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Spanish Pages 266 Year 2014
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El pueblo y el poder
Claude Lefort
El pueblo y el poder
Traducción de Víctor Goldstein
Índice Claude Lefort para el siglo xxi. ..................................................................I La cuestión de la revolución......................................................................1 Sobre Pensar la guerra, Clausewitz...........................................................9 Sobre Archipiélago Gulag............................................................................ 31 El pueblo y el poder................................................................................39 Sobre la naturaleza de los regímenes del Este.........................................49 Hannah Arendt: Antisemitismo y genocidio de los judíos......................59 Revolución y parodia...............................................................................85 Liberalismo y democracia......................................................................... 101 El juicio político. La guerra en Bosnia..................................................119 Poscomunismo y liberalismo.................................................................125 Pensamiento político e historia.............................................................143 Entrevista con Pierre Pachet, Claude Mouchard, Claude Habib, Pierre Manen........................................................................................143 Un militante rebelde.............................................................................145 Necesidad o indeterminación de la historia...........................................151 Realidad y fantasma totalitarios.............................................................153 Actualidad de Maquiavelo.....................................................................162 La democracia: una posibilidad de ser uno mismo................................170 Nación y soberanía................................................................................181 La negativa a pensar el totalitarismo.....................................................205 Europa: civilización urbana...................................................................219
Claude Lefort para el siglo xxi Rocío Annunziata
“Buscaba una vía para pensar la historia, desde nuestro tiempo, en los horizontes de nuestro tiempo” (Claude Lefort, “Pensamiento político e historia”) “Siempre enfatizó la necesidad de ligar dos imperativos: el de resistir a la excesiva simplificación, pero también el de hacer lugar al mismo tiempo a la imaginación de lo posible” (Pierre Rosanvallon, 2012)
Claude Lefort fue un pensador del presente. Y lo fue justamente porque fue un pensador radical de la historia: todas sus lecturas filosóficas y literarias, todas sus búsquedas en los hechos del pasado y de su propio tiempo, fueron, precisamente, búsquedas y lecturas de la singularidad, de los acontecimientos. Por eso es que para nosotros, como lectores, aquella lectura que más justicia le hace es la que lo interroga sobre nuestro presente, es la que nos lleva a recorrer su obra con la curiosidad sobre lo que ocurre hoy en la política y en la democracia. Este volumen, que reúne un conjunto de textos aparecidos en Le temps présent. Écrits 1945-20051, proporciona suficientes pruebas de que ésta sería la vía lefortiana de leer a Claude Lefort. Tomemos por ejemplo el 1
Lefort (2007). I
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primero de los artículos contenidos en el libro, “La cuestión de la revolución”. Allí el autor se interroga sobre la relación entre el totalitarismo y la revolución a partir de los fenómenos y acontecimientos que le son contemporáneos, en particular, la revolución húngara, y nos dice: “Si uno se interroga sobre la revolución, es preciso meditar esta experiencia, no contentarse con imputar el proyecto de revolución a la ideología (…) sino dedicarse a concebir la figura de lo nuevo.”2
Lo que afirma sobre la compresión de esta experiencia en particular vale también, de manera general, como el enfoque mediante el cual nos propone pensar los problemas políticos. Vale tanto para acercarse a los fenómenos como a los textos y a sus relecturas3, como se manifiesta en el artículo “Sobre Pensar la guerra, Clausewitz” también contenido en este volumen, en el que, en tanto que intérprete de la interpretación de Raymond Aron sobre Carl von Clausewitz, sostiene: “…el lector de ahora no le es infiel cuando mezcla sus pensamientos a los suyos, cuando en el curso de su lectura carga las ‘respuestas’ que cree oír con el peso de sus propias preguntas. La investigación histórica no le permite borrarse ante el objeto. Ella misma no es posible sino porque pone en juego su sensibilidad al mundo que habita.”4
Así, de lo que se trata, cuando leemos a Claude Lefort, es de pensar nuestro tiempo, de “dedicarnos a concebir la figura de nuevo”, y de sumergirnos en sus textos “con el peso de nuestras propias preguntas”. Ahora bien, creemos que si Claude Lefort fue un pensador radical de la historia, fue porque fue un pensador radical de la democracia5. Historia El subrayado es nuestro. Que Claude Lefort fue un intenso lector es destacado con mucha frecuencia en los trabajos sobre su obra. Sobre sus lecturas de distintos pensadores, historiadores y literatos –Nicolás Maquiavelo, Alexis de Tocqueville, Étienne de la Boétie, Edgar Quinet, Leo Strauss, Henri Michaux, Maurice Merleau-Ponty, Pierre Clastres entre otros– ver, sobre todo, los excelentes artículos contenidos en Habib y Mouchard (1993) y en Plot (2013) y los artículos contenidos en el presente volumen sobre Raymond Aron y Hannah Arendt, por ejemplo. 2 3
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El subrayado es nuestro.
No empleamos aquí el calificativo “radical” en el sentido de “extremista”, sino en el sentido de una forma de pensamiento que lidia intensamente con la falta de 5
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y democracia son inseparables. Desde que vivimos en sociedades democráticas es que el sentido de los acontecimientos se desentraña siempre aquí y ahora. O más bien: desde que vivimos en sociedades democráticas es que existen los acontecimientos, es que hay irreductible singularidad en lo que ocurre y que la novedad es nuestro ambiente más cotidiano. Para comprender mejor esta equivalencia que proponemos aquí entre pensamiento del presente, pensamiento de la historia y pensamiento de la democracia, es preciso considerar primero la concepción lefortiana de la democracia. Ésta no se adviene a la clásica separación entre las definiciones procedimentales y sustanciales de la democracia. Para el autor, la democracia se muestra parcialmente en los procedimientos, en las instituciones, en el sufragio universal, por ejemplo, pero no se agota en los procedimientos. Estos procedimientos reflejan, de hecho, una “sustancia” que es precisamente la falta de sustancia. Por otra parte, su concepción de la democracia implica una forma particular del tratamiento de la tensión entre la unidad y la multiplicidad. Para Claude Lefort, no puede decirse que la democracia sea la unidad del pueblo o su homogeneidad, como aparece con evidencia en otros teóricos de lo político del siglo XX, como Carl Schmitt6, por ejemplo. Pero tampoco puede decirse que sea sólo multiplicidad, la garantía de los derechos naturales de un individuo aislado, como propondría una visión simplificada del liberalismo. En la concepción del autor, la división es constitutiva de la unidad. Veamos entonces cuál es la especificidad de dicha concepción. Para Claude Lefort, la democracia es una forma de sociedad, entendida a la manera en que los antiguos entendían el “régimen político”, esto es: la constitución, la forma de gobierno, pero también un estilo de existencia, un conjunto de costumbres, un modo de la vida en común7. La forma de la sociedad democrática coloca a los hombres y a las instituciones ante la fundamento, es decir, con la contingencia. Es en este sentido que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (2004) hablan de “democracia radicalizada y plural” y Ernesto Laclau (2005) de la “investidura radical” en los lazos políticos. 6 Ver por ejemplo su Teoría de la constitución (Schmitt, 2006).
En sus palabras: “Estoy persuadido de que la democracia es mucho más que un sistema de instituciones estrictamente políticas, que constituye una ‘forma de sociedad’ en el sentido en que los clásicos hablaban en la Antigüedad de politeia o bien los filósofos de las Luces de régimen” (Lefort, 2011: 30).
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prueba de una indeterminación radical. Y es ella misma producto de un acontecimiento, de una “mutación simbólica”, como la llama el autor, que adviene de manera radical como una auto-institución de la comunidad política. Dicho acontecimiento se imprimió en lo que Lefort denomina, siguiendo a Alexis de Tocqueville, la “revolución democrática”8, cuyo principio fue la igualdad de condiciones, que socavó los fundamentos de la distinción entre los hombres dentro de la sociedad, que implicó el resquebrajamiento del fundamento de las jerarquías naturales entre los grupos e individuos. Tocqueville pudo ver entonces el avance de la igualdad, pero no capturó del todo la radicalidad de la ruptura, que consistió en una mutación de orden simbólico9. Con el concepto de “mutación simbólica” Claude Lefort se refiere a un cambio en el estatuto del poder. El poder aparece en adelante como un lugar vacío. Muchas veces se tiende a malinterpretar esta expresión lefortiana, en el sentido de que se la confunde con la idea de “vacío de poder”. Nada más lejos de lo Lefort hubiera querido decir con esta expresión; como veremos, el lugar del poder es en su concepción aquel que garantiza la unidad de lo social, la necesaria instancia simbólica por medio de la cual una sociedad se puede representar a sí misma. El “poder como un lugar vacío” significa simplemente que el lugar del poder no puede ser apropiado ni encarnado por nadie. Es en este aspecto central que la forma de sociedad democrática se distingue de otras, como la “sociedad aristocrática” del Antiguo Régimen, o la “sociedad totalitaria”. Claude Lefort reflexiona sobre la democracia, en efecto, a partir del contraste entre las formas de sociedad: la experiencia totalitaria es la que lo impulsa a pensar la democracia y proponerse una restauración de la filosofía política con este fin; su mirada sobre el antiguo régimen es la que lo lleva a subrayar la radicalidad del acontecimiento que implicó esta mutación simbólica. En el Antiguo Régimen, el poder monárquico estaba incorporado en la persona del Príncipe, mediador entre los hombres y Dios, que llevaba acoplado a su cuerpo natural y mortal, un cuerpo sobrenatural e inmortal. El poder daba cuerpo a la sociedad, y la persona del Príncipe era 8 9
Ver La democracia en América (Tocqueville, 1980). Ver Lefort (1986).
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representante de su unidad. Los individuos estaban fijados a posiciones en la jerarquía del cuerpo social, e insertos en relaciones de pertenencia y dependencia personal. La democracia moderna10 inaugura un trastrocamiento de toda la sociedad al perderse el fundamento trascendente del poder. Quienes ejercen la autoridad política son simples gobernantes, no pueden apropiarse del poder, incorporarlo, encarnarlo. Se podría pensar que la democracia moderna instituye un nuevo polo de identidad: el pueblo soberano; cabría creer que la cosa es simple y sólo se trata del reemplazo de la soberanía del Príncipe por la soberanía del Pueblo. Pero -y aquí aparece quizá la mayor agudeza del autor- un pueblo no hay en ningún lado, no es posible restablecer de la mano del Pueblo ninguna sustancia unitaria. El poder carece de fundamento porque no tiene referencia trascendente ni tampoco unidad del pueblo en la que apoyarse. La sociedad democrática es una sociedad dividida, y esta división es constitutiva de su unidad11. La idea de que la democracia sería una forma de sociedad en la que el poder pertenece al Pueblo no sólo no resiste a la observación de su carácter dividido y conflictivo, sino que se ha revelado peligrosa en el curso de la historia. Como lo señalaron Claude Habib, Claude Mouchard y Pierre Pachet en su presentación de la obra consagrada al pensamiento de Lefort: “En la perspectiva de Lefort, la democracia se instituye alrededor de un vacío central. No es una representación clásica. Según la definición Claude Lefort establece también una diferencia entre la forma de sociedad democrática de la modernidad y la democracia antigua: “¿En qué la democracia moderna se muestra esencialmente distinta de la democracia antigua? En ésta ya se afirma el principio de que el poder no puede ser apropiado por cualquiera. No obstante, ese poder se ve asignado a la Asamblea de los ciudadanos. Es un poder comunitario, que se construye a favor de una borradura de la división social. Fenómeno que señalan tanto el sistema de rotación de los cargos públicos que he evocado, y el intercambio de posiciones entre los gobernantes y los gobernados, como el principio de la unanimidad, en las decisiones tomadas en la Asamblea del pueblo” (Lefort, 2011: 237). La vacuidad democrática del poder supone, en cambio, que el mismo es inapropiable precisamente por la ausencia de unanimidad. 11 Este carácter dividido de la sociedad es lo que a Claude Lefort más fascinaba del pensamiento de Maquiavelo, sobre todo del Maquiavelo de los Discursos a la primera década de Tito Livio, pero también del Príncipe. 10
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tradicional, la democracia es el régimen en el que el poder pertenece al pueblo. Pero una representación semejante se revela insuficiente y susceptible de perversión: ¿no fue acaso retomada por las democracias pretendidamente populares? Para los comunistas, la dictadura del proletariado no se comprendía como lo contrario de la democracia, sino como su cumplimiento y su paroxismo, el término democracia aguzaba la noción de poder, el término de proletariado aguzaba la noción de pueblo (…) Lefort abandona este terreno y deja de lado estas argucias (…): no es que el poder pertenezca efectivamente a todos, sino más bien que no pueda pertenecer a nadie…”12
La democracia conjuga así dos principios contradictorios en apariencia: el poder emana del pueblo, el poder no es de nadie. Esto es lo que un gran continuador de la obra de Lefort, Pierre Rosanvallon, conceptualiza de algún modo como la tensión, característica de la democracia, entre un Pueblo-principio –depositario de la soberanía- y un Pueblosociedad –que no existe de manera evidentemente unitaria en ningún lado y que no puede ejercer el poder de manera evidente en la práctica. En la sociedad democrática, el Pueblo como tal es “inhallable”13. Esta ausencia de sustancia, esta sociedad dividida, se hace sensible en el sufragio universal. Claude Lefort lo llama “la paradoja de la democracia”14: en el momento en que la soberanía se manifestaría como voluntad del pueblo, el ciudadano se vuelve un individuo abstracto, una unidad de cálculo, y entonces el número sustituye a la sustancia. Por eso decíamos que en su concepción de la democracia Claude Lefort propone un tratamiento específico de la tensión entre unidad y división, entre unidad y pluralidad: la forma particular que adquiere la unidad en la sociedad democrática es una puesta en escena de sus divisiones. Ésta es la significación de la afirmación lefortiana según la cual “la división es constitutiva de la unidad”: porque el lugar del poder garantiza la unidad de la sociedad, reflejando las divisiones y los conflictos sociales. En Habib, Mouchard y Pachet (1993 : 8). Ver Rosanvallon (1998). De manera semejante lo enfatiza Steven Bilacovics en su artículo sobre Claude Lefort: “…cuando el pueblo reina, gobierna la indeterminación…” (Bilakovics, 2013: 149). 14 Ver Lefort (1986). 12 13
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En efecto, el conflicto, la división social, se corresponde con el conflicto propiamente político. Se constituye una escena política en la que se ejerce la competencia por el poder, en la que se hace visible que los gobernantes no encarnan el poder, que son simples gobernantes, y en la que el conflicto se institucionaliza15. La reposición periódica del poder, las elecciones regulares y las instituciones representativas, muestran, dejan ver, la división de la sociedad y al poder como un lugar vacío, al tiempo que permiten simbolizar a la sociedad en su conjunto. Como lo decía el propio Lefort: “Mientras que el poder está en adelante sometido a la búsqueda incesante de su legitimación, la comunidad política no puede descubrir y mantener su identidad sino haciendo prueba de sus oposiciones internas, de la diversidad de los intereses, de las opiniones, de las creencias que se agitan en su seno; está consagrada a regular sus conflictos gracias al establecimiento de una escena política sobre la cual la división se ve transpuesta y transfigurada. Por un lado, el ejercicio del poder permanece en la dependencia de la competencia de los partidos, y, por el otro, esta competencia, estrictamente definida, confiere una suerte de legitimidad a los conflictos que se juegan en la sociedad y les procura el marco simbólico que les impide degenerar en guerra civil”16
Es de este modo que para el autor el poder se convierte en una instancia puramente simbólica, e infigurable. Aparece por fuera, por encima de la sociedad, pero a la vez se lo presupone engendrado al interior de la sociedad. Surge desde el seno de la sociedad por medio del sufragio y se presenta al mismo tiempo como una instancia que la domina. Por eso también decíamos más arriba que en la concepción del autor no hay ni una visión procedimental ni una visión sustancial de la democracia. Los Como señala Claude Lefort en la entrevista “El pueblo y el poder” contenida en el presente volumen: “El lugar del poder se presenta aquí como un lugar vacío. Ese lugar no puede ser ocupado por nadie; aquellos que ejercen la autoridad política lo hacen temporalmente, al término de una competencia cuyas condiciones deben ser conservadas. La legitimidad del poder en acto está así ligada a la permanencia del conflicto: su fundamento nunca está garantizado”. 16 En Lefort (2011: 21). 15
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procedimientos, los mecanismos del ejercicio del poder, son precisamente los que hacen visible la ausencia de una sustancia unitaria en lo social. Llegados a este punto, hay que agregar que la ausencia de fundamento del poder, la pérdida de su referencia tanto al Otro transcendente, como al Uno sustancial de la comunidad, implica también su desimbricación, su separación, respecto de las esferas del saber o conocimiento y de la ley o derecho. Si en el antiguo régimen no existía una Verdad o un Derecho que pudieran oponerse al Poder, puesto que todos derivaban de un mismo fundamento metafísico o trascedente (la verdad revelada y el derecho divino derivaban de la misma fuente que el poder del Príncipe), en la democracia, el poder, el saber y el derecho se separan y cada uno tiene desde entonces su propio devenir, su propia búsqueda de fundamentos, siempre precarios. La verdad puede oponerse al poder; la ley, el derecho, pueden oponerse al poder, que por la acción de una u otra esfera se revela siempre como limitado. Porque el poder ya no condensa una verdad y una justicia trascendentes. Esta separación del derecho respecto del poder es un acontecimiento sin precedentes para Claude Lefort, al que dan lugar las declaraciones revolucionarias de derechos del hombre. Lefort observaba que estas declaraciones fueron auto-declaraciones, no se apoyaron en ninguna naturaleza humana, sino que constituyeron una invención. Los hombres se convirtieron en enunciadores de derechos, fueron el objeto y el sujeto de las declaraciones17. Pero al ser declarados por los propios hombres, la formulación de los derechos contiene siempre ya la exigencia de su reformulación. Entonces, los derechos están necesariamente llamados a sostener nuevos derechos. Lo que surge es una “conciencia del derecho”, señala Lefort, que es irreductible a cualquier objetivación jurídica: qué nuevos derechos se reclamen y se creen dependerá de las situaciones específicas de las sociedades democráticas, de lo que en cada caso se considere justo o injusto, legítimo o ilegítimo. No se trata de sostener tales o cuales derechos objetivados, sino de que los hombres se definan como enunciadores de derechos y en adelante discutan ellos mismos sobre los derechos que quieren darse. Lo que se inventa con las declaraciones es, de esta manera y como le gustaba decir a Lefort siguiendo a Hannah 17
Ver Lefort (1986, 1987).
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Arendt, “el derecho a tener derechos”. Esta invención abre a partir de entonces una historia de debates, interpretaciones y reivindicaciones en torno a su sentido. Por eso las declaraciones revolucionarias tienen un carácter de fundación: los derechos del hombre son para el autor principios generadores de la democracia. En este punto, la crítica de Claude Lefort a Karl Marx ha sido de una notable sutileza. Marx se equivocaba, sostenía Lefort, cuando en su interpretación de la declaración de derechos no veía en éstos sino los derechos del individuo aislado, de la mónada18. No reparó en que se trataba fundamentalmente de derechos de relación. En la práctica, los derechos a opinar libremente, a comunicar, a asociarse crean una circulación de ideas y de opiniones que escapa a la autoridad del poder. Es decir, crean el espacio público. Como afirmaba el autor en la entrevista “Pensamiento político e historia” incluida en este libro: “…yo pienso que los derechos del hombre, al tiempo que marcan la plena afirmación del individuo –la que torna posible un retiro de cada uno en su universo privado- hacen acaecer una libertad de relaciones. “Lo que intenté mostrar es que la crítica de la democracia formal no basta…”, afirmaba Claude Lefort en una de las entrevistas contenidas en el presente volumen. Sobre la interpretación del propio Marx de las declaraciones de derechos sostenía: “Él sabe bien que los individuos, incluso en el momento del advenimiento de la burguesía, siempre permanecen tomados en una red de relaciones, y que existen en cuanto individuos sociales. Pero no compara los modos de socialización que caracterizan a la antigua sociedad y a la nueva, y no se pregunta lo que implican relativamente a las condiciones de existencia, a las condiciones de iniciativa, de movilidad, de esos individuos que son siempre individuos sociales (…) Marx se deja entrampar él mismo por la ideología burguesa que pretende denunciar” (Lefort, 2011, 80). Jacques Rancière (2007) realizó también una crítica a la interpretación marxista de las declaraciones de derechos, apoyándose en su concepción de la política como demostración, proponiendo abandonar la denuncia de la mentira por la actualización de las declaraciones, la verificación de la igualdad mediante la acción. No es que Claude Lefort dejara de destacar el carácter potencial de las declaraciones de derechos, pero el énfasis estuvo para él, además de en aquello que se podía hacer con las mismas, en aquello que efectivamente sucedió a partir de ellas: la creación del espacio público. Los derechos del hombre son los derechos de la comunicación entre los hombres. Sería poco sagaz, en este sentido, reducir la perspectiva a Lefort a una perspectiva “liberal” simplificada, preocupada por la protección del individuo frente al poder. Para Lefort, más bien, liberalismo y democracia no sólo van de la mano sino que son indistinguibles.
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El derecho a la expresión de su opinión es indisociable del derecho a conocer la opinión de los otros, el derecho a escribir, a imprimir, es indisociable del derecho a leer. Tal vez podría volver a esta idea de que hablar-oír, ver-ser visible, escribir-leer, no son actividades distintas, y que los derechos reconocidos instituyen una reversibilidad y una circularidad, sin término final, cuyo sentido escapa a quien piensa en términos de individuo y propiedad.”
El derecho afirmado contra el poder lo pone a éste en la situación de justificar su propio derecho a adquirir obediencia y adhesión. Es por eso que Claude Lefort comprende que la democracia instaura lo que llama “la legitimidad del debate sobre lo legítimo y lo ilegítimo”19. Que se pueda debatir sobre qué es legítimo es producto de la pérdida del fundamento del poder y de su separación respecto de las esferas del saber y del derecho. La legitimidad no es un problema antes del advenimiento de la sociedad democrática; remitida a un fundamento transcendente es inmutable y no problematizada. La problematización de la legitimidad del poder nace con la democracia; fuera de ella, la legitimidad no se plantea como pregunta, no está sujeta a debate. En su texto “Hannah Arendt: Antisemitismo y genocidio de los judíos”, contenido en este libro, Claude Lefort sostenía: “No quiero sugerir que el poder, en democracia, carece de legitimidad. Pero ésta ya no le es inherente; aquellos que ejercen la autoridad no lo hacen sino como consecuencia de una competencia de los partidos, que absorben ellos mismos intereses, opiniones y creencias conflictivas; permanecen en busca no sólo de su propia legitimidad sino de aquella del poder: esta última nunca es adquirida.”
El poder inapropiable y el espacio público de comunicación a distancia del poder no tienen entre sí una relación causal, pero se presuponen mutuamente: para que el poder sea inapropiable es necesario que exista un espacio público que escape su autoridad; para que pueda existir ese espacio, es necesario que el poder sea inapropiable. La “invención democrática”20 es, 19 20
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Ver Lefort (1987). Expresión que titula una de las compilaciones de artículos de Claude Lefort (1990).
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entonces, esta simultánea invención de los derechos, como auto-declaración, que crea un espacio de debate por fuera del poder y frente a él, y de un poder que aparece como un lugar vacío. No obstante, el debate democrático no tiene garante ni término, en la enunciación de los derechos está contenida la exigencia de su reformulación, por lo que Claude Lefort puede afirmar, que la democracia es la “sociedad histórica por excelencia”, y esto significa, que es la forma de sociedad indeterminada y contingente por excelencia. No sólo surge de una “invención” sino que disuelve los referentes de la certidumbre en todos los planos, incluso en el plano individual, de manera que el sentido de los derechos, de las instituciones, de lo que es legítimo, sólo puede ser el que tiene en cada sociedad aquí y ahora. El sentido, entonces, tiene que ser permanentemente re-inventado. La invención democrática inaugura una historia de re-invenciones del sentido de los derechos y de las instituciones. Pero es esta misma indeterminación democrática la que pudo generar el terreno para las experiencias totalitarias del siglo XX, puesto que atrae, en términos del autor, al “fantasma del Pueblo-Uno”. La indeterminación propicia la ansiedad por encontrar un nuevo fundamento del poder, un poder pasible de ser encarnado, incorporado, y de volver a fusionar en sí mismo al saber y al derecho, implicando una nueva concepción de lo social como sustancia unitaria, como cuerpo. El totalitarismo busca entonces una sociedad homogénea y transparente a sí misma, negándose todo conflicto y toda división. El poder es la cabeza del cuerpo social y se confunde con el cuerpo entero. Se trata de una sociedad que “no reconoce nada fuera de ella misma”, como afirma el autor en la entrevista contenida en este volumen y titulada “El pueblo y el poder”. En el totalitarismo sobresale una lógica identificatoria: entre el pueblo y el proletariado, entre el proletariado y el partido, entre el partido y la dirección, entre la dirección y el líder o “egócrata”, como lo llama Lefort siguiendo a Alexander Solzhenitsyn21. Este egócrata no reconoce, paralelamente, nada fuera de su poder, decide qué es la verdad y qué Ver Lefort (1980). Ver también el artículo “Sobre Archipiélago Gulag” en el presente volumen.
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es la ley22. Pero se presenta al mismo tiempo que por encima de todos, como un “hombre del pueblo”23 El totalitarismo no es entonces una suerte de tiranía, de despotismo, ni un régimen de “partido único”. Es más bien una completa nueva forma de sociedad, inédita, que surge en el siglo XX. No se trata sólo de una exclusión de la competencia política, sino de una pretensión de incorporación total de lo social, de la incorporación de los individuos en un ser colectivo. En este sentido, Lefort le reconoció fundamentalmente a Hannah Arendt24 el haber visto que la coacción exterior en el totalitarismo no puede sino ir acompañada de una coacción interior. La experiencia totalitaria fue para Claude Lefort un enérgico llamado al pensamiento; mientras sus contemporáneos se negaban a pensarlo, él sintió la obligación de hacerlo. Justamente, la negativa a pensar, como pudo ver, se encontraba en corazón del totalitarismo; porque pensar implicaba el riesgo de perder la seguridad psíquica brindada por la pertenencia a un colectivo. Pero Claude Lefort asumió ese riesgo y dedicó gran parte de su obra a captar esta “figura de lo nuevo”: “Por pensar yo entiendo: enfrentar aquello que, como tan bien lo dijo Hannah Arendt, carece de precedentes y abre una pregunta que, a di-
Es por eso que el derrumbe del comunismo generará una nueva pérdida de los referentes de la certidumbre y dejará sumidos en una gran confusión tanto a ciudadanos como a intelectuales: “Con el derrumbe de la sociedad comunista lo que se sustrae es la noción general de realidad, lo que se disloca es un cuadro de referencia del pensamiento y de la acción. Paradójicamente, en el momento en que se disipa la inseguridad creada por la amenaza de una guerra nuclear, un nuevo sentimiento de inseguridad se desarrolla en todas partes” (“Poscomunismo y liberalismo”, contenido en este volumen). 23 Como lo recuerda Claude Lefort en el caso de Stalin, que cita en la entrevista “Pensamiento político e historia” contenida en este volumen. 24 Ver Arendt (2006). Coincide también con la autora en que este fenómeno inédito, sin embargo, surge de la democracia, de algún modo desarrolla una de sus posibilidades. Para Arendt, la experiencia humana de la soledad está prefigurada ya en la sociedad de masas, en la que la identidad, la uniformidad y la homogeneidad socavan el espacio público, y por lo tanto el sentido común y el sentido de la realidad que le es indisociable. Para Lefort, el totalitarismo aparece como una respuesta a la incertidumbre democrática, como una tentativa de resolver sus paradojas, mediante la búsqueda de una nueva identidad sustancial y de un estado liberado de la división. 22
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ferencia de un problema susceptible de una solución, se imprime en adelante en nuestra experiencia del mundo”25
No sólo eso. Fue a la luz de la experiencia totalitaria que Claude Lefort pudo considerar la magnitud de la invención democrática: autoinstitución de una forma de sociedad, auto-declaración de los derechos, espacio público de cuestionamiento del poder, poder sin fundamento, forma de sociedad que experimenta la indeterminación. Y preocupado por un desdibujamiento -que habitaba el campo intelectual de su época- de esta diferencia entre una sociedad democrática y una sociedad totalitaria, Claude Lefort convocó a recuperar la filosofía política26. Mientras las ciencias sociales marxistas no podían ver en los derechos ciudadanos más que mentiras y formalidades y no podían pensar la libertad más que como “burguesa”, la ciencia política positivista circunscribía un objeto de estudio –la política- sin reflexionar acerca de que este mismo objeto era tan contingente como la propia sociedad democrática27. Así, sólo en una sociedad democrática aparecía esta “escena política” como un espacio de actividades separado de otras esferas de la sociedad. La posibilidad de circunscribir el objeto de “la política” era resultado de un acontecimiento radical, del advenimiento de una forma de sociedad, que la ciencia política desistía de escrudiñar. Sólo la filosofía política era capaz de distinguir entre lo político y la política. La propuesta de esta distinción es, en nuestra opinión, otro de los grandes aportes de la obra de Lefort. Lo político no es un subsistema de la sociedad, no es localizable en la sociedad, no está en la sociedad -o no constituye un lugar en la topografía de lo social, como dirían Ernesto Laclau y Chantal Mouffe28-. Lo político es la institución de lo social, es el momento –ontológico- de Ver “La negativa a pensar el totalitarismo”, en este volumen. Cuando hablaba de “filosofía política” también se estaba refiriendo a un pensamiento sobre el presente: “La filosofía política, por cierto, es en parte una reflexión que se hace cargo de toda una investigación anterior, pero también es, por otra parte e indisociablemente, una interrogación del tiempo en el cual se vive” (Lefort, 2011: 92-93). 27 Ver Lefort (1986). 28 Ver Laclau y Mouffe (2004). 25 26
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la institución de lo social. A lo político corresponden los principios generadores de la forma de sociedad. La invención democrática es la puesta en forma (mise en forme) de una sociedad democrática. Y esta puesta en forma es también una puesta en sentido (mise en sens) que hace inteligibles las divisiones y relaciones sociales. Y una puesta en escena (mise en scène), mediante la cual se produce una semi-representación de lo político en la escena política. “Semi-representación” porque a la vez que se hacen visibles las instituciones, se oculta este principio generador del conjunto que es del orden de lo político. La escena política aparece como un ámbito circunscripto, recortado de otros dominios de lo social, y es lo que se puede llamar, en la perspectiva de Claude Lefort, la política. La política es el conjunto de actividades, de relaciones, de instituciones que organizan la competencia por el poder, y que constituye el objeto de estudio la ciencia política, pero que sólo existe por la institución de una forma de sociedad signada por la división. Claude Lefort llamó entonces a no perder de vista esta distinción. Su importancia es doble: nos permite ver que la política es producto de una forma de sociedad en la que el poder aparece como un lugar vacío, como un espacio en el que tiene lugar la competencia y la representación; nos permite ver también que lo político es instituyente de lo social, que aquello que se nos presenta como natural, la sociedad democrática, es producto de una institución, y que esa institución trabaja siempre la forma y el sentido de lo social. Pensar radicalmente la democracia significó para Claude Lefort poder comprender la especificidad del totalitarismo como experiencia de su siglo. Significó asimismo poder distinguir entre la política –como esfera de actividades de la competencia, los partidos, la representación y las instituciones- de lo político, como principio creador, instituyente, de la forma de sociedad. Y, sobre todo, significó pensar radicalmente la historia. La sociedad democrática inaugura el devenir del sentido de los derechos y de las instituciones en el espacio público, del sentido de la legitimidad, que siempre está inscripto en la precariedad de un aquí y ahora. Democracia y contingencia son tan inseparables como democracia e historia29. Por eso nunca se trató para Lefort de comprender la Histo29
De hecho, cabe evocar el modo en que, inspirado sin dudas en la concepción
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ria con mayúscula, la Historia de las filosofías de la historia, la que se despliega determinada por una causalidad trascedente. En sus palabras: “La noción de indeterminación de la historia siempre fue para mí esencial. No cargué en la creencia en una continuidad de la historia, en la de un principio de inteligibilidad que nos pondría en condiciones de concebir, como desde afuera, una génesis regulada, etapas, para dar cuenta del estado presente del mundo.”30
Para dar cuenta “del estado presente del mundo”, es más bien la singularidad del presente la que debe interpelarnos, esa “figura de lo nuevo”. ¿Qué significan hoy los derechos? ¿Qué sentido adquiere hoy la igualdad? ¿Cómo se traduce institucionalmente? ¿Qué forma asume hoy en día la representación del pueblo? ¿Cómo se articulan unidad y diversidad en la actualidad? Sin dudas, la democracia como forma de sociedad se ha expandido en nuestro planeta. Como el propio Claude Lefort supo ver, el mismo derrumbe del comunismo, en primer lugar, implicó la emergencia de una “sociedad civil”, así como del riesgo paralelo de un retraimiento hacia los intereses privados y de un debilitamiento de la idea de bien común. Pero a una suerte de “apatía” de la ciudadanía sobre la que se hablaba todavía hace una década, le sucedió una nueva multiplicación y diversificación de las formas de actividad ciudadana. En efecto, las democracias del siglo xxi parecen ser democracias en las que la expresión y participación de los ciudadanos excede los canales institucionales del pasado. En las sociedades democráticas occidentales, la ciudadanía participa cada vez menos a través de los partidos políticos y cada vez más por medio de movimientos de auto-convocados, protestas, estallidos, redes sociales, o en instancias que convocan a la participación para gestionar los problemas del entorno inmediato, del barrio, del territorio. La sociedad democrática del siglo xx tuvo a los partidos políticos como actores protagonistas de lefortiana de la democracia, piensa esta relación Pierre Rosanvallon: “…no se trata sólo de decir que la democracia tiene una historia. Hay que considerar más radicalmente que la democracia es una historia. Es indisociable de un trabajo de exploración y de experimentación, de comprensión y de elaboración de sí misma” (Rosanvallon, 2007: 15). 30
Ver “Pensamiento político e historia”, en este volumen. XV
Rocío Annunziata
la división y del conflicto constitutivos de la unidad de los que hablaba Claude Lefort. Hoy en día quizá no sean ya los partidos los que cumplan este papel en la instalación de la diferenciación política, sino más bien los distintos liderazgos sustentados en el apoyo de la opinión pública y las distintas formas de actividad de la ciudadanía. Pero, precisamente, está en el corazón de la democracia el hecho de que las instituciones que mejor “representen al pueblo” o que se presenten como más legítimas, cambien, sin que por ello cambie el hecho de que, en última instancia, el pueblo seguirá siendo irrepresentable e “inhallable”. Hoy en día, la actividad ciudadana aparece muchas veces signada por la negatividad, por el rechazo de determinadas decisiones, situaciones, o por el rechazo de “los políticos” en general. Así, es cada vez más frecuente en nuestras sociedades que la ciudadanía intervenga en las redes sociales, que participe de manifestaciones callejeras con el propósito, no de proponer una alternativa de gobierno o un programa, sino de impedir que tal o cual medida tomada por los gobernantes siga su curso. Es lo que Pierre Rosanvallon ha denominado en uno de sus últimos libros el “poder contra-democrático de veto”31. Cierto es que este carácter negativo de la actividad ciudadana presenta el riesgo de la dificultad de construcción de consensos ciudadanos positivos; no obstante, algo en la propia concepción de Claude Lefort nos advierte que la interpretación de estos fenómenos debe ser matizada y cuidadosa, porque: “La libertad está ligada a la negatividad –no, por supuesto, en el sentido en que Isaiah Berlin habla de libertad negativa- sino en el sentido en que implica la negación de la opresión.”32
Pero también se apela hoy en día cada vez más a la “participación” de la ciudadanía en los asuntos locales, barriales, en la resolución de problemas cotidianos. La vida en la ciudad requiere de una ciudadanía crecientemente activa. Claude Lefort se volcó también al estudio de las ciudades europeas con la intuición de que algo del origen de la democracia como forma de sociedad se experimentó en la vida urbana de ciudades como la Florencia del siglo xv, o como la Ámsterdam del siglo 31 32
Ver Rosanvallon (2006). Ver “Pensamiento político e historia”, en este libro.
XVI
Claude Lefort para el siglo XXI xvii,
en las que el contacto de todo el mundo con todo el mundo producía ya el movimiento de la promesa de igualdad. Ciudades de comercio, de inmigración y, en los términos contemporáneos “multiculturales”, producían ya un sentimiento de lo común y de la convivencia con el semejante. Hoy, la reconstrucción de este sentido de “comunalidad”33 parece estar a la orden del día. Si en la sociedad democrática el poder deriva del pueblo y no es de nadie al mismo tiempo, el problema no es sólo cómo representar a ese pueblo que no es uno sino múltiple; es también cómo sostener que la soberanía del pueblo es absorbida totalmente por la representación. La participación ciudadana en sus diversas modalidades es constitutiva de la sociedad democrática. Así lo expresaba Claude Lefort, por ejemplo, en el artículo “El pueblo y el poder”, contenido en este volumen: “Pienso que uno de los polos de la dinámica democrática es la participación de los hombres en los asuntos que les atañen (…) A mi modo de ver, la autogestión es una fórmula moderna de esa participación en el marco de la politización, de la administración, de la vida comunal…”34
En el presente pareciera expandirse de este modo el papel democrático de ese espacio público a distancia del poder del que hablaba Claude Lefort. La democracia aparece “descentrada”35 respecto de su dimensión Ver Rosanvallon (2012). Y también lo que Lefort consideraba un “sentido primero” de la participación, es decir, el sentimiento de “formar parte” de una comunidad estrechamente vinculado con la inteligibilidad de lo que ocurre en la “escena política”, se revela en nuestros días cada vez más significativo; éste sea quizá el sentido democrático de la obsesión contemporánea por la “transparencia” y de la exigencia de una mayor “proximidad” o “cercanía” de la “clase política” hacia a los ciudadanos. Claude Lefort afirmaba: “La participación en su primer grado me parce implicar el sentimiento que tienen los ciudadanos de ser involucrados por el juego político; no el sentimiento de tener que esperar pasivamente medidas favorables a su suerte, sino el sentimiento de ser tenidos en cuenta en el debate político. Lo que quiere decir participar es ante todo eso: tener el sentimiento de formar parte, y, más precisamente, el de tener derecho a tener derechos, para retomar una expresión de Hannah Arendt. Esto supone en primerísimo lugar que el mayor número tenga el poder de imaginar los motivos o los móviles de la conducta de los actores políticos.” (Lefort, 2011: 25, subrayado en el original). 35 Tomamos aquí prestada la expresión del “descentramiento de las democracias” de otro de los libros de Pierre Rosanvallon (2010) perteneciente a su última trilogía. 33 34
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institucional y representativa, y hay mucho más en juego en la actividad ciudadana por fuera de los partidos políticos y de los momentos electorales, por fuera de la escena estrictamente política o de la política. Esto no deja de estar en relación con cambios significativos en la propia dinámica de la representación y de las elecciones36. La competencia entre partidos políticos alrededor de programas y promesas electorales, ha cedido el lugar a la competencia entre líderes que muestran una imagen difusa al electorado37, y al cambiar el sentido de las elecciones, que se transforman así en la selección de gobernantes y no suponen ya la determinación de un rumbo político38, cambia también el peso de lo que ocurre entre las elecciones. La soberanía del pueblo no se manifiesta sólo en la paradoja de ese momento en que el número sustituye a la sustancia, sino que se manifiesta de muchas formas parciales pero permanentes en nuestras democracias contemporáneas. Parece más claro que nunca que el espacio público es el espacio donde la legitimidad del poder está a prueba constantemente. Y este espacio público se ha transformado también. Surgido de los propios derechos del hombre, que para Claude Lefort implicaban una “intimación” a cada ciudadano a pensar y hablar desde su lugar39, hoy También observamos en el presente una fuerte desconfianza ciudadana frente a los actores de la representación, en particular frente a lo que aparece como la “clase política”. Como dice Claude Lefort en el artículo “Hannah Arendt: Antisemitismo y genocidio de los judíos”, contenido en el presente volumen, uno de los tormentos u obsesiones de las sociedades democráticas es la imagen de un poder que está realmente en la sociedad, al servicio de la “clase política”. Esto se ha actualizado en nuestro tiempo con mucha fuerza, como se manifestó en movimientos ciudadanos en Europa, América del Norte y América Latina, desplegados contra “los políticos” y los que se presentan como “privilegiados”. Cuando los representantes o gobernantes aparecen a los ojos de la ciudadanía como una “casta”, como una clase separada e independizada, la sociedad democrática reacciona de algún modo. La ficción representativa se vuelve menos operante. Lo decía el propio Claude Lefort en el texto “Poscomunismo y liberalismo”, contenido en este libro: “La democracia no puede reducirse a dispositivos institucionales: el pluralismo de los partidos, el sistema representativo correrían el riesgo de no ser más que reglas del juego engañosas si la representación política no diera a la mayoría la imagen de posturas comunes”. 37 Ver sobre todo Manin (1998). Para el caso argentino ver, por ejemplo, los trabajos contenidos en Cheresky (2006), y en Cheresky y Annunziata (2012). 38 Ver Rosanvallon (2010). 39 Ver “Pensamiento político e historia” en este libro. 36
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atraviesa una mutación profunda que va de la mano con los veloces desarrollos tecnológicos. Se desprenden de este fenómeno al menos dos cuestiones. Por un lado, la significación creciente del control de los medios de comunicación para nuestras sociedades, que Lefort ya vislumbraba probablemente cuando afirmaba: “…la extensión del espacio público –espacio en el cual se supone que la información circula libremente y se ejerce la confrontación de las opiniones- va a la par con el crecimiento de órganos que disponen de formidables medios para alcanzar al mayor número, captar su imaginación y modelar su juicio”40
Por otro lado, la horizontalidad y la ampliación de las posibilidades expresión abiertas por las nuevas tecnologías de comunicación que se nos presentan con sus ambigüedades. Una ciudadanía que responde quizá mucho más activa y productivamente a la “intimación” lefortiana, pero que también lo hace cada vez más desde el ámbito de lo íntimo. ¿Cómo comprender estos cambios? Vivimos en sociedades de la singularidad, como asevera Pierre Rosanvallon41, en las que los individuos buscan ser cada vez más reconocidos por aquello que tienen de específico. ¿Será ésta la nueva figura –contemporánea– de la división constitutiva de la unidad de nuestras sociedades? ¿Será ésta la forma en que se presenta hoy en día la diversidad, no ya tanto como el conflicto entre grupos con proyectos o intereses opuestos sino con el rostro de una irreductible singularidad de las historias de vida? Esta experiencia de la necesidad de auto-afirmación de cada uno de nosotros le imprime un nuevo sentido a la igualdad en nuestros días, menos ligado que en el pasado a la homogeneización y más atento a la singularidad. Sin embargo, la igualdad como redistribución en el plano económico, que signó como preocupación a gran parte de las democracias occidentales durante el siglo pasado, reaparece hoy con crudeza como un asunto pendiente y urgente. Reflexionando sobre las experiencias latinoamericanas de salida de las dictaduras y observando con inquietud la realidad de Brasil en ese entonces, Claude Lefort sostenía: 40 41
Ver Lefort (2011: 23). Ver Rosanvallon (2012). XIX
Rocío Annunziata
“…la ‘transición democrática’ no puede ignorar las exigencias de una transformación social, que debe incitar a formular un programa claro de limitación de los efectos de la pobreza y acompañarse de un verdadero combate contra el fenómeno de la exclusión.”42
Para Lefort, no podía haber una “conciencia de comunidad” con desigualdades insoportables que fracturaran a la sociedad. Este problema, que sigue siendo el de nuestra región, hoy emerge también en las democracias del norte y transforma a la igualdad social en una necesidad de primer orden, en el suelo sin el cual todos los otros sentidos de la igualdad se eclipsan. Las transformaciones ocurren también en el campo de los derechos. En la senda abierta por Claude Lefort, Jean Cohen señala un aspecto fundamental de la cuestión de los derechos humanos en nuestros días. Muchas veces se ha trazado una oposición entre democracia y derechos humanos, recuerda la autora, suponiendo a los segundos como la protección del individuo contra el poder, incluso contra el poder democrático y sobre todo contra el poder de la mayoría. Así es como se suele oponer también “liberalismo” y “democracia”. En la perspectiva de Claude Lefort, en cambio, los derechos humanos son los principios generadores de la democracia; derechos humanos y democracia van de la mano, y no tiene sentido oponerlos como no tiene sentido oponer democracia y liberalismo. Y, en efecto, la resistencia de izquierda en los regímenes autoritarios en América Latina, pero también en los regímenes totalitarios de Europa del este, se hizo en nombre de los derechos humanos. Pero hoy en día nos encontramos en la época en la que la globalización43 es coincidente con el triunfo de la retórica de los derechos humanos. En el registro de las instituciones de la gobernanza global y de las organizaciones no gubernamentales transnacionales consagradas a los derechos humanos, señala Cohen, vuelve a aparecer esta idea de que los mismos constituyen principios universales morales por encima de la política. El peligro es que los portadores de derechos no tengan voz en la política: 42
Ver Lefort (2011: 31).
Sobre la posibilidad de pensar, en la perspectiva lefortiana, lo político más allá del Estado-Nación y del territorio, ver el destacable artículo de Marc Doucet (2013). Ver también el texto “Democracia y globalización” en Lefort (2011).
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oponer los derechos humanos a la soberanía del Estado también quita poder a la soberanía popular, advierte la autora. Los derechos humanos van unidos a la democracia siempre y cuando estos derechos sean reapropiados, rediscutidos, ampliados, exigidos al Estado, auto-declarados, mediante movilizaciones en los países, aún cuando para ello puedan invocarse los tratados internacionales. Por eso, con Lefort y más allá de Lefort, la autora sostiene: “…es momento de volver a diferenciar los discursos humanitarios de los discursos de derechos humanos articulados en los tratados internacionales y cuestionar la rígida antítesis entre soberanía (estatal o popular) y derechos humanos que tanto influye en el humanitarismo cosmopolita.”44
En un sentido similar, ya a comienzos de la década de los noventa, Isidoro Cheresky llamaba la atención sobre esta tensión entre los derechos humanos y la politización en Argentina y América Latina: “La irrupción de la idea de derechos humanos ha sido decisiva para el cuestionamiento de los regímenes no democráticos en América Latina y en este sentido ha constituido un factor de politización (…) Con los derechos humanos comenzó la experiencia de un foco de sentido independiente del poder, lo que hacía posible el desarrollo de un espacio público y de deliberación. Esto iba mucho más allá de la contestación del régimen militar y comportaba una promesa de innovación política para el futuro.”45
Pero constataba que a este momento inicial le había sucedido una propensión a renegar de lo político, una situación de despolitización, en la que, advertía, podían existir derechos humanos sin movimientos de derechos y sin un espacio público activo en el que enunciar y cuestionar el derecho. Esta situación ha cambiado sin dudas en Argentina y en muchos países de la región, en los que en los últimos años muchos movimientos han actuado en nombre de derechos y se han creado muchos nuevos derechos a nivel institucional e incluso constitucional. 44 45
Ver Cohen (2013: 134). Ver Cheresky (1993: 151-153). XXI
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Durante el siglo xx una de las grandes discusiones sobre el problema de los derechos y en el marco de la existencia de países comunistas, tenía que ver con la validez de restringir algunos derechos “civiles” en pos de asegurar ciertos derechos “sociales”. Hoy en día se multiplican las reivindicaciones en términos de derechos y la creación de nuevos derechos. Derechos a la igualdad y a la diferencia a veces se complementan y otras veces entran en tensión (Schnapper, 2004), y el sentido de los derechos incluye cada vez más a las generaciones futuras, al planeta y al medioambiente. Los hombres parecen haber pasado de ser autoenunciadores de derechos a enunciadores de derechos que van más allá de su propia humanidad. El inventario de los cambios de nuestras sociedades democráticas es muy amplio y no se trata aquí de proponer una lista exhaustiva de los mismos, sino sólo de señalar que entre nosotros hay nuevas preguntas y desafíos abiertos. Por ejemplo: ¿cómo hacer para que las nuevas formas de actividad ciudadana sean deliberativas, y no oscilen entre la pura negatividad y la mera gestión de lo cotidiano? ¿Cómo hacer para que la configuración actual del espacio público no reduzca la comunicación a la puesta en visibilidad de la intimidad? ¿Cómo comprender y construir la unidad de la sociedad cuando la forma que asume la diversidad es la multiplicación de singularidades? La incertidumbre democrática es irreductible46, pero los fantasmas y los peligros de hoy en día no parecen ser los mismos que aquellos que experimentó el siglo xx particularmente con los fenómenos totalitarios. Siendo fieles al pensamiento radical de la historia y de la democracia –y, por lo tanto, del presente- de Claude Lefort, aferrarse a los principios de la igualdad y de la libertad no significa aferrarse a las instituciones o a los derechos que supieron cristalizarlos en el siglo xx, –los partidos políticos, la configuración específica del Estado de Bienestar, para mencionar algunos ejemplos–, sino que significa reinventar las instituciones y los derechos que respondan a lo que es legítimo aquí y ahora. Estamos invitados, por el mismo Claude Lefort, a leerlo con el peso de nuestras propias preguntas. Esto es algo que también destaca Isidoro Cheresky (2012) en su estudio de la mutación contemporánea de las democracias, con la noción de “riesgo democrático”.
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La cuestión de la revolución
En este debate, François Furet y Marc Richir hablaron sobre todo de la idea de revolución. El primero se abstuvo deliberadamente de interrogar el hecho revolucionario. El segundo, partiendo de la idea, llegó a sostener que en la realidad la revolución daba paso ineluctablemente al totalitarismo. Reconozco que aclaraba: por lo menos cuando emplea la violencia y se da como objetivo encarnar la “trascendencia práctica”; pero creo que era una manera de decir: cuando coincide con su idea. Comprendo su intención y, en un sentido, la comparto. Uno denuncia la ilusión de los actores que, durante la Revolución Francesa, imaginan reducir la historia a un punto de origen y reconstruir la sociedad según un plan prescrito por la naturaleza, es decir, por la razón; y todavía denuncia la ilusión de los historiadores que, al pretender describir la lógica de los acontecimientos, se identifican con los actores, abrazan su fantasmagoría y así no pueden ver la continuidad de las líneas de evolución que estos creen haber quebrado. Richir, en una perspectiva diferente, nos señala en el proyecto de revolución una pulsión mortífera asociada a la representación de una sociedad susceptible de realizarse aquí y ahora, de volverse transparente, haciendo de su propia figura el objeto de un saber último. Comprendo su intención, decía, en la medida en que, a mi juicio, buscan cortar en sus raíces el fantasma
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revolucionario de cantidad de nuestros contemporáneos. En efecto, hay que decirlo: la historia de las sociedades modernas no se reduce al curso de las grandes revoluciones; estas no constituyen los episodios de una revolución universal, y es aberrante suponer que en su intervalo no haría sino operarse (según la fórmula a la moda) la reproducción de las relaciones sociales de dominación y de explotación. Hay que decirlo una vez más: la idea de la revolución como acontecimiento absoluto, fundación de un mundo en el cual los hombres dominarían en su totalidad a las instituciones, coincidirían en el conjunto de sus actividades y de sus fines, de un mundo en el cual el poder se disolvería en el flujo de las decisiones colectivas, la ley en el flujo de las voluntades, de donde el conflicto sería eliminado, esta idea tiene puntos de contacto subrepticios con la representación totalitaria; la creencia en una sociedad que se ordenara orgánicamente, en suma desde adentro de sí misma, remite a una referencia externa, a la posición de un gran Otro que abarcaría el conjunto y lo constituiría como el Uno. No obstante, ¿puede la crítica detenerse ahí? * Primera observación: si nos atenemos a la idea de revolución, ¿no es preciso preguntarse de dónde surge? No nació ya adulta en la cabeza de los actores jacobinos, ni siquiera, como se complacen en repetirlo, del germen decantado por el discurso de Rousseau. Si, como lo observa justamente Furet, implica la noción de una ruptura entre lo antiguo y lo nuevo y, simultáneamente, la de un reparto entre el bien y el mal, lo racional y lo irracional, o bien incluso la de una humanidad que haría de ella misma su obra propia, todas estas nociones surgieron muy anteriormente, en Europa –por primera vez, creo, a comienzos del siglo XV en Florencia– y ya poderosamente cargadas de un sentido político. Y puede observarse de paso que los jacobinos son los herederos de los héroes del Renacimiento: los romanos, los espartanos, los legisladores y los tiranicidas de la Antigüedad. O sea, el “humanismo civil” en Florencia o en Francia a mediados del siglo XVI o en Inglaterra en el XVII no engendra la idea de la revolución, pero la anuncia. Ahora bien, no es 2
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un azar si adquiere impulso en sociedades de un tipo nuevo, sociedades que se unifican, se homogeneizan, se circunscriben en función de la común pertenencia de los hombres a un territorio, conquistan una identidad nacional, hacen la prueba de sus divisiones internas en un mismo espacio simbólico. Por último se ordenan bajo el efecto de un poder estatal, instancia de la coerción generalizada y foco último de la legitimidad, cuya aparición perturba todos los datos de la tradición y es objeto de controversia. No creo que se pueda disociar la idea nueva de la revolución de la idea nueva del Estado; la idea de la fundación originaria de aquella del surgimiento de un poder que garantiza a la sociedad su unidad, su identidad, presentándose como su producto, y al mismo tiempo corriendo el riesgo de aparecer como un órgano particular, un órgano de hecho confundido con la persona del Príncipe, algo que se puede destruir. Ahora bien, reconocer el lazo entre estas dos ideas (la de la revolución y la del Estado) induciría a retomar la crítica de lo imaginario que se descubre en el discurso revolucionario y a rearticularla con una crítica de lo imaginario que vehiculase la posición del poder estatal moderno. Y ella induciría aun a preguntarse si, en nuestro propio tiempo, cuando se afirma como nunca antes en el detalle de la vida social el punto de vista del Estado, puede desvanecerse la idea de revolución o si, por lo menos, se la puede imputar simplemente al fantasma. * Segunda observación: no es posible interrogar a la revolución ateniéndose a su idea; o, digamos mejor, a la representación de los actores que se conducen como los encargados de misión de la Historia universal y pretenden que la revolución habla por su boca. La idea de revolución, tal como se la extrae del discurso de los revolucionarios, hasta de la acción que se realiza bajo el signo de ese discurso, no se habría formado o habría permanecido privada de eficacia de no ser por un levantamiento de las masas. ¿Vamos a llamar revuelta a ese levantamiento? Si se quiere. Pero entonces, reconozcamos que no se puede cortar el cordón umbilical que une a la revolución con la revuelta. 3
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Por mi parte, yo impugno una distinción convencional en virtud de la cual la revolución se caracterizaría por la conciencia que tienen los combatientes de sus objetivos, como si los hombres nunca hubiesen tenido al sublevarse la noción clara de un nuevo orden que los liberaría de la dominación y de la explotación. Lo que da a la revolución su carácter específico es el tipo de sociedad en el cual ella se desarrolla (retomo así mi primer argumento), que las masas, cualquiera que fuese el objeto de sus primeras reivindicaciones, tropiezan con el Estado, con un poder garante de la unidad y de la identidad nacionales y que al oponer la violencia a su violencia niegan su legitimidad y al mismo tiempo alcanzan a la integridad del cuerpo político. Así se comprende que una acción violenta aparentemente localizada adquiera un alcance simbólico y provoque múltiples levantamientos a partir de focos que no se comunican entre sí. La revolución, se lo ha dicho lo suficiente, es el desenlace de la lucha de clases, pero todavía es preciso que esta se ejerza en un marco donde la división de clases se combine con la división del conjunto social y del Estado y que todos los conflictos acumulados en el seno de la sociedad civil puedan ser remitidos a la noción de una oposición política y de un principio de la dominación. Y todavía es preciso que estén dadas las condiciones de una polarización general entre lo alto y lo bajo, de tal modo que, en caso de debilitamiento del poder, aquello que le está ordinariamente ligado, la autoridad, cristalice contra ella todos los odios; de tal manera, por último, que, en toda la extensión de la sociedad, capas estratificadas en cuyo seno se repetía la relación dominante-dominado puedan vincularse repentina y masivamente por abajo y levantarse contra lo que aparece como el polo adverso. El fenómeno revolucionario se designa con el signo de una operación de derrocamiento que tiende a propagarse en todos los sectores de socialización y a afectar todas las redes simbólicas. Ahora bien, es bueno aclarar que ese derrocamiento revolucionario nada debe a la idea de revolución, robespierrista o leninista, o a lo que Richir llama la voluntad de encarnar “la trascendencia práctica”. Cuando se la observa, ni siquiera se puede hablar de la revolución “en singular, precedida por el
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artículo definido”, según la feliz expresión de Furet, o de la Revolución con mayúscula. El acontecimiento no tiene nada de uniforme y, si se me permitiera emplear esta palabra, de lo que se trata es más bien de una revolución plural. Cualquiera que sea el ejemplo histórico escogido, el espectáculo de la diversidad es el mismo. Recuérdese tan solo la Revolución Rusa: hay mil teatros de la revolución, en las fábricas, en las oficinas, en los barrios, en el campo, en el Ejército, en la Universidad, en los círculos de escritores y de artistas, y pronto son todas las normas de las instituciones las que son cuestionadas. No hay ningún director que regule el movimiento de los actores. Lo que impacta al observador es la pasión de la autoorganización que anima a colectividades múltiples, la creación de soviets, comités de fábrica, comités de barrios, de campesinos, de soldados, milicias, asociaciones de todo tipo, y es la afirmación reiterada por unos y otros de un derecho a decidir aquí y ahora acerca de los asuntos de los que tienen experiencia; derecho a menudo reivindicado a expensas de lo que se denuncia como la abstracción Sociedad, encarnada en los decretos del gobierno. Así, no hay solamente emergencia del abajo y la imagen del derrocamiento es en parte inadecuada: al mismo tiempo que la sociedad da un vuelco, se descentra. El tejido de las relaciones sociales adquiere una vida insospechada y se diferencia desprendiéndose del obstáculo del poder estatal. Tal vez, se dirá, pero la experiencia enseña que esta revolución plural fracasa, que, dejada a ella misma, conduciría a una disolución de la comunidad nacional, que, en la realidad, la revolución se afirma en singular. Si se habla de la revolución, pues, más vale interesarse en qué ocurre con ella. Ya he respondido que no se puede abstraer un análisis del hecho revolucionario a partir del momento en que presenta notables constantes y que a falta de ello la idea de revolución no se formaría. Y a mi vez, formulo una pregunta: lo que ocurre con la revolución, lo que ocurrió con ella bajo el impulso de los jacobinos y de los bolcheviques, ¿puede afirmarse que no se podría sacar de eso ninguna enseñanza en la hipótesis de un levantamiento revolucionario en nuestro tiempo? O, en otros términos, seguramente preferibles: si estallara una revolución en 5
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una sociedad que asimiló en su estructura los efectos del jacobinismo y del bolchevismo, ¿no se beneficiaría con una experiencia del fenómeno de la burocracia y no engendraría una imagen nueva de lo posible y lo imposible? * Lo que me conduce a una tercera reflexión. Ésta atañe a la articulación establecida por Richir entre la revolución y el totalitarismo. Si afirmáramos que una engendra ineluctablemente a la otra, deberíamos inferir que no hay revolución antitotalitaria posible o que no serviría sino para reforzar el régimen establecido. Es posible que no sea el pensamiento de Richir, puesto que él solo toma como blanco la idea de la revolución jacobino-bolchevique y es consciente de las contradicciones que trabajan al totalitarismo. Pero entonces, más vale decir claramente que la crítica de la mitología revolucionaria, del fantasma de la “buena sociedad”, de la sociedad sin divisiones, deja abierta la cuestión de la revolución. Antes de oír a Akos Puskas, me sorprendía que no se haga ninguna referencia a los levantamientos cuyo teatro fue Europa del Este, y sobre todo a Hungría. Su intervención es preciosa porque llama la atención sobre los rasgos específicos de la revolución antitotalitaria e intenta mostrar que esta vuelve a tender lazos con la revuelta (he dicho por qué este término, en definitiva, no me parecía pertinente, pero poco importa. . . ) al tiempo que manifiesta una sensibilidad nueva a los efectos destructivos de la ideología revolucionaria (lo que él llama el revolucionarismo). No es este el lugar de extenderse sobre el fenómeno húngaro. No obstante, es importante subrayar brevemente un doble aspecto. Por una parte, la revolución se presenta bajo los rasgos que he mencionado: es una revolución plural que pasa por múltiples focos; se desarrolla en las fábricas, en la Universidad, en los sectores de la cultura, en el de la información, asiste a la proliferación de comités de fábricas y de soviets locales, de asociaciones diversas, de partidos políticos, de asambleas. Este proceso salvaje se parece a todos aquellos que conoció el primer cuarto de siglo. Las formas de organización y los métodos de 6
La cuestión de la revolución
lucha propios del movimiento obrero son espontáneamente “recuperados”. Espontaneidad tanto más espectacular cuanto que la presencia de los ejércitos rusos, en una gran medida, impide la coordinación de las iniciativas en el conjunto del país. Sin embargo, hecho nuevo y muy notable: de todos lados se manifiesta la búsqueda de un nuevo modelo político que combinaría varios tipos de poder e impediría así que un aparato estatal se solidificara y se apartara de la sociedad civil. Se quiere un parlamento elegido por sufragio universal (cuya eficacia estuviera garantizada por la existencia de múltiples partidos en competencia), un gobierno elegido por él y que permanezca bajo su control; se quiere una federación de consejos obreros que dirija los asuntos económicos nacionales –lo que sin lugar a dudas le confiere un papel político– y también se quieren sindicatos democráticos que defiendan los intereses específicos de los trabajadores frente a los órganos socialistas dirigentes, es decir, frente al gobierno y frente a los mismos consejos. Simultáneamente, se quiere devolver su autonomía a la justicia, a la información, a la enseñanza, a cada sector de la cultura. En suma, lo que se busca es la fórmula de una democracia socialista, infinitamente más extendida de lo que jamás fue la democracia burguesa. A mi modo de ver, no hay nada que informe mejor acerca de la inspiración de la revolución húngara que la discusión sobre la función de los consejos obreros durante la Asamblea constituyente del Consejo central de Budapest. La tesis que prevalece es que los consejos, al tiempo que asumen en lo inmediato la responsabilidad política a escala nacional, deben cuidarse de reivindicar todo el poder en el futuro régimen, so pena de exponerse a recrear las condiciones del totalitarismo tras haber destruido el monopolio del Partido Comunista. A mi juicio, la comprensión del peligro burocrático está aquí en su más alto grado, en esa asamblea obrera que acaba de mostrar el máximo de atención al problema de la representatividad de sus miembros y que se niega a confundir, de una manera general, democracia y representación, que reconoce que la primera supone una diferenciación de las fuentes de autoridad y un juego entre derechos específicos.
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Estas indicaciones son ciertamente demasiado rápidas, pero quería señalar que la revolución húngara, en cuanto revolución espontánea, plural, desembocó de inmediato en el problema de la constitución general de la sociedad (no tomamos constitución en una acepción jurídica, aunque la preocupación jurídica sea esencial frente a un sistema en el cual fue negada la dimensión de la ley). En otros términos, desembocó de inmediato en el problema político y trató de darle respuesta inscribiendo, proyectando en el espacio institucional los signos de la descompresión de lo social que instauraba por su propio movimiento. Si uno se interroga sobre la revolución, es preciso meditar esta experiencia, no contentarse con imputar el proyecto de revolución a la ideología (lo que bien podría dejar bajo el dominio de la ideología, en una posición complementaria del revolucionarismo) sino dedicarse a concebir la figura de lo nuevo.
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1977 Annales, XXXII, n.º 6
Sobre Pensar la guerra, Clausewitz
Pensar la guerra, Clausewitz: este título, escogido felizmente por Raymond Aron,1 tiene más de un sentido; deja entender que la interpretación se desarrolla en varios registros. Por un lado, el libro habla de Clausewitz, el escritor que fue el primero en querer hacer de la guerra el objeto de una ciencia rigurosa. Sin duda, otros se habían interesado en la guerra antes que él: habían tratado de definir el arte de conducirla; habían hablado de la estrategia y de la táctica, de los problemas particulares del ataque y de la defensa, del modo de reclutamiento de los ejércitos, de su disciplina y de su aprovisionamiento, de la disposición de las tropas en el campo de batalla, de las condiciones geográficas que debe tener en cuenta el jefe militar. Ya antes que él, Maquiavelo había tenido la preocupación de relacionar la guerra y la política; y sus ideas habían obtenido un amplio eco en el siglo XVI, sobre todo en Francia. Pero a Clausewitz le corresponde haber buscado pensar la guerra como tal, subordinar toda consideración particular a la tarea de concebirla en su esencia. Así, un libro consagrado a Clausewitz –el de Raymond Aron– 1 Raymond Aron, Penser la guerre, Clausewitz, 2 tomos, París, Gallimard, 1976. [Hay versión en castellano: Pensar la guerra, Clausewitz, trad. de Carlos Gardini, Buenos Aires, Instituto de Publicaciones Navales, 1987].
