 19)
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
CORTADA, James W.: 253 (y n. 8) CORTÉS, Hernán: 55, 65 CORTINA, Pedro: 249 COSSÍO, Bartolomé: 79 COUGHLIN, Charles: 119 COUTROT, Jean: 168 COWL, Philip A.: 138 (n. 18) CROUZET, François: 178 (n. 37) CRUZ, Juan E.: 59 (n.5), 241 (n. 54) CUÑAT, Roberto: 199 DAHRENDORF, Ralf: 173 (y n. 30) DALÍ, Salvador: 113 DARDÉ, Carlos: 40 (n. 33) DARÍO, Rubén: 111 DARNTON, John: 295 DÁVALOS, Balbino: 100 DAWES, Charles G.: 161 DAY, William: 39 (n. 29) DE GAULLE, Charles: 169 DEBRÉ, Michel: 170 DEFRANK, Thomas M: 291 (n. 56) DELGADO GÓMEZ-ESCALONILLA, Lorenzo: 149 (n. 9), 181 (n. *), 208 (n. 2) DELGADO, Almudena: 60 (n. 8) DENBY, Charles: 32 (n.17) DEWEY, George (comodoroalmirante): 34, 35, 36 (n. 23), 37 DEWEY, John (filósofo): 118 DEWEY, Melvil: 80 DIAMOND, Larry: 294 DÍAZ DE VIVAR, Rodrigo (El Cid): 68 DIMAGGIO, P J.: 197 (n. 35) DJELIC, Marie-Laura: 198 (n. 37) DOBSON, John: 22 (n.4), 23 (n.5) DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio: 42 (n. 38) DOMÍNGUEZ, Juan José: 89 DOMÍNGUEZ, Manuel: 89 DOMÍNGUEZ, María Susana Delfina: 89 DOS PASSOS, John: 69 DOYLE, Henry Grattan: 103 (n. 15), 106 (nn. 21, 22) DUGGAN, Sthepen P.: 86, 93 DULLES, John Foster Rhea: 20 (n. 1),133 (y n. 6), 135, 136, 137, 138 (y n. 18) DUNN, James: 314 (Ilust. 7) DUPUY DE LÔME, Enrique: 30 DURÁN-LORIGA, Juan: 253 (n. 9), 254, 256, 259 EATON, Samuel D.: 248, 251, 253, 254, 274 (n. 36)
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EDWARDS, Jill: 184 (n. 1) EGURBIDE, Pedro: 195 (n. 30) EISENHOWER, D. Cike: 125, 135, 137, 292, 302, 304, 305, 315 (Ilust. 9) ELIZALDE, Mª Dolores: 21 (n.3), 26 (n.10), 35 (n.27), 37 (n. 24), 41(n. 34), 42 (nn. 38 y 41), 43 (n. 42), 51 (n. 53), 53 (n. 54), 181 (n.*) ELORDUY, Juan Manuel: 201, 202 ELORZA, Antonio: 50 (n. 52) ELSON, Ruth: 54 (n. 55), 64 (n. 16) EMORY, Frederic: 27 (n.12) ENCARNACIÓN, Óscar: 294 ENDERS, Thomas O.: 265, 266 (y nn. 26 y 27), 269, 271, 275 (n. 38) ERRO, Carmen: 195 (n. 20) ESPADAS BURGOS, Manuel: 40 (n. 33), 41 (n. 34), 48 (n. 50) ESPAÑOL GONZÁLEZ, Luis: 88 (n. 42) ESPINOSA, Antonio: 228 (n. 30) ESPINOSA, J. Manuel: 229 (n. 32) EVERETT HALE, Edward: 55 (n. 58) FABIÉ, Antonio María: 43 (n. 44) FALCOFF, Marc: 69 (n. 24),294 FANJUL, Enrique: 188 (n. 14), 189 (n. 14) FEO, Julio: 265 (y n. 25), 266 (y n. 27), 267, 268 (n. 29), 269 FERNÁNDEZ ALMAGRO, Melchor: 43 (n. 44) FERNÁNDEZ CARRO, José Remo: 223 (n. 25) FERNÁNDEZ ESPESO, Carlos: 267 (n. 28) FERNÁNDEZ ORDÓÑEZ, Francisco: 262 (n. 19), 268, 276, 277, 281, 288, 291 FERNÁNDEZ PÉREZ, Paloma: 194 (n. 27), 200 (n. 44), 201 (n. 44) FERNÁNDEZ VALDERRAMA, Gabriel: 186 (n. 7), 187 (n. 11) FERNÁNDEZ, James D.: 70 (n. 26) FERNANDO EL CATÓLICO: 111 FERRIÈRE LE VAYER, Marc de: 157 (n. *), 164 (n. 11), 167 (n. 18), 170 (n. 4), 173 FIGUEROA Y TORRES, Álvaro de ( Conde de Romanones): 46 (n. 46), 47 (n. 48) FISCHER, Wolfram: 165 (n. 12) FISHMAN, Robert: 294 FLYS, Carmen: 59 (n. 5), 241 (n. 54) FONER, Philip: 28 (n.14)
