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Spanish Pages [30] Year 2003; 1972
EL MOVIMIENTO NACIONAL INCA DEL SIGLO XVIII En el Virreinato del Perú se reconoció una división primaria de la sociedad en dos partes, desiguales en número y en su influencia política, llamadas, respectivamente, la comunidad de españoles y la comunidad de indios. Una división semejante tiene que aparecer en cualquiera situación colonial cuando una minoría conquistadora trata de mantener su dominio sobre las masas de una población conquistada; en el Perú, como en otros casos, la división tenía su base en una desigualdad de las dos comunidades ante el derecho que fue respaldada por una diferencia de oportunidades económicas y de educación. Lo que se ha llamado historia colonial en el Perú ha sido, casi exclusivamente, la historia de la comunidad de españoles. No hay nada raro en esta situación; la historia se hace a base de documentos, y la gran mayoría de los documentos coloniales se refieren a las actividades administrativas y culturales de los miembros de la comunidad de españoles. La comunidad de indios quedó excluida del mundo de los papeles por las mismas diferencias que crearon la división social y por la diferencia de idioma. Uno de los acontecimientos históricos más importantes de nuestros días ha sido el descubrimiento de algunos documentos coloniales referentes a la comunidad de indios, revelando la existencia de un aspecto de la vida colonial, antes completamente desconocido y apenas siquiera sospechado. El hallazgo de esta nueva documentación se debe, principalmente, a algunos historiadores peruanos —cuyos nombres aparecen en la bibliografía al final de este trabajo— y a quienes el mundo intelectual queda profundamente endeudado. El primer paso es el más difícil; ahora que las publicaciones de estos investigadores han mostrado el camino, podemos esperar que futuros descubrimientos llenen los vacíos del esquema que ya va apareciendo. La historia de la comunidad de indios no puede nunca escribirse con el voluminoso detalle igual que el de la historia la comunidad de los españoles, pero llegaremos a saber bastante para corregir las parcialidades de la historia tradicional y alcanzar más de cerca la realidad de la vida colonial. El presente ensayo ofrece una interpretación de la parte de la nueva documentación que corresponde al siglo XVIII. Señala la existencia, dentro de la comunidad de indios, de un movimiento intelectual nacionalista, basado en la tradición inca, que sirvió de estímulo para las rebeliones indígenas y que tuvo efectos que se sintieron todavía en la época de las guerras de la independencia. Naturalmente, no se pretende que la comunidad de indios presentase un frente unido con referencia a este movimiento; hubo caciques influyentes que se opusieron a ello, y españoles que lo apoyaron. Pero en su origen y en sus intereses, el movimiento nacionalista se identificó con el indígena y con su destino. Comentamos ahora varios aspectos del problema. 1. Los dirigentes. No se producen movimientos de ninguna clase sin dirigentes, y para que un movimiento tenga mucha extensión territorial y número de adherentes, 345
es preciso que hayan dirigentes de autoridad reconocida. Los administradores de un sistema colonial, naturalmente, procuran que el pueblo gobernado no tenga dirigentes propios con la autoridad suficiente como para oponerse a las decisiones del gobierno superior. En el sistema español, la fuerza de este principio fue disminuida ligeramente por la tradición de utilizar a la nobleza indígena para la implantación de las órdenes administrativas, y esta nobleza resultó un campo propicio para el desarrollo de las ideas nacionalistas y la producción de dirigentes para el programa. La nobleza indígena de la colonia tuvo su origen en la jerarquía administrativa del imperio inca. Los emperadores incas favorecieron el principio hereditario en su gobierno y, a su llegada, los españoles se aprovecharon de la experiencia y la autoridad de los mandones existentes, confirmando sus privilegios e incorporándolos al sistema colonial con el nombre de caciques. De los primeros caciques, algunos descendieron de los reyes o capitanes locales de tiempos anteriores a la conquista inca, mientras que otros pertenecieron a familias incas prominentes en la administración imperial. La conquista produjo una gran nivelación de la nobleza pre-colonial, porque los españoles reemplazaron a la corte cuzqueña y a los más altos funcionarios del gobierno, quedando éstos reducidos como individuos al nivel de la importancia de sus antiguos subordinados locales. Los caciques de la colonia gozaron de privilegios muy importantes. Estaban exentos de tributo y de varias otras contribuciones onerosas exigidas de los indios ordinarios, y su autoridad les ofreció oportunidades especiales para enriquecerse. No hay duda de que este enriquecimiento fue a costa de los tributarios del cacicazgo; lo que importa para nuestro argumento es que casi todos los caciques acumularon algún caudal y no vivieron en la extremidad de pobreza que les tocó a los tributarios. El carácter hereditario de los cacicazgos contribuyó notablemente al bienestar económico de los caciques, pues la acumulación de recursos de una generación podía facilitar los negocios de la próxima. Otro factor contribuyente fue la posición privilegiada de los caciques ante el derecho; existían cédulas reales para que en sus causas conociesen las audiencias y no otros jueces inferiores (2). Este privilegio les dio protección contra las extorsiones de las autoridades locales. La importancia de ofrecer a los hijos de los caciques —o a lo menos a sus hijos primogénitos y herederos— una educación española y cristiana, fue reconocida ya por el virrey don Francisco de Toledo, pero los colegios dedicados a este fin se establecieron solamente medio siglo después. En 1618-19 se fundó el Colegio del Príncipe en el Cercado de Lima, para los hijos de los caciques del arzobispado de Lima y del obispado de Trujillo, y en 1620 el Colegio de San Francisco de Borja en el Cuzco para los hijos de los caciques del Cuzco, Huamanga y Arequipa, ambos bajo la dirección de los padres de la Compañía de Jesús (3). En estos colegios los futuros caciques aprendieron a leer y escribir el castellano, doctrina cristiana, aritmética, etc.; es evidente, de lo que nos queda de los escritos de José Gabriel Thupa Amaro, el caudillo de la rebelión de 1780, que un muchacho hábil podía conseguir una educación bastante buena para la época en estas instituciones. 346
Los caciques del siglo XVIII fueron, entonces, descendientes de familias antiguas, gozando de privilegios legales por su nobleza reconocida, y, en muchos casos, hombres ricos y bien educados. Al mismo tiempo, el gobierno les asignó un rol casi insoportable en la administración. Toda la responsabilidad para las decisiones fue reservada a los funcionarios españoles; es decir, en cuestiones provinciales, a los corregidores. El corregidor, reuniendo en su persona el poder ejecutivo y judicial para su distrito, podía, si quería, —y muchos querían— burlar las leyes y las intenciones del Consejo de Indias, cobrando tributos ilegales, repartiendo a los indios menudencias inútiles a precios fijados por él, exigiendo trabajos personales, y otros abusos; en cada caso, el cacique tuvo que ejecutar los decretos de su corregidor de la manera que pudo, aún viendo a su pueblo reducido a la miseria. El cacique no podía ofrecer ninguna protección a sus indios, y si protestó de los abusos, los españoles le tacharon de sedicioso. Este resumen de la situación administrativa se refiere a la práctica revelada en las protestas numerosas de religiosos, de españoles bien intencionados, y de los mismos caciques, y no a la teoría del gobierno español que fue muy distinta. También el lector debe recordar que no todos los corregidores resultaron gamonales; hubo corregidores rectos y honrados. Pero las mismas disposiciones del gobierno dictadas para la protección de los indios, el corto plazo del nombramiento de los corregidores, por ejemplo, sirvieron para fomentar los peores abusos. El siglo XVIII en el Perú se caracteriza por una continua disminución de la población indígena y el empobrecimiento progresivo de todo el país. (4) Las condiciones descritas explican al mismo tiempo quienes tenían las posibilidades de organizar un movimiento nacional inca y por qué la idea les podía ser atractiva. Las únicas personas que podían servir de dirigentes de un movimiento de simpatías indígenas fueron los caciques, y los caciques tuvieron tantas quejas contra la práctica de la administración colonial, como cualquier pobre tributario. 2. La tradición constitucional. Para entender la ideología del movimiento nacional inca es preciso tener presente lo que sobrevivía del imperio de los incas en el siglo XVIII. Las historias de los últimos cien años dan la impresión de que el imperio se acabó totalmente en el momento de la conquista, y que después los españoles organizaron otra cosa completamente distinta que llamaron virreinato: nadie, ni indio ni español, pensó así en el siglo XVIII. El virreinato fue la continuación del imperio, de hecho y en la tradición viva de la gente. En primer lugar, el nombre "Perú" quiso decir el Imperio, o, en la terminología de la época, el Reino de los Incas. Los emperadores antiguos se denominaron "reyes del Perú", y la frase "la conquista del Perú" se refirió sin lugar a equívocos al Tahuantinsuyu. Que "Perú" no había sido el nombre indígena del imperio no era del caso; en la lengua española no tuvo otra significación. Partiendo de esta definición, el virreinato del Perú se consideró como la continuación histórica del imperio de los incas. Se agregaron al virreinato varios territorios que no habían formado parte del Tahuantinsuyu como la gobernación de Popayán, el Nuevo Reino de Granada (Bogotá) 347
