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Spanish; Castilian Pages 348 Year 2017
Pedro Ángel Palou Francisco Ramírez Santacruz (eds.) El Llano en llamas, Pedro Páramo y otras obras (En el centenario de su autor)
El Llano en llamas, Pedro Páramo y otras obras (En el centenario de su autor)
Pedro Ángel Palou Francisco Ramírez Santacruz (eds.)
Iberoamericana - Vervuert - 2017
Una publicación de la Cátedra Felipe VI de Tufts University Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47) Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2017 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2017 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 Benemérita Universidad Autónoma de Puebla José Alfonso Esparza Ortiz / Rector René Valdiviezo Sandoval / Secretario General Flavio Guzmán Sánchez / ED Vicerrectoría de Extensión y Difusión de Cultura Ana María Dolores Huerta Jaramillo / Directora de Fomento Editorial DR © Benemérita Universidad Autónoma de Puebla Dirección de Fomento Editorial 2 Norte 1404 Teléfono: (222) 2 46 85 59, Fax: 2 46 85 96 Puebla, México [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-8489-995-2 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-542-9 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-590-0 (e-book) ISBN 978-607-525-269-8 (BUAP) Depósito Legal: M-6503-2017 Diseño de la cubierta: Rubén Salgueiro Imagen de la cubierta: Shutterstock Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro
Contenido
Liminar Julio Ortega Una fábula oral de Juan Rulfo ......................................................................................... 7 Introducción Pedro Ángel Palou y Francisco Ramírez Santacruz En honor a un clásico: Juan Rulfo y sus lectores ............................................................ 9 I. El Llano en llamas: géneros, fronteras y enunciación Steven Boldy “El hombre”: cuento fantástico y realista, una relectura ...................................... 13 Oswaldo Estrada “Paso del Norte”: Juan Rulfo a orillas del Río Bravo ........................................... 23 Florence Olivier La memoria o el olvido del crimen: lagunas del decir en El Llano en llamas .................................................................................................
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II. El Llano en llamas: memoria e isotopías Karim Benmiloud Una noche en el Huerto de los Olivos: “La noche que lo dejaron solo” de Juan Rulfo............................................................................. 53 Noé Blancas Blancas Recordar “Luvina” como si así fuera ...................................................................... 73 Marco Kunz Lectura vampiresca de “Luvina” ............................................................................... 99
III. Pedro Páramo: símbolos, teorías y genealogías Arndt Lainck La esperanza escondida, la duermevela y el hilo de la vida en Pedro Páramo ......................................................................................................... 117 José Manuel Pedrosa “Quisiera ser zopilote para volar…”: Ícaros encadenados en el subsuelo de Comala ............................................................................................ 137 Ignacio M. Sánchez Prado Juan Rulfo: el clamor de la forma ............................................................................ 171 Samuel Steinberg La lectura, a penas. Rulfo e hijos .............................................................................. 203 IV. La letra y el lente Héctor Costilla Martínez La identidad contingente de Dionisio Pinzón en El gallo de oro .................... 225 Douglas J. Weatherford Juan Rulfo en las escuelas de cine: entrevistas a dos cineastas ............................. 241 V. Reescrituras e influencias Brian L. Price Un pedazo de Onda: Rulfo y José Agustín .............................................................. 263 Friedhelm Schmidt-Welle Hacia un regionalismo literario no nostálgico: Juan Rulfo y Julio Llamazares ........................................................................................................ 281 Kristine Vanden Berghe Parecidos estilísticos entre Nellie Campobello y Juan Rulfo ................................ 301 Coda Pedro Ángel Palou Juan Rulfo: la vida no es muy seria en sus cosas, relectura hecha por un escritor .......................................................................................... 327 Colaboradores ............................................................................................................. 341
Liminar Una fábula oral de Juan Rulfo Julio Ortega Brown University
En un congreso sobre literaturas inter-americanas, en San Juan, Puerto Rico, me encontré con Juan Rulfo, que junto a Toni Morrison y Jorge Amado eran las cabezas más visibles, como talladas en la materia verbal que los iluminaba por dentro. Toni había cometido el peor error de un escritor en un congreso: llevar a su hijo adolescente. El chico se pasaba el día en la piscina y yo hacía turnos para acompañarla con una piña colada. De pronto Juan Rulfo cruzó el jardín, leve y lento, tan silencioso que nos hizo volver la mirada para saber quién hacía tanto silencio. Lo vimos desaparecer como un personaje de un cuadro que se saliese con un “hop” lewiscarreano. Esa tarde, en la recepción, había tanta gente que no podíamos desplazarnos y la charla se convertía en un feroz murmullo. De pronto, deslizándose milagrosamente en el gentío vi a Rulfo delante de mí con un vaso triste en la mano. “Vamos a la otra puerta” —me dijo—, “he visto una mesita vacía”. Lo seguí a lo largo del camino que se abría ante sus pasos. En efecto, la mesita redonda nos esperaba con dos sillas desocupadas. En ese cono de luz cesaban las voces y creí sentir una repentina brisa. Rulfo cruzó las piernas, llevaba un traje de color sufrido pero liviano, que le quedaba algo holgado. Hablé de José María Arguedas, de su suicidio, y le conté la pesadilla atroz que tuve el día de la mala hora: soñé que yo le había comprado la pistola. Este sentido de culpa, le dije, es del todo peruano.
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Una fábula oral de Juan Rulfo
Varios años antes de esto y de aquello yo había publicado un ensayo sobre Rulfo que, me dijeron los editores, le había gustado. Estaba aterrado de que me lo recordara, porque los ensayos, con el tiempo, no mejoran, al revés de los poemas. De pronto, vi su sonrisa franca, y casi no entendí lo que me murmuraba. Algo así como: “Te voy a contar lo que me pasó una noche en que remontando montañas, me perdí”. Y siguió: Caminaba yo por unas lomas divididas por la luz de la luna, sin saber dónde estaba; pero habiendo un buen camino solo podía seguirlo. Al bajar una colina, de pronto, vi el pueblo, que era como cualquier pueblo, pequeño y abrazado, dándose calor unas casas a otras, blanco y negro bajo una luna fría. A esa hora de la noche se ve mejor. Y vi que los campesinos estaban reunidos en la placita, todos juntos y abrigados, evidentemente esperándome. Me miraban en silencio mientras yo bajaba aprisa para no prolongar su espera. En silencio, me tomaron de los brazos y paso a paso me llevaron a la placita central donde había crecido un árbol. Siempre taciturnos, me amarraron cuidadosamente al árbol, comprobaron que estaba yo bien atado y, ceremoniosamente, se marcharon. Me quedé allí, sin poder hacer nada, y me fui adormeciendo. De pronto, al alba, vi que otra vez me rodeaban los campesinos, contentos. El que había hablado… me dijo: “Cuando venías, caminando, te vimos de lejos y vimos que venías solo porque tu alma te había perdido, y debía estar buscándote por otro rumbo. Por eso te atamos, para que tu alma te encuentre. Ahora que te ha encontrado, te desatamos, para que sigas tu camino”.
Me quedé en silencio. Rulfo sonreía, dejándome el enigma. De pronto me di cuenta de que estábamos solos en esa muchedumbre en voz alta. La única mesita tenía una luz cenital, casi teatral, pero nadie parecía haberse percatado de que él estaba allí. Sentí que Rulfo me había contado una fábula sobre el origen de Pedro Páramo, o tal vez una alegoría de su propia obra fantasmática. Pero creí creer que me dejaba una tarea improbable: la de contar su historia, para dejarla en otras manos, bajo otras lunas.
Introducción En honor a un clásico: Juan Rulfo y sus lectores Pedro Ángel Palou Tufts University Francisco Ramírez Santacruz Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
Hace 100 años nació el más clásico escritor mexicano del siglo xx1. No existe obra alguna en prosa en las letras hispánicas que sea más breve y que haya ejercido el mismo grado de influencia en la literatura universal con la excepción del Lazarrillo de Tormes; en ese sentido, las páginas que nos legó Juan Rulfo son seminales. Pero también son misteriosas e inagotables como las de todo clásico. ¿En qué reside la genialidad de Rulfo? No hay una respuesta única como tampoco la hay para Dante, Shakespeare o Cervantes. Es por ello que los editores de este volumen están convencidos de que sobre Rulfo y sus creaciones jamás será todo dicho. En el liminar del presente volumen, el escritor peruano Julio Ortega narra un encuentro con Rulfo, donde el jalisciense ofrece una fábula sobre los orígenes de Pedro Páramo. Ortega, al intentar dilucidar las palabras enigmáticas de su interlocutor, intuye que Rulfo le ha encomendado una tarea imposible: contar la historia recién narrada. Pero aun así lo intenta. Ese es el espíritu que guardan las 15 contribuciones (escritas por académicos de universidades en Alemania, Bélgica, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, México Ha terminado por imponerse el año de 1917 como la fecha real del nacimiento de Rulfo, pese a que el mismo escritor hizo todo lo posible para promover otra. 1
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En honor a un clásico: Juan Rulfo y sus lectores
y Suiza) organizadas en cinco secciones que nos complace ofrecer. Dichas colaboraciones cubren las perspectivas críticas más diversas sobre la obra de Rulfo y que estamos seguros invitarán a los lectores a reflexionar ampliamente sobre su legado. Estamos frente a aproximaciones que se enfocan en algunos de los cuentos menos estudiados (“El hombre” o “Paso del Norte”) o que proponen una lectura novedosa de uno de los más comentados (“Luvina”); que dan visiones globales de El Llano en llamas desde el eje de las lagunas del decir; que reivindican a Rulfo como gran conocedor de la Biblia; que derriban aspectos anquilosados y proponen nuevos caminos a partir de sugerentes posiciones teóricas o que anclan la prosa de Rulfo en la tradición oral; que reflexionan sobre El gallo de oro o reproducen una serie de entrevistas con cineastas que se inspiraron en la obra rulfiana; y, finalmente, análisis comparativos entre Rulfo y una predecesora estilística o un autor posterior —del otro lado del Atlántico— que comparte con él una poética común o incluso entre el jalisciense y un escritor representativo de la literatura de la Onda que fue influido por él pese a los públicos desencuentros. Forma, poética, estructura, enunciación, influencias, mitos, géneros y teoría literaria son los senderos por los que discurren los presentes estudios. El volumen concluye con una reflexión ensayística donde se intenta no solo sacar un balance general de las interpretaciones más importantes sobre Rulfo, sino proponer un nuevo camino para acercarnos al misterio de su ficción y los procesos emocionales que detona. A todos los colaboradores, sin cuyo entusiasmo este volumen no habría visto la luz, les estamos sumamente agradecidos. Su amistad nos honra. Finalmente, para nosotros releer a Rulfo en el primer centenario de su nacimiento significa continuar un diálogo que comenzó hace más de dos décadas a la sombra de una pirámide y dos bellos volcanes en Cholula, Puebla, o para decirlo con Julio Ortega, “bajo otras lunas”.
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El Llano en llamas: géneros, fronteras y enunciación
“El hombre”: cuento fantástico y realista, una relectura1 Steven Boldy University of Cambridge
En su conocida reseña de Pedro Páramo, notoria por su miopía crítica y por una hostilidad inexplicable en un supuesto amigo de Rulfo y el editor de su novela, Alí Chumacero escribe una frase intrigante, algo misteriosa: “Pedro Páramo intenta ser una obra fantástica, pero la fantasía empieza donde lo real aún no termina” (62). Augusto Monterroso escribió sobre la resistencia de muchos en México a considerar la literatura de Rulfo como fantástica: “Sucede que hace años se creyó equivocadamente que Rulfo era realista, cuando en realidad era fantástico” (501). Creo que lo fantástico en Rulfo no corresponde a la definición clásica de Tzvetan Todorov como duda o vacilación en el lector entre “lo maravilloso” y “lo extraño”, merveilleux y étrange (unheimlich, uncanny). Más bien, lo fantástico y el realismo se dan lado a lado en una tensa y desconcertante coexistencia. Las dos mitades de Pedro Páramo corresponden grosso modo a esta dicotomía. La primera parte, es decir hasta el encuentro con la pareja incestuosa y la muerte de Juan Preciado, es una historia atemporal de fantasmas, murmullos y tiempo reversible, contada, como descubrimos en el fragmento 36, desde ultratumba, desde la fosa que Juan comparte con Dorotea. En la segunda parte empiezan a aparecer las fechas, el contexto socio-político, la Revolución y la Guerra Cristera: estamos ante el relato histórico de la muerte de una comunidad jalisciense y su cacique.
Este artículo es una versión española de pasajes en inglés de mi A Companion to Juan Rulfo que se publicó a finales de 2016 en la editorial Boydell & Brewer. 1
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Steven Boldy
La lectura que propongo de “El hombre” como la reelaboración por José Alcancía desde el más allá de su cruento conflicto con Urquidi hasta su muerte a orillas del río lo postula como claro antecedente de la doble inscripción genérica de Pedro Páramo. Una breve comparación entre la estructura de “El hombre” y la de “Luvina” servirá para reforzar mi planteamiento. Es sabido que la escritura de “Luvina” le sirvió a Rulfo para elaborar el ambiente de Comala y las experiencias fantasmales de Juan Preciado. Ambos cuentos se desarrollan en dos sitios geográficos contrastados y contienen dos tipos diferentes de narración: realista y fantástica o cuasi-fantástica. En ambos cuentos un sitio alto se opone a un valle arbolado con un río caudaloso. En “El hombre” el río es silencioso y siniestro, en “Luvina” su ruido se combina placenteramente con el de los árboles y las voces de los niños y contrasta con el atosigante aullido del viento del pueblo de Luvina, que solo sirve para disimular un silencio aún más devastador. En “Luvina”, como en “No dejes que me maten”, hay dos planos narrativos, la narración del maestro en el valle y la historia que narra: los años traumáticos que pasó en Luvina. La relación de su estancia en Luvina tiene dos vertientes: en la primera una experiencia infernal, fantasmagórica, de gran intensidad poética; en la segunda, una conversación entre el hombre y los habitantes del pueblo que gira alrededor de la hostilidad rural contra el programa de educación socialista del gobierno central, y como trasfondo la devastación dejada por el conflicto cristero. Lo fantástico en Luvina no está en los acontecimientos, sino en la mentalidad de sus moradores, a los que el maestro intenta débilmente oponer una voz más racional: “Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento” (112). Está sobre todo en el lenguaje, las metáforas y una larga y alucinante serie de comparaciones: “[el viento] rasca como si tuviera uñas […] hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos” (113). “El hombre” tiene dos partes. La primera es el relato trágico-fantástico de una cadena de venganzas y muertes narrado, según mi tesis, desde el más allá de la muerte; la segunda, una conversación entre un oficial y un borreguero, quien narra el final de Alcancía en clave realista, grotesca y humorística. En ambos cuentos, la tensión entre los dos tipos de narración arroja la misma ambigüedad, o contradicción según como se lea, sobre si hay uno o dos personajes en cierto momento. En “Luvina” el lector
“El hombre”: cuento fantástico y realista, una relectura
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llega a creer que el maestro cuenta su historia a un oyente imaginario, quizás el espectro de su ser anterior a Luvina; sin embargo el narrador impersonal de la conversación alude a dos personas: “Hasta ellos [llegaba] el sonido del río” (113). De modo análogo, en “El hombre” el lector llega a creer, justificadamente, que Alcancía es perseguido no por su enemigo sino por su propia culpa. El borreguero, sin embargo, habla de “su nuca repleta de agujeros” (65), que señala lógicamente a un segundo hombre. De los cuentos de Rulfo “El hombre” es quizás el más difícil de desenmarañar y de analizar a causa de las contradicciones temporales, la fragmentación y multiplicidad de tomas narrativas, una ambigüedad generalizada y la confusión entre los personajes. Florence Olivier, la estudiosa que mejor ha captado estas tensiones, habla de “una figura imposible” y del “no-tiempo de una muerte futura” (743). Lo que sí está claro es que se trata de una historia de venganzas, con tres asesinatos (uno múltiple) como en “La Cuesta de las Comadres”. Aunque las dos partes responden a diferentes órdenes narrativos, ambos dan datos que conforman la trama. En el argumento aparente, que inicialmente parece de naturaleza preponderantemente cronológica, Urquidi persigue de cerca a José Alcancía, rastreando sus huellas en una serie de ascensos y luego el descenso hacia un río. El lector va descubriendo la causa de la persecución: Alcancía creía haber matado a todos los miembros de la familia de Urquidi (“No debí matarlos a todos” [61]) como venganza por el asesinato por parte de Urquidi del hermano de Alcancía, como recuerda este: “igual que lo que yo hice con su hermano” (60). De hecho Urquidi no había caído bajo el machete de su enemigo porque se había ausentado de la casa para ir al funeral de su hijo recién nacido. Urquidi persigue a Alcancía hasta la cumbre donde este efectúa la matanza y hacia el río donde jura que lo matará a balazos. El borreguero encuentra a Alcancía con varios tiros en la nuca. Aprendemos de la voz de Urquidi y del testimonio del pastor que varios días han pasado a orillas del río después del asesinato de la familia. Durante el ascenso las voces de los dos hombres se entremezclan y confunden, hasta el punto de que casi todos los críticos coinciden en que el perseguidor es una proyección de la culpa del perseguido. El sustantivo en singular del título, “El hombre”, ya sugería que los dos hombres, indisolublemente ligados por la violencia y la culpa, se hacen prácticamente uno, como el padre y el hijo en “No oyes ladrar los perros” se convierten en “una sola sombra” (137).
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La narración de la primera parte es mucho más compleja y de otro orden que la de la segunda; desde la primera lectura el lector percibe que pertenecen a diferentes géneros: una es tenebrosa, trágica, incluso sobrenatural; la otra está marcada por una comicidad bufonesca y satírica. Un narrador externo aparentemente omnisciente relata la persecución y presenta las palabras de los dos hombres en ceñido contrapunto. Ofrece once secciones del discurso de Alcancía en primera persona y en cursiva, introducidas por la frase “dijo el hombre” o “pensó el hombre”; en dos momentos Alcancía se dirige a sus víctimas en letra redonda para pedirles disculpas. Las palabras del perseguidor, presentado como “el que lo perseguía”, van en ocho secuencias en letra redonda, y también se dirige a su hijo (muerto) dos o tres veces. Mientras que el narrador cuenta el trabajoso progreso del perseguido, Alcancía, con gran lujo de detalles físicos, el perseguido no es más que una voz incorpórea. Los dos hombres dudan en voz alta sobre la realidad de sus palabras e incluso de si son dueños de ellas. Alcancía dice, enigmáticamente, “su fin: ‘No el mío, sino el de él’” y luego da la vuelta “para ver quién había hablado” (57). Después de otra frase, bastante tautológica, “Voy a lo que voy” (57), se da cuenta de que era él mismo quien había hablado. Al poco tiempo, al percibir la advertencia de que se le iba a mellar el machete, “Oyó allá atrás su propia voz” (58). Urquidi, consciente de la feroz ironía de la situación, se oye prometer a su hijo (muerto) que lo protegerá siempre: “Oía su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca. La sentía sonar como una cosa falsa y sin sentido” (60). (En un paralelismo típico del cuento, Alcancía había presenciado sin intervenir el asesinato de su hermano por Urquidi). Hablando de su inevitable venganza contra Alcancía, cambia de la tercera a la segunda persona: “Y yo le dejaré ir un balazo en la nuca… Eso sucederá cuando yo te encuentre” (58). Y se fusiona casi mágicamente con el pensamiento y los movimientos del otro: “Y donde yo me detenga, allí estará” (58). La segunda parte consiste en el testimonio en primera persona de un borreguero que relata los últimos días de la vida de Alcancía a un oficial, policía o juez, quien, absurdamente, lo acusa de complicidad con el asesino fugitivo. Las palabras del acusador no son reproducidas directamente sino aludidas o repetidas por su interlocutor: una situación lingüística que refleja y parodia la del perseguidor y el perseguido. Como parodiando a los villanos del teatro clásico español el pastor repite empecinadamente que no entiende nada y que es
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un simple borreguero. Curiosamente, el oficial le reprocha no haber matado al asesino, es decir, no haber consumado la venganza que le correspondía a Urquidi: “Aunque, como usted dice, lo pude muy bien agarrar desprevenido” (63). Como le ocurre a varios personajes de Rulfo, por ejemplo a la madre en “Es que somos muy pobres”, la acusación genera culpabilidad por los actos ajenos: “Eso que me cuenta de todas las muertes que debía y que acababa de efectuar, no me lo perdono” (63). En una versión carnavalesca de los cruentos asesinatos de la primera parte, el borreguero enumera las seis maneras en que le habría gustado matar a Alcancía de haber sabido su crimen: “lo hubiera apachurrado a pedradas” (63); “una pedrada bien dada en la cabeza lo hubiera dejado allí tieso” (63); “De haberlo sabido lo atajo a puros leñazos” (64); “me gusta matar matones” (63); “se habría quedado en su juicio y con la boca abierta” (64); “no me hubiera faltado el modo de hacerlo perdedizo” (65). Incluso su descripción de sus movimientos y los del perseguido (“Al llegar yo, llegó él” [64]) parecen remedar las palabras de Urquidi: “Llegaré antes que tú llegues” (60). La versión de la trayectoria del perseguido y del perseguidor que he trazado en las líneas anteriores es compleja y aparentemente verosímil, pero no resiste una mirada crítica más sostenida. En primer lugar, Alcancía pensaba que había matado a Urquidi en la casa en lo alto del monte, y por lo tanto no es lógico que se sintiera perseguido por él. Olivier propone que aunque pensaba que solo lo perseguía su culpa, de hecho lo perseguía el Urquidi de carne y hueso. Urquidi, además, solo descubrió el asesinato de sus hijos después de volver del funeral (buen ejemplo del negrísimo humor rulfiano). Aunque él esperaba el ataque de Alcancía, no habría tenido la necesidad de seguirle las huellas para llegar a su propia casa. Otra contradicción más importante: Alcancía lógicamente solo siente culpa después de matar a la familia y por lo tanto no es lógico que sienta culpabilidad antes de llegar a la casa. Otros detalles dejan perplejo al lector atento. Mientras Alcancía sube por la cuesta, el narrador habla de “palos guajes, sin hojas” y añade: “No era tiempo de hojas. Era ese tiempo seco y roñoso de espinas” (58). Al bajar al otro lado, sin embargo, los árboles tienen flores: “El río corre […] entre sabinos florecidos” (59). Estamos ante dos estaciones diferentes. Otras frases parecen contradecirse: “los pies siguieron la vereda, sin desviarse” (57) y “no debí haberme salido de la vereda” (59). La confusión entre los dos hombres no se limita a los pensamientos o a la repetición de frases, sino que entra de pleno
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en lo que parecía una narración omnisciente de acciones. Cuando entra en la casa con el machete para matar a la familia, los perros acogen cariñosamente a Alcancía: “Tocó la puerta sin querer, con el mango del machete. Un perro llegó y le lamió las rodillas, otro más corrió a su alrededor moviendo la cola” (58). El dueño de la casa y el asesino se convierten en una sola persona. En otro momento clave, el perseguidor dice “terminaré de subir por donde subió, después bajaré por donde bajó” (58). Esta frase, atribuida al perseguidor o incluso a la proyección del miedo del perseguido, supone un conocimiento de toda la trayectoria, desde su final, es decir a posteriori, sin embargo emplea el tiempo futuro. Esto apunta a que el perseguido está reviviendo toda la experiencia mentalmente después de concluida. A la luz de esta intuición, una relectura cuidadosa del primer párrafo del cuento revela que, aunque el lector puede suponer que introduce una narración cronológica, se refiere a la vez al principio y al final de la persecución y del trayecto. Reza: “Los pies del hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma […]. Treparon sobre las piedras, engarruñándose al sentir la inclinación de la subida” (57). Mientras que el sendero pedregoso señala el ascenso hacia la casa, la arena es patentemente la de la orilla del río donde perece el perseguido: “Se sentó en la arena de la playa […]. Allí estaban sus huellas” (59). La tierra blanda, la tumba-útero donde se refugia al final (“el calor de su cuerpo abriendo un pozo en la tierra húmeda” [59]) también surge en un momento realmente unheimlich al acercarse Alcancía a la casa: “Se enterró en la tierra blanda, recién removida” (58). Nos damos cuenta de que no existe el tiempo cronológico en el cuento, que se desenvuelve en un presente perpetuo. Es el mismo tiempo atemporal del capítulo de Benjy en The Sound and the Fury de William Faulkner. Es más que concebible que Alcancía esté narrando después de su muerte, desde la muerte, como Juan Preciado en Pedro Páramo. Recurro a datos externos al cuento, otros textos de Rulfo, para apoyar mi hipótesis. Cuando el perseguidor está cerca del río “parvadas de chachalacas” (60) van y vienen: “se habían ido siguiendo el sol […] regresaban de nuevo” (59). En Pedro Páramo el lector empieza a darse cuenta de que el narrador, Juan Preciado, ha entrado en la zona sin tiempo de la muerte cuando: “Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos” (121); “Como si hubiera retrocedido el tiempo. Volví a ver [… las] parvadas de los tordos” (122). En un borrador de cuento sin fecha reproducido en Los cuadernos de Juan Rulfo y que empieza
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“Iba adolorido”, el protagonista dispara al hombre que años antes había violado a su hermana y delante de los niños que ahora tiene con ella. Después se dispara a sí mismo. A continuación se le ve caminar por un campo al atardecer donde “Los girasoles se marchitaron al irse el sol” (105). Vuelve al sitio del crimen, vuelve el sol, y él se reúne con su cadáver. Este argumento fantástico, parecido al de “An Occurrence at Owl Creek Bridge”, de Ambrose Bierce, se reelabora en “El hombre”. El perseguidor comenta que el sol había desaparecido durante dos días a orillas del río donde se había refugiado Alcancía y también en el funeral de su hijo, donde las flores “estaban desteñidas y marchitas como si sintieran la falta del sol” (59). Cuando descubre los cadáveres de sus hijos comprende por qué “se me marchitaron las flores en la mano” (61). La combinación de la luz que desaparece, el asesinato y las flores marchitas no es menos fantástica en “El hombre” que en el borrador de los Cuadernos. Varios elementos del cuento cobran más sentido cuando los leemos como reelaborados desde el más allá. El sendero, por ejemplo, parece ser contemplado desde una gran altura: “Parecía un camino de hormigas de tan angosto” (57). Los machetazos sin sentido que da a la vegetación al subir por el sendero (“Se amellará con este trabajito, más te vale dejar en paz las cosas” [58]) son una reelaboración, al repetir el viaje su alma en tormento, de los que da a los cuerpos indefensos de los niños: “El cuero es correoso. Se defiende aunque se haga a la resignación. Y el machete estaba mellado” (59). Al leer en el segundo párrafo que el perseguidor confía en que será fácil rastrear los pasos del otro porque le falta un dedo en el pie izquierdo, el lector siente cierto escepticismo. Cuando más adelante leemos que el perseguido asocia la visibilidad de su culpa con un episodio cuando la gente se dio cuenta antes que él de que se había cortado un dedo, comprendemos que su paranoia está proyectando ese conocimiento en el perseguidor: “Cuando sentí que me había cortado un dedo, la gente lo vio y yo no, hasta después. Así ahora, aunque no quiera, tengo que tener alguna señal” (60). Otra consecuencia deriva de la comprensión de la proyección paranoica y de la reelaboración del incidente: lo que aparenta ser un narrador omnisciente que describe los cálculos del perseguidor de hecho es la narración póstuma de Alcancía: en la primera parte del cuento no hay narrador externo. Desde el principio del cuento el viaje hacia la casa se había descrito no como el preludio de un asesinato múltiple sino como un ascenso espiritual
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a través de sucesivos horizontes (“detrás de un horizonte estaba otro” [58]) hacia un cielo luminoso y bello: “Subía sin rodeos hacia el cielo […] bajo un cielo más lejano” (57); “El cielo estaba tranquilo allá arriba, quieto, trasluciendo sus nubes”; “Llegó al final. Solo el puro cielo, cenizo” (58). Detrás de la casa “La tierra se había caído para el otro lado” (58). El sitio refleja el de “La Cuesta de las Comadres” donde desaparecen los que se van en busca de mejor vida. Cruzar el río en el valle y la anhelada “llegada” tiene una carga simbólica similar: “luego caminaré derecho, hasta llegar. De allí nadie me sacará nunca” (60). Al igual que en otros cuentos como “Nos han dado la tierra” y “La noche que lo dejaron solo”, esta llegada al “más allá” apunta a una liberación de lo contingente. Pero, como en el cuento temprano de Borges “El acercamiento a Almotásim”, el perseguido no puede estar seguro de haber cruzado definitivamente el río; cruzar varias veces sus complejos meandros puede hacer que salga a la misma orilla de donde partió: “Lo cruzaré aquí y luego más allá y quizás salga a la misma orilla” (60). El río, silencioso y siniestro, es descrito como una serpiente: “Camina y da vueltas sobre sí misma. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde” (59). Su culebreo contamina al machete que abandona: “Lo vio brillar como un pedazo de culebra sin vida” (59). Reaparece también en las palabras del perseguidor: “llegarías a rastras, escondido como un mala víbora” (60-61). La importancia metafórica y metafísica del culebreo y las vueltas del río ya se insinuaban en el título original de “El hombre”: “Donde el río da de vueltas” (Fell xxxvii). También parece reflejar una fuente prestigiosa e inesperada: la Grandeza mexicana de Bernardo de Balbuena. Figura en México-Tenochtitlan: “Cruzan sus anchas calles mil hermosas / acequias que cual sierpes cristalinas / dan vueltas y revueltas deleitosas” (170). Y también aparece en el valle del Tempe (“Aquí entre sierpes de cristal segura / la primavera sus tesoros goza”), descrito por Balbuena como “aqueste humano paraíso” (211). El río es una brillante escenificación del anillo de Moebius de infierno y paraíso, invierno y primavera, perseguidor y perseguido que da toda su compleja significación a “El hombre”. Presagia las complejas vueltas semánticas y genéricas que dan su memorable estructura a Pedro Páramo a la vez que disuelven cualquier lectura estructurada.
“El hombre”: cuento fantástico y realista, una relectura
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“Paso del Norte”: Juan Rulfo a orillas del Río Bravo Oswaldo Estrada University of North Carolina at Chapel Hill
Qué triste se encuentra el hombre cuando anda ausente, cuando anda ausente, muy lejos ya de su patria…
“Paso del Norte”, Felipe Valdés Leal
Juan Rulfo padece el mal de muchos clásicos: que se le conozca más por algunas obras que por otras, tal vez porque en ellas los lectores y críticos encuentran cierta “tipicidad” que sugiere la condición de “tipo” o “modelo” literario (Resina 15). Por eso mismo abundan los estudios sobre Pedro Páramo (1955) y por eso siguen incluyéndose en no pocas antologías literarias solo ciertos cuentos de El Llano en llamas (1953) como, por ejemplo, “Diles que no me maten”, “No oyes ladrar los perros” y “Es que somos muy pobres”. Rulfo es un clásico —¿hace falta reiterarlo?— por su excelencia narrativa, porque la gente sigue leyéndolo y porque gracias a él existen Luvina, Comala, la Cuesta de las Comadres, o personajes irrepetibles —Abundio, Macario, Tacha, Susana San Juan, Pancha Fregoso y Anacleto Morones, por ejemplo— que viven entre silencios elocuentes y murmullos de ultratumba. Es un clásico, además, porque sus obras, como bien señala Manuel Durán, se han vuelto míticas, en tanto que su valor va más allá del momento y la época en que fueron concebidas, se instalan con soltura en el presente y se proyectan hacia el futuro (109-12). Mucho de esto sentimos hoy al leer “Paso del Norte”, un cuento poco estudiado tal vez porque en él Rulfo se aleja de los escenarios más típicos de El Llano en llamas y nos acerca a las orillas del Río Bravo, ahí donde los campesinos mexicanos buscan cruzar al otro lado para escapar del hambre
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y la miseria. En términos amplios, “Paso del Norte” narra la historia de un hombre que busca a su padre para encargarle a su mujer y sus cinco hijos, antes de cruzar a los Estados Unidos. El padre le niega la ayuda, el viaje termina siendo un desastre, y el protagonista regresa a su casa solo para encontrar que su situación ha empeorado aún más y que poco puede hacer para superar su mala suerte. Es una historia conocida para muchos, desde luego, pero está tan bien plasmada en la página impresa que nos asombra por su vigencia, por su actualidad, sobre todo ahora que en México y Estados Unidos siguen candentes los debates en torno a la inmigración, la “ilegalidad”, la frontera, las razones por las que muchos arriesgan la vida en el cruce mortal de un país a otro, o por las que el gobierno estadounidense hace hasta lo imposible por expulsar a dichos inmigrantes de su territorio nacional. Aquí, como en todos los cuentos de Rulfo, se siente de principio a fin el sabor de la tragedia y el aire cargado de fatalidad, dentro de un tiempo paralizado, destinado a la catástrofe, la indefensión y el determinismo histórico (Blanco Aguinaga 18). Lo que más llama la atención, sin embargo, es el desamparo de aquel que emigra para mejorar su situación económica, las dificultades del cruce fronterizo, la amenaza de la muerte, la inevitabilidad de la derrota y el deseo de volver a casa con el que parten muchos inmigrantes antes de un viaje que quizás carece de retorno. Por algo “Paso del Norte” ha sido llevado al teatro en diversas ocasiones, tal vez en respuesta al odio o la incomodidad que causan los inmigrantes indocumentados en los Estados Unidos. Sin ir muy lejos, en 2009, por ejemplo, bajo la dirección del colombiano Germán Jaramillo, llegó al Theater for the New City, en Nueva York, con la participación de jóvenes trabajadores inmigrantes1, y en 2014 y 2015, bajo la dirección del chileno Cristián Plana, se representó en diversos teatros de Santiago de Chile2. ¿Qué tiene de “dramático” o “teatral” este cuento de El Llano en llamas? “Paso del Norte” atrapa a los lectores desde el principio hasta el final con un diálogo desgarrador, demasiado actual, en el que un hijo desesperado agacha la cabeza ante un padre indolente para explicarle su terrible situación: Véase la nota editorial “Escenifican en Nueva York obra del escritor mexicano Juan Rulfo” (Anónimo). 2 Véase “Crítica teatral” de Johnny Caramelo y “Crónicas de Santiago a Mil” de Pablo Espinosa. 1
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—Me voy lejos, padre, por eso vengo a darle el aviso. —¿Y pa onde te vas, si se puede saber? —Me voy pal norte. —¿Y allá pos pa qué? ¿No tienes aquí tu negocio? ¿No estás metido en la merca de puercos? —Estaba. Ora ya no. No deja. La semana pasada no conseguimos pa comer y en la antepasada comimos puros quelites. Hay hambre, padre; usté ni se las huele porque vive bien (134).
Padre e hijo carecen de nombre en el cuento. Su historia, por lo tanto, podría ser la de cualquier inmigrante en un aquí y ahora en que la gente más pobre (de México en particular, o de América Latina en general) lo deja todo para mejorar su situación económica. El protagonista quiere irse al norte porque en su entorno “hay hambre” y porque allá, del otro lado, existe la esperanza de “ganar dinero” (134). Hay razones para creerlo: “Ya ve usté, el Carmelo volvió rico, trajo hasta un gramófono y cobra la música a cinco centavos. De a parejo, desde un danzón hasta la Anderson esa que canta canciones tristes; de a todo, por igual, y gana su buen dinerito y hasta hacen cola pa oír” (134). El afán del protagonista de vivir allá, del otro lado de México, tiene mucho que ver con las razones por las que históricamente la gente más necesitada se ha desplazado del campo a las ciudades o de un medio empobrecido a un mundo supuestamente “desarrollado” o “superior”. Es decir, debido al hambre, la falta de empleo o la escasez de recursos básicos. El protagonista lo repite en diversas ocasiones con la oralidad distintiva de otros personajes rulfianos: “nos estamos muriendo de hambre. La nuera y los nietos y este su hijo, como quien dice toda su descendencia, estamos ya por parar las patas y caernos bien muertos. Y el coraje que da es que es de hambre” (135). Ante la indolencia del padre, el hijo insiste: “me voy en serio. Aquí no hay ya ni qué hacer, ni de qué modo buscarle” (136). Y le creemos. Ni de “güevero” ni de “gallinero” ni como mercador de puercos ha logrado salir adelante, tal vez, como señala él, desconsolado por la miseria en la que vive, porque “el dinero se acaba; vienen los hijos y se lo sorben como agua y no queda nada después pal negocio y nadie quiere fiar” (136). La solución “inevitable” o “fatal” frente a este determinismo flagrante, diría Carlos Monsiváis, es la de muchos: emigrar al norte, ese espacio extranjero o “americano” que aún hoy, como hace más de sesenta años cuando
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apareció El Llano en llamas, seduce a los mexicanos con sus promesas de mejores modos de vida (“Tan cerca” 22). Y es que Rulfo sabe insertar entre líneas las semillas del fenómeno que con los años llegaría a conocerse como la “americanización”, ese “proceso sociológico y psicológico que deposita en la cultura de los Estados Unidos los rasgos y las cualidades de la modernidad” (Monsiváis, “Americanización” 98-99). Precisamente en eso radica la maestría de Rulfo: en registrar una situación cotidiana, bastante común y corriente —la de un hombre que quiere buscarse la vida en los Estados Unidos— con ciertos ingredientes afectivos que se desbordan de su tiempo de representación y se lanzan al futuro con interrogantes aún irresueltas. Quiero decir que el diálogo entre padre e hijo consigue internarnos en un mundo de emociones que desaceleran el tiempo de la narración y nos ubican en un plano psicológico: el de un joven iluso que piensa, con la ingenuidad del soñador, que partiendo para el norte su vida se arreglará en un abrir y cerrar de ojos: “no hay más que ir y volver. Por eso me voy” (134). ¿Cuántos inmigrantes parten del terruño con la esperanza de volver? ¿Cuántos sueñan con el regreso triunfal a la casa, al hogar? Cuando el padre le pregunta: “¿Y cuándo volverás?” (137), el protagonista le responde de inmediato: “Pronto, padre. Nomás arrejunto el dinero y me regreso” (137). El diálogo entre el padre y el hijo nos conmueve porque es portador de una violencia simbólica, la causante sigilosa, a veces imperceptible, escurridiza, de una violencia subjetiva, mucho más palpable y visual (Žižek 11-12). Hablo de una violencia simbólica que nos agrede porque en las entretelas de la pobreza, en el desamor que percibimos del padre hacia el hijo, o en las descripciones del hambre y la injusticia que sostienen la armazón del cuento, percibimos el germen de una catástrofe mayor: la de miles de inmigrantes destinados al fracaso o la desaparición. El “hambre” que atraviesa el cuento entero, ya lo ha dicho Zarina Martínez Borresen, proviene directamente de la pobreza, habla a gritos de injusticia y genera violencia (145). Tenue, por eso mismo, es la posibilidad de que el protagonista vuelva y “pronto”. Y difícil será —lo sabemos— que “arrejunte” el dinero para saldar la deuda con el padre, o que tenga el mismo éxito que Carmelo. Como todos los personajes de Rulfo que de alguna u otra forma deambulan por mundos inhóspitos, huérfanos de padre, como “ánimas en pena” (Poniatowska 163), aquí también observamos al protagonista totalmente
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desamparado. Después de abandonar a su mujer y a sus hijos, a través de un par de pinceladas narrativas lo vemos trabajando en Nonoalco y “la Mercé” por una paga mínima —cuando la hay— para juntar los doscientos pesos necesarios para el cruce fronterizo (137). Así, explotado, rendido, víctima de la fatalidad, del determinismo y el “destino ciego” propio de tantos personajes rulfianos (Monsiváis, Imágenes 506), el protagonista se acerca con el dinero reunido al hombre que le sirve de contacto para llegar a “Ciudá Juárez” (138). Como muchos otros inmigrantes que se arriesgan a cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, el protagonista de “Paso del Norte” también recibe un “papelito” con una dirección y un número de teléfono, amén de algo más poderoso: la promesa de llegar al otro lado —“Él te pasará la frontera” (138)— y la posibilidad de trabajo —“de ventaja llevas hasta la contrata” (138)—. Reparo en estos detalles porque mucho hay en ellos de “las mitologías allá tras lomita o allá tras la migra” que cautivan a miles de inmigrantes con promesas de un mundo “mejor”, hoy tanto como antaño (Monsiváis, “Americanización” 99). Esto se percibe con mayor nitidez cuando el hombre que le sirve de contacto para cruzar la frontera anima al protagonista a soñar con un destino radicalmente distinto al que conoce. “No vas a ir a Tejas”, le dice. “¿Has oído hablar de Oregón? [Vas a] cosechar manzanas, eso es, nada de algodonales… Y si no quieres cosechar manzanas, te pones a pegar durmientes. Eso deja más y es más durable” (138). Además, le asegura como a un niño: “Volverás con muchos dólares” (138). Bien advertía Max Aub a tan solo quince años de la publicación de El Llano en llamas que Rulfo tiene algo distinto a otros narradores de la Revolución: “el aire que respira, el hálito de sus personajes es todavía el mismo, entre otras cosas porque las situaciones que describe son campesinas y, a pesar del tiempo transcurrido, en la tierra el cambio solo es relativo” (58). Nada más cierto. Hoy, más que a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, incontables son los inmigrantes que realizan un viaje mortal cada vez que cruzan “la línea”, el río y el desierto, con la esperanza de ganar dólares al otro lado de la frontera, aunque lo más probable es que solo comiencen un nuevo ciclo de explotación, que encarnen otros tipos de marginalidad, que perpetúen su inevitable colonialidad. Con la misma lucidez que caracteriza a otros personajes de Rulfo, esa “perspectiva interna” a través de la cual ingresamos a su mundo sin juicios
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didácticos ni notas moralizantes (Olea Franco 16), el protagonista de “Paso del Norte” en ningún momento piensa en la “ilegalidad” de su cruce a los Estados Unidos. Tampoco lo hace nadie a su alrededor. Lo único “ilegal” para el protagonista es el hambre que lo oprime, la pobreza que lo ha dejado en los huesos, la falta de amparo en la que se encuentra su familia. Por eso, con tal de convencer a su padre de que lo ayude, no solo le expone su miseria en carne viva sino que le pregunta: “¿Usted cree que eso es legal y justo?” (135). La violencia simbólica que transportan sus palabras es rotunda y poderosa. Verbaliza no solo “la normalización de la tragedia”, al decir de Monsiváis (Imágenes 507), sino también, y sobre todo, la “ilegalidad” de su estado paupérrimo, la afrenta cotidiana de los marginados, su olvido social y la invisibilidad institucionalizada de los oprimidos. Y en ese ámbito saturado de violencia no hay lugar para la nota sentimental ni el favor del final feliz. Indolente ante la suerte del hijo, el padre le recrimina: “Me vienes a buscar en la necesidá. Si estuvieras tranquilo te olvidarías de mí… Aprende algo. Andar por los caminos enseña mucho. Restriégate con tu propio estropajo, eso es lo que has de hacer” (137). ¿Cómo no migrar ante esta realidad? ¿Cómo no huir, al costo que sea, de la pauperización generalizada, de la angustia constante y la tragedia? ¿Cómo no buscar nuevos horizontes en los Estados Unidos? De muchas maneras, “Paso del Norte” nos deja con estas preguntas agrias en la boca para que sintamos, desde una perspectiva íntima, la búsqueda trágica de una mejor vida al norte del Río Bravo como “parte integral de la historia mexicana post-revolucionaria” (Mora 130). Rulfo consigue esto como suele hacerlo en sus mejores obras: ubicando a sus personajes, sus palabras y sus dilemas existenciales en el limbo de lo concreto y lo abstracto, entre lo social y lo mítico, o entre lo físico y lo metafísico, de tal forma que el relato alcanza un innegable aire de universalidad (Ellis 359-60). Digo esto porque “Paso del Norte” está dividido en dos grandes fragmentos: uno que comprende los preparativos antes del viaje al norte y que concluye con la ya citada promesa de que volverá “con muchos dólares”; y otro que empieza inmediatamente después y que narra el fracaso del cruce y el terrible regreso a casa, en un sorprendente diálogo que surge entre la vida y la muerte, entre lo real y lo mítico y, por supuesto, entre México y los Estados Unidos:
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—Padre, nos mataron. —¿A quiénes? —A nosotros. Al pasar el río. Nos zumbaron las balas hasta que nos mataron a todos. —¿En dónde? —Allá, en el Paso del Norte, mientras nos encandilaban las linternas, cuando íbamos cruzando el río (138).
Al pasar de la primera parte del cuento a esta segunda parte no sabemos si con el diálogo hemos pasado también del mundo de los vivos al de los muertos, como nos sucede, por ejemplo, en el cuento “No oyes ladrar los perros”, donde un padre le habla al hijo muerto que carga sobre los hombros, o como nos pasa en todo Pedro Páramo, a través de diversos personajes que hablan desde sus tumbas. Tampoco hace falta saberlo. Al fin y al cabo, la tragedia sigue siendo la misma: el cruce ha sido un total fracaso y en más de un sentido ha dejado sin vida al protagonista. “Y estábamos pasando el río”, le cuenta a su padre, “cuando nos fusilaron con los máuseres” (139). Al parecer, solo él logra esquivar la muerte en medio de la balacera, pero no por eso deja de incluirse en la lista de los fallecidos. Por eso insiste, desesperado, en contar su catástrofe: “nos mataron”, “nos mataron a todos”, “nos fusilaron con los máuseres”. ¿Está o no está muerto? Rulfo nos deja sin asideros en el cuento y nos obliga a ingresar a un mundo enrarecido, nos zambulle en un espacio cargado de violencia, en las aguas de ese río, y deja que escuchemos un diálogo aterrador entre el protagonista y un compañero herido: Me devolví porque él me dijo: “Sácame de aquí, paisano, no me dejes”. Y entonces estaba ya panza arriba, con el cuerpo todo agujereado, sin músculos. Lo arrastré como pude, a tirones, haciéndomele a un lado a las linternas que nos alumbraban buscándonos. Le dije “Estás vivo”, y él me contestó: “Sácame de aquí paisano”. Y luego me dijo: Me dieron” (139).
¿Está o no está vivo el compañero? ¿Le habla al protagonista con la voz débil del que se sabe al borde de la muerte o ya está muerto y por eso le pide, en una escena impactante de realismo mágico, que lo saque del río? Estando así, “con el cuerpo todo agujereado”, lo más probable es que ya esté muerto. Pero el cuento de Rulfo nos deja pendientes de un hilo, sobre todo porque el narrador
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confunde con sutileza la línea fronteriza entre la vida y la muerte, sin dejarnos escoger entre un mundo u otro. Porque aunque el protagonista le cuenta a su padre: “Y se me murió en la orilla, frente a las luces de un lugar que le dicen Ojinaga, ya de este lado, entre los tules que siguen peinando el río como si nada hubiera pasado” (139), acto seguido vemos que le sigue hablando al compañero como si todavía estuviera vivo: “Lo subí a la orilla y le hablé: ¿Todavía estás vivo? Y él no me respondió” (139). No contento con esta prueba irrefutable de su muerte, el protagonista se pasa toda la noche tratando de revivir al compañero, cuidándolo como si solo estuviera enfermo o dormido: “Estuve haciendo la lucha por revivir al Estanislao hasta que amaneció; le di friegas y le sobé los pulmones para que resollara, pero ni pío volvió a decir” (139). Gracias a la incertidumbre de este pasaje, Rulfo nos instala con efectividad no solo en una frontera física —entre México y Estados Unidos— sino más bien en una “línea” mental, en el tránsito psicológico de aquellos que buscan llegar al otro lado del río, en el corazón de los que se quedan inmóviles a medio camino, o en la fatalidad de los pocos que logran regresar a casa con los bolsillos vacíos. ¿Cuánto se arriesga y qué tanto se gana en cada cruce fronterizo? ¿Qué se deja ahí, en medio del río, en caminos accidentados, bajo el calor o el frío del desierto? El drama que tenemos entre manos —ya lo he dicho— es bastante cotidiano y conocido, pero Rulfo mantiene a sus lectores al filo del suspenso al colocar a los personajes de “Paso del Norte” en una zona intermedia, en el límite de la muerte y la vida. Así, internándonos en un mundo de emociones a flor de piel, Rulfo muestra la condena de los pobres muertos en vida, o que hay muertes simbólicas, como la del protagonista, mucho más violentas que las subjetivas, como la del compañero Estanislao, por ejemplo. Del lado más simbólico, también, “Paso del Norte” nos permite observar, como en Pedro Páramo, que la vida es más legible desde la muerte, o que el conocimiento con respecto al mundo solo se adquiere desde el más allá, cuando ya es muy tarde para sacarle provecho (Ortega 168). No exagera José Joaquín Blanco al señalar que Rulfo tiene el acierto de “desidealizar” y “desbucolizar” por completo al campesino mexicano, para dárnoslo “en su mutismo total, con sus atmósferas envenenadas y opresivas, en su violencia y su desesperanza” (455). Esto vemos en “Paso del Norte” cuando el protagonista, valiéndose de pocas, muy pocas palabras, le cuenta a su padre lo mismo que le cuenta, a punta de golpes, al agente de inmigra-
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ción que lo encuentra a orillas del río con el compañero muerto: “Íbamos regustosos, chifle y chifle del gusto de que ya íbamos pal otro lado cuando merito en medio del agua se soltó la balacera. Y ni quien se las quitara” (140). El protagonista ni siquiera sabe quiénes son sus agresores. Ante la pregunta del agente “¿Y quiénes fueron los que los balacearon?” (140), el protagonista contesta: “Pos ni siquiera los vimos. Solo nos aluzaron con sus linternas, y pácatelas y pácatelas, oímos los riflonazos, hasta que yo sentí que se me voltiaba el codo y oí a este que me decía: ‘Sácame del agua, paisano’” (140). La orfandad del personaje principal salta a la vista en estas líneas. No lo digo solo porque su discurso delata su total ignorancia con respecto a su cruce a los Estados Unidos —“¿Pos que no están las Tejas del otro lado?” (140)— sino porque, acto seguido, el agente de inmigración le recuerda la imposibilidad de superar un destino predeterminado: “Les voy a hablar a Ojinaga pa que recojan a tu amigo y tú prevente pa que regreses a tu tierra. ¿De dónde eres? No debías haber salido de allá” (140). Frente a esta situación, lo único que le queda al protagonista es desandar el camino transitado, volver a casa junto con otros “repatriados” (140). Y llega a las puertas del padre golpeado, herido, como un anti-héroe que nada ha ganado y mucho ha perdido: —Y yo me vine y aquí estoy, padre pa contárselo a usté. —Eso te ganaste por creído y por tarugo. Y ya verás cuando te asomes a tu casa; ya verás la ganancia que sacaste con irte. —¿Pasó algo malo? ¿Se me murió algún chamaco? —Se te fue la Tránsito con un arriero. Dizque era rebuena, ¿verdá? Tus muchachos están acá atrás dormidos. Y tú vete buscando onde pasar la noche, porque tu casa la vendí pa pagarme lo de los gastos. Y todavía me sales debiendo treinta pesos del valor de las escrituras (140-41).
Como el resto del cuento, el fragmento es inmejorable. Porque no sobra ni falta una sola palabra. Porque aquí, como en los otros cuentos de El Llano en llamas o como en Pedro Páramo, el narrador lo ha dicho todo dejando en la página escrita solo lo más “esencial”, para así representar una situación de calibre universal (Domínguez Michael 443). Con unos cuantos trazos mínimos, Rulfo representa el tránsito accidentado de aquellos que se aventuran a cruzar al otro lado y, sobre todo, las consecuencias catastróficas de dicha empresa. Al menos eso sentimos cada vez que el protagonista llora su muerte
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—¿real? ¿figurativa?— o cuando el padre justiciero le recuerda al hijo: “Eso te ganaste por creído y por tarugo”. ¿Cuántos inmigrantes no tienen una experiencia similar? ¿Cuántos no pierden lo mismo que el protagonista en su travesía a los Estados Unidos? No en vano la canción ranchera “Paso del Norte”, compuesta por Felipe Valdés Leal y grabada por primera vez en 1941, sigue cautivando a nuevas generaciones a ambos lados de la frontera, al relatar la amargura de aquel que deja todo atrás y se lamenta: “¡Ay, cruel destino, para ponerse a llorar!” Que Rulfo conociera la canción “Paso del Norte” es muy probable. También que pensara en ella al escribir este cuento, como pensó en el corrido revolucionario “Ya mataron a La Perra, / pero quedan los perritos”, al componer “El Llano en llamas” de la misma colección. Conjeturas aparte, lo importante aquí es que Rulfo sabe darle un giro de ciento ochenta grados a la historia popular. Cuando el padre le dice al hijo que su mujer se ha ido con otro y que le debe dinero por las escrituras de la casa que acaba de vender, la reacción del hijo es para ponerse a llorar. Pero no porque el protagonista está muy lejos ya de su patria —como en la canción— sino porque ha vuelto a ella. Y todo ha cambiado y no hay vuelta atrás: —Está bien, padre no me lo voy a poner renegado. Quizá mañana encuentre por aquí algún trabajito pa pagarle todo lo que le debo. ¿Por qué rumbo dice usté que arrendó el arriero con la Tránsito? —Pos por ahí. No me fijé. —Entonces orita vengo, voy por ella. —¿Y por onde vas? —Pos por ahí, padre, por onde usté dice que se fue (141).
El cuento termina con estas palabras, pero nosotros, los lectores, cerramos el libro y seguimos al protagonista. Tal vez no para buscar a “la Tránsito” — porque en el fondo sabemos que no la encontrará “por ahí”, por donde le dice el padre “que se fue”— pero sí para no perderlo de vista, para indagar si está muerto o está vivo, o si el narrador le otorgará otro destino. Este es uno de los mayores logros de Rulfo: obligarnos, justo al final del cuento, a emprender una “caminata deductiva”, “un viaje imaginario” que nos dice que el cuento no ha acabado, o que tenemos que echar mano de nuestra propia experiencia
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—y del conocimiento que supera los límites de la página— para llegar a una posible conclusión, que por supuesto es una y muchas a la vez (Eco 50). Ahí, deambulando por un sendero imaginario, detrás o al lado del protagonista, los lectores de “Paso del Norte” pensamos otra vez en la suerte de ese hombre que se ve obligado a cruzar el Río Bravo para buscarse la vida en los Estados Unidos. Sentimos el hambre desgarradora que lo expulsa de su tierra, de su casa, y hasta revivimos por un instante —instante que se extiende y multiplica en la imaginación mucho después de concluida la lectura— la desesperación que lo aleja de sus hijos y su mujer, o la esperanza inútil de querer un mejor destino. Vivo o muerto, el protagonista vuelve a casa del padre sin haber llegado a la tierra prometida, sin los dólares con los que había soñado, ni siquiera como Carmelo, con el consuelo de un “gramófono” o cualquier otra herramienta útil para ganarse unos cuantos “centavos” (134). Y así como vino al mundo, “al averíguatelas como puedas” (135), como tantos otros pobres, “con una mano adelante y otra atrás” (135), se va de este sin pena ni gloria, sin alguien que lo espere ni nadie que lo detenga. El “orita vengo” con que se despide del padre esta segunda vez es tan imposible como el “no hay más que ir y volver” de la primera salida. A fin de cuentas, el autor de “Paso del Norte” es el mismo que en otro relato muestra el destino terrible de unos campesinos con una tierra dura y deslavada, imposible de labrar (“Nos han dado la tierra”); o el que nos permite imaginar que la joven Tacha tendrá que irse de piruja, como sus hermanas, porque el río se ha llevado a su vaca (“Es que somos muy pobres”). De alguna manera, el hambre de este cuento es parecida al que percibimos en “El hombre”, donde uno de los personajes succiona con violencia los pezones de una borrega que grita de dolor. Y es como el que siente el protagonista del cuento “Macario”, un hambre que solo puede saciar tomando la leche dulce de los pechos de Felipa3. Con “Paso del Norte” sentimos también, como en “Luvina”, que el autor nos ha instalado en un lugar “donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara” (121). Leer a Rulfo es esto y lo sabemos. “Cuando uno lee a Rulfo”, escribió Poniatowska hace más de tres décadas, “oye uno el olvido, oye uno Sobre las metáforas del agua, la leche y otras bebidas en los cuentos de El Llano en llamas, véase mi artículo “Tragos amargos y ebrios encargos”. 3
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las cenizas. También la tristeza. Rulfo entonces se alza como un personaje desolado que va caminando encima de esta tierra baldía, violenta, agria, de noches muy largas” (156). Esta es la impresión que nos causa “Paso del Norte”, relato que representa con agudeza los sinsabores de un cruce trunco de México a los Estados Unidos, un sueño de superación fallido, una historia que nos deja como a Estanislao: a orillas del Río Bravo con el cuerpo agujereado. Paso del Norte, qué lejos te vas quedando…
Obras citadas Anónimo. “Escenifican en Nueva York obra del escritor mexicano Juan Rulfo”. Pueblo en línea, 19 febrero 2009. En la web http://spanish.people.com. cn/31617/6596735.html. Última consulta: 17 de marzo de 2016. Aub, Max. Guía de narradores de la Revolución Mexicana. México: Fondo de Cultura Económica, 1969. Blanco Aguinaga, Carlos. “Introducción”. Juan Rulfo. El Llano en llamas. Madrid: Cátedra, 1997. 9-31. Blanco, José Joaquín. Crónica literaria. Un siglo de escritores mexicanos. México: Cal y Arena, 1996. Caramelo, Johnny. “Crítica teatral: ‘Paso del Norte,’ una obra profunda e inteligente”. El mostrador, 28 de agosto de 2014. En la web http://www.elmostrador.cl/ cultura/2014/08/28/critica-teatral-paso-del-norte-una-obra-conceptualmenteinteligente/. Última consulta: 17 de marzo de 2016. Domínguez Michael, Christopher. Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005). México: Fondo de Cultura Económica, 2007. Durán, Manuel. "La piedra y el laberinto: notas sobre el arte de Juan Rulfo". Juan Rulfo: Perspectivas críticas. Ensayos inéditos. Eds. Pol Popovic Karic y Fidel Chávez Pérez. México: Siglo xxi / Instituto Tecnológico de Monterrey, 2007. 95-116. Eco, Umberto. Six Walks in the Fictional Woods. Cambridge: Harvard UP, 1994. Ellis, Keith. “El uso de polaridades de experiencia en los cuentos de Rulfo”. Revista Canadiense de Estudios Hispánicos 22.2 (1998): 359-69. Espinosa, Pablo. “Crónicas de Santiago a Mil por Fundación La Fuente: Paso del norte”. Fundación Teatro a Mil, 13 de enero de 2015. En la web http://www.fundacionteatroamil.cl/noticia/cronicas-de-santiago-mil-por-fundacion-la-fuentepaso-del-norte/. Última consulta: 17 de marzo de 2016.
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La memoria o el olvido del crimen: lagunas del decir en El Llano en llamas Florence Olivier CERC, Sorbonne Nouvelle
A decir de algunos, los quince cuentos que reúne El Llano en llamas de Juan Rulfo restituyen la memoria de un universo rural en el estado de Jalisco durante la Revolución mexicana y en los años que siguieron, aquellos de la Guerra Cristera en reacción a las medidas anticlericales del gobierno postrevolucionario, aquellos del primer reparto de las tierras, aquellos de las campañas de la Secretaría de Educación Pública, embebidas de fervor laico e iniciadas en la época de Vasconcelos. A decir de otros, a decir del propio Juan Rulfo, las desgracias e injusticias que acongojan a los campesinos, los crímenes que cometen, las penas morales que se infligen y que expían, las penas legales que purgan no hacen sino perdurar durante y después de la Revolución. La Historia, cuanto más una revolución o unas revueltas contrarrevolucionarias, debería de dejar huellas, cenizas, cicatrices, y las deja por cierto en las historias relatadas, pero no parece dejar más que eso: el desastre y la insensatez, la renovada injusticia por toda novedad. El nuevo régimen que instaura toda revolución se manifiesta sin embargo en algunos cuentos, afecta al destino de los narradores, pero no resulta vivido o percibido sino en sus efectos perversos, en la vanidad de sus reformas políticas, en la impropiedad de sus medidas. Burlados por la Historia, los campesinos de “Nos han dado la tierra”, título desmedidamente irónico, reciben del nuevo gobierno una tierra incultivable, un pedazo, inmenso por cierto, de aquel Llano cuyas otras tierras, las fértiles, arden durante la Revolución, embalsamando el aire con la miel de sus cañas de azúcar en “El Llano en llamas”. Despojados so pretexto de verse dotados, aquellos “damnificados de la tierra”, como los
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nombra Carlos Monsiváis, no han ganado nada con las armas que les acaban de confiscar. El despojo que imperaba antes de la Revolución prosigue de otro modo después de la Revolución. Pedro Páramo, la novela publicada dos años después del Llano, será la fábula donde la detención del tiempo, su imposibilidad para transcurrir, expulsará de la Historia a los campesinos, puesto que ningún acontecer histórico basta para destruir el poder abusivo que ejerce el cacique de Comala en menosprecio de toda ley que no sea la suya propia. Criminales, cómplices o víctimas del dueño de todas las tierras y todas las mujeres, se convertirán en unos fantasmas. Comala entera es una memoria de la culpa, fastidiada de su propia repetición. Los murmullos que allí escucha el forastero, las voces y las palabras de aquellos fantasmas, tan vivos que confunden al recién llegado, van desgastándose, y si, en las calles solitarias, resuenan las risas de antaño, se oyen como agotadas. En aquel lugar de donde fue desterrada la Historia, desviada en provecho suyo por Pedro Páramo, permanece la vana memoria, aquella que actúan los muertos, sorprendidos por el último de los visitantes en algún momento o conversación de su pasada vida, y, en el panteón, aquella de los difuntos que, ávidos de secretos, escuchan a otros difuntos. Tal conmovedora curiosidad no es sino la pertinaz fuerza de la vida misma. Más vale poco que nada. Los cuentos de El Llano en llamas también reúnen los relatos de una violencia generalizada que no alcanza a conformarse como historia y cuyo decir individual titubea entre la memoria y el olvido, por un tiempo suspendidos en su devenir. Si bien existe, en el cuento que da su título al volumen, alguna huella de la historia de la Revolución, tal historia se ve sustituida por la memoria del crimen colectivo que cometió una gavilla de hombres armados. Así, es la memoria del crimen impune la que inscribe la historia, sin ninguna vindicación de heroísmo, puesto que quien, sin remordimientos, cuando no con cierto nostálgico goce, se rememora y relata encuentros y saqueos, violaciones y torturas, es uno de esos hombres armados. Si bien se clausura una época, puesto que el hombre sale de la cárcel y parece prometido a una vida en la que le será imposible, en un periodo de pacificación, reanudar su vida aventurera de antaño, los episodios de la lucha entre federales y revolucionarios aparecen desvinculados de la historia en marcha, recién interrumpida. De esta, permanecen aún menos que jiro-
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nes: escenas y momentos, sucesivos y nítidos, de asombrosa precisión física y sensorial, pero poco ordenados en el relato de Pichón, aquel narrador de dulce y bucólico apodo. Ese hombre “de abajo” jamás designa a los de su bando con el nombre de revolucionarios, y si bien termina designando al enemigo con el de “federales”, suele llamarlo “los otros”. Así queda excluido del relato todo sentido de la lucha, todo anhelo de justicia social, y hasta la confusión del propósito político de los campesinos alzados, tal y como podía aparecer en la pesimista “novela de la revolución”, otrora inaugurada por Los de abajo de Mariano Azuela. Fuera de lugar, por completo ajenos a los relatos de Rulfo resultan tanto la condena de la barbarie que asumen los novelistas intelectuales como aquel deplorar condescendiente de otros grandes novelistas respecto de los destinos de ciertos heroicos hombres del pueblo arrastrados por el movimiento de la Revolución antes de verse aniquilados por ella. “El Llano en llamas”, el cuento, reduce pues el gran relato de la Revolución —al grado de que no se menciona explícitamente la guerra civil, ni siquiera la guerrilla— a una sucesión de incendios y saqueos, asaltos a trenes, robo de ganado, secuestro de mujeres, tomadas cual botín, escaramuzas entre tropas que se reivindican de tal o cual general. El Llano en llamas, la colección de cuentos, sustituye el relato de la historia con unas cuantas historias de crímenes o catástrofes, en un universo dominado por una desilusión que ningún personaje podría calificar con la vana palabra de “política”. Si la Revolución no deja más huellas que un relato factual ceñido a los recuerdos de un excombatiente, al cabo encarcelado por crímenes comunes, ¿qué decir de la vida común y corriente o, mejor dicho, de lo común y corriente del crimen? Lo que a veces deja alguna impronta aunque difícilmente cobre sentido para los narradores, lo que precariamente logra ser digno de memoria al marcar el tiempo de sus vidas con el tajo de un acontecimiento, es el crimen sufrido, cometido o presenciado. Ahora, si bien en ese mundo de violencia uno se esfuerza por recordar y por apuntalar con el recuerdo la versión propia de una historia tan difícilmente propia, lo hace desde la necesidad de la huella, desde la necesidad de hallar una posición que pueda sostenerse ante un acto, de saberse, o no, sujeto de la acción. Nadie lo dice mejor que, en el cuento “En la madrugada”, el viejo Esteban, acusado del asesinato de su patrón Justo Brambila:
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Y que dizque yo lo había matado, dijeron los díceres. Bien pudo ser; pero yo no me acuerdo. ¿No cree usted que matar a un prójimo deja rastros? Los debe de dejar, y más tratándose del superior de uno. Pero desde el momento que me tiene aquí en la cárcel por algo ha de ser, ¿no cree usted? (El Llano en llamas 73)1.
En este alegato en defensa propia, hecho de interrogaciones, el olvido del crimen o, mejor dicho, la carencia de sus huellas en la memoria consciente, tendería a demostrar su inexistencia y a exculpar al acusado, que alega la imposibilidad de olvidar o ignorar que se ha asesinado a un “prójimo”. El pastor apela aquí a la ley religiosa y al respeto de uno de los diez mandamientos: “no matarás”. Pero enseguida califica a Justo Brambila como su “superior”, invocando la jerarquía social, lo cual, de modo bastante cómico, viene a alterar la dimensión puramente moral y cristiana de su argumentación para reducirla al respeto de una ley del más poderoso: no se puede matar a su “superior” sin guardar recuerdo del acto porque bien se sabe que no se le puede matar impunemente. Esteban invoca ahí, no la ley del código penal sino la de la costumbre, que rige aquel universo campesino de extrema desigualdad social, misma que conduce a las autoridades y la opinión de los pueblerinos a juzgarlo forzosamente culpable de la muerte de su patrón. El pastor está tan acorralado por el discurso de los demás que parecería dispuesto a otorgar un asomo de lógica a su encarcelamiento y a dejar que su situación objetiva dictamine su culpabilidad. Detenido y presunto culpable, ora finge justificar su suerte judicial, con una pizca de duda, ora protesta, repitiendo que había perdido el conocimiento mientras se defendía de la furiosa golpiza que le infligió su patrón. Ejemplar, el relato de “En la madrugada” remeda, a fuerza de elipsis y cambios de narradores, la laguna mental de Esteban, que sustituye con una laguna del decir. Intimado a hablar ante un juez o un funcionario cuyo discurso no se refiere, la palabra del pastor vacila entre palabra plena y palabra vacía. Tanto más plena, paradójicamente, cuanto que responde a un momento de pérdida de la conciencia, a un vacío, cuyos contornos delinea con precisión, jugando con el contraste entre lo que recuerda perfectamente y lo que declara no poder recordar en absoluto:
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Todas las citas de El Llano en llamas proceden de la edición de Cátedra de 1986.
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Aunque, mire, yo bien me acuerdo de hasta el momento que le pegué al becerro y de cuando el patrón se me vino encima, hasta allí va muy bien la memoria; después todo está borroso; Siento que me quedé dormido de a tiro y cuando desperté estaba en mi catre, con la vieja allí a mi lado consolándome como si fuera un chiquillo y no este viejo desportillado que soy yo. Hasta le dije: “¡Ya cállate!” Me acuerdo muy bien que se lo dije, ¿cómo no iba a acordarme de que había matado a un hombre? (El Llano en llamas 73).
Ejemplar de su sentido común de campesino, su discurso frente al juez interroga, con certera malicia, lo fundamentado de los decires del pueblo y la aparente y fácil convicción de su culpabilidad en la que campea la justicia. En un perfecto ejercicio de retórica, subraya el tenor incierto cuando no fantasioso de los testimonios de los demás e insinúa la injusticia que está a punto de cometer la justicia: Y, sin embargo, dicen que maté a Don Justo. ¿Con qué dicen que lo maté? ¿Que dizque con una piedra, verdad? Vaya, menos mal, porque si dijeran que había sido con un cuchillo estarían zafados, porque yo no cargo cuchillo desde que era muchacho y de eso hace ya una buena hilera de años (El Llano en llamas 73).
