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© 1992 R enato Cristi y Carlos Ruiz Inscripción N° 80.315. Santiago de Chile D erechos de edición reservados por © Editorial U niversitaria, S.A. M aría Luisa S a n tan d e r 0447. Fax: 56-2-499455 S antiago de Chile. N in g u n a pa rte d e este libro puede ser rep ro d u cid a, transm itida o alm acenada, sea p o r procedim ientos mecánicos, ópticos o quím icos, incluidas las fotocopias, sin perm iso escrito del ed ito r ISBN 956-11-0797-9 C ódigo in te rn o : 009901-5 T ex to com puesto con m atrices Linotron Baskerville ¡0/12 Se term in ó d e im p rim ir esta PR IM ER A E D IC IÓ N en los talleres de E ditorial U niversitaria San Francisco 454, Santiago d e Chile en el m es de m arzo de 1992 C U B IE R T A :
P residente Ibáñez y A lberto E dw ards en la M oneda (1931). Fachada de E l Fotografías del Centro de Docum entación Iconográfica. M ineo Histórico N acional
IM P R E S O E N C H IL E / P R IN T E D IN C H IL E
M e rc u rio
EL PENSAMIENTO CONSERVADOR EN CHILE SEIS ENSAYOS
Renato Cristi Carlos Ruiz
EDITORIAL U N IV ERSITA RIA
Para Marcela y Alejandra
ÍNDICE
Introducción
ENSAYO I El pensam iento conservador de Alberto Edwards Del conservantismo liberal al conservantismo revolucionario Renato Cristi ENSAYO II Conservantismo y nacionalismo en el pensamiento de Francisco Antonio Encina Carlos Ruiz ENSAYO III Corporativismo e hispanismo en la obra de Jaim e Eyzaguirre A PÉN D IC E : Respuesta a Gonzalo Vial Carlos Ruiz ENSAYO IV El conservantismo como ideología. Corporativismo y neoliberalismo en las revistas teóricas de la derecha chilena Carlos Ruiz ENSAYO V La síntesis conservadora de los años 70 Renato Cristi ENSAYO VI Estado nacional y pensamiento conservador en la obra m adura de Mario Góngora Renato Cristi
Referencias
Introducción
I El desarrollo de un pensam iento conservador chileno es un fenóm eno que se da esencialmente en el siglo XX. Su punto de partida puede fijarse en una fecha precisa - 1903. En ese año Alberto Edwards publica su ensayo Bosquejo histórico de los partidos políticos en Chile, dirigido específicamente en contra del régim en parlam entario. Este ensayo marca el inicio de una ex tendida polémica en contra d é la tradición liberal y democrática entronizada en Chile y que Edwards responsabiliza por los males que conlleva el parla m entarismo de comienzos de siglo. Más tarde, en 1928, Edwards revisa y expande su argum ento en La fronda aristocrática en Chile, que resulta ser hasta hoy día el discurso conservador mejor articulado y una fuente de inspiración para un gran núm ero de intelectuales chilenos cuya tendencia de derecha es innegable. Algunos de ellos, como Edwards mismo y Francisco Antonio Encina, apoyan activamente la dictadura del Coronel Ibáñez; otros participan en el gobierno de Jorge Alessandri (1958-1964) y luego colaboran con la dictadura del General Pinochet (1973-1990). El hecho de que la actividad de estos intelectuales no haya tenido lugar al interior del Partido Conservador y se haya m antenido, en general, ajena a la vida partidista, puede explicar la razón de por qué hasta muy recientemente estos autores hayan sido estudiados individualmente y no fueran vistos como participantes de un proyecto común. Nuestro objetivo es examinar el pensam iento con servador de cinco autores: Alberto Edwards, Francisco Antonio Encina, Jaim e Eyzaguirre, Osvaldo Lira y Mario Góngora. Ellos nos parecen ser las figuras principales de una bien establecida tradición conservadora que se ha desarrollado en Chile durante el curso del siglo XX (cf. Góngora, 1981; Zegers, 1983; Bravo Lira, 1985; Cristi & Ruiz, 1986, 1991). El cuerpo de ideas elaborado por estos pensadores conservadores es relativamente homogéneo. Sus esquemas conceptuales se guían uniform e m ente por nociones tales como continuidad histórica, autoridad y tradición, orden, legitimidad, nación y Estado nacional. Pero más im portante resulta señalar sus blancos polémicos: la democracia y el liberalismo. Esta crítica se extiende luego al socialismo marxista y al totalitarismo. Inicialmente, su antagonismo en Chile se dirigió contra el parlamentarismo, es decir, la form a de gobierno impuesta por los vencedores de la G uerra Civil de 1891. Edwards y Encina denuncian al régim en parlam entario por lo que ven como un debilitamiento de la autoridad del poder ejecutivo, reflejo de la legiti m idad m onárquica del gobierno de la era colonial. Culpan a los intelectuales
liberales del siglo X IX por la adulteración del legado político chileno y de la ru p tu ra de la continuidad histórica. A partir de la Segunda G uerra M un dial, Eyzaguirre, Lira, y también Julio Philippi, extienden este ataque contra el hum anismo cristiano y el comunismo. Finalmente, Góngora reúne com prehensivam ente el argum ento conservador en una defensa del Estado nacional que ve amenazado por el neo-liberalismo introducido durante el régim en militar de Pinochet. Con excepción de Lira, Philippi y hasta cierto punto de Góngora, estos pensadores conservadores no incursionan en el terreno filosófico, ni intentan elaboraciones sistemáticas. Los intelectuales liberales del siglo X IX no sienten la necesidad de fundam entar sus ideas de ese modo. Observan que la Independencia impone en Chile una legitimidad democrática y que los ideales que guían a los Padres de la Patria dan origen a una auténtica tradición liberal (Cea, 1988: 22). Los liberales pronto d e s cubren que cuentan a su favor con un poderoso argum ento conservador basado en la tradición. La historia y la filosofía de la historia, pero en ningún caso consideraciones abstractas, ya sean epistemológicas o morales, resultan adecuadas para fundar su argum entación (O’Sullivan, 1976: 23-4; Nisbet, 1986: 25; Beneton, 1988: 9). Esta es obviamente una decisión discutible. La historia es el campo de batalla que mejor se presta para la estrategia a rg u mentativa conservadora (O’Sullivan, 1976: 23-4; Nisbet, 1986: 25; Beneton, 1988: 9). No debería pues sorprender el hecho de que Edwards, al m omento de disparar la prim era andanada anti-liberal lo haga m ediante un compendio historiográfico. El debate anti-progresista, dirigido contra el liberalismo, la democracia o el comunismo, es el aspecto que cohesiona al movimiento conservador chileno en su prim era etapa. Sería un error, sin embargo, suponer que la existencia de un tema polémico uniform e significa la presencia de una línea argum entativa hom ogénea basada en presupuestos políticos comunes. Por el contrario, en su prim era etapa de evolución que va desde comienzos de siglo hasta fines de los años 70 aproxim adam ente, se pueden distinguir dos estilos o tipos argumentativos. En tanto que se apela prim ariam ente a la historia, y sólo secundariam ente a la filosofía, la teología o la jurisprudencia, no resulta im propio delinear esa diferencia de acuerdo con los términos que definen la disputa entre dos escuelas de pensamiento histórico en F ra n cia en el siglo X V III. Esta discusión enfrenta a Germanistas contra R om a nistas, esto es, a quienes conciben a la institucionalidad francesa como d e rivada de la tradición medioeval contra quienes la ven determ inada por el m andato absoluto de los em peradores romanos (Meinecke, 1972: 132-143; Mathiez, 1931: 99-100; Barzun, 1966; Keohane, 1980). La verdadera in tención de los Germanistas, representados por Fénelon y Boulainvijliers (thése nobiliaire) es asegurar la autonom ía de la nobleza y las puissances particuliéres heredadas del feudalismo, en una era hegemonizada por una mo narquía poderosa y centralizante. Por el contrario, el abate Dubos, re p re sentante de la escuela Romanista, y luego Voltaire y T urgot, defienden el
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régim en m onárquico absoluto (thése royaliste). Esta bifurcación en el pensa m iento histórico francés, que determ ina la división del movimiento conser vador en Prusia en las décadas posteriores a la Revolución Francesa (Mannheim, 1971: 177ss), es igualmente discernible en el caso de Chile. Puede distinguirse aquí una línea de pensam iento nacionalista que favorece un sistema autoritario de gobierno, fuertem ente centralizado y con acceso á la totalidad del poder político, y una línea corporativista que contempla la existencia de instituciones, como los gremios y las profesiones, que tienen por función m oderar el excesivo control del poder político por parte del Estado. El nacionalismo y el corporativismo constituyen, en un prim er mo mento, los dos canales formales que orientan los argum entos conservadores contra la tradición liberal chilena. Pensadores nacionalistas chilenos, como Edwards y Encina, defienden una versión m odernizada de la thése royaliste. Apoyan una legitimidad pre sidencial, resabio de la legitimidad m onárquica colonial, y deploran la su prem acía alcanzada por las Frondas parlam entarias, que han erosionado el poder y el prestigio de los Presidentes. Asumiendo esta postura nacionalista, intentan restaurar la reputación del Ministro Portales (1793-1837). Su ré gimen es interpretado como una continuación del m andato autoritario de los gobernadores coloniales. La dictadura de Ibáñez (1927-1931) es a la vez el triunfo y la d errota abismal de estas ideas. El nacionalismo resurge luego como un ingrediente im portante en la agenda revolucionaria del movimien to nacista, e inm ediatam ente después de la Segunda G uerra Mundial define la postura de los editores de la revista Estanquero. Su fundador, Jorge Prat, tiene un im portante papel durante el segundo gobierno (ahora constitucio nal) de Ibáñez (1952-1958). D urante los años 60, el movimiento nacionalismo guía la form ación del Partido Nacional. El tema nacionalista tam bién de term ina la acción del Movimiento Patria y Libertad, a la vez que se recupera el perfil conservador revolucionario del movimiento nacista chileno. La ideología del régim en militar establecido en 1973 es influido tanto por el Partido Nacional como por Patria y Libertad. A comienzos de los años 80, Góngora replantea el argum ento nacionalista de Edwards y Encina en vistas de contrarrestar el ascendiente del pensam iento neo-liberal. La adopción de las políticas neo-liberales auspiciadas por Hayek (Cristi, 1980 & 1981; Cristi & Ruiz, 1981) y los seguidores chilenos de la Escuela de Chicago (Rui¿ 1989; Valdés, 1989), conducen, según Góngora, a la desintegración del Estado nacional. Eyzaguirre, Lira, Philippi y quienes colaboran en la revista Estudios durante la década de los años 30 y 40, desarrollan los presupuestos feudales definidos por la thése nobiliaire. Estos autores ven la necesidad de contra rrestar la acción del Estado del mismo modo como la nobleza parlam entaria francesa luchaba por limitar y dem arcar el ámbito de poder de los monarcas absolutos. Pero en tanto que aquella nobleza intentaba restaurar sus derechos señoriales, Eyzaguirre y sus colaboradores subscriben u n corporativismo
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como una m anera de afianzar el rol de los organismos intermedios. Postulan la formación espontánea de gremios y asociaciones profesionales o corpo rativas. En oposición al corporativismo estatal auspiciado por Viviani d u rante la dictadura de Ibáñez (Viviani, 1927; 1928), el corporativismo de Eyzaguirre y Estudios es social, en tanto que intenta reem plazar de modo subsidiario las funciones productivas que el Estado se ha arrogado (Drake, 1978). Un núm ero de circunstancias pueden explicar el surgimiento de esta opción conservadora en los años 30. La derrota del nacionalismo autoritario de Ibáñez y su frustrado intento de im plem entar un corporativismo estatal, hacen atractiva la alternativa de asignar un papel menos acentuado al Estado e increm entar la participación de la clase media. Además, la idea de un orden profesional propuesto por la encíclica Quadragesimo Anno (1931) es de una clara orientación corporativista. La instalación en Austria, Portugal y España de regímenes que se declaran oficialmente corporativistas, le da a esta idea una semblanza de realismo. Después de la derrota del fascismo en 1945, y a partir de la consolidación de la democracia liberal en Europa occidental y América como único modelo político legítimo, los corporativistas chilenos perciben la inviabilidad de su ideario. Estudios cesa la difusión del corporativismo como doctrina y sus colaboradores se concentran en otras tareas. Eyzaguirre refuerza sus vínculos con España y se dedica a la tarea de re-interpretar la historia de Chile. La actividad de Philíppi y Lira se orienta hacia la filosofía; el prim ero se interesa en cuestiones relativas al derecho natural y el segundo estudia la filosofía neo-escolástica a la luz de la corriente tomista en boga en España. Su interés político se concentra en la refutación de lo qüe perciben como un abandono de la doctrina social y política de la Iglesia por parte de Maritain y sus seguidores en Chile. A mediados de la década de los 60 el corporativismo experim enta un renacim iento con la fundación del Movimiento Gremialista en la Universi dad Católica, que surge como desafío al régim en que preside Eduardo Frei. Pero el argum ento corporativista del Movimiento Gremialista comienza a ser gradualm ente desplazado por el ideario neo-liberal de Friedrich Hayek y la Escuela de Economía de Chicago. Esta corriente de pensamiento se desarrolla principalm ente en los Estados Unidos, donde las defensas ra d i cales del laissezfaire son interpretadas como expresiones de un pensamiento conservador (Nash, 1976; Gottfried & Fleming, 1988). Lo que perm ite la fusión de concepciones aparentem ente tan distantes como el corporativismo y el neo-liberalismo es la noción hayekiana de “orden espontáneo” que resum e el típico rechazo conservador por lo artificial, por lo que resulta de la m era agencia de la voluntad hum ana. Este corporativismo, que se liberaliza progresivamente, se asienta principalmente en instituciones como la U n i versidad Católica, y su ideario comienza a difundirse a través d e f diario El Mercurio y las revistas teóricas conservadoras Portada y Qué Pasa.
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Los proyectos democrático-radicales de Freí y Allende, y más tarde la necesidad de brindarle apoyo ideológico a la dictadura de Pinochet, generan una extraordinaria convergencia en el movimiento conservador chileno. No sólo los corporativistas descubren su afinidad con el neo-liberalismo. T am bién se da una convergencia entre los corporativistas y los nacionalistas chilenos, para la cual cobra gran importancia la síntesis conservadora ela borada po r Osvaldo Lira en los años 40. El texto que más claramente ma nifiesta la fusión ideológica del nacionalismo, el corporativismo y el neo-li beralismo es la Declaración de Principios del Gobierno de Chile de 1974. Un análisis de este texto m uestra cómo la dem anda nacionalista po r un gobierno fuerte y autoritario se ensambla, por lo menos al nivel del discurso ideológico, con los requerim ientos de una organización corporativista de la sociedad civil y la función que se le reconoce a una economía de mercado libre. La evolución posterior dél régim en militar determ ina grandes cambios en esta síntesis conservadora. El ascenso del neo-liberalismo como el sistema de ideas dom inante determ ina la segunda etapa en la evolución del movi miento de ideas conservadoras en Chile. El gremialismo, liderado por Jaim e Guzmán, abandona las líneas centrales del pensamiento corporativista y se pliega sin reservas al neo-liberalismo. Guzmán se distancia ideológica y personalm ente de Lira, cuyas ideas van quedando, a partir de 1974, fuera del ámbito de la discusión constitucional y política. Philippi, en cambio, se com prom ete claram ente con el neo-liberalismo. Para el nacionalismo, por otra parte, las consecuencias son ambiguas. La concentración de poderes dictatoriales en la figura autoritaria de Pinochet y el rol predom inante que adquieren las fuerzas militares satisface su program a. Pero la implantación de un modelo de economía abierta y la eliminación del proteccionismo debilitan considerablemente el papel del Estado productivo, que también ha sido una aspiración secular del nacionalismo. Es claro, en todo caso, que en esta segunda etapa de su evolución, el pensam iento conservador ya no se escinde en las encontradas concepciones corporativistas y nacionalistas. El último vestigio corporativista se extingue en 1983 cuando el gremialismo decide organizarse como partido político. El nacionalismo, por su parte, parece cobrar nueva vida alentado por la crisis económica de comienzos de la década del 80. Pero pasada la crisis, tam bién pierde terreno, quedando relegada a segundo plano la apología de Góngora en favor del Estado. Al térm ino de la dictadura de Pinochet, e iniciada la transición hacia la democracia, el neo-liberalismo aparece fir m em ente emplazado como el ideario dom inante al interior del sistema de ideas conservadoras en Chile.
II Este trabajo recoge una investigación que los dos autores iniciaron en 1974 y que ha continuado desarrollándose con distintas vicisitudes hasta la ac tualidad. Ello explica el carácter de este texto que se expresa en ensayos escritos en períodos distintos. Algunos de estos ensayos ya han sido publi cados y se re-editan con im portantes modificaciones, que los actualizan pero no los alteran sustancialmente. Con esto esperamos comunicar al lector una impresión del conjunto de nuestro trabajo de investigación. Otros se publi can aquí por prim era vez y buscan completar nuestra visión sobre el p e n samiento conservador chileno. La unidad de estos seis ensayos está dada desde luego por un tema común: el desarrollo de un pensamiento conservador chileno en el siglo X X . Enfocamos este tem a desde una perspectiva filosófica que subraya el aspecto argum entativo de un discurso inmerso en la particularidad del acontecer histórico. Aunque los pensadores estudiados no son, con la excepción de Lira, estrictamente filósofos, nos parece que los temas que desarrollan tienen ciertam ente un vector filosófico. En este sentido he mos fijado nuestra atención en cuestiones epistemológicas, como lo es la típica oposición conservadora al constructivismo legal y político, y la a fir mación hayekiana de la primacía del conocimiento práctico. Tam bién dis cutimos ciertas categorías propias de la filosofía social y política conserva dora, como las críticas al liberalismo, al individualismo y a la democracia, y el uso de categorías como autoridad, poder político y social, tradición, le gitimidad, organismos intermedios, etc. Nos hemos concentrado particularm ente en los cinco autores elegidos porque, nos parece, su obra es el principal aporte para la constitución de un pensam iento conservador en Chile. Es necesario reconocer que estos autores han intentado también aplicar ideológicamente su pensamiento a las circunstancias históricas en que han vivido. Nuestro trabajo no descarta esa proyección ideológica. La consideramos, sin embargo, sólo en cuanto sirve para esclarecer su posición teórica. De igual m anera incluimos un estudio de otros autores conservadores chilenos cuya función intelectual ha sido principalm ente la de aclarar, exponer y aplicar ideológicamente las tesis elaboradas por esos pensadores. Esta tarea de divulgación, aunque muy im portarte en sí misma, la tomamos en cuenta tam bién sólo en la m edida en que pueda aclarar el sentido de la producción intelectual de los primeros. Es en publicaciones teóricas como las revistas Estudios, Estanquero, Portada y Estudios Públicos, el diario El Mercurio, el semanario Qué Pasa, y tam bién en documentos oficiales, como la Declaración de Principios del Gobierno de Chile, donde se expresa principalmente esa actividad. El prim er ensayo estudia el pensamiento de Edwards, quien nos parece ser el fundador de esta corriente de ideas en Chile. A partir de una postura, que podríam os caracterizar como próxima al conservantismo liberal, el con-
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servantismo de Edwards adopta en los años 20, durante el período dom inado por la presencia del Coronel Ibáñez, un giro revolucionario. El ensayo siguiente está dedicado a Encina. Con este autor se definen más claramente las tesis nacionalistas esbozadas por Edwards. Se analizan dos períodos de la obra de este autor. El prim ero muy influido por Spencer y con un gran impacto en el em presariado y las ideas educacionales de la época, y el segundo caracterizado por la influencia de la misma obra de Edwards de quien Encina recoge una visión spengleriana. El tercer ensayo examina el pensamiento de Eyzaguirre y el desarrollo del corporativismo en Chile, difundido principalm ente a través de la revista Estudios. A este ensayo se ha agregado un breve apéndice que responde a observaciones críticas for muladas por el profesor Gonzalo Vial a un artículo anterior sobre el tema. En el ensayo siguiente se analiza el renacer del conservantismo como una ideología que comienza a difundirse a fines de los años 60 y comienzos de los 70 a través del diario El Mercurio y las revistas Qué Pasa y Portada. Observamos aquí cómo la ideología neo-liberal logra una concordancia te mática con un corporativismo renovado que se expresa en el Movimiento Gremialista. El quinto ensayo estudia el pensamiento conservador de Os valdo Lira y la síntesis conservadora que se manifiesta ideológicamente en la Declaración de Principios del régim en militar que se instala en 1973. El texto de la Declaración representa su documento fundacional. Finalmente, el último ensayo estudia la obra m adura de Góngora y su reacción ante el predom inio ideológico del neo-liberalismo. El esfuerzo de Góngora por restaurar la idea de Estado nacional y un examen de las reflexiones de Góngora acerca de la noción de pensamiento conservador en general, y en particular, acerca del conservantismo chileno concluyen el argum ento de este libro. Cada ensayo es obra individual de cada autor. En sus líneas fundam en tales, sin embargo, el argum ento que aquí se desarrolla es fruto de un trabajo en común. A pesar de las inevitables diferencias de puntos de vista y estilo, y de las distintas circunstancias en que fueron escritos, la lógica del tema mismo fue confiriéndole al conjunto de estos ensayos su unidad. Dos a r tículos ya publicados sobre este mismo tema (Cristi & Ruiz, 1986; 1991), y que hemos escrito conjuntam ente siguiendo esta misma línea de presenta ción, han sido u n gran aliciente para em prender la publicación de este libro. Innum erables horas de intensas discusiones y una nutrida correspondencia a lo largo de estos años han servido para eliminar nuestros errores más egregios y alternativam ente anim ar o m oderar nuestras retóricas. Agradecemos a Patricia Bonzi, H um berto Giannini, Rafael Hernández, Sonia Sáenz, Olga Grau, Gonzalo Catalán, Claudio Durán, Peter Landstreet, A rm ando de Ramón, José Miguel Arteaga y al recordado profesor C.B. M acpherson por su inestimable apoyo a esta investigación en su etapa inicial. En un segundo momento, el apoyo de Alfredo Riquelme como asistente de investigación resultó esencial, especialmente en lo que concierne a la con-
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textualización histórica de los diferentes ensayos. Posteriormente, largas e intensas conversaciones con Rodrigo Alvayay, Patrick Cingolani, Sofía C o rrea, Enrique D’Etigny, Stéphane Douailler, José Fernando García, Marcos García de la H uerta, Cristián Gazmuri, Bernard Manín, Chantal Mouffe, Jorge Nef, Pilar Vergara, Patrice Verm eren, y nos sirvieron enorm em ente para enriquecer y esclarecer nuestro argum ento. Agradecemos igualmente la generosa colaboración de Vasco Castillo, Javier Couso, Cristóbal Marín y Tomás Vial. Quisiéramos, por último, expresar nuestro reconocimiento a la valiosa ayuda prestada por la profesora Patricia Arancibia, por los profesores Jaim e Castillo Velasco, A rturo Fontaine Aldunate, Julio Philippi, Fernando Silva Vargas y Gonzalo Vial, por m onseñor Jorge H ourton y el padre Osvaldo Lira. La Ford Foundation, el Social Sciences and Humanities Research Council of Cañada, el Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea de la Universidad, Academia de Humanismo Cristiano y Wilfrid Laurier University contribuyeron con fondos para el financiamiento de las investigaciones que son la base de este libro. La Embajada de Francia y el Instituto de C oope ración Iberoam ericana han contribuido a hacer posible su publicación.
E N SA Y O I
El pensam iento conservador de Alberto Edwards Del conservantism o liberal al conservantism o revolucionario1 Renato Cristi
En el Prólogo a la octava edición de La fronda aristocrática, Mario Góngora señala los dos aspectos más controvertidos de la obra de Alberto Edwards: su conservantismo político y la visión interpretativa global que funda su elaboración historiográfica (Góngora, 1982: 14). Góngora da por supuesto su conservantismo político y no intenta definirlo. Piensa posiblemente en su práctica política como miembro activo del Partido Nacional durante la república parlam entaria, luego miembro de Unión Nacional, un movimiento de renovación nacionalista fundado en 1913 (Vargas Carióla, 1975), y más tarde como apologista y eminencia gris de la dictadura de Ibáñez entre 1927 y 1931. Pero es más explícito con respecto al segundo aspecto. Lo que llama “visión interpretativa global” la define a partir de lo que Meinecke entiende por “dilettandsm o” (Góngora, 1982: 13-14). Se trata de una elevación de la m irada histórica más allá del examen detallado del material documental. El dilettante no rechaza el dejarse guiar por ideales reguladores o aun por apreciaciones intuitivas acerca del rol genial de ciertos individuos excepcio nales. Edwards es ciertam ente un historiador. Góngora sin reservas lo califica como “el mejor historiador de la época republicana” (Góngora, 1981: 45). No me interesa aquí, sin embargo, estudiar su producción historiográfica en cuanto tal, sino el sistema de ideas que lo sostiene; es decir, estudio la “visión interpretativa global” que dirige su producción historiográfica. Si con la noción de conservantismo político Góngora pretende apuntar hacia aquellos compromisos prácticos en la actividad de Edwards y por medio de la noción de “dilettantismo” caracteriza el lado más teórico de su actividad, fusiono estos dos aspectos en la idea de pensamiento conservador. Coincido, en este punto, con la distinción elaborada por M annheim entre “tradicio nalismo,” es decir, una actitud subjetiva e inconsciente frente al cambio social, y “pensam iento conservador” que él mismo define como una postura razonada y consciente, y que se expresa como concepción sistemática del m undo (Mannhein, 1927: 157-8). Ahora bien, el proyecto que guía ia tota lidad de la obra de Edwards en tanto que pensador conservador busca, por una parte, desarticular el dominio avasallador que las ideas liberales y de mocráticas tienen en Chile, y por otra parte, en tanto que el liberalismo
1 Este ensayo fue publicado originalm ente en la revista Estudios Públicos, n ú m ero 4, Prim avera de 1991.
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democrático ha contribuido al desprestigio del principio de autoridad, su proyecto busca el pleno restablecimiento de tal principio. Un Estado au tó nomo, presidido por un ejecutivo fuerte, es la proposición que más clara m ente destaca en su arsenal de ideas. C uando Edwards comienza a elaborar su proyecto, la legitimidad d e mocrática y el liberalismo son los factores determ inantes de la institucionalidad pública chilena. La defensa de tal legitimidad no ha tenido que acudir a elaboraciones sistemáticas en los ámbitos de la epistemología, la filosofía moral o la filosofía política. De alguna m anera, la tarea fundacional de los liberales chilenos del siglo X IX no precisa de un desarrollo tan amplio y sistemático como el liberalismo en Europa. Ello se debe, en prim er lugar, a que los liberales chilenos entran en la escena relativamente tarde, cuando la tram a filosófica que sostiene al ideario liberal ya ha sido elaborada d e ta lladamente. Y en segundo lugar, porque la Independencia de Chile, es decir, aquel suceso histórico que define la esencia misma de Chile como nación, aparece como un hecho fundam entalm ente republicano y liberal; es decir, es un hecho consumado que no puede interpretarse de otra m anera que como una ru p tu ra em ancipadora con una tradición de obediencia y lealtad a una autoridad establecida. En este sentido, coincido con Collier cuando afirm a que, en el período que va desde 1810 a 1830, “la vieja ortodoxia basada en la lealtad hacia la Corona y la obediencia a las a u to ri dades peninsulares es reemplazada por la ortodoxia contem poránea del liberalismo individualista” (Collier, 1967: 129). Para liberales como Lastarria, Barros Arana, Vicuña Mackenna y Amunátegui, el combate contra el conservantismo portaliano se simplifica enorm emente. Sólo tienen que apuntar un dedo historiográfico hacia el hecho de la Independencia. En Chile, al revés de lo que sucede en Europa, el liberalismo no tiene que luchar contra la persistencia de una legitimidad monárquica, contra senti mientos dinásticos acendrados, contra la noción de deberes naturales. En la noción misma de la Independencia viene incluida la noción de legitimidad democrática y la idea de derechos individuales como algo natural e inalie nable (ibid: 129). No es necesario, por tanto, que el liberalismo en Chile adopte una postura filosófica. Y no debe sorprender que el movimiento em ancipador chileno no haya “producido un solo tratado sistemático de política que pueda ser considerado como una expresión fiel de la ideología revolucionaria” (ibid: 132). A los liberales chilenos les basta con la historia, es decir, les basta con rem em orar historiográficamente el hecho republicano y liberal de la Independencia de Chile, para ganar de palmo a palmo su argumentación. Edwards es quien por prim era vez se enfrenta con el liberalismo y la democracia criollas en el único terreno posible para el combate —la historia de Chile. Inicia así un revisionismo histórico conservador que luego prose guirán Encina e Eyzaguirre (ibid: xii), y más recientemente Mario Góngora y Gonzalo Vial. Este revisionismo involucra, en el caso de Edwards, un
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fondo de ideas que en una prim era época se asienta en su lectura de autores como Burke, Constant, Macaulay, Bagehot y Comte, y en una segunda época, en la influencia de Spengler. La extraordinaria coherencia y elégante simplicidad del argum ento elaborado por Edwards son engañosas. Me pa rece que Góngora, a partir de su propia elaboración teórica, ha penetrado hondam ente en el sentido de su labor historiográfica y ha percibido la articulada tram a conceptual sobre la que reposa. Este trabajo considera la obra teórica de Edwards en su conjunto y supone que ella expresa una intención matriz que determ ina la unidad y continuidad de su proyecto. Edwards, en su rol como portavoz y a la vez crítico de la aristocracia chilena, percibe su declinación política, busca la causa del mal que la aqueja y aconseja la prescripción salvadora. En último térm ino, la causa de la decadencia política de la aristocracia se encuentra en su capitulación ideológica frente al liberalismo chileno, un liberalismo que en general ha tendido a com pro m eterse con la democracia. Su hegemonía ideológica se manifiesta política m ente con la imposición de un régim en parlam entario y un debilitamiento de la autonom ía estatal. Esto ha contribuido a un relajamiento de la disciplina social en la clase dom inante y ha abierto peligrosos canales de expresión democrática a las clases subordinadas. El liberalismo chileno tiene poco que ver con el liberalismo clásico europeo. Edwards estima que es un erro r pensar que “las ideas de los apóstoles y precursores del liberalismo chileno fueron el simple reflejo de las ideas de los filósofos y publicistas del pasado siglo.” Por el contrario, “examinando de cerca unas y otras doctrinas, se descubre pronto que los sistemas europeos sufrieron en la m ente de nuestros reform adores políticos transformaciones substanciales” (Edwards, 1932: 238). Así, por ejemplo, Lastarria, “lector de Comte,” percibe solamente su tendencia democrática, pero filtra el hecho de que Comte sea “partidario de la democracia bajo un dictador” (ibid: 238). El liberalismo chileno conlleva un ingrediente democrático que es necesario eliminar. Igualm ente, la ver sión chilena del parlamentarism o nada tiene que ver con el sistema parla m entario inglés, el cual concentra en el gabinete ministerial poderes ejecu tivos casi absolutos. El gran error de la aristocracia en 1891 fue desembarazarse del ejecutivo poderoso que la república había heredado de Portales. Se equivoca al pensar que con ello favorecía sus intereses sociales. Por el contrario, Edwards estima que un Estado fuerte, autoritario pero no oligárquico, es la mejor defensa de los intereses aristocráticos y expresa su propia convicción cuando afirm a que “para los estadistas conservador es... el ideal era un absolutismo superior a la sociedad, y aun a los elementos que le daban fuerza” (ibid: 403). Esta continuidad en la polémica que Edwards sostiene contra el libera lismo y en su afirmación de la idea de autoridad, no es incompatible con una evolución en su m anera de ver las cosas, que implica a su vez una fuerte revisión de sus compromisos políticos. Esto es natural en una actividad política y literaria que se extiende por lo menos desde 1903, fecha de su
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primera publicación im portante, hasta su m uerte en 1932. Distingo así dos etapas en la evolución de su pensamiento. La prim era se define por una búsqueda de la form a política que mejor exprese y contribuya a la consoli dación del predom inio social de la aristocracia. En Chile ese predom inio supone el desarrollo sin trabas de la actividad comercial. Ahora bien, E d wards determ ina que la form a política de una sociedad mercantil libre implica un reforzam iento de la autoridad estatal. Ello se ha logrado por m edio de la dictadura legal de los Presidentes, representada en su mejor form a por Prieto, Bulnes y Montt, aunque Edwards también apoya la idea de un parlam entarism o a la inglesa, es decir, encabezado por un Gabinete fuerte. El pensamiento que lo guía se funda en el ideario conservador-liberal de una serie de pensadores que intentan una análoga síntesis de las nociones de libertad y orden (Diez del Corral, 1973; O ’Sullivan, 1976; Cristi, 1989). La segunda etapa involucra una radicalización de su postura. Edwards observa con aprensión cómo en 1920 el potencial democrático del p arla m entarismo se actualiza al perm itir el acceso de la clase media al poder político. La entrada de los militares a la escena política en 1924 le dem uestra que el desafío de las clases subordinadas que ahora ascienden tendrá que contrarrestarse con una dictadura de nuevo cuño. En 1927 cuando asume el poder suprem o el Coronel Ibáñez, Edwards no busca ya insertar este experim ento político en la tradición chilena. Esta estaba determ inada fu n dam entalm ente por lo que Edwards denom ina la “fuerza espiritual” de la aristocracia. Pero el liberalismo democrático ha socavado esa fuerza espiri tual y es causa de la decadencia aristocrática y de su pérdida de legitimidad. El “gran servicio” que presta Ibáñez es “la reconstrucción radical del hecho de la autoridad” (Edwards, 1928: 279). El reconocimiento del puro “hecho de la autoridad” es necesario en vista de la carencia del apoyo que ha brindado tradicionalm ente la única agencia social que Edwards considera legítima - la aristocracia. Este giro hacia la pura política, esta afirmación revolucionaria de la facticidad, debe interpretarse como elemento integral del pensam iento conservador de Edwards. La liquidación del dominio oli gárquico revela la extinción de la fuerza espiritual aristocrática. Invadido po r un temple de ánimo pesimista, acepta el papel de los militares como único medio para evitar la anarquía y el vacío moral. Edwards no vacila frente al giro que adquiere su argum entación que ahora auspicia no la legitimidad sino la dictadura (Schmitt, 1922: 83). La lectura del libro de Spengler, La decadencia de Occidente, es determ inante en este giro. Si su aplicación de las categorías spenglerianas al caso chileno es a-sistemática y no mecánica (Gazmuri, 1976: 71), ello se debe a que el conservantismo es un fenóm eno esencialmente nacional (Greiffenhagen, 1979: 611), y por lo tanto, difícilmente transferible. Este ensayo se divide en cuatro secciones. En las dos primeras, concentro la atención en aquellos aspectos biográficos que subyacen a la evolución del pensam iento de Edwards. Evidentemente, cuando se habla de evolución de
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un pensam iento no es posible ignorar la situación histórica que marca sus puntos de flexión. Un pensamiento político, particularm ente si porta, como es el caso de Edwards, un m arcado sello conservador, liga estrecham ente su aspecto más teórico al momento histórico de su realización. Edwards, por lo demás, se identifica claram ente con la vida y destino de la aristocracia chilena de comienzos del siglo XX, por lo que resulta natural que la evolución de esta última m arque también una evolución en su propia vida y reflexión histórica. Las dos últimas secciones de este trabajo examinan propiam ente el pensam iento conservador de Edwards, es decir, la conceptualización que subyace a su elaboración historiográfica. No hay en Edwards una reflexión de tipo metodológico o epistemológico que fundam ente filosóficamente su conservantismo y la evolución que experimenta. Pero a través de la tram a historiográfica que expone se pueden entrever tanto la arquitectura con ceptual que Edwards com parte con los pensadores conservadores europeos que ha leído, como su intento de transferir sus argum entos a las circuns tancias chilenas. Las dos etapas biográficas que he distinguido corresponden así a dos momentos del pensamiento conservador europeo: el conservan tismo liberal de Burke, Constant y Tocqueville, y el conservantismo revo lucionario de Spengler y Schmitt (Mohler, 1988).
1. Edwards y la República Parlamentaria El suceso que marca la juventud de Alberto Edwards es la guerra civil de 1891. T iene 16 años cuando con su prim o Agustín Edwards McClure, de 13 años, edita un panfleto clandestino, La buena causa, en favor de la facción anti-balmacedista. Posiblemente la actuación decisiva del padre de este prim o suyo, Agustín Edwards Ross, miembro del Partido Nacional y líder en la cam paña revolucionaria contra Balmaceda, lo induce a participar en la vida política desde tem prana edad. Lo hace como miembro del Partido Nacional. Este partido, fundado en 1857 por los partidarios de Montt y Varas, repre senta una línea política que propicia una irrestricta libertad de comercio y, a la vez, un Estado autoritario que limita severamente las libertades políticas. Loveman llama a los nacionales “conservadores seculares”, por oposición a los conservadores ultram ontanos (Loveman, 1988: 164). En consonancia con su lema “Libertad dentro del O rden,” defienden esa síntesis de ideas liberales y conservadoras que en Francia representa el liberalismo doctri nario de Constant, Royer-Collard, y más tarde Tocqueville (Diez del Corral, 1973). Edwards y los doctrinarios franceses com parten una gran admiración por Burke, para quien la única libertad posible es “una libertad que esté unida al orden, que no sólo exista a la par que el orden y la virtud, sino que de ninguna m anera exista sin ellos” (Burke, 1774: 66). Es también Burke quien afirm a en una carta a un corresponsal francés :je suis Royaliste, mais Royaliste raisonné.Je ne suispas fanatiquepour les Rois (Burke, 1792: 263).
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La fórm ula política que adopta Edwards para evitar los faccionalismos sociales, favorece la combinación de una sociedad civil liberal, que perm ita una irrestricta libertad de comercio, y un Estado conservador autoritario, que asuma la totalidad del poder político. La existencia de un Estado fuerte ¡ no implica en absoluto su intervención en la esfera económica. Edwards .certifica el fracaso de la intervención estatal cuando intenta regular los intereses privados. Concuerda con Courcelle Seneuil, quien durante la crisis de 1861 rechazara las “medidas artificiales” que se intentaban aplicar, “d e m ostrando en form a clara y sin réplica que las verdaderas causas del desastre económico escapaban a la acción de los poderes públicos, y no podían ser rem ediadas con expedientes artificiosos” (Edwards, 1932: 375). La realiza ción concreta de la fórm ula política propuesta por Edwards es el gobierno inglés. Describe, po r ejemplo, en los siguientes términos el ministerio de Canning de 1827: “aristocrático y conservador en ciertos aspectos, pero liberal y progresista en otros” (Edwards, 1943: 118). Es esta misma síntesis de liberalismo y conservantismo, es decir, un Estado fuerte para proteger el libre comercio, la que determ ina su interpretación del régim en que se instaura a partir de la reacción pelucona de 1829. “Si se estudia atentam ente el movimiento de ideas, en aquellas prim eras horas de la reacción de 1829, es fácil darse cuenta de que en el peluconismo de entonces existía ya en germ en, no sólo el espíritu ultraconservador y autoritario que representaron más tarde Egaña, Tocornal y Montt sino también las aspiraciones al progreso político dentro del orden, en una palabra el liberalismo nuevo” (ibid: 103). Pero Edwards tam bién tiene familiaridad con los teóricos que elaboran este modelo conservador-liberal. Demuestra, por ejemplo, tener un conocim ien to muy preciso de la concepción política de Constant. En oposición a Las tarria, quien lo ve como un liberal demócrata, Edwards piensa que Constant es “liberal individualista y parlamentario, pero monárquico, partidario de una Cám ara Alta y del sufragio restringido.” El error de Lastarria es que “extrajo de [Constant] lo que en él había de desconfianza hacia el poder absoluto y hacia el Estado en general; pero no su espíritu aristocrático, censitario y reálista” (Edwards, 1932: 238). Al térm ino de la guerra civil, los grandes ganadores, en términos es trictam ente políticos, son los conservadores ultramontanos y aquellos libe rales opuestos al autoritarismo presidencial. Un nuevo régimen, que con centra poder político en el Parlamento en desmedro del poder antes “sustentado por los Presidentes, queda firmem ente establecido. Lo que se derrum ba es la dictadura legal de los Presidentes instaurada por Portales. Las ganancias de los nacionales son ambiguas, puesto que ha sido el modelo político sustentado por el Partido Nacional el que ahora se encuentra en bancarrota. Los conservadores que aparecen como los principales vencedo res no tienen nada que ver con los viejos conservadores que triunfan en Lircay y gobiernan con Prieto, Bulnes y Montt. Los nuevos conservadores son ultram ontanos que han intentado diluir el poder absoluto de los Presi
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dentes. Su program a incluye el establecimiento de la comuna autónom a, una form a de corporativismo entroncada con la thése nobiliaire. Pero más im portante es la traducción política que hacen de esta tesis social. Los con servadores buscan la dominación del Ejecutivo por parte del Parlamento. Su triunfo significa la exacta contram oneda del régim en balmacedista. Este intentaba reform as democrático-sociales desde arriba, es decir, desde un Estado poderoso que se apartaba del incipiente desarrollo democrático-político de los últimos años (Zeitlin: 1984). El movimiento conservador triu n fante el 91 perfecciona la democracia política en Chile sólo para sacrificar los notorios avances democrático-sociales del balmacedismo. Balmaceda ha bía asumido la totalidad del ideario político portaliano, es decir, un gobierno fuerte y autoritario, para im poner desde allí su particular visión de desarrollo social y económico para Chile. El pensamiento de Alberto Edwards se origina a partir de la ambigüedad que encarna la acción del Partido Nacional en esta encrucijada histórica. Edwards publica su Bosquejo histórico de los partidos políticos chilenos en 1903. Su punto de partida es precisamente su conciencia de que los revo lucionarios del 91, ju n to con desbaratar el proyecto socio-económico de Balmaceda, han puesto fin a la dictadura legal portaliana. El Bosquejo no es un estudio puram ente teórico de la estructura partidaria chilena, ni un catastro empírico de los partidos existentes a la fecha. M ediante un análisis crítico-histórico explora, más allá de los program as o idearios contingentes, el origen del parlamentarism o en Chile. Una intención fundam ental deter mina toda la producción de Edwards en este prim er período. Busca la reform a del régim en parlam entario tal como se manifiesta en Chile a partir de 1891. Esta reform a, para ser realista, tiene que tom ar en cuenta la estructura de los partidos políticos chilenos. Lo que intenta concretam ente es una reform a en la estructura y actividad de la vida partidista. Lo que hace falta, escribe Edwards, son “partidos poderosos, para la formación de los cuales sería necesaria o la definitiva disolución de los que ahora existen, o la fusión de varios de ellos en dos o tres grandes agrupaciones” (Edwards, 1903: 10). Pero al concluir su argum ento en el Bosquejo m uestra sus objetivos políticos en toda su amplitud. Más allá de la formación de partidos poderosos Edwards aspira a la formación de un Estado fuerte en cuyo ápice se en cuentre un Presidente poderoso, secundado por un partido disciplinado que canalice y exprese los intereses sociales dominantes. El objetivo básico que guía la obra de Edwards es una radical reform a política del régim en im perante en Chile. En 1903, cuando Edwards publica el Bosquejo, Germán Riesco ocupa la Presidencia. D urante su m andato se hace evidente la paralización guberna tiva que significó el régim en parlam entario en su versión chilena. Gonzalo Vial, un historiador contem poráneo de tendencia conservadora-liberal aná loga a la de Edwards, piensa que con Riesco “[t]odos los vicios del parla m entarismo se agudizaron hasta el frenesí...[L]a gama íntegra de fallas que
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hemos visto apuntar bajo Montt y Errázuriz...se volvió ahora un torrente inatajable” (Vial, 1982: 321). Riesco, por ejemplo, tiene 17 ministerios, p ro ducto del malabarismo estéril de las facciones políticas. Esto haría, por fuerza, dificilísimo el logro de tareas políticas substantivas. A los Presidentes “se les había quitado el poder, mas se les responsabilizaba por no usarlo” (ibid: 320). Edwards, por su parte, describe en los siguientes términos el estado de ánimo de los chilenos en 1905. “Fatigada la opinión de una política de timideces e indecisiones, de anarquía y desorden... buscó en el señor [Pedro] Montt un contraste, un carácter, un hom bre” (Edwards, 1912: 13 de agosto). Pedro Montt, líder del Partido Nacional, encarnaba para sus adherentes, la tradición autoritaria de Manuel Montt, su padre. Un destello de esperanza brilla a los ojos de Edwards. “En 1905 éramos más felices que hoy: entonces creíamos en un hombre; ahora ya no creemos en ninguno” (Edwards, 1912: 13 de agosto). A los pocos meses, sin embargo, el sistema parlam entario se encarga de “embotellar” (Edwards, 1912: 26 de agosto) la gestión de Montt. Es interesante notar que Edwards descubre una falla en el equipam iento ideológico de Montt: su fe ciega dogmática y unilateral en un liberalismo democrático y anti-estatista. En el origen de todo esto está la tarea de los ideólogos en las universidades. Según Edwards, “la U niver sidad de Chile, o más propiam ente, el curso de Derecho, estaba entregada por completo a la autoridad de los ideólogos” (Edwards, 1912: 13 de agosto). En tal escuela de pensamiento se había form ado Montt. Su credo ideológico sostenía “la soberanía del pueblo, los derechos inalienables del hom bre, el respeto absoluto de las iniciativas individuales, la ineficacia y malignidad de la acción pública.” Edwards contrapone a esto su profesión de fe conserva dora, que no se basa “sobre el cimiento harto deleznable de la razón pura,” sino que toma en cuenta “las enseñanzas positivas de la experiencia,... el arte de las oportunidades,... las exigencias de los diversos medios sociales” (Edwards, 1912: 13 de agosto). Toda la producción historiográfica de Edwards en este prim er período tiene idéntico objetivo. La organización política de Chile, que reúne ensayos publicados entre 1913 y 1914, estudia la fundación del Partido Pelucón. Este es el partido que auténticamente representa el autoritarismo de Portales que introduce en Chile lo que Edwards llama “la dictadura legal” de los Presidentes. El gobierno de don Manuel Montt explora, en cambio, las causas de la división del Partido Pelucón durante el gobierno de Montt. La génesis de la estructura partidaria que sofoca y paraliza la vida política de 1903 se rem onta a 1857. En esa fecha, el auténtico espíritu conservador comienza a diluirse y el liberalismo/político, que intenta desbatarar la autoridad p r e sidencial, levanta cabeza. El Partido Nacional, es decir el montt-varismo, es el auténtico heredero de ese espíritu conservador. En suma, la producción de Edwards a lo largo de toda esta prim era época es uniform e en cuanto a su intención básica. No es necesario examinar separadam ente las obras mencionadas.
