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Spanish; Castilian Pages 474 [487] Year 2004
E S PANA EN TIEMPOS
DEL QUIJOTE
E S PANA EN TIEMPOS
DEL QUIJOTE No se puede entender el Quijote sin entender el periodo, el contexto histórico, la vida y las aventuras de su autor. Miguel de Cervantes no fue ajeno a las ansiedades e inquietudes de la España de finales del siglo xvi y principios del xvn, un tiempo de fracasos, de peste y carestías, de corrupción, de temores, de crisis, de pérdida de la influencia política, de explotación y colonización, de violencias y crueldades. Pero también fue un tiempo de esperanza, de ilusión, de reforma, de diálogo entre culturas y sociedades, de creación de nuevos géneros literarios, de paces y treguas, de replanteamientos de las relaciones de poder entre el centro y las ciudades, de discusiones sobre cómo restaurar el poder de España en el mundo. Estamos, pues, ante un tiempo y una sociedad tan complejos como los de hoy. Con la intención de ofrecer una visión comprensiva del mundo que vivieron Cervantes y sus contemporáneos, los historiadores Antonio Feros y Juan Gelabert han coordinado una obra en la que los principales especialistas de cada campo presentan los aspectos históricos, políticos, económicos, sociológicos, culturales y literarios más importantes de un siglo fundamental en la historia de España. Así, John H. Elliott, Roger Chartier, Femando Bouza, Georgina Dopico, José Ignacio Fortea, Jean-Frédéric Schaub, I. A A, Thompson, y Bernard Vincent nos acercan a la época y nos proporcionan el contexto necesario para facilitarnos la lectura del Quijote.
taurus
A N T O N IO F E R O S (Dir.) es doctor en Historia por la Universidad Johns Hopkins y profesor de Historia en la Universidad de Pennsylvania (Estados Unidos). Ha publicado varios libros entre los que destaca El Duque de Lerma: realeza y privanza en la España de Felipe III. JUAN G E L A B E R T (Dir.) es profesor de Historia en la Universidad de Cantabria y ha publicado, entre otras obras, La bolsa del rey.
A
n t o n io
Feros
y Ju a n gelabert
Fe r n a n d o B o u z a R o g e r C h a r t ie r G e o r g in a D o p ic o B l a c k J o h n H . E l l io t t J osé I g n a c io F o r t e a J ean -F rédéric S c h a u b I. A . A . T h o m p s o n B er n ar d V in c e n t
E spaña d el
en tiem po s
Q u ijo t e
taurus historia
(Dirs.)
© Antonio Feros y Juan Gelabert (Dirs.), Fernando Bouza, Roger Chartier, Georgina D opico Black, José Ignacio Fortea, Jean-Frédéric Schaub, I. A. A. Thom pson, Bernard Vincent, 2004 © De esta edición: Santillana Ediciones Generales, S. L., 2004 Torrelaguna, 60. 28043 Madrid Teléfono 91 744 90 60 Telefax
91 744 92 24
www.taurus.santillana.es • Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A. Beazley 3860. 1437 Buenos Aires « Santillana Ediciones Generales S. A. de C. V. Avda. Universidad, 767, Col. del Valle, México, D.F. C. P. 03100 • Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Calle 80, n.“ 10-23 Teléfono: 635 12 00 Santafé de Bogota, Colombia Traducción de los capítulos 5 y 9, de Paloma Gómez Crespo; del capítulo 6, de Miguel Martinez-Lage. Diseño de cubierta: Pep Carrió y Sonia Sánchez Ilustración de cubierta: Detalle del Milagro de la Virgen de Atocha en las obras de construcción de la Casa de la Villa. Anónim o, siglo xvill, Madrid, Museo Municipal. ISBN: 84-306-0557-6 Dep. Legal: M-43.983-2004 Printed in Spain - Impreso en España
Q ueda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier form a de reprodu cción, distribución, com unicación pública y transform ación de esta obra sin con tar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos m encionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. del Código Penal).
Ín d ic e
Los a u t o r e s In t r o d u c c i ó n
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A ntonio Feros y Juan E. Gelabert C a p í t u l o 1. L a h i s t o r i a d e l in g e n io s o h i d a l g o M i g u e l d e C e r v a n te s
G eorgina D op ico Black ......................................................
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C a p í t u l o 2. « M á q u in a in s ig n e » : l a M o n a r q u í a H isp a n a en e l r e in a d o d e F e lip e II
J oh n H . Elliott .......................................................................................
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C a p í t u l o 3. « P o r D io s , p o r l a P a tr ia y e l R ey»: e l m u n d o p o l í t i c o e n tie m p o s d e C e r v a n te s
A n ton io F e r o s ........................................................................
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C a p í t u l o 4 . L a M o n a r q u ía H isp a n a e n e l sistem a e u ro p e o de e sta d o s
Jean-Frédéric S c h a u b ..........................................................
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C a p í t u l o 5. L a E u r o p a c a s t e l l a n a d u r a n t e e l tie m p o d e l Q u i j o t e
R oger C h a rtie r......................................................................129 C a p ít u l o 6. L a
gu erra y el so ld a d o
I. A. A. Thom pson ............................................................... 159
7. L a r e s t a u r a c i ó n d e l a r e p ú b lic a Juan E. Gelabert ..................................................................197 C a p ítu lo
C a p ít u l o 8 . L a s
c iu d a d e s , su s o l ig a r q u ía s
y e l g o b ie r n o d e l
R e in o
José Ignacio Fortea P é r e z ................................................... 235 C a p ít u l o 9 . L a del
s o c ie d a d e s p a ñ o l a e n l a é p o c a
Q u ijo t e
Bernard V in c e n t .................................................................... 279 C a p ít u l o
10. Los
c o n t e x t o s m a t e r ia l e s
de la p r o d u c c ió n c u lt u r a l
Fernando B o u z a .................................................................... 309 C a p ít u l o 1 1 . « E s p a ñ a y el
a b ie r t a »:
C e r van tes
Q u ijo te
G eorgina D op ico Black ...................................................... 345 N
o t a s
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C r o n o l o g í a .............................................................................................4 0 9 B i b l i o g r a f í a .............................................................................................4 2 3 Í n d ic e
a n a l í t i c o .................................................................................... 4 5 3
Los a u t o r e s
Fernando Bouza es catedrático habilitado de Universidad y profesor de la Universidad Complutense de Madrid. Actual mente, desarrolla distintas líneas de investigación centradas en la historia cultural ibérica de los siglos xvi y xvii, con especial interés p or la cultura escrita de la ép oca en sus relaciones con otras formas de comunicación, com o las imágenes o la voz, y en sus usos de carácter político y naturaleza propagandística. En tre sus libros destacan: Imagen y propaganda. Capítulos de historia cultural del reinado de Felipe II; Corre manuscrito. Una historia cul tural del Siglo de Oro; Palabra e imagen en la corte. Cultura oral y vi sual de la nobleza en el Siglo de Oro; y Communication, knowledge, and memory in early modern Spain. R oger Charrier es director de estudios de la École des Hau tes Etudes en Sciences Sociales en Paris, y A nnenberg Visiting P rofessor in H istory en la U niversidad de Pennsilvania en Filadelfia. Entre sus libros más recientes traducidos al caste llano destacan: Entre poder y placer. Cultura escrita y literatura en la Edad moderna (2000), Las revoluciones de la cultura escrita (2000), y ha dirigido con G uglielm o Cavallo la Historia de la lectura en el mundo occidental (Taurus, 2001). G eorgin a D o p ic o Black estudió en H arvard y Yale, y ac tualmente es profesora del Departam ento de Español y Por
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E spa ñ a e n t i e m p o s d e i , Q u i jo t e
tugués de la Universidad de Nueva York y Directora del Cen tro de Estudios Medievales y Renacentistas. Es autora de Per fect Wives, Other Women: Adultery and Inquisition in Early Modern Spain ( 2 0 0 1 ) , coeditora de la primera edición impresa del Su plemento al Tesoro de la lengua española de Sebastián de Covarru bias (con Jacques Lezra, 2 0 0 1 ) y de En un lugar de la Mancha: Estudios cervantinos en Honor de Manuel Durán (co n R ob erto González Echevarría, 2 0 0 1 ) . John H. Elliott es regius professor ementus de Historia M oderna en la Universidad de O x fo rd y P rem io P ríncipe de Asturias de Ciencias Sociales ( 1 9 9 6 ) . Entre sus numerosas obras des tacan La rebelión de los catalanes: Un estudio sobre la decadencia en España, 1598-1640 ( 1 9 7 7 ) , La España imperial, 1469-1716 ( 1 9 6 5 ) , El conde-duque de Olivares ( 1 9 9 0 ) , Españay su mundo, 1500-1700 ( 1 9 9 0 ) , y ju n to co n Jonathan Brown, Un palacio para elrey. ElBuen Retiroy la Corte de Felipe TV (reed itad o p or Taurus en 2 0 0 3 ) . A ntonio Feros es profesor de Historia M oderna de Europa en la Universidad de Pennsylvania (Filadelfia). Ha sido director de estudios asociado de la Ecole des Hautes Etudes en Sciences So ciales en París y ayudante de John H. Elliott en el Institute for Advanced Study (Princeton, Estados U nidos). Es licenciado en Geografía e Historia p or la Universidad Autónom a de Madrid, y doctor en Historia p or la Universidad Johns Hopkins (Balti more, Estados Unidos.) Entre sus publicaciones destacan: El Du que de Lerma. Realeza y favoritismo en la España de Felipe III (2 0 0 0 ). En la actualidad está haciendo un estudio sobre el tema de la identidad colectiva en la España m oderna y otro sobre el «im perio español» entre los siglos XVI y xviii. José Ignacio Fortea es catedrático de Historia M oderna en la Universidad de Cantabria. Ha sido Visiting Fellow en lajohn s
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L O S AUTORES
H opkins University (Baltimore, Estados U n id os), director de estudios de la É cole des Hautes Études en Sciences Sociales de París e investigador en la Escuela de Historia y A rqueología de Rom a. Es A cadém ico C orrespondiente de la Real A ca de mia de la Historia desde 1999. Entre sus obras destacan: Fiscalidad en Córdoba. Fisco, economía y sociedad. Alcabalas y encabeza mientos en tierras de Córdoba (1513-1619) (1986) y Monarquíay Cortes en la Corona de Castilla. Las ciudades ante la política fiscal deFelipelI (1990, Prem io de las Cortes de Castilla y León para trabajos de investigación histórica). Juan E. G elabert es catedrático de H istoria M od ern a en la Universidad de Cantabria (Santander). Ha sido Visiting Fe llow del Departam ento de H istoria de la Universidad Johns H opkins y director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales en París. Ha trabajado sobre la historia de España en el siglo xvii (La bolsa del rey, 1598-1648; Castilla convulsa, 1631-1652) y actualmente prepara un libro sobre el m u n d o urbano en los siglos xvi y xvii. Jean -Frédéric Schaub es p rofesor de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, en París. Especializado en el m un d o político luso-hispano, también ha investigado sobre la his toria de las instituciones de los ju d íos y de las relaciones entre España y Francia en la ép oca m oderna. Entre sus publicacio nes se encuentran, Le Portugal au temps du comte-duc d ’Olivares (2001), Les juifs du roi d ’Espagne. Oran, 1507-1669 (1999), y, especialm ente, La Francia española. Las raíces hispanas del ab solutismo francés (2004), co n la que ganó el Prem io Francois Furet en 2003. I. A. A .T hom pson, profesor ju b ila d o de la Universidad de Keele (Inglaterra), es autor de War and Government in Habsburg Spain (1976) y War and Society in Habsburg Spain (1992),
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E sp a ñ a en t i e m p o s d e l Q u ijo t e
además de varios artículos sobre aspectos de la H istoria de la guerra en la España m oderna. B ernard V in cen t, d o c to r h on oris causa p o r las universi dades de Alicante y Alm ería en Historia M oderna de España, actualmente es director de estudios de l’École des Hautes Etu des en Sciences Sociales y director del Centre de Recherches H istoriques en París. Entre sus p ublicacion es destacan: Mi norías y Marginados en la España moderna (1987), 1492 «el año admirable» (1991), Los siglos de oro, (en colaboración co n Bar tolom é Bennassar, 1999).
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In t r o d u c c ió n
TTiempo del Quijote, El Quijote en perspectiva histórica, o el que se p ro p o n e para este volum en —España en tiempos del Qujote— , constituyen algunos de los m uchos títulos que explícita o im plícitam ente reivindican el h ech o de que n o se puede enten der el Quijote sin entender el p e rio d o , el con texto histórico, la vida y aventuras de su autor, d on M iguel de Cervantes. Des de el m o m e n to en el que los responsables de este lib ro c o m enzam os a imaginarlo teníam os claro que la relación entre una obra, su autor y su tiem po se antojaba ciertamente mate ria com p leja . Ni el autor era sim plem ente un p ro d u cto de su tiem po, ni su obra m ero reflejo de la «realidad» externa; lo m ism o cabía decir de lo que pudiera haber entre el autor y su obra. C om o explica Georgina D op ico en un o de los capítulos de este volum en, la biografía de un autor n o «determ ina su produ cción textual de una manera predecible» y, por ello, pa rece un error tratar de volver a la vieja tradición de leer las obras del pasado co m o directo reflejo de la experiencia del autor y de la realidad histórica a su alrededor. En cierto m odo, la gran popularidad del Quijote, ya desde el m ism o m om en to de su publicación, tanto en el m undo hispano com o en otros países europeos, indica claramente lo equivocado de extraer deducciones simplistas respecto a las relaciones entre tiempo histórico y autor/obra. Los ingleses del siglo xvil, o χνιιι o
XX,
al
igual que m uchos otros habitantes del planeta, n o consideran
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E sp a ñ a e n t i e m p o s d e i . Q u ijo t e
que el Quijote sea una de las grandes obras de la literatura uni versal, sino la más grande; y es seguro que ni antes ni ahora es tos lectores de las aventuras de D on Q uijote tenían o tienen m ucha con cien cia del m u n d o histórico que Cervantes habi taba cuando escribió su novela. En un artículo publicado en The Guardian (24 de enero de 2004), la escritora inglesa A. S. Byatt recordaba que la atracción que el (Mijote ha ejercido so bre m illones de lectores se debe fundam entalmente a que és tos «han sentido y sienten am or y atracción primitiva hacia los personajes y sus aventuras», unos personajes que, una vez se han co n o cid o , es im posible olvidar, sin tener en absoluto en cuenta la historia de la sociedad en la que vivió su autor. El Quijote, p o r lo tanto, se p u ede leer y disfrutar sin n e ce sidad de saber absolutam ente nada sobre el p e rio d o históri co en el que fue escrito. Pero n o es m enos cierto que una bue na lectura de las aventuras del señor Quijano requiere también tener al m enos la misma dosis de curiosidad que el fam oso hi dalgo y su creador. De nuevo nos servimos de las palabras de Georgina D opico: «M iguel de Cervantes n o es en ningún sen tido ajeno a las ansiedades e inquietudes de la España de fi nales del siglo XVI y principios del x v ii, las mismas que el Qui jote, con inmensa vividez, recupera, repite y transforma». Y ésta fue nuestra intención desde el prim er m om en to en que pen samos echar a andar este volum en: tratar de ofrecer a sus lec tores una visión com prensiva de las ansiedades, situaciones, inquietu des, esperanzas que vivieron Cervantes y sus c o n tem poráneos; p ero también las estructuras políticas, e c o n ó micas, intelectuales, culturales y literarias que les permitirían leer y entender el m undo que les rodeaba. Tanto nosotros mis m os co m o quienes nos siguieron en esta em presa estábamos y estamos conven cidos de que sí existe un tiem po del Quijote, un tiem po que ayuda a explicar p or qué el Quijote es co m o es. Quizá sus historias y sus personajes sean «universales» y «atemporales», p ero desde lu ego fu eron creados, y sólo p u d ieron
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I n t r o d u c c ió n
ser creados, en un m om ento histórico determinado, el que va desde 1570 hasta la muerte de Cervantes en 1616. Fue éste un tiem po de inquietudes, de ansiedades, de fra casos, de peste y carestías, de corrupción, de temores, de crisis, de pérdida de la influencia política, de explotación y co lo n i zación, de violencias y crueldades — violencia y crueldad del poder, p ero también de grupos e individuos, co m o tantas ve ces nos recu erda Cervantes en su obra— . Pero fu e también un tiem po de esperanza, de ilusión, de reform a, de d iálogo entre culturas y sociedades, de creación de nuevos géneros li terarios, de paces y treguas, de replanteam ientos de las rela ciones de p od er entre el centro y las ciudades, de discusiones sobre có m o restaurar el p o d e r de España en el m undo. Esta m os, pues, ante un tiem po y una sociedad com plejos, tanto co m o los de hoy. En este sentido, co m o recuerdan varios de los cola b ora d ores en este volu m en , existía en aquellos m o m entos un cierto pesimismo sobre el futuro de la M onarquía H ispana. R epresentaban esta ten d en cia h om b res c o m o el jesu íta Pedro de R ibadeneyray el m ism o Felipe II, quienes com partían una visión muy m aniquea de la sociedad hum a na, a la cual sólo le cabía la op ción de elegir entre un mal y un bien absolutos, representado éste p o r las fuerzas católicas li deradas p or la propia M onarquía. Para dichos personajes, la verdadera talla de los dirigentes y de la sociedad en general venía dada por su voluntad para enfrentarse con todas sus fuer zas al mal, lo cual requería la constante inversión en la op ción militar, aunque ello supusiese la ruina material de la sociedad. T od o síntoma o indicación de que se cedía ante la presión del mal — por ejemplo, estableciendo paces con los enemigos eter nos, o abandonando algún territorio, aunque ya n o estuviese realmente bajo control— era visto com o una rendición al ene m igo y el com ienzo del fin de una m onarquía que sólo pare cía tener sentido desde su lado mesiánico. Pero esta visión p e simista del m undo, de la historia y del futuro n o era compartida
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E sp a ñ a e n t i e m p o s d e l Q u ijo t e
p o r todos los con tem p orán eos de Cervantes, y ello es lo que hace tan profundam ente interesante «el tiem po del Quijote». C om o escribe en sus páginas Jean-Frédéric Schaub, la gen e ración de Cervantes n o era la de 1640, la del gran m om en to de crisis de la M onarquía, y nada en el tiem po de Cervantes indicaba o presagiaba la trágica suerte que habría de sufrir la España de la segunda mitad del siglo xvii. P ocos, m uy p o co s de los contem poráneos de Cervantes llegaron siquiera a ima ginar un futuro así. En pocas palabras, la España de Cervan tes era todavía, co m o sugiere el título del capítulo de G eorgi na D op ico Black, una «España abierta», un m u n do abierto a m uchas posibilidades, a muchas y diversas soluciones y alter nativas. Cuáles se privilegiaron, d ón d e se fracasó y d ó n d e se acertó son temas que se discuten en los varios capítulos que com p on en este volum en. Existe otra razón, ahora intelectual, que nos em pujó a con siderar la im portancia de volver a reflexionar sobre la España del Quijote. La tarea de publicar un volum en co m o éste se sus tentaba n o sólo en la o p o rtu n id a d de una fech a , el cuatro cientos aniversario de la publicación del Qiiijote, sino también en el convencim iento de que el p eriodo en cuestión había ex perim entado en los últimos años tal cúm ulo de nuevos en fo ques, de aportacion es singulares hechas desde tan variados ángulos, que la oportunidad prim era n o restaba un ápice de interés a esta segunda. En nuestras conversaciones para pre parar los distintos capítulos destacaba precisam ente esta ca racterística: la increíble m ejora en nuestro con ocim ien to del p eriod o que se había p rod u cid o en los últimos años, las nue vas preguntas que los investigadores habían puesto sobre la mesa, la exploración de nuevos temas, el descubrim iento de nuevos focos de atención que una década atrás se podrían ha ber tenido p or baldíos. Si, co m o se dice, cada generación lee el Quijote desde perspectivas diversas, para nosotros también era im portante re co n o ce r que la presente generación de his
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toriadores de la sociedad, la literatura y la cultura también lee de m o d o diferente la historia de ese periodo, yjustamente esto es lo que hem os intentado reflejar en este volumen. Com o res ponsables del mismo nos gustaría, sin em bargo, dejar muy cla ro desde el principio que los capítulos están escritos desde pers pectivas historiográficas, intelectuales e ideológicas diversas. H abrá m om entos en los que los lectores apreciarán diferen cias de interpretación de u n o u otro autor sobre los mismos acontecim ientos y procesos. N o se trata en m o d o alguno de errores que hayan pasado inadvertidos a los responsables, sino de la palmaria constatación de que cada u n o de nosotros te nemos percepciones distintas, valoramos de m od o diverso unos hechos y otros, tratamos de entender la ép oca desde perspec tivas historiográficas diferentes o nos colocam os frente a ella desde form aciones intelectuales dispares. P ero ¿cuáles son los temas que se discuten en este v o lu m en? D eberíam os quizá com enzar p o r declarar una ausen cia: m uchos de nuestros lectores echarán en falta un capítu lo sobre el m undo americano, o, en general, sobre el papel de la M onarquía Hispana com o p od er colon izador en América, Asia y Africa. C om o ha sugerido un buen núm ero de cervan tistas, el autor del Quijote se refiere, implícita y explícitamente, en m ultitud de ocasiones, a ese m u n d o colonial, o al m enos al tráfico com ercial atlántico que lo sostenía. Por lo demás, hay que recordar que Cervantes vivió varios años en Sevilla, el centro de ese m undo colonial y atlántico, y que en 1590 llegó a solicitar un oficio en el N uevo M un do, p etición que le fu e denegada. Es igualmente im portante recordar que el Quijote se convirtió en un gran best seller para los españoles que vivían en las Indias ya desde el m ism o m om en to de su publicación, com o en su día mostrara Irving Leonard (1953). Nuestro p ro blem a consistía, p o r lo tanto, en red u cir temas de tanta e n vergadura, de tanta com plejidad, a las pocas páginas de un ca pítulo. Al final optam os p or n o dedicar ninguno de ellos, de
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form a específica, al m undo im perial/colonial, y sí p o r incluir todas las referencias a éste que nos fuese posible en cada u n o de los restantes. Som os conscientes de que n o se trata de la so lución ideal, p ero las op cion es eran limitadas. El volum en com ienza así p or una «vida» de Cervantes («La historia del ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes») que fir ma Georgina D o p ico Black, profesora de literatura española del Siglo de O ro en la New York University. Los datos que aquí se aportan son de sobra con ocid os, p ero creíam os necesario ofrecer esta vida para que los lectores del volum en tuvieran acceso a una in form ación que consideram os esencial, sin n e cesidad de tener que recurrir a libros adicionales. La Espa ña de Cervantes, las experiencias vitales del p ro p io autor, es difícil que se puedan entender sin una referencia específica al reinado de Felipe II («M áquina in sign e»). capítulo del que se o c u p a jo h n H. Elliott, profesor em érito de la Universidad de O xford. Elliott nos recuerda los fundam entos políticos de una monarquía en expansión, las decisiones políticas (incluidas las que llevaron al enfrentam iento co n el im perio otom a n o en la batalla de Lepanto) que convirtieron a España, para uti lizar un térm ino de nuestra época, en la más grande de las superpotencias del m om en to. Pero estas políticas también fue ro n vistas co n cierta apren sión p o r b u en n ú m e ro de los contem poráneos, incluido el m ism o Cervantes. El g ozó de la oportunidad de contrastar los tiempos del Rey Prudente con los de su hijo Felipe III, tema que discute A ntonio Feros, p ro fesor en la Universidad de Pennsylvania. El objetivo de su en sayo («P or Dios, p o r la Patria y el Rey») es llamar la atención sobre las novedades políticas, también las continuidades, que m arcaron este rein ado y que, de form a equivocada, han lle gado a ser interpretadas co m o el orig en de la llam ada «d e cadencia» de España. Asimismo se ocupa de las relaciones en tre el centro de la Monarquía y los distintos reinos, las opciones, planes y posibilidades de acción que perm itían a u n o y otros
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la constitución de una m onarquía com puesta co m o la Hispa na. Se destaca asimismo la im portancia de la Iglesia, de las re lacion es entre religión e id e o lo g ía , así c o m o algunos otros asuntos que desem peñaron un papel im portante en las refle xiones de Cervantes. En las historias al uso, las relacion es entre la M onarquía H ispana y los otros poderes eu rop eos (especialm ente Fran cia, Inglaterra y los otros reinos británicos, los Países Bajos, in cluida la República Holandesa) suelen ser abordadas co m o si se tratase de m undos radicalm ente distintos y p or ello natu ralm ente destinados a enfrentarse hasta la com pleta aniqui lación. Así, desde España se aseguraba que las acciones de Fe lipe II o Felipe III en contra de otros poderes europeos estaban basadas en la legitimidad que daba la supuesta posesión de la verdad católica. Desde fuera, a España se la veía co m o la ti rana de Europa y del m undo, la responsable de torturas y des trucciones sin cuento, historias relatadas infinidad de veces en textos que ayudaron a fundar la llam ada leyenda negra. Dos de los capítulos de este volum en ofrecen una perspectiva m u ch o más com pleja y rica de esta situación y lo hacen desde en foqu es teóricos com plem entarios. Jean-Frédéric Schaub, de la E cole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París, analiza los temas arriba m en cion ados desde una perspectiva política y diplom ática ( «La M onarquía Hispana en el sistema e u ro p e o de E stados»). Su argum ento central es el restable cim iento de paces y treguas entre España y otras monarquías eu rop eas después de la m uerte de Felipe II en 1598. P ero Schaub tam bién ofrece un análisis de có m o otros eu rop eos veían a España. L o hacían ciertam ente desde los presupues tos de la leyenda negra, y acertadamente se nos recuerda que m u ch os de estos presupuestos fu eron creados p o r súbditos del m onarca español (B artolom é de las Casas o A n ton io Pé rez) . Pero Schaub señala también có m o desde otras latitudes, especialmente Francia, el m od elo español era visto com o m o-
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d é lo p o lítico a imitar, en un m uy interesante análisis de la coexistencia de op osición y mimesis a propósito de las superpotencias a lo largo de la historia. R oger Charrier, también de la É cole des Hautes Études en Sciences Sociales, bajo un sugerente título («L a E uropa castellana durante el tiem po del Quijote») vuelve a algunos de los temas discutidos p o r Schaub, p ero ahora desde la perspectiva de la historia cultural. Si Cas tilla era la dom in adora, la que daba ejércitos y h om bres a la M onarquía Hispana, también creaba cultura, m odelos litera rios que en m uchos casos eran recibidos en Europa con enor m e avidez, y que de nuevo ayudan a entender que tanto los es pañoles com o los europeos del periodo veían el m undo desde diversas perspectivas al m ism o tiempo. Las visiones más generales que presiden la redacción de es tos capítulos se concretan en los siguientes. En «La guerra y el soldado», el historiador inglés I. A. A. T hom pson recuerda los temas que p reo cu p a b a n a los co n te m p o rá n e o s de C er vantes en relación co n la política de guerra desarrollada p or Felipe II, la controversia sobre las paces que se firm an duran te los prim eros años del siglo xvii, los crecientes desacuerdos sobre qué curso p olítico debía prevalecer y, finalm ente, qué medidas administrativas, económ icas y técnicas se debían to mar para fortalecer a la Monarquía incluso en tiempos de paz. Juan E. Gelabert, profesor en la Universidad de Cantabria, re coge en su ensayo («La restauración de la república») las dis cusiones sobre la situación material de España desde finales del siglo XVI, los debates sobre cóm o hacer frente a la crisis fi nanciera y económ ica, y los principales hechos en los que los contem poráneos de Cervantes y él mismo se vieron envueltos a la hora de plantearse su cotidiana supervivencia. Su colega en la Universidad de Cantabria, José Ignacio Fortea Pérez, ana liza en su capítulo («Las ciudades, sus oligarquías y el gobier n o del reino») la evolución en el gobiern o de las ciudades de la Península, los debates sobre ese g ob iern o y las característi
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cas que deberían reunir quienes ocupasen los oficios locales. A bord a también la cuestión de có m o el p u eb lo de estas mis mas ciudades, los tan significativamente llamados pecheros, debían sostener su propia administración local lo mismo que la m onárquica, y los debates y ju e g o s de intereses que a este respecto se suscitaron desde los prim eros años del reinado de Felipe III. Pero si algo hay que destacar en la obra de Cervantes es, d esde lu eg o, su constante referen cia a la sociedad de la época, a los «tipos» que hacían de la sociedad española del p e riod o una de las más diversas de toda Europa: individuos de varios reinos, de varios estados, de varias naturalezas, libres y esclavos, extranjeros, «católicos lim pios y viejos» y otros re cientem ente convertidos o descendientes de padres y abuelos ju d íos o musulmanes. Esta en orm e riqueza social es estudia da p o r B ernard V incent, de la E cole des Hautes Etudes en Sciences Sociales, en un colorista capítulo («L a sociedad es pañ ola en la ép oca del Quijote») que vuelve a llamar la aten ción sobre una sociedad llena de contradicciones. Pero el Quijote también es un libro, un «libro que versa so bre libros», sobre lecturas, sobre géneros literarios, sobre fo r mas de escribir y m uchos otros temas. Los dos últimos cap í tulos en este volumen discuten precisamente estos temas, desde perspectivas fuertem ente interdisciplinares. Fernando B ou za, profesor en la Universidad Complutense, ofrece una c o n tribución («Los contextos materiales de la p rod u cción cultu ral») en la que incide en una serie de temas p o co conocidos (los manuscritos y lo impreso, las formas y materiales de la escritu ra, la p rod u cción de un lib ro ), p ero que están com enzando a atraer la atención de los historiadores de la cultura, la edición y la literatura. En este capítulo Fernando Bouza insiste en n o sólo lo eq u iv oca d o de esa in terp reta ción q u e asociaba im prenta con modernidad y cambio, sino que también demuestra que éstos n o eran temas m arginales en la socied a d de C er vantes, co m o indicaría la continua presencia de ellos en m u
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chas de sus obras. G eorgin a D o p ico Black, finalm ente, ana liza el Quijote ten ien d o en cuenta los géneros literarios que Cervantes tan bien co n o c ía ( « “España abierta”: Cervantes y el Q u ijo te »). La tesis de D o p ico Black es que Cervantes escri b ió el Q u ijote n o c o m o sim ple im itación o crítica de un gé nero literario u otro, sino co m o una suerte de diálogo a varias bandas. La autora hace un rico y entretenido re co rrid o p o r cuatro de aquellos géneros: la novela de caballería, la novela pastoril, la picaresca y el teatro. En la com p osición del Quijo te Cervantes reproduce así, a la vez que cuestiona, las certezas epistemológicas e ideológicas, lo mismo que las corrientes in telectuales y artísticas de su ép oca. De esa im itación y cuestionamiento surgió precisamente una novela, el Quijote, la pri mera de un nuevo género, una novela que es a la vez universal y particular. Los firmantes de esta introducción com enzaron a imaginar y planear este volum en en París, en la primavera del año 2002, bajo el tech o a ca d ém ico y logistico, respectivam ente, de la E cole des H autes Etudes en Sciences Sociales y el C o le g io de España. N o fue un mes de mayo particularm ente agrada ble desde el punto de vista clim atológico, de m anera que en los ratos libres la conversación en el C olegio tom ó el lugar de los paseos p or la ville y la cité. La in ten ción de echar a andar una obra de estas características surgió del natural intercam b io de opiniones entre colegas que frecuentan un mismo pe riod o histórico; lu ego vino el p ergeñ o de los capítulos del li b ro y tras éste el inventario de los colegas que p od ría n contribuir a la tarea. Estando com o estábamos en París, n o du dam os en aprovecharnos ya de la amistad y buen hacer de al gunos de ellos. Es de justicia confesar que el resto de los que figuran en este libro nos habían dado el sí m enos de un mes después de que los responsables del p royecto hubieran c o m en zado a im aginarlo. A todos ellos, pues, gracias infinitas
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p or la confianza y p o r sus capítulos. En este sentido nos sen timos particularmente orgullosos y satisfechos de que este li b ro sea el p ro d u cto de la tarea de unas personas que h a b i tualm ente desarrollan su vida p ro fe sio n a l en Francia, Inglaterra, Estados Unidos y España. N o m enos gratitud se d ebe a María Cifuentes, de la ed ito rial Taurus, quien desde el m ism o com ien zo se interesó p o r el proyecto y nos ha apoyado siem pre, a pesar de tardanzas, indecisiones y más y más peticiones p or nuestra parte. Es nues tro com ú n sentimiento que aquellos que han tenido la fortu na de trabajar con María p u eden d ecir que han tocado «cie lo editorial». A su colaborad ora y la nuestra en Taurus, A na Bustelo Tortella, le debem os más de lo que se puede decir en unas líneas de agradecimiento. Nos gustaría p oder agradecer tam bién al M inisterio de Ciencia y T ecn ología la con cesión de una A cción Especial que perm itió financiar un encuentro en M adrid en ju n io de 2003 d o n d e discutim os más específi cam ente los contenidos de cada capítulo. Este encuentro lo celebramos en la Residencia de Estudiantes, a la que debem os agradecer su hospitalidad y atención. Individualmente d eb e m os gracias a muchas personas, p ero especialm ente a Maira H errero p o r su apoyo y simpatía, y p o r siem pre y p o r to d o a Carmen Chasco e Irma Elo. A n ton io Feros, Filadelfia Juan E. Gelabert, Santander 9 de octubre de 2004
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La h is t o r ia d e i, in g e n io s o h id a l g o M ig u e l d e C er van tes Georgina D o p ico Black
/Juntes de pasar a una lectura de los contextos históricos, cul turales y literarios en lós que escribe y vive Cervantes, intere sa trazar, a grandes rasgos, la historia de aquel ingenioso hidalgo que id eó la historia de otro ingenioso hidalgo. Miguel de Cer vantes n o es en nin gú n sentido ajen o a las ansiedades e in quietudes de la España de principios del siglo xvii, las mismas que el Quijote, co n inm ensa vividez, recupera, repite y trans form a. Revisamos aquí su biografía n o tanto para sugerir que las biografías de autores determ inan su p ro d u cció n textual de una manera predecible (o incluso visible), sino para subrayar la manera en la que Cervantes vivió esas inquietudes y esas an siedades que tanto marcaron su form a de leer el m undo. La vida de M iguel de C ervantes Saavedra p u e d e leerse c o m o una n ovela de desventuras m uy cercanas a lo q u ijo tesco. En lugar de repetir aquí los detalles de la biografía cer vantina — biografía que ha sido relatada con inteligencia y es m ero p or Jean Canavaggio, Am érico Castro, Gregorio Mayans y Sisear, Martín de Riquer, James Fitzmaurice Kelly, Luis Astrana Marín, A n ton io Rey Hazas y F loren cio Sevilla, Melveena M cK endrick, y m uchos otros1— , quiero señalar diversos aspectos de la manera en que la «historia de la vida» de C er vantes, la cual éste se o cu p ó de contar de diferentes maneras a lo largo de las páginas de sus obras, es a lavez típica y e x traordinaria. C o m o afirm a A m é r ico Castro en Cervantes y
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los casticismos españoles: «La biografía de Cervantes está tan es casa de noticias co m o llena de sinuosidades»2; son estas «si nuosidades» lo que los textos y la figura histórica de Cervan tes invitan a recorrer. M iguel de Cervantes Saavedra nació en Alcalá de Henares en el otoñ o de 1547. Se d escon oce la fecha exacta de su naci m iento; p ero su bautismo, el 9 de octubre de ese año en San ta María la Mayor, hace pensar que nació el 29 de septiembre, día de San Miguel. Fue el cuarto hijo de R odrigo de Cervan tes, cirujano de p o co s recursos, hum ilde a pesar de m ediana hidalguía, y de su esposa L eon or de Cortinas. Se ha afirmado, especialm ente p o r Castro, que los Cervantes eran d escen dientes de cristianos nuevos, tema que continúa siendo ob je to de debates entre los cervantistas. El cristianismo «n uevo» de los Cervantes es muy probable; pero ello n o im plica que el catolicism o de Cervantes fuese m enos que o rto d o x o . El mis m o año en que nació Cervantes, 1547, se publica el prim er In dex, el ín dice de libros prohibidos, y se instituyen en T oled o los prim eros estatutos españoles de lim pieza de sangre. A m bos sucesos desem peñarán un papel determ inante en la Es paña de Don Quijote y su autor. Poco se sabe de la infancia de Cervantes. La familia se m udó a Valladolid en 1551, d on d e R odrigo Cervantes estuvo preso p o r deudas y los bienes de la familia fu eron confiscados. Es muy probable que el jo v e n Cervantes estudiase co n los jesu í tas en V alladolid, o más tarde en C ó rd o b a o Sevilla, d o n d e se estableció su padre tal vez intentando escapar de dificulta des financieras y del ostracismo al que se enfrentaba en Valla dolid. En el p rólog o de 1615 a sus dramas, recuerda haber vis to al gran L op e de Rueda durante estos años, h e ch o que sin duda contribuyó a la afición cervantina p or el teatro. En 1566, la fam ilia se m u d a de nuevo, esta vez a M adrid, d o n d e Cer vantes term ina los estudios. A unque nunca se inscribió en la universidad, es probable que estudiase con Juan López de H o-
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yos en el Estudio de la villa de Madrid. En 1569, López de Hoyos publicó una Historia y relación de la enfermedad, muerte y exequias de la reina Isabel de Valois, quien había m uerto en octubre del año anterior; en ésta López de H oyos incluye cuatro co m p o siciones poéticas fuertem ente influenciadas p or Garcilaso de «M iguel de Cervantes, nuestro caro y am ado discípulo». Mar tín de Riquer sugiere que durante estos años Cervantes leyó — y releyó — los volum inosos tom os de las novelas de caba llería que más tarde desem peñarían un papel crucial en Don Quijote". 1 En 1569, a la edad de veintidós años, Cervantes a ban do na apresuradamente España y huye a Italia, sin duda para es capar de la sentencia instruida en su contra el 15 de septiem bre de ese año: «Sepades que p or los alcaldes de nuestra casa y corte se ha p roced id o y p ro ce d ió en rebeldía contra un M i guel de Cervantes, absente, sobre razón de haber dado cier tas heridas en nuestra corte a A n to n io de Sigura, andante en esta corte, sobre lo cual el d ich o M iguel de Cervantes p o r los d ich os nuestros alcaldes fu e co n d e n a d o a que, con ver güenza pública, le fuese cortada la m ano derecha, y en des tierro de nuestro reinos p o r tiem po de diez años, y en otras penas contenidas en la dicha sentencia». D e este incidente, muy probablem ente una reyerta a espada o cuchillo en la co r te, a p arecen versiones en La Galateay en el Persiles. En d i ciem bre de ese año el padre de Cervantes solicitó prueba de lim pieza de sangre y la categoría de hidalgo para su hijo, sin duda para evitar el castigo corporal dictado en su contra, púes de acuerdo a la Novísima recopilación, los hidalgos estaban exen tos de cualquier form a de torm ento. En Roma y aunque al servicio de otros, Cervantes frecuentó los círculos políticos y culturales más brillantes; por corto tiem p o sirvió de cam arero a m o n señ or G iulio Acquaviva, quien lu ego sería n om b ra d o cardenal al m ism o tiem po que el pa riente lejano de Cervantes Gaspar de Cervantes y Gaete. En
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estos años c o n o c ió al jo v e n Ascanio C olonna, a q u ien le de dicaría La Galatea. En estos años igualmente — y en los que si guieron— se interesó en la literatura italiana (Petrarca, B oc caccio, Ariosto, Sannazaro, Tasso, B em bo, etcétera), que tan hondamente marcaría su obra posterior. Para el verano de 1571, Cervantes se había alistado co m o soldado en la com pañía del capitán d on D ieg o de U rbina, del T ercio de d o n M iguel de Moneada. A fines de agosto, cuando los doscientos hom bres de Urbina zarparon de Nápoles para ser parte de la Santa Liga contra los turcos, el recluta de veinticuatro años de Alcalá es taba a b ord o. El 7 de octubre de 1571 la com pañía de Urbina tom ó par te en la gran victoria naval de Lepanto bajo el m ando de d on Juan de Austria, herm anastro de Felipe II. La h e ro ica c o n ducta de Cervantes en la batalla de Lepanto está am pliam en te docum entada. S ob rep on ien d o su voluntad alas «calentu ras» y en con tra de la d ecisión de U rbina, q u ien le o rd e n ó perm anecer abajo y reposar, Cervantes p idió que lo destaca sen «en parte y lugar que fuese más peligrosa, y que allí estaría o moriría peleando». Urbina accedió; a Cervantes se le asignó un esquife, u n o de los puestos más peligrosos en un escena rio naval. D esde ahí, lu ch ó valientem ente contra los turcos m ano a m ano y recibió un tiro de arcabuz, «un arcabuzazo», que le atrofió perm anentem ente la m ano izquierda y le hizo ganar el epíteto de «el m anco de Lepanto». Las heridas que re cib ió Cervantes en L epan to lo m antu vieron hospitalizado en Mesina hasta m arzo de 1572; duran te estos meses obtuvo recon ocim ien to y asistencia financiera directam ente de Juan de Austria. En abril se alistó de nuevo co m o «soldado aventajado» en la com pañ ía de d o n M anuel P once de L eón, del Tercio de d on L op e de Figueroa, unién dose a las filas de su h erm an o m en or R od rigo. Los dos h er m anos Cervantes lucharon en la batalla de C orfú, el verano de 1572, y form aron parte, el o to ñ o siguiente, de la escuadra
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q ue con q u istó T ún ez al m a n d o de Juan de Austria. A c o m ienzos de 1574 Cervantes pasó el invierno en Nápoles; pero para el verano ya estaba de nuevo a b o r d o co m o parte de la com pañía que al m ando de Juan de Austria intentó sin éxito defender Túnez y la fortaleza de la Goleta de los turcos. A p e sar de haber sido causada p or accidentes de mal tiempo, la de rrota, que Cervantes conm em oraría en las páginas de Don (Qui jote, fue desmoralizadora para España. A principios de septiembre de 1575, los hermanos Cervantes partieron de Nápoles a bord o de la galera Sol, rum bo a España. Miguel llevaba consigo cartas de presentación escritas por Juan de Austria y el duque de Sesa, que daban fe de su bravura en com bate y ensalzaban su servicio a España. Sin em bargo, el 26 de septiembre de 1575, cuando la galera se acercaba a cos tas españolas, bergantines turcos al m a n do del fam oso c o r sario renegado Arnauti Mamí capturaron la nave m atando a num erosos soldados y capturando a M iguel y a R odrigo. Los dos herm anos fueron llevados a Argel, d on d e Cervantes fue presentado a Dalí Mamí, «el co jo » , co m o esclavo. Al e n co n trar las cartas del hermanastro del rey y de un o de los más p o derosos nobles españoles que Cervantes llevaba consigo, Dalí lo tom ó p or noble u oficial de alto rango en la corte y fijó un altísimo rescate que haría casi im posible su liberación por m e dios pacíficos. Cervantes p erm an ecería cautivo en A rgel durante cin co años, durante los cuales sobrevivió a múltiples intentos de fuga, que a la larga hicieron que terminase, en grillos y cadenas, en el palacio prisión del rey de Argelia, Hasán Bajá. Fueron és tos, sin duda, años durísim os para Cervantes; p ero también fueron el m arco de la rica fuente de narraciones de las que se serviría para su p rod u cción literaria posterior. El cuento del cautivo que abarca casi todos los capítulos del 39 al 41 de la prim era parte de Don Quijote, abunda en detalles autobiográ ficos, a pesar de que los detalles de las aventuras de Ruy Pérez
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de Viedm a difieren ligeramente de los de Cervantes. Hasta el 19 de septiem bre de 1580 Cervantes n o fue finalm ente libe rado; el fraile trinitario Juan Gil logró reunir y pagar los qui nientos ducados que a última hora salvaron a Cervantes de ser enviado a Constantinopla a bord o de una de las galeras de Hasán Bajá. En m enos de un mes, tras una ausencia de on ce años, cin co de los cuales los había pasado co m o cautivo en Argel, estaba de regreso en España. D e vuelta a Madrid, Cervantes form ó parte nuevamente de los más brillantes círculos literarios, publicando sonetos en el Romancero de Pedro de Padilla y en la Austriada de Juan Rufo; p ero fue al teatro al que le d edicó la mayor parte de sus ener gías, escribiendo y p ro d u cie n d o p or lo m enos una veintena de obras entre 1583 y 1587, obras que se han p e rd id o en su mayor parte. La Numanciay Los tratos de Argel son precisamente de estos años. En ju n io de 1584, Cervantes firm ó un contrato co n el m ercader de libros Blas de Robles para la publicación de su prim er libro, la novela pastoril La Galatea, o más bien su prim era parte, pues la tan esperada con tin u a ción nu n ca se materializaría. Ese mismo año, a la edad de treinta y siete, Cer vantes tuvo una hija ilegítima, Isabel de Saavedra, nacida de su relación adúltera con Ana Villafranca de Rojas. P ocos m e ses después, se casa con Catalina de Palacios y Salazar, de die cinueve años, hija de una familia importante pero em pobreci da de Esquivias. La nueva pareja establece allí su hogar, pero Cervantes p ron to se m uda a Sevilla d on d e vive desde finales de los años ochenta hasta 1600. Mientras Cervantes continúa escribiendo, se gana la vida co m o com isario de abastos, reco gien d o provisiones de aceite y grano para la A rm ada Inven cible que Felipe II preparaba para lanzar contra Inglaterra, y lu ego, a partir de 1594, co m o recolector de impuestos. En unas declaraciones hechas en Sevilla en 1593, Cervantes afir m a «ser h ijo y n ieto de personas que han sido familiares del Santo O ficio de C órdoba». Cervantes nunca o cu p ó ni siquie-
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ra solicitó cargo alguno en tribunal inquisitorial, a pesar de que éstos solían ser heredados. En varias ocasiones durante esos años Cervantes solicita sin éxito un oficio en las Indias al Presidente del C onsejo; su solicitud del 21 de mayo de 1590 fue rechazada, recom endándosele que perm aneciese en Es paña: «Busque p or acá en qué se le haga m erced». El o ficio diario de Cervantes le era p o c o m enos que satis factorio; era objeto contin uo de burlas y quejas p o r parte de los m unicipios y las iglesias que tenía encargados de gravar. Fue p or lo m enos dos veces excom ulgado p o r embargar p ro piedades eclesiásticas y encarcelado otras dos p or irregulari dades burocráticas, una en 1592 y otra en 1597, en Castro del Río y en Sevilla respectivamente. Pero los viajes constantes p or A ndalucía, e incluso sus encarcelam ientos, le ofrecieron in com parable materia prim a para su narrativa, que el g en io o el talento de Cervantes transform arían en episodios inolvi dables en sus obras. Se afirma, p or ejem plo, que Cervantes se refiere a los tres meses que pasó en prisión en Sevilla cuan d o en el p rólogo a la primera parte de Don Quijote asegura que lo «en g en d ró en una cárcel» (I, P ró lo g o ). Podríam os d ecir más y afirm ar que la p resen cia de la escritura en el Quijote — la inclusión en la novela de tod o tipo de textos, desde pa peles rotos en la calle hasta d ep osicion es legales ante n ota rios— p u ede entenderse en el con texto de las labores b u ro cráticas de Cervantes — los papeleos— , a causa de las cuales acabaría encarcelado. Mientras Cervantes puede que haya estado con cibien d o el (Quijote y algunas de las Novelas ejemplares cuando vivía en Sevi lla, la mayor parte de los textos de esos años son poemas. Fren te a sus anteriores co m p o sicio n e s , caso d e los sonetos q u e escribiera con m otivo de las exequias de Isabel de Valois, en los que Cervantes exaltaba las virtudes de un heroico Felipe II, sus poem as de estos años son de tono m ucho más satírico, crí ticos c o n la d eca d en cia de la M onarquía, p len os de la mis-
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m a iron ía c o n la q u e en el Quijote analiza la socied a d espa ñola de la época. La derrota de la Arm ada y el saco de Cádiz p or los ingleses, que le hace decir «Vimos en ju lio otra sema na santa», son episodios cruciales para la obra de Cervantes. El deslumbrante e irón ico «Soneto al túm ulo de Felipe II en Sevilla», que más tarde llamaría «la honra principal de mis es critos», dibuja de form a brillante y devastadora la bancarrota m oral y econ óm ica que atravesaba en ese m om en to España. El mismo tono de elegante ironía crítica reaparece en «Ya que se ha llegado el día», d on d e increpa al rey m uerto: Quedar las arcas vacías donde se encerraba el oro que dicen que recogías nos muestra que tu tesoro en el cielo lo escondías4. Entre 1600 y 1601, Cervantes deja Sevilla definitivamente ju n to con su cargo de comisario; las deudas que acumuló al ser vicio del rey y la Armada lo perseguirían por el resto de sus días. En 1603 o 1604 se instaló en Valladolid, en una casa con cin co mujeres: su esposa Catalina, su hija Isabel de Saavedra, sus dos hermanas Magdalena y Andrea, cincuentona la primera y sesentona la otra, y su sobrina Constanza de Ovando, hija na tural de Andrea. La mudanza de la corte de Felipe III a Valla dolid en 1601 hizo que la ciudad creciera en popularidad y p o blación. El hogar de Cervantes, sin em bargo, n o estaba entre los más d istin gu idos; a ca rgo de un p o e ta e n v e je cid o y p o bre y llena de mujeres cuyas virtudes n o eran precisamente im pecables, la casa don de Cervantes completará Dow Quijote repe tía de diversas maneras el cuadro doméstico de Alonso Quijano con su ama entrada en años y la sobrina sin pretendiente algu no. Pero en esa casa, deslucida y venida a menos, Cervantes ini cia la ép oca de su mayor y más rica produ cción literaria.
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A fines del verano de 1604, Cervantes escribe el prólogo del Quijote, p r ó lo g o que L op e de Vega se n e g ó a escribir («n in gu n o hay... tan necio que alabe a Don Quijote»), causando un enfriamiento en las relaciones entre los dos escritores. Ese mis m o año habría solicitado la pertinente licencia del C onsejo de Castilla, presentando una copia manuscrita en lim pio que sería revisada página p o r página p o r Juan Gallo de A ndrada. A 26 de septiembre la licencia y privilegio fue otorgada p or Juan de Amézqueta. Es muy p robable, co m o afirma Francis co R ico, que el manuscrito fuese sujeto a una m oderada cen sura, lo cual explicaría algunas de las inconsistencias de la n o vela5. M ientras se revisaba el m anuscrito en el C on sejo y la Inquisición, Cervantes llegó a un acuerdo co n Francisco de Robles, «librero del Rey nuestro señor» e hijo de Blas de R o bles, quien años atrás había publicado La Galatea. El hijo sólo había dem ostrado un tibio interés en la literatura hasta e n tonces, p ero había logrado cierto éxito com ercial con el Via je entretenido (1603) de Agustín de Rojas y parecía entender el valor com ercial del ingenioso hidalgo cervantino. Robles in virtió entre siete y och o mil reales en el Quijote, mil quinientos de los cuales pagó a Cervantes p or el manuscrito. El resto cu briría los gastos de papel y de im presión, labor que le c o m petería al taller m adrileño de Juan de la Cuesta. La historia de la prim era ed ición del Quijote es extraordi naria. Cuesta com en zó a im prim ir tan p ron to co m o se supo del privilegio real y com pletó la tirada de entre 1.500 y 1.750 ejemplares en escasamente dos meses. El «Testim onio de las erratas» lo firm ó Francisco M urcia de la Llana el 1 de d i ciem bre de 1604, y la tasa de tres maravedíes y m edio por plie g o — p or un total de 290,5 maravedíes— fue emitida el 20 de diciem bre de 1604. Por instrucciones de Robles, Cuesta d ejó en blanco el folio 2r; tan p ron to co m o Gallo de Andrada fijó la tasa en la corte, R obles h izo que el im presor de Valladolid, Luis Sánchez, im prim iera e insertara copia de ella en un
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núm ero de volúm enes que circularon en Valladolid a fines de diciem bre de 1604. Cuesta im prim ió el suelto co n la tasa para los ejem plares restantes que circularon en M adrid a p rin ci pios de enero de 1605. La sustitución en la im prenta de la de dicatoria escrita p o r Cervantes al duque de Béjar p o r un tex to a p ócrifo que im itaba a F ernando de H errera sin duda se debe a la prisa con la cual se imprimió la edición. A esta urgen cia también se debe el gran núm ero de erratas en la púnceps. La novela obtuvo tal éxito inm ediato y sin precedentes que p o co s meses después de su publicación salieron nuevas tira das, p rim ero dos im presiones pirata en Lisboa (publicadas p or Jorge R odrígu ez y Pedro Crasbeeck, ed itor de Os Lusíadas); luego en M adrid, co n correccion es hechas p o r Cervan tes m ism o (a cargo de Robles y De la Cuesta) ; y más tarde ese m ism o año en Valencia (p o r Patricio Mey, a costa de Jusepe Ferrer). La inmensa popularidad del Quijote puede igualmente apreciarse en la aparición de los personajes en fiestas y cele braciones a lo largo de los reinos de España; una de las más tem pranas noticias es de ju n io de 1605, cu a n d o en sus M e morias de Valladolid Pin heiro de Veiga describe la corrida de to ros a la que asistió la pareja real para celebrar el nacim iento del infante, el futuro Felipe I V 6: [...] en esta universal folganza, para no faltar entremés, apa reció un don Quijote, que iba en primer término com o aventu rero, solo y sin compañía, con un sombrero grande en la cabe za y una capa de bayeta y mangas de lo mismo, unos calzones de velludo y unas buenas botas con espuelas de pico de pardal, ba tiendo las ijadas a un pobre cuartago rucio [.. ,]7. Si el éxito de Don Çhiijote trajo al hogar de Cervantes cierta fama y una m ód ica estabilidad financiera, esta relativa pros p erid a d d u ró p o c o . El 27 de ju n io de 1605, apenas dos se manas después de la corrida en la que un rem edo de don Qui
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jo te desfilara frente al rey y la reina, d on Gaspar de Ezpeleta, un caballero navarro, fue acuchillado frente a la casa de Cer vantes. A pesar de que ni Cervantes ni su familia tenían nada que ver co n el incidente, la m uerte de Ezpeleta dos días más tarde y los turbios detalles que rodearon el asesinato hicieron a las autoridades civiles arrestar a tod os cuantos habían es tado en contacto reciente co n el difunto, incluyendo a C er vantes (quien acudió en ayuda del h e rid o ), su hija, una de sus hermanas y su sobrina. Se abrió de inmediato un proceso que, aunque n o lo g ró dilucidar el acuch illam iento de Ezpeleta, hizo públicas las vidas sexuales de las «cervantas», co m o lla m aban irreverentem ente a las m ujeres que vivían con C er vantes. Cuando la corte se m uda nuevam ente de Valladolid a Ma drid en 1606, la familia Cervantes la sigue. De nuevo corrie ron los com entarios m aliciosos sobre la disoluta vida sexual de la hija y la sobrina de Cervantes, quien, p o r su parte, pa recía ajeno a los chismes sobre las cervantas, concentrado en su escritura y la devoción religiosa. En 1608 aparece la terce ra e d ició n de Don Quijote, con siderad a la más correcta y en la cual es muy probable que Cervantes m ism o hiciera las c o rreccion es, pues vivía p o r esa é p o ca a pocas manzanas de la imprenta de Cuesta. El 17 de abril de 1609, a los p ocos días de aprobarse la expulsión de los moriscos y la paz «afrentosa» co n los holandeses, Cervantes se afilia a la cofra d ía de la H e r m andad del Santísimo Sacramento, una nueva orden religio sa que atrajo a un gran n ú m e ro de escritores, entre ellos a L op e de Vega, a Q uevedo y a Vélez de Guevara. Entre el o t o ñ o de ese año y la primavera del siguiente, Cervantes p erd e ría a sus dos hermanas y a una nieta. N o p odem os sino espe cular lo que estas muertes significaron para Cervantes y có m o p u d ieron encam inarlo hacia una vida de devoción : en 1613 profesa en la O rden Tercera de San Francisco, en la que ha ría sus últimos votos tan sólo unos días antes de su muerte.
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En ju n io de 1610, Cervantes residió por breve tiempo en Bar celona, a raíz de su fracasado intento de ser parte de la corte de escritores que el joven con d e de Lemos pensaba instalar en Nápoles al ser nom brado virrey. Podemos suponer que durante es tos años avanzaba lentamente la escritura de la segunda parte de Don Quijote que había prom etido a sus lectores al final de la primera. N o se sabe con certeza cuánto tiem po perm aneció en Barcelona — semanas o quizá meses— , pero los capítulos de la parte segunda de Don Quijote que tienen lugar en Cataluña ha cen pensar que conocía bien la ciudad y sus alrededores. De vuel ta a Madrid, Cervantes participa en las academias y los cenácu los literarios y continúa escribiendo aunque sin tener patrón ni remuneración fija. Esta situación cambia en 1613 a favor de Cer vantes; tras la muerte de Lupercio Leonardo de Argensola (se cretario del con d e de Lem os que encabezó su corte de escrito res napolitana y que presentaba la mayor oposición a Cervantes), éste gana la protección del conde. A este nuevo patrón — «ver dadero señor y bienhechor m ío»— es a quien dedica las Novelas ejemplares en julio de 1613. La Novelas son, después del Quijote, la obra más conocida de Cervantes, una serie de doce novelas cor tas, cada una de ellas brillantemente armada. En el p r ó lo g o de las Novelas, Cervantes o frece un vivo re trato de su persona y su vida co m o autor y soldado. Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse sin daño de barras; digo daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan... A esto se aplicó mi inclinación, y más que me doy a entender (y es así) que yo soy el primero que he novelado en lengua cas tellana; que las muchas novelas que en ella andan impresas, to das son traducidas de lenguas extranjeras, y éstas son mías pro pias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa.