En lugar de lo trágico, lo absurdo de la decisión de la justicia se ve así puesta de realce por la circularidad de las reflexiones del viejo, que giran y brincan de uno a otro nítido recuerdo, en los bordes de la ausencia a sí mismo de la que fue víctima; que se envalentonan, pasando de una interrogación sobre los chismes de los pueblerinos a una suposición acerca del exceso de imaginación que pudiesen encerrar. Pero ante todo, y como sucede casi siempre en estos cuentos, la soledad de tal discurso, que gira en vilo frente a la tácita impasibilidad del juez, es la que le depara el atributo de una palabra plena, desde su misma incertidumbre y fragilidad. El destinatario del relato, en estos fragmentos en los que solo se expresa la voz del acusado sin ninguna forma de acotación narrativa, se halla en la exacta posición del policía o el juez, mudas encarnaciones del muro inquebrantable de la ley, cuyo silencio parecería enunciar un “Bien puedes cansarte hablando, que te espera la soga”. Esta palabra, tan inmutable que no necesita expresarse, es la que merece el atributo del vacío pues pretende, ella sí, llenar la laguna mental o el eclipse de la conciencia del viejo pastor con la clara y segura afirmación de su acto ase-
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sino. Aquí, en efecto, el silencio del funcionario no puede confundirse con el llamado a escucharse a sí mismo que calladamente profiere aquel otro tipo de interlocutor mudo que es el sicoanalista. En cuanto al lector, se le brinda en otra parte del cuento el relato, menos subjetivo aunque fragmentado y elíptico, de las circunstancias del drama, y le toca mantenerse en la posición del intérprete, que no en aquella, insostenible, del juez instructor o el policía investigador. Pues afloran en el discurso del detenido unos motivos que, referidos en la simple narración consecutiva de los hechos y, por ende, con toda inconsciencia de su alcance físico y moral, parecen no obstante indicar el origen de su propio acceso de violencia. La rabia y la frustración del pastor ante el indebido goce de su patrón, a quien sorprendió in fraganti —sin que aquel lo sospechara, cree el viejo— mientras cometía el delito del incesto con su sobrina, lo habrían llevado, según podemos deducir de su testimonio puramente factual, a golpear salvajemente un ternero que gozaba sin mesura de la leche de su madre en el periodo del destete. Por lo menos, se relatan consecutivamente los dos hechos en la rememoración del viejo. El animal sin duda paga por el hombre antes de que aquel abusivo patrón que no contento con reprochar la flacura del ganado a su empleado aun le reprocha la suya propia, la emprenda a golpes con el pastor. El torbellino de violencia, primero transferida sobre el animal por el impotente testigo, prosigue con la agresión de Justo Brambila, que concluye con la muerte, accidental o no, del incestuoso patrón durante la lucha que enfrenta a los dos hombres. La propuesta de una verdad, hipotética y resignada, sale de la boca del pastor, según la cual el enceguecido furor que compartía con su patrón pudo conducirlos a matarse el uno al otro. ¿La ceguera, motivo trágico? Quizá. Pero en aquel mundo de injusticia, el viejo Esteban se conforma con remitirse a Dios con irónico fatalismo, considerando que si lo traicionó una de sus últimas facultades, la memoria, poco importa que la muerte se lleve consigo las escasas facultades que le quedan. Valga decir así a la justicia de los hombres, sorda a sus esfuerzos por explicarse, que no significa nada. Así, tanto el lugar de la víctima, en el que pudo hallarse el pastor, quien se queja del dolor que aún experimenta tras los golpes recibidos, como el posible atenuante de la legítima defensa resultan inexistentes a ojos de la ley. El muerto es el patrón, el muerto es la única víctima. La ironía del caso, trágicamente trivial, se resuelve con lo insensato de la aplicación de la ley, en
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virtud de la única versión de los hechos que admiten las autoridades. Versión que cuestiona tanto el discurso del viejo Esteban como la enigmática composición del cuento. El otro crimen, en cambio, el incesto que comete Justo Brambila con su sobrina Margarita, se ve corroborado en el relato, que refiere los pensamientos del patrón en su imaginario forcejeo con la ley religiosa. En sus anhelantes fantaseos de legitimación de sus amores Brambila piensa acudir al cura, pese a que no ignora que su relación con Margarita sería condenada por incestuosa. Así, la transgresión en la que incurre no es tal a sus ojos; a lo sumo concede un valor de sentido vacío al juicio del cura y un poder de castigo a la Iglesia, resolviéndose a salvar las apariencias y a seguir viviendo sus amores en la clandestinidad. El desenlace del relato refiere con subrepticia ironía el velorio del piadoso difunto en la iglesia del pueblo, mientras las calles están sumergidas en las tinieblas en señal de duelo porque, como se menciona en el recoveco de una oración, Don Justo también era el dueño de la electricidad. El arte del relato elíptico seduce, como sabemos, por la movediza posición de intérprete que brinda al lector. Como el viejo pastor, que no da crédito al oír la versión pública de los hechos a la que solo puede oponer sus conjeturas y la afirmación de su no saber, el lector se halla ora en el lugar, incómodo desde el punto de vista moral, de la sorda autoridad, ora en aquel, aún más incómodo, del acusado. Al reunir los pocos elementos que le depara el conjunto del relato, vislumbrará la confrontación entre varias leyes, la religiosa, la institucional, la social, a cual más injusta. Con esta confrontación que, por fin, configura la posibilidad de relatar una historia, adviene la palabra plena. En el universo del Jalisco de Juan Rulfo, el ser testigo ni siquiera de un crimen sino del simple trajinar de un fugitivo acorralado a quien se auxilia por espontánea caridad, y acudir luego a las autoridades para señalar cómo se descubrió su cadáver puede llevar directamente a la inculpación por complicidad. Es este el destino de otro pastor, aislado con su rebaño de borregos a orillas de un río que, más adelante, se angosta en un cañón. Así como el Esteban de “En la madrugada”, este personaje, anónimo esta vez, discurre ante un callado funcionario, en el último fragmento del cuento “El hombre”. La acusación que sobre él pesa solo se deduce de su indignada protesta mientras retoma el discurso del funcionario en el suyo propio. Al enterarse por boca del licenciado de los asesinatos que cometió el desconocido y de las
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circunstancias en que huyó, no ceja en mostrarse horrorizado y clamar que él mismo hubiera podido hacer justicia de tan solo tener conocimiento de los crímenes. Atrapado por su inicial buena fe y por la versión que le dan de su papel en este caso, intenta exculparse abundando en la culpabilidad del desconocido y encareciendo en los discursos de la autoridad, al grado de que se atribuye el indebido papel, fantaseado a posteriori, de un justiciero. Si este discurso surte un efecto de humor, negrísimo, se debe a que el pastor imagina cuántas posibilidades pudo tener a su alcance para ejecutar al asesino: a pedradas, a leñazos. Pero también se debe, de modo patético, a que tales fantasías, propiamente asesinas, alternan con la sincera expresión de la compasión que le despertaron la congoja y el desamparo del hambriento fugitivo. Extraviado en el discurso del otro, ignorante de las circunstancias que antecedieron los asesinatos cometidos por el hombre acosado, el pastor alega su sinceridad e invoca su humilde condición y su vida solitaria. Interpretando las incomprensibles exigencias de la ley, que lo convierte en cómplice del fugitivo, confundiéndola con una suerte de justicia divina, se propone como su brazo ejecutor: “Eso que me cuenta de todas las muertes que debía, no me lo perdono. Me gusta matar matones, créame usted. No es la costumbre; pero se ha de sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos hijos del mal” (El Llano en llamas 67). De nuevo se ven confrontadas aquí dos formas de ley, tan pervertida la una como la otra: la de Dios, familiarmente reinterpretada por el pastor como ley que autoriza un muy poco ortodoxo castigo divino; la que aplica la institución judicial, en su celo por designar a un culpable antes que por hacer justicia. Este último y extenso fragmento de “El hombre” confía a la boca de un ignorante testigo el relato del fatal desenlace de una persecución. En el inicio del cuento un narrador refiere, alternándolos, los actos y los pensamientos del perseguidor y los del perseguido, atrapados ambos en la dinámica circular de una recíproca venganza entre familias. El perseguido, José Alcancía, acaba de matar a los dormidos miembros de la familia Urquidi, entre los cuales cree que se encuentra el asesino de su hermano. El perseguidor no es sino ese asesino, ausente de su casa aquella noche. El relato, complejo, entrevera los momentos que anteceden el asesinato múltiple de los Urquidi con las peripecias, ulteriores, de la persecución. Se crea así un efecto de recíproca posesión mental de los dos hombres, atormentados por distintos remordi-
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mientos: Alcancía lamenta las muchas e indiscriminadas muertes que causó, excediéndose en su anhelo de venganza; Urquidi se siente culpable por la fallida promesa de proteger a su hijo. Uno y otro son presas del sentimiento de extrañeza que les infunde su culpa, al grado de que, al pensar en voz alta, no reconocen sus propias voces. Si bien los sojuzga a ambos la ley de la venganza, difieren los modos en que la experimentan: Urquidi cree que la asume plenamente; Alcancía la sufre con terror. José Alcancía, que solo había premeditado el asesinato de uno de los Urquidi, acaba ejecutando a oscuras a tres miembros de la familia y, horrorizado, llora implorando el perdón de sus víctimas. El hombre anónimo que da su título al cuento parecería ser Alcancía, el fugitivo. Sin embargo, en esta historia de locos, en la que uno y otro son el asesino y el ofendido, el efecto de círculo vicioso de las sucesivas venganzas sugiere que el hombre, llámese Urquidi o Alcancía, tenga sangre fría o sangre ligera y presta para el ofuscamiento, es quien pierde a un pariente y cree vanamente que una vida se cobra con otra. El “hombre” es el uno y también es el otro, por poco que quiera interpretarse el carácter enigmático del cuento, por poco que se entre en la lógica de la circularidad que estriba en su montaje temporal a modo de quiasmo. Desde un inicio el relato alterna, en efecto, la anterioridad del asesinato múltiple de los Urquidi con la ulterior caza que emprende el sobreviviente en pos de Alcancía. La circularidad de la venganza halla su análogo en la justicia sumaria y expedita que imagina el pastor en un sobrecogedor escorzo lingüístico: “matar matones”, cuyo verbo implica una intercambiabilidad entre el objeto y el futuro sujeto. Todo queda dicho de la propagación del homicidio, pues ¿con qué muerte podría detenerse el encadenamiento de los asesinatos, cuando la institución judicial no se hace cargo de la justicia? El licenciado parece no mencionar sino el asesinato múltiple que cometió Alcancía y pasar por alto el previo asesinato del hermano de este por el jefe de la familia Urquidi. En la versión oficial de los hechos, solo caben unos cuantos elementos del caso, que tienden a considerar que si ya se hizo justicia con la ejecución de Alcancía, la institución debe intervenir en el único punto en que le queda la posibilidad de una iniciativa: aún puede designar a un culpable, convirtiendo a un testigo en culpable. La palabra del pastor se tropieza con tal imperativo, y resulta ser rehén del discurso del licenciado, alienada por la insensatez de la historia de los demás. Aquel hombre, inocente, parece destinado a convertir-
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se en la huella oficial del crimen, en su rastro en algún registro del tribunal, en la coartada de la institución judicial. De lo sucedido, en su incompleta totalidad, solo permanecerá una memoria falseada. La ironía del destino es total en este cuento construido al modo de un enigma, el cual no concierne a los hechos sino al sentido que cobran para los actores del drama, sojuzgados como lo están a una forma elemental de justicia en la que solo cuenta la ley de la costumbre frente a la mascarada y la esquivez de la justicia penal. En estos cuentos, aun cuando el asesino es el narrador, aun cuando este recuerda con suma nitidez las circunstancias de su acto y cada uno de sus ademanes, pretende no poder responder sino a medias por su crimen porque se habría visto en la obligación de cometerlo. El narrador anónimo de “La Cuesta de las Comadres” solo cuenta con su propia rememoración para acompañarse a sí mismo en su total soledad. Para narrar aquel asesinato que tuvo que cometer y que para él fue un parteaguas, este hombre, el último de los habitantes de la despoblada Cuesta de las Comadres, ha de reconstruir la historia del paulatino abandono de las tierras por los campesinos. Cuenta cómo desapareció un mundo, cuyo fin habría precipitado él mismo al matar al responsable de la deserción del lugar. Irrisoriamente, abrigaba la vaga esperanza de que sus vecinos regresaran tras esa muerte. En su caso, su testimonio no se dirige a ningún licenciado sino a la tierra misma y a lo que de humano permanece en ella: él mismo. Guardián de la memoria del lugar, último testigo de un drama colectivo, autor del asesinato que, objetiva aunque no intencionalmente, puso fin a los abusos de los caciques de la aldea, el viejo solitario parece no haber sido interrogado por la justicia en la época de los hechos. Su única condena parecería ser la soledad en que vive y su incansable rumiar los recuerdos, uno de los momentos de cuya actualización parecería corresponderse con el relato del cuento. Su monólogo concluye precisamente con las siguientes palabras: “De eso me acuerdo” (El Llano en llamas 54). Y se trata aquí de un mero recuerdo desapasionado y restringido a las señales que le permiten fechar aproximadamente el momento del crimen en el ciclo de las estaciones: sucedió en octubre, hacia la época de la fiesta del vecino pueblo de Zapotlán, cuando el ruido de los cohetes asustaba a los zopilotes después de que enterrase el cuerpo de su víctima. Mató a Remigio Torrico, uno de los dos hermanos que despojaba y aterrorizaba a los habitantes de la Cuesta de las Comadres.
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En cambio, resulta difícil cuando no imposible medir a partir de su monólogo el tiempo que transcurrió desde aquel asesinato. A lo sumo puede deducirse que los hechos no son recientes puesto que cambió el paisaje desde aquella época en que los hermanos Torrico se apostaban para espiar el ir y venir de los viajeros por el camino de la Media Luna desde lo alto del cómodo observatorio que les proporcionaba la milpa del narrador. Ahora, unas ramas ocultan la vista que da al camino y al pueblo de Zapotlán. Así, más que el tiempo de la historia, es el de la naturaleza, el tiempo de los campesinos, el que mide o acompasa los momentos del drama. Narrados en la última parte del relato, el periodo anterior a la muerte de los Torrico y el periodo posterior a sus dos muertes le permiten sin embargo al narrador situar su propia historia en la circunstancia del paulatino despoblamiento de la Cuesta de las Comadres. El arte del disimulo o la necesidad de atenuar su responsabilidad respecto del crimen que cometió lo lleva a postergar su confesión del asesinato, la cual constituye así el clímax y el desenlace de su relato. Porque si desde su primera oración menciona el viejo campesino que los Torricos están muertos; si en la segunda afirma, no sin malicia disfrazada de aparente inocencia, que fue amigo de los difuntos hasta poco antes de su muerte, nada comenta de las circunstancias de esa doble muerte. Ha de esperarse la tercera parte de su relato para que confiese en una breve y categórica oración el asesinato de Remigio Torrico: “A Remigio Torrico yo lo maté” (El Llano en llamas 50). Así se ve marcado el tiempo por el tajo de aquel acto que el narrador puede reivindicar. Varios elementos concurren sin embargo para mellar la nitidez del hecho y cuestionar la absoluta responsabilidad que parecería asumir el viejo solitario. Lo más asombroso de su relato es que, al no tener interlocutor, se ve de alguna manera obligado a inventarse a sí mismo como otro para dirigirse a alguien. Único juez de la aparente fatalidad que lo condujo a suprimir a su último vecino y compañero, aparece como un sobreviviente imperturbable, un testigo de la violencia pasada. Su relato parece prefigurar así, junto con otros cuentos de El Llano en llamas, el universo de Comala habitado por las ánimas en pena, por sus palabras y los jirones de sus historias tras la devastación y los crímenes que todos sufrieron y cometieron cuando aún vivía Pedro Páramo. La topografía del lugar ya menciona aquí la Media Luna, propiedad del cacique en la novela.
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Pero tal relato también está marcado por el titubeo entre la afirmación de su complicidad con los Torricos y la subrepticia negación de su compromiso con ellos en la época en que los dos hermanos, no contentos con haberse apoderado de las tierras de todos sus vecinos, asaltaban a los viajeros en el camino de la Media Luna. El narrador no juzga las fechorías de los Torricos y se limita a dar constancia del estado de las cosas: el paulatino éxodo de los sesenta habitantes de la aldea, su abandono de las tierras cuya propiedad no lograron conservar pese al reparto de la reforma agraria. La carencia de juicio moral que demuestra el viejo —lamenta que su edad no le haya permitido ser más gallardo para auxiliar a los Torricos en sus tareas— no le impide sin embargo afirmar su pertenencia al grupo de los campesinos que ocultaban sus escasos bienes a los responsables de la extorsión. Malicioso y ladino, se sitúa ora del lado de los despojados, ora del de los despojadores. Pues acata cual fatalidad la ley del más poderoso, con la que, dice él, tuvo que conformarse. Resume aquella situación con la negra ironía de un rítmico juego de palabras que asimila los desastres causados entre los hombres por los Torricos a los daños que causa el clima en los cultivos: En años pasados llegaron las heladas y acabaron con las siembras en una sola noche. Y este año también. Por eso se fueron. Creyeron seguramente que el año siguiente sería lo mismo y parece que no se sintieron con ganas de seguir soportando las calamidades del tiempo todos los años y las calamidades de los Torricos todo el tiempo (El Llano en llamas 50).
Tiempo climático y tiempo de los hombres se ven medidos con el mismo patrón y el mismo valor: aquel del retorno de lo mismo, que señala lo ineludible. En cuanto a la parte de responsabilidad que se reconoce el narrador en los delitos que cometían los Torricos, no entra en los abusos que afectaron a los vecinos del lugar y se enuncia como la aceptación, algo activa aunque ante todo pasiva, de su propia suerte como cómplice y, a la vez, consintiente víctima. A diferencia de sus vecinos, él no tuvo que huir y permaneció arraigado a su tierra. Su discurso, socarrón e inocente, no deja traslucir ningún remordimiento. Ni siente culpa por su complicidad con los criminales ni lamenta el asesinato que cometió, sino el hecho de no haber podido explicarse con Remigio Torrico la noche en que lo mató. La ironía del destino quiso que no pudiera justificarse sino ante el cadáver de Remigio,
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quien había llegado a reclamarle la muerte de su hermano Odilón. La palabra del supuesto inocente no habría podido darse a oír para refutar la injusta acusación de Remigio, ebrio de alcohol y de furor. De creerle al viejo, Odilón habría sido asesinado por unos enemigos en una querella que se desató en Zapotlán. Tal discurso dirigido al cadáver de Remigio, cuando ya se produjo lo inevitable, reduplica los efectos de la fatalidad irónica: la inocencia que clama el narrador ante el difunto coincide con su responsabilidad de asesino. Responsabilidad de la que reniega a medias o cuya realidad justifica alegando la legítima defensa. Así, despojado de su anhelada inocencia por la palabra del vivo tanto como de su culpabilidad en la muerte de aquel último interlocutor, el viejo debe repetir el vano gesto de su original y extemporánea exculpación relatando una y otra vez la historia que dictaminó su suerte presente. Es lo único que le queda para saberse no sujeto de su propio destino sino habitante de un lugar que solo cobra vida con su presencia y su memoria. Su condena es seguir nombrando el lugar contando su historia: “La Cuesta de las Comadres”. En el contarse a sí mismo una y otra vez aquella historia está en juego toda su identidad de campesino, de hombre que cultiva y nombra la tierra. Cada instante, cada iluminación nocturna de la escena en cuyo transcurso dio la muerte a Remigio Torrico para evitar la suya propia se hace extraordinariamente presente en su relato: el fulgor de la gran luna de octubre que hizo brillar la aguja con la que remendaba un costal y que le inspiró tan súbita y gran confianza en esa aguja; el modo en que se la hundió en el vientre a Remigio Torrico; la entristecida mirada del agonizante; la manera en que remató a su víctima, por compasión, dice, hundiéndole la aguja por el lado del corazón. La extrema nitidez de la escena resulta onírica, como si el viejo hubiese sido a la vez actor y testigo del drama. Sin embargo, esta doble posición no es la del soñador sino la del hombre que ejerce su memoria, aún presa del asombro ante el fatal curso de los acontecimientos del pasado, cuyo instrumento fue él mismo, el asesino. Si, al recordar, no lo mueve el remordimiento, si cada uno de sus ademanes en aquel momento atestigua su sangre fría y su eficacia, hasta el cuidadoso enjuague del canasto en que transportó el cadáver, su relato gira sin cesar en torno al sentido de aquella historia, suya y, sin embargo, desligada de su voluntad.
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Así, en estos tres cuentos del Llano en llamas, cada uno de los relatos de aquellos hombres, criminales conscientes o inconscientes de sus actos, inocentes injustamente acusados, o sucesivamente inocentes y criminales, giran en torno a la pérdida del sentido de sus actos, pues la ley penal, la ley divina, la ley de la costumbre no coinciden ni estatuyen nada que garantice la justicia para uno u otro, ni, desde luego, otorgan ningún valor de cabalidad a las palabras de los incriminados. Las lagunas mentales, duplicadas por las elipsis del relato en “En la madrugada”, que no corroboran ni infirman lo que no puede saberse de la responsabilidad de Esteban, solo dejan aparecer el torbellino de la violencia homicida, y lo mismo sucede con el montaje temporal de “El hombre”, mientras que el vivísimo recuerdo que guardó de su crimen el narrador de “La Cuesta de las Comadres” solo puntúa una historia de abusos que rebasa la suya propia. Los relatos, constancias o declaraciones de tales violencias, en las que nadie llega a ser sujeto de sus actos, en las que el decir progresa por encima de los abismos donde zozobra el sentido, aún están a la espera de la justicia.
II
El Llano en llamas: memoria e isotopías
Una noche en el Huerto de los Olivos: “La noche que lo dejaron solo” de Juan Rulfo1 Karim Benmiloud Université Paul Valéry-Montpellier Institut Universitaire de France
El cuento de Juan Rulfo titulado “La noche que lo dejaron solo” posee una peculiaridad que ha sido frecuentemente señalada por la crítica: la de ser uno de los únicos cuentos del autor cuyo desenlace no es trágico. Ahí nos adentramos en “tierra feliz”, lo cual ya es en sí bastante notable, aunque habrá que esperar el final del cuento para darse cuenta de ello. Como lo señala justamente Marta Portal: “[el relato] es de los más simples del corpus y es de los pocos de El Llano en llamas en que el resultado de la acción es un éxito, o un desenlace de mejora; es decir, se realiza parcialmente la intención que abre el proceso, salvarse del enemigo” (125)2. Pero antes de que el lector descubra el desenlace del cuento, su título, “La noche que lo dejaron solo”, no puede sino despertar en él emociones sepultadas desde la infancia, tales como el miedo a la noche o el temor al sentimiento de abandono que la noche lleva consigo. La noche es en efecto el momento en que se lleva al niño a su habitación para que duerma, y en que se le abandona a la soledad de su cuarto (lo dejaron). No en vano opone el título un individuo único (lo) a un sujeto plural indeterminado, que remite a una tercera persona del plural (ellos). Detrás de este sujeto plural se esconden El presente ensayo es una versión modificada y ampliada de uno anterior (Benmiloud, “Une nuit”). 2 Sobre “La noche que lo dejaron solo”, ver particularmente Portal (125-128). 1
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por lo menos dos personas, que, si ponemos en relación con el tema de la noche, del abandono y de la oposición, uno/al menos dos pueden ser obviamente los padres. De hecho, el abandono al que se aludirá en el cuento será a la vez un doble abandono y un abandono familiar, aunque los culpables no serán los padres, sino dos tíos, Tanis y Librado, de los que solo se descubrirá al final —es decir demasiado tarde— a la vez su nombre y, sobre todo, el vínculo de sangre que los relaciona con el héroe, Feliciano Ruelas. Historia de un abandono Como lo sugiere el título, el cuento narra pues un abandono, el que cometen dos hombres, primero anónimos, con respecto a Feliciano Ruelas. De este grupo de hombres, se entiende desde el inicio que caminan desde hace mucho tiempo, que están apresurados, y que el sueño los amenaza: “—¿Por qué van tan despacio? —les preguntó Feliciano Ruelas a los de adelante—. Así acabaremos por dormirnos. ¿Acaso no les urge llegar pronto?” (El Llano en llamas 122)3. Se nota también que el que toma la palabra es el que más prisa tiene y que le urge llegar, aunque solo se descubrirá más tarde que dicha impaciencia delata la juventud del personaje. Los que caminan delante de él saben en cambio que no es necesario acelerar el paso, y que a este ritmo, que ellos definen, el grupo llegará a la mañana siguiente: “Llegaremos mañana amaneciendo”. Gracias a una prolepsis, se entiende que este breve intercambio entre el muchacho y los que lo preceden será en realidad el último y, más allá, estas palabras las últimas de ellos (“Fue lo último que les oyó decir. Sus últimas palabras”). Y se entiende también que, pase lo que pase esta noche, el muchacho estará vivo al día siguiente para recordarlo todo: “Pero de eso se acordaría después, al día siguiente”. Si el punto de vista adoptado es claramente el del joven protagonista, Feliciano Ruelas, y la noche del título la de su abandono programado, ya se sabe que saldrá vivo y que estará allí, al día siguiente, para recordar y testimoniar (lo cual, para el lector atento, tiende a mitigar la angustia que había hecho nacer el título del cuento). Como el cuento solo consta de cuatro páginas, no volveremos a dar las referencias exactas de las citas. 3
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Se descubre después que el grupo solo consta de tres hombres (“allí iban los tres”), que miran al suelo y no al cielo (“con la mirada en el suelo”) y que la noche es débilmente iluminada (“tratando de aprovechar la poca claridad de la noche”). Allí es donde aparece por primera vez “la noche”, una noche determinada como la del título, y que se confunde posiblemente con ella. En el corazón de esta noche, las demás palabras solo serán recuerdos, reminiscencias o divagaciones de hombre exhausto. Por varios motivos que vamos a abordar ahora, esta noche se inspira directamente en la última noche que, según los evangelios, Cristo pasó en el Huerto de los Olivos, antes de su arresto, aunque el episodio evangélico sufra en el texto de Rulfo algunas modificaciones importantes. Este aspecto, esencial si los hay para la comprensión del cuento, merece por lo tanto un análisis pormenorizado y explica gran parte de la atmósfera tan peculiar que caracteriza el cuento. (No olvidemos que Juan Rulfo fue seminarista durante casi dos años en el Seminario Conciliar del Señor de San José, en Guadalajara, de noviembre de 1932 hasta agosto de 1934, cosa que solo se supo después de su muerte, y que allí vivió empapado de la lectura de los textos bíblicos)4. La última noche antes de un arresto Primero, como en el relato de la Pasión de Cristo, la noche que se nos cuenta aquí no es la “sola”, ni la “única”: es al contrario la última de un ciclo, antes de un arresto y de un ajusticiamiento. Según los Evangelios, en efecto, “Durante el día enseñaba en el templo, pero al oscurecer salía y pasaba la noche en el monte llamado de los Olivos” (Lucas 21, 37). Como para Cristo, la noche de “La noche que lo dejaron solo” se inscribe por lo tanto en un ciclo de varias noches, que viene a cerrar o rematar. En el cuento se trata precisamente del final de un recorrido o de un trayecto, la tercera noche antes de la llegada a destino: “De la Magdalena para acá, la primera noche: después de allá para acá, la segunda, y esta es la tercera”. Pero se trata sobre todo de la última noche antes de un arresto, ya que el tema de la amenaza y de la persecución viene introducido ya desde el íncipit del cuento por dos frases de sus compañeros que 4
Véase por ejemplo Roffé (60-64).
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recuerda el joven protagonista: “Es mejor que esté oscuro. Así no nos verán”; y después: “Nos pueden agarrar dormidos —dijeron—. Y eso sería lo peor”. En los Evangelios, aquella noche tiene un huerto como escenario. Jesús, “después de haber recitado el Hallel con los Once y rezado a su Padre, salió del Cenáculo y acudió al Monte de los Olivos, es decir más allá del torrente de Cedrón, en un lugar llamado Getsemaní, donde había un huerto” (Lagrange 531; la traducción es nuestra) (véase Lucas 21, 37 y 22, 39). Si la última noche de Cristo antes de su arresto se desarrolla en una cumbre, sobre el Monte de los Olivos, la tercera noche del protagonista de Rulfo no consiste en vano en una ascensión harto difícil. En la primera secuencia, el texto insiste dos veces en este movimiento ascensional (“en la subida”, “Al comenzar la subida”). Es más: como la última noche pasada por Cristo en el Huerto de los Olivos, esta noche se convierte en el cuento en un momento de profunda soledad para el héroe Feliciano Ruelas. Así como Cristo fue abandonado por sus discípulos más cercanos en el Huerto de los Olivos, ya que Pedro, Santiago y Juan, “invitados a rezar con Jesús […] lo abandonan, para dormirse a la hora en que es presa de la tristeza y de la angustia” (Gérard y Nordon Gérard 467; la traducción es nuestra)5, así Feliciano Ruelas es abandonado por sus compañeros que caminan más rápido que él, y que pronto ni siquiera se darán la vuelta para ver si consigue seguirlos. En el cuento, dicho abandono progresivo se lee en cuatro etapas: “se retrasó”, “Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy adelante”, “Se fue rezagando” y “Oyó cuando se le perdían los pasos”. En ambos casos, tanto en el episodio evangélico como en el cuento de Rulfo, el sentimiento de abandono es absoluto, violento y tenaz, y la soledad que nace de él es igualmente profunda. En ambos casos, la amenaza es idéntica, ya que se trata del sueño que ronda: “El sueño le nublaba el pensamiento”. En Rulfo, el sueño que acecha al joven protagonista se ve incluso personificado, cual ave de presa o fiera que tratara de aprovecharse de algún instante de debilidad: “Ahora, en la subida, lo vio venir de nuevo. Sintió cuando se le acercaba, rodeándolo como buscándole la parte más cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su espalda Sobre la representación iconográfica de este episodio de la Pasión en el Huerto de los Olivos, véanse por ejemplo las magníficas versiones de Andrea Mantegna (1458-1460, National Gallery, Londres) y El Greco (1610-1612, Museo de Bellas Artes, Budapest). 5
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[…]”. A su vez, esta amenaza en sus hombros no deja de recordar al demonio y a las tentaciones que rondan en torno a Cristo durante su última noche en el Huerto de los Olivos, como lo ejemplifica el extraño y peligroso compañerismo que se da entre el joven protagonista y el Sueño personificado: “Y el sueño trepado allí donde su espalda se encorvaba”. Ya que, en la mitología griega, Hypnos y Tánatos son hermanos, dormirse, para el joven protagonista, es morirse un poco, cuanto más que los tres hombres son perseguidos y que necesitarían juntar sus fuerzas para enfrentarse con sus perseguidores. Empero, es solo y abandonado como Feliciano debe enfrentarse con el peligro, como Cristo debió enfrentarse solo con el demonio y las tentaciones durante la última noche que pasó en el Huerto de los Olivos. El difícil camino que espera a Cristo en vísperas de su sacrificio encuentra de hecho su equivalente en el camino escarpado y casi vertical con el que se topa ahora Feliciano: “Tenía el camino enfrente, casi a la altura de sus ojos”. El monólogo que pronuncia después el protagonista exhausto recuerda en realidad implícitamente lo que llaman la agonía de Cristo en el Monte de los Olivos (del griego, agônia, angustia, lucha), es decir aquel momento marcado por la soledad extrema y la angustia: “Ahora el sueño le hacía hablar. ‘Les dije que esperaran: vamos dejando este día para descansar. Mañana caminaremos de filo y con más ganas y con más fuerzas, por si tenemos que correr. Puede darse el caso’”. Dicho monólogo prosigue así, sin que se haga más referencia a los compañeros que lo han abandonado: “‘Es mucho —dijo—. ¿Qué ganamos con apurarnos? Una jornada. Después de tantas que hemos perdido, no vale la pena’. En seguida gritó: ‘¿Dónde andan’”. El sentimiento de abandono culmina entonces en Feliciano, cuando, entre furioso y desesperado, les pide finalmente a sus compañeros que se vayan, mientras que parece que en realidad ya se han ido, dejándolo definitivamente solo: “Y casi en secreto: ‘Váyanse, pues. ¡Váyanse!’”. Cristo en el Huerto de los Olivos Se nota sobre todo que, como para Cristo en el Huerto de los Olivos, el miedo y la angustia se concretan en el joven protagonista en un sudor frío: “Allí estaba la tierra fría y el sudor convertido en agua fría”. En el Evangelio
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según Lucas, se lee en efecto este relato del sudor de Cristo, que tanto llamó la atención de los primeros comentaristas y de los exégetas: “Y estando en agonía, oraba con mucho fervor; y su sudor se volvió como gruesas gotas de sangre, que caían sobre la tierra” (Lucas 22, 44)6. Así, en el texto de Rulfo como en el Evangelio, las palabras sudor y tierra son empleadas en la misma frase, y en ambos textos, aquel sudor parece preparar metonímicamente el sudario que pronto cubrirá la cara del sacrificado. También puede pensarse en una novela del suizo Charles-Ferdinand Ramuz, La grande peur dans la montagne (1925), es decir El gran miedo en la montaña, novela que Juan Rulfo había leído y que, como su título también lo indica, reivindica asimismo poderosamente el imaginario metafísico de la última noche de Cristo en el Huerto de los Olivos7. En Rulfo, y de forma infinitamente sutil, se encuentra asimismo ya en este instante una prefiguración de la cruz que recibirá luego al cuerpo del supliciado: “Se recostó en el tronco de un árbol”. De tal forma que este árbol designa a la vez metonímicamente la cruz de la crucifixión y, más directamente, en la economía del relato, el árbol de la horca, el mezquite, que aparece al final del cuento. Ahorcamiento o crucifixión se confunden aquí en la economía de este relato crístico ya que, en ambos casos, el instrumento del suplicio es un árbol, la muerte se inflige mediante un colgamiento o una suspensión y el fallecimiento se debe a una asfixia. En el cuento, como en el relato de los Evangelios, muerte y sacrificio se acercan: “Como si me levantaran la camisa y me manosearan el pellejo con manos heladas”. Los dos detalles siguientes permiten rematar con creces la alusión a la última noche de Cristo en el Huerto de los Olivos: “Abrió los brazos como si quisiera medir el tamaño de la noche y encontró una cerca de árboles. ResVéase Gérard y Nordon Gérard: “El Evangelio de Lucas ilustra el horror de su ‘agonía’ al evocar ‘un sudor de sangre’. Algunos copistas, traductores o exégetas vacilaron ante el realismo atroz de semejante observación que señala el síntoma conocido de los médicos bajo el nombre de hematidrosis, revelador de un cansancio extremo. Los mismos, sin duda, sospecharon además la intervención del ‘ángel’ que, siempre según Lucas, fue entonces portador de un gran consuelo celeste. De tal forma que el breve pasaje que refiere los dos hechos, presente ya desde el siglo ii, gracias a los escritos de san Justino y san Ireneo, no aparece en ciertos manuscritos” (467; la traducción es nuestra). 7 Véase por ejemplo el testimonio de José de la Colina (129). 6
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piró un aire oloroso a trementina”. El primer detalle (“abrir los brazos” como para “medir el tamaño de la noche”) retoma a la vez el gesto de oración efectuado por Cristo para dirigirse a su padre (y al hacerlo en última instancia para aceptar el sacrificio tan temido)8 y, sobre todo, la posición de Cristo en la Cruz, con los brazos abiertos. El segundo detalle (“el aire oloroso a trementina”), que remite a la presencia de unos árboles odoríferos y a la resina o al aceite esencial que se saca de ellos, sugiere también una posible alusión tanto a los olores como a la misma producción del Huerto de los Olivos, es decir el aceite de oliva, teniendo en cuenta el propio nombre del lugar, Getsemaní (Mateo 26, 36 y Lucas 22, 39), que significa en arameo ‘prensa de aceite’. De hecho, otro texto bíblico corrobora la lectura implícita que se puede hacer del Huerto de los Olivos y de Getsemaní como lugares simbólicos donde se le saca hasta la última gota de sangre a aquel olivo natural que es Jesucristo (“tú, siendo un olivo silvestre, […]”, Romanos 11, 17). Añadimos a ello el hecho de que la trementina se obtiene mediante la incisión o la perforación de algunos vegetales (coníferos, terebintáceos), cortadura que se impone a la corteza del árbol en suma, y que podría considerarse una alusión a los estigmas de Cristo y a la sangre que fluye de sus plagas. Por fin, la última frase de esta primera secuencia no deja de hacer pensar en un hipotético descenso de la Cruz, superpuesto con una visión del cuerpo tumefacto de Cristo: “Luego se dejó resbalar en el suelo, sobre el cochal, sintiendo cómo se le iba entumeciendo el cuerpo”. Si recapitulamos los elementos que apoyan la lectura crística del cuento que proponemos, notamos, por orden de aparición en el texto de Rulfo, el tema de la persecución, la alusión a la última noche de un ciclo (ya que se sabe de antemano que algo irreparable va a suceder), el movimiento ascensional, la amenaza que representa el sueño, el abandono progresivo del protagonista por sus compañeros, el camino vertical que figura la dificultad de la prueba que espera al personaje, el sudor frío, el árbol en el que se recuesta (que figura doblemente el potro y la cruz), los brazos abiertos que procuran abrazar la noche como los de Cristo crucificado, y por fin la trementina, que remite tal vez metonímicamente a un jardín perfumado como el Huerto de los Olivos. Véase este gesto, por ejemplo, en el cuadro Jesús en el Huerto de los Olivos de Giovanni de Paolo (1395/1400-1482), temple sobre tabla, Pinacoteca, Museos Vaticanos, Roma. 8
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En realidad, en esta primera secuencia, un par de detalles más permiten completar esta lectura religiosa: es primero el detalle de los fusiles, que el personaje lleva “terciados” en sus hombros, es decir en lugar de la Cruz de la crucifixión. No en vano pesan pronto estos fusiles cada vez más en los hombros del pobre Feliciano (como lo indica una frase nominal aislada), puesto que remiten a la Cruz llevada por Cristo en el camino al Gólgota: “Y el peso de los rifles”. Por otra parte, estos fusiles son cuanto más indiscutiblemente una cruz simbólica que, para el personaje, la meta de su recorrido es precisamente llevarlos de un lugar a otro y que bien podrían ser el mismo instrumento de su muerte, bajo la forma plural del pelotón de ejecución (los rifles) 9. Un último elemento remite a todas luces a la Pasión de Cristo: se trata del topónimo La Magdalena, que remite a María la Magdalena, es decir de María de Magdala, siendo Magdala el nombre de la pequeña ciudad de la cuesta oriental del lago de Galilea, situada a medio camino entre Cafarnaúm y Tiberíades (Gérard y Nordon-Gérard 830). Se trata, como se sabe, de una figura clave de la Pasión de Cristo, puesto que, si bien los evangelistas Mateo y Marcos se contentan con “mencionarla entre aquellas ‘mujeres llegadas de Galilea con Jesús para servirle’ y que presenciaron ‘de lejos’ su suplicio en el Gólgota” (Gérard y Nordon-Gérard 882), Juan, en cambio, “precisa que ella estaba ‘cerca de la cruz’, con la madre de Jesús y la hermana de esta […]. La misma Magdalena […] también estaba presente durante la sepultación del supliciado, y observó la puesta en la tumba” (Gérard y Nordon-Gérard 882). Según la tradición, después de Sabbat, María la Magdalena también regresó a la tumba de Cristo y fue la primera en descubrir la tumba abierta y vacía, en ver al Resucitado, en creer en su resurrección y tal vez en traerles la noticia a los apóstoles. Una serie de desajustes Se nota no obstante una inversión fundamental respecto a los diferentes relatos evangélicos, ya que, si Jesús es el único en velar y rezar mientras que sus discípulos duermen, Feliciano Ruelas, en cambio, en el relato de Rulfo, Piénsese por ejemplo en el pelotón de ejecución que fusila al protagonista de “Diles que no me maten”. 9
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es en definitiva el único en dormirse, mientras que sus tíos se mantienen despiertos, siguen caminando y acaban por abandonarlo. En el texto bíblico, Jesús es abandonado porque sus discípulos se duermen, mientras que en el cuento estudiado Feliciano Ruelas es abandonado porque cae en el sueño y sus compañeros siguen caminando sin preocuparse por él. A raíz de esta inversión fundamental, se notará en la segunda secuencia una serie de inversiones complementarias que muestran que la historia no está escrita y que el sacrificio tal vez no se repetirá. En la segunda secuencia, varios argumentos se pueden esgrimir a favor de una lectura religiosa del cuento, y más allá, a favor de la estricta repetición del sacrificio crístico. Cuando el despertar del protagonista, nótese primero el cielo estrellado como una promesa: “Abrió los ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro, por encima de las ramas oscuras”. Véase sobre todo el tema de la denuncia que aparece a partir del encuentro con los arrieros: “Los arrieros pasaron junto a él, mirándolo. Lo saludaron: ‘Buenos días’, le dijeron”. Luego, en dos ocasiones más, Feliciano Ruelas se convence de que los arrieros con los que se cruzó se irán corriendo a denunciarlo a sus perseguidores: “Le parecía oír a los arrieros que decían: ‘Lo vimos allá arriba. Es así y asado, y trae muchas armas’”; y un poco después: “Le parecía seguir oyendo a los arrieros cuando le dijeron: ‘¡Buenos días!’. Sintió que sus ojos eran engañosos. Llegarán al primer vigía y le dirán: ‘Lo vimos en tal y tal parte. No tardará en estar por aquí’”. Sea real o simplemente imaginada por Feliciano, esta denuncia puede ser interpretada como una nueva versión de la traición de Judas Iscariote. En efecto, es remarcable el hecho de que la traición se confunda potencialmente aquí con un saludo, como en los Evangelios cuando, al saludar a Cristo con un beso como un buen discípulo, es como Judas identifica a Cristo para la patrulla de soldados romanos y permite su arresto. La alusión siguiente es, ahora, capital. Llegado a su destino, al borde del precipicio que deja ver, en el fondo, los ranchos de Agua Zarca, se entiende, gracias al grito que está a punto de echar Feliciano Ruelas, que el protagonista es en realidad un cristero, que pelea contra las tropas federales del gobierno revolucionario: “‘¡Cristo!’, dijo. Y ya iba a gritar: ‘¡Viva Cristo Rey!’ […]”. Si la situación propuesta por Rulfo en “La noche que lo dejaron solo” no es otra que la reescritura de la vivida por Cristo y los apóstoles, es precisamente porque Feliciano Ruelas y sus compañeros son cristeros, es decir, hombres
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que luchan en nombre de Cristo y por Cristo. Mutatis mutandis, y por motivos religiosos que no es necesario esclarecer, la figura de Feliciano tiende pues a confundirse con la de Cristo. De ahí la identificación entre la situación de persecución vivida por Cristo y la vivida, siglos después, por los cristeros en el México de los años revolucionarios. De la renuncia a la negación Pero la inversión que hemos subrayado anteriormente a propósito del sueño de Feliciano (el protagonista se duerme mientras que Cristo sigue despierto) va a repercutir en el desenlace del cuento. Dicha inversión introduce en efecto un primer desajuste que permite que el cuento se vaya emancipando paulatinamente del esquema crístico. En vez de velar y rezar en la montaña (esta oración sería oportuna para un cristero), Feliciano se duerme y desarregla el proceso de la Pasión que estaba por repetir escrupulosamente. De ahí que, al principio de la segunda secuencia, cuando despunta el alba, Feliciano, que se despierta de golpe, cree que está anocheciendo y vuelve a dormirse: “Lo despertó el frío de la madrugada. La humedad del rocío. Abrió los ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro […]. “Está oscureciendo”, pensó. Y se volvió a dormir”. A partir de este instante, asistimos a una progresiva inversión de valores en el relato de esta Pasión, ya que a la inversión día/noche, sucede la inversión bajo/alto. A partir de su despertar, lejos de continuar su ascensión, Feliciano emprende al contrario un movimiento descendente que solo encontrará su término al final del relato, un movimiento gravitacional en cierta forma sugerido por su propio apellido, Ruelas, que evoca las ruedas: “Subió y bajó, cruzando lomas terregosas”; “Y se dejó caer barranca abajo, rodando y corriendo y volviendo a rodar”; “Y rodaba cada vez más en su carrera”; “agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue caminando, empujando el cuerpo con las manos”, etc. En la segunda secuencia, otra frase da fe de este leve desajuste que originará este desenlace feliz: “Estaba haciendo lo que le dijeron que hiciera, aunque no a las mismas horas”. Estos desajustes preparan pues el desenlace, es decir la muerte de sus dos compañeros y su propia salvación. No cabe la
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menor duda en efecto de que la visión final de los dos ahorcados se inscribe en filigrana como un desenlace alternativo a la visión de Cristo en el Gólgota: “[…] eran ellos, su tío Tanis y su tío Librado. Mientras los soldados daban vuelta alrededor de la lumbre, ellos se mecían, colgados de un mezquite, en mitad del corral”. De repente identificados como los tíos de Feliciano (y ya no como simples compañeros), estos personajes acaban también de cambiar de función en la lectura crística que se puede hacer del cuento: ya no son los discípulos de Cristo, sino los dos ladrones que fueron crucificados al mismo tiempo que él, uno a su derecha y otro a su izquierda. Pero Cristo, aquí, está extrañamente ausente. La escena de la crucifixión de Feliciano, que uno podía esperar debido a la configuración inicial del cuento, se desvanece in extremis ante los ojos del lector. Sin embargo, esta escena sigue apuntando a la de la Crucifixión si se tienen en cuenta a la vez los tres supliciados inicialmente previstos, la ejecución a cargo de una soldadesca cruel, y el parentesco que se esboza entre ahorcamiento y crucifixión. Es precisamente porque la mecánica de la Pasión ha sido desarreglada y porque la ausencia del tercer supliciado es anormal por lo que el texto, mediante las voces de los soldados, insiste tanto en esta falta o en esta ausencia: “Estamos esperando que llegue el otro. Dicen que eran tres, así que tienen que ser tres. Dicen que el que falta es un muchachito”. Y también, un poco después: “Tiene que caer por aquí, como cayeron esos otros que eran más viejos y más colmilludos”. O, al final: “Tiene que venir”. Tampoco es una casualidad si, a fin de cuentas, el sacrificio se cumple abajo y no arriba, al ser una inversión de la Crucifixión de Jesús en el monte Gólgota (en latín calvae o calvariae locus), ya que el esquema propuesto por Rulfo tiende a subvertir los signos del relato evangélico. De hecho, la inversión es claramente un mecanismo que da a luz a la estructura del cuento ya que, mediante un trastocamiento altamente irónico, el abandono de los tíos se convierte al final en sinónimo de salvación para el joven protagonista. Por haber sido abandonado, llega más tarde, y por llegar más tarde puede salvarse del destino funesto que ya les tocó a sus tíos. Aunque signifique y designe explícitamente el abandono, el título del cuento es en realidad una trampa y un engaño, ya que el abandono no será sinónimo de condena sino de salvación. Para retomar una inversión (esta no irónica) sacada de los Evangelios, podría decirse que el cuento ilustra en un sentido literal e inmediato la profecía
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según la cual “los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos” (Mateo 20, 16). Siendo el último en salir, Feliciano será el primero en llegar sano y salvo y, sobre todo, el primero en conseguir la salvación (en el sentido no religioso del término). Por ello, el texto alude explícitamente al orden de llegada de los cristeros: “Todos están arrendando para la sierra de Comanja a juntarse con los cristeros del Catorce. Estos son ya de los últimos”. Pensándolo bien, lo que nos ofrece el cuento es en realidad la renuncia de un cristero, Feliciano Ruelas, a vivir en carne propia la Pasión de Cristo. Por ello, Feliciano se duerme en vez de caminar y/o de velar y rezar (estas acciones no son por cierto incompatibles, como lo muestran las peregrinaciones y las procesiones, nocturnas o no, durante las cuales los participantes velan, rezan y caminan a un tiempo). Al dormirse, el protagonista se excluye del pequeño grupo y no se muestra a la altura de Cristo, en nombre del que combate, a diferencia de sus tíos. Cumplir su misión más tarde (“Estaba haciendo lo que le dijeron que hiciera, aunque no a las mismas horas”), es, sin duda alguna, fracasar en su misión. Más allá del sueño del que es víctima, que lo distingue de Cristo ya desde el final de la primera secuencia, es significativo constatar que en varias ocasiones el joven se aparta del camino trazado por Dios para su hijo Jesucristo. En la primera secuencia, se lee “Oyó cuando se le perdían los pasos”, que nos remite a la vez al primer sentido de la voz paso, “Movimiento sucesivo de ambos pies al andar” (DRAE), y a los pasos, en plural, que son también “cada uno de los sucesos más notables de la Pasión de Jesucristo” y, por extensión “efigie o grupo que representa un suceso de la Pasión de Cristo, y se saca en procesión por la Semana Santa” (DRAE). En otras palabras, estos pasos que se pierden son a la vez los de sus tíos (a los que no logra seguir) y los de un viacrucis que desvía de su meta, o los de una procesión o de un peregrino que se extravía. Asimismo, llegado en la cumbre de la montaña, si el sudor frío que cae al suelo no se convierte en gotas de sangre, tal vez es porque precisamente Feliciano no está listo para el sacrificio. Es más: nos damos cuenta de que, en la segunda secuencia, el personaje se despoja poco a poco de todos sus atributos crísticos: es primero el camino que se erguía verticalmente delante de él, como una montaña inaccesible, que decide ahora evitar: “Se hizo a un lado del camino y cortó por el monte”. Son después los pesados rifles de los que se deshace, con el corazón liviano,
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en la primera ocasión: “Tiró los rifles. Después se deshizo de las carrilleras. Entonces se sintió livianito y comenzó a correr como si quisiera ganarles a los arrieros la bajada”. De modo que, al deshacerse de estos rifles, se deshace simbólicamente de su cruz y se pone al abrigo de un destino funesto, como lo sugiere el detalle de la carrera que emprende contra los muleteros, que lo regresa a este mundo infantil del que apenas había salido y que tal vez hubiera hecho bien en no dejar (“como si quisiera ganarles a los arrieros la bajada”). Ya desarmado, cumple todos los requisitos para salvarse de la horca. Sobre todo, el grito de los cristeros que contiene en sí mismo puede ser interpretado como una renuncia, o más precisamente, una negación, en el sentido religioso de la palabra: “‘¡Cristo!’, dijo. Y ya iba a gritar: ‘¡Viva Cristo Rey!’, pero se contuvo”. Dicha negación recuerda obviamente la de Pedro, y especialmente la profecía de Jesús al anunciar este a su discípulo preferido su triple negación antes del canto del gallo10. En el cuento de Rulfo, esta negación puede leerse paralelamente a la triple delación de los arrieros, marcada por la escansión del verbo decir: “‘Buenos días’, le dijeron […] los arrieros que decían […] los arrieros cuando le dijeron […]”. Hay más: justo después, un ademán del personaje revela que rechaza, uno tras otro, todos los signos de la crucifixión, y más precisamente los estigmas de Cristo: “Sacó la pistola de la costalilla y se la acomodó por dentro debajo de la camisa, para sentirla cerquita de su carne”. Aunque saca su arma de su estuche, lo que se lee aquí, en virtud de la libre asociación eufónica costalilla/ costilla, es un arma que saca de su cost(al)illa, es decir, más que de su estuche, de su costilla, como si se tratara de rechazar ahora la lanza con la que el soldado romano (Longino según algunas tradiciones cristianas) traspasó el cuerpo de Cristo en la Cruz. La manera en que el protagonista neutraliza o domestica la amenaza (sentirla cerquita de su carne) tiende a apoyar esta hipótesis. Por fin, es evidente que, al arrastrarse por el suelo al final del cuento, el personaje escoge deliberadamente la tierra, y rechaza al cielo: “se arrastró a lo largo de la barda”; y luego “agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue caminando, empujando el cuerpo con las manos”. Asimismo, la alusión al gusano que se retuerce inscribe al personaje en un mundo terrestre, y no celestial. Por eso, desde la primera secuencia, la montaña venía connotada 10
Véanse Mateo 26, 69-75; Marcos 14, 66-72; Lucas 22, 55-62; Juan 18, 17-18 y 25-27.
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negativamente y las tierras bajas positivamente: “Esta debía ser la sierra de que le habían hablado. Allá abajo el tiempo tibio, y ahora acá arriba este frío que se le metía por debajo del gabán”. Como lo escribe acertadamente Dorita Nouhaud en las páginas que le dedica al cuento “Macario” en su libro La littérature hispano-américaine: Nótese, ya que es significativa, la constante partición del mundo rulfiano entre espacios de arriba y espacios de abajo, […] es decir, según valores que no deben nada a la simbología cristiana, puesto que lo bueno es lo que está abajo, y lo malo, todo lo que está arriba o procede de lo alto, especialmente el mal mayor, que es la muerte […] (190; la traducción es nuestra).
Solo más tarde, al haber sido rechazada la amenaza, Feliciano se yergue y puede mirar frente a él, sin volverse hacia la muerte, ni hacia el pasado: “Cuando llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se echó a correr, abriéndose paso entre los pajonales”. El último gesto que lo emancipa de la trayectoria crística tiene que ver con el agua bautismal ya que el personaje también renuncia significativamente, al parecer, al baño y al bautismo en las últimas líneas del relato, y se contenta con respirar “como si fuera a zambullir en el agua”. Después, se echa a correr para darse a la fuga “hasta que sintió que el arroyo se disolvía en la llanura”. Es un nuevo rechazo o una nueva negación a la que asistimos, dado que el personaje se aleja ostensiblemente del arroyo, aunque este sea mencionado dos veces (pero también podemos imaginar que el arroyo ya no tiene agua). Una presencia en la noche Si, como lo hemos visto, “La noche que lo dejaron solo” cuenta un arresto evitado o, más, una verdadera Pasión interrumpida, la pregunta que podemos hacernos legítimamente es la de saber qué es lo que explica este desenlace inesperado. Teniendo en cuenta el título y la estructura del cuento, no cabe duda de que esta modificación profunda tiene que ver con esta “noche” que el personaje pasa en la montaña, noche a la que alude el título. Como lo han subrayado ya varios críticos, el título designa por cierto el abandono del que es testigo el lector en la primera secuencia (lo dejaron solo),
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pero también esta “noche” que se inscribe en el blanco tipográfico que separa las dos secuencias, una noche de la que, al fin y al cabo, ignoramos todo. Como recalca perfectamente Milagros Ezquerro: En realidad, lo ocurrido al niño durante el tiempo abarcado por el espacio en blanco —y de lo cual el relato no deja constancia— es lo que da el título al cuento: “La noche que lo dejaron solo”. Durante esa noche, el niño se duerme y por eso evita la muerte que le estaba reservada. El blanco tipográfico se revela lleno de significados y su vacío queda colmado ampliamente por el título del cuento (79).
¿Qué pasó aquella noche en la montaña para que el sacrificio crístico pudiera ser evitado? En los Evangelios, se trata para Cristo, que pasa su última noche en el Huerto de los Olivos, de una noche de soledad y angustia absolutas, de una agonía que muestra a Cristo confrontado al horror del sacrificio que se le exige: es el “sudor de sangre”. Los primeros tres evangelios, llamados sinópticos (Lucas, Mateo, Marcos), resumen así la oración que Cristo le dirige a su padre: “Padre, si quieres, ¡aparta de mí ese cáliz [de amargura y de muerte]! Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lucas 22, 42). Aquel momento en el que Cristo asume totalmente su condición humana en la aprehensión del sufrimiento y de la muerte encuentra obviamente un eco en la fragilidad y en la humanidad del personaje de Feliciano Ruelas quien, exhausto, solo y abandonado, acaba por entregarse al sueño. Atrevámonos sin embargo a proponer una interpretación: si la última noche de Cristo en el Huerto de los Olivos es, ante todo, una noche de angustia en la que un hijo le pide a su Padre que lo libre de un peligro de muerte, antes de dejar finalmente su suerte entre sus manos, “La noche que lo dejaron solo” esconde tal vez, en el secreto de una noche, una formidable presencia, la de un Padre que no abandonaría a su hijo. Durante aquella noche paradójicamente materializada por el blanco tipográfico, es en efecto una Pasión la que se invierte y una alternativa al sacrificio la que se deja vislumbrar. En una palabra, el abandono de los tíos, en el que el título pone deliberadamente el acento, esconde en cambio sin duda alguna la inmensa piedad de un Padre, que elegiría in fine no sacrificar a su hijo. Tanto es así que el verdadero padre de Feliciano Ruelas precisamente no viene mencionado en el cuento, y que el padre que lo salva bien podría
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ser, no tanto Dios Padre, sino tal vez su propio padre difunto (si tal no fuera el caso, ¿no hubiera sido más natural que dicha misión tan peligrosa la cumpliera Feliciano con su padre, y no con sus tíos?). Pero, si adoptamos una perspectiva religiosa, “La noche que lo dejaron solo” es también, literalmente, “Diles que no me maten”: es decir aquel “Diles que no me maten” que Jesús le dice en sustancia a Dios Padre cuando le pide que aparte de él este cáliz de amargura. In absentia, bien es esta oración la que se oye murmurar en el corazón secreto del blanco tipográfico que separa las dos secuencias de “La noche que lo dejaron solo”. Y es también esta oración la que es oída, entendida y atendida por Dios Padre. (En este sentido, el “Obre Dios” que aparece dos veces en la segunda secuencia, después del blanco tipográfico, funge como engaño, en el sentido en que en realidad Dios ya actuó para salvar a su hijo). De la muerte del hijo… a la del padre Claro está, si hemos citado el título de “Diles que no me maten” es porque estos dos cuentos conforman las dos caras de una sola moneda. En “Diles que no me maten”, se trata de la historia de una muerte programada mucho tiempo atrás, y que no se puede impedir: la de un padre criminal, vuelto fugitivo, al que su hijo no podrá salvar del pelotón (y claro está, antes de eso, la historia de un primer padre asesinado, don Lupe, que será llorado toda su vida por su hijo antes de que pueda lograr su venganza). En el segundo caso, “La noche que lo dejaron solo”, se trata en cambio de una muerte programada que acaba siendo evitada, por inesperado y milagroso que parezca. De ahí la hipótesis siguiente: la historia de aquella noche y de aquel padre que no abandonaría a su hijo es obviamente el sueño de un hijo, Juan Rulfo, que no tendría que sufrir la trágica ausencia de su Padre, asesinado cuando apenas tenía él seis años (la noche también es, sintomáticamente, el tiempo del sueño). Feliciano sería entonces este hijo feliz que, a diferencia del huérfano Juan Rulfo, no hubiera sido abandonado por su padre (pese a las apariencias, entre las cuales el título engañador). Magnífica sublimación de una pérdida trágica, que postula en secreto, y en una noche absoluta, una presencia formidable.
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Pero “La noche que lo dejaron solo”, también es, al revés, la historia de un Padre, el autor demiurgo, que tendría el poder de salvar a su hijo-personaje y de librarlo del sacrificio: dicho de otro modo, un sueño del autor Juan Rulfo que, al invertir los papeles, conseguiría evitar lo peor y, gracias a la ficción, podría incluso proteger a su propio padre y salvarlo. A nuestro juicio, no cabe duda de que lo que nos enseña fantasmáticamente Juan Rulfo en este cuento es su capacidad para detener el curso de la historia (el arresto programado no se dará) o incluso para reescribirla, invirtiendo el curso de una historia ya doblemente escrita (la Pasión de Cristo y el episodio de la muerte trágica del padre). Como lo sugieren varios biógrafos11 de Juan Rulfo, el asesinato de su padre, don Cheno, por un adolescente quinceañero12, es un trauma mayúsculo para la conformación psico-afectiva del futuro escritor. Resume Reina Roffé: Rulfo habló sobre la muerte violenta de don Cheno en numerosas ocasiones, pero siempre de un modo oblicuo. Dio argumentos diversos y solo mantuvo sin modificar el hecho de que lo hubieran matado por la espalda y a la ecuménica edad de treinta y tres años. […] Rulfo necesitó rodear de misterio los motivos del asesinato de su padre. Tal vez le resultara imposible armar emocionalmente el puzzle de ese crimen. […] Ni siquiera los más próximos, mujer e hijos, supieron la verdad de su propia boca. Sus recelos y miedos le impidieron nombrar el daño. Lo conjuró con el silencio, el despiste, la mentira, el relato siempre a medias, embarullado, insondable […] (46-7; las cursivas son nuestras).
Por tanto, se puede vislumbrar en cambio el formidable valor de superación del suceso que entraña secretamente un cuento como “La noche que lo dejaron solo”. Es más: no en vano recalca Nuria Amat que “La obra rulfiana, toda ella, está inmersa en este negro vacío de la ausencia. El escritor nace la noche aciaga del asesinato de su padre” (19)13, apuntando por tanto con Sobre las biografías de Juan Rulfo, véase Benmiloud (“Trois biographies”). Sobre este suceso, véase por ejemplo Roffé (38-54). 13 La autora agrega, con ese lirismo tan suyo: “Nadie, ni sus amigos más íntimos, se atreven a preguntar a Rulfo por sus padres. Este es su segundo silencio que se suma al silencio ya casi definitivo de su literatura: el silencio de su vida. El tema de la orfandad es sagrado. Le duele que alguien pueda referirse a ello. […] Rulfo vive con esta muerte [la de su padre] como 11 12
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gran certeza hacia el doble motivo de la noche y de la ausencia en la obra del escritor. Por ello mismo, en una perspectiva sicoanalítica, “La noche que lo dejaron solo” es un acto de sublimación del traumatismo de la muerte del padre sufrido durante la infancia, ya que, en la nueva configuración propuesta por el cuento, Juan Rulfo se pone en la situación de impedir una muerte programada, muerte que identificaremos sin dificultad con la de su propio padre (a los treinta y tres años… como Cristo), muerte que tanto lo impactó. Cosa (impedir el sacrificio) que no pudo hacer en la realidad extra-textual, y que la ficción le permite, de forma soberana. Falta tal vez un elemento más: “Diles que no me maten” también debe leerse a todas luces como la otra cara de la misma moneda que recupera todas las características del asesinato real del padre del cuentista. Allí, un hijo (otro doble del propio Juan Rulfo), el coronel, venga pues de otro modo la muerte de su padre, el terrateniente don (Guada)Lupe Terreros, asesinado treinta y cinco años atrás por un tal Juvencio Nava. Aquí, ya no se pudo detener el curso de la historia, y, a modo de revancha, se consigue una venganza que solo tiene la apariencia de la justicia (ojo por ojo, diente por diente). Pero, es llamativo observar que, mediante una enésima —y brillante— reescritura de la Pasión, el coronel (huérfano) funge aquí ahora como Poncio Pilato, y Juvencio Nava… como Cristo a punto de ser ejecutado14. De allí que la frase que abre la cuarta secuencia, “—Mi coronel, aquí está el hombre” (El Llano en llamas 109), suene como un verdadero Ecce homo (Juan 19, 5), ampliamente reproducido por la iconografía cristiana. De allí también que, al mismo tiempo, el coronel no se le aparezca jamás a Juvencio, y, primero como un sacerdote, solo le hable desde la sombra para obtener su confesión completa; y después, cambiando de papel, pero siempre desde la sombra y como un Dios vengador y despiadado, lo condene
una sombra de su propia vida. Enigma que luego heredará cuando menos su hijo Juan Carlos, al dirigir una película dedicada por entero a la búsqueda del abuelo Cheno. Este silencio del huérfano es como una sepultura. Y, también, un santuario” (270-271). 14 Véase también antes la clarísima escena de la espera de Juvencio Nava, ya arrestado: “Lo habían traído de madrugada y él seguía allí, amarrado a un horcón, esperando. […] Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como solo las puede sentir un recién resucitado” (El Llano en llamas 105).
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a muerte sin vacilar15. Paradójicamente, se repite el sacrificio crístico, pero esta vez, este ocurre para vengar la muerte de un padre (el del coronel), que es otra forma de vengar simbólicamente el asesinato del padre del autor Juan Rulfo (ya que, además, como se sabe ahora, Nava es también el nombre real del asesino de don Cheno en la realidad extra-textual)16. Como recalca Reina Roffé: “En el plano de la ficción fue donde el escritor pudo nombrar el daño y ajusticiar al asesino de su padre” (52-3). Con extraordinaria plasticidad, el esquema propuesto por la Pasión de Cristo sirve por lo tanto a la vez para ilustrar un relato de salvación (el sacrificio no se llevará a cabo, gracias a un Padre protector que renuncia a sacrificar a su hijo) y un relato de venganza (un huérfano venga la muerte de su padre, al sacrificar despiadadamente a un asesino… con características eminentemente crísticas). En todo caso, en el cuento “La noche que lo dejaron solo”, Feliciano Ruelas no tiene que dirigirle a su Padre esta última súplica, “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (en arameo “Eli, Eli, lema sabactani?”, que pronuncia Cristo en un mediodía que se vuelve súbitamente… tinieblas) como se lee en los Evangelios (Mateo 27, 46 y Marcos 15, 34). Primero porque ha sido salvado; y segundo porque el padre presente/ausente se ha manifestado magníficamente en el secreto de aquella noche a la que alude el título. Ya puede Feliciano respirar a plenos pulmones, en un movimiento que se opone radicalmente a la asfixia que le era prometida: “Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente”. Este personaje ya no es Cristo, sino un hombre, vivo. Tan inesperado, el final feliz se impone con la visión de este conmovedor Feliciano que mira hacia su futuro, un feliz-llano tan singular en El Llano en llamas.
Véase: “Pero solo salió la voz. […] la voz de allá adentro […]. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos. […] ‘¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!”. […] —¡Llévenselo! —volvió a decir la voz de adentro. […] En seguida la voz de allá adentro dijo: —Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros” (El Llano en llamas 109). 16 Roffé apunta: “El nombre del asesino en la ficción ha sido escindido: Lupe (Guadalupe) servirá como nombre de pila de la víctima, mientras el homicida mantendrá su apellido auténtico, Nava” (53). 15
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Obras citadas Amat, Nuria. Juan Rulfo (el arte del silencio). Barcelona: Ediciones Omega, 2003. Benmiloud, Karim. “Une nuit au Jardin des Oliviers: ‘La noche que lo dejaron solo’”. Ecos críticos de Rulfo. Actas de las Jornadas del Cincuentenario de Pedro Páramo. Eds. Milagros Ezquerro y Eduardo Ramos Izquierdo. México / Paris: RILMA / ADEHM, 2006. 49-67. — “Trois biographies de Juan Rulfo”. América (Cahiers du Criccal) 40 (Número especial: La biographie en Amérique latine. Eds. Françoise Aubès y Florence Olivier) (2011): 165-178. Colina, José de la. “Notas sobre Juan Rulfo”. Juan Rulfo, los caminos de la fama pública. Ed. Leonardo Martínez Carrizales. México: Fondo de Cultura Económica, 1998. 128-138. Ezquerro, Milagros et al., Manual de análisis textual. Toulouse: France-Ibérie Recherche, 1987. Gérard, André Marie y Andrée Nordon-Gérard. Dictionnaire de la Bible. 1989. 4.ª reimpresión. Paris: Robert Laffont, 1996. Lagrange, Marie Joseph. L’évangile de Jésus-Christ. Paris: J. Gabalda et Cie éditeurs, 1939. Nouhaud, Dorita. La littérature hispano-américaine. Paris: Dunod, 1996. Portal, Marta. Dinámica de la violencia. 2.ª ed. Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica, 1990. Roffé, Reina. Juan Rulfo: las mañas del zorro. Madrid: Espasa Calpe, 2003. Rulfo, Juan. El Llano en llamas. 1953. Ed. Carlos Blanco Aguinaga. 16.ª ed. Madrid: Cátedra, 2006.
