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Spanish Pages [238] Year 2016
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José Antonio Mazzotti
ENCONTRANDO UN INCA Ensayos escogidos sobre el Inca Garcilaso de la Vega
Axiara Editions y Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE)
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Encontrando un inca. Ensayos escogidos sobre el Inca Garcilaso de la Vega Axiara Editions Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) Autor: José Antonio Mazzotti Edición, febrero del 2016 Salem, Lima, Nueva York Director editorial y diseño: Efraín M. Díaz-Horna Dirigida por Eduardo González Viaña ISBN-13: 978-1523998029 ISBN-10: 1523998024
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Contenido Noticia sobre este libro Introducción El Inca Garcilaso en su complejidad 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.
Infancia y juventud: la etapa cuzqueña La migración a España Armas y letras Los Diálogos de amor (1590) La Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas (1596) La Florida del Inca (1605) Primera parte de los Comentarios reales (1609) Segunda parte de los Comentarios reales o Historia general del Perú (1616-17) 9. La identidad americana
9 11 11 13 15 15 17 18 20 24 26
Capítulo 1 Otros motivos para la Traduzion: el Inca Garcilaso, los Diálogos de amor y la tradición cabalística
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1. Una pregunta abierta 2. Razones y prohibiciones 3. Difusión de la Cábala en el siglo XVI 4. La Cábala en los Dialoghi: rasgos específicos 5. Algo sobre los mitos andinos Traducciones importantes
29 31 33 34 40 43
Capítulo 2 Garcilaso en el Inca Garcilaso: los alcances de un nombre
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1. 2. 3. 4.
45 40 58 61
Sobre genealogías Sobre gustos y colores Pasados sospechosos Del gusto castizo a los "despojos"
Capítulo 3 La Florida del Inca, el Rey Alarico y el proceso de construcción identitaria en el Inca Garcilaso
67
1. La verdad de la historia y sus transfiguraciones 2. Hernando Soto y la construcción del paradigma paterno
68 70
6 Capítulo 4 El problema de la “épica” indígena y las crónicas heterogéneas del virreinato peruano
75
Capitulo 5 Problemas con la primera edad: apuntes sobre el saber andino en los capítulos iniciales de los Comentarios reales
85
Capítulo 6 El Inca y la cruz: los Comentarios reales se persignan
93
Capítulo 7 Una tropología sincrética: aspectos semánticos y simbólicos de los Comentarios
101
1. Las edades espirituales y la simbología incaica 2. Tiempo y espacio como categorías semánticas 3. Por qué Pachakamaq y no Wiraqucha: etimologías e historia
101 120 123
Capítulo 8 La cruz, el rayo, el arco iris: transposiciones iconográficas y símbolos subyacentes
135
1. 2. 3. 4.
135 147 156 162
El moderno cruzado y la vuelta de Wiraqucha La fortaleza de Saqsawaman: el rayo cede el paso al arco iris San Bartolomé y el caso de los pájaros bicéfalos La diagonal de la verdad: Gonzalo Pizarro y la ruta de Wiraqucha
Capítulo 9 Garcilaso y el “bien común”: mestizaje y posición política
179
1. 2. 3. 4. 5. 6.
180 181 184 186 187 189
Garcilaso en contexto: el “bien común” como epicentro político Presencia de Valera en el Inca El importante y olvidado papel de Francisco Falcón Titu Atauchi en Garcilaso: una propuesta política inicial La coronación simbólica de Gonzalo Pizarro Conclusiones
Capítulo 10 Garcilaso y los orígenes del garcilasismo: el papel de los Comentarios reales en el desarrollo del imaginario nacional peruano
191
Capítulo 11 Comentarios a los Comentarios: problemas de anotación en la edición del Inca
203
7 1. 2. 3. 4.
Los criterios transatlánticos de una edición crítica Las reescrituras de Araníbar Virtudes y carencias del “Estudio” de Rivarola Conclusiones
203 205 207 209
Capítulo 12 El Inca Garcilaso y el sujeto migrante
211
1. 2. 3. 4.
211 212 214 217
La La La La
migración migración migración migración
lingüística onomástica discursiva geográfica y el sujeto migrante
Bibliografía citada
221
8
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Noticia sobre este libro Al cumplirse el cuatricentenario de la muerte del Inca Garcilaso de la Vega el 2016, consideré pertinente reunir algunos trabajos publicados a lo largo de más de veinte años de investigación sobre esta figura señera de las letras latinoamericanas y a la vez del gran corpus del Siglo de Oro español. El Inca Garcilaso es hoy, como se sabe, un héroe cultural que ha venido a encarnar el centro de numerosas batallas ideológicas sobre la identidad peruana, andina, latinoamericana e hispana. Su condición de mestizo quechuahablante y a la vez de maestro indiscutible de la prosa castellana a principios del siglo XVII ha llevado a numerosos críticos a enfatizar uno u otro lado de su formación cultural. En algunos casos se ha llegado a hacer exclusiva su condición de autor renacentista y en otros su supuesta condición de adelantado de la modernidad nacional peruana, como un adalid del mestizaje igualitario y democrático. Como se verá en las siguientes páginas, he optado a lo largo de todos estos lustros –sumergido como he estado, y a veces sin escafandra, en el profundo mundo llamado “colonial”– por no encerrar al Inca Garcilaso en un solo compartimento interpretativo. Poca justicia se le haría a un autor de tamaña complejidad y significado hasta el día de hoy. Lo que sí debe señalarse es que durante la segunda mitad del siglo pasado la corriente dominante de lectura era la tradicional eurocéntrica, que veía en el Inca Garcilaso un mero mestizo aculturado que imitaba con destreza los tópicos y estilos del Renacimiento tardío español. Y es que era fácil confundirse. Gracias a los grandes trabajos críticos de Aurelio Miró Quesada, José Durand, Guillermo Lohmann Villena, Manuel Asensio, Juan Bautista Avalle-Arce, Carmelo Sáenz de Santa María y Raúl Porras Barrenechea, entre otros, se pudo descubrir la ingente riqueza de lecturas que subyacía a la prosa del insigne historiador cuzqueño. Sin embargo, gracias a la expansión disciplinaria surgida con las nuevas corrientes teóricas del postestructuralismo, se logró leer al Inca Garcilaso ya no sólo como un autor literario, sino también como un productor y traductor cultural, en el cual los afanes estéticos nunca estaban aislados de preocupaciones étnicas y políticas. Su doble condición de historiador y virtuoso de la prosa castellana no estaba de ninguna manera reñida con su papel de agente de su grupo de origen (los incas y mestizos reales sobrevivientes en el Cuzco) y de individuo sometido a las limitaciones propias de una época en que la religión y la autoridad monárquica constituían el referente implícito de toda empresa editorial. Este volumen recoge mayormente textos dispersos en revistas y colecciones de ensayos en diferentes países. Sin embargo, he optado también por incluir fragmentos de un capítulo (el tercero) y otro casi completo (el cuarto) de mi libro Coros mestizos del Inca Garcilaso: resonancias andinas, publicado en Lima en 1996, a fin de facilitar su discusión, veinte años después, por parecerme aún vigente lo planteado entonces. El título escogido para los doce capítulos del presente volumen, que se articulan como una secuencia progresiva cubriendo toda la obra del Inca Garcilaso, es un homenaje implícito al historiador peruano Alberto Flores Galindo, cuyo libro Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes recibió el Premio Casa de las Américas de Ensayo en 1986. Han pasado, pues, treinta años desde que se resumieron las pesquisas sobre la cultura andina de ese historiador prematuramente fallecido. (Flores Galindo fue víctima de un tumor cerebral que lo venció el 26 de marzo de 1990, a los 40 años de edad). Ahora podemos decir que si el inca de Flores Galindo sigue presente en las esperanzas y sueños de redención de todo un pueblo oprimido (la “nación acorralada”, como llamó José María Arguedas al pueblo quechua), también tenemos a otro Inca, el que nos dejó sus textos y nos sigue motivando para comprender mejor la especificidad de ese mundo del que surgió y al que nunca dejó de volver en la imaginación. José Antonio Mazzotti, Boston, 22 de abril del 2016
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Introducción El Inca Garcilaso en su complejidad* La importancia del Inca Garcilaso no se reduce sólo al Perú, ni a Latinoamérica, sino que puede entenderse también desde una perspectiva trasatlántica, postcolonial y decolonial a la vez, teniendo en cuenta tanto la presencia de conceptos y modalidades discursivas europeas como las resonancias y evocación del pasado incaico que realiza el autor a lo largo de sus obras. Partiendo de los Diálogos de amor (1590) y pasando por la Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas (1596) y La Florida del Inca (1605), llegaré a un análisis de las dos partes de los Comentarios reales (1609 y 1616-17), para trazar así una evolución comprehensiva del pensamiento garcilasiano. A la vez, prestaré atención a sus críticas al estado virreinal y su defensa de los indígenas americanos, así como al lugar central que les asigna a los incas sobrevivientes, los conquistadores y los mestizos nobles en un implícito “Sacro Imperio Incaico” de frustrada realización1. 1. Infancia y juventud: la etapa cuzqueña. En 1534, un año después de la entrada de Francisco Pizarro y sus tropas en el Cuzco, aparecía en la costa norte del Tawantinsuyu una expedición encabezada por el legendario y temido Pedro de Alvarado, lugarteniente de Hernán Cortés y protagonista de la conquista del imperio azteca en 1521. Alvarado venía con ambiciones claras: tomar parte del botín que la captura de Ataw Wallpa (o Atahualpa) había generado en oro y plata, pero también en fama, y usurparle a Pizarro el final de la gloria de la conquista de los incas. Pizarro y Almagro, todavía aliados, pudieron presionar a Alvarado y ofrecerle una cuantiosa suma que satisfizo la codicia del conquistador recién llegado. A cambio, éste dejaba sus tropas y navíos, quedando generosamente recompensado por la inversión que había hecho al movilizar soldados, barcos y pertrechos desde las costas de Guatemala. Entre esas tropas se encontraba un joven capitán de origen extremeño, miembro de una familia distinguida que lejanamente contaba entre sus ancestros nada menos que al Marqués de Santillana y al extraordinario poeta Garcilaso de la Vega, el autor de las “Églogas”. Fue de este modo que Garcilaso de la Vega Vargas (a veces llamado “Sebastián”, aunque no hay documentación que pruebe ese primer nombre) se sumó a las campañas de conquista y “poblamiento”, como se decía en la época, del inmenso territorio incaico. Poco tiempo después se instaló en el Cuzco y tomó como concubina a una muy joven princesa, Chimpu Uqllu, nieta de Tupaq Inka Yupanqi y por lo tanto sobrina de Wayna Qhapaq y prima de Waskhar y Ataw Wallpa. Se trataba de una muchacha de inmejorable cuna que a los pocos años le daría dos hijos, un varón y una niña. El vástago se llamaría Gomes Suárez de Figueroa, nombre que remitía inmediatamente al del hermano mayor del capitán Garcilaso y a ancestros de la línea paterna que habían luchado en España durante la Reconquista. Ese niño, nacido el 12 de abril de 1539, se convertiría con el tiempo en el gran historiador mestizo Inca Garcilaso de la Vega. *
Una versión más amplia aparece en Literatura y cultura en el virreinato del Perú: apropiación y diferencia, editado por Raquel Chang-Rodríguez y Carlos García Bedoya (Lima: Casa de la Literatura Peruana, 2016). 1
La idea de un “Sacro Imperio Incaico” como propuesta política subyacente a los Comentarios reales fue originalmente propuesta por el historiador inglés David Brading en 1986 (ver nuestra Bibliografía)
12 Gomes Suárez de Figueroa creció en el Cuzco bajo el cuidado de su madre y sus parientes incaicos, teniendo el quechua como primera lengua. El capitán Garcilaso pasaba largas temporadas cuidando sus encomiendas en Tapacarí (cerca de la actual Cochabamba, en Bolivia) y en Gotanera y Huamampallpa, en las inmediaciones del Cuzco. También en las campañas que alteraron la paz del nuevo territorio, denominado virreinato desde 1542, cuando el rey Carlos V decretó las famosas Leyes Nuevas de inspiración lascasiana. El aprendizaje del español por el pequeño Gomes Suárez debió haber sido intermitente, al menos hasta que un criado del capitán Garcilaso, Juan de Alcobaza, asumiera el papel de tutor del hijo mestizo del capitán. Un hijo de Juan de Albobaza sería el mestizo Diego, quien se convertiría en fiel amigo de Gomes Suárez y años más tarde tomaría órdenes religiosas, manteniendo el contacto con el Inca Garcilaso incluso muchos años después de que éste viajara a España, como veremos. Ya adolescente, Gomes Suárez, junto con otros mestizos e indios nobles de su edad, recibiría lecciones de latín del canónigo Juan de Cuéllar, a quien recordará entrañablemente en la Segunda Parte de los Comentarios reales. Gomes Suárez creció así entre dos mundos y dos lenguas, entre “armas y caballos”, como él dice, llegando a ser un bilingüe coordinado posiblemente desde los cinco o seis años de edad. Sin embargo, la presencia preponderante de la familia materna, las pláticas en quechua, los relatos de las glorias del imperio incaico, de las “hazañas de nuestros reyes”, como expresa en el Capítulo XV del Libro I de la Primera Parte de los Comentarios reales, debieron quedar grabados indeleblemente en sus recuerdos más íntimos. La infancia y adolescencia de Gomes Suárez quedaron también marcadas por dos acontecimientos dolorosos: por un lado, la separación de sus progenitores, con el consiguiente matrimonio de su padre con la joven criolla Luisa Martel de los Ríos en 1549 y el de su madre con el modesto comerciante español Juan de Pedroche; por el otro, la sucesión de guerras civiles en las que su padre se vio involucrado. El primer hecho lo hizo tomar conciencia de la discriminación sufrida por la parentela indígena, siendo que las presiones de la Corona para que los encomenderos tomaran esposas españolas (categoría que englobaba también a los criollos) hicieron que muchos conquistadores dejaran a sus concubinas indígenas, aun siendo de sangre incaica, y por lo tanto sus retoños mestizos quedaran para siempre dentro de la categoría de hijos naturales. El segundo acontecimiento también tendría repercusiones a lo largo de la vida del cronista. Las guerras entre los Pizarros y los Almagros por la posesión del Cuzco, que derivaron en la muerte de Francisco Pizarro en 1541 y en la posterior derrota del mestizo Almagro el Mozo en la batalla de Chupas en 1542, contribuyeron a un clima de violencia y desconfianza entre los españoles. La paz volvió a alterarse con la promulgación de las Leyes Nuevas de 1542 que el primer virrey del Perú, Blasco Núñez Vela, trató de ejecutar a partir de 1544. Dichas Leyes prácticamente desposeían de sus encomiendas a casi todos los conquistadores, por lo que los 480 encomenderos del Perú se organizaron y nombraron como Procurador a Gonzalo Pizarro, quien pronto terminó comandando una rebelión abierta contra las autoridades reales. El clímax de la rebelión se dio con la batalla de Iñaquito en 1546, en que el propio virrey fue decapitado por un esclavo negro, y la victoria de los rebeldes en Huarina en 1547, para acabar calamitosamente con el desbande de las tropas de Pizarro en la batalla de Jaquijahuana o Sacsahuana, cerca del Cuzco, en 1548. Estos años de la infancia de Gomes Suárez vieron a su padre ir y venir entre bandos distintos e incluso participar en algunas de las batallas, como la de Huarina, en el bando de los rebeldes. Años más tarde, ya en España, este hecho significaría para el joven Gomes Suárez la negación de cualquier recompensa por parte de la Corona. Pese a los acontecimientos luctuosos y la agitación de la vida en las primeras décadas de la presencia española en el Cuzco, el joven Gomes Suárez atesoraría suficientes recuerdos para autorizarse como testigo interno de la cultura incaica y de los hechos de la conquista. Dichos recuerdos serán uno de los principales pilares de su obra posterior. Sin la experiencia cuzqueña y sin su conocimiento de la lengua quechua su versión de la historia incaica carecería del poder persuasivo que ejerció (y aún sigue ejerciendo) sobre el público en ambos lados del Atlántico.
13 En el Capítulo XIX de la Primera Parte de los Comentarios reales, titulado “Protestación del autor sobre la historia”, el Inca Garcilaso reconoce que las fuentes principales para su versión del incario serían tres: su experiencia personal viviendo sus primeros veinte años de vida en el Cuzco, las historias y leyendas en quechua oídas a sus parientes maternos, y las cartas que sus condiscípulos indios y mestizos en la escuela le enviarían a España informándole de cosas pasadas y de acontecimientos presentes en el Perú. Como veremos, Gomes Suárez partió a la península en enero de 1560, para nunca más volver. Sin embargo, otras dos fuentes siempre presentes y en otros pasajes declaradas son las crónicas de españoles escritas sobre los incas, y las conversaciones que oyó a su padre y a los demás conquistadores, de las cuales guardará también un vivo recuerdo. Esta constelación de fuentes (orales, impresas, manuscritas y de experiencia no verbal) le darán a su obra un color y una vivacidad inigualables entre las crónicas indianas. 2. La migración a España. El capitán Garcilaso de la Vega Vargas falleció en mayo de 1559 y dejó a su querido hijo natural 4,000 pesos de oro para “estudiar” en España, lo cual podía entenderse en la época como un aliciente para tomar órdenes religiosas, aunque el dato no es seguro. Sea como fuere, el Inca Garcilaso sólo tomaría órdenes menores hacia el final de su vida, pues de joven prefirió dedicarse a las armas y las letras. La relación entre padre e hijo se había ido fortaleciendo en los años de adolescencia del joven Gomes Suárez. Entre 1554 y 1556, cuando el capitán Garcilaso fue corregidor del Cuzco, el retoño mestizo le sirvió de copista, lo que sin duda le dio la oportunidad de afirmar sus destrezas en el manejo de la lengua escrita, si bien a un nivel muy elemental, con todas las carencias, formulismos y redundancias propias de la escritura notarial. Sólo durante sus años en España, y a lo largo de mucho tiempo, accedería a los clásicos griegos y romanos, a los historiadores del Renacimiento, a la filosofía neoplatónica, para desarrollar un estilo altamente literario, como era propio de la mejor historiografía de la época, en que la historia se concebía como una rama de la retórica y por lo tanto el cuidado, la organización y la sindéresis del lenguaje resultaban cruciales. Gomes Suárez también acompañó algunas veces a su padre a sus visitas por sus encomiendas, lo que lo familiarizaría con las regiones aledañas al Cuzco y el altiplano. Ese bagaje de recuerdos, la nostalgia por su madre y sus parientes incas, por el paisaje andino y por su posición privilegiada como aristócrata por herencia doble, y, por supuesto, su conocimiento del quechua, serían el mejor capital simbólico para construir su futura obra. Partió a España en enero de 1560, pasando por Lima y el Callao, cruzando el istmo de Panamá, como solía hacerse, a pie o a lomo de caballo o mula, haciendo escala en Cartagena de Indias, para finalmente tocar tierra europea en Lisboa. Sus primeros dos años en la península estuvieron dedicados a conocer su parentela paterna, tanto por el lado de los Vargas como de los Laso de la Vega y, sobre todo, a gestionar una compensación ante la Corona por los servicios que su padre prestó en el proceso de la conquista de los incas. Para su desgracia personal (aunque quizá para suerte de las letras en español), el Consejo de Indias, encargado de todos los asuntos relacionados con las posesiones españolas en el Nuevo Mundo, le negó cualquier compensación o reconocimiento por los servicios de su padre. Ya para los años de 1561 y 1562 habían circulado versiones como las de Agustín de Zárate y Francisco López de Gómara en que, al narrar los hechos de la conquista del Perú y las guerras civiles entre los conquistadores y entre éstos y la Corona, el capitán Garcilaso aparecía como un colaborador de los rebeldes bajo el mando de Gonzalo Pizarro. Incluso se llegó a afirmar que había prestado su caballo Salinillas al líder rebelde durante la batalla de Huarina en 1547, salvándole así la vida y contribuyendo a la victoria de los encomenderos sobre las tropas leales al rey.
14 El Inca Garcilaso lo recordará años más tarde, cuando relata cómo Lope García de Castro, a la sazón presidente del Consejo de Indias, había expresado en 1562 su tajante rechazo a las peticiones del joven mestizo, aduciendo que “Y pues lo dicen los historiadores, ¿pretendéislo vos negar?”. Esta negativa de la autoridad real será algo que Garcilaso comentará más adelante en su obra, señalando que lo sumió en “rincones de ∫oledad y pobreza” (Historia general del Perú, Libro V, Cap. XXIII). La experiencia de la negativa oficial tal vez lo hizo también desanimarse de volver al Perú (pese a que obtuvo el permiso), pues el mismo Lope García de Castro fue nombrado gobernador del virreinato en 1563 y el clima político no se mostraba muy propicio a los mestizos y criollos descontentos por la anulación de las encomiendas de sus padres o la imposibilidad de heredarlas. Para 1561 se consigna una rebelión de mestizos que fue cruelmente debelada por la autoridad virreinal (ver López Martínez 1971). Asimismo, la legislación sobre los mestizos se hacía cada vez más estricta. Con el tiempo no se les permitiría portar armas, ejercer cargos públicos, poseer repartimientos ni contar con indios de servicio, y se les consideraba díscolos y levantiscos, de poco confiar (ver Rosenblat 1945, 160-190; Konetzke 1946a, 230-231, López Martínez 1971, 15-21; y Hemming 1980, Cap. 17). El Perú, pues, no terminaba de pacificarse, y el joven Gomes Suárez se vio obligado a permanecer en España y forjarse una nueva vida. Fue así como terminó alojándose en la casa de su tío Alonso de Vargas, hermano de su padre, en el pueblo de Montilla, en Andalucía. Don Alonso era veterano de las guerras en Italia y había logrado establecerse con una posición relativamente cómoda. Además, no tenía hijos, por lo que la llegada del sobrino sería un grato cambio y una ayuda para él y su esposa María Luisa Ponce de León (quien estaba emparentada con el gran poeta Luis de Góngora, apenas nacido en 1561, pero que se haría famoso décadas más tarde). Ya instalado en Montilla, Gomes Suárez comenzó en 1563 un proceso de cambio de nombre que sería definitivo en la construcción de su identidad en Andalucía y años más tarde en el mundo de las letras. Ocurre que la familia de los condes de Feria, la más poderosa en Montilla, solía bautizar a su primogénito con el nombre de Gomes Suárez de Figueroa. Además, el hermano mayor del capitán Garcilaso y por lo tanto de don Alonso de Vargas se llamaba del mismo modo. Las biografías del Inca no señalan con exactitud la relación entre el joven mestizo y ese tío mayor, en aquellos años habitante en Extremadura. Es posible que la relación no fuera óptima, pues Garcilaso apenas lo menciona. Lo cierto también es que en 1563 Gomes Suárez mandó llevar a Sevilla los restos de su padre, hasta entonces enterrado en el Cuzco. Al parecer, el traslado fue exitoso y el cuerpo (o lo que quedaba de él) fue enterrado en la iglesia de San Isidoro de Sevilla. Por desgracia, debido a la ruina del templo en el siglo XVIII, es hoy imposible identificar los restos. Esta conjunción de factores (la homonimia con un poderoso de Montilla, la poca o mala relación con su tío Gomes Suárez, y la admiración profunda a su padre, que expresa en más de una ocasión) lo llevó a adoptar nombres alternativos, según consta en las partidas de bautismo del pueblo de Montilla. Primero firma como Gomes Suárez de la Vega en 1563, para terminar adoptando el apelativo de Garcilaso de la Vega a partir de 1565. Como resulta obvio, su admiración por el poeta toledano Garcilaso de la Vega, que venía a ser su tío abuelo en segundo grado, y ya bien muerto en 1536, fue muy posterior, cuando el Inca se empapó de las letras peninsulares. Es un error, pues, atribuir el cambio de nombre a una vocación literaria aún no definida en un momento tan temprano de su vida. La identificación con su padre y con la estipe guerrera de los Laso de la Vega pesó mucho más. Incluso aceptando la inspiración en el poeta toledano, esa admiración no anuló la aun más grande que sentía por el poeta Garci Sánchez de Badajoz, a quien coloca por encima del autor de las “Églogas” (ver Mazzotti 2005 y Cap. 2 de este libro). Sólo en su edad madura, cuando decide salir a la luz en el mundo literario con la magnífica traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo, publicada en 1590, decide acompañar su nuevo nombre con el título de “Inca”, afirmando así la identidad trasatlántica que lo ha definido a lo largo de los siglos.
15 3. Armas y letras. Los años iniciales en Montilla debieron ser de aprendizaje. El pueblo a la sazón no era muy grande, pero sin duda habría personajes que le facilitarían algunas lecturas. Estaba la biblioteca de la casa condal de Feria, así como los jesuitas de la iglesia de Santiago, aparte de los posibles volúmenes que le facilitaría su propio tío don Alonso. A la vez, el joven Garcilaso ayudaba a su tío en las labores propias de su casa, cuidando de los viñedos, los caballos y los asuntos relacionados con el comercio que le proporcionaba a la familia un importante ingreso. No era, pues, una vida de indigencia y necesidad, pero tampoco una vida de ocio. Entre 1569 y 1570 ocurren, sin embargo, algunos hechos determinantes. Estalla la rebelión de los moriscos en las sierras de las Alpujarras, cerca de Granada, por lo que la Corona ordena que se levanten tropas a fin de aplastar el movimiento. De este modo, Garcilaso se enlista en las huestes bajo el mando de don Juan de Austria, hermano ilegítimo del rey Felipe II, y marcha hacia Granada, donde permanece intermitentemente hasta 1570, recibiendo el título de capitán por su destacada labor. Esta familiaridad con las armas le servirá más tarde para escribir con pleno conocimiento sobre tácticas de guerra, maneras de montar caballo, tipos de armas y otros aspectos de la vida militar. El otro hecho importante es que su tío Alonso cae enfermo y pronto muere, en marzo de 1570, dejando la mitad de sus propiedades a su sobrino mestizo, aunque en usufructo de su viuda hasta la muerte de ésta. 4. Los Diálogos de amor (1590). Las décadas de 1570 y 1580 sirvieron para ahondar el interés de Garcilaso por las humanidades y por el mundo del Renacimiento. Quizá buscando alguna analogía que le permitiera articular una identidad específica como la suya, indígena y española, mestiza y migrante a la vez, Garcilaso se autoeducó en el italiano, la lengua del Renacimiento por excelencia, y bebió de las fuentes de la filosofía en boga en el momento: el Neoplatonismo. La figura de León Hebreo le debió llamar poderosamente la atención entre las muchas otras posibilidades de emprender un proyecto literario. Se trataba de un autor sumamente apreciado por el público culto, tanto que Cervantes, ya en la Primera Parte de El Quijote, de 1605, exclamaba: “Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de lengua toscana toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas”. Jehuda Abravanel, como gustaba llamarse el filósofo judío León Hebreo, había nacido posiblemente en Portugal y de hecho vivió en España por lo menos hasta la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos en 1492. Su padre, Isaac Abravanel, fue un hombre sabio y médico de la corte de los Reyes Católicos. Jehuda posiblemente murió hacia 1521 en Italia, donde vivió sus últimos años en un ambiente más tolerante que el de España y Portugal. Su obra más conocida, los Dialoghi d’amore, recién vio la luz en Roma en 1535. Esta cumbre de las letras renacentistas, al parecer escrita originalmente en italiano (aunque no faltan especulaciones sobre una posible versión anterior en español, dada la familiaridad de León Hebreo con esa lengua) tuvo un éxito rotundo desde el inicio. Había ya para 1590, año de la aparición de la Traduzion de Garcilaso, nueve ediciones de los Dialoghi en italiano, una traducción al latín por Juan Carlos Sarraceno en 1564, cinco traducciones al francés y dos al español, por Guedella Yahía en 1568 y Micer Carlos Montesa en 1582 (v. Gebhardt: 116–117; MacKehenie: 635; Soria: 21–22; también Pescatori 3). Se trata, como indica el título, de una meditación sobre el amor en forma dialogada, siguiendo el estilo de los diálogos de Platón y de otros sobre el mismo tema en el Renacimiento. Se divide en tres diálogos, protagonizados exclusivamente por dos interlocutores, Filón y Sofía, que, juntos, constituyen el saber máximo o filo-sofía.
16 La obra adquiere así, desde el principio, una dinámica que envuelve al lector, lejos de toda abstracción descolorida sobre un asunto de tanto interés filosófico como el amor. El intercambio juguetón entre Filón y Sofía revela la avidez del primero por conquistar a la segunda. Esta hace a su vez preguntas difíciles y provocativas a su interlocutor, que intenta satisfacer la infinita curiosidad de Sofía. La finalidad de este aparente juego es demostrar, como suele ser en la filosofía neoplatónica, que la separación entre forma y materia sólo puede salvarse mediante esa fuerza invencible que es el amor, cuya más alta expresión es el amor divino, paradigma de la forma en su estado puro. Sin embargo, el amor también tiene manifestaciones de menor escala, como el amor humano, que cuando es honesto y bien concebido puede acercarse de alguna manera al amor superior. Para lograr ese camino hacia la perfección espiritual, Hebreo admite la posibilidad de la coexistencia de contrarios y verdades opuestas, y del valor de distintas culturas, armonizadas sincréticamente por revelar aspectos parciales de la luz divina. Los Diálogos de amor fueron mucho más que un ejercicio literario para el Inca Garcilaso, que estrenó con la publicación de su traducción en 1590 el nombre literario y vital de “Garcilaso Ynga de la Vega” (interponiendo el título nobiliario andino –en ortografía antigua– en el apellido de su estirpe paterna), que luego cambiaría al definitivo de “Inca Garcilaso de la Vega”, anteponiendo el título –ya en ortografía moderna, posterior a su lectura de las publicaciones del Tercer Concilio Limense– al nombre completo, con lo cual asumía una autoridad implícitamente real: un inca español o, mejor aún, un mestizo noble. Es interesante notar que el título original de la obra (Traduzion del Yndio de los Tres Dialogos de Amor de Leon Hebreo hecha de italiano en español por Garcilasso Ynga de la Vega…) también insiste en la identidad americana del traductor, identificándolo no sólo como Inca o Ynga, sino también como indio, es decir, como un representante de toda esa parte de la humanidad oriunda del Nuevo Mundo, pese a la simultánea identificación mestiza: identificación doble con sus ancestros y con su lugar de origen. Este punto de partida será imprescindible a lo largo de esta obra y sus trabajos posteriores, pues le permite al Inca Garcilaso colocarse en más de un punto de vista, desplazando su persona literaria por distintas focalizaciones, con lo cual relativizaba una perspectiva estrictamente europea para explicar a los incas y los hechos de la conquista. Mucho se ha escrito sobre la innegable raigambre renacentista y clásica del Inca Garcilaso, precisamente a partir de su Traduzion. Y, en efecto, numerosos tópicos trazados en la obra de Hebreo aparecen una y otra vez en La Florida del Inca y los Comentarios reales. Sería imposible apreciar la complejidad de estas obras sin prestar atención al legado que dejaron en ellas no sólo León Hebreo, sino muchos filósofos e historiadores del mundo greco-romano y del Renacimiento. Algunos de los componentes esenciales posteriores del arte argumentativo del Inca Garcilaso son, precisamente, la simultaneidad de verdades culturales, la valoración del mundo clásico (que en el Inca se expresará en la analogía entre Cuzco y Roma), la configuración de Manco Cápac o Mankhu Qhapaq siguiendo el modelo del héroe fundador Lisania de Arcadia (llamado también Demogorgon o Júpiter, según Hebreo), la técnica dialógica entre Filón y Sofía, que se evoca en los diálogos entre el Inca Garcilaso adolescente y su tío abuelo inca en los Comentarios reales (ver Sommer 1996), etc. Sin embargo, el reconocimiento de esta presencia de Hebreo y el neoplatonismo en el Inca Garcilaso ha llevado a numerosos críticos a ignorar el universo cultural andino e insistir solamente en la tradición europea como la única fuente posible para entender al Inca Garcilaso en su totalidad. Para matizar esta visión exclusivamente europófila de la crítica garcilasista más convencional, hay que recurrir al conocimiento fuera de la crítica literaria y adentrarse en categorías de pensamiento andino que han sido mejor estudiadas por la etnohistoria y la antropología.
17 Es muy posible que, entre otras razones, el Inca Garcilaso escogiera los Dialoghi d’amore como el objeto de su primer trabajo literario por la afinidad que encontró entre algunos postulados de Hebreo y determinados tópicos de la tradición andina (lo cual no sugiere en absoluto que Hebreo supiera nada de ésta, sino que su sistema de pensamiento sincrético y basado en antiguas tradiciones cabalísticas presentaba coincidencias con 2 una concepción mítica del mundo) . Por ejemplo, la caracterización que hace Hebreo de Dios como un ser principalmente andrógino es algo que se aplica a lo que se sabe de las caracteríticas de Wiraqucha o Pachakamaq, como versiones andina y costeña de la misma divinidad. Asimismo, la insistencia de Hebreo en el sol como representación material de un Dios espiritual (siguiendo en esto a Marsilio Ficino) hace que el Inca Garcilaso subraye esos pasajes con apostillas que él incluyó en su Traduzion, sabiendo la importancia del sol en el imaginario religioso incaico (aunque es posible argumentar también que el Inca Garcilaso sigue en esto la versión en latín de los Diálogos por Micer Carlos Montesa). Hebreo, asimismo, habla de ciclos cósmicos cada seis mil años, proseguidos por un milenio de reordenamiento del mundo sublunar, lo que presenta resonancias del concepto de pachakuti o transformación del mundo en la mentalidad andina. La mención de un universo en que “las aguas de arriba”, según Hebreo, se reordenan por el aliento divino, siendo insufladas de “esencias intelectuales” (Traduzion f. 194v) evoca la creencia andina en el Hanaq Pacha Mayu o “río del mundo de arriba” (la Vía Láctea), donde se encuentran los kamaq o fuentes de energía estelar, formadora de los animales y plantas en la tierra. Las analogías son numerosas. (Para más detalles, ver Mazzotti 2006). 5. La Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas (1596). Cuando el Inca Garcilaso empezaba a escribir su primera obra propiamente historiográfica, que sería La Florida del Inca, a principios de la década de 1590, tuvo en mente dedicarla a un importante pariente suyo, Garci Pérez de Vargas, descendiente directo de un ancestro homónimo, héroe de la conquista de Sevilla en 1248 bajo el mando del Rey Fernando III el Santo. Para ello, el Inca Garcilaso redactó un largo prólogo en el cual exploraba la distinguida descendencia del ancestro medieval, pasando revista a las múltiples figuras relacionadas con la rama de los Vargas. Recuérdese, por ejemplo, que su propio padre era Garcilaso de la Vega Vargas. Esta recopilación ayudaría a situar al Inca Garcilaso dentro del universo cultural y familiar español. Por algún motivo, el Inca Garcilaso decidió en 1596 desglosar esa larga dedicatoria y sustituirla por otra más corta a Teodosio de Portugal, Duque de Braganza y de Barcelós. La Florida… iría a ser publicada en Lisboa recién en 1605, como se sabe, y quizá el Inca Garcilaso buscaba un benefactor más idóneo. La Relación de la descendencia… quedó así inédita hasta 1929, cuando Miguel Lasso de la Vega, Marqués del Saltillo, la transcribió como apéndice de su artículo “El Inca Garci Lasso…”, publicado en Madrid. En uno de los párrafos iniciales, tachados, se puede leer la intención inicial del Inca sobre su localización original. Entre los muchos aspectos interesantes de la Relación de la descendencia… hay que destacar el afán por exaltar la genealogía paterna del autor y el heroísmo profundamente cristiano de sus antepasados durante las guerras de la Reconquista. Hay una clara voluntad de afirmar la honra de los ancestros del propio Inca Garcilaso de la Vega con pretexto de elogiar a los antepasados de su pariente contemporáneo Garci Pérez de Vargas, que son, obviamente, los suyos propios.
2
Este argumento se desarrolla en detalle en Mazzotti 2006, reproducido como Cap. 1 de este libro.
18 Trazando los orígenes heroicos de los Lasso de la Vega hasta el momento en que los Vargas se emparentan con ellos en el matrimonio de Blanca de Sotomayor (prima hermana del autor de las “Églogas”) con Alonso de Henostroza y Vargas (descendiente directo de Garci Pérez de Vargas), el Inca Garcilaso reparte elogios a ambas familias y otras emparentadas con ellas a lo largo de varias generaciones. Con motivo de ser algunos de sus antepasados poetas notables como Jorge Manrique, el Marqués de Santillana, Garci Sánchez de Badajoz y el ya mencionado Garcilaso de la Vega (llamado también “el toledano”), el Inca Garcilaso aprovecha la oportunidad para filtrar una serie de juicios que nos revelan información importante sobre sus preferencias literarias. Esto servirá para explicar más adelante algunos aspectos de La Florida del Inca y los Comentarios reales. (Ver también Chang-Rodríguez 2013). Cuando el Inca Garcilaso se refiere al poeta toledano (que era su tío abuelo en segundo grado) lo destaca como “espejo de Caualleros y Poetas, aquel que gasto su vida tan heroycamente como todo el mundo sabe, y como el mismo lo dice en sus obras. Tomando ora la espada, hora [sic] la pluma” (Relación de la descendencia… 42). Este elogio superlativo, sin embargo, es mínimo comparado con las dos páginas que le dedica a Garci Sánchez de Badajoz, otro pariente lejano, que había publicado su obra mayormente a principios del siglo XVI y cultivaba el estilo de la poesía de los cancioneros, es decir, un tipo de poesía más tradicional, considerada castiza en España, a diferencia del estilo italianizante que Garcilaso de la Vega, “el toledano”, practicaría una generación más tarde. De Garci Sánchez de Badajoz nos dice que fue “nascido en la muy yllustre y generosa ciudad de Ecija”, y lo llama “Fenix de los Poetas Españoles sin hauer tenido ygual, ni esperança de segundo” (Relación de la descendencia… 36). Confiesa el Inca que fue gracias a un poema de Sánchez de Badajoz (su composición en estilo trovadoresco de las “Lamentaciones de Job”) que casi se vuelve poeta él mismo, y que tuvo la intención de reescribirlas “a lo divino”, como solía hacerse con poemas de tono y tema mundano. Sin embargo, el Inca Garcilaso se contuvo y atinó a no componer versos, pese a la admiración profunda que le suscitaba Garci Sánchez de Badajoz. La preferencia es reveladora de un gusto por la poesía tradicional: la de los cancioneros pre-renacentistas, de amplia difusión en España, incluso después de la entrada plena del “itálico modo” que practicaban Garcilaso “el toledano” y su amigo Juan Boscán. Tanto el estilo cancioneril como el italianizante convivieron en la poesía española hasta fines del siglo XVI. En el caso del Inca Garcilaso, es muy posible que su preferencia por la poesía castiza se relacione con las coplas y romances que oyó en su infancia y juventud de boca de los conquistadores amigos de su padre. En los Comentarios reales citará varios ejemplos de esas coplas, mencionando que eran comunes entre los soldados españoles. El tema es desarrollado en detalle en el Cap. 2 de este libro. 6. La Florida del Inca (1605). El escritor peruano Ventura García Calderón llamó a La Florida del Inca una “Araucana en prosa” por la calidad poética de su estilo y el elevamiento de los líderes indígenas que aparecen en el relato a niveles de finura y elocuencia extraordinarias, tal como había hecho Alonso de Ercilla con los héroes araucanos de su célebre poema, publicado en tres partes (1569, 1578 y 1589). Es en esta primera obra propiamente historiográfica del Inca Garcilaso donde pueden verse en práctica las virtudes de la alta retórica dentro un género que, idealmente, debía ser concebido con una gran conciencia artística. A diferencia de otras crónicas de Indias, La Florida del Inca destaca por la elegante fluidez de su prosa, la diestra disposición narrativa y los valores humanos a los que apela, sentando las bases éticas de un tratamiento digno a los pueblos indígenas que luego se harán evidentes en los Comentarios reales. A la vez, la obra presenta la imagen heroica del conquistador Hernando de Soto, de manera que pasa a constituir un paradigma de conducta noble y de gobernante justo, tal como se presentará a algunos conquistadores y a los reyes incas en el relato posterior sobre el Perú.
19 La obra trata de la expedición de Hernando de Soto a la Florida, nombre que para el siglo XVI se refería a todo el sur de los actuales Estados Unidos, incluyendo los estados de Georgia, las dos Carolinas, Tennesee, Oklahoma, Arkansas, Alabama, Louisiana y Texas, y no sólo la península de la Florida. De Soto, en efecto, luego de su participación en la conquista del Perú y la captura de Ataw Wallpa, que le dejó pingües ganancias, comandó una cuantiosa expedición a la Florida entre 1538 y 1542, protagonizando uno de los intentos más sonados de conquista a esa región que acabó en un completo fracaso. A pesar de haber sido escrita años antes, la obra fue publicada recién en 1605 en Lisboa por el impresor flamenco Pedro de Crasbeeck. El propio Inca Garcilaso cuenta en su “Proemio al lector” que después de haber terminado una primera redacción a principios de la década de 1590, le entregaron los relatos de dos soldados que participaron en la expedición de Hernando de Soto, Juan Coles y Alonso de Carmona. Se trataba de los diez pliegos de la Relación de Coles y los ocho de las Peregrinaciones de Carmona. A estos documentos se sumaron los relatos del Fidalgo de Elvas y los Naufragios de Cabeza de Vaca sobre la expedición, también fracasada, de Pánfilo de Narváez entre 1528 y 1536. Pero lo más importante fue la ampliación de las informaciones que el Inca Garcilaso había venido recibiendo del conquistador Gonzalo Silvestre, a quien visitaba en la villa de Las Posadas, cerca de Córdoba. Silvestre había participado en la expedición de de Soto y luego había viajado al Perú, donde conoció al capitán Garcilaso de la Vega, padre del Inca, y al mismo joven mestizo mucho antes de que este soñara con ser historiador. En 1591, luego de nacer su hijo natural Diego de Vargas, el Inca Garcilaso abandona el pueblo de Montilla y se muda a la ciudad de Córdoba, desde donde visita a Silvestre con más frecuencia hasta el fallecimiento del conquistador en 1592. El contacto entre ambos había sido intermitente desde la década de 1560, en que coincidieron en Madrid haciendo sus peticiones a la Corona para el reconocimiento de los propios servicios de Silvestre y los del capitán Garcilaso de la Vega. Ya anciano, Silvestre debió haber terminado de contar sus recuerdos, y el Inca así lo reconoce, aunque sin nombrarlo: “procuré de∫entrañar al que me daua la relacion de todo lo que vio, el qual era hombre noble hijo dalgo, y como tal ∫e preciaua tratar verdad en toda co∫a” (La Florida del Inca, “Proemio al le[c]tor”, f.s.n.). De este modo, el relato de Silvestre tenía una credibilidad incontestable no sólo por provenir de un testigo y participante directo de los hechos narrados, sino también porque Silvestre venía de noble cuna. El tema de la honra y de la veracidad (indisolublemente conectadas) será, según Garcilaso, la base fundamental para toda su concepción de la historia. El Inca Garcilaso se pone así del lado de una concepción providencialista de la historia, pero basada firmemente en la verdad que es innata a una fuente noble. Y pese a ello, hay pasajes en la obra en que los hechos narrados son tan extraordinarios que evocan un mundo muy cercano al de la épica. Tal es el caso de algunas batallas que contienen elementos de transfiguraciones (como en una escena del Libro II, Primera Parte, Cap. XIIII, f. 56v, en que las hojas sobre un lago parecen transformarse en infinitas balsas de guerreros indígenas) y de acciones y palabras de heroísmo por parte de algunos líderes nativos que evocan escenas de las grandes epopeyas del Renacimiento. Cofachiqui, Mucoso, Hirrihigua, Vitachuco y otros caciques guardan semejanza con héroes del Orlando furioso de Ludovico Ariosto y de La Araucana de Ercilla. A la vez, determinados líderes de la expedición española, y particularmente Hernando de Soto, son presentados con un aura legendaria que los convierte en seres de extraordinario carisma. El hecho no es gratuito ni aislado de la tendencia general del Inca Garcilaso por exaltar a algunos conquistadores por encima de los administradores y burócratas del estado virreinal. De Soto, que en todo momento se comporta con hidalguía, apertura y generosidad hacia los indios, muere en 1541 y la expedición queda al mando de Luis Moscoso de Alvarado, quien conduce a los sobrevivientes hacia México. Ya antes de su muerte, de Soto era tenido por los indígenas, según Garcilaso, como un ser de rasgos sobrenaturales, capaz de vencerlos en cualquier batalla.
20 Por eso los españoles deciden enterrar su cuerpo en un lugar oculto, y luego dentro del tronco de un encino que lo hundiría en las aguas del río Mississipi, descubierto poco antes por la expedición. Esto lleva al Inca Garcilaso a establecer una comparación entre de Soto y el rey godo Alarico, que fue enterrado de manera semejante en el lecho del río Bissento en Italia el año 410. Como se recordará, la estirpe de Alarico fundaría la diniastía de los reyes godos que gobernarían España en la Edad Media, y que defenderían la fe cristiana contra la presencia musulmana en la Península. Tras su entierro, el Inca añade que de Soto fue llamado por Dios “al cielo”, según los conquistadores les decían a los indios que preguntaban por él. Estos rasgos mitificadores, así como las cualidades personales de de Soto como gobernador que buscaba la conciliación, la armonía y el beneficio de los indios prefiguran la descripción de los incas casi atemporales de los Comentarios reales, con su infinito interés en el bien común, y de algunos conquistadores, específicamente el Capitán Garcilaso de la Vega Vargas y Gonzalo Pizarro, en la Historia general del Perú, resultando así seres fundacionales y modelos de buenos gobernantes. Nuestro Capítulo 3 se explaya en este argumento. 7. Primera parte de los Comentarios reales (1609). La obra más conocida del Inca Garcilaso se empezó a escribir también en la década de 1590 y se finalizó hacia 1604. Apareció en la misma imprenta de Lisboa, la de Pedro de Craasbeck, en 1609. Al parecer, el historiador mestizo había concebido un solo gran libro que abarcara la historia de toda la dinastía cuzqueña, incluyendo a los incas sobrevivientes después de la conquista. Sin embargo, por la extensión del tema y la multiplicidad de la información con que contaba, decide publicar una Primera Parte con nueve libros o secciones, cada una dividida en capítulos de diverso número y extensión. Esta Primera Parte comprende desde los orígenes del imperio incaico, con la fundación del Cuzco por Mankhu Qhapaq y Mama Uqllu como enviados de su padre, el dios Sol, hasta la caída de Wasqhar, el último inca legítimo, en manos de su medio hermano Ataw Wallpa antes de la llegada de los españoles. Esto no elimina el plan central, que era trazar una historia dinástica que llegaría hasta 1572, cuando el último inca de la resistencia, Tupaq Amaru I, fue ejecutado en la plaza central del Cuzco. De este modo, la columna vertebral que sostiene tanto la Primera como la Segunda Parte (conocida también como Historia general del Perú) será la de la sucesión incaica en su totalidad. Se trata, pues, de la historia de una dinastía, a la usanza de las historias de reyes de la España medieval, pero con claros rasgos personales y culturales trasatlánticos, como es de esperar por su tema y por la formación cultural de su autor, logrando un alto manejo de las estrategias narrativas del siglo XVI y de la retórica, lo que le da una peculiaridad notable dentro del conjunto de la historiografía indiana. Para trazar el cuadro de esta dinastía, sus virtudes, su carácter emblemático como modelo político, y su superioridad como organización administrativa frente al estado virreinal, el Inca Garcilaso se vale de numerosos recursos. Muchos de ellos vienen, sin duda, de la gran tradición historiográfica y filosófica del Renacimiento y del mundo clásico greco-romano. Sin embargo, fiel a sus fuentes andinas y a los rasgos que dice encarnar como mestizo, se vale también de elementos no sólo temáticos, sino de concepción del arte narrativo que guardan semejanza con algunos aspectos de la tradición discursiva incaica. La obra parte de la concepción de que el mundo es uno solo, y por lo tanto los seres humanos que habitan en él son todos capaces de actuar con la luz natural o la razón que Dios les dio. Desde el principio, el Inca Garcilaso está abogando por la dignidad y la capacidad de los indígenas americanos de organizarse en sociedades justas y civilizadas. Sin embargo, en el caso andino, admite que antes de los incas se vivía en un estado de “behetría” o salvajismo, en que las personas habitaban en cuevas, practicaban el incesto, la sodomía, el canibalismo y la idolatría hacia los seres más banales y ridículos. Esta “primera edad” de barbarie correspondería a los pueblos pre-incas y a todos aquellos indios que no llegaron a ser dominados por los gobernantes cuzqueños, que representan, pues, una “segunda edad” de superior calidad de vida.
21 Gracias a ellos se crean las ciudades, se organiza la producción agraria, y la religión se homogeniza con el culto al dios Sol como padre supremo civilizador que envía a dos de sus hijos desde el lago Titicaca a fundar una nueva sociedad e impartir el bien. El mito es harto conocido y se le ha vinculado con fuentes del Viejo Mundo como el relato genesiaco, la Utopía de Tomás Moro y el ya mencionado héroe-dios Lisania de Arcadia, presente en los Diálogos de amor. Sin embargo, ninguna de estas fuentes europeas y mediterráneas le da a la pareja del fundador, en este caso la reina o colla Mama Uqllu, el mismo papel ni importancia en el proceso de agrupar y civilizar a los nativos. Es obvio que el Inca Garcilaso se basa en fuentes andinas, como él mismo declara, y esto es coherente con algunos elementos (el origen en el lago Titicaca, la aparición del Sol como divinidad) que el gran garcilasista José Durand señaló en otros relatos incoativos como los recogidos por Cieza de León (El señorío de los incas), Juan de Betanzos y algunos sobre la fundación del Cuzco que el Inca Garcilaso no pudo leer (ver Durand 1991). Cabe destacar también la coherencia con las formas de organización social andina basadas en el dualismo alto/bajo (hanan/hurin) o yanantin, que obedece a una antigua división de mitades o entidades paralelas que juntas constituyen un todo sincronizado (“como el brazo derecho y el izquierdo”, dice el Inca Garcilaso). A la vez, el “plan de Dios” de permitir que de los indios surgiese un “lucero del alba” (los primeros incas) que preparasen a los nativos para recibir la palabra de Cristo en una “tercera edad” llevada por los españoles, como se declara en el Capítulo XV del Libro I, hace pensar en el tópico de la præparatio evangelica, término acuñado por Eusebio de Cesarea en el siglo IV d. C. Según este padre de la Iglesia, Dios había “preparado” a los pueblos hebreo, griego y romano para que fueran capaces de recibir la fe cristiana con más facilidad que otras culturas. El Inca Garcilaso aprovecha esta premisa para equiparar a los incas con los mencionados pueblos de la antigüedad, colocándose así dentro de una tradición claramente humanista de rescate y valoración de las culturas clásicas, frente a las que los incas salen airosos, sobre todo en lo que se refiere a forma de gobierno y religión. Es curioso que la analogía de las tres edades de la civilización andina con los fenómenos de las “oscurísimas tinieblas”, el “lucero del alba” y el “Sol de justicia”, si bien aparecen en la tradición europea, guardan también consonancia con imágenes del panteón incaico. Es precisamente el tema de la religión de los incas, según la presenta el Inca Garcilaso en el Libro II, uno de los más criticados. En efecto, la idea de un dios superior e invisible identificado como Pachacamac o Pachakamaq, cuya representación visible es el sol, coincide con la tradición neoplatónica y resta importancia a otras divinidades incaicas. Asimismo, el Inca Garcilaso oculta los sacrificios humanos que se realizaban en la ceremonia del qhapaq ucha, en que niños y adolescentes escogidos servían de tributo a las divinidades cuzqueñas. Este gesto no debe sorprender si se considera que el propósito final de la obra es elevar la dignidad y proto-cristianismo de los reyes cuzqueños a fin de legitimar la agenda política de los descendientes indígenas y mestizos de los incas, como el propio Garcilaso. Admitir la existencia de sacrificios humanos hubiera confirmado la acusación de los llamados “cronistas toledanos” (como Sarmiento de Gamboa y Polo de Ondergardo) de que los incas actuaban como tiranos y no debían ser considerados legítimos gobernantes. Los Comentarios reales se escriben en buena medida como reacción a este ataque, tratando de rescatar la alta moral de los gobernantes cuzqueños en cada ocasión posible. Un tema, sin embargo, que la crítica no ha explorado suficientemente es el de la preferencia por Pachakamaq sobre Wiraqucha. Generalmente se atribuye la elección a una proclividad estética por un nombre que encierra una significación coherente con las virtudes de un dios superior. La explicación la da el mismo Inca Garcilaso: Pacha significa “mundo universo”, y camac, “el que da aliento o vida”. En otras palabras, el nombre del dios se define por su función: el que da vida o aliento al mundo; es decir, Pachakamaq hace exactamente lo mismo que el dios cristiano. La conclusión es simple: los incas “intuyeron” al dios cristiano y estaban en plena capacidad de recibir la palabra de los Evangelios, formando así parte de un plan maestro diseñado por Dios para salvar a toda la humanidad a través de la Iglesia Apostólica Romana y sus enviados españoles.
22 Por eso el Inca Garcilaso atribuye al nombre Wiraqucha, preferido en la mayoría de las crónicas como el dios superior andino, un significado paradójico: “mar de sebo”, que a veces los españoles tergiversan como “grosura de la mar”, valiéndose de una etimología exclusivamente quechua. Debe recordarse, sin embargo, que el origen de Wiraqucha y del mismo Pachakamaq es anterior a la aparición de los incas y posiblemente a la lengua quechua, originaria del centro del Perú y no del Cuzco ni el altiplano collavino. No existe, por lo tanto, acuerdo absoluto de que el nombre Wiraqucha sea de origen quechua. Lo más probable es que derive de raíces puquinas, la lengua que se hablaba en la cultura Tiahuanaco, y que los gobernantes incas conservaron como “lengua secreta”, aunque el Inca Garcilaso, al referirse a ella, confiesa no conocerla en detalle. Por otro lado, Wiraqucha y Pachakamaq guardan algunos rasgos comunes, aunque con énfasis en las características atmosféricas del primero (rayos, arcoiris) y tectónicas del segundo (poder sobre los terremotos). Su localización en la sierra y en la costa, respectivamente, los haría manifestaciones de una misma entidad dual. Cuando el Inca Garcilaso asegura que el dios verdadero de los incas era Pachakamaq, es posible que estuviera siguiendo también una tradición incaica, dentro de la cual su bisabuelo, Tupaq Inka Yupanqi, aparece como el conquistador de los chinchas, en la costa, lugar donde se había construido el gran adoratorio de Pachacamac (actualmente a 26 kilómetros al sur de Lima). (Ver la sección 3 del Cap. 7 de este volumen). El conocimiento del quechua que el Inca Garcilaso reclama tener frente a todos los cronistas españoles lo autoriza para desmentirlos en numerosas instancias. Así, aclara paso a paso distintos vocablos y topónimos, reprochando a los españoles haber destruido un imperio sin siquiera haberlo comprendido. Pese a esta declaración de principios y a los numerosos aciertos lingüísticos del Inca Garcilaso, hay casos en que se equivoca por desconocimiento de las raíces aimaras o puquinas de muchos vocablos, así como por su cuzcocentrismo lingüístico, que lo hace rechazar la pronunciación y la semántica de otras variedades del quechua, especialmente la del Chinchaisuyo, en la costa central, que fue la primera que aprendieron algunos evangelizadores y cronistas españoles (ver Cerrón-Palomino 2013). Esta limitación, propia de su tiempo, no impidió que el Inca Garcilaso aprovechara su acceso a fuentes privilegiadas para extraer una serie de modelos arquetípicos que plasma en la figura de los incas atemporales y ejemplares que se suceden uno a otro bajo la misma premisa de expandir el culto al Sol y enseñar a los indios a vivir “en razón y policía” o civilización. El estilo de Garcilaso se vuelve formulario en la descripción de los principios motores de cada iniciativa de expansión del imperio, evocando así una forma de narración con resonancias de lo que podrían haber sido los relatos oficiales de la corte incaica sobre las hazañas y conquistas de sus gobernantes. Estos son los capítulos que José Durand (1955) llamó “guerreros” y que habrían sido redactados posteriormente a la parte etnográfica de la obra, destinada principalmente a la descripción de las costumbres, administración y geografía del imperio incaico (ver también Mazzotti 1996a: Cap. 2). Otro tema de debate ha sido el de la veracidad de la obra en cuanto a las características atribuidas al gobierno de los incas. Se piensa que el Inca Garcilaso exageró en su visión favorable de la administración cuzqueña, pintando una arcadia de bienestar y justicia propia más bien de una novela utópica y no de la realidad histórica. De hecho, el crítico español Marcelino Menéndez y Pelayo lanzó la acusación en 1894, en su Antología de poetas hispanoamericanos, incrédulo de que las virtudes de los gobernantes incas presentadas por Garcilaso hubieran sido reales. Sin embargo, pese a que hay elementos que sin duda divergen de la evidencia histórica y arqueológica (como el caso de los sacrificios humanos, ya mencionado, o el de una expansión gradual y mayormente pacífica del imperio, o el número de gobernantes incas, y la sucesión patrilineal siguiendo un esquema europeo), los datos que Garcilaso nos ofrece sobre las formas de tributo, la distribución de la tierra, las instituciones y otros aspectos del gobierno de los incas son mucho más detallados y exactos que los de otros cronistas (ver el Libro V de los Comentarios y su análisis en Pease 1985).
23 De este modo, el Inca Garcilaso cumple a cabalidad con la promesa que hace en el “Proemio al lector” de servir de “comento y glo∫a” a lo que ya se ha escrito sobre el imperio incaico. Sus fuentes escritas principales, que corrige y comenta constantemente, son las crónicas e historias de los españoles Pedro de Cieza de León, Agustín de Zárate, Francisco de Gómara, José de Acosta, Diego Fernández el Palentino, Jerónimo Román y Zamora y Gonzalo Fernández de Oviedo. A ellas añade los escritos inéditos y casi perdidos (“papeles rotos”, los llama, por haber sido rescatados milagrosamente, aunque incompletos, del saqueo inglés de Cádiz en 1595) del jesuita mestizo Blas Valera, a quien atribuye un crédito superior al de los otros, no sólo por la visión positiva que ambos comparten sobre los incas, sino también por su conocimiento del quechua como lengua materna. A todas estas fuentes escritas hay que añadir lo que el mismo Garcilaso declara en el Capítulo XIX de la Primera Parte, “Protestación del autor sobre la historia”, en que subraya su experiencia personal en el Cuzco, los relatos en quechua de sus parientes incas (particularmente los de su tío abuelo Kusi Wallpa, de quien traduce y estiliza la “fábula” sobre la fundación del Cuzco por Mankhu Qhapaq y Mama Uqllu, la cual le sirve de plantilla narrativa para referirse a los siguientes incas) y las cartas que recibe de sus amigos de juventud y condiscípulos de escuela, mayormente indígenas y mestizos, actualizando y ampliando la información sobre el pasado y el presente andino. Así, se explaya no solamente en aspectos propiamente históricos, sino también en la descripción de la geografía, la flora y la fauna del área andina para resaltar la inmensa riqueza del Perú, término por el cual entiende “todo lo que fue aquel imperio de los incas”. Este amplio bagaje de conocimiento hace de los Comentarios reales un verdadero emporio de sabiduría, superior en muchos aspectos a lo que se conocía sobre la administración incaica y su territorio en su momento. A pesar de haber pasado por las censuras de rigor, la obra incluía críticas a la administración española del territorio andino por haber borrado las instituciones y los avances de los incas que contribuían al “bien común”. En ese sentido, el Inca Garcilaso retomaba algunos postulados de la neoescolástica y del erasmismo al delinear a sus gobernantes cuzqueños como príncipes cuasi-cristianos, cuya mayor preocupación era el bienestar de sus súbditos y no la ganancia o poder temporales (Mazzotti 2011 y Cap. 9 de este libro). Esta propuesta de un “Sacro Imperio Incaico” que subrayara el historiador inglés David Brading (1986) como dirección general de la obra se plantea ya como una ucronía (más que una utopía) desde la Primera Parte de los Comentarios reales y se entiende mejor al analizar la Segunda parte o Historia general del Perú, en que los conquistadores cumplen un papel fundamental. La Primera Parte termina trágicamente, con las masacres perpetradas por las tropas de Ataw Wallpa sobre las panaka o familias reales incaicas partidarias de Waskhar, entre ellas la de Tupaq Inka Yupanqi, la familia materna del Inca Garcilaso. De ahí que Ataw Wallpa no sea reconocido por el autor como un inca legítimo, y hasta se duda de que haya sido hijo biológico de Wayna Qhapaq por las acciones tiránicas que contradecían la imagen central de los incas como gobernantes benévolos. Asimismo, el Inca Garcilaso reafirma su identidad mestiza y señala su relación activa con los incas sobrevivientes del Cuzco, quienes le envían un memorial a fin de que tramite, a principios del siglo XVII, recompensas y exenciones de la corona española por haber colaborado con la conquista del Tawantinsuyu (Libro IX, Cap. XL). Los Comentarios reales son reales, pues, por verídicos y a la vez por aristocráticos. En esto no debe sorprender la coincidencia entre ambos conceptos, muy relacionados con la honra y la calidad de la persona de quien escribe como fuente última de la autoridad de la historia.
24 8. Segunda parte de los Comentarios reales o Historia general del Perú (1616-17). Según se señaló antes, las dos Partes de los Comentarios reales fueron concebidas inicialmente como una sola obra, una historia dinástica que incluiría a los últimos incas legítimos bajo la dominación española. La Segunda Parte, sin embargo, introduce un elemento novedoso: el que algunos conquistadores merezcan, por sus obras y valor, el título de incas. Entre ellos destaca principalmente el Capitán Garcilaso de la Vega Vargas, padre del Inca Garcilaso. La obra quedó terminada hacia el año 1612 y algunos ejemplares aparecieron en Córdoba en 1616. El Inca Garcilaso falleció entre el 22 y el 24 de abril de ese año. Antes de morir dejó encomendada la edición completa a la Catedral de Córdoba, donde ya había comprado una sección lateral, la llamada Capilla de las Ánimas, para ser enterrado. Ya desde algunos años antes, el Inca Garcilaso había adoptado órdenes menores dentro de la Iglesia. Por motivos no del todo claros, la mayor parte de la edición pasó a manos de la Viuda de Andrés Barrera, quien la imprimió “a su costa” (o sea, cubriendo los gastos). El título de Segunda Parte de los Comentarios reales se cambió a Historia general del Perú, quizá por ser más llamativo comercialmente. El Inca Garcilaso nunca se refirió a la Segunda Parte con ese título, por lo que se trata evidentemente de una imposición editorial póstuma. La mayor parte de ejemplares existentes lleva fecha, pues, de 1617, y una ilustración en la portada de la Virgen de la Inmaculada Concepción que difiere en tamaño de la más pequeña de los ejemplares de 1616. El texto interior permanece el mismo, dividido en ocho libros o secciones, y los encabezados indican como título de la obra “Segunda parte de los Comentarios reales”. La dedicatoria a la Virgen habla de la profunda vocación religiosa del Inca Garcilaso en sus últimos años. Por razones obvias, la dinastía incaica bajo la dominación española en el Perú tenía que negociar su situación. A la vez, los conquistadores luchaban entre ellos y con la administración virreinal para lograr un espacio de hegemonía y mantener sus privilegios en el nuevo reino asimilado a la corona de Castilla. Este complejo panorama es resuelto por el Inca Garcilaso no como un conflicto entre incas y conquistadores, sino entre todos ellos y el orden virreinal que se empieza a imponer con la promulgación de las Leyes Nuevas de 1542 y el paulatino afianzamiento de la burocracia española, especialmente bajo el gobierno del virrey Francisco de Toledo entre 1569 y 1581. Este fue el virrey que mandó apresar en Vilcabamba y ejecutar en el Cuzco en 1572 al joven inca Tupaq Amaru I, poniendo fin, así, a la sucesión legítima de los incas. Debe tenerse en cuenta que esta Segunda Parte de la obra desmiente algunos de los lugares comunes sobre los Comentarios reales como si fuera una apología cerrada del mundo incaico y un alegato anticolonial. Desde el principio, el Inca Garcilaso exalta las figuras de Francisco Pizarro, Diego de Almagro y Hernando de Luque como un triunvirato de mayor nobleza y trascendencia que los triunviratos que forjaron el origen del imperio romano. Fiel a su analogía de que el Cuzco era “otra Roma” bajo los incas, Garcilaso introduce el elemento heroico de los conquistadores como un factor imprescindible para entender la nueva sociedad andina bajo el mando de los conquistadores-encomenderos, concebidos de la manera paradigmática que ya se había esbozado para Hernando de Soto en La Florida del Inca. Así, los acontecimientos de la Segunda Parte están encaminados a resaltar los esfuerzos de los conquistadores como fundamentales para el triunfo de la fe católica y el engrandecimiento del poder real. El Inca Garcilaso atribuye a un malentendido y a la incompetencia del traductor Felipillo el que el inca Ataw Wallpa fuera apresado en 1532 y luego ejectutado en 1533. Pese a sus fuertes crítica de Ataw Wallpa como tirano, Garcilaso propone que si hubiera habido un mejor entendimiento entre los conquistadores y Ataw Wallpa se hubiera podido evitar el baño de sangre que rodeó la captura del inca (Libro I).
25 El ameno diálogo entre Ataw Wallpa, Vicente de Valverde y el “lengua o faraute” Felipillo nos muestra un inca agudo, de enorme curiosidad, que desbarata los argumentos más sólidos del Requerimiento (ultimátum que los españoles leían o recitaban a los pueblos por conquistar) y hace caer en contradicciones el discurso oficial. Por desgracia, la serie de malentendidos surgidos del “diálogo” de Cajamarca llevó a la pérdida del imperio. De ahí la importancia que el Inca Garcilaso le da a la traducción lingüística y cultural. Según él, muchos de los avances y virtudes de los gobernantes incas se hubieran conservado si los españoles hubieran hecho un mayor esfuerzo por entender al pueblo andino. Poco a poco van delineándose los argumentos de la obra, que no son del todo ajenos a los de la Primera Parte. Por un lado, tenemos el énfasis en la inmensa riqueza del territorio incaico, especialmente la cantidad de oro y plata que la corona de Castilla ha ganado desde la llegada de los conquistadores al territorio andino. Por el otro, la posibilidad de establecer y ejercer un gobierno que cuidara del “bien común” (frase que aparece numerosas veces en la obra) manteniendo la dignidad y privilegios de la élite incaica en alianza con los encomenderos, que pasarían a ser incas de privilegio por sus acciones en beneficio de la población indígena. Cuando el rey Carlos V decreta las Leyes Nuevas en noviembre de 1542, influido por Bartolomé de las Casas, y crea oficialmente el Virreinato del Perú, la gran mayoría de los 480 encomenderos del nuevo reino se sienten amenazados, ya que algunas de las nuevas normas los despojan del patrimonio que ellos sienten como suyo por el esfuerzo de sus brazos. La nueva estructura de los flamantes dominios pasa a ser centralizada bajo la autoridad de un representante directo del rey, y busca prevenir la perpetuación del poder económico de los conquistadores, que eran percibidos como sanguinarios y déspotas en relación con los indios, pero también como una aristocracia emergente que potencialmente podría desafiar el dominio político de la Corona. El Inca Garcilaso es explícito en su visión de lo injustas que resultaban algunas de esas leyes, pues desconocían los servicios prestados por los conquistadores y dejaban a sus hijos (como él mismo) en completo desamparo. La obra informa sobre la entrada de Francisco Pizarro al Cuzco en 1533, luego de la ejecución de Ataw Wallpa, la rebelión de Mankhu Inka en 1536, la intervención de la Virgen de la Ascensión y del Apóstol Santiago en favor de los españoles durante el cerco del Cuzco, y las guerras entre Pizarros y Almagros, hasta llegar al clímax narrativo, que se da entre los Libros IV y V, cuando Gonzalo Pizarro triunfa en Iñaquito y en Huarina (1546 y 1547) y es proclamado “inca” por los nativos, que saludan su entrada triunfal al Cuzco. Si bien Gonzalo Pizarro será abandonado más adelante por sus partidarios (incluyendo al padre del Inca Garcilaso), el retrato que el cronista nos deja es el de un hombre que sólo buscaba el “bien común” y la defensa de los intereses de los encomendederos. Sus virtudes personales (hidalguía, valor, entrega a una causa colectiva, astucia, destreza en las armas) lo convierten en un ser trágico ante las circunstancias. Si bien el Inca Garcilaso condena la rebelión contra el rey, como era de esperar según la censura de la época, sus simpatías hacia Gonzalo Pizarro y el tono melancólico en su descripción de la derrota del conquistador frente al Presidente La Gasca en 1548 revelan su desazón por la pérdida de tan valioso modelo de conducta. Sin tomar partido por ella, se detalla una posible alianza entre los encomenderos rebeldes y los incas de Vilcabamba, recomendada por Francisco de Carvajal, el llamado “Demonio de los Andes”, que fue el lugarteniente de Gonzalo Pizarro durante la rebelión. Dicha alianza, si bien nunca llegó a concretarse, incluía la formación de un gobierno independiente, que tendría como rey a Gonzalo Pizarro y como reina a una princesa de la realeza cuzqueña. En la práctica, hubiera significado la entronización de una estirpe de mestizos nobles que habría estado a cargo de la administración del inmenso territorio de los incas, como legítimos herederos de ambos grupos (ver el Cap. 8 de este libro). La otra rebelión importante, la de Francisco Hernández Girón, entre 1553 y 1554, carece de los mismos elogios y sentido trágico de la de Gonzalo Pizarro, quizá por carecer del elemento indígena contemplado en ésta.
26 Es en esta Segunda Parte de los Comentarios reales que uno encuentra la mejor justificación para el uso del título de “Inca” para Garcilaso de la Vega. Se sabe que los descendientes de las panaka o familias reales cuzqueñas sólo podían heredar el título por vía paterna. Es decir, a Garcilaso no le correspondía llamarse Inca porque su padre era español. Sin embargo, al ampliar el criterio de por qué su padre y otros conquistadores notables se habían comportado como verdaderos incas, Garcilaso asumía una posición novedosa en el panorama de los grupos sociales surgidos del Nuevo Mundo. No sólo se enorgullecía de ser mestizo, sino que asumía un papel dirigente basándose en las acciones y buen gobierno de su padre y otros conquistadores. Proclama la conveniencia del sistema de las encomiendas frente al de los corregimientos, que generalmente eran ejercidos por funcionarios por un tiempo limitado de seis años, los cuales no eran suficientes para cuidar del bienestar de los indios en el largo plazo. Las medidas que el padre del Inca Garcilaso realizó en el Cuzco durante su breve gobierno de año y medio prueban su capacidad de continuar con una labor de mejoramiento de las condiciones de vida de la población indígena, tal como los incas habían hecho antes de la llegada de los españoles. La “oración fúnebre” de homenaje a su padre que el Inca Garcilaso incluye en el Libro VIII, Cap. XII, y donde llama a su progenitor un “padre de la patria […] como hombre venido del cielo”, es muy reveladora en ese sentido (ver Rodríguez-Garrido 2000). Por eso, la sociedad ideal que Garcilaso exalta es la de la convivencia de conquistadores con incas, una especie de “edad de oro” en que la abundancia era la norma y la camaradería entre los españoles primaba sobre cualquier diferencia. Ya lo había mencionado en la Primera Parte: “en todos auia e∫te credito y fidelidad [a las prome∫as de palabra], y la ∫eguridad de los caminos que podía llamar∫e el siglo dorado" (Libro VIII, Cap. XVI). Se trataba, claro, de una idealización que no podía haber durado mucho por las constantes disputas entre conquistadores y por la resistencia incaica en Vilcabamba. En cualquier caso, tal arcadia social y natural de encomenderos aliados con incas solamente hubiera podido tener lugar de triunfar Gonzalo Pizarro y formar un reino independiente. A esto es a lo que David Brading se refiere como un “Sacro Imperio Incaico”, aun si formaba parte integral de la gran monarquía hispánica. Lo importante era la continuidad de encomenderos e incas a través de sus descendientes, los mestizos nobles. La obra concluye, como ya se había anunciado, “porque en todo sea tragedia”, con la captura y ejecución de Tupaq Amaru I en 1572. En esto el Inca Garcilaso muestra su indignación ante la dureza del virrey Francisco de Toledo y coincide con la posición de los jesuitas de preservar los privilegios e integridad de las élites indígenas siempre que se convirtieran a la fe cristiana. Pero no fue así. El poder de la burocracia castellana se impuso, con el consiguiente desmantelamiento de las estructuras económicas y sociales del mundo andino y la pérdida del “bien común” gozado durante la administración incaica. 9. La identidad americana. Los estudios garcilasistas se han enriquecido en las últimas décadas con la expansión epistemológica de las humanidades, que ha facilitado el cruce disciplinario hacia las ciencias sociales y las llamadas ciencias “duras”. De este modo, a la imagen tradicional de un Inca Garcilaso aculturado y estrictamente humanista, de un escritor estetizante en el sentido moderno del término, se han añadido nuevas perspectivas sobre su producción que nos permiten ver a un sujeto mucho más complejo y problemático que el del convencional mestizo europeizado. Su carácter bicultural se manifiesta de manera sutil, pero visible en numerosas instancias. Coincidiendo con el neoplatonismo de Hebreo y su tendencia armonizante del universo, el Inca Garcilaso se sitúa también en una visión andina que otorga validez a elementos que pertenecen a distintos universos culturales.
27 Así, por ejemplo, en el famoso pasaje sobre una piedra de oro (Primera Parte de los Comentarios reales, Libro VIII, Cap. XXIV) que los españoles “miraban por co∫a marauillo∫a”, mientras que los indios “la llamauan Huaca, que como en otra parte diximos entre otras muchas ∫ignificaciones que e∫te nombre tiene, vna es dezir admirable, co∫a digna de admiraciõ por ∫er linda, como tãbien ∫ignifica co∫a abominable por ∫er fea”, y añade, situándose en una postura dual: “yo la miraua con los unos y con los otros”. (Un análisis de este pasaje puede verse en nuestro Cap. 12). Esta división de miradas, con los españoles y con los indios, le permite oscilar de uno a otro grupo sin traicionar por ello una visión pretendidamente integral de la historia y la sociedad andina. Sin embargo, no en todos los casos la fusión de elementos es posible, lo que ha llevado al gran crítico peruano Antonio Cornejo Polar (1993) a hablar de un “discurso de la armonía imposible”, en el cual el mestizaje no es una visión armónica ni monolítica del mundo, sino una identidad fracturada, llena de fisuras, en constante negociación para poder situarse en un mundo de cambios acelerados y constante discriminación. El carácter migrante del Inca Garcilaso se manifiesta en por lo menos cuatro aspectos: la migración lingüística (del quechua al castellano), la migración onomástica (de Gomes Suárez de Figueroa a Inca Garcilaso de la Vega), la migración geográfica (del Cuzco a Andalucía) y la migración discursiva (de los relatos orales en quechua oídos en su infancia a la alta retórica historiográfica del siglo XVI) (ver Mazzotti 2010 y Cap. 12 de este libro). Estas migraciones nunca son completas ni borran necesariamente las marcas del punto de partida. Suelen derivar en una reconstrucción identitaria que recoge elementos de ambos extremos de la experiencia. Tanto en la perspectiva como en la prosa misma del Inca pueden verse las marcas de dichas migraciones, aunque no siempre de manera evidente (ver Mazzotti 1996a: Cap. 2, y Fernández 2004). Más allá de modernizar al Inca Garcilaso y hacerlo aparecer como un adelantado del multiculturalismo, hay que considerar las jerarquías que él conserva en cuanto a sus orígenes estamentales aristrocráticos y su cuzcocentrismo flagrante. Asimismo, hay que ponerlo en perspectiva en cuanto a su relación con el sistema “colonial”. En todo momento admite la superioridad de la fe católica y la necesidad de la presencia española, si bien discrepa del sistema imperante, el de la centralización burocrática del estado virreinal. Su visión política apuesta por una conjunción ideal dentro del sistema encomendero entre conquistadores y nobles incaicos, todo con miras a fortalecer el cuidado por el “bien común”, tan caro a los incas (ver Mazzotti 2011 y Cap. 9 de este libro). En suma, un hombre de su tiempo, pero que aún conserva su actualidad por plantear problemas que, en buena medida, siguen siendo los mismos de millones de latinoamericanos y sus migraciones el día de hoy.
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Capítulo 1 Otros motivos para la Traduzion: el Inca Garcilaso, los Diálogos de amor y la tradición cabalística* 1. Una pregunta abierta. ¿Por qué escogió el Inca Garcilaso a León Hebreo como objeto de su traducción? La interrogante ha rondado los estudios garcilasistas desde hace varias décadas y las respuestas han sido vastas y, en algunos casos, complejas. Superados los tiempos en que el ilustre garcilasista José Durand atribuía la traducción de los Dialoghi d'amore a un simple ejercicio preparatorio para sus obras mayores, especialmente los Comentarios reales, aparecen a la vista nuevos y más convincentes razonamientos3. Aurelio Miró Quesada se pregunta también
•
¿Por qué se aficionó y por qué tradujo [Garcilaso] a León Hebreo? ¿Qué correspondencia encontró en él? ¿Qué influencia pudo recibir del armonioso despliegue metafísico del neoplatónico judío? […] En todo caso, relegada a un segundo plano por sus producciones posteriores, la traducción de los Diálogos de amor no puede considerarse como un hecho casual o un simple elemento de recreo, sino revela, sin lugar a duda, la afinidad esencial del espíritu del Inca con una filosofía de medida, de ponderación y de concierto (Miró Quesada 1994a: 144).
Miró Quesada propone un elemento de juicio que profundiza en el conocimiento del Inca: la dimensión subjetiva y las afinidades éticas y estéticas (como la ponderación y el concierto) entre Garcilaso y Hebreo4.
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Una versión anterior de este capítulo aparece en Identidad(es) del Perú en la literatura y las artes, ed. por Fernando de Diego, Gastón Lillo, Antonio Sánchez Sánchez y Borka Sattler (Ottawa: University of Ottawa, 2005, pp. 197-216) y en Franqueando fronteras: El Inca Garcilaso y La Florida del Inca, ed. por Raquel Chang-Rodríguez (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2006, pp. 127-144). 3
Sostenía Durand que “sus trabajos anteriores [a los Comentarios reales] serán un puro ejercicio. Un ejercicio de grandes dimensiones, como es su clásica traducción española de los Dialoghi d'Amore […]” (Durand, “El Inca Garcilaso, historiador apasionado” 161).
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Entre las afinidades identificadas por Miró Quesada están el afán por precisar y distinguir entre los elementos de un mismo conjunto (como hará más tarde Garcilaso al discernir a los incas de otros grupos indígenas), la jerarquización progresiva dentro de un orden cósmico y universal (como en el ascenso de los incas al poder y su posterior intuición del Dios cristiano), y el equilibrio entre las partes y el todo (lo que puede cotejarse con el orden dado a las provincias y regiones dentro de la composición urbana y demográfica del Cuzco) (Miró Quesada 1994a: 145–146; las comparaciones son mías).
30 Por su lado, Miguel de Burgos Núñez se refiere en su Introducción a la edición facsimilar de la Traduzion a la revalorización garcilasiana de la cultura incaica tal como el resto de humanistas revalorizaba las antiguas culturas clásicas, hecho patente en los Dialoghi también5. Y más recientemente, Doris Sommer sugiere que la técnica dialógica, la seducción que ejerce Sofía sobre Filón haciéndolo hablar fluidamente, es un modelo estratégico para la autoridad y la gracia que adquiere el estilo narrativo y argumentativo de los Comentarios, y pasa a constituir parte esencial, y no mero ejercicio preparatorio, de la obra mayor del Inca. Estas tres últimas propuestas me parecen muy válidas, y lo que aquí diré servirá más bien de “commento y glo∫a” a lo ya entregado por tan ilustres colegas. Me interesará poner primero el acento en la relación entre los Dialoghi y la Cábala, y luego en las posibles analogías que se vislumbran en cotejo con algunos rasgos del pensamiento mítico andino. Por supuesto que las semejanzas no son siempre cercanas y hasta la misma presencia de la Cábala en Hebreo forma parte de un sincretismo típico del neoplatonismo renacentista. Por eso, es difícil hablar de los Dialoghi d'amore como un texto cabalístico per se, y nada más lejos de mi intención aquí6. Sin embargo, mi preocupación viene del hecho de que nunca se ha examinado la importancia de la tradición cabalística presente en la obra de Hebreo en relación con las ya mencionadas analogías que ésta revela frente a algunos rasgos de la mitografía andina. A partir de un recorrido por los mitos presentes en los Diálogos Segundo y Tercero y por los ciclos cosmogónicos de destrucción y refundación (interpretaciones cabalísticas del Antiguo Testamento y de los mitos platónicos en el Timeo y El Banquete), argumentaré provocadoramente que el Inca Garcilaso encontró en los Dialoghi no solamente un modelo de armonización universal de distintas culturas, como propone Miró Quesada, sino también una semejanza con antiguos relatos andinos de ordenamiento incoativo, que le resultarían familiares dada su experiencia como quechuahablante durante sus primeros veinte años de vida en el Cuzco. De este modo, profundizaré en la complejidad del sujeto de escritura garcilasiano desde mucho antes de los Comentarios reales y finalizaré reflexionando sobre la multiplicidad posicional del sujeto mestizo que se encuentra presente desde la primera obra publicada por Garcilaso. Esta multiplicidad formaría parte de una estrategia de re-creación de las agencias étnicas americanas utilizando los recursos y los textos más prestigiosos del Renacimiento tardío. De ahí que pretenda hablar de esa subjetividad y su expresión fuera del sambenito de que se reducen a un producto labrado sólo a partir de la experiencia europea. En otras palabras, trazaré una trayectoria que va del Nuevo Mundo hacia Europa y no solamente al revés, sin intentar contradecir, sino, todo lo contrario, afirmar la complejidad de la obra de Garcilaso y la posibilidad de complementar las valiosas contribuciones anteriores.
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La explicación de Miguel de Burgos Núñez señala: “Probablemente habría que suponer que desde el entorno humanista que está cristalizando en el Inca, éste imaginara que la cultura incaica, su revalorización, podría ser semejante a la revalorización que el humanismo renacentista estaba llevando a cabo del mundo antiguo griego, de Platón, de Aristóteles y otros, tal como León Hebreo evidencia en sus Dialoghi” (Burgos: 21). Aquí se utilizará esa edición facsimilar para toda referencia a y citas de la obra de Hebreo. 6
Lo afirma también Marco Arani: “I Dialoghi d'Amore non sono un libro cabalistico, ma un opus sincretistico nel quale molteplici metafore, tratte dalle gnosi ebraica, neoplatonica, araba e cristiana, si condensano intorno ad un immaginario della dualità che è il cardine su cui si construiscono il dialogo tra Filone e Sofia, la teoria del doppio allegorico, la definizione di Amore come incessante dialettica di mancamento e desiderio, di molteplicità e unità” (Arani: 45).
31 2. Razones y prohibiciones. Como sabemos, los tratados y diálogos amorosos de corte neoplatónico eran abundantes en la bibliografía cuatrocentista y quinientista. Basta recordar, entre los más famosos, el Commentarium in Convivium de amore (1484) de Marsilio Ficino, el Amor dalle cui (1486) de Girolamo Benivieni, discutido en el Commento de Pico della Mirandola, Gli asolani (1517) de Pietro Bembo, el Libro di natura d' amore (1525), de Mario Equicola, Il libro del Cortegiano (1528) de Baltasar Castiglione, La Raffaella ovvero delle belle creanze delle donne (1538) de Alessandro Piccolomini, repudiada por el propio autor más tarde en sus Orazione in lode delle donne (1549), Il Raverta (1545) de Giuseppe Betussi, el Dialogo della infinità di amore (1547) de Tullia D'Aragona, los Dialoghi (D'amore, de' rimedi d'amore, dell'amor fraterno, etc., 1562) de Ludovico Domenichi, L'inamorato (1565) de Brunoro Zampeschi e, incluso después de la Traduzion, los Dialoghi (1596) de Sperone Speroni, y en el Perú la Miscelánea austral (Lima, 1602), de Diego Dávalos y Figueroa (al menos en sus Coloquios I al XXVII). Sin embargo, el Inca escogió a León Hebreo y publicó en 1590 en Madrid su Traduzion del indio de los tres Diálogos de amor, basándose posiblemente en la edición princeps en italiano de los Dialoghi d'amore, aparecida en Roma en 15357. Había ya para entonces nueve ediciones de la obra de Hebreo en la lengua de Dante, una traducción al latín por Juan Carlos Sarraceno en 1564, cinco traducciones al francés y dos al español, por Guedella Yahía en 1568 y Micer Carlos Montesa en 1582 (v. Gebhardt: 116–117; MacKehenie: 635; Soria: 21– 22). Si Garcilaso conoció las traducciones al español antes de emprender la suya es tema que aún no se ha terminado de definir8. Lo cierto es que todos los críticos coinciden en que la calidad de la traducción del Inca es superior a la de sus antecesores, juicio difundido desde tiempos de Menéndez Pelayo, y no sin razón9.
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Para la hipótesis de la edición princeps como texto base, Burgos se apoya en indicios textuales que la diferencian de las ediciones italianas posteriores a partir de la segunda, de 1541. V. Burgos: 61, n. 51.
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El asunto es abordado por MacKehenie, quien realiza el valioso cotejo entre las tres traducciones al español, incluyendo la de Garcilaso. MacKehenie concluye que difícilmente Garcilaso tuvo acceso a las dos traducciones anteriores.
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La comparación con las traducciones previas va acompañada de la comparación con el original, de la cual la Traduzion de Garcilaso sale airosa: “Aunque el Inca Garcilaso, como él gustaba de llamarse, se preciase por aquel entonces más de arcabuces y de criar y hazer caballos que de escribir libros, es grande ya en la versión de aquel libro filosófico que él devolvió a España, primera patria de su autor, la belleza y gallardía de la prosa, que tanto contrasta con el desaliño del texto en italiano, traducción poco esmerada del castellano o del hebreo” (Menéndez Pelayo, Antología CLXII, cursivas en el original). El tema de la lengua original de los Dialoghi ha sido ampliamente discutido. El Inca Garcilaso se inclina por pensar, más bien, que los Dialoghi fueron escritos directamente en toscano o italiano (Traduzion, “A Don Maximiliano de Austria”, f. s. n.), en contraste con la opinión de Montesa, que declara en el Prólogo de su traducción que el original de Hebreo fue escrito en español y luego vertido al italiano por el mismo autor, opinión que sigue parcialmente Menéndez Pelayo. Para más detalles v. Durand (“La biblioteca…” 249), que menciona el posible conocimiento que Garcilaso tuvo de esa traducción de 1582 a partir del parentesco de Montesa con el Pacificador la Gasca, personaje de enorme gravitación en el debelamiento de la rebelión de Gonzalo Pizarro en 1548.
32 El propio Garcilaso expone las razones de su selección en las cartas-proemio y dedicatorias de la edición de 1590, muy dentro, ciertamente, de la retórica de la laudatio. En la dedicatoria al Rey, señala que la primera razón es la excelencia de Hebreo; la segunda, el entregar a Su Majestad “un tributo […] por vue∫tros va∫allos los naturales del Nueuo Mundo, en e∫pecial […] los del Pirú”; la tercera razón es el servir con la pluma y no sólo con la espada al Rey, como había hecho antes, durante la rebelión morisca de las Alpujarras; y la cuarta razón consiste en la condición de inca del traductor, con lo que declara su “∫ervitud y va∫allaje”, pues tan noble linaje andino como el suyo se había engrandecido con la presencia de la fe cristiana (v. la dedicatoria a la “Sacra Católica Real Majestad”). Nótese, sin embargo, que la posición del traductor como “indio” desde el mismo título, y como “Inca” desde el pseudónimo que firma en perfecto español, forman parte de un “desdoblamiento”, según lo llama Susana Jákfalvi-Leiva, que tiene como fin dar a conocer un sector aristocrático y, por lo tanto, distinguible del espectro indígena anterior; un sector que sin perder su especifidad americana se acomoda a los vaivenes de la política imperial y se ofrece a sí mismo como parte añeja dentro de un proyecto cristiano universal10. Una de las razones que me llevó a investigar los rasgos cabalísticos de Hebreo y su interdependencia con el pensamiento mítico en general fue la prohibición de los Dialoghi a partir del Índex de 1612 y luego los pasajes expurgados a partir del Índex de 1620. Originalmente, fue Menéndez Pelayo el primero que señaló que la Traduzion había sido recogida por la Inquisición. Según el crítico montañés, en su Historia de las ideas estéticas en España de 1883,
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La Inquisición puso en su Índice la traducción del Inca, pero no las demás. Sin duda fue por algunos rasgos de cabalismo y teosofía, que Montesa atenuó o suprimió. Sin embargo, la traducción del Inca había sido examinada y aprobada, según él dice, por tan doctos y piadosos varones como el jesuita Jerónimo de Prado, comentador de Ezequiel, y el agustino Fr. Hernando de Zárate, autor de los Discursos de la Paciencia Christiana (Menéndez Pelayo [1883] 1940: 14).
En el Prólogo-dedicatoria de la Historia general del Perú, Garcilaso se aviene a la prohibición, aludiendo simplemente que el libro “no era para el vulgo”:
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Por lo qual, con ju∫to acuerdo, la Sancta y general Inqui∫ición de∫tos Reynos, en e∫te último expurgatorio de libros prohibidos, no vedandolo en otras lenguas, lo mando recoger en la nue∫tra bulgar, porque no era para bulgo (Inca Garcilaso de la Vega, Segunda Parte de los Comentarios reales, “Prólogo a los Indios, Me∫tizos, y Criollos de los Reynos, y Prouincias del Grande y Riqui∫∫imo Imperio del Peru”, f. s. n.).
Propone Jákfalvi-Leiva: “en la selección genérica de la traducción está implícita –y explícita en las cartas-proemio– la idea de que sólo mediante la capacidad de conversión y desdoblamiento era posible que un elemento periférico al sistema de comunicación en circulación en aquel momento histórico fuera efectivamente leído” (15). Este desdoblamiento surgiría como parte de la necesidad de mantener formas y estrategias culturales sin sucumbir completamente a la monoglosia de un discurso dominante y a una sola manera de sentirse español. En un trabajo sobre los Comentarios reales, Beysterveldt propone también la mirada ambivalente desde el estatuto mestizo y aristocrático de la voz garcilasiana, y las maneras como busca su acomodamiento dentro del universo social de la época. He desarrollado este tema en mi estudio Coros mestizos del Inca Garcilaso.