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La h i s t o r i a d e l in g e n io s o h id a lg o M ig u e l d e C e r v a n te s
Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, fren te lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dien tes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis [...]; el cuer po entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, an tes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galateay de Don Quijote de la Mancha [...]. Llámase comúnmente Miguel de Cer vantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cau tivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Per dió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo; herida que, aunque parece fea, él la tiene por her mosa por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros [...] ,8 El éxito de las Novelas fue trem endo y en tan sólo diez m e ses aparecieron cuatro ediciones. Se ha dicho, y n o indebida m ente, que de n o haber escrito Cervantes el Quijote, las Nove las ejemplares solas hubieran bastado para instalarlo en el lugar que ahora ocupa: el m ism o centro del canon español. En el verano de 1614 el librero Felipe Robert publica en Ta rragona la continuación apócrifa del Qm/ote p or A lonso Fer nández de Avellaneda bajo el título Segundo tomo de las aven turas del ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas. La novela tiene un p rólogo que ha sido atribuido a L ope entre otros, en el que se ataca n o sólo aspectos de la escritura sino también la altanería, el físico y la pureza de sangre de Cer vantes, afirm ando que «tiene más lengua que m anos» y r o gándole que «n o nos canse». Si el p ró lo g o es un ataque al au tor de Don Quijote, el tratamiento del personaje y el p ró lo g o en sí son prueba vehem ente de la inmensa popularidad de la novela, que lleg ó a nueve e d icio n e s en los diez años p oste
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riores a su ed ición p rín cipe. La identidad de Avellaneda ha sido p or largo tiem po objeto de debate, y le ha sido atribuida a num erosos candidatos: desde A lonso de Ledesm a (Francis co V in d e l), a Tirso de M olin a (Díaz-Solís) y a L o p e de Vega (Entrambasaguas). P robablem ente la hipótesis más convin cente sea la de M artín de Riquer, que identifica a Avellane da con G erónim o de Pasamonte, aragonés, soldado y escritor de p o ca m on ta que d e fe n d ió a L op e frente a Cervantes y a quien éste probablem ente caricaturiza en el Quijote en el epi sodio de los galeotes, transformándolo en el «grande bellaco» Ginés de Pasamontes, quien reaparece más tarde, in ofen si vo y famoso, com o el titiritero Maese Pedro9. Fuera quien fue ra el verd ad ero autor, el Quijote a p ó crifo de A vellaneda sin duda esp oleó a Cervantes y le ob lig ó a term inar la segunda parte. Los ju eg os de autoría y metatextuales que aparecen en la segunda parte cervantina se enriquecen de tal m o d o con la in corp ora ción de la con tin u ación apócrifa, que resulta ten tadora la borgesiana idea de un Avellaneda que n o es otro sino una creación literaria más del mismo Cervantes, un avatar que aparece dentro y fuera de su m undo en Don (Mijote, cual otro Cide Ham ete. Es m uy prob ab le que Cervantes reeditara va rios episodios de la segunda parte que ya había escrito para in corporar eventos de la continuación de Avellaneda, co m o el de Alvaro Tarfe p o r ejem plo. Antes de dar a la estampa la tan esperada segunda parte de Don Quijote, Cervantes publica el largo p oem a Viaje del Parna so, que escribió, según cuenta, «a imitación del César Caporal P erusino», un escritor p o c o c o n o c id o que había p u b lica d o Viaggio in Parnaso en 1582. A pesar de que el p r ó lo g o data de 1613, la burlesca odisea cervantina de unos tres m il en d e casílabos n o se publica hasta 1614. A unque n o posea los mis m os m éritos que el Quijote o la Novelas, en el Viaje abundan comentarios, críticas y chismes literarios que incluyen una re flexión de la p rod u cció n literaria de Cervantes:
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L a h is t o r ia d e l in g e n io s o h id a l g o M i g u e l d e C e r v a n t e s
Yo corté con mi ingenio aquel vestido con que al mundo la hermosa Galatea salió para librarse del olvido. Soy por quien La confusa, nada fea, pareció en los teatros admirable, si esto a su fama es justo se le crea. Yo, con estilo en parte razonable, he compuesto comedias que, en su tiempo, tuvieron de lo grave y de lo afable. Yo he dado en Don Quijote pasatiempo al pecho melancólico y mohíno, en cualquiera sazón, en todo tiempo. Yo he abierto en mis Novelas un camino por do la lengua castellana puede mostrar con propiedad un desatino. Yo soy aquel que en la intención excede a muchos, y al que falta en esta parte, es fuerza que su fama falta quede. Desde mis tiernos años amé el arte dulce de la agradable poesía y en ello procuré siempre agradarte...10. El Viaje aparece con una «Adjunta», texto en prosa fech a do el 22 de julio de 1614, que narra el encuentro del autor con el jov en «Pancracio Roncesvalles», co n quien entabla un diá log o sobre cóm o ser poeta. La «Adjunta» contiene igualm en te una poética de su innovador teatro y su representación (o falta de ella). Aquí p rop on e Cervantes una nueva función del lector, la de la com ed ia leída: «para que se vea de espacio lo que pasa apriesa, y se disimula, o n o se entiende, cuan do las representan». Sería en septiem bre de 1615, al año de la lista que aparece en la «Adjunta», cuando el librero Juan de Villarroel publica el teatro de Cervantes co n un título que se jacta
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precisamente de lo que afirma en aquélla: Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados. El p rólog o de las Ocho comedias relata más detalladam ente la historia de las desave nencias de Cervantes co n el teatro del m om en to: pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis ala banzas, volví a componer algunas comedias; pero no hallé pája ros en los nidos de antaño; quiero decir que no encontré au tor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía, y así las arrinconé en un cofre y las consagré y condené al perpetuo si lencio11. El perpetuo silencio lo trocó Cervantes en la lectura de un teatro sin tablas para sus o ch o comedias (El gallardo español, La casa de los celos, Los baños de Argel, El rufián dichoso, La gran sul tana doña Catalina de Oviedo, El laberinto de amor, La entretenida y Pedro de Urdemalas) y o ch o entremeses (Eljuez de los divorcios, El rufián viudo llamado Trampagos, La elección de los alcaldes de Daganzo, La guarda cuidadosa, El vizcaíno fingido, El retablo de las maravillas, La cueva de Salamancay El viejo celoso). A unque Cervantes decid e absolver sus nunca representa das com edias y entremeses del silencio editorial al que los ha bía con d en a d o, n o cabe duda de que su p re o cu p a ció n fu n dam ental en estos m eses— particularm ente después de la publicación de la continuación de Avellaneda— era com p le tar las aventuras de D o n Q u ijote y Sancho. En el P ró lo g o a la segunda parte Cervantes contesta a los ataques de Avella neda a su persona: Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de vie jo y de manco, com o si hubiera sido en mi mano haber deteni do el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubie ra nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, ni esperan ver los venideros. Si mis he-
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ridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estima das, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se co braron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me pro pusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme ha llado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heri das sin haberme hallado en ella (II, Prólogo). Cervantes term ina la segunda parte a fines de 1614 o c o m ienzos de 1615, y hacia finales de noviem bre de ese año apa rece la Segunda Parte del Ingenioso Caballero Don Quixote de la Mancha. PorMiguelde Cervantes, autor de su primera parte, d edi cada al con d e de Lem os. Impresa b ajo la rúbrica de Juan de la Cuesta, quien había huido de la corte años antes, la segun da parte se im prim ió con mayor lentitud, sin la prisa de la pri m era, p e ro sin p o d e r evitar los errores y descuidos que pla garon ésta. C om o en el caso de la prim era parte, su éxito fue inm ediato: a la publicación en Madrid la siguen las ediciones de Valencia (Patricio Mey, 1616), Lisboa (Jorge R odríguez, 1617) y Barcelona (Bautista Sorita y Sebastián Metevad, 1617). En cada caso, la publicación de la segunda parte suscitó una reedición^ de la primera, ya agotada; pero hasta la edición de Bruselas de 1616-1617 de H uberto A n ton io, los dos volúm e nes n o se publican juntos, con la ubicua frase Parte primera de... añadida al título de la novela original. Entre 1615 y 1616, Cervantes publica sonetos y poemas suel tos, entre los que se halla una canción a los éxtasis de Teresa de Jesús, escrita en la ocasión de su beatificación. Durante es tos últimos meses de su vida, enferm o de gravedad con lo que se cree fue diabetes o cirrosis hepática, se dedica por com pleto a su última novela, Los trabajos de Persiles y Sigismunda. El 2 de abril de 1616 profesa en la O rden Tercera de San Francisco. El 18 de abril, atorm entado p o r la sed, recibe la extrem aun ción. En su lecho de muerte, «puesto ya al pie del estribo», de-
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dica el Persiles al co n d e de L em os el 19 de abril co n una p ro mesa final: Todavía me quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de las Semanas deljardín y del Famoso Bernardo. Si a dicha, por bue na ventura mía, que ya no sería ventura sino milagro, me diese el cielo vida, las verá, y con ellas fin de La Galatea, de quien sé está aficionado vuesa excelencia.. .12. Ese día o el siguiente escribe — o más probablem ente dic ta— el p ró lo g o del Persiles, en el cual anuncia su m uerte y se despide de sus lectores: «¡Adiós gracias, adiós donaires, adiós regocijados amigos, que yo m e voy m uriendo y deseando ve ros presto con ten tos en la otra vida!». El Persiles, historia sep tentrional, obra postum a de Cervantes, es una novela bizanti na que relata las fantásticas aventuras y peregrinajes de los personajes del título, quienes viajan disfrazados com o los her m anos Periandro y Auristela protegidos p o r un h ad o ciego. Cervantes consideraba el Persiles su m ejor novela; su narrati va sigue el m o d e lo del escritor griego del siglo m H eliod oro, en el que se basa la novela bizantina. El m anuscrito lo entre gó su viuda a la prensa en 1617. El 22 de abril de 1616, M iguel de Cervantes m uere en su casa de la calle del L eón, en Madrid. El día siguiente se regis tra su m uerte en los archivos, m otivo p o r el que consta que m urió el día 23. Cervantes fue enterrado en el con ven to de las Trinitarias Descalzas, en Madrid, con el hábito francisca n o y con la cara descubierta. Cuando reconstruyeron el con vento, a fines del siglo xvii, sus restos fueron esparcidos.
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C a p ít u l o 2
« M á q u i n a i n s i g n e » : l a M o n a r q u í a H is p a n a EN EL REINADO DE FELIPE
II
John H. Elliott
E m p e c e m o s su m erg ién d on os p o r un m o m e n to co n C er vantes en la oscuridad gótica de la catedral de Sevilla en di ciem bre de 1598. En m edio de la nave, llenando por com pleto el espacio entre los dos coros, se alza una im pon ente estruc tura de tres niveles coronada p o r una cúpula que soporta un obelisco, desde el cual se encum bra hacia las alturas ese sím b olo ornitológico de la vida eterna, el ave fénix. Bajo la cúpula se yergue la figura de Sari Lorenzo, de cuatro metros y m edio de altura, con una guirnalda de laurel en la m ano derecha y un ram o de palm a en la izquierda, sobre las parrillas de su martirio. En el nivel inferior, con un obelisco en cada una de sus cuatro esquinas, representando las cuatro esposas del di fu n to, hay un túm ulo. Más abajo, a nivel d el suelo, ex ten d ién d ose a través de toda la nave, se levanta una colum nata gigante, entre cuyos arcos, profusam ente ornam entados, se hallan dieciséis grandes paneles pintados. Estamos con tem plando, p or supuesto, con una m ezcla de tem or reverencial y asom bro, aquella «m áquina in s ig n e »1, en palabras de C er vantes; estamos ante esa incom parable aunque efím era m a ravilla de la Sevilla de finales del siglo en h o n o r del difunto rey Felipe II2.
XVI,
el túm ulo erigido
Todas y cada una de las características de este espectacular túm ulo — los emblemas, las estatuas, los versos con m em ora tivos— eran, se nos dice, símbolos del hom bre para el recuerdo
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del cual habían sido diseñadas3. Aquí tenem os, p o r tanto, la representación oficial de Felipe II — de lo que se entendía que eran las virtudes d el rey y los triunfos de su re in a d o — para la instrucción y ed ifica ción de sus afligidos súbditos. La ma yoría de la gente que venía a contem plar el túm ulo n o había co n o cid o a otro gobernante que al que se le estaba rindiendo tributo. A lgunos, aunque n o m uchos, tal vez recordaran los túmulos erigidos cuarenta años antes en h o n o r de su padre, el em perador Carlos V. El m ism o Cervantes, ahora ya con cin cuenta y un años de edad, tenía tan sólo diez años en aque lla época. Para él, así co m o para la mayoría de los que entra sen en la catedral de Sevilla durante aquellos días de duelo, el túmulo servía co m o invitación a revivir indirectam ente la ex periencia de toda una vida a través del sim bolism o visual que rodeaba a la persona del rey difunto. ¿Qué habría visto, pues, el asombrado público asistente, su pon ien d o, p or supuesto, que las 1.190 grandes antorchas, los 990 cirios, las 6.144 velas pequeñas y los varios otros m edios de iluminación encargados para las exequias aportaran suficiente luz para penetrar la tenebrosidad circundante y revelar los in geniosos detalles que adornaban el túm ulo? En m ed io de la abundancia ordenada de em blemas y epigramas, tres temas d om in a n la escena de un m o d o particular. U n o d e ellos es el de la m isión universal del difunto soberan o, de Felipe II com o «protector de la redondez; de la tierra». A parecen, ine vitablemente, Hércules y sus columnas, divisa imperial de Car los V. A parece, tam bién, el águila co n alas extendidas co b i ja n d o a sus crías. Y p o r encim a de las o c h o entradas se alzan o ch o grandes altares, cada uno representando una provincia o región diferente: Inglaterra, com o matrona, con un manto de tristeza ju n to a un árbol seco, para sim bolizar la frustración de la esperanza de una restauración del catolicism o co n la muerte de María Tudor; Francia, con un manto similar, com o recordatorio de la generosa ayuda del rey a los apurados ca~
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« M á q u in a in s ig n e » : l a M o n a r q u í a H is p a n a e n e l r e i n a d o d e F e lip e
II
tólicos de aquel país; Italia; Flandes; Nápoles; Austria; Sicilia; y, p or últim o, América, desnuda hasta la cintura y sentada so bre un caimán. El segundo m otivo del gran túm ulo es el de la realeza mis ma, tal y co m o la había p uesto en práctica Felipe II, re p re sentante de h on or de dich o arte. Cuatro epitafios co n m e m o ran al rey c o m o un gran y b u en m on arca, co m o pilar d e la justicia, co m o defensor de la fe y co m o padre de la patria. Los em blem as definen la relación del m onarca con sus súbditos: dos m anos asidas representan la lealtad del p u eb lo a su rey; un timón denota prudencia y vigilancia en el gobierno; un ór gano simboliza la igualdad ante la ley, con desiguales cañones yuxtapuestos para p ro d u cir una p erfecta arm onía, y las d i versas cornucopias así co m o una cruz figuran la riqueza m a terial y espiritual que se deriva de la conservación de la fe. So bre los macizos de las dieciséis colum nas se alzan figuras que representan las virtudes del m onarca — la mayoría de ellas son previsibles, com o la vigilancia y la sagacidad, la oración y la re ligión, la severidad y la m oderación, pero también, tal vez más inesperadamente, nos encontram os co n la liberalidad y la se creta consulta. Hay, asimismo, pinturas en los espacios trian gulares entre los arcos: una de una balanza, com o sím bolo de la equ id ad de Felipe, y otra de un reloj de p é n d u lo m eticu losamente regulado que lleva la leyenda: «Todas las cosas p o r cuenta, peso y m edida». El tercer tema, el de los triunfos del reinado, está narrado en los dieciséis paneles pintados o «historias» situados entre los arcos. La serie com ienza con dos escenas de lajuventud de Felipe: la reducción de Inglaterra a la fe verdadera a través de su m atrim onio con María T u dor y la abdicación de Carlos V. Viene a continuación una serie de batallas: la de San Quintín, el cerco de Orán de 1563, la tom a del P eñón de Vélez en 1564, el s o co rro de la asediada isla de Malta en 1565 y una rep re sentación de la Liga contra el turco, co m o preludio de los dos
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paneles de la batalla de L epanto, sin duda exam inados co n a ten ción p o r C ervantes c o n su m irada de veteran o. La su blevación de los Países Bajos — un tema espinoso— se halla representada p o r una m ujer co n atuendo flam en co rescata da de una serpiente de siete cabezas p o r seis hom bres arma dos. La rebelión de Granada de 1568 también cuenta co n un panel propio, el cual muestra trofeos levantados y filas de m o ros cautivos. Tam bién hay representaciones sim bólicas de la defensa de la fe y de la buena acogida que España brindaba a los católicos huidos de Inglaterra. La serie culmina con el gran triunfo de 1580, la u n ión de Castilla y Portugal y la tom a de la isla Tercera p or el marqués de Santa Cruz. Fuera de esta serie se halla otra pintura conm em orativa de un a con tecim ien to más reciente: la firma, p ocos meses antes de la m uerte de Fe lipe, de la paz de Vervins entre Francia y España. Esta pintura adorna un altar especial dedicado a la paz, un tributo n o sólo a la paz terrenal que había coron ad o el reinado del viejo m o narca, sino tam bién a la paz celestial de que éste iba a gozar p or toda la eternidad. Voto a Dios que me espanta esta grandeza y que diera un doblón por describilla; porque ¿a quién no sorprende y maravilla esta máquina insigne, esta riqueza? Todos con ocem o s este fam oso soneto en el que Cervantes manifiesta su reacción ante la «máquina insigne» del túmulo. Pero su actitud hacia el h om b re a quien éste rendía tributo n o es tan evidente. El p oem a que co lo c ó en el túmulo, con su descripción del difunto rey co m o «nuevo y p acífico M arte», representa, a m i entender, un en com io convencional del que n o es posible d ed u cir nada en particular: u n o n o se tom aba libertades con Felipe II, ni siquiera tras su muerte. Pero el con traste entre la p o m p a oficial y la realidad de España y su si
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tuación n o dejaba de ser evidente para tod o hom bre con un m ínim o de inteligencia, y tal discordancia sólo servía para in tensificar el sentido de inquietud predom inante en la Castilla de la últim a década del siglo xvi. La fastuosidad de las e x e quias servía al p ropósito de expresar las glorias del reinado — la defensa de la fe a través de las victorias de las armas es pañolas, los beneficios que acom pañan al justo g ob iern o de un rey virtuoso— ; p ero ¿es posible que dichas glorias borra ran toda huella de las penurias y del p re cio que se había te nid o que pagar para alcanzarlas? Si bien el túmulo era una in vitación a recordar el pasado con orgullo, también brindaba in d irectam en te la o p o rtu n id a d de record a r el pasado c o n amargura; y entre esas reacciones entremezcladas que debie ron de sentirse en la catedral de Sevilla en diciem bre de 1598 resulta difícil saber cuál de las dos em ocion es prevalecía so bre la otra. Si aceptamos la invitación y rem em oram os desde aquel es p lé n d id o túm ulo los acontecim ientos del m edio siglo ante rior, tal vez sea conveniente p onerlos en relación co n dos te mas estrechamente entrelazados a lo largo de la vida personal de Cervantes y de la vida pública de su época, el de las armas y el de las letras. Lo que vemos en la España de la segunda m i tad del siglo XVI es un triunfo — p ero un triunfo equ ívoco— tanto de las armas com o de las letras: un triunfo que hace que parezca especialmente apropiado el episodio en que se ord e na a Sancho Panza que asuma el g o b ie rn o de su isla vestido «parte de letrado y parte de capitán»4, una com binación que simbolizaba hábilm ente el carácter de la época. Los dieciséis paneles pintados del túm ulo catalogaban las victorias de las armas españolas de un m o d o bastante fiel. Ni más ni m enos que siete de esas escenas representaban de una form a u otra la lucha de España contra el Islam. El énfasis que se dio al tema estaba justificado. Felipe, aunque n o había h e redado el título imperial de su padre al abdicar éste en 1558,
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sí que había h ered a do su m isión imperial, y así fue co m o en la Monarquía Hispana recayó la defensa de la Cristiandad con tra el Islam. En 1559, en el m om ento en que se disponía a partir de Bru selas con ru m b o a la Península Ibérica para asumir su nueva herencia española, Felipe suspendió las negociaciones de paz con los turcos. Esta reanudación de la guerra abierta en el M e diterráneo a partir de 1559 se explica parcialm ente co m o la acción de un h om b re jo v e n deseoso hasta el extrem o de p ro bar que su persona era digna de la m isión en com endada p o r su padre, quien había d irigid o personalm ente sus ejércitos contra las fuerzas del Islam. Pero también reflejaba las p rio ridades y aspiraciones que habían surgido tras siglos de pug na y de coexistencia entre españoles y musulmanes. Por tanto, la reacción fue hasta cierto punto instintiva, pero se com prende m ejor si se toma en cuenta el peligro que corría España hacia la mitad del siglo xvi. La flota otom ana y la del estado vasallo turco de Argel representaban una amenaza constante para las costas españolas y para las rutas marítimas entre la Península Ibérica y las p osesion es de España en Italia. A dem ás, dicha amenaza se dejaba sentir de un m o d o particularm ente alar m ante a causa de la presencia de la gran com u n id a d m oris ca que vivía en la Península, una com unidad que perm anecía obstinadamente al margen de la sociedad. El fantasma de una posible sublevación m orisca que coin cidiese co n un ataque p or parte de la flota turca persiguió constantemente al rey y a sus consejeros en los prim eros años de reinado. Era una p o sibilidad que se p o d ría h aber m aterializado fá cilm en te en aquellos años de guerra atroz en Sierra Nevada que siguieron a la sublevación de los m oriscos de Granada de 15685. En este con tex to es en el que se d ebe situar la victoria de L epan to d e 1571, un a victoria que pu diera p arecer d e ce p cionante en cuanto a sus consecuencias prácticas: tal y com o escribió en su diario el em bajador imperial en la corte de Fe
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lipe II, los cristianos n o ganaron ni un palmo de terreno6. Pero, dada la larga historia de la cruzada contra el Islam, la victoria de Lepanto tuvo una im portancia sim bólica de primera m ag nitud tanto para la España de Felipe II com o para todo el m un d o cristiano de finales del siglo xvi. A pesar de todas las d e cepciones que provocó, Lepanto representó una confirmación decisiva de la superioridad de las armas cristianas. La Cris tiandad se había quitado un gran p eso de encim a. N o d eb e sorprendernos, p or tanto, que todos aquellos que, com o Cer vantes, lucharon en Lepanto y sobrevivieron, debieron de ha ber vivido y revivido las escenas de aquel día y debieron de haber se visto co m o guerreros privilegiados con d erech o n o sólo a una gratitud eterna, sino también a recom pensas tangibles. Lepanto, tal y com o se vio del lado cristiano, era la glorio sa cu lm in ación de casi mil años de historia. Pero el ím petu que había h e ch o posible la victoria desapareció p ron to. La gran confrontación hispano-otomana que había dom inado la década de los años sesenta y el principio de la de los setenta a cabó p o r estancarse hacia finales de este últim o d e ce n io , ya que las dos superpotencias em pezaron a girar sus miradas, cada vez co n más intensidad, hacia otros enem igos y otras li des. Pero si bien es cierto que la conflagración total había aca bado, la lucha que todavía continuaba, aunque de un m o d o más solapado, se llevó p or delante a individuos e incluso a pue blos enteros a su paso. Se llevó p or delante a Cervantes, un j o ven de veintiocho años, en el g olfo de Rosas cuando regresa ba de Nápoles en septiembre de 1575, al ser atacada la galera en que viajaba p or piratas berberiscos; y lo mantuvo encarce lado en Argel hasta octubre de 1580. Se llevó p or delante a los m oriscos de Granada, que fu eron expulsados de su A ndalu cía natal y dispersados a lo largo y ancho de Castilla una vez que su levantamiento fue sofocado; y sus repercusiones toda vía se dejaron sentir una generación después, de 1609 a 1614, cu a n d o largas filas de m oriscos provenientes de toda la P e
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nínsula — unos 300.000 en total— se vieron forzados a tomar el amargo cam ino de los puertos de em barque desde d on d e zarparían hacia Africa y hacia dondequiera que los acogieran. Ignorantes víctimas de una larga historia de m utua in co m prensión, fueron expulsados de una España que se m ostró in capaz de aceptarlos tal cual o de asimilarlos. Pero una España p o r la que, aun co n to d o , lloraron. C om o el m orisco R icote explica a Sancho Panza: «que en fin, nacimos en ella, y es nues tra patria natural»7. Mientras hubiese una amenaza considerable en el M edite rráneo, el h e ch o tendría prioridad absoluta en la m ente de Felipe II. Pero la desaparición gradual del peligro del M edi terráneo en los años posteriores a Lepanto le b rin d ó la posi bilidad de dirigir su aten ción hacia otras áreas, d o n d e tam bién acechaba el peligro. La sublevación de sus propios vasallos de los Países Bajos en 1566 y la aparición de ese m onstruo con cabeza de hidra, la reb elión y la herejía, representado en el panel sobre el túm ulo real, configuraron una situación radi calm ente diferente que, co n el tiem po, transform aría el es cenario eu ro p e o . De h e ch o , la victoria de España en el M e d iterrá n eo a p rin cip io s de la d éca da de los setenta estaba estrecham ente ligada a su fracaso en los Países Bajos. Senci llamente, el m onarca n o poseía en ese m om en to los recursos necesarios para m a n ten er dos guerras de tal m agn itu d si m ultáneam ente; y cu an do p o r fin ya se vio libre del co n flic to m editerrán eo hacia fines de los años setenta, la reb elión y la herejía habían echado firmes raíces entre sus súbditos del norte. Hacia finales de la década de los setenta, mientras Cervantes vivía su agotador cautiverio de Argel, fue cu an do cam bió el punto de mira del reinado de Felipe II. Con el apaciguamiento relativo del con flicto del M editerráneo, los problem as de la E uropa del N orte y el Atlántico cobran cada vez más im por tancia en los cálculos del rey. La sublevación de los Países Ba
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jos, amparada e instigada p or los protestantes de Francia y A le m ania y p o r la Inglaterra de Isabel, representaba un desafío tanto a su propia autoridad co m o a la de la Iglesia de R om a que Felipe se sentía incapaz de pasar p o r alto. De este m o d o, se m ovilizaron todos los recursos del p o d e río español para lo que habría de ser una lucha de veinte años que determinaría el m apa religioso y p o lítico de bu en a parte de E uropa o c c i dental. Era una lucha en la cual España contaba co n im p or tantes ventajas. La in corp oración de Portugal en 1580 le d io una segunda flota y una nueva plataform a m arítim a desde la cual se p od ía organizar la incipiente batalla del Atlántico. La plata de las Indias llegó en cantidad sin precedentes a par tir de principios de la década de los ochenta, cuando las m i nas de Potosí em pezaron a ser explotadas eficazm ente. P or otra parte, el ejército de Flandes pasó a ser una máquina m i litar extraordinaria, m antenida a un nivel y co n un grado de eficacia muy p o r encim a de los que cualquier otra p oten cia europea de la ép oca podría ser capaz8. Sin em bargo, el im presionante esfuerzo b élico de España de la década de los años ochenta y la de los noventa fracasó, o fracasó, al m enos, en tanto que los grandiosos objetivos que Felipe se había propuesto a sí m ism o n o llegaron finalm en te a hacerse realidad. Dichos objetivos eran, p o r una parte, la restauración inmediata de la total autoridad real sobre las p ro vincias rebeldes de los Países Bajos, y, p o r otra, más a m edio plazo, el re to rn o de toda E uropa a la o b e d ie n cia d eb id a a Roma. Si nos preguntamos p o r las causas del fracaso, una par te de la respuesta ha de achacarse a la propia grandiosidad de la empresa. En la década de los ochenta, el Rey Prudente, lle n o de confianza a raíz de lo aparentem ente inagotable de las reservas de las Indias, dejó de un lado su prudencia y pasó de lo que él consideraba que eran operaciones em inentem ente defensivas a tomar la iniciativa. La Empresa de Inglaterra de 1588 y la intervención en las guerras civiles francesas de la dé
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cada de los noventa fueron tareas de enorm e magnitud y muy costosas que conllevaron altos riesgos9. El balance en el m o m ento de la muerte del rey, en 1598, era decepcionante en lo que con ciern e a los gastos acum ulados, p ero n o se p u ede in terpretar com o un fiasco total si nos remitimos a los objetivos propuestos en un principio. De hecho, era una historia de m e dios logros y m edios fracasos. Inglaterra n o había sido derro tada, pero, por otra parte, ésta n o había conseguido acabar con la dom inación española de las rutas atlánticas ni había debili tado su control de las Indias. La sublevación de los Países Ba jos n o había sido sofocada, pero al menos las provincias del sur habían vuelto al redil. T am poco el protestantismo había sido erradicado de Francia, aunque, en contrapartida, la coron a y el país seguían siendo oficialmente católicos. A estos medios éxitos debem os añadir el gran logro del man tenim iento del o rd e n p ú b lico y la estabilidad p olítica en la p rop ia Península Ibérica. Es cierto que la paz de la que g o zaba la Península bajo Felipe II fue perturbada temporalmente p or la rebelión de Granada de 1568 y p o r las alteraciones de Aragón acaecidas a principios de la década de los noventa; n o obstante, el nivel de estabilidad fue extraordinario en co m paración co n el de otros m uchos estados eu rop eos a finales del siglo
XVI.
La segunda mitad del siglo en la historia de Eu
ropa constituyó una época en la que la com binación de la o p o sición p olítica c o n la d isidencia religiosa representaba un desafío particularm ente p elig roso para la autoridad de los príncipes. Bastaba c o n que los súbditos de Felipe II co n d u jeran sus miradas al otro lado de los Pirineos para que se die ran cuenta de lo que se habían librado. En este sentido, las corn u cop ia s sobre el túm ulo que celebraban los b en eficios aportados p or la paz estaban totalmente justificadas. La com binación de las armas en el extranjero co n la represión den tro del país verdaderamente habían salvado a la España de Fe lipe II de los infortunios de la disensión civil.
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Detrás de las barreras que había erigido para evitar la in cursión en España de peligrosas influencias extranjeras, en el interior del país el rey aportó a lo largo de cuarenta años un grado de fuerte gobierno que hizo posible que al m enos algu nas zonas de la Penín sula — especialm ente Castilla y A n d a lucía— pudieran contarse entre las regiones más estables de la Europa del siglo xvi. La im portancia con ced id a p or el tú m u lo a las virtudes de Felipe reflejaba el estilo de g o b ie rn o —justo, mesurado, con autoridad— que éste había intentado hacer suyo. El contraste con el estilo de Carlos V era, sin duda, acusado. Carlos había sido el gran exponente de la realeza am bulante, el príncipe a caballo, siem pre listo para conducir en person a a sus ejércitos al ca m p o de batalla. D esde su retor n o de Flandes a la Península en 1 5 5 9 , Felipe fue un rey se dentario que le dio a la M onarquía p o r prim era vez una capi tal fija, Madrid, y que gobernaba sus amplios dom inios desde su mesa de trabajo. Este m od o de enfocar la realeza — tan p o co espectacular en com paración con el de Carlos y sin duda su m am ente inquietante a los ojos de aquellos que recordaban los gloriosos días del Emperador— fue interpretado en la ver sión oficial del reinado co m o una señal de fuerza, n o de d e bilidad. La versión llegó a calar tanto en el país que, en 1 6 2 9 , el presidente del Consejo de Castilla, escandalizado p o r la p r o puesta del jo v e n e im petuoso Felipe IV de asumir personal mente el m ando de su ejército de Flandes, escribió en una con sulta: «la m ayor gloria de Felipe II fu e desde su silla, co n la plum a en la m ano gotosa, tener el m u n do sujeto a sus resolu cion es»10. Este era el «nuevo y pacífico Marte» encom iado p o r Cervantes en su poem a del túmulo, cuya dom inación era tan absoluta que n o tenía más que impartir sus órdenes desde le jo s para que sus ejércitos resultasen victoriosos sin más. Tenem os en Felipe II, pues, a un monarca cuyo estilo de g o bierno suponía la perfecta unión de las «armas» y las «letras». El m ism o Felipe, com andante suprem o en San Quintín ata
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viado con su armadura, era también el suprem o letrado que gob ern a b a su m on a rq u ía m undial a través de la palabra es crita. Este hecho, en sí mismo, era sumamente apropiado para la España de su época. La preeminencia española en el terreno de las armas en el siglo xvi ha tendido a hacernos subestimar su preem inencia en otro cam po, en el cual d ich o siglo p u d o ser también testigo de grandes avances. Si bien es cierto que los españoles fueron en m uchos sentidos pioneros en el cam p o de batalla, también lo fu eron en otro arte bien diferente: el del gob iern o a través del papel o gob iern o burocrático. La fuerza de las circunstancias y la necesidad de g o b e rn a r d o m inios distintos y m uy dispersos que se exten d ían a través de vastas extensiones de tierra obligaron a la C orona españo la a idear o desarrollar técnicas administrativas que la ayudasen a hacer frente a los problem as del tiem po y la distancia, pro blemas sin precedente en la historia de los estados europeos. La solu ción adoptada consistió en una m onarquía burocrática con base consiliar. Los instrum entos de este lo g ro fu e ro n los letrados, que contaban co n e d u ca ció n universitaria, c o m o el a b u elo del m ism o Cervantes, Juan de Cervantes, un lice n cia d o de Sa lamanca que desem peñó las funciones de abogado yju ez du rante toda su carrera. Diez años de estudio de D erech o civil y c a n ó n ico en la universidad eran requisito indispensable para d esem peñ ar cargos ju d icia les y ciertos puestos adm i nistrativos ya d esde 149311, y este requisito m a rcó la pauta para lo que D iego H urtado de M endoza describió en su Gue rra de Granada co m o un nuevo y distintivo estilo de gobierno. Los Reyes C atólicos, explicaba, habían puesto el con trol de lajusticia y de los asuntos públicos en manos de letrados, «gen te m edia entre los grandes y p e q u e ñ o s»; y «esta m anera de g ob iern o, establecida entonces co n m enos diligencia, se ha id o exten dien do p o r toda la cristiandad, y está hoy en el co l m o de p o d e r y autoridad»12.
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Si bien Hurtado de M endoza exageraba la novedad del sis tema, desde luego n o exageró la im portancia del m ism o en su propia época. Hacia fines del siglo xvi ya había nacido una nueva clase gobernante, una clase que basaba su d e re ch o a g ob ern a r en su habilidad y fo rm a ció n p rofesional, cuestio nando así el d erecho de la nobleza tradicional a servir co m o íntim os consejeros del rey sim plem ente en virtud de su naci m iento y rango. El Almirante de Castilla hablaba en nom bre de toda su clase cuan do dijo al em bajador im perial en 1578 que «el gobiern o del Rey n o es g ob iern o de justicia sino de ti ranía y venganza, to d o está en m an o de gente baja y apasio nada»13. En su pretensión de hacer cumplir la autoridad real, los bu rócratas se veían lógicam ente abocados a chocar con los privi legios. En teoría, al rñenos, el ú n ico propósito de su existen cia era sostener y reforzar la justicia del rey, y era precisamente para cum plir este propósito para lo que habían sido adiestra dos. Pero, si bien la C oron a los necesitaba, ellos a su vez n e cesitaban a la C orona. Las letras — en el sentido general de una carrera al servicio de la Iglesia o del Estado— representa ban el m ejor m edio de ascenso social en la Castilla del siglo xvi, com o lo atestiguan las historias de familias com o los C onchi llos, los C obos, los Eraso y los Idiáquez. A causa de ello, la d e m anda de em pleo en el aparato burocrático creció aún más rápidam ente que la misma burocracia, en constante expan sión c o m o respuesta a las n ecesidad es militares y adm inis trativas de la Corona. Esta, al parecer, insaciable dem anda de puestos en la j e rarquía burocrática fue la fuerza im pulsora de la notable ex pansión de las universidades en la Castilla del siglo xvi, que pa saron de ser d os hacia finales de la Edad M edia a veinte al principio del siglo xvii. La Castilla de finales del xvi parece ha b er sostenido una p ob la ción estudiantil de unas 20.000 p er sonas al año. Esto indica que, consideran do los niveles de la
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Europa de la Edad M oderna, Castilla era una sociedad con un alto grado de educación, si es que la asistencia universitaria se p u ede considerar equivalente a la edu cación 14. El p rob lem a p ro v o ca d o p o r esta expansión universitaria fue la p r o d u c c ió n de una pléyade de licen cia d os cuyas ex pectativas sobrepasaban con creces sus oportunidades. El pa dre de Cervantes, ciru jan o residente en Alcalá de H enares — ciudad en la que nació Cervantes en 1 5 4 7 — , intentó prac ticar su p rofesión en una ciudad universitaria que cada año producía m uchos más licenciados en m edicina de los que p o día emplear. N o nos sorprende que fracasara. Al produ cir las universidades más licenciados de los que la burocracia p odía absorber, acceder a un cargo se hizo cada vez más difícil y el p rob lem a de los licen cia dos desem pleados se agudizó más. Los C onsejos se veían desbordad os p o r la gran cantidad de peticiones de quienes buscaban un puesto; los ham brientos «cazadores de cargos», co m o el p ro p io Cervantes en 1 5 8 1 y en 1 5 9 0 , seguían la som bra de secretarios reales y ministros co n la esperanza de llamar su atención. En el curso del siglo se fu eron reforza n d o las restricciones — tanto legales co m o extraoficiales— para la ob ten ción de un cargo p ú b lico. Los estatutos de limpieza de sangre impedían el paso a aquellos que — a diferencia de Cervantes15— n o pudiesen presentar un cer tificado q u e diese fe de que su linaje n o estaba m a n ch a d o de sangre ju d ía o m ora. Los bachilleres dejaron de tener p o sibilidades de ser seleccion ad os para cargos p ú b licos al ver se en com petencia co n licenciados y doctores. Por otra parte, fueron los licenciados de los colegios mayores quienes llega ron a dom inar los C onsejos y se aseguraron, a su vez, de que las vacantes fueran ocupadas p o r sus com pañeros colegiales. Esta burocracia consiliar con educación universitaria, cada vez más exclusivista a consecuencia de la com pleja red de in tereses y amiguismos que había creado, fue lo que hizo posi ble que Felipe II suscitara esa impresión de autoridad tan pro-
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fusam ente celebrada en sus honras fúnebres. El sistema, p o r naturaleza, siempre era propenso a la inercia; la com pleja ma quinaria, cuando se la p on ía en m ovim iento, chirriaba y cru jía penosam ente. Pero, cuando el rey la obligaba a actuar, era capaz de proezas de organización de gran magnitud, com o el equipam iento de las armadas para la invasión de Inglaterra, que n o sorprende que im presionaran a los contem poráneos tanto p or su envergadura co m o p o r su meticulosa atención a los más m ínim os detalles. Los miles y miles de docum entos, co n sus incansables anotaciones marginales en la letra de pa tas de araña de aquel rem oto burócrata de El Escorial, ponían, sin em bargo, de manifiesto más la cantidad que la calidad de gobierno; y si bien en algunos casos la calidad era alta para los niveles de la ép oca , a m ed id a que el rein a d o se acercaba a su fin se descubren más y más indicios de las graves fisuras del sistema. Esto n o nos debe sorprender a la vista de los enorm es es fuerzos que se le exigieron. En teoría, las armas y las letras tra bajaban en mutua armonía. En la práctica, resultó al final que las persistentes demandas de las armas fueron insoportables. Desde más o m enos 1580, la tensión provocada p o r el contin u o estado de guerra prim ero contra los turcos y luego c o n tra los protestantes del norte se d e jó sentir tanto que acabó p or influir en todos y cada u n o de los aspectos de la vida cas tellana, distorsionando y d eform a n d o la sociedad, la e c o n o mía y el m ism o aparato administrativo. Analicem os prim ero lo que bajo las presiones de la guerra estaba ocu rrien d o en la administración. En los últimos años de Felipe II unos setenta mil españoles servían en sus ejérci tos y armadas. C om o p ro m e d io durante to d o el rein ado, el Consejo de Guerra aspiraba a reclutar en la Península a unos nueve m il hom bres p o r año, un objetivo n o fácil de alcanzar en el m ejor de los supuestos16. En la década de los ochenta, cuan do el crecim iento d em ográ fico de Castilla ocu rrid o en
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los decenios anteriores q u ed ó estancado y los oficiales de re clutam iento tuvieron que enfrentarse al p roblem a de la dis m inución y el envejecim iento de la p oblación , la anterior es casez esp orádica d e reclutas se con virtió en in su ficien cia crónica. C om o consecuencia, el viejo sistema de reclutamiento voluntario dio paso a levas forzosas, lo cual a su vez d e jó des poblad os m uchos p u eb los al huir sus hom bres sanos a refu giarse en las ciudades. Al m ism o tiem po, m últiples oficiales m enores c o n n om b ra m ien tos del C onsejo de G uerra re c o rrían el país en busca de provisiones para el ejército y las ar madas. A u n o de ellos — el p rop io Cervantes, que p o r fin ha bía conseguido apoyar el pie, aunque precariam ente, en u n o de los peldaños inferiores de la escalera burocrática— se le encargó que requisase trigo y aceite para la Em presa de In glaterra en los p u eb los de A ndalucía en 1587. N o eran bue nos tiempos para ser com isario en Andalucía, d on d e en 1588 falló la cosecha17. Inevitablemente, mientras llevaba a cabo su ingrata tarea, Cervantes se vio im p lica d o en constantes al tercados e interminables conflictos de jurisdicción; y bajo este tipo de presiones to d o el sistema de abastecim iento organi zado desde Madrid em pezó a derrumbarse en los últimos años de Felipe II. En vez del co n tro l centralizador que había ca racterizado tradicionalm ente al reinado, la C orona se vio for zada cada vez más a entregar las responsabilidades de reclu tam iento y abastecim ien to a las autoridades locales. Esta novedad de fines del siglo xvi representó un decisivo aleja m iento co n resp ecto a los objetivos y aspiraciones del estilo m onárquico de Felipe II y em pezó a inclinar el equilibrio p o lítico en Castilla en detrim ento de la corte y a favor de las lo calidades, d on d e las oligarquías m unicipales y los p oderosos aprovecharon la oportu n idad brindada p o r el debilitam ien to de la autoridad central para atrincherarse en el poder. Las inexorables dem andas de la guerra, que dilataron el aparato administrativo hasta sus límites en la década de los n o
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venta, también provocaron graves tensiones sociales y e co n ó micas. En el últim o d ecen io de su reinado, Felipe gastaba al red ed or de d oce m illones de ducados al año, de los cuales de dos y m ed io a tres m illones p roced ía n de las Indias. El resto había de ser ob ten id o m ediante el endeudam iento público, ex p ed ien tes fiscales arbitrados y u n in cre m e n to de los im puestos, lo cual significaba, p o r lo general, los impuestos en los reinos de la coron a de Castilla18. El sistema crediticio co n ayuda del cual Felipe II financió sus guerras tuvo consecuen cias catastróficas en Castilla, al desviar fon d os de riqueza que podrían haberse utilizado para la inversión productiva hacia el sistema de juros, creando así una sociedad rentista que vi vía de los intereses devengados anualmente. Enorm es canti dades de dinero fueron a parar a los bolsillos de los banque ros genoveses de la Corona, que exigían unos tipos de interés cada vez más elevados para contrarrestar los crecientes ries gos. Esto, a su vez, suponía un mayor nivel impositivo. Un nue vo im puesto, los m illones, fue aprobado p o r las Cortes caste llanas en 1590 y se vio p rácticam en te d u p lica d o seis años después. Al tratarse de un im puesto sobre artículos de c o n sum o — carne, vino, aceite y vinagre— , su p eso se d ejó sen tir especialm ente entre los sectores más p obres de la p o b la ción, tanto más cuanto que la década de los años noventa fue un p eriod o de creciente dislocación agraria y de precios ele vados de los productos alimenticios19. Los años 1587-1593, p o r ejem p lo, cu an do Cervantes estaba requisando provisiones, fu eron testigos de una serie de cosechas catastróficas en A n dalucía, tradicional granero de la flota; y al recorrer en 1594 el reino de Granada en su calidad de recaudador de im pues tos, debió de haberse sentido consternado p o r la miseria que presenció en los pueblos en los que intentaba obtener los atra sos im pagados de la alcabala. El p recio de los cereales anda luces sufrió un gran increm ento, pasando la fanega de costar 430 maravedíes en 1595 a 1.401 en 159820. Cervantes, de h e
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cho, estaba intentando arrancar maravedíes a una población claramente m alnutrida y crónicam ente pobre, co n pocas re servas con las que defenderse de la peste, que asestaría un gol pe verdaderam ente m ortal al final de la década. Esta con ju n ción de un sistema im positivo excesivam ente oneroso y de una aguda crisis econ óm ica explica que los últi mos años del envejecido Felipe II fuesen un p eriod o tan som b río en la historia de Castilla. Las repercusiones se dejaron sentir en todos los sectores. Se dejaron sentir en los pueblos, enajenados del d om in io real p o r una coron a en dificultades y transferidos a la ju risd icción de los p oderosos del lugar. Se dejaron sentir p or toda la com unidad mercantil y financiera, entre hom bres co m o Sim ón Freire de Lima, el ban qu ero se villano a quien Cervantes había con fiad o las rentas públicas que había recaudado21. La caída de Freire en 1595 tuvo co n secuencias desastrosas en lo personal para Cervantes; p e ro también fue presagio de la más extensa pérdida de confianza com ercial y financiera que ob lig ó a Felipe II, p o r tercera vez en su reinado, a anular en noviem bre de 1596 las deudas que había contraído co n los banqueros. Esta nueva «suspensión de pagos» supuso el fin efectivo de las am biciosas y costosas iniciativas de política exterior que caracterizaron la segunda mitad de su reinado. A partir de 1596, una España agotada se vio forzada a volver al camino de la paz: la paz con Francia en los últimos meses de la vida del rey, la paz con Inglaterra en 1604, y finalmente, lo más humillante de todo, la Tregua de los D oce A ños con los rebeldes holandeses en 1609. Tales patentes fracasos de finales del siglo xvi — fracasos p o r lo que se refiere a los altos objetivos que se habían que rido alcanzar— tuvieron, a m i entender, graves consecuencias psicológicas y espirituales para la sociedad castellana. La ima gen oficial en las décadas anteriores era la de Castilla co m o adalid de una m isión providencial, co m o la n ación especial m ente escogid a p o r D ios para llevar a ca b o sus grandes de
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signios. Este nacionalism o m esiánico, que sirvió co m o justifi ca ción para la im posición de una rígida o rto d o x ia y u n ifor m idad en una sociedad h eterogén ea p o r naturaleza, se p e r petuaba a sí mismo mientras se viese acom pañado de la victoria de las armas castellanas. Pero ¿qué pasaba cuando España su fría reveses y derrotas, co m o el fracaso de la Empresa de In glaterra? Si D ios había e sco g id o especialm ente a Castilla, ¿có m o se p od ía explicar lo que era a prim era vista el h e ch o inexplicable de la derrota? U no p odía atribuir el fracaso de la Empresa de Inglaterra a los vientos y los tem porales (co m o Cervantes en su segunda oda a dicha Em presa), sin perder la confianza en la victoria última de la causa de España22. Había gente, com o Pedro de Ribadeneyra, que interpretó el fracaso com o señal divina para que Castilla reformase sus costumbres y purificase sus aspiraciones con el fin de volver a ser m erece dora de los altos propósitos que se le habían en com endado23. El fracaso de la Empresa de Inglaterra, sin embargo, resultó n o ser un acontecim iento aislado, sino el prim ero de una se rie de reveses e infortunios que, en la década de los años n o venta, tuvieron un efecto acum ulativam ente negativo en la confian za castellana. Inevitablem ente p ro v o có una am plia gama de em ociones. En las Cortes de Castilla de 1593, el p ro curador de Murcia, Ginés de R ocam ora, p reguntó retórica m ente p o r qué Castilla se había debilitado tanto, y p o r qué Dios la privaba de victorias en sus guerras. La respuesta, aña dió él mismo, estaba clara. Resultó ser la misma respuesta que la de Ribadeneyra: Castilla estaba pagando p o r los pecados de egoísm o, falta de honradez, co rru p ció n y ociosidad que c o rroían la vida nacional. El procurador de Madrid, por otra par te, habló en representación de aquellos castellanos que se sen tían agraviados p o r el con tin u o despilfarro de d in ero para participar en las gjuerras interminables de Francia y Flandes, y afirm ó que si los herejes extranjeros deseaban seguir el ca m ino de la perdición, se les debería permitir hacerlo24.
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Junto al estridente llam am iento p ú b lico a la purificación nacional, también encontram os la expresión de un deseo de abandono de la gran cruzada nacional. En estos años hay in dicios de fatalismo y de una creciente tendencia al escepticis m o. Cervantes rea ccion a co n una ironía m ordaz que n o de b ió de ser típica en él sólo en el son eto en que presenta la entrada triunfal del d u q u e de M edina-Sidonia en Cádiz en 1596 tras la partida del victorioso con d e de Essex. Si hay un cam bio del ton o personal de Cervantes entre sus versos sobre la Empresa de Inglaterra y su soneto sobre el ata que inglés a Cádiz, esto debe reflejar seguramente un cam bio del sentir nacional en un m om ento en que la amargura y la de silusión asolaban Castilla. La muerte del anciano rey en 1598, que siguió tan de cerca a la revelación de su bancarrota a pe sar de todo el d inero co n que el contribuyente castellano ha bía in u ndado sus arcas, tuvo que intensificar el sentim iento de incertidum bre e inquietud. El ú n ico elem ento visible de estabilidad y continuidad, el m ism o rey, había desaparecido; y, co m o el duque de Feria había com entado el año anterior: «faltando él, estamos en otro proscenio, co m o dicen, y todas las personas de la com edia han de ser diferentes»25. Cuando cam bió la escena y las nuevas personas de la com edia salieron a recibir los prim eros aplausos — el jov en y novicio Felipe III, y el h om b re que había escogid o co m o su valido, el m arqués de Denia, que pronto sería duque de Lerma— , el público reac cion ó con una mezcla de recelo y esperanza. Las solemnes exe quias en h o n o r del difunto m onarca pusieron un apropiado colofón a toda una época. Sin embargo, al propio tiempo, ¡qué in op ortu n o d eb ió de haber p arecid o aquel in creíblem ente ostentoso túmulo en com paración con la inexorable realidad del m u n d o externo!
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C a p ít u l o 3
« P o r D i o s , p o r ¿ a P a t r i a y e l R e y »: EL MUNDO POLÍTICO EN TIEMPOS DE CERVANTES
A ntonio Feros
A través de algunos de sus más fam osos personajes, Cervan tes reflex ion ó en numerosas ocasiones sobre el m u n d o p o lí tico contem poráneo. Sus libros están llenos de referencias a la m onarquía, el rey, los ministros y oficiales reales, la Iglesia y la In qu isición , lajusticia y la o b e d ie n cia política; de re fe rencias también a cuáles eran las características del buen g o bierno y las virtudes que gobernantes y gobernados debían te ner. Por lo demás, él mismo ejerció profesiones directamente ligadas a las tareas que afectaban al g ob iern o — soldado y re ca u d a dor de im puestos— , y durante los últim os años de su vida vivió en la Corte, en busca — co m o m uchos de sus c o n tem poráneos— de la p rotección de aquellos ministros y co r tesanos que tenían acceso al rey y al favor real. Algunos de los aspectos y contextos de los que Cervantes fue testigo son dis cutidos en otros capítulos de este libro, p or lo que aquí nos li mitaremos a analizar aquellos que se refieren específicam en te a los con cep tos e id eolog ía s que hacían com p ren sible el sistema p olítico de la época. Será necesario, asimismo, consi derar algunas facetas de la historia sociál del poder, aquella que nos habla de patrones y clientes, de favores y servicios, de maestros y criados, de Quijotes y Sanchos. Quizá la idea más importante que se debe resaltar a la hora de analizar el m undo político en el que vivió Cervantes sea la de la com p lejid ad y diversidad de éste. P or lo general, estamos
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acostumbrados a tener una visión lineal de los gobiernos y las ideologías políticas del pasado; los vem os co m o si surgieran en un preciso m om en to y perm anecieran inalterables hasta el mismo m om en to de su desaparición. Tal es la im agen que con frecuencia se tiene sobre la M onarquía Hispana, a la que se percibe com o si hubiera nacido perfectam ente delimitada en tiem pos de los Reyes C atólicos, y hubiera p erd u ra d o in mutable en lo fundam ental hasta al m enos el fin de la dinas tía de los Austrias en 1700. Cervantes y sus contem poráneos, sin em bargo, tenían una conciencia más clara del dinamismo del m undo político en el que habitaban. T odos los de su generación eran conscientes de que vivían en una sociedad d on d e era muy intenso el de bate político relativo a en qué m edida las estructuras e id eolo gías creadas durante el reinado de los Reyes Católicos seguían sirviendo a las cambiantes necesidades de una m onarquía glo bal y que afrontaba grandes retos internos. Además, es tam bién im portante recordar que fue el suyo un tiem po de cam bio de gobernantes, lo que, co m o veremos, n o p odía p or m enos de p rodu cir cam bios también en la fo r ma de pensar y h acer política. Así, Cervantes vivió durante el reinado de Felipe II, p ero también asistió a la llegada al tro no de Felipe III, con la consiguiente caída de los favoritos del prim ero y el ascenso de los de su sucesor. Fue, p o r lo demás, testigo de algunos de los conflictos entre facciones más radi cales de la historia m o d e rn a de España, así c o m o de la d e tención y ju icio de varios importantes ministros reales acusa dos de corrupción. En general, se p u e d e afirm ar que la g e n e ra ció n de Cer vantes era consciente de que vivía en un m u n d o en crisis, en un p eriod o de transform ación e iñcertidum bre econ óm ica, social y política. Los cam bios que se estaban p r o d u c ie n d o en esos m om entos, y que habrían de tener un efecto funda mental durante casi todo el siglo xvii, podían en ocasiones n o
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ser fáciles de percibir, p ero los contem poráneos tenían la sen sación de que estas mudanzas eran profundas y estaban afec tando a las con cepcion es políticas, sociales y económ icas que habían sido dominantes hasta esos m om entos.
Rey
Cervantes hizo referen cia en m uchas ocasion es a aspec tos centrales de la vida política del p eriod o, aquellos que, en opinión de una mayoría de sus compatriotas, permitían la co n tinuidad y estabilidad de la M on arqu ía y, c o n ella, de la so ciedad misma. Así lo hizo, p o r ejem plo, en las dos partes de Don Quijote, d on d e en varias ocasiones aludió de form a explí cita a lo que él y m uchos de sus contem poráneos veían co m o la tríada que sustentaba la existencia de España: Dios, Patria y Rey (parte I, cap. 33; parte II, cap. 27). Para Cervantes, estos tres elem en tos estaban, o d ebían estar, p erfecta m en te c o nectados entre sí: u n o n o p o d ía existir sin los otros dos, y la vida de los súbditos del m onarca hispano n o podía entenderse sin constantes referencias a estos tres polos de obediencia y le altad. El autor del Quijote era consciente de que a pesar de que los tres términos exigían absoluto respeto, en el m undo de fi nales del siglo
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y com ienzos del xvii los tres ofrecían co m
plejas y variadas interpretacion es d e p e n d ie n d o de la p ers pectiva o del territorio desde el que se los considerase. Morir, co m o decía u n o de los personajes en Don Quijote, p o rvDios, la Patria y el Rey podía ser un buen lema para unir a todos en la ba talla, p ero la unanimidad se perdía cuando u n o exploraba el sign ificado y co n te n id o de cada u n o de esos térm inos. C o m encem os p or el últim o de ellos, p o r el Rey. La muerte de Felipe II y el ascenso al trono de Felipe III en septiembre de 1598 n o parece que implicaran un cam bio sig nificativo en la constitución del g o b ie rn o p olítico de la M o
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narquía, la representación de la majestad y el p o d e r del Rey. En teoría, al m enos, la con tin u id ad entre u n o y otro reina d o estaba garantizada, p orq u e hacía décadas que la M onar quía española había alcanzado una cierta estabilidad, tanto institucional co m o ideológica. La creencia generalizada era que los principios y las teorías que habían servido para cons tituir la M onarquía desde el reinado de Isabel y Fernan,do se m antenían activos y eran todavía útiles. La buena g o b e rn a ción de los reinos, se le dijo al nuevo monarca, debía estar pues basada en el respeto a esas tradiciones puestas en pie p o r sus antepasados y mayoritariamente aceptadas p o r sus súbditos, com o lo demostraba la relativa paz política que se había vivido en la Península en los últim os sesenta años y que ha queda do descrita en el capítulo segundo de este volum en. Durante estos prim eros años del siglo xvii, el fu n d am en to central de la vida política era la aceptación generalizada de que la m onarquía hereditaria era el m ejor sistema político p o sible. A la hora de analizar filosóficam ente el m u n d o que les rodeaba, los españoles del siglo xvii encontraban que el ele m ento que daba coherencia a tod o lo creado era un estricto sentido del orden jerárquico. Dios, se decía, mandaba sobre toda la creación sin rival o com pañero; el sol dominaba sobre todos los planetas; el hom bre había sido creado co m o señor de to das las demás criaturas, además de gozar de superioridad so bre esposa e hijos. Si del m a crocosm os y el m u n d o natural se iba al m icrocosm os del hom bre, orden yjerarquía volvían a dominar, con el alma rigiendo al cuerpo y dentro de éste la cabeza com o órgano superior que gobernaba a todos los demás. Había, además, otras razones de ord en filo só fico y práctico que reforzaban también la visión de la m onarquía heredita ria com o sistema político ideal. Al observar el m undo natural y cósm ico, se p ercib ía que la arm onía era el p ro d u cto de la unidad, y ésta la m edida de la p erfección . Desde este punto de vista, la monarquía era considerada com o la form a más per-
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fecta de gobierno porque el p oder se concentraba en uno, evi tando así los conflictos y divisiones que inevitablemente se p ro ducirían si ese mismo poder estuviese com partido por muchos. Si la m onarquía se constituía co m o elem ento esencial en el mantenim iento de la estabilidad política, n o m enos im por tante era el establecim iento de unas reglas básicas de c o m portam iento p or parte del m onarca y de sus súbditos. El m o narca estaba obligado a p roteger a sus súbditos, darles paz y quietud, administrar la justicia, proteger a los débiles. De esta m anera lo hacía explícito Martín González de Cellorigo: «El príncipe debe justicia, defensa y p rotección » a los súbditos1. Las únicas guías en su com portam iento debían ser la religión y el servicio a Dios, y su mayor prestigio debía proceder de sus accion es en defensa de la Iglesia. En el discurso id e o ló g ico m od ern o, al m onarca se le recordaba continuam ente que la realeza n o era placer sino deber, un o ficio que debía ejercer con el interés y el amor que un padre proporcionaba a sus hi jo s. A u n qu e de una gen eración posterior a la de Cervantes, D iego Enriquez de Villegas resumía muy bien estas ideas en la dedicatoria a Felipe TV (1621-1665) de su obra El príncipe en la idea (1656). Los monarcas españoles eran «Padres de la Pa tria, defensores de lajusticia, protectores de la Piedad, [...] re fugios de Menesterosos, delicias de los súbditos». Por su parte, los súbditos estaban obligados a comportarse con dignidad hacia el rey, m ostrándose siem pre deseosos de servir y, sobre todo, de obedecer a su señor natural. C om o sustituto de Dios en la tierra, al m onarca se le debía, p o r lo tan to, total lealtad. A partir de la segun da m itad del siglo xvi, las teorías sobre la ob ed ien cia al rey alcanzaron su m áxim o desarrollo al ser dotadas de un p o d e ro so sim bolism o: deso bediencia y rebelión contra el rey — se venía a asegurar— sig nificaban pura y sim plem ente desobediencia y rebelión co n tra Dios. U no de los personajes creados p or Cervantes — Rana, de La elección de los alcaldes de Daganzo— es de nu evo quien
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m ejor expresa este lado de la ecuación política, criticando a Bachiller p or haberse atrevido a censurar a los regidores del pueblo: Dime desventurado, ¿qué demonio se revistió en tu lengua? ¿Quién te mete a ti en reprender a lajusticia? ¿Has tú de gobernar a la república? Métete en tus campanas y en tu oficio. Deja a los que gobiernan; que ellos saben lo que han de hacer mejor que nosotros. Si fueren malos, ruega por su enmienda; si buenos, porque Dios no nos los quite2. Estas ideas sobre los deberes del m onarca y de sus súbditos se com plem entaban con otras dos fundamentales. La prim e ra era que el m onarca tenía la obligación de escuchar y cola borar con los otros miem bros del cuerpo político a la hora de definir los intereses de la sociedad y diseñar las m edidas n e cesarias en defensa del bien com ú n , superior siem pre éste al particular del rey y la dinastía. La segunda es que rey y rei n o debían estar constantem ente entrelazados. Separarlos, rom per sus conexiones, conduciría a la destrucción total del cuerpo político: ni el rey podía existir sin los otros m iem bros, ni éstos podían constituirse sin la cabeza. En térm inos p o lí tico-institucionales, estas ideas se traducían en lo que los con temporáneos denom inaban g ob iern o «m ixto». Se trataba de un sistema que resultaba de la com binación de los elem entos positivos de cada una de las definidas p o r Aristóteles co m o «buenas» constituciones: la m onárquica (rey ), la aristocráti ca (nobleza y consejeros) y la dem ocrática (los m iem bros de las Cortes y de los ca b ild o s). U n o de los autores más im por tantes en este periodo, eljesuitajuan de Mariana, definía este gobierno y sus beneficios en su influyente La dignidad real y la
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educación del rey (1 5 99 ), al discutir cuál era la m e jo r fo rm a de g ob iern o para la España de su tiem po: Nos parece aún mucho más preferible la monarquía si se re suelven los reyes a llamar a consejo a los mejores ciudadanos, y formando con ellos una especie de senado, administran de acuer do con él, los negocios públicos y privados. No podrían preva lecer así los efectos de la imprudencia; veríamos unidos con el rey a los mejores, a quienes los antiguos conocían con el nom bre de aristocracia, y llegaríamos al puerto de la felicidad, al que desean dirigirse todos los reinos y provincias3. Si bien es cierto, com o han asegurado los historiadores del p e r io d o , que en esta fo rm a de g o b ie r n o el elem en to m o n árqu ico dom inaba a los dem ás4, igualm ente lo es la con si deración de que una m onarquía que n o estuviera tem plada y lim itada p or num erosos consejeros y otros representantes de los rein os acabaría co n v irtié n d o se en últim a instancia en tiranía. A pesar de la existencia de esta versión oficial sobre la cons titución y el estado de la monarquía, que permitía insistir p ú blicam ente en la primacía de la continuidad y estabilidad p o lítica, lo cierto es que entre 1580 y las primeras décadas del siglo XVII — el period o de plenitud literaria de Cervantes— la sensación era que la M onarquía Hispana estaba viviendo una de las más importantes crisis desde finales del siglo
XV.