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naturalmente se hace cargo de ese proyecto en adelante asociado a su nombre. Pero su título dice más que Clausewitz pensador de la guerra. Sugiere que el intérprete, al consagrarse a Clausewitz, se consagra a lo que fue el objeto de su pensamiento: la guerra. Más precisamente, sugiere que aquel que ahora quiere pensar la guerra, el escritor Raymond Aron, se ve conducido a enfrentar la enseñanza de Clausewitz. De este último sentido no podríamos dudar: si el primer volumen se titula “La Edad europea”, y el segundo “La Edad planetaria”, es realmente el signo de que, meditando a Clausewitz y el pensamiento clausewitziano de la guerra, su autor no deja de pensar, desde su propio lugar, la guerra, la de comienzos del siglo XIX y la de fines del XX, la guerra moderna. Intención múltiple, pues, la de Aron. ¿Cómo asombrarse? Toda interpretación digna de tal nombre se mueve en un espacio de varias dimensiones. Implica cuestiones distintas, sin duda, pero que se remiten necesariamente unas a otras, y se combinan en una sola interrogación. La cuestión que recae en la obra, en la intención de su autor, en la lógica interna del discurso, esa cuestión carecería de fuerza, de verdad, si no estuviera ligada a la cuestión que recae en el hecho de que la obra está hecha para pensar y dar que pensar, y si no estuviera todavía ligada a la cuestión que despierta en nosotros, está ya formada o dispuesta a formarse en los horizontes de nuestra vida. Para decirlo brutalmente, solo la industria universitaria pudo producir trabajos en masa que se circunscriben al conocimiento de los escritos de un autor, en una preocupación meramente técnica o histórica, es decir, en la indiferencia a la verdad puesta en juego. El libro de Raymond Aron, que por su erudición tiene que ver con el género de la crítica universitaria, se asignó objetivos que lo apartan de este. Pero también, se distingue por su preocupación de no utilizar a Clausewitz al servicio de una demostración. La verdadera interpretación encuentra efectivamente su camino a ese precio. Se somete a la exigencia de hacerse cargo del discurso del otro, en el respeto de las cosas dichas, en el tiempo mismo en que se deja inducir por ese discurso a su objeto, y trata de pensar lo que aún no fue pensado. Por lo demás, nada hay en estas observaciones que esté encaminado a definir una teoría general de la interpretación. Y puesto que Raymond Aron tiene a bien hacer alusión, al inicio de su introducción, a mi propio 10
Sobre Pensar la guerra, Clausewitz
libro sobre Maquiavelo, deseo señalar de paso que se equivoca en querer imputarme la ambición de tal teoría. Sólo me importaba reflexionar sobre el problema filosófico de la interpretación para aclarar mi propia práctica, no forjar un sistema o indicar un método. ¿Cómo no habría de seguirlo yo cuando escribe: “Una misma teoría de la interpretación no vale para todos los autores, y cada intérprete conserva su libertad”? Sólo añadiré que cada uno traduce la libertad por su proceder, pero también la conquista difícilmente al experimentar la imposible determinación de la distancia de uno a otro. Consúltese el Prefacio de la obra de Raymond Aron, que da a conocer bien las condiciones en las cuales se forma la interpretación. El autor refiere que tuvo un primer acercamiento a Clausewitz en 1935, cuando se encontraba en Alemania, luego un segundo, en Londres, durante la guerra, cada vez gracias a un amigo historiador cuyos trabajos y conversación habían despertado su interés. Sólo en 1955 leyó el Tratado en la traducción de Denise Naville.2 Pero, precisamente cuando en adelante entraba “en una familiaridad duradera con su obra”, no se preocupaba más que de aprovechar algunas de sus fórmulas. En Londres, era para él “un tesoro de citas”, y más tarde, al componer Paz y guerra entre las naciones, todavía no hace otra cosa que utilizarla (de una manera, aclara, que ya no lo satisface en la actualidad). En cambio, el deseo de interpretar no se le ocurre sino cuando empalma la experiencia de la guerra, en nuestro propio tiempo, y las cuestiones que ella le formula, con la experiencia de la guerra en el tiempo de Clausewitz y con las cuestiones que este formulaba. En pocas palabras, tiene algún conocimiento de Clausewitz antes de haber leído su obra mayor. La lee, la medita, saca provecho de ella antes de que se convierta en cuanto tal en el objeto de su interrogación. Y llega a serlo cuando los problemas del presente se hacen más apremiantes. La búsqueda del sentido de la guerra en el presente no lo desvía, por el contrario lo vuelve a conducir imperativamente a Clausewitz, se convierte en una búsqueda del sentido de la obra. Se hunde entonces en el estudio de 2 Carl von Clausewitz, Vom Kriege, 1832-1834 [De la guerre, trad. de Denise Naville, París, Éditions de Minuit, 1955]. [Hay versión en castellano: De la guerra, trad. de Francisco Moglia, Buenos Aires, Distal, 2003].
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los textos para determinar las fechas y “distinguir los estados sucesivos del pensamiento” hasta saborear “el placer que daría una novela policial, amputada de su primer capítulo”. Raymond Aron, es cierto, afirma que no se deben confundir los diversos planos de una interpretación. El estudio de Clausewitz es una cosa. Implica el del marco de su pensamiento, mediante una investigación histórica sobre su medio, sobre los acontecimientos que constituían la materia de su experiencia, sobre su formación, y requiere la elucidación de su sistema de pensamiento gracias a un estudio minucioso de los textos tomados en su cronología. El estudio de las representaciones y las interpretaciones que engendró la obra es otra cosa. Y otra más la que intentamos hacer de la guerra en el siglo XX en la prolongación del pensamiento del escritor. Nadie puede oponerse razonablemente a estas proposiciones-recomendaciones. Es evidente, en particular, que el intérprete desmerecería su tarea si quisiera hacer hablar a Clausewitz su propia lengua e imponerle su propio sistema conceptual. No obstante, cabe preguntarse si las distinciones tajantes que subraya la Introducción pueden ser observadas en el trabajo mismo de la interpretación. Aron observa: “Maquiavelo, Marx, Clausewitz meditaron sobre ciertos problemas, trataron de responder ciertas preguntas que les hacían los contemporáneos, la sociedad a la que pertenecían. Daban a las palabras que empleaban un sentido que el historiador descubre al estudiar tanto sus textos como los de sus adversarios o partidarios”. Tiene razón. Y máxime cuando inmediatamente aclara que la interpretación histórica no agota el contenido de ninguna gran obra. Pero esta última reserva no basta. Porque el hecho es que un escritor extrae en su tiempo con qué pensar para otros tiempos y que no se une solamente a contemporáneos, sino que quiere ser leído por hombres que tendrán otra experiencia que la suya. De tal manera que el lector de ahora no le es infiel cuando mezcla sus pensamientos a los suyos, cuando en el curso de su lectura carga las “respuestas” que cree oír con el peso de sus propias preguntas. La encuesta histórica no le permite borrarse ante el objeto. Ella misma no es posible sino porque pone en juego su sensibilidad al mundo que habita.
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Sobre Pensar la guerra, Clausewitz
En cuanto a las representaciones y a las interpretaciones ya elaboradas, de las que por un lado tenemos conocimiento antes de haber leído la obra que las ha suscitado, ciertamente no tienen el mismo estatuto que el texto que queremos comprender; pero las asumimos más o menos deliberadamente, ellas contribuyen a darnos un acceso a este texto, ya sea porque sirven para su comprensión, ya porque al desnaturalizarlo nos provocan para reconocer lo que es eludido u ocultado. Como lo señalábamos, Raymond Aron reconoce que conocía algo de Clausewitz antes de haber leído el Tratado: sugiere que se liberó de un prejuicio. Por último, vemos que su inversión del sentido tradicional de la célebre fórmula clausewitziana lleva la marca de una refutación de la opinión establecida. Y si uno se atiene a la lectura del primer volumen, aparentemente limitado al análisis de los textos del escritor, se mide la parte que se dedica a la discusión de interpretaciones anteriores. Contentémonos con destacar este pasaje (I, 170): “¿Por qué la idea de que el fin de la guerra determina el fin en la guerra no es banal o trivial? Sigo creyendo que la mejor manera de refutar la acusación de banalidad o de trivialidad sigue una vía indirecta (el subrayado es mío, C.L.) y pasa revista a algunas interpretaciones falsas. Yo también creí largo tiempo, en virtud del uso que muchas veces hizo la propaganda de la fórmula, que esta expresaba o suponía una filosofía militarista de las relaciones internacionales”. ¿Qué mejor prueba de que no sería en absoluto posible separar la interpretación de la obra de la interpretación de las interpretaciones? En su Prefacio y su Introducción, Aron hace a veces comentarios que sorprenden y parecen tener poca conformidad con la relación que estableció con Clausewitz. Por ejemplo: “La intención de Clausewitz se entrega por sí misma a quien consiente en leerlo atentamente” (I, 23). Y también: “Interpretarlo es ante todo comprender lo que dijo partiendo de esa hipótesis de sentido común de que dijo lo que quería decir” (I, 18). Se diría entonces que se defiende contra su propia libertad de intérprete o contra el riesgo inherente a la interpretación de los textos, de los que se muestra en otra parte plenamente convencido, o contra la indeterminación de una obra a la que más que cualquier otra es 13
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sensible. De hecho, también escribía en su Prefacio: “Lo quieran o no, la enseñanza de Clausewitz es y seguirá siendo siempre ambigua” (I, 12). Lo cual implicaba anular “la hipótesis de sentido común”. Porque ningún escritor quiere la ambigüedad. Y en la Introducción, tras haber considerado una vez más que “la intención no se presta a la duda”, observaba que “Clausewitz mismo no llegó a poner en claro sus propias ideas”, o mejor aún, que en múltiples ocasiones el intérprete se pregunta si el hombre Clausewitz se expresa siempre en un lenguaje que coincide con la lógica de su sistema” (I, 2). Nuestro intérprete, con seguridad, subraya la no conclusión del Tratado y en consecuencia considera que este no pudo resolver su propio enigma (I, 143). Pero, las preguntas que formula sobre el sentido último de la síntesis clausewitziana no surgen solamente del hecho de que la obra está inconclusa. En el corazón del libro escribe: “Hemos llegado aquí a la interrogación decisiva: entre el principio de aniquilación y la supremacía de la política, ¿no hay en profundidad divergencia y acaso incompatibilidad?” (I, 143). Lo cual implica sugerir que la intención de Clausewitz era equívoca. Y luego pregunta: “Al final de su vida, ¿temía Clausewitz también los errores por exceso? La lógica de su pensamiento (el subrayado es mío, C.L.) lo conducía en esa dirección, aunque se detuvo estupefacto ante las perspectivas desconocidas que se abrían ante él” (I, 144). Lo cual esta vez implica sugerir que la no conclusión radica en un acontecimiento intelectual. Este último juicio de Raymond Aron parece bien fundado. Pero si lo es, ¿no hay que reconocer más firmemente la libertad del intérprete, estar de acuerdo en que se arroga el derecho de distinguir lo que el autor dice de lo que quería decir y, todavía más, de distinguir lo que quiso decir de lo que se había puesto en la necesidad de decir y ante lo cual “se detuvo estupefacto”? Cuando el intérprete se refiere a una lógica del pensamiento, no se evade de la letra del texto, por cierto, sino que hace valer un orden de determinación invisible. El concepto de intención pierde su pertinencia. Esta lógica no se ofrece a quien consiente en leer atentamente. Se entrega en lo no dicho como en lo dicho. Más aún, el intérprete no vacila, en la convicción en que se encuentra de descubrirla, en inducir del texto lo que no contiene, en hacer hablar al autor más allá del punto en que se 14
Sobre Pensar la guerra, Clausewitz
detuvo. Ahora bien, este proceder no es infiel al de Clausewitz; por el contrario, testimonia el mayor vínculo con el escritor, de quien se quiso pensar su pensamiento. Y por último, cómo no observar que en el mismo momento en que Aron pone de manifiesto la lógica del pensamiento, nos hace acoger la indeterminación que lo trabaja. Cuando escribe: “Hemos llegado aquí a la interrogación decisiva. . . ”, no está formulando un problema que resolverá luego. Este problema no fue formulado para ser resuelto. Acompaña los análisis ulteriores. Crece hasta que el intérprete declara: “El general descubre por así decirlo la imposibilidad de la teoría que quiso elaborar” (I, 355). Y más lejos: “El testamento intelectual de Clausewitz, para quien siguió su lógica, no constituye una negación de la obra de toda su vida, sino un cuestionamiento de ella” (I, 356). Ahora bien, que no se crea que estas declaraciones se ubican en las franjas de la interpretación; se alojan en su centro. Según Aron, los descubrimientos de Clausewitz entre 1827 y 1830, o sea, en el último período de su vida, ilustrarían la progresión de su pensamiento desde 1804 y, simultáneamente, le impondrían reacondicionar su Tratado, reacondicionamiento que no involucraría tanto el detalle como la perspectiva general y el ordenamiento de la obra, que no anularía el trabajo realizado (en un sentido, sería convocado por él) pero tornaría caduca la teoría inicial. Por lo tanto, abandonemos las consideraciones de Aron sobre el método y en ocasiones la ética de la interpretación para tratar de circunscribir su argumento. Este argumento audaz –más de lo que lo deja entender–, que une la preocupación rigurosa del desciframiento de los textos y de su génesis a la de una interrogación sobre la obra de Clausewitz y sobre la guerra, a mi juicio es eminentemente dialéctica. Tiende a establecer el “verdadero Clausewitz”, haciendo surgir una contradicción última. Una vez reconocida esta contradicción, se vuelve a la vez posible dar sentido al conjunto de sus escritos y subordinarlos a la exigencia de una nueva partida, exigencia no cubierta y que, sin duda, no podía serlo. Se vuelve a la vez posible denunciar y explicar la desfiguración de sus escritos por la posteridad, incluso suministrar su justificación relativa.
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¿Cuál es, pues, el punto de vista que logra Clausewitz al final de su vida sobre el conjunto de su trabajo, y que modifica su tarea? La respuesta está apuntalada en el establecimiento minucioso de la cronología de los textos, y saca partido sobre todo de dos notas (que encabezan la traducción de Denise Naville), una, llamada Advertencia de 1827, la otra, Nota final. Sin entrar en el detalle de este análisis, es importante resaltar sus conclusiones. En 1827 Clausewitz se fija como objetivo redactar el Libro VII; luego, a la luz de “dos ideas mayores”, redactar el Libro VIII; por último, revisar los seis primeros libros con el mismo criterio. Este plan, al parecer, no será seguido. No es el Libro VII (consagrado a los problemas del ataque) el que lo ocupará en primer lugar, sino el VIII, del que espera la coronación de su obra, porque recae en el plan de guerra y reúne todos los elementos anteriormente tratados. Pero lo esencial no está ahí. El Libro VIII, para nuestro intérprete, adquiere un estatuto privilegiado, porque testimonia una reflexión nueva del autor, en virtud de “dos ideas mayores”: existen dos tipos de guerra; la guerra se define como la continuación de la política por otros medios. La segunda conclusión se saca de la Nota final. Allí, nos enteramos de que solo el capítulo 1 del Libro I está considerado como acabado. Por lo tanto, es preciso admitir que la redacción de este capítulo es posterior a la del Libro VIII, en consecuencia que este último, por importante que sea, no da el último estado del pensamiento de Clausewitz y, a fortiori, que el resto del manuscrito, a la manera de ver del mismo autor, no llegó a una formulación satisfactoria. Este capítulo 1 del Libro I, pues, tiene un estatuto doblemente privilegiado. Ahora bien, fuera de las dos ideas mayores mencionadas, contiene una tercera a la que estas resultan subordinadas: la distinción de la guerra absoluta (guerra ideal, de conformidad con su concepto, con la naturaleza de la cosa) y de la guerra real. Aron subraya con fuerza que en 1827 no se trata de una ruptura con los escritos anteriores, por lo menos en cuanto a la subordinación de la guerra a la política. En la estrategia de 1804, §13, en efecto, Clausewitz distingue ya los fines de la guerra (equivalente de los fines políticos) y los fines en la guerra (I, 92). Y del mismo modo subraya que, con la redacción del capítulo 1, tampoco se trata de una ruptura, esta vez con 16
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el argumento del Libro VIII. Pero, por dos veces es aclarado un principio que requiere una modificación de la arquitectura del Tratado. Al punto de que nuestro intérprete puede escribir: “Por sorprendente que pueda parecer esta afirmación, Clausewitz no planteó los fundamentos de su catedral conceptual, a saber, la irrealidad de la guerra absoluta, sino en los dos últimos años de su vida, entre 1827 y 1830” (I, 118). En múltiples ocasiones Aron pone de manifiesto la continuidad y la discontinuidad de la reflexión. De los primeros textos de Clausewitz concluye: “Por un lado Clausewitz parece ya dominar su método y estar en posesión de sus ideas mayores. Por el otro, la idea que, más que cualquier otra, contribuyó a su gloria, quiero decir la guerra como continuación de la política por otros medios, o bien no aparece, o bien solo aparece en segundo plano, sin que afecte la consideración puramente militar” (I, 93). Por lo tanto, concentremos nuestra atención en los motivos que habrían determinado a Clausewitz a repensar su trabajo en el último período y en dar, después del Libro VIII, un nuevo paso. Más vale citar largamente: “La evolución del pensamiento de Clausewitz, en el curso de sus últimos años, se resumiría de la siguiente manera. El contraste entre la manera de hacer la guerra en los siglos XVII y XVIII lo impacta en el curso de sus estudios históricos. Por lo tanto, concibe primero la dualidad de las especies. Expresa esta dualidad refiriéndose a la práctica napoleónica –abatir al enemigo–, práctica que consideraba hasta entonces como normal, lógica, necesaria, pareciéndole las otras prácticas tanto más degeneradas cuanto que tenían la responsabilidad de las derrotas padecidas por los coaligados, y de las victorias de la Francia revolucionaria e imperial. Por supuesto, no había ignorado las condiciones políticas de las guerras de Gabinete –la indiferencia de los pueblos–, así como tampoco había ignorado la participación de todo el pueblo en el curso del período posterior. Lo que falta es la puesta en el mismo plano de la guerra que tiende hacia la forma extrema –el aniquilamiento de las fuerzas armadas y el derrocamiento del Estado enemigo– y de la guerra que más se aleja de ella, conquista de una provincia en las fronteras u observación armada. En su juventud introdujo en su teoría las fuerzas morales; en su edad madura le introdujo las distinciones conceptuales 17
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necesarias para reconciliar la teoría transhistórica y la historia; en otras palabras, las dos formas extremas de guerra, cada una de ellas condicionada o determinada por las circunstancias o las intenciones políticas” (I, 118). Tal es, pues, la toma de conciencia: es imposible separar la guerra de conformidad con su concepto, que apuntaría a la destrucción del enemigo en una guerra desnaturalizada. Esta representación es inaceptable, puesto que tendría por consecuencia reducir al silencio la teoría, en la mayoría de los casos. De hecho, Clausewitz observa: “¿Qué podremos decir entonces de todas las guerras desde Alejandro y de algunas campañas de los romanos hasta Bonaparte? Habría que hacerlas a un lado y, sin duda, no podríamos hacerlo sin sentirnos asustados de nuestra presunción”. Y de inmediato introduce otro argumento del que su intérprete deja constancia más adelante: nada autoriza a afirmar que, en el porvenir, a corto plazo, no nos enfrentaremos una vez más con guerras de la segunda especie: “Pero lo peor es que debemos admitir que, en los próximos diez años, bien podríamos tener una guerra de este tipo, a despecho de nuestra teoría, y que esta teoría, con su lógica rigurosa, todavía es impotente contra la fuerza de las circunstancias” (VIII, 2, 673). Si seguimos a Raymond Aron, lo que descubría Clausewitz en 1827 y a lo que da expresión en el Libro VIII requería un nuevo fundamento. “Para fundar la igualdad de situación de los dos tipos de guerra, debía reconocer la irrealidad de la guerra absoluta, que en múltiples textos pretendía (hasta entonces) como única de conformidad con el concepto” (I, 118). Sin duda, podría objetarse que esta concepción no estaba ausente del Libro VIII. El hecho es que lo expone en el capítulo 2, titulado elocuentemente: Guerra absoluta y guerra real. Además, el capítulo 3 – Coherencia interna de la guerra– contenía una suerte de sobrevuelo de la historia de la guerra que la mostraba indisociable del carácter histórico de los Estados y de las relaciones interestatales. Así, la representación de toda guerra, como guerra real (cualquiera que fuese su especie), introducía lógicamente la gran idea del capítulo 6: la guerra es un instrumento de la política. 18
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A partir del momento en que la guerra, en sus múltiples variantes, perdía su autonomía, resultaba ya necesario tornar manifiestas tanto su unidad como la forma común de su dependencia. Esta unidad –escribía Clausewitz– consiste en el concepto de que la guerra no es más que una parte de las relaciones políticas y por consiguiente de ningún modo algo independiente. Evidentemente, se sabe que solo las relaciones políticas entre gobiernos y naciones engendran la guerra; pero generalmente uno se figura que estas relaciones cesan con la guerra y que entonces se establece una situación muy diferente, sometida a sus propias leyes y solo a ellas. Por el contrario, nosotros afirmamos: “La guerra no es otra cosa que la continuación de las relaciones políticas, con el apoyo de otros medios” (VIII, 6, 703). Pero el análisis de Raymond Aron, lo sugeríamos, quiere esclarecer el equívoco de Clausewitz en esta etapa, y hacer medir el camino recorrido en el capítulo 1 del Libro I. En efecto, tal es su convicción que, si en el Libro VIII da un paso decisivo con la oposición de la guerra absoluta y de la guerra real, Clausewitz sigue asimilando, aquí y allá, la guerra absoluta a la guerra según su concepto. En todo caso, su representación “parece beneficiarse con un estatuto privilegiado” (I, 120). En el capítulo 2 se dice que debe suministrar el punto de referencia general. En el capítulo 3, que la guerra de segunda especie debe ser utilizada como una modificación de la primera, justificada por las circunstancias. La incertidumbre de Clausewitz es todavía subrayada por el uso que hace de la noción de semi-guerra, como si persistiera una oposición entre guerra integralmente guerra y guerra afectada por la política (I, 121). Ahora bien, el capítulo 1 del Libro I liberaría de esas ambigüedades. ¿Por qué? Porque conduciría al lector, de manera muy deliberada y rigurosa, de una definición inicial a una definición final, solo esta es susceptible de aplicarse a todas las guerras y de fundar una teoría coherente. Resumamos el argumento. La definición inicial es ofrecida en el párrafo titulado “La guerra es un acto de violencia destinado a obligar al adversario a ejecutar nuestra voluntad”. De esta se deduce el movimiento de ascenso a los extremos. Clausewitz pone de manifiesto tres acciones recíprocas. De hecho, todo está dicho con el enunciado 19
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de la primera: “Cada uno de los adversarios dicta la ley del otro”. Los dos siguientes, señala justamente Aron, descomponen la primera; una, teniendo en cuenta el aspecto físico y la otra el aspecto moral de la lucha. Ahora bien, esta definición inicial solo es expresada para ser remitida al campo abstracto del puro concepto, a partir del §6: “Todo –nos dice el autor– adopta una forma diferente si se pasa de la abstracción a la realidad”. La guerra, muestra sucesivamente, “nunca es un acto aislado”, “no consiste en un solo golpe sin duración”; por último, “nunca es algo absoluto en su resultado”. Al utilizar, según sus propios términos, el método de las “modificaciones en la realidad”, el autor induce a devolver a la política, a los motivos del conflicto, a los fines enfocados, su importancia exacta (I, 112). A partir de entonces, se indica la posibilidad de otro movimiento que el ascenso a los extremos, el que era dado en la abstracción: aquel del descenso hasta la simple observación armada (§11) que se efectúa en lo real. En la tercera etapa Clausewitz pone de manifiesto varios factores que una vez más tienden a deslindar los rasgos efectivos de la guerra del esquema ideal. Primero, teniendo en cuenta un fenómeno considerado paradójico desde un punto de vista lógico, la suspensión de las hostilidades –puesto que parece ininteligible que los dos adversarios saquen una ventaja igual de una detención provisoria de las operaciones (si la ventaja de uno es diferir el combate, la del otro debería ser emprenderlo)–, enseña que el principio de polaridad no se aplica en este caso, debido a que el ataque y la defensa son asimétricos o, si se prefiere, que tienen una fuerza desigual, siendo la segunda superior a la primera. Así, se descubre otra posibilidad de freno al ascenso a los extremos. Se menciona una segunda causa (§18), que puede contrariar el encadenamiento de las operaciones: el conocimiento imperfecto de la situación por los actores. “La posibilidad de una tregua introduce una nueva moderación en el acto de guerra: lo diluye en el factor tiempo, frena el peligro de su progresión e incrementa los medios de restaurar el equilibrio de las fuerzas”. Por la misma razón, la función de las hipótesis en la conducción de las operaciones adquiere una importancia decisiva, de manera que la guerra se acerca a un cálculo de probabilidades.
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Añádase a la falta de informaciones un nuevo elemento: el azar, y la guerra se revela como un juego. “Vemos pues que, desde el origen, el elemento absoluto, de alguna manera matemático, de la guerra, no encuentra ninguna base segura sobre la cual fundar los cálculos relativos al arte de la guerra; de entrada se mezclan en ella un juego de posibilidades y de probabilidades, de buena y mala fortuna, que se prosigue a lo largo de cada hilo de que está tejida su trama y que hace de la guerra la actividad humana que más se asemeja a un juego de naipes” (§21). Estas observaciones incitan a valorizar las cualidades específicas del jefe de guerra, cualidades que no son simplemente aquellas del entendimiento: el coraje, la bravura, la audacia tienen puntos en contacto con lo accidental. Sin excluir la sabiduría y la prudencia, introducen un nuevo elemento que marca el límite del esquema ideal y del que debe tener en cuenta la teoría. Es al término de esta tercera etapa cuando Clausewitz vuelve al tema de la política. En el momento en que más lejos llevó “la oposición de lo intelectual y lo afectivo, del entendimiento y de las cualidades morales”, como lo dice Aron (I, 115), el autor restablece un principio general de inteligibilidad, pero situándose en un nuevo registro: el que estableció desde el §6, el de lo real. Así, escribe (§23): “Como la guerra, como el mando que la conduce y la teoría que la rige. Pero la guerra no es ni un pasatiempo ni lisa y llana pasión por el triunfo y el riesgo, así como tampoco la obra de un entusiasmo desencadenado: es un medio serio al servicio de un fin serio”. ¿Qué fin? La política. En adelante, ése es el argumento que va a desarrollar Clausewitz subrayando, en su famosa fórmula, que la guerra es una simple continuación de la política por otros medios, que esta última no está solamente en su origen, sino que le dicta su conducta, que una y otra especies de guerra son igualmente políticas (aunque la primera parece abolir el objetivo político en el objetivo militar) a partir del momento en que se entiende por política la inteligencia del Estado personificado. Destaquemos una articulación del argumento. Mientras que se aleja de la definición inicial para poner de manifiesto los rasgos de la guerra real, Clausewitz muestra la complejidad del fenómeno. Cuanto 21
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mejor aparece, tanto más resulta limitada la parte del entendimiento en la guerra. No porque no tenga que ejercerse: hay cálculo de probabilidades, pero su elemento es la incertidumbre. Con este límite se encuentra plenamente restablecido el poder del entendimiento político, del entendimiento de la guerra. De inmediato, la teoría está en condiciones de hacerse cargo del conjunto de los datos analizados o, como dice Clausewitz, de las “tres tendencias que aparecen como otras tantas legisladoras”. Con justa razón, Raymond Aron puede considerar que la definición final es el desenlace riguroso del proceder del escritor, llamada como está a ponerse en lugar de la definición inicial. Definición trinitaria que borra la definición monista y solo se aplica a todas las guerras reales. “La guerra –escribe Clausewitz–, por lo tanto, no es solamente un verdadero camaleón que modifica un poco su naturaleza en cada caso concreto, sino que también es, como fenómeno de conjunto y con respecto a las tendencias que predominan, una sorprendente trinidad donde encontramos primero la violencia original de su elemento, el odio y la animosidad, que hay que considerar como un impulso natural ciego, luego el juego de las probabilidades y del azar que hacen de ella una libre actividad del alma, y su naturaleza subordinada de instrumento de la política, por la cual pertenece al entendimiento puro”. Gracias a la definición trinitaria, pues, parece que la teoría esté definitivamente reconciliada con la realidad. Cada guerra real –o, si se prefiere, todas las especies de guerra: las dos formas extremas y toda forma intermediaria– se dejará concebir en función de la combinación singular de las tendencias que en ella se manifiesten. Según el caso encarado veremos predominar el elemento violencia y la parte del pueblo, o el elemento azar y la parte del mando, ligada al coraje y al riesgo calculado, o bien la parte del gobierno. Pero en todos los casos se localizarán las tres tendencias, “que variarán en magnitud”. La cuestión será justamente apreciar esas magnitudes. “La teoría que quisiera dejar una de lado o que estableciera entre ellas una relación arbitraria se pondría inmediatamente en tal contradicción con la realidad que habría que considerarla como nula por esa sola razón”. Y Clausewitz añade más explícitamente, 22
Sobre Pensar la guerra, Clausewitz
de ser posible: “El problema, pues, consiste en mantener la teoría en medio de esas tres tendencias, como en suspensión entre tres centros de atracción”. ¿Cómo dudar de que Raymond Aron tenga fundamentos en dar a la definición trinitaria un estatuto privilegiado? Ella nos entrega el último estado del pensamiento de Clausewitz. Y ¿cómo se sustraería uno, desde entonces, ante sus implicaciones? El general prusiano, nos dice su intérprete, no puede ser el teórico de la guerra absoluta. Él considera a esta como irreal. Si construye su concepto es porque la experiencia histórica –la guerra napoleónica– le reveló la oposición de la guerra con un objetivo limitado y de la guerra que tiende a adoptar una forma absoluta y se ordena según la lógica del ascenso a los extremos. Pero, él mostró que este movimiento nunca se lleva a cabo. Y una vez que se lo ha percibido, uno se ve intimado a dar razón de su fracaso. Ahora bien, este proceder no induce solamente a detectar en lo real los factores que frenan el movimiento o invierten su sentido, hace descubrir más allá de los límites internos al acto de guerra su limitación esencial: que está rigurosamente subordinada a la política. En este sentido, la lógica del pensamiento de Clausewitz le impone elaborar una analítica de la guerra. Y en el nivel de la doctrina, ella excluye una enseñanza, en el sentido en que imperativos de acción estarían encaminados a aplicarse en forma universal; ella no autoriza a deducir de la teoría sino consecuencias condicionales (donde toda proposición supuestamente de conformidad con el espíritu de la guerra no vale sino en la hipótesis “destrucción del enemigo”). Por último, lejos de desembocar en una valorización del elemento voluntarista e irracional, privilegia el rol de la inteligencia política que encarna el jefe de Estado. El caso es que Clausewitz no formuló las implicaciones de la teoría trinitaria. Y su intérprete no deja creer que solo le faltó tiempo, aunque, en varias oportunidades, recuerde la no conclusión del Tratado. Se esfuerza por restituir al verdadero Clausewitz pero sin ocultar la distancia que lo separa del Clausewitz tal y como aparece en cantidad de sus escritos. Más aún: subraya las dificultades de la “síntesis final” hasta hacer dudar que el verdadero Clausewitz haya podido aceptarse o, mejor 23
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dicho, que el autor haya jamás consentido en asumir la verdad que hacía surgir. ¿De qué dificultades se trata? Remitámonos a la última parte del capítulo en el que Aron establece la función nueva de la definición trinitaria. Tras haber mostrado el progreso realizado en el capítulo 1 del Libro I sobre el Libro VIII, vuelve sobre este último para interrogar un texto que, con todo derecho, considera enigmático. “Por eso debemos decir que el objetivo que se fija quien emprende la guerra, los medios que moviliza, se determinan según los rasgos estrictamente individuales de la situación, pero que también deben incluir el carácter de la época y de las circunstancias generales, en fin, que permanecen sometidos a las consecuencias generales que deben ser extraídas de la naturaleza general de la guerra”. Precisamente, en el último término de la frase repara el intérprete. “¿Qué consecuencias –pregunta– deben sacarse de la naturaleza (vale decir, de la esencia, del concepto) de la guerra? ¿El principio del aniquilamiento de las fuerzas armadas en cuanto objetivo prioritario, dominante? Ciertamente, pero ¿qué queda de esas consecuencias generales sacadas del concepto a partir del momento en que este no se aplica sino a una guerra ficticia, separada de lo que la precede y de lo que la sigue, a partir del momento en que la política fija el objetivo militar, conduce las operaciones y zanja en última instancia? ¿Qué valor conservan los preceptos, deducidos de una definición de la filosofía artificialmente autónoma?” (I, 143). Ahora bien, la pregunta planteada conserva toda su legitimidad tras el comentario del capítulo 1. ¿Cómo ignorarlo? Aquí se ubica la frase ya citada: “Hemos llegado aquí a la interrogación decisiva. Entre el principio de aniquilación y la supremacía de la política, ¿no hay divergencia y acaso incompatibilidad?”. De hecho, esta supremacía de la política, lo hemos aprendido, en ninguna parte está mejor afirmada que en I, 1. Es inútil resumir el debate que entabla Aron entonces con Schering (de quien mantiene la cercanía en puntos esenciales); solo nos retiene su conclusión: ella devela la ambigüedad detrás del Tratado. O bien, nos dice en sustancia, la destrucción de las fuerzas armadas del enemigo es “un objetivo prioritario, cuando no exclusivo”; pero entonces, “¿qué 24
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ocurre con la subordinación del plan de guerra a la inteligencia del jefe de Estado (en otras palabras, la supremacía de la política)?” O bien la prioridad de la destrucción solo tiene valor desde un punto de vista estrictamente lógico, como consecuencia de la definición de la guerra en cuanto tal, “escindida de sus orígenes y de sus fines”; pero entonces “pierde las implicaciones praxeológicas que constantemente le fueron dadas”. Ahora bien, esta alternativa parece imposible de superar. Porque no caben dudas: Clausewitz subordinó definitivamente lo militar a lo político, pero no dejó de tener la pretensión de unir la práctica a la teoría. No obstante, en la prolongación de la interrogación de Raymond Aron, parece necesario formular otra pregunta. ¿Cuál es la función de la definición inicial, de la definición llamada monista (el término es de Schering), si es cierto que en definitiva solo la definición trinitaria debe ser retenida? No se nos ocurre negar la crítica que hace Clausewitz de su primera definición. Él le atribuye un carácter lógico, ideal, abstracto o filosófico. Afirma con fuerza que no vale sino para una guerra escindida de sus orígenes y de sus fines. Pero ¿por qué la manifiesta? ¿Para reparar el fenómeno del ascenso a los extremos? No obstante, este fenómeno ¿no sería entendible en una teoría de la guerra real, puesto que es capaz de dar sitio a la idea de que cada uno dicta la ley del otro? Raymond Aron cree poder zanjar entre la problemática del Libro VIII y la del Libro I. En el primero (cronológicamente hablando) la guerra absoluta o guerra perfecta depende ya del mero concepto; es por lo tanto ya irreal; pero hay una especie de guerra que se acerca a la guerra absoluta y que puede decirse que está de conformidad con su concepto, mientras que todas las otras guerras se perciben en la historia. En el Libro I, en cambio, “las guerras que se acercan a la perfección no son ni más ni menos políticas que las otras: es la política misma la que determina su carácter absoluto” (I, 121). Así, el intérprete concluye sobre este punto: “En el Libro VIII la idealidad de la guerra absoluta depende de la distinción inevitable entre el concepto y el fenómeno; en el Libro I depende también de una definición parcial de la guerra” (ibíd.). Entendamos que esta no incluye 25
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todavía el elemento político. Pero, este también que subrayamos es perturbador. Porque hay que admitir que la oposición concepto/fenómeno persiste; en otros términos que no es posible reducir la definición inicial a una parte de la definición trinitaria. Y de hecho, ¿cómo podría hacerlo, puesto que el elemento violencia, primero mencionado, está vinculado con “el odio y la animosidad”, con “el impulso natural y ciego”, y no con la voluntad? A mi juicio, esta observación es decisiva: la definición inicial, descartada luego, porque solo se atiene al concepto de la guerra, se da primero como una definición completa; lo que nos entrega es la naturaleza de la cosa, la esencia. En este sentido, Clausewitz bien puede tomar distancia respecto de esta definición; no puede suprimirla. Y para él sigue haciendo posible la lectura de lo real, y todavía más iluminando la acción. Por lo demás, Raymond Aron llega a modificar su interpretación de la problemática del primer capítulo, cuando analiza la relación de la teoría con la historia. Aquí hay que citarlo en extenso: “No importa qué ocurra con el origen de la teoría, no me parece dudoso que esta última resulta de una combinación de análisis conceptual y de experiencia histórica. A este respecto, Clausewitz no cambió entre los escritos de juventud y su testamento intelectual, cualesquiera que fueren los progresos realizados entre los fragmentos de 1804 y la catedral conceptual de 1830. Si hasta los textos últimos en ocasiones nos parecen equívocos, la razón de esto es que la conceptualización clausewitziana, característica del pensamiento del siglo XVIII, oscila entre dos polos, el tipo ideal, la esencia, o incluso el modelo simplificado, por un lado, la realidad concreta por el otro. A la manera de ver de un científico de la actualidad, el capítulo I, 1 toma por punto de partida un modelo y descubre en camino bajo el nombre de polaridad el juego de suma cero, la igualdad de la ventaja de uno y de la pérdida del otro. Pero, en la noción de guerra absoluta, o de forma absoluta de la guerra, Clausewitz invierte más significación de lo que hacemos nosotros en un modelo o tipo ideal, simple instrumento de la inteligencia deseosa de percibir una realidad compleja”. (I, 325). Dejemos de lado el paralelo bosquejado con Marx. El intérprete no vacila en este pasaje en restituir a la guerra absoluta una relación con lo 26
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real que parecía haber borrado. Al mismo tiempo, autoriza a redescubrir en el Libro VIII –allí donde el arraigo de la teoría en la historia es manifiesto– un modo de pensamiento que no puede ser descalificado. En el capítulo 2 del VIII, lo señalamos, Clausewitz distingue guerra absoluta y guerra real. Se consagra entonces a mostrar por qué la guerra se convierte en la realidad en “algo totalmente distinto de lo que debería ser según su concepto: un asunto mitigado, una esencia sin cohesión interna”. Su argumento es muy sutil. En pocas palabras: es bajo este aspecto como se presenta un poco en todas partes. Por lo tanto, habría que dudar de la noción de su esencia absoluta. Pero hemos visto “en nuestros días la guerra real en su perfección absoluta (. . . ) el despiadado Bonaparte la llevó hasta ese punto”. ¿No es necesario concebir la guerra a partir de esta experiencia? Pero ¿cómo echar al olvido la mayoría de las guerras anteriores? ¿Hay que excluir la hipótesis de que en un futuro cercano se desarrollen guerras con un objetivo limitado? Por último, ¿cómo olvidar que la guerra de Bonaparte misma es una guerra real que procede de las ideas, sentimientos y circunstancias del momento? Ahora bien, la conclusión del argumento es clara: “La teoría debe admitir todo eso, pero su deber es dar el primer lugar a la forma absoluta de la guerra, como a un punto de referencia; de manera que quien quiere aprender algo en teoría, nunca se habitúe a perderla de vista y la considere como la medida fundamental de sus esperanzas y sus temores, con el objeto de acercarse allí donde puede o allí donde debe (subrayado por Clausewitz, VIII, 673). De acuerdo, el escritor no considera que las guerras futuras sean necesariamente guerras absolutas, pero piensa que Napoleón de alguna manera liberó el espíritu de la guerra y creó las condiciones de un conocimiento de la guerra en cuanto tal. Él no se permite decidir acerca de las características de las guerras en un futuro cercano. No obstante, reformulando sus dudas en el capítulo 3, declara: “Pero cada uno de nosotros estará de acuerdo con que una vez derribados los límites de lo posible, que por así decirlo no existían sino en nuestro inconsciente, es difícil volverlos a levantar; y que por último, cada vez que se trata de grandes intereses, la hostilidad mutua se descargará de la misma manera que lo hizo en nuestra época” (689). 27
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No solo esas consideraciones no son ajenas a la idea de que la guerra es un instrumento de la política, sino que en el capítulo 6, donde pone de manifiesto plenamente a esta, escribe: “Si la guerra pertenece a la política, naturalmente adoptará su carácter. Si la política es grandiosa y poderosa, la guerra también lo será y hasta podrá alcanzar las cumbres donde adopta su forma absoluta. En esta concepción no debemos perder de vista la forma absoluta de la guerra, y su imagen más bien debe permanecer en forma permanente en segundo plano”. Y también añade: “Sólo esta concepción de la guerra le restituye su unidad; solo ella nos permite considerar todas las guerras como cosas de un solo género: solo ella da el fundamento preciso y verdadero y el punto de vista que permitiría elaborar y juzgar vastos planos” (705). Aron no ignora ni pasa por alto ninguno de estos textos. Hasta sugiere, en ocasiones, que pertenecen al verdadero Clausewitz. Por lo menos, eso es lo que entendemos en el pasaje ya citado: “(. . . ) en la noción de guerra absoluta, o de forma absoluta de la guerra, Clausewitz invierte más significaciones de lo que hacemos nosotros en un modelo o un tipo ideal (. . . )”. Pero minimiza su alcance, hasta lo anula, cuando afirma que en el capítulo 1 (I) las dos especies de guerra están estrictamente en el mismo plano. Si lo están, es desde un punto de vista meramente metodológico: en virtud de la subordinación de la guerra en todas sus formas a la política, pero ese punto de vista ¿no está logrado gracias al descubrimiento de un doble cambio de sentido de la política y de la guerra? Ahora bien, este descubrimiento es el de la naturaleza de la cosa, de la esencia. De tal manera que si ha bosquejado bien allí el proyecto de una analítica, en función de la definición trinitaria, puede juzgarse que queda en la dependencia del movimiento primero que instituye la unidad de la guerra, que deslinda el concepto de todas las figuras de la guerra. Aron se dedica a demostrar que Clausewitz no debe nada a Hegel. En el nivel de la conceptualización y del método, tiene razón. Pero uno no puede dejar de hacer la comparación, al leer el Libro VIII. De la historia emerge la guerra absoluta, la guerra perfecta, la guerra napoleónica. De la historia emerge el hombre Dios de la guerra (el término es de Clausewitz). Ese momento es el de la filosofía de la guerra, aquel en que 28
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ella llega a su representación. A partir de entonces, el discurso filosófico o científico atraviesa el secreto de toda guerra, pasada, presente y futura. Así, la guerra napoleónica está en la historia como lo está para Hegel el Estado prusiano, pero ella apuntala la idea de la guerra que se destaca de la guerra real, históricamente dada, como la idea del Estado se destaca de la figura del Estado real al tiempo que a ella se remite. El límite de Clausewitz –no hablamos sino de aquel de su propia empresa, sin por lo tanto entablar el debate sobre la verdad de Clausewitz que constituye la materia de la última parte del segundo volumen de Raymond Aron–, ¿no depende finalmente de la debilidad de su reflexión sobre la política? Su intérprete le reconoce el mérito –contra la opinión comúnmente extendida– de haber reconocido plenamente la subordinación de la guerra a la política y, en consecuencia, la del mando militar a la decisión gubernamental. Los textos que cita no dejan dudas sobre este punto. Pero la relación establecida entre guerra absoluta y política grandiosa permanece indeterminada, por falta de una teoría del Estado. Si es cierto que la guerra de conformidad con su concepto es irreal (por estar escindida de sus orígenes y de sus fines), pero que a despecho de ese estatuto ideal conserva el poder de tornar inteligible lo real, ¿qué ocurre con el Estado que hace posible la guerra cercana a su perfección? Sea, Clausewitz dice que la guerra moderna es aquella que se ha convertido (vuelto a convertir, aclara, en recuerdo de las guerras antiguas) en asunto del pueblo. Observación original, de la que se sabe cómo fue utilizada, pero que queda más acá de todo análisis de los regímenes políticos, de la naturaleza del Estado moderno, de la lucha de clases en su seno, en el sentido de Marx, o del estado social en el sentido de Tocqueville. A falta de análisis, se limita a evocar, con el nombre de política, el entendimiento del jefe de Estado y las condiciones que en nuestros días se llamarían objetivas. Raymond Aron, aunque esté atento a esta confusión (I, nota XIX), parece privilegiar el papel del jefe de Estado. Si lo escuchamos, la guerra está en sus orígenes y en sus fines, suspendida a la inteligencia del Estado personificado. En definitiva, eso sería lo que decide todo: la aptitud del jefe político a la decisión racional,
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la capacidad que tiene de interpretar justamente las condiciones. Sin duda puede fallar; pero él ocupa el lugar de la racionalidad. Es imposible abrir la discusión en el marco de una modesta nota. Pero por lo menos que nos sea permitido formular la pregunta: el punto de vista del poder estatal ¿es el de la racionalidad? ¿Puede reducirse al estatuto de condiciones las relaciones socio-políticas tomadas en su generalidad, en el plano nacional e internacional? Pregunta que desemboca en otra: la idea de la guerra moderna, ligada como está con aquella de la omnipotencia del Estado, ¿engendra (o acompaña) la idea de la acción racional? O bien, lo que se llama acción racional –acción político-militar o política– ¿no se convertiría, para hablar en el lenguaje de Clausewitz y de Aron, en el modelo de la acción humana escindida de sus orígenes y de sus fines?
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1978 Encyclopaedia Universalis [suplemento]
Sobre Archipiélago Gulag
El tercer volumen de Archipiélago Gulag (Seuil, 1976) lleva a su término la obra monumental que Solzhenitsyn consagró al sistema concentracionario en la Unión Soviética. Si se lo examina superficialmente, se puede creer que no hace sino entregar la continuación de un estudio histórico cuyo punto de partida habría sido fijado inmediatamente después de la Revolución de Octubre. De hecho, el hilo cronológico es manifiesto. Las tres partes –“El presidio”, “El confinamiento”, “Stalin ya no está”– están consagradas al período de la posguerra, hasta esos últimos años, y al itinerario propio del autor, deportado a un campo especial (un presidio del que estaban excluidos los prisioneros de derecho común) en 1949, luego confinado, a partir de fines del año 1952, en Kazajstán y, por último, devuelto a la “libertad” en condiciones que lo llevaron a levantarse contra la burocracia pos-estalinista. Tal vez, por efecto de tal representación, este último volumen no suscitó ante el gran público la misma curiosidad que los precedentes y hasta la crítica lo pasó por alto ampliamente. Sin lugar a dudas, muchos lectores pensaron que la descripción de nuevos episodios de la represión no podía añadir nada esencial al cuadro trazado antes y que, en suma, ya sabían bastante sobre el Gulag. Quizá también se imaginaron que Le
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Chêne et le Veau, publicado un poco antes, en 1975, los había informado ampliamente sobre la vida de Solzhenitsyn en la URSS después de su liberación. No obstante, habría que cuidarse de un error que remite al conjunto de la obra al mismo tiempo que al último volumen. En efecto, Archipiélago contiene mucho más que una historia de las prisiones y los campos soviéticos, así como excede, de lejos, un relato de los horrores de la era estalinista, fundado en los múltiples testimonios de las víctimas. Historiador, testigo, portavoz de testigos desaparecidos o silenciosos, Solzhenitsyn ciertamente es todo eso. Pero también se conduce como sociólogo (un sociólogo que, por lo demás, pese a sus declaraciones antimarxistas, hace gala de un sólido conocimiento de Marx): su preocupación es analizar el modo de producción, las relaciones sociales, los mecanismos de la dominación burocrática en el interior de los campos e, incidentalmente, extender ese análisis a la sociedad que los engendró y que los rodea. También, ocupa el papel del etnógrafo, como él mismo lo dice: porque se dedica a reconstituir la mentalidad, las costumbres, las actitudes ante el trabajo, la muerte, la violencia, la coerción de una población que, conducida al límite de la aniquilación, no es por ello menos humana. Incluso, asume la tarea de un pensador político, ocupado como está en poner de manifiesto la lógica del totalitarismo o en comparar el régimen supuestamente socialista con las formas conocidas del despotismo. Por eso, elaborada la masa de los hechos, el autor la ordena en función de un trabajo de interpretación, emprendido bajo el efecto de una pasión de comprender desde el día en que, según su expresión, se “apasionó del mundo monstruoso” donde la suerte lo había arrojado. Por último, esta interpretación está guiada por una interrogación que ningún conocimiento de orden histórico, sociológico o político podría satisfacer, aunque se sostenga en su progreso, y a la que da el bello nombre de “investigación literaria”, haciendo entender así, de la mejor manera posible, que solo la obra es apta para tornar sensible aquello ante lo cual el concepto se sustrae. En consecuencia, sería erróneo limitarse a querer recoger informaciones históricas, por ricas que sean, en el libro de Solzhenitsyn. Es por miedo a ponerse uno mismo en la necesidad de pensar lo que supera 32
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el poder ordinario de pensar por lo que se rechaza la investigación literaria y, en particular, por lo que se aleja uno del último volumen de Archipiélago, suponiendo que la acumulación de nuevas informaciones no puede enseñar nada que no sea lo esperado. De hecho, cualquiera que emprende su lectura, y realmente lo lee, descubre al mismo tiempo que los acontecimientos presentados dependen de una experiencia social que las primeras partes de Archipiélago no permitían imaginar, y que la visión de Solzhenitsyn se transforma al mismo tiempo que su cuadro. Este cambio es tan impactante, tan sensible es la inversión de ciertos enunciados anteriores que parecían excluir las posibilidades de una resistencia colectiva y condenar la violencia revolucionaria, que el propósito del escritor absorbe la atención. Sobre todo, no caben dudas de que no son los imperativos de la cronología los que lo condujeron a diferir la relación de los trastornos y de las revueltas que estallaron en los campos especiales a comienzos de los años cincuenta, sino una exigencia propiamente fenomenológica. Si Solzhenitsyn no dijo palabra de esto en los volúmenes precedentes, cuando en varias oportunidades se permitió anticipar el curso de los acontecimientos, la razón es manifiestamente que quiso preparar a su lector una progresión determinada de pensamiento, obligándolo a residir largamente en el mundo de la servidumbre y a penetrarse de la ética estoico-cristiana que allí se engendra, entre los mejores, antes de hacerle vislumbrar los signos de una voluntad colectiva de emancipación y reconocer la legitimidad de un combate contra el totalitarismo, liberado del mito de la “buena sociedad” vehiculizado por las revoluciones modernas. La referencia de los últimos capítulos del segundo volumen es a este respecto elocuente. Deteniéndose ahí, el lector podía suponer que toda acción política resultaba desacreditada. Solzhenitsyn parecía llegar a la conclusión de la inanidad de los juicios y de las empresas inspiradas por el deseo de una transformación social. “Descubrí –escribía– que la línea divisoria entre el bien y el mal no separa ni a los Estados, ni a las clases, ni a los partidos, sino que atraviesa el corazón de cada hombre y de toda la humanidad”. Y también observaba: “(. . . ) comprendí la mentira de todas las revoluciones de la historia: ellas se limitan a suprimir a los agentes del mal que les son contemporáneos (y además, en su apuro, 33
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sin discernimiento, a los agentes del bien), pero el mismo mal les vuelve como herencia, todavía amplificado” (t. II, pág. 459). El mensaje último se reducía aparentemente al llamado a la elevación del alma. Y llegaba hasta alabar la virtud de la prisión: “Tolstoi tenía razón cuando soñaba con estar encerrado en una prisión”. Ahora bien, al comienzo del tercer volumen, el autor se inflama ante el relato de los crímenes que cometen los detenidos sobre la persona de los soplones, y no solo no condena ya la violencia, sino que la descripción de las grandes revueltas de los presidios le inspira páginas que están entre las más bellas de la literatura revolucionaria. Más aún: ahora, es a los partidarios intransigentes de la no violencia a quienes reserva sus sarcasmos. “Hoy, mientras estoy escribiendo este libro, anaqueles de libros humanistas me miran desde arriba de sus estantes y sus lomos gastados con brillos apagados hacen pesar sobre mí un centelleo reprobador. No se puede obtener nada en este mundo por la violencia (. . . ). Aquí, sentado ante mi mesa, abrigado y seco, estoy plenamente de acuerdo. Pero es preciso haber cargado con veinticinco años por nada, puesto cuatro números sobre sí, mantenido las manos siempre detrás de la espalda, haber sido cacheado maña y tarde, haberse extenuado en el trabajo (. . . ) para que, desde ahí, en el fondo de ese foso, todos los discursos de los grandes humanistas le hagan a uno el efecto de un parloteo de burgueses bien alimentados” (t. III, pág. 194). Y cuando reivindicaba a Tolstoi, vuelve a evocarlo, esta vez contra él, para reivindicar el derecho de luchar en beneficio de la libertad política, ciertamente no como objetivo último, sino como condición necesaria de la libertad moral. Extraordinario cambio, pues, en el discurso de Solzhenitsyn, cambio muy concertado que acompaña la revelación de las revueltas de los zeks (zek, diminutivo de la palabra rusa zakliutchennyi, que significa detenido), y de una manera general su nueva resistencia, gracias a la cual se afirman como políticos, vuelven a tomar la palabra y comienzan a recuperar su dignidad de hombres. El autor no se contenta con mencionar cierta cantidad de estas revueltas, y describe largamente dos de ellas: la del campo de Ekibastuz, donde él mismo se encontraba encarcelado, y la de Kenguir, que duró cuarenta días, que desembocó en 34
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la ocupación completa de la zona y asistió al nacimiento de un gobierno autónomo de los detenidos. Y la descripción, lejos de permanecer en el nivel de la anécdota, pone de manifiesto rigurosamente la organización eficaz y democrática de los rebeldes y la inventiva de sus métodos de lucha y de sus instituciones. Sin duda, Solzhenitsyn no deja pensar que esos levantamientos podían triunfar, pero de su fracaso nunca infiere su inutilidad, mucho menos su ilegitimidad. A su manera de ver, su mérito fue mermar el bloque burocrático. Ahora bien, como lo dice, “es en verdad con fisuras como comienzan a derrumbarse las cavernas” (t. III, pág. 230). Demostrando un arte de la composición totalmente notable, el autor inserta en la primera parte del volumen relatos dramáticos o pintorescos, referentes a las evasiones repetidas de algunos detenidos, como indiferentes a la represión, hasta a sus propias posibilidades de éxito. A imagen de la omnipotencia de la burocracia, Solzhenitsyn opone la de un deseo indestructible de libertad: el deseo salvaje, casi animal, del individuo a quien, por naturaleza, le repugna la sumisión, que da cuenta del deseo colectivo que da a la comunidad de los zeks su identidad política. Pero, todavía hay que esperar a la última parte de la obra para apreciar la importancia del tema de la revuelta. Solzhenitsyn, sin haber dicho antes nada que dejara adivinar el acontecimiento, relata allí un motín que inflamó en 1962 a Novotcherkaask, ciudad de la cuenca del Don, una de las regiones industriales más activas de la URSS. Este levantamiento y la represión que produjo, según un escenario que, por un lado, evoca a Berlín-Este y, por el otro, a Budapest, enseñan que la ciudadela del totalitarismo, a despecho de las apariencias, no está a resguardo de las sacudidas que estremecieron a las democracias populares. Además, los comentarios del escritor muestran hasta qué punto se equivocan aquellos que pretenden encerrarlo en una concepción reaccionaria. Ante el espectáculo de las mujeres que van a sentarse en las vías para impedir la llegada de los trenes y de los hombres que desmontan los rieles, él se fascina con un “dinamismo (. . . ) que volvía a tender lazos con la tradición del movimiento obrero ruso” (t. III, pág. 435). Y saluda con fervor la nueva entrada en escena de las masas: “Oh, fuerza de los movimientos populares. Cuán rápidamente modificas los datos 35
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políticos. Ayer era el toque de queda y ese gran miedo, hoy es toda la ciudad la que recorre las calles y protesta. ¿Habrá que creer entonces que, bajo la gruesa corteza de medio siglo, todavía están allí, al alcance de la mano, un pueblo muy distinto, una atmósfera muy distinta?” (t. III, pág. 439). La audacia de las ideas de Solzhenitsyn se afirma en la última parte del volumen, donde no se contenta con hablar de las condiciones de vida de los confinados, como lo sugiere el título, sino donde bosqueja el balance de la represión que se desploma sobre los campesinos a comienzos de los años treinta y, luego, sobre varios pueblos de la URSS perseguidos por el odio de Stalin. En particular, a propósito del problema de las nacionalidades, él vuelve sobre la traición de los vlassovianos en la última guerra y, más generalmente, sobre los fenómenos de colaboración con el enemigo, de deserción y de insumisión armada, para hacer suya la tesis del derrotismo revolucionario, antaño sostenida por los bolcheviques, y volverla contra sus herederos, y para defender el derecho de los pueblos oprimidos por la burocracia rusa a disponer de ellos mismos. Por último, se puede apreciar plenamente la inspiración política de Solzhenitsyn en la última parte, “Stalin ya no está”, que denuncia la persistencia hasta nuestros días del sistema concentracionario y el reino de la arbitrariedad burocrática. No se limita a defender a una minoría perseguida por sus convicciones políticas o religiosas. Mostrando que millones de personas siguen pudriéndose en campos bajo la etiqueta de derecho común, explica que esos supuestos criminales o delincuentes son en su mayoría los elementos no conformistas, turbulentos o desafortunados de la sociedad, que el régimen se saca de encima para preservar su orden y explotar su fuerza de trabajo, que en este sentido reemplazan a los ex condenados del artículo 58 y son víctimas políticas. Así, en el tercer volumen, es todavía en nombre del pueblo mudo, en nombre de los últimos oprimidos, de los que se “desloman”, de quienes Solzhenitsyn sigue hablando, como se había asignado la tarea de hacerlo a comienzos de su obra. Pero ya no grita justicia solamente en nombre de los muertos y los aparecidos. En el camino, su voz se animó con el hálito de los vivos. 36
Sobre Archipiélago Gulag
[Véase también Un homme en trop. Essai sur L’archipel du goulag de Soljenitsyne, París, Le Seuil, 1975 (republicado: Le Seuil poche, 1986). (Hay versión en castellano: Un hombre que sobra, trad. de ana María Becciu, Barcelona, Tusquets Editores, 1980).]
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1977 Le Monde, [7 de noviembre]
El pueblo y el poder
Christian Descamps – A partir de 1949, en Socialisme ou Barbarie, usted analizó a la URSS como una nueva formación económico-social que nada tenía que ver con un supuesto socialismo. Mucho antes de las explosiones de Alemania Oriental, de Hungría, de Checoslovaquia o de Polonia, usted apostaba que en los países totalitarios iban a renacer movimientos políticos. Claude Lefort – La revista Socialisme ou Barbarie era, en su creación, la expresión de un grupo que, en ruptura con el movimiento trotskista, se proponía restaurar la crítica de las relaciones sociales inaugurada por Marx; también quería formular los principios de una nueva política revolucionaria, frente al sistema mundial de dominación en vías de dibujarse. Rechazábamos el modelo del capitalismo occidental, unificándose bajo la dirección del imperialismo norteamericano, así como el modelo realizado en el Este, gracias a una burocratización de las organizaciones obreras, de la fusión del poder estatal y del poder económico. Estas dos versiones le parecían a nuestro pequeño grupo a la vez rivales y cómplices. La representación trotskista de los movimientos comunistas, como movimientos ambiguos, que combinaban rasgos revolucionarios y contrarrevolucionarios, pronto me había parecido improcedente.
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A mi modo de ver, la experiencia histórica no dejaba dudas sobre la suerte de una revolución que llevaría al poder al Partido Comunista. En semejante hipótesis, este en modo alguno estaba destinado a verse desbordado por las masas. Más bien, conseguiría los medios de eliminar toda oposición y lograría cristalizar a su alrededor a todas las fuerzas en busca de un nuevo modo de dominación. En esa época, Castoriadis elaboraba un análisis de las relaciones de producción en la Unión Soviética, que daba a Socialisme ou Barbarie un fundamento teórico esencial. C. D. – Usted abandonó el proyecto de Socialisme ou Barbarie. C. L. – En 1958 yo abandoné el grupo que animaba la revista y trabajaba, erróneamente a mi juicio, en la creación de una nueva organización revolucionaria. A partir de ese momento, mis críticas recayeron no ya solamente en el marxismo de los epígonos sino en la teoría de Marx y la idea que estaba en su centro, de la revolución proletaria. Además, el sistema de tipo soviético (que es muy preciso llamar por ese nombre, aunque se haya impuesto, como todos saben, a través de la destrucción de los sóviets) me pareció cada vez más como una forma política: una variante del totalitarismo moderno. Lo que me condujo no a desdeñar sus rasgos propiamente socio-económicos, sino a reapreciarlos. Ahora doy más importancia al análisis de las relaciones que mantiene el totalitarismo con la democracia –a la que destruye pero de la que emerge– que a la de una supuesta dinámica de la burocracia o de un dinamismo económico que conduciría a un capitalismo de Estado. C. D. – Hay por lo menos dos ilusiones que usted siempre combatió: una, que el socialismo estaba edificado o en curso de edificación en la URSS y en la Europa del Este; la otra, que esos países conocían un sistema de opresión tan completo que allí no podía surgir ningún conflicto. C. L. – Esas dos ilusiones son gemelas. Conducen del mismo modo a excluir toda posibilidad de cambio en el Este, a poner el socialismo o el totalitarismo a resguardo de toda contradicción, en suma a encontrar en él el fin de la historia. A decir verdad, si la primera se difuminó en la ruda prueba de los hechos, no desapareció (así como tampoco la segunda, por otra parte). Muchos son en la actualidad aquellos que, al tiempo que asocian (ruidosamente) su duelo del modelo soviético, se niegan a 40
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definirlo. Incansables en la denuncia del imperialismo norteamericano, se vuelven extrañamente mudos cuando se trata de dar un nombre a la forma de sociedad que, por primera vez, se dibujó en la URSS y se convierte ahora en un modelo en diversos continentes. Todo ocurre como si fuera inconveniente condenar a un miembro de su familia, precisamente cuando se considera que fue por mal camino. La reacción a los últimos acontecimientos de Polonia ofrece una ilustración impactante de ese estado de ánimo. Como en otra parte lo he señalado, se apuran por denunciar un supuesto golpe de estado militar y por confundir a Jaruzelski y a Pinochet para disimular la continuidad del poder comunista y la lógica de la dominación totalitaria. En cuanto a la otra ilusión, hasta se ha reforzado. La hostilidad violenta que suscita el régimen soviético a menudo trae aparejada la convicción de que es inquebrantable. A este respecto, el ejemplo de Polonia es todavía significativo: se considera admirable el combate de Solidaridad porque es heroico, y heroico porque es sin esperanzas; el poder de la URSS parece no tener fisuras. A mi manera de ver, la serie de levantamientos que conoció la Europa del Este testimonia las contradicciones en las cuales está enzarzado el sistema comunista. A largo plazo, ellas resultarán insuperables para la burocracia del Kremlin. C. D. – Se podría objetarle que el caso de la Unión Soviética es muy diferente del de Polonia o Hungría. El sentimiento nacional activaría las oposiciones de carácter económico y social. C. L. – Es cierto. Pero las tensiones de orden nacional son tan importantes en el interior de la URSS –tal es la naturaleza del sistema– que lo que se produce en la periferia ejerce ineluctablemente efectos en el centro. El bloque ve multiplicarse sus fisuras. Ése es el hecho mayor. Por cierto, nadie puede predecir el porvenir, pero es absurdo imaginarlo bloqueado para siempre.
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C. D. – Luego de Zinóviev,1 mucha gente afirma que la URSS forjó un nuevo tipo de hombres que, a fuerza de maquinaciones y de vodka, se hace a la idea de que “es horrible pero no puede ser de otro modo”. C. L. – No pienso impugnar las descripciones de Zinóviev. La cuestión es saber si ellas bastan para fundamentar sus conclusiones políticas. Lo que da cierto malestar al leerlo es la manera en que invierte la imagen que acreditaban los comunistas. Ellos sostenían que el pueblo soviético adhería plenamente a los valores del socialismo; él afirma que adhiere plenamente a la ley de la corrupción, del cinismo, de la lucha de todos contra todos. Ellos describían un pueblo esencialmente uno; él presenta un pueblo fragmentado. Este modo de inversión trae aparejada una tesis que se une a la tesis dominante: el pueblo tiene el poder que le corresponde, que desea. Por mi parte, yo me pregunto si uno está alguna vez en derecho de plantear la entidad pueblo, de darle una definición. ¿Pueden inducirse actitudes, opiniones, comportamientos, por difundidos que sean, un juicio general, allí donde reina el despotismo, allí donde los puntos de referencia de la ley son borrados y sofocadas todas las libertades? La gente que vive bajo el despotismo se adapta a él de mil maneras, inclusive las más execrables. Lo cual no significa que, de arriba abajo de la sociedad, se sientan satisfechos. Y la cuestión es que, cuando un régimen de esta naturaleza se resquebraja, uno se sorprende de ver el odio que había suscitado. . . hay en ocasiones en Zinóviev, me parece, huellas de cinismo en su denuncia del cinismo. Esto me hace dudar de la serenidad de sus análisis. C. D. – En Un hombre que sobra –y a partir de la obra de Solzhenitsyn– usted describía figuras de resistencia al Estado omnipotente y sin divisiones.
1 En 1976 aparece en Occidente (en las ediciones L’Âge d’Homme) el panfleto Les Hauteurs béantes. El autor, Alexander Zinóviev, es despedido el mismo año de su puesto de profesor del Instituto de filosofía de la Academia de Ciencias. Autorizado a dirigirse a Munich por un año, pierde su nacionalidad en 1978. En 1982 publica, en el exilio, Homo sovieticus. [Hay versión en castellano de: Cumbres abismales, trad. de Luis Gorrachatevi, Madrid, Encuentro, 1979].