Recordar “Luvina” como si así fuera Noé Blancas Blancas Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla
Para Adriana
Lírica, poética e incluso fantástica1, son los calificativos con que frecuentemente se alude a la narrativa de Rulfo. Los personajes de El Llano en llamas y Pedro Páramo, se afirma, hablan desde una percepción “simbólica, lírica, poética de la realidad” (Llarena 112), con lo que podríamos entender que, más que narrar, describen su interioridad, configuran una “sensación subjetiva” (Blanco Aguinaga 710)2. Asimismo, se advierte constantemente que los personajes narran, en general, desde la memoria3; es decir, no solo desde la intradiégesis, sino desde su más profunda intimidad. Este recordar lírico —“obstinado meditar” interior, le llama Blanco Aguinaga (706 y 708)— genera semánticamente una dicotomía objetividad/subjetividad, y estructuralmente una organización episódica; privilegia además el diálogo —que, al tener interlocutores demasiado pasivos y hasta silentes, tiende al monólogo—. Aunque estas observaciones resultan del todo profundas y reveladoras, no me parece que se haya hecho suficiente énfasis en la relación entre la memoria y la organización del discurso. Intentaré establecer aquí precisamente esta relación entre el narrar desde la memoria —desde la interioridad—, y la organización del discurso. Villoro considera Pedro Páramo como “un caso de literatura fantástica” (410). Filinich extiende esta característica al relato contemporáneo: “Al instalar en el centro de la escena a los participantes en la situación narrativa —narrador y narratario— el acto de enunciación se vuelve, en el relato contemporáneo, la acción principal de la historia. […] esta predilección del discurso narrativo por el acto de proferirlo, esta inclinación por el tono, el ritmo, la intensidad narrativa, tiende hacia una suerte de subjetivación de la narración que torna al relato más cercano a la lírica que a la épica” (15-16). 3 Ver, por ejemplo, Campbell, Dorra, Mansour y Pascual Buxó. 1 2
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Comenzaré con un recorrido de lo dicho sobre la realidad creada en el discurso del narrador de “Luvina”. Revisaré después las marcas en el discurso de la memoria creativa —generalmente adverbiales—; para, finalmente, proponer una lectura de cómo la memoria creativa determina la construcción del discurso en el nivel más profundo: la construcción de oraciones subordinadas que conjuntan una descripción (objetivada, verosímil) con imágenes poéticas. Una realidad creada “Luvina”, como varios cuentos de Rulfo, cuenta una conversación. Un viejo profesor le platica sus recuerdos a alguien, que podríamos inferir que es otro profesor, más joven que él. Sus evocaciones son del todo negativas, y al mismo tiempo le despiertan emociones adversas: tristeza, amargura. Es imprescindible establecer desde ahora que, aunque el discurso del viejo profesor ocupa la mayor parte del relato —y el personaje se instituye como un metanarrador—, no hay, de ninguna manera, dos narradores, sino solo uno, si bien extremadamente parco. Este narrador heterodiegético, que media entre la historia —la conversación entre dos hombres en una tienda, a la orilla de un río— y el lector, interviene únicamente para proporcionar información sobre el paso del tiempo. Si bien su deixis resulta ambigua: “ahora venía diciendo” (116)4, de manera que en momentos parece compartir el aquí y ahora de los dos hombres que platican, y aun si pudiéramos considerarlo un narrador intradiegético —forma parte de la diégesis—, no abandona jamás su nivel heterodiegético —no interviene en la historia—5. Por su parte, el viejo profesor es un personaje, si bien el más importante; aunque efectivamente narra, creo que es mucho más apropiado decir que Uso la edición del Fondo de Cultura Económica (1989) revisada por Rulfo en 1980. Aquí y en adelante, cuando se trate de este libro, anoto a renglón seguido y entre paréntesis solo el número de página, a menos que haya ambigüedad. 5 Sobre la diferencia entre “historia” y “diégesis”, advierte Luz Aurora Pimentel: “La historia remitiría a la serie de acontecimientos orientados por un sentido, por una dirección temática, mientras que el universo diegético incluye la historia pero alcanza aspectos que no se confinan a la acción, tales como niveles de realidad, demarcaciones temporales, espacios, objetos; en pocas palabras el ‘amueblado’ general que le da su calidad de ‘universo’” (11, n. 4). 4
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dialoga; y su discurso, por más que sea el centro del relato, es un discurso “figural”, con “deixis en fantasma” (Varela Jácome 263)6. El asunto central, la diégesis, está constituida por esta conversación, en la que el profesor evoca su vivencia en Luvina. Aquí también vale precisar que existe un interlocutor, si bien demasiado pasivo —pero no mudo, como observa Varela, pues en algún momento el profesor dice: “usted me preguntó…” (Varela Jácome120)—. Varela cree que el viejo profesor intenta disuadir al nuevo de no ir a Luvina (116), lo cual no parece probable, pues le dice: “Y ahora usted va para allá… Está bien”. La imagen de Luvina —fantasmal, alucinante, onírica, como insistentemente ha señalado la crítica— que el viejo profesor transmite, proviene aparentemente de una evocación voluntaria: “Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo” (116)7. Pero evoca, más bien, ante la imposibilidad de olvidar: “no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina” (120). Así, se trata de una mnemotecnia: él ha memorizado su vivencia en Luvina y puede verbalizarla cuantas veces quiera; pero se trata también de un recuerdo del que no puede despojarse. ¿Qué es lo que vio? ¿Qué es lo que se ha fijado en su memoria? ¿Qué es lo que dice? La cuestión de fondo es, entonces, si aquello que el viejo profesor platica se habrá de corresponder necesariamente con el mundo —diegético— de Luvina8. La cuestión ha sido ya discutida por varios críticos. Veamos una parte de esta discusión. En su estudio “Realidad y estilo de Juan Rulfo”, Carlos Blanco Aguinaga comienza citando a Kierkegaard: “la realidad es un estado del alma”. Como si los personajes rulfianos se propusieran mostrar la afirmación del filósofo, hablan desde un “enfoque interior, lírico, de la realidad” (705); “Rulfo, solitario, interior, vive un tiempo subjetivo que impone […] a toda realidad ajena a sí mismo” (705). Pimentel llama “discurso figural” a los acontecimientos verbales de los personajes, en oposición al discurso del narrador, asumiendo que el personaje “se constituye como una de tantas figuras narrativas” (61). 7 Desde Aristóteles, mneme: el recuerdo, “la facultad de conservar el pasado”; y anamnesis, “la facultad de llamar voluntariamente aquel pasado” (Le Goff 147; ver Ricoeur 19-20). 8 Ricoeur advierte que “la interferencia pragmática de la memoria, en virtud de la cual acordarse es hacer algo, ejerce un efecto de perturbación en toda la problemática veritativa (o veridictiva)” (20); de manera que la veracidad de aquello que se recuerda es una aporía aún no resuelta. 6
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Sobre los cuentos de El Llano en llamas, Blanco Aguinaga observa que “es agobiante la falta de dinamismo”: “Una sorda quietud, un laconismo monótono y casi onírico, impregna de sabor a tragedia inminente el fatalismo primitivo de estos cuentos en los cuales parece haberse detenido el tiempo” (705). De Luvina, afirma que es un cuento “descriptivo”, “sin acción”, en el cual el tiempo, de apariencia irreal, “se ha quedado quieto dentro de alguien, muerto”, con lo que la narración ocurre siempre en el presente y la historia queda eliminada. De tan interior, el tiempo logra interiorizar también el espacio: al ubicarse el pueblo en los “cerros altos del sur”, el relato “nos lanza hacia lo indefinido de una realidad interior” (706). Tenemos, así, que aquello que el viejo profesor refiere es más bien una realidad interior —de ahí la apariencia de irrealidad— y atemporal. Y si el discurso proviene del interior, parece también dirigirse hacia el interior. A más tardar en el segundo párrafo, que inicia con puntos suspensivos, el relato comienza a parecernos un “fragmento sin lógica de continuidad del meditar obstinado de algún personaje”, y pronto lo corroboramos: “En efecto, nadie escribe: alguien habla”. Solo en el tercer párrafo confirmamos que se trata de un diálogo, gracias a la evidencia tipográfica; pero este diálogo es más bien “una especie de monólogo interior de alguien, monólogo en verdad, sin persona, espacio ni tiempo”, pues el personaje “habla solo, por dentro; el diálogo es ya, como siempre en Rulfo, monólogo ensimismado”. Si al principio, el discurso parece dirigido al lector, en este tercer párrafo nos percatamos de que no es así; se trata de un personaje que se dirige a otro, y “este paso apenas perceptible de autor a un personaje que, en vigor, habla de sí hacia sí mismo, empieza a trastocar la relación entre sujeto y objeto, la realidad y quien la observa”; y entonces, este “pueblo del cerro” resulta “realistamente descrito en su irrealidad” (706-707). Blanco Aguinaga se detiene en la intemporalidad que con estos recursos se va logrando. En Luvina no ocurre nada: “no se habla casi, no se trabaja”, el viento está estacionado: “Todo en Luvina es para siempre, sin movimiento ni tiempo” (707). Discursivamente, para evitar la progresión temporal, se recurre a la repetición de frases, en un “monótono y machacante hablar interior” que, insiste, constituye un monólogo: “este meditar obstinado que es el monólogo de Luvina” (708). Blanco sostiene que este hablar ensimismado, con el fatalismo y el laconismo, es elemento esencial del mundo de Rulfo. En “Luvina” y en otros cuentos como “Diles que no me maten”, “todos los
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diálogos, en vez de ir de un yo a un tú, van siempre, en realidad, de un yo hacia sí mismo, convirtiéndose en un meditar hacia dentro ajeno a las formas del cambio” (709); en “Talpa”, el narrador se habla a sí mismo “en forma de recuerdo, casi como el personaje de ‘Luvina’” (709), con lo que se logra: un estancamiento del tiempo que, como en “Luvina”, como en “Diles que no me maten”, como después en forma extrema en Pedro Páramo, permite a Rulfo trastornar los planos convencionales de la realidad objetiva para lograr esa honda y mexicanísima atmósfera de irrealidad que [Rulfo] ha traído a nuestra prosa” (709).
Para Blanco, todos los cuentos de Rulfo presentan una “curiosa paradoja del estilo de este subjetivismo”, que consiste en un “verterse hacia afuera, hacia una realidad-objeto”: se trata a la realidad desde el dentro del sujeto hacia el afuera del objeto: Estos hombres hablan y hacen, y ello se le da al narrador en bruto, por fuera, y el narrador, al que esto produce una sensación subjetiva, consciente de que es subjetiva, no trata de imponer ideas o sentimientos —que en verdad no se puede saber— hacia el dentro del sujeto. […] De ahí la curiosa objetividad aparente de estos cuentos (710).
Antes que analizar y explicar, como la narrativa mexicana anterior, Rulfo narra a la manera de “los escritores subjetivistas modernos” (710). Como se ve, para Blanco Aguinaga el hablarse a sí mismo, el dirigirse el discurso “de un yo hacia sí mismo” en un “meditar hacia dentro”, en fin, este “obstinado recordar” interior que ve en “Talpa”, y en toda la narrativa de Rulfo, produce un “estancamiento del tiempo”, el cual a su vez, permite la construcción de una honda “atmósfera de irrealidad”. Siendo conciso: el “recordar interior” produce un “estancamiento del tiempo”, que a su vez, logra una “atmósfera de irrealidad”. Nótese que la relevancia que Blanco da al acto de recordar se relaciona más con el problema de la objetividad que con la organización del discurso que tal recordar determina. Sin embargo, su análisis nos guía hacia allá. Efectivamente, la atmósfera de irrealidad proviene de un discurso que se funda en el recuerdo, en la memoria: la atmósfera de irrealidad proviene de la remembranza.
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Me parece que hay que dar un paso más: la memoria es la que organiza este discurso. Blanco Aguinaga ve muy atinadamente la función de la memoria en “Talpa”, pero no en “Luvina”. Y la manera en que la memoria organiza el “obstinado recordar” es a partir de una permanente oposición entre la realidad exterior y la realidad interior; y a partir de la construcción de imágenes. Bien, pero ¿qué es lo que recuerda el viejo profesor? Evidentemente, sus percepciones durante quince años en Luvina: el lugar, los habitantes, la tristeza que parecen evidenciar, los parcos diálogos que llegan a sostener. Pero sobre todo, el “viejo y acabado” profesor rememora su primera noche en Luvina. Esa experiencia es la que ocupa el centro de su discurso. La impresión que la ha causado es tan fuerte que incluso al evocarla se ve precisado a buscar alivio en la cerveza: Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina… ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagaran la cabeza con aceite alcanforado […] (116; énfasis mío).
Y una vez que termina este episodio, tiene el impulso de beber de nuevo: “No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina. […] ¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo” (120; énfasis mío). El relato de esta noche tiene un impacto crucial en la estructura del cuento. Es precisamente al concluir esta rememoración que aparece la primera división del texto; como si antes no hubiera necesidad de “cortar” el cronotopo; y como si el narrador quisiera darle tiempo al lector de asimilar aquella rememoración. La siguiente división, en la edición revisada de 1980, aparece tres párrafos antes del final. Es significativo que en la primera edición esta última división no aparezca; es decir, el relato aparece dividido en dos, no en tres fragmentos; y la división que aparecía desde el principio es precisamente esta, al concluir el relato de la primera noche en Luvina. Por otra parte, este recuerdo es el único que merece el juicio de amargo, el de “mal sabor”. Si esto resulta evidente, no lo es el motivo que tiene el viejo profesor para contarlo. ¿Por qué comunicar al nuevo profesor estos recuerdos por un lado desagradables y, por otro, no necesariamente fieles
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a la realidad, al menos a la realidad que ven los de Luvina? Quizá el viejo no quiera sino solo “platicar” —con las menores interrupciones posibles—. Pero quizá lo haga con otro propósito. Al comenzar la secuencia, dice: “a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina”. Esto es, intenta transmitir lo que sabe —no lo que recuerda—. Además, una serie de fórmulas que aluden a su interlocutor, y a su arribo próximo a Luvina, evidencian una prevención. Aún más, un presagio, que suena a profecía: “Ya mirará usted”, “ya lo verá”, “Nunca verá usted un cielo azul en Luvina”, “Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya”, “comprenderá pronto lo que le digo”, etc. Esto es, el viejo profesor parece querer fijar en la memoria del nuevo profesor que va a ocupar su lugar en Luvina, más que sus recuerdos o su sabiduría, las imágenes que él ha venido conservando: parece querer fijar en el nuevo profesor su propia memoria. Y lo hace a partir de recursos bastante identificables. Uno de ellos es la descripción a base de gerundios. Y el otro, quizá el más importante, es el nexo adverbial “como si”. Ambos, en función de adverbios, introductores de una oración subordinada adverbial de modo (Beristáin 484)9. Voy a abundar sobre estos recursos. “Como si”: la memoria y la imagen En “Luvina”, como en sus otros textos, Rulfo usa profusamente los gerundios en función de nexos subordinantes: “uno lo oye rasguñando el aire” (112); “dejando los paredones lisos”, “raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda” (113; énfasis míos); y en la mayoría de los casos, aparecen describiendo. Así describe, por ejemplo, el río, el rumor del aire y los niños en la tienda donde tiene lugar la conversación:
Advierte Beristáin: “Además de las subordinadas circunstanciales […] que se construyen con nexos, hay otra forma de construir las subordinadas circunstanciales: con verboide: infinitivo y gerundio”. Y ejemplifica: “Con infinitivo: Lo empleó en dar limosnas”; “Con gerundio: Lo empleó dando limosnas” (491). La RAE define: “Del lat. quom˘odo. […] 4. adv. relat. Seguido de las conjunciones si o que, indica que el contenido de la subordinada es hipotético, aparente o supuesto. Y siguió como si nada hubiera ocurrido. Hizo como que lo había entendido”. 9
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Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda (113).
Y aún más que los gerundios, la fórmula “como si” reviste una importancia enorme, no solo en el plano gramatical como introductora de subordinadas adverbiales, sino también en el plano semántico como organizadora de oraciones complejas cuyas cláusulas se oponen en cuanto a su relación con la realidad: una pretende ser referencial, mientras la otra es abstracta. Aún más, la composición de estas oraciones complejas revela la fusión del recuerdo —el pasado— con la metáfora —la imagen, el eikon, que se pretende fijar en la memoria del interlocutor: una imagen que le apuesta al futuro—. Trataré de desarrollar esta proposición, revisando primero lo dicho por la crítica. Juan Villoro, en “Lección de arena. Pedro Páramo”, cuestiona la lectura “vernácula” de la obra rulfiana: “sus estructuras y su artificioso empleo del ‘habla natural’ suelen ser vistos como resultados un tanto accidentales de una realidad extravagante”. Y advierte: El entorno le sirve no para rendir testimonio, sino para construir un símbolo. Aun en sus relatos más realistas, depende de la subjetividad. Cada paisaje, cada dato exterior, está filtrado por la conciencia. La trama abunda en muertes y traslados, pero las acciones ocurren en un tiempo que nunca acaba de suceder, una zona que se encaja o dilata en la percepción de los testigos. […] De manera emblemática, uno de los muchos relatores a los que Rulfo presta su voz termina su descripción diciendo: “Como si así fuera” (Villoro 410; cursivas del original).
Villoro observa atinadamente que “cada dato exterior está filtrado por la conciencia”; y de manera por lo demás relevante, para probarlo se detiene en la frase que se compone precisamente con el nexo que hemos venido describiendo: “como si”, que introduce un símil, una apariencia subjetiva, negada de antemano, y que sobre todo proviene de la memoria e incluso de la fantasía del que la enuncia. El uso del nexo en cuestión, en la narrativa de Rulfo, no parece en absoluto accidental. Aparece ya, con menor profusión, por supuesto, en sus
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primeros cuentos: se vuelve más frecuente hacia los últimos relatos; en Pedro Páramo lo hallamos profusamente. En “La vida no es muy seria en sus cosas”, publicado originalmente en el número 40 de la revista América, el 30 de junio de 1945, y probablemente su primer cuento10, aparece en una ocasión. Una viuda embarazada decide, una mañana, ir visitar a su esposo en el panteón; al salir, siente frío: “Abrió la puerta para salir: pero enseguida sintió un viento frío, agachado al suelo, como si anduviera barriendo las calles”; esto la obliga a volver por un abrigo, que encuentra en la parte más alta del ropero, y entonces —aunque el cuento no lo dice de manera explícita, lo entendemos claramente— resbala y cae. Ese viento provoca el fatal desenlace. No parece aventurado afirmar que la necesidad de describir el elemento que desencadena la desgracia justifica el uso del símil, estructurado con el nexo adverbial. Resulta interesante además que, para Jorge Rufinelli, precisamente esta frase prefigure, en este cuento de Rulfo, su estilo posterior: “hay algunas imágenes que muy fácilmente podrían convocar el ambiente desolado de los pueblos fantasmas, como ese ‘viento frío, agachado al suelo, como si anduviera barriendo las calles’” (173). En “Un pedazo de noche”, publicado originalmente en el número 3 de la Revista Mexicana de Literatura, en septiembre de 1959, con la fecha al pie de página “Enero, 1940”, la fórmula aparece en dos ocasiones. La mujer que se ha visto obligada a prostituirse afirma al principio: “Al cabo de dos o tres semanas ya no lo sentí [el miedo], como si se hubiera dado cuenta de que conmigo salía sobrando” (Rulfo, Antología personal 155); y una vez que se ha casado con uno de sus clientes: “Parece como si se le hubiera olvidado el trato que hicimos cuando me casé con él” (Rulfo, Antología personal 163; énfasis míos). En “Nos han dado la tierra”, relato que abre El Llano en llamas a partir de la edición de 1980, publicado originalmente en el número 2 de la revista Pan, de Guadalajara, en julio de 1945, hallamos cuatro casos: “se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza” (9); “se levantará el maíz como Sobre la fecha de su escritura, Ruffinelli afirma: “Según el autor es un cuento primerizo, escrito más o menos a los 17 años, entre el momento que intenta ingresar a la universidad (1935) sin lograrlo por una larga huelga, trasladándose poco después a México, y cuando comienza a trabajar en la Oficina de Migración de la Secretaría de Gobernación (1938)” (173). 10
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si lo estiraran” (12); “Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara” (14); “Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí” (155; énfasis mío). En “Macario”, primer cuento de El Llano en llamas en la edición prínceps de 1953, y publicado originalmente en el número 48 de la revista América, en 1946, la fórmula “como si” no aparece; y los símiles introducidos por “como” —“La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco” (72)— no son abundantes. Sobre su uso en “Acuérdate” —donde aparece en tres ocasiones: “parecía como si se estuviera riendo y llorando a la vez” (140); “un chillido […] como si fuera un aullido de coyote” (143); Urbano “se hacía el desentendido como si no conociera a la gente” (143)—, Julio Estrada destaca la relación con el sonido: su forma [de Rulfo] de nombrar las cosas a partir de sonoridades parte a su vez de un uso común entre los campesinos mexicanos, como en la expresión: “[…] soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote”, forma de hablar que se hace más notoria cuando se emplea la típica fórmula comparativa como o como si, donde la evocación de lo sonoro sirve de énfasis, capaz de provocar a menudo una impresión casi cómica, sin que esté ligada al contenido […] (37).
Aún más, Julio Estrada advierte que el nexo introduce en ocasiones metáforas sonoras: El modo de decir las cosas no deja de formar parte de la visión del mundo del campesino, cuyas comparaciones a través del como si, asociadas aquí una vez más a lo sonoro, nos colocan ante metáforas que van de la inocencia extrema a un humor negro casi involuntario. Esta costumbre ocurre con alguna frecuencia entre los cuentos de El Llano en llamas […] (37).
Y remite a estos ejemplos de “Anacleto Morones”: “A él le gustan [las muchachas] tiernas; que se les quebraran los güesitos; oír que tronaran como si fueran cáscaras de cacahuate” (185); y de “La Cuesta de las Comadres”: “Ya por último le di una patada al muertito y sonó igual que si se la hubiera dado a un tronco seco” (22). No me detendré más en los otros cuentos de El Llano en llamas. Baste anotar que la fórmula no es de ninguna manera incidental ni escasa; que su frecuencia va de menos a más; y sobre todo, que la subordinada adverbial que
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introduce, en general constituye una metáfora, o al menos, una imagen subjetiva: viento agachado como si barriera; el miedo desaparece como si se hubiera dado cuenta que sobraba; el polvo se saborea como si fuera esperanza; el maíz se levantaría como si lo estiraran; el chillido se oye como si fuera aullido de coyote; los güesitos de las muchachas truenan como si fueran cáscaras de cacahuate, etc. En Pedro Páramo podemos contar 88 casos, más dos de la fórmula “igual que si”, en muchos aspectos equivalente. Ya en el fragmento dos, Juan Preciado dice: “Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma… Mi madre” (Pedro Páramo 8). Quizá los fragmentos donde más abunda la fórmula sean el 13, en el que se relata la muerte del padre de Pedro Páramo: Y luego, como si se le hubieran soltado los resortes de su pena, se dio vuelta sobre sí misma una y otra vez, una y otra vez […]. Una luz parda, no como si fuera a comenzar el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche. […] una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en lágrimas (Pedro Páramo 33-34; énfasis mío).
Y el fragmento 37, en el que Juan Preciado narra su propia muerte: “[…] Allí donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida… […]”. Yo ya no estaba en mis cabales; recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y seguí por la mitad de la calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí (Pedro Páramo 76-77; énfasis mío). Uno de aquellos santos se me acercó y, sin decirme nada, hundió una de sus manos en mi estómago como si la hubiera hundido en un montón de cera (Pedro Páramo 78; énfasis mío). Siento como si alguien caminara sobre nosotros (Pedro Páramo 79; énfasis mío).
No parecerá a estas alturas nada casual que la novela cierre precisamente con esta fórmula: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras” (Pedro Páramo 159; énfasis mío).
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En “Luvina”, el nexo no es infrecuente. Sancho Dobles, quien cuenta veintidós metáforas, encuentra treinta comparaciones, de las cuales nueve se introducen con el morfema nexivo “como”, y veintiuna con el “enunciado comparativo” como si. De estas veintiuna, advierte: establecen sentidos de semejanza entre dos situaciones o dos acciones y proponen que estas situaciones se llevan a cabo de modo o de manera parecida; esta comparación pertenece al campo gramatical de los adverbios ya que indican una semejanza o similitud entre dos verbos o acciones propiamente dichas (95).
Y de estos dos verbos/acciones unidos por nuestro nexo, un verbo/acción es real y el otro, irreal: Establecen un vínculo entre dos situaciones y dos modos verbales; se trata de [una] situación real, presente, tangible y literal que se lleva a un plano comparativo con otra situación evocada por medio del discurso, en un modo del verbo que a su vez resulta irreal en el plano de la narración (Sancho Dobles, 96).
En el plano gramatical, observa Sancho Dobles, la primera acción se enuncia con verbos del modo indicativo (“se planta”, “no se conoce la sonrisa”, “todo se queda quieto”, etc.), y la segunda, en “el tiempo pretérito pluscuamperfecto del modo subjuntivo” (96) —en realidad, la segunda parte de estas construcciones aparece, efectivamente, en pasado de subjuntivo, aunque no siempre en conjugaciones compuestas (con el auxiliar ‘haber’): mordiera, viviera, etc.; es decir, no siempre en pluscuamperfecto; pero esto no afecta la idea de Sancho Dobles—. Así, “los tiempos del modo indicativo pertenecen a la realidad o a la realidad presente, mientras que los del modo subjuntivo corresponden a la situación evocada o irreal”; y ejemplifica: “Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera”; “se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado” (Sancho Dobles 96; cursivas suyas). Para enfatizar en los “rasgos y características que definen al espacio”, se utiliza el verbo estar: “aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos”; “de modo que la tierra de por ahí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer”. Y para describir las acciones, se usa el verbo ser: “Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo”; y también usa este verbo atributivo, para referirse a “imágenes sensoriales y
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fantasmales” —rechinaban “como si fuera un rechinar de dientes”—, lo cual “produce una imagen evocada mediante una sensación precisa y un sentido cada vez más difuso, oculto tras el símil” (Sancho Dobles 96). Con estos procedimientos, continúa Sancho Dobles, las comparaciones desplazan semánticamente acciones que tienen que ver con el mundo descrito en el relato, se establece un juego de traslación de sentido entre diferentes acciones y situaciones que hacen alusión a la violencia, a los sonidos estruendosos, al estado de ánimo de los habitantes de Luvina y, por último, a la noción de tiempo (96).
Efectivamente, el viejo profesor evoca sensaciones enunciándolas en modo subjuntivo, y las compara con otra acción más próxima al tiempo de la enunciación (Sancho Dobles, 96); la elección de los modos indicativo y subjuntivo, respectivamente, revela la unión, a través del como si, de una situación real —lo que el profesor vio y escuchó, percibió—, y una imagen que desea crear, con un lenguaje más bien lírico. Para Sancho Dobles, estas construcciones adverbiales, lo mismo que los “símiles, metáforas, hipérboles y otros juegos semánticos funcionan a lo largo del texto como las imágenes verbales y discursivas” (98); de manera que el cuento “se erige en una gran metáfora” con una particular “dimensión semántica”, construida gracias al “desplazamiento mismo de los significados que la emergencia de imágenes provoca en el texto”: El referente, el discurso evocado por el narrador principal [el viejo profesor], no puede ser enunciado de otra manera que no sea figuradamente, pues lo sensorial en este caso se aproxima más hacia lo indecible que a lo referencial y eso solamente se puede lograr y dar a conocer mediante el juego de las imágenes, las metáforas, los elementos retóricos del lenguaje y los desplazamientos semánticos (99).
Destaquemos del análisis de Sancho Dobles el hecho de que la expresión como si une una descripción referencial —generalmente sobre la naturaleza— a una metáfora; esto es, a un discurso “arreferencial”, que genera una “imagen verbal”. Como si une la mirada objetiva a una imagen lírica. Si lo vemos bien, este procedimiento discursivo, al privilegiar los “desplazamientos semánticos”, se asemeja al discurso poético.
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Por su parte, Alicia Llarena ha hecho también algunas observaciones importantes respecto a la oposición de una mirada realista y otra lírica, aunque no necesariamente se ocupa en concreto de nuestro nexo adverbial. Igual que Sancho, observa que el discurso del profesor une dos visiones: una lírica y otra realista. Solo que ella encuentra que la visión lírica proviene no del viejo profesor, sino de los propios habitantes de Luvina; mientras que la realista proviene de él. Y esto ocurre así, dice Llarena, debido a su afán de construir una credibilidad que salve su discurso y persuada al profesor nuevo. Dice Llarena: “Los habitantes muestran aquí una percepción distinta, simbólica, lírica, poética de la realidad. Una aceptación subjetiva del medio”. Por su parte, el profesor nos traslada “de lo simbólico a lo netamente real”. Este es el ejemplo del que Llarena desprende su observación: “Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento” (112). Para los de Luvina, de las barrancas suben los sueños; para el viejo profesor, de aquéllas sube solo el viento —que más adelante define como “aire negro” (113)—. De este modo, sigue Llarena, el viejo profesor “se asegura sin problemas la ‘verosimilización’ de lo que cuenta” (245), pues su percepción realista contrasta con la subjetiva de los de Luvina: Al hablar, además, desde su propio recuerdo, y como corresponde a toda contribución poética que la memoria presta, la metaforización, el efecto lírico frecuente, ayudan a “crear”, a establecer los perfiles, la “imagen”, de Luvina (246).
El personaje-narrador —afirma Llarena— concentra en sus palabras la “eficacia verbal” de “esa imagen creándose a sí misma”: Luvina (246). Curiosamente, Llarena ejemplifica su postura precisamente con los casos en que la frase como si une dos oraciones, que ella denomina “simbolizaciones de la realidad”: El viento se apodera de las cosas —dice— como si las mordiera, se lleva los techos de las casas como si se llevara un sombrero de petate, rasca en las paredes como si tuviera uñas, y se apodera de las gentes como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos; los cerros son apagados como si estuvieran muertos, Luvina misma es, allá arriba, como si fuera una corona de muerto, la tierra está seca como si fuera cuero viejo, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera (246; énfasis suyos).
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El discurso del viejo profesor, agrega Llarena, “verosimiliza” el relato a través de esta “retórica comparatista”, del habla directa y de la primera persona: “es el portador, a un tiempo, de la realidad y de su símbolo. Así, lo poético realizado y concretado a través del habla como efecto de la realidad, es quizá el rasgo más sobresaliente del relato” (246). Todo lo cual, reafirma a Luvina “no como espejo de cierta porción de la realidad mexicana, ni como geografía física, tangible, sino como una imagen creándose, en proceso, a sí misma, a través de una actitud conciliadora entre ficción y realidad” (246247). Y este proceso de autogénesis —permítaseme el término— es posible, esencialmente, a través de los símiles de los que hemos venido hablando. Llarena concluye: La eficacia de “Luvina”, no ya solo como relato en sí, sino como creación de un espacio imaginario que logra percibirse como real, y esmerada resolución de una primera ambigüedad, de un primer descreimiento, descansa en esos rasgos, “lacónicos”, de su estructura narrativa. Especialmente, sobre todo, en ese discurso lírico o simbólico que la actitud del narrador alimenta y focaliza en el transcurso de sus palabras (247-248).
En resumen, la tesis central de Llarena es, pues, que Luvina se crea a sí misma, en tanto imagen, en la manera en que se organiza el discurso del viejo profesor. Y una de las maneras en que este discurso se crea es precisamente mediante la producción de “simbolizaciones de la realidad” a partir de oraciones que combinan la percepción lírica de los de Luvina con la “verosimilización” de la imagen a cargo del viejo profesor, como en el ejemplo del viento que sube de las barrancas: los de Luvina creen que son los sueños, el profesor solo “ve” el viento. Quisiera agregar aquí algo de lo que ya no se ocupa Llarena. Lo que se lee inmediatamente después de esta “vuelta a la realidad” por parte del viejo profesor, es el símil: “como si allá abajo lo tuvieran encañonado en tubos de carrizo” (112). Es decir: si bien el narrador “objetiviza” la visión lírica de los habitantes de Luvina (ellos ven sueños / yo solo vi el viento), inmediatamente después crea, a partir de la memoria de lo que vio, una imagen lírica, una metáfora, que constituye toda una creación, con la suficiente fuerza para grabarse en la memoria de su interlocutor: una impronta.
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Mónica Mansour advierte también este proceso de “traslación” de una realidad a otra. Al reparar en la frecuencia de tropos como “la metáfora, la prosopopeya, la sinécdoque y, muy especialmente, el símil” (658) para describir, más que la realidad, sus implicaciones y connotaciones, señala: Es a través del símil —sobre todo en la forma de como si, aunque también como, parece, igual que, y otras— que se revela la mayor parte de la ubicación contextual, los juicios morales y las sensaciones y actitudes provocadas por la realidad. El símil permite al autor trasladar toda una acción, un personaje, un tiempo o un espacio a otra realidad sensorial, moral o afectiva sin un contacto cercano necesario con la ubicación contextual tratada (659-660).
Lo más trascendente es que, a diferencia de Ruffinelli, Sancho Dobles y Llarena, Mansour establece de manera concreta la relación del símil con la memoria: […] uno trata de recordar con la mente, y en realidad recuerda más bien con los sentidos […]. De ahí la necesidad ineludible del símil, para establecer la relación entre un hecho y su consecuencia en la vida del personaje […]. La transformación de la realidad, pues, se consolida en el recuerdo y a través del símil o, con menos frecuencia, la metáfora (666).
Y ejemplifica: “Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte” (Rulfo, El Llano en llamas 68); “Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella” (33); “los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición” (34); “como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas” (115; énfasis míos). Lo expuesto hasta aquí muestra la relación que distintos críticos han establecido entre el símil y su papel como introductor de imágenes más bien líricas; y en este sentido, se destaca la importancia del nexo adverbial como si, que permite a una imagen crearse a sí misma (en términos de Llarena). Asimismo, es clara la relación de este tipo de construcciones con la memoria; la primera cláusula, en modo indicativo, describe algo a partir del recuerdo, privilegiando así el tiempo pasado —aunque el verbo pueda estar en presente, como observa Sancho Dobles, el profesor habla de lo que vio, y no de lo que ve en el momento de la enunciación: “el
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viento se planta en Luvina prendiéndose de las cosas”—; mientras que la oración subordinada adverbial introduce una metáfora, una imagen, en fin, una poiesis. Memoria, preposteración y olvido He afirmado que la manera en que el viejo profesor construye su discurso, plagado de subordinadas adverbiales que vuelven la evocación imágenes poéticas, tiene el propósito de fijar tales imágenes en la memoria de su interlocutor. Una de las marcas de esta intencionalidad son las interpelaciones, que aluden a que el interlocutor estará en Luvina, y que podrá ver aquello, lo que el viejo profesor viene enunciando: Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. […] Ya lo verá usted (113). Nunca verá usted un cielo azul en Luvina […]. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos (114). Usted que va para allá se dará cuenta. […] Y usted si quiere puede ver esa tristeza [… que está] allí como si allí hubiera nacido (115). Cuando vaya a Luvina la extrañará [la cerveza]. Allá no podrá probar sino un mezcal […] que a los primeros tragos estará usted dando volteretas como si lo chacamotearan (116). Usted los verá ahora que vaya […] Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento (122). Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas […]. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo… (124; todos los énfasis son míos).
Esta manera de heredar la mirada al otro nos recuerda a lo que dice Juan Preciado de su madre, cuando lo envía a Comala: “me dio sus ojos para ver” (Pedro Páramo 8). Con esta perspectiva, el relato del viejo profesor logra proyectarse al futuro próximo en el que el nuevo profesor se hallará en Luvina; y de esta manera, el lector percibe no los sueños que los de Luvina ven subir de las barrancas, ni el viento en tremolina que vio el viejo profesor, sino un viento “encañonado en tubos de carrizo”, el “aire negro” mordiendo las cosas que verá el profesor nuevo. Visualizamos o imaginamos algo que no ha ocurrido
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en la diégesis; y lo hacemos desde la perspectiva del nuevo profesor, no desde la perspectiva del viejo, en una especie de preposteración. Puesto así, la función de estas interpelaciones-vocativos es fijar en la imaginación una serie de imágenes que en el futuro no le permitirán al nuevo profesor ver con sus propios ojos la realidad de Luvina; ha de ver siempre a Luvina desde la memoria del viejo profesor, que le ha dado —como Dolores a Juan Preciado— “sus ojos para ver”; lo verá siempre a través del filtro de las imágenes que el viejo profesor ha fijado —el filtro de su conciencia, en términos de Villoro—, está fijando, ante nuestros propios ojos, en su memoria. Las subordinadas adverbiales introducidas por el nexo como si constituyen, como he dicho, una metáfora, una imagen poética, construida desde la memoria a partir de un estímulo sensorial —el viento, el silencio—; y tal imagen no alcanza su plena realización sino en la memoria del interlocutor al que apela: “Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina […] prendiéndose de las cosas como si las mordiera” (113); “Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos” (113). Como se ve, en la primera cláusula, se dice lo que usted verá; y en la segunda, lo que yo le estoy diciendo, lo que yo imagino: usted verá esto / como si fuera / aquello. No es nada inocente al decir: “Me pongo en su lugar y pienso…” (116)11. Con esta especie de enroque, atribuye su pensamiento a su interlocutor: es ahora el nuevo profesor el que piensa-recuerda; y son los recuerdos futuros12 de ese nuevo profesor los que se relatan13. Ahora bien, ¿por qué fijar en la Cabe precisar que el término “pensar”, aquí y en la narrativa de Rulfo, designa propiamente ‘recordar’. En Pedro Páramo, leemos: “—¿Qué tanto haces en el escusado, muchacho? —Nada, mamá. […] “Pensaba en ti, Susana […]” (Rulfo, Pedro Páramo 18). Y luego: “—¿Por qué tardas tanto en salir? ¿Qué haces aquí? —Estoy pensando” (19). Es claro que aquí Pedro Páramo niño, al decir “pensando” quiere decir ‘recordando’, pues efectivamente eso es lo que hace en el escusado, recordar a Susana San Juan. Comprendemos pues que el viejo profesor, al decir “pienso”, se refiere a la acción de recordar. Leemos en el recuerdo del viejo profesor el recuerdo anticipado del nuevo. Ya no es solo una imagen del todo subjetiva, lírica, sino, además, una imagen futura. 12 Imposible no evocar el título de la gran novela de Elena Garro, Los recuerdos del porvenir. 13 Ante esta superposición de personajes, Sancho Dobles propone una lectura un tanto arriesgada: “Esta dualidad evidenciada en el discurso general del cuento ‘Luvina’ da margen para sugerir que tanto el emisor, o el narrador principal del relato, como su supuesto interlo11
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memoria de su interlocutor una serie de imágenes distintas a la realidad? ¿Es que acaso el viejo profesor intenta borrar la realidad de Luvina? ¿O busca destruir la visión positiva que los de Luvina tienen de su propio medio? ¿O es que acaso intenta disminuir la desilusión que a él lo ha acabado en la sensibilidad del nuevo profesor? El viejo profesor, que quince años atrás llegó a Luvina con su mujer y su “manojo de hijos”, llevaba “como una plasta” los ideales que le habían infundido; y deseaba realizar ahí el experimento de esos ideales. El choque con la realidad ha sido demoledor. En Luvina solo hay silencio y viento; puros viejos y puros difuntos; y tan terrible experiencia se le graba indeleblemente en la memoria: “No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina”, dice. Y más que aquello que ha visto: una plaza sola, una iglesia, mujeres solas y sin fuerzas; más que aquello que ha escuchado: el silencio, el viento, un murmullo de mujeres; más que aquello que ha percibido, lo que el viejo profesor recuerda es aquello que imaginó ante estas percepciones: un lugar endemoniado, ojos como bolas brillantes; rechinar de dientes, murciélagos de alas enormes… en fin, la imagen que él identifica como el purgatorio, en oposición a la idea de cielo que se había formado. En su lectura de Pedro Páramo, Pascual Buxó relaciona el purgatorio con la memoria (274)14. Uno de los estudios más reveladores sobre la memoria en la literatura es el de Gustavo Illades, “Fantasmas de la memoria en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España”. Illades observa: Un golpe de vista inaugura la historia universal cuando la soldadesca española descubre, atónita, la ciudad de Tenochtitlan. Cito a Bernal: “y cutor —a quien se dirige— son una misma persona […]. El personaje narrador está dividido en dos —quien habla y quien escucha— pero es el mismo sujeto, el que viene llegando de Luvina y el que se dirige hacia allá” (102-103). Me parece que los personajes son dos y que el interlocutor no puede ser una proyección del profesor, no puede ser imaginario. 14 Al referirse al descenso de Juan Preciado a Comala, comenta: “Descenso al purgatorio, descenso a la memoria agobiante o, por mejor decir, al tormento de la memoria y de sus tenaces imaginaciones” (274). Más adelante, agrega: “Y siendo el estado de las almas después de la muerte el de la conciencia capaz de rememoración y discurso, durante su forzada estancia en ese receptáculo subterráneo (el camposanto o dormitorio en el que aguardan su prometida resurrección), quizá su mayor pena resida en esa actividad moral de la memoria” (278).
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desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha por nivel como iba a México, nos quedamos admirados”. A renglón seguido, Bernal busca en su memoria novelesca alguna imagen capaz de evocar el novísimo espectáculo: “y decíamos que parecía a las cosas y encantamiento que cuentan en el libro de Amadís”. Sin embargo, la comparación no le satisface, por ello oscila desde las fantasías caballerescas hasta el mundo onírico, como aleccionado por Aristóteles: “y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños”. Aventurándose en los objetos oníricos, el capitán busca sin encontrar la imagen que equivalga y recuerde la visión de Tenochtitlan. Topa sin remedio con los límites de su propia escritura: “Y no es de maravillar que yo aquí lo escriba desta manera, porque hay que ponderar mucho en ello, que no sé cómo lo cuente, ver cosas nunca oídas ni vistas y aun soñadas, como vimos”. Ciertamente, la visión primera, la más original y pura a nada se parece, por eso no puede ser ni imaginada, ni recordada, ni escrita (155).
El viejo soldado debe olvidar primero toda su experiencia visual anterior para dar lugar a la nueva realidad tenochca. El viejo profesor de Luvina no va tan lejos; al parecer, sin el bagaje de lecturas y vivencias bernaldianas, al buscar en su memoria, en su imaginación, algo que se corresponda con lo que ha visto, encuentra un universo también precario y desolado —solo tiene ideales como plastas, que al final no cuajan, e ilusiones; de manera que sus símiles resultan, o bien distantes, o bien precarios. Así, cuando en la madrugada logra escuchar “el ruido ese” que ha escuchado su mujer, lo describe como “murmullo sordo” (120); y cuando busca en su memoria, viene a compararlo con “un aletear de murciélagos en la oscuridad” (119), “murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo” (120): “se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas” (120). Resultaría fuera de lugar conjeturar aquí en qué circunstancias podría el viejo profesor haber escuchado una parvada de murciélagos, grabando el sonido en su memoria, para invocarla ahora con respecto al murmullo que producen las mujeres. Es suficiente con lo que su relato nos ofrece. En todo caso, vale comentar que su asociación no es nada casual. Para Varela, “el simbolismo más inquietante está representado por el plano evocado de los murciélagos”:
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No podemos olvidarnos de que, en el campo antropológico maya, el murciélago es una divinidad de las fuerzas subterráneas. En el Popol Vuh, la “casa de los murciélagos” es la región subterránea, paso obligatorio para la morada de la muerte. También entre los mejicanos el murciélago es la divinidad de la muerte. Y en la tradición alquimista, sus alas serían las de los habitantes del infierno (274-275).
Nahum Megged establece también la relación simbólica del murciélago con el mundo prehispánico: “es una representación zoomórfica de lo divino infernal del Xibalba, el animal de los señores de la muerte” (107). En nota al pie, agrega: Hunahpú, uno de los hermanos gemelos, dioses de maíz, creador del sol, la luna y los hombres muere decapitado por Camazotz (murciélago) símbolo de los dioses del Xibalba al querer ver si amanecía […]; esta relación entre esperanza de un amanecer y la pérdida de la cabeza, el raciocinio y el ir tras lo irracional es notable en “Luvina” (107).
Así pues, las mujeres de Luvina “se convierten en una expresión diabólica de la desesperanza” (Megged 107). Por otra parte, en la narrativa de Borges el murciélago está íntimamente relacionado con el insomnio y, por esta vía, con la memoria. Esta relación puede observarse sobre todo en su cuento “La escritura del dios”; el nombre del protagonista, Tzinacán, en lengua maya, significa precisamente ‘murciélago’. Como sucede en toda la narrativa borgiana, para el sacerdote murciélago, la memoria está relacionada con el insomnio y el olvido, con el sueño15. Dada la relación con el mundo prehispánico, no me parece fuera de lugar advertir de paso que el como si, introductor de imágenes, en general siniestras y “endemoniadas”, se halla también en la literatura prehispánica cumpliendo la misma función: 2. Y así las cosas, luego se disparó un cañón: como que se confundió todo. Se corría sin rumbo, se dispersaba la gente sin ton ni son, se desbandaban, como si los persiguieran de prisa. 15
Véase Concha (104-105).
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3. Todo esto era así como si todos hubieran comido hongos estupefacientes, como si hubieran visto algo espantoso. Dominaba en todo el terror, como si todo el mundo estuviera descorazonado. Y cuando anochecía, era grande el espanto, el pavor se tendía sobre todos, el miedo dominaba a todos, se les iba el sueño, por el temor (Sahagún, I, XII, cap. 17; énfasis míos)16.
E igualmente, en Visión de los vencidos, Miguel León-Portilla recoge un poema sobre la caída de Tenochtitlan en donde se lee:
Gusanos pululan por calles y plazas, y en las paredes están los sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas, y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre17 (154; énfasis mío).
Más que discutir aquí la procedencia prehispánica o alquímica de la imagen de las alas de murciélagos enormes rozando el suelo, y en general, de cada imagen que va creando, resulta interesante que el viejo profesor asocie sus percepciones con imágenes que provienen de una visión bastante concreta: el imaginario católico. Las mujeres le hacen imaginar que está en el purgatorio, Lienhard cita este fragmento para mostrar las correspondencias entre la obra de Rulfo y el mundo prehispánico. Para él, la narrativa rulfiana es un ejemplo de la “escritura alternativa”: “el ‘secuestro’ de una forma de tradición metropolitana (en este caso, la novela vanguardista) para elaborar literariamente el discurso de un sector marginado —aquí, el de ciertas subsociedades rurales culturalmente arcaicas y políticamente periféricas—”. Respecto del fragmento citado, advierte: “la actitud de los personajes de El llano en llamas, remite a las actitudes análogas que los informantes nahuas de Sahagún atribuían a los mexicanos ante la primera manifestación de la violencia de los conquistadores españoles” (253). 17 Las versiones de este poema varían. En Literatura de los aztecas, compilado por Ángel María Garibay, se lee: Gusanos pululan por calles y plazas, y están las paredes manchadas de sesos. Rojas están las aguas, cual si las hubieran teñido, y si las bebíamos, eran agua de salitre (50). 16
Es curioso que a pesar de las diferencias, se mantiene la fórmula, que aquí se modifica por “cual si”.
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y no en el cielo, al que sonoramente asocia a Luvina18. Sin embargo, tales imágenes remiten también al imaginario prehispánico, con lo que nuestra tan citada fórmula estaría juntando también dos visiones opuestas, la católica y la prehispánica; ambas, desde una percepción bastante negativa: el purgatorio y el Xibalba. En su estudio citado sobre la memoria en Rulfo, Mansour afirma: La memoria tiene como únicos límites el miedo y el deseo, es decir, un juicio presente acerca del futuro. En otras palabras, el límite de la memoria es una ideología. Y solo los locos carecen de una ideología socialmente aceptable o determinable. Pero todas las memorias representan una experiencia individual y única, por lo cual cada recuerdo requiere de sus propios sonidos, colores, texturas, ritmos y personajes, sus propios símiles y metáforas. Porque cada recuerdo […] es una piedra que, al caer en el agua, provoca a su alrededor una serie de círculos concéntricos cada vez más amplios y cada vez más tenues. […] Porque la verdad no es sino lo que uno quiere encontrar en ella, la verdad es una ilusión óptica o auditiva, la verdad es el discurso de la memoria (670).
El viejo profesor de Luvina no es un loco ni un alienado ideológico, pero revela cierta visión al recordar cómo el experimento de sus ideales se deshace en un pueblo endemoniado, poblado solo por murciélagos, silencio y viento. Su vivencia en Luvina ha inaugurado un nuevo pasado para él; y esta nueva memoria, que, podríamos decir, se ha creado a sí misma, lo ha transformado, de un hombre con ideas e “ilusiones cabales” en uno “viejo y acabado”. Este hombre no parece dedicarse a algo muy distinto que a contar incesantemente su “desecho” experimento en Luvina. Así parece entenderlo Florence Olivier: Reducido al papel de testigo, incapaz de ser actor o portador de la buena palabra del saber escolar, ha sido condenado a decir para siempre jamás una realidad que le ha confiscado toda ilusión. Como los viejos de Luvina, que no pueden emigrar y dejar sus muertos, él no puede abandonar el recuerdo del no-tiempo de Luvina; donde los muertos parecen enterrar a los vivos, donde los lugares de unos y otros se confunden extrañamente (634).
Pino Alonso cree errado identificar Luvina con el purgatorio. Para la relación de “Luvina” con el mundo prehispánico, véase Megged. 18
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Su discurso casi onírico, con su “obstinado recordar” interior, no tiene ya como referente Luvina, sino su memoria; no la memoria de sus percepciones, sino de las imágenes que se fueron creando en su imaginación en el momento de percibir las sensaciones. La frase “Como si así fuera” constituye una síntesis del cuento y del proceso que vengo describiendo: “Como si [lo que vio] así [su construcción lírica, fantástica] fuera”. Para concluir, me permitiré una lectura más atrevida. Quizá lo que el viejo profesor pretende es transmitir su memoria para, en cierta forma, vaciarse de ella; quizá lo que pretende en última instancia es precisamente olvidar ese viento, ese silencio, esos murciélagos, esos muertos. A más plática, más olvido, a costa de la cerveza más amarga o del mezcal matizado. Si por un lado la cerveza le quita el mal sabor del recuerdo, el contarlos, el heredarlos, el darle sus ojos y su memoria al nuevo profesor, le permiten a él, comején vuelto gusanito ya sin sus alas, conciliar el sueño. Recordemos que el significado antiguo de recordar es propiamente ‘despertar’. Y el profesor de Luvina, después de haber rememorado tan poéticamente, después de haber contado tan amargos recuerdos, “se recostó sobre la mesa y se quedó dormido”.
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Lectura vampiresca de “Luvina” Marco Kunz Université de Lausanne
De todos los cuentos incluidos en El Llano en llamas, “Luvina” es sin duda el que más se presta a una lectura que no lo reduce a un mero reflejo realista de circunstancias históricas, sociales, políticas y económicas, como lo hacen interpretaciones que, por supuesto, pueden ser perfectamente lícitas y correctas, pero que no agotan el potencial significativo del texto. Hay en “Luvina” una dimensión misteriosa que tiñe todo el ambiente del pueblo descrito1 de un aire de irrealidad2, emparentada con el realismo mágico3 y que hasta raya en lo fantástico4 (aunque, claro está, no en un sentido todoComo señala Leal, hay una notable diferencia entre la aldea situada en el valle, descrita con precisión realista, donde tiene lugar el diálogo entre el exmaestro de escuela —cuya perspectiva confiere “un sentido de irrealidad” al pueblo del que habla— y su interlocutor, y “el otro mundo, el de Luvina, [que] es subjetivo, fantasmal” (94). Echavarren opone un “escenario realista-verosímil-contextual”, donde conversa el profesor con su relevo, a un “escenario paradójico (Luvina)” (156). 2 Rodríguez Padrón habla de “un ambiente fantasmagórico” y “una tonalidad inquietante y misteriosa que presenta el paisaje de Luvina” (255); Sancho Dobles llama al ambiente “lúgubre, siniestro y fantasmal” (97). 3 Menton califica “Luvina” de “magnífico ejemplo del realismo mágico” (206). Brushan Choubey, en cambio, no cree “que los personajes en ‘Luvina’ parezcan muertos o vivos —de hecho, no parecen muertos o vivos, sino que están vivos—, ni que existe una atmósfera irreal o alucinante en la descripción de los personajes” (78); como opina que “Rulfo fue una de las ‘víctimas’ de este auge [del realismo] mágico” (66), intenta defenderlo contra lecturas no realistas, aunque admite que “en la descripción del paisaje [de Luvina], en parte, se hace presenta una atmósfera mágica” (79). 4 “Lo que impide que ‘Luvina’ se clasifique dentro de la literatura fantástica es que los habitantes de ese pueblo parecen muertos o fantasmas, pero no lo son […]. El pueblo de Luvina se transforma en un sitio mágico por el empleo frecuente del símil” (Menton 206). 1
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roviano estricto) y nos invita a buscar tanto resonancias del pensamiento mítico-religioso como analogías, no necesariamente conscientes e intencionadas, con intertextos literarios y cinematográficos, incluso con referentes de la cultura de masas. Varios estudiosos de este relato han señalado elementos de la cosmovisión prehispánica (azteca y maya5) y del imaginario cristianocatólico (incl. las obras literarias que lo fundamentan o se inspiran en él, como la Biblia o la Divina Comedia de Dante), los dos sistemas de valores más influyentes en la identidad cultural mexicana. Menor atención se ha prestado, en cambio, a posibles influencias y modelos literarios modernos —de los más afines a su estética, el noruego Hamsun6 y el suizo Ramuz7 son mencionados a veces como autores que Rulfo apreciaba y cuyos escenarios rurales y cosmovisión pesimista ofrecen algunas semejanzas con el universo narrativo de El Llano en llamas y Pedro Páramo—, menos aún cuando se trata de géneros poco prestigiosos, como la novela gótica o las películas de horror. Pero creo que ya deberíamos haber superado las polarizaciones simplistas que, como recuerda Juan Bruce-Novoa, dividían la literatura mexicana en un falaz antagonismo de “los mexicanistas contra los universalistas, los realistas contra los escapistas, y los que se preocupaban por el contenido y el mensaje contra los que se interesaban nada más por el estilo y la forma” (25), y colocaban a Rulfo del lado mexicanista-realista-contenidista, clasificación que ha sido refutada por muchos de los especialistas más competentes. Me atrevo pues a sugerir una interpretación algo heterodoxa de “Luvina” que intenta descubrir vínculos con las ficciones modernas de vampiros, una hipótesis que me parece bastante plausible, pero que no ha sido ni siquiera mencionada en los numerosos estudios dedicados a este cuento8. Para Megged, “el viaje a Luvina no es un descenso al purgatorio sino uno de los aspectos del Xibalba, el infierno, según el Popol Vuh” (103). 6 Lorente Murphy percibe una semejanza entre “Luvina” y el estilo de Hamsun (919920), y Martínez-Børresen compara la descripción del pueblo con la novela Victoria del noruego (446-447). 7 Ruffinelli compara “la construcción de una atmósfera ‘fantasmática’” en Derborence y Pedro Páramo (74), pero no incluye “Luvina” en su análisis, y Annick Louis se interesa sobre todo por el realismo regionalista de Ramuz y Rulfo. 8 En el estudio más extenso (188 páginas) que conozco sobre “Luvina”, la tesis de maestría de Genaro Eduardo Zenteno Bórquez, se presenta el estado de la investigación (capítulo IV, “Todo depende del cristal con que se mire (‘Luvina’ ante la crítica)” [94-122]) y se analiza 5
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La lectura vampiresca que propongo en este artículo parte de la constatación de que en la copiosa bibliografía crítica sobre este cuento se suele destacar el ambiente infernal o, mejor dicho, intermedio entre vida y muerte, del pueblo de Luvina, pero sin establecer una relación entre el locus dirus rulfiano y el motivo del vampirismo, sino únicamente con el imaginario grecolatino, judeocristiano y mesoamericano del Más Allá. No se trata de afirmar que “Luvina” pertenece al género del relato vampiresco ni de querer demostrar, con ambición positivista, un parentesco intertextual con las historias de Dracula y Nosferatu tal como las cuentan la novela de Bram Stoker y sus diversas versiones fílmicas, sino solamente de señalar en “Luvina” la presencia de los rasgos principales que caracterizan al vampiro y de sugerir que, aunque no haya ningún vampiro auténtico en el pueblo de Luvina, esta aldea ominosa misma puede ser vista como vampírica: su clima, su topografía, su naturaleza vampirizan a sus habitantes, es decir, les chupan la energía y los convierten en esclavos dependientes del lugar que determina su existencia y no los deja vivir ni morir dignamente. Todos los principales elementos definitorios del vampiro y algunos de sus atributos típicos se pueden encontrar en “Luvina”, aunque sea solo de manera muy puntual, no como esencia ontológica del lugar o de un personaje determinado, sino como símil9 o metáfora10, como una isotopía discreta que transita el texto y que aparece en contextos que permiten varias el relato de manera pormenorizada, pero sin una sola referencia al motivo del vampiro y del vampirismo. [No he conseguido el libro publicado bajo el título de Luvina, geografía de la desesperanza, encuentro con la desilusión (Colima: Universidad de Colima, 2000), pero a juzgar por las páginas visibles en books.google se trata del mismo trabajo sin añadiduras esenciales]. 9 La importancia del símil en “Luvina” ha sido mencionada por varios estudiosos del cuento: según Llarena, el personaje-narrador se expresa a través de “constantes simbolizaciones de la realidad” y su modo de representar —o crear— el ambiente de Luvina se caracteriza por una “insistencia casi instintiva en el como si” (246). También algunos de los rasgos vampirescos más importantes aparecen en fórmulas comparativas que incluyen un como si: lo que intentamos demostrar aquí es que el ambiente de Luvina se describe como si fuera un vampiro o que, por lo menos, “Luvina” puede leerse como si hubiera en el texto una isotopía vampiresca. 10 Sancho Dobles ha contado 30 símiles y 22 metáforas en “Luvina”, la mayoría relacionados con aspectos sensoriales negativos y desagradables, que “velan el sentido unívoco y referencial del texto y desplazan los significados hacia otras nuevas y diferentes dimensiones de sentido” (94). En este nivel semántico figurado es donde se encuentran las semejanzas con el vampirismo.
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lecturas, siendo la interpretación dominante la realista que valora sobre todo la evidente crítica socio-política que Rulfo formuló en este cuento; pero reducir el cuento a nada más que, por ejemplo, una denuncia del fracaso de las misiones pedagógicas del gobierno posrevolucionario sería una lectura tan —o incluso más— empobrecedora que entender Luvina como mera fantasmagoría de un borracho. Es verdad que, como veremos, los rasgos vampíricos están dispersos en el texto en forma figurada y atribuidos a referentes dispares (el viento, el sol, las mujeres); sin embargo, en su totalidad configuran la imagen de Luvina: (1) la condición de no muerto, (2) la maldición divina, (3) el hábitat apartado, (4) la hemofagia, (5) la dependencia de sus víctimas (los “posesos”), (6) la apariencia, es decir, tanto el aspecto físico y la indumentaria del vampiro como sus diversos avatares, incluso los animales que lo acompañan o en que se convierte, y (7) el miedo que inspira a los humanos mortales. 1 Un vampiro es un ser que no está muerto, pero tampoco vivo, es un nomuerto (undead en inglés, untot en alemán). Cuando el Conde Drácula le da la mano a Jonathan Harker para saludarlo en su castillo, “it seemed as cold as ice —more like the hand of a dead than a living man” (Stoker 26). Esta impresión, expresada todavía con un símil (it seemed as, more like… than), se verá confirmada más tarde, cuando el doctor Van Helsing explique la maldición de la inmortalidad que pesa sobre los nosferatus: “they cannot die, but most go on age after age adding new victims and multiplying the evils of the world; for all that die from the preying of the Un-Dead become themselves Un-Dead, and prey on their kind” (Stoker 257). En sentido estricto, no hay tales seres inmortales en Luvina, el vampirismo del ambiente no se concreta más allá del sentido figurado: sin embargo, los habitantes de la aldea sí parecen muertos vivientes, y su pueblo se asocia con la agonía, la muerte y el infierno, en particular con el purgatorio, zona de transición y espera: “Aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros” (128). Los aldeanos dicen que conviven con sus muertos, que estos siguen “viviendo” en el pueblo —es evidente que “Luvina” anuncia la atmósfera de Pedro Páramo, como ya han observado numerosos estudiosos de la obra
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rulfiana y lo confirmó el mismo Rulfo— y que por eso los “vivos” no pueden irse: “¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos” (128). El viejo maestro de escuela, después de abandonar el pueblo, resume quince años de vanos esfuerzos: “Allí dejé la vida…” (122), expresión metafórica coloquial para decir que dedicó una parte importante de su existencia a su trabajo en la aldea y que dejó allí su salud y sus ilusiones, pero que, entendida en sentido recto, significa también que se considera muerto en vida. Vida y muerte no se excluyen mutuamente en Luvina, son nociones relativas, los vivos y los muertos coexisten, los muertos viven y los que viven se declaran muertos. Luvina revela ser el pueblo de una especie particular de los undead: no son ellos mismos los vampiros, sino que las circunstancias de su existencia, i.e. el vampirismo del locus dirus, los condenan a vegetar como muertos vivientes. 2 En la tradición literaria inaugurada por Polidori, el vampiro es condenado por Dios a una existencia casi eterna en la cual no vive ni muere realmente, no puede morir sino bajo condiciones especiales (por ejemplo lo mata la luz del sol, o una bala bañada en agua bendita, un crucifijo o una estaca de madera hincados en el corazón, etc.). Los vampiros son seres casi ahistóricos, aunque, como Drácula, recuerdan muchos sucesos de los siglos pasados (“In his speaking of things and people, and especially of battles, he spoke as if he had been present at them all” [Stoker 40]): tienen un origen noble e incluso cierto orgullo genealógico (añoran sus aventuras y hazañas cuando fueron humanos mortales), pero carecen de un horizonte (su expectativa de “vida” no tiene un límite previsible). Viven fuera de la Historia porque esta ya no les importa: ni las guerras ni las catástrofes naturales pueden matarlos, ni tampoco el hambre o la enfermedad. No es así para los vampirizados, a cuyos muchos problemas se añade como una plaga la opresión por el vampiro. Es el caso de los habitantes de Luvina, donde reina también cierta atemporalidad11 y ahistoricidad, 11
Varela Jacome habla de una “simbólica ucronía” (264).
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se pierde la noción del tiempo a causa de la monotonía de su existencia y la falta de perspectivas: “debió de haber sido una eternidad” (122), “van amontonándose los años” (122), “Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza” (122). Los aldeanos viven un martirio cuyo final está en las manos de Dios, quien tal vez los castiga condenándolos a una existencia desolada y triste, tal vez se ha olvidado de ellos, pero que en la cosmovisión mítico-religiosa del pueblo es el único que los podría redimir: como el viento, la vida de los luvinenses “dura lo que debe durar. Es el mandato de Dios” (127). Para ellos el tiempo pasa casi sin que se den cuenta pues los cambios históricos no llegan hasta su pueblo: viven al margen del progreso y solo se ríen de lo que el profesor intenta enseñarles para que intenten mejorar su vida. Su fatalismo es el de los que están convencidos, por la experiencia negativa de generaciones, de que no hay manera de escaparse del poderío opresor y que es mejor aceptarlo con resignación, actitud que los paraliza e impide que busquen una solución factible a sus problemas. 3 El vampiro vive generalmente en un lugar apartado, en una región como Transilvania, donde el castillo de Drácula se levanta en la cumbre de una inhóspita montaña: “The castle is on the very edge of a terrible precipice. A stone falling from the window would fall a thousand feet without touching anything!” (Stoker 38). Es un lugar lúgubre, hostil a la vida, asociado con la muerte: negro, oscuro, siniestro, con una vegetación que se agarra al suelo pedregoso: “rising far away, great jagged mountain fastnesses, rising peak on peak, the sheer rock studded with mountain ash and thorn, whose roots clung in cracks and crevices and crannies of the stone” (Stoker 49). También Luvina se encuentra en una zona difícilmente accesible y es descrita en términos semejantes (“Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano” [119]). Está en la cumbre de una montaña, rodeada de valles profundos: “aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muer-
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to” (121). Solo pocas plantas sobreviven a duras penas entre la tierra infértil, el sol implacable y el viento arrasador, ese aire negro (120), como en el infierno dantesco12, “que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas a la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes” (119). Cuando llega a Luvina con su familia, el profesor encuentra un lugar desolado que parece despoblado ya que sus habitantes se ocultan no se sabe dónde y aparecen solo más tarde, primero en forma de miradas escrutadoras (“Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran… Han estado asomándose para acá… Míralas. Veo las bolas brillantes de sus ojos” [124]), después como sombras oscuras (son, en el sentido freudiano de la palabra, unheimlich). En los primeros días que pasa en el castillo de Drácula, Harker experimenta una sensación de abandono y angustia semejante y se asombra porque no ve a nadie más que al conde, quien desaparece durante todo el día (“I have not yet seen the Count in the daylight. Can it be that he sleeps when others wake, that he may be awake whilst they sleep?” [Stoker 61]). 4 La hemofagia es la característica más importante del vampiro, incluso diría que constituye la conditio sine qua non de su idiosincrasia, pues se alimenta con la sangre de los humanos a quienes muerde con sus colmillos. En Luvina, el viento agresivo parece tener dientes y morder: “Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera” (120); se mete por los huecos en la iglesia atacando este santuario del Dios enemigo y mueve las cruces haciendo un ruido como de muelas: “rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes” (124), pero la iglesia se le resiste y se ofrece a los perseguidos como un refugio contra el viento13 que también “rasca como “Es un aire negro, como el que describe Dante en el segundo círculo del Infierno: ‘Maestro, chi son quelle genti, che l’aura nera si castiga?’” (Leal 95). 13 No comparto la interpretación de Cannon que ve en el viento el “único sacerdote” (205) que oficia en la iglesia y lo llama “el mandato de Dios, el brazo ejecutor de la voluntad divina” (205-6), porque al comentario del profesor sobre el viento que acabará con todos los 12
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si tuviera uñas” (120) (recuérdense las largas uñas afiladas de Nosferatu en la película de Murnau) y uno lo oye “raspando las paredes” y “escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas” (120), como si en vano tratara de entrar a la fuerza en las viviendas donde los humanos buscan protección: igual lo haría un vampiro desesperado porque no puede cruzar ningún umbral sin que alguien lo invite. Cuando deja de hacer aire, es el sol que asume las funciones vampíricas: “el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre” (127). Pese al aparente antagonismo entre el sol y el viento —mientras sopla este, el calor del sol no resulta totalmente insoportable y no se seca toda el agua (127)—, en realidad se complementan ya que ambos forman parte del ambiente vampiresco: el viento muerde y el sol bebe la sangre14. 5 Los vampiros suelen ser sedentarios porque no pueden alejarse mucho de la tierra donde duermen y a la que tienen que volver cada día (a no ser que se la lleven al lugar a donde viajan, como lo hace Drácula en la novela de Stoker). Las personas mordidas por un vampiro no mueren, sino que primero se transforman en posesos, sumisos y obedientes a su amo, condenados a quedarse siempre cerca de él, y poco a poco ellos mismos se convierten en vampiros. No es tan absoluto el poder que ejerce Luvina sobre sus habitantes —los hombres emigran y vuelven solo de vez en cuando para dejar embarazadas a sus mujeres (lo que prueba que ellas no son auténticas vampiresas pues estas suelen ser estériles)— pero los viejos ya no pueden irse del pueblo, viven como si fueran prisioneros del ambiente opresor. El viento vampiresco los penetra, habitantes de Luvina, estos le contestan: “Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios” (127). El viento no está totalmente dentro de la iglesia, en el lugar donde suele predicar el cura, sino que arremete contra ella con furia desde fuera, solo algunas ráfagas pasan por las grietas y el techo agujereado “como por un cedazo” (124), y no creo que sea él el sujeto gramatical de “Es el mandato de Dios”, sino que Dios es quien decide cuánto dura el viento, igual que decide cuánto dura la vida de cada ser humano y también la “inmortalidad” del vampiro. 14 A pesar de que el texto dice claramente que el sol les chupa la sangre, Cannon interpreta que es la Madre Tierra: “Madre devoradora de energía que ‘chupa la sangre’ de sus hijos y los deja viejos, enclenques, raquíticos y sin fuerza” (205). Pero sí, la tierra participa también, con los otros elementos de la naturaleza, en la vampirización de los habitantes de Luvina.
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toma posesión de ellos ocupando su interior, “hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos” (120). La tristeza se sienta encima del pecho de la gente igual que lo hacen los íncubos, esos demonios masculinos de la lujuria (con la diferencia obvia de que en la posesión demoniaca de Luvina no hay el más mínimo erotismo), y también ciertos vampiros (por ejemplo el de “Le Horla” de Maupassant), y les aprieta el corazón, órgano central de la vida y fuente de la sangre que alimenta a los nosferatus: “está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como una gran cataplasma sobre la viva carne del corazón” (122). El antiguo profesor, que como forastero nunca ha llegado a compartir la cosmovisión de los aldeanos —en esto se parece a Harker al inicio de su viaje cuando todavía no toma en serio las supersticiones populares—, sí ha logrado dejar Luvina, pero sigue siendo un poseso: ha escapado físicamente del locus dirus, pero su vida se quedó allí, no se ha liberado de la maldición del lugar, sino que sigue atado a él mental y psíquicamente15. No sabe cuántos años pasó en Luvina: “Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron” (125-26); también Harker, en la novela Dracula, cae enfermo (sufre una “violent brain fever” [Stoker 122]) por el efecto nefasto que causa en él la estancia en el castillo del vampiro. El profesor recuerda a esos personajes en Dracula que el viajero encuentra en las aldeas vecinas del castillo y que intentan disuadirlo de su intención de visitar al conde, y también a Renfield, el loco del sanatorio del Doctor Seward en la obra de Stoker, víctima inerme ante la atracción demoniaca que ejerce sobre él su maestro Drácula: ambos comparten una extraña fascinación por las alimañas, pero mientras que Renfield come moscas y arañas, el profesor rulfiano, en las últimas líneas del cuento, se limita a mirar intensamente los comejenes mutilados que “ya sin alas rondaban como gusanitos desnudos”, calcinados por la lámpara, como si esta representara al sol chupasangre y los insectos quemados a los habitantes de Luvina16. Bruce-Novoa describe al viejo profesor “como un moribundo con el carácter del cadáver de Blanchot, ese cuerpo ya no vivo pero aún no totalmente muerto, un cuerpo en el que se tocan la vida y la muerte para que esta pueda hacerse ver y oír a través de aquélla” (31). 16 Véase también Leal: “Los comejenes que chocan contra la lámpara y caen con las alas chamuscadas nos hacen pensar en los hombres de Luvina, que solo esperan la muerte, que es la única esperanza” (97). Para Megged, los comejenes con las alas quemadas son el antisímbolo del alma que ya no vuela, sino se arrastra por el suelo (109-110). 15
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6 El vampiro se manifiesta en formas diferentes: en la apariencia humana que le diseñó Polidori suele ser un aristócrata, vestido de preferencia de negro, con una capa larga (“his cloak spreading out around him like great wings” [Stoker 47]) que refuerza la semejanza con su avatar animal favorito, el murciélago, frecuente en la novela de Stoker (“Between me and the moonlight flitted a great bat, coming and going in great, whirling circles”; “Then I caught the patient’s eye and followed it, but could trace nothing as it looked into the moonlit sky except a big bat, which was flapping its silent and ghostly way to the west” [Stoker 116 y 133]; etc.). A veces se hace invisible: un viento, una brisa fría delata su paso o su presencia. Como explica Van Helsing en su inglés heterodoxo: […] he can, within limitations, appear at will when, and where, and in any of the forms that are to him; he can, within his range, direct the elements; the storm, the fog, the thunder; he can command all the meaner things: the rat and the owl, and the bat —the moth, and the fox, and the wolf (Stoker 283). He can transform himself to wolf, as we gather him from ship arrival in Whitby, when he tear open the dog; he can be as bat, as Madam Mina saw him on the window at Whitby […]. He can come in mist which he create (Stoker 284).
