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Andrés Martínez Lorca (Coord.)
ENSAYOS SOBRE LA FILOSOFÍA EN EL AL-ANDALUS M. Alonso Alonso R. Arnaldez M. Asín Palacios M. Cruz Hernández F. Díaz Esteban
S. Gómez Nogales D. Gonzalo Maeso J. Lomba Fuentes A. Martínez Lorca J. Vernet Ginés
uda del Ministerio de Cultura a la edición de obras que integran el patrimonio literario y científico español, año 1987
L____2J EDITO RIAL
DEL HOMBRE
Ensayos sobre la filosofía en al-Andalus / coord. Andrés Martínez Lorca. — Barcelona : Anthropos, 1990. — 462 p. ; 20 cm. — (Autores, Textos y Temas / Filosofía ; 29) Bibliografía 83-93 p. ISBN 84-7658-192-0 I. Título II. Colección 1. Filosofía (al-Andalus) 2. Filosofía islámica — S. IX / XV 1(468)“08/14”:297 297:1(468)“08/14”
Primera edición: febrero 1990 © Andrés Martínez Lorca, 1990 © Editorial Anthropos, 1990 Edita: Editorial Anthropos. Promat, S. Coop. Ltda. Vía Augusta, 64, 08006 Barcelona ISBN: 84-7658-192-0 Depósito legal: B. 417-1990 Fotocomposición: Foinsa. Barcelona Impresión: Ingraf. Badajoz, 147. Barcelona Impreso en España - Printed in Spain
In t r o d u c c ió n
LA FILOSOFÍA EN AL-ANDALUS UNA APROXIMACIÓN HISTÓRICA
Al final de su Risala fi fadl al-Andalus (Elogio del Islam es pañol), nos cuenta el escritor cordobés al-Saqundi lo que le su cedió una vez en casa del jurisconsulto Abü Bakr ibn Zuhr: «Ello fue que, estando un día con él, entró a vernos un hombre ex tranjero, sabio del Jurasan, a quien Ibn Zuhr honraba. “¿Qué te parecen —le pregunté— los sabios de al-Andalus, sus secreta rios y sus poetas?” Y me contestó: "He dicho que Dios es gran de...’’. No entendí yo lo que quería decir y encontré poco cordial su opinión. Entonces Abü Bakr ibn Zuhr, comprendiendo por mi actitud que yo le m iraba fríamente y con m uestras de desa probación, me preguntó: “¿Has leído acaso los versos de al-Mutanabbi?”. “Sí —le contesté— y me los sé todos de memoria.” “En tonces —exclamó— contra quien has de sublevarte es contra ti mismo y a quien has de acusar es a tu espíritu por su falta de comprensión”. Y me recordó el dicho de al-M utanabbi: He dicho que Dios es grande, en torno a sus moradas, al ver surgir en ellas soles, sin que haya en ellas Oriente. Al oírlo, pedí excusas al de Jurasan y le dije: “Por Dios, has crecido tanto a mis ojos, cuanto yo mismo me juzgo empequeñecido, por no haber enten dido lo que querías decir”. ¡Loado sea Dios que hizo salir estos soles por el Occidente!».1 La respuesta del anónimo sabio persa refleja de m anera grá 1. Traducción de Em ilio García Gómez, pp. 117-118.
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fica la principal dificultad con que se encuentra todo estudioso de la España musulmana. De un lado, resulta imposible asim i lar ésta a los vecinos reinos cristianos de la Europa del Sur con los que contrasta abiertamente no sólo en el terreno político sino también en el social y cultural. Y, de otro, no puede identificar se con los países orientales desde los que irradió el Islam. Por más que de modo artificioso se intente representar a aquellos españoles con turbante (prenda que la inm ensa mayoría de la población no usó nunca) o cabalgando a lomos de camello como los beduinos del desierto, la realidad histórica nos m uestra, por el contrario, una sociedad cuya gran mayoría era de ascendencia hispano-rom aná y con la que acabaron fundiéndose los pocos miles de árabes que llegaron a la península; que hablaban, mejor o peor, la lengua árabe pero que también se expresaban en ro mance, y en la que los m usulmanes convivían en paz, no exenta a veces de sobresaltos, con las minorías cristiana y judía. Desde la mezcla racial hasta la pluralidad religiosa y desde los inter cambios diplomáticos hasta el tipo de alimentación, al-Andalus brilla con luz propia dentro del mundo islámico. No resulta fácil, sin embargo, conocer con detalle los diver sos elementos culturales que confluyeron en esta singular expe riencia histórica. El contradictorio proceso de germinación social que m adura en el siglo X con la consolidación de un nuevo Es tado encierra todavía demasiados puntos oscuros para nosotros. Ni los esquemas heredados de la historiografía oriental ni tam poco los de la occidental aclaran todas nuestras dudas. La deso rientación acaba imponiéndose con demasiada frecuencia. Se hace necesario, pues, un análisis concreto del m undo intelectual de al-Andalus a la luz de su propia evolución y sin perder de vista, al mismo tiempo, las heterogéneas influencias externas. Porque si no entendemos ese mundo, ¿cómo llegaríamos siquiera a en trever el desarrollo del pensamiento que aquí se produce? Resulta penoso contemplar los denodados esfuerzos de cier tos espíritus especulativos que pretenden explicar la historia de la filosofía al margen de la historia real, como si la filosofía fue ra un árbol frondoso pero puram ente aéreo sin raíz alguna en el hum us de la historia. Los problem as teóricos que así son planteados se asemejan a aquellos satélites artificiales que ya han perdido su órbita y van inexorablemente a la deriva. ¡Aca ban estrellándose en la negra noche donde todos los gatos son pardos! Por fortuna, tampoco han faltado quienes antes que nosotros señalaran la dificultad de la tarea, iluminando certeram ente el
camino. Hace más de 30 años, en las primeras líneas de una obra que significó un hito historiográfico, Miguel Cruz Hernán dez (excelente guía en estos estudios tras la huella de aquel pio nero que fue don Miguel Asín Palacios) advirtió ya a los futuros investigadores del escollo principal con que tropezarían: «(...) en este caso concreto del pensamiento filosófico hispano-musulmán, acaso el principal problema sea el del marco histórico y no su médula ideológica» (Filosofía hispano-musulmana, prólogo). Las páginas que siguen no intentan sacar a la luz el rico filón del pensam iento andalusí, ni tampoco desliar de una vez por todas la embrollada madeja de aquel mundo histórico, tareas am bas que exceden con mucho a mi capacidad. Mi objetivo es más modesto: aprovechando las aportaciones de historiadores y filólogos que he juzgado más valiosas, y a partir de una refle xión personal sobre las propias fuentes árabes, tanto históricas como filosóficas, pretendo situar la historia de la filosofía de este período en su preciso contexto histórico-cultural. Desearía con tribuir así a elevar el nivel de nuestra historiografía filosófica haciendo que la perspectiva de la filosofía en al-Andalus sea más amplia y profunda, es decir, que podamos ver más y que esos nuevos problemas logremos examinarlos mejor. En lugar de se guir dando vueltas a la noria en torno a los viejos temas de siem pre, lo que propongo, en definitiva, es abrir un nuevo horizonte al apasionante mundo intelectual de la España musulmana. Al-Andalus, una nueva sociedad en la Europa medieval La desaparición de la m onarquía visigoda y la fulgurante ex pansión del Islam español a comienzos del siglo VIII representa ron para los primeros cronistas cristianos una conmoción tan fuerte como si se hubiera hundido el mundo. Tales historiadores medievales prefirieron utilizar una visión apocalíptica, evitando así tener que enfrentarse a la cruda realidad histórica. Por ejem plo, en la Crónica mozárabe de 754, antes llam ada de Isidoro Pacense, parágrafo 37, puede leerse: resulta imposible para la naturaleza humana pretender contar los desastres de España —en otro tiempo llena de atractivo, hoy miserable, antes experimen tada en el honor y ahora en la ignominia—, cuya desgracia sólo es comparable con las grandes catástrofes de la humanidad desde Adán hasta hoy, tales como la caída de Troya, la destrucción de Jerusalén y de Babilonia o el saqueo de Roma. No se hundió el mundo con la llegada a la península ibérica 9
de Tariq ibn Ziyad en la primavera del año 711 y de Musa ibn Nusayr al año siguiente. Se desintegró aquel mundo, se eclipsó para siempre el poder opresor de la aristocracia de origen ger mano, en medio del resentimiento popular y entre las querellas internas de la clase dominante. Para trazar el siguiente apunte histórico de al-Andalus me ser viré ante todo de las fuentes árabes, interesantísim as por la va riedad de información que proporcionan y por el realismo que inspira muchas de sus páginas. El primer dato que conviene sub rayar es el mutuo desconocimiento entre árabes e hispanos antes de que aquellos cruzaran por vez prim era el Estrecho de Gibraltar. En la crónica anónima Ajbar M aym ü’a se percibe claram en te la cautela del califa al-Walid ante los proyectos de conquista que le había comunicado su gobernador en Ifrlqiya M usa ibn Nusayr. Es un prudente temor a penetrar en tierra ignorada. «Manda a ese país algunos destacam entos que lo exploren y tomen informes exactos, y no expongas a los m usulm anes a los azares de un mar de revueltas olas» (traducción de Emilio Lafuente y Alcántara, p. 20). Pero, como suele ocurrir, lo diferente transfigurado en exótico atrajo en extremo a los primeros expe dicionarios, según detalla Ibn al-Kardabus en su Historia de alAndalus-. sobre todo, la abundancia de riquezas, la belleza de sus mujeres, sus huertas, ríos y frutos. No es de extrañar tam poco que esa atracción cundiera en el propio califa al-W alid, quien estuvo a punto de perder ahogado a su hijo pequeño que cayó en una jofaina m ientras él, completamente absorto, daba gracias a Dios tras recibir la noticia de la conquista de al-Andalus (edición de Felipe Maíllo, pp. 52 y 57). La sensación de lejanía debió perdurar, pues años m ás tarde el califa ‘Umar II le pidió al recién nom brado gobernador de alAndalus «que le escribiera acerca de la forma que tenía España, y le diese noticias de sus ríos». Y añade muy significativamen te el cronista anónimo: «Tenía el pensam iento de hacer salir a los musulmanes de ella, por lo muy separados que estaban de los demás» (Ajbar M aymífa, p. 34). Entre la población peninsular se daba una ignorancia semejan te respecto a los árabes y bereberes, como lo demuestran algunos divertidos testimonios historíeos. Asi, antes de la decisiva batalla de la laguna de la Janda, el espía que envió don Rodrigo al cam pamento musulmán, engañado por una estratagema de Tariq, vol vió lleno de espanto convencido de hallarse ante unos salvajes an tropófagos: «Ha llegado a ti una nación que come la carne de los muertos de los hijos de Adán» (Ibn al-Kardabüs, op. cit., p. 62). 10
Menos espantosa pero igual de sorprendente resultó la expe riencia de los notables de Mérida que negociaban con Musa las condiciones de paz. «El primer día que vinieron a verle [a Musa], tenía el cabello y barba blancos, porque se le había ya caído el color con que acostum braba teñirse. Nada pudieron concertar y cuando volvieron el día antes de la fiesta del Fitr, se había alhe ñado la barba y estaba roja como las brasas. Admiráronse de esto y cuando vinieron de nuevo el día de la fiesta del Fitr, ya tenía la barba negra. Con esto creció su asombro, porque no co nocían la costumbre de teñirse, y dijeron a sus paisanos: “esta mos combatiendo a profetas que se transform an como quieren y tom an la figura que les place. Su rey era viejo y se ha vuelto joven, por lo cual creemos que debe concedérsele lo que pida, pues no tenemos medio de contrarrestarle”» (testimonio de Ibn Hayyan en al-Maqqarl, edición de Gayangos, vol. I, p. 171). La variedad racial de las tropas m usulm anas contribuyó, sin duda, a aum entar la sorpresa de los hispanos, como podemos deducir de los intentos de algunos cristianos cordobeses que, en un episodio de la toma de la ciudad, se esforzaron en vano por blanquear la piel de un negro al que hicieron prisionero. «Los de la iglesia le vieron... y andaban temerosos y extrañando la naturaleza de aquel hombre, pues nunca habían visto ningún negro, por lo cual le rodearon y movióse entre ellos gran alboro to y admiración, creyendo que estaba teñido o cubierto de algu na sustancia negra. Desnudáronle en medio de todos, y, lleván dole junto a la cañería por donde venía el agua, comenzaron a lavarle y frotarle con cuerdas ásperas, hasta que le hicieron bro tar la sangre y le lastimaron. Él les rogó que le dejasen, indicán doles que aquello era en él natural y obra del Creador (sea glori ficado). Comprendiendo ellos sus señas, dejaron de lavarle y se aumentó su terror» (al-Maqqarl, p. 165). Lo que todavía produce perplejidad es la rapidez con que se hundió la monarquía visigoda, como fulminada por un rayo. Tras la única batalla digna de tal nombre en la laguna de la Janda, los 12.000 musulmanes al mando de Tariq, «la mayor parte be réberes y libertos, pues había poquísimos árabes», se adueñaron de buena parte de la Península en pocos meses, casi a la veloci dad que le permitían los cascos de los caballos. (Una fuente árabe nos da el detalle de que «los musulmanes m ontaban ya los ca ballos del ejército cristiano y no había quedado ningún infante y aún habían sobrado caballos».) La capital del reino, Toledo, se rindió sin ofrecer resistencia. Más que de una cam paña de gue rra propiamente dicha, podríamos hablar de un paseo militar. 11
En el 712, Musa cruzó el Estrecho con un ejército de 18.000 hombres, la mayor parte árabes. Siguiendo un itinerario diferen te y tras reunirse en Toledo con Tariq, ultim aron am bos el con trol efectivo de la casi totalidad de la península, extendiéndose dichas fuerzas expedicionarias por la m eseta superior y el valle del Ebro. El año 714 estos dos generales abandonan el suelo pe ninsular con destino a Damasco, dando por cumplido con creces su objetivo político-militar. Todo indica la sum a debilidad del Estado visigodo antes in cluso de su desaparición. Bastó con que fuera derrotada una parte del ejército (pues otra bien considerable ni siquiera pre sentó batalla sino que pactó), para que la organización políticoadm inistrativa se hundiera como castillo de arena. De nada le sirvió tampoco la aparente cohesión social propiciada por el cristianism o desde la constitución de este en religión de Es tado con Recaredo. A diferencia de la renom brada argam asa de las m urallas de Mérida, la m onarquía visigoda carecía de so lidez. ¿Puede calificarse de conquista la fulm inante expansión del Islam en la Península? ¿Cómo se explicaría entonces que unos miles de musulmanes llegaran a dominar sin apenas violencia a una población hispano-romana estim ada en unos cinco millones de habitantes? Aquí, como en otros casos, creo que no debe im portar tanto la calificación genérica cuanto el haber comprendi do la genesis del hecho historico, siendo capaces de analizar su compleja realidad. La nula resistencia popular a las tropas m u sulm anas, el apoyo entusiasta de los cam pesinos pobres de la comarca de Écija a Tariq, el pacto con los hijos de W itiza (re frendado posteriorm ente en la sede oriental del califato y en virtud del cual aquellos nobles visigodos conservaron sus in mensas propiedades agrarias) y el tratado con Teodomiro, señor de Murcia, indican a las claras que representaría un grave error interpretar en térm inos puram ente m ilitares el nacim iento de al-Andalus, es decir, del Islam español. Según cuenta en su His toria Ibn ‘Abd al-Hakam, el propio M usa lo entendió así al es cribirle al califa al-Walid diciéndole «que no había sido con quista sino agregación». Uno de nuestros más innovadores ara bistas ha sintetizado de este modo su posición: «Realmente no se puede afirm ar que España fuese conquistada sino que ha bría que hablar más bien de entrega m ediante capitulaciones. Lo general de la rendición viene refrendado por cierto pasaje de la Crónica profética, redactada en 883, otro de la Crónica de Alfonso III, y, sobre todo, por Ajbar M aym ü’a. En líneas 12
generales, tendrem os que al-Andalus no fue conquistada, sino que capituló».2 Por otra parte, llama la atención la decidida colaboración de los judíos con las tropas m usulm anas. Todas las fuentes árabes coinciden en este punto. En un estilo casi telegráfico informa el Ajbar Maytriü’a: «Reunió [el primer gobernador m usulm án] en Córdoba a los judíos a quienes encomendó la guarda de la ciu dad, distribuyó en ella a sus soldados y se aposentó él en el pa lacio» (p. 27). Musa hizo lo mismo en Sevilla —como escribe al-M aqqarl—, dejando esta ciudad bajo la guarda de los judíos junto a algunos soldados en la alcazaba. Y en Granada ocurrió otro tanto, según una m ás detallada explicación del cronista árabe: «Sitiaron Granada, capital de aquel distrito y la conquis taron por la fuerza de las arm as, reuniendo todos los judíos en la fortaleza, que era la costumbre que seguían en todas las ciu dades que conquistaban; juntaban a los judíos en la fortaleza, con algunos pocos m usulmanes, y les encargaban la guarda de la ciudad, continuando las demás tropas su marcha a otro punto» (al-Maqqarf, p. 166). Actuando así, la comunidad judía intentó acabar con la opresión im puesta por la m onarquía visigoda y de cuyo dram atism o puede dar idea el decreto del XVII Concilio de Toledo que condenaba a la esclavitud a todos los judíos que no se convirtieran al cristianismo. Con su política de tolerancia hacia los judíos, el Islam español se aseguró el apoyo de este influyen te grupo social urbano, especializado en el comercio. También se beneficiaron de esa tolerancia los cristianos, quie nes pasaron a ser, junto con los judíos, «protegidos» o dimmíes a cambio de un im puesto.3 Cristianos y judíos, como nos recuer da Ribera, gozaban incluso en al-Andalus de «sus autoridades judiciales propias», al margen de la jurisdicción general islámi ca. Pero el espíritu igualitario del Islam, del que da testimonio un conocido hadit («los hombres son tan iguales como las púas 2. Pedro Chalmeta Gendrón, «¿Feudalismo en al-Andalus?», en Orientalia hispánica, vol. I, J.M. Barral editor, Leiden, Brill, 1974, p. 173. 3. «Está m uy generalizada la errónea idea según la cual la guerra santa \yihacT\ significa que los m usulm anes daban a elegir a sus ene m igos “entre la espada y el Islam". En algunos casos sucedió así, pero esto sólo ocurrió cuando sus adversarios eran politeístas o idólatras. Para los judíos, los cristianos y otros "pueblos del libro”, es decir, para los m onoteístas con tradiciones escritas —expresión que se interpretaba muy liberalm ente — , existía una tercera posibilidad: convertirse en "grupo pro tegido”, que pagaba un im puesto o tributo a los m usulm anes, pero que gozaba de autonom ía interna»: W. M ontgom ery W att, Historia de la Es paña islámica, M adrid, Alianza, 1970, p. 13.
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de un peine»), y su profundo sentido de la fraternidad hum ana («el hombre es hermano del hombre, quiera o no», dice otro bien significativo) hubieron de ejercer una poderosa atracción sobre el sector de la población hispano-romana más explotado en la monarquía visigoda, los siervos de la gleba. La denuncia de la injusticia social que aparece con cierta frecuencia en las páginas del Corán (por ejemplo, en X, 44-45: «ciertamente. Dios no opri me en absoluto a los hombres, pero los propios hombres son los que se oprimen»), ampliada por el conjunto de las tradiciones islámicas (véase la extrema dureza de este dicho del Profeta: «han sido aniquilados quienes os precedieron porque, cuando robaba el noble, le dejaban y, cuando lo hacía el pobre, lo condenaban»), causaría verdadera conmoción en el medio rural hispano. Esa probable sim patía de fondo, así como las evidentes me joras jurídicas y económicas que traía consigo la religión islám i ca para aquellas m asas de míseros campesinos, explicarían la irresistible adhesión al Islam de la mayor parte de la población hispana. «Cuando la época de la conquista, la España visigoda era eminentemente agrícola. (...) La condición social de los tra bajadores de la tierra no era nada grata, pues estaban, por la mayor parte, adscritos a la gleba. Con los musulmanes mejoró la suerte de esta clase, y eso fue, seguramente, una de las causas de la rápida islamización de la Península: el m usulm án, por ley, no puede ser esclavo, sino hombre libre. Por lo tanto, al convertirse los españoles al islamismo pasaban a ser hombres libres, y esta ban exentos, además, del impuesto de capitación que habían de pagar los dimmíes o sometidos».4 El Islam español significó, por tanto, una liberación política para todos los judíos y una libera ción política y social para la mayoría de la población de origen cristiano. Desde otra perspectiva, la formación de al-Andalus se basó en un original mosaico de razas. A lo largo del siglo VIII se ins talaron en la Península aproxim adam ente 50.000 árabes y unos 200.000 beréberes, si bien esta últim a cifra es menos segura. La principal novedad ya desde el momento inicial de la conquista reside en que la expansión del Islam no recae fundam entalm en te en el pueblo árabe sino en las tribus beréberes del Magrib, recién islamizadas y no sin dificultad. Debemos a Pierre Guichard el haber sabido destacar este aspecto, antes oscurecido, con tes timonios históricos fidedignos e hipótesis sugestivas. Fundándo 4. A. González Palencia, Asp ectos sociales de la España árabe, Ma drid, Escuela Social de M adrid, 1946, p. 28.
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se, ante todo, en que el ejército se estructuró sobre una base tribal hasta mediados del siglo X, y en que el sistema de reparto de tierras entre los conquistadores se asemejó a dicha organiza ción militar, Guichard ha iluminado con originalidad la huella histórica de los beréberes en los primeros siglos de al-Andalus. Su principal conclusión me parece razonable: «Hemos constata do (...) que, al menos durante toda la época del emirato, un hecho extraño a la realidad indígena, el hecho tribal, había desempe ñado en la vida social, política y mental de al-Andalus un im portante papel».5 El hecho central desde el punto de vista de la población es, sin embargo, el siguiente: la mayoría abrum adora de los habi tantes de al-Andalus, conversos o no, muladíes o mozárabes, eran de origen hispano-romano, y al cabo de varias generaciones de mezcla racial los diversos elementos exógenos acabaron fundién dose en el crisol hispano. Este mestizaje demostró en la práctica su eficacia cultural, como ya advirtiera Ibn Rusd (Averroes) en su Comentario a los ((Meteorológicos» con un punto de orgullo andaluz: «Esto es lo que ha sucedido en la tierra de al-Andalus con los descendientes de los árabes y beréberes, que la naturale za [tras la mezcla de sangre] los ha igualado con los naturales de aquella tierra y por esto se han multiplicado entre ellos las ciencias». Julián Ribera, en un contexto lingüístico certeramente analizado (El cancionero de Abencuzmán), enfatizó tanto la he gemonía social de la raza hispana que llegó a reducir la heren cia árabe a «una pequeña cantidad de anilina roja [que] es sufi ciente para enrojecer las aguas de un estanque, sin que la com posición quím ica de las m ism as se llegue a alterar sensible mente». Considero desafortunado tal símil porque desenfoca el proceso de fusión étnica, trivializando la im portancia del legado cultural árabe. Los historiadores han solido ver en la época de esplendor del califato el paradigm a de integración racial en al-Andalus. R. Dozy en su Historia de los m usulmanes de España (tomo II, p. 276) juzgó como uno de los grandes logros políticos de ‘Abd al-Rahman III al-Nasir «la fusión de todas las razas de la penín sula en una nación verdaderam ente una». E. Lévi-Provengal, con su talento característico, imaginó así la impresión que esa mez cla racial produciría en unos viajeros de Bagdad o Qayrawan: «Aunque no se sintieran demasiado ajenos en un ambiente que 5. Al-Andalus. Estructura antropológica de una sociedad islámica en Occidente, Barcelona, Barral, 1976, p. 563.
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reservaba para el arabism o un lugar de preferencia, que hacía de la cultura oriental un ideal indiscutible y que concedía a la lengua del Alcorán la primacía sobre las hablas locales, es evi dente que se hallarían sorprendidos de ver cómo se codeaban en las calles y en los zocos de las ciudades gentes de aspecto tan poco uniforme, rubios y morenos, blancos, mestizos y negros, que se hablaban más en rom ance que en árabe y que vivían en una simbiosis al parecer armónica con numerosos dimmíes cris tianos y judíos, tam bién casi siempre vasallos leales del régi men».6 Desde el siglo VIH hasta la constitución del reino nazarí de Granada en 1232, en un repliegue que hacía presagiar lo peor para el Islam (R. Arié anota muy oportunam ente que «el reino de Granada sólo pudo existir como vasallo de los cristianos», Es paña Musulmana, p. 37), al-Andalus aparece como una sociedad en continua evolución. La primera etapa se extiende hasta el año 756, en que el primer príncipe omeya toma el poder en Córdoba, y viene m arcada por la inestabilidad política. El proceso de con solidación del Islam se vio frenado por las luchas entre árabes y beréberes en las que predomina el espíritu de clan. Con un Es tado débil y falto de cohesión, el ejército adopta lógicamente una organización tribal. Se rompe con el protofeudalismo de la mo narquía visigoda, pero la vida rural sigue imponiéndose aún en el ámbito económico-social. Con el primer emir omeya de Córdoba, ‘Abd al-Rahman I (que gobernó entre los años 756-788) asistim os al intento histórico de encauzar la fermentación social anterior con el objetivo de im pulsar un Estado fuerte y centralizado. En esa dirección se orien tan sus dos principales iniciativas: la creación de un ejército pro fesional y la articulación de una clase política nucleada en torno a la aristocracia siria próxima a los omeyas. Pero el mérito prin cipal en la puesta en pie del nuevo Estado corresponde a ‘Abd al-Rahman II (822-852). Se insiste habitualm ente en que copió el modelo de Estado ‘abbasí en la esfera adm inistrativa, lo cual es cierto. Pero creo que no se ha subrayado lo suficiente su in novadora visión estatal. Al fundar la vida pública no ya sobre la aristocracia árabe, ni siquiera sobre el espíritu tribal, sino sobre el crisol étnico propio de al-Andalus que traslucía una clara he terogeneidad social, inicio un camino nuevo, moderno en su raíz 6. España musulmana, tom o V, Madrid, Espasa-Calpe, 1973, 3.a ed pp. 104-105. De interés todo el capítulo IV, «La sociedad andaluza» * dd Q 'í_nQ r r '
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aunque no exento de riesgos. El espíritu de cohesión social, la ‘asabiyya en que tanto insiste Ibn Jaldün, no debería buscarse más en los lazos de sangre: la universalidad del nuevo Estado abierto a todos podría cimentar una original y más fecunda ‘asa biyya. Dentro de este marco general hay que insertar su fomen to de los intercambios económicos, las medidas de política mo netaria y, de modo especial, su enérgico apoyo al desarrollo ur bano de al-Andalus. «La época de mayor número de fundaciones [de ciudades] va desde el reinado de A bd al-Rahman II hasta la muerte del tercero de igual nombre (822-961).»7 Un prim er paso en la misma dirección me parece verlo en la reconstrucción del puente de Córdoba, «imposible de vadear du rante todo el invierno», con la piedra de las murallas occidenta les de la ciudad que estaban derruidas, hecho que tuvo lugar durante el mandato del gobernador al-Samh, autorizado para ello por el califa de Damasco (Ajbar M ayniü’a, p. 35). Es decir, se prefirió ya en el año 720 facilitar el comercio y la vida ciudada na de Córdoba a expensas de su defensa militar. (Más tarde se arreglarían con ladrillo las m urallas.) Más de dos siglos después, exactamente en el año 971, en pleno califato de Córdoba, se ter minó una importante obra de restauración del mismo puente. Las palabras con las que el cronista lo elogia aclaran por sí solas el valor social que se le otorgaba: el puente de Córdoba «es la madre que am am anta a la ciudad, el punto de confluencia de sus dife rentes caminos, el lugar de reunión de sus variados aprovisiona mientos, el collar que adorna su garganta y la gloria de sus mo num entos insuperables».8 De esta vocación urbana del Islam español dan fe todavía algunas de las ciudades fundadas en esos siglos, como Almería (que llegaría a ser el primer puerto de al-Andalus), Murcia, Ba 7. L. Torres Balbás, «Ciudades hispanom usulm anas de nueva fun dación», en AA.VV., Études d ’o rientalisme dédiées a la mémoire de LéviProvengal, tom o II, París, M aisonneuve et Larose, 1962, p. 802. He aquí el retrato que del emir *Abd al-Rahm an II traza el historiador E. LeviProven9al: «Los nuevos textos concernientes a este príncipe nos m ues tran al soberano repartiendo su tiem po entre la vigilancia de los num e rosos trabajos de urbanism o de los que se benefició Córdoba durante su reinado; la caza con halcón en el valle del Guadalquivir, donde perse guía a las grullas, las aves m ás a la m oda en aquella época; el estudio del cielo; los asuntos del Estado y, tam bién, las reuniones literarias o m usicales que hasta entonces habían sido bastante escasas en la capital de los om eyas de España» {La civilización árabe en España, Madrid, Espasa-Calpe, 1982, 6 .a ed., p. 65). _ 8. Anales Palatinos del Califa de Cordoba al-Hakam II, por Isa ibn A h m a d al-Razi, traducción de Em ilio García Gómez, p. 78.
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dajoz, Lérida (reconstruida sobre sus ruinas rom anas), Úbeda, Calatayud, Tudela, Gibraltar y Madrid (la única capital europea de nombre árabe, M ayñt). El máximo desarrollo urbano corres pondió, como es sabido, a la capital del califato, que llegó a ocu par el primer puesto entre las grandes ciudades de Europa. «Cór doba, con su medio millón de habitantes, sus tres mil mez quitas, sus soberbios palacios, sus ciento trece mil casas, sus trescientos baños y sus veintiocho arrabales, no cedía en exten sión, ni en riqueza, más que a Bagdad, ciudad con la cual sus habitantes gustaban de compararla.»9 En el ámbito jurídico, el Estado omeya se distinguió por su adhesión al malikismo (sobre el que volveremos más adelante) y por la independencia política de sus cadíes o jueces. Por fortu na, se ha conservado la Historia de los jueces de Córdoba de al-Jusaní, crónica sin pretensiones literarias que, por el realismo con que describe la vida de la m agistratura y su entorno social, logra como muy pocas páginas históricas sumergirnos en la at mósfera vital de aquella sociedad cordobesa. El m aestro Ribera, que tan buen olfato histórico tenía, supo destacar la original apor tación de estos jueces andalusies. «La mayoría de ellos fueron popularísimos por la valentía de su equitativo criterio en la ad ministración de justicia y su enérgica resolución; de modo que, por la constancia y firmeza de caracter de los que ocuparon esa dignidad, convirtiéronse en principios políticos de aplicación prác tica las normas de igualdad social establecidas por la ley religio sa: los jueces daban ejemplo con su resuelta actitud contra las demasías y aun actos depredatorios de la despótica nobleza de Coraix, contra palaciegos y cortesanos y, en ocasiones célebres, contra los monarcas mismos, los cuales tuvieron que aceptar como criterio de gobierno esas norm as democráticas o igualita rias.»10 Un boton de muestra. En cierta ocasion, unos campesinos en tablaron pleito contra el aristócrata que les había quitado vio lentamente un cortijo. El emir al-Hakam I, a solicitud del de m andado con quien tenia am istad, pidió al juez que se inhibiese en el pleito, recibiendo la siguiente respuesta: «(...) como han probado el derecho que les asiste en su dem anda, yo no puedo dejar de entender en el asunto hasta dictar sentencia». Volvió a ^’TTRt«nh,art, P' D ozy’ Hist°ria de los m u su lm a n es de España, to mo III, M adrid, Turner, 1984, p. 86. 10. Julián Ribera, prólogo a Aljoxaní, Historia de los jueces de Cór doba, pp. 50-51.