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
FORD, Gerald: 96 FORMENTÍN, Justo: 82 (n. 37) FORTE, Ralph: 224 (n. 26) FRAENKEL, Charles: 197 (n. 34), 220 (n. 19) FRAGA, Manuel: 306, 318 (Ilust. 16) FRANCO , Francisco: 118, 119, 141, 145, 146, 147 (y n. 8), 148-150, 152-154, 184 (nn. 1 y 2), 207 (n. 1), 224, 225, 227, 236-238, 242, 245 (y n. 1), 246-250, 254, 259 (n. 17), 274 (n. 36), 275 (n. 37), 282, 285 (n. 49), 290, 302-306, 315 (Ilust. 10), 319 (Ilust.18) FRANCO IRIBARNEGARAY, Carlos: 251 FRANK, Waldo: 69, 87 (n. 41) FRANKLIN, Benjamin: 96 FULBRIGHT, James William: 133, 134 FULLER, León W.: 137 (y n. 14) FUSI, Juan Pablo 23 (n.5), 41 (n. 34), 42 (n. 38) GADNER, Richard N.: 285 (n. 49), 292 (y nn. 59 y 61), 293 (n. 63), 297 GALA MUÑOZ, Manuel: 241 (n. 55) GALLEGO, Martín: 190 (n. 20) GANDELMANN, Joe: 295 GARCÍA ABÁSOLO, Antonio: 37 (n.24), 51 (n. 53) GARCÍA DELGADO, José Luis: 188 (n. 14) GARCÍA GUIJARRO, Luis: 83 GARCÍA LORCA, Federico: 79 GARCÍA MAZAS, José: 67 (n. 21) GARCÍA QUEIPO DE LLANO, Genoveva: 68 (n. 22) GARCÍA SANZ, Fernando: 42 (n. 39), 46 (n. 47), 48 (n. 50) GARCÍA, José Luis: 84 (n. 38) GARCÍA-MONTÓN, Isabel: 59 (n. 4) GARDNER, L.C.: 22 (n.4) GARRIGUES, Antonio: 185 (y n. 4) GEIGER, Till: 167 (n. 16) GEMELLÍ, Giuliana: 197 (n. 33) GENSCHER, Hans-Dietrich: 248 (n. 3) GEORGE, Bruce: 265 (y n. 25) GHIRALDO, Alberto: 60 (n. 9) GIL PELÁEZ, José: 191 (n. 21), 210 (n. 4) GIL POLO, Gaspar: 70 GIL ROBLES, José Mª: 114, 116 GIL, Federico: 275 (n. 37) GILLESPIE, Richard: 288 (n. 52)
GILLINGHAM, John: 136 (n. 13) GINER DE LOS RÍOS, Francisco: 78 GINIGER, Henry: 295 GIRAL Y PEREYRA, José: 121 GIRAULT, René: 162 (n. 8) GLICK, Thomas F.: 74 (n. 31), 84 (n. 38), 85 (n. 39), 88 (n. 42) GLILMAN PROSKE, Beatrice: 67 (n. 21) GOETHE, Johann Wolfgang von: 102 GÓMEZ ULLA: 90 GONZÁLEZ CAVADA, Antonio: 47 (n. 48) GONZÁLEZ DE MESA, Amaro: 296 GONZÁLEZ, Felipe: 207 (n. 1), 207 (n.*), 262 (y n. 18), 263-265, 286 GORTAZAR, G.: 74 (n. 31) GOULD, Lewis: 23 (n.5) GRAEBNER, Norman: 20 (n.1) GRANOVETTER, Mark: 197 (n. 35) GREENE, Theodore: 22 (n.4), 36 (n. 23) GRESOTTO, Nicole: 290 (y n. 55) GRISSER, Alfred: 130 GRISWOLD, Whitney: 20 (n.1) GUASCONI, María Eleonora: 167 (n. 18) GUERRA, Alfonso: 270 (n. 32) GUILLÉN, Mauro: 191 (n. 21) GUIRAO, Fernando: 184 (n. 2), 189 (n. 16) GULICK, Alice: 77 GUNTHER, Richard: 294 GUTIÉRREZ MELLADO, Manuel: 251 GUTTMANN, Allen: 142 (n. 3) HABECK, Mary R.: 120 (n. 6) HABSBURGO, Inmaculada de: 296 HAIG, Alexander M Jr.: 257 HALTZEL, Michael H.: 274 (n. 36) HAMMOND, Paul Y.: 135 (n. 10) HARVEY: 148 (n. 9) HATCH WILKINS, Ernest: 106 HATTON, Timothy G: 72 (n. 28) HAY, John: 39 (n. 29) HAYES, Carlton: 119 HEALY, David: 22 (n.4) HEFFER, Jean: 20 (n.1) HELMAN, Edith: 95 (n. 1), 96 ( y n. 3), 97 (n. 4) HEMINGWAY, Ernerst: 69 ( y n. 24), 118, 119 HENDERSON, John: 220 (n. 19) HENRÍQUEZ UREÑA, Pedro: 100