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La entronización del régimen parlam entario ha traído consigo la para lización gubernativa y el interminable juego partidista. Este es, sin embargo, sólo un síntoma de superficie que requiere un análisis más profundo. Las causas de la esterilidad política tienen una raíz social. Edwards fija su aten ción en el papel de la aristocracia, que a sus ojos es el agente social más importante. Siente por ella una profunda admiración. El Estado chileno se funda en el apoyo que ésta le brinda. Sin embargo, esta aristocracia sólo puede ser su apoyo, su base material fundante. Sobre ella debe erigirse un Estado independiente que la someta, discipline y cohesione. Edwards la m enta que en el período post-Balmaceda la aristocracia haya devenido oli garquía. Gomo tal, ha eliminado la autonom ía del Estado, cuya función es precisamente evitar su desintegración como clase social. “No es lo mismo constituir la fuerza moral, apoyo de un gobierno, que gobernar. La oligar quía era capaz de lo prim ero, pero probablemente no de lo segundo. Ne cesitaba un punto de apoyo, un núcleo de cohesión colocado sobre ella misma, en una palabra, un poder que la dirigiera y encauzara, aun cuando de ella tom ara su fuerza” (Edwards, 1943: 115). Una aristocracia no sometida a un poder superior pierde la posibilidad de ser dirigida desde arriba y tenderá a dividirse en faccionalismos estériles. El discurso que pronuncia Edwards en la Convención del Partido Na cional en 1910 tiende a confirm ar el objetivo básico que le atribuyo. Se trata de un discurso sorprendentem ente teórico, si se toma en cuenta la ocasión en que fue presentado. Es, en verdad, una bien articulada defensa del parlam entarism o inglés, que nada tiene que ver, según Edwards, con el régimen parlam entario practicado en Chile. “...El régimen parlamentario, [es] por desgracia hasta hoy en Chile mal com prendido y peor practicado” (Edwards, 1910: 46). Edwards rechaza al cesarismo como históricamente sobrepasado. César descubrió una gran idea: el poder absoluto para quienes gobiernen. Pero, reconoce Edwards, “la época del cesarismo ha pasado” (ibid: 46). Su argum ento de fondo es una refutación de la idea de Montesquieu acerca de la separación de poderes. El poder político debe m onopo lizarse en manos del Parlamento, un Parlamento, sin embargo, a la inglesa, es decir, que concentre el más absoluto de los poderes en el Gabinete (ibid: 48). El Parlam ento como tal no tiene poder ejecutivo, y también pierde en gran m edida su poder legislativo. “Inglaterra...ha consolidado enérgica m ente la autoridad de los Gabinetes, y el Parlamento, no sólo carece de toda intervención administrativa, sino que ha perdido también el ejercicio libre de sus facultades legislativas y fiscalizadoras” (ibid: 48; Diez del Corral: 120). En Chile, en cambio, “las Cámaras conservan íntegro el poder legis lativo...” (Edwards, 1910: 48). Y de aquí que el poder de los Gabinetes sufra de tantas limitaciones y se m uestren incapaces de una acción de gobierno efectiva. “Los Gabinetes se encuentran maniatados...” (ibid: 49). Y esto resulta anatem a para Edwards, para quien “el absolutismo es una necesidad” (ibid: 48). La fórm ula política salvadora es, según Edwards, la dictadura
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legal de la mayoría parlam entaria con respeto formal a la acción fiscalizadora de la minoría. La solución que propone Edwards es una política conservadora-liberal que guarda una gran semejanza a las propuestas políticas de los doctrinarios en Francia. Se trata, en definitiva, de constituir u n Estado que sirva los intereses de la aristocracia. La revolución del 91 demostró con claridad la profunda división en la clase dom inante. Es, sin duda, una aristocracia m oderna con intereses económicos conflictivos. Ahora bien, estos inevitables conflictos, que configuran la clave del dinamismo propio de la sociedad civil, son inofensivos si no desbordan la esfera social. Cuando Edwards considera a la aristocracia como un todo social, ella aparece perfectam ente integrada, hom ogénea y solidaria consigo misma. Sólo cuando se sale de este cauce social y asume un papel político, los conflictos internos trizan su unidad externa. Un Estado autoritario, al concentrar el juego político en sus manos, le rinde el máximo servicio a la aristocracia. En 1830, Portales desbarata las pretensiones oligárquicas de la aristocracia e instala un dic tadura constitucional. Con ello se consolida el poder social integrado de esa aristocracia y perm ite una concurrencia no politizada. En 1891, los conser vadores ultram ontanos y sus aliados desencadenan el dram a de esa misma aristocracia al conquistar la cima del poder político. Las estériles luchas políticas que entraban fatalmente al gobierno presagian la desintegración social de la aristocracia. El autoritarismo de Edwards está tem plado en esta prim era época por esa inquebrantable fe aristocrática. No aparece todavía el pesimismo, el escepticismo que marca la segunda época, cuando su fe en la aristocracia chilena como tal se someta a una prueba devastadora. El argum ento que elabora Edwards en contra del régim en de gobierno parlam entario es histórico. Busca esencialmente dem ostrar que éste no se aviene con la tradición chilena, una tradición que se rem onta más allá de su Independencia hasta alcanzar el régim en colonial mismo. Se pueden distinguir dos aspectos en la estructura de su argum ento. Por una parte, buscará en la historia de Chile una línea de continuidad que afirm e la noción de autoridad. Desde la Colonia hasta Balmaceda la autoridad estatal se ha centralizado en manos de un ejecutivo fuerte. Con Portales, piensa Edwards, esa autoridad se ha despersonalizado en buena parte y un Estado de derecho, en el que im pera Lex y no Rex, se ha impuesto. Todos los Presidentes chilenos, en mayor o m enor grado, han dispuesto de una dosis de autoridad muy grande, aunque en algunos casos no hayan hecho manifiesta esa autoridad. Balmaceda, en esta interpretación, ha sido un Presidente autoritario en la tradición chilena, pero ha saltado por encima de los márgenes constitucio nales. Al violar el Estado de derecho, ha roto la continuidad autoritaria fundada por Portales. Por otra parte, Edwards fija su m irada en los m o mentos en que esa continuidad se ha interrum pido. Estos son períodos escasos en los que aflora la anarquía y el desgobierno. Anarquía es lo que caracteriza el período parlamentarista. Que rija un Estado de derecho no
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es suficiente. La soberanía no puede residir en entidades abstractas como la Constitución o la Nación. Debe encarnarse en una persona que concentre las decisiones políticas últimas. A hora bien, en su oposición a los gobiernos autoritarios, particularm ente en su oposición a Portales, los liberales en Chile son, en último análisis, quienes impulsan el régim en parlamentario. Esto determ ina que la obra de Edwards no sea m era historiografía, pues más allá de su ataque al régim en parlam entario, elabora una aguda crítica al liberalismo que sostiene tal régimen. No se opone Edwards al liberalismo clásico, es decir, el liberalismo económico y social. Pero sí se opone a la particular tendencia que el liberalismo ha adoptado en Chile —un libera lismo romántico, en parte teñido de ideas democráticas y, en parte, de ideas feudales. El liberalismo de Edwards, en cambio, es un liberalismo tory, y como tal no es en absoluto incompatible con una fuerte dosis de royalismo, es decir, con la th'ese royaliste, A continuación examino las líneas generales de la lectura hecha por Edwards del desarrollo histórico chileno desde la Independencia hasta la instauración del régim en portaliano. En la interpretación de este período se despliega la matriz conceptual que m arcará esta prim era época de su obra. Su pensam iento político viene precedido y se funda en una concepción social. Este análisis m uestra su prosapia conservadora en tanto que se orienta en una dirección muy precisa - no cuestiona en ningún momento el rol decisivo y prom inente de la aristocracia chilena. El juego político de los partidos y de las personalidades más fuertes se explican por su relación instrum ental a los designios fundam entales de esa clase. Aunque estamos en las antípodas de un pensamiento como el marxista, su análisis histórico tiene un resabio materialista. Esto no debería causar sorpresa ya que el materialismo histórico es una deuda que Marx tiene con los economistas ingleses del siglo XVIII, una deuda que Edwards comparte. Preludia, así, Edwards su estudio de la institucionalidad política en Chile con un análisis social del papel de la aristocracia al m omento de la Independencia. Cuando Chile se independiza de España en 1810 la clase alta dom ina sin contrapesos. Edwards la percibe como poseyendo gran hom ogeneidad. “La clase dirigente fue una, y ya en 1810 formaba, por decirlo así, una sola familia” (Edwards, 1943: 37). Esta misma hom ogeneidad asegura su hege monía sobre el resto de la sociedad. La aristocracia no es ni podía ser desafiada por otras clases. En Chile no existe “otra clase social capaz de equilibrar, siquiera rem otam ente, el poder de la aristocracia” (ibid: 38). El origen de esta hegemonía aristocrática hay que buscarlo en la fusión, ya antes de 1810, de la antigua nobleza conquistadora y la nueva aristocracia mercantil de origen vasco y navarro. Para Edwards, tal hegemonía y la correspondiente “sumisión incondicional del pueblo, constituyen el rasgo más característico y constante de nuestra vida nacional” (ibid: 41). La de bilidad hegemónica de la aristocracia europea explica la explosión revolu cionaria en Europa. Las revoluciones de 1789 y 1848, escribe Edwards,
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"tuvieron su origen en la lucha por el predom inio sobre las nuevas clases medias o burguesa^ y la antigua nobleza” (ibid: 38). En Chile, en cambio, lfl "nobleza conquistadora y militar” del período colonial, “no pudo evitar ser absorbida po r elementos más nuevos”, es decir, “la clase media rica y laboriosa” (ibid: 39). Al m omento de la Independencia, la fuerza social de la aristocracia, por hom ogénea e integrada que fuese, no podía por sí sola m antener su hegemonía. Necesitaba de instituciones que consolidaran y canalizaran esa fuerza. Era necesario, por tanto, que se constituyera en poder político, en “fuerza de gobierno” (ibid: 49). Fue una tarea que O ’Higgins no logró realizar. Edwards no comparte la opinión de Miguel Luis Am unátegui, un crítico liberal que publica en 1853 un estudio en el que O’Higgins se presenta como un déspota. Prefiere la versión de Diego Barros Arana, que difiere de la ortodoxia liberal e interpreta a O’Higgins como un reform ador de buenas intenciones pero atolondrado y autoritario (Yeager, 1981: 122-123). Su error, según Edwards, fue su incapacidad para adaptarse a los verdaderos intereses de la aristocracia. No fue capaz de “agruparla a su alrededor, ni organizaría en form a que pudiera servir de apoyo sólido a su gobierno” (Edwards, 1943: 55). Así, en enero de 1823, esta aristocracia lo “arrojaba como a un instrum ento que ya no presta los servicios que de él se han esperado o exigido” (ibid: 57). A la caída de O ’Higgins, los aristócratas que triunfan, si bien “dom inaban socialmente en el país, no estaban aún organizados como poder político” (ibid: 59). Edwards esboza ya a esta altura su noción de la incapacidad política de la aristocracia, de su impotencia oligárquica. Las “clases conser vadoras” no son aptas para la función gubernativa; en sí mismas, “consti tuyen una excelente m ateria prim a” que sólo “un hom bre em inente o una institución, o en el m ejor de los casos...una fuerza moral poderosa...” podrá organizar o m oldear (ibid: 59). Este período es visto por Edwards como una época fluctuante, de “espontánea anarquía” (ibid: 63), y movida por “el deseo de establecer un régim en constitucional” (ibid: 62). Lo que se busca, en verdad, es reem plazar la soberanía personal de un dictador por la sobe ranía impersonal de una constitución. Pero el curso histórico va a indicar que la falta de un liderazgo efectivo por parte de una cabeza política va a im pedir que una institucionalidad estable armonice las divergencias que comienzan a notarse en el seno de la aristocracia. Edwards no puede dejar de ver que ésta es fundam entalm ente homogénea. Nota “la similitud de intereses y tendencias, los lazos de parentesco”, que estrechan “espontánea m ente a las clases conservadoras” (ibid: 60). Sin embargo, se empiezan a delinear dos claras tendencias divergentes “cuya lucha form ó por largos años la esencia de nuestra historia política” (ibid: 62). Estas representan, por una parte, “el espíritu conservador y tradicionalista”, y por otra parte, “el ideal revolucionario y democrático” (ibid: 62). La facción liberal-dem o crática se reunió en torno a este último ideal.
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La facción liberal buscaba esencialmente un gobierno constitucional, es decir, uno limitado por la ley y respetuoso de la libertad individual (Collier, 1967: 304). Inicialmente, en su reacción a la dictadura de O’Higgins, la aristocracia en su totalidad adoptó una postura liberal. Pero esto no duró mucho tiempo. El debilitamiento de la autoridad ejecutiva pronto dio cabida a una intensa lucha faccional. La aristocracia se dividió entre pelucones y pipiolos. El peluconismo reunió a los grandes propietarios de la tierra, a los estanqueros y a los restos del o’higginismo. La base social de los segundos era aquel sector aristocrático compuesto de “espíritus inquietos y sin con sistencia, tribunos y conspiradores, ideólogos los unos, simples ambiciosos los más” (Edwards, 1943: 62), es decir, los intelectuales. Movidos por un utopismo libertario, éstos tenían “una fe ciega en la virtud de las leyes escritas” (ibid: 64), lo que dio lugar a una serie de ensayos constitucionales que aceleraron el desorden y la confusión. Es interesante notar que Edwards tiene conciencia de la novedad del análisis social sobre el que intenta fundar su estudio histórico. Los historiadores de este período, nos dice, “han des cuidado casi por completo el examen de la estructura social de la época, y han omitido un análisis de los elementos que entraron e n ju eg o ” (ibid: 62). El 4 de octubre de 1829 estalla la reacción pelucona en Concepción. En estos momentos de gran agitación se alza la figura de Portales que aúna las fuerzas conservadoras. Los pelucones triunfan en Lircay en 1830 e imponen un régim en autoritario. No se trata, sin embargo, de una dictadura perso nalista y arbitraria como fue la de O’Higgins. La Constitución que se dicta en 1833 establece la dictadura legal dé los Presidentes. A la autoridad sin ley de O’Higgins le había sucedido la ley sin autoridad de la era pipióla. Una lógica inscrita en las cosas mismas dem andaba la síntesis de autoridad y ley. En esta lógica se fundó la aspiración supra-partidista que encabezó Portales. En ningún caso desecha Portales el ideario liberal en favor de uno ultra-conservador y autoritario. Edwards concibe la obra de Portales como una síntesis liberal-conservadora (ibid: 103). En esto Edwards es fiel a la lectura que Barros A rana hace de la Constitución de 1833. Barros A rana no ve en ella un docum ento despótico y reaccionario. Por el contrario, piensa que la Constitución de Portales toma como modelo la Constitución liberal de 1828 y que sólo refuerza y consolida la centralización gubernativa. Logra establecer así “un delicado equilibrio entre las nociones de libertad y orden” (Yeager, 1981: 129). El régim en conservador-liberal que funda Portales se caracteriza por su extraordinaria estabilidad. Sólo a fines del gobierno de Montt, casi treinta años después de haberse inaugurado ese régimen, presenta la prim era trizadura. Esa estabilidad está fundada en dos elementos. En prim er lugar, está el apoyo que le brinda al gobierno la aristocracia. La hom ogeneidad social de la aristocracia no se altera en la era de los pipiolos. La resistencia con que hizo frente a la dictadura de corte republicano de O’Higgins hizo pensar equivocadamente que la aristocracia era liberal y cerradam ente an-
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ti-ttUtoritaria. Pero Edwards percibe una duplicidad en sus aspiraciones. Defiende un régimen de libertad de comercio, pero un orden social estricto debe garantizar que esta libertad quede contenida en ciertos límites. Así, en el peluconismo de entonces germ ina “no sólo el espíritu ultra-conservador y autoritario que representaron más tarde Egaña, Tocornal y M ontt sino también las aspiraciones al progreso político dentro del orden: en una p a labra el liberalismo nuevo” (Edwards, 1943: 103). Precisamente, este “libe ralismo nuevo” es la síntesis de elementos liberales y conservadores que encarna la aristocracia chilena. No busca Edwards la base económica que perm ite este compromiso. Basta con notar cómo se anudan ideológicamente intereses que por el m omento confluyen y fundan la estabilidad del régimen. Más adelante, interpretará el régim en de M ontt según este mismo prisma. Pero si es “autoritario y ultra-conservador en política”, Edwards lo ve tam bién como “liberal cuando se trataba de problemas del orden civil y eco nómico” (Edwards, 1932: 11-12). En segundo lugar, el régimen político que se funda en el apoyo social que le presta una aristocracia unida, recíprocamente apoya y sostiene la integración de esa misma clase. El genio de Portales, según Edwards, está en percibir esta reciprocidad en las relaciones entre sociedad y Estado. “Por una intuición maravillosa comprendió, acaso sin darse él mismo exacta cuen ta, cuál era la necesidad suprem a de la situación, esto es, dar al gobierno fundam ento social, ligarlo con los intereses de la sociedad, a quien defendía y que a su vez debía defenderlo, agrupar las fuerzas sociales en torno de un poder vigoroso, capaz de dirigir los propósitos contradictorios y de refrenar las ambiciones impacientes” (Edwards, 1903: 31-32).
2. Edwards y la dictadura de Ibáñez En 1927, cuando Edwards publica en El Mercurio los ensayos que darán origen a La fronda aristocrática, profundos cambios han alterado la faz social y política de Chile. Estos cambios se expresan cabalmente, sólo a partir de 1920, al asumir A rturo Alessandri la Presidencia. Para Edwards esos cambios se anunciaban ya algunos años antes. La elección parlam entaria de marzo de 1915, en la que destaca la campaña electoral de Alessandri en Tarapacá, produce un casi imperceptible avance de la izquierda. El progreso del m o vimiento anti-oligárquico se confirma en las elecciones de 1918. A los ojos de Edwards, “el fin del antiguo orden de cosas era inevitable” e interpreta el triunfo electoral de la Alianza Liberal, liderada por Alessandri, como el agotamiento del “fundam ento espiritual” que sostenía al régim en oligár quico, esto es, “la obediencia pasiva y resignada del país ante los rep resen tantes tradicionales de los viejos círculos oligárquicos” (Edwards, 1928: 221). El conservantismo de Edwards, que en una prim era época tenía como o b
jetivo la reform a del régimen parlam entario en vistas de reforzar el poder presidencial, experim enta un cambio en esta segunda etapa. Se enfrenta ahora con una fuerza social concreta que hace peligrar la existencia del sistema político tradicional en su totalidad. La “revuelta del electorado” se anuncia como una nueva época de “revoluciones transcendentales, de m o vimientos enérgicos, decisivos y sin matices” (ibid: 211-212). La lucha política no se da entre facciones al interior de un grupo dom inante socialmente homogéneo, sino que trasciende los límites del círculo oligárquico y adquiere la form a de una “verdadera lucha de clases” (ibid: 223). El conservantismo de Edwards en esta segunda etapa asume la derrota de la oligarquía chilena. Pero esa derrota marca también, a los ojos de Edwards, la extenuación de la cultura aristocrática chilena. En la prim era etapa de su pensamiento, Edwards conserva intacta su fe en el quilate moral de la aristocracia. Pero ahora el derrum be oligárquico ha dejado a la vista la erosión moral de esa aristocracia. El conservantismo en esta segunda etapa arrem ete no sólo contra el advenimiento de las clases subordinadas, sino también contra el sistema de ideas que ha envenenado la fibra moral de la aristocracia, el liberalismo como tal. La lectura del libro de Spengler, La decadencia de Occidente, marca deci sivamente el giro de su orientación conservadora. Su estado de ánimo pe simista se confirma, a la vez que se cohesiona y se radicaliza su pensamiento político. Cristián Gazmuri ha estudiado detalladamente la influencia que tiene Spengler en la articulación del argum ento histórico en la Fronda. Después de analizar la recepción y aplicación por parte de Edwards de una serie de categorías spenglerianas, Gazmuri concluye que no es posible hablar de una “aplicación mecánica y sistemática” de tales categorías. El pensa miento histórico de Edwards así parece sólo “flotar en el pensamiento de Spengler” (Gazmuri, 1976: 71). La concepción spengleriana le sería útil a Edwards sólo para confirm ar su propia interpretación de la historia de Chile y refinar una elaboración, que en sus líneas generales, estaría ya fundam en talmente consolidada. Habría así, según Gazmuri, una perfecta continuidad en la obra de Edwards, y no sería posible distinguir etapas en el desarrollo de su pensamiento. Mariana Aylwin y Sofía Correa presuponen igual con tinuidad en su pensam iento (Aylwin/Correa, 1976) Mi desacuerdo con esta interpretación se funda en un tipo de lectura distinto del que hacen Gazmuri, Aylwin y Correa. Sus trabajos privilegian el contenido historiográfico de la obra de Edwards. Mi interés, en cambio, se centra en su sentido político, que me parece ser el decisivo. La historio grafía le sirve a Edwards sólo como un medio para expresar sus convicciones políticas. Tiene razón Gazmuri, por ejemplo, cuando afirma que Edwards es laxo en su aplicación de las categorías spenglerianas a la historia de Chile. Me parece, sin embargo, más im portante notar la profunda influencia que ejerce Spengler, como pensador conservador revolucionario, en el ideario político de Edwards. Esta influencia la reconoce el propio Edwards. En un
artículo, que se publica en Atenea en 1925, confiesa: “este libro [de Spengler] en cierto modo ha revolucionado mi espíritu. Veo las cosas de otra m anera después de haberlo leído” (Edwards, 1925: 310-311). Ciertamente Edwards absorbe el sentimiento de desastre inminente que exuda Spengler. “En épocas como la nuestra... la civilización y la vida misma carecen para todos de sentido exacto; ...el porvenir se nos antoja una catástrofe o una quim e ra...” (ibid: 311). A la vez, capta y absorbe el giro revolucionario de las tesis conservadoras de Spengler. Aunque el conservantismo revolucionario es un movimiento típicamente alemán (Rauschnigg 1941; Klemperer, 1957; Struve, 1973; Herf, 1984; Fermandois, 1987), Edwards aplica al caso chileno lo sustancial de su ideario, tal como lo expresa Spengler. Desarrollaré esta tesis con más detalle en la cuarta parte de este ensayo. En 1920 Alessandri asume la Presidencia y confirma la “derrota del patriciado” (Edwards, 1928: 222). Una nueva fuerza social, externa al sis tema vigente, ingresa a la escena política: la clase media. La atención de Edwards se concentra particularm ente en un segmento de aquella clase, lo que llama “la clase media intelectual”. Este segmento social es el agente que mueve el cambio político. Su origen se debe al “progreso de la industria, del comercio, de la administración y de la enseñanza, junto con las tran s formaciones espirituales en el sentido igualitario y urbano que caracterizan a la época” (ibid: 201). Pero de todos estos factores el que tiene más peso es la educación. Edwards responsabiliza al liberalismo chileno por el desa rrollo artificial de una educación secundaria “erudita y libresca”, que des precia la enseñanza técnica y científica. Si a ella se suma “el desprecio hereditario de la raza por el trabajo manual y aun por el comercio”, el resultado es ese segmento pequeño-burgués que vive “m uriéndose de h am bre y alm acenando silenciosamente sus rencores”. Junto a este segmento mesocrático aparecen otros “de formación más natural y robusta”. Piensa Edwards en aquel sector ligado a la industria y al comercio. Pero al igual que el “proletariado intelectual” de las ciudades, este segmento social no estaba menos desligado “espiritual y socialmente del viejo patriciado” (ibid: 202-203, 288). Durante el m andato de Alessandri, las fuerzas combinadas de la clase m edia ascendente, que cuentan además con el apoyo relativamente pasivo del proletariado, desafían el predom inio secular de la aristocracia. Alessan dri expresa y da curso político a ese desafío. Pero en las postrimerías de su mandato, la presión social desde abajo se torna irresistible. Esta presión se concentra en el Parlamento, que la opinión pública percibe como un factor obstruccionista frente a las crecientes demandas sociales. El 11 de septiembre de 1924 el régim en parlam entario recibe un golpe de gracia. U na ju n ta militar asume el poder y se enfrenta de igual a igual a las Clases dirigentes tradicionales. Guía a estos militares el propósito de “abolir la política gangrenada” (Sáez, 1934: 171), y esto cuenta con la aprobación de la opinión pública. La clase media, en particular, se siente “interpretada por los m ili
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tares” (Aylwin: 118). Este movimiento, que Edwards interpreta como una im portante apertura para el avance democrático-social en Chile, causa una profunda aprensión en su ánimo. En septiembre de 1924, le escribe a un amigo: “Pero yo no veo con tranquilidad el porvenir. Si hubiera de juzgar por mi instinto íntimo, a pesar de todos los optimismos reinantes, diría que estamos al m argen de un período de anarquía” (Edwards, 1928: 278). El movimiento político y social que tiene lugar en Chile en esta época responde tam bién a los cambios que desde Europa se trasmiten a todo el m undo al térm ino de la Prim era G uerra Mundial (Aylwin: 99-106). La Revolución rusa, luego la emergencia del fascismo italiano, y en 1923, la intervención militar de Primo de Rivera en España, tienen gran impacto en Chile. Una conferencia dictada por Edwards ese mismo año es reseñada en los siguientes términos por un articulista de El Mercurio, Víctor Silva Yoacham (Hipólito Tartarin): “Las ideas políticas que ha dado a conocer el señor Alberto Edwards en una reciente conferencia, son muy viejas en él... [E]stas viejas ideas del señor Edwards, que hace un año se las hubieran tenido por reaccionarias, están hoy...a la última moda en Europa. El señor Mussolini y el General Primo de Rivera han realizado lo que don Alberto Edwards consideraba el régim en de gobierno ideal para nuestro país” {El Mercurio: 14 de octubre, 1923). Lo que este perceptivo articulista no capta es el ánimo contrarrevolucionario que inspira a Edwards. Las ideas que ahora expresa pueden ser las mismas, pero la nueva situación que enfrenta Chile, situación de “revoluciones transcendentales, de movimientos enérgi cos, decisivos y sin matices,” lo conducen por una senda muy distinta. Existe prueba testimonial que Edwards, un año más tarde y con posterioridad al golpe militar de septiembre, intenta persuadir a uno de los líderes de la revolución en el sentido de tom ar posturas más enérgicas y decisionistas. El general Carlos Sáez da la siguiente cuenta de la visita que recibiera de Edwards en diciembre de 1924: “Sólo una vez tuve, en el mes de diciembre, una entrevista con un hom bre verdaderam ente patriota y de talento, que me dispensó el honor de una visita. Me refiero a don Alberto Edwards. Como Diógenes, el señor Edwards buscaba en aquellos días un hom bre capaz de com prender las exigencias del momento histórico que estábamos viviendo. Esto no sirve, mayor —-me dijo al despedirse, después de una larga conversación— . Aquí hace falta el hom bre capaz de realizar la obra que ustedes han comenzado con mucho patriotismo, pero sin plan alguno. Es preciso dar con el hombre. Sin eso, perderán el tiempo” (Sáez, 1934: 126). Hay que tom ar en cuenta que el manifiesto militar del 11 de septiembre señalaba: “No hemos alzado ni alzaremos un caudillo, porque nuestra obra debe ser de todos y para todos” (ibid: 171). A los ojos de Edwards esto debía constituir un grave erro r político. El testimonio del general Sáez, revelador de un aspecto cuasi-conspiratorio en la actividad política de Edwards, m uestra la dirección que había tomado su ideario político. No se equivoca cuando observa que el rápido
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ascenso del coronel Ibáñez a la cúspide de la jerarquía militar corresponde a lo anhelado por Edwards. En sus Memorias escribe: “El Comité revolucio nario que preparó el asalto del 23 de enero había reconocido al mayor Grove por jefe de esa empresa atrevida. Grove cedió el puesto al camarada más antiguo, dejando el paso libre al comandante Ibáñez. Fue así como entró en escena el hom bre tan patrióticamente esperado por don Alberto Edwards” (ibid: 170). A partir de este momento, Ibáñez, ocupando el cargo de Ministro de la G uerra, se convierte en la figura decisiva de la política chilena. No es accidental que en el momento en que Ibáñez afirm e defini tivamente su posición dentro del gobierno Edwards inicie una estrecha colaboración personal con él. El 20 de noviembre de 1926, al e n trar en funciones el Ministerio Rivas-Matte, Edwards ju ra como Ministro de H a cienda. Con la formación de este Ministerio el coronel Ibáñez da el golpe de autoridad decisivo que algunos meses más tarde se oficializará con su propio ascenso a la Presidencia. Edwards describe este momento en un lenguaje típicamente decisionista: “Fue el señor Ministro de G uerra quien quiso tom ar sobre sí la responsabilidad de cortar este nudo gordiano” (Ed wards, 1928: 271). El nudo gordiano es el creciente conflicto entre el legis lativo y el ejecutivo que Ibáñez resuelve asumiendo la jefatura ministerial, pero m anteniendo aún la débil fachada constitucional que sostiene el P re sidente Figueroa. Obtenidas las facultades extraordinarias que pedía del legislativo, el nuevo ministerio se embarca en una tarea de reprim ir tanto a la “clase política” como a la “extrem a izquierda revolucionaria”; esta última intentaba, según Edwards, “levantar las masas contra el orden social exis tente” (ibid: 273-274). En vista de lo que percibe como una situación de emergencia, “el Ministro de la G uerra y algunos de sus colegas de Gabinete estaban de acuerdo en la necesidad, o al menos en la conveniencia, de que el Gobierno acentuase su política autoritaria, no sólo para reorganizar la Administración, usando con la mayor am plitud posible de las facultades extraordinarias otorgadas por el Congreso, sino también en el sentido de reprim ir con energía los intentos sediciosos y los manejos que directa o indirectam ente pudieran producir perturbaciones peligrosas” (ibid: 274). Este texto m uestra con gran claridad cómo se prepara y se allana el camino hacia la dictadura que el Ministro de la G uerra instaura unos meses más adelante. ¿Y quiénes podían ser sus colegas de Gabinete que lo apoyaban en su afirmación autoritaria? Hay que descontar a Rivas y Matte; su resis tencia al crescendo autoritario de Ibáñez se hará pública a las pocas semanas. Las declaraciones del almirante Swett en febrero del año siguiente lo m ues tran como respetuoso de la Constitución (Sáez, 1933: 63). De Alvaro Santa María, Julio Velasco y A rturo Alemparte, los otros ministros, no ha quedado huella audible. Pero no es necesario buscar más lejos —es Edwards obvia m ente quien apoya la gestión autoritaria de Ibáñez. En febrero de 1927, Ibáñez desata definitivamente el nudo gordiano al derribar al Ministerio Rivas-Matte. El 9 de febrero Ibáñez publica en los
diarios de la capital y algunos de provincia un manifiesto que contiene declaraciones como éstas: “Ha llegado la hora definitiva y de liquidación de cuentas... Hay que aplicar el term ocauterio arriba y abajo. Después de esta operación, el país quedará tranquilo” (ibid: 65; Góngora, 1981: 166). Iniciada form alm ente la dictadura de Ibáñez, Edwards, quien ha salido del gobierno con la caída del Ministerio Rivas-Matte, se reincorpora a la adm i nistración pública en posiciones de cierto rango. En agosto de 1927 se le nombra Jefe del D epartam ento de Geografía Administrativa del Ministerio del Interior, y en 1929 es designado representante chileno en la Exposición de Sevilla. De vuelta en Chile en 1930, se le nom bra Conservador del Registro Civil. Desde octubre de ese año hasta el 28 de abril de 1931 form a parte del gabinete de Ibáñez como Ministro de Educación (Donoso, 1966: 72; Escobar & Ivulic, 1987/8: 267). El testimonio del general Sáez y un Memorándum, redactado por Edwards mismo y publicado en E l Mercurio el 10 de abril de 1932, pocos días después de su m uerte, ilum inan su estrecho compromiso político con la dictadura de Ibáñez. En el Memorándum, un docum ento fundam entalm ente apologé tico, Edwards intenta distanciarse del régim en político y financiero impuesto por el gobierno de Ibáñez. Contiene su visión crítica del manejo de las finanzas públicas y un cierto escepticismo por “el socialismo de Estado” vigente. Considera a este último un “régim en muy caro” y aconseja una drástica reducción del gasto fiscal. En sus innum erables reuniones con Ibáñez, le sugiere el nom bram iento de Pedro Blanquier por “sus ideas indivi dualistas en economía social”. Edwards reconoce que ha llegado el m om ento de “ser individualistas por necesidad”. Una de tales entrevistas revela la confianza y el respeto que inspira Edwards en Ibáñez. En un m om ento, a solas, Ibáñez le dice: “Don Alberto...es Ud. el hom bre que más [confianza] me inspira; no m e abandone... Tengo en Ud. tanta confianza como si fuera mi padre” (Edwards: 1932a). El relato de Sáez involucra a Edwards a partir de los prim eros días de julio de 1931, en los últimos instantes del gabinete presidido por Froedden. Para la resolución de esa crisis ministerial, Ibáñez solicita el consejo de Edwards. En contradicción con lo expresado por Edwards en su Memorán dum, Sáez señala que la recomendación que Ibáñez recibe de Edwards es la siguiente: su Ministerio debe quedar constituido por militares. Ibáñez, y luego Edwards mismo en un encuentro personal, le indican a Sáez que éste es el contenido de su recom endación. “El hecho es ése: don Alberto Edwards habló al Presidente de un Ministerio militar... Se trataba, según él, de ‘una operación quirúrgica’, y para eso podía ser suficiente la m ano firm e dé un militar” (Sáez, 1933: 114). El punto tiene importancia. Si Edwards hubiera recom endado a Blanquier, y ello por las razones citadas en el Memorándum, estaría vigente todavía su postura conservadora-liberal dé su prim era época; en cambio, la recom endación de un militar para Hacienda es consonante con el radicalismo que involucra su conservantismo revolucionario. Me pa
rece que, en este respecto, el testimonio de Sáez es intachable. Por el con trario, el Memorándum es ciertam ente un documento apologético en el que Edwards busca distanciarse del régim en caído y es plausible el intento de alterar la verdad de los hechos. En todo caso Ibáñez, según Sáez, no adopta ese radical consejo y el 13 dejulio se constituye el Ministerio M ontero-Blanquier. Una semana más tarde, la caída de tal Ministerio acelera la crisis política. El 23 de julio, Edwards es citado a La Moneda y acepta form ar parte de un nuevo M inisterio—el Ministerio Froedden-Edwards. “No soñé”, confiesa Edwards, “que esa resolución iba a convertirme, ante el concepto público, en un asesino y un sanguinario” (Edwards, 1932a). Al día siguiente, m uere asesinado el estudiante Pinto, y el sábado 25, el estudiante Zañartu. Confiesa Edwards: “Me había metido, sin darm e cuenta, en una terrible aventura, de la cual no podría salir sin que mi actitud fuese interpretada como una cobarde defección” (Edwards, 1932a). El domingo 26 renuncia Ibáñez. H ondam ente afectado, Edwards se retira de la vida pública. M uere al poco tiempo, el 3 de abril de 1932. No se equivoca A rturo Alessandri cuando afirma que Edwards “fue constantem ente un cooperador sincero, afectuoso y apasionado de Ibáñez durante todo su gobierno.” Me parece, sin embargo, un erro r afirm ar, como lo hace a continuación Alessandri, que “el régimen de dictadura fue el que constantem ente anheló y patrocinó durante toda su vida” (Alessandri, 1967: 444). D urante el curso del régim en parlam entario Edwards fue partidario de un ejecutivo fuerte, pero encuadrado dentro del marco del sistema r e publicano parlam entario. Es sólo a partir de 1924, con la entrada de los militares a la escena política y luego sobre la base de su compromiso personal y político con la dictadura de Ibáñez que se consolida el giro revolucionario de su postura conservadora.
3. Edwards: liberal-conservador La elaboración historiográfica de Edwards en su prim era época se asienta sobre una constelación de ideas que aunque no claramente visibles en la superficie de su discurso, lo apoyan invisiblemente dándole a su pensamiento gran coherencia. Estas ideas revelan el impacto que tuvieron en Chile las doctrinas elaboradas por un grupo de teóricos de la corriente conservado ra-liberal, que en Francia se denom inan liberales doctrinarios, o sim ple m ente, doctrinarios (Diez del Corral, 1973; O’Sullivan, 1976; Müller, 1982). Edwards, obviamente, ño las refleja simplemente sino que las filtra y adapta al desarrollo particular de los acontecimientos sociales y políticos en Chile. Pero en lo esencial Edwards interpreta fielmente el ideario político de los liberales doctrinarios. En conform idad con unos de los postulados que el liberalismo doctri nario hereda del liberalismo clásico, Edwards articula su propio pensamiento
sobre la base de la distinción entre sociedad civil y Estado. En el plano de la sociedad civil, Edwards concibe un orden jerarquizado en cuya cúspide encuentra emplazada a una aristocracia. Edwards hace profesión de fe arislocrática, en tanto que concibe a la clase alta como el agente histórico prin cipal. Reconoce que no existe “en Chile otra clase social capaz de equilibrar, ni siquiera rem otam ente, el poder de la aristocracia” (Edwards, 1943: 38). Pero, contrariam ente a lo que sucede en Europa, en Chile la clase alta es relativamente homogénea. La raíz social de las revoluciones de 1789 y 1848 se encuentra en la lucha por el predom inio entre la burguesía y la vieja nobleza. En Chile, en cambio, la nobleza conquistadora y militar “que m an tuvo su suprem acía social hasta fines del siglo X V II... no pudo evitar el ser absorbida por elementos más nuevos y trabajadores”. Vistas así las cosas, la nobleza y lá burguesía “no podían chocarse, pues, aquí como se chocaron en Europa, porque ambos elementos estaban confundidos” (ibid: 38-39). El pensamiento social de Edwards de este período queda marcado por su visión de un dominio aristocrático sin contrapesos externos y relativamente integrado en el interior de su clase portadora. En esta fusión de la nobleza y la burguesía, Edwards percibe simultá neamente una combinación de valores y actitudes éticas. Aunque no es muy explícito en la definición de esos valores, la siguiente,enumeración, aunque escueta, es una buena muestra. Según Edwards, los elementos que componen el ethos de la aristocracia al cruzar el um bral de la Independencia, son: “familia, propiedad, sentimientos de orden y la noción de Estado m oderno” (ibid: 43). Esta enum eración no es adventicia. Recoge instituciones, como la familia, la propiedad y el Estado, que resultan ser los pilares fundam en tales del conservantismo. Estas instituciones a la vez incorporan a las nociones de tradición y autoridad, quejunto con los sentimientos de orden, completan el ideario conservador. Sobre este firme suelo ético pueden ejercitarse sin problemas aquellas libertades necesarias para el desarrollo de las actividades comerciales. “El orden no [es] sino la condición precisa del progreso y de la verdadera libertad” (Edwards, 1932: 402). Protegido por un orden au toritario se desvanece el peligro de que el espíritu de iniciativa y competencia del segmento burgués se desborde políticamente. La moralidad conserva dora es impermeable a “las abstracciones más o menos quiméricas de los ideólogos y los razonadores” (Edwards, 1943: 44) y a la “pedantería libresca de esos teóricos que sólo com prenden el progreso de las vanas fórmulas de una democracia imposible...” (Edwards, 1932: 402). En la armonización de las nociones de autoridad y libertad está la clave del conservatismo liberal de Edwards. Una cita de Sotomayor Valdés confirma esta afirmación - “El principio de autoridad dom inaba en la sangre del pueblo chileno, sin ex ceptuar a los hom bres que más gala hacían de liberalismo” (Edwards, 1943: 44). La idea de autoridad absorbe la elaboración de Edwards en el plano político y confirma la raigambre conservadorai-liberal de su pensamiento.
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Asume, por una parte, la noción abstracta de autoridad exigida por el liberalismo. El liberalismo pone el acento en la autoridad de la ley, en la existencia de un Estado de derecho. Acepta hablar de la autoridad no de personas sino de instituciones y normas. Pero, por otra parte, para el con servantismo de Edwards “la autoridad, más que una abstracción, es un hecho respetable” (ibid: 45). La noción de autoridad como “hecho resp e table” no tiene todavía el sentido que adquirirá a partir de su viraje contra rrevolucionario. No se trata de fundar la soberanía estatal en la pura facticidad, en la acción decisiva de individuos fuertes. El “hecho respetable” en este período es la “tradición existente: continuar bajo la República el régim en de la Colonia” (ibid: 45). Edwards concretamente distingue dos aspectos en la noción de autori dad: el prim ero tiene que ver con el fundam ento social de la autoridad y el segundo con una im agen política de autoridad como foco o núcleo de fuerzas. En prim er lugar, una autoridad legítima se sostiene sobre un fu n dam ento social. Para Edwards ese fundam ento es la aristocracia como núcleo internam ente integrado y a la vez integrador de sectores sociales subordi nados. Esta prim era época del pensamiento de Edwards está cruzada por una cuestión fundam ental: ¿dónde se encuentra el fundam ento de la au to ridad? ¿sobre qué base reposa la autoridad política? ¿qué fuerzas sociales sostienen la superestructura estatal? Esta cuestión está determ inada, obvia m ente, por la necesidad de asegurar la legitimidad del régimen parlam en tario que se impone tras la derrota de Balmaceda en 1891. En su respuesta se observa el timbre conservador de su pensamiento. La autoridad “reposa en el apoyo de una alta clase social, unida y poderosa” (ibid: 34); “el eje principal de la política conservadora [es] el apoyo de las clases dirigentes rodeando al ejecutivo” (Edwards, 1903: 61); “la fuerza de la organización chilena no residía tan sólo en la gran autoridad de los Presidentes, sino en el apoyo moral e inerte de una sociedad sana, unida, afecta al orden por sentimientos e intereses” (Edwards, 1932: 403). La autoridad, en segundo lugar, es esencialmente autoridad estatal, es decir, centro de poder político autónomo, cabeza o cumbre suprem a que se alza por encima del poder fundante de la aristocracia. Su modelo es el instaurado por Portales. Ve a Portales como capaz de “agrupar las fuerzas sociales en torno de un poder vigoroso” (Edwards, 1903: 31-32); su prim er pensam iento fue “el de fortalecer el ejecutivo, otorgándole casi todos los poderes del Estado”; los constituyentes de 1833 le dieron al país lo que necesitaba, “una cabeza fuerte” (ibid: 35). Este segundo aspecto está d e te r m inado esta vez por la desilusión que sufre Edwards con la forma política que adopta el régim en post-balmacedista. El parlamentarism o ha perm itido que se desdibuje la línea que separa al Estado de la sociedad civil. La aris tocracia, la fuerza social en que se apoya una autoridad estatal separada e independiente, ha adoptado un espíritu de fronda y se ha instalado en la cima del poder. Esto significa la disolución del núcleo político —la figura
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del Presidente— en que se concentraban las fuerzas sociales. Son los Presi dentes chilenos los que consolidan la integración aristocrática, lo que a su vez asegura la integración de los círculos sociales que se le subordinan. Es esencial, según Edwards, m antener la separación de los planos de acción social y política. Si en el plano social el predom inio de la aristocracia chilena es absoluto, la pretensión de expresar ese dominio políticamente tiene un efecto desintegrador. El régim en oligárquico, es decir, el predo minio político de la aristocracia, debe evitarse. De hecho, en Chile, el manejo administrativo del Estado no quedó en manos de la clase de los grandes propietarios de la tierra. Según Edwards, “de esa clase el poder sacó su fuerza y su prestigio, su base sólida y estable; pero no sus instituciones, ni sus leyes, ni su organización administrativa”. Pero esto no quiere decir que aquellos juristas y burócratas que comandaban el Estado “pertenecían a otro medio social”. Por el contrario, aquellos que dom inaban en el plano social y los que ejercían control del Estado estaban unidos por “lazos de parentesco y...un rango común. La clase dirigente chilena era hom ogénea...” (Edwards, 1943: 47). Si la clase dirigente chilena es hom ogénea y logró desde muy tem prano afirm ar su hegemonía sobre el resto de la sociedad por medio de una institucionalidad fuerte y estable, ¿cómo se explican las profundas divisiones sociales que dieron lugar a las guerras civiles ocurridas durante las administraciones de Montt y Balmaceda? Para Edwards, la respuesta se encuentra exam inando el régim en político que se genera al térm ino de la segunda de estas guerras civiles, es decir, el parlamentarismo. Al térm ino de la prim era guerra civil, y po r más de 30 años hasta 1891, se m antienen las formas de un régim en autoritario, que concentra el poder en la figura del Presidente. Pero ya están echadas las semillas del régim en parlamentarista que lo va a suceder. Es el parlamentarism o, como régimen político, el que guarda la clave de la decadencia política chilena. Cuando Edwards estudia más a fondo las causas del extravío de la aristocracia chilena, que rem ata en el parlamentarism o y la decadencia del Estado fuerte, su mirada se dirige hacia el liberalismo. Pero se trata de un liberalismo que nada tiene que ver con el liberalismo conservador y m onár quico de Constant. Se trata más bien de un liberalismo democrático, de tendencia anárquica y romántica. Im portado de Europa, sufrió muy luego “en la m ente de nuestros reform adores políticos transformaciones substan ciales”. Edwards culpa a nuestro ancestro ibérico del ropaje anárquico con que se viste nuestro liberalismo. “Al través del cerebro dem oledor e indis ciplinado de la raza ibérica, sólo se filtra el residuo destructivo y anárquico de los sistemas. Nuestro liberalismo fue netam ente español... ¿Qué es nuestro sistema de gobierno sino el régim en parlam entario, despojado aquí de sus correctivos en favor de la autoridad y el orden?” (Edwards, 1932: 238). No es posible hablar en Chile de un liberalismo a secas, sino que necesariamente estamos en presencia de un liberalismo chileno. No es una idea abstracta, sino un universal concreto. Por eso es que liberales como Lastarria encuen
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tran su tarea prácticamente hecha. Su argum ento no requiere sino m ostra ción histórica: apuntar hacia 1810. Los liberales chilenos del siglo pasado escriben historias de Chile y ganan el argum ento convincentemente. Pero a la vez esta fácil victoria condena al liberalismo a la superficialidad. Posiblemente la característica más notable del liberalismo chileno es la síntesis que realiza con la legitimidad democrática, que se asienta en Chile con una fuerza irresistible. Lo reconoce Edwards en el siguiente texto: Así como la revolución democrática de Europa hubo de respetar en las formas sino en el fondo, la legitimidad monárquica, para imponerse, nuestros constituyentes debieron asimismo poner a la cabeza de las ins tituciones el reconocimiento de la soberanía del pueblo. En la práctica un dogma podía valer tanto como el otro, pero así y todo, el estadista ha de tener en cuenta las creencias dominantes, por absurdas que ellas sean (Edwards, 1943: 123).
Pero su realismo le perm ite ver que aunque “la legitimidad teórica ha con tinuado siendo en la América Latina la voluntad popular, ...aquí como en Roma, la usurpación de esa voluntad, incapaz de manifestarse e imponerse, ha llegado a ser la regla casi sin excepción” (ibid: 125). El conservantismo de Edwards sólo rechaza la versión chilena del liberalismo con su compro miso con la democracia y la soberanía popular. Su versión es perfectam ente compatible con el liberalismo clásico de H um e y Burke, de Constant y Tocqueville. El Edwards en esta prim era época no tendría reparos en subs cribir la auto-definición política de Lord Macaulay ante el Parlamento inglés: For myself, Sir, I hope that I am at once a Liberal and a Conservative Politician (Macaulay, 1853: 172).
4. Edwards: conservador-revolucionario A partir de 1920, al tom ar conciencia de la derrota política de la oligarquía, pero muy particularm ente a partir de 1924, cuando el dominio social de la aristocracia tambalea y las clases subordinadas asumen un papel político decisivo, la postura conservadora de Edwards se radicaliza y adquiere un sello revolucionario. La lectura de Spengler lo pone en contacto con el ideario de la llamada “revolución conservadora” que se desarrolla en A le mania inm ediatam ente después de la Primera G uerra Mundial. H erederos de la temática irracionalista y romántica europea, los conservadores revo lucionarios alemanes rechazan la m odernidad y la institucionalidad liberal y secular que caracteriza nuestra civilización. Fundam entalm ente en ello reside la orientación conservadora de su pensamiento (Stern, 1975: 7; Herí', 1984: 35-7; Fermandois, 1988: 88-91). Pero estos pensadores im plantan sobre esa matriz temática un estado de ánimo revolucionario. Su pesimismo con respecto a la preservación de los contenidos de vida tradicionales y su visión de un presente irredimible; se mezcla con un cierto utopismo que
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“señala el futuro a la nación alem ana” (Gerstenberger, 1969: 34). La historia ha emitido su veredicto inapelable: la cultura de Occidente está exhausta, su alma ha perecido definitivamente. Para los conservadores tradicionales el pasado retiene íntegram ente su fuerza vital. La evocación del pasado tiene por función confirm ar la continuidad con una tradición en la que reposa el curso vital presente y su proyección al futuro. Para los conserva dores revolucionarios, en cambio, la tradición ha perdido su fuerza vivifi cante. La cultura occidental ha m uerto y una civilización extraña, superficial y sin alma se ha desplegado por todo el orbe. Spengler, es cierto, no gira en el centro dinámico de este movimiento, cuyo líder Moeller van den Bruck desarrolla sus tesis en oposición suya (ibid: 45). Pero no cabe duda que su influencia es determ inante. A pesar de que es “estoico frente a las civiliza ciones, consciente de que no hay refugio posible contra la dura necesidad que fluye de los hechos” (Góngora, 1987: 90), su reconocimiento de la decadencia y m uerte de la cultura occidental abre una serie de posibilidades políticas. No tiene problemas así en concebir la política como “el arte de lo posible” (Spengler, 1923a: 552). El potencial revolucionario de tal concep ción queda dem ostrado en su opción por el decisionismo político y jurídico, y por su énfasis en el rol del liderazgo carismático. “El estadista nato está siempre más allá de la verdad y la falsedad” (ibid: 548). La predilección po r la historia como canal de expresión de sus ideas políticas es posiblemente el rasgo que marca la peculiaridad de Spengler dentro del movimiento conservador revolucionario. En el prim er volumen de La decadencia de Occidente, Spengler distingue entre “form a y ley”, es decir, entre “imagen y concepto, símbolo y fórm ula” (Spengler, 1923: 136). Ley, concepto y fórm ula constituyen el lenguaje de las ciencias naturales, en tanto que forma, imagen y símbolo el de las ciencias históricas. El dentista natural busca reproducir imitativamente el curso natural de los eventos y desarrolla así lo que Spengler denomina “morfología sistemática”. El his toriador, en cambio, interpreta, busca el sentido de las cosas, realiza una verdadera fisonomía, es decir, juzga el carácter interno por las apariencias externas. El principio interno o alma que intenta descubrirla historiografía en tanto que “morfología orgánica” (ibid: 134), se manifiesta externam ente en instituciones culturales y políticas, estilos arquitectónicos, organizaciones económicas. La historia misma no es sino la manifestación ciega y necesaria de ese principio interno. “La reproducción imitativa, el trabajo historiográfico con fechas y cantidades es sólo medio y no un fin” (ibid: 136). Lo que guía a Spengler es el intento de descubrir el alma que dirige el movimiento de la historia, que vivifica y sostiene la cultura de un pueblo, y que m uere cuando una cultura declina y deviene civilización. En el segundo volumen de La decadencia de Occidente queda claramente a la vista el sentido de la obra de Spengler. Su elaboración historiográfica, de valor altamente conjetural por lo demás, aparece allí como el vehículo de un pensamiento histórico cuya manifestación más definida y completa es la política. “Denominamos
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'historia’ al curso existencial hum ano en tanto que movimiento, generación,
estamento, pueblo, nación. ‘Política’ es el modo cómo este curso existencial se manifiesta, crece y triunfa sobre otros cursos vitales” (Spengler, 1923a: 545). Esta identidad entre historia y política en Spengler justifica su elección de la historiografía como el medio más adecuado para exponer su pensa miento conservador. Edwards, para quien también la historiografía constituye el canal p re dilecto para la exposición de sus ideales políticos, es perfectam ente fiel a Spengler cuando aplica no-mecánica y a-sistemáticamente sus categorías históricas. Lo que definitivamente le im porta es recuperar el fondo político del pensam iento spengleriano. Absorbe, en prim er lugar, ese universo de ideas que Spengler com parte con el conservantismo tradicional y que se traduce en un ataque contra el liberalismo y sus derivados: el cosmopolitanismo, el capitalismo, el individualismo, la democracia. Así, cuando en el mes de agosto de 1927 inicia Edwards la publicación de una serie de artículos en El Mercurio, que en mayo del año siguiente reunirá en su libro La fronda aristocrática en Chile (Escobar & Ivulic, 1987/88:269-270), uno de sus objetivos es m ostrar la m anera como el descalabro de la cultura aristocrática en Chile es el producto de una fuerza civilizadora superior a ella “la revolución espiritual de los tiempos m odernos”, es decir, el liberalismo (Edwards, 1928: 135, 139). Su ataque al liberalismo no se restringe a su versión chilena, como sucede en la prim era etapa de su pensamiento. Por el contrario, Edwards elabora ahora un ataque contra liberalismo como movimiento de ideas. “El liberalismo, para hablar con más propiedad, el espíritu del siglo, no es en el fondo una doctrina política, sino una revolución espiritual, una creencia, una filosofía...” (ibid: 146). Es “la revolución de los tiempos m odernos” la que “trajo consigo un cambio de aristocracias...” (ibid: 284). Edwards, en su prim era época, no se percata de la m agnitud del compromiso de las aristocracias con el liberalismo. Su erro r entonces es pensar que ellas a te soraban acendrados valores espirituales, que eran portadoras del honor, de la lealtad a las tradiciones, y del respeto a la autoridad. U n cambio profundo en su percepción de lo aristocrático como tal es factor determ inante en esta segunda etapa de su pensamiento. La idealización de la clase alta cede el paso a una visión realista y resignada. Penetrada cabalmente por el ideario liberal, son valores estrictamente monetarios los que las guían. El conser vantismo de Edwards le perm ite observar con claridad cómo se ha difundido el espíritu del liberalismo por todo el ámbito social. “Los cambios sufridos por las grandes instituciones sociales en los últimos siglos denuncian el espíritu pecuniario y contractual de los burgueses. Así ha sucedido con el m atrimonio, la familia, la herencia, la propiedad. Aun la form a técnica del Estado m oderno recuerda el mecanismo directivo de las sociedades anóni mas” (ibid: 284). “Se despoja prim ero al matrimonio de su carácter místico y se le conserva sólo el de un contrato civil de negocios” (Edwards, 1925: 341). En los términos propuestos por Maine, es el contrato, y no el status,
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lo que determ ina ahora toda relación social. Esto define, desde Burke, la esencia del pensam iento conservador. Cuando Edwards ahora piensa en la aristocracia chilena se da cuenta que sólo durante los gobiernos de Prieto y Bulnes estuvo “quieta, obediente, dispuesta a prestar su apoyo desinteresado y pasivo a todos los Gobiernos.” Pero esto fue un milagro. “Antes y después de ese milagro” la aristocracia se m uestra “casi siem pre hostil a la autoridad de los Gobiernos y a veces en abierta rebelión contra ellos” (Edwards, 1928: 31). Este espíritu rebelde, que se manifiesta políticamente en los régimenes oligárquicos y parlamentaristas, es lo que Edwards define ahora como “el espíritu de fronda” (ibid: SI). En el m om ento de su Independencia, Chile cuenta con una “aristocracia mixta, burguesa por su form ación...pero por cuyas venas corría tam bién la sangre de algunas viejas familias feudales” (ibid: 32). Es interesante notar que al comenzar su argum entación Edwards atribuye el espíritu de fronda y rebeldía po r una parte, al ingrediente feudal de la m ixtura aristocrática chilena, y por otra, al “espíritu casi selvático de libertad” que caracteriza a vascos y navarros (ibid: 34). Pero también a estos últimos atribuye un espíritu de em presa y de mercantilismo, que determ ina un carácter am ante del orden y la parsimonia. En todo caso, Edwards ve como cualidades positivas aquellas que define como burguesas, es decir, “el amor al trabajo y la eco nomía, el buen sentido práctico,...la falta de imaginación, la estrechez de criterio” y como negativas, aquellas que define como feudales, es decir, “el espíritu de fronda y de rebeldía, que denuncian al amo de siervos, al orgu lloso señor de la tierra” (ibid: 33). En los tramos finales de su argum ento, en cambio, lo burgués en cuanto tal debilita el vínculo social y agota las fuerzas espirituales tradicionales. “La disciplina religiosa, el hábito tradicio nal de la obediencia, el sometimiento espontáneo a las jerarquías, son fe nómenos pre-burgueses...” Estas son las fuerzas espirituales que una socie dad, aún üna sociedad burguesa, necesita para subsistir. Se confirma así el reconocimiento, por parte de Edwards, del núcleo de la concepción con servadora. Pero a la vez admite que es típico de la burguesía “materialista, estrecham ente m ercantil”, el intentar “prescindir de las fuerzas espirituales que sostenían su poderío” (ibid: 285). La burguesía expresa “el espíritu de los tiempos m odernos” que involucra “la negación...de las creencias, filoso fías e instituciones del pasado” y una “lucha contra todas las fuerzas espi rituales de la tradición: la Iglesia, la m onarquía, la organización jerárquica de la sociedad, el antiguo concepto de familia y propiedad” (ibid: 136). La noción de “fuerza espiritual” sintetiza en la Fronda su crítica conser vadora al liberalismo m oderno, y es, sin duda, una noción que elabora a partir de la idea de cultura en Spengler. La doctrina de Spengler, su concepto de lo que es cultura... arroja mucha luz sobre estos fenómenos al aparecer contradictorios, que venimos ana lizando. ¿Qué separa espiritualmente al hombre culto de la bestia hu mana? Creencias e ideales, una alma. La cultura europea, como las demás
que han existido, tuvo esa alma, es decir, una religión, una fe, una política, una noción de estructura social, ideas éticas a la vez cristianas y caballerescas, sentimientos de lo que es el amor, la mujer, el matrimonio, la familia, la propiedad, el deber y el honor (Edwards, 1925: 339).