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insistir el emir ante el juez, enviándole con un paje este aviso: «es preciso que te abstengas de intervenir en ese pleito; quiero ser yo personalmente el juez que decida». Esta vez el cadí orde nó al paje que se sentara; mientras, se dio prisa en dictar sen tencia a favor de los campesinos que recuperaban así su cortijo, cumpliendo después todos los trám ites legales para que aquella fuera firme. Sólo entonces autorizó al enviado real a que volvie ra a palacio para comunicar la sentencia, por si el propio emir quería derogarla. Al-Hakam I se irritó al conocer la decisión del juez y, tras calmarse algo, se desahogó diciendo: «¡Cuán vil es aquel que tiene que sufrir que la pluma del juez le pegue en el rostro!». Y al-Jusaní comenta al término del relato: «El soberano se portó luego con él como si nada de esto hubiera ocurrido; no le opuso ninguna dificultad, y el juez pudo ejecutar su senten cia» (Historia de los jueces de Córdoba, pp. 220-225). Pienso que esta superioridad del derecho sobre el monarca, tan rara ayer como hoy, no constituye motivo de crítica al Estado omeya. Por el contrario, demuestra que el principio de universalidad de la ley no era mera retórica en la Córdoba islámica, sino pieza bási ca de su ordenamiento jurídico. La consolidación del nuevo Estado y su época de mayor apo geo tienen lugar en el siglo X. Símbolo de tal esplendor es la figura política del califa ‘Abd al-Rahman III, en cuyo reinado, pacificada por fin la tierra de al-Andalus, se desarrolla el comer cio exterior y se multiplican las relaciones diplomáticas. Me pa rece acertado el juicio que sobre este gran califa cordobés dejó escrito el arabista R. Dozy: «Este hombre delicado y sagaz que centraliza, que funda la unidad de la nación y la del poder, que con sus alianzas establece una especie de equilibrio político y que con amplia tolerancia llama a sus consejos a hombres de otra religión, es más bien un rey de los tiempos modernos que un califa de la Edad Media» (Historia de los musulmanes de Es paña, tomo III, p. 88). Pero esa brillante era de prosperidad del califato de Córdoba se vería pronto afectada por la humana fugacidad a que nos tiene acostum brados la historia. Con Ibn Abl ‘Amir (el legendario Almanzor del romancero), excepcional militar y hábil estadista, co mienza a gestarse de forma paradójica la decadencia. En efecto, la incorporación masiva de tropas beréberes al poderoso ejérci to, la suplantación en el poder del legitimo califa y su alineación personal con el ala más conservadora del sector teológico-jurídico encerraban en sí el germen de la futura disgregación de al-Andalus. Con la muerte de Almanzor a comienzos del siglo XI 19
(año 1002), ese proceso larvado saldrá a la luz de forma dram á tica. Enclavada en el extremo occidental de Europa, la sociedad que vemos desplegarse en al-Andalus es lo menos occidental que pueda imaginarse. El incipiente feudalismo visigodo quedó con gelado por el espíritu igualitario del Islam, y en su lugar apare ció, llena de fuerza y no exenta de tensiones, una nueva socie dad. En ella, la creencia hegemónica no ahogará un efectivo plu ralismo religioso; un poder judicial excepcionalmente íntegro y autónomo frenó los abusos del poder; el inicial choque de razas y tribus no eliminó la diversidad étnica, sino que se transform ó en fecundo mestizaje; el modo de vida rural, y la ‘asabiyya ba sada en los lazos de sangre, evolucionó hacia la formación de un Estado de estructura urbana cuya cohesión social perdió en solidez lo que ganó en solidaridad libremente fundada. Pero, al mismo tiempo, al-Andalus emerge como el menos oriental de los países islámicos. Aquí, la lengua romance siguió usándose hasta en presencia del califa. Los árabes de raza for m aban un reducidísimo estrato de la población. A los judíos se les reconocía una indudable influencia, incluso en la esfera pú blica. Las costumbres populares impregnaron de su falta de ri gidez hasta a personalidades distinguidas por su ortodoxia: por ejemplo, Almanzor, «columna de la religión», instituyó el domin go como día de descanso para todos sus soldados, y bebió vino toda su vida, a excepción de los dos últimos años, según infor ma al-Maqqarí. Esta original síntesis de Oriente y Occidente no debería di bujarse, sin embargo, como si se tratara de un idílico cuadro al margen de la historia. En torm entosas condiciones políticas, en medio de frecuentes luchas tribales e incluso de algunas revuel tas de carácter social, fue creciendo la civilización andalusí. El cada vez más agobiante asedio militar de los reinos cris tianos por el Norte, unido a la presión creciente de las tribus bereberes por el Sur, acabaron estrangulando aquella singular trayectoria histórica que llamamos al-Andalus. Tan cortos se le antojaron a algunos sus ocho siglos de existencia, que no han vacilado en recordarla con cierta melancolía como una estrella fugaz que atravesó en los tiempos medios el cielo de nuestra Pe nínsula.
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El mundo cultural de al-Andalus Aquellos jinetes m usulmanes, en su mayoría beréberes, que durante el siglo VIII se instalaron a lo largo y ancho de la Pe nínsula eran tan incultos como los campesinos hispanos con los que empezaron a convivir. Ni la pobre cultura visigoda, apenas un fantasm a del pasado clásico, ni el primitivo mundo tribal de los recién llegados, ofrecían interés intelectual. El testimonio del prim er historiador de la filosofía y de la ciencia en la España m usulm ana, Sa*id al-andalusí, cadí de Toledo, así lo confirma: «Estaba al-Andalus antes de esto, en los tiempos antiguos, ca rente de ciencia; no se dio a conocer entre su gente nadie que se preocupase por eso.(...) Y continuó así, privada de sabiduría, hasta que la conquistaron los m usulm anes».11 Pero lo sorprendente es que apenas dos siglos después co mienza a aparecer en al-Andalus una increíble constelación de sabios: científicos (como el matemático Maslama de Madrid y el famoso astrónomo Azarquiel), médicos (Yahya ibn Ishaq, autor del primer recetario médico andalusí, el gran farmacólogo tole dano Ibn Wafid, el judío cordobés Ibn Hasday ibn Saprüt, Abulcasis y Avenzoar, célebres incluso en el mundo latino), poetas (Ibn Suhayd, neoclásico, Ibn Zaydün, de inspirados versos amo rosos, y el melancólico rey de Sevilla al-M i/tam id), historiadores de la talla de Ahmad al-RazI e Ibn Hayyan, el más importante de toda la Edad Media española, filólogos (al-Zubaydí y el m ur ciano Ibn Sida), filósofos como Ibn M asarra, el judío malagueño Ibn Gabirol y al-Kirmaní, etc. Ningún país europeo podía rivali zar ya con la España musulmana. Paradigma de esa pléyade ilustrada, a la que seguirían otras brillantes generaciones, es el genial cordobés Ibn Hazm, cuya pro 11. Tabaqat al-umam, edición de Hayat Bu ‘Alwan, Beirut, dar alTalFa, 1985, p. 155, traducción de Eloísa Llavero. Esta arabista es^ quien m ayor atención ha prestado hasta ahora en nuestro país a Sa'id alandalusí. Tras hacer la memoria de licenciatura sobre el historiador de la m edicina Ibn Yulyul, realizó en el Instituto Hispano-Árabe de Cultura una interesante investigación sobre «Abu-l-Qasim Ibn Sa'id de Toledo (420/1029 - 462/1069), primer historiador de la filosofía y de las ciencias en el m undo árabe»; un resum en de ella, que utilizo en parte, puede verse en el artículo «Panoram a cultural de al-Andalus», en Boletín de la Asociación Española de Orientalistas, año XXIII, 1987, pp. 79-100. R ecientem ente, E. Llavero Ruiz ha leído su tesis doctoral sobre las Tabaqat al-umam en la Universidad de Granada. En la actualidad, pre para la edición de esa im portante obra historiográfica, que incluirá la primera traducción castellana.
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ducción intelectual lo deja a uno anonadado. «Por conducto de varios ulem as de al-Andalus ha llegado a mí noticia que la suma total de las obras que compuso sobre derecho, tradiciones, fundamentos jurídicos, historia de sectas y religiones y otras m a terias históricas, genealogía, libros de literatura y obras de polé mica contra sus adversarios, alcanzaba cerca de 400 tomos, con un contenido aproximado de 80.000 folios. Y esta es cosa que no sabemos de ningún otro autor de los que han existido, antes de Ibn Hazm, en todos los siglos del Islam, si no es del Tabarí, el autor más fecundo de todos los m usulmanes» (al-M arrakusI, Historia de los almohades, 33, cit. por Miguel Asín Palacios, Abenházam de Córdoba, tomo I, p. 245). Precisamente para rebatir el menosprecio de un escritor de Qayrawan respecto a la valía de los literatos de al-Andalus, Ibn Hazm (994-1063) redactó la Risala fi fadl al-Andalus (Epístola sobre la excelencia de al-Andalus), que constituye para nosotros una fuente de primer orden por su rica información. Don Emilio García Gómez, con su habitual finura, llamó hace años la aten ción sobre esta risala: «es tal vez la prim era, aunque breve, his toria literaria de al-Andalus y el prim er intento reivindicador de las glorias españolas».12 Resulta curioso que una frecuente difi cultad del trabajo intelectual en nuestra época, a saber, la abun dantísim a producción bibliográfica imposible de dom inar, apa rezca señalada en pleno siglo XI español por el gran erudito cor dobés: «en nuestra opinión, las obras que han sido com puestas por nuestros compatriotas son demasiado numerosas para que podamos conocerlas todas» (Risala, edición de Ch. Pellat, 31, el subrayado es mío). Como conclusión a su docum entada relación de autores y obras, estructurada por m aterias, Ibn Hazm afirm a la superioridad cultural de al-Andalus con relación a Persia, Yemen, Siria y otros países, a pesar de su lejanía de la fuente de la ciencia y morada de los sabios, Iraq (Risala, 34). Excede a mi propósito, si no a mi capacidad, elaborar aquí una historia de la cultura en la España m usulm ana. Existen di versas fuentes árabes para intentar reconstruirla y en algunas obras modernas puede encontrarse un útil estado de la cuestión.*3 12. Ibn Hazm de Cordoba, El collar de la paloma, M adrid, Alianza, 1971, 3.a ed., introducción, p. 42. 13. Entre las fuentes árabes son de la m áxim a im portancia los Dic cionarios biográficos (cada uno de los cuales contiene centenares de bio grafías de sabios y eruditos andalusíes) escritos por Ibn al-Faradl, alH um aydi, Ibn BaSkuwal, Ibn al-‘Abbar, al-MarralcusT e Ibn al-Zubayr. Tam bién hay que prestar atención preferente a las historias sectoriales
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Sí deseo, en cambio, aprovechar la lección de Ortega acercándo me a lo que él llam aba una filología pragmática (no olvidemos la conexión de pragmatikós con el ámbito de la acción humana): «Es preciso acabar con esa filología puram ente verbal que cree haber cumplido su faena refiriendo un texto a otros textos y así hasta el infinito». Ese m arear la perdiz que denunciaba Ortega olvida el cordón umbilical que une lenguaje y vida, pensamiento y mundo histórico. Más recientemente, un arabista británico, W. Montgomery Watt, ha lamentado que los eruditos europeos acostumbren a estudiar a «escritores y pensadores (...) en un cier to aislamiento de su medio cultural global. Así, apenas han sido planteadas algunas importantes y difíciles preguntas, no hable mos ya de contestarlas».14 En vez de confeccionar un catálogo más o menos amplio de logros culturales, siempre vacío de sus tancia histórica, emprenderé el menos trillado camino de plan tear algunas cuestiones de fondo sobre la cultura en al-Andalus. En caso de extravío involuntario, siempre me queda el consuelo de recordar aquellos conocidos versos de Antonio Machado: «Ca minante, no hay camino, sino estelas en la mar». Partam os del juicio general con que el más prestigioso histo riador de al-Andalus en nuestro siglo cierra su ensayo sobre el tema. «Siglos antes de que el Renacimiento hiciese brotar de nuevo las fuentes sem iexhaustas de la cultura clásica, fluía en Córdoba y corría hacia el resto de Europa el río caudal de la más rica civilización que conociera el Occidente durante la Edad Media, de la civilización que supo conservar las esencias de la de Ibn Yulyul (Generaciones de médicos y sabios), al-Jusani (Historia de los jueces de Córdoba), Ibn H azm (Epístola sobre la excelencia de al-Andalus), Sa'id al-andalusí (Categorías de los pueblos), del cadí ‘Iyad (Clases de los malikíes), Ibn'Arabí (Epístola de la santidad, sin duda una joya en su género) y de Ibn Abí Usaybi a (Fuentes de información sobre las clases de los médicos). Para el estudio de la cultura en la Gra nada islám ica resulta imprescindible la amplia obra de Ibn al-Jatíb. Quizá la mejor visión de conjunto del m undo intelectual andalusi sea la que ofrece el primer historiador del Islam en orden de im portancia, Ibn Jaldün (1332-1406), de origen y form ación netam ente andaluces: véase, en especial, su M uqa dd im a o Prolegomenos a la historia universal. Entre los, historiadores m odernos pueden consultarse con provecho E. LéviProven£al, La civilización árabe en España, ed. cit.; Anwar G. Chejne, Historia de España musulmana, Madrid, Catedra, 1987, 2.a ed., caps. VIIIXXI, pp. 136-376; y Rachel Arié, España musulmana, Barcelona, La bor, 1987, 1.a ed., 4.a reim presión, cap. VI, pp. 337-450. 14. José Ortega y G asset, Prologo a Ibn H azm de Cordoba, El collar de la paloma, ed. cit., p. 18. W. M ontgom ery W att, Islamic Philosophy and Theology, Edim burgo, Edinburgh University Press, 1962, p. 133.
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vida pretérita del viejo mundo y transm itirlas transform adas al nuevo m undo.»15 Podríamos caracterizar, pues, la civilización de al-Andalus como un Renacimiento precoz en suelo europeo. No perdamos de vista, sin embargo, que el Renacimiento ita liano se distingue desde un punto de vista social por su raíz aris tocrática y laica (no en vano fue la Contrarreform a católica la que lo liquidó), en oposición al elemento popular-religioso pro pio de la Reforma protestante. Como anotó con agudeza Gramsci en su polémica con Croce, vemos desde nuestra perspectiva cómo «de la primitiva rudeza intelectual del hombre de la Refor ma ha brotado, no obstante, la filosofía clásica alemana y el am plio movimiento cultural del que ha nacido el mundo moderno» (Quaderni del carcere, edición crítica dirigida por V. Gerratana, cuaderno 10, paragrafo 41, I). Pero en aquella época, la rotunda descalificación cultural del protestantism o por parte de Erasmo («donde domina el protestantism o muere la cultura», «ubicumque regnat lutheranism us, ibi literarum est interitus») era com partida por muchos hum anistas. En el caso de al-Andalus estamos en presencia de un verda dero florecimiento renacentista, pero de matriz religiosa y popu lar como la Reforma luterana. El impulso inicial procede del men saje religioso del Profeta, que cobra fuerza histórica a través de las m asas populares de Oriente Medio. Su instrum ento cultural por excelencia es la lengua árabe que, gracias a Mahoma, se con vierte de lengua popular en lengua religiosa y que, gracias a los sabios musulmanes que le sucedieron, conserva en sí la doble virtualidad de lengua viva y de lengua culta o científica. En con tra de esa caricatura burda del Islam con que a veces nos trope zamos, el Profeta no sólo no alentó en la práctica la fe del car bonero, sino que inculcó en el pueblo musulmán el amor al saber. Resulta muy significativo que él pusiera como rescate de los re henes de la batalla de Badr enseñar a diez m usulm anes a leer y escribir. Más influyentes todavía han sido estos dichos de Ma homa recogidos entre nosotros por Ribera: «aprender un solo ca pítulo de ciencia es cosa más excelente que prosternarse cien veces en oración»; ((asistir a la clase de un m aestro es m ás m eri torio que orar con mil prosternaciones, visitar mil enfermos y acom pañar mil entierros». Resulta escandalosa desde una óptica moderna la ignorancia impuesta sobre las m asas populares en la Edad Media cristiana. La escisión entre intelectuales y pueblo-nación aparece tan pro 15. E. Levi-Proven, Isis, 14, 1930, pp. 20-54. 10. Cfr. The natural history section from a 9th century «Book of useful knowledge». The 'Uyun al-Akhbar o f Ibn Qutayba, trad. por L. K opf y ed itad o por éste y F .S. B odenh eim er (L eiden, 1949). 11. El pasaje jald u n ian o no tien e nada que ver con los alu d id os por J.Z. W ilczynski en «O n the p resu m ed D arw inism of A lberuni eight hundred years before D arw in», Isis, 50, 1959, pp. 459-466. 12. Sigo las traducciones francesas de V. M onteil 1 (Beirut, 1967), 190 y resum en en 2 (19 68 ), 885 e in glesa de F. R osenthal 1 (N u eva York, 1958), 195 y 2 (N u ev a York, 1967), 423. El pasaje m ás ev olu cio n ista — el de la v ecin d ad del m ono y el h om b re— está om itido en alg u n a s ed icion es árab es et p o u r cause. 13. 2 (B eirut, 1957), 167-171; cfr. F. Dieterici: «Der D arw in ism u s im X und XIX Jahrhundert» ( Die Philosophie der Araber, 9, Leipzig, 1878), 29 y 220; H .S. N yberg: Kleinere Schriften des Ibn al-'Arabl (L eid en , texto árabe), 93; M isk a w a y h i: al-F aw z al-asgar (E l Cairo, 1 3 2 5 /1 9 0 7 ), 82. R esum en ex ten so del con ten id o de esta ep ísto la en A. B au san i: L ’e nciclopedia dei fratelli della purita (N áp oles, 1978), 135. 14. O riginal griego: «D e m odo general tod os los m olu sco s se pa recen m ás a la s p lan tas si se las com para con los a n im ales que p ue den m overse». 15. T exto reconstruido por B ad aw i b asán d ose en el original grie go. Pero P. L ouis traduce «et ont u ne part de m ém oire».
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INFLUJO DEL ESTOICISMO EN LA FILOSOFÍA MUSULMANA * Salvador Góm ez Nogales
Se puede decir que hasta tiempos bastante recientes había pa sado casi desapercibido el influjo del estoicismo en la filosofía árabe. Hoy, en cambio, estudios de última hora nos han llevado al extremo contrario. Si hasta hace poco se infravaloraba este in flujo, hoy se ha pasado a creer por parte de algunos autores que el estoicismo influyó en los pensadores árabes por lo menos en la misma medida, si es que no en una medida superior, al aristotelismo o al neoplatonismo. El cambio de perspectiva es lo suficien temente importante como para examinar si está realmente fundado. Se puede afirmar que los estudios sobre el particular comen zaron a principios de siglo. Al final de estas páginas encontrará el lector las obras principales que constituyen la bibliografía sobre el tema. El primero que parece haber señalado este influjo fue S. Horowitz.1 Después de él L. Zanta prestó tam bién atención al problema. Podemos encontrar breves anotaciones asimismo en Santillana, cuya obra en lengua árabe permanece todavía inédita en la biblioteca de la Universidad del Cairo.3 Es en estas obras de carácter general en las que se ha comenzado a estudiar el influjo del estoicismo en el Islam. Y como ocurre casi siempre que se innova, algunos autores se han m ostrado tan sorprendi* '> (Ihkam, III, p. 34). Lo que precede nos da paso al estudio del jabar. Sorprende rá la expresión jabar muyarrad aplicada a toda una proposición. En efecto, la forma de los ajbar es más sintáctica que morfológi ca. Por otra parte, esta forma está mucho más estrechamente ligada a contenidos significativos que la forma del amr. Se diso cia más fácilmente lo que se ordena del modo verbal que lo or dena, que lo que se dice se disocia del discurso que lo dice. Sin embargo, no habría que confundir el jabar aislado con el nom bre aislado. Según los gramáticos árabes, el nombre aislado in dica aquello de lo que se habla al principio del discurso (mubtada’). El discurso se acaba con la expresión de lo que se quiere decir del mubtada’. Por consiguiente, este nombre aislado no es el sujeto de una proposición, sino el sujeto de una declaración. Zayd ha venido significa exactamente: «Zayd —he aquí lo que quiero decir de él— ha venido». El jabar puede ser un término simple o compuesto. Pero no expresa nunca más que una inten ción simple, la de enunciar algo de algo o de alguien. La teoría gramatical del jabar substituye, pues, la imagen estática y lógica del discurso por una imagen viva en la intercomunicación. El jabar crea una relación de comprensión lingüística entre los dos hombres que conversan, lo mismo que el imperativo; no es nunca una enunciación o un relato abstracto, subsistente por sí mismo en una arquitectura de conceptos y de imágenes; supone siem pre las tres personas de la conjugación, la primera, el que habla (mutakallim); la segunda, a quien se habla (mujátab); la terce ra, aquel de quien se habla, el ausente (ga’ib), y de quien se enuncia precisamente un jabar. Sin duda alguna, Ibn Hazm tenía estas ideas presentes en men te al hacer su teoría del jabar. Es gracias a ellas como ha podido establecer un paralelismo con el amr y hacer de estas dos reali dades lingüísticas las bases esenciales del lenguaje. En la prác tica, evidentemente, lo que dice de los ajbar, en tanto que ‘aríasir, está menos desarrollado que sus consideraciones sobre el im perativo. Es que entonces lo más importante de determ inar es el sentido de las palabras que intervienen en el jabar, y esta deter minación se despliega en una gran doctrina sobre el sentido gene ral de las palabras, que se apoya más sobre la lexicografía y sobre una lógica nominalista que sobre lingüística propiamente dicha. *
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De todas las observaciones acum uladas por Ibn Hazm en el curso de su pensamiento jurídico y teológico sobre cuestiones re lacionadas con el hecho lingüístico, un gran número podría fá cilmente interpretarse en los términos modernos de la fonología y de la fenomenología. Pero esto sería sobrepasar el objetivo que nos hemos propuesto y correr el riesgo, contrariam ente a las re glas de un estudio objetivo, de forzar las intenciones reales del autor. Lo cierto es que Ibn Hazm ha concebido el conjunto lengua-lenguaje como una realidad independiente, autónoma y de esencia puram ente expresiva. La idea de que existiría un mundo objetivo y un mundo subjetivo que el hombre traduciría en pala bras, de tal manera que esta traducción constituiría el ser, la manera de ser y la razón de ser del lenguaje, es absolutam ente extraña al escritor andalusí. Si la lengua puede ser utilizada en este género de fines es porque, en primer lugar, es lengua. Siem pre se puede decir: os quiero dar una orden; siento en el alma una tristeza, una alegría, una sorpresa, una duda, una ignoran cia que me lleva a interrogar, una admiración o una reproba ción, etc. Pero no se puede decir lo que hay en el alma, como no se puede describir el medio exterior, más que si se dispone ya de una lengua expresiva. Ibn Hazm ha comprendido muy clara mente qué diferencia hay entre enunciar las tendencias, los de seos o los miedos y todos los estados psicológicos que uno lleva en sí —lo que implica una reflexión sobre sí —, y hablar directa mente, es decir, realizarse con las intenciones lingüísticas pro pias de la lengua. Cuando yo doy una orden, mi intención impe rativa no existe fuera de la intención verbal que pronuncio o, si hay en mí una voluntad de ordenar, todo lo que ella ha podido hacer es desencadenar el mecanismo de la palabra, el fenómeno físico del aliento y de la articulación. Pero no entra para nada en la constitución lingüística de la expresión y de la com pren sión de la orden. En una palabra, ordenar es ordenar, y no ex presar el estado de ánimo de quien ordena. Independiente por el lado del sujeto psicológico, la lengua lo es igualmente por el lado del objeto. Para persuadirse de esto, basta con recordar que la realidad del lenguaje no consiste en una lista de palabras situadas frente a las cosas que deben sig nificar. La pluralidad de sentidos de las palabras, pluralidad que ningún enlace lógico o conceptual va a unificar, y que sigue sien do una diversidad pura, irreductible a lo que quiera que haya de existente o de concebible, esta equivocidad homonímica sobre la cual Ibn Hazm insiste tanto es la marca de la autonom ía del hecho lingüístico. 324
Todas estas ideas concuerdan con la intuición fundamental de que la lengua es esencialmente viva, es decir, hablada. Y ha blar, en el sentido fuerte de la palabra, implica, para Ibn Hazm, que uno se dirige a otro en una relación de intercomprensión. Un mu'tazilT amante de la literatura, Abü Hayyan al-Tawhldí, en su Kitab al-Imta' wa-l-mulinasa (ed. Cairo, I, p. 65), hizo esta observación: «Un libro se examina más de lo que se examina un discurso, ya que quien escribe es libre, mientras que quien da un discurso está obligado». Se podría extender esta oposición a aquel que lee un escrito en voz baja o con los ojos, y aquel que escucha un discurso. El escrito permite la fantasía individual; deja tiempo para la reflexión; se presta a todas las interpretacio nes. El discurso pronunciado oralmente es urgente; no deberá ser comprendido más tarde, sino sobre el terreno. Lo que a los ojos del «letrado» constituye una ventaja a favor del libro, la li bertad de una inteligencia que comenta se convierte en un ver dadero vicio en la perspectiva religiosa de Ibn Hazm. También él siente la presión ejercida por la palabra viva, y proscribe la libre elección. «Es seguro que todo imperativo pertenece a Dios... de manera que no comporta ninguna libertad para nadie» {Ihkam, III, p. 21). Y en otro lugar, un ejemplo entre muchos otros: «esto [se trata del carácter del mandüb] es conocido por la forma y la estructura de la lengua con una ciencia necesaria, fuera de la cual no hay comprensión» {Ihkam, II, p. 36). En consecuencia, en cierto sentido, toda la lengua hablada y viva, puesto que im plica la autoridad del que habla, es un mandato que debe ser recibido con respeto; hay que callar para escuchar. Al constatar que, en nuestros días, la palabra «autor» no evoca ninguna au toridad, ninguna garantía, y que no designa más que aquel que ennegrece páginas, mediremos hasta qué punto hemos perdido el sentido del carácter sagrado de la lengua. Sin duda, el Corán es un libro escrito; sin duda, existe la tablilla sobre la cual se conserva ante Dios. Pero ha sido dicta do por el ángel al Profeta; su nombre significa lectura, y saber leerlo es, en el Islam, una ciencia. Lo que cuenta es la tradición oral. Massignon decía, en una conferencia pronunciada reciente mente en El Cairo, que el comentario no se escribe. Esta idea se aplica exactamente al pensamiento de Ibn Hazm, si se entiende por ello que la buena lectura, la buena transmisión oral, com prende su propio comentario. La distinción entre lo que es escri to y lo que es leído (cfr. el Qeri y el Ketib en el texto bíblico) es más acentuada en semita que en ningún otro tipo de lengua. La palabra escrita queda reducida en él a un esqueleto de conso 325
nantes y hace falta, para leerlo, darle vida gracias al aliento de las vocales, en particular de las vocales del i'rab. Es necesario haber comprendido para leer y, en consecuencia, leer no es nunca reproducir en alta voz un texto escrito que la voz no acertaría a dar vida, puesto que la voz, en sí misma, no es más que un fenómeno físico y fonético. Pero, si la voz se pone al servicio de la intercomprensión, se hace palabra y comentario. Se adivina así cómo sus ideas lingüísticas le han permitido a Ibn Hazm emprender la organización, en una amplia perspecti va armoniosa de todos los datos revelados del pensam iento mu sulmán. Y, persiguiendo este objetivo con este método, el méto do zahirí aplicado a la lengua, pudo pretender de buena fe que no decía nada de sí mismo, y que no hacía más que obedecer las órdenes que Dios hizo llegar en árabe al Profeta.
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PENSAMIENTO DE AVEMPACE * Joaquín Lomba
El pensamiento de Avempace gravita, sobre todo, alrededor de la obra de Aristóteles, en torno a la cual desarrolló una labor de comentarista, por un lado, y de constructor de un pensamiento pro pio, por otro. Ahora bien, hay que matizar mucho esta afirmación. En primer lugar, Avempace, ciertamente que manejó las obras del propio Aristóteles, seguramente en su totalidad. No hay que espe rar, pues, como algunos pretenden, a fechas posteriores (concreta mente a la llegada de Averroes) a que las obras del Estagirita en trasen en al-Andalus. En el momento de Avempace ya eran conoci das y éste tuvo perfecto acceso a ellas. El que no desarrollase una labor de comentario ateniéndose al mismo Aristóteles, al pie de la letra, como lo hizo Averroes, no es argumento para afirmar que Avempace no conoció la obra aristotélica en su integridad. Lo que ocurre es que sobre Avempace gravitaban otros influjos, de gran prestigio todavía, con los cuales tenía una gran deuda contraída. Unicamente caben algunas dudas sobre la posible lectura directa que hubiera podido hacer Avempace de la Metafísica de Aristóte les: aunque alude a ella y aunque todo lo reduce, como veremos, a metafísica, sin embargo no comenta en ningún momento esta obra del Estagirita. Pudo conocerla y no darle tiempo a hacer ningún comentario de la misma, o bien pudo ser que no la tuviese entre sus manos, sino por medio de los comentarios de al-Farabí. Así, la obra de Aristóteles, además de llegarle en sus textos originales traducidos al árabe, le venía también a través de los * En Avempace, Zaragoza, Diputación general de Aragón, 1989.