33 Sin embargo, Carmelo Sáenz de Santa María (XLIII-XLIV) se encargó de esclarecer que la prohibición en realidad consistía sólo en la expurgación de algunos fragmentos de los Diálogos y, más aún, que la censura se pergeñó sobre la base de la traducción al latín hecha por Sarraceno en 1564 y no sobre las traducciones al español. No habría habido, pues, una prohibición específica de la traducción de Garcilaso frente a las otras por los elementos cabalísticos y teosóficos que conservó del original en italiano o, como veremos más adelante, de la versión en latín. Sea como fuere, son los supuestos motivos de la prohibición señalados por Menéndez Pelayo, es decir, los contenidos cabalísticos y teosóficos que Carlos Montesa aminoró en su traducción de 1586 y que Garcilaso conservó fielmente, los que nos pueden conducir a desmadejar este hilo de Ariadna hacia niveles de significación más complicados que los señalados por el ilustre don Marcelino. 3. Difusión de la Cábala en el siglo XVI. Resulta muy ambicioso imaginar un panorama completo de la difusión y repercusiones de la Cábala hispanohebrea durante el siglo XVI y mucho más durante el Renacimiento en general. Los grandes trabajos de Scholem, Beitchman, Wirszubski, Blau, Muñiz-Huberman y otros han puesto en evidencia que la Cábala (o en hebreo “recepción”) tuvo su momento de difusión principal a partir de la década de 1290, cuando los manuscritos del Zóhar o Libro del esplendor empezaron a circular en España. Gershom Scholem demostró que Moisés de León, el autor del Zóhar, no se había basado en un manuscrito arameo del siglo II d. C. según declaró para autorizar su propio texto. Aunque la tradición de interpretación de la Torá a partir de las relaciones y sugerencias de las palabras que la constituyen se remonta a muchos siglos antes (Blau: 3–7), se consolida a partir del Zóhar como una de las prácticas del saber esotérico más complejas y atractivas del siglo XIII en adelante. Básicamente, la Cábala plantea el estudio de la relación entre un Dios incognoscible e incomprensible en sí mismo por la mente humana y sus manifestaciones visibles y espirituales en el universo. Propone por eso el estudio e interpretación de las séfirot o emanaciones de Dios mediante las cuales el ser humano puede acercarse al conocimiento de la divinidad. Dios, al crear el mundo y los cielos, se separó de ellos dejando como parte de su presencia esas emanaciones o reflejos que según el Zóhar son diez: “Gloria, Sabiduría, Verdad, Bondad, Poder, Virtud, Eternidad, Esplendor, Fundamento y una letra A (álef) impronunciable, que sería el verdadero nombre de Dios” (Muñiz-Huberman: 14–15). Algunos cabalistas incluso proponen que las Sagradas Escrituras contienen combinaciones de letras que conducen a los nombres y variantes de las emanaciones, y que la labor del exégeta bíblico debe ser la de relacionar las 22 letras del alfabeto hebreo y las palabras de las Sagradas Escrituras para llegar a esos nombres, forma de presencia privilegiada de la divinidad en el mundo sublunar11.
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Blau describe tres métodos que fueron utilizados desde tiempos pre-Zoharianos para lograr el desciframiento e interpretación de la Torá. El primero, la Gematria, consistía en asignar a cada letra del alfabeto hebreo un valor numérico, de modo que algunas sumas de los valores de las palabras podían equivaler a otras sumas y funcionar como la base de un sistema de combinaciones y alteraciones textuales casi infinitas. El segundo, el Notarikon, era un sistema de acrósticos que combinaba las letras iniciales y finales de una o más frases para revelar una palabra oculta. El tercer sistema era la Themurah, o “transposición”, que alteraba el orden de las letras para crear anagramas con mensajes invisibles en una primera lectura del texto. Ver Blau: 8–9.
34 La Torá es, pues, un organismo vivo que encarna el cuerpo de Dios y cuyo sentido verdadero o ánima sólo se alcanza mediante su interpretación y su expresión oral12. Después de todo, Dios dictó su palabra a los profetas y estos sólo la pusieron por escrito, perdiendo así mucho del significado original del mensaje divino. Las interpretaciones del Zóhar y de los textos cabalísticos posteriores sirvieron para el desarrollo de una corriente fundamental de misticismo dentro del judaísmo; corriente destinada a encontrar las vías de reunificación del hombre con la divinidad. A la vez, durante el Medioevo, la Cábala se enriqueció con lecturas platónicas y aristotélicas que buscaban apoyar la certeza de una verdad divina revelada de distintas maneras a las culturas antiguas. Se dice, incluso, que la Cábala adquirió su auge en oposición al racionalismo de Maimónides, que había pasado poco a poco a constituir una corriente de pensamiento hegemómico dentro del judaísmo. Los pensadores cristianos, como Raimundo Lulio, entre los siglos XIII y XIV, intentaron adaptar el complicado sistema numerológico y cosmogónico de la Cábala para probar que el cristianismo constituía sin duda alguna la verdadera fe. Más tarde, y para apurar el recuento, humanistas como Ficino y, sobre todo, Pico della Mirandola, asumieron muchos de los mismos principios, buscando la compatibilidad del neoplatonismo y su teoría de los recuerdos o reminiscencias con el sistema de las esferas y las emanaciones divinas que aportaron los cabalistas13. Por supuesto que habría mucho más que decir sobre el tema, pero las limitaciones de espacio me obligan a entrar de una vez en nuestros autores, es decir, León Hebreo y el Inca Garcilaso. En el primero, sobre todo, veremos cómo el desarrollo del neoplatonismo se cubre de algunos elementos de la Cábala que le dan a su obra, los Dialoghi d'amore, ese lugar privilegiado dentro de los tratados de amor escritos entre fines del siglo XV y las primeras décadas del XVI14. 4. La Cábala en los Dialoghi: rasgos específicos. Como se dijo antes, Menéndez Pelayo fue el primer crítico en atribuir rasgos cabalísticos a la obra de Hebreo, precisamente para ilustrar las razones de la supuesta prohibición individual a la Traduzion de Garcilaso. Ya los Índices de 1612 y de 1620 (de Sandoval) incluyen la obra como no apta para cristianos, aunque sin especificar por qué.
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Recordemos que la Torá (del hebreo torah o instrucción) es sólo una de las partes de la biblia hebrea, que designa sus cinco primeros libros o Pentateuco (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio). 13
Swietlicki nos recuerda que “Of Pico's famous nine hundred theses (the Conclusiones), forty-seven were drawn from Cabalistic sources and twenty-five were his own Cabalistic deductions on other sources” (Swietlicki 9). Quizá porque, como señala Fusaro, “Pico ha la convinzione di scoprire che, sotto un' apparente diversità di manifestazioni di pensiero di popoli diversi e lontani fra loro, si cela un senso unico che attesta la dignità dell' uomo e il suo valore predominante nell' universo, l' amore universale che lega le creature fra di loro e le creature a Dio, l' immensa varietà delle cose in tutto il creato come segni della parola di Dio” (Diego Fusaro en http://filo3000.supereva.it/ficino.htm?p) 14
Según nota del propio Garcilaso, Hebreo terminó su obra en el año judío de 5262 (es decir, aunque los cálculos no son precisos, entre 1502 y 1506), y él su traducción en 1586 (Traduzion f. 190r).
35 Al revisar los pasajes expurgados en el Índex de 1632 (cuando ya Garcilaso estaba bien muerto), encontramos que, en efecto, la mayor parte de las razones de la censura tiene que ver con la presentación de la Cábala. Se trata de una censura a todas las ediciones de los Dialoghi, según hemos señalado, aunque las citas de los pasajes expurgados vienen directamente de la traducción al latín por Sarraceno en 156415. Andrés Soria ha identificado dichos pasajes, y nos dice que se expurgaron
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del diálogo I, la frase /el perfecto amor/ “…ni se gobierna jamás por la razón, que rige y conserva al hombre”, aunque se deja intacta toda la discusión sobre la oposición entre amor y razón. Quizá se vio en esta frase una actitud contraria al libre albedrío. En el diálogo II se suprime la frase “si ya no hubiese sido tanta la divina piedad que le hubiese dado manera de poderse remediar”, aplicada a la posibilidad de perdón para el alma malvada, una vez separada del cuerpo. También aquí el inquisidor ha borrado un párrafo interpretable en el sentido protestante de la contraposición entre fe y obras. Con todo, queda incólume toda la interpretación alegórica de los mitos, que preocupaba a los censores portugueses16. En el diálogo III las supresiones son más abundantes, y esta vez se dirigen contra la astrología y la cábala: así se manda borrar la explicación de que los cielos se disuelven cada cuarenta y nueve mil años, y la adaptación del mito del andrógino a la creación de Adán y su exégesis alegórica (Soria: 40–41).
La teoría sobre el origen del mundo y sus sucesivas destrucciones y re-creaciones, así como el carácter andrógino de Dios, parecen haber constituido los blancos favoritos de la Inquisición. Según Hebreo o, mejor, su portavoz Filón, el mundo celestial y el terrenal sufren una serie de ciclos de creación y destrucción de acuerdo con determinado número de años, que se distribuyen en periodos menores de siete mil años para la renovación del mundo sublunar y de cincuenta mil para la renovación de todas las esferas celestiales. El Caos vuelve a primar debido a la separación de materia y forma.
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Que Garcilaso conocía la traducción al latín de Sarraceno es seguro. No sólo lo declara en su Dedicatoria a Maximiliano de Austria de la Traduzion, sino que la versión de Sarraceno es la única que presenta apostillas (en comparación con las ediciones italianas y las dos traducciones anteriores de 1568 y 1582 al castellano) que Garcilaso traduce en su mayoría. Es fácil hacer el cotejo a partir del “RERUM OMNIUM / INSIGNIORUM, QUAE / ∫par∫im toto opere pertractantur, co- / pio∫i∫∫imus atque loupleti∫∫imus / Index alphabetica ∫erie dige∫tus, / & mira quadam facilitate / di∫tributus” o índice de temas que antecede la versión en latín. La Traduzion de Garcilaso presenta una Tabla muy similar de temas importantes al final de la edición de 1590. Muchos de los títulos relacionados con la Cábala, el andrógino original, y el Sol aparecen prácticamente calcados, como veremos más adelante.
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El mismo Soria señala que “el Índice portugués de 1624 veta la obra 'Quoniam multis scatet iudaicis ac Platonicis fabulis, quas alegorice interpretantur, iis poterunt' apuntando al diálogo II” (Soria 40). En efecto, como más adelante veremos, los mitos de Demogorgon y los del origen del mundo constituyen un aspecto fundamental para nuestra reflexión sobre el pensamiento mítico común a Hebreo y la cosmovisión andina.
36 La conjunción de ambas permitía explicar la realidad terrenal y celestial que dependen de la voluntad de Dios. Al permitir éste que uno de los cuatro elementos (tierra, agua, aire, fuego) prime sobre los demás, vuelve el mundo subceleste a su estado de disolución original hasta que la misma voluntad divina separe los elementos y los insufle nuevamente con las reminiscencias de las formas ideales17. El periodo de vuelta al Caos cada seis mil años seguido por un milenio llamado shemita en hebreo es reproducido en las esferas luego de cuarentainueve mil años, a los que siguen mil años de Caos18. Este último periodo es llamado yovel “que en latín quiere dezir Jubileo y vuelta de lo recibido” (Traduzion f. 193v; v. también Pines 370). Este gran Jubileo cósmico ocurre cuando la octava esfera completa una revolución (Traduzion f. 193r). La propuesta de los ciclos cósmicos tiene su origen en un sector del cabalismo radical, como lo llama Gershom Scholem, y se transmitió desde Isaac de Acre, en el siglo XIII, hasta Isaac Abrabanel, padre de Yehudá Abrabanel, nuestro León Hebreo, plasmándose finalmente en los Dialoghi19. Asimismo, en el Diálogo Tercero (ff. 182v-183r), Filón y Sofía discuten sobre el origen del mundo, y plantean tres teorías: la aristotélica, que propone la eternidad de la creación; la de Platón, que sustenta que sólo el caos es eterno junto con Dios, y que de éste Dios creó el mundo; y la de los “fieles y todos los que creen en la ∫agrada ley de Moysen”, que plantean que sólo Dios es eterno y que éste creó el mundo de la nada. Curiosamente, la doctrina de Platón en el Timeo aparece aquí expuesta como segunda posibilidad y es atribuida a una posible lectura e interpretación que Platón habría hecho de la ley mosaica, a su manera, convirtiéndose así, para Hebreo, en uno de los primeros cabalistas de la historia (Traduzion ff. 231r-231v)20. 17
Dice Filón: “De los ∫iete mil años, los ∫eys mil e∫ta ∫iempre brotando el Chaos de los inferiores cuerpos, y acabados e∫tos, dizen que recogiendo en ∫i toda co∫a, se reposa en el ∫iete mille∫imo año; y en aquel e∫pacio de tiempo concibe para nueva generación para otros ∫eis mil años” (f. 190r). 18
Esta renovación cosmogónica es descrita así: “[…] corrompido el mundo inferior ∫iete vezes de ∫iete mil en ∫iete mil años, viene a di∫∫oluerse el cielo cõ todo el lleno; y toda co∫a buelue al Chaos, y a la materia primera. Y e∫to viene a ∫er vna vez de∫pues de pa∫∫ados quarenta y nueue mil años” (f. 190v). 19
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En su libro Kabbalah, explica Scholem que “a […] radical doctrine came into being in the 13 century, according to which the world-process lasts for no less than 18,000 jubilees (Bahya b. Asher, on the Torah portion Be-Ha'alotekha). Moreover, the actual chronology of these calculations is not to be taken literally, because the Sefer-ha-Temunah teaches that in the seventh millennium there sets in a gradual and progressive retardation in the movement of the stars and the spheres, so that the measurements of time change and become longer in geometrical progression. Fifty thousand “years” therefore becomes a much longer period. Hence, other kabbalists, and Isaac of Acre in particular, arrived at truly astronomical figures for the total duration of the world. Some kabbalists thought that after each “great jubilee” a new creation would begin ex nihilo, a view which passed from Bahya b. Asher to Isaac Abrabanel, and from him to his son Judah, who mentioned it in his famous Italian work, Dialoghi d'Amore” (Scholem: 121). 20
Shlomo Pines revela que el Génesis podría llevar a una interpretación parecida a la de Platón si se atiende al significado de los vocablos equivalentes a “mundo” y “caos”. De este modo, en los Dialoghi Platón es preferido a Aristóteles precisamente en función de su supuesto conocimiento de las Sagradas Escrituras. V. en concreto Pines 368–369. Por su lado, Swietlicki propone que “In the dialogues, Hebreo includes Cabalistic references to the secret oral tradition of Adam, Moses, and their successors and to the Judaic Jubilee as signifying 50,000–a type of apocalyptic speculation that also interested Fray Luis. León Hebreo’s syncretic treatment of Plato, seeing him and other ancient philosophers as Cabalists, explains why Johannes Pistorius includes the Dialoghi in his Ars Cabalistica […] along with the works of Reuchlin and Paolo Ricci” (Swietlicki: 38). Se refiere Swietlicki a la Artis Cabalisticæ Scriptores, publicada en Basilea en 1587, en que Johannes Pistorius incluye la traducción de los Dialoghi al latín de Sarraceno publicada en 1564.
37 Esta concepción del tiempo como discurrir circular, con sus ciclos cosmogónicos de creación y destrucción, es consistente con lo que se sabe de los paradigmas culturales de toda sociedad de pensamiento mítico (v. los clásicos trabajos de Mircea Eliade citados en la Bibliografía). Asimismo, los tiempos primordiales tienden a repetirse mediante su actualización en ritos que sólo simulan el acto fundador de la divinidad. En el caso de la Cábala, el problema se complica pues la lectura e interpretación del Antiguo Testamento, que no es otra cosa que la palabra de Dios escrita y centinela de un significado oculto que el cabalista experto debe descifrar, puede llevar a que las combinaciones de letras del alfabeto hebreo reproduzcan parcialmente el poder divino de la creación y ejerzan un poder transmutativo sobre la materia. De ahí la relación tan estrecha entre Cábala y magia blanca, aunque en el caso de Hebreo el interés por la Cábala tiene más rasgos teológicos y filosóficos que otra cosa, y tiende a buscar una explicación universal de la conjunción con la divinidad a través del amor, lo que lo diferencia del neoplatonismo de Ficino, por ejemplo (Pines: 367). Otro rasgo importante que nos servirá para establecer los puentes con Garcilaso es el de la existencia de un dios creador andrógino y de otros personajes andróginos de carácter o cercanía divina, según la explicación que hace Hebreo de los mitos platónicos en El Banquete, por un lado, y de las Sagradas Escrituras, por el otro. Habría que referirnos concretamente al mito sobre el Andrógino arrogante que es castigado por los dioses y separado por mano del dios Apolo. “El amor, reconciliador, y reintegrador de la antigua naturaleza” (Traduzion f. 227v) encontraría su razón de ser en la reconstitución de este ser dividido en dos mitades que se buscan y tratan de amalgamarse una vez más. Curiosamente, en cuanto se refiere a Adán, Filón señala que: “Quiere dezir que Adam, que es el primer hombre, al qual crio Dios en el ∫exto dia de la creaciõ, ∫iendo vn ∫upue∫to humano, contenía en si macho y hembra ∫in diui∫iõ, y por e∫to dize que Dios crio a Adam à imagen de Dios, macho y hembra los crio” (Traduzion ff. 230r-230v). Este Andrógino bíblico, Adán, fue aquel “del qual tomaron Platon, y los Griegos aquel Androgeno antiguo medio macho y medio hembra” (Traduzion f. 230r). Lo que llama la atención es que Dios mismo es descrito como andrógino, pues de él nace el modelo de la androginia original de la humanidad. Mantengamos en cuenta este elemento, pues será tema grato a los estudios andinos, y veamos otros casos. Un tercer rasgo señalado como aspecto de la Cábala es la completa sexualización del universo. No me refiero sólo a las jerarquías cósmicas identificadas como cielo macho y tierra hembra, tan minuciosamente detalladas en el Diálogo Segundo. También hay que subrayar que, siguiendo con su interpretación de Platón, Filón afirma que
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Dios no es formado, ni tiene forma, pero es ∫umma forma en ∫i mi∫mo: de quien el Chaos y todas ∫us partes participan forma: y de ambos ∫e hizo el mundo formado, y todas ∫us partes formadas. El padre de los quales es aquella diuina formalidad, y la madre es el Chaos, ambos ab eterno (Traduzion f. 187v).
Forma y materia se conjugan y la segunda es modelada por la primera, en lo cual no deja de haber también rasgos petrarquistas.
38 Sin embargo, ya Beitchman había notado, siguiendo el planteamiento de Waite, que esta sexualización de los Dialoghi es común con el Zóhar, y se relaciona con el mundo celeste, “en el que Dios está dividido en aspectos cognoscibles e incognoscibles” (Beitchman: 145)21.. El cuarto rasgo que me interesa señalar está sobre todo ligado a la tradición clásica, pero sugiere resonancias de modelos actanciales también de carácter mítico en otras culturas. Se trata en este caso del mito de Demogorgon, “que quiere dezir Dios de la tierra: e∫to es, del vniuer∫o, ò Dios terrible, por ∫er mayor que todos. Dizen que e∫te es el productor de todas las cosas” (Traduzion ff. 79v-80r, énfasis agregado). Dicho dios era así llamado por los poetas para referirse a lo que comúnmente se conocía como Júpiter, figura civilizadora entre los cretenses22. El dios les vedó “el comer carne humana, y otros ritos be∫tiales, y mo∫trandoles las co∫tumbres humanas, y los conocimientos diuinos” (f. 79v). Antes, en figura humana, había sido llamado Lisania de Arcadia, “que yendo a Atenas, y hallando aquellos pueblos ru∫ticos, y de co∫tumbres be∫tiales, no ∫olamente les dio la ley humana, pero tambien les mo∫tro el culto diuino: por donde ellos le alçaron por Rey, y le adoraron por Dios, llamandole Iupiter por la participacion de ∫us virtudes” (f. 79v). Esta semejanza con las imágenes que luego nos ofrecerá de los incas gobernantes en los Comentarios, tiene también sus raíces en las Genealogie deorum gentilium de Giovanni Boccaccio. Ciertamente, la plantilla encaja muy bien con una prestigiosa tradición occidental, formando así su propia genealogía, y mantiene semejanza y modela una imagen posteriormente incorporada como paradigma en la de los primeros incas de los Comentarios23. En ellos, como en Demorgorgon, también salta a la vista la poderosa excelencia del “buen gobierno”, y el conquistar para imponer “ley humana” y “culto divino”. Sin embargo, la plantilla no se condice con la presencia femenina de Mama Ocllo en el acto fundacional del Cuzco, ni con los orígenes solares en el lago Titicaca que muestran Cieza, Betanzos y Murúa en sus respectivas crónicas. Estas sólo se publicaron en el XIX, y es dudoso que Garcilaso las leyera (v. Betanzos: Caps. 1-4; Cieza: Cap. 1; Murúa: 39; también Durand 1990). Asimismo, aunque más tarde en los Comentarios Garcilaso modele al dios superior basándose en legados occidentales como el del dios ignoto de Diógenes Laercio, prevalece la conciencia de que otros cronistas hacen lo mismo sin dejar de ofrecer imágenes de Wiraqucha como trickster, pero igualmente engrandecido hasta ser equiparado al dios occidental.
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La cita completa dice: “Waite notices, however that this text shares, nevertheless, a certain sexual attitude in common with Cabala, both in regard to the world, because in it 'however much love is trascendentalised in the dialogues, it is always sexual, as it is through the ZOHAR' and relating to heaven, where God is divided into knowable and unknowable aspects” (Beitchman: 145). Los aspectos cognoscibles corresponderían a la materia formada, en que Dios ha dejdo su impronta. Los incognoscibles serían la forma pura sin materia, a la cual no se puede llegar sino por el dedicado estudio de la palabra de Dios en la Torá. Sin embargo, hay que notar que Waite no confiaba plenamente en la existencia de elementos cabalísticos en la obra de Hebreo. Dice Beitchman: “[A. E.] Waite is unhappy with Pistorius over the inclusion of this item, in which he sees practically no cabalist element. This work, which was enormously popular, seems to have isolated a certain sexual element from Cabala, and added to it a bit of Romantic sentimentality” (Beitchman: 139). 22
Soria (162) ya ha identificado el nombre de Demogorgon como una corrupción de Demiurgo en Boccaccio. Asimismo, su presencia en la poesía castellana data por lo menos desde el Laberinto de fortuna (1444) de Juan de Mena (estrofa 251) en que aparece como “padre de todos los dioses”, y pasa por el Arauco domado (1596) de Pedro de Oña, en que es “famoso mago / autor de las fantasmas y visiones” (Canto II, estrofa 71). 23
Kristal también observa el caso, aunque ciñe las fuentes de Garcilaso a una tradición estrictamente occidental.
39 Así, por ejemplo, en Titu Cusi y en Juan Santacruz Pachacuti24. Sin embargo, conviene tener en cuenta la figura de Demogorgon o Júpiter y sus aspectos “terribles”. Esta dualidad, semejante a la de la androginia, propiamente cabalística, es rasgo de suma utilidad en el cotejo con la tradición andina, que pronto examinaremos. Por último, un elemento más de interés trasatlántico es el de la presencia del Sol en Hebreo. La bibliografía renacentista sobre el tema es abundante, comenzando por el Liber de sole et lumine de Ficino y continuando con el ámbito de la historiografía americanista, como en el caso de Jerónimo Román y Zamora, que comenta el concepto del sol como imagen material del entendimiento divino procedente de Dionisio Aeropagita, en la tercera de sus Repúblicas del Mundo, que Garcilaso citará más de una vez en los Comentarios reales. Para León Hebreo, el Sol mantiene una “∫emejança con el entendimiento diuino”, y constituye el corazón del gran cuerpo celestial, el cual mantiene correspondencia con los órganos del cuerpo humano. Todas las partes del cielo manifiestan y se dirigen hacia el conocimiento de Dios. De ahí que con justicia los Dialoghi sean también llamados una Philographia Universal, como hizo Montesa en su traducción. El Sol, según sabemos, era una de las figuras más importantes del panteón incaico, y Durand (1990) se encarga de mencionar que ocupa lugar destacado entre las apostillas que Garcilaso incluye en los márgenes de su Traduzion. Pero quizá no se trata de pura coincidencia o afán estrictamente incaizante, como parece desprenderse de las afirmaciones de Durand. Un cotejo detallado de la Traduzion con la versión en latín de Sarraceno nos arroja un saldo de fidelidad a las apostillas que revela una estrategia de auto validación bastante obvia. El gesto, sin embargo, le costará a la Traduzion ser parte de la prohibición general. Así, por ejemplo, en la traducción de Sarraceno aparecen, entre otras muchas apostillas, las siguientes, que aluden a algunos de los temas ya nombrados: “Adam apud Hebreos hominem ∫ignificat, & marem ∫imul faeminamque complectitur” (f. 78), que en la Traduzion de Garcilaso se convierte en “Adan quiere dezir hõbre, ∫inifica macho, y hembra” (f. 64v); o “Androgyni forma” (f. 305), traducido como “Pintura del Androgeno” (Traduzion f. 226v); o “Androgyni temeritas atque arrogantia” (f. 305), que se convierte en “Temeridad del Androgeno y ∫u arrogancia” (Traduzion f. 227); o “Androgyni pæna” (f. 305), traducido como “Ca∫tigo que ∫e dio al Androgeno” (f. 227); o “Cabalistæ Hebraeorum ∫apients∫imum genus “ (f. 258), que en la Traduzion es “Los Hebreos ∫abios ∫e llamauan Cabali∫tas” (f. 192v); o “Chaos confu∫ionem ∫ignificat” (f. 8), vertido como “Caos ∫inifica confu∫ion” (f 56v); “Demogorgon apud poetas ∫upremum Deum ∫ignificare confuenit” (f. 97), transformado en “Demogorgon ∫upremo Dios entre los Poetas” (f. 79v); o “Similitudo inter Solem, diuinumque intellectum” (f. 366), que literalmente se convierte en “Semejança entre el ∫ol, y el entendimiento diuino” (Traduzion f. 273), etc., etc. Y una última prueba: la apostilla en latín que aparece en la Traduzion (“Maxima pœnis, & linguæ ∫imilitudo” f. 63v), extrapolada intacta de la versión de Sarraceno. Como se ve, las semejanzas y repeticiones revelan una dependencia directa de la Traduzion de Garcilaso en relación con la versión en latín, y no sólo su conocimiento de ella. Es esa dependencia la que aproxima a la Traduzion al resaltamiento de los elementos cabalísticos y solares que aparecen distinguidos (entre muchos otros, ciertamente) en la versión de Sarraceno.
24
En la Instrucción de Titu Cusi cada aparición del término Huiracocha está acompañada por la perífrasis explicativa “que quiere decir Dios”. La Relación de antigüedades de este reino del Perú, del curaca colla Juan de Santacruz Pachacuti Yamqui ofrece pasajes que equiparan a “Tonapa o Tarapaca Huiracocha” con la figura de Cristo: “[…] ha llegado a estas provincias y reinos del Tahuantinsuyo un hombre barbudo, mediano de cuerpo y de cabellos largos […] el cual andaba con su bordón. Y que enseñaba a los naturales con gran amor, llamándolos a todos ‘hijos’ e ‘hijas’ […]. Cuando andaba por todas las provincias ha hecho muchos milagros visibles: solamente con tocar a los enfermos los sanaba” (9).
40 De ahí, quizá, que la primera versión en italiano de 1535 (que puede verse en facisimilares en Gerbhardt 1929) no deba considerarse como la única fuente, aunque nada impide pensar que sí pudo haber sido conocida y hasta usada por el Inca como fuente básica de su labor, según sostiene Burgos (v. nuestra nota 5). 5. Algo sobre los mitos andinos. Volviendo a la argumentación central de este trabajo, habría que recordar que los ciclos míticos andinos (como los de Wiraqucha y Ayar) sobrepasan el universo estrictamente incaico, ya que éste, por definición, recoge y adecúa antiguas creencias regionales y las va acomodando a su panteón general. Sin embargo, dada la importancia fundamental que en los Dialoghi se otorga a las fábulas y leyendas como vehículos idóneos para transmitir mensajes trascendentales (el famoso sentido alegórico), conviene echar una mirada a aquella tradición transmitida por vía oral y que pudo haber llegado a oídos del joven Garcilaso en el Cuzco tras el filtro de los formatos propios de tal narración y de los intereses familiares de la panaka o clan familiar de nuestro autor. (Se recordará que Gomes Suárez de Figueroa –más tarde el Inca Garcilaso– perteneció por línea materna a la panaka de Tupaq Inka Yupanqi; su madre, Chimpu Uqllu, era nieta del emperador, y prima de Waskhar y Ataw Wallpa). Algunos cronistas, como los ya mencionados Cieza y Betanzos, y también los quipucamayuq de Pacaritambo, recogen la versión de que el mundo era oscuro y tenebroso hasta que asomó la luz del sol en el lago Titicaca (v. Collapiña et al.). La relación directa o indirecta con el sol por parte del dios Wiraqucha es tema complejo que no abordaré por el momento (v., para más detalles, Demarest). Lo cierto es que, si bien existe el consenso de que Wiraqucha fue más bien un dios ordenador que creador, e incluso comparable al tipo del trickster o trampista –dios terrible, podría interpolarse– su labor civilizadora prevaleció sobre muchos de sus otros atributos. Sin embargo, cabe recordar que entre esos atributos se consignan destrucciones de la humanidad por agua y fuego, hecho que guarda una relativa semejanza con la idea de los ciclos cósmicos elaborada por Hebreo en sus Dialoghi25. El tiempo circular, tan caro a las culturas de pensamiento mítico, parece ser común al sistema propuesto por Filón en su explicación mosaico-cabalística y a lo que se ha podido reconstruir de los mitos incoativos andinos (ver, en ese sentido, Bouysse-Cassagne, y su estudio Lluvias y cenizas sobre las destrucciones míticas por fuego y por agua). También debemos considerar que la conformación de un dios andrógino no es ajena a algunas de las presentaciones hechas de Wiraqucha por diversos cronistas. En las oraciones de Juan de Santacruz Pachacuti, así como las que recogen Cristóbal de Molina, “el Cuzqueño”, González Holguín, Betanzos, Guaman Poma y otros, hay alusiones al dios superior incaico como fuente de distribución de los géneros masculino y femenino a partir de una naturaleza inherentemente dual26. 25
Ese mismo dios elogiado por Pachacuti Yamqui fue capaz de destruir un pueblo entero por el desprecio que le mostraron: “El cual Tonapa dicen que maldijo al pueblo, por lo cual vino a ser anegado con agua” (11). Véanse también Cieza (El Señorío de los Incas, Cap. 3), Molina, “el Cuzqueño” (Ritos y fábulas de los incas, Cap. 1), Acosta (Historia natural y moral de las Indias, Libro VI, Cap. XIX), Anello Oliva (Historia del Reyno y provincias del Perú, Libro I, Cap. II), Betanzos (Suma y narración de los incas, Cap. 1), Gómara (Hispania Victrix. Historia general de las Indias, Cap. CXXII), Sarmiento de Gamboa (Historia Índica, Cap. 6), y el mismo Inca Garcilaso de la Vega (Comentarios I, III, XXV). Lo mismo con el Wiraqucha volcánico que presenta Molina, destructor por fuego del pueblo de Cacha. Este aspecto destructivo de Wiraqucha, para algunos estudiosos, denominado Tunupa, es también tratado por Urbano (1981: XXV). 26
Ver, por ejemplo, Pachacuti Yamqui: 24. Un estudio detallado de todas las oraciones recogidas por distintos cronistas y lexicógrafos se encuentra en Szeminski. Ver esp. 155 para una referencia a Wiraqucha como ser hermafrodita.
41 El mismo dios Pachacamac, contraparte y equivalencia costeña del altiplánico Wiraqucha, era representado con dos caras, una masculina y una femenina, constituyéndose así en sumo elemento de configuración de la sexualidad terrenal. Este carácter dual de la divinidad superior es coherente con los rasgos positivos y destructivos que adquieren las descripciones de Wiraqucha, hasta el punto de llegar al desdoblamiento en la figura de Tunupa, tal como propone Pachacuti Yamqui, y más tarde hasta la cuatripartición, como hace el propio Inca Garcilaso al recoger el mito de Manco Cápac, Colla, Tocay y Pinahua en el Cap. XVIII del Libro I de la Primera Parte de los Comentarios reales. Asimismo, recordemos lo que señaló en su momento Robert Lehmann-Nitsche sobre la semejanza de la concepción astronómica de los pueblos andinos con algunos rasgos del pensamiento platónico. Se trata simplemente de explicar el origen de los elementos naturales a partir de modelos celestiales o kamaq que insuflan vida y ánimo a plantas y animales. Así, por ejemplo, la Yacana o constelación oscura de la llama es fuente de vida de todas las llamas existentes en la tierra. El Capítulo 29 del Manuscrito de Huarochirí es bastante revelador al respecto. Propone la traducción del Manuscrito: “La [constelación] que llamamos Yacana, el camac de las llamas, camina por medio del cielo […]. Se dice que la Yacana anda en medio de un río” (Taylor: 429)27. Lo corroboran Polo de Ondegardo y Bernabé Cobo. El primero explica que “generalmente todos los animales y aues que ay en la tierra, creyerõ que ouiesse vn su semejante en el cielo, a cuyo cargo estaba su procreación y augmento” (Cap. 1). Cobo, por su lado, menciona que
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la adoración de las estrellas procedió de aquella opinión en que estaban [los indios] de que para la conservación de cada especie de cosas había el Criador señalado, y como substituido, una causa segunda; en cuya conformidad creyeron que de todos los animales y aves de la tierra, había en el cielo un símil que atendía a la conservación y aumento de ellos, atribuyendo este oficio y ministerio a varias constelaciones de estrellas (II, 159).
Un pasaje clave de la Traduzion, en este sentido, se puede ver en el Diálogo Tercero, en que Filón afirma que
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[…] antes que Dios cria∫∫e y aparta∫∫e del Chaos el cielo, y la tierra: esto es, el mundo terre∫tre, y cele∫te, la tierra, que es el Chaos, estaua ∫in fruto, y vazia: y mas propiamente dize, estaua confu∫a, y de∫compuesta, esto es oculta, y era como vn abi∫mo de muchas aguas tenebro∫o, ∫obre el qual ∫oplaba el E∫piritu diuino, como haze vn viento grande ∫obre un pielago, que aclara las tenebro∫as, intimas, y ocultas aguas, ∫acandolas à fuera con ∫uce∫siva inundacion. A∫si hizo el E∫piritu diuino, que es el ∫ummo entendimiento lleno de Ideas, el qual comunicado al tenebroso Chaos crio en el la luz por extracciõ de las ∫u∫tancias ocultas y luminadas de la formalidad Ideal:
Aclara Salomon que “the astronomical or astrological chapter 29 gives a crucial clue: it labels a llama-shaped constellation the camac (agentive form 'camay-er') of llamas. On descending to earth this constellation infuses a powerful generative essence of llama vitality, which causes earthly llamas to flourish. All things have their vitalizing prototypes or camac, including human groups; the camac of a human group is usually its huaca of origin”. Sin embargo, aclara que hay una diferencia clave con el esquema platónico: “Taylor (1974-1976) has likened this idea to Platonic idealism, an insight that helps one understand the profoundly plural and ongoing nature of Andean creation but also minimizes its earthiness. Camac in the manuscript seems to suggest a being abounding in energy as physical as electricity or body warmth, not an abstraction or mental archetype” (Salomon: 16). V. también Taylor “Camac, camay et casmasqa…”; también Zuidema y Urton, que explican el mismo fenómeno y sistema de creencias.
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y en el ∫egundo dia pu∫o el firmamento, que es el cielo, entre las aguas ∫uperiores, que ∫on las e∫∫encias intelectuales, las quales ∫on las ∫upremas aguas del profund∫simo Chaos; y entre las aguas inferiores, que ∫on las e∫∫encias del mundo inferior generable, y corruptible. Y a∫si diuidio el Chaos en tres mundos, intelectual, cele∫te, y corruptible […] (Traduzion ff. 194r194v, énfasis agregado).
¿Estas “aguas superiores”, no despertarían en Garcilaso resonancias del Hanaq Pacha Mayu o Río del Mundo de Arriba tan frecuente en la mitografía andina? Y el carácter modelador de la Idea o Forma sobre la materia o caos, ¿no remite –aun considerando las distancias anotadas por Salomon– al concepto de las constelaciones o estrellas generadoras de animales y plantas en la tierra tan frecuente en la cosmovisión andina? Si existe una concepción del mundo terrenal como derivación de paradigmas celestiales, no es raro que el platonismo en general —a pesar de sus diferencias con el pensamiento mítico andino— haya sido del agrado de nuestro mestizo cuzqueño. Sin embargo, tampoco quisiera insinuar que Garcilaso conocía todas y cada una de las tradiciones orales andinas y sus correspondientes ciclos míticos. Hay, ciertamente, mucho por investigar en este camino altamente comparativo, pero creo que con los ejemplos de Demogorgon, los ciclos cósmicos, la androginia original, el Sol y los principios modeladores de origen celestial tenemos una veta de explicación bastante rica en la difícil tarea de desentrañar la complejidad del Inca. Para diversificar aun más esa complejidad, hay que mencionar que las teorías políticas neotomistas defendidas por connotados jesuitas, así como la intermediación de la Compañía de Jesús en los avatares de la nobleza indígena cuzqueña no necesariamente fueron las únicas causas posibles de la preferencia de Garcilaso por esa orden religiosa28. También se debe considerar que los jesuitas solían ser algo más tolerantes que otras órdenes en relación con los conversos, y que entre ellos no era del todo extraño un conocimiento de la Cábala que quizá estuvo presente en las conversaciones que algunos miembros de la Compañía sostuvieron con Garcilaso durante los años de Montilla y Córdoba. Un documento publicado en Leiden en 1602 incluso los condena por ser “agentes de la Cábala y de Felipe II” (Swietlicki: 37). Con estos argumentos, se puede sostener que la constitución de un sujeto de escritura bipolar y multiestrático no es novedad que aparece solamente en los Comentarios reales, sino mucho antes. Da la impresión de que el Inca hubiera elegido los Dialoghi como objeto de su traducción también por las analogías míticas que encontró en el pensamiento de León Hebreo. Ambos autores compartían además una serie de circunstancias biográficas que ya Carl Gebhardt y Doris Sommer se han encargado de esclarecer29.
28
Como señalé en mi estudio Coros mestizos del Inca Garcilaso (303), “las posiciones de algunos jesuitas como Rivadeneira y Mariana parecerían estar presentes a cada instante en la descripción de los incas bondadosos y casi atemporales. No olvidemos, tampoco, la fuerte relación que en términos de alianzas matrimoniales había creado en el Cuzco marquesados como los de Oropesa y de Alcañices a partir de los casamientos de miembros de las familias Loyola y Borja (familias de dos de los santos principales de la Compañía) con princesas incaicas de alto abolengo (cf. Gisbert 1980: 153-57)”. 29
En la segunda dedicatoria a Maximiliano de Austria (fechada el 7 de noviembre de 1589) Garcilaso asume implícitamente la comparación entre su persona de “nación india” y el pueblo hebreo: “E∫to fue cau∫a de que ∫e me troca∫∫e en trabajo y cuydado, lo que yo auia elegido por recreacion y deleyte. Y tambien lo ha ∫ido del atreuimiento, que e∫ta traduzion y dialogos han tomado para ∫alir fuera, y pre∫entar∫e ante el acatamiento de V.S. y ∫uplicarle cõ ∫u fauor y amparo ∫upla ∫us defetos, y como miembro tã principal de la ca∫a real, è Imperial, y tã amado del Rey nue∫tro ∫eñor, debaxo de ∫u ∫ombra, los dedique, y ofrezca à ∫u Mage∫tad Sacra, y Catolica: pues a mi no me es licito hazerlo, como al pueblo Hebreo, no le era el entrar con ∫us oblaciones en el Sancta Sanctorum, ∫ino entregarlas al Summo Sacerdote” (f.s.n., énfasis agregado).
43 Compartían también una marcada tendencia melancólica, tan propia de muchos artistas del Renacimiento, que los impulsaba a reconstituir su universo de significados a partir de la recuperación de sus propias imágenes primordiales y culturales elevadas a categorías de explicación universal. En tal sentido, las coincidencias entre Garcilaso y Hebreo presentan otro aspecto, hasta hoy no estudiado: la presunta traducción al quechua de los Dialoghi. Es obvio que el título original de la versión de Garcilaso (Traduzion del Yndio de los tres Dialogos de Amor…) se entiende en alusión a la persona del traductor y no de su lengua materna. Así, debe leerse Traduzion del Yndio [Garcilaso] de los tres Dialogos de Amor…. Es enigmático, sin embargo, que en el socorrido “Prólogo a los Indios, Me∫tizos, y Criollos de los Reynos, y Prouincias del Grande y Riqui∫∫imo Imperio del Peru” de la Segunda Parte de los Comentarios reales o Historia general del Perú, Garcilaso haga alusión a los Dialoghi como libro “que anda traduzido en todas lenguas, ha∫ta en lenguaxe peruano (para que ∫e vea a do llega la curio∫idad y e∫tudio∫idad de los nue∫tros)” (Historia general del Perú, f. s. n.). Aunque no tenemos más evidencia de tal traducción que la propia palabra del Inca, recordemos lo que él mismo nos dice sobre las prácticas escriturales en quechua por parte de sus congéneres mestizos: “en e∫tos tiempos [del Virreinato] ∫e dan mucho los me∫tizos a componer en Yndio e∫tos ver∫os, y otros de muchas maneras, a∫∫i a lo diuino, como a lo humano” (Comentarios reales I, II, XXVII, f. 53v). Si tal práctica de escritura y traducción en la lengua andina realmente se dio, serviría como una pauta más para la reflexión sobre las estrategias de reconstitución identitaria que distintos grupos dominados tenían que adoptar para sobrevivir y acomodar su tradición dentro de la gran verdad universal de la fe católica post-tridentina. Pero aquí dejo de descargar el tintero y dejo para otra ocasión un desarrollo más detallado de esta provocadora propuesta. Traducciones importantes Traducción al latín por Giovanni Carlo Saraceni. De amore dialogi tres, nuper a Ionne Carolo Saraceno purissima, candidissimaq; Latinitate donati. Necnon ab eodem et singulis dialogis argumenta sua præmissa, & marginales annotationes suis quibusque locis insertæ, alphabetico & locupletissimo indice his tandem adiuncto, fuerunt. Venetiis: Apud Franciscum Senensem, 1564. Primera traducción al castellano por Guedella Yahía: Los dialogos de amor de Mestre Leon Albarbanel medico. De nuevo traduzidos en lengua castellana. Venecia, 1568. Segunda traducción al castellano, por Micer Carlos Montesa: Philographia Universal de todo el Mundo, de los Diálogos de León Hebreo. Zaragoza: A costa de Angelo Tavanno, 1582. Tercera traducción al castellano, por el Inca Garcilaso de la Vega: Traduzion del Indio de los tres Dialogos de Amor de Leon Hebreo, hecha de Italiano en E∫pañol […]. Madrid: En Ca∫a de Pedro Madrigal, 1590. Edición facsimilar de Sevilla: Padilla Libros, 1989. Introducción de Miguel de Burgos Núñez.
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Capítulo 2 Garcilaso en el Inca Garcilaso: los alcances de un nombre* Como se sabe, en el lado oeste del Atlántico suele llamarse garcilasismo al estudio de la obra del mestizo cuzqueño Inca Garcilaso de la Vega. Esta breve aclaración sirve para subrayar la ambigüedad del término garcilasismo, ya que en España se aplica también al estudio del gran poeta toledano de las Églogas. Entre uno y otro corpus crítico hay, sin duda, puntos de contacto, pero también notables diferencias. Y quizá por ello, el tío abuelo en segundo grado del Inca Garcilaso ha sido mayormente ajeno a la problemática sobre “hibridación”, “sujeto colonial”, “transculturación” y otras categorías que rondan desde hace un tiempo al historiador. En las siguientes páginas pienso abordar precisamente un tema que, a mi juicio, conviene desarrollar allende las tautologías y las homonimias: los alcances del nombre y la figura del poeta toledano en la formulación de la identidad americana que el Inca Garcilaso dice representar y formula en sus escritos30. 1. Sobre genealogías. Comencemos, pues, por el principio. Nos dice el lugar común que el mestizo bautizado como Gómez Suárez (o Gomes Xuarez) de Figueroa en 1539 se cambió de nombre a Garcilaso de la Vega ya en la adultez para rendir homenaje a su ilustre antepasado literario (gradualmente entre 1563 y 1565, según las investigaciones de Porras Barrenechea en El Inca Garcilaso en Montilla: XV). Aunque puede haber algo de cierto en ello, es curioso que esta postura crítica haya servido para allanar las “arrugas” identitarias y el lugar que como mestizo o “indio antártico” tenía éste dentro del mundo peninsular de fines del XVI. Es más: como detallaremos, las preferencias poéticas del Inca estaban mucho más cerca de los cancioneros tradicionales y del romancero, y específicamente de su también antepasado Garci Sánchez de Badajoz, que del poeta toledano. Definir una vocación literaria italianizante en momento tan temprano como 1563 podría terminar simplificando demasiado la biografía y la complejidad discursiva posterior del Inca, según veremos.
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Apareció originalmente en Lexis. Revista de Lingüística y Literatura 29, 2 (Lima, 2005): 179–218.
30
Son frecuentes las autorreferencias del Inca Garcilaso como “indio mestizo”, “indio antártico”, “indio Inca” o principalmente “indio” (ver, para un recuento y evaluación de tales apariciones, Rodríguez Garrido 1995). Esto, ciertamente, no deja de ser una variante de la captatio benevolentiae ni es motivo para poner en duda la fidelidad del Inca a la fe católica ni a la autoridad política real en general, aunque hay matices que lo particularizan, aspectos de su pensamiento político sobre todo contrarios a la “razón de Estado” y cercanos a la orden jesuita en sus vertientes neotomistas. Pero del tema me ocuparé más adelante. Debe también considerarse la significación del apelativo “Inca”, ya en la firma, desde una recepción americana temprana, precisamente en un momento en que las élites indígenas estaban en proceso de reconstitución. El asunto, pues, no debe limitarse sólo al proceso de la producción textual y sus referencias canónicas si se quiere tener una comprensión amplia del Inca Garcilaso.
46 Asimismo, el papel fundamental de la figura del padre, el Capitán Garcilaso de la Vega Vargas, sobre todo en la Segunda Parte de los Comentarios reales o Historia general del Perú, exige un reexamen del tópico de las armas y (si no las letras) el buen gobierno que el progenitor del cronista encarnaría durante su ejercicio como corregidor del Cuzco y como encomendero, sobre todo en la década de 1550 (ver Rodríguez Garrido 2000)31. Por lo tanto, el cambio de nombre y las identificaciones atribuidas merecen un escudriñamiento cuidadoso, que nos servirá para desarrollar algunas hipótesis sobre ese perfil particular que no siempre resulta evidente, absolutamente hispánico ni estrictamente italianizante en el cronista cuzqueño. No se tratará, pues, de demostrar hasta la saciedad una vez más por qué es renacentista el Inca Garcilaso, multiplicando las fuentes innegables de la tradición europea, sino de explicar por qué los grandes escritores del Renacimiento tardío no son el Inca Garcilaso. Allí es donde la crítica eurocentrista suele estancarse y muestra sus enormes vacíos en relación con el llamado campo “colonial”. Nuestros dos Garcilasos descendían de la antigua estirpe de los Laso de la Vega, uno de cuyos primeros representantes fue Pedro Laso de la Vega, Almirante de Castilla en tiempos del Rey Alfonso X el Sabio. Un vástago de esa ilustre rama de guerreros de la Reconquista, llamado Garcilaso de la Vega el Mozo, tuvo también merecida fama por su decisivo papel en la victoria de El Salado frente a los moros en 1340. Cuenta incluso la leyenda que se enfrentó a un musulmán desafiante que llevaba atada a la cola de su caballo el nombre “Ave María”. Garcilaso de la Vega el Mozo se adelantó entre los voluntarios, mató al moro y le arrebató el nombre de la madre de Cristo. Desde entonces, el lema aparece en el escudo de armas de los Laso de la Vega32. El Inca Garcilaso hace explícita su admiración por su padre y por uno de sus antepasados en la dedicatoria a la Virgen María de la Segunda Parte de los Comentarios reales:
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Finalmente, [me hace dedicar esta obra a la Virgen] la devoción paterna, heredada con la nobleza y nombre del famoso Garcilasso, comendador del Ave María, Marte español, a quien aquel triunfo más que romano y trofeo más valioso que el de Rómulo, havido del moro en la vega de Toledo, dio sobrenombre de la Vega y renombre igual a los Bernardos y Cides y a los nueve de la Fama (Garcilaso, Historia general del Perú, “Dedicación […] a la Gloriossísima Virgen María, Nuestra Señora […]”, f. s. n.).
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El nombre de Historia general del Perú fue impuesto, al parecer por sus editores, a la Segunda Parte de los Comentarios reales. Aquí usaré indistintamente los dos títulos. Debe notarse, sin embargo, que el nuevo rótulo de alguna manera distrae de la unidad inherente de ambas partes como díptico de una sola concepción y narración histórica, la de la dinastía de los incas como eje central (la obra empieza con Manco Cápac y termina con Túpac Amaru I). Se trata, pues, de una historia de reyes (con su heterogeneidad interior, como corresponde a su complejidad textual), reyes a los que se asimilarían los conquistadores que merecieron el título de “incas” por sus proezas y sentido del honor, según la obra. No debe confundirse apresuradamente con un texto ficcional ni estrictamente literario, olvidando el género discursivo central al que pertenece. A diferencia, sin embargo, de las historias de Fernando del Pulgar y de Fernán Pérez de Guzmán, el Inca incluye numerosos comentarios lingüísticos, anécdotas personales, discurso argumentativo y una evocación matizada de mitos incaicos que lo hacen diferente de los historiadores peninsulares. 32
Son numerosas las coplas, romances y episodios historiográficos que celebran la hazaña de Garcilaso de la Vega el Mozo, desde el “Poema de Alfonso XI” (copla 1662) hasta las Quincuagenas de Gonzalo Fernández de Oviedo y la Nobleza del Andalucía, de Gonzalo Argote de Molina (413). Más detalles en Miró Quesada (1994a: 10–15). Los datos genealógicos aquí ofrecidos resumen investigaciones más amplias como las de Miguel Lasso de la Vega (1929), Marqués del Saltillo, Guillermo Lohmann Villena (1958 y 1994), Juan Bautista Avalle-Arce (1967) y Aurelio Miró Quesada (1994a: Cap. 1). El propio Inca Garcilaso hará lo suyo en su Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas.
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Se refiere el Inca a un ancestro de Garcilaso el Mozo, adelantando la leyenda sobre el pergamino con el nombre de “Ave María” colgado de la cola del caballo del moro y mezclándolo con el del fundador de la estirpe de los de la Vega. Así, los arquetipos heroicos adquieren diversas variantes: por un lado el Garcilaso que da origen al apelativo de la Vega en Toledo, por otro, un descendiente que adquiere el lema mariano para su escudo de armas en el Salado (cerca de Cádiz). En ambos casos, se destaca el heroísmo militar y la integérima fe cristiana de los antepasados por la rama materna del Capitán Garcilaso de la Vega Vargas. Como señala Christian Fernández (74–75), la admiración explícita a su padre y a la estirpe guerrera en la Reconquista parecería prevalecer sobre cualquier homenaje al tío abuelo, el poeta renacentista. Nótense, además, las alusiones a Roma y a uno de sus fundadores, Rómulo, como puntos de una comparación favorable a los antepasados españoles, que por analogía serían también fundadores de una nueva estirpe y posibilitarían un imperio más grande (y mejorado por la Cristiandad) que el de Roma. El mismo argumento se esgrimirá en el Libro I de la Segunda Parte de los Comentarios reales al exaltarse la gesta conquistadora de Pizarro, Almagro y Luque como triunvirato mucho más heroico que cualquiera de la historia romana33. Tres generaciones después del héroe del Salado, aparecía en la familia nadie menos que don Íñigo López de Mendoza, el Marqués de Santillana, conocido por haber sido de los primeros en hacer uso de los metros italianos dentro del castellano. Una de las hermanas del Marqués de Santillana, doña Elvira Laso de la Vega, casada con un Gómez Suárez de Figueroa (de la casa de los Condes de Feria), tuvo entre otros hijos a Pedro Suárez de Figueroa, quien casó con doña Blanca de Sotomayor. Aquí comenzamos a acercarnos a nuestros dos Garcilasos, pues la mencionada pareja engendró a cuatro hermanos, dos de los cuales eran Gómez Suárez de Figueroa el Ronco y otro Garcilaso de la Vega. Este último fue hombre de confianza de los Reyes Católicos y ocupó el cargo de embajador de la corte española en Roma durante el papado de Alejandro VI, y sería el padre del gran poeta toledano del mismo nombre. Paralelamente, la rama familiar que siguió a Gómez Suárez de Figueroa el Ronco (tío carnal del poeta toledano) se prolongó en su primogénita Blanca de Sotomayor, homónima de su abuela, y prima hermana del autor de las Églogas. Esta Blanca de Sotomayor, casada con Alonso de Henostroza y Vargas (descendiente directo de Garci Pérez de Vargas, héroe de la conquista de Sevilla en 1248 bajo el mando del Rey Fernando III el Santo), daría a luz en la villa extremeña de Badajoz a los hermanos Gómez Suárez de Figueroa, Alonso de Vargas, Garcilaso de la Vega Vargas y Juan de Vargas junto con otras cinco hermanas. Ya en 1539, el capitán Garcilaso de la Vega (llamado “Sebastián” por la crítica, aunque no hay prueba bautismal de ello [ver Lohmann Villena 1994: 259 y Miró Quesada 1994a: 9, n. 1]), sobrino en segundo grado del poeta toledano y conquistador del Perú, aunque de los “segundos” llegados con Pedro de Alvarado en 1534, bautizaría a su hijo natural mestizo con el nombre de Gómez Suárez de Figueroa, uno de los más prestigiosos de la familia, el mismo del mayorazgo, que se quedó en España, del bisabuelo (“el Ronco”) por el lado materno del capitán Garcilaso, y de varios importantes antepasados. El Inca, pues, nacía en otro continente y dos generaciones más tarde que su tío abuelo el toledano, pero ostentaba desde su bautismo el orgullo de una importante familia extensa de guerreros y artistas.
33
La exaltación de Pizarro llega a tal punto que recrimina a aquellos, como Gómara, que lo difamaron llamándolo porquerizo y expósito, pues “no se permite decir cosas semejantes […] de un príncipe tal”, que “era hijo de padres nobilísimos, que fueron sus obras” (Comentarios II, II, XXXIX).
48 Y, sin embargo, no deja de ser curioso que la rama de su ascendencia que el Inca privilegia en la Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas sea, precisamente, la del abuelo paterno, la de los Vargas, por encima de la de los Laso de la Vega34. Y lo mismo en su escudo nobiliario, en cuyo lado español (derecho del escudo) descienden los emblemas de los Vargas a los de los Figueroa, los Sotomayor y los Laso de la Vega (este último blasón con el lema “Ave Maria Gratia Plena”)35. Dejemos apuntado el hecho, que nos servirá más tarde. A pesar de que el lema que flanquea al escudo parafrasea el famoso verso 40 de la “Égloga III” del toledano (“tomando, ora la espada, ora la pluma”), transformado en “con la espada y con la pluma”, hay que anotar, como ha hecho ya del Pino (392), que las armas corresponderían a la herencia paterna y las letras a la reconstrucción (idealizada y neoplatónica en muchos aspectos, por cierto) de la patria materna, junto con los símbolos de la realeza cuzqueña, el amaru (serpiente bicéfala o doble), el kuychi (arco iris), la maskaypacha (borla real) y el Inti (sol) y la Killa (luna), en el lado izquierdo del escudo. Por eso mismo, señalemos que la importancia de los Vargas en la construcción identitaria del Inca Garcilaso en sus textos y paratextos puede servir para relativizar una literaturización demasiado simplista de un autor que presta tanta atención a la historia factual y al clima político de su tiempo como a la retórica inherente (léase a lo que algunos entenderían como pura estética) del discurso historiográfico del XVI. Y a la vez, la alternancia del poeta toledano entre “ora la espada, ora la pluma” para hurtar “de tiempo aquesta breve suma” se transforma en el Inca Garcilaso en una simultaneidad de prácticas y de actitudes frente al mundo (la pluma como espada), en anticipo de la mirada dual que por momentos se hará discernible en diversos pasajes de los Comentarios reales36.
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Como se sabe, la Relación de la descendencia… fue escrita como prólogo-dedicatoria de La Florida del Inca para don Garci Pérez de Vargas, poderoso caballero descendiente directo del ancestro homónimo y pariente del Inca Garcilaso por el lado paterno de su progenitor, el capitán conquistador del Perú. Por razones inciertas el texto fue separado de la dedicatoria, que finalmente fue para don Teodosio de Portugal, Duque de Braganza y de Barcelós, en versión más corta. El hecho no es raro. Los autores solían buscar el amparo de algún magnate y es posible que el Inca viera mayores posibilidades de ser favorecido a través de esa casa nobiliaria del Portugal. Después de todo, La Florida iría a ser publicada en Lisboa, aunque con bastante retraso, en 1605. También podría deberse a una simpatía velada hacia esa noble familia, que había expresado reclamos nacionalistas a la corona de Portugal frente a la causa de Felipe II en 1580. Dos generaciones más tarde, en 1640, un descendiente de los Braganza sería coronado como João IV de Portugal, reinstaurando la separación entre ambos reinos. En La Florida, el Inca no desaprovecha la oportunidad para dirigirle a don Teodosio su “atrevimiento (para un indio demasiado)”, en típica práctica de la humilitas mea, y a la vez en señal de autorreconocimiento como miembro discreto (en el sentido lingüístico y antropológico) de la gran familia católica. Volviendo a la Relación de la descendencia… , la primera edición es de 1929 por Miguel Lasso de la Vega, el Marqués del Saltillo (como parte de su artículo “El Inca Garci Lasso…”), aunque el texto estaba listo en 1592 y fue desglosado de La Florida en 1596. En uno de los párrafos iniciales, tachados, se puede leer la intención inicial del Inca sobre su localización original. Aquí usaremos la edición facsimilar del manuscrito y transcripción de Raúl Porras Barrenechea hecha en 1951. 35
Señala Solano en su análisis del escudo del Inca Garcilaso: “El tronco Pérez de Vargas, en primer lugar, como varonía, de donde proceden paterlinealmente numerosas ramas, aunque por la variedad de sus nombres parezcan pertenecer a otras líneas. Esta composición explica la Relación genealógica y el lugar primordial [de los Vargas] en el escudo” (1994: 143). Para un análisis de los elementos incaicos del escudo, ver Fernández, Cap. 2. 36
Para un examen de la “armonía imposible” y la simultaneidad de miradas “con los unos [indios] y con los otros [españoles]”, ver Cornejo Polar 1993. También Rodríguez Garrido (1995: 382) para el concepto de la identidad múltiple del enunciador de los Comentarios.
49 Asimismo, aunque resulta innegable que el Inca Garcilaso se adscribe plenamente al catolicismo posttridentino (con nada menos que con un “Jesús, cien mil veces Jesús” termina la obra), esto corresponde también a la teleología providencialista de muchas historias de la época. Para ello no hace falta dudar de la sinceridad de los sentimientos religiosos cristianos del Inca37. Precisamente, el aspecto trascendental de la historia no elimina las discrepancias en el plano puntual, que son las que nos interesan. 2. Sobre gustos y colores. Las hipótesis sobre el cambio de nombre del mestizo cuzqueño se han formulado principalmente desde el psicoanálisis (Hernández y Hernández y Saba) y el biografismo, en este último caso, aduciendo que el mestizo Gómez Suárez pudo haber recibido presiones de su tío Alonso de Vargas en Montilla para evitar la homonimia no sólo con su tío el mayorazgo (con el que parece que don Alonso había tenido fricciones), sino también con personajes notables de la casa condal de Feria, aunada a la de los Marqueses de Priego, parientes lejanos38. Francisco de Solano hizo notar asimismo la existencia de un primo del padre del Inca, un Gómez Suárez de Figueroa que militó en las huestes gonzalistas y sufrió pena de destierro del Perú (ver Solano 1991: 132; también El Palentino: II, Cap. LVIII; y Lohmann Villena 1994: 274). El riesgo de llevar un nombre como el de Gómez Suárez de Figueroa, que, por mucho que le fuera dado por su padre, lo identificaría con un sector sospechoso de deslealtad política, también pudo ser un estímulo más para adoptar el de Garcilaso de la Vega, a secas, especialmente tras el fracaso inicial de Gómez Suárez en sus gestiones ante el Consejo de Indias. Y, sin embargo, en los años más maduros, durante la composición de la Historia general del Perú, el Inca no dudará en elogiar a ese tío segundo Gómez Suárez de Figueroa, colocando la honra personal por encima de la política y el rey, gesto que también permeará la elocuente defensa de su padre, el Capitán Garcilaso de la Vega Vargas, en el asunto del caballo Salinillas prestado a Gonzalo Pizarro durante la batalla de Huarina.
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Ver asimismo la noción de un “uniformismo impuesto por la universalidad de la razón” que señala Avalle-Arce (1964: 21). Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que los andinos no conquistados por los incas suelen aparecer en los Comentarios en condición cultural y espiritual inferior a la de los indios de la “segunda edad”. El lúcido artículo de Susan Isabel Stein se encarga de refutar la simplificación de Avalle-Arce.
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Porras lo explica muy claramente: “Había en Montilla un magnate, que incluso tenía un censo sobre la casa de Alonso de Vargas y del que hay numerosas escrituras y firmas en los registros montillanos de la época, que lleva el nombre de Gómez Suárez de Figueroa y éste era, además, el apelativo que correspondía a los primogénitos de los Condes de Feria, ligados íntimamente con los Marqueses de Priego. El nombre de Gómez Suárez de Figueroa –que usaba en esos días el segundogénito de los Marqueses de Priego– era inoportuno en Montilla y se prestaba a confusiones, para ser usado por un mancebo humilde y desconocido. El tío aconsejaría al sobrino adoptar el nombre de su hermano y tomar el glorioso apelativo de Garcilaso de la Vega que empieza a usar, poco más o menos, desde 1563” (Porras 1955: XV). Añade convincentemente que “su aspiración es, por entonces, aprender la carrera de las armas y ser Capitán español” (XVI). Un muy útil recuento de las distintas posiciones críticas acerca del cambio de nombre se encuentra en Rodríguez Garrido (2000: 403, notas 1 y 2). Más recientemente, Christian Fernández dedica un capítulo entero al tema, con nuevos y originales argumentos (ver su Inca Garcilaso, Cap. 2).
50 Se hace evidente este concepto en la Historia general del Perú, V, Cap. XXIII, cuando el Inca reclama que si se hubiera dado el préstamo del caballo únicamente para salvar a un amigo, esta sola acción pintaba a Garcilaso de la Vega padre como un hombre de honra intachable. Durand comenta que, a pesar de las censuras, el Inca se las arregló para filtrar críticas veladas al poder real mediante la exaltación de la honra por encima del rey, “peligrosísima idea en la época” (Durand 1976: 65). Algo semejante expresa el Inca cuando comenta en la Relación de la descendencia… que Garci Pérez “se vencio a si propio por mantener la honra ajena que es de lo que mas de deven presciar los caualleros” (35). Durand también comenta sobre el gesto del Inca de elogiar al tío traidor Gómez Suárez de Figueroa por no haber abandonado más tarde al rebelde Hernández Girón. Debe considerarse que estos elogios se escriben casi cincuenta años después del cambio de nombre y sesenta de los sucesos narrados. Pero volviendo al cambio de nombre: podría tratarse también de una restitución simbólica, autoencarnándose en la figura paterna. Por añadidura, y en apoyo de la tesis sobre la identificación con el padre, se sabe que el joven mestizo mandó llevar los restos de su progenitor del Perú a Sevilla, donde Gómez Suárez los enterraría en la iglesia de San Isidoro, precisamente hacia el año de 156339. Y es allí cuando comienza el corto proceso de la transformación onomástica, práctica no poco frecuente en la época. Recordemos, por ejemplo, que su propio tío Alonso de Vargas era conocido como Francisco de Plasencia antes de ser capitán del rey. Sin duda, tal cambio conllevaba una transformación personal, una decisión de asumir un papel social y simbólico amparado en la imagen del padre como inspirador de una gesta cuya meta sería la reivindicación, justamente, del honor paterno y, por lo tanto, la consecución del propio40. Pensar que la decisión del cambio de nombre, primero a Gómez Suárez de la Vega y luego a Garcilaso de la Vega entre 1563 y 1565, se debe exclusiva o principalmente a una decisión de imitar a su tío abuelo el poeta en los aspectos literarios y estéticos por el resto de una aún no decidida carrera literaria, o al descubrimiento de una improbable vocación poética –y tan temprano, además, en la vida del Inca– resulta arriesgadamente anacrónico. De manera peligrosa, además, tal gesto justifica, mutatis mutandi, una lectura reduccionistamente literaria de las obras del mestizo cuzqueño, compuestas décadas más tarde, como ya se ha dicho. Esto no implica, por cierto, que no haya habido ninguna relación textual entre el Inca Garcilaso y su tío abuelo poeta, como más adelante veremos, pero sí permite mantener libres las vías de un análisis múltiple del cronista cuzqueño, de acuerdo con la complejidad de sus obras, y sin oscurecerlo en los rincones de un peninsularismo excluyente o en el conservadurismo crítico más convencional.
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Por desgracia, los restos se perdieron en una reconstrucción de la iglesia durante el siglo XVII (Lohmann Villena 1994: 272– 273). 40
Resaltemos lo que nos dice Menéndez-Pidal de Navascués: “[Los nombres] no eran meros medios de diferenciación que se quedan en lo intelectual, como serían para el hombre de hoy, sino que se cargaban con multitud de connotaciones, que los enriquecían con significaciones adheridas muy variadas, más bien de la esfera de lo afectivo. Recordemos los casos de cambio de nombre para adoptar otro más adecuado a una nueva posición” (xli). Para la conciencia cada vez mayor de los autores renacentistas sobre su autoconstrucción identitaria o “self-fashioning” en el contexto inglés, ver el ya canónico trabajo de Greenblatt.
51 La imitatio en el Inca es sincrética (y hasta a veces conflictiva en su interior), y no monista, lo cual deja incluso abiertas las puertas para la incorporación de elementos transformados del imaginario incaico dentro de las dos partes de los Comentarios41. Más recientemente, Christian Fernández, en un sólido como sugerente libro, nos recuerda que el Inca Garcilaso se cambia de nombre a la misma edad que solían hacerlo los miembros de la nobleza indígena (Fernández: Cap. 2). Esta es una hipótesis interesante que refuerza las lecturas desde el lado andino que se vienen haciendo sobre el Inca Garcilaso en los últimos años42. Fernández propone que ese cambio de nombre coincide curiosamente con un ritual de pasaje entre los jóvenes incas en tránsito a la adultez, precisamente en los primeros años de la veintena. Aquí dejamos anotada la posibilidad, sobre todo en función de una ampliación interdisciplinaria del garcilasismo, complementaria y no excluyente de una lectura tradicional y literaria, epistemológicamente anclada en filiaciones textuales ya canonizadas. Y, sin embargo, pese a lo argumentado, es innegable que alguna presencia debió haber tenido el gran poeta toledano en la autoconstrucción de la persona que sigue y alimenta a la del nombre. ¿Cuál era, entonces, la posición del Inca Garcilaso en relación con el poeta renacentista? En su Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas, de 1596, el Inca se expresa en estos elogiosos términos sobre su tío abuelo toledano: “Garcilasso de la Vega espejo de Caualleros y Poetas, aquel que gasto su vida tan heroycamente como todo el mundo sabe, y como el mismo lo dice en sus obras. Tomando ora la espada, hora [sic] la pluma” (Relación de la descendencia… 42). Pero tal reconocimiento, de apenas tres líneas, no se compara con el larguísimo encomio de casi dos páginas que prodiga a Garci Sánchez de Badajoz, poeta que, como sabemos, se inscribe plenamente en la tradición cancioneril y de verso octosílabo. De él llega el Inca a decir:
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[…] aquel famoso y enamorado cauallero Garci Sanchez de Badajoz nascido en la muy yllustre y generosa ciudad de Ecija […] Fenix de los Poetas Españoles sin hauer tenido ygual, ni esperança de segundo. Cuyas obras por ser tales tengo en grandissima veneración, las permitidas por escrito, ya las defendidas, impressas en la memoria, donde las halló el mandato [del] Sancto [Oficio], y en ella se han conseruado tantos años ha por ser tan agradables al entendimiento (Relación de la descendencia… 36, énfasis agregado).
Se refiere el Inca a las Liciones de Job, irreverente adaptación del “Libro de Job” al modo trovadoresco, obra prohibida por la Inquisición y que, como confiesa el Inca, tenía memorizada, es decir, aprendida en relación con su más claro componente oral y de arte menor. 41
Manero Sorolla (106–111) distingue entre ambas formas de imitatio y en la frecuencia de la emulatio entre autores del petrarquismo quinientista italiano y español (ver también Cruz para el petrarquismo en Garcilaso y Boscán). El Inca Garcilaso no es, en ese sentido, una excepción. Coincide en muchos aspectos con el concepto de varietas armonizante que expone Giulio Cesare Scaligero en su Poética (Libro III, Caps. 25 y 28), aunque sin ocultar algunas tensiones, como ocurre en el caso de Pachacámac/Huiracocha. Seleccionar determinados tópicos renacentistas que, curiosamente, pueden parecer familiares a miembros de la realeza cuzqueña por su similitud con la iconografía y la tradición oral incaica, no es convertir al Inca en Otro, sino simplemente prestar atención a la peculiaridad de su prosa y a los distintos niveles culturales de su discurso. Ver, en ese sentido, mi libro Coros mestizos del Inca Garcilaso: resonancias andinas, esp. el Cap. 3 para el tema religioso. También Pigman y Navarrete (21–22) para un desarrollo de la imitación múltiple (como la abeja que chupa de diversas flores, según la inspiración ciceroniana) defendida por el propio Petrarca.
42
Me he referido a esta creciente y saludable tendencia crítica en “Donde se cuenta la historia…”.
52 Y es que, además, las Liciones de Job representan muy bien el sentido de la poesía de Garci Sánchez, pues sitúan a la voz poética en los límites del desarraigo total debido al desdén de la amada. Se trata del viejo tópico del amante sufriente y la amada indiferente, que lo pone en asomo de la muerte o, mejor aún, lo enfrasca en una muerte en vida. El Cancionero general de Hernando del Castillo, de 1511, que contiene las Liciones de Job y otras composiciones de Garci Sánchez y de muchos otros poetas españoles relacionados con el trovar cuatrocientista y de principios del XVI, es, asimismo, y desde su propio título, una colección destinada a un tipo de concepción de la poesía relacionada con su emisión oral, cercana a la música y al espectáculo, y dentro de los tópicos del amor cortés43. Por eso, la estructura simple de las estrofas de las Liciones (a veces de nueve versos octosílabos con rima ababcddcd, o de once versos con rima abbabcdecde, o de doce con rima abcabcdefdef) permite su fácil memorización. Garci Sánchez también intercala pasajes de la versión latina del Antiguo Testamento a lo largo de algunas estrofas de las nueve Liciones para jugar con ellos en función del tópico omnipresente de la amada desdeñosa, que descuida o ignora a su admirador. Garci Sánchez, pues, apunta también a un público culto, aunque los embates de la Inquisición no se hicieron esperar. El inicio de la “Lición quarta”, por ejemplo, es clara muestra de este juego intertextual:
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Responde michi, señora, Quantas habeo iniquitates, Peccata, scelera mea, O [¿]porqu’es merescedora Mi vida c’assi la tractes, Pues que servirte dessea? ¿Cur faciem tuam abscondis? ¿Piensas que so tu enemigo? Contra folium quod vento Rapitur, nichil respondis A las palabras que digo, Que muestran el mal que siento (Cancionero general: 472).
En otros momentos, los versos fluyen completamente en castellano y se hacen más asequibles al público general, como en esta estrofa final de la “Lición sétima”:
• • • 43
¿Dó es agora la excelencia la gloria’m que me hallaua quando más pena passaua?
Algunos de esos tópicos son el amor como deseo, el amor versus la razón, la infinita superioridad de la dama, la humildad del amador, el galardón como meta, el llanto del galán, la vida como muerte, la locura del enamorado y hasta la palinodia o reniego del amor ante una frustración insoportable, como señala Aguirre (16–28).
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¿Qué se hizo la paciencia que mi males conortaua? ¿Dó’stá agora la temprança c’amor comigo tenia por no matarme en vn ora? ¿Qué se hizo la esperança? Vos lo soys, señora mía, Vos la soys sola, señora (Cancionero general: 475).
Tengamos en cuenta esta posición del sujeto enunciante en relación con una amada concreta, de carne y hueso, que cumple la función de autora del sufrimiento del poeta, y que por su ausencia anula “la gloria’m que me hallaua” de esa voz poética cuya única alternativa es recrear con añoranza el pasado perdido, la posesión del objeto amoroso (a diferencia de Madonna Laura, que nunca llegó a ser poseída). La riquísima veta del cancionero popular y trovadoresco, junto con la amplia y antigua tradición del romancero, persistió a lo largo del siglo XVI entre las preferencias de muchos autores “cultos”. El triunfo paulatino del “itálico modo” a partir de la edición de las obras de Garcilaso el toledano y Juan Boscán en 1543 no significó la anulación instantánea de un gusto castizo de fuerte raigambre hispana44. Para abundar en Sánchez de Badajoz dentro de la Relación de la descendencia…, el Inca recoge a continuación un fragmento de Cristóbal de Castillejo, en que defiende abiertamente el castizo estilo en contra de las modas italianizantes. Dice Castillejo en su célebre “Reprehensión contra los poetas españoles que escriven en verso italiano”, que cita el Inca:
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Garci Sanchez se mostro Estar con alguna saña Y dixo: no cumple, no, Al que en España nacio Valerse de tierra estraña Porque en solas mis lecciones Miradas bien sus estancias Vereys tales consonancias Que Petrarca y sus canciones Queda atrás en elegancias (cit. en la Relación de la descendencia: 37; v. también Castillejo: 179).
Y, sin embargo, recordemos que el mismo Petrarca está imbuido de algunos elementos de la tradición provenzal, al igual que Garcilaso el toledano (ver Arrando).
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Esta defensa de la tradición castiza no era poco frecuente. Numerosos elogios le fueron prodigados a Garci Sánchez a lo largo de los siglos XVI y XVII. Antonio de Villegas, por ejemplo, lo exaltaba en 1565 por encima de Jorge Manrique y Juan Rodríguez del Padrón45. Gonzalo Argote de Molina en 1575 y Juan de la Cueva en 1609 aún levantaban las banderas de la poesía castellana tradicional, colocando a Garci Sánchez como paradigma de una vertiente auténticamente española, en oposición a la “importada” que representaban Garcilaso el toledano y Boscán46. La vertiente del antipetrarquismo, de crítica a los metros y estrofas italianos y a la idealización de la materia amorosa, convivía en España con el triunfo general del itálico modo y del petrarquismo como doctrina poética (Reyes Cano: 37). Castillejo es una clara muestra de ello, aun siendo secretario real del emperador Fernando, Rey de Romanos, hermano de Carlos V47. El mismo fenómeno del antipetrarquismo se daba en Italia a lo largo del siglo XVI, antes que en España, sin que la reacción de los antipetrarquistas fuera necesariamente en contra del autor del Canzoniere y los Triomphi, sino de sus seguidores que lo habían hecho retórico y lo reducían, radicalizando a Bembo, de modelo óptimo en modelo único de imitación. Pero no debe concluirse que el antipetrarquismo era necesariamente una tendencia retrógrada, de vuelta a las formas y concepciones medievales, sin más, del quehacer poético. En España, sobre todo, se trataba más bien de un gesto irónico, que rescataba las raíces de la poesía trovadoresca y popular para plantear un cuestionamiento de la importación estética y del alejamiento de la transmisión oral. Es más: en varios casos sirve de antesala a los desarrollos del barroco mediante la ironía, la exageración y la parodia (Sánchez Robayna: Cap. 1). La trascendencia del Cancionero general de 1511 y de otros semejantes se proyectaba hasta más un siglo después, sin que eso impidiera el gusto más amplio por la poesía de Garcilaso y Boscán, de la que, en cualquier caso, el Inca da muy poca cuenta. Recordemos que de Garcilaso el toledano casi todo lo que dice es que es “espejo de Caualleros y Poetas”. En contraste, la afición del Inca por el astigitano Garci Sánchez de Badajoz (“Fenix de los Poetas Españoles sin hauer tenido ygual, ni esperança de segundo”) era tanta que llega incluso a confesar que en algún momento pensó volverse poeta para escribir “a lo divino” las Liciones de Job, renovando la ya larga tradición del poeta theologus.
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Dirigiéndose al Amor, Villegas exclama: “Tú diste a los famosos trobadores / el son, la consonancia, el concierto, / la furia, las sentencias, los primores. // Tú heziste a Garci Sánchez tan despierto / y tú le diste al mundo, y le lleuaste, / y tú le tienes viuo, siendo muerto” (f. 75). 46
Así, por ejemplo, Argote de Molina, en su Discurso de la poesía castellana que acompaña la edición de El conde Lucanor de 1575, defiende el origen castellano del endecasílabo y su mejor acomodamiento al español que al italiano. Por su lado, Juan de la Cueva hace lo semejante en la Epístola Segunda de su Exemplar poético de 1609. Ver, para otros elogios de Garci Sánchez de Badajoz por Lope de Vega, Miguel Sánchez de Lima, Fernando de Herrera, etc., Gallagher 24–26. 47
Pese a ello, se debe considerar que el propio Castillejo guardaba admiración por Petrarca cuando en la dedicatoria a Martín de Guzmán de su versión del De senectute y del De amicitia de Cicerón le confiesa: “Todo el mudo sabe cuánto se estima el Petrarca” (cit. en Farinelli I, 87, n. 1). Tampoco es Castillejo incondicional de Garci Sánchez, pues arremete contra un aspecto de las coplas castellanas, la recurrencia a cierta frivolidad: “Garcisánchez y otros ciento / muy gentiles caballeros / que por esos cancioneros / echan sospiros al viento” (en “Contra los encarecimientos de las coplas españolas que tratan de amores”). El antipetrarquismo, pues, por ser un producto de su tiempo, no deja de ser profundamente renacentista, aunque de un cuño distinto al del dominante petrarquismo. Curiosamente, no son esos últimos versos de Castillejo los que cita el Inca Garcilaso.
55 Sin embargo, su autorreconocida y modesta falta de musa lo llevó a la sensata decisión de buscar a alguien ducho en cuestiones teológicas, y pensó en el cultísimo biblista jesuita Juan de Pineda, amigo suyo, que a la sazón se encontraba escribiendo en prosa latina sus propios Comentarios al Libro de Job48. Asimismo, dentro de su labor restitutiva, el Inca pretendía escribir una versión expurgada de su propia Traduzion del Yndio de los tres Diálogos de amor, que había sido recogida por la Inquisición debido a los pasajes cabalísticos contenidos en ella49. No debe extrañar demasiado esta afición a los versos “a lo divino” si se considera que el gusto poético del Inca Garcilaso pasaba por el aprecio del antipetrarquismo en sus distintas variantes. Precisamente, una de las vetas más ricas de esta tendencia consistía en la transformación de los versos de amor humano en versos de amor divino, con miras a “purificar” de excesos mundanos la admiración absoluta por la dama-objeto de la poesía petrarquista. En Italia surge así, por ejemplo, el Petrarca spirituale de Girolamo Malipiero en 1536. Esta fue la primera de una larga serie de divinizaciones del gran poeta aretino, a la que siguieron, entre otras, las Rime spirituali, de Gabriel Fiamma, en 1570 (reeditada en 1573 y 1575), y las Esposizione spirituale sopra il Petrarca, de Pietro Vincenzo Sagliano, en 1590. Pero Petrarca no era el blanco único en esta empresa. Boccaccio también fue “divinizado” en el Decamerone spirituale, de Francesco Dionigi da Fano, en 1595; y Ariosto en la divinización del Orlando furioso de Vincenzo Marini en 1596; y hasta Tasso en las Rime amorose, de Crissipo Selva, en 1611 (ver Manero Sorolla 131–135 y Graf, Cap. 2, sobre “Il antipetrarchismo”). El propio Inca Garcilaso estaba al tanto de esa práctica italiana cuando expresa su deseo de que alguien en España se encargue de “divinizar” a Garci Sánchez “a ymitacion de los Ytalianos (que luego que les vedan qualquiera de sus obras, la corrigen y buelven a imprimir por que la memoria del Autor no se pierda…)” (Relación de la descendencia… 37) . La “divinización” de Garcilaso el toledano en 1575 por Sebastián de Córdoba no era, pues, del todo novedosa, excepto porque en España las divinizaciones de poetas y poemas profanos se habían hecho siguiendo las formas tradicionales de los cancioneros, mientras que el aporte de Sebastián de Córdoba fue el utilizar los metros y estrofas italianos para asuntos divinos, lo que facilitaría sin duda el desarrollo de la mística de San Juan de la Cruz a fines de XVI50. 48
Desgraciadamente, el verano de 1594, cuando Pineda se encontraba en Córdoba, el Inca se vio obligado a atender en Montilla sus propias obligaciones domésticas y económicas, y luego le fue más difícil alcanzar al sabio padre. Sabemos que el Inca y el jesuita Pineda habían tenido comunicación frecuente desde antes, pues la famosa explicación sobre el origen del nombre Perú que Garcilaso ofrecerá en sus Comentarios reales en 1609 (Libro I, Caps. 4-6) ya aparece esbozada en el segundo tomo de los Commentarium in Job, libro tredecim, de Pineda, ocho años antes de la publicación de la Primera Parte de la obra mayor del Inca. Pineda no duda allí en reconocer su deuda con el ilustre mestizo, por lo que resulta obvio que el aprecio era mutuo (v. Durand, “Perú y Ophir…” 39-44). En cuanto al “Libro de Job”, el tema no era raro como objeto de estudio. Fray Luis de León había emprendido desde 1572 su traducción del hebreo y comentario de ese pasaje de la Biblia en su Exposición del Libro de Job.
49
Ver Durand 1948: 245, n. 13, y Mazzotti 2006b (Cap. 1 de este libro) donde aclaro los límites de la prohibición y ofrezco una nueva hipótesis sobre la construcción identitaria del Inca a partir de las analogías entre la versión de la cábala radical presente en los Diálogos y algunos elementos de la mitología andina. Hay que considerar, sin embargo, que el propio Sebastián de Córdoba había intentado una “divinización” de León Hebreo en 1580, pero no hay indicios del manuscrito ni de que el Inca hubiera sabido de ese proyecto (ver Gale 15).
50
Ver Darbord 12, aunque este mismo estudioso da cuenta de la poesía religiosa en endecasílabos de Jorge de Montemayor, como antecedente. El influjo de Sebastián de Córdoba en San Juan de la Cruz ya ha sido examinado por Dámaso Alonso en su famoso La poesía de San Juan de la ruz (desde esta ladera), esp. 113–122. Ver también Gale: 12.
56 Pero según se ha indicado, la tendencia a “divinizar” los cancioneros ya existía, y el interés del Inca Garcilaso por reescribir “purificando” a su pariente lejano Garci Sánchez de Badajoz en sus Liciones de Job no tiene que obedecer necesaria ni únicamente a un influjo directo de las divinizaciones “al itálico modo” de Sebastián de Córdoba. Darbord, en su abarcador estudio sobre La poésie religieuse espagnole des Rois Catholiques à Philippe II examina numerosos ejemplos, como el Cancionero espiritual de Valladolid en 1549 (ver Darbord: esp. 293–301). Y no es menos famoso el Cancionero espiritual de la doctrina cristiana de Juan López de Ubeda, en sucesivas y exitosas ediciones de 1579, 1585 y 1586, que contiene sonetos, liras y tercetos junto con contrafacta “a lo divino” de coplas y romances de origen popular. La alusión que hace el Inca a las Liciones de Job de Garci Sánchez no es la única a su poesía en la Relación de la descendencia…. Luego de los largos párrafos que le dedica y de la confesión de su intento frustrado de “divinizar” las Liciones, menciona la ciudad de Mérida en relación con algunos descendientes de Garci Pérez de Vargas que viven en dicha urbe extremeña. Dice el Inca: “Merida, que en las Españas otros tiempos ya fue Roma, como lo dize el afligido de Amor Garci Sanchez de Badajoz en sus quexas comparativas, que por su repentina enfermedad quedaron imperfectas” (Relación de la descendencia… 39). Debe recordarse que la ciudad fue fundada por el emperador Augusto en el año 25 a. C. como recompensa para sus soldados, que habían logrado vencer a los cántabros, y como capital de la provincia de la Lusitania. Su importancia, en efecto, fue enorme incluso en el periodo visigodo, antes de la invasión musulmana. Cuando el Inca menciona las “quexas comparativas” de Garci Sánchez se refiere a las “Lamentaciones de amores”, poema en veintidós estrofas, de las que en la número XI se lee: “Mérida, que em [sic] las Españas / otro tiempo fuiste Roma, / mira a mí, / y verás que en mis entrañas / ay mayor fuego y carcoma / que no en ti” (en Gallagher 136). La alusión a Mérida viene después de otras correspondientes a ciudades como Troya, Babilonia y Constantinopla, comparadas en sus ruinas con el estado emocional del poeta, en clara variante del tópico del ubi sunt? Pero lo que debe llamarnos la atención es la comparación con Roma, que antecede a la que luego hará en los Comentarios reales en relación con el Cuzco, “otra Roma en su Imperio”51. La analogía no debe pasar inadvertida si se quiere profundizar en las fuentes textuales del Inca a partir de su relación con la poesía. Pero no todo acaba allí. El Inca también menciona la “repentina enfermedad” de Garci Sánchez, en referencia a la locura que se dice lo atacó luego de haber publicado las profanas Liciones de Job. Precisamente por eso, la importancia e influencia de Garci Sánchez de Badajoz no se limitaba a su obra poética. El Inca Garcilaso estaba genealógicamente relacionado con él por sus antepasados los Vargas, pues uno de ellos, Gonzalo Pérez de Vargas, sétimo en la línea del vencedor de Sevilla, casó con María Sánchez de Badajoz, emparentada con el poeta astigitano (Relación de la descendencia… 36). Además, de personaje histórico y autor predilecto de muchos, Garci Sánchez de Badajoz se había convertido poco a poco en la leyenda del poeta literalmente alienado por el amor. Su fama de loco sufriente lo había hecho origen de anécdotas pintorescas (ver Gallagher: 32–36, que reproduce varias de ellas) y ejemplo de un caso extremo y encarnado de delirio amoroso, acontecido pocos años después de la publicación del Cancionero general. Hasta se comentaba que su locura temporal era un castigo divino por el sacrilegio de haber puesto en versos profanos pasajes del bíblico “Libro de Job”, en que equiparaba a Job con el enamorado y a Dios con la amada, como hemos visto.
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Para la idea más amplia de Roma en la historiografía española de tema americanista, ver Jaime González.
57 Otras versiones señalan como causa de su locura el haberse enamorado sin esperanza de galardón de una prima suya. Lo cierto es que sobrevivió a la locura y fue a ampararse nada menos que a Zafra, a los dominios de los Condes de Feria, a quienes sirvió como criado por varios años. Esta relación tampoco debe pasar sin ser notada. Los Condes de Feria (ya en la generación sucesiva, aunada a la de los Marqueses de Priego, la generación de la marquesa doña Catalina Fernández de Córdoba, y luego de su nieta homónima, a quienes el Inca llama “mis verdaderas señoras” y “ejemplos de religión cristiana”) serán personajes relacionados también directamente con el Inca Garcilaso durante su larga estancia en Montilla desde principios de la década de 1560 hasta 1591. Es posible que el Inca haya sabido detalles del ingenio de Garci Sánchez (presumiblemente muerto después de 1534, según Gallagher: 14) por los mismos recuerdos que el poeta dejara en la familia de los Suárez de Figueroa. Se sabe que mientras vivía en Zafra, lideró una escuela poética que, como era de esperar, cultivaba los metros castellanos. El grupo de poetas de Zafra recibió la protección del generoso y devoto don Pedro, Conde de Feria, que durante la década de 1530 propició que Garci Sánchez de Badajoz escribiera poemas religiosos y hasta dos dedicados a la Virgen, quizá por prudencia ante la Inquisición (que ya había censurado sus Liciones de Job) o por verdadero arrepentimiento. Garci Sánchez, por otro lado, provenía de una familia que a mediados del siglo XV había tenido conflictos con la Corona por el despojamiento que hizo el rey Juan II del repartimiento de Barcarrota, en las afueras de Badajoz, del que habían sido señores por cerca de ochenta años. Originalmente, el rey Enrique II les había otorgado esas tierras en recompensa por su ayuda en conflictos armados con los portugueses en 1369. El despojamiento de 1450 en favor del Marqués de Villena sumió a los Sánchez de Badajoz en la pobreza y los obligó a disputar la medida de Juan II hasta que en 1480 los Reyes Católicos decidieron definitivamente en favor del Marqués de Villena (Gallagher: 8–9). Como se ve, las relaciones entre la familia del poeta del cancionero y el poder real no siempre fueron armónicas. Esto podría explicar en parte por qué Garci Sánchez se cobijó en Zafra, quizá para estar cerca de las tierras que alguna vez habían sido de sus antepasados. Tal circunstancia de desazón y de vinculación y defensa de las noblezas regionales parecerá repetirse bajo otros aspectos en los Laso de la Vega y en el propio Inca años más tarde52. Antes de volver, pues, al poeta toledano Garcilaso de la Vega, tengamos en cuenta las preferencias del historiador cuzqueño por la poesía castiza, cancioneril y, por supuesto, como corresponde al clima posttridentino, prudentemente religiosas del Inca hacia fines del siglo XVI. Asimismo, no debe desecharse del todo el antecedente de un poder real que también obstaculizará las restituciones a los antepasados del Inca Garcilaso en uno y otro lado del Atlántico. 3. Pasados sospechosos. El nombre de Garcilaso de la Vega, después de la primera publicación póstuma de los poemas de Boscán y suyos en 1543, de las ediciones del Brocense en 1574 y 1577 y, sobre todo, de las Anotaciones de Herrera en 1580, que despertaron las iras del llamado Prete Jacopín, tenía un prestigio tan grande que difícilmente se podría pensar que el Inca fuera contrario a ese reconocimiento.
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Beysterveldt sostenía acertadamente ya en 1969, contra las corrientes nacionalistas y esencialistas del momento que encontraban en el mestizo el paradigma de una identidad peruana y latinoamericana, el carácter principalmente señorial y aristocratizante del proyecto garcilasiano de escritura.
58 De hecho, lo hace explícito en la Relación de la descendencia…, como hemos visto, pero en grado menor que el homenaje pormenorizado que tributa a Garci Sánchez de Badajoz. Lo que nos interesa resaltar es que, junto con la generalizada aclamación otorgada a la obra del toledano y con la vigencia cada vez más aceptada de sus aportes al ritmo y la métrica de la poesía castellana, se empezó a delinear también la imagen del perfecto cortesano y caballero íntegramente leal a la Corona. En términos políticos, se pensaba incluso que el toledano siempre estuvo en contra de la rebelión de las Comunidades y que fue su hermano mayor, don Pedro Laso de la Vega, la única oveja negra de la familia. Todo esto ha sido aclarado ya por María Carmen Vaquero Serrano en su reciente y valiosa biografía (Garcilaso: poeta del amor, caballero de la guerra), en la que propone que al menos durante el año de 1520, y antes de la derrota de Villalar y el ajusticiamiento del líder Juan de Padilla en abril de 1521, los dos hermanos Laso de la Vega estuvieron en distintos grados comprometidos con la rebelión. Don Pedro Laso, especialmente, había sido elegido Procurador de la Junta de Toledo para representar los intereses de la ciudad y su nobleza. De él se cuenta que le habló al rey directa y valientemente y que fue aclamado en Toledo con gritos como “¡Viva Don Pero Lasso que le habló al Rey de papo a papo!” (cit. en Vaquero y Ríos: 44, a partir de una tradición oral que recrea Sepúlveda). En el caso del poeta, se sabe que éste vivió en la alzada Toledo y mantuvo amores intensos y carnales con doña Guiomar Carrillo, cuyos parientes y amistades sí estaban fuertemente ligados a la dirección de las Comunidades53. De esos amores, que al parecer se prolongaron por varios meses, nacería en 1522 el primogénito del poeta Garcilaso, aunque ilegítimo, pero con el prestigiosísimo nombre de Lorenzo Suárez de Figueroa que corría en la familia. Coincidencia muy interesante con el caso del padre del Inca Garcilaso, que adoptaría una actitud muy parecida con su propio vástago ilegítimo nacido en el Cuzco diecisiete años más tarde y apelaría al nombre de Gómez Suárez de Figueroa. No pienso entrar en los detalles de este fascinante periodo de los inicios de la monarquía carolina y de la vida del poeta toledano, pues ya han sido debidamente tratados. Hay que anotar, sin embargo, que su imagen durante el XVI fue en cierto modo “lavada” de manera progresiva por la innegable importancia de su poesía y los servicios indisputables que más tarde rindió a la Corona en Nápoles, Viena y Túnez, hasta su heroico sacrificio en la torre de Le Muy en la Provenza francesa en 1536. Esta imagen de alineamiento pleno a la Corona comenzó inmediatamente después del desbande de las tropas comuneras en abril de 1521, y a ello contribuyó el que el poeta, efectivamente, luchara contra los rebeldes supérstites después del desastre de Villalar y recibiera su primera herida de guerra en el rostro en el encuentro de Olín. Su afiliación al bando de los Silva en Toledo y la protección del general Juan de Ribera le permitieron cobrar su sueldo de contino del Rey y tomar distancia de las responsabilidades atribuidas a los comuneros. Desgraciadamente, su hermano mayor, don Pedro Laso, si bien se alejó de los comuneros poco antes de lo de Villalar y se afilió a la defensa de Navarra contra los franceses para luchar al lado de las tropas del Rey, no recibió el perdón real hasta varios años más tarde y tuvo que vivir escondido y en exilio en Portugal por una larga temporada, por lo menos, al parecer, hasta 152754.