y Buenos Aires, pero esto se hizo por conveniencia administrativa y los nuevos territorios no se consideraron como partes del "Perú", propiamente dicho. Así, por ejemplo, en la gobernación de Popayán en los siglos XVI y XVII se llamó "Perú" al territorio desde Tulcán para el sur, conservando el nombre con su significado original, las provincias antes señoreadas por los incas. El virrey del Perú fue el sucesor de Huayna Capac que mandó además por encargo de su soberano en varias provincias fuera de su propio dominio. (5) Los reyes de España conservaron la integridad territorial del Tahuantinsuyu hasta el año de 1717 en que se estableció el virreinato del Nuevo Reino de Granada, desmembrando del antiguo imperio el territorio de la audiencia de Quito para agregarlo a la nueva unidad administrativa. El nuevo virreinato se suprimió en 1724 para volver a establecerse definitivamente; en 1739. El raonarca que decretó este desmembramiento fue Felipe V, el primer rey de la casa de Borbón, el mismo que suprimió la constitución de Cataluña en 1707. El y sus sucesores tuvieron especial empeño en la destrucción de las antiguas lealtades locales, tanto en España como en América, por la implantación de nuevas demarcaciones políticas. Los Habsburgos anteriores, más tradicionalistas, habían guardado los fueros de sus variados reinos con mucho cuidado, siempre que no tendieran a aminorar la autoridad real. Vista la utilidad de su política, los Borbones prosiguieron con el desmembramiento del Perú, creando el virreinato de Buenos Aires en 1776 e incluyendo en él la audiencia de los Charcas. Lo que nos interesa en este asunto es que la integridad territorial del Tahuantinsuyo fue respetada durante casi dos siglos de vida colonial anteriores a las "reformas" de Felipe V Las divisiones territoriales más importantes para el gobierno de la población tributaria fueron las provincias, y la mayor parte de las provincias coloniales tenían los mismos límites y aun los mismos nombres que los wamani del imperio de los incas. Cuando los conquistadores improvisaron su primer sistema administrativo, no tuvieron ni las fuerzas militares suficientes ni el conocimiento del territorio adecuado para hacer trastornos fundamentales de la demarcación política, y, probablemente, tampoco tuvieron el deseo de hacerlos. Como al mismo tiempo confirmaron la autoridad de las familias nobles que encontraron gobernando las provincias, hubo bastante oportunidad para la continuación de las lealtades y tradiciones locales establecidas bajo el régimen de los incas. Pero el gobierno español no solamente permitió la sobrevivencia en la colonia de tradiciones políticas incas; más aún, reconoció el valor de estas tradiciones como antecedentes legales para los derechos y privilegios de los caciques. Los caciques buscaron el origen de sus títulos no en el derecho peninsular, en alguna comisión del rey de España, sino en el derecho inca, en el nombramiento de algún antepasado como curaca o gobernador por Thupa Inca o Huayna Capac. Tenemos numerosos casos de pleitos del siglo XVIII sobre títulos de caciques en que ambas partes basan sus pretensiones en un árbol genealógico que demuestra su descendencia directa de un funcionario del emperador inca, y tales pruebas fueron admitidas en las cortes de justicia 348
de la colonia. (6) Los descendientes de la casa real inca también tuvieron derechos a privilegios importantes en la colonia, aunque no ejercieran cargos de caciques. Varias familias cuzqueñas del siglo XVIII llegaron al extremo de falsificar sus genealogías para reclamar los privilegios de descendientes de los emperadores incas. (7) Estos reconocimientos del derecho del régimen anterior forman el argumento más potente que podemos buscar para establecer la continuidad de tradiciones constitucionales entre la colonia y el Tahuantinsuyo. Y hay otro aspecto del asunto que debe notarse: esta continuidad afectó de una manera especial los derechos de los caciques. Los indios tributarios no tuvieron ningún interés especial en mantenerlo, y tampoco los españoles, criollos y mestizos, sujetos más bien a una legislación puramente española. Pero los caciques tuvieron forzosamente que conservar la tradición inca, porque basaron en esta tradición sus pretensiones a una posición social privilegiada. 3. La tradición cultural. ¿Cuánto quedó de la tradición cultural inca allá en el siglo XVIII? Tal vez más de lo que se sospechaba. Al evaluarlo, debemos mantener una distinción clara entre la masa de la población tributaria y la aristocracia de los caciques; ambos grupos conservaron parte de la tradición antigua, pero una parte diferente. La distinción ya existía en el imperio inca: hubo una diferencia cultural notable entre el campesino y la corte. La nobleza cultivó una religión más filosófica, se vistió de una manera más lujosa, se interesó por las artes decorativas y la epopeya de la historia imperial. En cuanto a la religión, quedaron bastantes sobrevivencias del culto antiguo entre los tributarios, sobrevivencias calificadas por los españoles como idolatrías, hechicerías o meras supersticiones, según el caso. La llamada idolatría es la tradicional adoración a las huacas. Los visitadores eclesiásticos del siglo XVIII procesaron a no pocos indígenas que confesaron practicarlo todavía, a pesar de la intensa campaña contra la idolatría del siglo anterior; el hecho de que el culto tradicional se practica todavía en muchas partes del Perú y Bolivia demuestra que la persecución del siglo XVIII tampoco acabó con este aspecto de la religión antigua. El caso de los caciques fue muy distinto. Educados por los jesuítas durante tres generaciones, salieron en muchos casos más católicos y mejores cristianos que los mismos españoles, y podemos suponer que sabían poco o nada de las prácticas paganas de sus tributarios. En estas circunstancias, la religión filosófica de la corte imperial del Cuzco desapareció completamente perdiéndose en el olvido en el curso del siglo XVII con la cristianización definitiva de la nobleza indígena. Donde se nota más la fuerza de la tradición cultural inca es en el traje. Durante los dos primeros siglos de la colonia no hubo ninguna oposición oficial al uso de los vestidos indígenas, y, en general, siguieron de moda. La nobleza india, por su asociación más constante con los españoles, sintió cierta presión social a fines del siglo XVI y principios del siglo XVII, y empezó a adoptar el tipo de traje europeo; como en el caso 349
de la religión, la nobleza resultó más influenciada que la masa de la población. En los famosos dibujos de Guaman Poma aparecen los indios ordinarios de principios del siglo XVII con el mismo traje antiguo que los de antes de la conquista, pero el lector puede medir el ascenso en la escala social por la influencia europea que aparece en los vestidos; don Melchor Carlos Inca se viste igual que cualquier corregidor español (Guaman Poma, 1936, p. 739). La obra de Guaman Poma se refiere al año de 1615, poco más o menos; de esta fecha hasta el fin del siglo XVII no tenemos más representaciones de la vestimenta de los indígenas. De los últimos años del referido siglo, en cambio, y de la primera mitad del siglo XVIII, tenemos una serie de cuadros al óleo conservados en el Museo Arqueológico del Cuzco que muestran los retratos de hombres y mujeres de la clase de los caciques con los trajes de aquella época. (8) En estos cuadros vemos una cosa sorprendente: se ha dado un paso atrás en la adopción de las modas europeas, y se muestran los nobles incas con vestidos algo más tradicionales que los que aparecen en los dibujos de Guaman Poma. En varios de los retratos de mujeres hay tanto del estilo inca en los trajes que, si no fuera por la manera de representar el paisaje que aparece al fondo, diríamos que se trataba de personajes de la época de la conquista. El renacimiento del vestido indígena que nos certifican estos cuadros es uno de los resultados del movimiento nacionalista que vamos comentando, pero lo que quiero señalar aquí es mas bien la notable autenticidad del estilo inca de los tejidos y de los trajes lucidos por los caciques del siglo XVIII y sus mujeres. La misma tradición inca, auténtica y viva, se nota en los tejidos sueltos de esta época y en los queros, o vasos de madera incrustados con laca. El quero es la obra maestra del arte inca en todos los siglos de su existencia. Ofrece el único campo para la imaginación pictórica del artista, y es el principal depositario del simbolismo nacional y de la resistencia orgullosa de la raza. Tenemos queros antiguos, anteriores a la conquista, y queros de cada uno de los siglos de la colonia; se distinguen principalmente por la presencia, en algunos, de personajes europeos que visten trajes de todas las modas de España hasta las del siglo XVIII. Sin la clave de los trajes, sería muy difícil asignar un quero determinado a tal o cual fecha, por ser el estilo artístico notablemente uniforme en todos. La tradición inca persiste no solamente en el estilo sino también en los detalles y en el simbolismo. En los queros coloniales vemos la flor del qantut usado como símbolo de la nacionalidad inca; vemos los escudos de los nobles con divisas según la eráldica indígena; notamos el toqapu, —filas de pequeños rectángulos con sencillos dibujos geométricos— que simboliza la posición social distinguida, y muchos detalles más. Y no se crea que la sobrevivencia del estilo inca en tejidos y queros es poca cosa. Estos son los medios tradicionales casi únicos para el arte decorativo de los incas. Antes de la conquista, los artistas del Cuzco no se preocuparon de esconder las líneas severas de sus construcciones con relieves o murales decorativos, ni fabricaron muebles finos, ni pintaron lienzos para las paredes, ni se empeñaron en variar la 350