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comentarios y filosofía de al-Farabí. Subrayemos este hecho: a través de al-Farabí y no de Avicena, del cual no da la impresión de conocerlo en absoluto, salvo, tal vez en una cuestión term ino lógica que veremos. Ello es de una gran im portancia como ten dremos ocasión de ver. Y la filosofía de al-Farabí estaba fuerte mente neoplatonizada: el pensamiento islámico, pese a los es fuerzos que hizo por aristotelizarse, el cuadro-ambiente general era el neoplatónico, con lo cual la lectura de Aristóteles debía quedar forzosamente sesgada. Pero es que, adem ás de Aristóteles y de al-Farabí, Avempace había hecho otras lecturas; concretamente la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza, la obra de Ibn al-‘Aríf y las demás obras süfíes que, a través de Ibn Paqüda, sabemos se conocían en Za ragoza. Veremos que el pensamiento süfí tiene un gran peso en Avempace, además de la lectura posible de la obra de al-Gazzalí. Fuera de todo ello, el pensamiento científico y lógico, tan bien conocido en la Marca Superior, haría su impacto en la estructu ra del pensamiento de Avempace. Por fin, su fe islámica está totalmente presente en la obra de Avempace, pese a las acusa ciones de heterodoxia a que se le sometió. También podremos salir al paso de algunos problemas referidos a este punto. La filosofía de Avempace gravita en torno a la obra de Aris tóteles, lo acabo de decir. Sin embargo, no se trata de un reme do al pie de la letra: el pensamiento avempaciano es profunda mente original y, aun en las obras de simple comentario del Estagirita, aporta su sello sumamente personal con el cual, incluso, en ocasiones supera al propio Aristóteles. Es el caso, por ejem plo, del tratado Sobre el alma: dirige todo su comentario hacia el fin de su propia filosofía, a saber, la unión term inal y última, racionalista y mística, con el Intelecto Agente. Otro tanto ocurre con el comentario a los libros de la Física: aun habida cuenta que interpreta correctamente, en líneas generales, el pensam ien to de Aristóteles, sin embargo opera un cambio con respecto a éste: establece una línea continua entre física y metafísica, en cuatro puntos concretamente: primero, en la ruptura de barre ras entre el mundo infralunar o sensible y el supralunar o divi no donde residen las esferas perfectas de los astros. Avempace establece una línea continua ascendente por la cual es posible subir desde la simple m ateria hasta la misma divinidad. Segun do, deshace las posibles am bigüedades aristotélicas entre el po liteísmo y el monoteísmo, abogando decididamente por este últi mo. Tercero, el Motor Inmóvil de Aristóteles se convierte en el Dios islámico y en un ser esencialmente metafísico. Las pruebas 328
de la existencia de Dios son físicas, a través del movimiento del mundo que exige un último Motor, pero ese Dios deviene en un ser esencialmente metafísico. Por fin, en cuarto lugar, el método empleado que, inicialmente es físico, se convierte en metafísico. La física de Aristóteles se convierte en metafísica, o es vista con ojos metafísicos, para adquirir una unidad estructural cósmica grandiosa, cerrada y coherente, con una seguridad mayor que en Aristóteles. Tras estas anotaciones preliminares, trataré de exponer bre vemente los puntos fundam entales de la filosofía de Avempace. En su Carta de la despedida, hablando del oficio más subli me, cual es el de la dedicación a la ciencia y a la filosofía, dice que «Siempre tendrem os la esperanza de lograr [con ella] algo grande, aunque no sepamos qué es lo que conseguimos, salvo que no hallamos para su grandeza un lugar [apropiado] en el alma ni podemos expresar lo que es, debido a su grandeza, ex celsitud y espléndida belleza. Y esto, hasta el punto de que al gunos hombres están convencidos de que viene a ser como una luz que asciende hasta el cielo. Por eso dijo Ibn al-Yallab: “El ámbito de los cielos es lo primero para nosotros. Pero ¿qué será el estar afincado en el centro del [universo]?”» (Artículo 1). Para Avempace, la ocupación más sublime a la que se puede dedicar el hombre es la teorética e intelectual, dentro de la cual distinguirá varios grados. Tan sublime que bien merece los cali ficativos místicos que le acaba de atribuir en el texto anterior. La vida de la acción, e incluso de la moral, o es un simple deri vado de la teoría y contemplación o es una preparación para la intelectualidad. Este ideal estaba muy de acuerdo con la filoso fía aristotélica para quien la vida tenía como meta la contempla ción teorética, el bios theoretikós, pero, sin embargo, podía rozar con la ortodoxia islámica. En efecto, la perfección última, para el Islam, estaba en el cumplimiento exacto de la Ley, de la sarYa, es decir en la praxis de una ordenación moral y legal dictada por el Qur’an y la tradición. En definitiva, se trataba en este último caso de la visión de fondo del mundo semita con respec to a la religión y a la vida: ésta se resolvía en un orden práctico y moral, y no en una teorización. Podríamos decir que aquí se enfrentaban dos mundos completamente distintos, el griego y el oriental semítico, concretamente musulmán. Luego veremos con más detalle la actitud de Avempace con respecto al orden de la praxis. De momento, podemos subrayar ya que incluso el orden de la práctica tam bién ha de estar regido por la razón teórica. En efecto: «El hombre que realiza sus actos movido tan sólo por 329
el dictamen de la razón y por la rectitud, sin hacer caso alguno del alma bestial y de sus estímulos pasionales, merece que esos actos suyos sean más bien divinos que humanos». La actividad intelectual, la razón y el intelecto (pronto po dremos considerar la diferencia entre am bos), conduce al hom bre a un estado de divinización y de m ística con el que culmina todas sus aspiraciones y adquiere la máxima perfección hum a na. Ahora bien, esta situación sólo la consiguen unos pocos y a contracorriente. Es decir: la sociedad hum ana, los estados polí ticos son todos imperfectos, están corrompidos, hasta el punto de que dificultan en extremo esta tarea. Por eso, el hom bre que se entrega, como es su obligación, a seguir por este camino de intelectualidad, habrá de hacerlo convirtiéndose en solitario, mutawahhid, buscando, en todo caso, sólo la com pañía de los que son semejantes a él. Esta compañía de solitarios, constituirá una nueva sociedad, esta vez espiritual, dentro de la m aterial co rrom pida de los dem ás hom bres, que podrá servir de germ en a ésta para su mejoram iento y para el posible logro de la ciudad perfecta. Con ello, Avempace se nos m uestra como el prim er filósofo en la historia, que hace tem a explícito y directo de la soledad, a la vez que plantea una utopía política, la de la ciu dad perfecta (al-madina al-fadlla) que, tom ada de Platón y de al-Farab!, nos sugiere ciertos vestigios de la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza. En cualquier caso, estos plantea mientos sobre el fin del hom bre, de la m ística racional o del racionalism o místico, la soledad y la ciudad ideal tienen un so porte teórico que habrá que buscarlo en la m etafísica y en la física, pero, sobre todo, en la psicología y m oral de Avempace. Después de haber expuesto estos fundam entos, volveremos a los tem as que acabam os de ver en el arranque de su pensa miento. En la Carta de la despedida y en el Tratado de la unión del intelecto con el hombre aparece la metafísica como la ciencia más sublime a que el hombre puede aspirar en esta y en la otra vida. Es la ciencia de nuestro ser último y radical, de nuestra situa ción en el conjunto de las cosas creadas y de nuestro destino final. Es la ciencia últim a con que se coronan las demás cien cias y saberes, y por la cual éstos se rigen y se constituyen. Es la ciencia, en fin, que trata del mundo espiritual, de los inteligi bles y, a través de todo esto, de Dios mismo, con el cual logra mos, al final, unirnos místicamente, en el seno mismo de esa metafísica. La metafísica, pues, en Avempace, tiene ya estos dos elementos esenciales, unidos entre sí en una sola pieza: conoci 330
miento intelectual de los objetos espirituales y de Dios, y unión mística terminal con esos objetos conocidos. Y, ante todo, comenzando la metafísica con el primero de sus objetos anunciados, el del conocimiento del hombre mismo, di remos que para Avempace, el ser humano ocupa una situación privilegiada entre lo material y lo espiritual, convergiendo en él lo más bajo y lo más alto de la creación. Es un microcosmos. Aunque no utilice este término, la idea está por completo pre sente, con lo cual acusa el influjo de los Hermanos de la Pureza que insistieron hasta la saciedad en este concepto del hombre como compendio de la creación, del cosmos entero. Por consi guiente, este microcosmos tendrá como misión la de desm ateria lizarse por completo para ascender por toda la escala de los seres superiores hasta llegar al mundo espiritual, a cuya cabeza se en cuentra Dios, con el cual se unirá, al final, místicamente, a tra vés del Intelecto Agente y mediante el uso de la razón (ideas estas últimas que tam bién pertenecen a los Hermanos de la Pu reza). Porque la jerarquía general de todos los seres comprende tres grandes niveles: el material, el espiritual y el intelectual. De una m anera más concreta y esquem ática, estos niveles son los si guientes: Orden material: La m ateria espacio-temporal. El alma vege tativa. El alma animal. Orden espiritual: Las formas espirituales individuales (corres pondientes al sentido común, a la imaginación y a la memoria). La razón hum ana. Las formas espirituales universales o inteligi bles universales, producidos o abstraídos de la materia y de lo singular por la razón. Orden intelectual: El Intelecto Agente que, cuando actúa sobre el hombre, le proporciona el conocimiento de los inteligibles uni versales y convierte el Intelecto en Potencia (o capacidad de inteligir) en Intelecto Adquirido. Mediante este Intelecto Adquiri do se une místicamente al Intelecto Agente, a Dios. De una m anera algo más detallada y como explicación pri mera del cuadro anterior, diré lo siguiente. Ante todo, el hombre se desenvuelve en un nivel puram ente corporal, en el cual com parte sus cualidades con lo que simplemente es cuerpo, con los vegetales y con los animales, en las diversas funciones y cuali dades que les están asignados a cada uno de estos seres. A con tinuación, mediante los sentidos internos que acepta de Aristóte les, cuales son el sentido común, la imaginación y la memoria, de los cuales habla en su tratado Sobre el alma y en los hasta 331
aquí citados, adquiere las formas espirituales individuales. Avem pace entiende por formas espirituales, en general, (das esencias inmutables que ponen en movimiento a los cuerpos». Ahora bien, en este momento se trata de formas espirituales individuales, lo cual quiere decir que están íntim am ente relacionadas con los seres materiales, singulares y concretos que están sometidos a las variaciones del espacio y del tiempo y que, por consiguiente, se ven también esas formas espirituales, afectadas, de uno o de otro modo, de ese espacio y tiempo, de esa variabilidad y de esa singularidad. El grado siguiente de formas espirituales lo consigue la razón humana, que es la sede de la ciencia, y que abstrae de las for mas espirituales singulares anteriores las formas espirituales uni versales, lo que en terminología filosófica se denomina como ideas universales o simplemente universales. Por ejemplo: el conoci miento que puedo tener de esta mesa concreta es cosa de los sentidos externos; la mesa imaginada o recordada con la memo ria es forma espiritual ya, pero singular, porque se refiere a una mesa concreta, aunque ya se haya desvinculado de la mesa singu lar realmente existente (puedo imaginar o recordar una mesa sin que esté presente, m ientras que no puedo percibir la mesa exis tente con la vista si no se halla ante mí de hecho). Por fin, la idea de mesa en general, el universal de mesa obtenido por la razón, es un concepto que se refiere a todas las mesas posibles: es una idea o inteligible universal. Ahora bien, en este nivel de la razón tampoco se ha desvinculado del todo el inteligible uni versal, de lo singular material, puesto que toda idea universal se refiere de uno u otro modo a lo concreto material existente: en primer lugar, las ideas universales se obtienen a partir de lo real concreto (por medio de la abstracción); en segundo lugar, una vez obtenida la idea universal, la refiero a mesas reales o posi bles; por fin, en tercer lugar, la razón actúa mediante análisis y síntesis, lo cual implica tiempo y, por tanto, mutabilidad: la razón pasa de un estado a otro y, por consiguiente, participa de algu na manera de la mutabilidad del espacio-tiempo de las cosas m a teriales, de las cuales Avempace tiene como ideal el desvincular se. Por ello, Avempace piensa que, aun siendo la cima de las posibilidades hum anas la adquisición de estos inteligibles uni versales, es decir, de la ciencia, no es lo m ás puro y desm ateria lizado que puede haber. La ciencia, que versa sobre universales obtenidos por la razón, es lo máximo que puede existir en orden a la misma razón, pero no lo absolutam ente perfecto en el orden total humano. Luego veremos en qué consiste esta cima term i 332
nal del hombre. De momento, esta abstracción que realiza la razón la expone Avempace al ritmo del pensamiento de Aristóte les y de al-Farabl, porque, entre otras razones, la razón hum a na, la razón científica, funciona iluminada por el Intelecto Agen te, del que en seguida vamos a hablar. En efecto, en la Carta de la despedida y en otras muchas de sus obras, hace distinción entre razón (que equivaldría a la ratio o lógos) y el Intelecto (intellectus o nous). La razón, y la ciencia que ésta produce con sus form as espirituales universales, tal como se ha descrito, serían el clímax del orden puramente hu mano. De ahí su enfatización de la ciencia, su valoración filosó fica de aquella ciencia que vivió en Zaragoza y que él mismo practicó. Pero el Intelecto Adquirido es, sin embargo, lo más ra dicalmente humano a la vez que divino que pueda tener el hom bre, lo m ás sagrado y fundamental. Admitida la definición aris totélica del hombre como animal racional, Avempace la supera añadiendo la de animal intelectual, que es mucho más y que lleva al ser humano a la perfección absoluta a la que está destinado. En efecto, el Intelecto Adquirido es una gracia especial que otor ga al hombre el Intelecto Agente. Más aún, es el mismo Intelec to Agente.1 Al Intelecto Agente llega Avempace por medio de una demos tración que se parece mucho a las pruebas que se suelen dar para demostrar la existencia de Dios, sólo que argumentando con procedimientos gnoseológicos, de corte eminentemente platónico y neoplatónico: si las cosas sensibles singulares no son sino la ejemplificación y concreción de unas esencias universales y éstas, a su vez, vemos que están im pregnadas de materia, de espacio, tiempo y mutabilidad (como acabamos de considerar), esto que rrá decir que las esencias universales obtenidas por la razón ten drán que fundam entarse, a su vez también, en otras que ya no tengan esta vinculación a lo material, que sean absolutamente inmutables, eternas, inmateriales. De este modo, Avempace llega a los inteligibles puros, m ás allá de los cuales ya no hay más modelos primeros. Son los inteligibles últimos, absoluta y radi calmente espirituales, que ya no admiten ningún cambio ni ma terialidad alguna, directa o indirecta. Son algo así como las ideas platónicas. Sólo que Avempace las identifica con el Intelecto Agente, es decir, con aquel Intelecto que las piensa y las contie ne. Se trata del Intelecto Agente de Aristóteles que toma una nueva impostación en Avempace. Ahora bien, la perfección de este Intelecto Agente es tal que en él se identifica la substancia pensante (el mismo Intelecto Agente) y el objeto pensado (los 333
inteligibles puros): son una y la misma cosa, son una y la misma realidad. En este sentido es el súmmum de la realidad, lo máxi mo a que se puede aspirar, lo máximo que hay. El Intelecto Agente ha sido empleado por toda la filosofía is lámica: al-Kindí, al-Fárabi, Avicena, Averroes. Lo mismo en la filosofía judía. Pero en todos estos casos el Intelecto Agente era un auxiliar de Dios, un mediador entre la divinidad y el hom bre, el encargado de transmitir la Revelación divina a los hombres. Pero en el caso de Avempace la cosa es más compleja y aun ambigua, pues llega a identificarlo con Dios, o, al menos, la unión del hombre con el Intelecto Agente equivale a unirse al mismo Dios. Luego volveremos sobre esta unión, que veremos será mística, con el Intelecto Agente y con Dios. Pero sigamos con la relación cognitiva del hombre con el In telecto Agente. De acuerdo con la doctrina aristotélica, que en este punto sigue rigurosam ente Avempace, el Intelecto Agente hace de guía iluminando a la razón para que obtenga las formas espirituales universales de la ciencia. Pero esto supone que su acción no termina aquí, sino que im pulsa al hombre a seguir adelante. Y este seguir adelante consiste en que la razón hum a na devenga en Intelecto Adquirido, es decir, que el mismo Inte lecto Agente, tal como es en sí, inmutable e inteligible-inteligente puro, se actualice en el interior del hombre. Esto, decía antes, es un don de Dios o del Intelecto Agente. Es más, ese don es el propio Intelecto Agente. En esto se diferencia Avempace nota blemente de Avicena y de otros filósofos musulmanes: para éstos, el don místico, el don de la unión intuitiva con Dios, es una gra cia que El da a quien quiere, al margen de los merecimientos del hombre. Para Avempace, en cambio, este don, aun siendo divino, del Intelecto Agente, sin embargo es automático: lo con sigue el hombre que se esfuerza denodadamente en rem ontarse por la escala que vamos describiendo de racionalidad científica: en la cima de ésta, se encontrará este don de la unión mística con el Intelecto Agente. Por eso nos explicamos el reproche que Ibn Tufayl le hace a Avempace de haber puesto al alcance de todo el mundo que se esforzase, ese don que, en realidad, es gratuito y patrimonio no de los científicos racionalistas, sino de los santos: «El estado de los hombres que investigan la verdad por las solas fuerzas de la razón, que no han alcanzado el grado de santidad perfecta, es el prim er estado del ciego; los colores que en este estado son conocidos sólo por descripción de sus nombres, son aquellas cosas de las que dijo Abü Bakr (Avempa ce) que son “demasiado nobles para referirlas a la vida física y 334
que Dios concede a quien le place entre sus siervos”... Lo que yo entiendo por "percepción de los hombres que investigan la verdad por las solas fuerzas de la razón” es aquello que perci ben de lo metafísico o suprasensible, como lo que percibió Abü Bakr (Avempace)... por tanto, la diferencia entre la percepción de los que emplean sólo las fuerzas de la razón y la percepción de los santos está en que éstos conocen lo suprasensible en sí mismo, penetrando su esencia íntima, aparte de una mayor cla ridad y una gran delectación. Abü Bakr (Avempace) prostituyó este deleite, ofreciéndoselo al vulgo».2 La vida racional, pues, constituye el camino obligado para proceder a la progresiva desmaterialización del hombre a fin de acceder al nivel intelectual y a la unión mística con el Intelecto Agente. Pero Avempace impone otra condición, a saber, la de la vida moral. En efecto, en el capítulo XI del Régimen del solita rio, afirma lo siguiente: «Por la corporeidad el hombre es, por la espiritualidad es más perfecto y por la intelección se convierte en divino». Esto supone que el sabio, el místico intelectual, mien tras vive en el cuerpo antes de la muerte, está sometido a una existencia corporal y a unas acciones materiales que habrá de tener en cuenta. Por otra parte, la vida moral práctica resulta ser un medio sumamente eficaz para desasirse de la materia y de sus exigencias (aunque, como veremos, este medio sólo sea relativo y de carácter mediador en la vida del sabio). Al comienzo de la misma obra, Avempace distingue entre los actos del hombre que son humanos y los que no lo son. La línea divisoria la marca la libertad-conocimiento. «(Todo acto humano es necesariamente un acto de elección y por elección yo entiendo la voluntad que nace de la reflexión.» Así pues, los actos que no nacen de esta voluntariedad libre y consciente no son actos hu manos: tales son el peso, la alimentación, el crecimiento, todos los cuales son comunes a los minerales, vegetales y animales. Ahora bien, aquellos actos animales que están movidos por el ins tinto, por el alma animal o bestial, pero que están regidos por una intencionalidad consciente y voluntaria, se convierten en hu manos y dan por resultado la vida ética, moral, del individuo. Esto nos lleva a distinguir dos niveles de hombres, según sea su conducta e intencionalidad: 1. El hombre vil, que es aquel que se deja llevar por las pa siones, por los instintos, teniendo a los actos provenientes de és tos como fines en sí mismos, sin buscar ningún tipo de finalidad superior. Su única meta es el placer, la vida social de lujo, el 335
conseguir el aplauso y aceptación de los demás. Avempace no duda en incluir en esta categoría a la mayor parte de los perte necientes a la nobleza, la cual, por ello, se constituye en causa de la decadencia de las costumbres y de los estados. La visión de Avempace en este sentido es enormemente pesimista. Hace incluso alusión a lo que ocurre en muchos de los reinos de tai fas de su propio tiempo: son Estados corrompidos, ciudades im perfectas, debido a la vileza de sus gobernantes y gobernados, que no buscan otra cosa que el placer, sumidos para siempre en la más radical ignorancia. Ya hablamos más arriba de la visión desencantada que Avempace tenía de la política y sociedad de su tiempo, lo cual explica la reacción ulterior teorética que ex pondremos y que ya ha quedado esbozada con el ideal intelec tual y desmaterializador del hombre. 2. El hombre noble. Avempace no se plantea como ideal de vida la del anacoreta, a pesar de que luego nos hable del solita rio, y piensa que el sabio, mientras vive, ha de estar en socie dad y, por tanto, llevar a cabo una serie de acciones puram ente materiales pero necesarias, como es el comer, vestir, reproducir se, convivir con los demás. La diferencia con el nivel anterior estriba en que el sabio, el éticamente noble, hace todo esto por un fin supremo, por la consecución de la perfección teorética e intelectual final del hombre. Esto supuesto, el sabio, no sólo lleva a cabo tales acciones con tal intencionalidad, sino que las subor dina por completo a ella, hasta el extremo de privarse de muchos actos, si así lo exige el fin último humano. Así, dice, «son capaces de sacrificar la forma corporal para obedecer a su forma espiri tual». De esta manera, ensalza el desprecio de la vida en los casos de muerte heroica por el ideal supremo del mártir. Más aún, da la impresión de que llega a justificar el suicidio en casos extremos: «preferir la muerte a la vida es un acto humano justo en ciertos casos en que morir es mejor que vivir». Es de notar, de paso, que en este punto, así como en otros muchos que nos irán saliendo al paso, hay dos influjos en el ideal ético del hombre de Avempace, bastante claros y que habría que rastrear y profundizar, a saber, el del sufismo y el del estoicismo. El impacto estoico en el mundo islámico ha sido bastante estudiado por Fehmi Jadaane, pero sería de suma importancia investigar el posible estoicismo de Avempa ce. En cuanto al sufismo, el presente libro ya es una incitación e iniciación a este tipo de investigaciones. Con todo esto hemos llegado al concepto de virtud ética di rectamente. Las virtudes son aquellos actos hum anos, libres y 336
conscientes, por los cuales dominamos nuestras pasiones, nues tras apetencias e instintos, nuestro elemento material espaciotemporal y cambiante, a fin de lograr el fin último especulativo, intelectual, místico y unitivo con el Intelecto Agente. Y, en medio de este itinerario, la virtud facilita al hombre, también, el acceso a la ciencia racional de los inteligibles y formas espirituales uni versales obtenidos por la razón en ese progresivo proceso inte lectual de desmaterialización del hombre. De este modo, Avem pace distingue con Aristóteles, al que sigue puntualmente en la Ética a Nicómaco (VI, c. 5) entre virtudes intelectuales (buen consejo, prudencia) y virtudes morales que dejan en los demás una buena impresión y hacen la vida social más tolerable y agra dable. Ahora bien, las virtudes morales, para Avempace, no son en sí mismas buenas ni malas. Depende su cualificación moral in terna de la intencionalidad que el hombre les aplique (una nueva huella del estoicismo). Se trata, pues, de una moral teleológica (adem ás de racional, como se desprende de lo anteriorm ente dicho). Pero esta intencionalidad se desarrolla en doble dirección: una, en cuanto que las virtudes se convierten en morales si son buscadas por sí mismas y no por fines ajenos a ellas, sobre todo si son fines materiales. Un acto de justicia hecho para conseguir buena fama no es un acto propiamente moral. La virtud, para ser moral, ha de buscarse como fin y terminal en sí misma. Pero, por otra parte, tampoco son las virtudes fines en sí mis mas, de m anera absoluta (y esta es la otra dirección de la inten cionalidad de las virtudes). Las virtudes tienen otro fin superior: la perfección moral del hombre para que pueda alcanzar la cien cia racional, los inteligibles y formas universales, y, mediante éstos, la meta última de la contemplación mística del Intelecto Agente. Y aquí se detecta una pequeña y aparente diferencia entre el Régimen del solitario y la Carta de la despedida, diferencia que, con todo, es im portante para la descripción total del pensamien to de Avempaí^. En el Régimen del solitario, dice que las virtu des morales son indispensables para el sabio. Son el único medio para que éste se despoje por completo de la materia y pueda dedicarse por entero a la contemplación y unión definitivas. En cambio, en la Carta de la despedida, afirma que la adquisición de las virtudes no es indispensable para lograr el fin último. Este se busca por sí mismo y en sí mismo, de manera absoluta, sien do todo lo demás (incluida la ética) perfectamente inútil. Más aún, dice Avempace que la virtud no es lo típicamente específico 337
del hombre, puesto que tam bién los animales la tienen: el león es valiente; el gallo, generoso; etc. La única diferencia es que en los animales las virtudes pertenecen automáticamente a todos los individuos de la especie, m ientras que en el hombre se dan sólo en los sujetos que libremente las practican. Sin embargo, a pesar de la diferencia de matices, la idea fun damental es que, en prim er lugar, la virtud no es el fin supremo del hombre. Ya quedó suficientemente asentado: el fin del hom bre es la teoría, la vida intelectual, no la vida práctica y moral. En segundo lugar, que la virtud, a lo más, desem peña el papel únicamente de facilitar, como mediadora, la consecución del fin último especulativo. Tercero, esas virtudes, una vez conseguida la unión con el Intelecto Agente, son ya totalm ente inútiles, di gamos que pierden todo su valor. En esto hay una gran simili tud con el pensamiento süfí de Ibn al-‘Arif, para quien todos los caminos ascéticos y místicos que conducen a la unión intuitiva con Dios se hacen totalm ente inútiles e inservibles, una vez lle gados a la meta que se busca. En una palabra, para Avempace, la vida moral no tiene más valor que el de instrum ento, medio, mientras que la vida teorética del Intelecto es un fin por sí mismo y en sí mismo, no referido a otra finalidad superior, porque no la hay, ni a un fin práctico, porque le está subordinado. Por fin, en cuarto lugar, la virtud, en el orden humano, a lo más desem peña una función social, en cuanto que procura una convivencia agradable y segura entre los hombres. Se desarrolla, en este sen tido, en el nivel material de la vida. De acuerdo con todos estos presupuestos, hora es ya de que hagamos una clasificación general de los hombres, según las di versas actitudes que pueden tom ar ante la vida, la ciencia y el fin supremo de la unión mística con el Intelecto Agente. 1. En primer lugar está la gran m asa de la gente que tiene una forma de conocer eminentemente sensible, utilizando única mente dos fuentes de información: los sentidos externos y los internos. Es lo que podríamos denominar como el nivel de la espiritualidad encarnada. Ahora bien, esta espiritualidad encar nada tiene tres grados, que corresponden al uso que se haga de cada uno de los sentidos internos, marcados por Aristóteles, que son: el sentido común, la imaginación y la memoria. A ellos co rresponden tres grados crecientes de perfección: 1.1. La gente en que im pera el sentido com ún.3 Es el mundo del tener y del presum ir ante los demás de lo que se tiene. Es el grado de la imbecilidad, comparable a la del asno, y a él perte necen, por ejemplo, los que exhiben ante los dem ás trajes lujo 338
sos, joyas, adornos, etc. Cosa muy propia de la época. Son la auténtica corrupción del Estado. 1.2. Los que usan de la imaginación en su vida de perfección espiritual. Hay tres formas de comportamiento: 1.2.1. Los que tratan de impresionar a los demás median te artilugios externos. 1.2.2. Los que tratan de dar agrado al prójimo, como es a base de la sociabilidad y gentileza. 1.2.3. Los que buscan la perfección y que pueden procu rarse, sólo accidentalmente, la alegría. Son las virtudes inte lectuales (la ciencia en general y la prudencia aristotélica), el buen consejo, la invención apropiada y, por fin, las virtu des morales o psíquicas que dejan una buena impresión en los demás. Las virtudes morales son buenas si se busca en ellas el autoperfeccionamiento. Si se busca un bien exterior, como en este grado de que se habla, quedan viciadas y la recom pensa no está en el m ás allá sino en el bien externo que se busca. 1.3. Los que usan de la memoria. Es la memoria individual o colectiva (histórica) que transm ite los hechos gloriosos. Estos, conservados por la memoria, serán rectos si se utilizan para el propio perfeccionamiento. El que solamente obra para que sus actos se recuerden, obra mal. Aquí sitúa a los místicos, los cua les, según Avempace, cometen varios errores: 1.3.1. Creen que el fin del hombre está en la reunión de estas tres facultades sensibles, las cuales, en esta unión, dan al hombre unas imágenes y sentimientos especiales, que ellos creen ser el súmmum. 1.3.2. Se contentan con las formas espirituales individua les, siendo incapaces de llegar a las form as espirituales puras. 1.3.3. Suponen que el fin del hombre es el placer, puesto que hablan de los goces supremos de la contemplación. Este último (el 1.3.3.) va, sobre todo, contra al-Gazzalí y su enemiga del racionalismo filosófico defendiendo, por su parte, el conocimiento místico de Dios. Es curioso este ataque, puesto que el propio Avempace se deja influir poderosamente por el sufis mo, mientras que al propio sufismo lo acusa de manejarse sola mente en este nivel de los sentidos internos del hombre y de bus car simplemente el placer que la visión de imágenes fantásticas pueda procurar. Pero, aparte de que la acusación es errónea, por parte de Avempace, lo que éste quiere es instituir una nueva mís 339
tica, un nuevo sufismo de propia acuñación, a saber, el cons truido sobre el camino racional y científico. No dudaría en afir mar que Avempace quiere renovar la vida islámica en todos los sentidos, incluida la mística süfí. Para aclarar esta visión de los que viven en la espiritualidad encarnada que acabo de describir, Avempace recurre a varios sí miles. Uno es el del espejo poco pulimentado: refleja la luz dis persándola, haciéndola ambigua y difusa, sin precisión. Otro es el de la caverna de Platón: los que están en el presente nivel son como los prisioneros que sólo ven som bras de cosas, som bras de colores, sin salir a la luz plena del exterior. Por fin, acude también al símil de las som bras de las som bras: como si el sol proyectase su propia sombra sobre una superficie de agua, la cual sombra sería, a su vez, reflejada por un espejo; obviamente se trata de un conocimiento del sol a través de muchos interm e diarios y, por tanto, impreciso. 2. El segundo nivel lo constituyen los hombres dotados de co nocimiento teórico o especulativo, es decir, los que, usando de la razón, hacen ciencia. Este tipo de sabios parte de lo sensible concreto para construir las form as espirituales universales, o inteligibles universales, o conocimientos científicos, los cuales in teligibles, una vez abstraídos de la m ateria, son referidos de nuevo a ella y a los seres singulares. En otras palabras: las for mas espirituales universales, como se dijo más arriba, no tienen realidad sino en cuanto dependientes y referidas al orden m ate rial de lo concreto sensible, a pesar de que el científico que las usa se olvida de su procedencia, pensando que son autónomas, con existencia propia. Por otro lado, están sometidos estos tales al cambio y al tiempo, puesto que en su discurrir racional utili zan el silogismo, el análisis, la síntesis, la demostración, cosas todas que se llevan a cabo a lo largo de la tem poralidad. Obvia mente este nivel no es todavía el supremo, el del inteligible idén tico a sí mismo sin ninguna relación con lo sensible, el del lugar del Intelecto Agente que, pensando estos inteligibles, se identifi ca con ellos, sin distinción alguna entre sujeto pensante y objeto pensado. Este Intelecto Agente es bastante bien conocido de los científicos racionales, pero de una m anera indirecta y por analo gías. Avempace compara a tales sabios con un espejo bien puli mentado que refleja fielmente el sol: se ve a éste a través del espejo, pero no directamente, tal cual es. Del mismo modo los compara a los que salen de la caverna platónica para ver la luz y los colores tal como son, pero sin identificarse aún con la misma luz y con el mismo sol. 340
Este es el nivel máximo a que puede aspirar el hombre den tro de lo puram ente natural, a saber, llevando a su clímax a la razón humana, haciendo ciencia. Es la apoteosis del saber cien tífico y de la razón como instrum ento de conocimiento humano. Es el racionalismo puro de Avempace, sin añadírsele aún el mis ticismo del tercer nivel. 3. Este tercero y supremo nivel es el de los que contemplan los inteligibles en sí mismos, sin relación alguna con la materia, y que se identifican con el Intelecto Agente. Es el mundo de la espiritualidad pura, eterna, inmutable, intemporal, inespacial, in material, absoluta. El hombre, en este estado, ya no busca la conexión de las formas universales o inteligibles con los seres concretos corporales, sino que va detrás de una fundamentación de los mismos a base de estos inteligibles puros. De este modo se llega al Intelecto Agente, que es, a la vez, inteligible e inteli gente. Llegados a este nivel, el hombre se une al Intelecto Agente, de una manera sublime e inexplicable, de forma mística total, adquiriendo con ello la suprem a perfección de que es capaz y la máxima a que puede aspirar. Con ello, Avempace ha descubier to la esencia última y fundam ental del ser humano, ya no situa da en la razón, sino en la contemplación intelectiva, unitiva y mística final. Se trata, pues, de una contemplación, y, por tanto, de algo perteneciente al orden puramente teorético, cognitivo, ra cional. Pero, a la vez, de una mística total e integralmente süfí y de los Hermanos de la Pureza. Es la apoteosis místico-racionalista o racionalista-mística de la filosofía de Avempace, en que ha lo grado unir en una sola pieza la física, la cosmología, la psicolo gía y la metafísica, haciendo de todo ello una mística integral. Avempace compara a estos hombres llegados al colmo de la perfección, con los que salen de la caverna platónica y, no conten tos con ver el sol y la luz en sí, se identifican con ellos, haciéndo se luz y sol, en sus propias substancias. También aclara esta si tuación diciendo que la facultad humana que recibe el inteligible es semejante al ojo, mientras que el Intelecto Agente es como la visión, es decir, como la imagen trazada en el órgano ocular. Ahora bien, el ojo solo no puede ver la imagen sin ayuda de la luz; de ahí que sea necesaria una luz que actualice al hombre esta visión. Y esta luz que nos sirve de guía y que nos ilumina para ver con el ojo es el Intelecto Adquirido. De esta manera, el Intelecto Ad quirido es la acción en nosotros del Intelecto Agente. Y, gracias al Intelecto Adquirido, el hombre se une al Intelecto Agente, a Dios, haciéndose a la vez, inteligible, luz y visión con él. 341
Para entender este último estadio de la perfección y finali dad hum anas, conviene que se expongan algunas de las cualida des que le son inherentes: En esta situación de unión mística el hombre deviene plena mente en un ser-para-sí. En efecto, la unión con el Intelecto Agen te se busca plenamente por sí misma, sin dependencia de nin gún otro interés ni material ni espiritual, ni individual ni social. No se persigue el prestigio ante los demás, ni ningún placer cor poral ni aun del espíritu. No puede pensarse tampoco que el es tado final se busque para ser feliz. Sencillamente el hombre se ha convertido en un ser absolutam ente autónomo, autosuficiente, para-sí, precisamente al buscar su bien absoluto y terminal, porque el sujeto se ha metido por completo dentro de sí mismo y de su conciencia, encontrando así que lo esencial, lo radical mente suyo, es el espíritu, el alma pura. Y, dentro de ella, no es la razón la que culmina y agota su naturaleza, sino la intelec ción, el intelecto y la contemplación por el Intelecto Adquirido que se une al Intelecto Agente. Con ello, pues, el hombre llega a poseerse por completo, a la vez que posee la Verdad y la Luz supremas, al identificarse con ellas. Cualquier felicidad egoísta y subsidiaria que se pudiera per seguir sería una aberración: el hombre, solo y solamente solo, busca la contemplación especulativa del Intelecto Agente y su unión con él. La felicidad que surja se dará por añadidura, a pesar de ser la máxima dicha a que pueda aspirar el hombre. La autonomía de este mismo fin es tam bién radical: se busca por sí y en sí mismo. Incluso se excluyen de él las dimensiones práxicas: no se rea liza la unión para llevar a cabo buenas acciones respecto a sí mismo o a los demás hombres: la unión con el Intelecto Agente lleva consigo la inacción, puesto que se trata de la pura y sim ple contemplación unitiva y extática. Por otro lado, esta contem plación autónoma lleva consigo el desasimiento definitivo de la materia y de todo lo corporal: la autonomía es la consumación de la vida del espíritu, abandonando para siempre el orden m a terial de los placeres, del dolor y de la muerte misma. En este sentido, si resulta que, por un lado, la contemplación sum a ex cluye toda práctica del bien y, por otro, se está ya libre de todo mal material, resultará que, como dice Zainaty,4 el hombre, en este estado místico, se encuentra más allá del bien y del mal, por encima del pecado y de las buenas acciones. A mayor abun damiento y en confirmación de esto, recordemos que en seme jante situación la moral ya para nada sirve, se ha convertido en 342
inútil. Sólo queda un solo bien absoluto y terminal en sí mismo, cual es la unión mística con el Intelecto Agente, en sí misma considerada. Una vez que se ha llegado a la unión del hombre con el Inte lecto Agente, ya no se puede cambiar de estado y descender a la m ateria y ni siquiera es posible retrotraerse a la razón. Ni tam poco se puede mejorar: se trata de una situación absoluta, irre versible, contra la que ya nada puede atentar: ni los dolores, ni los vicios, ni el error, ni el pecado, ni la muerte. Es un estado de perfección absoluta, de impecabilidad plena, de eterna inaltera bilidad. Se puede hablar de un auténtico quietismo, puesto que en la unión con el Intelecto se excluye todo cambio, toda acción, todo regreso a situaciones previas, todo avance a estados mejo res, unido todo ello a una paz absoluta e imperturbable. Es un estado contemplativo y unitivo de total inmovilidad. Es curioso su brayar el hecho del quietismo avempaciano que se encuentra de modo similar en Ibn al-‘Aríf, el místico que también pasó por Za ragoza en las mismas fechas de la vida de Avempace. Es el mismo quietismo que luego, después de varios siglos, volveremos a encon trar en otro místico aragonés, Miguel de Molinos, en quien el prof. Alvar ha encontrado (sólo lo ha hecho a título de sugerencia, pero acertada) algún paralelo con otro intelectual zaragozano, Ibn Paquda. En este contexto, resulta lógico que la muerte carezca de sen tido, dejando de ser decisoria del destino del más allá. Avempa ce afirma que «la otra vida» comienza ya en ésta, cuando se ha logrado la unión con el Intelecto, lo cual le trajo también violen tas acusaciones de herejía. En tal perspectiva, la muerte resulta ser sólo un acontecimiento accidental, un cambio de situación, puesto que el objetivo final ya se tiene entre las manos de ma nera plena y absoluta. La única diferencia, antes y después de la muerte, es que, m ientras se vive con el cuerpo, aún hay algu nas deudas puramente materiales con la vida de aquí abajo, mien tras que, después de muerto, el hombre se desase definitivamen te del mundo físico. Por fin, esta unión con el Intelecto Agente no duda Avempa ce en calificarla una y mil veces de divinización. El hombre se convierte de humano en simplemente divino: se ha unido a Dios, al Intelecto Agente. Más, ya no se puede pedir. Recordemos la expresión antes citada: «Por la corporalidad, el hombre es, por la espiritualidad es más perfecto, y por la intelección se convier te en divino». A m anera de ilustración y aclaración, es interesante advertir lo siguiente: 343