Es tam bién en este mismo artículo en el que por prim era vez emplea la noción de “fuerza espiritual” (ibid: 334). Su oposición al liberalismo, es decir, la profunda “revolución espiritual” en contra de “las ideas y senti mientos hereditarios” y las “formas históricas de la cultura” (Edwards, 1928: 146), se funda en esa noción. “La gran crisis de la época m oderna consiste en la rebelión del alma social contra las antiguas fuerzas espirituales de la cultura” (ibid: 120). La centralidad de la noción de “fuerza espiritual” en su argum entación dem uestra claramente su deuda con Spengler. Para Ed wards, los regímenes en form a reposan sobre “fuerzas espirituales”; la Igle sia es “fuerza conservadora espiritual”; “fuerzas espirituales” sostienen el Estado en forma; en “fuerzas espirituales históricas” reposan tanto el antiguo régim en presidencial como el régim en oligárquico parlamentario; el Estado portaliano reposaba en una “fuerza espiritual orgánica”; los regímenes en form a reposan sobre “fuerzas espirituales” (ibid: 66, 120, 243, 265, 285). La confirmación del carácter conservador de esta noción aparece en el siguiente texto: “Ya el gran Burke, en el siglo X V III, Carlyle y Bagehot más adelante, habían adivinado que la base necesaria de los gobiernos libres son las fuerzas espirituales” (ibid: 287). Si Edwards consigue profundizar su visión conservadora en contacto con el pensamiento de Spengler, tam bién absorbe el temple revolucionario (o m ejor dicho, contrarrevolucionario) de este último. En este trabajo q u i siera sólo atender a dos aspectos de ese nuevo temple, y que m arcan defi nitivamente su ru p tu ra con el conservantismo liberal de su prim era época. Edwards acepta, en esta nueva etapa, tanto la primacía que Spengler asigna a la política por sobre otras consideraciones, y también adopta su visión del papel de la elite y de los grandes individuos. La primacía de la política se manifiesta en la Fronda por la adopción de una postura puram ente política, desconectada de una raíz social legitimante. La dictadura de los Presidentes portalianos era legal y legítima en tanto que encontraba un apoyo en la fuerza social de la aristocracia. “La viejas aris tocracias ennoblecieron la espada, porque eran clases a la vez guerreras y políticas.” Pero la dictadura del coronel Ibáñez no cuenta de ninguna m anera con ese apoyo. La burguesía, con su desdén israelita por todo lo que no es oro o lo produce, con la cortedad mercantil de su visión social, ha estado muy dispuesta a no ver en los militares sino ‘asalariados en uniforme’. Este y otros fenómenos análogos demuestran a las claras que nuestra aristo cracia, aun la más feudal y campesina, debió sus blasones, no a las cruzadas, sino al mostrador (ibid: 289).
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Su dictadura, por tanto, debe afirmarse tácticamente y su legitimidad puede asumir sólo un carácter negativo —representa el último bastión de defensa frente a la dictadura proletaria. La primacía de la política se manifiesta por su autonom ía frente a la situación social que debe regular. Esta actitud ilumina la preferencia que dem uestra Edwards por soluciones de fuerza, por golpes de autoridad. La carta de septiembre de 1924, que incluye en la parte final de la Fronda, contiene la clave del giro que experim enta el pensamiento conser vador de Edwards. En situaciones de emergencia un nuevo tipo de acción política se presenta como ineludible. Edwards se acomoda a las nuevas circunstancias sin reserva. Escribe: “La vieja organización de Chile está en ruinas, no sólo en las formas jurídicas, que esas im portan poco, sino en las almas. Sólo veo una sociedad espiritualm ente desquiciada, un caos de pa siones y ninguna fuerza, salvó la del sable, que pueda dirigirlas o contener las”. Y luego añade: “Si lo que acaba de ocurrir no es un nuevo Lircay, y mucho me temo que no lo sea, antes de un año tendrem os en Chile un dictador de espada o de gorro frigio. ¡Ojalá sea lo prim ero!” (ibid: 278). Tem e con razón Edwards que el golpe del 11 de septiembre de 1924 ¿o sea comparable con Lircay. En 1830, el grueso de la aristocracia, acepta sin mayor cuestión el régim en político que impone Portales. Edwards ve a esa aristocracia como portadora de valores morales tradicionales que va a servir de fundam ento sólido de ese régimen. A partir de 1920, una nueva clase ha irrum pido en la esfera política, una clase que representa para Edwards el agotam iento de la moral tradicional. Una sociedad hegemonizada por esta nueva clase sólo puede ser “una sociedad espiritualmente desquiciada.” Sobre este nihilismo espiritual y social sólo puede alzarse una autoridad fuerte que se presenta fundam entalm ente como un hecho, es decir, sin fundam ento moral de ninguna especie. Por encima de este nihilismo social se alza la escueta afirmación del principio de autoridad, “...es forzoso obe decer a alguien o algo, que puede ser, en ciertos casos, una dinastía, que se supone consagrada por Dios, o un Presidente que representa la ‘voluntad del pueblo’, o una Constitución por todos respetada, o un ‘hecho’ que sabe y logra im ponerse...” (ibid: 278-9). Esta necesidad de obedecer a alguna autoridad, cualquiera que ella sea, determ ina la conclusión conservadora que Edwards obtiene de premisas nihilistas. En febrero de 1927 se inaugura form alm ente la dictadura de Ibáñez. La renuncia del M inisterio Rivas-Matte, que significa tam bién la salida de Edwards del G abinete, es interpretada por éste en los siguientes térm inos: Los nuevos colaboradores, por él [Ibáñez] escogidos, fueron hombres menos apegados a las antiguas prácticas, que los que habían desfilado por los despachos de La Moneda, y desde entonces el Gobierno del país adoptó las orientaciones y procedimientos que subsisten hasta hoy. La autoridad del Ejecutivo dejó de ser una mera fórmula escrita en la Constitución para convertirse en un hecho (ibid: 275- 276).
Si Edwards ha salido del Gabinete ello no se debe ciertam ente a que se sintiera ah o ra apegado a las antiguas prácticas parlamentaristas. Su c u rrí culum político indicaba claram ente que él había sido consistentemente crítico de ese sistema. Pero su desinterés por la práctica política concreta, lo induce a renunciar a la acción directa y a retom ar el terreno de las ideas, para defender desde allí el curso revolucionario de los eventos. Edwards sabe muy bien que la autoridad reposa sobre un fundam ento espiritual. La “fuer za espiritual” sobre la que se fundaba la república parlam entaria, a saber, “la sumisión del país ante las antiguas jerarquías”, se ha agotado. El nuevo “hecho” autoritario se funda sobre sí mismo. Esta fase conservadora de Edwards está m arcada por un pesimismo spengleriano. U n vacío m oral que ya no es posible llenar determ ina inexorablemente la llegada del cesarismo. Sólo cabe la aceptación resignada de la figura del dictador. El “gran servicio” que Ibáñez le ha prestado a Chile, “es la reconstrucción radical del hecho de la autoridad” (ibid: 279). El servicio que presta Edwards es dem ostrar la futilidad de fundar ese “hecho” sobre fuerzas espirituales renovadas. La afirmación fáctica del liderazgo de Ibáñez, que carece de apoyo fundacional y se presenta como m ero hecho consumado, es la única alternativa que concibe Edwards frente a la anarquía. Esto nos lleva al segundo aspecto que define el ánimo revolucionario que Edwards adopta de Spengler. Según Spengler, el producto inevitable de la transición de una cultura a una civilización es la em ergencia del cesa rismo (Spengler, 1923a: 518-521); y define cesarismo como “aquel tipo de gobierno, que a pesar de su formulación constitucional, carece de form a en su esencia interna...Todas las instituciones han perdido significado y p e so...Sólo un poder exclusivamente personal tiene sentido, el de un César o de cualquiera que sea capaz de su ejercicio” (ibid: 537-38). El advenimiento de una civilización, es decir, la decadencia y m uerte de u n a cultura, se determ ina fundam entalm ente por el advenimiento del liberalismo. Esto no representa una dificultad pasajera y ocasional, sino que define cabalmente la esencia misma de lo que Edwards, en acuerdo con Spengler, concibe como la “gran revolución espiritual de los tiempos m odernos.” Frente a ella Edwards experim enta un estado de ánimo auténticam ente spengleriano. Confiesa un “terro r de alta m ar.” Una cultura entera se h a desplom ado y ño aparece en lontananza nada que la reemplace. “El m undo ha llegado a uno de estos m omentos solemnes en que la fe de los más atrevidos nautas vacila, y en que cada cual se pregunta si el derrotero que nos lleva con fatalidad inflexible, conduce a otra parte que al caos y a la m uerte” (Edwards, 1928: 135). Se abre ante nuestro ojos un abismo insondable. Pero ante ese abismo se alza “un hom bre justo y fuerte, de espíritu recto, de sanas in te n ciones, no enfeudado a partido alguno, y que, además, mejor que nadie garantiza lo que para el país es ahora esencial: la perm anencia de una autoridad norm alm ente obedecida y respetada” (ibid: 291). El conservantismo tradicional expresa la organicidad de una cultura, es decir, un régim en
político sustentado por fuerzas espirituales vivas. El momento civilizador, que implica la extenuación de esas fuerzas, exige del conservador actitudes revolucionarias. No es posible insuflar nueva vida a u n a alma nacional definitivamente m uerta. Edwards asume en plenitud esta opción conserva dora revolucionaria que se asienta en el cesarismo, es decir, en la afirmación fáctica de la autoridad de un dictador. “Los regímenes políticos ‘en form a’ reposan sobre fuerzas espirituales... Su decadencia y m uerte han señalado siempre la hora de disolución final, o el advenimiento de las monarquías absolutas sin form a, fundadas sólo en el hecho” (ibid: 285). Laclase política tradicional no ha tenido en cuenta que la dictadura de Ibáñez es una ver dadera revolución en tanto que no ha puesto “de hecho térm ino al dominio de un determ inado círculo político, sino a u n período de la historia de Chile. La República parlam entaria en form a estaba m uerta en su alma misma con los sentimientos jerárquicos hereditarios, el prestigio de la antigua sociedad y la tradición jurídica de un siglo. La gran verdad de fondo era el desqui ciamiento de los viejos vínculos espirituales... Ineludiblemente era llegada la hora de César...” (ibid: 248). Estamos, pues, ante los umbrales del fascismo. Pero también aquí de m uestra ser Edwards fiel discípulo de Spengler. Para este último, en opo sición a otros conservadores revolucionarios como Jünger, todavía es válido el viejo sueño conservador que aspira a la desmovilización de las masas (Struve, 1973: 260). En su versión del conservantismo revolucionario se enfatiza más lo conservador que lo verdaderam ente revolucionario o fascista. En Edwards se da u n a reserva semejante. En la Fronda queda claram ente a la vista que su antigua desafección por la clase media y el proletariado se m antienen invariables. Y en su Memorándum aparece un testimonio que tiende a confirm ar esta característica. El sábado 25 de julio de 1932, cuando la renuncia de Ibañez parece inminente, Edwards se reúne con algunos líderes de la oposición en La Moneda, y en un último intento por salvar su Presidencia, les dice: “¿No habría algún medio les dije de alcanzar el resul tado que buscamos, sin que el señor Ibáñez abandone el cargo? El momento es peligroso, y una revolución tan radical podría traernos la anarquía...La situación puede todavía complicarse si se pretende agitar a las clases obre ras...” (Edwards 1932a; Pereira, 1980: 336). Edwards ha depositado su confianza en un líder que puede monopolizar lo político y no tiene inten ciones de movilizar políticamente a las masas. Esta última opción caracteriza efectivamente al fascismo europeo. Pero a diferencia de Spengler, quien no pudo ver en Hitler al verdadero César, y por quien tuvo una actitud de distancia y desprecio (Struve, 1973: 269), Edwards tiene la oportunidad, rarísim a en la historia política, de aconsejar, dirigir intelectualmente, y aun adm inistrar el Estado de un César contem poráneo, quien a su vez le brinda su confianza y su amistad.
ENSAYO II Conservantism o y nacionalism o en el pensam iento de Francisco A ntonio Encina Carlos Ruiz
El objetivo de este ensayo es contribuir al desarrollo de las ideas políticas en Chile. Es también un intento de internarse en el terreno confuso e ideologizado de las interpretaciones de la historia política de nuestro país, sobre todo en lo que concierne a dos de sus versiones. La prim era es la que lee en la historia de Chile entre 1810 y el siglo XX, una perfecta continuidad en el desarrollo democrático, interrum pido sólo ocasional y excepcionalmente. La segunda versión supone además que en el siglo XX existe una tendencia cada vez más imperiosa a la ruptura de la inestable relación en que están las formas democráticas y una estructura económica retrasada y primitiva, caracterizada por el débil desarrollo industrial. En un estudio anterior, dedicado al análisis de las ideas políticas de Andrés Bello, he intentado dem ostrar una hipótesis que no es nueva y que diría en sustancia que esta interpretación de la historia política de Chile independiente es incorrecta, por lo menos respecto del período com pren dido entre 1830 y 1860, para la llamada República conservadora (Ruiz, 1975). Pero mi propósito en este estudio se aleja del siglo X IX para adentrarse en otras expresiones de un pensamiento conservador que tienen lugar en este siglo. El estudio de este tipo de pensamiento me llevará a relativizar nuevam ente la solidez de las tradiciones democráticas en Chile, durante lo que va corrido del siglo XX. Para comenzar este análisis es aconsejable partir por precisar, aunque sea de un modo muy esquemático, lo que entiendo por ideas conservadoras o autoritarias, para tratar de m ostrar luego cómo algunas de sus temáticas aparecen en textos que caracterizan nuestro próximo pasado cultural; me refiero especialmente al período que se extiende entre 1927 y 1938, a p ro ximadamente, y a la obra de uno de los más difundidos historiadores n a cionales, Francisco Antonio Encina. Numerosos autores que han tratado en profundidad el tema del con servantismo, subrayan el carácter difuso, fragm entario y coyuntural de este tipo de ideas políticas, cuya significación social sólo voy a esbozar. Sin em bargo, hay por lo menos un rasgo común a este tipo de ideologías: una oposición sistemática respecto del liberalismo, la democracia y la articulación de ambos en la democracia liberal. Entre los conceptos fundam entales que los defensores de un pensa miento conservador oponen al modelo democrático liberal, tienen especial relevancia las nociones de autoridad, cuyo sentido es la oposición a un orden
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político y social basado en la soberanía popular; el concepto de tradición, opuesto a la idea de autonom ía de la razón en su uso práctico; la idea de nación, que subraya la existencia de vínculos comunitarios que trascienden a cualquier manifestación de voluntad individual o colectiva y la idea de un orden social natural que se expresa en una variada gama de formas supues tamente naturales de asociación. Lo que complica el análisis de estas ten dencias ideológicas es, entre otras cosas, el hecho que en la gestación de sus categorías conceptuales intervienen grupos sociales distintos, situados en coyunturas políticas e históricas muy diferentes. La prim era manifestación de un pensam iento propiam ente conservador se relaciona sin duda con el origen del absolutismo, pero sobre todo con la oposición a la Revolución de 1789 en Francia. A este movimiento deben asociarse los nombres del inglés Edm und Burke, de Joseph de Maistre y Louis de Bonald en Francia y los de Donoso Cortés y Vásquez de Mella en España. Todos ellos desarro llan, conform e a sus intereses políticos, una legitimación o teológica o na turalista de la autoridad que es así un dato social originario, trascendente a toda opinión o deliberación. Un texto característico en este sentido, es un pasaje del Etude sur la souveraineté de Maistre: En una palabra, la masa del pueblo no entra para nada en ninguna de las creaciones políticas. Incluso sólo respeta al gobierno en la medida en que no es obra suya. Se pliega al soberano porque siente en él algo sagrado, que no puede crear ni destruir. Si a fuerza de corrupción y de sugestiones pérfidas llega a borrar de sí este sentimiento preservador, si tiene la desgracia de creerse llamada en masa a reformar el Estado, todo está perdido (de Maistre, 1884-91: 354; mi traducción).
Para Burke, otro de los pensadores que fundan las ideas conservadoras en reacción a la Revolución Francesa, la ley que expresa la esencia del Estado, “no está sujeta a la voluntad de aquellos que deben someter su voluntad a esta ley, por una obligación por encima de ellos e infinitamente superior” (Burke, 1790: 195; mi traducción). Ahora bien, quienes defienden un pensamiento conservador y autori tario en el siglo XX, si bien recurren a este tipo de argumentos, piensan en un m undo profundam ente diferente, para lo cual se ven también forzados a reform ular todo el aparato conceptual del tradicionalismo de Burke o Maistre. Entre las figuras más im portantes que defienden este tipo de pen samiento en este siglo, se cuentan autores como Charles M aurras, en Francia; Oswald Spengler y Cari Schmitt, en Alemania; Giovanni Gentile, en Italia y Ramiro de Maeztu y Primo de Rivera, en España. Entre las características de estos nuevos representantes del nacionalismo y el autoritarismo contem poráneo se cuenta el hecho de que su oposición al sistema liberal y dem o crático tiende a expresarse cada vez más a través de un modelo naturalista, organicista e irracionalista, ya que todo recurso a la teología y al derecho divino de los reyes les está vedado. En M aurras, por ejemplo, la selección
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natural y los descubrimientos de la biología implican una condena para la ■ democracia igualitaria. En Cari Schmitt, la relación política fundam ental es la relación amigo-enemigo, la guerra, relación social y existencial originaria, de la que puede derivarse toda una serie de consecuencias políticas, sobre todo si ésta se hace interior a las sociedades. Para concluir este breve boceto introductorio, diré aún que es caracte rístico tam bién de estos nuevos modelos autoritarios el haber desarrollado todo un conjunto de conceptos para pensar un esquema alternativo de integración social, jerárquica y orgánica. A esto corresponden los proyectos corporativos, form ulados a p artir de intentos de superar, tanto al capitalismo liberal como al socialismo. Y es que la situación histórica y social en la que surgen y se desarrollan estos nuevos modelos es profundam ente diferente a la situación post-revolucionaria. Si bien los grandes propietarios agrarios son proclives a un estilo autoritario de organización social, especialmente en períodos de crisis, quienes parecen ahora ser los defensores principales de un modelo político que supere al liberalismo son los grandes grupos monopólicos, industriales o financieros. En form a paralela se ha producido también el ascenso de un poderoso movimiento obrero, muchas veces adscrito a ideologías socialistas y un a u mento considerable de los sectores medios, urbanos y rurales, cuya aguda oposición con las clases dirigentes ha desencadenado en las metrópolis y también en América Latina, una situación de crisis social y política sin p r e cedentes. Es, pues, esta situación de crisis polídca la que intenta ser controlada por esos antiguos y estos nuevos sectores dirigentes, a través de este mélange aparentem ente incoherente de anti-liberalismo, autoridad y sensibilidad so cial, por cuyo interm edio se buscan nuevas bases de apoyo en los mismos sectores sociales medios, atemorizados por la crisis, para una política que, hacia los sectores populares, no puede ser ya la de la democracia y el con senso, sino la de la autoridad. Pero volvamos ahora a lo que fue mi punto de partida y que será el objetivo central de este ensayo: la situación chilena. Puede sostenerse con relativa precisión, que la prim era década del siglo XX marca el inicio de la difusión en Chile de un pensamiento nacionalista. En este período com ien zan a aparecer una serie de ensayos que culminan en 1911 con Nuestra inferioridad, económica de Francisco Antonio Encina y cuyos representantes principales, aparte del propio Encina, son Alberto Edwards, Nicolás Palacios, quien escribe Raza Chilena en 1904 y Alejandro Venegas, quien publica Sinceridad, Chile íntimo en 1910. H ernán Godoy sintetiza en algunas notas los temas centrales de este tipo de pensamiento nacionalista: Tendencia anti-imperialista y anti-oligárquica, que se expresa a través de la crítica a la extranjerización de la economía y a los grupos dirigentes. Rasgo populista... dentro de un vago proyecto político de integración social y nacional. Énfasis en la industrialización... con ciertos rasgos de
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autarquía económica. Reforma educacional, con énfasis en el desarrollo de la enseñanza técnica... Independencia partidista y actitud crítica hacia los partidos políticos... a quienes se responsabiliza de la decadencia de Chile (Godoy, 1974: 160-161).
Si a estas notas se agrega, en el caso de Encina, una lectura naturalista, inspirada en Darwin y Spencer, del sentimiento de nacionalidad, una frontal Oposición a toda form a de convivencia basada en la solidaridad social y una Categórica oposición al socialismo, se tiene una descripción bastante apro ximada de esta prim era manifestación de un pensam iento conservador cla ram ente no democrático en Chile. Voy a detenerm e ahora para ver esto con más detalle, en la que es una de las principales obras de esta prim era hornada nacionalista. Me refiero a Nuestra inferioridad económica y a su complemento, La educación económica y el liceo. EÍ objetivo de ambas obras, editadas en la víspera del Congreso Nacional de Enseñanza Secundaria de 1912, es la proposición de una pro funda reform a educacional, que term ine con el intelectualismo, el desprecio por la industriosidad y el trabajo m anual, y la ausencia de sentimientos nacionalistas que caracterizan a la educación chilena. Ambos trabajos se inscriben, ju n to al de Palacios y Venegas, y a textos com o£/ Problema Nacional de Darío Salas, en un im portante movimiento de reflexión fuertem ente crítico sobre el prim er centenario de vida independiente de Chile. Todos estos textos tienen en común una lectura del comienzo del nuevo siglo como un período de crisis social y moral extraordinariam ente profunda. Para caracterizar a estos ensayos de Encina en form a sintética, tal vez lo mejor es recurrir a una introducción que el mismo autor agrega en 1962 a la edición de la segunda de las obras mencionadas, y en donde intenta rep ro ducir el sentido que tuvieron ambos trabajos. Encina resum e de la siguiente m anera su ponencia al Congreso de Educación, en la que en cierto modo se expresa toda su concepción educacional: En el Congreso... nos limitaríamos a poner orden en el caos que existía entre las diversas ramas de la enseñanza... En cuanto a la reforma de fondo, por el momento nos limitaríamos a la reforma de la enseñanza secundaria. Las humanidades debían dividirse en dos ciclos. En el pri mero, de cuatro años de duración, sin detrimento de la enseñanza ge neral, debía estimularse la vocación por la actividad económica por medio de excursiones a los establecimientos fabriles y comerciales y a las granjas agrícolas modelos; breves biografías de los grandes pioneros; la digni ficación del trabajo manual; el deber social de levantar a lo menos su propio peso; y la independencia económica como estímulo individual... Los dos últimos años de las humanidades... se ramificarían en tres, a fin de preparar al educando para las diversas ramas de los estudios univer sitarios y técnicos superiores (Encina, 1912: 45-6).
La reform a, presentada conjuntam ente por Encina, Darío Salas y Luis Galdames, fue aprobada por el Congreso por aclamación. Su puesta en m archa
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no se realizó jam ás, según Encina, por una encarnizada oposición cuyo centro fue la Universidad. A hora bien, este program a original y ambiguo, y por cierto enorm e m ente polémico, se basa en un diagnóstico de la sociedad chilena que hay que analizar para com prender tanto la reform a propuesta, como el sentido más general de estas prim eras obras nacionalistas. Para hacerlo com entaré algunos textos de Encina en que se expresa ese diagnóstico. En prim er lugar es necesario recordar algunos pasajes de la misma introducción, que sitúan histórica y sociológicamente el problema. Según Encina, dos son los factores sociológicos que determ inan la nacionalidad chilena al menos en sus orígenes, la colonización española y el mestizaje con el aborigen. Parq Encina, los conquistadores españoles, en lugar de arm onizar los valores espirituales con la actividad económica, dejaron a esta últim a de lado, para orientarse hacia un “sentido heroico de la vida”, la “superación de lo prosaico y lo vulgar por lo alto y lo caballeresco”, la “dignificación del ocio” y el correlativo “desdén por la técnica y la conquista de la naturaleza” (ibid: 33-36). Por otra parte, el sentimiento religioso de los españoles “verá en la actividad económica y en los estímulos que encauzan en ella el esfuerzo hum ano, una desviación del camino que conduce a la salvación de las almas” (ibid: 33-36). En segundo lugar, afirm a Encina, todos estos factores que se oponen a la transform ación de los conquistadores en burgueses sobrios e industrio sos, apenas cuentan delante del factor capital: “el mestizaje con las razas aborígenes, aún detenidas en tramos bajos de la escala de la evolución m ental” (ibid: 36). Después de estas observaciones de un claro contenido etnocéntrico y en la misma introducción a LaEducaciónEconómicay el Liceo, completa Encina su visión dé las determ inantes sociológicas de la sociedad chilena con un esbozo de su evolución económica: [A]l desembocar a la vida independiente, las nuevas nacionalidades se encontraron abocadas a tres escollos de los cuales penden sus destinos. El primero fue el... que Portales solucionó en Chile pasajeramente... el de la capacidad política para él gobierno autónomo. El segundo es la consolidación de su estructura social mediante la refusión de sus diversos elementos étnicos de una nueva raza histórica. El tercero... es el peligroso desequilibrio entre el desarrollo de las aptitudes económicas y la rápida elevación del standard de vida (ibid: 36-7).
Explicando este último obstáculo, señala Encina que en los pueblos atrasados que entran en contacto con civilizaciones más avanzadas, tiende siem pre a cumplirse la ley que señala que “la sociedad inferior aprende a consum ir antes que a producir los objetos que despiertan sus deseos” (ibid: 37-38). Esta tendencia es reforzada por la expansión de la educación, la que genera en quien la recibe la aspiración a una vida mejor ju n to a mayores exigencias materiales.
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Ahora bien, ju n to con rom perse este equilibrio por el agotamiento de los recursos de explotación fácil y en vez de restablecerlos con el trabajo y el ahorro, la población, según Encina, se echa en brazos del Estado. Se produce u n a gigantesca hipertrofia burocrática, que está entre las causas de lo que para nuestro autor configura ya en esta época un amenazante porvenir de crisis y convulsiones sociales. En resum en, concluye Encina, la población chilena carecía de las aptitudes económicas y políticas necesarias para un desarrollo normal, según los parám etros de los países industriali zados. Y la enseñanza, en lugar de fortalecer la actividad económica, favorece más bien su marginalización. Todos estos procesos confluyen finalmente en una gran contradicción, verdadera causa de fondo de nuestra “inferioridad económica” y que Encina resum e como sigue: Nuestra raza, en parte por herencia... y en parte por la detestable e inadecuada enseñanza que recibe, vigorosa en la guerra y medianamente apta en las faenas agrícolas, carece de todas las condiciones que exige la vida industrial. Nace de aquí una antinomia entre los elementos físicos tan inadecuados para una vigorosa expansión agrícola, como admira blemente adecuados para la etapa industrial, y las aptitudes de la raza, apta para la agricultura e inepta para la actividad manufacturera y co mercial, que se traduce en la debilidad y estagnación económica... (En cina, 1911: 32-33).
Se entiende m ejor ahora el sentido del program a educacional de Encina y se puede com entar entonces con algún detalle. En prim er lugar, hay que decir de él y de su interpretación de la Historia de Chile que la gran carencia que caracteriza al desarrollo del país es la de u n desarrollo capitalista clásico, centrado especialmente en el avance del sector industrial. En Nuestra inferioridadeconómica, el análisis de este subdesarrollo capitalista es más detallado, aunque sólo se aportan luces significativas sobre uno de sus factores: la enorm e dificultad para el desarrollo de una burguesía industrial frente a la penetración del comercio y el capital extranjero. En cambio, sobre la otra de las grandes causas de estructura de este débil desarrollo burgués, la estagnación que el sector agrario a partir de mediados del siglo imponía al desarrollo industrial, por la escasa dem anda interna que genera, nada se dice. Dadas así las cosas, por lo menos desde el punto de vista de la estructura económica, el proyecto de Encina es justam ente favorecer el desarrollo ampliado de una sociedad capitalista industrial, po r medio de la formación de u n consenso favorable a los valores y el modo de vida que posibilitan y hacen estable a este tipo de sociedad, labor que incumbe a la institución escolar, lo que explica la enorm e importancia que concede al campo edu cacional en sus prim eros trabajos. Hasta aquí, aparentem ente poco hay en este proyecto, que, desde el punto de vista político, sea esencialmente distinto de una visión liberal de
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fines de siglo. El panoram a cambia, sin embargo, aunque todavía no de un m odo cualitativo, si se echa una m irada en Nuestra inferioridad económica a otras dos cuestiones estrecham ente ligadas al proyecto de reform a educa cional. La prim era es el punto de vista desde el cual Encina critica la d e pendencia respecto de los grandes países industriales. No son sentimientos altruistas los que determinan la aproximación..., pues en el contacto de las sociedades humanas la lucha por la subsistencia domina con igual energía que en el resto del universo... Desde el mo mento en que dos economías se ponen en contacto estalla un duelo. La más fuerte intenta dominar a la más débil... (ibid: 114-117).
Ahora bien, de esta lucha han resultado para la sociedad chilena hechos como los siguientes, que Encina describe con gran elocuencia: Nuestra voluntad está postrada. El alma nacional no siente con fuerza el deseo de la grandeza y el poder... Esta decadencia del deseo del dominio y de la superioridad, para la generalidad es un fenómeno ino fensivo, y para algunos, un progreso que nos aleja de los sentimientos egoístas y nos pone a cubierto de los peligros ajenos a las grandes am biciones (ibid: 118).
A estas conclusiones que estima derrotistas, Encina responde: En respuesta a esa indiferencia y a este error, fruto de una confusión lamentable entre las cualidades útiles al individuo y las útiles a la nación, me limitaré a consignar el hecho de que en todo el curso de la historia no ha habido un solo pueblo que haya logrado abrirse paso sin estar animado de un espíritu feroz de nacionalidad, ni que haya sobrevivido a su decadencia; y de que hoy mismo, con todos los cercenamientos que este espíritu ha experimentado, son Inglaterra, Estados Unidos y Ale mania, es decir, los tres pueblos animados de un sentimiento más intenso de la nacionalidad, los que han dominado la civilización contemporánea (ibid: 118-119).
Como se ve, y en consonancia con el análisis sociológico de Encina, estos textos están centrados en categorías que ya no son ciertam ente las caracte rísticas de la democracia liberal; antes bien, entran en contradicción con ellas. Incluso si dejamos de considerar la noción de raza, temas como los de la lucha por la supervivencia entre las naciones, el deseo de poder y de dominio, etc., con su énfasis en un modelo natural para com prender las relaciones sociales, poco tienen que ver con la teoría democrática clásica, centrada en una visión contractualista de la sociedad, en un universalismo abstracto, trascendente a los límites nacionales y en un proyecto, por lo menos formal, de paz universal fundada en la racionalidad. El segundo aspecto que se puede esbozar aquí tiene que ver con la concepción que tiene Encina en Nuestra inferioridad económica del desarrollo político y cultural del país. En Chile, comienza por decir nuestro autor, del mismo modo que en el resto de América Latina, el deseo de imitar a los países europeos germ inó ju n to con la idea misma de emancipación. Entre
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los grupos dirigentes de la revolución americana se produce así una alianza entre una juventud ardorosa e irreflexiva y algunos ideólogos como Infante y Lastarria, que: con una ingenuidad que no excusan los tiempos, creían que el simple advenimiento de la libertad, la copia de determinadas instituciones y la difusión de la enseñanza, borrarían en corto plazo los abismos que me diaban entre las jóvenes nacionalidades derivadas de España y las viejas civilizaciones europeas (ibid: 138).
A ellos se oponen otros espíritus, que Encina califica de un modo extrem a dam ente positivo, y que como: Portales, Montt y Varas... comprendían que lo esencial era modificar paulatinamente las ideas y sentimientos de la colectividad, estimulando un desarrollo uniforme de las fuerzas materiales, morales e intelectuales (ibid: 138).
Texto significativo que, ju n to con ser una de las prim eras manifestaciones de lo que hay que calificar como el mito del régim en portaliano en nuestro siglo, identifica el pensamiento de Encina con rasgos que son característicos del pensam iento conservador: la valoración del cambio gradual y la exalta ción simbólica de los dirigentes de la república autoritaria. Todos estos temas aparecen aquí, sin embargo, articulados en torno a un eje semántico básico: “imitación versus espontaneidad”. Por consiguiente la desvalorización que aquí se hace de los valores liberales e ilustrados como la libertad, la difusión de la enseñanza, etc., se basa en el rechazo de lo que no es espontáneo, se puede identificar, en el discurso de Encina, con ideas como nacionalidad, raza, tendencias connaturales al territorio, la ley de la evolución natural desde el Estado militar al Estado industrial, etc. Hay en esta valoración de lo espontáneo y de lo natural un nuevo rasgo conservador en el pensam iento de Encina. Su oposición a lo que denomina “imitativo” se relaciona con una postura anti-constructivista. En el nacionalismo de Encina se encuentra pues fuertem ente cuestionada toda idea de intervención de la deliberación política en una sociedad que evoluciona natural y espon táneamente. Son precisam ente estos rasgos conservadores, su nacionalismo, su tra dicionalismo y un anti-intelectualismo que im pregnan sus prim eros escritos, los que están en el centro de las críticas que en esta época ya se dirigen contra los escritos de Encina. Estas características están, por ejemplo, en el centro de las críticas que Enrique Molina en La cultura y la educación general, dedica a Nuestra infenoridadeconómica, obra en la que ve además un “hosanna constante que levanta sobre una nube de incienso la figura del hom bre de negocios” (Molina, 1912: 80). Sin embargo, se ha percibido menos que el conservantismo y el tradi cionalismo de Encina están marcados por una profunda inconsecuencia, ya que él mismo ha venido estableciendo que casi todo lo que es “espontáneo” en nuestro país, es decir, la composición racial de nuestro pueblo, es también
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antagónico respecto del desarrollo capitalista industrial. Para hacer ver esta inconsecuencia basta com parar los textos que ya he citado sobre España y el mestizaje, con pasajes como los siguientes, destinados en cambio a m ostrar, por contraposición, el pernicioso influjo social del contacto con Europa y de una cierta m anera de entender la educación que también he caracteri zado: Largo tiempo después de la independencia la mejor sociedad chilena continuó considerando el comercio como oficio decoroso. Básteme re cordar a...don Diego Portales, la más alta expresión del genio político de nuestra raza. Entre 1540 y 1840 nuestra evolución fue perfectamente normal. Durante tres siglos la pasmosa energía guerrera acumulada por una selección durísima, se transformó lenta pero constantemente en actividad industrial. Primero pastoreamos el ganado, aramos la tierra y recogimos el oro fácilmente explotable; después hicimos el comercio y la navegación; y hacia el fin, principiaban a manifestarse las aptitudes de más tardío desenvolvimiento, o sea, los que hacen posible la actividad fabril... (Encina, 1911: 189-190).
Pero lo que aquí im porta destacar en esta inconsistencia, es que esta segunda lectura de la realidad chilena, la basada en la oposición imitación vs. espon taneidad, es la que va ganando progresivamente la mayor importancia en el trabajo interpretativo que realiza Encina, y ello, a pesar de que su anti hispanismo m antenga siempre un lugar im portante en su obra. Ahora bien, son dos las causas que para Encina se sobreañaden a los factores étnicos: la imitación del extranjero en lo político y en lo educacional. Lo notable en la percepción de estas dos causas inhibidoras es que ellas llevan a Encina a oponerse, por razones aparentem ente vinculadas a lá crítica de lo imitativo, a intelectuales cuyo único punto de contacto es r e presentar políticamente a las mismas tendencias: las liberales. Hay dos nom bres que, en este sentido, simbolizan casi todo lo que para Encina hay de negativo en la historia de Chile: José Victorino Lastarria y Diego Barros Arana, y que no por azar son los representantes más caracterizados, el uno en la política, y el otro en el dominio cultural, del liberalismo chileno del siglo X IX . He venido exhibiendo más arriba lo que me parece significativo, en una prim era etapa del pensamiento de Encina, respecto de la orientación política e ideológica de sus escritos. Creo que en base a ello es válido concluir que, por debajo de las articulaciones explícitas de su discurso, que conducen por lo demás a una inconsistencia mayor, corre una fundam ental oposición a las tendencias liberales y democráticas chilenas. Esto marca el carácter p o lítico de su pensam iento de un modo que en sus obras posteriores se hará mucho más claro y terminante. Pero más im portante me parece subrayar dos cuestiones que tocan al carácter general de sus ensayos sobre economía y educación. La prim era es que las críticas del modelo político liberal y del modelo de escolarización
chileno, aunque tengan el valor de referirse a problemas que son reales, son, ambas, en el fondo una crítica del grado mínimo de apertura que el sistema de dominación tradicional iba tolerando en Chile, en form a relati vamente creciente, y que iba a beneficiar sobre todo a los sectores medios y populares de la sociedad. De este modo, al subrayar la contradicción éntre el grado de desarrollo económico y el avance democrático, lo que Encina hace —y al parecer, ju n to con él todas las interpretaciones de la historia de Chile, que de una u otra forma, con mayores o menores compromisos aceptan esta tesis— es emitir un diagnóstico que sólo tiene una solución recomendable: la liquidación del avance democrático, lo que coincide con la orientación política fundam ental del proyecto del nacionalismo chileno de la época. El enunciar este diagnóstico, que implica una denuncia de la deform ación de la realidad que caraterizaría al discurso democrático y liberal chileno, y justo en la m edida en que escamotea (a través de una concepción elitista, evolucionista e incluso racista de la sociedad) las causas estructurales del subdesarrollo capitalista, sólo puede conducir a soluciones que reafirm en la problemática que da sentido al diagnóstico, problemática que no es otra que la del desarrollo capitalista industrial. No hay otra salida, si se aceptan unos términos del diagnóstico que ya en lo que niegan y critican llevan implícito un proyecto político que no puede concluir sino en la clausura de la democracia: la eliminación de la ineficiencia y el parasitismo económico y de la libertad política, en el nom bre de lo espontáneo y lo nacional, o de la evolución natural de las sociedades al Estado industrial. En este sentido, la lectura burguesa que hace Encina de la idea de nación —la que se entiende sólo en referencia a las aptitudes económicas— se complementa con la orientación nacionalista y anti-liberal que im prim e a la idea de desarrollo industrial, marcado por el tema im pe rialista de la lucha por la supervivencia internacional. Ambas tendencias confluyen así en un proyecto político cada vez más consistentemente con servador. Lo que acabo de decir se completa además si se examina la otra y fundam ental omisión que recorre toda la obra de Encina: la del conflicto entre grupos sociales al interior de la sociedad y el dominio de algunos de estos grupos, basados en sus mejores posiciones en la economía, el poder y la cultura, respecto del resto de la población. Esta omisión tiene que ver con la última de las consideraciones que haré aquí respecto de estas obras de Encina y que se relaciona con su proyecto de reform a educacional. En prim er lugar, y como ya lo recalca Molina, es característico del elitismo de Encina el que su reform a se refiera solamente a la educación secundaria. Pero además, al dividir en ella las humanidades en dos ciclos, el último de los cuales debía llevar a los estudios científicos y literarios superiores y al eliminar todo énfasis en valores como la libertad y la igualdad, es perfectam ente legítimo concluir que, aplicado en la práctica, este modelo educacional implicaría también una reproducción de la desigualdad social
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real, en cuanto que lo que determ inaría el acceso a ese segundo ciclo superior no sería otra cosa que las posibilidades económicas de los educandos. Al no haber en Encina sanción alguna a esta reproducción de la desigualdad, parece justo entonces concluir que su proyecto educacional, caracterizado por la ausencia del conflicto y de las diferencias sociales reales, conduce a reforzar la selección social del acceso al poder a través de la cultura. Todo esto resultará en definitiva más patente si se recuerda que la rém ora que significan tanto la configuración racial del pueblo chileno como la obra de la imitación del patrón extranjero de conducta causan sus efectos más in contrarrestables en los grupos populares. Dejaré hasta aquí esta caracterización, de la prim era generación nacio nalista, a través de las primeras obras de Encina. La década del 30 marca una segunda etapa, tal vez la de más proyecciones, en la historia de este tipo de pensamiento político, alternativo al sistema democrático. La define toda una serie de elementos que se sitúan fuera de la esfera de las puras producciones de pensamiento. Entre estos elementos ocupa el prim er lugar la crisis social que se abre en Chile en 1920 con el fin de la Primera G uerra Mundial y la sustitución del salitre natural por el sintético. El producto de exportación del nitrato baja en más del 50% entre 1918 y 1921, provocando una enorm e cesantía y el agravamiento de los conflictos sociales. El gran desarrollo del Estado, hecho posiblejustamente por la tributación del nitrato, ha ido aportando, por otra parte, bases para un desarrollo creciente de los sectores sociales medios, que presionan por su participación en un sistema social y político cerradam ente oligárquico. Es este sistema el que entra en crisis en 1920, con la elección presidencial de A rturo Alessandri, crisis que se expresa tam bién en una serie de golpes militares propulsados por la oficialidad joven, entre la que se destaca la figura del coronel Ibáñez. El movimiento obrero y sindical ha conocido entre tanto, paralelamente, un enorm e desarrollo, cuya acción se expresa del modo más visible en organi zaciones como la FOCH (1909) y los partidos O brero Socialista, que iba a ser después el Partido Comunista, y Socialista. La llamada “cuestión social” está así en el centro del debate político y frente a ella tom an posición todos los más importantes sectores sociales y culturales. Entre ellos ocupa un lugar central el pensamiento de la Iglesia Católica, en la que adquiere importancia la oposición entre “modernistas” e “integristas.” La encíclica Quadragesimo Anno de Pío XI, con sus acentos corporativistas, tiene gran repercusión entre la juventud católica chilena, aunque al mismo tiempo comienzan a m adurar en el seno de la juventud conservadora las tendencias que llevarían a un sector de ésta a fundar la Falange Nacional. La crisis mundial de 1929 y el desarrollo de las primeras revoluciones socialistas, ju n to al avance de los movimientos corporativistas y fascistas en España, Portugal, Italia y Alemania, son otros tantos aconte cimientos que repercuten en la formación ideológica en la década. La crisis mundial de 1929, que golpea a Chile más que a cualquier otro país en el
m undo, marca un nuevo y revigorizado aum ento de las presiones populares y de las tensiones sociales. Al caer la dictadura militar de Ibáñez, asumen por breve tiempo el poder movimientos de carácter socialista, cuyo líder es M arm aduque Grove, lo que sume a los antiguos sectores oligárquicos en la incertidum bre y el temor. Con razón se ha descrito la época como marcando la crisis política del dominio tradicional en Chile, el que cedería en definitiva el paso a un nuevo tipo de Estado, que ha sido denominado, por autores que han estu diado el fenóm eno en otros países de América Latina, “Estado de com pro miso”. Este nuevo tipo de Estado, cuyos ejemplos más típicos son los regí menes populistas latinoamericanos de la época, estaría definido por el establecimiento de un conjunto de sistemas de negociación (cuyas formas políticas pueden ser bastantes diferentes) que reflejan el hecho de que nin guno de los más poderosos grupos sociales — con la exclusión relativa de los trabajadores de la ciudad y del campo — es capaz de controlar de modo inmediato la institucionalidad política, y por el hecho de que entre sus beneficiarios principales se cuenten la naciente y débil burguesía industrial y los sectores medios. En el contexto de estos procesos sociales, los que por lo demás se des criben aquí de un modo esquemático, comienzan a aparecer, alrededor de la década del 30, una serie de ensayos, revistas y organizaciones cuyos principios corresponden a las características con que he ido identificando a las ideas autoritarias y conservadoras. La prim era obra de esta segunda etapa del conservantismo chileno es, sin duda, La fronda aristocrática de Alberto Edwards cuya prim era edición es de 1928 y que term ina con una vibrante apología de la dictadura de Ibáñez, a quien Edwards identifica con los principios políticos portalianos. La segunda es el Portales de Encina, cuya prim era edición es de 1934. Publicada poco después del fin de la dictadura del Coronel Ibáñez, a la que Encina apoya con el mismo entusiasmo que Edwards, esta obra constituye un prim er ensayo de interpretación global de la historia de Chile. De ella ha dicho Guillermo Feliú Cruz que no es la tentativa de un historiador, ni de un literato, sino que “fue la obra de un pensador que hacia el final de una vida de meditación filosófica y científica, se asoma por curiosidad a la historia” (Feliú Cruz, 1967: 193). Dos cuestiones son dignas de destacarse antes de analizar esta im portante obra de Encina. La prim era es que, como lo sugiere Feliú Cruz, es este trabajo el que marca los comienzos de Encina como historiador. Puede verse en esta transform ación de la obra del sociólogo, el economista, el educador y el político que había fundado en 1915 el Partido Nacionalista, una expre sión del repliegue que la caída de Ibáñez impone a los partidarios de la dictadura militar. Pero hay que subrayar también en esta opción una pro funda coherencia entre el contenido de un pensamiento básicamente na cionalista, tradicionalista y anti-intelectualista y la form a de expresión que
es la historia, con su énfasis en lo singular y lo concreto. Una segunda cuestión que debe destacarse en este sentido, es que no es de ningún modo azaroso que un discurso autoritario y nacionalista utilice como su consigna política fundam ental, no a un concepto ni un principio político, sino un símbolo personal: la figura de Diego Portales. Indicaré en lo que sigue, cuáles son las directrices políticas que este símbolo connota, pero no deja de ser significativo el modo a-conceptual en que se las simboliza. Este carácter a-conceptual no carece en modo alguno de relaciones internas con el anti rracionalismo de Encina, pero lo que es más notable es que esta misma relación interna se da también en la obra central del otro gran difusor del mito de Portales en esta época: Alberto Edwards. ¿Cuáles son, ahora, las notas distintivas que definen en Encina al p r o yecto político que simboliza Portales? Lo prim ero que hay que recalcar es que la figura de Portales es para Encina esencialmente actual. La recu p e ración de su figura y de su política se identifican en Encina con la tarea de su propio presente; es más, con lo que para él es la misión política de la época, y su propia aspiración. Para mostrarlo, analizaré prim ero los textos en que se resum e su visión del proceso histórico y sociológico que conduce a la década del 30, para luego considerar los pasajes en que quedará claro que el régim en portaliano debe ser considerado como un valor a realizar en el presente. [La espina dorsal del período 1830-1891]...es la lucha entre la sugestión portaliana por mantener encerrado el genio de la raza y los esfuerzos de ésta por escaparse... (Encina, 1934: II 358).
En esta proposición elíptica, condensa Encina una tesis que ya he tenido ocasión de com entar, al hablar de sus primeras obras. Esta tesis, que asume nuevas connotaciones en su Portales, puede reform ularse ahora de la m anera siguiente: lo que caracteriza a la historia de Chile independiente en el p e ríodo 1830-1891, es la pugna o el conflicto entre las tendencias de la raza, y más precisamente, de su sector dirigente, la aristocracia castellano-vasca, y la obra de un genio como Portales, que pugna por apartarla de sus a ta vismos políticos ancestrales. Y este atavismo político consiste en un d e te r m inado concepto, puram ente negativo de la libertad, según el cual ésta no es sino la negación del gobierno y la tendencia a su radicación en Juntas o Congresos, organismos absolutamente incapaces de realizar la tarea de go bernar. En otro pasaje pertinente, dice Encina que la época posterior a aquella a que acaba de referirse se caracteriza en cambio por ser un período en que “el gobierno se torna la expresión del genio político de la aristocracia castellano-vasca” (ibid: II 361). Respecto del período inmediatamente posterior a 1920, el juicio de Encina va a recalcar sobre todo dos elementos: la dispersión de las fuerzas sociales dom inantes de la sociedad chilena y la crisis política a que ello conduce y, de un modo bastante indirecto y como reprim ido, el acrecenta
miento de la fuerza de los sectores populares. Dos textos breves son sufi cientes para probar esta afirmación. En el prim ero dice Encina:
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Igual complejidad ofrece el período que se abre en 1920. El elemento andaluz meridional se adueñó del poder en alas de una racha de odio contra la “oligarquía”, con la cual antes había convivido bien... (ibid: 11 362).
Y respecto del avance popular, factor de la crisis, por la presión que ejerce sobre el sistema imperante: Más adelante constatará el historiador asombrado la trascendencia de un hecho...Todos habían visto que la civilización chilena (es) un injerto de púas íberas en patrón aborigen; pero nunca sospecharon que el injerto podría perder un día su vigor y lozanía. Y al buscar las causas del fenó meno, advertirán que mientras las púas debilitaban su vitalidad, en una lucha biológica entré ellas, el patrón echó retoños vigorosos (ibid: II 364).
A hora bien, es respecto de esta situación de crisis y decadencia que el símbolo de Portales representa una nueva alternativa y un mensaje de futuro. Res pecto de su creación política, dice Encina, en prim er lugar, que “la creación política portaliana... sería psicológicamente la máxima creación individual en el terreno político” (ibid: I 200). Recalcando en otro texto la significación del modelo portaliano para el presente y el futuro de Chile, Encina afirm ará lo siguiente: Su construcción política no sólo no arranca del pasado, sino que está colocada muy por delante de su época: es una anticipación de las ideas sociológicas de la segunda mitad del siglo xix y de la primera mitad del siglo XX sobre el gobierno de los pueblos retrasados en su evolución con respecto a las instituciones exóticas que copian...(ibid: I 246).
Y este es entonces el momento de volver a plantear la pregunta que hacía más arriba, en el sentido de cuáles son las características de este régimen que ha prefigurado, incluso la tarea política fundam ental de la época pre sente. U n texto en que, tal vez, estén reunidos todos los elementos de la definición que propone Encina del régim en portaliano, es el siguiente: La creación portaliana entraña, en esencia, un gobierno activo, enérgico y eficiente, en pugna con la tendencia racial, indinada a los gobiernos realizados por medio de juntas, de los congresos...; la justicia social y el bien general, como finalidades, opuestas a las tendencias oligarcas... y su ejercicio por una élite de un alto valor moral y cívico, en oposición a la democracia, que tiende a radicar el mando en los que halagan sus apetitos. Es una concepción política que se opone violentamente al libe ralismo doctrinario del siglo X IX . Hasta donde es posible presentir lo que vendrá, se aproxima a la forma de gobierno que tal vez predomine en los pueblos socialmente uniformes, durante el período de transición en el que vamos a entrar... (ibid: II 350).
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A lo que agrega en otro texto que será convertido en un slogan por el régim en de Pinochet: “el deseo de convertir a Chile en una gran nación es el pensam iento central de la creación portaliana...” (ibid: I I 283). Dejando de lado sólo algunos elementos que el propio Encina incluye en la definición de su modelo político (entre ellos la reiterada “im persona lidad” del gobierno, su oposición al caudillismo militar y la concepción de la sanción), la presente caracterización tiene el mérito de destacar lo esencial del proyecto político que se busca com prender, y para lograr esta com pren sión com entaré y desarrollaré sus ingredientes fundamentales. El prim ero, y el esencial, es la oposición frontal en que tal modelo se ubica frente al sistema democrático-liberal. En el texto de Encina, esta oposición se completa de muchas maneras. En prim er lugar, el mismo texto detalla una: el tema de la elite que, en otros contextos, aparece en íntima conexión con el tema de la intuición, como la vía superior de acceso a la realidad. Innecesario es destacar que elites e intuición, como método de acceso a la verdad y como instancia de poder, son opuestos a las concepciones m odernas sobre la r a cionalidad, como igualmente repartida entre los hombres, y a su corolario político, la soberanía popular. Este es, pues, el profundo y antidemocrático sentido del antirracionalismo de Encina que, por lo demás, funciona en su obra como equivalente de su antiliberalismo. Un texto en que se conectan ambos temas en una legitimación antide mocrática del poder es el siguiente: Portales fue un intuitivo..,1a penetración intuitiva... [es] la única que puede llegar a las últimas profundidades... [y] sólo es accesible a un corto numero de elegidos... (ibid: I 130-1).
Pero con la misma frecuencia que esta orientación antirracionalista y antintelectualista, la legitimación del modelo antidemocrático asume en Encina también otras formas, siendo algunas de ellas más próximas al conservan tismo tradicional. Siempre hablando del gobierno portaliano Encina dirá, por ejemplo, lo siguiente: Ei criterio que informa su labor de estadista puede sintetizarse así: crear a base del orden, pero de un orden abierto a todos los progresos posibles, un ambiente adecuado para que el pueblo chileno complete su evolución, tutelando su infancia con un Estado fuerte, capaz de corregir las des viaciones sin perturbar el desarrollo mismo... (ibid: I 247). Estas ideas conservadoras se com pletan con una tesis que es una verdadera obra m aestra en su gén ero, y que Encina expresa de la siguiente manera: El funcionamiento del régimen no dependen sólo [del] Ejecutivo, sino de que ese “resorte” tenga punto de apoyo; y se ha visto que ese punto es el derecho del gobierno a sentir y pensar políticamente por los que son incapaces de hacerlo. Este derecho tenía que quedar, fatalmente, al margen de la Constitución (ibid: n 253).