decoración sencilla de su cerámica. Hicieron muy poca escultura en piedra o madera. Concentraron más bien toda su capacidad creativa en el embellecimiento de los tejidos y de los queros y en la orfebrería. Los españoles pronto echaron mano a los orfebres y les hicieron trabajar en alhajas y platería al gusto europeo, pero las tejedoras y los quero-camayos permanecieron fieles a sus tradiciones y conservaron por más de dos siglos de la colonia la mayor y mejor parte del arte inca. Es evidente que las tradiciones históricas tampoco cayeron en el olvido. Lo sabemos únicamente por fuentes indirectas, pues no conocemos ninguna crónica de la historia inca basada en un registro directo de la tradición oral que fue recopilada después de 1640. Los datos indirectos son de dos clases: Primero, tenemos algunas genealogías de caciques del siglo XVIII que incluyen referencias veraces a personas y parentescos de la pre-conquista: también aparecen referencias parecidas en algunas crónicas religiosas. En segundo lugar, tenemos descripciones de las procesiones organizadas por los caciques para ciertas fiestas especiales en que ellos mismos se vistieron de emperadores incas e hicieren representaciones dramáticas de episodios de la historia antigua. Este tipo de representaciones en sí es parte de la tradición inca, y su sobrevivencia en la colonia garantiza la conservación del recuerdo de los grandes hechos del pasado. (9) Hay, pues bastantes indicaciones de la sobrevivencia de la tradición inca hasta el siglo XVIII. Pero nótese que hemos hablado principalmente de los caciques. Para los tributarios tenemos menos datos, pero no es probable que hayan participado muy íntimamente en el cultivo del arte y de la historia o en la vida intelectual de la época en general. Únicamente vieron el lujo de los caciques, lo compararon con el lujo de los españoles, y pegaron sus simpatías al uno o al otro. Ellos conservaron sobrevivencias antiguas de otro orden: de la vida doméstica, de la medicina popular, de la organización social, etc. Con la destrucción de la clase de los caciques durante las guerras de la independencia pereció una cultura intelectual rica e interesante; lo que el pueblo había conservado se conserva en general hasta el día de hoy. 4. La influencia de Garcilaso. Cuando "El Inca" Garcilaso de la Vega publicó sus Comentarios reales en 1607 y ofreció al público una historia bastante alterada y novelesca de la dinastía inca, la obra fue muy acogida en Europa y casi no tuvo influencia en el Perú. El libro de Garcilaso es un fenómeno muy curioso, menos digno de crédito precisamente en las secciones referentes a las materias en las cuales el autor se proclama más autorizado: la historia política de los Incas, su religión, y su filología. Por el estilo fino de la composición y la atractiva personalidad del autor que se deduce de la narración, los Comentarios Reales gozaron de un éxito notable en Europa, donde pronto aparecieron traducciones a otros idiomas. Como por desgracia ninguna otra historia de los incas más o menos extensa llegó a publicarse en aquella época, no hubo quién contradijera a Garcilaso, y éste llegó a ser en Europa la principal autoridad para todo lo relativo a los incas. Las obras históricas de Cieza de León, Cobo, Betanzos, Sarmiento de Gamboa. Cabello Balboa, etc. permanecieron inéditas hasta el siglo XIX. En el Perú, donde la 351
tradición indígena tuvo todavía mucha fuerza cuando el libro de Garcilaso llegó de España, casi no se hizo caso de las versiones del escritor mestizo. No se nota su influencia en las crónicas posteriores de Pachacuti, Guaman Poma, Murúa y Ramos Gavilán, y la obra del P. Cobo, terminada por el año de 1653, le debe muy poco en lo tocante a la historia y costumbres de los incas. Todos los autores citados recogieron parte de sus datos a primera mano y representan diferentes facetas de la tradición indígena, ya un poco fantástica en los casos de Guaman Poma y Murúa. Los cronistas que citan mucho a Garcilaso en el siglo XVII son mas bien los que no tuvieron acceso directo a la tradición indígena y tomaron todos sus datos sobre la historia inca de otros libros, como los de los padres Calancha —me refiero solamente a su resumen de la historia inca anterior a la conquista— y Vásquez de Espinoza. No es ésta la ocasión apropiada para discutir en detalle la veracidad de Garcilaso, ni hay necesidad de hacerlo para el argumento de este ensayo. Es suficiente para nuestros fines constatar que la versión de Garcilaso difiere en numerosos detalles de todas las crónicas anteriores. Muchos de los detalles tienen escasa importancia histórica, pero son interesantes porque nos permiten reconocer la influencia de Garcilaso en escritores posteriores aún cuando la influencia es indirecta o cuando el autor no cita sus fuentes. Especialmente útiles para este fin son los puntos siguientes: 1. Garcilaso es el primero que llama Pachacutec al noveno emperador inca. Todos los autores anteriores a él, y los posteriores que no han sentido su influencia, escriben Pachacuti. 2. Igualmente, Garcilaso es el primero que escribe Tupac para el nombre real; todos los autores anteriores ponen Topa o Tupa. (10) Se ve por el magnífico diccionario de Diego González Holguín (1608) que las formas originales en la lengua de los incas son Pachakuti (cataclismo), y Thupa (real). Habiendo olvidado el significado de estas palabras, Garcilaso las cambió por dos invenciones suyas: Pacha-kuteq (el que trastorna el mundo), y Tupaq, que traduce por "el que resplandece" aunque no hay ningún verbo tupay con el sentido de "resplandecer". (11) 3. En la lista de emperadores que nos ofrece Garcilaso aparece un soberano nuevo entre Pachacuti y Thupa Inca con el nombre de Inca Yupanqui. Según los cronistas anteriores y según las genealogías conservadas por los descendientes de la casa real en el Cuzco, Inca Yupanqui no es sino otro nombre de Pachacuti, y Thupa Inca es el hijo y sucesor de éste. (12) En 1723 apareció una segunda edición de los Comentarios reales, publicada en Madrid bajo la dirección de don Andrés González de Barcia Carballido y Zúñiga (16731743). El señor Barcia hizo un gran servicio a los estudios americanos publicando nuevas ediciones de las crónicas más conocidas en los años 1722 a 1749, en parte, bajo su propio nombre, y, en parte, bajo el seudónimo de Gabriel de Cárdenas y Cano. Su edición de los Comentarios de Garcilaso salió en el mismo año en que publicó la Monarquía Indiana de Torquemada. La Florida del Inca del mismo Garcilaso, y un 352
Ensayo cronológico para la historia de la Florida que fué un trabajo propio de Barcia. Los Comentarios aparecieron con un "Prólogo a esta segunda edición de don Gabriel de Cárdenas" (pp. [ix-xxxii]) en que Barcia establece la falsedad de la afirmación del P. Honorio Philopono que Colón había descubierto el Perú en 1494 (!), resume los datos que trae Calancha sobre las actividades del Inca Titu Cusi Yupanqui, y menciona, de paso y con cierta ironía, que Gualtero Raleg (Sir Walter Raleigh), en su relación del viaje a la Guayana, cuenta una profecía según la cual el imperio de los incas sería restaurado por gente que viniese de un país llamado Inglaterra. La dedicatoria de la edición es "al católico y poderosísimo monarca, don Felipe V, rei de las Españas." Es más que probable que no hubo indio tributario en todo el virreinato del Perú capaz de leer el castellano de Garcilaso, mucho menos el latín de la profecía, presentada por Barcia en la traducción de esta lengua de Theodor de Bry. En cambio, los caciques, con su buena educación jesuíta, leyeron todos el castellano y también varios de ellos el latín. La nueva edición de Garcilaso les llegó en un momento en que ya comenzaron a pensar de sus responsabilidades como representantes de la comunidad indígena, y les cayó como un rayo del cielo. Es casi imposible para nosotros imaginar el efecto que tuvo este modesto libro. En primer lugar, el retrato idealizado que Garcilaso ofrece de la cultura inca, con sus exageraciones del parecido entre ésta y la cultura romana, cuadró perfectamente con las ideas de la nobleza indígena. Garcilaso es, hasta cierto punto, el prototipo del cacique del siglo XVIII; mestizo de sangre real, como muchos de los caciques, como ellos se había criado entre indios, alcanzando una educación española, y quedado en España sintiéndose un puente intelectual entre dos mundos, orgulloso de su calidad de miembro de ambos. No menos importante fue el hecho de ser la obra de Garcilaso un libro impreso en España sobre historia inca y un libro alabado y buscado por los intelectuales europeos; este hecho dio dignidad e importancia al mismo nombre de inca en el Perú de la época. Verdad que la historia de Garcilaso se apartó en numerosos puntos de la tradición oral todavía conservada, y ha debido haber debates muy animados entre los nobles sobre estos puntos. Pero ¿quién podía dudar de la autoridad de un libro famoso escrito por un pariente con igual acceso a la tradición y siglo y medio anterior? Los Tomases concluyeron que la tradición misma había debido corromperse, y se conformaron, poniéndose a corregirlo siguiendo las indicaciones del hijo de Chimpu Ocllo. Ya en 1750 un nacionalista exaltado firma: "Herm. Calixto de Sn. Jph. Tupac Inga" y se llama "desdenciente del undécimo Rey Inca, llamado Túpac Inga Yupanqui", estilo que implica que acepta la inclusión de un rey Inca Yupanqui un décimo lugar. (13) Que la lucha de tradiciones no se resolvió del todo, notamos examinando los documentos del siglo XVIII que hablan del rebelde José Gabriel Thupa Amaro: en algunos de ellos encontramos "Tupa Amaro"; la forma antigua; en otros "Tupac Amaru", la forma consignada por Garcilaso. Cualquiera edición de Garcilaso hubiera producido una sensación en el Perú 353
del siglo XVIII; cuanto más una edición consignando, aún en el prólogo, una profecía de la restauración del imperio de los incas. Como ya hemos notado, el señor Barcia había encontrado la profecía en una colección de viajes publicada en latín por Theodor de Bry. Aparece en la relación hecha por Sir Walter Raleigh de su viaje a la Guayana, relación escrita originalmente en inglés. El texto de Barcia dice así: (hablando del suplicio del primer Thupa Amaro)... "acabó en él, la Línea Recta de Huaina-Capac, para evitar el Trabajo de restituir sus Descendientes, en el Trono, como creió simplemente Gualtero Raleg, en la Relación de su Viage, á Guiana" (fol. 97. part. 8; de la América, de Theodoro Bry) & Deum ego Testor, mihi á D. Antonio de Berreo affirmatum. quemadmodum, etiam ab alijs cognovi, quod in praecipuo ipsorum. Templo inter alia Vaticinia, quae de amisione Regni loquuntur: hoc enim sit, quo dicitur fore, vt INGAE; sive Imperatores, & Reges Peruviae, ab aliquo Populo, qui ex Regione quadam. quo Inclaterra vocetur, in Regnum suum rursus introducantur. (14) Traduciendo este latín a romance, sale: "Y llamo a Dios por testigo que don Antonio de Berreo me afirmó una cosa que supe también de otros, que en su templo principal había, entre otras profecías que hablaban de la pérdida del reino, una diciendo que los Ingas, o emperadores y reyes del Perú, serían restaurados por un pueblo procedente de la región llamada Inglaterra". "Berreo" es una equivocación de Raleigh por "Berrío"; se trata de don Antonio de Berrío, gobernador de la isla de la Trinidad, casado con la sobrina del adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada, el conquistador de los Chibchas. Don Antonio no conoció personalmente el Perú; pasó de España al Nuevo Reino de Granada y de allí a la Guayana para continuar el programa de los Quesada de buscar el soñado Dorado en las vertientes del Orinoco. Raleigh y Berrío se entendieron perfectamente; ambos alimentaron su credulidad con su romanticismo, se convencieron uno al otro, y acabaron creyendo que algún hijo de Huayna Capac había logrado escapar de los españoles para restablecer la autoridad de los incas en la ciudad fabulosa de Manoa. Es muy probable, como Raleigh dice, que el cuento de la profecía le fue contado por Berrío; pero el mismo Raleigh fue capaz de inventarlo, o a lo menos, alterarlo hasta hacerlo concordar con su fantasía. Viene muy a propósito en la relación de Raleigh, pues este caballero quijotesco escribió su tratado de la Guayana para convencer a la reina Isabel de Inglaterra que debía emprender la conquista del Perú por la vía de Manoa. En el Perú del siglo XVIII no abundaron ejemplares originales de las obras de Bry y de Raleigh y los lectores de la nueva edición de Garcilaso no tuvieron oportunidad de darse cuenta del carácter fantástico de la relación de la cual esta profecía formó parte. Y al fin de cuentas, una profecía es aceptada porque se quiere aceptarlas no tanto por el carácter del profeta. Esta profecía coincidió muy bien con la situación política de la época; Inglaterra fue el enemigo capital de España durante casi todo el siglo XVIII y hubo guerra declarada entre los dos países en 1701-1713, 1718-1720, 1727-1729, 1739-1741, 1762354