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Como señala Vaquero Serrano, “no sabemos cuál fue la actitud [de Doña Guiomar] durante las Comunidades, pero, siendo vecina de Doña María de Pacheco, esposa del líder Juan de Padilla, tal vez estuviera de su lado tras el ajusticiamiento de su marido, y la apoyase para no rendirse, y en este caso, ella habría sido también comunera y habría hecho aun más imposible su matrimonio con un Garcilaso contino del Rey” (1996: 83). 54
En ese exilio en Portugal conocería a Beatriz de Sá, que sería su segunda esposa y por lo tanto cuñada del poeta. Vaquero Serrano (2003) propone que esta hermosa dama portuguesa sería la posible Elisa de las Églogas de Garcilaso.
59 Curiosamente, el propio Garcilaso el poeta había sido desterrado de Toledo en setiembre de 1519, durante tres meses, por participar en unos alborotos en el Hospital del Nuncio, por motivo “de los primeros atropellos [de Carlos I] a las tradiciones castellanas”, como nombrar a un extranjero, Guillermo de Croy, para la sede primada de Toledo (Vaquero y Ríos: 39). Acabado el destierro, sin embargo, el poeta fue nombrado en 1520 contino o acompañante del Rey, como era la costumbre con los jóvenes nobles (repitamos que su padre había sido embajador en Roma para los Reyes Católicos). También debe recordarse el destierro sufrido por el poeta en 1532 por haber asistido en Ávila al matrimonio no autorizado de su sobrino, llamado como él Garcilaso de la Vega, hijo de su hermano mayor don Pedro, el ex comunero, en primeras nupcias. El poeta Garcilaso pasó como castigo del emperador varios meses en una isla del Danubio, en la que escribiría su triste “Canción tercera”, “preso, forzado y solo en tierra ajena”. Es difícil saber si para 1596, cuando el Inca firma la Relación de la descendencia…, se recordaba ese inicial papel ambiguo del poeta toledano en el espinoso tema de las Comunidades. En cualquier caso, los aspectos biográficos del autor de las Églogas también calzan con el sentido del extrañamiento y el dolor por el amor frustrado que guía las páginas del Canzoniere petrarquiano y de muchos otros petrarquistas como Tansillo, Bandello, sin mencionar al catalán Ausías March dentro de su propia vena provenzal. Pero la fama de su estilo italianizante y la difusión de la traducción de El cortesano de Castiglione por Boscán desde 1534 debieron haber influido en identificar a ambos poetas (Garcilaso y Boscán, pero sobre todo Garcilaso) como el perfecto cortesano, diestro en armas, conversación, talento artístico (tocaba el laúd con maestría), de origen noble, bien proporcionado y delicado con las damas. Las reivindicaciones de los comuneros en favor de los fueros propios, las autoridades locales y los privilegios económicos fueron producto, como se sabe, del descontento de un sector de las noblezas castellanas por los abusos de la corte flamenca. Ese mismo espíritu es el que cree encontrar el historiador Manuel Giménez Fernández en las actitudes inconsultas de Hernán Cortés durante la conquista de México, en esos mismísimos años, en contra del gobernador de Cuba Diego de Velásquez. Si bien es imposible reducir la campaña cortesiana a una u otra inspiración, es bueno recordar que el fruto inmediato de la conquista para sus partícipes peninsulares solía ser el otorgamiento de encomiendas que elevaban socialmente a muchos de los conquistadores y los hacían “señores de la tierra”, como a ellos les gustaba llamarse. Traigo esto a colación porque no estaría muy lejos del mismo espíritu la gran rebelión de Gonzalo Pizarro en el Perú entre 1544 y 1548 contra las Leyes Nuevas, rebelión en la que el padre del Inca Garcilaso tendría una ambigua actuación. Como se recordará, fue su presunta ayuda al rebelde Pizarro en la batalla de Huarina de 1546 la que le costó a su hijo mestizo la negación del Consejo de Indias en 1562 de otorgarle recompensas por los servicios paternos. El Inca Garcilaso recordaría esto y amargamente escribiría más tarde que “esta mentira me ha quitado el comer”. Pero ocurre que la tal mentira no lo era tanto, pues hay documentos que prueban que el Capitán Garcilaso de la Vega, el padre del Inca, sí tuvo participación activa en la rebelión de Gonzalo Pizarro, al menos durante unos meses entre 1546 y 1547, antes de pasarse definitivamente al bando del Rey, igual que muchos otros conquistadores (Lohmann Villena 1994: 266). Pese a que el capitán extremeño logró conservar ciertos privilegios después de la revuelta y hasta ocupó cargos importantes antes de su muerte en el Cuzco en 1559, historiadores como Gómara y el Palentino se encargaron de escribir en su contra y achacarle, para siempre, una dudosa fama. Menciono estos hechos porque pueden servir para explicar la posición del Inca Garcilaso en relación con el poder absoluto del Rey y algunas simpatías no tan veladas hacia conquistadores notables, como su propio padre, naturalmente, y quizá más sutiles, pero no menos reveladoras, hacia otros como el mismo Gonzalo Pizarro.
60 En tal sentido, la imagen “lavada” de su tío abuelo el poeta toledano, identificada con el modelo de caballero cortesano y de absoluta lealtad a la Corona, no encajaría del todo con el modelo de varones ilustres que el Inca traza como paradigma identitario en la Segunda Parte de los Comentarios reales55. El tema tiene, sin duda, una clara raigambre política y da para mucho. Sin embargo, partamos de él para seguir de una buena vez en la poesía y los aspectos propiamente literarios de la relación entre ambos Garcilasos. El Inca se crió, como él dice, “entre armas y caballos”. A su salida del Perú en 1560 debía tener una formación humanística bastante precaria, aunque llegó a estudiar algún latín gracias a las lecciones del canónigo Juan de Cuéllar, según cuenta en el Prólogo-dedicatoria de la Historia general del Perú. No obstante, algo en lo que no se ha escarbado lo suficiente es que parte de su conocimiento de la cultura española, a la que tan afecto sería junto con la indígena materna, se basaba en las conversaciones, coplas y romances que los mismos conquistadores llevaban consigo y con las que seguramente se solazaban entre batalla y batalla y, más adelante, durante la organización del nuevo reino56. El Inca, pues, creció entre una oralidad quechua que siempre señalará como la fuente básica de sus informaciones sobre los incas, pero también en medio de una oralidad castellana cuyas formas artísticas provenían de la riquísima veta popular del romancero. Su oído poético –se diría– se entrenó en composiciones indígenas como el harawi y el haylli (de las que da cuenta en los Comentarios reales I, II, XXVII) y a la vez en el tradicional octosílabo castellano y diversas estrofas de arte menor. No olvidemos que el Inca no duda en reproducir la copla sobre Pizarro y Almagro enviada por los soldados a Panamá durante el segundo viaje de exploración a las costas del Tawantinsuyu, que dice: “Pues, señor gobernador, / mírelo bien por entero, / que allá va el recogedor / y acá queda el carnicero”. Si bien la famosa copla es ofrecida antes por Gómara en su Historia de las Indias, el Inca afirma haberla oído primero de boca de los conquistadores durante su infancia en el Cuzco (Comentarios II, I, VIII). El Inca Garcilaso también se preocupa de reproducir los eneasílabos de la canción que Francisco de Carvajal entona sarcásticamente cuando ve el desbande de las tropas rebeldes frente al ejército del Pacificador la Gasca al iniciarse la batalla de Jaquijahuana el 8 de abril de 1548: “Estos mis cabellicos, madre, / dos a dos me los lleva el aire” (Comentarios II, V, XXXV). Y en una larga cita extraída del Palentino en su Historia del Perú (I, II, XCIII) en relación con la entrada triunfal de la Gasca a la Ciudad de los Reyes, el Inca incluye las quintillas que proclamaban los indios danzantes en representación de las principales ciudades del Perú. Por ser versos de poca elaboración tropológica y abiertamente aduladores de la autoridad, el Inca se permite comentar: “Estas son las coplas que Diego Hernández Palentino escriue que dijeron los dançantes en nombre de cada pueblo principal de los de aquel Imperio; y según ellas son de tanta rusticidad, frialdad y torpeza, parece que las compusieron indios naturales de cada ciudad de aquéllas, y no españoles” (Comentarios II, VI, VI). La exigencia del Inca es visible: había desarrollado en España un gusto por la poesía que le permitía descalificar estrofas de poca monta en comparación con las que elogia de su favorito Garci Sánchez de Badajoz. “La poesía no admite medianía”, asegurará más adelante con conocimiento de causa.
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Las fuentes, como es lógico, nos remiten al paradigmático De viris illustribus de Petrarca. No sobra resaltar que el contexto político del Inca es diferente, dentro de la generalidad y aceptación del modelo. Tampoco debe olvidarse la tradición peninsular de la recompensa debida a las proezas de los caballeros leales y el cuidado del “bien común”, base del reclamo de los conquistadores-encomenderos y sus descendientes criollos y mestizos en los Virreinatos. 56
Lohmann Villena hace un copioso recuento de esta tradición en “Romances, coplas y cantares en la conquista del Perú”. También puede consultarse Nuestro romancero, de Vargas Ugarte, y el panorámico Los romances de América, de Menéndez Pidal, donde sostiene la preeminencia de la tradición castiza entre los conquistadores y su presencia en el habla cotidiana de la época.
61 En un sustancioso libro, Oscar Coello examina los orígenes de la poesía castellana en el Perú y constata un hecho previsible: que la tradición del romancero y del acervo cancioneril prima hasta por lo menos fines del siglo XVI entre los hispanohablantes del área andina. Había que esperar a los poetas de la Academia Antártica, a la traducción de Petrarca hecha por el lusitano Henrique Garcés en la región del Collao (1591), o al enciclopédico Diego Dávalos y su Miscelánea austral (1603-1604) para gozar de la musicalidad y hegemonía del endecasílabo italiano en el nuevo virreinato. Reiteremos que en España la tradición cancioneril tampoco muere del todo a lo largo del siglo XVI, pese a la “Epístola a la Duquesa de Soma” de Boscán y sus críticas a las estrofas tradicionales en 1543. El Inca, pues, estaba familiarizado con ese gusto tradicional, como hemos dicho, y no resulta gratuito mencionar su relación personal con Diego de Silva, el primer poeta épico de largo aliento sobre la campaña de Pizarro, autor de La conquista de la Nueva Castilla (de 1538), que fue hermano del novelista Feliciano de Silva (Lohmann Villena 1958: 379 y 1994: 268), el mismo que sería ironizado años más tarde por Cervantes. Diego de Silva fue además padrino de confirmación del Inca Garcilaso y pariente lejano de su padre, el Capitán Garcilaso de la Vega Vargas, de quien también fue testigo testamentario en 1559. No es casualidad que La conquista de la Nueva Castilla esté escrita en coplas dodecasílabas de versos dactílicos y muy dentro de la concepción pre-renacentista, de larga estirpe medieval, de Juan de Mena (Coello: Cap. 3). No sabemos si el Inca llegaría a leerla, pero sin duda recordaría los gustos y preferencias literarios de su padre y sus compañeros de armas. 4. Del gusto castizo a los “despojos”. Como se ve, los indicios de la temprana formación poética tradicional del Inca son variados. Sin embargo, y a pesar de la explícita preferencia del cronista cuzqueño por Garci Sánchez de Badajoz por encima de su tío abuelo el toledano aun en 1596, la relación entre los dos Garcilasos pasa por caminos más complejos que los estrictamente históricos o genealógicos57. Aquí conviene reflexionar sobre dimensiones textuales menos obvias, que nos pueden dar la pauta sobre la asimilación que hace el Inca no sólo del poeta toledano, sino de todo el petrarquismo y de la imitatio en su variante emulativa. A la vez, los alcances velados del nombre de Garcilaso pueden echar luz sobre aquellas zonas oscuras del Inca donde hace falta acudir a herramientas extraliterarias para entender la complejidad de este novedoso sujeto de escritura. Una primera mirada sobre coincidencia de perspectivas debería partir del hecho de que ambos autores se encuentran en posición de pérdida frente al objeto de deseo. El toledano, a través de sus máscaras pastoriles, se lamenta por la muerte de Elisa como el Inca, en tanto voz histórica y personal a la vez, por la pérdida del Tahuantinsuyu. Serviría recordar incluso semejanzas de estilo. En la “Égloga II”, por ejemplo, Albanio declara, ante la pérdida de la amistad de su pastora amada:
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Decir ya más no es bien que se consienta;
Como afirma Lohmann Villena en relación con los antepasados ilustres del Inca: son “veneros de talento y antecesores paradigmáticos que sin necesidad de acudir al determinismo biológico o a rebuscar rasgos atávicos pudiesen proporcionar la clave de la vocación del cronista” (1994: 258). En pocas palabras: así como no se puede explicar el lado andino de la obra del Inca en función de su mitad biológica indígena, tampoco se le puede reducir a una vocación poética estrictamente italianizante en función de su parentesco con el gran poeta toledano. Las variantes y las influencias son muchas, como venimos demostrando, así como las causas del cambio de nombre.
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Junto todo mi bien perdí en un[a] hora,
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(estr. 335, p. 63, cursivas mías)
Y esta es la suma, en fin, de aquesta cuenta
Y también
• • • • • •
Quedé yo solo y triste allí, culpando Mi temerario osar, mi desvarío La pérdida del bien considerando […] Que hice de mis lágrimas un río (estrs. 485 y 486, p. 68; cursivas mías)
¿No se parece esta ausencia lamentada (“la pérdida del bien”, como canta el toledano) a la que emiten los parientes indígenas en los Comentarios reales, cuando la voz narrativa dice “y allí, con la memoria del bien perdido, siempre acababan su conversación con lágrimas y llanto”? (I, I, XV, cursivas mías). Claro que el caso podría remontarse al antiquísimo tópico del ubi sunt?, pero es curioso que las fórmulas coincidan. También podría pensarse en la descripción, aunque breve, de algunos pasajes rurales en La Florida del Inca y los Comentarios reales siguiendo las convenciones del locus amoenus pastoril. Pero si nos limitáramos a esta práctica fuentista y tautológica, no estaríamos llegando mucho más lejos que el Brocense con sus comentarios al toledano. Prefiero, en este caso, asumir una posición análoga a la de Herrera en sus Anotaciones para evaluar modestamente cuál es el gran aporte del Inca Garcilaso a la lengua castellana y a la construcción de las nuevas identidades transatlánticas. Herrera rescata de Garcilaso el toledano y de su propia obra la libertad de escoger los más valiosos “despojos” de la tradición y de mezclar
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los mejores antiguos [o sea los clásicos,] con los italianos […] porque no todos los pensamientos i consideraciones de amor i de las demás cosas que toca la poesía cayeron en la mente del Petrarca i del Bembo i de los antiguos, antes queda a los sucedientes ocasión para alcançar lo que parece imposible aver ellos dexado. I no supieron inventar nuestros pre[de]cessores todos los modos i osservaciones del habla (Herrera: 273–274).
Pese a la tan valorada imitatio, Herrera entendía con perspicacia que había zonas y aspectos de los clásicos insuficientemente exploradas y numerosos aspectos de la tradición que no se adecuaban completamente a los tiempos modernos. La libertad relativa del poeta le permitía, por ello, recrear a su modo determinados tópicos y elementos para un logro más efectivo de la varietas. Asimismo, cuando Herrera explica la “Égloga II”, hace una clara defensa de las travesías lingüísticas de Garcilaso por otros idiomas y admite que “podemos usar vocablos nuevos en nuestra lengua, que vive y florece”, incluso “con voces griegas i peregrinas i con las barbaras mesmas” (Herrera: 348).
63 Naturalmente que no se trata de una inclusión abierta, sino muy selectiva, según el mayor lustre requerido para la poesía, en la cual los vocablos “peregrinos” deben brillar “como una estrella” de modo que “tengan similitud i analogía con las otras vozes formadas i innovadas de los buenos escritores” (ibid.), ya que los clásicos procedieron de modo semejante en el proceso imitativo que les correspondía. La innovación es más que evidente cuando se poetiza con el intertexto directamente sacado de la lengua extranjera, como hace el toledano con el último verso de su soneto XXII, por ejemplo, que extrapola completo un endecasílabo en italiano de la “Canción Primera” de Petrarca58. Estas resumidas observaciones sobre el Divino Herrera y la poética del toledano anteceden un modus operandi que en otro género, el de la historia, emprendería el cuzqueño Garcilaso en las dos últimas décadas del XVI. En función de la varietas renacentista, muy tomada en cuenta en todos los géneros retóricos, el Inca emprende viajes léxicos entre el castellano y su quechua materno, incorporando en su escritura términos como “illapa”, “chacra”, “Sapa Inca”, “palla” (y hasta determinados calcos lingüísticos, según estudia CerrónPalomino) que le otorgan a su narración un indudable sabor de autenticidad y de focalización interna al mundo indígena y mestizo que dice representar. Es más: si bien la prosa del Inca nunca sale de los parámetros gramaticales y sintácticos del español y es muy difícil compararla a la de sustrato eminentemente quechua de un Guaman Poma, por ejemplo, no por eso deja de connotar ciertas estrategias narrativas que la convierten en un producto sui generis de la historiografía indiana. Me refiero, verbigracia, a los capítulos “guerreros” o de conquista de los gobernantes cuzqueños, aquellos en que el Inca utiliza una misma plantilla narrativa para evocar la oralidad de un mito fundacional. Así también, en los Comentarios reales (1609 y 1617) son discernibles algunas formas de organización simbólica que despiertan resonancias cuzqueñas. Por eso, determinados elementos de la narración sobre las conquistas de los incas simulan una forma de autoridad nativa según su distribución prosódica en pares o dobletes sintáctico/semánticos, propios de la composición poética andina (ver Mazzotti 1996a: Cap. 2). Esto no elimina los rasgos cuzcocéntricos ni elitistas de tal discurso, ni significa que la abrumadora evidencia sobre las lecturas renacentistas del Inca deba ser soslayada. Sin embargo, con esta práctica, que no encontramos de la misma manera estilizada en los cronistas españoles que el Inca Garcilaso leía y citaba, se produce un efecto de transmutación de la voz narrativa en la fuente supuestamente oral que la sustenta. ¿No estaría con tal práctica ampliando el cuzqueño la noción de “traslación” lingüística tan cara a Herrera y a algunos de los más grandes escritores de la época? Porque si bien la travesía por mundos y vocablos peregrinos que Herrera defiende y encuentra en la obra del toledano es ya de por sí un paso adelante en la consagración del castellano como lengua literaria al par de las otras europeas, también es cierto que en el caso del Inca hay una subjetividad que está tratando de expresarse a su manera, sin salir necesariamente de los parámetros de las lenguas y las convenciones de prestigio. Por eso es posible ver en algunos pasajes de los Comentarios reales que el mito de origen andino (aunado a un providencialismo expreso) funciona como elemento modelador de una autoridad de extramares, que regresa remozada a la península con nuevos ritmos y sabores novomundiales. Verdad también es que el toledano echa mano de la mitología a su alcance cuando introduce, por ejemplo, a las ninfas Filódoce, Dinámene, Climene y Nise para acompañar el lamento de ultratumba de la rubia Elisa en la “Égloga III”.
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En relación con el gran poeta de Arezzo, Durand también nota que el Inca transforma “a lo divino” un verso de Petrarca en la dedicatoria a la Virgen de la Historia general del Perú, aunque sin mencionarlo, ni ahí ni en el resto de su obra, aunque hubiera varios ejemplares de Petrarca en su biblioteca (ver Durand 1966: 67, y 1948).
64 Pero los mitos en el toledano son, como dice Antonio Prieto (Cap. 2), parte de una narración interior, siguiendo el modelo de Petrarca, y no son paradigmas ni esquemas narrativos, a diferencia del Inca, lo cual no quiere decir que en el cronista cuzqueño no aparezcan también las “fábulas historiales” de las que se deshilvanarán los ovillos de su múltiple cuadro de la tierra y la historia peruanas. El ars combinatoria es en ambos Garcilasos de alguna manera semejante, pero sin duda hay también distancias notables. Bastaría recordar que en la biblioteca del Inca, como establece Durand, figuran autores como Petrarca, Boccaccio, Juan de Mena, Fernando del Pulgar, el Ariosto, el Boiardo, y clásicos obligados como Salustio, Julio César, Lucano, Virgilio, Plutarco, Aristóteles, Tucídides, Suetonio, Polibio, y muchos otros que muy probablemente el toledano también leyó en su momento. A la vez, figuran varios que por razones cronológicas no llegaron al alcance del Príncipe de los Poetas Castellanos, como la Silva de varia lección de Pero Mexia, el Examen de ingenios de Juan Huarte de San Juan, las Elegías de varones ilustres de Indias de Juan de Castellanos, y las crónicas del Palentino, José de Acosta, López de Gómara, Cieza de León, Fernández de Oviedo, amén de muchas obras devocionarias postridentinas (Durand 1948: 250–251). No olvidemos, asimismo, la ya mencionada preferencia del Inca por la poesía cancioneril y específicamente por Garci Sánchez de Badajoz, que por poco lo convierte en poeta. Alguna vez se dijo que la influencia del petrarquismo vía su tío abuelo toledano fue tanta en el Inca que su obra podría concebirse como la expresión de un “cupidismo transnacional”, en el cual la lejana patria peruana, o más bien cuzqueña, era reinventada en función de los intereses aristocráticos del Inca e imperiales de la Corona (ver Greene). Pero así como no se puede reducir al toledano Garcilaso únicamente a Petrarca, a Tansillo, a Bembo, al Tasso padre o a Ausías March, y ni siquiera a todos juntos, tampoco puede reducirse al cuzqueño Garcilaso a Petrarca, Ficino, Tomás Moro, Erasmo, León Hebreo, los neoescolásticos y otros numerosos, incluyendo a su tío abuelo el toledano, ni como modelo literario ni como inspiración unívoca en 1563 para el socorrido cambio de nombre. En ese devenir de más de sesenta años entre ambos momentos de escritura, se ha ido consolidando una lengua literaria, pero también una nueva subjetividad enriquecida por la travesía bidireccional sobre el Atlántico, que facilitará el efecto de extrañeza y exotismo (casi de hibridismo, diría la jerga postcolonial) más frecuente en el Barroco ya ad portas. Quizá sería preferible hablar entonces de procesos de eclecticismo y sincretismo, o de imitatio emulativa y transformativa, para ceñirnos mejor al vocabulario de la época y evitar “traslaciones” teóricas no siempre felices cuando nos encontramos frente a dos mundos, el europeo y el americano, que si bien mantienen relaciones asimétricas, representan también faces jánicas de un proceso de expresión literaria y construcción de identidades interdependientes y, por lo tanto, inseparables. Sólo cabe terminar comentando brevemente sobre el apelativo de “Inca” que el historiador cuzqueño antepone a su nombre español. Ya es bastante sabido, y lo explica el mismo cronista, que el título de “Inca” se heredaba por línea paterna (Comentarios I, I, XXVI). Al ser hijo de una princesa de la familia real incaica y de un conquistador español, a Garcilaso no le correspondía en términos genealógicos ni legales strictu sensu. Así, en apariencia, y por lo menos desde 1590, con la publicación de la Traduzion del Yndio de los tres Diálogos de amor, el apelativo de “Inca” interpuesto a “Garcilaso de la Vega” bien habría funcionado sólo como un nom de plume. Y sin embargo, como ya han explicado Varner (1968: 43), Hilton (1982: 16), Duviols (1998) y otros, Garcilaso lo usa como posible homenaje a su padre, que, al igual que otros conquistadores, recibió el apelativo de “Inca” de parte de los mismos indígenas debido a sus proezas militares, a ser “Huiracocha” o hijo del Sol y al buen tratamiento que prodigó a la población. Esto, claro, en versión del cronista.
65 El Inca Garcilaso, pues, asumiría por línea paterna un título que le habría correspondido al Capitán Garcilaso de la Vega como “inca de privilegio” según la costumbre de la etnia cuzqueña de asimilar con ese título a sus mejores aliados y colaboradores o, en este caso, a quienes probaron haber mantenido una conducta benefactora digna de los gobernantes cuzqueños. Rodríguez Garrido (“’Como hombre venido del cielo’”) prueba este punto con el análisis de las obras de reforma y mejora de la calidad de vida en el Cuzco realizadas por el corregidor Garcilaso de la Vega, padre del mestizo, entre 1555 y 155759. Pero hay, además, otra razón de peso para la legitimidad del apelativo de “Inca” más allá de las estrictamente literarias. En los documentos legales publicados por de la Torre y del Cerro en 1935 (El Inca Garcilaso: nueva documentación) y por Porras en 1955 (El Inca Garcilaso en Montilla) muy pocas veces el historiador peruano se autodenomina “Inca”. Empieza a hacerlo poco a poco a partir de 1590, fecha que coincide con la aparición de su Traduzion de León Hebreo y meses antes de su traslado definitivo a Córdoba (Porras ya había notado el hecho, El Inca Garcilaso XXXVI). Curiosamente, en varios de esos documentos, son los testigos de bautismos y contratos los que lo denominan así. De la Torre y del Cerro llama la atención sobre un sobrino del Inca que también usaba el apelativo sin tener padre indígena: “Garcilaso de la Vega el Inca tuvo un sobrino, hijo de su hermana uterina Luisa de Herrera, nacido como él en el Cuzco, que se nombró Alonso de Vargas y Figueroa Inca y luego Alonso Márquez Inca de Figueroa” (Torre y del Cerro: XXXIII–XXXIV, énfasis agregados). A este sobrino, nieto del matrimonio de su madre, la palla Isabel Chimpu Ocllo, con el modesto comerciante Juan del Pedroche, Garcilaso cede en 1604, es decir, a sus sesentaicinco años de edad, los derechos a cualquier recompensa que pudiera recibir de la Corona por sus pasados servicios, como consta en los documentos 66, 102 y 116 de la colección de de la Torre. El apelativo de “Inca” no resulta, pues, una mera pose literaria ni solamente una reivindicación del honor de los padres conquistadores más notables (y Juan del Pedroche no lo era, que se sepa), sino un uso común entre quienes se sentían pertenecer a una etnia y a un grupo que ya a fines del XVI y durante el XVII se reconstituyó como sujeto social y cultural para construir lo que poco a poco se convertiría en el “movimiento nacionalista inca” o neoinca, hasta llegar a su decapitamiento literal en la Plaza de Armas del Cuzco en 1781 con la ejecución de Túpac Amaru II. Por supuesto que el Inca Garcilaso estará lejos de un nacionalismo étnico de ese tipo, que incitaba a la rebelión armada, pero tampoco pueden pasarse por alto diversos pasajes de crítica al poder de Felipe II (en La Florida II, parte primera, V, y en los Comentarios II, III, XX, por ejemplo). No es de extrañar que su amistad con diversos miembros notables de la orden jesuita, como el ya mencionado Juan de Pineda, el hebraísta Jerónimo de Prado, el erudito Martín de Roa, el catedrátido de retórica Francisco de Castro y otros, lo llevara a conocer las tesis de Juan de Mariana, Pedro de Rivadeneira y las de Francisco Suárez sobre la soberanía (no independencia, por supuesto, sino en el sentido político de la época) y el “bien común”. Nada de esto implica dudas acerca de la fe cristiana ni cuestionamientos de los edictos tridentinos. Pese a las connotaciones cósmicas que el título de “Inca” pudiera tener ante una audiencia andina (y sin duda las tendría para fines del XVI), se trata también de una reivindicación étnica y de legitimación de los reclamos políticos y económicos que numerosos descendientes de ese sector social venían gestionando ante la corona española. El propio Inca Garcilaso da cuenta de dichos trámites en el Capítulo XL del Libro IX de la Primera Parte de sus Comentarios reales. No hace falta convertirse en un Otro ontológico ni aparentar herejía para asumir dicha postura ni un papel representativo.
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A esta importante contribución habría que añadir que un tratamiento parecido se le otorga a Hernando de Soto durante el relato de su expedición fallida y su doble enterramiento en La Florida del Inca, donde se le compara con el rey visigodo Alarico, fundador de la estirpe de los reyes españoles (ver Mazzotti 2006b).
66 En una elegante respuesta de José Durand en 1966 (“Los silencios del Inca”) al erudito español Juan Bautista Avalle-Arce, quien había llamado “peregrina idea” la mención de Miró Quesada y de Durand de un probable y complementario origen indígena de las omisiones históricas tan frecuentes en Garcilaso, señala que “Garcilaso, formado y madurado en el humanismo, espléndido prosista español, puede parecer muy alejado de sus dobles raíces y muy cercano al mundo europeo en que arraigó. Claro está que tal impresión será tanto más neta cuanto mejor se conozca al español y menos al indio” (Durand 1966: 72)60. Si bien en otros momentos Durand incurre en un cierto esencialismo sobre el carácter indígena en general, no debe pasarse por alto que la crítica que hoy, después de cuarenta años, sigue asimilando completamente al Inca Garcilaso a los patrones estéticos y retóricos de su tío abuelo el toledano repite el error de negar toda importancia a aquello que desconoce, precisamente ese mundo andino en el cual el Inca creció y se formó vivencialmente, así como a la continuidad, transformada, claro, y sincrética, de los marcos de referencia cultural (no necesariamente religiosa) de la tradición de las panaka cuzqueñas huascaristas antes de 1609 y 1617. Y, de paso, niega pertinencia a casi toda la historiografía andina (ver Durand 1990, Pease 1984, y Miró Quesada 1994b) y hasta a un sector muy rico de las letras españolas (como he demostrado con el caso de Garci Sánchez de Badajoz). El garcilasismo de este lado del Atlántico tiene aún muchos recorridos pendientes para contribuir a una mejor y más actualizada comprensión de la obra del mestizo cuzqueño.
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Ver Avalle-Arce (1964: 18–19), quien se refiere a la primera edición de la obra de Miró Quesada (El Inca Garcilaso de la Vega, de 1948) y al artículo de Durand “La idea de la honra en el Inca Garcilaso”, de 1951. Miró Quesada contestó en la segunda edición de su obra, de 1971, y en la tercera, de 1994 (253–254), señalando que la fuente indígena es descrita por Cieza y que Garcilaso se atiene a ella y a su experiencia en el Cuzco. González Echevarría, en un trabajo por demás discutible (“Garcilaso y Garcilaso”), alude a ese intercambio sin mencionar las respuestas de Miró Quesada y Durand. También clasifica a ambos estudiosos como parte de una corriente crítica “peruanista”, en la que generosamente incluye mi libro Coros mestizos del Inca Garcilaso. En este, paradójicamente, aclaro desde el principio que “no se trata de ejercer una lectura ‘peruanista’ de los Comentarios, como descaminadamente podría parecer. El término ‘Perú’, según se entiende hoy, abarca una inmensidad de rasgos culturales que estarían muy mal representados en la obra y la época que aquí nos ocupan” (Mazzotti 1996a: 20). Es más paradójico aún que el ensayo “The Law of the Letter” (1987) de González Echevarría fuera discutido solventemente desde una perspectiva de rescate de la alta retórica ciceroniana y renacentista por Durand en 1988 (ver su “En torno a la prosa del Inca Garcilaso”, en que deshace los argumentos de González Echevarría con respecto a un supuesto estilo notarial en la prosa del Inca –estilo notarial que es de por sí monótono y repetitivo– y se rescatan, precisamente, las fuentes europeas más cultas y elaboradas de su momento).
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Capítulo 3 La Florida del Inca, el Rey Alarico y el proceso de construcción identitaria en el Inca Garcilaso* Antes del conocido encomio que le endilgara Ventura García Calderón de “Araucana en prosa” en 1914, La Florida del Inca ya constituía para la crítica una obra poco relacionada con la búsqueda de una identidad andina, a diferencia de los Comentarios reales. Para muchos, incluso hoy, resulta poco más que un ejercicio de poetización heroica de la expedición de Hernando de Soto a esa inmensa región que modernamente constituye el sur de los Estados Unidos, y que incluye los estados de Georgia, las dos Carolinas, Tennessee, Alabama, Arkansas, Mississipi, Louisiana y Texas, por lo menos, y no sólo la península de la Florida, entre 1538 y 154243. A diferencia del encomio, en las siguientes páginas quisiera reflexionar sobre la forma en que La Florida se articula con el resto del corpus garcilasiano y examinar la importancia fundamental de algunos pasajes de la obra como parte de un proceso de construcción identitaria de enormes proporciones en la escritura de la obra posterior del Inca Garcilaso. Aparecida en 1605 en la imprenta del flamenco Pedro de Crasbeeck, que vivía instalado en Lisboa desde lustros antes, La Florida es una de esas obras que tuvieron que esperar muchos años para darse a conocer, ya que había pasado previamente por un largo y meticuloso proceso de redacción, con numerosas revisiones y añadidos. El propio Garcilaso señala en su “Proemio al lector” que luego de una primera versión, encontró las relaciones de Juan Coles y Alonso de Carmona, soldados que participaron en la expedición de Hernando de Soto (ver el “Proemio al lector” en La Florida, folio sin número). Por eso, no bastaba el fidedigno relato que le ofreció el conquistador Gonzalo de Silvestre, sobre quien hace depender la veracidad de la obra61. Ya antes, y desde la década de 1560, Garcilaso había entrado en contacto con Silvestre, quien había participado en la expedición fallida de Hernando de Soto. Gonzalo Silvestre había sido también compañero del padre de Garcilaso y de otros conquistadores en el antiguo país de los incas, años más tarde, por lo que tenía amplia experiencia en varias partes del Nuevo Mundo y podía ofrecer comparaciones de primera mano entre los indígenas de uno y otro lugar. Su experiencia resultaba, pues, de inmensa importancia y atractivo para el historiador cuzqueño, quien amparaba su propia autoridad con la versión de un genuino testigo de vista. No sobra, por ello, recordar que La Florida se ofrece al público de su época como historia y no como ficción. Desde el principio, el Inca lo declara: “El mayor cuydado que ∫e tuuo fue escriuir las co∫as que en ella ∫e cuentan como ∫on, y pa∫∫aron” (“Proemio al lector” f.s.n.). Pero cuando Garcilaso encuentra fuentes textuales como los ocho pliegos de las Peregrinaciones de Alonso de Carmona y los diez de la Relación de Juan Coles, además de los relatos del Fidalgo de Elvas y los Naufragios de Cabeza de Vaca, inicia una segunda y mucho más elaborada redacción de la obra62. *
Versión original en Nuevas lecturas de La Florida del Inca, ed. por Carmen de Mora y Antonio Garrido Aranda (Madrid & Frankfurt: Iberoamericana & Vervuert, 2008, pp. 55–66). 61
El Inca Garcilaso no menciona a Silvestre como fuente de su historia, pero la documentación de la época ha llevado a establecer la identidad del informante de manera fidedigna. Ver Miró Quesada 1994a: 171–195.
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Diversos estudiosos han abordado el proceso de redacción de La Florida. Entre los más notables, ver Durand 1963 y 1966.
68 Eran los años de 1591 y 1592. Esto explica en parte la demora de la publicación de La Florida hasta 1605. Y, sin duda, hubo problemas de aprobaciones, pero también del cuidadoso y detallado trabajo de comprobación de fuentes, que hicieron lo suyo: Garcilaso, pues, no quería cometer errores y seguramente aspiraba a entregar una historia lo más completa y veraz posible63. Un tercer elemento, no menos importante: el cuidado en el estilo, pues en la época no se trataba sólo de afirmar la verdad de lo narrado dentro del género historiográfico. También había que articularlo conforme a las posibilidades de la retórica para lograr una persuasión inapelable, capaz de conmover y estimular al lector hacia la acción. 1. La verdad de la historia y sus transfiguraciones. En tal sentido, el testimonio oral de Gonzalo Silvestre siguió siendo fundamental, pese a las ampliaciones y añadidos. De él dice que “era hombre noble hijo dalgo, y como tal ∫e preciaua tratar verdad en toda co∫a” (“Proemio al lector”, f.s.n.). El relato oral de Silvestre, según Garcilaso de noble cuna, más las ya mencionadas historias de Carmona y Coles (participantes todos en la expedición), lo salvan de parecer fantasioso ante la magnificencia de las tierras y hazañas a contar. Por eso, el Inca continúa diciendo:
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Y e∫to ba∫te para que ∫e crea que no escriuimos fictiones que no me fuera licito hazerlo, auinedo∫e de pre∫entar e∫ta relacion a toda la republica de E∫paña: la qual tendria razon de indignar∫e contra mi ∫i la hubie∫∫e hecho ∫inie∫tra y fal∫a.
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Ni la Mage∫tad Eterna, que es lo que mas deuemos temer, dexara de ofender∫e grauemente, ∫i pretendiendo yo incitar y per∫uadir con la relacion de∫ta hi∫toria, a que los E∫pañoles ganen aquella tierra para aumento de nue∫tra ∫ancta fe Catholica, engaña∫∫e con fabulas y ficciones, a los que en tal empre∫a qui∫∫ie∫en emplear ∫us haziendas y vidas (“Proemio al letor”, f.s.n.).
Hay, pues, un claro sentido práctico y político, que debe derivar naturalmente de la exactitud de los hechos narrados. La finalidad última del relato se encuadra dentro de la frecuente teleología providencialista de buena parte de la historiografía indiana, lo cual cumple con el nivel trascendental, por encima del factual, de la concepción histórica de la época. Como parte de su estrategia retórica, Garcilaso continúa su argumentación con el socorrido recurso de la humilitas mea al establecer el largo recorrido confesional sobre la pobreza y soledad en que vive, y sobre la ausencia de ambiciones personales, llevando una vida “quieta y pacifica, mas embidiada de ricos que embidio∫a dellos” (“Proemio al lector”, f.s.n.), con lo cual previene cualquier suspicacia y posibles acusaciones de parcialidad. Estos planteamientos iniciales en la obra forman parte de un mecanismo discursivo bastante frecuente en tal tipo de relato. ¿Cómo contar de manera verosímil algo que escapa de la experiencia del autor y del lector y que los enfrenta a una realidad que, por su extremosidad, podría parecer producto de la imaginación? 63
En su “Introducción” a La Florida, Sylvia L. Hilton menciona numerosos ejemplos que a lo largo de la crítica sobre Garcilaso se han hecho notar en relación con las inexactitudes de la obra. Los reparos más comunes, señala Hilton, tienen que ver con nombres de lugares y caciques, con fechas, con la elocuencia de los parlamentos indígenas y con algunos pasajes guerreros que parecen exagerados. A todo esto se puede responder que el Inca, pese a dichos errores, tiene muchísimos más aciertos que los de otras crónicas del XVI sobre la expedición de de Soto. Asimismo, hay que entender la elocuencia indígena como parte de un andamiaje retórico que bien puede estar tratando de reproducir otra forma de elocuencia análoga a la de los discursos en castellano. Y sobre las llamadas exageraciones guerreras, ninguna llega a los excesos fantasiosos de las novelas de caballería. Ver Hilton 1994: 22–48.
69 Carmen de Mora ya ha trazado algunas de las líneas básicas que distinguen el relato historiográfico del relato de ficción durante el Renacimiento tardío (Mora 1994: 230–231). Principalmente, hay que recordar que la intención edificante, pero sobre todo, la finalidad persuasiva de una verdad trascendente, como la providencial, constituyen el eje del discurso historiográfico, según hemos señalado. Esto no impide, sin embargo, el empleo de recursos estilísticos y organizativos que hoy llamaríamos propiamente “literarios”. De ahí que La Florida resulte hoy un texto de tan agradable lectura. Sin embargo, no quiero detenerme en un terreno que ya ha sido suficientemente desbrozado por los especialistas. Aquí quiero subrayar la forma en que el empleo de tales recursos de estilo y de esa armazón retórica se articula con la construcción de un subjetividad novedosa en el conjunto de las letras castellanas y de los nuevos grupos sociales surgidos de la conquista. Un punto de partida está en la serie de transfiguraciones que nos introducen en la obra a un contexto de maravillamiento, sin traicionar la socorrida verdad en la que Garcilaso se ampara constantemente. En un pasaje bélico de La Florida, los españoles se enfrentan a los indígenas sobre un lago. Dice el Inca: “En el me∫mo punto pare∫cieron tantas canoas en el agua, que ∫alian de entre la henea y ju[n]cos, que a imitacion de las fabulas poeticas dezian e∫tos E∫pañoles, que no pare∫cia, ∫ino que las hojas de los arboles caydas en el agua ∫e convertian en canoas” (Libro II, Primera Parte, Cap. XIIII, f. 56v). El texto es muy claro: “decían estos españoles”. En otras palabras, lo que se presenta es el testimonio de los presentes en la batalla, no la visión personal del historiador. Sin embargo, la transformación de hojas caídas en canoas permite situarnos en una realidad que escapa a las normas del universo conocido en el Viejo Mundo. De ahí que la extremosidad de la experiencia en las Indias Occidentales permita que este tipo de pasaje se engarce con un universo de expectativas mucho más amplio que el del lector europeo podría aceptar fuera de los géneros de ficción. Veremos más adelante cómo se relaciona este principio de las transfiguraciones con la construcción de una identidad novedosa en La Florida. De manera semejante, el resultado de tal batalla se transforma en una procesión religiosa que va elevando a los expedicionarios en categoría moral y religiosa, al hacerlos partícipes de una procesión:
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Fue Dios ∫eruido q[ue] como los cauallos yuan cubiertos de agua y los caualleros bien armados, ∫aliero[n[ todos libres ∫in heridas, que no ∫e tuuo a pequeño milagro, ∫egu[n] la infinidad de flechas, que les auian tirado, que vno dellos contãdo de∫pues la merced, que el Señor particularmente en e∫te pa∫∫o les auia hecho, de que no les huuie∫e[n] muerto o herido, dezia, q[ue] ∫alido ya fuera del agua auia buelto el ro∫tro a ver lo q[ue] en ella quedaua; y que la vio tan cubierta de flechas, como vna calle ∫uele e∫tar de juncia en dia de alguna gran solennidad de fie∫ta (Libro II, ff. 56v-57r).
Este milagro de salir ilesos de la andanada de flechas indígenas se complementa con el milagro de una procesión sobre el agua, lo cual va preparando el terreno para una serie de nuevas transfiguraciones propias del lenguaje poético, aunque, según el texto, superándolo. Muchas de las llamadas “exageraciones” de la obra son entendibles como recursos estilísticos y como errores honestos, producto de la versión que el propio Silvestre le otorgara al Inca (Hilton 1994: 30–39). En este sentido, es revelador el pasaje sobre la elocuencia de los jefes nativos, que mejora ampliamente cualquier producto de la imaginación de los más grandes poetas italianos del Renacimiento. En relación con el cacique Vitachuco, por ejemplo, nos dice el Inca:
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Vitachuco re∫pondio e∫trañi∫simamente con vna brabo∫idad, nunca jamas oyda, ni imaginada en Indio; que cierto ∫i los fieros tan de∫atinados, que hizo, y las palabras tan ∫oberbias que dixo, ∫e pudieran escreuir, como los men∫ageros las refirieron, ningunas de los mas brauos caualleros, que el diuino Ario∫to, y el illu∫tri∫simo y muy enamorado Conde Mattheo Maria Boyardo ∫u antece∫∫or, y otros claros Poetas introduzen en ∫us obras, ygualaran con las de∫te Indio (Libro II, Primera Parte, Cap. XX, f. 68r).
La obra, en tal sentido, es una secuencia inteligentemente planteada en dirección hacia una propuesta doble y claramente política: por un lado, la del valor y carácter fundacional de algunos conquistadores en el imaginario de las nuevas sociedades americanas; por el otro, la del rescate de la dignidad indígena. Ambos criterios prevalecerán a los largo de la obra posterior dedicada al mundo andino. 2. Hernando Soto y la construcción del paradigma paterno. Pero el propósito de estas líneas es reflexionar especialmente sobre el eje identitario paterno y sus ramificaciones políticas. Es importante, por eso, que Garcilaso presente a Hernando de Soto como figura paradigmática que luego servirá también de modelo para los incas de los Comentarios y para los continuadores de esa estirpe de servidores del “bien común”, como serán algunos conquistadores-encomenderos. En uno de sus numerosos encuentros con caciques floridanos, Hernando de Soto intenta convencer mediante regalos y diplomacia a Hirrihigua, que había sido ofendido gravemente por la expedición anterior de Pánfilo de Narváez y se negaba a salir de paz con los españoles. El Inca dice que
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[Hernando de Soto] de∫∫eaua ∫u ami∫tad, porque con ella ente[n]dia tener ganada la de todos los de aquel reyno, porq[ue] dezia q[ue] ∫i aquel, q[ue] tan ofendido e∫taua de los Ca∫tellanos, ∫e recõçilia∫∫e y hizie∫∫e amigo dellos, [¿]qua[n[to mas ayna lo seri[an] los no ofendidos? Demas de la ami∫tad de los Caçiques e∫peraua q[ue] ∫u reputaciõ y hõra ∫e aume[n]taria generalmente entre Indios, [y] E∫pañoles, por auer aplacado e∫te tã rauio∫o enemigo de ∫u na∫ciõ, por todo lo qual ∫ie[m]pre que los Chri∫tianos, corriendo el cãpo, açertauã a pre[n]der de los vasallos de Hirrihigua, ∫e los embiaua cõ dadiuas, y recaudos de buenas palabras rogãndole con la ami∫tad, y cõbidandole cõ la ∫ati∫faciõ, que del agrauio hecho por Pamphilo de Naruaez de∫∫eaua darle (Libro II, Primera Parte, Cap. IX, ff. 44r-44v).
El intercambio de bienes y favores promovido por la actitud generosa de de Soto prefigura, como decía, la descripción de los incas cuzqueños en la Primera parte de los Comentarios reales de 1609. Sin embargo, no hay que olvidar que es en la Segunda Parte, la llamada Historia general del Perú, donde mejor encuentran su sentido las caracterizaciones que Garcilaso hace de los conquistadores como incas ellos mismos, dado lo que el autor entendía como condición de nobleza de ánimo y de valor supremo que capacitaba inmediatamente para gobernar. En este sentido, las figuras paradigmáticas de la Segunda parte de los Comentarios reales o Historia general del Perú, encabezadas por el padre del historiador, el Capitán Garcilaso de la Vega Vargas, se distinguen también por su “buen gobierno” y la reorganización del espacio cuzqueño, en el caso específico del progenitor del Inca, a manera de un Pachakutiq o “transformador del mundo” que establece un nuevo orden y un estado superior de civilización sobre el pueblo andino.
71 Rodríguez Garrido analiza el “sermón fúnebre” presente en la Historia general del Perú (Libro VIII, Cap. XII) y propone convincentemente que los rasgos establecidos en la Primera Parte de los Comentarios para los gobernantes cuzqueños se trasladan a la figura paterna del Inca, convirtiéndolo implícitamente en inca y a la vez en “padre de la patria”, y por lo tanto expresando una propuesta política de continuidad natural entre monarcas indígenas y conquistadores-encomenderos como proyecto político ideal en el territorio andino64. Son algunos de esos rasgos los que se hacen presentes también en la descripción de Hernando de Soto en su expedición fallida. El concepto de un Sacro Imperio Incaico que David Brading describiera como eje de gravitación semántica y política en los Comentarios reales como conjunto empieza a adquirir, pues, su forma desde La Florida. Como ejemplo de una comunidad de gobernantes ideales basta recordar la hermandad de los conquistadores en la expedición de Hernando de Soto, ya presenciada por el mestizo cuzqueño en sus años de infancia en el Perú: “E∫ta mi∫ma compañia ∫e hizo entonces, y de∫pues entre otros muchos caualleros y gente principal, que ∫e hallo en la conqui∫ta del Peru, q[ue] yo au[n] alcançè a conocer algunos dellos, que viuian en ella como ∫i fuerã hermanos, gozando de los repartimientos que les auian dado ∫in diuidirlos” (Libro I, Cap. XIIII, f. 24v, énfasis agregado). En los Comentarios, años más tarde, dicha hermandad se manifestará como la convivencia feliz de los encomenderos una vez terminadas las guerras civiles entre Almagros y Pizarros y antes de la debacle de la derrota gonzalista en 1548. La edad de oro es para Garcilaso el momento inicial de primacía de los encomenderos, los cuales, como señores de la tierra y por mérito de sus esfuerzos, habían sido capaces de crear una sociedad que dio espacio por un momento a las élites cuzqueñas supervivientes adeptas al poder español y a la nobleza mestiza derivada de dicha unión65. Por eso no sorprende mucho que el capítulo final de la Primera Parte del Libro V de La Florida sea un verdadero homenaje a Hernando de Soto, comparándolo con el rey visigodo Alarico, no sólo por la forma de su entierro, sino por el sentido fundacional que para la España primigenia tuvo Alarico. Veamos. Hernando de Soto murió en campaña en 1542 y su desaparición fue mantenida oculta por los expedicionarios. Por el temor de que los indios se dieran cuenta de su muerte y de que desenterraran su cuerpo para vejarlo, los españoles decidieron exhumarlo para darle una sepultura menos vulnerable. Midieron la profundidad del recién descubierto “rio grande” o Mississipi para arrojar en él, encerrado en un grueso tronco de encino, el cuerpo del conquistador. Dice el historiador: 64
Señala Rodríguez Garrido (2000: 420) que “la superposición del apelativo de Inca al nombre paterno no implicaba una paradoja, sino una apropiación legitimada no sólo mediante la recurrencia al mito de Viracocha, sino también por la correspondencia del padre con el paradigma de los antiguos gobernantes andinos. Obviamente la incorporación de la tradición materna en la representación del padre no supone el abandono de un modelo patriarcal en la visión de la historia o en la construcción de la propia identidad de la persona. La fuerza de este modelo explica la escasa presencia de la madre en la narración histórica del Inca, tantas veces señalada”. Es decir, el mundo andino aparece internalizado y forma parte de la estructura subyacente de la obra, incluso en la Segunda Parte de los Comentarios.
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Como señalo en mi estudio Coros mestizos del Inca Garcilaso: “la alusión al ‘siglo dorado’ se aplica también [además del Incario] a los tiempos iniciales de la conquista: ‘...en todos auia e∫te credito y fidelidad [a las prome∫as de palabra], y la ∫eguridad de los caminos que podía llamar∫e el siglo dorado’ (Comentarios I, VIII, XVI, f. 215). […] La Edad de Oro de los Comentarios parece situarse en la conjunción ideal del esplendor incaico y la comodidad gozada por los primeros encomenderos. Las oscilaciones frecuentes –como añorar la caza copiosa en tiempos de la conquista– revelan tanto afinidades por la visión española de un sujeto europeo que toma todo a manos llenas de la tierra conquistada y también por una arcadia incaica que ofrece generosamente sus bienes” (Mazzotti 1996a: 224).
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E∫tas fueron las ob∫equias tri∫tes, y lamentables que nue∫tros E∫pañoles hizieron al cuerpo del Adelãtado, y Gouernador de los Reynos, y prouincias de la Florida, indignas de vn varon tan heroico, aunq[ue] bien miradas, ∫emejantes, ca∫i en todo, a las que mil y ciento y treynta y vn años antes hizieron los Godos antece∫∫ores de∫tos E∫pañoles a ∫u rey Alarico en Italia, en la prouincia de Calabria, en el rio Bi∫∫ento junto a la ciudad de Co∫∫encia.
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Dixe ∫emejantes ca∫i en todo, porque e∫tos E∫pañoles ∫on de∫cendientes de aquellos Godos, y las ∫epulturas [de] ambos fueron rios, y los defunctos las cabeças y caudillos de ∫u gente, y muy amados della, y los vnos, y los otros valenti∫simos hombres, que saliendo de ∫us tierras, y bu∫cando donde poblar, y hazer a∫siento hizieron grandes hazañas en reynos agenos. […]
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Y para que ∫e vea mejor la ∫emejanza ∫era bien referir aqui el entierro que los Godos hizieron a ∫u Rey Alarico para los que no lo ∫aben (Libro V, Primera Parte, Cap. VIII, ff. 272v-273r).
Garcilaso entonces recoge la versión del historiador italiano Pandolfo Collenuccio, en su Compendio de la historia del Reino de Nápoles, y subraya las semejanzas entre los entierros del conquistador español y el rey godo, equiparando implícitamente ambas figuras. Debe recordarse que Alarico I (ca. 370-410), rey de los visigodos, fue primero aliado del Imperio Romano de Occidente bajo el reinado de Teodosio el Grande y luego luchó contra Roma hasta lograr invadirla en el año 410, poco antes de su muerte. Esta ocurrió mientras marchaba hacia el sur de la península itálica con miras a invadir las posesiones romanas en el norte de África. Por haber sido proclamado por sus tropas como Rex Gothorum, Alarico era el fundador de una dinastía, la de los Baltinga. La sucesión recayó en Ataulfo, su hermano (en algunas fuentes se le define como su cuñado) que luego sería el origen de los reyes godos de España. En La Florida, el final del Capítulo VIII coincide con el final de la Primera Parte del Libro V, en que llega a su punto más alto la exaltación del caudillo español Hernando de Soto, a manera de moderno Alarico. Después de este capítulo, el tratamiento heroico de los líderes españoles brillará por su ausencia. Para entender mejor las dimensiones de la exaltación, veamos en las palabras del Inca la transfiguración de Hernando de Soto en rey implícito y en figura de rasgos divinos, y por lo tanto, dignos de la épica:
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Pare∫ciome tocar aqui e∫ta hi∫toria, por la mucha ∫emejança que tiene con la nue∫tra, y por dezir que la nobleza de∫tos nue∫tros E∫pañoles y la que hoy tiene toda E∫paña ∫in contradicion alguna, viene de aquellos Godos: porque de∫pues dellos no ha entrado en ella otra nacion, ∫ino los Alarabes de Berberia, quando la ganaron en tiempo del Rey don Rodrigo. Mas las pocas reliquias que de∫tos mi∫mos Godos quedaron, los echaron poco a poco de toda E∫paña, y la poblaron como oy e∫ta: y aun la de∫cendencia de los Reyes de Ca∫tilla derechamente, ∫in haber∫e perdido la ∫ãgre dellos, viene de aque∫tos Reyes Godos, en la qual antiguedad y mage∫tad tan notoria hazen ve[n]taja a todos los Reyes del mundo.
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Todo lo que del te∫tamento, muerte, y ob∫equias del Adelantado Hernando de Soto hemos dicho, lo refieren ni mas ni menos Alon∫o de Carmona, y Juan Coles en ∫us relaciones, y ambos añaden que los Indios, no viendo al Gouernador preguntauan por el: y que los Christianos les re∫pondian, q[ue] Dios auia embiado a llamarle; para mandarle grãdes co∫as, que auia de hazer luego que boluie∫∫e, y que con e∫tas palabras, dichas por todos ellos entretenian a los Indios (Libro V, Primera Parte, Cap. VIII, ff. 273v-274r).
73 Al ser sepultado como rey, y luego ser llamado por Dios a los cielos (aunque se trate de una excusa), el texto se desliza claramente hacia una heroificación de tipo mítico que eleva a Hernando de Soto y por extensión a los conquistadoores más notables a la categoría de figuras atemporales y pilares políticos de una nueva sociedad. Se trataría, obviamente, de una dinastía inédita en el Nuevo Mundo, que se desarrollaría como reino con su propia nobleza dentro de los parámetros de la cristiandad, pero en alianza con las élites incaicas, tal como queda implícito en algunos pasajes de la Historia general del Perú (ver Mazzotti 1996a: Cap. 4, o Cap. 8 del presente volumen). Esta sociedad ideal quedaría para Garcilaso lamentablemente frustrada por el dominio de la monarquía central y su sentido absolutista de la maquiavélica “razón de estado” ya en tiempos de Felipe II66. Concluyamos, pues, con una reflexión sobre el sentido político de la obra y su inserción en el conjunto garcilasiano. La autoconstrucción identitaria del Inca Garcilaso se aprecia desde la elección de los Diálogos de amor de León Hebreo como objeto de su traducción en 1590. He sostenido en un trabajo previo (Mazzotti 1996b, o Cap. 1 de este volumen) que no fueron sólo la maestría de Hebreo ni la profundidad de su sistema filosófico lo que pudo atraer al mestizo cuzqueño. A diferencia de otros muchos diálogos amorosos del Renacimiento, Hebreo ofrece elementos de la cábala radical, como son los ciclos cósmicos de creación y destrucción, la idea de un dios andrógino, de las estrellas como fuerzas generadoras de forma en la tierra y varios más que guardan curiosas analogías con el sistema de pensamiento mítico en general y andino en particular. No entraré ahora en detalles por la tiranía del espacio, pero hay que resaltar la idea de que la identidad del mestizo cuzqueño, al menos la que se revela en su escritura, no es unidireccional, es decir, como ha sostenido la crítica garcilasista más convencional, de Europa hacia América, imponiendo sus moldes, sino también parte de una búsqueda del Nuevo Mundo hacia el Viejo, buscando afinidades y elementos de concordancia para sostener la dignidad de los mestizos y del pueblo indígena en general, a partir de un saber y una valoración previos del mudo americano. Por eso es tan importante leer La Florida del Inca a la luz del debate político de la época y dándoles importancia a los recursos literarios que permiten las mencionadas transfiguraciones, aparentemente poéticas. El paradigma paterno y re-centrador de la opción ideológica de Garcilaso se ve parcialmente enriquecido con la Genealogía de Garci Pérez de Vargas, el ilustre antepasado del mestizo, desprendido de La Florida y convertido en texto independiente, pero inédito hasta el siglo XX. Allí se aprecia la formación literaria del Inca y la admiración por su también antepasado Garci Sánchez de Badajoz, más que por el ilustre poeta toledano de las Églogas, al que el lugar común atribuye la razón del cambio de nombre de Gomez Suárez a Inca Garcilaso de la Vega. En esa preferencia por un poeta destacado del Cancionero general se nota también la afinidad de gustos con el acervo cultural que llevaron los conquistadores en su travesía transatlántica (ver mi ensayo “Garcilaso en el Inca Garcilaso: los alcances de un nombre”). El recentramiento identitario se desarrolla aún más cuando el Inca incorpora en la Primera Parte de sus Comentarios una serie de campos semánticos y de estrategias discursivas que enriquecen el castellano a partir de la evocación del quechua materno y de una narración heroificadora que simula una autoridad ante un potencial público andino (ver el Cap. 2 de mi estudio Coros mestizos del Inca Garcilaso). Asimismo, la figura paterna y la exaltación de los encomenderos-conquistadores se hace patente en la Segunda Parte de los Comentarios reales, en que se exponen las lealtades a la Corona al mismo tiempo que la admiración por un proyecto frustrado de organización social basado en la preeminencia de los conquistadores en alianza con la nobleza cuzqueña. 66
José Durand analiza estas críticas implícitas y explícitas al poder real en “La idea de la honra en el Inca Garcilaso” (ver 1976: 56 y ss.).
74 Por eso, esta obra que ahora cumple sus cuatrocientos años de vida, merece un estudio detenido y un lugar de primera importancia tanto en el Perú como en España. Ese lugar debe dar cuenta de la funcionalidad de La Florida del Inca en la articulación identitaria del Inca Garcilaso y, por lo tanto, de su pertinencia dentro de un programa narrativo en el cual la obra más conocida y celebrada del Inca, la Primera Parte de los Comentarios reales, es sólo la punta de un iceberg mucho más profundo que el de las agendas contemporáneas, tanto hispanistas como indigenistas.
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Capítulo 4 El problema de la “épica” indígena y las crónicas heterogéneas del virreinato peruano* Parto de una premisa de alguna manera anunciada en el título de este trabajo. Sostengo que el carácter heterogéneo de algunas crónicas tempranas del área andina se debe a su cercanía a las fuentes orales indígenas específicas de las que se sirven. Tal cercanía condiciona la conformación misma de esas obras, que resultan así una variante dentro del conjunto mucho más amplio de las crónicas indianas. El marco teórico es (aunque ya algunos lo deben haber adivinado) el de la heterogeneidad cultural, tal como lo planteara Antonio Cornejo Polar hace casi cuarenta años. Según el estudioso peruano, cuando un elemento difiere del resto del universo cultural de producción discursiva, el resultado suele ser una obra heterogénea, que lleva en sí la marca de esa alteridad, pero que no por ello deja de pertenecer a su sistema literario. Por ejemplo, la novela indigenista, en que casi todos los elementos provienen de la cultura occidental, salvo el referente, que es tan marcadamente distinto. El producto, al menos en sus manifestaciones más notables, como las obras de José María Arguedas, se aparta de la novela occidental porque incorpora cantos, ritmos y cosmovisiones que provienen del mundo indígena. Tal sistema, oral, colectivo y quechuahablante, difiere radicalmente del sistema predominantemente occidentalizado donde residen y escriben los escritores profesionales de países como Perú, Ecuador y Bolivia67. En ese sentido, las crónicas a las que aludo también difieren del gran conjunto de la historiografía de tema americanista por sus rasgos heterogéneos. Podremos llamar al producto final una obra híbrida, mestiza, transcultural, alternativa o de cualquier otra manera parecida, pero, en esencia, la mayor amplitud conceptual la sigue ofreciendo el marco teórico de la heterogeneidad. Su ventaja consiste en que tal categoría logra dar cuenta de los contrastes profundos entre formas de vida, cosmovisiones y, por supuesto, situaciones socioeconómicas de los sectores indígenas frente a los urbanos y sobre todo los capitalinos. Como mencioné, las crónicas de tema americanista que me interesan aquí guardan una relación relativamente cercana con las oralidades indígenas que les sirvieron de fuente o referencia. Este corpus incluye textos escritos bajo modalidades discursivas propias del género historiográfico, pero contienen también una obvia orientación ejemplarizante o heroificadora cuando recogen los residuos de una oralidad específica dentro de las formas de preservación del pasado indígena. En el caso del área andina, se trata de los “poemas históricos” a los que aludía Jan Vansina y que otros investigadores como Martin Lienhard han definido con el nombre de “homenaje ritual al Inca”. Se trata también de oraciones religiosas, o de “taquis”, que eran cantos celebratorios que los cronistas tempranos aún pudieron oír en las primeras décadas de la conquista, como atestigua constantemente Cristóbal del Molina, “el Cuzqueño”.
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Este trabajo constituye una versión ampliada de mi ensayo “El Inca Garcilaso en el panorama de la historiografía americanista: una lectura desde la otra orilla (épica)” aparecido en Ámbitos (Revista del Ayuntamiento de Montilla) 7 (2002): 11–16. Una variante bajo el título de “Cristóbal de Molina y las crónicas heterogéneas del virreinato peruano” apareció como parte de la edición de la Relación de las fábulas y ritos de los incas, de Cristóbal de Molina, elaborada por Paloma Jiménez del Campo, Paloma Cuenca Muñoz y Esperanza López Parada (Madrid: Iberoamericana/Vervuert, 2010, pp. 141–152). 67
Ver los trabajos de Cornejo Polar en nuestra Bibliografía.
76 A la vez, algunos de los resultados constituyen parte de un subgénero de prosa historiográfica que llamo de “escritura coral”. Entran en esta categoría, por ejemplo, la Relación de la descendencia, gobierno y conquista de los incas, de Collapiña, Supno y otros quipucamayocs; la Suma y narración de los Incas, de Juan Díez de Betanzos; la Instrucción de Titu Cusi Yupanqui; y, por supuesto, los capítulos “guerreros” de los Comentarios reales, del Inca Garcilaso de la Vega, referidos a la labor expansiva de los incas, entre otros68. En el área mexicana, las obras análogas serían los Libros III, VIII, y XII de la Historia general de las cosas de Nueva España, de Bernardino de Sahagún; los capítulos análogos de la Historia de las Indias de Nueva España, de Diego Durán; la Historia de Texcoco de Fernando de Alva Ixtlilxochitl; y la Crónica mexicana, de Fernando Alvarado Tezozomoc. Pero por la complejidad del sistema de transmisión de los ámatl y los códices, además de la propia oralidad náhuatl que los acompañaba, no me extenderé demasiado en ese campo. Si bien las obras mencionadas y algunas similares intentan ante todo ser “historias” y por lo tanto asumir el criterio de “verdad” (trascendente, no factual) como dirección final de su relato, es claro que los límites de género en que usualmente se les clasifica son trascendidos por el sustrato oral que sí habría contenido rasgos heroificadores en su versión indígena. El concepto, obviamente, puede resultar discutible si nos ceñimos a un paradigma de heroicidad estrictamente canónico, pero se muestra sumamente fructífero si se rastrean en él los perfiles de la autodefinición indígena en términos de comunidad ancestral y mítico-fundacional. Recordemos también que existe una épica de estirpe discursiva netamente europea, frente a la que conviene plantear algunas diferencias básicas. Este corpus incluye dos subcategorías definidas en función de su relación mayor o menor con la tradición del romancero medieval español y con los modelos italianos del Renacimiento. En ambos casos, además, pueden percibirse componentes modélicos de una “épica de los vencedores” (según el paradigma virgiliano) y de una “épica de los vencidos” (según el de Lucano), dentro de las definiciones que propone David Quint en su conocido Epic and Empire, pero que en el ámbito hispánico ya habían esbozado Frank Pierce en 1968 (21-22) y Antonio Prieto en 1975 y 1980 (119). El seguimiento de una fuerte tradición oral popular castellana, por un lado, y de los marcos teóricos europeos del XVI y sus materializaciones cultistas, por el otro, de parte de los poetas que heroifican determinados acontecimientos de la conquista, podría echar luz sobre las peculiaridades de muchas de sus obras. Pero por el contexto periférico de su producción, éstas aportan elementos y reordenamientos de los tópicos medievales y renacentistas según propuestas que se ciñen a los intereses del sujeto social dominante cuya perspectiva se pretende transmitir. Como dice Quint (3-18), el auge de la épica europea durante el siglo XVI revela una visión nostálgica de las aristocracias guerreras frente al creciente poderío de las casas reales. Por eso conviene ver hasta qué punto los poemas de referente americanista están conformados no sólo como exaltación de los aspectos bélicos y culturales de la invasión española, sino también como espacio simbólico que reformula la realización de un ideal caballeresco ya en proceso de desaparición en la península. Y en determinados casos, incluso, la expresión de un “sentimiento criollo” de apego a la tierra, de permanencia y señorío, que surge aun antes de la aparición de los propios criollos como grupo (v. Lafaye: 7-8; Lavallé 1978: 39-41; Durand 1953).
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Sostuve la pertinencia de esta categoría crítica en mi estudio Coros mestizos del Inca Garcilaso: resonancias andinas, de 1996, en el que dedico también un capítulo al análisis de la “coralidad” textual de las mencionadas obras de los quipucamayos, Betanzos y Titu Cusi Yupanqui.
77 Empezaré, pues, por una exploración breve de los límites y características del género historiográfico dentro de la época y de cómo permite articulaciones con la épica según las propias concepciones peninsulares sobre el discurso heroificador en general. Son conocidas, en ese sentido, las ideas de Joseph Pellicer (167) acerca de los poemas épicos “en prosa”, así como los preceptos del Pinciano, Sebastián Minturno y otros preceptistas del momento sobre la posibilidad de desarrollar relatos heroificadores en la modalidad de la prosa, idea que aparece contemplada ya desde la misma Poética de Aristóteles dentro de lo “imposible verosímil” y en los Discorsi del poema eroico de Tasso, que señala que éste puede escribirse “senza obligo alcuno di rime” (106). Aunque el concepto se formuló en el siglo XVI para referirse a textos narrativos escritos con fines de entretenimiento (como hace el Pinciano con respecto del Amadís), alude a una armazón retórica que atañiría también a las posibilidades expresivas de un sector de la historiografía de la época. En efecto, considerando que Aristóteles se refiere a la poesía como mimèsis, concebida en tanto “imitación de acción”, recordemos lo que decía el propio Estagirita: “no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad […]”. El historiador, continúa, “dice lo que ha sucedido, y el otro [el poeta] lo que podría suceder. Por eso es también la poesía más filosófica y elevada que la historia; pues la poesía dice más bien lo general, y la historia, lo particular” (1451 a36-b7). Sin embargo, el propio Aristóteles se encarga de señalar que prosa y verso no son esenciales ni a la poesía ni a la historia: “El historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (pues sería posible versificar las obras de Herodoto y no serían historia menos en verso que en prosa)” (id.). Añadiré que el Minturno clasifica como épica en prosa poética las novelle de Boccaccio, y como poesía épica mixta, en prosa y en verso, L'Arcadia de Sannazaro, L'Ameto de Boccaccio, su propia L'Amore innamorato, y partes del Orlando innamorato de Boiardo (Minturno 3– 4). Habiendo aclarado la posibilidad de la “épica” también puede expresarse a través de la prosa, volvamos, pues, a las obras de estirpe indígena que constituyen piezas sui generis dentro del corpus historiográfico colonial. El género historiográfico en su variante de crónica indiana puede adquirir tanto los rasgos de una relación de servicios como los de un recuento por encargo de alguna autoridad política o militar. En sus expresiones más cultas, ya propiamente llamadas historias, llega a constituir una rama de la retórica. No pretendo disminuir las características obvias de algunos de los textos a los que me referiré en tanto discursos que cumplen con las costumbres del género de la crónica en su momento. Me interesa, más bien, enfatizar sus aspectos precisamente heterogéneos. Según mencioné, uno de los rasgos que caracterizan a determinadas crónicas andinas y mexicanas son los “residuos de oralidad”, en frase de Zumthor (1987: 37) con que reconstruyen la conducta heroica de los sujetos sociales dominados, tanto en lo que respecta al pasado prehispánico como a los acontecimientos de la conquista. Sin embargo, no se trata de ver solamente en dichos textos el reflejo de una oralidad perdida o primigenia, sino la fundación discursiva de una polifonía pluricultural que admite interferencias discursivas entre los sistemas de narración y configuración verbal originalmente amerindios y las formas con que la historiografía del momento trató de aprehenderlos. Así, este grupo de textos supone un cuestionamiento del concepto tradicional de “épica” atendiendo al sentido original del término, el de “voz”, como apuntan David Bynum (70) y también Paul Zumthor ([1983] 1990: 81), lo que permite incluir las manifestaciones escritas y transformadas de tales fuentes en su configuración final como relato historiográfico. Dentro del canon histórico son conocidos algunos autores de origen indígena y mestizo, que aparecieron paralelamente a la maduración de las voces criollas que proclamaban su orgullo novomundial –y su desazonado malestar– desde la letra impresa. La mayoría de los autores andinos tomaron la pluma para proponer su propia versión del pasado indígena o para protestar contra el abuso de las autoridades españolas. En ellos se cumple de manera mucho más nítida la condición heterogénea que los hace casos formalmente únicos dentro de la institución letrada.
78 Aunque muchos de ellos no hayan sido conocidos hasta fines del siglo XIX o principios del XX, es saludable reconocer que ya estaban adaptando la escritura alfabética a sus propias tonalidades, campos semánticos y estructuras narrativas, sin que por eso, naturalmente, fueran ajenos a las formas discursivas europeas consagradas en su momento. Para las crónicas que nos interesan, debemos pasar revista a la conformación de las fuentes incaicas. La tradición discursiva cuzqueña contenía características específicas que la distancian de la épica europea. Se sabe por las crónicas que, al asumir el mando, cada inca mandaba a cantores profesionalizados componer la historia de sus ancestros a fin de exaltar los méritos y hazañas de su grupo familiar y de los gobernantes anteriores vinculados a él. Aparentemente, este tipo de relato tenía finalidades rituales y se ejecutaba en determinadas festividades religiosas a través de recitados y coros que incluían algunos elementos performativos. Delimitemos algunos de sus rasgos principales, a fin de establecer su relación no siempre obvia con nuestro objeto de estudio. Si se revisan, por ejemplo, los textos de Juan Díez de Betanzos (Suma... I, Cap. XVII), Cieza de León (El Señorío..., Caps. XI y XII), Bartolomé de las Casas (Apologética historia, Cap. CCXLIX, t. 2: 391, y Cap. CCLIX, t. 2: 422) y otros autores de la época, podrá apreciarse el sentido de la práctica discursiva a la que me refiero. Se trataba de un sistema de registro histórico que tenía al mismo tiempo un carácter manipulatorio por sus finalidades dirigentes inmediatas. Así, como señala Cieza en El Señorío de los Incas,
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los que sabían los romances, a grandes voces, mirando contra el Inca, le cantaban lo que por sus pasados había sido hecho; y si entre los reyes alguno salía remisio, cobarde, dado a vicios y amigo de holgar sin acrescentar el señorío de su imperio, mandaban que déstos tales hobiese poca memoria o casi ninguna; y tanto miraban ésto que si alguna se hallaba era por no olvidar el nombre suyo y la sucesión; pero en lo demás se callaba, sin cantar los cantares de otros que de los buenos y valientes ([c. 1552] 1985: 56).
De este modo, la historia oficial incaica era altamente selectiva, y se adecuaba a un sistema de recitado que Cieza llama “romances” posiblemente por las recurrencias versales de finalidad mnemotécnica, frecuentes en tal tipo de discurso epopéyico. Sin embargo, como bien señala Lisi (1990), las características de tal narración y de su emisión nos permiten establecer diferencias fundamentales con la épica griega clásica y la española medieval. Para mencionar algo de este hipotético género incaico, es útil señalar que no se trata de “cantares de gesta” a la europea, sino posiblemente de partes funcionales dentro de contextos rituales mucho más complejos que los del mero relato oral. Algunos textos clave de las primeras décadas de la invasión española del Cuzco presentan interferencias visibles de sus supuestas fuentes orales quechuas. Veamos, por ejemplo, los casos de la Relación de la descendencia y origen de los Incas, de los khipukamayuq o historiadores indígenas oficiales al gobernador Vaca de Castro en 1542, la Suma y narración de los Incas, de Juan Díez de Betanzos, terminada en 1556, y la Ynstruçion... [1570] de Titu Cusi Yupanqui, el penúltimo inca rebelde, dictada en 1570. Estas obras oscilan entre el relato histórico cuzqueño que les sirvió de fuente y el español escrito en el que se nos presentan, con todas las interpolaciones, adiciones y omisiones que ello implica. Recordaremos para esto que uno de los géneros en el que se basaron tales textos bien pudo haber sido el de los “cantares” anteriormente mencionados, sin que esto signifique de ninguna manera que tales “cantares” aparezcan de manera fiel en las versiones españolas, sujetas no sólo a una modalidad y a una concepción de la historia enormemente distintas, sino también a intereses políticos y administrativos propios de la organización colonial de las primeras décadas, tras la ocupación del Cuzco en 1533.
79 Y hay que considerar que otras voces no necesariamente “recitadas” también sirvieron de fuente durante las indagaciones de los escribientes españoles. Esto no impide, sin embargo, que los tres textos mencionados compartan en el proceso de su composición transformaciones que son propias del contacto entre dos sistemas (el cuzqueño y el peninsular) de narración histórica. Tal fenómeno dará lugar a un tipo de escritura que he denominado “coral” en virtud de una de las fuentes cuzqueñas en las que se basa y de los rasgos polifónicos que es posible advertir en su conformación escrita. Betanzos, por ejemplo, es muy claro en afirmar que la emisión de los tales “cantares” se hacía a través de coros “yanaconas y mamaconas” o sea, mayordomos y matronas, especialmente entrenados para ello y mantenidos por el poder económico de sus respectivas panakas o clanes familiares extensos de origen nobiliario. Quiero apoyar mi tesis, además, en el concepto de polifonía propuesto por Bakhtin (1984: 7) como conversión de las voces del relato en discursos significativos propios y autónomos en tanto ideología y concepción del mundo. Pero mi uso de la categoría de polifonía supondrá el rastreo de marcas verbales que provienen o imitan una tradición discursiva cortesana cuzqueña. La necesidad de salvar las enormes distancias entre lenguas y concepciones del espacio y el tiempo que hay entre las culturas dominante y dominada no impedirá que el producto final se dé frecuentemente como juego de concepciones encontradas. Pero, al mismo tiempo, esta polifonía se presentará también muchas veces como una serie de superposiciones discursivas, a manera de coros narrativos o descriptivos, según iremos viendo. Entremos a algunos ejemplos concretos, como la ya mencionada Suma y narración de los incas, de Juan Díez de Betanzos. Conviene señalar que Betanzos fue uno de los primeros españoles en recoger de fuentes indígenas, y particularmente de la panaka o familia real de Pachakutiq Inka Yupanqi (el noveno gobernante incaico según la mayor parte de las genealogías). Tenemos también en la Segunda Parte de la obra de Betanzos una versión histórica del pasado de la etnia cuzqueña y un relato de las guerras civiles entre Waskhar y Ataw Wallpa poco antes de la llegada de Pizarro en 1532. Betanzos realiza sus pesquisas y escribe a fines de la década de 1540 y principios de la siguiente por encargo del Virrey Antonio de Mendoza. Declara desde la misma dedicatoria de la Suma que guardará “la manera y orden del hablar destos naturales”. Publicada la obra por primera vez en 1880, con sólo una primera parte de dieciséis capítulos, muchos estudiosos como Luis Valcárcel, José de la Riva Agüero, Raúl Porras Barrenechea y otros la describieron como la traducción literal del un cantar épico incaico. Una versión más completa y basada en otro manuscrito ha aparecido sólo en 1987 con la segunda parte, referida a la guerra entre Waskhar y Ataw Wallpa. En un trabajo de 1994 me referí a la inexactitud del juicio sobre la transposición directa y la supuesta literalidad en relación con un poema épico indígena, pues aparecen repetidas veces intervenciones del “traductor” Betanzos en que emite juicios valorativos y comparaciones sobre las formas de vida y las creencias religiosas de los incas. Generalmente, tales juicios son de un eurocentrismo evidente, por lo que el texto se halla intervenido de diversas focalizaciones divergentes entre sí y de superposición de voces que permiten llamar a esta variante de la historiografía de tema americanista una “escritura coral”. Por otro lado, en la edición completa, de 1987, que no puntúa el texto, respetando así el manuscrito original, es más claro que las voces se superponen, y resulta muy difícil por momentos determinar cuál es el sujeto narrativo de determinados pasajes. Además de esta observación simple, puede notarse también que el subtexto andino se filtra en la prosa española de la Suma en el uso de tiempos verbales en presente y en primera persona cuando habla algún personaje incaico, sin que medien advertencias ni mucho menos comillas (que en realidad empezaron a usarse sólo a partir del siglo XVIII), por lo que se produce un efecto de cita directa que nos remite a lo que se sabe sobre las representaciones grupales, rituales y cantadas de los “poemas” históricos. Insistamos en que Francisco Lisi realiza una caracterización de esta forma de representación de la memoria histórica a partir de El señorío de los incas, de Pedro de Cieza de León, planteando sus diferencias notables con la épica clásica y la renacentista.
80 En el caso de Betanzos, la descendencia de Pachakutiq Inka Yupanqi posiblemente guardó una versión favorecedora de su fundador dinástico, como era costumbre dentro del sistema de preservación oficial de la memoria histórica entre las familias reales cuzqueñas. Betanzos, casado con una princesa de la panaka o familia real de este inca, y uno de los pocos europeos que llegaron a dominar el quechua en las primeras décadas de la dominación española, aprovechó su acceso a esta información en proceso de desaparición, dado que a partir del desmantelamiento del estado incaico disminuyó notablemente el sustento material de muchos descendientes de los incas, y en consecuencia dejó de existir el subsidio estatal que los gobernantes cuzqueños daban a los compositores, los registradores o khipukamayuq, y los intérpretes de los relatos históricos y glorificadores de sus familias reales. La Suma de Betanzos aparece así como una muestra de historiografía heterogénea y como la conformación de un discurso de polaridades y superposiciones no resueltas, que habla muy bien de los desencuentros y las fundaciones discursivas desde las primeras décadas de la intervención europea sobre la zona andina (v. también Lienhard: 230–235 y Mazzotti 1994). Pasando a otra obra importante de la misma familia, la Instrucción de Titu Cusi Yupanqui, escrita en 1570, vemos que, a pesar de su formato de relación de servicios y alegato jurídico, la dicción oralizante (ya que la Instrucción fue originalmente dictada en quechua) y su estructuración dialógica acercan el texto a formas discursivas nativas, sin mencionar que muchas de las categorías semánticas de tiempo, espacio y procedimiento enumerativo corresponden a la tradición cuzqueña y más cercanamente al modo epificante de recolección histórica de la corte incaica. En otra obra contemporánea, la Relación de los ritos y fábulas de los Incas, de Cristóbal de Molina, “el Cuzqueño” ([1573] 1943: 20), se narra el encuentro del príncipe Inka Yupanqi con una divinidad que se presentará a sí misma como “el Sol”. Dicho mito revela algunos de los mismos rasgos que otras crónicas de eminentemente oralizantes como las de Betanzos y Cieza de León ofrecen en relación a la figura del dios Wiraqucha. Según Molina, la aparición de la divinidad se dio a “cinco leguas del Cuzco” en la fuente llamada “Susurpuquio”, nombre que quizá derive de “Susunpuquio”, “en cuyo caso significaría el puquio o manantial entumecido o helado” (Morales 25, nota 2). Tom Zuidema (1982: 225) también ha explicado la relación entre la fuente de Susurpuquio y las Pléyades (en buena medida coincidente con la costelación oscura de la Llama), que “previene la inundación bebiendo agua de las fuentes”. La wak'a de Susurpuquio, según propone Zuidema (1982: 216), habría sido, además, un lugar de referencia adecuado para la observación del Sol joven del solsticio de invierno por encontrarse alineada con el Templo de Qurikancha en el amanecer del 25 de mayo. Es importante señalar esto por la presencia del elemento acuático, que aparece en los pasajes anaálogos de obras basadas en la oralidad quechua. De este modo, Inka Yupanqi “vio caer una tabla de cristal en la misma fuente”, dice Molina, y en dicha tabla vio aparecer luego
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una figura de indio en la forma siguiente: en la cabeza del colodrillo della, a lo alto le salían tres rayos muy resplandecientes a manera de rayos del Sol los unos y los otros; y en los encuentros de los brazos unas culebras enroscadas; en la cabeza un llauto, como Inca, y las orejas horadadas, y en ellas puestas unas orejeras como Inca, y los trajes y vestidos como Inca. Salíale la cabeza de un león por entre las piernas, y en las espaldas, otro león, los brazos del cual parecían abrazar el un hombro y el otro; y una manera de culebra que le tomaba de lo alto de las espaldas a abajo (Molina: 20).
81 Intentando huir el príncipe al ver la espantosa figura, “el bulto de la estatua lo llamó por su nombre” y se presentó como “el Sol vuestro padre” (Molina: 20–21), anunciándole futuras victorias y pidiéndole el establecimiento de su culto. Así, Inka Yupanqi “[mandó] a todas las gentes que sujetó, le adorasen y reverenciasen juntamente con el Hacedor, [pues] lo que conquistó y sujetó, todo fue en nombre del Sol, su padre, y del Hacedor, diciendo que para ellos era todo” (ibid.). La dualidad Sol-Hacedor se presta a un entendimiento del proceso globalizador que la divinidad incaica mayor representaba en sus instancias como P'unchaw y Apu Inti. De este modo, ambas entidades estaban íntimamente ligadas entre sí, y la diferenciación de los aspectos solares de Wiraqucha pudo haber obedecido a la necesidad de adoptar un símbolo religioso nacional incaico vinculado a la producción del maíz, como sostiene Demarest (74), posiblemente a partir del reinado expansivo de Pachakutiq Inka Yupanqi (Pease 1972: 25). La divinidad aparecida al príncipe Inka Yupanqi, resplandeciente y envuelta por serpientes y leones (americanos, se entiende, o pumas), no debe soprendernos en sí misma, pues corresponde a la iconografía tradicional acerca de la imagen de Wiraqucha. Para nuestro caso, lo que interesa destacar es que algunos de sus elementos (carácter resplandeciente, felinos envoltorios) se encuentran también presentes en las otras crónicas que intentan recoger el saber religioso e histórico incaico, incluso con fines recusatorios, como la Historia Índica de Sarmiento de Gamboa. Tenemos, pues, la recolección de un mito que repite los elementos de la fuente original, hasta el punto que la repetición “…como Inca”, “…como Inca”, “…como Inca” usada para descripción permite entrever un eco de una oralidad formularia que muy posiblemente acompañó la versión escuchada y luego traducida por Molina. Continuando con nuestro recuento andino de crónicas heterogéneas, ni qué decir del Manuscrito de Huarochirí (de cerca de 1608), en que la redacción en quechua de Francisco de Ávila y sus escribanos sirvió de entrada para muchas admoniciones extirpadoras, pero conservó también numerosas estructuras narrativas y simbólicas nativas, que hablan de las hazañas de los dioses y apus o fuerzas que habitan las montañas y que resultan en conjunto la población primordial de los hechos fundacionales allí relatados. Aunque sin una resonancia épica específica, pensemos también en la Nueva coronica y buen gobierno (ca. 1615), de Guaman Poma de Ayala, en que el título mismo conlleva un significado de corrección y búsqueda de ordenamiento universal en manos del Rey Felipe III, destinatario final de la obra. En sus páginas es también visible la veta arbitrista desde que se declara que fue concebida “para enmienda de vida para los cristianos y los infieles” como se dice en la “Presentación” de la obra. Guaman Poma emprende para ello un extenso listado de los abusos de corregidores, encomenderos, escribanos, curas doctrineros y todos aquellos representantes de la organización virreinal que en la práctica distaban mucho de contribuir a la salvación material o espiritual de los pobladores nativos. Pero el texto de Guaman Poma, pese a su inserción plena dentro del contexto de la extirpación de idolatrías y de reclamos arbitristas frecuentes en la época, y pese a sus influencias no siempre obvias de lecturas castellanas demostradas por Rolena Adorno (1978), aporta muchos elementos de carácter lingüístico, iconográfico y estructural que lo hacen un caso innegable de modificación de los patrones discursivos de su momento. A la vez, constituye una de las fuentes privilegiadas para el conocimiento de formas poéticas quechuas que recoge el autor, según estudia extensamente Jean-Philippe Husson (1985). A esto se añade que el lugar de enunciación de Guaman Poma es plenamente indigenista y regionalizante: no olvidemos sus diatribas contra los mestizos, contra la religión incaica, así como los reclamos de legitimidad para su grupo familiar descendiente de los Yaru Willka.
82 Pensemos, por último, en el caso paradigmático del Inca Garcilaso de la Vega, en cuyos Comentarios reales (1609 y 1617) son discernibles algunas formas de organización simbólica que despiertan resonancias cuzqueñas, así como determinados elementos de la narración sobre las conquistas de los incas que simulan una forma de autoridad nativa según su distribución prosódica en pares o dobletes sintáctico/semánticos, propios de la composición poética andina (ver Mazzotti 1996a: Cap. 2). Esto no elimina los rasgos cuzcocéntricos ni elitistas de tal discurso (un indigenismo discriminador, diríamos), ni significa que la abrumadora evidencia sobre las lecturas renacentistas del Inca deba ser soslayada, pero sí abre una puerta de escape al entrampamiento en que buena parte de la crítica garcilasista contemporánea se encuentra en relación con la definición del sujeto mestizo escritural de la obra, casi siempre reducido al proceso de una aculturación florida, pero aculturación al fin. Naturalmente, sería equivocado prescindir de las enormes mediaciones de tópicos y estilos provenientes del humanismo europeo que constituyen y modelan muchos pasajes y estructuras narrativas y descriptivas de los Comentarios reales, incluyendo la tradición de los viris illustres y la propia admiración de Garcilaso por Ariosto y el Boiardo. Desde los célebres comentarios de Marcelino Menéndez y Pelayo sobre la condición de “novela utópica” de la obra hasta estudios más recientes, se ha resaltado la erudición del Inca y su complejo uso del bagaje cultural del Renacimiento (ver Arocena, Durand 1976, Pupo-Walker, entre muchas posibilidades). Sin embargo, poca atención se ha prestado al criterio de selección de determinadas estrategias narrativas y simbólicas de estirpe europea que puedan tener alguna forma de consonancia con los modos discursivos y las familiaridades culturales de la etnia cuzqueña. El tema es extenso y complicado, pero vale la pena mencionarlo en relación con la obra de Betanzos y con las circunstancias relativamente análogas (en quechua cuzqueño, década de 1550) en que Betanzos y Garcilaso recogieron sus informaciones. Aunque en el caso del Inca Garcilaso hay una enorme distancia geográfica y temporal desde ese momento de su juventud hasta la composición de la obra a fines del XVI y principios del XVII, la simulación de determinados ritmos de los cantares fundacionales es visible en el análisis de algunos pasajes de los Comentarios a partir de la primera edición de 1609, concretamente, es el caso de los llamados “capítulos guerreros”. Me he ocupado extensamente del asunto en mi libro Coros mestizos del Inca Garcilaso, así que no entraré en demasiados detalles. Nuevamente tenemos, aunque en un grado mucho más complejo e intermediado por la tradición europea, la constitución de un sujeto de escritura bipolar y de una identidad conflictiva que transcribe indirectamente las resquebrajaduras comunicativas, políticas y culturales durante las primeras décadas del proceso de occidentalización del mundo andino. Para seguir ilustrando el panorama, qusisiera tomarme la libertad de tratar algunos pocos casos mexicanos, sólo para ilustrar la posibilidad de aplicar la categoría de escritura coral, en particular, y de crónicas heterogéneas, en general, a un área fuera de la andina. Me interesa, así, referirme a algunas muestras del entrecruzamiento discursivo entre la principal lengua nativa del valle central de México y el castellano. No puede dejar de mencionarse, por ello, la existencia aún más profusa de fuentes identificables como relatos epificantes que fueron recogidos por diversos cronistas a lo largo del siglo XVI. Uno de los trabajos pioneros y ordenadores de este panorama es el de Ángel María Garibay, que recupera aportes anteriores como los de Salvador Flores Toscano, Alfredo Chavero y Joaquín García Icazbalceta y sistematiza lo que él denominó una “épica náhuatl”. Compuesto de tres ciclos, el tenochca, el tezcocano y el tlaxcalteca, este corpus se extrae en realidad de fuentes escritas después de 1521, ya que, según señala el propio Garibay, de los veinte códices propiamente prehispánicos que se han preservado, los dos que tratan de temas mítico-históricos pertenecen más bien a la cultura mixteca (Garibay [1945] 1993: V). De cualquier forma, la organización del relato y la perspectiva en el tratamiento de los temas fundacionales en esos códices son equiparables a las fuentes que a partir de la conquista recogen en alfabeto latino (tanto en náhuatl como en español) versiones heroificadoras del pasado humano y divino de los pueblos del valle central de México.