El místico que defiende Avempace es el Urif de Avicena y no el zahid. En efecto, Avicena distingue tres tipos de místicos: 1. El zahid es el asceta y hombre virtuoso en su vida de per fección; es decir, el sufí corriente. 2. El ‘abid es el que practica el Islam mediante el cumpli miento de las ‘ibadat, o deberes religiosos habituales, or denados por la Ley. 3. El ‘a rif es el místico especulativo, contemplativo, en el cual la unión mística se da en el orden del conocimiento supe rior, en la contemplación. Avempace ciertamente que no conocía las obras y terminolo gía de Avicena, pero tal vez le llegasen estos conceptos y térm i nos, por medio de al-GazzalI, a quien, como se ha dicho, cono cía y atacaba frecuentemente. Todo lo dicho hasta aquí implica tres problemas que quisie ra abordar someramente: uno es el del tem a de la inm ortalidad del alma; otro, el de la unidad y fusión de todas las alm as de los hombres en una sola, al llegar a este estado de perfección; y, por fin, el tercero, derivado, en parte, de los dos anteriores, la consideración de ortodoxo o heterodoxo, de islámico o de antiis lámico de Avempace. Sobre este punto ya hemos hablado ante riormente, pero importa mucho volver de nuevo sobre el tema para dejar las cosas bien en su sitio. Con respecto a la inm ortalidad del alma hay que recordar lo ya antes dicho de la distinción entre alm a-razón y almainteligencia. De estas dos almas, sólo la intelectiva es inmortal; la otra, el alma-razon, es mortal con el cuerpo. Por consiguiente, el alma que hace ciencia y la que practica el bien perece al morir el hombre. Lo único que queda es el intelecto hum ano unido al Intelecto Agente, al Ser por excelencia, a Dios. Más aún, la bienaventuranza en la otra vida no consiste en un paraí so de placeres creados, en que cuerpo y alma, tras la resurrec ción, habrán de disfrutar de una felicidad puram ente hum ana (esta era la doctrina habitual en el Islam ), sino única y ex clusivamente en la visión intuitiva y unitiva de Dios. Bien es sa bido que el tema del conocimiento de Dios en la otra vida era un problema discutido entre las escuelas teológicas m usulm anas y que, a lo más, constituía un añadido a la felicidad hum ana del mas alia que se acaba de indicar, dejando bien asentado, por otra parte, que ese conocimiento, aun en el caso de que se diese, sería un conocimiento lejano, aproximativo. Avempace cambia por 344
completo la perspectiva y opta decididamente por otra manera de concebir la bienaventuranza futura: consistirá esencial y ex clusivamente en la unión mística con el Intelecto Agente y con Dios, en la divinización del hombre. Unión y divinización que, como se ha dicho, empieza ya de pleno derecho en esta vida. Por el contrario, el infierno no consistirá tampoco en una vida de tormentos físicos, sino sencillamente en el máximo de los cas tigos que pueda haber: en la ignorancia de Dios. El perverso, en la otra vida, y en esta también, tendrá su castigo en no ver a Dios en absoluto. Por tanto, si la vida bienaventurada, gracias a la unión con el Intelecto, venía a ser la apoteosis y plenitud del ser, la de los condenados resultaba ser algo así como la inmersión en la nada, como una especie de aniquilación ontológica. Salta a la vista, por lo demás, el cúmulo de acusacio nes de herejía que estas actitudes pudieron concitar en torno a Avempace. El segundo problema que he anunciado es el de la unidad de las almas, una vez que se han incorporado y unido al Intelecto Agente. En otras palabras, el tema es el de la imposibilidad de la inmortalidad personal. El asunto sale de una pregunta que se hace el propio Aristóteles y que él mismo deja sin contestar. La esencia de la pregunta es la siguiente: la materia es aquello por lo cual los individuos son tales individuos;5 ahora bien, el Intelecto Agen te es absolutamente inmaterial y, por consiguiente, no tiene mu chos individuos sino uno solo: el Intelecto Agente; por otro lado, en el Intelecto Agente se confunden la sustancia pensante y el ob jeto pensado; por consiguiente, al unirse la razón humana al Inte lecto Agente se identifica con él, se desmaterializa y, por consi guiente, pierde su propia individualidad. Este planteamiento lo toma Avempace (y luego Averroes) dándole una respuesta defini tiva: las almas de los sabios, de los perfectos, una vez que han llegado a la plenitud de su ser uniéndose al Intelecto Agente se hacen inmortales y divinas, perdiendo por completo su individua lidad: todas las almas de los sabios se convierten en una sola en el seno del Intelecto Agente. Se ha negado la inmortalidad perso nal. Averroes retoma este planteamiento y sigue en la misma línea de Avempace, sólo que la diferencia entre ambos es la siguiente: para Avempace, la fusión de todas las almas en el Intelecto Agen te equivale a unirse a Dios, puesto que llegar al Intelecto es llegar a la misma divinidad. En cambio, para Averroes, el Intelecto Agen te no es más que un intermediario entre Dios y el mundo, por tanto, unirse a aquél no es aún estar en contacto con Dios, aun que, eso sí, supone un acercamiento. La postura de Avempace es 345
más mística, más religiosa, más metafísica que la de Averroes. Esta teoría, tanto de Avempace como de Averroes, también suscitó múltiples acusaciones de herejía, no sólo en el seno del Islam sino también en toda la Edad Media, cristiana y judía. Recuérdense los ataques de san Alberto Magno y de santo Tomás de Aquino contra los averroístas y contra todos los que sostie nen la unidad de todas las almas. Ambos puntos, como se ha dicho, levantaron multitud de acu saciones de herejía contra Avempace, lo cual nos lleva al tercer problema planteado, el de la ortodoxia o heterodoxia del mismo. Aparentemente (en seguida volveré sobre este «aparentemente»), para Avempace no hay una religión para la m asa y otra para el hombre superior, como lo hizo su m aestro al-Farabí, una moral para el vulgo y otra para los selectos. Avempace, de lo que habla explícitamente es, sencilla y directamente, de una religión, de una moral y de una vida especulativa exclusivamente de los mejores, de los óptimos que han logrado el colmo de la perfección inte lectual. La religión, la revelación, para Avempace, no tiene otro fin que el de espolearnos a la investigación, al conocimiento, a la unión total con la verdad suprema, según aquella aleya del Qu'ran que el mismo Avempace cita, junto con otras del mismo estilo y contenido: «Los arraigados en la ciencia dicen: “Cree mos en ello, todo procede de nuestro Señor”. Pero no se dejan amonestar sino los arraigados en la ciencia» (Qu'ran, 3,7). Según esto, la religión tiene como papel fundam ental el incitarnos al saber, a la especulación. Pero, además, la religión, para Avem pace, nos da un código moral que nos sirve para avanzar en ese proceso desmaterializador que se ha expuesto. Con todo esto, la religión desempeña un papel muy im portante en el pensam ien to de Avempace, no pudiéndosele tachar por ello de irreligioso o de ateo, como hicieron m uchos. Por otro lado, en un mo mento de su obra afirm a que la religión sirve también para el pueblo, para aquellos que no tienen capacidades para rem on tarse a las alturas del Intelecto. Pero esta idea no la vuelve a repetir ni la desarrolla am pliam ente como lo hizo su m aestro al-Farabí y otros. Pero, por otra parte, tal como se dijo m ás arriba, el esfuerzo de Avempace lo interpreto como un intento de vivir la fe religio sa desde la filosofía. Digamos que su filosofía es una religión racionalizada y hecha mística, como pudo serlo la de su com pa triota el judio Ibn Paquda. Creo que no se puede decir, como normalmente se afirma de Avempace, que éste hizo que lo que salvase fuese la filosofía y no la religión. Creo que Avempace 346
leyó la filosofía con ojos religiosos, interpretó el itinerario racio nal e intelectual con talante esencialmente religioso. De hecho, la apoteosis terminal de su proceso intelectual es precisamente Dios, con el que se une místicamente, al estilo de los sufíes pero también de los filósofos. Al comienzo de este punto he dicho que Avempace no soste nía, aparentemente, una filosofía religiosa para los selectos y otra para el vulgo. Aparentemente, porque Avempace tiene la desgra cia de no haber escrito m ás que libros esotéricos, para los privi legiados y avanzados en la vida intelectual, salvo la alusión que antes he indicado y que no desarrolla con detenimiento, referen te a la religión del pueblo. No tiene ningún libro que podamos calificar como exotérico, para el vulgo, como hicieron otros, tales como al-Farabí, Avicena o Averroes. De éstos se sabe con exacti tud lo que pensaban de la religión, de la filosofía y de las rela ciones entre ambas, a juzgar por los dos bloques de obras, las esotéricas y las exotéricas. Avempace sólo escribe para los ini ciados y ahí puede radicar, en parte, la dificultad de la lectura de algunos de sus libros. Por eso, como dice Leaman, a Avem pace no se le puede acusar por lo que no dijo ni pretendió decir lo. Sólo nos dio una interpretación filosófica de la religión, tras la cual, como era habitual entre los filósofos, habría una inter pretación simbólica de la letra de la Revelación. Todo lo cual no quería decir que no fuese un fervoroso creyente (más bien indi ca todo lo contrario) y un fiel cumplidor de las leyes del Islam, de la sarVa. Y esto es más claro aún para una religión, como el Islam, en que no hay un magisterio doctrinal como es el del pa pado en la Iglesia católica, sino que los márgenes de interpreta ción son mucho más amplios. Para ser creyente basta con acep tar la sahada («No hay más dios que Dios y Mahoma su profe ta») y cumplir los preceptos religiosos y culturales que manda la sarVa o Ley. Todo lo demás se resuelve en luchas entre teólo gos, juristas y filósofos, en torno al predominio que se dé a la hora de interpretar la religión: los textos de la tradición, los he chos y normas jurídicas o la simple razón. Pero la ortodoxia está en los tres. Tras todo lo dicho, nos vemos abocados al último tema de la filosofía de Avempace, a saber, al de su solitario o mutawahhid, con que encabeza una de sus obras más conocidas: Tadbir almutawahhid, Régimen del solitario. En efecto, el hombre difícil mente puede alcanzar este ideal místico-racionalista en el seno de unas sociedades y Estados que buscan exactamente lo con trario y en las cuales lo que predominan son las acciones injus 347
tas y las opiniones falsas y erróneas. El hombre, ser social por naturaleza, tal como lo dijo Aristóteles y lo ha repetido toda la filosofía posterior, concretamente el gran maestro de Avempace, al-Farabi, se encuentra en la grave aporía de que no puede ser social en aquello que más le importa: su propia y máxima per fección, su unión intelectual con el Intelecto Agente y con Dios. Por eso Avempace se ve forzado a construir una filosofía del so litario, con lo cual se adelanta varios siglos a Kierkegaard, eri giéndose en el primer filósofo de la soledad. Luego le sobreven drá a Avempace el problema de volver a integrar a este solitario en la vida social a que por naturaleza está abocado. Y es en este punto donde se nos presentarán algunas dificultades y solucio nes, de todo punto originales de Avempace. Ante todo, con Aristóteles y al-Farabi, Avempace piensa que el hombre es un animal político, un zoon politikón en terminolo gía del primero, o un hayawan madarii, según el segundo. Y ello, a pesar de su insistencia en el ideal del solitario, mutawahhid. Para Avempace, está claro que la sociabilidad pertenece a la misma esencia natural del hombre, mientras que la soledad es un bien sólo accidental y motivado por las circunstancias. En efecto, el ideal sería que el hombre sabio, el hombre intelectual mente logrado en plenitud, se desenvolviese en el seno de una sociedad hum ana y real. Pero, cuando estas sociedades concre tas resultan incompatibles, e incluso adversas y contrarias a ese ideal de perfección, el hombre debe apartarse de dichas socieda des y aislarse en el refugio de su total y completa soledad, de una manera accidental y sacrificando m om entáneamente su di mensión esencial política. Lo único que se desprende de todo esto es que, para Avempace, el ideal de perfección y de unión con Dios es tan poderoso y radical en el hombre que está por enci ma de cualquier otra consideración, aun esencial, del ser hum a no, como es la naturaleza social del mismo. Y ello, porque la sociabilidad humana está dirigida a la consecución de bienes ma teriales, del cuerpo y aun de la razón. Pero ya hemos visto la carga de corporalidad, de espacio, de tiempo y de m utabilidad que com portaba todo esto. Si, pues, la vida intelectual, la de unión con el Intelecto Agente y con Dios, es superior, precisa mente por la desvinculación que supone de todo el orden m ate rial, es logico que defienda la primacía de esta ultima sobre aqué lla. Siendo los dos niveles, el material y el espiritual-intelectual esenciales al hombre, es natural que, cuando entran en conflic to, se de primacía al intelectual sobre aquél. Y, sin embargo, ve remos que la sociabilidad esencial del hombre se arrastrará in 348
cluso al nivel intelectual de unión con el Intelecto Agente. En efecto, el solitario deberá unirse en sociedad con aquellos que llevan la misma vida de perfección que él, formando un nuevo tipo de comunidad espiritual, dentro de la material en que les toca vivir históricamente. Más aún, ya hemos visto que esta unión entre los sabios culmina con una asociación mucho más radical, cual es la unidad de todas las almas en el seno del Intelecto Agente. Con todo ello, la sociabilidad humana queda, aun en este supremo nivel, salvada, al lado de la soledad que exige acciden talm ente el fin personal e individual de unión con el Intelecto Agente que tiene esencialmente asignado. Eran necesarias estas precisiones para poder entender ade cuadamente el pensamiento de Avempace en torno a la sociabili dad y a la soledad. Para enjuiciarlas bien, hay que tener en cuen ta las dos parejas de categorías indicadas, a saber: primera, la de aquello que es exigido de modo esencial (la sociabilidad) y lo que acontece o debe acontecer de modo accidental (la soledad); y segundo, el plano material (la vida y sociedad corporal o co nectada con lo corporal) y la vida de las formas puras espiritua les y de unión con el Intelecto Agente. Sin embargo, es necesario hacer algunas matizaciones en torno a estos conceptos. Ante todo, Avempace sigue a Platón, a través de su maestro al-Farabí, distinguiendo entre sociedades imper fectas y sociedad perfecta. Las primeras, aunque no las denomi na con sus nombres a todas, parece que son las siguientes: la oligarquía, la tiranía, la democracia y la timocracia. Son las cons tituciones políticas que enumera Platón y que recoge al-Farabí, calificándolas a todas como sociedades imperfectas. Todas ellas están sumidas en el vicio, en el error, en el extravío de la vida alienada material, al margen de la ciencia y de la especulación de la Verdad. Estas ciudades o Estados, parece que en Avempa ce surgen de modo concreto e históricamente, por convención hu mana, de manera artificial y por interés, sobre la base del ins tinto y esencia social del hombre. En ella, en palabras de Avem pace, predominan las acciones injustas, no rectas, y las opiniones falsas, estando las virtudes y los vicios mezclados de una m ane ra indiscernible. Por el contrario, la sociedad perfecta (al-madina al-fadila) con tiene sólo y esencialmente acciones justas y opiniones verdade ras, regidas por la razón recta, sin mezcla alguna de vicio o de error. Tan es así que afirma Avempace que «Por consiguiente, una de las características de la ciudad perfecta es que no exis tan en ella ni médico ni juez. Y una de las consecuencias gene 349
rales que acompañan a las cuatro ciudades simples [imperfec tas] es que precisen tener médicos y jueces y, conforme se ale jan de la ciudad perfecta, más necesitan de estos dos y el status social de ambas clases de personas es más elevado». Esta ausencia de médicos y jueces la funda Avempace en la inexistencia de excesos en la comida, en los placeres, en las m u tuas agresiones y en la falta de razón recta en las conductas. La muerte, la enfermedad, sólo vendrán por aquellas causas natu rales que, como tales, ya no tienen solución, dada la condición material y cambiante, corruptible y mortal de la naturaleza físi ca humana. Por otra parte, es curioso advertir el papel asignado a dos funciones que para él tenían una especial importancia: la judicatura, de la cual sería él víctima en más de una ocasión, cuando se le acusó de heterodoxo, y la medicina, profesión que él ejerció personalmente y por culpa de la cual sería objeto de multitud de celos y envidias. El origen de am bas está viciado, pues se deben a la m aldad radical de las sociedades en las cua les surgen y se desarrollan. En cambio, su visión de la sociedad perfecta nos resulta por completo ideal y utópica. Com puesta de solitarios, de hom bres completos y perfectos, místicos e intelectuales, científicos y virtuosos, presenta unos caracteres que sólo serán inteligibles tras habernos detenido en la índole de sus componentes: los so litarios o mutawahhidürt (plural de mutawahhid). Como se ha dicho antes repetidas veces, la aparición del soli tario se debe a la disconformidad del sabio con el Estado real imperfecto en que vive, abandonándolo, en consecuencia, para lograr su fin personal y último. Pero la verdad es que esta situa ción es mucho más real de lo que parece, por cuanto que para Avempace, también lo hemos dicho, todos los Estados reales y existentes, tanto del final del período de los reinos de taifas, como de los almorávides que se dejaron seducir por el lujo im perante en al-Andalus, son imperfectos, malos. La impresión que da Avempace es la de un hombre absolutam ente decepcionado, desencantado de la vida política de su tiempo. Algo sim ilar a lo que le ocurrió al mismo Platón. El Régimen del solitario y la Carta de la despedida, como se ha dicho, debió componerlos al final de su vida, cuando de ciudad en ciudad, de corte en corte, se vio abandonado por todos y decepcionado él mismo de la pra xis política que había vivido, incluso desde los puestos de go bierno que había ocupado. Lo cierto es que propugna con toda claridad la necesidad de abandonar la vida social, por completo, para entregarse a la vida del Intelecto. Para elio, echa mano de 350
un término que halló en al-Farabí, ríabita, brote, sólo que trans formando el sentido peyorativo que éste le da, en otro positivo, al unirlo al significado de otra palabra típicamente süfí, gañb o extranjero. Para al-Farabí, en efecto, los brotes o nawabit (plu ral de nabita) eran aquellas plantas nocivas que crecen en medio de los sembrados y que perjudican las cosechas. En el terreno político son los individuos aislados que, con sus opiniones y con ducta, estropean la vida social, corrompiéndola. A éstos, como a los brotes nocivos del campo, hay que eliminarlos. Los süfíes, por su parte, aplican la palabra gañb, extranjero, a aquellos in dividuos de la sociedad que han logrado la unión mística y que, por ello, se sienten ajenos al resto de la sociedad que se supone inmersa en la materia, en el vicio, en la lejanía de Dios. Este sentido, pues, positivo de gañb süfí es aplicado por Avempace al término negativo de nabit de al-Farabí, para elaborar su pro pia idea, a su vez positiva, del solitario o nabit o mutawahhid. Y es entonces cuando decide hacer una filosofía, un itinerario, un modo de vida o régimen, tadbir, para este solitario o muta wahhid, componiendo su conocido libro Tadbir al-mutawahhid, Régimen del solitario. Esta idea del solitario ya había aparecido esporádicamente en la literatura filosófica y política anterior, de modo incidental y a título de excepción. Platón habla repetidas veces del sabio y hombre perfecto que, inadaptado a la sociedad viciosa en que vive, se tiene que retirar a la soledad para dedicarse a la virtud y a la contemplación. Aristóteles trata del ostracismo, del ostrakós, refiriéndose a aquellos ciudadanos que, o por defecto o por exceso, había que excluirlos de la ciudad: el que por defecto era un peligro para la misma por su inadaptación, por su vida licen ciosa, había que expulsarlo de la comunidad; pero por exceso, es decir, cuando se trataba de seres excelsos, superdotados, ex cepcionales, también había que exonerarles de la carga de obe decer a las leyes comunes y a la vida rutinaria del Estado. Y al-Farabí también habla de las sociedades que son en tal grado imperfectas que obligan a que algunos sabios deban accidental mente evadirse de la comunidad para entregarse a la vida de perfección moral e intelectual. El mérito de Avempace consiste no en haber inventado esta figura del solitario, sino en haber hecho una filosofía completa del mismo. Ya no es en él un tema incidental, un hecho que accidental y eventualmente pueda ocu rrir, sino de un asunto central en su filosofía, de una figura ne cesaria para poder lograr la perfección suprem a a que el hom bre está destinado. Lo accidental del solitario avempaciano sólo 351
estriba en el hecho de que las sociedades ocurre que son siem pre imperfectas y que, por tanto, tendrá que prescindir el sabio de su naturaleza esencialmente sociable para refugiarse en la ac cidentalidad de la soledad, como se ha dicho antes. Pero dado que todas, absolutam ente todas, las sociedades son imperfectas, se le impone la urgente tarea de tener que considerar frontal, temáticamente, de modo directo, la figura del solitario y del ré gimen de vida que ha de llevar. El régimen, tadbir, lo define Avempace como «la ordenación de varias acciones respecto a un fin propuesto». Es decir que, en el caso del sabio, de lo que se trata es de saber cómo orde nar todas, absolutam ente todas, las acciones del hom bre que quiere llevar a cabo para que le conduzcan a la cima de su per fección, a este fin sublime que va a proponer. Y es entonces cuan do hace la transposición del régimen político al del solitario. Por que el régimen también se dice, afirma Avempace, del gobierno político. Ahora bien, como la política realmente existente en el mundo real es imperfecta, resulta que ese régimen de gobierno se habrá de convertir en el autogobierno del solitario que se segrega del Estado, de las ciudades imperfectas. Por consiguiente, la vida del solitario se ha de regir por el ideal propuesto, por la vida teorética e intelectiva, aspirando a la unión última con el Intelecto Agente o disfrutando ya de ella para siempre. Si, por necesidades elementales, se ve obligado, como lo está (Avempace no piensa en ningún tipo de vida ana corética), a vivir en sociedad, ejercerá los actos puram ente ma teriales y comunitarios que son imprescindibles para la supervi vencia y sólo para la supervivencia, teniendo siempre puesta la mira únicamente en su fin supremo personal. Ahora bien, habida cuenta de la dimensión social‘del hom bre, el solitario deberá entrar en contacto con los demás, me diante otro tipo de sociedad, organizando una nueva comunidad hum ana solo con aquellos hombres que están en su mism a si tuación, con los otros solitarios. Con ellos form ará una sociedad espiritual, totalmente espiritual, en la que se realice su ideal de ciudad perfecta, en que sólo haya acciones rectas y opiniones verdaderas. Pero esta sociedad de solitarios, tiene a mi entender varios caracteres. Ante todo, en prim er lugar, se trata de una sociedad espiri tual que, como tal, viene a constituir un Estado dentro del Esta do. el Estado perfecto dentro del Estado imperfecto en que se desenvuelve materialmente. Es una ciudad mística y espiritual (y, por tanto, inmaterial, intemporal) dentro de la m ateria, espa 352
ció y tiempo histórico de la sociedad imperfecta en que viven los solitarios. Este tipo de asociación espiritual y minoritaria, den tro de la vida política real, tiene una serie de connotaciones que sería de sumo interés rastrear e investigar. Ante todo, recuerda a la asociación de imames y a la walaya sílta expuesta en la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza, así como a la co munidad de Hermanos selectos y puros que esta misma Enciclo pedia ordena se tenga en esta vida, constituyendo algo así como una herm andad cerrada y espiritual en el seno de la vida políti ca habitual. Eso sí, pese a esta semejanza y posible influjo de los Hermanos de la Pureza, no existe absolutamente ningún ras tro de sflsm o en el pensamiento de Avempace. Este mismo concepto de comunidad espiritual puede rastrear se a través del sufismo, particularm ente andalusí. Sabido es que los sufíes se agrupaban en herm andades que, incluso política mente, constituían unas minorías renovadoras de la religión y del Estado islámico imperante. En cualquier caso, resulta obvio el influjo místico, tanto Si íta como sufi, también en este aspecto de la filosofía política y social de Avempace (no sólo en su vi sión mística del Intelecto y en la finalidad asignada al hombre). En segundo lugar, esta sociedad espiritual exige una total identidad entre sus miembros. Ya hemos dicho que la unión del hombre con el Intelecto Agente supone que todos aquellos que realizan dicha unión se identifican entre sí formando un solo ser y disolviendo la personalidad individual de cada uno. La comu nidad espiritual es una total unificación de pensamientos, opi niones y aun substancias espirituales pensantes. En tercer lugar, resulta obvio el que Avempace hable de una comunidad de amor. Todos los miembros de esta sociedad espi ritual se rigen entre sí por el mutuo amor, el amor que se da entre los solitarios y que es un am or extremo, radical, metafísi co y real. Curiosamente, la soledad defendida por Avempace, que podía llevar a un egoísmo y aislam iento solipsista, se rompe hecha trozos al fusionar a todos los solitarios en un solo ser me diante el amor. La sociedad ha sido negada por la figura del so litario, pero, a su vez, la sociabilidad que es esencial a la natu raleza hum ana, por un lado, se ha espiritualizado al dejar de ser sociabilidad sólo para fines materiales y, por otro, ha alcanzado su apoteosis por la fusión de sus miembros en un solo ser, me diante la contem plación de Dios y el am or m utuo entre sus miembros. Hay en Avempace una veta amorosa en su concepción del fin último del hombre individual y social que no puede dejarse de lado en modo alguno y que lo aproxima más aún a las co 353
rrientes místicas sITes y sufíes apuntadas más arriba. Ibn Paqüda también cerrará su libro Los deberes de los corazones con un canto incondicionado al amor, la cima de toda la vida espi ritual. Por fin, en cuarto lugar, queda pendiente el tem a del posible compromiso político real y efectivo del solitario, dentro de la so ciedad imperfecta. La realidad es que Avempace no le asigna como obligación específica al solitario (así como tampoco a la sociedad espiritual de los solitarios) el que deban reintegrarse a la sociedad imperfecta para que la recompongan, reconstruyan y perfeccionen, hasta convertirla en una sociedad perfecta. Se li m ita a decir que esta comunidad espiritual de solitarios sabios podrá servir de modelo y acicate a la sociedad imperfecta para que se regenere. Pero nada más. Al solitario y a su comunidad le basta con su unión con el Intelecto Agente, la cual, como se ha dicho, es puram ente contemplativa y term inal en sí misma, sin ninguna derivación ni compromiso con la vida práctica, no sólo social, sino incluso con respecto al solitario mismo: la pra xis moral no era m ás que un medio para conseguir el fin con templativo, conseguido el cual para nada servía ya la vida ética. Por ello, no cabe adjudicar a Avempace ningún tipo de interés o de activismo político. Le bastaba con lo único que le interesaba: la perfección final del hombre en su plenitud, en sociedad (si es que la sociedad era perfecta) o en solitario (si es que era im per fecta). Todo lo demás era accesorio y superfluo, incluida la obli gación moral que puede tener todo sabio de ayudar a los demás a perfeccionarse. Esto ha llevado a autores, como Rosenthal, a afirmar, por ejemplo, que «Ibn Bayya no sólo rechaza el postulado de Platón, de que el filósofo, como ciudadano del estado ideal, tiene un deber para con ese Estado (...) [sino que,] al hacerlo, vuelve la espalda a Aristóteles, lo mismo que al Islam y a sus concretas obligaciones y observancias sociales», añadiendo en otro lugar que también vuelve la espalda a su m aestro al-Farabí. En efec to, para todos estos autores, el sabio debe perfeccionarse a sí mismo, haciendo caso omiso del entorno que le rodea, si éste es defectuoso o le impide alcanzar ese ideal. Pero, a la vez, todos consideran que ese mismo sabio, una vez lograda la perfección, debe volver a la sociedad para ayudar a sus semejantes. Avem pace, por su parte, no expone esta exigencia y, por tanto, se queda en su absoluto individualismo. Por el contrario, otros, como Leaman, piensan que la situa ción habría que matizarla en el sentido de que tanto Platón como 354
al-Farab!, aun defendiendo esta obligación de compromiso polí tico, sin embargo, admiten que puede haber casos en que la so ciedad es de tal modo imperfecta que jam ás admitiría el gobier no de un sabio. Los vicios y materialización de tales sociedades serían tales, que resultarían ser refractarias por completo a cual quier sabio que quisiera gobernarles y reformarles. En tal caso, dice, sobre todo Platón, el sabio debe abstenerse de gobernar, precisamente por lo inútil de su esfuerzo en reintegrarse en la vida política. En consecuencia, la lectura de la actitud de Avem pace sería la siguiente: el sabio no deberá gobernar jam ás, por que las sociedades reales son de tal manera imperfectas que re sulta imposible el que las llegue a gobernar el solitario o la aso ciación espiritual de solitarios. Esta sería la razón por la cual Avempace se habría dedicado en exclusiva a la consideración del solitario. Puede ser absolutamente correcta la opinión de Leaman. ¿Qué hubiera pensado y dicho Avempace si las sociedades en que le tocó vivir no hubieran sido tan imperfectas? Posiblemente hu biera admitido el compromiso político de los solitarios. Pero a ello hay que objetar algo que se ha dicho repetidas veces: la vida mística contemplativa excluye, hace inútil, es ajena, a todo tipo de praxis, cuanto más la praxis de las cosas meramente mate riales y de interés corporal, como es el caso de la constitución de la sociedad humana. Resultaría incoherente que, en el estado de unión con el Intelecto Agente, obligase al solitario a volver de nuevo a la tierra. Platón pudo defender la vuelta al interior de la caverna de los que habían salido al exterior para contemplar la luz de la verdad, porque la contemplación, aun de la idea su prema del bien, llevaba consigo imbricada de modo esencial la acción. Pero, en el caso de Avempace, esto no es así: la acción moralmente buena es sólo camino para la contemplación. La con templación, en sí misma, es radicalmente no-acción. Por otro lado, la dimensión social del hombre ya hemos visto que la salvaba Avempace mediante la inmersión en la sociedad perfecta y espi ritual de los solitarios unidos al Intelecto Agente. En ella se daba la perfecta fusión de todos los miembros, mediante la unidad de las almas y el amor. ¿Qué necesidad tenía de ensuciar esa socia bilidad perfecta con la lacra de la materia, del espacio, del tiem po, del cambio, de los errores y los vicios? Es aquí donde echa mos de menos lo que antes se dijo: una literatura avempaciana exotérica, para el vulgo, para el que vive en sociedades imper fectas. Tal vez, no lo sabemos, hubiera echado mano de la reli gión como conjunto de símbolos, de ritos culturales y rituales, 355
que salvarían a la gran m asa de los no-sabios, como lo hizo el gran maestro y guía de Avempace, al-Farabí. Pero el caso es que no lo hizo. ¿Por qué?: tal vez, sencillamente, porque el tema no le interesó: estaba demasiado ocupado y seducido por el ideal de hombre que se había planteado y lo demás no entraba en el círculo de sus intereses, o simplemente lo daba por obvio. El gran interés, la gran pasión de Avempace era, en exclusiva, como pensador, la del fin último y más perfecto del hombre: el buscar la unión con el Intelecto Activo, a pesar de la sociedad, por en cima de la ciencia y de la moral, como superación de toda con tradicción y mutabilidad hum ana. *
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Este es, en líneas generales, el pensamiento del filósofo zara gozano Abñ Bakr M uham mad ibn Yahya ibn al-Sa'ig Ibn Bayya, Avempace. Faltan muchos puntos por tocar, que reservo para un estudio más amplio y exhaustivo en que incluiré con más de talle su psicología y su física, entre otras cosas, las cuales están llenas de sugerencias y de puntos de comparación entre él y el pensamiento aristotélico. Pero baste con lo dicho para hacernos una idea de lo grandioso de su concepción unitaria de la reali dad y de lo trascendente, del hombre, del cosmos y de Dios, del individuo solitario y de la comunidad política. Como hemos po dido observar, su física, psicología y antropología se elevan a categoría metafísica al asum ir todo el m undo de'la realidad en el único Ser, en Dios, en el Intelecto Agente, que de una vez por todas diviniza, eterniza, desmaterializa a cuanto toca. Se trata de una colosal interpretación de la religión y de la fe bajo el punto de vista filosófico. No toca ni la sarta, ni el Qu'ran, ni los hadices, ni los textos legales ni la tradición teológica. Simplemen te intenta acercarse a su Dios, en el que cree firmemente, por el camino de la filosofía. Y ello es la prim era vez que un m usul mán lo hace en Occidente. Pero, para llevar a cabo esta empresa, reúne en un solo blo que, trabado y unitario, una serie de elementos del más alto valor. Por un lado, todo el racionalismo científico y filosófico del mo mento, una de cuyas piezas clave es Aristóteles. Avempace es, lo repito, el primero en Occidente (tanto cristiano como judío o m usulmán) que comenta la obra del Estagirita. Pero, lejos de seguirlo servilmente a la letra, le inocula todos los elementos mís ticos que tiene a la mano en Zaragoza: el sfísm o de los Herm a nos de la Pureza y, sobre todo, el sufismo. A todo ello hay que 356
añadir el neoplatonismo a la vez que el aristotelismo del gran al-Farabí y de toda la tradición de la falsafa anterior. El resultado final es no sólo esa filosofía que acabamos de ver, en que la cima está puesta en la unión con el Intelecto Agen te, sino, sobre todo, en el mismo concepto de filosofía, en la me todología empleada. La razón hum ana es explotada hasta el lí mite máximo, de modo que la ciencia, en las manos de Avempa ce, adquiere un valor teorico hasta entonces desconocido. Pero, por encima de la razón científica y filosófica, sitúa otro nivel su perior, más sublime y excelso, cual es la mística. Ahí está la me tafísica precisamente. La epísteme tís, cierta ciencia, con que Aris tóteles califica al saber sobre el ser, no atreviéndose a llamarle escuetamente episteme, ciencia, ha tomado en Avempace toda la impostación mística que el Islam y que, tal vez, la misma Gre cia le había dado. Con ello, la filosofía deja de ser una tarea estrictamente racional, tal como Occidente la ha entendido y la sigue entendiendo en la actualidad, para convertirse en un blo que unitario de racionalidad y mística, de razón y supra o metarrazón. Que el hombre no es sólo animal racional, lo sabía per fectamente Avempace. Por eso le añadió otra definición más pro funda y radical, no excluyeme sino superadora de aquélla: la de animal intelectual, entendiendo por intelectual la capacidad de unirse contemplativamente pero a la vez mística, intuitivamente, al Intelecto Agente, a Dios, el Ser por excelencia. Con ello, se encierran en un solo saber todas las capacidades del hombre, las racionales y las suprarracionales. Las racionales, con las cua les hace ciencia, técnica, progreso humano, y las suprarraciona les, con las cuales ama, espera, desea, intuye, se deja seducir, por algo más que lo chatam ente material que nos rodea, acosa y angustia. En un momento como éste, de crisis de la razón y de la filosofía en los finales del siglo XX, el modelo de filosofía, la m anera de hacer filosofía del zaragozano Avempace, puede ser una guía, un acicate, una salida a la aporía en que vivimos de cientismo y tecnicismo racionalistas. NOTAS 1. El In telecto A gente ob ed ece a la sig u ien te teoría derivada de A ristóteles: el hom bre, para p asar de p en sar en potencia (In telec to en p oten cia ) a p ensar en acto, n ecesita que le m ueva el Intelecto A gente, el cual, para A ristóteles, queda en su sp en so si se trata de
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un In telecto A gente para tod o s los hom b res o si cada u n o tien e el su yo. La E dad M edia, en general, heredó este problem a y su p u so que cada uno de los p lan eta s del cielo rodaba en torno a una órbita o esfera que era m ovida por una In teligencia. La últim a de las esfe ras celestes, la m ás cercana a la tierra, era la de la Luna, la cu al estaba regida por el Intelecto A gente de A ristóteles. No fueron p ocos los que id en tificaron este In telecto A gen te con el ángel G abriel o, al m enos, con un ser superior interm ediario entre D ios y los h om b res, encargado, en o casio n es, in clu so de la revelación p rofética. D e este m odo, el m undo se d ivid ía en d os órd en es: el su p ralu n ar o m undo perfecto, cercano a D ios, y el infralunar o m undo de la im p erfec ción, en que v iv im o s lo s h om b res sob re la tierra. A vem p ace acep ta esta teoría y, com o verem os, el In telecto A gen te es tan su b lim e que, para él, u n irse a él es u n irse al m ism o D ios. El In telecto A gente, pu es, resulta ser uno para tod o s los seres h u m a n o s. C uando A vem pace habla del In telecto A dquirido, se refiere a la actu a lización del Intelecto en potencia que cada uno tien e (y que es corruptible y m or tal com o el h om b re) por el In telecto A gente. E ste In telecto A dquiri do es propio de cada uno, in m ortal y d ivino. 2. Ibn T ufayl, El filósofo autodidacto, p. 46. 3. Por sen tido c o m ú n A ristóteles en tien d e aq u el sen tid o interno que se encarga, entre otras co sa s, de u n ificar to d a s las sen sa cio n e s de los sen tid os extern os para referirlas a u n so lo objeto: por ejem plo, gracias al sen tid o com ú n , el sabor, el olor, el p eso, el color que percibo por d istin to s sen tid o s de una m an zana con creta, lo s refiero tod os a la m ism a m an zana y no a co sa s d iversas. 4. Zainaty, G ., La mora le d ’A v e m p a c e , París, 1979, pp. 68 y ss. 5. En efecto: todo está com p u esto, para A ristóteles, de m ateria y de form a. La form a es el principio, por una parte diferenciador y, por otra, universalizante: eso que tengo ante m í es una m esa porque la form a de m esa lo hace tal y no otra cosa. Pero a la vez es principio universalizador: esta m esa que tengo enfrente y aquella otra que hay m ás allá y otra que está en otra habitación son igualm ente m esas gra cias a la form a. Ahora bien, las tres m esas citadas son tres precisa m ente gracias a la m ateria, que es el principio por el cual las form as se individualizan. Si una form a, por tanto, pierde su m ateria, en ton ces queda desindividualizada: es el ca so en que la form a del alm a intelectiva se d esconecta con el cuerpo al m orir éste. Y lo m ism o ocu rre con la abstracción de la m ente, cu and o conoce sólo las ideas uni versales: lo que se hace es prescindir de la m ateria individualizante, quedándose sólo con la form a: por eso la razón obtiene ideas o form as o inteligibles u n iversales. E sta es la doctrina adm itida por A vem pace.