Estos avatares del vampiro aparecen también en “Luvina”. Ya he comentado el viento, fuerza vampírica que ataca a dentelladas furibundas. Según los habitantes del pueblo, en las noches de plenilunio, tradicionalmente preferidas por los vampiros y otros seres maléficos, el viento parece materializarse e incluso personificarse adquiriendo un aspecto casi humano, y lleva una cobija negra que recuerda la capa del vampiro: “Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra” (122)17. Los lobos merodean en torno al lugar donde viven los vampiros, sus aullidos resuenan en la noche como un homenaje lúgubre a sus amos, y en las Megged habla de un viento “satánico” (106) y dice que, en la frase citada, “está visto por los habitantes del lugar como la personificación del diablo” (107). Otros estudiosos de la obra de Rulfo asocian el viento con el dios azteca Quetzalcóatl (véase, por ejemplo, Thakkar 90). 17
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ciudades sus parientes domesticados, los perros, muestran la misma devoción. En Dracula de Bram Stoker, los terroríficos aullidos, primero perrunos y más tarde lobunos, acompañan a Jonathan Harker desde el primer día que narra en su diario de viaje a Transilvania, y en el último tramo, entre Borgo Pass y el castillo del vampiro, no solo se oyen cada vez más fuertes —“from the mountains on each side of us began a louder and a sharper howling —that of wolves— which affected both the horses and myself in the same way” (Stoker 21); “The baying of the wolves sounded nearer and nearer, as though they were closing round on us from every side” (Stoker 22), etc.—, sino que además los cánidos salvajes asedian el coche en un círculo cada vez más estrecho. Desde entonces, los aullidos delatan la cercanía del vampiro a lo largo de toda la trama; durante su estancia en Londres, Drácula incluso recurre a la ayuda de un lobo del jardín zoológico para poder entrar en la alcoba de una de sus víctimas. En Luvina, como hoy en día en casi todo México, no hay lobos, pero sí se perciben los aullidos amenazantes del viento: “Lo estuvimos oyendo pasar por encima de nosotros, con sus largos aullidos” (124). El uso metafórico de la palabra aullido, que en sentido recto significa “Voz triste y prolongada del lobo, del perro y otros animales” (DRAE, s.v. aullido), es muy frecuente en español, pero en este contexto el viento aparece casi personificado, como una fuerza furiosa que en vano intenta entrar en la iglesia —i.e. el recinto sagrado vedado a las criaturas del Mal— adonde se refugió el profesor con su mujer y sus tres hijos para pasar su primera noche en Luvina. Incluso me atrevería a sospechar una alusión a los lobos en el tóponimo Luvina. Existe en el estado de Oaxaca un pueblo llamado San Juan Bautista Luvina cuyo nombre deriva del zapoteco loo-ubina y significa ‘cara de la pobreza’ o ‘sobre la miseria’ (López Mena 145), etimología que concuerda perfectamente con la precariedad en que vegetan sus habitantes en el cuento rulfiano, como subraya el comentario del exmaestro de la escuela rural: “San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio” (128). En un informe del 15 de enero de 1953, que escribió para la directora del Centro Mexicano de Escritores, Rulfo menciona que acaba de “escribir un cuento titulado ‘Loobina’” que presenta la descripción “de un pueblo de la Sierra de Juárez, hecha por un profesor rural a un recaudador de rentas del estado”, pero al final, según Rulfo, resulta que el profesor no existe, sino que
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“ha terminado por ser un borracho característico de los pueblos olvidados” (citado por Galaviz 158). La identificación de Luvina con el pueblo oaxaqueño es indudablemente cierta, pues el mismo autor la confirma al hablar de la primera versión del cuento, y tampoco pongo en tela de juicio la etimología indígena del topónimo; sin embargo, se trata de conocimientos de especialistas que la mayoría de los lectores no puede tener, por lo que no me parece descabellado asociar, en virtud de la semejanza fonética, la forma original Loobina con lobo18, y hasta en Luvina puede escucharse tal vez un eco del latín lupina, forma femenina del adjetivo derivado de lupus, con sonorización de la oclusiva sorda intervocálica, tan frecuente en la historia del léxico castellano. Luvina es el pueblo de la pobreza según la etimología correcta, pero ¿por qué no podría ser también la aldea de los lobos según una etimología popular, errónea desde el punto de vista filológico, pero no del todo inverosímil? Después de pasar la noche en la iglesia, en un rincón detrás del altar19, al amanecer el profesor oye un ruido espantoso: “Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad […]. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo” (125). Y entre ellos parece haber algo mayor que los domina: “se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado” (125). No hay nada sobrenatural aquí: se trata de las mujeres que van a buscar agua en la madrugada, pero esta identificación con personas reales no invalida las asociaciones con los vampiros u otras criaturas diabólicas20 que suscitó el ruido ominoso, y su descripción como “figuras negras sobre el negro fondo de la noche” que se van “como si fueran sombras” (125) contribuye a mantener la ambigüedad siniestra de su aparición y apariencia. Son muy diferentes las mujeres luvinenses de las cortesanas que acosan a Harker en el castillo de Drácula —la concupiscencia y la sed de sangre de las vamTambién Thakkar percibe “the connotation of ‘lobos’ in the original title of the story, ‘Loobina’” (79), pero solo lo entiende como síntoma de la ubicación apartada (“remoteness”) del pueblo. 19 “Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte” (124): el altar, centro ritual del lugar sagrado, debilita el viento vampiresco, aunque no tanto como lo hacen los crucifijos y el agua bendita en las ficciones de Drácula. 20 Megged explica que “el murciélago es una representación zoomórfica de lo divino infernal del Xibalba, el animal de los señores de la muerte”, e interpreta a las mujeres como “una expresión diabólica de la desesperanza” (107). 18
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piresas contrasta con la resignación abúlica de las vampirizadas deserotizadas y sedientas de agua—, pero todas desaparecen de una manera fantasmal, las mujeres de Luvina como sombras oscuras en la noche, cuya imagen adquiere una inconsistencia aérea21, mientras que las cortesanas de Drácula se desvanecen de manera misteriosa ante los ojos del horrorizado Harker (“They simply seemed to fade into the rays of the moonlight and pass out through the window, for I could see outside the dim, shadowy forms for a moment before they entirely faded away” [Stoker 53-54]).
7 La gente de la región infestada de vampiros los teme tanto que no los llaman por su nombre, y prefiere no acercarse al castillo, o solo de día, sin demorarse allí mucho tiempo. Cuando Harker en la novela Dracula llega a Borgo Pass, la diligencia se detiene y el cochero deja bajar al viajero para en seguida alejarse lo más rápido posible del lugar siniestro. En la versión de Stoker, la reacción nerviosa de los caballos anuncia la llegada de la carroza de Drácula: “Whilst he was speaking the horses began to neigh and snort and plunge wildly, so that the driver had to hold them up” (Stoker 19). En “Luvina”, el arriero deja al viajero en el pueblo, da media vuelta y se va a toda prisa: —Yo me vuelvo —nos dijo. —Espera, ¿no vas a dejar sestear tus animales? Están muy aporreados. —Aquí se fregarían más —nos dijo—. Mejor me vuelvo. Y se fue, dejándose caer por la cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado (123).
Es obvio que el motivo principal para irse en seguida de Luvina son las condiciones climáticas, pero resulta exagerada la prisa, y el comentario “como si se alejara de algún lugar endemoniado” sugiere que hay algo más que explica el Fares comenta que estas mujeres “tienen el mismo color que el viento, lo que las hace aún más inmateriales” (190). No tienen rasgos individuales ni nombres, sino que aparecen como uniformizadas, con el color tanto de los vestidos típicos del vampiro como del viento que, en Luvina, es la fuerza que más frecuentemente se describe con características vampirescas. 21
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ansia del cochero por no pasar en el locus dirus más tiempo que el estrictamente necesario. Parece un pueblo maldito, territorio de algo con que no quiere encontrarse: quizás solo desee evitar la deprimente “imagen del desconsuelo” (122), quizás teme caer preso del ambiente vampiresco que no lo soltaría nunca más, como les sucede a todos los que pasan una temporada en este lugar sin esperanza “donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa” (121). Conclusión Aunque se trate solo de correspondencias puntuales entre el cuento de Rulfo y las ficciones de vampiros, nos han parecido suficientes para proponer esta lectura vampiresca del cuento. Todos los elementos asociables con el vampirismo, concretos, materiales y absolutamente reales en Dracula de Stoker, son ambiguos, figurados, simbólicos en “Luvina”, pero no por eso menos significativos: en Dracula, el mito del vampiro revela ser realidad; en “Luvina”, la realidad adquiere una dimensión simbólica gracias a la isotopía vampiresca que además nos brinda una poderosa alegoría al comparar el efecto de las circunstancias opresoras en que viven los aldeanos con la absorción de energía vital, destructiva a la larga, por parte del vampirismo. Las historias de Drácula y otros chupasangres, difundidas por la literatura y el cine, pertenecían a la cultura de masas mexicana ya décadas antes de que Rulfo escribiera los relatos de El Llano en llamas, y es posible que este las conociera22, pese a la categórica negación de Monterroso: “En México no hay hombres-lobo, ni seres reconstruidos en una mesa de operaciones, ni vampiros” (501). En la narrativa de Rulfo resuenan diversas tradiciones culturales, entre ellas la vampiresca, y Luvina es un lugar siniestro e infernal que, aparte de representar la realidad mexicana, posee también una dimensión universal. El profesor, al llegar a Luvina, dice a su mujer, La primera adaptación cinematográfica de Drácula (EE. UU., dir. Georges Melford) producida en lengua española —se trata de un filme calcado sobre la versión anglófona protagonizada por Bela Lugosi, rodado en los mismos decorados, pero con actores hispanohablantes— se estrenó en 1931 en Ciudad de México y tuvo un gran éxito en América Latina en las dos décadas siguientes. La primera traducción española de la novela de Stoker se publicó en 1935 en Barcelona, en la colección “La Novela Aventura”, con la cubierta ilustrada por el mexicano Juan Pablo Bocquet (Cuenca 19). 22
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como si dudara de estar todavía en México: “¿En qué país estamos, Agripina?” (123), “¿Qué país es este?” (124). Muy semejante es la primera impresión de Harker delante de la puerta del castillo de Drácula: “What sort of place had I come to, and among what kind of people?” (Stoker 25). La pregunta del profesor adquiere un sentido enriquecido si aceptamos que ese país extraño puede ser no solo el México real del subdesarrollo, sino también un remedo terrestre del purgatorio cristiano, del hades griego y del averno romano, del Mictlán azteca y del Xibalba maya o, como he tratado de mostrar en estas páginas, una reminiscencia de la Transilvania del conde Drácula.
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III
Pedro Páramo: símbolos, teorías y genealogías
La esperanza escondida, la duermevela y el hilo de la vida en Pedro Páramo Arndt Lainck Universität Bamberg
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza.
Rulfo, “¡Diles que no me maten!”
Treinta años después de la muerte de Juan Rulfo, los murmullos en Comala y sobre Rulfo siguen vivos, retoñando. Cuando finalmente Pedro Páramo da al licenciado Gerardo Trujillo, a regañadientes, unos pocos miles de pesos por los servicios prestados, diciendo “no retoñan”, Trujillo contesta: “—Sí, tampoco los muertos retoñan —y agregó—: Desgraciadamente” (Pedro Páramo 160). Afortunadamente, a pesar de la desgracia del licenciado Trujillo, tanto los muertos en Comala como los estudios sobre la obra de Rulfo se encuentran muy vivos y echan sus vástagos. La bibliografía crítica sobre Rulfo es inabarcable a estas alturas, aunque no habrá que mortificarse por ello. En su momento, escribió Gustavo Fares: “Pedro Páramo permanece abierto en su sentido y proporciona al lector suficiente ambigüedad como para tentarlo a ensayar una interpretación personal, una lectura más que, de todas maneras, no agotará la obra; por el contrario, en todo caso, la enriquecerá” (55). Y Olivier ya resumió: “El lector de Rulfo, lo hemos oído hasta la saciedad, es presa de un encantamiento por esencia indefinible. Que se nos perdona, entonces, el querer definirla…, la literatura de Rulfo quiere evitarlo a toda costa” (719)1. Pedro Páramo es, por cierto, una novela tan únicamente recargada de simbolismos multifacéticos que está blindada contra cualquier hermenéutica Wilson se expresó de una manera similar cuando añadió: “criticism cannot exhaust the meanings on reading the novel” (236). 1
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que no sea modesta, provisional y sugestiva en su afán de explicación. Los espíritus en Comala siguen conversando entre ellos y con nosotros, pasándoselo quizá mejor de lo que puede inferirse a simple vista en una obra que rezuma tanta tristeza a través de un páramo pedregoso. Beardsell observó con respecto al estado de ánimo de las ánimas: “Some of the characters (such as Susana) speak with an unusual detachment about death. […] The dead themselves have a similarity to the living that is at once disconcerting and reassuring. Can death be terrible if the dead joke like Dorotea with Juan?” (89). Y con ello realza la importancia del consejo de Dorotea a su compañero de tumba, Juan Preciado: “Ya déjate de miedos. Nadie te puede dar ya miedo. Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados” (Pedro Páramo 120). Es decir, es muy posible que esos muertos, que se han convertido en oyentes y observadores de las otras almas en pena, tengan a su disposición la opción de dejar atrás sus propias ansiedades y preocupaciones de la vida pasada. La tienen porque no están ni en el cielo ni en el infierno, sino en una especie de purgatorio sin más penas que estar sencillamente condenados a seguir conversando y escuchando las voces de una memoria colectiva que seguirá sempiternamente. A treinta años de la publicación de Pedro Páramo, Juan Rulfo escribió: No tengo nada que reprocharles a mis críticos. Era difícil aceptar una novela que se presentaba, con apariencia realista, como la historia de un cacique y, en verdad, es la historia de un pueblo: una aldea muerta en donde todos están muertos; incluso el narrador, y sus calles y campos son recorridos únicamente por las ánimas y los ecos capaces de fluir sin límites en el tiempo y en el espacio. […] no me imaginaba que, treinta años después, el producto de mis obsesiones sería leído incluso en turco, [etc.]. En lo más íntimo, Pedro Páramo nació de una imagen y fue la búsqueda de un ideal que llamé Susana San Juan. Susana San Juan no existió nunca: fue pensada a partir de una muchachita a la que conocí brevemente cuando yo tenía trece años. Ella nunca lo supo y no hemos vuelto a encontrarnos en lo que llevo de vida (“Treinta años después” 6-7).
Rulfo no volvió a escuchar la voz de esa muchachita que para siempre retumbó en su cabeza y que poco a poco se transformó en un ideal eternamente inalcanzable para dar lugar a una de las obras más idiosincráticas e inigualables de la literatura mundial. El punto de arranque de esta inesperada fama mundial habría sido, así, una vana esperanza que no se habría llegado a
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cumplir nunca2. A partir de esa esperanza vana, que Rulfo proyectó sobre el trasfondo realista del caciquismo, se construyó una visión de un tipo de religión/ilusión que, precisamente, se corresponde a un ideal en última instancia destructivo por no encontrarse en ningún otro lugar que no sea en el de una inexistencia eterna e incorpórea. El amor no correspondido que Pedro Páramo siente por Susana San Juan (que lo petrifica y lo deja desmoronarse al final y que había convertido a Comala, al cruzarse de brazos, en un páramo donde la lluvia del pasado ya no fertiliza la tierra sino que entristece a los muertos) esconde voluntariamente a Susana detrás de las nubes: “A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras” (Pedro Páramo 75). He aquí una vinculación clara entre el anhelo imposible, de Pedro por Susana, y la religión, que en Comala esconde deliberadamente a sus fieles la esperanza de alcanzar el cielo. La expresión homóloga más pura en la novela de esa apoteosis que endiosa a una mujer ya perdida para Pedro, que la transfigura en un ideal para ponerla en un pedestal tan alto que nunca podrá ser alcanzado, se encuentra en la religión represora que se practica en el pueblo y que también les niega a todos cualquier esperanza de redención en el más allá. Tanto el amor por Susana como el amor por Dios se sustentan sobre una esperanza que es precisamente imposible y permanece escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, para no ser encontrada jamás. Las palabras de Pedro ya no pueden comunicarse con ese lugar del ‘más allá de todo’ ocupado por una Susana fantasmagórica, pero los murmullos cuentan todavía la historia de una esperanza fútil y nociva que acarreó, a modo de consecuencia, tantas desgracias. Véase lo que dijo Rulfo en una entrevista con Sylvia Fuentes que originalmente se publicó también en el año 1985: “Rulfo. —Susana San Juan existe. Fuentes. —¿Dónde está? Rulfo. —Pues por ahí, perdida en algún lugar del mundo. […]. Fuentes. —Pedro Páramo la esperó. Rulfo. —Sí, la esperó, pero cuando la encontró estaba loca. Fuentes. —¿Y la tuya, tu Susana, no está loca? Rulfo. —No, no está loca, pero es inaccesible. […] Considero que esta mujer ideal que busca el hombre sí existe […], porque lo estimula a uno, le da a uno cierta vitalidad” (476). 2
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Este ensayo se propone volver a mirar de cerca ese tipo de religión negativa que vincula por medio de la ilusión como falsa promesa a todos los que viven en Comala. Mirar ese vínculo a través de la asociación de símbolos e isotopías recurrentes permite ver una ligazón continua que se extiende de Pedro Páramo y Susana San Juan a todos los creyentes e incluso a Juan Preciado, quien en un primer momento no pensó en cumplir la promesa hecha a su madre, pero que en la novela también cae presa de la ilusión, de una esperanza sin fundamento: “Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo […]” (Pedro Páramo 65). A lo que Dorotea le responderá más tarde: “—¿La ilusión? Eso cuesta caro” (119). La muerte, más que un castigo en el limbo, parece ser un alivio para Dorotea, un lugar de reposo y de reflexión que aclara la falsa creencia de haber tenido un hijo que cultivaba cuando vivía; una creencia por la cual se le compensa ahora, en cierta medida, con un hijo menos ilusorio, en forma de Juan como compañero de tumba para siempre jamás: Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios. Solo esa larga vida arrastrada que tuve, llevando de aquí para allá mis ojos tristes que siempre miraron de reojo, como buscando detrás de la gente, sospechando que alguien me hubiera escondido a mi niño (119; énfasis mío).
El hijo de Dolores, Juan, que debió haber sido de doña Eduviges, prolonga también más de la cuenta la vida de una esperanza al regresar en su lugar: “Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver” (67). Estos ojos son los que verán a través de oídos que finalmente saben escuchar los testimonios de un mundo pasado más fértil, pero sobre todo fallido a causa de creencias obcecadas. El uso de la semántica de una creencia escondida lo encontramos también en la descripción del padre Rentería, que se esconde en la orilla del río por su sentimiento de culpa, sin poder disimular ante sus propios ojos —su juicio interno— una vergüenza de la que los carreteros que pasan quizá no se aperciben. Aquella misma noche en que Miguel Páramo murió es la que no le deja dormir al padre Rentería, “la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto”, en la cual recuerda cómo Pedro Páramo fue “creciendo como una mala yerba” y se acusa
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de haber posibilitado y encubierto ese crecimiento, de haber puesto “en sus manos ese instrumento” (127) en que se había convertido Miguel Páramo: “Él se agachó, escondiéndose en el galápago que bordeaba el río. ‘¿De quién te escondes?’, se preguntó a sí mismo. —¡Adiós, padre! —oyó que le decían. Se alzó de la tierra y contestó: —¡Adiós! Que el Señor te bendiga” (128). El representante de la fe en Comala, que les niega la esperanza a sus feligreses, esconde la misma vergüenza que predica y dispensa. A su vez, la hermana de la pareja incestuosa, que acoge a Juan Preciado, tiene que vivir con esa misma vergüenza, porque así se lo han enseñado, pero quizás no la asuma del todo y esconde cierto distanciamiento en sus palabras: “Nadie podrá alzar sus ojos al Cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura. Al menos eso me dijo el obispo […]” (111). La esperanza de un estado que no llega jamás causa un estado permanente de desasosiego y aflicción que pesa sobre la vida en Comala como una losa sepulcral. Es como si un recelo les impidiera descansar tanto en la vida como en la muerte. Encontramos en Pedro Páramo una cantidad asombrosa de personajes que no pueden dormir porque algo los mantiene en vela. La hermana de la pareja incestuosa no deja dormir a su hermano Donis, usando el vocablo recordar para ‘despertar’: “—Me pediste que te recordara. Eso estoy haciendo. Por Dios que estoy haciendo lo que me pediste que hiciera” (108)3. Pero no se aclara nunca para qué debería haberlo despertado cuando Donis refunfuña: “—Déjame en paz, mujer” (109). La hermana sospecha todavía de Juan, de haberlo acogido sin saber quién es realmente: “Si se ofrece, el tal es algún malvado. Y le hemos dado cobijo. No le hace que nomás haya sido por esta noche; pero lo escondimos. Y eso nos traerá el mal a la larga… Míralo cómo se mueve, como que no encuentra acomodo. Si se ofrece ya no puede con su alma” (109; énfasis mío). Téngase en cuenta que Abundio ya había dicho sobre Comala que el pueblo “está sobre las brasas de tierra”, se encuentra “en la mera boca del infierno” y “que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija” (67). Aun cuando esa imagen esté dirigida en un primer momento a llamar la atención sobre el hecho de que Debo a Enrique Rodrigues-Moura la indicación sobre estos otros ejemplos de la colocación recordar + sueño en la literatura española: el comienzo de las Coplas a la muerte de su padre, “Recuerde el alma dormida, / avive el seso e despierte” (Manrique 138) y el “recuerda de este letargo” que se halla en una loa de Fernando de Zárate (Huerta 298). 3
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Comala sea más calurosa que el infierno, es significativo que Abundio hable de una cobija y no de una chamarra o un gabán. Quizás los muertos tengan también más paz y reposo en Comala que en el infierno4. En el fragmento 12 de la edición de González Boixo, despiertan al joven Pedro Páramo para anunciarle la muerte de su padre: “‘¡Despierta!’, le dicen. […] Unas manos estiran las cobijas prendiéndose de ellas, y debajo de su calor el cuerpo se esconde buscando la paz” (85; énfasis mío). La escena tiene su eco en el fragmento en que se le anuncia a Susana San Juan la muerte de su marido Florencio y en el cual ella se ampara, es decir, ‘se cobija’ en la ilusión de la presencia de su único amor en vida, que al despertar resulta ser “un periódico que ella había estado leyendo mientras lo esperaba” (156). Juan Preciado puede escuchar que ella dice que “escondía sus pies entre las piernas de él. Sus pies helados como piedras frías y que allí se calentaban como en un horno donde se dora el pan” (155; énfasis mío); otra alusión a la petrificación y al comal que se usa para cocer tortillas de maíz. Otro ejemplo que sugiere que la vida en Comala ha sido vivida como una pesadilla lo encontramos en el fragmento 62, donde doña Fausta y Ángeles platican sobre Susana San Juan. Doña Fausta comenta que los zahorinos5 dicen “que a los locos no les vale la confesión, y aun cuando tengan el alma impura son inocentes” y que ella va “a dormir llevándo[se] al sueño estos pensamientos” que “van derechito al Cielo” (167). Es uno de los pocos instantes en que la religiosidad popular parece cuestionar y mirar más allá del inhumano dogma oficial. En el siguiente fragmento, el padre Rentería viene a confesar a la moribunda Susana en una escena que se asemeja más bien a un abuso, estorbando patentemente su reposo en la cama: “Quizá ella no tenía nada de que arrepentirse. Tal vez él no tenía nada de que perdonarla. […] sacudiéndole los hombros, le dijo en voz baja: —Vas a ir a la presencia de Dios. Y su juicio es inhumano para los pecadores” (169)6. Ella quiere soEl Diccionario de mejicanismos recoge la expresión pegársele a uno la cobija para ‘dormirse’ y las primeras dos acepciones de cobijar en el DRAE son “dar refugio, guarecer a alguien, generalmente de la intemperie” y “amparar a alguien, dándole afecto y protección”. 5 Según la 23.ª edición del Diccionario de la lengua española la primera acepción de zahorí es: “Persona a quien se atribuye la facultad de descubrir lo que está oculto, especialmente manantiales subterráneos”. 6 González Boixo apuntó sobre el simbolismo de los hombros que aparecen con tanta 4
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lamente que el padre Rentería la deje en paz: “—¡Ya váyase, padre! […] Estoy tranquila y tengo mucho sueño” (169). Sin poder descansar se refugia en el ensueño de sus pensamientos, fugándose en sus devaneos en el único amor, Florencio, que ha podido vivir antaño: “Él me cobijaba entre sus brazos. Me daba amor” (169; énfasis mío). El recuerdo que Susana alberga todavía de Florencio interfiere con el sueño de Pedro Páramo de regresar con ella a un estado idílico, prelapsario. Los dos están presos del pasado, amparándose en fantasías que han perdido vigencia. Juan les sigue en ese camino y tiene que reconocer que las esperanzas imposibles llevan a la muerte. El mencionado fragmento 12, en el que el pequeño Pedro quiere seguir durmiendo, se hace también eco de los dos últimos fragmentos, donde Pedro Páramo ya no puede refugiarse en el sueño y muere a mano de su otro hijo, Abundio, que así cumple con el deseo de la madre de Juan de “cobrárselo caro”, y donde Pedro, la piedra, se desmorona simbólicamente, después del asesinato, “como si fuera un montón de piedras” (178). Pedro Páramo ya sabe que va a morir y se refugia, por su parte, una vez más en una ilusión inalcanzable que lo entretiene en sus últimos momentos de vida: “Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos. —Susana —dijo. Luego cerró los ojos—. Yo te pedí que regresaras […]” (177). Si comparamos los dos fragmentos que narran respectivamente el principio y el fin de su vida, se encuentra en el postremo un paralelismo casi idéntico a la escena de su infancia y al momento en que se le anunció la muerte de su padre, don Lucas: “La voz sacude los hombros. Hace enderezar el cuerpo” (85); “Sintió que unas manos le tocaban los hombros y enderezó el cuerpo, endureciéndolo” (178). Cuando el padre Rentería visita a Susana para anunciarle la muerte de Florencio, nos encontramos con una escena que asimismo se hace eco de la situación descrita: “‘[…] Ya sé que vienes a contarme que murió Florencio; pero eso ya lo sé. […] Yo tengo guardado mi dolor en un lugar seguro. […]’. Enderezó el cuerpo y lo arrastró hasta donde estaba el padre Rentería” (149, énfasis mío). No hay que olvidar aquí que Juan le dice a Dorotea haber sido matado por los murmullos, y que Susana San Juan se muere también a causa frecuencia en la novela: “Se trata de una serie de situaciones especiales en la novela, en las que el término se utiliza con un factor añadido de simbolismo, como si sobre los hombros recayese la trascendencia del momento” (“Anotaciones” 192).
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del acoso perpetrado por el padre Rentería al confesarla, pues con su voz “le calienta su oído” y le había dicho: “—Te dejaré en paz, Susana. Conforme vayas repitiendo las palabras que yo diga, te irás quedando dormida. Sentirás como si tú misma te arrullaras. Y ya que te duermas nadie te despertará […]. Nunca volverás a despertar” (168). No solamente las ánimas como el alazán de Miguel Páramo, “asustado por algo que había dejado allá atrás” (89), estorban la tranquilidad del camposanto que es Comala, sino los mismos recuerdos de los muertos dan testimonio de una falta de reposo (espiritual) causado por vanas esperanzas y creencias equivocadas que persistían en el error. La novela nos cuenta de toda una gama de personajes que ya en vida buscan reposo y que no pueden encontrarlo, hecho que prefigura su destino ulterior. No solo Susana aparece descrita yaciendo permanentemente en la cama, con la luz siempre encendida, en un estado entre vigilia y sueño, en duermevela. Ya mencionamos al padre Rentería, que no puede dormir por su sentimiento de culpa, al joven Pedro, que se estorba en la cama, y a Donis, que quiere seguir durmiendo, pero también Juan viene descrito en varias ocasiones tratando de conciliar el sueño u observando a otros durmiendo, como se puede comprobar en múltiples instantes en la novela7. Justo antes de ser alcanzado por la muerte, en el antepenúltimo fragmento, Pedro Páramo deja de dormir también como si ya participara de ese mundo que no es infierno ni cielo, sino una pesadilla semiconsciente sin límites, un estado intermedio que comulga con los dos y que se escenifica eternamente para ser escuchado por Juan y ser descifrado por los lectores como una especie de nostalgia negativa: “No dormía. Se había olvidado del sueño y del tiempo: ‘Los viejos dormimos poco, casi nunca. A veces apenas si dormitamos; pero sin dejar de pensar. Eso es lo único que me queda por hacer’. Después añadió en voz alta: ‘No tarda ya. No tarda’” (172). El descanso de los muertos que no llegan a descansar en paz Véase por ejemplo: “luego se ha de haber dormido, porque cuando despertó solo se oía una llovizna callada” (77); “Dormí a pausas. […] Me enderecé de prisa […]. Al despertar […]” (93); “Entró y paseó sus ojos redondos por el cuarto. Tal vez hasta me vio. Tal vez creyó que yo dormía” (113); “Me senté en la cama apoyándome en aquel como adobe de la almohada. —¿No duerme usted? —me preguntó ella. —No tengo sueño. He dormido todo el día” (115); “Entonces me levanté. La mujer dormía” (117); “Él duerme. No lo despierten. No hagan ruido” (125). 7
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ya está prefigurado de esa manera en la falta de tranquilidad y reposo de los vivientes. También el borracho Gamaliel quiere seguir durmiendo sobre el mostrador, muy a pesar de Abundio, que también quiere olvidarse de sus penas con la ayuda del alcohol. Gamaliel “se enderezó de mal genio, dando gruñidos” y “se volvió a dormir todavía farfullando maldiciones” (173). Es en ese mismo penúltimo fragmento en donde Abundio le pide luego una ayuda a Damiana Cisneros para enterrar a su mujer. Damiana, en vez de actuar, se endurece y queda petrificada, rezando simplemente: “De las asechanzas del enemigo malo, líbranos, Señor” (175). Se queda de piedra y se refugia en la fe que no puede ayudarla en ese momento crítico. En cierto sentido, Dios le hace caso y la libra de su vida. Para esta lectura de símbolos recurrentes es también significativa la reacción de Pedro Páramo, quien, ante esa amenaza de un Abundio que ya no sabe lo que está haciendo a causa de querer olvidarse de sus penas lo más rápidamente posible, “se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera la luz” (175; énfasis mío). Pedro busca una vez más el reposo en vida sin encontrarlo sino en un anhelo que no le da tregua, es decir, en una ensoñación última de Susana San Juan, personaje que en el último fragmento se identifica con la luna: “Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. […] No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; […]. Susana, Susana San Juan” (177). Teniendo esto en cuenta, el nombre de la Media Luna, como lugar donde las esperanzas se quedan siempre a mitad del camino, podría tener uno de sus fundamentos en esa asociación, algo que se puede vincular también con esa otra descripción de una luna que emite una luz entristecedora y que se esconde pronto más allá de la vista: “El cielo estaba lleno de estrellas […]. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso. Estuvo un rato allí desfigurada, sin dar ninguna luz, y después fue a esconderse detrás de los cerros” (160). Es como si en Comala la vida misma estuviera suspendida y escondida detrás de una tristeza irremediable que Pedro, como cacique, infunde a la comarca a lo largo de su vida. Cuando Juan pregunta a la hermana de la pareja incestuosa cómo regresar de ese valle de lágrimas, ella responde que nunca sale, desviviéndose “por conocer aunque sea tantito de la vida” y entre varias opciones señala un camino que se ve desde la habitación de la casa mirando
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por “un hueco del tejado, allí donde el techo estaba roto”, es decir, indicando con el dedo hacia arriba, diciendo que no sabe “para dónde irá” (110). La sensación de incertidumbre sobre el camino hacia el cielo, que se transmite en esa indicación, se comprueba en el rechazo del obispo que no sabía perdonarles su estado de desgracia, haciendo de ellos ya parte de esa “gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo” (112). La contracara de esa religión represora es el anhelo desaforado de Pedro Páramo por Susana San Juan como objeto ya perdido y que ya no puede conseguir en vida: “Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, solo el tuyo, el deseo de ti” (139). Lo que es para los demás la esperanza negada del más allá que podría compensarles tantas amarguras de su vida es para Pedro Páramo la esperanza negada de alcanzar a Susana en el más acá. Las dos esperanzas cuestan caro, pero quizá sea de importancia señalar aquí que Pedro Páramo no forma parte del gentío de ánimas, sino que es más bien la causa de fondo. No sin razón, Abundio lo recuerda “como un rencor vivo”. Pero la esperanza negada a los vivientes en Comala no es sino una extensión del rencor que Pedro Páramo siente por la vida; es el apéndice y mero reflejo de su poder frustrado8. Los remordimientos del padre Rentería derivan de su consciencia de consentir el despotismo y de ser un pilar de ese régimen de injusticias patentes. La religión que representa se pervierte así más bien en una ideología que sirve para apuntalar el poder. Sería lo que Slavoj Žižek describe como “ideology ‘in-itself’: the immanent notion of ideology as a doctrine, a composite of ideas, beliefs, concepts, and so on, destined to convince us of its ‘truth’, yet actually serving some unavowed particular power interest” (Mapping Ideology 10). La esperanza de que las cosas cambien no existe como tal en Comala. Una esperanza precisa estar fundamentada en algo para distinguirse de una ilusión, que por esencia carece de fundamento: es como una semilla que necesita de un mínimo de tierra El propio Juan Rulfo, que dio su nombre tanto a Juan Preciado como a Susana San Juan, se pronunció de manera clara sobre esa relación entre el poder corrosivo que la ilusión por Susana ejerce sobre Pedro y el poder de Pedro Páramo sobre Comala: “La raíz de todo esto es la idealización que tiene él de una mujer, que piensa no la puede conseguir mientras no tenga posibilidades económicas y, también, el poder político de cacique de la región, de poder; piensa que con el poder, la riqueza, puede conseguir lo que quiere; entonces, primero trata de obtener el poder para después conseguir la mujer” (en González Boixo, “Aclaraciones” 249-50). 8
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fértil para seguir viva y no desperdiciarse, pero las tierras de Comala están todas emponzoñadas por ese deseo desaforado de lo imposible, por el afán de una dulzura que vuelve todo agrio. Dice el señor cura al padre Rentería: “Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso” (130). Y el padre Rentería contesta: Allá en Comala he intentado sembrar uvas. No se dan. Solo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces. […] Yo traje aquí algunas semillas. […] después pensé que hubiera sido mejor dejarlas allá donde maduraran, ya que aquí las traje a morir (130).
Todas las esperanzas vienen a morir a Comala. Comenta Juan Preciado a Dorotea: “Mi madre […] ni siquiera pudo venir a morir aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su lugar. Es curioso, Dorotea, cómo no alcancé a ver ni el cielo” (124). Con su poder espiritual y feudal, el padre Rentería y Pedro Páramo son constantes fuentes de amargura para los que dependen de ellos, porque echan Comala a perder con sus semillas de esterilidad espiritual y de violencia árida. Tratando de obtener su objeto fetiche, Susana (“con tal de volverte a ver”), el mandadero que funge de intermediario para invitar a su padre Bartolomé a vivir nuevamente en la Media Luna le trae a Pedro siempre la respuesta de que “no hay respuesta”, hasta que un día da con él en “el rincón donde se esconde don Bartolomé San Juan”, pero Bartolomé presiente correctamente que en Comala ellos tampoco tendrán “salvación ninguna” (140). Nadie de los que se han quedado en Comala la tiene. Francisco Satué escribió: Pedro Páramo se transforma poco a poco, en esa lucha contra el olvido que realiza uno de sus hijos al regresar a Comala, en la encarnación ultraterrena del sometimiento a una mezcolanza de superchería, religión, autoritarismo, pobreza e ignorancia. Una mezcolanza que no es accesible desde frías conjeturas culturales o sociológicas, sino desde la solidaridad con ese horror que se incrementa en la pasividad (65).
Aunque esa pasividad que hechiza a todos en Comala, incluyendo a Pedro Páramo hacia el fin de su vida, no sea accesible desde frías conjeturas culturales o sociológicas, es interesante ver cómo Rulfo se expresó en una entrevista con González Bermejo sobre el trasfondo de religiosidad retratado en su novela:
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El mexicano es una mezcla de español y de indígena. Un español quizás de Extremadura, por ahí de Castilla, que al alearse tomó costumbres españolas, pero bajo un sincretismo que incluía el paganismo, su superstición, su forma de pensar e imaginar las cosas. El mexicano, propiamente de la clase baja y hasta cierta clase media baja, es, por regla general, fanático religioso, y entonces, el culto a los muertos es algo común en él (465).
Ese deseo malsano por Susana San Juan para su redención personal, que toma a todos en Comala como rehenes de una ilusión imposible, es también un culto a la muerte en el sentido de que ella está en vida ya muerta para él y Susana le deniega así el camino hacia su salvación personal. La vinculación entre la idealización de Susana San Juan y la idealización del más allá traicionado por los detentores de la fe oficial forma la base del problema religioso en Pedro Páramo. Una vez que este vínculo esté firmemente establecido en la mente del lector al conjugar y desenmascarar las dos ilusiones como dos caras de la misma moneda, se deja descubrir en la relectura de la novela una ‘esperanza escondida’ en un mundo que ha dejado de existir para servir, sobre todo, de murmullo de escarmiento9. A la ilusión religiosa, a la ilusión de Juan por encontrar a su padre, y a la ilusión de Pedro por Susana, habrá que añadir una cuarta ilusión que sería la promesa de cambio encerrada en los vientos revolucionarios que soplaban en vida de Pedro Páramo y que, como buen cacique, sabía siempre alejar de sus tierras por su astucia10. Dorotea es precisamente libre por haberse deshecho de todas sus esperanzas al haberse despedido de su alma: “Cuando me senté a González Boixo escribe: “Sin embargo, la interpretación última de la novela de Rulfo no debe ser fatalista: los lectores conocemos las causas de la desdicha de Comala, las mismas por las que, irremediablemente, estaba destinado a su propia condenación” (“El factor religioso” 170). También López Parada al respecto: “[…] se trata de dar, de nuevo, lo difunto por difunto; se trata de reconocer el cadáver, de reconocer su condición de tal y reconocernos nosotros con él” (155). Sobre la esperanza en Pedro Páramo ver también Peña. 10 El propio Rulfo pareció ser muy pesimista con respecto a la esperanza de un cambio en el sistema político de México: “No creo que haya otra revolución. Ya la hubo y costó un millón de muertos […]. Entonces es muy difícil que haya otra rebelión, que se rebele el pueblo contra el sistema, ¿no? Además, tenemos un sistema tan característico, que es muy difícil destruirlo […]. Cada presidente trae otra forma de ver las cosas. Cada seis años nos surge una esperanza: a ver si las cosas cambian. Y así nos hemos pasado la vida” (Rulfo y Janney, Inframundo 475). 9
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morir, ella me rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: ‘Aquí se acaba el camino […]’” (125). Es así como ella puede decirle a Juan: “El Cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora” (124). El momento en que su alma sale por la boca de Dorotea está descrito en términos reminiscentes del primer fragmento en que se hace mención de Susana, divirtiéndose con un cometa que Pedro y ella dejan volar: “Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón” (125); “[…] se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento […] hasta que se rompía con un leve crujido […]” (74). En los dos momentos se rompe algo, pero son precisamente momentos totalmente opuestos en la cronología soterrada de la novela que desanda una evolución afectiva desde el cansancio absoluto a la hora de morir (de querer dejar atrás así con la vida también a las esperanzas que hacían de esa vida un lugar de cautiverio y encierro) hacia la creación de una idée fixe imposible de la infancia de Pedro, que se queda con él como si fuera fijada en piedra, inamovible, y que pone en marcha la miseria en Comala. La escena idílica del papalote se queda como marca indeleble en el recuerdo de Pedro y luego se vuelve manía, independientemente de la realidad. Ese recuerdo lo persigue durante el resto de su vida y lo propulsa hasta su muerte; para Dorotea el hilo roto es, al contrario, el momento en el que había dejado atrás los remordimientos de la vida, representados por el apóstrofe y la personificación de su alma: “He descansado del vicio de sus remordimientos” (124). Lo celestial, la esperanza escondida en el cometa en las nubes, se viene abajo en el momento en que el hilo de cáñamo se rompe, y así empieza el reino terrenal de Pedro Páramo para tener su término bajo la tierra en la tumba de Dorotea: “[…] allá arriba, el pájaro de papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor de la tierra” (74). A partir de ese momento la imagen de una felicidad pasajera se vuelve nostalgia y ensoñación maniática para toda la vida de Pedro y al final, en el último fragmento, hasta se pierde el calco de un sentimiento perdido largo rato atrás: “Quiso levantar su mano para aclarar la imagen; pero sus piernas la retuvieron como si fuera de piedra” (177). La imagen que Pedro había retenido de la joven Susana apenas evoluciona desde la escena del cometa hasta la de su desmoronamiento final, evidencian-
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do la fosilización de la vida en Comala que el jerarca, Pedro Páramo, irradia a todo el pueblo. Es decir, la imagen se había desprendido de la vida para volverse únicamente imagen, para estar desligada de la realidad para siempre, para estar ‘guardada en un lugar seguro’ sin conexión alguna con la Susana adulta. De tus “labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío. […] De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí mirándome con tus ojos de aguamarina” (74) pasamos a “tu boca abullonada, humedecida […]; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche” (177). La imagen de Susana tampoco necesita haber evolucionado en un tipo de recuerdo que fluye “sin límites en el tiempo” como había escrito Rulfo. Una vez roto el hilo de la vida para volverse ilusión eternamente, es como si el cometa se escondiera junto al recuerdo detrás de las nubes, para estar siempre fuera del alcance de todo afán terrenal. La escena misma no se detalla en ningún fragmento, sino que ya aparece representada como uno de esos pensamientos que le vienen a Pedro como ecos transfigurados e idealizados del pasado. Las primeras alusiones a Susana están precisamente en aquel fragmento en que Pedro ni siquiera puede (re)vivir plenamente la escena con Susana, sino que ya de muchacho vive la relación con Susana como un recuerdo que le aflige cuando está encerrado en el retrete, en ese excusado que se parece a un santuario que lo pone momentáneamente a salvo de la vida familiar y de las instancias de su madre de no pasar demasiado tiempo allí para no pecar: “—Si sigues allí va a salir una culebra y te va a morder. […] ¿Qué haces aquí? —Estoy pensando” (74). Partiendo de esa imagen de un hilo que se rompe, se puede entender mejor esa lluvia en el fragmento en el que los indios bajan de Apango, para ofrecer sus yerbas en el mercado y llevarse a cambio otros utensilios del pueblo, como un recuerdo de tiempos más fértiles: “Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia. […] La mujer les encargó un poco de hilo de remiendo y algo de azúcar […]” (142-43). Al oscurecer los indios levantan sus puestos y dejan Comala atrás para regresar a sus casas: “[…] enderezaron hacia Apango […]. ‘Ahí será otro día’, dijeron. Y por el camino iban contándose chistes y soltando la risa” (144). Esa imagen idílica de la vida contrasta fuertemente con la descripción del dormitorio oscuro de Susana San Juan, que viene a continuación en el mismo fragmento 42: “Las cortinas cerradas impedían el paso de la luz, así que en aquella oscuridad [Justina] solo veía las
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sombras, solo adivinaba. Supuso que Susana San Juan estaría dormida; ella deseaba que siempre estuviera dormida” (144). Pero Susana no está dormida sino desvelada y en su usual estado de insomnio, cuando lanza un grito que parece “ser un aullido humano; pero no parece ser de ningún ser humano” y que podría ser de otro mundo, dado que ella no recuerda haber echado ningún grito. Aun así, la lluvia sigue cayendo, amortiguando los ruidos, “granizando sus gotas, hilvanando el hilo de la vida” (144). Dos fragmentos más adelante se narra en retrospectiva una escena enigmática de la infancia de Susana que se presta también a una lectura simbólica a través de sus imágenes. Susana está colgada de una soga “que le lastimaba la cintura, que le sangraba sus manos; pero que no quería soltar: era como el único hilo que la sostenía al mundo de afuera” (147). Colgada, ella no ve nada y se lo dice varias veces a su padre, pero él insiste: “—Baja más abajo, Susana, y encontrarás lo que te digo”. Ella no encuentra ningún punto de apoyo “con sus pies bamboleando en el ‘no encuentro dónde poner los pies’” y se topa con una calavera, pero no encuentra nada del oro que su padre está buscando allí en su ciego afán de lucro (147). En el fragmento anterior que vincula y se hace eco en este fragmento de la ilusión por las riquezas terrenales, Justina le había anunciado a Susana la muerte de Bartolomé. Susana identifica de esta manera con el espíritu de su padre al gato que le había estorbado su reposo: “Entonces era él —y sonrió—. Viniste a despedirte de mí —dijo, y sonrió” (146). En el fragmento siguiente, que nos concierne aquí, se alude posiblemente al hecho de que su padre hubiese matado a su madre por dinero: “Entonces ella no supo de ella, sino muchos días después entre el hielo, entre las miradas llenas de hielo de su padre. Por eso reía ahora. —Supe que eras tú, Bartolomé” (148). Esa fiebre de oro de Bartolomé, por las ruedas “redondas de oro” (147), podría haber traumatizado a Susana tanto que las riquezas acumuladas por Pedro Páramo, irónicamente, ya no la alcanzan. La muerte de su padre Bartolomé es así recibida con indiferencia por Susana y hasta con alegría, hecho que recuerda fuertemente a la reacción de Pedro Páramo al ser notificado de la muerte de su padre: “—Han matado a tu padre. —¿Y a ti quién te mató, madre?” (86)11. Al Inquirido sobre este detalle, Rulfo contestó: “—Ah, sí, cuando dice que han matado a su padre es un muchacho, pero cuando dice ‘¿y a ti quién te mató, madre?’ ya es grande. Falta interlinear eso, lo pusieron junto, es un pensamiento que le viene” (González Boixo, “Aclaraciones” 248). 11
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enterarse de esos muertos, Pedro Páramo y Susana San Juan ya parecen estar ellos mismos muertos, a juzgar por la frialdad de sus reacciones. La trayectoria de la travesía hace a Juan Preciado volver sobre los pasos de esos muertos paradigmáticos al ser él también notificado de la muerte de su padre, Pedro, y morir por ello en el proceso. Recorre el camino inverso que acaba en la fuente de la muerte donde los vivos ya habían sido muertos en vida para escarmiento de Juan y todos los que saben escuchar la tragedia del pasado. Si Pedro Páramo y Susana San Juan ya están muertos en vida, juzgando por las reacciones a la notificación de la muerte de sus respectivos padres, Juan acaba por morir al enterarse de la muerte del suyo, hecho que le roba su última ilusión y rompe, de esta suerte, su hilo con la vida. El poder que Bartolomé tenía sobre Susana está suplantado por Pedro Páramo, pero su ilusión por ella fracasa a causa de otra ilusión de tiempos más felices, a saber, su enamoramiento hacia Florencio. Hemos visto que el poder de Bartolomé sobre Susana, del padre Rentería sobre sus fieles y, sobre todo, el poder de Pedro Páramo sobre sus tierras están en declive y en decaimiento. Reside allí precisamente la única esperanza que nos ofrece la novela: ser un recuerdo de un mundo esencialmente muerto. El momento clave para la pérdida del poder de Pedro Páramo no es la llegada de revolucionarios ni su muerte a mano de Abundio, sino la alegría que invade desde fuera a Comala cuando las campanas repican por la muerte de Susana. Es en esos días en que la alegría rebrota por última vez cuando Pedro pierde finalmente toda esperanza e ilusión. El pueblo se llena de gente y los pueblerinos pierden de manera natural el respeto por Pedro Páramo: Se acercaban primero como si fueran mirones, y al rato ya se habían avecindado, de manera que hasta hubo serenatas. Y así poco a poco la cosa se convirtió en fiesta. Comala hormigueó de gente, de jolgorio y de ruidos, igual que en los días de la función en que costaba trabajo dar un paso por el pueblo (171).
No es una revolución ni una sublevación, sino un acto voluntario y espontáneo de darle otro significado a un signo religioso. El repique de las campanas, en vez de suscitar respeto y representar otra veneración a una religión muerta (Susana), le da nueva vida, por unos pocos días, a un pueblo moribundo. Žižek escribió en otro contexto:
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[…] a tyrant becomes a tyrant […] because people treat him as a tyrant and fear him. Which is why these magical moments always fascinate me. Even if a leader still nominally holds power, all of a sudden people know that the game is over and don’t take it seriously and lose respect, and then a mysterious rupture takes place (Demanding the Impossible 118).
Precisamente esto, una ruptura misteriosa, el comienzo de una esperanza nueva, es lo que acontece en Comala ya antes de la muerte definitiva de Pedro Páramo. Aun si la gente no derriba el poder de Pedro Páramo, lo desacata por primera vez de manera abierta. Aunque Rulfo no quiso ver en Pedro Páramo el retrato de una mentalidad indígena12, muchos han querido reconocer en su novela un substrato alusivo al culto a la muerte, idea que también dio origen a esas palabras que Fernando Benítez dirigió al autor: Si tú me dejas un hilo colgante, yo lo tomo y el hilo me conduce al inframundo de los indios. Si todo principio ya contiene su fin, para los aztecas todo fin, es decir, toda muerte, ya contiene la resurrección y la vida. En esta eterna alternancia el indio carga el énfasis en la muerte, la quiebra con la idea obsesiva de la muerte. Ellos rompen el ciclo con la idea de la muerte. Creo que tú has recreado el mundo de los muertos. En Comala, las palabras de los muertos nos devuelven su vida, la vida que podrían contar todos los muertos (Rulfo y Janney, Inframundo 7).
Rulfo no mordió el anzuelo y desestimó en otra entrevista la posibilidad de que la lluvia que Juan Preciado y Dorotea escuchan, desde su tumba, pueda interpretarse como un final optimista de la novela: […] La lluvia está regenerando una tierra, pero ahora que ya no la necesitan está volviendo otra vez a ser productiva, ya cuando no tiene remedio; ese pesimismo que existe de que cuando suceden cosas que no suceden en el tiempo justo, suceden cuando ya no hay ninguna esperanza, ya sin remedio (en González Boixo, “Aclaraciones” 251).
Responde Rulfo: “—¿Existe en la novela algún fondo ideológico precortesiano, de mentalidad indígena? —No, la mentalidad india es muy difícil, es una mentalidad totalmente ajena” (en González Boixo, “Aclaraciones” 250). 12
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Para Comala, ciertamente ya no hay esperanza: regresar a ese mundo significa morir como Juan Preciado, pero los murmullos que escuchamos a través de su experiencia del más allá siguen vivos como advertencia y allí reside, precisamente, la esperanza escondida. Hemos visto que la experiencia del más allá se pone en escena sobre todo para revelar la historia de un más acá vetusto, que puede servir de ejemplo de la pérdida de todas las ilusiones al poner fin a cualquier trascendencia de ultratumba. La falta de esperanza no tiene necesariamente que significar desesperación: aquí lo contrario de esperanza es un desencanto, una desilusión y un desengaño profundo respecto al pasado y a la vida. La soteriología (la doctrina referente a la salvación) de esta novela de Rulfo consistiría, así, en la ejemplaridad de una trascendencia negada que previene, más que nada, contra las nostalgias corrosivas. No es fácil cobrárselo caro al pasado. Si ya no para Rulfo, para sus lectores sí hay un destello de esperanza escondido en las páginas de Pedro Páramo, esto es, que ese mundo descrito no vuelva más. Habrá que sustituir las pesadillas que las falsas creencias engendran por sueños mejores. Para entender mejor ese pesimismo de Rulfo (y no adentrarnos en su infancia de huérfano, llena de muertes violentas y tristezas) solo hay que mirar lo que Rulfo escribió sobre Faulkner en The News Weekly apenas unos meses antes de la publicación de Pedro Páramo. Según el texto reeditado por Zepeda, lo que Rulfo apuntó sobre Faulkner parece evocar también cualidades de su propia escritura, a modo de poética. En realidad, no sorprende que un autor elogie en otro, por él admirado, cualidades que luego la crítica encuentra en la escritura del primero: […] Faulkner uses realism as a missile, as an aimed arrow, and not photographically but with imaginative effect which though less than real is more authentic than reality itself. In all his works evil is equivalent to sin; but raised to a mystic sense which states that we are all evil and would wallow in evil without comfort or redemption if it were not for the hope of another life. Even though, for Faulkner, there exists only this life in which we live. […] His world of magic and obsession frees us from reality. It imposes its own terrifying presence which his poetic conscience transforms into a way of hope. The hope that man, by becoming aware of his own evil in order to avoid it, may finally know himself (Zepeda 312-13).
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Asimismo, la consciencia encerrada en las páginas de Pedro Páramo debería transformar nuevamente la tristeza en esperanza para que la duermevela que suscita los malos sueños pueda parar y sus almas puedan descansar y encontrar reposo. Como hemos visto, la religión en Comala no (re-)liga tanto a los creyentes con Dios como los amarra a la tierra. No les permite conciliar el sueño y encontrar la paz ni en la vida ni después de la muerte. La duermevela que padecen es un sueño fatigoso que perturba el sueño reparador y nos mantiene en vela al crear fantasmas de ilusiones monstruosas que enseñan horrores. Hay que hacerle caso a Dorotea cuando invita a Juan a pensar en cosas agradables —a despecho de su muerte o precisamente por vivir la enseñanza de la muerte, lo mismo da—. Para no perder el hilo de la vida, cierro aquí, por tanto, con las palabras con que Rulfo culminó también una conversación recogida por Fernando Benítez: “—Es hora de tratar de dormir. ¿Sabes? A veces amanezco queriendo no despertar” (Rulfo y Janney, Inframundo 9).
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“Quisiera ser zopilote para volar…”: Ícaros encadenados en el subsuelo de Comala1 José Manuel Pedrosa Universidad de Alcalá
“¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?”. “Comala, señor”.
El espacio por el que deambulan los fantasmas de la Comala de Pedro Páramo es el del subsuelo; es decir, el plano que se halla por debajo de la tierra de los vivos y encima del techo del infierno. En un trabajo de hace algunos años escribí algo que podría ser aplicable a las criaturas de Juan Rulfo: Ningún humano, ni siquiera el más hábil de los tricksters o el más eficiente de los héroes, es capaz de habitar indefinidamente el espacio que media entre el cielo y la tierra, o entre la tierra y el infierno. Para habitar tales espacios de manera permanente hace falta no ya ser un dios (ya que los dioses tienen su sede perfectamente fijada o bien en el cielo o bien en el infierno), sino ser, más bien, un ente híbrido, ambiguo, fronterizo: por ejemplo, un genio o un demonio de los aires (el Eolo de los griegos; el Huracán de las mitologías caribeñas; el Nubero o demonio de la tempestad de la mitología hispánica), o bien un genio o un demonio del interior de la tierra (los Cíclopes herreros del ultramundo griego; los Nibelungos germánicos del subsuelo; los enanos de las profundidades en innumerables culturas; los dragones de las cuevas).
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Agradezco a José Luis Garrosa las indicaciones que han servido para mejorar este artículo.
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Seres no humanos, o no del todo humanos, marcados por su carácter mixto, monstruoso, liminal, como corresponde a los espacios fronterizos, mixtos, liminales, que solo ellos pueblan (Pedrosa, “Superos”)2. Los fantasmas que pueblan Comala y sus aledaños se arrastran, obviamente, por el más inferior de tales intersticios, el que se abre entre la tierra y el infierno. Criaturas vagas, aturdidas, degradadas a rumor, sombra y recuerdo, y que solo se nos muestran en los márgenes de ese espacio en la primera escena de la novela, cuando, en el mundo de arriba todavía, Juan Preciado cierra los ojos de su madre Dolores Preciado, que se muere para siempre; y en la última, cuando Pedro Páramo se muere también del todo, abandona el mundo de los espectros y desciende a la clasificación de escoria del infierno: “dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras” (178). Las muertes que se suceden entre ese principio y ese final no son tan poderosas ni tan irrevocables como la que fulmina a Pedro Páramo. Acaso porque, siendo él el dueño de todo, su muerte tenía que ser también la más grave y sin esperanza. El hecho de que, en los pliegues interiores de la novela, algunas sombras desconcertadas no dejen de intentar manifestarse en el mundo de los menos muertos, de que el comercio con el clero sirva para comprar salvoconductos de ascenso desde el Purgatorio a no se sabe dónde, de que nunca deje de haber algún fantasma que se acuerde o se apiade de los fantasmas de antes, priva a las muertes de los demás del privilegio de lo irremisible. El acabamiento de Pedro Páramo en las líneas últimas de su novela no tiene vuelta atrás y, para que no quede duda, el libro se cierra con un silencio tan abrupto como el que, en la clausura de la Eneida (XII: 951-952), abstrajo a Turno en el reino de los muertos: “a aquel, por su parte, se le sueltan de frío los miembros / y la vida con gemido huye dolida sombras abajo” (IV, 194); o como aquel en que se sumió el último Aureliano —tras dolerse de la muerte de su hijo, igual que Pedro Páramo se había dolido de la muerte del suyo— en el día postrero de Macondo, “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra” (548). En otro artículo (Pedrosa, “Rosso”) desarrollé, al hilo del niño minero Rosso Malpelo, el célebre personaje creado por Giovanni Verga, otra indagación acerca de la mina subterránea, localizada entre la tierra y el infierno, como espacio mitológico. No dejan de ser reveladoras las analogías que hay, en ciertos aspectos, entre la mina en la que vivió brevemente y murió Rosso Malpelo antes de convertirse en fantasma, y la Comala poblada por espectros de Juan Rulfo. 2
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Al cabo de aquellas tres muertes sin esperanzas de retorno, o sin segunda oportunidad —las de Turno, Pedro, Aureliano—, que dejaron a sus libros respectivos colgando sobre la nada, y a sus lectores heridos de ausencia, no hacía falta ninguna palabra más. El lenguaje es un accidente del ser y no puede penetrar en el lado definitivo de la muerte. Sería, de hecho, muy difícil hacerse a la idea de que al Pedro Páramo deshecho en tierra se le pudiese ofrecer alguna prórroga, alguna ilusión de trascendencia. Si los albaceas y los epitafios sobrevivieron a Hamlet —quien delegó el relato de su sacrificio en Horacio—, a don Quijote —quien prodigó palinodias, consejos y testamentos, para hacerse recordar, en su lecho de muerte—, o al capitán Achab —cuya obsesión fue narrada al mundo por Ismael—, detrás de la feroz omnipotencia de Pedro Páramo no podía venir sino el resentimiento, cuya arma más eficaz no es la violencia, sino el silencio. Ningún funeral ni ningún lenguaje póstumo hubieran podido revocar la intransigencia de aquel “golpe seco contra la tierra” ni el desmoronamiento irresoluble de aquel “montón de piedras”. Los adioses de los demás personajes de su novela, perdidos entre los sueños y las sombras de las páginas mucho más volubles del interior, no queda tan claro que fueran definitivos, porque a todas las demás vidas les precedió el agüero o les siguió la sombra, el rumor o la piedad. Particularmente premonitoria de las que después vendrían es la catábasis desconsiderada a la que su padre, codicioso de un tesoro, sometió a la todavía niña Susana San Juan: —Baja, Susana, y dime lo que ves. Estaba colgada de aquella soga que le lastimaba la cintura, que le sangraba sus manos; pero que no quería soltar: era como el único hilo que la sostenía al mundo de afuera. —No veo nada, papá. —Busca bien, Susana. Haz por encontrar algo. Y la alumbró con su lámpara. —No veo nada, papá. —Te bajaré más. Avísame cuando estés en el suelo. Había entrado por un pequeño agujero abierto entre las tablas (147).
Feroz relación de padres e hijos, prematura obligación, sin respetar ni la salvedad de la niñez, de ser fantasma en el subsuelo.
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La caída de Miguel Páramo Particularmente confusa y perturbadora —porque había sido anunciada antes y porque hubo resistencia a aceptarla después— fue la muerte del joven Miguel Páramo, el hijo jovencísimo del jefe, cuando intentó asaltar los aires a lomos de su caballo y se precipitó contra la tierra funesta: —No. Loco no, Miguel. Debes estar muerto. Acuérdate que te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día. Acuérdate, Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer locuras y eso ya es otra cosa. —Solo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre. Hice que el Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después seguí corriendo; pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo (84).
En la muerte fortuita —por más que anunciada— y a medias de Miguel Páramo está cifrada una de las escenas más complejas de la novela. Aquella que nos desvela al hijo de Pedro Páramo como un Ícaro roto que quiso ascender y asaltar los cielos a lomos de su caballo, y que se encontró con que el destino lo estrellaba contra la tierra. Miguel Páramo, al igual que el Ícaro de mitos inmemoriales, había sido advertido contra la arrogancia y la imprevisión del querer transgredir las fronteras del mundo, del osar escapar de la protección del padre, del pretender subir inmoderadamente. El estrellamiento contra el suelo fue la pena que ambos, Ícaro y Miguel, compartieron. Esa misma escena de la novela de Juan Rulfo identifica, de paso, al padre como un Dédalo que intentó moldear la arquitectura de su mundo a su antojo, y que sufrió el desconsuelo de la pérdida del hijo antes de que el mundo le borrara a él también de su faz. Tan compleja es y tantas resonancias mitológicas tiene la escena de la precipitación de Miguel Páramo, que al parangón con Ícaro podrían sumarse muchos más: se trata, en realidad, de un avatar del mito del joven héroe muerto cuando, orgulloso y trágico, marcha a lomos de su cabalgadura. El mito de signo opuesto sería, dicho sea de paso, el del joven héroe épico, del tipo de Belerofonte, Alejandro Magno o Harry Potter, capaz de domar y de controlar prodigiosamente su montura. Precisaré de otro artículo para poder apurar algunos más de sus paralelismos y significados.
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Pero adelantaré, ahora, que uno de los parientes más preclaros de este Miguel Páramo es el hijo del rey Alcaraz que, salido apenas de la niñez, montó temerariamente sobre un caballo que le llevó a morir no una —como le sucedió a Miguel Páramo— sino cinco veces, en las estrofas 128-141 del Libro de buen amor de Juan Ruiz. Los presagios funestos que al final triunfarían sobre la vida del desdichado joven de Juan Rulfo (“te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día”) operaron con la misma brutalidad con que se cumplieron los pronósticos (formulados por cinco adivinos) que conspiraron contra la vida del joven príncipe de Juan Ruiz. Y el dolor y la ira que sintió Pedro Páramo cuando le dieron a conocer la muerte de su hijo no distan mucho del dolor y la ira que, en circunstancias análogas, embargaron al rey Alcaraz. La venalidad de lo casual —o la tiranía del destino, que se complace en abatir a veces al arrogante— ha nutrido muchos avatares más de este esquema de tragedia. Aunque no dispongamos aquí de espacio para seguir hurgando en él, no podemos dejar de recordar al rey Felipe Capeto de Francia, cuya muerte a los quince años de edad, el 13 de octubre de 1131, al caer de su caballo porque un cerdo se metió entre sus patas mientras atravesaba las calles de París, quedó revestida de un dispositivo simbólico y narrativo cuasi mitológico (Pastoreau). Tras él quedaron los llantos y la ira de otro padre tan desconsolado como Dédalo o Pedro Páramo: su progenitor Luis VI, con el que Felipe compartía el trono. El cielo del ayer, el subsuelo del hoy En Comala la obligación era desplazarse en horizontal, a pie o a caballo, reptando por las estancias de las casas oscuras, las calles ruinosas, los descampados por los que se arrastraban los ecos: “si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle…” (111). Las ánimas que, por lo que sabemos, están hechas para escapar ligeras hacia el cielo o para bajar pesadamente al infierno, se quedaban quietas, pegadizas, incapaces de desprenderse del cepo aplastante de Comala. Doblegadas a la topografía igual y yerma del Páramo que, no por casualidad, llevaba el señor de todo aquello grabado en su apellido. O condenadas, cuando se salían de esa horizontalidad, a la única verticalidad admisible en Comala, que era la del ir hacia abajo:
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Fuimos a enterrarla con aquellos hombres alquilados, sudando por un peso ajeno, extraños a cualquier pena. Cerraron la sepultura con arena mojada; bajaron el cajón despacio, con la paciencia de su oficio, bajo el aire que les refrescaba su esfuerzo (178).
Aquellos tiempos dorados en que a los niños Susana San Juan y Pedro Páramo les era permitido mirar hacia arriba y elevar sus cometas —y sus corazones todavía inocentes— al cielo quedaron tan borrosos que quién sabía si no habrían sido un sueño más: Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. “Ayúdame, Susana”. Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. “Suelta más hilo”. El aire nos hacía reír; juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría entre los dedos detrás del viento, hasta que se rompía con un leve crujido como si hubiera sido trozado por las alas de algún pájaro. Y allá arriba, el pájaro de papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor de la tierra (74).
Sí, es posible que antes hubiera habido un invierno que no abrasase, un pasado feliz, una vida capaz de llenar de promesas el espacio que separa la tierra del cielo: El viento bajaba de las montañas en las mañanas de febrero. Y las nubes se quedaban allá arriba en espera de que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento haciendo círculos sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las ramas de los naranjos. Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época. En febrero, cuando las mañanas estaban Ilenas de viento, de gorriones y de luz azul. Me acuerdo (133).
Fuera de aquellos pretéritos y cada vez más confusos sueños ascensionales, en la geografía que fue progresiva y cruelmente cayendo bajo la sombra
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de Pedro Páramo todo se hizo vagar en horizontal o caer hacia abajo. El querer subir no sabía separarse del tener que bajar: Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias. El camino subía y bajaba: “Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja” (178). “… Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos” (80). Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros (66). —¿Adonde va usted? —le pregunté. —Voy para abajo, señor. —¿Conoce un lugar llamado Comala? —Para allá mismo voy (67). Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire (67). Los burros iban mucho más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada (68). Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma (74). El cielo era todavía azul. Había pocas nubes. El aire soplaba allá arriba, aunque aquí abajo se convertía en calor (101).
“Quisiera ser zopilote para volar adonde vive mi hermana” Los cielos que abrasan y aplastan Comala, que tienen humillados y no dejan de presionar hacia el fondo a sus moradores, se enconan en otra de las escenas clave de la novela, aquella en la que Pedro Páramo despide cínicamente a la esposa a la que nunca había amado y con la que se había casado solo por interés económico: Entonces comenzó a suspirar. —¿Por qué suspira usted, Doloritas?
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Yo los había acompañado esa tarde. Estábamos en mitad del campo mirando pasar las parvadas de los tordos. Un zopilote solitario se mecía en el cielo. —¿Por qué suspira usted, Doloritas? —Quisiera ser zopilote para volar adonde vive mi hermana. —No faltaba más, doña Doloritas. Ahora mismo irá usted a ver a su hermana. Regresemos. Que le preparen sus maletas. No faltaba más. Y tu madre se fue: —Hasta luego, don Pedro. —¡Adiós!, Doloritas (81).
Doloritas Preciado —lo doloroso y lo preciado del nombre eran señales del destino aciago y del interés que guió a Pedro a hacerla su esposa—, la madre de Juan Preciado, aquella que algún día, en su lecho de muerte, haría a su hijo el encargo de que marchase a Comala a conocer a su padre. Otra criatura desgarrada, que sueña con elevarse por el cielo, pero que es humillantemente despachada por el ras de la tierra. Un irse que, después de que Pedro Páramo la despidiese, logra al menos no degradarse en directo bajar, pero que solo gana un plazo de gracia a la muerte. Tan densa y opresiva es la trama de esta escena —con su zopilote mitológico, premonitorio y funesto, que tantos parangones reclama— que su comentario exhaustivo debe quedar también aplazado para algún trabajo futuro. Buena parte del espacio de que todavía disponemos va a ser colmado por un ramillete de canciones folclóricas que han sido registradas en los rincones más diversos de la geografía mexicana y panhispánica, y que algo podrán revelarnos, más adelante, acerca de la técnica compositiva de Juan Rulfo. Nos detendremos ahora, muy someramente, en aquellas que, aunque coinciden en el tono con las penas de Doloritas, se quedan todavía en el limbo de la analogía más o menos casual: Cantando paso los días, cantando sé suspirar, cantando mi triste vida quisiera al cielo volar. (Carrizo, Cancionero popular de Salta 203).
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Dichoso si yo cogiera un caballito de viento para ponerlo esta noche donde está mi pensamiento.
(Poesía popular… II, 28). Quisiera verme solito, como el águila real, sin tener de qué quejarme, porque me han pagado mal. (Carrizo, Cancionero popular de Salta 396).
Pájaro carpintero, enséñame a volar, que yo volar no puedo, subir al sielo donde mi amor está. (Jiménez Urbano 47).
En la voz que expresa la aspiración de convertirse en ave para poder abandonar el lugar en el que se pasan penas y marchar hacia horizontes y compañías más amables está cifrado un símbolo literario —poético y narrativo— de los más arraigados en un sinnúmero de tradiciones literarias3. Tan profusos son sus paralelos que voy a tener que limitarme, en este trabajo, a reproducir una muestra muy acotada, ceñida a canciones que han sido registradas en México y en rincones muy diversos del mundo hispánico y que, puestas al lado del “quisiera ser zopilote para volar adonde vive mi hermana” de la infeliz Dolores Preciado, se nos revelan no solo como partícipes de la misma sustancia simbólica, sino como parientes emanadas de la misma matriz formulística.
No existe, por desgracia, ninguna monografía general que dé cuenta de la presencia de los pájaros en la lírica oral y en la literatura popular de México y del mundo hispánico. Para el caso de México hay dos monografías importantes (Frenk; Cuéllar). Yo también he estudiado el folclore y el simbolismo de los pájaros en unos cuantos trabajos. Véanse Pedrosa, “Los augurios del cuco”, “Las grullas”, “El cuento ndowe”, “Paremias”, “Que ni poso en ramo verde” y “Gavilán”. 3
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La primera que quiero convocar es la inolvidable cueca chilena que cantaba, llenándola de tristeza casi rulfiana, la gran Violeta Parra:
Quisiera ser palomita, la vida, para volar por los aires, la vida, para volar por los aires, llorar mi pena solita, la vida, no darle quehacer a naide, la vida, quisiera ser palomita.
Estas otras canciones, más cercanas ya al cliché formulístico (“quisiera ser…”) de las palabras de Doloritas, siguen atravesadas de dolorida nostalgia:
Quisiera ser cual las aves: de un solo vuelo cruzar los valles y las montañas y a mis querencias llegar. (CFM, núm. 2.247).
Quisiera ser como el ave, volar con el pensamiento, pa llegar hasta tus brazos y calmar mi sufrimiento.
(CFM, núm. 796).
Quisiera subir al cielo, hasta las Siete Cabrillas, para divisar mi tierra, Pinotepa y sus orillas. (CFM, núm. 7117).
Quisiera subir al aire, cantar con elevación, pueda ser que así tuviera, alivio mi corazón.
(Carrizo, Cancionero popular de Salta 394).
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En las demás versiones que vamos a conocer hay muchas más esperanzas y alegrías que nostalgias y desengaños: Serie “Quisiera ser…”.
(CFM, 818).
Quisiera ser pajarillo para volar más derecho, a juntar polvo de azahares y hacer mi nido en tu pecho. (CFM, 784).
Quisiera ser pajarito y cantar en tu ventana, para verte dormida y acostadita en tu cama. (CFM, 792).
Quisiera ser pajarito solamente para volar, y sentarme en los caminos solo por verte pasar. (Poesía popular II, 28).
Quisiera ser pajarito para volar y ir volando a posarme en la besana donde mi amor está arando. (Domínguez Moreno 25).
Quisiera ser pajarito para estar acurrucado, besarte ese lunarcito, ese que tienes pintado.
Quisiera ser pajarito y colar por tu ventana, por ver el dormir que tienes a las tres de la mañana. (Álvarez Curiel 120).
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(Álvarez Curiel 174).
Quisiera ser pajarito y tener un dulce encanto para venirte a cantar para el día de tu santo. (Draghi Lucero 279).
Quisiera ser pajarillo y tener tu dulce canto para venirte a cantar las vísperas de tu santo. (Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 557a).
Quisiera ser pajarillo, quisiera vivir volando, para asentarme en tu pecho y dejar de andar llorando. (Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 707).
Quisiera ser pajarico, tener alas y volar, pa posarme en tu pechico, y con las alas tapar lo que tapa el pañolico. (Sevilla, núm. 596).
Quisiera ser pajarito y volar por su elemento, y pararme en tu sentío por ver si tu pensamiento se igualaba con el mío.
Quisiera ser pajarito para entrar por tu ventana y decirte muy quedito que tienes cara de rana. (CFM, núm. 5185).