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
HERNÁNDEZ SÁNCHEZ-BARBA, Mario: 290 HERNÁNDEZ SANDOICA, Elena: 50 (n. 52) HERRERO, Bernardino: 194 HERRERO, José Luis: 210 (n. 4) HERRIGEL, Gary: 158 (n. 2) HILTON, Sylvia: 29 (n.15), 59 (n. 3) HITLER, Adolph: 120, 121, 122, 123, 147, 150 HOAGLAND, Jim: 295 HOFFMAN, Paul: 120 HOFSTADTER, Richard: 27 (n.13) HOGAN, Michael J.: 162 (n. 8) HOOVER, Herbert Clark: 116 HOWARD, Michael: 167 (n. 17) HOWE DOWNES, William: 55 (n. 58) HOWELLS, William Dean: 109 HOWSON, Geoffrey: 121 (y n. 7) HUME, Cameron R: 288 (n. 51) HUNGTINTON VERNON, Susan: 79 (y n. 33), 87, 93 HUNTINGTON, Archer Milton: 67 (y n. 21), 68, 69 (y n. 23), 71 (n. 27), 86, 92 ICKES, Harold: 118 IRVING, Washington: 67 (y n. 20), 69, 70, 109, 113 ISABEL LA CATÓLICA: 69 (n. 23), 111 ISASI, Aguirre: 200 JACKSON, Gabriel: 122 (n. 9), 233 (n. 39), 274 (n. 36), 294 JARQUE ÍÑIGUEZ, Antonio: 184 (n. 2) JEFFERSON, Thomas: 96 JENKINS, Loren: 295 JIANG JESHI: 132 JIMÉNEZ, Enrique: 100 JEREZ DE LOS CABALLEROS, Marqués de: 68 JOHNSON, Louis: 135 JOHNSON, Walter: 220 (n. 19) JOVER ZAMORA, José María: 22 (n.5), 40 (n.33), 41 (n. 34), 42 (n. 37), 142 (n. 2), 150 JUAN CARLOS I: 152, 248 (n. 3), 250 JUDERÍAS, Julián: 63 (n. 13) JULIÁ, Santos: 23 (n.5), 53 (n. 54), 62 (n. 12), 254 (n. 10), 257 KAGAN, Richard: 56 (n. 60), 64 (n. 17), 65, 66 (n. 19), 67 (nn. 20 y 21), 70 (n. 26), 95 (n. *), 97, 111 (y n. 34)
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KENNAN, George: 128 KENNEDY, John: 119 KENNEDY, Joseph: 119 KENNEDY, Paul: 39 (n. 31) KERENSKY, Alexandr Fiódorovich: 116 KEVLES, Daniel J.: 82 (n. 36) KEYNES, John Maynard: 116, 126 KIMBALL, William W.: 34 (n. 21) KINDLEBERGER, Charles P.: 162 (n. 8) KING, Georgina: 69 KING, John: 266 KIPPING, Mathias: 157 (n. *), 163 (n. 10), 179 (n. 39), 194 (n. 27), 195 (n. 30) KISSINGER, Henry: 307, 319 (Ilust.18) KLINE, Charles H.: 130 KNAPP, W.I.: 67 KOHL, Helmut: 288 KUISEL, Richard F.: 157 (n. 1) KURGAN VAN HENTENRYK, Ginette: 173 (n. 31) KUYKENDALL, Ralph: 39 (n. 30) LABAYEN FERNÁNDEZ-VILLAVERDE, Ángel: 224 (n. 26) LABRA, Rafael Mª de: 58 LAFEBER, Walter: 22 (n.4), 26 (n.10), 33 (y nn.18, 20) LAFORA, Gonzalo R.: 90 LAÍN ENTRALGO, Pedro: 23 (n.5), 67 (n. 21) LAMBERG, Juha- Antti: 171 (n. 26) LANCASTER, Thomas: 294 LANGA, Alicia: 23 (n.5) LAPTOS, J.: 133 (n. 6) LARGO CABALLERO, Francisco: 