1763, 1779-1783, y 1796-1800. En el curso de estas contiendas hubo un solo ataque directo de los ingleses al Perú —el viaje del comodoro Anson; saqueo de Paita, noviembre de 1741—, pero no faltaron proyectos de otros ataques más serios y circularon rumores alarmantes con mucha frecuencia en el Perú. No se les escapó, ni a las autoridades, ni a los caciques que pensaron sublevarse, el posible efecto de un desembarque inglés aún en escala pequeña. Así se explica cómo un libro viejo de historia y antigüedades podía jugar en el Perú el papel de un panfleto sedicioso. Su influencia en el movimiento nacionalista fue tal que en 1782, con motivo de la rebelión de Thupa Amaro, el rey mandó a los virreyes reservadamente recogiesen los ejemplares de los Comentarios reales existentes en América, "aunque sea haciendo comprar los exempláres de estas Obras pr. terceras Personas de toda confianza y secreto, y pagándolos de la Rl. Hacienda, pues tanto importa el que llegue a verificarse su recogimiento, para qe. queden esos Naturales sin este motivo mas de vivificar sus malas costumbres con semejantes documentos". (15) 5. El programa del movimiento nacionalista. Para entender el programa de los nacionalistas es preciso tener en cuenta que los caciques y sus parientes, los organizadores del movimiento, formaron una parte importante de la administración española, y que habían aprendido lo que sabían de la teoría política por su participación en ésta. Naturalmente, al pensar en cambios revolucionarios, no dejaron de guiarse por la experiencia inmediata. Los más moderados buscaron una reforma del virreinato que acabaría con los abusos del sistema vigente sin destruirlo, que darían más oportunidades para el desarrollo de la tradición cultural dentro de la comunidad de indios, y que ofrecería más responsabilidad y poderes a los caciques. Estos moderados querían, como los reformadores criollos de la época, quedarse leales a Su Magestad de España. Echaron la culpa por los sufrimientos de los indios no al rey y al Consejo de Indias sino al hecho patente de que la legislación benévola de la corona no se cumplía en América, argumentando que si hubiera cómo informar al rey de la verdadera situación del Perú, el mismo monarca sería el primero en implantar reformas. Los nacionalistas más radicales creyeron que la reforma se conseguiría solamente por la fuerza, y aprendieron pronto que al tomar las armas no les quedaría más esperanza que la independencia completa, pues el gobierno español no trataría con rebeldes. En las rebeliones indígenas del siglo XVIII vemos, entonces, una serie de tentativas de restaurar la dinastía de los incas. Pero el estado inca independiente que los rebeldes propusieron, no habría sido una simple reconstrucción del imperio de Huayna Capac; habría sido una monarquía al modelo del gobierno español pero con dirigentes indígenas. Seguramente habrían tomado en cuenta el estado ideal que pinta Garcilaso al tratar de reformar la administración y habrían usado muchos símbolos y títulos antiguos, pero sin destruir por completo las instituciones coloniales. Estas actitudes aparecen claramente en la organización de los ejércitos incas durante la sublevación de 1780 y en las proclamas y demás correspondencia de José Gabriel Thupa Amaro. Como católicos fervorosos, los caciques tampoco quisieron destruir la iglesia. Al contrario, pidieron más participación para los indios en sus labores: nombramiento de 355
indios como curas y obispos, el derecho de calificarse para todos los oficios y dignidades de las órdenes religiosas, y, en una palabra, la formación de una iglesia católica inca correspondiente a la iglesia católica española. Como explica el virrey Conde de Superunda en su carta al rey, de 24 de septiembre de 1750: "Principalmente se exasperan de no ser admitidos al sacerdocio en las Religiones y a todas las dignidades eclesiásticas, oficios y gobiernos seculares, que se proveen en los españoles..." (Loayza, ed., 1942, p. 163). Aún en los episodios más sangrientos de las rebeliones, los indios respetaron las iglesias y a las personas de los sacerdotes y su respeto a éstos llegó a tal punto que les brindó varias oportunidades —generalmente aprovechadas— para traicionar la causa indígena. En los demás aspectos de la cultura, los nacionalistas tampoco quisieron rechazar todo lo que habían aprendido de los españoles en los dos siglos del coloniaje. No propusieron en ningún momento una vuelta completa a la situación cultural de 1532, vuelta por demás imposible. Quisieron constituir un gobierno y una sociedad organizados en beneficio del elemento indígena y guiados por la tradición de los incas, con los cuales les sería posible cultivar su propia lengua y desarrollar su cultura sin presiones directas de los Europeos. La cultura francesa de hoy no es la cultura francesa de 1750, pero no por esto dejamos de llamarla francesa; así mismo, un inca a caballo con un sombrero de tres picos no deja de ser un inca. Los incas no lograron ganar su independencia, y por esto no sabemos cuál hubiera sido su política al ganarlo, más que en los términos generales ya indicados. Los radicales no necesitaron más programa que la independencia, una vez que apelaron a las armas; lo demás dependería de las fortunas de la guerra. Pero los moderados sí tuvieron que formular un programa, para tratar de presentarlo a las autoridades españolas, y tenemos varias de sus peticiones consignándolo. Los puntos principales del programa son estos: 1. Nombramiento de indios a posiciones de responsabilidad en la administración del país. 2. El derecho de ir a España para pedir justicia al rey sin la necesidad de conseguir el permiso de las mismas autoridades locales contra quienes quisieron quejarse. 3. Acceso a las dignidades eclesiásticas. 4. Más educación para indios. 5. Abolición de la mita de Potosí. 6. Abolición del reparto de efectos. (16) Hasta aquí hemos hablado de los fines del movimiento inca; cabe señalar también cuáles fueron los medios usados para acrecentar el fervor nacionalista. Estos medios aparecen con más claridad en las medidas propuestas por el gobierno español para la supresión del movimiento después de la derrota de los sublevados de 1780. En la segunda parte de su sentencia contra José Gabriel Thupa Amaro, el visitador Areche vuelve su atención "a la ilusa nación de los indios", constatando que propone recomendar al rey que reserve a su propia persona la facultad de recibir y confirmar informaciones 356
sobre descendencia "de los antiguos reyes de su gentilidad"; declara suprimidos los cacicazgos implicados en la rebelión y abolido el carácter hereditario de los demás; prohibe el uso de los trajes antiguos y de la maskapaycha o corona inca; ordena se recojan los retratos de los emperadores incas, "en que abundan con extremo las casas de los indios que se tienen por nobles, para sostener o jactarse de su descendencia". Prosigue: “También celarán los Ministros corregidores, que no se representen en ningún pueblo de sus respectivas provincias comedias, u otras funciones públicas, de las que suelen usar los indios para memoria de sus dichos antiguos Incas... Del propio modo se prohiben y quitan las trompetas o clarines que usan los indios en sus funciones, a las que llaman pututos, y son unos caracoles marinos de un sonido extraño y lúgubre; con que enuncian el duelo, y lamentable memoria que hacen de su antigüedad; y también el que usen y traigan vestidos negros en señal de luto, que arrastran en algunas provincias, como recuerdos de sus difuntos monarcas, y del día o tiempo de la conquista, que ellos tienen por fatal, y nosotros por feliz.... Con el mismo objeto, se prohibe absolutamente el que los indios se firmen Incas como que es un dictado que le toma cualquiera, pero que hace infinita impresión en los de su clase..." Manda finalmente a los curas que se preocupen de instruir a sus feligreses, para que dentro del término de cuatro años, todos aprendan a hablar bien el castellano, con el fin de borrar así la distinción lingüística entre incas y españoles. (17) Naturalmente, la mayor parte de estas disposiciones resultaron imposibles de ejecutar; lo que nos interesa aquí es la luz que echan sobre los símbolos y la política del nacionalismo inca. La prohibición de representar comedias se refiere a las piezas dramáticas sobre temas históricos y escritas en la lengua de los incas. La única pieza con estas características cuyo texto ha sido publicado es el famoso drama Ollantay, que efectivamente fue representado en la fase preparativa de la rebelión de 1780. La trama de Ollantay se basa en tradiciones y leyendas que remontan a la época de la conquista, pero su expresión y arreglo para el teatro son obra del Dr. Antonio Valdez, un sacerdote que fue amigo de José Gabriel Thupa Amaro y adicto al movimiento nacionalista, aunque permaneció leal al gobierno en la rebelión. (18) Aunque nos faltan referencias específicas a otras piezas dramáticas asociadas con el movimiento nacionalista, es más que probable que hubo varias. Pacheco Zegarra (1878, p. 1, xxxix) menciona los nombres de varias piezas en lengua inca de las cuales se conocían copias a mediados del siglo XIX, entre ellas La muerte de Atahuallpa, Huáscar Inca y Titu Cusí Yupanqui. No sería raro que algunas de estas tuvieran su origen en el movimiento nacionalista del siglo anterior. 6. La cronología del movimiento. La escasa documentación publicada sobre las campañas pacíficas y las sublevaciones de los nacionalistas durante el siglo XVIII, no nos permite ofrecer una historia completa del movimiento en las circunstancias actuales. Lo que sí podemos hacer es señalar algunos nombres y algunas fechas para guía de las futuras investigaciones. Para muchas fases importantes del movimiento. 357