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(Alcalá Ortiz III, núm. 2497).
Quisiera ser palomita y pasar por tu ventana pa’ darte los buenos días a ti solita en la cama. (Bravo 43).
Quisiera ser palomita y posar en tu tejado, entrar en tu habitación a ver qué estabas pensando. (Gomarín Guirado, núm. 106).
Quisiera ser palomita para irme muy legano [sic]; quisiera ser lucerito para tener un firmamento. (Rivera Andía y Dávila Frank 163).
Quisiera ser guacamaya, pero de las amarillas, para llevarte a pasear allá por La Mixtequilla, y poderte saborear como pan con mantequilla. (García León y Rumazo 81).
Quisiera ser paloma para volar y volar y ver vistiéndote a ti el traje de militar.
Quisiera ser guacamaya, pero de las amarillas, para que así fueras tú al pueblo de la Mixtequilla. (CFM, núm. 805).
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Quisiera ser guacamaya, pero de las amarillas, para sacarte a pasear con toda la palomilla, y el lunes a trabajar y en la ciudad de Palmilla.
(CFM, núm. 806).
Quisiera ser guacamaya, pero de las más azules, para pasearme contigo sábado, domingo y lunes.
(CFM, núm. 804a).
Quisiera ser guacamaya, pero de las más azules, para pasearte en Celaya sábado, domingo y lunes, cuando conmigo te vayas.
(CFM, núm. 804b).
Quisiera ser guacamaya, pero de las verdes, verdes, para sacarte a pasear sábado, domingo y viernes, y lunes pa trabajar.
(CFM, núm. 807).
Quisiera ser gorrioncito y pararme en el naranjo, para poderme llevar a esa del vestido blanco.
(CFM, núm. 2243).
Quisiera ser gorrioncito y pararme en la cerquita, para poderme llevar a Lupe, la chaparrita.
(CFM, núm. 2244).
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Quisiera ser gorrioncito y pararme en un pirul, para poderme llevar a esa del vestido azul.
(CFM, núm. 2245).
—Quisiera ser pavo real pa tener plumas bonitas. Le respondió el cardenal: —Yo las tengo más bonitas, yo también pa namorar no más abro mis alitas.
(CFM, núm. 6140).
Quisiera ser ruiseñor, y tener un dulce trino, para cantarte tu amor, cuando formemos el nido.
(Carrizo, Cancionero popular de Salta 441).
Quisiera ser ruiseñor y hacer un nido en tu pecho para gozar tus caricias y respirar con tu aliento. (Álvarez Curiel 94).
Quisiera ser ruiseñor para hacer nido en tu pecho; vivir de tus caricias y suspirar con tu aliento. (Patiño, núm. 944).
Quisiera ser ruiseñor que deshila en tu ventana la música más galana de sus ensueños de amor.
(Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 710).
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Quisiera cer ruiceñor y acer el nido en tu pecho para gosar tus caricias y respirar con tu aliento. (Álvarez Curiel 226).
Quisiera ser picaflor y que tú fueras clavel para sorberte la miel de capullo de tu boca.
(Poesía popular II, 262).
Quisiera ser picaflor con alitas de algodón, para juntarme a tu pecho cerca tu fiel corazón.
(Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II,núm. 709).
Quisiera, mi dulce dueña, ser águila en el volar para irte a ver de un vuelo y volverme a mi lugar. (Draghi Lucero 107).
Quisiera ser un halcón para remontar el vuelo, y en el jardín de tu cielo sepultar mi corazón.
(Poesía popular II, 27).
Quisiera ser periquito para volar en el aire y allí decirte secretos sin que los oyera nadie.
(CFM, núm. 785).
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Quisiera ser golondrina, pero no de las azules, para darte serenata sábado, domingo y lunes. (Román Alvarado 131).
Quisiera ser patillito, chiquitito y nadador, para alcanzar la barquilla donde navega mi amor.
(Poesía popular II, 28).
Quisiera ser un patito, chiquitito y nadador, para dentrar en tu pecho, nadar en tu corazón.
(Carrizo, Cancionero popular de Salta 354).
Quisiera ser una garza morena, para estarte mirando en una redoma de oro. (Avitia Hernández 537).
Quisiera ser mariposa de esas que vuelan derecho, para sentarme en tu pecho y decirte varias cosas.
(Poesía popular II, 21 y 25).
Quisiera ser mariposa para gloriarte la vela; y aunque me queme las alas yo ni de ser tu centinela. (Draghi Lucero 294).
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Quisiera ser mariposa que vuela de rosa en rosa, para asentarme en tu pecho y decirte varias cosas.
(Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 706). Quisiera ser pensamiento para estar dentro de ti, para saber lo que piensas y si te acuerdas de mí. (Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 708). Quisiera ser como el gallo para no tener parientes y saltar de patio en patio con gallinas diferentes. (Bravo 121).
Quisiera ser como el viento y por el mundo volar, para meterme en tus labios y no salirme jamás. (Morote Magán 39 y 163).
Quisiera ser un mosquito, un mosquito retozón, y darle un piquetito en medio del corazón.
(CFM, núm. 12).
¡Quisiera ser mosquitiquio y entrar en tu habitación, y pegarte un picaciquio ande tengo la intinción!
(Sevilla, núm. 1651).
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Serie “Yo quisiera ser…”.
(Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 2394).
Yo quisiera ser perdiz y haber caído de un nido, y que me pusieras tú las miguitas en el pico. (Pedrosa, Cancionero 84).
Yo quisiera ser paloma, paloma de buen volar, para andar de tierra en tierra, y llegar donde ella está. (Carrizo, Cancionero popular de Salta 444).
Yo quisiera ser el quinde, de ‘se quinde volador, para sacar a mi negra de la cama al corredor. (Poesía popular II, 51).
Yo quisiera ser halcón que alza a l’urpila del suelo, para traerla a mi casa a la vidita de un vuelo.
Yo quisiera ser gorrión y haber caído de un nido, y que me pusieras tú miguitas en el piquito. (Jiménez de Aragón 96).
Yo quisiera ser guacamaya, pero ni roja ni blanca, ……………………. ya cerca de Salamanca.
(CFM, núm. 808).
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Serie “X yo quisiera ser”.
Ave yo quisiera ser para el espacio cruzar, en busca de tus suspiros y saber por dónde van. (Alonso Cortés, núm. 277).
Paloma quisiera ser, paloma del palomar, para dentrar a tu pecho y no volver a volar. (Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 640).
Paloma quisiera ser, palomita de algodón, para llegar a tu pecho, dueña de mi corazón.
(Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 641).
Paloma quisiera ser y que me cace el halcón, que me derrame las plumas y me coma el corazón.
(Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 1236c).
Paloma quisiera ser, paloma del Portezuelo, para dentrar en tu pecho decirte mi desconsuelo.
(Carrizo, Cancionero popular de Salta 424).
Picaflor quisiera ser, chiquitito y volador, para sentarme en tu brazo, rendirte cuentas de amor.
(Carrizo, Cancionero popular de Salta 352).
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Águila quisiera ser y volar por las montañas, para ver cómo te pones cuando recibas mi carta.
(Morote Magán 174).
Águila quisiera ser para esmerarme en volar; no te escribiera papel ni te mandara a rogar.
(Poesía popular II, 26).
Jilguero quisiera ser y tener tu dulce canto, para venir a cantar en el día de tu santo.
(Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 557).
Lorito quisiera ser, por lo verde yo volara, a la casa la viudita de noche no más llegara.
(Carrizo, Canionero popular de Jujuy II, núm. 578).
Lorito quisiera ser y con su verde volar a la casa de mi amada solo, de noche, llegar.
(Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 578a).
Patito quisiera ser, chiquitito y nadador, para nadar en la mar y en la laguna el amor.
(Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 659).
Patito quisiera ser chiquitito y nadador, para seguirle los pasos a mi amante al Ecuador.
(Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 2080).
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Caballo quisiera ser, caballito de carrera, para pegar un galope, de Tilcara a Guacalera.
(Carrizo, Cancionero popular de Salta 630).
Otras series
Ser quisiera guacamaya, pero de las coloradas, para pasear en la playa sábado y de madrugada.
(CFM, núm. 809).
Qué bonito es lo bonito: ¿a quién no le ha de gustar? Quisiera ser pajarito y para poder volar, para tronarte un besito y en tus labios de coral.
(CFM, núm. 787).
He llegado a tu aposento por ver si te puedo hablar; quisiera con el aliento ser un pájaro y volar, decirte mi sentimiento que no te puedo olvidar. (García León y Rumazo 83).
Dichosas las golondrinas, pasan la mar de un volido; así quisiera volar junto a mi bien querío.
(Carrizo, Cancionero popular de Jujuy II, núm. 2340).
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Dicen que el águila real pasa volando los mares; ¡ay, quién pudiera volar como las águilas reales! Dicen que el águila real pasa la mar en un vuelo; mi amante también la pasa todas las noches en sueño.
(Machado 95).
Si quieres ser ruiseñor, yo quisiera ser halcón, para sacarte los ojos, alma, vida y corazón.
(Carrizo, Cancionero popular de Salta 523).
De todos los pajaritos yo quisiera ser la toche para poder darme un baño a las doce de la noche.
(Poesía popular I, 121).
Quién fuera pollo en su casa, serranilla, por un mes; estaría todo el día: ¡pío, pío! tras de usted. (Álvarez Curiel 98).
Señora, quién fuera pollo de su recoba de usté, para andar todito el día pío, pío, tras de usté. (Rodríguez Marín, núm. 1805).
¡Ay!, pollas de Yatipán, qué chulas se están poniendo; quisiera ser gavilán para estármelas comiendo.
(CFM, núm. 2617).
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La abrumadora paleta de variantes, colores y matices —casi siempre alegres y luminosos— que pinta los revoloteos de todas estas aves por los cielos líricos mexicanos e hispanos da idea de la fecundidad proteica del símbolo y de la fórmula. Hay hasta cantores populares, como el cubano Javier Duharte, que los han sabido desarrollar con palabras y músicas de sesgo personal:
Quisiera ser ruiseñor para cantarle a mi amada, y todas las noches cantarle una serenata. Quisiera ser ruiseñor y cantar como ellos cantan, y en las mañanas temprano ser el despertador que despertase a mi amada. Quisiera ser ruiseñor para cantar y cantar muchas canciones de amor que a ella la hagan soñar. Con el canto arrollador que tienen los ruiseñores quisiera poder cantar para alegrar los corazones. (Duharte, sin página).
La productividad, la popularidad incluso de nuestro símbolo y de nuestra fórmula, tienen ya garantizado algo que se parece a la inmortalidad, porque en las infinitas —aunque casi siempre clónicas— páginas de internet que divulgan piropos, frases galantes y felicitaciones virtuales están ya muy bien representados, acompañados a veces de tarjetas ilustradas y de videos y músicas de estética realmente kitsch. En una página internáutica de piropos que se titula Celebérrima podemos leer aquello de Quisiera ser un pajarito con patitas de algodón, para posarme en tu pecho y robar tu corazón. (http://piropos.celeberrima.com/)
“Quisiera ser zopilote para volar…”: Ícaros encadenados en el subsuelo de Comala
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Y en una página de Frases de San Valentines encontramos
Quisiera ser palomita para revolotear entre tus braguitas.
(http://www.memedeldia.com/)
Entre los piropos que difunde el blog de Christian Beltrán Murillo están, en fin, los de Quisiera ser chupaflor para extraer todo el néctar que hay dentro [de ti. Quisiera ser mariposa para volar hacia ti, y decirte, vida hermosa, [que estoy muriendo por ti. Quisiera ser pajarito con patitas de algodón, para posarme en tu [pecho y robarme tu corazón. (https://chicochristian.wordpress.com/)
Falta, claro, indagar en las raíces y antigüedades del símbolo y de la fórmula que tan pródigos en variantes de las últimas décadas se nos están mostrando. Pero esa será materia ya de otro artículo que estará emparentado con este. Baste adelantar, ahora, que la matriz “Quisiera ser…” es propia, también, de cierta tradición de poesía anacreóntica de raíz muy vieja; y que entre sus adaptadores al español estuvo Francisco de Quevedo (294-295, núm. XX):
Junto a los ríos de Troya Nïobe se volvió en piedra, y de Pandïón la hija volaba con plumas nuevas. Yo no quiero que los dioses en ave o piedra me vuelvan; solo volverme tu espejo, porque me mires, quisiera. Quisiera ser vestidura, porque me trujeras puesta; agua quisiera tornarme, por lavar tus manos bellas.
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Ungüento quisiera ser, porque conmigo te ungieras; o, por estar en tu cuello, ser el collar que le cerca. Quisiera ser el corpiño que tus pechos encarcela, o, a lo menos, tu chapín: pisárasme así soberbia.
El contraste de toda esta feraz cornucopia de versos que celebran la vida, el amor, la esperanza, con las palabras de la desdichada Dolores Preciado y las circunstancias infelices en que las pronunció no puede ser, en fin, más abrupto, más hiriente, ni tampoco más revelador: Un zopilote solitario se mecía en el cielo. —¿Por qué suspira usted, Doloritas? —Quisiera ser zopilote para volar adonde vive mi hermana.
Todo lo que en las canciones mexicanas e hispanas exaltaba y reclamaba la unión amorosa, en Pedro Páramo se vuelve señal de separación. La raíz común del símbolo y de la fórmula (“quisiera ser…”) que recicló una vez Doloritas y que mil veces antes y después ha entonado la musa popular se bifurca, así, en un camino de luz y otro de sombra. La hermana lejana —en vez de la persona amada— con la que Doloritas aspira a encontrarse, tras su anhelado tránsito por los cielos, no puede ser ya más que un signo de claudicación, de renuncia al amor y al hombre al que ama al tiempo que odia, de viudedad. Y el zopilote, ave funesta por excelencia, en que la esposa repudiada expresa su deseo de metamorfosearse, no puede menos que encarnar, igualmente, la admisión de saberse una muerta en vida. La constatación de la apretada y colorista trama intertextual que vincula la fórmula que pronuncia Doloritas —técnicamente es un contrafactum de los íncipits de las canciones folclóricas (Pedrosa, “Las canciones contrahechas”)— con todos los versos folclóricos que han ido desfilando ante nuestros ojos nos introduce en la entraña del taller literario de Juan Rulfo, y nos desvela los ingredientes de ironía, desengaño, nihilismo que el maestro mexicano sabía mezclar —con la maestría de un Bosco, un Cervantes, un
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Goya— para distorsionar con su tenebrismo característico los síntomas de la realidad, los legados de la tradición. La traición de la infeliz Doloritas a una canción que antes había sido alegre y que ella retorció hasta que la volvió trágica es una parábola del proceso de la dicha antigua que pasó a ser desolación en aquella Comala por cuyos cielos volaron algún día alegres mariposas y papalotes, y de la que se enseñorearon después los zopilotes. Es, por eso, también una pedagogía que nos enseña de qué palabras sabía partir —las de la canción en verso— y a qué palabras llegar —las de la novela en prosa—, y mediante qué técnicas de manipulación textual, el alquimista de la palabra que fue Juan Rulfo. Quien, como es bien sabido, fue un conocedor expertísimo —y no solo porque trabajase durante muchos años en el Instituto Nacional Indigenista de la Ciudad de México— de la vida, el imaginario y las tradiciones orales —incluidas, por supuesto, las canciones— de las clases campesinas y populares de México. “Cuando llega la noche quisiera ser palomita para volar bien lejos…” “Cuando llega la noche quisiera ser palomita para volar bien lejos y no estar en la casa durante esas horas”, escribe Jacinta, una mujer de 50 años, en el libro editado por la HOAC, La matanza de los pobres, de M. López Vigil y Jon Sobrino, en el apartado “Dios les pedirá cuentas”. “Sí, llegaron seis hombres de la patrulla de la defensa civil a mi casa buscando armas… Yo les dije: Si las tuviera, ya las habría vendido para tener qué comer. Registraron la casa, volcaron los sacos con las tusas del maíz que tenemos aquí para alumbrarnos y nada encontraron. Entonces tres de ellos me pusieron el fusil, así prensado, para que no me moviera y tumbaron en el suelo a mi esposo y se treparon sobre él y lo pescozaron, lo patearon, lo golpearon. Quebrado le dejaron el pescuezo…” (Alimbau Argila 93).
De modo que hay lugares en el mundo —el párrafo transcrito remite a El Salvador y a la guerra genocida que la clase política y militar perpetró contra su pueblo— en que las mujeres humilladas pueden verse forzadas a convertir en triste prosa autobiográfica el verso tradicional e inocente de “quisiera ser palomita / para volar…”, y en que los cielos pueden aplastar a la gente pobre con tanto rigor o más rigor que los cielos de Comala. Las penas y los recursos expresivos que sacó de su flaqueza Doloritas, para
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convertir una canción que era del folclore común en un lamento personal y singular, al hilo de la contemplación de un zopilote que cruzaba su cielo, no le pertenecieron solo a ella. Tampoco las ansias, en abstracto, de volar para escapar de la opresión de la realidad fueron dolor exclusivo de la Doloritas mexicana ni de la Jacinta salvadoreña. A su infelicísima Tristana la pintó Benito Pérez Galdós como una mujer “muy soñadora, con unas alas de extraordinaria fuerza para subirse a los espacios sin fin” (218). Y en La Regenta de Clarín, Ana que jamás encontraba alegría, risas y besos en la vida, se dio a soñar todo eso desde los cuatro años. En el momento de perder la libertad se desesperaba, pero sus lágrimas se iban secando al fuego de la imaginación, que le caldeaba el cerebro y las mejillas. La niña fantaseaba primero milagros que la salvaban de sus prisiones que eran una muerte, figurábase vuelos imposibles. “Yo tengo unas alas y vuelo por los tejados —pensaba—, me marcho como esas mariposas”; y dicho y hecho, ya no estaba allí. Iba volando por el azul que veía allá arriba. Si doña Camila se acercaba a la puerta a escuchar por el ojo de la llave, no oía nada. La niña con los ojos muy abiertos, brillantes, los pómulos colorados, estaba horas y horas recorriendo espacios que ella creaba llenos de ensueños confusos, pero iluminados por una luz difusa que centelleaba en su cerebro (I, 250). Hablaba poco y miraba mucho. Despreciaba la pobreza de su casa y vivía con la idea constante de volar… de volar sobre aquella miseria. Pero ¿cómo? Las alas tenían que ser de oro. ¿Dónde estaba el oro? Ella no podía bajar a la mina (I, 637).
Mujeres literarias deseosas de volar ha habido muchas más. En El castillo de las tres murallas Carmen Martín Gaite dio alas, aunque fuera solo en sueños, a su melancólica Serena: —Me da pena que se vaya el sol —dijo, por fin, Serena—. Es mi amigo. Me gustaría tener alas en los pies y seguirlo y conocer todas las casas donde se mete y todos los ríos en los que se baña y todas las personas a las que alegra el corazón (37).
Y en una escena memorable de Cien años de soledad, fue la hipnótica Remedios la que alcanzó la plenitud del vuelo:
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Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerinas y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria. Los forasteros, por supuesto, pensaron que Remedios, la bella, había sucumbido por fin a su irrevocable destino de abeja reina, y que su familia trataba de salvar la honra con la patraña de la levitación. Fernanda, mordida por la envidia, terminó por aceptar el prodigio, y durante mucho tiempo siguió rogando a Dios que le devolviera las sábanas. La mayoría creyó en el milagro, y hasta se encendieron velas y se rezaron novenarios (347-348).
No todas las mujeres que han albergado alguna vez el ansia de elevarse por los aires fueron capaces de pasar, como Remedios, del sueño a la realidad. En una de las prosas de los Días y noches de amor y de guerra de Eduardo Galeano, el volar no supo separarse del suelo del desengaño: Una mañana Elsa dijo que había hablado con su abuela muerta. Desde entonces, la abuela le mandó mensajes con frecuencia. Cada vez que Elsa hundía la cabeza en el agua, escuchaba la voz de la abuela. Al tiempo, Elsa anunció: —Dice la abuela que vamos a volar. Lo intentaron en el patio de la escuela y en la calle. Corrían en círculos o en línea recta, hasta caer extenuadas. Se dieron unos cuantos porrazos desde los pretiles. Elsa sumergió la cabeza y la abuela le dijo: —Van a volar en el verano. Llegaron las vacaciones. Las familias viajaron a balnearios diferentes. A fines de febrero, Elsa volvía con sus padres a Buenos Aires. Ella hizo detener el coche ante una casa que no había visto nunca. Ale abrió la puerta. —¿Volaste? —preguntó Elsa. —No —dijo Ale.
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—Yo tampoco —dijo Elsa. Se abrazaron llorando (29).
Incurriríamos en el engaño si pensásemos que por los cielos de la literatura solo han anhelado escapar volando las mujeres, por más que no quepa duda de que el sometimiento y los malos tratos que en tantas culturas han sufrido han contribuido a nutrir, desde tiempo inmemorial, esa metáfora4. Tampoco han faltado, ni mucho menos, los varones de fábula, como aquel gitano —otro personaje a fin de cuentas pobre y subyugado— de la Escena del Teniente Coronel de la Guardia Civil de Federico García Lorca, que albergaron el sueño de volar: Gitano —He inventado unas alas para volar, y vuelo. Azufre y rosa en mis labios. Teniente Coronel —¡Ay! Gitano —Aunque no necesito alas, porque vuelo sin ellas. Nubes y anillos en mi sangre. Teniente Coronel —¡Ayy! (208-209).
Pero el cielo de los hombres que aspiran a volar es un cielo que no tiene las mismas sombras ni las mismas luces que el de las mujeres, y tiempo habrá, en el futuro, de seguir escrutando en él. Solo queda, para terminar, subrayar que en la frase que Juan Rulfo puso en boca de Doloritas Preciado, “quisiera ser zopilote para volar adonde vive mi hermana…”, están cifradas, mejor acaso que en ninguna otra de sus frases, las claves del mundo del subsuelo, de la poética de la liminalidad y de las grandes obsesiones —la tiranía de la clasificación de clase y de género y sus equivalencias en el esquema del espacio, la humillación inevitable frente al poder, la imposibilidad de la libertad— del genial urdidor de Comala, el
En mi artículo (Pedrosa, “Mirra en su árbol”) he analizado otro corpus de poemas y de narraciones folclóricos que muestran a mujeres maltratadas intentando escapar de la angustiosa realidad, yendo hacia arriba o hacia abajo. 4
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pueblo que estaba entre el suelo y el infierno y en el que el cielo no era otra cosa que un peso gravoso sobre sus fantasmas. Hay obras maestras de la literatura universal que llevan en sus títulos jirones mutilados y alusiones a canciones populares, desde El caballero de Olmedo de Lope de Vega a The catcher in the rye de Salinger. En Pedro Páramo, los versos de la canción se hallan escondidos dentro del corazón, no visibles en la cabeza.
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Juan Rulfo: el clamor de la forma Ignacio M. Sánchez Prado Washington University in St. Louis
Pocas obras literarias atraen para sí la fascinación crítica y lectora suscitada por Juan Rulfo. Sus dos libros centrales, Pedro Páramo y El Llano en llamas, han sido por décadas objeto de especulaciones críticas, estudios lingüísticos y semióticos y ediciones filológicas y genéticas que buscan dilucidar el procedimiento y método que subyacen a una obra todavía anómala tanto en su época como en su tradición. Esta obsesión no está en lo absoluto libre de polémica puesto que, como se observa en la brutal invectiva de Felipe Vázquez a las ediciones críticas de Rulfo, el énfasis en la constitutio textis es en muchas ocasiones un obstáculo para la comprensión de una poética de las obras, y contribuye incluso, en algunas ocasiones, a la proliferación de ediciones con erratas (141-214). La más reciente iteración de esto es el volumen Pedro Páramo en 1954, donde se recopilan los facsímiles de publicaciones previas y estudios de tres expertos en Rulfo (Jorge Zepeda, Alberto Vital y Víctor Jiménez), y en cuyas páginas se advierte la seducción y los límites del estudio documental. Si bien es falso que Pedro Páramo saliera de la nada (están bien documentadas tanto las afinidades de Rulfo respecto a la literatura universal como sus antecedentes en la literatura mexicana y latinoamericana), no deja de ser fascinante la reiteración de la arqueología de textos precedentes y paratextos como forma de elucidar la genialidad rulfiana. El paso de Tuxcacuesco, nombre original de la heterotopía rulfiana, a Comala, y el trabajo general de onomástica en el texto, apuntan a una centralidad del registro formal que, como advierte Vital en el citado volumen, dan cuenta de la originalidad e intensidad de la obra final (“De Tuxcacuesco” 11-14). Sin dejar de tener un valor histórico indiscutible, este tipo de análisis puede fácilmente desembocar en una suerte de fetichismo documental que por momentos borra las implicaciones históricas y formales de la obra rulfiana. El
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documentalismo que rodea la obra de Rulfo tiene límites considerables y llama a la necesidad de pasar del formalismo descriptivo y la crítica genética hacia una consideración más amplia de la forma rulfiana. Esta consideración ha tenido lugar en distintos espacios de la constelación crítica sobre su obra pero creo que la tarea de pensar sistemática y teóricamente las distintas contribuciones sustanciales a la lectura de Rulfo es una tarea tan titánica como pendiente. El propósito de este ensayo es contribuir, al menos, al inicio de esta tarea. Pienso como punto de partida y fundamentación de esta empresa el trabajo de teóricos como Caroline Levine, quien se apoya sobre la base de los dos grandes formalismos literarios del siglo xx (el marxismo y el estructuralismo) para argumentar no solo que las formas pertenecen a ámbitos más allá del estético, sino también a constelaciones críticas y sociales, y que deben entenderse con base a cuatro criterios: totalidades, ritmos, jerarquías y redes (Levine 2015). En estos términos, en las páginas que siguen buscaré desarrollar una serie de apuntes que, más que resolver la cuestión, buscan plantear líneas de exploración de la forma rulfiana que permitan trascender la idea de la obra en sí, algo que Vital asevera cuando entiende Pedro Páramo como “un universo que se basta a sí mismo” (“De Tuxcacuesco” 14), para repensar la constelación formal rulfiana a través de conceptos más amplios de la forma, que existen en relaciones semánticas internas pero también en distintos engarzamientos con formas de lo histórico y lo social. Baso mis reflexiones que siguen en dos textos teóricos que desafían el concepto de forma autorreferencial y total heredado del romanticismo y del estructuralismo por igual, Forms de Caroline Levine y The Work of Difference de Audrey Wasser, y en el trabajo de algunos críticos que en fechas recientes han tratado de repensar la cuestión formal en la obra de Rulfo desde nuevos cuadrantes. Podrá objetarse a las páginas siguientes la ausencia de una lectura textual de la obra del autor mexicano. Esto, sin embargo, es un ejercicio deliberado de mi parte, no por rechazo al gesto de lectura cuidadosa, sino como postulación de la necesidad de una lectura a distancia que permita repensar los términos de lectura de la obra rulfiana para regresar con ojos renovados al texto. El espacio de estas páginas no permitirá llegar tan lejos, pero ejerceré aquí la aparente herejía de hablar de un autor casi sin citarlo porque creo que pasar demasiado tiempo apegado al texto siempre corre el riesgo de caer en redundancias y en el reiterativo descubrimiento de hilos negros. Esto es un problema endémico en
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la crítica en torno a la obra de Rulfo, donde no es inusual toparse con una centena de ensayos dedicados a dirimir problemas que, en algunos casos, fueron resueltos hace décadas por críticos precursores. Es la desventaja de confrontar a un autor a la vez fascinante, canónico y breve: el entusiasmo de la lectura concentrada que permiten sus escasas páginas genera en más de un crítico una sensación de autoridad e iluminación que frecuentemente desemboca en experimentar como novedad ideas que se han conversado por décadas. Al enfocar mis reflexiones no en la lectura textual sino en cuestiones teóricas y críticas me interesa mostrar la emergencia de nuevos saberes hermenéuticos y filosóficos sobre y desde Rulfo, y que constituyen nuevas vías de pensamiento que se encuentran por momentos perdidas en un mar de textos menos interesantes y en la dispersión geográfica de sus autores. Leer a los críticos de Rulfo y pensar a Rulfo con base en nuevas teorías literarias es una forma de experimentar su obra de nuevo, de manera contemporánea. Las obras de un autor genial como Rulfo tienen vidas largas, mientras que los paradigmas teóricos e interpretativos son irremediablemente efímeros. Al leer las versiones más recientes de estos últimos, sin embargo, creo que se puede vislumbrar a un Rulfo contemporáneo, distinto al leído por nuestros precursores y que inevitablemente se disolverá al arribo de nuevas ideas y teorías. No obstante, al ensamblar un debate que pone sobre la mesa lecturas disímiles pero novedosas de la obra de Rulfo, creo que se abre la posibilidad de leerla más allá de los vicios recurrentes desde sus primeras lecturas, permitiendo reflexionar de manera más amplia la forma literaria de sus textos no como un objeto que debe ser descrito detallada y obsesivamente, sino como un elemento dinámico en una red de discursos y saberes estéticos y sociales que solo es legible cuando se interroga más allá de sí mismo. Quizá, y esto es impredecible, estas lecturas abren nuevos espacios de posibilidad para otras lecturas por imaginarse y formularse. Como se verá a continuación, a lo que apuntan las lecturas más sugerentes de Rulfo en los últimos seis o siete años es a ensanchar tanto las posibilidades estilísticas como políticas de su obra, en el contexto de su producción y leída a la distancia. Es, dicho en pocas palabras, leer a un Rulfo más intenso, más polivalente y más actual que el que existe en buena parte de la memoria crítica y cultural. Abarcar de manera rigurosa la crítica en torno a la obra de Rulfo es una tarea casi imposible considerando tanto el copioso número de trabajos que ha
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suscitado su obra como el carácter francamente redundante de muchos ellos, que suelen concentrarse alrededor de ciertas ideas que ya pertenecen al territorio del cliché: la universalidad de la obra rulfiana, su relación con el mito, su conexión con ideologías de la mexicanidad, la ya mencionada obsesión con el rastreo genealógico y la descripción formal. No puede dejar de reconocerse la importancia de estas temáticas en la consolidación canónica y dilucidación de una cuya novedad formal fue, como ha documentado Jorge Zepeda, objeto de muchas polémicas y, en última instancia, catalizador de enormes cambios tanto en el medio institucional como en el estilo y estética de la literatura mexicana. A fin de cuentas, fue gracias al riguroso trabajo textual de Carlos Blanco Aguinaga (cuyo ensayo fundacional “Realidad y estilo en Juan Rulfo” sigue siendo muy superior a casi cualquier otra interpretación crítica) y de lecturas a pelo de académicas como Marta Portal e Yvette Jiménez de Báez que se logró dar sentido a la extrañeza representada por Rulfo. Sin embargo, el precio ha sido un excesivo alineamiento de Rulfo tanto a lecturas hagiográficas que se bastan a sí mismas aseverando la universalidad de Rulfo, a recuentos biográficos de los que solo se puede concluir la futilidad de la biografía en la dilucidación de su obra, o a una noción de mito que encuentra su mayor apoteosis en la muy problemática lectura de Carlos Fuentes (“Juan Rulfo”), y limita a Pedro Páramo y El Llano en llamas a un espacio autorreferencial sustentado en la imposible tensión entre la quimera romántica de la literatura universal y la fidelidad a narrativas telúricas de la especificidad mexicana. Como muestra Amaryll Chanady en su ensayo sobre la “reterritorialización” de las historias universales, muchas de estas lecturas se basan en una “semiótica simplista” que permite el sustento de ideas como la genialidad de Rulfo o la idea de sus mundos literarios como representación de una mentalidad “pre-lógica” y supuestamente realista (263). A mi parecer, este canon interpretativo restringe de manera dramática las posibilidades de lectura literaria y política de la obra de Rulfo, limitándola a la constante afirmación de su excepcionalidad como un fin en sí mismo y al frecuente alineamiento de su polisémica escritura con ideas reduccionistas de lo mexicano y lo universal. Como describe Chanady, la obra de Rulfo “ilustra una estrategia textual deliberada para representar los problemas sociales, económicos y políticos del continente por medio de un trabajo creativo basado en la transformación y reescritura de un imaginario social ya existente, muy heterogéneo y forjado
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por tradiciones europeas y no-europeas, populares, antropológicas y literarias” (263; mi traducción). Esto es precisamente lo que se invisibiliza en la crítica genética y en lecturas a partir de temas como el mito o la nación, que no hacen justicia a un Rulfo que aún en nuestra época sigue transmitiendo una intensidad estética e ideológica muy superior a la obra envejecida de algunos de sus contemporáneos y sucesores, como Agustín Yáñez o Carlos Fuentes. El agotamiento heurístico e intelectual de varias líneas de lectura de Rulfo (que sin embargo siguen proliferando en un imparable fluir de textos) ha dado pie también, afortunadamente, a nuevas líneas de lectura que buscan contravenir la sorprendente escasez, señalada por Amit Thakkar, de lecturas políticas y sociocríticas o incluso de formas literarias como la ironía, cuyo funcionamiento es más social que autorreferente (3). El libro de Thakkar, The Fiction of Juan Rulfo, se interesa por la escritura de Rulfo no como un objeto estético en sí o una representación alegórica del México moderno, sino como un dispositivo que, a través de la ironía, permite el cuestionar “las formas objetivizantes de control y racionalización sobre acontecimientos y personas para reemplazarlos con un diálogo significativo en el que el campesino es activo e igual, no objectificado”. Esto es efecto de lo que Thakkar llama una “ironía centrípeta” que, en su estimación, “previene al lector de caer en la trampa [de interpretar la obra de Rulfo como evidencia del carácter atrasado del campesinado] al entrenarnos para leer entre líneas y explorar significados y explicaciones alternativos, centrífugos” (163; mi traducción). Thakkar, creo, ofrece un punto esencial del procedimiento de Rulfo: en un momento de consolidación de una cultura mexicana nacionalista que favorecía lecturas alegóricas, mitológicas e identitarias (y representada, por ejemplo, por el cine de Emilio Fernández o la filosofía de lo mexicano de Octavio Paz) el procedimiento literario de Rulfo contiene elementos que llevan al lector no a replicar el modo alegórico de lectura, sino a cuestionarlo a través de la ironía. La extrañeza (en el sentido de los formalistas rusos) de la obra de Rulfo desde esta lectura radica, precisamente, en que su significación es plenamente social, la suspensión de un modelo hegemónico de representación y lectura literaria a contrapelo de la cultura nacional que sustentaba el mito del Estado mexicano. Es precisamente la complejidad del procedimiento literario descrito por Chanady y Thakkar lo que requiere una nueva forma de reflexión, puesto
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que la relevancia de Rulfo no está en la forma literaria en sí, sino en la especificidad de dicha forma en términos de la constelación socioestética que la compone y sobre la que influye. Es en estos términos que Levine define el término de “red” (“network”) como formas sociales distintas, “patrones definidos de interconexión e intercambio que organizan la experiencia social y estética” (113; mi traducción). El rol de Pedro Páramo en la reconfiguración misma de la experiencia social y estética producida desde la literatura mexicana queda patentemente documentado en el libro de Jorge Zepeda, donde se observa en críticos como Archibaldo Burns una ansiedad sugerente basada en la imposibilidad de “conciliar vacíos de información e indeterminaciones de la obra” con base en “antecedentes concretos en la literatura mexicana” (101). Yo agregaría, como lo sustenta la reacción conservadora, aún más violenta, contra la obra de Rulfo (Zepeda 116-18), que Juan Rulfo introduce un fuerte cuestionamiento al modo mismo de enunciación y lectura de la literatura nacional mexicana en el momento en que esa literatura había adquirido formas precisas de consolidación institucional, en términos tanto de la construcción de la infraestructura material de su praxis como en el erigimiento del lenguaje literario como una práctica con el privilegio epistemológico de formulación de lo mexicano (Sánchez Prado, Naciones intelectuales). Si El laberinto de la soledad propone una conjunción del mito y la historia como forma de dar cuenta de la totalidad de la experiencia mexicana, una idea de presente donde el pasado determina constantemente como una forma de latencia psíquica (Jaimes 278), la obra de Rulfo pone en entredicho este determinismo y nos coloca, desde el distanciamiento y extrañamiento de la forma y el lenguaje, en la suspensión del procedimiento paciano, al proponer una narrativa desde la cual, leída cuidadosamente, no se puede deducir el tipo de características positivas de la mexicanidad que preocupaban a Octavio Paz y a muchos intelectuales mexicanos de la década de los cincuenta. O, como lo pone Patrick Dove, contra el “modernismo compensatorio” de Paz, en el cual la obra de arte puede compensar por los elementos catastróficos de la modernidad, Rulfo escenifica la antinomia de la relación entre modernismo literario y modernidad (103). La obra de Rulfo, siguiendo las pistas abiertas por Chanady y Thakkar, no es en absoluto una representación del México concreto ni tampoco una elevación de lo mexicano a lo universal. Es, más bien, una intervención crítica en el procedimiento mismo de enun-
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ciación de la literatura mexicana, un intento de liberarla de los imperativos románticos de la nación y la cultura. Para entender esta última aseveración conviene traer a colación el revolucionario trabajo de Audrey Wasser sobre el problema de la forma literaria. A través de un riguroso trabajo filológico, basado en la lectura de los fragmentos de Schlegel y la obra crítica de Cleanth Brooks y Maurice Blanchot, Wasser cuestiona la idea romántica de una literatura como “forma privilegiada de su propia pregunta crítica” (18; mi traducción), lo cual a su vez suscita la idea de la novedad como criterio de valor así como la idea de la literatura como un espacio de acceso superior a la “verdad” y al “ser”. Contra este paradigma, Wasser propone, fundada en la obra de Gilles Deleuze y en la lectura del modernismo de mediados del siglo xx, una idea de la literatura como la expresión de la “diferencia misma concebida como forma”, diferencia construida “como una experimentación inmanente a la experiencia real” (161; mi traducción). No es de mi interés plantear aquí un excurso teórico (y el libro de Wasser es de una complejidad que no se puede resumir en unas cuantas líneas), así que me limitaré a observar que la transición observada por Wasser es precisamente la planteada por la obra de Rulfo en el contexto mexicano. Es decir, Rulfo pertenece a una constelación de escritores autorreflexivos (Wasser cita a Beckett, Proust y Gertrude Stein) para los cuales la creación no solo es genética (o productiva) sino heterogenética, creadora de diferencias. En esto, Wasser adopta la idea deleuziana de la estructura no como autónoma o superior a la suma de sus partes, sino definida por “la naturaleza de ciertos elementos atómicos que dan cuenta tanto de la formación de todos como de las variaciones de sus partes” (Deleuze, Desert Islands 173, citado en Wasser 82; mi traducción). Para ponerlo en términos concretos de la literatura mexicana, podría aseverarse que el canon literario del país, pese a las advertencias de Jorge Cuesta en sus ensayos al respecto (130-36), se constituyó en base a una tradición basada en la idea romántica de la obra literaria como totalidad, enfocada en el ensamblaje de elementos antagónicos de la sociedad mexicana en todo legibles, como se observa en lo que Ryan Long llama “ficciones de totalidad”, una tradición literaria que recorre a autores como Fuentes, Del Paso o Aguilar Camín. La persistencia del mito como problema en la literatura mexicana es un gesto esencialmente romántico, puesto que, como se observa tanto en
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la poesía como en mucha de la ensayística de Paz, es un marco de sentido que permite reconciliar elementos contradictorios y construir totalidades ahí donde debe de haber diferencia. Por esta razón, es patentemente incorrecto identificar a Rulfo con “el tiempo del mito”, como hizo Fuentes. Una lectura aún superficial permite ver que no solo no existe ni totalidad ni reconciliación, sino que la obra de Rulfo es radicalmente heterogenética, una forma literaria fundada en recombinaciones que permiten imaginar, como sugiere Deleuze, varias posibles totalidades y varias interpretaciones de las partes que la componen. Por esta razón la novela en sí resiste el ordenamiento cronológico de las acciones y deja en pie varios cabos sueltos e incertidumbres de los derroteros de los personajes. Pedro Páramo, a diferencia de la novelística de Revueltas o de Fuentes, no tiene como proyecto dilucidar o dar sentido al presente desde la narrativa, sino capturar en la forma literaria ese sentido de orfandad histórica que se vive en el presente mexicano. Es desde aquí que se puede comenzar a pensar el carácter fragmentario de Pedro Páramo más allá de paradigmas del siglo xx. Rulfo es nuestro primer escritor propiamente modernista (en el sentido anglosajón del término) y post-romántico precisamente porque es el primer autor paradigmático en cuya obra no prima la dilucidación de la totalidad estética o social sino el carácter diferencial tanto de la experiencia literaria como de la experiencia política. El canon de autores que interesan a Rulfo de distintas tradiciones europeas y norteamericanas (Jean Giono, Knut Hamsun, Ivo Andric, Halldor K. Laxness, incluso Faulkner) tienen como común denominador su activación de los imaginarios rurales y tradicionales desde la interacción entre formas residuales del pasado que siguen funcionando espectralmente como formas de figuración de la experiencia del mundo y estructuras literarias del presente (el flujo de conciencia, el surrealismo) que dan cuenta de los antagonismos sociales que definen la experiencia del siglo xx. Por esta razón siempre me ha parecido parcial el análisis de Ángel Rama de este canon. Rama sin duda tiene razón en observar que las lecturas de Rulfo eran canónicas en la primera mitad del siglo xx (algo atestiguado a la enorme cantidad de Premios Nobel concedidos a escritores nórdicos como Hamsun o Laxness) y en identificar un canon en el que “cobra ciudadanía aceptada la lengua regional, en que incluso es enarbolada contra las formas internacionalizadas, a modo de asunción de una vida adulta por la comunidad”
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(110). Rama lee este proceso en clave latinoamericanista a través de la noción de “transculturación narrativa” que fundamentalmente localiza a Rulfo en términos del problema de la mediación cultural. Las ideas de Rama no son exactamente incorrectas, pero han perdido cierta vigencia. En realidad, Pedro Páramo y cuentos como “Luvina” parten de una operación más compleja, que proyecta el encuentro violento de formas literarias hacia una reconfiguración externa del imaginario de la modernidad latinoamericana. Pese a la autoridad que la hipótesis transculturadora tiene todavía en la explicación de la literatura latinoamericana del medio siglo, en el caso de Rulfo la explicación culturalista de Rama resulta bastante limitada una vez que se revisa desde la crítica reciente en torno a Rulfo, de la cual se desprende, como explicaré un poco más adelante, una teoría del estilo literario modernista (en el sentido anglosajón del género). Los límites del concepto de Rama fueron explicados ya in extenso por los dos brillantes ensayos de Neil Larsen sobre Rulfo, escritos a fines de los ochenta e inicios de los noventa, y donde ilustra con lujo de detalle la idea de que el poder del estilo de Rulfo deriva de un sentido de la experiencia histórica de la no contemporaneidad del mundo rural mexicano y no del proceso de mediación de la modernidad del que habla la noción de transculturación (Modernism 49-71; Determinations 135-42). Sin embargo, es también necesario distanciarse de la crítica de Larsen que, de manera reduccionista, entiende su obra como un texto efectista que distancia a través del estilo al lector de la historicidad y termina por crear lo que llama una “hegemonización de la barbarie”, identificado con los modos populistas de la política y la cultura de América Latina (62-63). Si bien esta interpretación sigue siendo esencial para entender la forma en que Rulfo negocia problemas específicos de la relación del Estado hegemónico y los espacios no territorializados de la modernidad mexicana (encarnados en el fracaso del cacique Pedro Páramo en crear un sujeto soberano), Larsen se encuentra limitado en demasía por los debates culturalistas del campo latinoamericanista y al depender demasiado de la interlocución con Rama y de restringir la noción de modernismo en demasía a la idea del desplazamiento de la política a la estética. Este canon de lectura latinoamericanista tiene que revisarse con base en repensar el proceso de modernización narrativa del que participa Rulfo más allá de la metáfora de la transculturación. Los espectros de Pedro Páramo representan el carácter opuesto a la totalización narrativa que primaría en otros
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autores mexicanos y latinoamericanos. Son restos de un proceso social siempre inconcluso que en su inestabilidad temporal ponen en escena un doble antagonismo: el de las relaciones sociales, irresoluble tras el proceso revolucionario, y el de la forma literaria misma, cuya naturaleza no es el objeto estético sino la figuración lingüística y estructural de un mundo narrado definido por sus diferencias y potencialidades. Hay que decir que este concepto de la novela no es ni pura especulación teórica ni solamente deducible de la lectura de la ficción de Rulfo, sino que hay indicios de él en los ensayos escritos por él mismo después de la escritura de sus obras más conocidas. En particular, un texto de 1965 titulado “Situación actual de la novela contemporánea”, muy citado pero rara vez leído con atención, sirve de ejemplo. Al valorar la literatura latinoamericana en el contexto de la Tricontinental de esos años, Rulfo asevera: “El Tercer Mundo no es una tercera fuerza militar, simplemente es un mundo de ideas, de ideas que no pueden ser contenidas” (402). Expuesto en el contexto de una discusión sobre el poco reconocimiento que las letras latinoamericanas tenían en Europa, esta aseveración muestra la conciencia de Rulfo de escribir con la imposibilidad de “contener” las ideas en formas e ideas literarias existentes. Pero el punto realmente importante proviene de la reflexión general de Rulfo sobre la novela mundial. Para Rulfo, “la novela de nuestros días debe abarcar el campo de la realidad inventada, o sea, la ficción sin entronque aparente con la vida que conocemos” (408). Esta situación de la novela tiene consecuencias precisas, puesto que el camino que identificaba hacia lo fantástico (encarnado en la ciencia ficción de Ray Bradbury y el reciente realismo mágico) constituía para él “una puerta difícil, más bien una entrada que a ninguna parte conduce” (409). De aquí puede derivarse el escepticismo de Rulfo ante lo que Wasser llamaría el gesto genético o creador de la concepción romántica de la literatura: los modos de narración que operan desde la especulación (como la ciencia ficción) o la alegoría (como el realismo mágico) son formas insuficientes de confrontar lo que Rulfo llama “el adeudo que la técnica tiene con la humanidad”. El “antídoto”, para Rulfo, no es “huir como un condenado” del “triste panorama que nos ofrece el mundo” sino “volvernos miméticos” (409). Esta afiliación al realismo (“El realismo podemos asirlo; la magia, no: está en cada uno de nosotros” concluye Rulfo esotéricamente) es exactamente el gesto opuesto al del mito, que sujeta a la literatura al artificio formulaico de la
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totalización. Una aseveración curiosa es su celebración del escritor yugoslavo Miodrag Bulatovic como “el máximo representante del realismo mágico en la literatura europea contemporánea” (408). La novela mencionada, Un pájaro rojo vuela hacia el cielo (como la nombra Rulfo, la palabra realmente usada en las traducciones del título es “gallo”) es una mezcla peculiar entre historias del folclor eslavo y técnicas narrativas de vanguardia para narrar la vida de una comunidad rural montenegrina. Rulfo alaba a Bulatovic porque su obra “dignifica a la imaginación y libera de cualquier sometimiento, ya sea político o social al desbordarse por terrenos hasta ahora concebidos como imprecisos” (408). Conviene observar que Rulfo no era en lo absoluto el único escritor de la literatura mundial poniendo la crisis de la vida rural en el discurso de ultratumba. Nuala Finnegan, por ejemplo, recuerda que la novela irlandesa Cré na Cille (The Dirty Dust) de Máirtín Ó Cadhain, obra central del modernismo de dicho país, se ocupaba también de los límites de la construcción nacional a partir de rechazo de la romantización rural y la narración multivocal de la comunidad (162). Lo que se observa en Rulfo es una fidelidad a un cierto modo de representación novelística central a los modernismos periféricos, pero gradualmente desplazada por la transición de la novela moderna de la experiencia rural a la urbana. Aun cuando uno debe proceder con precaución aquí, dado que este ensayo fue escrito una década después de Pedro Páramo, me parece que esta elevación de un escritor yugoslavo generalmente menor (y constantemente rechazado por la crítica de su país [Lukić 91-92]) es un gesto crítico más significativo de lo que parecería. El tema central del texto de Rulfo es precisamente el conflicto entre el lenguaje literario y la movilidad e incertidumbre de la literatura contemporánea. Al igual que escritores como Proust, Rulfo entiende la necesidad de pensar una literatura que dé cuenta de manera más clara de una realidad contemporánea que se encontraba, desde finales de la guerra mundial, en un enorme espacio de movilidad, gracias a la emergencia de los países del ahora llamado Sur Global, y del declive de formas de representación novelística heredadas del siglo xix. Rulfo, por ejemplo, condena a la novela francesa como academicista y considera al escritor francés en general “un gran conservador de sus formas y sistemas académicos” (404). Rulfo, sin embargo, concibe el gesto contracultural como esencialmente insuficiente, por lo cual muestra su desagrado por lo que llama la “antinovela”, es decir,
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la obra de autores como Alain Robbe-Grillet y Nathalie Sarraute, que le parecían excesivamente nihilistas. La alternativa de Rulfo eran Jean Giono y Charles Ferdinand Ramuz, escritores de cariz rural que resistían, simultáneamente, el academicismo de la novela decimonónica y el nacionalismo bélico. El punto es que el ethos de la forma literaria en Rulfo es solo comprensible a partir del colapso tanto global como regional de modelos de representación (identificables desde Wasser como variantes del romanticismo) incapaces de sintonizar la forma literaria a la movilidad y conflicto de lo contemporáneo. El desafío sin embargo era no ir hacia los dos callejones sin salida que se visibilizaban ya como hegemónicos en los sesenta: una “antinovela” que colapsa la representación en sí en la pura forma (como hace Robbe-Grillet) o una especulación que resuelve en “magia” los antagonismos de un presente que no puede asir (como Bradbury). Significativamente, Rulfo coincide aquí con el diagnóstico de Cuesta sobre el romanticismo, que se clasificaba en “dos clases de inconformes: unos, que declaran muerta a la tradición y que encuentran su libertad con ello; otros, que la declaran también muerta o en peligro de muerte y pretenden resucitarla, conservarla” (134). Esas dos vías (que identificaría respectivamente como “antinovela” y “academicismo”) son también rechazadas por Rulfo y su narrativa intentaría articular como remedio no tanto un clasicismo en el sentido cuestiano, y que pertenecería más al orden de la poesía, sino un estilo que buscaba mimetizar de manera más apropiada el proceso sociohistórico de la contemporaneidad. El Llano en llamas y Pedro Páramo serían entonces ilustrativos de un procedimiento de confrontación de una contemporaneidad precisa, en los que la forma narrativa mimetiza la diferencia precisamente porque el colapso del efecto hegemónico de la cultura mexicana posrevolucionaria hacía ya inviable para un escritor como él el academicismo implícito en los modos románticos de narración. Es lugar común entender la obra de Rulfo como parte de un arco de novelas sobre la decepción frente a la promesa fallida de la Revolución, que abarca desde los años cuarenta, en obras como El luto humano y Al filo del agua, hasta los sesenta, culminando de manera precisa en La muerte de Artemio Cruz, Los recuerdos del porvenir y José Trigo. Este ensamblaje crítico, sin embargo, impide dar cuenta de la diferencia esencial del trabajo formal de Rulfo, que plantea una red distinta, en el sentido de Levine, con la configuración del imaginario del medio siglo mexicano. Aquí vale la pena recordar “Luvina”
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para comenzar el camino hacia la lectura de Rulfo mismo a partir de lo que se ha dicho hasta aquí. Como se recordará, el texto inicia con la narración de un hombre anónimo, que en un bar recuenta a la población de Luvina y a su estancia en dicho lugar. El cuento completo está enunciado como una historia que se narra a un escucha casi completamente ausente, marcado solamente por un momento en la narración cuando el hombre dice “Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina”. El cuento, uno de los más logrados de El Llano en llamas, suele recibir atención por su posición como puerta de entrada a la heterotopía rulfiana, que evolucionaría hacia Comala (Durán 120). Sin embargo es notable ahí un modo de narrar que es más preciso que el de Pedro Páramo y más iluminador para entender el concepto mismo de narración en Rulfo. Es primordial al mecanismo narrativo que el hombre emerge aquí como el transmisor de la memoria de una comunidad que carece ya de un colectivo a la cual transmitirla. El lugar de enunciación del texto, el bar, donde escucha un posible viajero (cuya existencia por otra parte nunca es del todo clara, nunca se afirma la presencia del interlocutor y podría sin duda argumentarse que de hecho el hombre se habla a sí mismo) constituye una exterioridad respecto a Luvina misma. Por eso se narra en los tres primeros párrafos con lujo de detalle la experiencia física misma del pueblo: el viento “Se planta en ‘Luvina’ prendiéndose de las cosas como si las mordiera”; “rasca como si tuviera uñas” (103). La estructura apelativa de la narración en “Luvina” (el hombre que sigue interpelando “Ya lo verá usted”) apunta hacia un problema central en el concepto mismo de narración. En su notable libro Juan Rulfo, el arte de narrar, Françoise Perus recuerda que la “‘memoria del género’ [término que extrae de Bajtín] religa al cuento con la tradición oral, y con formas compositivas que descansan en la presencia física de un auditorio al que el narrador busca al mismo tiempo cautivar y sorprender” (25). Esto es un punto importante, no solo porque desmitifica la cuestión de la oralidad rulfiana al evitar la explicación etnográfica del registro regional, sino también porque permite ver dónde radica la fuerza de Rulfo en tanto estilista. “Luvina” encarna de manera particular lo que Perus llama “puesta en escena del acto narrativo” (25), lo cual a su vez visibiliza a la audiencia y la ubica en un momento concreto del tiempo y del espacio. En su propia lectura de “Luvina”, Perus sugerentemente compara la enunciación del narrador con la figura del maestro, cuyo rol es la transferencia de la experiencia del pasado
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al estudiante/receptor. Esto implica, según Perus, una estructura lingüística en la que predomina la dimensión auditiva del cuento, construida desde el coloquialismo del lenguaje y la estructura apelativa, superando incluso a la dimensión visual y sensorial del contenido de la narración (148). La descripción de Perus apunta hacia un asunto central del problema mismo del narrador y que describe Walter Benjamin en su conocido ensayo sobre el tema. Para Benjamin, “narrar historias siempre ha sido el arte de volver a narrarlas, y este se pierde si las historias no se retienen” (70). Aquí es posible llevar la lectura de Perus sobre “Luvina” a un punto de mayor desarrollo, lo cual a su vez permite ver de manera clara el ataque frontal de la forma rulfiana a la idea misma de literatura nacional. El carácter espectral del escucha en “Luvina”, así como de prácticamente todas las obras narrativas de Rulfo, desde el interlocutor de “No oyes ladrar los perros” hasta la presentación de los fragmentos de Pedro Páramo como murmullos entre fantasmas que solo se escuchan entre sí, apunta hacia la idea de una narrativa que ha perdido su sentido de transmisión y, en consecuencia, la comunidad que le da sentido. En una lectura similar, Jean Franco observa que uno de los desafíos de “Luvina” es su compleja relación con un tiempo “remoto” (que lo llamaría in-memorial) que se basa en el retorno obsesivo a la llegada del narrador al pueblo y que, más que transmitir memoria, transmite un “desvivir” (27980). Creo sin embargo que si uno se enfoca en la in-memorialidad del tiempo, se llega a la conclusión de que uno de los problemas formales manifestados por la obra de Rulfo reside precisamente en la captura de las narraciones en el momento mismo en que finaliza su transmisión (resulta difícil pensar que la historia del preso en “No oyes ladrar los perros” será transmitida por sus interlocutores) o en el espacio posterior a la comunidad donde dicha transmisión ya ha colapsado (Pedro Páramo). Es aquí que se puede leer la persistencia del tedio, la lentitud y el aburrimiento como tropos en la narrativa rulfiana y que no tienen que ver (al menos exclusivamente) con la representación etnográfica del espacio rural. En este tropo, Rulfo coincide con una intuición de Benjamin: “Si el sueño es el punto supremo de la relajación corporal, el aburrimiento lo es de la relajación espiritual. El aburrimiento es el pájaro de sueño que empolla el huevo de la experiencia. El susurro del follaje lo ahuyenta. Sus nidos —las actividades que se ligan íntimamente al aburrimiento— se han extinguido en las ciudades, han declinado también
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en el campo. Con ello se pierde el don de estar a la escucha y desaparece la comunidad de los que tienen el oído alerta” (70). Rulfo narra el momento en que el aburrimiento melancólico que antecede a la narración ha devenido ya un irreversible tedium vitae, donde ha perdido su relación con la memoria y la comunidad y solo existe como manifestación de la ruina experiencial que lo rodea. Volviendo a Perus, lo que se suspende es el sentido mismo de la función magisterial del narrador, del circuito de transmisión. En un medio literario donde la narración emerge en obras muy importantes de ficción (piénsese sobre todo en Los recuerdos del porvenir de Elena Garro) como estrategia de preservación de una comunidad ante las territorializaciones de la nación, Rulfo pone en escena no tanto la narración en sí sino el momento en el que el acto mismo de narrar deja de tener sentido. Aquí emerge una de las razones principales por las cuales la idea de “mito” es incorrecta para describir el procedimiento literario de Rulfo. Aun cuando Rulfo pudiera echar mano de algún tipo de archivo mítico (algo que, por otra parte, no es una característica particularmente obvia de su obra), lo cierto es que sus textos no operan con una función social o cultural atada al mito. Jean-Luc Nancy plantea la idea de que el discurso mítico es fundamentalmente comunitario (50). La condición moderna, continúa Nancy, está definida precisamente por la interrupción del mito, entendido este como “el pensamiento de una ficción fundante, o la fundación por medio de la ficción” (53; mi traducción). Esto tiene consecuencias fundamentales, puesto que el mito, como la narración, está conectado a la emergencia de una comunidad. En el contexto mexicano, la importancia que tiene el mito a mediados del siglo xx (central a los dos libros que rodean la obra de Rulfo en la historia literaria mexicana, El laberinto de la soledad y La región más transparente) está relacionada precisamente con el gesto romántico de una comunidad fundante. No es casual aquí que Nancy derive en parte la idea de mito de Schelling, y por ende de la misma constelación de idealistas alemanes de la que Wasser deriva su idea de romanticismo. El gesto literario romántico del que se distancia el estilo de Rulfo es precisamente el del establecimiento de un mito fundante de la comunidad cuyo efecto es el cierre de esa comunidad en el presente, el México imaginado por Paz o Fuentes en los años cincuenta. Esto lo ha señalado con gran tino Jorge Aguilar Mora, quien describe así la estética de Rulfo: “Es un ciclo monstruoso donde se confunde la naturale-
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za con la crueldad humana creando una cadena indestructible: este mundo recuerda a todos sus muertos porque no hubo paraíso original y concibe al primer hombre sabiendo que antes de él ya había muertos” (84). Por eso el mito no es operativo: aunque hay ecos de él, funciona en Rulfo a priori desde su suspensión. De nuevo Aguilar Mora: “[Rulfo] entiende que el mito ya es un híbrido, pues se presenta como una manifestación sensible, por narrativa, de esa imponderable fragua que es la vida humana. Sin embargo, arraigado a su calidad de origen y estructura, el mito es puramente contemplativo, estático; es una imagen falsa de ese proceso de creación porque le atribuye a este un origen, un origen natural de inocencia y orden” (106). Así como la narración en Rulfo está predicada desde la escenificación del acto mismo de narrar, el mito, si acaso, aparece ya como la contemplación de sí, narrándose desde la plena conciencia de su falsedad. Lo cual, a su vez, crea el imperativo de leer a Rulfo desde el procedimiento que produce su verdad narrativa y no la máscara ideológica del mito a la que la crítica vuelve tan reiterativamente. Así como Wasser busca liberar la idea contemporánea de literatura del imperativo genético del romanticismo al teorizar la heterogénesis, Nancy observa la importancia de poner en entredicho el gesto restaurativo sobre el que opera el discurso mítico: “Es aquí que debemos sospechar de la conciencia retrospectiva de la comunidad perdida y su identidad […] Debemos sospechar de esta conciencia primero que nada porque siempre parece haber acompañado al mundo occidental desde su mismo inicio: en cada momento de su historia, el Occidente se ha entregado a sí mismo a la nostalgia por una comunidad más arcaica que ha desaparecido, y a deplorar la pérdida de familiaridad, fraternidad y convivialidad” (10; mi traducción). El punto de esto es que “la comunidad no ha sucedido, o, más bien, si es que es realmente cierto que la humanidad ha conocido (o todavía conoce, fuera del mundo industrializado) lazos sociales muy diferentes de los que no son familiares, la comunidad nunca ha tenido lugar en términos de nuestras proyecciones de ellas de acuerdo a estas formas sociales distintas” (11; mi traducción). Siguiendo también la pista de Nancy, Rafael Hernández-Rodríguez observa que Rulfo procura “expresar lo inexpresable: la imposibilidad de crear una comunidad ante la ausencia de diálogo entre seres iguales y finitos compartiendo la experiencia de sus limitaciones”. Esta lectura apunta en una dirección distinta, donde el “carácter contrautópico de Comala” es un cuestionamiento ante la desacralización y racionalización del mundo en
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la modernidad y la ausencia tanto del “reconocimiento de la individualidad de cada uno de sus miembros” como “el reconocimiento del vacío dejado por la divinidad” (634). Creo sin embargo que la pista esencial de Nancy no es tanto la imposibilidad de la comunidad presente, sino, como se observa en la cita anterior, el hecho de que dicha comunidad no existía aún en la posible existencia pasada del mundo regido por la divinidad. La imposibilidad de la comunidad y la desacralización de la experiencia contemporánea son dos funciones, como observa Nancy mismo, no del fin del mito sino de su interrupción. Es decir, el procedimiento literario de Rulfo ilumina no solo la incomunicación entre los hombres, sino también la eficiencia simbólica misma del lenguaje en el que dicha conversación es posible. El sentido del estilo literario heterogenético de un autor como Rulfo, resistente de manera clara a la formulación de totalidad estética y a la imaginación de totalidad social radica precisamente en la inserción de la diferencia como mecanismo de interrupción del mito y, por ende, de lo que llamaríamos, trayendo a la mesa a Benedict Anderson, la comunidad imaginada. La fragmentariedad de Pedro Páramo pone en escena, al colapsar la función social del narrador y la posibilidad genética del mito, no solo un espacio en que la comunidad no existe, sino también en el que, como nos ilustra Nancy, no ha existido nunca. En Comala no hay origen, no hay comunidad, no hay pasado, no hay comunicación. Es una sociedad que ha estado siempre definida por los antagonismos de la modernidad. A esta dirección apunta un texto de próxima aparición de Ericka Beckman, quien plantea el doble tiempo de Pedro Páramo (el pasado caciquil y el presente fantasmático) como un registro del proceso de modernización desigual en las sociedades rurales. La relación del pasado y el presente por tanto no es una relación entre mito y comunidad sino lo que Beckman llama “una dialéctica de desposesión y abandono” (ms.). Así, concluye Beckman, la estasis temporal de la novela no corresponde a un tiempo circular o mítico, sino dialéctico, basado en la puesta en ficción de lo que llama, siguiendo a Roger Bartra, “la acumulación primitiva permanente” del capital en el espacio rural, algo que, como también podría derivarse de las fuentes narrativas de Rulfo en Escandinavia y la Europa del Este, tiene más que ver con la contemporaneidad del mundo que figura su narrativa que con el mito. Antes de avanzar hacia una mayor reflexión sobre las implicaciones políticas del estilo de Rulfo es necesario dar un paso más para comprender la natu-
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raleza formal de dicho estilo. La plasticidad de la obra de Rulfo nos obliga a no restringir su narrativa al sentido de la finalidad y la ruina, o a la postulación del puro fracaso de la comunidad. En la forma rulfiana hay también un elemento productivo que tiene que ver con el desmontaje de imaginarios de la cultura institucional posrevolucionaria. Este es un tema que ha desarrollado Heriberto Yépez en dos lecturas potentes, controversiales e indudablemente provocadoras de la obra de Rulfo. Yépez describe la técnica de Rulfo como “una forma de violencia para producir un desastre dentro de una capa de un inconsciente político y cultural. Su finalidad es destruir la encomienda y la hacienda, el lugar y el poder secretos que tiene el amo en el inconsciente. Para lograrlo, la técnica rulfiana produce un texto poético que, gracias a sus cuerdas musicales, seduce hacia el ensueño, sin que el ensoñador se percate que ha sido introducido a un proyecto de intervención psicopolítica” (“Zopilote” 371-72). En términos de la discusión que he desarrollado hasta aquí, la lectura psicocrítica de Yépez permite plantear una concepción de la forma rulfiana no solo como la interrupción del mito, desde las ideas de Nancy, o de la construcción de una forma heterogénetica basada en la diferencia, siguiendo a Wasser. Yépez plantea de manera sugerente que la obra de Rulfo, en su nivel material mismo (presente sobre todo en el sonido, algo que detalló en su momento el insuperado libro del musicólogo Julio Estrada), opera como una suspensión del efecto que la ideología de lo mítico tiene en la internalización de estructuras de poder en el inconsciente colectivo. En el recuento de Yépez, el estilo de Rulfo se basa en algo que el propio autor llamaría “intuición” (término tomado de un ensayo de Rulfo llamado “Una verdad aparente”). Según Yépez la intuición permite narrar de una forma basada en “impedir un orden circular, fisurar un cosmos cerrado” (“Zopilote” 369). En otro texto, Yépez complementa estas ideas a partir de una lectura paralela entre Rulfo y la Teoría estética de Theodor W. Adorno. Ahí, Yépez contrasta el concepto de promesa de Adorno como parte de la proyección utópica inherente a la obra de arte con el estilo rulfiano: “En las palabras de Adorno parecería que las obras estéticas hacen una promesa; en Rulfo, en cambio, se muestra que las obras de arte son hechas por la promesa. Lo promisorio no es el resultado de lo estético, como parece sugerir Adorno, sino que la promesa es uno de los materiales principales de la forma estética” (“Darle vuelo” 192). La conclusión de Yépez es que, mientras en Adorno la obra de arte encarna una utopía (que tendría una conexión con la idea de tota-
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lidad sociopolítica), “en Rulfo la constelación no traza preeminentemente una figura utópica: lo utópico es un elemento más de la constelación, no una figura resultante” (192). En consecuencia, “En Rulfo la utopía es siempre disuelta, destruida por el proceso de la forma estética; nunca queda propuesta como un destino o incluso una sugerencia” (192). Aunque el esoterismo del análisis psicocrítico de Yépez pareciera difícil de reconciliar con la noción altamente racionalista del arte desarrollada por Adorno, el trabajo del crítico tijuanense intuye mejor que casi ninguna otra lectura de Rulfo la posición de sus obras dentro del cambio paradigmático de la escritura genética a la escritura heterogenética que se opera, en el análisis de Wasser, en autores del modernismo global. Aunque las nociones de mito e inconsciente colectivo carecen hoy en día del mismo peso teórico que tuvieron en tiempos de Jung y Paz, la ubicación histórica precisa de las ficciones de Rulfo a mediados de los años cincuenta, en plena boga de estas ideas, hacen de la lectura de Yépez una guía iluminadora sobre la radical diferencia del estilo rulfiano con la escritura de sus contemporáneos mexicanos. La crisis simbólica de la Revolución mexicana se enfrentó a lo largo y ancho del espectro cultural con formas directamente relacionadas con gestos románticos. La obsesión con el mito presente en Octavio Paz, la idea del sustrato precolombino e indígena como basamento de la era contemporánea (presente en todas las teorías de lo mexicano de Samuel Ramos a Emilio Uranga y hasta en la escritura de autores tan disímiles como Revueltas y Fuentes), la idea del pasado idílico perdido por la vertiginosa modernización (que alimenta a autores como Nellie Campobello o Elena Garro) y hasta la proyección utópica de la mexicanidad como cifra del proceso revolucionario (implícita por ejemplo en el paisajismo grandilocuente de Gabriel Figueroa) son todos mecanismos interrumpidos por la “intuición” rulfiana. Por esta razón, como desarrolla Pedro Ángel Palou en un capítulo ejemplar de El fracaso del mestizo, la adaptación cinematográfica de Rulfo (Palou habla de la de Velo) puede visibilizar la constitución del poder (100), pero también fracasa porque el “trauma de la muerte colectiva” no es transferible a la pantalla (88). Incluso la adaptación más lograda de la obra de Rulfo al cine, los cortometrajes de Roberto Rochín en Purgatorio, basados en cuentos de El Llano en llamas, opera en un modo alegórico que los hace buen cine, pero también una lectura bastante infiel de la poética rulfiana. Esto se debe a lo que Yépez llama
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el “proyecto de intervención psicopoética” de Rulfo, que podría ser caracterizado también como una profunda reconfiguración del registro afectivo en el que se fundan los imaginarios del nacionalismo mexicano del medio siglo, desde el código melodramático del romance cinematográfico devastado por la relación entre Pedro Páramo y Susana San Juan, pasando por los sonidos épicos de la música nacional que encuentran contravenidos por lo que Julio Estrada llama “sonoridades rulfianas” (19), hasta la suspensión de la promesa utópica del arte nacional del muralismo y el cine de oro en la interrupción mítica y la disolución de la utopía que operan en todos sus textos. Dicho de una manera más precisa, la lectura de Yépez muestra que la forma en Rulfo es un desmontaje del repertorio afectivo e ideológico de la narrativa (y el cine y la cultura visual) mexicana, que hasta su obra se encontraba adscrita a un paradigma romántico de fundacionalismo cultural y de construcción de orígenes mitológicos y proyecciones utópicas. La lectura de Yépez atestigua que la obra de Rulfo es un paso tout court a una modernización literaria que se fundaría no en la “transculturación” mediadora entre distintas formas del capitalismo, sino, como sugeriría Beckman, en la permanente experiencia histórica de una comunidad sin utopía. Creo sin embargo que la intervención de Yépez no es legible si no se reflexiona sobre la forma en que la obra de Rulfo es productiva para pensar la imaginación política del siglo xx mexicano, sobre todo en un contexto en el que, a diferencia de mucha de la crítica escrita antes del año 2000, el problema del nacionalismo revolucionario en México y el problema de la transculturación a nivel latinoamericano, ya no tienen la valencia y el peso crítico casi autoevidente que tenían hasta bien entrada la primera década del siglo xxi. En cierto sentido, un punto fundamental de la lectura de Yépez radica en la premisa de que la obra de Rulfo no solo es una fisura de la totalidad sino en sí misma una matriz generativa o “constelatoria” como él la llama pace Adorno. Yépez observa que el tema de Pedro Páramo no es Comala sino la “historia de cómo la imaginación humana genera las grandes obras de arte”, algo similar al argumento de Perus, citado anteriormente, de la narrativa de Rulfo como puesta en escena del acto mismo de narrar. Yépez concluye: “Las palabras están llenas de muertos. Son ellos quienes están reconstelando la ilusión de este y el otro mundo. La obra de arte radicaliza esta labor re-constelatoria de los muertos. Los vivos somos sus testigos” (“Darle vuelo” 194). Yépez