Texto verdaderam ente insólito, si se tiene presente que cerca de dos siglos antes, pensadores como Kant, para no citar a autores más radicales como
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Rousseau o Stuart Mili, habían argum entado ya de una m anera muy fuerte contra tales posiciones paternalistas. Por cierto, esta legitimación antidemocrática del poder político, que se hace así intangible y trascendente a toda crítica por parte de la mayoría, tiene como finalidad el establecimiento de un gobierno que ejerce esta autoridad sin titubeos ni contrapesos. Es el tema del gobierno “fuerte”, al que Encina ilustra también de muchas maneras. Algunas de entre ellas son, por ejemplo, las siguientes: si hubiera sido necesario fusilar, habría empezado por las cabezas yjamás por el instrumento inconsciente... (ibid: I 261).
Esta idea de un gobierno fuerte o autoritario es legitimada en muchos otros pasajes, a través de una construcción histórica sustancialmente falaz, según la mayoría de los historiadores, pero dotada de una singular eficácia sim bólica: el tema de la anarquía pre-portaliana, a la que se puede combatir tan sólo con una acción en el estilo de Lircay. Es fácil ver en esta imagen de la anarquía una traducción ideológica del período de profunda crisis política que caracteriza a la década que se estudia. En fin, se podrían mul tiplicar tam bién las citas en este sentido en las que nos encontramos siempre con dos oponentes fundamentales: los intelectuales y, en cierta medida, también la aristocracia castellano-vasca. Pero este último aserto me lleva a tratar ahora el otro com ponente esencial, no sólo de esta revitalización del símbolo de Portales, sino también de todas estas corrientes ideológicas nacionalistas y autoritarias de los años 30. Me refiero a las tendencias anti-oligárquicas. Desarrollaré en lo que sigue este último tema, intentando además m ostrar cómo estas tendencias y el antiliberalismo form an sistema. En la obra de Encina que he estado comentando, el tema es extraordi nariam ente patente. Tal vez uno de los textos más claros en este sentido es el siguiente, fuera del pasaje que he elegido como punto de partida de estas consideraciones últimas: La inclinación anti-oligárquica del régimen portaliano es la más acen tuada que conocemos entre las creaciones políticas surgidas en días de paz... (ibid: II, 227).
O tro pasaje en que podemos ver la misma orientación es el siguiente, que encontram os en el prim er volumen de la obra: ... plebeyo, en lugar de dictar decretos contra los prejuicios aristocráticos, Portales imprime a la nueva alma nacional, un concepto que lleva im plícito su reemplazo por el valor cívico, intelectual y moral... (ibid: I 47). T ex to éste tam bién revelador d e que estas tendencias anti-oligárquicas no son tan radicales com o lo que el m ism o autor ha reiterado. Se podría, tam bién en este sentido, am pliar esta dem ostración con otras citas, pero más im portante m e parece subrayar en este punto que este m odelo que reúne anti-liberalism o y tendencias anti-oligárquicas (y por cierto, anti-so-
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cialismo), aparece también en las obras de otros historiadores conservadores del período como Alberto Edwards o Jaim e Eyzaguirre. Ahora bien, lo que interesa preguntarse ahora, y para concluir este ensayo, es: ¿cuál es la racionalidad histórica de este proyecto nacionalista y autoritario? Esto significa, en otros términos, plantearse el problema de su explicación. Sobre este punto, que exigiría desarrollos mucho más p rolon gados, voy a contentarm e aquí sólo con indicaciones. El análisis explicativo es, en prim er lugar, un análisis que tiende a e n contrar conexiones causales. Parece claro que el concepto tradicional de causalidad no tiene en las ciencias sociales la utilidad que caracteriza su empleo en ciencias naturales, ni siquiera en sus acepciones estructuralistas contem poráneas. Es necesario, entonces, reem plazar una visión causal y mecanicista de la vida social, por una centrada en las nociones de proceso, totalidad y finalidad interna de los hechos sociales. Cuando se pregunta por la racionalidad histórica de estas tendencias ideológicas, se presuponen en realidad estas nociones, las que desde otro punto de vista también se implican al preguntar por la significación social de un pensamiento. Pienso que una respuesta a esta pregunta por la significación, la racio nalidad histórica o la peculiar necesidad histórica de un discurso comienza a ser válida cuando se encuentra en la vida social una premisa objetiva, eficiente y activa, respecto de la cual el discurso analizado es una form a activa de conciencia,y que tiende a generar un conjunto de convicciones y creencias populares acordes con esta base objetiva. En el caso de nuestro estudio, pienso que las tendencias autoritarias y conservadoras de los años 30 revelan una cierta racionalidad histórica respecto de una situación de crisis política global y de la posición y aspiraciones que, en esa situación política, caracterizan a una de las fuerzas sociales que la determ inan: los grupos dirigentes de la naciente burguesía industrial, a los que se unen sectores de la gran propiedad agraria. Más arriba he esbozado una descripción de esa situación como una de crisis política, y más precisamente como crisis de la dominación oligárquica en nuestro país, cuya presencia, ya manifiesta, ya larvada, define en verdad a todo este período. Ahora bien, estas crisis sociales y políticas son vividas por los antiguos detentadores del poder como crisis de autoridad, como una indecisión general respecto de quien m anda en la sociedad; y son d e sencadenadas en el período que nos ocupa, por la irrupción en el escenario político de dos nuevas fuerzas sociales: los sectores medios y los grupos populares, especialmente obreros. Resulta así una situación de empate o de equilibrio social entre grupos con aspiraciones opuestas. En este contexto, pues, las tendencias y el modelo autoritarios que he esbozado representan la conciencia social de los antiguos sectores dirigentes respecto de la im po sibilidad de enfrentar a estas presiones antisistema de una m anera consen súa!, democrática y parlamentaria, y la necesidad de una respuesta más
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enérgica, autoritaria, que debe significar el reemplazo del sistema dem o crático y liberal. Pero, además, y a través de las tendencias anti-oligárquicas, los grupos sociales que están por el modelo autoritario, buscan en la época, atraer a los sectores sociales medios hacia este modelo, procurando form ar un con senso que se oponga a la vez a ciertos excesos del capitalismo, y al socialismo, fom entando por todos los medios la división entre los sectores medios y las organizaciones obreras. Claras m uestras de esto que venimos diciendo son las tendencias polí ticas, básicamente similares a las de estos círculos intelectuales, que se ex presan a través de algunos de los dirigentes más importantes de organismos tales como la Sociedad Nacional de Agricultura, la Confederación del Co mercio y la Producción (fundada precisamente en esos años) y el diario El Mercurio, que además de difundir el libro de Alberto Edwards, ha dado cabida por esa época a un proyecto corporativista de Agustín Edwards. Respecto del propio Encina, hay que recordar que su pensamiento tiene, además, una enorm e repercusión en la Sociedad de Fomento Fabril, la que ya desde 1911, fecha de la publicación de Nuestra Inferioridad Económica, publica y comenta frecuentem ente trozos de esta obra en el Boletín de la Sociedad de Fomento Fabril. Pero es sobre todo en el campo educacional, y al interior de grupos de intelectuales ligados a los sectores medios, donde las ideas de Encina sobre “educación económica” m antienen una influencia determ inante y sostenida en el período. Esto revela que el proyecto político de Encina, que incluye una clara subordinación de los trabajadores y los grupos medios a la ética y los valores empresariales, encuentra sin embargo en estos sectores una acogida im portante. Esto lo consigue Encina a través de su ambigua pro puesta nacionalista en educación, la que vincula educación económica y ética empresarial con aspiraciones hacia una sociedad nacional fuerte y agresiva. A partir de la publicación del libro sobre Portales y luego de la Historia de Chile. Desde la prehistoria hasta 1891 comenzada en 1940, esta influencia, sobre todo entre educadores y grupos profesionales, se consolida y amplía, llegando a constituirse en una de las visiones predom inantes de nuestra historia por lo menos hasta fines de la década de los 50. A lo largo de sus páginas, Encina reitera en lo esencial el mensaje político implícito en Portales. Este puede sintetizarse en la necesidad de un retorno a un gobierno auto ritario, en el estilo del portaliano, como la única forma de contrarrestar la tensión fundam ental entre desarrollo industrial débil y las tendencias hacia una democracia que juzga utópica. Esta interpretación de la historia de Chile, aparte de sus categorías racistas, las que han sido criticadas frecuen temente, ha ejercido a pesar de sus claras conclusiones conservadoras y autoritarias, una poderosa fascinación sobre no pocos ensayistas e histo riadores de distinto signo político. Creo que ello hace aún más necesaria una aproximación crítica que m uestre, como pienso haberlo hecho en estas
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páginas, la estrecha relación que existe entre las categorías encinianas de interpretación histórica y los supuestos y las conclusiones conservadoras que les dan sentido.
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ENSAYO III C orporativism o e hispanism o en la obra de Jaim e Eyzaguirre Carlos Ruiz
El propósito de este ensayo es analizar la significación de la obra del histo riador Jaim e Eyzaguirre, quien puede ser considerado con justicia como uno de los más im portantes representantes intelectuales de las posiciones conservadoras en Chilp, durante el siglo XX. Me concentro aquí en un prim er período de su producción, que se extiende desde 1932 hasta aproxim ada m ente 1945, pero avanzaré tam bién algunas hipótesis sobre un segundo período de esta obra que cubrirá algunos de sus trabajos durante la década de 1950. La im portancia de la obra teórica y organizacional de Eyzaguirre para entender tanto la especificidad de las ideologías de los grupos que dom inan actualm ente la sociedad chilena, como la eficacia histórica de estas mismas ideologías es, sin duda, considerable. Anima y dirige desde 1934 hasta 1954, la más fundam ental de las publicaciones que ha defendido en Chile, durante este siglo, las posiciones conservadoras, la re\istaEstvdios, en la que colaboran perm anentem ente figuras tan relevantes de la política y la cultura chilena como Julio Philippi, Fem ando Vives, Osvaldo Lira y A rm ando Roa, y en una segunda generación, A rturo Fontaine, ex-director del diario El Mercurio y, Jorge Prat, director de otra de las publicaciones de los partidarios de las posiciones autoritarias en Chile, la revista Estanquero. Colaboradores menos frecuentes aunque asiduos han sido Carlos Silva Vildósola, tal vez el más influyente de los directores del diario El Mercurio en este siglo, y Jaim e Larraín García-Moreno, im portante dirigente empresarial y político. En fin, colaboran tam bién habitualm ente, aunque desde posiciones distintas, el sacerdote Alberto H urtado, Eduardo Frei e intelectuales del relieve de Ga briela Mistral, Diego Dublé U rrutia, Clarence Finlayson, y Roque Esteban Scarpa, entre otros. Entre sus discípulos próximos se cuentan historiadores como Gonzalo Vial, prim er director de la revista Qué Pasa. Pero la acción d e ja im e Eyzaguirre no se limita a Estudios. Dirige también, en fechas posteriores, revistas como Finis Terrae (1954-1965), órgano oficial de la Universidad Católica, el Boletín de la Academia Chilena de la Historia y posteriorm ente tam bién la revista Historia. Desde el punto de vista de su acción institucional es fundador del Instituto de Historia de la Universidad Católica de Santiago y de la Academia Andrés Bello, que prepara el personal del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile y, paralelamente, desde la década de 1940, comienza a publicar toda una vasta obra de interpretación de la Historia de Chile desde una perspectiva conservadora e hispanista que
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va a resultar decisiva para la orientación de esta disciplina en Chile en la educación secundaria y universitaria. Intentaré en las páginas que siguen, una interpretación del sentido de lo más relevante de su obra durante el período mencionado, a través de un análisis interno de algunas de sus publicaciones. Buscaré posteriorm ente reconstruir las conexiones entre la estructura interna de la obra y los procesos sociales que le dan sentido, y a los que ella intenta responder orgánica y significativamente, aunque desde la perspectiva restringida de algunos de los grupos tradicionalm ente dominantes de la sociedad chilena. D urante el período a que he hecho referencia, tres son las tendencias semánticas básicas en torno a las cuales se unifican y articulan las variadas temáticas de Eyzaguirre: una interpretación conservadora y tradicionalista de la doctrina católica, una opción política en favor de las posiciones corporativistas y en tercer lugar una interpretación del sentido de la hispanidad próxim a al tradicionalismo en base a la cual elaborará posteriorm ente una visión conservadora de la historia de América y de Chile.
1. E l tradicionalismo católico La prim era ue estas grandes líneas semánticas, la más tem prana y perm a nente, está constituida por una interpretación tradicionalista del legado doctrinal cristiano y más precisamente, católico. Ya en los ensayos escolares de Eyzaguirre hay páginas asombrosamente coherentes, en las que late una visión de la catolicidad y de la cristiandad concebidas —en términos que hacen pensar en Novalis— como los valores más altos de la civilización, valores amenazados muy profundam ente para su autor por las tendencias liberales y laicistas. Por testimonios de quienes han seguido de cerca su biografía se sabe, por ejemplo, que hacia el final de su vida, sus intereses se centran cada vez más en torno a la vida religiosa, haciéndose incluso oblato benedictino (Aylwin, 1977). Eyzaguirre es entonces, en prim er lugar, un intelectual católico y esta prim era línea de fuerza mayor en su obra, lo liga inmediatamente con una corriente ideológica esencial de la sociedad chilena y con una de las más im portantes de sus instituciones, la Iglesia Católica, en cuyo interior con fluyen en la época no una sino varias tendencias fundamentales, las que van a pesar decisivamente en varias de las posiciones y partidos políticos del país. La interpretación que Eyzaguirre va elaborando déla fe y la doctrina católica —una elaboración de la que no es por cierto el prim ero ni el único autor— se expresa en diversas orientaciones. La prim era y la más evidente de ellas es una interpretación de la doctrina social de la Iglesia Católica tal como ella se expresa en las encíclicas de León X III y, muy especialmente, de Pío XI. Lo que Eyzaguirre busca en esta
labor de estudio y difusión de las doctrinas sociales católicas y en este prim er período de su obra, va más allá de una m era inspiración para la acción social. Se trata en rigor de una búsqueda de fundam entos para una política católica integral. Para poder com prender su sentido con más rigor, es ne cesario d ar un rodeo por una cuestión que perm ite retornar al tema desde una perspectiva más concreta. Y este aspecto de su obra se expresa del modo más claro, en lo que podría llamar la posición teológica que está a la base —por lo menos si se atiende al discurso manifiesto— de la interpretación que Eyzaguirre irá proponiendo de la doctrina social católica. Esta posición teológica, de la que Eyzaguirre no es el único representante en la década y que fue el objeto en 1940 de una prohibición formal por parte del Episco pado chileno, es el milenarismo (Aylwin, 1977). Antes de analizar el significado social que tiene en Eyzaguirre esta doc trina, hay que hacer una consideración preliminar. Si bien la doctrina milenarista se ha desarrollado en Chile especialmente entre los años 1935 y 1940, no es posible encontrar en la obra de Eyzaguirre una presencia suya significativa sino a partir de 1938. En la revista Estudios, sin embargo, la huella del milenarismo es frecuente desde 1934, aunque su relevancia llega al máximo entre 1938 y los prim eros años de la década de 1940. Hago estas consideraciones cronológicas al comenzar porque volveré sobre el milena rismo más adelante, al analizar un vuelco en las concepciones políticas de Eyzaguirre que se sitúa alrededor de 1940. A hora bien, ¿qué significación se le debe atribuir a esta posición teológica en el caso de la obra de Eyzaguirre? Al comenzar a responder esta pregunta no puede dejar uno de sorprenderse del enigmático destino de esta doctrina escatológica cuya expresión máxima es la obra de Joaquín de Fiore en el Medioevo. Influye tam bién en la ideología de los movimientos campesinos revolucionarios contra el orden feudal, especialmente durante el siglo X I I I , y resuena, con su visión de la historia como manifestación de las tres personas de Dios y a través de su creencia en una segunda venida de Cristo antes del Juicio Final, en proyectos históricos tan distantes en otros sentidos, como las nociones de T ercer Reich, debida al pensador conservador revolucionario alemán Moeller van den Bruck (von Klemperer, 1957; Bloch, 1971), o este no menos alejado de los corporativistas chilenos. Que esta adhesión no es cosa superficial en Eyzaguirre, lo prueba entre muchos otros el siguiente texto de una respuesta suya a Alejandro H unneus, entonces Rector del Seminario de Santiago, que había criticado poco antes la difusión del mile narism o por la revista Estudios. Se dice que aunque el Milenarismo no es en sí una herejía, el profesarlo, produce en sus adeptos quietismo esterilizador, espíritu de rebelión con tra la jerarquía y culto protestante de la Escritura con desprecio de la tradición. Apenas puedo comprender cómo puedan derivarse resultados tan lamentables de una doctrina que, en la negra realidad histórica en que vivimos, trae sano impulso de acción y pone una luz de optimismo
con la espera del triunfo definitivo de Cristo en su gloriosa venida (Ey zaguirre, 1940a: 69).
Que ella no es tampoco cosa pasajera lo prueba otro texto, de 1956 esta vez, en que Eyzaguirre respondiendo a una entrevista que le hiciera El Diaño Ilustrado, define así, implicando una posición milenarista, lo que en tiende por su propio quehacer, la historia: La historia es la actualización de la Idea de Dios en el plano del hombre, a través de su libertad. En la historia hay dos grandes ciclos o períodos: la manifestación de la unidad de Dios... y la manifestación de su Trinidad por medio de su Iglesia... El segundo ciclo histórico se inicia con la fundación la Iglesia. En ella, Dios uno, se abre como una esfera y se muestra en un triple aspecto, en sus tres personas, cada una de las cuales se proyecta en la historia. Consecuentemente, en este segundo ciclo es posible distinguir tres períodos... el Reino del Espíritu Santo... el Reino de Cristo que se manifestará visible en su segunda venida o Parousía... y el Reino Eterno del Padre... Vivimos la etapa del Espíritu Santo... una etapa cuyos últimos tiempos se caracterizan por el predominio y el triunfo temporal del Anticristo (Eyzaguirre, 1956: 2).
Ahora bien, ¿qué sentido se le debe asignar a esta escato logia, tan p rofun- • dam ente arraigada y tan aparentem ente extem poránea en un autor como Eyzaguirre? Para aproxim arse algo más a su interpretación, consideraré otro texto en que la posición milenarista es explícita y que perm ite también de un modo más patente el esclarecimiento de este sentido: Frente a un mundo que ha renegado de la eficacia de lo sobrenatural, y ha ido exaltando a altura de divinidad a los ídolos forjados por la locura idolátrica del hombre; frente a este mundo que parece ir prelu diando las etapas finales del Día del Espíritu Santo, ¿qué actividad le cabe asumir al cristiano de verdad, que ha logrado preservarse de la corrupción del siglo y guardar con firmeza el tesoro de la fe de la esperanza y de la caridad? (Eyzaguirre, 1941a: 14).
A través de la adhesión al milenarismo, Eyzaguirre expresa en este texto una percepción catastrófica de su propia época. Este sentimiento de crisis histórica y social global es uno de los contenidos que comunicará con más fuerza la obra entera de Eyzaguirre, como lo prueba el hecho de que haya llegado, a propósito de esta posición teológica, a enfrentar a las máximas autoridades eclesiásticas. Idénticos sentimientos de crisis saltan a la vista en las palabras con que Eyzaguirre conm em ora los prim eros cien núm eros de Estudios en abril de 1941: No hay drama de mayor angustia que sentir sobre los ojos como primera visión el desmoronamiento de un mundo que ha proclamado enfático la solución de todas las interrogantes y ofrecido un margen amplio de paz y alegría. Es cruel, sin duda, abrirse a la existencia en circunstancias de tan estrepitoso desengaño, en que lo definitivo se deshace y las fór-
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muías mágicas se esfuman en el completo y vergonzoso fracaso. Y no obstante hay que vivir, hay que arrastrar el dolor, hay que sacar volun tades insospechadas para no disolverse en pesimismo... (Eyzaguirre, 1941: 3).
Para hacer ver su racionalidad histórica más profunda, se debe recordar, siguiendo numerosos análisis del período, que las décadas de 1930 y 1940 están profundam ente marcadas por lo que se ha denom inado la crisis de la dominación oligárquica en Chile. Y esta situación es la que se refleja, hacia el fin de los años 30, en la mayor derrota política de las clases tradi cionalmente dom inantes en Chile en esa fecha, el triunfo de las fuerzas sociales que se reconocen en el Frente Popular. Se puede entonces avanzar la hipótesis de que textos como éstos expresan, con un nivel avanzado de coherencia, una percepción colectiva de la época como una de decadencia y crisis. Esta perspectiva es también la que tiene masivamente uno de los sectores tradicionalm ente dominantes de la sociedad chilena, el de los gran des propietarios agrarios de tradiciones señoriales, clase social a la que Eyzaguirre pertenece familiarmente y a la que expresa con tensiones y contradicciones. Es precisamente esta clase de los grandes terratenientes la principal derrotada económica y políticamente en el período (cf. Stevenson, 1943; Cavarozzi, 1970; Mattelart, 1979). Es también esta misma clase la que se constituye, directa o indirectamente, en el principal referente y destina tario social de la obra de Eyzaguirre, incluso allí donde se la critica y de nuncia. Es, por último, en este grupo social, políticamente conservador e ideológicamente católico, ju n to a ciertos sectores de la burguesía, expresados por la Sociedad de Fomento Fabril,donde pueden encontrarse, tanto a nivel de sus organizaciones económico-corporativas (por ejemplo, la Sociedad Nacional de Agricultura) como a nivel ideológico y político, sentimientos similares. Es, entonces, a este sentimiento colectivo de crisis histórica que la escatología milenarista da form a y ordenación más estructurada, y ello es así especialmente para sus dirigentes intelectuales más coherentes, como es el caso de Eyzaguirre y el de los colaboradores de Estudios. Pero el objetivo inicial de este análisis de las posiciones milenaristas de Eyzaguirre era una aproximación al tema de su peculiar interpretación de la doctrina social de la Iglesia Católica. Me acercaré a este objetivo respon diendo la siguiente pregunta, que ya se esbozaba en un texto anteriorm ente citado: ¿cuál es, para Eyzaguirre, la actitud global que debe asumir un católico al interior de esta crisis histórica? Para responder a este interrogante se debe preguntar cuáles son para Eyzaguirre las principales causas de la crisis. Su respuesta es clara y categórica. La crisis se debe, en prim er lugar, a la disolución completa que ha operado la m oderna sociedad capitalista y sus valores liberales y democráticos, de una form a de organización de la sociedad (a saber, la sociedad feudal y la organización del trabajo en cor poraciones y gremios) que, a pesar de todas sus notorias imperfecciones,
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m antiene para Eyzaguirre el valor paradigmático de haber constituido una form a de vida comunitaria integralmente cristiana, es decir, una articulación íntima de naturaleza hum ana y sobrenaturaleza. En segundo lugar, y siempre según el orden en que estas causas aparecen en Eyzaguirre, la crisis es una consecuencia de los procesos revolucionarios que la misma disgregación social y cultural desencadenada por la economía de mercado, ha hecho posible. Un texto que expresa bien esta idea es el siguiente, de 1938: El comunismo es el castigo natural y lógico de la sociedad capitalista liberal que sustituyó la caridad por el afán de lucro y sacrificó la dignidad humana... a la codicia ilimitada, de raíz demoníaca. Y la sociedad pre varicadora no se librará de esta amenaza de destrucción mientras no se encuentre otra vez el Principio fundamental de toda unidad, mientras el dogma de la común paternidad divina de los hombres, generador de la más pura y auténtica caridad, no vuelva a ser pesado y vivido por los cristianos en toda su intensidad y hondura (Eyzaguirre, 1938: 7).
Lo prim ero que salta a la vista en este texto es su acento anti-capitalista. Esta es la forma específica que asume en su obra la tendencia anti-oligárquica común a pensadores como Eyzaguirre, Edwards y Encina. Lo que me con cierne ahora es establecer que para Eyzaguirre la respuesta a la crisis global que su obra denuncia, debe asumir la form a de un revivirlos valores católicos esenciales. El texto sugiere además otro género de consideraciones, las que podrían resum irse en la siguiente pregunta: ¿a qué asignar, en función de pasajes como éste, un valor explicativo preferencial en la gestación de las alternativas autoritarias propias de los 1930? Un texto como el citado forzaría a recalcar el valor explicativo que se le debiera asignar a la oposición al avance de los movimientos populares de carácter socialista. No parece, sin embargo, ser ésta la significación de este argum ento. En efecto, el m ovi miento obrero y popular organizado, que se constituirá más tarde en el enemigo principal para el proyecto autoritario y en factor explicativo básico del carácter autoritario de las respuestas buscadas, no parece constituir aquí ese enemigo fundam ental todavía, sino en la m edida en que es capaz de articular una alianza con importantes sectores de las capas medias de la sociedad chilena, en función de un proyecto de democratización global de la sociedad. A hora bien, si estas dos tendencias o fenómenos históricos, el capitalismo liberal y el comunismo, eran para Eyzaguirre las causas de la crisis global que se veía perfilarse en su obra, el texto citado decía también cuál había de ser el modo de combatirlas: el llevar a la práctica, particularm ente en sus aspectos sociales, la doctrina de la Iglesia, cuyo máximo representante e intérprete era, para Eyzaguirre, el Papa Pío XI y sus Encíclicas fu n d a mentales, en especial, Quadragesimo Anno, de 1931. En un artículo de 1939, titulado precisam ente “Pío XI, Expresión del Político Cristiano”, escribe Eyzaguirre: “Por mucho tiempo quedará reservada para Pío XI la gloria
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de haber sido uno de los más geniales definidores modernos de la filosofía política cristiana...” (Eyzaguirre, 1939: 37). No cualquier Pontífice, entonces, sino Pío XI, cuyas Encíclicas sociales son tal vez las más próximas a un pensamiento de corte corporativista, y que declara en Divini Redemptoris al comunismo “intrínsecam ente perverso”. Lo que aquí se llama filosofía política cristiana puede resumirse, según Eyzaguirre, en algunos pocos conceptos fundamentales, el prim ero de los cuales, y el esencial, es el dé caridad social: ...el deber de caridad social ha sido señalado con razón por Pío XI como el motivo inicial de toda preocupación política... De ahí pues que sea imposible, sin faltar hondamente a la caridad, ley distintiva del cristiano, desentenderse del bien del prójimo...” (ibid: 38).
Este imperativo de caridad social es por cierto indisociable, en Eyzaguirre, de una conciencia relativamente aguda, si se la compara con la de Encina o la de Edwards, más sensibles al tema de la decadencia o al de las “frondas” oligárquicas, de lo que, con sus mismas palabras, denomina la trágica rea lidad social de Chile en el período. Uno de los textos en donde esta conciencia se percibe mejor es un editorial de Estudios titulado “Justicia social”: La Iglesia, construida por un Pobre para los demás pobres, clama desde las montañas galileas a las suaves colinas romanas por la causa del opri mido... Hace pocas semanas el Excmo. y Revmo. señor Arzobispo de Santiago, doctor don José María Caro... ha tocado con firmeza... los puntos más sustanciales del mensaje social de la Iglesia. Su palabra, como espada aguda y penetrante, ha traído confianza a los humildes que esperan pacíficamente la redención; ha sido un estímulo para los patro nes cristianos que han hecho de su fe una escuela de vida y ha servido también de piedra de escándalo contra los recalcitrantes y ensoberbecidos que bajo apariencias de protectores de la Iglesia, ocultaban la más satá nica rebelión contra la jerarquía y el más absoluto desprecio al manda miento de la caridad, único distintivo del cristiano... (Eyzaguirre, 1940: 4).
Conciencia aguda pero también paradójica, como ya comienza a verse in cluso en textos como éste. El destinatario del texto: los buenos o malos “patrones”, las positivas referencias a la humildad, a la redención, etc., llaman la atención sobre el carácter de la estructura de pensamiento, sobre la “m entalidad” básicamente conservadora, en cuyo interior se mueven estas críticas. En esta conciencia y crítica social se percibe también —y de un modo más acusado— , el mismo movimiento o tendencia anti-oligárquica que puede discernirse en Edwards y Encina. En Eyzaguirre queda puesta tam bién al servicio de una demanda, para sí misma relativamente oscura, de replanteam iento y reformulación de las perspectivas y las alianzas de los grupos oligárquicos y de la búsqueda de nuevas fuerzas sociales de apoyo para este nuevo sector.
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El otro gran concepto fundador de una filosofía política cristiana para Eyzaguirre es el d e ju s tic ia socia l, relacionado intrínsecam ente con un tercero, el d e bien com ún, conceptos tam bién em anados de los d ocum entos pontificios. Para definirlos y precisar un poco más la opción y el m odelo político a que toda esta interpretación d e las encíclicas conduce, consideraré, en lo que sigue, una nueva vertiente del pensam iento d e Eyzaguirre, en que todos estos conceptos van a cobrar insospechada concreción: su pensam iento e c o nóm ico, conten ido en su libro E lem entos de ciencia económ ica (1937). En prim er lugar, d efin e allí Eyzaguirre a la justicia social d e la m anera siguiente: La justicia social es aquella virtud que obliga a ejecutar por el bien común todo acto a que el hombre no podría sustraerse sin violar el derecho de la sociedad sobre la cooperación de sus miembros... [B]usca el interés general sin destruir el interés particular de cada uno los asociados. Su objeto es, pues, el bien común, esto es, el formado por el conjunto de bienes tanto de orden material como moral a que tienen derecho los hombres que viven en sociedad (Eyzaguirre, 1937: 156). Lo que im porta recalcar en estos textos es que en ellos, por una parte, confluye la crítica anti-capitalista que se ha visto destacarse anteriorm ente, y por otra, queda establecido que los conceptos de caridad social, justicia social y bien com ún son conceptos a lo que deb e subordinarse no sólo la vida y la conducta d e los cristianos, sino la vida social en su conjunto. El sistem a capitalista aparece, entonces, en la mira d e Eyzaguirre, pues afirm a que son principios m orales, com o los m encionados más arriba, los que deben guiar la vida económ ica. Pero adem ás, piensa Eyzaguirre, esta exigencia, com o lo m uestra la reacción d e las grandes potencias m undiales en el período y sus políticas de respuesta a la crisis d e 1929-1930, ha pasado del plano m oral al de los hechos y ello es lo que da sentido a lo que en la época se llama dirección d e la econom ía o econom ía dirigida. Para Eyzaguirre esto es idéntico a lo que en tien d e por subordinación d e la econom ía a la moral. U na concepción com o la que se ha resum ido es casi explícita en un texto com o el siguiente: La dolorosa experiencia recogida en los últimos tiempos ha abierto ca mino a una nueva concepción de la economía. Se estima en la actualidad necesario regular la vida económica y orientar sus esfuerzos en pro del bienestar colectivo, tan sacrificado dentro del sistema de la libertad ab soluta al interés de unos pocos. Así ha nacido la llamada economía di rigida... ¿En qué consiste la llamada dirección de la economía?... Hemos visto que la libre concurrencia, aunque presente algunas ventajas encua dradas dentro de ciertos límites, no puede en manera alguna servir de exclusiva norma reguladora de la vida económica... [L]a moral le pro porciona una norma directiva doble formada por la justicia social y la caridad social (ibid: 155). Se ha visto ya el significado d e estas dos nociones. Lo que im porta en el texto que se analiza es que ellos ex p o n en d esde un punto d e vista a la vez
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bastante elaborado y concreto el sentido d e estas norm as m orales. Ahora bien, lo decisivo en este punto es que a la fundam ental d e estas virtudes sociales, a la caridad social, se la concibe aquí de un m odo que le resta toda eficacia: Si bien la caridad no ha de considerarse, como a menudo ocurre, como un sustituto de los deberes propios de la justicia, no es menos cierto que su intervención suaviza y dulcifica la rígida aplicación de estos últimos... (ibid: 156). Eyzaguirre rem ata este texto con la siguiente observación: “el concepto de caridad... sólo ha d e buscarse en el interior d e la conciencia hum ana bien dirigida” (ibid: 156). Punto decisivo, porque lo fundam ental del énfasis anti-capitalista y anti-oligárquico de Eyzaguirre está conducido y determ i nado por esta ley d e la caridad que queda d e este m odo reducida a exaltación del sentim iento anti-oligárquico. En la m edida en que n o p u ed e ser, com o fen ó m en o interno, ju rídicam ente sancionado, se reduce entonces a exhibi ción de la propia belleza d e alma. Esto, desgraciadam ente, no evitó entonces, ni d espués, un con fu sion ism o alrededor d e esta am bigua retórica anti-capitalista, la que, aun qu e irá reintegrándose a nuevas problem áticas, será un rasgo constante d e la obra d e Eyzaguirre. La continuación de este análisis perm itirá, sin em bargo, en ten d er el sentido social p rofu n d o de todas estas vacilaciones y oscilaciones. R especto d e la otra virtud social, la justicia social, el texto que com entaba agrega una esencial precisión: Desde luego, fácil es comprender que no siendo la justicia, como la caridad, dependiente de la sola conciencia particular, existirá una auto ridad encargada de mantenerla y hacerla respetar... Ahora bien, corres ponderá esta misión a los carteles y trusts o a las empresas bancarias, que han ejercido en los últimos tiempos una verdadera dictadura en el campo económico?... La tutela [del bien común] no podría confiarse a sus manos sin grave peligro (ibid: 157). ¿Q ué instancia social tiene, entonces, esta función d e regular, d e acuerdo a la m oral, la vida económ ica? La respuesta que da Eyzaguirre a esta pregunta es de la m ayor im portancia para esclarecer la posición política d e este autor y el significado social de su obra, por lo m en os durante el período. C on esta respuesta aparece el seg u n d o d e los grandes tem as que, com o lo dije al com enzar, m arcan m ás p rofu n d am en te su obra: su adhesión al proyecto político corporativo, adhesión que data por lo dem ás d e bastante antes d e 1937, y cuya especificidad es del más alto interés para com prender aspectos del pensam iento político d e los sectores más influyentes de la derecha chilena hoy.
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2. E l proyecto corporativo La m isión de regular la vida económ ica corresponde, dice Eyzaguirre — y éste es sólo u n prim er tiem po de su argum ento— a la autoridad del Estado: Incumbe, pues, entregar esta tarea a un poder superior, dotado de los medios y de la independencia necesarios para servir de árbitro de los encontrados intereses particulares. Y nadie puede desempeñar mejor este rol que la autoridad del Estado (ibid: 157).
Se presentan aquí dos grandes alternativas. La prim era, que Eyzaguirre rechaza de partida, está representada por el socialismo, en el cual, para él, el Estado suplanta directam ente los derechos de la persona y los de toda una serie de organizaciones intermedias entre el hom bre y el Estado. La segunda alternativa, el corporativismo, tiene, según Eyzaguirre, otra con cepción del Estado: [E]l papel del Estado consistirá en respetar la gestión económica privada, no suplantarse a la misma sino tan sólo suplirla cuando sea insuficiente o no exista, y mantener una supervigilancia y dirección de la economía... [Este] sistema, si bien reconoce al Estado como suprema autoridad en el orden temporal, advierte también que entre éste y el individuo existe una serie de comunidades naturales (familia, municipio, corporación) que tienen un fin propio que llenar y a cuyo debido desenvolvimiento está ligado el bien común de la sociedad entera (ibid: 158).
Aparecen en este texto algunos elementos característicos del modelo eco nómico y político de Eyzaguirre. Pero lo que im porta recalcar aquí, desde el principio, es toda esta serie de reservas e impedimentos a la acción estatal —que al comienzo parecía ser la instancia decisiva de mediación entre los intereses particulares— rol que es aquí asumido en gran m edida por la noción tradicionalista de organizaciones intermedias o naturales, entre las cuales la fundam ental es la de gremio o corporación. Eyzaguirre presenta a continuación, en form a explícita y conclusiva, su modelo institucional: En suma, hablar de economía ordenada, presupone la existencia de una estructuración social jerárquica, que va del individuo al Estado a través de las organizaciones profesionales; hablar de economía dirigida es re conocer a las corporaciones su rol de organismos libres encargados de encauzar la política de su propia actividad profesional; hablar, en fin, de economía controlada o planificada significa confiar al Estado el control y la coordinación general de toda la vida económica. La economía or denada, dirigida y controlada encuentra de esta manera su mejor ex presión en la organización corporativa (ibid: 158).
Se ve aquí el sentido de lo que Eyzaguirre llamaba subordinación de la economía a la moral o dirección de la economía. Y este sentido no es otro que una adhesión a esa variante del proyecto fascista de organización de la sociedad representada por los regímenes corporativos encarnados por Oli-
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veira Salazar en Portugal y luego Franco en España, regímenes a los que la revista Estudios está dedicando simultáneamente una adhesión, que, relati vamente matizada en el caso de Franco, es total en el caso de Oliveira. Se ve tam bién cómo se organizan o articulan en el sistema o estructura de pensam iento de Eyzaguirre, gran parte de sus posiciones anti-capitalistas y anti-oligárquicas. El sentido último de toda la serie de conceptos con que intentaba estructurar la moral social y de toda esa crítica anti-capitalista, que recurría incluso a la teología, era fundam entar la necesidad de una organización corporativa del Estado y de la vida social en general. Lo que caracteriza al modelo corporativista puede sintetizarse en dos orientaciones básicas. La prim era y fundam ental es que este modelo se opone a toda form a liberal y democrática de participación política. Pero, además, esta oposición al modelo democrático-liberal form a sistema con todas las ambiguas posiciones que he llamado anti-oligárquicas y que he intentado registrar hasta aquí. Los textos en que, en la obra de Eyzaguirre, hay contenidas explícitamente posiciones anti-liberales y anti-democráticas son frecuentes.Un pasaje en que estas posiciones aparecen explícitamente asociadas al modelo corporativo, y por lo tanto, en forma mediata, a las posiciones anti-oligárquicas, es el siguiente: Bien diseñada aparece, pues, en el horizonte, la organización política de la nueva edad. La fe en los antiguos principios del liberalismo parece ser cosa muerta que pocos intentan resucitar. El desmoronamiento del edificio político, cuya construcción iniciaran los renacentistas y conclu yeran los revolucionarios del 89, ha sido estrepitoso. Y sobre sus ruinas se perfila ya la faz del nuevo Estado, jerárquico y corporativo, en cuya constitución prima, como lo ha dicho muy bien Berdiaeff, “el principio del realismo social sobre el principio del formalismo jurídico” (Eyzagui rre, 1934: 38).
Aparece aquí, explícita, la perspectiva desde donde se critica al liberalismo: la perspectiva de un orden jerárquico y autoritario. Pero es muy im portante subrayar en este texto que, frente a las posiciones nacionalistas, para corporativistas como Eyzaguirre, la autoridad y la jerarquía deben encontrarse al interior de la organización de la sociedad, justam ente en un orden de profe siones, funciones y corporaciones. Este tipo de orden social, como se indica en el mismo texto, es profundam ente hostil al formalismo político caracte rístico de la democracia liberal. En segundo lugar —y ésta es la segunda orientación básica que define la opción política de Eyzaguirre— se ha visto ya perfilarse en textos ante riores la noción de subsidiariedad por la cual se autoriza a la sociedad civil, y específicamente a ciertas organizaciones que se conciben como naturales e intermedias, un grado de autonom ía frente a la acción del Estado. En el mismo artículo citado más arriba se encuentra un texto muy revelador extraído del Osservatore Romano del 16 de septiembre de 1933, en el que se comentan observaciones hechas por el Canciller Dollfus en Viena. En este
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texto se despliega toda la mitología característica del fascismo y del corpo rativismo sobre el Estado, o sus sustitutos, concebidos como promesa de unión y colaboración entre las clases: Bastante oportuna y de actualidad es esta observación [de Dollfus] sobre las posibles degeneraciones del corporativismo, cuando no es entendido como legítima, plena y proporcional representación y colaboración entre las clases, frente a las cuales el Estado tiene una competencia, más bien de tutela y de arbitraje que de intervención directa... El corporativismo anunciado por Dollfus no pretende ser estatal sino representativo y parlamentario, proponiéndose el Canciller la organización de una nueva representación popular y el desarrollo de todo aquello que unirá en el país a las clases trabajadoras y productoras (Eyzaguirre, 1934: 35). Ahora bien, es justo a través de esta posición anti-estatista, que Eyzaguirre y el equipo de Estudios logran delinear una alternativa política que les perm ite fundam entar una posición autoritaria y anti-democrática de respuesta a la crisis de la oligarquía. En esta alternativa pueden sentirse reconocidos tanto los sectores agrarios, que son los grupos sociales más afectados por la crisis económica y política, como la em ergente burguesía industrial, una nueva fracción burguesa, de ideología originalmente anti-intervencionista, y que ha quedado relativamente m arginada del sistema político oligárquico. Este grupo social ha visto acrecentar decisivamente su poder económico con la coyuntura de la crisis de la economía exportadora y luego con la crisis m undial. Esta voluntad de representación alcanza finalmente, y aquí radica la originalidad de este nuevo proyecto de dominación* a ciertas categorías de los sectores medios, destinatarios de las inflexiones anti-capitalistas —y al mismo tiempo elitistas— de este discurso* Pero esto no es todo. A través de esta toma de partido anti-estatista, el equipo de Estudios le da form a además a una posición enteram ente coherente con las críticas que la Iglesia Católica ha comenzado a form ular a las orien taciones más estatistas del fascismo. Un texto en que esta alternativa aparece form ulada claramente es el siguiente, que extraigo de un artículo de Eyza guirre publicado en 1939: ...si el hombre en cuanto individuo está subordinado a la sociedad como la parte al todo, la sociedad, como expresión meramente temporal, está a su vez subordinada a la persona, cuya forma sustancial, el alma, se debe a Dios... Después de considerar la filosofía de la persona... fluye como una consecuencia necesaria la imposibilidad de armonizar el pen samiento cristiano con las formas totalitarias del comunismo y el fascis mo... Su Santidad Pío XI... denunció como errónea y execrable, entre otras proposiciones, la siguiente, que envuelve una reiterada afirmación de Mussolini y de Hitler: “los individuos no existen sino para el Estado y por el Estado” (Eyzaguirre, 1939: 44-46). Im porta destacar en este texto, sin entrar en un análisis más detallado de sus enunciados, la lectura que aquí se propone de la noción de persona,
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verdadero eje de sustentación de todas las posiciones anti-individualistas y anti-capitalistas católicas, lectura por la que se liga a esta noción con la doctrina tradicionalista de las organizaciones intermedias. El sentido de la oposición que aquí se propone entre persona y sociedad, similar a la que se encontraba antes entre Estado y organismos intermedios, parece apuntar a transform ar en intangibles a toda una serie de modos de vida y de tradi ciones morales que van siendo arrasados por la crisis de la oligarquía. Con esto la oposición al estatismo devela su contenido político regresivo, lo que se refleja por lo demás en las diferencias entre el propio nacional-socialismo chileno —estatista y más próximo a los sectores medios— y este modelo corporativo. Me detendré todavía un poco más en el proyecto económico del corporativismo, tal como lo presenta Eyzaguirre, antes de form ular hipótesis sobre lo que constituye su significación política. En prim er lugar, en lo que toca a las relaciones sociales y económicas capitalistas, tan cuestionadas a nivel del discurso m oral y político, es bien restringido lo que la reform a corporativa significa como cambio, en su modo de funcionamiento tradi cional. El régim en capitalista, cuando Eyzaguirre se ocupa de precisar su posición a su respecto, es aquí juzgado de la m anera siguiente: Si se conforma en todo con los dictados de la justicia, es evidente que un régimen semejante [es decir, el capitalismo] es aceptable, aunque forzoso es reconocer que resulta menos perfecto comparado teórica mente con cualquiera otra organización económica en que figuren en unas mismas manos todos los factores de la producción (Eyzaguirre, 1937:41).
Se puede ver aquí a qué se reduce el acento anti-capitalista en lo económico, lo que es complem entado por la posición de Eyzaguirre sobre un tópico fundam ental en la legitimación del orden capitalista, el derecho de propie dad: ...el régimen de propiedad privada se presenta como el más apto para, el aprovechamiento de la riqueza, pues dentro de él el dueño cuida más los bienes y los administra con mayor esmero que el que tendría si se tratara de cosas comunes... [E]l derecho de propiedad privada, confor mándose en todo con la idiosincrasia humana, arranca sus raíces del mismo derecho natural (ibid: 125).
La autoridad pública puede, sin embargo, establecer limitaciones, tanto al uso, como al derecho mismo de propiedad. Estas limitaciones son intere santes porque* además de restituir el pensamiento del autor en toda su complejidad, m uestran también en form a clara el juego de sus contradic ciones internas. Entre las limitaciones al derecho de propiedad merecen señalarse: “las medidas que tienen por fin alcanzar una m ásjusta y adecuada repartición de la tierra, como ser: la parcelación de los grandes latifundios que perjudican la economía nacional y ponen en peligro la paz social...” (ibid: 126). Aparece aquí un tema común a ciertas posiciones nacionalistas
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de comienzos de siglo, y además una coincidencia de Eyzaguirre con toda una literatura de denuncia del área de más visible explotación económica y opresión ideológico-política de la sociedad chilena. Pero textos como éste son más im portantes para nuestro estudio porque contradirían mi hipótesis de que Eyzaguirre sería un representante ideológico de los sectores agrarios señoriales. Creo, sin embargo, que mis hipótesis séjustifican y aunque dejaré para la conclusión de este estudio el tratam iento de una problemática e x plicativa, se debe anotar desde ahora que el énfasis mismo que se pone en la reform a de la propiedad de la tierra es una razón para pensar que el interlocutor fundam ental del discurso de Eyzaguirre lo constituyen estos mismos sectores señoriales que ahora son objeto de crítica y cuyo esquema de poder debe ser reform ulado, si se lo quiere conservar. Interesa recalcar aquí las contradicciones internas de este aspecto del pensam iento de Eyzaguirre. Ellas son particularm ente visibles en un texto como el siguiente, en que se trata ahora de las limitaciones al uso del derecho de propiedad: Cabe, por último, señalar una limitación que no está fundada, como las anteriores en la justicia social y que, por consiguiente, no da derecho a exigir su cumplimiento por la vía jurídica. Esta limitación arranca su base de la ley de caridad, la que manda que los propietarios deben considerar sus bienes, én cuanto al uso, no como propios sino como comunes. En consecuencia, satisfechas las necesidades propias y que guarden relación con su condición y estado, el dueño se halla gravemente obligado a servirse de sus bienes restantes para ayudar al prójimo a salir de la indigencia en que se encuentra. Correlativo a esta obligación es el derecho de los pobres de tomar lo ajeno, en caso de extrema necesidad (ibid: 127).
Se m uestra aquí el rol de los sentimientos anti-oligárquicos de Eyzaguirre. Ellos, incluso allí donde aparecen como más radicales, se m uestran limitados a un puro discurso retórico, desprovisto de sanción legal, en la m edida en que se subordinan al tema de la caridad, cuya carencia de efectos jurídicos he analizado. Estos textos no son todavía suficientes para sustentar una comprensión más rigurosa de la significación social y política de estas posiciones corporativistas. Se ha visto que el gesto anti-estatista de Eyzaguirre se concreta en la proposición de una dirección de la economía cuyas instancias regula doras van a ser, ju n to a un Estado minimizado, una serie de asociaciones intermedias, entre las cuales las más im portantes son las corporaciones. Es necesario considerar ahora cuál es el sentido que tienen las corpo raciones, instituciones que constituyen el núcleo de la variante conservadora (thésenobiliaire) representada por Eyzaguirre. En textos anteriores se perfilan algunos rasgos del proyecto conservador corporativista: el anti-liberalismo, la pretensión de sustituir el papel del Estado en la economía y la mitología feudal de una sociedad organizada funcionalmente y no dividida en clases
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sociales. Menos clara es, sin embargo, su posición frente a las concepciones democráticas de participación social y política, cuestión con la que partirá este análisis de lo que Eyzaguirre y la revista Estudios entienden por las corporaciones. Algunos textos antes citados ponen ante la vista indicaciones sobre el carácter de este tipo de representación alternativa. El tema tiene interés porque en estos autores se encuentra en ocasiones una crítica anti-liberal que es a veces conducida por una retórica democratista que puede confundir. Es en este punto donde se debe precisar el carácter de estas críticas. Si se m ira con atención, se advierte que estas críticas al modelo liberal tienen como leitmotiv dos temas: la corrupción política en que ha desembocado el modelo liberal y, más profundam ente, el hecho de que la democracia liberal, operando p o r medio de los partidos políticos y el sufragio universal, apunta a la constitución de una esfera estatal autónom a que asegure el acceso igualitario a los bienes públicos. Esta afirmación democrática de lo político supone la igualdad, por lo menos formal, de los sujetos políticos y, por lo tanto, que las bases del poder arraiguen en la voluntad mayoritaria del pueblo. Precisamente es sobre este punto donde se concentran la mayoría de las objeciones corporativistas a la democracia liberal y es así como hay que entender entonces su insistencia en el hecho de que la sociedad que se anhela debe ser ordenada y jerárquica y su postulación de que son las organizaciones intermedias de la sociedad quienes deben cumplir el rol de asegurar la jerarquía. Estas organizaciones intermedias: la familia, el gremio y la región, caracterizadas como naturales, se convierten en vehículos por donde pueden circular mejor las formas tradicionales de dominación. Es, entonces, paradojal que sea a estas instituciones a quienes corresponda —y así debe ocurrir, según el modelo-— el perfeccionamiento de la democracia y de la participación popular. Un texto particularm ente claro en este sentido es uno en que Eyzaguirre analiza un artículo del Osservatore Romano, en el que se comentan las con cepciones de Dollfuss, quien en esos años intentaba introducir reform as corporativas en Austria: Dollfuss ha criticado duramente la política parlamentaria y la de los partidos... Según Dollfuss, los defectos del parlamentarismo de la post guerra son la demagogia y el formalismo, los cuales han debilitado el principio de autoridad, que necesita ser restaurado. Pero Estado auto ritario no significa Estado antirrepresentativo (Eyzaguirre, 1934: 35). Este texto se complementa por otro del Padre Noguer que Julio Philippi, cuya posición política es muy similar, cita en un artículo que publica en Estudios: Como dice muy bien el Padre Noguer... “la clase es unión inorgánica de todos los elementos que ocupan un puesto igual en el mercado dél trabajo... El “orden es lá unión orgánica de todos los elementos del mismo grupo de profesiones. La clase une sólo horizontalmente: sus
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elementos están todos en un mismo plano: todos son iguales entre sí. El orden no sólo une horizontalmente sino también verticalmente; no sólo están unidas entre sí las que están unas al lado de otras, sino también las que están arriba y abajo” (Philippi, 1934: 20).
Es, pues, dentro de este m arco teórico contrario al liberalismo y la dem o cracia, que Eyzaguirre va a definir entonces más precisamente lo que e n tiende por orden o corporación. La corporación no es otra cosa que la profesión orgánicamente consi derada... La corporación, por consiguiente, es obligatoria para todos los que actúan en una misma profesión, en calidad de patrones, de emplea dos, de obreros o de técnicos y, como natural corolario, las decisiones que la autoridad del cuerpo adopte revisten plena fuerza para todos sus miembros (Eyzaguirre, 1937: 158).