121 LARIO, Angeles: 41 (n. 33) LAVES, Walter H.C.: 220 (n. 19) LEA, Henry Charles: 55 (n. 59), 64 (n. 17), 113 (y n.1) LEECH, Margaret: 23 (n.5) LEÓN XIII: 50 LERMA, Marqués de: 43 (n. 44) LERROUX, Alejandro: 114, 116 LESCENT-GILES, Isabelle: 157 (n. *), 164 (n. 11), 167 (n. 18), 170 (n. 24), 173 LESSING: 102 LÉVY-LEBOYER, Maurice: 162 (n. 8) LIEDTKE, Boris N.: 184 (n. 2) LINDERMAN, Gerald F.: 29 (n.15), 55, 56 (n. 60) LINZ, Juan 203 (y n. 47), 294
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
LIPPMAN: 133 LITTLE, Douglas: 115 (y n. 4), 121, 142 (n. 3) LLORENS, Vicente: 122 (y n. 8) LLOYD GEORGE, David: 301 LOEWE, Ludwing: 165 LONGFELLOW, Henry Wadsworth: 70, 95, 96, 98, 109, 111 LÓPEZ BRAVO, Gregorio: 202 LÓPEZ Y VALDIVIESO, Santiago: 282 (n. 44) LÓPEZ, María G. de: 101 LORA TAMAYO, Emilio: 241 (n. 54) LORENZO, Xavier de: 214 (n. 10) LOWEL: 96, 109 LUCE, Henry: 133 LUQUIENS, Frederick Bliss: 100 LYON, William: 295 MAC CLOY, John: 136 MADARIAGA, Salvador de: 90 MADDISON, Angus: 176 (n. 35) MAEZTU, María: 79, 80, 81, 83, 87, 91 (y n. 47) MAEZTU, Ramiro de: 74 (n. 30) MAHAN, Alfred: 25 (y n.7) MAIER, Charles S.: 162 (n. 8), 167 (y n.17) MALEFAKIS, Edward: 122, 233 (n. 39), 294 MANN, Thomas: 118 MAÑUECO, Gabriel: 259, 263 (n. 22) MAO TSÉ- TUNG: 134 MAO-TSÉ-DONG: 132 MARAÑON, Gregorio: 90 MARC ARTHUR, Douglas Jr.: 136 MARIA CRISTINA DE HABSBURGO (Regente): 46, 47, 48 MARICHAL, Juan: 294 (n. 64) MARIN, Séverine: 164 (n. 11) MARJOLIN, Robert: 168 MARKHAM, James: 295 MARKS, Michael P.: 257 (n. 14) MARQUINA, Antonio: 249 (n. 4), 256 (n. 12), 258 (n. 15), 275 (n. 39) MARSHALL, George Catlett: 129, 307, 320 (Ilust. 19) MARTÍN ARTAJO, Alberto: 154, 199, 304, 314 (Ilust. 7), 221 MARTIN FIELD, Henry: 55 (n. 58) MARTÍN SANTOS, Luis: 233 (n. 34)
MARTÍNEZ SÁNCHEZ, Isabel: 59 (n. 5), 73 (n. 29) MARTY, Frédéric: 169 (n. 22), 214 (n. 10) MARX, Karl: 120 MATTHEWS, Herbert: 119 MAURA GAMAZO, Gabriel: 42 (n. 40) MAURA, Antonio: 74 MAXWELL, Kenneth: 294 MAY, Ernest R.: 22 (n.4) MAYO, Elton: 199 MCADOO (oficial): 34 (n. 21) MCCORMICK, Thomas: 22 (n.4), 26 (n.10), 40 (n. 32) MCDONOUGH, Peter: 294 MCKINLEY, William: 21, 22 (n.4), 23 (y n.5), 24, 25, 26 (y n.11), 27(y 12), 28-30, 31 (y n. 16), 34-37, 38 (y n. 27), 39, 49, 51, 52, 61 (n. 11) MEISLER, Stanley: 295 (y n. 66) MELANDRI, Pierre: 133 (y n. 7) MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino: 63 MENÉNDEZ PIDAL, Ramón: 41 (n. 34), 79, 85, 108 MERCK, Frederic: 27(n.13) MERRIMAN, Roger B.: 114 (y n. 3) MERRIT (General): 36 (n.23) MIÈGE, Jean Louis: 42 (n. 40 MIGUEL, Amando de: 203 (y n. 47) MILÁN, José Ramón: 46 (n. 46) MILLER, Richard: 22 (n.4) MILWARD, Alan S.: 162 (n. 6) MIRANDA, Carlos: 272 (n. 34) MIRAPEIX, Eudaldo: 272 (n. 34) MIRÓ, Joan: 