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C. L. – Mi intención era mostrar que Archipiélago Gulag contenía entre líneas un verdadero análisis político del totalitarismo. Esta obra no se reduce al testimonio impresionante de una víctima y de un historiador de los campos. También quería mostrar que el análisis era de un orden muy distinto que las opiniones del hombre Solzhenitsyn –opiniones a veces reaccionarias, al pie de la letra del término– que para cantidad de sus lectores se ponían entre medio. Si titulé a mi ensayo Un hombre que sobra es porque quería poner de manifiesto un resorte del sistema totalitario. Con el pretexto de una denegación de la división y del conflicto, el régimen identifica el pueblo con el proletariado, este con el partido, este último con su órgano dirigente, y ese órgano con el amo absoluto, el egócrata. Simultáneamente, lleva a cabo su empresa fantasmática de unificación y de homogeneización de la sociedad fabricándose constantemente un enemigo, un hombre que sobra: el oponente o el perturbador, el parásito, el marginal. Simultáneamente, una vez más, necesita, para la afirmación plena del cuerpo social o para garantizar el funcionamiento autónomo de la máquina social, engendrar un otro, un gran individuo que encarne lo social en su propio cuerpo. Ese gran ingeniero decide todos los movimientos supuestamente racionales; hace pesar cada vez más sobre todos la amenaza de su arbitrariedad y, en virtud de su omnipotencia, la amenaza de su delirio. C. D. – Stalin no era un déspota, carecía de genealogía. Ese tipo de poder no se instituía en una legitimidad trascendente; de este modo, inventaba algo monstruosamente nuevo. C. L. – Sí, acabo de aclararlo de pasada, el totalitarismo es una formación política moderna. El despotismo tenía un carácter más o menos religioso. El poder gozaba de atributos sobrenaturales, supuestamente inscribía el orden de la sociedad en el orden del mundo. En cambio, la sociedad en la cual parece edificarse el comunismo supuestamente posee el principio de su institución. No reconoce nada fuera de ella misma. Significativamente, el egócrata o el órgano colectivo que viene a reemplazarlo no reconoce nada fuera de su poder. Él es quien decide lo que son la ley y la verdad. Este fenómeno monstruosamente nuevo,
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como usted dice, da la clave tanto de la paranoia estalinista como de la paranoia nazi. C. D. – Al lado de los análisis del totalitarismo retomó usted una interrogación filosófica sobre la democracia, barriendo las seudo diferencias entre democracia real y democracia formal. Para usted, es notoriamente insuficiente ver en la democracia una invención burguesa. C. L. – Yo no barro las diferencias entre democracia formal y democracia real. Es muy cierto, por ejemplo, como lo decía Marx, que hay libertades reconocidas, en derecho, como universales, cuyo ejercicio, de hecho, está limitado o desnaturalizado por el poderío de que gozan los grupos dominantes. Lo que intenté mostrar es que la crítica de la democracia formal no basta; la democracia designa una forma de sociedad, una constitución simbólica. El lugar del poder se presenta aquí como un lugar vacío. Ese lugar no puede ser ocupado por nadie; aquellos que ejercen la autoridad política lo hacen temporalmente, al término de una competencia cuyas condiciones deben ser conservadas. La legitimidad del poder en acto está así ligada a la permanencia del conflicto: su fundamento nunca está garantizado. Al mismo tiempo, la sociedad sabe que está dividida; el conflicto político hace señas hacia el conflicto social: los intereses se nombran y se enfrentan; los derechos adquiridos acarrean el deseo de nuevos derechos. La sociedad, constituida en la dimensión del conflicto, busca su identidad en figuras unificadoras: el Estado, el pueblo, la nación. Pero esas figuras son a su manera inestables, sometidas a representaciones antagónicas, siempre interrogadas. En pocas palabras, la sociedad no se define como una unidad sustancial, como un cuerpo. La misma razón hace que el lugar del poder permanezca simbólicamente vacío y que la naturaleza de la sociedad permanezca indeterminada. Como el poder no puede petrificarse en un órgano por encima de la sociedad –incorporarse a la persona de un príncipe o a un órgano colectivo–, existen fuera de él, plenamente reconocidos, un polo de la ley y un polo del saber. Bajo esos polos se desarrolla una dinámica de los derechos y una dinámica del conocimiento. Ninguna crítica del funcionamiento de hecho de tal o cual régimen democrático puede hacernos olvidar sin peligro las virtudes de esta forma de sociedad. 44
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C. D. – Usted es severo con la tentación, tan frecuente en la extrema izquierda, de presentar la democracia como un totalitarismo larvado. C. L. – Así como es importante escrutar las ambigüedades de la democracia y ver por dónde se presta a la formación de ideologías y de movimientos totalitarios, del mismo modo debemos conservar en el espíritu la diferencia de esencia entre dos formas de sociedad. En cuanto a la calificación de la democracia como burguesa, creo en efecto que es errónea. No porque el desarrollo de la democracia no esté ligado a la emancipación de la burguesía. Pero esta, tanto como ha podido, se ha esforzado en poner límites a su desarrollo; ha buscado, en el siglo XIX, circunscribir, en el interior del pueblo, a la buena sociedad, compuesta de aquellos que poseían las “capacidades” o, como aún se decía, “poder, riqueza y honor”. Resistió la institución del sufragio universal, combatió las libertades de asociación de los trabajadores. Toda esta serie de rasgos, que hoy nos parecen inseparables de la democracia, son el efecto de las luchas del movimiento obrero. La democracia no es la invención de una clase, es el producto del conflicto civil. Él mismo resultaba de la pérdida de los fundamentos últimos del poder, de la disolución de los puntos de referencia de certidumbre en función de los cuales se ordenaba la vida social en todas las formaciones políticas anteriores. C. D. – ¿Cómo distinguir, en el marco de nuestra sociedad, las luchas que son el efecto de la fragmentación de los intereses de aquellas que se ejercen para la adquisición de nuevos derechos? En la actualidad los viticultores, los comerciantes, los camioneros, no dejan de afirmar derechos. C. L. – La distinción es cuestión de juicio. Esa palabra debe recuperar todo su sentido. Frente a una situación concreta se trata de asumir el riesgo de zanjar, cada vez. Si el juicio es posible (sin que por ello esté garantizada su verdad), es por supuesto porque existe en su poder el principio de una discriminación. Pero observemos que cada uno lo posee. La reflexión política no es ajena al sentido común. Éste distingue lo útil y lo verdadero, como distingue lo que es justo de lo que es simplemente ventajoso. Lo cual, evidentemente, no significa que los confunda cuando, precisamente, si me atrevo a decir, hay interés en maquillar 45
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su interés bajo las buenas apariencias del derecho. En una democracia ese disfraz es producido cada vez más, porque cada grupo espera una protección del Estado, y afirma su derecho a esa protección. Además, cada vez dispone de más medios para hacer resonar su reivindicación en la opinión pública. No soy de aquellos que piensan que lo económico debe ser radicalmente separado de lo político y que la noción de Estado protector es la causa de todos los males. Esa posición me parece incluso indefendible. Pero es cierto que, cuando un poder y algunos partidos políticos, para acreditar mejor su legitimidad, ceden a reivindicaciones que no están dictadas sino por el interés de una categoría simulando considerarlas justas, precipitan el proceso de corrupción de la democracia. Porque, a la larga, los mismos derechos aparecerán como intereses. La noción de espacio público se sustraerá. Entonces la sociedad, ante la imagen de su fragmentación y de un poder trivial a remolque de los intereses, estará muy dispuesta a acoger un lenguaje de extrema derecha o de extrema izquierda, anunciador de un orden nuevo. C. D. – Durante largo tiempo usted fue partidario de la autogestión generalizada. ¿No había en ese proyecto una idea de transparencia del cuerpo social consigo mismo? Hacer hoy del conflicto el principio constitutivo del espacio político es imaginar espacios irreconciliables. C. L. – El concepto de autogestión es equívoco, cada vez he tomado más conciencia de eso. Pienso que uno de los polos de la dinámica democrática es la participación de los hombres en los asuntos que les atañen. Tocqueville, que ciertamente no era revolucionario, observaba en sustancia que, si se prohibía a la gente mezclarse con las cuestiones con que tropiezan en el círculo más cercano de su vida, era en vano esperar de ellos que se interesen en los asuntos generales de la sociedad. A mi modo de ver, la autogestión es una fórmula moderna de esa participación en el marco de la politización, de la administración, de la vida comunal. . . en cambio, concebida como modo de funcionamiento de la sociedad, tomada en su conjunto, la autogestión me parece fantasmagórica y hasta temible. Podría servir los designios de un movimiento totalitario; este, so pretexto de la democracia masiva, en todos
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los niveles, podría reducir todas las acciones y las representaciones al denominador común de una supuesta voluntad colectiva. El otro polo dinámico de la democracia es el pleno reconocimiento del conflicto social, de la diferenciación de las esferas política, económica, jurídica, científica, estética, de la heterogeneidad de las costumbres y los comportamientos. Observemos una vez más lo que ocurrió en el Este. Los polacos y los húngaros, en su combate contra el totalitarismo, buscaron unir dos exigencias. Quisieron recrear un tejido asociativo y dar una autonomía a las diversas esferas de actividades y a los diversos espacios de vida.
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1982 CFDT Aujourd’hui [mayo-junio]
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El conflicto que se desarrolló abiertamente en Polonia desde el verano de 1980, luego el movimiento de fuerza gubernamental del 13 de diciembre [1981] que trató de ponerle fin, volvieron a dar plena actualidad a la cuestión tantas veces planteada y también tantas veces olvidada: ¿cuál es la naturaleza de los regímenes del Este? Y, ante todo, la del régimen soviético, que impuso su modelo a los otros. Los comentarios que circulan a menudo me sorprenden. En vez de dedicarse a poner de manifiesto la dinámica del sistema totalitario, las contradicciones que vehiculiza y los efectos que de él resultan en el curso de una historia ya larga (más de sesenta años para la URSS, alrededor de treinta y cinco para la Europa del Este), sus autores quieren percibir, en la situación presente, rasgos totalmente nuevos. No hablemos de aquellos que siguen imperturbablemente calificando de socialistas las sociedades del Este. Ningún acontecimiento, ningún argumento viene a quebrantar su certidumbre. Lo que me interesa es la posición crítica. Para unos, el concepto de totalitarismo siempre fue considerado vago, inconsistente. No permite una caracterización científica del sistema de dominación soviética. Solamente el análisis de la
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estructura y el funcionamiento de la economía parece susceptible de suministrarla. Desde este punto de vista, llegan a considerar que la militarización de un sector cada vez más considerable de la economía cambió el carácter del régimen en la URSS y que, en consecuencia, el Partido y la ideología de que este era portador perdieron su función primaria. Otros, en cambio, que consienten en hablar de totalitarismo, no aceptaron el uso del término sino para declarar que no es ya pertinente. De escucharlos, las sociedades del Este fueron totalitarias en una época, pero dejaron de serlo. Son sociedades en transición o en descomposición. Desde este punto de vista, parecen determinantes el incremento del poder militar, el debilitamiento de la ideología, y también los cambios socioeconómicos que, aquí y allá (en Polonia en el curso de estos últimos años, más en Hungría), permiten acondicionar los intereses divergentes de algunas categorías de la población e incrementan el papel de una tecno-burocracia. Independientemente de los comentarios eruditos, los comportamientos de una opinión de izquierda y hasta de extrema izquierda, frente a los últimos acontecimientos de Polonia, llama la atención. La hemos visto movilizarse para condenar lo que le parecía como un golpe de estado militar. En sí misma, la movilización es buena. Lo esencial es sin duda que Solidarnosc1 y todas las víctimas de la represión suscitan un gran movimiento de solidaridad. No habría motivos para inquietarse por una cuestión de definición, si las palabras no estuvieran sin embargo cargadas de pensamientos. Ahora bien, esos pensamientos me parecen equívocos, en el momento preciso en que el acontecimiento debería clarificarlos. A mi manera de ver, la expresión “golpe de estado militar” está hecha para asociar en la misma reprobación a Jaruzelski y a Pinochet, pero disimula la naturaleza del régimen comunista. Hay golpe de rstado cuando un hombre y una facción se adueñan del poder, la mayoría de las veces por la violencia, en todo caso ilegalmente. Ya sea que echen a aquellos que ejercían una autoridad legítima, ya que instalen su dictadura en lugar de una dictadura anterior. El golpe de estado es militar 1
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El sindicato Solidaridad.
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si es producto de un ejército o de una fracción del ejército que juega su propio juego. Ahora bien, ¿cómo decir que el general Jaruzelski derrocó a un gobierno legítimo y violó la constitución? O ¿cómo decir que reemplazó la dictadura del Partido Comunista por la del Ejército? Estas dos versiones de su movimiento de fuerza están desprovistas de sentido. La primera no resiste un examen honesto del régimen instalado en Polonia inmediatamente después de la guerra: la constitución no fue violada porque nunca fue respetada; siempre sirvió de tapadera al Poder comunista y este nunca fue legítimo, en el sentido dado a esta palabra en un país democrático. En cuanto a la segunda versión, para sostenerla por lo menos habría que producir los signos de un conflicto entre la dirección del partido o el gobierno comunista y el general que supuestamente le arranca el poder. . . Imposible: el general mismo dirigía el Partido y el gobierno, en el momento del movimiento de fuerza, con la bendición del Kremlin al que el buró político polaco siempre estuvo estrechamente subordinado. Y ¿quién puede creer que el ejército se conduce como una fuerza independiente? Jaruzelski es comunista de larga data; su primer puesto importante fue la dirección del departamento político del ejército. Los militares de primer rango que lo rodean pertenecen todos al Partido. La verdad es que ante el debilitamiento de la autoridad política del partido no hubo otra solución que recurrir a la fuerza y a los especialistas del uso de la fuerza. Hecho importante, considerable, pero que no altera en nada la índole del régimen, que más bien la revela. Allí donde se sugiere, mediante la imagen de un golpe de estado militar, una mutación, habría que poner de manifiesto la lógica de un régimen donde la represión es ora amortiguada, ora violenta, donde la tolerancia a las oposiciones, como ocurrió en Polonia durante un tiempo, nunca deroga la amenaza del terror, donde este, por último, se desencadena no bien los trabajadores reivindican derechos que ponen en peligro la autoridad, por principio ilimitada e indiscutible, del partido. En consecuencia, volvamos a plantear una doble pregunta: el término de totalitarismo ¿es pertinente, se aplica todavía a los regímenes del Este? ¿Qué designa el proyecto que subyace a la formación del totalitarismo? Una sociedad que supuestamente no encubre divisiones internas (divisiones de clases, en particular), sino divisiones accidentales, .
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en virtud de la persistencia de capas sociales y de intereses surgidos de la antigua sociedad y sostenidos por el imperialismo extranjero. Una sociedad en la cual el poder político se presenta como el poder social general, el poder que la sociedad ejerce sobre sí misma, de tal manera que el órgano dirigente no es representativo, sino que encarna al pueblo. Una sociedad que supuestamente se desarrolla en cada uno de sus sectores en el modo de una organización consciente y que supuestamente posee, en su conjunto, el manejo de su organización. Una sociedad, simultáneamente, que aparece como un vasto cuerpo, cuyos órganos y miembros se ordenan en función de los mismos fines. Una sociedad supuestamente en estado de movilización permanente, al servicio de la construcción voluntaria de una nueva humanidad. Un modelo semejante implica la existencia de un agente que, en todos los sectores de actividades, tiene por función garantizar la unificación y la homogeneización del espacio social. Ese agente es el Partido. Éste no se presenta como un órgano particular, sino como el órgano universal por excelencia; o, mejor aún, figura una suerte de condensado de la sociedad, su principio activo, consciente, voluntarista. El Partido debe ser omnipotente, omnipresente, omnisciente, porque, de no ser así, la sociedad se desbandaría. Además, un modelo semejante implica una función nueva del discurso ideológico. Este discurso se emite en adelante desde un solo foco: el poder político; y tiende a difundir en todos los lugares las mismas representaciones, a reducir a un común denominador los discursos parciales y múltiples que, en una sociedad democrática, están ligados a la posición de capas sociales diversas y se formulan en marcos a su vez diversos, económico, político, jurídico, técnico, pedagógico, estético, etc. A partir del momento en que se hace total, que excluye la contradicción, el discurso ideológico tiende a disimularse como discurso, a tornar invisible el foco del que es emitido. Los agentes del poder que lo enuncian, o todos aquellos que lo vehiculizan, tienden a perder los puntos de referencia de su posición, en cuanto individuos, sujetos de la palabra: es el discurso el que parece hablar a través de ellos. Al mismo tiempo, la referencia a la realidad tiende a borrarse: un discurso de esta índole, en efecto, no tolera desmentidos, ni por hechos ni por argumen52
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tos. Por supuesto, como no obstante tropieza con los hechos, negocia con ellos, trata de adaptarse, pero sin reconocer nunca sus variaciones. Dos observaciones a este respecto. Tal señalamiento del totalitarismo vale tanto para la formación histórica fascista o nazi como para la formación comunista, a despecho de todas las diferencias que aquí no debemos tener en cuenta. Sin embargo, si no consideramos las cosas sino desde un punto de vista formal, el totalitarismo comunista depende de un modelo más acabado, porque la absorción del poder económico en el poder político y la extinción de las viejas capas dominantes acreditan con más eficacia la ilusión de una sociedad sin divisiones internas, de una sociedad homogénea. Segunda observación: el sistema totalitario, así identificado en sus rasgos más generales, aparece como una inversión del sistema democrático. Por otra parte, desde un punto de vista histórico, es un hecho que el bolchevismo, como el fascismo italiano, como el nazismo, no se impuso sino por un combate implacable contra lo que era llamado la podredumbre democrática. Ése era el blanco. Y otro hecho es que, las revueltas, surgidas en el Este, están abiertamente inspiradas por el ideal de la democracia. Las reivindicaciones que, en Hungría en 1956 y en Polonia muy recientemente, tendían al cambio de la estructura económica, no recaían principalmente en el modo de propiedad, sino en el ejercicio de los derechos democráticos en el marco de la relación de producción, incluyendo el derecho a la autogestión. Para no entrar en el detalle del análisis, me limitaré a precisar algunos de los rasgos señalados. En primer lugar, a partir del momento en que el poder político se afirma como el poder social general, por lo tanto ilimitado, la distinción entre el Estado y la sociedad civil tiende a borrarse. En segundo lugar, los puntos de referencia de la distinción entre el poder político y el aparato estatal vacilan. La autonomía de las instituciones estatales, que por cierto permanece siempre relativa en nuestras sociedades, desaparece. Como Hannah Arendt lo observó muy bien, es la estructura del Estado moderno la que se ve subvertida (división objetiva de las tareas, impersonalidad de la decisión, seguridad de los funcionarios).
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Observo de paso que la idea a menudo formulada de un Estado totalitario, que absorbe a la sociedad civil y que ofrece la figura última de la expansión del Estado moderno, es errónea. Y doblemente. Por un lado, las administraciones estatales, en las sociedades democráticas, permanecen en la dependencia de coaliciones de intereses y del ejercicio de derechos que se desarrollaron en la sociedad civil. Por el otro, estas administraciones están estructuradas por sistemas de reglas que les garantizan un grado indudable de independencia y de racionalidad. Siempre de paso, y más generalmente, observo que el concepto de burocracia a menudo expresado (y antaño por mí mismo) para caracterizar el Estado totalitario es equívoco. La burocracia cambia de carácter, en efecto, a partir del momento en que está soldada al poder político y no hay ya una estricta separación entre sus diferentes sectores, jurídicamente garantizada. En tercer lugar, subrayo por lo tanto este punto: lo que parece decisivo es la soldadura entre el poder político y la burocracia estatal. Ella acompaña otro acontecimiento: la soldadura entre el poder y los dirigentes. Ellos hacen mucho más que ejercerlo: lo poseen o, mejor dicho, le están identificados. Este fenómeno gobierna todos los otros, y todos los otros remiten a él. La misma necesidad hace que el órgano dirigente –en última instancia un hombre o un pequeño grupo– encarne el poder, y que el poder encarne la sociedad. En cuarto lugar, una sociedad que en apariencia se corporiza a través del poder político supuestamente adquiere una unidad orgánica que impide admitir los signos de una división interna o de una pluralidad. Todo aquello que, en ella, anuncia la posibilidad de focos independientes del poder y de su agente, el Partido, es considerado intolerable, hasta inconcebible. En este sentido, es conveniente reconocer la lógica del sistema. Ella se ejerce en la exclusión de todo signo de diferencia (individuos o asociaciones independientes) y por un encadenamiento de identificaciones entre el dirigente supremo, la oficina política, el Partido, el proletariado y el pueblo. En quinto lugar, fuera de la abolición o la denegación de las divisiones internas (evidentemente estas subsisten), es conveniente localizar otro modo de denegación que a menudo escapa al observador. Este 54
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sistema, en el cual se encuentra afirmado tal cierre de lo social, en efecto implica que se borren la dimensión del derecho y la dimensión del conocimiento (ya sea científico o de otro orden), dimensiones que, en una sociedad democrática, son constitutivas de un espacio de relaciones y de actividades sustraído a la acción del poder político. Cosa que no significa que no hay, en el Este, universidades, laboratorios científicos; pero la enseñanza y la investigación están por principio vigiladas, subordinadas a la necesidad de preservar las verdades últimas que posee el Partido Comunista. Cosa que tampoco significa que no haya constitución ni, de una manera general, reglas jurídicas. Paradójicamente, estas son múltiples y detalladas. Pero el sentido del derecho, como tal, aquí no existe. Si se puede hablar así, el derecho que prevalece sobre el resto es el del poder de decidir lo que le parece de conformidad con el orden socialista, es decir, totalitario. Así, todas las protestas formuladas, aquí mismo, contra “las violaciones de la legalidad socialista” parecen irrisorias. Porque la distinción entre la legalidad y la ilegalidad en la URSS o, en general, en el Este, es de la incumbencia del poder. Este bosquejo (incompleto), si es justo, ¿autoriza a juzgar que las sociedades del Este se transformaron profundamente? ¿Que ya no son totalitarias? La respuesta parece derivar de mi argumento. Pero es cierto que omití un punto mencionado al comienzo: la función de la ideología. Ahora bien, lo que con justa razón llama la atención de los observadores es el empobrecimiento del discurso ideológico, aunque subsiste y mezcla los mismos temas. Por otra parte, y como lo enseñan numerosos signos, es porque ya no logra sus fines. El tiempo de su eficacia en movilizar amplias masas parece totalmente terminado. Mientras que el régimen se alimentaba con la creencia popular, ahora reinan el cinismo, la corrupción, la indiferencia, o una suerte de familiaridad con la mentira. Para muchos, ésa es la prueba de que la sociedad, en su realidad, no es ya totalitaria, en el sentido en que lo parecía en la época de Stalin o del desarrollo de los partidos comunistas en Europa del Este. No obstante, esta conclusión se desprende de un equívoco en el análisis. Éste debe poner de manifiesto el proyecto del totalitarismo, e induce a reconocer a qué tiende idealmente, pero equivoca el camino si supone que la realidad nunca estuvo de conformidad con el proyecto, y sobre 55
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todo, si no discierne las contradicciones que engendra en la duración del régimen. Ahora bien, estas contradicciones son múltiples. Digamos, ante todo, que el poder nunca logró subordinar a toda la sociedad a través del partido. La burocracia nunca estuvo realmente unificada. Las divisiones internas nunca fueron abolidas. La ideología nunca fue eficaz, incluso para aquellos que se convertían en sus más fervientes adeptos, al punto de olvidar la experiencia que los hombres (incluyendo a los trabajadores en la producción) hacen de lo que es real e imaginario, verdadero y falso, justo e injusto. La crítica del totalitarismo se volvería fantasmática, tanto como la apología estalinista del socialismo, si confundiera las representaciones dominantes, todo cuanto se difunde bajo la autoridad del partido, y la realidad efectiva. De hecho, allí donde el poder pretende encarnar el pueblo, su opresión, pasado el tiempo, está destinada a reaparecer en una luz tanto más intensa. Allí, donde pretende ser invisible y como interior a la sociedad, se expone a ser percibido como exterior a ella, dominándola, puramente despótico. Allí donde el Partido se presenta como el agente universal de la dinámica social, el poseedor en cada campo particular de la verdad comunista, se llega a concebirlo como un doble incompetente de los agentes sociales reales, un parásito universal. Allí donde la burocracia finge confundirse con el proletariado, la acentuación de sus privilegios y de sus rasgos autoritarios la designa como una clase dominante. Por último, allí donde la ideología se vuelve uniforme, invasora, que da respuesta a todo, engendra cada vez más la desconfianza, la indiferencia o el desprecio.
Un análisis histórico y político Lo que desconocen aquellos que hablan de la descomposición del sistema totalitario es que en el tiempo mismo de su mayor desarrollo nunca logró realizarse; porque desde su comienzo llevaba el germen de contradicciones, porque estas se desarrollaron y porque ahora enfrenta sus consecuencias. Para comprender la naturaleza de este sistema, repitámoslo, hay que considerarlo en la duración. Hay que combinar el
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Sobre la naturaleza de los regímenes del Este
análisis histórico con el análisis político, de otro modo este se volvería abstracto. A no dudarlo, es un signo muy importante el debilitamiento de la ideología, el agotamiento de la creencia popular. Pero lo que en otros tiempos se instaló, gracias a esta creencia, no está por eso destruido. El edificio subsiste sin el concurso de las masas que fue necesario para su construcción. Y todavía sería conveniente preguntarse, cuando se habla del reflujo de la ideología, qué se entiende por este último término. La mayoría de las veces no sirve sino para designar el discurso sobre el socialismo, más precisamente el discurso marxista. Ahora bien, si nos remitimos a la época del estalinismo, ya deberíamos señalar la duplicidad de este discurso y lo que tenía de equívoco en las creencias que vehiculizaba (¿no hay ya una diferencia significativa entre aquellos que creen en el socialismo a través del estalinismo y aquellos que creen en el orden estalinista, es decir, totalitario, a través del socialismo?). Pero, sobre todo habría que identificar, bajo el discurso manifiesto, cuyo contenido es propagandista y que perdió sus virtudes movilizadoras, un sistema de percepción de la vida social y del mundo. Éste suministra los criterios del orden y el desorden, de la autoridad y la legitimidad, o de la obediencia y la ilegitimidad, de lo que está de conformidad con la naturaleza de las cosas o en contra de la naturaleza, de la normalidad y de la transgresión. . . semejante sistema se aclararía, sobre todo, si se interrogara la función de la representación de la sociedad como cuerpo y la de la organización, que no hice sino evocar. Entonces uno se vería llevado a detectar una matriz del pensamiento totalitario y a convenir en qué se conserva allí donde declina el lenguaje marxista. En Polonia, los cuadros dirigentes y los burócratas (militares o no) tal vez no mantengan ninguna ilusión sobre el socialismo, tal como aquí le damos sentido, pero eso no significa, sin embargo, que actúen solamente bajo la pulsión de sus apetitos o para proteger sus intereses particulares. Su percepción de la realidad está condicionada por los valores que, en el pasado, dieron su figura al totalitarismo.
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1982 Coloquio de la EHESS:1 “La Alemania nazi y el genocidio judío”
Hannah Arendt: Antisemitismo y genocidio de los judíos
Es peligroso discutir acerca de la interpretación del antisemitismo que Hannah Arendt elaboró en su gran obra sobre Los orígenes del totalitarismo, cuando no se comparte el conocimiento de los hechos sobre los cuales ella se apoya. No soy especialista en la historia de los judíos, tampoco soy historiador; el interés que tengo por la cuestión judía no me hace olvidar mi incompetencia. Pero, cualquiera que fuese la amplitud de los materiales reunidos por nuestra autora, no bastan para conquistar la convicción. Como toda verdadera interpretación, la suya testimonia una elaboración conceptual que suscita la reflexión. Su presentación de la historia del antisemitismo procede de una teoría de lo político cuya huella es constantemente sensible y que sus otras obras permiten percibir mejor. Lo cual me autoriza a interrogarla. Tomaré como punto de partida el prefacio de 1967, redactado en ocasión de la reedición de El antisemitismo, primera parte de Los orígenes, en volumen separado, sin por ello privarme de aprovechar el importante tercer capítulo sobre “Los judíos y el Estado-nación”. En la prolongación 1
École des Hautes Études en Sciences Sociales, Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. [N. del T.]
Claude Lefort
de las cuestiones que me plantea el argumento principal, luego me detendré en la apreciación de la discriminación social que abre el tercer capítulo, “Los judíos y la sociedad”, para preguntarme si es posible, como está convencida de ello la autora, circunscribir sus causas y sus efectos sin un contacto directo con el campo político. Por último, trataré de mostrar los límites de una interpretación que, preocupada por poner de manifiesto las mutaciones de orden político que afectaron a las sociedades europeas en los siglos XIX y XX –muy particularmente la última, que señala el advenimiento del totalitarismo–, elude constantemente el problema de la democracia. Una de las tesis mayores de la autora es enunciada, con total claridad, a comienzos del prefacio de 1967. El antisemitismo, ideología laica, nacida a comienzos del siglo XIX, que solo aparece bajo su nombre a partir de 1870, es en su opinión de una naturaleza distinta que los viejos sentimientos de hostilidad respecto de los judíos, de origen religioso. No solo esos dos fenómenos deben ser separados, sino que “incluso es posible preguntarse hasta qué punto el antisemitismo extrae su argumentación y su aspecto pasional del odio a los judíos”. Esta tesis fundamenta la doble crítica de la historiografía judía, esencialmente apologética, y de la historiografía antisemita. La primera forja la ficción de una persecución ininterrumpida del pueblo judío desde la caída del Imperio Romano, presentando el antisemitismo moderno como una versión laicizada del viejo fanatismo popular. La segunda forja la ficción de un complot judío, de una sociedad secreta que aspiraría a la dominación del mundo desde la Antigüedad. Estas dos ficciones se fijan en la segunda parte del siglo XIX , aunque aprovechan los elementos de una oposición que hunde sus raíces en el pasado. Si consideramos la génesis del antagonismo moderno, bien parece, según las rápidas indicaciones de la autora, que la iniciativa de una teoría de la separación sea imputable a los judíos. Citando en el prefacio la obra de un historiador israelí, Jacob Katz, posterior a la suya, ella subraya que, del siglo XV al final del XVI, el judaísmo se convirtió en un sistema de pensamiento rígido y que bosquejó la teoría de una diferencia de naturaleza, racial, y no ya solamente religiosa, entre los judíos y los no judíos. El momento histórico le parece significativo; sería el de la 60
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dislocación de la Europa cristiana y de la formación de los Estadosnación. Observación que no hay que dejar escapar: la posición de los judíos se vuelve eminentemente singular en el marco del Estado-nación, mostrará más tarde, y cambiará sustancialmente con la destrucción de ese modelo. Es entonces cuando habrán perdido su vínculo privilegiado con el poder estatal, luego su predominio de orden financiero en el sistema interestatal, cuando se convertirán en el blanco de una ideología inspirada por el desarrollo del imperialismo. Pero, provisionalmente hagamos a un lado ese punto. En el origen del antisemitismo moderno, mucho antes de su formación, Hannah Arendt cree localizar la primera señal de una disociación, interpretada en términos de raza, en la representación que los judíos elaboran de su identidad, representación de la que solo se adueñarán más tarde los no judíos, a sus expensas. Por eso no vacila en afirmar, con Jacob Katz, que la disociación de los judíos de los cristianos pesó más en la historia que el proceso inverso. Es conveniente señalar la explicación que da Arendt del desconocimiento deliberado que testimonia el pensamiento judío respecto del papel desempeñado por el judaísmo en la teoría de la separación. Ella estaba dispuesta a imputar a los no judíos la responsabilidad de una persecución continua, precisamente en virtud de las condiciones particulares de la existencia de los judíos en Europa. Desde la destrucción del templo de Jerusalén, estos no poseían ni territorio ni Estado; además, dependían esencialmente de la protección de las autoridades políticas, encontrándose así sin defensa propia, salvo casos excepcionales, y eminentemente vulnerables. “De esto resultó naturalmente que, sobre todo durante los siglos de aislamiento total que precedieron el acceso a la igualdad política, experimentaron todas las explosiones de violencia como fenómenos recurrentes de su historia”. Lo que sugiere ya en este argumento es que la idea de una historia única del pueblo judío se alimentó de la creencia en un designio permanente de persecución. En otra parte, un poco antes, observó que esta creencia, en el corazón de la apologética judía, equivale a “modernizar el mito antiguo de la elección”. Pero aquí no se expresa más que una parte de su pensamiento: más importante me parece la idea, entrelíneas, de que la defensa de la 61
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identidad del pueblo judío, en las condiciones de la dispersión y de la inseguridad, saque partido de las persecuciones de hecho, para figurar una unidad de destino. Esta idea, por lo demás, es claramente formulada cuando H. Arendt pone de manifiesto el momento más importante en la génesis del antisemitismo en el curso del siglo XIX. Ella no niega que apareció en forma espontánea, pero considera que primero fue marginal. En cambio, insiste en la utilización que hizo de ella la historiografía judía, como respuesta a la amenaza de una desaparición progresiva del pueblo judío, provocada por las medidas de emancipación y de asimilación. Una vez más, en esta ocasión ella distingue lo que es del orden de sentimientos antijudíos, señalando causas particulares propias de una coyuntura, de lo que es del orden de una ideología antisemita. Una vez más, digo, pero teniendo en cuenta un factor que solo nombrará posteriormente, que ya no es religioso. Si los judíos, equivocadamente, confunden los sentimientos antijudíos que se manifiestan en la primera parte del siglo XIX con el verdadero antisemitismo, estos adquirieron un nuevo carácter aunque no sean políticos. Vale la pena insistir en esto, la tesis mayor, enunciada en la apertura del prefacio –“Hay que cuidarse mucho de confundir dos cosas muy distintas: el antisemitismo, ideología del siglo XX, pero que solo aparece bajo ese nombre después de 1870, y el odio al judío, de origen religioso, inspirado por la hostilidad recíproca de dos credos en pugna”–, esa tesis, aunque se modifica sensiblemente en el curso de la descripción de los hechos, se conserva en un punto esencial: el antisemitismo moderno, nacido a fines del siglo XIX, es una ideología cuyas premisas ciertamente pueden encontrarse en el pasado, pero cuya originalidad hay que reconocer: es un fenómeno político. Y todavía, para respetar la complejidad del análisis, convendría distinguir, en el mismo seno del antisemitismo político, la versión que aparece simultáneamente en Alemania, en Austria y en Francia, ligada a la crisis del Estado-nación y al desarrollo del imperialismo, y la versión totalitaria. La autora sugiere en su prefacio, y subraya ampliamente en su capítulo sobre los judíos y el Estado-nación, que hay continuidad y a la vez ruptura entre estas dos versiones. Continuidad porque –las últimas líneas del prefacio lo subrayan– “la aparición de los primeros parti62
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dos antisemitas, en los años 1870 y 1880, señala el momento en que la base concreta y limitada de los conflictos de interés es superada y en que se abre la ruta que concluirá con la solución final. A partir de ese momento, vale decir, en la época del imperialismo, seguida por el período de los movimientos y los regímenes totalitarios, ya no es posible separar la cuestión judía o la ideología antisemita de cuestiones casi sin relación alguna con la realidad de la historia judía moderna”. Y, añade: “Precisamente porque el propio antisemitismo servía ahora otros objetivos que, al tiempo que finalmente exigían a los judíos como víctimas principales, superaban de lejos el problema de los judíos y de los antisemitas”. Continuidad, pues, pero también ruptura. Un poco antes, la autora nos impide reducir el totalitarismo a sus elementos constitutivos y a sus orígenes. Ella llega hasta afirmar que la política totalitaria, lejos de ser simplemente antisemita o racista o imperialista (el subrayado es mío) o comunista, utiliza esos elementos ideológicos para su propio servicio, hasta que hayan perdido toda función en la realidad. Paradójicamente, en consecuencia, el antisemitismo político alcanzaría su grado culminante cuando se convirtiera en un instrumento manipulado con fines ajenos a la lucha contra los judíos. Al evocar los primeros congresos antisemitas o los primeros partidos antisemitas y sus líderes, en Alemania y en Austria, Arendt señala lo que servirá de ingrediente a la propaganda totalitaria, pero impugna la idea de una dinámica propia de esa primera ideología. Ésta no habría engendrado nada en forma directa, sino una contra-ideología, que fue el sionismo. En cuanto al antisemitismo francés, que se desarrolla en el momento del caso Dreyfus (es sabido que le consagra todo un capítulo), ella reconoce que allí se encuentra cierta cantidad de rasgos característicos del siglo XX , pero lo distingue radicalmente del antisemitismo totalitario. Señalemos incluso que, con este propósito, ella tropieza con una temible dificultad, sobre la cual volveremos, puesto que bien debe reconocer que ese antisemitismo francés no animó el proyecto de un partido por encima de los partidos, que no salió de una ideología nacionalista, y por último, que nada tiene que ver con el imperialismo. Ahora, a partir de estas rápidas indicaciones, intentemos reconstituir libremente el proceder de la autora, de tomar la medida de su origina63
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lidad, sin detenernos en la letra del texto, pero teniendo en cuenta las principales articulaciones de su análisis. En primer lugar, me parece que Hannah Arendt se propone desmontar la ficción de una historia de los judíos; quiero decir, una historia que se enunciaría en singular o, si se prefiere, para utilizar una expresión de moda, quiere deconstruir esa historia, esto emprendiendo la doble crítica de la historiografía apologética y de la historiografía antisemita. La primera, hace, del pueblo judío el objeto de una persecución universal, la segunda, lo convierte en el autor de una conspiración universal. Para ambas hay unidad de lugar y de tiempo, como corresponde para el despliegue de una tragedia. La intriga está centrada en la figura de un héroe, cuyas aventuras ilustran su destino de víctima o su vocación de criminal. O bien los judíos aparecen como una comunidad eminentemente singular expuesta a la persecución, sin que hayan hecho nada para provocarla; o bien son presentados como una sociedad secreta que trabaja en adueñarse de la dominación mundial. Arendt no solo desea disipar esa doble ficción, también quiere comprender sus razones. Si consideramos aquella que forjan los adversarios de los judíos, esas razones parecen de orden político. ¿Qué es lo esencial de su argumento? La idea de una conspiración judía internacional solo pudo nacer en una época en que el poder se desarraiga del lugar de una sociedad hasta entonces de contornos definidos, jerarquizada en clases, reunida en la figura del Estado-nación. El imperialismo –concepto que abarca tanto el pangermanismo y el paneslavismo como el expansionismo colonial británico– provoca la eclosión de la representación de un poder dominador, por vocación sin límites. Creo que no implica forzar el sentido de su interpretación decir que la imagen del poder judío, conspirador al servicio de un designio de dominación mundial, lleva en su reverso la imagen inconsciente o inconfesable de un poder imperialista, que se extraería aquí y allá de los resabios podridos de la sociedad civil y conquistaría la omnipotencia del actuar. El proyecto mítico imputado a los judíos remitiría a un proyecto político nuevo, sin precedentes. La invención antisemita ¿se fundamenta en algunos aspectos de la realidad?, pregunta Arendt. No, al parecer, porque los judíos son en la época arrastrados en la decadencia del Estado-nación. Se les adjudica un poder 64
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desmesurado en el mismo momento en que pierden el predominio que habían ganado en el financiamiento de los asuntos estatales. Inspirándose en un argumento de Tocqueville (él lo aplicaba a la condición de la nobleza antes de la Revolución), Arendt se cree con derecho a juzgar que los judíos se volvieron odiables, políticamente hablando, en la época en que sus riquezas habían dejado de combinarse con una función real en el Estado. En cuanto a la otra variante de la ficción, la de un pueblo víctima de una persecución universal, ella encuentra su explicación en la tentativa de resucitar una identidad cada vez más en vías de disolución bajo el efecto de la emancipación, y todavía más de la asimilación. El mito de la persecución, pues, alimentado por las agresiones antisemitas, lo he señalado, renovaría la imagen de la elección y la de un destino comunitario. Destruir las dos ficciones permite a H. Arendt describir la vía de una nueva historiografía de los judíos y de sus relaciones con los no judíos. Su proyecto consiste en volver a abrir el tiempo y volver a abrir el espacio que desean borrar a la vez los partidarios de la apologética judía y los antisemitas. Volver a abrir el tiempo. En efecto, se trata de enfocar la fractura que se instaura con la formación del antisemitismo político. Se trata de romper la cadena ficticia que relaciona las violencias medievales de origen religioso y el genocidio nazi pasando por la movilización de la derecha antidreyfusista. A partir de entonces, el observador conquista la libertad de detectar otras rupturas; por ejemplo, de circunscribir el fenómeno de los judíos de corte; de aclarar el entrelazamiento de las finanzas judías en los asuntos de Estado en Francia, bajo la Monarquía de Julio, luego bajo el segundo bonapartismo, etc. Así, en vez de confundir todos los hechos en el seno de una supuesta historia judía, tratada como manifestación de un destino, se vuelve posible restituir la variedad de la población judía en cada época, la diferencia de condición, sobre todo, de los poseedores de privilegios y de la masa de los pobres y los incultos; en suma, se vuelve posible hacer historia, en el sentido en que lo entienden los historiadores, descifrar la figura de múltiples actores judíos, algunos de los cuales a menudo buscaban consolidar sus ventajas manteniendo el estado de segregación impuesto a los otros. En este sentido, volver a abrir el tiempo y volver a abrir el espacio son una misma cosa, ya se 65
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trate del espacio de la sociedad prusiana a comienzos del siglo XIX o bien el de la sociedad francesa en el XX, perturbado por la irrupción de los inmigrantes, cuyo número y rasgos particulares ponen en entredicho los efectos de la asimilación. No obstante, este proceder no induce en modo alguno a H. Arendt a pulverizar la historia de los judíos y del antisemitismo en una multiplicidad de episodios sin lazos entre sí. Su análisis de la formación del antisemitismo político no deja lugar a dudas a este respecto. Por un lado, ella se niega a ver en esto la manifestación moderna de una persecución multisecular; por el otro, se dedica a mostrar cómo llegó a sostenerse en actitudes, comportamientos, a su vez surgidos en el pasado, en respuesta a situaciones conflictivas. Así, se dedica largamente a describir, como lo señalaba, el papel que desempeñó un pequeño número de judíos al servicio del poder de Estado: proveedores de los capitales que este necesitaba, se mantuvieron a distancia de la burguesía industrial y mostraron una repugnancia duradera a insertarse en el sistema de clases; instalados en la posición de un grupo separado, sacaron partido de eso para dirigir a la masa de los pequeños judíos. A la teoría del chivo emisario tan a menudo expresada, nuestra autora objeta que pueda dar cuenta de todos los fenómenos de exclusión y por lo tanto que no explica ninguno en particular. Su convicción es que los movimientos políticos pre-totalitarios o totalitarios no tomaron a los judíos como blanco por azar, que hay que buscar en las relaciones que estos últimos habían establecido con el Estado en el siglo XVIII las condiciones que más tarde permitieron la cristalización de una ideología política antisemita. Más aún, a su juicio esas relaciones se arraigan en un pasado lejano; detrás de los banqueros judíos del Estado moderno se perfilan los judíos de corte y, más allá, los judíos al servicio de grandes señores en la Edad Media. Por lo tanto, no vacila en poner de manifiesto algunas constantes históricas: en particular, la búsqueda por los judíos de una protección ante autoridades políticas, que se acompaña de una desconfianza respecto del pueblo (desconfianza por lo demás justificada por los hechos). Pero todavía no hay que reducir la perspectiva de Hannah Arendt a los términos de una problemática histórico-sociológica. Ella no olvi66
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da que el sentimiento de ser judío se ha preservado incesantemente a despecho de las aventuras en las cuales habría podido extinguirse. En el prefacio que evocaba, discute que “la conciencia judía haya sido jamás una simple creación del antisemitismo”. Su propósito es firme: “Un conocimiento incluso sumario de la historia judía, cuya preocupación constante desde el exilio babilónico siempre fue la supervivencia del pueblo judío, a despecho de los enormes peligros resultantes de su dispersión, bastaría para apartar el mito más reciente sobre ese tema, puesto de moda en los círculos intelectuales desde que el existencialismo sartreano definió el judío como aquel que es considerado y definido como judío por los otros”. La referencia a Sartre llama la atención. Este filósofo tenía el arte de reducir a polvo los enigmas colocándolos bajo el yunque del ser y la nada. Arendt recuerda oportunamente su manera de engendrar y de suprimir a la vez la existencia del judío: “El judío es un hombre a quien los otros hombres consideran judío: ésa es la simple verdad de la que hay que partir”. Por su parte, no es de verdad simple de lo que ella se preocupa, y nada de lo que escribe puede dejar ignorar la constancia de una conciencia judía, precisamente cuando –debería decir máxime cuando–no la ubica en el registro de lo religioso. Ella no rechaza la cuestión de una identidad de los judíos, pero se niega a dar a esta un contenido imaginario. Su objetivo es hacer resurgir del mito la realidad de la historia; es liberar a sus contemporáneos de una ilusión que bien podría ser mortífera y restituirles el deseo de comprender. Como también lo escribe en su prefacio, a su juicio los crímenes antisemitas y el genocidio nazi, más allá de lamentaciones y condenas, exigen una tarea de conocimiento. “Comprender no significa negar lo que es indignante, ni deducir de precedentes lo que carece de ellos, ni explicar fenómenos mediante analogías y generalidades tales que los ataques de lo real, el choque de la experiencia sean borrados. Eso más bien significa examinar y cargar conscientemente el fardo que los acontecimientos hicieron pesar sobre nosotros, no negar su existencia ni padecer pasivamente su peso como si todo cuanto ha ocurrido no hubiese podido ocurrir de otro modo. Comprender, en suma, significa hacer frente a la realidad sin
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prejuicios, atentamente, y resistirlos, cualquiera que sea o haya podido ser”. En otros términos, el deseo de saber, para ella, no se disocia del deseo de libertad. La acogida de lo que es va a la par con la disponibilidad a la acción. Su facultad de conocer y de juzgar se revela de la mejor manera en esta idea, que reformularé de buena gana en estos términos: la historia de los judíos no posee todo su sentido en sí misma; ella depende de una historia más vasta, la de la humanidad occidental; la inteligibilidad de las persecuciones del siglo XX no se entrega a nosotros sino a condición de detectar y de analizar la gran mutación política de la época, que señala el advenimiento del totalitarismo. En otras palabras, los judíos tienen que pensar lo que les acontece a partir del conocimiento del mundo que ellos, de alguna manera, contribuyeron a modelar, pero al que pertenecen. A mi juicio, es en este descentrado de la historia de los judíos, en el desplazamiento del centro de la cuestión, del lugar del antisemitismo al lugar del totalitarismo, de una manera general al lugar de lo político, donde reside la originalidad y la audacia de la tentativa de Hannah Arendt. Pero si hay que rendirle homenaje por su audacia intelectual y la fecundidad de su investigación, ¿significa esto que podamos abrazar, sin reservas, su interpretación? El rápido bosquejo que acabo de dar, apoyándome en la primera parte de su ensayo, sugiere ya algunas cuestiones. El antisemitismo político surgiría en ruptura con la hostilidad contra los judíos de origen religioso, en el momento en que entraría en crisis el Estado-nación, donde se manifestaría el empuje imperialista. Es entonces cuando se formaría la representación de un poder judío conspirador, o la de una sociedad secreta. No obstante, el lector se asombra de que Arendt, tan atenta a la génesis de las representaciones sobre las cuales se apuntaló el antisemitismo moderno, sea insensible a la historia de esta. Sin duda podría parecer anecdótico señalar que Los Protocolos de los sabios de Sión –cuyo papel en el antisemitismo ella recuerda– fue elaborado a partir de una obra anti-bonapartista que no tenía nada que ver con la cuestión judía: el Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, escrito por Joly. Pero esta anécdota ya es simbólica, porque de Marx a Victor Hugo se desencadenó, en ocasión del golpe de estado 68
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de Luis Napoleón, la crítica de una maquinación contra la sociedad, la de un poder cínico, sin vínculos con las clases sociales, ajeno a la nación, que se abatió sobre ella para satisfacer el proyecto de la dominación pura. Además, todos saben que la fantasmagoría del complot contra el pueblo, o bien aquella, cómplice, de una conspiración a su servicio, se desarrolla en la primera mitad del siglo XIX y que germinó en la época de la Revolución Francesa. Estaría fuera de propósito señalar sus diversas variantes, sensibles en particular en la literatura, de Balzac a Ferrari o a Baudelaire. Pero basta con evocarla para vislumbrar dos figuras que parecían obsesionar a comienzos del siglo XIX la imaginación de los hombres: la de un poder, no solo privado de legitimidad, sino fuera de la ley, poder que se introduce por la fuerza en la nación, y la de una sociedad o de una civilización amenazada de disolución, a merced de nuevos bárbaros, cuya salvación está suspendida a la acción de un grupo que sabrá restablecer el poder de la norma. Por cierto, la activación del mito del complot depende de coyunturas socio-políticas. Pero ese mito acompaña el desarrollo de una sociedad que perdió los criterios del orden, de la jerarquía, de la legitimidad en general; de una sociedad arrastrada por la revolución democrática. Hannah Arendt, que no ignora las manifestaciones del antisemitismo en el curso del siglo XIX, no obstante considera que adquieren un sentido totalmente nuevo a partir de 1870. Ciertamente, tiene razón de enfocar la formación de una verdadera ideología, pero puesto que su gran preocupación era reinstalar el antisemitismo en los horizontes de lo político, ¿no debía interrogar las transformaciones de la sociedad moderna posrevolucionaria? Y, para dar razón de la ideología antisemita, ¿no hubiera convenido tener en cuenta las consecuencias de la emancipación y de la asimilación, fenómenos íntimamente ligados al desarrollo de la democracia? Ahora bien, digámoslo en seguida, antes de examinar ese punto de vista, tales fenómenos, de los que tratará en la continuación de su ensayo, a su manera de ver no dependen del análisis de lo político. Éste se circunscribe al estudio de los lazos que mantienen los judíos, constituidos en grupo separado, con el poder central, en esta perspectiva del desarrollo del Estado-nación, o bien al estudio de la relación que se
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establece entre el imperialismo y el totalitarismo y la movilización contra la conspiración judía. La tesis de un primer derrumbe del sistema del Estado-nación a fines del siglo XIX me parece dudosa; el uso del concepto de imperialismo impreciso, por el hecho de abarcar realidades tan diferentes como la explotación capitalista de los recursos de los países atrasados y el pangermanismo o el paneslavismo. Además, es impotente para dar cuenta de la explosión de antisemitismo en Francia a fines del siglo XIX , que la autora subraya que estuvo al servicio del nacionalismo y de un proyecto estrictamente reaccionario, aunque diera nacimiento a una ideología que prefigurara el antisemitismo de los movimientos posteriores a la Primera Guerra Mundial. Por último, la preocupación de Hannah Arendt de reducir la ideología antisemita, en el momento en que se afirma plenamente, fantásticamente, bajo el régimen nazi, a la función de un instrumento cínicamente utilizado para obtener la adhesión del populacho y, en cuanto tal, indiferente a aquellos que buscan la dominación mundial, esa preocupación nos desconcierta. Así como, lo dije, es importante comprender que el antisemitismo no da la clave del totalitarismo nazi, que este no se forma sino a partir de una nueva visión del mundo, de la misma manera me parece insostenible la tesis de un antisemitismo meramente instrumental. Que los nazis no hayan tenido como único blanco a los judíos; que hayan exterminado a alemanes, seleccionados en virtud de una invalidez mental o física; que se hayan encarnizado contra los gitanos, que luego hayan concebido el proyecto de aniquilar a las poblaciones polacas situadas en su territorio: eso es un hecho. Los judíos no fueron su único blanco. Pero, si se reflexiona en eso, el hecho no sostiene la tesis. La noción de una discriminación entre la humanidad y la subhumanidad gobierna la lógica hitleriana del exterminio. No es solamente porque los judíos eran percibidos como un grupo separado, excitando así la hostilidad del populacho, por lo que los nazis hicieron de ellos las víctimas más adecuadas a su designio. Estos últimos procuraban lisa y llanamente la imagen de una población infecta por naturaleza. Se trataba de librar de ellos a la nación, de proceder a una depuración, en el sentido literal del término, de proclamar el imperativo de la profilaxia social. 70
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La búsqueda de una dominación total, que caracteriza al nazismo –de la que la autora muestra, en el tercer volumen de Los orígenes, cómo se ejerció en los campos de concentración, lugares privilegiados de una experimentación sobre los límites de lo posible–, esta búsqueda no puede ser disociada de la voluntad incansable de garantizar la integridad del cuerpo social, de un cuerpo fantaseado como cuerpo natural, de un cuerpo tal que sus miembros rigurosamente solidarios unos de otros manifestarían, cada uno en su realidad física, la pureza del organismo total. Si nos detuviéramos en el componente artificialista del nazismo, olvidaríamos el componente naturalista. Uno y otro son indisociables. Los nazis se ven arrastrados por un doble delirio: se atribuyen un dominio ilimitado de lo real y, simultáneamente, se ven como los órganos de un cuerpo colectivo, como los representantes de una fuerza vital cuyos recursos en su totalidad deben ser liberados de la ganga de la sociedad burguesa. Esta paradoja se verifica, precisamente, ante el examen de la representación del judío: es expulsado a la animalidad; convertido en objeto de experimentación, aniquilado por la Máquina y, simultáneamente, es una figura de la cultura, representa el mundo del artificio, monstruosamente sobreimpuesto al mundo de la vida. No obstante, para hacer plenamente justicia a esos rasgos del totalitarismo, H. Arendt habría debido poner en entredicho su concepción de lo político, como acabo de sugerirlo. Ésta procede de un modo de pensamiento muy singular. Cualquiera que fuese el objeto de su reflexión, esta solo se abre un camino fijando distinciones conceptuales rigurosas. Distinguir, enseña, está en el principio del trabajo del pensamiento. Todas sus obras dan testimonio de esta decisión: ya se trate de la distinción entre trabajo, obra y acción, o bien entre poder y violencia, o poder y autoridad, libertad y necesidad, vida activa y vida contemplativa, y por último, de la distinción entre lo político y lo social. Evidentemente, no es el momento de interrogarnos sobre la validez de cada una de estas distinciones, ni siquiera de preguntarnos si, de una manera general, su uso de la distinción conceptual no le hace correr el riesgo de zanjar en la naturaleza de las cosas, de separar lo que no hace sentido sino 71
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permaneciendo unido. Pero en este caso es de gran importancia escrutar la frontera que pretende trazar entre el campo social y el campo político. Por eso, habiendo expresado mis primeras reservas, ahora me detendré en el argumento que abre el capítulo titulado “Los judíos y la sociedad”. Este argumento, en efecto, tiende a disociar radicalmente los aspectos de la discriminación social de aquellos del antisemitismo político. Y retiene particularmente mi atención porque hace vislumbrar lo que reprime: la cuestión de la democracia o, si se prefiere, la que formula la relación del antisemitismo pre-totalitario y totalitario con las contradicciones que vehiculiza la sociedad democrática. Cito las primeras líneas del capítulo: “La ignorancia de los judíos en materia política los tornaba particularmente aptos para su rol específico y para su implantación en el sector económico estatal. Sus prejuicios respecto del pueblo y su preferencia marcada por la autoridad, que les impedía ver los peligros políticos del antisemitismo, no los tornaba sino más sensibles a todas las formas de discriminación social. Era difícil discernir el motivo político de la simple antipatía, cuando se desarrollaban lado a lado. Pero, lo que importa es que esas dos actitudes nacieron de dos aspectos exactamente opuestos de la emancipación de los judíos. El antisemitismo se debe al hecho de que los judíos constituían un grupo separado; la discriminación social a la igualdad creciente entre los judíos y el resto de los grupos”. En este texto se entrelazan dos tesis. La primera, que gobernaba el análisis del capítulo precedente, sobre el cual no es importante volver, tiene por corolario este juicio: los judíos nunca comprendieron que su condición de grupo separado, teniendo una parte activa en el desarrollo del Estado, los exponía a convertirse en víctimas privilegiadas en el momento de una crisis política. Observemos que la autora había insistido en la indiferencia que testimoniaban los judíos respecto de los cambios que afectaban el ejercicio de la autoridad política. Ésta les parecía adecuada con tal de que los protegiera. En Francia, sobre todo, no habían refunfuñado en servir al bonapartismo, después de la República, y a esta, después de la Monarquía de Julio. En consecuencia, no estaban dispuestos a imaginar el rol que iban a hacerle desempeñar los partidos o los movimientos antisemitas. Y de hecho, en las persecu72
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ciones que se desencadenaron contra ellos no vieron más que un nuevo episodio de una vieja historia. Creo, que en este punto hay que darle la razón a H. Arendt, y seguirla cuando, en otro lugar, ella observa que cada categoría perseguida dejaba una esperanza a otra de ver detenerse la discriminación en sus fronteras. Hasta me parece que útilmente se podría evocar el caso de los Estados totalitarios, llamados socialistas, de los que cantidad de judíos se hicieron los agentes (y no de los menores) o los apoyos, hasta que a su vez resultaron suscitar el antisemitismo. Considerando este caso, sería audaz pretender que la conciencia judía es por esencia antitotalitaria. Pero es cierto, y nuestra autora lo observa una vez con sagacidad: el desconocimiento de la naturaleza del totalitarismo no fue únicamente producto de los judíos. Lo que esta forma de sociedad tenía de absolutamente nuevo no fue generalmente percibido. Dejemos aquí esta observación para dar parte de una reserva. El hecho de que los judíos no vean en el antisemitismo político más que una nueva expresión de sentimientos antijudíos ya conocido, más que el signo de una oposición intra-social, no autoriza a juzgar que la discriminación social carezca en sí misma de significación política. Esta discriminación no es dictada por un viejo odio de carácter religioso, ni se nutre de la hostilidad que inspiraba particularmente la condición socioeconómica de los judíos. La autora lo ve muy bien. Se trata de un fenómeno moderno, producto de la emancipación y, habría que añadir, de la asimilación: el efecto de “la igualdad creciente entre los judíos y el resto de los grupos”. Nuestra reserva nos incita a tomar conciencia de la segunda tesis de la autora y a explicitar nuestra crítica: el progreso de la igualdad es presentado como un hecho meramente social. Ahora bien, me parece erróneo atenerse a esta representación: ese fenómeno es tanto político como social. La ceguera política de los judíos, que denuncia H. Arendt, es mucho más completa de lo que ella sugiere: en la agresión de que son víctimas no reconocen más que la acción de individuos, de grupos particulares. Poco importa si estos resultan lo bastante poderosos para instalar un poder antisemita; el enemigo, a su manera de ver, permanece localizado en la sociedad. Ahora bien, lo que está en juego en el antisemitismo, con el ejercicio y la precipitación de la discriminación, es la forma 73
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de la sociedad o, si se prefiere, un principio generador del conjunto de las relaciones sociales y en particular de la relación que mantiene el Estado con la sociedad civil. En este sentido, existe no solo una ceguera de los judíos a la política, sino mucho más una ceguera a lo político, a la dimensión simbólica de ese espacio que se llama sociedad, en virtud de lo cual se ordena como espacio democrático o bien totalitario. Lo sorprendente es que Hannah Arendt se muestra en el más alto grado atenta a ciertas ambigüedades de la democracia y que percibe una de las vías, por lo menos, que corre el riesgo de conducir al totalitarismo. Luego de las pocas líneas que comentaba, ella escribe: “La igualdad de las condiciones, con seguridad una de las primeras exigencias de la justicia, es también una de las grandes y de las más azarosas empresas de la humanidad moderna. Cuanto más iguales las condiciones, tanto menos fácil es explicar las diferencias de hecho entre la gente, y tanto más desiguales se vuelven los individuos y los grupos”. Reconocemos aquí la inspiración de Tocqueville, aunque la última proposición sorprenda: ese gran pensador nunca imaginó que la desigualdad subsistente, al revés de la igualdad, sería más acentuada en un régimen democrático que en un régimen aristocrático. Por eso deberemos apreciar el motivo de ese extraño juicio. El caso es que sigue siendo en el surco de Tocqueville como ella observa un poco más lejos: “El gran desafío lanzado a la edad moderna y su peligro particular son los siguientes: por primera vez, el hombre enfrentó al hombre sin estar protegido por las diferencias de situación y de condición. Es precisamente el nuevo concepto de igualdad lo que hizo tan difíciles las relaciones modernas entre las razas, porque nos encontramos aquí frente a diferencias naturales, y no se puede esperar de un cambio de condición que las haga menos visibles. Precisamente porque la igualdad exige que reconozca a todo individuo, cualquiera que fuese, como mi igual, los conflictos entre grupos que, por una razón u otra, se niegan a reconocer su igualdad recíproca fundamental, revisten formas tan espantosas”. Nadie lo duda: muy juiciosamente, Arendt utiliza el análisis tocquevilleano de la democracia al servicio de una interpretación del antisemitismo. Sin embargo, ella no pronuncia esa palabra democracia en esta primera parte del capítulo, totalmente de orden teórico. Elusión significa74
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tiva. Remitámonos ahora, en efecto, a las pocas líneas que separan los dos pasajes que acabo de citar: “Cada vez –escribe– que la igualdad se vuelve un hecho mundano sin posibilidad de medida o de explicación, hay una posibilidad sobre cien de que se la reconozca simplemente como el principio de funcionamiento de una organización política [“the working principal of a political organization”], en la cual algunas personas, por otra parte desiguales entre ellas, gozan de derechos iguales. Por el contrario, hay noventa y nueve posibilidades sobre cien para que se vea en ello erróneamente una cualidad innata de cada individuo que uno llama normal, si es como todo el mundo, y anormal si es diferente. Esta perversión del concepto de igualdad, transferido del plano político al plano social, es tanto más peligrosa si una sociedad solo deja poco lugar a grupos particulares y a individuos, porque entonces sus diferencias se vuelven todavía más impactantes”. El objetivo de este propósito, pero también sus equívocos, no deben escaparnos. El objetivo: quiere disociar la igualdad política de la igualdad social. Más precisamente, circunscribir lo político, como lugar donde se da la verdad de la igualdad, sustrayéndolo de lo social, donde esta solo puede aparecer sin fundamento, como un hecho bruto y, de resultas de eso, no se puede enunciar sino disfrazándose como hecho de naturaleza, engendrando la ficción de una esencia del hombre. Así, una ficción semejante volvería impensables las diferencias efectivas que subsisten entre los hombres, y lo impensable se convertiría en lo intolerable; desencadenaría el odio en una coyuntura de tensión excepcional. En cuanto al equívoco, consiste en asociar y separar al mismo tiempo la igualdad de las condiciones (de ella se trata bajo la denominación de hecho mundano) y la igualdad política. Por un lado, Arendt pone de manifiesto el proceso de la igualdad de las condiciones y la relación que ella mantiene con la igualdad de los derechos políticos, procediendo y expresando esta la verdad; por el otro, paradójicamente, niega la significación política de este proceso, lo presenta como meramente empírico, considera que no puede conquistar más que un estatuto imaginario, vale decir, prestarse a la ficción de una identidad de naturaleza de todos los hombres. Así, no vacila en declarar que hay perversión de la igualdad en el pasaje de la representación política a la representación social. 75
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A partir de entonces, todo ocurre como si el punto de vista de la teoría lisa y llanamente borrara el punto de vista de la historia: la destrucción de los rangos y los órdenes, de las redes de dependencia no aparece en modo alguno como la condición, más que eso, como el hecho generador de la igualdad política. La igualdad, como “working principle of political organization”, adquiere una significación independiente e intemporal. Tal vez esta no se afirma, a la manera de ver de nuestra autora, sino en circunstancias particulares, para apuntalarse, pero parece no tener raíces en la vida social. La expresión vida social debe ser tomada al pie de la letra porque, como lo enseñan tanto Human Condition, por ejemplo, como On Revolution, los procesos puramente sociales son procesos biológicos que hay que separar de la esfera de lo político, esfera de la acción. Es inútil aclararlo: si H. Arendt aprovecha la problemática de Tocqueville, la desvía en dirección a una teoría que en modo alguno es la suya. Él nunca hubiera podido decir que había perversión del concepto de igualdad en el pasaje de lo político a lo social. Él veía que la igualdad política se engendraba desde ese estado social que llamaba igualdad de las condiciones. Pero, el equívoco se incrementa cuando Arendt considera como una sola y misma perversión la traducción del concepto político en términos de igualdad social y de igualdad natural. En efecto, aquí se trata de dos representaciones diferentes. Observemos, primero, que la igualdad de las condiciones significa la desaparición del principio de diferenciación y de jerarquización que definía a los hombres como desiguales por naturaleza. Ésta no se confunde ni con la igualdad social ni con la igualdad económica. Tal es, en sustancia, el pensamiento de Tocqueville: los hombres bien pueden distribuirse en clases diversas, ejercer funciones y gozar de ingresos diferentes, unos mandar, los otros servir: a partir del momento en que la división social deja de encontrar su sanción en un decreto de la divinidad o que ya no resulta de una ley de la naturaleza, esos hombres se ubican, unos frente a otros, como semejantes. Al proyectar la igualdad de las condiciones en el registro de lo social empírico, Arendt deja escapar su significación. Su argumento sobreentiende (la idea es expresada en otra parte) que lo que depende del orden de la naturaleza 76
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–entendamos: de la vida, del proceso histórico-social, biológico– debe ser mantenido a distancia de lo que depende del orden de lo político, el orden propiamente humano de la palabra y de la acción. Y, también, que el desconocimiento de esa distancia engendraría la ficción de una esencia del hombre. La impotencia para distinguir el campo de la necesidad y el campo de la libertad conduciría a imaginar una igualdad natural. Al afirmar esta distinción, Arendt zanja entre la desigualdad y la igualdad, caracterizando como primera la relación social, como segunda la relación política. Sin duda, ella observa de paso que la igualdad es una de las exigencias de la justicia. Pero no saca ninguna consecuencia de esto. En cambio, insiste en las diferencias irreductibles que subsisten entre los grupos y en las desigualdades socioeconómicas, como si fueran una sola y misma cosa. Más aún, lo recuerdo –y este comentario se aclara–, llega hasta declarar extrañamente que “cuanto más iguales son las condiciones (. . . ) tanto más desiguales se vuelven los individuos y los grupos”. En mi opinión, su análisis sería mucho más convincente si, concentrándose en la igualdad de las condiciones, pusiera de manifiesto sus ambigüedades. En efecto, implica el reconocimiento del semejante por el semejante –fenómeno mucho más general que el de la igualdad de los derechos políticos– y contiene, como lo mostró Tocqueville, la amenaza de una homogeneización de la sociedad, de un rebajamiento de todos ante un poder omnipotente, de una disolución de los puntos de vista particulares en el punto de vista soberano de la opinión, de una intolerancia a todo cuanto se vuelve signo de marginalidad frente a la norma dominante. No vaya a creerse que, con esta reflexión sobre las premisas teóricas de Arendt, me alejo de la cuestión del antisemitismo. En mi opinión, no caben dudas de que es a partir de estas premisas como ella se consagra a separar el fenómeno de la ideología antisemita y el de la discriminación social, y a negar la significación política de esta. Las dificultades en las cuales se enreda son particularmente sensibles en esas primeras páginas del capítulo al que me refiero (“Los judíos y la sociedad”). En la prolongación del análisis que acabo de resumir comienza por declarar: “Así, cuanto más igual era la condición de los judíos a la de 77
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los otros, tanto más sorprendentes eran sus diferencias”. Luego, tras haber observado que eran objeto a la vez de un resentimiento y de una atracción y que esta doble reacción determinó su historia social en Occidente –dando así la impresión de que se refiere a un elemento de explicación de primera importancia–, añade con dureza: “No obstante, tanto la discriminación como la atracción fueron políticamente estériles”. ¿Por qué? Porque, responde: “La primera no estuvo en el origen de un movimiento político contra los judíos, y la segunda no les fue de ninguna ayuda contra sus enemigos”. Así, la historia social de los judíos no tendría nada que ver con la historia política. Al aclarar una vez más que estas dos actitudes envenenaron la atmósfera social, pervirtieron toda relación entre judíos y no judíos y que fueron responsables de la formación de un tipo judío (ese tipo que, como lo describirá más tarde, combina los rasgos del advenedizo y del paria), vuelve a impugnar que esta situación pudiera acarrear consecuencias políticas notables en Europa. La afirmación parecería extraña si no hubiésemos observado ya la confusión que opera entre la igualdad de las condiciones y la igualdad social o económica. “La antipatía de la sociedad respecto de los judíos y los diversos modos de discriminación –escribe– no acarrearon grandes perjuicios políticos en Europa, porque allí nunca se realizó una verdadera igualdad social y económica. Según todas las apariencias, las nuevas clases se desarrollaban como grupos a los que cada uno pertenece de nacimiento. Sin duda alguna, fue en tal marco como la sociedad podía admitir que los judíos se definan como un clan aparte”. Fuera de la confusión que acabo de mencionar, entre las diversas formas de igualdad, nos sorprende su indiferencia al acontecimiento que había evocado –y sobre el cual volverá largamente, aunque no mida todo su alcance–, la aparición de los judíos en espacios múltiples, en el mundo del comercio, de la ciencia, del arte y de la cultura de masas, su acceso a las carreras liberales, su nueva inserción en la mediana y, para un pequeño número, la gran burguesía. Pero, tal es el prejuicio teórico de la autora que este fenómeno, característico de la evolución de la democracia, debe permanecer separado de la realidad política. Y paradójicamente, la noción de grupo separado, que había utilizado en el capítulo precedente para la explicación de los orígenes o, por lo menos, de las condiciones 78
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del antisemitismo político, ahora viene a cumplir una función inversa: el grupo separado sobre el cual cristalizarían sentimientos de hostilidad de múltiples procedencias, en virtud de su exterioridad respecto del sistema de clases, es considerado tolerable debido a la rigidez del sistema que tiende a encerrar a cada uno, desde su nacimiento, en fronteras grupales. No obstante, mucho más paradójico nos parece el último argumento, que cierra el preámbulo del capítulo. Habiendo juzgado que la discriminación social no había podido tener consecuencias políticas importantes en Europa, debido a que allí la igualdad era malograda, Arendt, por una deducción temeraria, llega a inferir que es allí, en el punto más alejado –es decir, en los Estados Unidos– en que se realizó, donde el estado social puede suministrar el terreno de un antisemitismo político. De escucharla, la igualdad de las condiciones, que entonces percibe, aparentemente, a través de uno de sus aspectos, la igualdad de las posibilidades, alcanzó tal grado que ya no deja como único modo de diferenciación más que la discriminación. Por cierto, habría una contradicción flagrante si la hipótesis de un antisemitismo norteamericano estuviera directamente fundado en el progreso de la igualdad de las condiciones: la frontera de lo social y de lo político se borraría. En todo caso, esta hipótesis implica dos consideraciones. La primera es formulada en el cuerpo del texto. Arendt tiene en cuenta los obstáculos con los que tropieza un Estado que incorpora poblaciones de orígenes múltiples: “Allí donde la discriminación no está ligada solamente a la cuestión judía, puede servir para cristalizar un movimiento político que pretende resolver todas las dificultades y todos los conflictos naturales de un país multinacional por medio de la violencia, de la dictadura del populacho y de conceptos raciales vulgares”. La segunda consideración se ubica en una nota. Resalta la especificidad de la condición de los judíos en Norteamérica, frente a la de los negros o los chinos. Si son susceptibles de provocar la transformación de una discriminación social en ideología política, es “por la simple razón de que solo ellos, por su historia y su religión, expresaron un principio bien conocido de separación”. Es evidente que yo no puedo, que nadie puede descartar a priori la eventualidad de un antisemitismo político 79
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en los Estados Unidos. El caso es que me parece notable que Arendt zanje entre discriminación social y antisemitismo, allí donde los signos más masivos de sus relaciones fueron visibles, y que no consienta en relacionarlos sino allí donde faltan, o no son muy sensibles. No me demoré en escrutar algunas articulaciones del texto de Hannah Arendt para desacreditar su interpretación. Ésta, lo dije, procede de una intención fecunda. Treinta años después de su publicación, Los orígenes del totalitarismo conserva todo su vigor y nos persuade de que el fenómeno moderno del antisemitismo debe ser reubicado en los horizontes de una historia política. Mis objeciones, se lo ha comprendido, son suscitadas por una conceptualización de lo político que tiene por efecto relacionar abusivamente este fenómeno con la destrucción del Estado-nación, reducir el totalitarismo al proyecto de la dominación total y, finalmente, impide sondear las ambigüedades de la democracia. Habiéndome aplicado a examinar la función que la autora asigna a la igualdad de las condiciones, no querría dar la impresión de que esta resume, en mi opinión, la aventura de la democracia o que, siguiendo a Tocqueville, ubico en ella el hecho generador de todos los otros. El mismo Tocqueville, que opuse a Arendt, considera en varias oportunidades ese hecho como meramente social. Sin embargo, ninguna duda cabe de que sus análisis incitan a no separar lo social y lo político. Su mérito es mostrar que es en cuanto hecho simbólico, y no en cuanto hecho real, como la igualdad adquiere un alcance histórico, una función generadora de transformaciones sin precedentes. Hecho simbólico, digo, porque señala un acontecimiento que ningún cambio real permite medir: la desaparición del fundamento legítimo de la diferenciación de los grupos o de la división social como tal. Equivocadamente, observaba yo, Arendt lo convierte en un “hecho mundano”. Si se tiene a bien reflexionar en ello, el rompimiento de los puntos de referencia que fijaban la posición de uno y de otra, en toda la extensión y en todos los registros de la vida social, no es un hecho mundano así como tampoco su estricta definición en el pasado, a partir de un principio religioso o derivado de la religión. La nueva indeterminación que se vincula con el orden social, como la plena determinación, antaño, de ese orden, bajo la garantía de una instancia trascendente, testimonia una experiencia del mundo, de una 80
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manera de ser en el mundo, de la que no da razón la historia empírica. Por lo demás, Tocqueville no se habría interesado tanto en mostrar, en El Antiguo Régimen y la Revolución, que los hombres se volvían cada vez más disímiles en el siglo XVIII, a medida que efectivamente se volvían más semejantes, si no hubiese tenido la idea de una estructura simbólica que rige los comportamientos, las creencias, las representaciones, a despecho de los cambios de orden económico, técnico o científico. Ahora bien, de admitirlo, bien debemos interrogar una mutación que afecta el lugar del poder. Si es exacto, como acabamos de decirlo, que la igualdad de las condiciones implica la pérdida del fundamento de la distinción natural de los grupos y los individuos, no es menos seguro que el advenimiento del régimen democrático horada un vacío en el lugar del Príncipe. El poder no está ya incorporado en su persona, la nación no está ya incorporada en la monarquía y, a la vez, la esfera del Estado y la de la sociedad civil se separan mientras que se opera un desenredo entre la idea del gobierno de los hombres, la idea del derecho y la idea del conocimiento, antaño condensadas en el mismo polo. No quiero sugerir que el poder, en democracia, carece de legitimidad. Pero esta ya no le es inherente; aquellos que ejercen la autoridad no lo hacen sino como consecuencia de una competencia de los partidos, que absorben ellos mismos intereses, opiniones y creencias conflictivas; permanecen en busca no solo de su propia legitimidad sino de aquella del poder: esta última nunca es adquirida. Así, la democracia se acondiciona de tal modo que a despecho de la referencia a una identidad común que constituyen el Pueblo, la Nación, el Estado, descarta la representación de un poder que encarna y la de una unidad sustancial de la Sociedad. Tampoco quiero sugerir que la trascendencia del poder se ha desvanecido, pero a partir del momento en que no puede corporizarse, la paradoja es que se da a la vez como exterior e interior a la sociedad, surgiendo de su seno por la vía del sufragio y presentándose como una instancia que la domina, gracias a la cual se mantiene y se remite a ella misma. La historia de varios países en Occidente nos ofrece la prueba de que semejante régimen es viable, de que semejante formulación y puesta en escena de la unidad y de la división resisten los acontecimientos. No obstante, se manifiesta su 81
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vulnerabilidad, al mismo tiempo que su aptitud para acoger y, de alguna manera, para interiorizar el conflicto y la indeterminación de lo social. La disolución de los puntos de referencia de la certidumbre, que a mi juicio en lo más profundo acompaña el desarrollo de la democracia –de esos puntos de referencia que daban una visibilidad al cuerpo social, a la jerarquía de sus miembros y al poder que lo encarnaba (tornando a su vez manifiesto el reino de la Ley por encima de los hombres)–, esa experiencia suscita múltiples resistencias que pueden transformarse en aversión en coyunturas particulares de inseguridad. Lo que obsesiona a la sociedad democrática –podemos volver a decirlo, apreciando mejor este fenómeno–, es la imagen de un poder realmente exterior, debería decir: extranjero; de un poder que teje la intriga de la dominación. Del mismo modo, es la imagen de un poder realmente en la sociedad, de un poder trivial, al servicio de intereses particulares de un poder cuyos agentes actúan la comedia de la representación popular. Es también la imagen de una sociedad realmente fragmentada, o en vías de disolución, de una sociedad en la cual, bajo la apariencia del derecho, grupos perversos satisfacen sus apetitos. Estas imágenes alimentan el antisemitismo moderno. Por cantidad de razones que Arendt expone de manera convincente, los judíos, desde el punto de vista de diversos grupos, representaron el Otro maléfico, el enemigo del exterior y el enemigo del interior. Con seguridad no se trata ni de confundir todas las épocas ni de confundir todas las oposiciones a los judíos. El caso es que estas no carecen de afinidades. A despecho de su preocupación de distinción, Arendt suministra numerosos elementos que permitirían identificar ciertos rasgos comunes a todas las formas modernas de antisemitismo, ya tengan por foco la aristocracia, la burguesía, la derecha y la extrema izquierda, o el nazismo y el comunismo. Sin lugar a dudas, no se crea una verdadera ideología antisemita sino a fines del siglo XIX. Pero ¿por qué asociarla al imperialismo? ¿No es el tiempo en que se desarrollan todas las consecuencias de la revolución democrática: la competencia de los partidos, la fragilidad de un poder en busca de legitimidad, el desarrollo del movimiento obrero y la precipitación del conflicto social? El advenimiento del nazismo, con seguridad, señala un giro en la lucha contra los judíos, que anuncia la 82
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empresa del genocidio, pero ¿cómo no ver que lo que quiere destruir no es ni la burguesía, que se adaptará muy bien a su reinado, ni los intereses capitalistas con los cuales transigirá, sino el sistema de la democracia? No consideremos más que esos dos fenómenos: el antisemitismo de la derecha clásica y el antisemitismo nazi. Imposible confundirlos, es cierto. Uno está al servicio de una defensa de las jerarquías establecidas, del viejo nacionalismo, de la tradición, el otro al servicio de la revolución que pretende construir un tipo de hombre nuevo haciendo tabla rasa del resto. Pero, ambos están animados por el mismo odio contra la anarquía, contra la corrupción de las costumbres que les parece indisociable de la democracia moderna. En vano se desdeñaría su complicidad, tan evidente en Alemania, cuando las elites burguesas participan en la política de eliminación de los judíos, o bien en Francia, cuando el régimen de Vichy se une, o mejor, aventaja a los nazis en las persecuciones antisemitas. Discriminación social, antisemitismo político, intolerancia a la igualdad, resentimiento con respecto a un grupo separado, estas distinciones necesarias corren el riesgo de volverse arbitrarias, si uno se detiene en ellas. El antisemitismo, antaño difuso, se cristaliza en ideología, cuando los judíos se vuelven en todas partes visibles, hasta en las instituciones sagradas del ejército y de la magistratura, hasta en la escena política. Ellos, decía, encarnan al otro maléfico, cualesquiera que fueren sus comportamientos efectivos, a veces de los más conservadores. Ese otro, ¿no lo engendró la sociedad democrática? ¿No fijó ella en lo imaginario la parte de lo inasible, de lo inmanejable, de la ajenidad que enfrenta? A mi juicio, es su intolerable indeterminación lo que persigue; ella hace de un ser determinado el indicio de su propia imposibilidad de coincidir consigo misma. En la obra de Arendt, precisamente en el último capítulo que yo evocaba, hay una página sorprendente donde denuncia, antes de que el tema se haya puesto de moda, la sociedad burguesa como sociedad del espectáculo y donde ella corre el riesgo de presentar a los judíos como los agentes por excelencia del tráfico de lo imaginario. No digo que su análisis carezca de fundamentos. Pero no puedo negar la sospecha de que ella cede entonces a su vez al fantasma de una sociedad que podría estar totalmente presente a sí misma y que, de una 83
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manera general, en su proceso de la corrupción burguesa, sea insensible al torbellino, a la volubilidad que necesariamente se relaciona con una humanidad en busca de sí misma. Por último, me sorprende que se detenga en la imagen antisemita del traficante de lo imaginario, sin tener en cuenta la imagen del judío amenazador, que viene a socavar las grandes certezas, introducir la enfermedad en el cuerpo de la nación, la de Freud, de Einstein, o de Kafka o de Marx, imagen lo bastante poderosa para que Goebbels, lo recordamos, haya podido movilizar a las masas alrededor del brasero donde debía arder, con los libros malditos, la conciencia judía del Occidente.