Si bien la corporación no excluye que se constituyan dentro de ella asocia ciones como los sindicatos, que representarían a los intereses distintos que allí se manifiestan, parece preferible “aceptar el sindicato único como o r ganismo representativo de toda la profesión en una determ inada localidad. Por otra parte, es necesario tener presente que los principales ensayos cor porativos, esto es, los de Italia, Austria y Portugal, han adoptado el sistema del sindicato único” (ibid: 158). Este texto m uestra el origen del proyecto político propuesto y las orientaciones por las que se guiaría su implem entación: los regímenes corporativistas de Italia, Austria y Portugal. Pero, además, ilumina también el ambiguo sentido del corporativismo como p ro yecto y como realidad histórica, por lo menos en algunos importantes re s pectos. Se ha visto ya que el proyecto conservador persigue una reordenación global del orden liberal. Dentro de ese contexto, el sentido más específico que tiene este modelo corporativo revela un doble interés político. Por una parte, confluyen en las corporaciones todas las posiciones anti-oligárquicas y anti-capitalistas. El destinatario principal de este proyecto son las capas medias de la sociedad chilena. Es hacia estos sectores — a los que los re p re sentantes de las posiciones autoritarias perciben ahora como parte fu n d a m ental de la base social con que debe contar la reformulación de un proyecto hegemónico capaz de superar la crisis oligárquica— que se dirige entonces todo este énfasis en las profesiones y los gremios como la nueva figura histórica que debe dom inar las relaciones laborales y sociales. Hacia estos mismos sectores se dirigen también estas críticas anti-capitalistas, como las connotaciones elitistas que este modelo adquiere para unas capas medias que aspiran en parte a asimilarse a los grupos oligárquicos. Por otra parte, y frente a las organizaciones de los trabajadores, el proyecto corporativo expresa la necesidad de desintegrar sus asociaciones autónomas en una institucionalización que les hace perder toda su fuerza y, al mismo tiempo, la voluntad de controlar a estas mismas organizaciones desde su base.
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La historia real de los proyectos corporativos m uestra, en prim er lugar, que en los regímenes fascistas, el proyecto corporativo ha sido básicamente un mito. En efecto, el proyecto corporativo, vinculado en el caso de los fascismos a las necesidades de articular la alianza entre capital monopolista, gran propiedad agraria y sectores medios atemorizados y movilizados contra el avance del movimiento obrero y popular, ha sido por lo regular, o aban donado una vez que las posiciones fascistas están en el poder, o sustituido po r una organización totalitaria y estatal de todas las organizaciones civiles y de la sociedad civil en general. Incluso las purgas internas que se producen una vez que estos regímenes están en el poder, han afectado frecuentem ente a posiciones corporativistas más radicales. Y ello por una necesidad histórica profunda. En el interior de este proyecto político las posiciones más radicales representan a la base de masas que éste ha conseguido movilizar contra las clases populares y, po r tanto, en ellas se condensa la contradicción interna al bloque fascista mismo, contradicción que los regímenes autoritarios no resuelven, sino sólo reproducen. Como lo m uestra Franz N eum ann para el caso de la Alemania nacional-socialista, po r ejemplo, el verdadero rol del proyecto corporativista y de las organizaciones que sólo parcialmente lo traducirían en la práctica, es casi el inverso del que se propone en el discurso. En prim er lugar, desde un punto de vista económico, el corporativismo vehicula una reordenación totalitaria de los vínculos entre la sociedad civil y el Estado, proyecto en que se inscriben las necesidades del nuevo capital monopolista, pero tam bién de la gran propiedad agraria, beneficiarios prin cipales de todos estos modelos en el siglo XX. En segundo lugar, como lo señala tam bién Franz Neum ann, incluso en Alemania, en donde las ideas corporativistas tienen una importancia relativamente m enor, existen deter minadas organizaciones o corporaciones, las grandes asociaciones patrona les, que participan de pleno derecho en la fijación de políticas y en la regulación de la vida social. Pero sim ultáneam ente es constitutivo de este modelo, tanto en Alemania como en los otros países en donde se aplicó históricamente, el que respecto de las asociaciones autónomas de las clases populares y de las de parte de los sectores medios, el proyecto haya signi ficado, o su represión y disolución, o su mediatización, a través de organi zaciones integralm ente controladas por el Estado y dirigidas por instancias burocráticas, cuya función no fue representar a estos sectores, sino contro larlos por una parte, y por otra, ideologizarlos (Neumann, 1944: 365-420). En la obra de Eyzaguirre se encuentran también tendencias de este tipo: una política de autoridad (hacia las clases populares) y la proposición de un nuevo tipo de representación jerárquica cuyos actores son las asociaciones patronales y las clases medias profesionales y burocráticas, cuyo origen proviene en muchos casos de la decadencia de los sectores señoriales y a los que son ideológicamente adictas. En el caso de Eyzaguirre, esto se ve cla ram ente en la vía política que elige para la entronización de las reform as corporativas: la creación de un Consejo de Economía Nacional (al que iden-
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tífica también como Cámara Corporativa o como Consejo Nacional de las Corporaciones). Este Consejo estaría encargado, por lo menos al comienzo, de regular y dirigir la vida económica del país. Esta resultaría así puesta al m argen de toda injerencia “política”, para estar en cambio dirigida por las fuerzas que controlan la economía, a las que se sumarían, a nivel de los órganos y aparatos del Estado, ciertas categorías de las capas medias p ro fesionales e intelectuales. La forma de hacer efectiva la dirección suprema de la economía por el Estado es la organización corporativa, en la cual, dejándose a los par ticulares y a los organismos inferiores la propiedad y dirección de las empresas mismas el Estado conserva el control supremo, mediante la constitución de un Consejo de Economía Nacional (Eyzaguirre, 1937: 47).
Aparece aquí la principal propuesta política que caracteriza, en lo econó mico, a estas posiciones autoritarias: la proposición de un Consejo Nacional de Economía, motivo ideológico a través del cual se intenta recuperar para las clases dom inantes tradicionales, la dirección y regulación de la economía, que la coyuntura posterior a la crisis de 1930 ha puesto a la orden del día. He m ostrado, en parte, por qué es éste el sentido del planteam iento de Eyzaguirre. En efecto, la postulación del orden corporativo y no del Estado, como instancia fundam ental de regulación de la economía, devuelve este poder, que los grupos dominantes han tenido parcialmente que ir e n tre gando, a nivel estatal, a los sectores medios y populares, a los mismos sectores oligárquicos —más algunos nuevos aliados— por la vía de entregar la d i rección de la economía a las asociaciones intermedias. Este traspaso de poder a los organismos corporativos es patente en Eyzaguirre. Entre los poderes que detentarían las corporaciones y sindicatos únicos, se cuentan, aparte los que uno identificaría como propiam ente g re miales, poderes como el de “im poner contribuciones,” el de “asegurar el cumplimiento de los contratos colectivos de trabajo,” el de “crear organismos de conciliación y arbitraje para dirim ir los conflictos... en el seno de la profesión,” el “control de la enseñanza profesional y técnica,” el “control de los institutos de previsión, seguros sociales, ahorro..., subsidio familiar” y además el control del “establecimiento” e incluso “fijar ciertos límites prudenciales al valor de los artículos,” es decir, una constelación de poderes que hace de las corporaciones empresariales la verdadera instancia de r e gulación social y económica. Motivo que por lo demás es explícito en la afirmación de Eyzaguirre de que el Nuevo Estado es “representativo” y no “estatal” (ibid: 159-160). Para tener un cuadro más completo del modelo político de Eyzaguirre, uno debe tener presente, además, que el orden corporativo, anti-liberal y anti-democrático, es también el mecanismo de representación política. Si a esto uno agrega que el vicio fundam ental del modelo democrático liberal es, para Eyzaguirre, el debilitamiento del principio de autoridad, aparece
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entonces una representación aproxim ada del modelo que Eyzaguirre pro pone en realidad: una restauración del viejo poder oligárquico. Esto implica, por una parte, plena libertad “corporativa” para las grandes asociaciones empresariales y agrícolas tradicionales y las asociaciones gremiales de las clases medias altas, y por otra parte, reforzamiento de la autoridad estatal y control sobre las organizaciones populares de base, cuyo rol va a tender a ser suplantado o por sindicatos verticales únicos o por la burocracia estatal. Estas tendencias quedan esbozadas en un texto como el siguiente: En realidad todo orden corporativo viable ha de presuponer una ade cuada ligazón entre la acción estatal y la actividad particular, que se traduzca en un doble impulso generador: uno de la base a la cima, del cual deben brotar los sindicatos libremente nacidos de la iniciativa pri vada, y otro de la cima a la base que ha de trazar la ordenación jurídica del sistema e instituir un Consejo de Economía Nacional o Consejo Nacional de las Corporaciones capaz de coordinar y dar impulso al movimiento corporativo... (ibid: 162).
Esto es lo que van a percibir en el proyecto corporativista los principales actores sociales que en el período van a hacer, por lo menos entre 1934 y 1939, causa com ún con él: las asociaciones empresariales de las dos clases fundam entales de los sectores dominantes de la sociedad chilena, la Sociedad Nacional de A gricultura (y sus dirigentes, entre los que destaca Jaim e Larraín García-Moreno) y la Sociedad de Fomento Fabril (y en su seno, dirigentes como W alter Müller). La lectura que estas instituciones hacen del proyecto corporativista va a despojarlo incluso —y ello en buena parte va a explicar su fracaso— de todos los elementos que podrían haberle concitado apoyo de sectores más amplio de la población. Esto lo reduce a la proposición de la necesidad de un orden autoritario, por una parte, y por otra, como se ha visto, a la exigencia de que sean estas asociaciones de empresarios las que regulen la vida económica del país. Ahora bien, es fundam ental recordar, en este punto, que las posiciones autoritarias, a pesar de toda esta vasta e im portante difusión y repercusión en la década de los 30, pierden la lucha interna en la propia derecha, lucha que no excluye, entre los grupos rivales, episodios de extrema violencia, como la represión que se desencadena en 1938 contra los sectores más radicales de estas tendencias, los nacional-socialistas. Lo que parece revelar, pues, el desarrollo de las tendencias autoritarias en la década, es la existencia de una profunda crisis de representación en el seno de la derecha, en la que sus partidos políticos tradicionales, el Partido Conservador y el Liberal, y sus representantes culturales, el diario El Mer curio, por ejemplo, pierden en buena m edida los vínculos orgánicos con los grupos a los que representan tradicionalmente. Este vacío organizacional perm ite el desarrollo de posiciones alternativas, las que serán luego en gran m edida la matriz teórica y política de posteriores revitalizaciones del modelo autoritario ante nuevas y más profundas coyunturas de crisis política.
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Dos, entre los sectores más importantes del viejo frente de derecha, se desolidarizan en la época de sus partidos y posiciones tradicionales: sus intelectuales —tanto sus líderes universitarios como eclesiásticos (pero el movimiento dentro de la Iglesia Católica se orienta mayoritariamente hacia posiciones muy antagónicas de las que he estudiado) —y las organizaciones empresariales, que adhieren, por lo menos en el período señalado, y no de un modo absolutamente compacto, a las posiciones conservadoras corpora tivas como medio para enfrentar la crisis de la dominación tradicional. Pero la victoria, en el seno de estas mismas clases, de sus sectores más “políticos” —el diario ElMercurio, k>s partidos tradicionales, y su expresión, la elección de 1938 y la candidatura Ross—, es una victoria a lo Pirro. Incapaces de atraer a los sectores medios a sus propias posiciones, representados por un candidato que es el símbolo más ostentoso de la oligarquía, son derrotadas por la candidatura presentada por el Frente Popular, en el que se consolida una unión entre los partidos y organizaciones obreras y el partido fu n d a mental de los sectores medios en el período, el Partido Radical.
3. La génesis del hispanismo Esta derrota política y, ju n to a ella las nuevas circunstancias internacionales, la Segunda G uerra Mundial y las divisiones profundas que ello produce entre las grandes potencias capitalistas, van a m arcar muy profundam ente el desarrollo del discurso que se analiza. Por de pronto, ya hacia 1940 dejan de aparecer en Eyzaguirre, y en la revista Estudios, alusiones en torno al corporativismo e incluso, más en general, respecto de toda posición o modelo político explícito. Es posible ver la desaparición de estos temas y de toda una orientación más directam ente política en la fracción autoritaria como un repliegue hacia posiciones, que m anteniendo idéntico lo esencial de la opción autoritaria, se manifiestan en un terreno más propiam ente cultural. Se trata, en sentido estricto, de un desplazamiento de las demandas de los sectores sociales más arriba mencionados y de sus problemáticas políticas hacia una esfera social distinta, la de la cultura, más específicamente hacia el ámbito de las doctrinas religiosas y, posteriomente, hacia una reformulación de lo que debe en te n derse po r la identidad histórica de los pueblos hispanoamericanos. De aquí surgirá luego una interpretación de la historia de Chile y una revalorización de los valores hispánicos que tendrá importancia en toda la producción cultural nacional. Este desplazamiento constituye entonces, en prim er término, un replie gue desde la política hacia la cultura. Se trata de un repliegue pues perm ite a las posiciones autoritarias un hacerse fuertes en el terreno cultural, p e r mitiéndoles levantar en este terreno una alternativa coherente, implantada en algunos de los más im portantes aparatos de hegemonía nacionales. Esta
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alternativa enfrentará con bastante éxito a los proyectos de cultura de orien tación liberal y democrática, afectados por una gran fragmentación, y en el caso de los sectores populares, por la extrem a dificultad de su difusión. Precisaré ahora esquemáticamente los grandes temas en que se traducen estas nuevas tendencias y esta reorganización de la respuesta autoritaria a las nuevas condiciones políticas y sociales. En prim er lugar, este repliegue o desplazamiento hacia otros terrenos debe perm itir com pletar la interpre tación de las posiciones teológicas milenaristas con las que comencé este análisis. En efecto, la particular intensidad con que viven estos sectores la polémica eclesiástica en torno al milenarismo entre los años 1939 y 1940, no parece poder com prenderse plenam ente sino po r referencia a este re pliegue político, y especialmente en los textos de comienzos de la década de los 40, que leen la coyuntura política de la época en función de una escatología apocalíptica y la interpretan como expresión de las etapas finales de la historia mundial. Pero la consecuencia más im portante de este repliegue y este desplaza miento, va a consistir en la elaboración, por parte de Eyzaguirre, de una respuesta y una temática que tendrá la mayor importancia para la ideología de la derecha chilena: la formulación y fundam entación de una crítica radical de la política. Esta tendencia, que constituye una opción profunda y constantem ente m antenida por Eyzaguirre —y que de una m anera muy precisa se articula además con su opción corporativa— tiene en realidad en éste un origen muy tem prano. En efecto, en un texto de 1935, consagrado a analizar las tendencias que se manifiestan en el conservantismo chileno y en especial en su juventud, se encuentran, por ejemplo, las siguientes afirmaciones: [La práctica del parlamentarismo transforma] la conquista del poder, antes simple medio para realizar... programas filosóficos o religiosos, en un único fin de su existencia. Difícil es encontrar desde entonces [desde el advenimiento del liberalismo y el parlamentarismo], en la vida de partidos —que se realiza al margen [de los verdaderos problemas e incluso], de los propios programas— sugestiones de verdadero interés público, o anhelo de descender al conocimiento de los problemas nacio nales y de inquirir soluciones. Lo que se persigue en esta lucha... [es] más bien usufructuar del mando en provecho de los correligionarios... La juventud conservadora, núcleo importante en el país ha hecho bien en reafirmar su anhelo de construir un Estado nacional fuerte... libre de influencias extrañas que puedan presionarlo y apartarlo de seguir el bien común de la nación (Eyzaguirre, 1935: 67).
Como lo m uestra este texto, esta tendencia anti-política del pensamiento de Eyzaguirre se va transform ando en fundam ental al abrirse la nueva coyun tura a que me he referido, en la que incluso su propia lectura del mensaje cristiano estará centrado en un resentimiento frente a la política y en la dem anda correlativa de entender el cristianismo sobre todo como mensaje
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y testimonio personal y menos como modelo social. Para dem ostrar esto consideraré algunos textos que, al mismo tiempo que iré exhibiendo estas ideas de Eyzaguirre, perm itirán también, lo mismo en el caso del milenarismo, com prender mejor otras posiciones suyas analizadas más abstracta mente. En un artículo publicado en Estudios se lee, por ejemplo, lo siguiente: El bien común temporal de [la sociedad], objetivo propio de la Política, no puede ser indiferente ni extraño a un católico de verdad y quien desatendiera tan grave obligación, al menospreciar al prójimo, menos preciaría en él, la imagen y semejanza de Dios (Eyzaguirre, 1939: 38-9).
Este bien común de la sociedad es el objetivo propio de la política, concepto que Eyzaguirre define de la siguiente manera: Pero bajo este amplio término de Política, se asilan dos modalidades diferentes que Pío XI señaló en frecuentes ocasiones para precisar con nitidez la posición de la Iglesia. En la Carta que por su encargo remitiera el Emmo. Cardenal Pacelli a los Obispos de Chile, el 1 de junio de 1934, se leen estas palabras: “La Iglesia no puede desinteresarse de la verda dera gran política, que mira al bien común y forma parte de la Etica general... Otra cosa es si se trata de la política de partido... Un partido político, aunque se proponga inspirarse en la doctrina de la Iglesia y defender su derechos, no puede arrogarse la representación de todos los fieles... Pío XI no fue un "abstencionista ni un “politiquero”... Probó, como pocos, que no cabe verdadera caridad sin la preocupación por el bien común temporal y probó también con creces que ese bien común, puede propenderse y adquirirse por otras vías que las trazadas por los políticos profesionales de los partidos (ibid: 39-40).
Confluyen y se condensan aquí varias tendencias. En prim er lugar, se hace nuevamente presente esta orientación antipolítica que he señalado, ju n to con una inflexión característica que fija su verdadero sentido: la verdadera política puede prescindir de esas formaciones características de la rep resen tación de tipo democrático-liberal que son los partidos políticos. Para in te r pretar esta posición se deben considerar entonces dos orientaciones: la p r i mera, la más superficial, es que ella revela de nuevo esa crisis de representación en el interior del frente católico de derecha. Este texto apunta entonces en este sentido contra el partido tradicional de estos sectores, el Partido Conservador. Pero, en segundo lugar, y más profundam ente se ve aquí todavía la huella del ideal corporativo, del mito del Estado corporativo que reúne precisamente estas dos notas: la de representar una posición política y al mismo tiempo una posición tal que en ella no cabe la política de los partidos. Es, pues, de nuevo esta orientación profundam ente antiliberal y anti democrática la que me parece dar la clave para la interpretación de las tendencias apolíticas, que tanta importancia tendrán después en el proyecto de la derecha chilena, tanto en la década de los 1950 como a comienzos de
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1960, y sobre todo, a partir de 1965. Es, en efecto, en torno a esta oposición común al liberalismo y a la democracia, que una posición política militante como el corporativismo y luego el repliegue hacia posiciones apolíticas, m antienen una esencial coherencia como respuestas orgánicas de los sectores extremos del frente reaccionario chileno ante distintas situaciones históricas, que determ inarán también el m enor o mayor apoyo que ellas encuentren en los grupos dom inantes en su conjunto. Ahora bien, si en este m omento —comienzos de la década de 1940— estas posiciones están en una actitud de repliegue, —un repliegue que m ar cará profundam ente la concepción que los sectores más extremos de la derecha se hagan de la política durante un largo período—, ello está con dicionado, entre otros factores, por una serie de hechos que perm itirán com prender m ejor sus posteriores derivaciones. En prim er lugar, por la derrota que ha sufrido la derecha chilena a manos del Frente Popular, y el amplio apoyo que éste ha logrado entre los sectores medios de la sociedad chilena. Pero, además, la coyuntura internacional determ ina este repliegue en dos im portantes sentidos. El prim ero es que la derrota progresiva de las potencias del Eje, en la Segunda G uerra Mundial, irá dejando a los proyectos corporativistas y fascistas sin posibilidad de alianzas internacionales, sin re ferente histórico y sin viabilidad en el período, justam ente por esta decli nación de la alternativa histórica con las que ellas se identifican. La Segunda G uerra M undial va forzando además a las clases dominantes a una defini ción, que en el plano continental se expresa en auge del Panamericanismo, la que difícilmente puede contrariar la hegemonía de los Estados Unidos. En ese sentido irá alejándose también de los modelos de inspiración fascista, sobre todo si se piensa que la gran oposición ideológica y política en que se basa la propaganda aliada es la de democracia vs. totalitarismo. Por último, en el seno de la Iglesia va abriéndose camino una posición que culmina, algo tardíam ente es cierto, en el Mensaje de Navidad de Pío XII al term inar la G uerra, y en la que por prim era vez desde la década de 1930 las autori dades pontificias reconocen el valor de los principios democráticos. Todas estas circunstancias de la situación política de comienzos de la década de 1940 m arcarán entonces el verdadero sentido del repliegue y desplazamiento de que he hablado en Eyzaguirre. Esto se expresa, en prim er térm ino, en la profundización de la visión catastrofista implícita en las po siciones milenaristas y en la eliminación que se hace en la doctrina social católica de los principios que antes hacían a Eyzaguirre concluir que el único orden integralm ente cristiano era el orden corporativo. Se eliminan, así, de la lectura y la interpretación de las enseñanzas católicas todas sus conse cuencias “políticas” y se elabora por fin una posición, por lo menos en apariencia, integralm ente apolítica con la que se identifica ahora a lo sus tancial del mensaje cristiano. Nos parece que la tarea del cristiano de nuestros días no es tanto la de abordar la construcción de una nueva cultura como la de servir a cada
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paso en las circunstancias de la vida diaria, de testimonio vivo a la palabra de Cristo en medio del mundo que lo ha desechado... Las culturas cris tianas han sido después de todo la floración de la vida interior, el des borde del contenido de las almas al ámbito social y sobre la base del hombre moderno, que niega a Dios, es ilusorio intentar una construcción temporal con miras a lo eterno (Eyzaguirre, 1941a: 14).
Y ello es así para Eyzaguirre por dos razones. La prim era es histórica: el hom bre m oderno es un “enemigo de Dios”, y la época actual está determ i nada por el predom inio de la “iniquidad”. La segunda razón es de un nivel cuasi-ontológico: es imposible instaurar el Reino de Dios con los recursos m undanos, que implican necesariamente al pecado: imposibilidad que, sin embargo, recién ahora descubre Eyzaguirre, coincidiendo con toda una vasta reelaboración del motivo catastrofista. Por ello Eyzaguirre concluye de la siguiente m anera: La generación en nuestro tiempo de un nuevo tipo de cultura cristiana, se presenta de esta manera como un resultado bastante dudoso de al canzar... buscar al mensaje de Jesús dentro de una sociedad atea una formulación institucional análoga a la realizada por anteriores culturas de inspiración cristiana, nos parece hoy una labor irreal, si antes no va precedida de una tarea lenta y callada de reconquista de las conciencias perdidas... (Eyzaguirre, 1941a: 18).
Ahora bien, esta tarea exige ahora para Eyzaguirre una entrega del cristiano a la confianza en los solos medios sobrenaturales y sobre todo la renuncia a todo program a de “reformas integrales” y sociales, de los que la época ha presenciado el total fracaso. Es por ello, continúa entonces Eyzaguirre: Cumplido el requisito de formar el elemento humano, puede que brote un intento parcial de cultura cristiana. Pero este vendría a generarse, no como consecuencia de movimientos políticos, revoluciones o guerras, sino como un resultado más de la acción reevangelizadora del mundo apóstata y de la reconquista de los corazones para Cristo por el poder de la fe y del amor (Eyzaguirre, 1941a: 19).
Estos textos hacen evidente los motivos, el sentido y la orientación de estas im portantes tendencias apolíticas, que constituían la prim era de las ten d en cias que quería explorar en la obra de Eyzaguirre durante la década de 1940. El tema de la cultura cristiana, que se ha desplegado en algunos de los últimos textos citados de Eyzaguirre, perm itirá por último explorar la otra gran vertiente a la que se desplazarán, esta vez en el terreno cultural, las posiciones autoritarias de las que es el representante más característico. El concepto mismo de cultura, es ya, en prim er lugar, para Eyzaguirre, inseparable —en la m edida en que aspira a realizar todas sus potencialida des— del cristianismo. Pero, además, es en tanto que inseparable del cris tianismo y de la visión de la historia implicada por la escatología milenarista, —que aparece como el fundam ento de todos los textos que Eyzaguirre
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consagra a este tema—, que toda cultura está desde el origen como desga rrada por la doble tensión y po r la doble exigencia contradictoria de actua lizar en el tiem po valores eternos y por la de consumirse en una aspiración que no puede abandonar, —la de tender a actualizar estos valores— pero que tampoco puede encontrar satisfacción, antes de la plena realización del Reino de Dios, fin y cumplimiento de la historia misma. A hora bien, entre los intentos imperfectos de realizar una cultura cris tiana, ideal que como tal no está ligado a ninguna época ni a ningún pueblo determ inado, destaca Eyzaguirre, ju n to a la románico-gótica, la cultura tridentino-barroca de los siglos XVI y XVII españoles, como la más alta de sus concreciones: Movida por la convicción de la igualdad esencial de los hombres, esta cultura dio estímulo a la mezcla fraternal de las razas... y llevada de un real anhelo de justicia, se esforzó por ajustar a severas normas de derecho sus actitudes en el campo del trabajo y de la vida internacional. La muerte de la cultura barroca no anula por cierto el valor objetivo de estos ideales, ni excusa a los pueblos de América, que bajo su égida fueron engendra dos a la historia, del deber de intentar su actualización analógica (Eyza guirre, 1950: 12-13).
He aquí pues, en una formulación explícita, el esbozo de esta vasta em presa de recuperación y sublimación de los valores hispánicos, como los rasgos esenciales de los pueblos de América y de Chile, lo que m arcará toda la obra posterior de Eyzaguirre y con cuyas tesis se la identifica sin más. Empresa ambigua, si la hubo, en la producción intelectual chilena, por cuanto, destacando y recuperando aspectos reprim idos por la historiografía liberal y q u e sin d u d a contribuyen a constituir muy profundam ente la cultura nacional, está toda ella deform ada y organizada en función de una opción política que hemos analizado en su evolución. Dos textos ayudan a m ostrar esta continuidad profunda entre la opción autoritaria y la interpretación hispanista de la historia de América y de Chile. El prim ero de ellos no es de Jaim e Eyzaguirre, pero es publicado por la revista Estudios ya tan tem prano como en 1934. En él dice su autor, Roberto Barahona: La raza hispánica ha revelado nuevamente su enorme vitalidad, su gran fecundidad creadora y su espíritu profundamente realista. En una época de desconcierto y de ruina, de desorganización social y de crisis moral, la República portuguesa, bajo la hábil dirección del Presidente del Con sejo Dr. Oliveira Salazar, ha encontrado la solución de sus problemas, dando un ejemplo formidable al mundo por la originalidad de sus con cepciones y la sencillez de sus métodos (Barahona, 1934: 18).
Texto al que sigue una apología del modelo corporativo portugués, cuyas notas esenciales son las mismas que ya he analizado en la obra de Eyzaguirre, y en donde se asocian entonces explícitamente el corporativismo y la hispa nidad, que era lo que me interesaba asociar. Pero, además, opción autoritaria
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y visión hispanista son dos perspectivas continuas, aunque en distintos niveles sociales: proyecto político y proyecto cultural. Es lo que m uestra un texto como el siguiente, extraído de un editorial de Estudios de marzo de 1944: Estudios, según las vicisitudes de los tiempos, ha variado los flancos de su ataque. Pero siempre es uno mismo el guerrillero y una misma la causa que defiende. Nuestros ataques al liberalismo individualista en defensa de la doctrina social de la Iglesia... nuestros ataques a los tota litarismos como denigradores de la persona humana no son sino aspectos de una misma actitud que crece, de una misma visión que la experiencia cotidiana amplía. Hoy, sin apartarse de la línea ya trazada... está bus cando, en medio de las universales ruinas de esta guerra, la verdad de nuestros pueblos indoibéricos, la verdad traicionada, la luz maniatada de nosotros y de nuestros hijos (Eyzaguirre, 1944: 3-4). Destacaré, en lo que sigue, tan sólo algunos puntos esenciales de esta nueva guerrilla cultural -y política- que form a la base de toda la em presa de in terpretación de la Historia de Chile y de América que estará en el centro del período final de la producción de Eyzaguirre. Y aquí hay que hacer notar que este desplazamiento hacia el terreno cultural se expresa en la obra de nuestro autor en u n desplazamiento interno de su producción teórica. Este desplazamiento transform a definitivamente su imagen pública. Aún hoy Jaim e Eyzaguirre es visto como un historiador, en verdad, como uno de los historiadores más difundidos y estudiados de este siglo en el país. Esta transform ación es sintomática de la nueva form a que asume la respuesta orgánica de los grupos sociales, de los que Eyzaguirre es un r e presentante avanzado, a la nueva coyuntura de repliegue a la que se ven enfrentados. En prim er lugar, esta tarea de interpretación histórica se asume como un redescubrim iento y recuperación del sentido y el valor de la común esencia hispánica de los pueblos hispanomericanos. Esto significa, en prim er térm ino, una reinterpretación y revitalización de la tradición histórico-cultural de nuestros pueblos y, al mismo tiempo, una ampliación en el modo de entender su carácter nacional, su ser como naciones. Tradiciones y sentido nacional que en América, en cuanto esencialmente hispánicas, son tam bién profundam ente católicas y anti-liberales. Todas estas orientaciones del discurso de Eyzaguirre se condensan, por ejemplo, en un texto como el siguiente, que extraigo de un artículo publicado en mayo de 1939 en Estudios: ...tan sólo en los tiempos coloniales despuntó en estas latitudes el intento de una concepción universal y humana de la vida, alentada por la savia del cristianismo. La cultura hispana produjo en las tierras vírgenes de América una floración particularísima. Más vigorosa y perfecta que las formas de vida indígena, no aniquiló, sin embargo, a estas últimas, sino que incorporó al propio patrimonio la suma de sus valores esenciales... Lo hispano-americano, lo indiano, alcanza en la precisión de sus con
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tornos, a dar el milagro de los templos y palacios de México y Potosí...; a entrelazar el ojo castellano de Alonso de Ovalle con el paisaje chileno...; a formar en fin el escenario de divina heroicidad de Rosa de Lima, de San Martín de Porres y de la Azucena de Quito (Eyzaguirre, 1939a: 16-17).
Vemos aquí operar una visión global, deform ada e idealizada, de la dom i nación española sobre sus colonias americanas que es en definitiva una exaltación de la dominación y las tradiciones señoriales de los que el propio Eyzaguirre se siente parte. Esta fértil floración hispánica no da, sin embargo, en América sus frutos. El fenóm eno de la Independencia, concebido por Eyzaguirre como apostasía y traición, cortó con toda esta tradición a la vez nacional, católica e hispana de la que presentaba ese cuadro sublimado. Continúa Eyzaguirre: Cultura en mera gestación, la hispano-americana no logra su deseada madurez. La ola de apostasía de los valores propios..., va segando el fuego interior de su espíritu y la independencia política ha de concluir por dar muerte a los últimos impulsos de fecundidad (ibid: 17). Aparecen en este texto, representados por los líderes de la Independencia, los prim eros enemigos de la tradición nacional. Se trata en realidad de un enemigo bastante antiguo para Eyzaguirre, a saber, las tendencias políticas liberales y luego democráticas de la sociedad chilena, que son las que prim ero han abjurado de los límpidos valores españoles. El segundo de estos ene migos, a la par que ofrecer la posibilidad de entrever el tipo de alineamiento internacional que persiguen estas posiciones, manifestará también un nuevo desplazamiento de las ambiguas posiciones antioligárquicas que caracterizan, aunque superficialmente, a la obra de Eyzaguirre: Y el vacío de la unidad vital ha pretendido llenarse con la ficticia y mecánica invención del panamericanismo... De esta manera, al abdicar de su independencia espiritual y al borrar dentro de sí el sello de lo propio e inconfundible, vino a parar en mero apéndice de la gigantesca usina yankee... (ibid: 17).
Se ve así transform arse al tema anticapitalista en un aparente anti-imperialismo, aparente en la m edida en que esta toma de posición, silencia otros imperialismos de la época: el alemán especialmente, que encuentra en Es tudios y en este período simpatizantes cautelosos pero no menos decididos. Una tercera orientación debe considerarse aún en este esbozo de lo que constituirá el sentido de la interpretación hispanista de la historia de Chile, y en ella aparecerá la tercera de las grandes líneas de fuerza del discurso autoritario chileno. Pero el intento panamericano de difundir en el cuerpo del Quijote un alma de mercader debía traer a la postre una reacción de falso e incom pleto contenido. La exaltación del indio como forma de la cultura ame ricana, tal es el canon sustantivo de la nueva tendencia (ibid: 17-18).
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De lo que Eyzaguirre concluye: Contra un indigenismo romántico y marxista, contra un panamericanis mo imperialista y sin alma, cabe pues oponer la confiada afirmación del patrimonio hispano-americano... Lo que cabe es abandonar los caminos mercenarios y actualizar, no de manera idéntica sino analógica, los va lores eternos que alimentaron en América el único esbozo de verdadera y genuina cultura continental. Y esa es la tarea básica de la nueva gene ración católica, obligada a infundir en las relaciones sociales, por encima de los prejuicios políticos, de razas y de clases, un hálito de honda justicia y de viviente caridad (ibid: 18).
El antimarxismo y el antisocialismo, bajo la figura de las tem pranas posi ciones del APRA y de ciertas políticas indigenistas mexicanas, acremente comentadas por Estudios, configuran pues esta tercera orientación en contra del vasto proceso democratizador que ha comenzado a tomar form a en Chile con los Gobiernos del Frente Popular, pero que comenzará poco a poco a configurar un rasgo esencial y constitutivo de este pensamiento en el próxim o futuro. Concluyo aquí este esbozo de las posiciones culturales hacia los que se desplazan los temas antes contenidos en la opción política corporativista y autoritaria de Eyzaguirre, en este período de repliegue histórico del fascismo en el m undo y de las posiciones autoritarias en el país. Ellas form arán el núcleo de la interpretación de la historia de Chile que ofrecerá su autor posteriorm ente, interpretación que se constituirá en una de las dominantes en esta disciplina, con lo cual las tendencias autoritarias van a poder cons tituir un frente cultural de extraordinaria fuerza y proyecciones entre los sectores medios especialmente profesionales y militares en el culto de las tradiciones históricas nacionales. Ello reviste además enorm e importancia política en cuanto que es precisamente la historia —ju n to a la literatura, el derecho y luego las doctrinas económicas—, la región dom inante de la formación cultural chilena, y es en esta disciplina, y a partir de sus imágenes y símbolos, como se viven en Chile, las oposiciones sociales y políticas globales de los grupos sociales fundamentales. Si se agrega, finalmente, a todas estas consideraciones, la carencia sin tomática de un proyecto cultural y de intelectuales de relevancia com pro metidos con las posiciones liberales —los casos de Gabriela Mistral o de Pablo N eruda, nada tienen que hacer evidentemente con un proyecto cul tural de la derecha política chilena—, se puede m edir en form a cabal la importancia y las repercusiones posibles de esta suerte de monopolización de las expresiones culturales de los grupos dirigentes de la sociedad chilena por intelectuales como Jaim e Eyzaguirre, cuyo compromiso antiliberal y antidemocrático es tan manifiesto. Cabría recalcar aquí que muchas orientaciones de Eyzaguirre parecen articularse orgánicam ente con el sector de la gran propiedad agraria y los grupos señoriales, como lo prueban entre otras muchas consideraciones
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posibles, sus tendencias anti-capitalistas, su compromiso católico de derecha, la elección de sus interlocutores, y hasta el objeto de su crítica social. Sus interlocutores son la juventud estudiantil católica y conservadora, la Socie dad de Agricultura, y en una m edida m enor, los representantes de la bur> guesía industrial. Pero hasta el objeto mismo de su crítica social, las relaciones en el campo, son reveladoras, sobre todo si se piensa que en sus obras de economía no hay referencias importantes al desarrollo fabril, que en Encina era la orientación fundam ental. Su origen social, sus vinculaciones familiares y hasta todo un estilo emotivo, elitista y aristocrático de sus escritos y de su vida, revelan en él al representante orgánico de la reacción señorial, que desde su nuevo y dis m inuido rol social de intelectual y a través de los temas de la autoridad, la jerarquía y el apoliticismo, form ula y simboliza las demandas por recuperar, de otra m anera y en la nueva coyuntura de crisis hegemónica de la oligarquía, el poder político perdido. Lo que no excluye, por cierto, sino exige, una nueva política de alianzas. Entre éstas las principales provendrán inicial m ente de los sectores industriales, fuertem ente monopólicos, a los que la crisis de la economía exportadora y luego la crisis mundial irán transfor m ando en hegemónicos, pero que son aún los que tienen menos influencia entre la clase política de la oligarquía, por lo que expresan sus dem andas principalm ente a través de su asociación empresarial, la Sociedad de Fo mento Fabril. A esto se agrega, y ello es también parte constitutiva de la opción política de Eyzaguirre, la conciencia de la necesidad de nuevas bases sociales de apoyo para este proyecto político, lo que se expresa en su valo ración matizada, sin embargo, de ciertas categorías de las capas medias, fundam entalm ente profesionales e intelectuales, en el proyecto corporativo. El apoyo que estas posiciones reciben de las organizaciones em presa riales en la época es significativo de que son tanto la gran propiedad agraria señorial como ciertas fracciones burguesas, quienes se expresan en estas ideologías y quienes constituyen su verdadero sujeto social. Es en su seno y desde su perspectiva, como clases sociales que se han enlazado, para usar sus mismas expresiones, el ojo y la visión de un Jaim e Eyzaguirre y el paisaje social de Chile, y cuyo resultado teórico tal vez más significativo son los textos que he analizado. La Confederación del Comercio y de la Producción, por ejemplo, cuyo prim er presidente es Jaim e Larraín García-Moreno y que deberá unificar a todas las organizaciones patronales del país, se funda en 1934 precisamente legitimándose a través de un discurso coincidente en lo esencial con la opción autoritaria. Son los temas conductores de este discurso, la posición anti-estatista y sobre todo la consigna del Consejo Nacional de Economía, esa verdadera Cám ara Corporativa que se ha visto en Eyzaguirre. Pero estas posiciones no se manifiestan tan sólo a comienzos de 1930. Todavía en mayo de 1939 se encuentra la huella de estas tendencias en una entrevista que
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sobre el futuro proyecto Corfo hace Estudios a Walter Müller, presidente de la Sociedad de Fomento Fabril: Lo que ha faltado hasta ahora, además de capitales es coordinación de los esfuerzos, planes generales bien estudiados... que inspiren confianza a los inversionistas particulares... Esta es tal vez la razón más poderosa que ha movido a las fuerzas productoras y comerciales del país a pedir la creación de un Consejo de Economía en que se pudieran realizar estos estudios haciendo primar en sus decisiones el aspecto económico pon derado sobre el criterio político... El proyecto económico del Gobierno que crea la Corporación de Fomento, con atribuciones para estudiar y con fondos para realizar pudo haber sido aun mejor como solución si en la formación de la Corporación hubiese primado la representación de los intereses económicos por sobre la del Gobierno, que como tal está sujeta a influencias políticas de todo orden... No nos cabe duda de que una política de fomento bien ideada... puede ser profundamente bene ficiosa para el país, sobre todo si se dedica de preferencia a las actividades privadas antes que a crear producción estatal (Müller, 1939: 40-41).
Se m uestran aquí las confluencias de estos sectores industriales y el proyecto corporativo, que muestra, además, las reservas de estos sectores frente a la creación de la Corfo y el tipo de planificación económica que ellos están buscando, la que se opone al control democrático sobre la economía y la sociedad. Más significativa aún a este respecto había sido la respuesta que Jaim e Larraín García-Moreno, presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura y de la Confederación de la Producción y del Comercio, entrega a Estudios, en agosto de 1935, acerca de las ventajas e inconvenientes de la organización corporativa: La crisis que se opera en el régimen político de todas las naciones tiene una profunda raigambre social... Por donde se mire vemos planteada la lucha entre el individualismo egoísta que desató en el mundo la re volución de 1789 y las tendencias solidarias que renacen con vigor... La humanidad ha pagado muy caro la ilusión de ser libre y busca de nuevo el cauce de la disciplina y el esfuerzo colectivo... Después de innumerables trastornos y ensayos fracasados, las naciones vuelven a orientarse hacia el régimen social que destruyó el orgullo racionalista y la fiebre del terror. Las antiguas corporaciones y su célula viva —el gremio— que mantuvieron en otros tiempos el fuego sagrado de la solidaridad y de la jerarquía... en ella vemos el molde en que ha de vaciarse un nuevo régimen que ponga término a la anarquía y a la lucha social y política que nos destroza... La democracia, hoy en bancarrota, ha dividido al pueblo con programas, con falaces banderas ideológicas... El movimiento corporativo, que se expande más y más en Chile, debe ser el principio de la integración nacional, por el interés del país, por la justicia de las
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relaciones sociales y por la disciplina de las actividades (Larraín GarcíaMoreno, 1935: 19-21).
Este texto perm ite entonces concluir esta breve indicación explicativa de los movimientos autoritarios, al hacer ver qué grupos sociales de la sociedad chilena de la época constituyen lo que podría llamarse la base social del autoritarismo: el sector empresarial monopólico y el sector agrario. Es del interior de la experiencia social de estos grupos, de donde surgen demandas e intereses que son articulados y unificados por este tipo de pensamiento político, y es respecto de ellos, entonces, que estas ideologías son funcionales y significativas; lo que no debe disminuir, por otra parte, el hecho también efectivo de que en el interior de estos mismos grupos brotan voces que piden m oderar este tipo de proyecto político, y que, incluso, pero son los menos y los más débiles, haya también quienes se niegan a toda form a de compromiso entre los principios liberales tradicionales y estas ideologías. Pero estas indicaciones no son todavía suficientes para caracterizar la opción política de Eyzaguirre. Como lo he sugerido a lo largo de este escrito, e independientem ente de quienes utilicen e implementen sus posiciones, la que puede así variar parcialmente su significación social, en Eyzaguirre mismo se encuentra además, ju n to a las tendencias autoritarias y neo-oli gárquicas y form ando sistema con ellas, una percepción relativamente clara de lo que deben ser las nuevas alianzas y los nuevos apoyos que los sectores oligárquicos deben encontrar si quieren subsistir como dominantes. Este es el papel que cumplen en su ideario, como era también el caso de Encina y Edwards, toda una serie de temáticas que he llamado antioli gárquicas —y que en Eyzaguirre son mucho más anticapitalistas y antimperialistas—, las que se expresan en su lectura corporativista de la caridad y la justicia sociales, cuya ambigua significación he analizado, y que van a constituir también los valores centrales de la cultura y el legado hispánicos, según su peculiar interpretación de estos fenómenos. Pero esta valoración de los sectores sociales medios —pues en ellos piensa Eyzaguirre al postular la necesidad de reformulación de alianzas para la oligarquía— es, nuevamente, ambigua y matizada. Al concluir Fiso nomía histórica de Chile, Eyzaguirre describe, por ejemplo, de un modo más reservado, las características de la clase media chilena: El chileno de la capa media exhibió más bien una fisonomía híbrida e insegura frente a las claras y auténticas del “caballero” y el “roto”. Su temor a merecer el desdeñoso epíteto de “siútico” le hizo vivir a menudo en perpetua fuga de su ambiente, en continua negación de Sí mismo... acechaba al aristócrata con resentimiento. Y mientras su palabra se ha llaba siempre pronta a la condenación de la “oligarquía reaccionaria”, su mente vivía en la esperanza de lograr con sus miembros un vínculo de sangre o de amistad. (En estas condiciones, su entrada a la arena política) tuvo que ser cauce propicio aljuego de aventureros y demagogos a menudo de escasa sangre chilena... (Eyzaguirre, 1948: 152).
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Pero la apreciación de Eyzaguirre sobre estos sectores es m uy m atizada, porque ju sto al lado d e esta m irada crítica y peyorativa que se dirige hacia unas capas m edias resentidas, a las que una educación masiva positivista e imitativa ha transform ado en escépticas, y contam inadas por últim o — se lo adivina— con el virus liberal-dem ocrático, coexiste una valoración positiva d e otras categorías d e las clases m edias, que ya aparecían en el proyecto corporativista y form an entonces otro im portante destinatario social d e sus textos: las altas clases m edias profesionales, universitarias e intelectuales: Un proceso de tanta magnitud (como el emprendido en Chile desde 1925) prueba cuán fuerte es aun el rico acervo de cultura adquirido en cien años de ordenada vida nacional, y asimismo que el tablero tortuoso de la acción política, en que sejuega con una mezcla paradójica de avidez y escepticismo, no revela todo el contenido del alma chilena. El hombre sano y patriota se halla excluido por voluntad propia o ajena de hacer sentir allí todo el peso de su influencia. Pero su labor silenciosa no se pierde para la colectividad... Allí están los ingenieros que delinean el porvenir económico de la república... los médicos... los músicos... los poetas en fin que ahondan en la substancia misma de la tierra para extraer de allí toda una forma virgen de belleza (y que son) como anti cipaciones de una voz que lucha aún trabajosamente por abrirse paso entre sombras de desengaño y muerte y luces señeras de afirmación y vida (ibid: 156).
Texto significativo en que se muestra, ju n to al tema apolítico, quiénes son los actores sociales que deben renovar el acervo acumulado por los grupos tradicionalm ente dominantes: profesionales, intelectuales y, en general, la alta clase media en las universidades y la alta burocracia estatal. Un gran excluido entonces en este modelo del futuro de Chile: el pueblo; y un papel de importancia para estas categorías de los sectores medios, que por lo demás han sido frecuentem ente sus aliados y que aparecen aquí en una esencial continuidad con el viejo proyecto corporativista. Se puede concluir, entonces, que en la década de los 30 las tendencias conservadoras radicales constituyen una tentativa de respuesta de parte de los sectores dominantes tradicionales a la crisis de la dominación oligárquica y a las presiones democratizadoras que paralelamente están teniendo lugar en la sociedad chilena. Es entonces este proyecto de respuesta autoritaria a un proceso de democratización hegemonizado por los sectores medios, pero del que form a parte fundam ental el movimiento obrero organizado, el que da sentido a la asimilación y reelaboración de ideologías cuya fuente son las tendencias autoritarias y fascistas que se desarrollan contem poránea m ente en Europa, pero que en Chile configuran una Gestalt histórica dife rente. La debilidad del desarrollo de la burguesía industrial y del m oderno capital financiero, así como la identificación masiva de los sectores medios con proyectos democratizadores, desautorizan una comparación mecánica de estas tendencias autoritarias locales con los movimientos fascistas eu
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ropeos en la coyuntura de los 30, lo que no disminuye en nada su carácter radicalm ente regresivo ni su carácter de reserva teórica de fenómenos au toritarios de otro tipo. Los grupos sociales que desde el comienzo y de un modo más perm a nente y relativamente orgánico, se conectan con estas posiciones en Chile son, a través de sus organizaciones e intelectuales, los grandes propietarios agrarios tradicionales, que m uestran así, a partir de este período, su capa cidad, para constituirse en avanzada ideológica de las tendencias anti-democráticas en Chile, lo que se relaciona con el hecho de que los avances dem ocratizadores los afectan o amenazan del modo más profundo, directo y constante. Ju n to a estos grupos, pero de modo más intermitente, adhieren también a las tendencias autoritarias, im portantes sectores de la burguesía industrial, en especial los representados en el período por la Sociedad de Fomento Fabril. Con respecto a los sectores medios, la posición de los representantes autoritarios es ambigua. Si bien, por una parte, el rasgo distintivo de todas estas tendencias es la percepción aguda de la necesidad de reformulación del bloque oligárquico, en el doble sentido de un reformismo corporativo (y por tanto antidemocrático, pero en cierta m edida abierto a los sectores medios) y un autoritarism o político, po r otra parte, el origen y posición social de estos grupos, así como el carácter elitista y excluyeme de su inter pelación a estos mismos sectores medios, se expresan sintomáticamente, en el discurso autoritario, en una definida aunque oscilante voluntad política de incorporarlos a su propio proyecto. Esta voluntad oscilante y esta inter pelación ambigua serán, por último, responsables del éxito m oderado del conservantismo radical entre las capas medias en el período, y ello a pesar de que esta interpelación haya sido parte constitutiva del discurso autoritario como lo m uestra el rol de las posiciones antioligárquicos y anticapitalistas. Por último, para analizar esta probada capacidad del autoritarismo para hacerse presente en el terreno político y cultural, de un modo que se puede calificar de m arginal tan sólo desde una visión tradicional de lo' político, hay que tener en cuenta otros dos factores. El prim ero es la carencia, en el seno de la derecha política chilena en el período, de grandes intelectuales liberales, lo que indudablem ente aum enta el peso específico, por así decirlo, del liderazgo político de ideólogos como el mismo Jaim e Eyzaguirre, ha ciéndolo abarcar todo el espectro de este actor político de un modo casi incontrarrestado. El segundo hecho digno de recalcarse es que, sea por el peso de factores estructurales —la coyuntura del período es de una perm anente defensiva de la oligarquía—, sea por la efectiva capacidad teórica y organizacional de los representantes intelectuales autoritarios, el hecho es que, en torno a algunos líderes culturales, figuras políticas y órganos de difusión im portan tes (Estudios, Estanquero, Portada y luego Qué Pasa), lo que se podría llamar el conservantismo radical, ha testimoniado en Chile de una notable conti
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nuidad y capacidad de difusión, a partir de la década del 30, por más variada y diferenciada que haya sido su repercusión social global, a lo que hay que agregar que su influencia en la derecha política chilena ha sido un fenóm eno creciente y importancia decisiva para la comprensión de sus actuales posi ciones. APÉNDICE:
Respuesta al Profesor Gonzalo Vial El ensayo que se acaba de leer, reproduce globalmente, con algunas modificaciones, el texto de un artículo que publiqué en la revista Escritos de Teoría en 1979 (Ruiz, 1979; cf. Ruiz, 1981). Hace algún tiempo, el historiador Gonzalo Vial ha publicado “El pensamiento social de Jaime Eyzaguirre”, aparecido en Dimensión histórica de Chile (Vial, 1986), el que contiene numerosas apreciaciones críticas sobre ese artículo. El propósito central de las consideraciones de Vial consiste en rechazar mi carac terización del pensamiento político y social de Eyzaguirre como una variante de conservantismo. Voy a intentar aquí responder a sus observaciones críticas, para luego, hacia el final, recoger algunas de sus apreciaciones que me parecen más significativas. La tesis central del artículo de Vial es la de que el pensamiento de Jaime Eyza guirre sería socialmente “avanzado” e “innovador”, incluso “escandalizante, para la época y dentro de la colectividad humana en que lo formuló” (Vial, 1986: 99). Esto significa pues sostener que, a diferencia de lo que defiendo en mi artículo, Eyzaguirre no es en modo alguno un hombre de derecha y que su pensamiento no puede ser “etiquetado” de conservador sin serias distorsiones. Sin embargo, Gonzalo Vial no n ieg a —sería en verdad muy difícil hacerlo— que el modelo socio-político por el que se inclina Eyzaguirre sea el corporativismo. Tampoco intenta negar la fuerte influencia que ejercen en Eyzaguirre y en muchos colaboradores de Estudios, las ideas de Mussolini, Franco y la Falange española y sobre todo el régimen de Oliveira Salazar. Para ser consistente, Vial tendría proba blemente que conceder también que el corporativismo y el fascismo europeos con tienen un núcleo de pensamiento social avanzado y que ni el uno ni el otro son variantes del conservantismo. Me párete que éstas son afirmaciones difíciles de probar. Pero más en general lo que uno tiene que preguntarse es simplemente: ¿cómo no caracterizar como conservador a un modelo político, como el defendido por Eyzaguirre, profundamente hostil al liberalismo, la democracia, el socialismo y la política misma, que confluye en la propuesta de un orden político sin democracia formal, dirigido por gremios profesionales únicos por rama de actividad y del que se espera el retorno de la sociedad a la disciplina, la autoridad y la jerarquía, dentro de un orden moral integralmente católico? Lo que confunde las cosas es, tal vez, la forma específicamente social que asume el proyecto conservador de Eyzaguirre, con su énfasis en la caridad y la justicia social y en el bien común. Si agregamos a estas nociones una crítica anti-individualista, anti-capitalista y anti-burguesa relativamente vehemente, tendremos un cuadro que efectivamente se presta a ciertas confusiones. Para sostener pues, como yo lo hago, que se debe caracterizar su pensamiento como conservador, habría que recordar, en primer lugar, que todo este énfasis social
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converge en su propuesta de un orden jerárquico y corporativo. Pero de este modo, responder a la pregunta por el carácter conservador o “avanzado” del pensamiento de Eyzaguirre se reduce en gran medida a pronunciarse sobre el carácter del cor porativismo. Me parece que no caben dudas de que un régimen como el corporativo, que rechaza al liberalismo, la democracia política y la democracia social, para culminar en la propuesta de un orden orgánico de las corporaciones sin representación ni participación democráticas, debe ser caracterizado como una variante del conser vantismo, cuestión en la que concuerdan, por lo demás, todos los estudiosos impor tantes del tema. Se puede agregar a estas consideraciones sobre la emergencia del tema social, la caracterización que hacía del modelo político de Eyzaguirre y Estudios en términos de un conservantismo de períodos de crisis social global, lo que requiere un ensayo de respuesta a la pérdida de la hegemonía de los grupos dirigentes tradicionales que se produce en la década. Esta respuesta, que incluye velada o explícitamente la sustitución del orden democrático liberal y su reemplazo por una organización je rárquica y autoritaria de la sociedad, debe incluir necesariamente una reformulación de las relaciones entre los grupos dominantes tradicionales y los sectores medios y proletarios en rebeldía ante la crisis del modelo exportador y la bancarrota del Estado. En este sentido, el objetivo del modelo corporativo parece ser, a la vez, poner un dique de contención a la expansión de la lógica democrática, y hacerse cargo de la “cuestión social” a través de una propuesta puramente ilusoria de participación e integración social por la vía de las asociaciones profesionales. Este modelo de participación social es ilusorio porque parte por disolver toda forma de asociación autónoma de los trabajadores, para organizados según un esquema de unificación forzada de capital y trabajo en corporaciones únicas por cada rama de actividad económica y social. Un segundo punto que me parece importante en la crítica de Vial es su afir mación de que en los años 30 hay dos orientaciones distintas entre los jóvenes conservadores. Hay, por una parte quienes, como Jaime Eyzaguirre y Julio Philippi, pertenecen a la Liga Social, dirigida por Fernando Vives, con una voluntad deter minada de realizar acción social al margen de los partidos, y, por otra parte, hay también quienes, como los futuros falangistas, participando de este ideal de reno vación conservadora a través del corporativismo, lo hacen sin embargo en un espacio propiamente político, al interior del Partido Conservador. Concuerdo con Vial en que hay pocas diferencias en el modelo social que persiguen losjóvenes conservadores como Frei o Garretón y los jóvenes “ligueros”. Pero esto no minimiza la significación de su desacuerdo en la valoración de la acción política y de los partidos políticos, que contienen un elemento más democrático. Creo que el apoliticismo de Eyzaguirre no es indiferente para caracterizar su posición global. En efecto, este rasgo a-político me parece perfectamente coherente con su propuesta de un modelo orgánico de sociedad, en donde no hay lugar para las formas democráticas. Pero si la oposición de Eyzaguirre a la democracia liberal, al socialismo y a la política es radical, es, en cambio, menos claro que el corporativismo sea también anti-constructivista. Aparentemente la idea de “economía dirigida” supone formas de intervención del Estado en la vida económica. En mi ensayo sobre Eyzaguirre, sin embargo, es fácil apreciar que este supuesto estatismo dé Eyzaguirre es más aparente que real. El Estado tiene en este modelo una función subsidiaria, y es
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justamente por estatistas que los corporativistas chilenos critican al fascismo, a pesar de lo que los une. Son pues las corporaciones, esto es, los gremios únicos de productores, agricul tores y comerciantes, quienes deben en este modelo dirigir la economía. Ahora bien, según Eyzaguirre, estas asociaciones intermedias (familia, municipio, corporación) tienen el carácter de “comunidades naturales” (Eyzaguirre, 1937: 158), con lo cual la idea aparentemente constructivista de economía dirigida se convierte en un intento de reorientación de la economía a partir de bases naturales. Por último, la crítica de Vial impugna, no sin razón esta vez, mi afirmación de que la obra de Eyzaguirre sería un intento de rearticular y reformular, en el terreno cultural, las demandas e intereses de los viejos sectores dominantes de la sociedad chilena en un período de crisis hegemónica. Creo que hoy día matizaría más esta relación entre la obra de un intelectual y los grupos sociales cuya experiencia el intelectual articula y esclarece al llevarla a la palabra y el discurso. Me parece, con todo, que las ideas políticas y sociales de Eyzaguirre no son un asunto puramente individual. Le son comunes, en primer lugar, con la generación católica conservadora de la década de los 30. Pero una explicación del significado de una obra por el concepto de “generación” me parece completamente insuficiente, en primer lugar porque no da cuenta de las diferencias profundas e irreductibles que oponen en la época a miembros de una misma generación. Es por ello que me sigue pareciendo muy sugerente la correlación, bastante sorprendente en realidad, entre el ideario corporativista de los jóvenes conservadores de los años 30 y las simpatías políticas de los más importantes y experimentados dirigentes de los empresarios industriales y de los grandes propietarios agrarios de la época, como Walter Müller y Jaime Larraín García-Moreno, quienes sí representan la percepción de crisis que tienen del período algunos de los grupos sociales fundamentales de la sociedad chilena.