nuestro relato depende de dos o tres referencias casuales enterradas en documentos sobre otras materias: lo que tenemos no es más que una garantía de la existencia de más datos en los archivos. Los acontecimientos se presentan con cierta regularidad, observándose un ciclo de descontento general, reuniones y correspondencia entre caciques, gestiones pacíficas ante las autoridades del virreinato y en Madrid, fracaso de éstas ante la resistencia monolítica del gobierno, una o varias conspiraciones, sublevación desesperada, y sofocación sangrienta del movimiento, que sin embargo renace después de algunos años de sufrimiento. Este ciclo se repitió a lo menos cuatro veces entre 1720 y 1820, con rebeliones en los años de 1737,1750,1780 y 1814, para no nombrar sino las más serias. Hubo también docenas de casos de asesinatos de corregidores, generalmente motivados por repartos excesivos, que no corresponden a ningún plan general, y dos rebeliones (1742 y 1749) de inspiración inca en la ceja de la montaña. Excluimos de la lista numerosos motines de los elementos criollos y mestizos, dirigidos contra nuevos impuestos o empadronamientos. El primer ciclo revolucionario es el menos conocido de todos. Encontramos sus huellas primero en la persona de Vicente Mora Chimo Capac, cacique de cuatro pueblos en el valle de Chicama, y por su apellido descendiente de los reyes de Chimor. Don Vicente consiguió un permiso del virrey para ir a España y quejarse allí de abusos cometidos por el visitador de tierras, don Pedro de Alsamora (sic). Llegó a la península el año de 1721 y se puso inmediatamente a escribir y hacer imprimir memoriales sobre los agravios de los indios del Perú en general. El primero de estos memoriales fue publicado en 1722; hay otros de 1724, 1729, y 1732. Entre 1724 y 1729, don Vicente recibió poderes y comisiones de otros caciques principales del Perú para gestionar reformas en nombre de todos, y en los dos últimos folletos se representa como procurador y diputado general de los indios. Es evidente que a lo menos un grupo de caciques había llegado a un acuerdo para aprovechar la presencia en Madrid de uno de sus colegas que había logrado el raro y codiciado privilegio de pasar el Atlántico. Sería sumamente interesante averiguar si las gestiones de don Vicente tuvieron algún efecto, y cuál fue la suerte personal de este representante del movimiento nacionalista. Deben existir documentos sobre él tanto en el Perú como en España. (19) En 1736 se imprimió en Madrid una representación al rey de los indígenas de Paita que empieza así: "Señor. Los Caciques, y Común de Indios de Payta, y Colán. Repartimiento de la Ciudad de Piura, en el Reyno del Perú de V. Mag. dicen: Que siendo tantas, y tan repetidas las vexaciones, que experimentan en la exacción de los Tributos, les han puesto, y ponen en la mayor, y mas lamentable ruina, de verse precisados a ausentarse de aquel País, al no darse por V Mag. las providencias que contengan, reformen, y refrenen los escessos, y ambiciones con que se procede a la exacción, en el modo, y en la cuota". (20) Las rebeliones del primer ciclo empiezan con una conspiración en gran escala de los caciques del sur del Perú actual, movimiento descubierto y sofocado antes de 358
estallar el levantamiento general. Su jefe principal parece haber sido el cacique Andrés Ignacio Cacma Condori de Azángaro y su fecha fue el año de 1737. Las autoridades españolas hallaron 17 provincias implicadas en esta conspiración, y acusaron a don José Orco Huaranca, cacique de la parroquia de San Blas en el Cuzco, de estar en correspondencia con Cacma Condori. El plan de los caciques fracasó por la pronta intervención de las autoridades al principiar la violencia en Azángaro en noviembre de 1737. Se recogió una derrama entre los mercaderes y oficiales del Cuzco para mandar algunas compañías de soldados y un juez a pacificar a los sediciosos, y se destinó el día 30 de diciembre para el ataque a los indios de Azángaro. Las fuerzas españolas volvieron victoriosas al Cuzco en enero de 1738 trayendo 39 indios presos, después de haber distribuido a los obrajes a otros 89. (21) Muy poco después (1738-39) hubo otra conjuración en la villa de Oruro, encabezada por un mestizo llamado Juan Velez de Córdova, quien se dijo ser descendiente de los emperadores incas y proclamó la restauración del imperio a los indios de la región. El movimiento fue traicionado por un Bernardo de Ojeda, y el corregidor de Oruro prendió a Eugenio de Pachamira, Miguel de Castro, Nicolás de Encinas y Carlos Pérez como cómplices de Velez de Córdova. Todos éstos, más un mensajero de los revolucionarios, fueron condenados a muerte, y hubo también varios desterrados. Las pesquizas de las autoridades no descubrieron conexiones con otras provincias, pero parece que la situación en Oruro fue bastante seria. La villa permaneció algo inquieta hasta el año de 1745. (22) La famosa rebelión de Juan Santos en la montaña de Tarma en 1742 no se relaciona directamente con el ciclo de gestiones y sublevaciones que hemos definido. Parece que fué una tentativa personal de su jefe, y no parte de un acuerdo entre caciques. Sin embargo, tuvo bastante éxito y no poca influencia en el desarrollo del movimiento nacionalista. Juan Santos fue uno de los hombres más notables de su época. Después de haber estudiado con los jesuítas en el Cuzco y entusiasmado por los ideales del naciente movimiento nacionalista, se fue a las misiones franciscanas al este de Tarma y se convirtió en revolucionario a la edad de treinta años, sublevando a los Amueshas y otras tribus de la región montañosa y proclamando la restauración del imperio de los incas. Juan Santos se presenta aún a través de la propaganda enemiga, como un personaje tan hábil como dedicado. Poseyó cuatro idiomas: inca, español, latín y campa. Se dijo ser heredero legítimo de los emperadores incas, llamándose "Atahuallpa" o "Huayna Capac" y agregando el título de Apu Inca, con que se presentó a los guerreros de la selva como una figura nacida de sus leyendas y el profeta de su libertad. En breve tiempo tomó y destruyó 27 misiones franciscanas y convirtió la antigua región misionera en una base de operaciones para la invasión de la sierra. El gobierno español tomó prontas y enérgicas medidas para reforzar las guarniciones de la zona serrana frente al territorio libertado, desde Huánuco hasta Huanta. Según la propaganda oficial, el asunto de Juan Santos careció de importancia, pero es evidente que todos los oficiales reales, desde el monarca para abajo, lo tomaron 359
muy en serio, y con razón. Habiendo fracasado las primeras expediciones en contra del rebelde, el rey nombró en 1745 a un nuevo virrey, José Manso de Velasco, después creado Conde de Superunda, escogiéndole porque su experiencia como Capitán General de Chile le calificó para mandar el virreinato en momentos de crisis militar. Por los esfuerzos vigorosos del gobierno, Juan Santos nunca logró su plan de levantar a la población indígena de la sierra, pero en cambio los españoles tampoco lograron recuperar la región misionera o destruir al rebelde. Con su ejército de guerreros selváticos, con la ayuda de algunos indios refugiados de la sierra, todos armados principalmente de los despojos de las misiones, Juan Santos destruyó todas las fuerzas pequeñas mandadas para capturarle y eludió a las grandes, retirándose más adentro en la selva hasta que se les acabaron los víveres a los invasores. Hasta el día en que cayó asesinado por un hombre de su propio séquito en 1761, nunca fué vencido por las tropas del virrey. El momento culminante de la rebelión ocurrió en 1752, año en que Juan Santos ensayó una invasión de la sierra y tomó las poblaciones indígenas de Andamarca y Acobamba en el valle del San Fernando. La movilización de las fuerzas españolas fue extraordinariamente rápida en esta ocasión, imposibilitando la sublevación general de la población serrana que Juan Santos esperaba, y el caudillo inca abandonó su posición sin esperar el ataque y se retiró otra vez al santuario de la montaña. (23) Hubo otra rebelión, de la que no sabemos casi nada, que estalló en 1749 entre los indios machiguengas de las misiones de Quillabamba: parece haber sido inspirada por el éxito del movimiento de Juan Santos, aunque probablemente no tiene conexiones directas con este. El organizador de la sublevación de Quillabamba fue un indio del Cuzco llamado Pablo Chapi quien adoptó el nombre o título de Huayna Capac. (24) En medio de las alarmas ocasionadas por los golpes armados de Juan Santos y Pablo Chapi, los caciques incas residentes en Lima se reunieron en forma privada para ponderar sus responsabilidades. Siempre activos desde el tiempo de Vicente Mora Chimo Capac, habían tomado una parte muy lucida en las procesiones de la proclama del rey Fernando VI en 1748, reforzando su fervor nacionalista con las representaciones públicas de las glorias de sus antepasados. Fue probablemente en esta ocasión que algunos de ellos empezaron a hablar seriamente de la necesidad de una revolución, y esta idea ganó partidarios rápidamente. Hubo diversidad de pareceres sobre la mejor forma de organizar la restauración del imperio en el caso de alcanzar la independencia, pero los conjurados llegaron a un acuerdo para postergar la solución a este problema hasta después del comienzo de hostilidades, poniéndose mientras tanto bajo las órdenes de un consejo de 12 principales. La causa indígena tuvo en aquel tiempo varios simpatizantes en la orden franciscana, principalmente el P. Pasante Presentado Predicador General Fr. Antonio Garro, lector de idioma índico en el convento franciscano de 1740 a 1750 o 1751, y Fray Calixto de San José Tupac Inca, un donado de la orden desde 1727, quién descendió por la línea materna del emperador Thupa Inca Yupanqui y fue reconocido como pariente 360