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podría haber invocado aquí a Benjamín, quien observa que “La muerte es la sanción de todo lo que el narrador puede referir. De ella tiene prestada su autoridad” (75). En esta lectura, Yépez confiere a Rulfo el mismo poder que Benjamin confiere al narrador: la transmisión y preservación de un saber más allá de la muerte. Pero no es ya la transmisión comunitaria, sino la “labor re-constelatoria”, en la cual las fallidas utopías del pasado se proyectan hacia el presente. Aquí conviene tener en mente el intraducible término “affordance” que Caroline Levine usa para describir las potencialidades y latencias que existen en la forma literaria y que permiten la formación de principios organizativos a través de las redes que expanden hacia lo social (6-7). Si el corpus central de la literatura mexicana operó (con El laberinto de la soledad a la cabeza) como un archivo de formas literarias generalmente unívocas que administraban el imaginario de la cultura hegemónica del nacionalismo revolucionario, la lectura desarrollada hasta aquí sugiere que el estilo de Rulfo, al “re-constelar” a los muertos a través de las palabras, se encuentra en efecto reestableciendo las potencias y latencias del imaginario cultural de la modernidad mexicana permitiendo líneas de fuga más allá de su fijación canónica. Es, si se quiere, un gesto profundamente antimítico y contrautópico precisamente porque suspende la noción teleológica del tiempo presente como algo causalmente ubicado entre el origen remoto y el futuro prometido: es una suspensión del tiempo de la nación en pocas palabras. Si Beckman encuentra en Rulfo un tiempo dialéctico manifestado a pesar de la estasis de la acumulación primitiva permanente, esto se debe a que la forma rulfiana apela a un registro afectivo y retórico dinámico que suspende dicha estasis. La ironía señalada desde el análisis de Thakkar y el uso del sonido como afecto son dos instancias donde Rulfo activa potencialidades de esas historias sin caer en un registro mítico que les conceda una interpretación unívoca y teleológica. El carácter productivo del estilo de Rulfo es así una respuesta a la crisis histórica en la que se funda la novela moderna y que en el siglo xx en particular se piensa como una escisión entre sujeto y totalidad, a la Lukács de la Teoría de la novela, o la percepción cerrada de un “sentido de la vida” como describe Benjamin al género en oposición al narrador (82-83). Tanto Lukács como Benjamin piensan estos procedimientos con relación a la experiencia espiritual de la guerra y la crisis de la civilización, algo que, como he tratado de argumentar en otra parte, tiene su correlato en la novela de la Revolución
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en general y en Los de abajo en particular (Sánchez Prado, “Novel, War and the Aporia of Totality”). Adorno recuerda en otro texto que la novela del siglo xx solo podría continuar siendo fiel a su legado realista abandonando el realismo clásico (Notes 32). Adorno observa que, si bien desde el siglo xviii la novela ha sido la narración de las relaciones sociales, el género se enfrenta en el siglo xx al problema de la “alienación universal” de la modernidad y, por lo tanto, lo que le corresponde es confrontar una dimensión metafísica construida por una “sociedad en que los seres humanos han sido separados de los otros y de sí mismos. Lo que se refleja en la trascendencia estética es el desencantamiento del mundo” (32). Tanto en “Situación actual de la novela contemporánea” como en “Una verdad aparente” se ve a Rulfo haciendo eco de las mismas preocupaciones articuladas por Adorno. En el primer texto queda claro que Rulfo busca sustentar una fidelidad a cierto legado realista de la novela (aquél presente en las narrativas rurales centroeuropeas), y en el segundo responde a los que lo critican por escribir lo que “no ha sucedido” argumentando que el escritor opera a partir de la “imaginación, intuición y una verdad aparente” (4). Me parece claro que el estilo de Rulfo es precisamente una respuesta al imperativo de la novela del siglo xx que articula Adorno desde el ángulo teórico: la “verdad aparente” de Rulfo es el único método de reflexión sobre la sociedad en la cual los sujetos han sido alienados de su mundo, y en el cual el narrador no puede transmitir más la verdad social articuladora de la comunidad. Es el realismo de la alienación, que permite entender las ruinas del pasado para comprender productivamente los desafíos del futuro. Quizá aquí conviene recordar que aunque el enfoque de mis reflexiones es la obra estrictamente literaria de Rulfo, en realidad su intervención creativa fue mucho más compleja y multimedial. Como exploran un grupo de autores en el libro colectivo Rethinking Juan Rulfo’s Creative World, editado por Dylan Brennan y Nuala Finnegan, el concepto mismo de la obra de Rulfo debe ampliarse a una interpretación de la fotografía y el cine como íntimamente ligados a la literatura. Por ejemplo, en un ensayo en el libro, Paulina Millán muestra la amplitud de la obra visual de Rulfo, que incluye retratos de amigos, trabajo periodístico y etnográfico y otros géneros con una gran innovación técnica sobre todo en el uso de la luz (58-59). El trabajo de Millán, aún en desarrollo, apunta a la posibilidad de que Rulfo, confrontando con los límites de la novela, expandió su exploración
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del realismo hacia la fotografía y después trajo de vuelta de ahí conceptos de imagen y subjetividad para poder articular la “verdad aparente” de la que habla en ese texto. Lo que queda claro es que esta dimensión de la forma artística en Rulfo a partir de la totalidad de sus trabajos creativos apenas se abre. Volviendo a Levine y apuntando hacia la conclusión, las dimensiones metafísicas, intermediales y psicosociales de la forma literaria rulfiana no concluyen en la forma en sí, sino en el “affordance” que dan hacia el entendimiento de las gramáticas sociales. Pese al carácter icónico de personajes específicos en Pedro Páramo, como Susana San Juan y el padre Rentería, y la fascinación que han ejercido en críticos y lectores, me parece indispensable partir de la idea de Levine de que la clave de la lectura de la novela está en las interconexiones y redes que construye. Levine usa un modelo clásico, Dickens, para exponer esto, pero las consecuencias de su análisis son distintas en el contexto de un autor modernista como Rulfo. Si el problema no es la construcción de lazos sociales sino su imposibilidad, la forma rulfiana proyecta entonces no a la configuración de sistemas sociales hegemónicos sino a la visibilización de las aporías, contradicciones y violencias que subyacen dichos sistemas. Estos elementos se vuelven legibles precisamente en coyunturas como la nuestra, informada por el colapso de la eficiencia simbólica de los mitos y utopías del sistema hegemónico mexicano, algo ya discutido extensamente desde la ficción de Rulfo pero que la crítica en general no captura, por lo menos hasta intervenciones muy recientes, en términos teóricos que trasciendan la minucia historiográfica. Lo que quiero decir, por supuesto, no es que no hubiera un sentido de que Rulfo criticaba el proceso revolucionario (algo que era obvio desde la lectura fundacional de Blanco Aguinaga en los cincuenta). Más bien, es posible leer retrospectivamente latencias sociales capturadas por la forma rulfiana que han dado pie a lecturas contemporáneas de la gramática del poder mexicano del medio siglo a través de su obra. En estos términos adquiere sentido la intervención de Wasser y Levine a la luz de Rulfo. Si el paso del romanticismo al modernismo es la creación de una heterogenética que registra la diferencia y el antagonismo en la forma y en lo social, y si la forma literaria permite, en sus potencialidades, dar cuenta de distintas recombinaciones (o reconstelaciones, como diría Yépez) de la gramática del poder, la forma rulfiana es mucho más relevante como archivo de pensamiento de la configuración de las formas y matrices
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del poder político que la de cualquier otro de sus contemporáneos. Los procesos de disolución del mito y la utopía explorados hasta aquí son precisamente la diferencia central de Rulfo con sus contemporáneos y la base de la actualidad de su obra, que contrasta de manera decisiva con el agotamiento heurístico y epistemológico de muchas obras de los años cincuenta, desde la envejecida arquitectura narrativa de La región más transparente, cuyos compromisos con el mito y la utopía la hacen sonar esquemática y artificial, hasta la cuestionable tradición de la filosofía de la mexicanidad, basada en una paradójica interacción entre el determinismo social del pasado y lo telúrico y la fe utópica en la razón como redención del retraso. La obra de Rulfo, en cambio, no toma los procesos de transformación sociohistórica del México revolucionario como un hecho sino como un proceso. Al poner en escena el problema mismo de la narración, como sustentan Perus y Yépez, y al ironizar sus objetos narrados, como plantea Thakkar, Rulfo también pone en escena las configuraciones biopolíticas de subjetivación y el rol que los imaginarios culturales tuvieron en la construcción del poder soberano posrevolucionario. En estas líneas se ha desarrollado una nueva tradición crítica sobre Rulfo que postula lecturas políticas mucho más potentes intelectualmente que las heredadas de la crítica del siglo xx. En una revisión de la crítica sobre Rulfo hacia 1998, Román de la Campa identificaba tres líneas: el “desmonte de ejes temáticos” centrados en “la identidad nacional, lo autóctono, y la mera confección de lo que se entiende como ‘otredad’”, el “acercamiento a las especificidades espaciales, textuales y comparativas de textos literarios correspondientes a la modernidad latinoamericana” y “un debate sobre la nación, la mujer y la modernidad latinoamericanas que incumbe tanto al desmonte de metarrelatos como a la nueva cartografía localizante” (398). En estas lecturas de Rulfo, que en general bregaban con los límites del análisis transcultural de Rama y mostraban un enorme escepticismo a las lecturas de Rulfo en los ejes de la nación y la mexicanidad, se veía más que otra cosa la necesidad de confrontar lo que De la Campa llamaba “el impasse sobre la modernidad latinoamericana y la formación del estado/nación”. De la Campa concluía su análisis llamado a “un registro del espacio social afectivo” que tomará en cuenta el “proveer un modo de oír, escuchar, y palpar la vida —digamos la cultura— de los espectros de Rulfo” (412). Este diagnóstico ofrece un buen punto de salida que permite dar sentido a las líneas de reflexión que he
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buscado hacer confluir en este ensayo. Los estudios recientes sobre la forma rulfiana emergen de manera simultánea a nuevas formas de entender a Rulfo respecto a las configuraciones políticas del Estado en México. En términos de temporalidad, la forma rulfiana construye su historicidad a partir de la figura del eco y la repetición. La primera está conectada con el sonido como categoría de movimiento histórico. Como ha observado Fabienne Bradu respecto a Rulfo, “el eco es una forma sonora que se inscribe en el tiempo y se produce en ciertas condiciones espaciales. Por ser la reflexión o repetición de un sonido original, siempre remite al pasado” (18). El eco es crucial dentro del estilo de Rulfo precisamente porque es heterogenético, plantea desde siempre una diferencia entre pasado y presente. O, como lo pone Bradu, “el eco es una voz esquizofrénica, a un tiempo propia y ajena. La angustia nace del sentir la propia voz vuelta otra, y de escuchar la propia música prolongarse fuera de sí” (23). Siguiendo esta línea respecto a algunos puntos desarrollados anteriormente, el eco como producción de diferencia personal es precisamente la razón por la cual Rulfo construye pasado sin mito y sin teleología, porque el eco rompe la continuidad corpórea entre la historia y el presente y lo articula más bien como una repetición traumática. En esta misma dirección apunta José Ramón Ruisánchez cuando observa, en clave lacaniana, que “la lógica temporal de Comala está tensada por ‘las dos muertes’: la muerte del cuerpo físico y su segunda muerte, la incorporación de esta muerte (de este muerto) al espacio simbólico. Este espacio de la entremuerte (sobrevida) atravesado por un presente que es pura añoranza activa la curva gravitacional de la renarración” (171). Sea a través del sonido de las voces o de la reiteración de la muerte, la relación entre pasado y presente en Pedro Páramo (o en otros textos como “Luvina”) no es secuencial porque la narrativa de Rulfo construye diferencia en la renarración y reiteración, precisamente porque la doble temporalidad de su narrativa expone el carácter esencialmente heterogenético del pasado en el presente. Ambas categorías, eco y muerte, son en sí mismas temporales. La enunciación del sonido primero y su eco ocurren en dos tiempos distintos, de la misma forma que los personajes de Rulfo, en el recuento de Ruisánchez, no están muertos, si no mueren dos veces: una en un tiempo histórico y la otra en el tiempo esencialmente diferente de la renarración y la reconstelación. En Diferencia y repetición Gilles Deleuze plantea que la repetición opera el mismo evento o enunciado hacia momentos distintos de la mente precisamen-
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te por el paso del tiempo (Difference 70). En Deleuze la repetición es un proceso heterogenético porque el movimiento temporal genera diferencia. Esto tiene implicaciones respecto a dos conceptos centrales a la lectura de Pedro Páramo y otros textos de Rulfo, porque permiten pensar la relación entre presente y pasado. Uno es el concepto de memoria, que se basa, según Deleuze, en el hecho de que “el presente anterior no puede ser representado en el presente actual sin que el presente actual sea representado en dicha representación” (82; mi traducción). Dicho de otra forma, aun cuando el eco repita las mismas palabras que la enunciación original, su condición de eco ya lo ubica en una historicidad distinta. Bradu observa a este respecto: “Cada recinto, cada fragmento es, para Rulfo, una fotografía, una instantánea cuya duración no está dada por el paso del tiempo sino por una minuciosa evocación de su contenido” (66). Esta aseveración es crucial: la memoria no es un transcurrir del tiempo sino una evocación: un acto de renarración minuciosa ubicado en una temporalidad esencialmente distinta y sin necesaria relación causal. Aun en los momentos más aparentemente realistas, la narrativa de Pedro Páramo siempre mantiene hacia el lector su carácter evocativo y, por ende, no construye para el pasado el efecto de realidad que sería propio de una novela histórica. No hay momento en la narrativa de Rulfo que no esté firmemente enunciado, aunque sea como eco y evocación, desde un sentido claro del presente, disociado de cualquier relación causal o necesaria con el pasado. Esta temporalidad construye entonces términos de una segunda instancia, el destino, que no existe ya en el tiempo de la nación, con su trayectoria linear, sino en una obsesiva repetición del pasado en una infinidad de temporalidades potenciales. O, como plantea Deleuze, “el destino nunca consiste en relaciones deterministas y paso a paso entre presentes que se suceden el uno al otro de acuerdo al orden del tiempo representado. Más bien, implica entre presentes sucesivos conexiones no localizables, acciones a la distancia, sistemas en repetición, resonancia y ecos, oportunidades objetivas, signos, señales y roles que trascienden localizaciones espaciales y sucesiones temporales” (83; mi traducción). La forma rulfiana opera precisamente desde un concepto de historia similar: en vez de territorializar la memoria hacia una sucesión narrable de presentes, disloca a partir del eco y la diferencia la conexión misma entre presentes, abriéndolos todos hacia sus distintas potencialidades. En este abrir del pasado hacia distintos presentes radica un canon emergente de lecturas políticas de Rulfo que han logrado salir de los impasses des-
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critos por De la Campa. En vez de presumir la obra de Rulfo como una alegoría, lo que podemos ver es un pensamiento constituido a partir de asumir en todas sus consecuencias las potencialidades políticas que imagina la obra de Rulfo al resistir la causalidad implícita en formas mitológicas y utópicas de la narración. Algunos estudios clásicos de Rulfo, notablemente Lengua y poder en Pedro Páramo de Alberto Vital, ya apuntaban hacia esta dirección. Al analizar el famoso gesto donde Pedro Páramo juzga vengarse de Comala cruzándose de brazos, Vital propone: “Con estas palabras Pedro Páramo se convierte en el último de los personajes épicos de la literatura mexicana. […] cruzarse de brazos es un gesto épico en tanto que, por una parte, sintetiza todo el temperamento y la suerte ya echada de un hombre poderoso, y por otra, cumple el destino de un pueblo en una sola acción de un individuo” (122). Sin embargo, este destino es, como describe Deleuze en su filosofía, intrazable en una línea material concreta o, como lo plantea Vital: “El desgarramiento temporal de la novela contribuye también a expresar cómo para Pedro Páramo es imposible aprehender y entender el río de circunstancias que al fin desemboca en esa pasiva condena a muerte: las palabras, las decisiones y los actos se encuentran muy lejos de las causas en la obra: unas aparecen disociadas de los otros” (123). Esta disociación es precisamente lo que permite al lector contemporáneo salir de los impasses de la modernidad, la nación y la transculturación, que son nombres de algunos destinos precisos dentro de una constelación más amplia de potencialidades. La dislocación formal de la memoria y el destino no solo es una cuestión de forma literaria, sino también la apertura de un horizonte de re-imaginación de las formas políticas y sociales del México moderno, un “affordance” en el sentido de Levine. Esto es patente en una de las lecturas más inteligentes de Pedro Páramo en años recientes, la planteada por Gareth Williams en The Mexican Exception. Para Williams, “Pedro Páramo es la escritura de la experiencia colectiva que resulta de la transformación de la excepcionalidad soberana en una vida de ruina y muerte interminable” (22; mi traducción). Aunque el tono es violento y tanatológico, Williams observa de manera precisa el momento de la potencialidad en la novela, describiendo el momento de fiesta que justo precede el cruzamiento de brazos del cacique: “La apariencia de libertad popular en las calles de Comala […] desafía el poder soberano al sugerir la posible suspensión y alteración de las relaciones sociales entre el campesinado (los pobres)
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y la acumulación (el cacique). El breve momento de autodeterminación del pueblo (la apariencia de cracia en el demos) silenciosamente suspende (y por tanto anuncia la muerte potencial de) la voluntad y autoridad del soberano. Y él lo reconoce. El soberano incrementa la apuesta, sin embargo, y responde decidiendo abandonarlos a la ley de la muerte sin fin y sin reserva” (23; mi traducción). Esta lectura es un ejemplo fehaciente de los derroteros intelectuales posibilitados por el trabajo de Rulfo en la forma. Lo que Williams sugiere es que el logro de la forma rulfiana en términos políticos no radica en la simple crítica del orden caciquil o la alegorización del declive rural en el milagro mexicano, sino en la posibilidad de vislumbrar las potencialidades históricas suprimidas por el gesto soberano de Pedro Páramo. En este sentido releería yo la idea de re-constelación de Yépez: la novela de Rulfo permite renarrar el pasado mexicano libre de sus relaciones causales para visibilizar otras formas de subjetivación e intersubjetivación. En vez de articular la resolución de contradicciones que se implica en la función mediadora del concepto de transculturación, al enfatizar la diferencia entre los componentes formales y narrados de la historia (el tiempo pasado y presente, los sonidos y los ecos, el pueblo y el cacique, la tradición popular y la forma modernista), la narrativa rulfiana rompe los esquemas de significación hegemónica y permite vislumbrar, en los espacios sin semantizar, a veces mínimos, que separan a los ecos de sus enunciaciones y a las repeticiones de sus acontecimientos, otras formas de vida y de comunidad, que ya no están sujetas a la autoridad del pasado por el presente. No es casual que la lectura de Williams conecta su interpretación de Pedro Páramo con otro momento efímero de soberanía popular: el verano del 2005 que precedió al calderonismo y a la aceleración de la guerra contra las drogas. Una de las potencialidades de Pedro Páramo es precisamente el pensarlo en una historia alternativa de momentos de supresión que resuenan en distintos textos de la historia cultural mexicana cuando se suspenden las relaciones causales. Siguiendo la lectura de Williams y Ruisánchez, Rebecca Janzen propone otra vía. Para Janzen, “en la narrativa de Rulfo un personaje, es decir Pedro Páramo, representa un poder soberano que afecta a todos los otros personajes forzándolos a un tipo de existencia relacionado con la vita nuda [término de Giorgio Agamben] que se evidencia en las distintas expresiones corporales inusuales” (82; mi traducción). Esta expulsión del orden soberano abre, para Janzen, un espacio de interpretación en el cual los per-
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sonajes rulfianos no están sujetos a una pura lógica del poder: “estos otros personajes, aún en su estado de subyugación, tienen experiencias similares y, como resultado, se conectan y se atan entre sí y forman un cuerpo colectivo que resiste y desafía al poder soberano” (82). El análisis de Janzen descansa sobre la base de los ecos de la guerra cristera en el texto de Rulfo, ya que este cuerpo colectivo imaginado se funda en una idea de la “mala sangre” (es decir la ruptura de las estructuras de transmisión patrilineal que regirían en un orden mítico) y una forma cuasi-religiosa de intersubjetividad fundada en nociones cristianas de la vida y la muerte. Sin entrar en detalles a esta lectura, que se encuentra entre las más originales en la crítica reciente, queda claro leyendo a Janzen y a Williams que la liberación del corpus rulfiano de las premisas de teorías de la transculturación y el mito permiten postular lecturas no solo de la forma de su obra, sino de la manera en que dicha forma re-figura una serie de formas y relaciones sociales, como sugiere Levine. Volviendo a Wasser para concluir, es precisamente en esa heterogénesis de la forma, donde la resistencia a fijarse en nada que no sea la repetición como diferencia es lo que permite que tengamos un Rulfo siempre contemporáneo, que, conforme se acerca el centenario de su nacimiento, sigue teniendo claves para pensar la forma literaria y la forma social en el México contemporáneo. Podemos volver aquí al punto en el que Rulfo mismo describe su propia poética: “la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse” (Toda la obra 389). Creo que la única conclusión posible al recorrido que he propuesto hasta aquí por la obra rulfiana desde su crítica y desde la teoría literaria contemporánea radica en asumir la ética de esta aseveración: nunca cerrar el círculo interpretativo con mitos, utopías y alegorías, sino mantener fidelidad a esa puerta de escape y esa ruptura. No es sino el clamor de la forma literaria rulfiana que nos permite seguir pensando sus diferencias y potencialidades, infinitamente.
Nota: Quiero agradecer a Pedro Ángel Palou y Francisco Ramírez Santacruz por la invitación a escribir este texto y a Ericka Beckman y Nuala Finnegan por compartir trabajo aún no publicado para comentar en este ensayo.
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La lectura, a penas. Rulfo e hijos Samuel Steinberg University of Southern California
Los padres suelen aferrarse espasmódicamente a lo que en nuestra sociedad queda de la ya anticuada potestas patris familias, y todo poeta que, como Ibsen, ponga en el primer plano de su fábula la lucha inmemorial entre padre e hijo puede estar seguro de la impresión que causará.
Sigmund Freud, La interpretación de los sueños (I, 266). El deudor, para infundir confianza en su promesa de restitución, para dar una garantía de la seriedad y la santidad de su promesa, para imponer dentro de sí a su conciencia la restitución como un deber, como una obligación, empeña al acreedor, en virtud de un contrato, y para el caso de que no pague, otra cosa que todavía “posee”…
Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral (73).
Juan Rulfo realizó imágenes, y no solo mediante su cámara. Quería iluminar todo un mundo, o más bien un inframundo, en el papel sobre el que inscribía sus visiones. Su escritura cristaliza o congela todo un juego de luz y de sombra sobre el escaso trasfondo del llano. En “Nos han dado la tierra” escribe, por ejemplo: “Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde”. No sabemos dónde están ni quiénes son; se trata solamente de la luz de un instante, enmarcado de forma necesaria y también contingente. Cuando comenzamos a formar la imagen del relato ya han caminado horas, once horas de viaje, como sabremos al final “… sin encontrar ni una sombra de árbol”. Y así Rulfo nos lleva directamente al inframundo. Después de tantas horas la única presencia del mundo en este inframundo es inmaterial, una huella que viene con el viento: “Después de tantas horas… se oye el ladrar de los
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perros”, imagen que se repite en “No oyes ladrar los perros”. El ladrido es consuelo del muerto. Desde el inframundo, se presencia el sonido del mundo, o por lo menos el sonido de un mundo, al que no se puede llegar. Los escritos de Rulfo son escasos pero quizá por eso deberíamos estar agradecidos. Tengo la impresión de que no hemos acabado de leerlos. O quizá, es más: apenas los hemos comenzado a leer. Los hemos comenzado a leer a-penas, a leer a poena et a culpa. A penas, a culpa, nos hemos quedado con Rulfo como una morada en espera de la lectura de su texto y con el fin de continuar esa lectura. Nos hemos mantenido en suspenso ante las vicisitudes de su pensamiento y ante su objeto reflexión. Fatalmente, nos hemos quedado con la obligación de restituir su relación con este mundo y con los objetos y los nombres de este mundo. Nuestra lectura ha tenido lugar a cierta distancia y mediante la obsesiva e implacable revisión secundaria —prefiero no domesticar esa lectura en llamarla “adaptación” ni “intepretación”— que prolifera en la estela de su pequeña obra. Sus textos son los que nos encontramos a duras penas de relacionar con el mundo de su lectura. La figura del llano fluye a través de este escrito, un mundo devastado, en el que la superficie de escritura rulfiana se lleva a cabo, un sitio para enterrarse y desenterrarse, de suspender la lectura de su inscripción. La figura del llano arde a través de este escrito; el llano instancia la catacresis radical donde el agua y el fuego se encuentran sin aniquilarse el uno al otro como metáforas rotas para referirse a un mundo que deniega el lenguaje. La lectura que hemos establecido para nosotros mismos así inventa mediante la superficie una profundidad: la pantalla de cine, el texto fotográfico, las cartas de correspondencia, la niñez del autor. La escritura de Rulfo se ha presentado ante la expropiación, se ha presentado a la excavación de su condición vital, entendida, por un lado, como su existencia en cuanto función de la vida de su autor, y por el otro, como la inscripción de las fuerzas históricas cuyo rastro lleva. Tales son las diversas “canciones lejanas” que recorren nuestro pensamiento de Juan Rulfo. La operación de la lectura, que apenas ha ocurrido, ha ocurrido a penas, mediante la producción en exceso de la relación de la fantasmagoría de Rulfo a un reducto reconocible y clasificable. Nos enfrentamos, desde quizá siempre, con el aparente declive de nuestro quehacer literario, así como la obligación de recuperar y defender sus restos. La aparente necesidad de justificar la perseverancia de esta reflexión
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podría revelar la intempestiva contemporaneidad del pensamiento humanístico en y sobre México, que desde un comienzo —y con creciente intensidad a lo largo de las épocas liberal y revolucionaria— se afirmaba en nombre de un deber público y de la constitución de un parentesco simbólico para dejar en suspenso la cuestión de su deuda, por así decirlo, el problema de su producción como gasto material-económico. Efectivamente, mientras esta lógica acompaña la consolidación de las literaturas modernas en la época del nacimiento del Estado-nación, regresa y con el fervor de un criterio, en relación al cuerpo de la así llamada “literatura del tercer mundo”. De esta manera Jameson habló en términos normativos de cómo “toda literatura tiene que leerse como meditación simbólica en torno al destino de la comunidad” (The Political Unconscious 70; mi traducción). Sin embargo, por otro lado, unos años después Jameson sostendrá la relación especial entre la literatura del tercer mundo y un alcance regulatorio por encima de la escritura y su consumo. Escribe, por ejemplo, que “la historia de un destino individual y privado es siempre una alegoría de la situación conflictiva de la cultura y la sociedad públicas del tercer mundo” (“La literatura del tercer mundo” 171), idea que sirve para avanzar lo que describe como una “hipótesis general”: “Todos los textos del tercer mundo, quiero proponer, son necesariamente alegóricos y de un modo muy específico: deben leerse como lo que llamaré alegorías nacionales, incluso —o tal vez debería decir particularmente— cuando sus formas se desarrollan al margen de los mecanismos de representación occidentales predominantes, como la novela” (170). De esa forma, la literatura, entendida como reflexión metafórica de las condiciones totales del entorno nacional, sería estrictamente ideológica y ofrecería su mediación ficticia como efecto superestructural de lo Real que lo escapa. Reproduce material y temáticamente su propia subordinación al deber social a través de la que justifica su existencia, una condición de lo Real mucho más imponente, se imagina, en el Tercer Mundo. Franz Fanon, escribiendo en un contexto bastante diferente, ofrece otra inscripción de este deber, proyectando el vínculo entre los mundos (tercero, por un lado, y el mundo como tal, por otro) como una “responsabilidad” explícita: “La responsabilidad del hombre de cultura colonizado no es una responsabilidad frente a la cultura nacional, sino una responsabilidad glo-
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bal frente a la nación como un todo…” (213-14). Al mismo tiempo, este complejo de culpabilidad, deuda, y deber entorno a la agnación simbólica del pueblo, así como el futuro de los lazos sociales, se dedica al servicio de la meta más alta de la libertad misma (aunque no la gane). Por su parte, Jameson vinculó lo literario a “la lucha colectiva de arrebatar el reino de la libertad de un reino de la necesidad”, incluso si esa lucha fuera de por sí la condición de la auto-justificación de la literatura. Lo literario persiste como el pago de una deuda con nuestro mundo. Le debe algo al mundo con el que guarda una relación incierta y esa es la fuente de su pena. La nuestra, entonces, comprende una época en la que la persistencia de ese deber se ha vuelto mero hábito, en la que su servidumbre ante el horizonte conceptual de la libertad se parece cada vez más a la servidumbre misma. La deuda, por su parte, es la faz económica de lo que podría ser llamado también deber, un destino, como Giorgio Agamben nos ha recordado recientemente, del officium u “oficio”1. Ya en 1990 Roger Bartra comenzó a preguntarse sobre el estatus de ese significante cuando se dio en el Metropolitan Museum of Art cierta exhibición bajo el título de “Mexico: Splendors of Thirty Centuries”. Para entonces México ya había comenzado, inexorablemente, a enfrentarse al interregno político y su apariencia en la así llamada cultura nacional. Como ha escrito, ya hace algunos años: Así como hay un oficio divino que con rezos, salmos y cantos marca las horas canónicas, hay también un oficio mexicano que acota el tiempo nacional acorde con los cánones oficiales establecidos. Hay un oficio mexicano que cuenta y canta los esplendores nacionales. Ese oficio mexicano es la cultura oficial que imprime su nihil obstat a las obras del tiempo. Ese oficio mexicano es el que decreta que México ha resplandecido durante treinta siglos (32).
El oficio mexicano convoca (o convocaba) un procedimiento retroactivo desde una lógico nominalista, es decir, hegemonizante, mediante la cual se establece la expropiación de todo artefacto “cultural” de nuestro tiempo y de todos los demás tiempos: “es desde nuestro aquí y ahora —desde la perspectiva del Estado mexicano actual— que tienen sentido unitario los 30 siglos de arte mexicano” (33). 1
Ver Opus dei, capítulo 3.
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“Pero”, escribe Bartra, en un texto que desmiente su vencida edad, “el Estado revolucionario toca a su fin y el oficio mexicano se convierte en un oficio de difuntos” (42). Nos ha abandonado para amenazar con dejar ilegibles los textos de su tradición. Así Bartra encuentra la paradoja del fin del oficio mexicano. Escondido detrás de los “splendors of thirsty centuries [sic]” se distinguen los “miseries of thirty centuries” (43). Esta perspectiva, sin embargo, todavía ve la modernidad desde un humanismo según el cual una modernidad moderna se mantiene como desiderátum explícito. De esta forma el ensayo de Bartra se somete nostálgicamente al oficio en el sentido más fuerte para ofrecernos la simbolización de una modernidad cuya final realización material se asume como el proyecto de la razón estatal mexicana. Debemos considerar la certeza del error tipográfico. Los siglos han sido sedientos (y nunca han sido treinta) aun en su esplendor. La por otra parte crítica intervención de Bartra con respecto a la relación entre la así llamada cultura y el así llamado poder político en México pone la crítica al servicio de la ley a la que no puede sino dirigirse, cuya pulsión hacia la expropiación no se puede suspender o evitar. Dicho de otro modo, Bartra confirma un compromiso con el orden social adecuando el lazo social existente, bajo formas actualizadas: una jaula más grande para guardar la melancolía, otra figura del katejón para organizar las postrimerías de la modernidad política. En cualquier caso, para Bartra la responsabilidad de “re-pensar la mexicanidad” se asume como deber para aceptar la servidumbre del pensamiento ante lo que resulte capaz de someterlo. En el registro de “mexicanidad” esto implica cumplir con un principio hegemónico en el sentido más básico. Pedro Ángel Palou ha escrito de su persistencia mediante el índice del “mestizo”, el cuerpo simultáneamente material y teórico que se ha posicionado históricamente como el objeto mismo del deber hacia el lazo social (así como un chantaje emocional). El estudio de Palou busca arruinar lo que él designa como un significante maestro (“mestizo”). Cualquier otra cosa, la sugerencia parece ser, es la aceptación de su mando y por lo tanto el comando de la forma estatal mexicana y de sus dispensaciones soberanas altamente dispersadas. Escribe Palou, “No hemos desarrollado una forma para pensar el Estado mexicano, hasta hoy, fuera de las categorías que ese mismo Estado ha producido para reproducirse” (29-30). Es, insiste Palou, una tarea pendiente, en curso, un acto político post-identitario. Es decir: abandonar el oficio. El
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fracaso del mestizo como figura de lazo social mexicano (agnación, parentesco, kinship), es decir, como una metáfora de la igualdad social, genera la obligación de lectura que redima este fracaso. La metáfora fracasa, apenas funciona, así que funciona a penas, a culpa. Ya lo sabía Rulfo, si quizá nuestra crítica de él apenas lo haya entendido. Las letras mexicanas han sido históricamente ligadas a la ley de la necesidad, la fuerza de la herencia y, por lo tanto, a su servicio al orden mexicano del ser. La escritura es capturada y solo legible según cierta institucionalidad mexicanista (o a veces latinoamericanista) que durante mucho tiempo ha estado orientada por el horizonte de la mexicanidad, entendida como el discurso melodramático del ser. En lo que sigue propongo localizar —encontrar si no revelar— en la obra de Rulfo una secreta contra-tradición, una contraherencia, irónicamente encarnada por uno de los escritores más canónicos y por lo tanto domesticados de México. Como escribe Patrick Dove, “Una de las ideas más persistentes en la crítica de Rulfo ha sido que el autor se encuentra en el cruce entre las tradiciones ‘tradicional’ y ‘moderna’ literarias” (Catastrophe 101). Tomo la observación de Dove como la potente identificación de una mala lectura casi compulsiva de Rulfo que ha adoptado durante mucho tiempo un modo culturalista dedicado a la idea de que la literatura de alguna manera sirve como compensación por una modernidad que se supone es incompleta o sin cumplir. De esta manera, la literatura aparece en el horizonte de una expropiación simbólica entendida como restitución de la justicia. Está obligada por esa misma medida. De hecho, Dove pasa a argüir de forma convincente que la escritura de Rulfo representa algo así como un reto decisivo para, como él dice, “precisamente esa idea de que el arte puede compensar las catástrofes de la historia” (103). A través de la obra de Rulfo, voy a sugerir la posibilidad de una lectura neurótica —y por lo tanto anómica— que va en contra de la obligación que une la escritura a la futura estabilidad de la comunidad. En Rulfo siempre estamos demasiado cerca del sueño y lo sabemos. La tendencia en el cuerpo de crítica para tratar de calcular de forma convincente la relación entre el trabajo de Rulfo y su —nuestro— mundo es lo suficientemente pronunciada para ser leída como un síntoma importante de algo así como una evasión generalizada de su escritura. Sin embargo, el ensayo de Ángel Rama sobre el cuento que comentaré abajo, “No oyes ladrar los
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perros”, establece una aproximación a esta obra que se adentra directamente en su sustrato traumático y onírico. Esta reflexión sobre Rulfo siempre estaba ya allí, en el sustrato del texto mismo o en la superficie de su llano. La temprana recepción de El Llano en llamas captura lo que parece haber sido la violencia perturbadora de la escritura de Rulfo. Emmanuel Carballo escribe del aspecto “sorprendente” de la obra, su abandono de cualquier deber de “adoctrinación ética o pedagógica”, mientras que, sin embargo, Carballo regresa a los hábitos de siempre para ofrecernos un Rulfo de la “mexicanidad”, aunque bajo su ahora más espaciosa y flexible dispensación: “[Los cuentos de Rulfo] aluden a lo nuestro no con ostentación farisaica, sí con la valiosa humildad que hace lo suyo sin importarle las aprobatorias miradas circundantes […] Sin falsear la esencia de la realidad ni de los personajes, logra ofrecer una acabada galería de caracteres, una atmósfera inconfundible de mexicanidad” (29). Lo nuestro (lo que se exige). Aunque también con cierto humanismo, Jean Franco retoma las observaciones de Carballo a modo de acercarnos a lo que yo llamaría la inflexión poshegemónica de la narrativa de Rulfo mediante las figuras femeninas en su trabajo (aunque tal vez su propia conceptualización cede demasiado en instituir lo femenino como reserva metafísica de la transgresión constitutiva): “Rulfo establece lo femenino (que evidentemente no abarca solo a las mujeres) como la antítesis de una moralidad esclava, como un terreno privilegiado en el que se ofrece resistencia tanto a la violencia del Estado como a la violencia del anti-Estado, y donde la responsabilidad llena el vacío ético dejado por la secularización, y que la violencia y la venganza no pueden suturar” (282). Más cerca todavía, el prólogo de Jorge Ruffinelli a la Obra completa señala la importancia de la figura del padre en la obra de Rulfo en relación con el Estado paterno de México (xix). Pero habrá que deformar la aparente sencillez de la alegoría. ¿Creemos, realmente, en la agnación, en el kin nacional? Juan Preciado se encamina a Comala, a petición de su madre, quizás partiendo de Sayula. Allí se encuentra con un arriero que lleva un nombre que también evoca cuestiones de economía y de valor, Abundio. Como todos los demás, es un hijo de Pedro Páramo (todos somos hijos de Pedro Páramo); la época del año es más o menos específica, aunque sea lejano “ese tiempo de la canícula” —los días caninos de agosto—. El pronombre demostrativo afirma su distancia relativa. La asociación proviene de la constelación de Orión y es
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de origen griego. (Se halla, seguramente, en la Ilíada). Su lugar de encuentro lleva el nombre redundante de “Los Encuentros”, el título demasiado literal, a su vez, de la encrucijada que designa. Ambos se dirigen a Comala. El hermano, el otro: cuando por primera vez los encontramos, ellos ya saben que son hermanos, pero los lectores no. El capítulo está fuera de orden (como el capítulo anterior, como el libro entero), por lo que, tal vez, es un tanto más desconcertante o extraño que, al preguntarle el otro sobre el nombre de la ciudad que se ve por debajo de ellos, le responde Abundio a él de “señor”: “Comala, señor”. Es algo así como Caronte, que ofrece un medio de transporte hospitalario al inframundo, una translatio que también es un tipo de traducción, una cruda figura de la operación del texto en el que un mundo heterogéneo halla su lugar de encuentro sin mediación final:2 —Hace calor aquí —dije. —Sí, y esto no es nada —me contestó el otro—. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al Infierno regresan por su cobija.
Aparece en la edición Cátedra una nota, sin embargo, hostil: “cobija: Mex., manta para abrigarse que se usa sobre todo en la cama”, como figura de la no traducción. “Cobija” le pertenece al inframundo, todavía ilegible. Un término que no “nos” pertenece y que apenas entendemos. Sin embargo, aquí tampoco tenemos opción y por eso la edición Cátedra ya ofrece una lectura equivocada. “Cobija” es herencia y futuro —así que es un espectro— porque todos somos hijos de Pedro Páramo. “Váyase al carajo”, ya nos replicó Abundio tanto a Juan Preciado como a los lectores y a los editores de Cátedra. “Todos somos hijos de Pedro Páramo” es una condena —una de muchas de la obra rulfiana— que figura la relación que rige un “nosotros” así como la relación de ese “nosotros” al mundo. Hemos aquí desde el comienzo no con la fábula de la identidad mexicana que muchas veces se lee en Pedro Páramo, sino con su imagen crítica, violentamente expropiada de su uso instrumental. Esto no implica una mera reflexión teórica en torno a la identidad sino una 2
Ver Williams 21.
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investigación dirigida a la identidad de la identidad: ¿cuáles son las contradicciones veladas allí aún después de haber expuesto una resistencia o un hartazgo ante ese significante? Rulfo, al escribir que “Todos somos hijos de Pedro Páramo”, no convoca bajo la expresión de parentesco, agnación o kin, al pueblo mexicano y su herencia común sino la destitución de cualesquier herencia. Como recién ha notado Marco Dorfsman en un estudio parteaguas de las letras mexicanas, la herencia debería marcar “la identidad entre el testador y el legatario” (19), pero no es así. Escribe Dorfsman: “Uno no hereda; uno se pierde a sí mismo ante la herencia” (22; mi traducción). La identidad debería ser asegurada por la economía de la herencia, pero no. En parte, quizá, porque a la misma vez la identidad en sí mismo resulta una propiedad, una pertenencia que remite a un principio. “El principio”, escribe, por su parte, Heidegger, “de identidad habla del ser de lo ente. El principio vale solo como ley del pensar en la medida en que es una ley del ser que dice que a cada ente en cuanto tal la pertenece la identidad, la unidad consigo mismo” (67). Tanto la herencia como la identidad son figuras de una economía de referencia. Bajo cierto riesgo de ofrecer el significante “identidad” al ridículo, o de provocar a los detractores, parecería que la tarea actual nos obliga a considerar la identidad hegemónica, o de lo contrario la identidad no-hegemónica (subjetividades resistentes, subjetividades al margen de la hegemonía, etcétera). La exigencia que rige nuestra labor sería la cohesión de una constelación de preocupaciones relacionadas más o menos al problema de la soberanía y la identidad nacional que podríamos llamar el tema del sujeto melodramático, que tal vez debería ser considerado como un pleonasmo, en cualquier caso. Vamos a tener que lidiar con las lágrimas de nuestra supuesta subjetividad en la escena cotidiana del ser insoportable, o de ser insoportable en el mundo. Este, insisto, ha sido el objeto de la obra de Juan Rulfo. Para decirlo con las palabras de Dorfsman, una herencia que no merezco y cuya existencia se impone como deber desgarrador: “… una herencia, como la muerte, siempre es inmerecida, simplemente llega como una exigencia que difiere de y difiere, una dif/herencia. No es de extrañar que el legatario está dividido, desgarrado” (20). Rulfo ya nos mostró que todo deber a la herencia es ser para la muerte. La lectura de la identidad habrá sido una de sus prácticas. Al pensar la forma en que en el texto literario hereda la identidad, nos hemos entregado a la exigencia de pensar las identidades y las naciones. Pero lo que creo que es el
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problema más urgente ante nosotros es más bien la temática de la identidad como una instancia que rige el texto, la banalidad, en el caso de Rulfo, de los retornos a Comala, al comal, en lugar de enfrentarnos finalmente, sin herencia, al infra-mundo en el que Juan Preciado se mantiene, sumido en el deber interminable. En lugar de la cuestión de cómo el texto representa como normativa una identidad y entonces la relación del texto con el margen que lo supera, también podríamos recurrir a la identidad del texto, oculta para nosotros en la lectura de la identidad. La identidad —en cuanto hecho tautológico de ser— es la vida bajo el dominio de un punto muerto (con el pretexto de la temática literaria que llamamos identidad). La identidad relacionada con el más allá de la subjetividad habrá alegorizado y también oscurecido el despliegue temporal y espacial a través del lenguaje que sucede según el principio que llamamos identidad. La identidad recoge el texto y lo refiere a principios, a los orígenes de que no puede escapar (especialmente, como veremos, si se trata de un texto del tercer mundo). Esto es una manera de leer las afirmaciones de Jameson en la apelación historicista de principios: “toda literatura tiene que leerse como meditación simbólica en torno al destino de la comunidad” (The Political Unconscious 70; el énfasis es mío). En la persistencia de tales alegorías de identidad —es decir, de la herencia— la literatura sigue siendo lo que es: auto-familiar, idéntica a sí misma y al mundo del que está, desde hace mucho tiempo, ya muy lejana. Podríamos entonces leer su errada traducción al inglés mediante su fidelidad a una ley más imponente que las meras costumbres de la lengua3. Al llevar al inglés una de las obras maestras de la tradición literaria mexicana, Margaret Sayers Peden captura sintomáticamente la exposición de la obra literaria a la obligación interpretativa que la une a nuestro mundo. Del mismo modo que las palabras mismas parecen ser destinadas a abrir hacia otra escena más histórica de la expropiación (el problema nunca resuelto de la tierra, de la distribución de los bienes), también ponen de manifiesto una relación peculiar con la ley, la necesidad, y por lo tanto, una vez más, establecen un vínculo entre la obra literaria y el mundo en el que se lee4. Como David E. Johnson comenta otras peculiaridades de la traducción (“Mexico’s Gas” 150-51). Aquí tengo en mente lo que ha dicho Johnson en otro lugar: “Literature, then, is both powerful in that it can say everything and impotent in that it makes no claim to truth. Consequently, one can always act as if literature makes no difference” (“As If, As Such” 387). 3 4
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bien se recordará, en las primeras líneas de la novela Juan Preciado hace una especie de juramento mientras asiste al lecho de muerte de su madre: “Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. ‘No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte’” (Obra completa 109). Sayers Peden traduce el pasaje de la forma siguiente: “I squeezed her hands as a sign I would do it. She was near death and I would have promised her anything. ‘Don’t fail to go see him,’ she had insisted. ‘Some call him one thing, some another. I’m sure he will want to know you” (Pedro Páramo 3). Este futuro encuentro obligatorio entre Juan Preciado y su padre —con estos u otros nombres— concierne el placer del otro que no está presente y cuya demanda espectral abre el texto y promete la entrega de todo al placer del otro: “Estoy segura de que le dará gusto conocerte”. Tal es el placer de Pedro Páramo y solo de él; sería la apropiación del hijo en los términos del placer que le daría a Pedro Páramo conocerlo. Esto, desde luego, no puede dejar de consignar al hijo, por último, incluso en el encuentro afectivo, al poder del padre, es decir, en Rulfo, a la muerte eterna que también es decir, el eterno no-Ser. “Por favor, cumplir con la exigencia del padre, con la obligación de conocerlo por el placer que le dará”. Sin embargo, hay otra razón, una razón más profunda y que va en contra de la ley por la que se exige este encuentro. Dolores Preciado, ahora más cerca de la muerte, va a admitir esta verdad, porque es una verdad violenta, pulsionada al vuelco del robo de la tierra y la herencia. Al corazón de la ley de Pedro Páramo siempre está la expropiación de los expropiadores. Por lo tanto, el discurso del lecho de muerte da paso rápidamente a la demanda de lo que podríamos llamar la justicia, entendida como la expropiación en una orientación algo más histórica: “No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro” (Obra completa 109). Esta demanda conduce a Juan Preciado hacia el no-ser, la expropiación de la nada5. Me parece que esta observación comparte el camino de la lectura espectral de Palou (capítulo 3) en torno a Pedro Páramo y su adaptación cinematográfica porque debe entenderse como otra especie de hijo, otra variante de traducción. 5
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Sin embargo, la traducción de Sayers Peden se compromete a la interpretación de este texto que ha orientado la reflexión durante demasiado tiempo. Oscurece la cuestión del placer (“Estoy segura de que le dará gusto conocerte”) y pone en su lugar una relación de deseo y preferencia (“Estoy segura de que quiere conocerte”). Esta última prestación del texto original mantiene algo de su resonancia coloquial (aunque de modo desconcertante “conocerte” se traduce como know you en vez de meet you) y naturaliza la situación de Pedro Páramo mismo de mando soberano: “¿qué quiere el soberano?” Por tanto, esta versión en inglés elude su apertura —enterrada, a-penas perceptible— del texto a la posibilidad de su perversión, entendida en el sentido psicoanalítico que exploraré más adelante y por lo tanto oculta una vez más la relación entre la literatura, especialmente la literatura mexicana, y la ley que la ordena. La demanda de entregarse al placer del otro se convierte en la naturalización y ahora la demanda neutral del soberano. En la traducción, Sayers Peden adopta correctamente el fallo prevaleciente para leer un perverso apego a la ley en este texto y por lo tanto el texto se convierte en la escena de su repetición. Es cuestión de herencia: Pedro Páramo se atrapa en la repetición exigida por las relaciones de agnación. ¿Por qué salió tan mal la tradición que lee este texto y por lo tanto su posterioridad en la traducción? Tal vez la misma cosa que le salió tan mal a Juan Preciado. A primera vista, parece, una herencia se rompe o se interrumpe para la familia Preciado y para todos nosotros. Sin embargo, no olvidemos que todos somos hijos de Pedro Páramo y por lo tanto somos todos hermanos. Así Rulfo señala la consanguinidad opresiva que nos une a todos. Tal interrupción o usurpación de legado se figura de forma central por la herencia que debería pertenecer a la familia Preciado si no fuera por el robo de Pedro Páramo. La usurpación se registra incluso en lo onomástico: el único hijo legítimo de Pedro Páramo, Juan Preciado, no lleva el nombre de su padre. Desde el principio, esta herencia rota divide la obra, en virtud de la demanda de la restitución de su orden, una promesa que Juan Preciado nunca pensó cumplir, promesa sin cumplir que, a su vez, recuerda otra promesa rota de la novela, el acuerdo entre Dolores Preciado y Eduviges Dyada de no dejar detrás a la otra para contemplar el ser: “Nos hicimos la promesa de morir juntas” (Obra completa 114). En particular, la lectura del cuento “No oyes ladrar los perros” que ofrece Pedro Lasarte invoca —y en la clave demasiada identitaria de su “preocupa-
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ción americana”— con “una ruptura, una discontinuidad histórica o cultural. Al cuestionar alegóricamente el controvertido origen de México, el texto rulfiano inscribe esta preocupación americana dentro de las inquietudes de la literatura y la escritura moderna” (112-13). No me interesa nada de eso, lo que creo que Patrick Dove tenía en mente cuando cortésmente rechazó tales “lecturas bastante estandarizadas” (“Reflections on the Origin” 92). Sospecho que son estas las lecturas que exigen la adhesión del texto a la ley, a la exigencia de cumplir con su deber, no solo de la mexicanidad, pero del deber-en-general que exige que “toda literatura tiene que leerse como meditación simbólica en torno al destino de la comunidad” (The Political Unconscious 70). Sin embargo, “lo nuestro” ya no es el archivo de nadie, y solamente podría creerse como tal armando una relación perversa al deber. Pensar el destino de esta relación, entendido como una sobre-identificación con la ley, es precisamente el objeto de Pedro Páramo. Y para servir al goce del otro: “Es el sujeto que se determina a sí mismo como objeto en su reencuentro con la división de la subjetividad” (Lacan 207). Si el texto rulfiano ha de ser una alegoría, no se dedica —precisamente— a “lo nuestro”, sino a lo del otro. Esta escena se repite, de forma primordial, en otros escritos de Rulfo: Ignacio, el hijo de un padre sin nombre, lleva cierta culpa y en el sentido más común del significante (la responsabilidad). Su padre enumera parcialmente las actividades y los eventos de los cuales es culpable y por los cuales es responsable: “… allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: ‘Ese no puede ser mi hijo’” (Obra completa 76). Ignacio es el responsable de la muerte de la madre, o casi el responsable, después de que el hijo que casi nació, o que nació apenas, la mató a ella y sí mismo durante el parto mismo: “El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas” (77). El otro ha satisfecho la deuda, sin embargo Ignacio no. Escribe Freud: “[Entre los beduinos] en caso de muerte de un individuo del kin no se dice: ‘Ha sido derramada la sangre de este o de aquel’, sino: ‘Nuestra sangre ha sido derramada’. La frase hebrea con la cual se reconoce el parentesco de linaje reza: ‘Eres mi hueso y eres mi carne’. Kinship significa entonces tener parte en una sustancia común” (137). La obra de Rulfo habrá sido una reflexión en torno al kinship (parentesco, linaje, estirpe, vida-en-
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común) y no, como han sugerido otros muchos, sobre nuestra exigencia de que su obra, al igual que todos los demás, ofrezca la mediación final entre algo autóctono y lo moderno, que simbólicamente o realmente resuelva una contradicción. Para Rulfo, no hay relación social sino intemperie absoluta, abandono real, esa “única esperanza” que a veces se vislumbra en sus textos, pero entonces, solo como una secuela, solo intempestivamente. Es una cuestión de reconocimiento de que uno vea la “esperanza” y después de que uno la reconozca como “única”. En la obra de Rulfo se presenta un momento capturado que ya no puede habitar su esperanza pasada, un momento exiliado de la promesa, que es decir, el abandono. Incluso en lo formal, sus narrativas comienzan cronológicamente después de una cierta esperanza que solo se puede reconocer por su pérdida. No puede suceder de otra manera. Esa es su sustancia común, por lo que quiero decir que es la sustancia común a las obras de Rulfo. Pensemos entonces en la reflexión del mismo Rulfo en torno a la sustancia común. El padre sin nombre habla con su hijo moribundo: “He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: ‘¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!’” (76). Aquí pronuncia el fin de la sangre tanto en cuanto metáfora como en cuanto material del kin. Es más: que la sangre compartida deje ligarnos en el linaje y que produzca la mortificación del hijo. Hemos aquí el padre más decepcionado asistiendo a la muerte del hijo: “¿Y tú no los oías, Ignacio?… No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza”. La esperanza, a penas —o ni siquiera la esperanza—. “No oyes ladrar los perros” lleva un título tan hermoso y tan simple que es irónico, o tal vez incluso erróneo. Sin embargo, creo que por esa misma razón casi nunca pensamos en ello. No es el caso, de un modo sencillo, que Ignacio, el hijo, el “tú” al que el título se dirige, simplemente no oiga los ladridos de los perros. Es decir, el título, las palabras pronunciadas por el padre al hijo, son de alguna manera más cercanas a “Oyes que ladran los perros”. Efectivamente el padre sospecha que su hijo haya oído ladrar a los perros, pero en lugar de responder a su padre en su búsqueda de esperanza, permanece en silencio ante la pregunta de su progenitor. La demanda del padre es que el hijo responda a su pregunta. ¿A quién le importa si los perros —algo parecido a un animal totémico en la obra rulfiana— ladran? El padre
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carga al hijo sobre sus hombros y espera su muerte. En esa espera, cumple una responsabilidad a la que nadie va a dar testimonio. Su deber no es el que esperamos —cargar a su hijo en búsqueda de la supervivencia— sino a lo que queda de la sociedad de la que están en éxodo: la mortificación de su hijo. También había perros ladrando, allí donde comenzaron a caminar, uno podría imaginarse, pero el padre sigue caminando. El abandono es su deber. El texto evoca aquí cierta inversión de la huida de Eneas y su padre en la Eneida: “Ea, padre querido, monta sobre mi cuello. Te sostendré en mis hombros. / No va a agobiarme el peso de esta carga. Y pase lo que pase, / uno ha de ser el riesgo, una la salvación para los dos” (líneas 706-08)6. Y sin embargo, más significativamente, el título se dirige al lector, el “tú”, como borramiento de su experiencia. Son solo dos, viajando juntos, cuando el hijo llega a ser “nadie” un poco como “tú” no eres nadie que no oye nada, que no contesta nada: “… nadie le contestaba”; él no contesta y se convierte en el otro: “… el otro se quedaba callado” (75). Resulta que el padre comienza a creer que el hijo, Ignacio, el otro —nadie— simplemente guarda silencio como desobediencia final, último acto de maldad, un último acto de rebelión e incluso mezquindad aun ante el hecho de su propia muerte, sobre el lecho de su propia muerte, cierta repetición de la repetida afirmación con la que Nietzsche termina La genealogía de la moral: “… el hombre prefiere querer la nada a no querer…” (186). Es la consecuencia fatal de cualesquier fuga hacia el abandono. El padre no quería salvar al hijo, pero se lo debe a la madre: Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas (76).
Hay así la cuestión del deber en su relación económica a la mortificación y la culpa. En salvar al hijo el padre habrá pagado la deuda a la madre para salvar su sangre en él. Sin embargo, no es eso lo que ha hecho y sería ingenuo 6
Le agradezco a Jacques Lezra por sus comentarios perspicaces al respecto. Véase Rama 8.
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pensar que lo fuera. El padre ha pagado la deuda del hijo, ha cumplido el deber con él —la mortificación— y solo cuando él se muere en el camino a Tonaya. Así la escritura de Rulfo se impone como reflexión de algo más bien originario: deuda, deber, culpa (Schuld). Desde la culpa uno debe y en el caso del padre solo debe mayor culpa. La deuda siempre se paga, pero nunca se paga por completa. En este sentido, “No oyes ladrar los perros” recuerda ese angustioso sueño del capítulo final de La interpretación de los sueños, que, escribe Lacan, “unit un père au cadavre de son fils tout proche, de son fils mort” (42). Sigue Lacan, “Le père succombant au sommeil voit surgir l’image du fils, qui lui dit —Ne vois-tu pas, père, que je brûle? Or, il est en train de brûler dans le réel, dans la pièce à côté” (42). El sueño, por su parte, recuerda la concepción somnambular de la relación que plantea Rulfo entre vida-mundo y texto. Escribe él: “La novela, como todos ustedes saben, es un mundo donde el ensueño se confunde algunas veces con la vida” (Cuadernos 169). El padre prolonga su sueño, prolonga la lectura en su postergación de lo Real. A través del itinerario, el hijo en llamas se le aparece sobre el llano y en su cuerpo —a través de la prolongación de este viaje— una especie de justicia se ofrece a la madre, a Tranquilino, al otro hijo que nunca llegó, y a todo el mundo. Ne vois-tu pas, père, que je brûle? Esa es la pregunta que no se hace a la que responde el padre: “Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio” (74). El padre aún no se ha dado cuenta de que ha cumplido una obligación completamente distinta, ha pagado una deuda diferente, porque el sueño de Tonaya le ha mantenido en suspenso, dentro de la textura del sueño y por lo tanto lo ha detenido en su intento de remitir el pago por las “puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas” que le debe a Ignacio. Por cierto, no son perros, en cualquier caso, sino cierta referencia al ser. Los perros se refieren a la creación de algún objeto entre la mimesis y diégesis como un índice del ser, tanto dentro del mundo del cuento como en el mundo en el que el cuento se puede leer (nuestro entorno, por así decirlo). El neurótico, señala Bruce Fink, está motivado por la cuestión del ser, pero esa cuestión adquiere una “inflexión” diferente en función de si se trata de un neurótico histérico o un neurótico obsesivo. “La pregunta principal de
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la histérica relacionado con el ser”, escribe Fink, “es ‘¿Soy un hombre o una mujer?’, mientras que el para el obsesivo es ‘¿Estoy vivo o muerto?’ El obsesivo está convencido de que él es, que existe, solo cuando él está pensando conscientemente” (122). En este sentido, el neurótico obsesivo no puede entregarse, no puede soportar que “su” ser se aleje del pensamiento de “su” ser y utiliza todas las medidas posibles como último refugio contra todo lo que lo llevaría a abandonar ese pensamiento: “en caso de que caiga en la fantasía o la meditación, o que de plano deje de pensar, por ejemplo durante el orgasmo, pierde cualquier convicción de ser” (122). “No oyes ladrar los perros” – “¿Estoy vivo o muerto?” son la misma pregunta y la única pregunta que uno puede hacer en los textos de Rulfo. Y noto, “No oyes ladrar los perros” no es la cuestión de si el “tú”, el Otro, el lector a quien el padre habla, sigue vivo. El otro es también únicamente expropiación de lo propio. Se quiere, más bien, afirmar el ser y en el servicio de nada. En otras palabras, Rulfo presenta y después se olvida de la economía de la justicia, de la expropiación de una herencia, de su deber (moral o de otro tipo) en la servidumbre voluntaria a la otra y su placer —lo que se llama “mexicanidad” en la filosofía y letras mexicanas— con el fin de pensar conscientemente la expropiación de y en la lectura. Toda lectura ha sido la lectura a penas. Ese pensamiento, entendido como neurosis, es la libertad o algo parecido. ¿Libertad de qué? De la herencia y de la identidad, un posible abandono de la herencia —cualesquier que sea— que lee estos textos por nosotros y que guía nuestra obligación a ellos, en otras palabras, la libertad de la ley que vincula nuestra lectura y también nuestras vidas a ella.
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Samuel Steinberg
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IV
La letra y el lente
La identidad contingente de Dionisio Pinzón en El gallo de oro Héctor Costilla Martínez Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
Después de El Llano en llamas y de Pedro Páramo, El gallo de oro es la obra más conocida de Juan Rulfo. La mayoría de los estudios que la han abordado discuten su ubicación como guion o argumento cinematográfico, o como obra literaria. Entre quienes la colocan en el ámbito del celuloide, podemos mencionar a Jorge Ayala Blanco, quien en El gallo de oro y otros textos para cine hace evidente la clasificación que le da al texto desde el mismo título de su edición y al que en la Presentación define como “argumento” (14). De la misma opinión es Joaquín Marco, quien reconoce méritos literarios en esta obra pero con una funcionalidad ajena a la que establece la literatura (613). Algunos otros críticos han buscado analizar esta obra desde sus características literarias1, como son los casos de Jorge Rufinelli, quien habla de una especie de género híbrido entre el argumento, el guion y el relato (31-3); Yvette Jiménez de Báez menciona en un primer trabajo que, aunque su autor lo concibió pensando en un argumento cinematográfico “el texto cobra autonomía literaria y se relaciona con las dos obras anteriores [El Llano en llamas y Pedro Páramo]” (“Historia y sentido” 606), complementando en posterior análisis que dicho texto “estaba destinado a ser un guion para cine que adaptaría el cineasta Carlos Velo” (“Juan Rulfo: escritor y escritura” 194)2. Alberto Vital señala que, a pesar de que el texto fue En uno de los trabajos más conocidos sobre esta obra, “El gallo de oro y otros textos de Juan Rulfo”, Luis Leal aborda la evolución de Dionisio Pinzón y la situación de La Caponera a lo largo del relato pero no discute su ubicación genérica. 2 Apelamos a lo dicho por Gabriel García Márquez para complementar el planteamiento de Jiménez y reforzar la índole literaria de la versión original del texto en cuestión: “Carlos Velo me encomendó la adaptación para el cine de otro relato de Juan Rulfo, que era el único 1
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entregado al Sindicato Único de Trabajadores de Cinematografía de la República Mexicana, es una novela (426 y 428); Daniel Sada, en entrevista sobre la influencia de Rulfo en su escritura, llama a El gallo de oro “un gran corrido y sin más pretensión que eso, que contar una historia nítidamente” (en Jiménez, “Juan Rulfo: la escritura” 314); Milagros Ezquerro, en “El gallo de oro o el texto enterrado”, coincide en la denominación de novela (corta), que es muestra de la complejidad interna de la obra rulfiana, en un texto que se muestra como toda una narración acabada (683-85); por último mencionamos a José Carlos González Boixo, quien en varios de sus trabajos ha abordado el asunto genérico de la obra en mención. En Claves narrativas de Juan Rulfo señala su autonomía literaria (23), para posteriormente discutir su ubicación genérica como novela corta o cuento largo (“El gallo de oro y otros textos” 490), para dejar en claro en “Valoración literaria de la novela El gallo de oro” que así es como se le debe clasificar, de acuerdo con la concepción que del texto tuvo su autor (22). En este trabajo seguiremos la línea planteada por el segundo grupo de críticos que ubica a El gallo de oro como un texto propiamente literario3. Analizaremos la evolución de Dionisio Pinzón en relación, principalmente, con los otros dos personajes más importantes: Lorenzo Benavides y La Caponera. Desde las descripciones que se hacen de él en la narración así como desde los cambios y matices que se muestran en su voz se intentará demostrar cómo la contingencia propia de los espacios del juego y el azar en los que se mueve influyen en su desarrollo y en la forma en que se expresa dentro del relato a partir de su cambiante situación.
que yo no conocía en aquel momento. El gallo de oro. Eran 16 páginas muy apretadas, en un papel de seda a punto de convertirse en polvo, y escritas con tres máquinas distintas. Aunque no me hubieran dicho de quién era, lo habría sabido de inmediato. El lenguaje no era tan minucioso como el del resto de la obra de Rulfo, y había muy pocos recursos técnicos de los suyos, pero su ángel personal volaba por todo el ámbito de la escritura” (800). 3 Respecto a la ubicación cronológica de la obra (no antes de 1956, ni posterior al 59), a la concepción que de ella tuvo su autor y al destino del original, véanse los textos que anteceden a la edición definitiva de El gallo de oro realizada por la Fundación Juan Rulfo y que es la que utilizo en este trabajo, en el que indicaré solamente el número de página según sea el caso. En cuanto a su circulación, Milagros Ezquerro da noticia de ciertas vicisitudes editoriales por las que ha pasado el texto (684-86).
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Dionisio Pinzón y los giros de la fortuna El personaje principal en El gallo de oro, Dionisio Pinzón, sufre a lo largo de la narración una metamorfosis producto de las vicisitudes a las que se enfrenta. En una primera instancia, la voz narrativa lo presenta como un pregonero que va gritando en busca de animales o personas perdidas como forma de ganarse la vida (83). Así es como lo escuchamos por primera vez en la obra: —Alazán tostado… De gran lazada… Cinco años… Orejano… Señalado en el anca… Fierro en ese… Falsa rienda… Se extravió el día de antier en el Potrero Hondo… Propio de don Segundino Colmenero. Veinte pesos de albricias a quien lo encuentre… Sin averiguatas (84).
En el discurso de Pinzón podemos identificar una voz mecánica, en la que las palabras se ajustan al objeto perdido de acuerdo a la pericia del que da el pregón. Su presencia se significa como la de un ente marginal de quien se enfatiza su condición en el momento en el que la voz narrativa lo señala como uno de los hombres más pobres de San Miguel del Milagro, impedido, pues tenía un brazo engarruñado, que acabó por no servir para nada (84)4. Ante la incapacidad, se puede apreciar que en la primera parte del relato es la capacidad vocal la que le ofrece una posibilidad de sobrevivencia y la que de alguna forma le permitirá darle un giro a su existencia. Es mediante otra actividad en la que se involucra gracias a sus dotes vocales como anunciador de feria y gritón de palenque por la que su destino se verá modificado al presenciar una pelea entre dos gallos: uno blanco, y el otro dorado y gran favorito para ganar. Sorpresivamente pierde este último, producto de la herida en un ala y es así como volvemos a escuchar a Pinzón, en su faceta de gritón de palenque: “—¡Se hizo chica la pelea! ¡Pierde la granEvodio Escalante menciona que este rasgo en la identidad del personaje representa una inconsistencia en el relato, ya que “Dionisio Pinzón, de quien se nos dijo que tiene un brazo engarruñado, se desempeñará sin obstáculos como soltador de gallos, primero, y como hábil jugador de naipes después” (36). Consideramos que, si bien este aspecto pudo haber sido trabajado con mayor profundidad en beneficio de la evolución de dicho personaje, el problema físico, más que impedirlo de realizar actividades propias del azar, implica la distancia que toma de su condición (imagen) primera, vinculada con labores propias de su situación marginal. 4
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de! —y enseguida añadió—: ¡Aaa-bran las puertas…!” (89). Quizás por ser compañeros del mismo dolor, él con un brazo engarrotado y el gallo dorado con un ala lastimada, salva al animal de la muerte al pedirle al dueño: “No lo mate… Puede curarse y servirá aunque sea para cría” (89)5. Desde este momento, tanto el gallo como Dionisio experimentarán un cambio, como una especie de resurrección y de presagio de lo que iba a pasar después ya que, más bien, a él se le hará la “chica” a partir de esta pelea que modificará su destino. En el caso del animal, la voz narrativa detalla cómo el incipiente gallero lo llena de cuidados, enterrándolo en un agujero y dejando la cabeza al aire para que las heridas pudieran sanar, alimentándolo y dándole agua a la fuerza, pero al notar que no se recupera, viéndolo de nuevo al borde de la muerte, decide colocarle un cajón encima y golpearlo con piedras para hacerlo reaccionar. Aquí, las ya conocidas habilidades narrativas de Rulfo salen a flote ya que la imagen de Pinzón tratando de sacar del estertor al gallo se complementa de manera magistral con la que recrea enseguida: Cuando al fin quitó el cajón, el gallo lo miraba aturdido y por el pico entreabierto entraba y salía el aire de la resurrección… Aquel gallo dorado, todavía cenizo de tierra, que a pesar de derrengarse a cada rato por faltarle el apoyo de su ala quebrada, daba muestras de su fina condición, irguiéndose lleno de valor ante la vida (90).
Por otro lado, y siguiendo en el tono de los infortunios que imperan en la narración, dos hechos cambiarán el tono en la voz de Pinzón y lo cargarán de un resentimiento que lo transformará a partir de éstos: primero, la muerte de su madre, provocada por la miseria y las privaciones en que vivían. Misma situación que impide al ahora huérfano comprar un cajón mortuorio para enterrarla y que lo obliga a hacer una burda cubierta de tablones para sepultar a la madre como quien “llevaba a tirar algún animal muerto” (91), lo que en San Miguel del Milagro fue visto con burla e indiferencia. El segundo hecho que modificará el carácter de Dionisio Pinzón será el dolor provocado por la necesidad de pregonar la fuga de la muchacha con la que le hubiera gustado casarse. A diferencia del tono repetitivo en que lo escuchamos ante Véase Milagros Ezquerro en cuanto al peso simbólico de la figura del gallo relacionada a la resurrección y a lo cíclico (686 y 690). 5
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la pérdida del animal de Secundino Colmenero, el del pregón por la desaparición de Tomasa Leñero muestra ya una carga de rencor que se reforzará con el juramento que presenciamos posteriormente a este lamento: —Tomasa Leñero —decía—. Catorce años cumplidos. Se huyó al parecer el día 24 de los que corren al parecer con Miguel Tiscareño. Miguel, hijo de padres finados. Tomasa, hija única de Torcuato Leñero, que suplica saber en qué lugar fue depositada (91-2).