ENSAYO IV El conservantism o com o ideología. Corporativism o y neo-liberalism o en las revistas teóricas de la derecha Carlos Ruiz
1. E l gremialismo y la revitalización del ideal corporativo: E l caso de la revista Portada Como se ha visto en los ensayos anteriores, puede decirse que, hasta la década de los 60, existen dos vertientes fundam entales del pensamiento conservador en Chile, el nacionalismo y el corporativismo, expresados en la obra de los historiadores Jaim e Eyzaguirre, Alberto Edwards y Francisco Antonio Encina. Desde sus inicios, este tipo de pensamiento ha asumido deliberadam ente la form a de proyectos, modelos y organizaciones, por lo general distintas de la form a partido, de la que sus autores se sienten distanciados por razones de principio. Esta form a de hacer política que procura ser diferente de la democracia liberal, se manifiesta en la gran importancia que otorgan estos grupos a la fundación de órganos y centros de difusión, los que sirven también como núcleos de organización política. Revistas como Lircay y sobre todo Estudios com prueban la validez de este aserto para las primeras décadas de este siglo. A comienzos de la década de los 50 la influencia corporativista, em anada de la obra de Eyzaguirre, Philippi y los colaboradores de Estudios, disminuye muy fuertem ente con la derrota de los países del Eje en la Segunda G uerra Mundial. D urante el segundo gobierno de Ibáñez, la ideología conservadora, a partir de una renovada vertiente nacionalista que se expresa en la revista Estanquero (1946-1954), dirigida por Jorge Prat, alcanza una influencia pre dom inante. Esta influencia llega a su clímax cuando Prat asume el Ministerio de Hacienda. La revista Estanquero recoge sobre todo las tendencias nacio nalistas representadas por Edwards y Encina, aunque también es muy in fluido por el corporativismo y el hispanismo de los últimos años de Estudios. La contribución de Estanquero al acervo conservador chileno se expresa en el intento de formulación de un proyecto nacionalista, autoritario, radical m ente anti-comunista y anti-partidos, que culmina amalgamándose a las alternativas populistas de Ibáñez y Perón. El anti-comunismo y el discurso anti-partidos conform an, pues, la matriz ideológica básica de Estanquero La orientación anti-comunista perm ite pun-
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tos de contacto entre estos ex-admiradores del Eje y las ideologías de la G uerra Fría. Ella constituye también una im portante renovación del p e n samiento conservador, el que no ha elaborado aún completamente una concepción del comunismo, lo que m arcará tan fuertem ente en el futuro su propia identidad teórico-política. Directamente ligada a esta cruzada anti-comunista, la orientación anti-partidos políticos, se dirige sobre todo contra el Partido Radical, pero también contra los partidos tradicionales de la derecha chilena, el Partido Liberal y el Partido Conservador. Si el Partido Comunista es presentado como traidor a su pueblo y a su patria, como el destructor fundam ental de la unidad de la nación, los partidos tradicionales de la derecha son condenados —con mucho mayor m esura— por su ligazón demasiado obvia con el capitalismo y la reacción. Pero por sobre todo interesa a Estanquero la destrucción de la influencia política del Partido Radical. Estas críticas al Partido Radical se aprecian claramente en el siguiente texto de Jorge Prat: “...el partidismo [es] en la actualidad fuente primordial de la desinte gración de nuestra nacionalidad... [L]a quiebra económica del Estado y sus servicios fundamentales, así como la descomposición de gran parte de la clase básica de la nación —la clase media— es de responsabilidad primordial del Partido Radical en su acción de los últimos treinta años” (Prat, 1949: 19).
A partir de estos elementos Estanquero construye su imagen de la naciona lidad, identificándola desde la partida con un modelo autoritario que solu cione la profunda crisis del país. Este modelo, representado por el símbolo de Portales, es reforzado con una perm anente valoración de los regímenes de Oliveira Salazar, Franco y Perón, los que son percibidos como los máximos representantes de la “tercera posición,” a la vez anticomunista y anti-capitalista. Estas ideas confluyen en una interpretación de la identidad histórica del continente americano deudora del hispanismo. La expresión política de esta rearticulación ideológica es el proyecto populista del General Ibáñez. D urante el período presidencial de Jorge Alessandri, im portante d iri gente empresarial y figura dom inante de la derecha chilena por más de 30 años, muchos de los principales líderes conservadores asumen cargos de gobierno, como es el caso, por ejemplo, de Julio Philippi. Un cierto com promiso entre ideas conservadoras más m oderadas y la democracia liberal parecía haberse alcanzado en esta etapa, aunque el tema del apoliticismo y la hostilidad a los partidos conforma la matriz básica del discurso político de Alessandri y su gobierno. En la década de los 60, con la extensión de la movilización popular durante el gobierno de Eduardo Frei, la influencia de las ideas nacionalistas y corporativistas se acrecienta considerablemente, justo a m odo de reacción contra estos procesos. Intelectuales y dirigentes políticos afines a estas te n dencias conservadoras asumen puestos de dirección en todos los aparatos culturales y los partidos políticos vinculados a la derecha. Este es el caso
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particularm ente del Partido Nacional, de la cadena de diarios El Mercurio y de la Universidad Católica, en donde en 1968 el movimiento estudiantil gremialista, influido especialmente por el corporativismo, gana las elecciones de la Federación de Estudiantes. Creo que este cambio en la dirección política de la derecha chilena, que concluye con el triunfo de posiciones radicalm ente anti-democráticas, se inserta en el marco de una profunda crisis de representación que está viviendo este actor político desde comienzos de la década de los 60. El prim er síntoma de esta transform ación del proyecto político de la derecha es la creación, en 1966, de un nuevo partido político, el Partido Nacional, que reúne bajo una ideología renovada a los tradicionales Partidos Liberal y Conservador. Se incorporan a su dirección representantes de posiciones políticas autoritarias, nucleadas en la década de los 50 en torno a Jorge Prat y la revista Estanquero. Como lo indica su nombre, la fundación de este nuevo partido implica la incorporación del ideario nacionalista a la que será la organización política más im portante de la derecha chilena. Esto sugiere a los observadores de la época, fundadas asociaciones entre este partido y el fascismo europeo, especialmente con el franquismo. Tan im portante como esta transformación, aunque de efectos más re tardados, es el comienzo de la influencia del pensamiento neo-liberal entre los economistas de la Universidad Católica. Esta influencia refleja los pri m eros frutos que empieza a rendir, en el terreno ideológico, el convenio entre la Escuela de Economía de la Universidad Católica y su homologa de la Universidad de Chicago. Firmado en 1956 y bajo el impulso de dirigentes empresariales y un futuro Ministro del Presidente Jorge Alessandri, el con venio busca rom per con el pensamiento desarrollista y estructuralista a la sazón predom inante en la formación de los economistas chilenos. De similar envergadura política me parece ser la influencia creciente que empiezan a tener, en este período, las ideas de grupos de intelectuales corporativistas de antigua data entre los académicos y sobre todo los estu diantes de la Universidad Católica. Vinculados ideológicamente al franquis mo, hay que m encionar entre ellos al filósofo Osvaldo Lira y al historiador Jaim e Eyzaguirre y sus discípulos. Esta revitalización del ideario corporativista en estas circunstancias de profunda crisis y regresión política de la sociedad chilena cristaliza sobre todo en dos tipos de procesos. El prim ero de estos procesos es la formación de un movimiento político — estudiantil en sus inicios — el gremialismo, cuyo postulado básico es la oposición frontal a lo que denom inan la “politización” global de las institu ciones de la sociedad chilena y entre las que se cuentan sobre todo la Iglesia Católica y la Universidad. El segundo proceso es la creación por estos mismos grupos rupturistas de un conjunto de nuevas publicaciones y la creciente acogida que empiezan a tener en los medios de comunicación tradicionales de la derecha. En junio
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de 1967, un grupo de economistas neo-liberales de la Universidad Católica comienza a editar en el diario El Mercurio, la “Página Económica”, en que se difunde el neo-liberalismo. En 1968, este mismo grupo de economistas funda una nueva publicación, de corta vida, a la que llaman Polémica econó mico-social. En 1969, un grupo de ideólogos nacionalistas, vinculados al his panismo y al Opus Dei, crean la revista Portada, a la que se unirán en 1970 los colaboradores de Polémica económico-social, en virtud de una comunidad fundam ental de pensamiento simbolizada por el tema de la “unidad nacio nal”. En 1971, por último, este mismo grupo de intelectuales funda la revista Qué Pasa. La revista Polémica económico-social, cuyo equipo de colaboradores está form ado por Pablo Baraona, Paul Aldunate, Sergio de Castro y Emilio Sanfuentes, se funda en diciembre de 1968. Es una revista centrada en el análisis de los temas económicos, los que son interpretados a la luz de los principios monetaristas. Se trata de la segunda incursión en el periodismo del grupo de economistas de la Universidad Católica de Chile. E ntre los temas que privilegian Polémica económico-social y la “Página Económica” de El Mercurio se cuentan las críticas al estructuralismo econó mico, a las políticas de sustitución de importaciones y a la política de a ra n celes; las relaciones entre los salarios elevados y el exceso de negociaciones colectivas, con el desempleo; el enfoque puram ente m onetario de la inflación y las críticas a la intervención de los políticos en la economía. Si en El Mercurio este tipo de doctrina comienza por esos años a tener importancia, en Polémica económico-social, en cambio, ella es la única matriz de todos los comentarios económicos. Entre los temas “políticos”, sobresalen los ataques a la política ju n to a alguna apertura hacia el gremialismo, que por entonces acaba de obtener su prim er triunfo im portante al ganar en octubre de 1968 las elecciones de la FEUC. Es im portante considerar, por último, que entre las empresas que hacen publicidad en la revista se cuenta en prim er térm ino el Banco Hipotecario, a la fecha ya propiedad de uno de los dos mayores nuevos grupos económicos que serán predom inantes en la economía chilena con posterioridad a 1973. Por lo que toca a la segunda publicación teórica mencionada más arriba, la revista Portada, ésta comienza a ser distribuida en enero de 1969. Dirigida por Gonzalo Vial, colaboran frecuentem ente en ella Jaim e Guzmán, Jorge Prat, A rturo Fontaine Aldunate, Osvaldo Lira, Fernando Silva Vargas y también economistas y empresarios como Emilio Sanfuentes, Pablo Baraona y Ricardo Claro. A diferencia de Polémica económico-social, en Portada aparece no sólo una visión económica sino una posición global sobre la sociedad chilena y sobre el momento histórico que vive Chile en ese momento. Esta visión arraiga sobre todo en el pensamiento de dos figuras que son consi deradas por la publicación como proféticas: Jaim e Eyzaguirre y Jorge Prat. En Jaim e Eyzaguirre, Portada valora sobre todo el compromiso católico y su concepción de la nacionalidad —a m anera de Marcelino M enéndez y
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Pelayo y Ramiro de Maeztu— como determ inada esencialmente por la his panidad. La idea que Eyzaguirre tiene de la hispanidad, entendida como baluarte de los valores cristianos contra el espíritu corrosivo de la Ilustración, la democracia y el socialismo, su alta valoración del corporativismo en su vertiente peninsular, son una inspiración perm anente del ideario político de Portada. De Jorge Prat, esta publicación subraya, sobre todo, su ferviente y militante anti-comunismo, la idea de una autoridad presidencial fuerte, gestora de la unidad nacional por encima de los partidos políticos y, sobre todo, la idea de un estilo político que term ine con la acción corrosiva y divisionista de los partidos, considerados como la causa fundam ental de la decadencia nacional. En su prim er editorial, Portada se define como una revista católica, no neutral frente al acontecer político y como una publicación ...renovadora pero no revolucionaria... porque no es necesario ni con veniente desatar una avalancha violenta de consecuencias impredecibles, ni comenzar todo de nuevo..., (aunque) comparte el anhelo de realizar profundas transformaciones... (Portada , 1969: 1, 3).
Los térm inos que aparecen en este editorial son en verdad significativos, incluso en su aparente banalidad. El equipo d e Portada tiene, por una parte, una clara conciencia del carácter rupturista de su pensamiento político, en definitiva opuesto a la democracia liberal, como se desprende de las ideas de quienes aparecen como sus inspiradores intelectuales. Pero tiene también claro que este proyecto político debe comunicarse a sus lectores con cautela, a causa precisam ente de su carácter anti-democrático. En otro editorial, Portada reconoce: No hace muchos años que ser nacionalista constituía un verdadero delito político e intelectual. Aquel término indicaba secretas afinidades y co nexiones con Hitler, Mussolini y Franco y amor por la violencia, que en ese entonces era muy criticada.El nacionalismo era calificado de “salva vidas de la burguesía” y andaba del brazo con el anti-comunismo, el pecado imperdonable (Portada , 1969: 6, 4).
Lo que caracterizará entonces a la publicación es un compromiso entre esta necesaria cautela y, por otra parte, en relación a su diagnóstico rupturista de la tradición política chilena, una imprescindible y radical renovación del discurso y las prácticas políticas habituales. Intentando evaluar, años más tarde, el impacto y las proyecciones del camino de esta “nueva derecha,” uno de sus publicistas dirá a Qué Pasa: La derecha tiene un gran futuro... Los problemas sociales se han anali zado desde ángulos que nadie se atrevía a abordar en el pasado... Por eso creo que la gente ha evolucionado más hacia la derecha... (Qué Pasa, 1979: 433, 33).
R uptura con el proyecto político de la derecha tradicional, transform ación completa de su program a económico y reformulación radical de su discurso, he aquí el program a de Portada, esbozado todavía entre líneas, al que con
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tribuirá muy eficazmente a su fusión con P olém ica económ ico-social, la que se produce a comienzos de 1970. Esta fusión de un proyecto político conser vador y anti-democrático en lo político, con un esquema económico influido por el neo-liberalismo, es un hecho de significación, aunque su impacto político real, incluso al interior de la derecha, sea todavía reducido. El motivo explícito de la fusión de las dos publicaciones, bajo el nom bre de P o rta d a , es el descubrimiento de su común objetivo, el que se expresa, en lenguaje nacionalista, como el intento de “establecer las bases de pensa miento para la unidad nacional” (P o r ta d a , 1970: 12, 35). Para poder com p render mejor esta fusión, es necesario considerar algunos elementos del diagnóstico que hace P o rta d a de la situación chilena en el período y su propuesta política hacia el futuro. La situación de Chile en 1969 les parece a los colaboradores de P o rta d a una situación que se caracteriza por ser el período de más grave y profunda crisis de la historia del país. Esta crisis es una “crisis de autoridad (que) afecta a todas las instituciones: familia, Iglesia, Universidad...” (P o rta d a 1969: 5, 2). Es también una crisis moral que afecta principalm ente a lajuventud. Pero, sobre todo, esta crisis afecta al “Gobierno de la República, o sea a la autoridad política...” (ibid: 2). Tres son, ajuicio de P o rta d a , los factores que la explican. El prim ero está constituido por el predom inio incontrarrestable de los partidos, con cebidos como “anacronismos vivos,” que imaginan a las personas como movidas por ideologías, angélicamente desvinculadas de todo móvil egoísta y, sobre todo, de los organismos naturales de los que form an parte. Son excrecencias de la Revolución Francesa, que pudieron tener algún asidero en la realidad chilena mientras expresaron, con sus diversos matices, a la élite política, cultural y económica. A partir de 1920, señala P ortada: ...ha corrido mucha agua bajo los puentes. La minoría aristocrática ha sido desplazada del poder. Las masas medias y populares han irrumpido en la política... Los organismos naturales —piénsese en el sindicato, o en el barrio o población— influyen fundamentalmente en la vida del “ciudadano”. Los problemas que a éste afectan son menos y menos ideológicos y más técnicos; por ello escapan a su comprensión progre sivamente... (P ortada , 1970: 9, 7). Bajo una figura angelical, los partidos esconden la más negra de las d eg e neraciones y corrupciones, desde la izquierda a la derecha del espectro. Sin embargo, lo más grave, para P o rta d a es que: ...como un cáncer, la influencia de los partidos se extiende a campos que debieran estarle vedados. Municipios, Juntas de Vecinos, gremios, colegios profesionales, universidades... ¡hasta los conventos y las escuelas secundarias!... todo está invadido y desnaturalizado por la política par tidista... (ibid: 7). Esta amenaza om nipresente de los partidos es acrecentada, para P o rta d a , por la intervención del Estado en los más variados campos de la actividad nacional. En esta intervención de signo totalitario compiten el proyecto
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socialista y comunista con el proyecto demócrata-cristiano, caracterizado como “mesiánico” y profundam ente excluyente. Este segundo punto es muy im portante porque, en prim er término, es en él donde arraiga, en el nivel de la ideología, el punto de contacto con el pensamiento de los economistas neo-liberales que se han incorporado al proyecto nacionalista. En efecto, el diagnóstico de estos economistas es tam bién, y muy profundam ente, a la vez, anti-político y anti-estatista. El nacio nalismo, dice por esto un editorial de la revista, no es estatismo. El nacionalismo debe ser concebido sobre todo como “sano egoísmo nacio nal”, unido al respeto por las tradiciones y al rechazo de las ideologías extranjerizantes, expresadas en los partidos políticos, todo esto junto al respeto más acrisolado por la esfera privada de la vida y, en prim er lugar, por la libre em presa que es “una fiel expresión de la naturaleza hum ana y una salvaguardia de su propia libertad” (Portada, 1969: 2, 6). Esta es la concepción básica que informa la consigna política tal vez más difundida por estos grupos políticos, el llamado “principio de subsidiariedad”. Se trata de un principio que es susceptible de dos lecturas principales, que repre sentan tendencias que, por lo demás, seguirán activas hasta 1973 y aún después. La prim era lectura es corporativista, de cuño franquista, y acen tuará en la subsidiariedad la crítica a los partidos y su reemplazo por otras formas de hacer política. Esta lectura de la subsidiariedad será sobre todo im portante entre 1970 y 1973. La segunda lectura es neo-liberal: subraya sobre todo la idea de un “Estado mínimo” y la libertad económica. Estas dos lecturas contienen, sin embargo, importantes puntos de fricción y de rupturas, que serán, grosso modo, aquellos que comenzarán a dividir a los futuros partidarios del régimen autoritario. Portada opta en este punto por una solución de compromiso. Enfasis en la opción anti-política y corporativista en el terreno político y, al mismo tiempo, en lo económico, apoyo completo a la lectura neo-liberal. Esta será también la posición futura de Qué Pasa. El tercer factor que contribuye a la crisis para esta publicación, es la presencia de un poderoso y organizado movimiento popular, con ideología socialista y comunista. Esto, según Portada, es sólo posible por la ceguera e irresponsabilidad de una clase política que debiera haber impedido ha m u cho su existencia, pero que carece del coraje necesario para hacerlo. La raíz común a estos tres factores hay que buscarla, según esta revista, en la voluntad de cambios estructurales en la “aspiración a partir de cero” que caracteriza a proyectos utópicos como el demócrata-cristiano y el socia lista (o comunista). Ahora bien, estos tres elementos de la crisis política han generado también, ajuicio de Portada, una profunda crisis de representa ción, elemento en el cual se basa la nueva propuesta política de la revista. Como se ha visto entre líneas en algunos de los textos que he citado, la propuesta económica de la revista tiende crecientemente a identificarse con el neo-liberalismo. Pero en esta prim era etapa, lo decisivo es el énfasis que
pone en una nueva form a de hacer política. Como era de esperarlo, en (unción de sus fuentes de inspiración, Jaim e Eyzaguirre y Jorge Prat, y a través de Prat, Francisco Antonio Encina, la consecuencia que saca Portada de su interpretación de la crisis se inscribe al interior de dos ejes fu n d a mentales. El prim ero es la convicción de que es necesario transform ar r a dicalmente, o aún sustituir, el sistema democrático-liberal que im pera en el país. Es este el obvio significado de la recuperación del pensamiento nacio nalista en que se em peña la revista. Es necesario subrayar este prim er punto, en la m edida en que m uestra que estos ideólogos conservadores han sido los prim eros en elaborar una respuesta, que ya no cabe en los marcos del régim en democrático, frente a un período que perciben como de crisis global. El segundo eje es la no menos tajante convicción de que para esta em presa los partidos de derecha e incluso el Partido Nacional son ineficaces, precisamente por su compromiso con el sistema político en vigor. Hay aún un tercer eje im portante para entender cabalmente, y en su especificidad y su diferencia, a esta publicación: la acogida —tal vez no exclusiva, pero no menos cierta— que este program a encuentra en los nuevos grupos económicos nacionales que ven en el neo-liberalismo y el conservan tismo nacionalista una ideología que puede legitimar una posible conducción de la economía y de la sociedad chilena por parte de esos grupos ligados a los cuales trabajan algunos de los colaboradores de Portada. Uno de los textos que mejor m uestra este program a global es el siguiente editorial: Para hacerse oír ante una autoridad como la ejecutiva, cada día más poderosa y cada día más atingente a la vida privada de todos los chilenos, éstos carecen pues de organismos adecuados. Los partidos políticos no cumplen esta finalidad de representación... Nosotros, que creemos en las tradiciones y pensamos que ningún país puede hacer tabla rasa de ellas, no postulamos de ningún modo la supresión de los partidos polí ticos. Afirmamos, sin embargo, que deben perder su virtual monopolio de la representación nacional; que debe reducirse su influencia y su actividad al campo específica y exclusivamente político...Y al mismo tiem po afirmamos que deben tener acceso a la representación política las organizaciones naturales, o grupos intermedios que hoy no la tienen: la familia, los gremios y sindicatos —tanto patronales, como de trabajado res— las Fuerzas Armadas, las Iglesias, los Municipios y Juntas de Ve cinos, las Universidades... Esta reforma política es paralela al robusteci miento del poder del Presidente de la República y lo complementa. Sin ella... la anarquía social continuará “in crescendo” y la violencia de una comunidad sin representación desbordará y romperá la frágil y anticua da estructura política de Chile (Portada , 1970: 9, 7-8).
La cautela con que se enuncia el proyecto, no debe hacer perder de vista su carácter conservador y las raíces corporativistas y nacionalistas de un program a que hace aún concesiones a las formas democráticas, las que
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desaparecerán con la derrota de Alessandri, el candidato por quien la revista se juega, en la elección presidencial de 1970. Un último texto de Portada, titulado “Presencia de Jaim e Eyzaguirre,” precisa finalmente el origen doctrinario de la publicación y la m anera en que proyecta insertarse en la arena política chilena. Jaime Eyzaguirre creyó encontrar en la organización corporativa las mejores condiciones para una adecuada supervigilancia del proceso eco nómico por el Estado, respetándose la gestión privada y reconociéndose la existencia de comunidades intermedias con un fin propio que llenar. No se hacía demasiadas esperanzas sobre el modo como habría de ge nerarse ese orden basado en las profesiones... Treinta o cuarenta años después, cuando a la lista de experiencias estrepitosamente fracasadas en Chile se agrega otra más, tal vez las reservas de Jaime Eyzaguirre sobre la estructuración de un nuevo orden desde la base de la sociedad ya no tengan mucho asidero. Desde la época de Estudios, se asiste, en efecto, a un vigoroso afianzamiento de los gremios. Y en las circunstancias actuales, todo parece indicar que la misión que les corresponderá será fundamental. Sin lugar a dudas, los redactores d e Estudios se adelantaron en sus elaboraciones doctrinarias al lento proceso socio político tradicional Portada, 1972: 34, 9).
Como se ve, la utopía tradicionalista del corporativismo, de raíz hispana, reaparece en estos textos como principio de análisis político y base de una propuesta de “revolución conservadora”. Esta propuesta, que tiene como corolario la sustitución de los partidos como modo fundam ental de hacer política y de producir una transform ación completa de la sociedad chilena, se apoya sin embargo, a mijuicio, en un fenóm eno social real. Este fenómeno, que será fom entado de m anera muy im portante durante la Unidad Popular por el ultraizquierdismo y el desembozado sectarismo y obrerismo de muchas de sus políticas, es un acentuado movimiento de regresión—en sentido psicoanalítico— ideológico y social, que afecta predom inantem ente a unos sectores medios que se perciben como excluidos de las transformaciones que se están llevando a cabo. Es este proceso de regresión, que conduce desde los partidos a núcleos pre-políticos de organización como las familias, los grupos de vecinos, etc. percibidos como baluartes defensivos contra la amenaza popular, lo que es recuperado en el registro de lo imaginario, por movimientos de raíz corporatista como el gremialismo, que se transform a en el período en un auténtico movimiento social, y que comienza a ser orga nizado y m anipulado por toda suerte de organizaciones que buscan la re versión del proceso democratizador, desde organizaciones empresariales a movimientos estudiantiles y medios de comunicación. Portada está inserta en ese proceso, dentro del cual se caracteriza por el radicalismo de su opción, por su proyecto netam ente autoritario y por la elaboración de un program a de economía de mercado que comienza muy luego a encontrar seguidores entusiastas, sobre todo después de la elección de Allende, entre los medios
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de comunicación tradicionales de la derecha y algunos de sus representantes políticos y empresarios. Lo que Portada y luego Qué Pasa, junto a otros líderes, aportarán a este movimiento es una clara conciencia doctrinaria y organizacional, que se define sobre todo por el uso deliberado y sistemático de un pensam iento y de formas no tradicionales de acción política. De ello, esta nueva publicación es, a la vez, un ejemplo y un síntoma. En este caso los medios de comunicación son utilizados como vehículos de organización que se constituyen, por su radicalismo, en una suerte de perm anente d e nuncia de los “compromisos” de los partidos, en vías alternativas para la acción política, lo que es profundam ente coherente con una doctrina tam bién radicalmente antipolítica, como la que difunde Portada.
2. E l corporativismo y los medios de comunicación masivos: La revista Q ué pasa)) el diario El M ercurio 1971-1973 La elección de Salvador Allende a la Presidencia de la República opera para la revista Portada y el grupo que la edita una confirmación inesperada de la exactitud de su diagnóstico inicial. Luego de un breve período de p ro fundo desánimo, el equipo de la revista vuelve al ataque con la convicción de que los problemas que plantea el Gobierno de la Unidad Popular no tienen otra salida que la transformación radical del régimen político dem o crático por cualquier vía, muy probablemente, por una vía violenta. Es a partir de esta dinámica ofensiva, creo, que hay que entender la fundación de la nueva revista que expresará al grupo de colaboradores de Portada, en el ámbito de las revistas de masas, la revista Qué Pasa (cf. Ruiz, 1983). La nueva revista reproduce hasta 1973 y aún después, el mismo esquema doc trinario que he analizado a partir de Portada, que lo exhibe, si se quiere, de una m anera más concentrada y sintética. Su posición política es categórica: las mismas figuras emblemáticas que Portada, Prat, Eyzaguirre, agregándose a ellos ahora la de Franco; la misma fidelidad católica integrista; el mismo compromiso con el neo-liberalismo y los regímenes que aplican sus políticas en América Latina: Brasil y Argentina. En un comentario al cumplir su prim er año se dice: “...los redactores de Qué Pasa tenemos las mismas ideas fundam entales, en todos los aspectos y especialmente en los políticos y eco nómicos” (Qué Pasa, 1972: 53, 5). Se trata pues indudablem ente de una revista con una gran unidad en el pensamiento y la opción políticas. En la respuesta a la carta de un lector responderá, por ejemplo, en octubre de 1973: “M odestamente hemos estado en una trinchera de lucha contra el marxismo desde nuestra fundación” (Qué Pasa, 1973: 129, 4). En sus inicios, sin embargo, la revista busca con ahínco aparecer como un órgano objetivo, que evite los escollos opuestos del “abanderizam iento político” y la neutralidad” (Qué Pasa, 1971: 1, 2). En su núm ero 100 la
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revista se detiene a reflexionar sobre lo que ha sido su estilo, al que describe como sigue: “[reconocemos] filas en la oposición democrática [lo que no significa] deform ar los hechos o practicar la media verdad; silenciar la ver sión de los hechos que da el adversario; ocultar la opinión de éste o inju riarlo...” (QuéPasa, 1973: 100, 5). Este mismo editorial expresa, en realidad, de una m anera extrem adam ente clara, la form a en que la revista ha trans form ado sus temáticas teóricas en símbolos e imágenes que corresponden a su papel más masivo: Tras [la] conducta de Qué Pasa hay una filosofía: la unidad nacional de los chilenos; la convicción de que corren días críticos... el convencimiento de que los chilenos hiperpolitizados dan el carácter de valores absolutos a muchos que es dudoso que lo tengan. Este espíritu queremos reflejar en otras secciones de la revista. Así, cuando destacamos la historia patria, las glorias del ejército, las bellezas de nuestro campo, de nuestros pueblos, de nuestro arte antiguo y moderno, en verdad repetimos el mismo men saje (Qué Pasa, 1973: 100, 5).
En este trabajo de búsqueda de consenso en favor de sus posiciones, Qué Pasa privilegia en prim er térm ino los temas culturales. Las ideas neo-conservadoras y nacionalistas tienen aquí, por supuesto, un lugar especial, pero no exclusivo. La publicación sigue también con mucha atención las variadas experiencias culturales de la izquierda y, en m enor grado, de la democracia cristiana. La actividad teatral, cinematográfica, musical, deportiva e incluso gastronómica, reciben una atención predom inante. Esto refleja ciertam ente la concepción elitista de sus redactores, que privilegian la acción de pequeños grupos de intelectuales, a los que atribuyen una influencia e importancia fundam ental en los procesos sociales. Al igual que Portada, la nueva revista m antiene una preocupación cons tante por la evolución de la Iglesia Católica. Los intelectuales católicos con servadores son perm anentem ente entrevistados por Qué Pasa con la inten ción, a la vez, de difundir posiciones críticas de la visión social de la Iglesia chilena y, por otra parte, de influir en sus posiciones. Hasta 1973 esta preocupación enfatiza sobre todo la crítica, siendo su tema más publicitado el de las conexiones entre la Iglesia y política y entre cristianos y marxistas. Otro de los temas fundam entales que la revista difunde con gran éxito son las ideas económicas del neo-liberalismo. Ellas se transform an en una bastante eficaz crítica periodística de la política económica de la Unidad Popular. La novedad y el rupturism o del neo-liberalismo son aquí muy im portantes en la producción de una imagen pública que no es de conser vación ni de defensa de lo establecido, sino de cambio radical. Se elabora así una imagen del capitalismo como desafío lleno de riesgo, como una form a de vida revolucionaria y liberadora, frente a la mediocridad del estatismo y la burocracia de los partidos y de la vida política. Con mayor eficacia que en Portada, el discurso del mercado con esta nueva aura revo lucionaria y de libertad, ocupa uq lugar central en las páginas de Qué Pasa.
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Las temáticas neo-liberales son también utilizadas para criticar al socialismo y sus políticas coercitivas, enfatizando el carácter supuestamente dem ocrá tico de los mecanismos mercantiles. Característicos de esta amalgama ideo lógica son, por ejemplo, textos como el siguiente, que extracto de u n co m entario del 10 de mayo de 1973: Lo que sucede es que hablar de capitalismo para describir a la democracia económica (o economía social de mercado) es un error. La democracia económica es el poder de conducción de la economía en manos del pueblo que elige su actividad, elige la forma de emplear el fruto de su esfuerzo y tiene la libertad de iniciativas creadoras y libre acceso a la propiedad... (Qué Pasa, 1973: 108,45). Desde el punto de vista de su opción propiam ente política, he dicho lo esencial al hablar de Portada. Reafirmo aquí tan sólo que el proyecto más específico de Qué Pasa, ju nto a otros medios como El Mercurio, y muy luego después de la elección de Allende también el Partido Nacional, es muy claram ente una estrategia de derrocam iento y de sustitución del régim en democrático. Lo que lo diferencia especialmente de los grupos más tra d i cionalmente políticos de la derecha, que es de todos modos su objetivo político fundam ental, es el proyecto de coordinar una estrategia autoritaria con un nuevo estilo y acum ular nuevas fuerzas para esta vía. Las fuerzas en que la revista confía para la realización de este proyecto son fundam en talmente dos —las capas medias en rebeldía frente a los partidos y las Fuerzas Armadas. Es por ello que sus páginas, sobre todo entre 1972 y 1973, dan una creciente cabida a todas las fracciones nacionalistas y, muy en especial, a militares dispuesto a emplear la violencia contra el gobierno de Allende. Un texto en el que la prim era de estas posiciones de la revista es muy explícita es el de una entrevista hecha a uno de sus colaboradores en octubre de 1972, en la que éste dice: Ha emergido así el chileno medio que lucha por la libertad de su fuente de trabajo, y eso, necesariamente tiene que ser mucho más expresivo y potente que una reacción enmarcada dentro de los moldes del viejo esquema parlamentario tradicional... De ahi que considere que el trío realmente poderoso para defender la libertad en Chile está y ha estado constituido por las mujeres, los periodistas y los gremios. Los políticos, salvo a través de sus actividades más bien periodísticas (TV, radio, etc.) han sido importantes, pero secundarios... (QuéPasa, 1972: 80, 39). Para subrayar el nuevo papel fundam ental que el proyecto autoritario asigna a las Fuerzas Armadas, la revista sigue una serie de cautelosas estrategias. Entre las más socorridas están las entrevistas muy frecuentes a líderes m i litares golpista. En una entrevista de agosto de 1973 a un General retirado, se lee: Cuando se presentan en la vida nacional estas situaciones que llevan a las Fuerzas Armadas a participar en la dirección suprema del Estado, ya no hay deliberancia o no deliberancia... Prácticamente son ellas las
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que pasan a gobernar...(esta situación no tiene hoy salida política) o triunfan los chilenos democráticos o triunfan los marxistas, pero los dos no tienen cabida dentro del país... (Qué Pasa, 1973: 121, 15). En el transcurso del gobierno de Allende, las posiciones que defienden estas revistas pueden encontrarse también en la mayoría de los órganos de prensa de la derecha. Un texto en donde la influencia de categorías corporativistas de pensam iento es patente es, por ejemplo, el de un comentario editorial de El Mercurio, que se selecciona entre muchos otros posibles: El conjunto del aparato jurídico-político del país está lejos de someterse a los dictados de la Unidad Popular, lo que fuerza a los partidos marxistas a desplazar el poder de los cauces habituales a otros nuevos. Los medios democráticos tardan en adaptarse al mencionado desplazamiento... La actividad electoral... la vida parlamentaria... responden a un esquema de poder que va pasando... Por fortuna hay bases naturales en la sociedad chilena que pueden ser las depositarías de un poder de resistencia frente al que está formando el comunismo en el país... Los gremios constituyen organismos naturales de defensa... contra el poder comunista anti-Estado que se prepara, surge el poder social, defensor de las libertades y valores nacionales... (El Mercurio, 15 de abril, 1973: 3).
3. Corporativismo y neo-liberalismo: Una articulación problemática Como era de esperarlo en función de su proyecto económico y político, Qué Pasa, El Mercurio y las publicaciones que he reseñado, apoyan sin ningún tipo de reservas desde su inicio la instalación de la dictadura militar no como un régim en transitorio, sino otorgándole un carácter fundacional: En un editorial de Qué Pasa del 22 de septiembre de 1973, mientras otros medios de comunicación autorizados legitiman el golpe militar a partir del tema del retorno a la legalidad quebrantada por la experiencia de la U nidad Popular, se dice en cambio lo que sigue: El régimen U.P. ha caído en un final wagneriano... En este período, Chile se fue disolviendo en la demagogia económica y política, en la flojera... en la indisciplina, en el odio... Mientras tanto, se acumulaban y agravaban los verdaderos problemas de Chile: la inflación devoradora, el estagnamiento productivo, la miseria, la degeneración pornográfica, la corrupción venenosa de los valores históricos y tradicionales, el odio y el divisionismo político. Para abrir una nueva puerta, era necesario que el país pagara su cuota de sangre. Ha correspondido abrirla a las Fuerzas Armadas. Reserva moral de la nación... En Chile, pues, “ha pasado algo”. No se puede, consiguientemente volver atrás. El 11 de Septiembre debe resultar así el acto fundacional de una nueva institucionalidad (Qué Pasa, 1973: 126, 1).
De hecho, la revista es la prim era de este tipo de publicaciones en aparecer nuevamente, privilegio que com parte con el diario El Mercurio. Por un tiempo ambos medios serán casi los únicos autorizados, lo que sin duda contribuye a explicar el creciente influjo del neo-liberalismo en el seno de una derecha política que ha disuelto, aparentem ente convencida de la b o n dad del “apoliticismo” militar y gremialista, a sus organizaciones partidarias. Es obvio que bajo las nuevas condiciones de censura impuestas, este nuevo estilo de hacer política, a través de medios aparentem ente apartidistas, pero en definitiva, estrictamente doctrinarios, rinde sus mejores frutos. Sobre todo en la m edida en que esto perm ite una articulación relativamente fácil con las Fuerzas Armadas, cuya ideología institucional es también ra d i calmente antipolítica y si se recuerda además que este monopolio de las comunicaciones, acompaña al ascenso de los nuevos grupos económicos con cuyo proyecto la revista ha estado comprom etida desde sus inicios. De todos modos, después del golpe militar de 1973, el poder de los grupos ideológicos que he descrito se acrecienta considerablemente. Mantienen, hasta la actua lidad, una decisiva influencia al interior de la Universidad Católica, contro lan, hasta el fin del régimen militar, los tres canales de televisión y tienen también una influencia considerable en todas las restantes Universidades. Siguen teniendo un peso decisivo en el campo de la prensa en donde d i funden su pensam iento revistas como Qué Pasa y Ercilla y la cadena de diarios El Mercurio. En 1979 fundan nuevas publicaciones como la revista Realidad y poco más tarde, Estudios Públicos, que recoge las actividades del Centro de Estudios Públicos, cuyo modelo es él American Enterprise Institute. En el campo de la educación estos mismos grupos intelectuales tienen también una gran gravitación que se evidencia sobre todo entre 1979 y 1981, período en el cual Gonzalo Vial es Ministro del ramo. En una prim era etapa que se extiende hasta mediados de 1976, todas estas revistas y periódicos harán explícita la orientación antidemocrática que las había guiado po r lo menos desde 1970 en adelante. Se trata de una labor de difusión nada fácil, ya que la legitimidad democrática se encontraba hondam ente arraigada en el país, especialmente después de los gobiernos de Frei y de Allende. Así, Qué Pasa por ejemplo, defiende en este período temas como la proscripción de los partidos políticos (febrero, 1974) o la intervención militar de las Universidades (octubre, 1974) y, lo que es más grave, la violación sistemática de los derechos hum anos que caracteriza al régim en de Pinochet. Sobre la condena que estos hechos suscitan en todo el m undo, la revista sostiene en octubre de 1973 que esto era previsible. Es el fruto, asevera, “del frívolo liberalismo de izquierda que consideró fasci nante el triunfo de Allende. Es también la misma actitud que condenó a España al aislamiento y la pobreza hasta que se la necesitó para defender a E uropa de las acechanzas soviéticas”. (QuéPasa, 1973: 129,32). La decidida actuación en defensa de los derechos hum anos del embajador sueco en Chile es juzgada por Qué Pasa, en abril de 1974, en términos como los
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siguientes: “El agente soviético Harald Edelstam sigue haciendo de las su yas.En la Universidad estadounidense de Stanford ha pronunciado una conferencia... contra la Ju n ta Militar de Chile...” (Qué Pasa, 1974: 157, 15). Hacia 1976, sin embargo, Qué Pasa, El Mercurio y otros medios comienzan una cam paña de opinión que busca una mayor institucionalización de la obra de la dictadura militar, la que se expresa en la distinción entre régimen militar y gobierno. Un artículo que define los inicios de esta segunda etapa en la evolución del régim en militar es “El futuro político”, de Gonzalo Vial, que se publica en Qué Pasa en febrero de 1976. Vial comienza por precisar en él lo que entiende como “principios básicos” del país. Ellos son, a su juicio, la “unidad nacional”, el “nacionalismo,” la pertenencia a la “tradición cristiano-occidental” lo que implica la primacía de los derechos de la persona, el papel de las “sociedades intermedias”, de la “subsidiariedad” y de la “propiedad privada”; el respeto a la tradición histórica de Chile y la res tauración del “orden”, de la “disciplina”, del acatamiento a las normas y las autoridades. Y añade Vial: Por estos principios se luchó y murió el 11 de septiembre. No están pues en discusión ni lo estarán por muchas generaciones. No es ni será acep table en nombre de ninguna “libertad” ...discutirlos... salvo en un con texto privado, sin connotaciones políticas... Es necesario que ...la unidad nacional se exprese en un gran movimiento cívico coordinado con los institutos militares y defienda y difunda aquel principio... Las Fuerzas Armadas saben que ya no podrán abandonar la lid política. Tienen en ella un papel permanente... y por ello necesitan una vinculación perma nente, institucional con el poder. [Pero] hoy ya es necesario distinguir entre régimen y gobierno. El régimen que el país quiere es un régimen militar. El gobierno, en cambio, o sea la conducción diaria del país... debería estar bajo la tutela inmediata de las Fuerzas Armadas pero sin que se corriese el riesgo de comprometer su prestigio, que nos es tan vital... (Q uéPasa, 1976: 250, 11-12).
Como puede apreciarse claramente en este texto, esta opción por institu cionalizar al régim en militar no significa, sin embargo, una apertura hacia principios democráticos. Muy por el contrario. Lo que buscan estos grupos en esté período es evitar el desgaste de las Fuerzas Armadas, transform ando al mismo tiempo en perm anente la influencia militar en el Estado. De lo que se trata en la opción institucionalizadora que defienden Qué Pasa o diarios como El Mercurio es de superar, con la m ira puesta en el futuro, dos obstáculos paralelos: el del inmovilismo autoritario, por una parte, y por otra, el del retorno obligado y apresurado a un régim en de democracia liberal, que puede ser fruto de ese mismo inmovilismo. Es en este sentido que todos los órganos de prensa que he analizado, se plegarán al proyecto de construir una democracia “autoritaria”, “protegida”, “integradora”, “tecnificada” y de “auténtica participación social” que prom ueve Pinochet en el discurso de Chacarillas, de julio de 1977. A ello responde
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también una actitud cada vez más decidida de estas publicaciones en contra de la opción corporativa en lo político y del nacionalismo populista en lo económico. Como indicaba más arriba, esto no significa que estos grupos de in te lectuales se hayan comprom etido con los valores democráticos. Donde existe, este compromiso es puram ente instrum ental y táctico y apunta a la estabi lización de un sistema político con algunos rasgos democráticos o liberales, pero fundado en la exclusión ideológica de vastos sectores populares, his tóricam ente identificados con las fuerzas de izquierda. Un artículo que expresa bien este momento de revisionismo conservador y sus límites, es “El sufragio universal y la nueva institucionalidad”, de Jaim e Guzmán, publicado en el prim er núm ero de la revista Realidad, en ju nio de 1979. Guzmán propone en este artículo aceptar el sufragio universal —que ciertam ente muchos defensores del régimen militar, incluido el mismo G uz mán, han im pugnado antes— “como método ampliamente predom inante, pero no excluyente (el destacado es mío) para generar las autoridades políticas” (Guzmán, 1979: 39-40). Contra las objeciones corporativistas o militaristas a esta aceptación, Guzmán propone una respuesta pragmática que incluya al sufragio universal limitado en la nueva institucionalidad en gestación, a pesar de sus múltiples inconvenientes y peligros. Entre estos peligros subraya especialmente que “establece una igualdad irreal” entre los hombres; desata “una lucha perm anente... por el poder, con la consiguiente tendencia a las promesas demagógicas” y permite “que a través de la demagogia penetren ideas totalitarias que pueden conculcar la libertad” (ibid: 34-35). A pesar de todo, para Guzmán estos peligros sólo pueden atenuarse pero no elimi narse completamente, en virtud de la perduración de la legitimidad dem o crática en el país. Diseña para estos efectos en el artículo, todo el conjunto de instituciones anti-democráticas que serán luego características de la Cons titución de 1980. Propone, en prim er lugar, que el sufragio universal genere sólo p a r cialmente al poder legislativo. En segundo lugar, diseña un conjunto de límites al pluralismo que converge en la exclusión de las ideas marxistas, Funda esta restricción del pluralismo en el hecho que la “soberanía está limitada por los derechos que emanan de la naturaleza humana... [y] los valores esenciales de la chilenidad” (ibid: 41). Como esto no le parece sufi ciente aún, sostiene que “una institucionalidad concebida al servicio de la libertad y el progreso debe robustecer una economía libre, sin la cual una democracia política puede term inar reduciéndose a una fórmula hueca” (ibid: 41). En definitiva, esto supone otorgarle rango constitucional a la economía de mercado. Debe reforzar aún a este sistema, desde el punto de vista institucional, el régimen presidencial de gobierno, el Consejo de Seguridad Nacional, el Tribunal Constitucional y la autonom ía del Banco Central que debe cautelar
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la ortodoxia de las políticas económicas. Por último, piensa Guzmán que el tránsito hacia la democracia no podrá hacerse sino una vez que el país haya alcanzado un nivel de desarrollo económico efectivo con el fin de concitar un “compromiso ciudadano masivo con el sistema que im pere” (ibid: 43). Creo que es im portante destacar también, en este período, el intento de muchas de estas publicaciones, de arm onizar la opción neo-liberal en economía con los principios de la moral cristiana, los que apuntan a elaborar una suerte de teología económica. En este sentido, lo prim ero que hacen estas revistas es m ostrar el carácter ineluctablemente racional y cuasi-providencial del mercado. La economía social de m ercado destaca por ejemplo Qué Pasa en 1973, “destierra todas las fuerzas (específicamente la fuerza de las organizaciones) y se rige por la razón, que se manifiesta a través de la competencia” (Qué Pasa, 1973: 136, 22). Esta idea del m ercado como razón en la historia, será incluso superada en la misma revista, por un comentarista que se pregunta en diciembre de 1973 sobre si el mercado es Dios. La respuesta de este redactor, que refle xiona en esa ocasión sobre los aranceles de los colegios profesionales, es muy reveladora: Los colegios profesionales son respetables y tienen altas misiones que cumplir. Pero hay una en que éticamente no pueden intervenir: la de sustituirse al mercado y fijar, forzosamente, el precio de los servicios de los colegiados. Del conjunto de los acuerdos voluntarios e informados a que se llega en un mercado competitivo surge un fallo objetivo, bastante justo e increíblemente sabio, que da a cada cual lo suyo... Me quedé (pues) pensando en esto de que el mercado no sea Dios. Cómo va a serlo. Pero hay un viejo adagio latino que dice Voxpopuli, VoxDei. Y el mercado sí que es Vox Populi (Qué Pasa, 1973: 138, 21). Al mismo tiempo estas publicaciones elaboran una imagen del marxismo y
el socialismo como heréticos y como síntomas de tiempos en crisis. En una entrevista de Qué Pasa a Mario Góngora se lee, por ejemplo, que “el mar xismo es, por excelencia, la herejía de nuestra época... en su médula hay algo terrible, casi sobrehum ano, diabólico... es la gran seducción de los intelectuales”. Por último se intenta también eliminar toda huella de relación entre el cristianismo y los pobres. Un ejemplo extrem o de estas orientaciones lo encontramos en el diario El Mercurio, en uno de cuyos editoriales se dice en 1980: ...de hecho, Cristo no era el hijo de un pobre carpintero; José era un tekton (que significa arquitecto y también empresario constructor) y los
Magos alabaron al niño Jesús no en un establo, sino que en la casa de José... Para los judíos, Jesús era esencialmente un príncipe de sangre real, un descendiente de David... (El Mercurio, 19 de julio, 1980: 3). A hora bien, d espu és del golp e militar, y com o p u ed e verse ya en algunos de los textos com entados más arriba, la in fluencia d e las ideologías conser-
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vadoras va a experim entar un cambio interno decisivo, en favor del neo-liberalismo. Esto trae consigo la renuncia a cualquier política de tipo corpo rativo y un apoyo a la imposición de relaciones mercantiles a un conjunto creciente de dominios de la sociedad. Esta mutación ideológica puede e x plicarse por dos factores. El prim ero es la dificultad que el radicalismo anti-democrático propio del corporativismo encuentra para imponerse en una sociedad con tradiciones democráticas. El neo-liberalismo tiene menos tensiones —por lo menos a nivel del discurso— con esa tradición. El segundo factor es la puesta en práctica progresiva, por el régim en militar, sobre todo desde 1975 en adelante, de una política económica globalmente neo-liberal, apoyada por los grandes empresarios de la banca y la industria, lo que no deja ningún espacio para el desarrollo de asociaciones profesionales, sindi catos, etc. Es pues el control de la política económica por los grupos económicos y los tecnócratas neo-liberales lo que frena el impulso corporativista p ro d u ciendo al fin su división en dos tendencias. La más im portante de estas tendencias incorpora masivamente la doctrina neo-liberal a su ideario, con algunas reservas sobre sus consecuencias morales y políticas. Esto es com pensado por la adopción, por parte de los neo-liberales, de un discurso anti-democrático cuyo origen es el corporativismo. Desde un punto de vista teórico, este cambio se expresa como se ha dicho en una nueva lectura del concepto fundam ental de los corporativistas, el concepto de subsidiariedad y el carácter subsidiario del Estado. Para los tradicionalistas católicos y especialmente para los tradicionalistas españoles, la idea de subsidiariedad del Estado se funda en una concepción de la política como fenóm eno natural. En el fondo opera aquí una reducción de la política a la societas com prendida como una suerte de floración natural de asociaciones y de cuerpos intermedios: las corporaciones, la Iglesia, las Universidades, las regiones, las asociaciones vecinales, las municipalidades etc. Lo que une a todas estas formas de asociación a nivel de la sociedad es la nación que para los tradicionalistas españoles constituye la cima de lo que llaman poder social. Lo que constituye propiam ente la cabeza del cuerpo socio-político, el poder político, no debe intervenir en la sociedad sino en “subsidio” de las debilidades o de las incapacidades de los cuerpos intermedios, ya que cada uno de ellos tiene fines naturales que cumplir. Ahora bien, para los neo-liberales, toda esta sutil construcción teórica quiere decir fundam entalm ente una sola cosa, mucho más prosaica, el fin de la intervención del Estado en la economía y su reemplazo por un “Estado mínimo”. A pesar de esto, me parece que hay relaciones y lazos bastante más profundos entre neo-liberalismo y corporativismo, los que aparecen sobre todo cuando se considera a estos dos sistemas de pensam iento en su relación a la naturaleza y la tradición.