113 MISZTAL, M.: 133 (n. 6) MOISÉS: 305 MOLERO, José: 191 (n. 22), 195 (n. 30), 196 (n. 31), 210 (n. 4) MOLES, Enrique: 90 MONNET, Jean: 133, 137, 168 MONROE, James: 25 (n.7) MONTEMAYOR, Jorge de: 70 MONTERO, Feliciano: 40 (n. 33) MONTES DOMÍNGUEZ, Eugenio: 83 MONTOJO, Patricio (contraalmirante): 34 MORÁN, Fernando: 262 (y n. 19), 263 (y n. 20), 264 (y n. 24), 266 (y nn. 26 y 27), 267 (n. 28), 268 MORENO FRAGINALS, Manuel: 50 (n. 52)
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
MORENO, Alicia: 77 (n. 32) MORENO, Antonio: 184 (n. 2), 189 (n. 16) MORET, Segismundo: 46 (y n. 47), 47 (n. 48) MORGAN, J.P.: 29 MORGAN, Wayne H.: 23 (n.5), 28 (n.14) MORGENTHAU, Henry: 118, 121 MORGENTHAU, M.: 127 (n. 1) MORIN, E.: 139 MORRIS, Richard B.: 62 (n. 11) MOSS, Ambler: 295 MOTLEY, John Lothop: 113, 114 (n. 2) MUJAL-LEÓN, Eusebio: 294 MUÑOZ, Juan: 185 (n. 4), 190 (n. 20), 198 (nn. 36 y 38) MURPHY, Robert: 136 MURRAY BUTLER, Nicholas: 69, 87 MUSSOLINI, Benito: 120, 121 NAVARRO RUBIO, Mariano: 231 (n. 35) NAVARRO TOMÁS, Tomás: 87 NAVARRO, Miguel Ángel: 288 (n. 53) NEGRÍN, Juan: 121, 123 NIDO Y SEGALERVA, Juan del: 46 (n. 46) NIELSEN, Waldemar: 197 (n. 34) NIELSON, William A.: 81 (n. 34), 118 NINKOVICH, Frank: 220 (n. 19) NIÑO, Antonio: 23 (n.5), 41 (n. 34), 42 (n. 38), 82 (n. 37), 181 (*) NIXON, Richard N.: 306, 319 (Ilust. 17) NORRIS, Robert S.: 249 (n. 4) NORT, Douglas C.: 172 (y n. 29) NOUAICHAT, Yves-Henry: 241 (n. 53) NOVIKOV, Pert Sergeevich: 128 NÚÑEZ FLORENCIO, Rafael: 59 (n. 3) OCHOA, Severo: 82 OFFNER, John: 29 (n.15) OJEDA, Jaime de: 29 (n.15), 54 (n. 55) OLCOTT, Charles S.: 23 (n.5) O’NEILL, “Tip”: 286 ONÍS, Federico de: 63 (n, 14), 67 (n. 21), 69, 83, 86, 87 (y n. 41), 99 (n. 9), 109 (y nn. 28 y 29), 110 (y nn. 30-33) ORBANESA, Juan: 201 OREJA, Marcelino: 250, 253, 256 ORIOL, José Mª: 224 (n. 26) ORTEGA Y GASSET, José: 59 (n. 6), 75, 76, 79 ORTEGA, Andrés: 290 (n. 55), 291 (y n. 57)
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PABLOS, Ana Romero de: 214 (n. 10) PABÓN, Jesús: 23 (n.5) PALACIOS, Alfredo: 60 (n. 9) PALOMAR, Patricio: 201 PAN-MONTOJO, Juan: 23 (n.5) PAPANDREU, Andreas: 271 PARDO, Rosa M.: 149 (n. 9) PASAMAR ALZURIA, Gonzalo: 62 (n. 12) PASCUAL, P.: 201 (n. 44) PAYNE, Stanley G.: 294 PELLS, Richard: 220 (n. 19) PÉREZ DE AYALA, Ramón: 68, 83 PÉREZ GIRALDA, Aurelio: 245 (n. *), 272 (n. 34) PÉREZ, Louis: 50 (n. 52) PÉREZ, Sofía: 294 PÉREZ-LLORCA, José Pedro: 256, 259 PERINAT, Luis Guillermo: 256 (n. 12), 286 (n. 50) PETRARCA: 106 PI Y MARGALL, Francisco: 58 PICASSO (Pablo Ruiz Picasso): 113, 301 PIJOAN, José: 83 PIKE, Fredrick B.: 69 (n. 24) PIQUÉ, Josep: 285 (n. 49) PITA ANDRADE, José Manuel: 233 (n. 38) PITA DA VEIGA, Gabriel: 251 PITTALUGA, Gustavo: 84 POLLARD, Robert