por los caciques de sangre real. Estos dos, y probablemente otros amigos de los caciques, trataron de disuadirles de la violencia, urgiendo más gestiones ante las autoridades españolas para conseguir por medios pacíficos las principales reformas exigidas por los nacionalistas. Aunque en la perspectiva de la historia tal actitud nos parezca bastante inocente, hay que recordar que los partidarios de la violencia tampoco tuvieron seguridad alguna del éxito de su programa. Además, al recomendar las gestiones pacíficas, los dos franciscanos no pensaron limitarse a los medios legales, y sus procedimientos fueron muy poco menos sediciosos que los de los conjurados. Fr. Antonio y Fr. Calixto creyeron que los abusos se debían solamente a las autoridades locales, quienes no habían informado suficientemente a sus superiores del estado del país, y que las nuevas gestiones debían hacerse en Europa, donde al saber las condiciones verdaderas, las autoridades se dedicarían inmediatamente a remediarlas. Su plan fue de escribir memoriales para el rey de España y para el Papa, llevarlos a Europa de contrabando, y entregarlos allí directamente a los destinatarios, burlando para tal fin toda una serie de ordenanzas reales sobre censura, viajes y demás restricciones. Fray Calixto redactó el memorial al rey, consultando con los caciques para que el texto represente bien su punto de vista. Este memorial lleva el título: Representación verdadera y exclamación rendida, y lamentable, que toda la Nación Indiana hace a la Majestad del Señor Rey de las Españas, y Emperador de las Indias, el Señor D. Fernando el VI. pidiendo los atienda, y remedie, sacándolos del afrentoso vituperio, y oprobrio en que están mas ha de ducientos años. Fue impreso en Lima clandestinamente en 1748 o muy poco después. (25) El memorial para el Papa fue obra del P. Garro y se escribió en latín con el título: Planctus Indorum Christianorum in América Peruntina. Seu vae lacrimabile, lamentabilis Luctus, atque vlulatus, multusque Ploratus ab imo corde. Fue terminado en la primera mitad de 1750 e impreso en Lima, también clandestinamente. (26) ¿Por qué se publicaron estos dos memoriales en Lima?. Se me ocurren dos motivos probables. En primer lugar, sus autores quisieron informar a los nacionalistas sobre las gestiones que estaban haciendo: en segundo lugar, posiblemente pensaron que sus escritos pudieran influenciar también a los administradores locales en favor de la reforma. De todos modos, la publicación de los memoriales no fue sino un producto accesorio de su fin principal, el reclamo ante las autoridades europeas. Según el plan de los franciscanos, alguien tendría que llevar los memoriales a Europa y entregarlos personalmente, y fue Fray Calixto quién se encargó de tan peligrosa hazaña. La salida más fácil para los pasajeros de contrabando fue por Buenos Aires, y el mensajero inca debía entonces dirigirse al interior. Tuvo su oportunidad en 1749 cuando le mandaron al Cuzco para predicar en las misiones de Quillabamba con su amigo Fr. Isidoro de Cala y Ortega. Fr. Isidoro resolvió acompañarle hasta España, y los dos peregrinos se prestaron un poco de plata y salieron del Cuzco para Buenos Aires el 25 de septiembre. De Buenos Aires pasaron a la Colonia, de la Colonia a Río 361
de Janeiro, y de Río de Janeiro a Lisboa, donde llegaron el 29 de julio de 1750. Quisieron seguir para Roma para entregar al Papa el memorial del P, Garro, pero les faltó dinero para el viaje y resolvieron confiar el memorial a un banquero que iba a Roma, con una petición del P. Cala, también escrita en latín. Los mensajeros prosiguieron a Madrid para hacer la entrega del otro memorial, llegando el 22 de agosto: el próximo día esperaron la salida del rey en su carroza y metieron sus pliegos por la ventana en las manos de Su Magestad. El memorial de Fray Calixto, tan osadamente entregado al soberano, es uno de los documentos más importantes del movimiento nacionalista, y contiene la mejor explicación del programa de los moderados que buscaron la reforma dentro del sistema colonial. Impresionó notablemente al rey y a sus consejeros, pero entre papeleo y papeleo y los conceptos de los señores del Consejo de Indias, no produjo efecto positivo alguno. Pero al autor le perdonaron sus actividades ilegales y pudo volver al Perú en 1756. Allí reanudó sus amistades con los caciques de Lima, o mejor dicho con los sobrevivientes de las sublevaciones del año de 1750. El virrey le consideró como un tipo peligroso, como verdaderamente lo fue, tachándole de haber ayudado con su propaganda a fomentar la rebelión pasada. Fue puesto recluso inmediatamente y enviado a España en partida de registro en 1759. Durante el primer viaje a España de Fray Calixto, los caciques de Lima maduraron su conjuración cuya etapa violenta debía empezar en 1750. Desgraciadamente para ellos, el plan fue denunciado al virrey antes de entrar en efecto, y los españoles lograron poner preso a la mayor parte de los dirigentes a fines de junio. Seis de ellos murieron ahorcados el 22 de julio como ejemplo para la población indígena. La forma de la denuncia no carece de interés histórico. El mismo virrey lo cuenta en las siguientes palabras: "El día 21 de Junio del presente año, me pidió reservada audiencia un Religioso, quién me previno con misterioso recato, pusiere particular cuidado en el resguardo de mi persona, que corría peligro, porque se le había revelado, bajo del sigilo de la confesión, que se trataba de acometer el Palacio y forzar las guardas a la media noche, apoderarse de la sala de armas, y dar muerte a los ministros de Vuestra Majestad y personas principales, y levantarse con esta Ciudad, como capital del Reino; en que solicitaban restablecer su antiguo Imperio los indios autores de la conspiración". Es decir, el anónimo religioso puso su lealtad civil al régimen español encima de las obligaciones del "sigilo de la confesión". Aquí tropezamos con uno de los factores constantes de la vida colonial: la iglesia fue identificada con el estado hasta tal punto que la política civil se hizo el factor principal determinante en las actuaciones del clero. Fue para mantener la situación que hizo posible la denuncia de 1750, que se les prohibió a los indios el acceso a todas las dignidades eclesiásticas, y ésta situación explica la importancia de esta prohibición en las quejas de los nacionalistas. (27) A los tres días de las ejecuciones en Lima, uno de los conjurados que había 362
logrado escapar, Francisco Inca, reunió una fuerza de indios y tomó por asalto la población de Huarochirí, al este de Lima, llamando a los indígenas a sublevación general. Por varios motivos, los habitantes de algunos pueblos vecinos quedaron leales al gobierno y la tentativa revolucionaria fracasó, terminando con otra serie de ejecuciones. Se sintieron ecos de este conato en los valles de Lambayeque y Saña. Las rebeliones del año 1750 finalizaron el segundo ciclo revolucionario, que fue seguido por treinta años de paz relativa, puntuada solamente por motines locales contra tal o cual corregidor. Pero como el gobierno no hizo nada efectivo para corregir los abusos administrativos ni para satisfacer las ambiciones de los caciques nacionalistas, un tercer ciclo empezó a formarse con más correspondencia entre los caciques y más gestiones pacíficas ante las autoridades. Este ciclo culminó con la famosa rebelión de José Gabriel Thupa Amaro de 178082 que tuvo como último reflejo el levantamiento de Felipe Velasco Thupa Inca Yupanqui en Huarochirí en 1783. La fase preparativa del tercer ciclo ha sido poco estudiada y presenta todavía varios problemas. El primer punto que cabe aclarar es el papel de don Ventura Santelices y Blas Thupa Amaro en las gestiones ante la corte de Madrid La mayor parte de los historiadores del movimiento tupamarista cuentan que Ventura Santelices y Venero, ex-gobernador de Potosí, fue nombrado miembro del Consejo de Indias (Lewin dice que en 1762) para exponer la situación de los indios, y que murió en circunstancias sospechosas poco después; acto seguido el Consejo hizo llamar a Blas Thupa Amaro, un pariente de José Gabriel, para seguir con él la encuesta. Blas Thupa Amaro persuadió al Consejo que debía dictar algunas medidas de reforma, y murió en el barco durante su viaje de regreso al Perú, sin faltar sospechas de envenenamiento. (28) Parece que fué el Deán Funes el que publicó por primera vez, por el año de 1816, el relato que acabamos de resumir; los escritores más modernos lo toman de él, o se copian unos a otros. Funes no señala sus fuentes, pero los detalles que cuenta concuerdan exactamente con los que encontramos en un auto de Andrés Thupa Amaro, un pariente de José Gabriel que fue uno de los más sagaces continuadores de la obra de éste. El auto lleva la fecha de 1 de julio de 1781 y explica la actuación de Santelices y Blas Thupa Amaro en el curso de una representación propagandística de los antecedentes de la rebelión. En la ausencia de otra documentación sobre el asunto, parece probable que Funes se basó en una copia manuscrita de este auto u otro parecido. (29) Lewín acepta el cuento de Santelices y Blas Thupa Amaro, dudando únicamente de algunos detalles. Pero es muy probable que debemos rechazarlo integralmente como una invención de la propaganda revolucionaria. El auto de Andrés Thupa Amaro está lleno de mentiras: Andrés se llama hijo de José Gabriel, siendo hijo de una prima de éste; representa a José Gabriel, muerto el 18 de mayo de 1781, como preparando un viaje a Lima en julio del mismo año: y habla de una real cédula inexistente nombrando a José Gabriel como virrey del Perú. La historia de Santelices y Blas Thupa Amaro sirve de antecedente a esta real cédula imaginaria. He buscado en vano alguna otra referencia contemporánea a gestiones hechas por Santelices. En cuanto a Blas Thupa 363