83 La historia de esta transmisión se remonta al célebre encuentro en 1524 entre los doce frailes franciscanos enviados por la Corona española y los sabios aztecas que sostuvieron con ellos un prolongado diálogo sobre sus creencias religiosas y concepción del mundo. Hacia 1564, fray Bernardino de Sahagún compiló esos diálogos y les añadió su propia interpretación en sus Coloquios y doctrina cristiana, publicados sólo en 1924 (v. Mignolo Cap. 2, que se ocupa extensamente del punto). De esta y muchas otras fuentes, algunas ya perdidas, extraen su información también fray Diego Durán, Fernando de Alva Ixtlilxochitl, Fernando Alvarado Tezozomoc, Diego Muñoz Camargo y otros cronistas españoles, indígenas y mestizos que introducen o parafrasean en el género historiográfico diversos relatos de carácter fundacional o argumentos sobre héroes primordiales. Si bien el interés de estos autores es el de explicar dentro de los moldes discursivos dominantes el pasado de los pueblos indígenas, son rastreables en algunos rasgos de su prosa la conformación versal de la fuente nativa y la organización formulaica atribuible a un sistema de narración no necesariamente español. Por citar sólo dos entre muchos posibles ejemplos, Sahagún presenta en el Cap. 1 del Libro VIII de su Historia general de las cosas de Nueva España una relación de “Los señores y gobernadores que reinaron en México desde el principio del reino hasta el año de 1560”. El tema en sí no es sorprendente, dado el carácter del procesamiento por el que Sahagún sometió sus informaciones indígenas. E incluso, más acá de lo que se ha llamado muchas veces una verdadera labor etnográfica, se da también la intervención de viejos tópicos medievales en lo que se refiere a los supuestos “presagios” y anuncios sobrenaturales de los aztecas sobre la llegada de los españoles. Sin pretender agotar una discusión que merece estudio separado, Sahagún transpone en varias partes de su extensa obra fragmentos de discursos que por su naturaleza repetitiva evocan un sistema de narración formulaico. El mencionado Capítulo 1 del Libro VIII, o la narración sobre “El principio que tuvieron los dioses”, en el Libro III, no sólo recogen información de sus fuentes indígenas, sino que resultan en cierto grado modificados en su estilo por lo que es posible entender como un modelo discursivo amerindio y no sólo como materia prima de la labor de recolección de datos. Es cierto que dentro de las biografías de reyes castellanos (como las de Fernando del Pulgar y Fernán Pérez de Guzmán) el eco de una oralidad popular es también discernible. Pero en algunos aspectos de la prosa de Sahagún –precisamente la de los Libros más “imperfectos”, como los llama Garibay (v. prólogos a los Libros III y VIII en la edición de 1956)– resulta claro que su “traducción” de originales en náhuatl o de versiones orales basadas en códices está fuertemente intermediada por un registro narrativo en que la heroicidad de los personajes no es solamente el tema central, sino en que la propia presentación de los sucesivos “reyes” aztecas está estructurada en función de una emisión oral, repetitiva, letánica, que sólo se interrumpe cuando Sahagún introduce sus versiones de los “presagios”, especialmente en el párrafo dedicado a Moctezuma II. (Para una selección de las fuentes “épicas” de muchas crónicas mexicanas, puede verse el ya mencionado Garibay [1945] 1993). Como segundo ejemplo, cabría mencionar el caso de Fernando Alvarado Tezozomoc y su Crónica mexicayotl o mexicana [de 1598], en la que declara recoger muchas informaciones directamente de relatores indígenas. Este acceso se debía a su propia posición privilegiada como nieto de Moctezuma II por línea materna e hijo de Diego Alvarado Huanitzin, gobernador de Ehecatepec por diecinueve años y tlatohuani o “jefe de hombres” de Mexico-Tenochtitlan entre 1539 y 1541, según declara nuestro autor en otra fuente en náhuatl estudiada por Mariscal (XIV-XXXIV). De acuerdo con el mismo estudioso (XLI), la Crónica mexicana fue originalmente escrita en náhuatl y luego traducida por su autor o alguien más al español, aunque también es posible que fuera dictada por Alvarado Tezozomoc. Lo cierto es que hay múltiples formas sintácticas extrañas al castellano y reiteraciones de nombres que corresponden a homónimos del náhuatl, como si la traducción revelara una menor gama de vocabulario en el español escrito. Sin embargo, es de notar que la versión que ha llegado hasta nosotros incluye errores de léxico en los términos náhuatl transcritos, lo que permite suponer una autoría/escritura intermediada, semejante a la que puede encontrarse en el proceso de composición de la Instrucción de Titu Cusi.
84 Quisiera resaltar algunos rasgos de las fuentes originales en náhuatl según aparecen conformadas en la versión en castellano de Alvarado Tezozomoc. Tratándose de un rastreo somero por las resonancias épicas del texto, cabría mencionar, por ejemplo, el Capítulo XXI de la obra, que contiene las acciones de Moctezuma el Viejo, cuarto tlatohuani azteca, en la fundación del templo de Huitzilopóchtl, o el Capítulo XXXVI, en que se hace una descripción pormenorizada de las joyas y adornos del mismo gobernante. En ambos casos se llega a una larga enumeración de objetos que permite sospechar la existencia de una versión en náhuatl ya codificada según los parámetros usuales de las cadenas sonoras de los relatos épicos formalizados, que contienen estas listas de objetos de manera fija para ayudar la memoria del relator oral. Asimismo, es frecuente la alusión a los “areitos”, cantos y bailes de la población tenochca en celebración de diversas festividades. Posiblemente, como sugiere Garibay, algunos de estos cantos contendrían relatos fundacionales y mitos de origen de los dioses, como en el “Poema de Huitzilopóchtl”, que en la versión de Alvarado Tezozomoc es, según Garibay, “la más bella y cercana a los originales por su sabor” (Garibay: XVIII). Vemos, pues, que tanto en los casos mexicanos como andinos es posible rastrear las fuentes orales en función de su pertenencia a géneros altamente prestigiosos dentro de las élites indígenas, como los llamados “cantares” que cumplían no sólo funciones conmemorativas, sino también modeladoras de alcances políticos concretos. Este panorama amplio y aproximativo sólo ha querido subrayar la necesidad de entrar en el terreno del estudio de las lenguas nativas y, más aún, de las formas discursivas que preservaron la memoria histórica antes de la llegada de los europeos. La reconstrucción etnopoética, como la llama Denis Tedlock, resulta aquí se suma utilidad, aunque por el carácter intermediado de la presencia oral en las crónicas heterogéneas, sólo podrá lograrse de manera parcial. Para los fines de estudio de las crónicas escritas durante el gobierno del Virrey Toledo, la propuesta aquí planteada quisiera sólo añadir un marco comparativo con obras anteriores y posteriores a dicho periodo y también ajenas al área geográfica andina. Espero que mi modesta contribución sea de alguna utilidad.
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Capítulo 5 Problemas con la primera edad: apuntes sobre el saber andino en los capítulos iniciales de los Comentarios reales* Como es sabido, el Inca Garcilaso divide las edades espirituales del pueblo andino en tres etapas marcadas por la prevalencia de distintas formas de creencia religiosa: el salvajismo bestial y multi-idólatra de la primera edad, la gentilidad proto-cristiana de los incas en la segunda edad, y el triunfo del Evangelio con la llegada de los españoles en la tercera edad. Aunque se ha discutido largamente esta teleología y el cuadro idealizado que Garcilaso presenta de la religión incaica, hay algunos aspectos de la primera edad que requieren un análisis más detallado que el hasta ahora practicado por los especialistas. En las siguientes páginas explicaré las superposiciones de tópicos europeos, especialmente el neoplatonismo, el agustinismo y la visión providencialista de la historia, y tópicos andinos, como los kamaq y los dioses locales, en el retrato sangriento y despectivo que el Inca ofrece de los pueblos indígenas no conquistados por los gobernantes cuzqueños. Ensayaremos, pues, una lectura estratigráfica del discurso garcilasiano, escudriñando sus niveles de significado de acuerdo con su estirpe en una u otra orilla del Atlántico69. En 1990, en su ensayo “Garcilaso Inca jura decir verdad”, José Durand rastreó impecablemente los elementos temáticos indígenas que podían distinguirse en el relato fundacional sobre Manco Cápac y Mama Ocllo a partir de la versión que le ofreciera a Garcilaso su tío abuelo Cusi Huallpa a mediados de la década de 155070. Lo que faltaría hacer ahora para complementar ese cuadro, y para los fines de este trabajo, sería examinar con cuidado los capítulos inmediatamente anteriores al XV del Libro I con miras a constatar el carácter bicultural de la presentación de la primera edad andina. Para comenzar, suscribamos lo que nos dice el investigador español Antonio Lorente:
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Es ya un lugar común de la crítica garcilasista hablar del providencialismo agustiniano que recorre los Comentarios reales, por otra parte común a gran parte de las Crónicas de Indias del siglo xvi.
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Una versión resumida aparece en el catálogo de la exposición “La biblioteca del Inca”, realizada en la Biblioteca Nacional de Madrid el 2016, con motivo del cuatricentenario de la muerte del Inca Garcilaso. 69
Se entiende por “lectura estratigráfica” el acercamiento que algunos historiadores como Arnold Bauer (19) y Leroy Ladurie (79) practican para explicar los distintos modos de producción y prácticas sociales coexistentes, aunque superpuestas, dentro de una misma región o país. De alguna manera, la lectura “estratigráfica” se asemeja al concepto genettiano de “palimpsesto”, pues facilita el examen de las estrategias discursivas que Garcilaso desplegó a partir de las tradiciones quechua y renacentista, recreando así en su propia escritura los encuentros y desencuentros que implicó la coexistencia de ambos mundos en el mismo territorio.
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Aunque en los primeros capítulos sobre la fundación del Cuzco el nombre de ese pariente informante no es mencionado, se ha establecido con alta probabilidad que se trata del príncipe Cusi Huallpa, tío carnal de Chimpu Ocllo, la madre de Garcilaso. El dato se registra más adelante en la obra, en el Cap. XIV del Libro IX.
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La estructura tripartita de la narración, correspondiente con las tres edades agustinianas de La Ciudad de Dios, el paralelismo entre el destino civilizador y preparatorio del Imperio Incaico y el Imperio Romano, y las periódicas equiparaciones de la ciudad del Cuzco con la ciudad de Roma asaltan a cualquier lector que se enfrente con la primera parte de los Comentarios reales (Lorente: 141).
En efecto, el salvajismo de la primera edad cumple una función estructural en el conjunto de la obra al establecer el claro contraste entre los indios no civilizados por los incas y los que gozan de ese estado cultural superior que les otorga el dominio cuzqueño, tanto por sus beneficios materiales como por su más refinada religiosidad, guiada por la “luz natural”. El tópico de la primera edad, representada por la oscuridad moral de los nativos americanos y las behetrías o multitud de caciques o curacas antes de la aparición de los incas, aparece así como la piedra angular del cuadro cosmogónico y total de la progresión espiritual del mundo americano. Se trata de presentar una historia que corresponda de manera análoga a una visión occidental del proceso civilizatorio, a fin de favorecer la imagen de los incas y validar la agencia discursiva y política a la que aspira la obra. El Inca Garcilaso desarrolla el tema del salvajismo de la primera edad, las “oscurísimas tinieblas”, como las llama, desde el Capítulo IX del Libro I hasta llegar al XV, en que se explayará elegantemente en el relato sobre la fundación mítica del Cuzco a través de la traducción e impostación de un supuesto discurso original quechua emitido por su tío abuelo. Vayamos, pues, por partes. Cuando se dice que Garcilaso acomoda la historia preincaica a una serie de patrones narrativos y temas europeos se está diciendo la verdad, pero sólo una verdad a medias. Esa verdad parcial surge de la constatación del tópico de una edad de barbarie previa a la civilización en fuentes prestigiosas a las que Garcilaso sin duda tuvo acceso. Por ejemplo, hay numerosos textos clásicos que declaran la inexistencia de una edad de oro previa a la aparición del Estado y de las ciudades como centros de gravitación política. Cicerón, por citar un caso entre muchos otros, señala en De Inventione (I, 1, 2) que a un desorden de barbarie y salvajismo siguió un orden liderado por un hombre sabio, que realizó una obra civilizadora, fundando las bases de la vida “en policía”. En el Renacimiento, el tópico alcanza, entre otros, a los Dialoghi d’amore de León Hebreo, en 1535, en la fábula del civilizador Lisania de Arcadia, llamado Júpiter por los antiguos (Diálogo Segundo, f. 79v), que llegó a los pueblos griegos para imponer una vida superior y una moral más afín a lo que luego se consideraría la moderación y sobriedad del ideal clásico. Como sabemos, Garcilaso conoció muy bien el texto de Hebreo, hasta el punto de traducirlo de manera cuidadosa. También encontramos el tópico de la barbarie primigenia en el Methodus ad facilem historiarum cognitionem de Jean Bodin, en 1566, que dedica un capítulo a la “Refutación a los que admiten las cuatro monarquías y la Edad de Oro”, desmontando el mito de la decadencia humana a partir de un esplendor inicial y proponiendo que la fundación del estado y de una organización política de largo alcance es la mejor garantía para lograr una vida de acuerdo con las exigencias de la razón y la cristiandad71.
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Como se recordará, el mito clásico de las cuatro edades representadas por sendos metales (oro, plata, bronce y hierro) sirvió como tópico fecundo para la revaloración de las culturas antiguas durante el Renacimiento, asumiendo en el presente una inferioridad cultural que justificaba el estudio del pasado. Curiosamente, Guaman Poma ofrece un cuadro similar en su división del mundo preincaico en las edades de Huari Huiracocha Runa, Huari Runa, Purun Runa y Auca Runa, que conllevan una decadencia espiritual ahondada en una quinta edad, la de los incas o Inca Runa (ver también Duviols 1980). Buenaventura de Salinas desarrolla un esquema similar en su Memorial de historias del Nuevo Mundo Pirú, de 1630, quizá basándose en una fuente común a la de Guaman Poma, la del letrado huanuqueño Francisco Fernández de Córdoba (Duviols 1983).
87 Como se observa en el recuento bibliográfico que hace Durand en 1948 sobre “La biblioteca del Inca”, Garcilaso sin duda conoció los textos de Cicerón y Bodin, así que parecería no hacer falta recurrir a otras fuentes europeas de prestigio. Pero sin ir mucho más lejos, las Repúblicas del mundo de Jerónimo Román y Zamora acogen la misma tesis a partir de la Apologética historia de las Casas para defender la dignidad y sofisticación de los pueblos azteca e inca en desmedro de los grupos anteriores y no subordinados a ellos, como señala Araníbar (731-732). Es interesante también encontrar una propensión mesiánica incluso en tiempos modernos en sectores quechuahablantes, según constata Henrique Urbano (1993). Sin necesidad de explicar ese mesianismo a través de una remota influencia joaquinita en el campesinado andino por obra y gracia de los evangelizadores tempranos del siglo XVI, la concepción del tiempo como un devenir de tres edades, “la del Dios Yaya o Padre, del Dios Churi o Hijo y la del Dios Espíritu” (Urbano 1993: 285), puede ser el resultado de lo que el mismo investigador explica como una tendencia frecuente de los pueblos conquistados por rearticular sus esquemas míticos sobre el tiempo ante la llegada de una concepción lineal, progresiva y cancelatoria como la cristiana. Por otro lado, Garcilaso, usa el concepto de “behetría” para referirse a la primera edad. El significado de “behetría” tiene su propia evolución, como puede verse en El Señorío de los Incas de Pedro de Cieza, redactado a principios de la década de 1550; es decir, cuando todavía podía entenderse “behetría” como estado general de división social y territorial entre pequeñas poblaciones sin vínculo político alguno entre sí, quedando cada grupo al mando de un jefe local, o de un “curaca” para el caso andino. Ballesteros señala en nota al Capítulo III de su edición del Señorío de Cieza que:
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Behetría, ya en el siglo XVI, tenía un significado diferente del que tuvo –como institución– en la Edad Media. Eran parcialidades, sin un cacique o señor general. En la Edad Media[, sin embargo,] derivaba de una institución romana, al parecer, la benefactoría. Las villas del norte de España debían acogerse a un señor, dentro del peculiar sistema peninsular del feudalismo, ya fuera dentro de un linaje obligado, o de mar a mar, elegible entre los diferentes de las tierras comprendidas entre el Cantábrico y el Atlántico. El lector de Cieza aún podía entender su [antigua] significación (en Cieza [c. 1552] 1985: 32).
De manera análoga, es curioso que poco antes, en 1542, en la Relación de la descendencia y origen de los incas que recogieron las autoridades españolas en Pacaritambo de boca de una serie de conspicuos quipucamayos, se diga que
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Estos contadores de los incas dando cuenta de sus antiguallas, dixeron que antes que los ingas reinaran en este reino, los indios de toda la tierra vivían en behetría general, porque en cada pueblo tenían sus curacas por quien eran gobernados y los indios muy subjetos a éllos; y todos ellos vivían sin cobdicia ninguna de señorear lo ajeno (Collapiña, Supno y otros [quipucamayos]: 22, énfasis agregado).
Es decir, el concepto de behetría como multitud de pequeños órdenes políticos se entiende aún a mediados del siglo XVI y se aplica como modelo al pasado preincaico, tanto en las fuentes indígenas que consulta Cieza como en los testimonios transcritos de los quipucamayos de Pacaritambo.
88 En Garcilaso, sin embargo, se resalta el carácter inmoral y “oscuro” de la primera edad, antes que su organización política. Como señala el mismo Ballesteros, “la visión de este Estado bárbaro pre-incaico fue fabricada por los propios Incas, para aparecer como benefactores o civilizadores. Garcilaso –desconocida durante siglos la Segunda Parte de Cieza– es el que difunde la especie” (en Cieza [c. 1552] 1985: 33). Para Garcilaso, pues, ya en 1609 (Libro I, Cap. XV), “behetría” aparecerá con el significado pleno de fines del XVI, el de anarquía o salvajismo, sin orden ni concierto: un caos, en última instancia, o un estado que corresponde a una concepción más radical –como evocación de paradigmas míticos– que la que puede encontrarse en la Relación... de los quipucamayos o en El Señorío de los Incas. Resulta interesante, así, encontrar una versión del pasado preincaico que está en completo acuerdo con las otras versiones que atribuyen al gobierno inca una labor civilizadora absoluta frente a un estado general de “behetría” o caos en que vivían los indios de los Andes. Con distintas variantes, el tópico de la oscuridad primigenia y desorden anterior a los incas aparece también en Betanzos (Suma y narración de los Incas, Caps. 1 y 2), en Zárate (Historia del descubrimiento y conquista del Perú I, Cap. 13), en Molina, “el Cuzqueño” (Relación de las fábulas y ritos de los Incas, Caps. 1 y 2), en Murúa (Historia general del Perú, Cap. 1), en Román (Repúblicas del Mundo III, Cap. 21), en Acosta (Historia natural y moral de las Indias I, Cap. 25) y en Santacruz Pachacuti (Relación antigüedades desde reyno del Pirú, Caps. 1-3), entre otros. En los Comentarios, esta primera edad, en que el incipiente orden político, si lo hay, carece de toda importancia, se ve en realidad caracterizada por la abundancia infinita de objetos de culto y prácticas “nefandas”, como la sodomía, el incesto, el canibalismo y los sacrificios humanos, que es donde Garcilaso pone el énfasis para diferenciar la primera edad del posterior orden incaico. Dice Garcilaso que
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es assí que cada prouincia, cada nación, cada pueblo, cada barrio, cada linage, y cada casa tenía dioses diferentes vnos de otros: porque les parescía que el dios ajeno, ocupado con otro, no podía ayudarlos, sino el suyo propio; y assí vinieron a tener tanta variedad de dioses, y tantos que fueron sin número, y porque no supieron, como los gentiles Romanos hazer dioses imaginados como la Esperança, la Victoria, la Paz y otros semejantes, porque no leuantaron los pensamientos a cosas invisibles, adorauan lo que veían vnos a diferencia de otros sin consideración de las cosas que adorauan, si merecían ser adorados; ni respeto de sí propios para no adorar cosas inferiores a ellos: sólo atendían a diferenciarse estos de aquellos y cada vno de todos; y assí adorauan yerbas, plantas, flores, árboles de todas suertes, cerros altos, grandes peñas, y los resquicios dellas, cuevas hondas, guijarros, y piedrecitas, las que en los ríos y arroyos hallauan de diuersas colores como el jaspe (Comentarios, Libro I, Cap. IX, f. 9v).
Este cuadro de infinitas posibilidades de objetos de culto permite entender el supuesto bajo nivel de entendimiento de esos nativos primigenios, pero, como luego veremos, revela también un conocimiento implícito de la importancia de las paqarina o lugares de origen de una estirpe humana tan frecuentes en la religiosidad andina, como es el caso de cuevas, montañas, ríos o lagos. No es raro encontrar en documentos de la época y en cronistas que Garcilaso no leyó una concepción semejante de la religiosidad andina. Por ejemplo, la “Relación” de los agustinos en la zona de Huamachuco, escrita en la década de 1550, menciona infinidad de objetos de culto, tanto en estado natural como en ídolos rudimentarios (ver esp. 11, 25). Un cronista conocido para nosotros, pero no para Garcilaso, Cristóbal de Molina, “el Cuzqueño”, se explaya en el culto a las paqarina: “y así dicen que los unos salieron de cuevas, los otros de cerros, y otros de fuentes, y otros de lagunas, y otros de pies de árboles y otros desatinos de esta manera; y que por haber salido y empezado a multiplicar de estos lugares y haber sido allí el principio de su linaje, hicieron huacas y adoratorios de estos lugares” (Molina: 7).
89 Vemos, pues, que el conocimiento de este antiguo culto no era inaccesible a los españoles que se adentraban en la lengua y la averiguación de las costumbres nativas. Más adelante, el Inca se explaya con la enumeración de otros objetos de culto, que esta vez alcanzan al reino animal. Dice:
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[también] adoraron diuersos animales, a vnos por su fiereza como al tigre, león, y oso72, y por esta causa, teniéndolos por dioses, si acaso los topauan, no huían dellos, sino que se echauan en el suelo a adorarles, y se dexauan matar, y comer sin huyr ni hazer defensa alguna. También adorauan a otros animales por su astucia como a la zorra, y a las monas. Adorauan al perro por su lealtad y nobleza, y al gato cerval73 por su ligereza. Al aue que ellos llaman Cúntur por su grandeza, y a las águilas adorauan ciertas naciones, porque se precian descender dellas, y también del Cúntur (Comentarios, Libro I, Cap. X, f. 9v).
La adoración de determinados animales por su poder o destreza se explica mejor cuando Garcilaso se refiere en el Capítulo X a la religiosidad de los yungas de la costa. Nos dice que, además de adorar a la Madre Tierra, al aire, al fuego,
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adorauan en común a la mar, y le llamauan Mamacocha, que quiere dezir madre mar, dando a entender, que con ellos hazía oficio de madre, en sustentarles con su pescado. Adorauan también generalmente a la vallena por su grandeza y monstruosidad. Sin esta común adoración que hazían en toda la costa, adorauan en diuersas prouincias y regiones al pescado, que en más abundancia matauan en aquella tal región, porque dezían que el primer pescado que estaua en el mundo alto (que assí llaman al cielo) del qual procedía todo el demás pescado de aquella especie de que se sustentauan, tenía cuidado de enviarles a sus tiempos abundancia de sus hijos para sustento de aquella tal nasción (Comentarios, Libro I, Cap. X, f. 10r).
Ese “pescado que estaua en el mundo alto” corresponde sin duda al concepto de kamaq, común en las creencias andinas. Se trata de la fuerza celestial generadora de vida en diversas especies en la tierra. Recordemos lo que señaló José de Acosta en el Libro V, Cap. 3, de su Historia natural y moral de las Indias sobre la semejanza de la concepción astronómica de los pueblos andinos con algunos rasgos del pensamiento platónico. En la tradición prehispánica, el origen y vitalidad de los elementos naturales se explicaba a partir de modelos celestiales o kamaq que insuflan vida y ánimo a plantas, animales y seres humanos. Así, por ejemplo, la Yacana o constelación oscura de la llama es fuente de vida de todas las llamas existentes en la tierra.
72
Se entiende por los animales análogos dentro de la fauna americana, es decir, el otorongo, el puma y el oso americano o leptailurus. Lo mismo con los animales que se nombrarán más adelante.
73
Gato cerval = gato montés.
90 En efecto, el Capítulo 29 del Manuscrito de Huarochirí propone que “la [constelación] que llamamos Yacana, el camac de las llamas, camina por medio del cielo […]. Se dice que la Yacana anda en medio de un río” (Taylor: 429). A través de sus propias investigaciones, Polo de Ondegardo y Bernabé Cobo llegaron a la misma certeza. El primero explica que “generalmente todos los animales y aues que ay en la tierra, creyeron que ouiesse vn su semejante en el cielo, a cuyo cargo estaba su procreación y augmento” (Cap. 1)74. Este “su semejante” de Polo y el “símil” al que se refiere Cobo se aluden a un modelo paradigmático anterior, que genera a los elementos naturales y se encarga de su funcionamiento a través del influjo de una energía vital. Otra evidencia en el mismo sentido aparece en la Doctrina christiana de 1584:
•
Después de Viracocha (a quien tenían por señor supremo de todo y adoraban con suma honra) adoraban también al sol, y a las estrellas, y al trueno y a la tierra que llaman Pachamama, y otras cosas diferentes. Entre las estrellas comúnmente todos adoraban a la que ellos llaman collca, que llamamos nosotros las cabrillas. Y las demás estrellas eran veneradas por aquellos particularmente que les parecían que habían menester su favor (Acosta et al.: 265).
Se trata de la constelación de las Pléyades, que supuestamente influye sobre las fuentes y manantiales, vitales para la normalidad de los ciclos agrarios. Como sabemos, Garcilaso leyó y se apoyó en gran parte en la Historia de Acosta, que a su vez partía de las informaciones de Polo de Ondegardo y quizá hasta de Cristóbal de Molina, “el Cuzqueño”. Es posible también que Garcilaso conociera la Doctrina christiana, aunque no la cita. En cualquier caso, su compenetración con los conceptos de paqarina y de kamaq se hace evidente en su descripción pormenorizada de la religiosidad preinca. Uno puede atribuir a la estrategia de la amplificatio las enumeraciones detalladas que Garcilaso ofrece de los objetos de culto en la primera edad, a diferencia de los cronistas que consultó con profusión. No es extraño el recurso tratándose de un narrador mucho mejor dotado y con una formación humanista y retórica mucho más rica que la de todos los cronistas que leyó y citó. También es altamente efectiva la forma en que detalla las prácticas salvajes de los indios de la primera edad en relación con el canibalismo, la promiscuidad, el incesto y la sodomía que cultivaban, aunque en este caso sus descripciones de las costumbres salvajes de los pre-incas se basan en las que Cieza ofrece del canibalismo y la promiscuidad al hablar de los indios de la Nueva Granada en la Primera Parte de su Crónica del Perú.
74
Como hemos citado en el Cap. 1 de este libro, Cobo dice que “la adoración de las estrellas procedió de aquella opinión en que estaban [los indios] de que para la conservación de cada especie de cosas había el Criador señalado, y como substituido, una causa segunda; en cuya conformidad creyeron que de todos los animales y aves de la tierra, había en el cielo un símil que atendía a la conservación y aumento de ellos, atribuyendo este oficio y ministerio a varias constelaciones de estrellas” (Cobo II, 159).
91 Sin embargo, para no salir del tema religioso, que tiene tanta gravitación en los Comentarios, conviene preguntarse si el nivel de detalle que el Inca ofrece es equivalente al de sus fuentes escritas. Porque si bien Acosta y la Doctrina christiana hablan del culto a las estrellas, como hemos señalado, comparándolo con el concepto platónico de las formas primordiales de las cuales emana la materia ordenada de los objetos y seres vivientes en la tierra, Garcilaso insiste en que esa adoración implicaba la conciencia de un flujo de energía que revelaba la materialidad de las constelaciones o kamaq, sin mencionar a Platón para ello75. En esto, curiosamente, coincide con el Manuscrito de Huarochirí, que, como sabemos, Garcilaso no pudo haber leído, por razones de fechas y distancias. En ese sentido, conviene recurrir a los estudios etnohistóricos y antropológicos andinos para poder atar algunos cabos importantes. Aclara Frank Salomon, por ejemplo, que “el astronómico o astrológico Capítulo 29 del ‘Manuscrito de Huarochirí’ nos da una clave crucial: denomina a la constelación en forma de llama como el camac de las llamas. Al descender a la tierra esta constelación infunde una poderosa esencia generativa de vitalidad que produce el florecimiento de las llamas. Todas las cosas tienen su prototipo vitalizador o camac, incluyendo los grupos humanos; el camac de un grupo humano es usualmente su huaca de origen” (Salomon: 16, trad. mía; cit. en inglés en la n. 25 de nuestro Cap. 1). Sin embargo, Salomon aclara que hay una diferencia clave con el esquema platónico. Según él, “Taylor ha ligado esta idea con el idealismo platónico, una idea que ayuda a entender la profundamente plural y común naturaleza de la creación andina, pero a la vez minimiza su carácter terrestre. Camac en el Manuscrito de Huarochirí parece sugerir una entidad de abundante energía tan física como la electricidad o el calor corporal, no una abstracción o un arquetipo mental” (Salomon: 16, trad. mía). En efecto, tal como ocurre en los Comentarios, el espacio de tales fuerzas generadoras es “el mundo de arriba” o hanaq pacha, que tiene una materialidad palpable en sus manifestaciones terrestres. A la vez, Garcilaso reduce este sistema de creencias al mundo de la primera edad, rescatando para los incas una concepción más elevada y monoteísta del mundo sobrenatural. En conclusión, entre los muchos rasgos que Garcilaso atribuye a los nativos de la primera edad, cabe destacar aquellos que son de conocimiento común acerca de la población andina en general, pero con un nivel de detalle y dramatismo narrativo que permite apreciar un manejo interno del tema, complementando la información que encuentra en Acosta, pero negando cargos contra los incas como la adoración de las estrellas y los sacrificios humanos, que Garcilaso atribuye sólo a los indios de la primera edad. Se da, pues, desde el inicio de los Comentarios, un sentido mucho más pleno a la religiosidad indígena, apoyándose en el esquema agustiniano de las Casas y Román, pero sin generalizar las prácticas idolátricas a toda la población andina, como hace Acosta.
75
Acosta refiere en el Cap. 4 del Libro V de su Historia natural y moral que los indios en general, y específicamente los de los tiempos de los incas, adoraban algunas estrellas porque les “atribuían […] diversos oficios y adorábanlas los que tenían necesidad de su favor, como los ovejeros hacían veneración y sacrificio a una estrella que ellos llamaban Urcuchillay, que dicen es un carnero de muchos colores, el cual entiende en la conservación del ganado, y se entiende ser la que los astrólogos llaman Lira. Y los mismos adoran otras dos, que andan cerca de ella, que llaman Catuchillay, Urcuchillay, que fingen ser una oveja con un cordero […] Y generalmente de todos los animales y aves que hay en la tierra, creyeron que hubiese un semejante en el cielo, a cuyo cargo estaba su procreación y aumento” (221). En Garcilaso, sin embargo, este culto se restringe a los preincas e identifica al kamaq como el “primer pescado” o el primer animal generador de su especie respectiva en la tierra, “enviándolo” a ella para bienestar de los hombres. Hay pues, una presentación del mundo natural desde la óptica del animismo y el diálogo entre sus elementos, revelándose así una agencia humana, ajena al platonismo, que no resulta tan clara en las fuentes consultadas. Sobre el papel de Catachillay en las prácticas religiosas andinas, ver Zuidema 1976.
92 El excavamiento textual de estos y otros capítulos en que Garcilaso reclama un conocimiento genuino del mundo indígena puede revelarnos un sujeto de escritura más complejo que el del simple repetidor de datos a partir de los cronistas publicados del momento o el seguidor a pie juntillas de sus fuentes clásicas. Sin duda, estos primeros capítulos de los Comentarios, generalmente soslayados por la crítica, pueden servir como punta de madeja para un examen más justo de la obra y de las múltiples ramificaciones que ofrece hasta el día de hoy. Me refiero nuevamente a la lectura estratigráfica, arsenal teórico y metodológico que resulta de suma utilidad para delinear el perfil de un autor siempre más allá (y más acá) del aculturamiento en que la historia literaria tradicional ha intentado encapsularlo.
93
Capítulo 6 El Inca y la cruz: los Comentarios reales se persignan* Valorar la complejidad cultural y los mecanismos expresivos del Inca Garcilaso para encontrar la presencia de una agenda y un discurso de reivindicación mestiza no es tarea fácil. De hecho, el obstáculo más serio ha sido y sigue siendo la lectura canónica que detalla la presencia de numerosas fuentes textuales dentro de la tradición europea, agotando los niveles de significado de los Comentarios reales en función de la indudable y omnipresente formación intelectual que el Inca se forjó mediante sus múltiples lecturas y sus conversaciones con importantes autores y filólogos de los círculos andaluces. Sin intentar negar ese aspecto fundamental de la obra del Inca, quiero aquí añadir a los argumentos planteados en mi libro Coros mestizos del Inca Garcilaso, de 1996, el análisis de algunos pasajes relacionados con la imagen de la cruz a fin de explicar la agenda y el discurso mestizos que, desde mi perspectiva, también forman parte sustancial de la obra. Las referencias a la cruz en los Comentarios son abundantes y suelen darse en relación con el protocristianismo implícito de los incas antes de los españoles o en relación con el poder divino de la cruz en tierras andinas durante la conquista y con fines de sojuzgamiento y evangelización, convirtiéndose así, y extrapolando a Nebrija, en “compañera del imperio”. Recordemos, por ejemplo, la “cruz [cuadrada] de mármol fino de color blanco, y encarnado, que llaman jaspe cristalino” descrita en la Primera Parte (Libro 2, Capt. 3) de los Comentarios reales y que los incas veneraban en una de sus casas reales. Aunque no consta que tal cruz existiera, la imagen de la cruz cuadrada (y no sólo la más conocida octogonal o escalonada) es frecuente en la iconografía andina prehispánica. Basta ver los restos de Tiahuanaco, mucho antes de los incas, para encontrar ejemplos en bajorrelieve en algunas piedras del conjunto arquitectónico. Asimismo, en los tokapu o símbolos nobiliarios incaicos, su aparición no es poco frecuente. Por ello, el tópico de la praeparatio evangelica aplicado como una manipulación para presentar la historia de los incas en los Comentarios debe ser en alguna medida relativizado y revisado en un acercamiento crítico actual por la evidencia histórica y arqueológica que lo justifica textualmente. En el mundo de las ideas pretendidamente universales de los siglos XVI y XVII europeos, la lectura que podía hacerse de símbolos semejantes a los del cristianismo en la tradición gentil americana servía como confirmación de tales ideas “universales”, pero también como afirmación inicial de algunos referentes culturales indígenas cuyo significado se enriquecía dentro del proceso de imposición colonial e intercambio cultural real. Con esto también se lograba, sin embargo, una universalidad desde el otro lado, el dominado76.
*
Una versión más amplia aparece en Entre la espada y la pluma. El Inca Garcilaso de la Vega y sus Comentarios reales, ed. por Raquel Chang-Rodríguez (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2010, pp. 87-96). 76
No me refiero aquí a una supuesta evangelización temprana por parte de los apóstoles como San Bartolomé o Santo Tomás, como sostienen algunos cronistas, entre ellos Guaman Poma y Calancha. El Inca Garcilaso no incurre en ese facilismo explicativo sino que, por el contrario, preserva a los incas de todo contacto con personajes del Viejo Mundo antes de la conquista para resaltar la racionalidad, la intuición y la naturaleza intrínsecamente ética de las prácticas políticas de los gobernantes cuzqueños.
94 De ahí que la búsqueda de una unión por el amor y de la correspondencia armónica de todos los elementos del universo, tal como es desarrollada en los textos más representativos del neoplatonismo (incluyendo, por supuesto, los Diálogos de amor) pueda ser entendida como un afán de dar validez a determinados aspectos de la construcción de un cosmos terrenal a partir de su correspondencia con el orden celestial, según la más genuina tradición andina, como hemos visto en nuestro Capítulo 1 En efecto, ciertos rasgos del neoplatonismo resultan relativamente análogos a categorías andinas de conocimiento, como el caso de las representaciones celestiales de los objetos reales, que resultan así sustentados por tal fuerza motriz. Entre los estudiosos modernos, Delgado (1991: 84-85) habla del tema en relación con Garcilaso, y Taylor (1987) y Salomon (1991: 16) lo hacen en relación con el Manuscrito de Huarochirí. Para el caso de la cruz, basta con pensar en la chakana o constelación conocida como la Cruz del Sur para entender la importancia del símbolo dentro de la tradición andina. Asimismo, recordemos la cruz de casi tres pies que llevaba Pedro de Candía en la mano derecha en los capítulos 11 y 12 del Libro 1 de la Segunda Parte de los Comentarios. En el análisis que hice de ese pasaje en mi libro Coros mestizos (Cap. 4, reproducido en este volumen como Cap. 7), sugería que la imagen de la cruz podía entenderse como una prueba palpable del cristianismo ferviente del Inca Garcilaso, pero que desde una lectura menos convencional también podía evocar la cuatripartición del mundo o el matrimonio mítico del cielo y la tierra, como señala Delgado (1991: 308–341). Asimismo, remite al báculo del dios Wiraqucha según se le presenta en los mitos de creación, complementado por la espada colgante al lado izquierdo del soldado, que evocaría a su vez –con el escudo– otro de los objetos que la divinidad andina portaba. En fin, no siempre hay por qué buscar una correspondencia fiel entre todos y cada uno de los elementos con que Pedro de Candía es descrito y los elementos que rodeaban al dios andino. La propia imagen de éste, como señalé en el libro aludido, es cambiante y ofrece múltiples variantes. Interesa más destacar que la secuencia entre ambas imágenes deriva en la valoración explícita de la cruz, “que es lo más cierto”, según los Comentarios, dejándose para la lectura entre líneas –o para el subtexto andino, según lo he llamado– la significación profunda de los demás elementos de la escena. Volvamos, por ello, a la cruz, y veamos de qué manera ésta se presenta no sólo en las declaraciones explícitas a lo largo del texto, sino también en el subtexto. Como hemos sugerido, el proceso de intercambio gnoseológico presente en los Comentarios no deja intactas ninguna de las dos tradiciones, europea y andina, sino que las reformula y asimila sin que se llegue en todos los momentos a una unidad ideal. De ahí las constantes oscilaciones y contradicciones del sujeto de escritura, que no impiden, pese a ello, que en algunos casos pueda leerse claramente el estatuto dual y pluricultural que lo compone. Para el análisis de la cruz en el subtexto de los Comentarios, es importante observar una serie de actos perlocutivos en el proceso de la escritura de la obra que la hacen un campo de ejercicio discursivo diverso al de las crónicas llamadas propiamente indígenas, como, por ejemplo, la Ynstruçion... de Titu Cusi o la Nueva corónica de Guaman Poma. Por acto perlocutivo quiero referirme al hecho de que las funciones del lenguaje utilizado no se limitan a nombrar un referente, sino que ejecutan una determinada acción en el proceso mismo de la narración. El término fue empleado por los pragmalingüistas como Austin y Searle (ver nuestra bibliografía) para denominar un tipo de acto de lenguaje en el que se ejecuta simultáneamente la acción del referente al cual se alude. Despedirse, por ejemplo, o prometer, son verbos que, actualizados en un contexto comunicativo, implican la puesta en práctica de sus referentes para lograr éxito en la emisión de su mensaje. Al decir, “me despido”, un hablante está ejecutando al mismo tiempo la acción referida poniendo fin al encuentro, o al “declarar inaugurada” una sesión cualquier hablante, se está motivando una secuencia que marca el paso hacia una segunda etapa (la sesión misma) del acto comunicativo.
95 Algo semejante ocurre cuando se enumeran los puntos cardinales y las distintas partes del Tawantinsuyu (por definición, las cuatro regiones del mundo unidas entre sí) en los Comentarios. Desde el principio de la obra, en la Dedicatoria de la Primera Parte “A la Serenissima Princesa Doña Catalina de Portugal, Duquesa de Braganza, & c.”77, se formula una enumeración de los lugares en que la fama de tal dama era reconocida: “Quien sea V. A. en si por el ser natural, saben lo todos, no solo en Europa, sino aun en las mas remotas partes del Oriente, Poniente, Septentrion y Medio dia [...]” (folio sin número, énfasis agregado). La enumeración se da, entonces, en el siguiente orden:
3. Septentrion
2. Poniente
1. Oriente
4. Medio dia Hay un movimiento de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo que motiva el cruce de los ejes horizontal y vertical de la enumeración. Destaco esto porque, según veremos en los siguientes ejemplos, la tendencia del texto es la de presentar las direcciones espaciales en movimientos semejantes, y nunca circularmente, es decir, de norte a este u oeste y luego al sur y nuevamente a este u oeste. Así, en el Capítulo 8 del Libro 1 de la Primera Parte, “La descripcion del Peru”, se señalan los límites del territorio incaico nombrando una serie de accidentes geográficos. Se comienza por el norte, donde el Tawantinsuyu (equiparado al término “Peru”, intercambiándose con él) “llegaua hasta el rio Ancasmayu” (f. 7v). Se sigue líneas más adelante con el “medio dia [que] tenia por termino el rio llamado Mauli” (f. 7v). Luego se dice que el Perú “al leuante tiene por termino aquella nunca jamas pisada de hombres, ni de animales ni de aues, inaccessisible [sic] cordillera de nieues” (f. 7v). Y, por último, se llega “al poniente [que] confina con la mar del Sur” (f. 7v). De este modo, la “descripcion del Peru” traza implícitamente una cruz con las siguientes direcciones:
77
Puede encontrarse información sobre la familia real de los Braganza en Miró Quesada (1994a: 223–226), así como la hipótesis respectiva de su selección como destinatarios de la dedicatoria del Inca Garcilaso.
96
1. Norte
4. Poniente
3. Levante
2. Medio dia Un procedimiento semejante se da en el Capítulo 17 del mismo Libro 1, en que la voz es diferida hacia Cusi Huallpa durante el relato de la fundación del Cuzco y las acciones de los primeros incas Manco Capac y Mama Ocllo. En dicho relato se enumeran las primeras conquistas de la pareja fundadora en el orden 1) levante, 2) poniente y 3) mediodía (cf. f. 16), sin que se mencione el norte quizá por el hecho de considerarse que el foco de expansión se encontraba en posición norte con respecto a las primeras provincias conquistadas. Este orden guarda semejanza, sin embargo, con el que se atribuye a la trifuncionalidad presente en el ciclo mítico de Wiraqucha, según Urbano (1981: XXXI). De acuerdo con este investigador, a partir de un cotejo de los mitos relativos a dicha divinidad es posible hallar una teoría social que revele las funciones que cumplen el Antisuyu (oriente) y el Kuntisuyu (occidente) en relación con el norte. El primero estaría relacionado con ciertas labores curativas y reparadoras del culto, mientras que el segundo lo estaría con la elaboración de tejidos destinados a la corte. Ambas especializaciones laborales encontrarían en el mito de Wiraqucha su fundamentación discursiva. El norte equivaldría al saber ordenador de Wiraqucha, que englobaría los saberes de sus hijos Imaymana y Tocapu, mientras que el sur sería la región que representaría el aspecto desordenador de Wiraqucha, Tunupa, cuya presencia en el cuadrante resulta necesaria, pero al mismo tiempo receptora del dominio del dios “padre”. Así, en el Capítulo 18 del Libro 1 de los Comentarios, en que el narrador principal retoma la voz sobre las “fabulas historiales del origen de los incas” que corresponden a versiones populares, se dice que luego del Diluvio “aparescio vn hombre en Tiahuanacu” (f. 16v) que repartió el mundo en cuatro partes y las otorgó “a quatro hombres que llamó Reyes” (f. 16v). Luego,
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Dizen que a Manco Capac dio la parte Setentrional, y al Cólla la parte meridional, (de cuyo nombre se llamo despues Colla aquella gran provincia) al tercero llamado Tócay dio la parte del Leuante, y al quarto que llaman Pinahua la del poniente (f. 16v).
La sucesión es clara: 1) Norte, 2) Sur, 3) Este, 4) Oeste. Los ejes se distribuyen en un orden vertical y horizontal, de arriba hacia abajo y de izquierda (del texto) hacia la derecha, trazándose nuevamente la señal de la cruz. Y en el Capítulo 20, que trata de “los pueblos que mando poblar el primer Inca” (f. 19), se enumeran tales pueblos en una sucesión Este-Oeste y Norte-Sur. Las cruces proliferan, y los ejemplos se multiplican cada vez que se trata de describir el espacio andino mencionando los distintos puntos de referencia que le sirvieron como subdivisión. Por eso la identificación de Norte como Chinchaysuyu, Este como Antisuyu, Sur como Qullasuyu y Oeste como Kuntisuyu se ve ordenada de acuerdo con el trazo de la cruz textual.
97 Comparando este procedimiento enumerativo con el que presenta el texto de Cristóbal de Molina, “el Cuzqueño”, veremos que existe una gran coincidencia con la forma “cruzada” de la enumeración. Por ejemplo, al describirse las festividades que durante el mes de setiembre hacían los incas en el Cuzco para el ritual de la Citua o fiesta de curación cósmica, en que se expulsaba simbólicamente las enfermedades de la ciudad, se cuenta que cuatrocientos guerreros se dedicaban a observar los cuatro extremos del imperio
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vueltos los ciento el rostro al Collasuyo, que está al nacimiento del Sol, y otros ciento vueltos los rostros al poniente, que es el camino de Chinchaysuyo, y otros ciento vueltos el rostro al septentrión, que es el camino de Antisuyo, y cientos los rostros al mediodía (Molina [1573] 1959: 46).
De este modo, lo que tenemos es un orden Este-Oeste y Norte-Sur, aunque cabe anotar que la denominación de las distintas regiones del Tawantinsuyu no coincide con la que se da en los Comentarios, sino que se adscribe a las distintas versiones (como la de Guaman Poma) que colocan el Antisuyu al norte y el Qullasuyu al oriente. Para nuestro caso, lo que interesa es que este ejercicio enumerativo traza una cruz al colocar los elementos en dos pares de oposición, vertical y horizontal. Más adelante, en el mismo relato sobre la fiesta de la Citua, se menciona la costumbre de salir los guerreros gritando por los cuatro caminos del Cuzco para espantar las enfermedades, y el orden en que se nombra las direcciones de los grupos es ChinchaysuyuQullasuyu y Antisuyu-Kuntisuyu (Molina [1573] 1959: 47-48), es decir, Oeste-Este y Norte-Sur. La cruz es verificable en distintas instancias. Si recordamos las actividades al día siguiente de la fiesta y el desfile que ante las “huacas” del “Hacedor, Sol y Trueno” se hacía luego de sacarlas de sus templos, veremos que “traían a la plaza grandísima cantidad de ganado de todo género de todas las cuatro partidas llamadas Collasuyo y Chinchaysuyo y Antisuyo y Contisuyo” (Molina [1573] 1959: 53). La cruz queda trazada nuevamente, entonces, en direcciones Este-Oeste y Norte-Sur. No vale la pena insistir en este punto porque los ejemplos son inagotables. Todo parece indicar que existe la tendencia entre ciertos cronistas crecidos como cristianos de practicar las enumeraciones geográficas oponiendo las direcciones antes que siguiendo un orden circular. Pero en el caso de la Ynstruçion... de Titu Cusi Yupanqui, que examiné en el Capítulo Uno de Coros mestizos, la tendencia suele ser la de enumerar según la contigüidad de las regiones. El hecho de que el príncipe rebelde hubiera aceptado bautizarse como cristiano sólo prueba su disposición a prolongar las negociaciones acerca de sus privilegios, y no necesariamente un proceso de aculturación. Así, es curioso que al hablarse de la extensión del Tawantinsuyu y de cómo estaba repartido “en oriente e poniente y norte y sur” (9), se agrega inmediatamente que
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en nuestro uso llamamos Andesuyo, Chinchaysuyo, Condisuyo, Collasuyo, rodeando desta manera Andesuyo al oriente, Chinchaysuyo al norte, Condesuyo al poniente, Collasuyo al sur, esto hacíamos puestos en el Cuzco, que el centro y cabeça de toda la tierra (Titu Cusi [1570] 1985: 9).
Como puede verse, la rectificación “en nuestro uso” propone un orden Este-Norte-Oeste-Sur, es decir, una circularidad en dirección contraria a la de las agujas del reloj. La especificación de cuál es el punto de referencia del que se parte es muy sintomática de la tendencia ya señalada por Urton (1981) en las culturas sudamericanas de medir el espacio considerando que la referencia principal se encuentra dentro del cuadrante geográfico.
98 Sin embargo, hay oscilaciones también, ya que sabemos que el texto de Titu Cusi no es puramente indígena y que la intervención de un fraile traductor (el español Marcos García) y un escribano (el mestizo Martín Pando) deben haber alterado algunos elementos del alegato del inca rebelde. Por eso se enumera los lugares desde los que se envía ayuda para el cerco del Cuzco en un orden Norte-Sur y Oeste-Este (Titu Cusi [1570] 1985: 20). Pero poco después, al hacer su entrada dichas tropas al área del Cuzco y formar el cerco liderado por Manco Inca, padre de Titu Cusi, se plantea un orden Chinchaysuyu-Kuntisuyu-Qullasuyu-Antisuyu, es decir, se vuelve a la enumeración circular en dirección contraria a la de las agujas del reloj. Aunque ya hemos tratado este aspecto en el mencionado Capítulo Uno, vale la pena recordarlo por el contraste que ofrece con respecto a los Comentarios, cuya tendencia enumerativa y ordenadora privilegia la señal de la cruz en todo momento. Por otro lado, la Nueva corónica de Guaman Poma señala que
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As de sauer que todo el rreyno tenia quatro rreys, quatro partes: Chinchay Suyo a la mano derecha al poniente del sol; arriua a la montaña hacia la Mar del Norte Ande Suyo; da donde naze el sol a la mano esquierda hacia Chile Colla Suyo; hacia la Mar del Sur Conde Suyo.
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Estos dichos quatro partes tornó a partir a dos partes: Yngas Hanan Cuzco al poniente Chinchay Suyo, Lurin Cuzco al saliente del sol, Colla Suyo a la mano esquierda. Y así cae en medio la cauesa y corte del rreyno, la gran ciudad del Cuzco (Guaman Poma [1615] 1980: 913).
Vemos que el orden de la enumeración sigue una secuencia circular, que resulta ir en dirección Oeste-NorteEste-Sur, siendo que la identificación del Chinchaysuyu con el oeste contrasta con lo dicho por Titu Cusi y el mismo Garcilaso. Para nuestra preocupación inmediata, lo que importa es la dirección seguida en el espacio geográfico, que en este caso se hace siguiendo el movimiento hacia la derecha o en dirección de las agujas del reloj. Igualmente ocurre en la “Memoria” de las provincias conquistadas por Tupaq Yupanqi, documento estudiado por John Rowe en que “los suyus aparecen en el orden canónico en que figuran en la lista de las guacas del Cuzco: Chinchaysuyu, Antisuyu, Collasuyu y Cuntisuyu” (Rowe 1985: 197), es decir, casi ritualmente, en una dirección circular hacia la derecha. En contraste con este procedimiento enumerativo, el texto de Garcilaso “se persigna” frecuentemente, y no es nuestra intención aquí especular si se trata de una actitud consciente o inconsciente de su autor. Lo que interesa es que el hecho aparece en la obra, y que se da a través de un movimiento en el que se destaca una imagen ampliamente consagrada dentro de la tradición europea. Sin embargo, conviene no olvidar que dentro de la estrategia discursiva asumida en los Comentarios, la cruz tiene una significación ambivalente, es decir, pertinente para las dos grandes tradiciones que se entrecruzan en el texto. La ambivalencia se resolverá en la imagen sincrética de Pedro de Candía rodeado de los felinos andinos (Segunbda Parte, Libro 1, Caps. 11 y 12), con miras a dejar sentada una forma de autoridad en la que determinados personajes cumplirán un papel de héroes fundadores, de acuerdo con lo que hemos venido anunciando. Cabe concluir con la mención de un pasaje muy importante en el célebre “Prólogo a los Indios, Criollos y Mestizos del grande y riquísimo Imperio del Perú” que antecede a la Segunda Parte de los Comentarios reales o Historia general del Perú, de 1617, refiriéndose a la llegada del cristianismo a tierras americanas o, como se le ha llamado, la translatio religionis operada en el mundo antártico:
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A esta causa [de la evangelización] escribí la corónica de la Florida, de verdad florida, no con mi seco estilo, mas con la flor de España, que transplantada en aquel páramo y eriazo, pudiera dar fruto de bendición, desmontando a fuerça de braços la maleza del fiero paganismo, y plantando con riego del cielo, el árbol de la cruz, y estandarte de nuestra fe, vara florida de Aarón y Jesé (Inca Garcilaso de la Vega 1617: f. s. n.).
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Según nos recuerda Serés, la “vara florida de Aarón y Jesé” alude a Números, 17, e Isaías, 2, 1-3, en el Antiguo Testamento, para significar el árbol genealógico de Jesús y el renacimiento de la humanidad mediante el sacrificio del Mesías, que inauguró un reordenamiento del mundo recentrando los cuatro puntos cardinales al fijar con su sangre el nuevo eje de la salvación en Jerusalén. Para Garcilaso, el traslado o plantación del “árbol de la cruz” en tierras americanas constituiría un nuevo nacimiento de la fe, una renovación del orden mundial y una reedición de los tiempos primitivos de la Iglesia. De este modo, el pasado gentil de los nativos americanos se constituiría como la base de una nueva humanidad análoga a la de España justo en el momento de la llegada del cristianismo. Incluso, el Inca llega a asegurar la superioridad espiritual de los flamantes cristianos americanos sobre los cristianos divididos del siglo XVI en Europa:
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los fieles indianos con las primicias del espíritu hazen a los de Europa casi la ventaja que los de la Iglesia primitiva a los cristianos de nuestra era, quando la católica fe, desterrada de Inglaterra y del Setentrión, su antigua colonia, se va de un polo a otro, a residir con los antípodas, de cuyo valor y valentía hize larga mención en el primer volumen destos Reales comentarios, dando cuenta de las gloriosas empresas de los Incas, que pudieran competir con los Daríos de Persia, Ptolomeos de Egipto, Alejandros de Grecia y Cipiones de Roma (Inca Garcilaso de la Vega 1617: f. .s. n.).
Al comparar a los gobernantes cuzqueños con los grandes emperadores del mundo antiguo, Garcilaso propone también un orden superior en sus descendientes cristianizados, como frutos gloriosos del árbol de la cruz. Desde distintos puntos de vista, la cruz se manifiesta como el eje semántico que convocará la unión de españoles e indígenas y la posibilidad de construir una sociedad según los principios del bien común y el respeto a las aristocracias locales. Al anticiparse la presencia de la cruz simétrica en tanto objeto de veneración y en la extensión y materialidad del mismo territorio del Tawantinsuyu, el Inca Garcilaso inscribe su argumento sobre la idoneidad administrativa y moral de los incas frente al desorden y deterioro de la administración virreinal, que será uno de los puntales de su concepción política sobre la naciente sociedad andina. Dentro de las aristocracias locales y su saber sobre la tierra y la población, se infiere que los mestizos nobles deberían jugar un papel más destacado que el que hasta entonces se les había permitido tener. Valga el apunte anterior para insistir en la complejidad cultural y textual de los Comentarios reales como una de las obras fundamentales del heterogéneo pensamiento latinoamericano, de ninguna manera reductible a uno solo de sus aspectos transatlánticos.
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Capítulo 7 Una tropología sincrética: aspectos semánticos y simbólicos de los Comentarios* 1. Las edades espirituales y la simbología incaica. Una de las comprobaciones más frecuentes de la crítica garcilasista consiste en la descripción de las edades espirituales del mundo andino esbozada en el Libro I de la Primera Parte de los Comentarios como una mera adaptación de los esquemas agustinianos y como una actualización del tópico de la præparatio evangelica. Ambos modelos conceptuales y formas de autorización discursiva, presentes en los Comentarios, ciertamente, aparecen así empleados para resumir los grandes ciclos culturales por los que las poblaciones indígenas habrían pasado. En este sentido, las propuestas de Duviols (1964), Ilgen (1974) y Zamora (1988: Cap. V), a las que me referiré inicialmente, no resultan del todo desacertadas, pues las relaciones entre el esquema de los Comentarios y las fuentes a las que tales críticos aluden permiten ejercer una escritura cuya autoridad se ampara en el uso de textos ampliamente aceptados dentro del canon europeo. Sin embargo, la complejidad del tema y la necesidad de cubrir algunos vacíos derivados de dichos acercamientos me obligan a apartarme de su línea de estudio. Por eso, más que resumir los planteamientos de los críticos nombrados, me dedicaré principalmente al ejercicio de una lectura alternativa considerando aspectos simbólicos cuya correspondencia con el saber incaico no deja de ser sospechosa y al mismo tiempo útil para la propuesta general de este trabajo. Para ello es importante recordar la relación –señalada ya por José Durand– entre las imágenes empleadas en los Comentarios para hablar de las edades espirituales y una de las imágenes prestigiosas dentro del panteón incaico. Precisamente en uno de sus últimos artículos (1990), dedicado a una revisión de los aspectos históricos de los Comentarios como contrapeso de una lectura puramente narrativa y literaria, Durand emparenta el mito de la fundación del Cuzco por Mankhu Qhapaq y Mama Uqllu a una fuente que pudo haber sido común a la que dio lugar a, entre otras, las versiones similares de Cristóbal de Molina, “El Cuzqueño”, y Bartolomé de Segovia, anteriormente considerado sólo como “El Buen Seglar”78. La demostración de una fuente común resulta patente, más aún considerando la imposibilidad de una lectura de los dos cronistas mencionados por el autor de los Comentarios. Así, el mito de la fundación del Cuzco, con todo lo matizado que hubiera podido resultar por los requerimientos estilísticos de los Comentarios, parece no tener una génesis netamente europea, sino más bien conservado algo de la versión indígena declarada como verdadera en la obra. *
Incluye solamente las tres primeras secciones del Cap. 3 de mi libro Coros mestizos del Inca Garcilaso: resonancias andinas (Lima: Fondo de Cultura Económica, 1996, pp. 175–222). 78
Éste habría sido el verdadero autor de la llamada Conquista y población del Perú, conocida también como Destrucción del Perú [1553] y atribuida anteriormente al sochantre Molina (“el Chileno” o “Almagrista”) hasta que Porras sostuvo la autoría de Segovia a partir de las afirmaciones de Thayer Ojeda en el mismo sentido (véase el Epílogo de Porras a la edición de 1943 de la Destrucción del Perú, pp. 87–92 ). Por razones de respeto a las citas bibliográficas, incluyo tal edición de la Destrucción del Perú como de Cristóbal de Molina, “el Almagrista”, en nuestra Bibliografía.
102 Ese “algo” conservado, los procesos retóricos empleados para su reelaboración y las variadas significaciones que puede presentar considerando el universo cultural cuzqueño serán el objeto de estudio del apartado inicial de este capítulo. Por ello, lo que aquí importa resaltar es la posibilidad de un empleo de la imagen solar a la que alude el pasaje de los Comentarios en función de una tradición no solamente europea. “El sol de los antiguos peruanos – dice Durand– simboliza allí al Dios cristiano, cuyo loor en la imagen del Sol de Justicia no se desaprovecha” (1990: 3). En nota aparte señala que “al traducir los Dialoghi de León hebreo, a quien puso apostillas, el Inca destaca los pasajes que presentan al sol como imagen superior” (id.). En efecto, sobre todo en el Diálogo Tercero, las apostillas destacan que el Sol “es semejãça del entendimiento diuino” (f. 138v) y que el Sol es “exemplo [...] para la vnidad y relatiua diuersidad, y multitud de la primera Idea” (f. 271v). Este empleo sospechoso de la imagen del sol se da también en las otras imágenes empleadas en los Comentarios. El pasaje que resume las edades espirituales aparece al principio del Capítulo XV del Libro I de la Primera Parte, luego de una descripción (Capítulos IX a XIV) del estado de “behetría” o barbarie anterior a la aparición de los incas, es decir, la “edad primera”79. Las descripciones sobre las costumbres y creencias de la población indígena durante esa edad son abundantes y coloridas, y no deja de estar presente en ellas un procedimiento de enumeración anafórica que podría hacer pensar al lector en una suerte de recitado versal, que no es del caso desarrollar aquí. Sólo mencionaré que tal procedimiento de repetición anafórica se hace evidente al ubicar en una gran cantidad de periodos sintácticos un verbo de apertura como “adorauã” para referirse a los distintos dioses e ídolos de la edad preincaica. Así ocurre, por ejemplo, en los Capítulos IX y X, mientras que en el Capítulo XII se hace lo mismo con la repetición de “otros”, lo que otorga a la narración un ritmo enumerativo emparentable con su hipotética fuente oral. Por otro lado, ha sido frecuente el reproche lanzado a los Comentarios acerca de su silencio sobre los logros de culturas andinas como Tiwanaku, Chavín, Nazca, Paracas, Wari y otras, anteriores a los incas. Actitud estrecha si se recuerda que mucho del conocimiento de las culturas anteriores –extinguidas en el momento de surgir los incas– se debe a los modernos estudios arqueológicos y etnohistóricos, y si se asume que los Comentarios, como texto cuya significación se basa en su conformación interna principalmente, no tenía por qué transmitir una información considerada “objetiva” hoy en día, sino que bien podía imponer su propia selección de determinados mitos cuzqueños. Así, más que una escritura de la “historia”, ésta, como muchas otras crónicas de la época, forma parte de ella, representando ciertas posiciones ideológicas y culturales y, sobre todo, proponiéndolas, por lo que su riqueza y cabal comprensión no pueden limitarse a un examen puramente eurocentrista.
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El concepto de “behetría” manejado por Garcilaso parece indicar un sentido usual para la época de composición de los Comentarios, es decir, el sentido de desorden o caos generalizado. Autores anteriores, como Cieza, emplean la misma palabra conservando algo del sentido que tenía durante la Edad Media. Asimismo, Polo de Ondegardo ([1561] 1940: 131) señala que “antes deste señorío [de los Incas] no tuuieron Rey universal sino que fueron behetrías, y que los señores de cada prouinçia mandava cada vno sus subjetos”. Las Casas (1892: Cap. XVI, 127) también habla de los incas como de un “segundo estado”, precedido históricamente por un “primer estado” de reyezuelos locales. Por su lado, Murúa (Cap. I), ligeramente más tardío que los anteriores, incluye en su historia un periodo en que “ni hubo nombre de Cuzco ni otras cosas de policía”, coincidiendo así con Garcilaso en la idea de una “primera edad” bárbara y caótica. Volveré sobre el asunto, pero conviene adelantar que el tema no debe ser reducido a la influencia del neoplatonismo sobre Garcilaso, sino que, a pesar de las posibles coincidencias, debe someterse también a un contraste con el corpus historiográfico del momento y con algunas categorías de pensamiento inherentes a la cultura y los mitos incaicos. Ver para ello, el Cap. 5 de este libro (“Problemas con la primera edad”). Para una reciente perspectiva neoplatonizante puede verse MacCormack (1991: Cap. VIII).
103 El Capítulo XV se inicia, como decíamos, resumiendo los anteriores y precediendo al relato posterior en boca de Cusi Huallpa. Vale la pena citar el conocido fragmento para detenernos luego en el análisis de algunos de sus componentes:
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Viuiendo, o muriendo aquellas gentes de la manera que hemos vi∫to, permitio Dios nue∫tro Señor, que dellos mi∫mos ∫alie∫∫e vn luzero del alua, que en aquellas e∫curí∫simas tinieblas les die∫∫e alguna notícia de la ley natural, y de la vrbanidad y re∫petos, que los hombres deuian tener∫e vnos a otros, y que los de∫cendientes de aquel, procediendo de bien en mejor, cultiua∫∫en aquellas fieras, y las conuirtie∫∫en en hombres, haziendoles capaces de razon, y de qualquiera buena dotrína: para q˜ quando e∫∫e mi∫mo Dios, ∫ol de ju∫ticia tuuie∫∫e por bien de enuiar la luz de sus divinos rayos a aquellos idolatras, los halla∫∫e no tan ∫aluajes, ∫ino mas dociles para recebir la fe Catholica, y la en∫eñança, y doctrina de nue∫tra ∫ancta madre Ygle∫ia Romana [...] (Comentarios reales f. 13v).
Tenemos, entonces, que las tres edades son comparadas con fenómenos naturales que poseen una antigua significación dentro del imaginario europeo de la época. William Ilgen (41–42) ha señalado, por ejemplo, que la imagen del “luzero del alua” que serían los incas tiene su fuente en el “Apocalipsis (II, 28) donde Cristo se promete, a manera de premio, precisamente bajo este título de lucero del alba, a todos aquellos que hagan su voluntad y le sean fieles hasta el fin de los tiempos”. A este argumento podría añadirse el ya mencionado de la præparatio evangelica80 y el del providencialismo que suybace a esta descripción de los incas como antecesores espirituales de los europeos. Además, resulta obvio que una narración basada en metáforas de este tipo ofrece un carácter ilustrativo mucho más eficaz que el de una argumentación puramente conceptual. Las “e∫curi∫simas tinieblas”, el “luzero del alua” y el “∫ol de ju∫ticia” no son de ninguna manera, entonces, metáforas ajenas a la tradición más prestigiosa de la época, menos aún cuando la intención explícita del texto es resaltar la superioridad moral de la doctrina cristiana. Al argumento de Ilgen hay que añadir que la imagen de un “lucero de la mañana” es usada también por Pedro de Ribadeneira (2a. Parte, Cap. V: 526) para describir la virtud de la justicia inherente al príncipe cristiano, y ésta es quizá una fuente más cercana todavía al proceso de composición de los Comentarios, dadas las contradicciones que la fuente bíblica desencadena, como más adelante veremos. A esto se suma que la imagen de las “tinieblas oscurísimas” es planteada también en la Historia Natural y Moral de José de Acosta (Prólogo a los Libros V, VI y VII: 215) para referirse a la “infidelidad” de los indígenas antes de su evangelización. Y por si esto fuera poco, debemos recordar que el “Sol de Justicia” fue una imagen que tuvo cierta fortuna durante el siglo XVII, pues la usa Antonio de la Calancha para su Crónica moralizada (1639), al referir ante un dibujo del sol en el lado inferior derecho de la anteportada de la obra la frase “Sol Justitiae Xpus Deus Noster”. El término tuvo acogida, pues en 1685 Thomas de Ballesteros incluye en el impreso frontal de su Tomo Primero de las Ordenanzas del Perú un poema dedicado al virrey Toledo en que se usa la misma expresión como referencia al cristianismo que el célebre virrey ayudó a consolidar. 80
La præparatio evangelica fue esbozada por Eusebio de Cesarea (siglo IV d.C.) como una forma de justificar la aparición del cristianismo dentro del judaísmo a partir de ciertos elementos de “preparación” que dicha religión habría tenido, frente a otros del helenismo, que también sirvieron, a su manera, para la difusión de los evangelios. Así, la analogía histórica que sirvió en tal argumento providencialista de la iglesia cristiana primitiva, se trasladó a la Edad Media y el Renacimiento para justificar el conocimiento de las culturas clásicas. Garcilaso, sin duda, se sirve del concepto, pero la riqueza significativa del pasaje a él relacionado no se limita a su mera repetición.
104 Y casi al final del siglo, el famoso “Doctor Lunarejo”, Juan de Espinosa Medrano, alude a Cristo numerosas veces como “Sol de Justicia” a lo largo de los sermones reunidos en La Nouena Maravilla (cf. Espinosa Medrano 1695: ff. 10 y 172, por ejemplo). Es posible que en estos tres últimos casos la línea se sumerja en una antiquísma tradición y haya partido de una fuente anterior a los Comentarios. Panofsky (100) señala que uno de los primeros grabados del Sol Iustitiae es el que hace Albrecht Dürer en 1498 (ver Figura 1). Representa la imagen de un hombre con rostro solar sentado sobre un león y con una espada en alto. Según la astrología antigua, la casa del sol era la constelación de Leo, que coincide con el mes de julio en el hemisferio norte, cuando el sol está allí en su cenit luego del solsticio de verano. La imagen de Cristo como “Sol de Justicia” viene de un versículo de Malaquías (4: 2) en el Antiguo Testamento, y de algunos manuales teológicos que la revitalizaron durante el Renacimiento, como el Repertorium morale de Petrus Berchorius, que según Panofsky (id.) Dürer o Durero conoció. Sin embargo, el Sol Iutitiae ya había sido empleado por la Iglesia durante la Edad Media para remplazar el poder del pagano Sol Invictus del Imperio Romano.
Figura 1. Sol Iustitiae, de Albrecht Dürer.
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La imagen del Sol como símbolo del poder divino de los reyes cristianos medievales sobrevivió dentro de la teología política europea y los grabados y tratados del Renacimiento no hicieron sino revitalizarlo. Según Kantorowicz (101), el “Sol de Justicia” fue durante la Edad Media “el título profético de Cristo” (trad. mía). La imagen se proyectó en el espacio andino hasta el siglo XIX, en que se usó como símbolo sincrético de algunas figuras egregias de las nacientes repúblicas, como el mismo Simón Bolívar, según estudia Platt en 1993. De todos modos, no es totalmente descartable que una identificación del “Sol de Justicia” con los valores cristianos y sus representantes europeos provenga en los casos de Calancha, Ballesteros y Espinosa Medrano también de la lectura de la obra de Garcilaso, dado el éxito de los Comentarios como historia canónica sobre los incas y la conquista hasta ya entrado el siglo XIX. Vemos, pues, que hay numerosos antecedentes y referentes de origen europeo para las imágenes utilizadas en la descripción de las edades espirituales del mundo andino. Sin embargo, ¿por qué no preguntarse qué resonancia podía tener tal procedimiento tropológico dentro de un imaginario familiarizado con la tradición incaica? Y más aún, ¿sería posible desarrollar a partir del pasaje en cuestión una lectura cuyos postulados finales difieran de aquel aceptado comúnmente como el único válido en los Comentarios? Para responder a estas inquietudes y entrar a desarrollar nuestra lectura alternativa, empecemos por referirnos a la imagen a la que Ilgen alude en su comparación con el Apocalipsis. Llevada a sus últimas consecuencias, la relación entre el “luzero del alua” equivalente a los incas y el “lucero del alba” equivalente a Jesucristo supone una identificación que lleva como corolario inmediato la idea de presentar a Manco Capac y los incas posteriores como objeto del martirio, pasión y muerte de Jesucristo, lo que en un primer momento obstaculiza la supuesta cristalinidad del pasaje, pues se estaría estableciendo una de las siguientes sucesiones: a) la llegada de los europeos supone un crimen semejante al cometido por fariseos y romanos contra Jesús; b) la llegada de los europeos supone el reino de la vida eterna que Cristo anunciaba; o c) la llegada de los europeos equivale al Apocalipsis mismo, dentro del cual habrá de surgir nuevamente el “lucero del alba” a fin de rescatar a la humanidad conocida (la muerta y la supérstite). En cualquiera de las tres sucesiones se estaría estableciendo el prestigio de la edad de los incas, y sólo en la opción b) (los europeos como la representación del reino de los cielos en la tierra) se estaría siguiendo el valor ascendente de la sucesión inicial tinieblas-lucero-sol, aunque sabemos que una exaltación absoluta e incondicional del orden colonial como ésta es precisamente lo más ajeno a una obra como los Comentarios reales81. Nos quedarían entonces las opciones a) y c), en las cuales la equivalencia entre incas y Cristo supondría un anuncio velado de un orden posterior o una cuarta edad, en la cual la verdadera redención superaría la destrucción realizada por los sujetos de la tercera edad sobre el Cristo-Inca de la segunda edad. Como puede verse, una lectura de este tipo nos llevaría a límites no sólo muy irónicos, sino también válidos dentro de sus propios postulados. Hasta podría buscarse un andamiaje argumentativo que apoyara la interpretación, tal como ocurre con el pasaje sobre la habitabilidad de las cuatro zonas de la tierra, en que subyace la posibilidad de una vida equivalente a la europea dentro de la zona tórrida o en las constantes recriminaciones a los españoles acerca de su poco entendimiento y cuidado en conservar los logros conseguidos por los incas, por medio de distintas actualizaciones de los tópicos del beatus ille... y el ubi sunt? y otros más, que revelan un claro nivel de sub-versión en el texto.
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El “tono dual” del que habla Amador (1984: 190) revela esta distancia y poca incondicionalidad de los Comentarios frente al orden colonial. Sin embargo, no se llega a un estudio del subtexto porque, para Amador, “el Inca sostiene preferencias temáticas netamente occidentales para la realidad social peruana” (id.: 174). Según veremos, las “preferencias temáticas” entendidas como “netamente occidentales” serán sumamente discutibles de acuerdo con nuestra lectura.
106 No vale la pena desarrollar la idea, puesto que estaríamos logrando –aunque el proyecto me parece no sólo viable, sino también provocativo– una lectura totalmente contradictoria de lo que los Comentarios proponen en una primera instancia: la importancia de la evangelización y la aceptación de ciertos elementos y personajes de la cultura europea dentro de su visión trágica de la historia andina82. Por eso, creo no sólo necesaria sino respetuosa del texto dentro de su génesis histórica y cultural una lectura que ofrezca otras alternativas fuera de las exclusivamente europeas y literarias, ofreciéndolas como posibilidades de sentido que den cuenta de una complejidad discursiva mucho mayor que la consuetudinariamente anotada por la crítica garcilasista más frecuente. De esta manera, resulta imprescindible referirse a la triada tinieblas-lucero-sol como elementos que tienen también una correspondencia con el panteón incaico. Así, la multiplicidad significativa de la obra se irá haciendo más evidente, y el discurso en sí, histórico y literario al mismo tiempo, podrá ser mejor entendido dentro del contexto de la búsqueda por expresar –y ejercer en la escritura– una específica subjetividad. Veamos en primer lugar las resonancias que presentan el “luzero del alua” y el “sol de justicia”. En términos astronómicos, y refrescando la memoria, el lucero no es otro que el planeta Venus, cuyas apariciones en el horizonte durante los crepúsculos de la tarde y la mañana le otorgan un carácter dual, cada uno de cuyos aspectos resultan precedentes de la noche y el día, respectivamente. En términos simbólicos dentro del imaginario incaico, el lucero constituía una de las múltiples manifestaciones del dios ordenador andino o uno de sus adjuntos, y su movimiento inconstante y notorio le daba un rango de autonomía mayor que el de cualquiera de las estrellas (quyllur) de la bóveda celeste. Sin embargo, su figura resulta problemática, pues las fuentes primarias que lo mencionan más clara y extensamente (Joan de Santacruz Pachacuti, Waman Puma y el Jesuita Anónimo o Blas Valera, por ejemplo) le asignan distintas funciones y géneros, que considero importante describir para agotar las posibilidades de interpretación que el pasaje de los Comentarios nos ofrece. En el caso de la Relación de antigüedades... de Joan de Santacruz Pachacuti, el lucero aparece en su condición dual dentro del altar del Qurikancha o Templo del Sol atribuido al inca Mayta Qhapaq y que se dibuja en la obra (ver Figura 2). Dicho altar es supuestamente la imagen del dios Wiraqucha Pachayachachiq (“que quiere dezir hazedor del cielo y tierra”, 257), y revela, ciertamente, una identidad polimórfica de la antigua divinidad andina, cuya importancia y evolución como dios oficial incaico no discutiré sino más adelante, aunque resulta obvio su carácter fundamental dentro de las creencias religiosas de la corte cuzqueña83. El primer lucero del altar se encuentra situado inmediatamente debajo de la imagen del sol, sobre el lado derecho del conjunto, y adquiere por ello carácter masculino, como lo tiene supuestamente todo el campo derecho. Su nombre específico es “chasca coyllur achachi ururi”, y se le asigna explícitamente su condición de “luzero de la mañana”. Como contrapartida, en el campo izquierdo o femenino de la imagen, aparece “choqui chinchay o apachi orori”, designado como “luzero de la tarde”. 82
Tal visión puede colegirse del pasaje final de la Segunda Parte de los Comentarios, harto citado, pero siempre necesario para recordar el sentido de la historia como lucidez trágica o anagnórisis que parece primar en la propuesta general del relato garcilasiano. El pasaje explica la razón por la que se coloca la ejecución de Tupaq Amaru I al final de la obra, antecedida narrativamente por hechos cronológicamente posteriores. Se dice que tal orden se dispuso “por contar a lo ultimo de nue∫tra obra y trabaxo lo mas la∫timero de todo lo que en nue∫tra tierra ha pa∫ado y hemos e∫crito, porque en todo ∫ea tragedia” (II, VIII, XIX). 83
Duviols (1993: 54–56) objeta la autenticidad indígena del famoso cuadro dibujado por Pachacuti Yamqui, atribuyendo toda su organización a criterios propios del discurso evangelizador de principios del XVII. Si bien es innegable una intención conciliadora con la doctrina cristiana en el texto de la Relación... , lo que aquí nos interesa son las connotaciones culturales andinas de sólo algunos de los símbolos allí representados y la posibilidad de lectura que tales símbolos ofrecen en los Comentarios fuera del conocido repertorio europeo de la época.
107 Ch'aska se sitúa también dentro del verano o estación seca y Chuki Chinchay aparece ligado al invierno o estación húmeda. Las identificaciones de género, masculino para Ch'aska y femenino para Chuki Chinchay, corresponden, entonces, a los géneros asignados a cada campo y a las imágenes, Inti (sol) y Killa (luna), que los presiden. Por otro lado, tanto Ch'aska como Chuki Chinchay se ubican en el cuadrante superior del Chinchaysuyu, y constituyen su “punto de referencia” (Aliaga: 115) identificatorio.
Figura 2. Representación de Wiraqucha en el altar mayor del Qurikancha, según Joan de Santacruz Pachacuti.
108 Por su lado, el Jesuita Anónimo (identificado por Porras y Francisco A. Loayza como Blas Valera) en su Relación de las costumbres antiguas de los naturales del Pirú propone una versión ligeramente distinta de Ch'aska. Luego de comenzar su descripción de las creencias andinas bajo el común denominador de un dios superior llamado Illa Tecce (“que quiere decir Luz Eterna”, –135), al que “los modernos añadieron otro nombre, ques Viracocha” (id.), señala que
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El sol dijeron [los indígenas] que era hijo del gran Illa Tecce, y que la luz corporal que tenía, era la parte de la divinidad que Illa Tecce le había comunicado, para que rigiese y gobernase los dias, los tiempos, los años y veranos, y a los reyes y reinos y señores y otras cosas. La luna, que era hermana y mujer del sol, y que le había dado Illa Tecce parte de su divinidad, y héchola señora de la mar y de los vientos, de las reinas y princesas, y del parto de las mujeres y reina del cielo.
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A la luna llamaban Coya, ques reyna. A la aurora, que era diosa de las doncellas y de las princesas y autora de las flores del campo, y señora de la madrugada y de los crepúsculos y celajes; y que ella echaba el rocío a la tierra cuando sacudía sus cabellos, y así la llamaban Chasca (136).
Tenemos entonces que Ch'aska, para Valera, es un personaje femenino, identificable con todo el fenómeno del crepúsculo y no sólo con el lucero. Por otro lado, sólo se hace explícita la ubicación de Ch'aska en la madrugada y no en el atardecer (si bien la palabra “crepúsculo” puede resultar ambigua), como instancia intermedia entre la noche y el día, es decir, entre la Luna y el Sol. Su autonomía con respecto a la Luna es mayor que la presentada por Joan de Santacruz Pachacuti para Chuki Chinchay, y su vinculación con el Sol sigue siendo estrecha por el gobierno de éste sobre los veranos, tiempo que comparten Inti y Ch'aska dentro de la representación del altar del Qurikancha por Joan de Santacruz Pachacuti. Cabe anotar, además, que si Ch'aska para Valera “echaba el rocío á la tierra cuando sacudía los cabellos”, debía tener algún elemento portador de fecundidad (el agua, en general, se identifica simbólicamente como un elemento reproductivo y como origen de vida dentro del mundo andino –cf. Uhle: 50), cuyo contacto posterior con el Sol facilitaría la renovación del mundo natural84. De ahí que fuera también “autora de las flores”, que, como se sabe, son el antecedente natural de los frutos. En una sociedad como la incaica, en que la actividad económica y social por excelencia era la agraria, no resulta casual en absoluto que la simbología cósmica y religiosa estuviera relacionada con los ciclos agrícolas cuyo puntual funcionamiento posibilitaba la existencia misma de la sociedad entera.
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Hay una interpolación posible de un pasaje de los Diálogos de amor en relación con el tema: “El ∫emen que la tierra recibe del cielo, es el rocio, y el agua llouediza, el qual, con los rayos solares, y lunares, y de los otros planetas y estrellas fixas, engendra en la tierra y en la mar, todas las especies, è individuos de los cuerpos” (Garcilaso de la Vega 1590: f. 61). Esta cosmogonía generativa, sin embargo, plantea un juego de relaciones en que participan elementos celestiales exclusivamente masculinos y terrestres femeninos, de acuerdo con lo expresado en otras partes del “Diálogo segundo”. Así, el rocío sería el semen masculino y fecundador de la tierra, lo que contrasta con la idea implícita en Valera del rocío como elemento femenino que Ch'aska esparce al sacudir los cabellos. Nuevamente, resulta difícil reducir tajantemente el sistema cosmogónico y religioso de los Comentarios al solo modelo de los Diálogos de amor.
109 Por eso no es necesariamente una coincidencia que en el dibujo de Joan de Santacruz Pachacuti, sobre el campo inferior derecho, aparezcan “los ojos de ymaymana, lo que quiere decir, según el autor, ‘los ojos de todas las cosas’ que representa la Primavera. Precisamente esos ojos representan los puntos (ojos) de germinación de todas las plantas y, si los interpretamos a nivel metafórico, los podemos considerar como los ‘ojos’ de la abundancia o de la reproducción” (Aliaga: 115). Por simple traslación tropológica, los “ojos de ymaymana” y las gotas del rocío o las flores atribuidas a Ch'aska por Valera resultarían de alguna manera equivalentes. Sin embargo, es útil recordar que no se ha llegado a una certeza cabal y definitiva sobre el panteón incaico debido a las versiones contradictorias de los cronistas (incluyendo la de Garcilaso) y a las interpretaciones que a partir de ellas han desarrollado con mayor o menor brillo los estudiosos modernos. Por eso será provechoso considerar una fuente más, con la simple intención de establecer la importancia del lucero como marca de sentido ineludible en un somero examen –como el que venimos haciendo– del imaginario incaico. La fuente a la que aludo es la famosa Nueva Corónica... de Waman Puma, en la que se hace referencia a las “armas propias” de los incas a través de un dibujo heráldico (ver Figura 3) y una breve descripción. En el campo inferior derecho del escudo se presenta una figura con forma de estrella, a la que se denomina, sin embargo, “choqui ylla uillca”. El nombre Chuki Illa no nos es desconocido, pues aparece en numerosos mitos de formación recogidos por los cronistas, quienes suelen asociarlo a la divinidad colla Tunupa, una de cuyas manifestaciones habría sido, precisamente, Chuki Illa o el rayo. Así aparece, además, en el retablo de Joan de Santacruz Pachacuti. Aliaga (115) propone como significado de “choqui ylla uillca” la noción de “resplandeciente como el rayo”, que calza adecuadamente con el brillo de Venus sobre el horizonte. Urioste, en la edición crítica de la Nueva corónica... (1980) propone las alternativas de “el noble del rayo o de oro” (63) y “el noble del amuleto de oro” (1080), sugiriendo que Chuki Illa podría ser el planeta Marte. Szeminski, por su lado, traduce el nombre como “luz cazadora, lucero de la tarde” (1993a: 52). Waman Puma ([1615] 1980: 239), en efecto, diferencia a “Chuqui Ylla” de “Chasca cuyllor”, pues los nombra como hijos diferentes de Killa (la Luna), aunque no queda claro si también del “Ynga”. Por otro lado, historiadores como Urteaga (1931: 148) han señalado el significado de “Chuqui illa” como “literalmente, lanza de luz (chuqui = lanza, illa = luz)”, si bien lo identifican con el rayo y con el tótem familiar de la panaka de Pachakutiq Inka Yupanqi, el gran reformador del estado incaico. No es del caso entrar ahora en una pormenorización sobre los símbolos correspondientes a cada sector político y ritual de la sociedad cuzqueña. Al margen de las discrepancias sobre el significado de “choqui ylla uillca” que presenta Waman Puma (willka, dicho sea de paso, equivale a sagrado o grandioso), lo que interesa subrayar ahora es la identidad establecida por el cronista entre tal nombre (pasible de ser entendido en sus aspectos meramente luminosos, como hemos visto) y la estrella de dieciséis puntas que aparece graficada como símbolo importante, aunque menor, dentro de las armas reales incaicas. Por otro lado, y según sostiene Aliaga siguiendo con la idea de que la estrella del escudo es Venus, los elementos del escudo real incaico de Waman Puma corresponden a los de un calendario en el que el lucero cumplía una función determinante: “aparentemente, a esta estrella la tenían en cuenta para anticipar y precisar la fecha exacta de los solsticios y también la de los meses del año” (Aliaga: 115). Así, la estrella-planeta aparece vinculada a una función anticipatoria del devenir temporal, que es al mismo tiempo el devenir cósmico que regulará los cambios climáticos y agrícolas.
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Figura 3. “Armas propias” de los incas, según Waman Puma. Pero volviendo a lo señalado por Aliaga, Ch'aska o Chuki Illa, según se le quiera llamar, aparece presidiendo un periodo de tránsito, florecimiento y fecundidad, que en términos del día correspondería a la madrugada y en términos del año a la primavera. Su posición en el Chinchaysuyu del dibujo de Pachacuti Yamqui revela al mismo tiempo su pertenencia al conjunto de divinidades del hanaq pacha o “mundo de arriba”, aunque su cercanía con el kay pacha o mundo terrenal permite pensar en un vínculo mayor con la naturaleza a la que preside en su función fecundadora. De ahí que fuera “autora de las flores”, según Valera, y “diosa de las doncellas”. Pero se trate de un personaje perteneciente a la corte del Sol o al séquito de la Luna, su conexión lógica y complementariedad cosmogónica y fertilizante con la figura inmediatamente posterior del Sol tuvo sin duda una significación cultural muy clara dentro del mundo andino y específicamente incaico.
111 Las resonancias de estos símbolos no debían haber pasado necesariamente inadvertidas para un autor como Garcilaso, que se transmutaba en un sujeto de escritura pretendidamente diferenciado de los “escriptores españoles” en los que también se amparaba. Siguiendo con la idea, y retomando la pauta ya advertida por Durand, veamos entonces la importancia del Sol y la complejidad interna que esta figura aporta en sí misma. Será para ello necesario volver sobre otras fuentes y establecer algunas bases que puedan derivar en conclusiones complementarias a las anteriores. El Sol ha sido considerado como la divinidad principal del estado incaico, aceptándose sin mayor examen su preeminencia sobre cualquier otra divinidad y su carácter simbólico fundamental como figura paternal del inca mismo en su función gobernante. Uno de los títulos frecuentes de los incas era, precisamente, el de intip churin o “hijo del sol”, con lo cual se afirmaba su ascendencia divina. Pero en los Comentarios, por otro lado, se coincide con la afirmación de Valera acerca de la importancia del sol como representación material de una fuerza superior e invisible (Illa Tecce en Valera, Pachakamaq, en Garcilaso) que le infunde su propia fuerza y calor y le asigna su función encargada de la vida sobre la tierra, muy a tono con el tópico del “dios ignoto” de Diógenes Laercio. Sin embargo, este carácter subordinado del Sol no impide que aparezca en los Comentarios y otras crónicas (cf. Durand 1990) como la causa inmediata de la labor civilizadora de Mankhu Qhapaq y Mama Uqllu o como elemento cuyo origen se ubica también en el lago Titicaca. Aunque en los Comentarios se afirma cuidadosamente que se trata de una entre otras “fabulas” (sin duda por problemas de censura y de una necesaria distancia para evitar acusaciones suspicaces), el origen solar de los incas y su imperio es uno de los ejes semánticos sobre los que gira la argumentación de la obra acerca de la legítima autoridad de los incas sobre el resto de la población andina85. Como se sabe, la ciudad del Cuzco se encuentra situada a una latitud sur de 13 grados y 30 minutos, en una posición geográfica que resulta pertinente recordar por su importancia para la explicación de ciertos ritos e imágenes religiosas recogidas en los mitos. El 21 de diciembre, día del solsticio de verano en el hemisferio sur, el sol aparece en el horizonte al sureste, en una dirección que coincide con la del lago Titicaca, lugar indicado en los Comentarios (así como en Molina, Cobo, Betanzos, Sarmiento y otros cronistas, aunque con algunas variantes) como un lugar de origen solar o incaico por excelencia. En términos históricos, Urteaga (1931: Caps. 1–5) y más recientemente Zuidema (1989: 193–218) y Lumbreras (99), han establecido la conexión con el imperio Wari-Tiwanaku como antecedente cultural de los incas. Tiwanaku, como se sabe, se desarrolló en la región del Collao, y uno de sus centros urbanos más importantes, aún visible, se encuentra en las cercanías del lago Titicaca, en el actual territorio de Bolivia. En dicho lago, por lo demás, era conocida la existencia del culto al sol, que al parecer los incas renovaron durante su expansión posterior y “civilizadora” bajo el gobierno de Tupaq Yupanqi. El carácter altamente etnocéntrico de los mitos fundacionales incaicos no impide, sin embargo, sino más bien alienta, la posibilidad de que se conozca con mayor detalle que antes el verdadero sentido y características del culto al sol.
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Como señala Choy, al establecerse en los Comentarios un origen no europeo ni semítico de la población andina y de los incas, se refuta cualquier implicación que en ese sentido pudiera derivar. Dice Choy (1985a: 37): “Es importante destacar cómo Garcilaso usa la fábula [de Manco Cápac y Mama Ocllo], en la cual él no creía, con fines revolucionarios. Él demostraba que la idea bíblica del origen del hombre no encajaba en la historia de su patria. Mientras la mayoría de los cronistas trazaba el linaje de los americanos buscándole un entronque en los descendientes de Noé, el Inca aparentaba cometer un error en este punto. No alcanzaba a dar una explicación racional de los orígenes de Manco Cápac; pero al mismo tiempo rehuía vincularlo con Adán”. Esto, añadiríamos, bajo la premisa inicial de que los mundos Viejo y Nuevo forman parte del mismo mundo, y por lo tanto la validez de los fundamentos propios es la misma para cada uno de ellos.
112 Siendo el Cuzco el centro político y administrativo del creciente imperio, era lógico suponer, como señala Demarest (74), que se asumiera una figura divina de identidad nacional como antecedente justificatorio del dominio sobre otras etnías. Sin embargo, “a diferencia de los modelos paganos clásicos de los cronistas, las religiones precolombinas enfatizaban los movimientos y transformaciones de fenómenos astronómicos, no meramente la deificación de específicos modelos celestiales” (Demarest: 72, trad. mía). Así, el carácter divino del sol no consistía realmente en una mera idolatría de un cuerpo celeste perteneciente a la naturaleza, sino en un seguimiento religioso de sus funciones, movimientos y posiciones durante el año, pues era precisamente de ellos que dependían la economía y los ciclos de la vida social de la humanidad conocida. El día del solsticio de verano era, precisamente, el día de la celebración de una de las mayores fiestas oficiales incaicas, el Qhapaq Raymi, que coincidía con el punto de mayor esplendor y quietud del astro en su aparente movimiento hacia el sur, y con el inmediato inicio de su viaje hacia el norte, renovando una vez más el ciclo anual de las estaciones y presidiendo la estación de las lluvias que se dan sobre la sierra andina durante los meses circundantes. En esa fiesta, también eran “ordenados” los jóvenes nobles mediante la ceremonia del warachikuy, a fin de establecer su paso a la vida civil y el inicio de su aprendizaje como futuros administradores del estado86. Ahora bien, es sabido que el sol recibía distintos nombres y hasta era representado como distintas personalidades durante los varios rituales a él dedicados. Zuidema (1976), notando la diferencia entre la fiesta citada del Qhapaq Raymi y la celebrada durante el solsticio de invierno, el Inti Raymi, a partir de las informaciones de Molina, señala que ambas festividades habrían tenido como imágenes no a un mismo sol indiferenciado, sino a dos aspectos solares identificables con distintas instancias de la vida social. Así, si según Molina el Qhapaq Raymi estaba dedicado al Apu Inti o sol mayor, el Inti Raymi lo estaba a Churi Inti o sol menor. El primero resultaba identificable con la divinidad Wiraqucha en una de sus manifestaciones más resplandecientes, mientras que el segundo correspondía a P'unchaw, y su regreso hacia el sur era celebrado como un nuevo nacimiento que permitía esperar su crecimiento y transformación en Apu Inti durante el próximo solsticio de verano. (Un diagrama de tal movimiento transformativo puede verse en la Figura 4). De este modo, el sol no era un solo “Sol”, sino que se desdoblaba según la necesidad de enfatizar el inicio o el fin de determinadas actividades agrícolas87. Demarest (13–15), a partir del examen de Bernabé Cobo, propone también que este sol múltiple adquiría hasta tres representaciones como parte de la gran triada Creador-Sol-Trueno del panteón superior incaico (ver Figura 5).