N o es
que la generación de Cervantes creyese que la Monarquía es taba ya en una fase de declive político. Muy p o r el contrario, la gran mayoría de los testimonios que poseem os n o presen tan ni rem otam ente a la M onarquía en fase de enferm edad crónica y sí se hacen eco de un increm ento de la actividad p o lítica, especialmente desde el lado de la Corona. Pero los co n tem poráneos también hacían constante referencias a la p ér dida de equilibrio en las estructuras sociales y políticas. Si lo
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ideal era la existencia de una perfecta arm onía entre rey, con sejeros y reinos, la sensación dom inante era que los distintos m iem bros del cu erp o p olítico estaban desconectándose en tre sí. La im p resión entre los co n te m p o rá n e o s de C ervan tes, pues, es la de asistir a un m om ento de cam bio político, de finible en sus causas y orígenes. A unque contam os co n numerosas interpretaciones sobre el origen, características y consecuencias de los cam bios polí ticos en la Monarquía, todas se podrían resumir en dos5. Para Felipe II, Felipe III y sus ministros más cercanos, la razón de la crisis era fundam entalm ente el increm ento del p o d e r e in dependencia de los Consejos y otras instituciones que repre sentaban a los reinos, un proceso encam inado a acabar con el predom in io del p o lo m onárquico en el g ob iern o m ixto des crito con anterioridad. Esta situación se explicaba aseguran d o que los m iem bros de los Consejos pensaban demasiado en sus intereses y prerrogativas particulares, en perjuicio de los intereses del m on a rca y de la com u n ida d . Luis C abrera de Córdoba, autor de una im portante biografía de Felipe II es crita inmediatamente después de su m uerte y publicada par cialm ente en 1619, re co rd a b a que el C on sejo de Castilla y en general todos los Consejos, con sus acciones trataban ru tinariamente de transformar en «república el gobierno de m o narquía real... [Estos] ministros absolutos, y más los profeso res de letras legales, en quien estaba la universal distribución de la justicia, policía, m ercedes, honras, [...] p o r costum bre y posesión tenían p o r yerro to d o lo que n o hacían o m anda ban ellos»6. La opinión mayoritaria, que curiosamente compartían aque llos que defendían a los Consejos y a la Corona, sostenía, sin em bargo, que los causantes de la crisis política eran los monarcas y sus «favoritos», quienes buscaban acabar con la form a mixta de gobierno para así acrecentar el p oder del m onarca hasta lími tes próxim os al autoritarismo. EÏ p eriod o de 1580 a 1630 está
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llen o de autores que hablan de un p e lig ro so surgir de ten dencias despóticas en el gob iern o m onárquico, que, de c o n solidarse, harían peligrar la paz social y la misma existencia de la com unidad hispana. Así lo destacaba el jesuíta Pedro de Ribadeneyra, quien acusaba a Felipe II de preocuparse sólo de sus propios intereses y de haberse convertido en un m onarca cuyo m áxim o deseo era m onopolizar el p od er cerrando todos los espacios de libertad que existían hasta esos m om en tos7. Por su parte, el franciscano Joan de Pineda denunciaba la p e ligrosa tendencia que se vivía en España hacia la «sacralización » de los monarcas y sus poderes, abriendo así la posibili dad de gobiernos tiránicos. Sus palabras, recogidas en un libro publicado en 1594, Los treinta libros de la monarquía eclesiástica, o Historia universal del mundo, son bien representativas de esta visión de la crisis política, al asegurar que la «sacralización» del m onarca era peligrosa porque con ella se le daba un p od er casi incontrolable, y aunque al com ien zo parecía n o ser más que una cuestión de m era cerem on ia , p o c o a p o c o «p id en otras mayores com o muy debidas, y p or eso dicen los que co n servan la libertad de los rein os libres, que n o ha de ser p o r el huevo, sino p o r el fu e r o » 8. Para estos y m u ch os otros au tores, lo acertado de esta interpretación de la crisis se veía co n firm ado p or los crecientes intentos de los m onarcas de lim i tar el derecho de sus súbditos a aconsejar en todas las materias que afectasen a los reinos, una política que se estaba exten d ien d o incluso contra los C onsejos, a los que cada vez se se paraba más del rey mientras se reducían susjurisdicciones y p o deres con la creación de instituciones directamente controladas p or el m onarca9. Para la C orona y sus agentes, la crisis de la M onarquía n o había sido provocada intencionadam ente p o r ellos, sino que era el resultado de las nuevas circunstancias a las que la M o narquía debía enfrentarse. Desde al m enos la década de 1580, y ciertam ente desde finales del rein ado de Felipe II, los g o-
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bernantes sostenían que los problem as que la M onarquía de bía resolver eran de tal urgencia que requerían un nivel eje cutivo im posible bajo la cobertura de un g ob iern o m ixto. El peligro, decían, era que de n o afrontar estos problem as, de n o darles una solución perm anente, la M onarquía en su con ju n to corría el p eligro n o sólo de ser derrotada p o r sus ene migos, sino posiblem ente de desaparecer de los anales de la historia. Esta sensación de urgencia política fue la que, desde la década de los noventa, llevó a m uchos a predicar la necesi dad de reforzar el p o d e r regio co m o co n d ició n sine qua non para la salvación de la M onarquía. En la defensa pública de esta estrategia se aseguraba que el objetivo n o era tanto con centrar el p od er en m anos regias para im pon er los intereses monárquicos sobre la entera sociedad, cuanto de asegurar que sólo la C orona y sus verdaderos agentes podían entender las necesidades del cu erp o p olítico en su con ju n to y de ofrecer soluciones que realm ente pusiesen el bien com ú n p o r enci ma de los intereses particulares de las élites consiliares o lo cales. En otras palabras, la ú n ica posibilid ad de que la M o narquía Hispana continuase en la cum bre del p o d e r entre las naciones era que fuese capaz de «m odernizarse», de crear un sistema de m ando y unas instituciones que privilegiasen el ca rácter ejecutivo y la rapidez en la toma de las decisiones10. Ha bía, en definitiva, que rom p er co n una id eolog ía que postu laba que el rey sólo p od ía acertar cuando seguía el consejo de sus súbditos. De lo que se trataba ahora era de obedecer, n o de aconsejar; de trabajar en la im posición de las políticas di señadas p or la C orona, n o de corregirlas o de criticarlas. Las cartas que el portugués Cristóbal de Moura, principal ministro de Felipe II en la década de 1590, intercam bió con Alonso Ramírez de Prado, a la sazón fiscal real en el Consejo de Hacienda, y con Francisco de Rojas, marqués de Poza y pre sidente del m ism o C onsejo, son indicativas de los presupues tos y los objetivos de la estrategia real. S obre el tem a de la
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pasividad de los Consejos a la hora de ejecutar las órdenes rea les, Ramírez de Prado aseguraba: «Yo, señor, n o entiendo esto del o b e d e c e r y ejecutar lu eg o lo que Su Majestad m anda», cuando todos sabemos «que el ob ed ecer es la sustancia de to das las repúblicas y n o habiendo obediencia n o hay nada ni se p ueden hacer buenos efectos»11. M oura hacía más explícitos estos sentimientos en una carta a Poza: lo que «acá querem os es que se haga lo que se ordena, mas que nunca se responda nada. Y con otros ministros nos acontece lo contrario, que res p on d en m ucho y hacen p o c o » 12. Unos años después, en 1611, el Consejo de Estado — la única institución con el Consejo de Guerra que tenía com o guía y norte la defensa de los intere ses del m onarca— recordaba que los demás Consejos, en lu gar de ejecutar lo ordenado p o r el rey, «lo hacen pleito ord i nario y lo vuelven a m irar y consultar c o m o si n o estuviese resu elto», paralizando la a d o p ció n de iniciativas que el g o b iern o consideraba urgentes13. Para que tod o mejorase, ase guraba Moura, era necesario crear una cadena de m ando que afectase a todos y cada un o de los servidores públicos en cada u n o de los reinos hasta crear una sola voluntad dirigida p o r un m onarca suprem o14. La actividad m onárquica alcanzó nuevas cotas en el reina d o de Felipe III, cu a n d o tod os los esfuerzos se dirigieron a afianzar la acción independiente de la Monarquía, con el o b jetivo de crear «una plataforma de soberanía más elevada»15. Los fundam entos id e o ló g ico s en los que se sustentaba este programa político eran las teorías de la «razón de Estado», que habían com enzado a desarrollarse en la década de 1580 p ero que alcanzaron su m áxim o desarrollo en los prim eros años del siglo XVII16. C om o nos han asegurado los expertos en el tema, los teóricos de la razón de Estado n o cuestionaban to dos los p rin cip ios p o lítico s vigentes hasta esos m om en tos, de m anera que su objetivo n o era tanto desmantelar el siste m a id e o ló g ic o previo, cuan to dem ostrar que existía un su-
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prem o interés m onárquico, o razón de Estado, cuya defensa era crucial n o sólo para el rey sino también para la com u n i dad en general. N in gu no de los que defendían estas teorías creía que los intereses del rey y los reinos n o debieran fluir en arm onía, pero la prioridad debería ser siempre el interés su perior de un rey ahora con ceb id o com o representante ún ico de los intereses y necesidades de la com unidad. El m onarca era visto co m o el ú n ico capaz de entender lo que el cu erp o político necesitaba: la felicidad colectiva era posible, pero ésta sólo p odía ser alcanzada con la guía única del m onarca. Pre cisamente en este p eriod o se empieza a hablar del «arte de la política», algo que únicam ente el m onarca y sus servidores más cercanos con ocían y dominaban en su plenitud y que ha bría de perm itir nada m en os que «fundar, conservar y au mentar» la Monarquía a pesar de la crisis que la afectaba. San cho de Moneada, el autor de estas últimas palabras, recordaba, p or lo demás, que este arte el rey n o podía aprenderlo de los miembros letrados que com ponían los Consejos, sencillamente porqu e éstos eran expertos en derecho y p or lo tanto exper tos en cuestiones jurídicas, pero desconocían los asuntos p o líticos y de Estado17. Pocos expresaron m ejor que el mismo Cervantes la creencia que estos teóricos de la razón de Estado tenían en la posibilidad de cambiar la realidad a través de las ideas. En el capítulo pri m ero de la segunda parte de Don Quijote (1615), Cervantes pre senta al hidalgo recuperado física y mentalmente, participando con sus amigos, el cura y el barbero, en una animada conver sación desarrollada entre todos: «con m ucho ju icio y con muy elegantes palabras; y en el discurso de su plática vinieron a tra tar en esto que llaman razón de estado y m odos de gobierno, en m en d a n d o este abuso y con d en an d o aquél, reform a n d o una costum bre y desterrando otra, haciéndose cada u n o de los tres un nuevo legislador [...] ;__yde tal manera renovaron la república, que n o pareció sino que la habían puesto en una
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fragua, y sacado otra de la que pusieron». Aunque siempre es difícil desentrañar las verdaderas intenciones de un autor, del contexto se puede deducir que aquí Cervantes se estaba refi riendo a la radical transformación del gobiern o de la M onar quía que tuvo lugar durante el reinado de Felipe III. Y aunque n u n ca llegaron a crear una «nueva república», las transfor m aciones institucionales que respondían a las propuestas p o r los teóricos de la razón de Estado ya m en cion ados sí fu eron radicales18. Quizá la iniciativa m ejor co n o c id a de este p e rio d o fue la institucionalización de la figura y los poderes del valido co m o «prim er ministro del rey», un puesto ocu p a d o p or Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, entre 1598 y 1618. A un que la presencia de favoritos o validos reales era bien co n o ci da en reinados anteriores, Lerm a fue el prim ero re co n o cid o públicam ente p or el m onarca co m o su lugarteniente, el en cargado de conectar al monarca con las instituciones, ministros y reinos. Los resultados de esta primera experiencia — Lerma p reced ió a otros importantes validos, siendo el conde-duque de Olivares, prim er ministro con Felipe IV entre 1621 y 1643, el m ejor co n o cid o de todos ellos— n o fueron siempre los d e seados19; n o obstante, lo cierto es que los contem poráneos vie ron el ascenso de Lerma co m o un intento más orientado a in crementar el p od er y preem inencia del rey que a sustituirlo o limitarlo. Es a lo largo de este p eriod o, p or ejem plo, cuando las teo rías de la razón de Estado reciben un m ayor im pulso, y tam bién cuando se introducen otras reformas institucionales — al gunas coyunturales, otras más perm anentes— , p on ién d ose así de m anifiesto la existencia de una revolu ción g u b ern a mental que serviría posteriorm ente de m od elo a Felipe IV y su valido Olivares. Así, ju n to a la institucionalización de la fi gura del valido, el m onarca también ordenó la creación de un «con sejo o junta privada» que, siguiendo el m od elo de la c o
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nocida com o Junta de N och e durante el reinado de Felipe II, tenía co m o fun ción revisar todas las consultas y los inform es de las distintas instituciones, ofrecer al valido y al rey con se j o sobre qué políticas se debían adoptar en los distintos fren tes de acción, coordinar los trabajos de la maquinaria institu cional m onárquica y ayudar a Felipe III y a Lerm a a ejecutar las órdenes reales. El m onarca prom ovió además la creaciófi de juntas particulares, compuestas todas ellas p or ministros li gados a Lerm a o a alguno de sus aliados. La fu n ción de estas juntas era el exam en de materias específicas que, dejadas en m anos de los Consejos, de nuevo requerían m u ch o tiem po para su resolución. Aunque estas juntas particulares ya habían existido durante el reinado de Felipe II, hasta el de Felipe III no se extendieron de form a más sistemática a todos los sectores de la administración m onárquica. Lo que daba unidad a estas iniciativas era la política clientelar desarrollada desde el centro. Hace años John H. Elliott llamó la atención sobre el h ech o de que en una ép oca de re form a política com o la de las primeras décadas del siglo xvii, la C oron a n o p od ía limitarse a crear nuevas instituciones u oficios: debía, además, crear unas redes de lealtad personal dentro del m ism o sistema administrativo, con las que evitar que las instituciones de gobiern o volviesen a actuar co m o de fensoras de otros intereses. Aunque todavía falta m u ch o para que entendamos, la com pleja historia social del poder, sabe m os que desde 1580 a 1640 la C orona p rom ovió la creación de lo que Elliott d en om in ó «g ob iern os de hechuras», signi ficando con ello el n om bram iento de personas de p robada lealtad a los monarcas y sus validos para ocupar los cargos más im portantes de gob iern o. Esta práctica del clientelism o p o lítico afectaba a cada u n o de los aspectos de la vida de la cor te y el gobierno de los reinos. Nadie podía valer algo, se decía, si n o era apoyado p or un p a trón ,p or un favorito real, o un fa vorito del favorito. Sabemos que Cervantes era consciente de
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la centralidad del patronazgo para asegurarse em pleo y fo r tuna, y aunque nunca tuvo éxito com pleto, desde el reinado de Felipe II hasta su m uerte en 1616 buscó el apoyo de favo ritos y ministros (el cardenal de Espinosa, presidente del C on sejo de Castilla con Felipe II; Mateo Vázquez, secretario rea l), o favoritos y familiares de los validos, co m o el caso de Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, sobrino y yerno de Lerma, a quien Cervantes d e d icó la segunda parte de Don Qui jote, y a quien p or m uchos años trató de conven cer para que le otorgase su patronazgo y nom brase m iem bro de su com iti va co m o virrey de Nápoles20. La necesidad de contar co n la p rotección de los patrones tuvo co m o im portante con secuencia la aparición de un len guaje muy cod ifica d o para expresar la significación de estas relaciones, en el que se expresaban sentim ientos de obliga ción, respeto e, incluso, servidumbre: «Tu eres mi dueño y yo soy tu hechura», escribió A lon so Ramírez de Prado a Lerm a en m arzo de 1600; él m ism o Prado y su co le g a P edro Fran queza, secretario del C onsejo de Estado, insistían en los mis m os términos cuando llamaban a Lerm a «nuestro verdadero patrón y dueño, siendo nosotros sus hechuras»21. Durante un p e rio d o en el que la autoridad paterna y el respeto filial e n carnaban las ideas de orden, autoridad y obediencia, las rela ciones entre patrones y clientes tendían a ser vistas utilizando aquellas com o m odelo. Así lo aseguraba D on Quijote (parte I, cap. 20) en sus continuos intentos de enseñar a Sancho que un señor o patrón debía ser siem pre respetado co m o si fu e se un padre. C on estas formas de gobierno y prácticas clientelares, la C o rona trató de hacer frente a una miríada de problem as y cri sis, co m o la cuestión de la situación militar en los Países Ba jos, los conflictos con la Inglaterra de Isabel, la crisis financiera de la M onarquía, la constante sensación de inestabilidad so cial y m uchos otros. El éxito o fracaso de estas medidas, su ma
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yor o m en or efectividad, son o b je to de estudio en otros ca pítulos de este volum en. A qu í nos centrarem os en los otros dos p olos del g ob ie rn o que llamaron la atención de Cervan tes y sus con tem p orán eos y de los que ya hem os h e ch o m en ción al com ienzo del capítulo: la patria-—o quizá sería m ejor decir patrias— y la fe — su defensa y en general las relaciones Iglesia y M onarquía en este p eriod o— .
Pa t r i a
Cervantes se refiere en muchas ocasiones al tema de la «pa nia», a la necesidad de todos los súbditos de defender la patria. L o que nunca aparece de form a explícita es a qué se refiere cuando utiliza este co n ce p to , si lo hace en térm inos genéri cos o si está p ro p o n ie n d o una con ex ión explícita, p o r ejem plo, entre patria y España, o quizás entre patria y Castilla, o se refiere a la llam ada «patria ch ica», o a todas ellas en distin tos m om entos. Varios autores han destacado la existencia en la obra de Cervantes de esta últim a p osibilid ad. Así, A n to nio Rey Hazas asegura que en varias obras Cervantes defien de una visión «castellanista», mientras en otras la orientación es «españolista»22. Raffaele Puddu, por el contrario, lo ve com o u n o de los m u ch os autores que ya ha in terioriza d o la idea de que los habitantes de la Península, cualquiera sea su reino de origen, tienen obligación de ob ed ecer a un m onarca que lo es de todos y d eben lealtad sobre to d o a una patria, Espa ña23. En las dos partes de Don Quijote, es claro que Cervantes tiende a representar a España co m o una patria com ú n , una com unidad rica en su diversidad, pero cuyos m iem bros están unidos p or lazos históricos, religiosos y políticos. En cierto m od o, lo que estas opiniones indican es que en el p eriod o m od ern o, ya desde el siglo xvi, se estaba desarro llando una suerte de «identidad española» com partida p o r
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m uchos de los habitantes de los reinos bajo la soberanía del m onarca hispano. D icho en otras palabras, desde el reinado de los Reyes Católicos, en paralelo a las lealtades e identida des co n las que cada individuo se identificaba — la localidad en la que había n acido y el rein o en el que se situaba esa lo calidad— , com enzó a desarrollarse otra más general, que p o dríamos definir com o española24, según puede apreciarse p o r los num erosísim os testim onios literarios en alabanza de Es paña y lo español que aparecen en los siglos xvi y xvn25. Los con tem p orá n e o s de Cervantes n o p ercib ía n la exis tencia de esta «identidad española» co m o una negación de las otras, y en m uchos casos ta m p oco se veía co m o una am ena za a la estructura de una m onarquía que estaba compuesta de varios reinos con fueros y privilegios propios que el rey estaba obligado a respetar. Al m enos durante el siglo xvi, la mayoría de los comentaristas políticos n o parecían preocupados p o r la política de la Corona hacia la diversidad de los reinos, y p o cos pensaban que la M onarquía estaba planeando la anula ción de privilegios territoriales y de las distintas formas de g o bernar. La «u n ión » de Portugal a la M onarquía de Felipe II en 1580, p or ejem plo, demostraría que el proceso de agrega ción de reinos com o form a de engrandecer la Monarquía iba a con tin u a r sigu ien do el m ism o ca m in o trazado c o n ante rioridad: los nuevos súbditos aceptaban trasladar su lealtad a un nuevo príncipe quien a cam bio juraba respetar sus fu e ros y privilegios26. Para decirlo en otras palabras, m uchos ha bitantes de la Península creían que existía una historia y una religión com unes a todos los reinos peninsulares, que era b e néfico que cada reino se esforzase en la defensa del todo y que el sistema p olítico creado p o r los Reyes Católicos p od ía fu n cion ar siem pre y cu an do se mantuviese la arm onía entre el d erech o de la M onarquía y los derechos de los reinos. Así lo afirmaba ya en el siglo xvii el jurista Juan de Solórzano Perei ra: «Los reinos se han de regir y gobernar co m o si el rey que
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los tiene juntos lo fuera solamente de cada uno de ellos»27. La situación parece que com en zó a cambiar en los últim os años d el siglo
XVI y
cierta m en te en las prim eras décadas d e l si
g lo XVII, y se convirtió en un tema especialm ente im portan te durante los últimos años en la vida de Cervantes. Las élites de los distintos reinos, incluido el castellano, creían que la in tranquilidad general que parecía vivirse en la M onarquía era el resultado de la política de la Corona, dirigida a anular los derechos, privilegios e historia propia de los reinos. Desde los años finales del siglo xvi, por ejemplo, se comienza a percibir la existencia en las Indias de lo que algunos histo riadores han llamado «criollismo patriota». Las com unidades criollas del Perú o M éx ico expresaban co n claridad que, al igual que otros «rein os», éstos tenían su p rop ia identidad, su propia nobleza y su propio gobierno. Los «españoles-ame ricanos» com enzaban, pues, a ver las Indias n o co m o territo rios asociados al reino de Castilla, sino com o reinos en sí mis mos. A unque se trataba de una «irrealidad» jurídica, era sin em bargo una p od erosa realidad identitaria y reivindicativa. Al igual que los dem ás reinos, ciertam ente debían lealtad y obedien cia al soberano de todos ellos; pero, pese a todos los im ped im en tos legales, se veían a sí m ism os c o m o iguales a los reinos de la Corona de Aragón o a los Países Bajos, Nápoles o Sicilia, n o co m o territorios conquistados y m u ch o m enos aún co m o «colonias» de explotación de una lejana, y proba blem ente despreciativa, m etrópoli28. Sabemos que estos sentimientos n o eran exclusivos de los «españoles-am ericanos». Desde finales del siglo xvi se asiste a un recrudecim iento del «patriotismo» particular en los dis tintos reinos de la M onarquía. Los habitantes de los territo rios que com p on ía n la M onarquía Hispana — Portugal, Ca taluña, V alencia, A ra g ó n , Países Bajos, N á p oles, Sicilia, Cerdeña y Castilla— también se veían a sí mismos com o miem bros de reinos co n costumbres, leyes e historias propias. Más
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im portante todavía, durante los últim os años del siglo xvi y los prim eros del siglo xvii, en m u ch os de estos reinos se te nía la sensación de que la Monarquía deseaba coartar esas di ferencias y particularidades para hacer de todos uno. De n u e vo fu e el fra n cisca n o catalán Joan de P in ed a q u ien m e jo r lo exp resó en térm inos p olíticos, al asegurar que el m ayor p e lig ro al que se en fren taban las élites territoriales era la transform ación de un co n g lo m e ra d o de rein os en m on ar quía, un p ro ce so que com enzaría p o r convertir a todos los territorios en «provincias dependientes» gobernadas p or re presentantes del m onarca co m o si se tratase de «reinos c o n quistados»29. Las sospechas de Pineda las compartían los súbditos de otros rein os n o castellanos. Juan de Borja, co n se je ro de Estado, familiar y aliado p olítico de Lerma, recordaba al rey y al vali d o en 1603 que los portugueses «han entrado en sospecha y desconfianza de que p o r tenerlos vuesa majestad en p o co n o les favorece con su Real presencia y les parece que aquel rei n o se ha red u cid o a provincia co m o si hubiera sido conquis ta d o»30. Desde el este de la Península, en co n cre to desde el reino de Aragón, las quejas eran muy similares, sobre todo des pués de la represión que sufrieron en 1591 tras los llamados «sucesos de A ragón ». El p oeta e historiador L u p ercio L e o nardo de Argensola hacía expresivos los sentimientos de sus com patriotas al denunciar n o sólo el peligro que corrían los «fueros» del reino, sino también la misma m em oria y distinta identidad de éste, al recordar la necesidad de «proseguir nues tras historias» más allá del reinado de Isabel y Fernando, d o n de las había dejado el cro n ista je ró n im o de Zurita, «p orq u e com o allí quedaron inseparablemente unidas las Coronas de A ragón y Castilla, es m enester m u ch o cuidado y n o p o c o ar tificio para escribir la Historia del Emperador Carlos V de ma nera que se conserve en ella el nom bre de Historia de Aragón [... ] sobre todo en estos tiempos en que apenas se distinguen
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los reinos de España y hay tantos que ignoran que N ápoles y Sicilia sean de esta C oron a »31. Es importante significar que este «descontento patriótico» también afectó al rein o castellano, el llam ado «cora zón » de la Monarquía, aunque lo hiciera de una form a distinta y más tardíamente. El tema lo han estudiado especialmente dos his toriadores ingleses, J oh n H. Elliott e I. A. A. T hom pson. Am bos han llam ado la atención sobre la tom a de con cien cia en Castilla de los males que el rein o estaba sufriendo al quedar subsum ido en la M onarquía Hispana32. T h om p son , en par ticular, nos ha recordado que Castilla, com o el resto de los rei nos, también tenía co n cie n cia de sí misma, de su diferencia con respecto a otros reinos, p ero también con respecto a «Es paña». M uchos autores castellanos incluso veían la llamada M onarquía Hispana co m o una suerte de m onstruo de la na turaleza, una com u n id a d «acciden tal» que n o tendría otro p u n to en com ú n que el estar g ob ern a d a p o r un ú n ico m o narca. Durante los prim eros años del siglo xvii, Castilla tam bién quiere restaurarse, y entiende que eso es posible sólo si son capaces de desligar los problem as del rein o de los p ro blemas de la M onarquía de España. En otras palabras, Casti lla, o al m enos las élites representadas en las Cortes, n o quie re ser corazón de España, sino Castilla, co m o A ragón quiere seguir siendo Aragón, n o un territorio «castellanizado»33. La Corona n o ignoraba este «descontento patriótico» exis tente en prácticam ente todos los reinos, pues form aba parte de m uchos de los inform es y m em oriales que Felipe III reci b ió desde el m ism o m o m e n to de suceder a su padre. P ocos son más expresivos que el que presentó Baltasar A lam os de Barrientos probablem ente a finales de 1598, titulado Discurso político al rey Felipe III al comienzo de su reinado. En su memorial, Alamos anunciaba que tanto Portugal co m o los reinos de la C oron a de A ragón habían tom a d o el cam in o de la d esob e diencia y reb elión , cansados de las decision es de un os m o
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narcas vistos explícitam ente c o m o autoritarios y, significati vamente, n o tanto com o «españoles» sino co m o «castellanos». En el caso de Portugal, Alamos de Barrientos aseguraba que m uchos en ese reino com enzaban a pensar que todos los ma les que les sucedían — guerras, ataques de corsarios, e inclu so «las pérdidas de las tempestades»— se atribuían a tener que estar bajo la soberanía del rey de España. Por su parte, los rei nos de Aragón tienen unas «leyes, manera de trato y gobierno [que] los hace diferentes a nosotros [los castellanos]». Estas diversidades hacían que to d o co n flicto y p ro b le m a se c o n virtiese en crisis constitucional de largas consecuencias: «Y los m ovim ientos pasados [de nuevo una referencia a los sucesos de 1591], aunque sosegados fácilmente y con la m enos sangre que se pu do, los tiene inquietos de ánim o y aún quejosos, pareciéndoles que aún en alguna m anera se les ha ofendido sus libertades, que basta para que tengamos recelo de ellos. Ymás, que las fuerzas y castillos con que se han querido asegurar, son un testimonio de conquista y servidumbre y un argumento de su desconfianza». La situación era todavía más preocupante, aseguraba, en el rein o de Castilla p o r ser «la cabeza de esta m onarquía». En este reino todos y cada u n o de los estamen tos estaban recelosos cuando n o cansados del tratamiento que habían recibido por parte del fallecido monarca, y ahora querían cambios, ser dueños de un destino diseñado específicam ente para ellos aunque dentro de la M onarquía. D e acuerdo co n Alamos la situación era todavía más grave si se añadían los p ro blemas creados p or los «m oros», mientras que en las Indias el m onarca debía considerar la posibilidad de una revuelta total d eb id o al gran núm ero de indios y negros descontentos, y al p oder de los colonizadores españoles sobre los que el monarca tenía una autoridad limitada34. Pero ni Alamos, ni el valido, ni los ministros reales acepta ban este descontento co m o legítim o. Es cierto, co m o hem os visto y verem os, que desde la C orte se estaban tom ando m e
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didas dirigidas a reforzar la capacidad de acción m onárquica, p ero al mism o tiem po se negaba explícitamente que esto pu siera en peligro los fueros de los reinos o la constitu ción de una m onarquía basada en la reciprocidad de derechos y obli gaciones. Para los agentes reales, la razón del descontento n o era tanto el deseo de la M onarquía de destruir las libertades de los reinos cuanto una cierta regresión de las élites territo riales hacia el particularismo de periodos anteriores a la unión dinástica de Isabel y Fernando, a una situación de división de la Península en reinos independientes y separados sólo p reo cupados p or sus propios intereses sin tener en cuenta ni las ne cesidades del bien com ún ni de la Monarquía en su conjunto. Un estudio de las opiniones sobre la relación r e in o s /M o narquía expresadas p o r agentes reales o escritores que apo yaban a esta última indica que, al m enos en teoría, nadie de seaba atentar contra la naturaleza compuesta de la Monarquía establecida desde finales del siglo xv, y muy p o co s hablaban de que se debían «castellanizar» los reinos35. Si volvem os a fi ja rn os en el texto de Alamos de Barrientos, sin duda u n o de los memorialistas más influyentes en los primeros años del rei nado de Felipe III, precisam ente nos encon tram os co n una agenda política que en absoluto pasaba p o r destruir el carác ter y naturaleza de cada uno de los reinos, sino que trataba de construir una nueva entidad política basada en una tom a de conciencia de que los problemas eran com unes y de que sólo entre todos podían ser resueltos. Para Álamos, al m enos a cor to plazo — y el g o b ie rn o estaba de acuerdo co n sus aprecia ciones— , dos de los reinos o territorios n o habrían de ofrecer problem as a pesar de que en esos m om en tos m ostrasen sig nos de descontento: Castilla y las Indias. El prim ero p o r pura lealtad, por haber asumido que constituía el corazón de la M o narquía. Tam bién quizá p or que era en Castilla, a diferencia de los reinos de la C orona de Aragón, d on d e la «tradición de presencia y representación de la com u n id a d territorial an
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tes se había frustrado en beneficio de un derecho del rey y una actividad p olítica centrada en to rn o a la c o r o n a » 36. En las Indias la situación era en algún m o d o similar, p orq u e igual m ente sobre ellas la C orona tenía m ayor p o d e r que en otras p or ser allí «monarquía señorial, que es d on de el príncipe tie ne la propiedad de los bienes estables...», unas Indias que Ala m os creía era fundamental mantener, porqu e de ellas recibía la M onarquía sustento para d efenderse de los m uchos e n e migos. Hacia los demás reinos Alamos p ropon ía medidas que habrían de tener resultados a más largo plazo. Por ejem plo, casamientos entre los naturales de los diversos reinos, la elec ción de ministros para servir en reinos de los que n o son na turales, y que nobles de los distintos reinos sirviesen en la casa real. En otras palabras, con la política que él sugería sería p o sible que «Castilla se quedase Castilla, y A ragón y Portugal se rían Castilla», significando que tam bién estos reinos serían parte fundam ental en la con form a ción y dirección de la M o narquía, es decir, también ellos serían «cabeza». Álam os re cord a b a que había habido m u ch os con flictos entre L eón y Castilla también en el pasado, p ero que ahora estaban co m pletam ente unidos, y que esto p o d ía suceder con los demás reinos, pues: vecinos son todos y que no los divide sino un riachuelo, una sie rra, sino algunos mojones de tierra en ella misma, y que no se juntaron en un rey por diferente camino que los presentes de que trato. Porque ¿pues siendo esto así, no ha de correr la mis ma razón y la ipisma sucesión de unión y concordia en unos que en otros, si se aplican unos mismos remedios y medicinas para igualar sus humores? Yo creo que sí, [...] que en fin unas leyes, unos privilegios, unos nobles, unos eclesiásticos y poseedores co munes de sus rentas muy brevemente harán un reino de muchas provincias. Pero que sea uno solo, y un rey de todos y todo37. \
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Lerm a y m u ch os de sus aliados suscribían la o p in ió n de q ue n o se debía tocar los fu eros y privilegios de los reinos. Pero ello n o p od ía significar, insistía el valido, que la M onar quía n o tuviese el d e re ch o a forzar el cu m p lim ien to de las obligaciones de todos los reinos y súbditos del rey. Así lo ase guraba con palabras muy expresivas ya en 1600: «Pero apro vecharse Su Majestad de su hacienda [también es] justo y ne cesario», afirm ando que lo que n o habría de con sen tir era que se hiciesen diferencias entre los reinos pues todos «son justam ente del rey»38. Es im portante destacar que en estos prim eros años del si glo XVII las tensiones n o habían llegado al nivel que alcanza rían en décadas posteriores, cuando las políticas de Felipe IV y su valido el conde-duque de Olivares de verdad forzaron el statu quo y con ello p rovocaron una radicalización en los de sacuerdos que llevaron a m uchos súbditos catalanes, portu gueses, napolitanos, etcétera, al convencimiento de que la rup tura con la M onarquía era la única salida posible39. Pero esto n o significa que el m onarca y sus agentes, y también aquellos que creían en la obligación de todos de defender a «España» p or encima de.otras lealtades, n o tomasen iniciativas públicas dirigidas a crear las bases de una nueva relación política en tre los reinos. En u n o de los capítulos de este m ism o volu m en , I. A. A. T h om p son recu erda que a partir de la d éca da de 1590 fue cu a n d o co m e n zó a utilizarse más asiduam ente el térm in o de Monarquía Hispana. Aunque Thom pson ve este con cepto com o fundam entalm ente defensivo, lo que también parece claro es que fue interpretado p or m uchos com o el primer paso para crear una nueva mentalidad en todos los reinos y n o sólo en Castilla40. Así G regorio L ópez Madera en su Excelencias de la Monarchia y Reyno de España, hablaba de la existencia de una «patria» unificada antes de la conquista de los «m oros», y re cordaba que fu eron éstos, n o los deseos de los españoles cris
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tianos, quienes en sus luchas p or «recobrar la perdida patria» la en con traron desunida, hasta el nuevo p roceso de unifica ción que abrieron Isabel y Fernando41. Los representantes de Felipe III en las negociaciones que se desarrollaron con la In glaterra de Isabel en 1600 para establecer una paz entre ambas m onarquías aducían precisamente esta visión de una España unida antes de la conquista de los «m oros», y su recuperación desde el reinado de los Reyes Católicos: Hespaña no fue región ni provincia, pero un florentísimo e indiviso reino que tomó su principio de los godos [...] y muchos años después de esto vino en Hespaña la calamidad de los m o ros africanos por justo juicio de Dios, porque aunque de he cho dividieron el reino en reinos, con todo eso la sangre real nunca faltó, porque empezando por Pelayo, que com o más pa riente del rey fue admitido al reino, y en nuestro rey católico se viene a cumplir 68 reyes que por legítimos grados han veni do, y desde Pelayo hasta ahora se han pasado novecientos años y aplacada la ira de Dios, [y] los reyes godos de Hespaña su rei no así dividido le sacaron con gloriosísimas hazañas del poder de los moros, que muchos años antes nuestros reyes le tuvieron todo entero42. Fueron éstos también años en los que aparecieron num e rosos «elogios de España», co m o la famosa España defendida y los tiempos de ahora, publicada en 1609 p or Francisco de Q u e vedo, en la que el autor continuamente se declara «hijo de Es paña» y «español» y n o cree que haya ninguna contradicción en ver a España co m o ú n ica y u n ida a pesar de estar adm i nistrativamente dividida en tres coronas (Castilla, A ragón y Portugal), porque «de todas en com ún se dice con el nom bre de España» y todas tienen similares características43. Adem ás de esta p ro m o ció n de una España unida en la his toria, en las costumbres, en la ley y en la religión, Felipe III y
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su gob iern o también prom ovieron medidas tendentes a una mayor unificación administrativa de la Monarquía, recurriendo de nuevo a la creación de Juntas en la corte y en los distintos reinos, cuyo objetivo era controlar negocios pertenecientes a la jurisdicción de los diversos Consejos y de las instituciones de los reinos. En muchas ocasiones dejaron claro que el cri terio a la hora de nom brar oficiales en la corte y los reinos n o sería su procedencia territorial, sino su lealtad a la política ofi cial y su capacidad y voluntad para ejecutarla44. A pesar de es tas m edidas, los historiadores m od ern os han p e rcib id o que uno de los grandes fracasos tanto de Felipe III com o de sus an tecesores y sucesores fue su ineficacia a la hora de crear un sis tema de gobierno más integrador, de hacer que las élites p ro cedentes de diversos rein os, y n o sólo del rein o castellano, colaborasen activamente en la gobernación de la Monarquía. Además, a partir del reinado de Felipe II los m onarcas his panos limitaron al m ínim o sus visitas a los diversos reinos que com ponían la M onarquía Hispana. Felipe II fue el últim o de los Austrias que visitó al menos parte de los reinos italianos, los Países Bajos, Portugal y los varios reinos de la C orona de Ara gón . Felipe III nu nca salió de la Península, y d entro de ella perm aneció casi todo su reinado en Castilla: dos visitas a Va lencia, una (casi sim bólica) a Aragón y Cataluña y una a Por tugal ya casi al final de su rein ado constituyen las pequeñas excepciones de un monarca que seguía clamándose com o pro tector y padre de «todos» su reinos y súbditos. Y esta situación p o c o cam bió durante el rein ado de Felipe IV. L o que estos m onarcas crearon , en definitiva; fue una m on a rq u ía co m puesta, encabezada p o r un m onarca que lo era «ausente» en todos sus reinos con la excep ción de Castilla. Más trascendente, en m i o p in ió n , es el h e ch o de que los monarcas hispanos n o hicieran grandes esfuerzos para atraer a la corte a los n ob les n o castellanos, o si los h icie ro n , fu e ran tardíos e incom pletos. La necesidad de esta integración
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de las diversas élites fue defendida en multitud de ocasiones p o r autores co m o Fadrique Furió C eriol (1550), Alam os de Barrientos (1598), Tommaso Campanella (1600), o el mismo Olivares (1626). Todos plantearon la necesidad de atraer a la nobleza de los distintos reinos al servicio del m onarca, p ero, co m o los trabajos de J oh n H. Elliott sobre Cataluña, o Fer nando Bouza sobre Portugal — por p oner sólo dos ejemplos— han demostrado, nunca fue continua y consecuentemente eje cutada, dejando abierta la posibilidad, com o sucedió en 1640, de la aparición de alternativas al d o m in io del m onarca his pano. Así lo resume el historiador F ern an do Bouza con ex presivas palabras: el fracaso de los monarcas hispanos, y de sus validos-favoritos, fue su incapacidad de hacer que los nobles portugueses «quedasen obligados a Castilla», una conclusión que podríam os aplicar a otros reinos. Su influencia, sus cau dales, sus conexiones, y muy p ron to sus lealtades «siguieron estando en el reino de origen, [lo que] coadyuvó al final del Portugal de los Felipes»45.
Dios P ocos han descrito m ejor la centralidad del elem ento reli gioso en la España del siglo XVll que A ntonio D om ínguez O r tiz. En su estudio «Los aspectos sociales de la vida eclesiástica en los siglos xvii y xvni»46, recordaba que para hacer justicia a un tema com o éste tendría que ser necesario «ocuparnos de todos los aspectos de la vida española». Todo, decía, estaba p e netrado p or la idea religiosa y tod o se con cebía «en fu n ción de los valores religiosos»: la historia, la geografía, las festivi dades y la existencia misma de cada u n o de los habitantes de los reinos hispanos, desde su nacim iento hasta la muerte. Asi mismo, y esto es lo que nos p reocu p a aquí, la con cep ción del p o d e r regio, la ju stificación de la accion es m onárquicas, la
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misma posición del rey en el cuerpo político, o los debates que sobre teoría p olítica se estaban desarrollando en esos m o m entos. R ecord a n d o de nuevo las palabras de Cervantes en Don Quijote, ju n to al rey y la patria, la fe era el otro sustento de la m onarquía y la sociedad hispanas. En cierto m o d o los subsumía y les daba sentido a todos. De h ech o, si existe un len guaje com ú n n o sólo entre todos los individuos de un p erio d o sino entre la gran m ayoría d e los españoles en la é p o ca m oderna, ese lenguaje es el de la religión, el de la fe, el de la defensa del catolicismo. En un libro que ya hem os citado con anterioridad, Enrique Villegas afirm aba que, a diferencia de otros reyes, los espa ñoles debían su corona a su am or y obediencia a Dios, porque quien «fija la coron a, n o es la fuerza, sí la virtud; n o el alien to, sí la religión; n o la valentía, sí la piedad; no los ejércitos, sí la fe viva». Y así es c o m o fueron vistos los m onarcas españoles en Europa. C om o indicaJean-Frédéric Schaub en su capítu lo en este volum en, u n o de los elementos centrales de la ima gen externa de éstos era su figuración com o m áximos defen sores de la fe católica. Este proceso com enzó a adquirir pleno desarrollo durante el rem ado de Felipe II, para quien el ele m en to central de su id e o lo g ía y política, interna e interna cional, era precisam ente la idea de que el rey católico debía ser el brazo ejecutor de Dios y su instrumento en la defensa y propagación de la fe. Estas ideas se m antuvieron durante el reinado de Felipe III, pero en cierto m odo la situación se com p licó un p o c o en la m edida en que ciertos sectores de la p o blación dudaban de las credenciales católicas de un m onarca que estaba dispuesto a firmar paces con m onarcas y pueblos herejes. En efecto, aunque la propaganda oficial seguía insistiendo en que el m onarca hispano era el m áximo, cuando n o el úni co, defensor de la verdadera fe, hay que destacar que en este p e rio d o se p rodu ce un debate y unas prácticas políticas que
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tuvieron consecuencias m uy im portantes. M e he referid o a este debate ya con anterioridad, concretam ente al que se d e sarrolló entre los defensores de ideas más tradicionales sobre el p od er político y los llamados teóricos de la razón de Estado. A m bos grupos de autores creían que el m onarca hispano d e bía seguir siendo el defensor de la verdadera fe, tanto interna com o externam ente, p ero estaban en desacuerdo en cuanto al papel que debía desem peñar la religión en la definición de la estrategia a seguir hacia otros estados, y cuáles eran las co n secuencias políticas de imaginarse al rey co m o defensor de la fe (DefensorFidei). Para los escritores más tradicionales, más m ilitantem ente católicos, el gran peligro para la M onarquía Hispana n o era tanto la derrota militar contra enem igos ex ternos, cuanto la degeneración m oral y espiritual que se p r o duciría si se abandonaban los ideales y valores que le habían dado principio. FrayJerónim o Gracián de la Madre de Dios, p or ejem plo, aseguraba que los teóricos de la razón de Esta d o estaban corrom p ien d o la vida política y transform ando a los príncipes cristianos en gobernantes que: tienen a Dios en menos estima que a su Estado, y hacen sus Re públicas último fin, y a Dios y a las cosas divinas medio para al canzar el fin de su felicidad, hacienda, reputación, conservación y aumento de su República, y para conseguir este fin cierran los ojos a todas razones divinas, y solamente se gobiernan por razón de estado, profesando la abominable doctrina de algunos que escriben que todo lo bueno se ha de posponer por alcanzar sus pretensiones temporales; y esta razón de estado tienen por ley y por fe47. R ecogien do las enseñanzas e historias contenidas en el A n tiguo Testamento, estos escritores recordaban a los príncipes que el «pueblo elegido» tenía p rohibido comunicarse con los seguidores de los falsos dioses, y que el d eber de un rey cris
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tiano era hacer guerra constante contra aquellos que se o p o nían a la verdadera fe, destruyendo sus ciudades y m atando a sus profetas48. Así lo d efen d ía co n rotundidad el arzobispo de ValenciaJuan de Ribera, criticando la paz con la Inglaterra de Jacobo I (1604), una paz que — según Ribera— acabaría p or ofender a Dios y provocaría muchos daños a España, y que nun ca debería haberse firm ado con un m onarca protestante que sin duda n o tenía deseos de cam biar su religión o de tolerar a los católicos ingleses e irlandeses49. En otras palabras, esta vi sión más religiosa de la política m onárquica im plicaba que el monarca debía estar en constante situación de alerta, listo para actuar en todos los lugares d on d e se com etiesen ataques con tra lo que era «justo y honesto», especialmente contra todo ata que a la religión, sin tener en cuenta la oportunidad de la oca sión, las fuerzas propias y ajenas, o las posibles consecuencias de estas acciones. El principal resultado de una id eolog ía de este cariz era la adopción de una visión puritana de la política, en la que la defensa de la verdad católica (la única verdad) se constituía en m otor p olítico fundamental, y en la que la tole rancia hacia los heréticos y rebeldes, tanto propios com o aque llos que habitaban otras monarquías, debía quedar totalmen te erradicada. Los defensores de esta id eolog ía recordaban, además, que la paz con naciones protestantes les daba derecho a com erciar co n los territorios peninsulares, y que ello p ro vocaría tensiones en un p u eblo tan católico com o el español, y quizás, y m u ch o peor, la in trod u cción de la d egen eración moral y religiosa en la Península. Sabemos que esto fue abier tamente d efen d id o p o r el arzobispo Ribera y sus correlig io narios, pero también p or m uchos tribunales de la Inquisición, preocupados p or la presencia de ingleses y holandeses — des pués de la paz de 1604 con los primeros y la tregua de 1609 con los segundos— en las diversas ciudades españolas50. Los defensores de la razón de Estado, autores con gran in fluencia entre los más im portantes dirigentes durante el rei
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nado de Felipe III, estaban también de acuerdo en que la re ligión y la fe eran esenciales en el m antenim iento de la M o narquía y del p od er real. En sus análisis sobre la situación de la M onarquía en los años del cam bio de siglo, sin em bargo, estos autores consideraban necesario delimitar los intereses de la M onarquía de form a más precisa y en térm inos más se culares, o para decirlo en términos de la época, matizando la religión co n la p rudencia, ésta entendida co m o una virtud que daba al príncipe capacidad para distinguir n o lo b u en o de lo m alo o lo justo de lo injusto, sino lo que era «útil» de lo «d a ñ o so» para los intereses d el p r o p io m on arca y de la c o m unidad en general. Las im plicaciones de esta co n c e p ció n de la práctica política eran enorm es. La d efin ición de pru d en cia desarrollada p or los teóricos de la razón de Estado im plicaba, p o r ejem plo, una constan te atención a los intereses estratégicos y tácticos, a las relacio nes de fuerza y a la p on d era ción de en qué m edida las d e ci siones eran políticam ente oportunas. En estas con d icion es, las actitudes hacia heréticos y rebeldes dependían n o tanto de la defensa de la ortodoxia com o de la defensa del último de los intereses: la conservación intacta del poder y territorio bajo la soberanía de la Corona. P ocos resumirían m ejor estas dife rencias que Juan de Salazar, quien en Política española (1619) sugería que la «mala razón de estado», la defendida por Lerma y sus aliados, lo ún ico que tiene en cuenta son las fuerzas de los enemigos y las propias, mientras que la «buena razón de estado», la católica, sólo resp on d e a la verdad de los p rin ci pios, que se concretarían pura y sim plem ente en la defensa a ultranza de la religión51. Pero si ambos grupos estaban en desacuerdo sobre qué es trategia seguir hacia otras m onarquías, am bos defendían la catolización de la nación y la necesidad de la unidad religio sa en los territorios bajo la soberanía del m onarca español. Giovanni Botero, el inspirador de los teóricos de la razón de
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Estado, había explicado esta necesidad al asegurar que lo que hace a los hombres hostiles y diferentes es la religión, y que ésta era la que podía provocar la división interna, y con ella el irre v ocable p rin cip io de la d eca d en cia del im perio. P or lo tan to, era fundam ental que el m onarca apoyara aquellas institu ciones consagradas a mantener la unidad religiosa y a perseguir enérgicam ente tod o con ato de disidencia religiosa52. P ocos resumieron m ejor esta cuestión que un anónim o defensor de las teorías de la razón de Estado, quien en un p a n fleto p u blica d o en 1638 d efen d ía la total preem inencia p olítica del rey en la M onarquía Hispana, p ero también la centralidad de la religión: La fe divina es la estabilidad y firmeza de los imperios, al paso que ella crece se aumentan y al paso que decae desmayan. Debe el príncipe a la Fe la obediencia de sus vasallos [...], y la defen sa más segura del Príncipe es la verdad de la Fe. Donde ésta flo rece hay policía sagrada y donde falta decae el buen gobierno53. Desde esta perspectiva de transform ación de lo «p olítico» en «católico», para parafrasear los trabajos del historiador Pa b lo Fernández A lb a la d ejo54, Felipe III y su g o b ie rn o con ti n u aron las políticas ya desarrolladas p o r Felipe II c o n c e r nientes a las relaciones con Rom a, la Iglesia, la Inquisición, y las llamadas «misiones» internas dirigidas a la expansión de la ortod ox ia religiosa en la Península. En efecto, la M onar quía Hispana con tin u ó co n sus privilegiadas relaciones con R om a, a pesar de las tensiones que se p ro d u je ro n durante este rein a d o y el anterior; ambas, R om a y España, seguían viéndose com o los dos p olos de la Cristiandad. Unidas, se de cía, la fe verdadera continuaría su expansión; enfrentadas, m oriría55. La M onarquía tam bién con tin u ó con la p olítica de la re form a del clero instituida en el C on cilio de T rento y apoyó
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los intentos de la Iglesia de mejorar la educación religiosa de los españoles, com o también lo hizo en la persecución de la In quisición contra «herejes», «conversos» o viejos cristianos que se desviaban de las norm as fijadas p o r la Iglesia56. La expu l sión de los moriscos (1609-1614) debe en este sentido ser en tendida n o solam ente en el con tex to del co n flicto de Espa ña c o n el Islam en el M editerrán eo, co m o bien se sustenta en otro capítulo de este volum en, sino también co m o resul tado de políticas internas dirigidas a la afirm ación de la u n i dad católica de la n a ción 57, en la con firm a ción de una «pa tria y un m onarca católicos» que pudieran servir de polos de lealtad para todos y cada u n o de los súbditos de una C orona española.
C o n c l u s io n e s
Cervantes m urió en 1616, después de d ie cio ch o años de g o b ie rn o de Felipe III y su valido Lerm a, quienes se habían p rop u esto la con stru cció n de una nueva m onarquía, a d u ciendo la necesidad de nuevas políticas que respetasen los pri vilegios de los reinos p ero que al m ism o tiem po unificasen la M onarquía para enfrentarse a lo que algunos creían era el c o m ienzo de un p eriod o serio de crisis. M uchos de los historiadores que han estudiado el reinado de Felipe III lo señalan co m o una é p o ca de oportu n idades perdidas, tanto desde el punto de vista e co n ó m ico com o p o lítico. Pero los estudios parciales de la dinámica política, e c o nóm ica, cultural y social durante el reinado — tal com o se ana liza en los capítulos en este v olu m en y en otros m u ch os im portantes trabajos— demuestran que la situación fue m u cho más compleja. Aunque a la altura de 1616 n o sabemos cuá les pensaba Cervantes que eran la situación de la Monarquía, la valía de los gobernantes, o la justeza de los valores dom i-
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nantes, sí creem os posible afirmar que el autor del (¿urjole ve ría la situación sin el dramatism o con que se vio en décadas posteriores. P oco antes de su m uerte, los signos de crisis c o m enzaban a ser más evidentes; p e ro c o m o la cita sob re las teorías de la razón de Estado demuestra, seguro que Cervan tes tam bién veía las p osibilidades de solu ción , de avance y de consolidación de la Monarquía Hispana. El balance del pe riod o desde el punto de vista p olítico debía parecerle a Cer vantes algo mixto: éxito en la consolidación del p oder m onár quico, en el desarrollo de una cultura política que im plicaba una m ayor ejecutividad del p o d e r real, o en la a firm ación de la identidad católica de la Monarquía y sus reinos. En teo ría, la paz internacional resultado de los acuerdos con Fran cia, Inglaterra y H olanda era positiva, aunque en realidad nin g u n o de estos acuerdos había perm itido una recu p era ción financiera y administrativa de la M onarquía co m o en princi pio se había esperado. Los estudios sobre las relaciones entre la Monarquía y los reinos también muestran una serie de éxi tos, al m enos en relación con la política desarrollada en Nápoles, Valencia, Portugal y Aragón. Lo importante es destacar que, com o decía D on Q uijote al com ien zo de la segunda parte, todos estos problem as y más fueron constante y profusamente discutidos en un intento de buscar soluciones, si n o de crear una nueva república, al m e nos sí sentar las bases para su reforzamiento. T odo esto se hizo partiendo de unas perspectivas ideológicas com pletam ente distintas, n o m ejores o peores, a las adoptadas durante el rei nado de Felipe II o el reinado de Felipe IV. Creer que la úni ca vía que la Monarquía de España tenía para conservar su p o der e influencia era la de mantener una política de expansión agresiva y dom in io internacional supone negar la existencia de visiones alternativas que proclamaban que, para mantener su influencia a fin de evitar la derrota y la crisis fiscal, era ne cesario que la Monarquía recondujese sus relaciones con otros
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p od eres europeos. Creer que las relaciones entre la M onar quía y los reinos sólo se podrían solucionar a la «b orbón ica» (elim inando los fueros y privilegios de los distintos reinos) su p on e negar la existencia de otras op cion es co m o la liderada p o r Lerm a y sus seguidores, basadas en la creación de unas «relaciones fluidas co n las élites locales castellanas [...] y las élites de los reinos forales»58. N o se p u ed e ocultar, sin em b argo, que al m ism o tiem po h u b o claros signos de fracaso en estos años. Muchas fu eron sus causas: grandes errores en la ejecución de las medidas p ro puestas; la resistencia de grupos de la élite política que se o p o nían a tod o cam bio de estrategia en relación con Europa; o los mismos intereses de sectores de la nobleza territorial. Pero las posibilidades de éxito se vieron seriamente coartadas p o r la actitud y com portam iento de varios m iem bros del círculo más p róx im o al m onarca. La m o n o p o liza ció n del favor real p o r parte de Lerm a parece que p ro d u jo un increm ento e x p on en cia l de la corru p ción política, co m o lo demostraría la deten ción y ajusticiamiento de algunos de sus más fam osos y poderosos clientes (Pedro Franqueza, Alonso Ramírez de Pra do, R odrigo Calderón y otros m u ch o s ). Al m ism o tiem po, la misma presencia de Lerm a co m o favorito del rey, una situa ció n que m uchos españoles vieron co m o la «n ovedad» más importante del periodo, hizo creer a m uchos que las reformas políticas discutidas en este capítulo fueron llevadas a cabo n o para m ejorar la gobernabilidad de la Monarquía, sino porque respondían a los intereses del valido y sus aliados. Hay sin em bargo razones para creer, co m o se indica en otros capítulos, que Cervantes y m uchos de los españoles de su generación n o estaban todavía conven cidos de la inevitabilidad de la deca dencia política de la M onarquía. Los sueños de esta genera ción n o eran quizá los de una M onarquía Hispana Universal, co m o en tiem pos de Felipe II; la M onarquía tal vez tam poco era ya esa «m áquina insigne» de que hablaba Cervantes ante
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el catafalco a la m uerte de Felipe II, pero las posibilidades es taban todavía intactas, y los sueños eran quizá más razonables, más reales, o así se lo parecía a m uchos de los que vivieron en tiempos del Quijote.
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C a p ít u l o 4
L a M o n a r q u í a H is p a n a e n e l s is t e m a EUROPEO DE ESTADOS
Jean-Frédéric Schaub
D e l a g u e r r a a l a paz
En la última página de Don Quijote, el bachiller Sansón Ca rrasco p o n e un epitafio a la sepultura del ingenioso hidalgo que reza así: Yace aquí el Hidalgo fuerte que a tanto estremo llegó de valiente, que se advierte que la muerte no triunfó de su vida con su muerte. Tuvo a todo el mundo en poco, fue el espantajo y el coco del mundo, en tal coyuntura, que acreditó su ventura morir cuerdo y vivir loco. Estos versos son to d o lo con trario de una muestra de va nidad. En su primera parte constituyen una suerte de desafío a la m uerte p or parte de quien n o la teme, ni tiene p or qué. Tam bién, en la segunda, ofrecen el paradigm a de una visión de España que iría c o rr ie n d o p o r E uropa a lo largo del si g lo XVII. ¿Habrá sido España, co m o fue D on Q uijote, un ser de doble cara, n o cuerda y loca, sino fuerte y débil, terrorífi
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ca y admirable? A finales del glorioso siglo
XVI,
España se ase
mejaba m ucho a lo que los hom bres del siglo xxi llamaríamos una superpotencia. Un conjunto territorial sin com petencia, aunque sólo se atienda a su dim ensión europea; un sistema político de soberanías unido p or vía de herencias y alguna con quista; un sistema co h e s io n a d o p o r una id e o lo g ía sencilla — la defensa im perial de la Cristiandad— , a la que más tar de se añade la del catolicism o rom an o frente al Islam m edi terráneo y a la reform a protestante. El conjunto goza de una cierta estabilidad, com parado con la situación de guerra civil que asóla Francia y el m u n d o germ ánico o las luchas políti cas que con ocen las islas británicas. Las Comunidades de Cas tilla (1520-1521), la guerra de las Alpujarras en el rein o de Granada (1568-1570) o la revuelta aragonesa (1591-1592) n o debilitaron el sistema en la misma p roporción que las crisis in ternas experimentadas p or sus vecinos europeos. Sin em bar go, la rebelión flam enca (1566-1648) abrió un frente que n o se cerraría de fo rm a definitiva antes de que España se d e bilitara profundam en te. A pesar de ello, la M onarquía His pana, con sus fortalezas id eológica
y
cultural, su plata ameri
cana, su pericia militar, etcétera, p u d o desarrollar lo que ninguna otra p oten cia en su tiem po: a saber, una «gran es trategia», com o la etiqueta Geoffrey Parker1. Lo propio de una gran potencia. Sin embargo, esta misma expansión acabará generando un sistema insostenible para los recursos y las técnicas de gobierno disponibles en la é p o ca 2. Los cronistas de Felipe II supieron escenificar al Rey Prudente co m o aquel prín cipe que p od ía mantener la com postura y la discreción tanto frente a los éxi tos — victoria de Lepanto en 1571, asunción de la Corona por tuguesa en 1581— co m o ante el fracaso — desastre de la Ar mada Invencible en 1588, pertinaz resistencia holandesa desde 1566 hasta el final de su reinado, derrota definitiva del parti do de la Liga Católica en la Francia de Enrique IV en 15943— .