A.: 144 (n. 5) PONS Y UMBERT, Adolfo: 43 (n. 44 PORTER, Horacio: 40 PORTERO, Florentino: 44 (n. 44), 145 (n. 6), 184 (n. 2) POWEL, Charles: 256 (y n. 12), 259 (n. 16), 264 (n. 23) POWEL, Chicago W.W.: 197 (n. 35) POWEL, Colin: 284 (n. 48) PRADOS, Leandro: 21 (n.3) PRAGER, Karsten: 295 PRATT, Julius W.: 25, 26 (n.10), 29 (n.15), 38 (n. 27) PREGO, Victoria: 262 (n. 18), 268 (n. 30), 271 (n. 33) PRESCOTT, William: 55 (n. 59), 56 (n. 60), 64 (n. 17), 109, 110, 111 PRESTON, Paul: 147 (n. 8), 184 (n. 2), 245 (n. 1) PRIETO, Indalecio: 116, 117
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
PRIMO DE RIVERA, Miguel: 84, 85 PROCTOR, Redfield: 30 PUIG, Nuria: 82 (n. 37), 185 (n. 4), 186 (n. 10), 187, 189 (n. 18), 190 (n. 20), 194 (n. 27), 195 (n. 30), 201 (n. 44), 211 (n. 6) RADOSH, Ronald: 120 (y n. 6) RATHENAU, Emil: 165 REAGAN, Ronald: 261, 267, 269, 274 (n. 36), 292 REHER, D.: 201 (n. 44) RÉVEILLARD, Christopher: 158 (n. 4), 168 (n. 19), 169 (n. 21) REY PASTOR, Julio: 88 (n. 42) RIAÑO Y GAYANGOS, Juan: 86 RIOS, Fernando de los: 79 RIVIÈRE (Familia): 200, 201 RIVIÈRE MANÉN, Francisco Luis: 201 (n. 44) RIVIÈRE, Jorge: 201 (n. 45) ROBLES MUÑOZ, Cristóbal: 48 (n. 50), 59 (n. 3) ROBLES PIQUER, Carlos: 258 ROCA I ROSELL, Antoni: 212 (n. 8) ROCKEFELLER, John: 29, 84 RODÓ, Luis Enrique: 59 (n. 6) RODRIGO, Fernando: 288 (n. 52) RODRÍGUEZ OCAÑA, Esteban: 84 (n. 38) RODRÍGUEZ, Emilio A.: 275 (n. 37) RODRÍGUEZ, José Luis: 82 (n. 37) ROLDÁN, Santiago: 185 (n. 4) ROLLÍN, León: 60 (n. 9) ROMERA NAVARRO, M.: 108, 109 (n. 27) ROOSEVELT, Eleanor: 118, 120 ROOSEVELT, Franklin: 116, 118, 120, 121, 123, 125, 126, 128, 133, 295 ROOSEVELT, Theodore: 25 (y n.7) ROPER, John: 290 (n. 55) ROSE, Wickliffe: 84, 93 ROSS, Ross A.: 224 (n. 26) ROTHSCHILD (Familia): 199 (n. 40) ROY, Joaquín: 295, 296 ROYO, Sebastián: 294, 295 (y n. 65) RUBOTTOM, Richard: 248 (y n. 2) RUEDA, Germán: 72 (n. 28) RUIZ FORNELLS, Enrique: 218 (n. 16), 235 (n. 43) RUIZ MANJÓN, Octavio: 23 (n.5) RUIZ MORALES, José Miguel: 224 (n. 26), 231 (n. 35)
RUIZ, G.: 84 (n. 38) RUPÉREZ, Ignacio: 245 (n. *) RUPÉREZ, Javier: 256 (n. 13) RUSK, Dean: 304, 314 (Ilust. 8) RUSSEL LOWELL, James: 55 (n. 58) RUSSELL, Trusten W.: 229 (n. 32) RYDEN, G.H.: 39 (n. 31) SACO, Nicola: 60 SAGASTA, Práxedes Mateo: 31, 40, 46 (y n. 46), 47, 48 (y n. 49), 49, 154 SALAZAR, António de Oliveira: 116 SALOM COSTA, Julio: 41 (n. 34), 42 (nn. 36, 37, 38, 40) SAMPSON, William P.: 78 SAN ROMÁN, Elena: 143 (n. 4) SÁNCHEZ AGESTA, Luis: 224 (n. 26) SÁNCHEZ MANTERO, Rafael: 40 (n. 33), 54 (n. 55), 55 (n. 58), 58 (n. 1), 69 (n. 24) SÁNCHEZ RECIO, Glicerio: 190 (n. 20) SÁNCHEZ RON, José Manuel: 81, 82 (nn. 35 y 36), 84 (n. 8) 38), 212 (n. 8), 13 (n. SÁNCHEZ, Esther: 169 (nn. 21 y 22), 