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En relación con las llamadas sociedades de pensamiento mítico, cuyo común denominador es el procedimiento gnoseológico mediante la analogía, Eliade (1954: 51) dice que “the divisions of time are determined by the rituals that govern the renewal of alimentary reserves; that is, the rituals that guarantee the continuity of the life of the community in its entirety”. 87
Ésta, como señalaba antes, es una elaboración a partir de Molina desarrollada por Zuidema y que no discutiré en detalle aquí. No olvidemos, sin embargo, que Molina señala constantemente que durante los rituales solían sacarse las imágenes del “Hazedor, Sol y Trueno”, pero que también, hacia el final de su Ritos y fábulas de los incas, en la descripción del Qhapaq Raymi, en que se armaba como “caballeros” a los jóvenes nobles, “llegaban [los armados caballeros] al Cuzco, a la plaza llamada Auquispa, a do estaba la figura o estatua del Hacedor, Sol, Luna y Trueno, y el Inca asentado junto a la estatua del Sol; y como iban entrando por su orden, iban haciendo la mocha [adoración] al hacedor y Sol y demás huacas y al Inca...” (75, énfasis agregado). Es decir, la Luna constituía también una divinidad mayor, lo que apoyaría en última instancia la tesis de la medición del tiempo a partir de observaciones no sólo solares, sino también lunares y siderales planteada por Zuidema. Para más detalles puede verse su trabajo (1982) sobre el papel de las Pléyades y la Cruz del Sur en el calendario inca.
113 Cosa semejante se destaca en los Comentarios (I, II, VI, f. 13v), cuando se cita a Valera respecto de la interpretación equivocada de algunos españoles que “imaginaron, y aplicarõ [...] e∫tos mi∫terios [...] como aplicarõ en las hi∫torias del Cozco a la Trinidad las tres e∫tatuas del Sol, que dizen que auia en ∫u templo, y las del trueno y rayo”. A ello hay que añadir que Calancha y Torres ([1653] 1972: Libro I, Cap. II) describen tres representaciones del Sol en el santuario del lago Titicaca: “Estas tres estatuas unidas eran muy parecidas las unas a las otras; nombrábanlas con aquellos tres nombres: Apuynti, que es lo mismo que padre y señor Sol; Churipynti, el hijo del Sol; Intipguauqui, el hermano del Sol”.
Figura 4. División y transformación del sol según los solsticios (Demarest 1981). La idea de representar la tripartición solar incluyendo una imagen que simbolizara el poder de los incas (como en el caso de Inti-Guauqui o “hermano del sol”, que contenía las cenizas de los incas pasados) hace más problemática aún la descripción. Pero el hecho de que los incas se asumieran como “hijos del sol” y que elevaran esta deidad a los niveles de emblema nacional no oscurece la evidencia de que existía un culto a otras entidades. Asimismo, la simplificación trinitaria en la que pudo haber incurrido Cobo (según reconoce el mismo Demarest: 15) no implica necesariamente que las agrupaciones no pudieran ser cuaternarias o de otro tipo. Lo que sí parece ser cierto es que existe la tendencia de éste y otros cronistas a concebir a todos estos elementos e ídolos como representaciones o intermediarios de una entidad invisible y mayor. (Sobre esto me ocuparé con más detalle en la sección 3 de este mismo Capítulo).
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Figura 5. El panteón superior incaico según Bernabé Cobo (Demarest 1981). Ahora bien, y volviendo a los Comentarios, recordemos que el dios cristiano, que había permitido que “dellos mi∫mos [los ∫alvajes] ∫alie∫∫e un luzero del alua”, envió más tarde “la luz de ∫us diuinos rayos a aquellos idolatras”. “E∫∫e mismo Dios, ∫ol de ju∫ticia”, pues, es presentado como el autor real de la llegada del Evangelio, aunque también como agente pasivo del surgimiento de los incas, pues simplemente “permitió” –y no ejecutó– la aparición de éstos. Al ser establecida cierta autonomía de acción en los sujetos de la segunda edad, cabe preguntarse si la lectura del “sol de justicia” no podría ser desarrollada con análoga autonomía. Pues, ¿con cuál de los soles incaicos –Apu Inti, P'unchaw o Inti Wawqi– podría establecerse la identificación? Ya hemos dicho que la palabra “sol” como traducción de una divinidad dentro del panteón incaico no es unívoca, pese a que su naturaleza dentro del texto se presenta como tal. Así, en un contexto de decodificación a partir de referentes culturales andinos, la operación de búsqueda de sentidos se hace sumamente complicada. Y ello debido a que si seguimos con la alegoría temporal, sabremos que la llegada del Evangelio correspondería al tiempo de la mañana luego del alba, es decir, al tiempo presidido por un sol aún joven, que no ha llegado a su mayor esplendor. Podría pensarse, entonces, en la identificación con P'unchaw, más aún si consideramos que la representación incaica de este aspecto solar se daba a través de una imagen netamente figurativa del sol, es decir, a través de un disco redondo de oro, representando un rostro con rayos despidiéndose de él (Cobo 189093: XIII, 5). Esto aportaría la posibilidad de dejar abierta la alternativa de una entidad mayor, el intip inti o sol de soles, es decir, Apu Inti como manifestación equivalente al dios creador, Apu Kun Tiqsi Wiraqucha Pachayachachiq Pachakamaq (según era denominado con sus diversos títulos) para dar coherencia andina y responsabilidad autorial al devenir temporal. Es decir, el dios superior o Wiraqucha-Pachakamaq sería en última instancia la “causa primera” de la “tercera edad”, cuyo agente sería el sol de la mañana.
115 Pese a las décadas transcurridas desde la llegada de Pizarro al Tawantinsuyu, los procesos de evangelización y extirpación de idolatrías tuvieron que ser intensificados a fines del siglo XVI y durante el XVII por la persistencia de las creencias nativas entre la población indígena. Un caso inicial y señero es el del mismo Ataw Wallpa que decidió bautizarse a último minuto antes de su ejecución, lo cual fue interpretado por los españoles como una buena señal de su reciente conversión. Sin embargo, sabemos que dentro de las creencias andinas, la conservación del cuerpo entero luego de la muerte era condición básica para la conservación del alma, y la decisión de Ataw Wallpa bien pudo deberse a una maniobra para evitar la muerte por hoguera que le estaba deparada si no se bautizaba. La pena de Ataw Wallpa, según se recuerda, fue transmutada por la del garrote, más afín, sin duda, a las esperanzas ultraterrenales del gobernante ejecutado88. Éste y otros muchos casos de sincretismo conductual e icónico se siguieron dando en las décadas siguientes, sin que los elementos propios del imaginario andino pudieran ser eliminados totalmente, ni aún en nuestros días, por la imposición cultural de Occidente. Sin embargo, este posible entendimiento del “sol de justicia” como P'unchaw, pese a su validez en el texto, no elimina otras lecturas dentro de la misma tradición andina. Pues, si recordamos también que el sol en general estaba vinculado a la estación seca y masculina (como en el retablo de Joan de Santacruz Pachacuti) y el lucero de algún modo a la primavera (según se desprende del mismo retablo y de Blas Valera), es posible suponer que la sucesión se daría en el orden previsto para las estaciones del año, es decir, el sol constituiría la entidad que preside el solsticio de verano y su identificación sería entonces con Apu Inti. Pero con esta operación interpretativa el caso se torna más problemático aún, pues no debe olvidarse el hecho de que los ciclos estacionales como tales se dan en las alturas andinas, en razón de su misma ecología altiplánica, con una diferencia de tres meses en relación con la costa. Es decir que, en rigor, los meses de diciembre a febrero no son considerados exactamente un verano o época de cosecha, sino una primavera, por darse en ellos los primeros brotes de las siembras y por el hecho de que las lluvias todavía irrigan los cultivos. El verano en sí se dará durante los meses de marzo a mayo (cf. Aliaga: 112), en que las grandes cosechas son realizadas, al final de las cuales se celebraban en tiempos incaicos las fiestas correspondientes, durante el mes de Aymoray (cf. Morales: 33–34). Luego de repartida la cosecha, la tierra se “cerraba” para descansar hasta el inicio de nuevo periodo agrícola, con las siembras de agosto y setiembre (cf. Zuidema 1982: 204–211). Así, una lectura apoyada solamente en los ciclos estacionales no funcionaría dentro de la realidad andina con la misma coherencia que una lectura basada en la sucesión del día. Sin embargo, permite también concebir la sucesión de las edades espirituales en una linealidad que llevaría inevitablemente a una “cuarta edad” de maduración verdadera en la cual la “tercera edad” (la invasión europea, el Sol mayor, la época de lluvias) sería asimilada y superada. Esta cuarta edad o verano en términos andinos traería la abundancia y el reposo que el tiempo de las lluvias habría contribuido a forjar. Por eso, no creo excesivo afirmar que la metáfora del “sol de justicia” se ofrece como un indicio textual que, engarzado con el de “luzero del alua”, puede arrojar sentidos coherentes con otras instancias de los Comentarios, considerando su significación dentro del imaginario incaico. Pese a que, en realidad, la imagen alude no al sol astronómico sino al dios cristiano cuyo carácter justiciero constituye el sentido explícito del texto, de algún modo queda latente la idea de un sol instrumental que constituiría sólo una manifestación de una entidad creadora mayor. De hecho, según Berchorius [1489], el “sol de justicia” era Dios hijo, es decir, Cristo, juzgando a la humanidad en el día del Juicio Final (cf. Panofsky: 100 y Kantorowicz: 101).
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Pedro Pizarro (63) cuenta que Ataw Wallpa explicó a sus súbditos su aceptación del bautismo cristiano diciendo que “auía hecho entender a sus mugeres e yndios que si no le quemauan el cuerpo, que aunque le matasen auía de uolver a ellos, que el sol, su padre, le rreçusçitaría”.
116 Pero considerando, al mismo tiempo, la lectura potencial desde los referentes andinos, podríamos conceder por un momento que el “sol de justicia” es una entidad mayor que utiliza a otro personaje como instrumento de su poder. Y en este sentido, “la luz de sus divinos rayos” que serían los conquistadores y evangelizadores y la palabra misma que aportan, encajarían con la imagen del illapa andino reconocida en los mismos Comentarios como elemento identificatorio de los europeos89. Asimismo, Tonapa o Tunupa, identificado generalmente con el rayo, aparece como criado del “Hazedor” en la Relación... de Joan de Santacruz Pachacuti (cf. Lafone: 346). De esta manera, como otra de las instancias inmediatas, nos queda examinar el carácter de la “primera edad” y su imagen de “e∫curí∫∫imas tinieblas”. No deja de ser útil para ello hacer alusión al discutido “diluvio” que muchos cronistas incluyen en sus versiones de los mitos andinos90. Imposición del tópico bíblico o no, la edad anterior a la humanidad conocida aparece arrasada por el “unu pachacuti” (Sarmiento: Cap. 6) o destrucción del mundo por agua, y luego de él es que alguna divinidad (Wiraqucha en la mayoría de los casos) establece el orden y vuelve a crear a los seres humanos (cf. también Pease 1973: Cap. 1). Las variantes del mito son múltiples, y resulta oneroso desarrollarlas ahora. Sin embargo, este periodo primigenio tiene relación con una sucesión de divinidades que Zuidema (1989: 230–232) resume en una serie de edades andinas, presididas por los dioses Wiraqucha, Tunupa, e Inti (dios-creador, dios-trueno y dios-sol) a los cuales seguiría nuevamente el Caos que significa la destrucción del orden incaico (identificable con el dios-sol) por la guerra civil entre Waskhar y Ataw Wallpa y la llegada de los españoles. Las “e∫curí∫∫imas tinieblas” de los Comentarios, por otro lado, encajan muy bien con la ausencia de la “luz natural” que los incas habrían aportado sobre los “salvajes”. Dado el carácter indiferenciado de los elementos existentes bajo una completa oscuridad material, es evidente que la oscuridad moral a la que el texto alude coincide con las versiones sobre cierto tipo de bárbaros al uso en la historiografía de la época. Pero ello no implica que la imagen no tuviera alguna resonancia coherente con la concepción andina del devenir cósmico desde el punto de vista incaico, tan cargadamente etnocéntrico y autojustificatorio, que se pretende representar. Es posible colegir que si se establece una identificación entre incas y “luzero del alua”, y por extensión con el tiempo de la madrugada, la identificación entre el salvajismo anterior y la noche (“escuríssimas tinieblas”) también sea válida. Por eso, si la palabra que designa a la noche en quechua es tuta, nada más sintomático para la comparación establecida que la palabra que designa a la madrugada sea tutamanta. Su significado literal y etimológico es “lo que proviene de la noche” o “desde la noche”. Los incas, al ser identificados con el tiempo de la madrugada, no podían ser sino la consecuencia natural y necesaria de un supuesto estado de barbarie anterior.
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Sabemos que illapa era la denominación del dios-trueno o dios-rayo, y que fue aplicado a los conquistadores como extensión metonímica del ruido, luminosidad y poder devastador del arcabuz. A partir de esta instancia, el proceso de sincretismo religioso estudiado por Gisbert y Mujica en la pintura andina colonial, da claras muestras de la continuidad del culto –o la evocación– de illapa en las representaciones del santo Gonzalo (patrón de las armas invasoras) o de los ángeles virreinales, portadores de arcabuces o rayos torcidos en sus manos. Otra muestra sincrética se puede ver en la imagen de la Virgen de la Candelaria, que porta una vara quebrada (a manera de rayo) en la misma Catedral del Cuzco. 90
Así ocurre, por ejemplo, en Cieza (El Señorío de los Incas, Cap. 3), Molina, “el Cuzqueño” (Ritos y fábulas delos incas, Cap. 1), Acosta (Historia natural y moral de las Indias, Libro VI, Cap. XIX), Anello Oliva (Historia del Reyno y provincias del Perú, Libro I, Cap. II), Betanzos (Suma y narración de los incas, Cap. 1), Gómara (Hispania Victrix. Historia general de las Indias, Cap. CXXII), Sarmiento de Gamboa (Historia Índica, Cap. 6), y el mismo Garcilaso (Comentarios I, III, XXV).
117 Éste quedaría cualitativamente disminuido frente al tiempo de los incas por el simple hecho de precederlo91. Sin embargo, lejos estaríamos de explotar algunos de los sentidos del pasaje si no volviéramos a la idea del Caos como etapa que sucede al ciclo presidido por el dios-sol. Resumiendo las ideas de Zuidema sobre la sucesión de los dioses andinos y su relación con las dinastías cuzqueñas, podemos establecer que la relación entre Venus y el Sol es una relación efectiva en términos simbólicos e históricos. Citaré en extenso, para evitar dudas y posteriores repeticiones. Zuidema establece, a partir de un cotejo de mitos incaicos y de la región de San Damián, que son discernibles las siguientes edades desde una perspectiva andina interna:
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[...] primero, Viracocha, el dios-creador; segundo, el dios-trueno; tercero, el dios-sol y finalmente el Caos, como expresión de tiempos primordiales y del presente. Viracocha puede ser caracterizado como un hombre viejo que viaja a través del país ya sea creando, es decir, haciendo salir a las gentes de las cuevas, o destruyendo mediante diluvios. Pertenece a un tiempo anterior a la organización socio-política de los hombres. Está relacionado con la noche; en términos de espacio pertenece al afuera, a las áreas inhabitadas. El dios-trueno, como dios de los fenómenos atmosféricos, es el dios de la guerra, de la conquista y de la defensa de las fronteras urbanas. Se relaciona con el principio (siembra) y con el final (cosecha) de la estación agrícola y con los límites temporales de las estaciones húmeda y seca. Pertenece a los tiempos de madrugar y anochecer, cuando Venus es el cuerpo celeste más importante, y cuando el sol nace y se pone. En términos de espacio, define las fronteras de las unidades políticas. El diossol es la divinidad que gobierna el día. En términos de espacio pertenece al centro [...].
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En el Cusco, la primera fase de la historia inca tiene que ver con la creación del mundo y de los ancestros incas, hasta la conquista del Cusco por Manco Capac, el ancestro de dos dinastías incas. La segunda fase discute la historia de los diez reyes incas y de sus conquistas. La tercera fase concierne al ritual de la fundación de la nueva capital Tumibamba, cerca de la frontera Perú-Ecuador, por el décimoprimer rey Huayna Capac. Finalmente la última fase concierne a la muerte de Huayna Capac en Tumibamba, cuando él ya sabía de la llegada de los españoles, la división del imperio entre sus hijos, su guerra civil y finalmente la destrucción del imperio inca por los conquistadores (1989: 230–231).
En tal relación de continuidad y circularidad, los españoles cumplen básicamente un papel posterior y destructivo, que, sin embargo, dentro de la descripción de las edades en los Comentarios, es simulada por la exaltación que se hace del Evangelio como etapa superior a las anteriores.
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Se ha visto también en esta presentación del salvajismo anterior a la civilización la presencia de la literatura de los anticuarios venecianos a partir de su negación de la Edad de Oro como etapa previa a la creación del Estado (cf. Asensio 1954). También son visibles las ideas del filósofo francés Jean Bodin (nombrado por el mismo Garcilaso), quien en su Methodus ad facilem historiarum cognitionem (1566) dedica un capítulo (“Refutación a los que admiten las cuatro monarquías y la Edad de oro”) especialmente a contradecir la existencia de una Edad de Oro, proponiendo que los hombres fueron gradualmente traídos a la vida humana desde un periodo de salvajismo y desorden generalizados. El tópico se remonta a la Retórica de Cicerón, cuyo “Proemio” se encarga las Casas ([1552] 1976: 13–14) de citar largamente, y constituía una lectura frecuente entre los letrados de la época. Pero estas referencias entre varias tautológicas posibles, resultan sólo complementarias de la que aquí interesa como viable en función de los referentes andinos de la obra. Ver nuestro Cap. 5 sobre “Problemas con la primera edad”.
118 Pero aunque el texto de los Comentarios no lo dice, sabemos también que los incas, al ser el “luzero del alua”, tenían una especial relación con el llamado dios-trueno o Illapa, nombre de la antigua divinidad colla Tunupa. El panorama es complejo, pues este dios resulta identificable de alguna manera con el mismo Wiraqucha, que aparece en muchas representaciones con una honda en la mano y rostro felino del que asoman lágrimas, es decir, aparece como responsable de las lluvias, granizos y tormentas (cf. Demarest: cap. final). Al mismo tiempo, historiadores como Pease (1972) sostienen que el culto a Wiraqucha fue “solarizado” a partir del gobierno de Pachakutiq Inka Yupanqi. No desarrollaré una discusión que compete a otras disciplinas, pero sí me serviré de algunos de sus argumentos en la medida en que la lectura de nuestro texto lo requiera. Así, si la llegada del Evangelio es la presencia del “sol de justicia” en tierras andinas, la sucesión de dioses ensayada por Zuidema encajaría relativamente con la sucesión de imágenes de la naturaleza establecida en los Comentarios como representación de los periodos espirituales. Si Wayna Qhapaq (el duodécimo inca según los Comentarios) estableció el culto al sol como religión oficial del estado, de acuerdo con el planteamiento de Zuidema, la fusión entre la sabiduría de este inca y la gracia divina que aportó la llegada de los primeros españoles quedaría de alguna manera implícita. Pero recordemos que estamos hablando aquí de los primeros españoles, y nuestra obra data de un momento bastante tardío (1609) en relación con ese suceso histórico. Harto conocidas son las críticas que aparecen en los Comentarios de la figura del Virrey Toledo (cf. I, VII, XVII, por ejemplo), no sólo por su decisión de eliminar al último inca, Tupaq Amaru I en 1572, sino posiblemente por su política de reducciones indígenas en centros urbanos para su mejor control tributario y de servicios. Araníbar (1991: 857–858) propone que, en consonancia con algunos sectores de la orden jesuita, en los Comentarios la actitud hacia Toledo pudo haber derivado de una oposición a tal sistema organizativo de la sociedad colonial92. De este modo, y dado el carácter paradigmático de algunos conquistadores en los Comentarios, en contraste con el carácter tortuoso de algunos administradores coloniales, ¿no representarían los conquistadores iniciales y los sacerdotes la llegada del “sol” y los oficiales de la administración el Caos consiguiente? La pregunta calza bien con una manera de leer los Comentarios ya adelantada en parte por Valcárcel en 1939 y Brading en 1986. Al parecer, la simpatía por un sistema de colonización principalmente eclesiástica, por el respeto a la sucesión incaica y por los derechos de los conquistadores en cuanto a sus riquezas y poderes políticos es un tema que aparece velado pero que sirve para explicar algunos pasajes de los Comentarios en el sentido de una re-facción histórica como la que venimos señalando. Tal re-facción implicaría el favorecimiento de la posibilidad de desarrollo y articulación social del sector de los mestizos, en una gran mayoría hijos de madres indígenas y padres españoles. Así, Ch'aska (asumida como femenina –o, en todo caso, feminizada– e indígena) y el “sol” (asumido como masculino y español) quedarían armonizados en el texto como imagen ideal y primigenia de la propuesta general de la obra. Y esto se condice con el dualismo hanan (arriba)/urin (abajo), identificables simbólicamente como elementos masculino y femenino, respectivamente, y como unidades temporales sucesivas, al aplicarse el término hanan a los grupos más nuevos frente a los urin, ya instalados en menor altitud (más cerca de un valle o un río, por ejemplo) dentro de determinado espacio agrario, según ocurre inclusive en nuestros días en numerosas comunidades andinas.
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Autores indígenas como Waman Puma ([1615] 1980: 655), fuertemente críticos de la administración colonial, no dudan en tipificar a los españoles como animales que se alimentan de los andinos, con lo cual inauguran una vuelta a la “primera edad de oscuridad y anticultura” (Classen: 124, trad. mía).
119 Resumamos, entonces. Tenemos, por un lado, que el “sol de justicia” equivaldría a la entidad superior que envía “la luz de sus divinos rayos” (evangelizadores y conquistadores iniciales) para mejorar la vida de los pueblos indígenas, hasta entonces sólo iluminados por el “luzero del alua” (los incas). Sin embargo, se puede considerar también la posibilidad de identificar al “sol de justicia” con P'unchaw y no con Apu Inti o sol mayor. En este caso, el periodo de verano, esplendor o cosecha que simbólicamente representaría Apu Inti quedaría diferido para un tiempo ignoto, que se ve remplazado por la sucesión de lluvias y elementos generativos que P'unchaw anuncia, aunque no preside. Añadido a las virtudes reproductivas contenidas también en la figura de Ch'aska, el punto cronológico y espiritual del encuentro español e incaico se convertiría entonces en la imagen primordial y superior de la alegoría. Al mismo tiempo, y considerando al Caos como posibilidad final de la sucesión lucero-sol, quedaría sugerida la idea de una renovación de los ciclos cósmicos a partir de la superación del Caos colonial (cuarta edad) en una latente y no nombrada “quinta edad”93. Una idea incipiente del “progreso” tal como sería desarrollada bajo la Ilustración mucho tiempo después resulta, en este sentido, un elemento a tener en cuenta, como señala Araníbar (1991: 827). La apuesta por esta última alternativa (aunque se trate de un proceso derivado de una vuelta cósmica del caos originario) no aparece en el texto, pero sí en el subtexto, y de ahí que sea importante subrayarla también como posibilidad de lectura. Por otro lado, conviene tener cuidado al situar esta interpretación de los Comentarios en un marco teórico que se define principalmente por los estudios de la antropología cultural con respecto al pensamiento mítico y el papel del Caos dentro de él. La tentación de aludir a la llamada “Teoría de Caos” por parte de algún crítico contemporáneo debe ser contemplada como parte de la tendencia nada rara por universalizar marcos interpretativos más recientes. La “Teoría de Caos”, como se sabe, ha servido enormemente para el análisis de problemas culturales contemporáneos y para definir las recurrencias dentro del desorden y la desarticulación de los paradigmas de la Modernidad. Pero trasladar su aparato conceptual a contextos como el del Inca Garcilaso, que obedecen a otras circunstancias culturales, resultaría no sólo anacrónico, sino carente de perspectiva antropológica y filológica.
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No olvidemos que esta conceptualización de la administración colonial como caos se da dosificada pero continuamente en el lamento por el orden perdido. Al hablarse, por ejemplo, sobre los distintivos de plumas que los indios llevaban como señal de identidad étnica y geográfica en tiempos de los incas, se dice: “Por e∫tas diui∫as y otras ∫emejantes, que en tiempo de los Incas trayan en las cabeças, era cono∫cido cada Yndio de que prouincia y nacion era. En mi tiempo también andauan todos con ∫us diuiças, aora me dizen, que ya està todo confundido” (I, VIII, IV, f. 201). Después de todo, ya desde los Diálogos de amor (f. 56v) se dice que “Caos [...] en Griego quiere dezir confusion”. Esta imagen del caos colonial prevalece también en Waman Puma, quien se refiere al gobierno de Toledo en estos términos: “Cómo don Francisco de Toledo dio orden de proueer corregidor de prouincias en gran daño de los yndios deste rreyno, cómo se a de perder la tierra por ellos. A causado gran daño y pleytos y perdiciones de los yndios. Y cómo se perderá la tierra y quedará solitario y despoblado todo el rreyno y quedará muy pobre el rrey. Por causa del dicho corregidor, padre, comendero y demás españoles que rroban a los yndios sus haziendas y tierras y casas y sementeras y pastos y sus mugeres y hijas, por ací casadas o donzellas, todos paren ya mestizos y cholos. Ay clérigo que tiene uey[n]te hijos y no ay remedio” (1980: 413–414). Las descripciones de este tipo se repiten a lo largo de la obra.
120 Sin negar, entonces, las evidentes vinculaciones de la obra con la tradición europea de la que bebió y se empapó el autor, una interpretación de este tipo puede llenar los vacíos y complementar las propuestas que, al aplicar únicamente las influencias textuales de la época, no permiten dar cuenta de la especificidad discursiva mediante la que se configuran los Comentarios. Para apoyar esta idea, vayamos, pues, a nuestro siguiente apartado. 2. Tiempo y espacio como categorías semánticas. Godenzzi (1991) estudia la interdependencia entre categorías de pensamiento y categorías verbales dentro de las principales lenguas andinas, el quechua y el aymara. Contamos con una larga tradición de estudios dentro de esta perspectiva, como los de Benjamin Whorf para la lengua Hopi y los de Eugenio Coseriu en un nivel más teórico, que permiten sustentar la hipótesis de tal interdependencia con un alto nivel de verificabilidad. Entre los aportes del estudio citado de Godenzzi, está el de la comprobación del empleo en quechua y aymara de metáforas espaciales en relación con el tiempo. Tal procedimiento expresivo es común a muchas lenguas, aunque, según veremos, en el caso de las principales lenguas andinas existe una distinción notable en relación con las lenguas indoeuropeas. Comencemos por recordar que en castellano es común referirse al tiempo futuro en términos de aquello que tenemos por delante, es decir, aquello que falta recorrer, bajo el supuesto de una linealidad progresiva e irreversible. Sin embargo, aún antes de la generalización del proceso de secularización del mundo occidental, la misma idea de un tiempo que nace y se encamina hacia adelante se puede encontrar en premisas religiosas: “El pensamiento occidental procede de una concepción lineal del tiempo: el mundo nace de una génesis y se encamina hacia un juicio final” (Harris y Bouysse-Cassagne: 224). Por otro lado, al hablarse del pasado se suele acudir a la representación de un espacio trasero o que se deja atrás durante el tránsito del sujeto humano hacia el futuro. Resumiendo, entonces, podemos decir que en español es común referirse al tiempo como un devenir lineal, en que pasado, presente y futuro se suceden representados como un atrás, un aquí y un delante, respectivamente, ante los que la posición del sujeto humano es la de encaminarse hacia ese futuro que se tiene frente a los ojos. El futuro resulta, entonces, objeto que se nos presenta en un espacio aún no recorrido, pero siempre delantero94. Sin embargo, las representaciones espaciales del tiempo en el quechua proceden de manera diversa. Como comprueba Godenzzi (1991: 7–10), la expresión en quechua de una frase directamente alusiva al pasado requiere del adverbio ñawpa, que significa literalmente “delante”. Ya Domingo de Santo Tomás [1560] registra tal acepción, lo mismo que González Holguín [1608], pero hacen coincidir también, conscientes del uso temporal que se le daba al adverbio de lugar, la dimensión explícitamente temporal a la que se refiere el adverbio cuando se usa en situaciones con verbos en pasado.
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Es bueno aclarar, sin embargo, una posible ambigüedad. También es común hablar de algo que sucederá después de un hecho determinado como de algo “posterior”. Asimismo, lo temporalmente precedente a un hecho es llamado algo “anterior”. Los términos “posterior” y “anterior” están indudablemente ligados a las nociones de futuro y pasado, respectivamente, lo cual contradiría nuestra propuesta de una representación espacial “delantera” para el futuro y “trasera” para el pasado. Sin embargo, la ambigüedad se aclara si se considera quién es el sujeto del devenir, pues cuando algo es “posterior” a uno, se debe a que uno se encuentra “delante” de ese algo en movimiento, y por lo tanto uno es el futuro (delantero) de ese algo. De igual modo, cuando algo “anterior” se da, precisamente, “antes”, es porque nos precede, con lo cual el sujeto enunciante se asume implícitamente como pasado de ese algo. La concepción lineal del tiempo y sus representaciones espaciales se siguen conservando a pesar de la paradoja.
121 Así, Santo Tomás registra en su Vocabulario, entre otros nueve términos derivados de la misma raíz, “ñaupa: primero; ñaupa: delante generalmente”. González Holguín ofrece una lista más larga, que se extiende a veintiocho derivados. Entre ellos aparecen: “Ñaupa ñaupa pacha: Antiguamente en tiempos passados; Ñaupa machuycuna apusquicuna: Mis antepasados; Ñaupac: Primero en orden; Ñaupa qqueypi: Enfrente de mi, delante de mi en mi presencia”. Más recientemente, y en relación con el modelo del cuerpo humano del que derivaría la estructura cosmogónica incaica, Classen (1993: 13) propone que las oposiciones de tiempo (pasado/futuro) tienen relación con una de las oposiciones típicas (delante/detrás) del modelo dual corporal incaico. Aun en quechua actual se construye una oración alusiva al tiempo pasado en términos semejantes, como “Ñawpa timpuypiqa kimsa miryu t’anta karan, (Antes, en mi tiempo, el pan era tres por medio)” (Godenzzi 1991: 8) o Ñawpa kawsaypi k'ikllukuna sumaq llunp'a (En mi vida antigua las calles eran muy limpias). Pero una traducción literal de ñawpa timpuy y ñawpa kawsay , sería “mi tiempo de delante” y “mi vida de delante”, respectivamente. Se asume que el espacio delantero en relación a la sucesión temporal expresa eficientemente la noción de “pasado”. Del mismo modo, el futuro requiere del adverbio qhipa, que significa literalmente “detrás”. Así, una oración como “Ama kunan asiychu, qhipa p’unchaymantaq waqawaq (No te rías hoy, mañana podrías llorar)” (Godenzzi: id.), contiene el elemento qhipa p’unchay, literalmente “los días de atrás”. Por otro lado, la lengua aymara también emplea las mismas estructuras, mediante el homónimo qhipa y el adverbio nayra, equivalente a ñawpa. Un esquema simplificado de las representaciones espaciales del tiempo en quechua sería:
quechua: ñawpa (delante)
ñuqa
qhipa (detrás)
(yo) PASADO
FUTURO PRESENTE
castellano: detrás
delante
Por otro lado, “es interesante comprobar que el término aymara nayra significa también ‘ojos’, reforzando así la idea de que el pasado (nayra pacha) está ‘delante de mis ojos’” (Godenzzi 1991: 9). Así, la lógica del quechua como del aymara obedece al criterio de que lo que no conocemos (el futuro) no se puede ver, mientras que aquello que ya sabemos porque ha ocurrido (el pasado) se presenta delante del sujeto humano, de alguna manera actualizado “frente a la vista”. Por eso resulta lógica en sus propios términos la concepción andina del tiempo, compuesta de ciclos divididos por grandes cambios (kuti) en una determinada composición espacio-temporal (pacha) del universo. El pasado puede presentarse “adelante” en la medida en que su vuelta sobre el presente es potencialmente más probable según la circularidad de los ciclos cósmicos.
122 De esta manera, y en relación con el pasaje sobre las edades espirituales de los Comentarios, sería posible ejercer una lectura en la cual el pasado andino (el Caos), presentado implícitamente como el elemento trasero de la sucesión, adquiriera alguna forma de equivalencia con el futuro en proceso de imponerse (la Colonia), ya que ésta ocuparía el lugar “delantero” o final de la sucesión. Es cierto que el presente temporal de la voz enunciante principal es ya ese futuro de los incas, pero es cierto también que durante los capítulos que nos conciernen, el presente narrativo es el incario, que de alguna manera se eterniza al aparecer como la única imagen estable de una sucesión temporal cuyas representaciones espaciales resultarían intercambiables si se atiende a la lógica del quechua. Para aclarar el concepto, acudamos al siguiente diagrama:
? Noche!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!Lucero!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!Sol
Behetría!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!Orden!!!!!!!!!!!!!!!!!!! Confusión (Caos pre incaico)!!!!!!!!!!(Cosmos!!!!!!!!!!!!!!!!!!!(Caos !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!incaico)!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!colonial)
ÑAWPA!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!KUNAN QHIPA (pasado)!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!(presente)!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!(futuro) (delante)!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!(detrás)
= relación de equivalencia EL FUTURO (COLONIAL) SE ASEMEJA AL PASADO !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!(PREINCAICO)
Noche
123 La lectura cíclica anterior, resumida en el diagrama ofrecido, no excluye, por cierto, la lectura lineal que ha sido tradicionalmente concebida como la única posible. Pero al menos, ofrece una significación camuflada de la organización política colonial que en algunos otros pasajes de la obra se hará más evidente. El “sol de justicia” bien sirve para la alabanza del Evangelio, alabanza que ciertamente resulta, como imagen, compartida por el neoplatonismo y el célebre esquema de la pirámide ascendente cuya cúspide representa el amor divino. En este sentido, se rescata aquello que pareció haber sido, según los Comentarios, el mejor aporte de la empresa colonizadora, es decir, el mensaje evangélico, más que la organización colonial, según se expresa en un pasaje de la Primera Parte, Libro VII, Cap. XVI, acerca de la predicación pacífica que se pudo haber llevado a cabo y no se hizo por falta de disposición de muchos seglares y autoridades. ¿Cabría, entonces, para las categorías de tiempo y espacio presentadas en los Comentarios una interpretación puramente lineal y progresiva? Esperamos haber demostrado que no, como esperamos que los apartados anteriores sirvan para sustentar una lectura final que sirva para dar cuenta de las oscilaciones del sujeto de escritura dentro de un imaginario en el que las filiaciones netamente literarias y textuales serían insuficientes para explicarlo en toda su complejidad discursiva. Para desarrollar la misma idea, veamos el caso de la teología incaica de los Comentarios y su posible compatibilidad con un aspecto del imaginario cuzqueño. 3. Por qué Pachakamaq y no Wiraqucha: etimologías e historia. Aceptando que el tópico de la præaparatio evangelica encubre eficientemente una significación problemática de la concepción temporal como la explicada anteriormente en los Comentarios, será útil continuar con la lectura del subtexto pasando revista a algunos aspectos de la religión incaica. Como es sabido, y siguiendo con el desarrollo del tópico iniciado por Eusebio de Cesarea, se propone en el Capítulo II del Libro II de la Primera Parte de los Comentarios que “ra∫trearon los Yncas al verdadero Dios nue∫tro Señor”. De este modo, se refuerza la idea de una civilización benévola cuya única carencia habría sido la revelación de la palabra divina mediante el conocimiento de los evangelios. Los incas, entonces, habrían estado mucho mejor “preparados” que otros pueblos fuera de su dominio para la comprensión e interiorización de la doctrina cristiana. Por otro lado, la fe y entrega a sus propias creencias los hacía moralmente superiores y más consecuentes con su religión de lo que en cierta medida podían serlo muchos de los mismos europeos. Y en comparación con las culturas antiguas del Viejo Mundo, se dice
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En la qual idolatria, y en la que antes dellos huuo, ∫on mucho de e∫timar aquellos Indios, a∫∫í los de la ∫egunda edad, como los de la primera, que en tãta diuer∫idad y tanta burleria de dio∫es como tuvieron, no adorarõ los deleytes, ni los vicios, como los de la antigua Ge˜tilidad del mundo viejo, que adorauan a los que ellos confe∫∫auan por adulteros, homicidas, borrachos, y sobre todo al Priapo, cõ ∫er gente que pre∫umía tanto de ∫us letras y ∫aber: y e∫totra tan agena de toda buena en∫eñança (I, II, V, f. 31).
Este entendimiento acerca de la grandeza espiritual de los incas corresponde a una de las lecturas posibles que la obra ofrece, y sin duda ha sido hasta ahora el más aceptado. El mismo nombre del dios creador, asumido como “Pachacamac” (o Pachakamaq en ortografía moderna), refleja muy bien sus cualidades inherentes: Pacha (“mundo universo”), -kama (“animar”), -q (“el que” o agentivo). De este modo, la significación misma del nombre (“el que da anima al mundo vniver∫o” o “el que haze con el vniver∫o lo que el anima con el cuerpo”, f26v) encajaría con las características del dios creador cristiano. En algunos léxicos de la época, incluso (cf., por ejemplo, González Holguín: 270) se registra “Pacha camak” como “Dios criador”. El vocablo pacha, sin embargo, encierra muchas más significaciones, según veremos adelante.
124 Por otro lado, el “Viracocha” (o Wiraqucha) de otros cronistas, ha sido ampliamente explicado en su sentido moderno de wira o “sebo, grasa” y -qucha o “mar, lago, charco”. Así, el nombre podría ser entendido como “mar de sebo” o “lago de grasa”, si se atiende a su significado literal. En los propios Comentarios se declara que el nombre significaba “mar de ∫ebo” (I, V, XXI), corrigiéndose versiones que interpretaban “gro∫ura de la mar”. Se añade en el mismo capítulo que “con∫ta claro no ∫er nõbre cõpue∫to, ∫ino proprio, de aquella fanta∫ma, que dixo llamar∫e Viracocha, y que era hijo del Sol” (f. 120). El “fantasma” (o “la fantasma”, siguiendo el género de la época) era la visión aparecida al príncipe que sería llamado “Viracocha Inca”, vencedor de los chancas en los Comentarios. Sin embargo, con relación a un dios hacedor “Viracocha” (o “Huiracocha”, por el valor vocálico de la “v” renacentista) como el que presentan casi todas las otras crónicas, se dice en los Comentarios que “Tici Viracocha [...] yo no ∫e que ∫ignifique. Ni ellos [los E∫pañoles] tampoco” (I, II, II). Cabe hacerse, por ello, algunas preguntas al respecto para evitar caer en una explicación acerca de la preferencia por un nombre (Pachakamaq) frente al otro sólo en función de su estética inherente95. De ahí que sea necesario detenerse en el examen de algunas de las etimologías más importantes practicadas hasta ahora. Urbano (1981), por ejemplo, ha rastreado la posible procedencia aymara del nombre, dejando entrever en el vocablo la posibilidad de un título descriptivo en función de la ruta de descenso (vira) que el dios emprende hacia la costa y de las vestiduras humildes o andrajosas (cocha) que se le atribuyen. En efecto, Bertonio registra en su Vocabulario de la Lengua Aymara [1612] los términos “Kochallo: Handrajoso, roto” (56) y “Vira, vel Huaa huaa: El suelo, o cualquier cosa que va cuesta abajo” (388). Rostworowski (1983: 36) comenta que “estas traducciones están muy de acuerdo, no sólo con el recorrido de Viracocha que del Altiplano bajó a las quebradas y luego a la costa, sino con el aspecto y costumbre común a los dioses de la mitología andina de recorrer pueblos y regiones vestidos de andrajos”. Torero (1990: 248–249), por su lado, se remonta a un origen muy anterior. Propone el lingüista peruano que el vocablo Wiraqucha proviene de una antiquísima raíz del grupo lingüístico pano, en la actual amazonía peruana. La raíz wira sería una metátesis del vocablo pano wari, que significa “sol”. El área central de los Andes, ganada por el proto-quechua a principios de nuestra era, habría adoptado el nombre y la divinidad y posteriormente ejercido la metátesis. Así, el dios Wari o Huari, todavía presente hoy como referencia en el imaginario de los Andes centrales, habría sido más tarde “llevado quizá por los pastores de la puna” (Torero: id.) hacia la meseta del Collao, donde fue adoptado por las culturas altiplánicas y dio nombre al famoso lago Titicaca, que originalmente habría sido el lago Wiraqucha, el Lago de Wira o Lago del Sol.
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Para complementar la explicación propuesta por Zamora (1988: 114) acerca de la preferencia en Garcilaso por Pachakamaq en vez de Wiraqucha, creo que hace falta cubrir los aspectos que apelan a una tradición no europea para explicar tal preferencia. Zamora plantea que, de acuerdo con las conocidas ideas de Foucault sobre el Renacimiento, la unidad de los signos con el mundo referencial era una condición básica para la adquisición de una autoridad discursiva. En ese sentido, la arbitrariedad del signo desarrollada por la lingüística contemporánea a partir de las ideas de Saussure no existía dentro de la concepción y el sistema de conocimiento del XVI y XVII europeos. Pachakamaq, entonces, representaría mejor que Wiraqucha la majestad de su referente, y tal habría sido el criterio de su elección en los Comentarios. Sin embargo, al margen de que se hubiera podido escoger también otro nombre como Pachayachachiq o “instructor del mundo”, o Tiqsi, ya referido, con lo que la superioridad estética del vocablo Pachakamaq quedaría relativizada (sin entrar en la discusión, por cierto, acerca de los gustos atribuidos), la trayectoria histórica de Pachakamaq en el curso de las culturas andinas servirá también para encuadrar la preferencia por tal nombre según cierto sector de la tradición cortesana cuzqueña, como veremos. La explicación sobre la preferencia estética que los mismos Comentarios declaran (“a Dios [...] la alteza y mage∫tad [...] le ∫ube, y encumbra e∫te nombre Pachacamac que es el ∫uyo proprio” –f27v) bien puede ser una justificación a posteriori de una elección previa, debida probablemente a la aceptación del nombre en el proceso de las expansiones incaicas.
125 Esta reconstrucción gloto-cronológica ofrece, sin duda, una dimensión temporal y una continuidad del culto a Wiraqucha muy anteriores a las aceptadas convencionalmente. Asimismo, permite entender la aceptación de la divinidad en los Andes centrales cuando, siglos más tarde, el imperio Tiwanaku y su enclave Wari transmitieron el culto, renovándolo, en la zona originaria del proto-quechua. (De esta evolución cultural hablaremos con más detalle dentro de poco. Cf. también Torero 1993). Jan Szeminski (1987: 12–20), a su vez, propone un rastreo etimológico de la palabra Wiraqucha a partir de su análisis de la Relación de antigüedades... de Joan de Santacruz Pachacuti, con miras a establecer el sentido profundo y la función de un nombre como ése para una divinidad tan importante dentro de las creencias no sólo incaicas, sino andinas en general. Szeminski llega a la conclusión de que el significado etimológico de Wiraqucha es “el que pone almácigo de la sustancia vital, del principio vital” (1987: 20), con lo que queda implícito que el vocablo Wiraqucha no es exactamente un nombre propio, sino más bien un título. Es posible que para los informantes de Garcilaso en el XVI la etimología de la palabra estuviera perdida, lo que explica su disposición a simular su desconocimiento atribuyendo el vocablo a un “nombre propio”. De este modo, Wiraqucha sería coherente con los otros nombres también atribuidos al dios superior andino, que, en realidad, más que nombres, son títulos relativos a sus funciones creadoras y ordenadoras. Demarest (9) señala, en este sentido, que “todos los cronistas enfatizan que el dios no tenía nombre y que por lo tanto podía ser llamado por cualquier título apropiado” (trad. mía). Así, Molina lo llama siempre “Pachayachachi” (o Pachayachachiq); Valera, según vimos, “Illa Tecce” (o Illa Tiqsi). Para Pachayachachiq ya hemos dicho que se suele apelar al significado de “instructor del mundo” debido a la significación de yachay (saber, conocer, aprender) en conjunción con el sufijo -q (agentivo): en otras palabras, el que imparte conocimiento y sabiduría al mundo (cf. también Comentarios I, II, II). Itier (151–163), por su parte, propone como significado etimológico “el que lleva la superficie de la tierra al punto de desarrollo requerido (para su aprovechamiento agrícola)”, con lo que que el título del dios andino adquiere connotaciones agrarias mucho más claras. Pero el verbo yachay tiene en algunas variedades del quechua (como la ayacuchana) también el significado de “vivir”(en el sentido de “morar”), con lo que el título de Pachayachachiq cuadraría mejor con el sentido de “Creador” que constantemente le atribuye Molina: el que hace vivir (o el que da vida o morada) al mundo. Por su lado, Illa Tiqsi tiene un sentido semejante. Valera declara que “Illa” significa “luz” (y por lo tanto “Illa Tecce” sería “luz eterna”), lo cual da una dimensión plástica al título, muy de acuerdo con algunos de los atributos descritos en la divinidad. Pero Illa, según recientes estudios (cf. Fossa 1992), basados en crónicas como El Señorío de los Incas de Pedro Cieza, más que en los vocabularios de evidente intención catequizadora, habría significado también algo semejante al “alma” que corresponde en el hanaq pacha o mundo de arriba al mallki o momia que es inhumada en el ukhu pacha o mundo de abajo. Así, Illa Tiqsi podría haber significado también “el ánima o espíritu primigenio o fundador”. En el mismo Señorío... (Cap. V), en relación con el dios “Ticiviracocha” se dice que “llamábanle Hacedor de todas las cosas criadas, principio dellas, Padre del sol, porque, sin esto, dicen que hacía otras cosas mayores, porque dio ser a los hombres y animales” (Cieza [c. 1552] 1985: 35–36). Y en la Relación de antigüedades... de Joan de Santacruz Pachacuti, se define a “Tonapa Uiracocha” como “señor del calor y de la generación” ([1613] 1879: 220 y 306), estableciéndose al mismo tiempo la equivalencia entre los nombres de Tunupa y Wiraqucha, propia de una tradición onomástica colla como la que debió servir de fuente al curaca Pachacuti Yamqui. Con respecto a los “títulos” del dios creador, Gregorio García, en su Origen de los Indios de el Nuevo Mundo ([1607] 1981: 113) es bastante explícito: “en el Perù confe∫aban, que havia un Criador, i hacedor de el Mundo, al qual llamaban Viracocha, i le ponían Titulo, i Renombre de gran Mage∫tad, i Excelencia, como Pachacamà, ò Pachayachachic, que el vno quiere decir, Hacedor del Mundo; i el otro, Sabidor, i que entiende al Mundo” (itálicas en el original).
126 Y pese a lo declarado directamente en los Comentarios acerca de “Viracocha” como “nombre de vn dios moderno que adorauan” (I, II, XXVII, f. 53), la equivalencia Wiraqucha/Pachakamaq queda implícita en el poema que se recoge de Valera como muestra de la lírica incaica en el mismo Capítulo XXVII del Libro II. El poema trata del origen de la lluvia y el granizo contando la historia de una hermosa doncella cuyo cántaro es quebrado por su hermano en el cielo. Sin duda, el poema desarrolla una de las versiones del dios Illapa, por la mención de rayos, truenos y relámpagos producidos por la quebradura del cántaro, y por la lluvia –o granizo– consiguientes. Lo que interesa es el final del poema: “Pacharúrac / Pachacámac / Viracócha / cai hinápac / chura∫únqui / cama∫únqui” (f. 53v). Dentro de la estructura tetrasilábica frecuente en la poesía quechua, la equivalencia entre Wiraqucha y Pachakamaq es evidente por corresponder ambos nombres a la divinidad que predispuso las funciones de la doncella y su hermano. La traducción que aparece de este fragmento en los Comentarios es la siguiente: “El hazedor del mundo, / El Dios que le anima, / el Gran Viracocha, / para aque∫te oficio / ya te colocaron / y te dieron alma” (id.). El verbo “colocaron” aparece en plural, lo que haría pensar en una tripartición del sujeto responsable anterior a la acción del “hermano”. Pero eso obliga a pensar también en la equivalencia entre “Pacha rurac” (el hacedor), “Pacha camac” (el animador) y “Viracocha” (sin traducción) como entidades con los mismos poderes sobre los fenómenos naturales. Lo lógico es establecer un identidad del referente a través de cualquiera de los tres títulos. Más aun si se considera posible traducir los verbos en singular, como hace Valera en la versión en latín, y como realmente admiten los vocablos quechuas “churasúnqui” y “camasúnqui” (cf. también Szeminski 1993: 149). Es decir, que la traducción podría perfectamente ser “El Hazedor del mundo / El Dios que le anima / el Gran Viracocha / para aqueste oficio / ya te colocó / y te dio alma”. Los nombres traducidos presentarían el nombre propio de “Viracocha” como título central de la divinidad. Esta misma ignorancia confesada sobre el nombre “Viracocha” vuelve a ser desmentida en la Segunda Parte de los Comentarios, cuando se hace decir a Ataw Wallpa en su respuesta al requerimiento del cura Valverde (la tarde de la captura del inca en Cajamarca) que ese “Creador del Universo, por ventura no es el mi∫mo que no∫otros llamamos Pachacamac y Viracocha?” (II, I, XXIV)96. Y también cuando Mankhu Inka señala a los españoles como “hijos de Viracocha y men∫ajeros de Pachacamac” (Comentarios II, II, X), con lo que se establece nuevamente la equivalencia de ambos nombres. La identidad y paralelos entre Wiraqucha y Pachakamaq son estudiados por Pease (1973: 30–39), Demarest (1981: 52–54), Zuidema (1989: 389–395) y Gisbert (1990), entre otros, de modo que no me detendré demasiado en una demostración ya extensamente realizada. Cabe anotar solamente que sí existe una distinción fundamental entre ambos términos, en la medida en que designan un ser divino de configuraciones regionales diversas, incorporadas dentro de una unidad más amplia en la medida en que la expansión incaica procedía a asimilar dioses locales dentro de su propia imagen del dios mayor.
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Pedro Pizarro (57) cuenta cómo Ataw Wallpa tras su captura renegó de Pachakamaq porque “hera mentiroso”. Sin embargo, el mismo cronista se encarga de registrar el culto que le rendían Wayna Qhapaq (49) y Ataw Wallpa (57) al haberle mandado pedir predicciones sobre sus respectivos futuros políticos y militares. El reproche y la orden posterior de saquear el Templo de Pachakamaq por Ataw Wallpa se debieron a que los oráculos emitidos por el dios no se cumplieron. Esto no desmiente, sin embargo, el enorme respeto y veneración que se le tenía antes. Por otro lado, da pautas para una interpretación sobre el prestigio del dios en diferentes panaka, dado el caso, especialmente, de haber sido la de Tupaq Inka Yupanqi (y por eso mismo la de Garcilaso) enemiga mortal de la de Ataw Wallpa y posiblemente iniciadora del culto al dios costeño, como pronto veremos.
127 Así ocurre, por ejemplo, con Kun o “Con”, el “dios sin huesos” del que hablan Gómara ([1552]: Libro I) y Velasco, cuyo origen se definió durante mucho tiempo en la costa norte del actual territorio peruano, aunque últimamente Rostworowski (1993: 21–27) propone su origen Nazca y Paracas. De cualquier manera, Kun o “Con” quedó incorporado dentro de la serie de títulos de Apu Kun Tiqsi Wiraqucha97. La historia de Pachakamaq se remonta a tiempos tan antiguos como el de Wiraqucha, aunque su origen ha sido definido en la costa central, en el área donde se encuentra el famoso templo dedicado a su culto, a unos veintiséis kilómetros al sur de la actual ciudad de Lima. Según sostiene Zuidema (1990), las versiones sobre la creación u ordenación del mundo por Wiraqucha coinciden en señalar la desaparición del dios sobre las aguas del mar a la altura del templo de Pachakamaq, habiendo partido del Collao. Asimismo, Pease (1973: 34) propone “la posibilidad de que ambos nombres [Wiraqucha y Pachakamaq] de la divinidad creadora, indicaran además la oposición entre ambos mundos de la costa y la sierra, desde que hay que precisar la importancia celeste de Wiraqocha, al mismo tiempo que la calidad ctónica de Pachacámac”. Sin embargo, Demarest (54), propone que la comunidad de ambos nombres podría encontrarse en el Horizonte Medio, durante el periodo de esplendor de la cultura Wari-Tiwanaku. Así, la antigua unidad costasierra perdida por el decaimiento de dicha cultura dejó como saldo una versión de un dios cuyo origen en el Collao y su desaparición en la costa central otorgaban coherencia y unidad a su tránsito por la tierra y al territorio y estado que sobre él se asentaban. Esto se confirma con la demostración de Uhle en 1903 acerca de la comunidad de estilo arquitectónico de la capa más antigua del Templo de Pachakamaq con construcciones de Tiwanaku, cerca del lago Titiqaqa, a más de 700 kilómetros al sureste y a casi 4,000 metros de altura. Uhle (1903: 45–48), al analizar la figura del friso más antiguo del Templo, es decir, la capa inferior, encuentra similitudes con la figura central del pórtico llamado la Puerta del Sol, en las ruinas actuales de Tiwanaku. Asimismo, propone una identidad similar entre el antiguo Pachakamaq local de la zona costeña de Chincha y el altiplánico dios viajero Wiraqucha. A este último, según aparece en Molina, “el Cuzqueño”, se le atribuye haber convertido a los hombres en piedra en Tiwanaku, Pucara, Pachakamaq y Cajamarca. Por su lado, Joan de Santacruz Pachacuti indica que los wanka en Jauja y los chinchaysuyos creían que “Tonapa” había estado en su tierra. Como confirma Uhle (id.: 48), Pachacuti Yamqui inclusive identifica al dios de los wanka, wariwillka, con Tonapa. Más recientemente, Lumbreras (1972) sostiene que, en su esplendor, la cultura Tiwanaku se expandió gracias a un sistema de creación de enclaves provinciales que explotaban territorios de producción diversa a la del altiplano, sin necesariamente conquistar ni mezclarse con las poblaciones locales. Uno de tales enclaves habría sido el que luego dio lugar al centro urbano del Imperio Wari, el cual adoptó las divinidades de Tiwanaku, dado el antiguo prestigio de esta cultura, aunque ya en decadencia como imperio para entonces (siglos V-X d.C.). De este modo, los huarpas, pobladores iniciales de Wari, en el actual departamento peruano de Ayacucho, se alimentaron de la cultura altiplánica y “tomaron en primer lugar sus dioses, cuyo prestigio debió ser muy grande en toda la tierra” (Lumbreras: 96, énfasis mío). Igualmente, los huarpas tomaron también “nuevas formas de organización y elevaron la producción de las plantas y animales altiplánicos y el bronce” (id.). Wari creció enormemente y se convirtió en lo que Uhle denominaría inicialmente una de las culturas “epigonales” de Tiwanaku.
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Pease (1981: XXXII) propone, sin embargo, que la incorporación de Kun o Con al nombre de Wiraqucha pudo haberse dado en tiempos coloniales por obra de los dominicos hasta llegar a Gregorio García, quien habría modificado el manuscrito relativamente temprano de Betanzos donde aparece “Con” incorporado a los otros nombres del dios.
128 A su vez, e imitando a su predecesora, la cultura Wari fue estableciendo enclaves en la costa, “cabezas de región” (ibid.: 99) y “algunas de ellas, como la ciudad de Pachakamaq, cerca de Lima, se convirtió en poco tiempo en un centro casi con igual importancia que Wari exportando sus productos a lo largo de toda la costa, en mayor proporción que los de Wari. Cuando cayó Wari, el prestigio de Pachakamaq se mantuvo, y aún en tiempo de los Inkas, siguió siendo de primerísima importancia, conservando sus propios dioses, que seguramente fueron los de Wari, ciudad que en tiempo de los Inkas era ya sólo una ruina” (Lumbreras: 99, énfasis mío). Resulta posible encontrar, pues, la conexión entre el Pachakamaq costeño y el Wiraqucha altiplánico como distintas facetas y títulos del mismo ser animador y ordenador a lo largo de varios siglos y civilizaciones. Al darse la expansión de los cuzqueños (originalmente, otra de las culturas “epigonales” de Wari – Lumbreras: id.) sobre la costa central, en el siglo XV de nuestra era, participaron actores que nos son más conocidos. El licenciado Fernando de Santillán, en su Relación, dedica unas líneas a presentar una versión en la que la madre del inca Tupaq Yupanqi había recibido una revelación acerca de la ubicación del Creador en la zona yunga o costeña:
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[...] y dicen que el origen de adorar las guacas y tenellas por Dios, nasció de que estando la madre de dicho Topa Inga preñada dél, habló en el vientre y dijo quel Hacedor de la tierra estaba en los yungas, en el valle de Irma. Después de mucho tiempo, siendo ya hombre y señor el dicho Topa Inga, la madre le dijo lo que pasaba, y sabido por él, determinó de ir a buscar al hacedor de la tierra al dicho valle de Irma, ques el que ahora se dice Pachacama, y allí estuvo muchos días en oración y hizo muchos ayunos, y al cabo de cuarenta días le habló el Pachahc camahc, quellos dicen era hacedor de la tierra, y le dijo que había sido muy dichoso en hallarle, y quel era el que daba ser a todas las cosas de acá abajo, y quel sol era su hermano y daba ser a lo de arriba. Y por esto el inga y los que con él estaban le hicieron grandes sacrificios de ovejas y quemaron mucha ropa [...] la guaca les dijo [...] que allí en Irma le edificasen una casa. Luego el inga la hizo edificar en su presencia, ques un edificio que hoy está en pié, de grand altura y suntuosidad, á que llaman la gran guaca de Pachacama; [...] y allí le dijo la guaca al inga que su nonbre era Pachahc camahc, que quiere decir el que da ser á la tierra; y así se mudó el nombre del dicho valle de Irma y le quedó Pachacama ([1563] 1950: 58).
Por ello, y dadas las demostraciones de Torero (1974: 62–98) acerca del origen del quechua en la región central del actual territorio peruano, es de suponer que el nombre original del dios preexistía en la costa a la aparición de los incas. Cabe subrayar así que, según se colige de la Relación de Santillán, fue Tupaq Yupanqi quien estableció su culto dentro del estado incaico, incorporándolo al de Wiraqucha. Y si nos remitimos a la que fue la fuente de la Relación de Santillán, según Wedin (62), el manuscrito Castro-Ortega Morejón o Relaçion y declaraçion del Valle de Chincha [1558], encontraremos más evidencia en ese sentido. Esta Relaçion... a cargo de dos visitadores españoles que recogieron información sobre el pasado del valle registran que
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pachacamac que quiere decir el que da ser a la tierra se apareçio en figura de hombre a topa ynga yupangue do esta edificada una casa vino p(o)r unos sueños que tuvo q(ue)l criador de todo se habia de hallar e(ne)l valle llamado yzma y de alli mando ynga que todos adorasen guacas juntamente con el sol (Castro-Ortega y Morejón: 246).
129 Vale decir, Pachakamaq establece una relación especial con Tupaq Inka Yupanqi, el cual parece haber incluido el culto de este dios entre las “guacas” que señala la Relaçion... Tal comunicación entre el dios Pachakamaq y Tupaq Inka queda, además, sentada en el Capítulo 23 del Manuscrito de Huarochirí (cf. Urioste: 179–186), en que el inca convoca a todas las wak’a para pedirles su ayuda en una campaña guerrera y Pachakamaq acude al Cuzco y explica que prefiere no ayudar, porque con su sola voz podría destruir a todos los hombres, incluyendo a los mismos incas. La prueba sobre la adoración de Pachakamaq por los incas en la costa queda establecida, por demás, en el capítulo anterior del Manuscrito de Huarochirí. Allí se dice que “en la parte superior, los Inkas adoraron al Sol desde Titi Qaqa, diciendo 'Este es quien nos hizo Inkas'. Sabemos que también los Inkas rindieron culto, desde la parte inferior, al llamado Pacha Kamaq, diciendo, 'Este es quien nos hizo Inkas'. A estos dos waqas que hemos mencionado, los Inkas los adoraban especialmente, por encima de todos los demás, con su oro y su plata” (traducción de Urioste: 174–175). Por su lado, Waman Puma también es explícito al señalar la relación entre Tupaq Inka Yupanqi y las wak'a en el “Capítulo de los Idolos” de su Nueva coronica ([1615] 1980: 234–237) e inclusive ilustra la comunicación entre el inca y los ídolos (ver Figura 5). Más aún, declara abiertamente que fue este mismo inca quien ordenó el culto al dios bajo su nombre costeño:
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Mandó Topa Ynga Yupanqui que los yndios de tierra caliente o los yndios de la cierra fuesen a lo callente, llegasen al apachita [adoratorio]. En ello adorasen al Pacha Camac [creador del universo] y por señal amontonasen piedra (Waman Puma [1615] 1980: 236).
Cieza de León ([c. 1552] 1985: Cap. 59) también registra que durante su visita a la zona del valle de Pachakamaq, Tupaq Inka Yupanqi
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habló con el demonio que estaba en el ídolo [...], y que le oyó cómo era el hacedor del mundo [...], y que el Inca le suplicó le avisase con qué servicio sería más honrado y alegre y que respondió que le sacrificasen mucha sangre humana y de ovejas. Pasado lo sobredicho, cuentan que fueron hechos grandes sacrificios en Pachacama por Tupac Inca Yupanqui y grandes fiestas.
Otra evidencia en el mismo sentido aparece en la Segunda Parte o “Historia del Perú” de la Miscelánea Antártica de Cabello de Balboa, donde se narra uno de los actos fundacionales ocurridos bajo el reinado de Tupaq Yupanqi. Éste, luego de haber visitado “Guamanga” y “Xauxa” (en la sierra central), “descendió a los llanos para visitar un célebre templo que se encontraba en el valle de Lima” ([1586] 1920: 65). Inmediatamente después,
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[e]l inga se manifestó satisfecho del orden que reinaba en el servicio del Templo, que era administrado según lo que se tenía acordado en la asamblea general que su padre había convocado en el Cusco, [...] y lo conservó, en lugar de hacerlo demoler, como todos en los que no se observaba el mencionado acuerdo. Solamente ordenó que cerca de ese templo se construyera otro mucho más espléndido, consagrado al nuevo culto y dedicado a Pachacámac; pero los naturales no se mortificaron por esta determinación, puesto que se les dejó en pie el antiguo. El nuevo templo fue construído sobre una eminencia y era tan grandioso, que dió su nombre al valle (Cabello de Balboa [1586] 1920: 66).
130 Así, se atribuye nuevamente la construcción del templo de Pachakamaq a Tupaq Yupanqi, y se declara que estaba “consagrado al nuevo culto”. Tupaq Yupanqi, entonces, aparece como el renovador del panteón incaico al menos en el aspecto ritual de la erección de un templo especialmente dedicado al “Hacedor” según su denominación costeña (como expresan Santillán y Cabello de Balboa) y en el aspecto de haber ordenado su culto (como afirman Castro-Ortega y Morejón, Waman Puma y Cieza de León). De cualquier manera, y pese a la importancia del sol como divinidad característica de la nacionalidad cuzqueña, hay que anotar que la presencia de Wiraqucha-Pachakamaq dentro del panteón incaico seguía siendo clara en el momento de llegar los españoles. Demarest (2), citando a Brundage, propone que los otros dioses del panteón incaico actuaban como intermediarios entre los hombres y la divinidad mayor, por lo que su culto se explica de acuerdo con los distintos rituales que tendían a “solarizar” los aspectos del “Hacedor” relacionados con la actividad productiva más importante: la agricultura. Por ejemplo, en las fiestas de diciembre y junio, dedicadas al sol en sus diferentes instancias de verano e invierno, los sacerdotes y la nobleza sólo podían comer maíz, pues esta planta resultaba fundamental para el sostenimiento de la enorme diversidad territorial y poblacional que el estado incaico llegó a tener. De ahí que el sol fuera la divinidad en la que se pusiera mayor énfasis por su importancia central en la producción del maíz (Demarest: 49). Pero ello no implicaba que el “Hacedor” hubiera sido expulsado del panteón superior, sino que era más bien una de sus manifestaciones más visibles (como el sol del solsticio de verano y en menor medida el de invierno, según hemos visto) la que constituía objeto de adoración y señal de identidad étnica. Ahora bien, interesa volver a la idea de Tupaq Yupanqi como instaurador o protagonista central del culto a Pachakamaq. Si, como sostienen Santillán y Cabello de Balboa, este inca construyó el templo –lo que sabemos no es cierto, por la evidencia arqueológica que revela una existencia muy anterior–, por lo menos la idea de la relación especial entre el dios y el reinado de Tupaq Yupanqi puede servir como guía de interpretación. Sabemos también que la gran expansión cuzqueña se inició con Pachakutiq Inka Yupanqi, según lo que afirman la mayoría de los cronistas. Al mismo tiempo, se ha atribuido a Garcilaso una intención consciente en la confusión entre los actos de Pachakutiq y de su antecesor Wiraqucha Inka debido a su interés por favorecer a la panaka de este último. Aunque Garcilaso no es el único que los confunde, esto –según se ha dicho– podría haberse debido a los conflictos intraétnicos que surgieron durante la guerra de sucesión entre Waskhar y Ataw Wallpa y al partidarismo por Waskhar, cuya madre pertenecía a la panaka de Tupaq Yupanqi (cf. Rostworoski 1983: 253). Pero señala Pease al respecto que
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ya no es una novedad que la confusión fue debida a que la memoria oral –que los cronistas recogieron– carece de precisión cronológica, y que la genealogía es en última instancia un recurso que cubre este vacío; además, por otro lado, no funcionan en dicha tradición “recuerdos” de personajes, ni tampoco de acontecimientos, sino de arquetipos o modelos ejemplares y categorías-modelo (1973: 21).
De este modo, las preferencias expuestas en los Comentarios habrían obedecido a una forma de partidarismo complementada por el sistema de conservación de la memoria a través del relato ejemplarizante propio de las narraciones dinásticas cuzqueñas. Dada la relación especial entre Tupaq Yupanqi (bisabuelo materno de Garcilaso) y el culto a Pachakamaq, ¿sería posible encontrar en la preferencia por este título de la divinidad mayor una reminiscencia de la tradición oral recibida por Garcilaso durante su estancia en el Cuzco a partir de sus relatos familiares?
131 Sabemos que existe en los Comentarios un constante ejercicio correctivo con respecto a las crónicas que el autor conoció. Y sabemos también que el criterio de corrección es un mejor conocimiento de la lengua –y, por lo tanto, de la cultura– con el que los cronistas españoles no contaban puesto que no “mamaron en la leche” el quechua cuzqueño ni las tradiciones indígenas cortesanas, con lo cual se cumple demasiado bien con el tópico del “testigo de vista” propio de la historiografía de la época. Pero al margen de que el significado del nombre Wiraqucha no tuviera mucho sentido en su acepción denotativa de “mar de sebo” para la dignidad de un dios creador (según lo limitado del conocimiento etimológico en el XVI), es posible también que fuera el nombre Pachakamaq el preferido por cierto sector de la nobleza cuzqueña98. Esto debido a su antigua estirpe, por un lado, que se remonta a Wari-Tiwanaku, como, por otro, a su novedad a partir de la posesión territorial de la costa central durante las campañas de Pachakutiq bajo el mando de su hermano Capac Yupanqui (Comentarios I, VI, XXIX–XXXI). Curiosamente, no son los Comentarios los que atribuyen la conquista del valle de Pachakamaq a Tupaq Inka Yupanqi, sino Cieza ([1553] 1973: Cap. LXXIX, 183), Santillán (172) y Calancha (1639: f. 237). Por otro lado, el elemento agua que se encuentra en el nombre Wiraqucha, fuera de las resonancias generativas que contiene, alude de alguna manera al inicio y el final de la travesía del dios, salido del lago Titicaca y perdido sobre las aguas del Pacífico. La relación entre Wiraqucha y Pachakamaq es patente desde el momento en que uno de los puntos iniciales de desaparición del dios fue, precisamente, frente al templo de Pachakamaq, construido en ese lugar por su importancia geográfica con respecto al mito. Más tarde, los incas habrían manipulado el mito trasladando el punto de alejamiento del dios en la costa norte, en el actual Puerto Viejo ecuatoriano a fin de justificar su propia expansión sobre ese territorio (Schölten 1985). De cualquier modo, la preferencia por uno y no otro título del dios da cuenta del sentido asimilacionista de la estrategia incaica, y es posible, decíamos, que se deba a una genuina tradición indígena cortesana. Y lo mismo puede decirse del culto al sol, que, como señal de identidad específica de los incas, mereció una implantación “oficial” a partir del reinado de Pachakutiq (Pease 1973: 51–52 y 54). Es útil anotar, además, que el culto al sol pareciera haber desaparecido con la misma desarticulación del estado incaico, lo que revela su novedad y poca raigambre fuera de la corte cuzqueña. Así se colige de la “Instrucción” de Cristóbal de Albornoz, quien al describir los cultos de adoración por las wak’a durante la gran rebelión del Taki Unquy en la década de 1560, nombra a Pachakamaq y no a Inti entre las divinidades reivindicadas por este movimiento indígena. Esto revela una mayor difusión del culto a Pachakamaq, por lo menos en la zona del Chinchaysuyu, frente al de Wiraqucha, que parecería haber caído en desuso a partir de la victoria sobre los chancas. Así, en los ritos del Taki Unquy “llama la atención sobre todo la presencia de Pachacámac, que en los informes proporcionados por la Instrucción de Albornoz es entendida como una divinidad no necesariamente cuzqueña, sino local, tal vez ‘quechua’” (Pease 1973: 79–80). A pesar de su origen costeño y propiamente quechua, Pachakamaq habría sido incorporado (aunque sería mejor decir re-conocido) dentro del panteón incaico como una de las divinidades a las que se hacía ofrendas durante las fiestas religiosas cuzqueñas. Waman Puma, hablando del Inti Raymi, nos dice que “estas dichas fiestas hazían con grandes taquies y danzas. sacrificauan al dios uanacauri y pachacamac dios de los yngas con diez niños y con otras cosas” ([1615] 1936: 265).
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De hecho, MacCormack (1991: 351) sugiere tal posibilidad, sin desarrollarla mayormente por el énfasis que pone en la configuración del Pachakamaq de los Comentarios según modelos europeos. Si bien tal esquema y la propuesta del dios invisible son claros e innegables en la obra, lo que aquí nos interesa es, precisamente, el otro aspecto del problema.
132 Además, debemos considerar el mencionado carácter ctónico de Pachakamaq, en la medida en que enfatiza los aspectos propiamente terrenales y no sólo los celestes del dios creador. Dada su condición andrógina, el dios era responsable por sí mismo de la generación de la vida, siendo que sus diferentes aspectos (lluvias, tierra, granizo) resultaban de alguna manera promovidos por él/ella. El mito recogido por Antonio de la Calancha en su Crónica moralizada (ff. 412–415) sobre la generación de alimentos en la costa gracias a la muerte inflingida por Pachakamaq a su medio hermano (cuyos dientes se convirtieron en maíz, sus huesos en tubérculos y su carne en diversos frutos y vegetales) ilustra bastante bien el sentido de la abundancia que al parecer caracterizó a los reinos costeños (cf. también Torero 1974: 76–77). Por otro lado, el significado específico de pacha como una composición espacio-temporal y no sólo como el “universo” (que tiene una connotación puramente espacial) hace difícil encontrar una palabra en castellano que exprese su significado exacto. De ahí que la expansión incaica, cuyo éxito se basaba en la producción de excedentes que permitían una equilibrada distribución de alimentos y bienes según las necesidades de cada región, constituyera toda una pacha dentro de la cosmovisión andina. Especialmente aquella parte de la conformación espacio-temporal que concernía al grado de expansión máxima lograda por los incas a partir de la victoria sobre los chancas99. Con la importancia de la producción agrícola, y la incorporación de los territorios del Chinchaysuyu a la esfera de influencia cuzqueña, la capacidad de adaptación del poder real pudo haber retomado el antiguo nombre costeño de la divinidad creadora dentro de su propio panteón, especialmente el prestigiado por el relato de determinadas panaka. Algo semejante pudo haber ocurrido, como sostiene Torero (1974), con la lengua quechua, que al parecer se difundió como una lingua franca en el Chinchaysuyu y fue adoptada posteriormente por los incas debido a su contacto con los mercaderes y señoríos costeños y más tarde en su trayectoria expansiva hacia el norte. Sobre la llamada “lengua secreta” o perdida de los incas, Szeminski (1990) propone una interesante solución a partir del cotejo de fragmentos encontrados en la Suma... de Betanzos con lo que sabemos del puquina y el aymara prehispánicos. Cerrón-Palomino ha complementado estas explicaciones en su reciente Tras las huellas del Inca Garcilaso (2013). En conclusión, si Pachakamaq constituye para los incas la divinidad mayor e invisible, según los Comentarios, y el sol su manifestación visible y materialmente responsable de la continuidad de la vida agraria, podemos pensar que un proceso de selección entre varias versiones del panteón oficial es la que pudo haberse practicado durante la composición del texto. No importa mucho, en realidad, que el Pachakamaq de los Comentarios se presente con algunas características del “dios ignoto” de Diógenes Laercio, como indica Araníbar (804). Tampoco que su propuesta del panteón incaico coincida con algunos elementos del De comparatione solis ad Deum de Ficino, como afirma Zamora (1988: 101). A tales argumentos hay que añadir que el sol figura ya como representación visible o “∫imulacro corpóreo” de la divinidad en los mismos Diálogos de amor de León Hebreo (ver especialmente la primera parte del Diálogo Tercero). Garcilaso, pues, no habría necesitado remitirse a mayores fuentes. Pero parece haber habido, ciertamente, un “adornamiento” del hacedor andino en consonancia con la presentación que de él hace Acosta en el Libro V, Cap. 3, de su Historia.... También las Casas en su Apologética alude a este dios bajo las mismas características, y Gregorio García (113) menciona explícitamente el paralelo con el “dios no conocido” de los griegos al referirse a Pachakamaq, de modo que el recurso no es exclusivo de Garcilaso.
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Se ha discutido la verdad histórica de tal hecho, y se le ha atribuido una connotación mítica que sirvió como justificación de la expansión incaica. Bajo cualquier perspectiva, verdad “histórica” o no, la victoria sobre los chancas aparece como hazaña de la gran guerra nacional incaica y marca un punto fundamental de la expansión cuzqueña. Según Pease (1972) esto significó también el ascenso del Sol sobre la antigua divinidad Wiraqucha.
133 Sin embargo, la existencia del dios bajo el nombre de Pachakamaq y en su carácter equivalente al de Wiraqucha es algo que corroboran los mismos Comentarios al igual que numerosas otras crónicas y poesía religiosa como la recogida por Molina, “el Cuzqueño”, y Joan de Santacruz Pachacuti (cf. Szeminski 1993). La teología y acomodamientos específicos de Pachakamaq frente a la tradición europea representan sólo otro aspecto –la superficie del subtexto– importante, sí, pero menor, de nuestro problema. Por ello, si la elección del nombre Pachakamaq corresponde a una manipulación consciente del autor a fin de acomodar su versión dentro del tópico general de la præaparatio evangelica, eso no invalida la hipótesis acerca del origen inicialmente indígena y cortesano de tal versión y selección. Más aún si consideramos la fuente supuesta de los Comentarios, el carácter elitista de tal fuente y la relación familiar directa entre el tío abuelo relator Cusi Huallpa y el inca Tupaq Yupanqi, su padre, presunto iniciador del culto a Pachakamaq. Pese a la universalización del culto que los Comentarios extienden a todos los incas, como señala MacCormack (1991: 352), el indicio rastreable hacia la panaka de nuestro autor quedaría así entre muchos otros interrelacionados como parte de una propuesta ambivalente cuya lectura más justa, según creemos, debe ser necesaria y mínimamente dual.
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Capítulo 8 La cruz, el rayo, el arco iris: transposiciones iconográficas y símbolos subyacentes* En el presente capítulo examinaré algunos pasajes de los Comentarios en los que se hace clara una superposición de referencias y procedimientos narrativos provenientes de distintas tradiciones discursivas – cuzqueña y española– en relación con algunas imágenes de la iconografía andina. Veremos, consecuentemente, que ésta explica y enriquece la lectura de por lo menos un plano de la superposición, y aportaremos elementos de juicio para un mejor conocimiento del universo de intercambio y conflicto gnoseológico –y no sólo discursivo– que Mignolo (1989 y 1993) ha llamado con acierto “semiosis colonial”. Interesa inicialmente detenerse en el elemento cristiano de la cruz y escudriñar de qué manera se engarza con símbolos incaicos imperiales presentes en algunas descripciones de lugares y personajes históricos. Entre estos símbolos, conviene apuntar los del arco iris, el rayo y las parejas de aves y felinos como representaciones de distintas divinidades vinculadas a la regeneración de los ciclos productivos agrícolas ordenados desde el estado incaico. Sin embargo, estos símbolos aparecen transformados en el texto y asimilados a la imagen de la cruz, en un ejercicio de sincretismo discursivo que respalda así la autoridad del texto frente al lector potencial que cuente con las referencias necesarias. Ahora bien, este carácter sincrético del discurso no aparece gratuitamente frente a una de las propuestas finales de la obra. Al analizar de qué manera un procedimiento semejante se da en los pasajes concernientes a la figura de determinados conquistadores, se puede sospechar con fundamento que la presencia de personajes como Gonzalo Pizarro y Francisco de Carvajal adquiere un carácter lógico en la estructura del texto, afín a la propuesta descrita por Brading (22) con el nombre emblemático de “Sacro Imperio Incaico”, basado en la alianza de los cuatrocientos ochenta encomenderos del Perú en el momento de la rebelión de Pizarro y la nobleza incaica sobreviviente en el Cuzco y Vilcabamba. Examinemos entonces los pasajes en que esta propuesta adquiere su autoridad a partir del carácter sincrético del discurso en que aparece. 1. El moderno cruzado y la vuelta de Wiraqucha. Para rendir culto a la paradoja, propongo como imagen inicial del análisis la de la cruz por la importancia evidente que ésta tiene dentro del imaginario cristiano. Su presencia repetida en distintos pasajes de los Comentarios sirve para autorizar el discurso de una manera insospechable en términos de la censura inquisitorial de la época. Al mismo tiempo, sin embargo, sirve para abrir algunas puertas a la interpretación que deriva de un conocimiento de la iconografía incaica, con lo que su autoridad se duplica debido a la evocación que la presencia de la cruz ofrece de antiguos símbolos que se encuentran en la iconografía cuzqueña y son descritos en otros autores andinos.
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Apareció como Cap. 4 de mi libro Coros mestizos del Inca Garcilaso: resonancias andinas (Lima: Fondo de Cultura Económica, 1996, pp. 243–322). Sólo se han conservado algunas de las ilustraciones.
136 El primer trabajo que intenta desentrañar algunos de estos sentidos es el de Delgado, quien dedica nutridas páginas a subrayar la importante función simbólica que la cruz tenía dentro del panteón incaico y la cosmovisión andina (cf. Delgado: 308–341). Pero, por otro lado, este autor examina el papel cumplido por los conquistadores y por la cruz en su eje vertical como representación del poder fálico del padre de nuestro autor, el capitán Garcilaso de la Vega, incurriendo en un psicoanálisis del texto que no es de interés continuar aquí. Lo que sí sirve para nuestra propia lectura es el contexto en que tales rasgos atribuidos a un pasaje de los Comentarios –y a su autor– aparecen. Se trata de los Capítulos XI y XII del Libro I de la Segunda Parte de la obra, en que se cuenta cómo, durante el segundo viaje de exploración de Francisco Pizarro, la nave en que éste se encontraba se situó frente a las costas de Tumpiz (hoy Tumbes), población incaica al norte del Tawantinsuyu. Al darse la necesidad de enviar una embajada para hablar con las autoridades locales, solamente Pedro de Candía se ofreció como voluntario, y así, desembarcó en la costa de Tumpiz cubierto de una reluciente armadura y con una cruz en la mano derecha. Entonces,
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[p]ara hazer e∫periencia de quie˜ era, acordarõ los principales, y el Curaca cõ ellos, echarle el León y el Tigre, q˜ Huayna Capac les mando guardar, [...] para q˜ lo de∫pedaçarã, y a∫si lo pu∫ierõ por obra (II, I, XI, f. 8v).
El hecho en sí no es sorprendente, pues es conocida a través de otras crónicas (cf. Betanzos: Parte I, Cap. XIX, por ejemplo) la costumbre incaica de arrojar a los enemigos y prisioneros de guerra a las fauces de animales feroces, destinados especialmente para cumplir esta función de eliminación ritual. Por otro lado, sin embargo, la imagen del moderno cruzado portando una cruz en la mano derecha como muestra de la santidad de su misión y de la altura de su fe, recuerda un socorrido tópico de las novelas de caballería sin duda presente en el pasaje. En consecuencia, más adelante,
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aquellos fieros animales, uiendo al Christiano, y la ∫eñal de la Cruz, que es lo mas cierto, ∫e fueron a el, perdida la fiereza natural que tenian, y como ∫i fueran dos perros que el huuiera criado, le halagaron, y ∫e echaron a ∫us pies: Pedro de Candia con∫iderando la maravilla de Dios, nue∫tro Señor, y cobrando mas animo con ella, se baxo á traer la mano por las cabeças y lomos de los animales, y les pu∫o la Cruz encima, dando à entender á aquellos Gentiles, que la virtud de aquella in∫ignia aman∫aua, y quitaua la ferocidad de las fieras: con lo qual acauaron de creer los Indios, que era hijo del Sol, venido del cielo (II, I, XII, f. 9).
A partir del énfasis puesto en el texto sobre la imagen de la cruz, el estudio de Delgado revela hasta qué punto es posible determinar aquellos contenidos míticos que permitirían ver en la obra una fundación de carácter primordial según la proximidad del desembarco de Pedro de Candía al lugar de la línea equinoccial. En efecto, la observación del paso del sol por la línea ecuatorial permitió establecer en la zona de Tumipampa (provincia norteña conquistada por Wayna Qhapaq y en la que se encontraba el poblado de Tumpiz) una serie de recintos sagrados dedicados al culto y estudio de los movimientos del astro diurno. El paso del sol por el cenit de la línea equinoccial marca el inicio de las estaciones de primavera y otoño, y al ser la luz totalmente perpendicular en esas fechas, la sombra desaparece al mediodía. De ahí que, como se dice en los Comentarios,
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a∫si yuan e∫perimentando que quanto mas ∫e acercauan a la linea equinocial, tanto menos ∫ombra hazia la coluna al medio dia: por lo qual fueron e∫timando mas y mas las colunas que e∫tauã mas cerca de la ciudad de Quitu, y ∫obre todas las otras e∫timaron las que pu∫ieron en la mi∫ma ciudad, y en su parage ha∫ta la co∫ta de la mar, donde por e∫tar el Sol a plomo (como dizen los albañíes) no hazia ∫eñal de ∫ombra alguna a medio dia. Por e∫ta razon las tuuierõ en mayor veneracion: porque dezian q˜ aquellas eran a∫siento mas agradable para el Sol, porque en ellas se a∫∫entaua derechamente, y en otras de lado (I, II, XXII, f. 42–42v).
De este modo, la proyección sobre las cuatro direcciones cardinales se encontraba en esos días del año concentrada en un solo punto, hecho que se daba también en el “centro” por excelencia, el Cuzco, durante el paso del sol por el cenit el 30 de octubre y el 13 de febrero (Zuidema 1989: 405). Para Delgado, el eje vertical (o falo celestial) se con-yugaba con el eje horizontal (el vientre materno), renovando el matrimonio simbólico del cielo con la tierra e irradiándose simétricamente en las cuatro direcciones de los suyu, que a la vez eran la representación geográfica de las cuatro estaciones del año. Gary Urton (1979: 3) ha señalado que las formas simétricas de organización espacial, social y temporal no son extrañas en las antiguas culturas sudamericanas debido a que los movimientos de los astros celestes se suelen dar de manera también simétrica según estén comprendidos dentro de los trópicos, lo que es verificable desde la mayor parte del territorio del Tawantinsuyu. De ahí que los puntos de orientación dentro de las culturas sudamericanas fueran generalmente terrestres, en la medida en que los astros eran observables en movimientos oscilantes alrededor de ellos. Las soluciones organizativas de las actividades sociales (como la agricultura, por ejemplo), dependían de los movimientos del sol entre los trópicos, pero también de las oposiciones entre distintas constelaciones, como las que conocemos hoy con el nombre de Orión, que marcaba con su aparición el inicio de la estación seca, y la de las Pléyades o Siete Cabrillas, que indicaba el inicio de la estación húmeda (cf. Urton 1979: 5). Por otro lado, si recordamos la chakana o cruz en equis que aparece en el altar de Joan de Santacruz Pachacuti (Figura 2, en el capítulo anterior), veremos que se complementa con la cruz superior que preside el altar, situada sobre la forma ovóidea que conjuga las virtudes fertilizantes del dios Wiraqucha. Milla Villena (16– 21) ya ha explicado la importancia que la constelación de la Cruz del Sur tenía como patrón de referencia para las proporciones y medidas de la arquitectura y el espacio andino en general. Por ello, es posible aceptar que la cruz simétrica de jaspe que se había anunciado desde la Primera Parte (II, III) de los Comentarios como objeto de adoración de los incas adquiere sentido en consonancia con la función que habría tenido de las concepciones ordenadoras –de simetría y cuatripartición– privilegiadas por el estado incaico. Además, la imagen de una cruz es ubicable en culturas anteriores cuya relación como origen lejano de la propia cultura incaica ha sido claramente establecida por distintos investigadores (cf. Urteaga 1931: Caps. 2-4 y Zuidema 1989: 193–255). Así ocurre, por ejemplo, en el recinto llamado Puma Punku o “Puerta del Puma”, sección que guardaba la entrada del vasto complejo ceremonial conocido como Tiwanaku o Tiahuanaco en la actual Bolivia. En algunos frisos de Puma Punku es posible observar cruces simétricas esculpidas bajo relieve, como señal de identidad y poder y como ornamento que representaba la importancia política y ritual de tal complejo arquitectónico. Asimismo, la llamada cruz escalonada, tan característica de la iconografía incaica, es ubicable en las mismas ruinas de Tiwanaku en diversos frisos, y ha dado lugar a diversas interpretaciones acerca de su significado (una de las más interesantes es la ofrecida por Milla Villena: 65–128), que por el momento no desarrollaré para poder seguir con la exposición sobre el pasaje de Pedro de Candía.
138 Por eso, más que seguir con las ideas de Delgado y con la importancia de la figura de la cruz (con ejes vertical y horizontal o en aspa) en el mundo andino, me interesa detenerme en la imagen específica de Pedro de Candía desembarcando en las costas de Tumpiz. La importancia de la cruz en muchas de las culturas antiguas del Viejo Mundo ha sido ampliamente examinada (cf. Delgado: 315–318 para una bibliografía más amplia), y las culturas andinas conocidas no han sido ajenas a este procedimiento de representación geométrica de determinados conceptos cosmogónicos en que se enfatiza el orden y el retorno cíclico de las estaciones. Pero, volviendo a la escena del desembarco de Pedro de Candía, es importante señalar que no se ha examinado todavía el carácter fundacional que tendría en el texto tal escena según los otros elementos de la misma. Así, por la resonancia que la imagen de tal personaje ofrece de diversas representaciones de Wiraqucha, la divinidad mayor del panteón incaico, veremos que su descripción y narración no pueden reducirse de ninguna manera a una lectura únicamente vinculada con las fuentes textuales europeas de la obra. La propuesta de Delgado es una contribución importante para contravenir este sentido, pero aún insuficiente, por el énfasis exclusivo que hace en el valor simbólico de la cruz dentro del imaginario incaico, descuidando los demás aspectos de la escena. Pasemos entonces a estudiar primero las versiones anteriores o relacionadas al pasaje de los Comentarios, y examinemos luego en la tradición mítica y legendaria cuzqueña la imagen de Wiraqucha. Veremos así de qué manera la presentación de Pedro de Candía constituye una pieza clave de conformación de la imagen de los conquistadores iniciales muy afín a una visión general de crítica a la burocracia colonial y al modelo de organización social que ésta consagró en las décadas finales del XVI. Veremos también que, junto con ello, se da la constitución de un modo de narrar cuya autoridad global difícilmente depende sólo de la argumentación filológica más prestigiosa de la época en los círculos humanistas europeos. Pedro de Cieza de León ([1553] 1973: 142–143) es citado en los Comentarios extensamente para hacer referencia a las peculiaridades de Tumpiz y al hecho de que Wayna Qhapaq había dejado “un león y un tigre muy fieros [...] que mandó los tuviesen muy guardados; las cuales bestias deben ser las que echaron para que despezasen al capitán Pedro de Candia” (id.). Cieza, sin embargo, no menciona el hecho de que Candía llevaba un crucifijo en la mano, ni de que los felinos se arrojaron mansamente a los pies del capitán por obra y gracia del poder del dios cristiano materializado en la imagen de la cruz. Delgado (310) propone que el conocimiento de la anécdota acerca del incidente tal como aparece en términos de los Comentarios debió haber sido referida al autor durante sus años en el Cuzco, mientras tenía al hijo mestizo de Pedro de Candía como “cõdi∫cipulo de Beaba” (Comentarios, II, I, XII, f. 8v). No nos consta el hecho de tal comunicación en sí, pero tampoco importa, pues, cierta o no, la forma como la imagen de Pedro de Candía aparece en los Comentarios resulta en buena medida coincidente con algunas descripciones del dios Wiraqucha tal como se le presenta en distintas versiones recogidas por otros cronistas, al margen de las resonancias que tenga con el pasaje del Antiguo Testamento sobre el profeta Daniel y los leones amansados ante su presencia. Por lo pronto, para referirnos al espacio cultural andino hay que anotar que, entre las fuentes más antiguas, la Suma... de Betanzos habla ya de la aparición de Wiraqucha en un momento clave del ciclo mítico incaico acerca de los chancas: el sueño o visión que el príncipe Inka Yupanqi, más tarde Pachakutiq Inka Yupanqi, tuvo como buen augurio de su victoria sobre el enemigo. El dios se presentó al príncipe durante un sueño que éste tuvo tras una oración en que rogaba su amparo, y, según la Suma..., se presentó “en figura de hombre” (Betanzos: Cap. 8). La descripción es pobre, pues no pasa de este detalle. Sin embargo, más adelante, en el Capítulo 11 de la Primera Parte, se cuenta el proyecto de levantamiento de un templo a esa divinidad “a quien él [Ynga Yupangue] llamaba el Viracocha” (50). El cronista, por su parte, se encarga de comentar la indefinición del nombre de tal divinidad, atribuyendo a una supuesta falta de juicio de los indígenas el hecho de que ni ellos mismos diferenciaran a Wiraqucha del Sol:
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parescióle [a Ynga Yupanque ...] edificar una casa al sol en la cual casa pusiesen y fuese puesto un bulto a quien en el lugar del sol reverenciasen y hiciesen sacrificio porque aunque ellos tienen que hay uno que es el hacedor a quien ellos llaman Viracochapachayachachic que dice hacedor del mundo y este tienen que hizo el sol y todo lo que es criado en el cielo e tierra como ya habéis oído careciendo de letras e siendo ciegos del entendimiento e del saber casi mudos varían en esto en todo y por todo porque unas veces tienen al sol por hacedor y otras veces dicen que el Viracocha (Betanzos: 49).