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L a M o n a r q u ía H isp a n a e n e l s is t e m a e u r o p e o d e e s t a d o s
El balance del g ob ie rn o del h ijo de Carlos V aparece, pues, sin duda llen o de contrastes y am bigüedades. Y así el (Quijote nace para la im prenta en un m om en to m arcado p o r la bús queda de una cierta estabilización del conjunto hispano m e diante una paz armada o Pax Hispanicai, una nueva propues ta sustentada en la confirmación del predom inio español, pero tam bién en la tom a de con cien cia sobre sus propios límites. El p eriod o de la historia de España que coincide con la pu b lica ción de las dos partes de Don Quijote (grosso modo 16051615) ha sido interpretado co m o una pausa pacífica entre dos reinados desde luego más beligerantes, los de Felipe II y Feli pe IV. Cierto es que el tratado de Vervins co n Francia (1598), el tratado de Londres (1604) y la Tregua de los D oce Años con las Provincias Unidas (1609) marcan una etapa nueva en rela ción con las dos últimas décadas del reinado anterior. No cabe duda de que los tres acontecim ientos diplom áticos crearon un nuevo ambiente pacífico en las relaciones de España co n las potencias de la Europa noroccidental. Sin em bargo, cada u n o de ellos tiene un significado propio. El tratado con Fran cia abre entre am bos firmantes una etapa de enfrentam ien tos guiados p or otras pautas distintas a la del recurso a las ar mas; el tratado con Londres coincide con una decidida apuesta hispanófila del prim er rey Estuardo de Inglaterra, Jacobo I; la tregua con las Provincias Unidas, en fin, permite a los contrin cantes recom p on er fuerzas ante la perspectiva de futuros en frentamientos. El tratado de Vervins, firm ado en mayo de 1598 p o r un ex hausto Felipe II y por Enrique IV, el primer Borbón de Francia, acaba con dos tipos de conflictos. Primero, p on e punto final a las tentativas llevadas a cabo p o r El Escorial de aprovecharse de las guerras de religión y del pasado calvinista del rey de Na varra para m aquinar la posib ilid a d de que Isabel Clara Eu genia pudiera hacerse con la coron a de Francia. Desde 1590 Felipe II había intervenido directam ente en los asuntos p o
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líticos y religiosos del país vecino, apoyando sistemáticamen te al partido del catolicism o más intransigente (la Liga Cató lica) y m enos «p olítico ». En segundo lugar, Vervins puso fin igualmente a la guerra declarada a España p or Enrique IV en enero de 1595, m ediante la cual reanudaba, co m o sus prede cesores Francisco I y Enrique II, la vieja lucha con tra la h e gem onía de la Casa de Austria, especialm ente en la zona del Rin y de los Alpes. Sin em bargo, el tratado n o significó nin gún vuelco en las alianzas de los firmantes. Enrique IV n o aban dona ni un m om en to la m eta de limitar el p o d e río hispáni co , y de ahí que haya im aginado un plan para ayudar a los m oriscos aragoneses a levantarse contra su rey y que siga es trechando lazos con Inglaterra, las Provincias Unidas y los prin cipados protestantes de Alemania. C om o tam poco Felipe III dudará en apoyar distintas tentativas de desestabilización del p o d e r del rey de Francia, sien do la más fam osa la llam ada «conspiración del mariscal B iron» en 1602. De lo que se tra ta, en suma, en palabras de Roland Mousnier, es de abrir una etapa de «gu erra fría» entre los eternos con trin can tes del siglo XVI. El tratado de Londres fue preparado p or Robert Cecil a pe tición de Jacobo I, cuya estrategia parece que consistía en tra tar de concluir un enlace matrimonial con la rama española de la dinastía de los Austrias y elevar así su estirpe e s c o c e sa, la de los Estuardo, a la altura de las primeras familias eu ropeas. Además, negociar con la potencia cam peona de la in transigencia católica resultaba im prescindible para llevar a cabo el proyecto de recon ciliación ecum énica con el q u e ja cob o I nunca dejó de soñar5. A pesar de las quejas de parte de la opinión, que lamentaba, al m enos hasta 1609, el abandono de la solidaridad hacia los herm anos holandeses, la v olu n tad jacobita de vivir en paz con la Monarquía Hispana fue bien recibida p o r cierta parte de los m ercaderes ingleses intere sados en desarrollar el lucrativo com ercio ultramarino. Es así
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có m o la firm a del tratado se sitúa entre la creación de la East India C om p an y (1600) y la e r e c c ió n d el prim er estableci m iento inglés duradero enjam eston p or m ano de la Virginia Com pany (1607). Sin em bargo, fue precisó que Isabel desapareciera de la es cena política (1603) para que las conversaciones de paz p u dieran iniciarse. En su calidad de rey de Escocia, y cu a n d o de iure n o era todavía rey de Inglaterra, J a cob o n o había du dado en presentarse a sí mismo desvinculado de esta incóm oda hipoteca heredada de Isabel: la guerra de la reina Tudor n o era la guerra del rey Estuardo. Inglaterra era entonces, además, un país tan agotado co m o España a causa de la guerra, «co n m ucha falta de hom bres y hazienda»6. La paz de Vervins, p o r otra parte, había debilitado la fortaleza de la entente francoinglesa, cimentada en los apoyos de tropas y dineros que des de 1590 Isabel había estado enviando a Enrique IV, de form a similar, p o r tanto, a lo que había h e ch o desde 1585 co n las Provincias Unidas. A mayores, la conversión de Enrique al ca tolicismo (1593) fue una bofetada para la reina Tudor, que no obstante continuó sosteniendo ocasionalmente (Brest, Calais) al rey de Francia en su pugna con Felipe II. En 1596 entró in cluso en la triple alianza a la que se unieron las Provincias Uni das. Pero la revuelta irlandesa de Tyrone (1598) la forzó a co n centrarse del todo en sus propios asuntos, los cuales, a la altura de 1601, se cifraban en diecisiete mil hom bres movilizados en Irlanda, con un coste de algo más de un cuarto de m illón de libras al año. Constituye toda una paradoja que los agobios fi nancieros de Inglaterra y España corrieran en paralelo p or es tos años, del m ism o m o d o que lo hacían los arbitrios para so lucionarlos; cuando aquí se discutía sobre el llamado «m edio de la harina», un m iem bro del parlam ento de Westminster p regu n tó si acaso entraba en los planes del g o b ie rn o hacer algo similar con el pan7. La m uerte de Felipe II y la asunción del g o b ie rn o de los Países Bajos p o r A lb erto e Isabel Clara
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Eugenia fu eron , sin duda, otro elem ento hacia la lenta p ero progresiva n orm a liza ción de relaciones. Lenta, p o rq u e de 1598 a 1603 parecían op on erse dos políticas de cara a Ingla terra; n o obstante la aparente simpleza, p odrían calificarse com o belicista la de Madrid y pacifista la de Bruselas. Ç on todo, en la primavera del año 1600 se abrieron unas conversaciones prelim inares en B ou log n e que sin em bargo se hizo com p li cado p rosegu ir cu an do los ingleses se enteraron de la exp e dición a Kinsale en Irlanda. Por lo demás, n o todo el m undo en Inglaterra veía co n bue nos ojos un acuerdo con España, actitud que de h ech o equi valía a desam parar la causa de los rebeldes de las Provincias Unidas. Sir Walter Raleigh, que se atrevió a alzar la voz, fue p o c o después co n d u c id o p rision ero a la T orre de Londres. Pero J a cob o estaba d ecid ido a desem peñar su papel de paci ficad or y, a m enos de un mes de la muerte de Isabel, ord en ó ya el cese del corso contra «el enem igo». Su actitud causó una enorm e alegría en Valladolid. El 20 de mayo salía Juan de Tassis cam in o de Inglaterra para felicitar a J a cob o. La acogida que allí tuvo con ven ció al C onsejo de Estado de que p od ía y debía alcanzarse la paz, tarea para la cual Felipe III señaló al condestable de Castilla, d o n ju á n Fernández de Velasco y T o var. El condestable era el aristócrata que faltaba para dar lus tre a la delegación española. Una vez que com enzaron las plá ticas y al igual que años más tarde sucederá con las Provincias Unidas, los temas del com ercio, especialmente con las Indias, consum ieron la mayor parte de las sesiones, si bien n o deja de resultar sorprendente que un enfrentamiento tan largo com o el habido entre am bos países desde 1585 pudiera a la postre ser liquidado en dos meses. Las cláusulas m ercantiles abrie ron los m ercados hispanos a los ingleses, con la notabilísima excep ción de los de Indias. España se había desembarazado de un frente de batalla real m ente in c ó m o d o . El análisis de la paz que se hizo en Ingla-
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terra rep rod u jo tantas op in ion es contrapuestas, o más ay.n, co m o las que existían en las jornadas anteriores a aquélla. Era evidente que J a cob o tendría a partir de ahora m uchos p r o blem as para justificar su apoyo a las Provincias Unidas, cir cunstancia que obviamente entristecía y ponía nerviosos a m u chos de sus súbditos; otros habrían deseado asimismo el trato directo con las Indias. John Chamberlain comentaba con Char les W inw ood la tardanza en la publicación en Londres del tex to co n los artículos de paz y señalaba que parecía co m o si el g ob iern o estuviera «m edio avergonzado o tem eroso de m os trarlos antes de saber có m o iba a ser d igerid o»8. La paz con España iba a tornarse así en un importante o b je to de debate con inequívocas im plicaciones domésticas. So bre tod o, cuan do a la firm a del tratado siguieron presiones y sugerencias p or parte de los españoles al respecto de Lina vinculación más estrecha entre ambas Coronas, un curso di plom ático que ni siquiera el llamado «com p lot de la pólvora» (5 de noviembre de 1605) pudo torcer del todo. El 16 de mayo había llegado a Valladolid la delegación inglesa que debía asis tir a la ratificación del tratado p or parte de Felipe III; la p re sidía Charles Howard, con d e de Nottingham . Es muy p roba ble que Miguel de Cervantes formara parte de la multitud que aquel día contem pló la entrada del enviado de Jacobo; cu en ta la crón ica inglesa del viaje que «las calles estaban llenas de gente, coches y caballos, p or lo que se hacía necesario efec tuar muchas paradas mientras los viandantes abrían p a so»9. Tres días más tarde tendría iugar la cerem onia del bautizo del futuro Felipe IV, a la cual, según el m ismo relato, asistió tam bién «la princesa, llamada la Infanta de España, que era una niña de seis años». Sin em bargo, su corta edad n o parecía obstáculo para que en el mes de ju lio apareciera ya en la correspondencia del em b a ja d or ord in ario, Charles Cornwallis, la sugerencia espa ñ ola de un eventual enlace m atrimonial entre la infanta y el
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príncipe de Gales10. La «prenda» española form aría parte de un am bicioso plan que involucraba a las dos C oronas y que, p or descontado, afectaba también a Francia y a las Provincias Unidas. Para algunos consejeros tanto españoles co m o ingle ses se trataba de volver a los días felices de la vieja y fru ctífe ra alianza que desde fines del siglo xv había u n ido a España, Inglaterra y Flandes. Del m ism o m o d o que el m atrim onio de Felipe II y María Tudor en 1554 había previsto la entrega de Flandes a los h ered eros, a p rin cip ios de 1606 el C on sejo Priva d o de J a cob o I discutía sin em pach o alguno sobre la conve n ien cia de rep etir la o p e ra ció n in clu y e n d o en el trato la «soberanía» tanto de las provincias rebeldes co m o de las obe dientes. Cornwallis había elaborado incluso una bellísima me táfora para simbolizar la unión: «el ú n ico gran rem ed io para curar el en ferm o estado de este perturbado m u n d o sería un engaste de su perla de España con nuestro diamante de Ingla terra». Pero, co m o cabía esperar, el plan c o n o c ió p ro n to la obstinada negativa de las Provincias Unidas, d on d e n o sólo se reprochaba a J a cobo su alianza con España, sino que además se le echaba en cara su frialdad a la hora de aumentar la ayu da financiera que aquéllas recibían de él. La posición del rey Estuardo era delicadísima; de Isabel había heredado una alian za con las Provincias Unidas que, según sus propias palabras, le había vinculado con ellas «por necesidad y n o p or elección». C om o consecuencia, para los españoles era intolerable que hu biera soldados ingleses en las filas del ejército rebelde y al p ro p io tiem p o se p ro h ib ie ra a los archiduqu es h acer reclutas en Inglaterra. Los holandeses recelaban de los ingleses p or las con diciones com erciales de las que éstos disfrutaban aho ra en España; en represalia atacaban sus barcos y les em bar gaban la m ercancía, la cual en determ inados casos resultaba ser de pertrechos navales, m uniciones, etcétera, con destino a España; esto es: sus aliados ingleses sostenían a sus enem i gos españoles. Los años 1604-1609 fueron así de continuos re-
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proches y malentendidos entre Inglaterra y las Provincias Uni- das; algunos com p ren d ieron entonces que ambos países ha bían enfilado un mismo cam ino, el de la expansión marítima y colon ial y que, p or esta razón, tarde o tem prano acabarían com p itien do entre sí. Las Provincias Unidas, en efecto, habían reaccionado a la presión econ óm ica que sobre ellas ejerció la Monarquía His pana en los años finales del siglo xvi e iniciales del xvii co n una am pliación de sus áreas de com ercio que en 1605 se ma terializó en la captura de A m boina, Ternate y T idore, encla ves situados en el archipiélago de las Molucas, al sureste de las islas Filipinas, desde d on d e p o d ía resultarles increíblem en te fácil desviar en su favor el lucrativo co m e rcio de las espe cies. Su presencia en la Punta de Araya, en la costa de V ene zuela, para abastecerse de sal, y un co rd ó n de m inúsculos y eventuales asentamientos entre los estuarios del O rin oco y el Amazonas, daba testimonio p or estos años de la determinación de los cuadros dirigentes de la República a la hora de e n co n trar una salida a la asfixia económ ica hacia la que sus enemigos españoles estaban decididos a llevarlos. También en Madeira p odía encontrárseles cada vez con más frecuencia. Desde la llegada del archiduque A lberto a Bruselas n o ha bían faltado discretos contactos entre España y la República, p ero las noticias de 1605 estimularon sin duda a Felipe III y a Lerm a en su conven cim iento de que había que pagar algún p re cio si se quería evitar el desagradable pan oram a de ver cóm o la integridad del com p lejo mercantil imperial hispanoportugués com enzaba a ser desm em brado p o r algunas de sus partes más sensibles11. Para en ton ces, p o r lo tanto, parecía descartada cualquier posibilidad n o ya de vencer militarmente al en em igo, sino que asimismo p o d ía palparse el fracaso de las otras form as de guerra, las económ icas en especial, pues tas en práctica desde 1603. C om o dijo a Felipe III el duque de Sesa en una reun ión del C onsejo de Estado a principios del
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verano de 1605, «pareçe que lo de Flandes se va acavando», de manera que su majestad debería com enzar a pensar en tra tar «del rem ed io, para ver lo que co n fo rm e al estado que la hazienday las demás cosas tienen en todas partes se p odrá hazer»12. Por consiguiente, ya en 1605 n o se descartaba la even tualidad de una suspensión de hostilidades, sobre la cual el condestable de Castilla opinaba que debía ser corta, con el úni co objeto de que los súbditos de la República tuvieran ocasión de saborear los beneficios de la paz, al igual que sus vecinos de Fran cia e Inglaterra13. Los problem as de la hacienda, co m o advertía el duque de Sesa, constituían un punto de consideración prim ordial, y a este respecto desde lu ego que las cosas n o iban ni m ediana m ente bien; sin em bargo, lo interesante para la paz era que tam poco la situación de las Provincias Unidas andaba m uch o m ejor. El em b aja d or inglés en España contaba en ju n io de 1606 que corrían rum ores de lo más p in toresco sobre arbi trios fiscales, co m o , p o r ejem plo, una amnistía para que los ju d íos pudiesen volver pagando p or ello, naturalmente; éste y otros, añadía Cornwallis, n o serían sin em bargo «sino un haz de leña para calentar sus camisas, n o un fu ego para tostar sus carnes». A p rincipios de 1606, también corrían rum ores so bre posibles m otines en el ejército de Flandes, y, p o co s meses después (septiem bre), algunos progresos militares alcanza dos en la reciente cam paña amenazaban con perderse si n o llegaba algún d inero para pagar a las tropas; temía el C onse j o de Estado que pudiera «aguarse» lo ganado, habida cuen ta de la situación en la que hacia fines de octubre estaban los banqueros: «O ctavio Centurión de^a de pagar otros 100.000 [escudos] diziendo que en España n o se cum plía co n él; que de lo n eg ocia d o p o r Justiniano n o ay que hazer caso y Fran cisco Serra tam bién dize q u e n o p u e d e cu m p lir el ú ltim o asiento. Que con form e a esto [el marqués de Spínola] n o sabe dónde hallar un real y él está obligado a Centurión p or 800.000
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escudos y a Serra p o r 700.000, y dad o ord en en Génova que tod o lo que se pudiese hallar p o r su crédito se to m e »14. Esto se escribía en octubre y en noviem bre ya estallaba el prim er m otín. En diciem bre de 1606, tanto Lerm a co m o Felipe III aquí y los archiduqu es allá, habían a co rd a d o de facto el r e c o n o c i m iento de la soberanía a las Provincias Unidas para el curso de las conversaciones que em pezaron con el año 1607. A cam b io de este subido p recio, la R epública debía abandonar su reciente instalación en Asia, A m érica y África. Existe una ex plicación para la cuantía del precio pagado p or España: en los docum entos que a la sazón em pezaron a circular entre las de legaciones, la parte hispana consintió en tratar con sus oponentes «com o si fuesen libres», expresión que llegó a la redacción fi nal del tratado de tregua y que los prim eros entendieron des de entonces con sentido «de similitud» («co m o si...») ylos se gundos con el de «verdadera y legítima libertad», pues n o en vano podían aducir que otros monarcas antes que el rey de Es paña (Inglaterra, Francia) les habían tratado com o sus igua les. A quí se aceptaba pasar p o r el trago de la soberanía p e ro p or otra razón: a cam bio de la libertad de conciencia para los católicos que habitasen en la República15. El caso fue que en abril de 1607 existía ya un alto el fu ego n e g o c ia d o entre A lb erto y S p ín ola p o r una parte y O ld en barnevelt p or la otra. La noticia n o fue p or entero bien reci bida en Madrid, entre otras cosas porque cin co días antes una flota holandesa había causado serios daños a una escuadra es pañola frente a Gibraltar. C on todo, en la continuación de las conversaciones pesó sin duda de form a decisiva el explícito recon ocim iento de la debilidad financiera de España que sig n ificó la p u b lica ció n del d e cre to de bancarrota el 5 de n o viem bre de 1607. Seguirían, pues, meses de conversaciones en las cuales, p or más que Francia e Inglaterra empujaran en dirección a la paz, los desacuerdos entre los directamente im-
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plicados n o p e rm id e ro n más que una tregua de d o c e años, cuyos térm inos se firm aron el 9 de abril. Vista co n la perspectiva que p rop orcion a el curso ulterior de los acontecimientos, una manera de ver que, p or lo demás, ya se practicó a los p o co s años de disfrute de la paz, la firm a de tregua de 1609 fue p o r parte española un ep isod io consi derado entonces necesario, p e ro que im plicaba tantas co n cesiones co m o para que pareciera incuestionable el desha cerse de sem ejante co m p ro m iso a la m e n o r oca sión que se presentase. Felipe III escribió entonces que d ich os asuntos (soberanía, religión, Indias, etcétera) eran de tal calado, que en m od o alguno debían ser resueltos «p or punto de derecho, sino p or las arm as»16, aunque en aquel m om en to había sido preciso hacer lo que se hizo y esperar a m ejor ocasión. Las n eg ocia cion es de 1604 y 1609 n o fu eron desde lu ego las únicas tareas en materia de relaciones con sus vecinos eu rop eos a las que h u b o de atender el g o b ie rn o de Felipe III. Sin ir más lejos, y p o r paradójico que pueda parecer, el h ech o de que se hubiese firm a do una paz co n Francia — la de Vervins— meses antes de la m uerte de Felipe II (mayo de 1598) tam poco supuso que este frente pudiera ser recluido en la úl tima página de la agenda. Hasta 1615 n o tuvieron lugar los matrimonios que sancionaron los lazos entre Habsburgo y Va lois, una vez que los prim eros descartaron para el caso al «dia m ante de Inglaterra» co m o m ejor candidato para su «perla de España». Estos matrimonios sucedieron a la desaparición de Enrique IV (1610), y es más que probable que nunca hubie ran tenido lugar de n o haber sucedido el asesinato del rey Borbón . Sir G eorge Carew, em bajador de J a cob o I en París, pu blicó a su vuelta a Londres en 1609 una Relation del estado de Francia en la que refería sin ambages que el vecino con el cual el rey B orbón «al presente» se encontraba más in có m o d o era justam ente co n el rey de España, situación de enfrentam ien to incruento que él com para a la de «un caballero bien p ro
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p orcion a d o» ante «un torpe e inm enso gigante». Francia tie ne razones para estar molesta, escribe el diplom ático: España posee territorios sobre los que ella sigue m anteniendo o m an tuvo pretensiones: Nápoles, Milán, Navarra, Flandes, B orgoñ a ...; Francia es un país proclive al faccionalism o, tanto p o lí tico co m o religioso, situación en cuyo aprovecham iento son maestros los españoles...; y, sin em bargo, el rey de Francia n o ha intentado últimamente nada contra Felipe III, ni siquiera en Navarra, su propio reino. Que ese «algo» n o fuera, en efec to, una acción militar n o quiere decir, ni m uch o m enos, que E nrique IV n o hubiera p rotagon izad o b u en n ú m ero de ac cion es de tipo diplom ático o estratégico durante el p e rio d o transcurrido entre la paz de Vervins y su muerte. Una bien in mediata tuvo por excusa el marquesado de Saluzzo, que el du que de Saboya Carlos Manuel I mantenía ocu p a d o desde ha cía años en una situación no resuelta p or el tratado de Vervins. Saboya era una delicada pieza del sistema territorial y estra tégico que en el corazón de Europa interesaba tanto a Fran cia com o a España; a ésta, desde luego, en relación con las ru tas hacia Italia y los Países Bajos. De ahí que una vez firm ada la paz co n Francia en 1598, ni Lerm a ni nadie parecía tener interés alguno en apoyar a Carlos Manuel (p or más yerno que fuera de Felipe II) y provocar de rebote a Enrique IV. Este era el sentido que tenía el haber dejado la cuestión de Saluzzo a un arbitraje del Papa. Cuando tropas de Enrique IV entraron en Saboya en el verano de 1600 se p u d o temer lo peor, si bien el 17 de enero de 1601 se llegaba a u n acuerdo conocido com o paz de Lyon. Se trató básicam ente de un trueque territorial en el que Francia ganaba territorios que son hoy provincias francesas (Bresse, Bugey, V alrom ey y G ex) y Saboya re d o n deaba tam bién los suyos. P ero en alguna m edida el tratado obstaculizaba asimismo el C am ino Español desde G énova y Milán hacia Flandes, p or cuanto reducía a una estrecha fran ja de tierra el paso p o r Saboya y hacía del puente de Grésin
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un eslabón tan frágil para el m antenim iento del cam ino que to d o él quedaba a expensas de un g o lp e de m an o que aca bara co n el puente. La búsqueda de otros pasos (Valtelina, los valles de los Grisones) evoca ya episodios de la Guerra de los Treinta Años. En 1605 la diplom acia francesa volvió a emplearse a fo n d o en la llamada crisis del Interdetto, la suspensión canón ica a la que Paulo V sometió a la República de Venecia a propósito de ciertas inm unidades fiscales reclam adas p o r R om a y n ega das por la Señoría. El apoyo de Felipe III al Papado fue seguido del reclam o veneciano al de Francia. Pero a estas alturas re sultaba muy com plicado para España abrir un frente en Italia cuando apenas si p od ía m antener el de Flandes. La causa de Venecia, además, despertaba simpatías en Inglaterra, en las Provincias Unidas y hasta en la propia Italia; y arriesgarse en aquellos m om entos a provocar el más m ínim o incidente en el avispero italiano n o era desde luego lo más prudente, cuan d o todo lo que quedaba del caudal diplom ático, militar y fi nanciero de la Monarquía Hispana debía ser em pleado a fon d o en lograr algo positivo en Bruselas. F ueron providenciales, pues, tanto el b u en o ficio del em bajador d o n Iñ igo de Cár denas com o la intervención del cardenalato francés en el lo gro de un acuerdo que acabó levantando el Interdetto que pe saba sobre la República. Era evidente que con la tregua de 1609 se había alcanzado un estado de paz co m o jam ás Europa había co n o c id o en dé cadas. Sin embargo, los grandes arreglos diplomáticos de 1598, 1604 y 1609 parecían n o significar absolutamente nada ante las perspectivas que p o d ía n abrirse en Alem ania, d o n d e el 25 de marzo m oría sin descendencia propia el duque de Juliers y Cleves, abriéndose el habitual concurso de pretendientes que desde tiem po atrás venían preparando alianzas y estrate gias. Los Habsburgo de V ienay los de Madrid tenían n o p o co que decir en el asunto; E nrique IV estaba p o r su parte dis
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puesto a n o tolerar el m ínim o increm ento de su p od er en el Im perio. En abril de 1610 el rey de Francia solicitaba form al mente a los archiduques Alberto e Isabel el Transitus de su ejér cito p o r el ducado de Luxem burgo. La última audiencia del em bajador de España ante Enrique mostró que éste n o iba en b rom a 17; el em bajador le preguntó directam ente si el form i dable ejército que estaba preparando iba contra Felipe III, a lo que el rey de Francia contestó: «Yo p rotejo mis espaldas y mi cabeza para im pedir que se m e hiera, y pon dré m ano a la espada para golpear a los que m e molesten»; el embajador in sistió: «¿Q ué d eb o decir, pues, al rey mi señor?»; «D ecidle lo que os venga en gana», respondió Enrique. El 14 de mayo caía el rey de Francia atravesado p or la daga de Ravaillac. María de M édicis se hacía cargo de la regencia; se abrían así expecta tivas inéditas de un acuerdo co n Francia cim entado en algo más sólido que la paz de Vervins. María iba a tener ocasión de com p rob a r en los Estados Generales de 1614 que el acerca m iento a España levantaba ampollas en determ inados secto res significativos de la sociedad francesa. C on todo, el d ob le m atrim onio (de la infanta Ana con el Delfín y futuro rey Luis XIII, y el de Isabel co n el P ríncipe de Asturias y futuro Feli pe IV) se p rodu jo al año siguiente. En ese año llegó desde B urgos a M adrid h a b ien d o pasa d o p or Lerm a y El Escorial la princesa Isabel de B orb ón ; el 18 de diciem bre durm ió en San Jerón im o el Real. N o es im posible que conociera la obra de M iguel de Cervantes, quien tam bién entonces acababa de publicar la segunda parte de Don Quijote; nos consta, en efecto, que en el séquito del em bajador Brûlard de Siller y se com entaba entonces la fama que en Francia había alcanzado la obra de Cervantes, de cuyo Q ui jo te ya se había publicado una antología en 1613. D on Miguel p u do haber admirado el arco que se levantó en h o n o r de Isa bel para su entrada en Madrid, situado co m o estaba «a la sa lida del Prado, ju n to a la huerta del duque de Lerm a», pues
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a la sazón vivía n o lejos, en una casa de la calle de L e ó n es quina Francos.
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Retratar la situación de la Monarquía Hispana en el sistema europeo de monarquías y principados a principios del x v ii pue de conducir a precipitarse en alguna que otra trampa. La pri mera de ellas deriva de la extrema velocidad con la que se pro d u cen los cam bios de alianzas, las rupturas de pactos, las novedades tácticas, incluso en fronteras aparentemente tan ní tidas co m o las que separan las tierras católicas y las protes tantes. La segunda resulta de la tendencia natural a retrotraer a principios del siglo XVII lo que sabem os que o cu rrió a m e diados y fines del m ism o. Sin duda, la centuria que inaugura la p u blicación del Quijote acaba co n una m erm a territorial, militar, política y cultural de España en Europa, m utación ra dical en relación con el siglo xvi. El término de ese rum bo ne gativo parece ser la llegada a Madrid de la dinastía de los Borbones, o sea, de la principal rival de la M onarqu ía H ispana desde principios del siglo xvi. Sin em bargo, d ebe quedar cla ro que, p or m ucho que se manifieste una gran preocu p ación entre los literatos y p olíticos españoles con tem p orá n eos de Cervantes, las primeras décadas del x v ii n o son, en mi opinión, augurios de la p érd id a relativa de fuerza que ex p erim en tó el conjunto hispánico a lo largo de toda la centuria. En efecto, más allá de las circunstancias de un día a día car gado de escaramuzas, batallas reñidas, abandonos y conquis tas habidas en el tablero de las rivalidades europeas, la M o narquía Hispana juega, en parte, con n o poca desventaja pese a su enorm e extensión territorial. Por un lado, el rey Católi co n o es, com o el Cristianísimo de Francia o el de Inglaterra, un rey ungido y capaz de realizar milagros p o r ser vicario de
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Cristo18. En relación con la francesa y la inglesa, la relativa p o breza del ceremonial castellano de la realeza salta a la vista: ni consagración ni juram ento cuando el nuevo rey de Castilla y Aragón sucede a su padre19. Además, tras la abdicación de Car los V y los arreglos en el seno de la familia (1555), la dignidad im perial pasó a honrar la rama austríaca de los H absburgo. Entre la M onarquía Hispana, el Sacro Im perio, Francia e In glaterra, las cuestiones de precedencia serán muy reñidas. El déficit sim bólico español se ve ampliamente com pensado p o r tres factores estrechamente relacionados entre sí: una tupida red de enlaces matrimoniales con familias reales y principes cas de Portugal, Italia, Francia y Austria; una situación geoestratégica in m ejora b le frente a sus principales rivales — r o d e a n d o Francia y am enazando Inglaterra desde el mar del N orte y el Cantábrico— , situación aún más llamativa desde que se unieran la C oron a p ortuguesa y sú im p erio a la M o narquía Hispana en 1581; una intransigencia católica frente a la R eform a que ni los reyes de Francia ni el Emperador R o m ano p u ed en ostentar desde finales del siglo xvi, un prota gon ism o estelar en la lucha contra el Islam en el M editerrá neo, y, finalm ente, un espacio de evangelization sin igual en los territorios de América, Africa y Asia. En una E uropa que todavía n o había inventado y m enos aún regulado y codificado las relaciones internacionales, los n e g o cio s m atrim oniales entre grandes dinastías aparecían com o piezas centrales del sistema de relaciones entre estados, aunque ciertamente n o eran las únicas. Los territorios que he redaron Carlos V y Felipe II se juntaron bajo su autoridad m er ced a diversos enlaces dinásticos. Así es có m o se vincularon la M onarquía Hispana de los H absburgo, la Casa Avis de Portu gal y la de Borgoña. El m atrimonio inglés de Felipe II con Ma ría Tudor n o tuvo efecto y continuidad, pero sí lo hicieron los de su hija Catalina Micaela con el duque de Saboya Carlos Ma nuel (1585), o el m atrim onio de Isabel Clara Eugenia (1599)
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con el archiduque A lberto de Austria. Pero el gran m om en to fue sin duda el d oble m atrim onio de 1615 de Ana de Austria, hija de Felipe III, co n Luis XIII, y del infante Felipe co n Isa b el de B orb ón , herm an a de Luis XIII. C uando sale a la luz la segunda parte de Don Quijote, el rey de España está directa m ente em parentado co n Jos Habsburgo de Viena, los B orbones de Francia y los duques de Saboya. A hora cabe preguntarse tam bién hasta qué p u n to el m o m ento de Don Quijote señala el principio de un giro, desde la m áxima brillantez y eficacia, hacia la parálisis, la im potencia y la necesidad de m ilagros20. Tradicionalm ente se ha puesto m ucho énfasis en el contraste entre el gobierno heroico de Fe lipe II y la supuesta pasividad de su hijo. O tros capítulos de este libro perm iten matizar m ucho más esta visión tópica. ¿Se rían los prim eros años del siglo xvir m om en to de un cam bio radical? A esta pregunta se debe contestar acudiendo a dos ni veles de la experien cia histórica. Por un lado, el historiador puede intentar m edir las fuerzas de las distintas entidades p o líticas y territoriales europeas para ubicar entre ellas, con la m áxima precisión, el lugar exacto ocu p a d o p o r España. Por otro, se debe tomar en cuenta necesariamente la im agen que de la p oten cia española se tenía en ton ces tanto en España com o en los países vecinos y rivales21. M ucho se ha escrito so bre la conciencia hispana de una decadencia propia22. Esta se ve reflejada en la literatura satírica del Siglo de Oro, en los pre ámbulos de tantos arbitrios dirigidos al rey, a sus Cortes o m u nicipios, y en los m em oriales y consultas elevados a la Majes tad Católica p o r sus consejeros y magistrados. Los Q uevedo, los González de C ellorigo, los G ondom ar, p o r citar algunos ejem plos entre tantos posibles, aceptan al m enos dos lecturas de la realidad histórica que les toca vivir, co m o m uy p rob a blem ente lo hacen también sus contem poráneos. De una par te son hijos de una antigua exaltación de cruzada — o si se quie re recon q u ista d ora — que sitúa la historia de España en el
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m a rco de un plan divino, o tam bién, si se p refiere, de una escatología política que sólo pu ede admitir un triunfo final de la catolicidad hispana. Sin em bargo, los españoles de prin cipios del siglo xvii entienden, p or otra parte, su experiencia histórica com o el curso caprichoso de un río indom able, h e ch o con fracasos y éxitos. Dos tiempos históricos se unen para aquellos que quieren, desde la Monarquía Hispana, entender los accidentes de la historia de la que son a un tiem po testigos y actores. Los prim eros lectores del Quijote perten ecen tam bién a la que Xavier Gil Pujol ha llam ado, c o n muy acertada ex p re sión , «g e n e ra ció n que leyó a B o te r o » 23. D e b e en ten d erse esto en un sentido cro n o ló g ico : a quienes disponían de re cursos en la generación de finales del XVI, les tocó com prar, coleccion a r y leer libros impresos en núm ero impresionante sobre temas que parecían reservados a la persona del rey y a sus consejeros inmediatos. En ningún p eriodo anterior el co n sum o de tratados sobre materia política fue tan intenso. Pero este fenóm eno debe ser entendido también en un sentido g eo gráfico. Asom bra la rapidez con la que los libros más signifi cativos se traducen de una lengua a otra en este fin de siglo. De esto son ejemplos excelentes Don Çhiijotey La Ragion di Sta to de B otero (1589). Las e d icio n e s francesas, inglesas, ale manas, neerlandesas, latinas, italianas, castellanas de un mis m o libro crean, en Europa y en la América ibérica, un espacio de circulación de las ideas verdaderam ente im presionante. T od a a proxim ación sobre el lugar que p u d o ocu p a r la M o narquía Hispana en la Europa de principios del x v i i debe par tir de estas circunstancias. En este sentido, los antimaquiavélicos, com enzando p o r el p rop io Giovanni Botero, fu eron los m ejores agentes de difu sión de las historias — rom ana, florentina y fernandina— de M aquiavelo; historias de glorias y sinsabores, políticas de fe y m étod o. Por eso es p o r lo que n o debe sorprendernos que
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en un mismo autor, incluso en una misma obra o incluso pá gina, la fe en el d estin o d ivin o de la M on arqu ía com p a rta protagon ism o c o n el sentim iento pesimista del in m in en te desastre. El reinado de Felipe II trajo triunfos y amarguras al ternativamente. A Felipe III y a su privado el duque de Lerma les tocó gobernar después de esa experiencia colectiva extra ordinaria. La trayectoria del propio Cervantes, pasando de pe lear en la batalla naval de Lepanto a estar preso en los fam o sos «baños de Argel», disfrazando su propio manuscrito com o si hubiera salido de la plum a de un m orisco, y presenciando el extraordinario éxito de su novela en las librerías de París, Lyon y Londres, parece simbolizar la am bigüedad de esta si tuación. Un tercer elem ento m erece ser añadido a los dos anterio res si querem os en ten d er m ejor la sensibilidad p olítica im perante entre las ed icion es de las dos partes de Don Quijote. Éste es el relativo a la m irada que sobre España se proyecta desde otros horizontes europeos. Los ju icio s que m erece el m u n d o h ispánico entre sus vecin os han sido re co g id o s se gún dos líneas historiográficas. La contem plación entre círcu los de diplom áticos y cortes europeas de lo que era la p oten cia del sistema im perial hispano ocupa un lugar estelar en la historia de las relaciones internacionales. La capacidad espa ñola de llevar a cabo un proyecto teológico y p olítico de m o narquía universal p ro v o có un sinfín de com entarios, entre asustados y escépticos, en los distintos círculos intelectuales de las grandes ciudades europeas24. Por otro lado, después de la publicación de la célebre obra de Julián Juderías en 1912, el tema de la «leyen da negra» forjada p o r los en em igos de España ha sido com entado y estudiado hasta la saciedad25. En realidad, sin em bargo, estas dos líneas de análisis n o están del todo separadas, co m o verem os en las páginas que siguen. El tem or provocado p o r la poten cia española hizo que el h ori zonte de la m onarquía universal pareciera verosím il, al mis
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m o tiem po que los m étod os de los conquistadores en A m é rica, de los tercios en Flandes o de la In q u isición p ro v o ca ron tem or y rechazo, y p erm itieron la creación d e un senti m iento com bin ado de adm iración y oposición. Para medir, al m enos en parte, la im agen de España en su en torn o, tenem os que centrarnos en los territorios que más directamente se sintieron agredidos p or la M onarquía Hispa na a principios del xvii: Francia, Países Bajos e Inglaterra. Sin duda, a lo largo del siglo xvi fueron varias las entidades italia nas — desde el reino de Nápoles a los Estados Pontificios, de Venecia al gran ducado de Toscana y Saboya— que difundieron en el m erca d o e u ro p e o del libro y de la im prenta n u m e ro sas piezas sobre el p oder español y los peligros que de éste p o dían derivarse para la paz en el seno de la Cristiandad. Se ha escrito incluso que la conquista de N ápoles p or Fernando el C atólico (1504) y el saco de R om a p o r Carlos V (1527) han alimentado una leyenda negra italiana que, a su vez, sería fuen te de las dem ás26. La influencia de dicha m irada italiana so bre España en el siglo xvi la encontram os maravillosamente ilustrada p or el fraile calabrés Campanella, autor de una M o narquía de España— hispanófila— en 1598 y, después de ha ber pasado veintisiete años en los calabozos de las autorida des hispanas en Nápoles, autor también de una Monarquía de Francia— hispanófoba— en 1635, justam ente el año del ini cio de la guerra entre ambas Monarquías27. Sin embargo, tam bién hay que admitir que Francia, los Países Bajos e Inglate rra, p o r m otivos propios y coyunturas particulares, tuvieron razones especiales para desarrollar sendas literaturas dedica das a España28. C on todo, m erece la pena recordar asimismo que las prim e ras fuentes de reprobación surgen en los territorios de la mis mísima Monarquía Hispana. El texto más famoso de denuncia de la crueldad de los españoles en Am érica es obra del fraile d o m in ico B artolom é de las Casas: su Breve relación de la des
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trucción de las Indias, impresa sin licencia en Sevilla en 155229· Cuenta con pocas ediciones españolas, una en Barcelona en 1646, en tiempos de la guerra de los catalanes contra el rey de Castilla y Aragón, Felipe IV; otras dos hubo a principios del si glo X IX. Pero la obra de Las Casas tuvo numerosas ed icion es francesas, holandesas, inglesas, alemanas e italianas, siempre publicadas en m om e n to s de tensión diplom á tica o guerra abierta con España, muy en particular durante la prim era mi tad del siglo x v i i . El segundo gran texto hispano que fue arro ja d o a la cara de los españoles es el tratado de Reinaldo G on zález M ontano contra el Santo O ficio, publicado en latín en H eidelberg en 1567 (Sanctae Inquisitionis Hispanicae Artes ali quot detectae) y más tarde en inglés en 156830. En la segunda m itad del reinado de Felipe II tres oleadas de literatura hostil salieron desde dentro del p ro p io sistema hispánico. La m ejor co n o cid a p or la tradición española está relacionada co n la fuga de A n ton io Pérez, su exilio en Fran cia y en Inglaterra a partir de 1592 y la pu blicación en caste llano, inglés y francés de sus relaciones y cartas en cada u n o de estos países31. Según expresión de su más m od ern o editor, la vida de exiliado del antiguo secretario de Felipe II transcu rrió «entre las prensas» y «la intriga política». Pero n o fue A n tonio Pérez el prim ero de los enem igos del Rey Prudente que lucharía contra él recu rrien do a la imprenta. En efecto, una oleada inm ediatam ente anterior estuvo provocada p o r d om A ntonio, Prior d o Crato, aspirante fallido a la sucesión de la C orona de Portugal en 1581, refugiado en las cortes francesa e inglesa antes que A n ton io Pérez, y acogido también p o r los Estados Generales de las provincias rebeldes de Flandes. D om A ntonio consiguió, de h ech o m ejor que A ntonio Pérez, invo lucrar a sus p rotectores en los asuntos internos de la M onar quía Hispana. Intentó, sin consegu irlo, una reconquista de Portugal p a rtie n d o de las A zores co n apoyo d el alm irante de Catalina de M édicis, StrozzT, en 1583. L uego acom pañó a
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la flota inglesa cu a n d o d esem b a rcó en Cascais y Lisboa en 1589. Más tarde, sus hijos y partidarios m antuvieron hasta el final de la segunda década del siglo xvii una intensa actividad p ublicística en defensa de sus d e re ch o s dinásticos, d en u n ciando la usurpación y tiranía de Felipe II y de sus sucesores. Se trató de un trabajo de diplom acia semiclandestina, apoya d o m ediante la difusión de varios tratados y panfletos contra Felipe II en su papel de rey de Portugal. La literatura «antonista» se inspira en un m o d e lo , el De Portugaliae Ortu del pa dre José Teixeira, publicado en París en 1582. Todos esos ma teriales serían ampliamente citados p or los calvinistas franceses, los protestantes ingleses, y más tarde usados también p o r las cortes de cada un o de estos países. Finalmente, redes también semiclandestinas celebraban el culto al rey de Portugal dom Sebastiáo o d on Sebastián (15541578), desaparecido en M arruecos durante la batalla de Alcácer Q uibir en 1578, sin que su cu erp o fuerajam ás e n co n trado. Basándose en creencias de tipo milenarista que habían em pezado a difundirse en Portugal desde la década de 1530, num erosos clérigos, funcionarios y m ercaderes portugueses d efen dieron la idea de que el rey n o había m uerto, y que re gresaría al país para devolverle su total autonom ía respecto a la Monarquía Hispana. Este grupo mantendría viva la llama de la resistencia antihispánica a través de una diáspora portuguesa teñida de misticismo32. La aparición de varios impostores que pretendieron hacerse pasar p o r el rey desaparecido — en Por tugal (1584), en Castilla (1595) y sobre todo en Italia (1598)— fue difundida y con ocid a en toda Europa a través de escritos impresos y manuscritos divulgados p o r redes sebastianistas, en particular en torno a la figura de un clérigo portugués llamado Joáo de Castro. C on ocem os cada vez m ejor los usos políticos de la docum entación impresa y manuscrita que Circulaba den tro y fuera de la M onarquía Hispana33, y en este mismo senti d o los materiales generados p o r los círculos antonistas y se-
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bastianistas así co m o la p rodu cción de A ntonio Pérez, todo lo cual se convirtió, entre los vecinos y adversarios de España, en fuente fundam ental de la denuncia hacia las am biciones de la M onarquía Hispana. A principios del siglo buen n ú m ero de los argum entos esgrim idos para retratar los d efectos del m u n d o hispano p ro ce d ía n en realidad de la prop ia M onar quía y eran obra de sus disidentes. N o se p u ede aceptar, entonces, que la im agen negativa de España haya sido sólo un p rod u cto de la hostilidad exterior, cuando sus fuentes primarias surgen, en efecto, desde el mis m o m undo hispánico. Paradójicamente, incluso textos escri tos en defensa de la M onarquía y de sus conquistas, com o p or ejem plo las crónicas de Pedro Mártir de Anglería, la de López de Gomara sobre H ernán Cortés, de Agustín de Zárate sobre Pizarro, de L ópez Vázquez sobre L op e de Aguirre, etcétera, p u d ieron ser traducidos p o r los adversarios eu rop eos co m o prueba adicional de la brutalidad y de la am bición hispánicas. Yhasta cierto punto, la prim era oleada de proclamas flam en cas contra la gobern adora de Flandes, Margarita de Parma, y más tarde contra el duque de Alba, al movilizar el ya entonces viejo lema de «¡viva el rey, muera el mal gobiern o!», puede ser analizada co m o una p ro d u cció n panfletística surgida del in terior del p rop io sistema español. Así que cuando franceses, ingleses y holandeses publicaron manifiestos contra la am bición universal de España, contra el Santo O ficio, con tra la cru eldad de los tercios, n o h icieron otra cosa que retom ar las críticas nacidas en el seno de la p ro pia M onarquía Hispana. C on todo, n o se pueden analizar de la misma m anera los tres fo co s de crítica. D esde lu eg o cabe distinguir el caso francés de los otros dos. El elem ento diferenciador fundamental es la cuestión religiosa. Con la segunda con versión de Enrique IV al catolicismo (1594) y, sobre todo, con el com p rom iso personal de Luis XIII en la «reconquista» cató lica de Francia, cuya hazaña p or antonomasia es la tom a de La
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R ochelle (1628), la p rod u cción francesa contra España m an tiene un tono profundamente ambivalente, en el que, frente a la rivalidad, la admiración nunca desaparece por com p leto34. En cam bio, la afirm ación del p o d e r real de Isabel de Ingla terra ha de pasar necesariamente p o r el filtro de la lucha re ligiosa a favor de la R eform a y contra los católicos ingleses, el Papa y el rey de España35. C on más fuerza aún, el surgimien to de un nuevo poder autónom o en torno a Guillermo de Nas sau, príncipe de Orange, y a los Estados Generales de los Países Bajos rebeldes será fru to de un ferviente com p rom iso reli gioso y de una lucha a m uerte contra el p o d e r militar y p o lí tico hispano36. De aquí que las polém icas inglesa y holandesa parezcan más coherentes en lo negativo que la francesa, si bien los síntomas de una adm iración inconfesable no escasean. El con ocim ien to p rofu n d o que de la literatura y el pensam ien to españoles se tenía p or entonces en Inglaterra o el éxito de la com ed ia española en Amsterdam en el siglo yen buena prueba de lo referido.
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A todas luces, la rivalidad con Francia cobra una dimensión geoestratégica central. Ayer co m o hoy, Francia es el obstácu lo terrestre que separa España del resto de Europa y antaño, en particular, de otros territorios de la M onarquía Hispana: Piam onte, Países Bajos, Franco C o n d a d o ... Es más, Carlos V y sus descendientes son herederos de los duques de Borgoña, los grandes rivales del rey de Francia hasta la derrota final de Car los el Tem erario frente a Luis X I (1472). En la carrera hacia el reco n o cim ie n to sim bólico, n o sólo los reyes de Castilla y A ra gón han re cib id o del papa el título de Reyes Católicos (1496), com pensando de esta form a el de Cristianísimo osten tado p or el rey de Francia, sino que, además, la estirpe com ún de los H absburgo conservará la dignidad im perial que, des pués de Carlos V, recaerá en su herm ano Fernando de Austria. Sin duda, la Francia de m ediados del siglo xvi es un territorio com p acto, rico y más p o b la d o que cualquier otra unidad te
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rritorial en Europa. Pero Castilla, después de los tratados de Alcaçovas (1479) y de Tordesillas (1494), edifica un im perio sin rival posible. En suma, el siglo xvii está fundamen taimen te mar cado p or la rivalidad franco-española que venía del siglo ante rior37. P ero se abre tam bién co n unas n eg ocia cion es matri m oniales (1612) aceptadas p o r la reina m adre regente de Francia, María de Médicis, apenas un año y m edio después del asesinato de su esposo Enrique IV a m anos de un católico fa nático, supuestamente aleccionado p o r el «partido español». La etapa de preparación diplom ática del d ob le enlace de 1615 y las espectaculares celebraciones que siguieron tuvie ron un enorm e im pacto en Francia38. La reconciliación entre los «dos luminares de la Tierra» abría una etapa de triunfo pa cífico de la Cristiandad católica frente a sus enem igos. Así es có m o debe ser interpretado el fam oso texto escrito en París el año 1617 p or el exiliado d octor Carlos García39. Publicado en francés y en castellano, el lib ro dramatiza el en cu e n tro feliz de los dos más grandes protagonistas de la Cristiandad, después de haber record a d o to d o lo que parecía separarles. Autores posteriores extrajeron de esta obra el tópico de la an tipatía recíproca, d ejando de lado que precisam ente este ar gum ento había servido al autor para subrayar el carácter p ro videncial y m aravilloso de la alianza hispano-francesa. Los m alentendidos en torno al libro de Carlos García son todo un sím bolo de la profu n d a ambivalencia que caracteriza los ju i cios y opiniones franceses sobre la Monarquía Hispana a prin' cipios del siglo xvii. La llegada de A na de Austria con su séquito a la corte del palacio del Louvre es u n o de los acontecim ientos políticos y culturales de mayor peso en la historia francesa de la temprana Edad M oderna. C on la instalación de la infanta, el gusto p or lo español, ya de p o r sí muy desarrollado, cobrará una fuerza extraordinaria40. Las bibliotecas francesas se llenan entonces de autores españoles, y, c o m o el p r o p io Cervantes apunta
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en el Persiles, co n cierta dosis de sorna, Francia es a la sazón un país en el que todo el m undo se interesa p or la lengua cas tellana. N o puede sorprender que la generación del final de las guerras de religión , co m p ro m e tid a c o n la recon qu ista católica en este «siglo de los santos», según expresión fa m o sa, haya buscado los m odelos ad hoc en las letras hispanas. Des pués del asesinato de Enrique IV (1610), los jesuítas son de nunciados en Francia en cuanto autores morales, entre otras cosas, p orq u e el padre Juan de Mariana fue considerado en tonces responsable moral del m agnicidio, al haber escrito so bre el d e re ch o al tiranicidio. P ero enseguida los padres de la Compañía de Jesús volverán a ejercer un protagonismo fun damental en la corte francesa. A partir de la segunda década del siglo XVII, figuras de la mística católica francesa — Mada m e Acarie, Vicente de Paúl, el cardenal Bérulle, fundador de la ord en del O ratorio— serán actores principales de un m o m ento de reconquista misionera interna que se nutre mayoritariamente de autores hispanos: Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León... Durante estos años, nu m erosos exiliados de la Liga francesa, refugiados en las tierras de la M onarquía Hispana (Castilla, Flandes, N ápoles), exigen una victoria más radical aún del catolicism o, aunque la c o n vivencia con los hugonotes (protestantes franceses) se m an tendrá hasta 1685. Esos hom bres del «refugio católico» fran cés habían desarrollado un discurso hispanófilo a finales del siglo xvi con n o m enor eficacia que la de los adversarios de Fe lipe II41. En Francia, los círculos católicos intransigentes m i ran, pues, en d irección a España, em pezan do p o r la p ropia corte de Luis XIII. La rivalidad geoestratégica con los Austrias, e incluso la necesidad de m antener alianzas militares con los príncipes protestantes, no supusieron en Francia, durante la pri m era mitad del siglo xvii, un rechazo general hacia el m undo hispánico. La relación entre las dos monarquías perm an eció en un tono ambivalente, por lo menos visto desde Francia: una
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mezcla de respeto co n tem or y de respeto con admiración. Es paña fue a la vez rival y m o d e lo . Incluso en el con texto de la guerra abierta, anhelada p or Richelieu y Olivares (1635), la re lación de Francia con España n o deja de ser ambigua. Piénse se que la tragicomedia de Pierre Corneille Le Cid data de 1636, fecha en la que los tercios españoles se plantaron amenazantes ante París, tras la tom a de la cercana localidad de Corbie. Del lado inglés, com o ha mostrado Albert L oom ie42, la den sidad del con su m o literario se debe especialm ente a la p re sencia en la corte de los reyes de España de num erosos cató licos ingleses exiliad os que m antuvieron la costu m b re de escribir a amigos y familiares que perm anecieron en su patria. El en torn o de la reina Isabel nunca d ejó de considerar a los llam ados recusants c o m o peligrosos elem entos de una quin ta colum na hispana. N o p odía ser de otra form a, si se tiene en cuenta el papel de algunos publicistas católicos ingleses, los cua les, después de la ejecu ción de María Estuardo y del intento fracasado de la A rm ada Invencible, atacaron a la Reina Vir gen desde supuestos idénticos a los de la propaganda españo la, con gran aceptación entre los partidarios de la catolicidad militante, com o William Alien o Richard Verstegan. Durante las dos últimas décadas del siglo xvi, la corte de Isabel, p r o fundamente com prometida con la aplicación de la reforma pro testante, se m antuvo en alerta frente al riesgo de un desem barco hispano en la isla apoyado p o r sectores católicos del interior. El siguiente gran intento, otro fracaso co m o en efec to lo fue el desem barco de Kinsale en Irlanda (1601), parecía venir a dar la razón a quienes veían a los católicos del archi p iélago co m o agentes del rey de España43. Sería éste un fe n ó m e n o que se iría repitiendo en distintos países, incluyen do la propia España, a propósito aquí del proceso de expulsión de los m oriscos (1609-1614), contem plado desde la perspecti va de la lucha con tra las fuerzas políticas del Islam m ed ite rráneo. Asimismo los ligueurs, o ultracatólicos de la Francia de
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finales del siglo xvi, serían vistos p o r otros súbditos del rey de Francia co m o agentes activos del rey de España, tal co m o pon en de manifiesto textos tan fam osos co m o el Anti-espagn.ol (1592) y La Satyre Ménippée (1594). La im presión y difusión de textos de denuncia del p o d e r hispano empezaron en Inglaterra a partir de la década de 1580, si bien se utilizaban en ellos materiales precedentes. En este proceso, la obra com pilatoria de Richard Hakluyt, preparada durante la década de 1590 (Principal Navigations, Voyages, Traffiques and Discoveries of the English Nation, 1598), y la de su c o n tinuador Sam uel Purchass, autor d el Hakluytius Posthumus (1625), desem peñan un papel clave. Mientras que el prim e ro dispone de materiales españoles sobre las conquistas, tra ducidos al inglés durante el reinado de María Tudor, y sobre todo en la década de 1580, el segundo incorpora una traduc ción de la Breve Relación de B artolom é de las Casas así co m o parte de la historia de Tupac Amaru debida a la pluma del inca Garcilaso de la Vega, o las denuncias del padre Jerónim o Benzos con tra el clero hispano-portugués en A m érica. Sin e m b a rg o, p o r m uy protestantes que fueran sus com p rom isos espirituales, los com piladores ingleses de las navegaciones de los europeos no dejaron de confesar una rendida adm iración p or las empresas ibéricas en el Atlántico. Las siete provincias rebeldes, luego Provincias Unidas, fu e ron tam bién, durante la larga guerra de och en ta años que con d u jo a su separación definitiva de las tierras patrim onia les borgoñonas de la dinastía de los Austrias (1566-1648), un fo c o im portante de p ro d u cció n de textos e im ágenes sobre España44. En la zona más densam ente urbanizada de E uro pa, reputada p or su pujante industria librera — piénsese en la im prenta de los Plan tin de A m beres— , la p ro d u cció n de panfletos y grabados contra la dominación hispánica tuvo unas tiradas enorm es. En los m om entos de mayor pujanza militar española, la actividad librera rebelde p u do replegarse en tie
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rras alemanas (Em den, Frankfurt) o en el reino aliado de In glaterra (Norwich, L on d res). Así, p or ejem plo, la Historia Bél gica del ciudadano calvinista de Am beres Emanuel van Meteren, refugiado en Inglaterra, fue traducida a varios idiom as a finales del xvi y difundida en toda Europa. La Apologie de Gui llerm o de Orange fue otro de los escritos disponible en tod o el continente para quien quisiera arrem eter contra El Esco rial. Quizá sea en el cam po de las im ágenes, de los dibujos y grabados, d on de la p rod u cción panfletística holandesa logró dañar a España con mayor eficacia. El «Conseil des Troubles» (Tribunal de los Tumultos) del duque de Alba, la toma de Am beres de 1576, las violencias de los tercios, etcétera, dieron lu gar a una v erd ad era industria de las im ágen es en tre g e n tes, en principio, reacias a ellas45. Es más, gracias al trabajo del grabador T h éod ore de Bry, la publicística de los rebeldes uti lizará toda la inform ación entonces a su alcance sobre la vio lencia hispana en A m érica co n el fin de equiparar su propia causa a la de los indígenas, unos y otros mártires ante la fu ria española. A fin e s del siglo, los hered eros de T h é o d o re de Bry, p ro ductor de los más fam osos grabados contra el duque, de Alba, pusieron a la venta la prim era edición ilustrada de la Breve Re lación de Bartolom é de las Casas (1598). Esas figuras, basadas en dibujos de Josse de Winghe, dieron la vuelta a Europa y pre sentaron a la M onarquía Hispana com o el equivalente del in fiern o en la tierra. Constituían una contestación m ediante imágenes a la difusión del Théâtre des cruautés del inglés cató lico Verstegan (1 5 8 9 ), que d en u n cia ba la v io le n cia de los «gueu x» o «m en d ig os del m ar» holandeses, la de los angli canos y la de los hugonotes franceses. A estas iniciativas siguió la publicación sistemática de las crónicas de América,,un p ro yecto editorial que recu erda los esfuerzos de Hakluyt y Pur chase en Inglaterra y el de La Popelinére en Francia. En rea lidad, la virulencia panfletística holandesa traduce el ton o
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exaltado de la vertiente más calvinista de la reform a protes tante, un cierto respeto frente a un enem igo potencialm ente peligroso, y, a fin de cuentas, la necesidad perpetua de c o n v en cer a su gente de que los flam en cos del sur p erten ecían a un m u n d o radicalm ente incom patible co n los propio^ cri terios46. C om o hem os p od id o ver co n los casos francés, inglés y fla m en co-h olan dés, el lugar de la M onarqu ía Hispana en Eu ropa n o puede ser evaluado según las coordenadas clásicas de la historia de las relaciones internacionales. Es preciso insis tir sobre un dato fundamental: a principios del xvti todavía n o existe un gran ju eg o de potencias, y m enos de equilibrio. Para eso habrá que esperar que tenga efecto la cultura de los gran des congresos de paz, a partir de m ediados del siglo x v i i (Osnabrúck, Münster) y a lo largo del xviii. En tiem pos de C er vantes, los perímetros de los principados más potentes siguen siendo flexibles. Los m atrim onios reales, el traslado de una corte a otra de casas principescas enteras, los intereses d i násticos cruzados y las influencias culturales y políticas d e rivadas, constituyen desde lu eg o elem entos fundam entales. La id en tifica ción de un partido «españ ol» en los reinos de Francia e Inglaterra, la denuncia de un partido de la co n c i liación en la intransigente corte española, contribuyen asi m ism o a hacer porosas las fronteras. Por supuesto, esto n o debe dejar de lado el carácter genuinamente militar de los en frentam ientos: p or m ucho que el lugar de España en el c o n tinente eu ropeo parezca responder a una geom etría variable, la presencia de los tercios en Italia, Flandes y Francia n o es nada ambigua para los habitantes de esas monarquías. En suma, la M onarquía Hispana a principios del Seiscien tos está m arcada p o r fuertes tensiones. El despliegu e m ili tar, cultural y político de su potencia suscita una coalición cam biante de adversarios — Francia, Inglaterra, Provincias Unidas y otros territorios protestantes desde Sajonia a Suecia— , in-
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cluso cuan do aún la diplom acia del equilibrio de potencias n o tiene expresión form al. Tam bién España cuenta co n bue nas con exion es: desde Saboya a Toscana y R om a, desde Baviera a Austria, principados y coronas católicas rom pen con el aislamiento de una M onarquía prepotente. Es más, hasta sus propios adversarios claudican. Véase el caso francés. En p o c o tiem po se pasa de un más que p rob ab le estado de guerra a la preparación del d ob le m atrim onio que sigue al asesinato de Enrique IV en 1610. A unque n o se llegó a realizar, la alian za matrimonial con la familia de los Estuardo fue un proyec to im portante para el rey J a cob o I y para m uchos grupos de ingleses y españoles. N o podem os retratar la España del Quijote con los colores de las amarguras de 1640 (separación de Portugal, secesión de Cataluña), 1647 (revuelta de N ápoles), 1648 (aceptación en el tratado de Westfalia de la separación de las Provincias Uni das) o 1659 (recon ocim ien to en el Tratado de los Pirineos de la superioridad militar francesa con pérdidas del R osellón y de varias ciudades fla m en ca s). El pesim ism o derivado de la im posible gestión de un im perio territorial que supera las ca pacidades gubernativas y financieras de la Monarquía n o debe tam poco m on op oliza r nuestra atención. Visto desde los paí ses europeos, cu a n d o Cervantes publica Don Quijote, al c o n ju n to hispano se le con ced e aún m ucho porvenir. La toma de conciencia de que algunas debilidades estructurales llevaban necesariamente al desm oronam iento tiene m u ch o de visión retrospectiva. Sin em b a rg o , la p o lítica de la Pax Hispanica refleja también la necesidad de hacer una pausa en el p roce so de expansión del conjunto. La generación que m editó con el Quijote en la m ano estaba adivinando que la Iglesia de Cris to no se dejaría unificar ni la China conquistar por las artes de España, al m enos n o de m anera inmediata ni tam poco fácil.
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R oger Chartier
« f X l margen de la realidad, España prefiere soñar»1. Este sue ñ o, que interpreta Cervantes de m anera sublime, constituye un refugio ante el fin de un m undo. Las debilidades minaban a esa España de com ienzos del siglo xvii, que en apariencia es taba en la cima del poder, y para Pierre Vilar, la historia del hi dalgo m etido a caballero andante expresa muy bien esta co n tradicción: Cervantes dijo un adiós irónico, cruel y sensible a estos va lores feudales, cuya desaparición del mundo prepararon los españoles sin querei'lo y, paradójicamente, a cambio de su rui na, la supervivencia en su país. El secreto del Quijote se esconde en esta dialéctica original del imperialismo español2. La difusión de la obra transmite este secreto m u ch o más allá de las fronteras de Castilla, A ragón y Portugal, som etido al rey español desde 1580. La historia tal y com o la escribe Cide Hamete Benengeli hace referencia a su propia difusión. D on Quijote pregunta al bachiller Sansón Carrasco en el tercer ca pítulo de la segunda parte de sus aventuras, aparecida en 1615: «¿Verdad es que hay historia mía y que fue m oro y sabio el que la com puso?»; a lo cual el bachiller, de regreso de Salamanca, le responde: «Es tan verdad, señor, que tengo para mí que el día de hoy están im presos más de d o ce m il libros de la tal histo
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ria: si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, d on d e se han im preso, y aun hay fama que se está im prim iendo en A m beres»3. Es m uy posible que entre 1605 y 1615 salieran al m er cado d oce mil ejemplares, ya que en esos años se publicaron nueve ed icion es de la novela: tres en M adrid (d os en 1605, una en 1608) ; dos en Lisboa (ambas en 1605) ; una en Valencia en 1605; y una en Milán y dos en Bruselas (y n o Am beres) en 1607 y 1611. Según los m anuales tipográficos del siglo xvii, com o el com puesto p or Alonso Víctor de Paredes hacia 16804, la tirada norm al de una ed ición era de mil quinientos ejem plares. De m o d o que fu e ro n quizá trece m il quinientds los ejemplares del Quijote que circularon en castellano en los diez años que siguieron a la ed ición príncipe, im presa a fines de 1604 en el taller m adrileño de Juan de la Cuesta para el librero Francisco de Robles. Sansón Carrasco añade: «y a mí se m e trasluce que n o ha de haber nación ni lengua don de no se traduzca»5. Antes de 1615 ya se habían publicado dos traducciones del Quijote: en 1612, la traducción inglesa de Thomas Shelton, y en 1614 la francesa de César O udin. Las traducciones alemana (1621) y tosoana (1622) fueron las siguientes. Existen diversos indicios del im pacto inmediato de la historia. En mayo y más tarde en ju n io de 1613, los King’s M en (es decir, la com pañía en la que Shake speare ejercía de autor, actor y em presario) representó ante la corte de Inglaterra una obra titulada Cardenno o Corderina. Cuarenta años más tarde, el librero H um phrey M oseley hizo que la Stationer’s Company, que era el grem io de libreros, im presores y encuadernadores de Londres, registrara los derechos de una obra presentada co m o The History o f Cardennio, by Mr. Fletcher & Shakespeare. La obra no llegó a imprimirse nunca y n o queda ningún rastro de ella, a pesar de las afirmaciones de Le wis Theobald, que en 1728 pretendió haberla revisado y adap tado a partir de una copia del manuscrito autógrafo, dándole el nuevo título d e Double Falsehood, or the Distrest Lovers. En cual-
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quier caso este encuentro inesperado entre Shakespeare y Cer vantes da fe del eco que tuvo la traducción de Shelton6. L o m ism o sucede con la tradu cción al francés, que inicia una serie muy intensa de traducciones de Cervantes: en 1615, François de Rosset tradujo las Novelas ejemplares, y tres años más tarde, la parte II de Don Çhiijotey Los trabajos dePersilesy Sigismunda. En este m ism o año, 1618, Vital d ’A udiguier publicó en París con el título de Les Travaux de Persiles et de Sigismonde, sous les noms dePéúandre et d ’A urísteleotra traducción francesa del Persiles, que se había im preso sólo un año antes en Madrid a cargo de Juan de la Cuesta. En 1619 apareció la primera tra du cción inglesa de esta «historia septentrional» y en 1626, en Venecia, la primera italiana.
T r a d u c ir
y c o p ia r
Cuando m ucho antes en la historia, en el capítulo 62 d e la parte II, D on Quijote visita una imprenta barcelonesa, c o n o ce a un traductor que «ha traducido un libro toscano en nues tra lengua castellana», según le indica u n o de los co m p o n e dores del taller. El diálogo que entabla con el «autor», quien ha traducido un libro titulado Le bagatele, remite a dos reali dades en apariencia contradictorias. Por un lado, D on Q u i jo te da cuenta del descrédito que sufre la traducción, que se identifica con una mera copia: Me parece que el traducir de una lengua en otra, com o no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es com o quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen y no se veen con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles ni arguye in genio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel.
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El doble significado del verbo «trasladar», d efin id o p o r el Tesoro de Covarrubias co m o «Trasladar. Vale algunas veces in terpretar alguna escritura de una lengua en otra; y tam bién vale cop ia r»7, hace que la traducción de una lengua vulgar a otra se considere inútil o meramente mecánica. Eran raras las excepciones que d ieron a la traducción la dignidad del origi nal. D on Q uijote sólo m en cion a dos: la traducción de la tra gicom edia de Battista Guarini, II PastorFido, de Cristóbal Suá rez de Figueroa, publicada en 1602 y revisada posteriormente! en 1609, y la del poem a de Torquato Tasso, la Aminta, de Juan de Jáuregui, aparecida en 16078. Por otro lado, la equiparación entre traducir y copiar ha cía que la traducción se considerase co m o una form a de p ro fesionalizar la escritura, que p od ía garantizar a los «autores» importantes ingresos. Al m enos eso era lo que esperaba el tra ductor de Le bagatele. Cuando D on Quijote le pregunta: «Pero dígam e vuestra m erced: este libro ¿imprímese p o r su cuenta o tiene ya vendido el privilegio a algún librero?», responde or gulloso: «Por mi cuenta lo im prim o y pienso ganar mil duca dos, p or lo m enos, co n esta primera im presión, que ha de ser de dos m il cuerpos, y se han de despachar a seis reales cada u n o en daca las pajas». C onviene recorda r que la tirada de la primera edición de la primera parte del Quijote fue sin duda de m il quinientos o, a lo sum o, de mil setecientos cincuenta ejemplares, y que la Tasa, a fecha 20 de diciem bre de 1604, es tablecía su precio de venta en algo más de o ch o reales9. El tra ductor que D on Quijote co n o ce en Barcelona era, p o r lo tan to, muy presuntuoso; pero al reservarse el derecho de imprimir p or su cuenta los ejemplares y controlar su venta de la que o b tendría beneficios, dejaba claro su propósito: «Yo n o im prim o mis libros para alcanzar fam a en el m u n d o, que ya en él soy c o n o c id o p or mis obras: p rovech o quiero, que sin él n o vale un cuatrín la buena fam a»10.