214 (n. 10) SÁNCHEZ, Joseph P.: 64 (n. 15), 65 (n. 18) SÁNCHEZ-ALBORNOZ, Nicolás: 296 SANTER, Jacques: 293 SANTIAGO, Fernando de: 251 SANTOS YUBERO, Martín: 302 SANTOS, F.: 58 (n. 1) SANZ MENÉNDEZ, Luis: 223 (n. 25) SCHILLER, Friedrich-von: 102 SCHILLING, Warner R.: 135 (n. 10) SCHLESINGER, Arthur: 61 (n. 10) SCHMIDT, Helmut: 248 (y n. 3) SCHÖDER, Holger: 136 (n. 13), 171 (n. 27) SCHRÖTER, Harm G.: 158 (n. 3) SCHULTZ, George P.: 263, 268, 269 (n. 30) SCHUMACHER, Ed: 295 SCHWABE, Klaus: 136 (n. 13) SECO, Carlos: 23 (n.5) SERNA, Alfonso de la: 231 (n. 35), 236 (n. 44) SERRANO SANZ, José Mª.: 21 (n.2), 43 (n. 43) SERRANO, Ángel: 185 (n. 4)
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
SEVILLA, Rosario: 54 (nn. 55 y 56), 58 (n. 1) SEVOSTIANOV, Gregory: 120 (n. 6) SHEDLIN, Arthur: 202 SHEPHERD, William R.: 86 SHERMAN, John: 32 (n.17) SHPOTOV, Boris M.: 174 (n. 32) SHUTZ 274 (n. 36), 276 SIERRA, Fermín de la: 192 (y n. 25), 199, 201, 202 SILVELA, Francisco: 53, 74 SIMPSON, William H.: 50 SMITH, Abiel: 96 SMITH, Alfred E.: 119 SMITH, Tony: 252 (n. 7) SMYTH, Denis: 245 (y n. 1), 297 SNYDER, Glenn: 135 (n. 10) SOLANA MADARIAGA, Javier: 291 (y n. 58), 292, 293 SONETUAR, J.: 308 (Ilust.1) SOROLLA, Joaquín 68 (y n. 22) SOTO, Álvaro de: 256 (n. 12) SPAAK, Paul Henri: 132, 168 SPELL, J.R.: 96 (n. 2) STALIN (Iósiv Visariónovich Dzhugachvili): 120, 121 STELZENMÜLLER, Tilemann: 248 (n. 3) STENHOUSE, Mark: 265 (y n. 25) STEWART, Jules: 295 STOESSEL, Walter Jr.: 237 (n. 45) STOREY, Dean Robert G.: 229 (n. 32) STORY, Jonathan: 288 (n. 52) STREIT, Clarence: 133 SUANZES Y FERNÁNDEZ, J. Antonio (Marqués de Suanzes): 143, 192 SUÁREZ CORTINA, Manuel: 40 (n. 33) SUÁREZ, Adolfo: 251, 253, 255, 256, 259 (n. 16), 286 SUDRIÁ, Carles.: 201 (n. 44) SUSSMAN, Leonard: 220 (n. 19) SZLARZKA-POREBA: 131 TASCÓN, Julio: 190 (n. 20) TATE, Merze: 39 (n. 30) TAYLOR, Frederick: 161 TENA ARTIGAS, Antonio: 224 (n. 26) TERMIS SOTO, Fernando: 147 (n. 7) TEZANOS, José Félix: 270 (n. 32) THEOTOKÓPOULUS, Doménikos (El Greco): 113
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THOMAS (senador norteamericano): 133 THOMAS, R P.: 172 (n. 29) THOMPSON, Charles A.: 220 (n. 19) TICKNOR, George: 70, 96, 109 TIRATSOO, Nick: 157 (*) TODA OLIVA, Eduardo: 224 (m. 19) TODMAN, Terence A.: 258, 263, 265, 275 (n. 38) TOMLINSON, Robert: 136 TORRE, Rosario de la: 48 (n. 50) TORRES, E.: 201 (n. 44) TRAINA, Richard P.: 142 (n. 3) TRASK, David: 28 (n. 14) TROUT, Robert: 295 TROWBRIDGE, Augustus: 84 (n. 38) TRUMAN, Harry S.: 125, 126, 128, 129, 131, 133, 135, 136, 183, 304 TULCHÍN, Joseph S.: 275 (n. 37) TUÑÓN DE LARA, Manuel: 40 (n. 33), 262 (n. 19) TUSELL, Javier: 41 (n. 34), 44 (n. 44), 147 (n. 8), 256 (n. 12) TWAIN, Mark: 38 (n. 28) UCELAY, Margarita: 