En síntesis, el templo en homenaje a la aparición terminaría siendo un templo dedicado al Sol, sin que Betanzos parezca haber comprendido adecuadamente la estrecha y transformativa relación entre ambas entidades dentro del panteón incaico. La confusión del cronista puede deberse al hecho de que “Ynga Yupangue” declaró que el “que había visto antes de su batalla [...] le vió con gran resplandor [...] y en tanta manera que le paresció que todo el día era allí delante” (50). Por eso, luego de haber declarado que la aparición era la del creador Wiraqucha, el inca mismo concluyó “según la lumbre que él había visto que debía ser el sol” (id.). La idea de la figura humana y la del resplandor, entonces, es la que por ahora debe interesarnos. Molina, “el Cuzqueño” ([1573] 1943: 20), por su lado, narra el encuentro del príncipe Inka Yupanqi con una divinidad que se presentará a sí misma como “el Sol”. La aparición de la divinidad se dio a “cinco leguas del Cuzco” (Molina: id.) en la fuente llamada “Susurpuquio”, nombre que quizá derive de “Susunpuquio”, “en cuyo caso significaría el puquio o manantial entumecido o helado” (Morales: 25, nota 2). Zuidema (1982: 225) también ha explicado la relación entre la fuente de Susurpuquio y las Pléyades (en buena medida coincidente con la costelación oscura de la Llama), que “previene la inundación bebiendo agua de las fuentes” (trad. mía)100. Es importante señalar esto por la presencia del elemento acuático que también se da en la escena sobre Pedro de Candía en los Comentarios. De este modo, Inka Yupanqi “vio caer una tabla de cristal en la misma fuente” (Molina: id.), y en dicha tabla vio aparecer luego
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una figura de indio en la forma siguiente: en la cabeza del colodrillo della, a lo alto le salían tres rayos muy resplandecientes a manera de rayos del Sol los unos y los otros; y en los encuentros de los brazos unas culebras enroscadas; en la cabeza un llauto, como Inca, y las orejas horadadas, y en ellas puestas unas orejeras como Inca, y los trajes y vestidos como Inca. Salíale la cabeza de un león por entre las piernas, y en las espaldas, otro león, los brazos del cual parecían abrazar el un hombro y el otro; y una manera de culebra que le tomaba de lo alto de las espaldas a abajo (Molina: id.).
Intentando huir el príncipe al ver la misteriosa figura, “el bulto de la estatua lo llamó por su nombre” y se presentó como “el Sol vuestro padre” (id.: 20–21), anunciándole futuras victorias y pidiéndole el establecimiento de su culto. Así, Inka Yupanqi “[mandó] a todas las gentes que sujetó, le adorasen y reverenciasen juntamente con el Hacedor, [pues] lo que conquistó y sujetó, todo fue en nombre del Sol, su padre, y del Hacedor, diciendo que para ellos era todo” (ibid.).
100
La wak’a de Susurpuquio, según propone Zuidema (id.: 216), habría sido, además, un lugar de referencia adecuado para la observación del Sol joven del solsticio de invierno por encontrarse alineada con el Templo de Qurikancha en el amanecer del 25 de mayo. Ver también Zuidema 1976 para información complementaria.
140 La dualidad Sol-Hacedor se presta a un entendimiento del proceso globalizador que la divinidad incaica mayor representaba en sus instancias como P'unchaw y Apu Inti. De este modo, ambas entidades estaban íntimamente ligadas entre sí, y la diferenciación de los aspectos solares de Wiraqucha pudo haber obedecido a la necesidad de adoptar un símbolo religioso nacional incaico vinculado a la producción del maíz, como sostiene Demarest (74), posiblemente a partir del reinado expansivo de Pachakutiq Inka Yupanqi (Pease 1972: 25)101. La divinidad aparecida al príncipe Inka Yupanqi, resplandeciente y envuelta por serpientes y leones (americanos, se entiende), no debe soprendernos en sí misma, pues corresponde a la iconografía tradicional acerca de la imagen de Wiraqucha. Para nuestro caso, lo que interesa destacar es que algunos de sus elementos (carácter resplandeciente, felinos envoltorios) se encuentran también presentes en la descripción de Pedro de Candía en el momento de su desembarco. Cieza de León, por su lado, en El Señorío de los Incas, no presenta la anécdota sobre la aparición del dios en Susurpuquio, pero menciona un hecho sintomático dentro de esta cadena de asociaciones descriptivas. En el momento de la batalla contra los chancas invasores, Cieza describe al “capitán Inca Yupanqui [...] puesta en su cabeza una piel de león” ([c. 1552] 1985: 139), lo que el cronista explica como una actitud “para dar a entender que había de ser fuerte como lo es aquel animal” (id.). La explicación es razonable dentro de los propios términos de la tradición andina, pero no necesariamente tal indumentaria guerrera debía tener un solo significado. La relación con el “león” que cubría las espaldas de la aparición y cuyos brazos “parecían abrazar el un hombro y el otro” en el texto de Molina surge como producto de la superposición posible de ambas figuras (el príncipe combatiendo y el dios aparecido) encarnando rasgos propios de la divinidad fundadora mayor. Sin embargo, antes de pasar a una descripción pormenorizada de las representaciones iconográficas de tal dios conviene agotar algunas otras descripciones presentes en distintas crónicas. Sarmiento de Gamboa ([1570] 1960: 232, cap. 27) menciona escuetamente la aparición de esta manera:
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Y estando [Inga Yupangui] un día en Susurpuquio en gran aflicción, pensando el modo que tendría para contra sus enemigos, le apareció en el aire una persona como Sol, consolándole y animándole a la batalla. Y le mostró un espejo, en que le señaló las provincias que había de sujetar; y que él había de ser el mayor de todos sus pasados [...] (id.).
El “espejo” de Sarmiento recuerda la tabla cristalizada de Molina, y ambas constituyen el mismo objeto que Pachakutiq Inka Yupanqi portaría después como prueba de su relación estrecha con el dios de la aparición. Éste, a su vez, conserva en la versión de Sarmiento los rasgos resplandecientes que ya habían sido mencionados por los anteriores cronistas. Sin embargo, la descripción más completa es la que da Bernabé Cobo, sin duda basándose en el manuscrito de Molina o en alguna fuente común, dado el tremendo parecido entre ambos pasajes. Veamos:
101
Rowe (1960) sostiene la precedencia del culto al Sol, que fue complementado por el de Wiraqucha en las etapas finales del imperio. Tal cronología ha sido discutida ya por Demarest (v. esp. 4–6)
141
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Cuentan deste Inca [Pachacútic], que antes de ser rey, como fuese una vez á visitar a su padre Viracocha, que estaba en Jaquijaguana, cinco leguas del Cuzco, al tiempo que llegó á una fuente llamada Susurpúquiu, vió caer en ella una tabla de cristal, dentro de la cual se le apareció una figura de indio con este traje: en la cabeza tenía un lláutu como el tocado de los Incas, y de la parte alta del celebro le salían tres rayos muy resplandecientes, semejantes a los del Sol; en los encuentros de los brazos unas culebras enroscadas; las orejas horadadas y puestas en ellas unas grandes orejeras; el vestido era de la misma traza que el de los Incas; salíale la cabeza de un León por entre las piernas, y en las espaldas tenía otro cuyos brazos abrazaban los hombros de la estatua, y una manera de culebra que le tomaba las espaldas de alto á bajo [...] (Cobo [1653] 1890-93: vol. III, 157).
En esta descripción vuelven a hacerse explícitos los dos “leones”: uno asomando “por entre las piernas” y el otro abrazando “los hombros de la estatua”. Este dios, al hablar al asustado príncipe, se le presenta diciendo “yo soy el Sol, tu padre” (id.), tal como había ocurrido en el texto de Molina. Sin embargo, hay que anotar que en la historia de Cobo la victoria sobre los chancas se atribuye a Wiraqucha Inka, padre de Inka Yupanqi, siendo su versión –posiblemente por influencia de los Comentarios– una de las pocas de la historia incaica que atribuyen a tal inca tan importante acción. Por ello, dos capítulos antes la visión de Wiraqucha Inka como anuncio de su victoria sobre los chancas se da en la figura del dios “Viracocha”, del que el príncipe tomó su nombre. Así, el dios aparecido al príncipe vencedor de los chancas en la versión de Cobo tenía “figura y traje de hombre blanco, barbado y con vestiduras largas hasta los pies” (Cobo: vol. III, 149), lo que corresponde con otras descripciones del dios Wiraqucha, como las que aparecen en Sarmiento (Cap. 7) y en Cieza ([c. 1552] 1985: Cap. 5) para referirse al Wiraqucha creador u ordenador mucho antes del surgimiento de los incas. Las apariciones del dios Wiraqucha durante su paso ordenador del mundo desde el lago Titicaca suelen coincidir, entonces, con la descripción de Cobo del Wiraqucha aparecido antes de la victoria sobre los chancas. Las versiones de los cronistas suelen contradecirse o intersectarse en éste como en otros aspectos de los mitos fundacionales que les sirvieron de fuente, y ello ha dado motivo a múltiples confusiones. Sin embargo, este hecho no impide que en mayor o menor medida algunos de los rasgos que la divinidad adquiere en las descripciones formen parte de una imagen del dios que también es representado en diversas contrapartes arqueológicas. El carácter cambiante del dios Wiraqucha no debe sorprendernos. Si en los mitos de creación aparece como un hombre alto, barbado, con túnica blanca y portador de un báculo, en los mitos de fundación imperial (por llamarlos de alguna manera), como los citados por Molina y Cobo, Wiraqucha aparece como un ser de aspecto espeluznante, envuelto entre serpientes y pumas y despidiendo enceguecedores rayos de luz de la cabeza, con lo que sus aspectos solares se hacen más evidentes. Pero así como el carácter antropomórfico de las divinidades andinas no es el mismo que el de las divinidades greco-romanas (cf. Gisbert 1990: 105 y Demarest: 73), su relación con los fenómenos atmosféricos les otorga rasgos de variación correspondientes a los mismos fenómenos naturales que los manifiestan: “las deificaciones precolombinas parcialmente personificadas de fenómenos celestes se superponían e incluso se transformaban a sí mismas y entre ellas tal como los fenómenos naturales lo hacen en el tiempo y en el espacio” (Demarest: id., trad. mía). De este modo, el Wiraqucha de la creación andina y el Wiraqucha de la expansión incaica asumen distintos rasgos en consonancia con la tendencia general de las categorías religiosas andinas de concebirlos como entidades cambiantes y plurimorfas.
142 Por ejemplo, en la Primera Parte de los Comentarios (IV, XXI) se refiere el incidente de la aparición de Wiraqucha al príncipe que más tarde sería el vencedor de los chancas, identificado en la obra como Wiraqucha Inka y no Inka Yupanqi. “La fantasma” tío del príncipe se presenta como “hijo del Sol” y hermano de Mankhu Qhapaq y Mama Uqllu, así como de Yawar Waqaq, padre del príncipe. La descripción es breve pero sintomática: “un hõbre e∫traño en habito, y en figura diferente de la nue∫tra: porque tenia barbas en la cara de mas de vn palmo, y el ve∫tido largo y ∫uelto, que le cubria ha∫ta los pies: traya atado por el pe∫cueço vn animal no cono∫cido” (f. 97). Si bien esta descripción difiere en algo de las de Molina y Cobo, parece conjugar algunos de sus rasgos (un animal extraño, aspecto diferente) con los del Wiraqucha de los mitos de creación (barbas, vestido largo y suelto). Todo parece indicar que los rasgos del Wiraqucha resplandeciente rodeado de felinos fueron reservados en los Comentarios para la descripción del incidente de Pedro de Candía en Tumpiz. En un análisis de las representaciones de la divinidad andina en distintas muestras arquitectónicas y cerámicas, Demarest (62) propone que existe una clara unidad del panteón superior incaico en mito y símbolo. Así, las versiones examinadas por este investigador complementan algunos de los rasgos con que la divinidad ya era representada visualmente desde tiempos incluso preincaicos. Una de las muestras más valiosas dentro de esta iconografía es la de la llamada Puerta del Sol de Tiwanaku, en que el personaje central aparece portando una cayado y una honda en sus manos, despidiendo rayos de su cabeza y con rostro felino que derrama lágrimas, lo que revela su relación con los fenómenos del granizo y de la lluvia102. La continuidad de Wiraqucha hasta la cultura incaica parece haberse enriquecido, pues en las versiones sobre Wiraqucha que hemos citado también existen rayos o barbas y objetos prolongados que son llevados por el personaje en sus manos. Sin embargo, hay que señalar que la pareja de pumas que según los cronistas citados asoman del cuerpo de la divinidad son parte de un conjunto de características atribuidas al dios como parte de su poder sobre los fenómenos naturales, representados por el puma (lluvia, granizo) y el amaru (rayos) (cf. Demarest: 51–52). Una interpretación reciente sobre el tema es la que ofrece Classen (48), quien propone que la distribución de los felinos en la parte superior e inferior del dios aparecido y de la serpiente como eje conectivo entre ambos podría entenderse como una representación del cuerpo cósmico andino: los pumas “simbolizarían las estructuras separadas de la tierra y el cielo, y la serpiente el eje integrador que conecta las dos mitades del cosmos” (trad. mía). Si el futuro Pachakutiq Inka Yupanqi adoptó la imagen del amaru o serpiente de dos cabezas como símbolo de su poder y de su panaka (según veremos adelante), el valor simbólico de tal imagen le otorgaría los rasgos mitificadores de centro o equilibrio entre dos fuerzas cosmogónicas contrapuestas. Por otro lado, el puma gigante con cola de serpiente que parece constituir una de las figuras principales en el templo de Wiraqucha en Urcos (cerca del lugar de la aparición) testimonia la directa relación entre ambos animales dentro de las representaciones de la divinidad (véase Santa: 1–20 para una descripción detallada de la iconografía en el Templo).
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Este dios es presumiblemente Tunupa, divinidad colla a la que se le atribuyen poderes atmosféricos semejantes a los de Wiraqucha. La continuidad e identidad entre ambos dioses es sustentada por Demarest (61) como parte de su argumentación general acerca de un Wiraqucha multifacético y cambiante. Por su lado, Urbano (1981: XXIV–XXV) propone que dentro de las funciones de los personajes relacionados con Wiraqucha en el llamado ciclo mítico de este dios múltiple, Tunupa correspondería a los aspectos destructivos y desordenadores de la divinidad. Para una interpretación discrepante puede verse Rostworowski (1983: Cap. 1).
143 Asimismo, las representaciones de pumas que guardan la entrada a recintos importantes son frecuentes en otras muestras arqueológicas y cerámicas incaicas. En la llamada piedra de Samaypata (o “andén de descanso”), en el sureste del actual territorio boliviano, la figura de dos pumas mirándose de frente y representados de perfil guarda la entrada de las escalinatas que llevan al resto de las representaciones esculpidas sobre la cima de la enorme roca. Recordemos que Samaypata fue, al parecer, construido como observatorio astronómico durante la fase máxima de apogeo de los incas en su avance hacia el Qullasuyu, que se dio durante el reinado de Tupaq Inka Yupanqi. Como continuidad de tal tradición iconográfica, es frecuente encontrar en las representaciones pictóricas coloniales de nobles incaicos la presencia de cabezas de pumas asomando de los hombros y rodillas de algunos personajes, como parte de los distintivos que legitimaban a tal o cual individuo en función de su pertenencia a un grupo social privilegiado, que se había fortalecido en el poder antes de la llegada de los españoles gracias a su genealogía divina. Los pumas, además, eran tema común en la textilería incaica precolombina y sirvieron así como elemento ornamental en numerosas pinturas y grabados coloniales. Dentro de la arquitectura colonial cuzqueña el motivo de los dos pumas sosteniendo un arco iris a la entrada de algún solar importante ocupado por descendientes de los incas es también frecuente (cf. Gisbert 1980: láminas 201, 203 y 205). Asimismo, el escudo atribuido a “uno de los descendientes de los incas” (Gisbert 1980: lámina 180) contiene dos otorongos o leopardos americanos rodeando el escudo real de tal personaje. Presumiblemente, se trata del escudo que el pintor Diego Quispe Titu representó para su ascendencia noble, según Rojas (1978). Y en el Museo Arqueológico del Cuzco no son raras las muestras de ceramios de presumible función ritual con el mismo motivo: dos felinos enfrentados a lados opuestos de la vasija o cántaro como asas y posiblemente como guardas de la entrada al contenido del ceramio. La idea resulta coherente con lo que se sabe de ciertas bebidas como la aqha o cerveza de maíz, mejor conocida por los conquistadores con el caribeño nombre de chicha, y utilizada profusamente en ceremonias y festividades religiosas del incanato. Ahora bien, ¿qué relación pueden tener estas representaciones de parejas de felinos y el dios Wiraqucha con nuestro pasaje de Pedro de Candía? Si recordamos la descripción exacta del capitán cretense, podremos ir atando los cabos necesarios, pues Pedro de Candía
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se pu∫o ∫obre el ve∫tido, vna cota de malla que le llegaua á las rodillas, y vna celada de hierro de las muy brauas y galanas que lleuauan, y vna rodela de azero, y ∫u e∫pada en la cinta, y en la mano derecha, vna cruz de palo, de mas de vna uara de medir en alto (Comentarios, II, I, XI, f. 8v).
Con toda su corpulencia (que el texto se encarga luego de subrayar) y con esta indumentaria, Candía “fue al pueblo, pa∫∫o, ante pa∫∫o, mo∫trando vn semblante graue y señoril, como ∫i fuera ∫eñor de toda aq˜lla Prouincia” (id.). La calurosa costa de Tumbes permite imaginar el resplandor de los rayos del sol sobre la armadura y celada del soldado, y esto, junto con las barbas que cubrían frondosamente su rostro, hizo que los pobladores se alteraran “mucho mas” (id.) de lo que ya estaban con la simple vista del navío español sobre las aguas. De ahí que el texto presente la consiguiente anécdota de los felinos dentro de un formato muy propio de la defensa del poder –y legitimidad– del dios cristiano en tierras del Tawantinsuyu. Pedro de Candía “se baxo” a acariciar a los felinos, que lo rodearon mansamente, y fue así como, según el texto, los indígenas más sorprendidos todavía tuvieron a Candía y a los otros españoles como “hijo[s] del Sol, venido[s] del Cielo” (f. 9).
144 Si concebimos visualmente a nuestro personaje saliendo del mar, cubierto de hierro y acero, barbado, con una espada al cinto (presumiblemente al lado izquierdo), una rodela (presumiblemente sobre el antebrazo izquierdo), en la mano derecha una cruz de una vara (lo que equivale a más o menos tres pies), caminando majestuosamente y rodeado amable y súbitamente por los felinos, tendremos poco menos que una visión bastante familiar para la tradición cultural andina. Puede argüirse que los felinos no son precisamente dos pumas, sino un puma y un otorongo (o uturunku), pero el reparo es desestimable por el hecho de que el otorongo constituía una representación divina en la zona del Antisuyu, mientras que el puma lo era más de la sierra propiamente dicha. Ello no impedía, además, que el otorongo fuera incluido entre las armas reales incaicas secundarias, según las presenta Waman Puma en el escudo que les atribuye en la página 84 de su Nueva Coronica (ver Figura 6).
Figura 6. Armas secundarias de los incas, según Waman Puma.
145 Por su lado, Murúa también presenta un escudo de “Armas del Reyno del Pirú” en el que aparecen un “león” y un otorongo en el campo superior. Curiosamente, el “león” se sitúa en el sector del Chinchaysuyu y el otorongo en el Antisuyu (Ver Figura 7). De este modo, ya que la fuente inmediata de Garcilaso había sido Pedro de Cieza, que menciona a un tigre y un león, no cabía hacer en los Comentarios alteraciones mayores que motivaran sospechas y restaran capacidad de sugerencia al texto. Por el contrario, el “tigre” típico de la selva amazónica bien podía ser explotado según sus propias significaciones culturales. Así, el otorongo funciona tanto como el puma para una representación de este tipo, y el escudo de los incas según Murúa es una buena muestra de ello. En todo caso, siendo el puma el símbolo del Chinchaysuyu y el otorongo el del Antisuyu, ambos felinos representarían el poder de la mitad hanan que los dos cuadrantes constituyen dentro del espacio andino, en oposición a la mitad urin, constituida por el Qullasuyu y el Kuntisuyu. Pedro de Candía, presidiendo el espacio de arriba (hanan) gracias a la consagración que la actitud de los felinos le otorga, estaría implicando subtextualmente la novedad y el dominio de la presencia española sobre el mundo indígena.
Figura 7. “Armas del reino del Pirú”, según Martín de Murúa.
146
Pero por eso mismo, nunca está de más insistir en que sería peligroso y distorsionante asumir tal representación de los Comentarios como puramente indígena. Según hemos venido haciendo, nuestra lectura prefiere privilegiar los rasgos sincréticos de la narración, precisamente para encontrar en ellos un tramado general en el que el valor simbólico de algunos conquistadores tendrá coherencia con las posturas explícitas que aparecen en el texto hacia una determinada forma de concebir la administración colonial. Po eso, cabe preguntarse una vez más sobre la idea del carácter “divino” de los españoles desde el punto de vista indígena. Según las distintas versiones del mito, el dios Wiraqucha se alejó sobre las aguas luego de su paso por el mundo andino. Su ruta coincide con la del sol en su tránsito sobre el cielo sudamericano desde el solsticio de verano al de invierno. Concebir a los españoles (que llegaron desde el oeste) como dioses contradiría totalmente el movimiento –de este a oeste– inherente al dios Wiraqucha, por lo que la validez de la idea debe relativizarse. Garcilaso parecería haber sido uno de los responsables en difundir la especie, pero tal vez más por un defecto de lectura en el público posterior, pues en realidad presenta a los conquistadores como “enviados” del dios y no como dioses mismos para los indígenas. No olvidemos, por otro lado, que desde el punto de vista de las panaka que fueron favorecidas inicialmente con la llegada de Pizarro y sus tropas, nada mejor que representarlos en su misión salvadora como parte de una concepción providencialista propiamente andina. Polo de Ondegardo (154) certifica la idea expresando que
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[...] se entenderá la ocasión que tuvieron [los Indios] en llamar a los xpianos [cristianos] Viracochas, en que tantas opiniones ay, y es así que al tiempo que los capitanes de Tabalipa prendieron en el Cuzco a Guázcar inga por engaños, después que lo llevaron hizieron los ingas vn gran sacrifiçio al Viracocha para que le librase en quematorio a gran suma de niños, y carneros, y Ropa, y como inmediatamente quando se acabó vino nueva que los xpianos avían prendido a Atabalipa entendieron que fuese gente que hubiese enviado el Viracocha por razón del sacrificio y llamáronlos Viracochas; y este nombre baxó del Cuzco, donde se introdujo, porque en canpo de Tabalipa, antes y después que le prendiesen, no los llamaban sino Zungazapa, que quiere dezir barbudos. Y esta es verdadera historia, y es bien se sepa [...] (énfasis mío).
La explicación providencialista resulta, pues, producto de los intereses políticos de las panaka cuzqueñas perdedoras en la guerra de sucesión, y no una visión generalizada que simplificadoramente suele aplicarse a la percepción indígena de los invasores europeos. Véase Todorov (Introd.) como ejemplo bastante difundido de una descripción simplista y distorsionada de la invasión del Tawantinsuyu y de las operaciones simbólicas consiguientes en el imaginario andino. Volviendo a Pedro de Candía, luego de su entrada fundacional (renovando y fusionando un tópico caballeresco y una tradición de apariciones míticas andinas), vuelve a su nave cargado de regalos y buenas noticias sobre las riquezas de Tumpiz, lo que permite la continuación de la marcha hacia Cajamarca, en la que también participó. Candía moriría años más tarde, en 1542, durante la batalla de Chupas, asesinado por sospecha de traición por Almagro el Mozo, a cuyo lado se alineó en aquella fase de las guerras civiles entre los conquistadores. La rebelión del mestizo Almagro el Mozo constituía un claro desafío a los plebeyos aunque enriquecidos “pachacamos” o partidarios de los Pizarro, según los cuales contaban con el favor de la Corona para la pertenencia de la ciudad del Cuzco a su propia gobernación y no a la de Almagro el Viejo en el territorio de la Nueva Toledo, al sur, en el actual Chile.
147 Como se recordará, Francisco Pizarro había sido asesinado en 1541 por los “chilenos” o partidarios de los Almagro como venganza por la ejecución de Almagro el Viejo en la batalla de las Salinas (1538). La derrota definitiva de los “chilenos” en Chupas motivó sobre ellos una feroz masacre que fue permitida por el gobernador Vaca de Castro, representante oficial de la Corona para dirimir el pleito (cf. Pérez de Tudela: XX–XXXIII). El papel de Pedro de Candía como uno de los primeros conquistadores y como individuo que más tarde representaría parte de un cuestionamiento frontal al poder y disposiciones de la Corona es algo que vale la pena tener en cuenta cuando veamos cómo, a lo largo de la Segunda Parte de los Comentarios, será Gonzalo Pizarro quien cumpla una función semejante. 2. La fortaleza de Saqsawaman: el rayo cede el paso al arco iris. Como sabemos, Garcilaso pertenecía por línea materna a la panaka o familia real del inca Tupaq Yupanqi. El dato importa por el papel cumplido por este ayllu o grupo familiar real en la guerra de sucesión tras la muerte de Wayna Qhapaq, el duodécimo inca en los Comentarios. Los hijos de Wayna Qhapaq, Waskhar y Ataw Wallpa, se disputaban el dominio del imperio en un tipo de lucha que no resultaba inusual en el sistema de sucesión incaico. Ya historiadores como Franklin Pease (1972) y María Rostworowski (1983: 172–173) han establecido la necesidad de encontrar en tal guerra civil un procedimiento ritual para consagrar a uno de los partidos entre los que se consideraban con derecho al poder. De ahí que las causas de Waskhar y Ataw Wallpa fueran legítimas en sus propios términos, pues ambos contrincantes y medio hermanos pertenecían a la nobleza cuzqueña. Sin embargo, la madre de Waskhar, Mama Rawra Uqllu, pertenecía a la panaka de Tupaq Inka Yupanqi, y la de Ataw Wallpa, Mama Tuqtu Kuka, a la de Pachakutiq Inka Yupanqi103. Durante la guerra, las tropas de Ataw Wallpa lograron capturar el Cuzco y emprendieron la masacre de todas aquellas ramas familiares que habían apoyado a Waskhar. Entre estas ramas se encontraba, naturalmente, la de Tupaq Yupanqi, y de la matanza lograron escapar algunos miembros de la familia, entre los que se contaba Chimpu Uqllu, nieta directa del inca por línea paterna y futura madre de nuestro escritor mestizo. Se ha interpretado esta circunstancia histórica como una razón que explica la preferencia de Garcilaso por presentar al Inka Wiraqucha como el vencedor en la gran guerra nacional contra los chancas y como el gran héroe reformador del estado incaico, frente a su sucesor, Pachakutiq Inka Yupanqi, cuya familia apoyaría tres generaciones más tarde al partido de Ataw Wallpa104. La premisa parte de un dato imprescindible en cualquier investigación acerca del mundo andino y de los textos que pretenden historizar su pasado: la historia contada por cada uno de los grupos familiares cuzqueños era altamente selectiva y manipulaba las virtudes y hechos de determinados gobernantes en función de los intereses políticos del momento (cf. Cieza [c. 1552] 1985: Cap. 11). 103
Dice Rostworowski (1983: id.) que el papel cumplido por las mujeres en la lucha por el poder era sumamente importante y ha sido generalmente descuidado por los historiadores modernos. Sobre el rol del elemento femenino en la sociedad andina en general puede verse también Rostworowski (1983: 9–17 y 72–96).
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También la presencia en los Comentarios de un décimo gobernante llamado Inka Yupanqi (a secas) entre Pachakutiq y Tupaq Yupanqi ha hecho sospechar que este misterioso inca que no registran otras crónicas es sólo una dicotomía del mismo Pachakutiq Inka Yupanqi hecha en la obra para disminuir la importancia del bisabuelo de Ataw Wallpa. Curiosamente, las únicas dos panaka que aparecen amalgamadas formando un solo grupo en el memorial enviado al autor de los Comentarios en 1603 (cf. I, IX, XL) son la de Pachakutiq y la de Inka Yupanqi, con 99 miembros; número abigarrado de sobrevivientes en relación con las otras panaka, especialmente después de la masacre practicada por las tropas de Ataw Wallpa sobre las panaka no afines a la suya ni a la de Pachakutiq. La lista del memorial totaliza un número de 567 descendientes directos de las once familias reales cuzqueñas que gestionaban privilegios ante la Corona española.
148 Así, si la propia historia de Garcilaso estaba parcialmente basada en las versiones de su tío abuelo Kusi Wallpa y otros miembros de su panaka, es lógico suponer que tendría que favorecer al partido de Waskhar y de Wiraqucha Inka, que tenía prácticamente perdida la guerra de sucesión en el momento de llegar las tropas españolas. Para el estudio del texto, es importante resaltar que no es sólo la dirección general del relato la que se encuentra condicionada por la naturaleza específica y las preferencias políticas de la fuente indígena. No se trata de detenerse en la idea de un original quechua en abstracto que sería “traducido” al español mediante una escritura altamente retorizada, a su vez, según el canon europeo. Estamos frente a un texto cuya fuente no solamente es un tipo específico de quechua, el qhapaq runa simi o quechua cuzqueño imperial, sino un tipo de discurso histórico cortesano cuyas pautas de narración de alguna manera llegan a interferir, además de los contenidos, con el estilo de algunos pasajes del relato, según se demuestra en el Capítulo Dos de mi libro Coros mestizos (1996). Esto no implica necesariamente una adulteración de las técnicas narrativas de Tucídides y de los historiadores italianos del XVI, como Guicciardini, tan evidentes en el texto, pero su selección, sin embargo, parece no haber sido gratuita. El caso al que me referiré a continuación se encuentra en los capítulos 27, 28 y 29 del Libro VII de la Primera Parte, dedicados a la descripción de la gran fortaleza de Saqsawaman, al norte de la ciudad del Cuzco. Para cualquiera que pueda apreciar hoy las ruinas de tal complejo arquitectónico, se hará evidente que la disposición de sus tres murallas delanteras difiere en cierta medida de la descripción hecha de ellas en los Comentarios. La distancia entre la realidad arqueológica y la descripción en el texto es la que me interesa subrayar, pues en la reconstrucción verbal ensayada en los Comentarios encontramos la formulación de una arquitectura ideal pero representativa de determinados símbolos de la nobleza cuzqueña. Se dice en los Comentarios que la fortaleza se encuentra sobre un cerro del mismo nombre cuya ladera sur cae perpendicularmente sobre la ciudad del Cuzco. En ese lado, se construyó solamente “una cerca” o muro de doscientas brazas de largo, puesto que por el abismo no se necesitaba de mayor protección. Al otro lado se extendían
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tres muros, vno delante de otro, como va ∫ubie˜do el cerro, te˜drá cada muro mas de dozientas braças de largo. Van hechos en forma de media luna, porq˜ van a cerrar y juntar∫e con el otro muro pulido, que e∫tà a la parte de la ciudad (I, VII, XXVIII, f. 193v).
Llama la atención la especificación sobre la forma de tales muros, que sin duda resulta coherente dentro de un plano espacial ideal por la simetría que guarda con tres semicírculos concéntricos cuya correspondencia con la realidad arqueológica es claramente discutible, como veremos. Por otro lado, los Comentarios son uno de los pocos textos que hablan de la existencia de tres torreones interiores, que forman un “triángulo prolongado, conforme al ∫itio” (I, VII, XXIX, f194v), es decir, en proporción a su distancia de las murallas. Hasta 1934, en que Luis E. Valcárcel emprendió excavaciones con fines científicos (cf. L. E. Valcárcel 1935 y Angles Vargas 1990), se dudaba de la existencia de tales torres, puesto que no asomaban a la superficie. Al parecer fueron destruidas durante las primeras décadas de la conquista por la necesidad de piedras para la construcción española del Cuzco y por el hecho de que los europeos se percataron de la función religiosa y no sólo militar del conjunto arquitectónico.
149 Años más tarde y como parte de la campaña de extirpación de idolatrías, se procedió a su completo desmantelamiento; sin embargo, Garcilaso declara haberlas visto, aunque arruinadas, cuando era “bien muchacho” y subía a jugar entre sus muros y aposentos “con otros de mi edad” (f. 195). La descripción de las torres presenta al edificio central en forma circular y a los laterales como cuadrados. Sus nombres correspondientes eran “Moyocmarca” (el principal y redondo), “Paucarmarca” y “Sallacmarca”. Esta descripción nos dejaría el trazo elaborado en la Figura 8. Como se ve, la semejanza entre esta visualización de Saqsawaman a partir de los Comentarios y la imagen de un arco iris estilizado es algo que conviene considerar en el momento de hacer un recuento sobre el carácter simbólico de tal descripción.
Figura 8. Saqsawaman según los Comentarios reales. Por otro lado, la evidencia arqueológica muestra un plano de Saqsawaman cuyos trazos contradicen parcialmente la descripción hecha en los Comentarios. Es cierto que las tres murallas delanteras corren paralelamente, partiendo de y uniéndose a la muralla-base. Sin embargo, no se trata de murallas curvolineales, como parece desprenderse de los Comentarios, sino que siguen la forma de un zigzag, sin duda útil para fines de defensa frente a ataques potenciales. Además, las torres, por lo que se ha podido encontrar de ellas, tampoco se encuentran en una posición de ángulos de un tríangulo prolongado, con lo que la simetría ideal del conjunto se rompe aún más. Un plano aéreo de las ruinas de Saqsawaman es el que puede apreciarse en la Figura 9. Ahora bien, dentro de la historia específica de este monumental edificio, cabe destacar que sus funciones de fortaleza le fueron atribuidas principalmente por los cronistas españoles, aunque ya algunos recopiladores tempranos como Cieza declaraban que los indígenas llamaban al conjunto “Casa del Sol” (Inti Wasi), debido a la función ritual que sin duda tuvo. Angles Vargas (1990: 43–48) propone que tal función habría sido la principal, pues no tenía mucho sentido construir una fortaleza en las puertas de la ciudad cuando las fronteras del imperio se encontraban precisamente en proceso de expansión.
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Figura 9. Plano de Saqsawaman, con sus tres torreones numerados. (Fuente: Hemming y Ranney: 69; a partir de Gasparini y Margolies: 187). Zuidema (1989: 283–285) propone también que el torreón central o Muyuqmarka habría sido concebido como centro comunicador de las fuerzas subterráneas con las fuerzas de la superficie, por lo que se explica su diseño bajo tierra, análogo al que se le atribuye sobre la superficie. De ahí la posibilidad de encontrar “la cuadratura del círculo en el Antiguo Perú” (id.), pues este centro cilíndrico vertical habría tenido funciones simbólicas ordenadoras sobre los cuatro cuadrantes de la superficie. Algunos cronistas tempranos como Pedro Sancho (Cap. XVII) hablan hasta de cinco pisos para la torre, y los Comentarios nos dicen que “debaxo de los Torreones auia labrado debaxo de tierra otro tanto como en cima” (I, VII, XXIX, f. 195). Esto le daba al subsuelo un carácter laberíntico que ni los mismos indígenas se atrevían a penetrar, a menos que fuera usando como guía “un ovillo de hilo” (id.). Así, dado el hecho de que fue Pachakutiq Inka uno de los posibles diseñadores del edificio (cf. Hyslop: 55), y que la construcción fue realizada durante muchos años bajo el mandato de los siguientes gobernantes, cabe preguntarse acerca de su diseño específico, que parecería corresponder al de tres rayos extendiéndose de sureste a noroeste o viceversa. Los cronistas Cobo y Molina señalan que el culto al rayo o trueno fue instaurado por Pachakutiq Inka Yupanqi, quien mandó construir no sólo Saqsawaman sino templos designados especialmente a esta divinidad. Dice Molina que
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También éste [Inca Yupanqui] hizo hacer casas al Trueno; hizo hacer una estatua con figura de un hombre de oro, e hizo poner en el templo que hizo hacer para él en la ciudad del Cuzco y en todas las provincias juntamente con las del Sol y el Hacedor. Tenía su templo esta huaca, y haciendas y ganados y criados por sí para sus sacrificios [...] (Molina [1573]1959: 26).
Es más, un estudio de la iconografía pertinente a cada panaka lleva a la conclusión de que era Chuki Illa (nombre quechua del rayo) la imagen tutelar de la panaka de Pachakutiq Inka, como afirman Urteaga (153), Demarest (35) y Zuidema (1989: 243). Una de las fuentes primarias más importantes para el tema de los wawqi o símbolos “hermanos” y representantes del inca es Sarmiento de Gamboa, quien en su Capítulo 31 propone que “Chuquiylla” fue adoptado por Pachakutiq como su tótem familiar. Chuki Illa habría representado una de las instancias del antiguo dios colla Tunupa, quien era concebido en quechua también bajo el nombre de Illapa. Éste agrupa a cualquiera de las manifestaciones celestes como rayo, trueno y relámpago, y es señalado como una divinidad mayor, aunque subsidiaria, dentro del panteón incaico (Demarest: 35). Sin embargo, en la descripción del panteón oficial hecha en los Comentarios (Libro II), Illapa no es un dios sino sólo un instrumento del Sol. Su importancia es minimizada por razones que es posible sospechar como propias del procedimiento selectivo del relato histórico cortesano cuzqueño, dada su importancia para la panaka de Pachakutiq Inka Yupanqi. Ahora bien, habíamos dicho que el trazo textual de las murallas de Saqsawaman favorece la aparición del Kuychi o arco iris, también llamado Arco del Cielo en los Comentarios, así como en diversas crónicas. Pese a que el arco iris es relegado dentro del panteón incaico a constituir una divinidad menor según los Comentarios, su importancia es evidente en muchos textos que hablan de momentos fundacionales en la historia mítica cuzqueña. Por ejemplo, en la mayoría de versiones referidas a la llegada de los hermanos Ayar a la cumbre del cerro Huanacaure, se indica la presencia de un arco iris como señal del inicio del nuevo orden que implica la fundación del Cuzco. Se ha atribuido la mención del arco iris en cronistas como Molina, por ejemplo, por interferencia del tema occidental del diluvio universal en su descripción del mundo andino (cf. Morales: 28). Pero recordemos que la mención de tal diluvio es un tema recurrente, y el hecho de que se haya identificado en el periodo inicial de la invasión europea como una evidencia del carácter universal de la historia bíblica no elimina la posibilidad de que tal destrucción por agua obedezca dentro del imaginario andino precolombino a una de las renovaciones cósmicas o pachakuti propias de tal tradición. Es un tema que no corresponde aquí agotar, al menos en los aspectos que no estén directamente relacionados con los Comentarios. Sin embargo, la secuencia entre una destrucción por agua y la aparición de un arco iris al final de ésta como señal del inicio de un nuevo periodo es perfectamente lógica en una como en otra tradición. La evidencia que revela el origen genuino del arco iris como imagen andina se encuentra en múltiples muestras cerámicas y pictóricas, como las ya señaladas en Gisbert (1980: láminas 121, 123, 125, 201, 203, 205 y 204). En esta última, que reproducimos como Figura 10, se puede apreciar un puma de cuya boca parte un arco iris, y es posible interpretar esta representación como el momento en que el felino (identificable también como coa o puma de agua) cede el paso al Kuychi, en un intento de significar la renovación de los ciclos estacionales por medio de su representación como lluvias (puma-estación húmeda) y luz (arco iris-estación seca). El arco iris, pues, parece representar uno de esos elementos privilegiados en la naturaleza en que se pueden encontrar rasgos axiales en la medida en que comunican un orden celeste a uno terrestre. Su representación solía hacerse, por otro lado, con cuatro franjas, y no con siete, como se suele atribuir hoy en día a la llamada “bandera” del Tawantinsuyu.
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Figura 10. Vaso ceremonial incaico con puma y arco iris. Fuente: Gisbert 1980, lámina 214. Asimismo, el arco iris constituye un emblema que utilizaron en sus escudos de armas las panaka sobrevivientes a las matanzas de Ataw Wallpa y que negociaron su acomodamiento a la sociedad colonial durante las primeras décadas de la invasión europea. En el Museo Regional del Cuzco (llamado Casa de Garcilaso por ser el lugar –aunque reconstruido– en que se crió nuestro autor en el Cuzco) se encuentran reproducciones de distintos escudos nobiliarios. Tales escudos corresponden a descendientes de la nobleza incaica cuya aceptación del orden español les valió la concesión de blasones, en las que se les permitía representar algunos íconos correspondientes a su propia tradición, según las normas propias de la heráldica (Rojas 1978 y 1981). Los dibujos interiores que aparecen en algunos de tales escudos son llamados tokapu, y corresponden al sistema de representación nobiliaria que era propio de la sociedad cuzqueña prehispánica (Rojas 1978).
153 El mismo Garcilaso, en la edición príncipe de la Primera Parte de los Comentarios, incluye un escudo personal en el que aparece un campo andino (el lado izquierdo del escudo), dentro del cual el arco iris emerge de la boca de dos serpientes sagradas o amaru, con un llawtu o crespón real colgando y un sol y una luna presidiendo el campo heráldico (Figura 11). Con ello se respeta la disposición derecha del escudo para los elementos masculinos y la izquierda para los femeninos, como ocurre con la imagen del altar del Qurikancha que Joan Santacruz dibuja en su Relación de antigüedades... representando al dios Wiraqucha en sus múltiples manifestaciones climáticas y terrenales, y en los numerosos dinujos de Waman Puma.
Figura 11. Escudo de armas del Inca Garcilaso. Volviendo, entonces, al Saqsawaman descrito por Garcilaso, tendríamos un Cuzco encerrado por dos ríos confluyentes y coronado en su cima norteña por un arco iris incaico, como se ve en la Figura 12. El sincretismo de tal representación privilegia la imagen de la cruz, que es posible abstraer de la unión de los ejes norte-sur y este-oeste de sus límites. Pues, así como Saqsawaman había sido descrito en forma de “media luna”, el Cuzco descrito en la Primera Parte (VII, VIII–XI) de los Comentarios permite concebir una representación triangular formada por los ríos Watanay y Tullumayu, teniendo como lado norteño la base de la colina sobre la que se yergue Saqsawaman. Se trata, naturalmente, de representaciones implícitas que no contradicen el plano denotativo del discurso, sino que le otorgan una dimensión que se revela sólo en función de un cotejo con la tradición iconográfica andina.
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Figura 12. Proyección sincrética del Cuzco según las descripciones del Inca Garcilaso: una cruz coronada por un arco iris. De este modo, se estaría modificando la presunta imagen puramente indígena que se tenía del Cuzco, que era la imagen de un puma mirando hacia el noroeste, como ocurre en el diagrama propuesto por John Rowe y ampliado por Gasparini y Margolies en la Figura 13. La idea del Cuzco prehispánico diseñado en forma de puma ha sido discutida con abundante evidencia por Zuidema (1989: 306–385), y no nos corresponde reproducir tal debate aquí105.
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Para un resumen de la discusión puede verse Hyslop (50–51). También Classen (101–106) enfrenta el tema, aceptando la hipótesis de Rowe por la importancia de la imagen del puma como símbolo de poder y divinidad asumido por los incas. Por su lado, Milla Villena (219–225) propone que es más bien la figura generativa de la llama la que modeló el espacio urbano cuzqueño.
155 Sin embargo, aceptando que el área geográfica del Cuzco incluía las múltiples parcialidades centrales y periféricas dedicadas al cuidado de los cuarentaiún seq'e o líneas concéntricas que engarzaban más de trescientos cuarenta wak'a o lugares sagrados, la imagen propuesta del Cuzco en los Comentarios modifica sustancialmente tal concepción del espacio y de los aspectos simbólicos de la antigua capital de los incas.
Figura 13. Supuesto trazo indígena del Cuzco, con forma de puma, según J. Rowe. Fuente: Gasparini y Margolies. Los elementos cristianos como la cruz quedan implícitamente incorporados por el narrador Garcilaso en la descripción del Cuzco, del mismo modo como se había elaborado un proceso de cristianización al hablarse de las virtudes de los gobernantes cuzqueños con sus conquistas pacíficas y sus ordenanzas sabias y justas, en una especie de traslación americana de la imagen de El Príncipe Cristiano, del jesuita Pedro de Ribadeneira, y del tratado Del Rey y de la Institución de la Dignidad Real, del también jesuita Juan de Mariana, más que de la Utopía de Moro (1516), algo desactualizada para la época. Sin embargo, este “acomodamiento” del mundo andino a los parámetros y referencias propias de la cultura europea no debe ser tomado sólo como una manipulación disculpatoria. Es cierto que en el texto se ocultan las qhapaq ucha o sacrificios humanos por entierro realizados por los incas, y que se atribuye a los gobernantes cuzqueños una expansión gradual y ordenada del Tawantinsuyu hasta los límites ingentes que llegó a tener a la llegada de los europeos, lo cual contradice la evidencia arqueológica que muestra una expansión tardía y acelerada en los últimos cien años del Imperio a partir del gobierno de Pachakutiq. Pero fácilmente se olvida que en la obra no se buscaba presentar una versión puramente indígena de los hechos ni de las instancias simbólicas de su narración. Se trata más bien de una oscilación constante de puntos de vista que se amalgaman en una propuesta compleja pero finalmente coherente que, como señaló Durand (1990: 3), contiene un “subtexto [que] encierra significativas alusiones y [en el que] las ideas se entretejen intencionadamente”.
156 El Cuzco “crucificado”, pero al mismo tiempo coronado con un arco iris incaico, parecería estar representando una propuesta del espacio y del simbolismo implícito en la disposición de éste muy afín a ciertas virtudes fundadoras que el texto de los Comentarios podría estarse atribuyendo. Siendo el arco iris el símbolo de la estación productiva (luego del diluvio destructor, pero fecundador), el Cuzco ideal propuesto en los Comentarios destruye antiguas tradiciones icónicas como la del rayo, y privilegia otras más afines a sus propias fuentes familiares y a su propia visión del pasado incaico. Otra interpretación posible de la imagen ofrecida del Cuzco en los Comentarios es una que, sorprendentemente, coincidiría con ciertas representaciones del poder incaico en diversos escudos nobiliarios, incluyendo el del mismo Garcilaso: un arco iris incaico emergiendo de las bocas de dos serpientes entrelazadas en sus extremos inferiores. Si el arco iris es representado por Saqsawaman y las serpientes por los ríos convergentes Watanay y Tullumayu, tenemos una representación simbólica del espacio sagrado y fecundador de la ciudad del Cuzco que bien pudo haber estado presente en la elaboración del escudo de Garcilaso. Por su lado, Gisbert (1980: 158) describe un escudo de Manco Cápac en la colección Yábar, en Lima, que contiene en uno de sus campos la misma imagen de las serpientes y el arco iris. También uno de los escudos más viejos de la ciudad del Cuzco, en el local de la ciudad del Instituto Nacional de Cultura, incluye los mismos símbolos como representativos de la capital incaica. Tal imagen, discernible en el subtexto de la descripción ofrecida en los Comentarios, no hace sino confirmar la necesidad de seguir explorando la obra desde referentes culturales cuzqueños que le son tan propios como los del Renacimiento español. Ahora bien, ¿cabría hablar, a partir de nuestra primera interpretación, la del Cuzco “crucificado”, también de una propuesta para el futuro de la obra? Veamos hasta qué punto es posible responder a esta pregunta sin alterar la naturaleza del texto, examinando otro caso de sincretismo discursivo en que se anuncian algunas virtudes del orden español a través del uso de imágenes que delatan momentos de unidad y coincidencia posible entre elementos del mundo andino y del mundo europeo. En el siguiente apartado, dedicado a las imágenes de San Bartolomé y las aves bicéfalas, veremos cómo la obra va estableciendo premisas subtextuales que permiten encontrar sentido a la exaltación de la figura de Gonzalo Pizarro y otros conquistadores por distintas razones y bajo distintas estrategias discursivas, según se desarrollará al final de este capítulo. 3. San Bartolomé y el caso de los pájaros bicéfalos. Uno de los pasajes con mayor frecuencia descuidados en la crítica sobre los Comentarios es el que se refiere a la manera en que el vencedor de los chancas, Wiraqucha Inka, se propuso dejar testimonio de su victoria. Luego de su triunfo, el inca “quedo tan vfano y glorio∫o de sus hazañas, y de la nueua adoraciõ que los Yndios le hazian” (I, V, XXIII, f. 121v–122) que mandó construir un templo dedicado al culto de “∫u tio la fantasma”, llamado también el “Inca Viracocha”, por su buen augurio en el evento. Ya sabemos que en los Comentarios el nombre de este dios como sujeto ordenador será minimizado y eclipsado en importancia por el de Pachakamaq. De ahí que Cacha, el lugar elegido para la construcción del templo, resulte inexplicado en el texto:
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Que motiuo tuuie∫∫e el Inca Viracocha, y a que propo∫ito huuie∫∫e mandado hazer aquel templo en Cacha, y no en Chita, donde la fanta∫ma se le aparecio, o en Yahuarpampa donde huuo la victoria sobre los Chancas, ∫iendo qualquiera de aquellos dos pue∫tos mas a propo∫ito que el de Cacha, no lo ∫aben dezir los Yndios, mas de que fue voluntad del Inca; y no es de creer, ∫ino que tuuo alguna cau∫a oculta (I, V, XXII, f. 121v).
157 Cacha es recordado por ser el lugar en que, de acuerdo con distintas versiones acerca del mito sobre el dios Wiraqucha, éste se detuvo a destruir a aquellos pobladores que quisieron burlarse de él e impedirle el paso. El incidente está recogido en Cieza ([c. 1552] 1985: Cap. 5) y otros cronistas, y sin duda es explicable por el supuesto de que en Cacha ocurrió cientos de años antes de la aparición de los incas una erupción volcánica cuyo resultado fue dejar un ingente saldo de piedras de lava seca de ligero peso. Dentro de la cosmogonía andina, el fuego que sale de la tierra es una de las manifestaciones simétricamente equivalente, es decir, yanantin, del rayo o fuego celeste, manifestación también del dios Tunupa (cf. Rostworowski 1983: 21–30). Cacha, considerado lugar significativo dentro del ciclo mítico de Wiraqucha –transformación y asimilación quechua de Tunupa–, parece ser minimizado en los Comentarios del mismo modo como el nombre del dios. En última instancia, es una evidencia del aspecto subterráneo y destructivo que Wiraqucha tendría entre uno de sus atributos, esta vez personificado en Tunupa o Taguapaca (cf. Urbano 1981: XXV). No es central para esta sección de nuestro capítulo desarrollar la teogonía completa y los diversos aspectos del dios andino, sino sólo mencionar aquellos elementos que nos sirvan para un mejor análisis del texto. De ahí que sea necesario recordar que en la construcción de tal templo se incluyó una estatua con la misma imagen de la divinidad aparecida al inca vencedor:
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Era vn hombre de buena e∫tatura con vna barba larga de mas de vn palmo, los ve∫tidos largos, y anchos como túnica, o ∫otana; llegauan ha∫ta los pies; tenia un extraño animal en figura no cono∫cida, con garras de Leon, atado por el pe∫queço con una cadena, y el ramal de ella en vna mano de la e∫tatua. Todo e∫to e∫taua cõtrahecho de piedra [...] La e∫tatua ∫emejaua a las ymagenes de nue∫tros bienauenturados Apo∫toles, y mas propriamente a la de nue∫tro señor ∫an Bartolome: por que le pintan con el demonio atado a ∫us pies como e∫taua la figura del Inca Viracocha con ∫u animal no cono∫cido (I, V, XXII, f. 120v–121).
Debido a esta semejanza, muchos españoles afirmaban que el apóstol había predicado en tierras andinas antes de la llegada de Colón, dando nueva vida a la tendencia a explicar ciertos elementos de las culturas nativas americanas como parte de una labor previa de predicación en manos de apóstoles o santos conocidos. El hecho es que el aspecto del dios y el “animal no cono∫cido” resultaban familiares para los españoles que pudieron ver la imagen, antes de que la codicia por el oro los llevara a derribar el templo desde sus cimientos (Comentarios: id.). Se trataba, naturalmente, para el mencionado “animal” colgante del dios andino, de una analogía con la piel de San Bartolomé, el cual murió desollado durante su labor de predicación por tierras de Arabia y la Laconia. En la iconografía europea, San Bartolomé era representado con su piel al lado, lo que bien pudo ser entendido como un animal desconocido para un público neófito en historias del cristianismo primitivo. Sin embargo, aun conociéndose el carácter real de la piel colgante, ésta podía ser interpretada también desde una perspectiva cristiana como instrumento de la generación de lluvias y de renovación de ciclos vitales, tal como hará Espinosa Medrano (1690: ff. 162–175) en los dos sermones dedicados a San Bartolomé que fueron recogidos en La Novena Maravilla años más tarde. Volviendo a la descripción del ídolo andino en los Comentarios, hay que mencionar que se añade un pasaje sintomático del sincretismo implícito en la figura del dios. Se trata del caso de la cofradía de mestizos “que hicieron de ellos ∫olos, que no qui∫ieron que entra∫∫en E∫pañoles en ella” (id.) en el Cuzco, declarando a San Bartolomé como su santo patrón.
158 Por los “muchos ga∫tos” que los mestizos naturales del Cuzco hacían para solemnizar el día de su cofradía, “algunos E∫pañoles maldicientes, viendo los arreos y galas que aquel dia ∫acan, han dicho que no lo hacen por el apóstol ∫ino por el Inca Viracocha” (ibid.). No sería de extrañar, pues, que los “españoles maldicientes” estuvieran en lo cierto, aunque sólo en parte, pues es sabida la adscripción de la población mestiza al catolicismo. En muchos casos, sin embargo, tal adscripción se daba de una manera en que las referencias culturales al pasado indígena resultaban relativamente evidentes. Ya en Waman Puma, por ejemplo, se relata el “primer milagro que hizo Dios en este rreyno” (1980: 72) a través de San Bartolomé, que aparece como enviado de Dios junto con “el fuego del cielo” en “el pueblo de Cacha”. No hay alusión a la creencia indígena sobre la presencia de Wiraqucha, pero se sustituye a éste con personajes cristianos. San Bartolomé llega a desplazarse por el Collao y hasta a vencer al demonio en la cueva del hechicero “Anti Uira Cocha”. La primera imagen de San Bartolomé en Waman Puma no aparece con su propia piel colgando ni con ningún animal identificable (pese a su victoria sobre el demonio), pero su mera mención como enviado del dios cristiano en Cacha supone una sustitución propia del sincretismo religioso y cultural de la época. Sin embargo, una segunda imagen lo presenta a un lado de la Virgen María, escoltándola junto con el Apóstol Santiago, y llevando de la cintura su piel desollada, que fácilmente podría semejar un pequeño león, tal como se había descrito la imagen de Wiraqucha en Molina y Garcilaso. (Ver Figura 14).
Figura 14. San Bartolomé, según Waman Puma, al lado izquierdo del dibujo. Aparece con un animal o “león” colgando, que es en realidad su propia piel.
159
Para volver a nuestro caso, el hecho es que la construcción del templo y de la estatua ilustraban, como muchas otras obras arquitectónicas, la función memorializadora del monumento en la sociedad incaica. Esta función, sin embargo, nunca se encontraba sola, pues si la memoria oral y monumental era el fundamento de una sociedad ágrafa, sin duda su materialización transcribía también una intención dirigente. Por eso, conviene dedicar algunos párrafos al otro monumento que Wiraqucha Inka mandó levantar para dejar constancia de su victoria sobre los chancas. En el capítulo siguiente (I, V, XXIII) se describe cómo este inca hizo pintar “en una peña alti∫ima” la figura de dos cóndores que representaban a su padre, Yawar Waqaq, y a él mismo en actitudes contrapuestas. El lugar de la “pintura famo∫a” era uno de los tantos en que el inca padre se había detenido durante su huida del Cuzco frente al avance de los chancas, y tal pintura debió tener una intención mordaz y ejemplarizante, como se dice en los mismos Comentarios. La descripción es la siguiente:
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Dos aues de∫tas mando pintar, la vna con las alas cerradas, y la cabeça baxa, y encogida, como ∫e ponen las aues, por fieras que ∫ean, cuando ∫e quieren e∫cõder: tenia el ro∫tro hazia Colla∫uyu, y las e∫paldas al Cozco. La otra mandó pintar en contrario, el ro∫tro buelto a la Ciudad: y feroz, cõ las alas abiertas, como que yua bolando, a hazer alguna pre∫a. Dezian los Yndios que el vn Cuntur figuraua a ∫u padre, que auia ∫alido huyendo del Cozco e iua a e∫conder∫e en el Collao: Y el otro repre∫entaua al Inca Viracocha, que auia buelto bolando, a defender la Ciudad y todo ∫u imperio (I, V, XXIII, f. 122).
No se dice más sobre las características de tal pintura o mural. Se añade solamente que hacia 1580 estaba todavía “en todo ∫u buen ser”, pero que en 1595, a partir de una de las averiguaciones del autor, “ca∫i no se diui∫aua nada della” (id.). Los murales de este tipo son comunes dentro de la tradición iconográfica incaica106. El hecho de que se destaque en los Comentarios como parte de un capítulo especial, dedicado a narrar las hazañas de Wiraqucha Inka, no deja de ser sospechoso a la luz del ejemplo ofrecido en el capítulo anterior de los Comentarios, dedicado a relatar la construcción y características del templo al dios Wiraqucha en Cacha. Así, este nuevo monumento –que abre un nuevo capítulo, a su vez– puede ser contrastado con la tradición iconográfica andina con miras a encontrar cuál o cuáles son sus posibles filiaciones, y cuál o cuáles son sus resonancias para la lectura potencial que aquí nos interesa describir. Aunque la presentación de los dos cóndores es relativamente parca, da lugar a imaginar la pareja de aves como parte de un todo cuyos extremos se oponen. Si el cóndor que representa a Yawar Waqaq se encuentra encogido y con la cabeza vuelta hacia el Qullasuyu, es posible que el cóndor que representa a Wiraqucha Inka, al tener las alas extendidas, abrace al anterior y lo incluya dentro de su propio perímetro. Su cabeza, por otro lado, estaría vuelta hacia el Chinchaysuyu, dirección de la que provenían los chancas. El texto no lo dice, pero deja lugar para que la imaginación del lector se proponga encontrar en tal figura, y por medio de una lectura potencial del pasaje, una antigua imagen representativa de la tradición iconográfica andina: el ave bicéfala.
106
La tendencia figurativa de la iconografía incaica se daba principalmente en animales y plantas, por lo que resulta verosímil el pasaje sobre los cóndores contrapuestos. Para el caso de seres humanos, se desconoce la representación gráfica figurativa, que al parecer empezó a darse sólo durante el periodo colonial.
160 Se sabe del amaru, serpiente bicéfala y figura andina sumamente popular y representativa de las fuerzas del subsuelo emergiendo para establecer vínculos con el kay pacha o mundo de la superficie. El procedimiento de acciones por parejas permite entender por qué este ser mítico representaba el flujo circular del universo en consonancia con el hanaq pacha mayu o río celestial (la Vía Láctea), que contenía las constelaciones señalizadoras de los ciclos agrícolas y vivificaba el sentido de los ríos terrenales, también fecundadores. De esta manera, el amaru es una “anphisbena” o “doble caminante” porque “se mueve en doble sentido” (Rojas 1993: 116), es decir, contiene las virtudes circulares de renovación que posibilitan el tránsito de un estado a otro, es decir, una transfiguración simbólica y cosmogónica al mismo tiempo. Los seres de doble cabeza no eran extraños, entonces, a la tradición andina. En el caso de las aves, su representación es frecuente como símbolo de prestigio y nobilidad, y constituye un personaje que, como en el caso del cóndor, se encarga de dar origen al sol, según cierta leyenda en la que tal ave “empolla y cuida el huevo del cual saldrá el astro rey, por lo que asume a veces la visión de doble águila o la del águila bicéfala” (Rojas 1993: 110; cf. también Lira 1961). El crespón o gola roja del cóndor tendría virtudes duplicadoras del poder, y eso habría llevado a que se le representara eventualmente como bicéfalo. Sobre ésta y otras aves de dos cabezas nos dice Rojas:
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El arquetipo de águila con dos cabezas, alas extendidas, cola esparcida, garras abiertas y puesta de frente merece el nombre metropolitano y múltiple de águila bicéfala, águila exployada o águila imperial. Parece que fue una de las figuras más comunes en la graficación textil de antiguas etnías aborígenes americanas.
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El sapan inka o emperador solía llevar como símbolo a dos cernícalos (gavilanes o halcones) llamados killi-killis (Accipiter nimus); entre los kollas era ave sagrada el mamani o halcón (Falco frusco comunis) con su variedad llamada allkhamari (Falcolaences montonus) que siendo dobles o por pares, se constituían como insignias de autoridad (1993: 109).
En su análisis de varias muestras de iconografía mestiza, Rojas encuentra numerosos casos de pájaros bicéfalos que coronan escudos nobiliarios, tapices y sillones de cuero repujado, simbolizando la estirpe real de las familias cuzqueñas asimiladas al orden colonial. El caso del águila bicéfala como figura que coincide con el águila de los Habsburgo había sido ya notado por Valcárcel (1958: 17), y su uso abundante en la iconografía mestiza colonial puede deberse en parte a razones de familiaridad cultural, como podría haber ocurrido con la imagen de San Bartolomé que señalamos párrafos atrás. Algunas muestras remotas y prehispánicas de aves bicéfalas son las que aparecen en las Figuras 15 y 16. Una fuente antigua, como la de Molina, “el Cuzqueño”, registra la importancia de la pareja de aves en un templo de innegable prestigio: el de Wiraqucha en Urcos, en el cual
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estaba un águila y un halcón de bulto de piedra, a la puerta de la huaca; y dentro estaba bulto de hombre, con una camiseta blanca hasta los pies, y los cabellos hasta la cintura; y bultos del águila y el halcón, cada día a medio día piaban, como si estuvieran vivos; y camayoc decían que porque tenía hambre el Viracocha, piaban, y les llevaban las comidas y quemaban ([1573] 1943: 39–40).
un los los las
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Figura 15. Ave bicéfala perteneciente a un ceramio nasca.
Figura 16. Otras aves bicéfalas o dobles de distintas culturas prehispánicas.
162 Como se ve, las aves dobles cumplían un papel mediador entre los hombres y la divinidad, semejante y representativo del que los incas mismos cumplían, dado el indicio registrado en múltiples crónicas (cf. Waman Puma [1615]1980: 66–97 y sus ilustraciones de los vestidos reales, por ejemplo) sobre las plumas de corequenque o cuyucpa (también llamada ave dominica por su coloración blanca y negra) que simbolizaban el poder del inca y constituían parte de sus insignias y armas imperiales. Ahora bien, para el caso de los Comentarios, la mención de los monumentos erigidos por Wiraqucha Inka propone un juego de significaciones cuya importancia parecería ser mucho mayor que la que a simple vista ofrece el sentido literal de los pasajes en cuestión. Si bien es cierto que no se hace explícita la idea del cóndor bicéfalo en la descripción de la “pintura famo∫a” ordenada por el inca, también es cierto que su reconstrucción mental es posible de acuerdo con la importancia de este ser también mítico, cuyo valor simbólico como regenerador del poder solar constituía parte del imaginario andino (cf. Lira 1961). El alcance de la interpretación propuesta se enriquece si consideramos que el código en que la descripción de los Comentarios se presenta es un código que no pretende aludir directamente a una figura como el águila de los Habsburgo. De ahí que la lectura del pasaje resultara significativa en los términos descritos sólo para aquellos lectores que contaran con la información previa acerca de la importancia de las aves bicéfalas o dobles como símbolo de poder político en el mundo andino. Al mismo tiempo, sin embargo, al dejar velada la posibilidad para el público europeo y abierta para el potencial público mestizo, se estaba implicando la legitimidad política del poder de Wiraqucha Inka –y sus descendientes– dado el triunfo del águila de los Habsburgo sobre las tierras andinas. Este acomodamiento de las representaciones incaicas dentro del marco de algunas representaciones europeas sería perfectamente coherente con la propuesta final del monumento como mecanismo de la memoria social y de la dirección política específica. Los descendientes cuzqueños de los incas al parecer entendieron la superposición y representaron en sus escudos al águila bicéfala de los Habsburgo con mayor profusión que otros emblemas europeos. (Ver Figuras 17, 18, 25 y 26. Esta última, según recuerda Rowe –1984: 112– fue una apropiación en el siglo XVIII del escudo de Pawllu Inka de mediados del XVI). 4. La diagonal de la verdad: Gonzalo Pizarro y la ruta de Wiraqucha. Es sabido que la promulgación de las Leyes Nuevas en 1542 provocó en tierras americanas reacciones que llegaron a un extremo de oposición con respecto a la Corona. Eran los tiempos de mayor influencia de fray Bartolomé de las Casas, y de un periodo de su pensamiento en que la legitimidad del poder real aparecía como causa suficiente para cuidar del bienestar de los pueblos indígenas en contra de los intereses de los encomenderos. El debate resulta vigente hoy en día, con posiciones en favor y en contra del pensamiento lascasiano que obedecen a distintas interpretaciones acerca de la posibilidad de encontrar en la rebelión de Gonzalo Pizarro uno de los gérmenes de un desarrollo burgués incipiente en tierras americanas (cf. Choy 1985a, 1985b y 1985c; y Delgado 1991: Cap. VI). Al margen de las conclusiones, lo cierto es que la presencia de las Casas en los Comentarios es mucho más compleja de lo que aparenta en el pasaje dedicado sólo a las declaraciones explícitas sobre la persona y las ideas del polémico dominico. Es cierto que su figura es criticada por falta de sentido práctico y por ser el inspirador de medidas que atentaban contra los beneficios logrados por los conquistadores “por la fuerza de sus brazos”. Ello no impide, sin embargo, que algunas de las categorías del pensamiento lascasiano se encuentren presentes, aunque sólo en la medida en que sirvan para corroborar la superioridad moral de los incas con respecto a los demás pueblos indígenas y en numerosas ocasiones con respecto a los mismos españoles. Un procedimiento similar existe en la equiparación de los incas con las culturas clásicas del Viejo Mundo, lo cual pudo haber llegado a Garcilaso a través de la lectura de las Repúblicas del Mundo (1575) del fraile agustino Jerónimo Román y Zamora, que, según recientemente demostró Adorno (1992a), reproduce casi textualmente la entonces inédita Apologética historia de las Casas.
163 Pero en el caso específico de la defensa de los derechos de los encomenderos, los Comentarios ofrecen una hábil argumentación dentro de la cual el criterio último es la conversión a la fe católica de las poblaciones indígenas, conversión que quiso ser impedida por el demonio a través de “∫us mini∫tros, que ∫on ambición, envidia, codicia, avaricia, ira, ∫oberbia, di∫cordia y tiranía” (II, III, XIX). En efecto, al ser abolida la institución de la encomienda, la reacción violenta de los conquistadores-encomenderos fue tan grande que las autoridades coloniales no pudieron reprimirla en un primer momento. En los Comentarios, para encubrir esta idea, se dice que los inspiradores de las Leyes Nuevas fueron engañados por su excesivo celo, y es curioso comprobar cómo la crítica a las Leyes Nuevas se hace sutilmente también como crítica a la avaricia de la Corona: “y el que mas in∫i∫tio en e∫to [de las Leyes Nuevas] fue vn frayle llamado fray Bartolome de las Ca∫as, que [...] propu∫o muchas co∫as, diziendo que conuenian al bien de los Yndios, y a la conver∫iõ dellos a la Fe Catolica, y al aumento de la hacienda real” (id., énfasis agregado). Así, “con ∫u mal con∫ejo y poca prudencia” (id.), las Casas y sus partidarios aparecen como personajes cuyo conocimiento de la realidad colonial andina parece haber sido casi nulo, y cuya preocupación estaba muy de acuerdo con los intereses económicos de la Corona y en contra de los intereses privados de los encomenderos. Pero como sabemos, para la época en que aparecen las Leyes Nuevas lo más frecuente era situarse del lado del Rey y apoyar los intereses del estado. Esto explica en buena medida el fracaso final del rebelde Gonzalo Pizarro, según explica Lohmann Villena:
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Ningún sistema político puede lisonjearse de gozar del refrendo popular si no asume en sí las auténticas fuerzas sociales, al convertirse en una concreción institucional de los intereses, estilo de vida y opiniones de la mayoría, identificándose con el verdadero sentir general. En esto Gonzalo Pizarro acusó un defecto supremo en un caudillo: no tener los pies bien asentados en la realidad, al desconocer unas convicciones inmutables que a su turno facilitaron el triunfo de Gasca: el sentimiento monárquico y el respeto por la institución, en tiempos en que Carlos V era la más nítida imagen de la noción imperial como representante históricamente legítimo del poder: potestas y autorictas. A los vicios de ilegitimidad de origen y de ejercicio de su empresa añadió esta fatal disociación con ideales tan entrañados en el espíritu de los españoles de la época (Lohmann Villena 1977: 20).
En los Comentarios, sin embargo, se discuten cuatro de las Leyes Nuevas en el Capítulo XX del Libro III de la Segunda Parte. Las leyes discutidas son las referidas a: a) la reducción a una vida del gozo de las encomiendas; b) la eliminación del servicio personal y el trabajo en las minas; c) la expropiación de encomiendas y repartimientos a funcionarios eclesiales y civiles; y, d) la expropiación de encomiendas a todos aquellos que hubieran participado en uno u otro bando durante “las alteraciones y pa∫∫iones de don Franci∫co Piçarro y don Diego de Almagro” (id.). Así, “de∫pojaban a los po∫eedores dellas [las Indias]” casi sin excepción, pues casi todos los cuatrocientos ochenta encomenderos del Perú habían sido funcionarios o habían estado en alguno de los bandos de la guerra entre almagristas y pizarristas. La viabilidad de estas leyes se discute a continuación en la obra y se juzga su conveniencia, quedando todas ellas en entredicho por el carácter indiscriminado que tenían en cuanto a desposeer a los conquistadores de lo que en el texto se considera merecido fruto de sus esfuerzos. Esta posición podría parecer contradictoria de la defensa de la dignidad de los pueblos andinos que se colige de una lectura centrada sólo en la Primera Parte de los Comentarios. En efecto, desde el Libro I de la Segunda Parte, la exaltación de los Pizarro y de Diego de Almagro ocupa numerosas páginas, como homenaje a aquellos que habían logrado incorporar al mundo europeo las inmensas riquezas del Perú.
164 Resulta claro que en los Comentarios hay una posición bastante lúcida y bien informada acerca de las importantes consecuencias que tuvo la acelerada importación de metales preciosos del Perú a Europa. El conocimiento de Garcilaso de la obra del historiador francés Jean Bodin es explicado por Choy (1985a: 20–21) de esta manera:
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Garcilaso, como conocedor práctico de la situación económica de los prestamistas y de la fluctuación de los precios debido al volumen de metálico que había llegado de Indias, nos indica [...] cómo la tasa de interés llegó a bajar del 10 al 7 por ciento en 1564 y cómo el año en que escribía su historia (1613) llegó a descender hasta el cinco por ciento.
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El Inca utilizó los estudios de Jean Bodin aparecidos en la obra de éste, La República, libro sexto, capítulo II, sobre la situación económica de los principados europeos antes y después del descubrimiento del Perú (Historia General, Cap. III).
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Garcilaso se sirvió de las investigaciones del mencionado ideólogo del joven capitalismo francés para demostrar el tremendo aporte de los metales peruanos en los cambios económicos que se estaban operando en el mundo y aprovechó la oportunidad para elogiar en forma exaltada a Francisco Pizarro, a Hernando de Luque y a Diego de Almagro [...]. El elogio a los conquistadores, en el capítulo II, es lógico en él, no porque fuera descendiente de uno de ellos, sino porque había comprendido el papel progresivo de la conquista. Su defensa de los conquistadores y los encomenderos constituye en el fondo un ataque a la política de la metrópoli que cosechó el esfuerzo de los que habían hecho la conquista.
La minuciosidad de los Comentarios en describir el monto de tales riquezas llama la atención, pues podría parecer hasta cierto punto ocioso demostrar lo que ya para la época se consideraba conocimiento común. Sin embargo, en el texto se insiste acerca de ello, y la premisa sobre la importancia de los Pizarro y su empresa conquistadora parece hacerse extensiva a lo largo de toda la Segunda Parte, de una manera que resulta más coherentemente explicable en función de lo que se podría considerar el clímax de la llamada Historia General del Perú, o sea los Libros IV y V. Allí se trata minuciosamente de la rebelión de Gonzalo Pizarro precisamente por la llegada de las Leyes Nuevas y por el rigor que el Virrey Núñez Vela empleó al querer aplicarlas de inmediato y sin contemplaciones. El ensalzamiento de los conquistadores-encomenderos parecería, de acuerdo con Choy, producto de la posición asumida en los Comentarios. Esta obedece a una comprensión cabal de lo que significaban potencialmente los conquistadores frente al viejo orden de la Corona, basado en un poderío hereditario y excluyente. Sin embargo, lo agrio del debate y lo sangriento de la lucha se deben también a los intereses similares de los encomenderos por establecer su propia aristocracia hereditaria y excluyente (de la Corona). Los conquistadores representarían de este modo la mejor posibilidad de ascenso social a partir de las propias obras, es decir, la posibilidad de dar espacio en el espectro social superior (aunque sin modificar en lo fundamental la estructura estamental de la pirámide) a determinados sujetos cuya legitimidad última no estaría amparada por el factor sanguíneo. Por esta razón llega a decirse de Almagro, pese a su origen bastardo, que era “no ∫e sabe de que linaje, mas ∫us obras tan hazañosas y genero∫as dizen que fue nobili∫simo; porque e∫e lo es que las haze tales y por el fruto ∫e conoce el aruol” (II, I, I, f. 1). Y sobre los Pizarro se ensaya la conocida alabanza de “O nombre, y genealogia de Piçarros, quanto te deue˜ todas las na∫ciones del Mundo viejo, por las grandes riquezas, q˜ del Mundo nueuo les has dado!” (II, I, II, f. 2).
165 El elogio se extiende por el resto del mismo capítulo, y cabe tenerlo en cuenta en el momento de llegar a la oposición que se desenvuelve a lo largo de la Segunda Parte entre esta nobleza de carácter, exaltada de manera hiperbólica, y el poder de la Corona y sus defensores, que no dudan en echar mano de la “razón de Estado” para llevar a cabo sus propósitos107. Volviendo a las Casas, entonces, conviene citar un pasaje conocido que nos permite redondear la imagen del célebre fraile dentro del contexto de los años sesenta del XVI. Se trata del encuentro ocurrido en Madrid entre el joven mestizo Gómez Suárez de Figueroa y el dominico, que andaba ya por sus setentaiocho años: “Yo le alcanze en Madrid, año de quinientos y ∫e∫enta y dos; y porque ∫upo que yo era de Indias, me dio ∫us manos para que ∫e las besa∫∫e; pero quando entendio que era del Perú, y no de Mexico, tuuo poco que hablarme” (II, V, III). El distanciamiento de las Casas podría explicarse por el hecho de que fue en el Perú, precisamente, que su nombre resultaba más odioso para los encomenderos, especialmente considerando su papel entonces (casi veinte años después de la rebelión de Gonzalo Pizarro) como gestionador de la contrapropuesta de venta del Perú a los curacas locales. Esta contrapropuesta se daba en oposición a la propuesta de los encomenderos de comprar ellos mismos a la Corona la propiedad sobre los indios del Virreinato de Nueva Castilla. Entre los firmantes de la propuesta de los encomenderos habría estado el capitán Garcilaso de la Vega Vargas108, padre de nuestro autor, muerto en 1559, y no es de dudar el hecho de que la posición hacia las Casas expresada en los Comentarios tenga también mucho que ver con la mirada cuzcocentrista y elitista presente en ellos, por lo que la propiedad de las tierras andinas en manos de los curacas locales habría significado el desmantelamiento de cualquier vestigio de la organización incaica en tales provincias. O, dicho en otras palabras, más fieles al texto, habría significado otra forma de behetría o vuelta a la primera edad, que se consideraba inferior a la de los valores y modelos implantados a partir de la expansión cuzqueña. En este sentido, la perspectiva de la obra debe ser considerada en sus dimensiones de clase y grupo social, y cualquier apariencia de aspiración democratizante a partir de los ataques a la “razón de estado” y el poder arbitrario de los príncipes no debe engañarnos con respecto a cuál es la mirada implícita y autoasumidamente dominante que subyace a la obra.
107
La idea se hace explícita en el Libro V, Capítulo XXIX, de la Segunda Parte, en que se comenta el viaje de Valdivia desde Chile para apoyar a las tropas de la Gasca en contra de Gonzalo Pizarro. Luego de citarse al Palentino sobre cómo Valdivia tomó con engaños “mas de ochenta mil ca∫tellanos” en oro de la gente de Chile, se dice: “Ha∫ta aqui es de Diego Fernandez Palentino, que e∫cribio e∫ta particular hazaña, ∫emejante a otras que hoy se u∫an en el mundo, a que los mini∫tros del demonio dan color con la nueua en∫eñanza que han inuentado llamada razon de e∫tado” (id.). La oposición frontal a una idea macchiavellista de la administración estatal se hace evidente, más aún si se consideran los vínculos entre el autor Garcilaso y un sector de la orden jesuita, cuya propuesta de gobierno se acercaba más bien a un ideal de vieja pero renovada estirpe: el de la philosophia christi, expresado para fines del XVI en El Príncipe Cristiano de Ribadeneira y en otros tratados jesuitas, que retoman el viejo tópico erasmista y lo adecúan a las circunstancias de un estado omnipresente como el de Felipe II. En el ya mencionado tratado de Juan de Mariana se llega incluso a defender el derecho a rebelarse contra cualquier poder tiránico (así fuera regio) en aras del bien común. Más información, y en relación directa con el Inca Garcilaso, puede verse en Araníbar (703–704).
108
Información que establece Adorno (1991: 16) a partir de sus investigaciones sobre la obra y figura de fray Bartolomé de las Casas. El apoyo del capitán Garcilaso de la Vega a la propuesta de venta no sólo fue moral, sino que incluía una contribución económica. Recordemos que entre 1555 y 1556, Garcilaso padre llegó a ser corregidor del Cuzco y se le consideró hasta su muerte uno de los más ricos “vecinos” de la ciudad. Más información sobre la “venta” del Perú a los encomenderos y la contrapropuesta de los curacas en relación con las Casas puede verse también en Someda.
166 Por otro lado, hay que recordar que la contrapropuesta de los curacas en representación legal de las Casas, proponía formalmente la restitución del reino a Titu Kusi Yupanqi, coronado en Vilcabamba en 1560. El penúltimo inca es completamente ignorado en los Comentarios y no se le menciona ni una sola vez, aunque resulta difícil pensar que el autor no supiera de la existencia de este sucesor y medio hermano de Sayri Tupaq luego de las varias décadas transcurridas entre los hechos relatados y la escritura de la obra. Sin embargo, hay un importantísimo detalle a considerar. Titu Kusi era hijo de Mankhu Inka, pero de diferente madre (Catalina Taypi Chiski) que la de Sayri Tupaq y Tupaq Amaru, cuya madre era la coya Kusi Warqay. Ignoramos la procedencia familiar de estas princesas incaicas, pero es posible que el criterio de legitimidad dentro de los esquemas políticos cuzqueños haya hecho resaltar en las versiones recibidas en los Comentarios sólo una rama de la sucesión de Mankhu Inka. Así, Titu Kusi nunca aparece en los Comentarios, y menos como inca legítimo, por lo que no es de extrañar totalmente la posición implícita en los Comentarios acerca de la contrapropuesta. Más allá de las circunstancias históricas que rodean y ayudan a explicar el incidente de Madrid en 1562, lo cierto es que la posición expresada en los Comentarios hacia las Leyes Nuevas es de rechazo, puesto que el control ejercido por la Corona en contra de los encomenderos habría anulado cualquier aspiración de reconocimiento por parte de aquellos que se sentían de alguna manera herederos de las hazañas y méritos de sus padres, desde una posición elitista y aristocratizante. Pero la idea no basta para explicar por qué un hombre que escribía hacia 1613, con más de setenta años de edad y una posición económica asegurada, necesitaba encarar de esa manera y para su caso personal una opción política fallida desde hacía ya muchos años. Me inclino a pensar más bien en los trasfondos culturales que subyacen a tal actitud, y en la idea de enfrentar esta Segunda Parte de los Comentarios como prolongación de un discurso en que los referentes no suelen ser lineales ni reductibles a una sola lectura. Por ello, conviene entrar en el análisis de los pasajes concernientes a Gonzalo Pizarro para calibrar en todas sus posibilidades los alcances de esta figura polémica en la historia de la conquista. Como hemos dicho, la reacción general ante la llegada de las Leyes Nuevas y su aplicación inmediata por el Virrey Núñez Vela fue de rechazo rotundo. Además, las primeras negociaciones con el virrey para suspender temporalmente la aplicación de las Leyes no tuvieron ningún efecto, y esto motivó su posterior persecución y asesinato. La intransigencia de este funcionario es pacientemente descrita en la Segunda Parte de los Comentarios a lo largo del Libro IV, y se apela a numerosas citas de Zárate y Gómara para ir tejiendo una trama de inusitados resultados. Por un lado, se presenta al virrey como un hombre terco y fanático y se rescata la figura de Sebastián Garcilaso de la Vega como fiel al rey; por otro lado, se condena a Gonzalo Pizarro por encabezar desde el Cuzco la rebelión, pero al mismo tiempo se prodigan elogios sobre su persona y la de su lugarteniente Carvajal. Se crea de esta manera la dinámica de un doble juego textual: en el plano de los personajes históricos, el texto se encuentra plenamente del lado de la Corona, pero en el plano de las figuras simbólicas, Gonzalo Pizarro y Francisco de Carvajal parecen representar un proyecto distinto de reconciliación con el mundo incaico y de exaltación de los conquistadores que sin duda explica algunos pasajes de latente sincretismo. Para corroborar esta idea vale la pena remitirse a un incidente anterior, ubicado en los meses que siguieron a la muerte de Ataw Wallpa en Cajamarca, ya en 1532 según los Comentarios, que adelantan en un año los sucesos ahí acaecidos. En dicho incidente se presentan las “capitulaciones” llevadas a cabo entre Titu Atauchi (o Titu Atawchi), hermano de Ataw Wallpa, y Francisco de Chaves, Hernando de Haro y otros españoles prisioneros que fueron llevados a Cajamarca luego de la batalla de “Tocto” entre las fuerzas de Quizquiz, general de Ataw Wallpa, y la retaguardia del ejército de Pizarro en su marcha hacia el Cuzco (II, II, V). Se dice en los Comentarios que este hermano de Ataw Wallpa decidió ajusticiar a uno de los prisioneros, Sancho de Cuéllar, en el mismo garrote en que los españoles ejecutaron al inca, por haber sido Cuéllar el escribano que secundó la moción de ejecutar a Ataw Wallpa.
167 Los otros españoles, que se opusieron al regicidio, fueron tratados con mucha consideración y curados de sus heridas, y así fue que Titu Atauchi les propuso un programa de reconciliación que parece anticipar el proyecto político posterior de Francisco de Carvajal. Las “capitulaciones” entre Titu Atauchi, representando a la nobleza incaica, y Francisco de Chaves, establecían
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que todas las injurias, delitos y agravios ha∫ta entonces ∫ucedidos de una parte a otra, ∫e borra∫∫en y olvida∫∫en perpetuamente, que huuie∫∫e paz entre Yndios y E∫pañoles para no hazer∫e mal los vnos a los otros, que los E∫pañoles no contradije∫∫en la corona del imperio a Manco Inca, porque era el legítimo heredero, que Yndios y E∫pañoles en ∫us tratos y contratos ∫e huuie∫∫en como amigos, y que queda∫∫en confederados para ∫ocorrer∫e y ayudar∫e unos a otros, q˜ los E∫pañoles ∫olta∫∫en los Yndios que teniã pre∫os en cadenas y de alli adelante no los aherroja∫∫en, ∫ino que ∫e ∫irvie∫∫en dellos libremente, que las leyes de los Incas pa∫∫ados, hechas en beneficio de los va∫allos q˜ no fue∫∫en contra la ley Christiana, se guarda∫∫en inviolablemente. Que el gobernador don Francisco Piçarro, dentro en breue tiempo, envia∫∫e e∫tas capitulaciones a E∫paña para que la Magestad Imperial las confirma∫∫e (II, II, VI).
A esto respondió Francisco de Chaves que estaba plenamente de acuerdo, aunque sólo añadía dos condiciones: “que en nombre del gobernador y de todos los E∫pañoles rogaba y encargaba a los Incas, y a todos sus capitanes y señores de va∫allos recibie∫∫en la ley de los Christianos y con∫intie∫∫en que la predica∫∫en por todo el imperio” (id.). También pedía que “pues los E∫pañoles eran extrangeros y no tenían pueblos ni tierras de que mantener∫e, les die∫∫en alimentos como a los demas naturales de aquel reino, y les die∫∫en Yndios e Yndias de ∫ervicio que les ∫irvie∫∫en, no como esclavos, sino como criados” (id.). Tales “capitulaciones” aparecen como un tratado de paz y unificación cuya fuente no se menciona. Se dice en el texto que tanto incas como españoles quedaron muy contentos del acuerdo, y que se dejó partir a Chaves y los otros españoles para dar alcance a Pizarro y comunicarle la buena nueva. Por su lado, Titu Atauchi envió mensajeros a Mankhu Inka con la misma información, la cual también fue causa de regocijo para el joven príncipe, puesto que sus antiguos enemigos, los partidarios de Ataw Wallpa, ahora negociaban en su favor. La historia continúa con la llegada de Pizarro y sus huestes al Cuzco, los primeros contactos entre Mankhu Inka y los conquistadores, la coronación del príncipe y la persecución de las tropas de Quizquiz por Almagro y Alvarado en el norte. Esta última acción, por desconocimiento de las “capitulaciones”, motivó la ruptura de éstas y el reinicio de la guerra, con lo que la conquista retomó el matiz sangriento que ya se le había atribuido. Ahora bien, lo que interesa destacar es el carácter del programa político propuesto por incas y españoles en las “capitulaciones” de Cajamarca. La unidad de ambos grupos bajo el concepto de “restitución” del reino a Mankhu Inka significaba que en última instancia la administración económica y política del territorio pasaría a manos de la aristocracia cuzqueña, que asimilaría dentro de su gigantesco aparato a la población española y le daría un tratamiento especial. Esto, sin embargo, significaría también el abandono de las antiguas creencias religiosas para adoptar las referencias propias de los evangelios y, por lo tanto, el poder espiritual de la Iglesia Romana. Con ello se logra en los Comentarios desbaratar el argumento principal de la conquista, referido a la necesidad de evangelizar a los pueblos gentiles encontrados. Así, la presencia española quedaría justificada sólo en ese aspecto, que, por otro lado, los incas habrían estado muy dispuestos a aceptar. Y, al mismo tiempo, la presencia española asumida en alianza con la nobleza cuzqueña habría significado la viabilidad dentro del orden cultural y social de una estirpe mestiza redimida de la mancha de la bastardía y de la frustración de la absoluta marginalidad política.
168 Por eso la explicación inicial encontrada en los Comentarios para el fracaso de tal unidad social y espiritual es nada menos que obra del demonio, el cual se encargó de obstaculizar la paz no sólo entre españoles e indios, sino también entre los propios españoles, como ocurriría luego en las guerras civiles. Pero es bueno leer entre líneas cuando se trata de textos que cuentan con puntos de vista enfrentados y no siempre resueltos en su interior. Siendo el demonio el causante principal de la destrucción del orden incaico, son determinados españoles los que se encargan de llevar a buen término la tarea. Se condena a la soldadesca ignorante y saqueadora, y se rescata la buena fe de algunos sacerdotes y el valor caballeresco de determinados protagonistas de la empresa conquistadora. Por otro lado, la comprensión propuesta en los Comentarios acerca de las virtudes de la administración incaica puede contener numerosas omisiones y tergiversaciones en base de las cuales se ha criticado hasta el cansancio la poca confiabilidad histórica del texto. Como ya hemos dicho, las posiciones de algunos jesuitas como Rivadeneira y Mariana parecerían estar presentes a cada instante en la descripción de los incas bondadosos y casi atemporales. No olvidemos, tampoco, la fuerte relación que en términos de alianzas matrimoniales había creado en el Cuzco marquesados como los de Oropesa y de Alcañices a partir de los casamientos de miembros de las familias Loyola y Borja (familias de dos de los santos principales de la Compañía) con princesas incaicas de alto abolengo (cf. Gisbert 1980: 153–157). Por lo tanto, el caso de las “capitulaciones” de Titu Atauchi bien puede ser una más de las tergiversaciones interesadas, pero se justifica plenamente dentro del texto por formar parte de un sistema argumentativo sobre el buen juicio de la nobleza incaica para administrar su propia población y para asimilar grupos humanos nuevos sin alterar mayormente aquellos aspectos de su organización “que no fue∫∫en contra la ley Christiana”. Esta suerte de teocracia incaicocristiana resultaría, en última instancia, una de las propuestas centrales de todos los Comentarios. Sin embargo, mal favor se le estaría haciendo a la obra si se olvida la dimensión artística y sugerente de su estructura y de la prosa en que se nos presenta. Dentro de la dirección general que parece asumir la Segunda Parte de los Comentarios, el momento de las “capitulaciones” aparece como un preludio de otro incidente de consecuencias tan importantes en la obra como la misma captura y muerte de Ataw Wallpa. Me refiero a la ya mencionada rebelión de Gonzalo Pizarro, que se inicia en el Cuzco y se extiende por todo el territorio del Virreinato de Nueva Castilla, para entonces (1544) mucho mayor que el mismo Tawantinsuyu. Como se sabe, Gonzalo Pizarro fue nombrado procurador por los “vecinos” (poseedores de encomiendas) del Cuzco, a fin de mediar con el Virrey Núñez Vela acerca de las Leyes Nuevas. La terquedad del virrey y las presiones de los mismos encomenderos desencadenaron una serie de acontecimientos que no cabe aquí repetir. Sólo apuntaré como referencias la muerte del virrey en 1546 luego de la batalla de Iñaquito, ejecutado por un esclavo de la tropa de Pizarro, y el decapitamiento de éste y Carvajal luego de la batalla de Jaquijahuana, en 1548. Los dos años en que Gonzalo Pizarro se vio dueño del Perú, aunque amenazado por las tropas de Diego Centeno en el sur y del pacificador la Gasca en el norte, enviado especialmente por Carlos I de España, constituyen el tema básico de los libros IV y V de la Segunda Parte de los Comentarios. Ahora bien, la importancia de Gonzalo Pizarro en tierras del Perú puede entenderse si consideramos que era el único de los españoles renombrados que quedaba vivo desde la entrada en tierras del Tawantinsuyu en 1532, capitaneada por su hermano mayor, Francisco. Juan Pizarro había sido muerto por las tropas de Mankhu Inka durante la gran rebelión de 1536, Francisco asesinado por los partidarios de Almagro el Mozo en 1541, y Hernando, el único legítimo de los cuatro hermanos Pizarro, se encontraba arrestado en España debido a los cargos que se le atribuyeron por su responsabilidad directa en la ejecución de Almagro el Viejo en 1538: al saberse que Gonzalo se encontraba alzado contra el rey en el Perú simplemente continuó bajo arresto. Por eso la figura de Gonzalo resultaba representativa de los intereses privados que habían guiado inicialmente la empresa conquistadora y que compartían los demás encomenderos que acompañaron dicha expedición y los que llegaron luego con las tropas de Pedro de Alvarado en 1534.