Amaro, el único individuo de este nombre que he encontrado, es un impostor que hizo un memorial al rey, en Oruro, en 1770, presentando una genealogía falsa para establecer su calidad de descendiente del Thupa Amaro ejecutado en 1572. (30) Un segundo punto interesante es la influencia del pleito sobre genealogía puesto por José Gabriel Thupa Amaro contra los Betancur en la preparación de la rebelión de 1780. José Gabriel Thupa Amaro heredó el cacicazgo de Surimana, Pampamarca y Tungasuca en la provincia de Canas y Canchis (Tinta), y con el cacicazgo una posición social respetable pero no sobresaliente entre los demás caciques. Hubo abundancia de orgullo y egoísmo entre los caciques que les impidió combinarse contra los españoles, y si alguno de ellos iba a presentarse como caudillo de todos, tendría que mostrar mejor título que el de un cacicazgo provincial. José Gabriel Thupa Amaro poseyó el mejor título posible para tales pretensiones; su familia guardaba las informaciones legales que comprobaron su descendencia directa de una hija natural del último soberano inca independiente, el Thupa Amaro ejecutado en 1572. El primer Thupa Amaro dejó varios hijos menores de edad; de los documentos más o menos contemporáneos conocemos a un hijo, Martín, y a una hija legítima. Magdalena Mamaguaco, además de la hija natural, Juana Pilcohuaco, que se casó con el entonces cacique de Surimana. Según una probanza hecha por doña Magdalena en 1610, los hijos varones todos murieron sin sucesión. Doña Magdalena dejó una hija natural, cuya sucesión parece haberse perdido. A lo menos, nadie en el siglo XVIII reclamó sus derechos como descendiente de ella. La sucesión, entonces, recayó en los descendientes de doña Juana Pilcohuaco. (31) El derecho de los caciques de Surimana a llamarse descendientes de Thupa Amaro había sido reconocido por el virrey y por los demás descendientes de la familia real de los incas en 1715, cuando el cacique de entonces fue admitido a votar en las elecciones de alférez real de los Incas en el Cuzco. Pero no les faltaron rivales, principalmente una familia Betancur del Cuzco que guardaba una genealogía falsificada a fines del siglo XVII, según la cual, descendió también del primer Thupa Amaro. José Gabriel no podía admitir los derechos de los Betancur sin perder los suyos, porque algunas de las mismas personas aparecieron en ambas genealogías. Por consiguiente, cuando los Betancur gestionaron la confirmación de sus pretensiones ante el cabildo del Cuzco en 1776, José Gabriel Thupa Amaro objetó. El pleito fue sostenido por parte de los Betancur por un español llamado Vicente José García, casado con una muchacha de la familia pretendiente, y duró más de cuatro años, hasta estallar la rebelión, tramitándose primero en el Cuzco y después ante la real audiencia de Lima. No fue decidido por las autoridades hasta después de la muerte de José Gabriel, y entonces aceptaron el argumento de García, que ningún rebelde podía tener la razón. (32) La importancia de este pleito para el conocimiento del movimiento nacionalista inca es evidente. José Gabriel Thupa Amaro no es simplemente un mestizo que se dedica a rectificar abusos económicos y administrativos en el virreinato; quiere ser el 364
primer representante de la tradición inca y es en esta calidad que se presenta como campeón de los indígenas. Sin la existencia de una conciencia nacionalista bien desarrollada, ¿qué provecho le ofrecería un pleito costoso de cuatro años sobre detalles de genealogía? El mismo José Gabriel Thupa Amaro aprovechó un viaje a Lima que tuvo que hacer en el asunto del pleito con García, para gestionar sin éxito que los indígenas de la provincia de Canas y Canchis fuesen exonerados del servicio de la mita de Potosí. Hizo la gestión en 1777 cuando todavía le faltó la confianza para hablar en nombre de toda la nación inca, pero fue un paso muy acertado. Thupa Amaro pidió una reforma pequeña y razonable, no muy costosa para el real erario; es decir, algo posible. En caso de conseguirlo, habría gozado de un prestigio enorme entre los indios, y aún fracasada, la gestión ha debido ganarle muchos simpatizantes. (33) No tenemos por qué comentar los acontecimientos militares y políticos de la mal afortunada sublevación de 1780, por ser un capítulo bien conocido de la historia peruana. Únicamente cabe notar que su aspecto nacionalista no ha recibido la atención que merece, y esto por culpa de los mismos revolucionarios. Thupa Amaro y sus sucesores deseaban conquistar las simpatías de los mestizos y de los criollos, algo más experimentados en la técnica de la guerra que los indios, y dirigieron casi toda su propaganda a estas dos clases. No hubo la misma necesidad de hacer propaganda a los indios, y en todo caso, como pocos de los indios sabían leer, las comunicaciones destinadas a ellos han debido pasar de boca en boca sin registrarse en el papeleo de los archivos oficiales. El lector que examina los bandos y oficios de los caudillos incas, recibe entonces la impresión de que éstos tenían ante todo un programa, de quitar algunos impuestos que molestaron mucho más a los mestizos y criollos que a los indios. La revolución hubiera tenido mucho más éxito si los blancos de 1780 hubieran tomado la propaganda rebelde con la misma seriedad que los blancos de hoy. El carácter nacionalista de la rebelión reaparece en los documentos referentes a la persecución de los caudillos rendidos. Hay ante todo la famosa sentencia del visitador Areche dictada contra José Gabriel Thupa Amaro que contiene una lista de medidas en contra de los símbolos del nacionalismo inca que hemos resumido en páginas anteriores. Varias de las medidas dictadas carecían de efecto, pero la lista sirve para comprobar que el gobierno español, o a lo menos el visitador, reconoció muy bien la naturaleza del movimiento responsable de la rebelión. Subrayamos también el hecho que no fue costumbre general de los españoles condenar a los rebeldes blancos y mestizos del siglo XVIII a muertes tan inhumanas como las ejecutadas en las personas de los dirigentes indios, ni tampoco perseguir tan violentamente a sus mujeres y niños ni a sus parientes más lejanos. Estos sufrieron en su calidad de símbolos nacionalistas; Areche quiso sentenciar no a los individuos sino a una nación. Los cincuenta años entre 1780 y 1830 abarcan el período del ocaso de la dirección nacionalista con la destrucción del poder de los caciques. A pesar de la importancia de este proceso, tenemos muy pocos datos relativos a los caciques y sus 365
problemas en estos años, y apenas podemos señalar uno que otro punto interesante. 1. Siguiendo la recomendación de su visitador, el rey dictó una cédula en 28 de abril de 1783 suprimiendo los cacicazgos, pero conservando en el cargo hasta su fallecimiento a los que se habían distinguido por su fidelidad al gobierno durante la rebelión. (34) Con este decreto la mayor parte de los cacicazgos desaparecen de la historia como focos de inspiración nacionalista, 2. De los caciques conservados en su cargo por su lealtad en 1783, varios se sublevaron con Pumacahua en 1814. Con la derrota de Umachiri, el grupo de caciques influenciales fué aún más reducido. 3. La suerte del Perú estuvo en manos de San Martín al tiempo de su invasión del país en 1820-21. Existieron diversos intereses en el país con los cuales podía colaborar, y él tuvo que escoger entre ellos. Los incas tuvieron el mejor título histórico para ser considerados, por sus cien años de lucha, pero las persecuciones consiguientes a las rebeliones de 1780 y 1814 les habían dejado casi sin dirigentes. Por varios motivos que no vamos a analizar aquí, San Martín prefirió cooperar con la aristocracia limeña, y como resultado de esta decisión se produjo el espectáculo curioso de la formación de un gobierno para el Perú independiente, integrado por los mismos elementos que lo habían gobernado bajo el dominio de España. En aquel momento se perdió la causa de los incas, porque los criollos y mestizos conocieron aún mejor que los españoles el peligro que el movimiento nacionalista representaba para ellos, y cuidaron de dejarle volver a tomar su antigua importancia política. 4. Si buscamos los actos concretos que representan la destrucción final del nacionalismo inca, salen a la vista dos provisiones del nuevo régimen: el decreto de Bolívar extinguiendo los cacicazgos, dictado el 4 de julio de 1825, (35) y el establecimiento del castellano como único idioma oficial en el Perú. Así en la república se cumplió la política de los Borbones. NOTAS: (1)
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El autor es catedrático de antropología en la Universidad de California, en Berkeley, donde dicta un curso de arqueología peruana e historia de la cultura inca. En los años de 1942 y 1943 fue profesor de arqueología en la Universidad Nacional del Cuzco. Véase Esquivel y Navia. 1901, p. 94, sobre el obedecimiento del cabildo del Cuzco en 1648 a una provisión de la audiencia de Lima resumiendo la legislación vigente sobre este asunto. Colegio de Caciques, 1923: Esquivel y Navia, 1901, p. 43; Vargas Ugarte, 1941, pp. 89-90. No es necesario citar una documentación prolija para hechos tan bien conocidos como los abusos cometidos por los corregidores. El lector interesado encontrará descripciones contemporáneas excelentes en: Ciudad del Cuzco, 1872, pp. 210-238; Juan y Ulloa. 1918. tome 1. pp. 251-279; oficio de Thupa Amaro a Areche, 5 de marzo de 1781, en Lewin. 19-3. pp. 227-234. Como síntesis ponemos lo que escribió el virrey Amat en 1776 al concluir su relación de mando: "El mal tratamiento de los miserables Yndios, su desolación y exterminio, objetos son que se presentan a la vista menos reflexiba, y que nos abisan y pronostican la total ruina de esta noble y gran parte del Universo. El Comercio y violencias de los Corregidores, que puede decirse (sin que tenga lugar la ponderación), que talan a sangre y fuego estos ricos y hermosos campos, manifiesta una continuada guerra a la sociedad, conbertidos los nobles empleos de la rectitud y buen govierno en Lonjas y Tabernas de usuras e