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Los contratos que se firm aban entre los libreros parisien ses y los traductores de novelas de caballería castellanas a m e diados del siglo XVI muestran que la traducción al francés de los clásicos españoles podía garantizar semejantes beneficios. El 19 de noviem bre de 1540, Nicolas de Herberay cedió a los libreros Jean Longis y V incent Sertenas el privilegio que ha bía conseguido para la traducción del segundo, tercero y cuar to libros de Amadís de Gaula, les m andaba las partes del se gundo libro que ya había traducido y les prometía traducir «lo más p ron to p osible» el resto del segundo libro así co m o los dos siguientes. Por su parte, los libreros le daban, según lo acostum brado, d o ce ejem plares sin encuadernar de cada li b ro para que pudiera llevárselos al rey y regalárselos con una d edicatoria; p e ro tam bién v ein ticin co escu dos de o ro a la firm a del contrato, veinticinco a la entrega del tercer libro y treinta a la entrega del cu a rto11. En una é p o ca en la cual lo más habitual era que los autores sólo recibieran ejem plares de sus obras, los traductores fu eron los prim eros en París a quienes se les pagó co n d in ero. De m o d o que a la rem u n e ración indirecta que conseguían a través de patrocinios, re co n o c id o s u ob ten id os gracias a las dedicatorias, se añadía la que procedía directamente del m ercado del libro. El 2 de marzo de 1542, el contrato que firm aron el m ism o Nicolas de Herberay y los dos libreros — a quienes se unió D e nis Jaíiot— recoge las mismas cláusulas para la traducción de los libros quinto y sexto de Amadís. El traductor se co m p ro m etía a entregar el texto traducido en el plazo de un a ñ o y los libreros, además de la promesa de doce ejemplares de cada u n o de los dos libros, diez «en b la n co» (es decir, sin encua dernar) y dos «encuadernados y dorados», le pagaban de in m ediato, «en d in ero contante y sonante», sesenta y dos es cu d os de o ro , sin in clu ir el d escu en to p o r una d eu da de veintidós escudos más p o r un caballo que Denis Janot le ha bía v en d id o12.
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Antes de Cervantes, la pasión p or las novelas de caballería constituyó u n o de los prim eros pilares de la «E uropa caste llana». Su éxito co n d u jo a in n ovacion es notables en las re laciones entre libreros y «autores» (en este caso, traductores). Se trataba, p o r ejem plo, de adelantos que se con ced ía n p o r un m anuscrito fu tu ro. El 19 de abril de 1543, en un nu evo contrato firm ado entre N icolas de H erberay y los tres libre ros Longis, Janot y Sertenas para la tradu cción de Palmerín, estos últimos d ieron al traductor un adelanto de cuarenta li bras a cam bio de la entrega p o r San Juan Bautista de los vein- ' te prim eros cuadernos del prim er libro «para com enzar a im primir el susodicho libro», y más adelante, en agosto, todo el libro prim ero. Para contentar al público im paciente p o r leer las novedades castellanas traducidas al francés, los libreros parisienses decidieron impriñiir las novelas de caballería cua d ern o p or cu ad ern o, sin esperar a que se com pletara la tra ducción de la obra. Esta es la m ejor señal del éxito que tenían las obras p roced en tes de España en el m erca d o francés del libro. Las novelas de caballería n o pueden separarse de otros gé neros que, entre 1540 y 1560, fundaron la expansión de la li teratura española en toda Europa. Sirva a m o d o de ejem plo el inventario de fon d o s de un gran librero parisiense, Galliot du Pré, elaborado en abril de 156113. Tenía almacenados unos cuarenta mil volúm enes, de los que seiscientos treinta y siete correspondían a traducciones del español y setenta y tres eran ediciones en lengua castellana. Su peso era m en or que el del italiano, p ero esta biblioteca española refleja co n claridad la jera rq u ía de autores más habituales. El más im portante de ellos era sin duda Fray A ntonio de Guevara. Galliot du Pré pro p on ía a sus clientes la traducción del Libro áureo de Marco A u relio, publicado en 1529, sólo un año después que la ed ición española, y la del Reloj de príncipes, que data de 1540. Del Livre doré, tenía cincuenta y dos ejemplares y del Horloge des princes,
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cuarenta y dos. Pero tam bién poseía ejem plares d el Favory de Court (traducción de Aviso de privados y doctrina cortesana) y del Mespris de la Court (traducción de Menosprecio de corte y ala banza de aldea), así com o los Epítres dorées, moralles etfamilière^. El otro autor favorito de Galliot du Pré y, cabe suponer, de los lectores parisienses, era Pedro Mexía, ya que la tienda del librero del Palais poseía o c h o ejem plares de la Silva de varia lección en español, y treinta de su traducción: Les Diverses leçons de Pierre Messie gentilhomme de Seville. La traducción francesa de C laude G ruget se p u b licó en 1552, y fue realizada a partir de la edición italiana, aparecida en Venecia en 1544, que sólo incluye las tres primeras partes de M exía (y un anexo de 14 capítulos a cargo del traductor italiano, R oseo da Fabriano). La traducción de Gruget se utilizará a su vez para las traduc ciones inglesa de 1571 y flamenca de 1587. La Silva de varia lec ción fue al mismo tiempo un bes!, seller y u n steady seller e uropeo. La obra llegó a tener veinticinco ediciones en español entre 1540 y 1643 (en la de 1550-1551 se p u blicaron p o r prim era vez los veintidós capítulos de la cuarta parte) ; treinta y siete traducciones francesas entre 1552 y 1654, y una treintena de ellas en italiano. En estos dos casos, el texto de Mexía fue o b je t o de con tin u acion es, casi siem pre publicadas c o n la tra ducción : en Italia, la de Francesco Sansovino en 1560 y la de G ieronim o Giglio en 1565; en Francia, la de A ntonio du Verdier que apareció en 157715. La afición p or los libros españoles n o se limitaba a las gran des capitales, sino que éstos también encontraban lectores en el cam po. Baste co m o pru eba el testim onio de un p e q u e ñ o n o b le n orm a n d o, el señor de G ouberville, que escribió un diario entre 1553 y 1562. El día 6 de fe b re ro de 1554 escri be: «N o deja de llover [m i gente] fu e al cam po, p e ro la llu via les ahuyentó. Por la tarde, durante toda la velada, leim os en el Amadís de Gaula có m o ven ció a B ardan». Es cierto que esta escena de lectura en voz alta en una tarde de invierno en
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una casa solariega del C oten d n es la única que aparece a lo largo de to d o el diario. P ero, en cualquier caso, da fe de la gran difusión que tuvo la traducción de Nicolas de Herberay. En noviem bre del m ism o año, mientras estaba en Valognes, pequeña ciudad del Cotentin, Gouberville recu peró un libro que había prestado a un am igo. N o se trataba de una de esas novelas que p u eden leerse en voz alta, co m o hacen los «sega d ores» del Q u ijote, sino de una ob ra erudita, que encierra tod o el saber del m u n d o: las «lecciones de Pierre M essie»16. i
La é p o c a
d e l a p ic a r e s c a
En la ép oca del Q uijote, una segunda ola de traducciones llegó a las librerías parisienses — y europeas— . Se nutría, so bre to d o , de la pasión p o r la novela picaresca. C orn eille es buen testigo de ello. En La Illusion comique, que se represen tó en la tem porada teatral de 1635-1636 y se publicó en 1639, el m a go A lca n d re d escrib e la carrera agitada de C lin dor, quien huye de la disciplina de su padre, Pridamant, que des pués lo busca desesperadam ente. A lcandre muestra a Prida m ant la trayectoria de C lin d or que sucesivam ente se d e d i c ó a d ecir la buenaventura, fue escribano p ú b lico , pasante de notario, ju g a d or profesional, autor callejero de canciones y b o tica rio de feria. Para C o rn e ille y su p ú b lico , una vida co m o ésta sólo p od ía compararse con las adversidades de los «picaros» españoles: En definitiva nunca el Buscón, el Lazarillo de Tormes, Sayavèdre y Guzmán adoptaron tantas formas17. En dos versos, C orneille m encion aba tres obras cum bres de la picaresca que eran referencias inmediatas para los lec tores y espectadores franceses de com ienzos del siglo x v i i 18.
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La Vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, cuyas primeras ediciones conocidas datan de 1554, em pezó a traducirse al francés en 1560 y se reeditó en 1561. Pero no cabe duda de que fue la segunda traducción, aparecida en 1601, reed itad a seis veces antes de 1628 y aum entada con la tra d u cció n de la con tin u ación de Juan de Luna, realizada p o r Pierre d ’Audiguier, la que leyeron los espectadores de la Illu sion comique. Guzmán deAlfarache, cuya primera parte se publi có en Madrid en 1599, también se tradujo dos veces: prim ero p or Gabriel Chappuys en 1600, y después p o r Jean Chapelain en 1619 co n el título de Le Gueux o la vie de Guzman deAlfara che. Al año siguiente, Chapelain dio a co n o ce r su traducción de la segunda parte (aparecida en español en 1604) y la titu ló Le Voleur ou la vie de Guzman deAlfarache. Entre 1621 y 1646, la traducción com pleta de la novela de Mateo Alem án c o n o ció ties ediciones en un solo volum en y tres con un volum en para cada una de las partes. De ahí, esa d ob le referencia de C orneille a Guzmán y Sayavédre, seu d ón im o de Juan Martí, que escrib ió una co n tin u a ció n de la novela. Se p u b licó en 1602, con el nom bre de M ateo Luján de Sayavedra, que Ma teo Alem án convirtió en personaje de la segunda parte de su obra. La novela de Q uevedo Historia de la vida del Buscón, llama do Don Pablos, que se publicó en 1626, también se tradujo con rapidez, puesto que la tradu cción del señor de La Geneste, identificado co m o Scarron19, fue impresa en 1633 y disfrutó de un éxito duradero co n d ie cio ch o ediciones entre 1634 y 1691. Pero más notable que esta serie ininterrum pida de edi ciones, es que en 1657 la traducción de Scarron pasara a fo r mar parte del rep ertorio de textos que los libreros-editores de Troyes en Cham pagne p ro p o n ía n al lector más popular, gracias a la fórmula de libros baratos de la «Bibliotèque bleue» que se vendían de m anera am bulante. A cam bio de su ce n sura y adaptación — la tradu cción que elim ina las expresio
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nes blasfemas, los personajes eclesiásticos y las alusiones se xuales dem asiado fuertes20— , el Buscón de Q uevedo hará las delicias de los lectores franceses del cam po y las ciudades has ta finales del siglo xviii. Además de estas tres obras esenciales, los traductores fran ceses n o han ign ora d o otros textos del repertorio picaresco. Vital d ’A udigu ier tradujo las Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón en el m ism o año en que se p ublicó en espa ñol: 1618. El libro se reeditó en 1626. Tam bién tradujo La de sordenada codicia de los bienes ajenos de Carlos García de 1619. Esta traducción, que se p u b licó en 1621, se reed itó en 1623 y 1632. La picara Justina d e F rancisco L óp ez de U beda, p u blicad a en 1605, tuvo que esperar más tiem p o para su tra d u cción , aparecida en 1635 — el m ism o año de la Illusion co mique— , co n el título de la Narquoise Justine. D en tro de esta misma exp ecta ción se sitúa el éxito de las Novelas ejemplares, que se p u b lica ron en 1613, y cuya tradu cción fue realizada conjuntam ente p o r François de R ossety Vital d ’A udiguier a partir de 1615. Esta traducción se reeditará o ch o veces a lo lar go del siglo XVII, al tiem po que p roporcionaba numerosas in trigas a los autores franceses de comedias románticas, así com o a los dramaturgos ingleses de aquella ép oca 21. Hasta tal punto los autores y lectores franceses estaban fa miliarizados co n las novelas españolas que, cu an do en 1664 Sorel publica su Bibliothèque français, los incluye en el reper torio nacion al22. Bajo el epígrafe de «novelas cóm icas» cita, co n sus títulos franceses y en el siguiente ord en , el Ingenioso Don Quijote de la Mancha, «q u e es una agradable sátira c o n tra las novelas de caballerías», Guzmán deAlfarache, El escudero Marcos de Obregón, Lazarillo de Tonnes, el Buscón, La picara Jus tina, LaFouyne de Seville, el Aventurero nocturno y las Visiones de Q uevedo. La traducción naturalizó todas estas obras: «M en cio n o libros cuyo origen es español, p ero que al haberse he ch o franceses p o r la traducción, pueden considerarse co m o
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tales». Según Sorel, dos son los rasgos que caracterizan a este conjunto: p or una parte, señala que «los Españoles han sido los prim eros en escribir novelas verosímiles y divertidas»; p o r otra parte, hace hincapié en las «m oralejas» (aveces dem a siado abundantes en su op in ión , co m o en el Guzmán o el Es cudero Marcos de Obregón) que constituyen advertencias contra el p e ca d o e invitaciones a reform ar las costum bres. De este m od o, los relatos de las aventuras divertidas de los «picaros» y «picaras» se consideraban en realidad co m o un «retrato» de su c o n d ic ió n y una enseñanza m oral. Los títulos de las tra duccion es señalaban a m enudo esta doble intención. La pri mera parte del Guzmán tiene p or subtítulo «Retrato de la vida humana. En el cual todos los bribones y maldades que se dan en el m u n d o se p on en al descubierto de m anera divertida y útil». La segunda indica: «Retrato de la é p o ca y espejo de la vida humana».
T r a d u c ir y t r a ic io n a r
El gran núm ero de traducciones de textos españoles a otras lenguas europeas no basta para entender las transferencias cul turales que producen. Cervantes lo sabía, com o atestigua el diá log o que mantienen D on Quijote y el traductor castellano de Le bagatele. La traducción siempre implica una form a especial de apropiarse de los textos. Existen varias razones para esto. En prim er lugar, la personalidad de los traductores, para quienes esta actividad constituye a m en u d o una manera de iniciarse en la carrera literaria. Para unos, traducir es una actividad p ro fesional, para otros, un trabajo p ropio de su cargo, pero que también puede convertirse en algo literario. Es el caso de Cha pelain, que tradujo el Guzmán de Alfarache en 1619, co m o pre ceptor de los hijos del marqués de La Trousse, para quien tam bién ejercía de secretario. También es el caso de Scarron, que
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tradujo el Buscón en 1633, mientras estaba al servicio del obis p o de la diócesis de Le Mans y que, más tarde, incluyó en su Roman comique las traducciones de cuatro novelas de Solórzan o y María de Zayas. Ésta pu ede ser la razón del carácter ambivalente de la tra d u cción que tanto enfatiza Chapelain en los ensayos que in troducen sus traducciones del Guzmán2?>. En 1619, afirma que «traducir es algo vil, y la traducción presupone en quienes· la realizan bajeza y en vilecim ien to». En 1620, intensifica la pu lla: «Im aginen q u é para un espíritu am bicioso es cru el m a tarse p or algo que n o se estima ni es estimable, de lo que n o sólo n o se atreverá ajactarse, sino que se ofen d erá si otro lo hace». Y, sin em bargo, una traducción era un regalo digno de aquellos a quienes se dedicaba, puesto que perm itía leer una obra sin parangón: ... el Guzmán, en líneas generales es una concepción rica y una sátira bien elaborada que sigue la del Asno de oro de Luciano y Apuleyo, y de manera más cercana la del Lazarillo ele Tormes que fue su modelo. Ninguno de estos le iguala en originalidad, pro fusión ni diversidad, com o tampoco ninguno se aproxima en doctrina y muestras de erudición. Una ambivalencia parecida reinaba en la práctica de la tra d u cción , que debía aunar la exigencia de fid elid ad al texto con la necesidad de libertad. Chapelain defiende totalmente la paradoja en su «Advertencia al lector» de 1621: Y
lo que te digo de la traducción no debe hacer creer que me
haya limitado; pues aunque he sido fiel, lo que le da su esen cia, y me puedo vanagloriar de haberla respetado sistemática mente com o te digo, trabajando con el máximo rigor, me he re servado la autoridad necesaria para transponer, restituir, suprimir, añadir, unir, separar, reforzar, rebajar el discurso, cambiar me
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táforas y frases que no casan con nuestro francés y dejar fuera de la obra términos poco adecuados y algunos cuentos malos, sin atentar contra el espíritu del autor ni el planteamiento de su his toria, que he seguido de principio a fin y que más bien he au mentado que disminuido. La literatura española ejercía su «influencia» en toda Eu ropa, p ero a través de las interpretaciones que le im ponían las traducciones. Las desviaciones co n respecto a los textos ori ginales n o eran sólo consecuencia de las libertades que se per mitían los traductores. L o que reflejan, sobre todo, es la dis tancia existente entre las innovaciones estéticas españolas y los repertorios de categorías y convenciones propias de las li teraturas que las hacen suyas. Un ejem plo típico es el que nos p rop orcion a la traducción francesa del Buscón, realizada p o r Scarron. Un estudio m inucioso de las diferencias entre la His toria de la Vida del Buscóny L ’Aventurier Buscón muestra que el traductor francés, al buscar a veces equivalentes franceses para los nom bres propios o las instituciones, subraya con fuerza el carácter «español» del relato. El color local que da a la historia la ubica en la distancia de lo pintoresco. Para lograrlo, Scarron em plea diversos procedim ientos: el recurso a estereotipos c o n ocid os en cuanto al carácter y las costum bres españoles, la explicación de términos propios del castellano (com o «d on », «m orisco» o «corregidor»), el mantenimiento de nombres ori ginales de m uchos lugares y personas, la cita de «refranes» sin traducirlos o incluso la presencia de referencias al Quijote que a veces n o aparecen en el texto de Q u eved o — el caballo de Pablos es «un Rocinante de D on Quijote» y, en el camino de re greso a Madrid, Pablos m enciona «la barba de Sancho Panza, el escu d ero de D on Q u ijo te ». Este españolism o q u e el tra ductor destaca o importa en la novela aparece ya con claridad en el título m ism o que presenta la historia co m o «escrita en español, p or don Francisco de Q uevedo, Caballero español».
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El título tam bién caracteriza a la novela co m o una «histo ria cóm ica». De h ech o, a lo largo de la traducción de 1633, el autor em plea figuras propias del estilo có m ico y satírico para acercarse al registro específico de la escritura picaresca. Su lé x ico asocia las palabrotas y el argot de los m en d igos y vaga bu n d os co n el lenguaje de los oficios de la Halle, y su estilo echa mano de recursos de la retórica burlesca: repetición, enu m eración, perífrasis y com paración. Ante la com plejidad dé la escritura de Q uevedo, el traductor francés con cib ió el libro com o perteneciente al género cóm ico y lo tradujo apoyándose en el lenguaje y las formas propias de lo burlesco. Ésta es la ra zón, ju n to a otros indicios, p or la cual se le atribuye a Scarron esta traducción, que publicará en 1651 la primera parte de su Roman comique, la misma categoría en la que Sorel clasifica las novelas españolas naturalizadas p or la traducción. La alteración más espectacular del texto es la que cam bia p or com pleto el final. En el texto de Quevedo, el antiguo com p añero de Pablos, d on D iego C oronelj lo r e co n o ce y su ma trim onio co n d oñ a A na se trunca. Después de ejercer diver sos oficios (m endigo, cóm ico, poeta), regresa a Sevilla donde se junta con «unos picaros», mata con ellos a dos arqueros y se re-, fugia en la catedral. Una prostituta, la Grajal, lo tom a co m o amante y p rotecto r y, para huir de la justicia del alguacil, se em barca con ella ru m bo a América: Yo [...] determiné, consultándolo primero con la Grajal, de pasarme a Indias con ella a ver si, mudando mundo y tierra, me joraría mi suerte. Yfueme peor, como V. Md. verá en la segunda parte, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres24. En la traducción francesa de 1633 n o aparece nada de esto. Después de sus vagabundeos com o m endigo, cóm ico y poeta, Pablos, de vuelta a Sevilla, se enam ora de la única hija de un
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com ercian te rico, llamada R ozelle. Después de entrar e n la casa co m o criado, se da a co n o ce r a través de diversas estrata gemas com o «caballero de España». El enredo se acaba cuan d o Pablos se casa con Rozelle, le confiesa la superchería que ella aprueba, se em bolsa la d ote y la herencia y decide a par tir de ese m om en to convertirse en un h om b re honesto. Las últimas palabras contienen la m oraleja de la historia: Todo depende de la Providencia del Cielo, no se puede pre decir el futuro; pero ahora puedo decir que pocas personas hay en el Universo, sea cual sea su condición y la prosperidad de la que puedan gozar, que sean tan felices com o yo. Quiera el Cie lo conservármela por mucho tiempo en compañía de mi queri da Rozelle.
\ Este desenlace, que desvirtúa p o r com pleto lo que preten día Q uevedo, respondía a una d oble exigencia. Por una pai·te, da a la novela un final feliz, que sella el destino del héroe. Por otra parte, atribuye a la historia un sentido moral, puesto que la vuelta de Pablos a la honestidad demuestra que el h om bre se puede enm endar y encontrar su verdadera identidad. La vida aventurera del Buscón sólo era en último término una desviación temporal (para él) y divertida (para el le cto r), an terior a una vida ordenada que cum pla co n las promesas de su carácter y sus sentimientos generosos. Scarron altera el fi nal de la novela y lo configu ra de acuerdo con el sistema de con v en cion es, ajeno al original castellano, que exigía c o n clusión feliz y una m oraleja ejemplar.
E l c a s t e l l a n o , l e n g u a pereecta
La presencia de la literatura española en toda Europa, y so bre tod o en Francia, va unida a la idea de la perfección de la
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lengua castellana que se caracteriza p o r una co rre sp o n d e n cia exacta entre grafía y pronunciación. Para Antonio de Nebrija en su Gramática de la lengua castellana, ésta podía compararse con el latín porque «tenemos de escrivir com o pronunciam os: i pronunciar com o escrivimos»25. La búsqueda de esa adecua ción, considerada natural en el castellano, fue el fundam en to de todas las reform as gráficas y ortográficas que se p rop u sieron en la E u rop a de la segunda m itad del siglo xvi. En Inglaterra, los tratados de John Hart, An orthographie, contenying the due order howe to write thimage [ the image] of mannes voices [man’s voice] (1569), o de William Bullokar, Booke for the Amend ment of Orthographiefo r English speech (1580), tenían co m o o b jetivo, no tanto estandarizar las form as ortográficas de las pa labras, com o establecer una relación más inm ediata entre la m anera de escribirlas y la de pronun ciarlas (c o m o indica, en los títulos, la m en ción de «m annes voice» o «English spe ech »), evitando de este m o d o el ridículo de los pedantes que, com o H olofernes en L ove’s Labour Lost, habla inglés com p si se tratara de latín (o castellano), es decir, p ron u n cia n d o to das las letras de las palabras26. El mismo proyecto lleva a la re form a de la ortogra fía propu esta p o r R onsard en su Abrégé de l ’A rt poétique françois de 1565, en el que cita el castellano com o m odelo a seguir. Tras recom endar a su lector: «evitarás la ortografía superflua y n o pondrás ninguna letra en las pala bras si no la pronuncias al leerla», sugiere una reform a drástica de la escritura del francés que debía suprimir letras inútiles com o la g, la q o la c e inventar otras — co m o «las letras dobles, si guiendo el ejem plo de las españolas, ill, y gn, para pronunciar bien orgueilleux, Monseigneur»'2·'1. En 1611, en su Tesoro, Covarrubias también deja constancia de esta búsqueda de la adecuación más exacta entre lo que se dice y lo que se escribe. Para él, la lectura n o se separa de la oralidad. La prim era definición del verbo «leer» es: «D el ver bo latín lego, -is; es pronunciar con palabras lo que p o r letras
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está escrito». De ahí que en el diccion ario realice elecciones ortográficas que, en última instancia, están muy alejadas de los usos establecidos, para garantizar esa correspondencia per fecta entre lo dicho y lo escrito: «N o se deve nadie escandali zar de que las dicciones deste mi libro se escrivan com o sue nan, sin guardar la propia ortografía»28. Considerada co m o lengua perfecta, o m enos im perfecta que las demás, el español era c o n o c id o , leíd o y hablado p o r las élites y los intelectuales eu rop eos de la ép oca del Quijote. Después de entrar en el reino de Francia, los peregrinos del Persiles n o tienen dificultades para hacerse entender p or las tres bellas damas francesas que encuentran en una hospede ría provenzal: «Llegáronlas a sí y habláronlas con alegre ros tro y cortés com edim iento; preguntáronlas quién eran en len gua castellana, porque conocieron ser españolas las peregrinas y, en Francia, ni varón ni mujer deja de aprender la lengua cas tellana»29. La exageración es evidente p ero, n o obstante, es cierto que el con ocim ien to del español estaba extendido en tre las élites francesas de principios del siglo x v i i . Lo prueba, en prim er lugar, la presencia de libros en cas tellano en algunas bibliotecas particulares. En una muestra de unas doscientas bibliotecas parisienses, pequeñas y m e dianas, que se inventariaron a la m uerte de sus propietarios entre 1601 y 1641, o ch o m encionan obras literarias españolas y d oce libros en italiano. El porcentaje puede parecer pequ e ño, p ero hay dos matices que corrigen esta impresión. Por un lado, la presencia del español es más fuerte en las colecciones más im portantes, que son las de los gentileshom bres, de al gunos escritores y de las «précieuses». Se encuentran d iccio narios bilingües, la obra de Mariana Historia de España (q u e poseía, p or ejem plo, el escritor Voiture) o incluso literatura castellana30. Por otro lado, las novedades cruzan enseguida los Pirineos. De m o d o que Jacques de T h ou , presidente del Parlamento de París y m iem bro de la Respublica litteraria, p o
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seía en su biblioteca, inventariada tras su m uerte en 1617, un ejem plar de la ed ició n lisboeta del Quijote d e 1605, un ejem plar de la segunda parte, aparecida en 1615, y un ejem plar de las Novelas ejemplares’ 1. L o mismo puede decirse de Richelieu, que leía español e italiano32. En cam bio, las coleccion es más doctas y e n ciclo p é d ica s, c o m o la que G abriel N audé r e c o m ienda al p residente del Parlam ento H enri de Mesm es, se abrían con m enos facilidad al español y la literatura. En el Advis de Naudé, sólo los italianos (Dante, Petrarca, Ariosto, Tasso y B occaccio) hallaban un lugar, aunque limitado, en el seno de la biblioteca humanista ideal33.
¿ T r a d u c c ió n o p l a g io ?
Una prueba espectacular de lo familiarizados que estaban los lectores franceses con la lengua y literatura españolas es la que proporciona la polém ica desatada en torno al Cid de Cor neille. La obra, que se representó en enero de 1637 en el tea tro del Marais, obtuvo un éxito clam oroso. A fín ales de mar zo de ese m ism o año se p u b licó co m o «tragicom edia». En el lib elo que inicia la p olém ica , Mairet, que tam bién era dra maturgo, acusó a Corneille de plagio. Su texto se presentó en form a de p oem a en seis estrofas o estancias, co n el título de L Auteur du vrai Cid espagnol à son traducteurfrançais bajo la fir ma de «D on Baltazar de la Verdad», d on d e se daba crédito a un ru m or que d en u n cia b a a C orn eille p o r h aber extraído su tragicomedia de una obra española sin m encionar este ori gen en su dedicatoria a una sobrina de Richelieu, d on d e se li m itó a hacer alusión a la leyenda del Cid según la cual el «ca dáver, vestido co n su armadura, ganaba batallas después de m uerto». Mairet n o estaba seguro de la identidad de la obra y del autor plagiados, pero utilizó la acusación de plagio para destruir las pretensiones de C orneille, quien se alababa a sí
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m ism o en una carta en verso titulada Excuse à Ariste, publica da en febrero de 1637. En estos versos Corneille rechazaba el ju icio de sus iguales y basaba su gloria en el éxito que su obra había tenido entre el p ú b lico y en la corte: «S ólo d eb o a m í m ism o mi Fama». N o cabe duda de que fue este poem a, que atentaba contra las reglas tácitas del m u n do de los autores, la razón fundam ental de los ataques contra C orneille, pero n o deja de ser significativo que la prim era arma que se blandie ra fuese la acusación de haber traducido, y de manera p obre «en un verso bastante flojo», una « com edia » española34. Un segundo libelo, Observations sur le Cid de Scudéry de abril de 163735, identificaba el texto plagiado. La crítica amplió sus ataques, acusando a Corneille de haber violado a lavez las re glas de la verosimilitud, la unidad de tiem po y el decoro, p ero la acusación de plagio constituía el últim o punto de la incul pación: El Cid es una Comedia Española, de la cual la francesa ha ex traído casi todo el orden, escena por escena, y todas las ideas: y sin embargo, ni Mondory [director de la compañía del Marais], ni los anuncios, ni la impresión han denominado a este Poema traducción ni paráfrasis ni siquiera imitación: sino que más bien hablaban de algo que sería original de alguien que no es sino el traductor. Para dem ostrarlo, Scudéry, que pretendía hacer ver «que también entiendo el español», com para cuarenta y nueve frag mentos de la obra, que van desde un solo verso a once, del tex to de C orneille con el de la ob ra española Las Mocedades del Cid de Guillén de Castro, publicada en 1618 en Valencia en la Primera Parte de las comedias de Don Guillén de Castro y reim pre sa en 162136. A esta acusación, que m uestra la gran circu la ción de c o medias y lo extendido que estaba el con ocim ien to de su len
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gua, Corneille responde con una Lettre apologétique, publicada en mayo de 1637. Niega que haya querido disimular la obra en la que se ha inspirado. Afirm a que reveló el nom bre del «Au tor Español» a Scudéry y que llevó el «original en su lengua» de la «com ed ia » al cardenal R ichelieu. Tam bién rechaza la acusación de plagio: «H a pretendido hacerm e pasar p o r sim ple Traductor, basándose en setenta y dos versos que extrae de una obra de dos m il y que aquellos que los co n o ce n nunca calificarían de meras traducciones»37. Parece que el argum ento de Corneille tuvo eco. Los Senti ments de l ’Academie français sur la tragicomêdie du Cid, redacta dos p or Chapelain, publicados afin es de 1637 y que obliga ban a los adversarios a guardar silencio, sostenían las críticas de Scudéry. N o obstante, el texto abandona la acusación de plagio porque «además de que señalamos que son muy pocas las cosas imitadas, [Corneille] se mantiene por encima del ori ginal y mejora algunas, consideramos que ha añadido m uchos pensamientos, que n o desm erecen de las del primer A utor»38. Sin em bargo, C orneillle n o olvidó la afrenta que se le ha bía h ech o. En 1648, el Cid se reeditó dentro de una ed ición de sus obras publicada en París p or Augustin C ourbé. En la «Introducción» que redacta para la ocasión, se justifica citando cuatro textos en español sin sentir la necesidad de traducir los39. El prim ero es un extracto del Libro X I de la Historia de España de Mariana, de la traducción al castellano que el p ro pio jesuíta había realizado en 1601 a partir de su original en latín. Este texto muestra, según Corneille, que n o va contra el decoro llevar a escena el consentimiento de Xim ena para unir se a Rodrigo, puesto que el historiador español recuerda que este m atrim on io fu e a p ro b a d o p o r tod os («H ízo se el casa miento, que a todos estaba a cuen to») y que la reputación de Xim ena quedaba a salvo. C om o señala C orneille, «los reyes de Aragón y Navarra le hacen el h on or de ser sus yernos, al ca sarse con sus dos hijas». La segunda cita es de dieciséis versos
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de otra «com ed ia » de Guillén de Castro, Engañarse engañan do, que Corneille aplica a Xim ena — sobre todo la última cuar teta: «Yasí, la que el desear / con el resistir apunta / vence dos vezes, si ju n ta / con el resistir el callar». Los dos últimos tex tos son dos rom ances que también justifican la reputación de d oñ a X im ena. El segu n do acaba c o n la decla ra ción de R o drigo en el m om ento de los esponsales: «Maté hombre, y hom bre doy / aquí estoy a tu m andado / y en lugar del muerto pa dre / cobraste un m arido honrado. / A todos pareció bien / su discreción alabaron / y así se hizieron las bodas / de R o drigo el Castellano». C orn eille definía los «rom ances espa ñ oles» co m o «una especie de p e q u e ñ o s poem as [que] son com o originales deslavazados de antiguas historias», de m o d o que los consideraba co m o fragm entos derivados de antiguos poem as épicos. En su advertencia al lector de 1648, conside ra pues que son tantos quienes entienden el español en el rei n o de Francia que no tiene sentido traducir los textos que cita. Y para refutar las críticas de Scudéry y la Academ ia, se apoya en la autoridad histórica y poética de tres géneros esenciales que ofre ce a E uropa la literatura p ro ce d e n te de España: el «rom ance», la «com edia» y la historia. La ed ición de 1648 del Cid debía acallar definitivam ente a quienes habían acusado a C orneille de plagio: Olvidaba deciros que muchos amigos míos creyeron conve niente que diera cuenta ante el público de lo que había tomado del autor español en esta obra, y al manifestarme sus deseos, he deseado darles gusto. Encontrarán por lo tanto todo lo que he traducido impreso con otra letra [i. e. en cursiva], con una cifra al inicio que servirá com o referencia para encontrar los versos españoles a pie de página40. Adelantándose a las obras eruditas de fines del siglo xvii41, C orn eille convierte las notas a pie de página en u n instru-
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m ento tipográfico propio para justificar la originalidad y la ex celencia de su obra. Maneja la term inología propia de la tra d u cción («lo que h e to m a d o », «lo que he tra d u cid o») para manifestar, en realidad, la diferencia existente entre sus p ro pios versos y los de Guillén de Castro. Pero si consigue crear un argum ento convincente, es porqu e el lector era capaz de com prender el español y, así, hacer justicia al genio del poeta francés. Quizá Cervantes n o se equivocaba. Es m uy p osible que, entre los espectadores de teatro y los lectores de litera tura, en la Francia de com ien zos del siglo xvii, «ni varón ni m ujer deja de aprender la lengua castellana».
L a leyenda n egr a
Sin em bargo, el co n o cim ie n to de la lengua y la literatura castellanas n o im plicaban necesariamente ni benevolencia ni simpatía. La fuerza de la «leyenda negra» se encuentra p or to das partes. La historia de las traducciones de Brevissima rela ción de la destruyción de las Indias publicada en Sevilla en 1552 p or el d om in ico Las Casas lo demuestra a las claras. La obra de Las Casas, redactada a partir de 1542, se inscribe en una d oble crisis de la colon iza ción española42: la crisis de la co n ciencia española ante las atrocidades de los conquistadores, que privaban a sus víctim as de la salvación que p rom etía la ver dadera fe y condenaban a sus autores al castigo eterno; y la cri sis de legitimidad de la soberanía española en el N uevo M un do. Esta se fundaba en la doctrina de la transmisión a los reyes de Portugal y España de la potestas universal que el Papa había recib id o de Cristo. Los te ó lo g o s de la U niversidad de Sala manca esgrimían en contra la filosofía tomista del derecho na tural, que recon ocía la soberanía de los príncipes indígenas y exigía, co m o con secu en cia , que la de los conquistadores se fundara sobre «justos títulos». En el texto de Las Casas, estas
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cuestiones adoptan un sentido profético y apocalíptico. Al des truir las Indias por m edio del trabajo forzado de los indígenas, los impuestos excesivos y las masacres, al infligirles los suplicios más terribles, los españoles habían o fe n d id o gravem ente a Dios. Su cólera hacía que muriesen p or agua o fuego quienes usaron estos m edios contra sus víctimas, quemadas o ahoga das vivas. Pero la venganza del T o d o p o d e ro s o será aún más terrible: la d estru cción de las Indias anunciaba la destruc ción , próxim a, de España. El tema p ro fé tico del castigo del rein o cruel y tiránico, que a m en u d o m anejaban los m edios milenaristas y m oriscos, se asociaba de este m o d o de m ane ra estrecha co n la estigmatización de los horrores de la c o n quista y quedaba a disposición de los adversarios de rey tan católico.. C uando en 1579 apareció en Am beres la traducción fran cesa del tratado de Las Casas, realizada p or el protestante fla m enco Jacques de Miggrode, con el título de Tyrannies et cruau tés des Espagnols perpétrées ès Indes occidentales, qu’on dit le Nouveau Monde, el sentido del texto cam bió profundam en te43. En Es paña, la reacción contra las tesis de Las Casas com en zó des pués de más de diez años y, aunque las instrucciones y o rd e nanzas reales parecían aceptar la vía pacífica de la conquista, justificaban, de h ech o, la legitim idad del recurso a la fuerza en caso de resistencia, así co m o el régim en de la encomienda. Y en enero de aquel m ism o año 1579, las siete provincias cal vinistas del norte de los Países Bajos form a ron la U n ión de U trecht para d efen d er su identidad religiosa contra la tira nía del soberano extranjero, es decir, el rey de España. Ya en el título se muestra de m anera clara la intención: Para servir de ejemplo y advertencia a las XVIIprovincias de los Países Bajos. P or m ed io del recu erd o de los crím enes com etid os p o r los españoles en América, se trataba de p on er en guardia a to d o aquel que se viera tentado de entenderse co n ellos. La des tru cción de las Indias, que anunciaba según Las Casas la de
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España, m odelaba bajo la plum a de Jacques de M iggrode la posible destrucción de los Países Bajos: «Aquí se muestra una historia verdadera y redactada p o r un m iem bro de esta nación, que les enseñará, n o lo que ya han h ech o en los Países Bajos, sino lo que, si Dios n o lo hubiera im pedido, hubieran h e ch o »44. En 1598 se publica en Frankfurt la prim era traducción la tina del texto de Las Casas. Aparece ilustrada con una serie de diecisiete grabados de T h é o d o r e De Bry, que m uestran las crueldades más espantosas que describe Las Casas. Tortura dos, mutilados, asesinados, los indios de De Bry son la imagen m odern a del m artirio. Su masacre recu erda a la de los In o centes; sus suplicios a los de los santos y santas; sus sufrimien tos, a los de Cristo flagelado, humillado y crucificado. Más allá de cualquier ex otism o e tn og rá fico, estas im ágenes desem peñaron un papel esencial en la constitución de la imagen re pulsiva de España. Esta serie de diecisiete láminas apareció en el contexto de la guerra de im ágenes que libraban protestantes y católicos en la ép oca de las divisiones religiosas. R esponden a otra se rie de veintinueve grabados publicada en 1587 en A m beres (que se había convertido en un bastión católico) p or Richard Verstegan, co n el título de Théâtre des cruautés des hérétiques de notre temps45, que iban unidos a un texto en latín en la prim e ra edición, a la que siguió un año después una traducción fran cesa. Los grabados eran obra de un católico inglés en el exi lio y fueron com ercializados entre la decapitación de María Estuardo y los preparativos de la Arm ada Invencible que de bía invadir Inglaterra. M ostraban la violencia com etida p o r los protestantes en Inglaterra, los Países Bajos y Francia. En lu gar de invitar a compartir el destino bienaventurado de las víc timas, com o hacían las im ágenes de los martirios de los san tos cristianos, los grabados de Verstegan hacían un llamamiento a vengarse del enem igo cruel y bárbaro.
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En el contexto de las guerras religiosas, que también eran con flictos políticos, destacar la violen cia del otro era esen cial. Para los católicos esta representación n o suponía apenas problemas, pero molestaba a los protestantes, a m enudo más re ticentes a utilizar imágenes. De ahí el desplazamiento que rea lizaron M iggrode y De Bry, que sustituyeron al indio por el re form ado e invocaron la violencia de «allá» para mostrar a toda Europa las crueldades abom inables perpetradas p or los cató licos españoles. N o cabe duda, co m o escribe Ricardo García Cárcel, que «los 17 grabados de De Bry hicieron más, sin duda, p or la leyenda negra que todos los textos de Las Casas»46. Es tos grabados eran continuación de los que, p o c o antes, De Bry había realizado para los tres volúm enes de la edición en latín y alemán de la Historia del Mundo nuevo de Girolam o Benzoni, p u blicados en Frankfurt en 1594,1595 y 1596. En la misma m edida, si n o más, que las obras de Las Casas, este libro de B enzoni, aparecido en español en Venecia en 1565, traduci d o al italiano en 1572, después al latín en 1578 y al francés en 1579 p or el pastor genovés Urbain Chauveton, será el que ali m ente la «leyenda negra americana» antiespañola47.
A n t i p a t í a y e m p a t ia
Sin embargo, conviene n o concebir la relación de Europa o Francia con la España del Quijote co m o una dicotom ía dem a siado simplista que op on dría a la recep ción entusiasta de las novedades literarias la repulsión violenta hacia las am bicio nes del rey de España y las crueldades de la Conquista y la In quisición. La realidad era más com pleja, co m o muestran los discursos que se tenían sobre España en la Francia del siglo xvn. U n ejem p lo típico de ello es el uso que se hizo del libro del d octor Carlos García, La oposición y conjunción de los grandes Lu minares de la tierra o la Antipatía de Franceses y Españoles piibli-
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cado en español y francés en París en 1617. La obra con tó con un gran éxito eu rop eo: antes de 1660, se reeditó dos veces en español y cuatro veces en francés y, una vez traducida, se p u blicó och o veces en italiano, dos veces en inglés y dos veces en alemán48. El p rop ósito era claro: exaltar los m atrim onios de 1615 que u n ieron a Luis XIII co n la infanta de España, Ana, y al infante Felipe co n Isabel de Francia. De ahí que se cele brara una «con ju n ció n » que, al superar una «antipatía» que se basaba en las diferencias y discordias, unía a partir de en tonces a «los dos reinos más grandes y poderosos del m u n d o» p or el bien de la Cristiandad. C om o obra divina, la con cordia instaurada entre España y Francia m anifestaba la gloria de Dios, al tiem po que garantizaba el triunfo de la fe cristiana y la Iglesia católica sobre los Infieles de la «secta de M ahom a». Llevado p or la idea de cruzada, el libro del doctor García sólo insiste en las «antipatías» o «contrariedades» que separaban a franceses y españoles para elogiar los efectos ben eficiosos de la unión de am bos reinos. Pero, com o señalaJean-Frédéric Schaub, ésta n o fue la lec tura que se hizo de este libro: ... los préstamos y aprovechamientos de la argumentación de Carlos García llevan a cabo una estrecha selección de los re cursos que ofrece esta última. Este proceso corresponde a un fe nóm eno global de ocultación de las manifestaciones hispanó filas francesas en beneficio de los discursos de sentido contrario. A causa de esto, los cin co breves capítulos que el libro con sagra a las diferencias en las maneras de hablar, andar, beber, com er y vestirse de los franceses y los españoles y, sobre todo, a la op osición de los cuerpos, hum ores y caracteres de unos y otros, se convierten en la fuente de una retórica de la hosti lidad que inunda la literatura política de la primera mitad del siglo XVII. De este m o d o , La M othe Le Vayer, en su Discours sur
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la contrariété des humeurs qui se trouve entre certaines Nations, et sin gulièrement la Françoise et l’Espagnole, publicado en 1636, se basa en el lib ro de Carlos Garcia para dem ostrar que la c o n c o r dia y alianza entre los dos pueblos y sus reyes es absolutamente im posible49. C on el retorn o de la guerra, la antipatía puede m uch o más que cualquier esperanza de conjunción. Sólo más tarde, y a pesar de los conflictos, el absolutismo francés m ovi lizará para justificarse los principios fundadores de la M onar quía española, universal y católica.
L a f u e r z a d e l o s e s t e r e o t ip o s
Tanto si la relación con España estaba presidida p or la em patia co m o p or la antipatía, siempre se echaba m ano de este reotip os que d efin ían para los lectores o espectadores e x tranjeros la esencia de la hispanidad. Baste com o ejem plo un o de los españoles llevados a los escenarios franceses e ingleses: don Adriano de Armado, presentado por Shakespeare en Love ’s Labour’s Lost, com edia representada en la corte en la Navidad de 1597 e im presa el año siguiente50. El rey de Navarra p re senta de este m o d o al hidalgo español, descrito co m o «this child o f fancy» [«este h ijo de la fantasía»] : «O u r court, you know, is haunted / With a refined traveller o f Spain, / A m an in all the w orld ’s new fashion planted, / That hath a mint o f phrases in his brain» [«Sabrás que tenemos de visita en la co r te a un refinado viajero de España, un experto en todas las m o das, que tiene en la cabeza una fábrica de frases»] (1 ,1). YBiron, uno de los jóvenes señores de la corte, insiste en la afición del español por las novedades del lenguaje: «Arm ado is a most illustrious wight / A m an o f fire-new w ords, fa sh io n ’s ow n knight» [ «Arm ado es una persona de sumo lustre / un h o m bre de palabras novedosas, y caballero que im pon e m o d a s»]. En el transcurso de las escenas, M ote, su paje, com pleta el re
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trato de Arm ado: «You are a gentlem an and a gamester, sir» [«U sted suele practicar ju e g o s de azar, s e ñ o r » ], tal co m o lo hace él m ism o declarando que es un soldado, está enam ora d o y es poeta: «I am sure I shall turn sonnet. Devise wit, wri te pen, for I am for whole volhmes in fo lio » [«Estoy seguro de que m e volveré soneto. Inventa, ingenio; escribe, pluma; pues de esto n o pu eden salir sino volúm enes in fo lio »] (I, 2). Este últim o rasgo desplaza hacia la creación poética lajactancia guerrera de Arm ado, cuyo nom bre no deja de tener sig n ificad o para el p ú b lico que recu erda a la A rm ada Invenci ble, y sin em bargo vencida, de 1588. Dos veces se lee una carta de A rm ado en el escenario: aquélla en la que denuncia al rey Costard p or haberse acercado, en contra de la prohibición del príncipe, ajaquenetta, la campesina de la que está enam orado (I, 1 ) ; y la que ha enviado a ja q u en etta y es leída p o r Boyet, un noble al servicio de las princesas de Francia que llegaron a la corte de Navarra (IV, 1). En am bos casos, el estereotipo es pañol se refleja n o en el uso de hispanismos, sino en el exceso de imágenes y metáforas, el abuso de referencias oscuras, un es tilo am puloso y enrevesado y múltiples repeticiones organiza das con un ritmo ternario; así, al principio de la carta aja q u e netta: «M ore fairer than fair, beautiful than beauteous, truer than truth itself, have com m iseration on thy heroical vassal» [«Bella, más bella que la belleza, más herm osa que la h erm o sura, más cierta que la verdad, ten conm iseración de tu heroi co vasallo»] (IV, 1). D el m ism o m o d o que H o lo fe rn e s p r o nunciaba el inglés com o el latín, Shakespeare atribuía a Armado un inglés que sonaba co m o un castellano afectado y enfático. C om o el M atamoros gascón de la Illusion comique, A rm ado es un «bravucón», «the braggart», com o lo describe Biron (V, 2) que es otro rasgo del retrato estereotipado del español. Aca ba su carta a ja q u en etta co n estas palabras: «Thus dost thou hear the N em ean lio n roa r» [«A sí oyes rugir al le ó n de N e m ea»] , lo que im plica una burla de sí m ism o patética, ya que
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el león de Nem ea, que también se creía invulnerable (co m o la Arm ada) fue estrangulado p or Hércules. Despojado de su h on or militar y del temor que inspiraba, el español de com edia se convertía en un personaje gracioso p or sus extravagancias, falsa valentía y hu m or caprichoso. El estereotipo de las apa riencias vanas, com binado co n la retórica política de la anti patía y la denuncia de la arrogancia española, aparecían de manera recurrente en los relatos de viajes de los franceses que, en el siglo xvii, cruzaban los Pirineos51. Era u n o de los tópicos más habituales que se atribuían a España y sus habitantes. La Europa de la ép oca del Quijote está obsesionada por Es paña. Para bien o para mal. Lo que sí está claro es que está com o cautivada p or la obra de Cervantes. Es cierto que los horizon tes del hidalgo y su escudero durante m u ch o tiem po no fu e ron más allá del Cam po de M ontiel y Sierra M orena. Sólo se amplían en la segunda parte de la historia cuando, para des m entir la con tin u ación de Avellaneda, D on Q uijote d ecid e trasladarse n o a las justas de Zaragoza, sino a Barcelona, d o n de descubre la ciudad y el m ar52. Los grandes espacios ven drán más tarde con la «historia setentrional» que es el Persiles. La im itación de H eliod oro llevó a Cervantes a situar los nau fragios, itinerarios y exploraciones de su novela «griega» en una amplia geografía. Lector de la Silva de M exíay del Jardín de Torquemada, del historiador Olaus Magnus y del navegante N iccolo Zen o, situó las dos primeras partes de la historia en un Norte a lavez auténtico e imaginario, que es el de los océa nos em bravecidos y helados, las islas bárbaras o acogedoras. C on la tercera parte, la historia se vuelve «m erid ion a l», si g uiendo el itinerario caprichoso de los peregrinos que van a Roma. Embarcados en el N orte, arriban a Lisboa, atraviesan Castilla, Cataluña, el Languedoc, la Provenzay, por fin, Italia, entre Milán y Rom a. De m o d o que la últim a novela de C er vantes, term inada a las puertas de la m uerte, encierra en su
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m icrocosm os textual el im aginario de vastas regiones que te mían al soberano español, obedecían su ley y amaban u odia ban a su gente. Pero que también com partieron los sueños de A lonso Q uijano el B u en o que, un día, «se vino a llamar d on Q uijote».
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C a p ít u l o 6
L a guerra y el so ld ad o I. A. A. T h om p son
D e l a e u f o r ia d e L e p a n t o a l a t r is t e z a d e
1605
La vida de Cervantes se encabalga sobre la cima de la his toria de la Monarquía Hispana: nuestro escritor alcanzó la ma durez en el m om en to de m áxim o esplendor de ésta y m urió en «estos tan calamitosos tiem pos nuestros», ya en la ladera de su declive. En 1605 Cervantes era, al igual que su creación, D on Quijote, un hom bre que vivía anclado en el pasado. C om o el protagonista de La historia del cautivo, teniendo la posibili dad de escoger entre iglesia, mar o casa real, Cervantes o p tó p or servir a Dios y al rey y tom ó la profesión de las armas. T o davía en el crepúsculo de su vida seguía considerándose com o el soldado que había com batido y había sido gravemente h e rido en la gran victoria naval del 7 de octubre de 1571 contra «el e n em ig o com ú n , que es el tu rco». L epan to fu e para él, com o para tantos otros hombres de su generación, el m om ento culm inante de su vida y su seña de identidad. Celebrada en verso, conm em orada públicam ente para los siglos venideros, recordada a lo largo de sus vidas p or quienes participaron en ella, fue para Cervantes «la más m em orable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros». La des graciada herida p or la que su m ano izquierda quedó inútil, la consideró a la postre com o algo «herm oso», p or m or de la oca sión en que le fue infligida, y su p érdida fu e un p re cio más
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b ien bajo a pagar p o r el privilegio de haber lu ch a do allí, en «aquel día, que fue para la Cristiandad tan dich oso». Lepanto supuso también un m om en to de culm inación en la trayectoria de la M onarquía, un m om en to de euforia, «el más alto h ech o en armas que sobre las aguas del mar se ha vis to en todos los tiem pos atrás» (Luis de Márm ol y Carvajal), «la victoria [...] m ayor que jam ás vio el cielo» (Fernando de H e rrera) , aun cuando su im portancia se debiera principalm en te al im pacto p sico ló g ico que causó, co m o si se tratara de la cura de un perpetuo sentimiento de inferioridad, «donde que d ó el orgullo y soberbia otom ana quebrantada» y «se desen gañó el m undo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles p o r la mar». El evento co in cid ió tam bién co n los años culm inantes de la prosperidad econ ó m ica de España y con su preem inencia global. Entre la conquista de las islas Filipinas en 1565 y la ane xión de Portugal co n todo su im perio en 1580, la M onarquía de Felipe II alcanzó p o r O riente y p o r O ccid en te dim en sio nes ni vistas hasta en ton ces ni siquiera im aginadas c o n una cierta dosis de realismo. En la década de 1570, los recursos de Castilla, bases del p oder militar español — la población, la agri cultura, las manufacturas, el com ercio, las im portaciones de plata de América— se hallaban en su m om ento de mayor auge o todavía en fase de crecim ien to, y los ingresos del fisco se guían in crem en tá n d ose p o r la sim ple razón de estar enca balgados a lom os del crecim iento econ óm ico. A m ediados de la década de 1570, de form a previsible, aunque es posible que también justificada, el g o b ie rn o estimaba que los impuestos con que se gravaban en Castilla toda clase de actividades aún se hallaban p o r d ebajo de lo que p o d ía ser exigible. La alca bala, que nom inalm ente consistía en un 10 p o r ciento de to das las transacciones, se recaudaba en realidad a una tasa de un 2 o un 2,5 p o r cien to, y casi co n toda probabilidad la car ga fiscal que realmente soportaba Castilla era incluso un 20 por
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cien to más liviana que cincuenta años atrás. La duplicación de la cantidad exigida al rein o p o r este con cep to entre 1575 y 1578, aunque finalmente se aceptó n o sin grandes muestras de protesta, probablem ente causó m enos perjuicio a la e c o n om ía p or sí misma, a corto plazo, que lo que con frecuencia se suele afirmar. C on estos ingresos adicionales de aproxima dam ente 1,5 m illones de ducados p roporcion a d os p or las al cabalas, más el crecim iento natural de los recursos ordinarios de la C orona y las importaciones de plata, la Monarquía se en con tró en óptimas con d icion es para reestructurar los 15 m i llones de ducados que tenía en deuda flotante y liberar así su crédito internacional de cara a nuevas empresas. Hasta la A r mada Invencible (1588), Felipe II n o tuvo que volver a recu rrir a las Cortes para obtener servicios adicionales. El apogeo del im perio se alcanzó, pues, en gran m edida a través de la ex p lota ción del patrim onio de la C orona, y tanto la conquista de Portugal com o la empresa de Inglaterra se iniciaron sin im p on er directamente carga adicional alguna al país. O bvio es señalar que Lepanto n o había destruido el p od er del Im perio Otom ano, com o tam poco disipó del todo el cons tante tem or a que las flotas turcas se internasen p or el Medite rráneo occidental. N o obstante, una vez liquidada la amena za militar de los moriscos de Granada m erced a su dispersión forzosa en 1570, y gracias también a la concentración del in terés de los otom anos en los persas y en Oriente — lo que fa cilitó el relajam iento de la tensión entre las dos grandes p o tencias del M editerráneo, manifiesto en una serie de treguas firm adas tras 1577— , el peligro estratégico del Islam dismi nuyó de form a considerable. El co n flicto c o n el turco, q u e para Cervantes siem pre fue un tema de capital im portancia (nunca le interesaron m ucho, en cam bio, las relaciones co n Inglaterra o con Francia, ni las tensiones de los Países Bajos, a pesar de que su herm ano R odrigo m urió en la batalla de Las Dunas en 1600), pasó, pues, al segun do p lan o de las priori
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dades militares. Las incursiones de los piratas en aguas del Atlántico y los esporádicos ataques contra navios y poblaciones costeras p or parte de los corsarios del norte de Africa n o deja ron de constituir un problema, si bien es cierto que de carácter secundario, siendo reabsorbido en la «gran» guerra marítima de la última década o los últimos quince años del siglo. En el resto de Europa, las divisiones internas y las dificul tades domésticas p o r las que atravesaban Francia e Inglaterra entrañaron el que la situación internacional aún fuese relati vamente favorable; incluso en los Países Bajos — a pesar de la conquista de Brill p o r los M endigos del Mar en 1572, y la Pa cificación de Gante en 1576, que brevemente supuso la unión en la oposición de todas las provincias de los Países Bajos, nor te y sur p or igual— , las perspectivas de lograr un resultado rá pido y favorable com enzaron a parecer m enos inmediatas sólo de form a muy paulatina. C on todo y con eso, al volver algunas ciudades de las provincias del sur a jurar ob ed ien cia a la C o rona en 1579, al m orir Guillermo de Orange en ju lio de 1584, y gracias también al rosario de éxitos políticos y militares de A lejan d ro Farnesio — que cu lm in aron c o n la cap itu lación de Am beres en agosto de 1585·— , la situación p areció trans form arse a ojos vista en favor de España. Era tal la grandeza conjunta de los im perios unidos de España y Portugal a m e diados de la década de 1580, que ninguna de las potencias res tantes p u d o sentirse al m argen de la sombra de una h eg em o nía de los H absburgo en toda Europa. Los éxitos de Felipe II parecían amenazar a las demás potencias europeas, p or lo que de un m o d o inevitable d ieron pie a las suspicacias, los tem o res y las hostilidades. En 1586 el embajador veneciano en Cons tan tinopla in fo rm ó de una conversación m antenida co n su h o m ó lo g o francés: «En el transcurso de sus com entarios des cubrí un gran tem or del p o d e río de España»; «la balanza del p o d e r n o guarda el d e b id o equilibrio, p o r eso n o han de ir bien las cosas», añadió1.