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IBN TUFAYL, PRIMER FILÓSOFO-NOVELISTA* Salvador Gómez Nogales
Se ha venido celebrando durante todo el año 1985 el VIII cen tenario de la muerte de uno de los pensadores más famosos y polifacéticos del Islam andalusí. Su fam a se debe a que su doctrina y su personalidad rebasan los límites de la pura filo sofía hasta cristalizar en una novela que, por su riqueza de contenido, ha sido traducida a infinidad de lenguas. Es célebre Ibn Tufayl en el mundo árabe. Muy importante en el campo de la filosofía, su obra se ha hecho clásica en el ámbito de la li teratura, hasta inspirar otras obras occidentales de renombre universal y hasta convertirse en algo extraordinariam ente repre sentativo de la época en que le tocó vivir, sobre todo si se saben interpretar las claves históricas que representan los personajes de su novela filosófica. El primer novelista Se puede decir que es el prim er novelista de al-Andalus, y que representa un papel puente entre los filósofos orientales y el mayor filósofo andalusí Averroes, aunque con diferencias esen ciales que a su debido tiempo señalaremos. La desaparición del califato de Córdoba originó la descentra* Publicado en Temas Árabes, Revista de la Liga de los Estados Árabes, n.° 1, Madrid, agosto de 1986.
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lización del poder hacia los distintos reinos de taifas, con la dis persión de los valores culturales en las diferentes cortes provin cianas. Los almorávides, ante este florecimiento de los talentos más independientes en los reinos de taifas, se dejan influenciar por el rigor de los alfaquíes. Con esto parecía imposible que pu diera aparecer en al-Andalus el fenómeno del misticismo de Ibn Tufayl. Pero muy pronto los almorávides se ven frenados con la pérdida de la frontera superior. En el año 1118 Alfonso el Bata llador conquista Zaragoza y, ante la pérdida de esa frontera, los almorávides ven amenazada su existencia. Pero en ese momento tiene lugar un acontecimiento que va a ser sumamente favorable al desarrollo del talento y de las ideas de Ibn Tufayl. Aparece en escena Ibn Tumart, el gran inspira dor en Marruecos del movimiento de los almohades o «unitarios». Con respecto a las ideas de Ibn Tufayl los almohades son el polo opuesto de los almorávides. Ibn Tumart, formado en Oriente, se había imbuido durante su juventud de la doctrina de Algacel. A su vuelta al Magreb logra entusiasm ar a una serie de adeptos. A su muerte le sucede ‘Abd al-Mu’min, quien adopta una postura mesiánica y se apodera de todo Marruecos. Es, sin duda alguna, el verdadero fundador de la dinastía almohade. Los mismos rei nos de taifas, acosados por los almorávides, ven con buenos ojos la venida de los nuevos señores, a los que reclaman desde Sevi lla, Córdoba y Granada. En 1146 desembarcan en Ceuta, y desde Gibraltar se apoderan fácilmente de todo al-Andalus. Pero la corte la establecen en M arraküs, donde, a imitación de Bagdad y de Córdoba, se rodean de un equipo de sabios creando una atm ós fera propicia para la filosofía. La reivindicación de Algacel abría camino, a la vez, a filósofos y místicos, tanto orientales como de al-Andalus. Dudas en torno a su biografía Se ignora el año exacto del nacimiento de Ibn Tufayl, aun que todo parece apuntar a una fecha que no es posterior a 1110. Son muy escasos los datos que se tienen de su vida, incluso al gunos han de ser corregidos. El mismo al-M arrakusr nos dice de él que fue discípulo de Ibn Bayya (Avempace [1070-1138]), pero este dato es desmentido por Ibn Tufayl en su célebre novela El filósofo autodidacto. El nombre completo que los historiadores atribuyen a Ibn Tu fayl es todo un compendio de onomástica árabe. Se denomina: 360
Abu Bakr M uhammad ben ‘Abd al-Malik ben M uhammad ben M uhamad ben Tufayl al-QaysT, lo cual significa que el nombre que recibió al nacer fue el de M uhammad (ism). Al llegar a ser padre de familia, se le dio el sobrenombre correspondiente al nombre de uno de sus hijos (kunya), y así se le llamó Abü Bakr (padre de Bakr), que precede al nombre propio. Como su padre se llam aba ‘Abd al-Malik, al nombre propio le sigue el de su padre, así como el de su abuelo y el de su bisabuelo llamados ambos M uhammad y, finalmente, el del padre de su bisabuelo, Tufayl, todos ellos precedidos de ibn (hijo de). A esto hay que añadir el nombre patronímico (nisba) al-Qaysi, de la tribu Qays, una de las más ilustres de Arabia. Juntando todos estos nom bres en la forma indicada, podemos reconstruir el nombre com pleto de Ibn Tufayl. A todos estos nombres se les suele añadir los siguientes: alAndalusi, al-Qurtubi (el de Córdoba) y al-Isbílí (el de Sevilla). Estos dos últimos patronímicos podrían indicar o los sitios donde se formó o los lugares en los que desempeñó cargos im por tantes. El nombre de Abü Bakr es a veces sustituido por el de Abü Ya'far, como ocurre en el m anuscrito de Oxford editado por Pococke. Esto es frecuente cuando un padre tiene varios hijos, que puede ser denominado por cualquiera de ellos. El nombre por el que pasó a la Escolástica fue el de Abubacer (Abü Bakr), aunque hay que reconocer que no fue de los más citados en Oc cidente durante la Edad Media. Los datos biográficos que poseemos no nos permiten trazar un esbozo de la calidad del personaje que presentamos ni como hombre, ni en su perfil político, ni en su formación científica, ni acerca de sus maestros de filosofía. Casi lo único que se puede hacer es un resumen de sus ideas, tal como aparecen en la obra que de él nos ha quedado.1 Nace en Guadix, ciudad de la pro vincia de Granada que debe su nombre al riachuelo que la baña, W adí As, afluente del Guadiana Menor, que a su vez vierte sus aguas en el Guadalquivir. Toda la región pertenece a la vertiente norte de Sierra Nevada y es una de las zonas más ricas de Gra nada, que entre los árabes tenía fama de una gran fertilidad. Ni sobre su familia, ni sobre su infancia y juventud, posee mos datos fehacientes. La obra que de él conservamos m uestra un estilo bastante elevado y una formación enciclopédica que dice mucho a favor de su formación intelectual. Pero, fuera de este dato positivo, nada se puede precisar con respecto a sus maes tros ni a los centros de su especialización. A juzgar por los cali ficativos con los que es denominado, se puede asegurar que re 361
cibió sus estudios en los centros de enseñanza más prestigiosos de la época en al-Andalus, como pudieran ser los de Córdoba y Sevilla. Prestigio profesional Nos consta que Ibn Tufayl, como es frecuente entre los filó sofos musulmanes, tuvo una formación enciclopédica. La prim e ra faceta que conviene resaltar es su formación como médico. Fue la que le sirvió para colocarse profesionalmente y la que le valió la protección en la corte como pensador y filósofo. Ejerció la medicina en Granada, donde fue médico de cám ara del gober nador de la ciudad. Más tarde pasó a ser secretario y médico del hijo del califa almohade ‘Abd al-Mu’min, que a la sazón era gobernador de Ceuta y de Tánger. Sin duda, sus éxitos como mé dico le abrieron las puertas de la corte del sultán Abü Ya'qüb Yüsuf (fl 184). Este le nombró su visir y su médico de cám ara. Su fama ante el sultán cobró tanto prestigio que bastaba una palabra suya para que la persona apoyada por él fuese adm itida por su patrocinador como poseedora de la mejor recomendación. Así nos cuenta la historia que fue introducido ante el visir el gran filósofo Averroes. Esta recomendación de Averroes y de otros sabios de la época por Ibn Tufayl ante el sultán ha quedado consignada en la His toria de los almohades2 de 'Abd al-Wahid al-MarrakusI. De este texto se deducen dos cosas: que el papel que desempeñó Ibn Tu fayl en el desarrollo de la filosofía en al-Andalus fue im portante y que acertó en el descubrimiento de la vocación filosófica de Averroes y en su consagración como el gran comentarista árabe de las obras de Aristóteles. Aunque sólo hubiese hecho esto en su vida, valía la pena consignarlo como algo de gran trascen dencia. Esta presentación de Averroes en la corte almohade tuvo lugar en el año 1169, y en el 1182 tiene el gesto Ibn Tufayl de renunciar a su cargo de médico de cám ara cediendo su puesto a Averroes. Lo único que conserva es el cargo de visir hasta su muerte en 1185. Es asimismo interesante comprobar cómo los sultanes de la dinastía almohade no sólo favorecían a los grandes filósofos an dalusíes, a pesar de las intrigas que contra ellos se ejercían en ciertos sectores religiosos, sino que ellos mismos, en cierto modo, se habían convertido en fatasifa. El testimonio de Averroes en este sentido es bien explícito.3 362
Este trato familiar entre los sultanes almohades y los filóso fos y hombres de ciencia andalusíes es de capital importancia para el desarrollo de la cultura en Occidente. El pertenecer a la clase de los literatos o de los filósofos era considerado como un alto privilegio. Y así vemos que el mismo sultán en persona acude a los funerales de Ibn Tufayl al morir este el año 581 h ./1185 d.C. Ibn Tufayl posee una personalidad polifacética. Acabamos de ver que sobresale como filósofo y como médico. Su obra princi pal nos lo presenta como un novelista de cualidades literarias nada vulgares. Es, además, astrónomo y raya a gran altura como metafísico y místico. Todas estas facetas quedan de manifiesto en el recuento de las obras que se le atribuyen. Tanto Averroes como al Bitrüyi (el famoso Alpetragius de los latinos), al-M arrakusí e Ibn al-Jatíb, mencionan libros de medi cina y astronom ía escritos por Ibn Tufayl. Averroes nos cuenta en su Comentario a la aMetafísica» de Aristóteles (1. II), que Ibn Tufayl elaboró excelentes teorías a propósito de las hipóte sis de Ptolomeo sobre la estructura de las esferas celestes y los movimientos de los astros. Abü Ishaq al-Bitrüyí reconoce que había aprendido de Ibn Tufayl las ideas que le llevaron a rechazar las doctrinas astronó micas de los epiciclos y excéntricas.4 «Philosophus Autodidactus» Ibn al-Jatíb nos refiere en su Iháta que Ibn Tufayl compuso dos volúmenes sobre medicina. Asimismo al-M arrakusi afirma haber conocido un original m anuscrito sobre la ciencia de la di vinidad o metafísica. Ninguna de estas obras ha llegado hasta nosotros. La única que se ha conservado y que le ha hecho célebre ha sido su novela filosófica Hayy ibn Yaqzan, que es conocida por el título de la traducción latina Philosophus Autodidactus. Su tí tulo original es: Risálat Hayy ibn Yaqzan fi asrar al-hikma almasriqiyya (Carta del Viviente hijo del Vigilante sobre los secre tos de la sabiduría oriental). Casiri comete el error de disociar el título, desdoblando sus dos partes como si se tratase de dos obras diferentes. Pero, analizando el prefacio de la segunda parte, se descubre que lo que se considera como una segunda obra no es más que la segunda parte de la misma. Hay criterios externos que nos pueden ayudar para medir el 363
valor de una obra y su influjo sobre otros autores. Uno de ellos es, sin duda, el de sus traducciones. Cuantas más diversas sean las áreas culturales a las que es traducida una obra, el índice de su valor crece en proporción directa; esta obra de Ibn Tufayl es una de las que más han sido traducidas a diversas lenguas, hasta el punto de que Badawi ha llegado a afirm ar que si se exceptúa la obra de Las mil y una noches no ha habido ninguna obra árabe que haya sido traducida a tantas lenguas ni tantas veces como esta novela filosófica de Ibn Tufayl.5 Se conservan cinco manuscritos, por lo menos, de esta obra tan importante. Todos ellos fueron estudiados en la edición crí tica de León Gauthier, de la que se han hecho num erosas edi ciones. Con respecto a las traducciones, se hizo primero al hebreo en 1349 por Moisés de Narbona, quien adem ás hizo un comen tario hebreo de la misma. Pero quizá la que más contribuyó a difundirla en Occidente fue la que hizo al latín Eduardo Pococke, publicada en Oxford junto con el texto árabe en el año 1671, con el título que la ha hecho célebre y que refleja perfectamente el contenido de la obra: Philosophus Autodidactus, sive Epistula Abi Jaafar ebn Tophail de Hai ebn Yokdhan, in qua ostenditur, quomodo ex inferiorum contemplatione ad superiorum notitiam Ratio humana ascendere possit. Ex Arabica in Linguam Latinam versa ab Eduardo Pocockio, Oxonii, A.D. 1671. En 1700 aparece la segunda edición exactamente igual que la primera. La obra tuvo tal éxito que al año siguiente, en 1672, fue traducida al holandés, con una segunda edición en 1701. Poco después fue traducida al inglés por Ashwell. En 1674 tiene lugar una nueva traducción in glesa hecha por el cuáquero Georges Keith y publicada en Lon dres. Esta obra llegó a hacerse tan popular que se convirtió en uno de los libros de devoción de la secta cuáquera. Es un índice más del valor religioso místico de la novela de Ibn Tufayl. Ocho años más tarde, en 1708, el profesor de árabe de la Universidad de Cambridge, Simón Okley, publica una nueva traducción ingle sa, con una segunda edición de la misma en 1731. El título es asimismo bien significativo: The improvement of human reason exhibited in the Ufe of Hai ebn Yokdhan, written by Abu Jaafar ben Thophail. En 1726 es traducida al alemán por J. Georg Pritius, con un título que alude de nuevo al esoterismo de la obra: Der von sich selbst gelehrte Weltweise. Fue publicada en Frankfurt. Y dentro del mismo siglo, en 1783, es traducida de nuevo al alemán por J.G. Eichborn, con el titulo de Der Naturmensch, oder Geschichte des Hai Ebn Yoktan, y publicada en Berlín. 364
Al llegar a este punto, y antes de proseguir con las traduc ciones, dada la popularidad que adquirió esta obra en Occiden te, y sobre todo en el mundo de habla inglesa con las numero sas traducciones al inglés, valdría la pena preguntarse si las aven turas de Robinson, publicadas en 1717 bajo el título de The life and strange surprising adventures of Robinson Crusoe of York, tuvieron algo que ver con la novela filosófica de Ibn Tufayl. Cruz Hernández así lo da a entender.6 Prosiguiendo con el tem a de las traducciones, que es, sin duda, el que mejor nos refleja el interés que por la obra se sin tió en todo el mundo, este movimiento sigue en vigor en pleno siglo XX. En el año 1900 León Gauthier publica una edición crí tica del texto árabe, cotejando los manuscritos conocidos, con uno nuevo, el de Argel, y anotando cuidadosamente las varian tes. Al texto árabe le acompaña una buena traducción francesa. En 1936 aparece la segunda edición, que es la mejor que posee mos tanto del texto árabe como de una traducción occidental hecha directamente del mismo árabe al francés. El interés del mundo anglosajón por esa obra se refleja en una nueva traduc ción inglesa hecha por P. Brbnnle en 1904, aparecida en Lon dres con el título de The awakening of the soul. En 1920 se tra duce al ruso, y se edita en Leningrado por J. Kuzmin. En 1955 la traduce al urdu Z.A. Siddiqi y es publicada en Aligarh. Y, finalmente, en 1956 B.Z. Frouzanfar la traduce al persa y es editada en Teherán. Quizá resulte sorprendente que, tratándose de un español, no hayamos hablado hasta ahora de ninguna traducción española. Y, efectivamente, no puede hablarse de una traducción españo la hasta una época bastante tardía, quizá porque lo árabe e islá mico no solía considerarse como una gloria nacional y quizá tam bién por aquella regla, bastante general, de que para apreciar lo español nos tiene que venir de fuera la estima. El hecho es que hasta 1900 no aparece la primera traducción española. Esta fue realizada por Pons Boigues con el título de «El filósofo autodi dacto» de Abentofail, novela psicológica traducida directamente del árabe, con un prólogo de Menéndez y Pelayo. Junto con la obra de Ibn Tufayl publica Pons la traducción española del Hayy ibn Yaqzan de Avicena, con el que la obra de Ibn Tufayl está en estrecha relación. Agotada ya esta edición de Pons Boigues, el célebre arabista Ángel González Palencia reconstruye una nueva traducción, que se presenta en la colección de las «Publicaciones de las Escuelas de Estudios Árabes de M adrid y de Granada», en el número 3 365
de la Serie B. Lleva el título de El filósofo autodidacto (Risalat Hayy ibn Yaqzan). Se publica en M adrid en el año 1934 utili zando el texto árabe de la prim era edición de Gauthier.7 Polémica en tomo a Gracián Acabamos de ofrecer un somero recuento de las innum era bles traducciones hechas de esta obra de Ibn Tufayl. Ni que decir tiene que una obra tan traducida ha tenido que ejercer un gran influjo en la literatura occidental, aunque éste fuera tardío. No puede decirse que su nombre figurase entre los preferidos por los autores latinos medievales que tanto se dejaron influenciar por la cultura árabe. La causa está, quizá, en que sus ideas filo sóficas quedaron un poco obscurecidas por las grandes figuras de Averroes, al-Farabí y Avicena. Sería prolijo detenerse en descu brir el influjo que ha ejercido en épocas posteriores a través, sobre todo, de sus traducciones. De todos modos valdría la pena dedicar un estudio especial al tema que, de momento, nos reba sa totalmente dadas las características limitadas del presente tra bajo. Creemos, sin embargo, que debemos informar a nuestros lectores de un caso de influencia en la literatura española que ha levantado bastante polémica. Ya en el s. XVIII el padre jesuíta Bartolomé Pou había des cubierto el gran parecido que existía entre la obra de Ibn Tufayl y los primeros capítulos de El criticón de Baltasar Gracián. Menéndez y Pelayo estudió detenidamente este paralelismo en el pró logo a la traducción de Pons Boigues. El problem a no era tan fácil, pues Gracián no conocía el árabe, y la traducción latina de Pococke no se publicó hasta 1671, veinte años después de la pri mera edición de la prim era parte de El criticón, aparecido en Zaragoza en 1651. Todo esto dejaba pendiente el medio de trans misión. Los críticos se han dividido en dos bandos: Emilio García Gómez cree que la fuente de Gracián es el Cuento del ídolo del rey y su hija, relacionado con las historias fabulosas de Alejan dro Magno, que debía ser popular en España, y utilizado en forma alegórica.8 Cruz Hernández se inclina por esta hipótesis de García Gómez.9 Si tan sólo se tratase de las fuentes de Gracián, quizá la po lémica hubiese pasado inadvertida. Pero hay un argum ento en la exposición de García Gómez y de González Palencia que pre tende desacreditar las tesis contrarias de Gauthier. Todo ello ha 366
provocado una réplica tanto de Gauthier como, sobre todo, de Badaw í,10 que apoya su teoría en un texto de los Prolegómenos de Ibn Jaldun. BadawT ataca duramente las hipótesis de García Gómez y se m uestra algo más benévolo con la postura de Cruz H ernández.11 Reconoce que en un principio se inclinó por la tesis de su compatriota García Gómez: «Pero sus argumentos no afec tan al fondo del problema, y llega hasta suponer que la fuente común de Ibn Tufayl sería “una versión popular de alguna anti gua leyenda que habría sido conocida en el mundo helénico ale jandrino”. De todos modos, habría que buscar su origen en Persia o en la India, muy cerca de donde vivía Avicena. Después, en su Historia de la filosofía española (t. I, Madrid, 1957, pp. 389-390), renuncia felizmente a su defensa y a la hipótesis total mente gratuita de García Gómez, y se somete a las razones in vocadas por Henry Corbin». Por otra parte, BadawT acepta de pleno las reflexiones de Henry Corbin, que, al m ostrar que el texto de Hayy Ibn Yaqzan de Ibn Sína, y tal como fue publica do por Mehren, es el mismo que era leído y comprendido en el medio ambiente de Avicena, disipa todas las dudas que han po dido ser emitidas en relación con la autenticidad de la Risala de Hayy ibn Yaqzan, en su texto publicado por M ehren.12 Para Ba dawí el texto de Corbin resume y dirime todos los datos princi pales del problem a.13 Y term ina Badawí todo este incidente con las siguientes palabras: «Suscribimos esta conclusión. Añadimos a estos argumentos el hecho de que Ibn Jaldun, como él mismo confiesa, escribió sus Prolegómenos de memoria. Este lapsus se debe, pues, a un fallo de su memoria, lo que le ocurrió muchas veces en este libro».14 Aun suponiendo, en el peor de los casos, que no se pudiese probar la originalidad del argumento porque estuviese basado en obras de la cultura griega, e incluso de la persa, con todo, lo que no se puede negar es que por primera vez se realiza el desa rrollo del mito en un contexto filosófico y en el ambiente de la cultura islámica. Esto ha hecho que muchos consideren la obra de Ibn Tufayl como la más original de la Edad Media. Así lo reconoce D. Marcelino Menéndez y Pelayo en el prólogo a la tra ducción española de Pons Boigues.15 De todos modos, el punto de la originalidad queda perfecta mente perfilado en la introducción de Gauthier a su edición crí tica, precisam ente en el contexto de su polémica con García Gómez.16 367
El contenido del «Philosophus» Vayamos ya al contenido de esta obra filosófica. Esta va di rigida a un corresponsal de Ibn Tufayl, tal vez ficticio, que le pide le revele los secretos de la filosofía oriental: «Me has pedi do, hermano sincero (Dios te dé la inmortalidad eterna y te haga gozar la perpetua felicidad), que te revele cuanto pueda de los secretos de la sabiduría iluminativa, mencionados por el m aes tro y príncipe de los filósofos Abü ‘Air ben Sína (Avicena)».17 Con esto es evidente la finalidad preferentemente filosófica de la obra, pero no de una filosofía cualquiera, sino de aquella que tiene bastante que ver con la m ística.18 Tanto el estilo como el contenido se dirían propios, más que de un filósofo, de un místico. Antes de entrar directamente en la novela, Ibn Tufayl tiene un prólogo que es sum am ente aprovechable, tanto para percibir el conocimiento que los filósofos andalusíes tenían de los filóso fos orientales como para percatarnos de cuáles fueron las fuen tes que Ibn Tufayl manejó para sus ideas filosófico-místicas. Ante la valoración que hace de sus antepasados, es fácil calibrar la conciencia que él mismo tiene del cambio tan trascendental que se esta realizando en al-Andalus con la filosofía, tal como la en tendieron sus predecesores y tal como él mismo la concibe. Admiración por Avicena De todos modos, no se puede decir que sea el mismo juicio el que le merece al-Farabí que el de Avicena. El conocimiento que se tenía de al-Farabi en al-Andalus, y el que de hecho tenía Ibn Tufayl, es bastante grande y muy anterior a la introducción de Avicena.^El mismo Ibn Tufayl nos dice: «En cuanto a los li bros de Abu Nasr al-Farabí que han llegado hasta nosotros, la mayor parte de ellos se refiere a la lógica».19 Pero el juicio que le merece al-Farabí a Ibn Tufayl es bastante menos favorable que el que le merecía a Averroes y todo, más bien, por motivos religiosos.20 Para Avicena no tiene más que alabanzas, m ientras que para al-Farabi todo son reservas. Cuando Ibn Tufayl explica a su supuesto destinatario la fi nalidad de su obra, le dice que no es otra que explicarle los m is terios de la al-Hikmat al-Masriqiyya (la sabiduría oriental) de Avicena. El que Avicena fuera su gran inspirador nos lo afirma expresamente: «El estado del que acabamos de hablar, y cuyo 368
gesto21 nos ha impelido a experimentar tu pregunta, es del nú mero de los que ha señalado el maestro Abu'Alí [Ibn Sína (Avi cena)]».22 Hay que reconocer que Ibn Tufayl es uno de los me jores conocedores que hay en al-Andalus de las obras de Avice na.23 Puesto que estamos refiriendo el puesto que ocupó Avicena en el sistema de Ibn Tufayl, tenemos que decir que es verdadera admiración lo que siente por él. En su estima, ningún filósofo llegó a su altura. Ni Aristóteles, ni al-Farabí, ni Avempace, ni ninguno de los filósofos musulmanes orientales o andalusíes, ni si quiera el mismo Algacel llegaron a la cumbre a la que logró encaram arse Avicena. En él ve la síntesis de la Verdad Absoluta alcanzada por los dos caminos de la especulación racional y de la intuición m ística.24 Otro de los maestros que considera Ibn Tufayl como inspira dores de su sistema es Algacel. La opinión que de él tiene no acaba de verse con toda claridad. Por un lado, se ve que no llega a la altura de Avicena en su opinión, y que además tiene cosas que no acaban de agradarle. Pero, por otro lado, no puede igno rar que Algacel era el ídolo del fundador de la dinastía almohade, Ibn Tumart, la que entonces regía los destinos del Magreb y alAndalus. Hubiese sido sum am ente sospechoso echarse totalmen te en manos de los filósofos orientales, que no gozaban de gran sim patía entre los jefes religiosos del Islam, cuando podría en cubrirlos con lo que había de filosofía en Algacel, aproximándo lo, por otra parte, con lo que de misticismo contenía Avicena. En la primera enumeración de los maestros que propone a su pupilo, el destinatario de su novela, presenta a Algacel de esta manera un poco sorprendente: «En cuanto al maestro Abu Hamid (Algacel) ha hecho a este estado, cuando lo consiguió, la aplica ción del verso siguiente: “Lo que es, yo no sabría decirlo. Piensa que es un bien y no quieras aprehender nada de él”. Pero este filósofo era un espíritu refinado por la educación literaria y for tificado por la cultura científica».25 El tono de la frase parece estar destinado a dar una idea de Algacel como la de un místico que se perdiese en las elucubraciones filosóficas, impidiéndole llegar a la cima de la mística alcanzada por Avicena. Esto, cier tamente, va en contra de lo que realmente pretende ser el mismo Algacel, quien desconfía de las facultades hum anas, con el fin de que el hombre haga un esfuerzo para conseguir la unión mís tica con Dios. Todo esto podría hacer suponer que Ibn Tufayl desconociese la verdadera obra de Algacel. Pero, por la enumeración que hace *
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de sus doctrinas y el juicio que de él emite, se ve claram ente que es bastante grande el conocimiento que tiene de sus obras,26 y afirma en ocasiones que éstas están plagadas de enigmas inin teligibles.27 En otros momentos expone todo un juicio sobre los escritos de Algacel con una afirmación sorprendente de que sus obras esotéricas no llegaron a al-Andalus.28 Por si estas observaciones fuesen pocas para quitar valor a su obra lanza sobre él, como dicho por algunos autores, la idea de que Algacel está totalmente en contra de la unicidad de Dios defendida por el Islam .29 Y termina con una frase que, sin quitar nada de los deméri tos que ha lanzado contra él, podría estar dirigida a sus patroci nadores almohades, para los que Algacel gozaba de una gran sim patía: «No dudamos de que el m aestro Abu Hamid (Algacel) sea de los que han gozado de la bienaventuranza suprem a y de los que han llegado a estos grados sublimes de la unión. Pero sus escritos esotéricos que contienen la ciencia de la intuición extáti ca no han llegado a nosotros».30 Con todo lo que hemos aducido podemos asegurar que Ibn Tufayl conoce perfectamente las obras de Algacel. Hay una au sencia que podría llam ar la atención como ignorancia de una de las obras clásicas y que tuvo gran aceptación en el Occidente latino. No se encuentra en Ibn Tufayl ninguna alusión a los Maqasid (Intenciones de los filósofos), texto que es m ás una refu tación de los filósofos que una exposición de sus propias ideas. Como resumen del pensamiento de Ibn Tufayl yo suscribiría plenamente la valoración que de él hace Cruz H ernández.31 La mística, imprescindible para la filosofía Siguiendo la lista de las fuentes que Ibn Tufayl reconoce en el prólogo como inspiradoras de su pensamiento, el juicio que le merecen sus predecesores andalusíes es bastante pobre. La filo sofía en general es bien poco lo que puede enseñar a su pupilo mientras no vaya unida a la intuición mística: «No creas que la filosofía que ha llegado hasta nosotros en los escritos de Aristó teles, de Abu Nasr (al-Farabí) y en el libro del Sifa (de la Cura ción) satisfaga el deseo que tú tienes».32 Pero si ni la filosofía de Aristóteles ni la de los filósofos musulmanes orientales puede servirle de gran cosa para sus in tuiciones místicas, de mucha menor utilidad le serán las inves tigaciones filosóficas de los andalusíes. El juicio de Ibn Tufayl 370
sobre ellos es bien pobre33 y lo confirma con el dicho de uno de ellos: «Para mí es una aflicción el que las ciencias humanas no sean más que dos, y no más: una verdadera, imposible de ad quirir, y otra fácil, cuya adquisición no reporta ningún provecho». El autor al que se refiere Ibn Tufayl es el poeta Abü-1-Walíd al-W aqqasí (1017-1095), de Huecas (Toledo), autor de la célebre elegía a la pérdida de Valencia, que figura en la Crónica General de Alfonso el Sabio.34 La ciencia que considera vana e inútil es la lógica y las matemáticas, que los mismos filósofos peripatéti cos consideraban como propedéuticas, puramente formales y des provistas intrínsecam ente de una objetividad concreta. En cam bio, la ciencia a la que cree que no puede tener acceso es la físi ca y, sobre todo, la metafísica o ciencia de las cosas divinas. El mismo al-W aqqasí cita entre los introductores de la lógica en alAndalus, a Ibn Hazm, Abu Salt y otros, que son, sin duda, a los que se refiere Ibn Tufayl como formando una generación inter media. Reconoce que más tarde hubo pensadores de más altura en al-Andalus, que abrieron camino hacia la verdad. Entre ellos el único que sobresalió algo para Ibn Tufayl es Avempace.35 A pesar de estos elogios, el juicio que le merece Avempace es muy infe rior al de los grandes maestros Avicena y Algacel,36 lo cual no basta para que encuentre en él algo que puede ser útil para su pupilo: el llegar a la mística por la vía de la especulación racio nal.37 A pesar de esto, siempre encontró Ibn Tufayl en Avempa ce ciertas deficiencias en lo que no es puramente especulativo.38 En otro lugar le reprocha Ibn Tufayl su desprecio por los su fíes, y vuelve de nuevo a censurarle porque su vida mundana y de riquezas no estaba de acuerdo con la intuición mística de los bienaventurados.39 Este es, más o menos, el cuadro que Ibn Tufayl nos traza del único andalusí que, según él, se salva de la mediocridad. Efec tivamente, las pinceladas con las que describe a los demás maes tros andalusíes están destinadas a que su pupilo no espere nada de ellos: «En cuanto a sus contemporáneos, que alcanzaron su mismo nivel, no hemos visto ninguna obra que ellos compusie ran. Finalmente los que vinieron después de ellos, nuestros con temporáneos, están aún en vías de desarrollo40 o se detuvieron antes de haber llegado a la perfección o bien no tenemos aún conocimiento de su verdadero valor».41 Todo esto le permite tomarse la libertad de componer un libro que contenga su propia experiencia especulativa y mística y que le sirva a su pupilo para alcanzar las cimas de la Verdad y de la 371