79 (n. 33) UNAMUNO, Miguel de: 111 ÜSKIDEN, Behlul: 194 (n. 27) VAICBOURDT, Nicolas: 134 (n. 9), 135 (nn. 11, 12), 138 (n. 17) VALDERLIP, Frank: 33 (n. 19) VALENTINO, Rodolfo: 71 VALERO, Antonio: 201 VAN MINNEN, C.A.: 59 (n. 3) VANCETTI, Bartolomeo: 60 VARASCHIN, Denis 168 (n. 20) VARELA ORTEGA, José: 23 (n.5), 142 (n. 2) VARELA PARACHE, Manuel: 292 (n. 59) VASILIEVA, María: 175 (n. 33) VEGA INCLÁN, Marqués de la: 68 VELÁZQUEZ, Diego de Silva (pintor): 113 VIANA, Marqués de: 68 (n. 22) VIGÓN, Jorge: 150 VILAR, Mar: 70 (n. 25) VILLEGAS, Mª José: 82 (n. 37) VIÑAS, Ángel: 147, 184 (n. 2), 207 (n. 1), 270 (n. 32) VISHINSKI, Andréi Yanuárievich: 132 VOGEL, Ralph. H.: 229 (n. 32)
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
VOLDMAN, Danièle: 162 (n. 7) VUILLERMONT, Catherine: 169 (n. 23) WAID, Robert: 224 (n. 26) WALKER, William W.: 236 (n. 45) WALL, Irvin M.: 130 (y n. 4) WALTERS, Vermon A.: 267, 274 (y n. 36) WALTON BUTTERWORTH, W.: 138 (y n. 18) WARSHAW, J.: 104 (n. 19), 106, 107 (y nn. 23-26) WEINBERGER, Caspar: 267 WELCH, Richard E.: 22 (n. 4), 23 (n. 5), 26 (n. 10) WELLES, Orson: 71 (n. 27) WELLES, Sumner: 120, 121, 133 WESTLEY, Anne: 295 WEYLER, Valeriano: 55, 65 WHITE, Harry: 126 WILKERSON, Marcus M.: 29 (n.15) WILKINS, Laurence A.: 86 (y n. 40), 93, 99 (n. 8), 100 (n. 10), 101 (y n. 11), 102
(y nn. 12-14), 103 (y nn. 16 y 17), 104 (y n. 18), 105 (n. 20) WILKINS, Mira: 189 (n. 19) WILLIAMS, Oscar F.: 37, 38 (n. 26) WILLIAMSON, Jeffrey G.: 72 (n. 28) WILSON, Thomas Woodrow: 61, 301 WOODFORD, Steward L.: 48, 78 YÁÑEZ-BARNUEVO, Juan Antonio: 245 (n. *), 270 (n. 32), 292 (n. 59) YLLÁN, Esperanza: 44 (n. 44) YOUNG, Marilyn: 22 (n.4) YOUNG, Owen D.: 161 ZABALETA, Nicanor: 83 ZALDÍVAR, Carlos A.: 269 (n. 31), 273, 275 (n. 39), 277, 284 (n. 46), 290 (n. 55), 291 (y n. 57) ZEITLIN, Jonathan: 158 (n. 2), 180 (n. 40) ZULOAGA Y ZABALETA, Ignacio: 68 ZULUETA, Carmen de: 77 (n. 32), 294 (n. 64)
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Estados Unidos ha tenido una notable influencia en el discurrir internacional del siglo XX. España no ha constituido una excepción en tal sentido. Los pactos militares de 1953 y sus secuelas han proyectado una alargada sombra en las relaciones bilaterales, que ha llegado prácticamente hasta nuestros días. Sin duda la vertiente estratégica ha sido un eje fundamental de la conexión bilateral, pero está lejos de resumir la densidad y pluralidad de manifestaciones que adquirieron las relaciones entre ambos países en el transcurso del pasado siglo. La obra que aquí se ofrece pretende trazar una panorámica de conjunto de ese proceso histórico, conjugando la dimensión internacional con la evolución de las relaciones en el terreno económico y cultural.