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1985 EHESS
Revolución y parodia
El concepto de revolución, en su acepción moderna, designa el momento de una ruptura en el curso de la historia. Independientemente del juicio que se haga sobre los efectos reales de una revolución, debemos convenir, al considerar el fenómeno mismo, que durante días, semanas o meses, el tiempo parece seguir un curso inédito o bien, como lo dijo Michelet ante el espectáculo de la Revolución Francesa, que la noción misma del tiempo queda sin efecto. Allí donde la continuidad se deshace, allí donde de pronto se trastornan los mecanismos de la repetición, ¿cómo se hablaría de imitación? Y allí donde de pronto los principios mismos de la vida social se vuelven la postura de una guerra entre clases, grupos, individuos, allí donde la política parece convertirse en el asunto de todos y aclarar con una misma luz todos los actos públicos y privados, ¿cómo se hablaría de una irrupción de lo burlesco en la historia? Sin embargo, lo saben, no dejaron ustedes ya de evocar ese recuerdo, es a Marx a quien se debe una carga feroz contra una revolución, la de 1848, y la acusación de parodia.
Claude Lefort
Los comentarios que abren El 18 brumario1 no habrían impactado tanto si se hubiese contentado con comparar una revolución lograda y una revolución fallida, una revolución inspirada y una revolución que tartamudea. Ellos llamaron la atención porque contenían una reflexión sobre la imitación. Marx no se detiene en la idea de que los actores de 1848 se mostraron incapaces de inventar, fascinados como estaban por la imagen de la primera revolución. Sin duda, esta idea la expresa con una gran fuerza, pero su crítica abarca, al mismo tiempo que la revolución de 1848, todas las revoluciones pasadas de la era moderna, aunque no las confunda. En todas detecta la función de la imitación, producto de la atracción del pasado o, también puede decirse, del retorno del pasado en el presente, puesto que no vacila en hablar de la “resurrección de los muertos” y de la “tradición de las generaciones muertas” que pesa gravosamente sobre el cerebro de los vivos. Él ve que esa atracción por el pasado o ese retorno del pasado se intensifica fantásticamente en el mismo momento en que los hombres se ven obligados a una invención histórica. “E incluso cuando parecen ocupados en transformarse, en crear algo totalmente nuevo, es precisamente en esos períodos de crisis revolucionaria cuando evocan temerosamente los espíritus del pasado, cuando les toman prestado sus nombres, sus consignas, sus costumbres, para aparecer en la nueva escena de la historia bajo ese disfraz respetable y con ese lenguaje prestado”. Tal es, pues, al parecer, su descubrimiento en El 18 brumario que recalcaba sutilmente Harold Rosenberg en un ensayo, Los romanos resucitados, que figura en La tradición de lo nuevo: no se puede concebir el drama de la historia como un movimiento ascendente de la conciencia; más bien hay retroceso de la conciencia humana ante la novedad (aunque el fenómeno, a la manera de ver de Marx, sea superable en el porvenir). Hablando de la Revolución Francesa, Marx observa: “Sus gladiadores encontraron, en las tradiciones estrictamente clásicas de la república romana, los ideales y las formas de arte, las ilusiones que necesitaban para disimularse a ellos mismos el contenido estrechamente burgués 1 Karl Marx, Le 18 Brumaire de Louis Bonaparte, 1852. [Hay versión en castellano: El 18 Brumario de Luis Bonaparte, sin indicación de traductor, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2003].
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de sus luchas y para mantener su entusiasmo en el nivel de la gran tragedia histórica”. Y Rosenberg comenta: “La acción histórica exigía, no una comprensión histórica, sino su contrario, el enmascaramiento de lo histórico y de sus límites inevitables”. ¿Por qué la exigencia de este enmascaramiento, en el caso de los burgueses de la Gran Revolución, por qué ese desprecio sobre su identidad que los hace disfrazarse de héroes antiguos? La respuesta se deja entrever, si bien no es explícitamente formulada: la burguesía no puede enfrentar lo desconocido, aceptar el riesgo de una creación que la hará llegar al papel para el cual está hecha, acogiendo la verdad de su situación de clase: ella descubriría la contingencia de su existencia. Lo que no quiere saber es que, como actor histórico, tomada ella misma en la historia, es mortal. Su identificación con los héroes es una evasión fuera del tiempo, una identificación con lo que no muere. El modelo de la Roma eterna le suministra la ilusión de acceder ella misma a la eternidad, en el mismo momento en que se vuelve agente de una historia en la cual su condición particular es puesta al desnudo. En la Gran Revolución, como en aquella que conoció Inglaterra, un siglo antes, cuyos actores disimulaban su objetivo hablando la lengua del Antiguo Testamento, la imitación está al servicio de la creación histórica. En cambio, cae en la parodia, a mediados del siglo XIX. “La resurrección de los muertos en esas revoluciones (las verdaderas) sirvió en consecuencia para magnificar las nuevas luchas, no para parodiar las antiguas, para exagerar en la imaginación la tarea cumplida, no para sustraerse a su solución, refugiándose en la realidad, para recuperar el espíritu de la Revolución y no para una vez más evocar su espectro”. ¿Por qué, preguntamos ahora, el enmascaramiento, que acompañaba la identificación con los héroes antiguos y que no acompaña más que la identificación con los primeros portadores de la ilusión, cambió de sentido? ¿Por qué se constituye en la condición de una dimisión histórica? Toda la obra de Marx parece destinada a dar la respuesta. Digamos brevemente que ella implica una remisión a la historia efectiva, a las condiciones objetivas, económicas y sociales. En una palabra, las posibilidades de la clase burguesa son consideradas agotadas, aunque 87
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no haya llevado su acción hasta su término: la revolución es ahora el asunto de una nueva clase, el proletariado, el cual todavía no alcanzó su madurez. Lo que era mito, en la primera revolución, se degradó en fantasma, a partir del momento en que la historia desplazó los términos del conflicto social. La Roma imaginaria tenía una función simbólica, el ’89 o el ’93 imaginario no tienen más que una función lúdica. A fin de cuentas, pues, Marx induce a su lector a zanjar entre la imitacióncreación y la imitación-parodia mediante el recurso a la ciencia de la historia. Tras haber bosquejado la idea de un drama donde la acción está ligada al desconocimiento, vuelve a la de un proceso objetivo, donde la imaginación se vuelve a absorber en la ejecución de la tarea inscrita en el movimiento de las cosas. Ciento treinta años después de la publicación de El 18 brumario, bien debemos reconocer que, contrariamente a la expectativa de Marx, la historia no descargó a los hombres del peso de la tradición de las generaciones muertas o que la “resurrección de los muertos” no agotó sus recursos. La revolución rusa, la revolución china, cantidad de perturbaciones en el tercer mundo, bautizadas revoluciones, dieron el espectáculo del retorno de los héroes –hasta una de las últimas acaecidas, la revolución iraní– donde los campeones de lo nuevo llevan a cabo una lucha a muerte bajo la doble invocación de Lenin y del islam. Pero tal vez lo más notable es que en el siglo XX la revolución, como tal, se ha convertido, en cada ocasión, en el modelo, la referencia fuera del tiempo, bajo cuya apariencia se dejan ignorar las condiciones del presente histórico. Ahora bien, de paso, vuelve a aparecer la cuestión de la diferencia entre imitación-creación e imitación-parodia. La frontera trazada por Marx se confunde. Para no interrogar a nuestro tiempo, me gustaría llamar la atención sobre dos interpretaciones diferentes que llegan hasta localizar la parodia en la Revolución Francesa misma; una, solamente bosquejada, es la de Tocqueville; la otra, plenamente desarrollada, es la de Edgar Quinet, uno de los historiadores-filósofos del siglo pasado más extrañamente olvidado.2 2
Véase en particular Edgar Quinet, La Révolution, prefacio de Claude Lefort, col. Littérature et politique, París, Belin, 1987. [Hay versión en castellano: La revolución.
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Hay que recordar ante todo que la visión que concibió Tocqueville de la Revolución de 1848 es en ciertos aspectos cercana a la de Marx, aunque su filosofía de la historia y de la política sea diferente. Hay que remitirse a sus Recuerdos: lo que observó en febrero de 1848 es una imitación servil y una falsificación lamentable de la primera revolución. Bajo su apariencia, nada de comprensión de las posturas del conflicto, ni de verdadera pasión de actuar. “Aquí –escribe– la imitación fue tan visible que la terrible originalidad de los hechos permanecía oculta. Era el tiempo en que todas las imaginaciones estaban pintarrajeadas por los toscos colores que Lamartine acababa de derramar sobre sus girondinos. Los hombres de la primera revolución estaban vivos en todas las mentalidades, sus actos y sus palabras presentes en todas las memorias. . . seguía pareciéndome que estuvieran ocupados en jugar a la Revolución Francesa, todavía más que en continuarla”. En el mismo pasaje añade: “Era la tradición de actos violentos, seguida, sin ser bien comprendida, por almas enfriadas. Aunque yo percibiera con claridad que el desenlace de la pieza sería terrible, nunca pude tomar muy en serio a los actores, y todo me pareció una mala tragedia actuada por histriones de provincia”. La violencia misma le parece fingida. No solo los revolucionarios desconocen su identidad disfrazándose de montañeses sino que no creen en su papel. La imitación no va a la par con la idealización de los héroes, más bien depende de una invención: “Hacían hablar en la lengua inflamada del ’93 las pasiones tibias del tiempo y en todo momento citaban el ejemplo y el nombre de ilustres villanos a los que no tenían ni la energía ni el deseo de parecerse”. No es oportuno discutir acerca de la exactitud de este juicio, pero por lo menos debo señalar que está asociado significativamente en el autor, como por lo demás en Marx, a un desprecio por la república parlamentaria y las esperanzas puestas en el sufragio universal. Me parece más importante llamar la atención sobre lo que constituye la originalidad de Tocqueville. Todavía más que a la evasión en el pasado y a la imitación de los héroes, se muestra sensible a la función del discurso que simula un saber absoluto sobre la sociedad y se hace cargo Precedida de la crítica de la misma, trad. de Mariano Blanch, Barcelona, Librería “La anticuaria”, 1877].
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de la fundación de un orden nuevo haciendo tabla rasa del resto. Este discurso idolatra la teoría como tal; de hecho, vehiculiza varias “muy diversas entre ellas, a menudo contrarias, a veces enemigas”. Sin duda, Tocqueville cree reconocer en todas partes la inspiración nueva del socialismo. Pero eso no es lo esencial. Más vale observar las propiedades de este discurso: puede ser hablado por cualquiera; se adapta a contenidos variados y está como desconectado de toda experiencia de la vida social. “Todo estaba aún en pie, salvo la realeza y el parlamento, y parecía que, del choque de la revolución, la sociedad hubiese sido reducida a polvo y que se hubiera puesto en concurso la forma nueva que había que dar al edificio, proponiendo cada uno su plan. Éste lo producía en los diarios, aquél en los carteles que pronto cubrieron los muros, ese otro al aire libre por la palabra. Uno pretendía destruir la desigualdad de las fortunas, el otro la desigualdad de la ilustración, el tercero emprendía nivelar la más antigua de las desigualdades, la del hombre y la mujer; se indicaban específicos contra la pobreza y remedios a ese mal del trabajo que atormenta a la humanidad desde que esta existe”. Si tuviéramos tiempo de buena gana evocaría, frente a estas cuestiones, algunas descripciones de Flaubert, en La educación sentimental, que parecen hechas a propósito para ilustrarlas, sobre todo la de la sesión burlesca del Club de la Inteligencia donde Frédéric va a buscar una investidura para las elecciones, o bien la del cuadro compuesto por el pintor Pélerin que, es cierto, contiene una carga más feroz contra la imaginación revolucionaria: “Eso representaba a la República, o al Progreso, o a la Civilización, bajo la figura de Jesucristo conduciendo una locomotora, la que atravesaba un bosque virgen”. Pero que nos baste con poner de manifiesto un nuevo resorte de la parodia, según Tocqueville. Ella depende de un lenguaje que copia el de la teoría, de la ciencia o de la filosofía, lenguaje que se da la apariencia de la invención y de la convicción, pero burlesco, porque carece de raíces y de efectos sobre la práctica social. Si evoco los comentarios que inspira la revolución de 1848 a Tocqueville es porque merecen ser comparados con algunos pasajes de El Antiguo Régimen y la Revolución, cualquiera que sea la diferencia de 90
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apreciación. Como se sabe, según Tocqueville, la Revolución Francesa innovó mucho menos de lo que creyeron sus actores y, tras sus pasos, los historiadores. Ésta es una tesis mayor de su obra. Si consideramos la progresión de la democracia y la centralización administrativa bajo el Antiguo Régimen, la continuidad de la historia le parece mucho más impactante que la discontinuidad; a tal punto que ve, en los cambios acaecidos en su tiempo, el resultado de un proceso ineluctable que hubiese podido evitar la revolución. Sin duda, su interpretación no se reduce a esta tesis; en varios sitios reprocha a Burke haber desconocido las posturas de la revolución y, por lo menos una vez, rinde un homenaje a 1789 que sería ininteligible si hubiese querido negarle toda creatividad histórica: “Tiempo de inexperiencia sin duda, pero de generosidad, de entusiasmo, de virilidad, de grandeza, tiempo de inmortal memoria, hacia el cual se volverán con admiración las miradas de los hombres cuando aquellos que la hayan visto, y nosotros mismos, hayamos desaparecido hace largo tiempo”. Pero, el caso es que la Revolución es presentada por Tocqueville como un acontecimiento exorbitante que de alguna manera escapa al curso natural de la historia y que bien parece testimoniar un arrebato en lo imaginario. Ahora bien, cuando él trata de dar razón de la aventura revolucionaria, la que no deja de asombrarlo, es todavía la idea de un fantasma de la teoría y de un delirio literario lo que expresa. Su argumento es en el mejor de los casos sensible en los comienzos del Libro III, cuando va a buscar los orígenes del fenómeno revolucionario a mediados del siglo XVIII. Lo que describe entonces es el cambio del papel de los hombres de letras que, según su expresión, hizo de ellos “los principales políticos del país”. Reconstruían el mundo, dice en sustancia, a partir de principios abstractos, alejados como se habían encontrado de toda experiencia de la política y de la legislación; su influencia se extendió a todas las condiciones, a tal punto los franceses se habían vuelto, bajo la monarquía, privados de la libertad de participar en los asuntos públicos. “Cada pasión pública se disfrazó así de filosofía”. De tal modo que “por encima de la sociedad real (. . . ) se construía una sociedad imaginaria”. A su manera de ver, esta situación anuncia la locura de la revolución. El poder adquirido por los escritores, en 91
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efecto, habría subvertido la política. “Al leerlos –observa–, toda la nación termina por contraer los instintos, las ocurrencias, los gustos y hasta los sesgos naturales de aquellos que escriben; ella transportó a la política todas las costumbres de la literatura”. Aunque Tocqueville no llegue hasta denunciar explícitamente una parodia en la revolución, de todos modos su sugerencia es que la implica. Esta parodia se manifiesta doblemente. Por un lado, en el hecho de que la lengua política se transforma y se condena a la vanidad copiando la lengua literaria: “La lengua de la política tomó algo de aquella que hablaban los autores; se llenó de expresiones generales, de términos abstractos, de palabras ambiciosas, de giros literarios”. Por otro lado, debido a que la imitación de los autores se difundía en toda la sociedad, hasta las masas incultas, se degrada en un discurso de un preciosismo ridículo, regido por la convención, que hace perder el sentido de lo natural: “Encuentro campesinos que, en sus requerimientos, llaman a sus vecinos conciudadanos; al intendente, un respetable magistrado; al cura de la parroquia, el ministro de los altares, y al buen Dios, el Ser supremo, y a los cuales, para convertirse en escritores bastante malos, no les falta más que estar al tanto de la ortografía”. ¿Juicio inspirado por el desprecio de un aristócrata por la plebe, se dirá? Sin duda. Pero desprecio que muestra, tanto en el pueblo menudo como en sus nuevos amos, sobre todo en Robespierre, la búsqueda de una postura, gracias a un discurso convencional, que permita distinguirse en una escena, en vez de fiarse de su inteligencia y de su deseo. Así, en el corazón de la tragedia, Tocqueville hace percibir una comedia que falsea la verdad de la empresa revolucionaria. De los análisis de Tocqueville, Edgar Quinet –que fue su lector atento– retuvo algo, aunque su perspectiva sea muy diferente, puesto que se presenta como un defensor de la Revolución Francesa y, más generalmente, como un pensador revolucionario. Recordemos, de pasada, que comparte estrechamente las convicciones de Michelet,3 de quien fue amigo durante la mayor parte de su vida. 3 Véase en particular Michelet, La Cité des vivants et des morts, Prefacios e introducciones de Michelet, presentadas por Claude Lefort, col. Littérature et politique, París, Belin, 2002.
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Como Tocqueville, en efecto, nuestro historiador considera que los cambios en la economía y la vida social que se imputan a la Revolución se habían bosquejado mucho antes, y que sin duda se habrían realizado sin ella. Pero lejos de inferir de esto que la Revolución fue inútil y que su obra habría sido realizada con menores costos por un déspota iluminado (juicio que le indigna), declara que se confundieron respecto de su objetivo, que no era, según su terminología, de orden civil, sino de orden político. En otros términos, estaba hecha para destruir el absolutismo e instituir la libertad. Tal fue la razón del levantamiento de las pasiones, de la extensión de los sacrificios, de la radicalización de las reivindicaciones desde su primer momento. Quinet reemplaza la idea de una evasión en lo imaginario, suscitada por el ascenso de los hombres de letras y la atracción de la teoría, por la de un repentino arrancamiento de la tradición, la del heroísmo que da la fe en lo imposible. Mientras que Tocqueville no ve en el deseo de innovar, de formular los principios de una sociedad totalmente nueva, más que el efecto de un desarraigo de la vida pública entre los escritores y los revolucionarios, Quinet encuentra en ello el signo de una situación que no deja otra elección que la aceptación de la servidumbre o la invención de la libertad. La experiencia de esta alternativa, en su opinión, desplaza los puntos de referencia de lo que se acostumbra a llamar lo real. No obstante, ese juicio no lo induce solamente, como a Michelet, a defender la Revolución, pese a sus errores o sus extravíos, hasta sus regresiones; él se dedica principalmente a mostrar que fue impotente para sostener su inspiración. Los revolucionarios, dice en sustancia, imaginaron haber destruido el absolutismo, cuando la lógica del conflicto los condujo a librarse de la monarquía pero, de hecho, no se atrevieron a emprenderla con sus fundamentos, no se atrevieron a extirpar la tradición de que se alimentaban, a desmantelar el catolicismo que, mediante sus instituciones y su poder espiritual, mantenía el sometimiento de las masas a la autoridad política. Es imposible demorarnos en seguir la argumentación de Quinet, que denuncia, en el jacobinismo y la política de Robespierre, la resurgencia de un poder absoluto; solo quiero poner de manifiesto esta gran idea: 93
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la Revolución Francesa era en su principio una revolución religiosa, pero renegó de ella, no bien retrocedió ante la tarea que se imponía: erradicar la religión dominante. Idea que procede de otra: la religión constituye el espíritu de un pueblo; por eso es en vano creer en un cambio radical si ese espíritu no es puesto en revolución. Entonces, cuando las costumbres, las creencias permanecen sin cambios, o resisten, bajo la apariencia del cambio, la virtud de los nuevos principios, en sí abstractos, se embotan; los revolucionarios, por no animar al pueblo y aliarse a él con una fe nueva, hacen la experiencia de un vacío espiritual, se defienden contra el vértigo en una búsqueda loca de los signos de la unidad; en la edificación de un poder omnipotente; buscan febrilmente darse las pruebas de la legitimidad de la revolución y de su propia legitimidad; se sienten devorados por la sospecha, exterminan a sus enemigos, los inventan para exterminarlos, se destruyen mutuamente, se fabrican una doble idolatría de la revolución y de la muerte. Quinet se distingue así de los historiadores que condenaron los excesos de los revolucionarios, porque ve en esos excesos no el efecto del desencadenamiento de sus pasiones, sino el de su falta de audacia, de su “timidez” (ése es su término). Como lo repite en varios sitios: “Los revolucionarios tienen miedo de la revolución”. Entendamos que se sintieron espantados, que vieron abrirse un abismo cuando su combate los conminó a derribar la ciudadela del catolicismo y asumir el último riesgo, el riesgo del espíritu. Ahora bien, no es forzar el sentido de esta interpretación decir que conduce a denunciar constantemente la parodia en la revolución. Por no poder hacerla, sus animadores se muestran condenados a falsificarla. Demos algunos ejemplos de esta parodia, el último de los cuales es el más notable. Primero, observamos una parodia deliberada, pero cuya significación escapa a los actores porque, al entregarse a ella, disimulan que testimonia su impotencia para sacar las consecuencias de sus principios. Por un lado, es la de los grandes hombres de la Revolución que fingen indignarse por los ataques lanzados contra el catolicismo, cuando se cuestiona su estatuto de religión estatal; sobre todo, la de Mirabeau
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y de Camille Desmoulins,4 que se divierten en hacerse los devotos. Hacen uso de viejas astucias literarias, antaño justificadas por el temor a la censura y, ahora, puestas al servicio de una protección irónica del adversario. Por otra parte, es la parodia en sentido contrario de los revolucionarios encarnizados contra los sacerdotes que, tras haber participado en el saqueo de las iglesias, se complacen en organizar procesiones ante la Convención. “Sans-culottes, revestidos de hábitos sacerdotales, dalmáticas, capas, casullas, bailan ante la Asamblea cantando Ça ira y la Carmañola, entremezclado con la endecha de Mambrú”. Quinet comenta: “En el siglo XVI también habían echado al viento los despojos del pasado. Pero en esa bolsa de la vieja Iglesia, por la mano de los reformados, se había transparentado un sentimiento nuevo. En 1793 sobreviene una tormenta; la ligereza domina” y, observa, esos devastadores son tan frívolos que se los encontrará más tarde en Notre-Dame, en las ceremonias de la consagración del emperador. En segundo lugar, hay una parodia que no es deliberada, pero donde la imitación es buscada a través de los emblemas y las ceremonias hechos para acreditar la ficción de un culto nuevo. Esta imitación es burlesca. Aquí tenemos, primero, el episodio del culto de la Razón. Hébert y Chaumette “imaginaron figurarla por una bella mujer que debía representar durante una hora el rol de la Sabiduría”. Otro día, ante la Convención, se nos recuerda, es “una joven actriz llevada en hombros de cuatro hombres que vienen a representar la Razón. La Convención se levanta y la sigue a Notre-Dame, donde se había preparado su templo”. Luego viene el culto del Ser supremo montado a instigación de Robespierre. “Retorno a una mitología desengañada –observa Quinet– que ofrecía, por innovación, lo que había sido rechazado, hace dos mil años, como el colmo del aburrimiento por el sentido común del género humano. La rutina clásica sobrevivía a todas las cosas; Fouché sustituía la cruz, sobre las tumbas, por la estatua apagada del Sueño”. En el culto del Ser supremo la parodia progresa hacia el absurdo, eliminando del espectáculo el placer que procuraba, por lo menos, la imagen de una bella mujer. Así, “Robespierre se ocupa de alzar sobre un fondo gótico, 4
Véase Camille Desmoulins, Le Vieux Cordelier, presentado por Pierre Pachet, col. Littérature et politique, París, Belin, 2000.
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que quedaba tal cual, un pequeño edificio de orden griego o romano, arquitectura imposible, que se desplomaba por sí misma a medida que la elevaba”. Esta última aventura da todavía a Quinet la ocasión de poner de manifiesto la significación política de la parodia: se imitaban los antiguos altares para rehacer un derecho divino, especifico. En otros términos, bajo la apariencia de una consagración de la revolución, Robespierre trataba de obtener la de su propio poder. Tercera figura de la parodia: sobre esta aparece la función eminente del discurso literario, ya entrevista por Tocqueville, como órgano de la parodia. Pero Quinet ya no sugiere que la lengua de la literatura ha reemplazado aquella de la política, como si esta última poseyera alguna característica específica; todavía menos a la manera de Marx, que disimula la imitación de los héroes antiguos y favorece la creación histórica. El fenómeno le parece el indicio de nuevos rasgos de la división social, más precisamente, de un divorcio entre los jefes revolucionarios y las masas. Estos se muestran impotentes para utilizar la lengua del pueblo, porque ignoran su espíritu y también porque, pretendiendo hablar en su nombre, quieren hablar en su lugar. Interpretación convincente, puesto que permite develar lo que Marx y Tocqueville descuidaban; que hay, no uno solo, sino dos discursos paródicos, uno aristocrático y el otro plebeyo, uno sostenido por Robespierre y Saint-Just y el otro por Hébert. Robespierre y Saint-Just no saben expresarse sino tomando en préstamo “la pompa de Cicerón y la majestad de Tácito”, se nos dice. Si se disfrazan de romanos es porque les falta el sentido del presente, el sentido de la revolución moderna, de la revolución religiosa que trabaja confusamente al pueblo y lo liberaría de su sujeción a una autoridad multisecular. Sin duda parecen víctimas de una ilusión pero, comprendemos, esta no es inocente, porque el énfasis de su discurso los hincha de una nueva autoridad. En cuanto a la lengua del Père Duchesne, hay que observar que es tan poco popular como la lengua clásica. Hébert “añade a cada declamación un juramento, ¡y así se figura que adopta el acento de las masas! ¡Oropeles de teatro, cosidos de harapos de sansculottes!” Tanto como Robespierre, resulta desprovisto de la naturalidad que se relaciona con el verdadero temperamento revolucionario. Incapaces de hacer la revolución, unos y otros están igualmente ocupados en 96
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montar la representación de la revolución y en desempeñar un rol. Uno habla desde las alturas, el otro desde los bajos fondos, pero sus discursos mantienen una complicidad para forjar, así, mediante artificios inversos, a un pueblo imaginario y relegar a la oscuridad al pueblo real. También de aquí surge la vanidad y el ridículo de la condena de los hebertistas. Se quiere creer que una concepción de la revolución triunfa sobre la otra con la eliminación de los furiosos. Pero ¿quién les había enseñado el furor, pregunta Quinet? “Era –responde– la república clásica, letrada, de los jacobinos”. El conflicto residía en el hecho de que a estos últimos les faltaba un furor distinguido. Los hebertistas perturbaban el plano de la tragedia trazado por Robespierre. “Saint-Just –sigue diciendo nuestro autor– los castigaba porque reemplazaban sus fórmulas lacedemonias por el lenguaje arrabalero”. Por último, cuarta figura de la parodia, la más digna de atención, porque se deja descifrar en la aventura que excitó en los observadores y los historiadores el horror más intenso o la admiración más fuerte, en la aventura que parece sacrílego dejar en ridículo, vale decir, el Terror. No dudo que en este caso Quinet no se inspire en Maquiavelo, un escritor que conocía muy bien y al que consagró un penetrante ensayo en sus Révolutions d’Italie. Del autor de El príncipe retuvo el gusto de llevar la desmitificación allí donde los hombres permanecen pasmados por la grandeza del acontecimiento, y el arte de poner la lógica política al servicio de la ironía. Así, no vacila en edificar una teoría general del Terror para arruinar los discursos enfáticos de los adoradores o de los partidarios de la violencia revolucionaria. Su argumento se descompone en dos momentos. Primer modelo elaborado: el terror como instrumento de la fundación religiosa. Segundo modelo: el terror como instrumento de un poder absoluto, monárquico o aristocrático. Si se quiere conocer la naturaleza del sistema de terror aplicado en la regeneración de un pueblo, consúltese la Biblia. ¿Qué hace Moisés? Lleva a su pueblo “al desierto, donde lo mantiene en medio de un temblor y un terror de cuarenta años. Gobierno del pavor por excelencia”. Moisés, añade nuestro historiador, no consintió en volver a poner a los suyos en contacto con el viejo mundo sino cuando toda vuelta atrás les resultó im97
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posible. Ahora bien, obsérvese, frente a ello, nuestro terror revolucionario: “¡el terrorismo francés pertenece instintivamente al mismo sistema que el terrorismo de los hebreos!” Ésa es la razón, añade irónicamente Quinet, de la secreta admiración que le consagraba Joseph de Maistre. “Los jefes de 1793 emprendieron la tarea de arrancar a su pueblo de sus viejos fundamentos; concibieron el proyecto de llevarlo a una suerte de desierto de extravío, lejos de todas sus tradiciones”. Parecen querer cambiarlo todo, “hasta las costumbres más inveteradas, los nombres de los meses, de las semanas, de los días y de las estaciones”. . . Pero la comparación tiene lo necesario para develar la parodia en 1793. Vemos a esos teóricos que pretenden transformar el mundo enloquecidos ante la proposición de abolir la libertad de culto y proclamar el principio de tolerancia que consolidará la posición de la iglesia dominante. Vemos a esos terroristas que siembran la muerte paralizados por el respeto a la religión establecida. En esta materia que es aquella misma de la educación del pueblo, ellos desean “salir de la tradición como quien no quiere la cosa”. Mediocres imitadores, reducen el terror a un torbellino sangriento, sin saber por qué infligen o padecen el suplicio. Si ahora uno quiere conocer la naturaleza del sistema de terror aplicado a la conservación de un poder absoluto, mírese, por ejemplo, por el lado del Imperio Romano o de la República de Venecia. Se descubrirá que lo que hace el gobierno por el terror es habituar a las mentalidades a la imagen de una opresión perpetua, es ese principio: “eliminar la esperanza”; se descubrirá, también, que lo que caracteriza su administración es la impasibilidad, el secreto y la solidaridad absoluta de sus agentes. Desde ese punto de vista, la parodia vuelve a revelarse bajo los rasgos de la revolución. De hecho, los jefes nunca pudieron respetar el espíritu del sistema. Multiplicaron los errores dejando esperar el fin del terror, yendo alternativamente del furor a la moderación, desautorizando y sacrificando a los más ardientes de los terroristas. Errores que no son accidentales, por lo demás, porque señalan una contradicción entre el principio de la democracia y el del terror. En este régimen, cualquiera que fuese la crueldad de la idea, el terror no encuentra el temperamento que le conviene. La sensibilidad democrática contraría la administración de la violencia. Por último, en los mismos suplicios que inflige, el poder 98
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revolucionario traiciona su impotencia a imitación del verdadero terror, no logra sino parodiarlo. Para terminar, permítaseme citar en toda su extensión el pasaje consagrado a los suplicios, porque da la mejor idea de la ironía maquiaveliana de Quinet: “Digamos también una palabra de los suplicios que convienen a un régimen de terror. Son los suplicios ocultos y sordos: exilios lejanos bajo climas seguramente homicidas, nudos de seda en el interior de un serrallo, las prisiones de las que nadie sale vivo en el palacio de los Dogos, por debajo de las lagunas, los in pace de la Inquisición. Pueden citarse también los exilios en Siberia, las minas de los Urales y, en comarcas desconocidas, cerradas a la piedad, bajo el látigo y las varas, muertes lentas cuya memoria son guardadas solamente por las nieves y los hielos sangrientos. Esos son los castigos aptos por su naturaleza a un régimen de terror; ellos llenan la imaginación, sin agotarla ni cansarla jamás. Aumentan por el alejamiento y el secreto. Los males que no se ven, que no se miden, parecen más temibles. Pero al mundo le repugna muertos clamorosos, cadalsos permanentes, sangre vertida a pleno sol y bajo la mirada del mundo. Ese terror agota rápidamente el terror. El que se apoya en la tribuna, en clubes y discursos, sale de su naturaleza. Lo que se necesita es la noche, la soledad; hay que ocultar hasta los suplicios; porque ostentarlos con demasiada frecuencia es acostumbrar los ojos. Por ser más secretos, los cadalsos son más poderosos. Morir en medio del pueblo es sentirse vivir hasta el final. La muerte en la sombra, lejos de los vivos, desconocida, olvidada, sin repercusión, sin testigos, sin testamento, ése es el verdadero terror; no el de 1793. Tales son las reglas de ese gobierno. La democracia no puede llegar a eso, porque le falta sangre fría, que es su condición esencial. Se destruye tratando de adoptar el temperamento de sus adversarios”. No afirmo que la interpretación de Edgar Quinet anule las de Marx y de Tocqueville, pero a mi modo de ver no caben dudas de que detecta más profundamente la parodia en la revolución. Sin duda, es el único escritor de convicción revolucionaria que se haya dedicado a desacralizar el modelo de todas las revoluciones, la Revolución Francesa. Estamos demasiado acostumbrados a dejarnos fascinar por la violencia. Cuanta 99
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más sangre derramada vemos, tanto más creemos en la autenticidad del acontecimiento. A menudo haríamos mejor en escapar al embrujo del espectáculo y reconocer la mala factura de la tragedia. Una observación más general, para terminar, que tal vez esclarezca mejor la elección del tema y la comparación operada entre tres concepciones de la parodia revolucionaria. Me parece que a comienzos del siglo XIX –en la época del advenimiento de una sociedad que ya hay que empezar a llamar democrática– se encuentra una sensibilidad nueva a la parodia. Ciertamente, imitar a los romanos era un viejo comportamiento político, cuyo origen sin duda se remonta al tiempo del humanismo civil, en la Florencia del Trecento y de la que no se habían privado los monarcas españoles, ingleses y franceses en el siglo XVI. Esta imitación no había escapado a miradas críticas. No obstante, una toma de conciencia de la política como parodia se produce cuando esta parece obsesionar a la sociedad y a la misma historia. Los tres pensadores que evocaba (como muchos de sus contemporáneos) tienen un desprecio por la burguesía, una clase de advenedizos que no sabe hacer nada mejor que remedar a la antigua aristocracia, y también por el populacho (al que Marx designa más precisamente como el lumpen-proletariado), esa nueva masa de desarraigados que se presta a la ficción de un gran descalabro bajo la autoridad de un dictador. Cualquiera que sea la diferencia de sus puntos de vista, comparten la idea de un vacío social en su tiempo, de una pérdida de legitimidad del poder y del orden social. Comparten la idea de un mundo desencantado en el cual, bajo máscaras y mediante artificios diversos, intentan rehacer el encantamiento y no logran más que lo grotesco.
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1994 Coloquio organizado por la Universidad de Ámsterdam
Liberalismo y democracia
Los animadores de este encuentro nos invitan a una reflexión sobre el liberalismo. No caben dudas de que esta reflexión es necesaria. El término liberal es empleado en múltiples acepciones, filosófica, ética, política, económica. En cada una de estas acepciones se presta a interpretaciones diversas. Los debates en los que está asociado no adoptaron el mismo giro, por ejemplo, en los Países Bajos, en Inglaterra y en Francia. Aquí, se impone una tentativa de clarificación. Tampoco caben dudas de que esta reflexión sea oportuna. Como la exposición de los motivos, que introduce a este coloquio, lo menciona: el derrumbe del comunismo parece marcar “la victoria histórica del liberalismo”. Ahora bien, ¿cómo afirmarlo sin especificar lo que entendemos por liberalismo? La victoria de que hablamos, ¿es la del modelo de la economía de mercado? ¿Es la de un tipo de sociedad en el que son reconocidas y garantizadas las libertades individuales, civiles y políticas? El liberalismo se benefició con un interés creciente desde hace una veintena de años. Desde antes de la descomposición del imperio soviético, los signos de la opresión que encubría el sistema comunista habían sido cada vez más ampliamente reconocidos, tras haber sido tanto tiempo ignorados; la crítica de las libertades llamadas “formales” resultaba inconsistente ante las reivindicaciones de los disidentes rusos o de los movimientos de
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Europa del Este, que coincidían con las de las víctimas de las dictaduras latinoamericanas. El estudio del liberalismo dejaba de ser la propiedad de un muy pequeño número de historiadores; la etiqueta liberal ya no se vinculaba exclusivamente a corrientes políticas determinadas. Este nuevo fenómeno muestra hasta qué punto nuestra discusión responde a las preocupaciones de nuestro tiempo. Me pareció oportuno interrogar la relación que mantiene el liberalismo con la democracia. No estoy tratando de confundirlos. Pero el liberalismo puede aclararse, a mi juicio, si se observa cómo sus principios se distinguieron de aquellos de la democracia, hasta se opusieron a ellos, y cómo, en qué medida, les están aliados. Me parece importante recordarlo: lo que entendemos por el término de liberal, como por aquel de democrático, es muy diferente de lo que entendían los clásicos. Para ellos, una conducta liberal era una conducta magnánima; un hombre liberal aquel que sabía utilizar su autoridad y su riqueza para dar. Una educación liberal aquella que permitía acceder a los “bienes del espíritu”, que no tenía un objetivo utilitario. Las artes liberales se distinguían de las artes mecánicas. Así, la calidad de liberal se vinculaba con la minoría que, por su modo de vida, se alzaba por encima de la multitud. En esta acepción, el término se mantiene largamente en la sociedad europea. Maquiavelo, cuando discute acerca de las cualidades del Príncipe, aclara que debe parecer “liberal”, en el sentido de magnánimo. Es en el siglo XVII cuando la crítica de la autoridad religiosa y la de una autoridad política incontrolada y, más aún, la crítica del entrelazamiento de estas dos autoridades, la crítica de un régimen teológicopolítico, anuncian la idea de una sociedad liberal. Para el nuevo espíritu, resulta impugnada la idea de que los preceptos enseñados por la tradición no toleran la discusión, o bien que la larga duración de las instituciones enseña que ellas son naturales o queridas por Dios. Con seguridad, el desarrollo del racionalismo científico, por un lado, las teorías del derecho natural y del contrato, por el otro, favorecieron el nacimiento del pensamiento liberal. Pero hay que subrayar el lazo que mantiene con el deseo de liberarse del poder de la Iglesia romana, y luego, en Inglaterra y los Países Bajos, del poder de las Iglesias reformadas 102
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y de las sectas; con el deseo, ya sea de limitar el poder del monarca, ya de destruir la institución monárquica misma; con una nueva ética de la tolerancia. Si tomamos como punto de referencia la Revolución inglesa, a mediados del siglo XVII, no es tanto en Hobbes, a despecho de la importancia que tendrá su obra para una nueva representación del individuo y la de un Estado liberado de la tutela de lo religioso, es mucho más en Milton1 o en Harrington2 donde se descubren las características del espíritu liberal. Luego Spinoza, en su Tratado teológico político, dará un fundamento filosófico al liberalismo. Ahora bien, no es indiferente que estos pensadores hayan sido republicanos y que Spinoza considerara a la democracia como el mejor régimen. En cuanto a la democracia moderna, se apuntaló sobre principios que son también muy diferentes de aquellos de los clásicos. Los debates que acompañan a la Revolución Norteamericana, durante diez años (1777-1787), muestran el descubrimiento progresivo de que las referencias clásicas, aquellas de las instituciones y de las obras antiguas, tan estimulantes, en un primer período, para arruinar el prestigio de la monarquía, no permiten responder a las exigencias de un régimen libre. Es inútil insistir en la originalidad de la democracia que construyen los norteamericanos, y de la que cantidad de ellos observan que no tiene precedentes. No es únicamente en los principios de la soberanía del pueblo y de los derechos de los individuos, ni en el de la separación de los poderes, donde se detienen los norteamericanos. Ellos forjan la imagen de una sociedad plural, que es legítimamente el teatro de intereses, creencias y opiniones divergentes; elaboran instituciones que tienden a multiplicar los órganos de poder, a hacer de cada uno de ellos un órgano representativo, controlado por los gobernados, y a impedir que puedan concentrarse y separarse del conjunto social. En la democracia 1 John Milton, Écrits politiques, traducidos y presentados por Marie-Madeleine Martinet, col. Littérature et politique, París, Belin, 1993. 2 James Harrington, Oceana, precedido de L’Œuvre politique de Harrington por J.G.A. Pocock, col. Littérature et politique, París, Belin, 2000. [Hay versión en castellano: La república de Océana, trad. de Enrique Díez-Canedo, México, Fondo de Cultura Económica de México, 1987].
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norteamericana –cualquiera que sea su especificidad– se deja reconocer el sentido de la mutación que caracterizará en todas partes –mucho más tarde en Francia– a la democracia moderna. Ésta hace su duelo de la creencia en una comunidad a imagen del cuerpo. La sociedad no aparece ni como homogénea ni como orgánica; se muestra diferenciada; se revela como no alcanzando la unidad sino a través de sus divisiones; la paz solo en la efervescencia. Su equilibrio se conquista constantemente en el desequilibrio; su estabilidad, en su movilidad. Tocqueville –de quien voy a volver a hablar– describe una revolución democrática que se abrió camino largamente en la Europa del Antiguo Régimen, antes de desembocar en una nueva forma de sociedad política. Él la ve operándose en el estado social; se confunde con el progreso de la igualdad de las condiciones. Su preocupación es distinguir ese gran movimiento que se hace en las cosas, es decir, independientemente de la voluntad de los actores y de las vicisitudes que conoce el deseo de libertad. Llega hasta sugerir que la libertad, por lo que a ella respecta, se manifiesta del mismo modo, aunque con aspectos diferentes, bajo todos los regímenes; en pocas palabras, que hay una historia de la igualdad, pero no de la libertad. Y sin embargo, todo cuanto dice de la Revolución Norteamericana y de las condiciones en las cuales se produjo muestra lo que debe al carácter de los descendientes de los emigrados ingleses, que huían de la intolerancia religiosa, modelados por el espíritu de la Reforma y que hacían valer una idea nueva del self-government de las comunas y de las libertades del individuo. Por último, cuando Tocqueville, en L’État social et politique de la France, evoca la noción moderna de la libertad que se vinculó con la Revolución Francesa, no trata acerca de ella como si fuera una simple variante, sino que no vacila en calificarla de “natural” y de “justa”. En vano quiere disociar totalmente la igualdad y la libertad; bien debe admitir que la igualdad de las condiciones fue, al menos en cierta medida, el resultado de una lucha para destruir el principio de una jerarquía fundada en el nacimiento, que era contrario a la naturaleza. En consecuencia, ¿qué es la democracia moderna ahora, la de las sociedades en las cuales vivimos? Ésta lleva un nombre: la democracia liberal. Eso es lo que la distingue de todas las formas de democracia que 104
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inventariaba y comparaba Aristóteles. Pero, agreguémoslo en seguida, eso es lo que la distingue de las “democracias populares”, que vieron la luz del día inmediatamente después de la última guerra, en Europa del Este, y que ocultaban un sistema totalitario; impostura –hay que recordarlo– que no supieron ver numerosos occidentales, entre los cuales algunos intelectuales de renombre. ¿Se dejaban engañar estos por la imagen de un pueblo Uno, de una abolición de la división social, de una coincidencia entre el interés público y el interés privado, de una transformación radical de la sociedad gracias a la estatización de la economía? Poco importa; ellos envolvían en un mismo desprecio la democracia y el liberalismo. Si nos interrogamos sobre su relación, debemos aceptar, en primerísimo lugar, que ahora no podemos concebir una democracia que no sea liberal, ni la formación de un régimen liberal que sea antidemocrático. Por falta de rigor se pudo hablar de una forma liberal de comunismo, como por otra parte de una forma liberal de dictadura. Solamente se quería decir que aquí o allá el poder demostraba cierto grado de moderación en el uso de la coerción. Así se pudo juzgar que la censura se mostraba en una época liberal en Polonia o en Hungría. La razón de esto era que los periodistas y los escritores habían comprendido que debían censurarse ellos mismos. Del mismo modo, se pudo observar que en Brasil, en Argentina o en Chile, en tiempos de la dictadura, cierta libertad de palabra era tolerada en las universidades, o que algunas obras aparentemente subversivas se podían encontrar en las librerías. La razón de esto era entonces que los dirigentes, equivocadamente o no, consideraban estos fenómenos inofensivos. En cambio, si nos preocupamos por no confundir el liberalismo y la moderación, ¿no debemos admitir que, ahora, está arraigado en la democracia? Es notable el hecho de que los partidos o las corrientes denominados liberales, y aquellos mismos que reivindican con arrogancia la tradición liberal –sin preocuparse por explorarla–, no cuestionan la legitimidad del régimen democrático. El thatcherismo, que en nuestra época fue la manifestación más ofensiva del liberalismo, nunca pensó, por supuesto, en reducir el derecho de sufragio, introduciendo el criterio de la propiedad o de la capacidad. Jamás se impugnó bajo su reinado que el pueblo 105
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constituía la fuente de la autoridad; el principio mismo de los derechos sociales y de una legislación del trabajo no fue cuestionado, mientras que, en los hechos, se trataba de reducir considerablemente su alcance. Esta comprobación puede parecer banal; sin embargo, es instructiva. ¿Por qué la vinculación de los liberales con la democracia –inclusive de los más vengativos– no puede ser desatada, y por qué no tienen nada, o tan poco, que decir de ella? Por cierto, hay una versión light del liberalismo que parece no plantear problemas de fondo. Digamos que se presenta como un programa de acción, dictado por la preocupación de limitar la intervención del Estado en los diversos campos de la vida social y, en primer lugar, en el de la economía. Aunque este programa sea aplicado con severidad, y si se pueden criticar sus consecuencias –el incremento de las desigualdades, la impotencia para satisfacer necesidades sociales esenciales–, las elecciones operadas dependen de un debate que, sin ser puramente técnico, no es necesariamente doctrinario. Los argumentos expresados contra el Estado de bienestar bien pueden ser considerados por un lado demagógicos porque, hablando con propiedad, este nunca existió, pero implican una contradicción de la democracia. Ésta requiere que el Estado se haga cargo de intereses públicos pero, es cierto, tiende a alentar reivindicaciones que, o bien ocultan intereses corporativistas, o bien no pueden ser satisfechos sin agotar los recursos del Estado, o bien dependen de una ideología de asistencia. No obstante, se engancha con esa versión light del liberalismo una doctrina del mercado libre que no es ni practicable ni, de hecho, practicada, cuando los liberales se hacen cargo del gobierno. Es tan grande la distancia entre, por un lado, la representación que estos acreditan de la libertad de empresa, la iniciativa individual, la racionalidad del intercambio y, por el otro, la realidad, que uno se ve tentado de denunciar una ideología, en el sentido en que Marx empleaba ese término para indicar el travestismo de intereses particulares en verdades universales. No obstante, no sigamos esta pista: a menudo se hace un uso demasiado cómodo y demasiado malo de este concepto. Más vale preguntarse por qué subsiste la creencia en la virtud de un mercado que se regularía por sí mismo. Los liberales, se sabe, se alimentan de una tradición antigua; buscan sus títulos de nobleza en la economía política 106
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anglosajona de comienzos del siglo XIX. Pero la teoría de una armonía de los intereses que se realizaría en forma espontánea a despecho de los actores, bajo el efecto de la persecución por cada uno de ellos de su ventaja, fue un fracaso. A falta de la imagen de la armonía, ¿qué les queda, de no ser la idea de que las relaciones sociales se definen, en lo más profundo, bajo el efecto de los imperativos de la economía? Así, la institución del mercado parece constituir, para el liberalismo, una infraestructura sobre la cual se fundan las instituciones sociales y políticas. A este respecto, comparte una ilusión que, pese a estar aparentemente en el extremo opuesto del marxismo, no deja de ser gemela. En la actualidad, se nos suministra una ilustración de ese razonamiento: el derrumbe del comunismo demostraría la verdad de la economía de mercado. Sin embargo, las consecuencias de este acontecimiento contienen otra enseñanza. Cuando el mercado se establece en ausencia de instituciones democráticas y de un Estado capaz de hacer respetar el derecho, sus estragos son manifiestos. El capitalismo –llamemos las cosas por su nombre–, hay que recordarlo, no tomó en Europa un “rostro humano”, no dejó de ser un capitalismo salvaje, sino en el marco de la democracia. Y es cierto que antes de que esta se hubiese desarrollado, la noción de los derechos individuales y civiles se había difundido en las sociedades occidentales. No se sabe apreciar el sentido de la crisis de los países poscomunistas, del mismo modo que no se comprendía, en el pasado, el sentido de la oposición entre régimen totalitario y régimen democrático. Es significativo que un gran teórico del liberalismo contemporáneo, Raymond Aron –sin embargo crítico lúcido del sistema comunista y ardiente defensor de las libertades–, se haya confundido en la comparación entre democracia y totalitarismo. En la obra a la que estas palabras dan su título se niega a reconocer dos formas de sociedad esencialmente distintas. La superioridad de la democracia la establece en el marco de un análisis de la sociedad industrial. Es presentada como un régimen constitucional, fundado en el pluripartidismo, que resulta el mejor adaptado a las exigencias de la competencia que deriva del modo de producción moderno.