169 “[...] Era hombre de ba∫tante entendimiento, no cavilo∫o ni engañador ni de prome∫as fal∫as ni de palabras dobladas, ∫ino ∫encillo, hombre de verdad, de bondad y nobleza, confiado de ∫us amigos, que le de∫truyeron [...]” (Comentarios, II, IV, XLI). Las virtudes de Gonzalo Pizarro así presentadas empiezan a proliferar cada vez que se trata de explicar los motivos de su rebelión. El cariz que van tomando los acontecimientos termina proponiéndonos un Gonzalo Pizarro víctima de las circunstancias e incomprendido por la tozudez de las autoridades y el oportunismo de sus partidarios de primera hora. Así, “como hombre noble, ageno de cautelas y maldades, porque no cabían en ∫u pecho [...]” (II, V, XII), Gonzalo empieza a adquirir los rasgos de un héroe que arriesga la vida y la hacienda en aras del bien común. Las imágenes primordiales de este personaje adquieren índole visual cuando se describe su entrada triunfal al Cuzco (II, V, XXVII) luego de la batalla de Huarina, y terminan de completarse en el largo elogio fúnebre que se le dedica en el capítulo final del Libro V, luego de su ejecución, ordenada por la Gasca:
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Fue Gonzalo Pizarro gentilhombre de cuerpo, de muy bue˜ ro∫tro, de pro∫pera ∫alud, gran ∫ufridor de trabaxos, como por la hi∫toria se aura vi∫to. Lindo hombre de a caballo de ambas ∫illas, die∫tro arcabucero, y balle∫tero: con un arco de bodoques pintaua lo que queria en la pared. Fue la mejor lanza que ha pa∫∫ado al Nuevo Mundo, ∫egu˜ conclu∫iõ de todos los que hablauan de los hombres famo∫os que a el han ido (II, V, XLIII).
Y más adelante, continuando con la descripción, esta vez etopéyica:
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Fue de animo noble, y claro y limpio, ageno de malicias, sin cautelas ni dobleces; hombre de verdad, muy confiado de ∫us amigos, o de los que pen∫aua lo eran, que fue lo que le destruyo. Y por ∫er ageno de a∫tucias, maldades, y engaños, dizen los autores que fue de corto entendimiento: no lo tuuo ∫ino muy bueno, y muy inclinado a la virtud, y honra. Afable de condición, univer∫almente bienqui∫to de amigos y enemigos; en ∫uma, tuuo todas las buenas partes que un hõbre noble deue tener (id.).
Los ejemplos sobran, y todos parecen a apuntar a la idea de un Gonzalo Pizarro ejemplar, cuyo único defecto fue su exceso de nobleza. Los rasgos de este personaje, tal como se le presenta en los Comentarios, permiten recordar aquellos del famoso cortesano de Castiglione, y sin duda debieron haber aparecido como lícitos para el público europeo, pese al repudio general que los Pizarro merecieron inicialmente debido a la rebelión de Gonzalo. Sin embargo, ya para principios del XVII la añoranza por las glorias pasadas dejaba abierta la brecha para una exaltación de los conquistadores muy de acuerdo con el tono encomiástico de ciertos intereses de la época, también expresado en las comedias de tema perulero por Calderón y Tirso de Molina. Pero antes de desviarnos de nuestro tema, sigamos con los rasgos atribuidos a Francisco de Carvajal, el temible maese de campo de Gonzalo Pizarro, apodado como “el Demonio de los Andes” por las innumerables crueldades y la sorprendente astucia militar que se le atribuían. Carvajal, el verdadero artífice de la victoria de Huarina de 1547, también es objeto de múltiples elogios, dirigidos a resaltar su buen juicio, su lealtad a sus superiores y su pericia militar. De ahí que los crímenes que se le achacaban fueran explicados como parte de su concepción de la guerra: “el hazia de veras, todo aquello que conuenía al bando que ∫eguía, a∫si en el ca∫tigo de ∫us enemigos y contrarios, como en el buen trato, y regalo, de ∫us amigos y valedores. Los hi∫toriadores le hazen dema∫iadamente codicio∫o y cruel; parte tuuo de lo uno, y de lo otro, pero no tanta como dizen, y lo que hazia de muerte y de crueldades, era porq˜ conuenia al bando que ∫eguía” (II, IV, XXII).
170 Así, se nos presenta a un Carvajal que resulta ser la “flor de la milicia del Perú, ∫i ∫e empleara en ∫ervicio de su rey, que e∫to ∫olo le de∫doro, y fue cau∫a de que los hi∫toriadores e∫cribie∫∫en tanto mal de el” (II, V, XVIII). Por ello se emprende su defensa, lo mismo que la de Gonzalo Pizarro, en contra de las opiniones de Gómara, Zárate y el Palentino, especialmente al final del Libro V, cuando Pizarro y Carvajal son ejecutados. Cabe preguntarse adónde apunta esta estrategia discursiva de rescate y valoración de dos de los personajes más vilipendiados en la historia de la conquista del Perú. En los Comentarios se intenta responder a la pregunta, y se hace considerando las serias causas que el autor habría debido anteponer a los elogios y defensa de Pizarro y Carvajal. Se dice que por ser ambos enemigos del rey, por haber perseguido al capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, padre del autor, y por haber cañoneado sus partidarios la casa de éste en el Cuzco, mientras Gómez Suárez aún niño, junto con su madre, su hermana y algunos criados se encontraban encerrados en ella, habrían sobrado razones para sumarse al coro de los detractores de Gonzalo Pizarro y sus seguidores. “Pero la obligacion del que e∫cribe los ∫uce∫∫os de ∫us tiempos para dar cuenta dellos a todo el mundo, me obliga, y aun fuerza, ∫i a∫si ∫e puede dezir, a que ∫in pa∫ion, ni aficion diga la verdad de lo que pa∫o” (II, V, XXXIX). Este “todo el mundo” nos obliga, a su vez, a retomar la reflexión con miras a explicarnos por otros caminos –los del análisis textual– el significado que pueden tener ambas figuras dentro de la propuesta final y subyacente de los Comentarios. Entremos, pues, luego de tan largo préambulo histórico, a lo que nos interesa. Existe la preocupación constante por amparar la autoridad del discurso en la condición de testigo de vista del autor, hecho constante a lo largo de la obra, tanto en lo que se refiere al mundo incaico como a los hechos de la conquista. Para el caso de Gonzalo Pizarro y su rebelión, las refutaciones constantes a las maledicencias de Diego Fernández, el Palentino, sin duda forman parte de la estrategia general de desprestigiar a este historiador, por la indirecta responsabilidad que le cabía en la célebre entrevista en que Lope García de Castro en 1562 negó al joven mestizo Gómez Suárez de Figueroa cualquier esperanza de reconocimientos económicos y legales. Según el Palentino (Historia del Perú, II, LXXIX), la ayuda del capitán Sebastián Garcilaso de la Vega a Gonzalo Pizarro en la batalla de Huarina, cediéndole su caballo Salinillas, contribuyó a otorgar a Pizarro su sonada victoria contra las tropas de Centeno, leales al rey. El tema ha sido harto recorrido y en los Comentarios el desmentido llega a los límites del lamento cuando se expresa con exagerada autocompasión que tal negativa de la Corte empujó al autor a los “rincones de ∫oledad y pobreza” en que habitó durante sus años en España (cf. II, V, XXIII)109. Sin embargo, no es solamente la condición de testigo de vista del autor la que ampara la autoridad de los Comentarios. Hace falta insistir en la naturaleza de las fuentes no sólo textuales, pues si durante la Primera Parte se hace explícito que las fuentes eran las de un sector de la corte incaica y las informaciones de los excondiscípulos de gramática, en la Segunda Parte serán los testigos nobles de los acontecimientos quienes darán su versión al autor de los Comentarios, que éste se encarga de transcribir, junto con sus propios recuerdos. Así, la condición noble de los informantes será el factor que marcará –una vez más– la veracidad de la historia. 109
Aunque la Historia del Perú del Palentino no se publicó hasta 1571 en Sevilla, es de suponer que su versión de los hechos circulaba desde su vuelta a España tras la muerte de su protector, el virrey Marqués de Cañete, en 1561, quien había acogido al escribano Fernández como su cronista oficial (cf. Pérez de Tudela: LXXVII–LXXXV). La postura claramente anti conquistadores y anti “tiranos” tan evidente en la obra estaba muy al uso en la historiografía de los 1550s y 1560s luego de la victoria final de la Gasca sobre Gonzalo Pizarro en 1548. En realidad, es más fácil atribuir la responsabilidad de la versión sobre el caballo prestado a López de Gómara, quien así lo consigna en el capítulo CLXXXI de su Historia de las Indias. Ésta, como se sabe, circulaba desde 1552 en múltiples ediciones. La autoridad del testigo de vista que el narrador de los Comentarios reclama para sí y para sus informantes directos se refuerza al recordar que Gómara nunca estuvo en las Indias y que el Palentino sólo llegó al Perú en 1553, seis años después del encuentro de Huarina.
171 Se dice con acertada intuición que el Palentino “deuio haber ido tarde a aquella tierra, y oyo al vulgo muchas fabulas compue∫tas a gu∫to de los que las qui∫ieron inuentar, ∫iguiendo ∫us bandos, y pa∫iones” (II, V, XXXIX). De este modo, se justifican los elogios a Gonzalo Pizarro y Carvajal señalándose que “e∫tas co∫as que he dicho, y otras que dire tan menudas que pa∫aron en aquellos dias, las oy en mis niñezes a los que hablaban dellas” (id.). Así, “no hauia conuer∫acion de gente noble en que poco o mucho no ∫e habla∫∫e de e∫tos ∫uce∫os” (id., énfasis agregado). Las palabras que se cita de Carvajal en su diálogo con Centeno a la hora de su muerte, llenas de humor e ironía, con lo que su ingenio se hace evidente una vez más, se cierran diciendo que “lo oy a los que aquel dia iuan con el vno, y con el otro, y no de los viles” (II, V, XL, énfasis mío). Por eso se explica que, luego de citar al Palentino en el Capítulo XXXIX del mismo Libro, se añada un “ha∫ta aqui es del Palentino, deuio oirlo a algunas per∫onas que querian mal a Carvajal, agrauiados del, que no pudiendo vengar∫e en ∫u per∫ona, qui∫ieron vengar∫e en ∫u fama” (id.). Los reproches son frecuentes, y se presentan hasta el final de la obra, sea denunciando las fuentes vulgares y apasionadas del Palentino o sea señalando su poco conocimiento de la realidad colonial cuzqueña, por el hecho de encontrar en todos sus habitantes nada menos que una banda de rebeldes consumados en apoyo de los motines que sucedieron al de Gonzalo Pizarro. Nobleza y verdad, entonces, serán conceptos equivalentes para la autoridad de la historia, pero no los únicos ingredientes para toda posible autoridad. No se trata solamente de desprestigiar al Palentino para limpiar el honor del padre del autor y por lo tanto reafirmar la justicia del derecho que amparaba a Garcilaso en sus viejas aspiraciones. Creo que es importante señalar otras dimensiones –menos literales– del texto, a fin de capturar algo más de su enorme riqueza significativa110. Así, la tarea de restituir la “verdad” para los personajes presentes en la historia de los Comentarios, debe considerarse también en la perspectiva de lo que tal verdad podía significar en un contexto en que el público estuviera familiarizado con categorías de conocimiento y referencias culturales distintas de las europeas. Un pasaje que puede ayudarnos en esta labor es el que presenta de manera explícita a Gonzalo Pizarro como “Inca” en boca de los indígenas que saludaban su entrada triunfal al Cuzco luego de la victoria de Huarina (cf. II, V, XXVII). Hace falta considerar en tal anécdota no sólo las virtudes todopoderosas que Gonzalo Pizarro empezaba a adquirir como gobernante absoluto del Perú tras la derrota de las tropas del rey. Tal procedimiento nos haría perder buena parte de la riqueza significativa del pasaje, pues nos desviaría de las verdaderas razones que dentro del texto podrían darnos una explicación complementaria para la actitud de los habitantes indígenas del Cuzco. Recordemos por ello, junto con los rasgos nobles y generosos del Pizarro rebelde, la ruta de su campaña. Se trata de un dato coincidente con los indicios registrados en los otros historiadores que tratan de la conquista del Perú y de las guerras civiles entre conquistadores. Pero el dato en sí adquiere una dimensión novedosa si se examina de qué manera es presentado dentro de los Comentarios. Por ejemplo, sabemos que Gonzalo Pizarro sale de Charcas y luego del Cuzco y se dirige a los Reyes (hoy Lima) por el camino del Chinchaysuyu, que cruza el puente del río Apurímac y se dirige hacia el norte. La bajada hacia la costa en los Reyes señala un punto importante, puesto que implica la toma del poder político debido a la huida del Virrey Núñez Vela.
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Aunque no siempre sea buena costumbre seguir al texto en todo lo que afirma expresamente, vale la pena recordar la prevención que en él mismo se hace de los motivos por los que se desmiente al Palentino tan tajantemente: “yo e∫criuo lo que fue, no por auonar a mi padre, ni por e∫perar mercedes, ni con pretensiõ de pedirlas, ∫ino por dezir uerdad de lo que pa∫o, porque de∫te delito que aplican a Garcila∫∫o, mi señor, yo tengo la penitencia sin auer precedido culpa” (II, V, XXIII). Y más adelante: “con todo e∫to pudieron los di∫fauores pa∫ados tanto, que no ∫e re∫u∫citar las preten∫iones, y e∫peranzas antiguas y modernas” (id.).
172 Sin embargo, la marcha continúa hacia el norte, siguiendo el litoral del Pacífico, hasta darse la batalla final de Iñaquito, cerca del actual Quito, en Ecuador, en 1546, en que, como hemos dicho, las tropas del virrey son alcanzadas y Núñez Vela decapitado por un esclavo negro. Hasta aquí nada resulta aparentemente significativo, pero vale la pena considerar el punto de partida (en Charcas y el Cuzco), la parada en los Reyes (cerca del santuario de Pachakamaq) y la derrota final en Iñaquito (cerca de la línea equinoccial). La significación de los tres puntos geográficos se revela en función de lo que suelen ser los rasgos validadores de determinados personajes según repitan las acciones de alguna divinidad. Muy lejos estoy de afirmar que Gonzalo Pizarro lo planificara de esa manera, pero se da la coincidencia parcial con los lugares en que, según las distintas versiones acerca del recorrido del dios Wiraqucha, éste se sumerge en el mar luego de su labor ordenadora por las tierras andinas. Scholten De d’Ébneth (1985) ha demostrado la importancia de Pachakamaq y de Puerto Viejo (en la costa del actual Ecuador) como puntos en que el mito sobre Wiraqucha coincide asombrosamente con las observaciones astronómicas del sol en su tránsito del solsticio de verano al de invierno, tomando como punto de referencia el Cuzco. Si bien algunas de sus conclusiones pueden parecer discutibles, lo cierto es que ambos lugares son mencionados en las muchas versiones sobre el recorrido del dios Wiraqucha a partir de su salida de Tiwanaku. Ahora bien, con la muerte del Virrey Núñez Vela, Gonzalo Pizarro vuelve hacia el sur debido a una serie de incidentes que lo debilitan, como la traición de su armada en Panamá, por ejemplo, o el paso paulatino de sus tropas y oficiales al bando del rey, liderado por el enviado especial la Gasca, que venía desde el norte ofreciendo salvoconductos y perdones a todo pizarrista que quisiera desertar. Por otro lado, en la región del Collao, Diego Centeno se había levantado en favor de la Corona y representaba una amenaza más al éxito de la rebelión gonzalista. Es entonces cuando, al mismo tiempo que retrocedía, Gonzalo Pizarro decide enfrentar a las tropas de Centeno en el sur, y el encuentro se da en el ya mencionado Huarina, localizado en las cercanías del lago Titicaca, en el actual territorio boliviano. La batalla, ocurrida el 29 de octubre de 1547, es descrita en los Comentarios (II, V, XIX–XX) con enorme realismo, derrochando detalles y delineando muy bien los rasgos y movimientos de la caballería e infantería, muy al estilo de Francesco Guicciardini, historiador italiano de la primera mitad del XVI, sin duda uno de los modelos predilectos de Garcilaso. Sin embargo, se enfatiza en los Comentarios el “ardid de guerra” que Carvajal urdió, como fue el uso de los arcabuces en andanadas sucesivas y apuntando debajo de la cintura a las tropas de Centeno, lo que favoreció dar en el blanco sobre los soldados realistas. La importancia del arcabuz en general durante el proceso de la invasión española resulta obvia, pero más cuando se trata de resaltar la imagen del triunfante Gonzalo Pizarro, que durante toda su campaña había previsto que sus tropas contaran siempre con arcabuces como recurso imprescindible para la victoria sobre la superioridad de las tropas enemigas, como en este caso las de Centeno, que doblaban en número las suyas propias. El arcabuz, denominado illapa por la población indígena debido a su semejanza con el sonido y resplandor del trueno y el rayo, según hemos explicado en el capítulo anterior, es un elemento de enorme valor simbólico en los Comentarios, especialmente si consideramos que la misma voz narrativa lo adopta en su denominación quechua de illapa (cf., por ejemplo, el mismo Cap. XX del Libro V), asumiendo implícitamente una focalización indígena y otorgando una dimensión cosmogónica a su presencia en el evento de Huarina. Así, una vez obtenida la sorpresiva victoria, Pizarro se dirige hacia el Cuzco, pero, curiosamente, se detiene en Pukara (“Pucaran” en el texto) para negociar con el licenciado Cepeda, uno de sus principales consejeros y oidor de la Audiencia de Lima, los términos en que debía enfrentarse la presencia de la Gasca en el norte.
173 Finalmente, llega Gonzalo al Cuzco, donde se le hace un recibimiento con “flores de varias y lindas colores que los Yndios ∫olian hacer en tiempos de sus reyes Incas” (II, V, XXVII), y en que se le gritaba “Inca” “a grandes voces” (id.), “porque fue orden del capitán Juan de la Torre que a∫si lo hicie∫∫en, como en tiempo de ∫us Incas” (id.). La insistencia en hacer explícita la equivalencia entre Gonzalo Pizarro y los incas parece apuntar a la idea de que la percepción de tal hecho obedece a una mirada doble, en que la población indígena se reconcilia con un sector español en la medida en que éste –relacionado directamente con la imagen de Francisco Pizarro– asume poderes extraordinarios a partir de los perfiles míticos evocados en el texto. Por distintas razones, españoles e indígenas coinciden en afirmar el poder de Gonzalo como una continuación del poderío antiguo de los incas. Según se recordará, la salida del dios Wiraqucha de la zona de Tiwanaku, haciendo una parada en Pukara (a mitad de camino entre Tiwanaku y Cuzco) y luego en el Cuzco, marca una diagonal en 45o en dirección esteoeste. Scholten (1985: 12) señala que los 468 kilómetros que separan Tiwanaku de Cuzco son divisibles en 140 (2 x 70) Unidades de Medida Americana de 3.34 km. cada una. Este patrón de medida permite explicar una serie de proporciones entre distintos lugares señalados en las versiones sobre el mito de Wiraqucha que guardan asombrosa coincidencia con las proporciones que los antiguos edificios de Tiwanaku y muchos incaicos poseen en su propia estructura. Menciona Scholten (id.), citando a Molina, “el Cuzqueño”, que la diagonal seguida por el dios en su recorrido contiene una serie de lugares (Tiwanaku, Pukara, Jauja, Pachakamaq y Cajamarca) en que el dios convirtió en piedra a los hombres por haber desobedecido su mandato. En última instancia, la relación entre el recorrido del dios Wiraqucha y la dirección que Gonzalo Pizarro siguió después de la batalla de Huarina es una relación de coincidencia que el texto establece como posibilidad implícita de lectura. El hecho de que Gonzalo Pizarro hubiera vuelto hacia el Collao, triunfado en Huarina por obra y gracia del illapa, y luego emprendido su viaje hacia el noroeste, haciendo (según menciona el texto) una única parada en Pukara, permite proyectar su imagen como la de un ser fundador, que se reviste de los mismos rasgos de la antigua divinidad y por lo tanto se legitimiza en cotejo con la tradición discursiva andina. Milla Villena ha estudiado también, a partir de mediciones geodésicas y de abundante evidencia arqueológica, la importancia fundamental de la cruz cuadrada no sólo como símbolo e ícono constante de muchas culturas andinas, sino también como patrón de referencia cuyas proporciones habrían servido como paradigma espacial en la distribución de algunos asentamientos urbanos a lo largo de la cordillera central sudamericana. Explica Milla Villena (122–128) que la cruz cuadrada, proyectada desde el centro urbano de Tiwanaku, permite imaginar una diagonal que une Tiwanaku con Pukara, Cuzco, Vitcos (lugar de residencia de los incas rebeldes hasta 1572), y se proyecta hasta Cajamarca, en dirección noroeste. La diagonal, que coincide matemáticamente con algunas versiones del mito de Wiraqucha en su paso civilizador y fundador, habría sido el eje que de alguna manera permite imaginar también la sucesión de culturas preincaicas a lo largo del eje espacial andino. Las mediciones de Milla Villena a partir del modelo de la cruz cuadrada (que no es sino una aplicación de las medidas contenidas en los ejes de la constelación de la Cruz del Sur) puede verse en la Figura 17. Ahora bien, la lectura del viaje de Gonzalo Pizarro como una actualización de un recorrido mítico resulta válida sólo en la medida en que se considere por qué en los Comentarios se decide narrar el viaje del conquistador rebelde mencionando ciertos puntos y no otros del recorrido. No pretendo sugerir que el texto proponga a Pizarro sólo como un ser puramente mítico, sino que sus virtudes y acciones lo legitiman simbólicamente como protagonista de una opción política (una potencialidad civilizadora) que tuvo su mejor momento inmediatamente después de la batalla de Huarina.
174 Por lo tanto, su programa, que nunca tuvo carácter definitivo por la amenaza constante de las tropas del rey, aparece como una opción fallida dentro de la cual la reconciliación de los contrarios logra darse sólo en el discurso. Ahora bien, ¿cuál era tal programa político? O, mejor, ¿cómo es posible entender en este contexto “el discurso de la armonía imposible” (Cornejo Polar 1993) que subyace a la obra entera? Los historiadores han sido los primeros en adelantar algo de esta lectura en que la dimensión ética de los Comentarios resulta tan importante como la que concierne a los aspectos estéticos o puramente narrativos que los condicionan. Valcárcel en 1939 y Brading en 1986 hablan de la importancia que tiene un microtexto al interior del Libro IV de la Segunda Parte, exactamente en el Capítulo XL, que resume muy bien las posibilidades que el gobierno de Gonzalo Pizarro habría tenido si se hubiera organizado decididamente por una opción independiente y una alianza con el estado rebelde incaico de Vilcabamba.
Figura 17. Ruta de Wiraqucha según el cuadrante geométrico o cruz cuadrada propuesta como patrón de medida andina por Milla Villena (124). Nótese la simetría espacial entre Tiwanaku, Pucara y Cuzco, como proyección hacia Vitcos, lugar de refugio de los últimos incas de la resistencia. La cruz cuadrada aparece, además, en numerosas representaciones de las culturas Tiwanaku, Wari y, con mayor profusión, inca.
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Luego de la victoria de Iñaquito, señala el texto que Gonzalo Pizarro esperaba del rey una confirmación como gobernador del Perú, puesto que tal había sido la voluntad de su hermano Francisco antes de morir en 1541. Sin embargo, muchos de sus partidarios le aconsejaban que se declarase rey directamente, y de que no se preocupase en enviar procuradores al rey, puesto que éste jamás perdonaría la ofensa de haber luchado contra él y ejecutado a uno de sus virreyes. En el mencionado Capítulo XL se menciona la carta que Francisco de Carvajal envió a Pizarro instándolo a que se proclamara rey (carta citada de una manera muy distinta por el Palentino en su Historia del Perú, Libro II, Capítulo I)111. Pero en el mismo capítulo de los Comentarios –y esto es lo que más nos interesa– se presenta también el largo consejo que Carvajal dio a Pizarro explicándole por qué tenía más derechos que nadie a ser rey de aquella tierra y cómo podía lograrlo en alianza con los incas sobrevivientes. Citaré el fragmento de los Comentarios que concierne a la creación de una nueva nobleza y a la relación entre españoles e indios en este ideal estado mestizo que potencialmente se propone:
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Leuante [Vue∫a Señoria] ordenes militares con nombre y apellido de los de E∫paña, o de otros ∫antos ∫us devotos, con las in∫ignias que por bien tuuiere; y para los caualleros de los tales habitos ∫eñale rentas y pen∫iones de que puedan comer y gozar por sus dias, como lo hazen en todas partes los caualleros militares. Con e∫to q˜ he dicho en ∫uma, atraera Vue∫a Señoria a ∫u ∫ervicio toda la caualleria y nobleza de los E∫pañoles, que en e∫te imperio e∫tan, y pagara por entero a los que lo ganaron, y ∫iruieron a Vue∫a señoria, q˜ ahora no lo e∫tan. Y para atraer a los Yndios a su servicio y devocion, para que mueran por Vue∫a Señoria con el amor que a ∫us reyes Incas tenian, tome Vue∫a Señoria por mujer, y e∫posa la infanta que entre ellos ∫e hallare mas propincua al aruol real, y enuie ∫us embajadores a las mõtañas, donde e∫ta encerrado el Inca heredero de∫te imperio, pidiendole, ∫alga a re∫tituirse en ∫u mage∫tad, y grandeza, y que de ∫u mano de a Vue∫a Señoria por muger la hija, o hermana, que tuviere, que bien ∫abe Vue∫a Señoria quanto estimara aquel principe su parentesco y amistad [...]; en fin, ∫eran todos los Yndios de vue∫tro bando, que no ayudando ellos a los contrarios de Vue∫a Señoria, con ba∫timentos ni con llevar las cargas, no puede˜ prevalecer ni ∫er parte en e∫ta tierra; y el principe ∫e contentara con el nombre de rey, y que ∫us va∫allos le obedezcan como antes, y gouierne en la paz a ∫us Yndios, como hizieron ∫us pa∫ados; y Vue∫a Señoria, y ∫us mini∫tros, y capitanes, gobernaran a los E∫pañoles, y administraran lo que tocare a la guerra, pidiendo al Inca que mande a los Yndios hagan y cumplan lo que Vue∫a Señoria ordenare y mandare [...] (II, V, XL).
Pérez de Tudela (XLVIII) informa de una copia de tal carta, escrita el 25 de octubre de 1545 desde los Reyes, en la Real Academia de la Historia en Madrid, legajo n. 9-9-5/1831. En otro pasaje de la Historia del Perú (II, XLIX) del Palentino, se cita una carta distinta de Carvajal en que directamente expresa a Pizarro que “las picas que vuestra señoría mandó que yo quemase he enviado por ellas para que vengan poquito a poco enderezadas a Lima, y esto suplico a vuestra señoría que se hierre por mi cabeza, porque para la corona de rey, con que en tan breves días hemos de coronar a vuestra señoría, habrá muy gran concurso de gente”.
176 Así, la creación de una nueva aristocracia española (la de los encomenderos triunfantes) y el reconocimiento de la nobleza incaica serían la base de un dualismo político paralelo, en que indios y peninsulares gozarían juntos de una paz próspera gracias al vínculo matrimonial entre Gonzalo Pizarro y una princesa incaica designada por Mankhu Inka. Es lógico suponer que del fruto de tal unión se crearía la base de una aristocracia mestiza que heredaría los privilegios de ambos grupos. De este modo, el nuevo orden encarnado por Gonzalo Pizarro implicaría la posibilidad de una soberanía temprana que aparentemente Carvajal habría estado considerando en sus radicales propuestas. Naturalmente, la opción explícita del texto es desestimar el proyecto, del que no se citan más detalles “porque no ofendie∫∫en los oidos de los fieles y leales, ni agrada∫∫en a los malintencionados” (id.). Sin embargo, por el desarrollo de las acciones y la forma en que se los presenta, privilegiando ciertos aspectos de la figura de Pizarro, queda la impresión de que el sujeto de escritura valora de alguna manera la propuesta de Carvajal, que, como se sabe, es citada sin mencionar fuente alguna, puesto que corresponde a un diálogo habido entre Carvajal y Gonzalo Pizarro en los Reyes. Su mera presencia en el texto constituye una verbalización de lo que hubiera podido ocurrir en el antiguo territorio de los incas si las fuerzas rebeldes se hubieran decidido desde el principio a asumir su papel disidente y su función histórica fundadora. Ahora bien, y según hemos mencionado en relación con la ruta de Wiraqucha, la dirección que el dios sigue es la de una diagonal que cruza la cordillera andina en dirección este-oeste en un ángulo de 45o. Propone Scholten (1985: 18–19), a partir de ello, que el término “diagonal”, tal como se expresa en quechua, con la palabra ch’ek’alluwa, contiene en sí mismo el sentido del mito como verdad, puesto que ch’ek’a significa “verdad”. Así, la ruta de Wiraqucha sería “el camino de la verdad” o, más exactamente, “la diagonal de la verdad”, consistiendo su proyección sobre el territorio un patrón de referencia final en la concepción del espacio y en la importancia de determinados poblados o centros ceremoniales. El mito en tanto teoría social habría tenido aplicaciones sobre la distribución del espacio que consideraban los movimientos celestes como manifestación de un movimiento primigenio ordenador realizado por la divinidad. Al llegar Gonzalo Pizarro a la zona del Collao, vencer a Centeno y detenerse en Pukara durante su regreso al Cuzco, reactualizaba tal movimiento, por lo que su figura –y su discurso– adquirían atributos ordenadores que habrían constituido un nuevo pacha dentro del mundo andino. Es cierto que la razón de la derrota posterior en Jaquijahuana (o Sacsahuana) se debe a la obstinación de Pizarro en no replegarse y en seguir hacia el norte a fin de arrollar a las tropas de la Gasca, que marchaban sobre el Cuzco desde Jauja. Los buenos consejos de Carvajal en ese sentido no fueron suficientes, y así es como se decide el final de una aventura política y militar cuyas consecuencias para el mundo andino habrían llegado a ser insospechadas. Una vez derrotados, Pizarro y Carvajal aparecen como personajes dignos, pero al mismo tiempo disminuidos en su grandeza: el primero termina pidiendo limosnas para las misas que pudieran darse en su nombre (Comentarios II, V, XLIII); el segundo es revelado en su longeva edad (más de ochenta años) y en su condición obesa, lo que motivó su caída del asno en que escapaba y su posterior captura (II, V, XXXVI). Pese a que se les defiende hasta el final como hombres sobresalientes, sus rasgos humanos se completan de una manera que acerca el relato a una visión múltiple sobre las personalidades humanas, como si los atributos de magnanimidad anteriores hubieran sido válidos sólo en la medida en que las acciones de ambos soldados se acercaran a las virtudes fundacionales de su perfil simbólico.
177 Paradójicamente, y en relación con esto, apuntemos que la opción de los Comentarios por exaltar esta aristocracia encomendera tiene mucho que ver con cierta inquina registrable hacia las soluciones planteadas por la Gasca en la repartición de oro y encomiendas ejercida en Huaynarima, luego del triunfo definitivo sobre Pizarro en Jaquijahuana el 10 de abril de 1548. Muchos de los soldados y capitanes leales a la Corona se vieron desfavorecidos por la pusilanimidad de la Gasca y por su doblez frente a los antiguos poderosos, quienes conservaron en muchos casos sus ingentes privilegios, pese a haber participado en algún momento –así sólo fuera por sospecha o simpatía– en la aventura gonzalista. Pérez de Tudela (LXXI) expresa, no sin razón, que “Gasca vino con sus hechos a servir fielmente la línea de reacción suscitada por el sentido nivelatorio de las Leyes Nuevas”. De modo que la oposición maniquea entre un la Gasca lascasista y pro-Corona y unos encomenderos progresistas y proto-burgueses, según propone Delgado (cap. 6) no llega a explicar realmente la complejidad del problema. La inspiración lascasista de las Leyes Nuevas quedó en buena medida coactada por el propio la Gasca, y únicamente en ciertos aspectos de su interés por limitar la explotación indígena es que se conserva algo de las originales intenciones de la legislación reformista. Sólo años más tarde, con la reducción del gozo de las encomiendas a dos vidas (en hijos de padre y madre españoles) y con el sistema controlista organizado por el virrey Toledo (1569-1581) es que los privilegios de los encomenderos frente a la Corona se vieron radicalmente minimizados. Así, la escasez de elogios reservados en la obra al pacificador enviado por el rey se explica, es cierto, por haber sido de alguna manera el introductor de la debacle encomendera, pero sobre todo por los inexistentes rasgos heroicos y la poca integridad que demostró para sus propios capitanes leales. El reclamo de los Comentarios excede en mucho la simple aspiración de un progreso social entendido en términos post-ilustrados de modos de producción y lucha de clases. Lo que se está reivindicando simbólicamente es una participación activa de la nobleza cuzqueña en los destinos del nuevo estado colonial y señorial, junto con el sector de españoles que, pintado de manera caballeresca, enfrentó a la Corona defendiendo sus encomiendas a perpetuidad. De ahí a la idea de un naciente capitalismo, creemos, hay todavía un largo trecho por recorrer en la historia de las ideas del Perú, aunque el “sentido progresivo de la conquista” que Choy señala sea una opción a considerar a muy largo plazo, puesto que no había nada parecido al sentido igualitario –en términos de derechos individuales– propio de una revolución comunera o republicana dentro del programa de Pizarro, que, según hemos visto, se concebía dentro de la obra como profundamente aristocratizante. La reproducción de las órdenes militares castellanas de Santiago, Alcántara y Calatrava (fuertemente vinculadas a la mentalidad feudal de la Reconquista contra los moros) en las propuestas de Carvajal es una muestra palpable, y quizá para algunos desencantadora, de este carácter todavía premoderno de la rebelión pizarrista. Resulta curioso, por eso mismo, que el periodo de seis meses entre Huarina y Jaquijahuana, en que Gonzalo reside en el Cuzco y manifiesta su generosidad y características primordiales desde la mirada retrospectiva del personaje-narrador niño, coincida con la época de lluvias o época de fecundación y siembra en las alturas cuzqueñas. Los numerosos pasajes de los Comentarios en que se describen los banquetes ofrecidos por Pizarro y sus partidarios apelan a un sentido mitificador de la abundancia y a una reconciliación elitista con el mundo indígena (provisto ya de un flamante Inca) que conviene considerar como parte de la visión etnocentrista muchas veces soslayada en la lectura de la Segunda Parte de la obra. En ese sentido, nuestro sujeto de escritura no representaría –ni mucho menos– ningún prototipo de peruano integral (como a cierta crítica nacionalista le gusta repetir), aunque no precisamente por ser demasiado europeizante (como a otro tipo de crítica le encanta insistir), sino, por el contrario, quizá por demasiado cuzqueñista, en el sentido global de los modos de discurso y las mitificaciones y referencias culturales que hemos venido señalando. Así, conviene desarrollar el tema del ideario de Carvajal –como prolongación de las “capitulaciones” de Titu Atauchi– en función del plano simbólico general de la narración y de la dicción fundadora que es discernible en las dos Partes de los Comentarios.
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Capítulo 9 Garcilaso y el “bien común”: mestizaje y posición política* Comencemos por recordar que el género historiográfico, por definición retórico en los Siglos de Oro, tenía en función de esa misma naturaleza una finalidad enmendadora, moral y, por eso mismo, política: persuadir y conmover para mover a la acción. La historia no pretendía sólo esclarecer los hechos del pasado, sino que, según la conseja ciceroniana, debía ser magistra vitae, guía para una superior conducción de las sociedades y para el mejoramiento ético de los individuos112. El Inca Garcilaso no es ajeno a esa premisa básica del quehacer intelectual de su tiempo. Siguiendo la inspiración de Polibio, sin duda asumió en sus obras el mismo papel de depositario de la honra de su pueblo que el antiguo historiador greco-romano jugó en su siglo113. Pero hay que señalar que por “su pueblo” entendemos en Garcilaso no sólo el Perú y sus diversos estamentos sociales, ordenados jerárquicamente, sino también la parte española que les correspondía a él y a su grupo social mestizo dentro de esa pirámide. Me refiero, obviamente, a la honra de los conquistadores y primeros encomenderos como parte sustancial de dicha comunidad. Con estas premisas en mente, me interesa explorar el pensamiento político que se puede extraer de numerosos pasajes de los Comentarios reales en sus dos partes.
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Apareció en El Inca Garcilaso de la Vega: entre varios mundos, editado por José Morales Saravia y Gerhard Penzkofer (Lima: Fondo Editorial del Vicerrectorado Académico de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 2011, pp. 185–206). 112
De hecho, las Casas señala en el “Prólogo” de su Historia de las Indias que “tampoco conviene a todo género de personas ocuparse con tal ejercicio [de la historia], según sentencia de Metástenes, sino a varones escogidos, doctos, prudentes, filósofos, perspicasísimos, espirituales y dedicados al culto divino, como entonces eran y hoy lo son los santos sacerdotes. Por lo cual dice que antiguamente no se permitía que alguno historia escribiese, ni se daba crédito ni fe alguna sino a los sacerdotes entre los caldeos y los egipcios, que eran en esto como notarios públicos, de quien había tal estima, que sería cuanto más espiritualizaban en ser más ocupados en el culto de los dioses, tanto menos sería lo que escribiesen de falsedad sospechoso” (Casas [1527-1566] 1986: 6). Ideas semejantes sobre la función modeladora de la historia, pero sin reducirla a un ejercicio exclusivo del clero, se encuentran en Cabrera de Córdoba en su De historia. Para escribirla y entenderla (29–32). Aunque la Historia de las Casas no se publicó hasta el siglo XIX, las ideas que expresa sobre el papel moral de la historia eran comunes en la época.
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Polibio, nacido en la Arcadia (Grecia) hacia el año 208 a. C., fue llevado a Roma como esclavo el año 168. Desde la capital del imperio realizó una activa labor para la comprensión y respeto de su antigua patria y a la vez de aprecio por la uirtus romana en su afán civilizador. Esta agenda se hace visible en sus Historias. El paralelo con el Inca Garcilaso es claro en la intención mediadora entre culturas (una dominada y otra dominante) que caracteriza a ambos historiadores.
180 Si bien éste ha sido un camino ya inicialmente desbrozado por historiadores como David Brading (1986), que propone que en Garcilaso subyace la propuesta de un “Sacro Imperio Incaico”, o antes, como Beytersveldt (1969), que identifica una posición dinástica en el Inca, aquí ahondaré en aspectos poco abordados del imaginario garcilasiano y pondré énfasis en la relación de éste con algunas corrientes teóricas de los círculos intelectuales jesuitas en la Andalucía de fines del XVI y principios del XVII.114 Como sabemos, el Inca es un autor multifacético, lleno de recovecos discursivos e identitarios. Poco favor se le hace si reducimos su obra a una sola de sus raíces estilísticas, temáticas o intra-atlánticas. A pesar de que no podré referirme a muchos de esos aspectos provenientes y transformados de tradiciones culturalmente opuestas, como la europea y la incaica, quiero recordar este concepto para no caer en la trampa de absolutizar sólo uno de los sentidos de la obra; menos aún cuando se trata del muy importante sentido político que ella tiene. 1. Garcilaso en contexto: el “bien común” como epicentro político Quisiera empezar, pues, por confesar que desde hace mucho me ha llamado la atención la referencia directa y constante a la idea del “bien común” en los Comentarios reales. Se trata, como es bastante sabido, de una expresión que permea casi todos los tratados políticos del Renacimiento. Desde el Institutio Principis Christiani de Erasmo en 1516 hasta el Príncipe cristiano, de Pedro de Ribadeneyra, casi ochenta años después, el bonus communis constituye unánimemente el fin último del quehacer político y llega a ser usado de manera explícita, como hace Ribadeneyra, para rebatir la doctrina de la “razón de estado” maquiavélica. El uso del “bien común” en el Inca Garcilaso encaja, pues, con una larga tradición que se remonta por lo menos a los tratados de Santo Tomás de Aquino, quien a su vez adapta al cristianismo las doctrinas de Aristóteles en la Ética Nicomaquea y en la Política. Para el Doctor Angélico, la idea de un orden justo que atienda a las necesidades básicas de una población, persiguiendo la salvación espiritual, es una forma de materializar el reino de Dios en la tierra. Esta, al menos, resulta ser la finalidad del quehacer político, pues, como señala Martínez Barrera, “el bien común último […] es Dios [mismo]” (Martínez Barrera 1993: 73). Y es que en la escolástica, el gran edificio de la sociedad debe asentarse sobre la unidad entre el ser humano y el principio de la moral hacia el bien. Ética y política son indesligables y, a la vez, la abstracción individuo-sociedad no refleja de ninguna manera la realidad del hombre ni el propósito divino de la creación. “Para Santo Tomás, decir humano y decir moral es exactamente lo mismo” (Martínez Barrera 1993: 74).
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Es importante también la tesis doctoral, desgraciadamente aún inédita, de James W. Fuerst, “Mestizo Rhetoric: The Political Thought of El Inca Garcilaso de la Vega” (Harvard University, 2000). Desde las ciencias políticas, Fuerst establece vínculos entre el pensamiento del Inca y otras fuentes europeas (Bodin, Erasmo, etc.), así como los residuos de una mentalidad prehispánica en la concepcón del mundo social formado por las categorías de hanan y hurin. También propone –reveladoramente– la validez de algunas de las ideas del Inca para la formación de corrientes políticas y filosóficas de posterior importancia, como las de Locke en Inglaterra.
181 A la vez, el bien común en Santo Tomás debe buscarse mediante un gobierno que ponga en práctica las enseñanzas de Cristo, siguiendo lo que más tarde se conocerá como philosophia Christi.115 Sólo mientras un rey actúe en beneficio de sus súbditos merecerá el importante encargo que Dios puso en sus hombros. Así, el principio de la soberanía podrá delegarse en la autoridad real siempre y cuando ésta cumpla con la misión de cuidar del bien común. De otra manera, se tratará simplemente de una tiranía, y los súbditos tendrán el derecho de destronar al rey y hasta eliminarlo, si se sirve con esto a un bien común y no a la repetición de una nueva tiranía (ver Aquino 1988: 267–271, y Mariana [1599] 1845: I, 110–115). En la llamada alta escolástica o neotomismo desarrollado en España gracias al impulso contrarreformista de mediados del XVI, estos criterios se ponen nuevamente en boga y afectan el debate sobre la justicia de la conquista y el mejoramiento de los nuevos súbditos americanos incorporados a la Corona. El edificio social discursivamente trazado por los neoescolásticos del XVI permitía la apertura de un lugar claro para la incorporación de las masas indígenas dentro del gran proyecto universalizador de la Contrarreforma. Desgraciadamente, esta intención no siempre se vio cumplida. A pesar de los esfuerzos de los teólogos y filósofos políticos peninsulares como Francisco de Vitoria, Melchor Cano, Francisco Suárez y Juan de Mariana, entre otros, la idea de crear “un Estado nuevo, un mundo nuevo y un hombre Nuevo”, en palabras de Maravall (1960: 51), contrastaba con una generalizada falta de control sobre las autoridades españolas y con el poco conocimiento que se tenía de la población indígena. Entre los principios fundamentales de la neoescolástica, conviene recordar el del pacto subjectionis, planteado por el jesuita Francisco Suárez, de gran influencia en el pensamiento político de la época. Este principio reclamaba el consentimiento mutuo de Rey y vasallos en la consecución de la felicidad universal. En su De iuramento fidelitatis, por ejemplo, Suárez afirmaba sus tesis sobre la necesidad de mantener de ambas partes el principio central de la soberanía monárquica siempre que no se transgrediera ese pacto y mientras el bienestar de los vasallos no se viera menoscabado por la actuación tiránica del Rey (v. esp. 42–50). A la vez, el derecho que asistía a los vasallos a rebelarse contra el poder transgresor quedaba estipulado como alternativa final en caso de ser imposible un nuevo arreglo (v. el Cap. 4, “Verdadera doctrina sobre el tiranicidio”). Ideas similares sustentaba el también jesuita Juan de Mariana en su Del Rey y de la institución real. 2. Presencia de Valera en el Inca. Los jesuitas llegaron al Perú en 1568 y comenzaron una enérgica labor de evangelización y formación intelectual de las élites indígenas, mestizas y criollas. La pujanza jesuita se hizo evidente con la convocatoria y realización del Tercer Concilio Limense de 1582-83.
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Arocena ofrece la siguiente definición de la philosophia Christi: “El humanismo aspiró a una revitalización del cristianismo, desfalleciente bajo el peso de un rígido ritual de groseras supersticiones, de una Iglesia cada vez más secularizada y de huecas exteriorizaciones de una fe inerte. Esa aspiración se concretó en los postulados de la ‘philosophia Christi’; filosofía destinada a ser vivida, no molida en sutiles especulaciones. Se exigía, en definitiva, adquirir conciencia de la condición de cristiano y actuar en consecuencia. Las normas rectoras debían ser otra vez las emergentes de la sencilla palabra evangélica, desnuda del complicado ropaje con que la había vestido y aun disfrazado la escolástica. Para que el mundo se transformara –pensaban los humanistas–, para que el cristianismo se convirtiera en una feliz realidad sobraban las sabias especulaciones que no preocuparon ni a Cristo ni a sus apóstoles; bastaba que las verdades anunciadas por ellos fueran divulgadas, sin agregados ni ornamentos, por los predicadores en sus sermones, por los maestros en sus cátedras e inspiraran, además, la conducta del príncipe” (Arocena 1949: 30).
182 Esto implicaba, precisamente, que la influencia de las doctrinas suarecistas de los jesuitas podían tener influencia sobre el pensamiento de las élites criollas y mestizas, especialmente a partir del acuerdo con las autoridades para hacer del jesuita Colegio de San Pablo una antesala obligada de los estudios posteriores en la Universidad de Lima o San Marcos (Martin 1968: 33)116. Hago estas menciones porque es obvio que la orden jesuita goza de las preferencias del Inca Garcilaso a lo largo de su obra, pese a que los jesuitas apenas llegaron al Perú cuando ya el Inca había dejado su patria hacía ocho años. Para apreciar esas preferencias, no sólo hay una considerable coincidencia de ideas, sino que hasta es posible rastrear que el Inca cayó desde muy temprano bajo la influencia de la Compañía, incluso desde sus primeros años en Montilla, como puede verse por su documentada asistencia a la iglesia jesuita de Santiago en el pueblo andaluz donde viviría cerca de treinta años. A eso añadamos las amistades conocidas con jesuitas notables, especialmente en Córdoba. Nombres como los de Juan de Pineda, Francisco de Castro, Pedro Maldonado, Bernardo de Aldrete y muchos más desfilan por las referencias y conversaciones del Inca y son motivo de aprecio mutuo. No puede dejar de pensarse tampoco en la fundamental presencia de Blas Valera dentro de los Comentarios reales. Aunque aparentemente los dos mestizos peruanos nunca se conocieron, los “papeles rotos” de Valera llegaron a manos de Garcilaso hacia 1597, según cuenta el mismo Inca, cuando el mestizo chachapoyano murió a consecuencia de las heridas que recibió durante el saqueo de Cádiz por los ingleses en 1596117. Más allá de la veracidad de esta historia y de la muerte de Valera en 1597, cuestionada hace unos años por el hallazgo de los llamados manuscritos de Nápoles (ver Laurencich, ed. [2005] 2007; Laurencich 2007; y Hyland 2003: Caps. 9 y 10), lo que interesa es que la descripción más exacta de la administración incaica está en los fragmentos citados de Valera, especialmente en los primeros dieciséis capítulos del Libro V de la Primera Parte de los Comentarios. Pero esta presencia explícita de Valera y su propio uso del “bien común” se encuentra también en muchas partes de la obra, aquellas que corresponden a la voz del narrador Garcilaso118.
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Ver también el artículo de Coello de la Rosa (2008) sobre la presencia de mestizos y criollos en la orden jesuita en el Perú de los siglos XVI y XVII. 117
Dice Garcilaso en relación con Blas Valera, cuando elucida la autoridad del jesuita mestizo en la explicación sobre el origen del nombre “Perú” en el Cap. VI del Libro I de la Primera Parte de los Comentarios: “se me ofresce la autoridad de otro insigne varón religioso de la santa compañía de Iesús llamado el Padre Blas Valera, que escriuía la historia de aquel imperio en elegantíssimo latín, y pudiera escreuir la en muchas lenguas, porque tuuo don dellas: mas por la desdicha de aquella mi tierra, que no meresció que su república quedasse escrita de tal mano, se perdieron sus papeles en la ruyna y saco de Cádiz, que los ingleses hizieron, año de mil y quinientos nouenta y seis, y él murió poco después. Yo huue del saco las reliquias que de sus papeles quedaron, para mayor dolor y lástima de los que se perdieron, que se sacan por los que se hallaron[;] quedaron tan destrozados, que falta lo más y mejor[. H]ízome merced dellos el padre maestro Pedro Maldonado de Saauedra[,] natural de Seuilla de la misma religión” (Garcilaso1609: f. 5v). 118
No olvidemos que Garcilaso se nutre también de muchas otras fuentes que exaltan la bondad de los incas y lo admirable de su administración, especialmente entre los llamados cronistas pre-toledanos. En el Cap. 51 de la Crónica del Perú de Pedro de Cieza de León, por ejemplo, encontramos frases como “verdaderamente, pocas naciones hubo en el mundo, a mi ver, que tuvieron mejor gobierno que los incas” (Cieza [1553] 1984: 161). Sin embargo, en otras partes Cieza defenestra a los incas por demonólatras y practicantes del sacrificio humano, así como critica acremente a los conquistadores, puntos en los que Garcilaso se aparta de él para acercarse fervorosamente a Valera.
183 El Inca se explaya, pues, en numerosas formas para referirse al “bien común” aceptado y practicado por los incas. Una revisión somera de los Comentarios basta para encontrarnos de cara con el adjudicamiento de “bien común” a la práctica política esencial y ordenadora de los gobernantes cuzqueños como “huaccha cuyac” o “amadores de pobres”. Por ejemplo, en el Capítulo XXI del Libro I de la Primera Parte sobre “La enseñança que el Inca [Manco Cápac] hazía a sus vasallos”, se menciona que el primer inca elegía a los curacas de los nuevos pueblos asimilados al Imperio entre “los que auían trabajado más en la redución de los indios, mostrándose más afables, mansos y piadosos, más amigos del bien común” (f. 20). Es decir, desde el inicio de la monarquía incaica, este rasgo se irradia a todos los mandos superiores y medios de la administración, definiendo al estado mismo, y no sólo al gobernante máximo, como agente del ansiado “bien común”. Esta argumentación no se detiene en las autoridades, sino que es claramente asimilada por la población, como se ve en el Capítulo XIII del Libro II, cuando se dice que valía también mucho para que aquellas leyes las guardassen con amor y respeto, que las tenían por diuinas, porque como en su vana creencia tenían a sus Reyes por hijos del Sol, y al Sol por su dios, tenían por mandamiento diuino qualquiera común mandato del Rey, quánto más las leyes particulares que hazía para el bien común (f. 39r). Así, pues, el “bien común” se manifiesta en distintas modalidades y aspectos de la vida política incaica, haciéndola aparecer más como la plasmación de un modelo neoescolástico de sociedad y gobierno que como una utopía a secas. Podría, sin duda, ofrecer numerosos ejemplos y casos más, pero ese enemigo del bien común, que es la tiranía (en este caso, del espacio) me impide explayarme en el tema y en los pasajes correspondientes que son por lo demás ya bastante conocidos119.
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Algunos ejemplos bastarán. En el Libro II, Cap. XX sobre “La gran prouincia Chucuitu se reduce de paz, hazen lo mismo otras muchas prouincias”, Garcilaso dice: “El Inca fue recibido en el Cozco con mucha fiesta y regocijo, donde paró algunos años entendiendo en el gouierno y común beneficio de sus vassallos” (énfasis agregado). En el Libro III, Cap. XVII (“De la redución de cinco prouincias grandes sin otras menores [por el Inca Cápac Yupanqui]”), escribe: “Mandó sacar grandes acequias para regar las tierras de labor, mandó hazer muchos puentes para los ríos, y arroyos grandes para la seguridad de los caminantes, mandó abrir nueuos caminos de vnas Prouincias a otras, para que se comunicassen todos los de su Imperio: en suma hizo todo lo que le pareció convenir al bien común, y aprouechamiento de sus vassallos y grandeza y magestad propia” (énfasis agregado). En el Libro IV, Cap. X (“Diferentes maneras de eredar los estados”), que relata el caso del curaca don García en tiempos coloniales, Garcilaso señala: “El Curaca del pueblo se llamaua don García. El qual viéndose cerca de morirse, llamó quatro hijos varones que tenía, y los hombres nobles de su pueblo, y les dixo por vía de testamento, que guardassen la ley de Iesu Christo que nueuamente auían recibido, y que siempre diessen gracias a Dios por auérsela embiado, sirviessen, y respetassen mucho a los Españoles, porque se la auían lleuado; particularmente sirviessen a su amo con mucho amor, porque les auía cabido en suerte para ser señor dellos; y a lo último les dixo, bien sabéys que según la costumbre de nuestra tierra ereda mi estado el más virtuoso, y más bien quisto de mis hijos, yo os encargo escojáys el que fuere tal, y si entre ellos no lo huuiere, os mando que los deseredéys, y elijáys vno de vosotros que sea para mirar por vuestra honrra, salud y prouecho, porque desseo más el bien común de todos vosotros, que el particular de mis hijos” (énfasis agregado). En el Libro VI, Cap. XXIII (“Bríndanse vnos a otros, y con qué orden”), subraya: “Y es de advertir que el Inca no embiaua a combidar a beuer a todos los Curacas en general (aunque a los capitanes sí) sino a algunos en particular, que eran más bien quistos de sus vassallos, más amigos del bien común: porque este fue el blanco al que ellos tirauan, assí el Inca como los Curacas, y los ministros de Paz y de guerra” (énfasis agregado). La lista podría alargarse.
184 Sin embargo, conviene insistir en la importancia de los primeros dieciséis capítulos del Libro V de la Primera Parte para referirme a la relación entre Garcilaso y Blas Valera y entre éste y Francisco Falcón, quien fue aparentemente una de sus fuentes principales. De estas relaciones podré pasar al “bien común” en la Segunda Parte de los Comentarios para terminar de delinear un aspecto del ideario político del Inca. Pues bien, es conocido el hecho de que Valera desarrolló una fecunda labor predicadora en diversas ciudades de la sierra, residiendo en Cuzco y Potosí, por ejemplo, antes de ser apresado bajo sospechas misteriosas por su propia orden. No entraré en los detalles del proceso seguido contra él, pero todo parece indicar que sus posiciones radicales en contra de la administración virreinal y su exaltación de los incas fueron parte importante de sus conflictos con su propia orden y, por supuesto, con las autoridades civiles. Como sabemos, Blas Valera, el esquivo autor de la Historia Occidentalis en la que Garcilaso basa buena parte de sus descripciones sobre el bienestar social incaico, parece también ser el autor de otra obra fundamental de la historiografía andina, la Relación de las costumbres antiguas de los naturales del Pirú, del llamado Jesuita Anónimo120. Si de la Historia Occidentalis se puede sospechar por haber llegado a nosotros sólo a través de Garcilaso, de la Relación del Jesuita Anónimo hay menos lugar a dudas, incluso si no se tratara de una obra de Valera. En ella pueden verse algunas semejanzas profundas en cuanto al tema de la religión, como la concepción de un dios superior e invisible, y la distribución de dioses menores que muy probablemente sirvieron de fuente para el planteamiento de los Comentarios sobre las cámaras secundarias del Coricancha o Templo del Sol dedicadas a divinidades específicas como la Luna, el Arco Iris, el trueno, y otros, y el papel que les correspondía en el panteón incaico.121 Asimismo, en la Relación del Jesuita Anónimo se hace clara la tesis de la inexistencia de los sacrificios humanos entre los incas, en base a una obra perdida de Falcón, la Apologia pro Indis (ver Hampe 2001). 3. El importante y olvidado papel de Francisco Falcón. Es en la Historia Occidentalis de Valera, pues, donde la propuesta de una sociedad incaica justa adquiere su mayor nitidez. Y había mencionado que para comprender mejor la obra de Valera hacía falta remontarse al letrado español Francisco Falcón, que ejerció el cargo de Procurador de Indios en Lima, y a su no muy conocida Representación de los daños y molestias que se hacen a los indios, de 1567. En ella levanta la voz contra el aparato virreinal y específicamente contra los corregimientos y el tributo excesivo para proponer una serie de medidas proteccionistas sobre la población nativa.
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Porras (1986: 462) se inclinaba por identificar al Jesuita Anónimo con Blas Valera, según la tendencia dominante en la historiografía peruanista. Sin embargo, Durand (1961) había planteado serias dudas e insinuó la identidad del padre Luis López para el autor de la Relación. 121
Dice el Jesuita Anónimo: “El sol dijeron [los indígenas] que era hijo del gran Illa Tecce, y que la luz corporal que tenía, era la parte de la divinidad que Illa Tecce le había comunicado, para que rigiese y gobernase los dias, los tiempos, los años y veranos, y a los reyes y reinos y señores y otras cosas. La luna, que era hermana y mujer del sol, y que le había dado Illa Tecce parte de su divinidad, y héchola señora de la mar y de los vientos, de las reinas y princesas, y del parto de las mujeres y reina del cielo. A la luna llamaban Coya, ques reyna. A la aurora, que era diosa de las doncellas y de las princesas y autora de las flores del campo, y señora de la madrugada y de los crepúsculos y celajes; y que ella echaba el rocío a la tierra cuando sacudía sus cabellos, y así la llamaban Chasca” (136). Las semejanzas con el panteón incaico planteado en el Libro II de la Primera Parte de los Comentarios reales son evidentes.
185 El tema del tributo indígena se encuentra, así, en el centro del debate sobre el “bien común”. En la Representación de Falcón, el tributo constituye uno de los pilares de la argumentación que más adelante recogerá Valera y por último Garcilaso, que cita a Valera extensamente. ¿Pero cuáles son las características del sistema tributario incaico que Falcón propone basándose en la práctica de los gobernantes cuzqueños sobre sus súbditos antes de la llegada de los conquistadores? Entre otros elementos, Falcón propone que el trabajo en las minas no debe ser coercitivo y que, si se da por voluntad propia de los nativos, éstos debían ser bien pagados. Sin embargo, Falcón se manifiesta en contra del trabajo en las minas en general y muy en favor del incentivo agrícola, alabando las virtudes de la administración incaica, que se preocupaba más del bienestar de sus súbditos que de las ganancias metálicas. Este, como sabemos, será uno de los temas constantes de Valera y Garcilaso. Falcón también denuncia lo excesivo del tributo indígena en tiempos virreinales y lo compara con el incaico, siendo el saldo, naturalmente, muy favorable a la administración cuzqueña. Por eso, propone que el tributo debe darse en una sola forma de servicio, lo que lo hace más llevadero, puesto que el servicio múltiple quebranta la libertad natural122. Asimismo, le parece que el sueldo de los nuevos corregidores no debe proceder del tributo indígena, sino del patronato real, ya que los corregidores sirven al interés de la Corona antes que al de los indios. Y hay otras muchas proposiciones que atravesaban el centro del debate sobre la presencia española en las Indias, como por ejemplo el mismo “derecho de conquista” y la justicia de la guerra contra los indios. Sostiene Falcón que la concesión del Papa Alejandro VI al Rey de España se dio para facilitar la evangelización de las nuevas gentes, mediante la figura de un emperador de reyes, no de la de un rey que sólo serviría para reemplazar a los gobernantes nativos123. Por todos estos argumentos, es fácil ver que la Representación forma parte de lo que Lohmann Villena (1970: 23) ha llamado el “espíritu pro-indígena” de la década de 1560. Sin embargo, hay que mencionar una diferencia importantísima entre Falcón y el ideario lascasiano.
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Señala Falcón que “no se puede echar a los indios más tributos de los que sus señores les echaban en tiempo de su infidelidad” (144). Además, que “en tiempos de los Ingas ningún indio era compelido a dar al Inga ni a otro señor cosa alguna de su hacienda; sólo les compelía a labralle las tierras que estaban señaladas para él, y guardarle sus ganados, y hacer en su servicio y de sus jueces y de los curacas cada uno el oficio que sabía, como labrar ropa y hacer edificios, o labrar minas de todos los metales, y hacer vasos de oro y plata y cosas de madera y loza, o en guadalle los frutos de sus heredades y ganados” (144).
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En efecto, después de desestimar los títulos políticos del Rey basados en una guerra que Falcón considera injusta, el Procurador de Indios reflexiona sobre la concesión papal: “en cuanto al segundo título, de la concesión que el Papa Alejandro VI hizo a los Reyes de Castilla, es cosa conocida que por ella no se les concedió poder hacer, ni menos se les concedieron los señoríos ni haciendas de los naturales destas partes. Y aunque en ellas se dice que los hace señores destas partes y les concede todas las tierras y jurisdicciones dellas, aquello se ha de entender sobre los señoríos que los señores destas partes tenían en ella a manera de imperio, para efecto de la predicación del Evangelio; por lo cual no se le quitó a los dichos señores ni a sus sucesores legítimos el señorío que tenían en ellas, ni sus haciendas a ellos y a todos los demás, ni se les pudo quitar, ni se puede creer que tal fuese la intención del Papa” (136–137).
186 Paradójicamente, el Procurador de Indios es explícitamente un gran defensor de la encomienda como sistema de protección a los indígenas, y por eso mismo de la encomienda regulada desde los principios cristianos y sobre todo evangelizadores, hasta el punto que sostiene que el encomendero debe vivir fuera de su feudo y no interferir en la vida cotidiana de los encomendados, salvo a través de los predicadores que debe mantener de manera constante124. Garcilaso sólo menciona a Falcón en el Capítulo XXIII del Libro I de la Segunda Parte de los Comentarios, llamándolo “Falconio Aragonés” y atribuyéndole una desconocida obra, la De libertate indorum servanda, de la que se dice que contenía, vía Valera nuevamente, el famoso diálogo de Cajamarca que Garcilaso había reproducido previamente en el Capítulo XXII del mismo Libro I. Debemos considerar, sin embargo, que las caracterizaciones de las virtudes infinitas de la administración incaica y del tributo indígena que aparecen en Falcón y se repiten en Valera no son totalmente ajenas a otras fuentes y coinciden con un retrato bastante aproximado a la realidad histórica, por lo menos en cuanto al tributo, como confirma Franklin Pease en su famoso artículo “Garcilaso andino” (ver bibliografía). 4. Titu Atauchi en Garcilaso: una propuesta política inicial. Por eso, para comprender mejor esos rasgos andinos del Inca, hace falta considerar que uno de los elementos presentes en la Relación del Jesuita Anónimo es la breve mención que se hace de unas capitulaciones entre Titu Atauchi, un supuesto hermano de Atahualpa, y el conquistador Francisco de Chaves poco después de la ejecución del inca en julio de 1533. Ya Porras ([1945] 1986) y Hampe (ver bibliografía) han demostrado que el tal Titu Atauchi es un nombre que en realidad correspondía a otro personaje incaico, y que Francisco de Chaves llegó al Perú después del incidente de Cajamarca y, por lo tanto, no pudo haber estado presente en la ejecución del inca. Sin embargo, Garcilaso decide presentar en los Comentarios un acuerdo suscrito por ambos personajes que hubiera logrado la pacificación inmediata del Perú, su evangelización efectiva, y la preservación de los derechos de la élite incaica, favoreciendo así a los futuros descendientes de la nobleza cuzqueña y los conquistadores. En el Libro II, Cap. V de la Segunda Parte de los Comentarios, Garcilaso cuenta que varios españoles fueron apresados luego de la batalla de “Tocto” entre las fuerzas de Quizquiz, general de Atahualpa, y la retaguardia del ejército de Pizarro en su marcha hacia el Cuzco. Entre los prisioneros se contaban Francisco de Chaves, Hernando de Haro y otros que la resistencia atahualpista llevó de regreso a Cajamarca. Garcilaso afirma que Titu Atauchi decidió ultimar a sólo uno de los prisioneros, Sancho de Cuéllar, por haber secundado la moción de ejecutar a Atahualpa. Los otros españoles se opusieron al regicidio y fueron tratados amablemente y curados de sus heridas. Poco después, Titu Atauchi les propuso un programa de reconciliación que anticiparía el proyecto político de Francisco de Carvajal durante la rebelión de Gonzalo Pizarro catorce años más tarde. Las “capitulaciones” entre Titu Atauchi, representando a la nobleza incaica, y Francisco de Chaves, representando a los conquistadores, ya fueron citdas en nuestro anterior capítulo.
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“se infiere cuán bien y cristianamente se dieron los títulos de los indios, llamándolos encomiendas, que es lo mesmo que depósito, para que los que lo tienen, entiendan que principalmente se pretendió el provecho de los encomendados que el de los encomenderos” (138).
187 Como se ve, la propuesta de restitución y conservación de los privilegios administrativos de los señores nativos a cambio de su cristianización, así como la del mantenimiento de los españoles a cambio de su cuidado de la población local, ya esbozadas en la Representación de Falcón, constituyen el complemento armonizador español del supuesto tratado de paz y unificación planteado por Titu Atauchi. El Inca Garcilaso no revela la fuente exacta de las “Capitulaciones”, pero es de suponer que Valera le pudo haber servido de fuente, pues bajo su autoridad se ampara cuando relata el famoso “encuentro” de Cajamarca. Y, como ya hemos sugerido, Valera bien pudo basarse en Falcón tanto para sus descripciones del imperio incaico como para su versión de la conquista. Garcilaso declara que hubo acuerdo entre las dos partes, y que Titu Atauchi dejó partir a Chaves y los otros españoles para que alcanzaran a Pizarro y le comunicaran la buena nueva. Por su lado, Titu Atauchi envió mensajeros a Manco Inca, quien quedó mu contento, ya que los propios españoles estaban de acuerdo en la restitución política del reino y se mostraban partidarios de una evangelización pacífica, que estaría liderada por una alianza bi-étnica en lo espiritual y lo temporal. Desgraciadamente, esta proyección ideal de una futura dinastía mestiza fue desbaratada por Diego de Almagro y Pedro de Alvarado, que empezaron a perseguir al general Quizquiz en el norte sin tener conocimiento del acuerdo entre Titu Atauchi y Francisco de Chaves. Por su lado, Francisco Pizarro ya había llegado al Cuzco y coronado a Manco Inca, el cual, como se sabe, emprendería una gran rebelión en 1536 por los abusos de los hermanos Pizarro y sus camaradas de armas. Sutilmente, tanto Falcón como luego Valera y Garcilaso desbaratan el argumento de la conquista violenta justificada por la resistencia indígena a aceptar la nueva fe. En ese sentido, coinciden también con Guaman Poma, que afirmará en su Nueva coronica (ca. 1615), y casi al mismo tiempo que Garcilaso, una versión de la conquista “aceptada” por los incas y, por lo tanto, injustificadamente violenta. Ahora bien, recordemos que Falcón escribe treinta y cuatro años después de los acontecimientos. En su Representación propone un remedio concreto para los “agravios” a que los indios han sido sometidos. Su propuesta no es, pues, atemporal ni congelada en la historia, como sí parecería en el caso de Valera y obviamente en el de Garcilaso. Pero recordemos que Falcón era un oficial de la Corona y hablaba ante un concilio católico que, al menos en la década de 1560, aún guardaba amplias simpatías hacia las doctrinas lascasistas y pro-indígenas en general. Falcón, como ya hemos señalado, es partidario de la encomienda, algo en lo que difiere profundamente del Obispo de Chiapas. Pero es precisamente en ese aspecto que Garcilaso se acerca a Falcón y se aleja de otros historiadores importantes como Cieza de León, que admiran la administración incaica, pero no hacen explícita la tesis de la restitución ni rescatan las virtudes religiosas de los incas, pues les achaca constantemente una absoluta demonolatría, como ya se ha señalado. Con todo, la autoridad política de Garcilaso no se revela directamente, sino a través de estos traspasos de voz vía Valera. Recordemos que el Inca nunca tuvo un cargo administrativo en la Corona ni el Consejo de Indias, y que sólo accedió al clero con órdenes menores hacia el final de su vida. No estaba en posición, pues, de criticar abiertamente la política de la Corona en el Perú. 5. La coronación simbólica de Gonzalo Pizarro. Sin embargo, en la Segunda Parte de los Comentarios reales, en otro momento nodal de la narración (Libros IV y V), el Inca no escatima palabras para elogiar las virtudes personales del gran rebelde Gonzalo Pizarro e infiltrar nuevamente sus ideas sobre una república ideal liderada por los conquistadores-encomenderos en alianza incluso matrimonial con la nobleza cuzqueña.
188 Ya he tratado el tema extensamente antes (ver Mazzotti 1996a: Cap. 4; también nuestro capítulo anterior), de modo que no me desviaré demasiado de mi argumentación aquí. Conviene, por ello, citar el pasaje en que Francisco de Carvajal, lugarteniente de Gonzalo Pizarro, le aconseja a éste proclamarse Rey del Perú y establecer una sólida relación con los incas sobrevivientes, especialmente los de Vilcabamba. El corolario natural de tal propuesta sería la creación de una generación mestiza que heredaría los inmensos y ricos territorios andinos y mantendría la soberanía política, admitiendo a los españoles dentro de su seno y otorgándoles libertad para predicar la fe cristiana, a la cual se suscribirían los antiguos idólatras. Lo que subyace en esta propuesta aparentemente ficcional es el reconocimiento de una nueva aristocracia española (formada por los conquistadores/encomenderos), a través de órdenes militares, y de la nobleza incaica en el exilio de Vilcabamba. Ambos grupos establecerían un reino liderado por el inca supérstite, cuyo poder finalmente pasaría a un heredero mestizo, habido en una princesa que él mismo otorgaría a Gonzalo Pizarro. A la vez, este conspicuo conquistador se convertiría en una suerte de co-regente y en la máxima autoridad de la población española. Garcilaso, como es de esperar, se declara adverso a este proyecto, pero implícitamente, por el solo hecho de haber exaltado constantemente la figura de Gonzalo Pizarro como paradigma de soldado y hombre virtuoso, no deja de revelar una simpatía secreta hacia la posibilidad de un orden jurídico-político perdido. Como dice Emilio Choy, la “defensa [que hace Garcilaso] de los conquistadores y los encomenderos constituye en el fondo un ataque a la política de la metrópoli que cosechó el esfuerzo de los que habían hecho la conquista” (1985a: 21). Esta sublimación de la aristocracia encomendera y de su viabilidad histórica mediante una alianza con la nobleza incaica se aprecia también en otros aspectos de la obra del Inca Garcilaso. Por ejemplo, como ya he señalado en un artículo anterior, el paradigma del gobernante ideal basado en la figura del conquistador se elabora desde La Florida del Inca (ver Mazzotti 2008). Basta pensar en la exaltación de las virtudes de Hernando de Soto durante su expedición a la Florida y en la narración sobre su muerte y doble enterramiento para deducir la dirección política a la que apunta el relato de Garcilaso. En La Florida, el Inca se detiene en contar cómo el cuerpo de Hernando de Soto fue desenterrado para evitar que los indios lo profanaran, y que fue introducido en un tronco pesado que sería arrojado al fondo del recién descubierto río Mississipi. Garcilaso se refiere a este hecho como una reactualización del entierro del Rey godo Alarico, cuyos partidarios hicieron lo mismo con su cuerpo para contribuir a la construcción de su leyenda. Para Garcilaso, Hernando de Soto es simbólicamente el inicio de una nueva estirpe gobernante, un paradigma de protector del “bien común” que hubiera dado lugar a una dinastía en el Perú semejante a la de los reyes godos que luego se encargarían de formar el núcleo de la identidad monárquica española.125 Sabine MacCormack (2007: 225–226) apunta asimismo la filiación gótica de algunos pasajes de la Segunda Parte de los Comentarios reales, en que Gonzalo Pizarro y otros encomenderos se autodefinen como descendientes de los antiguos godos que dieron origen a la monarquía española (Comentarios II, V, XXXVI). MacCormack identifica esta concepción de una posible alianza entre conquistadores y conquistados con el caso relatado por Bernardo de Aldrete en su Origen y principio de la lengua castellana (II, Cap. 1) sobre una convivencia propuesta entre godos (conquistadores) y romanos (conquistados). Esta antigua alianza propuesta en el siglo V tras la caída del Imperio Romano de Occidente prefiguraría la de españoles e incas en el Perú del siglo XVI.
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Rodríguez Garrido (2000) explora también esta construcción del conquistador paradigmático como nuevo inca encarnado en la figura del padre de Garcilaso, el Capitán Garcilaso de la Vega Vargas, especialmente por sus acciones benevolentes y cuidadosas del interés común durante su mandato como gobernador del Cuzco a mediados de la década de 1550.
189 Para MacCormack “the proposals that Garcilaso attributed to Francisco de Carvajal match this arrangement: the anticipated outcome was the peaceful birth of a nation” (2007: 225). Es decir, de una nación mestiza en que las dos mitades (hanan o españoles y hurin o incas) se fusionarían en una descendencia de doble aristocracia, con pleno conocimiento de ambos mundos y por lo tanto idónea para la administración del nuevo “Sacro Imperio Incaico” (en palabras de Brading) y del “bien común” sobre todos sus súbditos, sin perder la afiliación espiritual con la monarquía española y el papado romano. 6. Conclusiones. El concepto del “bien común” puede rastrearse desde Aristóteles hasta Santo Tomás, y de ahí a los neoescolásticos del XVII, y por supuesto a la importantísima bibliografía cronística peruana, especialmente aquella vinculada a un sector de la orden jesuita pero dentro de un movimiento de defensa de la encomienda y de una alianza con la aristocracia supérstite cuzqueña. La base sería una alianza interétnica para gobernar el inmenso territorio sin abandonar los –valga la redundancia– beneficios del “bien común”. La importancia de la rebelión de Gonzalo Pizarro en la Segunda Parte de los Comentarios es la culminación de este proyecto de caballería andaluza y extremeña convertida en estamento encomendero y potencialmente aunado a una élite bondadosa cuzqueña que garantizaría la continuación del “bien común” que se gozó bajo el imperio de los incas. Para gloria de esta alianza, se aceptaría el cristianismo como religión “superior”. Este Imperio del Perú que Garcilaso avizora en el horizonte tardío e imposible de un regreso al esplendor encomendero, es una entidad política sin duda ucrónica, antes que utópica, puesto que tiene un espacio, una geografía con sus propias señas, que es el antiguo imperio de los incas, y un tiempo primordial. No propone Garcilaso un regreso al pasado incaico, sino una sociedad modélica dentro de los parámetros de las sociedades estamentales del antiguo régimen. Y en ese esfuerzo, como en el texto, el producto mestizo es la actualización de profundos rasgos significativos desde la mirada andina: un regreso al beneficio común, aunque sepamos y supiera Garcilaso que la sociedad incaica tuvo muchos aspectos sangrientos y que las provincias recientemente conquistadas nunca fueron realmente asimiladas, sin mencionar la “idolatría y gentilidad”. Por el contrario, el modelo político en la obra guarda reminiscencias de la Edad de Oro, y de hecho lo dice así el Inca cuando exclama en alusión al “siglo dorado” durante los tiempos iniciales de la conquista: “...en todos auia este credito y fidelidad [a las promesas de palabra], y la seguridad de los caminos que podía llamarse el siglo dorado” (I, VIII, XVI, f. 215). Es decir, los primeros cinco años de la vida de Gomes Suárez, de 1539 a 1544, cuando estalla la rebelión de Gonzalo Pizarro, pero cruzada también por el asesinato de Pizarro y la derrota de Diego de Almagro el Mestizo en la batalla de Chupas en 1542. Y sin embargo, son los tiempos de la encomienda que les permite a los conquistadores incrementar sus riquezas y su autoridad económica y política, gracias al goce del tributo indígena. En contraste, la etapa de dominación burocrática imperial instaurada con las Leyes Nuevas y sobre todo con las reformas del Virrey Toledo (1569-1581) se caracterizaba por el descuido del “bien común” y el privilegio de la”razón de Estado”. En ese horizonte ucrónico, que incluye matrices de otras vertientes, como los tratados de Giovanni Botero, de Jerónimo de Osorio, de Jean Bodin, y de varios otros, es que se encuentran muchos de los rasgos señoriales del posterior nacionalismo incaico. Pero dejo este atractivo tema para desarrollar en una futura investigación.
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Capítulo 10 Garcilaso y los orígenes del garcilasismo: el papel de los Comentarios reales en el desarrollo del imaginario nacional peruano* Como es de común dominio, la obra y figura del Inca Garcilaso han dado motivo a numerosas interpretaciones. Desde elogios superlativos hasta una cada vez más galopante desconfianza –sobre todo desde fines del siglo XIX–, el Inca Garcilaso ha servido para emprender todo tipo de batalla ideológica, llámese hispanista, indigenista, o mesticista. Muchas de estas polémicas trascienden ampliamente el marco de la crítica literaria y, en ese sentido, el estatuto que Garcilaso tiene como historiador ha servido de punto de partida para imaginar un pasado cultural y utilizarlo como fórmula de construcción de un futuro no menos imaginario. El tema de este capítulo es el estudio de algunas de esas lecturas iniciales, y específicamente las que se han hecho de los Comentarios reales, desde la primera edición de sus dos Partes, en 1609 y 1617. Quizá no son las lecturas más frecuentadas ni rigurosas, pero sí nos darán una pauta para reflexionar sobre el papel de los Comentarios en la formación de distintos proyectos étnico-nacionales desde el mismo siglo XVII. Asimismo, esta lectura de las lecturas (muchas de éstas por historiadores criollos), nos servirá como hilo conductor hacia nuestra propia propuesta de interpretación, en la cual se consideran dos formas de recepción, una letrada, y otra aural, que creemos se encuentran implícitas en la conformación verbal de la edición príncipe de la obra126. Pero antes de comenzar conviene subrayar tres aspectos. Primero, el tiempo de las lecturas criollas, que se sitúa en los siglos XVII y XVIII, es decir, en un contexto colonial y, por lo tanto, fronterizo y no metropolitano. Segundo, la amplitud del término “garcilasismo”, que aquí incluirá un corpus en el que la lectura y la utilización de esa lectura bastarán para una definición que no necesariamente tiene que incluir sólo la crítica profesional. Ésta, como sabemos, es producto reciente de la especialización del trabajo, aún remota en los hábitos discursivos de los letrados de la época127. *
Una versión más amplia apareció en Fronteras. Revista del Centro de Investigaciones de Historia Colonial 3 (Bogotá, Colombia), pp. 13–35. 126
Pedro Guibovich ha adelantado la idea de una doble recepción al apuntar el carácter “erudito criollo” de una lectura y el “nacionalista mestizo” de la otra (120). Esta fuente servirá como referencia básica para algunos autores –criollos o no– sobre los que no nos detendremos. Tal será el caso, por ejemplo, de Anello Oliva, Diego Altamirano, Femando de Montesinos, Bartolomé Arzáns de Orzúa y Vela, Diego de Esquivel y Navia, Juan de Velasco y los letrados de El Mercurio Peruano, ya entre 1791 y 1795.
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Claro que existen tratados de poética y retórica, como la Filosofía Antigua Poética (1596), de Alonso López, el Pinciano, o las Tablas Poéticas (1617), de Cascales, que actualizan y discuten los principios aristotélicos sobre la poesía épica y otros géneros prestigiosos durante el Renacimiento. Sin embargo, y sumados a los recuentos bibliográficos como el Epítome de la Biblioteca Occidental (1629) de Antonio de León Pinelo, o la Bibliotheca Hispana (1672-1696), de Nicolás Antonio, son textos que corresponden a concepciones preceptivas sobre el arte literario. La independencia de la crítica como disciplina (sin considerar casos aislados como las Anotaciones de Fernando de Herrera al poeta Garcilaso, el toledano) es un fenómeno que surge paralelamente, pese a sus inicios impresionistas y biografistas, del mismo concepto moderno de literatura, a fines del XVIII, y sobre todo durante el Romanticismo. Con todo, considerar a historiadores como el Inca Garcilaso objeto de la crítica literaria es algo todavía mucho más reciente, que proviene apenas del desarrollo de la disciplina como tal durante el siglo XX.
192 Y tercero, el concepto de nación, que aquí utilizaremos en el sentido que tenía en aquel entonces: el de grupo humano de vínculos regionales, culturales y raciales, muy distinto todavía de la idea ilustrada de nación, más bien igualitaria, homogeneizadora y abarcadora de distintos grupos con diferencias principalmente de clase. Ésta es la “nación” dependiente de esa forma de organización modeladora y uniformadora de identidad que es el estado-nación moderno. Pero es el primer sentido el que manejan el propio Garcilaso y sus lectores inmediatos. Nos situaremos, así, dentro de un marco teórico que ya Anthony Smith, John Armstrong y James Kellas, entre otros, han esbozado para hablar del origen étnico de las naciones modernas, contrapesando el estudio más frecuente que suele hacerse del nacionalismo como artefacto cultural de la modernidad y como instrumento de resistencia en sociedades postcoloniales (cf. Kohn y Anderson, por ejemplo). Ahora bien, para volver a los Comentarios reales, conviene apuntar también una premisa por demás sabida: su indiscutible autoridad inicial como fuente de información sobre los incas y sobre la conquista, sin mencionar que inclusive antes de su publicación, historiadores como Gregorio García lo mencionan, y filólogos como Ambrosio de Morales lo elogian por su elegante estilo y riguroso razonamiento acerca de la lengua quechua (cf. Cerrón Palomino). Otro asunto es que su descrédito como fuente histórica se haya puesto de moda con las publicaciones hechas a fines del XIX por Jiménez de la Espada de la Segunda Parte de la Crónica del Perú de Cieza de León, de la Relación... de Pachacuti Yamqui, de la Suma...de Betanzos y otros, así como por el descubrimiento por Pietschmann en 1908 de la Nueva Crónica de Waman Puma en la Biblioteca Real de Copenhague, amén de los célebres comentarios de Menéndez y Pelayo sobre el carácter utópico de la obra. Antes que todos ellos, la verosimilitud establecida por la figura misma del mestizo aristócrata y por esa conjunción indivisible entre retórica y referente en la concepción renacentista de la historia, hicieron que los Comentarios constituyeran fuente de consulta inevitable para todo aquel que quisiera escribir nuevamente sobre el pasado indígena y los orígenes de los criollos en el Perú. Pasemos, pues, a analizar algunas de esas lecturas, y a proponer luego en estos “orígenes del garcilasismo” los mecanismos de identidad étnica que plantean, así como algunas de sus consecuencias para el garcilasismo más reciente. En el recuento que ensayaré, no interesará tanto la alusión en sí a cronistas de convento y polígrafos que constituyen parte de la larga lista de autores coloniales ya estudiados desde otras disciplinas y escuelas de crítica literaria. Interesará más bien señalar cómo las lecturas de los Comentarios se articulan en un extenso corpus que permite explicarnos los alcances de su temprana autoridad y los comienzos de la tradición crítica que la sustenta. El primer caso que debemos mencionar, en este sentido, es el de un “Resumen” de los Comentarios reales que Jiménez de la Espada ubica en el legajo de manuscritos que contienen la Relación... de Pachacuti Yamqui, los Ritos y fábulas de los Incas de Cristóbal de Molina, el importante Manuscrito de Huarochirí y otros valiosos documentos, hoy catalogados con el número 3169 en la Biblioteca Nacional de Madrid. En varios de esos manuscritos se distingue la letra del célebre extirpador de idolatrías cuzqueño Francisco de Ávila. Duviols (1993: 15–16) ha insistido en que este breve “Resumen” de los Comentarios está también escrito de puño y letra de Francisco de Ávila, y que lleva una nota final con la fecha del primero de junio de 1613. Así, puede decirse que este “Resumen” constituye el primer testimonio explícito de recepción de la obra en este lado del Atlántico. Por otro lado, la intertextualidad posible de los Comentarios en la Relación... de Pachacuti, esbozada también por Duviols (1993: 92–93) en su edición de ésta, permite pensar que el esquema providencialista presente en la obra de Garcilaso pudo haber tenido cierta acogida entre curacas que pretendían acomodar sus intereses dentro de la estructura colonial. En ese sentido, los Comentarios, desde los primeros años de su existencia, ya servían como criterio de autoridad, si bien Pachacuti Yamqui no lo menciona ni lo cita, ni Ávila publicó nunca su manuscrito con el “Resumen”. Habrá que esperar unos años más para que la utilización de los Comentarios se haga pública, esta vez ya en la obra de un distinguido criollo limeño como fray Buenaventura de Salinas y Córdova.
193 Publicado su Memorial de historias del Nuevo Mundo Pirú en 1630, Salinas se constituye como una de las primeras voces de defensa y elogio de los criollos y de Lima. Ya el hecho mismo de llamar a su ciudad natal “Cabeça destos Reynos” lo coloca en posición alternativa frente al conocido título de “Cabeza de los Reinos del Perú” que se otorgaba al Cuzco durante las primeras décadas de la conquista, en alusión a su importancia dentro de la historia incaica. El espacio de identidad cultural llamado Perú, como bien apunta Rowe en 1954, se entendía como el espacio de la organización colonial sobre el antiguo Tawantinsuyu, de modo que las bases de una continuidad pretendidamente natural estaban echadas desde la misma concepción criolla del “Pirú” o Perú. Sin embargo, la dirección de la “nación” española (peninsulares y criollos) dentro del contexto peruano, necesitaba de iconos culturales locales que avalaran su lugar de superioridad. Por eso, el Memorial de Salinas está dirigido a Felipe IV, “Rey Poderoso de España y de las Indias [...] para inclinar[lo...] a que pida a Su Santidad la canonización de su Patrón [Francisco] Solano”, como se declara en la misma carátula interior de la obra. Ahora bien, la intención es obviamente hacer la correspondiente exaltación de Lima y de los criollos como descendientes de los conquistadores a fin de lograr el cometido que se declara. A pesar de la valiente y condenatoria denuncia que se hace de la explotación indígena, especialmente en su Discurso Tercero, la obra de Salinas no deja de tener en el fondo una interesante estrategia de justificación criolla, que basa sus argumentos en lo que podría llamarse una serie de tipificaciones verticales128. Por eso, se comienza por trazar desde el Capítulo Uno del Discurso Primero “el origen de los primeros Indios que habitaron el Pirú”, entre cuyas fuentes aparecen los quipus como instrumento de la memoria indígena oficial, así como los textos de Pedro Martín Oviedo, Cieza, Gomara, “Garci Lasso Inga”, el Palentino y otros. Esta labor de selección y composición intertextual, por demás común en todos los cronistas de Indias, permite decidir con qué versiones se va a elaborar la argumentación que convenga a los fines generales de la obra. De ahí que si la idea es lograr la canonización de Francisco Solano, nada mejor que echar mano de las alusiones al “barbarismo y gentil politica de los Reyes Incas” (f. s. n.), frecuentes en algunos de los historiadores-fuente de Salinas. Garcilaso quedará relegado así para aquellos argumentos acerca de “los tesoros y riquezas de los Ingas” (Discurso I, Cap. III), y en estos aspectos aparecerá como historiador “a quie˜ se deve dar credito, por auer alcançado en esta tierra grandes experiencias de lo dicho” (f. s. n.). De esta manera, la versión que ofrece Salinas acerca del origen de los incas encontrará su base no en la célebre fábula de Manco Capac y Mama Ocllo de los Comentarios (I, I, XV– XVII), sino en una versión que había aparecido por vez primera en la Relación de los quipucamayocs al Gobernador Vaca de Castro (1542; v. Collapiña, Supno y otros), y muy afín a los postulados de las Informaciones del Virrey Toledo treinta años más tarde.
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En ese sentido, no hay que tomar estas defensas de los indígenas como alegatos anticoloniales o manifiestos preindependentistas. Nada sería más anacrónico, sobre todo si consideramos que las denuncias de las injusticias y los reclamos de mejoras administrativas al Rey son parte de una tradición de “letras arbitristas” (cf. Maravall 1975: Libro I, Cap. I y Almarza 1990) bastante frecuentes dentro del complejo contexto cultural de la época.
194 Especialmente, me refiero al “engaño” que la madre de “Mango Capac” urdió acerca del origen solar de su hijo, así como al carácter “usurpador” del régimen incaico129. Naturalmente, para comprobar esta independencia de criterios con respecto a Garcilaso basta recordar la mención de las conocidas cuatro edades anteriores a los incas, tema que Salinas comparte con Waman Puma, y que sirvió para numerosas especulaciones acerca del acceso que pudo haber tenido Salinas al manuscrito del cronista de Yaru Willka. Pero, como se sabe, es posible que la fuente haya sido común, es decir, que tanto Salinas como Waman Puma hayan podido acceder a los manuscritos de Francisco Fernández de Córdoba (así lo sugiere Duviols 1983). En cualquiera de los casos, lo que importa es que no se propone la socorrida versión acerca de la behetría general, que no es exclusiva tampoco de Garcilaso, para hablar de una edad anterior a los incas. Éstos, finalmente, aparecen como idólatras cuyo mayor mérito será la construcción de impresionantes edificios y la acumulación de riquezas ingentes, que hablan muy bien de los recursos mineros de las tierras andinas. Por otro lado, se utiliza la exaltación de Pizarro y los conquistadores iniciales para establecer una prestigiosa línea de descendencia que culmina después de tres o cuatro generaciones con los criollos contemporáneos de Salinas. El llamado que éste hace para la composición de un poema épico en celebración de Pizarro será sólo recogido cien años más tarde por Peralta y Barnuevo (de quien más adelante nos ocuparemos) en su Lima Fundada. La invocación, como veremos, no puede ser menos directa. Dice Salinas: De Piçarro, que nauegó por entre perlas del Sur, y corrió por sedientos arenales dãdo fuerça a sus trabajos, y possession a su esperança, y animosamente se arrojó a quitar de la frente, y manos de Atagualpa el Supremo Señorio de la America, arroxandola a los pies del cetro, y sobre los ombros Catolicos de España. Apenas se oye su nombre en el Pirú, apenas se cuentan sus hazañas, ni se pondera su coraje, y valentia. [¿]Quien a sabido referir las singulares, y no creydas hazañas destos Conquistadores, a quienes la desecha fortuna del mar, y tierra hizo exploradores de los frutos, y riquezas del Pirú? [¿]Que Virgilio Español a tomado a su cargo esta nauegacion, como el otro, que cantó la de Eneas, por el Mar Tirreno? [¿]Que Valerio Flaco de aquesta insigne Vniversidad de los Reyes a querido celebrar el bellozino de oro, que hallaron tantos Iasones, y mares nauegados por tantos Argonautas valerosos? (f. s. n.). Y así, en una larga exhortación a catedráticos y criollos en general, Salinas reclama la restitución de un prestigio sumamente pertinente en términos de los criterios de identidad que pretende desplegar. De ahí que el pasaje de exaltación de Pizarro que aparece en el Libro I de la Segunda Parte de los Comentarios sirva de fuente para algunas de las anécdotas dentro del relato de la conquista en la obra de Salinas.
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Paradójicamente, el mismo Inca Garcilaso incluye en el Cap. XXV del Libro I de la Primera Parte de los Comentarios, luego de haberse explayado en la hermosa fábula sobre el origen lacustre de la pareja fundadora de Manco Cápac y Mama Ocllo, una versión podríamos decir “profana” del origen de los incas. Me refiero al ardid perpetrado por el propio Manco Cápac para engañar a los indios y hacerse pasar por ser divino. Dice Gartcilaso: “Lo que yo, conforme a lo que vi de la condición y naturaleza de aquellas gentes, puedo conjeturar el origen deste príncipe Manco Inca que sus vassallos por sus grandezas llamaron Manco Cápac, es, que deuió de ser algún Yndio de buen entendimiento, prudencia, y consejo, y que alcançó bien la mucha simplicidad de aquellas nasciones, y vio la necessidad que tenían de doctrina, y enseñança para la vida natural, y con astucia y sagacidad, para ser estimado, fingió aquella fábula, diziendo que él y su muger eran hijos del Sol, que venían del cielo, y que su padre los embiaua, para que doctrinassen y hiziessen bien a aquellas gentes: y para hazerse creer deuió de ponerse en la figura, y ábito que truxo, particularmente las orejas tan grandes como los Incas las traían, que cierto eran increíbles a quien no las huuiera visto como yo…” (f. 23v).