unión con Dios. He aquí el programa que se propone presentar le. «Entonces nos pareció que estabam os en condición de decir alguna cosa valiosa. Y decidimos que tú serías el primero al que le haríamos el regalo de lo que poseemos y a quien se lo expon dríamos, a causa de tu sólida am istad y de tu sincero afecto. Queremos hacerte seguir los caminos que nosotros hemos reco rrido antes que tú, hacerte nadar en el m ar que nosotros hemos atravesado, en fin, que tú llegues adonde nosotros hemos llega do, que veas lo que nosotros hemos visto, que tú experimentes por ti lo que nosotros hemos experimentado. Si tom as sincera mente esta determinación, cuando llegue la aurora te regocijarás de tu viaje nocturno,42 recibirás la recompensa de tus esfuerzos. Voy, pues, a contarte la historia de Hayy ben Yaqzan, de Absal y de Salaman, los cuales recibieron sus nombres del maestro Abü Al! (Avicena). Y puede servir de ejemplo para los que sepan com prender, de advertencia para todo hombre que tenga un cora zón, o preste su oído y vea».43'44 De toda esta introducción que Ibn Tufayl hace preceder a su novela, hay dos cosas que conviene destacar: con una gran ha bilidad, y prevaliéndose de la situación de favor de que gozaba en la corte almohade, trata de que la filosofía tome carta de ciu dadanía en al-Andalus. De hecho, sus fuentes son los grandes filosofes que le han precedido: al-Farabí, Avicena, Algacel y, en menor escala, Abü Bakr y los demás andalusíes que le han in troducido en el arte de la lógica. Pero hay una segunda nota que va a quedar como distintivo de la filosofía musulmana: la especulación filosófica, digamos la pura razón, no basta para la adquisición de la Verdad Absoluta. Para eso hace falta llegar a un estado especial de unión mística con Dios, a través de la unión con el Entendimiento Agente. Se trata de una fusión entre el ejercicio de la razón al estilo de la abstracción aristotélica, y el grado supremo de la intuición me tafísica, que es una mezcla de la visión neoplatónica y de la unión con Dios, adquirida en las experiencias religiosas de la fe islá mica. Para Ibn Tufayl, el ideal de esta fusión de la abstracción aristotélica con la intuición mística neoplatónica-islámica lo en cuentra en Avicena. Pero con frecuencia se olvida que Avicena o aprendió de al-Farabi, tal como hemos tratado de probarlo en nuestro libro sobre el «Segundo Maestro», como les gustaba a los arabes denominar a al-Farabí.45 El conocimiento que Ibn Tuy . tema de al-Farabí pudo ayudarle a recargar las fórmulas avicemanas con rasgos de la síntesis alfarabiana. Algacel hizo un esfuerzo por acercarse a esa fusión. Pero Ibn 372
Tufayl intuye el fallo del místico oriental, que se basa en su des trucción de la filosofía por un lado, y en el lastre racional que recorta su vuelo hacia la intuición mística. Si Ibn Tufayl no re chaza plenamente a Algacel es porque el ambiente favorable a Algacel que reina en la corte almohade le obliga a hacer equili brios entre la fusión fundam ental que permanece en Algacel y su formulación insuficiente, tal y como aparece en su obra escri ta. Todo ello hace que nos confirmemos, una vez más, en lo que hemos considerado como una de las notas más originales de la filosofía musulmana: ésta no es una filosofía aséptica. La intui ción mística, mitad neoplatónica y mitad religioso-islámica, le da un tinte especial a la filosofía árabe que la distingue de la helé nica y va a servir de puente para que la Escolástica encuentre, ya hecha, una filosofía que le sirva de soporte para la racionali zación del hecho religioso cristiano. Tres finalidades del mito Finalizada esta introducción, que es tan fructuosa para cono cer cómo la filosofía va adquiriendo su madurez en al-Andalus, comienza Ibn Tufayl a desarrollar el asunto de su novela en un mito que le va a servir para plasm ar su sistema en una serie de personajes que sintetizan las diferentes clases sociales de alAndalus. Tres serían las finalidades del mito. Por una parte, plantear se el problema de la posibilidad de una generación espontánea. En segundo lugar, probar que la razón hum ana puede llegar por sí sola a las más sublimes cotas de su desarrollo, incluso en el aspecto religioso místico, independiente del ambiente social, y hasta sin la ayuda de la revelación profética, por medio de una unión personal y directa con Dios. Y, finalmente, llegar a la con clusión de la concordia entre la razón y la fe, siempre inclinan do la balanza más hacia el esfuerzo personal de la experiencia religiosa que hacia las formulaciones simbólicas y literales de los libros religiosos, o incluso las lucubraciones filosóficas que no permiten atrapar con justeza la experiencia mística, dadas las limitaciones del lenguaje humano: «Resulta claramente de lo que precede que tu demanda no puede pretender más que uno de los dos fines siguientes: o bien tú deseas conocer lo que ven los hombres que gozan de la intuición, del gusto, y que han llegado a la fase de la familiaridad con Dios, o bien tú deseas conocer esta cosa según el método de los especulativos. Pero eso es más 373
raro que el azufre rojo. Incluso los que han recibido alguna parte de ello no han hablado de ello a las gentes m ás que por enig mas, atendiendo a que la religión ortodoxa, la Verdadera Ley, prohíbe entregarse a ella y pone en guardia contra la misma».46 Siempre queda en pie, sin embargo, el esfuerzo de Ibn Tu fayl por aunar la investigación especulativa con la intuición m ís tica. Narremos brevemente los hechos que constituyen la tram a de la novela y que, como el mismo Ibn Tufayl dice, tiene como finalidad principal introducir a su pupilo en las experiencias de que él mismo ha disfrutado. Toda la historia de la novela se centra alrededor del persona je principal, cuyo nombre es Hayy ibn Yaqzan (El Viviente Hijo del Vigilante). Nombre que está tomado de Avicena. De él nos cuenta que hay dos versiones sobre su nacimiento. Una de ellas que nació por generación espontánea. Es maravillosa la descrip ción que hace del modo de producirse esa generación que nos da una idea de sus conocimientos biológicos. Poco a poco se van formando los distintos miembros hasta que el organismo está capacitado para que se le una el alma, tal como lo supone el Corán.47 Todo ello significa un poder de observación grande y una experimentación muy valiosa.48 Toda la acción se desen vuelve en una isla, en la que Hayy nace sin padre ni madre. El niño, privado de alimento y constreñido por el hambre, se puso a gritar desesperado. Pasó por allí una gacela que había perdido su cría y respondió a su llamada. Como esta historia, según muchos, falla contra las ciencias na turales, en las que no consta la posibilidad de la generación es pontánea, hay otros que la cuentan de la siguiente manera: ((Exis tía una vez una isla importante, rica y populosa. Reinaba en ella un rey altivo y envidioso. Tenía una hermana a la que le impedía que se casase. Uno a uno le iba descartando todos sus pretendien tes, porque los consideraba indignos del matrimonio con su her mana. Un vecino suyo por nombre Yaqzan, autorizado por la reli gión de su país, la desposó en secreto. De él tiene un hijo la her mana del rey, lo am am anta, pero por miedo a su hermano lo encierra herméticamente en un cofre. A la puesta del sol, rodeada de servidores y amigos lo lanza a las olas del mar, quemándosele el corazón entre el amor y el odio. Las olas transportan el cofre a una isla vecina y desierta. El mismo batir de las olas descuartiza el cofre, cuando este arriba a la orilla. El niño, al abrirse a la in temperie, prorrumpe en llantos. La gacela, que ha perdido su cría, se acerca, lo amam anta con su leche, lo cuida y lo defiende contra todo peligro». Y aquí las dos historias se funden en una. 374
Bajo los cuidados de la gacela y am am antado por ella crece y se desarrolla en estado puram ente animal y conviviendo con los animales. Poco a poco va evolucionando con módulos racio nales. Conforme va creciendo, va viendo la necesidad de defen der su cuerpo contra el calor y el frío. Esto hace que se las inge nie para procurarse vestidos y alojamiento. Se siente impelido interiorm ente para dom esticar animales salvajes. Muere final mente la gacela y Yaqzan experimenta un dolor de muerte. Por todos los medios ve si la puede salvar. Estudia anatomía y, en el decurso de la inspección, descubre el papel del corazón en el mantenimiento del cuerpo. Vale la pena ir siguiendo las expe riencias que realiza con motivo de la muerte de la gacela, que le lleva a adquirir sus primeros descubrimientos científicos en el orden biológico y anatómico. Después de grandes dificultades por la falta de instrum en tos, encontró primero los pulmones, pero se convenció de que allí no estaba el órgano principal que buscaba y que, en cambio, debía de estar en el centro. Efectivamente allí lo encontró, entre los dos pulmones, y se convenció de que éste era el órgano que buscaba. Abrió el corazón y percibió en él dos cavidades, una a la derecha y otra a la izquierda. La de la derecha estaba llena de sangre coagulada, la de la izquierda estaba absolutam ente vacía. Con todo esto llegó a la conclusión de que este órgano no podía ser la causa de la defección, aunque reconoció toda su im portancia. La causa tenía que ser algo que, teniendo como re ceptáculo el corazón, lo había abandonado. «De esta manera el habitante de este lugar lo había abandonado antes de haber su frido ninguna degradación, y se había ido cuando aún estaba in tacto, y no era probable que volviese allí más, ahora que estaba tan estropeado y deshecho.» El resultado de esta investigación fue un gran desprecio por el cuerpo.49 La accesis hasta la divinidad Con todas estas experiencias de disecciones de cadáveres de gacelas y otros animales se convirtió en un gran naturalista. A los 21 años descubre que la multiplicidad del cuerpo queda re ducida a la unidad por el espíritu. Estudia todos los seres y ve que tienen caracteres comunes y diferentes. Obtiene la idea del cuerpo con sus tres dimensiones. Se le manifiestan las propieda des de los tres reinos: mineral, vegetal y animal. Mira a los cie 375
los y los encuentra animados. Poco a poco descubre los proble mas metafisicos. Va subiendo por los distintos grados de abstrac ción, que culmina a los 35 años con el problema más sublime de Dios. Ante la gran decepción que le había producido la ob servación del cuerpo, comenzó a preocuparse por el alm a.50 En la concepción del alma hum ana hay una novedad que se sale un poco del contexto religioso islámico oficial. En los am bientes de los jefes religiosos del Islam, como suele ocurrir con frecuencia en las religiones más antiguas, todo el contenido ideo lógico proviene de la revelación. El alma se nutre de las verda des contenidas en el libro sagrado. Hay que recortar el vuelo de la razón para plegarla a los m andatos de la revelación. Al con tacto con la filosofía griega, los filósofos árabes introducen el juego dialéctico de la especulación. En este sentido, Ibn Tufayl acepta plenamente la tradición filosófica árabe oriental, que no supone grandes novedades en el contenido de esa especulación racional. Él mismo reconoce que todo lo asume de Avicena. Pero hay una nota que queda sumamente realzada en su novela. Toda la historia de su protagonista tiende a probar que la razón hu mana es capaz de conseguir por sí sola, incluso sin la revela ción, todo lo que necesita para su felicidad a través de su unión con Dios. Por el texto que hemos citado anteriorm ente se deduce que Ibn Tufayl admite un principio vital independiente del cuerpo. Se trata de un principio creado por Dios, y que se funde inme diatamente, en cuanto el cuerpo está suficientemente preparado para los actos vitales, ya sea en el periodo de evolución en el caso de la generación espontánea, ya sea en el proceso del embrión en el seno materno, y desaparece cuando el cuerpo se corrompe, como en el caso de la gacela que le amamantó. Es interesante el proceso por el que va subiendo a través del reino animado hasta llegar a la naturaleza del alma hum ana. La reflexión que había hecho sobre el vacío descubierto en el cora zón de la gacela nodriza le llevó a la conclusión de que la reali dad que se ausentó podría ser de la misma naturaleza que la de su corazón. Para ello sacrifica a un animal, y descubre que lo que anida en su corazón en el momento de morir es algo de la misma naturaleza del fuego. Efectivamente comprueba, al abrir el corazón, que sale de su cavidad un aire vaporoso sem ejante a una neblina blanca, y, al introducir el dedo, «encontró un calor tan intenso que faltó poco para que se quem ase».51 Luz y calor son las características del fuego con las que define el alma del reino animal. ¿Se trata de una concepción m aterialista del 376
alma o son estos rasgos símbolos de una naturaleza más espiri tualista? En otra ocasion hemos hablado de la concepción ma terialista del alma en algunos filósofos árabes incluso de alAndalus, como por ejemplo, en Ibn Hazm .52 Mas adelante utiliza el termino espíritu como principio único y unificador de la pluralidad de los órganos corporales.53 Va dis tinguiendo luego las distintas clases de formas unificadoras de la pluralidad corporal, la forma vegetativa para la nutrición y el crecimiento, la forma animal para la sensación y locomoción. Y todas ellas, como contradistintas de la corporeidad, reciben el nombre de alma, a cuya exploración dedica todos sus esfuerzos, prescindiendo por completo del cuerpo.54 En cuanto al destino del alma humana, a veces teme distraer se de la unión con Dios por las imágenes materiales, «por miedo de que la muerte le sobreviniese de improviso mientras perma necía en el estado de distracción y cayese así en la desgracia eterna, en el dolor de la separación».55 Observaba que todos los seres vivían sumergidos en las preocupaciones de la existencia que les distraía del conocimiento del Ser, «sin sentir ningún deseo de El, ningún empeño por conocerle, y que tendían a la nada o a un estado semejante a la nada».56 De esta manera llega al conocimiento de los seres superio res: los astros, a los que considera animados y con una existen cia semejante a la suya.57 El último grado de perfección de los espíritus corresponde a aquél que posee el mayor equilibrio de todos sus elementos.58 La inmortalidad y la perfección Es posible deducir fácilmente la idea tan elevada que Ibn Tu fayl tenía del alma hum ana: simple, inmortal y destinada a la felicidad eterna a través de su unión con Dios. Lo que sí es inte resante es consignar que lo que tanto le escandalizaba en alFarabí, es decir, que negase la inmortalidad del alma hum ana en algunos casos, parece admitirlo también Ibn Tufayl en el caso de las almas que no hayan llegado al último grado de su evolu ción racional. El alma hum ana, de por sí, es inmortal, pero para ello necesita evolucionar hasta un grado de perfección que la ca pacite para la unión con Dios. Si esa perfección no se consigue, el alma humana de esos hombres imperfectos desaparecerá como la de los animales. Y si después de conseguir la unión y, por lo tanto, de haber alcanzado su último grado de desarrollo la muer 377
te le sorprendiese al hombre en estado de desunión y preocupa ción por las cosas materiales, ese alma hum ana se verá someti da a tormentos, cuya duración sólo depende de la voluntad divi na. Únicamente las almas que hayan conseguido el último grado de su perfección y que m ueran en el estado de unión con Dios serán inmortales y gozarán de una felicidad eterna.59 Entre los problemas metafísicos hay uno que no consigue re solver. Se trata de la eternidad del mundo. No olvidemos que éste fue uno de los problemas que torturaron a los escolásticos cristianos en la Edad Media. Con los datos que tenían, no se atrevían a decidirse por ninguna de las dos hipótesis, ateniéndo se a los argumentos de la pura razón, y sólo se inclinaban por la temporalidad de la creación del mundo con argumentos de la revelación. Que el mundo haya sido creado por Dios es algo a lo que llegó Ibn Tufayl con cierta facilidad. Pero que fuese creado desde toda la eternidad o con una existencia temporal es algo que no logró descifrar nunca al encontrarse con argumentos para las dos hipótesis.60 Pero el problema metafísico por antonom asia para Ibn Tu fayl era el de la existencia de Dios y de la posible unión con él: «Había llegado a este grado de ciencia, la de la existencia de Dios, a la edad de treinta y cinco años. El interés que ahora experimentaba por este autor se había enraizado en su corazón tan profundamente que no le dejaba ocio para pensar en otra cosa más que en Él; descuidaba el estudio y la investigación sobre los seres del universo. Llegó hasta tal punto que no podía dejar caer su m irada sobre cualquier cosa, sin percibir inm edia tamente las marcas de industria y sin levantar enseguida su pen samiento hacia el obrero dejando de lado la obra. Tanto que se dirigía hacia Él con ardor, y que su corazón se desprendía total mente del mundo sensible para adherirse al mundo inteligible».61 Quería saber con qué facultad percibía a su Creador. «Le era, pues, evidente, que percibía a ese Ser por su propia esencia y que tenía grabada su noción en sí mismo; de lo cual concluía que su propia esencia, por medio de la cual Lo percibía, era una cosa incorpórea, a la que no convenía ninguna de las cualidades de los cuerpos; que toda la parte exterior y corporal que perci bía en su ser no era su verdadera esencia, y que su verdadera esencia no consistía m ás que en esa cosa por la cual percibía al Ser necesario.»62 Todo el resto de sus esfuerzos por descubrir la esencia del Ser Verdadero se va sucediendo en una especie de juego en su conciencia, entre las imágenes de las cosas que no son Dios, in 378
cluso de la propia esencia, y la inmersión en la visión extática de la esencia divina: Se redujo a q uedar in m óvil en el fon d o de su caverna, la ca beza baja, los p árpad os cerrados, ab strayén d ose de los obje tos sen sib les y de las facultad es corporales, concentrando su s p reocu p acion es y su s p en sa m ien tos ú n icam en te en el Ser n e cesario, sin asociarle ningu n a otra co sa. P erseveró en esto s esfu erzos para llegar al d esvan ecim ien to de la conciencia de sí m ism o, a la absorción en la intuición pura del Ser V erda dero. F inalm en te lo con sigu ió: todo d esap areció de su m em o ria y de su pensam iento, los cielos, la tierra y lo que hay entre e l l o 63 tod a s la s form as esp iritu ales, tod as las facu ltad es cor porales, tod as las facu lta d es sep arad as de cu alquier m ateria, a saber, las esen cia s que tienen la noción d el Ser V erdadero; y su propia esencia desapareció con tod as esa s esen cias. Todo se d esvan eció, se d isip ó con á to m o s d is e m i n a d o s . 64 Tan sólo qu ed ó el U nico, el V eraz, el Ser p erm anente, d icién d ole con Su palabra, que no es una noción sob reañad id a a su esencia: ¿A quién perten ece hoy la Soberanía? A l Dios Único, Irresis tible.65 C om prendió su palabra y entendió su llam ada, a pesar de que no con ocía ningú n id iom a ni para com prenderlo ni para hablar. Se ab ism ó en ese estad o, y percibió lo q ue nin gún ojo vio, ni ningún oído oyó, ni j a m á s estu v o p resen te en el corazón de ningún m ortal.66,67
A mi juicio es muy importante descubrir que la identidad con el Ser se realiza en su propia alma, de una m anera semejante a como al-Farabí concebía el conocimiento de las cosas en el alma hum ana, considerándola como cierta m anera de microcosmos. Con lo cual volvemos a la fórmula a la que muchas veces nos hemos referido, al panteísm o no ontológico, sino gnoseológico, de los místicos en general, y especialmente de los árabes.68 Se le plantea de nuevo el problema de la unidad y de la mul tiplicidad en el orden de las esencias. Por una parte, todo le pa rece múltiple; por otra, todo lo ve reducido a la unidad. Descu bre entonces la jerarquía de las esencias separadas. Cada una es un espejo en el que se refleja la perfección de la esencia supe rior, como se refleja la imagen del sol en un espejo.69 Hayy ibn Yaqzan experimentó visiones extáticas cada vez más frecuentes, hasta que llegó a conseguirlas a voluntad.70 Después de haber descrito estos éxtasis sublimes de Ibn Yaqzan, prosi gue Ibn Tufayl su historia. Entra entonces en relación con un personaje, Absal, de una m anera providencial. Vivía en una isla vecina a la de Yaqzan. Se había propagado en ella una reli 379
gión promulgada por uno de los antiguos profetas. «Era una re ligión que expresaba todas las realidades verdaderas por símbo los, que daban de ellas unas imágenes e imprimían sus esque mas en las almas, como se suele hacer en los discursos que se dirigen al vulgo. Esta religión no cesó de extenderse en esa isla, de hacerse poderosa y de prevalecer, hasta que al fin el rey de la isla la abrazó y comprometió a los súbditos a adherirse a ella.»71 Había allí dos hombres de buena voluntad que abrazaron con ardor la secta. Y precisamente porque eran practicantes se hicie ron amigos. Absal no se contenta con la letra del libro sagrado. Profundiza en él y trata de interpretarlo. Salaman es literalista y se abstiene de toda interpretación. Le da miedo el libre examen y la especulación. Ambos siguen máximas religiosas distintas. Para Absal la liberación y la salud se encuentran en el retiro y en la soledad. Allí se hace posible la meditación y, a través de ella, la dilucidación de los símbolos del lenguaje revelado. Para Salaman la felicidad del hombre se halla en la vida de sociedad y en frecuentar el trato con los demas. Esta doble dirección los se para. Absal se decide a retirarse a una isla desierta, y precisamen te le informan de aquella en la que Ibn Yaqzan ha establecido su vida entre los animales. Y allá se lanza para adorar a Dios y me ditar. Está convencido de que la felicidad del hombre sólo se en cuentra de una manera perfecta en compañía íntima de su Señor. El encuentro entre los dos anacoretas de tan distinta índole se realiza de una m anera curiosa. Hayy no salía m ás que una vez por semana para buscar alimento. En un principio Absal re corre ríos y lugares sin encontrar a nadie. Un día descubre a Hayy y, temiendo distraerle, huye. Hayy lo descubre y, movido por la curiosidad de conocer un animal que no había visto nunca, se esconde y logra sorprenderle más tarde en oración y lágri mas. Tras un ligero juego al escondite, ambos descubren que nin guno de los dos es peligroso para el otro. Al comienzo se entien den por gestos. Absal le enseña las lenguas que conoce, las cien cias y la religión. Muy pronto Absal queda sorprendido cuando IJayy le descubre sus secretos adquiridos durante su vida solita ria. Advierte que las verdades de la religión son símbolos de la vida que anida en Hayy. Vio establecerse el acuerdo entre la razón y la tradición. Se abren ante él las vías de la interpreta ción y de la ley religiosa. Desde ese mismo momento venera a Hayy y lo considera entre los elegidos de Dios como su maestro. Se dedica a servirle, imitarle y a seguir sus indicaciones prácti cas para llegar a la perfección. 380
Cuando Hayy conoce la religión, sin duda la musulmana, en cuentra razonable su práctica. Pero, para él, es un problema el que el Enviado de Dios hable en parábolas y símbolos. No com prende por qué permite las riquezas y los alimentos no necesa rios. Y nace en él el deseo de convertir la isla de Absal. Ambos deciden ir allá. Un barco los recoge en la orilla y, con un viento favorable, desembarcan en la isla habitada. En ella les informan que el jefe de la isla es Salaman. Ha establecido, como esencial para la religión, la vida en sociedad y los actos religiosos comu nes. Considera como ilícito el retiro. Desde ese momento Hayy reconoce su error: enseñar la Verdad a la muchedumbre es crear les conflictos. Es preferible dejarles en su buena fe. Les basta la palabra de los enviados para llevar una vida fácil. No son capa ces de más. Se despiden de su amigo Salaman y deciden volver a la isla. De nuevo un barco les recoge en la orilla y con viento favorable los devuelve a su retiro. Y en medio de la meditación Absal llega a las alturas de Hayy. Filosofía y religión: dos aspectos de la misma verdad Al llegar al final de este estudio, creemos poder afirmar que, con Ibn Tufayl, se ha llegado a la cima de la filosofía andalusí. Estas ideas se desarrollarán más y se establecerán sistemas más perfectos, tanto en la mística como en la filosofía. Pero los ele mentos están ya ahí, en la novela filosófica de Ibn Tufayl. Se ha llegado a un acuerdo entre la filosofía, que es la verdad de los selectos, y la que encierra los símbolos e imágenes que forman un lenguaje más asequible al vulgo. Con esto no se puede ha blar de una doble verdad. Verdad no hay más que una. Lo que hay son dos expresiones distintas de la misma verdad: una sim bólica e imaginativa para el vulgo y otra exacta y pura para los selectos. No turbem os al vulgo ingenuo con las especulaciones abstractas de los filósofos. Hay un punto en el que Ibn Tufayl supone un retroceso con respecto al gran filósofo de los árabes al-Fárabí: su filosofía an tisociable. El hombre es sociable por naturaleza. El considerar a la sociedad hum ana como irremediablemente corrompida pare cería algo inconcebible en una persona instruida y medianamen te dueña de sí misma como para convivir con los demás. Y, sin embargo, es perfectamente compatible, incluso en la concepción de la sociedad ideal de al-Farabi. Efectivamente, si fuese posible im plantar en el mundo una ciudad ideal, serían perfectamente 381
compatibles la convivencia social y la unión con Dios. Pero mien tras no se llegue a la realización de ese ideal, las dos hipótesis no son posibles. Puede darse un hombre que tenga la suerte de convivir en un grupo social en el que el amor rija las relaciones sociales, y en el que ese amor tenga como trasfondo la realidad de Dios, que une en su experiencia mística los corazones de los miembros de esa sociedad. Siempre queda el recurso a la sole dad para una meditación m ás profunda que fomente la unión con Dios. Pero siempre serán situaciones ocasionales, com pati bles con la convivencia humana. En el caso de Ibn Tufayl, la situación social era con bastante frecuencia conflictiva, no sólo en los am bientes políticos, sino principalmente en los culturales, en los que la introducción de la filosofía despertaba polémicas y persecuciones en no pocos sec tores de los jefes religiosos. La tendencia de los filósofos, en al gunas ocasiones, era la de una fuga del ambiente oficial religio so para cultivar en círculos, más o menos reducidos y esotéri cos, la soledad que les trajese la paz y la felicidad de la unión con Dios. De hecho, el protagonista de su novela ve con buenos ojos la vida en sociedad de la gente sencilla, que vive feliz con sus prácticas religiosas y su unión superficial con Dios. Creo que tanto el ideal de la vida en sociedad de al-Farabí como el retiro del protagonista de Ibn Tufayl son perfectamente compatibles. Y aun el retiro exclusivo o la vida en soledad cabe como recur so, cuando la limitación del ser humano haga que el hombre nos falle y no nos quede otra solución que la experiencia mística de una realidad que nos trasciende y nos hace compañía. Quedaría el último grado de perfección, que sería el de la persona que, de tal manera, ve en las cosas la presencia de Dios, que su brillo ofusque en nuestra conciencia las otras presencias de las cosas y de las personas, hasta no ver m ás que a Dios, que es el ideal de todos los místicos. Lo mismo que al-Farabí, admite Ibn Tufayl el doble proceso de. la abstracción aristotélica y el de la intuición metafísica neoplatónica. Aunque lo que prácticam ente vale al final es la intui ción metafísica y mística, en la que él dice seguir principalm en te a Avicena, pues no en vano es el prim er andalusí que lo cono ce a fondo. Por concesión a los medios oficiales-políticos, admite también la influencia de Algacel, a pesar de que lo considera ale górico y para principiantes, y de vuelos místicos muy recortados debido a su racionalismo (?). Admite la unión con el Entendi miento Agente, heredada de Avempace, el cual desconoce a Avi cena y, por su vida m undana y de riquezas, no puede volar a 382
las alturas de la mística. Por su aristotelismo inicial y su con cepción de las relaciones entre la fe y la razón, se puede decir muy bien precursor de Averroes. Sus concepciones místicas re cuerdan las de Ibn ‘Arabí antes de tiempo. Fusión entre filosofía y religión, esta es, precisamente, una de las características que dan más originalidad a la filosofía mu sulmana, como hemos dicho muchas veces. Una religión depura da de los simbolismos de los libros sagrados, más apropiados para el vulgo, desconectada del ritualismo y de las imposicio nes, muchas veces arbitrarias y caprichosas, de los jefes religio sos y, en últim a instancia, asequible al espíritu hum ano por medio de una intuición místico-metafísica que descubre al hom bre la Verdad pura, en una especie de éxtasis que lo pone en contacto directo con esa misma Verdad. Al celebrar el VIII cente nario de su muerte, bien podemos aprender la lección de un espí ritu crítico que, sin ser destructivo, nos coloque en el camino de la Verdad y nos ponga en contacto con la Fuente de la Vida. NOTAS 1. Ibn Tufayl, El filósofo autodidacto (Risalat H a yy Ibn Yaqzan), nueva trad. esp a ñ ola por A. G onzález P alencia, M adrid, 1948. 2. Al-M arrakus!, Kitab al-Mu'yib, ed. de Dozy, Leiden, 1881, trad. de F agnan, A rgel, 1843, pp. 209-219. 3. Ibíd. 4. Cfr. G authier, L., Ibn Tufayl, París, 1909, p. 26. 5. B ad aw i, A ., La Philosophie en Islam, II, París, 1972, p. 721. 6. Cruz H ern án d ez, M ., H isto ria de la filosofía hispanom u su lm a n a , t. I, M adrid, 1957, p. 376. 7. Ibíd. 8. G arcía G óm ez, E., «Un cu en to árabe, fu en te com ún de Abentofáil y de G racián», Rev. de Archivos, Bibliotecas y Museos, 20, 1926, pp. 1-100. 9. Cruz H ernández, M ., op. cit., p. 377. 10. B ad aw i, A ., op. cit., pp. 722-724. 11. Ibíd., p. 723. 12. Ibíd. 13. Corbin, H ., Avicenne et le récit visionnaire, t. I: Estudio sobre el ciclo de los relatos a vicen ia n o s, T eherán, 1954, pp. 152-154. 14. B adaw i, A.: op. cit., p. 724. 15. M enéndez y P elayo, M., prólogo a El filósofo a uto did acto de A b en tofayl, trad. por D .F . P ons B oigu es, Z aragoza, 1900, pp. XLIXLIV.