Ante estos dos acontecimientos, vistos como resultado de la falta de fortuna de Pinzón, vemos cómo se consuma la primera gran transformación de este personaje, quien ante la miseria, “se juró a sí mismo que jamás él, ni ninguno de los suyos, volvería a pasar hambres” (92). Decide dejar el pueblo e iniciar la búsqueda de la fortuna en compañía de su gallo en el mundo de las ferias, siempre cambiante, mismo que afectará la imagen y la expresión del futuro gallero. La voz narrativa da cuenta de la primera pelea del gallo dorado con su nuevo amo, en la que ante todas las adversidades sale avante. Ahora escuchamos a Dionisio como dueño del animal resucitado, quien ante el reconocimiento que de este hace un barrendero, dice orgullosamente que “—Sí… sabe responder” (95). Enseguida lo vemos negociando las ganancias de la pelea con el padrino que se la consiguió, diálogo que nos permite ver su inmersión en el negocio de los palenques y que da pie para establecer, mediante el canto, el primer contacto entre Pinzón y La Caponera, quien al preguntar al padrino por la identidad de la cantante, se entera de su mote y de su oficio que es “recorrer el mundo” (96). Se establece, a la manera del canto de las sirenas, un diálogo premonitorio indirecto que determinará la relación de estos dos personajes ya que los versos que entona La Caponera parecen anunciarnos lo que está por venir:
Antenoche soñé que te amaba, Como se ama una vez en la vida; Desperté y todo era mentira, Ni siquiera me acuerdo de ti…6
Ezquerro destaca la inserción de las canciones en la obra como “Un aspecto interesante —e insólito en la obra de Rulfo— […] en cada caso, la letra de la canción corresponde al momento en que se canta y al estado anímico de los personajes presentes” (695-96). 6
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No solo la voz de Pinzón cambia, su imagen también, al contarnos la voz narrativa, después de su primera victoria que “él vestía de otro modo: de luto, como siguió vistiendo toda su vida hasta el día de su muerte” (97). Así, vemos cómo la forma expresiva y la descripción aparecen como dos recursos literarios que le permiten a Rulfo ir cincelando la identidad que en la miseria se le negaba al personaje. Desea seguir probando fortuna con su gallo en lugares de mayor prestigio y entra de nuevo en diálogo con el padrino de su primer pelea, quien le advierte no tentar demasiado a la suerte con ese “gallo rabón” ya que “la suerte no anda en burro”, a lo que el nuevo Dionisio responde en forma retadora y cargada de ironía que al fin de cuentas no tiene nada que perder y que por eso no quiso andar con él (98). Este diálogo reacentúa la palabra del nuevo gallero quien gana su siguiente pelea, hecho que nos permite presenciar uno de los momentos de mayor importancia en el relato, cuando establece contacto con profesionales del juego y las peleas de gallos como lo son Lorenzo Benavides y La Caponera. En este primer contacto, primeramente Pinzón es llamado y reconocido por Benavides como “Gallero” (99), de acuerdo a su nueva identidad; posteriormente, rechaza las varias ofertas que le hace el mismo personaje para comprarle su gallo. A pesar de que don Lorenzo le quiere hacer ver los entreveros de la fortuna en cuestiones del azar, Dionisio se ve renuente a los ofrecimientos que recibe, bajo la lógica narrativa del poco tiempo que lleva inmerso en este mundo, al confiar (todavía) en que su suerte es genuina. El giro más importante en este diálogo para el desarrollo del personaje principal es el contacto que de forma directa establece con La Caponera, quien le pide aceptar el trato, volviéndolo a llamar “gallero”. En este punto lo escuchamos decir que no le “gustan los enjuagues” ya que ha ganado hasta ese momento “con legalidá” (101). Del encuentro entre estos personajes, resalta la focalización que se nos muestra desde la mesa en la que Pinzón cenaba, a manera de close up, para describir la belleza de la mujer (101-102) que ya lo había cautivado anteriormente con su voz. En este punto, el impacto que cobrará la presencia de la cantante en la historia, permite a Rulfo llevarnos al desenlace en la relación entre el gallo de oro y Pinzón. Muere el gallo en la siguiente pelea, a pesar de los esfuerzos de su amo por volverlo a revivir. La imagen que de él nos ofrece la voz narrativa está en completa sintonía con los giros que da la vida en esta clase de espacios. Ve-
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mos a un Dionisio dejando el lugar de las peleas “llevando en sus manos unas cuantas plumas y un recuerdo de sangre”, al que “le quedaba poco dinero” porque “su gallo se había llevado al morir lo que el mismo animalito había dado a ganar en los meses anteriores” (104). En este sentido y haciendo un resumen de los giros que la fortuna ha provocado en el protagonista de la obra hasta este momento, consideramos que, más que pensar en la estructura circular que algunos críticos han planteado para esta obra7, habría que precisarla, desde la lectura aquí propuesta, en una composición cíclica en la que el personaje principal recorre una trayectoria espiral a través de la cual enfrenta nuevas formas de existencia en un mundo del que ya no podrá salir y que lo aleja cada vez más de su condición original, como trataremos de seguir ejemplificando. Decide apostar su resto en un juego de cartas y en apariencia pierde. Vale la pena retomar las palabras que el tallador le dice a Pinzón ya que cobran un significado más allá de la partida en la mesa, como un presagio más dentro de la historia: —¡En la otra está su suerte! (105). Al momento de querer retirarse, aparece La Caponera, quien le pide jugarle unos “centavos”, a lo que Pinzón contesta: “¿Y pa qué tantas ansias, doña Bernarda? […] Ora traigo la suerte atravesada. Ya usté lo vio. ¿O qué, tiene muchas ganas de perder su dinero?” (105). Desde ese momento, la suerte de Pinzón da un vuelco definitivo y, en la narración, La Caponera suple al gallo dorado como su amuleto de fortuna. También la imagen de confianza en la buena estrella de su gallo y de incredulidad ante la posible manipulación que de la fortuna se pudiera hacer cambia y, al preguntarle a la cantante si tenía “trato casado con el de los albures”—ya que vio “bien claro el caballo en la puerta cuando el tallador cortó las cartas” —, recibe por respuesta un “Nunca te atengas a lo que veas” (107). Mientras que en diálogo posterior con Lorenzo Benavides al tratar de justificar ya con menos vehemencia que a su gallo “ya le tocaba” y que el “pleito fue legal” ya que no vio nada raro Rufinelli la justifica a partir de la relación madre-hija (Bernarda “muere” y continúa en la hija) (39); González Boixo, tomando como espacio simbólico el redondel del palenque, traza la circularidad en el relato en el que identifica a un Dionisio en tres etapas: el pobre, el afortunado y el arruinado (“Valoración literaria” 35-36), mientras que Ezquerro plantea la estructura circular en función del gallo como tópico central que representa la vuelta matinal del tiempo de la reproducción, de la repetición, donde nada cambia de una generación a otra (686-690). 7
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porque no se separó “del animal ni un momento”, obtiene de su interlocutor las palabras que terminarán por quitarle la venda de los ojos, diciéndole que “algún soltador acomedido de esos que tienen los dedos ágiles pudo haberle hincado la uña sin que tú te enteraras. Hay gente dispuesta a todo” (109). El mundo del juego, desde ese momento, será visto y explicado desde otra óptica por Dionisio. Entra en una discusión con Benavides y La Caponera, quienes buscan persuadirlo de que, si sigue sus recomendaciones, encontrará una vida mejor en el mundo del juego. A pesar de mantener cierta reticencia, acepta el trato que ambos le ofrecen y en las páginas siguientes asistimos al proceso de encumbramiento de Pinzón en el palenque, provocando una nueva espiral que lo llevará de nuevo a San Miguel del Milagro, ya no como el humilde pregonero, sino como un hombre de dinero, que comparte una característica propia del gran personaje rulfiano, al destacar la voz narrativa que su nueva vida lo volvió “de piedra” (115). La voz de Pinzón, que desde la muerte de la madre y la pérdida del primer amor se comenzó a cargar de resentimiento, alcanza un tono más alto cuando exige a la autoridad la exhumación del cuerpo de su madre para poderla enterrar en un ataúd costoso que había comprado para que “al menos muerta conozca el descanso y la comodidad que no consiguió tener en vida” (115). El rechazo de las autoridades para cumplir su petición provoca la exacerbación del nuevo Pinzón, quien en un tono arrebatado amenaza con comprar a la “autoridá”, diálogo que complementa la voz narrativa al darnos cuenta de su presencia en el pueblo, ahora “al frente de los charros y de la música, en una actitud que parecía como si él fuera a pagar todos los gastos del festejo” (116). La espiral que había quedado incompleta ante la pérdida de las dos mujeres consuma su trayectoria con la vuelta al lugar de origen, no sin antes realizar otra espiral más en la historia de la fortuna: invita (así como Lorenzo Benavides lo hizo con él) a Secundino Colmenero a que sea su ayudante, el mismo para quien al principio del relato Dionisio sirvió como pregonero. Lo que se desarrollará enseguida en la narración es la relación amorosa entre Dionisio y La Caponera. Se vuelven a encontrar en un ambiente festivo y después de las palabras de saludo y de ponerse al corriente en sus asuntos, Pinzón le espeta a la cantante: “—Y a propósito Bernarda, ¿qué eres tú de Lorenzo Benavides?” (119). Después de un tenso diálogo provocado por la pregunta del gallero, Bernarda se retira a cantar y al terminar,
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retoman su plática, momento para el cual y ya con el valor suficiente, Dionisio le puede declarar: “—No sabes cuánto me gustaría que me acompañaras a los gallos. Tú eres mi piedra imán para la buena suerte” (121). Una palabra cargada de doble intencionalidad es la que percibimos en la voz del enamorado: el sentimiento por La Caponera trasladado a un sentido de posesión de la fortuna, espacio que antes ocupó el gallo. Mismo efecto de posesión que se enfatiza en un nivel profundo en la carga premonitoria que encierra el diálogo que sellará su unión: […] Algo he de tener, porque el que está conmigo nunca pierde. —No lo dudo. Yo mismo lo he comprobado. —Sí. Todos se han servido de mí. Y después… —Yo nunca te abandonaré, Bernarda. —Lo sé —contestó ella (121-122).
En esta parte de la historia, se llega al punto álgido en la vida de Dionisio Pinzón: se casa con La Caponera y el efecto simbólico de esta unión hace que se amplifique la figura del gallero, quien se veía tan pagado de sí mismo en la jugada “como si conociera de antemano el resultado” (123). La descripción que de su nuevo estado hace la voz narrativa, lo asemeja de nueva cuenta con Pedro Páramo y con el mismo Lorenzo Benavides, ahora “lleno de codicia” e “impulsado por la ambición; por un afán ilimitado de acumular riqueza” (123). Para completar la creciente imagen del personaje, Rulfo lleva esta espiral hacia la total mimetización de Pinzón en su maestro, el mencionado Benavides. Se reencuentra con él en su hacienda (ya con La Caponera como su esposa y con una hija: Bernarda Pinzón), y la figura que vemos es la de un viejo en silla de ruedas, en evidente contraste con quien ahora posee la suerte. De entre el diálogo que entablan para ponerse al corriente de sus vidas, destaca la justificación de Dionisio por no haberlo visitado antes, argumentando “lo atareado que anda uno cuando se tiene el mundo por casa”, a lo que Benavides responde, reflejando uno de los asuntos rulfianos, ya vistos en obras como “Anacleto Morones” y Pedro Páramo, como lo es la falta de arraigo: “Lo que ustedes necesitan es sosegarse… Ponerse tranquilos. Pues árbol que no enraiza no crece […]. En cuanto a casa, yo les ofrezco la mía por ahora y por siempre” (124). El ofrecimiento deviene en presagio y al invitar a Pinzón a jugar cartas, Benavides da pie a la parte final en la que el gallero tomará su lugar. Don
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Lorenzo decide arriesgarlo todo, confiado en la presencia de La Caponera, al grado de decirle a su pupilo “Sé que no me puedes ganar” (125). Sin embargo ella ya había decidido en quién empeñar su suerte. Pierde todas sus posesiones y se desencadena una secuencia narrativa en la que se manifiesta la toma de conciencia de Benavides al verse abandonado por la suerte, lo que lo lleva a recriminarle a Dionisio que a él no le debe nada, sino que “¡Es a esta inmunda bruja a quien le debes todo!” (126). Enseguida, aparece el nuevo dueño, barajando naipes, en plena toma de su último papel. Lo que queda en la narración es conocer la última espiral de Dionisio Pinzón, en este caso, en relación con su amuleto, La Caponera. Después del pasaje arriba señalado, el relato se ubica en un tiempo posterior a la muerte de Benavides para observar a Dionisio en el lugar que le había ganado y a su mujer encerrada en la misma situación de la que se había alejado al elegir casarse con Pinzón en lugar de regresar con don Lorenzo. En el manejo temporal, la narración incurre posteriormente en la analepsis para focalizar la condición extraordinaria de la cantante y lo ordinario del otrora gallero quien, como ya se observó, se había enfrascado en la acumulación de riquezas. Si mediante un diálogo previo al matrimonio, escuchamos a La Caponera establecer condiciones de la siguiente forma: —Óyeme bien, Dionisio —le había dicho cuando aquél le propuso matrimonio—, estoy acostumbrada a que nadie me mande. Por eso escogí esta vida […]. Y también soy yo quien escoge a los hombres que quiero y los dejo cuando me da la gana. Tú eres ni más ni menos como los demás. Desde ahorita te lo digo (127).
Posteriormente se oye la respuesta en un tono sumiso, que parecería ajeno al momento que vive el personaje principal del relato, pero que más bien responde a una estrategia para conseguir el objeto deseado, aunque después no cumpla su palabra: “Está bien Bernarda, se hará lo que tú mandes” (127). Dicha estrategia, de acuerdo con José Pascual Buxó, muestra el “cuidadoso examen de aquellas ‘voces’ lacónicas, evasivas, sincopadas y fragmentarias características de la narrativa rulfiana —que constituyen finalmente su modelo narrativo y sus peculiaridades semánticas—” (9). Enseguida, el abandono de La Caponera aparece como una oportunidad más (así como lo fue la muerte del gallo dorado) para que Pinzón pueda sal-
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varse del mundo del juego. Nos enteramos en la narración que la fortuna ya no lo acompaña y esto es lo que motiva a Dionisio a buscar a la cantante para que regrese con él. Se reencuentran, y en el estira y afloja por la reconciliación, escuchamos, primero a La Caponera (en la misma sintonía del gallero que decía tener “el mundo por casa”) advertirle a su marido: “Ya sabes que nací para andar de andariega” (129), a lo que este le replica, como en aquel consejo que les dio Lorenzo Benavides cuando llegaron a su rancho: “Creí que ahora que tenías una hija pensabas en darle otra crianza” (130). Ambos vuelven al mundo de los gallos, pero la situación no durará mucho ante el deterioro de la voz de la cantante. Regresan al encierro, él como jugador de cartas y ella en su papel de amuleto. En el cierre de la obra dos son los momentos en los que podemos apreciar el giro final en la imagen y expresión del pregonero que se volvió rico gracias al juego y sus artificios. En su papel de padre y ante las denuncias recibidas en su casa por los desmanes ocasionados por su hija Bernarda, conocida como La Pinzona (no como La Caponera, estableciéndose así su propia espiral, diferente a la de sus padres), reacciona de manera similar a la del padre de Miguel Páramo, recriminándoles a los vecinos quejosos, “¿Qué demonios puede importarles a ustedes la conducta de mi hija?” (134), dando por concluida la serie de reclamaciones con un: “¡Mi hija hará lo que le venga en gana! […] Y mientras yo viva le cumpliré todos su caprichos, sean contra los intereses que sean” (136), para inmediatamente después calmar a su esposa, diciéndole: “No te apures, Bernarda… Algún día le llegará el sosiego… Como te llegó a ti. Como nos llega a todos…” (136). Lo que hay en la voz de Pinzón es una palabra autoritaria en la que subyace el valor que siempre le han dado los diferentes “Dionisios” a lo que consideran suyo, como forma de demostrar su valía ante los demás y como rasgo unificador en su construcción dentro del relato. El otro acontecimiento que dará cierre al papel de Dionisio Pinzón es la muerte de La Caponera. Convertida en un accesorio de fortuna para su marido, se refugia en el alcohol hasta que pierde la vida sin que él se entere. De una manera similar a la caída de Benavides, Rulfo nos ofrece una secuencia en la que el jugador comienza a perderlo todo y no se da cuenta de que la mujer ya no está con él, llegando a mostrar la misma confianza que don Lorenzo: “No puedo perder… No puedo perder…” (141). Cuando por fin
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es consciente de que la fortuna lo ha abandonado a él también, le reclama a Bernarda ya muerta por no haberle avisado su partida8, y le pide a los otros apostadores que el ataúd que tiene guardado no lo tomen como parte de la deuda (ya que era el mismo que había mandado hacer para su madre) (143). El suicidio de Dionisio Pinzón es inevitable y queda en el cierre de la narración la tentativa de que Secundino Colmenero y Bernarda Pinzón ocupen los lugares de él y de La Caponera formando su propia espiral en el mundo de las ferias. Del cual, el dueño del gallo de oro, como se puede ver en el relato, trató siempre de sacar el mejor provecho a través de las contingencias que su fortuna personal le deparó. Conclusiones: El gallo de oro, lecturas y relecturas Retomando los trabajos que han abordado El gallo de oro como obra literaria, se pueden identificar dos líneas de análisis: una en la que coinciden González Boixo bajo la idea de un texto que conjunta varias líneas narrativas centradas en Dionisio Pinzón, La Caponera y el ámbito rural (“Valoración literaria” 22); Alberto Vital, quien por su parte, plantea que la estructura narrativa implica una lectura en clave del medio cultural de la época (428) y Jiménez de Báez, quien lo define como una “una sátira que alude claramente a la institucionalización de la esfera política en México, después de la Revolución” (“Juan Rulfo” 194), y que asocia a “Dionisio Pinzón con Álvaro Obregón. El sistema de relaciones identifica a Lorenzo Benavides con Venustiano Carranza y a Secundino Colmenero con el General Calles (“Historia y sentido” 608), posturas que se muestran como interpretaciones que tienden a establecer una relación entre el relato y el proceso de construcción de una identidad nacional. Mientras que Rufinelli y Escalante ven, más allá del reflejo geográfico e histórico que esta obra pueda significar, personajes y tramas que, si bien resultan reconocibles por el universo creativo previaMás allá de los fines de este trabajo, vale la pena mencionar, a partir de los análisis que de El gallo de oro se han revisado, la falta de uno dedicado al personaje de La Caponera, fundamental para el desarrollo del relato, vista por Evodio Escalante como “uno de los personajes más sensibles (y más impresionantes) de toda la prosa de Rulfo” (37) y por Milagros Ezquerro como un personaje de “estatura distinta, inesperada” (695). 8
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mente construido por Rulfo, tocan aspectos que trascienden lo meramente local para asentarse en experiencias humanas: el primero, señalando que la significación profunda de la narración se presenta en torno a la “suerte” y en los giros inesperados que provoca en los personajes (33), mientras que el segundo plantea que, como rasgo presente en la poética rulfiana, en El gallo de oro se aprecia “una especie de corrosión generalizada que terminará arruinando la vida de sus personajes” (35). Posturas que pensamos ayudan a superar el análisis sobre la narrativa de Rulfo como historias con personajes cargados de “realidad” que habitan lugares “reconocibles”. En este relato, y partiendo de lo propuesto tanto por Rufinelli como por Escalante, lo que vemos y escuchamos son personajes que asumen una voz propia del espacio literario en el que se desenvuelven, misma que se va cambiando de tono de acuerdo a la contingencia, a lo fatal y a la inestabilidad a la que constantemente se enfrentan, rasgos que, de acuerdo a la configuración propiamente literaria, les permite volverse entrañables al representar el conflicto humano de luchar contra lo que la fortuna les depara. En el caso particular de Dionisio Pinzón, el proceso de construccióndestrucción de su identidad dentro del relato lo presenta desde el infortunio de contar con un mal físico, acrecentado por la pérdida de su ser más cercano (la madre) y del revés afectivo por la pérdida del primer amor, como un personaje que, para salir de la marginalidad en la que lo ubicamos en primer instancia, se aleja de la imagen positiva que entrañaba el ser pregonero y gritón de feria, para convertirse (desde la ambición generada por el mundo del azar) en otro personaje que detona gracias al encuentro con el gallo, como se ve hasta el final de la historia. En su trayectoria espiral vemos el paso de la marginalidad a la acumulación material, caracterizada por la prepotencia y la arrogancia producto del cambio de fortuna experimentado. En esta contingencia permanente en la que se desenvuelve Pinzón, pensamos que es en la que Rulfo basa la tensión del relato, gracias a una identidad proteica que hace que el lector (como efecto de la ficción que en dicho relato se construye) se reconozca en la imperfección del protagonista, misma que tuvo su momento de posible salvación a través de La Caponera y su intención de retorno al espacio de la suerte: el palenque. Sin embargo, como bien sabemos, las espirales por las que la suerte le hace pasar a Pinzón provocan que inevitablemente las cosas valiosas para él vayan cambiando a lo largo de
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la historia y que sus necesidades afectivas y las carencias de todo tipo sean distintas entre el que construyó una especie de jaula de madera para enterrar a su madre y el que murió en la hacienda ganada a Lorenzo Benavides. Finalmente, a la comparación mítica de Dionisio con Baco, hecha tanto por Jiménez Báez9 como por Ezquerro10, habría que agregar la imagen del delirio en la que se sume mediante el espacio del juego, misma que tuvo un punto de liberación momentáneo cuando vuelve al terruño (igual que el dios del vino cuando regresa a Beocia, lugar de origen de Sémele, su madre), del que sale de nueva cuenta para despegarse de una vez por todas del pasado de miseria. A pesar de que la suerte le sonrió en la mayor parte de la historia, al final lo que queda de Dionisio Pinzón fue su condición humana, la que lo decanta por la ambición material misma que lo priva de escuchar a La Caponera, oráculo de la Fortuna11, quien en su voz (canto) dio varias claves premonitorias del posible destino del gallero. Este al no escucharla y, por ende, quererla “humanizar” encerrándola en un espacio que le era ajeno, selló su destino al no poder comprender a una de las fuerzas extraordinarias (la suerte) que ayudan a explicar el devenir del hombre. Al final de cuentas, la historia parece dejarnos ante la posibilidad de que Bernarda Pinzón se convierta en la nueva intermediaria de la Fortuna y de que Secundino Colmenero se enfrente a la tentativa de ser afectado por ella, imagen que en el cierre del relato nos coloca, como lectores, ante la posibilidad de que nuevas espirales se pongan en movimiento.
“Dionisio Pinzón se asocia al dios del vino y de la pinza. Por omisión (nunca bebe vino), su borrachera es de riqueza y de poder” (“Historia y sentido” 608). 10 “Dionisio, o Baco, es el dios ‘nacido dos veces’, como Pinzón que nace por segunda vez al salir de su pueblo con el gallo dorado bajo el brazo. Si bien Dionisio no corresponde a la característica esencial del dios del vino, ya que no bebe, La Caponera sí bebe con exceso, hasta destruirse” (690). 11 Diosa que, cuenta la mitología, tuvo predilección por un rey llamado Servio Tulio, al cual, se dice, amó a pesar de ser mortal. 9
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Juan Rulfo en las escuelas de cine: entrevistas a dos cineastas Douglas J. Weatherford Brigham Young University
Recientemente se celebraron —en 2013 y 2015— los sexagésimos aniversarios de la publicación de las dos obras maestras de Juan Rulfo: El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955). Sesenta años han pasado también desde que se estrenó la primera adaptación fílmica de una obra rulfiana. La primera la hizo Alfredo B. Crevenna cuando rodó Talpa, basado en el cuento homónimo, a finales de 1955 (se estrenó a principios de 1956). En la adaptación más reciente, Chalma (2015), Miguel Ángel Fernández vuelve al mismo cuento de Juan Rulfo a pesar de ubicar la acción de su historia en camino a Chalma, otro pueblo mexicano íntimamente identificado con la peregrinación de los devotos. Las seis décadas que separan estas dos traducciones fílmicas de “Talpa” han visto aparecer una extensa colección de obras que intentan llevar la obra rulfiana a la pantalla grande. Una revisión completa de esa filmografía revelaría que muchos cineastas se han frustrado al adaptar al cine la ficción del escritor jalisciense. Crevenna tenía el apoyo de una compañía productora que veía su proyecto como una superproducción que podía renovar al cine mexicano que empezaba a languidecer después del auge de la Época de Oro. Roberto Gavaldón (El gallo de oro, 1964) y Carlos Velo (Pedro Páramo, 1966) volverían a Rulfo con la misma esperanza desbordante y con la misma subvención de los grandes estudios nacionales. A pesar de algunos logros, estas tres cintas comerciales frecuentemente se consideran intentos fallidos de traducir la obra rulfiana al Séptimo Arte y ayudaron a crear la idea —frecuentemente expresada pero invariablemente equivocada— de que es imposible filmar a Juan Rulfo. Por
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cierto, la bitácora fílmica asociada con este escritor incluye un gran número de cineastas perspicaces que han explorado exitosamente el mundo del jalisciense (Antonio Reynoso en El despojo, Arturo Ripstein en El imperio de la fortuna, Mitl Valdez en Los confines, Roberto Rochín en Un pedazo de noche y Paso del Norte, Juan Carlos Rulfo en Del olvido al no me acuerdo, entre otros). Algunas de las adaptaciones más interesantes y más logradas de la obra rulfiana han nacido como proyectos universitarios en que un cineasta joven se acerca al escritor jalisciense. Los intentos fallidos de cineastas profesionales de adaptar la obra rulfiana hacen aún más interesantes las experiencias de estos directores novatos que se atreven a imaginar en la pantalla grande uno de los escritores más consagrados de la literatura mexicana. En las siguientes entrevistas, converso con dos de estos cineastas —Carolina Rivas y Miguel Ángel Fernández— que, después de una relectura de El Llano en llamas, se dedicaron a la tarea de rodar el mundo rulfiano y así entrar a la profesión cinematográfica. Los dos nos enseñan que la narrativa de Juan Rulfo es campo fértil para la adaptación cinematográfica. Zona cero. Entrevista a Carolina Rivas Zona cero, México 2003. Argumento: Juan Rulfo, basado en el cuento “No oyes ladrar los perros”. Producción: Centro de Estudios Cinematográficos, UNAM. Dirección, guion, edición: Carolina Rivas. Producción ejecutiva: Lee Rivas. Fotografía: Pablo Ramírez. Dirección de arte: Alberto Salgado. Sonido: Mario Viveros, Rafael Villa, Roberto Muñoz. Música: Guillermo Portillo, José Navarro. Reparto: Arturo Ríos (Padre), Laura Almela (Mujer), Jorge Adrián Espíndola (Hijo), Luis Ferrer (Camillero), Jorge Sepúlveda (Muchacho), Gabriel Pascual (Enterrador), Javier Rivas (Muerto), Gerardo Trejoluna (Conductor), Harry Porter (Voz en off Doctor). Notas de producción: Blanco y negro, 27 min. Festivales y premios: Este Corto Sí Se Ve (México, 2.º lugar Ficción); Festival de Cine Latino Alucine de Toronto (Canadá, Mejor Película del Festival); Festival
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de Cannes, Sección Cinéfondation (Francia, Selección Oficial); Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas (México, Nominación ARIEL); Festival de Cine Independiente L’Alternativa (España, Mención Especial); Festival de Cine Belo Horizonte (Brasil, Premio de la Crítica José Zuba Jr. y Mejor Dirección Internacional); Festival de Cine en Tampere (Finlandia, Mejor Película de Ficción).
Carolina Rivas nació en la Ciudad de México en 1972. Estudió en la Escuela de Escritores de la SOGEM y en el Centro de Estudios Cinematográficos (CUEC) donde, en 2002, presentó Zona cero como su tesis. En 2008, Rivas fundó con Daoud Sarhandi la productora de cine Creadores Contemporáneos con objeto de combinar en cine la intervención social. Entre su filmografía destacan El color de los olivos (México / Palestina, 2006), Lecciones para Zafirah (México, 2001) y 1 para 1 (México / España, 2013), cintas que han ganado múltiples premios nacionales e internacionales. Fundó en 2015 la Contemporary Actors Company con objeto de dar oportunidad a talentos emergentes de diferentes nacionalidades para su inserción laboral en teatro y cine, así como realizar obras de carácter crítico y humanista sobre temas de actualidad social y política. Vive actualmente en Barcelona. Zona cero es una adaptación del cuento “No oyes ladrar los perros” de Juan Rulfo. Rivas explica en esta entrevista que su decisión de escribir y filmar Zona cero nació de dos experiencias principales. Una era una relectura de “No oyes ladrar los perros” que cuenta la historia de un padre que se esfuerza por llevar a su hijo herido a un pueblo no muy cercano para recibir ayuda médica. Su identificación con esta historia rulfiana se debe, en gran medida, a la conexión que tiene con una experiencia de su propia vida cuando tuvo que llevarle a su hermana al hospital y no encontraba a nadie que le ayudara. Entonces, Zona cero es tanto autobiografía como adaptación y la directora se acerca a Rulfo sin temer ofrecer una interpretación nueva de la historia en que se basa. Por cierto, Rivas es atrevida al buscar un lenguaje personal para su adaptación. El resultado es un filme que se destaca por su independencia y originalidad. Por otro lado, los aficionados de la narrativa del escritor jalisciense pueden encontrar en Zona cero una película que se deleita en el mundo rulfiano. Esta vacilación entre la fidelidad y la innovación crea una tensión que aumenta la experiencia de ver la cinta. Por cierto, aunque Rivas
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abandona la geografía de Jalisco y el conflicto entre padre e hijo que son sellos del cuento original, la directora capta vívidamente, tal como lo hace Juan Rulfo, la desesperación y el amor de un padre que intenta salvar la vida de su hijo en un ambiente hostil1.
djw Carolina, he leído algunas entrevistas tuyas que abarcan precisamente tu proyecto de Zona cero. He notado que muy pocas veces hablas en ellas de Juan Rulfo y quería saber si hay alguna razón específica por esa ausencia. Cr Mi pregunta para los periodistas que me han entrevistado sería ¿por qué editan las partes cuando hablo de Rulfo o cuando hablo sobre por qué elegí el título Zona cero, que tiene que ver totalmente con el vínculo sonoro con Rulfo? Yo creo que radica mucho más en la elección del editor de la revista que conmigo. Porque yo estoy completamente consciente de que la película está impregnada de Rulfo: el título de la película, la elaboración, el diseño sonoro, la forma como está en montaje. djw Has mencionado a menudo como influencia para Zona cero la importancia de una experiencia que tuviste, en la que no pudiste encontrar socorro para una hermana herida. ¿Hasta qué punto es esa experiencia íntima o el cuento de Rulfo tu inspiración para Zona cero? CR Es muy buena pregunta. Son ambos eventos y la frontera es prosa. Hasta qué punto yo no podría decir exactamente, pero creo que las experiencias que tienes en la vida son las que te producen un impulso vital para escribir, para crear. Pero es cierto, hay dos eventos que me influenciaron: el cuento “No oyes ladrar los perros” y un evento autobiográfico. Con relación a este pasaje personal recuerdo que mi hermana estaba a punto de morir y no encontrábamos a nadie que nos ayudara a llevarla al hospital. Esta conexión con la impotencia, con la incertidumbre está en el cuento de Rulfo. Cuando leí el cuento me sentí identificada con el padre que lleva cargando a su hijo en la espalda buscando un doctor, es una metáfora de lo que estaba viviendo en ese momento. La línea narrativa pertenece a Rulfo pero el sentimiento es la experiencia vital que tuve con mi hermana. Esta entrevista fue grabada en la Ciudad de México en octubre de 2005 y actualizada en comunicaciones con la directora en abril de 2016. 1
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djw La película se llevó a muchos festivales internacionales. ¿Te parece que ese público no mexicano ve la película de una forma diferente cuando es probable que no conoce el cuento de Rulfo? CR Es cierto. Hay dos públicos. El primero es gran lector de Rulfo. Y su mirada y su lectura son rulfianas. Las asociaciones que tiene están vinculadas a Rulfo —a los cuentos, a Pedro Páramo, a esa parte muy oscura de él, como yo llamaría la literatura oscura, ¿no?—. Y ese público lo identifica de inmediato por su vínculo a Rulfo. El otro público que no conoce a Rulfo, que no lo tiene muy cercano, no le identifica inmediatamente, tiene otra lectura que es hacia la angustia, la depresión. Tiene temas o asociaciones mucho más libres. djw ¿Prefieres que tu espectador se acerque a tu película con base en esa experiencia de libre asociación sin identificarse demasiado con la obra rulfiana? CR Quiero que vean la obra, porque ya tiene su propia vida. Y está realizada para que el público pueda participar. Yo siempre digo que la película tiene una línea narrativa muy sencilla que es muy pegada a Rulfo. Pero la otra mitad ya no le pertenece a Rulfo ni me pertenece a mí. Esa otra mitad es la lectura de la asociación libre que tenga cada espectador en su memoria particular, en su experiencia vital. Yo la elaboré de esa manera para que el público pudiera participar de la obra, pudiera entrar y tener su propia lectura y su propia construcción. Es por eso que yo solamente doy algunos datos aislados alrededor de la película —sobre la enfermedad, o de dónde vienen el padre y su hijo, o hacia donde van. Son solamente datos aislados, y al final el espectador que realmente participa está dando su propia información, su propia experiencia de la vida, y cada espectador tiene su lectura. Eso es muy rico porque hay alguna gente que al final me ha comentado: “Bueno lo que pasa es que el muchacho fue golpeado por el papá, y entonces el papá se quiere reivindicar y ahora quiere…”. Y hay otros que me dicen: “No, lo que pasa es que hubo una epidemia en esa zona…”. Y hay otros que dicen: “No, es que murió al principio y todo lo demás es un sueño”. Qué interesante que cada quien tiene diversas lecturas porque así fue elaborada la película. Es por eso que doy algunas pistas sobre la epidemia y otras sobre que el papá está enojado con el hijo. La película fue elaborada de esa manera y, en ese sentido, tiene su propia elaboración por la asociación libre, especialmente con este cincuenta por ciento que pertenece al espectador.
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djw Pensando en la perspectiva individual de los espectadores, quiero que me hables de la recepción de la película en el festival de Cannes en Francia. ¿Cómo fue? cr Fue muy especial. El público se dio tiempo para asimilar la película. Creo que fue un impacto muy brutal. Creo que fue una de las películas que dejaron a los espectadores mudos. No se escuchó ningún otro comentario. Ese silencio en la sala me incomodó un poquito porque yo, hasta ahora exactamente, no sé valorar el silencio. Si fue un silencio porque fue una película muy cruda y fue la película más cruel del festival o porque fue un rechazo abierto. Yo no lo sabría explicar muy bien ahora porque fue un silencio muy grande. Hubo solamente dos mujeres, de Palestina, que se me acercaron con mucha honestidad y la sentí muy transparente. Me dijeron: “Nosotras nos identificamos con tu película y sentimos que tu realidad es nuestra realidad”. Fue curioso porque después hice una película en Palestina (El color de los olivos). Pero eran solo dos mujeres, una directora que presentaba su película y la actriz. Me abrazaron y me dijeron: “Nosotras nos conmovimos tanto porque sentimos que esto pasó en Palestina también”. Fue un comentario muy interesante. DJW Ahora quiero volver a la presencia de Juan Rulfo en Zona cero. ¿Qué apropiaste del escritor jalisciense y qué dejaste de lado del texto original? cr Lo que apropié fue la gran odisea. Ese trayecto, esa experiencia, ese acto de fe de llegar de un punto a otro, de decir que vamos a llegar. Es la historia de la fe, es la travesía, es pasar por el monte. En lugar de pasar por el monte, pasamos por una diferente zona, ¿no? Zonas desiertas. Pero lo que está es el recorrido, es la resistencia y es la fe. En términos anecdóticos, es el papá con el hijo que están solos en un lugar. Bueno, en Rulfo es el monte, pero para mí están en una zona desierta. Están solos luchando contra el tiempo y contra la angustia, y esto está también en la película. Lo que no está es lo que pasó antes. En Rulfo sí queda muy claro. El muchacho tuvo una disputa, tuvo problemas con otros chicos y el papá lo regaña mucho. La circunstancia remota de Rulfo es que el chico pertenecía a un grupo de delincuentes o de muchachos que estaban en una banda. El papá se lamenta constantemente en el cuento de que su hijo no lo obedeció. Es un poco moral. El hecho de regañar al muchacho en una circunstancia remota a mí me estorbaba. Pero es muy interesante porque sí filmé esa parte
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y, de ese modo, se justifica que haya una relación un poco tensa entre ellos dos. Porque el papá no está de acuerdo con lo que fue el hijo, con lo que hizo. Es como toda una esfera moral. Eso existía en la película, sí se filmó. Pero cuando yo la veía completa, pensé que no era lo que yo quería porque no me gusta esa esfera moral, esa esfera de juzgar. Rulfo dice: “Ya ves por desobedecerme lo que te pasó”. Pero esa circunstancia remota no existe de forma tan clara en la versión final de mi película. DJW ¿Y qué tal la mamá que en el cuento de Juan Rulfo está ausente y presente a la misma vez? cr La relación con la madre tampoco existe en mi película. No la filmé ni hice referencia a ella. Cuando decidí no meter a la mamá pensé: “Pero yo necesito una mujer, necesito una figura materna”. Por eso la película empieza con una mujer, pero una que es totalmente fría. A ella le hice su propia vida: tenía sus hijos, tenía su esposo y tenía sus propios problemas. Entonces, imagino que ella dice: “¿Cómo voy a ayudar a este hombre si yo tampoco puedo resolver mis problemas? Tengo problemas con el agua, mi casa está destruida. Y bueno, pues, así como él está, yo estoy”. La madre también hacía posible ofrecer ciertas pistas para la interpretación de la película. La primera era que había una zona devastada después de una guerra o algo que había pasado, aunque toda la película es atemporal y no se identifica en qué lugar y en qué contexto existe. Esto podría suceder en cualquier lugar después de una guerra. Esa mamá representa, entonces, a una madre que ha perdido a sus hijos y que ha perdido su casa. Cuando en la película llegan y el padre dice que quiere un doctor, ella piensa: “Yo también necesito un doctor” y por eso es fría. Entonces, con la presencia de esta figura femenina eliminé la asociación rulfiana de la madre a lo largo de la película. DJW ¿Puedes hablar sobre tu teoría personal de la adaptación fílmica? O sea, ¿qué es lo que te guía al hacer una adaptación como Zona cero? cr Yo creo que la primera pregunta es: ¿Qué es lo que yo quiero decir? Para Zona cero dije: “Quiero hablar sobre la fe. Ése es mi tema, la fe. ¿Qué voy a tomar del cuento? ¿Cuál es la relación de hechos que me van a llevar hacia la fe?” Y yo dije: “Bueno, la relación de hechos en Rulfo es una sola línea narrativa, que es el papá cargando al hijo, o sea, pasando el monte y llegando al pueblo”. Ésa es la línea anecdótica. Después me pregunto: “¿Cuáles son los hechos que no me interesan; o sea, que no están en el sentido hacia adonde
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yo voy con la película?” Lo que usé de Rulfo fueron unos hechos que monté como en especie de esqueleto, porque solamente colocas los huesos que te da la estructura hacia el sentido que tú quieres en tu película. Y los demás hechos, que son simultáneos o que están dentro del cuento, los eliminé. Y entonces yo pude construir mi propia historia con esta relación de hechos que me funcionaba en el sentido de la fe. Por eso la película tiene una línea muy delgada, una línea narrativa mínima: es el papá y el hijo que van al doctor. DJW ¿Cuáles son las adaptaciones de la obra de Juan Rulfo que has visto? cr La película de Carlos Velo (Pedro Páramo, 1966) y la de François Reichenbach (No oyes ladrar los perros / N’entends-tu pas les chiens aboyer?, 1974) son las dos películas que yo vi. Las había visto hacía muchos años, cuando era niña. Y las volví a ver precisamente porque yo estaba haciendo una adaptación. Dije: “Voy a ver cómo están haciendo el trabajo de adaptación estos cineastas”. DJW ¿Qué te parece la adaptación de Carlos Velo? cr Me parece que es descriptiva. Tiene una tendencia de mostrar, de ilustrar —en el término de ilustración, pero no de expresión—. Creo que hay dos formas de abordar a una adaptación. La primera es la descripción: esto es Pedro Páramo, esto Susana San Juan. Están los personajes, está el espacio. Pero están ilustrando, no expresando. La segunda forma de adaptación es la expresión. Creo que el terreno de la expresión es cuando alguien asimila el cuento más allá de la anécdota. Carlos Velo es descriptivo y muy obvio, muy frío. Entonces digo: “¿Y dónde está Carlos Velo? ¿Cuál es tu punto de vista? ¿Cuál es tu expresión? ¿Qué quisiste decir con esta historia?” Y los personajes son muy planos. DJW ¿Y la cinta de François Reichenbach, el cineasta francés, que también ofrece una adaptación del cuento “No oyes ladrar los perros”? cr La adaptación de Reichenbach me parece efectista y folklórica. Es como un turista con una cámara. O sea, toma la cámara y se va por pasajes de otros terrenos, de otros paisajes. Pero digo: “¿Y dónde está ‘No oyes ladrar los perros’ si está turisteando con la cámara?” Y luego regresa al papá y al hijo y, entonces, hace un montaje simultáneo entre la cámara paseadora y turisteando con otros paisajes que yo no les detecto mucha conexión. Y la relación del papá y el hijo queda totalmente fría y distante y nunca sentí una conexión con el cuento real.
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DJW Quiero mencionar algunos otros filmes asociados con Juan Rulfo para ver si los has visto, o si quieres comentarlos. La fórmula secreta (Rubén Gámez, 1964), por ejemplo. cr Es mi maestro, Rubén Gámez. Por supuesto. La fórmula secreta es una provocación. Es una experiencia perturbadora, impresionante. A mí me sacude, me despierta. Es como una revolución al espíritu. Y a mí es una de las películas que me ha dejado una huella muy grande. Si me preguntaras cuáles cineastas me han influenciado la respuesta sería Rubén Gámez. Yo cuando lo veo —lo he visto muchas veces— siento una perturbación, una forma de revolución, una poesía. Él utiliza un montaje para provocarte un sentimiento. DJW ¿Conociste personalmente a Gámez? cr No, nunca. Es muy interesante porque yo quise seguir a Gámez. Dije: “Si esta obra me ha provocado, me ha influenciado tanto, yo quiero seguirlo y quiero saber qué está haciendo”. Pero en ese tiempo cuando yo estaba estudiando en la escuela de cine me dijeron: “No, es que él ya se dedica a hacer comerciales, incluso ya se cambió el nombre. Usa un seudónimo y tú ya no lo puedes identificar”. Pero hay otra película que se llama Tequila (1991). Cuando la anunciaron y salió en cartelera la fui a ver y me pareció totalmente perturbador. Gámez es un provocador. No es anecdótico, ni es narrativo. Es un cineasta muy provocador, muy experimental. DJW ¿Has visto El despojo de Antonio Reynoso (1960), El rincón de las vírgenes (1972) de Alberto Isaac o El imperio de la fortuna (1985) de Arturo Ripstein? cr El imperio de la fortuna sí. Ésa está muy linda, me gusta mucho. DJW ¿Qué tal las obras de Mitl Valdez? Tiene dos adaptaciones rulfianas, Los confines (1987) y Tras el horizonte (1984). cr Sí, las dos son obras que tengo con una memoria muy cercana a Rulfo. La elaboración que tiene el maestro Mitl Valdez es muy precisa con una atmósfera de Rulfo. Los personajes son muy crudos, muy solemnes y serios. Todo es como una atmósfera de un sueño. Trabaja mucho con solemnidad con una atmósfera de sueño, con los personajes muy serios. Tengo las imágenes muy fuertes en mi memoria como imágenes aisladas. A diferencia del Imperio de la fortuna que tengo toda la anécdota muy fuerte y recuerdo incluso algunas secuencias completas, como están elaboradas. Pero es el caso contrario con Los confines y Tras el horizonte. Tengo imágenes solamente, como
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muy aisladas pero muy poderosas. Creo que es un cineasta que tiene una habilidad del manejo de la imagen, de la cámara, de la elaboración de cuadro muy fuerte y por eso tengo memorias de los encuadres. Incluso no sé si sería que también me influenció porque cuando vi esta parte de Los confines donde el protagonista dice “¡Diles que no me maten! ¡Diles que no me maten!”, y lo repite constantemente, lo recuerdo tanto que recuerdo primero a Mitl Valdez en su obra que el cuento mismo. Es más fuerte la imagen de Mitl que el cuento. El cuento después lo vinculo con otras cosas. Yo tengo una memoria particular y muy poderosa del señor Mitl Valdez, quien fue mi maestro en el CUEC. DJW ¿Y Juan Carlos Rulfo? cr ¿Su hijo? Por supuesto que su hijo es una huella rulfiana. Es un cineasta poderosamente visual, de atmósfera rulfiana oscura. Tiene un trabajo muy particular, muy original: Del olvido al no me acuerdo (1999). Yo la disfruto mucho porque toma gente de un pueblo real y hace puestas en escena con ellas. Me parece un trabajo muy transparente, muy auténtico, toma gente de ese mismo lugar y construye toda una atmósfera visual impresionante. Lo admiro mucho. DJW ¿Cuáles son algunas de tus otras influencias para Zona cero? Has hablado antes, por ejemplo, de tu afán por Sergei Eisenstein. Además, cuando yo veo tu film creo ver una influencia de Los olvidados de Luis Buñuel. cr Pues sí, está luego el señor Luis Buñuel. Es muy interesante que Buñuel utiliza mucho la unión de objetos inconexos porque él nació dentro del surrealismo. Esa unión de objetos inconexos está en mi obra también. Por ejemplo, hay una secuencia en mi película cuando el papá encuentra a un hombre en un barranco. En una relación lógica de nuestro mundo tendría que ser que el hombre se acerca al muerto y lo ayuda o ve qué necesidad tiene. En mi apelación hacia Buñuel fue que el hombre, en lugar de ayudarle al hombre tirado, más bien le escarba para ver si tiene dinero y entonces hace todo lo contrario a la convención. Y, claro, mucho del trabajo de Buñuel es apelar hacia lo que va en contra, hacia una revolución de lo que convencionalmente es aceptado socialmente. Ese tipo de rompimiento yo lo utilizo mucho en mi obra, o sea, romper con las estructuras sociales y con la moral. Es por eso especialmente que quité la parte rural de Rulfo. Ese rompimiento viene de las influencias de Buñuel y de todos los surrealistas —los pintores y escritores—. Además, esa pieza fue elaborada comoc cadáver exquisito; o
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sea, yo tenía que resolver cómo el protagonista consigue dinero. Yo sabía que había un hombre en toda mi relación de hechos que decía: “El hombre encuentra dinero”. ¿Cómo lo va a encontrar? Entonces hice un Cadáver exquisito de cien posibles situaciones. Y así me acuerdo que escribí cuadernos y cuadernos a ver cuál iba a usar. La que más se me acercaba y me palpitaba el corazón era ésta precisamente, en la que el padre encontraba a un muerto y a ése le sacaba el dinero. Porque es una confrontación y está rompiendo la estructura social y es más como el surrealismo. Otra influencia mía es, desde luego, Rubén Gámez. Y otra sería Ismael Rodríguez, porque mi obra es un trabajo muy melodramático, los personajes son lacrimógenos y es muy densa. Es muy cercana a Ismael Rodríguez. También tengo la influencia, desde luego, del maestro Indio Fernández, porque más allá del retrato de los personajes él hace un retrato del paisaje. La cámara en Zona cero se queda en estado de contemplación al mirar las nubes y ve el personaje que anda en triciclo a lo lejos. Esta necesidad de contemplación es muy cercana al maestro Indio Fernández. Por otro lado tengo influencia de los grandes teóricos como [Carl Theodor] Dreyer, o como [Vsévolod] Pudovkin que trabaja mucho con la naturaleza. Por ejemplo, Pudovkin con el montaje, en lugar de hacerlo muy intelectual, insiste en trabajar con la naturaleza. Entonces la naturaleza también te arroja por emoción, como los árboles que se agitan. Bueno, ya te está mandando información y esto lo utiliza mucho Pudovkin. O, por ejemplo, [Robert] Bresson cuando utiliza fragmentos del cuerpo y con la mínima parte del cuerpo está expresando todo. Y mi influencia más contemporánea es Abbas Kiarostami, el iraní, y el maestro [Andréi] Tarkovsky. Me gusta Kiarostami porque ofrece unas historias aparentemente muy sencillas pero que te representan mucho, que te llegan profundamente. Son mis influencias. DJW Mencionas al Indio Fernández, pero gran parte del éxito de su bitácora fílmica se debe a la fotografía de Gabriel Figueroa. De hecho, cuando vi Zona cero por primera vez pensé precisamente en la fotografía de Figueroa porque me parecía que tú hacías casi lo opuesto de lo que quería hacer ese famoso camarógrafo al enfatizar los cielos y así abrir el espacio. En ese sentido creo que Zona cero puede interpretarse como un comentario en contra del cine clásico de la Época de Oro, porque la tuya es una visión mucho más desesperada. El cielo es importante en Zona cero y se enfatiza en algunos
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momentos, pero es un cielo pálido, despegado y triste y no como los cielos limpios y opulentos de Figueroa. cr Es una muy buena observación. Es muy interesante porque el trabajo que tengo en Zona cero es precisamente cerrar, es cerrar mucho en big closeup. Todos los cuadros son muy cercanos al rostro, a las espaldas. Yo quise trabajar dentro de la acción, colocar a los espectadores dentro de los zapatos de los personajes. Entonces todo es muy cerrado y cercano. Pero es lo opuesto también en algunos momentos cuando se abre la cámara y descubres paisajes muy grandes y se cierra. Esta relación de abrir y cerrar es una nueva lectura visual. Por un lado, sí, puedes contemplar el paisaje pero como mi objetivo no era solo contemplar paisajes sino hacer distante la ira o distanciarnos un poco de la agonía para respirar. Porque con mucho de Rulfo, con lo que te enseña Rulfo, necesitas respirar un momento, necesitas una pausa, un punto aparte del cuento. Y yo necesitaba respirar un poco para asimilar lo que había pasado y pasar a otra cosa. Entonces, sí justifico un poco un cielo abierto. Pero, en realidad, una gran parte de la historia está en planos muy cerrados con la intención de meter a los espectadores dentro de los sentimientos, de llevarlos como de la mano a ver lo que está pasando y dejarlos impresionados. Son retratos muy fuertes, muy cercanos a los personajes. DJW ¿Piensas volver a la obra de Juan Rulfo en algún momento? cr No, porque ya lo tengo. Rulfo me ha dado una enseñanza en la vida. Rulfo es parte de mí ahora. En el tiempo cuando yo estuve elaborando la obra, leyendo mucho, haciendo un análisis profundo, fui absorbiendo todo como una esponja de tal manera que ahora forma parte de mi sensibilidad creativa. Entonces es no volver porque ya está. Es una materia constante, presente. DJW ¿Qué pensaría Juan Rulfo de Zona cero? cr Como yo le percibo a Rulfo, cuando a él le gustaba algo se callaba. El silencio era una admiración. Creo que si Rulfo viera mi obra se quedaría en silencio. Con una mirada me mandaría una luz de agradecimiento2.
Rivas comenta profundamente la metodología que usó para filmar Zona cero en su libro Cine paso a paso: Metodología del autoconocimiento: “Zona cero” y “La vida se amputa en seco”, una exploración fascinante de los pasos de la creación fílmica. 2
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Chalma. Entrevista a Miguel Ángel Fernández Chalma (México, 2015) Argumento: Juan Rulfo, basado en el cuento “Talpa” Producción: Bala Films Dirección, Guion, Edición: Miguel Ángel Fernández Producción: Germán Castilla, Miguel Ángel Fernández Fotografía: Daniel Blanco Dirección de arte: Esmeralda Ruíz Reparto: Harold Torres (Antonio), Leonardo Alonso (Tanilo), Karla Garrido (Natalia), Enrique Herrera (Sacerdote) Notas de producción: Color, 18 min. Festivales (hasta el momento): Festival Internacional de Cine, Guadalajara (México), Latin American Short Film Festival (Berlín).
Miguel Ángel Fernández nació en 1987 en la Ciudad de México. Es egresado de la carrera de dirección cinematográfica del Centro de Estudios Cinematográficos INDIe en la Ciudad de México, donde presentó Pasajeros (2013) como su tesis culminante. Posteriormente, con el apoyo de su escuela cinematográfica y a través de su casa productora, Bala Films, rodó Chalma (2015). Este cortometraje basado en el cuento “Talpa” de Juan Rulfo acaba de estrenarse en su premiere mundial en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara (marzo de 2016). Fernández había participado anteriormente con Pasajeros en otros festivales como el FICM, GIFF, FICIQQ y el Short Shorts. Vive actualmente en la Ciudad de México. Chalma es una adaptación del cuento “Talpa” de Juan Rulfo. Con esta cinta, un cortometraje de solo 18 minutos, Fernández se une a cineastas anteriores que han intentado traducir esta historia de pasión, de fe y de remordimiento a la pantalla grande. La primera adaptación de “Talpa” la hizo Alfredo B. Crevenna a finales de 1955 y solo meses después de que la novela maestra de Rulfo apareciera en las librerías capitalinas. Este largometraje comercial añade historias poco rulfianas y nunca entiende el tono y la textura que definen el texto original. Mitl Valdez vuelve a “Talpa” en 1987 cuando incluye el cuento como una de tres historias (“Talpa”, “¡Diles que no me maten!” y un fragmento de Pedro Páramo) que se combinan para crear el
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largometraje titulado Los confines, una de las adaptaciones rulfianas que más satisface3. Fernández no vio estas cintas antes de filmar Chalma y no depende de los logros (en el caso de Los confines) ni de los fracasos (en el caso de Talpa) de estas dos iniciativas para visualizar su propia interpretación de tres peregrinos desdichados. Afortunadamente, el intento que ofrece Fernández se acomoda fácilmente entre la lista de adaptaciones que más felizmente se han acercado a la narrativa del gran escritor jalisciense. Fernández ubica su historia en el pueblo de Chalma y cambia el nombre del cuento rulfiano para reconocer esa nueva geografía. Esta alteración refleja el espíritu innovador del cineasta, que no se somete a la fidelidad servil. Chalma es una producción altamente personal que apunta hacia el talento de este joven director. Fernández entiende la estatura del autor que adapta, sin embargo, y siente la responsabilidad de lograr una visión que manifieste lo que tantos aficionados y estudiosos del escritor denominan el “mundo rulfiano”. Fernández respeta el texto original, como él mismo explica, pero logra traducirlo al cine porque entiende que Rulfo existe en el tono y la textura de su narrativa, en la atmósfera pesada y en los personajes auténticos4.
DJW Miguel Ángel, ¿puedes explicar cómo decidiste acercarte a Juan Rulfo? MAF Tenía la necesidad de hacer un cortometraje, de la duración que fuera y sin importar la temática. Una amiga me prestó El Llano en llamas, el cual yo había leído hace mucho tiempo, cuando era adolescente. Me lo prestó y volví a leer todos los cuentos. Particularmente hubo un cuento, “Talpa”, que me dejó en shock. Me generó un sin número de imágenes en la cabeza. Además, tengo tres hermanos y sé cómo es la relación con los hermanos mayores y me identifiqué mucho con el protagonista. Todos los cuentos de ese libro son muy buenos, pero ése fue mi favorito, definitivamente. Me quedé pensando: “¿Qué pasa si estas imágenes que tengo en la cabeza después de este encuentro las aterrizo?” Me puse a investigar un poco y supe que iba a ser complicado. Es una adaptación literaria a formato cineGastón T. Melo rodó Talpa, una tercera adaptación del cuento homónimo, en 1982. Este cortometraje fue producido por la Universidad de Anáhuac. 4 Esta entrevista fue grabada en la Ciudad de México en octubre de 2015 y actualizada en comunicaciones con el director en abril de 2016. 3
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matográfico y eso tiene su grado de complejidad. Pero Rulfo tiene todavía más complejidad porque, a pesar de que parecieran historias muy realistas, tienen algo de mágico, algo de surreal. Y sin hablar de Pedro Páramo que es bastante más surreal, El Llano en llamas me parece que tiene historias muy aterrizables. La edición que yo leí asume que mucha gente no conoce tantas palabras que son “muy de pueblo”. Pero como mi familia viene del campo de Guerrero, de tierra caliente, todas las palabras las conocía perfectamente. Me parecía muy familiar la forma en que hablan los personajes. “Voy a ver con qué cosas me voy encontrando el camino”, pensé. Y así me fui: releyendo El Llano en llamas y enamorándome de nuevo de “Talpa”. DJW ¿Y Pedro Páramo te ha inspirado también? MAF Sí, por supuesto. Todo Juan Rulfo, no solamente su literatura sino sus fotografías. Es una exquisitez disfrutar sus cuentos y sus fotografías. Creo que es uno de los artistas que tiene mucha coherencia en estos dos formatos: la fotografía y lo que escribe. Definitivamente, Pedro Páramo me influenció, todos los cuentos de Llano en llamas, las fotografías que él ha tomado, las fotografías que tomó en Chalma también —el Chalma de entonces que no parece mucho al Chalma de ahora—. DJW ¿Conoces muchas de las adaptaciones que otros han hecho de la obra rulfiana? ¿Te inspiraron de alguna forma? MAF Las únicas que he visto han sido la de Talpa (1955, dir. Alfredo B. Crevenna) y la de Pedro Páramo (1966, dir. Carlos Velo) y ambas las vi después de filmar. No quería yo casarme con nada que no fuera Juan Rulfo, que no fuera la literatura de Juan Rulfo, las fotografías de Juan Rulfo, los cuentos narrados por Juan Rulfo, por su misma voz, que también es toda una experiencia escuchar su voz narrando. No quise tener ninguna referencia más porque me estaría alejando. Te alejas de cierta forma si te identificas con otros autores y eso es algo que no quería. Entonces las vi, pero las vi después de filmar. DJW ¿Cuál es tu opinión de Talpa de Alfredo B. Crevenna? MAF Para hacer de “Talpa” un largometraje tienes que llenar con muchas cosas que no están en el cuento. Y la cinta de Crevenna presenta diversas situaciones que se alejan de la historia. Juan Rulfo tiene muchas atmósferas y muchos personajes relacionados con lo rural, atmósferas que le interesaban, que conocía y sabía desarrollar muy bien. Y el casting no va de acuerdo con las características físicas ni psicológicas de los personajes. Por otro lado, en-
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tiendo cómo era el cine mexicano de aquella época, más melodramático. Sin embargo, también se hacían películas como La fórmula secreta de Rubén Gámez. No es una adaptación de un cuento de Juan Rulfo, pero Rulfo escribió los textos para este mediometraje. Creo que La fórmula secreta se acerca más a un mundo rulfiano que la adaptación que hizo Crevenna de Talpa. DJW Sé que viste el año pasado en el 2.° Coloquio de la Cátedra Extraordinaria Juan Rulfo en la UNAM la adaptación de “Macario” que hizo otro estudiante de cine, Joel Navarro (Macario, 2014). ¿Qué te pareció? MAF Sí, tuve el privilegio de saludar a Joel y de platicar un poco con él. Como decía, hacer una adaptación es a veces demasiado complejo, y Joel lo hizo muy bien. Es un trabajo que a mí me gustó bastante. Ambos usamos la voz en off para nuestras adaptaciones, y ambos cuentos están narrados en primera persona por su protagonista. Es un recurso que usamos de manera distinta. Joel no alteró en absoluto una sola coma del texto original. Me pareció interesante la forma en que abordó la mente del niño Macario. Todos los diálogos en off mientras vemos su día a día. Lo que yo quise hacer con “Talpa” fue un poco de eso, pero no cien por ciento. Meto las narraciones de Antonio5 en off. Pero tampoco quería que todo el tiempo fuera una sola voz en off, quería que hablaran los personajes en su peregrinaje, que hablaran entre ellos. Fue todo un reto porque una de las cosas que me pidió la Fundación Juan Rulfo para hacer esta adaptación era respetar lo más posible los diálogos de los personajes. Por supuesto que accedí, era algo que me parecía fundamental no transgredir en la medida de lo posible. La forma en que hablan los personajes de Juan Rulfo es una de las cosas que hacen que te enamores de su literatura. No me pareció una censura sino un reto. DJW Hablas un poco de tu adaptación como homenaje a Juan Rulfo. ¿Puedes indicar algunos de los momentos en que te acercas más a Juan Rulfo? ¿Y tal vez algunos en que te alejas de él? MAF Creo que una de las cosas en que más me acerqué a Juan Rulfo fue en lo atemporal, porque tú no sabes en qué época realmente pudieron haber sucedido sus cuentos. Pueden haber sucedido en la época de la Revolución, Antonio es el nombre que Fernández le da al narrador anónimo de “Talpa”, hermano de Tanilo Santos. Fernández explicó su decisión de inventar un nombre para este personaje al sugerir que “para poder trabajar un personaje necesito darle un nombre. En la película nunca se va a saber que lo llamo Antonio porque nunca lo nombran así”. 5
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pueden haber sucedido apenas. Tampoco te describe Rulfo muy bien los lugares, más bien te describe atmósferas. Algo que estuvimos cuidando en todo momento fue que fuera atemporal. Si tú ves el cortometraje, no sabes realmente cuándo pudo haber pasado. Pudo haber pasado hace veinte años. Pudo haber pasado ayer. Creo que eso es algo que nos acerca mucho a Juan Rulfo. También algo que me impacta de Rulfo son las tradiciones que relata. Es decir, las peregrinaciones, llegar a un pueblo, ver las danzas y los cohetes y las cosas que llevan los peregrinos. Todo eso es algo muy rico que tiene Rulfo en sus cuentos: tradiciones básicas de los pueblos, de las zonas rurales. Y eso es algo con lo que me identifico. Me encantó tratar de replicar esto en este cortometraje. ¿Cómo me alejé de Juan Rulfo? En la narrativa. En el cuento no hay una historia lineal. Va saltando. Pero yo quise filmar usando una forma más lineal, aunque no del todo ya que empezamos con el fin, con el entierro de Tanilo, algo muy poderoso. Pero a partir de allí todo es lineal. En esto me alejé porque consideré que la historia funcionaría mejor de forma lineal. Y a pesar de que me gusta mucho el resultado, no es Juan Rulfo cien por ciento. DJW También veo que no aparecen ni la madre de Natalia ni el hogar familiar. ¿Había alguna razón para quitar ese personaje tan importante al cuento original? MAF Sí, creo que todo lo que sucede realmente sucede en la peregrinación. Tanilo se está purificando en esta peregrinación, es lo que yo percibo. Está purificándose con todo este dolor, con todo eso que ha cargado con la infidelidad de Natalia y su hermano. Y, a pesar de que nunca nos dice Rulfo si él lo sabía o no, Tanilo está en un proceso de purificación, una limpia que tiene antes de morir. Pasa todo lo contrario con los otros dos personajes quienes van cargando con un peso, literalmente van cargando con Tanilo y con su sombra. Esto para mí era lo más importante. Que Natalia llegara después a llorar con su mamá es algo consecuente. DJW Me impactó mucho la escena cuando muere Tanilo. Tiene los brazos extendidos en forma de la cruz y luego pasa la cámara a enseñarnos al Cristo crucificado. La relación que tenía Juan Rulfo con la religión fue algo ambiguo: reflejaba la presencia de lo religioso en su propia vida y en el pueblo mexicano a la misma vez que ofrecía cierta censura de esa religiosidad. ¿Cómo decidiste acercarte a un cuento como “Talpa” que enfatiza tanto la fe popular con todas sus ambigüedades?
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MAF Creo que Juan Rulfo no tiene un juicio, no juzga algo tan importante, tan arraigado en nuestras tradiciones como mexicanos que es la religión. Yo vengo de una familia católica y desde niño crecí en eso. Hoy día, no comparto ninguna religión, honestamente, pero tampoco me interesa juzgar algo, aunque yo no crea en eso. Es parte de la atmósfera, es parte de este mundo. Además, es muy interesante todo el mundo religioso, lo artístico que es y la fe que la gente tiene. Para poder hacer esta adaptación yo hice la peregrinación a Chalma, que son dos días caminando. Fue muy impresionante. Subimos el cerro de las cruces y ya no podía caminar porque se me lesionó una rodilla. El cerro es muy empinado y la gente venía cargando nichos que son muy pesados. Venía con los ojos cerrados, rezando y subiendo. Yo me venía frenando cada quince metros para descansar, pero ellos seguían y seguían. Es cuando me di cuenta de que su motor era la fe. Venían animándose con su rezo mientras una persona al frente con una campana también les daba ánimos. La fe es muy poderosa y cuando tú crees en algo, eso te mueve. Te mueve y te hace dar el siguiente paso. En Chalma, Tanilo es la fe y, a pesar de que no puede, sigue, cosa que no tienen los otros dos personajes. Y todo esto son temas que tú como realizador no estás juzgando y Juan Rulfo tampoco lo hace. DJW ¿Filmaste precisamente durante la peregrinación de Chalma? MAF No. Por cuestiones de producción necesitas tener todo controlado. Si vas a la peregrinación, no vas a poder controlarla cien por ciento: la puesta en cámara, la puesta en escena. Entonces, contratamos extras, contratamos todo para poder recrear la peregrinación. Lo mismo en Chalma. DJW Quiero que me hables un poco del sonido y de la música y de cómo forma parte del ambiente que creas. MAF Solamente hay tres líneas sonoras de música, en realidad. Una es una guitarrita que suena la primera vez que tienen relaciones Antonio y Natalia. Es la misma guitarrita que vuelve a sonar al final cuando muere Tanilo. Son momentos contrastantes muy fuertes. La otra es un canto cardenche. Cuando los protagonistas se encuentran en la peregrinación suena un canto cardenche que es interpretado por tres ancianos conocidos como Los Cardencheros de Sapioriz. Originalmente ellos iban a estar en la peregrinación pero por cuestiones de logística no fue posible. Sin embargo, nos cedieron la licencia de su interpretación de la canción “Yo me voy a morir a los desiertos”. El canto cardenche se llama así porque hay una espina en el desierto
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que si se entierra en tu cuerpo duele mucho, pero duele aún más cuando te la sacas. El canto cardenche es un canto igual doloroso que se canta a capela generalmente a tres voces: una baja, una media y una alta. Son canciones que cuando las escuchas las sientes fúnebres, dolorosas, penosas. Yo venía escuchando a estos señores por bastante tiempo y su canción me parecía perfecta y la metimos en la peregrinación. Y la otra es la de los danzantes, cuando se escuchan los tambores. Es la única música diegética que existe. Son tambores que se mezclan con los pasos de Tanilo cuando él está en la danza y con los latidos de su corazón. DJW ¿Hay algo que te frustró al adaptar el cuento de Rulfo? MAF Sí, de pronto veo el cortometraje y se me ocurren muchas cosas que pude haber hecho. Por ejemplo, yo recuerdo mucho una parte del cuento que dice que de sus llagas goteaba “un agua amarilla, llena de aquel olor que se derramaba por todos lados y se sentía en la boca”. Nunca llegué a concretar cómo podría yo ver visualmente ese sabor que se siente en la boca de la peste que tenía Tanilo. Creo que ahí me faltó mucho. Es mucha atmósfera que es difícil de traducir. Es algo que acepto ahora. DJW Y pensando en los proyectos que imaginas para el futuro, ¿figura otra vez Juan Rulfo? MAF Por el momento no. Me gustaría tener un encuentro en el futuro. Ha sido muy interesante porque he ido descubriendo muchas cosas. Pero también hay muchas limitantes, porque es una obra que no es tuya. Y considero que una adaptación tiene que respetar la obra original. Siempre habrá un cambio definitivamente, va a ver un agregado del autor. Es una forma creativamente distinta de trabajar. Pero por el momento tengo ya algunos proyectos originales en puerta en los cuales quiero enfocarme.
Obras citadas Chalma. Dir. Miguel Ángel Fernández. México: Bala Films, 2015. Filme. Rivas, Carolina. Cine paso a paso: Metodología del autoconocimiento: “Zona cero” y “La vida se amputa en seco”. México: UNAM / CUEC / FONCA / CONACULTA, 2010. Zona cero. Dir. Carolina Rivas. México: CUEC, Filme.
V
Reescrituras e influencias
Un pedazo de Onda: Rulfo y José Agustín1 Brian L. Price Brigham Young University
Elena Poniatowska escribió que los jóvenes escritores contraculturales conocidos como la Onda nunca escribieron un manifiesto como hicieron los surrealistas2. La implicación desde luego es que José Agustín, Gustavo Sainz y Parménides García Saldaña nunca pudieron enunciar un programa estético para su movimiento —un movimiento cuya existencia, huelga decir, los mismos autores negaron una y otra vez3—, crítica que hace eco de la diagnosis que emite Carlos Monsiváis de la pasividad política e imitación cultural de los onderos4. No obstante, habrá que hacerle una correctiva. Pues al parecer corría el año 1968 —pudo haber sido un año antes o después— cuando Agustín y García Saldaña se propusieron formar un nuevo partido político al que llamaban a veces El Patín del Diablo y otras El Partido En Toda Su Pinche Madre. Desmadrosos como ellos solos, compusieron un breve texto satírico enunciando su plataforma básica que nadie se atrevió a publicar. No obstante, por su “alto valor histórico, estético y ético” Agustín decidió reproducir un fragmento del texto en Contra la corriente, libro de recuerdos y ensayos publicado en 1989: Agradezco a Mark Brown, un estudiante de licenciatura que participó en mi seminario sobre la contracultura en México, por sugerirme la conexión entre estos dos cuentos. 2 El comentario aparece en Ay vida no me mereces (198). 3 Agustín admite: “Por mi parte, yo jamás pensé en crear o participar en un movimiento literario porque mis ideas en cuanto a la literatura iban en sentido contrario: yo creía que cada quien debía escribir como quisiera y lo que quisiera si lo hacía bien. Lo importante era la calidad, pero esta solo podía apreciarse en su propio contexto” (“La onda nunca existió” 12). Más bien “‘Literatura de la onda’ fue una etiqueta fácil para enmarcar un fenómeno mucho más complejo. No motivó más que confusiones” (14). 4 Véase “La naturaleza de la Onda” en Amor perdido. 1
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(Exigimos) que se suprima el himno nacional y en su lugar se ponga “You Can’t Always Get What You Want”, porque los mexicanos no debemos estar al grito de guerra sino al grito de ¡ajúa! que se quite el águila de la bandera y se le reemplace con una cola de mota, como recomienda Mad; que Los Pinos se vuelva jardín público dedicado a las manifestaciones del arte, mainly del nuestro; deberá haber cabañas para cagar, cabañas para leer, ¡cabañas para coger! Más cabañas a petición; que todos anden encuerados aunque haga mucho frío, porque el calor es interno y el respeto a la chaqueta ajena es la paz, o hazte tu chaira pero no salpiques, como dijo Octavio Paz, fuera máscaras, y se lo cogió [Antonio] Carrillo Flores (Contra la corriente 21).