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¿Debo aclarar que en modo alguno trato de desacreditar la noción de economía de mercado? Pero, una cosa es admitir que las libertades públicas están ligadas a la libertad de empresa y al comercio, y otra encontrar en estos su fuente. Del mismo modo, una cosa es admitir que la sociedad mercantil, industrial, capitalista (calificativos que requieren ser combinados) implica una independencia del individuo (aunque, simultáneamente, imponga nuevas formas de dependencia), y otra concebir a la sociedad como la resultante de múltiples redes de relaciones entre esos términos primarios que serían los individuos. Por último, una cosa es hacer lugar al móvil del interés –cuya definición por otra parte siempre es dudosa–, y otra suponer que la conducta del individuo está determinada, “en última instancia” (para hablar como un filósofo marxista de triste memoria) por ese móvil. La persistencia de semejante ilusión, como la de una ley de la economía, desconcierta en nuestra época, cuando el siglo fue el teatro de guerras, de revoluciones y de aventuras totalitarias, que revelan hasta qué punto las pasiones vuelven a los hombres ciegos a sus intereses. El liberalismo, como doctrina economicista, es en particular impotente para dar cuenta del fascismo y del comunismo, para descubrir su parentesco: exaltación en la creencia en una sociedad liberada de sus divisiones y en un poder omnipotente y omnisciente. No permite observar el nuevo proceso de incorporación de lo político en lo social, que se opera en el comunismo, en ruptura con lo teológico; el proceso de condensación en un mismo lugar del poder, de la ley y del saber; el mecanismo de identificación entre el pueblo, el proletariado, el partido, el órgano dirigente y el guía supremo. Este liberalismo solamente incita a deplorar la sinrazón, la violencia y la violación del derecho natural. El pensamiento liberal, en cambio, que según su inspiración filosófica y política está atenta al juego de las pasiones, que impugna los dogmas, que inaugura la concepción de una sociedad donde los hombres acepten vivir bajo la duda, ese pensamiento nos da el recurso de comprender el miedo y el odio que inspira un mundo sin referencias últimas de certidumbres, un mundo donde la división es considerada como legítima; nos da el recurso de comprender la extraña mezcla que se hizo entre el retorno a un comunitarismo arcaico y la edificación de un “hombre nuevo”. 108
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Una breve evocación de la formación del liberalismo en Francia, a comienzos del siglo XIX, puede aclarar nuestra discusión. Para la mayoría, los liberales no fundan entonces su argumentación en la idea del libre cambio. Ellos abren el camino a una teoría de la democracia, pero sin admitirlo. No encaran el advenimiento de un régimen democrático, o bien incluso se oponen resueltamente a ello. En este sentido, la distancia entre el movimiento liberal y el movimiento democrático es impactante. Sin embargo Tocqueville, aunque formula cantidad de ideas expresadas por Benjamin Constant, Chateaubriand y Guizot, demuestra una inteligencia excepcional del cambio social y su obra permite comprender cómo los dos movimientos están ligados. Por una parte, tiene la convicción de que el curso de la revolución democrática es irreversible y de que la sociedad que engendra es la única susceptible de garantizar la libertad; por la otra, su espíritu liberal le permite discernir los peligros que encubre la democracia, las nuevas formas de servidumbre que allí se dibujan. En Francia, insisto en esto, el liberalismo es en su origen de naturaleza política. Tiene un doble objetivo: preservar las adquisiciones de la Revolución, por lo tanto combatir las tentativas de restauración de los partidarios del Antiguo Régimen; sacar lecciones del acontecimiento extraordinario que fue la instauración de un gobierno despótico, el gobierno del Terror, en el surco del ’89. A mi juicio, la reflexión sobre este acontecimiento da una acuidad singular a los liberales franceses. Me bastarán tres referencias: Constant, Guizot y Tocqueville. ¿Qué dice por ejemplo Benjamin Constant? Que el pueblo, no bien se le atribuye una soberanía ilimitada, viene a ocupar el lugar del monarca. El argumento expresado en el primer capítulo de sus Principios de política se imprimirá en el espíritu de todos los pensadores que, por diferentes que sean sus interpretaciones, reivindicarán las ideas del ’89: “El error de aquellos que, de buena fe en su amor por la libertad, concedieron a la soberanía del pueblo un poder sin límites, viene de la manera en que se formaron sus ideas en política. Ellos vieron en la historia a una pequeña cantidad de hombres, o incluso a uno solo, en posesión de un poder inmenso que hacía mucho daño; pero su ira se dirigió contra los poseedores del poder y no contra el poder mismo. 109
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En vez de destruirlo no pensaron sino en desplazarlo. Era un flagelo; lo consideraron como una conquista, y lo extendieron a toda la sociedad”. Tocqueville, apenas es necesario señalarlo, utilizará ampliamente esa idea de una transferencia de la omnipotencia sobre la sociedad misma y transpondrá, en el registro de la democracia, la distinción entre la imagen que los ciudadanos se forman de sus dirigentes y la imagen del poder como tal, cuando escriba: “Los pueblos a menudo odian a los depositarios del poder central; pero siempre aman ese poder mismo”, o incluso: “Aman el poder; pero se sienten inclinados a odiar y despreciar a quien lo ejerce”. Además, Constant no se contenta con impugnar la validez de la clasificación tradicional de los regímenes políticos. Considerando que cada uno es legítimo, con tal de que configure la voluntad general, e ilegítimo, si descansa en la fuerza, condena la tesis del Contrato social con un argumento sutil que completa el precedente: es una ficción “que cada uno al darse a todos no se da a nadie”; en realidad, para que la soberanía se ejerza, el pueblo debe delegarla; ahora bien, la acción que se hace en nombre de todos, estando necesariamente de grado o por fuerza a disposición de “uno solo o de algunos, ocurre que al darse a todos, no es cierto que no se dé a nadie; por el contrario, uno se da a aquellos que actúan en nombre de todos”. Entendamos que la dominación que resurge en lo real no es vista; solo aparece la figura de aquel o de aquellos que ejercen, de hecho, la autoridad. Una vez más, evoquemos a Tocqueville: él describe el poder inmenso que se eleva por encima de los hombres y observa a su vez: “Cada individuo sufre que lo aten, porque ve que no es un hombre, ni una clase, sino el pueblo mismo el que sostiene la otra punta de la cadena”. Es cierto que Constant sobrestima el alcance, en los hechos, de la teoría de Rousseau y luego de aquella de Hobbes. Así, declara que “los atentados más monstruosos del despotismo de uno solo a menudo se debieron a la doctrina –(el subrayado es mío)– del poder sin límites de todos”. Sobre las fuentes de la creencia hace silencio. No dice por qué la doctrina adquirió una eficacia tan grande bajo la Revolución. Si nos remitimos a su ensayo sobre La libertad en los antiguos y en los modernos, observamos el mismo proceder: “los reformadores modernos siguieron 110
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a Rousseau y a Mably; cometieron el error de confundir los tiempos; no comprendieron que los Antiguos encontraban su mayor goce en el reparto de las cargas públicas, mientras que ahora cada uno hace de su independencia, de la defensa de sus opiniones y de sus intereses propios, la mayor parte de su goce; desdeñaron el hecho de que la libertad individual se ha convertido en una necesidad”. No obstante, en el marco mismo de su teoría de la soberanía, Constant toca un punto decisivo. Su blanco es la noción de la soberanía ilimitada del pueblo, de un poder sin límites. “Poco importa quien se adueñe de él; cuando se lo establece, se crea y se arroja al azar en la sociedad humana un grado de poder demasiado grande por sí mismo y que es un mal, no importa en qué manos lo pongan”. El argumento produce consecuencias que, si se las considera de cerca, no se prestan a la misma interpretación. La primera, es que la democracia ciertamente significa “la autoridad depositada entre las manos de todos, pero solamente la suma de autoridad necesaria para la seguridad de la asociación”. Si nos detenemos aquí, podemos temer que Constant reduzca la sociedad al conjunto de las relaciones que los individuos, independientes por naturaleza, llegaron a concluir entre ellos, para los fines de su conservación. La segunda, que ninguna autoridad sobre la tierra es ilimitada, ni la del pueblo, ni la de sus representantes, ni la de los reyes, ni siquiera la de la ley. Constant no vacila en declarar: “Ninguna organización política puede apartar ese peligro” y añade, testimoniando una notable lucidez: “Por mucho que dividan los poderes. . . los poderes divididos no tienen más que formar una coalición, y el despotismo no tiene remedio”. Al reconocer que el límite no puede inscribirse en ninguna parte en la realidad, Constant permite pensar que es preciso que los hombres interioricen la idea del límite, que tengan el sentido del límite, el cual es indisociable del sentido del derecho. En forma similar, permite pensar que más acá de la idea de la soberanía ilimitada del pueblo (una idea que Rousseau no formuló, reconoce, sino para contradecirla, puesto que esa soberanía no puede ser ni alienada, ni delegada, ni representada y por tanto ejercida), en toda organización política existe la posibilidad de ceder al vértigo de lo que carece de límites. Y aquí tenemos realmente el fenómeno extraordinario: el abandono del sentido del límite trae apa111
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rejado, o bien la precipitación en la imagen de uno solo, investido de la omnipotencia, o bien la búsqueda febril de los signos de la voluntad colectiva y de la unidad de lo social. Si los consideramos de cerca, los argumentos de Constant pueden ser asimilados por la democracia liberal. Dependen de principios que, por otra parte, fueron ya plenamente reconocidos en Norteamérica. En cambio, el liberalismo adquiere un carácter francamente antidemocrático cuando Guizot denuncia el poder del número y subordina el otorgamiento de las libertades a la existencia del orden. Al oírlo, qué hay más arbitrario que la decisión de una mayoría, a partir del momento en que aquellos que la componen son incompetentes, a partir del momento en que no gozan de bienes que les garanticen una independencia y les den el sentimiento de la reciprocidad de sus intereses; a partir del momento en que, por último, su falta de instrucción les impide apreciar las posturas del debate público. Abandonar al capricho del número la suerte de la sociedad significa exponerla a la amenaza del “caos”. Tal es la imagen que agita Guizot, inmediatamente después de la Revolución de 1848, tras haber perdido el poder que poseía bajo la Monarquía de Julio (primero, de hecho, después como jefe de gobierno). “El caos se oculta bajo un mal: Democracia. Es el término soberano (. . . )” El que estuvo a la cabeza de la oposición liberal en la época de la Restauración se convierte entonces en el teórico del conservadurismo. En su panfleto De la democracia en Francia no denuncia solamente la ilusión de la soberanía del pueblo y la de una sociedad igualitaria. Al hablar de los fundamentos “naturales” de la sociedad, llega hasta decir que “sus verdaderos guardianes” son los poseedores de la tierra que, al contacto de esta, reconocieron lo que hay de inmutable en el orden del mundo. La familia le parece entonces la institución clave de la sociedad civil; la religión, el gran medio de convencer a cada uno de aceptar lo que le reservó el destino. No caben dudas de que la evolución de Guizot es reveladora de un aspecto del liberalismo. Vale la pena recordar que este pensador fue uno de los más sutiles analistas de la dominación política y de los fundamentos que encuentra en la creencia colectiva. Como Constant, se interroga sobre la formación de un nuevo despotismo que 112
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se adueñó del espíritu de la Revolución y la pervirtió. Además, muestra en este acontecimiento un nuevo episodio de la idolatría. “Al renegar de un amo caído –escribe–, los hombres no perdieron la esperanza de obtener un amo que no pueda caer, que no se tenga ni necesidad ni derecho de renegar. Más aún, en cada contingencia, se alabaron por el éxito definitivo; se creyeron en posesión del verdadero soberano, de la verdadera ley. No existe ninguna reforma de las ideas que no haya depositado en algún lugar la legitimidad”. Guizot, pues, no se contenta con criticar la soberanía del pueblo al examinar las teorías de Rousseau o de Mably; él ve que esta noción nace de la imaginación de los hombres. Y muy finamente, cuando discute acerca de las opiniones de su tiempo, intenta hacer surgir el justo sentimiento que se oculta bajo la ilusión de una soberanía de derecho: es el de que el poder no debe pertenecer a nadie. Él se adhiere a ese sentimiento para edificar la teoría del gobierno representativo. Ese gobierno, que trata de dar expresión a las aspiraciones y los intereses múltiples de la sociedad, es el único que no pretende estar en posesión de la legitimidad; siempre está en busca de su legitimación, y sometido a la sanción de aquellos que lo juzgan por sus actos. Como liberal, Guizot formula principios que, en una gran parte, serán los de la democracia moderna porque, según la misma inspiración, no duda que la sociedad esté siempre en movimiento y que el gobierno tenga que asumir tareas considerables, comenzando precisamente por aquella de hacerle descubrir un movimiento y de ayudarlo a realizarse. Rechazando la idea de un poder que reinaría por la coerción, él ataca, en cambio, la noción de un poder débil o, como dice, “en rebaja”. Lo cual, no obstante, no permite a Guizot concebir a la democracia; su convicción es que hay una verdadera sociedad, compuesta de ciudadanos capaces de debatir acerca de lo legítimo y lo ilegítimo, de tomar parte en los asuntos públicos y, en su periferia, una multitud compuesta de hombres pobres, incompetentes, incultos, que solo se adueñarían de las libertades políticas para poner a la sociedad patas arriba. En cuanto a Tocqueville, él mismo se llama un “liberal de una especie singular”. No solo se distingue de los liberales de su tiempo, sino que cantidad de signos sugieren que los toma como blanco –y entre ellos a 113
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Guizot– cuando denuncia a los hombres que, al defender las adquisiciones de la Revolución, se obsesionan por el peligro de la anarquía y combaten la extensión de las libertades para preservar el orden. “Estoy convencido –observa– de que la anarquía no es el mal principal que deben temer las sociedades democráticas, sino el menor”. Es cierto que Guizot, cuando habla del caos, imagina que este conducirá al despotismo. Pero, Tocqueville considera que un gobierno despótico puede nacer con más seguridad del rechazo de sacar las consecuencias políticas de la evolución democrática. “El gusto por la tranquilidad pública –observa– se convierte (al salir de una revolución) en una pasión ciega, y los ciudadanos están sometidos a quedar prendados con un amor muy desordenado del orden”. En ciertos aspectos –se lo olvida con demasiada frecuencia– su descripción de la democracia norteamericana alcanza a la raíz de los prejuicios del medio liberal. Es en su efervescencia donde encuentra su virtud; no en los medios que permitirían asegurarse la mejor selección de las “superioridades” y la eficacia del gobierno. Aceptando que los dirigentes, surgidos de los sufragios del pueblo, muy a menudo no se muestran los más sagaces, no ve en esto materia para condenar el régimen norteamericano; a su parecer, la agitación que reina en la esfera política se comunica felizmente a la sociedad en su conjunto y es propicia a la iniciativa de los individuos en todos los ámbitos, a la ampliación del campo de su curiosidad, a la confrontación fecunda de sus opiniones, a su deseo de asociarse para hacerse cargo de sus asuntos. Recordemos su juicio: “la democracia no da al pueblo el gobierno más hábil, pero hace lo que el gobierno más hábil es impotente de crear; difunde en todo el cuerpo social una actividad inquieta, una fuerza sobreabundante, una energía que no existiría sin ella y que, por poco que las circunstancias sean favorables, engendran maravillas”. Así Tocqueville alaba el gobierno democrático “más a causa de lo que hace hacer que de lo que hace”, sin que este elogio se confunda con el del “no intervencionismo”. Lo político y lo social no se dejan separar. Comparado con el gobierno democrático, el que reina en Francia, obnubilado como está por el mantenimiento del orden, corresponde a una sociedad adormecida. 114
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Nada revela mejor el pensamiento de Tocqueville que su análisis de las asociaciones, concepto de una amplia extensión, puesto que, con todas las formas de asociación civil, comprende a la prensa y a los partidos políticos. En vano se querría limitar el derecho de asociación, observa: “cuando los ciudadanos tengan la facultad y el hábito de asociarse por todas las cosas, se asociarán de tan buena gana por las pequeñas como por las grandes. Pero si solo pueden asociarse por las pequeñas, no encontrarán siquiera las ganas ni la capacidad de hacerlo”. Él escribe estas líneas en un pasaje que tiende a mostrar que los norteamericanos combaten el individualismo mediante las instituciones libres. Por cierto, tiene conciencia de los riesgos corridos, pero su convicción es que la libertad se afirma al experimentar el riesgo. Su pensamiento más nuevo se expresa en esa fórmula atrevida: “Es al gozar de una libertad peligrosa como los norteamericanos aprenden el arte de hacer menores los peligros de la libertad”. Es cierto que Tocqueville se ve celebrado por los liberales contemporáneos por su crítica de las tendencias despóticas que trae aparejado el crecimiento continuo del Estado. De hecho, él insiste largamente en los perjuicios de un poder administrativo que viniera a reglamentar, hasta en su detalle, la vida social. Sus argumentos son demasiado conocidos para que valga la pena recordarlos. Pero, se desconocería el alcance de su crítica si se ignorara el lazo que descubre entre una nueva idea de la independencia del individuo y una nueva idea del poder social. A su manera de ver, lo he señalado, la independencia del individuo procede de la igualdad de las condiciones. Esta independencia la defiende con tanta intransigencia como Benjamin Constant. No obstante él, al revés que el otro, percibe el aislamiento del individuo, que lo incita a replegarse en su esfera privada. Éste lo ve privado de los puntos de referencia que antaño le permitían situarse respecto de los otros, cuando se encontraba agarrado en la trama, aparentemente fija, de las relaciones sociales y la trama, aparentemente fija, del tiempo, sometido siempre a la autoridad de un superior y dando siempre la imagen de su autoridad a quien dependía de él (así no fuera, si se encontraba en la parte baja de la escala, en el marco de la familia). Sus creencias las extraía de una tradición que
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unía a las generaciones. Ahora, su aislamiento y su pequeñez no le hacen ya ver fuera de él, por encima de él, más que el poder social. Si prestamos atención, ese poder, para Tocqueville, se libra a la vez a través de la sociedad, el pueblo, el Estado, pero también la opinión. ¿Cuál es, pues, la chance que ofrece la democracia? La de “hacer descender la idea de los derechos políticos hasta el menor de los ciudadanos”, de asociar la idea de derecho a la búsqueda del interés privado. De nada sirve despreciar ese interés: “En un tiempo en que las antiguas creencias se debilitan, es el único punto inmóvil en el corazón humano”. Pero, es posible que la preocupación, en cada uno, de lo que Constant llamaba sus “goces privados” se combine con la preocupación de la cosa pública. Ninguna duda cabe de que a la manera de ver de Tocqueville el deseo de independencia encuentre satisfacción en la voluntad de no dejar a un amo, o a una minoría, la facultad de decidir acerca de las normas de la sociedad. Por no reconocer el lazo del derecho y del interés, se abre la vía al despotismo. “A falta de eso –pregunta Tocqueville–, ¿qué quedará para gobernar el mundo, de no ser el miedo?”. Y concluye sus observaciones sobre “las ventajas de la democracia” con frases que no han perdido nada de su actualidad: “Nunca se lo dirá lo suficiente; no hay nada más fecundo en maravillas que el arte de ser libre. El despotismo se presenta a menudo como el reparador de todos los males sobre la tierra: es el apoyo del buen derecho, el sostén de los oprimidos y el fundador del orden. Los pueblos se adormecen en el seno de la prosperidad momentánea que hace nacer; y cuando se despiertan, son miserables”. Por cierto, este juicio no alcanza directamente a los liberales, pero está claro que el elogio del derecho político los tiene en la mira. Tocqueville se destaca de Constant en el hecho de que no concibe a los individuos como pequeños soberanos cuyo poder tendría como principal función garantizar su independencia. Se destaca de Guizot, del mismo modo, en el hecho de que percibe el peligro de la exclusión política de una parte de la población. No vaya a creerse que en Tocqueville busco un modelo. No olvido que él ignoró holgadamente la cuestión social que nacía de los nuevos conflictos de clase en su época. Además, no dudo que la sociedad 116
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democrática requiera en nuestros días nuevas reflexiones. Pero no es romper con el pensamiento liberal, tal como este lo animaba, tomar debida nota del desarrollo de una sociedad democrática en adelante en comunicación consigo misma en todas sus partes, y descubrir las tensiones que la habitan. Esta sociedad se muestra consagrada a un interminable trabajo sobre ella misma bajo el efecto de su diferenciación interna. Es el teatro de debates cuyos focos y posturas no dejan de diversificarse. No es solamente la estructura global de la sociedad, ni las relaciones entre gobernantes y gobernados las que están en discusión. La educación, la justicia, la información, la salud pública, por ejemplo, plantean problemas políticos. Y en cada campo las posibilidades de la libertad, o los peligros de un debilitamiento del sentido cívico, requieren ser descifrados. La ambigüedad, tan sensible a Tocqueville, no hizo sino acentuarse.
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1994 Libération [noviembre]
El juicio político La guerra en Bosnia
La guerra en Bosnia, que opuso a las comunidades bosnia, serbia y croata, en la antigua república yugoslava de Bosnia Herzegovina, duró del 6 de abril de 1992 al 14 de septiembre de 1995. En 1992, los serbios de Bosnia emprenden el sitio de Sarajevo. Su ejército, comandado por Ratko Mladic, se apodera de las principales ciudades (fuera de Sarajevo) y de las zonas pobladas de serbios y se entrega a una depuración étnica. Hasta 1995, los esfuerzos –más o menos decididos– de la comunidad internacional carecen de resultados, pese al envío por la ONU de más de 38.000 militares. Los dirigentes occidentales se obstinan en creer en la virtud de la negociación con Milosevic, presidente de la República de Serbia desde 1989. Ignoran o fingen ignorar su proyecto de crear una Gran Serbia. El artículo que sigue fue escrito antes de la toma de Srebrenica y la masacre que allí perpetró el ejército comandado por Mladic (julio de 1995), en consecuencia, antes de los Acuerdos de paz de Dayton, que dieron testimonio todavía del desconocimiento de las intenciones de Milosevic. Evoca la posibilidad de una agresión de los serbios contra Kosovo, la que tendrá lugar en agosto de 1999.
Claude Lefort
La guerra en Bosnia suscita una emoción creciente. La cercanía de las elecciones europeas ofrecía la ocasión de debatir acerca de ella. Cierta cantidad de intelectuales supieron percibirlo. El Comité VukovarSarajevo, desde hace largo tiempo en marcha, publicó el 13 de mayo un Manifiesto (firmado por Alain Finkielkraut, Pierre Hassner y Véronique Nahoum-Grappe) donde se llamaba a los electores a no votar sino por candidatos favorables a dos medidas: bombardeos aéreos eficaces y el levantamiento del embargo sobre las armas con destino a Bosnia. La segunda medida debería estar subordinada a la apreciación de los efectos de la primera; una va en el sentido de la intervención, la otra, de la retirada. Sea como fuere, yo sostuve esta iniciativa. Por fuerza debe comprobarse que casi no tuvo repercusión. En cambio, el anuncio de una lista Sarajevo inmediatamente causó mucho revuelo. Lo cual me alegra, aunque el proceder, a despecho de las intenciones de sus autores, contribuye a hacer desconocer el papel propio de los políticos. En la actualidad, los intelectuales son juzgados con severidad. Ellos ignorarían la alternativa: negociación o guerra total. Se les reprocha una intrusión en un campo que no depende de su competencia. Admitámoslo: la distinción del corazón y de la razón o, para retomar el lenguaje de Max Weber, aquella de la ética de la convicción y de la ética de la responsabilidad, no es insubstancial. Tanto mejor fundada estará la siguiente pregunta: la función de jefe de Estado, de ministro o de dirigente político ¿procura ipso facto el sentido de la responsabilidad? Weber no dijo nada semejante: él muestra solamente que lo exige. Lo que llamaba la vocación del político distaba de coincidir con la conducta de los actores que observaba en su época, y de quienes hablaba duramente. En cuanto a Maquiavelo, a menudo invocado como el teórico del realismo, él hizo una feroz crítica de los dirigentes políticos florentinos, a quienes llamaba irónicamente “los sabios de nuestro tiempo”. Tanto Weber como Maquiavelo formularon algunos principios de la acción política perfectamente inteligibles a lectores atentos, ciudadanos ordinarios que no se dejan intimidar por la imagen del poder. Por otra parte, es inútil producir esas grandes referencias: piénsese solamente en la ceguera de los hombres de Estado ante el ascenso del fascismo o, más tarde, en su impotencia para percibir la naturaleza del régimen soviético. 120
El juicio político
Ese pasado muy cercano debería enseñar alguna modestia a los analistas que reivindican el pragmatismo. Además, ¿no estamos en pleno derecho de preguntar cuáles son los límites del debate electoral? Los ciudadanos pueden ver que se les reconoce la capacidad de pronunciarse sobre una multiplicidad de asuntos de los que supuestamente, sin conocer su detalle, comprenden en qué espíritu deben ser tratados y, simultáneamente, que se les niega la capacidad de juzgar acerca de la orientación de la política francesa frente a un conflicto que expone a cada uno a formidables peligros. ¿Será que solo los expertos disponen de los instrumentos de conocimiento? De hecho, los medios de comunicación dispensan una masa de informaciones que solicitan el juicio. Las reacciones de nuestro gobierno a la guerra que desencadenaron y que prosiguen los serbios plantean a los intelectuales una cuestión que no es secundaria. Algunos hablan de la cobardía de nuestros dirigentes, del deshonor de Francia, del desprecio de la justicia; se equivocarían si se satisficieran con ese vocabulario. ¿Por qué no reconocerlo? Existen situaciones en las cuales solo cabe resolverse a la injusticia y al deshonor bajo la coerción de la necesidad. La razón de Estado o el principio de la autoconservación no es, en cualquier circunstancia, una mistificación. La decisión política requiere la apreciación de la relación de fuerzas. Si se admite esto, tal vez serían mejor entendidos por el ciudadano ordinario, porque son verdades que siente por instinto. En la coyuntura actual, no solo la agresión cometida por los serbios, la mala fe de sus dirigentes, la ideología de la limpieza étnica ofenden su sentimiento, sino que la política de Francia le parece cada vez más desprovista de sentido. Es cierto que nuestros dirigentes políticos juegan con el contrasentido. Su preocupación es persuadirnos de que está en las cosas: la ex Yugoslavia es presentada como el teatro del absurdo. Rushdie lo observaba recientemente, la versión clínica de los hechos nos es servida en una “lengua de madera”1 (expresión que empleaba ya Jacques Julliard en El fascismo que viene): “la situación-es-compleja. No hay respuestashechas y, por otra parte, ¿realmente deseamos que la flor-de-nuestrajuventud vaya a empantanarse indefinidamente en lo-que-después-de1
En el original langue de bois, expresión que significa “palabrería”. [N. del T.]
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todo-no es otra cosa que una guerra-civil?”. Es, añadiré, una lengua de madera, bien adaptada a la democracia. Alaba la duda, el repliegue sobre sí, el miedo al riesgo. Sin embargo, no se juega con el contrasentido impunemente. Porque siempre aparece más que la política de los dirigentes serbios posee realmente un sentido, en la doble acepción del término: una significación –la constitución de la Gran Serbia– y una dirección: cada retroceso diplomático prepara una nueva avanzada sobre el terreno. Y, no menos claramente, descubre que los occidentales, al obstinarse en perseguir la paz por la negociación, practican una política incoherente, dejándose llevar o traer por las circunstancias. ¿No conviene apelar al juicio político? Por un lado, poniendo de manifiesto las consecuencias posibles de la prosecución de la guerra, a falta de una intervención militar de la OTAN. Por el otro, sometiendo al análisis la práctica de la negociación en el marco de un conflicto donde una de las partes es movida por ambiciones que no se prestan al compromiso. La capacidad de juzgar ¿no puede ser estimulada por un llamado a la comprensión de la necesidad? En el artículo que acabo de evocar, Rushdie observa que el abandono de Sarajevo significaría el de “una ciudad en la cual los valores del pluralismo, de la tolerancia y de la coexistencia supieron forjar una cultura única y vivaz. En ese Sarajevo –añade– existe realmente esa forma laica del islam en cuyo nombre tantas personas luchan en otras partes en el mundo (. . . ) Si la cultura de Sarajevo muere, todos seremos sus huérfanos”. Tiene toda la razón. No obstante, me parece que el argumento no es susceptible de llegar más que a un público limitado. Hay que estrechar el lazo entre libertad y necesidad, justicia e interés. Una amplia fracción de la población puede comprender que a falta de una intervención que detenga a los serbios: 1) los Estados que tengan la tentación de proveerse el arma nuclear sacarán provecho de la impotencia presente de las Naciones Unidas; 2) los aventureros nacionalistas, tanto en la ex Unión Soviética como en Europa Central y Oriental, se sentirán alentados; 3) Kosovo y Macedonia podrán convertirse en los próximos blancos de los serbios y en el foco de una guerra general en los Balcanes; 4) un formidable éxodo de refugiados tendrá por efecto desestabilizar a las democracias occidentales. 122
El juicio político
En sustancia, estos argumentos son los que formuló Margaret Thatcher en un artículo reproducido en un “Rebond2 ” de Libération. Cualquiera que fuese la antipatía que despierta la política llevada a cabo por ella en Inglaterra, es preciso estar de acuerdo con el rigor de su razonamiento. Además, tiene el mérito de escapar a la crítica dirigida a oponentes “que no son sino intelectuales” por François Mitterrand y Alain Juppé. Margaret Thatcher impugna la alternativa la negociación o la guerra, y recuerda que ella siempre excluyó la expedición de tropas sobre el terreno. No pretende poseer la clave de la solución, pero afirma que algunas medidas que testimonien la resolución del Occidente (bombardeos aéreos y levantamiento del embargo) cambiarían por entero la configuración actual del conflicto. Sin duda, la opinión no está por naturaleza dispuesta a prever las consecuencias de una acción que comprende riesgos, aun cuando se la esclarezca sobre la necesidad y sobre sus intereses. Agreguemos entonces que las relaciones que los occidentales mantienen con los dirigentes serbios deberían persuadir acerca de la incoherencia de nuestra diplomacia. Proferir la amenaza de bombardeos aéreos y no ejecutarlos o, habiéndolos ejecutado, no proseguirlos, pese a la eficacia que demostraron; acompañar esas amenazas con la declaración de que no hay otro camino que la negociación, es claramente advertir a los serbios de que pueden proseguir impunemente su agresión. Toda negociación depende de cierto estado de las relaciones de fuerza, y esas relaciones dependen a su vez de la representación que cada uno se hace. Es tanto más fuerte aquel que da la apariencia de su fuerza y sabe medir su efecto sobre el adversario. Los serbios son maestros consumados en el arte de hacer creer en su fuerza y de discernir el temor que inspira a los occidentales la eventualidad de su intervención. Estos últimos, a despecho del poder de su tecnología y de sus medios de acción, son tanto más débiles cuanto que sobrestiman la fuerza de los serbios y se muestran incapaces de darse a ellos mismos la imagen de la superioridad de su formidable coalición. Desde el comienzo de la guerra, los serbios ostentan su resolución y los occidentales su irresolución. 2
Rebonds es una rúbrica del diario Libération, una columna de opinión abierta a diferentes columnistas. [N. del T.]
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¿Cómo estos últimos habrían podido hacer prevalecer la negociación desde el momento en que renunciaban a la idea de obligar a quienes se sustraían a ello? Para retomar un lenguaje cercano al de Maquiavelo, Francia hizo la peor elección: no ser francamente ni amigo, ni enemigo, ni neutral, y adoptó la peor táctica: la de la temporizar, que conduce a declarar de un momento a otro: antes tal vez habría sido posible que. . . pero ahora es demasiado tarde para. . . Este comportamiento ¿no tiene que ver con una patología de las democracias? Sólo situaciones extremas parecen susceptibles de enseñar la necesidad de hacer reconocer el principio de energía, de deslindar una autoridad de la masa confusa de las corrientes políticas, cuyas oposiciones, en tiempos ordinarios, se traducen por la elección del menor riesgo. Con seguridad, nuestros dirigentes no son ingenuos, ni carecen de habilidad y astucia, pero su inteligencia parece modelada por el juego de la competencia democrática. Para ellos es difícil imaginar que un adversario pueda obedecer a otra lógica que la suya, que esté decidido a satisfacer sus ambiciones por todos los medios, ambiciones que parecen transgredir los límites de lo razonable. La guerra de Irak parece desmentir este diagnóstico. Es cierto que los norteamericanos dieron muestras de energía, no sin suscitar por otra parte múltiples reticencias por parte de sus aliados, en primer lugar Francia. La decisión fue bien política, en el sentido de que tendía a prohibir que un Estado tiránico se dotara del arma nuclear (observémoslo de pasada, no era seguro, como se lo declara con posterioridad, que la guerra pudiera efectuarse “con tan pocos gastos”). No obstante, como todos saben, el interés de la preservación de las fuentes de petróleo fue también un motor de la decisión. Lo sorprendente es que partidarios de la defensa activa de Bosnia condenen todavía la intervención al Medio Oriente porque les parece guiada por el interés. Más valdría lamentar que no haya algún móvil que ahora permita unir el interés al derecho. De no ser así, por lo tanto, que se esfuercen por discernir y poner de manifiesto las exigencias propias de la decisión y de la acción política.
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1994 Zagreb [diciembre]
Poscomunismo y liberalismo
Este encuentro internacional, a iniciativa de los escritores croatas, se realiza en una gran ciudad europea que celebra a la vez la antigüedad de su origen y su libertad recuperada. Dos celebraciones indisociables: se afirma el derecho a la memoria, mientras que el porvenir vuelve a estar abierto. Me siento emocionado de participar en una conmemoración que tiene tan fuerte significación simbólica. El siglo estuvo marcado por dos guerras mundiales y por la instauración de un sistema de dominación sin precedentes que se presentó bajo los rasgos desiguales, hasta en ciertos aspectos opuestos, del fascismo y el comunismo. Estos dos tipos totalitarios se dibujaron inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, que hizo aparecer plenamente, pero bajo la luz más cruel, la interdependencia de todas las naciones europeas y, más allá, la unidad del globo. La violencia fue llevada a un grado de intensidad y propagada a una escala todavía desconocidos. Así, se pudo descubrir que al revés de los progresos de la industria y de la ciencia se había acumulado un formidable potencial de destrucción de vidas humanas. Y el comunismo y el fascismo sacaron de la experiencia de la guerra el motor del proyecto de una “dominación total” (según las palabras de Hannah Arendt): dominación que se extendería sobre el área más amplia posible y que se arraigaría en lo más profundo del suelo de la
Claude Lefort
sociedad. La idea de una movilización de todos los recursos materiales y de todas las energías humanas, de una organización de todos los sectores de actividad, de un mando único al que cada uno se sentiría emplazado a obedecer, esa idea sin duda no se volvió, si no concebible, por lo menos susceptible de inscribirse en lo real, sino como consecuencia de la radicalización y, por así decirlo, de la legitimación de la violencia que se operó durante la Primera Guerra Mundial. No obstante, el enigma que nos lega el totalitarismo reside en la conjunción de la violencia y de la creencia. No hemos terminado de interrogarnos sobre las formas de creencia que conoció nuestro siglo. La nueva creencia, aunque no sea totalmente ajena a la fe religiosa, difiere profundamente de ella. Se instala en la imagen de una sociedad liberada de toda división interna, que se corporiza consigo misma, segura de la ley que la naturaleza o la historia le prescribe, sometida a una autoridad omnipotente que está en posesión del conocimiento de sus fines últimos. El hecho de que el poder totalitario se haya edificado por la violencia no puede hacer olvidar que respondió a una demanda desmesurada de creencia o, digamos mejor, a un deseo de certidumbre sobre la sustancia y el devenir de la sociedad: deseo enceguecedor que, durante un tiempo, resistió a todos los acontecimientos que lo ponían en falta, a todas las manifestaciones de la irreductible discordancia de los intereses y de las aspiraciones individuales y colectivas. Ahora bien, semejante deseo implica ya un arrebato del espíritu en el terror, dispone a creer que debe ser extirpado del cuerpo social todo cuanto pone en peligro su unidad o su integridad. El nazismo provocó la Segunda Guerra Mundial. Había ligado tan estrechamente el proyecto de la dominación de un pueblo con el de una propagación de sus principios y de una expansión territorial por las armas que tropezó con la coalición de adversarios a los que nada disponía a entenderse y, finalmente, fue vencido militarmente. Ninguna potencia dispone de los medios de reanudar semejante ambición de conquistas. En cuanto a la ideología fascista, privada de su antiguo brillo, no puede sino alimentar los odios de pequeños grupos racistas y xenófobos. Del fracaso del fascismo, en cambio, sacó partido el comunismo, inmediatamente después de la Segunda Guerra para extender su 126
Poscomunismo y liberalismo
dominación sobre una parte de Europa y construir una superpotencia mundial. A la larga, el sistema se descompuso. Poco a poco, el proyecto de la dominación total resultó desmentido por los conflictos internos de la burocracia, el debilitamiento de la creencia colectiva en las virtudes del régimen, la sorda resistencia de las poblaciones a las consignas. Resultó que el mito de una sociedad unificada encubría la fragmentación creciente de los lazos sociales; el mito de la organización, otro tanto con el reino del derroche de los recursos, de la irresponsabilidad y de la incompetencia de los dirigentes. Ninguna prueba de fuerza decidió el fin del comunismo: no fue vencido ni por armas extranjeras ni por una revolución. La crisis abierta en el Kremlin por la tentativa de reformar lo que era irreformable sacudió a la Unión Soviética y, con una rapidez sorprendente, provocó el desmoronamiento, una tras otra, de todas las ciudadelas comunistas en Europa. Se descubrió entonces que la única herencia que dejaba el comunismo eran ruinas. Menos, aún, que el fascismo, el comunismo –sostenido como estaba por una teoría de la historia que desembocaba en una sociedad universal y la aparición de un “hombre nuevo”– no puede volver atrás. Sin embargo, no nos detengamos en esta comprobación. Desde hace poco oigo decir, sobre todo por intelectuales que vivieron bajo un poder comunista, que finalmente este no marcó más que un paréntesis en la vida de su nación. Lo cual, implica ignorar que constituyó un modelo de un alcance universal y ejerció un fantástico atractivo en todos los continentes: no solo en países llamados del tercer mundo, antaño colonizados, donde ese modelo venía a satisfacer el sueño de encontrar el camino de la industrialización, más generalmente de la modernización, gracias a un Estado popular que permitiera hacer abstracción de las libertades democráticas, pero también en países de tradición política liberal, muy particularmente en Francia. Lo recuerdo: la ideología comunista (a propósito no digo solamente marxista) se arraigó fuertemente allí durante un tiempo en la clase obrera (el Partido Comunista era todavía poderoso, hace una quincena de años) y, además, sedujo a una cantidad considerable de intelectuales, escritores y artistas (muchos defendían aún el “buen campo”) en el recodo de los años sesenta y setenta, cuando ya no había mucha gente que creyera en la Europa del Este. 127
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Admito que el comunismo adquirió sus rasgos específicos en Rusia, que lleva la huella de una herencia del “despotismo oriental” o “semiasiático” (concepto, como se sabe, que hizo correr mucha tinta). No es menos seguro que fue un producto de la modernidad. Y como tal fue acogido en Europa Central y Oriental. La idea de un poder y de un pueblo soldados uno al otro, de un partido monolítico, órgano de identificación paulatina entre el jefe supremo y el más modesto de los trabajadores; la idea de que hay una ley “viviente”, más allá de las leyes formales, que encarna el dirigente supremo cuya autoridad emana del pueblo; aquella de que hay un gran saber de la Historia, que escapa a las reglas del conocimiento ordinario y que cada uno debe someterse a él en nombre de la “verdadera ciencia”; aquella de que es por la voluntad, por la acción pura, por lo que el mundo humano puede ser transformado, organizado, modelado como un material: estas ideas no testimonian un retorno a un pensamiento arcaico, mucho más una experiencia de la sociedad moderna, una respuesta inédita a los problemas que hizo surgir la revolución democrática desde comienzos del siglo XIX. Esta revolución marca una ruptura con los principios sobre los cuales estaba fundado lo que se llamaba en esa época “el viejo orden europeo” y que lo caracterizaban: clasificación y jerarquía de las condiciones, redes de dependencia personal, doble fuente religiosa y política de la autoridad. Precisamente cuando el proceso parecía excluir toda restauración del Antiguo Régimen, despertó por diversos lados el sentimiento de una crisis que no podía ser superada sino por un salto fuera del presente. “La joven Europa ¿ofrece más posibilidades? El mundo actual, el mundo sin autoridad consagrada parece ubicado entre dos imposibilidades: la imposibilidad del pasado, la imposibilidad del porvenir”. Estas palabras que parecen tan cercanas son las de Chateaubriand en 1841, en uno de los últimos capítulos de las Memorias de ultratumba. La noción de crisis de la modernidad, tan familiar en nuestra época, es contemporánea del advenimiento mismo de la modernidad. No voy a pasar revista a todos los síntomas de la crisis que se han detectado a partir de diagnósticos teóricos y políticos diferentes y hasta contrarios. Pero, algunos temas merecen retener brevemente la atención.
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Poscomunismo y liberalismo
Primer tema: el de la formación de un poder anónimo que se alzaría por encima de los hombres y los desposeería de su existencia. Desde un punto de vista se trata del maquinismo –más tarde se dirá de la técnica–, cuyo desarrollo es ciego. Desde otro punto de vista se trata del Estado, o de la burocracia estatal, que tiende a regir hasta en el detalle toda la vida social. Segundo tema: el de la guerra de las clases o, más generalmente, de la división de los intereses, cuyo enfrentamiento tiene por efecto destruir la comunidad. Tercer tema: el de la nueva interconexión de todas las partes del globo, que trae aparejada la generalización de los conflictos entre los Estados, el desorden mundial de la economía, la imposibilidad para todo poder político de prever y dominar los efectos de acontecimientos que se producen lejos de su campo de acción. Cuarto tema: el de la aceleración del cambio, cuya consecuencia es que todas las tradiciones son cada vez más erosionadas y que las generaciones se vuelven cada vez más ajenas unas a otras. Quinto tema: aquel, constante, a menudo implícito, en ocasiones explícito, de la inconsistencia de la democracia liberal, un régimen donde el poder se degrada, sometido como está a una opinión inestable y convertido en la postura de luchas de partidos profesionales consagrados a la demagogia: un régimen sin normas comunes, donde cada sector de actividad o de conocimiento, donde cada opinión o creencia reivindica su independencia. Otros tantos temas, por último, que alimentan el juicio filosófico que se hace sobre la crisis de los valores, sobre la desaparición del referente de la Naturaleza o del referente de la Ley divina, o bien (según la fórmula de distinguidos filósofos) sobre el ocultamiento creciente del Ser. Otros tanto temas, incluso, que subyacen a la creencia persistente de que la humanidad alcanzó un umbral más allá del cual debe ser zanjada la última alternativa: civilización o barbarie (una de cuyas variantes es
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socialismo o barbarie1 ), pudiendo aparecer la misma civilización como la fuente de la barbarie. Sobre el fondo de semejante proceso se desarrolló la aventura totalitaria, haciendo brillar una solución a la Crisis. El hecho de que esta solución haya resultado fantasmática no hace olvidar que en la actualidad el proceso prosigue. Sus motivos no han desaparecido. En muchos aspectos está fundado en la experiencia de hechos reales. Es inútil demorarme sobre este punto. No obstante, también deriva de un espanto y de una repugnancia ante el fenómeno de la disolución de los puntos de referencia últimos de la certidumbre en la sociedad moderna. Sentimientos que impiden admitir que tal disolución pueda ser otra cosa que una enfermedad de la civilización; que pueda crear la posibilidad de una vida social en la cual la idea de la legitimidad no esté perdida, sino que se convierta en el objeto de un incesante debate en todos los campos de actividad y de conocimiento. El derrumbe del sistema comunista, en la Unión Soviética y en Europa del Este, tuvo consecuencias paradójicas. Oímos decir que de ahora en adelante vivimos en la hora del poscomunismo. Por sí solo, este término da la medida de nuestra ignorancia. Su mérito es recordarnos que nuestra impotencia en percibir las grandes líneas de la situación presente radica en el acontecimiento que se produjo en el recodo de los años ochenta y noventa. Una imagen del mundo se desordenó. No porque antes fuera inteligible. Múltiples conflictos desgarraban el mundo; algunos enfrentaban a las dos superpotencias a través de actores interpuestos –eso fue lo que ocurrió en Corea–, muchos otros se inflamaron que nada debían a su iniciativa. Pero en cada caso se sabía que el desarrollo o la regulación de los conflictos dependerían de la actitud de las grandes potencias; sus posturas estaban sobredeterminadas. La figura del mundo se dibujaba en el signo de un gran antagonismo entre las potencias. Su unidad se libraba por la división misma. Se disputaba acerca de la identidad del verdadero agresor, que se ocultaba de un lado o del otro, de la carrera armamentista, del peligro último que resul1 Nombre de la sección del PCI (Partido Comunista Internacionalista) dirigida por Cornelius Castoriadis y Claude Lefort, que entre 1949 y 1965 publica una revista del mismo nombre: Socialisme ou Barbarie. [N. del T.]
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taba del equilibrio del terror. Además, la conciencia del antagonismo último iba a la par con la de una única alternativa entre dos tipos de sociedad: la democracia liberal y el comunismo. Muy numerosos eran los regímenes que no se dejaban instalar en una u otra categoría, por cierto. Por lo menos, la oposición era plenamente pertinente: la línea divisoria entre los dos campos se manifestaba geográficamente, a veces en el interior de una nación, en Corea como en Alemania. En los otros continentes, sobre todo en América Latina, se distinguían las fuerzas susceptibles de hacer inclinar un régimen de un lado o del otro. La descomposición del comunismo en la Unión Soviética y en Europa del Este disipó repentinamente esas dos representaciones: el antagonismo entre las potencias y la alternativa política, que gobernaban los análisis, el juicio, las previsiones, pero que también modelaban la imaginación común. El acontecimiento que se produjo se desdobla, en efecto. Un régimen político, implantado en un inmenso territorio, se encuentra desarraigado; simultáneamente, la superpotencia que había edificado se disuelve. El imperio soviético no tarda en estallar, mientras que la Europa del Este, que constituía un bloque con él, se disgrega. Este acontecimiento llenó de estupor a todos aquellos que ni siquiera habían encarado la caída del comunismo: unos porque le estaban unidos y consideraban que, a despecho de los obstáculos que demoraban su desarrollo, ese régimen había escapado a las contradicciones del capitalismo; los otros, por el contrario, porque habían concebido la imagen de un edificio totalitario tan bien cerrado a cal y canto que toda forma de resistencia parecía excluida, así como toda posibilidad de cambio; otros más (entre los cuales hay que contar a la mayoría de los dirigentes políticos, de los diplomáticos y de los expertos), porque consideraban la existencia del bloque comunista como un dato de la historia. No menos desconcertados resultaron numerosos politólogos y economistas. Estos conocían los vicios del sistema burocrático y observaban los cambios provocados por la industrialización y la urbanización, pero concluían en la formación de una nueva capa de directivos, de tecnócratas y de ingenieros, a quienes imaginaban partidarios de nuevos métodos 131
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de gestión y destinados al rol de una nueva elite dirigente, en ruptura con los dogmas del partido. Algunos analistas audaces, la mayoría de las veces norteamericanos (pero también los hubo en Francia, después de 1956), no vacilaron en elaborar la tesis de una convergencia entre sistemas comunistas y democráticos, fenómeno, consideraban, que disimulaba la oposición ruidosa de las ideologías. Ahora bien, estas últimas hipótesis no resistieron mejor ante el acontecimiento que los argumentos groseros de los adeptos del modelo socialista o los teóricos de una dominación sin fisuras. En efecto, después de la desbandada del partido, no había ninguna huella de un gran movimiento reformador, que habría nacido inmediatamente después de la muerte de Stalin y habría madurado bajo Brezhnev antes de desarrollarse bajo Gorbachov. El comunismo soviético no se transformó bajo el efecto de la industrialización: fue destruido. La comprobación de la decadencia de los burócratas tradicionales permitía ignorar que el Partido seguía suministrando el único marco de referencia y que había que hablar su lenguaje, cualquiera que fuese la distancia entre la práctica y la ideología. Yo formé parte del muy pequeño número de aquellos que nunca cedieron a la ilusión de un régimen inmutable, ni a la de su evolución reformista. Ese régimen me parecía inviable e irreformable. La lectura del famoso informe de Jruschov, desde 1956, me había persuadido de que la crítica del Estado burocrático (que yo sostenía desde hacía diez años) era insuficiente. Así, se me impuso el concepto de totalitarismo, cuando había terminado el período del gran terror. No obstante, siempre distinguí el proyecto totalitario de la realidad social en la cual no podía inscribirse plenamente. Sobre este punto, el análisis de Hannah Arendt, cuando lo descubrí, me pareció incierto. Sin volver sobre mis análisis, me atreveré a decir que había previsto el fracaso del comunismo. En cambio, no imaginaba que proviniera de una ruptura en la cumbre del edificio. El escenario de la Revolución Húngara, a mi juicio, debía reproducirse en Rusia y concluir con el levantamiento de los pueblos de Europa del Este. Sobre este punto, pues, me equivoqué. El poder comunista se derrumbó sobre sí mismo, como un coloso cuya fuerza no se mantiene, desde hace tiempo, sino
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por el miedo que inspira, y al que los músculos vienen a fallar, apenas sale de su inercia y busca un apoyo a su alrededor. Considerado bajo su otra cara, el acontecimiento no fue menos desconcertante. La dislocación del imperio soviético no es provocada por la revuelta de las nacionalidades cuya agitación señalaban algunos buenos observadores; esta deriva del repentino debilitamiento del poder central. La ruina de la superpotencia mundial no es el producto de una capitulación militar, o de la pérdida de una partida de póker nuclear. Se descubre que el poder no debía apreciarse solamente por la medida de sus armas: armas que los expertos occidentales no terminaban de inventariar y de evaluar. Hecho igualmente sorprendente, la crisis política se desarrolla sin que los jefes del ejército aparezcan en la escena, ni tampoco los famosos dirigentes del complejo militar-industrial, de quienes algunos analistas afirmaban que poseían el poder efectivo en Rusia. Convengamos que el Partido Comunista ruso, a despecho de la incompetencia y de la corrupción de sus cuadros, así como de su incapacidad para movilizar a la población, no dejó de ejercer una función simbólica esencial. Una vez atacada su legitimidad absoluta por Gorbachov, el Ejército se muestra desorientado. En el pasado había sido capaz de desempeñar un papel de árbitro entre facciones rivales. Se vuelve impotente, cuando hubiese debido actuar por su propio movimiento. Así, tal vez tenían razón de decir que en realidad el Partido ya no era “nada”, pero ese “nada” tenía que ver con todo. Cuando Gorbachov, deseando afirmar la autoridad del Estado, se arriesgó a fustigar la incompetencia y la irresponsabilidad de numerosos miembros del partido, sin quererlo hizo tambalear la institución central del régimen. Por lo tanto, dos acontecimientos en uno solo. En efecto, hay que distinguirlos, pero a condición de reconocer de inmediato que el factor político fue determinante, lo que no es una pequeña enseñanza. Una imagen del mundo se desordenó, decía: ahora bien, ella sostenía especulaciones de todo tipo. Se tomaba como datos de hecho lo que, en una gran parte, resultó no ser más que ficciones. A partir de esos datos se delimitaban los posibles; se creía discernir las diversas evoluciones del comunismo y los diversos casos particulares del conflicto Este133
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Oeste. Lo que ocurrió excedió el marco de los posibles supuestos. Tal es la naturaleza de algunos acontecimientos: repentinamente restituyen la dimensión de lo imprevisible. ¿Por qué la caída del comunismo en la Unión Soviética apareció como un acontecimiento de alcance universal? Es en Rusia donde el régimen comunista nació y se presentó como portador de la solución última de los problemas de la organización social. Sin duda, rápidamente se reconoció que quedaba mucho camino por hacer. El capitalismo, se decía, reina en la mayor parte del mundo; allí donde fue extirpado no se puede sino padecer las consecuencias de su desorden; por lo menos, fueron echados los fundamentos de un mundo nuevo. En cuanto tal, el régimen soviético ejerció un atractivo en todos los continentes. Precisamente a partir de su modelo el comunismo se implantó en China, Vietnam, Corea, Cuba. En los países más diversos, además, se formaron bajo su bandera partidos, movimientos y grupúsculos. Allí mismo donde el comunismo nunca había logrado implantarse profundamente, su irradiación llegaba a una fracción importante de la intelligentsia. Por cierto, no olvido, en primer lugar, que el comunismo soviético suscitó múltiples disidencias, en cuya primera fila la del comunismo chino, el que, a su vez, constituyó un polo de atracción. En segundo lugar, que en el curso de los últimos decenios se manifestaba un debilitamiento ideológico en la Unión Soviética y en Europa. En tercer lugar, que se había incrementado el conocimiento de los vicios del sistema soviético, al que le reprochaban un abandono de los principios revolucionarios. No obstante, su naufragio alcanza el ideal de una sociedad distinta. No es solamente la fe en el comunismo lo que se ha desvanecido. La idea de una sociedad distinta es más antigua y más profunda que la del comunismo. Ella se manifiesta en las grandes revoluciones que inauguran la era de la modernidad: en Inglaterra, en Norteamérica, y en Francia. Pero más importante es el hecho de que la democracia permite la expresión de conflictos políticos y sociales que indican dos polos, el de la conservación y el del movimiento, definidos aproximadamente como la Derecha y la Izquierda. Cualesquiera que fueren las posturas, esta oposición sigue siendo significativa, y máxime cuando es acentuada 134
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por la presencia de grupos que se vuelcan a los extremos. Ahora bien, durante un largo período, la división interna de la democracia se combinó con la división del mundo en dos bloques. Por eso, la izquierda fue conmovida, en su conjunto, por la caída del comunismo y del poder soviético. Lo fue particularmente en Francia, donde el Partido socialista, al tiempo que desea una evolución pacífica de la democracia, nunca había podido o querido poner en el centro de su reflexión la oposición totalitarismo-democracia: padeció el impacto del acontecimiento, que tiene algo que ver en su declinación. Sin embargo, no nos atengamos solamente a la izquierda. Fuera de ella, en el campo opuesto, el contragolpe también se hizo sentir. Todo transcurre como si, de pronto, el adversario viniera a faltar; como si, al sustraerse, este hiciera perder el equilibrio a aquellos que lo combatían. Y se produjo algo más importante. Lo decía, mientras había un gran antagonismo y la idea de una alternativa ideológica y política, se creía poder evaluar las posibilidades a partir del presente. El paisaje era muy agitado, pero se evolucionaba sobre el mismo suelo. Las constantes de la situación prevalecían sobre los accidentes. Si me atrevo a decir, hasta lo imposible se encontraba localizado. Con el derrumbe de la sociedad comunista lo que se sustrae es la noción general de realidad, lo que se disloca es un cuadro de referencia del pensamiento y de la acción. Paradójicamente, en el momento en que se disipa la inseguridad creada por la amenaza de una guerra nuclear, un nuevo sentimiento de inseguridad se desarrolla en todas partes. Parafraseando a Chateaubriand, uno de los observadores más agudos de su tiempo, que hablaba de la desaparición de la monarquía del Antiguo Régimen, yo diría: el comunismo era tan poderoso, por su vasto pasado, que al caer arrancó con sus raíces una parte del suelo de la sociedad. Chateaubriand veía con claridad que la monarquía no se reducía a un pequeño número de instituciones políticas, que estaba unido a las costumbres y también que no era solamente la sociedad francesa la que resultaba conmocionada sino, según su expresión, el “viejo orden europeo”. En la actualidad, no es solamente en Europa, sino en todas partes en el mundo donde repercute el acontecimiento, y particularmente en Asia. 135
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La destrucción del comunismo señala una ruptura en el curso de la historia; en este sentido, se emparienta con una revolución. Pero aquí tenemos otra paradoja: es una revolución que no es el producto ni de una insurrección ni de una sublevación popular, es una “revolución sin revolucionarios”, según las palabras de François Fejtö. Y si se hace el balance de las violencias, convengamos que fueron muy limitadas. En Berlín Este, en particular, poderosas manifestaciones masivas permitieron obtener la dimisión del gobierno; pero ahí mismo, como en otras partes, la movilización popular no duró. La hostilidad al comunismo iba a la par con el deseo de libertad, pero este deseo no condujo a iniciativas colectivas. Lo que impacta en todas las revoluciones modernas (incluyendo, por supuesto, la Revolución Rusa de 1917 o la Revolución Húngara de 1956), es la invención anónima, sobre todo la formación de comités, en los lugares de trabajo, en los barrios, en los cuarteles, resueltos a hacerse cargo del avituallamiento o el orden público; es la creación de asambleas en las cuales son formuladas las reivindicaciones de múltiples capas sociales. Nada semejante en la Rusia de 1990 en el momento, sobre todo, en que la escasez alimentaria es de las más severas y en que se enteran de que las raciones enviadas por el Occidente no son distribuidas: la población permanece inerte. Al parecer, ninguna huella de grupos que intenten ponerse en lugar de la autoridad desfalleciente del Estado. Para comprender este fenómeno se pueden combinar varias interpretaciones. La primera es que el comunismo desgastó la noción misma de revolución: el discurso incesante sobre el “mundo nuevo” había sido machacado en una mera palabrería. En consecuencia, ni hablar de retomarlo, ninguna preocupación de desplegar el paisaje de un porvenir radiante; hay una suerte de repugnancia respecto de estas representaciones. Se aprovecha la grieta que se abrió en la cumbre del poder para sacudir el yugo del partido, sin por ello forjar un programa. La segunda es que el régimen logró sofocar el sentido de independencia del individuo, el sentido de la responsabilidad, que consagró a la población a una inercia que nos cuesta trabajo imaginar; que la masa se acostumbró a esperar que las decisiones vengan de arriba o bien a no esperar 136
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nada. La tercera, que permite comprender por qué se produjo tan poca violencia, es que, en una proporción considerable, la población estuvo más o menos implicada en situaciones que marcaban un compromiso con el poder establecido. Espectáculo sorprendente el de viejos cuadros que, desde la desaparición del partido, siguen ejerciendo funciones de autoridad, ya sea en el mismo lugar, ya en otra parte, sin excitar animosidad. Si se pregunta en Moscú a un interlocutor confiable cómo es posible que se codeen apaciblemente hombres que fueron echados de una empresa, de una administración, o de una universidad, y sus ex denunciantes, la respuesta invariable es que la depuración, si debía ocurrir, no tendría límites. Así, se descubre que no hay una línea clara entre aquellos que sirven el régimen deliberadamente y aquellos que no hicieron sino padecerlo; se descubre que la noción de responsabilidad individual está sofocada en la representación de un sistema en sí del que cada uno se encontraba prisionero. En Rusia, lo que se llamaba el “sistema” está destruido. Pero la manera, ahora, de imputarle los males del pasado testimonia la persistencia de la antigua mentalidad. No son solamente los hombres los que indican la presencia del antiguo régimen en el nuevo, son maneras de pensar y también de actuar. Ante la evolución de Rusia, vuelve al espíritu la pregunta clásica (enunciada por Maquiavelo, Montesquieu o Spinoza): un pueblo largo tiempo acostumbrado a servir ¿puede volverse libre? En mis ensayos no había puesto de manifiesto suficientemente que no nos enfrentábamos solamente con un universo burocrático en el cual los individuos se amparan detrás de un reglamento (por otra parte, a menudo disimulando decisiones arbitrarias cuya racionalidad se buscaría en vano desde el punto de vista mismo de los dirigentes); ni solamente con un universo donde cada uno es absorbido en un cuerpo colectivo. Se trata también de un universo donde reinan relaciones de dependencia personal y relaciones de cercanía: relaciones perversas, de sospecha recíproca, de delación o de complicidad, de corrupción en el sentido común del término (y también, es cierto, paralelamente, de solidaridad familiar o de vecindad). Todo lo que denuncian los observadores, en la actualidad, como prácticas mafiosas (independientemente de las mafias constituidas) estimuladas por la libertad desenfrenada de comercio y por 137
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el debilitamiento de los poderes públicos, todas esas prácticas caracterizaban ya el régimen comunista; solo que eran contenidas y veladas, porque se ejercían en un marco político rígido. En pocas palabras, los reglamentos eran soslayados o violados, sin dejar de constituir la osamenta del régimen. La población sabía que estaba condenada al mutismo. De tanto en tanto, solamente ocurría que un clan de la burocracia dejara pasar informaciones que daban cuenta de derroches, de intrigas, de maquinaciones, con la intención de desacreditar a otro clan. En vano se negaría la amplitud del cambio producido. En todas partes, en Europa del Este –aunque en grados muy diferentes– y en Rusia mismo, emergió una sociedad civil. Pero, abre una carrera a los intereses privados, sin que renazca la idea de un bien común. En adelante no hay dudas sobre un punto: la estatización de la producción y de la distribución fue a la quiebra. Todos coinciden, aquellos mismos que siguieron siendo comunistas (al tiempo que cambiaban de apelativo) declaran que no se puede volver sobre la institución del mercado. Pero ¿cómo se desarrolla el mercado a falta de un Estado regulador, capaz de hacer respetar sus decisiones? ¿A falta de un cuerpo de funcionarios competentes, que gocen a la vez de una seguridad material que los proteja de la corrupción y que sean conscientes de ocupar un oficio público alejado del sector privado? ¿A falta, además, de un aparato judicial, de tribunales, de jueces dotados de una formación y de una experiencia? ¿A falta de un “medio que sostenga”, de costumbres que hagan reconocer los límites de lo permisible, que tornen casi natural el sentido de la ley y el de la responsabilidad personal? ¿A falta, por último, de la resistencia a la arbitrariedad de una población cuyos miembros en su mayoría tienen la noción de sus derechos, que gracias a sus asociaciones pueden hacerlos valer e imponer un límite a los apetitos de nuevos emprendedores de toda especie? Ahora bien, decenios de comunicación destruyeron la idea de una administración independiente, la de la separación de lo público y lo privado, arruinaron la idea de la ley y la de la responsabilidad personal; prohibieron toda vida asociativa. Al precipitarse en el liberalismo, la mayoría de los nuevos dirigentes manifestaron una indiferencia respecto del torbellino devastador que
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desencadenaban, y eso no por simple ignorancia, sino por ausencia de espíritu cívico. En un sentido, el liberalismo es la antítesis del comunismo. Pero – y ésa es la nueva paradoja– se muestra ahora como su retoño, aunque sea importado del mundo occidental. Su retoño en el sentido en que era preciso que el comunismo hubiese dislocado la sociedad en profundidad para que la búsqueda más brutal de la ganancia no encuentre obstáculos; era preciso que la población estuviese desmoralizada, en el doble sentido de la palabra, desalentada, sin esperanza en sus propias fuerzas, y privada de los puntos de referencia más ordinarios de la moral colectiva e individual, para que el liberalismo económico pudiera abandonarse al salvajismo. ¿Cuál es la consecuencia de la conmoción de la economía? Los más desguarnecidos padecen el impacto del mercado sin ser susceptibles de sostenerlo y, al mismo tiempo, es la libertad como tal la que se vuelve desacreditada; es la demanda de seguridad la que prevalece sobre cualquier otra consideración. Adam Michnik (ex dirigente de Solidarnosc, director de un periódico de Varsovia) escribía, no hace mucho tiempo: “Todas las evoluciones tienen una raíz común en cada uno de nuestros países. La aplicación de la terapia de choque, a la que estas sociedades no dieron ni podían dar su acuerdo, engendró frustraciones y conductas agresivas. La libertad se vuelve sinónimo de pérdida del sentimiento de seguridad. El síndrome de fuga ante la libertad reaparece”. Antes, Michnik observaba: “¿Qué nos lega el comunismo? El síndrome del prisionero. Cuando tú estás sentado en tu prisión, querido, las ventanas y las puertas sin empuñadura te llevan a la desesperación. Cuando sales, eres feliz. Después de algunas horas, sin embargo, empiezas a inquietarte. Cuando estabas encarcelado había cosas de las que podías estar seguro: sabías lo que ibas a comer, dónde ibas a dormir, a qué hora ibas a lavarte. Pero ahora, cuando ha llegado el momento tan largamente esperado, ya no sabes ni lo que vas a comer, ni dónde vas a dormir, ni dónde vas a lavarte”. Y añade: “El comunismo garantizaba un mínimo de seguridad como contrapartida de la aceptación, sin condiciones, de la servidumbre”.
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Michnik analiza muy bien lo que él llama la “enfermedad poscomunista”. En particular, muestra cómo la nueva inseguridad suscita las conductas agresivas del nacionalismo. El liberalismo económico y el nacionalismo, por supuesto, tienen fuentes muy distintas. El caso es que, la ilusión de los teóricos del liberalismo económico es que una sociedad puede definirse en el plano de la infraestructura económica (ilusión gemela de la teoría marxista, observémoslo de pasada). Ahora bien, no hay cohesión social sin un sentimiento de común pertenencia, sin los puntos de referencia identificatorios que procura sobre todo la nación. Los problemas que plantea el fenómeno de la nación son demasiado complejos para que aquí intente así no fuese formularlos. Por lo menos puedo decir que se impone una distinción entre el sentimiento nacional y el nacionalismo, su manifestación agresiva. El hecho de que se hayan despertado aspiraciones nacionales como consecuencia de la descomposición del totalitarismo no es sorprendente, por nocivos que puedan ser a menudo sus efectos. ¿Cómo habrían de considerarse con desdén las reivindicaciones de los eslovacos, de los eslovenos, o de los croatas, por ejemplo, cuando se sabe que largo tiempo padecieron una situación de inferioridad? ¿Cómo sorprenderse siquiera de que los rusos, en opinión de quienes la historia de su país se confunde desde hace setenta años con la del comunismo, experimenten una herida por el debilitamiento de su nación? En cambio, el nacionalismo Gran Serbio (pensemos en el desencadenamiento de violencias que provocó) o el nacionalismo Gran ruso (piénsese en el éxito de la propaganda de Jirinovski) llevan en gran parte la marca del poscomunismo, no la de un neo-totalitarismo, sino la de una demanda frenética de orden, de unidad de mando, de poder. Demanda, en una gran parte, en respuesta a la inseguridad que suscitó el liberalismo económico y, más profundamente, al riesgo que presenta la institución de la democracia. Mientras que la democracia reconoce la legitimidad del conflicto interno, al tiempo que lo contiene, el nacionalismo trabaja en el unanimismo; convierte al oponente en traidor y desacredita todo modo de expresión que supuestamente atenta contra la integridad de la nación. ¿Puedo sacar algunas enseñanzas de estas consideraciones sobre el poscomunismo en el Este? 140
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En primer lugar, ¿no debería reconocerse y explorar la relación que mantienen la democracia y la economía de mercado? Ahora bien, allí donde el mercado es suprimido, la estatización de los medios de producción va a la par con un dominio del poder sobre el conjunto de la vida social. Libertades individuales, civiles y políticas resultan indisociables del librecambio y de la libre empresa. Ahora bien, allí donde reina la ley del mercado sin instituciones democráticas nos enfrentamos con un capitalismo salvaje, cuyos efectos son devastadores y que corren el riesgo de conducir a nuevas formas de autoritarismo. Por otra parte, deberíamos reconocer que el capitalismo no se humanizó en el mundo occidental sino poco a poco, bajo el efecto de la resistencia de los trabajadores, gracias a los progresos de sus asociaciones y a la toma de conciencia de sus derechos. Esta conciencia del derecho, en una gran parte, se benefició con la civilización burguesa que acreditaba la noción de principios universales, aunque las capas dominantes quisieran reservarse su goce. A todo lo largo del siglo XIX, la dinámica democrática de integración de los excluidos se acentúa, mientras que el capitalismo fabrica exclusión. De alguna manera, el capitalismo se ve obligado a transformarse al descubrir el beneficio que puede sacar de la expansión de una masa de consumidores. No obstante, en la situación actual, la crisis económica y el desarrollo técnico restituyen todo su sentido a la tensión entre capitalismo y democracia. Vemos qué peligro hace pesar la teoría liberal (por lejos que esté, felizmente, de la práctica de sus partidarios) sobre la cohesión social. Además, el respeto ostentado hacia la separación entre la sociedad civil y el Estado tiende a ocultar la relación que mantienen y a falta de la cual una parte de la población dejaría de estar protegida. La crítica de la omnipotencia del Estado, apoyada en la experiencia de los regímenes comunistas, corre el riesgo de cubrir la negligencia de los servicios públicos requeridos en toda democracia moderna. Por último, el peligro es que, allí donde el foso entre las clases medias y la masa de los pobres se amplía, una parte de la sociedad se vuelva ajena a la otra. La democracia no puede reducirse a dispositivos institucionales: el pluralismo de los partidos, el sistema representativo correrían el riesgo de no ser más que reglas de juego engañosas si la representación política 141
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no diera a la mayoría la imagen de posturas comunes. Demasiado se ve hasta qué punto la evolución de las democracias modernas encierra amenazas para no inquietarse todavía más del porvenir de las sociedades poscomunistas.
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1996 Entrevista EHESS organizada por Marc Ferro [12 de abril]
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Entrevista con Pierre Pachet, Claude Mouchard, Claude Habib, Pierre Manent Pierre Pachet – Claude Mouchard, cuando usted, con Claude Habib, se propuso concebir y organizar el volumen de homenaje a Claude Lefort que apareció en las Éditions Esprit en 1993 bajo el título La Démocratie à l’œuvre, ¿cuál era la orientación que quería darle? ¿Cuáles eran los aspectos de la obra de Claude Lefort que le parecía necesario poner de manifiesto? Claude Mouchard – No sé si puedo responder de manera global. . . Nos pareció que algunas cuestiones elaboradas por Claude Lefort, ya dependieran del pensamiento político fundamental o de la reflexión sobre los acontecimientos, que esas cuestiones, pues, elaboradas desde hacía largos años, desde fines de los años cuarenta, luego con el correr de los acontecimientos históricos y del tiempo tanto individual como colectivo, y que atañían a los mecanismos totalitarios, a la democracia, a los derechos del hombre (para no mencionar aquí más que esas direcciones de la reflexión de Lefort) se habían vuelto –mientras que Lefort
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las había trabajado en cierta soledad y contra el espíritu de la época– difusas, retomadas un poco en todas partes. . . eran –a menudo son– caricaturizadas, sin gracia, habiendo perdido su riqueza, sus desafíos. Es una de las razones que, en 1993, nos llevaron a tratar de reabrir cierta cantidad de problemas. Por supuesto, aquello de lo que habla Lefort es del orden de lo que no deja de cambiar históricamente, a veces muy lentamente, o de pronto muy rápido. . . desde 1993, incluso, las cosas cambiaron. Nuestra empresa no era solamente retrospectiva, y hay que seguir interrogando a Lefort y enfrentándose a sus cuestiones o formulaciones o perplejidades presentes. Pierre Pachet – Este libro salió, por un lado, del seminario de Claude Lefort al que asistimos; tal vez sería la ocasión para Claude Habib de decir cómo ella, que es mucho más joven que Claude Lefort e incluso que yo, ve lo que fue la evolución de Claude y lo que es su lugar en el pensamiento de hoy. Claude Habib – Usted entró en la vida intelectual francesa hace cincuenta años. Su primer texto publicado –en Les Temps modernes– data de 1945 y, desde entonces, no dejó de representar allí un papel saludable y liberador. Llamó a la libertad de pensamiento dando el ejemplo, probando que era posible no dejarse intimidar, pasando por alto los chantajes conformistas en un mundo intelectual que, cuando usted entró y por mucho tiempo más, estaba totalmente polarizado por el hecho comunista. Yo recuerdo la forma tipo de ese chantaje: “si dicen eso le están haciendo el juego al enemigo”. Usted lo recuerda, por otra parte, al comienzo del artículo sobre Kravchenko que apareció en Les Temps modernes. Ese tabú no lo detiene. Usted es un maestro en el arte de disociar las amalgamas, y sus textos fueron bocanadas de oxígeno para mi generación, pero primero para la suya, que no siempre lo reconoció. Porque si el consenso comunista incomodaba desde los años cuarenta, ahora incomoda la justificación de los ex comunistas, del tipo: no se podía pensar de otro modo. En cuanto a pensar de otro modo, recuerdo una fecha y un título: 1948, “La contradicción de Trotski”, que es un texto donde usted se remonta más allá del fracaso de hecho de la línea trotskista en 1927 a la concepción que Trotski se hace del partido, a lo 144
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que usted llama su fetichismo del partido. Y a menudo es su manera de hacer, de partir de hechos históricos que usted reconoce, a los que da plenamente derecho, para remontar a las concepciones que los vuelven, no diré solamente inteligibles, sino posibles. El comentario de texto es su acceso privilegiado a las cuestiones que le importan. Raramente habla usted de una cuestión sin hablar al mismo tiempo de un hombre que le intriga, que le llama la atención. Y me parece que, para usted, lo político también está allí, no solo en dispositivos, leyes, constituciones, instituciones, sino también en esa manera de referirse al otro y a otros tiempos. Su pensamiento se anudó al de Maquiavelo, de Dante, de La Boétie, de Tocqueville, de Michelet, de Marx. Su obra está centrada en el universo totalitario, en la diferencia del Estado totalitario y de nuestras sociedades democráticas pero también en su solidaridad, en aquello que, en la democracia, amenaza con derramarse y apela al totalitarismo. Lo que hace que usted nunca sea exterior a lo que describe, a la manera de los politólogos. Usted es filósofo, fue alumno de Maurice MerleauPonty, también su editor, para Lo visible y lo invisible. Sin embargo, no es exactamente en cuanto filósofo como encara estas cuestiones. Diría que, a su manera tenaz, trata de pensar lo político desde el interior sintiéndose agarrado y personalmente agarrado. Su vida está jalonada de tomas de posición públicas, a favor de la independencia de Argelia, por la Revolución Húngara, actualmente por Salman Rushdie y contra el integrismo, pero se tiene la impresión de que, desde el comienzo, su manera de referirse a lo político no podía resolverse en una adhesión a algo o a alguien, no podía agotarse en la acción concreta o militante; que, desde el comienzo, esa relación con lo político lo comprometía con la explicación y con la elucidación. Pero, me apuro en aclararlo: no para volver sobre un pecado de juventud con remordimiento o nostalgia, incluso, porque usted nunca fue comunista. Entonces, mi primera pregunta es: puesto que todo el mundo lo era, ¿cómo hizo para no serlo?