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En el caso de Hayek, por ejemplo, parece claro que la crítica del inter vencionismo estatal, deriva de una concepción de la política como algo natural. Esto porque la razón fundam ental de su anti-estatismo tiene que ver con el carácter espontáneo, no construido de los órdenes sociales fun damentales, entre los cuales el más im portante es el mercado. Se puede decir entonces que en la base del rechazo hayekiano del cons tructivismo, hay una suerte de concepción natural del orden económico, el que es conservado por la historia (la tradición), concebida a modo darwinista, como selección natural. No es posible alterar estos órdenes espontáneos sin incurrir en una desm esura cuyo resultado de todos modos será el caos; en verdad, tampoco es necesario hacerlo, pues el proceso global encierra para Hayek una suerte de justicia inm anente al proceso histórico mismo. Los discípulos chilenos de Hayek subrayan especialmente esta concep ción de la política como algo natural. En un artículo publicado en el prim er núm ero de la revista Estudios Públicos, A rturo Fontaine dice, por ejemplo, destacando lo que le parece positivo en el liberalismo: A la afirmación de un orden fundado sobre la naturaleza y la historia, se une en los antiguos liberales del siglo xvm la confianza en un orden natural de las relaciones humanas, que tiene su expresión en el libera lismo económico de Adam Smith... (Fontaine Aldunate, 1980: 133). Pero lo que im porta subrayar aquí al descubrir estos puntos de articulación entre corporativismo y neo-liberalismo, es el carácter conservador del dis curso neo-liberal mismo. Creo que este carácter conservador del neo-libe ralismo se hace explícito en la concepción natural de la política, pero sobre todo en esta suerte de intangibilidad de los órdenes espontáneos conservados por la tradición. Estos órdenes espontáneos, y sobre todo el orden del m er cado, son sustraídos así a la deliberación democrática, transform ándose en una lógica homogeneizante y totalitaria de lo social. Por cierto esto no excluye que en la realidad, la imposición de las rela ciones mercantiles a todos los registros de la vida social sea el resultado de una intervención política activa que es todo menos espontánea. De hecho, u n intento de transform ación global de la sociedad chilena según la lógica del mercado, constituye la sustancia de la etapa que sigue en el proyecto de la dictadura militar. La idea que está a la base de estas transformaciones, las llamadas modernizaciones, es precisamente la tesis según la cual la protec ción más eficaz contra las amenazas democráticas y socialistas es una reo r ganización de todas las relaciones sociales según el esquema único del m er cado. Las modernizaciones comienzan en 1979 con la aplicación del Plan Laboral y de la Directiva Presidencial sobre Educación. Continúan después con la Ley de Universidades y la Reforma Previsional. Todas estas reformas apuntan a la privatización y mercantilización de las relaciones laborales, de la salud, de la educación y la seguridad social, al mismo tiempo que favorecen la acción
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de los más im portantes grupos económicos, que son los destinatarios de las privatizaciones i , Los objetivos más importantes de estas modernizaciones parecen haber sido tres. En prim er lugar, la desarticulación de las organizaciones sindicales y, en general, de las asociaciones de trabajadores, lo que es una condición fundam ental para la viabilidad del modelo económico global. A ello apuntan las leyes laborales. En segundo lugar, se trata de un intento de integrar al sistema a sectores potencialmente explosivos, aprovechando el boom económico esperado para ligar el alza de rem uneraciones y pensiones al éxito del modelo económico privatizador y a la lógica costo/beneficio. Este el objetivo de la reform a previsional. Pero también está presente en la eliminación de la gratuidad de la Educación Superior. Pero se trata por sobre todo de que los fines sociales fundam entales, y principalm ente las decisiones económicas, sean sustraídas a la deliberación política democrática. Para esto el mejor medio es dism inuir el poder del Estado para hacerlo incapaz de toda intervención en el orden espontáneo que se genera al interior de una sociedad libre. La Constitución Política de 1980 es la pieza que garantiza esta perm anencia e inalterabilidad de las relaciones de mercado en la sociedad chilena. Las revistas analizadas han sido eficaces difusoras y defensoras de estas medidas y de esta opción política. En una de las numerosas entrevistas y comentarios que Qué Pasa dedica a la obra del ministro José Piñera, uno de los más im portantes gestores de estas políticas, se lee por ejemplo: La última revolución (es) arrebatar el poder del Estado y devolverlo a los individuos, para terminar con todas las revoluciones... (Qué Pasa, 1979/80: 454, 11).
Según un editorial de Realidad de julio de 1979, y en este mismo sentido: la despolitización sindical...ahora se fomenta atacando los pilares sobre los cuales se apoyaban tanto el poder de ciertas camarillas... como la acción corrosiva del marxismo... Un sindicalismo libre tendrá todo el vigor que los trabajadores le confieran, pero a la vez se levantará como un dique infranqueable para la instrumentalización comunista (Realidad, 1979: 2, 4-5).
Un artículo que resum e y recoge la mayoría de estas nuevas orientaciones es el “El camino político” de Jaim e Guzmán, difundido por la revista Rea lidad. En este im portante texto, Guzmán asocia el tema de la institucionalización del régim en militar al de la construcción de un modelo de “dem o cracia estable” para Chile, el que sustituye a la idea de “democracia protegida”, difundida después de 1977. El contenido del artículo m uestra claramente, sin embargo, que de lo que se trata para el régim en es de estabilizar la sociedad de mercado y no la democracia. Entre las condiciones que Guzmán destaca para obtener esta estabilidad se cuenta alcanzar un “consenso mínimo” de las fuerzas políticas el que apunta básicamente a la
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exclusión de las doctrinas socialistas, el “compromiso ciudadano con el sis tema político” y la reducción del poder estatal. De esta m anera piensa Guzmán que se podrá lograr: que las alternativas que compiten por el poder no sean sustancialmente diferentes, o en el peor de los casos... que el enraizamiento social de los beneficios de la propiedad privada y la iniciativa económica particular... sea de tal modo extendido y vigoroso que todo intento efectivo por atentar en su contra esté destinado a estrellarse contra un muro muy difícil de franquear” (Guzmán, 1979a: 18).
Ahora bien, es precisam ente la contradicción, que el artículo de Guzmán hace evidente, entre el respeto conservador por las tradiciones, lo natural y lo espontáneo en las relaciones sociales y el proyecto constructivista de transform ación total de la sociedad chilena en una sociedad de mercado plena, lo que va a suscitar las reservas de otro sector im portante del con servantismo nacionalista, que se expresará sobre todo en los últimos trabajos de Mario Góngora. En el curso de la década de los 80 este modelo autoritario de mercado pasará por num erosas vicisitudes y períodos de extrem a dificultad —que incluyen una crisis económica muy profunda entre 1981 y 1983— para comenzar su declinación con el auge del movimiento de protestas y luego con el triunfo de las fuerzas democráticas en 1988 y 1989.
ENSAYO V La síntesis conservadora de los años 70 Renato Cristi
Luego de la derrota del fascismo en Europa en 1945, y a partir de la consolidación de la democracia liberal como único modelo político legítimo, los corporativistas chilenos se percatan de la inviabilidad de su ideario (Silva Vargas, 1972: 9). Estudios deja de difundir al corporativismo como doctrina y sus colaboradores se concentran en otras tareas. Eyzaguirre refuerza sus vínculos con España y centra su actividad intelectual en una re-interpretación de la historia de Chile. La actividad de Philippi y Lira se orienta hacia la función académica, y particularm ente hacia la filosofía. El prim ero se in te resa en cuestiones relativas al derecho natural y el segundo estudia la filosofía neo-escolástica a la luz de la corriente tomista en boga en España. Un interés político sigue guiando la actividad de estos autores. Esto se manifiesta, por ejemplo, en su oposición a lo que perciben como desviaciones doctrinarias en la teoría y práctica políticas de Maritain y sus seguidores chilenos (Philippi, 1947; Lira, 1947). En un ataque frontal a lo que denom ina “democratismo cristiano” A rturo Fontaine Aldunate, un discípulo de Eyzaguirre y Lira, condena la ingenuidad de esa tendencia. Sólo ello puede explicar que se acepten “como dogmas indestructibles”, nociones tales como “el sufragio universal, el concepto soberano del pueblo, la fe en las constituciones escritas, la aceptación indiscriminada de los Derechos del H om bre” (Fontaine, 1947: 6 ) . Como lo recalca Marx, estos derechos abstractos del siglo X IX , sólo han servido para im plantar “la más brutal tiranía de la historia: la dictadura del dinero” (ibid: 6). Los nacionalistas chilenos, afectados también por la derrota fascista, no se repliegan sino que muy prontam ente encuentran un tema que motiva una creciente actividad intelectual: la lucha contra el comunismo. Esto se manifiesta principalmente a través de Estanquero, una revista fundada por Jorge Prat en 1946. Inicialmente su postura nacionalista se expresa en un anti-comunismo militante y en actitudes anti-semíticas. Con la incorporación de A rturo Fontaine Aldunate como redactor político en 1947, Estanquero enriquece su acervo conservador. Fontaine redacta la columna “Comentario Político” desde donde aboga por una restauración del régimen portaliano. T anto el comunismo como la democracia y el liberalismo conllevan una despersonalización de la autoridad estatal. La ausencia de una figura fuerte en la conducción del Estado tiene por consecuencia la fragm entación de la unidad nacional. Pero en ningún caso puede un gobierno autoritario, como el que concibe Fontaine, constituirse en amenaza de la libertad individual. Anticipando un tema que será audible en los años 70, Fontaine cree posible
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la armonización del tema de la autoridad y el de la libertad. “Un Estado portaliano, ejecutor del destino nacional, sería la mejor garantía de la libertad pública... A utoridad y libertad no son términos opuestos, sino dos elementos congruentes, armónicos e interdependientes de un mismo orden político” (Fontaine, 1947: 15). Es im portante anotar aquí el papel m ediador entre las distintas vertientes conservadoras que más tarde asumirá Fontaine como director de E l M ercu rio . En Estados Unidos, William F. Buckley tiene un papel semejante. Buckley es quien, como director del N a tio n a l R e v ie w , de fiende sim ultáneam ente los argum entos del conservantismo tradicionalista y del conservantismo neo-liberal, “del Cristianismo ortodojo y del capitalis mo laissez-faire” (Nash, 1974: 81; cf. Gottfried & Fleming, 1988: 14). En 1949 E stan qu ero inicia una campaña política que auspicia la candi datura del General Ibáñez a la Presidencia de la República, y califica su dictadura de 1927 en el mismo rango que la “dictadura de O’Higgins” y la “dictadura de Portales” (E stan qu ero , 1 de enero, 1949: 13). Más aún, E sta n quero justifica una dictadura, legal o extra-legal, “cuando exhibe una doble certificación: la de su eficiencia... y la de su absoluta intachabilidad en lo que a honradez y austeridad se refiere” (ibid: 13). La campaña culmina con la elección de Ibáñez en 1952. E stan qu ero cesa sus publicaciones poco tiempo después. En la década del 50, las divergencias entre nacionalistas y corpo rativistas en torno a la cuestión del Estado pasan a segundo plano. Las sucesivas administraciones de Ibáñez y Alessandri significan un triunfo par cial para el ideario conservador. Ambos Presidentes encabezan gobiernos conservadores. Jorge Prat, líder del nacionalismo chileno, es nom brado Ministro de Hacienda durante el gobierno de Ibáñez, y Julio Philippi ocupa la cartera de Relaciones Exteriores durante el gobierno de Alessandri. Pero ambos Presidentes deben contentarse tan sólo con adm inistrar una bien asentada institucionalidad democrática en la que la actividad partidista, que tanto nacionalistas como corporativistas m iran con recelo, ejerce una función preponderante. Nacionalistas y corporativistas, fusionados en torno a gobiernos que los privilegian, tienen reacciones dispares cuando el conservantismo político sufre una derrota mayor en 1964 al ganar Frei la elección presidencial. Los sectores más afines al nacionalismo, reunidos en el Movimiento de Acción Nacional que lidera Jorge Prat, se inclinan por una mayor participación en la actividad partidista y propulsan la formación de un partido único de derecha. En junio de 1966, los Partidos Liberal y Conservador y el Movi miento de Acción Nacional se funden en el Partido Nacional (Zegers, 1983: 34). El sector corporativista, en cambio, que desde sus inicios en los años 30 rehúye la actividad partidista, se manifiesta más claramente entre la juventud universitaria que no se siente representada por el Partido Nacional. En 1966, Jaim e Guzmán funda el Movimiento Gremialista en la Universidad Católica. Guzmán mismo redacta la declaración de principios de este mo vimiento. Revitalizando las viejas aspiraciones del corporativismo de Eyza-
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guirre, Lira y Philippi, Guzmán define al gremialismo como “una corriente de pensamiento que procura fortalecer la autonomía de los cuerpos in te r medios de la com unidad — sindicatos, gremios, organizaciones em presa riales, juveniles, empresariales, etc.— según el principio de subsidiariedad del Estado, clave de una sociedad verdaderam ente libre” (Caras, 8 de abril, 1991: 11-12). A partir de 1970, se produce una convergencia política entre el Partido Nacional y el Movimiento Gremialista, unidos por la lucha opositora contra el gobierno de Allende. Pero es indudable que el liderazgo de la lucha ideológica queda en manos del Movimiento Gremialista. En 1972, Fernando Silva Vargas reconoce que el gremialismo ha revitalizado el ideario corpo rativista propugnado por Eyzaguirre en la prim era época de Estudios. “Desde la época de Estudios se asiste, en efecto, a un vigoroso afianzamiento de los gremios. Y en las circunstancias actuales todo parece indicar que la misión que les corresponderá será fundam ental” (Silva Vargas, 1972: 9). No resulta plausible una oposición que se centre en el tema nacionalista en tanto que el program a de la Unidad Popular incorpora, en su program a económico, una concepción de un Estado productor activo que no está muy alejada de las propuestas de Encina. El gremialismo, en cambio, devalúa la acción partidista, enfatiza el papel de las asociaciones intermedias y le entrega al Estado una función puram ente subsidiaria. Precisamente es esta concepción de un Estado subsidiario lo que genera el acercamiento del gremialismo a las tesis neo-liberales de Hayek y la Escuela de Chicago. Frente al avance democrático y el acento fuertem ente estatista del socialismo de Allende, el énfasis puesto por los gremialistas en la organización alternativa de la so ciedad civil sobre la base de asociaciones intermedias no politizadas encuen tran eco en el apoliticismo y el anti-estatismo del neo-liberalismo y su fuerte crítica al constructivismo democrático. No deja de sorprender que esta confluencia del corporativismo con el neo-liberalismo comience a manifestarse ya en los años 60 en la obra de Eyzaguirre. En la onceava edición de su Elementos de la ciencia económica, que se publica en 1966 y de la que Ricardo Claro es co-editor, Eyzaguirre se m uestra todavía partidario de una economía dirigida y le reconoce un papel ordenador al Estado tal como lo había sostenido en los años 30. De esta nueva edición se ha eliminado, sin embargo, la detallada exposición del régim en corporativista que contenían las ediciones anteriores. El régim en corporativo social constituía hasta ese momento la clave del anti-liberalismo del proyecto conservador de Eyzaguirre. Pero ahora en su lugar se incluye una referencia a lo que Eyzaguirre y Claro llaman “economía social de m ercado”. Al mismo tiempo se le da especial énfasis a “la defensa de la libertad del individuo” (Eyzaguirre & Claro, 1966: 164-165). Los discípulos de Eyzaguirre van mucho más allá en esta acomodación al liberalismo. Coinciden plenam ente con el rechazo neo-liberal al constructivismo, es decir, la injerencia planificada del Estado en las actividades propias de la sociedad
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civil. En la práctica esto implica una condenación no sólo del comunismo y el socialismo democrático, sino también de un capitalismo regulado en vistas de la obtención de beneficios sociales. El rechazo neo-liberal al constructivismo, tal como es elaborado por Hayek, em ana de una epistemología centrada en la noción de conocimiento práctico (Gray, 1984). Tal conocimiento se caracteriza por su limitación. No resulta posible elevarse por sobre las circunstancias particulares de cada individuo para alcanzar una elevación omnisciente. De esta tesis epistemo lógica que postula la limitación del conocimiento hum ano, Hayek deriva su idea de que la planificación central es imposible. El constructivismo debe deponer sus pretensiones y reconocer el orden espontáneo que surge de la interacción de individuos libres en la actividad mercantil. Pero no sólo el constructivismo económico y político es epistemológicamente inviable. H a yek también rechaza el constructivismo moral, es decir, la idea de que la sociedad misma pueda ser sujeto de atributos morales. La justicia es sólo conmutativa, y como tal no puede predicarse de un sujeto social. El nom i nalismo hayekiano, por tanto, no reconoce la existencia de un sujeto social. Así como la sociedad como tal no puede existir realmente, igualmente la noción de justicia social o distributiva carece de fundam ento en la realidad. Son irrealizables, por tanto, las políticas igualitarias que intenta llevar a cabo el constructivismo democrático. Su ideal regulador se basa en la idea de justicia social, que resulta ser, según Hayek, una quimera, un espejismo. Es necesario extirpar del Estado toda pretensión redistributiva, pues ello con tribuye a la creación de un orden social artificial que se superpone y tiende a asfixiar al orden espontáneo que naturalm ente generan las acciones indi viduales. Esto, como se ha visto, permite la confluencia entre el corporativismo que adopta el gremialismo chileno y el neo-liberalismo hayekiano. En ambos casos hay una m arcada preferencia por la idea de un orden naturalm ente espontáneo. Ambas posturas rechazan igualmente el constructivismo, es decir, lo que ven como fabricación de instituciones y la geometría política. En el caso del gremialismo, es necesario tom ar en cuenta el papel que el corporativismo de la obra tem prana de Philippi y Eyzaguirre le confiere al Estado en la llamada “economía dirigida” (Ruiz, 1979; Catalán, 1979). En ésta, aunque el Estado todavía conserva funciones importantes, la actividad económica queda entregada a manos de organizaciones sociales autónomas. Según Philippi, entre “los individuos y el Estado deberá existir toda una cadena de organismos intermediarios que aseguren la más perfecta arm onía dentro del orden social” (Philippi, 1933: 17). En conform idad con Quadragesimo Anno, Philippi le reconoce al Estado sólo una “función supletiva”, es decir, el Estado debe asumir sólo aquellas funciones que los individuos o los organismos intermedios no pueden realizar. Es interesante notar que Hayek, por su parte, reconoce en su obra el papel que tiene el principio de subsidiariedad (Hayek, 1976: 153). D urante su estada en Chile, en el curso
de una entrevista en que participa Jaim e Guzmán, Hayek responde así a una pregunta acerca de una conversación sostenida por él con Ju an Pablo II: Fue una experiencia interesante, no sin esperanza de solucionar la dis cordia de cien años entre la Iglesia y la ciencia, y de hacer que la Iglesia se vuelva más tolerante y por consiguiente más abierta a las ideas —cómo decir para evitar la palabra ‘liberal’— de economía de mercado. De allí se puede deducir toda la doctrina de la Iglesia, especialmente a partir del principio de subsidiariedad, que no sé si ustedes conocen (!) (Hayek,
1981: 33). La incorporación efectiva del ideario neo-liberal al acervo conservador chi leno presupone, sin embargo, el silenciamiento de algunos temas centrales del pensam iento corporativista tal como había sido elaborado por Eyzaguirre y sus colaboradores. Deben eliminarse, en prim er lugar, las propuestas más detalladas con respecto al funcionamiento de un régim en corporativo y las recomendaciones que dependan de un control de la economía asumido por el Estado. Igualm ente deben pasar a segundo plano las invocaciones al regim iento m oral de la economía y a la justicia social. Por último, es necesario elim inar toda la crítica al liberalismo individualista, que caracteriza la ela boración intelectual de los corporativistas chilenos. Philippi, por ejemplo, escribe: “En virtud de los principios liberales, los gremios y las corporaciones fueron disueltos por constituir trabas a la libertad; y al Estado, reducido a desem peñar el simple papel de guardián, se le negaba el derecho a la más mínima intervención en la economía” (Philippi, 1933: 5). Adhiere, de este modo, al imperativo de superar el liberalismo individualista, “la doctrina clásica contractualista” y el “concepto atomístico de la sociedad” (Philippi, 1936: 32, 46). Es obvio que el anti-constructivismo compartido por ambas posiciones reposa sobre ontologías sociales muy diversas. El corporatismo social de Eyzaguirre y Philippi es comunitario. Estos autores le reconocen al ser hum ano, en conform idad con el pensamiento aristotélico-tomista, una n a turaleza social. Así, los individuos derivan su identidad de organizaciones sociales anteriores a ellos mismos. El neo-liberalismo, en cambio, es indivi dualista. En su estado natural los individuos son concebidos como agentes independientes y libres. El mercado, y no la familia o las organizaciones naturales intermedias, es el paradigma social por excelencia. En el mercado, los individuos se relacionan externam ente en virtud de contratos. No reco nocen ninguna obligación natural, de modo que su m oralidad debe ser necesariamente pactada. La im pronta kantiana de esta postura es innegable, como lo admite el mismo Hayek. Es muy clara, por tanto, la diversidad en la raigambre moral y ontológica de ambas posturas (Cristi, 1990). Sin embargo, los gobiernos reformistas de Frei y Allende, orientados por una concepción comunitaria de la sociedad, son percibidos como verdaderas situaciones de emergencia por los intelec
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tuales conservadores. La necesidad de oponerse al constructivismo dem o crático de esos gobiernos explica po r qué los gremialistas y los neo-liberales desplazan sus divergencias a un segundo plano hasta que casi desaparecen. Lo que se logra es un compromiso ideológico en torno a la cuestión del anti-constructivismo. Hay que tener en cuenta, en todo caso, que algunos neo-liberales, como von Mises, Eucken y Rópke, rechazan enfáticamente cualquier form a de corporativismo, ya sea social o político (Müller, 1988: 60-61). El caso es distinto cuando la necesidad del compromiso ideológico se hace extensiva al nacionalismo. El nacionalismo chileno no puede ser ex cluido de la síntesis conservadora por la participación que tienen las Fuerzas Armadas en el derrocam iento de Allende. Pero a la vez su inclusión en la síntesis conservadora que se busca presenta grandes dificultades. El anti constructivismo com ún al gremialismo y al neo-liberalismo, intenta delimitar el papel del Estado. El nacionalismo chileno, tal como es elaborado por Edwards y Encina, es concordante con la thése royaliste que implica una acentuación de la autoridad estatal. La tradición nacionalista que se genera fundam entalm ente a partir de Encina, concibe un Estado fuerte que no opone resistencias a su intervención en la economía. Aunque el nacionalismo de esos autores no es en ningún caso socialista, ni menos democrático, parece alentar una postura constructivista. Encina había propuesto, en su produc ción tem prana, un fuerte proteccionismo estatal, lo que agudiza el contraste entre las vertientes conservadoras chilenas. D urante esta crucial coyuntura cobra importancia la obra de Osvaldo Lira quien, a comienzos de los años 40, había ensayado armonizar las di vergencias que se habían manifestado entre el corporatismo social impulsado por la revista E studios, de la que fue tem prano colaborador, y el nacionalismo. En su juventud Lira apoya el régim en militar del Coronel Ibáñez, y luego en 1938 su fallida candidatura a la Presidencia de la República. En 1940, Lira debe p artir a España, donde perm anecerá hasta 1952. Esto lo pone en contacto con los líderes intelectuales del régim en franquista, que de algún m odo intentaban llevar a la práctica las orientaciones corporatistas de la Falange española bajo la tutela de un Estado fuertem ente autoritario. Es sintomático que la revista P o r ta d a publique una extensa entrevista a Lira en abril de 1973, pocos meses antes del golpe militar de Pinochet, y que E l M ercu rio publique declaraciones suyas legitimando ese régim en a dos semanas de ocurrida esa intervención (Lira, 1973; Lira, 1973a). En este ensayo examino el intento de Lira por conciliar el corporatismo social elaborado por el equipo de E stu dios con las ideas nacionalistas que alientan al régim en ibañista. Su obra principal para este efecto es N o sta lg ia de V ásquez de M e lla . Analizaré en seguida el contenido conservador revolu cionario de las propuestas de la revista P o r ta d a en el año 1973. Estas propuestas, inspiradas en parte en el conservantismo revolucionario de Edwards, perm iten la integración de las tesis más radicales del nacionalismo
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a la síntesis conservadora que sostendrá inicialmente al régim en militar. Finalmente analizaré como se manifiesta esa síntesis conservadora en la D eclaración de P rin cip io s del año 1974. Esta síntesis, constituida por in gre dientes nacionalistas, corporativistas y neo-liberales, se sostiene en el plano de las ideas por poco tiempo. Como queda de manifiesto en la oposición nacionalista de Mario Góngora a comienzos de los años 80, el neo-liberalismo logra desplazar al corporativismo y el nacionalismo y se im pone como el sistema de ideas dom inante al interior del movimiento conservador chileno.
1. Osvaldo Lira: Soberanía Social y Soberanía Política La obra de Osvaldo Lira (nacido en 1905), quienjunto a Julio Philippi fuera un estrecho colaborador de Eyzaguirre en los prim eros años de E stu dios, está m arcada inicialmente por una adhesión al corporativismo social. Su obra es de especial importancia porque con él queda a la vista el vínculo de esta corriente de pensamiento con el régimen militar de Pinochet tal como se representa en la D eclaración de P rin cip io s del G obierno de C hile. Este docu m ento, en el que se realiza una verdadera síntesis entre las distintas o rien taciones conservadoras, refleja la influencia del pensamiento de Lira. Lo que Lira específicamente intenta es la fundación filosófica del tr a dicionalismo chileno. En 1939, después de su larga colaboración con Eyza guirre, Lira comienza a escribir su N o sta lg ia de V ásquez de M e lla , que com pletaría en España en 1941 y publicaría un año más tarde. Desde mayo de 1940 Lira reside en España, exiliado por su orden religiosa debido a sus actividades políticas. En su libro, Lira desarrolla sistemáticamente su propio pensam iento político a través de una lectura de los discursos parlamentarios del tradicionalista español Juan Vásquez de Mella. Vásquez de Mella es sólo la ocasión para expresar una intención sistematizadora que deriva de su adhesión de juventud a las tesis filosófico-políticas de Maritain. La im pronta empiricista del pensamiento conservador encuentra en la historia, pero no en la filosofía, un medio de expresión adecuado. Si Lira percibe la necesidad de reform ular filosóficamente el ideario conservador es porque ha percibido en el humanismo cristiano de Maritain a un rival al que es necesario refutar en su propio plano de ideas. Lira reconoce que Maritain tuvo una influencia decisiva en su propia formación intelectual, y que por trece años, hasta 1938, lo consideró como “una de las grandes figuras de la neo-escolástica” (Lira, 1948: 12). Sin embargo, la opción de Maritain por la democracia liberal, y su rechazo de concepciones orgánicas de la democracia, m arcan el distanciamiento definitivo de Lira con respecto a su pensamiento político. El punto de partida de la sistematización de Lira se encuentra en una original concepción de la persona hum ana. Lira define a la persona como substancia individual racional. Como tal su nota característica es la autono -
mía y la libertad. La sociedad, que para Lira se constituye como nación, debe respetar esa autonomía. La persona es norm a y arquetipo de la nación, y en este sentido es posible concebirla independiente de la nación. La nación como “un todo accidental... no puede subsistir en sí misma debido a que es accidental” (Lira, 1942: 35). Pero esta falta de sustantividad no implica un modo de ser precario y fugaz. Por el contrario, Lira estima que el momento colectivo tiende a fortalecerse cuando la nación se desarrolla y se preserva en la tradición. Y la tradición es, como afirma Vásquez de Mella, el “sufragio universal de los siglos” (ibid: 79). Una nación no se improvisa sino que supone “una apreciable antigüedad o un conjunto intensivo de experiencias que la hayan cargado de sufrimientos y de glorias”. En esta premisa tradicionalista se funda la actitud reaccionaria de Lira: “ninguna generación puede... exhibir algún derecho para variar de raíz el rum bo de una nación... porque antes que ella entrase a figurar existía ya una herencia de gloria y realizaciones de las generaciones que pasaron” (ibid: 37). De este modo, la tradición, es decir, el sufragio universal de los siglos, debilita, y más aun sustituye, el principio democrático de la soberanía popular. La postura tradicionalista de Lira encontrará gran eco entre sus discípulos. En un editorial de El Mercurio, Fontaine señala: Las constituciones verdaderamente válidas y duraderas son las que sur gen del consenso profundo de un pueblo. No basta confeccionarlas con la mejor técnica; ni siquiera basta aprobarlas por asambleas o plebiscitos. Todo eso es necesario naturalmente, pero antes que nada la firmeza y legitimidad de las constituciones nacen de lo que un filósofo político llamó ‘el sufragio de los siglos’ (El Mercurio, 2 de diciembre, 1973: 3). Jaim e G uzm án adopta un a postura más radicalm ente antidem ocrática cu an do afirma: Radicar la soberanía exclusivamente en el pueblo elector, debilita ese vínculo espiritual y facilita la tendencia and-histórica de quienes creen que el sufragio universal de un día, puede ignorar impunemente el legado obligatorio que a una nación le impone lo que un autor español llamara con singular acierto ‘el sufragio universal de los siglos’ (Guzmán, 1979b: 55-56).
Según Lira, la persona hum ana tiene una doble referencia social. Por una parte, es elemento integrante de una sociedad estatal cuya característica es poseer una jurisdicción universal y última en el ámbito territorial de una nación. Por otra parte, los individuos participan en una serie de sociedades subordinadas, interm edias entre el Estado y los individuos. Estas sociedades intermedias arm onizan “la unidad que debe reinar... en el terreno político con la variedad que ...debe dom inar en la estructura social” (Lira, 1942: 37). Esta distinción entre Estado y sociedad civil se expresa en la sistemati zación desarrollada por Lira mediante las nociones de soberanía política y soberanía social. Esta nociones, que constituyen la clave de su sistema, per m iten determ inar el grado de autonom ía de las asociaciones intermedias
compatible con la necesaria concentración autoritaria en el Estado. Lo que Lira intenta es, en último térm ino, compatibilizar dentro del palio conser vador a las dos posturas que se han venido examinando: la thése royaliste y la thése nobiliaire. Me parece que el lugar prom inente ocupado por esta distinción en la Declaración de Principios del gobierno militar es prueba de la función integradora de tal distinción. La noción de soberanía social expresa la complejidad del cuerpo social, complejidad a la vez anatómica y fisiológica que se concreta por una parte en municipios, comarcas y regiones, y por otra en corporaciones y clases sociales. Todas estas asociaciones reposan en la familia que constituye la célula y organismo fundam ental del organismo social (ibid: 39-40). La fu n ción ideológica que Lira le adscribe a la noción de soberanía social es la de neutralizar la centrifugacidad que el liberalismo le imprime a la sociedad m oderna. El reconocimiento formal de asociaciones intermedias soberanas le perm ite rescatar una serie de instituciones típicamente feudales que se extinguieron con el absolutismo y luego con el dominio sin contrapesos de la institución parlam entaria. En consonancia con la thése nobiliaire, Lira in tenta resucitar a las Cortes españolas del Medioevo. “...[L]a soberanía social necesita manifestarse en la Cortes. Pero en las verdaderas Cortes tradicionalistas, no en los Parlamentos actuales...” (ibid: 62). Se cuida Lira de m an tener lo que entiende por Cortes tradicionales a distancia no sólo de los Parlamentos m odernos sino también de las cámaras corporativas fascistas. Pero reconoce “que la diferencia con estas últimas es mucho m enor...”. La llamada “representación por fuerzas vivas” o “representación por clases” constituye un factor que las aproxima. Estas Cortes no constituyen cierta m ente entidades políticas: “no gobiernan, [sólo] exponen necesidades e indican soluciones; no son órganos de soberanía política” (ibid: 66). Nada impide, por tanto, reconocer al m andato imperativo con respecto a las Cortes. La tendencia democrática propia de este procedimiento se circuns cribe a la soberanía social y no dice relación al gobierno propiam ente tal. Puede m anifestarse así la plenitud autoritaria propia de la noción de sobe ranía política. El conservantismo corporativista, estima Lira, es el mejor substituto de una práctica democrática. Se le puede cerrar así el paso “a la absurda y brutal superioridad del núm ero” (ibid: 65). Esto es necesario, en prim er lugar, porque el pueblo como tal es incapaz de participar en el gobierno. La masa no es ni puede ser inteligente porque está compuesta por los individuos de la mayoría y los individuos de la mayoría son ignorantes, incultos e ininteligentes. La masa es inepta en su conjunto para juzgar del conjunto de problemas que plantea el gobierno de una nación (Lira,
1952: 218). En segundo lugar, las democracias m odernas se han manifestado como políticamente plurales, es decir, han permitido que la esfera política sea campo de contienda entre una pluralidad faccional o partidista. Para Lira
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esto significa la disgregación y disolución del cuerpo nacional. Pero además los partidos son también culpables de disolver el cuerpo nacional. Los par tidos han destruido a las clases o estamentos, y también “a municipios, regiones, gremios, corporaciones, universidades y hasta la misma familia” (Lira, 1942: 102). En resum en, Lira coincide con Vásquez de Mella en su rechazo de la democracia liberal por estimarla “intrínsecamente mala, abo minable, por lo cual hay que echarla cuanto antes por la borda a fin de salvar la vida de la civilización” (ibid: 17). La despolitización de la sociedad civil tiene como contrapartida la con centración de la actividad política en el Estado. La clausura de lo político en un ámbito propio es lo que manifiesta la noción de soberanía política. Para el liberalismo clásico, la separación entre Estado y sociedad es un recurso que busca la protección de la sociedad frente a los abusos estatales. Para Lira, en cambio, la noción de soberanía política representa al Estado como principio de unidad nacional. El reconocimiento de una soberanía política protege al Estado frente a los particularismos y localismos propios de la sociedad civil o nacional. La entidad estatal, por lo tanto, debe ser “sumam ente fuerte” (ibid: 115). Sólo un Estado fuerte puede regular con autonom ía e independencia las actividades de la nación. “Sin esa indepen dencia, las fuerzas centrífugas de los exclusivismos de región y de clase podrían levantar cabeza y poner en peligro la sociedad nacional” (ibid: 115). Para ello el Estado se concentra, en último término, en la persona de un m onarca, caudillo o dictador. “El Monarca debe gobernar... debe encon trarse dueño de las tres funciones inherentes a todo poder: legislativa, ad ministrativa y judicial” ((ibid: 135). Es esta concentración de poder en la figura del m onarca lo que garantiza lo exhaustivo de esa despolitización. Para Lira, sin embargo, esto no debe significar la invasión estatal del ámbito nacional constituido por las asociaciones intermedias. Se aplica aquí el prin cipio de subsidiariedad en tanto que “un Estado... no debe tratar jam ás de ahogar la vida nacional ni la vida autónom a que llevan los consorcios su bordinados... Su misión es armonizar, no destruir” (Lira, 1938: 22-3). La aplicación conjunta de las nociones de soberanía política y de sobe ranía social, y el uso del principio de subsidiariedad para definir precisa m ente su orden jerárquico y sus esferas de autonom ía relativa determ ina la continuidad y coherencia de la postura de Lira. En 1974, a pocos meses del golpe militar, Lira admite que la acción de la ju n ta militar lleva el sello de sus ideas. Reconoce que la acción del gobierno tanto en la esfera política como en la esfera social está determ inada por el uso de su distinción entre soberanía social y soberanía política. Por ello hemos comprobado con íntima satisfacción cómo nuestros ac tuales gobernantes tienen ya en mente la distinción entre ambos tipos de soberanía, ya que tal ha de ser el giro que se imprima en este punto a la nueva Constitución Política de nuestra nación (Lira: 1974: 44-5).
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Me parece, así, que Lira constituye el vínculo entre el pensamiento conser vador y la ju n ta militar chilena. La especial virtud de la obra de Lira es lograr muy claramente arm onizar los elementos nacionalistas y corporativistas que previamente habían obsta culizado la constitución de un frente conservador unido. El destino del compromiso logrado por Lira señala el camino que asegura la integración de las fuerzas de derecha en torno al program a del gobierno militar.
2. E l golpe militar de 1973 bajo un prisma conservador-revolucionario El golpe militar de 1973 interrum pe el proceso democrático chileno y p e r mite llevar a la práctica la normatividad social y política elaborada por pensadores conservadores chilenos. Se actualizan en un prim er momento las tendencias contrarrevolucionarias del movimiento conservador en Chile. Estas tendencias, que siem pre han acompañado al conservantismo europeo, se manifiestan en Chile por prim era vez en L a fr o n d a aristocrática de Alberto Edwards. En los años 70, esta tendencia re-emerge entre los conservadores que buscan legitimar su oposición extra-democrática al gobierno de Allende, y que después de su derrocam iento intentan la instauración de un régimen autoritario. En julio de 1973, P o rta d a publica un ensayo de Alvaro D’Ors, “Silent leges inter arm a”. Este ensayo está tomado de su libro D e la g u erra y de la p a z , que D’Ors dedica a Cari Schmitt en los siguiente términos: C arolo Sch m itt C la rú sim o V iro G ratu s S o lv it A m icu s. Más adelante, en el prólogo, se explica esta dedicatoria: “...el haber dedicado este librito al Profesor Cari Schmitt, más que una ofrenda, es un pago. No sólo los escritos del gran jurista alemán, sino también la relación personal... deben ser considerados como la fuerza inspiradora de estos artículos...” (D’Ors, 1954: 13). En el capítulo publicado por P o rta d a , y del que se ha eliminado toda referencia a Schmitt, se reiteran algunas tesis schmitteanas que ponen de manifiesto una postura conservadora revolucionaria. La legalidad, según D’Ors, tiene una existencia precaria. Demuestra su precariedad cuando un individuo, amenazado in m ediatam ente de un daño injusto, se ve forzado a asumir su propia defensa. Es el caso de la defensa legítima. Ante la inminencia de esta acción violenta e injusta y ante la incapacidad del Estado para intervenir oficialmente como agente protector, es necesario reconocer la legitimidad de la auto-defensa de cada individuo. Ante el silencio de las leyes, se deja escuchar la voz de una legitimidad natural superior. Ahora bien, este silencio de las leyes se manifiesta no sólo ante el riesgo que amenaza a individuos aislados, sino también ante los riesgos que amenazan al Estado. Según D’Ors, el Estado se encuentra en determ inados momentos en situaciones que dem andan su
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defensa legítima. “Son aquellas situaciones de excepción en las que se sus pende la vigencia de las leyes, [y] se impone a éstas un forzoso silencio para dar paso a una ley marcial de seguridad” (ibid: 40). Esta suspensión de la legalidad vigente no es simplemente m om entánea. Sé trata más bien de “una suspensión global de toda la legalidad del Estado, una renuncia del mismo Estado a continuar viviendo, ante el peligro que le amenaza, bajo el mismo régim en de legalidad que venía observando” (ibid: 40). Para D’Ors, la ley no es un dictado de la razón, sino que, en conform idad con el decisionismo schmitteano, estima que es expresión de la voluntad. El silenciam iento de la ley, por tanto, sólo puede ser sustituido por “la voz y la voluntad autocrática de una persona real” a la que se le encarga la salvación del Estado (ibid: 40). El tema de la dictadura queda así planteado. La discusión que sigue se centra en la evolución de esta institución en la historia de Roma y da la impresión de que D’Ors se inclina por la idea de una dictadura soberana, aunque limitada en el tiempo, por la que el dictador queda in vestido de un poder constituyente. ----El núm ero siguiente de Portada aparece inmediatamente después que tiene lugar el golpe militar de septiembre. Su editorial, “La búsqueda de una nueva institucionalidad,” interpreta ese evento de acuerdo a la im pronta schmitteana del artículo de D’Ors. El golpe no representa un “pequeño accidente,” tras el cual el poder político debe volver “casi automáticamente a manos de civiles. Es decir a manos de los mismos que, democráticamente, perm itieron la entronización del marxismo y que, también democrática mente, fueron absolutamente incapaces para im pedir las tropelías del pe queño grupo que se había puesto como meta transform ar a Chile en rep ú blica ‘popular’” (Portada, 1973: 41, 2). Por el contrario, se supone extinta la legitimidad democrática chilena y se busca instaurar un nuevo régimen acorde con el ideario conservador. Bajo un sub-título que lee “Silent Leges,” el editorialista anota: “El 11 de septiembre de 1973 las leyes callaron ante las arm as” (ibid: 3). Este silencio de las leyes implica, en prim er lugar, la suspensión indefinida de la Constitución vigente que contemplaba un régi m en liberal-democrático. El fracaso del gobierno de Allende debe interpre tarse en un sentido más amplio. No fue el fracaso del socialismo simplemente, sino el “fracaso de un sistema demo-liberal parlam entario que fue asumien do en sí, al influjo caprichoso de entusiasmos que se reflejaban en votaciones inorgánicas, numerosos elementos característicos de los sistemas socialistas” (ibid: 4). En segundo lugar, es necesario m antener ese silencio constitucional por un largo período durante el cual los gobernantes deberán “desarm ar esa gigantesca m araña de poder burocrático... para que se ponga en práctica el principio de subsidiariedad” (ibid: 5). En tercer lugar, se trata de crear en Chile una nueva realidad social a la que una futura Constitución debe expresar y dar form a. El mismo editorialista escribe en Qué Pasa, en el segundo núm ero aparecido tr^s el golpe militar: “Una nueva instituciona lidad, por muy discurrida que esté, debe descansar en una realidad social
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ya asentada y traducir a ésta. Ahora bien, esa nueva realidad social en Chite está por crearse” (Qué Pasa, 27 de septiembre, 1973: 5). Finalmente, al enm udecer la legalidad vigente que se expresa en textos escritos, se allana la manifestación de la voluntad decisiva de un líder. La hora presente r e quiere, al igual que en 1830, de un nuevo Portales. Entonces se vio... ...que la organización social no estaba en función de un texto mejor escrito que otro. Antes que de la letra, se requería el hombre. Y ese hombre, Diego Portales, fue capaz de transformar a Chile bajo el imperio de la misma Constitución que en 1828 había demostrado ser un instru mento muy poco idóneo para resolver los problemas de entonces. Sólo años después, cuando ya la nueva criatura tenía cuerpo, se la dotó del vestido que fue la Constitución de 1833 (P ortada , 1973: 41, 5).
El sentido de estas propuestas está m arcado por un sello conservador r e volucionario. El editorialista de ambas publicaciones parte de la base de que la dictadura que propone es una dictadura soberana, en el sentido de que pone el poder constituyente a disposición del Diktat de un individuo. Sólo este tipo de dictadura, y no una dictadura puram ente comisaria, puede rom per revolucionariam ente con una tradición bien establecida —la legiti m idad democrática que im pera en Chile desde la Independencia.
3. La Declaración de Principios del gobierno militar En marzo de 1974, la ju n ta militar, en consonancia con el poder constituyente que se ha arrogado, traza en líneas generales su proyecto de reconstitución de la realidad social chilena, en un documento que denomina Declaración de Principios del Gobierno de Chile. Los principios sociales y políticos aquí expuestos se detallarán más tarde en una nueva Constitución política. El contenido de las propuestas estará dado, en lo fundam ental, por la síntesis conservadora entre nacionalismo y corporatismo lograda por Lira, y por el neo-liberalismo que se ha irradiado desde las páginas de El Mercurio y Portada principalmente. Un análisis de la Declaración de Principios del gobierno militar perm ite ver que su matriz conceptual está determ inada por el principio de subsi diariedad y la distinción entre soberanía política y soberanía social tal como son concebidas por Lira y Eyzaguirre. Sobre esta matriz conservadora, sin embargo, el autor de la Declaración ha injertado propuestas neo-liberales que le im prim en a este documento un sello característico. Intentaré m ostrar en lo que sigue de qué m anera la matriz conservadora de la Declaración perm ite la penetración del neo-liberalismo de Hayek y Friedman. El punto de partida de la Declaración es una afirmación de la primacía de la persona hum ana por sobre el Estado. El fundam ento de tal primacía se halla en el carácter sustancial de la persona por contraposición al carácter m eram ente accidental de la sociedad (cf. Guzmán, 1969: 6). Esta distinción
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es una clara deuda'que la Declaración tiene de partida con el pensamiento de Lira. •" ;. La relación entre el Estado como sociedad suprem a y las sociedades inferiores está regulada por el principio de*subsidiariedad. La acción de las sociedades intermedias es coordinada por el Estado, que además asume aquellas funciones que éstas no pueden cumplir adecuadamente, por estar más allá de sus posibilidades, o tener una Función estratégica clave. El prin cipio de subsidiariedad está a la base de la distinción entre soberanía política y soberanía social. Tal distinción aparece igualmente en la Declaración como la distinción entre poder político y poder social. Estas nociones se definen del siguiente modo: El poder político o facultad de decidir en los asuntos de interés general para la nación constituye propiamente la función de gobernar el país. El poder social, en cambio, debe entenderse como la facultad de los cuerpos medios de la sociedad para desarrollarse con legítima autonomía hacia la obtención de sus fines específicos, transformándose en vehículo de límite a la vez que de enriquecimiento a la acción del poder político (Junta de Gobierno, 1974: 28).
Jaim e Guzmán introduce por prim era vez esta distinción, elaborada por Lira y difundida por Fontaine (El Mercurio, 15 de octubre, 1973: 3), en el contexto de las discusiones que lleva a cabo la Comisión Constituyente que inicia sus funciones el 24 de septiembre de 1973. En la sesión celebrada el 22 de noviembre de ese año, Guzmán presenta la siguiente redacción res pecto del capítulo acerca de la soberanía: * La Constitución distinguirá entre la soberanía propiamente tal o poder político, y la soberanía o poder social. Se entenderá por soberanía política el poder de decisión en el Gobierno del Estado... Se entenderá por soberanía o poder social la facultad de los cuerpos intermedios... para desenvolverse con legítima autonomía en orden a la obtención de sus fines específicos, de acuerdo al principio de subsidiariedad... [en vistas a] limitar y enriquecer la acción del Estado (Actas Oficiales de la Comisión Constituyente, Sesión 18a., pp. 11).
El poder político, en conform idad con lo estipulado por Lira, no debe fraccionarse. Así, la Declaración establece que las Fuerzas Armadas han asu mido “la plenitud dél poder político” (ibid: 28). Q ueda postergada indefi nidam ente la constitución de tal poder político por la vía democrática del sufragio universal. Pero aun cuando esto tenga lugar, las Fuerzas Armadas tendrán acceso al poder político como guardianes de la Constitución. La Declaración expresam ente le asigna a estas instituciones un papel político perm anente en virtud de la doctrina de la Seguridad Nacional “en el amplio significado que dicho concepto tiene en la época actual” (ibid: 29). La va guedad con que queda definida esta noción es sistemática. Es visible la m arcada connotación autoritaria de estas definiciones, que deben imponerse además a la nación por medio de prácticas que tiendan a “cambiar la m en
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talidad de los chilenos” y lleven a la Constitución de “un nuevo y gran movimiento cívico-militar” (ibid: 28-29). El poder social, por su parte, se determ ina de acuerdo con las exigencias que señala el conservantismo corporativo. Siguiendo de cerca la in te rp re tación de la historia chilena que hacen Eyzaguirre y Lira, la Declaración señala: Chile tiene una larga tradición de organización social, que se remonta a su origen hispánico. Los cabildos, la comuna autónoma, el sindicalismo laboral y el gremialismo extendido a todo nivel son hitos de un proceso que revela que el pueblo chileno ha estado permanentemente renovando sus formas de organización social de acuerdo a su evolución históricosocial (ibid: 30).