195 Otro pasaje de la Segunda Parte (XI-XII) de los Comentarios, el del tigre y el león que las autoridades incaicas de Tumbes sueltan sobre Pedro de Candía (ver el Capítulo 8 de este libro), aparece ligeramente alterado en el Capítulo V del Discurso Primero de la obra de Salinas, que trata también de los viajes de Pizarro. Ya no será el gobernador inca, sino la cacica llamada Capullana la que suelte a los felinos para demostrar el valor de los cristianos, y entretenga y regale a Pizarro y sus soldados, en indirecta alusión al pasaje de Dido y Eneas en la obra de Virgilio. Este reclamo por un “Virgilio Español”, será atendido, como decía, un siglo después por Peralta, y el Prólogo de su contemporáneo Pedro José Bermúdez de la Torre y Solier, otro distinguido criollo limeño, hará alusión directa a Peralta como tal “Virgilio Español” que viene a satisfacer un deseo general largamente alimentado. Así, se irá estableciendo una tradición discursiva que utilizará a Garcilaso según sus propios intereses, extrayendo sentidos parciales de la totalidad de la obra, y por lo mismo, interpretándola. Pero antes de apresurar más conclusiones sobre los rasgos del garcilasismo temprano, detengámonos en algunos otros casos. Conviene por eso referirse a la obra de otro notable criollo, el agustino fray Antonio de la Calancha, que no es menos elogioso de las virtudes y superioridad de los criollos, no sólo frente a la población indígena, mestiza y negra, sino frente a los mismos peninsulares. Al margen de esta necesidad de establecer, como en Salinas, un prestigio histórico y cultural para los criollos, la Crónica moralizada de Calancha, de 1639 (aunque hay ejemplares con fecha de 1638), se presenta también como una defensa de los intereses de España frente a la constante amenaza de los corsarios ingleses y holandeses. El caso de la profecía de Sir Walter Ralegh sobre la restitución del poder a los incas con la ayuda de la corona inglesa, mucho antes de que la rebatiera González de Barcia (firmando como Gabriel de Cárdenas) en su prólogo a la segunda edición de los Comentarios, de 1723, había sido ya tema de burla por parte de Calancha, que es de donde quizá González de Barcia extrae la idea. Dice Calancha: Es para reir lo que dice Gualtero Raleg [In descriptione Indiarum], i alega testigos Españoles, que se alló en el templo del Sol en el Cuzco, un pronostico, que decia que los Reyes de Ingalaterra avian de restituir en su Reyno a estos Indios, sacandoles de servidumbre i bolviendolos a su Imperio; debió de soñarlo, o pronosticó su deseo, debió de usar de la figura Anagrama, que partiendo silabas i trocando razones, aze diferentes sentidos el vocablo; Ingalaterra dividida la palabra, dirá Inga, i luego dirá la tierra, i de aqui debió de formar el pronostico, diciendo, la tierra del Inga será de Ingalaterra, con esta irrision se haze burla de Gualtero (ff. 115–116). John Rowe ([1954] 1976: 25–32) ya hace mención del caso en su artículo sobre el nacionalismo inca del XVIII, pero no menciona este pasaje de Calancha, ni el hecho de que hubo una traducción al holandés, en 1600, de la Relación de Ralegh sobre su viaje a Guyana, donde inicialmente refiere que oyó la profecía de boca del gobernador español Berrío, y de donde Teodoro de Bry posiblemente extrae el material para su propia versión en latín de la América, que después serviría para el prólogo de la edición de 1723 de los Comentarios.
196 El tema de la amenaza inglesa sobre el poder español y su alianza con los presuntos incas sobrevivientes en El Dorado o el Paititi era, además, tema corriente en el siglo XVII, según se colige de las informaciones que ofrecen Suardo y Mugaburu en sus respectivos Diarios de Lima130. De modo que la leyenda de la restitución por los ingleses no tiene que esperar hasta la segunda edición de los Comentarios para ser conocida, y la influencia de la obra en el desarrollo de un nacionalismo inca tiene en realidad aspectos más complejos y modalidades de recepción distintas, a los que aludiré al final de este capítulo. Por ahora, volvamos a Calancha y a su uso de los Comentarios como fuente de información y patrón de autoridad. Uno de los temas más polémicos en la obra de Garcilaso es, como se recordará, el de la religión incaica. En este sentido, Calancha no tiene problemas en aceptar algunos de los postulados de los Comentarios, como ocurre con la superioridad e invisibilidad del dios Pachacamac131, o la duración del Imperio Incaico dentro de un ciclo natural de quinientos años132. Sin embargo, es posible encontrar también algunas fallas de lectura, como la interpretación del vocablo wak’a (lugar u objeto sagrado o digno de admiración), que Garcilaso diferencia del verbo waq’ay (llorar). A contrapelo de la persistente labor filológica del historiador mestizo, Calancha parece desconocer la etimología para seguir más bien a Gomara133.
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Suardo, por ejemplo, menciona que en marzo de 1631 llegaron a Lima noticias del Cuzco sobre el arresto de un “pichilingue” (término que designaba a los ingleses y corsarios en general) “por aver dicho en ciertas ocasiones que aguardava a sus deudos y parientes muy breve, que avian de venir de Buenos Aires” (124). El mismo mes, Suardo trata de una rebelión de mestizos en Chiloé, que “avian tratado de revelarse y entregarse en la primera ocasión al enemigo olandes” (121). Mugaburu, por su lado, se encarga de registrar los hechos relativos a otra rebelión, esta vez indígena y más tardía, también en Chiloé, alentada por la supuesta presencia “del enemigo inglés” (II, 74), frente a las costas de Chile. La noticia provocó alarma en Lima, y se despachó un navío hasta el Estrecho de Magallanes para rastrear a los corsarios. Al comprobarse la falsedad de las informaciones de los indígenas, se capturó a los primeros rebeldes, y se ejecutó a los interesados informantes. Estos hechos ocurrieron entre enero de 1675 y abril de 1676 (Mugaburu: II, 70–92). El propio Calancha ya mencionaba el caso de los incas sobrevivientes alojados en El Dorado o el Paititi, que el cronista agustino parece no distinguir con precisión: “Uno de los ijos de Guaynacapac ermano de Guascar i de Atagualpa (como dice Gualtero Raleg [in sua America]) se fue con millares de Indios Orejones, que eran los mas valientes, i pobló aquella parte de tierra, que está entre el rio grãde de las Amaçonas, i el Baracoã, que se llama Orenóque, entre el Estrecho de Magallanes, i el rio de la Plata uyendo de las guerras” (f. 115). A pesar de rebatir a Ralegh más adelante, Calancha toma estas informaciones de su obra y las presenta como parte de un saber de uso corriente en la época. Para el siglo XVI, Escandell Bonet registra varios casos de repercusión psicológica y social que la presencia de los corsarios ingleses tuvo en el virreinato peruano. Agradezco esta última referencia a Paul Firbas. 131
Dice Calancha: “que los Indios a solo Dios Pachacamac adoravan por Dios invisible, i al Sol por Dios visible; pero al Viracocha i a las demas Guacas, Idolos i adoratorios por deidades, o cosas que tenian algo de señorio o divinidad, pero no por dioses ni criadores, como a la Luna, estrellas, rayo o trueno, mar y otros astros celestes, teniéndolos por ermanos y allegados al Sol” (f. 365). 132
Sobre el gobierno de los incas, señala Calancha que “llegó su Ciclo, su termino i numero armónico, porque llegó la voluntad de Dios, i quiso quitar á la idolatria el dominio destas tierras, i darselo a la Iglesia Catolica, cuyo debiera ser el Mundo” (f. 115). 133
“Huaca (como advierte Gomara) quiere decir llanto i lloro, porque en los templos, ó adoratorios se juntavan á llorar para pedir mercedes ó perdones á sus idolos” (Calancha: f. 237).
197 Asimismo, con respecto a la tan frecuente argumentación –desechada por Garcilaso– sobre la presencia del apóstol Santo Tomás en tierras andinas antes de la llegada de Pizarro, Calancha prefiere otorgar crédito al tema, y propone la evangelización temprana y prehispánica como una premisa para la justificación de la presencia española. Ésta representaría, así, una restitución al mundo indígena de sus antiguas y verdaderas creencias, que fueron las impartidas por el apóstol. Con esta estrategia pro-criolla de manipulación, Santo Tomás resulta ser el verdadero Wiraqucha altiplánico134. Por eso mismo, y al igual que Salinas, Calancha no utiliza para explicar el origen de los incas la fábula de Manco Capac y Mama Ocllo, sino el capítulo XVIII del Libro I de la Primera Parte de los Comentarios, precisamente el que da cuenta de las versiones populares del mismo origen, en la medida en que éstas se acomodan mejor al plan general de la obra. Nuevamente, pues, tenemos a un Garcilaso transtextualizado, que resulta puntal indispensable para ciertos argumentos del historiador agustino. Pero conviene ahora seguir con nuestro recuento para mencionar un caso relativamente marginal, y no precisamente de un historiador. Se trata del Arte de la lengua yunga, o chimú, del sacerdote criollo trujillano Fernando de la Carrera, publicado en 1644. En la dedicatoria al Rey, de la Carrera se atribuye el mismo papel de intermediario entre lenguas y culturas que distingue al Garcilaso filólogo e historiador. Incluso, señala que “me dispuse a hacer un arte desta dificultosísima lengua, en que por haberla mamado y aprendido en la niñez, no reconozco ventaja a los mesmos indios” (citado por Medina: I, 342). Al concepto de “mamar en la leche” la lengua indígena, se añade otro que nos recuerda también una de las expresiones de los Comentarios, el de llorar “lágrimas de sangre” (I, I, XVII), que en de la Carrera adquiere la forma de “llorar el corazón gotas de sangre” (“Al letor”) ante la incomprensión inicial de los indígenas con respecto a la fe cristiana. Así, el intertexto garcilasiano se hace explícito cuando se le otorga la autoridad única con respecto a “la descripción [...] de las cosas del Perú” (Medina: 345) que hizo el autor de los Comentarios. Esta lectura favorable de Garcilaso, sin embargo, se verá matizada por las extrapolaciones que poco después hará el franciscano Diego de Córdoba Salinas, hermano del ya mencionado fray Buenaventura de Salinas. En 1651, Diego de Córdoba publica su Coronica de la Religiosisima Provincia de los Doze Apóstoles del Peru, conocida modernamente como Crónica Franciscana de las Provincias del Perú a partir de su segunda edición, de 1957. En esta historia de la orden, como en la obra de fray Buenaventura, el Inca Garcilaso aparece citado para apoyar determinados aspectos de la historia indígena que son de interés para la estrategia general de la versión franciscana. Aparece, por ejemplo, Blas Valera citado por Garcilaso con respecto a la duración inexorable de quinientos años del Imperio Incaico (17); también la superioridad y carácter creador de Pachacámac dentro del panteón cuzqueño (id.); así como la explicación sobre la aplicación del nombre Huiracocha para los primeros españoles (19). Lo más importante, sin embargo, es que Garcilaso resulta convertido en una suerte de certificado de garantía de la versión de José de Acosta, pues es la Historia natural y moral (1590) de éste la que constituye el hipotexto (cf. Genette 1982) central de la obra de Córdoba.
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Dice, por ejemplo que “por comision del Virrey, Betanços” (Calancha: f. 320) averiguó que “Ticciyachachec” era “el que enseñó al mundo, i fue Maestro” (id.). Y más adelante: “todos los Quipos, memorias, i relaciones dimanadas de padre a ijos, puestas en su prosa i en sus cantares, conforman en que erã [Santo Tomás y su ayudante] de alta disposicion, uno mayor que el otro, blancos, barbados, el uno de ojos çarcos, ambos con unas tunicas blancas asta las espinillas [...] con sandalias en los pies i cabellera en la cabeça “(f. 321). Se recupera así a un apóstol predicador y su ayudante en Wiraqucha y Tunupa, como si esta tarea de justificación histórica de la conquista fuera una labor de restitución de la verdadera historia indígena, según hemos dicho.
198 Como en el caso de su hermano fray Buenaventura, Córdoba sólo utiliza los Comentarios como fuente primordial cuando se trata de describir la magnificencia de los palacios y construcciones incaicos (Cap. 3). El elogio de los criollos y de la inteligencia superior de los limeños será parte fundamental del Libro Tercero, cuando ya los argumentos sobre el pasado indígena han sido convenientemente sustentados. Y treinta años más tarde, otro limeño, fray Juan Meléndez, en el elogiosísimo recuento de los criollos del Perú que desarrolla en su Tesoros Verdaderos de las Yndias (1681), incluye al Inca Garcilaso entre sus fuentes (“Al que leyere”), aunque la obra toda está dedicada a hacer la exaltación de los claros y santos varones que han florecido en el Virreinato Peruano y que constituyen, como dice el título de la obra, “los tesoros verdaderos” que el Perú significa para la metrópoli, más valiosos incluso que todo el oro y la plata extraídos en casi cientocincuenta años de dominación española en los Andes. En suma, entre otros ejemplos de asimilación de los Comentarios reales a las formulaciones de un imaginario criollo, conviene apuntar el caso mayor de don Pedro de Peralta y Barnuevo, quien se encarga de recoger el desafío lanzado en 1630 por Buenaventura de Salinas. Sin embargo, para mencionar el proceso de incorporación de la obra de Garcilaso al proyecto de escritura de la Lima Fundada, vale la pena referirse antes a una obra menor de Peralta, la Descripción de las Fiestas Reales (1723) o Júbilos de Lima, como también se le conoce, en la que Peralta demuestra tener un pormenorizado conocimiento de la obra del Inca Garcilaso. Es posible que la segunda edición de 1723 de los Comentarios ya hubiera llegado a Lima cuando Peralta se encontraba entregado a la tarea de describir las fiestas que el año anterior se habían llevado a cabo por espacio de varios meses en celebración de las bodas de don Luis Fernando, Príncipe de Asturias, y de la Infanta María Ana Victoria, con la Princesa de Orleans y el Rey Luis XV de Francia, respectivamente (Peralta 1723: f. s. n.). De cualquier manera, haya sido la primera o la segunda edición de los Comentarios la que manejó Peralta, lo que importa es destacar la forma en que la versión garcilasiana se introduce como patrón de referencia para comentar uno de los múltiples homenajes que la población limeña tributó a los príncipes españoles. Los distintos gremios de artesanos de la ciudad ofrecieron numerosos gestos de fidelidad a la Corona a través de procesiones, desfiles, fuegos artificiales, corridas de toros y los infaltables juegos de cañas. Entre tanta pompa destaca la “Máscara” que protagonizaron los “originarios naturales [...] de este Reyno” (id.: f. s. n.). Peralta utiliza la narración de este desfile para introducir su propia versión del pasado incaico, a fin de contrastarla con la representación indígena de la sucesión cuzqueña. Por eso, introduce como paréntesis de la descripción de las fiestas un “Compendio del Origen y Serie de los Incas”, en que se inclina por una sucesión de cuatro edades previas a la aparición de los gobernantes cuzqueños, a semejanza de las cuatro edades que fray Buenaventura de Salinas ya había dado a conocer en 1630. Asimismo, se inclina Peralta por atribuir el origen de los incas a una treta de Mama Huaco para hacer creer a los pobladores del valle que su hijo Manco era descendiente del Sol. Con esto Peralta repite a Fray Buenaventura de Salinas y enfatiza la versión escéptica que apareció por primera vez en la Relación de los quipucamayoc al Gobernador Vaca de Castro. Pero lo más destacable es que Peralta luego se explaya en la genealogía de los reyes cuzqueños, y acepta sin cortapisas la secuencia garcilasiana, que coloca a un misterioso Inca Yupanqui como décimo gobernante del imperio, es decir, entre Pachacútec y Túpac Inca Yupanqui. Con esto refuta la versión indígena que el curaca don Salvador Puycón había diseñado en la “Máscara” de 1722, en la cual se había seguido presumiblemente una tradición local popular o las versiones de otros cronistas. Contra ambas fuentes, Peralta afirma que cree solamente “á aquel Author [Garcilaso]”. El autor de los Comentarios reales pasa así a convertirse en modelo de claridad expositiva y, por lo tanto, en versión autorizada, que se sustenta además en sus orígenes indígenas, quechuahablantes y cuzqueños. Mediante este movimiento de alejamiento, en una primera instancia, y de rescate, en un segundo momento, Peralta determina el valor de los Comentarios en lo que respecta a su concepción del pasado local.
199 Los incas serán aceptados como sabios gobernantes, por un lado, pero de origen ilegítimo, por otro. Asimismo, su conocimiento intuitivo del dios cristiano (tal como aparece en los Comentarios) no impide que se les caracterice como “barbaros, que vniendo la delicia y el horror, ceñian guirnaldas, y adoraban Leones” (Peralta 1723: f. s. n.). De ahí que no haya una adhesión incondicional a la admiración que en determinados momentos se expresa por los reyes cuzqueños. Por lo contrario, cuando más adelante, en la Lima Fundada se trate de caracterizar a los incas, se les situará en condición feminizada, por las amantes de sangre real cuzqueña que tuvo Pizarro, y por el papel general que se les asigna en esa dilatada exaltación en verso de la conquista que constituye el poema de Peralta, muchos de cuyos temas, personajes y argumentos provienen también de la Segunda Parte de los Comentarios reales (cf. Mazzotti 1996b: 64–72)135. En fin, podríamos seguir con la enumeración de ejemplos de apropiación criolla del discurso garcilasiano, pero será mejor dedicarse a escudriñar la forma en que las lecturas criollas se derivan de la obra de Garcilaso tan válidamente como las potenciales lecturas indígenas o mestizas, que hasta ahora no hemos tocado. El problema se torna entonces mucho más complicado, pues no contamos con testimonios escritos de una recepción indígena temprana de los Comentarios, y por lo tanto, sólo nos queda explorar las posibilidades de una lectura de la obra desde ese punto de vista. Para ello, hay que considerar cuáles son los significados y estrategias discursivas que se ajustan a una tradición propiamente andina, y que se encuentran presentes en la obra al mismo tiempo que las evidentes resonancias de la historiografía clásica y renacentista, hasta hoy las más estudiadas. Dentro de esa dirección, es importante insistir en que haremos uso de un criterio elemental dentro de la crítica literaria profesional, que consiste en la distinción entre sujeto enunciador y personaje histórico, es decir, en lo que usualmente se llama la distancia entre el narrador y el autor. Pero en este caso, el término narrador se ve reemplazado por lo que en algún momento (Mazzotti 1993: 1–3) llamé un sujeto de escritura o sujeto enunciador, que es la entidad inherente al texto desde la cual se focalizan los temas referidos y se ejercen distintas funciones discursivas, entre las cuales la narración histórica constituye sólo una parte de la totalidad de la obra136. Esta distinción entre sujeto de escritura y figura biográfica nos distancia de las lecturas criollas referidas, en la medida en que no considera la autoridad de la obra en función de las declaraciones explícitas del texto acerca de los orígenes nobiliarios del autor y su acceso a informaciones indígenas de la panaka de Tupaq Yupanqi, a la cual pertenecía la madre de Gomes Suárez de Figueroa. Más bien, nuestra estrategia de acercamiento nos permite distinguir entre las particularidades del texto (y específicamente de la primera edición de los Comentarios) aquellas resonancias de un supuesto modo de narración propiamente indígena y la supervivencia de determinados símbolos de la corte cuzqueña. Con este gesto crítico, que establece la básica dualidad retórica de la obra, podremos hablar después de aquellos rasgos que pueden haber sido recogidos por los letrados criollos, por un lado, y por los receptores mestizos e indígenas, por otro, mediante diferentes formas de consumo. Así, los dos proyectos de hegemonía sociopolítica sustentados por los grandes sujetos sociales del Virreinato, la nación española y la nación indígena, podrán ser parcialmente explicados en función de esta lectura dual de los Comentarios.
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Guibovich (118), asimismo, menciona una representación ligeramente posterior, entre diciembre de 1724 y enero de 1725, en celebración a la ascensión al trono de Luis I, hijo de Felipe V. La representación fue descrita por Castro y Bocángel en su Eliseo peruano. Al parecer, el desfile indígena sí siguió esta vez la genealogía propuesta por Garcilaso.
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Un acercamiento complementario puede verse en Rodríguez Garrido (1995), especialmente en relación con la identidad del sujeto enunciador a partir de sus autodenominaciones como “indio” y “mestizo”.
200 Ya hemos mencionado los criterios selectivos que los letrados criollos, desde Salinas hasta Peralta, utilizan en su interpretación de la obra. En realidad, sería fácil equipararlos a los mismos criterios que desde el otro lado del Atlántico canonizaron los Comentarios en función de su innegable autoridad retórica de estirpe europea. Sin embargo, conviene señalar también que en el contexto de frontera en que se encontraban los criollos del XVII y el XVIII, aclamar la obra en sus aspectos más hispanizantes resultaba una operación intelectual imprescindible. Especialmente, se ponía el énfasis en los pasajes de exaltación de los Pizarro y de los encomenderos en general, continuando con una tradición de heroificación propia del discurso histórico de raigambre caballeresca sobre las Indias que es sin duda ubicable también en los Comentarios, particularmente en la Segunda Parte o Historia general del Perú. Estos letrados fronterizos, que asumen escribir desde un nuevo centro, Lima, llamada constantemente Roma del Nuevo Imperio, Cabeza de estos Reinos y Reina del Nuevo Mundo, podían así establecer discursivamente su lugar en la pirámide social sin tener que apelar sólo a autoridades históricas extrañas al Perú. Pero, como bien sabemos, la autoridad de la obra no se sustenta solamente en su uso magistral de la retórica historiográfica del Renacimiento tardío. Aunque este aspecto propiamente literario de los Comentarios es el que más se considera hoy dentro de la academia peruana, española y norteamericana. Especialmente, hay que insistir en que algunos aspectos subtextuales siguen pasando desapercibidos, sobre todo si consideramos que muchos estudios sobre la autoridad retórica de los Comentarios se basan en ediciones modernas de la obra, y no en los textos originales del XVII. Por eso, subrayar la urgencia de una edición crítica que supere las inconveniencias y los méritos innegables de la de Rosenblat en 1943-44 es mucho más que una expresión de buena voluntad. Basta, por ejemplo, con recordar que en las ediciones de 1609 y 1617 no se ha evaluado suficientemente el sentido de la abundante puntuación que caracteriza determinados capítulos clave sobre la historia incaica. Si jugamos por un momento con la premisa de que uno de los papeles que el sujeto de escritura ejerce es el de historiador incaico, imitando la voz y el estilo del tío abuelo Cusi Huallpa, podemos aceptar que la puntuación de las ediciones príncipe no es tan arbitraria como podría parecer a simple vista. Ahí es precisamente donde las ediciones de Rosenblat, Sáenz de Santa María o Araníbar, más recientemente, modernizan, y por lo tanto occidentalizan el texto de una manera que debemos revisar con criterios propios de una filología más actualizada y de los estudios coloniales más interdisciplinarios. Se dirá que la abundancia de comas, puntos y comas, y dos puntos es frecuente y muchas veces caprichosa en las impresiones del Siglo de Oro. En efecto, así ocurre con muchos textos de la época, que, además, aparecen generalmente con las correcciones impuestas por tipógrafos y cajistas en el momento de pasar a letra de molde un manuscrito. La idea, sin embargo, puede resultar engañosa para los Comentarios, especialmente si consideramos que aquellos pasajes en que se narran los orígenes de los incas y las sucesivas expansiones realizadas por cada uno de los gobernantes cuzqueños contienen secuencias de paralelismos sintacticosemánticos, como los de los dobletes que caracterizan la poesía quechua prehispánica, según ha estudiado Jean-Philippe Husson (1985 y 1993) para los textos líricos quechuas que aparecen en la Nueva Crónica de Waman Puma. Estos capítulos fundacionales y guerreros ya han sido objeto de reflexión por parte de José Durand, quien afirmaba desde 1955 que era muy probable que hubieran sido escritos como adiciones finales al plan original de la Primera Parte de la obra. La distribución sintagmática en la prosa de los capítulos guerreros, expresamente marcada por signos de puntuación, nos permite ejercer una lectura en la que se evoca un sistema de recitado y de organización formulaica que bien podría estar simulando el estilo original de los recitadores oficiales de la corte incaica, tan frecuentemente mencionados por los cronistas tempranos, desde Cieza y Betanzos hasta el propio Garcilaso (ver, para una descripción más detallada de este argumento, Mazzotti 1995: 388–399 y Mazzotti 1996a, Cap. 2).
201 Otro aspecto de la subtextualidad andina de la obra es el que se relaciona con los símbolos y tropos más importantes utilizados para presentar la historia espiritual andina (como en el Capítulo XV del Libro I de la Primera Parte), o para reconstruir el proceso inicial de llegada de los conquistadores (como en los capítulos XI y XII del Libro I de la Segunda Parte). Las imágenes de las Oscurísimas Tinieblas, el Lucero del Alba y el Sol de Justicia (I, I, XV) que representan las tres edades espirituales del mundo andino para hablar de los preincas, los incas y los indígenas cristianizados, pueden ser entendidas dentro del tópico general de la præparatio evangelica o de las edades del mundo según San Agustín, como han señalado algunos estudiosos (cf. Duviols 1964, Ilgen y Zamora: Cap. V). Pero al mismo tiempo, pueden leerse subtextualmente como una forma de evocación de determinados elementos del panteón incaico, que podrían infiltrar significados de crítica rotunda al sistema colonial si se deconstruyen como una sucesión que encierra una vuelta cósmica del caos originario, según corresponde al imaginario propio de sociedades de pensamiento mítico. En fin, son lecturas del subtexto sobre las que me he explayado en otros momentos (Mazzotti 1995: 399–413 y 1996a; también ver el Cap. 7 del presente volumen), y que por ahora me interesa sólo dejar esbozada para examinar de qué manera se relacionan con nuestro punto de partida inicial: las lecturas criollas y las potenciales lecturas o recepciones aurales indígenas y mestizas. Por eso, conviene estimar la especificidad de las primeras ediciones y las formas en que pudieron ser leídas u oídas según la focalización de cada uno de los sujetos de lectura durante el Virreinato. Si recordamos el consenso criollo sobre los Comentarios, y al mismo tiempo su uso interesado de determinados pasajes frente a otros, en que terminan siendo favorecidos historiadores como Gómara o Acosta para conceptualizar a la población indígena, entonces tendremos que básicamente se practica sólo una de las lecturas, la más denotativa con respecto a los valores cristianos y la justificación de la conquista. Por otro lado, si imaginamos en su contexto de rebeliones indígenas y mestizas la formación de una conciencia nacionalista pro-incaica, que tendrá sus mayores frutos durante el siglo XVIII y culminará literalmente decapitada con el debelamiento de la rebelión de Tupaq Amaru II, podremos figurarnos el tipo de autoridad que los Comentarios reales habrían tenido entre ese hipotético público andino137. Los rasgos oralizantes de determinados pasajes de la primera edición, casi siempre respetados en la puntuación de la segunda de 1723, pueden servir como pauta para considerar la autoridad de la obra en tanto que simula una focalización interna al sujeto social indígena y mestizo. La exaltación de los conquistadores, que va desde el elogio de Francisco Pizarro hasta el de su hermano, el rebelde Gonzalo, puede entenderse, además, como parte de la estrategia general de la obra para legitimar a los mestizos como verdaderos herederos de las hazañas de los conquistadores y de la sabiduría de los gobernantes cuzqueños. En ese sentido, los afanes pro-hispanistas que los criollos limeños aprovecharon para su propia agenda bien podían haber sido aprovechados también por la nobleza incaica sobreviviente y por los sectores mestizos para una finalidad diferente.
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Ver, en este sentido, el imprescindible artículo de John Rowe sobre “El movimiento nacional inca de siglo XVIII” ([1954] 1976). Asimismo, José Durand trató el tema de la recepción andina en la figura de Túpac Amaru II en su ensayo “Presencia de Garcilaso Inca en Túpac Amaru” (1989). También, para la recepción del Inca Garcilaso en el siglo XVIII, ver los libros de Manuel Burga, Nacimiento de una utopía. Muerte y resurrección de los incas (1988), y de Fernanda Macchi, Incas ilustrados: reconstrucciones imperiales en la primera mitad del siglo XVIII (2009).
202 Los orígenes del garcilasismo, como se ve, tienen mucho más que ver con problemas políticos inmediatos que con ejercicios de una lectura profesionalmente entendida. Esta tensión de intereses, tan propia de la tensión existente durante la colonia entre las “naciones” que coexistían en el mismo territorio, sin duda es parte de concepciones encontradas acerca de la propia identidad del grupo desde el que se lee, se interpreta y se actúa. Ahora bien, ¿en qué medida es pertinente este acercamiento para una evaluación más rigurosa de la obra y para una clasificación general de los estudios garcilasistas dentro de la crítica literaria? Aunque la pregunta sigue siendo muy amplia, creo que con considerar las lecturas potenciales fuera de la autoridad que sólo como humanista se le ha atribuido a Garcilaso consuetudinariamente ya es un paso importante para delinear los alcances de la que podría ser una edición crítica. Con el recuerdo de las operaciones ejercidas desde fray Buenaventura de Salinas hasta Peralta y Barnuevo y los ilustrados de El Mercurio Peruano es que podemos comenzar a trazar la historia de una tradición de lecturas que siempre será importante para situar las que nos corresponden hoy. Asimismo, este recuerdo puede resultar útil para evaluar en su propio contexto las lecturas ejercidas por un Riva-Agüero y un Víctor Andrés Belaúnde (desde la veta hispanófila), por un lado, frente a un Luis E. Valcárcel, por el otro (desde la veta indigenista), para sus respectivas interpretaciones de Garcilaso y sus concepciones sobre el sentido de la nacionalidad peruana. En esa larga ruta, las palabras anteriores quieren ser sólo un hito más para una visión más comprehensiva de la saludable bifurcación que se viene dando en el garcilasismo más frecuente.
203
Capítulo 11 Comentarios a los Comentarios: problemas de anotación en la edición del Inca* 1. Los criterios transatlánticos de una edición crítica. Desde hace varios años he venido llamando la atención sobre la necesidad de leer los Comentarios reales en su específica complejidad textual, no por un afán fetichista ni por reverencia mecánica a una disciplina tan antigua y cuestionada como la filología, sino porque de ese tipo de lectura pueden derivarse conclusiones y perspectivas que nos entreguen una imagen más justa y plena tanto de la obra como de la persona discursiva que se encarna en ella (ver Mazzotti 1996a, Cap. 2, y 1998). Como sabemos, las ediciones en español de los Comentarios han sido múltiples desde el siglo XVIII al XXI. Desde la ya famosa segunda edición en español por Andrés González de Barcia en 1723, hasta las más recientes de Carlos Araníbar (1991), Mercedes López Baralt (2003), Ricardo González Vigil (2007) o la facsimilar de José Luis Rivarola (2002), pasando por las renombradas ediciones de Ángel Rosenblat (1943-44), Carmelo Sáenz de Santamaría (1961), Aurelio Miró Quesada (1976) y José Durand (1959), los Comentarios han visto su fama fortalecida y la importancia de su autor reconocida por tirios y troyanos en ambos lados del Atlántico. Y esto para hablar sólo de las décadas recientes, pese a que la veracidad del Inca viene siendo cuestionada desde muchos antes. Por eso, editar la obra críticamente hoy supone un ejercicio titánico por las infinitas variantes que ofrecen esas ediciones, tanto en su manera de presentar el texto como en los estudios introductorios y notas que lo acompañan. A la vez, la bibliografía crítica sobre el Inca Garcilaso ha crecido de manera impresionante, más aún desde las celebraciones por el cuatricententario de La Florida del Inca el 2005 y de los Comentarios reales el 2009, prueba de lo cual es este mismo volumen que reúne muchos valiosos artículos138. De ahí que ponerse al día en las numerosas contribuciones recientes pueda ser tarea de varios años. Enfrentarse, pues, a una nueva edición que podría de una buena vez aspirar a ser la primera edición crítica de los Comentarios reales supone deslindamientos importantes en el objeto de estudio y en la metodología que se adopte si uno quiere ser fiel a la ya mencionada complejidad transtlántica de la obra y sobre todo si quiere conservar ciertas posibilidades de terminar la empresa. Debo confesar que en un impulso quijotesco emprendí la tarea el 2008 y lo que pienso exponer ahora es sobre todo una serie de interrogantes que pueden ayudar a clarificar la importancia del sistema de anotación en relación con las mencionadas ediciones modernas.
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Una versión anterior apareció en Humanismo, mestizaje y escritura. En los 400 años de los «Comentarios reales», editado por Carmen de Mora, Guillermo Serés, y Mercedes Serna (Madrid & Frankfurt: Iberoamericana & Vervuert, 2010, pp. 211-226). 138
Muestra de esa feracidad garcilasista son también los volúmenes editados acerca de La Florida por Carmen de Mora y Antonio Garrido Aranda (2008), y por Raquel Chang-Rodríguez (2006a y 2006b), y acerca de los Comentarios reales, por Carlos Oyola Martínez (2009), por Raquel Chang-Rodríguez (2010), por Song No y Elena Romiti (2010), y por José Antonio Mazzotti (2010), entre otros.
204 Por suerte, la primera parte de este proyecto ambicioso editorial no representó un problema mayúsculo. Se trataba de la fijación del texto, que abordé con un criterio central: respetar la modalidad de emisión, tanto visual como oral, que se encierra en las ediciones príncipe de 1609 y 1617. Como sabemos, en los textos del Siglo de Oro no es inusual que la puntuación, si bien aparentemente caótica y proliferante, cumpla una función comunicativa específica de su contexto. Me refiero a las numerosas pausas respiratorias que pueden realizarse si uno decide leer el texto en voz alta. Ya se ha escrito suficiente para saber que los textos del Siglo de Oro incluían un criterio retórico diferente al de nuestros días. La elocutio, como sabemos, estaba ligada a un contexto en el que la audiencia literalmente escuchaba el mensaje. Esto se debía en parte a la carencia de ediciones masivas por los altos precios de los libros, pero también a una inmensa mayoría de receptores analfabetos. Por eso, cuando en esas ediciones siglodeoristas encontramos comas, dos puntos y punto y comas por doquier, distribuidos de manera aparentemente arbitraria, antes de “limpiarlos” según nuestros usos modernos, es mejor pensar en cuáles son los que ayudarían a mantener la intención del autor y el sentido de la elocuencia oral que se manejaba en aquellos días139. Generalmente, el texto de la edición príncipe indica pausas para periodos silábicos mucho más cortos que los de las ediciones modernas. A veces, sin embargo, esos periodos pierden sentido si se mantienen todas y cada una de las comas y pausas respiratorias. Como se sabe, los cajistas y copistas solían intervenir de manera bastante libre durante el proceso de publicación de una obra, de modo que en esa edición de los Comentarios como en muchas de otras obras de la época, a pesar de las posibles intenciones retóricas de los mismos copistas, las erratas se han filtrado en todos los planos del texto. A la vez, al conservar la mayor parte de las pausas marcadas, todavía es posible apreciar un efecto de recitado y de paralelismo sintáctico-prosódico que añade autoridad discusiva al sujeto emisor dentro de la obra desde una recepción potencial andina. Me refiero específicamente a los pasajes en que la voz narrativa central sigue el modelo que el “tío Inca” había presentado en el capítulo 15 del Libro I de la Primera Parte al narrar el célebre momento en que los incas originales salieron del lago Titicaca para establecerse en el valle del Cuzco y fundar la futura capital imperial. Estos son los llamados “capítulos guerreros” que José Durand (1955) identificó como añadidos posteriores al plan original de la obra140. Al reexaminar la puntuación de dichos pasajes, queremos, precisamente, valorar las múltiples formas que asume ese sujeto narrativo y distinguir de qué manera a través del texto mismo de las ediciones modernas pueden verse las contradicciones, desniveles e intentos de armonización que la mayor parte de la crítica asume como una coherencia e identidad europea monolítica141. 139
Aunque sabemos que en la época los copistas intervenían de una manera muy libre en la puntuación, generalmente lo hacían considerando el criterio de una emision oral y una recepción aural. Curiosamente, en algunos pasajes de los Comentarios paracería haberse filtrado un sentido del ritmo diferente al de otras crónicas que tratan parecidos temas, algo que sustento en mi libro Coros mestizos, Cap. 2. 140
Dichos capítulos son, en el Libro I, los números 15 a 25 (relativos a las conquistas de Manco Capac); en el Libro II, el número 16 (relativo a Sinchi Roca) y los números 17 a 20 (relativos a Lloque Yupanqui); en el Libro III, los Capítulos 1 a 9 (relativos a Mayta Capac) y 10 a 15 (relativos a Capac Yupanqui); en el Libro IV, los Capítulos 15 a 19 (relativos a Inca Roca) y 20 a 24 (relativos a Yahuar Huacac); en el Libro V, los Capítulos 17 a 20 y 25 a 29 (relativos al Inca Viracocha); en el Libro VI, los Capítulos 10 a 19 y 29 a 36 (relativos a Pachacutec); en el Libro VII, los capítulos 13 a 20 (relativos a Inca Yupanqui); en el Libro VIII, los Capítulos 1 a 8 (también relativos a Inca Yupanqui); y en el Libro IX, los Capítulos 1 a 15 (relativos a Huayna Capac). 141
Notables excepciones son los trabajos de Mercedes López-Baralt (2008 y 2009), Christian Fernández (2004), Song No (2006) y Elena Romiti, (2009), entre otros.
205 Otro aspecto importante es el de la ortografía, que en las ediciones modernas se adapta plenamente a las reglas de la Academia de la Lengua, como si ésta no fuera una institución cambiante y, además, inexistente antes del siglo XVIII. Así, por ejemplo, conviene evaluar si la “u” con valor consonántico de principios del XVII debe conservarse en todas sus apariciones o sólo en aquellas en que no cause confusión. Asimismo, la fricativa prepalatal sorda, representada por la “x”, tiene numerosas apariciones en los Comentarios, pero, como es propio de la época, convive con la fricativa prepalatal sonora, representada por la “j”. Allanar, pues, la ortografía a mansalva significa modificar la pronunciación de la época en perjuicio de la naturaleza de su emisión original. Y podría citar numerosos ejemplos más, pero quiero adelantar que en el proyecto me guía un criterio prosódico y sonoro que no se ha tenido en cuenta en las modernizaciones practicadas hasta hoy. Desgraciadamente, la práctica modernizante deriva en una verdadera traducción del Inca al castellano actual, aunque hay que reconocer que las ediciones nombradas y otras que se me quedan en el tintero han cumplido una valiosísima función de difusión de la obra del Inca y tienen un valor principalmente didáctico, y por lo tanto merecen nuestro reconocimiento. Para no quedarme en los casos de fijación textual, que pueden ser interminables, quiero detenerme en los problemas de anotación con los que me he encontrado, quizá más graves y complejos. Había mencionado que sería necesario deslindar el objeto de estudio para poder mantener un sentido realista en términos de tiempo y fuerzas disponibles. Quiero decir que si emprendemos un cotejo minucioso con cada una de las ediciones modernas encontraremos tantas y tan variadas transformaciones de la obra que el aparato de notas resultaría bastante más largo que el texto primario, y esto sin dar cabida aún al tipo de nota que me interesa más: el que se refiere a los estudios e interpretaciones que durante las últimas décadas, y con un aparato teórico postestructuralista, han echado una valiosa luz a los diversos sentidos que a veces tienen determinados pasajes de los Comentarios. 2. Las reescrituras de Araníbar. Tomemos como ejemplo la reputada edición de Carlos Araníbar, aparecida por primera vez en 1991 en el Fondo de Cultura Económica en Lima. Sin duda, el “Índice analítico y glosario” de términos y temas que acompaña esa edición es de una utilidad inmensurable. Se trata de la más pormenorizada recopilación de fuentes y referencias hecha hasta ahora, superando largamente los glosarios de González de Barcia en 1723 y de Rosenblat en 1944, pues logra cotejar muchos de los términos y pasajes presentados por el Inca Garcilaso con los que manejan los cronistas en que se basó. En ese sentido, Araníbar le ha ahorrado un enorme trabajo a quien quiera emprender una comparación textual entre los Comentarios y sus fuentes cronísticas. Aún más: se interna también en la exploración de fuentes indígenas, como las crónicas de Felipe Guaman Poma de Ayala y Joan de Santacruz Pachacuti, que Garcilaso no conoció, para situar mejor el conocimiento de los temas andinos que despliega a lo largo de los Comentarios. Sin embargo, hay que señalar que algunas de las entradas de Araníbar resultan demasiado conclusivas y no dejan lugar a una elaboración más detallada de la complejidad del Inca. Por ejemplo, tiende a privilegiar demasiado el peso de la orden jesuita en el pensamiento de Garcilaso y a caracterizar al cuzqueño como un seguidor fiel del neo-aristotelismo de algunos pensadores de la Compañía (ver González Vigil XLV), disminuyendo así la importancia del neoplatonismo y de la propia tradición indígena en la configuración garcilasiana del universo político y social de los incas. En otro momento, Araníbar repite la tradicional postura de que el apelativo de “Inca” era sólo un nom de plume, un sobrenombre con valor literario, pero no biográfico (Araníbar 747). Es más, llega a afirmar que “no se sabe de ningún otro mestizo que usara el apelativo” (747), cuando es bastante conocido el caso del pomposo mestizo Melchor Carlos Inca, nieto de Paullu Inca, o el del propio sobrino de Garcilaso, “Alonso de Vargas y Figueroa Inca y luego Alonso Márquez Inca de Figueroa” (Torre y del Cerro XXXIII–XXXIV, énfasis agregados).
206 Como señalé en un trabajo anterior (Mazzotti 2005): “A este sobrino, nieto del matrimonio de su madre, la palla Isabel Chimpu Ocllo, con el modesto comerciante Juan del Pedroche, Garcilaso cede en 1604, es decir, a sus sesentaicinco años de edad, los derechos a cualquier recompensa que pudiera recibir de la Corona por sus pasados servicios, como consta en los documentos 66, 102 y 116 de la colección de de la Torre [y del Cerro]. El apelativo de ‘Inca’ no resulta, pues, una mera pose literaria ni solamente una reivindicación del honor de los padres conquistadores más notables (y Juan del Pedroche no lo era, que se sepa), sino un uso común entre quienes se sentían pertenecer a una etnia y a un grupo que ya a fines del XVI y durante el XVII se reconstituyó como sujeto social y cultural”. Araníbar desestima, por lo tanto, la tesis ya adelantada por Silvia Lynn Hilton (1982) acerca del derecho de Garcilaso de autodenominarse “Inca” por respeto y reconocimiento a su propio padre, quien merecería ese título de parte de los mismos pobladores indígenas por su supuesta labor benefactora como Corregidor del Cuzco entre 1554 y 1556 (ver también Hilton 1994 y Duviols 1998). En fin, no faltan puntos de discrepancia con las caracterizaciones generalmente eurocentristas y literaturizantes de Araníbar, aunque hay que reconocer que su “Glosario” ha sido y sigue siendo una referencia ineludible en las futuras investigaciones sobre los Comentarios. Lamentablemente, no puede señalarse lo mismo de la edición propiamente dicha. Reconociendo su valor didáctico, que facilita la lectura fluida del texto al allanar la puntuación, modernizar la ortografía, o colocar comillas y sangrías a las citas, no podemos sino advertir de los peligros de un seguimiento fiel a dicha edición para fines de un estudio especializado. Son numerosos los cambios de vocabulario que Araníbar opera en el texto, hasta el punto de realmente reescribir varios pasajes de los Comentarios. Por ejemplo, nada más en el folio 33 recto de la edición príncipe dice el Inca: “Tuuieron los Incas Amautas [con mayúscula], que el hombre estaua compuesto de cuerpo y ánima. Y que el ánima era espíritu inmortal, y que el cuerpo era hecho de tierra” (Libro II, Cap. VII, f. 33r, negritas agregadas). Araníbar cambia a “Creyeron los incas amautas [en minúsculas y cursivas] que el hombre estaba compuesto de cuerpo y ánima. Y que el ánima era espíritu inmortal y que el cuerpo estaba hecho de tierra” (p. 85, negritas agregadas). También en 1609: “Y por el contrario tenían, que la vida del mundo inferior, que llamamos infierno, era llena de todas las enfermedades y dolores” (f. 33r, negritas agregadas), que Araníbar cambia a “Y por el contrario creían que la vida del mundo inferior, que llamamos infierno, estaba llena de todas las enfermedades y dolores” (ibid.). Más adelante: “Tuuieron assí mismo los Incas la resurrección vniuersal” (f. 33r, negritas agregadas), que Araníbar transforma en “Creyeron asimismo los Incas la resurrección universal” (p. 86, negritas agregadas). Y también dice el Inca: “Muchas vezes (por ver lo que dezían) pregunté a diuersos Yndios y en diuersos tiempos para qué hazían aquello” (f. 33r, negritas agregadas), que cambia a “Muchas veces, por ver lo que decían, pregunté a diuersos indios y en diversos tiempos por qué hazían aquello” (p. 86, negritas agregadas). Es decir, hay una sistemática transformación del verbo “tener”, en su acepción conceptual y común en el Siglo de Oro, al más directo y literal verbo “creer”. Asimismo, el verbo “ser” se moderniza en los casos posibles como “estar”. En el siguiente capítulo (Libro II, Cap. VIII), el Inca dice: “todo lo qual quemauan en lugar de encienso y lo ofrecían en hazimiento de gracias” (énfasis agregado) y Araníbar cambia a “todo lo qual quemauan en lugar de incienso y lo ofrecían en acción de gracias” (énfasis agregado). Esta sustitución de “hazimiento de gracias” por “acción de gracias” es también sistemática a lo largo de la edición de Araníbar, y aparece en numerosos casos más. Es cierto que “hazimiento” resulta algo arcaico para el castellano moderno, pero se trata precisamente de preservar la específica selección de vocablos que el Inca ejerció dentro de los parámetros del español de la época142. 142
“Hazimiento” es común en el siglo XVII precisamente en el contexto en que el Inca Garcilaso lo utiliza. Recuérdese, por ejemplo, el sermon del Padre Francisco Riojano en 1638: Triunfo de España, y hazimiento de gracias, por la gran vitoria, que con divinos socorros consiguio el Exercito de nuestro gran Catolico Monarca e inuicto Rey Don Felipe Quarto el Grande, del de Luis Treze, Christianissimo Rey de Francia, en Fuente-Rabía… (énfasis agregado).
207 Y poco después, en el mismo Libro II, Cap. XIV, el Inca dice “tenían cuydado de dar cuenta a sus superiores de grado en grado de los que morían y nascían cada mes de ambos sexos” (f. 40r, negritas agregadas) y Araníbar cambia a “tenían cuidado de dar cuenta a sus superiores de grado en grado de los que morían y nacían cada año de ambos sexos” (p. 101, énfasis agregado), en grave alteración del sentido del original. Y por si fuera poco, en el siguiente Capítulo (el XV), el Inca señala: “Hablando Pedro de Cieça de León de la justicia de los Incas[,] capítulo quarenta y quatro[,] acerca de la milicia, dize, y si hazían en la comarca de la tierra algunos insultos” (f. 41v, énfasis agregado) que aparece en la edición de Araníbar como “Hablando Pedro de Cieza de León de la justicia de los Incas (capítulo 44), acerca de la milicia, dize, y si lo eran y hacían en la comarca de la tierra algunos insultos” (p. 105, énfasis agregados), corrigiendo la cita del Inca. Según el original de Cieza, en efecto, dice “si lo eran y hacían”, pero no “y si lo eran y hacían”. Se está refiriendo Cieza a “si eran abastecidos [los soldados] y hacían […] algunos insultos y latrocinios” entonces les sobrevendría un terrible castigo. El Inca ha cambiado la cita de Cieza para acomodarla a su propia fluidez narrativa. Corregir su distorsión de Cieza lleva en el caso de Araníbar a una incoherencia interna en el relato y muestra un afán hiper correctivo que altera el sentiudo de la prosa del Inca. Como dije, las variantes introducidas por el ilustre editor tienen por lo general una finalidad pedagógica, para la comprensión de la obra por un público moderno y seguramente estudiantil, pero de ninguna manera pueden ser la pauta para un estudio filológico que restituya a su contexto adecuado la escritura del Inca. Cambiar palabras del vocabulario del Inca, o plazos que él propone para las estadísticas incaicas, no ayuda mucho en el conocimiento exacto de la obra143. 3. Virtudes y carencias del “Estudio” de Rivarola. A este extremo de allanamiento de la prosa y el estilo del Inca en la edición de Araníbar parecería que la solución sería oponer la prístina naturaleza de la edición príncipe. Como se sabe, su acceso ha sido facilitado por la edición facsimilar que hiciera José Luis Rivarola de uno de los ejemplares de la Biblioteca Nacional de Madrid el 2002. Este de por sí es un aporte indudable. Sin embargo, en este caso, el “Estudio” introductorio de Rivarola tiene serias limitaciones para profundizar en la complejidad bicultural de la edición príncipe y en los aspectos de carácter biográfico, histórico y estilístico que deberían estar implicados en el proyecto de una posterior edición crítica verdaderamente transatlántica. Veamos. Para comenzar, Rivarola ofrece una serie de datos cronológicos que contradicen las más aceptadas biografías, como las de Varner, Castanien y Miró Quesada. Por ejemplo, señala que el padre de Garcilaso se separó de la princesa Chimpu Ocllo y se casó “hacia 1555 con una dama española” (Rivarola 8), cuando es sabido que el matrimonio se realizó en 1549, o sea, seis años antes y cuando el Inca tenía apenas diez años de edad, y que la tal “dama española”, que Rivarola no nombra, pero se llamaba Luisa Martel de los Ríos, tenía catorce144. El dato es indicativo de la mala relación que el Inca describiría más tarde entre los hijos de encomenderos y las advenedizas mujeres españolas que desposaban a los viejos conquistadores por sus tierras y riquezas, dejando a los hijos mestizos en el total desamparo, fuera por decisión propia o por presión de una parentela marcadamente arribista. 143
Lamento, por eso, discrepar del maestro Luis Jaime Cisneros (2008), quien subraya con justicia los muchos aportes del “Glosario” de Araníbar, pero no aborda el cotejo textual que aquí apenas hemos rozado, ni ahonda en los problemas de imprecisión histórica, como en los casos del apelativo “Inca” que Garcilaso adopta y de la importancia del neoplatonismo y de la información de fuente indígena para el retrato que Garcilaso ofrece del gobierno incaico.
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Castanien (22) propone, sin embargo la fecha de 1551 para la boda. Varner (109) indica la fecha exacta del 24 de junio de 1549, día de San Juan. Miró Quesada (1994a: 72) coincide con él.
208 Rivarola (8) también mata al padre del Inca en 1557, cuando hay amplia documentación sobre el testamento del capitán firmado el 3 de marzo de 1559, y sobre su muerte el 18 de mayo del mismo año (ver Miró Quesada 88), lo que motiva la partida del Inca hacia España en enero de 1560 145. Resulta difícil explicar cómo ese testamento pudo ser firmado dos años después de ocurrido el deceso y por qué tardó tanto Garcilaso en tomar la decisión de partir a España tres años después de fallecido su padre. En la misma página, Rivarola declara que el Inca no volvió nunca al Perú “por razones que se desconocen”, cuando se sabe que el permiso sí le fue otorgado, pero que muy posiblemente se desanimó de llegar al Perú cuando se enteró que en la misma flota en la que partiría se encontraba Lope García de Castro, nombrado flamante Gobernador del Perú, poco después de haber sido Presidente del Consejo de Indias y haberse encargado de aplastar las esperanzas de Garcilaso por las recompensas que solicitaba a nombre de los servicios de su padre al Rey. Miró Quesada (109) confirma el dato y nos da un indicio de la delicada situación política en la que se encontraba Garcilaso, especialmente después de las fallidas rebeliones de mestizos ocurridas en el Perú a principios de la década de 1560 (ver también López Martínez: Cap. 1). En otro momento, ubica a la madre de Garcilaso como perteneciente a la panaca de Huáscar (Rivarola 71, n. 91), cuando es obvio que, por ser nieta de Túpac Inca Yupanqui, pertenecía a la panaca de este rey, lo mismo que el propio Garcilaso. En fin, son muchas las inexactitudes biográficas e históricas que desliza Rivarola, pero no es ése el problema más grave de su “Estudio”. Cuando se trata de emprender la tarea de la edición crítica de los Comentarios, la comprensión del estilo es fundamental, sobre todo porque en el “Estudio” se privilegia únicamente el hispanismo del Inca a través de una lectura erudita, pero teóricamente sesgada, sin reconocerse que hay dimensiones de los Comentarios que sólo pueden explicarse saliendo de la crítica textual y del universo de referencias letrado. Me explico. Resultan sin duda muy útiles las menciones de Rivarola sobre el estilo equilibrado y natural aprendido por Garcilaso en Juan de Valdés y Ambrosio de Morales, presentados ya por Rosenblat y Arocena décadas antes, y la explicación sobre los cultismos del Inca que son seleccionados con un criterio de equilibrio y moderación. Sin embargo, cuando Rivarola toca el tema de los patrones repetitivos de determinados pasajes de los Comentarios (35–37) y la inspiración de la figura de algunos incas en relatos míticos indígenas (69), no logra penetrar en la dimensión transatlántica del texto por las propias limitaciones disciplinarias del aparato crítico y teórico que utiliza. Así, por ejemplo, se refiere a “la monotonía de la historia militar” y a “esquemas bastante repetitivos” (35) en los capítulos dedicados a narrar las expansiones incaicas, aludiendo a su “carácter formulístico” del cual incluso “es consciente el autor” (33). Sin embargo, tales repeticiones quedan sin explicación más allá de una alusión rápida a la “escasez de fuentes” (35) del Inca, lo que lo obligó a resumir dichas expansiones en determinados pasajes. Se omite, pues, cualquier reflexión sobre la importancia de la fórmula en los relatos orales en los que el Inca mismo declara haber basado su versión de la historia incaica. En pocas palabras, se pierde una excelente oportunidad para explorar la dimensión de la fórmula y los esquemas narrativos que les dan a los capítulos “políticos” o “guerreros” de los Comentarios una dimensión de autoridad interna (desde el punto de vista de una recepción andina) que la obra también llega a ofrecer, según el público. Más adelante, Rivarola alude a “los elementos estereotípicos [de los soberanos sucesivos] que apuntan a la misma condición mítica más que histórica [de Manco Cápac, el primer inca]” (69). Se trata de aludir a cierta homogeneidad de estilo de los llamados capítulos “guerreros” que, en efecto, presentan a los incas sucesivos dentro de una plantilla descriptiva y narrativa común, como figuras casi atemporales con las mismas virtudes y acciones benefactoras hacia la población conquistada. 145
Puede verse una transcripción del testamento del capitán Garcilaso de la Vega en García 1939. Para la fecha de la muerte del capitán Garcilaso, ver también Porras 1986: 393.
209 Hubiera sido importante cruzar las fronteras de la crítica etnohistórica para ofrecer una explicación más sólida de dichos capítulos y su tendencia formularia, aludiendo a una simulación de una fuente oral basada en el modelo narrativo que ofrece el “recitado” del tío Cusi Huallpa o Kusi Wallpa en los capítulos XV al XVII del Libro I de la Primera Parte sobre la fundación del Cuzco. Sin embargo, el “estudio” de Rivarola se limita al análisis intra-disciplinario e intra-étnico, perpetuando la imagen de un Garcilaso monocultural. No se trata de negar la presencia de una concepción renacentista del manejo del lenguaje escrito en el Inca Garcilaso. Habla por sí sola la evidencia de su manejo de las subordinadas (Lope Blanch 1986)146, de las digresiones equilibradas que le dan un sentido de armonía a la varietas de la narración (Pupo-Walker 1982: Cap. 5), de la selección mesurada de cultismos (Rosenblat, “Prólogo” a su edición de los Comentarios; y Mazzotti 2005) y otros rasgos que hacen de su prosa un ejemplo de lo mejor que ofreció el Siglo de Oro. Pero así como las disciplinas cambian, también cambian los objetos de estudio o, por lo menos, empiezan a revelar otros aspectos cuando los lentes de análisis se enriquecen en el diálogo con otras disciplinas147. 4. Conclusiones. Podría ahondar en muchos otros aspectos de los enjundiosos trabajos de Araníbar, Rivarola y demás editores modernos de los Comentarios, pero no quiero desviarme demasiado del propósito de este breve artículo. Se trata, como anuncié al principio, de zanjar los criterios a utilizarse en una verdadera edición crítica de la obra. Si con los ejemplos presentados podemos tener una idea del mare magnum de variantes textuales y de las concepciones discutibles o desarrollables en la interpretación de la obra del Inca, una edición crítica que pretenda abarcar todos esos elementos sería simplemente interminable. ¿Cómo anotar las variantes de las ediciones modernas sin alargar el aparato de notas de manera inmanejable?
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Sin embargo, debe recordarse que Lope Blanch escoge cuatro muestras muy cortas, y al azar, para su análisis de “la estructura del discurso” en los Comentarios, basándose además en la edición modernizada de Rosenblat, lo que es en esencia una comprobación tautológica, previamente editada, sobre la complejidad sintáctica de la prosa del Inca.
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Rivarola (76, n. 105) alude a mi supuesta hipótesis “de que el Inca habría intentado reflejar en ciertos pasajes de los Comentarios rasgos de la oralidad quechua, a través de ciertos procedimientos sintácticos y rítmicos”, añadiendo que dicha hipótesis “no resiste el examen de los argumentos lingüísticos presentados [por el mismo Rivarola]”. Cabe aclarar que mi hipótesis no se refiere exactamente a una “intención” (consciente o inconsciente) del Inca, sino a una posible recepción del texto desde el universo cultural andino. Por otro lado, los aludidos “ciertos pasajes” son los mismos que Rivarola señala como formularios y derivados del relato mítico, específicamente los de los capítulos “guerreros”. No se trata, pues, de afirmar que Garcilaso produjo “una operación de hibridación o de sincretismo idiomático” (Rivarola 76), desfigurando mi análisis, sino que, como claramente señalo en mi libro Coros mestizos, Cap. 2, “por mucho que se pruebe que algunas de las llamadas fórmulas aparecen con frecuencia en el corpus de la literatura europea consumida por Garcilaso, tal evidencia no condena de antemano una lectura que haga de esas coincidencias marcas estilísticas que otorguen validez al texto desde la tradición andina”. En ningún momento se afirma que dichas resonancias andinas impliquen una “hibridación” lingüística a lo Guaman Poma ni que anulen una recepción enteramente eurocéntrica del texto.
210 He optado, por lo tanto, en concentrarme en el único texto al que se le puede atribuir cierta responsabilidad del Inca, es decir, el de las ediciones príncipe, pero sin descuidar que en determinados pasajes se hace necesaria la aclaración puntual aportada por los editores modernos. En ese sentido, el cotejo filológico resulta útil sólo en tanto que aclara una que otra duda y facilita la mejor comprensión de alguna referencia, tanto europea como andina, pero no tiene sentido (y sería, además, humanamente imposible) ofrecer todas y cada una de las interpretaciones y reescrituras que ofrecen los editores modernos. Creo, por eso, que el mejor homenaje que se le puede hacer al Inca es devolverlo a su universo múltiple y bicultural, respetando para ello todas las dimensiones del texto, incluyendo las simuladamente orales, tanto castellanas como indígenas; estas últimas en los aspectos retóricos y organizativos que afectan una recepción desde el lado oeste del Atlántico.
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Capítulo 12 El Inca Garcilaso y el sujeto migrante* La búsqueda de una identidad (personal, social y cultural) en el Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) es un tema todavía abierto. Se trata, como sabemos, del primer historiador mestizo del Nuevo Mundo, y esa condición intersticial ha motivado caracterizaciones que van de la aculturación plena hasta el indigenismo militante. A través de la Primera Parte de los Comentarios reales, esa obra maestra que todavía nos ofrece significados novedosos, podemos avizorar ese drama identitatio apreciando la condición migrante de su autor y su peculiar forma de reinsertarse en su conjunto social mediante la escritura. Para examinar ese drama, debemos recordar que el Inca sufrió cuatro formas de migración durante su vida: 1) la migración lingüística, de su lengua materna, el quechua, a la paterna, el castellano; 2) la migración onomástica desde su nombre de bautismo, Gomes Suárez de Figueroa, hasta su nombre elegido de Inca Garcilaso de la Vega; 3) la migración discursiva desde los relatos incaicos de la aristocracia cuzqueña hasta la alta retórica de la historiografía renacentista del siglo XVI; y 4) la migración geográfica desde su ciudad natal del Cuzco en la cordillera peruana, donde pasó los primeros veinte años de su vida, hasta las ciudades andaluzas de Montilla y Córdoba, donde vivió los restantes cincuentaisiete. Cada una de estas experiencias migratorias ayudó a definir el particular estilo de su escritura, que por momentos resulta fragmentado y por momentos sincrético. Al examinar algunos aspectos de la vida de Garcilaso y de los Comentarios reales desde la perspectiva de los estudios migratorios, espero poder echar alguna luz sobre este clásico americano que hoy conmemoramos148. 1. La migración lingüística. Como se sabe, Gomes Suárez fue criado principalmente por su madre, la princesa incaica Isabel Chimpu Ocllo. Por lo tanto, aprendió el quechua en su primera infancia, y sólo parece haber empezado a ganar fluidez en el español hacia los cinco o seis años, mediante instrucción privada y durante los largos viajes que hacía su padre, el capitán conquistador Garcilaso de la Vega Vargas, para visitar su encomiendas en Charcas y los alrededores del Cuzco.
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Apareció en 400 años de Comentarios reales: estudios sobre el Inca Garcilaso y su obra, editado por Elena Romiti y Song No (Montevideo: Aitana, 2010, pp. 197–214). 148
La bibliografía sobre estudios migratorios es vasta. Aquí compartimos el acercamiento psicoanalítico general practicado por Grinberg y Grinberg, y también suscribimos el concepto de “migrancia” propuesto por Chambers. Para referirnos al mundo hispánico, nos basamos en los trabajos de Solanes, Trigo y otros sobre exilio, migración y migrancia. Para una visión específica de la migración en el periodo colonial latinoamericano, ver la importante compilación de Robinson. Como se dice en su introducción, “migration was an essential feature of colonial Spanish America” (Robinson 1990: 17). El estudio de Mira Caballos sobre indios y mestizos en la sociedad española del siglo XVI también ofrece valiosa información sobre el contexto histórico peninsular en que vivía el Inca Garcilaso. Sin embargo, sobre la condición específicamente migrante de éste no se ha escrito mucho desde la perspectiva de los modernos estudios migratorios.
212 Tras nacer su hijo Gomes Suárez de Figueroa en el Cuzco el 12 de abril de 1539, el Capitán Garcilaso de la Vega viajó por largos periodos a visitar sus encomiendas en Charcas y se ausentó de su hogar por meses para participar en las guerras civiles entre conquistadores. Es poco probable que llevara a su joven familia con él. Numerosos documentos muestran que el padre de Gomes Suárez no vivió permanentemente con su familia andina hasta la rebelión de Gonzalo Pizarro entre 1544 y 1548. Incluso entonces, el continuo caos político determinó que el joven Gomes Suárez pasara más tiempo con sus parientes quechuahablantes, con los que se comunicaba obviamente en qhapaq runa simi o quechua cuzqueño. Lo más probable es que fuera, como él dice, hablante del quechua antes de aprender el español, y sólo recibió instrucción en castellano hacia los cinco o seis años de edad, a través de Diego de Alcobaza, un sirviente de su padre (ver Miró Quesada 1994a: 25–57). Cerrón Palomino (1991) analiza la importancia del conocimiento lingüístico que Garcilaso tenía de la variante cuzqueña del quechua y explica las limitaciones cuzcocéntricas de las correcciones lingüísticas que Garcilaso hace de otros cronistas. Muchos de ellos, como Cieza de León y José de Acosta, tenían mayor familiaridad con el quechua costeño o Chinchay. En 1560, al año siguiente de la muerte de su padre, Gomes Suárez dejó el Perú y se marchó a España. Allí vivió en el pueblo de Montilla hasta 1591 y luego se mudó a Córdoba, donde murió en 1616. Fue en España que Gomes Suárez decidió leer a los historiadores españoles que habían escrito sobre los incas y la conquista. Es posible que la motivación inmediata haya sido el rechazo de sus peticiones ante el Consejo de Indias y específicamente de su Presidente, el Licenciado Lope García de Castro, apoyándose en “los historiadores”. Algunos como Gómara y el Palentino acusaban de traición al padre de Gomes Suárez por haber ayudado al rebelde Gonzalo Pizarro a ganar la batalla de Huarina en 1547, prestándole su caballo Salinillas, que le salvó la vida al célebre rebelde. Al concluir que estos historiadores generalmente ofrecían versiones incompletas o adulteradas del pasado incaico y de la conquista, Gomes Suárez decidió tomar la pluma y emprender el ambicioso proyecto de escribir su propia versión. Al hacerlo, tuvo en cuenta los relatos orales en quechua de sus parientes incas y la información que le enviaban sus condiscípulos de escuela y juegos en el Perú. Mediante un estilo original, el Inca Garcilaso no sólo cambió nuestra concepción de la historia y la administración incaica, sino que articuló una nueva forma de identidad americana, integrando su experiencia personal como noble cuzqueño y migrante con sus numerosas lecturas y conversaciones con sabios andaluces, sobre todo jesuitas. 2. La migración onomástica. Una clave para acceder a este legado es el asunto del cambio de nombre; proceso que comenzó en 1563. Uno de los primeros estudiosos que notó este cambio fue el historiador peruano Raúl Porras Barrenechea (1955: XV), quien advirtió que ya había un magnate noble con el mismo nombre de Gomes Suárez de Figueroa en Montilla. Quizá, proseguía Porras, el mestizo recién llegado del Perú podía querer evitar situaciones incómodas y decidió optar por un nombre igualmente prestigioso. O podía haber recibido la presión de su tío, Alonso de Vargas, que lo albergaba. Al no haber documentación legal requerida para cambiarse el nombre, el hecho era relativamente común en España. Inclusive su propio tío se había cambiado de nombre: pasó de ser Juan de Plasencia para convertirse en Alonso de Vargas al ingresar al ejército. Este cambio reflejaba un intento de subrayar su filiación al prestigioso linaje guerrero de los Vargas. El mismo Porras Barrenechea sostiene que el joven Gomes Suárez comenzó a firmar públicamente con un nuevo nombre recogiendo su linaje paterno, usando primero el nombre de Gomes Suárez de la Vega, luego Gomes Lasso de la Vega, y al final Garci Lasso de la Vega, como su padre. Ya para 1565, este proceso de neohispanización se había completado.
213 El joven mestizo había optado por delinear su identidad por el lado de los Lasso de la Vega y los Vargas, que habían producido numerosos héroes durante las guerras de la Reconquista contra los moros en España149. Otro hecho importante en esta encrucijada vital de Gomes Suárez fue la llegada de los restos de su padre a Sevilla en 1563 y su nuevo entierro en la Iglesia de San Isidro. Esta ordalía sin duda le trajo dolorosos recuerdos, no sólo relacionados con la muerte de su progenitor en el Cuzco, sino también con la certeza de encontrarse en el exilio. Si bien voluntario, este exilio se hizo cada vez más forzado por las terribles condiciones en que los mestizos fueron coactados de la década de 1560 en adelante150. Enterrar a su padre en Sevilla debió haber causado un profundo efecto en Gomes Suárez. La decisión de abandonar su nombre de bautismo y adoptar el de su padre, haya sido un acto consciente o inconsciente de reinvención personal, se entiende perfectamente dentro del proceso que la psicología llama “transferencia”. Después de todo, Gomes Suárez de alguna manera asumió la identidad de su padre, incluyendo una carrera militar. A los pocos años del enterramiento de su padre en Sevilla, se enroló en las tropas de don Juan de Austria para combatir a los rebeldes morsicos de las sierras de las Alpujarras, cerca de Granada. Luchó por dos años, entre 1569 y 1571, y logró, como su padre, el grado de Capitán de su Majestad. En el siglo XVI, un cambio de nombre implicaba mucho más que la adopción de un simple nom de plume literario o una etiqueta legal. Según el historiador español Menéndez Pidal de Navascués (1998: xli), cambiarse el nombre tenía profundas consecuencias personales en la España de esa época. Mejoraba el papel de la persona en la sociedad, su misión en el mundo, su honor y reputación. Escogerse un nombre propio era una forma de ser mejor recordado, una especie de rito de pasaje a la adultez, como fue el caso de Gomes Suárez al transformarse en Garcilaso de la Vega. Sin embargo, debemos recordar que para el joven mestizo, es posible que haya habido otra motivación, aparte de la admiración a su padre, para cambiarse de nombre. Según Christian Fernández (2004: 59–96), la decisión quizá tuvo algo que ver con una antigua costumbre incaica de cambiarse de nombre al llegar a la adultez.
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Ver Mazzotti 2005 para más detalles sobre esta transformación onomástica. (Reproducido en este volumen como Cap. 2).
Antes del entierro de su padre en Sevilla en 1563, Gomes Suárez había solicitado y recibido autorización para volver al Perú en la primera flota disponible, pero decidió quedarse en España al enterarse que tendría que viajar junto con el Gobernador Lope García de Castro. Este era el mismo que había desestimado su petición de recibir recompensa por los servicios que el padre de Garcilaso había hecho a la Corona (Miró Quesada 1994a: 108–109). Más aún, Gomes Suárez debió haber recibido noticias de que muchos de sus compañeros mestizos de escuela habían sido encarcelados o enviados al exilio tras una serie de intentos de rebelión. El más importante de éstos ocurrió en 1562, pero hubo otros durante la misma época que planeaban eliminar a las autoridades (las rebeliones de 1566 y 1567 apuntaban al propio Gobernador Lope García de Castro), aliarse con el rebelde Inca Titu Cusi Yupanqui, que se encontraba en Vilcabamba, y repartirse las tierras entre los insurgentes (ver López Martínez 1971: 21–45, y Lisi 1990: 24). Dos líderes de la conspiración de 1567 fueron Juan Arias Maldonado y Pedro del Barco, ex condiscípulos mestizos de Garcilaso en el Cuzco. Nuestro autor recordaría años más tarde estos eventos en la Segunda Parte de los Comentarios o Historia general del Perú (Libro VIII, Cap. XVII). Otra razón probable para no volver al Perú pudo haber sido la legislación colonial que relegaba a los mestizos a ejercer solamente oficios manuales y artesanales, y les impedía acceder a cargos públicos. Las leyes en el Perú también les prohibían llevar armas y servirse de los indios para la carga y, peor aún, poseer repartimientos (ver Rosenblat 1945: 160–190, Konetzke 1946: 230–231, López Martínez 1971: 15–21 y Hemming [1970] 1982: Cap. 17). En otras palabras, el futuro económico y social de Gomes Suárez en el Perú hubiera sido tan sombrío como el de los otros mestizos hijos de conquistadores, y cada vez había menos razones para volver, sobre todo después de la muerte de su madre en 1571.
214 Desgraciadamente, no hay forma de saber con certeza la causa verdadera de su transformación nominal. Vale la pena notar, pese a ello, que parece haber habido una lógica común en las prácticas española e incaica del cambio de nombre. La diferencia es que en los Andes el cambio era obligatorio, mientras que para los españoles, sólo voluntario151. Un importante indicador de la complejidad del problema puede verse en el retrato que hace el Inca Garcilaso de su padre en la Segunda Parte de los Comentarios. El retrato sugiere que el cambio de nombre bien puede haber sido un acto más político que literario. La admiración que el Inca profesa hacia su padre podría estar ligada a la noción de “buen gobierno” que existió sólo parcialmente en el Perú de la conquista. El padre de Garcilaso es retratado como la encarnación del “buen gobierno” y el autor del “bien común”, compartiendo con los incas previos a la conquista una serie de virtudes propias de un gobernador justo y fiel a los principios cristianos. El padre de Garcilaso aparece como paradigma de encomendero, recaudador de tributos y administrador de la ciudad del Cuzco a mediados de la década de 1550 (ver Rodríguez Garrido 2000). En cualquier caso, es importante cuestionar la tradicional hipótesis de que Gomes Suárez se cambió el nombre a Garcilaso de la Vega por una admiración exclusiva y temprana hacia su tío abuelo, el gran poeta toledano Garcilaso de la Vega, el autor de las “Églogas”. Tal hipótesis tiene como consecuencia inmediata equiparar el estilo del Inca a los cánones más convencionales del Renacimiento, sin prestar atención a las propias particularidades de los Comentarios, que esconden distintos niveles de significación cultural, muchas veces lejanos de las matrices españolas e italianas. Más allá de asumir simplemente las semejanzas entre el estilo de Garcilaso y el de los grandes maestros del Renacimiento, se trata más bien de subrayar las diferencias que existen entre ellos. 3. La migración discursiva. Además de la migración onomástica, es importante reconocer la migración discursiva, es decir, el traspaso de un sistema de narración (el oral quechua) a otro (el español escrito). Aquí debemos recordar que el historiador mestizo creció durante sus primeros años entre la familia de su madre y, por lo tanto, en el mundo lingüístico quechua. Sin embargo, aprendió el castellano y se familiarizó con la cultura de su padre a temprana edad, posiblemente hacia los cinco o seis años, como ya hemos señalado. Aunque llegó a ser bilingüe, escribió toda su obra en español después de dejar el Perú. Y, pese a todo, esa marca original del bilingüismo lo acompañaría toda su vida. La importancia de esta condición bilingüe no puede ser soslayada. Como dice Claudette Columbus, La estructura del quechua y el aimara difiere completamente de la estructura de las oraciones en inglés o español. Se ha descubierto que las lenguas indígenas americanas utilizan distintas vías neuronales en el cerebro. Así, por ejemplo, un hablante de esquimal puede ver simultáneamente un pato y un conejo en una gestalt abarcadora, como ejemplo de una percepción no binaria. Mientras un hispanohablante o un angloparlante está acostumbrado a hacer la distinción entre esto o aquello que separa unidades, un 151
Tradicionalmente, la crítica incurría en el facilismo de explicar el cambio de nombre de Gomes Suárez por la tremenda admiración que el mestizo habría tenido hacia su tío abuelo en segundo grado, el gran poeta toledano Garcilaso de la Vega (ver, por ejemplo, Avalle-Arce 1964 y González Echevarría 2005). Para una refutación de esta hipótesis, ver Mazzotti 2005 (o Cap. 2 de este volumen). En ese trabajo demuestro que el Inca Garcilaso sentía una admiración aún mayor por el poeta prerenacentista Garci Sánchez de Badajoz, también pariente suyo. Además, propongo que el Garcilaso peruano reafirmó sus nexos políticos y culturales con sus amigos y parientes andinos al añadir el título de Inca a su nombre en la traducción que publicó de los Diálogos de amor de León Hebreo en 1590.
215 hablante de lenguas americanas usará la conexión “y/y” que conecta los elementos en un solo todo (Columbus 1, trad. mía). En la Primera Parte de los Comentarios es fácil encontrar numerosos pasajes que muestran esta perspectiva no-binaria. Por ejemplo, en el Capítulo XXV del Libro VIII, Garcilaso describe una rara piedra de oro en términos que simultáneamente expresan una perspectiva española e indígena. El pasaje dice: El año de mil y quinientos cincuenta y seis se hallò en un resquicio de vna mina de las de Callahuaya vna piedra de las que se crian con el metal [del oro], del tamaño de la cabeça de vn hombre, el color propiamente era color de bofes y aun la hechura lo parescia: porque toda ella estaua agujereada de vnos agujeros chicos y grandes que la pasauan de vn cabo a otro. Por todos ellos asomauã puntas de Oro, como si le huuierã echado oro derretido por cima, vnas puntas saliã fuera de la piedra, otras emparejauan con ella, otras quedauan mas adentro. Dezian los que entendiã de minas, que si no la sacaran de donde estaua, que por tempo viniera a cõuertirse toda la piedra en Oro. En el Cozco la mirauã los Españoles por cosa marauillosa, los Yndios la llamauan Huaca, que como en otra parte diximos entre otras muchas significaciones que este nombre tiene, vna es dezir admirable, cosa digna de admiracion por ser linda, como tambien significa cosa abominable por ser fea, yo la miraua con los unos y con los otros (I, VIII, XXIV, ff. 223v–224). Aquí Garcilaso asume una mirada dual. Fiel tanto a su formación neoplatónica como a sus raíces andinas, logró yuxtaponer dos verdades independientes en un esfuerzo por armonizarlas. Si lo logró o no depende mucho de la perspectiva del lector. Mientras que para un lector español debió haber sido difícil reconciliar la descripción de la roca de oro simultáneamente como bella y horrible, para Garcilaso parecía no haber contradicción. La perspectiva dual se puede apreciar también en algunos patrones lingüísticos subyacentes a determinados pasajes de la prosa del Inca. Cerrón Palomino (1991: 164), uno de los mayores estudiosos en la lengua quechua, sugiere que Garcilaso “calcó” o tradujo de manera literal algunas expresiones del quechua en español dentro de los Comentarios. Por ejemplo, al traducir, sin mencionarla en su original, la frase quechua ichach, manach, Garcilaso escribe “que podría ser estuviese cerca y podría ser que estuviera lejos. Es frasis del general lenguaje del Perú” (Historia: III, XII; énfasis agregado). Prosigue Cerrón Palomino: Otra expresión calcada es aquella que expresa encarecimiento: “De donde diez y diez veces, frasis del lenguaje del Perú por muchas veces, suplicaré encarecidamente se crea de veras que antes quedo corto y menoscabado de lo que convenía decirse que largo y sobrado en lo que se hubiere dicho” (Historia, III, XIV [...]; énfasis añadido). En fin, mencionemos aquella famosa “frasis” de “guardar en el coraçon” por decir “en la memoria” (Com., I, XV [...]), que el futuro cronista recoge de labios de su tío, cuando éste le refiere las cosas de sus antepasados (Cerrón-Palomino 1991: 164). Aunque Garcilaso escribe estas expresiones en un castellano gramaticalmente perfecto, lo hace repitiendo frases idiomáticas quechuas. Cada vez que el Inca utiliza una de estas frases “calco”, añade la expresión “es frasis del lenguaje general del Perú”, logrando así el efecto retórico de presentarse como un “insider” de la cultura indígena.
216 La naturaleza problemática de la subjetividad mestiza del Inca Garcilaso también es visible en el discurso polifónico que emerge de una lectura cuidadosa de las ediciones príncipe de las dos partes de los Comentarios. Aunque estas ediciones contienen numerosos errores tipográficos, son sin embargo valiosísimas para reconocer una serie de mecanismos retóricos propios del texto que Garcilaso concibió y decidió publicar. Estos mecanismos le otorgan una autoridad discursiva enorme al texto desde la perspectiva dual que venimos mencionando. El discurso polifónico le permitió al Inca evocar algunos de los más prestigiosos símbolos y estilos de la tradición literaria europea y a la vez hacer referencia no siempre obvia a importantes símbolos de la aristocracia incaica en fórmulas y estrategias narrativas que guardan resonancia con la tradición formulaica incaica (ver Mazzotti 1996a: Cap. 2). Este discurso dual se encuentra en determinados pasajes de los Comentarios y permite pensar que Garcilaso tuvo en cuenta una posible recepción aural de la obra. Los capítulos que narran las campañas de expansión territorial y cultural de los incas son enormemente reveladores. A través de la repetición formulaica y los dobletes sintáctico-semánticos, la voz narrativa simula algunos rasgos de la antigua tradición de los “poemas históricos”, como los llama Jan Vansina (1961: 155). Estos poemas, a su manera épicos, eran “recitados” para rememorar hazañas y obras fundacionales de los gobernantes incaicos, a fin de fortalecer su poder simbólico sobre la población. Había un tipo de “contador” o khipukamayuq, encargado de registrar en los nudos y cuerdas de los quipus los datos principales de la narración, que debía ser reconstruida de memoria por un haravicu o poeta dentro de cada clan real o panaka que intentaba así perpetuar la memoria de su ancestro fundador. Naturalmente, es necesario identificar aquellas fuentes orales de las que el joven Gomes Suárez pudo haberse nutrido durante sus primeros veinte años en el Cuzco antes de 1560. En el Libro I de los Comentarios, como se recordará, el adolescente Garcilaso dialoga con su tío abuelo Cusi Huallpa y deja que éste relate el fabuloso origen de los incas y la fundación de la capital imperial. Cusi Huallpa era hijo de Túpac Inca Yupanqui, el décimo primer emperador y, por lo tanto, bisabuelo del Inca Garcilaso (I, IX, XVI). Desde un punto de vista occidental, la lectura del pasaje fundacional es bastante dificultosa por las abundantes marcas de puntuación que producen interrupciones constantes (ver especialmente los Caps. XV a XVII del mencionado Libro I). Por esta razón, las ediciones modernas de los Comentarios han simplificado la prosa original, haciendo la lectura mucho más fluida mediante la construcción de periodos y oraciones largas, que atienden más a la lectura visual que a la recepción aural. Sin embargo, lo que resulta invalorable de la edición de 1609 de los Comentarios es precisamente que nos permite una apreciación aural del ritmo narrativo que simula una posible fuente oral, quizá la de los “poemas históricos” de la nobleza incaica. La abundante presencia de dobletes sintáctico-semánticos, por ejemplo, sólo se hace evidente a través de las numerosas pausas, comas y punto y comas del original de 1609152. La presencia de esta fórmula estilística queda eliminada en las ediciones modernas que privilegian periodos sintácticos muy largos y no una recepción aural, sino visual153. Otra fórmula retórica de la edición de 1609 que guarda resonancias con la tradición oral incaica es la serie de repeticiones que el Inca Garcilaso (a través de la voz de Cusi Huallpa) usa para narrar pasajes de expansión y conquista por los incas sobre otros pueblos andinos.
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Para el estudio de los dobletes sintáctico-semánticos de la poesía quechua, ver Husson 1993.
Desarrollé este argumento en Mazzotti 1996a, esp. 118–171. Una versión ampliada en inglés aparece en Mazzotti 2008, 93– 139.
217 Esta resonancia de una tradición oral quechua, evocada a través de estos y otros mecanismos retóricos, subyace a la edición original y guarda una tremenda autoridad cultural ante un posible público andino y quechuahablante154. Este es sin duda uno de los rasgos más importantes que distingue al Inca de otros importantes autores del Renacimiento. Más aún, es precisamente por la naturaleza polifónica de su estilo que los Comentarios reales destaca como un caso de construcción identitaria en el periodo de la llamada modernidad temprana. Una vez que reconozcamos que Garcilaso diseñó (consciente o inconscientemente) su historia a través de un discurso dual, emerge la figura de un sujeto de escritura que, a la vez que dialoga con sus lectores europeos y la censura de su época, transforma esos tópicos y requisitos para desarrollar su agencia mestiza. Esta consiste en la autorización de una voz que se identifica como tal apropiándose de algunos de los más prestigiosos mecanismos discursivos de la historiografía del momento. Al explorar este sujeto de escritura y su búsqueda de identidad en los Comentarios, el concepto de “sujeto migrante” nos puede arrojar valiosas luces. 4. La migración geográfica y el sujeto migrante. En el campo de los estudios migratorios contemporáneos, algunos investigadores han señalado la aparición de nuevas subjetividades nacidas de los radicales cambios psicológicos y culturales que conllevan las migraciones de largo alcance. Se ha definido, por lo tanto, a este “sujeto migrante” como una entidad descentrada, cuya experiencia ha recibido como bautizo el neologismo de migrancia. El correlato del descentramiento ontológico y epistemológico de la migrancia está sin duda en el movimiento transnacional de capital y mano de obra que forma el rápido proceso de la actual globalización. Sin embargo, como Abril Trigo ya lo ha señalado, "la conquista y colonización del Nuevo Mundo es el punto de inflexión de esta primera fase de las migraciones modernas" (2000: 274). Ciertamente, el fenómeno de la migración masiva y la formación de subjetividades migrantes no es producto exclusivo de los siglos XX y XXI. Desde hace siglos el patrón migratorio se caracterizaba por el movimiento de europeos hacia sus colonias y ex colonias en América, Asia y Africa, y por el tráfico de esclavos que forzó la migración masiva de más de nueve millones de africanos al Nuevo Mundo.
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Aunque sólo afirmo la posibilidad de esa recepción y la lectura potencial que el texto ofrece desde esa perspectiva, se sabe que los Comentarios llegaron relativamente temprano al Virreinato peruano. Como señalé en 1996a: “La referencia más antigua que encontramos de los Comentarios en tierras andinas es la del manuscrito que forma parte de un volumen mayor, catalogado con el número 3169 en la Biblioteca Nacional de Madrid. Entre otros valiosos documentos, como las ‘Relaciones’ de Cristóbal de Molina y de Pachacuti Yamqui, así como el célebre Manuscrito de Huarochirí, el volumen contiene también un ‘resumen de los Comentarios reales’, en que Duviols (1993: 15) identifica de letra del famoso extirpador de idolatrías Francisco de Ávila. Si bien no hay por el momento indicios de que los curacas cuzqueños o andinos en general llegaron a conocer la obra de Garcilaso inmediatamente después de su publicación, la fecha temprana del manuscrito de Madrid (década de 1610) señala que la obra sí llegó al Virreinato del Perú poco después de aparecida. […] Sobre la recepción indígena y mestiza, los estudios de Rowe ([1954] 1976), Durand (1989) y Buntinx y Wuffarden (1991) desarrollan la influencia de Garcilaso en el ‘movimiento nacional inca’ del XVIII, de modo que a sus páginas debe remitirse el lector interesado en el tema de la recepción de los Comentarios y su papel dentro del proyecto nacional mestizo previo a la independencia criolla del XIX” (Mazzotti 1996a: 335– 336). El primer ejemplar del que se tenga un registro de envío al Perú aparece en los documentos de la flota española de 1612. El ejemplar tenía como destinatario al fiscal Cristóbal Cacho de Santillana en Lima (González Sánchez 2009). Para más información sobre la recepción de los Comentarios en el Perú en tiempos coloniales, ver Guíbovich 1991 y Mazzotti 1998.
218 Pero en las últimas décadas, son millones de habitantes del llamado Tercer Mundo los que empiezan a llenar las metrópolis y el campo del hemisferio boreal. En efecto, Coatsworth advierte que el proceso de globalización actual tiene antecedentes claros en América Latina en por lo menos tres “olas” de largo alcance histórico: la de los europeos y primeros esclavos africanos en el siglo XVI, la del clímax de la importación esclavista a lo largo del XVIII, y la de nuevos inmigrantes europeos y asiáticos entre fines del siglo XIX y principios del XX. La cuarta ola, actual, se caracteriza por el movimiento masivo inverso de latinoamericanos hacia otras partes del mundo, especialmente los Estados Unidos y Europa. Ver Coatsworth 2001. En su época, el Inca Garcilaso fue un migrante privilegiado, que logró reubicarse de sur a norte, es decir, de una periferia y una cultura dominadas a un centro y una cultura dominantes. Como hijo de un encomendero rico, y teniendo sangre noble por ambos lados de su familia, su caso es ciertamente especial, pero no único. Según señala Esteban Mira Caballos (2000, 91), muchos conquistadores acaudalados enviaban a sus hijos mestizos a España a recibir una buena educación e incrementar sus posibilidades de alcanzar una mejor vida. Los estudios migratorios contemporáneos sugieren que la experiencia del traslado físico, si bien no siempre resulta en un desarraigo cultural, sí llega a afectar algunas formas expresivas del sujeto migrante. En muchos casos, el migrante debe forjar nuevas estrategias de supervivencia, incluyendo el aprendizaje de un nuevo lenguaje. Parece resultar inevitable un cambio de perspectiva en cualquiera que migra de una región a otra, y más aún de un país a otro. Sin embargo, cabe diferenciar entre el inmigrante, que generalmente logra asimilarse plenamente a su nuevo ambiente sin dejar de idealizar su lugar de origen, y el migrante que elabora todo un nuevo universo de referencias, en que el “entonces” y el “allí” no son necesariamente mejores que el “ahora” y el “aquí”, aunque tampoco el nuevo espacio es superior al anterior. Como partícipe del estado desterritorializador de la migrancia, el migrante tiende a mostrar un cierto desarraigo frente a cualquier espacio que lo rodea, así sea en el pasado como en el presente. Según Grinberg y Grinberg ([1989] 1994: 129–145), la migración (es decir, el acto físico de trasladarse uno y sus pertenencias de manera permanente o prolongada) causa potencialmente un cisma central en la psique del sujeto. El cisma desafía profundamente muchas de las certezas aprendidas en el lugar de origen. En un caso así, cuando el migrante regresa “a casa” (sobre todo si es temporalmente) se siente alienado de ciertas prácticas y gestos en los cuales ya no se reconoce más. Estos sentimientos de distancia y la experiencia del descentramiento constituyen el estado de migrancia y eventualmente definen esta nueva subjetividad. En 1995, Antonio Cornejo Polar revisó la noción de heterogeneidad cultural en relación con el fenómeno de la migración interna masiva que protagonizaban pobladores del Ande hacia las ciudades y los cambios sociales que generaba esa migración. Cornejo empezó a elaborar una versión del sujeto migrante como la individualización de la heterogeneidad social, es decir, como una persona con una subjetividad dual, que se movía fácilmente de una parte de su psique a la otra sin armonizarlas necesariamente. Según Cornejo Polar, el migrante andino vive en dos mundos, alternando entre ellos, pero sin integrarlos. Este sujeto migrante se define por su heterogeneidad interna. El modelo de Cornejo Polar está muy lejos de ese ente monolítico y fusionado que la crítica tradicional define al caracterizar la “mímesis” del sujeto mestizo colonial155.
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Ver también el importante trabajo de Cornejo Polar “El discurso de la armonía imposible (El Inca Garcilaso de la Vega: discurso y recepción social)” sobre las fisuras identitarias y los dualismos gnoseológicos en diversos pasajes de los Comentarios reales.
219 Puede por eso ser útil aplicar una categoría moderna como la de sujeto migrante a un autor de principios del siglo XVII como el Inca Garcilaso de la Vega. El examen de su historia personal, el análisis de los mecanismos retóricos que caracterizan las primeras ediciones de su obra maestra, y el reconocimiento de la naturaleza polifónica, híbrida y coral de su escritura nos señalan la importancia de asumir un acercamiento menos convencional a los Comentarios reales. Tal acercamiento nos permitiría revelar la complejidad transatlántica de este notable autor. El estilo multidimensional del Inca Garcilaso sólo puede descubrirse rompiendo los muros de la crítica convencional. De hecho, como he intentado demostrar, se puede entender mejor el papel de los Comentarios reales en la cultura latinoamericana si consideramos las diferentes migraciones (lingüística, geográfica, onomástica y retórica) que vivió su autor, y por las que generaciones posteriores de migrantes latinoamericanos han seguido pasando. Pese a las muchas distancias que hay entre un individuo pre-ilustrado y las subjetividades modernas y postmodernas de nuestros días, el concepto de sujeto migrante desarrollado por los estudios migratorios contemporáneos nos ofrece una importante herramienta para el desmantelamiento y reconstrucción del canon literario tradicional. Es fundamental explorar, pues, la complejidad de los traslados físicos, lingüísticos y discursivos en el Inca, así como los motivos del cambio de nombre de Gomes Suárez de Figueroa al de Inca Garcilaso de la Vega. Si este migrante latinoamericano temprano vio en su nomenclatura definitiva la transposición de sus propias contradicciones internas, entonces es lógico asumir que su estilo también pudo reflejar las mismas tensiones y las constantes oscilaciones que se vivían y hasta cierto punto se siguen viviendo hoy entre el Nuevo y el Viejo Mundo.
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Este ejemplar de Encontrando un inca. Ensayos escogidos sobre el Inca Garcilaso de la Vega se terminó de imprimir en el mes de marzo del año 2016