Un militante rebelde Claude Lefort – No diga: todo el mundo era comunista. Pero, es cierto que yo formé parte del pequeño número de aquellos que, te145
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niendo convicciones políticas de izquierda y, también, la preocupación de intervenir en la vida pública, nunca fueron tentados por el Partido Comunista. Hasta diré que siempre me inspiró una suerte de repulsión. ¿Por qué? Porque me parecía un partido monolítico, un partido que exigía de sus miembros una disciplina estricta y que hablasen el lenguaje de los dirigentes. En cambio, el partido trotskista, el del teórico de la revolución permanente, cuando lo descubrí era el de la discusión permanente. No habría podido unirme a una organización si esta no me hubiese dado la impresión de una vida interna. Digo “la impresión” porque debía perder las ilusiones. Así, cuando me dicen: “usted era trotskista, fulano era comunista, así que tanto uno como el otro, ustedes se tomaban el opio de los intelectuales”, fórmula de Aron, me siento inclinado a responder que no. En todo caso, no se trataba de la misma especie de opio: entre los trotskistas había un enfrentamiento de las interpretaciones, verdaderas discusiones. Agrego que cuando me convertí, hablando con propiedad, en un militante, en 1945 –había encontrado por primera vez a un trotskista clandestino en 1942, luego mantuve una relación regular con su grupo–, con todas las de la ley, pues, casi de inmediato fui un opositor. Me parecía insensata la estrategia del partido, el PCI, que consistía en “movilizar” –esta palabra entrecomillada, porque no quería decir gran cosa, de hecho: éramos menos de un millar– a la clase obrera sobre la consigna “Gobierno PC, PS, CGT”. ¿Cómo convencer de la validez de nuestras ideas a aquellos a quienes nos dirigíamos diciéndoles que había que llevar al poder al Partido Comunista, que reprimía a todos los rivales, del que sabíamos que había cubierto a Rusia de terror, para que la clase obrera hiciera la experiencia? El razonamiento me parecía absurdo. En esa época conocí a Cornelius Castoriadis, que llegaba de Grecia, totalmente armado de una teoría de las relaciones de producción en Rusia, que me pareció luminosa, y anudamos una estrecha colaboración hasta que, juntos, con un grupito de compañeros, dejamos el partido –personalmente, yo salí un poco antes que los otros– y fundamos Socialisme ou Barbarie. En ese movimiento participé activamente durante una decena de años. Pero, en ese período se produjeron fuertes tensiones en el interior del grupo, sobre todo entre Castoriadis y yo. Socialisme 146
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ou Barbarie era a la vez una revista político-intelectual, crítica de la burocracia, y un grupo que pretendía ser o convertirse en el embrión de una dirección revolucionaria. Ésta fue principalmente la razón de mi desacuerdo con Castoriadis, al punto de abandonar finalmente el grupo, del que, si mal no recuerdo, ya me había separado en dos oportunidades, temporalmente. Yo impugnaba la idea de una organización dirigente, revolucionaria, que al mismo tiempo fuera antiburocrática. Para mí, allí había una contradicción flagrante. Por lo tanto, yo me situaba en un polo, digamos, más bien libertario, en oposición al polo muy organizativo de Castoriadis. Abandoné el grupo, con algunos compañeros, en 1958, en el momento de la llegada de De Gaulle al poder, momento en que Castoriadis, con el apoyo en particular de Lyotard y de Souyri, veían ahondarse un vacío político y social y concebían la posibilidad de crear la organización o el embrión de organización anunciado por Socialisme ou Barbarie. Pierre Pachet – Claude Lefort, me gustaría volver con usted a lo que fueron sus inicios de escritor, de polemista, de teórico, volviendo a sus primeras publicaciones en Les Temps modernes. Como se dijo, Maurice Merleau-Ponty había sido su profesor en el liceo y tenía confianza en usted, en su inteligencia, en su juicio. Él quiso ayudarlo, lo introdujo en el equipo de Les Temps modernes, por lo menos le permitió publicar en él. Y allí usted publicó artículos a mi juicio muy notables, en particular “La contradicción de Trotski”: se trata de un artículo sorprendente que nos permite continuar en los mismos temas que usted acaba de encarar, a saber, el hecho, que es impactante hoy, que lo fue en la época para cantidad de sus lectores, de que tan joven como era usted parecía no reconocer ninguna autoridad –por supuesto no la del Partido Comunista pero tampoco la del partido trotskista–, como lo dijo hace un momento. Y podría decirse no solo aquella del partido trotskista sino tampoco la del propio Trotski que sin embargo, sobre los temas que le interesaban, por ejemplo la revolución, era una autoridad. Y me pregunto de dónde le venía esa audacia que hacía que en un sentido usted tenía confianza, no solo en la razón, en su capacidad de razonar, sino en otra cosa que aparece desde esa época; usted tiene confianza en los testimonios, en los testigos. Y pongo como prueba que, desde ese artículo sobre “La 147
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contradicción de Trotski”, donde usted critica la posición de Trotski en los años veinte, se refiere a testimonios que a los trotskistas no les gustaban mucho, aquellos sobre la represión de Kronstadt por Trotski o sobre otros episodios. ¿De dónde le venía esa audacia, le resulta posible decirlo? Claude Lefort – Es una cuestión a la que no sé dar respuesta. El hecho es que fui muy pronto sensible a testimonios sobre la URSS, y también al hecho de que generalmente se rehusaba tenerlos en cuenta. Sí, había informaciones irrecusables sobre la represión ejercida desde comienzos de los años veinte, sobre el proceso de burocratización, y sobre la política de Trotski, cuyo papel había sido decisivo en el aplastamiento de los insurrectos de Kronstadt, antes una de las vanguardias de la Revolución. En particular, me había impresionado la lectura de Suvarin: su Stalin contenía una mina de informaciones. ¿Cómo podía ser –por otra parte, la pregunta nunca dejó de perturbarme– que tantos intelectuales que conocían a Suvarin –sobre todo en el círculo de Les Temps modernes, sobre todo Merleau-Ponty, que me había hablado de él– hicieran silencio sobre los hechos que hacían polvo la idea del socialismo en Rusia o, por lo menos, arrojaban las mayores dudas sobre su evolución. La creencia se mantenía; los hechos eran extrañamente descartados. Pierre Pachet – Sí, espere, permítame. Se impugnaban los testimonios de Suvarin y de otros revolucionarios, como Antonescu Ciliga, de quien usted habló en Les Temps modernes. Pero hay que ir más lejos. Usted no se contentó con tener en cuenta esos testimonios de revolucionarios o de ex revolucionarios. Usted fue sensible –era muy raro en las filas de la extrema izquierda– al testimonio de Victor Kravchenko, que se había convertido en el portavoz, que fue puesto en un pedestal por Le Figaro; en la época, cuando se leía Le Figaro, estaba todo dicho. Ahí usted, en Les Temps modernes, prestó una enorme atención al testimonio de Kravchenko. Es una rebeldía que me parece totalmente excepcional. En el fondo, una de las razones que nos reúnen a su alrededor es esa rebeldía. No era simplemente algo juvenil. Es también, no sé, es otra cosa. Claude Lefort – ¿Qué puedo decirle? Para mí, la cuestión era evidente, yo afirmaba mi convicción. Yo escogí la libertad, en efecto, dio 148
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mucho que hablar. Recuerda usted el contexto. El libro tuvo una repercusión considerable desde su publicación. Fue un clamor de protesta por el lado de los comunistas. Despertó la desconfianza, la sospecha, de aquellos a quienes llamé más tarde los “intelectuales progresistas”. El mismo Merleau-Ponty desconfiaba. Así, mi artículo apareció acompañado de una nota de la redacción. Debo decir aquí, sin embargo, cuán liberalmente fui acogido en Les Temps modernes, puesto que pude publicar artículos que desentonaban en la revista. El caso es que la nota de la redacción, sobre todo si se la relee hoy en día, parece sorprendente –“Lefort es el único responsable de su propia opinión”, etc.–. Ahora bien, en Kravchenko, si se tenía algún conocimiento de la literatura crítica sobre la URSS, era posible, con un mínimo de olfato, distinguir lo que tenía que ver con la polémica, con la intención de desacreditar el régimen –era en verdad lo de menos que el autor no fuera neutral– y lo que testimoniaba la experiencia de un hombre cuya carrera se había hecho en el universo de la burocracia: lo que él narraba no lo había inventado. Le estoy respondiendo mal. Pierre Pachet – No, pero entonces. . . Claude Lefort – Tuve una suerte de indignación ante los comentarios. . . cuando pienso en el proceso Kravchenko, en esa gente que vino a testimoniar contra él, que literalmente insultaron a deportados que habían conocido sucesivamente los campos soviéticos y los campos nazis. . . Claude Mouchard – Margarete Burber-Neumann. Claude Lefort – Sí, Margarete Neumann. Era monstruoso. Tal vez me estoy saliendo del tema. Pero habría que hacer un desvío filosófico, hablar de la relación de los intelectuales con los acontecimientos. Pierre Pachet – Sí, en el fondo es también para evocar esos momentos por lo que formulo estas cuestiones. En efecto, es difícil responder. Yo quería evocar en esa serie una autoridad tan considerable, en un sentido aplastante y muy cercana, que usted desafió, en ese momento y en Les Temps modernes. La autoridad de Sartre. Es verdad, para terminar, que usted publicó ese artículo, “El marxismo y Sartre”, que cuestionaba la manera en que Sartre quería ver a la clase obrera únicamente a través del Partido Comunista y el estalinismo. Es un artículo sorprendente; es 149
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sorprendente, por cierto, que Les Temps modernes lo haya publicado. Es una manera de encarar una enorme proximidad con una institución, con gente, con un medio intelectual y, al mismo tiempo, considerar que el terreno está libre para la crítica, para la impugnación, para un análisis que es devastador y al que Sartre por otra parte respondió de una manera extraordinariamente violenta que marcó el fin de su colaboración en la revista. Claude Lefort – Violenta, por cierto. Debo señalar que en Les Temps modernes reinaba un clima de una gran tolerancia. No hablo de la relación que tenía conmigo Merleau-Ponty: él me había pedido escribir en la revista desde el segundo número. Pero, puesto que usted hacía alusión a mi participación en el medio intelectual de Les Temps modernes, me parece oportuno aclarar que a partir de cierta fecha, de la que ya no me acuerdo, regularmente se celebraban reuniones en casa de Sartre – ¿con qué frecuencia? Poco importa– en las que participaban allegados de la revista, no muy numerosos –la habitación era pequeña–, a menudo algunos estaban sentados en el suelo. Se discutía acerca de los temas que se iban a tratar. Sartre se mostraba, ¿cómo diría? –liberal acaso no sea la palabra correcta–, muy igualitario. Yo me encontraba presente, desde el comienzo, con mi amigo Pontalis, que había sido alumno de Sartre, como yo de Merleau-Ponty, un poco intimidado. Pero, Sartre incitaba a cada uno a hablar. Su comportamiento no tenía nada de autoritario. Así, el día en que explicó las posiciones que había desarrollado en “Los comunistas y la paz”, artículo que acababa de aparecer, hice de tripas corazón y, sin mucha vacilación, le dije que en mi opinión se equivocaba, no solo en la significación de los acontecimientos en curso, sino sobre el pensamiento de Marx. Me respondió en un tono amable –no paternal, sino cordial– que no tenía más que expresar mi punto de vista en la revista. Entonces lo hice, sin precauciones. Y Sartre me bombardeó. Debo decir que muy recientemente volví a leer el artículo que había escrito, sabiendo que íbamos a encontrarnos y que usted, Pachet, sin duda me interrogaría sobre mi ruptura con Sartre, porque ese episodio le interesaba. Y bien, ciertamente no voy a defenderlo hoy, porque era muy marxista, pero a mi modo de ver conserva un gran mérito: el de haber sacado de Sartre, en la respuesta que me dio, las consecuencias extremas 150
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de sus tesis filosóficas. La caricatura de Marx es manifiesta. ¿Por qué, me preguntarán ustedes, me había sido insoportable? Mi convicción era que en Sartre había la captación de un pensamiento que le era ajeno. Pero la caricatura de Sartre por él mismo era mucho más notable. No reniego de mi artículo, pues, porque independientemente de su argumentación marxista hace aparecer, creo que por primera vez, que las categorías de Ser y de Nada, de En-sí y de Para-sí, de elección radical de donde el Sujeto surge a partir de nada, de compromiso, etcétera. . . , en pocas palabras, todo cuanto está en el corazón de la obra filosófica de Sartre, se encuentra con brutalidad en su reapropiación del marxismo y su interpretación de los acontecimientos. En otros términos: las cosas que dice, en la coyuntura, no se reducen a una opinión, que se podría calificar de imprudente, porque carece de sentido político: el pensamiento sartriano se da crudamente en los textos de Les Temps modernes. Recuerda usted que Merleau-Ponty hizo una crítica de Sartre, a la vez mucho más detallada y más sutil que la mía, en Las aventuras de la dialéctica. Ahora bien, creo poder decir que es en el momento de la polémica que evocaba cuando –sin aprobar mis posiciones políticas– tomó plenamente conciencia del modo de pensar dicotómico de Sartre y, de pronto, midió la distancia que lo separaba de él, aunque todavía le expresara una admiración y una amistad intactas.
Necesidad o indeterminación de la historia Claude Mouchard – Durante cierta cantidad de años usted, como muchos de sus contemporáneos, se llamó marxista, si no comunista. Y al mismo tiempo, cuando se leen sus textos precoces, uno puede preguntarse cómo su concepción de la historia podía concordar con la de Marx, con, digamos, una visión determinista de la historia, un saber sobre la historia, cuando usted pensaba mucho más, al parecer, en términos de inmersión en la historia. Claude Lefort – El hecho es que muy pronto, es decir, en la época en que militaba en un grupo trotskista, traté de deslindar a Marx de la vulgata determinista característica del medio comunista y trotskista. Buscaba una vía para pensar la historia, desde nuestro tiempo, en 151
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los horizontes de nuestro tiempo. En un momento me volví hacia la etnología, sin tener de ningún modo la intención de volverme etnólogo. En 1950-1951 me pasé la mayor parte de mi tiempo en el Museo del Hombre, donde leía todo lo que estaba a mi alcance. El problema que me interesaba era el de esas sociedades de las que no daba cuenta la teoría de Marx, aquellas que parecían no haber entrado todavía en la historia. También, veía grandes civilizaciones expulsadas, por Hegel y por Husserl, de la historia, comprendida como devenir articulado, orientado por la idea de la Razón. Es en este período sobre todo cuando escribí “Sociedades sin historia e historicidad” y “La alienación como concepto sociológico”. En el primero, lo señalo brevemente, expresaba la idea de que las sociedades que uno excluía de la “verdadera” historia, vale decir, de una historia acumulativa –regida por el desarrollo de la técnica, de la economía o del saber– no estaban fuera de la historia, sino que se acondicionaban de manera de neutralizar los efectos del cambio, con miras a su conservación, que se acondicionaban de alguna manera contra la historia. Claude Mouchard – Usted va a encontrar eso más tarde con Clastres. Claude Lefort – En efecto, encontré una intención paralela en los trabajos de Pierre Clastres. La idea que gobierna su tesis de una “sociedad contra el Estado”, que él desarrolló a partir de observaciones incomparablemente más ricas que las mías y de una experiencia, sobre el terreno, de sociedades indias, yo la buscaba en el examen de formaciones sociales que escapan a la representación de una historia lineal; más aún: que nos hacen reconocer que el devenir es indisociable de la manera en que es percibido. Al mismo tiempo, pensaba que es del interior de la sociedad moderna, capitalista y democrática, como se podía captar la perspectiva de un proceso de socialización universal y concebir un porvenir en el cual serían superados los tabicamientos de las culturas y las oposiciones de clases. El caso es que ese porvenir no estaba garantizado, siempre lo observaba expresamente. Así, me esforzaba por defender a Marx contra su mala posteridad –iba a decir, contra sus malas frecuentaciones–, hasta su mala inclinación.
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Claude Mouchard – Por lo tanto, se impone la noción de la indeterminación histórica. Claude Lefort – La noción de indeterminación de la historia siempre fue para mí esencial. No cargué la creencia en una continuidad de la historia, en la de un principio de inteligibilidad que nos pondría en condiciones de concebir, como desde afuera, una génesis regulada, etapas, para dar cuenta del estado presente del mundo.
Realidad y fantasma totalitarios Claude Habib – Esa plena inteligibilidad de la historia es evidentemente una de las creencias centrales de las sociedades totalitarias. Me gustaría pasar a su concepción del totalitarismo. Me parece que ella se separa de la concepción, diría clásica, que se elabora en los años 1950-1956 en Norteamérica, que vuelve a Francia por medio de Aron y que reconoce tres, si no cinco, criterios: la dominación de un líder, la ideología y el terror. Me parece que esos rasgos, que nadie niega, usted los acepta plenamente, pero añade algo por el lado de la representación que la sociedad se hace de ella misma, por el lado de una fantasmática. ¿Puede explicar qué significa la idea de una sociedad transparente a sí misma, sin conflicto? Claude Lefort – Podría mencionar los análisis de Raymond Aron, pero me voy a contentar con referirme a Hannah Arendt. Ella describe el totalitarismo como una dominación total fundada en el terror y la ideología. Ahora bien, yo creo que se la puede acompañar, pero con la condición de preguntarse en qué consiste la dominación total, porque esta, como ella misma lo observa, no se reduce a una forma de dictadura cuya área de dominación se habría extendido considerablemente. Esta dominación, como ella también lo dice, en un lugar, no se ejerce solamente del exterior, es una dominación del interior. Voy a prestar atención a ese rasgo. Además, subrayo que el proyecto de dominación tiene por motor una furiosa negación de la división social en todas sus formas, inclusive de la división de las esferas de actividad y de conocimiento y, más generalmente, una negación de la pluralidad reconocida en la sociedad democrática. Esta furiosa negación o, más bien, denegación, de 153
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la división, se traduce en una empresa de organización total, manifiesta tanto en el nazismo como en el comunismo. No debe ignorarse que esta tropieza con los efectos de retorno de lo real. Pero no puedo detenerme en este punto. Se sabe, por lo que respecta al comunismo, a qué grado de desorganización llegó. . . falta la amplitud de una tentativa que se realiza en nombre de una definición de la realidad, en nombre de la racionalidad, de la unidad de las normas que gobiernan la acción y el conocimiento. No obstante, hay otro rasgo del régimen totalitario que me parece notable, que se desdeña o se subestima, cuando se pone el acento, como lo hace sobre todo Arendt, en el proceso de masificación y de atomización característica del nazismo y el comunismo. A la tentativa de organización total se une la de una incorporación de los individuos en “colectivos” y, finalmente, en pueblo Uno o, mejor dicho, en el pueblo que el Partido hace advenir a la unidad. En la empresa totalitaria se descubre una fantasmática. Sin duda, la creencia en una organización completa de la sociedad lleva la marca del artificialismo, pero lo lleva a un grado extremo. Debido a eso, se imponen dos representaciones contrarias: la de la sociedad como material organizable y la de la sociedad como foco de un activismo puro, de un voluntarismo. Simultáneamente, el ideal de la incorporación, al contrario, lleva la marca de un sustancialismo o de un naturalismo. Por lo que respecta al nazismo, generalmente esto es aceptado. Arendt insiste en la idea de un régimen que supuestamente obedecería, ya sea a una ley de la naturaleza, ya a una ley de movimiento. Pero ¿es esto lo más importante? ¿No es más bien la noción de una sociedad concebida a imagen de un cuerpo? Vacilo en hablar de organicismo, porque el término se presta a equívocos, hace pensar en un conjunto ordenado, estabilizado, cuyas funciones están diferenciadas, hasta jerarquizadas al servicio de un fin preestablecido. Sólo quiero hacer entender que la negación incesante de la división trae aparejada la afirmación incesante de que la sociedad está consagrada a corporizarse consigo misma. En este sentido, no es el activismo, el constructivismo, lo que nos impacta, sino la creencia, tanto en el comunismo como en el nazismo, de que la esencia de lo social se revela en la colectividad unida,
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purificada, de que en todo cuanto se hace prevalece lo que ya estaba en gestación en la realidad. Pierre Pachet – Sobre esta cuestión de la creencia, Pierre Manent. Pierre Manent – Estoy muy impresionado por su descripción, pero lo que me pregunto es por qué motivo uno se presta a representaciones tan falsas, para decir las cosas simplemente. Usted sabe, la fórmula de Suvarin: “La URSS: cuatro palabras, cuatro mentiras”. Entonces, el problema es, le hago la pregunta, si me atrevo a decir, personalmente: usted también es, fue, revolucionario, en cierto sentido, no está atado a esta sociedad en sus límites, también desea otra sociedad y, sin embargo, nunca creyó en la mentira totalitaria. Me adhiero un poco a la pregunta de Pierre Pachet. En el fondo, en cuanto al contenido de su crítica, por ejemplo del régimen actual, usted tiene mucho en común con lo que creyeron los comunistas, pero no en el acto de creencia, digamos, en el socialismo real, en el acto de creencia en la Unión Soviética como patria del socialismo. ¿Qué es lo que se juega, cuál es el motivo que está presente, por qué usted nunca creyó y por qué tantos otros creyeron? Si me atrevo a decir, ¿qué hace que uno crea y el otro no? Pierre Pachet – O bien: ¿cómo comprende usted la creencia, esa creencia particular que es la creencia que pone en juego el régimen totalitario? Claude Lefort – En el fondo, lo que ustedes me hacen es una pregunta personal. Y bien, si no hubiese estado yo mismo enganchado en la creencia en una sociedad distinta, ¿cómo podría hablar de ella? De una manera más general, si no estuviera habitado por creencias que me someten, la noción de servidumbre voluntaria me sería tal vez ajena. Pero estoy respondiendo mal a su pregunta. . . una precisión, ante todo: desde hace largo tiempo abandoné la esperanza de un cambio radical. Ustedes me dicen: “usted sigue siendo revolucionario”. No. Pero me niego a pensar que la sociedad en la que vivimos, tal como está constituida en el detalle de sus instituciones, nos ubique en horizontes insuperables. ¿Qué es lo superable y lo insuperable, qué instituciones pueden ser desquiciadas sin que la democracia sea destruida? No lo sé. Mantengo la pregunta. Segunda observación: no creo haber sido arrastrado en la visión de una sociedad totalmente acorde consigo misma. En mi juventud 155
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yo encontraba en Marx –sea, era una utopía, lo concedo– el bosquejo un poco loco de una sociedad donde cada uno, alternativamente, podría ejercer la misma función, donde no habría escisiones decisivas debidas a la división del trabajo, donde se haría justicia a la espontaneidad. Por otra parte Marx, lo recuerdo, se negaba a describir el comunismo. Así, la ilusión a la que cedí es la de una sociedad totalmente efervescente. Otra cosa es la imagen de una colectividad que, de alguna manera, se recoge sobre sí misma, una sociedad totalitaria, en la cual los individuos están bajo la autoridad de un amo. Pierre Manent – Vuelvo a la pregunta: ¿qué hace que algunos crean, es una debilidad, un pecado, qué género de debilidad, un error intelectual, una falta moral, una. . . ? Claude Lefort – Escuche, esas palabras. . . Pierre Manent – ¿Una ilusión? Claude Lefort – Planteada en esos términos, la pregunta no puede ser zanjada. No la resolveríamos, salvo que quisiéramos acercarnos a una concepción de la naturaleza humana de la que por otra parte no veo cómo extraeríamos una explicación de la creencia en el comunismo, la que nos ocupa. Por mi parte, observo que los puntos de referencia tradicionales del orden social se sustrajeron desde el advenimiento de la sociedad democrática. Tocqueville puso notablemente de manifiesto este fenómeno; por eso, lo digo de pasada, su lectura fue tan importante para mí. La democracia marca una ruptura con las sociedades de antiguo régimen, de carácter aristocrático, en las cuales los hombres eran clasificados, donde mantenían relaciones de dependencia personal y relaciones de cercanía. El alcance de esta ruptura es tanto más considerable cuanto que, si se tiene a bien prestarle atención, se opera al mismo tiempo con todas las sociedades anteriores, con excepción de las ciudades-Estados de la Antigüedad, de las repúblicas de la Europa moderna (de Italia, de Alemania y de Holanda), excepción relativa, si se piensa ya sea en la condición de los esclavos, ya en la importancia de las corporaciones y de las relaciones de dependencia personal. Ahora bien, la supresión de los puntos de referencia tradicionales del orden social es indisociable de lo que llamé la disolución de los puntos de referencia últimos de la certidumbre. Ésta, se vuelve tácitamente admitida en la 156
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vida en democracia, pero no obstante suscita un trastorno que corre el riesgo de identificarse en circunstancias particulares, de incitar a buscar una autoridad infalible y, como decía Tocqueville, de precipitar a los hombres a los pies de un amo. Pienso que la necesidad de certidumbre –de la que nadie está exento– alcanza un grado fantástico, al tiempo que encuentra diferentes desenlaces, en el movimiento fascista y en el movimiento comunista. Claude Habib – Usted desarrolló la idea de que, en el totalitarismo, el poder era a la vez poseedor de la ley y de la verdad, lo que constituye una diferencia con todas las formas de tiranía o de despotismo que nunca pretendieron ser poseedoras de la verdad, del principio de la verdad o de la ley. Ese polo omnipotente, omnisciente, es el partido, creo, y esto plantea la cuestión de su poder simbólico, puesto que ese partido, para usted, no es una institución entre otras ni siquiera la más importante de todas las instituciones, es otra cosa. Claude Lefort – Con seguridad. Es esencial comprender la significación del partido. El régimen totalitario es distinto de los regímenes llamados “de partido único”. Este concepto tiene el favor de los politólogos. Pero, hay regímenes de partido único en todos los continentes, sobre todo en África. El conjunto de las relaciones sociales y económicas, las costumbres de la población, no se ven por ello perturbadas. El sistema excluye toda competencia pública por el ejercicio del poder, el partido está al servicio de un líder y de un grupo, sea. Pero solo el partido totalitario es capaz de pretender una incorporación total de lo social. Además, el hecho de que no sea reconocido más que un partido no necesariamente implica la ausencia de corrientes en su seno. Tal vez soy demasiado esquemático. Un historiador quizá diría: “hablemos más bien del proceso de burocratización”. Pero yo presté gran atención a ese fenómeno en el análisis del estalinismo. También se dirá: “no creamos que el partido se mueve como un solo hombre”. No, no lo imagino. Pero, al insistir en su función de incorporación de los individuos lo que quiero, al mismo tiempo, es hacer entender que produce un mecanismo de identificación sin equivalente: de arriba abajo del partido –independientemente por lo tanto de la jerarquía de hecho–, al parecer, cada uno es depositario del conocimiento de la realidad social y del 157
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sentido de la marcha de la historia, supuestamente cada uno encarna la verdad del partido ante aquellos con quienes está en contacto. Por otra parte, es notable el hecho de que el Führer o el Guía supremo se presente a la vez como por encima de todos y como el hombre del pueblo (“ustedes son lo que son a través de mí, yo soy lo que soy a través de ustedes”). Stalin dice raramente “yo”, él dice “nuestro partido”. Me acuerdo de un reportaje sobre Stalin, visto no hace mucho en la televisión. Se dirige a un inmenso público de cuadros, desgrana frases cortas, interrumpiéndose después de cada una, para beber un trago de agua, y repite incansablemente: “estamos orgullosos de pertenecer al partido de Lenin”. El espectáculo es burlesco. Nada traiciona su omnipotencia, salvo que a cada minuto la sala se desploma bajo los aplausos. Cualquiera que sea la parte del juego, se adivina que es importante que el partido parezca englobar al jefe y a aquellos que lo escuchan. Stalin es el amo, al tiempo que se muestra como la criatura del partido de Lenin. Usted decía muy atinadamente que el partido era una institución simbólica. Yo añado que tiene algo de un ser mítico. Esto se pudo percibir en el momento de la descomposición del sistema en Rusia. Bastó que Gorbachov decida desatar los lazos entre el partido y el Estado, que afirme la autoridad de la instancia de gobierno, que quiera circunscribir las competencias del partido como las de una institución en el interior de la sociedad, para que el régimen se desarticule. El partido encarnaba antes la legitimidad. En él estaban condensados el poder, la ley y el saber último de los fundamentos y de los fines del ordenamiento de la sociedad. A mi modo de ver, no caben dudas de que el partido comunista y el partido fascista son formaciones inéditas que están en el origen y permanecen en el corazón del régimen totalitario. Claude Habib – Simultáneamente, usted también lo dice, ese proyecto de fantástica cohesión de la sociedad y el Estado no deja de engendrar a su otro. Son las formulaciones que datan de Un hombre que sobra, pues, de esa extraordinaria lectura de Solzhenitsyn, que es una lectura inspirada por el texto, pero también suscitada por la ira que usted experimentaba ante la negativa a entender Archipiélago Gulag en ciertos medios de izquierda. Entonces, una cosa me impacta: ¿por qué
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su abordaje del totalitarismo pasa más bien por Solzhenitsyn que por los politólogos? Claude Lefort – Si usted me permite, antes de responder a esta pregunta, me gustaría completar mi respuesta anterior. Al interrogarme sobre el partido, usted comenzó por recordar que, según el análisis ya clásico de Hannah Arendt, era el órgano de una dominación total fundada en la ideología, al mismo tiempo que en el terror. Ahora bien, me gustaría aclarar –por otra parte, esta observación me volverá a llevar a Solzhenitsyn– que el sistema totalitario nos pone en presencia de un nuevo régimen de la ideología. Digo “nuevo régimen” porque la ideología es un fenómeno ya discernible en la sociedad burguesa. Acordémonos del análisis de Marx que, cualesquiera que fueren las críticas que suscita, conserva una gran pertinencia. En el totalitarismo, la ideología está soldada al partido y, por ello, según la feliz expresión de Solzhenitsyn, se convierte en una “ideología de granito”. La certidumbre no se vincula solamente con “ideas” que, directa o indirectamente, permiten justificar el estado de cosas establecido, se vincula con el hecho de estar juntos, cada uno en comunión con los otros, poseedores de un saber último. Esta suerte de soldadura entre el “Nosotros comunistas” y las ideas que tienen la función de legitimar lo que es de hecho o lo que es en proyecto, distingue la ideología totalitaria de la ideología burguesa, o de lo que asume su continuación en la sociedad democrática, la cual, en muchos aspectos, deja de ser “burguesa”. Ésta, siempre es fragmentada, se adapta a las nuevas condiciones creadas por el cambio social. No es posible reducirla a un tema generador de todos los otros; tiene múltiples focos, depende de la experiencia de una sociedad dividida, plural. En cambio, la pertenencia a un cuerpo colectivo va a la par con la producción de un nuevo género de ideología. El poder del discurso se confunde con el discurso del poder. Pierre Pachet – Tal vez, se podría decir entonces que la ideología totalitaria, en vez de ser simplemente un cuerpo de ideas organizado, es un conjunto de cuerpos, en el sentido físico del término, de cuerpos humanos portadores de ciertas ideas, que son evidentemente fluctuantes; lo que nos conduce a la importancia del cuerpo en su análisis. 159
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Claude Lefort – Eso mismo. Puede comprender por qué insistí tanto en la imagen del cuerpo. Pero vuelvo sobre las razones por las cuales una obra como la de Solzhenitsyn pudo interesarme más que las de algunos teóricos. A decir verdad, cuando la leí, no encontré revelaciones sobre la naturaleza o la historia de la sociedad comunista. Algunos amigos, por otra parte, me preguntaron: “¿por qué lo necesitabas a Solzhenitsyn para escribir sobre la URSS?”, como si solo contara el análisis conceptual. Y bien, puesto que hace un momento planteaba el problema de la creencia, que concierne al enigma del totalitarismo, puede comprender por qué Solzhenitsyn me importó tanto. Él habla del interior del mundo que describe. Sólo un individuo, por su propia experiencia, puede restituirnos a nosotros, individuos, sus lectores, lo que se sustrae a la conceptualización. Solzhenitsyn no hace tanto una teoría del totalitarismo; es a través del relato de hechos, a través de los testimonios irreemplazables, por singulares, como nos enfrenta con un mundo que es para él mismo enigmático, cuya destrucción prevé, pero sin saber cómo se producirá y lo que de ello resultará. Nadie habla tan bien, a la vez, de la opresión y de la complicidad de una parte de la población –sobre todo, de la complicidad, ligada a un sentimiento de irresponsabilidad, de los magistrados, de los jueces de instrucción, de los agentes de la represión– y del período jruschoviano de distensión, en el que nadie siente haber sido culpable. Un teórico no concibe las escenas que él describe: por ejemplo, después de su rehabilitación, su encuentro con un gran grupo de jueces que le hablan con afabilidad, que se muestran hombres como los otros, de una especie diferente de aquellos con los cuales fue confrontado; un encuentro a cuyo término de pronto se le ocurre la idea: si se diera vuelta la tortilla, ¿qué harían? Volverían a empezar. . . Pierre Pachet – Sí, por eso su libro, en un sentido, como decía Claude, es un esfuerzo de cólera por romper la solidaridad que se vuelve a formar constantemente con el conjunto del mundo totalitario cuando se vive en él o cuando se tiene que pensar en él. Y no deja de. . . Claude Habib – Pero usted no solo apeló a testimonios, con todo lo que la realidad puede tener de opaco y de exceso respecto del concepto. También apeló a un texto de Orwell. Por lo tanto, usted 160
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confía, un poco tengo ganas de decir lo mismo que Pierre Pachet hace un momento, cuando decía: “¿Cómo tuvo la audacia?”. También ahí, respecto del tabicamiento disciplinario, hay un hecho de transgresión: usted se remite a la investigación literaria, inclusive de ficción. Pone en sus teorías términos como “fantasma” o “ley”, que pertenecen al campo psicoanalítico, tradicionalmente, y de los que hace un uso totalmente nuevo, puesto que no describe el yo sino el mundo, y la diferencia de los mundos, con esos conceptos. Claude Lefort – Para mí no puede haber más que un vaivén entre la percepción de algo singular, revelador, y el esfuerzo de concebir relaciones generales en un campo social. Por lo tanto, el punto de vista del teórico, en exterioridad, no es privilegiado. Usted hace alusión a Orwell. Yo había dicho que el teórico, en este caso Arendt, habla de la dominación totalitaria como una dominación que no se ejerce solamente del exterior, sino también del interior. Orwell, por lo que a él respecta, describe una escena extraordinaria en 1984. Los dos amantes, Winston y Julia, se encuentran en una casa que creen segura. El momento es decisivo: no saben que están a punto de ser descubiertos. Winston exclama: pase lo que pase, no entrarán en nosotros. ¿Cómo hacer más sensible, más aguda, la amenaza de ser poseído por la creencia? Claude Mouchard – Leyendo a Solzhenitsyn, me parece que usted se las ve con alguien que, a la vez, es un testigo y hace una obra literaria. Usted lo subraya, Archipiélago Gulag quiere ser una investigación literaria. Es un acto doble: testimonio y obra. En este punto, constituye una ruptura del funcionamiento totalitario. El solo hecho de hablar en su propio nombre, de oír a los otros –puesto que recoge testimonios–, por lo tanto de decir y escuchar cada vez singularmente, todo eso deshace a su manera una parte de la ascendencia de la dominación. Claude Lefort – Es precisamente lo que pienso, lo que me conmueve tanto al leer a Solzhenitsyn. Por otra parte, él es muy consciente de la función de la “palabra propia”. En un momento, tras haber hablado de toda esa gente que fue víctima de un terror ciego, de un terror que caía sobre cualquiera, vuelve a empezar para aclarar que el blanco principal era el “contradictor público”. Esta palabra no designa a aquel que ataca de frente al régimen sino a aquel que, poco importa donde 161
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se encuentre, tiene la desgracia de expresarse con su propia voz, de decir “yo”. Y bien, Solzhenitsyn es, por excelencia, el hombre que se desprende del pegamento de lo social, que se hace cargo de la cuestión que plantea la historia del comunismo y que habla diciendo “yo”. ¿Qué mayor signo de libertad que la audacia que tiene de mezclar testimonios, historias de vida, estadísticas, historia de la empresa concentracionaria y, ligados a todo eso, el relato de lo que él vivió, la reflexión sobre su experiencia, qué mejor medio de desprenderse del “sistema”? Es una palabra –“sistema”– que emplea a menudo, pero de la que desconfía. En efecto, son innumerables aquellos que invocan el sistema para desligarse de toda responsabilidad. En una página patética trata de zanjar entre la idea –que no puede descartar en su totalidad– de que no es a hombres bien definidos a los que pueden imputarse los crímenes del régimen, y la idea de que, si se admitiera que cada uno no hizo más que obedecer, que todos son equivalentes, entonces el comunismo bien podría desaparecer, sin que la ascendencia del sistema sea quebrada. Idea fuerte. Podría ser que el pasado sobreviva, que los individuos permanezcan tragados en el magma social. Por un lado, Solzhenitsyn impugna la idea de culpabilidad colectiva, por el otro, su convicción es que si no se pueden nombrar culpables, responsables, instruir procesos, no habrá salida.
Actualidad de Maquiavelo Pierre Manent – Lo curioso es que apenas hemos mencionado hasta ahora entre sus intercesores, como decía Saint-Beuve, al autor o el personaje o el espíritu que fue para usted el más importante, junto a Merleau-Ponty: Maquiavelo. Esto me interesa tanto más cuanto que, como usted sabe, es por intermedio de Maquiavelo como yo descubrí su pensamiento. Creo que es Aron quien me había señalado su trabajo diciéndome: “No se parece a nada de lo que se hace en la actualidad, pero le interesará”. Y de hecho, no se había equivocado. Me interesó mucho, y efectivamente, no se parecía a nada de lo que se hacía en la actualidad, es decir, la ciencia política o la sociología política. Entonces era algo, es algo que se encontrará en Maquiavelo, algo muy singular. Digo de inmediato por qué: no es simplemente por su amplitud, su 162
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profundidad, sino por el cotejo de tres cosas que no se pensaría en comparar: la obra, el trabajo de la obra, Maquiavelo, el mundo. Y usted sugiere, usted explicita que no se descubre el mundo, no se piensa el mundo y entre otros, en el mundo, el mundo político, sino por intermedio de una entrada en una obra. Que en el fondo penetrar el mundo, recorrerlo, es también recorrer una obra, o recorrer una obra es recorrer el mundo; y al mismo tiempo, que esa obra decisiva por recorrer es singularmente la obra de Maquiavelo. Usted dice más o menos: llegar a la verdad sobre la obra de Maquiavelo es llegar a la verdad sobre la política, hoy. Entonces, lo que me impresiona es la confianza concedida a la obra; lo que me sorprende, en cierto sentido, es que esa obra sea la de Maquiavelo, que tradicionalmente es considerada como la obra de un técnico de la política, como la obra de alguien que da recetas de poder y, comparando la obra, el mundo de Maquiavelo, usted hace cargar sobre los hombros del florentino una especie de responsabilidad considerable. Me gustaría mucho que nos explique por qué, en el fondo, la verdad de Maquiavelo es la verdad de la política del mundo. Claude Lefort – Creo –no, no creo, estoy seguro– que nunca dije eso. Lo que dije es que mi interés por Maquiavelo, el interés que me arrastraba en la lectura, en la circulación en el interior de su obra – circulación porque, una vez que se la ha leído en un sentido, se vuelve atrás, no se deja de explorarla–, eso, no lo disociaba del movimiento que me llevaba hacia el mundo que estaba en la fuente de sus pensamientos, que él interrogaba. Esta declaración es diferente de aquella que usted me adjudica. No digo que la verdad del mundo como tal, del pasado y del presente, se dé a mí a través de Maquiavelo, digo que una obra. . . Pierre Manent – No. Claude Lefort – Perdón. Pierre Manent – Usted dice. . . –usted tiene razón, yo no estoy totalmente equivocado– usted dice más o menos exactamente que el establecimiento de la verdad sobre Maquiavelo interesa aquí y ahora el establecimiento de la verdad sobre la política. Más o menos es eso lo que usted dice. Claude Lefort – Está modificando. . . Pierre Manent – Interesa, interesa. 163
Claude Lefort
Claude Lefort – Interesa, ¡sea! Pierre Manent – Interesa, usted no los confunde. Entonces, ¿qué es precisamente aquello que, en esa actitud de interesarse, en esa relación muy íntima, define ese interés común? Quiero decir, ¿qué es en el abordaje de Maquiavelo aquello que inmediatamente le ha hablado, le ha parecido inmediatamente significativo para su comprensión de nuestro mundo? Claude Lefort – Ah, eso es una pregunta. . . Pierre Manent – En todo caso el centro, lo más singular de su abordaje, es que precisamente, de una manera muy convincente, usted muestra hasta qué punto el análisis maquiaveliano de nuestra condición política es por lo menos tan esclarecedor, de hecho mucho más esclarecedor que, por ejemplo, el análisis de Marx. En consecuencia, realmente hay en la comprensión de Maquiavelo un trabajo de comprensión de nuestro mundo. Me parece. . . Claude Lefort – Absolutamente. Pierre Manent – Toda su obra lo explicita. Claude Lefort – Absolutamente. El caso es que el uso de la palabra “mundo” se presta al equívoco. Es seguro que, para mí, Maquiavelo es un guía. Pero me gustaría decir en seguida que, no solo no ignoro la diferencia de los tiempos, sino que esta plantea una cuestión que está en el centro de mi trabajo, que, por un lado, gobernó mi interés por Maquiavelo. En efecto, me pregunté cómo es posible que Maquiavelo, escritor florentino, autor de El príncipe, en 1513, me remita a cuestiones que me urgen en la experiencia que tengo del mundo en el cual vivo. De paso aclaro que en ninguna parte erijo a Maquiavelo en maestro ni llamo a seguir lo que sería su enseñanza. Mi convicción, al mismo tiempo, es que su experiencia y la nuestra no se superponen, y que la senda que él abre no está totalmente a nuestras espaldas, que no se terminó de explorarla, que en un sentido todavía está delante de nosotros. En particular, me veo llevado por él a una cuestión que fue borrada por aquellos que hicieron derivar el estado social de un estado de naturaleza. Maquiavelo no se preocupa por el problema del origen de lo social. Ése será el problema de Hobbes y de numerosos pensadores modernos. Para él hay una suerte de evidencia de un mundo social pre-dado. Sin duda, 164
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se interesa en el problema de la fundación de las ciudades, pero eso es muy distinto. ¿En qué condiciones los hombres son llevados a crear una ciudad? ¿Buscan, por ejemplo, un refugio contra asaltantes? Se formulan diversas hipótesis. Sea como fuere, está sobreentendido que ya llevaban a cabo una vida colectiva. En consecuencia, Maquiavelo se interesa en el modo de institución de la ciudad. Ésta depende de la relación que anuda el poseedor de la autoridad con el pueblo –si se entiende por pueblo el conjunto de los miembros de la ciudad– y, más precisamente, depende de la relación que se establece entre aquellos cuya condición es superior y el pueblo –si esta vez entendemos por pueblo la mayoría– que les está subordinado. En otras palabras, toda ciudad se ordena en función de un acondicionamiento de la división entre la instancia de gobierno y los gobernados y entre la fracción de los dominantes –los Grandes– y la masa de los dominados –el pueblo–. Esta problemática suscitó mi interés y mi reflexión. Usted tiene razón de mencionar mi apego a Marx, que subsistía cuando me volví hacia Maquiavelo. La división social la encontraba en Maquiavelo, pero concebida como constitutiva de la sociedad política y, por lo tanto, imborrable. La cuestión que él formulaba era saber en qué condiciones la división de clases, digamos, podía expresarse o permanecía disimulada, y cómo el poder venía a anclarse en la ciudad dividida. En esta perspectiva aparece de inmediato que Maquiavelo no puede ser definido como un técnico de la política. Esa apreciación siempre me sorprendió, hasta me dejó estupefacto. En efecto, Maquiavelo es ese pensador que, por primera vez, va a establecer una distinción tajante entre tres tipos de régimen: el despotismo, encarnado por el turco, la monarquía limitada por barones, cuyo ejemplo es Francia, y la república; que, además, distingue las repúblicas corrompidas de las verdaderas repúblicas. ¿Cómo un escritor que consagra varios capítulos, en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, al problema de los regímenes corrompidos, puede ser considerado como un mero técnico de la política o un autor cínico o amoral? La igualdad está en el fundamento de la república y, debido a eso, no caben dudas de que el régimen republicano sea el régimen superior. Correcto, es en sus Discursos donde se manifiesta 165
Claude Lefort
claramente su convicción. Pero se deja entrever en El príncipe. Así, en los primeros capítulos donde se interesa en el problema de la conquista, donde indica los mejores procedimientos para adquirir y conservar un Estado extranjero, los que dependen de la naturaleza de ese Estado – por ejemplo, principado hereditario o nuevo–, él llega a encarar la conquista de una república para mostrar que su conservación presenta las mayores dificultades. ¿Qué debe hacer el Príncipe? ¡Atención –advierte– , las repúblicas son las que tienen más vida! Sin duda conoce usted ese pasaje, yo no hago más que evocarlo. Las repúblicas, añade, nunca pierden la memoria de las libertades de que gozaron. Por lo tanto, en el momento en que parece ponerse en el terreno de la pura técnica política, su apreciación de la superioridad de las repúblicas no deja lugar a dudas. Es curioso que grandes intérpretes, el propio Leo Strauss, descuiden este género de declaración. Por lo que a mí respecta, todo cuanto Maquiavelo dice del modo de actuar políticamente es apasionante y es uno de los pocos –tal vez el único– pensadores –usted me preguntaba por qué me interesó tanto: esta es una de mis razones– cuya reflexión se ejerce a partir de esos dos polos: la naturaleza de la ciudad (la distinción de los regímenes) y la conducta del actor. Esta conducta está más modelada, por supuesto, en el marco de una república que en el marco del régimen de un príncipe. Maquiavelo asocia la inteligencia de la acción con aquella de la institución. Me acuerdo, Pierre Pachet, que en una reunión en la que participábamos, no hace mucho tiempo, donde se hablaba de la distinción entre lo político y la política, usted había observado muy atinadamente que yo también me interesaba en la política. En Maquiavelo, precisamente, no hay separación entre lo que sería el objeto noble del pensamiento, lo político, y lo que sería el objeto trivial, la política. Por otra parte, si la política me importa, es porque implica la relación con el acontecimiento. Durante los conflictos que se desarrollaron en la ex Yugoslavia, frente a las tergiversaciones de los occidentales, yo tenía en mente la idea de Maquiavelo: hay que saber declararse amigo o enemigo, lo peor es ser neutral. Y adivinaba cuál habría sido el juicio de Maquiavelo: el único actor que sabe conducir su juego es Milosevic.
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Un juicio que no era ni cínico ni amoral. Constantemente me acuerdo de eso. . . Pierre Manent – Lo que me acaba de decir me confirma en lo que me enseñó la lectura de su obra, y es que Maquiavelo no es simplemente un autor importante: él elabora en cierto modo, creo que las palabras son suyas, él elabora una ontología del movimiento, del movimiento político. Hace un momento habló usted de la acción, habló del movimiento, de la vida; en cierta manera, todos los grandes pensadores tradicionales pensaron la política en el horizonte del reposo: Aristóteles, Platón, en el horizonte del reposo, de la unidad, de la concordia, y Maquiavelo es ese fenómeno extraordinario: él piensa la política en el horizonte de la extensión, del movimiento, de la acción, una acción sin fin o finalidad. Y en cierto modo, es el único que lo hace, antes que otros, más tarde, fijen de alguna manera ese movimiento, creyendo preservarlo, pero lo fijan y lo matan en una representación lineal de la historia. Por lo tanto, hay en verdad, en Maquiavelo, una suerte de penetración singular de la verdad íntima de lo político. Y esto es una vertiente ontológica, para retomar sus palabras, pero hay una vertiente o un aspecto más político o moral, y es que Maquiavelo logra cohesionar, digamos, el punto de vista del poder, el punto de vista de la ciencia y el punto de vista que usted, creo, es el único de los intérpretes de Maquiavelo que ponen de manifiesto con tanta acuidad lo que usted llama “el deseo de libertad del pueblo”; no es exactamente el lenguaje de Maquiavelo, y creo que usted tiene el sentimiento, gracias a Maquiavelo de poder cohesionar esa percepción verídica de la ontología de lo político y también su –no sé qué palabra emplear– apego, su deseo de acompañar el deseo de libertad del pueblo. Claude Lefort – Sí, tiene razón, pero en ciertos momentos es el lenguaje mismo de Maquiavelo. Él escribe: “los deseos de un pueblo libre raramente son perniciosos para la libertad”. Se acuerda de que habla entonces de Roma en los Discursos. Usted señala bien la ruptura de Maquiavelo con la gran tradición filosófica. Por otra parte, casi lo ha formulado él mismo, con la diferencia de que no se refiere a los filósofos, sino a los historiadores, cuando entrega lo esencial de su interpretación de la historia de Roma en los primeros capítulos de los Discursos. En un 167
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sitio, afirma bien alto, con un Io dico –yo digo– su oposición a “todos los historiadores”, objetándoles que los tumultos, los disensos, la desunión, no solo no precipitaron la caída de Roma, sino que le aseguraron su grandeza. La idea de que Roma, la república por excelencia, tuvo el máximo de vida, se benefició con una duración extraordinaria gracias a los conflictos entre el pueblo y los Grandes, entre la plebe y el Senado, esta idea rompe con la representación común. Ahora bien, a todas luces, el elogio de los tumultos no está asociado, como lo estará en Marx, a la creencia en un estado final, un estado en el cual sus causas serían suprimidas. Los tumultos, con tal de que sean suscitados por el deseo de libertad del pueblo, son una cosa buena. Esto es lo que pudo, lo que podría, hacer creer que el pueblo es bueno. Mi interpretación no deja lugar a la duda. Maquiavelo no dice eso, tampoco dice que la ley reside en el pueblo. Algunos de sus comentarios parecen ir en ese sentido: por ejemplo, cuando pregunta a quién conviene confiar la custodia de la libertad, él responde: al pueblo. ¡Sea! Pero no cree en la bondad del pueblo. Él pone el acento en la fecundidad del conflicto. . . De El príncipe a los Discursos y a la Historia de Florencia no varió en un punto: la crítica de la moderación que predicaba Aristóteles. Para él, la superioridad de la minoría, ligada como está a la riqueza, no se inclina a la moderación, porque aquellos que poseen siempre quieren adquirir más. Esta afirmación es objeto de discusión. Pero no se trata de psicología. Él tiene la idea de que la sociedad siempre está dividida entre aquellos que quieren dominar y aquellos que no quieren ser dominados. Como usted sabe, la dominación no es pensada en términos de explotación, aunque Maquiavelo no sea del todo indiferente a las cosas de la economía. A este respecto se escribieron tonterías. Su correspondencia y sus Rapports lo testimonian, él tiene un conocimiento exquisito de las relaciones de propiedad, en Francia, en Venecia, en las repúblicas de Alemania. . . La cuestión es que a sus ojos la sociedad no está dividida de hecho, por accidente –yo lo observaba ya cuando decía que se refiere a sí misma en su división–, ella es el sitio de dos “humores” (es su término, en efecto, no siempre habla de deseo), uno de los cuales lleva a mandar, a oprimir, y el otro a no ser mandado, oprimido. Ahora bien, estos dos humores o estos dos deseos no son ajenos uno al otro. La ciudad forma 168
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un todo, tiene representación de sí misma, en virtud de una escisión original. Esto es lo que aclara la idea de que el deseo del pueblo debe ejercer una coerción sobre los Grandes. Allí, donde el pueblo es fuerte, reivindicativo, solamente allí el deseo de los Grandes es refrenado, por lo menos en una república. De esta manera, bajo el efecto del conflicto, nacieron en Roma todas las buenas leyes. En cambio, allí donde los Grandes dominan absolutamente, la ley se vuelve como de su propiedad, la sociedad entera está sometida. Así, la resistencia del pueblo, más, sus reivindicaciones, son la condición de una relación fecunda con la ley, que se manifiesta en la modificación de las leyes establecidas. La creación en Roma del tribunal es un ejemplo de esto. Maquiavelo indica que el comienzo de la decadencia romana se debió a una imprudencia de los Gracos, no a un error sobre la naturaleza de la república o a una falta. El pueblo, pues, no es una entidad positiva y la libertad no es definible en términos positivos. La libertad está ligada a la negatividad –no, por supuesto, en el sentido en que Isaiah Berlin habla de libertad negativa– sino en el sentido en que implica la negación de la opresión. Tal es, a mi modo de ver, uno de los resortes principales de la argumentación de Maquiavelo. Y que ya es sensible en El príncipe. En efecto, cuando la ley es débil, cuando no hay posibilidades de vivir en república, es preciso que el Príncipe restituya una trascendencia a la Ciudad, encarnando la “majestad del Estado”, que haga creer en una autoridad por encima de todos. Ahora bien, esa tarea no puede realizarla sino apoyándose en el pueblo, porque si no aparece más que como primus inter pares –el primero entre los Grandes– siempre será amenazado por ellos. Como se sabe, el argumento de Maquiavelo es muy sutil, puesto que indica que el Príncipe –aquí yo tendría que tener en cuenta lo que dice sobre la creencia y la apariencia– arriesga la ruina si escoge ser bueno, que debe entrar en el mal, si es necesario, y simultáneamente indica que debe cuidarse de dar una mala imagen, temer ser odiado por el pueblo y, por encima de todo, despreciado por él. En suma, cuando los hombres no sienten algo por encima de ellos, la ley –esa ley que, en la república, es puesta en juego en el conflicto, sin ser su producto–, se necesita un príncipe que se inspire en el modelo de 169
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la república, hasta el límite de lo posible, es decir, sin dar la libertad al pueblo. Es preciso que conquiste a ese pueblo. Decía, que las palabras de Maquiavelo eran sutiles. En efecto, por un lado afirma que los hombres deben ser considerados malos, cambiantes, ingratos –juicios que de buena gana se citan– y, por el otro, afirma que el Príncipe no debe tener miedo del pueblo, que debe armarlo, apoyarse en milicias populares, en vez de remitirse a mercenarios o a tropas auxiliares. Observa, entonces que los hombres gozan tanto de los placeres que dan como de los placeres que reciben, declara que el pueblo acudirá en ayuda del Príncipe cuando resulte asaltado, a poco que el Príncipe haya contado con él y le haya confiado su defensa. Por cierto, no se puede decir que el argumento sea dictado por consideraciones morales, pero tampoco concluir en una posición estrictamente amoral, puesto que lo que debe guiar al Príncipe, lo repito, es el modelo de la república.
La democracia: una posibilidad de ser uno mismo Claude Mouchard – Algunas cuestiones sobre la democracia ya estaban implicadas en muchos de los comentarios que acaban de ser intercambiados sobre el totalitarismo. Volvemos sobre ella de manera más central, tal vez. En un artículo reciente, Pierre Manent recordaba algunos comentarios de Tocqueville: la oposición democracia-aristocracia o, digamos, la dualidad democracia-aristocracia, para los Antiguos, ocupaba su lugar en una pluralidad de regímenes posibles. En cambio, para los Modernos, aristocracia y democracia constituyen dos regímenes históricamente sucesivos, y Tocqueville dice –es usted quien lo cita– “Son como dos humanidades distintas”. Claude Lefort – En efecto. Claude Mouchard – Hay aquí algo que, si se sigue a Tocqueville, como usted a menudo lo hace, es históricamente masivo. Por lo tanto, existió ese advenimiento de la democracia moderna, en particular a través de la Revolución Francesa. Pierre Manent decía hace un rato que, tal vez, usted es todavía un revolucionario. No sé si yo lo diría, pero en todo caso creo que usted piensa una sociedad democrática que fue íntegramente trabajada por el acontecimiento de la Revolución, por el 170
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acontecimiento revolucionario. Ésa es la dimensión revolucionaria que subsiste en la sociedad democrática en el sentido en que usted la analiza. Ese acontecimiento –o ese conjunto de acontecimientos– es histórico, sin no obstante depender de un determinismo. Segundo punto: usted examina cómo la democracia se deshace del funcionamiento simbólico de Antiguo Régimen. En particular, es lo que usted llama la “desincorporación democrática”, fenómeno al que usted volvió bajo diversos ángulos. Estas mutaciones son equívocas, llenas de peligros. ¿No se ve que se engendra entonces –por lo menos en ciertas corrientes de opinión– una suerte de odio de la democracia que se manifiesta desde el siglo XIX, una repulsión respecto de la democracia, por último algo donde se podría vislumbrar (en particular a fines del siglo XIX ) la prefiguración o las condiciones de posibilidad de los grandes movimientos totalitarios del siglo XX? De ahí, una suerte de interacción de la democracia y el totalitarismo que no se dejaría reducir a una simple sucesión. Son muchas cuestiones a la vez. Claude Lefort – No diría que son muchas cuestiones a la vez. Usted toca un problema a cuyo alrededor no soy el único en girar, por otra parte: el que plantea la sospecha respecto de la democracia, hasta una oposición que, al tiempo que tiene por centro una extrema derecha, está lejos de reducirse a esa corriente; el odio de un régimen, incluso diría, donde supuestamente reina la trivialidad, donde se habría perdido el sentido de la nobleza, de la nobleza de alma, de la grandeza del acto desinteresado. La imagen de la sociedad democrática como la de un universo achatado, de alguna manera, es eso lo que le perturba. . . Claude Mouchard – Sí. Claude Lefort – La crítica de la sociedad democrática no es totalmente insubstancial, es inteligible. Por supuesto, yo podría observar que, mezclado a un sentimiento antidemocrático, se encuentra un sentimiento anticapitalista. Observemos que de buena gana se imputan a la democracia males –sobre todo el desarrollo de un individualismo que pega a cada uno a su interés privado– que dependen del desarrollo del capitalismo. Pero no utilizaré ese argumento, por dos razones: la primera es que, si hay que hacerle justicia, no perderlo de vista, debe convenirse que la democracia y el capitalismo, por lo menos en la forma 171
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de la economía de mercado, mantienen un lazo tan estrecho que no se puede imaginar que la democracia resista a la abolición del mercado. La segunda razón, que me parece más importante, es que si nos atenemos solamente al examen del proceso de democratización –como lo hacía Tocqueville, de quien recuerdo de paso que los cambios debidos al nacimiento de la sociedad industrial no tienen mucho peso en su análisis de un mundo nuevo–, sobre ese único registro, pues, se percibe un progreso en la nivelación, el igualitarismo que, sin ser su producto directo, vino a injertarse sobre “la igualdad de las condiciones”. Ahora bien, el fenómeno trae aparejado un relativismo, una suerte de achatamiento de todos los puntos de vista, al punto de que –como usted lo afirmó, Pierre Manent, en un ensayo bastante duro sobre la democracia– los individuos llegan, cada uno, a presentarse como los poseedores, los propietarios de su opinión. Pierre Manent – Me parece que es Marx el que dice eso. Claude Lefort – De su opinión o de su creencia. Sí, me acuerdo, usted se refería a Marx. Pierre Manent – Es Marx el que dice que se considera su opinión como una propiedad privada. Claude Lefort – Como usted es muy ajeno a Marx, ese encuentro no es una prenda de la validez del argumento. Pierre Manent – No, por supuesto, por supuesto. Claude Lefort – Lo que yo traté de mostrar es, justamente, que Marx se equivocaba en ese punto, en su crítica de los derechos del hombre. Él ponía de manifiesto la aceptación de la diversidad de las opiniones y la imputación hecha a cada uno de su opinión como de una propiedad privada. Desdeñaba que el derecho a la expresión de su creencia, de sus opiniones, el derecho a hablar libremente, a escribir, a imprimir libremente, implicaran un nuevo modo de relación de cada uno con cada uno, una nueva circulación de la palabra, un nuevo modo de socialización. A diferencia de Marx, y a diferencia de usted, yo pienso que los derechos del hombre, al tiempo que marcan la plena afirmación del individuo –la que torna posible un retiro de cada uno en su universo privado– hacen acaecer una libertad de relaciones. El derecho a la expresión de su opinión es indisociable del derecho a conocer la opinión 172
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de los otros, el derecho a escribir, a imprimir, es indisociable del derecho a leer. Tal vez podría volver a esa idea de que hablar-oír, ver-ser visible, escribir-leer, no son actividades distintas, y que los derechos reconocidos instituyen una reversibilidad y una circularidad, sin término final, cuyo sentido escapa a quien piensa en términos de individuo y de propiedad. Para decirlo de otro modo –pero esta palabra gozó de tanto favor estos últimos años que perdió su fuerza– los derechos del hombre dan acceso a un espacio público. Este espacio es indeterminable, a partir del momento en que se borró la idea de un garante de las creencias y las opiniones. Pero es erróneo concluir que las opiniones se vuelven arbitrarias, se buscan en contacto unas con otras. Para volver a lo que usted llamaba una ontología de movimiento, cuando hablábamos de Maquiavelo, y sin hacer mío ese concepto, diría, de buen grado, que la sociedad democrática es esa sociedad que acepta estar en movimiento, que crea la posibilidad de que la gente se entienda –con lo cual no quiero decir necesariamente que coincidan–, sí, que se entiendan, simplemente, así no fuera sino para reconocerse, unos a otros, diferentes. Pierre Manent – Discúlpeme, apenas unas palabras. ¿Acaso la exigencia de dar razón de su opinión no es por el contrario debilitada por la certidumbre de que uno tiene derecho a tener su opinión? Todos aquellos que enseñan filosofía, en clase de Terminal, saben que el problema es separar al auditor de esa certeza que es su opinión, punto. Y vale porque es su opinión. Todo el esfuerzo de la clase de filosofía consiste en atraer al alumno hacia la idea de que su opinión debe estar justificada. Y por lo tanto, estoy seguro de que usted tiene razón, es un mundo de comunicación, es un mundo público, ciertamente. Al mismo tiempo, existe en la idea de los derechos una gravedad, una tendencia hacia esa no necesidad de no justificar su opinión porque, precisamente, uno tiene derecho o no tiene derecho. Y si tiene derecho. . . Claude Lefort – Evidentemente hay un riesgo, una ambigüedad, en el derecho que yo me reconozco para decir Yo. Ese Yo puede ser puesto sobre algo amorfo, sobre una opinión recibida, y que se opone a la de los otros, de una manera bruta, pero ¿no es también posible que ese Yo 173
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se desprenda de una opinión compacta antes modelada por un régimen? Usted hacía alusión al Antiguo Régimen. Tocqueville observaba que, en ese mundo, la opinión de cada uno derivaba de la autoridad de un superior. El superior era el señor, el sacerdote, el padre, tal o cual representante de la tradición. Usted sabe que él indicaba –ese juicio le importa, pero usted saca consecuencias diferentes– que allí donde ya no hay una posición de superioridad, ya no hay autoridad que procure la seguridad de la distinción entre lo verdadero y lo falso. Para él, la opinión del individuo se convierte en aquella que comparte con los otros. Su garantía es la similitud. No es lo que más le interesa, porque lo que le preocupa, ante todo, es el conformismo, aunque el término no dé cuenta por completo de su pensamiento. La opinión que él describe se manifiesta bajo el signo del nosotros. Cada uno se deja precipitar en la opinión creyendo que es la suya propia. Análisis sutil puesto que no olvida –en esto usted está atento– que siempre hay un Yo que se exhibe, mientras que el individuo está en vías de asumir la opinión común. Ese Yo, además, cree que todo es explicable, observa Tocqueville. Ahora bien, sin negar del todo ese fenómeno, ese peligro característico de la inclinación de la democracia, quise poner de manifiesto la inversa: es decir, que los derechos del hombre implicaban como una intimación hecha a cada uno de pensar, hablar, de su lugar. Que no se responda a esta intimación es una cosa, pero existe. Usted decía una vez, Pachet, algo que iba por completo en ese sentido –las palabras, que no puedo referir literalmente, me habían impactado– , usted decía que nuestra sociedad no es solamente una sociedad de individuos, sino una sociedad en la cual todos tenemos que ser individuos, lo que yo traducía por la idea de “intimación”. Es realmente eso lo que me parece el signo de la revolución operada por la intuición de los derechos del hombre, uno de los imperativos más preciosos surgidos del advenimiento de la democracia. Pero nada, lo repito, en ausencia de un garante último –el príncipe, el señor, el sacerdote–, en ausencia de un referente último –Dios, la Razón, el orden de la Naturaleza–, nada nos da una seguridad contra el gran riesgo que implica el hecho de hacerse cargo de la responsabilidad de pensar, de juzgar, de hacerse cargo de ella
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frente a los otros. . . pero casi no he respondido a su pregunta, me doy cuenta. Claude Mouchard – Respondió muchas cosas. Claude Lefort – Dejé de lado una parte de su pregunta. Para volver a ello. . . lo que me perturba, en efecto, es que grandes escritores en el siglo XIX que trataron con desprecio el mundo de la democracia dieron muestras de una libertad, de una audacia, que no tuvieron sus predecesores, por lo menos, no de la misma manera. De una audacia en la ruptura con las convenciones establecidas que debían a ese nuevo universo donde nada estaba garantizado. Claude Mouchard – Si me permite evocar un instante a Flaubert, creo que el escritor puede experimentar singularmente la pobreza de la opinión y su proliferación. Le ocurre que vive hasta el extremo el horror de ser ese Yo que cree no hablar sino según él mismo y que, sin embargo, se encuentra y se siente atravesado por la opinión de cualquiera. En consecuencia, está en lucha perpetua. . . y, al mismo tiempo, la posibilidad y la sustancia de su obra, por una parte, están hechas de esos entrelazamientos. Pierre Pachet – Para volver sobre lo que dice Claude Mouchard, es decir, la aversión por Flaubert o por Baudelaire o por otros, del enquistamiento de los individuos, de la cristalización de opiniones, de formas de necedad, a la vez inmensamente colectivas y arraigadas en un individuo empecinado, ¿acaso –si no es más que una parte visible, pero finalmente limitada, del horror– no es porque la democracia los pone en relación con algo más? Y aquí, me gustaría señalar algunas palabras que se encuentran en su reflexión sobre la democracia –que por otra parte estaban preparadas antes y que siempre me parecieron muy reveladoras–, en el sentido en que usted habla de la democracia como un régimen donde reina la igualdad, no solo entre los individuos sino, podría decirse, en el interior de los individuos: entre lo que está arriba, lo que está abajo, entre diferentes pensamientos, entre lo que es central, lo que es accesorio, entre lo que es frívolo o pasajero. Hay otro término del que usted habla a menudo, que es enigmático, pero interesante, el de indeterminación. Hay una nueva indeterminación en la democracia, que es, tal vez, un régimen que pondría en relación a los individuos 175
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con, justamente, un espacio –no puedo decir ilimitado– ciertamente no ilimitado, pero sí poblado de una multiplicidad imposible de controlar, el término de incontrolable es un término importante en usted. Me pregunto si su gusto por cierta forma de literatura contemporánea, de poesía –pensaba en Michaux– no está ligado al hecho de que, en algunas de las obras de este último, se hace justicia, se reconoce ese algo ilimitado, ese algo incontrolado, tal vez no por primera vez en la historia de la humanidad –no quiero decirlo–, ese algo incontrolado al que es tan difícil dar una cara, que no se puede centrar: esta vez aparece y no se lo puede desconocer. Claude Lefort – Realmente es así, creo. Su referencia a la literatura me parece importante, como por otra parte la que yo podría hacer a la pintura, vale decir, a modos de conocimiento y de expresión azarosos. Volviendo sobre la imagen del cuerpo que yo descubría en la concepción totalitaria, de buena gana diría –confirmando su impresión– que la experiencia democrática suscita una sensibilidad nueva a lo que se da a nosotros sin contornos, sin una inscripción en un espacio preestablecido. En efecto, pienso en Michaux, en sus poemas, también en sus relatos, nunca circunscritos. No sé nombrar lo que él escribe, no solo porque borra –por otra parte, la palabra borra no es buena– la distinción de la poesía y de la prosa, sino porque mezcla lo que uno cree que depende de la imaginación y de la observación, y esto en el momento en que él fija el “detalle”. Algunas fronteras desaparecen, y se traza un trayecto irrecusable. Precisamente, por ese carácter su obra me atrae, como, de otro modo, otras obras contemporáneas. Y bien, esa confusión de fronteras convencionales me parece lo propio de nuestro tiempo. Se me ocurre otro ejemplo. Hace algunos años, respondiendo a la invitación de un grupo de psicoanalistas, me había aventurado en la discusión hasta preguntar si se podía pensar la invención del psicoanálisis sin tener en cuenta la perturbación de las relaciones sociales que había provocado la revolución democrática (en la acepción tocquevilliana del término). Con el psicoanálisis resulta alcanzada, en el más alto grado, una indecisión en la definición de los lugares de uno y otro, de las
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relaciones entre uno y otro, sin que por ello la cuestión que plantea el lugar, la distancia en la relación, sea abolida; ella crece. Me dirijo particularmente a usted, Pierre Manent, sabiendo qué importancia le concede al fenómeno de la autoridad, al del dominio. La experiencia analítica, como se sabe, en modo alguno induce a ignorarlo. Lo que quiero indicar, solamente, es que la indeterminación del vínculo establecido en la relación analítica acarrea en aquel que a ella está sometido una indeterminación “interior”, confunde las fronteras entre lo imaginario y lo real, lo actual y el pasado más sepultado. Por cierto, se concederá sin dificultad que el psicoanálisis tiene que ver con la modernidad. Pero la palabra es tomada en acepciones variadas. Por mi parte, quiero hacer entender que la invención del psicoanálisis supone la institución de un tipo de sociedad en el cual la diferencia de los lugares, la distancia de uno a otro, no están dadas de antemano, en el cual cada uno está en busca de su lugar, de la diferencia, de la distancia de sí al otro. Pierre Manent – Sí, pero usted empleó hace un momento la palabra sabiduría. De todos modos, digamos que la toma de conciencia de sí en la democracia, la toma de conciencia de sí específicamente democrática –Tocqueville lo explica muy bien– es el reconocimiento de la semejanza. El reconocimiento de la común humanidad. Y por supuesto, eso es muy precioso y estoy seguro de que todos, todo el mundo, todos nosotros alrededor de la mesa, lo consideramos como muy precioso, pero hay una dificultad cuando, precisamente, interviene una diferencia, no una diferencia superficial como ser más rico, ser más bello o correr más rápido, sino una diferencia, entonces –de qué orden no lo sé– específica de la sabiduría. ¿Acaso, por ejemplo, no se hace la experiencia de alguien que comprende las cosas, el mundo, no solo mejor o más rápido, sino de una manera cualitativamente distinta? ¿Acaso, por ejemplo, usted mismo, en su propio recorrido, no hizo la experiencia, mediante el encuentro de Merleau-Ponty, para nombrarlo –usted empleó la palabra dominio, yo no iba a emplearla espontáneamente–, la experiencia de una diferencia, de una autoridad, de algo a lo cual usted se refiere necesariamente a partir del momento en que lo conoció?