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iniquidades, donde se vende y prostituye la Justicia públicamente por la torpe vil mano de una codicia embriagada, á quien acompaña el poder y autoridad". (Amat y Junient, 1947, pp. 820-21). Es mucha retórica, pero indica que hasta el virrey no ignoraba la condición del país. Véase por ejemplo el Resumen histórico y cuadro de retratos de soberanos que aparecen como apéndice al cuarto tomo de Juan y Ulloa, 1748. Consúltense por ejemplo los pleitos sobre el cacicazgo de Lambayeque, Vargas Ugarte, 1942. y Jauja. Temple, 1942. Sobre este asunto véase Rowe, 1951, y las referencias allí contenidas. La presentación de informaciones sobre descendencia de los emperadores incas fue prohibido en 1782 como consecuencia de la rebelión de Tupa Amaro. Torre Revello, 1940, pp. clxxxix-cxci, reproduce la provisión real. Para ilustraciones de estos cuadros su fecha y su significado, véase Rowe, 1951. Las procesiones incas más notables que se hicieron en el siglo XVIII fueron las ocasionadas por la proclama del rey Femando VI. En el Cuzco, se hizo la fiesta respectiva en septiembre de 1747. y la procesión de los incas al final de ella, el día 24: "...una mascarada muy lucida de las ocho parroquias, que cerraba con un escuadrón de más de veinte incas ricamente vestidos en su bellísimo traje con sus mascapaychas..." (Esquivel y Navia. 1901. p. 423). En Lima festejaron la proclama en los días 21 y 22 de febrero de 1748. El virrey José Manso de Velasco, Conde de Superunda, por su misma posición opuesta a las aspiraciones de los incas, dice con referencia a esta fiesta: "... hacen los indios su celebridad en cuerpo separado, y la reducen a una representación de la serie de sus antiguos Reyes, sus trajes, estilo y comitiva, cuya memoria los entristece, y no deponen algunos sin lágrimas las vestiduras e insignias de su primeros monarcas..." (Manso de Velasco, en Loayza, ed., 1942, p. 176). Véase también Loayza, ed., 1948, p. 19: Anónimo, 1748. El lector que quiera, puede verificar estas aseveraciones fácilmente. Debe tener en cuenta al hacerlo que en algunas ediciones modernas el editor ha modificado la ortografía original, haciéndola conformar a la de Garcilaso, con la convicción equivocada que las formas usadas por Garcilaso son más "correctas". Así, por ejemplo, en la edición de la segunda parte de la Crónica del Perú de Cieza de León hecha por Marcos Jiménez de la Espada, se lee "Tupac". En la malograda edición de la misma crónica dirigida por el erudito peruano Manuel González de la Rosa, se lee, como en el manuscrito y en la primera parte. "Topa". González Holguín, 1608. pp. 267 y 348 del primer vocabulario; Garcilaso, 1723, p. 167 (I, v, 28) y p. 263 (I, VIII. 1). Para referencias, consúltese Rowe. 1945. p. 267. Loayza, ed., 1948, pp, 7, 65. Garcilaso, 1723, p. [ xxxii]. Ni el texto de Barcia ni su cita corresponden a los de la edición de Bry en la biblioteca de la Universidad de California, pero las diferencias no son muy importantes. Bry dice: Et Deum ego testor, mihi a Don Anthonio de Berreo pro certo affirmatu, quemadmodum etiam ab alus cognoui, quod in precipuo ipsorum templo, Ínter alia vaticinia, quae de amissione regni loquuntur hoc etiam sit, quo dicitur fore, vt Ingas siue imperatores & Reges Perv ab aliquo populo, qui ex regione quadam, quae Inglatierra vocetur, in regnum suum rursus introducantur, a & tyrannide etq; seruitute omniu" suorum hostiu" qui nos ex sua térra eiecerut, liberentur. (Bry, 1599, segunda paginación, p. 57). Cabe agregar que el texto de Bry tampoco reproduce muy fielmente su original inglés, que reza así: And I fartherremember that Berreo confessed to me and others (which I protest before the Maiesty of God to be true) that there was found among prophecies in Perú (at such time as the Empyre was reduced to the Spanish obedience) in their chiefest temples, amongst diuers others which foreshewed the losse of the said Empyre, that from Inglatierra those Ingas shoulde be againe in time to come restored, and deliuered from the seruitude of the said Conquerors. (Raleigh, 1848, p. 119). Raleigh dice que "Berreo" contó esta profecía a él y a otros ; Bry dice que Raleigh la oyó de 367
"Berreo" y de otros. La edición de Raleigh que cito es una reimpresión de la primera de 1596, la única edición que Bry podía conocer. (15) Torre Revello, 1940, pp. clxxxix-cxci. (16) Hay una literatura considerable sobre las gestiones pacíficas de los apoderados de los incas en el siglo XVIII, y queda mucho por publicar todavía. Véanse ante todo San José Tupac Inca, 1748 (reproducido en Loayza, ed., 1948, pp. 5-48), Valcárcel, 1947, capítulo IV (17) Angelis, 1836, pp. 48-51. Hay un resumen en Valcárcel, 1947, p. 173. (18) Aunque existe una bibliografía muy extensa sobre la fecha del drama Ollantay, el lector encontrará en ella más calor que luz. Los hechos son estos: existen varias tradiciones registradas en el siglo XVI tan parecidas al argumento de Ollantay que no queda duda de la antigüedad de su idea básica. En cambio, el dialecto de los textos es evidentemente más moderno que el del siglo XVI. Este juicio se basa en descubrimientos recientes referentes a los cambios fonéticos y gramaticales que el idioma inca ha sufrido en los últimos tres siglos, cambios que no tienen relación alguna con la influencia española. Los cambios no son mayores que los sufridos por el español en un período igual, pero son suficientes para ofrecernos una escala para juzgar la antigüedad de los textos. Además, el drama abunda en referencia históricas que no concuerdan con el testimonio de los cronistas del siglo XVI y que indican que el texto se escribió en una fecha en que el público no tendría presente el recuerdo íntimo del imperio que existía en el siglo de la conquista. Ningún escritor hizo caso del drama hasta el año de 1837 cuando un comentarista anónimo publicó un artículo sobre las tradiciones ollantinas en el periódico El Museo Erudito del Cuzco (reproducido por Mesa, 1866-67, tomo 2, pp. 139-198, y por Pacheco Zegarra, 1878, pp. 157-195; que habla de 'la comedia que en lengua quechua formó pocos años há el D. D. Antonio Valdez, cura que fue de Sicuani". (pp. 159-160 de la transcripción de Pacheco Zegarra). Pocos años después, en 1853, Sir Clements R. Markham oyó decir al Dr. Pablo Justiniani, cura de Lares, que el Dr. Antonio Valdez había escrito la pieza para presentarla ante José Gabriel Thupa Amaro poco antes de la rebelión de 1780. El doctor Justiniani afirmó haber sido amigo de Valdez y haber presenciado el estreno de Ollantay (Markham, 1856, p. 172; 1862, p. 138; 1912, pp. 145, 148). (19) La única fuente publicada de datos sobre Vicente Mora Chimo Capac es la Biblioteca hispanoamericana de José Toribio Medina (Santiago, 1898-1907). Véase tomo 6, 1902, pp. 323-324, nos. 72597272. Fr. Calixto de San José Tupac Inca le menciona de paso en una de sus cartas (Loayza, ed., 1948, p. 56). He citado uno de los memoriales de don Vicente en la bibliografía. (20) Medina, 1898-1907, tomo 6, 1902, pp. 262-63. (21) Esquivel y Navia, 19C1. p. 291; Carta del general Alfonso Santa de Ortega a Fray Juan de Jecla Santa. Taima, 30 de mayo de 1747, en Loayza, ed., 1942, p. 123. Esta conspiración no ha sido notado por los historiadores por no estar mencionada en la relación de mando del virrey de la época, el Marqués de Villagarcía (1736- 1745), pues ha sido costumbre utilizar las relaciones de los virreyes como una especie de índice a los acontecimientos políticos importantes de la colonia. La relación del Marqués de Villagarcía (Fuentes, ed.. 1859, tomo 3,- pp. 371-388) es una de las más cortas y pobres. (22) Anónimo, 1747 y 1880. pp. 179 y 186 de la edición de 1880; Relación de mando del virrey Marqués de Villagarcía, en Fuentes, ed., 1859, tomo 3, pp. 378-380; Paz, 1919, tomo 1, pp. 345 y 354-55. El virrey menciona un "Manifiesto de agravios" de los revolucionarios y dice que había escrito al rey sobre la conjura de Oruro en 26 de febrero de 1740. No debe ser muy difícil darse con estos y otros documentos del caso en los archivos. (23) Hay una literatura considerable sobre Juan Santos, aunque estamos muy lejos de saber todos los detalles de su fantástica carrera. Véanse especialmente Loayza, ed., 1942; la relación de mando del virrey Manso de Velasco, en Fuentes, ed., 1859. tomo 4, pp. 1-340; Valcárcel, 1946 b. (24) La única referencia que Tenemos a este asunto, aparece en una carta de Fray José Antonio de Oliva al rev (&fio de 1750). Véanse Loayza, ed., 1942, pp. 178-181; 1948, pp. 49-50, 73. (25) Descripción del impreso y documentos en Medina, 1904-1907, tomo 3, 1905, pp. 542-554. 368
Reproducción del texto en Loayza, ed., 1948, pp. 5-48, seguida por otra colección de documentos sobre Fr. Calixto, pp. 49-94. Sobre la fecha del impreso, Medina sugiere: "entre agosto y noviembre de 1748" (p. 554), pero el texto de Loayza menciona el año de 1749 (Loayza. ed., 1948, p. 39). Si el texto de Loayza es la reproducción del texto impreso, la fecha de la impresión sería posterior a ■ la sugerida por Medina. Es posible, en cambio, que Loayza se sirvió de una copia manuscrita que fue modernizada en 1749 o 1750 por el propio autor, pues Fr. Calixto habla de una copia ya escrita en 1748 (Loayza. ed., 1948, p. 49). (26) Descripción e identificación del autor en Polo, 1879. Descripción bibliográfica más exacta en Medina, 1904-1907. tomo 3,1905, pp. 538-39. Nos hace falta una edición moderna de este memorial con su traducción al castellano. (27) La cita es del informe del virrey Manso de Velasco al rey del 24 de septiembre de 1750 (Loayza, ed., 1942. pp. 161-178), p. 161. Este informe y dos romances contemporáneos son las fuentes principales sobre la conjura de Lima y la sublevación posterior de Huarochirí. Ambos romances se encuentran en Valega, 1940, pp. 69-98. (28) Markham, 1862. p. 139; Lewin. 1943, pp. 149-151; Mendiburu, 1874- 1890, tomo 8, 1890, pp. 120121; Valcárcel. 1947, pp. 28-29. (29) Funes, 1856. tomo 2. pp. 234-35. Lewin reproduce el texto del auto (1943, pp. 257-59). (30) Vargas Ugarte. 1937-47. tomo 2. p. 343. Hay varias referencias a este Blas Thupa Amaro también en el archivo de Vicente José García (Valcárcel, 1948-49 y 1949). (31) Oviedo. 1907. p. 73: Cobo. 1890-93, tomo 3, p. 218 (XII, 21); Vargas Ugarte, 1935-47, tomo 2, p. 214: Loayza. ed., 1946, pp. 7-14. (32) Se han conservado dos resúmenes de su argumento, de mano de José Gabriel Thupa Amaro, ambos publicados en Loayza, ed., 1946. El archivo acumulado por Vicente José García en este pleito se conserva en la Universidad Nacional del Cuzco y hay también un buen índice publicado por Valcárcel, 1948-49 y 1949. Véase también García Rodríguez, 1933. El autor tiene en preparación un estudio más detallado sobre este pleito. (33) Eguiguren, 1942. po. 10-19; Valcárcel, 1946a. (34) Mendiburu, 1874-90. tomo 2, 1876, pp. 430-431. (35) O'Leary, ed. 1879-88. tomo 23, 1884, pp. 220-221.
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ADVERTENCIA
El Ensayo: “El Movimiento Nacional Inca del Siglo XVIII” fue tomado del Libro “Los Incas del Cuzco: Siglos XVI - XVII - XVIII” de John Howland Rowe publicado por el Instituto Nacional de Cultura – Region Cusco. Cusco, Noviembre 2003 Portada del Ensayo. Pintura que representa a Chañan Cori Coca, Guerrera
Quechua. Cuadro del siglo XVIII que se encuentra en el Museo Inka de la UNSAAC - QOSQO