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El año 1605, el año de Don Quijote, se encontraba ya, sin em bargo, a una enorm e distancia respecto a la euforia de 1571. Entre Lepan to y el desastre de la Arm ada Invencible en 1588 el centro de gravedad de las preocupaciones de España se ha bía desplazado del M ed iterrá n eo al A tlántico, del in fiel al hereje, del turco al holandés, al inglés y al francés. Entre la dé cada de 1570 y la de 1590 la p ro p o rció n del presupuesto mi litar español destinado al M editerráneo pasó del 61 al 19 por ciento. Las constantes incursiones en las costas de Valencia, M urcia y Andalucía, y el viejo tem or de que en cualquier m o m en to las galeras del Im perio O tom a n o pudieran caer con toda su fuerza sobre las posesiones españolas en Italia, que daron en un segundo p lan o d e b id o a la m agnitud cada vez mayor de las actividades inglesas en las Indias y también por m or de la actividad incansable de los corsarios ingleses, fran ceses y holandeses sobre las rutas com erciales cruciales para la M onarquía. Éstos estaban em peñados en atacar sin tregua las flotas en las inmediaciones de las Azores y las Canarias e in cluso en apoderarse de las propias islas, co n acontecim ientos tan traumáticos co m o la destrucción de Santo D om ingo y de Cartagena de Indias p or parte de Drake, los desem barcos sin precedente de tropas inglesas en Galicia y Portugal en 1585 y 1589, y el saqueo de Cádiz en dos ocasiones, en 1587 y 1596, los cuales, según información del embajador francés, Longlée, dejaron la corte «escandalizada»2. Al m ism o tiem po, la im portancia estratégica del M edite rráneo, abandonado tras Lepanto a la incontrolada actividad de los corsarios, se fue transform ando d ebido a su absorción en el teatro de operaciones del Atlántico. A mediados de 1580 el M editerráneo se había abierto al influjo de los com ercian tes y corsarios del norte de Europa; p or su parte, los piratas del norte de Africa com enzaron a entrar en el Atlántico p ro cedentes de Túnez y de Argel. A partir de 1585 son continuos los informes españoles sobre la piratería de los ingleses y los «tur-
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eos» en las costas de Andalucía y del Algarve. Hacia 1591 se de cía que sólo los ingleses habían atacado en diez años a más de un millar de navios portugueses y españoles3. A com ienzos del siglo XVII, co n el concurso de algunos renegados del nor te de Europa — de los que W ard y Dantzer eran sólo los más notorios— y también de los m oriscos españoles exiliados con base en Salé, los corsarios atacaban indiscriminadamente todo el tráfico marítimo. Durante una generación entera, o tal vez más, hay constancia en los docum entos españoles, tanto ofi ciales co m o privados, de un clim a de tem or om nipresente y palpable. «Los Reynos n o sólo n o son seguros mas indefensos, infestados, e invadidos» — se decía en un inform e enviado al rey— , «to d o el Mar O céa n o y M editerráneo casi enseñorea d o de los en em ig os»4. La m áxim a p re o cu p a ció n co n ce rn ía a la llegada de las flotas que transportaban la plata desde las Indias, pues se consideraba que era m u ch o lo que de ella de pendía. Pero el co m e rcio y los ingresos derivados de él tam bién sufrieron, pues antes incluso de que terminase 1585, los com erciantes españoles ya se quejaban de que, al estar toda la costa entre Mazagán y Agadir repleta de corsarios, cualquier clase de intercam bio era sencillamente im posible5. Ya en los prim eros años del siglo xvii, la fusión del com er cio y la piratería en el Atlántico y el M editerráneo supuso un gran cam bio en los térm inos de la guerra marítima. Los cor sarios de Berbería, influidos p or los piratas del norte, renun ciaron a la tradicional galera de rem os y optaron p o r barcos de vela, veloces y bien armados, transform ación que los espa ñoles situaron en to rn o a 1610, y que, al operar p or igual en verano y en invierno, les permitía pasar p o r el estrecho de Gi braltar con una regularidad anteriormente desconocida y rea lizar incursiones en las costas de Portugal y de Galicia, así com o en las islas atlánticas utilizadas p o r españoles y portugueses co m o bases de escala en el viaje a las Indias6. «Son tantos los baxeles del e n e m ig o », co n clu ía en 1617 el secretario de la
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Armada, Martín de Aróstegui, «que se puede dezir que tienen sitiadas todas las costas desde Barcelona hasta Vizcaya»7. La respuesta de España — de m anera particularm ente es pectacular en el caso de las grandes Armadas enviadas contra Inglaterra en 1588,1596 y 1597, más la intervención del D u que de Parma y los tercios de Flandes en Francia para im pe dir el acceso al trono de Enrique de Navarra, así co m o el en vío de recursos en cantidades hasta entonces nunca vistas con el intento de aplastar definitivamente a los rebeldes de los Paí ses Bajos— fue sencillamente im presionante, al m ism o tiem p o que terriblem ente costosa y, desde luego, totalmente in e ficaz. La pérdida de la Invencible fue casi la imagen inversa de Lepanto; supuso, si n o la destrucción del poten cial naval de España, sí la de su reputación y confianza. D ich o co n las pa labras de frayjerónim o de Sepúlveda, fraile de El Escorial des de 1584, se trató de «una de las más bravas y desdichadas des gracias que han sucedido en España y digna de llorar toda la vida [...] Desde esta desgracia [...] nunca hem os tenido ven tura en cosa; en to d o h em os p e rd id o y p erd em os cada día, p o rq u e nos han p e rd id o el m ie d o y h em os p e rd id o toda la buena reputación de hom bres belicosos que solíamos tener [...] Fue extraño el sentimiento que causó en toda España [...] se cubrieron todos de luto, y tod o era lloros y suspiros. N o se oía otra cosa»8. Al térm ino del reinado de Felipe II, la euforia p rod u cid a p or la victoria de Lepanto se había evaporado p or com p leto ante esta sucesión de desastres en apariencia interm inable. La de 1590 fue una década repleta de reveses y contratiempos de toda índole. Con el cam bio de siglo empezaban a escasear todos los recursos hum anos y materiales que habían servido de sostén al p oder de España. En la década de 1590 se aceleró el declive de la p o b la ció n , d e sce n d ió bru scam en te la p r o du cción agraria, se declaró una depresión de la actividad ma nufacturera y se p rod u jo una grave crisis en el com ercio in
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ternacional. Entre 1 5 9 6 y l5 9 8 Andalucía, Valencia y las dos Castillas experim entaron lo que EarlJ. H am ilton ha califica d o com o «el increm ento general más demesurado de los pre cios en todo el p eriod o de 1501 a 1650», un aum ento que, en 1600, dejó el nivel de los salarios reales un 18 p or ciento p o r debajo del que tenían en 15889. La peste que p roced en te del norte asoló m edia España entre 1596 y 1602 supuso co n gran diferencia la crisis de m ortalidad más intensa de la que se tie ne constancia en la historia de la España m oderna, azotando con particular virulencia las zonas centrales de Castilla y afec tando sobrem anera a las capas más jóvenes de la p ob la ción . La grave depresión de la econ om ía tuvo un reflejo inevita ble en el descenso de la recaudación fiscal. En los años de 1579 a 1588 la actividad militar se había financiado — sin que m e diaran nuevas exacciones fiscales ni servicios— p or m edio de recortes presupuestarios efectuados sobre las flotas de galeras del M editerráneo, de un m illón de ducados anuales adicio nales procedentes de las Indias, de un masivo increm ento del crédito a corto plazo y de toda una serie de arbitrios y expe dientes; más de la mitad de los baldíos y casi una tercera par te de las alcabalas enajenadas durante todo el reinado de Fe lipe II lo fueron durante la década de 1580. Inevitablemente, la inversión de la larga fase de crecim iento e co n ó m ico estaba p on ien d o fin al n o m enos largo p eriod o de fiscalidad tolera ble. Hacia 1600 todos los arbitrios habituales se habían ago tado; era im posible vender los oficios municipales, cuyos pre cios se habían estancado; en la década de 1590 se habían enajenado los baldíos p or p o c o más de un teixio del valor que tenían en la década de 1580, y las alcabalas se vendían p o r un 25 p or cien to m enos del p re cio que habían alcanzado en la década de 1550. Hacia 1590 los impuestos con los que se gra vaba el com ercio tocaron techo y, en algunos casos, com enza ron a menguar. Los ingresos p or los derechos aduaneros en los puertos del mar Cantábrico se redujeron en un 40 p o r cien-
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to; los del impuesto sobre la exportación de lana en un 20 p or cien to; los del com ercio co n Indias cayeron un 30 p or cien to entre 1595 y 1598. Los juros (títulos de deuda pública) res paldados con los impuestos del com ercio se depreciaron p o r térm ino m edio un 14 p or ciento, y los de las alcabalas y las ter cias (la participación del rey en el diezm o eclesiástico) en cer ca de un 7 p or cien to10. Los envíos de plata procedente de las Indias para la Corona — de relevancia estratégica, pues servían de garantía a los contratos de préstamo (asientos) entre el rey y los banqueros— siguieron siendo elevados durante la déca da de 1590, alcanzando una cota máxima de 2,62 m illones de ducados al año entre 1596 y 1600; sin em bargo, entre 1601 y 1605 se redujeron en más de la mitad de la cifra alcanzada du rante el quinquenio anterior. Al m ism o tiem po, los gastos de la C oron a — disparados a causa de las campañas militares iniciadas en Portugal y en las Azores, la invasión de Inglaterra y las necesidades sin p re ce dentes de la defensa territorial y m arítima en el recién acti vado teatro del Atlántico— llegaron a duplicarse entre 1577 y 1588, doblan do a su vez la tasa de increm ento de los veinte años precedentes. A resultas de ello, el abism o entre gastos e ingresos creció en cerca de un 70 p o r ciento, tratándose del salto más acusado en la ecuación gastos/ingresos de todo el p e riod o correspondiente a los siglos xvi y xvii. En tales circuns tancias la C orona tuvo que apelar a las Cortes para la ob ten ción de un cuantioso nuevo servicio con el fin de proseguir la em presa contra Inglaterra y de construir una flota oceánica para la defensa de España y de las Indias. Los 8 m illones de ducados que se aprobaron en abril de 1590 fueron el m ayor servicio singular que las Cortes de Castillajamás hicieron, el más excepcional con cedid o en cincuenta años. De golpe, esta contribución de 8 millones — «los m illones», com o fueron lla m ados— multiplicó la cantidad extraída mediante impuestos al pueblo de Castilla en un 25 p or ciento, lo que se producía,
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además, en un p eriod o en el cual los niveles de población em pezaban a reducirse, la p rod u cción agraria se hallaba en fran c o declive y los salarios dism inuían de un m o d o desespera d o en com paración co n los precios. A pesar de todo ello, lo cierto es que el crecimiento de los in gresos de la Corona siguió m oviéndose muy p or debajo del ine xorable aum ento de los gastos. C on una estim ación de éstos en torn o a los 10 m illones de ducados al año, los costes de la guerra a finales de la década de 1590 alcanzaron niveles para los que n o existían precedentes. Entre 1595 y 1597 se enviaba una m edia de 11 m illones de florines anuales (4 m illones de ducados) a los Países Bajos — el grueso de los cuales p rob a blem ente fue destinado a la guerra en Francia— , en contras te co n los 8 m illones (2,9 m illones de ducados) enviados en los cin co años anteriores. A l m ism o tiem po, el gasto militar dom éstico en España para las Guardas de Castilla, las fronte ras y presidios, las galeras y los galeones — gasto que alcanzó el m áxim o entre 1596 y 1597 (3,8 millones de ducados)— du p licó el total alcanzado m ediada la década de 158011. La verdadera significación de la reducción de los ingresos ordinarios del fisco así co m o del descenso de los ingresos p or derechos reales extraordinarios y expedientes discrecionales consistió en que se socavó la autonom ía fiscal de la C orona, haciendo que el rey pasara a depender de form a cada vez más acusada de los servicios de las Cortes. C om o se relata en otro capítulo de este libro, esto, a su vez, inyectó una dimensión p o lítica en la esfera de las finanzas y dio a la «op in ión pública» una m ayor relevancia en las decision es d e l g o b ie r n o , algo que, p o r el contrario, n o había sucedido mientras el equili b rio entre los gastos y los ingresos se apoyó de form a m ecá nica en un ciclo eco n ó m ico de continuado crecim iento. Una consideración capital en la capacidad para proseguir la gue rra la constituía, p o r lo tanto, la actitud de las C ortes ante la renovación de los millones, cuya concesión había expirado
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a finales de ju n io de 1596. La razón esgrimida p or la C orona n o fue otra que la siguiente: la intervención en Francia e In glaterra, los costes de la guerra en Flandes y la defensa de otras posesiones de la M onarquía, al llevarse toda la actividad b é lica lejos del prop io territorio de España, era, amén de esen cial para la preservación de la Cristiandad, la m ejor defensa también de los intereses de«paz, justicia, quietud y reposo» de la propia Castilla. Pero n o fue éste un argumento que los p ro curadores de las ciudades representadas en las Cortes se m os traran inclinados a aceptar. N o sólo se negaron a votar la co n cesión de nuevos servicios a lo largo de los siguientes cuatro años, sino que la mayoría también aprem ió al rey a que, en la m edida de lo posible, pusiera fin a las guerras, o que al m enos las circunscribiera a las defensivas, que serían tanto «m enos costosas y más beneficiosas». La inm ensa mayoría, reflejando probablem ente una op in ión más general en toda España, se m ostró p rocliv e a dejar tanto las guerras c o m o los herejes en m anos del D em on io, o en las de D io s .. .12. El rey de Espa ña había hecho más que suficiente; era hora de que otros cum pliesen su parte. La causa que había que defender era de Dios y Él la d efen d ería a su m anera. En cuan to a los que siguie ran obstinados en su herejía, si su deseo era condenarse, allá ellos, que se condenaran13. R eflejando el malestar p opu lar y culto co n el se había te ñido la enemistad histórica, había quienes insistían en que Es paña tenía en los turcos y en los m usulm anes otro en em igo m u ch o más inm ediato y p elig roso14, y, p o r esta razón, debía darse prioridad absoluta a la propia defensa, a la protección de su co m e rcio y al tráfico co n las Indias m ediante el fortaleci m iento de su p od erío naval, así co m o a la recuperación de su exhausta econ om ía 15. Era necesario p o n e r a España p or d e lante de la Monarquía. La negativa de las Cortes a votar los nuevos servicios puede m uy b ien ser con tem p lad a, p o r con sigu ien te, c o m o un re
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forzam iento del p o d e r de la op in ión pública y co m o una ex presión de la profunda crisis política que se produjo en la Cas tilla finisecular, cada vez más pendiente de la sucesión al tro n o. contexto dentro del cual las diversas facciones de la corte y de las ciudades trataban de ocu par la p o sició n más venta josa ante el inm inente cam bio de régimen. Sólo cuando el so bresalto del saqueo de Cádiz, que tuvo lugar en ju lio de 1596, ob lig ó a tom ar con cien cia de la situación, ced ieron terreno los procuradores de las Cortes. C on todo y con eso, las dilata das y reñidas discusiones en torno a los térm inos del proyec tado servicio — que, en efecto, habría exten dido la anterior cuantía de 1,3 m illon es de ducados a un nu evo p e r io d o de otros seis años— retrasaron hasta enero de 1597 tanto la acep tación de la oferta p o r parte de la C orona co m o la rem isión del acuerdo para su ratificación p or las ciudades. Se abrió en tonces un p e rio d o de casi dos años de infructuosas n egocia cion es co n cada una de las ciudades en particular antes de la disolución de las Cortes, acaecida dos meses después de la muerte de Felipe II, sin que hasta entonces se hubiese alcan zado un acuerdo mayoritario. Hasta 1601 n o entró en vigor el nuevo servicio otorgado p o r las Cortes, que el nuevo m onar ca, Felipe III, abrió tras aquéllas. El efecto que tuvo la ausencia de los referidos 1,3 m illones de ducados, las constantes y acusadas fluctuaciones de los te soros de Indias, el agotam iento de los arbitrios y el descenso de los ingresos fiscales, pueden ser contem plados bajo el pris ma del hundim iento total de los recursos de la C orona en to dos sus capítulos, pues los ingresos cayeron desde unos 14,8 m illones de d u ca d os en 1595 a 12,3 en 1596, 7,5 en 1597 y 10,05 en 159816. C o m o aproxim adam ente u n os 5 m illones procedentes de los recursos ordinarios estaban ligados al pago de los juros, el im pacto que tuvo ese hu ndim ien to en los in gresos «libres» fue m ayor en consecuencia, de form a que las partidas disponibles cubrían p or entonces m enos de la mitad
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LA CUERRA Y EL SOLDADO
de las necesidades del rey. Afínales de 1596, el Consejo de Ha cienda estimó en algo más de 8 millones de ducados el déficit previsible a tenor de los com prom isos adquiridos para el año entrante, proyectando un déficit acum ulado de más de 16 millones para finales de 1598 y cercano a los 26 millones al cabo de 159917. C om o el principal y los intereses debidos a los banqueros alcanzaban los 14 millones de ducados a finales de 1599, para 3,8 de los cuales n o era p osible en con trar consignación, se tom ó la decisión de suspender pagos, prom ulgándose el c o rrespon d ien te Decreto de bancarrota el 29 de noviem bre de 1596. Tuvo que pasar un año entero de incertidum bre y caos en los m ercados financieros hasta que se fraguó un acuerdo co n los principales acreedores del rey (13-29 de noviem bre de 1 5 97 ), sien do sus cláusulas p ú b lica m en te ratificadas el 14 de febrero de 1598. Es evidente que, en determinados aspectos, el Decreto se pue de considerar una decisión positiva. En prim er lugar sirvió para liberar 7,8 m illones de ducados de recursos asignados a los banqueros en los años 1597,1598 y 1599, los cuales se aña dieron a los 4 millones de ingresos libres disponibles a finales de 159918. Sin em bargo, los problemas de fon d o, tanto del fis co com o de la guerra, siguieron sin encontrar solución. En fe brero de 1598 todo el dinero liberado p or el Decreto, así co m o los ingresos libres hasta finales de 1599, habían vuelto a c o n signarse a los banqueros en p ag o p o r los pasados asientos y a cam bio de una nueva provisión para 1598 y 1599. En efecto, los com prom isos a estas alturas habían vuelto a superar a los ingresos en cerca de 400.000 ducados19. Así pues, lo que heredaba Felipe III cuando accedió al tro n o el 13 de septiembre de 1598 era un reino que se sentía en estado de sitio, cercado p or todos los frentes, y un patrim onio real lastrado por tales déficits «que con verdad se puede decir que sólo ha sido [heredado] el nom bre de Rey, con las cargas
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y obligaciones de tal, y sin tener con qué cumplirlas, p o r estar tod o enagenado»20. Tal co m o se recalcaba en un docu m en to de 1598, a pesar de todos los recursos levantados en Castilla a lo largo de la década anterior, «n o ha sido sufficiente todo esto para que n o halle V. M. a la Yglesia más cercada que nunca es tuvo de hereges y en em igos que la persiguen; los reynos n o sólo n o seguros sino in d efen sos e invadidos; to d o el m ar océano y M editerráneo cassi enseñoreado de los enem igos; la nación española rendida y amilanada de descontenta y des favorecida, siendo la que siempre se tuvo p or invencible, p or ser con la que se han sujetado todas las otras y ganado los Reynos que se han ju n ta d o con esta Corona; lajusticia postrada y perdida; el Patrim onio Real consum ido; la reputación y cré dito acavado, juntam ente co n las grandes cabeças de estado, guerra y paz de que han abundado estos reynos y sido tan te m idos p or esto, co m o p o r todo su poder. De lo qual lo que ha resultado es que halla V. M. universal desconsuelo y d escon tento en los grandes, m edianos y m enores, jun tam ente co n la desconfianza y otros sem ejantes effectos que necessariam ente resultan de ser éste el verdadero estado en que queda y está to d o »21. El m u n do espiritual en el que nació Don Quijote era, pues, un m u n d o de desen gañ o, de fracaso, de pesim ism o, de hu millación, tal vez incluso de desesperación; era la mentalidad de la Invencible, de Cádiz, de Vervins. «Ayudaré a llorar a V. M.» — se lamentaba el co n d e de Portalegre, D. Juan de Silva, G o bernador General de Portugal, escribiendo desde Lisboa el año anterior a la muerte de Felipe II al Secretario de Guerra, Este ban de Ibarra— «la lástima de havernos metido los enemigos el m iedo en el cuerpo d ’España p or sus passos contados, que son suceder al descuydo y al desprecio»22. Las expresiones que re flejan este clim a em o cio n a l son num erosas y concluyentes, aunque tal vez ninguna ofrezca tanta claridad co m o la del con tador Alonso Gutiérrez, un prolífico arbitrista y defensor del
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p o d e r ío naval, que en un d o cu m e n to de 1600, presentado ante la Junta de Estado, d enunciaba la pusilanim idad que a su entender im pregnaba el espíritu de sus compatriotas: «lle gado a este punto pierdo el ju icio y deseo saber qué D em onio tiene ligadas las fuerzas de V. M. y las nuestras, pues ha m u chos años que n o sabemos herir, ni esperam os nueba alegre de fundam ento, sino que siempre estamos en un tem or eter n o de que n o nos venga la total ruina, o la veamos p o r nues tros ojos; porque, en efecto, se ha desterrado de todo el M un d o el m iedo y covardia y recog id o a nuestra España»23. A lo largo de estos años, se tiene la impresión de un país que se siente al borde mismo de la catástrofe, aislado del m undo en tero, rechazado, consciente de su con d ición de enem igo uni versal. «Oyría V. M. que p o r to d o el M u n do está rod ea d o de Enemigos, y que Amigos n o se le co n o c e n »24. Es el mismo cli ma de paranoia nacional — o p o c o m enos— que subyace bajo el tratado de Quevedo de 1609: «España defendida, y los tiem pos de ahora, de las calumnias de noveleros y sediciosos»25.
Los t o r p e s
p a c t o s y l a j u s t a g u e r r a 26
De m anera más o m enos abierta, toda la culpa de las p re sentes desgracias se echaba, incluso en las esferas más altas, al g ob iern o del difunto rey, a su personalidad, a sus prioridades políticas, a su capacidad de m aniobra cada vez más reducida. En los últim os diez años de su reinado se había h ech o ya pa tente un disgusto hosco, incrustado y extendido dirigido hacia el rey y hacia su m o d o de g ob iern o: los abusos de la adminis tración y de la justicia; la carga aplastante, n o sólo de los im puestos, sino del sinfín de arbitrios de legalidad y de m orali dad dudosas utilizados para sacar dineros; y, finalm ente, la política global que hacía necesaria toda aquella panoplia de cargas y expedientes.
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Los ya fam osos sueños de Lucrecia de León, p or lo m enos cuatrocientos quince de ellos registrados entre 1588 y 1590, antes de que lajoven fuese procesada p or el Santo O ficio, nos presentan un extraordinario repertorio de críticas de este tipo dirigidas al régim en 27. Revelan también una hostilidad viru lenta hacia el rey mism o. En ellos, la culpa de los males de Es paña se echaba p or com p leto a las faltas morales y personales de Felipe II. Más aún: los sueños manifiestan una obsesión re petida y apocalíptica p o r la p erdición inm inente de España, castigo divino p or los vicios de su rey. Una y otra vez están lle nos de im ágenes del desam paro de España frente a sus en e migos: sueños de leones con una sola garfia, de águilas sin ga rras, de la p érd id a de las flotas de la plata, de in cu rsion es inglesas en las Indias, de la elim inación de la religión católica de Europa, de la Iglesia viuda con las manos desmembradas, las m uñecas acuchilladas, los vestidos harapientos... Son sue ñ os teñidos de sangre, lacerados d,e heridas y m utilaciones. Lucrecia de L eón y sus consortes representaban una o p o sición y una m oralidad política que se puede denom inar «mesiánica». Ella y su círculo soñaban n o sólo con la perdición de España, sino también con su restauración; tenían una visión casi milenarista de una España p o r venir en la cual una nue va y más pura dinastía, encabezada por un «nuevo David», en viado p or Dios, reform aría la Iglesia, anunciaría la edad de o ro y el tiem po del Señor, limpiaría la Cristiandad de infieles y herejes, asentaría la Iglesia en partes que nunca habían c o n o cid o la fe de Cristo, conquistaría Jerusalén y restablecería el Papado en una nueva sede ubicada en T oledo. En contras te co n el particularism o territorial del gru p o mayoritario en las Cortes, estos d evotos p rop u gn a ba n una visión de la c o m unidad universal co m o una realidad. Esta op o sició n era la expresión de una form a de religiosidad extremista que co n denaba a Felipe II n o p o r haber sacrificado a España en in terés del catolicism o, tal co m o le criticaban las Cortes, sino
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p o r su realpolitik; p o r haber antepuesto sus p ro p io s intere ses políticos a los de la Iglesia, p or haber «quedado corto en la fe », p o r ser «sord o a las cosas de D ios». El fracaso subsi guiente a la Arm ada y a los otros proyectos de Felipe se atri buía p or entero a sus fines prim ordialm ente seculares, al h e ch o de haber con fiad o dem asiado en las fuerzas humanas y n o haber puesto toda su fe en la voluntad de Dios. Desde este punto de vista, el intento que hizo Felipe II en sus últim os años para desembarazar a España de su im plica c ió n en Francia y los Países Bajos, y para dejar a su hijo u n legado n o lastrado p or las guerras, forzosam ente tuvo que ser considerado com o muestra de un derrotism o inapelable. La política de retirada, ejem plificada en la cesión del g ob iern o de los Países Bajos a la infanta Isabel Clara Eugenia y a su có n yuge, el archiduque A lberto — de la cual se sospechaba que fue «un tácito intento de desampararlos»— 28, al igual que los generosos términos de la paz firm ada con Francia en Vervins el 2 de mayo de 1598, n o concitaron en m o d o alguno la p re tendida aprobación universal. El embajador de Venecia, Fran cisco Soranzo, cuando se recibieron en Madrid las noticias de la publicación de la paz en Bruselas y en París, hizo saber que «aquí n o hay muestras de re g o cijo [...]; la paz n o es univer salmente popular, especialm ente entre los grandes de Espa ña, quienes consideran que las co n d icio n e s son dem asiado desfavorables»29. A fin de cuentas n o se trataba de buscar la paz p o r sí mis ma, sin reputación. Una paz sin «con cord ia », que n o trajera aparejada la unidad confesional y un rechazo total de la h e rejía n o era más aconsejable que la «guerra rigurosa» contra los qué p or doqu ier se dedicaban a desm em brar la Cristian dad toda. «Nosotros los soldados y los caballeros — insistía D o n Quijote— [...] somos ministros de Dios en la tierray brazos p o r quienes se ejecuta en ella su justicia» (parte I, cap. 13). Cuán to más ponderada era entonces «la justa guerra que los torpes
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pactos». Para alguien co m o Valle de la Cerda, las concesiones que hizo Felipe II en la década de 1590 con el fin de sellar una paz indigna que nada podría pacificar fueron concesiones ul tra vires, la ilegítima priorización de la razón de Estado p or en cima de la razón de religión30. El acceso al tro n o de un h om b re jo v e n e im b u id o p o r el deseo de alcanzar la gloria personal, a im itación de su abue lo Carlos V (sien do Infante, Felipe quiso participar en p er sona en la defensa de Cádiz en 1596)31, o fre ció cu an do m e nos una cierta esperanza para aquellos soldados y grandes de España que habían d en u n cia do el derrotism o de Felipe II y que se habían sentido excluidos y privados de voz y voto en los consejos del viejo régim en, lo m ism o que para los devo tos que quisieron ver en el nuevo rey «el deseo vivo y santo [...] de traer y reducir los mayores y más poderosos Príncipes cristianos a una estable y firm e u n ión y con fed era ción cató lica, de que pueda ser su Alteza la preciosa y santa bisagra»32. El g o b ie rn o de Felipe III y de Lerm a, aunque a m e n u d o ha sido retratado co n tonos de «pacifista», tuvo en sus com ien zos el firm e propósito de abandonar el curso tom ado p or esta política en los últim os años de Felipe II y de sacar brillo a la empañada imagen de la Corona de España, pasando a la ofen siva en la escena internacional, em barcándose en lo que se ha descrito co m o «empresas de reputación», «pues co n ellas se defien de y haze tem er de sus enem igos y estimar de to d o el M u n d o »33. Por consiguiente, el nuevo régim en trajo consigo un nue vo empuje en el terreno de la política internacional. En el nor te de Africa Felipe III quiso poríer fin al abandono del M edi terráneo que se había p ro d u cid o en las últimas décadas del rein ad o de su p ad re, reviviendo los recu erd os de las am bi cion es de su abuelo, para lo cual puso en m archa una expe d ició n de setenta galeras c o n diez m il h om b res co n tra A r gel, la capital corsaria, d on d e el p ropio Cervantes había sido
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cautivo p o r espacio de cin co años un cuarto de siglo antes; p ero n o cosech ó más éxito que la ex p ed ición lanzada p o r el p ropio Em perador sesenta años atrás, ni que otras intentonas em prendidas co n posterioridad34. En el norte de Italia, Feli pe intervino con una dem ostración de fuerza destinada a p o ner coto a los avances de los franceses sobre los dom iuios de su cu ñ ado (el duque de Saboya) y a p roteger el M ilanesado y el Cam ino Español. C on este fin envió al con d e de Fuentes en agosto de 1600 al frente de cuatro mil españoles, d otán d ole de autoridad «para aumentar el ejército co m o si se tra tase de una gran campaña en toda regla»35. En los Países Bajos, la p rim era in terv en ción de im p orta n cia fu e el restableci m iento, en noviem bre de 1598, del em bargo general contra los navios holandeses e ingleses y la renovación de la ofensiva p or tierra mediante la invasión de la isla de Bom m el al año si guiente36. Al m ism o tiem po se proyectó una nueva em presa contra Inglaterra, pues todo el m u n d o recon ocía que lo que fuese a suceder en los Países Bajos d epen d ía de lo que a con teciese en Inglaterra y en Francia. Sin em bargo, tras admitir que «de la Jornada de Inglaterra [...] n o ay que tratar, pues la ex perien cia ha m ostrado la im posibilidad que tiene la c o n quista de aquel Reyno para hazerse de golpe, aunque huviera más sustancia de la que agora ay», con todo, alguna que otra «em presa» seguía siendo fundam ental «para mostrar el p o der de esta C oron a »37, ejecutándose, en consecuencia, la de sastrosa ex p ed ición de distracción a Kinsale en 1601 co n el ob jeto de prestar apoyo a los rebeldes irlandeses en contra de Isabel, com prom eter allí al grueso de sus fuerzas e im pedir así su presencia en los Países Bajos38. Si bien Isabel no murió has ta m arzo de 1603 y la paz c o n ja c o b o I n o se firm ó hasta e n trado agosto de 1604, no fue Inglaterra, sino la situación en los Países Bajos, la que pasó a ser p reocu p a ción principal de Es paña, pues a nadie se le p o d ía pasar p o r alto n o sólo que la guerra n o se iba ganando, sino que ninguna de las estrategias
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hasta entonces ensayadas, a lo largo de los treinta años ante riores, ofrecía la m en or perspectiva de éxito. El equilibrio en lo militar se había alterado espectacular mente desde 1567. Los rebeldes de las Provincias Unidas — gen tes que cu an do em pezaron las hostilidades «n o savían traer espada, ni aun cortar con un cuchillo»— habían llegado a ser tan avezados en el arte de la guerra y se habían fortificado de m anera tan eficaz que «oy dia defien den una plaça tan bien co m o quantas naciones ay en el m u n d o »39. Por otra parte, el temible ejército que había sido destinado a los Países Bajos bajo el m ando del duque de Alba ya n o era la fuerza militar de sus principios. La reputación de los tercios n o sobrevivió a la muerte en 1592 de Alejandro Farnesio, prín cipe de Parma, ni entre los enem igos ni entre los com patrio tas. A fin de cuentas, en 1594 fue cuando se im prim ió el libro de Marcos de Isaba, capitán en Flandes, titulado Cuerpo Enfer mo de la Milicia Española. . .40. El declive en el ánim o y en la ca lidad misma de los oficiales, la p olitización de los n om b ra mientos militares y el manifiesto mercantilismo de los capitanes y subordinados, que constituían el fundam ento de las críticas de Isaba, han ten id o plena con firm ación en recientes inves tigaciones41; si acaso, la situación parece haberse deteriorado aún más con el nuevo régim en, el cual, d ebid o a la estrechez de miras impuesta p o r los intereses partidistas, se m ostró ex cesivamente predispuesto a pervertir las reglas de la p ro m o ción mediante la recom pensa a los peticionarios que acudían a la corte procedentes de Flandes, provistos o n o de licencia42. P or si to d o ello fu era p o c o , el E jército de Flandes iba vién dose cada vez más despojado de su élite fundamental: las tro pas españolas. Hacia 1600 se decía que n o quedaban ni siquiera mil quinientos h om bres en los tres tercios de españoles, y la totalidad del ejército sumaba en marzo de 1601 tan sólo 22.453 hom bres, p o c o más de la tercera parte del núm ero que había alcanzado sólo diez años antes, insuficiente a todas luces para
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el ataque o la defensa. El archiduqu e A lberto y el represen tante del rey en Bruselas, d o n Baltasar de Zúñiga, suplicaron p or activa y p or pasiva, de form a recurrente, el envío de más soldados españoles, «pues p o r falta que ay desta nación se va cada día em p eora n d o to d o ». Los españoles eran «el funda m ento», «el brazo derecho», «el nervio principal de aquel exército», sin el cual «no se podrá em prender ninguna cosa, ni acu dir a la defensa de la que el enem igo quiera em prender»43. N o era éste, sin em bargo, el m om en to op o rtu n o para p e dir el envío de más hom bres procedentes de España; tal com o observara uno de los procuradores en las Cortes en 1603 — aun que es de rigor reconocer que con un punto de exageración— , «n o se puede ya levantar una com pañía que tenga treinta h om bres»44. Hacia la década de 1590, el sistema militar español es taba en crisis. N o se trataba exclusivamente de un problem a financiero. Las condiciones para el éxito militar eran simple m ente dem asiado elevadas, y n o sólo p orq u e fueran im posi bles de cumplir con un m ínim o de realismo, sino también p or que in trod u cían una tensión en el seno d el sistema militar español que lo situaba más allá de su propia capacidad para hacer frente a las cambiantes demandas estratégicas propias de las décadas de 1580 y 1590. La «h ispan ización» y la «atlantización» de la guerra tras la in corp oración de Portugal en 1580 vinieron más o m enos a duplicar el núm ero de los españoles obligados a prestar servi cio en el ejército, lo cual generó, a su vez, una crisis de recluta miento que alcanzó su fase más aguda en torno a 160045. Hacia 1596-1602 la m edia de reclutas p or com pañ ía había descen dido a la mitad de lo que era habitual en la década de 1580 y a un tercio de lo que era corriente en la de 1570. La catastró fica dism inución de la p oblación a final de siglo tuvo un efec to drástico en el reclutam iento, tanto p orq u e el rem anente de m ano de obra adecuada se vio sustancialmente reducido, co m o porq u e a partir de 1601 la escasez de brazos en la e c o
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nom ía se reflejó en una m ejora sustancial de los salarios rea les (43 p o r cien to en el plazo de o n ce a ñ o s), lo que obraba en contra del atractivo que pudiera tener el servicio militar (en el que al soldado de a pie se le pagaba una soldada n o su p erior a la que se ganaba setenta años atrás). Su real diario, que n o era p or entonces una cantidad del todo carente de p o der adquisitivo, en la década de 1590 representaba sólo la mi tad del salario que ganaba un ob rero de la co n stru cción en Valladolid46, y diez años después alcanzaba únicamente un ter cio del m ism o, ello en el supuesto de que de h e ch o se le pa gase, pues el soldado era la prim era víctima de cualquier es casez de fo n d o s que se p rod u jera en el tesoro. En 1593, los atrasos que en general se adeudaban a la soldadesca en Espa ña, Portugal y el norte de A frica sobrepasaban los 3,5 m illo nes de ducados; en 1607 rondaban los cin co m illones, y los presupuestos em pezaron entonces a asignarse en m o d o que cubrían tal vez sólo la mitad, puede que incluso un tercio, del total de las necesidad es. Las tropas de las gu a rn icion es en las fortalezas fronterizas podían pasar años sin percibir su sol dada. A com ienzos de 1600, al m argen de los soldados acan tonados en A ragón y Cataluña, que habían recibido o ch o pa gas en 1599, cuando Felipe III estuvo en Barcelona, ninguna de las guarniciones de frontera había percibido absolutamente nada en el plazo de 32 meses47. En semejantes circunstancias, estos soldados se hallaban ante el dilema de m orir de hambre a la intem perie, abandonar sus puestos para aceptar em pleos pagados en las ciu dades o bien m endigar p o r las calles, En los presidios del n orte de Africa, en d o n d e el ú n ico lugar al que era posible dirigirse estaba en manos del enem igo, los sol dados m edio m uertos de ham bre huían para ponerse en ma nos de los sarracenos, rendirse y aceptar la esclavitud. En Flandes, m ejor organizados y n o siempre sometidos al vasallaje del rey de España, se am otinaban. Estos levantamientos fu eron esporádicos, aunque continuos, a lo largo de la década de 1590,
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en especial desde Í’594, y en ellos repetidam ente se invoca ba el espectro de un m otín generalizado en todo el ejército, grave amenaza de un desastre militar a gran escala. En Espa ña los m otines eran p o c o frecuentes, p ero las deserciones se producían en todo m om ento y p o c o m enos que en masa. H a cia diciem bre de 1609 sólo seguían sin haber desertado cien de los seiscientos nuevos reclutas que pasaron a prestar servi cio en las guarniciones de Navarra. El retrato que a grandes pinceladas traza Cervantes del sol dado em pujado p or la pobreza a buscar la riqueza y la gloria en el ejército, con den ado n o obstante a seguir siendo de p o r vida un m enesteroso, estaba muy cerca de la realidad. «A la guerra m e lleva mi necesidad; si tuviera dineros, n o fuera, en verdad». En este sentido Cervantes n o fue un recluta atípico: era ciudadano, n o cam pesino (Alcalá de Henares era una p o b la ción c o n más de dos m il vecin os) ; p robablem en te tenía veintidós años de edad en el m om en to en que se alistó, exac tamente la media de edad del recluta de entonces; es más que dudoso que fuera hidalgo, cosa que — en contra del mito del «soldado gentilhom bre»—■p o co s reclutas de a pie, en efecto, p o d ía n d ecir de sí m ism os; y, al igual que tantos otros, era un p rófu g o de la justicia, u n o de aquellos «hom bres estravagantes y solteros que les era fuerza yr a servir a V. M. debaxo de sus vanderas». La realidad era más bien que, p o r alta que sea la estima en que se tenga la España de Cervantes — en tanto que sociedad caballeresca y construida sobre el ideal militar, respetuosa de los triunfos históricos de sus soldados de anta ñ o— todos esos soldados eran a su manera unos Quijotes a los que salían al paso la in com p ren sión y la irrisión, y a los que tam bién se miraba co n m ie d o y c o n o d io. Los p rop ios m ili tares n o eran ni m uch o m enos los últimos en recon ocer esta situación: «la enemistad que co n el n om b re de soldados tie ne toda la gente com ún, y particularmente las justicias, es tan grande, que ningún delito se ace en todo el tiempo que ay leva
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de infantería que n o se les cargue», señalaba en 1596 d on Ber nardino de Velasco, com isario general de la infantería48. En semejantes circunstancias, el núm ero requerido de tro pas bien preparadas para prestar servicio al rey era lisa y lla nam ente im posible de encontrar p o r los m edios de costum bre. De un ejército com puesto íntegram ente p o r voluntarios reclutados p or capitanes al servicio del rey, tal com o había sido hasta la década de 1580, la C oron a se vio en la necesidad de recurrir a las levas obligatorias ejecutadas p o r agentes m uni cipales y señoriales, lo m ism o que a integrar a los hom bres de las milicias locales que Felipe II había tratado de establecer p or todo el país, con éxito desigual, entre 1590 y 1598. De este m o d o se agravaban los problem as de m ando y la disciplina, y se increm entaba lo que ya entonces parece que era un alto nivel de deserción. Desde arriba y desde abajo, entre los ofi ciales y los soldados de a pie, los otrora temibles ejércitos de España em pezaban a perder profesionalidad49. Durante la última década del reinado es evidente n o sólo que la reputación internacional de las fuerzas armadas espa ñolas había m enguado considerablem ente, sino también que la propia C oron a había em pezado a perder confianza en su capacidad para prestar el servicio que exigían sus intereses p o líticos. Ya en 1589 el Consejo de la Guerra llamaba la atención sobre «la co rr u p c ió n que va entrando en la m ilicia españo la, y lo m uch o que conviene reducirla a su antiguo pie, crédi to y reputación, p o r ser el brazo principal con que se han de conservar los rein os»50. La necesidad de una reform a em pe zó a ser un asunto acuciante, debatido durante los últim os años del rein ado e incluso después de term inado éste51. En 1584 se aprobó una revisión de las ordenanzas militares, en la cual se establecieron los requisitos necesarios para capitanes, alféreces, sargentos y cabos, tod o lo cual se em pren dió p o c o antes de la m uerte de Felipe II y se re to m ó en 1602; al año siguiente se p u b licó un nuevo conjunto de ordenanzas para
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la infantería, co n el p rop ósito de establecer reglas estrictas que regulasen la p rom oción y el control de los abusivos y cos tosos «entretenimientos» (recom pensas) de los soldados que careciesen de los m erecidos servicios, todo lo cual «ha sido la causa de relajarse la milicia española, de manera que, siendo la m ejor del m undo, bendrá a ser la p e o r», tal co m o lam en taba en 1607 Andrés de Prada52. O bvio es decir que la escasez de fon d os era el m eollo de la cuestión. En ju lio de 1600, el Consejo de Estado resumió la si tuación con toda exactitud: «Considerando el Consejo lo que se scrive de los m otines y necessidades de Flandes, las que pa dece la gente de guerra de las fronteras destos Reynos y sus yslas, quán desproveydos están de bastim entos los castillos, el mal estado que tienen las galeras, los m uchos y poderosos ene m igos que conspiran contra V. M., lo que es m enester para el [gasto] ordinario y la conservación de su real monarquía aun en tiem po de paz, los gastos extraordinarios que de la rotu ra de la guerra pueden resultar, quán forçoso es acudir a todo, quán con su m ido y acabado está el real patrim onio de V. M. y lo que conviene al servicio de Dios y de V. M. attender al re m ed io de tod o sin perder ora de tiem po [... ] Y presupuesto q ue el acudir V. M. a sus ob lig a cion es, c o m o convien e a su grandeza y a la conservación y aum ento de sus Reynos, c o n siste en tener hazienda, le parece que ésto es de lo que V. M. deve principalmente tratar y n o alçar la m ano dello hasta co n seguir el fin que se p reten d e, p o rq u e las cosas están en to das partes en tan peligroso stado que, si co m o se deve temer, sobreviniera una rotura de guerra, se podrían esperar daños irreparables»53. Los ingresos de la C orona tendrían que haber sido n o m i nalm ente suficientes para cubrir el gasto corriente, si n o fu e ra p o r la pesada carga de la d eu da consolidada. A co m ie n zos de 1600 se estimó que el rey necesitaba 12.038.250 ducados al año «para sus gastos ordinarios y extraordinarios dentro y
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fu era del R e in o ». L os ingresos, in clu y en d o las rem esas de las Indias, llegaban a situarse en torn o a los d o ce m illones y m edio de ducados, aunque seis millones estaban asignados al p a g o de sus réd itos a los juristas, y otro m e d io m illó n a los intereses de los d o c e m illones de ducados de deu da flotan te, «a cuya causa se hallava la Real H azienda sin substancia para acudir a los gastos y cosas que se ofreciesen del goviern o, paz y guerra»54. Incluso después de que fuera posible re cortar los gastos gracias a la paz firmada con Francia e Ingla terra y al alto el fu eg o acordado con los holandeses en marzo de 1607 — todo lo cual posibilitó una reducción de los envíos anuales a los Países Bajos, que pasaron de 4 a 2 m illones de ducados— , la H acienda aún sufría un déficit de 900.000 du cados, y las fuentes de ingresos, tales com o la Cruzada y el Ex cusado, los servicios ordinario y extraordinario y las rentas de los Maestrazgos, estaban em peñados durante los cin co o in cluso siete años siguientes55. En realidad, los ahorros que se podrían haber esperado de la paz resultaron harto decepcionantes. El gasto en fortifica ciones y fabricación de armas se redujo, y las Guardas de Cas tilla, la fuerza destinada al m antenim iento del ord en y la de fensa intern os, dism inuyó más de la m itad a lo largo d e l reinado, pasando de más de m il seisciéntos hom bres a unos setecientos sesenta. Sin em bargo se añadieron algunos nue vos costes, en especial los del m antenim iento de las antiguas bases corsarias de Larache y La Mámora en el norte de África, conquistadas en 1610 y en 1614 respectivamente. En con ju n to, se p u ede afirmar que los costes nom inales de las fuerzas domésticas en España perm an ecieron prácticam ente inalte rables a lo largo del reinado. El único rem edio que a largo plazo era posible diseñar para hacer frente al p eso de la deu da consistía en un program a, acordado con las Cortes, para el desem peño de las rentas rea les, una suerte de Santo Grial financiero que en vano se per-'
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siguió a lo largo de m edio siglo. Las intensas presiones del du que de Lerma, tanto en las Cortes co m o en las ciudades, y los térm inos con ced id os al R eino en lo tocante a la administra ció n y em p le o de su ayuda, con trib u y eron a reforzar la v o luntad de las primeras Cortes del reinado de Felipe III en su decisión de aprobar un servicio de 18 m illones, otorgado el 1 de enero de 1601 (más del d oble de lo que Felipe II n o lle gó a obtener en su intento) que im plicaba la amortización de 7,2 m illones de ducados de deudas acumuladas. Es triste se ñalar que la voluntad del R eino p or com placer a su nuevo so berano con este enorm e servicio n o en con tró equivalente en su realism o respecto al valor de la produ ctividad de los m e canismos destinados a financiarlo. En efecto, así co m o la d e cisión del m o d o de recaudar los m illones de 1590 fue deja da a discreción particular de las ciudades de voto en Cortes, los 18 m illones de 1601 habrían de recaudarse en todas par tes p or m edio de una sisa de la octava parte en la m edida de vino que se vendiera. Por desgracia, la sisa en cuestión, en vez de alcanzar el previsto valor de tres m illones de ducados al año, a duras penas g en eró dos. C o m o con secu en cia de ello iba a resultar imposible hacer frente a los casi 3,5 millones des tinados a los costes de la defensa consignados en el acuerdo de 1 de enero de 1601 sobre los ingresos del flamante nuevo servicio, d eja n d o de ese m o d o el p resupuesto a falta de 1.480.093 ducados, y las flotas, las Guardas, los presidios y fron teras, fábricas de armas y artillería en el m ism o apurado esta d o de antes. El estado de las finanzas era una cuestión clave en las d eci siones políticas. U na re so lu ció n d el C on sejo de Estado de 17 de diciem bre de 1597 resulta m anifiestamente explícita: «Habida cuenta de la presente situación de guerra abierta con tres enem igos tan p oderosos co m o son los franceses, los in gleses y los rebeldes, y estando las finanzas tan agotadas co m o de sobra sabemos, n o se puede dudar que lo más convenien
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te es hacer una paz o co n tod os o co n franceses, para tom ar aliento y reform a r para a d ela n te»56. Sin em b a rgo, era im pensable abandonar la guerra iniciada en los Países Bajos; m e j o r d ich o: la p osib ilid a d se lle g ó a barajar al m en os en dos de los grandes debates del Consejo de Estado, aunque de in m ediato se descartó tras tacharse de impensable. Flandes era un lo b o sujeto p o r las orejas que de ningún m o d o p o d ía de jarse en libertad, y n o tanto p or sí mismo, co m o porque de su preservación d ep e n d ía la de to d o lo demás, co m o o p in ó el duque de Sesa ante el C onsejo de Estado57. Los argum entos que se presentaron en él n o resultaban nuevos — lo cual es su ficientem ente significativo— , ya que los Países Bajos eran la piedra angular de toda la filosofía im perial de la C oron a de España. En determinado nivel existía la obligación moral de con servar un «patrim onio heredado p or varonía » y de dar apoyo a los vasallos leales, fieles a la fe católica; en otro muy distinto, Flandes siempre había sido una posesión de considerable impprtancia estratégica en su calidad de brida «co n [la] que se enfrena y reprim e la p oten cia de franceses, ingleses y rebel des, cuyas fuerzas, si aquel scudo faltase, con redoblada fuer za cargarían contra Y. M. para infestar estos Reynos y las Indias Occidentales y Orientales». La mayor de las p reocupaciones era que, si a las provincias obedientes se les privase de sostén militar, sin duda desertarían y se unirían a los rebeldes, y ese ejem plo infectaría a otros territorios bajo el dom inio de la Co rona española: «da m ucho cuydado el descontento de Aragón y Portugal y el destos Reynos en casi todos los estados, y n o m e nos el ser los de Italia tan amigos de novedad y tener vezinos sospechosos». Tal co m o insistía el conde de Chinchón, «el desamparallos, persuadiéndose el m undo que ha sido p o r falta de fuerças para sustentallos, daría ocasión a que perdiesen el respeto los demás. Q u e sin reputación n o se p u eden conser var los Reynos». M ejor, pues, «aventurar[se] a perdello todo a trueco de procurar conservar a Flandes» que obligar al rey
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de España a tomar un cam ino de todo punto «tan indigno de su grandeza»58.
L a d e f e n s a y c o n s e r v a c ió n d e l a M o n a r q u í a
A h ora bien, si n o cabía la posibilidad de desamparar «los reynos», y si faltaban las fuerzas para sustentarlos, ¿de qué m o d o iba a conservarse dicha posesión? Esa cuestión subyacía entonces en un debate muy am plio en el que participaban consejeros políticos, asesores militares y arbitristas en torno a la dirección estratégica que más convendría tomar y, cóm o no, en torn o a la naturaleza misma del p o d e r militar de España. ¿C óm o había que librar la guerra en los Países Bajos? ¿C óm o había que defender el com ercio y las com unicaciones del im perio? ¿C óm o había que proteger la integridad territorial mis ma de España? ¿Debería España convertirse en una potencia naval más que militar? ¿Era acaso suficiente estar a la d efen siva? ¿No resultaría más barata y más eficaz una guerra ofensiva? ¿Q ué era, de h ech o, lo que se defendía? ¿Y p or qué? Está claro que Madrid percibía la amenaza hacia los d om i nios de España com o algo derivado tanto de la desafección in terna co m o de la agresión externa. La revuelta de Aragón de 1591 supuso, en múltiples aspectos, el punto álgido. También Portugal, m erced al deseo de un rey p rop io y al descontento manifiesto con las grandes pérdidas que su p o d erío naval ha bía sufrido desde su incorporación a Castilla — cifrado en tres cientos navios y en 56 m illones de ducados en mercancías del com ercio de las Indias— parecía proclive a buscar ayuda en los enem igos de España de cara a su liberación, «que no sería m enos que la total pérdida destos Reynos, y con ella de to d o lo dem ás»59. Pero n o m enos inquietantes eran las actitudes que expresaba la oposición en las Cortes de Castilla, ahora m e nos inclinada que nunca a financiar el gob iern o en los Países
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Bajos tras su cesión a los A rchiduques, situación en la que, a m enos que la guerra de Flandes se pudiera autofinanciar, era preciso replantearse p or com p leto60. La falta de cohesión y la ausencia de toda sensación de uni dad entre los diversos reinos pertenecientes a la C orona eran palpables. Ni siquiera existía un vocabulario p olítico que re presentase dicha unidad más allá de meras expresiones agre gativas, tales co m o «los reinos y estados de V. M .». Era n ece sario crear una cierta sensación de unidad si, en efecto, las cargas de la defensa imperial habían de ser distribuidas equi tativamente entre los distintos dom inios del rey, y, sobre todo, si fuese preciso convencer a Castilla de que siguiera haciendo aportaciones superiores a los m edios e intereses de que dis pon ía, ahora que su p rop ia seguridad, que p o r sí sola había sido sobrada justificación de dichas contribuciones, ya n o se podía garantizar plenam ente. A este respecto, aunque n o p o dam os d ecir c ó m o su ced ió, ni quién fu e su p rom otor, ni si resp on d ió a un plan elaborado, tal vez la con trib u ción más importante a la defensa de «los reinos y estados» del rey de Es paña fue el surgim iento, en torn o a 1600, de un nuevo voca bulario que expresó o al m enos facilitó la existencia de una conciencia com ú n de pertenencia a una nueva entidad p olí tica compuesta. L o que iba a conocerse co m o la «M onarquía de España» apenas si tenía existencia c o m o c o n c e p t o lin güístico o político antes de la década de 1590; durante los pri meros años del siglo xvn em pezó a tener un uso corriente cada vez mayor en la term inología del discurso p olítico habitual; y hacia la década de 1620 iba a ser tanto justificación id eológ i ca co m o matriz organizativa para una recip rocid a d de c o n tribuciones a la defensa com ú n de lo que p od ía representar se co m o unidad singular y orgánica. Da buena m edida de la desesperada situación militar y fi nanciera en los prim eros años del reinado el que se renuncia se a toda esperanza de una reconquista militar de los Países B'a-
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jos, y que cada vez se otorgase mayor consideración tanto a la continuación de la guerra p or m edios n o militares com o a su conducción según pautas extremas que Felipe II no había acep tado. Según apremiaba el duque de Sesa, «lo seguro es hazelles la guerra n o con presupuesto de reduzillos por sola la fuer za, sino p o n ie n d o otros m edios para obligallos a una paz». La guerra en lo económ ico parecía el m edio más lógico, ya que era el com ercio holandés, y sobre todo el que mantenían co n los propios dom inios del rey de España, lo que sostenía la to talidad del esfuerzo de guerra de los rebeldes. De ahí las p ro puestas de im pedir el com ercio de cereales a la flota holande sa desde el puerto de Danzig, bloquear el paso de los estrechos del Báltico y del estrecho de Gibraltar, p o n e r fin a su tráfico con las Antillas, negarles el acceso a las salinas de Castroverde, Isla Margarita y Punta de Araya, acabar con sus pesquerías, im p on er embargos comerciales y aranceles prohibitivos a sus ex portaciones, etcétera. En el frente militar todo ello entrañaba el a b an d on o de la política de reconquista del territorio p o r partes, mediante la inacabable guerra de asedios que había ca racterizado la estrategia militar hasta entonces y que tan alto coste había tenido en vidas y en dinero. A ello se sumaría el em pleo de la actividad bélica, tanto en el mar com o en tierra, com o un instrum ento de terror y desgaste para obligar a los holan deses a firmar la paz, trasladando el teatro de las actividades de guerra al norte, haciéndoles sentir las consecuencias directas y los costes de la acción militar en su propio terreno. «Conviene hazerles la guerra a fu ego y a sangre», «quem ando y talando to d o », derribando los diques de con ten ción , em pleando las fuerzas de ch oq u e anfibias, las galeras y las fragatas de D u n kerque, «con que se pueden saquear y asolar algunas islas, y si esto n o bastase, anegarlas», asunto este para el cual Felipe II siempre había negado su consentim iento61. Esta nueva estrategia militar y la concentración en la gu e rra e co n ó m ica , en los em bargos, b lo q u e o s, p ro h ib icio n e s
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de com ercio, etcétera, p o r fuerza iba a entrañar un desplaza m iento del énfasis desde la estrategia terrestre a una m ayor prioridad de la acción ofensiva m ediante el p o d e río naval62. T od o ello iba a exigir la presencia activa y perm anente de una flota oceánica que protegiera la Carrera de Indias y patrulla se las costas de España, fuerzas navales adicionales frente a Gi braltar, la m ovilización efectiva de la Armada de Barlovento y tal vez incluso un escuadrón con base en las Oreadas o las Shet land para controlar el tráfico p or los estrechos del Sund. Tam bién significaba el reconocim iento, durante tanto tiempo apla zado p or parte del C onsejo de Estado, de que, «visto el p o c o fruto que en treynta y tantos años se ha hecho p or tierra, aviend o gastado tantos m illones co m o se sabe [...], el principal m e dio de sujetallos y arruynallos quassi del todo es p o r m ar»63. Tal com o había insistido Alonso Gutiérrez prácticamente sólo treinta años antes, y tal co m o otros repetían ahora, «para acavar la guerra de Flandes conviene que se haga p or mar». Aun que fuera escaso el apoyo que les prestó el archiduque Alber to — quien claramente representaba los intereses del ejército loca l— , las fragatas de D unkerque y el p e q u e ñ o escu adrón bajo el m ando de Federico Spínola de galeras dedicadas a aco sar los barcos com erciales lograron éxitos muy considerables contra los navios ingleses y holandeses. En opin ión de Robert Stradling, ambas rep resen ta ron «la prim era co n trib u ció n de envergadura que un p od er naval organizado hizo a la gue rra en los Países Bajos»64. Pero el ca m b io de estrategia hacia el mar entrañaba una consideración más amplia sobre la im portancia de la armada de cara a la p royección del p od er de la M onarquía en su con ju n to, política p or la que abogaba con voz potente d on Diego B rochero: «la cossa más admitida de los que tratan razón de estado ha sido y es que el que fuere poderoso en la mar lo será en la tierra». Una armada de treinta galeones, insistía, sería «la más fuerte m uralla que V. M. p u ed e p o n e r a sus reynos y el
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mayor fren o a sus enem igos», pues en ser p oderoso en la mar «consiste lo más im portante de su M onarchia y la seguridad de todos sus reinos y señoríos, paz y sosiego de la Cristiandad»65. El discurso en favor de la importancia del p oder marítimo para un im perio tan disperso co m o el de España n o era ni m uch o m enos novedoso; pero ahora n o sólo se defendía con más fre cuencia y calor que nunca, sino que también com enzaba a re clamar una redistribución fundamental de las bases del p oder m ilitar español y una re d u cció n de las gu arn icion es fijas y de las fuerzas de tierra sobre las que había descansado la gran reputación militar de España en el siglo xvi. Tal co m o dijo a Lerm a un consejero anónim o en 1602, «n inguno se engañe en pensar que basten los exércitos solos a dar y conserbar una victoria y hacer a uno señor de la provincia que tenga mar; que sin que sea señor de ésta con su armada, es ymposible que sal ga co n lo que pretende, aunque aya b e n cid o a los naturales della, si éstos se quedan más p oderosos en la m ar»66. El p rob lem a radicaba en que la España de com ienzos del siglo XVII adolecía de una serie de debilidades estructurales, que resultaban fundamentales en su calidad de potencia oceá nica. Durante el prim er mes del rein ado, el C onsejo de In dias había propuesto una am pliación de la Arm ada del Mar O c é a n o — tal co m o se la c o n o c ía desde su fo rm a ció n en 1594— , p or la que pasaría de los treinta y dos navios existen tes a la sazón a una flota de sesenta barcos que habría costado un m illón y m ed io de ducados al año y que se habría finan ciado en parte con los ahorros resultantes de la reducción de las guarniciones en las Indias67. Desde 1599 en adelante se fir m aron una serie de contratos con armadores privados para la con stru cción de los barcos adicionales que se estimaron n e cesarios, y se con vocaron una serie de juntas para investigar en qué otras áreas podrían realizarse los recortes pertinentes para hallar el m od o de liberar los ingresos necesarios con vis tas al aum ento del gasto en el capítulo naval. Pero a la postre
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resultó tan im posible m antener una armada adecuada a las necesidades com o lo había sido el m antenim iento de un ejér cito apropiado. En 1602, B rochero se quejaba de «los p o co s navios de alto b ord o que ay en España y el mal estado en que está la fábri ca dellos y quán p o c o n ú m ero de m arineros, que quasi nin gunas o muy pocas personas [hay] prácticas e inteligentes para servir y mandar en la mar, y quán postradas y p o r el suelo es tán de todas maneras las cosas de la navegación, así para gue rra com o para com ercio, que en tiempos pasados solía florecer en estos reinos y p o n e r respeto y m ie d o a sus e n e m ig o s»68. C om o si se tratase de una confirm ación, los generales in for maban de que era tan extrema su necesidad «que hasta los ca pitanes de los galeones n o tienen camisas ni çapatos que p o nerse», y un maestre de cam po tenía más de un centenar de hom bres en su tercio «que n o entraban de guardia p o r estar desnudos y descalzos, y el bacallao y dem ás legu m bres que se les daba de ración, lo com ían cru d o p o r n o tener un ma ravedí para com prar leña»69. En 1606 los planes originales para la constru cción de una flota de 32.000 toneladas, co n sesenta navios, se habían re ducido a cuarenta navios y 11.000 toneladas, mientras que en 1617 eran treinta los navios y 8.000 las toneladas; de h ech o, ya entonces los fo n d o s disponibles n o iban a alcanzar para más que catorce galeones y cuatro pataches, co n una dota ción de sólo tres mil hom bres. Estas am biciones en contin uo declive también eran reflejo de un significativo ca m b io de sesgo, al pasar de los im pon entes navios de 1.000 toneladas propios de la década de 1580 y de 1590, «aptos para la gue rra, el intercam bio y el com ercio», a barcos de m en or enver. gadura, más livianos, más veloces, más pequeños, de unas 250 o un máximo de 400 toneladas, m odelados según las más es pecializadas naves tipo D unkerque. Fue un cam bio tan sim b ólico com o táctico.
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N o m uy distinta fue la historia de las galeras. A finales del reinado de Felipe II había unas sesenta y seis aptas para el ser vicio — m enos de la mitad de las que se m antenían en activo a m ediados de la década de 1570— , una veintena de las cua les prestaba servicio en aguas del Atlántico. La necesidad de ponerlas en buen estado y de incrementar su dotación y su nú m ero para p od er reaccionar contra las incursiones de los co r sarios, «çevados de la ganancia que tendrán este año p or n o haver quien les ynpida los daños que podrán hazer estando la costa sin galeras»70, era acuciante. Sin em bargo, en 1606 sólo estaban en activo trece de las veinticuatro galeras de la escuadra de España de diez años atrás. Su mantenimiento costaba unos 106.000 ducados al año, y de esa cantidad sólo 78.000 duca dos estaban presupuestados. Sus necesidades inmediatas en con tra ron alivio sólo p o rq u e los p ro v eed ores, «o p rim id o s d e la m iseria en que estavan las dichas galeras», desviaron 15.000 ducados de la guarnición de Orán, harto necesitada p or su parte, en lugar de verse obligados a «desherrar la chus ma y p on erla en libertad para que buscasen de com er, o dexarlos p erescer de h a m b re »71. Por sí m ism a esta situación n o d ifería en m o d o alguno de la existente a finales del rei nado anterior, cuando una chusma de más de mil galeotes, sin paga alguna durante los últim os cin co años, vestidos con sa cos de arpillera y mantenidos durante tres meses y m edio con raciones previstas para veinticuatro días, había perecido a cau sa del ham bre y de las inclem encias del tiem po a lo largo del invierno de 1595-1596. Sin em bargo, en consonancia con los intereses personales de Lerm a en la zona, Felipe III había c o m enzado co n gran determ inación a m ejorar la situación en el M editerráneo, aceptando las ofertas de las Cortes catalanas y valencianas de equipar y m antener escuadras de galeras. Ni lo u n o ni lo otro aportaron solu ción satisfactoria de nin gu na clase; en 1607 la flota de galeras, que p ocos años antes era al parecer «la única que ha q u ed ad o a S. M. en que es supe
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rior a sus vezinos»72, se consideraba demasiado debilitada para acom eter em presa alguna. La incapacidad de transformar España en una potencia na val de primera fila es indicativa de lo rápido que — al igual que el afán de D on Quijote por deshacer los entuertos de este m un d o— las primeras iniciativas reformadoras del nuevo régim en se disolvieron en el fracaso y la decepción a la fría luz de la rea lidad fiscal y militar: el llam ado plan Gauna (descartado en 1604)73; el Almirantazgo de Flandes (reform ado en 1605); el plan de desem peño de la hacienda; la milicia general — efec tivamente saboteada p o r las ju risd iccion es ordinarias, c o n su negativa a recon ocer la inm unidad judicial que era el prin cipal incentivo para el alistamiento— ; las ordenanzas militares reeditadas en 1611 p or haber sido ineficaces las de 1603. A la postre se dem ostraron inviables los deseos iniciales de dejar a un lado la tendencia a la pasividad y a la retirada que prevaleció en los últimos años de Felipe II, y de pasar a la ofen siva forzando a los ingleses y a los holandeses a negociar la paz por m edio de una acción directa — y no sólo porque, tal com o opinaba el Consejo de Estado, «no se puede dudar de que las ocasiones de gastar, aun para la propia defensa, serían sin com paración mayores y de tanto m enos seguridad quanto lo es la guerra deffensiva que la offen siva »— 14. La guerra volvió a adoptar un cariz puram ente defensivo, y la guerra defensiva era considerada en general co m o la p eor de las opciones. Tal com o se proponía demostrar un «apuntamiento» de 1612 pre sentado fú Consejo de Estado, «la guerra defensiva a sido y es la ruina de toda la m ilicia de S. M. por mar y tierra y la causa d ella »'5. De hecho, la propia noción em ergente de Monarquía Hispana era, en sí misma, un concepto fundamentalmente de fensivo. N o fue una invención surgida de la euforia de Lepanto (aun cuando todos los elem entos universalistas y mesi añicos asociados a la ideología de la Monarquía estaban presentes en la literatura de la é p o c a ), sino de la crisis sufrida en la década
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de 1590. N o fue un concepto hegem ónico, sino esencialmente territorial, que ta m p oco sirvió para justificar la expansión, sino para mantener unidos los diversos y frágiles dom inios del rey de España. Fue así, pues, parte de un m ovim iento más ge neral que el nuevo régim en había tratado sin éxito de alterar en 1598 de cara a la con serv a ción y la defensa de sus p o s e siones. La guerra iba cam biando y dejaba de ser una p roy ección del p oder de España ante el m undo exterior para ser en sí mis m a una crisis perm anente de la defensa peninsular e im p e rial. P odem os dejar a Luis Cabrera de C órdoba, biógrafo de Felipe II y cronista de los prim eros lustros del reinado de su hijo, la palabra final: «El im perio rom an o, el griego, las m o narquías de Oriente y Poniente com enzaron a declinar cuan d o redujeron sus guerras de ofensivas en defensivas, que tie nen p or fin la defensa, una de las señales de la declinación de los Im perios»76.