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Claude Lefort – Claro que sí. Antaño, salvo por lo que respecta a mi relación con Merleau-Ponty, yo habría descartado, hasta impugnado el término de maestro. Desde hace largo tiempo tuve la ocasión de decir que Merleau-Ponty es mi maestro. A decir verdad, usted me hace una pregunta que no es solamente personal: es una cuestión filosófica, política, en efecto, que va al fondo de las cosas, y no se reduce a la de mis relaciones con Merleau-Ponty. No obstante, esto es seguro, las dos están ligadas. Pierre Manent – Las dos son inseparables. Claude Lefort – Usted tiene razón. Si yo me interrogo sobre mi relación con Merleau-Ponty, observo que él no ocupaba –entiéndame: hay muchas maneras de percibir un maestro y de definirse como un maestro–, no ocupaba, no trataba de ocupar, el lugar del maestro. ¡Bien! No voy a volver a una interpretación con connotaciones analíticas, pero esta observación es esencial. Merleau-Ponty mantenía con los filósofos de quienes había recibido una herencia particular, en particular Husserl, una relación de dependencia. Él no buscaba plantearse como el “principiante”, aunque todo filósofo, justamente Husserl lo dijo, y en parte es cierto, sea un “principiante”. En otras palabras, él daba a aquel que lo pretendía la libertad de relacionarse con lo que era su pasado propio, su herencia. En otras palabras, no encerraba a uno en una relación dual. Creo que, de haber ocurrido eso, nunca hubiera podido ser, digamos, un discípulo; ya ve que todavía tengo una dificultad en emplear la palabra discípulo, estaba tratando de evitarla. Con la palabra maestro no hay problemas; discípulo es más difícil. Sea como fuere, nunca hubiera podido tener como maestro a Heidegger, porque todo lo que sé, por testigos, de su elocuencia, y todo lo que leí de él, cualquiera que fuese la profundidad de sus escritos y la manera en que estos pudieron movilizar mi pensamiento, indican tal ocupación del espacio del dominio que el camino me estaba interceptado. Por lo tanto, menciono un lazo particular con Merleau-Ponty. Él me dio –y es cierto que es una de esas frases que aprecian los discípulos falsos y verdaderos, pero no encuentro otra–, él me dio la libertad de ser yo mismo. Para corregir esta banalidad, le aclaro, que no temí utilizar esa libertad en ocasiones a sus expensas, hacerle partícipe de mis críticas a 178
Pensamiento político e historia
propósito de sus análisis y de sus compromisos políticos. Y esto lo hice muy pronto. Hace un rato evocamos la controversia sobre la naturaleza de la URSS. En 1945 lo ataqué en una pequeña revista trotskista –que mezclaba política y literatura– como consecuencia de un diálogo que había entablado con Hervé, uno de los mejores portavoces del PC, uno de los raros intelectuales comunistas brillantes. Ahora bien, MerleauPonty había acogido mi artículo, no con placer, porque lo tocaba en un punto en carne viva –lo digo sin modestia inútil–, sino con sencillez. Por supuesto, no era que mi polémica le pareciera natural, y menos todavía para mí publicar una crítica respecto del hombre al que respetaba y admiraba entre todos. Así, posiciones asimétricas no excluían de mi parte la impugnación. Pero, para volver a lo más importante, a lo que usted decía sobre la relación con una autoridad, la relación con aquel que posee el saber, que posee la sabiduría. . . Pierre Manent – Y que, perdón, eventualmente puede liberarlo del poder de la opinión circundante. Claude Lefort – Ciertamente. Yo diría: el que lo inicia. Pierre Manent – Eso es. Claude Lefort – Hay una parte de iniciación que ni por un instante pienso impugnar. ¿Mi dependencia? ¿Qué decir? No puedo evaluar mi deuda para con Merleau-Ponty. Pero, con seguridad, “iniciación” es la palabra correcta, y esa iniciación no está toda a mis espaldas, la de un muchacho de 17-18 años, ella es continuada, puesto que cada vez que releo sus libros tengo la sensación de tener algo nuevo que decir a partir de él. Pero no veo por qué la igualdad democrática excluye una relación de este tipo. Pierre Manent – No, pero es otra relación la que tal vez nos conduce fuera de la ciudad, incluso democrática. Acaso sea una perspectiva legítima, no contra la democracia. . . Claude Lefort – Ah, comprendo mejor lo que usted quiere decir. . . Pierre Manent – De ningún modo en contra, pero tal vez nos conduce a abandonar muy simplemente las opiniones de la ciudad, hasta las mejores, hasta la mejor ciudad. Claude Lefort – En suma, lo que usted quiere decir –y esto en fidelidad a la enseñanza de los Antiguos, de Platón y de Aristóteles– es 179
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que hay una vida contemplativa que es superior a la vida en la ciudad. ¿Es realmente eso? No lo rechazo, comprendo su preocupación. No obstante, ¿hay que hablar de vida contemplativa? ¿No se podrían buscar otros términos para dar cuenta de esa disposición singular que hace que nos alejemos de los acontecimientos, de nuestros allegados, que nos alejemos del mundo de la cotidianeidad? A decir verdad, usted sugiere algo más: una evasión de la ciudad del hombre. ¿La noción de vida contemplativa. . . ? Estoy buscando equivalentes. . . en el fondo, ¿puedo declarar que un filósofo introduce. . . por ejemplo, que MerleauPonty –de quien usted dice, de quien usted me hace decir, por otra parte con placer, que fue para mí un iniciador– me introdujo en la vida contemplativa? Él me abre a una experiencia distinta de aquella de las cosas que me aparecen en el espacio-tiempo donde me encuentro situado. En esto estoy muy de acuerdo con usted. Por otra parte, no hablamos solamente del filósofo: un escritor o un artista, del mismo modo, puede apartarse de lo que para otros constituye la vida en la ciudad, consagrarse totalmente a lo que hace, hasta pretender ser extranjero al hombre común. Por lo tanto, si usted desea hacerme admitir que hay una exigencia de conocimiento y de expresión que excede todos los datos determinables en el espacio y el tiempo, de inmediato lo reconozco. Pero esta exigencia, y el alejamiento que implica, puede ser gobernada por el atractivo de la obra. Tal alejamiento no significa lo que pudo significar en la Antigüedad: una ruptura con lo sensible, un acceso a un más allá de lo sensible. No puede deshacerme de lo sensible. Y si se considera esta dependencia como una servidumbre, yo respondo que la idea de liberarse de ella me parece indisociable de la ilusión de una vida más allá de la vida.
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1999 Conferencia pronunciada en Río de Janeiro, coloquio sobre el Estado-nación organizado por la FUNARTE [noviembre]1
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En su obra Paz y guerra entre las naciones, Raymond Aron se pregunta qué significa el concepto de nación. “La nación a fines del siglo XIX –escribe– les pareció a los historiadores o pensadores europeos tan natural como les había parecido la ciudad a los pensadores griegos. En la nación, comunidad de cultura y de orden militar se reúnen para crear la unidad política, a la vez de conformidad con la naturaleza, puesto que todos los individuos participan en la ciudadanía, e ideal, puesto que el día en que cada nación hubiese realizado su vocación, la paz reinaría entre seres colectivos fraternales”.2 Aron ve en este cuadro el signo de una ingenuidad que los griegos no compartían: las unidades político-militares, en efecto, en cuanto pretenden ser independientes, están expuestas a la rivalidad y condenadas a sospecharse recíprocamente en virtud de la inestabilidad de las relaciones de fuerza. De hecho, observa, el principio de las nacionalidades multiplicó tanto las ocasiones de conflictos como el principio dinástico. Fuera de que pueden contener 1
Publicado en Les Temps modernes n.º 610, sept.-nov. de 2000: “La soberanía, horizontes y figuras de la política”. 2 R. Aron, Paix et guerre entre les nations, París, Calmann-Lévy, 1962, pág. 296. [Hay versión en castellano: Paz y guerra entre las naciones, trad. de Luis Cuervo, Madrid, Alianza Editorial, 1985].
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minorías étnicas, las nacionalidades no necesariamente tienen el derecho de reivindicar la independencia estatal. “En Europa Central y Oriental, ningún Estado podía volverse nacional salvo en virtud de transferencias de poblaciones;3 tal fue el caso tanto de Checoslovaquia como de Yugoslavia”. Así, el Estado-nación no puede ser concebido, haciendo abstracción de su institución, en cierto espacio y en circunstancias dadas. El Estado-nación es una obra histórica. No obstante, según Aron, es importante reconocer el valor del modelo. El proceso que se entabla a las naciones, consideradas responsables del desorden del mundo, le parece mal fundado. Sin subestimar “los estragos del nacionalismo”, ilustrados sobre todo por la Segunda Guerra Mundial, Aron considera que “los críticos del nacionalismo, que también son los críticos de la nación, olvidan demasiado los bienes gananciales de este tipo de unidad política. La nación tiene por principio y por finalidad la participación de todos los gobernados en el Estado”.4 Desde este punto de vista, aquellos que lamentan el tiempo en que las nacionalidades permanecían contenidas, mientras gozaban de su lengua y de su cultura, en el marco de un imperio (menciona el Imperio otomano, pero también hubiese podido invocar el Imperio Austro-húngaro, cuyo estallido aparece en ocasiones en el origen del deterioro de Europa), olvidan que el imperio fue el producto de conquistas militares y que excluía de la política a la mayor parte de las poblaciones. Estas consideraciones, que nos llevan cuarenta años atrás, llaman la atención porque testimonian una tensión entre dos sentimientos: aquel de que la nación no es un dato natural –la forma, finalmente encontrada, de la comunidad humana–, por lo tanto, que sería en vano ignorar la dimensión de la historia, y aquel de que no obstante hay en la nación el imborrable descubrimiento de la matriz de la ciudadanía moderna. Este último sentimiento, por otra parte, encuentra en el texto que menciono un punto de apoyo, puesto que señala que la Primera Guerra Mundial estalló en un mundo donde los Estados-nación eran ampliamente minoritarios y que la Segunda Guerra Mundial, así como el período que vino a continuación, no llevan tanto la marca de rivalidades nacionales como 3 4
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Ibíd., pág. 297. Ibíd., pág. 299.
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la de la formación de nuevos tipos de Estados cuya política está guiada por la ideología. La coyuntura que se abrió hace diez años es muy diferente de aquella que inspiraba las reflexiones de Raymond Aron. Dos fenómenos se dibujan, o por lo menos parecen dibujarse: por un lado, el debilitamiento de la nación –de su función y de la idea que ella encarnaba–, por el otro, el despertar de los nacionalismos. Se trata aquí de tendencias de carácter aparentemente contrario. Mientras que la manifestación del nacionalismo en ocasiones conduce a hablar de “la entrada en una nueva Edad Media” (la expresión es de Pierre Hassner), el debilitamiento de la nación a menudo conduce a imaginar un mundo en cuyo seno las fronteras de los Estados habrían sido borradas y donde se impondría el reino universal del mercado, un mundo que ya no constituiría más que una inmensa red de interrelaciones entre los individuos, ya sea, según algunos, en provecho de la felicidad de todos, ya, según otros, al precio de la identidad y de la libertad de cada uno. La filosofía de la historia ha muerto, se dice de buen grado; ninguna razón oculta, de cualquier manera que se la conciba, gobierna el mundo. No obstante, una vez proclamada esta comprobación, persiste la preocupación de descubrir un porvenir ya contenido en el presente. Entre los historiadores en los que pensaba Aron, Ernest Renan, conocido ante todo como el autor de la Vida de Jesús, es uno de los más renombrados. Éste protestó fuertemente contra la anexión por Alemania de la Alsacia, provincia francesa desde hacía largo tiempo, pero de lengua germánica. Esta protesta lo condujo a formular una oposición entre la política del derecho de las naciones, propia de Francia, y la política del predominio de la raza, particular a Alemania. En un ensayo que tuvo gran repercusión, ¿Qué es una nación?5 (se trata de una conferencia dada en la Sorbona, en 1882) y que se convirtió en un texto de referencia (una de sus fórmulas fue retomada por la comisión de expertos encargada de preparar un proyecto sobre la reforma del código de nacionalidad, hace algunos años en Francia), Renan ciertamente no impugna la legitimidad 5 E. Renan, Qu’est-ce qu’une nation ?, textos escogidos y presentados por Joël Roman, París, Presses Pocket, 1992. [Hay versión en castellano: ¿Qué es una nación?, trad. de Ana Kuschnir, Buenos Aires, Hydra, 2010].
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del Estado-nación alemán, pero condena la ideología que este reivindica. Él describe la historia de las divisiones de Europa, desde el fin del Imperio Romano y las invasiones germánicas, para indicar las vías por las cuales Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, España conquistaron una existencia nacional. “Lo que caracteriza (. . . ) a estos diferentes Estados –dice– es la fusión de las poblaciones que los componen. En los países que acabamos de enumerar, nada análogo a lo que encontrarán en Turquía, donde el turco, el eslavo, el griego, el armenio, el árabe, el sirio, el curdo son tan distintos hoy como en el día de la conquista”.6 Él ve efectuarse esta fusión de las poblaciones por vías diversas y a través de mil aventuras particulares. ¿Qué la hizo posible? El éxito del mestizaje, responde Renan. Fue tras la ruina del Imperio Romano y la conversión de los bárbaros al cristianismo como se constituyeron agrupamientos que, poco a poco, conquistaron la memoria de una vida común, pero también el olvido de su origen étnico y de la lengua que antaño habían hablado. “El olvido –escribe–, y hasta diría el error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación (. . . ). La investigación histórica vuelve a poner a la luz los hechos de violencia que transcurrieron en el origen de todas las formaciones políticas, incluso aquellos cuyas consecuencias fueron de lo más bienhechoras”.7 Renan pone el análisis al servicio de una refutación de las tesis sostenidas, aquí y allá, para justificar la existencia de una nación. El concepto de raza, según él, fue inventado por motivos belicistas. La lengua incitó a la reunión de los hombres, pero no le es necesaria, como lo demuestra el hecho de que los Estados Unidos e Inglaterra, o bien los países de América Latina y, ya sea España, ya Portugal, hablan la misma lengua al tiempo que conforman naciones diferentes, mientras que Suiza puede reunir poblaciones que hablan tres lenguas distintas. La religión tampoco basta para garantizar los fundamentos de una nacionalidad moderna puesto que ya no hay religión de Estado; se puede ser francés, inglés, alemán, al tiempo que se es católico, protestante, israelita o no practicar ningún culto. La comunidad de los intereses, si bien crea un lazo poderoso entre los hombres, no da cuenta de su sentimiento de 6 7
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Ibíd., pág. 40. Ibíd., pág. 41.
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una identidad común. Renan dice: ella hace los tratados de comercio. Por último, la referencia a la geografía, a las fronteras naturales que constituirían ríos o montañas, suscita “la doctrina más funesta y más arbitraria”, puesto que justifica todas las violencias y que de aplicarla al pie de la letra se perderían en definir las fronteras que separan de aquellas que unen. Por lo tanto, no es la tierra así como tampoco la raza la que hace una nación. Hay que encontrar otra definición. Así, al término de su crítica, Renan declara: “El hombre es todo en la formación de esa cosa que se llama un pueblo. Nada material basta para ello. Una nación es un principio espiritual, resultante de las complicaciones profundas de la historia, una familia espiritual, no un grupo determinado por la configuración del suelo”.8 A comienzos de la última sección de su ensayo, el historiador aclara los dos componentes de ese principio espiritual: uno está en el pasado, el otro en el presente; uno es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; el otro es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de seguir haciendo valer la herencia que se recibió indivis (término que deja entender que se lo debe asumir sin rechazar nada). Es el concepto de consentimiento lo que tuvo éxito hasta conmover, recientemente, a la comisión francesa de reforma del código de nacionalidad. Así, se recordó esta frase: “La existencia de una nación, y discúlpenme esta metáfora, es un plebiscito de todos los días, como la existencia del individuo es una afirmación perpetua de vida”.9 No obstante, como lo observa justamente un comentador de los textos de Renan, Joël Roman (que editó esos textos y los hizo seguir de un legajo crítico), es erróneo no retener de Renan más que una “concepción electiva de la nación”,10 es decir, la idea de que esta se sostendría con la elección incesantemente renovada de los individuos que la componen. Renan se opone a una teoría organicista de la nación, cuyo éxito ve en Alemania, y mide sus consecuencias desastrosas, pero no es este más que una de las dos vertientes de su pensamiento. Él percibe en la nación otra cosa que la expresión de una voluntad de individuos asociados: la 8
Ibíd., pág. 53. Ibíd., pág. 55. 10 Ibíd., pág. 8. 9
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formación de un ser espiritual, surgido de un proceso de asimilación de grupos diversos que, por un lado, gracias al olvido de su origen, llegan a formar una comunidad, en su opinión sagrada. Tal como lo describe, ese proceso implica una continuidad entre la monarquía del Antiguo Régimen y la Francia moderna. Pero implica un acontecimiento que decide acerca de su finalidad: la Revolución Francesa, porque de ella data la ruptura con el principio dinástico y la adopción del principio de la nacionalidad que se difundirá en Europa a partir de 1848. Esta doble representación de un destino nacional arraigado en el pasado y que se revela en el momento en que la soberanía de la nación es reconocida, al mismo tiempo que la novedad del derecho, la descubrimos ya en Michelet, en uno de sus primeros ensayos, Introduction à l’histoire universelle (1831). La vieja Francia, tan marcada como estuvo por las desigualdades y los particularismos locales, le parece dar nacimiento a esa cosa nueva que es “el sentimiento de la generalidad de lo social”. Un pueblo se forma bajo el doble efecto “de una unificación material y de una unificación espiritual”. Michelet llega hasta decirnos que “el nombre del sacerdote y del rey, representantes de lo que hay de más general, es decir, de divino, en el pensamiento nacional, prestó al derecho oscuro del pueblo como un envoltorio místico en el cual creció y se fortificó”. Diez años después de Renan, Péguy, es cierto, en un estilo incomparable, reformulará el tema de la permanencia de la nación francesa. Es un hecho, por otra parte; Juana de Arco y la Revolución, para él, se han convertido en los símbolos de la nación. No obstante, Renan dista de ser un adulador de la república y de la democracia. Como lo señalaba, gran admirador de Prusia y de la cultura germánica, necesitó conocer la experiencia de la guerra de 1870 para llegar a declarar que es a la obra de la Revolución Francesa a la que Europa y, sobre todo, Alemania deben el despertar del sentimiento nacional. La Revolución Francesa, escribe en 1870, en el opúsculo La Guerre entre la France et l’Allemagne, es el hecho generador de la unidad alemana. Todavía hay que recalcar que su vigorosa crítica de la teoría organicista de la nación trae aparejada la creencia en una comunidad espiritual. Si la nación no es un cuerpo, es un alma, y en ese sentido es indivisible. 186
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Aunque Renan se abstenga de desarrollar este argumento, deja entender que, por particular que sea, la nación francesa es de alguna manera iniciadora y depositaria del derecho de las nacionalidades. Este punto merece atención, y voy a volver. Pero por el momento me limitaré a observar que la gran oposición que se señaló del texto de Renan es la del organicismo, ligado a una concepción étnica de la nación, y del liberalismo que implica una concepción fundada en el consentimiento de los individuos. Fuera de que testimonia un desconocimiento del pensamiento de Renan, como lo indicaba, oculta el hecho de que las dos naciones que compara pretenden realizar una vocación universal. Pero es cierto que Renan solo lo admite a medias. En el opúsculo que citaba declara: “Una enorme cantidad de alemanes vinculan su aspiración al recuerdo del Santo Imperio. Ahora bien, la primera condición de un espíritu nacionalista es renunciar a toda pretensión a un rol universal, ya que el rol universal es destructor de la nacionalidad”.11 En otro lugar, Renan aclara que se verá el fin de la guerra cuando se una al principio de las nacionalidades el principio que es su correctivo, el de la federación europea, superior a todas las nacionalidades.12 Recuerdo de pasada que Raymond Aron sostendrá una idea contraria, a saber, que una Europa unida no pondría necesariamente fin a los conflictos en el mundo, y que los países de los otros continentes no tendrían motivo de regocijarse de ello. ¿Qué es la nación? Esta pregunta, tal y como se la formula desde mediados del siglo pasado, está la mayoría de las veces ligada a esta otra: ¿cómo se formó la nación? La respuesta a esta segunda pregunta no decide por fuerza la respuesta a la primera, pero es importante porque, todos están de acuerdo, la nación es un producto de la historia. Ahora bien, ya se considere que la nación no merece su nombre sino a partir del momento en que se afirma como soberana, o que ya tomó forma en el marco del reino medieval, debe reconocerse que coincide con la existencia de una comunidad delimitada por fronteras sobre la cual se ejerce una autoridad soberana. De no ser por este carácter, el término no designaría más que una etnia, o sea, una población cuyos miembros 11 12
E. Renan, op. cit., pág. 10. Ibíd., pág. 105.
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tienen el mismo origen y se distinguen por el uso de una misma lengua y el apego a las mismas costumbres. La idea de soberanía y la de nación parecen así unidas. No obstante, esta observación debe ser corregida: la idea de soberanía, en efecto, nace en Europa, mucho antes de que se apuntale en la existencia o la supuesta existencia de la nación. Surgió de un conflicto entre dos autoridades que pretendían cada una asumir un cargo universal: pretensión que encuentra su origen y su justificación en la creencia cristiana en una humanidad indivisa. Por cierto, mi intención no es evocar los episodios que marcaron la rivalidad del papa y del emperador. Baste recordar que la distinción de lo espiritual y lo temporal malogra tanto la separación de dos poderes, cada uno de los cuales estaría a cargo de uno de los dos campos, como la confusión de esos dos poderes bajo una sola autoridad. Cualquiera que fuese el esfuerzo, durante un tiempo, del papa para extender sus prerrogativas, el camino de la teocracia le está vedado, como lo está simétricamente el camino de una dominación absoluta del emperador. Es importante recalcar que si la creencia en la autoridad del emperador, heredero de César Augusto, fue duradera – algunos signos lo atestiguan todavía a mediados del siglo XV–, nunca logró traducirse, en la realidad, por el establecimiento de un Estado. Los vasallajes de los príncipes y de las ciudades siempre fueron más o menos aleatorios, y las fronteras del Imperio permanecieron indecisas. La unidad política que se dibuja, al final de la Edad Media, es el reino. El monarca no se satisface con manifestar su independencia de hecho respecto del emperador, él proclama que no tiene a nadie por encima de él, en el orden de lo temporal, y se presenta como el garante de la unidad de un pueblo y de la permanencia de la comunidad del reino. Es en este contexto como viene a imponerse en Francia la fórmula del monarca “Emperador en su reino”. Fórmula paradójica, puesto que combina la idea del imperium reservado al Soberano del mundo con la de un poder que se ejerce en los límites de un país. La distinción de lo temporal y lo espiritual, lo observaba, impide a la vez la separación y la confusión de dos poderes con vocación universal. De esta comprobación se saca que ineluctablemente avanzan uno sobre el otro. Ahora bien, en el reino concebido como un cuerpo político –cosa que nunca fue el 188
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Imperio– se establece una misión espiritual. Como tan bien lo mostró Ernst Kantorowicz,13 el reino se vuelve capaz de asimilar la simbología de la Iglesia, de manera que los súbditos del monarca, cualquiera que fuese su lugar en la jerarquía, figuran los miembros del cuerpo político, mientras que él mismo figura su cabeza. Esta imagen comprende una doble significación: es la de un cuerpo natural, réplica del cuerpo humano, un cuerpo funcional, y es la de un cuerpo místico. Tal es, pues, el proceso plenamente identificable a comienzos del siglo XIV, en Francia: la inscripción de la soberanía en un territorio determinado, la formación de un Estado, la concentración de los medios del poder entre las manos de un monarca y, simultáneamente, la conversión de un territorio en tierra santa, la elección de un pueblo como poseedor de un destino universal y la investidura en un rey, vuelto “muy cristiano”, de un derecho divino. Cuanto más prosigue la investigación histórica (pienso en la encuesta llevada a cabo por Bernard Krynen en una reciente obra sobre L’Empire du roi14 en los siglos XIV y XV), tanto más se discierne la precocidad de la nueva forma política. Joseph Strayer, por su parte, veía que, bajo el régimen de Felipe el Hermoso, se imponía la triple representación de la tierra sagrada, del pueblo elegido y del rey muy cristiano. El historiador, además, observaba la difusión que tenía fuera de las fronteras de Francia, al punto de volver a encontrarla en una bula del papa que declara que Dios formó pueblos diferentes por la lengua y la raza, entre los cuales el reino de Francia, pueblo elegido como lo fue el pueblo de Israel, y distinguido para ejecutar una misión celestial.15 Con seguridad, no se debe perder de vista que la capacidad de un monarca de hacer valer esas representaciones depende de su poder, de los recursos del país y también de las circunstancias. 13
E. Kantorowicz, The King’s Two Bodies; A Study in Mediaeval Political Theology, Princeton, Princeton University Press, 1957. [Hay versión en castellano: Los dos cuerpos del rey: un estudio de teología política medieval, trad. de Susana Aikin Araluce y Rafael Blázquez Godoy, Madrid, Alianza Editorial, 1985]. 14 J. Krynen, L’Empire du roi. Idées et croyances politiques en France, XIIIe −XVe siècle, París, Gallimard, 1993. 15 J. R. Strayer, Mediaeval Statecraft and the Perspective of History, Princeton, Princeton University Press, 1971.
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Por último, señalo los lazos que se tejieron entre, por un lado, la ideología religiosa y el proyecto imperial y, por el otro, el humanismo. Algunos historiadores mostraron cuán precoz fue la reactivación del ideal de la ciudadanía antigua, que encontraba su mejor expresión en la fórmula Pro patria mori: una fórmula que adquiría una nueva resonancia, a partir del momento en que “morir por la patria” significaba también morir por Dios. Pero hay que esperar al siglo XVI para tomar la medida del cambio en una Europa donde la consolidación de algunos grandes reinos parecía haber borrado el mito del imperio. ¿Por qué hablar de una conjunción entre temas cristianos y humanismo en la época? El fenómeno se aclara al leer De la monarquía de Dante.16 Esta obra había sido repudiada por los pensadores florentinos consagrados a la resurrección del ideal de la ciudad, pero Dante había formulado la idea nueva de una historia de la humanidad en el doble lenguaje de la teología cristiana y de la teoría política de los antiguos. Ahora bien, en el siglo XVI todo ocurre como si el drama grandioso de la humanidad, que Dante había compuesto, acabara de encontrar al actor hecho para concluirlo: no el emperador al que Dante se había dirigido en su tiempo, y que no disponía más que de un fantasma de poder, sino un príncipe moderno, el rey. Como si es por otra parte decir demasiado poco, puesto que, como lo mostró de manera magistral la gran historiadora inglesa, Frances Yates, en Astraea,17 Dante efectivamente inflamó la imaginación de Carlos I y de Isabel de Inglaterra o, por lo menos, de sus consejeros, teóricos de una soberanía universal. ¿Qué había pues de tan innovador en la obra de Dante? La afirmación de que, bajo los rasgos de Adán, la humanidad había sido creada por Dios a su imagen o a su semejanza; aquella de que su historia le había mostrado en busca de la reconstitución de su cuerpo; aquella de que fue a través de las guerras o, según los términos de Dante, de los duelos entre pretendientes sucesivos al poder supremo como finalmente 16
Dante, La Monarchie, edición bilingüe, precedida de “La modernité de Dante”, por Claude Lefort, París, Belin, 1993. [Hay versión en castellano: De la monarquía, trad. de Ernesto Palacio, Buenos Aires, Losada, 2005.] 17 F. Yates, Astraea, The Imperial Theme in the Sixteenth Century, Londres, Kegan Paul, 1975 (trad. francesa, Astrée. Le symbolisme impérial au XVIe siècle, París, Belin, 1989).
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había conquistado la certidumbre de su unidad bajo el reinado de César Augusto; aquella, pues, de que el éxito de las armas se confundía con el triunfo del derecho; por último, aquella de que el género humano no podía descubrir que era uno sino ordenándose bajo la autoridad de un solo hombre. En De la monarquía se deslindaban las dos figuras de un pueblo elegido, Israel, a quien Dios se había revelado por primera vez por intermedio de Moisés, y Roma, cuyos ciudadanos, por su disciplina, su devoción a su patria y su capacidad milagrosa de superar las peores pruebas, daban fe de un destino único. Dante aprovechaba a la vez la enseñanza de la Biblia, la de Aristóteles y aquella que sacaba del relato de los acontecimientos que habían hecho la grandeza de Roma. En suma, anunciaba el fin de la historia, cuyo signo veía en el hecho de que Cristo había elegido nacer bajo el gobierno de César Augusto en el tiempo de un edicto que llamaba al censo de todos los hombres. No vale la pena detenerse en las distorsiones que padece el pensamiento de Dante en la época de Carlos I, de Isabel o de Enrique IV. Dante consideraba que había llegado la era de la paz universal; había sido marcada por el retorno de Astrea, símbolo de la justicia, junto al emperador. Ahora bien, en el siglo XVI, los grandes soberanos vuelven a hacer descansar en el éxito de las armas la legitimidad de sus pretensiones. Poco importa, no trato de hacer de Dante el inspirador, mucho menos el guía, de los nuevos monarcas. Sería caer en la trampa de la historia de las ideas. Convengamos, solamente, que había sabido captar los signos de una nueva legitimidad, a la vez histórica y espiritual, del poder político, que nada debía a la Iglesia y que se confundía con el destino de un pueblo. ¿Cómo se justificaban las aspiraciones de Carlos I? Acababa de heredar una España por primera vez unida, gracias a la fusión de Castilla y Aragón; poseía –fuera del reino de Sicilia– un inmenso territorio constituido por el ducado de Borgoña, los Países Bajos y Austria. Pretendiéndose guiado por Dios, emprendía la reforma de la Iglesia. Por último, encontraba el signo de su elección en el acontecimiento que constituía el descubrimiento de América. Su nuevo imperio debía extenderse más allá de los límites de aquel de la antigua Roma. La celebración de este 191
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acontecimiento, según Frances Yates, da el sentido del emblema sobre el cual figuran las dos columnas de Hércules y la divisa plus oultre. Este emblema fascinó a sus rivales y fue recibido como un desafío. Por su parte, ¿cómo se convirtió Isabel en el objeto de un culto que movilizó en Inglaterra a todos los paladines de una nueva monarquía universal? Como el de Carlos I, su reinado se inauguraba bajo el signo de la unidad nacional, por consiguiente de la fusión de los dos dominios, de Lancaster y de York. Un acontecimiento extraordinario era también interpretado como signo de su elección: la victoria de la marina inglesa lograda sobre la Armada Invencible anunciaba el dominio de los mares y el fin de las divisiones de la tierra. Simultáneamente, se veía encargada de una misión sagrada: la de sacar partido de la ruptura de Inglaterra con el catolicismo para encarnar la reforma y abrir “la edad de oro de la pura religión imperial”. Por último, nos dice F. Yates, se conjugaban en la persona de Isabel la figura del emperador y la de Astrea. ¿Cómo los reyes de Francia, sobre todo, Francisco I y Enrique IV, lograron hacer valer su pretensión al imperio? Tenían la ventaja de presentarse como los herederos de Carlomagno y de Clovis, ese monarca convertido milagrosamente al catolicismo. Gozaban del título muy antiguo de “rey muy cristiano”. Toda una mitología mantenida por los poetas –demasiado bien conocida para que dé constancia de ella– estaba hecha para acreditar su imagen de soberanos del mundo. A Enrique IV, en particular, se unía la gloria de haber puesto fin a la división del mundo cristiano al reconciliar a católicos y protestantes. La creencia en una nación elegida y en la vocación imperial ¿se circunscribe a los límites de una época en que circunstancias particulares favorecen los designios de soberanos que disponen de nuevos medios de poder? No: esa creencia es tenaz, resurge, muy tarde, bajo nuevos rasgos. El tema de la elección persiste sobre todo en Inglaterra. Así, cuando los puritanos radicales huyen de su país, bajo el reinado de María, que se acerca al catolicismo, parecen poner su fe religiosa por encima de su fe en la patria; pero en exilio no dejan de denunciar la traición de los principios que gobernaban la nación. Se nombran santos, agentes de Dios, pero no dejan de concebirse como ingleses, de asociar su propia elección a su devoción al pueblo que Dios ha escogido. Ahora bien, 192
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a su regreso a Inglaterra, serán acusados por sus adversarios de querer confiscar la elección de la nación de la que solo la Commonwealth debía beneficiarse. En el tiempo de la Revolución inglesa se afirma la idea de que ninguna Iglesia, ni la anglicana ni la de Roma, ninguna supuesta “milicia de Dios” tiene el derecho de dirigir la vida pública y de avanzar sobre el campo que depende de la soberanía de la nación. Recordemos que el mismo Milton afirma que Dios se reveló por primera vez a los ingleses. Recordemos también que Harrington, que describe en Océana,18 bajo la apariencia de la ficción, los episodios de la monarquía inglesa y vuelve a atar lazos con el ideal de una comunidad de ciudadanos, describe su Commonwealth como una nación elegida por Dios, una nueva Israel, al mismo tiempo que la hace heredera de la ciudad antigua. Lejos de rechazar el mito de una dominación universal, Harrington promete a esa commonwealth una expansión ilimitada y la conquista de la inmortalidad terrenal. Así, el mito sobrevive todavía bajo la forma de una república imperial. No se lo encuentra en el origen de la revolución norteamericana, es cierto, pero la constelación de las representaciones que mencionaba reluce con un nuevo brillo. Adheridos al republicanismo, los norteamericanos, en efecto, movilizaron los temas del pueblo elegido, poseedor de una misión universal, de la herencia de Israel y de la ciudad antigua y de una historia de la humanidad que, finalmente, encontró su agente.19 En cuanto al sueño del imperio (no hablo ni del Imperio Romano ni del Imperio Austro-húngaro, cuyo tipo se opone al del Estado-nación, sino del imperio que viene a apuntalar una dominación universal sobre un Estado-nación), podrían localizarse sus signos, en Europa, en el curso del siglo XIX, en la aventura napoleónica, hasta en la formación de los imperios coloniales e, incluso en el siglo XX, en el monstruoso y grandioso proyecto del Reich hitleriano. Ciertamente, por lo que respecta al nazismo, sería erróneo reducirlo a una versión del nacionalismo. No 18
James Harrington, Oceana, precedido de “L’œuvre politique de Harrington” por J. G. A. Pocock, traducción francesa, París, Belin, 1995. 19 B. Baylin, The Ideological Origins of American Revolution, Harvard University Press, 1967. Traducción francesa de próxima aparición, París, Belin, 2007.
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es menos cierto que el movimiento se desarrolló en el terreno del hípernacionalismo y que encontró en una fracción de la elite intelectual, entre aquellos mismos que no se dejaron subyugar por el Führer, un poderoso apoyo. Tal vez insistí demasiado en la eficacia de la mitología que acompaña la formación de la nación y descuidé la fuerza que esta saca del sentimiento de los individuos de pertenecer a una misma comunidad de cultura, de compartir un mismo estilo de existencia y la memoria de un pasado común. No lo olvido pero, cuando se privilegia el sentimiento de pertenencia, se corre el riesgo de perder de vista la especificidad del fenómeno de la nación y de convertirlo, así como la familia, la tribu o la ciudad, en una variante de la especie “comunidad humana”, la que siempre implica, en efecto, una escisión entre aquellos que se perciben como sus miembros y los extranjeros. Ahora bien, es importante preguntarse cómo la experiencia vivida de la nación se encuentra modelada bajo el efecto de una elaboración de la historia de un pueblo, de su arraigo en un suelo, de su origen y de sus fines, no reduciéndose esta elaboración al trabajo de la propaganda de los agentes del poder. Por lo tanto, espero que no confundan ustedes mi argumento con el de historiadores de la Edad Media, cuya preocupación es encontrar los indicios del nacimiento y del progreso de una conciencia nacional. Mi intención es poner de manifiesto el hecho de que la nación se formó y desarrolló en el marco de una matriz teológico-política. No estoy tratando de minimizar el alcance del acontecimiento que, a fines del siglo XVIII, constituyó la afirmación de la soberanía de la nación. En este acontecimiento pensaba Raymond Aron cuando se preocupaba por el proceso que se entabla a las naciones o por la distinción tajante que se quiere operar entre la idea de nación y el nacionalismo. Él recordaba que el principio y la finalidad de la nación consistían en la participación de todos los gobernados en el Estado. Convengamos, primero, que Inglaterra no tuvo necesidad de una revolución que perturbe de punta a punta el orden social para desembocar en una forma de sociedad en la cual los gobernados son reconocidos como ciudadanos. A decir verdad, Inglaterra conoció antes que Francia formas de representación que posibilitaban la participación de una fracción importante 194
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de la aristocracia terrateniente en los asuntos del Estado. Fue gracias a una ampliación de la representación, sobre todo como consecuencia del conflicto que opuso en 1642 el parlamento al monarca, luego, paso a paso, con la ayuda de reformas, como Inglaterra realizó lo que a Aron le parece la vocación de la nación. No obstante, lo que aparece con la Revolución Francesa es al mismo tiempo una nueva definición de la ciudadanía y una transferencia de la soberanía del monarca a la nación. En Inglaterra, el estatuto de ciudadano se había confundido con el del propietario, como lo subraya Pierre Rosanvallon.20 Así, la ciudadanía se extiende en relación con el cambio de las relaciones de propiedad, con la extensión de los derechos de la gentry. En Francia, en cambio, la ciudadanía no se apuntaló en la condición del propietario. Se afirmó de pronto, y fue a la par con la abolición de los privilegios, de los particularismos, de los múltiples cuerpos en los cuales cada uno se encontraba insertado y coincidió con el rechazo de la monarquía. Este extraordinario cambio, pues, señala a la vez la dislocación de la sociedad aristocrática y el fin de la realeza. Tocqueville observa que su significación escapó a la mayoría de los observadores extranjeros y, sobre todo, a Burke, que no comprende que lo que se había producido en Francia anunciaba el derrumbe de los principios que regían el orden europeo. Burke, en su panfleto contra la Revolución Francesa, se indignaba, en efecto, de los ultrajes que los revolucionarios hacían padecer a su propia nación. La Revolución encuentra su justa formulación en la Declaración de 1789. Por un lado, proclama la soberanía de la nación y estipula que la ley es la expresión de la voluntad general, que todos los ciudadanos tienen el derecho de concurrir a su formación. Por el otro, los ciudadanos son extraídos de toda red de dependencia, son definidos como iguales por naturaleza, vale decir, haciendo abstracción de su estatuto social. En otros términos, digamos que por un lado surge la imagen de un ser colectivo en el seno del cual cada uno se encuentra englobado, mientras que, por el otro, aparecen individuos independientes, libres 20 P. Rosanvallon, Le Sacre du citoyen, París, Gallimard, 1992. [Hay versión en castellano: La consagración del ciudadano, sin indicación de traductor, México, Instituto Mora, 1999].
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de moverse como lo entienden, de acceder a los empleos a los cuales están en condiciones de pretender y libres de expresar su opinión y de practicar su creencia. Para medir la amplitud de la ruptura, no basta con detenerse en el texto de la Declaración. En los hechos, la idea de la soberanía nacional se concretó con la operación del sufragio. Se organizaron elecciones en las que participaron cuatro millones y medio de ciudadanos, cifra considerable –como lo observa P. Rosanvallon– si se observa que la población total, evaluada en veintiséis millones de almas, no comprendía más que seis millones de hombres adultos en edad de votar (habida cuenta de que el derecho de sufragio se vio negado a los domésticos). La institución clave de la democracia encuentra entonces su anticipación. Momento breve, puesto que habrá que esperar a 1848 para que renazca el sufragio universal, luego a 1875 para que sea definitivamente reconocido como consustancial a la República. La idea de que la soberanía reside en la nación –una idea que Sieyès defendió con rigor, precisamente antes de que se imprimiera en la Declaración– encubre una ambigüedad. En efecto, cuando hay transferencia explícita de la soberanía de un depositario antiguo a uno nuevo, la representación del Uno corre el riesgo de mantenerse. Otro punto notable, la monarquía siempre había estado obsesionada por el absolutismo, sin poder darle plenamente una figura, ni siquiera bajo Luis XIV. El rey, desde que pudo afirmar que no había nadie por encima de él en el orden de lo temporal, se presentaba de buen grado sometido a la ley divina, pero desligado de las leyes positivas que rigen las relaciones entre sus súbditos. Ahora bien, una vez afirmado que el pueblo no tiene a nadie por encima de él, ni tampoco alguno o algunos que estén en derecho de mandarlo, ¿no puede entenderse que está por encima de las leyes, de esas leyes que sus representantes, debidamente comisionados por él, elaboraron o elaborarán? ¿Qué representación hacerse del pueblo, una vez que se le concedió una autoridad que excede toda institución? Reformulemos la pregunta de otro modo. El rey soberano disponía efectivamente de los medios de ejercicio del poder; en cambio, la calificación del pueblo como soberano no deja conocer las condiciones de ejercicio de su poder. De hecho, durante el período revolucionario, la Asamblea pretende encarnar al pueblo, pero no menos lo pretenden los hombres 196
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de los clubs o de las secciones o incluso las masas que participan en las Jornadas. Sobre las oposiciones violentas que suscita la identidad del pueblo, me basta con remitir a los bellos análisis de François Furet en Pensar la Revolución Francesa.21 No obstante, es la distinción que vemos manifestarse entre soberanía de la nación y soberanía del pueblo la que retiene mi atención. Por otra parte, pudieron observar ustedes que acabo de reemplazar el concepto de nación por el de pueblo. La distinción no es objeto de una reflexión explícita; pueblo y nación parecen incluso confundirse. Sin embargo, el concepto de pueblo, como el de voluntad general, se presta a la duda y a la disputa. Y no es la teoría rousseauísta del contrato social la que permite resolver el problema del gobierno del pueblo y ante todo volver sensible la delimitación de una población susceptible de convertirse en un pueblo. Por contraste, la nación se da como evidente. ¿En qué criterios se reconoce un pueblo? Eso está en discusión. Pero no se duda de la existencia de la nación: en este caso, Francia. En consecuencia, correré el riesgo de decir que “pueblo” –quiero decir: a partir de la Revolución– es un concepto político, mientras que nación es un concepto pre-político o meta-político. Pre-político en el sentido de que la definición de pueblo supone el hecho de la nación. Meta-político, en el sentido de que la comunidad política (el conjunto de los hombres adultos en edad de votar, los denominados ciudadanos) se instituye bajo un nombre propio que confiere identidad común a individuos, independientemente de su sexo, de su edad o de su condición. Si nos referimos a la Declaración, observamos que el artículo 3 estipula que el principio de la soberanía reside esencialmente en la nación, pero que es precedido de un artículo que fija como “objetivo de toda asociación política”, a saber, la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Nación y asociación política no se enciman. Esta distinción es tan poco formal que resultará decisiva en los tres cuartos de siglo que seguirán a la Revolución. En efecto, 21 F. Furet, Penser la Révolution française, París, Gallimard, 1978. [Hay versión en castellano: Pensar la Revolución Francesa, trad. de Arturo Firpo, Barcelona, Editorial Petrel, 1980].
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durante un breve período el principio de la soberanía nacional y el de la democracia parecen coincidir. Como lo he mencionado, el ejercicio de los derechos políticos a escala de la nación (no olvidemos que siempre excluye el voto de las mujeres) no se vuelve consustancial al régimen republicano sino en 1875. Antes, la soberanía nacional se ve en dos oportunidades confiscada (la primera vez por Napoleón, la segunda por Luis Napoleón Bonaparte) y el sistema político se dispone, entre esas dos aventuras, de manera de separar al pequeño número de los poseedores de los derechos políticos de la masa de los otros. Agrego que una vez establecida la República subsistirá una derecha nacionalista, que hará pesar graves amenazas sobre las instituciones republicanas y que, a través de la voz de Maurras, llamará un momento al país real contra la República. Precisamente, de esta derecha saldrá el régimen de Pétain gracias a la derrota de Francia y a su ocupación por tropas alemanas a partir de 1940. Además, erróneamente se creería que no queda nada en Francia, en nuestra época, de la representación de la nación como persona mística. Así, de Gaulle y numerosos dirigentes políticos se obstinaron en negar toda responsabilidad de Francia y el Estado francés en los crímenes cometidos bajo el régimen de Vichy, en particular, la entrega de los judíos a las autoridades alemanas. Sólo recientemente el Presidente de la República pudo declarar que Francia le pedía perdón a la comunidad judía: una iniciativa que, por otra parte, ofendió la sensibilidad de una parte de la opinión. La distancia, cuando no la escisión, entre nación y régimen político resulta mucho más sensible si uno se interroga sobre la legitimidad y la validez del principio de las nacionalidades en Europa Central y Oriental, como lo hace Raymond Aron en el texto que mencionaba, o más aún si uno se interroga sobre lo que ocurre con la noción de Estado-nación desde la creación de la Organización llamada de las Naciones Unidas. A una teoría organicista de la nación, propia de Alemania, Ernest Renan oponía una teoría electiva, propia de Francia. Él no tenía en cuenta la naturaleza del Estado alemán: un Estado en el cual la fuente de la legitimidad residía en el Kaiser y en el cual los medios de ejercicio del poder estaban en posesión de una burocracia que le era incondicional, 198
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de tal modo que las asambleas elegidas, en los länder y el Reichstag, que supuestamente garantizaban la participación de los gobernados en la vida pública, disponían de hecho de un poder estrechamente limitado. Antes de 1870, Renan había admirado tanto la disciplina prusiana, tal y como se ejercía, hasta en las universidades y las escuelas, que se limitaba a hablar de la nación alemana y de la nación francesa como si su oposición no dependiera sino de un diferendo filosófico. Así quedaban en la sombra los movimientos que se habían desarrollado, en Alemania, en la primera mitad del siglo XIX bajo los signos conjugados del liberalismo y el nacionalismo. Tal es en verdad la cuestión con la que uno no deja de tropezar: ¿qué relación concebir entre la aspiración a la independencia nacional y la aspiración a las libertades políticas? Estas aspiraciones a la independencia nacional y ese deseo de libertad se conjugaron en Europa Central y Oriental en varias ocasiones. Por otra parte, ellas recibieron su impulso de acontecimientos revolucionarios que se desarrollaban en Francia, ya sea en 1830, ya en 1848. La voluntad de liberarse de la dominación de una potencia extranjera parecía entonces concordar con la de un pueblo en decidir acerca del carácter de su gobierno. No es menos seguro que el primer objetivo supone la capacidad de recurrir a las armas y la posibilidad de aprovechar un estado de las relaciones de fuerza desfavorable a la dominación establecida, mientras que el segundo objetivo supone una sociedad en la cual el progreso de la igualdad de las condiciones ya hizo tambalear los fundamentos de la jerarquía tradicional. Ninguna de estas dos condiciones fue plenamente realizada en la Europa Central y Oriental en el curso de siglo XIX. El éxito de la unidad alemana fue excepcional y dependió, por un lado, del hecho de que la creación de una Alemania fuerte servía los intereses de los países que deseaban debilitar el Imperio Austro-húngaro. Francia, a despecho de los esfuerzos de una elite intelectual liberal, no hizo nada, ante la desesperación de Marx, para sostener las reivindicaciones de los dos pueblos que este llamaba “históricos”, al igual que el pueblo alemán, vale decir, los húngaros y los polacos. En cuanto a los movimientos democráticos, tropezaron con la resistencia de las capas tradicionalmente dominantes en cada país. El caso de Hungría, a este respecto, parece ejemplar. Este país, 199
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teatro de una efervescencia intelectual, artística y liberal incomparable, desde comienzos de los años 1840, a la que queda asociada la figura de Petöfi (cuyo recuerdo volverá a surgir en 1956) logró llevar a cabo una verdadera guerra de independencia, bajo el impulso de un jefe moderado, verdadero genio militar, Kossuth (del que Marx decía que era, a la vez, un Danton y un Carnot). Tal fue el éxito de los húngaros que se habrían apoderado de Viena si el zar no la hubiese salvado en el último momento. No obstante, se observa que la unión temporaria de los húngaros traía aparejada la idea de un Estado que no daría ningún derecho a los croatas, a los serbios y a los rumanos y, por otra parte, que la voluntad de independencia nacional se deterioró debido a que los señores magiares tenían como primer objetivo la conservación de sus privilegios con el apoyo de la nueva oligarquía burguesa. De hecho, el principio de las nacionalidades, aunque haya encendido pasiones revolucionarias en el siglo XIX, solo prevaleció luego de la Primera Guerra Mundial. Es entonces cuando nuevos Estados-nación, gracias al Tratado de Versalles, se beneficiaron con una legitimación internacional. Subrayemos este hecho, porque es tiempo de decirlo: un Estado no se afirma sino a otros Estados que lo reconocen como tal. Pero, añadamos de inmediato que no cae por su propio peso que el beneficiario del reconocimiento se considere satisfecho si su independencia requiere una asociación con algún vecino, antes sometido a la misma dominación que él. Además, tampoco cae por su propio peso que las potencias que poseen la capacidad de conferir la existencia a un Estado estén inspirados por el solo respeto del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos, y esto tanto menos cuando una población es heterogénea, y cuando esos pueblos no están concentrados en un territorio delimitado. La primera preocupación de las grandes potencias después de la Primera guerra fue, como se sabe, definir Estados cuyas dimensiones garantizaran su auto-subsistencia o su autodesarrollo y sobre todo la estabilidad en Europa. Raymond Aron observa así que Checoslovaquia o Yugoslavia no eran menos multinacionales que Austria-Hungría. Solamente olvida que los dos nuevos Estados, si bien cada uno de ellos debía enfrentar las reivindicaciones de una o varias minorías, disponían de una constitución que supuestamente 200
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garantizaba la igualdad de los derechos. Por lo tanto, esta pregunta sigue vigente: ¿por qué no han logrado constituirse plenamente una ética de la ciudadanía, un régimen democrático? La coyuntura que se abrió tras la Segunda Guerra Mundial esclarece con otra luz la noción del Estado-nación y muestra hasta qué punto puede ser equívoca, hasta arbitrariamente definida. Ahora uno se interroga sobre “el debilitamiento de la nación”, pero se descuida el formidable acontecimiento que constituyó la multiplicación de los Estados-nación en los decenios que siguieron a la creación de la ONU. Su número no superaba la cincuentena al comienzo; y más que se triplicó. Por cierto, el cambio fue, por un lado, el efecto de la descolonización, y esta misma fue en parte el resultado de la revuelta de los pueblos colonizados. Pero el hecho es que son Estados ya establecidos (por lo demás divididos) los que decidieron reconocer la legitimidad de tal o cual pretendiente a la soberanía nacional. A despecho de su nombre, la ONU nunca fue más que una institución interestatal. Su carta, en su preámbulo, expresa la fe de los contratantes “en los derechos fundamentales del hombre, de la dignidad y del valor de la persona humana, de la igualdad de los hombres y de las mujeres, así como de las naciones pequeñas y grandes” (el subrayado es mío). Deja creer así que se impone universalmente un modelo de Estado-nación que coincidiría con una comunidad de ciudadanos. Pero, como el texto fundador, por otra parte (artículo II), estipula que “ninguna disposición de la presente carta autoriza a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que dependen esencialmente de la competencia nacional de un Estado”, no es dudoso que los Estados miembros, pequeñas o grandes potencias, puedan ser, a su conveniencia, totalitarias, dictatoriales, despóticas o sometidas a fundamentalistas religiosos, aunque estén todos invitados a respetar los derechos del hombre. De hecho, es inútil nombrarlos, ¿cuántos Estados reconocidos como soberanos, en el sentido de que toda injerencia en su ámbito es condenable, pueden jactarse de garantizar el ejercicio de las libertades políticas? Heme aquí, una vez más, enfrentado con el problema de la soberanía, pero desde otra perspectiva. Una cosa es examinar la soberanía del Estado considerando a este bajo su cara externa, si me atrevo a decir, 201
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en la escena internacional, y otra considerarlo bajo su cara interna, reubicándolo en el marco de una sociedad política. Desde este último punto de vista es conveniente preguntarse cuáles son sus características, vale decir, cuál es la fuente de la autoridad política, si es o no limitada, cuál es la extensión de sus prerrogativas y de sus competencias. Los teóricos neoliberales de la globalización no se preocupan por esta distinción, a tal punto se sienten seguros de la supresión progresiva de las fronteras entre los Estados, bajo el efecto de la lógica del mercado. De ello concluyen, de buena gana, en la desaparición del Estado-nación bajo el efecto de la lógica del mercado. No obstante, se observa que los Estados siguen siendo actores de primer plano en la competencia internacional. La razón de esto es que es en el marco de la nación donde se formulan el problema de la gestión de los recursos, el del empleo, el del derecho del trabajo, el de la protección social, el de la integración de las diferentes capas de la población. Otros tantos problemas que tienen un alcance político, y esto particularmente en países donde se ejerce una competencia regulada entre partidos y donde la legitimidad de los gobernantes depende del consentimiento de los gobernados. Y siempre es en nombre de la defensa de la nación como la decisión política busca su justificación. Por otra parte, ¿quién no ve que tanto en negociaciones como en conflictos cuya postura es meramente comercial permanece incluida la preocupación, ya sea de honrar, ya de desacreditar una nación? La reina de Inglaterra pasea en su carroza a Jiang Zemin, el primer ministro de un Estado totalitario, mientras que la francofobia se desencadena en la prensa británica como consecuencia del mantenimiento del boicot a los bóvidos del reino. En los países, desde hace tiempo constituidos en Estados-nación y regidos por constituciones de inspiración democrática, la cohesión de la comunidad no se sustenta ya en la mitología de una tierra sagrada, de un pueblo elegido y de un destino imperial. No obstante, persiste en los márgenes de la sociedad un nacionalismo agresivo. Lo que es más importante, la nación no se borra, pero ha llegado a designar algo indefinible, ilocalizable e intemporal que saca su fuerza de hacer sentir que la sociedad no constituye un todo por la sola virtud de su organización funcional, o incluso de su constitución jurídico-política. 202
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En cambio, es impactante que, en países a los que falta la continuidad de una historia común o que durante largo tiempo padecieron una dominación extranjera y que oponen una furiosa resistencia, no a la modernidad, sino a la democracia, nace la tentación de explotar los antiguos eslóganes del nacionalismo combinándolos con los métodos que introdujeron los Estados totalitarios. Entre los múltiples acontecimientos que podría evocar que justifican esta observación, hay uno particularmente perturbador porque se produjo en el corazón de Europa este mismo año. Pienso en la empresa de Milosevic, dirigente de Serbia, jefe de la Liga Comunista, ex apparatchik convertido al ultranacionalismo, que ya había intentado someter a Eslovenia y a Croacia, sin éxito, pero a costa de una guerra que produjo más de doscientas mil víctimas. A partir de 1989 lanzó una campaña de depuración étnica contra los albaneses de Kosovo, una provincia que gozaba de un estatuto de autonomía hasta 1989, y luego, tras haber engañado a los occidentales, en la última primavera decidió la invasión de Kosovo, arrasó pueblos, masacró a miles de habitantes e intentó expulsar del territorio al conjunto de los albaneses, que constituían el 90 % de su población. Ahora bien, precisamente invocando la misión espiritual del pueblo serbio, atestiguada como estaría por su combate contra los turcos en 1389, por la defensa del Occidente, invocando el deber de recuperar una parte de la tierra sagrada donde antaño se construyeron monasterios ortodoxos, por último, en nombre de la causa de la Gran Serbia es como Milosevic conduce una política que lleva la huella del estalinismo y del nazismo. ¿Cómo separar el análisis del Estado-nación del análisis político? No sé responder a esta pregunta. En vez de concluir, solamente dejaré constancia de la repugnancia que siempre me inspiró esa vieja máxima inglesa: right or wrong, my country. ¿Cuál no fue mi sorpresa al encontrarla, un día, bajo la pluma de Trotski? Curiosa y significativamente, se había inspirado en ella, en el momento culminante de su conflicto con Stalin y de su rendición, temporaria, es cierto, para dejar entender que el Partido, equivocadamente o no, estaba por encima de todo. ¿No se ve que el nacionalismo, como el comunismo, corre el riesgo de precipitar al pensamiento en un abismo? 203
2000 Conferencia Hannah Arendt en ocasión de la instalación en Berlín de los Archivos Hannah Arendt
La negativa a pensar el totalitarismo
He titulado esta exposición: la negativa a pensar el totalitarismo. Me parece conveniente aclarar de inmediato mi propósito. La naturaleza y la evolución del comunismo soviético fueron objeto, desde su formación hasta su derrumbe, de un debate incesante. Este debate movilizó las pasiones políticas y los argumentos de orden teórico. Los defensores de un Estado cuyo objetivo parecía la edificación de una sociedad socialista tropezaban con aquellos que veían en este a un nuevo órgano de dominación dotado de todos los medios del poder. En el conjunto, los partidarios del régimen soviético, aquellos que lo consideraban, por lo menos, progresista, se situaban a la izquierda, sus adversarios a la derecha. Observemos, no obstante, que algunos grupos de extrema izquierda y cierta cantidad de socialistas o socialdemócratas muy pronto denunciaron la formación de una dictadura sobre el proletariado bajo la apariencia de una dictadura del proletariado. Algunos alemanes, opositores a Hitler –pienso en particular en Hermann Rauschning, que era un conservador– estuvieron entre los primeros en comparar el sistema nazi con el sistema soviético. Me parece conveniente recordar que Léon Blum, el jefe del Partido Socialista en Francia, calificó a los partidos comunistas de totalitarios a comienzos de los años treinta, antes de adoptar la estrategia del Frente Popular. Por lo tanto, es un error creer
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que el concepto de totalitarismo es un producto de la guerra fría; fue introducido mucho antes por emigrados rusos y alemanes, sobre todo. En cuanto al debate que enfrentó a historiadores, sociólogos y politólogos, también es antiguo, pero se intensificó después de la Segunda Guerra Mundial. Las especulaciones sobre la evolución del régimen soviético adoptaron un nuevo giro a partir de la época de la desestalinización. Por último, hecho notable, el derrumbe del comunismo no puso fin al debate. Si ya no alimenta las pasiones políticas, en cambio, el concepto de totalitarismo es ampliamente discutido, como ustedes saben, o bien cuando se lo utiliza es a menudo con reservas, negándole una pertinencia científica. La obra de Hannah Arendt felizmente se beneficia con un interés creciente, pero no es muy tenida en cuenta en los trabajos de los historiadores. Esto es lo que deseo preguntarme: más allá de las divergencias o las oposiciones que suscitó la interpretación del fenómeno comunista, ¿no hay una negativa persistente a pensar el totalitarismo? Por pensar yo entiendo: enfrentar aquello que, como tan bien lo dijo Hannah Arendt, carece de precedentes y abre una pregunta que, a diferencia de un problema susceptible de una solución, se imprime en adelante en nuestra experiencia del mundo. Hace pronto dos años, después de la publicación de un libro que había titulado La complicación,1 participé en reuniones en cuyo transcurso me interrogaron, varias veces, sobre el sentido de la primera frase de mi Prefacio: “El comunismo pertenece al pasado; en cambio, el problema del comunismo permanece en el corazón de nuestro tiempo”. La resistencia a la idea de que la aventura totalitaria, más precisamente comunista, no nos dejaba indemnes, me pareció decididamente tenaz. Desde hace cierto tiempo se habla mucho del “deber de memoria”. Hay motivos para regocijarse. Cuando se llama a no olvidar los crímenes contra la humanidad se espera que el recuerdo nos preserve de reproducir las abominaciones del pasado. Pero el deber de memoria corre el gran riesgo de ser ineficaz en ausencia del deber de pensar. Ahora 1 Claude Lefort, La Complication. Retour sur le communisme, París, Fayard, 1999. [Hay versión en castellano: La complicación. Retorno sobre el comunismo, trad. de Víctor Goldstein, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2012].