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16. G authier, P.: H a yy ben Yaqdhan, román p hilosophiq ue d ’l bn Thofayl, texto árabe y trad. francesa, Beirut, 1936, 2 .a ed., pp. VIIIXII. 17. Ibíd., pp. 1-2. 18. Ibíd., p. 2. 19. Ibíd., p. 12. 20. Ibíd. 21. La palabra q u e utiliza es d a w q o prim er grado de la in tu i ción m ística. El seg u n d o sería el sa rb (b eb id a ), que en gendra em b riaguez. Y el tercero, el riyy o em briaguez co n su m a d a . 22. Ibíd., pp. 4-6. 23. E s un libro estrictam en te filosófico, en el que se trata de casi todo el Corpus A risto te lic u m y que, a p esar de su títu lo, no tien e nada que ver con un tratado de m edicina. La cita que a cab a m o s de reproducir se encuentra: Ibíd., pp. 12-13. 24. Ibíd., p. 16. 25. Ibíd., p. 3. 26. Ibíd., pp. 13-14. 27. Ibíd., p. 14. 28. Ibíd., pp. 14-15. 29. Ibíd., pp. 16-17. 30. Ibíd., p. 16. 31. Cruz H ernández, M ., op. cit., I, pp. 384-385. 32. Ibn T ufayl, op. cit., p. 10. 33. Ibíd. 34. Cfr. M en en d ez P idal, R., S o b re a l-W acaxi y la elegía ára be de Valencia. H o m en a je a D. Francisco Codera, Z aragoza 1904 p. 313. 35. Ibn T ufayl, op. cit., p. 11. 36. Ibíd. 37. Ibíd., pp. 3-4. 38. Ibíd., p. 4. 39. Ibíd., pp. 7-8. 40. Podría referirse entre o tros a A verroes, al qu e Ibn T u fayl apreciab a tan to, pero q u e aún no h ab ía m a n ifesta d o tod o lo q ue valía. 41. Ibíd., pp. 11-12. 42. A lusión^al viaje nocturno del profeta M ahom a, sob re el ju m ento alado Buraq, d e la M eca a Jeru salén y, lu ego, a través de los siete cielos, h asta el trono de D ios. 43. El Corán, LVIII, 22. 44. Ibíd. L, 36. El pasaje citado de Ibn T ufayl está tom ad o de la m ism a obra, pp. 16-18. 45. G óm ez N ogales, S., La política c o m o única ciencia religiosa en al-Farabi, M adrid, 1985. 46. Ibíd., pp. 9-10. 47. El Corán, X V II, 87.
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48. Ibn T ufayl, op. cit., pp. 23-28. 49. Ibíd., pp. 31-37. 50. Ibíd., p. 37. 51. Ibíd., pp. 39-40. 52. G óm ez N ogales, S., «La filosofía de la naturaleza y la p sico logía seg ú n Ibn H azm », en La filosofía della Natu ra nel Medioevo, M ilán, 1966, pp. 181-208. 53. Ibn T ufayl, op. cit., pp. 40-42. 54. Ibíd., pp. 52-54. 55. Ibíd., p. 72. 56. Ibíd., p. 73. 57. Ibíd., pp. 73-74. 58. Ibíd., pp. 75-79. 59. Ibíd., pp. 70-72. 60. Ibíd., pp. 61-63. 61. Ibíd., p. 68. 62. Ibíd., pp. 68-69. 63. El Corán, V, 20-21; LX X V III, 37, etc. 64. Ibíd., LVI, 6; X X V , 25. 65. Ibíd., XL, 16. El Corán se refiere al últim o ju icio. Ibn T ufayl lo interpreta com o la p roclam ación de su triunfo sob re la in d ivid u a lidad en la in tu ición m ística por m edio del Ser V erdadero. 66. Se trata de un h adit qudsi, y es sin duda una reson ancia de tex tos b íb lico s. Cfr. I Cor, II, 9; Isa ías LXIV, 4. 67. Ibn T ufayl, op. cit., pp. 86-87. 68. Ibíd., pp. 88-89. 69. Ibíd., p. 93. Cfr. nota 67. 70. Ibíd., p. 99. 71. Ibíd., p. 100.
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DEL DIOS ARISTOTÉLICO AL DIOS JUDÍO. REFLEXIONES SOBRE LOS LÍMITES DEL ARIS1OTELISMO EN MAIMÓNIDES * Andrés Martínez Lorca
Filosofía y judaismo Al pueblo judío pareció desinteresarle durante siglos lo que llamamos filosofía. No elaboró los instrum entos conceptuales ló gicos y metodológicos imprescindibles para el desarrollo del pen samiento racional, ni tampoco prestó aparentem ente atención a problemas especulativos que fueran más allá de su teología mo noteísta y creacionista. Como escribía hace más de un siglo un ilustre erudito judío, «los hebreos no intentaron penetrar en el secreto del ser... No existe, pues, en sus libros ninguna huella de estas especulaciones metafísicas que encontram os entre los indios y entre los griegos, y no tienen filosofía en el sentido que damos a esta palabra. (...) La religión de los hebreos no dejaba lugar a las especulaciones filosóficas propiam ente dichas».1 Sin embargo, ya en la antigüedad se difundió la leyenda de que los principales filósofos griegos habían sido discípulos de grandes pensadores judíos. El propio Maimónides aceptó implícitamente esta peregrina opinión, con fines polémicos, al recordar que Is rael «era una nación sabia y perfecta» pero que «los malvados de entre naciones ignorantes aniquilaron nuestras buenas cuali dades, destruyeron nuestros saberes y nuestras obras de ciencia y dieron muerte a nuestros sabios, retrotrayéndonos a la incul tura».2 Ahora bien, ni el pretendido desinterés especulativo de los antiguos judíos resiste un análisis riguroso, ni la buscada pri* En VV. AA„ Sobre la vida y obra de Maimónides. Actas del I Con greso Internacional, Córdoba, Ediciones El Alm endro, 1989.
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mogenitura filosófica de Israel parece históricamente sostenible, además de innecesaria como argumento. Veamos por qué. Conocemos documentalmente, por fortuna, el impacto que pro dujo en la cultura griega el conocimiento directo de las comuni dades judías en la Alejandría del siglo III a.C. Los primeros es critores helenistas pronto calificaron a los judíos de «raza filosó fica» y los mismos judíos helenizados aprendieron a ver su religión con ojos griegos. Así, Filón se refiere a sus leyes y cos tumbres llamándolas la «filosofía de Moisés». La razón de esta abierta actitud helena implica, en mi opinión, el reconocimiento de que los libros sagrados judíos encierran, dentro de un bellísi mo lenguaje poético, una cosmovisión profundamente original, germen de una nueva metafísica. En este contexto, la traducción griega del Antiguo Testamento por los Setenta, llevada a cabo durante estos años, significó algo más que una ayuda impres cindible para los judíos del Mediterráneo oriental cuya lengua era ya el griego koiné\ representó, sobre todo, la esperanza de los griegos de Alejandría en descubrir el secreto de la filosofía de los bárbaros.3 Y es que como anotaba un gran poeta alemán (tras recordar el epíteto de «pueblo del espíritu» con que Hegel llamaba a los judíos), «ya en sus primeros comienzos, como ob servamos en el Pentateuco, los judíos manifiestan su inclinación por lo abstracto, y su religión entera no es más que un acto de dialéctica por el cual se separan la materia y el espíritu y no se reconoce el Absoluto más que en la forma del último».4 El mundo cultural de Maimónides El aprendizaje intelectual del joven Maimónides fue de una am plitud y variedad sorprendentes. A la solidísima formación bíblica y talmúdica procedente del medio familiar se unió una brillante tradición literaria y filosófica heredada de la comunidad judía de al-Andalus, que a lo largo de varias generaciones sacó a la luz poetas de la talla de Samuel Ha Naguid, Ibn Gabirol, Mosé Ibn Ezra y Yehuda Haleví. No faltó entre ellos una acusada diversi dad de caracteres y tendencias: a Ibn Gabirol, rebelde, de inspira ción neoplatónica, poco ortodoxo y precursor del auge que la filo sofía alcanzara en al-Andalus, puede oponérsele el conservaduris mo religioso de un Yehuda Haleví que, temeroso del racionalismo filosófico, criticó con acritud al pensamiento griego porque —según él— sólo ofrecía flores pero sin fruto. Algunos como Ibn Paquda intentaron por su parte elaborar una teología ascética. 387
La cultura judía no vivió, sin embargo, en un aséptico aisla miento del exterior. Antes bien, el rasgo fundamental en la Edad Media es su inmersión en el fecundo océano de la civilización islámica que precisamente en estos siglos llegaría a su máximo esplendor. Desde el Oriente Medio hasta los confines occidenta les de Marruecos y España, la lengua común es el árabe y en ella hablan y escriben los mejores escritores judíos de la época. Esta lingua franca m editerránea serviría de transm isora de la fi losofía griega y en especial de Aristóteles, oscurecido hasta en tonces por el neoplatonismo, cuando no por un platonismo teñi do de adherencias extrañas. La indiscutible hegemonía cultural árabe en la Alta Edad Media puso a los mejores hijos de la Diáspora (unas veces tolerados o protegidos y otras severamente per seguidos) en óptim as condiciones para otear las nuevas fronte ras del pensamiento. De entre los filósofos árabes que más influyeron en Maimó nides merecen destacarse al-Farabí, Avicena y Averroes. Al-Farabí fue el gran introductor de la lógica en el Islam y el prim er co m entarista árabe de la Metafísica de Aristóteles, méritos ambos que no necesitan ser enfatizados. Maimónides, que lo cita en va rias ocasiones en Guía de perplejos, hizo de él este espléndido elogio: «En general te recomiendo no leer sobre lógica otras obras que las del sabio Abu Nasr al-Farabí; pues todo lo que él com puso, y particularmente su obra sobre los Principios de los seres, es pura flor de harina».5 La relación con Averroes, tan singular y profunda en sí como enigmática para nosotros, constituye una laguna historiográfica que habría que intentar colmar. Sus afinidades biográficas e in telectuales son extraordinarias: ambos, grandes filósofos, anda luces de Córdoba, coetáneos aunque algo mayor el árabe, hijos de jueces, perseguidos por la intolerancia religiosa, exiliados de al-Andalus y muertos en tierra extraña cuando aún seguían so ñando en volver a ver el muro, las torres y el gran río de su luminosa ciudad natal. Instalado en Fostat, Maimónides debió conocer a través de su discípulo el inquieto ceutí Yosef ibn Aknin, que se confesaba tam bién averroísta, algunas de las más recien tes teorías de aquél, residente en los últimos años de su vida en Marruecos. Ya viejo, le llegaron a Egipto los comentarios de Ave rroes sobre Aristóteles. Su generoso juicio no se hizo esperar: «interpreta a Aristóteles siguiendo el método correcto y verdade ro».6 Mientras Ya'qüb al-M ansür m andaba a la hoguera todos los libros de filosofía griega que encontraba y el integrismo islá mico levantaba sobre la imponente herencia intelectual de Ave388
rroes una espesa alam brada de silencio, un grupo de judíos an daluces y provenzales seguidores de Maimónides traducían al he breo o al latín los comentarios del genial filósofo árabe. Gracias a ellos, su obra no cayó en el olvido. Con m ucha probabilidad, la influencia de Avicena fue la menor de las tres. Parece que en ello debió influir la fría acogi da que sus escritos recibieron en al-Andalus y también la mayor fidelidad de Averroes en la interpretación de Aristóteles.7 En el esfuerzo por conciliar fe y razón, tan característico de la época medieval, los judíos andaluces prefirieron asimilar el sistema más ambicioso y perfecto de la filosofía griega, es decir, el aristotelismo, que ya venía impregnado de neoplatonismo (re cordemos, por ejemplo, la llamada Teología de Aristóteles, tan leída en aquellos siglos). Desde ese horizonte conceptual ellos pretendieron explicar, y en primer lugar Maimónides, la no con tradicción de los dogmas básicos de la religión judía. «Respecto a los españoles andaluces de nuestra comunidad, todos siguen las doctrinas de los filósofos y se adhieren a sus opiniones en cuanto no contradicen los fundamentos de nuestra religión. Nunca verás sigan en nada los caminos de los mutacálimes.»s La teología de Aristóteles: de la divinidad de los cuerpos celestes al primer motor inmóvil Aristóteles prestó poca atención a los problemas teológicos salvo, quizá, en su etapa de juventud. A juzgar por un conocido pasaje (Metafísica, 1000 a 9-19) en el que se niega en rotundo a reflexionar sobre los mitos inventados por los teólogos, tampoco le hubiera hecho gracia ser incluido entre ellos. Bien es cierto, sin embargo, que no tuvo inconveniente en llam ar «divina» o «la más divina» (theia, theiotate) a su filosofía primera o metafísi ca. Desde una perspectiva maimonidiana resulta fundamental es tudiar lo que puede considerarse, en sentido amplio, como teolo gía aristotélica, porque —como veremos más adelante— será pre cisamente este núcleo conceptual la fuente de discrepancia con la cosmovisión judía. No puede hablarse en rigor de una única concepción aristoté lica de lo divino. Aquí como en el resto de su pensamiento se nos aparece un principio de desarrollo, certeramente subrayado por W. Jaeger y que luego aprovecharon otros estudiosos.9 El punto de partida de esta evolución lo representa un diálogo de juventud titulado Sobre la filosofía y del cual se han conservado 389
algunos fragmentos. En él encontramos un argumento cosmoló gico demostrativo de la existencia de dios, un enfoque teológico puram ente racionalista según el cual la divinidad se reduce a nous y la consideración de las estrellas como dioses. Aunque se advierte cierto distanciamiento de algunas tesis platónicas, el vivo interés con que el joven Aristóteles aborda el tem a de dios en éste y en otros diálogos, así como la profunda huella de la teolo gía astral, m uestran claram ente la influencia del viejo m aestro ateniense. Esto ha llevado a algún erudito contemporáneo, nos tálgico de un Aristóteles teólogo por excelencia, al desprecio de su extraordinaria obra de m adurez.10 Por más de un motivo, el tratado De Coelo significa una etapa de transición dentro del pensamiento aristotélico. En cosmolo gía, por ejemplo, ha abandonado ya la hipótesis del movimiento no natural de las estrellas (presente en Sobre la filosofía), al ad mitir el movimiento circular como propio de la physis de los cuer pos celestes, pero no ha llegado aún, como hará en el libro Lambda de la Metafísica, a rechazar la teoría del auto-movimiento. Algo semejante ocurre en el plano teológico: el intento por expli car en términos puram ente físicos el movimiento circular de las estrellas indica una relativa insatisfacción con la teología astral de matriz platónica, mas no lo bastante radical como para haber alcanzado el concepto de motor inmóvil. Las almas de los cuer pos celestes en cuanto fuente de su propio movimiento quedan así en una posición tan ambigua como insatisfactoria.11 Otros puntos concretos del tratado que creo deberían subrayarse tam bién, son: — La creencia universal en la divinidad: «Todos los hombres tienen una concepción [hypólepsin] de los dioses y todos asignan el lugar supremo a lo divino [to theio'], tanto bár baros como griegos» (270 b6-8). — Rechazo de la idea de creación: «(...) nada se genera en un sentido absoluto. (...) Un cuerpo puede generarse de otro, por ejemplo el fuego del aire, pero de una magnitud no preexistente nada puede generarse» (301 b33 y 302 a4-6). — Eternidad del universo: «(...) el universo [ouranós] en su conjunto no fue engendrado y no puede ser destruido, como algunos pretenden, sino que es único y eterno [eis kai aidios] y no tiene principio ni fin de toda su vida» (283 b26-29). 390
En las breves páginas del libro Lambda de la Metafísica está condensada la teología aristotélica del modo más puro y sutil. Resuenan en ellas la crítica de Jenófanes a las religiones antropomórficas, el Nous de Anaxágoras y en especial la visión plató nica de lo divino que parece servir de melodía secreta.12 El sello permanece, sin embargo, genuinamente aristotélico por la crítica a que somete no sólo a los presocráticos sino a su maestro Pla tón (v. gr. en la teoría de las Ideas); en el interés hacia la cien cia astronómica de su tiempo dominada por la figura de Eudoxo; por la metafísica original sobre la que se sustenta el nuevo edificio teológico (concepto de sustancia, hilemorfismo, teoría del movimiento, las cuatro causas, etc.) y especialmente por su pilar básico, el motor inmóvil. En la Física, sobre todo en los libros VII y VIII, se presentaba ya de un modo explícito este hallazgo teológico y cosmológico pero será en el libro Lambda donde se descubra su naturaleza. El primer motor inmóvil —escribe Aris tóteles— mueve sin ser movido, es eterno, sustancia y acto, causa final de todo movimiento y el bien deseado por el cosmos. De este principio «penden el universo y la naturaleza». Con una ge nialidad que aún nos asom bra por su audacia, define este pri mer motor inmóvil como puro pensamiento (nóesis) en acto, «dios [que] se piensa a sí mismo» (theós noei autos autón) o «pensa miento de pensamiento» (nóesis noéseos) cuya felicidad es cier ta actualidad especulativa radicalmente autosuficiente. ((Porque dios es esto», anota el propio filósofo en un momento dado con incontenida satisfacción (1072 b30). Uno de los mejores helenis tas de nuestro siglo ha llegado a calificar al libro Lambda, no sin razón, de (da más m agistral exposición, en forma de notas de conferencia, de todas las que llevó a cabo Aristóteles».13 El primer motor inmóvil al ser objeto de deseo (órexis) mueve a la prim era esfera celeste; su actividad se reduce a pensamien to,14 quedando excluida cualquier idea de providencia. No crea, pues la m ateria es eterna, ni tampoco organiza o dirige el cos mos. ¿Cómo explicar entonces el movimiento en el resto del uni verso? Aristóteles introduce en el capítulo 8 del libro Lambda la existencia de otros motores inmóviles que pondrían en movimien to los planetas, el sol y la luna, en lo que ha sido considerado por algunos com entaristas como flagrante incoherencia y por otros como modificación derivada de la investigación astronóm i ca de la época. Esta multiplicidad de motores inmóviles rebaja, en cierto modo, la m ajestad suprem a del primer motor aristoté lico, pero al mismo tiempo no sólo logra explicar así el complejo movimiento de esta artificiosa —para nosotros— astronomía, sino 391
que también mantiene una estricta lógica interna en esta singu lar teología, obra de un filósofo más que de un creyente.15 Aristóteles no intentó revolucionar las concepciones popula res acerca de los dioses, ni siquiera convertirse en reform ador religioso. Su teoría del primer motor no tiene nada que ver con la religión popular griega hacia la que m antuvo una actitud de respetuoso distanciamiento. El dios filosófico de la Metafísica, que es incorporal, choca frontalm ente con las representaciones antropomórficas o zoomórficas tan características de la religión olímpica u órfica. Vive ajeno a nuestro mundo, arquetipo de per fecta autarquía: «dios es sin duda feliz y bienaventurado, pero no por ninguno de los bienes exteriores sino por sí mismo y por tener cierta naturaleza» (Política, 1323 b24-26). No obstante, la conservación de los antiguos mitos religiosos entre el pueblo sirve, según él, al interés general y al derecho (Metafísica, 1074 bl-15). Más aún, el culto religioso (hierateia) constituye elemento esen cial para que la polis pueda formarse (Política, 1328 b l2 y 13) y debe ser función de los ciudadanos, nunca de los campesinos u obreros. Sin duda alguna, el Aristóteles m aduro mostró un de sinterés especulativo hacia las religiones positivas (y en su caso concreto hacia la llamada religión olímpica helena), pero no hasta el punto de ignorar o menospreciar su papel como factor de es tabilidad social. El valor excepcional de la teología aristotélica, en particular de la expuesta en el libro Lambda, radica en mi opinión en que es una teoría audaz que no se apoya en dogma previo alguno, en creencia popular alguna de origen griego o bárbaro y que, en ultima instancia, se alza como autentica reflexión filosófica sobre lo divino (theo-logía) y no como teodicea. Estam os acostum bra dos, en especial por la poderosa herencia judeo-cristiana, a lla mar «teólogo» al que razona o busca el fundam ento filosófico de algún principio dogmático ya dado. Aristóteles nunca perteneció a esta clase de «teólogos». Intentó, por el contrario, desentrañar el sentido último del universo y de Dios sin la red protectora de cualquier religión positiva, con el solitario esfuerzo del logos. En este severo ejercicio de honestidad intelectual nadie lo superó en el mundo antiguo. Valía la pena no intentar traspasar los límites del logos, dejar de soñar en el conocimiento de lo inalcanzable, no pretender volar en el vacío como la paloma kantiana y examinar, sin embargo, la naturaleza, la sociedad, incluso las propias estructuras form a les del logos. A una conclusión semejante debió llegar Aristó teles y, puestos a elegir, prefirió la biología a la teología, el estu 392
dio concreto de nuestro m undo a la vaga especulación sobre lo divino. «Los objetos naturales se dividen en dos clases, los in mortales que no tienen principio ni fin, y aquéllos que están su jetos a generación y decadencia. Los prim eros son dignos de honor porque son divinos pero se encuentran menos al alcance de nuestra observación. Todas nuestras especulaciones acerca de ellos y nuestras tentativas de conocimiento pueden ser confirma das en contadísimas ocasiones por percepción directa. Pero, cuan do prestamos atención a las plantas y animales que perecen, nos encontramos nosotros mismos más capaces de alcanzar conoci miento de ellos porque somos habitantes de la misma tierra.»16 Maimónides, heredero de la filosofía aristotélica No fue fácil la vida para M aimónides. H asta los últim os años no pudo gozar de una merecida tranquilidad: «(...) el mal y los días difíciles han sido mi suerte, se me otorgó fatiga y no descanso. De ciudad en ciudad y de reino en reino me vi em pujado. Pero tras el segador espigué por todos los caminos, re cogí las espigas, las firmes y henchidas, pero sin m enospreciar las flacas y agostadas. Sólo en fechas muy recientes he halla do un hogar».17 Cuando se encontraba en el apogeo de su fama, médico de la corte y protegido del sultán, respetado y querido entre las propias comunidades judías de Egipto de las que llegó a ser elegido naguid, el gran pensador sefardí comenzo a escri bir su obra más ambiciosa, Guía de perplejos. Aunque escaso de tiem po, la añoranza del amigo lejano, el estim ado y escu driñador discípulo Yosef ibn Aknin, acabo por decidirlo: «tu ausencia me movió a componer este tratado», anoto en la carta introductoria. M aimónides pretendía asi ayudar a quien, como su discípulo, aun poseyendo un espíritu religioso, al tiempo que «versado en filosofía y ciencias verdaderas», se encontrara sin embargo lleno de dudas, desorientado, perplejo. Y es que, den tro de la dificultad existente a la hora de clasificar esta singu lar o b ra,18 su propósito central consiste en responder al verso del salm ista («dame a conocer el camino por donde ir», salmo 143,8), muy en la línea de lo que hará más tarde toda una tra dición de pensam iento. Como muy certeram ente ha señalado M aría Zam brano al estudiar este curioso género literario, (da Guía está enteram ente polarizada hacia su destinatario; viene a ser como una carta, una carta y un m apa tam bién, una carta de ruta para navegar entre un laberinto de escollos».19 Nave 393
gación m arina o camino terrestre, la perplejidad del homo viator es la misma. Al leer Guía de perplejos vemos cómo Maimónides va ilumi nando con nueva luz pasajes antes oscuros de la Biblia m edian te una innovadora exégesis que posee tanto rigor filológico como buen sentido hermenéutico. Pero el necesario estudio de la Torá no resultaba suficiente para disolver las frecuentes perplejidades que, cual espesa niebla, rodean al caminante, o sea, al creyente interesado también en filosofía. Otros obstáculos seguían en pie: las religiones positivas defensoras del politeísmo, la pujante teo logía islámica cuya interpretación de las relaciones hombre-dios se alejaban por completo del judaismo, la filosofía m aterialista que vaciaba de sentido la ley mosaica... La razón del creyente necesitaba la ayuda de la filosofía para superar los argumentos de los adversarios y poder avanzar. Para Maimónides, la supe rioridad científica de los griegos era evidente. Y, entre ellos, nadie podía compararse con Aristóteles por su ((profunda penetración y su extraordinaria comprensión». A tantos años de distancia, corremos el riesgo de olvidar el profundo impacto de Aristóteles sobre las grandes culturas que nos precedieron. «La civilización griega de la antigüedad y la bi zantina, como también la civilización medieval y la de los ini cios de la edad moderna, que se m anifestaron con el judaism o, el cristianismo y el Islam, quedaron todas endeudadas respecto a los escritos de Aristóteles en una medida que siempre parece más llamativa conforme se conoce la situación.»20 En el caso del gran rabino cordobés, la presencia aristotélica se muestra viva y patente: unas veces reproduce citas de sus principales obras (Metafísica, Ética nicomáquea, Organon, Físi ca, etc.), otras le tom a prestados razonamientos de índole m eta física, lógica, astronóm ica o biológica; en cualquier circunstan cia, siempre se mantiene el Estagirita como interlocutor privile giado con el que es necesario dialogar. La adm iración de Maimónides hacia Aristóteles es tan intensa que, adem ás de ca lificarlo de «príncipe de los filósofos», lo sitúa en la cum bre de la hum ana razón: ((Su sabiduría es la m ás perfecta que pueda poseer el ser humano, prescindiendo de aquellos que, por la ilu minación divina, han alcanzado el nivel profético, que es el nivel más sublime que existe».21 El perfil intelectual de Maimónides y Aristóteles se aproxima más de lo que se suele suponer. Aunque dotados am bos de un poderoso talento especulativo, las ciencias de la naturaleza les atrajeron de modo especial: el griego brilló como biólogo y el 394
judío llegó a ser uno de los médicos más famosos de su tiempo; al interés por la botánica del primero (transm itido a su discípu lo Teofrasto) corresponde en el segundo la investigación sobre el terreno de la flora de Marruecos y Palestina. Asimismo, el estilo literario claro y directo de Guía de perplejos, adornado aquí y allá con bellas imágenes de inspiración bíblica, no se diferencia demasiado de la prosa tersa, precisa y a veces hasta poéticamen te lograda, de la Ética nicomáquea. Meteco Aristóteles en Ate nas, le preocuparon los problemas políticos desde una perspecti va teórica; refugiado en tierras de Egipto, Maimónides se esfor zó por mejorar el sistem a jurídico que regía la vida social de su disperso pueblo. En oposición a la concepción cerebrocéntrica del cuerpo hu mano, Aristóteles defenderá el cardiocentrismo, que no se redu ce a una mera teoría fisiológica, sino que se revela como pieza clave de toda su filosofía. Como ha indicado M. Vegetti, frente al verticalismo de Platón que privilegia la acrópolis, representa da por el cerebro, Aristóteles propugna un centralismo (mesotes) enfocado en torno al hogar del que el corazón es su símbo lo; al primado del rey en uno, corresponderá el primado del ciu dadano (polites) en el otro. Incluso llega en De motu animalium a llam ar al corazón «primer motor» y ((motor inmóvil», pero sin unir todavía estos caracteres. Por su parte, Maimónides, en una espléndida exégesis del término hebreo leb (corazón), afirma —en una línea aristotélica— que con este nombre designamos «el ór gano donde radica el principio de la vida en todo ser dotado de él... y, como ese órgano se encuentra en el centro del cuerpo, también se denomina así el centro de una cosa».22 Y más ade lante se atreve a interpretar el universo en clave cardiocéntrica: el corazón constituye el principio de la vida en el hombre, como la esfera celeste en el universo; del mismo modo que el cuerpo de los cordados depende del movimiento del corazón, así depende el universo todo del impulso de dicha esfera.23 A diferencia del Estagirita, el rabino cordobés no intentó ela borar un sistema filosófico propio, ni hubiera admitido nunca la pretensión tan helena de radical autonomía para el pensamiento científico. Su trabajo especulativo-filológico en Guia de perplejos (la obra de mayores horizontes teóricos de toda su producción) se enmarca dentro de unos límites más modestos: ((el estudio científico de la Torá en su auténtico sentido»24 para disipar la mayoría de las dudas en el creyente ilustrado. Por ello, no busco la originalidad en filosofía. Ser considerado seguidor de Aristó teles más le hubiera parecido elogio que demérito. Detengámo 395
nos ahora brevemente en algunos puntos donde mejor se apre cia esta huella. Para Maimónides tam bién la virtud representa un térm ino medio (mesotes); ante la dificultad de justificar la humildad, ten drá que matizar que ésta representa un exceso para el hombre corriente pero de ninguna manera para el hombre piadoso. Re conocerá con énfasis nuestra libertad para elegir, en áspera po lémica con los astrólogos. La am istad como algo esencial para la vida y la definición del hombre como ser social por naturale za, dos pilares de la teoría ético-política de Aristóteles, encuen tran asimismo un reconocimiento pleno. Al aceptar el ideal del sabio, Maimónides sólo rectificará su estadio final: la actitud teo rética del sophós debe dar paso, según él, a la contemplación mística de la divinidad. Con la física aristotélica ocurre de modo sim ilar a la ética. Maimónides admite las principales tesis astronóm icas o cosmo lógicas salvo, como veremos más adelante, en aquellos casos en que contradigan principios de la religión mosaica. La compleja estructura de la metafísica aristotélica tam bién se mantiene en pie en Guía de perplejos, sobre todo la teoría hilemórfica. En este panorama de problemas conviene analizar a continuación la teología. En primer lugar, Maimónides dem uestra conocer muy bien las principales obras en que está contenida la teología aristotéli ca, la Metafísica (en particular el libro Lambda), el tratado De Coelo y la Física; ignora, sin embargo, como sus contem porá neos, la Política y la mayoría de los fragm entos de juventud, menos relevantes en cualquier caso. Todo indica su preferencia por el dios filosofico del libro Lambda, es decir, el prim er motor inmóvil: «Dios es el motor de la esfera superior y cuanto en ella se mueve es por su virtud».25 La unidad de dios y la crítica al antropomorfismo religioso son arm as dialécticas que, como es lógico, acepta Maimónides en su refutación de la idolatría para unirlas al arsenal de argum entos ya expuestos en las páginas de la Torá o Pentateuco. Pero el abismo existente entre la concep ción bíblica del mundo y la cosmovisión filosófica de Aristóteles no podía ser ignorado por el rabino sefardí, dotado de una mente tan perspicaz y, al mismo tiempo, de tan arraigadas conviccio nes religiosas.26 Si la ética maimonidiana concluía en un ascetis mo espiritualista opuesto a la eudaimonía aristotélica, orientada hacia una «filosofía humana» (anthropine philosophía), con mayor razón aún la teología racionalista de Aristóteles se encontraría empequeñecida ante la visión profética de dios que Maimónides 396
asumió de sus antepasados. Ante esta doble herencia, griega/ju dia, filosófica/religiosa, peripatética/m osaica, Maimónides tenía que elegir. Su crítica al aristotelismo resultó, así, inevitable. El aristotelismo como punto límite en el pensamiento de Maimónides Preocupado por evitar toda confusión epistemológica, Maimó nides subraya en más de una ocasión la existencia de dos gran des campos de conocimiento, el de la filosofía, específicamente humano, sometido al ejercicio de la razón, y el de la religión, superior a aquélla, basado en la profecía y cuyo objetivo tees el conocimiento de Dios, que es la verdadera ciencia». Frente a los filósofos o sabios, él se sitúa en otro nivel («nosotros, los adic tos a la Torá»; «nosotros, hombres religiosos») y, cuando Yosef ibn Aknin, discípulo predilecto, lo coloca junto a Averroes como compañeros en el trabajo intelectual, replica airado que no hay reflexión en estos pensamientos, pues ccno distinguiste entre el sagrado (Maimónides) y el profano (Averroes)». En su crítica a Aristóteles m uestra tanto respeto en la expre sión como cautela en el método de análisis. Así, dice no oponer se a nada de lo que él ha demostrado. Simplemente rechaza lo que le parecen meras hipótesis. Es decir, considera correctas las teorías aristotélicas acerca del mundo sublunar, pero equivoca das respecto al orden cósmico superior: «(...) todo cuanto Aris tóteles afirmó sobre lo que existe bajo la esfera sublunar hasta el centro de la tierra, es indudablemente cierto. (...) Pero lo que Aristóteles expone, de la esfera lunar arriba, con algunas salve dades, tiene visos de simples conjeturas, y a fortiori en lo refe rente al orden de las inteligencias, asi como en algunas de las teorías metafísicas que adopta, las cuales encierran graves in congruencias y evidentes errores, patentes y manifiestos entre las naciones, y perniciosas doctrinas que se han propagado».27 Se mejantes reservas, que desde otra perspectiva pudieran parecernos hoy más ingeniosas que metodológicamente convincentes, conducen a Maimónides a esta extraña conclusión: considerado el aristotelismo como un conjunto teórico, es necesario admitir una parte y rechazar la otra. Escisión intelectual que él no duda en reflejar con claridad: ((Convenimos con Aristóteles en la mitad de su teoría, admitiendo que el cosmos es eviterno y perdurará con la naturaleza (...) pero tuvo un inicio, y nada existía al prin cipio, sino Dios».28 397