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C a p ítu lo Ί
L a r e s t a u r a c ió n d e l a r e p ú b l ic a Juan E. Gelabert
M a l e s y d ia g n ó s t ic o s
A unque la primera edición de El Ingenioso Hidalgo Don Qui xote de la Mancha luce en su portada tanto un lugar com o una fecha de edición que n o ofrecen duda (Madrid, 1605), pare ce ser que fu eron los ciudadanos de Valladolid, p o r la Navi dad del año 1604, quienes p o r vez prim era tuvieron el privi leg io de acariciar entre sus m anos los ejem plares que allí m ism o acababan de ser puestos a la venta; sólo días más tar de, hacia la festividad de Reyes, p u d ie ro n tam bién hacerlo quienes vivían en Madrid1. A Valladolid se había trasladado la corte a principios de 1601 y con ella el p rop io Miguel de Cer vantes. En la ciudad del Pisuerga perm anecerían Felipe III y sus cortesanos p or espacio de cin co años, al cabo de los cua les retornaron a la villa que p o c o antes habían abandonado. Desde entonces, tales idas y venidas de la corte n o han de ja d o de intrigar a los historiadores, quienes a la hora de tratar de en con trar la clave de estas andanzas han oscilado entre imputarlas al capricho del favorito real, el duque de Lerm a, o a la exigencia política de dotar co n nuevo asiento la nueva corte de un m onarca que p o r entonces buscaba presentarse a sí mismo desvinculado p or com pleto del recuerdo de su pa dre. M oviéndose, pues, de Madrid a Valladolid, Felipe III ha bría pretendido redondear el aire de novedad con el que tan-
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to él com o su régim en deseaban ser identificados2. Semejan te decisión fue tomada en el seno de un com ité en el que tam bién salieron a relucir los inconvenientes de toda clase que la villa de Madrid presentaba a fines del siglo xvi (p oblación ex cesiva, creciente inestabilidad social, pauperism o sin cuento, insalubridad, etcétera ), inconvenientes que, ju n to a otra se rie de razones n o m en os reseñables, Cristóbal Pérez de H e rrera recog ió entonces p o r escrito. P ocos co m o él co n o cía n las dramáticas circunstancias en las que se m ovía la sociedad española p or estos años. Desde su cargo de p ro to m é d ico de las galeras de España — algo así co m o un inspector sanitario de los con d en ad os que en ellas purgaban sus penas— se ha bía dado a c o n o c e r en 1598 co n unos Discursos del amparo de los legítimos pobres..? que le sirvieron para figurar en cabeza de los escritores p reocu p ados p o r el bienestar de sus con ciu d a danos más desfavorecidos. En este punto del traslado de la cor te, Pérez de Herrera se encontraba frente a los partidarios de la operación, gentes que honestam ente creían que co n ella podría llegar un p o c o de bienestar a Castilla la Vieja, a sus ciu dades en particular, muy castigadas desde hacía años, p ero en especial a raíz del dramático paso p or ellas de la epidem ia de peste que aún entonces coleaba. En op in ión del p rotom éd i co, sin em bargo, tarde o tem prano acabarían p o r tocar a Va lladolid las conocidas desgracias que ahora m ismo castigaban a Madrid, p or lo que la cura que se pretendía debía buscar se mediante otra clase de terapia; según él, lo que con seme jante m edida vendría a resultar n o iba a ser otra cosa sino el puro y simple traslado de los problem as, en m o d o alguno su solución. Por lo demás, todavía iban más allá las reflexiones de Pérez de Herrera: estaba igualmente persuadido de que el traslado de la corte, siquiera de m o d o transitorio, quizás aca baría trayendo más daños que los que trataba de curar, habi da cuenta de una segunda reflexión que excedía con m uch o la simple oposición Valladolid versus Madrid. En efecto, él era
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también consciente p or entonces de que entre las dos Casti llas, la Vieja y la Nueva, p odía palparse una desigualdad, una diversidad de bienestar, un distanciamiento que colocaba a la Vieja en notoria posición de inferioridad con relación a la N ue va. Por consiguiente, era obvio que la presencia de la corte en V alladolid, habiendo de «lleuarse y chuparse su gente y sus tancia», lejos de levantar el territorio sobre el que iba a asentar se, podría contribuir a acelerar su postración añadiendo nue vas dosis de desequilibrio4. N o obstante, co m o es sabido, y sin atender a las adverten cias de Pérez de Herrera, en la primavera de 1601 partieron hacia la ciudad del Pisuerga Felipe III y su corte, dando lugar a los_pocos días a un fren ético m ovim iento en cadena de al gunas de las más importantes instituciones de la M onarquía, m ovim iento que tenía p o r ob jeto descargar a Valladolid de tanta presión y, sobre todo, repartir p o r el mayor núm ero de ciudades que fuese posible los benéficos efectos de sus meras presencias. De este m odo, la llegada de la corte em pujó al tri bunal de la Real Chancillería hacia M edina del Cam po, co n la consecuencia de que se fueran a Burgos las ferias de pagos allí asentadas, un ob seq u io que la cabeza de Castilla con si deró que n o guardaba p roporción con la magnitud de sus ma les: «pequeña m erced» era, dijeron sus m unicipes5. A los p ocos años, sin em bargo, to d o el tinglado com en zó a dar muestras de inconsistencia. A prin cipios de 1603 M e dina del C am po reclam aba ya la vuelta de las ferias, al tiem p o que Burgos n o m ostraba excesivo interés en retenerlas, apu ntan do sus tiros a piezas de m ucha m ayor envergadura c o m o la p rop ia Real C hancillería, el C on sejo de H acienda o la Contaduría Mayor de Cuentas6. En m edio de la marea lo graba M edina que en ella se erigiese un Consulado. En cual quier caso, el experim en to d u ró bien p o c o : a m ediados de 1606 todo volvía a su originario lugar coir el regreso de la cor te a Madrid.
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Sea co m o fuere, las andanzas de la corte, de la Real Chancillería o de las ferias de pagos constituyen para el historiador un indicador más de la serie de profundas distorsiones que en el tránsito de los siglos xvi al xvii afloraban en España y a las que, de la m anera que fu ere, p areció necesario, a la sazón, aplicar rem ed io; asim ism o, desde otro p u n to de vista, tales idas y venidas constituyen también un testim onio inequívoco de la tom a de con cien cia entre los gobernantes del país res p ecto a las consecuencias que finalm ente habían sobreveni d o tras determ inados acontecim ientos del pasado e co n ó m i co reciente; acontecim ientos, circunstancias o decisiones que ahora se tenían p o r principales responsables del m anifiesto d esequ ilibrio territorial al que habían c o n d u c id o unas p e culiares m odalidades de crecim iento. Por su parte, este dese quilibrio daba fe igualm ente de que el progreso material en una mitad del país hacía tiem po que se había detenido, m ien tras todavía continuaba, aunque ralentizado, en la otra; el bie nestar general parecía haberse evaporado en la mitad norte de Castilla, n o habiéndole llegado el turno aún ni a la mitad sur de la Meseta ni ta m p oco a Andalucía. Los heraldos que p or entonces voceaban los males de España lo hacían, p or con siguiente, desde la Vieja Castilla, desde ciudades co m o Bur gos o Valladolid. Más tarde habría de tocar el turno a otras com o T oledo. ¿Q ué males, pues, aquejaban al tejido e co n ó m ico de la Es paña de entonces? A este interrogante pretendió responder u n o de los más conspicuos analistas de esta crítica situación: el jurista riojan o Martín González de C ellorigo, quien, en el año 1600, publicó en Valladolid, de cuya Real Chancillería era letrado, un Memorial de la política necesaria y útil restauración de la república de España1. C ellorigo estaba, desde luego, muy p reocu p a d o p or ver a España «tanto declinada». Esta «caída y declinación grande» era en particular muy visible en lo de m ográfico, punto de vista en el que don Martín n o p odía dejar
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de sentirse aterrado con tem p lan do los estragos que, a su al rededor, causaba la epidem ia de peste que, desde hacía unos tres años, venía bajando in m isericorde desde Santander; la enfermedad, sin embargo, había caído «tan sobre vacío» que, en realidad, n o era más que el tiro de gracia propinado a un cuer p o m orib u n d o desde hacía tiem po. A su entender, no cabía encontrar otro m om ento en la historia en el «que España haya llegado a m ayor quiebra de la en que [hoy] se ve». El curso de la «declinación» se le antojaba, además, imparable; «la caída — dirá— siempre se ha visto de mal en p e o r de algunos años a esta parte», si bien últimamente se le había añadido «algu na dem ostración más» que n o hacía otra cosa sino acelerar el p roceso. T od o había tom ado m uch o p eor cariz en las dos dé cadas finales del siglo que acababa de pasar. Cellorigo razonaba com o jurista que era, y también en unas circunstancias de tiem po — el año 1600— y lugar — Valladolid— de las cuales no podía sustraerse. Es posible que no supie ra que nu nca m enos criaturas habían sido bautizadas en su ciudad en el últim o m edio siglo que las que lo fueron p reci samente en dicho año, aunque n o p o r ello le fuera extraña la magnitud del problema. De lo que n o cabe duda es de que sa bía perfectam ente que los males que habían propiciado el ac tual estado de cosas trascendían cron ológica m en te el in m e diato im pacto de la peste, h u n dien do sus raíces bastante más atrás; cuánto más atrás se atrevía también a sugerirlo, a saber: «después de la gran p érd id a del Cristianísim o Rey d o n Se bastián de Portugal [1578], p or las resultas que della han p ro ced id o». Habría sido, pues, la m agnitud de la carga que Feli p e II e ch ó sobre sus h om b ros y los de su M onarquía lo que al cabo de dos décadas llevó a España al estado en que se en contraba p or los días de la m uerte del Rey Prudente. De este m odo, mediante este recurso, daba entrada el autor tanto al diag nóstico com o al rem edio de los males presentes; tanto el u n o com o el otro debían tocar a la cabeza y a los miembros, a la ge-
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neraiidad de la respublica, de la com unidad: «Así co m o Rey y R ein o son tan correlativos que el bien del Rey se com u n ica al R eino y el del R eino al Rey, de la misma m anera en las demás cosas, ora sean buenas, ora sean malas, son tan insepa rables que todo les es igual». La cabeza n o era, pues, p o r com p leto ajena a los daños que aquejaban al cu erpo, del m ism o m o d o que el cuerpo ni podía ni debía encontrar rem edio sin hacer partícipe de él a aquélla. Y es que la otra cara de la m o neda en la actual situación consistía en que Su Majestad, la ca beza, n o andaba m u ch o m ejor que los m iem bros con los que form aba el reino. El patrim onio que Felipe III acababa de he redar n o era otra cosa sino un m ontón de deudas e hipotecas que obligaban a em pezar desde cero, a «fundar un R eyno», tal y com o le decía su Consejo de Estado. «En este punto — dirá C ellorigo— consiste la principal parte de la restauración de estos Reinos y todo el ser dellos, pues que en estando las ren tas del Rey en em peño, todo el resto de sus Reinos ha de estar y pasar p or la misma fortuna, porqu e si el Rey ha de sustentar el peso de todas las cosas de sus reinos, es llano que esto n o lo p u ede hacer si n o es a costa de sus rentas y, si éstas faltan, es fuerza que ha de acudir a las de sus súbditos». La España de 1600 era, pues, a ju ic io del letrado riojano, y desde su particular m irador vallisoletano, una España n e cesitada de urgentes y profundos rem edios en la totalidad de su cuerpo político; unos rem edios capaces de dar respuesta a problem as n o m enos graves y acuciantes para los que, desde lu ego, se hacía preciso, en prim er lugar, acertar en el diag nóstico. El jurista riojan o ofrecía, p or supuesto, el suyo p ro p io: la sociedad española se hallaba «descom puesta», «des compasada» o «muy descompasada», y, recurriendo de nuevo a la m etáfora del cu erp o hum ano que tan familiar resultaba para las gentes de su tiem po, aclaraba luego que la enferm e dad que parecía aquejar a la respublica de España era co m o la de la persona en la cual n o existía «la com posición y arm onía
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que la ha de asegurar y tener en pie, firm e y derecha, por n o se forta lecer co n guardar entre los suyos [sus m iem bros] el puesto, ord en y con cierto que las partes del cu erp o estable cen entre sí para conservar al h o m b re en toda p ro p o rció n , perfecto, fuerte y sano y en buena d isposición ». España daba, pues, la im agen de un cu erpo contrah ech o, figura de «m an quedad y d efecto [...] que la hace andar descom pasada, a la form a de un hom bre que p o r estar m anco, im ped id o o lisia d o anda con fatiga, descom puesto, débil, p o c o firme y fácil de derribar». De este diagnóstico sobrevenía sin más el rem edio: bastaba con que cada parte, co n que cada m iem bro volviera a ser co lo c a d o en el lugar del que nu nca debería haber sali do, ofreciéndose luego al lector el diseño original que ahora se consideraba roto o descompuesto. «Requiere form a triangular la base en la que se sustentan las R epú blicas», dirá C ellorigo; de m anera que si u n o de los apoyos flojea, caerá la repú blica p or sí sola o resultará en su caso «fácil de derribar». Y lo que aquí en España ha pasado es, justamente, que los tres «ci m ien tos», «ángulos» o «esquinas» q u e habían de sustentar la sociedad se han co rro m p id o en el m o d o y p or las razones que el b u en o de d on Martín nos cuenta co m o m ejor puede. D ejém osle que hable. Dirá el jurista que, habiendo co m o debe haber en la socie dad mayores, m edianos y m enores, la España de 1600 se apa rece ante sus ojos com o una sociedad en la que sólo existieran los d os «ex trem o [s] de ricos y de p ob res, sin haber m e d io que los com pase [...], faltando los medianos». Así, pues, los ci mientos se han «descom pasado» porque, para empezar, los ri cos ya n o son, en cantidad y en calidad, los que eran; antes eran pocos, pero lo eran «de veras, porqu e sólo este nom bre m erecían los titulados y caballeros que en hacienda y en valor ilustraban los estados y grandezas del R ein o». A éstos cabía añadir los «hidalgos nobles y ricos», cuyo contingente y dosis de riqueza y n obleza, sum ada a la de los prim eros, o fre cía
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en conjunto «núm ero tan proporcionado» que de hech o «con trapesaba» la magnitud de las otras dos partes, la de los pobres y la de los m edianos. Pero lo que «después acá» ha sucedido es que éstos, los m edianos, han id o dejando la «justa ocu p a ción » a la que la ley natural les obligaba para caer ya hacia la parte de los pobres, ya hacia la de los ricos. Unos han dado pi ruetas en el aire, han querido «saltar al tercio de los ricos», y en la m aniobra se les han d erretido las alas co m o a Icaro...; otros que, p or el contrario, sí lo han logrado, ocu p a n ahora una posición que n o les corresponde: se han «salido y desen casado de la com postura del p ueblo y del estado que les per tenece», co n lo cual unos y otros, los desgraciados y los afor tunados, «han hech o [a la sociedad] manca y, com o impedida, andar arrastrada». P or con sigu ien te, y para term inar, ape nas hay en España quien ocu p e su lugar, el lugar que «natu ralm ente» le correspon de, de d on de resulta que la enflaque cida m edian ía se m uestra incapaz de «llevar el p eso de la R epública sobre sí», de m anera que, más tem prano que tar de, todo acabará h ech o añicos y p or los suelos. En fin, todo el daño ha venido de que buen núm ero de es pañoles «se han d eja d o de las ocu p a cion es virtuosas, de los oficios, de los tratos, de la labranza y crianza y de to d o aque llo que sustenta los hom bres naturalm ente»; «to d o p ro ce d e de huir de lo que naturalmente nos sustenta», insistirá Cellorigo, que observa có m o sus conciudadanos hacen lo in d eci ble p or vivir de la falsa riqueza, de la riqueza antinatural que reside en el d in ero. T o d o se ha origin ado así al «m en osp re ciar las leyes naturales que nos enseñan a trabajar» y, p o r el contrario, a «p on er la riqueza en el oro y en la plata»; de este m od o, m ediante esta infinita perversión, «la riqueza que ha bía de en riqu ecer [nos] ha em p ob recid o, p orq u e se ha usa d o tan mal de ella que ha h ech o al m ercader que n o trate y al labrador que n o labre». El o ro y la plata de Indias han turba d o a los españoles, haciéndoles creer que el metal es riqueza;
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grueso error: «la verdadera riqueza n o consiste en tener la brado, acuñado o en pasta m uch o o ro y m ucha plata, que con la prim era consunción se acaba»; la verdadera riqueza estriba en la p osesión de to d o a q u ello c o n lo que «se p u ed a sacar de las m anos de los amigos y enem igos el o r o y la plata», un tipo de operación que los españoles n o pueden hacer si n o es con los indios, mientras que sí la practican co n nosotros ami gos e incluso enem igos, para quienes así venimos a ser sus in dios... Dotes, censos, juros, mayorazgos y otras form as de ren ta han encandilado a los contem poráneos de Cellorigo; hacia ellas han v olca d o éstos sus ganancias co n p e o r o m ejor fo r tuna, desentendiéndose, en cualquier caso, de las m odalida des «naturales» de generación de riqueza; se ha querido y creí d o que ésta p od ía «anda[r] en el aire, en papeles y contratos, censos y letras de cam bio, en la m oneda, plata y oro, y n o en los bienes que fructifican y atraen a sí co m o más dignos las ri quezas de afuera sustentando las de dentro». Así nos ha luci do el pelo, concluye el jurista, p or lo que resulta preciso adop tar cuantos m edios se estim en necesarios para hacer que el trabajo vuelva a plantar sus reales entre los españoles; y a este fin, la rebaja del tipo de interés de los censos yjuros es, desde luego, u n o de los m edios que más derecham ente pueden p o ner fren o a tan perversa actitud, contribuyendo a que dismi nuya el rendim iento de la ociosidad8. Según Cellorigo, pues, el desprecio del trabajo ha sido y es la principal causa de la «declinación» p or la que el país venía deslizándose de unas décadas acá, siendo sorprendente, en todo caso, que esta denuncia sea la misma que cuarenta años an tes, en 1558, había hecho ante eljoven Felipe II el contador burgalés Luis Ortiz en un Memorial al que el malogrado Ernest Lluch propu so m udar de título para llamarle, precisam ente, Libro sobre cómo quitar de España toda ociosidad e introducir el trabajo9. Pero ¿qué pu ede haber de verdad — conviene preguntar se— en tales denuncias, sospechosam ente coincidentes, p o r
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lo demás? Ciertamente, tanto Luis Ortiz co m o Martín Gonzá lez de Cellorigo pretendían llamar la atención sobre unas acti tudes, sobre unos com portam ientos que ambos tenían p or in deseables; y hoy sabemos, desde luego, que n o era im posible vivir de rentas, de censos o juros, que hacia 1600 podían rendir más allá del 5 p or ciento, mientras que la inflación anual n o lle gaba al 4 en los años más críticos (1595-1599)10. Se podía, pues, subsistir m erced al recorte del cupón, y existía al parecer buen núm ero de personas que, para envidia de sus conciudadanos, había logrado hacerlo. A hora bien, es posible, asimismo, que Martín González de C ellorigo magnificara el alcance de la si tuación, y que su denuncia sobre la ociosidad de los españoles de entonces encerrara buena dosis de un tópico muy extendi do en la época que recogerá también su admirado Giovanni Bo tero11; en punto a exageraciones conviene recordar que, cuan do en 1619 Cellorigo visitó Toledo, lejos de encontrarse con un desierto, tal y co m o auguraban los escritos que sobre la im pe rial ciudad habían pasado por sus manos, hubo de confesar sor p ren d ido que veía el lugar m u ch o m enos afectado que otros p or la «com ún declinación de estos reinos»12.
B a l a n c e d e u n s ig l o
N o hay duda, sin em bargo, de que España pasaba p o r ma los m om en tos cu a n d o M iguel de Cervantes p u b licó El Inge nioso Hidalgo, y que u n o de los terrenos en los que esta mala situación resultaba más patente era, desde lu e g o , en el d e m og rá fico, pues parecía cierto que los m ejores tiem pos de la p o b la c ió n española se habían q u ed a d o atrás. D e h e ch o , nunca nuestro país había sido tenido p o r un rein o especial m ente abundante en hom bres; en sus Relazioni de 1599, el ya citado Giovanni B otero razonaba que un territorio p o r lo general árido y m ontuoso n o podía dar otro resultado que «la
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p eq u eñ ez [picciolezza] de las ciudades y la escasez [rarità] de las p ob lacion es». En 1600 C ellorigo habría dado p o r b u en o el diagnóstico, siempre y cuando se redujese a Castilla la V ie ja , pues a estas alturas hacía años que sus ciudades, en espe cial, habían perdido buena parte de su peso dem ográfico en el conjunto del reino. La propia Valladolid, lo mismo que Avila, M edina del Campo, Medina de R ioseco o Burgos n o eran a la sazón lo que una o dos generaciones antes; la evolución del nú m ero de bautismos en sus parroquias da buena cuenta del tem prano cambio de tendencia en ellas. Sólo Segovia o Palencia pa recían sobrellevar con cierta dignidad las dificultades del fin de siglo. Al otro lado del Guadarram a, sin em bargo, el im pre sionante crecim iento de la villa de Madrid contrastaba de fo r ma llamativa con lo que existía al norte, habiendo pasado de simple «v illom o [villaggio]» a «una de las más grandes pobla ciones ele España» (B otero), de m anera que su crecim iento enfatizaba aún más el desequilibrio entre ambas mitades de la Meseta. Desde que en la primavera de 1561 Felipe II la hu biera elegido para sede de la corte, centenares de hom bres y mujeres habían ido acom odán d ose tras sus muros, m ultipli cando su población desde unos 30.000 habitantes (com o má xim o) en aquella fecha, hasta los 65.000 de fines del siglo xvi y los 150.000 que, quizás, albergara hacia 162013. Oleadas y oleadas de inmigrantes hicieron que el núm ero de bautismos habidos en las parroquias de la villa pasara de una media anual de 400 (1550-1559) a 2.800 (1590-1599) y 3.400 (1610-1619). C om o tantos otros, el cirujano R odrigo de Cervantes y su m u jer, L eon or de Cortinas, padres de M iguel, habían llegado a Madrid con su numerosa prole a fines de 1566. Hacia 1620, la villa y corte pudo disputar a Sevilla el título de ciudad más p o pulosa del reino, un puesto de primera fila alcanzado por esta última tras un crecim iento n o m enos espectacular p ropicia d o p or «el descubrim iento del M u n d o nuevo» (B o te r o ). Es p osib le que la Sevilla que Cervantes c o n o c ió p o r el año de
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la m uerte de Felipe II (1598) hubiera alcanzado los 150.000 habitantes, cifra a la que M adrid llegó hacia 1620, al tiem po que Sevilla retrocedía14. El valle del Guadalquivir com p re n d ía asim ism o m uchas otras localidades que, desde Andújar río abajo, configuraban u n o de los espacios más densam ente poblad os de la España de entonces. M iguel de Cervantes co n o ció la mayoría de esas villas y ciudades — Ecija, Marchena, Carmona, Cabra, Ubeda, Montilla, Baeza...— en sus años andaluces. Se trataba de un territorio de p o b la c ió n con cen tra da y num erosa cuyo c o n traste con la España atlántica era manifiesto; cuando en 1617 se pusieron sobre el papel las 15.770 «ciudades, villas y lugares, ventas y caseríos y cortijos» de las 18 provincias del reino de Cas tilla, p u d o verse que, frente a los 5.377 núcleos habitados de León, 2.491 de Zamora o 1.623 de Burgos, Sevilla, Córdoba, Jaén o Murcia tenían, respectivamente, 195, 61, 83 y 6215. Este pa trón se extendía asimismo hacia el este, d on d e el viejo reino de Granada, aún n o del tod o recuperado de los efectos de la revuelta de la p o b la c ió n m orisca (1568) y su p osterior dis persión por Castilla, conservaba, sin em bargo, un atractivo de exotism o que deslum braba a los visitantes. Es posible que la capital tuviera hacia 1600 hasta 30.000 habitantes, si bien un cuarto de siglo antes había alcanzado los 50.000. M enor nú m ero de asentam ientos, pues, p ero rebosantes de hom bres y m ujeres hasta dotar a A ndalu cía de la más alta tasa de p o blación urbana dentro de la Península. Por otra parte, a los viajeros que cruzaban España de n o reste a suroeste, en cam ino desde G erona a M adrid, el paso p or una buena parte de Cataluña y de A ragón se les antojaba la travesía de un desierto, al igual que sucedía a quienes baja ban desde Barcelona hasta Valencia y Murcia. Estas soledades se quebraban, sin em bargo, al pisar ciudades co m o B arcelo na, Zaragoza o Valencia, las cuales, en la unánim e op in ión de los viajeros extranjeros, pasaban, además, p o r las más bellas
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de España. N o habría, pues, p o d id o escoger escenario más a p rop ósito M iguel de Cervantes que cu a n d o p ensó en Zara goza y Barcelona para las aventuras extramanchegas de D on Quijote; para la ciudad condal, que Cervantes conoció en 1610, n o ahorrará elogios coincidentes co n los de los visitantes ex tranjeros: admiróles el hermoso sitio de la ciudad, y la estimaron por flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, temor y es panto de los circunvecinos y apartados enemigos, regalo y deli cia de sus moradores, amparo de los estrangeros, escuela de la caballería, exemplo de lealtad y satisfacción de todo aquello que de una grande, famosa y rica y bien fundada ciudad puede pe dir un discreto y curioso desseo16. En general, sin em bargo, y desde un punto de vista cuanti tativo, los reinos de la C orona de A ragón presentaban enton ces niveles dem ográficos francam ente pobres. El Principado de Cataluña, p or ejem plo, todavía acusaba en el siglo xvi los efectos de la profu n da crisis que había castigado el país a lo largo del últim o siglo y m edio del M edioevo. En 1365 alber gaba unos 468.000 habitantes, que en 1553 n o eran sino p o c o más de 300.000. La recuperación del nivel dem ográfico del si glo XIV h u bo de esperar nada m enos que a los años veinte del siglo XVII17. Además, a diferencia de Castilla, Cataluña n o dis p on ía de una red urbana com parable a las de la Meseta o el valle del Guadalquivir; la única aglom eración urbana signifi cativa era desde lu ego la ciudad de B arcelona — 35.000 ha bitantes hacia 1600— , cap i casal de Cataluña también, pues, en sentido demográfico. Una situación muy parecida se daba en el reino de Aragón: bajas densidades de población, crecimiento hasta los años veinte del siglo x v i i y con cen tra ción de la p o blación en la capital, Zaragoza, d on de, a la sazón, podían ha bitar hasta 25.000 almas de las aproximadamente 300.000 que
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vivían en to d o el rein o. En fin, cu an do en vísperas de la ex pulsión de los m oriscos (1609) el virrey de Valencia o rd e n ó reunir los datos de la p ob la ción del reino, resultó que vivían en él unas 400.000 personas acogidas en 96.731 hogares, y has ta 50.000 almas en la capital18. En resumidas cuentas, la España de principios del siglo xvn era un país en el que vivían unos 6 m illones de habitantes, de los cuales 4,8 lo hacían en los reinos de Castilla. Siendo éste aún entonces el territorio más poblado, acababa de perder al red edor de un 10 p o r ciento de sus efectivos tras la epidem ia de peste que había recorrido el país de norte a sur entre 1596 y 1602; el declive contin uó en años sucesivos, de manera que, hacia 1630, el descenso acum ulado alcanzaba posiblem ente ya el m illón de personas. A d ich o declive había con tribu id o de form a sustancial la forzada salida de la p oblación morisca, que, en este caso, redujo la potencia dem ográfica de tod o el país, pues afectó tanto a la C oron a de Castilla c o m o a la de Aragón. A caecida entre 1609 y 1614, se ha estim ado en algo más de 300.000 el nú m ero de almas que dejaron la Penínsu la, una sangría humana que a los reinos de Valencia o Aragón los dañó de form a difícilm ente calculable p o r sus múltiples im plicaciones, n o sólo demográficas. En el reino de Castilla, aunque los m oriscos eran m enos num erosos que en A ragón o Valencia en términos relativos, la salida de importantes co n tingentes de algunas ciudades (2.255 de Jaén; 7.503 de Sevi lla; 3.789 de T oled o...) contribuyó, sin duda, a debilitar otro p o c o más la ya muy castigada red urbana19. A u n qu e n o tanto, desde lu ego, co m o en el pasado, estas ciudades españolas de los años iniciales del Seiscientos c o n servaban todavía buena parte del contingente hum ano que a ellas había acudido al calor de unas actividades mercantiles e industriales de las cuales en el Quijote n o faltan testim onios. R ecuérdese que, en la venta que el ingenioso hidalgo imagi n ó ser castillo, anotó Cervantes la presencia de una «gente ale
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gre, bienintencionada, maleante yju gu eton a», de p roced en cia diversa, que constituye todo un friso del «proletariado» ur b an o de entonces: «cuatro perailes de Segovia, tres agujeros del Potro de C órdoba y dos vecinos de la H eria de Sevilla»20. Junto a éstos, habían acudido también a la llamada de las ac tividades económ icas urbanas buen nú m ero de extranjeros, sobre todo franceses, una cifra que A ntonio de M ontchrétien (1576-1621) estimaba entonces p or encim a de los 200.00021. Este atractivo tenía m ucho que ver con la fascinación que des de el m om en to del Descubrim iento se había derram ado p o r toda Europa a la vista del oro y de la plata que llegaban de A m é rica, tesoro que luego se distribuía p o r España y al que p o r la vía del com ercio o del salario pretendían lícitamente tener ac ceso tanto españoles com o extranjeros. Por esta razón, a lo lar g o del siglo XVI las ciudades de Castilla se llenaron de gentes que en ellas pensaban encontrar m ejor vida que la de los terru ños que atrás habían dejado; fue el caso de Martín Guerre, fran cés de nación, que hacia 1560 encon tró a com od o en Burgos, cu a n d o la ciudad aún tenía algo que ofrecer. U na herm osa película (El regreso de Martín Guerre) narra sus andanzas22. T o davía en 1635, el padre L ejeun e d ecía a R ich elieu que una «buen a parte» de los artesanos que trabajaban en las ciuda des españolas eran franceses23, y aún más tarde, en 1652, Mar tínez de Mata dirigía sus dardos hacia la infinitud de extran jeros que «entran en España vacíos com o cangilones en noria, y salen todos cargados de plata y o r o » 24. Es bien co n o cid a la deuda de la dem ografía catalana y aragonesa con los france ses que, desde 1560 en adelante, cruzaron hacia este lado de los Pirineos en busca de fortuna. La vida y el trabajo en el cam po n o atraían, desde luego, en igual medida. En este sentido España era un país con fama de exhibir profundos contrastes en lo tocante a riqueza ganade ra y p rod u cción agrícola; co m o decía en 1582 un viajero fla m en co ciertamente inclinado a mirar con buenos ojos las co-
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sas de aquí, era preciso «tom ar en consideración el co n ju n to en tero» de un país «m uy desigual en sí m ism o en sus di versos aspectos», y en el que, ju n to a grandes carencias, exis tían también riquezas sin cu en to25. Era difícil, p o r ejem plo, que la p rod u cción cerealera pudiera de ordinario dar abasto a la p oblación consum idora; todavía a fines del siglo xvii sólo en on ce provincias españolas era suficiente la cosecha de gra n o, mientras que en Cataluña, p or ejem plo, se hacía preciso im portar un año c o n o tro a lred ed or de 3,5 m illon es de fa negas, 2,9 en V alencia y 2,7 en Sevilla. A lg o p a re cid o suce día a lo largo de la costa cantábrica, dependiente de Francia o incluso del B áltico, razón p o r la cual los Reyes C atólicos, al instaurar la tasa en el p recio de los cereales (23 de diciem bre de 1502), exceptuaron el territorio com prendido entre la franja costera y diez leguas hacia el interior, n o fuera a suce der que los acarreadores de trigo y centeno optaran p or de ja r de acudir cu a n d o se les necesitaba en razón de la presu m ible m engua de sus ben eficios26. El jesuíta catalán Pere Gil (1551-1622) describía prácticamente la misma situación a prin cipios del siglo XVII en lo relativo a su tierra: Y comenzando por el pan, que es el principal alimento del hombre, en Cataluña, cuando la cosecha es mala y corta, no se coge suficiente pan para ella, com o en las otras provincias del mundo [...], y se padece hambre. Pero como Cataluña tiene mar y es vecina de Francia y Aragón, que son provincias por lo ge neral fértiles, sólo ocasionalmente se pasa hambre; y si se pa dece, fácilmente es abastecida por mar desde Sicilia o por tierra desde Francia o de Aragón27. En cualquier caso, los problem as de la agricultura se ha bían agravado a principios del siglo xvn, singularmente en am bas Castillas, E xtrem adura y A ndalucía. H oy sabem os, p o r ejem plo, que la p rod u cción de cereales m edida a través de los
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diezm os percibidos p o r la Iglesia mostraba en m uchos luga res claros síntomas de agotam iento. En el obispado de Sego via o en el arzobispado de T oledo estas cifras fueron máximas hacia 1590 para luego ir descendiendo a m edida que pasaban los años28. Existía, sin duda, en la España de este tiem po un com p lejo «problem a de la tierra» cuyos principales síntomas aparecieron en los inform es que hacia los últimos días de su vida Felipe II recabó de los corregidores en sus respectivos dis tritos. El catálogo de estos males era am plio y vario. Para em pezar, de muchas partes llegaban noticias de que se cogía p o co pan porq u e p o c o se sembraba; y se sem braba p o co , asegura ban los encuestados, p o r «la falta que ay de gen te». L u eg o se añadía otra serie de cuestiones que daban a entender lo de salentador de cualquier esfuerzo en el cultivo de los campos; aparecía así el problem a de la tasa en el p recio de los granos que los labradores traían al m erca d o, unos precios que, en ocasiones, hacían inútil el sudor del campesino; otros, los que podían contratar jornaleros, se quejaban tanto de los altos sa larios que debían pagar co m o del subido coste de los «m ate riales necesarios para la labranza». Adem ás, las tierras m os traban p or doquier su cansancio, rindiendo cada vez m enos, p or lo que parecía recom endable «que las heredades de pan se labren en tres ojas y n o a dos», perm itiendo así p o co a p o c o su recuperación29. T am poco corrían buenos tiem pos para la, en otro tiem po, m uy lucrativa p rod u cció n lanera, sustentada en rebaños de centenares de miles de cabezas que, año tras año, recorrían de Andalucía a Castilla la Vieja, Aragón de norte a sur, o el rei n o de Navarra desde la ribera hasta los Pirineos. Las guerras de Flandes habían parado en seco las exportaciones, una p o tentísima dem anda que en m o d o alguno podía n equilibrar las salidas por los puertos de Alicante, Cartagena o Sevilla co n destino al de L ivorno, desde d o n d e eran reexpedidas hasta llegar al pie de los telares de Florencia y Venecia. El precio de
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la lana se había, pues, estabilizado, de manera que el daño que sufrían quienes andaban en estos tratos redundaba, sin em bargo, en b en eficio de la dem anda doméstica, siem pre que jo sa de que las m ejores lanas se iban fuera del país y en can tidades que hipotecaban las posibilidades de crecim iento de la industria textil. La guerra, pues, perjudicó notablem ente a quienes vivían de estos tráficos, singularmente a la ciudad de Burgos, a su corp ora ción de m ercaderes y a cuantos estaban en su órbita. Adem ás, co m o el conflicto arm ado hizo m uch o daño a la p ro d u cció n en general de los Países Bajos, parale lamente se redujo la oferta del exterior, proceso que todavía fue a más cuando a partir de 1585 Felipe II añadió Inglaterra a su lista de enem igos, un país del que también llegaban pa ños a la Península. Pero, p or encim a de cualquier otra cosa, España era iden tificada desde fuera co m o un país inmensamente rico gracias al brillo de la plata que todos los años llegaba a Sevilla p ro cedente de Am érica; y aunque buena parte de esta plata n o tardaba gran cosa en salir p or las fronteras, no p or ello el stock m onetario dejó de crecer en los años finales del siglo xvi e ini ciales del XVII, si bien cada vez lo hacía a m enor ritm o30. A este incesante caudal de tesoro imputaba Cellorigo el desvarío que afectaba a sus compatriotas; p o c o faltaba para que Sancho de M oneada afirmara que «las Indias trajeron a España la raíz de todos sus daños» (1619). A lo largo del siglo xvi este tesoro pagó tanto los costes de la política exterior de la Casa de Aus tria com o la factura de las mercancías que, procedentes de Eu ropa y España, eran em barcadas todos los años desde el are nal de Sevilla; aunque con altibajos, este com ercio, tanto el de ida com o el de vuelta, n o paró de crecer hasta más o m enos el año 1600. Hasta esta fecha la dem anda americana im pulsó la ex p orta ción de p ro d u cto s agrícolas en el valle del Guadal quivir (vino, aceite) y también la de manufacturas. El com er cio de Indias animaba, pues, los tráficos portuarios, la vida de
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los m ercados urbanos, las periódicas ferias, mientras que el o ro y la plata daban trabajo a las cecas y a los bancos — priva dos o bajo tutela m unicipal— que prestaban, aceptaban d e p ósitos y aventuraban d in eros aquí y allá. La paulatina e n trada en recesión del co m e r c io de Indias afectó a to d o el tinglado. En el inventario de las paradojas de la econom ía es pañola de estos años debería ocupar lugar central el hecho de que un país sobre el que año tras a ñ o llovían m iles y m iles de d u ca d os en plata fuese al p r o p io tiem p o incapaz de g e nerar la confianza suficiente para que, a partir de 1601, nadie se atreviera a inaugurar una sola oficina bancaria, negocio este progresivam ente aniquilado p o r continuas oleadas de quie bras, de las que hasta el p r o p io Cervantes sufrió las co n se cuencias en 1595.
T ie m p o s n u e v o s
El rein ad o de Felipe III (1598-1621) fue testigo de a co n tecim ientos decisivos para la historia econ óm ica de España. La cuantía y el nivel de la reflexión intelectual en estos años ■parece prueba inequívoca de que los contem poráneos, desde C ellorigo hasta M oneada, eran conscientes de que les había tocado vivir una edad singular p or varios conceptos. Era ob li gado echar la vista atrás y también hacia delante. Semejante actitud trajo consigo la puesta en cuestión de las políticas h e redadas del pasado, ocu p a n d o entre ellas un lugar estelar el debate sobre los efectos de tantos y tantos años de guerra, efec tos que parecían trascender el ámbito puramente militar o di plom ático para extenderse al e co n ó m ico . Paradójicam ente, este debate p areció cobrar más y más interés al tiem po q u e pudieron apreciarse también los resultados de la paz, prim e ro co n Inglaterra (1604) y lu e g o c o n las Provincias Unidas (1609). A este respecto n o hacía falta m em oria de elefante
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para darse cuenta de que am bos países, principales enem igos de Felipe II y de su h ijo Felipe III hasta la firm a de dichas pa ces, habían sido en tiem pos de los Reyes Católicos y de Car los I buenos aliados en lo político y excelentes partenaires en lo económ ico. Los tratados de 1604 y 1609 permitían, pues, echar la vista atrás y calibrar los efectos de sucesivos periodos de en frentam iento y pacífica relación. En estos térm inos parecía evidente que la guerra n o había h ech o ningún bien al país y sí m u ch o mal, al m argen, p o r supuesto, de la cuantía de du cados y hom bres — más ducados que hom bres— dilapidados en empresas com o la Gran Arm ada de 1588. Pero m uch o más frustrante debió de haber sido ya para Felipe II y sus ministros tener que oír tam bién que, en particular, la guerra que co n tanta firmeza se libraba para combatir a los rebeldes de los Paí ses Bajos, en realidad parecía hacer aún más daño a las p ro vincias que todavía perm anecían bajo su obediencia, y, desde luego, también a sus propios dom inios peninsulares. Movidos p o r estas razones, los g ob iern os de Felipe II y Felipe III aca baron p or aceptar que, ju n to a la guerra convencional, debían practicar también, y co n n o m en or em peño, alguna que otra form a de guerra econ óm ica ; pues, co m o se re co n o cía en el Consejo de Estado en noviem bre de 1602, los acontecim ien tos b élicos de los años pasados «auían co n su m id o el patri m on io de Vuestra Majestad y en riqu ecid o [a] los rebeldes»; o, com o dijo el co n d e de C hinchón de m o d o m u ch o más ex plícito, el conflicto co n las Provincias Unidas «ha consum ido la gente y la hazienda co m o es n o to rio , pues oy día se halla Vuestra majestad tan falto de lo u n o y de lo otro, los rebeldes más obstinados, sus fuerzas y p od er [son] mayores, estos Reynos pobres y aquellos Estados ricos con nuestra sustancia»31. Así las cosas, Felipe III n o hizo oíd os sordos a ciertas p ro puestas concretas salidas de aquella reunión. «Llegada es la ocasión — d ijo— de hacerles la guerra a sangre y fu e g o m e tiéndosela en lo más vivo de sus casas p o r m ar y tierra, que
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m an do, y anegándoselas, y talándoles su cam pos». En el te rren o de la guerra e con óm ica se procuraría, en lo sucesivo, estorbarles la costera del arenque, inundar el país rom p ien d o los diques, cerrar de to d o p u n to el co m e rcio , incluso el ejercitado mediante licencias («pasaportes») ; en los mares del planeta una arm ada bloquearía su co m e rcio con Levante y otra les im pediría el aprovisionam iento de sal en Cabo Verde e isla Margarita; vizcaínos y gu ip u zcoa n os serían provistos de patentes de corso, etcétera. El plan se coronaba, finalmente, con «lo que ha propuesto Gauna». Este Juan de Gauna era, en efecto, el padrino de una idea y lu ego célebre decreto c o n o cido p or su nom bre o también com o «decreto del 30 por cien to», en alusión esto último a la cuantía de los gravámenes que propugnaba. C on éstos se pretendía el aislamiento econ óm i co de las Provincias Unidas y de form a paralela el estímulo a los intercambios entre las diversas partes del Im perio, del que se presum ía su capacidad para valerse p o r sí m ism o, p ro cu rando, además, con to d o ello, la restauración de las provin cias fieles del sur de los Países Bajos32. El 27 de febrero de 1603 iniciaba el experim ento su andadura, pero n o tuvo que pasar m u ch o tiem po sin que com enzaran a chirriar los tradiciona les m ecanism os de intercam bio entre las diversas áreas e c o nóm icas de la Europa de entonces, fuesen amigas, enemigas o neutrales. Francia resp on d ió de in m ed iato con un grava m en de similar cuantía, y en septiembre co lo có un arancel del 50 por ciento al trigo con destino a España. Inglaterra, en cuyo trono acababa de sentarse J a cob o I Estuardo, deseoso de lle gar a un rápido fin de las hostilidades con España, n o enten día que fuera precisamente una m edida co m o ésta la que p u diera contribuir a m ejorar las relaciones mutuas. D entro de la propia Monarquía se alzaban voces de protesta en Portugal, en Sevilla y en los puertos del Cantábrico — Bilbao y San Se bastián, prin cipalm en te— . El to n o de las quejas dentro de la propia casa evidenciaba una realidad bien difícil de digerir
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para nuestros gobernantes: era tal el grado de im plicación, di recta o indirecta, de los holandeses en el com ercio de Indias, en el de los puertos cantábricos, etcétera, que pretender qui társelos de encima a golpe de decreto causaba en realidad más daño a los propios súbditos que a los mismos enem igos. A fin es de 1604, el decreto de Juan de Gauna agonizaba sin rem edio. Tam bién entonces se firm aba una paz co n Inglate rra y, p o c o después, en 1609, una tregua c o n las Provincias Unidas. Se abría así un nuevo escenario en las relaciones c o m erciales entre los en em igos de antaño que a tod os y cada u n o de ellos iba a perm itir com p rob a r las eventuales trans fo rm a cio n e s acaecidas aquí y allá durante los años de en frentam iento. ¿Q ué España iban a encontrarse los m ercade res que aquí fu eran lleg a n d o? ¿C óm o iba a h acer fren te la econ om ía de este país a una situación en la que tanto Ingla terra co m o las Provincias Unidas iban a gozar de e x c e p c io nales oportunidades de m ercado? Un finísimo observador de lo a con tecid o durante estos años fue, desde su privilegiada atalaya londinen se, d o n D ieg o Sarm iento de A cuña, co n d e de G ondom ar, em bajador en Inglaterra ante J a cob o Estuardo entre 1613 y 1618. A toro pasado, ya de vuelta a casa a prin cipios de 1619, m a n dó a Felipe III una carta que resumía su experiencia de aquellos años y lo que a su ju ic io p o d ía el fu turo deparar a España. Desde el principio de su discurso el tó pico de la ociosidad volvía a comparecer, si bien n o tanto com o cosa dada, sino co m o producto. Al igual que otros de sus con tem poráneos, tam bién el em bajador creía que «Inglaterra y H olanda han ganado y ob ra do con las paces tanto co m o n o sotros [h em os] p e r d id o » ; la paz había vuelto a abrir el c o m e rcio y c o n él la salida de lanas, aceites «y to d o lo dem ás n ecesario para labrar b u en os pañ os», paños que lu e g o nos venden, y ventas con las que a continuación «nos sacan el oro y plata y nos hacen ociosos, habiendo de éstos aquí cin co de seis y allá u n o de cien to...»33. G ondom ar propugnaba acto se-
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gu id o la tom a urgente de algunas decisiones económ icas, el inm ediato abandono de la corriente actitud de brazos cruza dos o caídos que más tem prano que tarde traería consecuen cias funestas. España, según él, n o se había m ovido para c o n trarrestar los efectos sobrevenidos de la pacífica relación co n potencias del calibre de Inglaterra y H olanda; con d olor c o m entaba lo que le había llegado de una reun ión del C onse j o de Estado de J a cobo I: «que co n la paz tenían a Sevilla y a Lisboa y a las Indias en Londres, y que con pocos años que con tinuase la paz, se yva p on ien d o Spaña de manera que podían b en ir a tom ar la p osesión d e lla y señorearla sin aliar resis tencia ni tener necesidad de disparar un arcabuz». Le resul taba escandaloso com p robar también que, siendo Felipe III «señor de las minas», «nosotros estamos co m o se sabe, [m ien tras que] ellos n o tienen m on e d a de vellón ni otra que [n o sea] de o ro y plata». En fin, si a lo d ich o se añade «la d esp o blación, pobreza y miseria que oy tiene Spaña [...], que el ca m inar p o r ella es más penosso y d e sco m o d a d o que p or n in guna tierra desierta de toda Europa», el mensaje de Gondomar, fech ado a 28 de marzo de 1619, podría haber entrado sin di ficultad en el paquete de reflexiones que la Junta de Reforma ción, justam ente p or entonces, hacía públicas. Por desgracia, el paisaje dibujado p or G ondom ar en aquel año n o se aparta gran cosa de la realidad e con óm ica del rei nado de Felipe III que los historiadores han sido capaces de reconstruir; un triste panoram a era el que a la sazón ofrecía el país en contraste con el de generaciones precedentes. Si el curso de la «declinación» tendía a acelerarse a m edida que se iba entrando en ella, parecía asimismo cierto que el proceso había com enzado p o c o tiem po atrás, y que, sin em bargo, n o iba a resultar nada fácil p on erle fren o. Las pérdidas d e m o gráficas eran manifiestas, co m o ya se ha visto; al otro lado del O céan o, las minas de Potosí habían deten ido su p rod igioso ritm o de crecim iento en los años 1590-159534; la plata llega
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ba, pues, cada vez en m enores cantidades, y, desde luego, las razones p or las cuales la que llegaba salía p o c o después tam p o c o habían d esa pa recido d el h orizon te. La paz c o n Fran cia (1598), con Inglaterra (1604) o la tregua con las Provin cias Unidas (1609) n o habían co n trib u id o a h acer caer de m od o significativo el nivel de gasto de la hacienda de Felipe III, y con él la necesidad de recurrir al crédito, a los asientos. C on ellos decía G ondom ar que «n o sólo se sigue la pérdida y daño de dar ganancia a nuestros enem igos y augmentarle la fuerza y caudal contra Vuestra majestad y sus vasallos, p ero se les da con esto licencia para que públicam ente, labrado y sin labrar, saquen quanto o ro y plata quisieren y más de diez [ducados] p or cada u n o que p ro b e e n ». Por esto, y porq u e las minas de América ya n o daban más de sí, el ritmo de acumulación de m e tales preciosos (fundamentalmente plata) empezaba, en efec to, a ralentizarse p or estos años; si en el quinquenio 1591-1595 había sido m áxim o c o n resp ecto al p reced en te, in cre m e n tándose en un 18 p o r cien to, en el siguiente cayó al 15, y de 1601 a 1620 ya n o p u d o subir del I I 35. Pero si paces y treguas n o perm itieron un alivio sustancial de los males que había ocasionado la guerra, la reanudación de los contactos mercantiles trajo consigo una buena dosis de otro tipo de problem as n o m enos preocupantes. Estos tenían que ver con la súbita apertura de unos m ercados que, duran te décadas, sólo habían p o d id o ser pen etra dos p o r el c o n trabando; ahora, sin em bargo, España p o d ía im portar y ex portar libremente, y sus viejos enemigos también. El artículo IV de la llamada tregua de Am beres decía así: Los Vasallos, y Habitantes en los Países de dichos Señores Rey, Archiduques, y Estados tendrán entre sí toda buena correspon dencia, y amistad durante la dicha Tregua, sin resentirse de las ofensas, y daños, que huvieren recibido anteriormente; podrán también frequentar, y estar en los Países el uno del otro, y exer-
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cer en ellos su trato, y comercio con toda seguridad, assí por Mar, y otras Aguas, como por Tierra36. La libertad de co m e rcio para un os y otros quedaba co m pletam ente asegurada, salvo en lo relativo a Indias. Y, d ad o que en particular los holandeses poseían además una ingen te cantidad de navios con los que traficaban mercancías aje nas, su acceso a los puertos peninsulares equivalía de h ech o a p on er al alcance del consum idor hispano toda la oferta pla netaria que éste pudiera apetecer. U n o de los sectores que de m anera in m ediata sintió el im p a cto fu e ju sta m en te el c o m ercio marítimo, desde Barcelona a Sevilla, de aquí a Lisboa, y, p or supuesto, también a lo largo de toda la costa cantábri ca. C om o se ha escrito, la paz es posiblem ente el «principal secreto» que p u ede explicar la brisa de renovada actividad que entonces sopló sobre el co m ercio de Indias y sobre Sevi lla37. N o es en m o d o alguno exagerado afirmar que france ses, ingleses y holandeses estuvieron esperando co m o agua de mayo que sus respectivos arreglos diplom áticos con d u je ran más temprano que tarde a la apertura de los ansiados m er cados ibéricos. Resulta sin tom ático, p o r e jem p lo, que, ha b ien d o m uerto Isabel I de Inglaterra el 24 de marzo de 1603, ya el 23 de ju n io hubiera p u b lica d o su h e red ero, J a co b o I, una Proclamatio pro Commercio cum Hispania en la que anulaba cualquier patente de corso que su antecesora hubiera auto rizado contra barcos y m ercancías de nuestro país; al cese de tales actividades se le daba, además, carácter retroactivo: el 24 de abril de 1603, día de la entrada de Jacobo en Inglaterra38. El 9 y el 19 de diciem bre ya estaban en El Grao de Valencia las naves de H iduart Esmes y R ob erto Perornando, llegadas de Plymouth y Fowey, con su carga de pescado salado, plom o, estaño y, sobre tod o, paños y lienzos, éstos bajo d en om in a ciones tales co m o escots, lanillas, cariseas, estambres, sargas, telillas, etcétera39.
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Pero, tal y com o los arbitristas repetían sin descanso, la aper tura del m ercad o español a potencias econ óm ica m en te tan poderosas n o p od ía dejar de ocasionar algún que otro daño; Sancho de M oneada, que en 1619 publicó su Restauración Po lítica de España, estaba persuadido, en efecto, de que, a cau sa de tales circunstancias, se había experim entado en su país «en cuatro o seis años, la m ayor m udanza que ha ten id o en cuarenta ni cincuenta antes», y que dichas mudanzas, co m o las que sobrevienen al hom bre «viejo y vigoroso, en p ocos días cargan en él de g o lp e hasta que le entierran»; en otras pala bras, era «m uy fresco» el mal que afectaba a la e co n o m ía es pañola. L o que M oneada n o decía era que se trataba, sin em bargo, de un daño selectivo, pues había sectores de la actividad económ ica hispana que estaban encantados co n la paz y la co rrelativa apertura de m ercados, co m o era el caso de los c o m erciantes exportadores. Así, era cierto que día tras día n o sólo aumentaba el volum en del com ercio de Indias, sino tam bién el de otros puertos peninsulares, co m o Valencia, que se animaba igualmente entonces recibiendo casi 1.000 navios en 1605 (995 exactam ente) y más de 700 p or térm ino m edio en tre 1609 y 1616. En el otro sentido, España p odía hacer llegar a la Europa del norte sus habituales producciones co m o lana, sal, aceite, frutos secos, etcétera. Al m ism o tiem p o, sin em b a rgo, otras gentes asistían es pantadas a lo que se les estaba viniendo encim a; su portavoz era precisam ente Sancho de M oneada: «El dañ o de España nace del nuevo com ercio de extranjeros». Es obvio que el ca lificativo de «n uevo» n o era gratuito. Daba a entender, según creo, que M oneada estaba persuadido de que d ich o com er cio, dañino aunque soportable en tiem pos pasados, se había vuelto ahora letal p o r la sencilla razón de que una de las par tes, la de España, ya n o se encon traba en las mismas co n d i ciones de veinte o treinta años atrás. Moneada hablaba tanto p or su T oledo natal co m o p or todos los otros centros urbanos que
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entonces sufrían la llegada de manufacturas extranjeras. Este im pacto estaba siendo particularm ente agudo en el terreno de la p ro d u cció n textil, muy castigada desde hacía algunos años, pues había com enzado ya nada más firmarse la paz con Inglaterra y todavía continuó tras la tregua de 1609. De 1604 a 1607 los d erech os aduaneros entre Castilla y Portugal ha bían caído desde 45 a 30 millones de maravedís y la respuesta a sem ejante debacle n o ofrecía duda: los p rodu ctos textiles que los portugueses adquirían antes de la paz en España los com praban ahora a los ingleses que llegaban a sus puertos40. M irando hacia atrás, hacia 1585, cuando Felipe II decretó la proh ibición de com ercio con Inglaterra, algunos recordaban «la gran cantidad de pañ os» que hasta en ton ces solían im portarse de Inglaterra, y có m o lu ego «su falta ha h ech o que en estos reynos [Castilla] se hayan labrado tantos y tan b u e nos; y ya n o se quieren ni p iden los de Inglaterra»41. El cese de estas relaciones había estim ulado, pues, la industria d o méstica, que ahora volvía a pasar apuros a causa de una co m petencia extranjera que, además, devolvía manufacturadas las materias primas que aquí m ism o se les habían p rop orcion a do. Las paces habían invertido, pues, los térm inos: llegaban las manufacturas extranjeras y declinaba la industria dom és tica. La vitalidad que p o r en ton ces todavía anidaba en ciu dades de m arcada im pron ta industrial c o m o Segovia o Palencia n o tardaría m uch o en apagarse. P or lo demás, Sancho de M oneada n o estaba solo en sus apreciaciones. Contem poráneo y coterráneo suyo era Damián de Olivares. Nadie com o él con ocía las interioridades de la in dustria textil castellana, en especial la de T oledo y Segovia. En un Memorial de 1621 echaba la vista atrás para dar cuenta p o r m enorizada de «lo que dexaua de labrar T oledo y Segouia de lana y seda [...] p o r la entrada de las m ercaderías estrangeras»42. Según él, últimamente podían haber desaparecido de Segovia 2.000 telares, los cuales, multiplicados por las tres per-
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sonas que atendían cada u n o de ellos, hacían ya unas 6.000; añadidos cardadores, tintoreros, despinzaderas, bataneros, et cétera, se p o d ía alcanzar hasta un total de 34.189 «qu e han entrado en la fábrica desta ropa» y que ahora andan ociosas. En consecuencia, tiene sentido el h ech o com p rob a d o de que el núm ero de bautismos anuales en la ciudad de Segovia se hu biera red u cid o un 25 p o r cien to entre 1605 y 162543. N o era m ucho más halagüeño el paisaje toledano, donde Olivares cal culaba una desocupación que rondaba las 127.823 almas en tre la capital y los pueblos de la tierra. En señalar el origen del mal coincidía con M oneada, incluso en la cronología: «n o ha quinze años que entran estos géneros, ni entraron en tiem po de las Magestades de los Reyes nuestros señores, d o n Felipe Segundo, y Tercero, hasta las pazes». La situación la dibuja así: «Oy en España más faltan trabajos para los hombres, que hom bres para los trabajos, pues todos andan olgando, pobres, per didos p idien do p o r Dios, vagando y pon ién dose en oficios vi les y vajos en que todos perecen, p or auer cessado su manera de viuir». Y continúa con un espléndido análisis de la fortuna que cabe esperar para las en otro tiem po industriosas ciuda des de Castilla: A estos es menester dar orden de ocupar, sin que se esté ima ginando vanamente que oy ay falta de gente. ¿Cómo no la ha de auer si las casas que estaban fundadas de la fábrica, van faltando y desbaratándose, y los dueños que las viuían andan perdidos? [...]. Los hombres perdidos que andan vagando, y los que siruen y que están en oficios viles y vajos, no se han de llamar pobla dores, porque sólo lo será el que grande o pequeña fundare casa, y en sabiendo que ay que trabajar, cada vno se recogerá a su na tural, y armará su casa, y hallará quien le dé para ello, y qué hazer, y desta suerte se tornará a aumentar la población, que está desbaratada, que no ay que dezir faltan gentes ni telares, pues los vnos guelgan, y los otros están vacíos sin que texan en ellos.
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Por otra parte, el diagnóstico hecho por los hombres de la lla mada «escuela de T oledo» n o afectaba únicamente a Castilla; n o era mera retórica la referencia a España en Sancho de M on eada. El mismo discurso recitaba ante el Consejo de Ciento de la ciudad de Barcelona el mnseíler]'á\\mc Damians en referencia a «los Regnes de Espanya»44. C om o su colega castellano, sabía de sobra que «los Regnes de Castella, Aragó, Valencia, y Cathalunya son abundantissims de llanas, sedas, y altres fruyts, y per altra part pobres per falta de industria, per n o aplicarse los na turals y habitants en obrarlos a causa de tantas robas foraste ras». C om o M oneada, co n o c e también él d ón d e se fabrican: «en França, y altres R egnes estranys, o en Estradam [A m s terdam] , Inglaterra, y altres parts, que son de heretges y enem ichs nostres»; el m ism o co n d e de G on dom a r hubiera sus crito su d en u n cia de que, c o n dichas m anufacturas, estos herejes «venen a xuparnos dolçam ent, com a sangoneras, los p och s diners comptants, que tenim en aquest Principat», al darles com o les damos a cam bio «diner per enriquirlos, y p er a fernos guerra, ques lo pijor», una sangría m onetaria que ci fra en «mes de nou cents millia escuts» anuales, ganancia enor m e, pues Jaume Damians estima que dos terceras partes del p recio de una vara de estas telas es m ano de obra («m anifac tura») que pudiéndose haber h ech o aquí, p o r las m anos del m illón de catalanes que a la sazón viven en el Principado, se hace, sin em bargo, fuera. P arece cierto, en fin, que los daños de la paz superaron c o n creces los b en e ficio s que de fo rm a sim ultánea se r e c i bían, incluso allí d on de aparentem ente las cosas m archaban mejor. En el com ercio de Indias, p or ejem plo, si bien es cier to que la tranquilidad en los mares contribuyó a estimular los tráficos, n o es m enos verdad que tanto los com erciantes de Sevilla co m o el p ro p io C onsejo tenían serias dudas de que, in clu so en un régim en com ercial sobre el papel tan ríg id o
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corno era el de la Carrera, n o hubiera partícipes foráneos que estuvieran sacando de él la parte más cuantiosa de los even tuales b en eficios. En 1610, las denuncias con tra los p o rtu gueses, p or ejem plo, aludían a su instalación en lugares co m o Cartagena de Indias «tratando y contratando», sacando «gruesísimas sumas de dinero, oro y plata» al amparo del com ercio n eg rero que tenían c o n c e d id o ; el h e ch o de que m ayoritariamente fueran ciudadanos portugueses quienes tenían en sus m anos el arrien do de las principales aduanas del reino, tanto marítimas co m o terrestres, p roporcion a b a a sus socios y com patriotas una cobertura institucional p o r la que, ade más, se evadían sustanciosas cantidades de im puestos d eb i dos a Su Majestad. En el verano de 1610, por ejem plo, se supo q ue más de m edia d o c e n a de carabelas portuguesas, alre d e d o r del ca b o San V icente, se habían arrim ado de n o ch e a la flota de Indias para alijar en ellas las m ercancías más va liosas que llegaban del Nuevo M undo45. Si el com ercio de In dias había siclo algo así com o una locom otora de la econ om ía ibérica en el pasado, ahora existía el convencim iento de que a los m andos de la m áquina ya n o estaban quienes antes la habían con d u cid o. G regorio de Palma H urtado denunciaba p or su parte el a cceso de barcos ingleses al Caribe y Tierra Firme para com prar tabaco, y escribía que «aunque el Rey de Inglaterra y los demás se quieran disculpar co n que ellos n o les dan licencia, bien n otorio es que lo saben y no lo castigan, porqu e les es p rov ech oso». Fueron tiem pos estos de una indisimulada x e n o fo b ia que ponía al descubierto el retroceso de los m ercaderes sevillanos y de sus instituciones corporati vas (el C onsulado) ante el avance im parable de los peruleros que retornaban de A m érica con la bolsa cargada, los om n i presentes portugueses o los «negociantes del N orte» perte necientes a varias n acion es40. El llam ado m o n o p o lio de Se villa lo era cada vez m enos. La flota de Nueva España y los galeones de Tierra Firme que cada año salían de Sevilla eran
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sólo parte de un sistema com ercial al que también cabía aña dir, c o m o ya se ha d ich o, lo que los portugueses podía n ha cer llegar sirviéndose de los navios negreros, la cuota de in gleses y holandeses o el creciente atractivo de los intercambios Acapulco-Manila, al que los mercaderes sevillanos imputaban una b u en a p o r c ió n de la caída en la dem anda p ro ce d e n te de esa parte del planeta. Tristes días, pues, los que alum braron la salida a la calle de las dos partes del Quijote-, días en los que se estaba ventilan d o el porvenir eco n ó m ico de la España de entonces, ya m uy tocada desde los años finales del siglo xvi, y a la que habrían de sentar muy mal, co m o se ha visto, los térm inos com ercia les acordados en las paces de 1598,1604 y 1609. P oco antes de que en abril de 1621 se reanudase la guerra con las Provincias Unidas, decía Damián de Olivares: «Estannos consum iendo, y la guerra con que nos amenaza, tenemos dentro de casa». A su entender, la España de estos años se hallaba sumida en un es tado de guerra económ ica con unos enem igos con los que pa radójicam ente acababan de ser firm ados sendos acuerdos de paz que, n o obstante, gentes com o él tenían p or notoriamente lesivos. Olivares n o podía com prender que n o se hubiese p ro ced id o ya a la lisa y llana p rohibición de entrada de m ercade rías extranjeras una vez con ocidos sus efectos. «¿Qué materia de estado pu ede auer a estoruar la e x e cu ció n de la p roh ib i ción [de entrada] de los géneros de lana y seda?», se pregun taba sorprendido. Existía, en efecto, la sospecha de que un inescrutable arcano había sacrificado econ óm icam en te Es paña en aras de determinados intereses, para algunos más ele vados; a esta creencia daban pábulo ciertas justificaciones ofre cidas al p o c o de haberse firm ado la tregua de 1609. En este sentido el propio Felipe III llegó a sugerir que el m ercado p e ninsular había sido entregado com o m on eda de cam bio para evitar tanto la continuación de la guerra co m o la entrada en Indias: «Será Nuestro Señor servido que co n gozar los rebel
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des del trato de mis reynos dexen la navegación de las Indias, y con el provecho que de él se les seguirá se aquieten y n o quie ran volver a la guerra»47.