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La negativa a pensar el totalitarismo
bien, lo que es preciso que pensemos es la renuncia a pensar, que fue una de las condiciones del establecimiento del totalitarismo, una de las características mayores, tanto del comunismo como del nazismo y del fascismo. ¿Cómo no interrogarse sobre ese fenómeno prodigioso? ¿Puede hablarse de un nuevo tipo de poder, de un englobamiento de la sociedad por el Estado-partido sin tener en cuenta el hecho de que –perdónenme esta expresión extraña– algo le pasó al pensamiento? Este acontecimiento nos alerta, máxime cuando no estamos acostumbrados a unir política y pensamiento. No tendríamos que sorprendernos si pudiéramos contentarnos con juzgar que los dirigentes totalitarios disponían plenamente de los medios de sofocar la libertad de expresión y de pensamiento. Nos bastaría con observar el progreso de la tiranía en los tiempos modernos. Pero, el poder totalitario no es reductible a un poder tiránico o despótico. Hannah Arendt toca un punto esencial cuando describe una dominación que no se ejerce solamente del exterior, sino también del interior. Para dar cuenta de este tipo de dominación ella invoca la creencia en una ley de la historia o en una ley de la naturaleza, concebida como ley de movimiento, el sometimiento a una ideología concebida como “lógica de una idea” y la inclusión de los ciudadanos en el proceso general de la organización. De cada uno de sus análisis se desprende una conclusión: la inhibición del pensamiento. Arendt descubre el origen de los principios que gobernaron los movimientos totalitarios en las teorías o las representaciones que surgieron en el siglo XIX. No voy a discutir ahora acerca de esta interpretación, cosa que hice en otra parte. Me parece conveniente, en cambio, señalar que en el siglo XIX, justamente, nace la sensibilidad a una dominación vuelta invisible a aquellos que la padecen y que encuentra su motor en una renuncia a pensar, hasta más precisamente en una negativa a pensar. A mi modo de ver, esta sensibilidad se despierta como consecuencia de la experiencia de la Revolución Francesa. A las esperanzas que había hecho surgir la creación de una sociedad en la cual serían reconocidas las libertades políticas, civiles e individuales, en efecto había sucedido la dictadura terrorista de un gobierno que reivindicaba la doctrina de la salvación pública, y luego, tras un intermedio donde había sido restaurado un Estado de derecho, la dictadura bonapartista. Para escritores 207
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que aportaron una contribución mayor a la cultura política moderna, la gran cuestión es entonces la de la inversión de la libertad en servidumbre. Pienso en particular en Benjamin Constant, en Guizot (en esta perspectiva por lo menos donde fue el jefe de la oposición liberal bajo la Restauración), y pienso también en Tocqueville, en Michelet y en Edgar Quinet. Me bastará con evocar a Tocqueville y a Quinet. Tocqueville se preocupa por los peligros que encubre la democracia, debido a que los hombres ya no pueden reconocer, por encima de ellos, una autoridad política indiscutible, ya sea de derecho divino, ya garantizada por la tradición, que se ven llevados a dejarse dominar por la imagen de su similitud, y a encontrar en la conformidad con la opinión común el criterio de su juicio. En uno de los últimos capítulos de la segunda La democracia en América, Tocqueville observa que “cada individuo sufre que lo aten porque ve que no es un hombre, ni una clase, sino el pueblo mismo el que tiene la otra punta de la cadena”. Él imagina una especie de opresión que no se parecería a nada de lo que la precedió en el mundo. Dice buscar en vano una expresión que traduzca su pensamiento, porque “las antiguas palabras de tiranía y de despotismo no convienen”. En un pasaje a menudo citado describe la formación de un poder inmenso y tutelar que se dedicaría a hacerse cargo del detalle de la vida de los ciudadanos, y culmina ese cuadro con estas palabras: “ojalá no pueda eliminar por completo el trastorno de pensar y la pena de vivir”. El trastorno de pensar: realmente es ése, a la manera de ver de Tocqueville, el último blanco de la nueva dominación, que todavía no fue alcanzada, claro está. La expresión es notable porque deja entender que el pensamiento solo está alerta mientras el Sujeto puede dejarse estremecer por la duda. En la primera La democracia en América, Tocqueville ya se había asustado de los nuevos medios de opresión del pensamiento, mucho más temibles que aquellos que la censura había utilizado bajo la monarquía: “en Norteamérica –escribía–, la mayoría traza un formidable círculo alrededor del pensamiento”. Así, un escritor que cree poder expresar libremente sus pensamientos se ve víctima de una exclusión tal que llega a “perder hasta el deseo de pensar por sí mismo”. Apenas es necesario aclararlo, Tocqueville no tiene idea de lo que sería un Estado totalitario. 208
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Ese Estado, en efecto, no está totalmente ocupado en adormecer a los ciudadanos garantizándoles goces apacibles que los alejan de los asuntos públicos; muy por el contrario, quiere movilizarlos y disciplinarlos al servicio de la construcción de un nuevo orden social. En cuanto a Edgar Quinet, él se muestra, no menos que Tocqueville, obsesionado por la amenaza que pesa sobre el pensamiento en su época. Pero, da muestras de una singular audacia al preguntarse lo que significa “no pensar”. Tal es el objeto de varios pequeños capítulos en la última parte de su gran libro La Revolución, un poco olvidado en nuestros días.2 Señalo de paso que escribía en la época del Segundo Imperio. En un momento sostiene que no es tan difícil llevar, durante un tiempo, a un pueblo a abstenerse de pensar. Tal es, al parecer, la enseñanza que saca de la época en que los franceses, fascinados por Napoleón, le adjudicaron un saber infalible que los dejó estúpidos. Pero, en otra parte, impugna la hipótesis de una suerte de parálisis del espíritu. La necedad moderna, lo que él llama la tontería, no le parece propiedad únicamente de las masas, sino igualmente de los intelectuales. En su primer grado, esta tontería, a su juicio, se manifiesta en el nuevo reinado del sofisma. Ya no habla entonces de un abandono del pensamiento, de un estado de cosas en el cual ya no se quiere pensar, sino de una voluntad de no pensar que trae aparejada una movilización de la inteligencia: lo que se ve en la creación de teorías diversas guiadas por el desprecio del individuo. Una vez, Quinet pregunta: “la servidumbre ¿es menor por ser voluntaria?”. Ciertamente, él tiene en cuenta el miedo que suscita la dictadura, pero aclara que ella crea “una ceguera voluntaria”. La noción de servidumbre voluntaria fue sin duda tomada de Étienne de La Boétie. Éste había escrito una obra extremadamente subversiva, El discurso de la servidumbre voluntaria,3 alrededor de 1550. Montaigne concibió después de la muerte de su amigo el proyecto de insertar ese Discurso en el corazón de sus Ensayos; tuvo que renunciar a hacerlo, 2
Republicado en 1987 (Belin), con un prefacio de Claude Lefort. [Hay versión en castellano: La Revolución. Precedida de la crítica de la misma, trad. de Mariano Blanch, Barcelona, Libr. “La Anticuaria”, 1877]. 3 Hay versión en castellano: El discurso de la servidumbre voluntaria, trad. de Víctor Goldstein, Editorial Superabundans Haut, 2005.
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por temor a servir los intereses de los protestantes, que utilizaban la obra como un panfleto, y por temor a contribuir a la crisis del reino. En pocas palabras, La Boétie se interrogaba sobre los fundamentos de la dominación cuando esta no era el producto de una conquista, no estaba solamente mantenida por la fuerza de las armas. No daba respuesta a sus preguntas y se cuidaba así de ocupar, frente a sus lectores, la posición de autoridad que confiere la posesión de la verdad. La Boétie se sorprendía e incitaba a sorprenderse de que los hombres se muestren dispuestos a darlo todo al príncipe: todo, sus bienes, sus parientes o sus allegados, su vida misma. ¿Será –preguntaba– que los hombres sucumben al encanto del Uno y ven en el cuerpo del príncipe la imagen de un gran ser colectivo cuyos miembros serían ellos? Permítanme citar estas pocas líneas, tan perturbadoras todavía, para un lector de nuestro tiempo: “Aquel que tanto os domina no tiene más que dos ojos, no tiene más que dos manos, que un cuerpo, ni otra cosa que lo que posee el hombre más miserable del grande e infinito número de vuestras ciudades, de no ser los medios que vosotros le dais para destruiros. ¿De dónde sacó tantos ojos con que os espía, si no sois vosotros quienes se los habéis dado? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearos, si no las toma de vosotros; de quiénes son los pies con que huella vuestras ciudades si no vuestros? ¿Cómo tiene poder alguno sobre vosotros sino por vosotros? ¿Cómo se atrevería a echaros encima si no estuviera en alianza con vosotros?”. La Boétie, al forjar el concepto de servidumbre, nos enfrenta a un enigma, nos incita a reconsiderar el fenómeno totalitario. Ni la aceleración del cambio que hace aparecer una historia por encima de los hombres, una historia cuyo movimiento tiene fuerza de ley, ni la formación de ideologías, tales como el marxismo o el darwinismo, ni el éxito del modelo de la organización social, derivado de la ciencia y de la técnica, bastan para dar razón de las características del nuevo sistema de dominación. Durante un tiempo, este tiende a y logra obtener, a la vez, la sumisión a la omnipotencia de un dirigente supremo y la participación activa de una gran parte de la población en la realización de objetivos mortíferos. Convengamos en este punto: no caben dudas de que nunca se conoció una formación política, como el nazismo o el comunismo, que se haya beneficiado con semejante devoción, con 210
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semejante resolución, en cantidad de aquellos que le estaban sometidos, de dar todo, inclusive su vida, al poder. El régimen comunista requiere una atención particular, no solo en virtud de la amplitud de los crímenes cometidos en la época del estalinismo (no olvido que el genocidio de los judíos marca un grado extremo en la escala de la criminalidad) sino, me parece, por otras dos razones. La primera es que el terror, en gran parte, se ejerció sobre una masa de gente ordinaria, al obedecer las órdenes recibidas, y que las víctimas se sometieron a la regla de la confesión, que llegaron hasta la idea de renunciar a su inocencia: ejemplo extremo de la servidumbre voluntaria. La segunda razón es que –adhiero aquí a la fina observación de Quinet– esa servidumbre trajo aparejada, entre los militantes comunistas, una movilización de la inteligencia, una extraordinaria proliferación de argumentos sofísticos. Harold Rosenberg, un escritor que formaba parte de la izquierda liberal norteamericana, observaba (en uno de los ensayos de The Tradition of the New, publicado en los años cincuenta), con un humor sombrío, que el militante era un intelectual que no tenía necesidad de pensar. Intelectual en el sentido que se mostraba capaz de razonamientos artificiosos para explicar o justificar, en cualquier circunstancia, la línea del partido. Ahora bien, observémoslo también en esta ocasión: cualquiera que fuese la seguridad que la ideología procura al militante, no le da más que un saber muy general. Todavía le falta, al contacto de los acontecimientos y frente a la arbitrariedad de las decisiones de los dirigentes, dar muestras de una suerte de inventiva para explicar lo que parece inexplicable. Solzhenitsyn dio ejemplos convincentes de ese arte de desbaratar las objeciones del sentido común. No crean que al evocar a La Boétie o bien a escritores del siglo XIX yo quiera subestimar la novedad del fenómeno totalitario. Éste, no puede aparecer sino en el mundo moderno, un mundo transformado no solamente por la revolución industrial, de donde surgieron técnicas de movilización y de reclutamiento de las masas y técnicas de propaganda inéditas, sino también transformado por la revolución democrática. Ésta arruinó todas las jerarquías tradicionales y destruyó los tabicamientos característicos del antiguo espacio social. La posibilidad de establecer un régimen capaz de obtener la integración de los múltiples sectores 211
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de actividades al Estado, la unificación de las normas que gobiernan las relaciones entre los hombres en toda la extensión de la sociedad; la posibilidad de establecer un régimen capaz de borrar las huellas de la división entre dominantes y dominados, esa posibilidad se dibujó en un tiempo en que estaba afirmada, en las democracias, la soberanía del pueblo, mientras que se encontraba reconocida la pluralidad de los intereses y las creencias. Algunos historiadores tratan de explicar la génesis de los regímenes totalitarios poniendo de manifiesto la coyuntura que estos aprovecharon: la de una crisis social, económica y nacional. Pero, por justificado y fecundo que sea el estudio de los hechos, no nos dispensa de enfrentar el enigma de un poder que logra aparecer como una emanación del pueblo y el agente de su depuración, el creador de un cuerpo social sano, liberado de sus parásitos, ya sea los pequeños burgueses en Rusia, ya los judíos en Alemania. Ésta, se dijo, es la prueba de que la gran arma de los movimientos totalitarios es la ideología, la teoría de la raza superior o del proletariado misionero. No obstante, lo que se llama la ideología no es eficaz sino gracias a la creación de un partido de un nuevo género: un partido que rompe con todas las otras formaciones políticas, que se libera del marco de la legalidad y se fija como objetivo la conquista del Estado. El modelo del partido bolchevique es particularmente instructivo porque se acompaña con una ideología mucho mejor articulada que la del nazismo. Uno se ve tentado de imputar a la doctrina marxista la causa principal de su irradiación. De este modo, uno cierra los ojos a la transformación de la doctrina a partir del momento en que se imprime en una organización que se caracteriza por la estricta disciplina impuesta a sus miembros. Sus principios son bien conocidos: división del trabajo revolucionario, profesionalización del militantismo, exigencia de la devoción incondicional de cada uno a la causa del partido. La organización tiende a encontrar en ella misma su propio fin, en virtud de su identificación con el proletariado. En su seno se opera un proceso de identificación del militante con el dirigente supremo. El Partido no se reduce, como se lo pretendió, a la función de un instrumento al servicio de la aplicación de una doctrina. La doctrina se vuelve modelada como 212
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consecuencia del imperativo de una absoluta unidad del partido. Fuera de sus fronteras no es posible ningún acceso a la verdad, no es posible ninguna participación en la lucha revolucionaria. Para retomar una fórmula de Edgar Quinet: “el pensamiento no está ya autorizado a reproducirse sino a condición de someterse a máximas impuestas”. En consecuencia, el marxismo se encuentra depurado, liberado de todo elemento de incertidumbre. Su enseñanza está circunscrita a los límites de la definición que da Lenin. De la obra de Marx y Engels, en suma, no existe más que un solo lector. Así, vienen a combinarse un cuerpo colectivo, el grupo de los militantes soldados unos a otros, y un cuerpo de ideas, un dogma. Que los militantes sean creyentes, eso es seguro, pero no lo son sino en la medida en que creen juntos; donde en cada uno el Yo queda tapado por el Nosotros. Una vez el partido en el poder, el principio de la organización se difunde en la sociedad entera. Por supuesto, la disciplina característica del partido no puede ser obtenida en el conjunto de la población. Pero en cada campo de actividad los individuos son incitados a ajustarse unos a otros, a considerarse como los agentes de un aparato. Es realmente ese espectáculo de una sociedad totalmente consagrada a la organización lo que inspira a Arendt la idea de una dominación del interior, es decir, de una dominación tal que quienes la padecen se prestan a su integración en un sistema que oculta la violencia del poder. No obstante, si nos atuviéramos a ese fenómeno, ignoraríamos el proceso de incorporación de los individuos en un ser colectivo, cosa que me esforzaba por poner de manifiesto en el marco del partido. Este proceso tiende a reproducirse a gran escala, sin alcanzar jamás, es cierto, su objetivo. En efecto, es en toda la extensión de la sociedad donde se ve nacer una miríada de colectivos que tienen cada uno la propiedad de figurar una especie de cuerpo cuyos miembros son regidos por un mismo fin: sindicatos profesionales, movimientos de jóvenes, agrupamientos culturales o deportivos, uniones de escritores o de artistas, academias de ciencias, asociaciones de todo tipo controladas por el Partido. Si consideramos esa inmensa red de órganos en los cuales son tomados los ciudadanos, se mide la novedad y la amplitud de la empresa totalitaria. También, se mide la atracción que procura el hecho de pertenecer a una 213
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comunidad que forma un solo bloque, que ofrece la imagen del Uno. ¿No puede agregarse que gracias a esas múltiples incorporaciones se impone la creencia en la gran comunidad del pueblo, que se refleja en el cuerpo visible del dirigente supremo? Me siento inclinado a juzgar que, en lo más profundo, es la imagen del cuerpo la que sostiene la fe en el Uno. Mientras que la organización puede ser objeto de discurso, y celebrada su virtud, la imagen del cuerpo se arraiga en el inconsciente, y su eficacia es todavía más fuerte. Ella persiste cuando la organización se ha estropeado. ¿Cómo no admitir que la negativa a pensar está en el corazón del sistema totalitario? Pensar, en ese sistema, consistiría en aceptar el riesgo de sentirse excluido de la comunidad. Con seguridad, el miedo suscita la renuncia a pensar. ¿Quién podría subestimar el efecto del miedo bajo el reinado de un poder terrorista, o bien, cuando se ha moderado, policial? Pero hay otro miedo que se debe tener en cuenta, el de perder la seguridad psíquica que procura la pertenencia a un colectivo. No quisiera dejar creer que la facultad de pensar pueda desaparecer en un régimen totalitario. El comunismo dio nacimiento a una elite compuesta de individuos de todas las condiciones, en su mayoría anónimos, pero un pequeño número de los cuales no temió darse a conocer: fue la elite de la disidencia. No hay mejor ejemplo, en nuestro tiempo, de la resistencia indestructible del pensamiento. Por otra parte, no se terminó de medir el desastre que provoca la larga educación de la mayoría en no pensar. El nacionalismo, en su forma más agresiva, la del odio a un supuesto enemigo, tratado como una especie de sub-humanidad, toma el relevo del comunismo en la Rusia de Putin o bien en la Serbia de Milosevic. En una gran medida, los occidentales cerraron los ojos al sistema totalitario establecido en Rusia. Según una tesis, el proyecto de edificar una sociedad sin clases se realizaba según los principios del marxismo, pero tropezaba con dificultades que la teoría no permitía prever, porque la revolución proletaria se había producido en un país donde el capitalismo no había desarrollado plenamente las fuerzas productivas; la dictadura del partido y el recurso al terror tenían por causas el estado atrasado de Rusia, el fracaso de la revolución en Alemania y la hos214
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tilidad de las potencias capitalistas. Según una segunda tesis –la de los trotskistas–, los fundamentos del socialismo habían sido bien planteados con la estatización de los medios de producción, pero por las razones que acabo de mencionar, una burocracia parasitaria se había injertado provisionalmente sobre el poder de esencia proletaria. Según una tercera tesis, la formación de una clase de managers se desprendía de las transformaciones características de toda sociedad industrial moderna. Otra tesis, más combinaba la idea de una sociedad burocrática con la de un capitalismo de Estado: este fenómeno, aunque no fue previsto por Marx, era entonces inteligible en el marco de su análisis. En ciertos aspectos, por diferentes y hasta opuestas que fuesen estas interpretaciones, tenían en común el hecho de descartar la cuestión que planteaba el advenimiento de un régimen de una naturaleza desconocida, vale decir, de descartar la cuestión de lo político y de poner el acento, ya sea en un encadenamiento de acontecimientos, ya en fenómenos meramente sociales y económicos. Para mi propósito, más significativa es la concepción de un tipo de régimen totalitario cuyas características son definidas a partir de criterios empíricos, frente al tipo que constituiría la democracia liberal. Esos criterios fueron introducidos por Friedrich y, grosso modo, adoptados por Raymond Aron en su obra Democracia y totalitarismo. Parecería que esta concepción lleva la marca de un análisis político. No obstante, para percibir la novedad del Partido Comunista, ¿basta con tratarlo como una variante, así fuera muy particular, del partido único? ¿Basta con observar que el Partido dispone del monopolio de la actividad política, que está armado de una ideología cuya autoridad es absoluta, y que el Estado posee el monopolio de los medios de coerción y de propaganda y somete a sí mismo a la mayoría de las actividades económicas y profesionales? Reducirlo a una dominación totalmente exterior no es pensar el totalitarismo, es negarse a pensarlo. El derrumbe del comunismo, decía al comienzo, no puso fin al debate. Hace algunos años, dos obras de historiadores eminentes, El pasado de una ilusión de François Furet, y La Tragédie soviétique de Martin Malia, trazaron un nuevo esquema de interpretación. Estos dos autores utilizan una rica documentación y tienen el mérito de reubicar el fenómeno 215
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comunista en los horizontes del mundo moderno. Ellos se dedican a combinar la primera tesis que mencionaba, la de una edificación del socialismo sometida a obstáculos imprevistos, con la de un Estado omnipotente que merece la calificación de totalitario. No obstante, la primera tesis es fundamentalmente modificada: a diferencia de los defensores de la causa del socialismo, los dos historiadores consideran que la conducta de los dirigentes soviéticos fue constantemente gobernada por una ilusión (F. Furet) o por una utopía (M. Malia). Todos esos dirigentes habrían creído en el socialismo, todos, inclusive Stalin, pero el socialismo no habría sido más que una quimera. Así, su política terrorista se aclararía si se admitiera que, de momento en momento, se vieron enfrentados a las “consecuencias no deseadas” de medidas que no habían tenido en cuenta la realidad y que se vieron obligados a radicalizar sus métodos para no renunciar al objetivo final. En pocas palabras, François Furet y Martin Malia, de la comprobación de la descomposición del régimen, sacan la prueba de su inconsistencia, al tiempo que le reconocen una coherencia, la de su ideología. No me demoraré en criticar esa concepción de la historia del comunismo. Se trata de una historia, al pie de la letra, idealista, vale decir, gobernada por ideas, una historia de arriba que descuida el examen de una nueva estructuración de las relaciones sociales y, en primer lugar, el examen del funcionamiento del partido. La ingenuidad consiste en tomar al pie de la letra el discurso de los dirigentes. La simplificación consiste en tratar el bolchevismo como la expresión directa de la utopía revolucionaria, sin tener en cuenta los múltiples movimientos que compartieron la creencia en una transformación radical de la sociedad. Lo único que me importa subrayar es la voluntad de reducir el totalitarismo a un episodio sin consecuencias, una digresión. Según los términos de F. Furet, el totalitarismo no fue más que un paréntesis en el curso del siglo XX y este, ahora, está cerrado. Según los términos de M. Malia, el hecho de que se derrumbó como un castillo de naipes demuestra que nunca fue más que un castillo de naipes (sic). Según uno y otro, en suma, nuestro tiempo es el de un retorno a la realidad. Pero, no se preguntan por qué una ilusión o una utopía, tan ampliamente compartida, pudo surgir del mundo real del siglo XX con el 216
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cual supuestamente debemos volver a atar lazos; por qué la creación de sistemas totalitarios fue imprevista, y largo tiempo desconocida, tanto por la derecha liberal como por una amplia fracción de la izquierda, mientras que los occidentales tenían “los pies sobre la tierra”; por qué, finalmente, el modelo comunista ejerció tal irradiación en todos los continentes. Circunscribir el comunismo en el espacio y en el tiempo es querer creerse a resguardo de acontecimientos susceptibles de perturbar los fundamentos de nuestras sociedades. El hecho de que tales acontecimientos se hayan producido, sin embargo, debería tornarnos sensibles a lo imprevisible. Debería ponernos en guardia contra la idea de que la democracia ya no tiene enemigos y de que ella misma no es el foco de nuevos modos de servidumbre del pensamiento, de nuevos modos de servidumbre voluntaria, cuyas consecuencias ignoramos.
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2003 Conferencia “Grand Angle”. París [18 de junio]1
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Cuando Olivier Mongin me invitó a participar en estos encuentros, que se ubican bajo el signo de una interrogación sobre los valores que Europa debería defender, se me ocurrió la idea de que, más que atarme a un valor que me parecería primordial, tal vez sería mejor preguntarme cómo se anudaron en este continente las relaciones entre los hombres, cómo se formó una experiencia del vivir juntos, que dieron nacimiento a una ética humanista. La noción de valor corre el riesgo de ser abstracta, en efecto, si la disociamos de los comportamientos, de las prácticas, que ya tenían un sentido antes de ser elevadas a la reflexión y de suscitar la idea de lo que es justo e injusto, racional e irracional, deseable y condenable. Así, pensé que había cierto interés en echar luz sobre esos focos de innovación que fueron las ciudades europeas. Hace ya tiempo había sido alertado por la lectura de la obra de un sinólogo, Étienne Balazs, titulada La burocracia celeste. Se trataba de varios ensayos reunidos, en 1968, tras la desaparición del autor, por un maestro de la sinología francesa, Paul Demiéville. Iniciativa tanto más notable cuanto que Balazs revolucionaba la tradición de los especialistas, al comparar la evolución de China y la de Europa y al unir a un 1
Publicado en Esprit, marzo de 2004.
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análisis socioeconómico una teoría política del Imperio chino. Además, Balazs, nacido en Budapest, que había hecho estudios superiores en Berlín, luego había huido de Alemania en el momento de la llegada de Hitler al poder, y por último, había llevado una vida clandestina en Francia bajo Pétain, no ocultaba lo que debía su interpretación a la experiencia que tenía de los movimientos totalitarios contemporáneos. Balazs ponía de manifiesto la persistencia de un sistema burocrático, a despecho de los cambios de dinastía, de las tensiones entre doctrinas rivales –el confucianismo, la escuela de la Ley, el taoísmo– y a pesar del hecho de que había coexistido durante un tiempo con un régimen feudal. A su manera de ver, el sistema no había dejado de caracterizarse por la dominación de los funcionarios, cuyo reclutamiento se efectuaba en virtud de exámenes literarios. Estos funcionarios constituían una verdadera clase cuyos miembros no eran especialistas, pero no tenían otra función que gobernar a los hombres. Es por la mediación de esta clase, la de los mandarines, que no gozaban de una independencia personal, que se vigilaban mutuamente, no se sentían nunca seguros de su posición, y sacaban su fuerza de estar soldados unos a otros por un interés común, es por esta mediación como el Estado ejercía su omnipotencia. En esta sociedad no había ninguna huella de individualismo: cada uno está englobado en su familia, consagrado al culto de los antepasados; ninguna huella de una mano de obra libre; una cantidad limitada de comerciantes y de artesanos. Sin embargo, allí se encontraban los signos de una tecnología muy avanzada, pero sin que los descubrimientos estén en el origen de una ciencia experimental ni tampoco creen las condiciones de un desarrollo capitalista. No estoy tratando de resumir las tesis de Balazs, que se refiere, en más de un lugar, a Max Weber. Solamente retengo este juicio: el estudio de la sociedad china puede servir de espejo de Occidente. Ahora bien, este juicio él lo apoya en varias oportunidades en la observación de la debilidad de las ciudades chinas. Sobre todo, tras haber mencionado el completo sometimiento de los campesinos, escribe: “Es exactamente lo contrario de lo que ocurre en Europa. El siervo encontraba en la ciudad franca un refugio ante una burguesía autónoma. Y aquí vemos de cerca el
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fondo del problema, las ciudades chinas no eran la muralla de la libertad, sino la sede del mandarinato, el centro de la administración estatal”. Volvamos a la referencia que Étienne Balazs hace a los trabajos de Weber. Una parte de Economía y sociedad, en efecto, está consagrada a la ciudad. Weber elabora allí, a partir de un material impresionante, una tipología de las ciudades. En particular, bosqueja un retrato de la ciudad china y de la ciudad rusa. Me limitaré a mencionar dos pequeños capítulos que titula: uno, “Caracteres asociativos de la comuna”, y el otro, “Calificaciones del burgués en Occidente”. La noción de comuna y la de burgués, afirma, no se las encuentra en Oriente. “Ni las ciudades, en el sentido económico del término, ni las ciudades fortalezas cuyos habitantes estaban subordinados a estructuras político-administrativas excepcionales, constituían comunas (. . . ) La comunidad urbana, en el pleno sentido del término, no apareció como fenómeno masivo sino en Occidente”. Al observar que la comuna se caracteriza por el predominio de la actividad comercial y artesanal, que está generalmente fortificada y comprende un mercado, subraya que se distingue por el hecho de que posee un tribunal, por lo menos parcialmente, un derecho que le es propio, formas de asociaciones correspondientes –vale decir, corporaciones– y que dispone a la vez de una autonomía parcial y de un autogobierno cuya administración implica una participación de los ciudadanos. Este nuevo modo de organización trae aparejada la formación de un “orden” separado, portador de los privilegios de la ciudad o, se diría de otro modo, garante de su derecho frente al mundo circundante: el orden burgués. Al indicar la importancia del desarrollo de la riqueza en la mayoría de las ciudades, Weber aclara que la burguesía se distingue por una política social deliberada de promoción. Aquí, la inmigración se ve alentada, de manera de incrementar la cantidad de los asociados del intercambio, consumidores o productores, y se afirma la voluntad de conservar a los siervos enriquecidos, por tanto, de oponerse a sus antiguos amos cuando tratan de adueñarse de ellos o someterlos a un rescate. Tales son las circunstancias en las cuales, según Weber, la burguesía obtuvo por la violencia el levantamiento del derecho feudal. “Esta usurpación –escribe– constituye la mayor innovación revolucionaria de las ciudades 221
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del Occidente medieval respecto del resto de las ciudades del mundo. Es en las ciudades de Europa Central y Septentrional –señala– donde aparece la máxima “el aire de la ciudad libera”. Weber llama la atención sobre la práctica de la “fraternización comunitaria fundada en el juramento” y en “la competencia militar del ciudadano como fundamento del desarrollo occidental”. Estos son los títulos de otros dos pequeños capítulos. A la fraternización se oponían, en Asia, las múltiples organizaciones religiosas, el culto de los antepasados en China, o bien el sistema de las castas en India, que tabicaba a las comunidades. Pero, más importante le parece el establecimiento en Asia de una burocracia surgida como consecuencia de la reglamentación de la irrigación y cuyas competencias se extendieron a toda la administración del Imperio. En tales condiciones no se dejaba ninguna libertad a las ciudades de disponer de fuerzas militares y de defenderse por sus propios medios. Lo que constituyó la originalidad de la comuna en Occidente, en efecto, fue la aparición del ciudadano-soldado, en otra parte inconcebible. En Oriente no podía ser reconocida ninguna comunidad política de ciudadanos autónomos, y el citadino era por excelencia el no militar. ¿Debo aclarar que encontramos aquí, en Weber, un elemento de la tesis que será desarrollada más tarde por Wittfögel en su obra monumental, Despotismo oriental, despotismo que le parece característico de lo que él llama “la sociedad hidráulica”? Por lo demás, Wittfögel señala la influencia que Weber ejerció sobre él. Por justa que sea la crítica que se hizo de esta obra, cuya teoría es excesivamente reduccionista (ignora a la vez soluciones a los problemas de la irrigación que fueron aportados en otras partes, por comunidades locales, y formas de despotismo que nada deben a la necesidad de grandes trabajos para regular el curso de las aguas), el cuadro de un régimen que torna imposible la formación de ciudades autónomas es plenamente convincente. Weber nos hace reconocer la originalidad de la ciudad europea frente a las civilizaciones orientales, pero esta originalidad puede igualmente percibirse en los horizontes de nuestro continente. Me refiero a una sección de un capítulo del famoso libro de Marc Bloch, La sociedad feudal: las clases y el gobierno de los hombres. El autor observa que “nin222
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guna de las lenguas habladas de la Europa feudal nos permite distinguir claramente, como lugar habitado, la ciudad del pueblo2 . Ville, Town, Stadt se aplica indiferentemente a los dos tipos de agrupamiento. “Desde el siglo XI, en cambio, a las palabras chevalier, clerc, vilain,3 se opone en un contraste sin ambigüedad el nombre de bourgeois,4 de origen francés, pero rápidamente adoptado por el uso internacional”. Según Marc Bloch, pues, no es tanto la imagen de la comuna la que estaría en primer lugar, sino la de un tipo de hombre, el elemento más actuante de la sociedad, comerciante y artesano. Señalo la fórmula: “un instinto muy seguro había percibido que la ciudad, ante todo, se caracterizaba como la escena de una humanidad particular”. Al describir la exasperación que concebía el burgués respecto de todas las reglamentaciones impuestas, y el odio que le inspiraban los señores y sus bandos, que amenazaban la libertad de movimiento esencial al comercio, Bloch escribe: “la ciudad que aspira construir será, en la sociedad feudal, un cuerpo extranjero”. Atento, como todos los historiadores, a la función que ejerció el juramento mutuo de los burgueses, Bloch destaca la subversión que operaba de una institución típicamente feudal. En esta, observa, “el juramento de ayuda y amistad” había figurado desde el origen como una de las piezas maestras del sistema. Pero era un compromiso de abajo arriba que vinculaba un sujeto con un superior. La originalidad del juramento comunal (sin duda antes se había producido entre comerciantes en pequeña escala), esa originalidad “fue unir a iguales”. Humanidad singular, cuerpo extranjero, unión de los iguales: estas expresiones hacen surgir la vocación de la comuna para convertirse en un fermento de disolución del orden jerárquico, que encontrará su fuerza en el Renacimiento, luego al final del Antiguo Régimen. Bloch, hay que aclararlo, no deja lugar a dudas sobre las desigualdades de hecho en la ciudad; sobre la dominación, a veces más cruel que la de los nobles, de los ricos sobre los pobres; sobre el acaparamiento de las 2
En el original la ville du village. [N. del T.] “Caballero”, “clérigo” y “habitante de la campiña” (por oposición al “burgués”), respectivamente. [N. del T.] 4 “Burgués”. [N. del T.] 3
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decisiones públicas, ya sea por los regidores (en el Norte) o los cónsules (en el Sur), ya por Consejos cuyos miembros forman parte de una elite restringida de burgueses, patricios o nuevos ciudadanos enriquecidos; por último, sobre los límites de la participación popular en la vida de la Ciudad. Jacques Le Goff, pero ya Thierry y Guizot, no suscitaban ilusiones sobre la democracia comunal. No obstante, no caben dudas de que, para retomar la máxima citada por Max Weber, el aire de la ciudad libera, donde la libertad significa la disolución de los lazos de dependencia personal, pero también la posibilidad para cada uno de cambiar su condición, en virtud del trabajo, de su capacidad de iniciativa, de la educación, o de la suerte. Jacques Le Goff, en algunas líneas impactantes, hace entrever un rasgo distintivo de la ciudad de la era medieval. Tras haber evocado los cambios que caracterizan la economía urbana y las instituciones políticas, observa: “si hay un hombre medieval, uno de los principales tipos de este hombre medieval es el citadino (. . . ) ¿Qué tienen en común –pregunta–el mendigo, el burgués, el canónigo y la prostituta, todos citadinos? ¿El habitante de Florencia y el de Montbrison? ¿El neo-citadino del crecimiento primero y su descendiente del siglo XV? Si bien sus constituciones son diferentes, como su mentalidad, el canónigo se cruza por fuerza con la prostituta, el mendigo y el burgués. Unos y otros no pueden ignorarse y se integran en un mismo pequeño universo de poblamiento denso que impone formas de sociabilidad desconocidas en el pueblo, una manera de vivir específica, el uso cotidiano del dinero y, para algunos, una obligatoria apertura al mundo”. La ciudad inaugura una experiencia singular en el sentido que suscita una puesta en relación de todos con todos, la confrontación de cada uno con el primero que se presente. ¿Qué quiere decir Weber cuando expresa que la ciudad no es un producto de las corporaciones, sino que a la inversa es ella la que está en su origen? Él no pretende negar que primero se creen asociaciones de comerciantes o artesanos, pero ve en la constitución de una comunidad organizada la condición de una distribución de los oficios. Me parece que este argumento adquiere todo su valor si se considera la creación y el desarrollo de las universidades, ya que la universidad se convierte a su vez en una especie de corporación muy particular, una 224
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corporación intelectual. Uno de los objetos del libro muy erudito de Jacques Verger, Les Universités au Moyen Âge, es describir los lazos que mantiene la institución universitaria con los otros modelos de organización que le eran contemporáneos y mostrar el provecho que sacaron maestros y estudiantes de la dificultad que tenían las autoridades eclesiásticas en dar respuesta al problema planteado, desde el siglo XII, por la multiplicación de las escuelas, un fenómeno suscitado por el desarrollo demográfico de la ciudad y la deserción de los monasterios, que antes eran los únicos lugares de enseñanza. Tan grande es esta dificultad que el papado, consciente de los peligros que representa la resistencia del clero local en renunciar al monopolio escolar a comienzos del siglo XIII, crea una licencia ubique docendi que arrasa con los privilegios de las diócesis, pero afirmando el derecho de la Iglesia a controlar todas las actividades de enseñanza en Europa. Por prudente que sea el historiador, cuyos análisis más detallados recaen en la universidad de París y la de Bolonia, concluye que “la mayor originalidad de las universidades medievales es acaso haber hecho un inmenso esfuerzo para hacer pasar la cultura (. . . ) del mundo del placer estudioso y de la oración al mundo del trabajo”. Así subraya el alcance social de las nuevas instituciones: “sustraída a los esparcimientos de clérigos privilegiados o de aristócratas letrados, la enseñanza se convertía en un asunto de especialista, un oficio”. La consecuencia de esto era una participación creciente de los hombres formados en las universidades en el desarrollo de la administración en el Estado y, también, en la administración eclesiástica, en el proceso de racionalización que caracterizará sobre todo el desarrollo del Estado-nación. Pero no menos sugestivo es el cuadro que da Verger de la circulación de los estudiantes y de los maestros a escala de Europa y, como consecuencia de las coerciones que no soportaban, de su aptitud a hacer secesión, luego a suscitar la creación de nuevas universidades en ciudades diferentes. Por ejemplo Arezzo, Vicenza, Pavie, son centros nacidos de un abandono de Bolonia; Cambridge, de un abandono de Oxford. En varios lugares, nacionales y extranjeros, se mezclan todo distribuyéndose, en ocasiones, en función de su origen. De todos los ejemplos de meltingpot universitario, el más impactante es aquel que el historiador saca de 225
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un testimonio de Jean de Salisbury, estudiante en París a mediados del siglo XII: menciona un importante grupo de ingleses, algunos de los cuales eran maestros célebres, escandinavos, alemanes e italianos. Un poco antes, un conflicto con la autoridad real y la autoridad eclesiástica había provocado en París la dispersión de maestros y de alumnos en ciudades del Norte de Francia y hasta en Inglaterra. Si se piensa cuál era el estado de las vías de comunicación en la época, ¿cómo no asombrarse de la extraordinaria precocidad de una cultura europea? Que la ciudad sigue siendo todavía, por cantidad de rasgos, lo que fue al término del período feudal – la escena de una humanidad particular, para retomar las palabras de Bloch–, eso es seguro, pero una pequeña cantidad de ciudades revelan ser focos de socialización que llevan la misma marca de la apertura al mundo. Mi propósito, como ustedes no lo dudan, no es reducir a un tipo único la variedad de las ciudades del continente, inclusive aquellas que se han convertido en ciudades-Estados, así fuera delimitando el período que se extiende del siglo XII al XVI. Ellas evolucionan y se diferencian en función de cambios políticos mayores, del ascenso espectacular de los Estados territoriales y también en función de la modificación de los grandes ejes del comercio internacional. Para atenerme a un solo ejemplo, los Países Bajos siguen siendo el teatro de la más intensa red urbana; pero las ciudades de la Flandes valona se vuelven provinciales, observa Alain Derville en Les Villes de Flandre et d’Artois 900-1500, cuando Amberes se convierte en el centro más activo, y luego es suplantada por Ámsterdam. Si se puede, por lo menos, discernir una tendencia común, es la de la conversión de las comunas en oligarquías, la dominación de la regiduría que se convierte en el asunto de una pequeña cantidad de familias, hábiles en entenderse para asumir alternativamente la dirección de la ciudad. A lo que se añade, en las “buenas ciudades de Francia”, el compromiso de los regidores con los hombres del rey. Sin embargo, no hay motivo para confundir oligarquía y aristocracia nobiliaria o patriarcal. En oposición a la tesis de Pirenne, Derville afirma que no hay huella de patricios en Flandes. Philippe Guigniet, en su estudio monumental de las ciudades de los Países Bajos, Le Pouvoir de la ville au XVIIe siècle, que, a despecho de su 226
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título, tiene en cuenta a las constituciones municipales antiguas, pone de manifiesto la persistencia del “espíritu republicano”. Todavía en el siglo XVII , dice, el rasgo dominante del modelo de organización política no es el rechazo de todo reconocimiento simbólico de un poder principesco superior, “es la preocupación de poner a la comuna a resguardo de toda acción efectiva del poder soberano. Este espíritu republicano responde a la voluntad tenaz del gobierno municipal de administrar sus propios asuntos y de hacer justicia a sus propios burgueses sin que el control de las autoridades superiores tenga un contenido real”. Un signo elocuente de la creencia en una identidad propia y una permanencia de la ciudad es la elaboración de un mito de los orígenes que hace remontar la fundación de la ciudad al tiempo de los primeros reyes de Roma o bien de Clovis o bien todavía de Troya. El contraste entre los burgueses de las “buenas ciudades” y los de las ciudades bajo la administración directa del Estado es flagrante. Michelet describe el rebajamiento de estos últimos o incluso, por lo que respecta a los nuevos ricos, la fascinación que inspira la nobleza. En suma, al tiempo que están divididos entre ricos y pobres –una división que, en una coyuntura de crisis económica, puede suscitar levantamientos populares– los burgueses flamencos se sienten miembros de un cuerpo político cuya cohesión reside en una constitución; ellos son ajenos a la creencia en un cuerpo místico cuya manifestación sería el rey, un simple mortal, al mismo tiempo que figuraría su cabeza. No evocaba este ejemplo – debo recordarlo–, sino, porque nos convence de la persistencia de una tradición urbana allí donde, sin embargo, este género de institución se ha vuelto marginal. Pero, si nos atenemos al Norte de Europa, habría que poner el acento en el papel que desempeñaron sucesivamente, a escala internacional, algunas grandes ciudades. Brujas, tras haber sido en el siglo XIII el gran centro de importación de lana y de exportación del paño, haber conocido luego una decadencia, en cuyo transcurso los grandes comerciantes se transformaron en propietarios terratenientes, a partir de 1300, y durante casi dos siglos, se convierte en el centro del comercio internacional, un comercio rigurosamente reglamentado, que llevaba la marca de un progreso considerable en la racionalización económica, como lo muestran la generalización 227
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de los contratos notariales, de las pólizas de seguro marítimo, la letra de cambio, etc. Son las facilidades ofrecidas a los extranjeros, que afluyeron a la ciudad, las que hacen su éxito. Estos se agrupan en función de su nacionalidad: alemanes de la Liga Hanseática, ingleses, escoceses, pero también venecianos, milaneses o habitantes de Lucca, catalanes, castellanos, portugueses. Es la época de las grandes empresas arquitectónicas y del triunfo de la pintura debido, en parte, a la atracción que ejerce sobre los artistas, entre ellos cantidad de extranjeros, un medio acaudalado que les ofrece una importante clientela. Amberes se convierte en su rival y la suplanta definitivamente después de que las colonias de comerciantes de Brujas fueran expulsadas por el regente de los Países Bajos. En este período, la ciudad alcanza un desarrollo todavía desconocido, se convierte en el centro mundial de la industria y el comercio, antes de conocer, a partir de mediados del siglo XVI, el contragolpe de la guerra con Francia, luego una serie de sinsabores, el primero de los cuales es la bancarrota del Estado español. En cuanto a Ámsterdam, cuyos primeros desarrollos se remontan al siglo XIII, resplandece, una vez convertida, como consecuencia de las guerras de religión y de la guerra de liberación contra España, en la gran ciudad de la inmigración. Entonces, recibe a los comerciantes y a los artesanos del sur de Europa, y se beneficia con la afluencia de los extranjeros que dejaron Amberes. Ámsterdam es la ciudad-símbolo de la libertad durante un tiempo. Se tiene una confirmación de esto al recordar que Descartes escogió vivir allí durante veinte años –“¿Conocen ustedes –escribe– una ciudad donde se goce de una libertad tan total?”– y que Spinoza encontró en ese lugar donde se formó el recurso de la primera teoría que, en la historia de la filosofía, hace la apología de la democracia; o bien incluso que Locke, exiliado de Inglaterra, haya elaborado, en el curso de los tres años pasados en Ámsterdam, los temas de su Ensayo sobre el gobierno civil. Añadamos que, tanto en Ámsterdam como en Amberes, como en Brujas, la intensidad de la vida social va a la par con la irradiación del arte arquitectónico. Muy particularmente en Ámsterdam nace la preocupación de una nueva arquitectura urbana, en la cual el estilo del Renacimiento se mezcla con el gótico. La construcción del Palacio Municipal, la planificación de una red de canales, 228
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la invención de un nuevo tipo de fachada de las casas: otros tantos signos de una preocupación de dar a la ciudad una representación de ella misma. Permítanme un paréntesis: al leer, hace algunos años, la obra de Bernard Baylin The Ideological Origins of the American Revolution –la que explora toda una serie de folletos, pequeños tratados o diarios en los cuales se expresa con vehemencia, poco tiempo antes de la guerra de independencia, la crítica de la opresión del poder monárquico inglés– comprobé que un tema recurrente era el de la desaparición o el debilitamiento de las ciudades libres en Europa. Al tiempo que tenían como blanco principal el despotismo, encarnado por Turquía, los panfletarios se lamentaban por la suerte de los venecianos, los alemanes, los suecos, los daneses, los holandeses, de todos esos pueblos que habían sido vencidos por potencias tiránicas o habían consentido en el abandono de su independencia. Sólo los suizos daban todavía la imagen de la libertad. Esos escritores (algunos de los cuales tomaban por primera vez la pluma) no eran necesariamente republicanos, veneraban el tiempo en que la Common Law garantizaba los derechos de todos los ingleses, porque la soberanía residía en ella. Su punto de vista era esquemático, pero atestiguaba que, en los años 1770, todos los centros de una vida civil, tanto la Liga Hanseática de las ciudades de Alemania como los grandes centros de Flandes, y las ciudades libres de Italia, habían desaparecido. Ya no existían más que Estados-nación o naciones que soñaban con formar Estados. No obstante, el Estado-nación bajo los rasgos que ofrece desde el punto de vista de los norteamericanos, algunos años más tarde, va a transformarse bajo el efecto de la Revolución Francesa y dar nacimiento a un régimen republicano. No es un azar si luego de la Revolución y de las perturbaciones políticas que le sucedieron –la aventura napoleónica y la Restauración– aparecerá una historia de las comunas. Ésta forma parte, para Augustin Thierry, de la historia del Tercer Estado; para Guizot, es un componente de la historia de la civilización europea. Los dos historiadores, aunque partidarios de la monarquía constitucional, se preocupan por defender las adquisiciones de la Revolución Francesa y de volver a situarla en la larga duración de las revoluciones comunales. No obstante, Michelet les 229
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reprochará hacer poco caso de la sublevación de París bajo el impulso de Étienne Marcel en el siglo XV y haber estado tan atados a la idea de la centralización del Estado que llegaron a ignorar “la pérdida del espíritu público” que acompañaba el refuerzo de la monarquía y su evolución hacia el absolutismo. No obstante, hay motivos para asombrarse de que en sus trabajos, y más tarde, en los de Pirenne, que explora el conjunto de las experiencias de gobierno municipal sobre el continente, en sus Villes du Moyen Âge, haya dejado en el tintero el advenimiento de una teoría de la república y de una nueva concepción del civismo en Florencia, al final del Trecento y en el primer tercio del Quattrocento. Tal vez, porque el período excede la Edad Media. Pero su Histoire de l’Europe XIe −XVe siècles, solo brevemente, hace mención al republicanismo florentino. Sin embargo, no porque ignore la importancia de Florencia. De creerlo, “es la única ciudad europea que se pueda comparar con Atenas y del mismo modo es, en toda la fuerza del término, un Estado, con otras tantas cuestiones por regular tanto afuera como adentro”. Y añade: “la vida urbana desborda los marcos estrechos de la Edad Media (vale decir, en una época en que, en otra parte, sigue inscribiéndose en ella) y se vuelve vida cívica”. Las ciudades italianas son tan antiguas como las ciudades del Norte. Parece incluso que Venecia fuera la más precoz, debido a su situación y a las relaciones que mantenía con Constantinopla (Yves Renouard lo señala en Les Hommes d’affaires italiens). Venecia puso a punto, muy pronto, instituciones eficaces que permitieron garantizar una distribución de las cargas públicas entre los miembros de las grandes familias; cada uno de ellos, pues, las ejercieron en virtud de su ascendencia. Falsa nobleza, sin embargo, dirá Maquiavelo, bajo la apariencia del lugar común se reconoce una oligarquía burguesa. En Florencia, los ottimati no lograron formar un medio cerrado. Al ocupar las posiciones dominantes en las artes mayores (equivalente de las guildas del Norte), tropezaron con los miembros de las artes menores y, no menos, con las olas de novi cives procedentes del contado5 (el país 5
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Así en el original. [N. del T.]
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conquistado circundante) que, ya sea debido a la riqueza adquirida, ya en virtud de la notoriedad que les confería su cultura literaria y su talento de oradores, lograron inspirar el respeto de los florentinos de vieja cepa. Fue después de la grave crisis social que, en 1378, desembocó en el levantamiento de los obreros de la lana, los ciompi, y concluyó en un compromiso temporario con los opositores más moderados del poder instalado cuando se dibujó una nueva ética de gobierno. El cuadro de los cambios que se producen entonces bajo la cancillería de Coluccio Salutati se debe a los trabajos pioneros de Hans Baron, el autor de The Crisis of the Early Italian Renaissance. Él acreditó el concepto de humanismo cívico que luego estuvo en la fuente de una abundante literatura. En resumen, la república es definida como un régimen mixto, ni democrático ni aristocrático, que escapa a la apropiación del poder por la minoría de los poseedores de grandes fortunas y a la amenaza que hace pesar sobre el gobierno la infima plebs. Hagamos a un lado el detalle de la constitución y desdeñemos incluso una cuestión sin embargo esencial: este régimen y la ética que lo inspira ¿no llevan la marca de una ideología, en el sentido en que la función de la ideología consiste en un disfraz de intereses particulares como valor universal, o incluso consiste en ocultar la división social bajo la imagen de la unidad? Si fuera así –Maquiavelo nos persuadirá de ello– uno queda impactado por la conjunción de representaciones que marca una ruptura con el universo mental en el cual los hombres habían evolucionado en el curso de la Edad Media. Digamos, tan brevemente como sea posible, que la ética política, la ética del comercio y la ética de la ciencia se confunden, mientras que se impone la idea, ya sea de la superioridad de la vita activa sobre la vita contemplativa, ya de una igual dignidad entre una y otra. Se considera que la nobleza reside en el trabajo, no en el nacimiento; el goce de la libertad en el ejercicio de los derechos y la realización de los deberes de los ciudadanos. La defensa de la ciudad se convierte en asunto de los ciudadanos y, al asumirlo, militan por una causa universal. Esto es lo que supuestamente prueba la legitimidad de la guerra que Florencia lleva a cabo en ese período contra Milán, puesto bajo el despotismo de Visconti. 231
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Las ideas nuevas que se bosquejan entonces, no sin librarse todavía de las ambigüedades que encubría el pensamiento de Petrarca, solo van a afirmarse plenamente a partir de 1400, bajo el impulso de un pequeño número de humanistas, sobre todo de Leonardo Bruni, llamado el Aretino, nuevo canciller. A partir de entonces, estas ideas irradiarán mucho más allá del medio florentino. No se podría insistir demasiado en la relación que se anuda en esta coyuntura con la Antigüedad. No, con seguridad, porque las referencias al pasado romano sean nuevas (basta con recordar la obra de Dante, pero también el descubrimiento de Aristóteles). Pero, primer signo de un cambio decisivo, es la república romana la que, por primera vez, se ve erigida como modelo. Más aún: Bruto, a quien Dante había precipitado al infierno por haber asesinado a César, se convierte en el héroe de la libertad. A las viejas crónicas que hacían remontar la fundación de Florencia a la acción de las legiones de César, se opone que fue creada en tiempos de la república por el ejército de Sila, de manera que es la sangre de los romanos libres la que corre por las venas de los florentinos. Detalle anecdótico, se dirá; pero es notable el nuevo sentido de la diferencia de los tiempos, la percepción de un abismo entre el Antiguo y el Nuevo, la de un renacimiento, término que hay que tomar al pie de la letra porque la idea es la de un nuevo nacimiento, de una era de creación que encuentra su garantía en la primera instauración de la república. Si cargamos las tintas, me atreveré a decir que “descubramos la Antigüedad” significa “seamos modernos”. Como lo señala la gran historiadora Frances Yates, el sentido de la diferencia de los tiempos no existía antes: el Imperio Romano parecía subsistir gracias a su transferencia a Carlomagno. A despecho de la formación de los Estados, en España, en Inglaterra, en Francia, los monarcas reivindicaban una vocación imperial. En contraste con esta mitología, es impactante la descripción de la ciudad por Bruni. En uno de sus opúsculos, Panégyrique de la cité de Florence, inspirado por el panegírico de Atenas que había compuesto Arístides, acompaña la definición de la constitución, presentada como la forma realizada de la balanza de los poderes, del cuadro de una ciudad cuya posición geográfica es única, y del elogio de su arquitectura, la que
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corresponde a las leyes de la perspectiva y transforma el paisaje urbano, según la expresión de Baron, en una “gran estructura escénica”. Mencionemos todavía un tema con un gran futuro por delante, tomado de la literatura antigua, el del ciudadano-soldado. Bruni compone una oración fúnebre en honor de un general, Nanni degli Strozzi, que había sido uno de los jefes de la coalición contra Milán. Esta vez se inspira en la famosa oración fúnebre de Pericles, tal como la relata Tucídides, en la cual se rendía homenaje a los atenienses muertos en el curso de la guerra del Peloponeso. Ahora bien, en ambas circunstancias, la oración es momento de una celebración de la ciudad. Bruni condena una política que descarga sobre mercenarios la preocupación de defender Florencia y afirma que la democracia requiere la movilización y eventualmente el sacrificio de cada uno por la causa de la libertad (bien parece, no obstante, que excluye del ejército la infima plebs, los hombres del rango más bajo). ¿Cómo no apreciar la originalidad de la concepción humanista de la ciudad? Ésta aparece, en un sentido, por encima de los ciudadanos pero, en otro sentido, como su obra. Su historia, inclusive la más reciente, merece ahora ser descrita (lo que hace Gregorio Dati). Y al mismo tiempo es la noción misma de institución la que es modificada. La familia deja de parecer un dato natural, la autoridad del padre radica en su capacidad de ser un educador, el guía de sus hijos, gracias al conocimiento de las aptitudes particulares de cada uno. Aunque este humanismo cívico se degrade, cuando el gobierno pase a las manos de la familia de los Medici, será la gran fuente de inspiración de la obra de Maquiavelo. Por su parte, no cede a la ilusión de una Roma cuya grandeza habría descansado en la unión de los ciudadanos; él considera que es gracias a sus discordias y a la resistencia del pueblo menudo a los patricios como se impusieron todas las buenas leyes. Sin embargo, Roma sigue siendo la fuente de toda interrogación sobre la vida política. A los florentinos, Maquiavelo les enseña que el deseo de opresión de los Grandes es insaciable. Pero, por singular que parezca más tarde, Maquiavelo es con seguridad el genial producto del mundo de la ciudad. Su obra, como bien lo vieron los historiadores contemporáneos del republicanismo, Pocock o Skinner, es una referencia esencial en el curso de los siglos siguientes. El juicio de 233
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Maquiavelo es firme: ¿qué es lo que constituye la fuerza de las repúblicas, pregunta? Y responde: no soportan que ningún ciudadano viva como gentilhombre o lo sea, están atadas a la más completa igualdad. Tan fuerte fue el atractivo ejercido por las grandes ciudades de la Antigüedad, desde la época llamada del Renacimiento, que uno se ve tentado a encontrar en ellas el origen de la civilización europea. Habida cuenta de las ficciones que suscitaron los ejemplos de Esparta y de Roma, bajo la Revolución Francesa o bien, después de Termidor, la “formación de una Atenas burguesa” –tan bien descrita por Pierre Vidal-Naquet y Nicole Loraux– sigue siendo convincente la idea de una “invención de la política” en Grecia, expresada por Jean-Pierre Vernant y Moïse Finley, del mismo modo que aquella de la creación del “oficio de ciudadano” en Roma, descrito por Claude Nicolet. No obstante, la atención dada a los orígenes de la civilización europea no dispensa de percibir la discontinuidad de la historia que se desarrolló en el continente. Es, precisamente, la idea de esa discontinuidad la que me inducía a concebir el nacimiento y el desarrollo de una nueva forma de vida urbana a partir del siglo XII. Ahora bien, la lectura de la obra publicada, hace algunos años, por Aldo Schiavone, y muy recientemente traducida al francés,6 refuerza mi convicción. El autor hace algo más que sacar provecho de las preguntas que a algunos historiadores –en cuya primera fila están Momigliano y Roztovzeff– inspiró la interrupción del recorrido que había seguido Roma hasta los tiempos del apogeo de su imperio, es decir, bajo los Antoninos. Él sostiene, hasta puede decirse demuestra, sobre la base de una documentación de una excepcional riqueza, que se forjó hacia el fin de la Edad Media una civilización esencialmente distinta de aquella de la Antigüedad. Diferencia que no se deja apreciar en términos cuantitativos, según los criterios de una teoría del desarrollo, puesto que la “recuperación medieval” se efectuó desde un umbral mucho más bajo que aquel que había sido alcanzado antes, tanto del punto de vista de la amplitud de los intercambios como de aquel de la organización, pero que es de un orden cualitativo. Lo cito: “las ciudades que se corporizaban, ya sea aquellas que eran totalmente 6
Aldo Schiavone, La Storia spezzata (traducción francesa, L’Histoire brisée – la Rome antique et l’Occident moderne, París, Belin, 2003).
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nuevas (. . . ) o que se desarrollaban en un sitio preexistente, romano, representaban un punto de partida completamente inédito”. Fenómeno tanto más notable cuanto que, según él, y como me había parecido a mí mismo, “nuestras ciudades de hoy, en Europa, son en muchos aspectos la continuación directa de lo que eran en la Edad Media”. El análisis de Schiavone abarca la historia de Roma, desde sus orígenes hasta la época –el segundo siglo después de Cristo– en que se creería que había ganado el más alto grado posible del poder, cuando estaba en vísperas de su decadencia. En vano, me gustaría seguir el esquema de una historia en cuyo transcurso la polis, en primer lugar comunidad de pequeños propietarios-agricultores-soldados dirigida por una sobria nobleza, se diferenció en función de un conflicto entre partidarios de una política expansionista y partidarios de una política tradicionalista –al tiempo que conservaba un ethos aristocrático gracias a un compromiso entre patricios y dirigentes plebeyos– luego fue desquiciado por las guerras y las conquistas. La gran preocupación de Schiavone es hacer surgir los rasgos específicos de la economía romana. Ésta llegó a dibujarse como un sistema agrario-mercantil fundado en la esclavitud, cuyos tres componentes más importantes –la agricultura, los esclavos y la circulación de las mercancías– dependían estrechamente de una política imperialista. No obstante, la obra nos persuade de que no se puede disociar el análisis de la economía de aquel de las relaciones sociales y de las representaciones que de ella forjaron sus agentes, ni de aquel de las estructuras mentales en función de las cuales los ciudadanos conciben la libertad, el trabajo, la riqueza, la nobleza, o bien la dignidad y la felicidad del hombre romano. Así, la comprensión de la economía depende de una antropología. Por un lado, es cierto, el sistema económico parece determinante, y la prueba de esto es que los dos modos de actividad que abarca no lograron mantenerse sino volviéndose incompatibles: por un lado, domina una producción agrícola que se efectúa en una vasta red de sectores de economía natural y solo trae aparejado un bajo desarrollo de las manufacturas; por el otro, el comercio de larga distancia conoce una extraordinaria extensión, ligado como está a la piratería, a la guerra y a la conquista. A decir verdad, se trata más bien de una “economía 235
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dual”, como lo observa el historiador, que de un sistema, hablando con propiedad, puesto que permanecen desconectados una producción de campesinos-agricultores y un comercio cuyo crecimiento, a despecho de considerables ganancias, no se traduce por inversiones en la industria. Schiavone reconoce a Marx el mérito de haber comprendido que el capital antiguo permanece confinado en la esfera de la circulación. De esta escisión de la producción y la circulación parecen desprenderse consecuencias sociales: comerciantes, especuladores, hombres de negocios no forman una capa distinta en la ciudad, no tienen la ambición de desempeñar un papel político ni de imprimirle el gusto de la innovación, no se distinguen por la superioridad de su conocimiento de los asuntos del mundo. Señalo, de paso, que en Florencia el comportamiento de los nuevos ricos es totalmente distinto. Christian Bec, en Les Marchands-Écrivains, describe el cuadro de una pequeña elite que mezcla la preocupación de la ganancia no solo con la de la racionalidad empresarial, la de los directivos y la transmisión de las prácticas comerciales y financieras en grandes compañías cuya persistencia a menudo es garantizada por una familia sino, también, la de la educación precoz de los niños, la de la retórica y el ejercicio de oficios públicos. Como lo observa Schiavone: “En el mundo romano nunca se constituyó una verdadera burguesía de empresarios-productores. Y el tema mismo de la burguesía, tan rico de significación en la historia de la Europa moderna, no puede designar con exactitud ninguna capa social romana”. Pero no es posible atenerse a una comprobación. De cualquier manera, el historiador no dice solamente de los comerciantes “que nunca, ni siquiera en los municipios más desarrollados, lograron poner de relieve la razón de ser de sus actividades económicas”, de inmediato indica que, para ellos, el modelo de la riqueza era la renta hipotecaria y que no se alejaron “social e intelectualmente del campo de atracción ejercido por la aristocracia”. Sin impugnar su individualismo, él considera que era de un orden muy distinto que el individualismo burgués, “que se desprendía, más bien, de una autarquía atávica y también del espíritu guerrero y heroico del patricio primitivo”. Observación que incita a liberarse de todo determinismo, ya se funde en el sistema económico o en el sistema regido por la política de conquista. 236
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La esclavitud, que es objeto de un análisis mayor, esclarece de la mejor manera posible la distancia irreductible que separa la civilización europea de aquella de la Antigüedad. El historiador no teme definir la sociedad romana como una “sociedad esclavista”. Las cifras expresadas en apoyo de esta definición son exorbitantes. Por ejemplo, la que remite a la captura de cien mil prisioneros al final de la primera guerra púnica, o bien la que corresponde al tercio de la población de Italia bajo el principado de Augusto. Sin poder evocar el relato de los acontecimientos que perturbaron la estructura de la sociedad, en el último período de la república, y provocaron un considerable crecimiento de los esclavos, haciendo caer sobre su trabajo tanto el sistema de redistribución puesto a punto por el Estado como la producción necesaria para el armamento y la explotación de los grandes dominios –villae, latifundios, talleres estatales–, señalo que Schiavone trata acerca de la esclavitud como de un hecho social total, vale decir, el indicador del conjunto de las relaciones que los hombres mantienen con la naturaleza y entre ellos. Mientras que la esclavitud se convertía en el modelo preponderante de la producción, “todo trabajo subordinado [entendamos: todo trabajo asalariado, todo trabajo para los otros] era atraído en la órbita oscura de una asimilación casi total a la condición servil”. Sólo el trabajo del campesino independiente, que sacaba de la naturaleza lo que constituía el producto de su fecundidad, confería un estatuto político y la dignidad de ciudadano libre. Los artesanos, en cambio, a despecho de su incremento, “estaban según la opinión unánime confinados a los márgenes de la ciudadanía”. Ahora bien, considera el historiador, la omnipresencia de los esclavos “no podía hacer menos que reflejarse en los comportamientos y la vivencia emocional de los hombres libres”. Todavía, es difícil distinguir lo que es la parte de una concepción primaria de la libertad y la parte de lo que la afecta y modifica. Sea como fuere, no se puede dejar de compartir las reflexiones que le inspira su análisis: “es un ejercicio al que no estamos habituados, pero tratemos de pensar –así no fuera más que un instante– en lo que podía significar para la construcción de una personalidad y de una visión del mundo el contacto cotidiano con una masa de hombres y de mujeres sobre los cuales se ejercía o se veía ejercer un poder total 237
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y absoluto (. . . ), una violencia inscrita en la institución y totalmente independiente de las inclinaciones individuales de cada amo. Entonces podríamos vislumbrar qué abismo separa la experiencia de un ciudadano romano, la microfísica de los poderes que lo rodeaban, las formas de su socialización –lengua, derecho, tanto como afecto y sexualidad– de aquella de un hombre del Occidente contemporáneo”, un hombre de una especie que, lo recuerdo, se dibuja desde el renacimiento medieval. No caben dudas, es en las ciudades propiamente europeas donde se anuda una muy nueva relación entre la libertad y el trabajo, y donde se borra la imagen de un cierre de la sociedad, la de una frontera entre quién tiene y quién no tiene derecho a la calidad de ser humano, al mismo tiempo que se borra la imagen de un orden natural, en virtud del cual la razón encontraría las condiciones de su ejercicio, y también la de una historia cuyos acontecimientos se dispondrían en el marco de una cantidad determinada de configuraciones posibles. El hecho de que la invención de la política se haya producido en la ciudad antigua no nos impide reconocer que se abre un camino muy nuevo cuando la innovación es recibida en todos los ámbitos y, bajo el efecto de cambios inmanejables y de una nueva noción de la irreversibilidad, se instaura un debate incesante sobre la distinción entre lo legítimo y lo ilegítimo. ¿A dónde nos conduce esta breve incursión en el tiempo de las ciudades? En el momento en que se discute acerca de una constitución europea, con demasiada frecuencia se refieren a la noción del Estadonación como “forma finalmente encontrada” (según la expresión de Marx) de la comunidad política. Ahora bien, ya se confunde bajo ese término a Estados muy diferentes, cantidad de los cuales –si nos remitimos a la composición de las Naciones Unidas– son tan ajenos como es posible al humanismo político. Además, se olvida que el Estado-nación de tipo democrático se apuntaló por un lado en la obra de las ciudades. Por último, se concibe el proyecto de una unión europea como una aventura sin precedentes, olvidando que si su construcción es posible, suponiendo que lo sea, no hará sino dar expresión a una civilización que existe desde hace siglos.
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