Veamos ahora, de un modo sintético, aquellos puntos en que Maimónides se aparta del aristotelismo: 1. Concepto de creación. Tan impensable resultaba para un griego un concepto tal, que no existe término lingüístico para designarlo. H asta el demiurgo platónico se mueve en el ámbito de la póiesis. Maimónides reco noce este hecho en el campo filosófico y se conforma con que aceptemos la creación ex nihilo como «más probable» que la teo ría aristotélica de la eternidad del mundo: «(...) producir un ser corpóreo sin materia alguna, para nosotros, entra en el rango de lo posible, pero resulta inviable para los filósofos».29 Pero para el judaismo la cuestión es tan decisiva que no vacila en aprobar la pena de muerte contra los que profanen el sábado «porque sirve para consolidar la creencia en la creación del mundo».30 2. Temporalidad del mundo. Si bien el concepto de creación no implica la tem poralidad o eternidad del universo, Maimónides se dedica en Guía de per plejos a refutar minuciosamente los argum entos aristotélicos a favor de la eternidad del mundo con la pretensión de que se nos aparezcan como «simples ocurrencias mentales». Y ello porque, en definitiva, la posición de Aristóteles —apoyada por los gran des filosofos arabes llevaría a determ inar la creación como ne cesaria, de modo similar a como el efecto lo es por su causa. La relación de necesidad entre Dios y mundo le parece inaceptable: «es evidente que todo cuanto existe obedece a un designio y no a la necesidad, y Aquel que lo planeó podría modificarlo y pla nificarlo de otro modo (...), este universo nos revela palm aria mente su existencia por designio de un intencionado Creador».31 El rabino de Córdoba concibe, pues, al universo, y dentro de él al hombre, movido por un orden basado en el designio, no en la pura necesidad. 3. Providencia divina. Admite la idea de providencia, ausente en Aristóteles, como una deducción lógica de la omnisciencia divina: «Él todo lo sabe y nada absolutamente se le oculta». Esta providencia, que es par ticular sólo respecto a los individuos de nuestra especie en los cuales todo lo que ocurre procede del mérito, tiene grados, no velando la divinidad por igual sobre todos los seres hum anos sino en función de su respectiva inteligencia: «lo que acontece al hombre es consecuencia de lo que se ha merecido, porque Dios 398
está sobre toda injusticia y solamente castiga a quien se ha hecho acreedor». Se burla, por tanto, de los mutazilíes (((Hasta cuando la pulga y el piojo son matados, dicen, deben encontrar por ello una recompensa de manos de Dios, como igualmente si este ino cente ratón es devorado por un gato o un halcón») porque para él la acción de la providencia en los animales protege y cuida la especie, no los individuos.32 4. Proceso de emanación e inteligencias separadas. Por influencia neoplatónica, afirm a Maimónides que ((el m undo proviene de una emanación del Creador», a semejanza de un hontanar de agua que fluye en todas direcciones. Al inten tar explicar el movimiento de los cuerpos celestes y todo lo que sucede en nuestro mundo como producido por emanación divi na, modifica ampliamente el contenido del libro Lambda de la Metafísica. El rabino cordobés transform a los motores inmóviles aristotélicos, que movían las esferas, en inteligencias separadas o ángeles y reduce el número de aquellas de 50, según él, a 10 (la esfera celeste, la de las estrellas fijas, la de los siete planetas y la del intelecto activo), como consecuencia del avance en su época de las m atem áticas y la astronom ía, y más adelante a 4 esferas con figuras (la esfera de las estrellas fijas, la de los cinco planetas, la del sol y la luna y, por encima de todas, una esfera vacía sin estrella alguna). La emanación se inicia en Dios, fluye después a través de las inteligencias separadas y culmina en el intelecto activo.33 Realizada esta inevitable tarea crítica respecto al aristotelismo, en parte negando algunas de sus proposiciones filosóficas y en parte ampliando su horizonte metafísico, Maimónides elabo ra una teología racional extraordinariam ente sugestiva. Resulta imposible, según él, captar la ciencia divina, pues es su propia esencia, y la diferencia entre el conocimiento humano y la cien cia divina es tan grande «como la existente entre la substancia de los cielos y la de la tierra». Se trata, en definitiva, de no olvi dar que «la hum ana inteligencia tiene un límite infranqueable» (noción, dicho sea de paso, opuesta radicalmente al aristotelismo) y de ahí la perplejidad que suscitan las preguntas relativas a la naturaleza del cielo. En un pasaje de gran belleza literaria, escribe: «Respecto al m undo celeste, el hombre nada alcanza, salvo esa exigua dosis m atem ática que ves. Diré en términos poéticos: “Los cielos son cielos para Yhwh, pero la tierra se la dio a los hijos de los hom bres”. (...) Fatigar las mentes con cues 399
tiones que exceden su capacidad (...) implica una falta de sindé resis y una especie de locura».34 La meta que queda a nuestro alcance se presenta más mo desta, formular paso a paso una teología negativa. Conocemos a Dios en lo que no es e ignoramos lo que verdaderam ente sea. «El carece de todo atributo “esencial” (...); (...) así como exclu ye la idea de cuerpo, de igual modo es inadmisible posea un atri buto esencial.»35 Esta teología, desconocida para Aristóteles, al canzaría un desarrollo fecundísimo en la mística cristiana. El hombre que se atreva a pensar por sí mismo se encontra rá más de una vez en la situación del cam inante al que le sur gen, como inseparables compañeras de viaje, antiguas y nuevas perplejidades. Para el filósofo sefardí carecemos de método váli do con el que dilucidar los grandes problemas metafísicos: «(...) los métodos para encontrar pruebas acerca de estas cosas nos son inabordables, y no disponemos de un principio como punto de partida para una demostración».36 Ni siquiera en tem as tan cruciales para la religión judía como la creación del universo o la temporalidad del mundo podemos hallar razonam ientos apodícticos. En un lenguaje que nos recuerda al mejor Kant y con una honestidad intelectual que, si bien es de adm irar en toda época, en la Edad Media tendría que aparecer como rara avis, Maimónides concluye así esta exploración en tierra desconocida: «Todo pensador sutil, investigador de la verdad, que no se enga ña a sí mismo, sabe perfectamente que esta cuestión, la de si el mundo es eterno o fue creado, no puede probarse por una de mostración concluyente, y constituye para el intelecto su punto final».37 Consciente de los límites de la razón y desechada toda pre tendida solución filosófica de los grandes temas metafísicos, Mai mónides vuelve al final su m irada en otra dirección: la mística. ((Has de saber que hay un nivel más alto que toda filosofía: este es la profecía. Es un mundo distinto. Aquí no caben ni la discu sión ni la investigación. No hay pruebas que puedan llegar a la profecía; cualquier pretensión de analizarla de un modo intelec tual esta condenada al fracaso. Seria como pretender reunir toda el agua de la tierra en una pequeña copa.»38 En lugar de caer en el agnosticismo (una salida mas propia de la m odernidad que de los tiempos medios), la puerta que abre entonces a través de las últimas páginas de Guía de perplejos conduce al «culto in telectual» de Dios en el que se mezclan amor y conocimiento. Precedente lejano del «amor Dei intellectualis» de Spinoza, la meta última para el hombre que alcance la madurez plena y el 400
autodominio no sería otra que «apasionarse por Dios» mediante el pensamiento puro.39 Alternativa atractiva, sin duda, para quien «toda sciencia trascendiendo», prefiera la sosegada quietud del refugio místico. Pero, ¿qué hará el impenitente viajero que, pese a todo, siga la larga marcha de la razón, a la intemperie de dudas y perplejidades? *
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En resumen, Maimónides eligió la teología de Aristóteles en lugar de la de Platón porque, además de la superioridad teórica del aristotelismo en cuanto sistema, la teología astral del Timeo le hubiera planteado más problemas que el dios filosófico del libro Lambda (en efecto, el culto a los astros representaba una forma destacada de idolatría para el judaismo) y ni siquiera po dría haber aprovechado adecuadamente el demiurgo platónico, apenas un artesano hábil, en un monoteísmo creacionista. Sin embargo, ve como peligrosa para la religión la teoría aristotélica de la eternidad del mundo, mas no la teoría platónica, dado que en ésta el universo aparece como creado y perecedero. La teología racionalista de Aristóteles que se expone en el libro Lambda de la Metafísica ni procede de, ni sirve de base a, ninguna religión positiva, griega o «bárbara». Resulta, por tanto, estéril desde el punto de vista de la religión judía o cristiana. Algunos de los espíritus menos conformistas supieron verlo así desde una óptica cristiana, ortodoxa o heterodoxa. Por ejemplo, el abad madrileño Juan Caramuel se lam entaba en el siglo XVII de los jóvenes que, «jurando in Verba Aristotelis, fuerzan a la teología a ser esclava de sueños paganos».40 Y ya en nuestros días, el modesto y genial Antonio Machado echaba en falta «una filosofía cristiana que no pretenda enterrar nuevamente al Cristo en Aristóteles», una teología sin Aristóteles que haga innecesario el motor inmóvil.41 Más aún, al vincular Maimónides su filosofía y teología al eslabón más débil del sistema aristotélico, es decir, la física, el de rrumbe de ésta como consecuencia de la mecánica de Galileo y del heliocentrismo copernicano acabaría por afectarle radicalmente. Podríamos considerar, finalmente, la teología de Aristóteles en cuanto vago intento de hacer surgir una religión para intelec tuales al modo como Platón elaboró su religión astral, no pre tendiendo sustituir la religión popular; pero sin la obsesión re guladora y represiva del Estado siempre presente en la utopía política del viejo m aestro ateniense. 401
El gran rabino cordobés me parece, en el fondo, menos aris totélico de lo que se suele pensar, al menos del Aristóteles que la moderna crítica filológica permite reconstruir. Maimónides bus caba una metodología y un sistema filosófico que ofrecieran la máxima coherencia. En su época, quien mejor podía satisfacer este doble anhelo de raíz teológica (explicar, justificar la fe judía) era el aristotelismo. Pero con él poco se podía avanzar desde una cosmovisión bíblica. Esta sensación de insatisfacción intelectual, lo que podríamos llam ar «sabor agridulce», se m anifiesta con claridad en Guía de perplejos. El «menor de los sabios de alAndalus», como humildemente se autocalificó en alguna ocasión, supo por experiencia propia que el trabajo puram ente racional, o sea, el ejercicio filosófico estricto, acostum bra a ser tan poco gratificante como el tejer y destejer de Penélope... y, a diferen cia de ésta, sin final feliz. «Sucede a veces que la Ley y el intelecto se contradicen m utuam ente; pero nosotros tratarem os de eliminar las contradicciones», escribió sin excesivo optim is mo, pocos años antes de morir, en la Carta sobre la resurrección de los muertos. NOTAS 1. S. M unk, M é l a n g e s de p h i l o s o p h i e j u iv e et a ra b e , P arís, A. Franck Libraire, 1859, pp. 461 y 463. 2. Guía de perplejos, tradu cción de D avid G onzalo M aeso, M a drid, E ditora N acion al, 1983, p. 272. (E n a d elan te cita m o s por esta excelen te ed ición .) L os griegos, por su parte, tu vieron clara co n cien cia de la relativa b isoñez de su cultura respecto a otros p ueblos orien tales, esp ecialm en te E gipto: así, por ejem p lo, P latón en el Timeo, 22b 4 y ss. y A ristóteles en las prim eras p ág in a s de la Metafísica. 3. Cfr. W . Jaeger, C ristianism o p r i m i t iv o y p aide ia griega, M éxi co, FCE, 1971, pp. 47 y ss. 4. H einrich H eine, «L udw ig Borne», en Obras, traducción de M a nuel S acristán , B arcelona, V ergara, 1968, p. 825. 5. Cit. en S. M unk, op. cit., p. 343. 6. Cit. en A b rah am J osh u a H esch el, M a i m ó n i d e s , B a rcelo n a , M uchnik E ditores, 1984, p. 277. 7. A sí S. G óm ez N ogales: «A penas si en con tré n in gu n a cita de A vicena en los filó so fo s de al-A n d alu s, en el sig lo XI», en La política co m o única ciencia religiosa en al-Farabi, M adrid, In stitu to H isp an o Á rabe dé C ultura, 1980, p. 5. E n cu an to a la recep ción de A vicen a en al-A ndalus, esta es la co n clu sió n de u n recien te estu d io: « (...) la actitud general de los p en sa d o res de la E sp a ñ a m u su lm an a hacia
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A vicena fue fran cam en te h ostil: el m édico Abu al-Alá ibn Zuhr lo trata con d esp recio, Ibn Bajjah lo ignora com p letam en te, Ibn T ufayl al tiem p o que se in sp ira en él no deja de tirarle algu n as flech as, e Ibn R u sh d se m u estra resp ecto a él m ovid o por una an im osid ad feroz. No hay sin o un literato, H azim al-Q artajinni, en el que en cuentre favor y estim a». A. B ad aw i, «A vicenne en E sp agn e m usulm ane: pénetration et p olém iqu e», en A A .V V ., Milenario de Avicena, M adrid, In stitu to H isp an o-A rab e de Cultura, 1981, p. 25. 8. Guía de perplejos, p. 197. 9. Cfr. W .K .C . G uthrie, «T he D ev elo p m en t o f A ristotle's Theology», en Classical Quarterly, X X V II, 1933, pp. 162-171. 10. «C om parado con ciertos p asajes d el Sobre la filosofía (...) los p osteriores tratad os d octrin ales atribu id os a A ristóteles llegan a ser ca si in sign ifican tes, ca si una irrelevancia m on u m en tal de astuta, pero vacía, evasión »: A n ton-H erm ann C hroust, Aristotle. N e w light on his life a n d on s o m e o f his lost works, L ondres, R outledge and K egan Paul, 1973, vol. II, pp. 173-174. En los cap ítu los XIII y X IV del m ism o volu m en , así com o en la con clu sión , puede verse un m e ticu loso a n á lisis filológico del p resen te diálogo, oscu recid o por m uy d iscu tib les ju icios de valor. 11. Cfr. W .K .C . G uthrie en la in troducción a Aristotle, On the Heavens, Londres, The Loeb C lassical Library, 1960, pp. X I-X X X V I, donde se sin tetizan m agistralm en te los puntos nodales del De Coelo, en m arcad os en el con ju n to de la filosofía aristotélica. 12. E sta con exión entre la A cadem ia y la teología de A ristóteles sirve de b ase, por ejem p lo, al in teresan te y ú til estu d io de Leo Elders, A r i s t o tl e ’s Theology. A C o m m e n ta ry on Book L a m b d a o f the M eta p h ysics, A ssen , V an G orcum , 1972. 13. El ju icio es de W .K .C. G uthrie en A History o f Greek Philos o p h y . Aristotle, an Encounter, C am bridge U niversity P ress, 1981, vol. VI, p. 252. 14. E ntre tan ta s h u ella s p lató n ica s com o aparecen en el libro L am bda no p od em os dejar de recordar que «la m ente de d ios se alim en ta de p en sa m ien to y cien cia pura», segú n leem os en el Fedro 247d. 15. Q uizá quien m ejor haya d estacad o esta coherencia interna en los ú ltim os añ o s ha sid o P hilip M erlán, el cual, tras in ten tar arrojar m ás luz sob re esto s d en igrad os m otores in m óviles, con cluía: « (...) el ca p ítu lo 8 (...) en señ a una d octrina co n sisten te, qu e no ex iste sin o u n cielo y qu e dentro de él hay 55 m ovim ien tos in d ep en d ien tes y etern os ca u sa d o s por otros tan to s m otores in m ó viles, cuyo nú m ero está así p recisam en te lim itad o y d eterm in ad o. El cap ítu lo no revela huella alguna de duda, incertidum bre, in con sisten cia, autocontradicción o auto-corrección». Citado en W .K.C. G uthrie, A H isto ry o f Greek Philosophy, vol. VI, ed. cit., p. 275. 16. De p a r t i b u s anim aliu m , 644 b 21-29. 17. Cit. en Abraham Joshua H eschel, M aimónides, ed. cit., p. 154.
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18. «T ratado de filo so fía b íb lica », «verd ad era su m a teo ló g ico filosófica del ju d aism o» son algu n as de las a tin a d a s d efin icion es de un crítico tan co m p eten te com o D avid G onzalo M aeso en su m o n u m en tal Historia d e la literatura hebrea, M adrid, G red os, 1960, pp. 516 y 518. 19. «Una form a d e p en sam ien to: la "G uía”», en O b ras Reunidas, M adrid, A guilar, 1971, p. 360. 20. Charles B. Schm itt, P roblemi dell’aristotelismo rinascimentale, N ápoles, B ib liop olis, 1985, p. 21. 21. Cit. en A.J. H esch el, M a im ó n ides, ed. cit., p. 38. 22. Guía d e perplejos, p. 125. 23. Ibíd., pp. 205-206. 24. Ibíd., p. 59. 25. Ibíd., p. 193. 26. Un buen resu m en del p en sa m ien to m aim on id ian o, con esp e cial referencia a los p rob lem as m eta físico s, p u ed e v erse en A licia A xelrod-K orenbrot, M a i m ó n i d e s Filósofo, M éxico, UNAM , 1981. 27. Guía de perplejos, pp. 305-306. 28. Ibíd., p. 326. El su b rayad o es m ío. 29. Ibíd., p. 415. 30. Ibíd., p. 500. 31. Ibíd., p. 293. 32. Para el desarrollo de este punto cfr. íbíd., pp. 416-429. 33. Ibíd., pp. 256-272. S ob re el co n cep to de em an a ción , ibíd., pp. 273-276. 34. Ibíd., p. 311. 35. Ibíd., p. 144. 36. Ibíd., p. 284. 37. Ibíd., p. 200. 38. K o b e z II, 23c, cit. en A.J. H esch el, M a i m ó n i d e s , ed . cit p. 309. 39. Ibíd., pp. 550-556. 40. Cit. en José L uis A bellán y Luis M artínez G óm ez, El p e n s a miento esp añ o l d e Séneca a Zubiri, M adrid, U N E D , 1977, p. 234. 41. Obras. Poesía y Prosa, B u en os A ires, L osad a, 1973, 2 .a ed., pp. 587-588 y 644.
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EL SENTIDO DE LAS TRES LECTURAS DE ARISTÓTELES POR AVERROES* Miguel Cruz Hernández
1. Principios generales La universal y merecida fama de Averroes como el comenta rista por antonom asia de Aristóteles ha estereotipado no sólo la imagen aparencial del pensador de Córdoba, sino hasta la pro fundidad misma de su intención como pensador y como exégeta. En otras ocasiones me he enfrentado con el difícil problema de desm ontar tan tradicional como tópica imagen. He intentado es tablecer unos criterios formalmente válidos para establecer el pen samiento peculiar de Averroes.1 Me he esforzado en sintetizar los elementos peculiares del auténtico averroísmo, precisamente en un trabajo realizado para esta docta Accademia Nazionale dei Lincei.2 He ensayado la explicación, desde estos criterios, de las profundas razones de la crítica de Averroes a la sín tesis neoplatónica. Ahora voy a centrarme en otro punto clave para comprender la excepcional figura del filósofo andaluz: si las hipotéticas tres ((lecturas», comúnmente llam adas comenta rios, de Averroes al Corpus aristotelicum son un simple, bien que raro, accidente o si, por el contrario, encierra una significa ción, o al menos un sentido, que las pueda explicar mejor y más profundamente. A ello he dedicado unos cuantos meses. El fruto * Conferencia habida en la Sesión del 13 abril 1973, en Actas de la Accademia Nazionale dei Lincei, Roma, 1974.
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de mis lecturas y de mi meditación es lo único que puedo ofre cer. No niego la im portancia ni la necesidad de la edición com pleta y crítica de la Opera omnia de Averroes; yo mismo me en cuentro comprometido, bien que modestamente, en la tarea, al lado de meritorios sabios, como el prof. Wolfson, y he procura do comprometer con la Union Academique Internationale en dicha magna tarea. Pero creo que aun con los actuales textos, pese a defectos, errores, erratas y faltas, puede intentarse una recons trucción bastante aproxim ada del pensamiento de Averroes. A ello dediqué antaño casi cinco años; a ello me dedico ahora, desde hace casi 11 años; confío en que la generosidad de Dios y la benevolencia de los hum anos me perm ita concluir, para media dos de esta década, la monografía de Averroes en que trabajo. Quizá la dilucidación previa de algunos problemas sea necesaria para iluminar tam bién el trabajo de edición crítica al que antes me he referido. Esta labor la voy a sintetizar ahora en los siguientes «pasos» dialécticos: 1.° La modalidad estructural de la presentación del pensamiento de Averroes, que es la «escolástica». 2.° El sentido del aristotelismo en Averroes. 3.° La peculiaridad de Averroes. 4.° La unidad formal de su pensamiento. 5.° El puesto de Aris tóteles en la filosofía de Averroes. 6.° Los hipotéticos «Comenta rios» y su estructura. 7.° La exposición compendiada y su mi sión propedéutica. 8.° La perífrasis como recreación. 9.° La razón de la necesidad del comentario literal. 2. Un escolástico medieval Averroes es, naturalm ente, un escolástico medieval. Esto así sin más no constituye un juicio de valor, sino un factor genético y estructural. La modalidad «escolástica» del pensam iento es la forma y método vigente en un amplio periodo, casi coincidente con el cronológico que llamamos Edad Media, bien que rebase a esta y al pensamiento cristiano, judío y m usulm án. Su formalización genética y estructural es doble y a ella confluyen los si guientes elementos: a) Las características intrínsecas de la «filo sofía» vigente en el mundo helenístico rom ano entre los siglos I al VI de nuestra era: el neoplatonismo, b) La creación del profe sor de filosofía y del manual, c) El hecho de que los pensamientos cristiano, judío y m usulm án no sean ni estricta teología, ni pura filosofía, sino que partiendo de la teología de la creación, necesi tan de una «formalización» con forma y métodos neoplatónicos 406
para la formulación, desarrollo y explicación de las peculiarida des de aquella. Y d ) el papel canónico representado por la auctoritas y la depuración de ésta, que en nuestro caso se concen trará en el Filósofo por antonomasia, en Aristóteles. a) En el primer aspecto no podemos entrar, no sólo por re basar esta ocasión, sino porque sobre él en otra ocasión me he extendido en esta ilustre Accademia. Pero sí debo recordar las tesis capitales, que comparto con muy capacitados especialistas del neoplatonismo, muchos de ellos de mayor sabiduría y auto ridad que yo en el tema. No es el neoplatonismo un pensamien to nacido en el siglo III; al contrario, Plotino es culminación y no origen. Es más bien un movimiento que se nutre de varias raíces: la enseñanza estructurada canónicamente en la Acade mia fundada por Platón; los aportes de pensadores a caballo entre el academicismo y la prédica filosófica, como Crisipo mismo, y después Panecio y Posidonio; el espíritu científico ale jandrino; y el impacto de la sabiduría de raíz no helénica, como el judaism o, la religión irania y acaso incluso el pensamiento indio, si fuera cierto que Ammonio Sakkas fuese un Sakki Ammonio. El punto de despliegue estructural me atrevería a situar lo, como repito incansablemente desde hace años, en el esfuerzo de los judíos Aristóbulo y Filón, para explicar desde las formas y método helénicos, la sabiduría del Antiguo Testamento. La sistematización estructural pertenece a Plotino; y en el movimien to plotiniano mismo irrum pen dos líneas, pagana una, cristiana otra, que convivirán al menos hasta el siglo VI. Vellis nollis, todo el que quiera pensar entre los siglos III y VI y a partir de éste tiene que partir de la koiné neoplatónica. b) La larga vida de la Academia que fundase Platón confi gura un tipo científico acaso no imaginado por Platón y menos aún por Sócrates: el «Profesor de filosofía». Los griegos tuvieron originariamente sabios: los sofoi, en su raíz paralelos a otros sa bios de otras ciclo-culturas como Lao-Ze, Kung-Fu-Ze y Buda. Después presuntos sabios discurseantes, los sofistas. Luego, hu mildes buscadores de la sabiduría: filósofos, como Sócrates, Pla tón y Aristóteles; o más populares predicadores de la filosofía, como nueva sabiduría: cínicos, cirenaicos, epicúreos y estoicos. La tradición canónica académica crea al profesor de filosofía con su centro y sus alumnos. Cuando esta situación se socializa, al menos en la clase dirigente, se necesita del compendio, del ma nual, que tuvieron su gran éxito entre los siglos III al v m d. de J.C. De estos profesores y m anuales tendrán que partir los nuevos «sabios» que se apoyan en la teología vetus testamentaria. 407
c) La intención original y prim era de los judíos, cristianos y musulmanes que van a utilizar el saber de los antiguos es de raíz religiosa. Su ((sabiduría» está presidida por la idea raíz de Dios, Señor Universal Ünico; sola auténtica Natura Naturans, creadora de todo, incluso de la m ateria prim a y comunicadora al hombre, por libre y espontánea voluntad, de una parte de su «Definitiva Sabiduría» por medio de los Profetas. El Cosmos es tan sólo la «obra de Dios»: la creación. Si el hombre es algo más que el resto del Cosmos es por razón de su alma, hecha a ima gen y semejanza de Dios, disminuida chispa de la inm ensidad luminosa del Señor Único Universal. Su «formulación» primero, la exposición después, la defensa o predicación m ás tarde, el desarrollo siempre, ha de utilizar las ((formas y métodos» socioculturales vigentes. De aquí que se utilicen los del ámbito socio-cultural al que acceden y en el que se desarrollan judíos, cristianos y musulmanes. Por tanto: la sabiduría antigua en la formulación neoplatónica. d) La Sabiduría no brota de la naturaleza misma de las cosas, de la physis, y de la propia índole de la mente hum ana, sino de la autoridad inefable del Dios Señor Universal Único. Sus men sajeros son los Profetas; su testimonio la Revelación codificada en la Escritura. La Tora, el Nuevo Testamento y el Alcorán re presentan la codificación de la Autoridad definitiva: Dios. La dimanente y relativa sabiduría hum ana es una participación, a tra vés de la chispa divina que hay en el hombre, en la sabiduría increada y eterna. Esta sabiduría hum ana se codifica tam bién en los «manuales» primero, en el Corpus aristotelicum y los otros Corpus de los sabios antiguos después. Cuando se va conocien do la labor aristotélica se advierte, y con justicia, un valor ex cepcional. Por tanto, en lo que se refiere a la sabiduría hum ana la gran autoridad será Aristóteles, el «Filósofo», o sea: el repre sentante genuino del sumo saber humano. 3. El sentido del aristotelismo de Averroes Según la modalidad global del pensamiento escolástico y la situación dialéctica e histórica de Averroes —siglo X II, Occiden te musulmán, tras un desarrollo de más de 350 años de pen samiento musulmán y 250 de fatasifa—, es natural que el pensa dor cordobés esté en la vía de un hondo conocimiento y aprecio de Aristóteles. Como ya he subrayado en m ás de una ocasión, esto es casi lo único que los historiadores y pensadores occiden408
tales modernos y contemporáneos pudieron y quisieron ver en Averroes. «Todos —he escrito— nos hemos contentado un poco con esa cómoda imagen del comentador y hemos preterido otras dimensiones mucho m ás radicales. Naturalm ente que con textos del propio Averroes se nos podría argum entar diciendo que la intención primera y fundam ental [aparente] de Averroes era co mentar a Aristóteles; pero, si admitimos que bajo la capa term i nológica aparentemente uniforme de las ideas, late un trasmundo vital intransferible, del que a veces no nos damos ni cuenta, ¿no hay también que adm itir que nuestras intenciones nos lle van a veces más allá de adonde caminábamos?))3 Las «formas y método» típicos del pensamiento escolástico postulaban, como antes señalé, la asimilación de la enciclopedia de la «sabiduría antigua», y por ende, de Aristóteles. Una y otra lo habían sido desde los tiempos de los primeros califas ‘abbasíes y el arran que de la Mu'tazila, hasta el desarrollo espléndido de la Fatasifa culminada en Oriente con Avicena y en Occidente con Ibn Tufayl. Pero este proceso y la importancia de la auctoritas de Aristóteles no excluían ni la inteligencia personal, ni la asimila ción socio-cultural presente, ni la observación empírica, ni menos la elaboración personal. Por tanto, decir de Averroes que es aris totélico no es decir ni mucho ni poco, ni bueno ni malo. Otra cosa muy distinta —y científicamente mucho más efi caz— es establecer el auténtico sentido de los múltiples aristotelismos medievales. A ello he dedicado y dedico parte de mi es fuerzo. En mis años mozos me esforcé por dilucidar dicho senti do en Avicena;4 mi conclusión es que Avicena suele colmar los moldes estructurales aristotélicos de denso contenido neoplatónico. Algo sem ejante he intentado, e intento ahora, con santo Tomás y su para mí «aristotelismo mitigado», que evita la mayor parte, aunque no todos, los escollos neoplatónicos gracias a aquella prodigiosa perspicacia que le llevó a sustituir las in terpretaciones de Avicena por las de Averroes. También he sub rayado en otra ocasión y en esta docta Accademia5 el esfuerzo de Siger de Bravante, siguiendo a Averroes, de intentar un aris totelismo integral. Unos y otros tienen un punto común: la con fluencia en o desde Averroes. El excepcional mérito del pensa dor de Córdoba consistirá aquí en dar el paso definitivo en la desneoplatonización del aristotelismo medieval, en postular la «lectura» directa y sin prejuicios de Aristóteles. Indudablem ente para Averroes —y no se equivoca— Aristó teles es «el más sabio de los griegos, fundador y culminador de la lógica, física y metafísica». Representa la culminación de la 409
humana sabiduría, constituyendo su inteligencia «el límite del en tendimiento humano y así se puede decir con toda propiedad que nos ha sido dado por la Providencia para aprender todo lo posi ble». Pero pese a ser «el príncipe de la filosofía» se le puede criti car, «en la interpretación de sus palabras y en las consecuencias que de ellas se deducen»; y ¿qué es esto sino la raíz mism a de la hum ana discrepancia? Que las diferencias de Averroes no fue ron mínimas, lo veremos, bien que en resumen, en el siguiente apartado. No hay duda de que el Corpus aristotelicum es la en ciclopedia más acabada del saber antiguo como filosofía estric ta, o sea: como culminación del quehacer socrático de buscar la filosofía; y como labor científica, esto es: iniciador de los sabe res del movimiento alejandrino. Más que el último ateniense, Aris tóteles, fue el primer alejandrino. Avicena, el gran pensador orien tal de talla parigual con Averroes, había realizado una síntesis aristotélico-neoplatónica m usulm ana que permitía estructurar un «maravilloso orden del ser». ¿Cabría algo más y concretamente más científico, más estrictam ente filosófico y m ás aristotélico? La respuesta es la obra entera de Averroes. Que esta labor la realice el pensador cordobés «leyendo» y «comentando» a Aris tóteles no es ni mérito, ni limitación, ni jactancia; era «forma y método» de aquellas calendas. Bien lo supieron apreciar los lati nos, antes que nadie santo Tomás, como estoy estudiando para contribuir modestamente el año próximo, Deo volente, a la con memoración del centenario del Aquinate ,6 y luego Siger de Bravante y aun Escoto y Occam. 4. La peculiaridad de Averroes La labor de Averroes presenta, empero, m atices muy im portantes que peculiarizan su pensam iento y aun le confieren excepcional relieve. Me centraré fundam entalm ente en tres, a) La ruptura consciente y razonada con la síntesis neoplatónica. b) El énfasis con que subraya su formación naturalista y sus ob servaciones personales y empíricas. Y c) su posición de ruptura con el reduccionismo filosofico-religioso y el reconocimiento de dos niveles de sabiduría, una religiosa, otra exclusivamente cien tífica.