C uerpo y cabeza
Con todo, los nubarrones que se cernían sobre la situación econ óm ica de la España del Quijote n o se reducían a las difi cultades de la industria d om éstica y el paralelo declive d e m ográ fico urbano. Tal y co m o González de C ellorigo había advertido en 1600, n o era p osib le que cu e rp o y cabeza p u dieran desentenderse el u n o de la otra; lo que al u n o aque jaba, tarde o tem prano acabaría sintiéndolo la otra, y vicever sa. La cabeza, en suma, pasaba también p or malos m om entos en estos años, y decisiones entonces tomadas para aliviarla se rían responsables de que en los años p or venir acabaran p o r contagiar también el cuerpo. D ecía E dm und Burke que «raramente son sabias las d eci siones que se tom an en m ed io de la calam idad»48; y, siendo calamitosa co m o lo era la situación financiera de la hacienda pública en el año en que Felipe III accedió al trono, nada bue n o cabía augurar en relación con las m edidas que a este res p ecto en ton ces se tom a ron 49. Dos de ellas afectaron de ma nera especialm ente grave y duradera al e n to rn o en el cual se m ovieron a partir de entonces las actividades productivas en los reinos de Castilla, y sólo en éstos, pues al tratarse de ar bitrios de carácter fiscal, únicam ente en el seno de la hacien da castellana tuvieron cabida tales d ecision es. M e re fie ro , en con creto, a la m anipulación de la llamada m on ed a de ve llón (mezcla de plata y cobre) y a la elección de los productos de consum o más populares co m o la principal materia im p o nible de los sucesivos y crecientes servicios que desde 1601 en adelante se exigieron a los contribuyentes.
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R especto a la m on ed a de vellón, ya en diciem bre de 1596 Felipe II se había adelantado a despojarla de su contenido de plata para así p od er hacer frente a la situación derivada de la bancarrota declarada el mes anterior. El padre había señala d o el cam ino, y el hijo dem ostró saber continuarlo solo co n m edidas que en 1602 y 1603 significaron una deriva de in calculables consecuencias en la venidera historia econ óm ica del rein o, co m o en efecto lo iba a ser, este últim o año, la or den de doblar el valor facial de las m onedas de vellón en cur so50. Este «resello», la form a más expeditiva y perversa de ha cer frente a las propias deudas p o r parte d el fisco, tenía, sin em bargo, consecuencias inequívocas sobre todo el tejido e co n óm ico. U na de ellas era que la m on ed a de plata, perm ane cien d o inalterada, experim entaba una súbita revalorización, la cual, a su vez, tenía co m o resultado la aparición de un lla m ado «prem io», esto es, la necesidad de aportar un extra de piezas de cob re en el trueque co n las de plata. Luis Cabrera de C órdoba, cronista de estos años, cuenta al respecto: Habíase introducido de algunos a esta parte [1606], tener en las plazas y lugares de más concurso de gente, tablas con m o neda de vellón para trocar reales, que llamaban trueca-reales, y llevaban de precio acá [Madrid] a cinco y seis por ciento, y el do ble en Sevilla y lugares marítimos; lo cual se ha prohibido por el Consejo Real, por haberse hallado muchos inconvenientes, y que por su granjeria recogían todos los reales para trocarlos por cuartos, como ha crecido tanto esta manera de moneda en este reino de cuatro años a esta parte, de manera que no se hallan rea les, sino que los tesoreros del Rey pagan en cuartos y las rentas de los señores y particulares lo mismo51. Además, bienes y servicios tuvieron a partir de entonces dos precios, d ep en d ien d o de la especie en la que fueran satisfe chos; las gentes humildes, entre las cuales prácticamente sólo
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circulaba el vellón, pagaban, pues, relativamente más que sus vecinos que disponían de plata. El aumento del valor facial es timulaba también la falsificación, a la cual los extranjeros se libraban co n particular diligencia, m etiendo p o r los puertos de mar o p or las fronteras de los Pirineos las piezas fabricadas en Francia u H olanda y que lu ego trocaban aquí p o r buenas m onedas de plata. Esta iba adquiriendo así un carácter más patrimonial que co m o m edio de pago y p ropen día a salir de la circulación. Finalmente, en un m om en to en el cual las re mesas procedentes de A m érica com enzaban a dar las prim e ras señales de agotam iento, se justifica de m anera sobrada lo que en las Cortes de Castilla p u d o escucharse en abril de 1607: «que habiéndoles h e ch o Nuestro Señor tan gran m er ced de hacer a Su Maj estad señor de las Indias, de don de ha ve nido a ellos tan grandes sumas de oro y plata, [sorprendía] ver que hoy apenas se halle sino la de vellón, de que se causa ce sar el trato y com ercio y encarecerse las cosas y haber usuras en el trueque de las m on edas»52. El jesuíta Juan de M ariana expresó con toda cru deza las múltiples im plicaciones de esta política fiscal en un polém ico tratadito de 1609 que el gobierno del duque de Lerma se apre suró a secuestrar nada más salir de la imprenta ¡en Colonia!53. El 6 de feb rero de 1608 las Cortes de Castilla habían puesto com o condición para servir al rey con diecisiete millones y m e dio de ducados que ordenara el cese de las acuñaciones de ve llón , diera su palabra de n o volver a h acerlo y p ro ce d ie ra a consumir p oco a p o co una buena parte del circulante. Felipe III firm ó el acu erd o el 22 de noviem bre, aunque volvería a las andadas a partir de 1617. La escasez de buena m oneda y la abun dancia de mala iban a presidir el curso de la econom ía de Cas tilla a lo largo de tod o el siglo xvii. La segunda decisión de trascendencia vino de la m ano del acuerdo firm ado entre su majestad y las Cortes el 1 de enero de 1601, m ediante el cual éstas se com p rom etían a sacar de
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apuros a su rey m erced a un servicio p or importe de dieciocho millones de ducados recaudados a lo largo de seis años. En di ch o acuerdo, que ambas partes hicieron público mediante la correspondiente escritura, n o había sido m enos capital que su cuantía el debate sobre los m edios que debían arbitrarse para recaudar los m encionados d ie cio ch o m illones. D ado que en las sociedades del A ntiguo Régim en se recon ocía n estamen tos privilegiados (la nobleza, el c le r o ), que precisamente p or serlo estaban exentos de la mayoría de las cargas que sufría el resto de los ciudadanos —-los p ech eros— , existía de partida una desigualdad contributiva que, en circunstancias tan dra máticas com o las de estos años, se revelaba co m o particular mente escandalosa. El esfuerzo debía ser, pues, general, y para que así fuese, el paso siguiente consistía en dar con el medio que m ejor pudiese garantizar dicha universalidad. Por esta vía, los más cru dos debates de p olítica fiscal entraron entonces en ju e g o ; los libros de actas de las Cortes de Castilla muestran el calor que los protagonistas pusieron en la liza, no m enor que el habido en los cabildos municipales de las ciudades con voto. Estas, desde muy pronto, dejaron ver su preferencia por el p ro ced im ien to de la sisa, esto es, p or cargar una pequ eña c o n tribución en algún producto de consum o muy general al que, sin em bargo, en vez de subírsele el precio, lo que se hacía era reducirle — sisarle— la m edida que el com prador se llevaba a casa, p or supuesto sin alteración del p recio de la misma. La recaudación fiscal consistía, pues, en el beneficio generado al dar m enos cantidad p or el m ism o precio. Estos impuestos sobre los consum os tenían una larga tra dición municipal en todo el reino. Al decir de las gentes de la época, se trataba de medios «suaves» , pues apenas se apreciaba su incidencia en el gasto familiar. Pero en un país tan diverso co m o lo era la España de entonces, obviam ente surgían dis crepancias a la hora de elegir uno u otro producto sisable. En A ndalucía, p or ejem plo, se p od ía presum ir m u ch o daño de
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una sisa sobre el vino o sobre el aceite, dado que gravaría es pecialm ente a q uienes vivían de ella ex portán d ola a Indias; p o r el contrario, co m o razonaba el ayuntamiento de Sevilla, quedarían al m argen «los ricos y poderosos, los unos con sus muchas rentas y los otros co n grandes caudales que tienen en dinero»; algo parecido sucedería en «los lugares d on d e n o ay cosecha destos géneros». Sin em bargo, fue precisamente una sisa de la octava parte en la m ed id a de vino el m e d io fin al m ente acordado para levantar el servicio que el reino ofrecía a sv majestad. N adie ignoraba los daños de tales m edios, y la decisión de elegir éstos y n o otros acabaría p o r tener con se cuencias funestas para el bienestar de una mayoría de la p o blación y, a más largo plazo, también sobre la econ om ía p ro ductiva. Pues n o era lo m ism o sisar unos productos que otros, y si en aras de la generalidad del esfuerzo se habían elegid o las sisas, había quien pensaba que lo más justo en aquellas cir cunstancias hubiese sido que tributasen más los ricos que los pobres, y que, en consecuencia, los productos que debían gra varse habrían de ser, p or ejem plo, los pescados frescos, los vi nos «regalados», las carnes finas co m o la caza, exclu yen d o, precisam ente, «baca, o b e ja y cabra y m acho, que son las car nes que más com únm ente com en los pobres». El acuerdo fi nal, sin em bargo, n o entró en tales sutilezas, de m anera que p rod u ctos básicos en la cesta de la com p ra de los con su m i dores, sobre tod o urbanos, se vieron súbitam ente gravados con un 12,5 p or ciento (una octava) a partir del 1 de marzo de 1601. P orque a la sisa del vino siguieron muy p ron to (1603) otras tales en el aceite, el vinagre y las carnes «q u e más c o m únm ente com en los p obres», com pletando así el catálogo de las denom inadas «cuatro especies». En breve lapso de tiem po, pues, el coste de la vida se puso p o r las nubes, circunstancia que afectó de m anera especial a los trabajadores urbanos que vivían de un salario. Y n o pare cía ésta la dirección más acertada de la política fiscal, p or cuan-
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to em p ob recía sin rem ed io al ú n ico segm ento de contribu yentes que en la práctica constituía el sujeto paciente de este particular m o d o de contribu ción pretendidam ente «univer sal». Las sisas sobre estos productos incidían en la bolsa de los p ob res y pasaban de soslayo sobre las de los ricos, que c o n sumían viandas y bebidas más finas; n o había razón, se decía, para tanta «desigualdad de lo u n o a lo otro, y [que] siendo lo u n o de tanto valor y lo otro de tan p o c o , se quiera sacar de lo p o c o tanto y de lo que es tanto n o se saque nada». Las su cesivas edicion es de este peculiar modus operandi fiscal insis tieron en ampliar la gama del m ism o tipo de productos (las velas de sebo, p or e je m p lo ), d ejando de lado la eventual ex tensión a otros que sí hubieran afectado a nuevos contribu yentes. De este m od o el sistema fiscal se veía abocado a la co n sunción, n o sin haber dejado antes en el cam ino a sus propios contribuyentes. El aum ento del coste de la vida en las ciudades p or el d o ble efecto del vellón y de las sisas se exten dió p o c o a p o c o al resto de los precios y acabó p o r afectar también a los salarios nom inales, cuya paralela elevación tuvo asimismo un efecto indeseable en el beneficio de los em pleadores. Ni éstos ni los trabajadores que de ellos p ercibían sus salarios podían sen tirse a gusto en un am biente que desalentaba tanto la inver sión c o m o el trabajo. Nada b u e n o p o d ía haber en una p o lí tica fiscal consistente en pervertir la m on ed a y «quitar de la b oca al p obre jorn a le ro el trago de vino, y a la p obre viuda y huérfanos la corta ración de vaca y aceite»54. Miguel de Cervantes dejó la ciudad de Valladolid en el o to ñ o de 1605. En en ero del año siguiente se anunciaba el re greso de la corte a Madrid, adonde el ya fam oso autor del (Qui jote acabaría p o r volver p o c o después. V ecino d el barrio de A tocha desde 1608, Cervantes tuvo tiem po n o sólo de ver p u blicada la segunda parte de su inmortal novela (diciem bre de 1615), sino de ser testigo tam bién de im portantes aconteci
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m ientos de la é p o ca : la p rim era b a n carrota de F elipe III (1607), la firm a de la Tregua de los D o ce A ñ os c o n las P ro vincias Unidas y la expu lsión de los m oriscos (1 6 09 ), el ase sinato de Enrique IV de Francia (1610) o las bodas reales de 1615: la del heredero Felipe IV con Isabel de B orbón y la de su herm ana Ana con Luis XIII, hijo del difunto rey. La España que el soldado de Lepanto dejaba tras de sí el 22 de abril de 1616 n o presentaba, desde luego, un cariz muy esperanzador. Si en 1598 Felipe III había h ered a d o un país que a ju icio de algunos mostraba ya entonces síntomas p reo cupantes de haber entrado en la vía de la declinación, las dos décadas desde entonces transcurridas habían con tribu ido a dar cuerpo a la sensación de que el tiem po pasado había sido también un tiem po irrem isiblem ente p erd id o, en el que el curso de aquella temida trayectoria se había resistido a ser enderazado. El 6 de ju n io de 1618, p o co antes de la caída de Lerma, hasta el p ro p io m onarca decía sentirse ob lig a d o a reac cionar ante «la priesa con que se iba acabando» la «m áquina insigne» figurada en el túm ulo de su padre Felipe II. Un par de años después el d o cto r G erón im o Cevallos cogerá la plu ma para insistir en «có m o se va acabando de tod o puntó esta Monarchia de España»55. A su estela, Sancho de Moneada ofre cerá entonces rem edios para la Restauración política de España. C uerpo y cabeza parecían, pues, a estas alturas sujetos pa cientes de unas dolencias dem asiado profundas co m o para que resultara fácil curarlas; en verdad, si n o había p o d id o ha cerse esta tarea en la relativa calma de los años de paces y tre guas, con dificultad podría acom eterse en las urgencias de la guerra abiertas precisam ente en 1618. En tod o caso, corres p on día a la cabeza dar el prim er im pulso para hacer que el cu erpo se m oviera. Pero si n o se había h e ch o cu a n d o p u d o hacerse, ahora que debía hacerse, n o había ya lugar a ello.
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C a p ít u l o 8
L as
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Y EL GOBIERNO DEL REINO
José Ignacio Fortea Pérez
I L n el tiem po que transcurre desde que M iguel de Cervan tes im agina el Quijote hasta la aparición de su obra en 1605, tanto el gobierno del reino co m o el de las ciudades, villas y lu gares que lo com p on ía n experim entaron transform aciones de n o escasa entidad. E ntender la España delQ uijotey el al cance de algunos de los capítulos de la obra cervan tina co m o el 42 de la II parte (De los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes que fuese a gobernar la ínsula...) requiere, sin lugar a dudas, prestar atención a conceptos y hechos familiares para los coetáneos — com o puede ser el caso de la venta de los car gos p ú b licos— , p ero que tal vez resulten un tanto extraños para nosotros. Por otra parte, una visión en exceso concentrada sobre el p od er e influencia del rey, del valido, de sus ministros y de sus consejos ha dejado un tanto oscurecida la práctica cotidiana del gobiern o local, ámbito al que las decisiones tomadas en la corte n o siempre llegaban tal co m o allí habían sido con ceb i das. Sin em bargo, la vida cotidiana de los españoles de este tiem po se hallaba bastante más m ediatizada p or el curso de las decisiones tomadas en su cercanía que p o r las dispuestas en el en torn o del m onarca. Esto n o quiere decir que unas y otras estuviesen desconectadas; muy al contrario, los p ro ce sos políticos del centro n o p u ed en ser entendidos sin co n o cer la realidad local, ni viceversa.
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C om o de inm ediato se verá, el reinado de Felipe III se inau guró con propuestas y debates que p ron to atrajeron la aten ción de sus coetáneos; n o resulta exagerado afirmar que, p o r las razones que más abajo se invocan, el g o b ie rn o del rein o y el de sus ciudades, villas y lugares pasó p o r entonces a o cu par un lugar de prim er orden en la agenda política de las Cor tes y de los cabildos. Algunas de las decisiones tomadas en es tos años marcaron de form a muy profunda el devenir político del reino.
D in e r o o v ir t u d
En diciem bre de 1599, el procurador de la ciudad de L eón H ernando de Q uiñones propuso en las Cortes celebradas ese año, las primeras convocadas p or Felipe III, el establecimiento de un nuevo arbitrio co n el que remediar las penurias p or las que a la sazón pasaba la hacienda real. Por cuanto el R ey— afir maba— era el propietario de todos los oficios públicos exis tentes en el Reino, lo m ejor que podía hacerse para conseguir el fin al que se aspiraba era ordenar p o r ley que todos los que se vendieran o se acostum braba a vender «fueren perpetuos y se pudiese testar de ellos co m o de bienes raíces». La o p e ración tenía, desde luego, un elevado coste: los que aspirasen a ser propietarios de sus oficios debían satisfacer al erario pú blico la tercera parte de su valor; en caso contrario, se verían privados de ellos, aunque, eso sí, después de h aber sido re em bolsados de lo que hubieran gastado en com prarlos. Des de la perspectiva de la Corona, este arbitrio debía aportar cuan tiosos recursos de los que aquélla tan necesitada andaba: n o m enos de cuatro millones de ducados tan sólo en las diecisiete ciudades y una villa que p o r entonces tenían asiento en las Cortes. En op in ión de Quiñones, esta suma era lo que p od ía llegar a valer la venta de los quinientos sesenta y dos oficios de
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regid or que en esos años asumían en ellas el g ob iern o urba n o y de los doscientos cuarenta y cuatro de ju ra d o que c o n form aban en T oledo, M urcia y las ciudades andaluzas un se gundo nivel en la administración municipal. N o obstante y según sus m ism os cálculos, los réditos de la o p era ción p od ía n ser aún mayores, hasta alcanzar más de los d oce millones, si se ha cía lo m ismo con los regimientos de todas las demás ciudades, villas y lugares del Reino, así co m o co n las escribanías, recep torías y demás oficios renunciables que había en todas ellas; es decir, unas rentas similares al conjunto de los ingresos anua les de la C oron a1. La propuesta de H ern an d o de Q u iñones tenía im portan tes implicaciones. En efecto, los oficios municipales, los de re gid or y ju rad o, eran de nom in ación regia desde su estableci m iento en las reformas em prendidas en el siglo xiv. En teoría se acced ía a ellos p o r m erced real y en general de p or vida, com o recon ocim ien to a los méritos del candidato o en pago de sus servicios al m onarca. Pero co n el tiem po com enzaron a desarrollarse prácticas que perm itían a los titulares de estos oficios «renunciarlos» a favor de terceras personas, de m ane ra que co n el tiem po la renuncia se convirtió en el p ro ce d i m iento habitual de acceso o de transmisión del o ficio públi co en Castilla, mediante venta, donación o herencia. Todo ello había favorecido una rápida patrimonialización de los cargos locales, controlados p or una oligarquía de familias estrecha m ente relacionadas entre sí que se repartía los oficios de re gidor. En tales con d icion es, la p erp etu a ción que p ro p o n ía H ernando de Q uiñones suponía un nuevo y decisivo paso en ese p roceso, pues perm itía a los titulares de oficios públicos — ahora con plena legalidad— la plena disposición de los mis mos, hasta el extremo de poderlos transmitir por herencia sin n ecesid a d de seguir el trámite de la renuncia. D e esta f o r ma, la iniciativa colm aba aspiraciones hondam ente sentidas p or determ inados sectores de la oligarquía castellana de ac
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ced er a la plena p ro p ie d a d de los cargos que ejercían, favo recien d o al m ism o tiem po los deseos de la C oron a de incre mentar sus ingresos fiscales. Podríamos decir, pues, que la p ro puesta de H ernando de Q uiñones perseguía en su intención fines semejantes a los contenidos en la Real Cédula de 14 de diciembre de 1606 que acabaría rigiendo la transmisión de ofi cios en Indias2. N o obstante, la p rop osición de Q uiñones incluía también aspectos que inevitablem ente tenían que resultar sum am en te polém icos. En efecto, la perpetuación que se propugnaba había de afectar a todos los oficios del R eino y, p o r lo tanto, conducir a la definitiva consolidación de unas plantas de g o bierno m unicipal que habían experim entado sustanciales in crem entos a lo largo del siglo xvi, y ello en contra de la o p i nión reiteradamente expresada en sucesivas sesiones de Cortes p o r el p r o p io R ein o . El fe n ó m e n o del «a cre ce n ta m ie n to » de oficios municipales había cobrado inusitada intensidad en tre 1543 y 1545, cuando Carlos V, tras algunos ensayos previos de m enor cuantía, p ro ce d ió a la primera venta masiva de ofi cios m unicipales co n o cid a en Castilla en los tiem pos m od er nos. La decisión le perm itió obtener ingresos extraordinarios con los que aliviar los graves apuros p or los que atravesaba su real hacienda en esos años. Estas prácticas, sin em bargo, es taban prohibidas p o r una ley de Juan II fechada en 1436 que los Reyes Católicos reiteraron en 1494 y Felipe II in co rp o ró a la Nueva Recopilación de 1567. C on todo, a fines del siglo
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G erón im o Castillo de Bovadilla con clu ía al abordar la cues tión en su famosa obra que los oficios públicos se vendían sin disimulo en Castilla «p or culpa de los tiem pos [...] y p o r ven tura también de los ingenios y por las grandes obligaciones de su Magestad»3. Resulta obvio, sin em bargo, que la operación ejecutada en 1543-1545 solam ente p o d ía haber alcanzado el éxito que in d udablem ente obtuvo si se presum e que con ecta b a co n los
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deseos de prom oción social de sectores enriquecidos de la oli garquía castellana, cuyas posibilidades de acceso a los regi m ientos se veían notablem ente obstaculizadas p or la existen cia de unas plantas de gobierno municipal compuestas por un núm ero demasiado limitado de regidores. Por lo mismo, cabe presuponer que la decisión de Carlos V n o sólo respondía a razones de necesidad financiera y de conveniencia social, sino tam bién de op ortu n id a d p olítica . En e fe cto , el acrecen ta m iento de oficios municipales aliviaba tensiones en el seno de las ciudades permitiendo el acceso a los cargos públicos de ele m entos del com ú n — los más ricos o los más pieparados de entre ellos— , o de otros sectores de las oligarquías urbanas que veían difícil, si n o im posible, su proyección pública en el seno de unos regimientos en exceso cerrados. En cierto sen tido, por lo tanto, se podría decir que lo decidido en 1543 ser vía tam bién para intentar saldar cuentas p endientes desde el fin de la revuelta de las Com unidades4. Sea com o fuere, tanto éste co m o los otros acrecentam ien tos que siguieron exasperaron el debate doctrinal en torno a la venalidad de los cargos públicos provocando el rechazo rei terado del Reino. De hecho, una visita ordenada en 1555 p or el entonces príncipe Felipe sobre la gobernación de los luga res de Castilla ya había perm itido detectar los nocivos efectos que se atribuían a la venta de oficios, y lo había hecho en unos términos que también p odem os ver reproducidos en un m e morial sobre el m ismo tema que elevó el R eino a Felipe II el 19 de enero de 1596. En todos los casos la venta de oficios p ú blicos era criticada porque perm itía alcanzar «con sólo el di nero» lo que se había de conseguir «p or prem io de la virtud»; o porque incitaba a los com pradores a usar de ellos «com o de trato», para recuperar lo m u ch o que habían pagado al co m prarlos; o, en fin, porque hacía a los regidores «parciales» con los poderosos y con los pobres. Aumentar su núm ero, además, n o servía a ninguna causa legítima, causando confusión en el
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seno de los regimientos, si n o favoreciendo su división en ban dos y parcialidades co n las nocivas consecuencias que to d o ello había de tener en la paz pública de los lugares. P or otra parte — seguía d icien d o el m em orial— , era inevitable que la propia administración de la justicia, fundamento de todo buen gobierno, se viera también afectada, pues los corregidores n o podrían obrar co n libertad para asegurarla si tenían que en frentarse a la m ultitud de regidores existentes en cada lugar y a sus parientes, amigos y criados5. Se trataba, d esde lu eg o, de una a rgu m en tación que lle g ó a p en etrar p ro fu n d a m e n te en la m ente de los co n te m poráneos. Q u e el acceso a los oficios m unicipales o a otros de adm inistración se d ebía al d in ero más que a la virtud, y que su desem peño perm itía enriquecim ientos ilícitos y abu sos de p od er constituían op in ión com ú n cuyo e co p od em os encontrar en el m ism o Quijote. N o en balde hacía decir Cer vantes al D uque en d iálogo co n Sancho cuan do le ofrecía el cargo de g ob ern a d or de la ínsula Barataría «que n o hay nin gún género de oficio destos de mayor cuantía que n o se gran je e con alguna suerte de co h e ch o » (parte II, cap. 41, p. 957) ; o que hiciera p on d era r a nuestro b u en escu dero el b e n e fi cio que p od ía obten er de los vasallos negros que pensaba re cibir de su señor en el supuesto reino de M icom icón, que éste le había de dar si los vendía todos, pues el d in e ro qu e o b tendría con tal op era ción le perm itiría com prar «algún títu lo o algún oficio co n que vivir descansado» todos los días de su Adda (parte I, cap. 29, p. 340). Aun más cruda era la m ujer de Sancho en la form u la ción de sus expectativas cu an do las cifraba en ver a su m arido con vertid o en «a rren d a d or o al cabalero, que son oficio s que aunque lleva el dia blo al que mal los usa, en fin siem pre tienen y m anejan dineros» (par te II, cap. 52, p. 1059). En fin, p u ed e leerse en Pedro de Urdemalas (I, 24) el dístico que sigue:
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Véala yo en poder de mi enemigo, Vara que es por presentes adquirida. Había, por tanto, poderosas razones morales para que el acre centam iento y venta de los oficios municipales despertara re servas en los contem poráneos, cuando n o abierta oposición. Los tratadistas, sin em bargo, debatían también sobre el p r o blema en términos jurídicos y políticos, porque ¿era realmente el Rey el propietario de los cargos p ú b licos del R eino? H er nando de Quiñones creía que sí y p or ello m ismo proponía su perpetuación. El jurista D om in g o de Soto hacía tiem po que también se había manifestado a favor de esa posibilidad. Sin em bargo, semejante planteam iento distaba de ser aceptado p or todos. La venta de oficios públicos p od ía ser incluso c o n siderada un acto de tiranía, sobre todo si se estimaba que aqué llos debían ser creados en orden a conseguir el recto gobierno de los pueblos y n o para que el soberano pudiera beneficiar se personalm ente de ellos, que es lo que haría un tirano. En realidad, en este punto, co m o en tantos otros, todo se hacía depender de có m o se entendiera el espinoso problem a del pactum sublectionis, esto es, de có m o se había p roced id o a la transferencia de p o d e r del p u e b lo al soberano que ideal m ente había dado origen a la com u n idad política. Podía in terpretarse que esa transmisión n o había sido com pleta o n o había afectado a la jurisdicción . Si esto era así, el Rey no p o día enajenar oficios públicos p o n ié n d o lo s en venta, porqu e n o eran de su propiedad; o, p o r lo m enos, n o p od ía hacerlo específicamente con los de jurisdicción, p or cuanto el pueblo n o había ced id o en p ropiedad esta trascendental fu n ción al soberano, sino que se había lim itado a delegarla en él para que la ejerciera p or m edio de personas idóneas en ben eficio del m ism o p u eb lo. La prim era o p c ió n era la de Vázquez de Menchaca; la segunda, la de Bartolomé de las Casas. Claro está que el planteam iento doctrinal del p rob lem a abría la puer-
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ta a una variada casuística en su enjuiciamiento final. La venta de cargos públicos, p o r ejem plo, p o d ía admitirse en térm i nos de co n v en ien cia p o lítica y objetarse en aras de la c o n ciencia m oral, o bien p o d ía rechazarse la de los oficios de ju risdicción, p ero admitirse la de todos los demás6. En cualquier caso, la necessitas o necesidad regia p od ía ha cer aceptable a los ojos de teólog os y juristas lo que parecía inadmisible si se apelaba a consideraciones de orden m oral y ju rídico. De h ech o éste fue el argumento en el que se refugió la C orona cada vez que fue requerida p o r el R eino para que p ro ce d ie ra al co n s u m o de los o ficio s a crecen ta d os o para que renu nciara a nuevas ventas7. Parece que el debate fu e adquiriendo mayor intensidad con el paso de los años, y n o ya sólo porq u e Felipe II desoyera las peticiones del R eino d eci d ien d o p roced er a nuevos increm entos en el núm ero de ofi cios municipales — co m o efectivamente lo hizo en torno a los años 1557,1566,1570 y, una vez más, en la década de los ochen ta— , sino también p o r el carácter especialmente p olém ico de alguna de las m edidas que tom ó. Las ciudades, p o r ejem plo, se sintieron particularm ente molestas p or el h ech o de que el m onarca hubiera resuelto enajenar determinados oficios cuya provisión, co m o ocu rría co n los de receptores de alcabalas, depositarios generales o fieles ejecutores, les había corres p on d id o siem pre8. De aquí la constante petición, form ulada en sucesivas convocatorias de Cortes, en el sentido de que ta les oficios fueran consum idos, dando a las ciudades, villas y lu gares del R ein o la posibilidad de recuperarlos p o r el tanto, esto es, reem bolsando a sus posesores las cantidades que hu bieran pagado p or ellos. Ahora bien, en las últimas décadas del siglo xvr se estaba ai reando también un p roblem a que desde hacía tiem po p re o cupaba al R eino: n o ya el del simple acrecentam iento de los oficios, sino su venta con el carácter de «perpetuos, para siem pre jam ás», lo que de h ech o daba lugar a la existencia de dos
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clases distintas de magistraturas y, p or ende, a potenciales con flictos en los g ob iern os locales. Algunas de estas perpetua ciones se estaban p rod u cien d o, además, sobre oficios de ca rácter electivo y anual («c a d a ñ e ro s »). Las C ortes habían subrayado ya en 1576 que eran los «más ricos e ynteresados» de cada lugar y aquellos que «traían pleitos con los concejos y les debían deudas» los que habían com prado los oficios nue vamente creados con la intención de eximirse y librarse de los repartim ientos de im puestos o para apropiarse de pósitos y dehesas. Manifestándose en unos térm inos que ya había em pleado fray Francisco de la Trinidad apenas veinte años atrás, concluía el Reino que esos grupos de poderosos, al hacerse con los nuevos oficios de regidor, parecía que «verdadera y más propiamente com praron el señorío y vasallaje de los demás sus vecinos, de los quales se han enseñoreado co m o si los ovieren com p rado p or vasallos»9. Parece claro, p o r tanto, que desde diversos frentes y p o r m otivos distintos se estaba p ro d u cie n d o a fines del siglo xvi una nueva ofensiva contra el a crecen tam ien to y perpetua ción de los oficios m unicipales similar en naturaleza, y acaso tam bién en intensidad, a las de épocas precedentes. La c o n versión de los oficios anuales en perpetuos form aba parte del debate, aun cuan do se tratara de un p ro ce so que afectaba a núcleos de población de corta o m ediana entidad (L ogroño, p or e je m p lo ). En opinión de Juan G óm ez de Bedoya, la vuel ta a las regidurías añales y al sistema electivo que iba in d i solublem ente u n ido a ellas propiciaría el regreso al escena rio p o lít ic o de un c o m ú n q u e n o había d e ja d o d e p e rd e r p rotagon ism o en las ciudades, villas y lugares de la C oron a de Castilla en el transcurso del siglo x v i10. Es obvio, sin em bargo, que la propuesta de Juan G óm ez de Bedoya se situa ba, en cualquier caso, en las antípodas de lo que p ro p o n ía Hurtado de Quiñones. Lejos de form ular la perpetuación de todos los oficios m unicipales, Bedoya postulaba pura y sim
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plem ente el consum o de los que hubieran sido acrecentados o perpetuados. A ún cabía, sin em bargo, una vía interm edia entre am bos extremos. Los procuradores de Cortes la habían propuesto ya en 1596 e incluso habían conseguido que Felipe II le diera su beneplácito; p ero n o sería form alm ente aprobada y elevada a rango de ley hasta que n o se concediera, en 1601, el servicio de los dieciocho millones que aprobaron las primeras Cortes del reinado de Felipe III. El Reino se reafirmaba en las posiciones que siem pre había d e fe n d id o . Se disponía, desde lu eg o, el consum o de los oficios acrecentados, p ero co n la im portante precisión de que se hiciera «c o m o fueren vacan do». C o m o era ló g ic o , se p ro h ib ía a las ciu dad es que p u d ie ra n supli car al Rey contra lo así dispuesto. El m onarca tam poco podría hacer m erced a nadie de los tales oficios «por precio ni sin él, hasta que estén consum idos» y se añadía que «después n o se vuelvan a vender, ni hacer m erced dellos», precisión esta nue va y que probablem ente se incluía ahora para prevenir otros ciclos de ventas. P o r o tro lad o, en rela ción co n el tan c o n trovertido tem a de la con v ersión de o ficio s, en el a cu e rd o de 1601 se repetía lo esencial de lo que se había estipulado en 1596. Las villas y lugares de m enos de quinientos vecinos eran autorizadas a consum ir los oficios perpetuos que se hubiesen vendido en ellas para que volvieran a ser anuales11. C om o se ve, las Cortes n o aprobarían en su integridad ni la propuesta de Bedoya ni la de Quiñones; la de este últim o por que, aunque resp on d ía a los intereses de m u ch os de los re gidores, tam poco les resultaba p o r com p leto satisfactoria, al forzales a com prar la perpetu ación de sus oficios si n o que rían perderlos. Para m u ch os p rocu rad ores de Cortes, regi dores en sus ciudades los más de ellos, quizá era factible lle gar a los mismos fines p o r m edios más sutiles y, desde luego, m enos gravosos para sus bolsillos. Por otro lado, la propuesta de perpetuación provocaba ciertas reservas, p o r cuanto tam
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bién pod ía temerse que su ejecu ción anticipara algún tipo de vincu lación de los cargos m unicipales, co m o efectivamente acabaría ocu rrien d o. N o obstante, que el m ed io p ropu esto ofrecía ingresos a la real hacienda y a la vez posibilidades de consolidar posiciones de p od er en los gobiernos municipales a las oligarquías locales era obvio. D e aquí que hubiera en las Cortes una cierta resistencia a abandonar el proyecto y, de he ch o, éste sería som etido a votación hasta seis veces antes de ser rechazado12. D e esta form a, la situación en lo que se refiere a la provi sión de cargos m unicipales que se p erfila b a nada más c o m enzar el reinado de Felipe III era m u ch o más fluida d e lo que p od ía esperarse de la aparente claridad con la que se ha bía d e fin id o su régim en legal. Es cierto que, c o m o h em os d ich o, en la escritura del servicio de m illones de 1601 se or denaba el con su m o de los o ficios que se hubieran a crecen tado según fueran vacando. P ero este acuerdo n o proh ibía de form a expresa que el Rey pudiera crear otros oficios n u e vos o distintos a los enunciados13. A la vista de lo que ocurri ría después y de las precisiones que el Reino hubo de hacer al respecto, cabe pensar que se había dejado un vacío legal que p od ía ser aprovechado — y de h e ch o lo fu e— en un sentido n o previsto originariamente. Por otro lado, las Cortes también habían sancionado en 1601 lo que ya habían dispuesto en 1596 sobre las regidurías de los lugares m enores de quinientos ve cinos; p e ro ni en una ni en otra ocasión se había declarado formalmente nada con carácter general sobre la perpetuación de los oficios vitalicios y renunciables. Rey y Reino tenían, p or tanto, algún margen para la m aniobra y la interpretación de las condiciones de millones. Pues bien, un repaso a las actas de las Cortes de Castilla ce lebradas en estos años revela que, ciertam ente, fu eron fre cuentes las quejas p or el supuesto incum plim iento de las n or mas existentes al resp ecto. La casuística era, d esde lu e g o ,
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compleja. A las Cortes llegaban constantemente denuncias de que se proyectaba vender oficios de regidor que habían que dado vacantes y que, p o r lo tanto, debían ser consum idos de acu erd o c o n la ley. Otras veces, las quejas se referían a que se pretendía acrecentar en determ inados lugares regidurías o veinticuatrías o a que se intentaba enmascarar la creación de cargos nuevos red efin ien d o los ya existentes, si es que n o se abordaba directam ente la venta de otros que pura y sim plem ente eran de nueva creación. En este con texto, el C on sejo de H acienda era frecuentem ente acusado de prom over las enajenaciones y nuevos crecimientos y el de Cámara de ava lar las concesiones a título de m erced. A hora bien, si siempre era fácil argumentar contra las ventas de oficios vacantes y ha bía m u ch os m otivos para im pugnar las de los acrecentados p or ser contrarias ambas a las con d icion es de m illones, ¿era realm ente admisible que el Rey n o pudiera darlos a título de m erced? Después de todo, los letrados del Reino, cuando hu bieron de enfrentarse en 1609 al p roblem a de si debía c o n tradecirse o n o la intención real de con ced er una vara de Al guacil Mayor de Murcia a d on R odrigo Puxmarín a instancias del duque de Lerma, habían argum entado que el Rey sólo se había privado en el m om en to en que aceptó las con d icion es de m illones de «d os especies de en ajenación», la de vender y la de empeñar, pero le quedaba «la de hacer gracia y m erced del oficio cóm o, cuándo y por el tiempo que quisiere». Era, por tanto, «cosa odiosa» que su Majestad se despojase del poder que tenía para disponer de cualquier oficio a su voluntad14. N o era ésta, sin em bargo, la única cuestión que planteaba incertidumbres. En efecto, estaba claro que las regidurías yjuraderías acrecentadas tenían que ser consumidas «co m o fue ren vacando», p ero ¿debía hacerse lo m ism o co n los oficios antiguos, esto es, con los que había antes de 1543, en el supuesto de que también quedaran vacantes? Ninguna respuesta a este interrogante era plenam ente satisfactoria. El C onsejo de Ha
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cien d a p o d ía interpretar que era legal ven d erlos si se p r o ducía esa circunstancia y, sin duda, intentó hacerlo. En su op i nión, n o se trataba de oficios acrecentados y, p or consiguien te, hablando en estrictos términos de derecho, no era forzoso consum irlos. Tal argum entación ofrecía, sin em bargo, algún m argen para la duda. El R eino siempre pod ía afirmar en sen tido contrario que, después de todo, eran oficios que habían q u ed a d o igualm ente vacantes y que, en consecuencia, tam bién era perfectam ente legítim o h acer extensible a ellos la normativa que forzaba a su consum o. Así pues, la casuística que se ofrecía a todas las partes im plicadas era diversa. Desde luego, n o debió de resultar nada fácil a los letrados del R eino decidir lo que debía hacerse y lo que no, dada la pluralidad de casos que se apilaban sobre sus escritorios. Una cosa parece, sin em bargo, clara. Las co n d i cion es de m illones se aplicaron co n una cierta discrecionalidad. En 1598, p o r e je m p lo , Felipe III h izo m erced al e n tonces m arqués de Dénia y después duque de Lerm a de las escribanías de sacas y cosas vedadas, veinticuatrías y regimientos del distrito y partido de los almojarifazgos de Sevilla, desde la villa de G ibraleón hasta la ciudad de Cartagena, incluyendo d o ce leguas tierra adentro de la raya de Portugal, para que pudiera venderlos o disponer librem ente de ellos. Los térmi nos de la d o n a ció n n o nos son c o n o c id o s detalladam ente. El duque, n o obstante, decidió finalmente renunciar en la real hacienda todos esos oficios y hacer una retrocesión a favor de ésta de lo proced ido de ellos. Pues bien, el im porte de la o p e ración se estimó en 1601 en unos 300.000 ducados15. Tan sólo en Sevilla la venta de la escribanía de sacas y aduana y de dos veinticuatrías reportó al fisco regio 173.000 ducados que pagó la prop ia ciudad. Cádiz, Jerez de la Frontera, Málaga, Vélez Málaga, M otril, A lm ería y Cartagena op ta ron tam bién p o r com prar los oficios que les correspondían y que habían sido puestos en venta. Aparentemente, pues, la m erced real se ha
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bía acabado con v irtien d o, al m en os en teoría, en un servi cio prestado p o r el valido a su soberano en el m arco de una operación financiera muy com pleja. Sea co m o fuere, el p ro p io duque de Lerm a p u d o b en efi ciarse de form a más inm ediata de otras gracias reales, com o, p o r ejem plo, la alcaidía de hijosdalgo de A ntequera o la te nencia de los Alcázares Reales de T oled o, puerta y puentes, co n voz y voto en el ayuntamiento para sí y para su teniente en su ausencia, de la que Felipe III le hizo m erced en 1610 y que el R eino se apresuró a aprobar en cuanto se le requirió a que lo hiciera. A to d o ello habría que añadir los oficios de regid or p erpetu o de Valladolid y Madrid, de los que ya se le había h ech o m erced en 1600 y 1602 respectivamente, y otras m ercedes similares16. La m unificencia regia también afectó a otros m uchos personajes del entorno del valido. Tal puede ser el caso, p o r eje m p lo , del D u qu e del Infantado, q u ien reci bió en 1608 la m erced de que dos oficios vinculados a su casa, el de alcalde de los p a d ron es y el de los Alcázares del regi m ien to de Guadalajara, pudieran tener tenientes c o n voz y voto, lo que se entendió que equivalía a crear otros dos oficios nuevos en el ayuntamiento17. Tam bién fue éste el caso del fa m oso d on R od rigo C alderón, que quiso ob ten er del Rey en 1611 la misma m erced co n el cargo de C orreo Mayor de Va lladolid y que ya había pretendido tres años antes, sin oposi ción del Reino, el o ficio de Guarda Mayor de los m ontes y de hesas de la ciudad de Plasencia y su tierra, pese a figurar este e m p leo entre los con tem p lad os co m o nocivos en las co n d i ciones de millones. Otro beneficiario de la liberalidad del Rei n o en estos años fue Jerónim o de Barrionuevo, quien com pró en 1609 p o r 160.000 ducados el cargo de tesorero m ayor de la Casa de M oneda de Sevilla con voz y voto en el ayuntamiento. El duque de Lerm a también presionó esta vez al R ein o para que aprobase la venta de un oficio que había quedado vacan te18. Los ejem plos podrían, sin duda, multiplicarse.
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Q u e se incum pliera lo dispuesto para tales casos en la es critura de este y otros servicios apenas si d eb e extrañarnos. El R ein o solía zanjar la cuestión d ecla ra n d o que dispensa ba de su observancia «p or esta vez», dejando íntegro su cum p lim ien to «para lo de adelante». A u toriza n d o una venta o d a n d o su consentim iento a una m erced , m uchas veces p r o movidas p o r el p rop io Rey, pese a que contradijeran las c o n d icio n e s de m illon e s de las q u e él m ism o era inspirador, guardián y administrador, el R eino adaptaba a su nivel la ló gica de la gracia, tan firm em en te asentada en las socied a des del Antiguo Régimen co m o un com ponente esencial de la ju sticia 19. P ero ¿es que h u b o en realidad m u ch os casos de ventas o acrecentam ientos de oficios m unicipales en contra de lo dispuesto en las con d icion es de m illones? Es difícil sa berlo con exactitud. Los estudios locales p rop orcion a n n oti cias precisas al respecto, p ero los disponibles se refieren a un núm ero reducido de ciudades. C on todo, sabemos que en T o led o n o se acrecentó nin gu n o de estos oficios en el reinado de Felipe III, que en Valladolid se con cedieron dos a título de m erced y que se hizo lo m ism o co n otros dos en M adrid en idéntico p eriod o de tiem po. Afortunadam ente, los libros de registro del C onsejo de H acienda p ro p o rcio n a n una in fo r m ación más general sobre este punto. Los correspondientes a los años 1609-1614 incluyen cuatrocientos noventay tres asien tos relativos a otros tantos cargos públicos. D e su consulta se d e d u ce que los que atañen a nuevas creacion es son cien to cuarenta y dos y trescientos veinte los que se refieren a p e r p etu a cion es. Los o ficio s nu evam en te crea d os son fu n d a mentalmente m enores, y así n o figura el acrecentam iento de ningún oficio de regidor. Sabem os de h e ch o que n o se abri ría un nuevo ciclo de ventas de o ficio s de regim iento hasta los años treinta del siglo xvii y entonces se hizo, conviene su brayarlo, con el acuerdo del R eino20. Las perpetuaciones, p o r el contrario, afectan en su inm ensa mayoría a las escribanías
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públicas (cie n to treinta y un registros) y a los regim ien tos (cien to setenta registros)21. Las perpetu acion es eran precisam ente las que estaba c o brando p or entonces mayor intensidad. Desde luego, los mi nistros reales n o habían d ejado de percatarse de los réditos fiscales que podían derivarse de su ejecución. De h ech o, ya en 1606 circulaban intensos rum ores en la corte sobre la p róxi ma pu blica ción de un arbitrio que ofrecía la posibilidad de perpetuar los oficios renunciables previo pago de ciertos dere ch os p or parte de sus p oseedores. A unque Cabrera de C ór doba, de quien tom o la noticia, n o lo especifica, quizá se es taba refiriendo a la Real Cédula de 14 diciem bre de ese año que regulaba la perpetuación de los oficios de Indias. Sea com o fuere, el p ro p io R ein o tam bién parecía haber cam biado de o p in ió n resp ecto a este tem a p o r esa ép oca . L o dem uestra el h e ch o de que tanto en la escritura de los servicios de m i llones de 1608 c o m o en la de 1619 se abandonara la inicial pretensión de que se pudiera p roced er al consum o de los ofi cios perpetuados en los pueblos de m enos de quinientos ve cinos, limitándose a disponer que todo lugar, cualquiera que fuese su p ob la ción , que quisiera convertir en añales oficios que antes eran perpetuos, o a la inversa, debía pedirlo en ca b ild o abierto y, previo consentim iento del R eino en Cortes, remitir al Consejo Real su propuesta para que fuera éste quien tomara la decisión final. Este nuevo contexto quizá pueda ex plicar las numerosas com pras de perpetuaciones de oficios de escribano y de regidor que es posible apreciar a partir de 1614 en lugares de todo tipo, p ero con particular intensidad en los de pequeñas o m edianas dim ensiones. El fe n ó m e n o afectó a todos los territorios del Reino. N o conviene, sin em bargo, exagerar sobre la intensidad del h ech o. El im pulso d ad o a la perpetu ación de los oficios pú blicos en Castilla tardaría en culminar. En una villa co m o Ma drid, todavía en 1621 sólo siete de las treintay siete regidurías
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existentes p or entonces en su regim iento eran perpetuas. En Valladolid, p or su parte, las prim eras perpetuaciones de las que tenem os noticia con el cam bio de siglo se produjeron en 1618, y en Santiago de Com postela en 162422. Quiere esto de cir que durante el reinado de Felipe III el grueso de los o fi cios públicos de las ciudades y villas de la C orona de Castilla seguía siendo vitalicio y renu nciable, sobre tod o en las más grandes, p ero también que en todos ellos se estaba p ro g re sando de form a generalizada hacia su perpetuación. Obvio es decir que tras más de m edio siglo en el que las ventas de o fi cios públicos habían perm itido la renovación de las élites de poder en Castilla, las restricciones impuestas después a su acre centam iento, cuanto más el im pulso dado a las perpetuacio nes, favorecían la rep rod u cción de aquéllas al frente del g o bierno de las ciudades, villas y lugares del Reino. Pues bien, el aliento conservador que estas m edidas revelan tuvo también su inm ediato correlato en la constante redefinición e incluso endurecim iento de los requisitos de acceso al cargo que, en la intención de esas mismas élites de poder, acom pañó a todo el proceso.
C u e s t i ó n d e l in a je s
La definición de las cualidades que debían reunir quienes pretendieran aspirar a los órganos de gobierno municipal ocu pa m uch o espacio en los tratados políticos de la época. N or malmente se exigía a los candidatos a cargos públicos no sólo que reunieran unas determinadas exigencias de linaje y rique za, sino también que hicieran gala de un equilibrado conjunto de virtudes morales en el que debía brillar co n luz propia su fortaleza, su sentido de la justicia o su prudencia. La ley, p o r su parte, añadía otro tipo de requerim ientos, desde la ob li gación de que los regidores fueran naturales de los lugares
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que iban a gobernar, hasta la exigencia de ciertos límites de edad. Tam bién hacía referen cia a determ inadas incom pati bilidades que im pedían el ejercicio del cargo, co m o la de ser clérigo, vivir co n señores, arrendar rentas reales, com erciar en m antenim ientos y otras muchas. C óm o se debía articular este cúm ulo de exigencias hasta concretarlas en u n p erfil ideal de regid or era, sin em bargo, algo bastante más difícil de decidir. Q ue había una m arcada preferencia porq u e quien se ocupara del g ob iern o de las re públicas urbanas fuera n o b le es, co n todo, indudable. Cier tamente m uchos tratadistas gustaban de subrayar que enten dían esa n obleza más en térm inos m orales que en legales o civiles. A un así, todos solían con clu ir que los n obles debían ser preferidos a los plebeyos para la provisión de cargos pú blicos. Sabido es, además, que en m uchos lugares de Castilla, norm alm ente de pequeñas dimensiones, regía incluso la nor m a de la mitad de oficios, según la cual debía reservarse a los hidalgos la mitad de los que hubiera en los regim ientos res pectivos, aunque tal previsión parece que fue frecuentem en te incum plida. Está claro, sin em bargo, que ventas indiscri minadas de oficios públicos com o las emprendidas desde 1543 p or Carlos V y sus sucesores habían marcado más el acento en la riqueza que en la nobleza o en la virtud, por lo que eran mu chos los que se habían in corp ora d o a los regim ientos sin te ner las calidades que teóricam ente les eran exigibles23. El R eino así lo re co n o ció desde un principio. Precisamen te en las Cortes de 1548, que siguieron inm ediatam ente a los acrecentam ientos masivos de los años precedentes, fue cuan do aquél mostró p or vez primera su preocupación p or esta cir cunstancia. D esde en ton ces n o dejaría de in clu ir entre sus quejas la petición de que n o se perm itiera el acceso a los re gimientos a quienes tuvieren «tiendas y tratos públicos» o que fueran «regatones» o «tratantes», com o se requería en las Cor tes de 1551, para extender la propuesta de veto en las de 1559
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a todos los que «tienen tratos de m ercaderías, com p ra n do y v en d ien d o sedas, paños, lienzos, trigo y otros bastimentos». En el reinado de Felipe II las iniciativas en relación con este punto parece que ganaron en concreción . Los procuradores, p or ejem plo, pidieron en 1566 que «n o pueda tener oficio de regidor ni ju rad o ni escribano de ayuntamiento ni otro oficio que tenga voto en él ninguna p ersona que tenga tienda p ú blica de ningún trato ni m ercadería ni haya sido oficial de ofi cio m ecánico». Los males que se seguían para el buen gobierno de los pueblos p or n o haberse cum plido esas previsiones fu e ron recordados en las Cortes de 1570, mientras que las siguien tes, las de 1573, las de 1576 o las de 1592 volvían a insistir so bre lo mismo en iguales o parecidos términos24. El rechazo de la mercancía y la exigencia de nobleza eran, con todo, reivindi cacion es tradicionales. Pues bien, a ellas acabaría añadién dose tam bién la de requerir lim pieza de sangre a los candi datos. El tema había sido o b je to de amplias discusiones en alguna sesión de Cortes precedente, singularmente en la de 1555, aunque p or entonces n o se llegó a acuerdo alguno, lo que n o deja de resultar significativo. Las celebradas en C ór d ob a y M adrid en 1570-1571 fu eron probablem en te las pri meras que elevaron una propuesta form al en tal sentido: el que aspirara a ser regidor, al m enos en las ciudades con voto en C ortes — se d ecía en la p e tició n 74 de los capítulos p re sentados al Rey ese año— , además de n o haber tenido «tien da pública de trato y m ercancía, vendiendo p o r m enudo ni a lavara», ni haber sido «oficial m ecánico, ni escribano, ni p ro curador», debía también acreditar que era «hidalgo de san gre y lim p io»25. C on este requisito, y a falta de alguna precisión adicional com o la de que se impidiera a los extranjeros ocupar plaza de regidor26, parecía cerrarse el abanico de exigencias que, en la intención al menos, obraban com o otros tantos poderosos ins trumentos de exclusión social y política. De esta forma, ser ca
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ballero y cristiano viejo, am én de vivir n ob lem en te, se c o n vertían en los rasgos definitorios que debía ostentar todo aquel que pretendiera ejercer un cargo p úblico en Castilla. A hora bien, el p rob lem a de esta representación ideal del p e rfe cto reg id or es que resultaba difícil de ejecutar, si es que alguna vez h u bo verdadera voluntad de hacerlo con todas las conse cuencias. Las oligarquías urbanas que controlaban los regi mientos y encarnaban la representación del Reino en las Cor tes com u lgaban , p o r supuesto, co n tales ideales; p e ro el p rin cip io que regía sus decisiones era el de la pru d en cia, si entendem os p or tal la conservación de sus intereses de gru po, y, p or tanto, al final acabaron velando siempre p o r la con solidación de las posicion es que habían id o adquiriendo en el pasado. H em os visto ya que en 1601 m oderaron la radical propuesta de acabar co n los acrecentam ientos de o ficios li m itándola a los que fueran quedando vacantes, cuan do eran perfectam ente conscientes de que ningún oficio llegaba a es tarlo si su titular se em peñaba en evitarlo (aunque sólo lo con siguiera h a cien d o aquellas escrituras engañosas c o n lbs es cribanos que tan n ota b le escándalo causaban entre los moralistas). Pues bien, también el Reino m oderó drásticamen te en 1598 la inicial pretensión de que se limitara la entrada a los regim ientos a tod os los que «n o hayan ten id o ni tengan oficio m ecá n ico ni tienda pública» — p etición que ya había h e ch o en 1570 en esos m ism os térm inos— , con ten tán d ose esta vez con pedir que n o se admitiera en ellos a ninguna per sona que «tenga tienda pública de m ercadería ni ningún, tra to»27. Los linajes de origen mercantil quedaban, p or tanto, al abrigo de cualquier sobresalto. La C orona, p o r lo demás, tam poco adoptó nunca una p o sición tajante en estas cuestiones. A la s demandas que le for mulaba el Reino sobre la exclusión de los que n o acreditaran su con d ición de n obles o fueran tratantes o m ercaderes res p on d ió siempre con evasivas. En 1566, p or ejem plo, se limitó
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a contestar que en la provisión de oficios de regim ientos se tendría «particular cuenta y cuidado» para que los beneficia rios fueran personas «quales convienen al tal oficio» y a la «ca lidad de los lugares». N o había m otivo, p o r tanto, para ha cer d ecla ra ción particular alguna sobre «la calidad de las p erson a s»28. En estos o p arecid os térm in os se había m ani festado ya la C orona en el pasado y lo seguiría haciendo en el futuro. Ninguna de las peticiones que se form ularon en este sentido llegó a convertirse, p o r tanto, en ley general del Rei n o, co m o tam poco lo fue el que se exigiera ser n ob le o inclu so lim pio de sangre a todo candidato a regidor. Ciertamente, lo que n o se autorizaba co n carácter general p od ía con sen tirse en el plano local. De aquí que muchas ciudades, siguiendo la estela del cabildo eclesiástico de T oledo que lo había adop tado ya en 1547, acabaran optando p o r pedir al Rey estatutos en los que se exigiera nobleza, lim pieza y falta de tachas p o r trabajos m ecánicos a quienes quisieran entrar en sus respec tivos regimientos. T oledo y Sevilla lo habían conseguido ya en 1566 y C órdoba lo haría dos años después. Madrid lo lograría parcialmente en 1603, pero tendría que esperar hasta 1638 para que Felipe IV, al confirm arlo, impusiera también el requisito de lim pieza de sangre. Aun así, conviene recordar que ni to das las ciudades que preten dieron semejantes estatutos lle garon a conseguirlos — sólo se les aprobó a la mitad de las que tenían v oto en Cortes, y seis de entre ellas n o llegaron a te nerlo hasta el siglo xvm — ni pu ede afirmarse, p or lo que se sabe, que las que disponían de ellos los aplicaran co n rigor (antes al contrario29) . En efecto, pese a lo establecido, elem entos procedentes de linajes conversos o de extracción mercantil, o ambas cosas a lavez, habían seguido a cce d ie n d o a los regim ientos de im portantes ciudades castellanas y andaluzas, co m o Burgos, Va lladolid, Sevilla, Córdoba, Jaén o Toledo. Naturalmente, esto n o quiere decir que los m ecanism os de exclusión en los que
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se apoyaban aquéllos dejaran de ser activados cuando así con vino para impedir la prom oción de individuos concretos. Ejem plos de este tipo son también frecuentes. En cualquier caso, usados co n celo o m ostrados co m o amenaza, los estatutos se iban difundiendo co m o un cáncer en la sociedad española de la é p o ca hasta convertirse en el cen tro de una apasionada polém ica de la que tam poco se hurtó el Reino. A decir verdad, lo que se discutía n o era si debían existir o n o. De h e ch o , al filo de 1600, ya sea p o r con v icción personal o p orq u e consi deraran im posible de superar un estado de o p in ió n tan ma nifiestam ente favorable a ellos, eran m uchos en Castilla los que pensaban que los estatutos eran «muy santos, justos y bue nos y necesarísim os». Gracias a que existían, decía p o r ejem p lo el R ein o en 1618, n o sólo se había p o d id o conservar en Castilla la nobleza y lim pieza de sus naturales, sino incluso la de «la religión cristiana y culto divino que es lo principal, sin las mezclas e inconvenientes que se ven en otras nacion es»30. ¿Qué era, entonces, lo que provocaba tantos debates? Sim plem ente, la form a en que se hacían las in form a cion es que debían superar los aspirantes a ingresar en aquellas c o r p o raciones que los exigían — ya se tratara de órdenes militares o religiosas, colegios mayores, gremios y cabildos eclesiásticos o seculares— , que eran muchas y, sin duda, las más im portan tes. Los postulantes eran sometidos a riguroso escrutinio, tanto suyo propio com o de sus antepasados, y quedaban por tanto ex puestos a la m aledicencia pública. Bien es verdad que tales in form aciones p od ía n amañarse con d inero y testigos falsos y, de hecho, con frecuencia lo fueron. N o obstante, las cosas ha bían llegado a tal punto que, co m o señalaba en las Cortes de 1618 Gabriel C im brón, p rocu ra d or de Avila, «ya en nuestra España n o hay más n ob leza ni lim pieza que ser un h o m b re bien quisto o mal quisto o tener potencia o traza con que ad quirirla o com prarla o que sea de tan oscuro y baxo linaje que n o haya en su rep ú blica noticia alguna de sus pasados y p or
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1. Atribuido a ju a n de Jáuregui, Miguel de Cervantes, 1600, Real Academia de la Lengua, Madrid. «Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y de sembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporciona da; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigo tes grandes, la boca pequeña, los dientes ni m enudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y éstos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extre mos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que m orena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies.» Así se describe el propio Cervantes en 1613 en el prólogo de las Novelas ejemplares. Y así se le ve en este retrato de 1600. EL I N G E N I O S O H I D A L G O D O N Q V I X O T E DH LA M A N C H A , Compuefla p or M ig u e ! de Cernantes Saauedra. DE B E IA R ,
2. Portada de la prim era edición de la prim era parte del Quijote, 1605.
G O N P R. I
E V . M J O R ID
3. Tiziano, El emperador Carlos V en Mühlberg, 1548, Museo del Pra do, Madrid. En 1547, el mismo año en el que nació Cervantes, se celebró la batalla de M ühlberg, cuya victoria se celebra en este magnífico cuadro de Tiziano.
4. Ju an Pantoja de la Cruz, Felipe II, Real M onasterio de El Escorial, San Lorenzo de El Escorial. D urante el reinado de Felipe II (1556-1598), Cervantes experim entó algunas de sus experien cias vitales más im portan tes, com o la participación en la batalla de Lepanto, la prisión en Argel, o su trabajo como recaudador de im puestos en Andalucía.
5. Bartolom é González, Felipe III de España, 1621, M onasterio de la E ncarnación, Madrid. Cervantes alcanzó su m adurez intelectual durante el reinado de Felipe III (1598-1621). A unque no sabemos con exactitud cuáles eran las opiniones de Cervantes sobre este m onarca, no cabe duda de que muchas de las decisiones que se adoptaron en estos años con m ovieron tanto a Cervantes com o a sus contem poráneos: la paz con Inglaterra, la tre gua con H olanda, o los inten tos siem pre fracasados de con quistar Argel.
6. Pedro Pablo Rubens, Retrato ecuestre del duque de Lerma, Mu seo del Prado, Madrid. Quizás una de las novedades más im portantes del reinado de Felipe III fue el gran poder acumulado por don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, más conocido como duque de Lerma. Favorito o valido del rey, Lerm a dom inó el m undo po lítico gradas al apoyo del rey y de una poderosa red de clien tes y fieles seguidores entre los que se encontraban su sobrino y yerno, el conde de Lemos, protector de Cervantes y a quién éste dedicó la segunda parte del Quijote.
7. A tribuido a Ju an Pantoja de la Cruz, Conferencia de Paz de Somerset House, 1604, National Portrait Gallery, Londres. La llam ada Paz de Londres entre Inglaterra y España fue la conclusion de la conferencia de Somerset H ouse reproducida en este cuadro. La paz fue firm ada por Jacobo I en Londres en agosto de 1604 y ratificada en abril del año siguiente p or Felipe III en Valladolid. Fue la prim era de una serie de decisiones de Felipe III tendentes a liquidar los conflictos abiertos desde la época de Felipe II. La m uerte de Isabel I en 1603 facilitó la apertura de las negociaciones.
8. Pedro Pablo Rubens, La archiduquesa Isabel, Museo del Prado, Madrid. La archiduquesa Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, y su m arido Al berto de Austria fueron gobernadores de los Países Bajos por voluntad del Rey P rudente desde 1598. Bajo su gobierno se firm ó la Tregua de los Do ce Años con las Provincias Unidas (1609) que, sin em bargo, no pudo con tinuarse cuando ésta expiró en 1621.
9. Jo h n Critz, Jacobo I de Inglaterra, Museo del Prado, Madrid. Jacobo I de Inglaterra, hijo de María Estuardo, reina de Escocia, sucedió a la reina Isabel de Inglaterra en 1603. Convencido de que su papel en Euro pa consistía en unir en un tratado de paz a todos los cristianos europeos, promovió no sólo la firma de un acuerdo de paz con la M onarquía hispana, sino que también trató de contribuir al restablecimiento de un acuerdo en tre la M onarquía hispana y Holanda.
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