Es interesante notar en este punto cómo la teoría de la soberanía o poder social, que tiene afinidades con la thése nobiliaire, es el puente que une a los gremialistas con los liberales hayekianos. El autor de la Declaración presupone tal com unidad de origen. El ideal corporatista sustentado por Eyzaguirre, Philippi y Lira, que auspiciaba la autonom ía de los organismos intermedios, se ensambla ahora con la noción de un dominio protegido para la iniciativa privada que elabora Hayek (Hayek, 1976: 37; Hayek, 1979: 131). Lo que le interesa a Hayek es la protección del individuo frente a la intervención estatal. Pero en su sistema esto presupone en último análisis el “derroca miento de la política” (Hayek, 1979: 149). La Declaración expresa la misma idea cuando estipula que la función del poder social es “asegurar la in d e pendencia y despolitización de todas las sociedades intermedias entre el hom bre y el Estado” (Junta de Gobierno, 1974: 30). Una aplicación estricta del principio de subsidiariedad garantiza la in dependencia del ámbito social, sellando toda posible intervención del p a r tidismo político. La Declaración anuncia una prohibición general a toda “in tervención partidista, directa o indirecta, en la generación y actividad de las directivas gremiales...” (ibid: 30). Se intenta así proteger a la sociedad en su vida interna aislándola de visiones globalizadas que pretendan dirigirla y planificarla centralm ente. Se le reconoce al Estado la función de “arm o nizar los explicables anhelos de cada sector con el interés nacional” (ibid: 30). Pero este reconocimiento al papel que juega el Estado nacional tiene un límite en el llamado “aporte técnico” propio de los gremios y que se constituye en fondo cognoscitivo que “ilustra” la acción del Estado, de por sí incapaz de tal conocimiento. La Declaración implícitamente reconoce así la existencia de un ámbito para la acción y la iniciativa sin trabas de em p re sarios, de comerciantes y en general de los agentes más activos que operan en el mercado. Los gremios constituyen el lugar de reconocimiento social y a la vez correa transportadora política de tales agentes. “No en vano los gremios reúnen a personas que desempeñan, y por ende conocen especiali zadamente, una misma función” (ibid: 31; el énfasis es mío). En la noción de ‘conocimiento práctico’ elaborada por Hayek se encuentra la fundam enta-
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ción epistemológica de este ‘conocimiento especializado’ de los gremios. Para Hayek el objeto de conocimiento de estos agentes económicos se manifiesta en una dispersión y multiplicación indefinida de detalles y circunstancias infinitamente variables, que hacen imposible una planificación central om nisciente (Gray, 1986: 34-40). Por otra parte, el principio de subsidiariedad, tal como ya lo había reform ulado Portada, se expande ahora para incluir a la esfera económica como tal. Se intenta constituir a la propiedad privada y a la libre empresa en ‘dominios protegidos’, verdaderos santuarios donde se asegura la libertad individual. Así, la Declaración establece: “El respeto al principio de subsidia riedad supone la aceptación del derecho de propiedad privada y de la libre iniciativa en el campo económico” (Junta de Gobierno, 1974: 18). La Declaración, clara y coherentem ente, intenta el compromiso ideoló gico de las vertientes nacionalistas y corporatistas del pensamiento conser vador chileno. Las disonancias entre estas posturas quedan superadas en principio por su relación conjunta con el proyecto neo-liberal. Nacionalismo y corporativismo se constituyen así en el canal de expresión política (Estado nacionalista) y social (sociedad civil gremialista) de la economía de mercado, en tanto que el principio de subsidiariedad asume la función de principio articulador entre estos ámbitos. Nación y gremio, cada cual desde su esfera propia, convergen en la constitución de la libertad mercantil. Así, la Decla ración señala que “el respeto al principio de subsidiariedad representa la clave de la vigencia de una sociedad auténticamente libertaria” (ibid: 16). El nacionalismo, como visión y aspiración del colectivo en su totalidad, tiene una función im portante en la formación de la conciencia social. Su función consiste en desplazar y deslegitimar a otras visiones totalizadoras, particularm ente a aquellas de raigambre democrática y democrático-social. No es posible, en verdad, negar el momento totalizante del Estado como m onopolizador de lo político. Al identificarse cómo nación, sin embargo, el Estado alcanza una existencia política independiente, no fundada en la voluntad popular. El corporativismo, por su parte, da cuenta de otro tema — el de la despolitización de la sociedad. Esto le asegura su autonom ía al Estado y a la vez hace posible una articulación con lo que Hayek llama ‘conocimiento práctico’. El conocimiento disperso de los agentes sociales, fundam ental m ente los empresariales, puede expresarse ahora creativamente, sin los obstáculos ‘constructivistas’ que imponen, por ejemplo, la política totalizante de los partidos. Corporativismo y nacionalismo confluyen así en la Declaración. Me pa rece que de este modo el conservantismo chileno alcanza gran fluidez y efectividad ideológica. Acudiendo a los valores tradicionales de la nación y el gremio este docum ento justifica el pleno desarrollo de la m oderna socie dad de mercado, la que puede extenderse ahora a todos los ámbitos de la vida social, sin controles democráticos de ninguna especie. 139
ENSAYO VI Estado nacional y pensam iento conservador en la obra madura d e Mario Góngora Renato Cristi
1. La hegemonía neo-liberal y la reacción nacionalista de Góngora La síntesis ideólogica conservadora que se manifiesta en la Declaración de Principios de 1974 no se sostiene inalterada por m ucho tiempo. Muy luego aparecen en su interior tensiones, y aun contradicciones, determ inadas p rin cipalmente po r el ascenso del neo-liberalismo como sistema de ideas dom i nante. Por una parte, el gremialismo liderado por Jaim e Guzmán, abandona las líneas centrales del pensam iento corporativista y se pliega sin reservas al neo-liberalismo. Guzmán se distancia ideológica y personalm ente de Lira, cuyas ideas son m arginadas del ámbito de la discusión constitucional y p o lítica. Eso no sucede con Philippi, quien se comprom ete claram ente con el neo-liberalismo y pasa a dirigir desde su fundación el Centro de Estudios Públicos, cuyo Presidente H onorario es Friedrich Hayek. Aunque el neo-liberalismo comienza a desplazar al corporativismo social como soporte ideológico principal del gremialismo hacia fines de la década de los 60, el proceso se completa sólo a fines de los 70. Esto se pone de manifiesto en el debate acerca de la función de los colegios profesionales. Así, por ejemplo, uñ editorial de la revista Realidad en 1981 apoya la re o rientación de los colegios profesionales para adecuarlos a la libre com pe tencia auspiciada por el neo-liberalismo, y reconoce con ello explícitamente el distanciamiento de las posiciones corporativistas. El editorial señala que parece oportuno: ...disipar la inquietud manifestada por algunos en cuanto al supuesto debilitamiento que esta nueva legislación sobre Colegios Profesionales pudiese representar para la organización social, la que se afirma que estaría siendo atomizada por el actual Gobierno. Incluso se le reprocha a éste un presunto apartamiento de la importancia que la Declaración de Principios del propio Gobierno otorga a lo que su texto denomina el ‘poder social’...” (Realidad, 1981: 22, 16).
Frente a las objeciones de corporativistas recalcitrantes que interpretan la libertad de asociación defendida por el gremialismo, y su compromiso con el sufragio universal, como una traición al ideal corporativo, Realidad res ponde distinguiendo dos especies de corporativismo. Hay un corporativismo m oderno, que se ha manifestado en el siglo XX y que siempre ha servido
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“de simple fachada a un régim en fascista” (Realidad, 1982: 32/33, 11). El otro corporativismo es medioeval, y éste ha sido “reform ulado por autores católicos contem poráneos como Vásquez de Mella” (ibid: 11). Ambas espe cies deben ser rechazadas. En particular, el corporativismo medioeval debe serlo pues supone una situación social y cultural absolutamente distinta de la m oderna, que se define por el colapso de la unidad religiosa. “Perdida dicha unidad de fe, el pluralismo ideológico brota histórica y lógicamente como una consecuencia que —si bien puede, y a veces debe, limitarse para asegurar el consenso social básico— no cabría, en cambio, ahogarse del todo, sino por la fuerza” (ibid, 11-12). Es obvio que a estas alturas el gremialismo se ha desembarazado por completo del corporativismo, y que se ha com prom etido, en lo fundam ental, con el liberalismo moderno. No existe ya ninguna reserva para la total asimilación del neo-liberalismo por parte del gremialismo. El auge del neo-liberalismo conlleva, por otra parte, consecuencias am biguas para el nacionalismo. La concentración de poderes dictatoriales en la figura autoritaria de Pinochet y el papel predom inante que adquieren las fuerzas militares satisface su program a secular. Pero la implantación de un modelo de economía abierta y la eliminación del proteccionismo debilita considerablemente el papel del Estado productivo, que también ha sido una aspiración secular del nacionalismo. En todo caso, el nacionalismo, al con trario del corporativismo, retiene un perfil muy definido durante el régimen militar. Sigue proponiendo un Estado activo entendido como productor de bienes públicos y definido por una concepción nacional del bien común. Se opone así al Estado neo-liberal que queda limitado a un papel puram ente protector de los derechos individuales y está “encargado con la sola respon sabilidad de velar por el cumplimiento de derechos y exigencias consentidas y tam bién de los contratos que involucren intercambios voluntariamente negociados con respecto a esos mismas exigencias” (Buchanan, 1975: 68). La concepción neo-liberal del Estado se basa en el liberalismo clásico que concibe a los individuos como los soberanos poseedores de derechos anteriores a cualquier comunidad (nación, gremio, profesión y aun la fa milia). El liberalismo supone que toda obligación moral es no-natural y surge como resultado de intercambios voluntarios. El m ercado adquiere así un status moral privilegiado pues constituye la arena donde se transan los derechos de individuos soberanos. Un Estado, como el Estado nacional, que celosamente proclame su soberanía sobre los individuos no puede ser in terpretado po r el liberalismo sino como un amenazante Leviatán. Así, por ejemplo, en un editorial titulado “Nacionalismos y totalitarismos”, la revista Realidad se distancia de lo que denom ina “nacionalismo como doctrina” porque éste expresa habitualm ente “concepciones totalitarias de las cuales el fascismo surge como la más orgánica y conocida” (Realidad, 1981: 27, 10).
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En abril de 1975, luego de una visita a Chile por parte de Milton Friedm an, Pinochet decide suspender las trabas que impiden el funcionamiento de una plena economía de mercado, tal como lo habían propuesto los eco nomistas neo-liberales. A rturo Fontaine Aldunate le im puta a Pinochet la responsabilidad exclusiva de esta decisión. Pero es obvio que Pinochet ha sucumbido ante la presión ideológica que apunta a una nueva síntesis con servadora y que pregona editorialm ente El Mercurio y otros medios de co municación conservadores. La decisión de Pinochet implica abandonar el papel productivo que el Estado chileno había asumido en el curso del siglo XX. Según Fontaine, el gobierno de Pinochet intenta “rev ertiría tendencia de cincuenta años del Estado chileno que se atribuye el papel de asignador preferente y casi monopólico en la asignación de los recursos” (Fontaine, 1988: 94). El principio de subsidiariedad por medio del cual los corporati vistas sociales intentaron m oderar la acción del Estado en el contexto de lo que Eyzaguirre y Philippi denom inaron “economía dirigida,” es empleado ahora para erosionar la función productiva del Estado. De acuerdo al a r gum ento neo-liberal, este principio, lejos de justificar la intervención del Estado en la economía, y en particular su preocupación por el bienestar de la población, legitima la existencia de un Estado mínimo. De este modo, el com ponente nacionalista de la síntesis conservadora sufre un serio revés. Según Fontaine, que en los años 40 colabora prim ero con la revista corporativista Estudios y luego con la nacionalista Estanquero, y que en los años 60 abraza la causa neo-liberal, el autoritarismo del régim en militar no contradice su política económica laissez faire. Apoya esta afirmación en la filosofía política y social de Hayek, para quien es posible concebir gobiernos autoritarios que actúen sobre la base de principios liberales (Fontaine, 1980: 131; cf. Cristi, 1980: 402). De hecho, la drástica decisión de Pinochet de m inar al Estado productivo coincide con la suspensión de la institucionalidad democrática y su arrogación de plenos poderes autoritarios. Más aún, se podría argüir que el desmantelamiento neo-liberal del Estado nacional tiene éxito en Chile precisamente porque reposa sobre un “pilar básico” —la decisión de “una autoridad única e indiscutida” (Fontaine, 1985: 95), la “decisión del Com andante” (ibid: 101). Desde 1975 en adelante, “todo se hace bajo la conducción del Presidente de la República. El es el que nombra, dirige, vigila y sanciona” (ibid: 103). Se ha logrado así, según Fontaine, una síntesis conservadora: el neo-liberalismo se ha fusionado con una “revivis cencia de fórmulas autoritarias portalianas, a la que sus m entores atribuyen raíz hispana y m onárquica” (ibid: 103). Admite, sin embargo, que la “revo lución nacional” de Pinochet no es necesariamente una “revolución nacio nalista” (ibid: 104). En 1981, Mario Góngora (1915-1985), desde una posi ción abiertam ente nacionalista, observa que la síntesis conservadora lograda por la Declaración de Principios se ha disipado y que la decisión de Pinochet a favor de políticas neo-liberales han traicionado al Estado nacional chileno.
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Cuando Góngora publica su Ensayo sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, se yergue por sobre una bien establecida tradición de pensam iento a la que se había adscrito en su juventud y que ahora enrique cería con su obra. Esto lo logra m ediante una crítica ultra-coñservádora del régim en militar de Pinochet, a la que incorpora las ideas de un vasto núm ero de autores tradicionalistas y contrarrevolucionarios. Las elaboraciones de Burke y de Maistre, de románticos alemanes como Justus Móser, Novalis y Adam Müller, de B urckhardt y Nietzsche, y de un grupo de conservadores revolucionarios del siglo XX que incluye a Oswald Spengler, Ernst Jü n g ér y particularm ente Cari Schmitt, dejan un gran huella en su trabajo. Pero la mayor de estas influencias conservadoras se debe a la obra de Alberto Edwards, a quien Góngora describe como “el m ejor historiador de la épocá republicana” (Góngora, 1981: 45), y que le comunica por prim era vez la necesidad de leer a Spengler. Lee a Spengler en 1935 y todavía en 1983 admite: “sigo siendo devoto de ese pensador tan vilipendiado, tan denostado y tan utilizado por la mayoría dé los especialistas” (Collier, 1983: 667). Es justo decir que con Góngora el pensamiento conservador chileno alcanza una m adurez reflexiva. En 1935, siendo estudiante de derecho de la Universidad Católica, es uno de los fundadores de la Juventud del Partido Conservador. En 1936 llega a ser el editor de la revista Lircay, el órgano oficial de ese grupo político, y desarrolla allí una postura próxima al corporatismo social. Un encendido discurso que pronunciara en 1937 ante una convención del Partido, es condenado como contrario a sus principios doctrinarios, y determ ina su renuncia. Ya en ese entonces se ha distanciado del corporatismo social y su postura es ya netam ente nacionalista. Esta se manifiesta en un artículo que publica en Estudios en el que se exalta el autoritarismo de Portales. Propone Góngora que “la juventud chilena,” es decir, “las nuevas generaciones re volucionarias,” recreen la concepción portaliana del “Estado fuerte y activo” como una m anera de alcanzar una meta “tradicionalista y nacional” (Gón gora, 1937: 19). D urante una visita a Francia y España en 1938, Góngora abraza la causa comunista. De vuelta en Chile ese mismo año se enrola en el Partido Comunista y trabaja como editor de su órgano de prensa, la revista Principios. Desilusionado de la política rom pe con el Partido en 1941 e inicia una exploración personal, que desarrollaría a lo largo de su vida, en la búsqueda de la fuentes del conservantismo en el pensamiento francés y alemán. Esta tarea adquiere especial urgencia al concluir la Segunda Gue rra Mundial, cuando, según Góngora, “el nuevo alineamiento de fuerzas aniquiló toda posibilidad de triunfo de ideas tradicionalistas o nacionalistas” (Góngora, 1987: 191). En 1984 confiesa que la renuncia a sus aspiraciones políticas en su juventud significó su adopción de un “total escepticismo político, que lo m antengo hasta hoy día”. Y agrega: “soy escéptico histórico a la vez” (Pereira Larraín, 1988: 78). La investigación histórica era el canal más adecuado para contener este estado de ánimo resignado y estoico. Se
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titula como profesor de historia en 1944 y en el decurso de su carrera como historiador llega a ser “el historiador más sobresaliente de su generación, y... uno de los historiadores latinoamericanos más destacados de las últimas décadas” (Collier, 1983: 663). En su producción intelectual tardía, Góngora abandona la investigación particularista y desarrolla interpretaciones históricas globales inspiradas en B urckhardt y Spengler. Esta fase ‘dilettante’ se expresa mejor en su Ensayo, donde Góngora presenta una reconstrucción nacionalista de la historia de Chile republicano. Esto coincide con una reactivación de sus intereses p o líticos a comienzos de los años 70 cuando se opone privadamente a la política socialista del Presidente Allende y luego aplaude la intervención militar de 1973. El gobierno autoritario de Pinochet satisface los ideales nacionalistas que había sostenido ya por mucho tiempo. Lo que le satisface particu larm ente es la síntesis conservadora lograda por la Declaración de Principios de 1974. Esta condenaba “explícitamente el marxismo y el estatismo en general, proclamaba el respeto por el cristianismo y su concepción del hom bre y d e la sociedad, acentuaba la tradición cristiana e hispánica’, el nacio nalismo más como actitud que como ideología” (Góngora, 1981: 260-1). Góngora también aprueba su “afirmación de comunidades tales como la familia y los cuerpos intermedios”, es decir, el llamado poder social. Reco noce que el “principio verdaderam ente operativo” de la Declaración es el principio de subsidiariedad. En el contexto definido por este documento, tal principio debía auspiciar una “concepción orgánica del Estado,” elimi nando la tentación de absorber los intereses sociales subordinados dentro de la esfera de gobierno estatal (ibid: 261-2). Pero ya en 1981 Góngora se ha convencido de que los seguidores de la Escuela de Chicago han torcido los ideales nacionalistas y le han sustraído al Estado su papel preem inente en la afirmación de la nacionalidad chilena. “La idea cardinal del Chile republicano es, históricamente considerado, que es el Estado el que ha ido configurando y afirm ando la nacionalidad chilena a través de los siglos X IX y XX” (ibid: 262). De acuerdo con esta perspectiva nacionalista, Góngora presenta al Es tado como la fuerza más dinámica en el desarrollo de Chile como nación. Al igual que en Alemania y Japón, los nacionalistas chilenos auspician un desarrollo industrial en el que el Estadojuega un papel principal. El Estado está a cargo de la formación y la disciplina de la fuerza laboral y protege e impulsa el desarrollo industrial m ediante políticas de fomento y protección arancelaria. Esto corresponde en sus líneas generales a lo que Barrington Moore ha llamado “modernización conservadora” (Moore, 1966: 440ss.). Góngora, por su parte, interpreta este mismo proceso de un modo em p a rentado con Spengler y Cari Schmitt. Así, el nacionalismo surge y se man tiene vivo en el Chile republicano como resultado de una m entalidad beli gerante. Esta constituye el legado de la era colonial cuya interminable guerra contra la resistencia m apuche determ ina todos los aspectos de la vida. De
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hecho, Góngora introduce su Ensayo con una cita de un cronista de la época que describe a Chile como “tierra de guerra” (Góngora, 1981: 29). A lo largo de todo el siglo X IX Chile continúa esta actividad bélica en un núm ero de guerras mayores y menores. Esto es, según Góngora, lo que más contri buye a fortalecer el Estado nacional erigido por Portales. La guerra civil de 1891 marca el fin de este “largo período del Chile guerrero” (ibid: 37 & 71), y determ ina también el fin del Estado nacional. La interpretación que da Góngora de la naturaleza del Estado portaliano se inspira en las elabo radas con anterioridad por Eyzaguirre y Edwards. Al igual que Eyzaguirre lo interpreta como una construcción m oderna, desprovista “del sentido sagrado [de] los reinos medievales” (ibid: 47); y sigue a Edwards en su concepción del Estado portaliano de acuerdo a la thése royaliste. La creación de Portales se sostiene gracias al apoyo de una aristocracia terrateniente que ha transferido su propio poder a una cima de poder centralizado, y lo ha hecho en vistas de su propio interés político. La mentalidad utópica de los patris patriae no tiene en cuenta ni el liberalismo frondista instintivo de esa aristocracia ni su carencia de una “virtud republicana” (ibid: 41). El Estado portaliano sustituye ese vacío moral. Así, la posibilidad de conflictos morales interminables se evita m ediante una decidida intervención política, lo suficientemente fuerte para dar origen a una tradición de autoridad respetada y obediencia debida. En consonancia con su propio realismo po lítico Góngora interpreta la creación portaliana como “interiorm ente m ar cada por el escepticismo” (ibid: 47), y enfatiza, más que Eyzaguirre y Ed wards, el papel que juega el esfuerzo bélico expansionista iniciado por Portales (ibid: 176-77). La decadencia del Estado nacional a partir de 1891 es acompañada por una pérdida del “nacionalismo popular”, por un “desvanecimiento del sen tido patriótico territorial en todos los estratos sociales” (ibid: 205). Góngora explícitamente le da un contenido bélico a este sentimiento —se refiere a él como un “patriotism o guerrero” (ibid: 201). Esta pérdida significa a su vez el desaparecimiento “del sentido vivo y orgánico del Estado después de 1891 y [el] crecimiento correlativo de la noción de ‘sociedad’ como complejo de intereses particulares contrapuestos al Estado” (ibid: 205). Esto conduce a la expansión de las ideologías —positivismo, socialismo, “un cristianismo secularizado y convertido en moral altruista” y un utilitarismo materialista “para el cual el sacrificio por la patria resultaba ridículo” (ibid: 206). Este es el clima que acompaña el ascenso a la Presidencia de la República de A rturo Alessandri, “el político más significativo del siglo XX en Chile” (Gón gora, 1987: 31). Se dem arca así el térm ino de lo que Góngora llama libe ralismo “aristocrático” y el comienzo de un régim en no liberal, puram ente democrático (Góngora, 1981: 136). Esta concepción del liberalismo y la democracia, como universos conceptuales separados y ajenos, es prueba de su deuda con Cari Schmitt.
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D urante la dictadura del Coronel Ibáñez se encienden nuevamente los sentimientos nacionalistas. Góngora cita pasajes de una carta hecha pública por Ibáñez en febrero de 1927, poco antes de solicitarle la renuncia al gabinete oficial y asumir poderes dictatoriales: “El país necesita el robuste cimiento del Ejecutivo y un máximo de desarrollo del sentimiento naciona lista...” (ibid: 165). Góngora obviamente mira con buenos ojos el papel productivo preponderante que le asigna Ibáñez al Estado. La agenda n a cionalista del dictador incluye altos aranceles, un impresionante plan de obras públicas y una expansión del sistema educacional. Su experimento fracasa estrepitosamente en 1931, asentándole un rudo golpe a las expec tativas nacionalistas. El período que sigue al re-establecimiento de la democracia en 1932 dem uestra que las actitudes frondistas de la aristocracia y su “oposición a los ‘hombres fuertes’” (ibid: 238), han sido heredados por las clases medias. Sin embargo, el carácter carismático que se le ha otorgado a los Presidentes de la República constituye una prueba de la fuerza persuasiva de la thése royaliste. Góngora también nota que lo que denomina “democracia de masas” (ibid: 242) ha llegado a ser el factor político dom inante. Sugiere aventura dam ente que la manipulación del electorado por los medios de comunicación de masas determ ina que las elecciones democráticas sean ahora menos libres que aquellas llevadas a cabo cuando la intervención electoral y el cohecho eran prácticas aceptadas (ibid: 245-6. Cf. Fontaine Talavera, 1982: 318). Ju n to con la consolidación de las prácticas democráticas m odernas, Góngora nota con decepción cómo se han erosionado los sentimientos nacionalistas de la población. Desde la década del 20 estos sentimientos han sido despla zados por actitudes pacifistas y anti-militaristas. El humanitarismo, y no el patriotismo, se ha convertido en la virtud dom inante (Góngora, 1981: 201). Detecta u n despliegue residual de nacionalismo en la postura neutral m a n tenida por Chile durante las dos guerras mundiales. En 1943, sin embargo, “por la presión exterior de los Estados Unidos y la presión interna de círculos aliadófilos y sobre todo del Partido Comunista, tuvo Chile que rom per con el Eje Roma-Berlín e incluso declarar la guerra al Jap ó n ” (ibid: 188-9). Y en 1962, Góngora observa, el Presidente Alessandri resiste por meses las solicitudes panamericanas para que rom piera lazos diplomáticos con Cuba, debiendo al fin hacerlo debido a la presión internacional. La elección de Eduardo Frei a la Presidencia en 1964 señala, según Góngora, el comienzo de la “época de las planificaciones globales” (ibid: 246). Mira favorablemente dos de los proyectos de mayor envergadura iniciados por Frei: la llamada “Chilenización” del cobre y la reform a agraria. Esta última, si se le hubiese perm itido más tiempo, habría podido generar una clase media agraria “independiente, conservadora como en E uropa” (ibid: 253). El experim ento socialista de Salvador Allende intensifica la fu n ción productiva del Estado. Pero Góngora sumariamente devalúa este p ro yecto por estar basado en “razones m eram ente tácticas, no substanciales” 146
(ibid: 257). En 1973, el golpe militar encabezado por el General Pinochet salva a Chile del “internacionalismo marxista-leninista”. Su régim en “pudo representar la reanudación de la idea de Estado Nacional” (ibid: 260). Sin embargo, el proyecto “tradicionalista y nacionalista” inicial del régim en militar, tal como se expresa en la Declaración de Principios de 1974, se adultera por la adopción de políticas neo-liberales. Góngora interpreta esa Declaración como un docum ento conservador. Piensa que “extrae su inspiración del tradicionalismo español y más gene ralm ente, de la concepción tomista, en cuya virtud la finalidad suprem a del Estado es la idea de bien com ún” (ibid: 261). Es también de fuentes hispa nistas y católicas de donde obtiene el principio de subsidiariedad que, según Góngora, es el principio “verdaderam ente operativo” de la Declaración (ibid: 261). Es este mismo principio, sin embargo, el que con el tiempo se constituye en el broche que media entre las tendencias conservadoras tradicionales y el liberalismo. Según Góngora, “vino a ser, entre los discípulos de la escuela de Milton Friedm an, el principio casi único” (ibid: 262). El énfasis en la libertad económica ha derivado, por lo demás, en un fuerte anti-estatismo: “...se expande la tendencia hacia la privatización y la convicción de que la libertad económica es la base de la libertad política” (ibid: 263). Pero la tendencia neo-liberal se pone de manifiesto más agudam ente en medidas que no tienen directam ente un relieve económico. Así, el que la Constitución de 1980 haya suprimido el pasaje de la Cons titución anterior según el cual ‘la educación pública es atención prefe rente del Estado’, idea que venía de toda la tradición estatal, nó solamente del Estado republicano chileno. O también el principio corporativo de los colegios profesionales, eliminados como opuestos a la libertad de trabajo, y cuya jurisdicción ha sido entregada a la justicia ordinaria: el equipo económico repite así una idea de la Revolución Francesa, crista lizada en la célebre Ley de Chapelier de 1791 (ibid: 264).
Góngora esgrime un poderoso argum ento ultra-conservador en contra de la corriente neo-liberal que ha desplazado a los “ideales tradicionalistas y nacionalistas” de la Declaración. Le im puta a los discípulos de Hayek y Friedm an la pretensión de planificarlo todo desde cero. Y, más grave aun, acusa al neo-liberalismo de no ser “un fruto propio de nuestra sociedad” (ibid: 267). Luego de publicado el Ensayo en 1981, Góngora denuncia públicamente el proyecto que intenta privatizar el sistema universitario nacional y en 1983 sostiene una polémica en contra de quienes proponen la des-nacionalización de la industria cuprífera y para ello pretenden deslegitimar la noción de dominio eminente en la jurisprudencia chilena. Estas serán sus últimas intervenciones públicas antes de su trágica m uerte en noviembre de 1985 (Carmagnani, 1986: 770-72).
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2. Góngora y el pensamiento conservador europeo Ju n to a esta interpretación conservadora de la historia política y social de Chile, Góngora desarrolla una extensa reflexión acerca de la existencia y la posibilidad de desarrollar en Chile un pensamiento auténticamente conser vador. Esta reflexión está de algún modo determ inada por su comprobación, en el Ensayo, de que el neo-liberalismo no es una manifestación propiam ente chilena (Góngora 1981: 267), sino más bien una importación suntuaria cuya adopción com prom ete seriamente la vocación nacional de sus promotores. No se le escapa a Góngora el hecho de que su propio argum ento conservador puede quedar expuesto a la misma objeción: tampoco parece ser el conser vantismo, particularm ente el conservantismo tradicionalista contrarrevolu cionario, una form a de pensamiento que resulta ser “un fruto propio de nuestra sociedad”. Desde un punto de vista de la filosofía política, me parece que lo más original y valioso de la obra ensayística de Góngora aparece cuando intenta responder a tal cuestión. Este es el sentido de su reflexión acerca de la singularidad de la tradición conservadora chilena. Su gran conocimiento del pensam iento conservador europeo le indica, desde la partida, que lo que se desarrolla en Chile no es asimilable a lo que sucede en Europa. El movimiento conservador europeo se plantea en circunstancias muy d ife rentes a las chilenas y ello determ ina que el pensamiento generado por esas circunstancias sea distinto de lo que pueda darse en Chile. ¿Se puede hablar con propiedad entonces de un pensamiento conservador chileno? Si el con servantismo se ha desarrollado espontáneam ente en Europa, ¿cómo es p o sible que las manifestaciones conservadoras que aparecen en Chile sean auténticam ente chilenas y no rem edos europeos? Para responder a estos interrogantes estudiaré, en prim er lugar, al conservantismo como form a de pensamiento. La dificultad consiste en que el conservantismo como form a de pensam iento se ha generado históricamente en Europa y responde a tradiciones que no tienen resonancia o destino en América. Luego examinaré la m anera cómo asume Góngora esta génesis europea del conservantismo y cómo concibe las distintas formas que ha adquirido en el curso de su desarrollo en Chile. Como form a de pensamiento el conservantismo se puede caracterizar abstractamente como una reacción frente al énfasis puesto por el liberalismo en la agencia de la voluntad hum ana (Riáis, 1985). El liberalismo afirma la soberanía de la libertad individual y la primacía de los derechos individuales por sobre cualquier deber que emane de fundam entos naturales. Se reco noce a los individuos derechos que son anteriores a la sociedad y la historia. La tradición, la autoridad y cualquier prejuicio heredado carecen de legi tim idad natural y deben legalizarse consensualmente. Posiblemente la ca racterización más apta de la postura liberal es aquella que postula un ámbito
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de protección, un santuario al interior del cual la voluntad individual es inviolable. N inguna autoridad política o tradición heredada, ninguna pre sión social, pueden justificar por sí mismas una interferencia en su actividad libre. Sólo instancias pactadas voluntariamente tienen la potestad de regular la vida de los individuos. El conservantismo social reacciona en contra de la abstracción que sig nifica este apartam iento de los individuos de su contexto de obligaciones naturales. Asume así típicamente una postura comunitaria. Las comunidades naturales, ya sea el Estado nacional o las asociaciones intermedias (gremios, profesiones, universidades), son instancias naturales constituidas indepen dientem ente de la voluntad de los individuos. Esto anula la pretendida primacía de los derechos individuales y la exclusiva legitimidad de los acuer dos voluntarios. Hay instituciones que sobrepasan a la voluntad y que es necesario obedecer. Para el conservantismo estas instituciones son necesa riam ente las tradicionales y arrastran consigo el peso natural de los prejuicios heredados. Este agudo contraste entre liberalismo y conservantismo se sostiene con gran claridad en el terreno abstracto, pero pierde un poco su filo cuando se traslada al terreno de las políticas prácticas. Así, por ejemplo, algunos pensadores liberales como Hayek, coinciden con ultra-conservadores como Burke, de Maistre y Bonald, en su oposición al constructivismo. Todos ellos rechazan la institucionalidad artificial, la fabricación de constituciones y la geometría política (Schmitt, 1919: 119; Riáis, 1985: 41-43). No es deseable una intervención estatal directa en el negocio de la sociedad civil con el fin de obtener ciertos fines prefijados. La sociedad civil debe quedar librada a su propia suerte, pues consta de los medios adecuados para asegurar su propia equilibrada sobrevivencia. El liberalismo clásico pre-democrático tiende a confiar en el orden espontáneo que se genera cuando agentes individuales operan libremente en el mercado. Cualquier política de inter vención dirigida por el Estado se interpreta como guiada por intenciones revolucionarias que intentan m odelar la sociedad según esquemas raciona les. Estos pueden definirse de acuerdo con principios democráticos o no ciones como la justicia social y el progreso. Para un liberal como Hayek la no-interferencia estatal en el mercado resulta esencial para la salvaguardia de la libertad individual. Los conservadores, por su parte, también confían en uti orden social espontáneo que hace innecesaria la intervención directa del Estado en los asuntos civiles. Pero tal como ellos lo conciben, ese orden espontáneo no se constituye a partir de la interacción de individuos que se relacionen con tractualm ente. El orden social está constituido por grupos comunitarios, unidos po r tradiciones y afectos naturales, y que deben concebirse con anterioridad a los individuos que acogen. No son, por lo tanto, susceptibles de construcción o ingeniería social. En la noción de orden social se fundan a su vez las nociones de jerarquía y au toridad, claves del pensam iento con
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servador, y que tam bién resultan incompatibles con el constructivismo. En fin, el autoritarism o que se asocia com únm ente con las políticas conserva doras no tiene nada de constructivista. Si se impone una autoridad estatal muy fuerte, y en este sentido el caso de Chile resulta paradigmático, esto tiene por objeto evitar incursiones constructivistas, ya sea totalitarias, socia listas radicales, o simplemente democráticas. La prim era manifestación histórica de esta form a de pensamiento a p a rece en E uropa a fines del siglo X V III. Karl Mannheim es quien la ha de nom inado “pensam iento conservador”. En un ensayo publicado en 1927 (Mannheim, 1927), presenta sistemáticamente la defensa conservadora de los modos tradicionales de vida y el legado de la Edad Media frente al desafío de la m odernidad. La Glorious Revolution de 1688 y luego la Revo lución Francesa de 1789 le abren el paso al ideario liberal que consolida el triunfo de la m odernidad en el campo social y político. El pensamiento conservador se desarrolla originalmente como respuesta y reacción d e fe n siva. Nace de la “ruptura de una tradición y de la necesidad de avanzar argum entos en su defensa o re-establecimiento” (Beneton, 1988: 115). La defensa de los modos tradicionales de vida no puede acudir ya a simples evocaciones teológicas o afirmaciones no-reflexivas del orden establecido, de las costumbres y los hábitos. El liberalismo, que en el curso de dos siglos, ha ido conquistando a las instituciones sociales y políticas, ha logrado tam bién una acabada expresión filosófica. El pensamiento conservador nace en E u ropa como u n intento de desplazar al liberalismo del terreno de las ideas. Por ello resulta muy útil distinguir, como hace Mannheim, entre tradicio nalismo y conservantismo. El tradicionalismo, según Mannheim, es una actitud espontánea que cada individuo “lleva dentro de sí inconscientemen te” y que tiene que ver con la “tendencia a aferrarse a un pasado y el miedo a la innovación”. El conservantismo, en cambio, se expresa como actitud “consciente y reflexiva,” como una form a de pensamiento que razona y argum enta (Mannheim, 1971: 157). Abandonando la tendencia natural de la actitud conservadora, que rehúye la abstracción y la reflexión, Burke, de Maistre, Bonald y quienes los siguen se dan cuenta que la restauración de lo que la revolución ha aniquilado requiere un enfrentam iento con el libe ralismo en el terreno de las ideas. Ellos son quienes prim ero form ulan una articulada respuesta a la sistemática nulificación de las bien asentadas p rác ticas e instituciones tradicionales, al modo tradicional de pensar las cosas. U na pléyade de autores, entre los que se pueden contar Coleridge, Carlyle y Disraeli en Inglaterra; Comte, Tocqueville y Veuillot, en Francia; Novalis, Müller, Haller y Hegel, en Alemania, y Donoso Cortés y Balmes, en España desarrolla básicamente el mismo argum ento anti-moderno. Para algunos de estos autores, cuya postura contrarrevolucionaria es intransable, el r e chazo será completo; para otros, como Hegel y Tocqueville, por ejemplo, es posible arm onizar conservantismo y liberalismo. Todos, sin embargo, intentan retener algún aspecto del modo de vida tradicional y limitar, por
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la vía política, lo que perciben como desbordes individualistas y libertarios. Esta distinción entre conservadores revolucionarios y aquellos que buscan un compromiso con el liberalismo, resulta fundam ental para la reflexión conservadora de Góngora.
3. Góngora y la idea de un pensamiento conservador chileno En “Romanticismo y tradicionalismo,” una conferencia que dicta poco antes de su m uerte en 1985, Góngora distingue entre el conservantismo de los románticos y tradicionalistas europeos y lo que denom ina “conservantismo actual” (Góngora, 1987: 65). El conservantismo de los románticos y tradi cionalistas se define fundam entalm ente por su oposición al liberalismo. El énfasis dado por el liberalismo a los derechos subjetivos y abstractos de los individuos es la raíz de su a-historicismo, de su ethos reform ista y determ ina tam bién una fundam entación contractualista de la sociedad. El conservan tismo tradicional se opone, en prim er lugar, a esta tendencia liberal por lo a-histórico y lo abstracto, y subraya, por el contrario, “la primacía de lo concreto, de lo realm ente existente” (ibid: 63). El conservantismo tradicional rechaza igualmente el utopismo reform ista y el legislacionismo de los libe rales. No resulta posible la remodelación y reconstrucción de instituciones de acuerdo a principios universales abstractos. Por último, tanto los conser vadores románticos y tradicionalistas enfatizan, según Góngora, la idea de espíritu del pueblo y la existencia de un alma colectiva. Privilegian así, ante todo, la idea de comunidad, “la com unidad basada no en el contrato, sino en el status” (ibid. 64), lo que implica un rechazo de la noción liberal de obligaciones no naturales. Es claro para Góngora que esta visión conserva dora rom ántica y tradicionalista, que nace como reacción a 1789, no tiene nada que ver con el conservantismo actual, que ha perdido su sesgo con trarrevolucionario. Según Góngora, “el conservantismo actual es, en el fon do, liberal” (ibid: 65). Hechas estas precisiones, Góngora dirige su m irada a lo que sucede en Chile y define al conservantismo chileno como muy alejado del tradiciona lismo europeo. “T engo la impresión de que el conservantismo chileno, desde 1830 hasta ahora, es como diríamos un liberalismo cauto, pero no romántico ni tradicionalista” (ibid: 65-66). Señala así que en el siglo X IX el peluconismo de M ariano Egaña, Bello, Portales y M ontt es, en verdad, un liberalismo cauteloso, y que el “conservantismo de los años 1860 en adelante, con Abdón Cifuentes y Manuel José Yrarrázaval, es plenam ente liberal en lo político” (ibid: 66). Concluye Góngora: “yo no ligaría inm ediatam ente el conservan tismo chileno con estos movimientos de que acabo de hablar,” es decir, con el conservantismo tradicionalista europeo de sello fundam entalm ente con trarrevolucionario (ibid: 66).
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Si esto es así el argum ento histórico-político elaborado por Góngora en su Ensayo queda expuesto a una grave objeción. ¿Qué sentido tiene denegarle el carácter de conservador al régim en militar de Pinochet, si en Chile no es posible ser tradicionalista o romántico, es decir, auténticamente conserva dor? Si el conservantismo chileno es, como lo sostiene Góngora, liberal, ¿no habría respetado la tradición el régim en militar al adoptar políticas neo-liberales? Si el conservatismo auténtico “presupone el haber pasado por la crisis revolucionaria, el haber detectado a fondo ese fenóm eno y su p ro fundidad abismal, para actuar en su contra” (ibid: 189), ¿cómo podría h a blarse, en general, de u n conservantismo auténticamente chileno? Este tipo de objeción no es nuevo. En los Estados Unidos es donde el debate acerca de si corresponde hablar de un pensamiento conservador en suelo americano ha sido más vigorosamente polemizado. Para Louis Hartz, por ejemplo, los fundadores de la institucionalidad americana, los puritanos que colonizan New England, escapan de los resabios de la opresión feudal y clerical, de modo que no es posible atribuirles la intención de recrear instituciones tradicionales o el modo tradicional dé vida. Por el contrario, los puritanos representarían una avanzada del espíritu burgués en el m undo m oderno. En América habrían visto la realización de su utopía libertaria. No habiendo echado aquí raíces el feudalismo no se dio la necesidad de que una explosión revolucionaria como la francesa lo anulara. Se explica entonces, según Hartz, la ausencia en Estados Unidos de una respuesta reaccionaria a la revolución, pues “cuando falta Robespierre también debe estar ausente de Maistre” (Hartz, 1955: 5). No se desarrolla en ese país una auténtica tradición conservadora. Esto puede explicar la paradoja de que para ser conservador en Estados Unidos, para ser respetuoso de la tradición, es necesario ser liberal y adoptar doctrinas antitéticas al tradicionalismo. La intención política de Hartz es obvia. Intenta restarle el carácter de autóctono al conservantismo americano. Para ser auténticam ente conserva dor debería uno acatar el legado liberal y democrático de los FoundingFathers (Nash, 1976: 137). El mensaje conservador doctrinario es propiam ente e u ropeo y no puede enraizarse en América. La escena política europea que abandonan los puritanos está determ inada por la legitimidad monárquica. Ellos, en cambio, aspiran a legitimar la soberanía de pueblo. Sobre la base de esta legitimidad democrática se levanta la institucionalidad que fundan en Norteam érica. Luego de la Independencia de Estados Unidos cualquier restauración conservadora debería rescatar esa institucionalidad progresista, a la vez liberal y democrática. Esta paradoja la encarnan vivamente aquellos pensadores que a partir de 1830 desarrollan en los Estados sureños un im portante movimiento de ideas que recoge en lo esencial el argum ento de los reaccionarios europeos. Según Hartz, esta corriente de pensamiento no puede considerarse como un genuino pensamiento conservador. Pensadores como Fitzhugh, por ejemplo, que intentan la recuperación del conservan tismo de Burke y Comte para contrastarlos con el utopismo de Locke,
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tropiezan con un obstáculo insalvable: en Estados Unidos el liberalismo lockeano se ha convertido en una tradición. De este modo, los liberales del Norte son los auténticos herederos de la tradición americana. El argum ento de los conservadores del Sur resulta inorgánico y sólo puede enraizarse en Europa y no en América (Hartz, 1955: 151). La intención de Góngora evidentem ente no coincide con la de Hartz. Góngora no es un pensador liberal que intente dem ostrar la existencia de una tradición liberal en Chile. Por el contrario, como conservador quiere identificar la raíz de una tradición de pensamiento conservador auténtica m ente chileno. Góngora coincide con Hartz en qué el conservantismo pro piam ente tal o tradicionalismo es fundam entalm ente contrarrevolucionario. Reconoce asimismo que en Chile “no hay indicios de lá vasta revolución social burguesa que sacudió a Europa a fines del siglo X V III y prim era mitad del XIX” (Góngora, 1987: 186). ¿Cuál podría ser entonces la raíz fundante del gran desarrollo de ideas conservadoras que surge en Chile, al igual que otros países latinoamericanos, en el siglo XX? ¿Se aplican los argum entos de H artz al pensam iento de un Edwards, un Encina o un Eyzaguirre? ¿Cuál es la revolución sobre la que habría de fundarse el movimiento conservador en Chile, que necesariamente debería constituirse como una reacción con trarrevolucionaria? Góngora está consciente de la imposibilidad de asimilar sin residuos el movimiento conservador chileno a lo que sucede en Europa y en N ortea mérica. A diferencia de los Estados Unidos, en el Chile colonial, al igual que en Europa, la legitimidad m onárquica está bien asentada y no es cues tionada por la población criolla en su totalidad. El papel de los criollos en el gobierno local, a través de cabildos y otras formas de participación, no constituye un verdadero y efectivo contrapeso frente a la autoridad ejercida por los gobernadores, quienes reconocen y, por lo general, respetan los intereses locales. Esta legitimidad monárquica, debilitada luego del d erro camiento de Fernando VII por los franceses en 1808, se extingue en el curso del proceso de la Independencia para ser reemplazada por la noción democrática de la soberanía dél pueblo. Ju n to con esta apertura republicana se abren paso también ideas liberales que en lo político buscan el estableci m iento en Chile de un régim en parlamentario. Esto se ve muy claro en los ensayos constitucionales de los años 20, que rem atan en propuestas fede ralistas de clara inspiración liberal. Portales es quien pone térm ino a esta eclosión democrático-liberal y restaura el autoritarismo colonial. En ésto Góngora coincide en lo fundam ental con la interpretación de la figura de Portales elaborada por Edwards. En su Ensayo afirma: “La concepción fun dam ental de Portales, para Alberto Edwards, consisté en restaurar una idea nueva de puro vieja, a saber, la de la obediencia incondicional de los súbditos al Rey de España, durante la época colonial” (Góngora, 1981: 40). No resulta posible en 1830, sin embargo, anular por completo la legi tim idad democrática, pues ello implicaría invalidarla Independencia misma.
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La tarea que Portales le encomienda a Andrés Bello consiste en la n e u tra lización de esa tendencia democrática. Se trata de reafirm ar la autoridad central del gobierno sin que ello signifique la restauración de la legitimidad monárquica. Bello emplea para este efecto la figura autoritaria del Presi dente de la República, en quien concentra poderes omnímodos. Se restaura la autoridad m onárquica de los gobernadores coloniales sin eliminar ciertos elementos liberales y democráticos que se conjugan con el nuevo autorita rismo. Se logra así un compromiso conservador-liberal. Bello se inspira para este fin en el trabajo de los doctrinario franceses, quienes igualmente sin tetizan elementos conservadores y liberales. Los gobiernos de Prieto, Bulnes y Montt, como los percibe Góngora, son autoritarios en lo político, aunque se m antienen dentro del esquema de la legitimidad democrática determ inado por la Independencia (cf. Góngora, 1981: 50). Aunque estrechamente ligados a los intereses agrarios, estimulan el desarrollo de una incipiente actividad industrial y mercantil. La codifi cación de los cuerpos legales, requerida por Portales y ejecutada por Bello, es una clara indicación de que el liberalismo ilustrado estaba bien asentado en Chile. El fracaso de las revoluciones de los años 50 se explica en parte po r los resabios liberales y republicanos de los gobiernos autoritarios. La oposición liberal democrática, impulsada sobre todo por los sucesos europeos de 1848, se enfrenta con un adversario que encarna en cierta m edida sus mismos valores. Los conservadores clericales, que después de M ontt suceden a los viejos conservadores, son defensores de la Iglesia, “pero dentro de formas políticamente liberales” (ibid: 50-51). Cuando a partir de Errázuriz Zañartu el liberalismo conquista el poder ejecutivo, el sistema político se mantiene en sus líneas fundam entales y sólo se le añaden algunas reform as que no anulan su potencial autoritario. R e sulta interesante com probar que una vez conquistado el acceso al poder presidencial, el liberalismo no rehúsa el uso pleno del poder autoritario de los Presidentes. La reform a desde arriba que intenta Balmaceda, por ejem plo, es liberal en el sentido que favorece el desarrollo de ciertos sectores de la burguesía nacional. Pero su proceder político tiene poco de liberal y menos de democrático. El triunfo de la oposición anti-balmacedista es com pleto y efectivo en parte porque asume la defensa de la legitimidad dem o crática violada por Balmaceda. Cuando se impone el parlamentarism o en Chile después de 1891, se dan finalmente las condiciones para que Un ánimo conservador reaccione frente al estado presente de cosas y aspire a restaurar lo que estima ser una tradición autoritaria. La reflexión conservadora que se desarrolla en el período post-balmacedista busca desarticular, al igual que Portales, la institucionalidad democrática entronizada en Chile y que había alterado la esencia del régim en parlam entario impuesto al térm ino de la G uerra Civil de 1891. En Chile, al contrario de lo que sucede en Estados Unidos, hay una auténtica tradición conservadora que restaurar —la tradición autoritaria
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instaurada por Portales cuyo objetivo fue neutralizar la legitimidad dem o crática generada durante la Independencia. El pensamiento conservador que nace en Chile a comienzos del siglo XX m antendrá en el curso de su desarrollo una relación polémica, no tanto con el liberalismo sino más bien con la democracia. Pero esta corriente conservadora, en tanto que se fusiona con una con cepción liberal de la sociedad, no le parece a Góngora que puede salvaguar d ar eficazmente la unidad y la autonom ía del Estado. El liberalismo le abre el paso a presiones democráticas de abajo que van socavando al Estado. Sólo en m omentos de crisis revolucionaria se puede manifestar abiertam ente una auténtica concepción conservadora que asegure definitivamente el poder y la autoridad del Estado. Según Góngora, el evento revolucionario que per mite la constitución de un frente contrarrevolucionario en Chile es la Re volución Rusa. “La vivencia de la Revolución Rusa de 1917 llegó a América en mayor extensión y agitación que la Revolución Francesa” (Góngora, 1987: 188). Y aunque en Chile fue de m enor intensidad que en otros países, Góngora admite que “el movimiento intelectual de Derecha —principal m ente juvenil— no dejó de ser vivaz entre 1931... y 1945...” (ibid: 190). Pero ya antes de 1931, Góngora reconoce que aparece un rasgo claramente contrarrevolucionario en el decisionismo asumido por Edwards en 1927. El decisionismo determ ina la suspensión de la legalidad vigente y anula la validez de los argum entos basados en la legitimidad. Es así el constituyente esencial de los regímenes dictatoriales. Para un conservador como Cari Schmitt, quien adopta una posición decisionista en su Politische Theologie de 1922, tanto de Maistre como Donoso Cortés reducen el Estado al m omento de la decisión, una decisión que no se apoya en la razón sino más bien en la nada. Se trata, por tanto, de una decisión absoluta que allana el camino para el adviento de una dictadura soberana. Por su parte Góngora, asiduo lector de Schmitt, y particularm ente de su Politische Theologie, fija su atención en la postura contrarrevolucionaria que Donoso Cortés comparte con de Maistre. En Donoso Cortés la contrarrevolución tiene un significado “bas tante grave y bastante distinto del romántico,” es decir, un sentido “más decisionista, [como] lo ha llamado Cari Schmitt” (ibid: 68). Góngora no tiene escrúpulos para extender esta tesis al casó de Chile. Observa el radicalismo que marca el apoyo que Edwards le brinda en 1928 a la dictadura de Ibañez. En el Prólogo que escribe para La fronda aristocrática, reconoce que Edwards adopta un decisionismo análogo al de Donoso Cortés (Góngora, 1982: 2223). Góngora logra así anticiparse a las posibles críticas que nieguen el ca rácter conservador de sus observaciones. No tiene reparos en reconocer que a partir de la Independencia el régim en político que se impone en Chile está marcado fundam entalm ente por el liberalismo. El conservantismo que se adhiere externam ente a ese régim en político, y que se manifiesta por la constitución de un Estado fuerte, se sostiene prim ordialm ente gracias al
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esfuerzo bélico que le perm ite concentrar fuerzas. Cuando a partir de 1891 se extingue ese esfuerzo bélico, se disipa el ingrediente conservador que lo acompañaba. Pero tiene la posibilidad de surgir nuevam ente cuando a p a recen en la escena política adversarios sociales internos. Esto coincide con la Revolución Rusa, que actúa como el catalizador de las fuerzas co n trarre volucionarias latentes en Chile. Se logra así, durante el prim er gobierno de A rturo Alessandri, la constitución de un movimiento conservador criollo de raíces auténticas. A la revolución mesocrática alessandrista responde el impulso contrarrevolucionario ibañista. Más tarde, en los años 70, frente a la revolución proletaria que encabeza Allende se alza la contrarrevolución de Pinochet. No es de extrañar que la ascendente influencia neo-liberal durante el régim en militar descorazone el ánimo anti-liberal y genuinam ente contrarrevolucionario de Góngora. Es cierto que sus críticas al régim en de Pinochet tienen en su momento un gran impacto y que su defensa de instituciones como la Universidad de Chile están bien inspiradas. Pero ello en ningún caso debe ocultar el que su argum ento está determ inado por un profundo ánimo reaccionario y que su conservantismo no es en ningún caso liberal sino contrarrevolucionario. La crítica ultra-nacionalista de Góngora al neo-liberalismo representa la más alta expresión reflexiva del pensamiento conservador chileno, pero a la vez implica la formación de una nueva fisura en su interior. Ya no se trata, sin embargo, de la secular separación formal entre el corporativismo y el nacionalismo. Extinguida la vertiente corporativista, una nueva línea dem arcatoria se traza ahora entre el nacionalismo tradicionalista y el neoliberalismo. U na situación análoga experim enta el movimiento conservador en Estados Unidos a partir de 1945. Según Nash, las dos corrientes princi pales en que se divide el conservantismo norteamericano son la tradiciona lista y la neo-liberal o libertaria (Nash, 1976: xvi, 81-82, 335-342). Pero en Estados Unidos, después de haberse m antenido abierta por muchos años, esa fisura se cierra cuando el énfasis en la libertad económica de los años 80 determ ina la hegemonía del neo-liberalismo (Gottfried & Fleming, 1988: vii-viii). Igualm ente en Chile, que a partir de 1973 se instala definitivamente en la órbita cultural norteamericana, el neo-liberalismo logra emplazarse como el sistema de ideas dom inante al interior del conservantismo, y parece haber repelido con éxito la embestida tradicionalista en favor del Estado nacional iniciada por Góngora. El tradicionalismo y el discurso de la nostalgia y la decadencia determ ina todavía el trabajo intelectual de Gonzalo Vial, Joaquín Fermandois, Gonzalo Ibáñez, Fernando M oreno y otros autores tradicionalistas. Pero al interior del movimiento conservador actual prim a una actitud más m odem izadora y menos escéptica frente al progreso, tal como se manifiesta en la revista Estudios Públicos. Góngora y los autores anteriorm ente mencionados podrían ser los últimos conservadores chilenos con la m irada puesta en los ideales tradicionalistas europeos.
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La situación actual del pensamiento conservador en Chile se aproxim a a la postura conservadora-liberal defendida por Alberto Edwards en la prim era etapa de su pensamiento, si se descuenta eso sí su visceral pesimismo. La admiración que expresa Hayek por aquellos liberales conservadores como Constant, Macaulay y Bagehot, que guían también el pensamiento del joven Edwards, confirma este estado de cosas. Se puede cerrar así el círculo de la evolución conceptual del pensamiento conservador en Chile. Su anim o sidad no estaba dirigida, en verdad, en contra del liberalismo como tal, sino más propiam ente en contra del elemento democrático que se adueña de su capital de ideas a partir del siglo X IX . Es por ello que no resulta incoherente una postura conservadora-liberal y puede confirmarse el carácter funda m entalm ente m oderno del conservantismo.
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