La cita sirve para poner en evidencia el carácter revolucionario por no decir anárquico de estos poetas malditos dentro de un ámbito literario conservadoramente nacionalista. Mediante las consuetudinarias referencias al rock y revistas de la cultura popular, atentaron contra los sacrosantos símbolos patrios. El empleo de vocablos soeces y referencias abiertamente a la masturbación transgredieron las normas del buen escribir de la misma forma que sucede en sus respectivos textos ficcionales. Lo que es más, sobre todo para los fines de este ensayo, se nota el espíritu parricida de los jóvenes al invocar de forma despectiva al poeta y a uno de los políticos más importantes del país. Pero el blanco más importante para los onderos, y en particular para Agustín, fue Juan Rulfo. Los rencores entre los dos son ya casi mitológicos. En 1966 un entrevistador le preguntó a Juan Rulfo cuáles autores y cuáles libros de la nueva generación arrasarían con el pasado literario nacional. Rulfo identificó La tumba de José Agustín, llamándola una novela extraordinaria y de grandes ambiciones. Agustín recuerda haber quedado con la impresión de que el venerable escritor, a quien no conocía, ni siquiera había leído el libro. Pero eso no le impidió sacar la cita de contexto y publicarla en la contraportada de la novela sin pedir permiso. “Rulfo nunca hizo comentarios”, continúa, “pero evidentemente no le gustó nada de eso porque no paró de hablar pestes de mí cada vez que mencionaban mi nombre” (El rock de la cárcel 82). Al parecer esto fue el primer salvo en la que sería después una batalla generacional sin cuartel, pero siguieron otros. Rulfo insiste en que, en calidad de asesor del Centro Mexicano de Escritores
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(CME), estimuló mucho a Agustín durante el período en que los dos coincidían. No obstante le comentó a Elena Poniatowska que “Nada de lo moderno me gusta. Ni la literatura de la onda, ni la música de la onda, ni los chavos ni las chavas ni los patines ni los rollos. Nada” (citado en Ascencio 282). El desprecio no pasó inadvertido. Agustín le devolvió el desamor con creces. Cuenta que en un coctel para los nuevos escritores del CME él y Gustavo Sainz despotricaban en contra de Rulfo y Juan José Arreola porque “presumíamos estar-al-día en literatura contemporánea, la gringa en particular” (El rock de la cárcel 74). En retrospectiva Agustín relata que “Juan Rulfo, aterrado, denunció que Sainz, Leñero y yo éramos búfalos en estampida y que la literatura mexicana se salvaría por el muro de contención formado por Fernando del Paso, Juan García Ponce y Salvador Elizondo” (“La onda que nunca existió” 12). Como represalia por el ninguneo Agustín identificó a Rulfo en Se está haciendo tarde (final en laguna), cuando el protagonista sale a comprar un alcohol barato para sus amigos. Descubre un brebaje llamado Tequila Ruco Rulfo de Sayula, Jalisco. Los amigos expresan su disgusto con la elección al decir, “este parece siniestro, les hace polvo el estómago” (52) y que el único resultado de tomar el tequila sería caminar “en su propia guácara” (66). Si leemos esta historia desde una lógica edípica, la discordia entre Agustín y Rulfo tiene toda la razón. Para la fecha en que Agustín empezó a escribir Rulfo se había convertido en la piedra angular de las letras nacionales con la publicación de dos libros que revitalizaron la novela de la revolución, género que había languidecido durante los años cuarenta5. Como acierta Christopher Domínguez Michael, “a Rulfo se le consideró como la coda o el holocausto del viejo realismo novelesco de la Revolución mexicana” (44). Posteriormente, este sirvió como asesor en el CME, del cual había sido becario en los cincuenta, y así se posicionó como tutor para las nuevas generaciones, así como caudillo cultural que determinaba quiénes entraban en los campos elíseos de la literatura mexicana. El arribo de la nueva generación implicaba un cambio de vanguardia. Agustín y compañía se empeñaron en distanciarse de sus precursores nacionales, cambiándolos por otros más afines a su experiencia vital. 5
Véase Pavón xv-xvi.
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Pero en este ensayo lo que quiero proponer, precisamente un año después de celebrar los cincuenta años de De perfil y en el centenario del autor de Pedro Páramo, es una lectura que en vez de enfatizar las contiendas y los desamores entre estos dos importantes autores nacionales busca trazar líneas de convergencias e influencia. En su conocido y debatido libro The Anxiety of Influence (1973), el crítico Harold Bloom arguye que los poetas buscan continuamente cómo librarse de la influencia de sus precursores. Efectivamente establece una taxonomía tripartita: los poetas débiles se complacen con idolatrar a los grandes, los medianos con apropiarse de sus técnicas, y los fuertes logran sobrepasar. De ahí procede a enumerar una serie de estrategias textuales, entre las que incluye la tessera, o sea el proceso de completar de forma antitética la obra del precursor, reteniendo los términos originales de su obra, imbuyéndola de otro sentido y sugiriendo sotto voce que el precursor era incapaz de alcanzar el máximo efecto poético (14). Lo que propongo aquí entonces es una relectura subversivamente genealógica de dos cuentos. El primero, “Un pedazo de noche” (1940) de Rulfo, emerge como el producto de un fracaso literario. A cambio al escribir “Cuál es la onda” (1968), Agustín acepta el reto de completar antitéticamente el texto de Rulfo. Si bien es cierto que Agustín conocía el fragmento de Rulfo, como espero comprobar, entonces podemos leer “Cuál es la onda” en clave de homenaje y parricidio bloomiano. De este modo, tal vez paradójicamente un cuento olvidado de Rulfo llega a ser la clave para comprender el cuento más importante de los jóvenes a quienes tanto aborrecía. 1 El recuento de esta historia comienza media década antes de nacer José Agustín. Un joven Juan Rulfo, recién habiendo abandonado el seminario de Guadalajara, arribó a la Ciudad de México en 1935. Pronto consiguió trabajo en el archivo de la Secretaría de Gobernación. Se sentía aislado, enajenado por el tamaño de la urbe metropolitana así como la falta de conocidos, aunque diría después que la soledad la venía padeciendo desde la muerte de sus padres. El tedio de aquella vida burocrática lo impulsó a escribir de noche como forma de terapia. El autor relata que conoció a Efrén Hernández, el
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celebrado vanguardista cuyo libro Tachas (1928) marcaría definitivamente al joven jalisciense, cuando llegó a Gobernación en 1938. La amistad entre los dos contribuyó al desarrollo de la vocación literaria de Rulfo porque fue Hernández quien leyó sus primeros borradores y lo animó a seguir escribiendo. A la vez hizo lo posible por impedir que el escritor en ciernes destruyera textos inéditos y se empeñó en rescatar lo que pudo6. Caso ejemplar sucede para 1940. Rulfo había terminado el manuscrito para una novela en donde la acción ocurría dentro de los confines de la ciudad. El título, El hijo del desaliento, atestigua el estado de ánimo que sentía su autor para ese entonces. Cuenta Rulfo que Hernández llevó varios capítulos de la novela para que los publicaran en la revista Romance, dirigida por el exiliado español Juan Rejano. No obstante nunca se publicaron y, al parecer, pronto se olvidaron. Pasaron casi dos décadas sin mención alguna de esta novela primeriza cuando de repente, en 1959, los editores de la Revista de Literatura Mexicana se comunicaron con Rulfo y le dijeron que tenían el manuscrito inédito. Rulfo se apersonó en la editorial exigiendo que se lo devolvieran. Cuando negaron su petición, Rulfo ofreció entregarles un cuento como trueque. Dice que “ahí mismo le quité algunas páginas que andaban por ahí con el título ‘Un pedazo de noche’”. El cuento apareció en la Revista en septiembre del mismo año como “un cuento inédito de Rulfo” (Gordon 51). Luego fue recopilado por el mismo autor en su Antología personal (1978). El cuento, junto con otro texto muy breve que lleva el título “La vida no es muy seria en sus cosas”, son los únicos vestigios que existen de El hijo del desaliento. El relato, de unas escasas diez páginas, es narrado en tono confesional por una prostituta que explica cómo conoció “al que después fue mi marido” (144). Tras ubicar el relato geográficamente en el callejón Valerio Trujano y aludir al humillante rito de iniciación profesional (“no quiero decir en qué consistía aquello porque todavía calculando que no me quede ni un pedazo de vergüenza, hay algo dentro de mí que busca desbaratar los malos recuerdos” Comenta Hernández: “Cosas que en buena ley son de envidiarse, él, por hallarlas ruines, ha venido rompiéndolas, tirándolas, deshaciéndose de ellas, ¡para volver a hacerlas! Nadie supiera nada de sus inéditos empeños si yo no, un día, pienso que por ventura, adivino en su traza externa algo que lo delataba y no lo instara, hasta con terquedad, primero a que me confesase su vocación, en seguida a que me mostrara sus trabajos y a la postre, a no seguir destruyendo” (citado en Ruffinelli 7). 6
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[143]), la narradora cuenta cómo se le acerca un hombre que trae un niño en brazos. Cuando este le pregunta por el precio de sus labores, la narradora se niega por “eso que llevas encima” (144) hasta que el hombre accede a pagarle una cantidad diez veces más alta que el precio tradicional. Llegan al hotel pero cuando les impiden la entrada, la pareja comienza una suerte de peregrinaje por la ciudad en busca de una recámara. En el camino la mujer, cuyo nombre alterna entre Olga y Pilar dependiendo del cliente, y Claudio Marcos, un sepulturero que quita al niño abandonado por sus padres cuando estos se emborrachan, recorren varios kilómetros, pausando periódicamente para platicar y comer. Con el amanecer por fin encuentran donde hospedarse. Ella se desploma vestida sobre la cama y el sepulturero se queda al borde con ganas de seguir platicando. Regresando al presente de la narración, ella confirma que Claudio Marcos sigue esperando ahí ya que “lo que no sabe es que quiero dormir. Que estoy cansada. Parece como si se le hubiera olvidado el trato que hicimos cuando me casé con él: que me dejaría descansar; de otra manera acabaría por perderse entre los agujeros de una mujer desbaratada por el desgaste de los hombres…” (151). Ya se percibe en este breve resumen hitos que caracterizarán más tarde El Llano en llamas y Pedro Páramo. Como señala Luis Leal, el cuento relata en primera persona un evento que sucedió hace tiempo pero que tiene el hálito de un acontecimiento reciente. Mediante esta técnica el autor abole el tiempo haciendo que el presente y el pasado sean una misma temporalidad (23), un procedimiento propio de sus ficciones posteriores como la narración de ultratumba de Juan Preciado así como la memoria del narrador en “Nos han dado la tierra”. A esto también podemos agregar la centralidad de personajes maginados, la soledad que padecen, la hostilidad del espacio que ocupan, la indiferencia ante la muerte, así como la preocupación por lo obsceno y la perversidad. La dureza de la vida citadina se hace patente en la figura del Quiebranueces, personaje fantasmal cuyo nombre alude al proceso de iniciación y que parece trabajar como patrón para las muchachas en el callejón. Aunque dice que se le desterró el susto, Olga / Pilar admite que le tiene miedo al sujeto por haber violado la norma de no aceptar un cliente con niño y por no cobrar suficiente dinero para pagar “el impuesto del día, que jamás perdonaba, así una estuviera vomitando” (148). El sepulturero también se ha vuelto insensible ante el pesar de los demás. Cuenta cómo ya
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no me dan pena los muertos, y mucho menos los vivos. Desde hace quince años acabé con eso. Al principio, me entristecía mucho cuando a raíz de sepultar a la madre de un montón de hijos, ellos se soltaban unos alaridos espantosos, y se abrazaban al cajón como ladillas sin que fuera suficiente la fuerza de tres ni de cuatro hombres para despegarlos. Me ha tocado asistir a infinidad de casos por el estilo. Pero ahora eso ya se murió. Cuando uno es sepulturero hay que enterrar la lástima con cada muerto que uno entierra (149).
El pasaje impresiona por la esterilidad sentimental del personaje que percibe en la muerte solo un quehacer más. Y sin embargo, al contrario de su supuesto desapego a la humanidad, este hombre alberga al hijo abandonado y busca conexión emocional con la prostituta. El aislamiento particular de este cuento se manifiesta al final, cuando se revela que el establecimiento de la pareja no sirve como vehículo del amor sino el cumplimiento de un contrato. Esta falta de una profunda conexión personal reproduce la angustia de vivir rodeado de gente en la desolación doméstica, un lejano eco de las voces subterráneas que componen el hilo narrativo de Pedro Páramo. También se destaca el característico lenguaje narrativo depurado que se manifiesta en escuetas descripciones y diálogos staccati los cuales, sin decir mucho, revelan mundos. Este énfasis en la poetización de la vox populi es uno de los mayores logros de Rulfo porque marca la primera vez en que se integra de forma convincente al campesino dentro del imaginario artístico nacional. Un espíritu de proteccionismo lingüístico influía en las instituciones culturales que se volvieron defensores de una particular pureza filológica, una que admitía calcos y prestamos de lenguas indígenas como una forma de legitimar el mestizaje cultural que servía de base para la sociedad posrevolucionaria. Así los filólogos celebraban la mezcolanza de vocablos europeos y amerindios, no obstante proscribían la injerencia de palabras estadounidenses. En esto reside la importancia de Rulfo para la formación del canon literario: al poetizar el habla coloquial de campesino mexicano, inscribiendo una forma de facto de poesía popular en las letras nacionales, prestó voz al nuevo ciudadano que todavía no se incluía completamente al imaginario nacional. La canonización de sus dos breves libros forjó la fundación literaria del nuevo habitus posrevolucionario. La publicación de El Llano en llamas y Pedro Páramo coincide desde luego con este proyecto de nación, el mismo que se manifiesta en los filmes de Emilio Fernández y Gabriel Figueroa, quienes hicieron de la provincia la secreta utopía
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de la cultura nacional (Hind 27). Este gesto contribuía al impulso ideológico del estado posrevolucionario de hacer partícipes en el proyecto nacional a los que antes habían participado en el derrocamiento del gobierno porfirista. De la misma forma en que el argentino José Hernández convirtió la poesía gauchesca en una muestra auténtica de la cultura nacional y, por ello, inscribió al sujeto rural como miembro de la comunidad imaginada, Rulfo confiere a través de la literatura la ciudadanía a los marginados que no habitan en la ciudad. Aun así no se debe olvidar que existen razones por las que Rulfo no habría querido que el texto viera la luz del día. Según Efrén Hernández el impulso destructivo obedecía a una lógica perfeccionista: “la manera de rigor, la rigurosísima y tremenda aspiración, el ansia de superación artística de este nato escritor” explicaba la escasa producción publicada (citado en Ruffinelli 7). Rulfo comenta que cuando recupera la novela extraviada, “la rompí en mil pedazos por mala, retórica, alambicada. Era rimbombante. No decía nada, no tenía nada, era cerebral” (citado en Ruffinelli 7). En otra parte reconoce que pecaba de un exceso de adjetivos. Veamos. Aunque tenga la estructura de un cuento autónomo7, sigue siendo parte íntegra de una novela, lo cual subraya la naturaleza fragmentada del cuento; de hecho, en su Antología personal el autor no esquiva la tentación de poner entre paréntesis después del título “(Fragmento)” a modo de descargo de responsabilidad. Por ser un texto primerizo, lejos de la ficción más madura de sus años posteriores, falta concisión. Además, como señala Daniel Gordon en su breve análisis narratológico del cuento, sufre de dos fallas importantes que no se manifiestan en las obras posteriores: el intento de ganarle la simpatía del lector mediante ciertas evocaciones demasiado sentimentales del niño y una tendencia abiertamente moralista de reflejar en el niño los vicios de la gente adulta (58). Pero tal vez la debilidad más grave del texto es la imposibilidad de formular un lenguaje poético que se adecua al entorno urbano. La ambientación urbana, producto de sus iniciales impresiones de la metrópolis, es el elemento que más distingue este texto. En efecto el relato se desarrolla, no en una Comala ficticia que sirve como representación de su Jalisco natal y metonímicamente de toda la provincia mexicana, sino en el centro de la capital metropolitana. Los personajes se desplazan por un te7
Véase Luis Leal.
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rritorio real que recorre el Paseo de la Reforma desde Valerio Trujano hasta Tlatelolco, pasando por la calle Ogazón y el jardín de Santiago. Aunque la acción se desarrolla dentro de una urbe metropolitana que parece amenazar a los personajes, no obstante la gran debilidad del cuento es la incapacidad de desarrollar un lenguaje que dé cuenta de la realidad citadina. Si bien está afincado en una geografía real y tangible, hay pocas referencias concretas a la ciudad misma: una que otra coordenada en el mapa, escuetas menciones de torterías y el olor a fritangas. Más bien emerge como fantasma hostil que se intuye a través del efecto que produce en los personajes. Por ejemplo la narradora relata que en el callejón de Valerio Trujano, además de ser iniciada en la profesión, “se me desterró el miedo. Al cabo de dos o tres semanas ya no lo sentí, como si hubiera dado cuenta de que conmigo salía sobrando” (143). De hecho el miedo que produce la ciudad va cobrando personalidad a medida que ella se vaya acostumbrando a los rigores de su trabajo, pues el miedo “procuraba esconderse cuando veía mis necesidades, tal vez y seguramente por miedo a que lo mandara a vivir solo, porque el miedo es la cosa que más miedo le tiene a la soledad, según yo sé” (143-44). Es decir, el cuento fácilmente pudiera haber acontecido en cualquier parte. Y sin embargo resulta particularmente llamativo que el primer borrador de esta estética rulfiana se llevara a cabo precisamente en un ámbito urbano, totalmente el opuesto de los escenarios que típicamente asociamos con sus obras. Es decir, se acostumbra leer México en las obras de Rulfo desde la representación rural que se manifiesta en sus obras posteriores. Pero una lectura cuidadosa de “Un pedazo de noche” revela que este proceso nace en la ciudad, un punto que será particularmente relevante cuando lleguemos al cuento de José Agustín. 2 No queda claro exactamente cuándo Agustín hubiera leído “Un pedazo de noche”. Tenía quince años cuando se publicó en el tercer número de la Revista de Literatura Mexicana. Dos años más tarde empezó su primera novela, La tumba, mientras militaba como brigadista en las campañas de alfabetismo en Cuba. Al regresar a México terminó el manuscrito y lo mandó publicar con la editorial Novaro en 1964. En 1966, a pocos meses de la publicación
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de su segunda novela, De perfil, fue admitido como becario en el CME, donde conoció por primera vez a Juan Rulfo y empezó a escribir los cuentos que aparecerían más tarde en Inventando que sueño. Su primer encuentro con el texto pudiera haber sucedido en cualquier momento de esta cronología, pero no queda duda de que lo leyó. Por mi parte, y es pura hipótesis, prefiero creer que fue durante su período como becario. Antes no tenía por qué reñirse con el maestro. Pero habiendo comenzado los disgustos con Rulfo, fácilmente puedo imaginarlo reescribiendo uno de sus cuentos —sobre todo uno que nació de un proyecto fallido que Rulfo llamó alambicado— como una forma de vencerlo. Ofrezco como apoyo para este argumento tres evidencias. La primera, tal vez la más circunstancial, es que no hay ninguna referencia ni a Rulfo ni a sus obras en La tumba o De perfil. A decir la verdad tampoco las hay en otras novelas de la misma época escritas por becarios del CME incluyendo Farabeuf (1966) de Salvador Elizondo, José Trigo (1966) de Fernando del Paso y Morirás lejos (1969) de José Emilio Pacheco8. Pero en el caso de Agustín es de notar ya que los protagonistas de sus primeras dos novelas son intelectuales o literatos en ciernes, sobre todo Gabriel Guía, quien se enorgullece de ser cuentista al estilo de Chéjov. Desde luego se puede argumentar que para esta época es inimaginable que Agustín no hubiera leído a Rulfo. De hecho el escenario más lógico es que sí conoció Pedro Páramo y El Llano en llamas ya que, como mencioné anteriormente, sabía robarse el elogio de Rulfo para la contraportada de La tumba. Pero estos son los dos textos más visibles de Rulfo, mientras que el cuento queda como texto marginal y básicamente olvidado. Las referencias algo paródicas a Rulfo que veremos más adelante en el análisis del cuento, entonces, sugieren la posibilidad de que Agustín leyera el cuento después del inicio de hostilidades entre los dos. De hecho la centralidad de su familiaridad con El Llano en llamas y Pedro Páramo contribuye al segundo punto: el proyecto estético de José Agustín corre paralelo al de Juan Rulfo. Si bien Margo Glantz en Onda y escritura en México erró al hacer generación de varios autores que no se imaginaban como tal, acertó cuando dijo que con los textos de Agustín “el joven de la ciudad y de Dicho esto hay que reconocer que Del Paso menciona a Rulfo en los agradecimientos de la primera edición de José Trigo y nombra al personaje epónimo de Pedro Páramo en Palinuro de México. 8
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clase media cobra carta de ciudadanía en la literatura mexicana, al trasladar el lenguaje desenfadado de otros jóvenes del mundo a la jerga citadina, alburera, del adolescente; al imprimirle un ritmo de música pop al idioma; al darle un nuevo sentido al humor —que puede provenir del Mad o del cine y la literatura norteamericanos” (13). Este proceso de hacer del adolescente un protagonista en la literatura mexicana contemporánea comenzó con la publicación de La tumba (1964), una novela sobre un muchacho burgués, versión mexicana de Holden Caulfield, que intenta remediar sus malestares con la música, el alcohol y el sexo9. Pero más que la trama lo que interesa aquí es el dictamen editorial sobre la poética agustiniana. Cuenta Agustín que al mes y medio de haber entregado el manuscrito, me telefonó… el ilustre maestro Aurelio Garzón del Camino, jefe de correctores de Novaro, y me señaló lo que él consideraba errores gramaticales inadmisibles en mi original. Le expliqué lo mejor que pude que se trataba de rupturas deliberadas con la gramática ortodoxa por necesidades inherentes de la naturaleza del texto. A Garzón del Camino le molestaba que yo saliera con palabrascompuestasporvariaspalabras, que Pusiera Mayúsculas Donde No Deberían Ir, que no subrayara frases y palabras en otros idiomas, y otros detalles de ese tipo. Le pedí que no aplicara supuestos principios generales a una obreja que mal que bien establecía sus propias leyes, su frecuencia de onda (El rock de la cárcel 14).
Si bien estos comentarios se aplicaban a La tumba como crítica, son el modus operandi de “Cuál es la onda”. Estilísticamente hablando el cuento está repleto de las mentadas palabras compuestas por varias palabras (“almademialma” [64], “lugaresdeperdición” [65]), prestamos de otros idiomas (“dèjá ronde” [66], “mein Mutter” [67]), caló (“al carash con mi laboro” [57]), juegos de palabras (“Cuasimudo” [56]) y referencias metaficcionales (“Private joke dedicado a John Troovad. N. del traductor” [63]). Pero conste que no se trata de pirotecnia sin razón: más bien, de la misma forma en que Aunque también se puede argumentar, como lo estoy haciendo en otro proyecto, que las primeras representaciones artísticas en donde los adolescentes se perfilan como protagonistas son las películas de rock que empiezan a circular en el cine mexicano a partir de La locura del rock and roll (1957). Para la época en que Agustín publica sus primeros libros, la industria cinematográfica ya había perfeccionado el proceso de crear filmes que apelaban a los intereses de los jóvenes. 9
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Rulfo poetiza la vox populi de la provincia, Agustín crea una literatura a base del habla coloquial de la ciudad. Y por último, en el plano narrativo se nota una innegable correspondencia entre “Un pedazo de noche” y “Cuál es la onda”. En ambos cuentos vemos la formación de una pareja improbable, el desplazamiento nocturno por el paisaje urbano, la promesa incumplida de un encuentro sexual, una narración elaborada por el diálogo entre dos personas buscando una conexión emocional, y la consolidación de la pareja al final del cuento. En términos estructurales son exactamente iguales. La diferencia radica en el tono: todo en el cuento de Rulfo tiende hacia el aislamiento, la soledad y la miseria mientras que en el de Agustín se privilegia la búsqueda del otro, la amistad y la diversión. Con estas tres coordenadas me parece razonable sugerir que Agustín escribió “Cuál es la onda” como una reelaboración de “Un pedazo de noche”. Ahora consideremos el cuento. “Cuál es la onda” abre en el Prado Floresta cuando Requelle, una muchacha que llega al antro con unos amigos para escuchar música y bailar, invita al baterista Oliveira a abandonar el recinto bajo el pretexto de ir a “leerse los dedos”. El músico entiende esta frase como eufemismo y acepta llevarla a un hotel de paso. Una vez instalados en la habitación se entregan a una suerte de combate verbal que consiste en albures, bromas y chistes. Este tipo de escena se repite varias veces en distintos hoteles durante el transcurso de la noche. Es de notar sin embargo que en ningún momento cumplen con lo insinuado: es decir, nunca hacen el amor. Más bien estos intercambios sirven de pretexto para ver si el otro es capaz de sostener un diálogo inteligente. Lo que es más, al abandonar un hotel en busca de otro, la pareja deambula las calles de la Narvarte y se topan con representantes de instituciones morales y tradicionales. En una escena se pelean con un taxista que escucha la Hora Nacional y habla hipócritamente de la virtud femenina hasta que le dan una propina mínima, y entonces suelta una rabieta repleta de insultos. Se defienden de un detective del hotel que cree que ella es menor de edad. Al final del cuento deciden casarse sin los documentos necesarios, así que intentan sobornar a un juez. En todos estos casos el objetivo es seguir la burla, divertirse cuanto más puedan. El cuento cierra con un juego más: los jóvenes fingen ser una pareja clasemediera que inspecciona un departamento, simbolizando o al menos presagiando la posibilidad de una nueva relación estable entre los dos amigos.
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Como mencioné más arriba, la diferencia entre este cuento y el de Rulfo radica en el tono. Agustín desarticula todo el cinismo y la soledad de Rulfo para darnos un relato arraigado en la amistad y harmonía. Predomina el impulso de los jóvenes de encontrar una conexión vital y profundamente emocional con el otro. Donde lo único que parece vincular a Olga y Claudio Marcos es el contrato de dejarla dormir, aquí la relación se abastece de juegos de palabra en donde uno entrega una frase y el otro lo modifica para devolvérsela. Cuando por fin llegan al Hotel Esperanza —los nombres de los hoteles son importantísimos y divertidísimos— Oliveira pregunta por el nombre de su compañera: Bueno, cómo te llamas, niña. Niña tu abuela, contestó Requelle, ya estoy grandecita y tengo buena pierna, de lo contrario no me propondrías un hotelquinientospesos. De acuervo, accedió Oliveira, pero cómo te apelas. Yo no pelo nada. Cómo te haces llamar. Requelle. ¿Requejo? No: Requelle, viejo. Viejos los cerros. Y todavía dan matas, suspiró Requelle. Ay me matates, bromeó Oliqué sin ganas. Cuáles petates, dijo Req Ingeniosa (58-59).
El cuento entonces se desarrolla en torno a este tipo de juegos verbales en donde los personajes intentan descifrar el enigma del otro mediante el cotorreo. Muy de acuerdo con la estética roquera de Agustín, los intercambios como este constituyen una suerte de call and response improvisado entre dos músicos del blues o el jazz. Mark Osteen entiende estos diálogos musicales como el proceso de regalar algo personal al otro para ver si corresponde. Implica el riesgo y la posibilidad de que el otro no pueda o no quiera corresponder. Pero el mismo riesgo conlleva la oportunidad de encontrar una conexión: “because the music flies by so quickly, neither player nor audience truly possesses it; they merely share it temporarily. And just as the gift opens itself to a perpetual cycle of returns, so playing jazz is embedded in a web of returns and reciprocations: the ears and the hands of the other musicians
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both support and respond to each person’s sounds” (566). De este modo Agustín desecha los silencios —o los murmullos si se quiere— de Rulfo para rellenar el vacío con palabras, chistes y risas que forman la base de una relación amorosa. Pero el juego también nos incluye a nosotros como lectores, pues el narrador nos invita a buscar significados en los entretelones de un lenguaje repleto de double entendres. En particular lo hace mediante una serie de guiños al lector, sutiles referencias metatextuales que invocan directamente al texto precursor. Considérese por un momento la siguiente frase: “Oliveira la tomó gentilmente y atrajo el cuerpecito fragante y tembloroso, que a pesar de los adjetivos anteriores, no presentó ninguna resistencia” (56). Admito haber leído esa oración más de veinte veces en los últimos años y hasta ahora se me ocurrió relacionarlo con la razón por la que Rulfo destruye toda una novela. Pero estas referencias no terminan ahí. Páginas después, Requelle se desviste con la intención de bañarse en el Hotel Morgasmo y amenaza de Oliveria: tú quieres entrar en el baño y gozarme, quieto en la puerta, Satanás; no te atrevas a entrar o llueve mole. Requelle, perdóname pero el mole no llueve. Olito, ésa es una expresión coloquial mediante la cual algunas personas se enteran de que la sangre brotará en cantidades donables. Sí, y ése es un lugar común. Aj, de lugarcomala a coloquial hay un abismo y permanezco en la orilla (70-71).
Este brillante neologismo sirve dos propósitos: uno, aludir de forma subrepticia a Rulfo y, dos, hacerlo en forma de insulto al designar la estética del maestro como algo trillado. Lo que es más, entre los guiños más divertidos de Agustín encontramos la afición onomástica que Rulfo tenía por los nombres anticuados. Cuando Oliveira pregunta por la familia de Requelle ella repasa la lista de sus hermanos: “Euclevio, alma fuerte, / Simbrosio, corazón de roca, / Everio, poeta deportista, / Ruto, buen cuerpo, / Ano, pásame la sal, / Hermenegasto, el imponente” (66). Todos nombres parecen anacrónicos y sacados de Pedro Páramo. Pero un detalle onomástico muy interesante emerge de “Un pedazo de noche” como para comprobar la relevancia del cuento como disparador
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para Agustín. Como mencioné el nombre de la narradora vacila entre Olga y Pilar dependiendo del cliente pues “da lo mismo un nombre que otro… para lo que sirve” (128). Este eco a Shakespeare nos presenta la futilidad o el nihilismo del nombre en Rulfo. Sin embargo en Agustín los personajes se van construyendo a lo largo de la noche a través de extendidas modificaciones a los nombres de pila. A la joven se le conoce como Linda Requella, Requelle la Belle, Requelle la Fea, Req Ingeniosa, Rebelle, Requelle Risitas, Requina, Requeya, Reyuela, Rayuela, hija de Cortázar. El baterista, por su parte, se presenta como Baterongo, Oliveira, Olicanoli, etc. Hasta su nombre se convierte en adjetivo cuando bailan y la muchacha recarga su cabeza sobre “el hombro olivéirico” de su compañero (56). Esta construcción de identidades cuadra perfectamente con la temática del cuento puesto que, más allá de buscar al otro, los dos personajes también buscan conocerse o construirse a sí mismos. Oliveira, por ejemplo, acepta la invitación de ir al hotel bajo el pretexto de hacer el amor. Sin embargo, cuando se da cuenta de que verdaderamente está enamorado de Requelle, de repente entra en una crisis de conciencia respecto a la virginidad de ella. Durante la noche le pregunta “cuántos galanes te han cortejado, a quiénes de ellos has amado, hasta qué punto con ellos has llegado, qué sientes hacia este desgraciado” (71)10. Luego, cuando finge estar dormido en otro hotel, Oliveira reconoce que su preocupación por la pureza de su amada proviene de ciertas normas culturales heredadas: “En la móder, soy un pinche clasemedia en el fondo” (79). Esta anagnórisis produce en él una suerte de revelación, pues a fin de cuentas decide que el amor puede más contra la tradición. Entonces el gesto de continuamente cambiar de nombres y de modificarlos obedece una lógica distinta a la que vimos en “Un pedazo de noche”: a la indiferencia onomástica de una mujer aislada que adopta nombres de acuerdo con las necesidades de sus clientes se le contrapone la construcción participatoria de identidades y la autodeterminación. Esta proliferación de vocablos y nombres también marca una diferencia significativa de El hijo del desaliento. Según su propia versión de los hechos, Rulfo destruye el manuscrito por lo que considera un exceso de retórica y La respuesta de ella es magnífica: “No siento, lamento: que seas tan imbécil y rimes al preguntarme esas cosas” (71). 10
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adjetivos. Es decir procede a base de la depuración casi neurótica del texto literario. A cambio Agustín prefiere la multiplicación y la modificación. Considérese un diálogo en donde un concepto básico como el amor —palabra que nunca aparece en el cuento de Rulfo— se despliega ante el lector de una forma proteica: Pero de cualquier manera me quieres; atrévete a decirlo, retrasado mental, hijo del coronel Cárdenas. Pero cualquier maniobra de amo. Ah, me clamas. Te amo y te extraño, clamó él. Te ramo y te empaño, corrigió ella. Te ano y te extriño, te mamo y te encaño, te tramo y te engaño, quieres más, ahí van. Te callas o te pego, sí o no, amenazó Requelle (64).
Como último punto de consideración, sugiero que Agustín parodia la perversidad sexual del cuento rulfiano. En la primera parada de su viaje nocturno, el Hotel Esperanza, Oliveira intenta aplicar el “trucoviejo” de bañarse como preludio al sexo. Requelle, nerviosa, arregla la cama y luego entra en el baño “para contemplar una cortina plus que sucia y entrever un cuerpo desnudo bajo el agua que no cantaba cmon baby light my fire” (62-63). Cuando Oliveira, en tono de chiste, le pregunta por qué es una muchacha fácil, ella le responde de igual manera que es por un atavismo, que todas las mujeres de su linaje han sido de lo peor. Luego le pregunta a Oliveira que si sabe “cuál es el colmo de mi perversión”. Desde luego la pregunta pretende excitar la imaginación de su acompañante, pero siempre con la finalidad de posponer la consumación y continuar el juego. Le dice: “Olito, el colmo de mi perversión es llegar a un hotel de a peso.… estar junto a un hombre desnudo, tras una cortina, y no hacer niente, rien, nichts, ni soca. Qué tal te suena” (63-64). Así notamos una importante modificación del proceso rulfiano. En el cuento de Rulfo la abstinencia emerge a raíz del cansancio de la prostituta cuyo único deseo es dormir, irónicamente después de “desgastarse” con otros hombres. Es decir, la perversidad de su empleo impide la entrega emocional y sentimental a su pareja. Aquí en cambio la perversidad reside esencialmente en la voluntad de la mujer de no entregarse a pesar del deseo. Lo que es
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más, la decisión de presentar su supuesta perversidad de esta manera produce una revelación en Oliveira porque “quedó tan sorprendido ante el razonamiento que pensó y hasta dijo: a esta yo la amo” (64). En ambos cuentos los personajes violan la moral imperante de su época. Olga / Pilar se convierte sin mayores aspavientos (“porque no me queda ni un pedazo de vergüenza” [143]) en la antítesis de la buena mujer mexicana mientras Requelle desobedece la imperativa contracultural de liberarse de la castidad, o como lo dijo tan poéticamente la Encuerada de Avándaro cuando le preguntaron qué opinaba de la virginidad, “que es un cáncer y hay que vacunarse cuanto antes” (Monsiváis 255). Mientras en “Un pedazo de noche” la anécdota gira en torno a la prostitución concebida como degradante comercio, en “Cuál es la onda” el sexo y sus correspondientes tabúes aparecen en clave de jouissance. 3 A modo de conclusión provisional, ofrezco dos intuiciones más. Rulfo, como tutor en el CME, habría notado las similitudes entre los dos cuentos. Me pregunto si parte de la discordia entre él y Agustín hubiera emergido precisamente a raíz de reconocer que el becario había completado y sobrepasado un cuento suyo. Para mis gustos como lector, “Cuál es la onda” es el texto superior. Pero digo esto reconociendo que “Un pedazo de noche” solo fue un pedazo de novela y, lo que más, una novela que el autor no quiso publicar. Y por más que Agustín crea y cree su propia mitología precisamente a partir de la ruptura con Rulfo y el subsiguiente ninguneo, no podemos menos que reconocer la deuda contraída con el maestro. A pesar de enormes diferencias tonales, la clave estética de ambos autores es esencialmente la misma: la poetización del habla común y corriente, del campesino en el caso de Rulfo y del adolescente urbano en Agustín. En todo caso una lectura paralela de estos dos pedazos de noche, el primero un inesperado precursor y el otro la parricida culminación, sirve para establecer una nueva frecuencia de onda que nos deja reimaginar la historia literaria más allá de la chismeografía.
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Obras citadas Agustín, José. Contra la corriente. México: Editorial Diana, 1991. — Cuentos completos. México: Joaquín Mortiz, 2002. — “La onda nunca existió”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana 30.59 (2004): 9-17. — El rock de la cárcel. México: Debolsillo, 2007. Ascencio, Juan A. Un extraño en la tierra: biografía no autorizada de Juan Rulfo. México: Debate, 2005. Bloom, Harold. The Anxiety of Influence. New York: Oxford UP, 1973. Glantz, Margo. Onda y escritura en México: jóvenes de 20 a 33. México: Siglo xxi, 1971. Gordon, Donald K. Los cuentos de Rulfo. Madrid: Playor, 1976. Hind, Emily. “Provincia in Recent Mexican Cinema, 1989-2004”. Discourse 26.12 (2004): 26-45. Leal, Luis. Juan Rulfo. Boston: Twayne, 1983. Monsiváis, Carlos. Amor perdido. México: Ediciones Era, 1977. Osteen, Mark. “Jazzing the Gift: Improvisation, Reciprocity, Excess”. Rethinking Marxism 22.4 (2010): 569-580. Poniatowska, Elena. ¡Ay vida, no me mereces!: Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Juan Rulfo, La Literatura de la Onda. México: Joaquín Mortiz, 1986. Ruffinelli, Jorge. Prólogo. Juan Rulfo. Antología personal. México: Editorial Nueva Imagen, 1978. 7-16. Rulfo, Juan. Antología personal. México: Editorial Nueva Imagen, 1978.
Hacia un regionalismo literario no nostálgico: Juan Rulfo y Julio Llamazares Friedhelm Schmidt-Welle Instituto Ibero-Americano, Berlín
Introducción Aunque lejos en el tiempo de su escritura y con respecto a los contextos históricos de los acontecimientos narrados en ellos, los textos literarios de Juan Rulfo y Julio Llamazares, respectivamente, guardan algunos paralelos que saltan a la vista. Las tramas de sus novelas y cuentos se ubican, en su gran mayoría, en regiones agrarias periféricas y marginadas, “olvidadas” por los agentes de los procesos de modernización socio-económica acelerada y las dinámicas desarrollistas del capitalismo impulsadas desde las respectivas capitales o metrópolis de México y España. Además, los protagonistas son, casi sin excepción, campesinos con una fuerte relación con la naturaleza y una intensa conexión con la tierra que trabajan. Considerando que ellos viven en una situación de —a veces extrema— pobreza, no extraña que la migración se convierte en un tema frecuente en los dos escritores. La violencia también juega un rol importante y hasta crucial en ambos autores. Y la memoria se convierte en tema recurrente de sus textos (Herpoel; Schmidt-Welle “Memoria tumbada”). Pero los paralelos entre Rulfo y Llamazares no se agotan en las tramas y en circunstancias históricas al menos comparables por sus procesos de regionalización política, socio-económica y cultural. Más bien, se pueden añadir otros aspectos de posibles comparaciones con respecto al nivel formal. Un lenguaje aparentemente sencillo pero muy trabajado, la tendencia a limitar lo dicho a lo más necesario o imprescindible, el tono lacónico, la ausencia de un narra-
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dor omnisciente, la negación a explicar lo narrado y una marcada influencia de prácticas de la oralidad literaria son algunos de esos elementos (Schmidt, Stimmen ferner Welten 224-327). No es una mera casualidad, entonces, que el mismo Llamazares haya expresado su admiración por la producción literaria de Rulfo (Llamazares, Nadie escucha 59), cuyos textos son una de las referencias intertextuales más importantes de su obra (Cubero). En el presente artículo quisiera, por todo eso, comparar textos de los dos escritores bajo el aspecto de su posible pertenencia a lo que llamo “regionalismo literario no nostálgico”. Antes de llevar a cabo ese análisis, tengo que explicar lo que entiendo por “regionalismo literario” en sus diversas variantes. En otra ocasión había propuesto una definición de los diferentes tipos de regionalismos literarios (Schmidt-Welle, “Regionalismo abstracto”). Como esta difiere de las definiciones tradicionales de las corrientes literarias en cuestión, quisiera resumir lo dicho a manera de introducción antes de emprender la comparación entre los aspectos regionales o regionalistas en la prosa de Rulfo y Llamazares. Regionalismos literarios En el artículo mencionado distinguí tres tipos de regionalismo literario: la literatura regional tradicional, el regionalismo “clásico”, y el regionalismo no nostálgico. En la crítica literaria latinoamericana existen, hasta hoy en día, dos nociones de literatura regionalista a primera vista bastante diferentes. Por una parte, se habla de literatura regional o regionalista refiriéndose a un conjunto de literatura que se produce en ciertas regiones interiores de los países latinoamericanos o que trata las culturas de las provincias o regiones interiores, sobre todo la vida en el campo distinguiéndolo de la vida urbana en general o de la vida en las metrópolis o capitales en particular. Esta corriente se ocupa de temas casi exclusivamente locales, es decir, no se trata de una literatura regional con un afán universalista en el sentido en que la define Tolstoi, sino de una literatura regionalista que pone énfasis en las características específicas de las culturas locales. Esta literatura no ha despertado mucho interés en la crítica, y hasta hoy en día, en América Latina,
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no se ha definido un corpus de la misma. Existen unos pocos intentos de documentarla en textos de críticos que en su mayoría trabajan en universidades de la misma región, como por ejemplo el volumen editado por Gloria Videla de Rivero y Marta Elena Castellino sobre la literatura de las regiones argentinas1, o los ensayos de Joaquim Inojosa sobre el regionalismo brasileño. Pero en general, la crítica profesional latinoamericana ha prestado muy poca atención a esta corriente. Mientras tanto, en Europa, y sobre todo con respecto a Francia y España, existe una serie de trabajos que tratan de definir y sistematizar esta corriente (Berbis; Romero Tobar; Scholdt). La otra corriente de literatura regionalista es la que se ha denominado “regionalismo” (Oviedo), “novela de la tierra” (Alonso, The Spanish American Regional Novel) o “novela criollista” (Alonso, “The Criollista Novel”). Esta literatura sí ha merecido el interés de la crítica, y forma parte del canon de la literatura latinoamericana a pesar de la crítica feroz por parte de algunos escritores y críticos literarios a partir de los años 60 del siglo pasado que la calificaron como “novela impura” o “novela primitiva” y la consideraron como un obstáculo para la deseada modernización del sistema literario (Fuentes; Vargas Llosa)2. Este regionalismo tiene sus raíces en obras del siglo xix, sobre todo en los cuadros de costumbres y algunas novelas históricas, pero su auge data de las primeras tres décadas del siglo xx, cuando en algunos países hispanoamericanos se convierte en la corriente literaria dominante. Por lo general, se incluyen en ella ciertas obras de la novela social de esta época, pero también el indigenismo, la novela de la Revolución mexicana y la literatura nordestina del Brasil. El corpus de este regionalismo se ha definido y analizado ampliamente, e incluso se han destacado obras “clásicas” del mismo, ante todo las novelas La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes, y Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos. Las literaturas regionales y el regionalismo casi siempre se definen como literaturas de una región “interior” o “periférica”, es decir, la literatura del centro o de la metrópolis no se considera literatura regional a pesar de que lo podría ser en términos geográficos. Por lo general, tampoco se consideran las Véase, sobre todo, el artículo de Pedro Luis Barcia en el cual estoy basando parte de mi definición de la literatura regional tradicional y del regionalismo “clásico”, aunque cambio algunas de sus nociones (Schmidt-Welle, “Regionalismo abstracto”). 2 Para una crítica de estas posturas, véase Kristal y Schmidt (Stimmen ferner Welten 188-189). 1
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literaturas de regiones transfronterizas o supranacionales, sino que el regionalismo se define, al menos hasta la década de 1980, como una literatura de provincias dentro del territorio nacional. La investigación sobre las literaturas fronterizas o de los borderlands o la sobre regiones supranacionales como la Amazonía o la región andina es reciente. Los textos que defino como “literatura regional tradicional” se caracterizan, en grandes rasgos, por una perspectiva nostálgica e idílica sobre regiones agrarias, impregnadas por la descripción del color local, el paisajismo, las figuras arquetípicas; muchas veces mantienen una perspectiva positivista de las relaciones humanas y de la naturaleza. Se trata, en suma, de una literatura que sobreestima las características específicas de una región y que al mismo tiempo subestima las relaciones culturales, políticas y económicas con otras regiones tanto a nivel nacional como internacional o interregional. Una literatura que niega los procesos de migración y los intercambios de cualquier tipo, una literatura, en fin, que niega toda hibridación, transculturación o heterogeneidad cultural. A nivel formal, sigue los modelos del realismo y el naturalismo decimonónicos, y en muchos casos comprende formas líricas para destacar el idilio. ¿Cuáles son las características de lo que denomino “regionalismo clásico”? Existen algunas semejanzas entre esta corriente y la literatura regional tradicional: la descripción de regiones agrarias y de la vida en el campo, la representación de figuras arquetípicas, una influencia de ideas positivistas o hasta racistas, el afán de representar lo autóctono, y el empleo de los recursos estilísticos tradicionales del realismo y el naturalismo. Por otra parte, el regionalismo “clásico” se distingue de la “literatura regional tradicional” por su perspectiva ideológica hacia la identidad nacional y por su representación de conflictos políticos, históricos y culturales más allá de la región de la trama del texto. Es decir, a diferencia de la literatura regional tradicional, en la literatura del regionalismo “clásico” la identidad no se construye desde y para la región, sino o bien desde el centro describiendo la región o desde la región en vista de un concepto de identidad más amplio. Se trata, entonces, de la construcción de una identidad nacional en vez de una identidad regional. Pero quizá el aspecto más importante del regionalismo “clásico” es su afán de representar lo autóctono. Percibo en esta corriente una contradicción interna que se impone a toda la representación literaria. Por una parte, el interior de los respectivos países se representa como la cuna de la identidad nacional, el
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lugar del origen, el centro de la “verdadera” identidad cultural, y como el marcador de la diferencia identitaria con respecto a la conquista, la colonización y la dependencia económica, cultural y política. Por otra, este lugar del origen cultural se presenta también como el núcleo de la barbarie que tiene que superarse para llegar plenamente a la modernidad y al desarrollo socioeconómico deseado. Las novelas del regionalismo “clásico” se convierten de esta manera en un campo de batalla simbólico entre civilización y barbarie, entre modernidad y diferencia, es decir, la representación de la región en el regionalismo “clásico” es altamente simbólica y abstracta. Se trata, entonces, menos de una literatura regional en sentido estricto, sino de una alegoría nacional tal como la define Fredric Jameson. El regionalismo “clásico” incluso sobreestima las relaciones políticas y culturales a nivel nacional y destaca —en contra de las lecturas y las escrituras universalistas— la diferencia de esta cultura nacional con otras culturas nacionales. La región, en caso de que exista en esta corriente literaria más allá del lugar de la trama o del paisaje de fondo, es el lugar simbólico de la realización de esta diferencia. No es, por eso, un lugar concreto e histórico, sino el lugar alegórico de la definición de la identidad. Al tercer tipo de literatura regional o regionalista propuse llamarlo —empleando una noción todavía preliminar— “regionalismo no nostálgico”. Se puede tratar tanto de la literatura de una región interna de un país o de una región supranacional —por ejemplo, de la literatura andina, de la de regiones fronterizas (borderland cultures)—, es decir, esta noción no tiene que limitarse al esquema de las literaturas nacionales o de los conceptos binarios de definiciones de las distintas identidades. En comparación con el regionalismo “clásico” no representa a la nación como unidad territorial y cultural, más bien se trata de una representación —sea esta abstracta, simbólica o concreta—, de la heterogeneidad o la hibridación cultural y social, de los conflictos internos y externos de las regiones representadas, es decir, los conflictos étnicos, políticos, internacionales, etc. En general, esta corriente literaria trata de estimar el desarrollo específico de una región, muchas veces su marginación, pero sin la perspectiva nostálgica, paisajista o pintoresca que caracteriza al regionalismo tradicional. Esta corriente se ocupa de una representación realista del campo y sus problemas, de la situación fronteriza, y de los diferentes niveles de conflictos sociales (el local, el regional, el nacional, el internacional e interregional). En lo formal,
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son característicos los modelos modernos y posmodernos, la modernización literaria mediante técnicas vanguardistas o posvanguardistas, y la integración de formas literarias locales o indígenas (hasta en el nivel semántico, como en el caso de José María Arguedas), y la influencia de la oralidad y otras características de las culturas de la región, es decir, la consideración de los procesos de transculturación poscolonial. A continuación, quisiera analizar dos ejemplos de ese regionalismo literario no nostálgico para justificar el empleo de esa noción clasificatoria. Juan Rulfo y el fin de la novela de la Revolución mexicana La producción literaria de Juan Rulfo se inscribe en dos contextos políticos y sociales. Por una parte, los acontecimientos de sus cuentos y de su novela Pedro Páramo se ubican en el contexto de la Revolución mexicana, la Cristiada en los estados del Bajío y las reformas bajo el régimen de Lázaro Cárdenas, es decir, en la época entre 1910 y 1940. Por otra, el tiempo de la escritura abarca más o menos los años entre 1945 y 1952, es decir, la fase del desarrollismo en México. Los sexenios de Miguel Alemán y Manuel Ávila Camacho se caracterizan por un acelerado proceso de modernización y de urbanización y por la cancelación de muchas de las reformas de la Revolución que, sin embargo, sigue siendo un punto de referencia obligatorio de la ideología y de los discursos de los gobiernos mexicanos. Por la ubicación temporal y espacial de la trama de los textos, la obra de Rulfo se inscribe en la tradición de la novela de la Revolución mexicana, en la de obras como Los de abajo (1916) de Mariano Azuela, El águila y la serpiente (1928) de Martín Luis Guzmán, Cartucho (1931) de Nellie Campobello, Campamento (1931) de Gregorio López y Fuentes o ¡Vámonos con Pancho Villa! (1931) de Rafael F. Muñoz, entre muchas otras. Pero los cuentos de Rulfo en El Llano en llamas (1953) y la novela Pedro Páramo (1955) no siguen los mismos modelos estéticos como la novela de la Revolución. Más bien, incluyen una renovación formal de la literatura hispanoamericana solamente comparable en esa época con la de los cuentos de Jorge Luis Borges, y esta renovación convierte a Rulfo en uno de los precursores más importantes de la llamada nueva novela hispanoamericana.
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Técnicas como el collage, la cancelación de la cronología, los monólogos interiores, los elementos fantásticos significan una modernización formal de la representación literaria de la Revolución mexicana y cambian los parámetros estéticos del regionalismo. Pero más allá de la introducción de estas formas de la modernidad literaria que cancelan los modelos decimonónicos del realismo y el naturalismo que reinaban en la literatura regional tradicional y en el regionalismo “clásico”, los textos de Rulfo cumplen una función transculturadora. El escritor jalisciense incluye fragmentos de la mitología de los mexica y la oralidad primaria de las culturas locales en sus textos (Lienhard; Rowe; Orrego Arismendi; Schmidt, “Heterogeneidad y carnavalización”), y en última instancia incluso cuestiona la autoridad de la escritura como elemento decisivo de la tradición occidental en su novela Pedro Páramo, en la cual el lector después de haber leído la mitad de la novela se da cuenta de que en realidad ha sido testigo de una conversación entre los muertos en sus tumbas (Schmidt, Stimmen ferner Welten 308-309). A diferencia del regionalismo “clásico” y sobre todo del indianismo y el indigenismo, Rulfo no pretende representar a las culturas indígenas o las locales en general como una unidad homogénea que se confronta con la modernización o el sistema capitalista. Muestra, más bien, su carácter fragmentario y la complejidad de las relaciones inter y transculturales entre región y nación e incluso entre región y los niveles interregionales e internacionales. A manera de ejemplo, quisiera explicar estas relaciones tales como se representan en el cuento “Luvina”3. Me voy a concentrar en tres niveles del texto, el geográfico, el político y el mitológico, y comienzo con el geográfico. La naturaleza o el paisaje local, es decir, los alrededores de una tienda en la que un maestro cuenta sus recuerdos del pueblo Luvina a otro maestro que está a punto de irse para allá, se califica como fértil (existencia de un río y de árboles florecientes). Los ruidos de la naturaleza y los de los niños jugando afuera se entremezclan, y se da una impresión de armonía entre la naturaleza y la vida humana. En Luvina, en cambio, la tierra está seca, casi no llueve. El pueblo está colocado en el cerro más alto de la región donde el cielo nunca se ve. Por allá hace mucho frío, y siempre hay un viento fuerte. Para una interpretación más detallada de esos aspectos en “Luvina”, véase Schmidt (“Heterogeneidad y carnavalización”). 3
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El pueblo se encuentra en un estado desesperante, en medio de una naturaleza casi muerta. El maestro que se va de Luvina le cuenta al otro que él se había ido al pueblo hace quince años “cargado de ideas”, pero que no pudo realizarlas allá. Hay unas alusiones implícitas a la historia mexicana en esta afirmación. El maestro que acaba de dejar Luvina se fue para allá con ciertas ideas políticas y tenía confianza en que el gobierno ayudaría a propagar esos ideales. Suponemos que se trata de los ideales del secretario de educación pública del gobierno de Álvaro Obregón, José Vasconcelos, que quería fomentar la modernización de México mediante el envío de maestros a las regiones marginadas a partir de 1921. Esta iniciativa fue recibida con gran entusiasmo por parte de los maestros que simpatizaban con la Revolución. El narrador da por sentado que el oyente tiene los mismos ideales. Se puede suponer, entonces, que el oyente también es maestro y va a ocupar el lugar del narrador en Luvina. Considerando que esto sucede alrededor de quince años después de la llegada del primer maestro, es decir en 1936 o 1937, se puede calcular la llegada del segundo maestro en el tiempo del nuevo esfuerzo por realizar los ideales de una educación popular generalizada bajo el régimen de Lázaro Cárdenas. La confrontación del maestro con la extrema pobreza en Luvina y con la vida desesperante de sus habitantes que solamente esperan el momento en que mueran produce en él un sentimiento de perturbación. El contraste entre sus ideales y la vida real del pueblo es tal que se siente como si estuviera en otro país. Esta confrontación de dos mundos, de dos países distintos dentro de un mismo Estado nacional, queda más clara en otra escena, cuando el maestro trata de convencer a los habitantes de Luvina de migrar a otro lugar con la promesa de que el gobierno les ayudará: ¿Dices que el gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al gobierno? Les dije que sí. También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre del gobierno. Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron sus dientes molenques y me dijeron que no, que el gobierno no tenía madre. Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese solo se acuerda de ellos cuando alguno de sus muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe (El Llano en llamas 127).
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En esas frases se reconoce el dilema de los habitantes de Luvina. El gobierno nacional solamente se acuerda de ellos cuando se trata de producir culpables para restablecer el orden. Se interesa exclusivamente en imponer la hegemonía política, jurídica e ideológica, y el envío de maestros a pueblos como Luvina forma parte de esa estrategia. Pero cuando estos pueblos marginados y empobrecidos por el proceso del desarrollo desigual necesitan el apoyo económico estatal, este gobierno de allá abajo no se acuerda de la existencia de los pueblos por allá arriba. No sorprende entonces que los habitantes de Luvina no tengan confianza en el gobierno y que tampoco se identifiquen con el Estado. En ese contexto, la frase “El gobierno no tiene madre” se puede entender en su sentido doble: cuestiona al Estado y su hegemonía ideológica por la falta de una tradición política e histórica adecuada, y significa que los que gobiernan son unos bandidos y sinvergüenzas —y el hecho de que la gente de Luvina se ría muestra que quieren aludir también a esta acepción de la frase—. Más allá de esta desconfianza en el gobierno, los habitantes de Luvina no pueden dejar el pueblo por sus tradiciones culturales. Afirman: “Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos” (El Llano en llamas 127). De estas frases se desprende la tenue separación entre vida y muerte que caracteriza las concepciones del mundo en las culturas mesoamericanas. Además, el cuento contiene varias alusiones al Mictlán. En Luvina no se ve el cielo, y durante el día hace tanto frío como en la noche. Los habitantes parecen muertos, vagas sombras negras, casi fantásticas, con cuerpos esqueléticos. Su corporalidad se desvanece, y solo se oye un susurro cuando se mueven o cuando hablan. Para el narrador, en cambio, el pueblo es el purgatorio. El paraíso celestial que esperaba se convierte de inmediato en un lugar de la muerte ubicua. La frase “Conmigo acabó” (El Llano en llamas 128), con la cual el maestro se refiere a su existencia en Luvina, y que puede ser entendida en el nivel político como la muerte de sus ideales, representa, en el nivel mitológico, su muerte simbólica. El lugar de la narración (la tienda y sus alrededores) se asocia con otro sitio de los muertos de la mitología de los mexica. En contraste a la triste existencia en el Mictlán, representa el “paraíso terrenal” Tlalocan, como
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resulta de una comparación entre descripciones del Tlalocan y el texto de Rulfo (Schmidt, “Heterogeneidad y carnavalización” 238). Además de estas alusiones al Mictlán/purgatorio y al Tlalocan saltan a la vista los numerosos párrafos del cuento en los cuales se personifica al viento. Este no solamente domina a la naturaleza, sino también a los habitantes de Luvina. Es el viento que convierte la iglesia del pueblo en ruina, que azota los objetos del altar, y que mueve las cruces de madera prendidas que crujen como calaveras. Todas estas alusiones hacen suponer que Quetzalcóatl en su representación de Ehécatl, dios del viento, domina el cuerpo de Cristo (o de la Iglesia). El movimiento de destapar el altar revela las creencias indígenas cubiertas por la capa del catolicismo. Además, las numerosas referencias a calaveras, huesos y esqueletos, y la caracterización de Luvina como una corona de muerto, aluden, en este contexto, al culto de la muerte entre los mexica. Pero el maestro no se identifica con los conceptos religiosos de los habitantes de Luvina. Él solamente percibe la amenaza natural del viento, mientras que los habitantes de Luvina lo ven como protección contra el calor y contra la catástrofe del posible fin del mundo, es decir, de la caída del sol: “Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor” (El Llano en llamas 127-128). Me parece importante señalar que todo lo arriba analizado no significa que se puedan encontrar mitos precolombinos completos en este cuento. Todas las alusiones a Quetzalcóatl, al Mictlán y al Tlalocan mencionadas antes son fragmentarias (Lienhard; Rowe; Schmidt, “Heterogeneidad y carnavalización”). Las culturas confrontadas en la conquista no forman la realidad homogénea, única, de un mestizaje cultural (como en la ideología oficialista de la Revolución mexicana), sino que sus elementos fragmentarios y hasta contradictorios entre sí constituyen las partes jerárquicas y contradictorias de una realidad cultural heterogénea representada en los textos de Rulfo —realidad cultural que no se deja reducir a los conceptos binarios tradicionales de la crítica cultural latinoamericana—. Los resultados de la interpretación de los diferentes niveles del texto se pueden hacer presentes en el siguiente esquema que muestra las relaciones entre ellos.
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Nivel
Abajo / centro México, D.F.
Abajo / local tienda
Arriba / local Luvina
Geográfico
Solamente lugar de referencia, del cual se mandan los maestros a Luvina
El río; naturaleza abundante, fértil; lugar armónico
Falta de agua; lugar seco, estéril; pueblo en ruinas
Político
Mitológico
Centro de la lugar revolución y de la intermediario y modernización; de la mediación ideal de la de la revolución educación popular No existe en este nivel
Tlalocan
Lugar en que fracasa la mediación ideológica de la revolución; marginalizado económica y políticamente Mictlán (para los habitantes); purgatorio/Mictlán (para el maestro); dominio de Quetzalcóatl/Ehécatl
Como en otros cuentos de Rulfo, en “Luvina” existe una dicotomía geográfica abajo/arriba, y en todos estos cuentos abajo significa tener acceso al uso del agua y de las tierras fértiles, mientras que arriba está vinculado con la tierra seca, estéril. Esta dicotomía también es visible a nivel político. El proyecto de la “revolución de allá abajo” debe ser difundido desde el centro (México, D.F.) hacia las regiones del campo; al mismo tiempo, el gobierno quiere imponer su hegemonía. Pero mientras que se logra la mediación de la Revolución en las regiones fértiles (abajo), que se convierten incluso en lugares de una posible mediación entre el centro y las regiones marginadas, en los lugares apartados (arriba) este proyecto fracasa, porque el gobierno inicia o favorece el proceso de la regionalización y de la marginación económica y política de estas regiones, y porque los habitantes de estas últimas conservan sus tradiciones culturales y jurídicas o sus costumbres.
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En el nivel mitológico, la tienda representa también el lugar de una posible mediación entre el centro y las regiones marginadas. Es de suponer que la influencia de las culturas indígenas en el centro queda anulada —aunque eso solamente se expresa de manera implícita por la falta de referencias mitológicas—. En el lugar de la narración existen unas pocas influencias fragmentarias de la otra cultura (alusiones al Tlalocan), aunque aquí ya no dominen porque se inició el proceso de la modernización. Pero en Luvina, la influencia de la mitología indígena, aunque sea fragmentaria, domina las formas de pensamiento de la gente. En ese nivel, la dicotomía arriba/abajo representa además la desmitificación de la religión cristiana y el dominio de los símbolos de la deidad Quetzalcóatl. Los conflictos en Luvina son tanto el resultado de la destrucción de las culturas indígenas a partir de la conquista como de la marginación socioeconómica de ciertas regiones forzada durante el porfirismo y la Revolución mexicana. Ni las fragmentarias tradiciones culturales y religiosas ni la mediación exclusivamente ideológica de la Revolución sin cambios socioeconómicos representan una posible salida para los habitantes del pueblo. Por eso, Luvina casi se ha convertido en un lugar fantástico —no porque eso sea expresión de una operación textual del llamado realismo mágico, como lo sugieren muchos críticos, sino porque la única posibilidad que los habitantes de Luvina ven para el mejoramiento de su situación es la migración, por lo que los que se quedan son los viejos que ya no quieren abandonar sus antiguas costumbres—. En ese sentido, el pueblo de Luvina no representa un imaginario fantasmagórico, y la realidad representada no es mágico realista, sino histórica y característica de una región marginada, periférica, abandonada. Julio Llamazares: modernización y regionalización posdictatorial de la sociedad española Julio Llamazares escribe sus textos literarios (novelas, cuentos, poesía, periodismo y relaciones de viaje) en un contexto distinto al del autor mexicano. Su carrera literaria comienza en la España posdictatorial. Publica sus primeros textos en 1979, en la época de la transición a la democracia. Sin embargo, existen ciertos paralelos con respecto al estilo y la temática entre las obras de
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Llamazares y Rulfo, y no es una casualidad que el autor español menciona a Rulfo como una de sus referencias literarias más importantes, como ya había dicho al comienzo. Igual que en el caso de Rulfo, las obras de Llamazares se inscriben en diferentes contextos, es decir, el contexto de la escritura es el de la transición, mientras que los hechos narrados abarcan el tiempo desde la Guerra Civil española hasta la época contemporánea. La semejanza más obvia existe en los temas que tratan ambos autores. Tanto Rulfo como Llamazares describen la vida en el campo, en las regiones marginadas de sus respectivos países. Pero mientras que Rulfo se inscribe en y, al mismo tiempo, critica a una tradición del regionalismo literario dominante, la novela de la Revolución mexicana (la primera gran novela sobre la vida en las metrópolis data de 1958, después de la publicación de El Llano en llamas y Pedro Páramo), Llamazares escribe a contracorriente de sus contemporáneos, que casi exclusivamente describen la vida moderna en las grandes ciudades españolas y la modernización sociocultural después de la muerte de Franco. En el contexto de la movida madrileña de la época de la transición, la obra de Llamazares representa, entonces, una excepción tanto por su estilo como por sus temas y su ubicación geográfica. La España que él describe es precisamente la que querían olvidar los jóvenes (y no solamente ellos) de la era posdictatorial. Mientras que Rulfo desconstruye el discurso dominante de una corriente literaria realista (en su sentido tradicional), Llamazares escribe en contra del discurso posmoderno y metaliterario predominantemente urbano. En lo que sigue me voy a referir básicamente a la novela La lluvia amarilla, de 1988. En esta, Llamazares cuenta una historia ficcional sobre un pueblo real. Ainielle era un pueblo en el Pirineo aragonés abandonado por completo en 1970 (Kunz). Llamazares cuenta la historia del último habitante de este pueblo (ahora ficcional) desde la perspectiva del mismo protagonista. Como la Luvina de Rulfo, el pueblo descrito se encuentra en ruinas. E igual que el cuento de Rulfo, la novela de Llamazares es un texto sobre la memoria de los marginados y su situación sin futuro alguno en el contexto en que viven. En el pueblo se quedan cada vez menos habitantes: primero lo abandonan los que luchan en la Guerra Civil, entre ellos uno de los hijos del último habitante. Después se van los hombres en busca de trabajo, entre otros su hijo Andrés, que migra en 1949 y más tarde emigra a Alemania.
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Después, tanto por la falta de trabajo como por la de una infraestructura adecuada, se van, poco a poco, todos los demás. Al final solamente se quedan Andrés de Casa Sosas y su esposa Sabina, la cual se suicida en 1961. Andrés se queda solo con sus recuerdos y sus muertos, igual que los habitantes de Luvina, recapitulando su vida y esperando la muerte. Las descripciones del pueblo y del paisaje en La lluvia amarilla no incluyen, a diferencia del regionalismo tradicional, ningún elemento de paisajismo o idilio. No encontramos color local ni pintoresquismo, y no hay notas nostálgicas o un culto a un pasado armónico como en el regionalismo tradicional. Llamazares describe, más bien, los problemas reales de la vida en el campo, la pobreza, el trabajo duro, la falta de infraestructura (calles pavimentadas o luz eléctrica). A diferencia del regionalismo clásico, el paisaje tampoco adquiere un nivel metafórico en el sentido de una fuente de identidad cultural. La única metáfora en la novela que se refiere a una imagen de la naturaleza es la de la lluvia amarilla que simboliza el recorrer del tiempo y la cercanía de la muerte. Y aunque existan muchos paralelos entre el cuento de Rulfo y la novela de Llamazares en la manera de describir el entorno, el texto del escritor español no incluye alusiones a un nivel mitológico o fragmentos de otredad cultural como es el caso de “Luvina”. En cierta medida, la situación en Ainielle es aún más grave que en Luvina porque no hay ninguna comunicación con el centro. El Estado está ausente, no fortalece el desarrollo de la región, que queda olvidada, y a diferencia del cuento rulfiano ni interviene para garantizar su hegemonía política o jurídica. Este olvido se menciona en varias escenas de la novela, y se trata de un olvido doble: no solamente son las instituciones que se olvidan de las regiones marginadas, sino también la gente de esta misma región que ha abandonado el pueblo. En un nivel metafórico, ese olvido se puede percibir como la otra cara de la modernización socioeconómica de España tanto en la época de la dictadura franquista como en la de la transición con su “milagro” económico. Esa otra cara consiste en la política de regionalización que menosprecia las regiones rurales a cambio de una modernización parcial en algunos centros urbanos. Quisiera resumir el análisis de La lluvia amarilla en el siguiente cuadro mediante el cual se pueden, además, destacar las semejanzas y diferencias entre el cuento de Rulfo y la novela de Llamazares.
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Nivel
Centro Madrid
Internacional extranjero
Región Ainielle
Geográfico
No se relaciona con la región, queda ausente en el texto
Alemania como destino de la emigración por razones económicas
Falta de infraestructura y trabajo; pueblo en ruinas
Político
Casi inexistente, solo hay unas pocas referencias históricas
Vida alternativa (no se especifica)
Marginado económica y políticamente; sin relaciones ni comunicación con el centro
Mitológico
–
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–
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A diferencia de los textos de Rulfo, en La lluvia amarilla Llamazares no especifica la ubicación geográfica del centro, que queda completamente ausente de la narración. En ese sentido, el Estado no juega rol alguno en Ainielle; el proceso de regionalización se demuestra como un proceso de olvido total, es más radical aún que en el caso de “Luvina”. Solamente hay unas pocas referencias históricas al Estado nacional. En ese contexto, el extranjero como posible lugar de una vida económicamente mejor es más presente que la capital española, y los emigrantes de la familia pasan directamente a él sin la intervención del centro. Las semejanzas entre los textos de Rulfo y Llamazares existen sobre todo en la descripción de la región: los pueblos en ruinas, la falta de infraestructura, recursos y trabajo, el estado de desolación, la incomunicación y la marginación caracterizan a ambos textos. Y en ambos existe la negativa de los últimos habitantes o del último habitante, respectivamente, de marcharse de ese lugar. Pero las razones de esa negativa son diferentes. Mientras que en La lluvia amarilla se trata de la memoria de toda una vida y de sus catástrofes personales por parte del protagonista, en “Luvina”, más allá de eso, juegan un rol importante los aspectos mitológicos ausentes en el caso de la novela española.
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La gran diferencia entre los dos textos es, entonces, la situación poscolonial, y con ella la heterogeneidad socio-cultural en los cuales se inscriben los textos de Rulfo. Pero a nivel político económico, el proceso de regionalización y marginación de las regiones rurales guarda muchas semejanzas. Como en el caso de Rulfo, los elementos característicos de la representación de la región no se limitan en Llamazares a la novela antes analizada. Aunque en otras de sus novelas no existe la absoluta incomunicación entre centro y región como en La lluvia amarilla, el autor casi siempre trata el desarrollo histórico de regiones marginadas. En su primera novela, Luna de lobos, hay un grupo de soldados republicanos que al terminar la Guerra Civil se esconden en las montañas y tratan de sobrevivir en una región aislada; al final, el último de ellos, como Andrés hijo en La lluvia amarilla, elige la emigración (o el exilio, en este caso) al intentar pasar la frontera con Francia. En Escenas de cine mudo, Llamazares describe la vida del pueblo de su infancia en la provincia de León y su decadencia económica. En Distintas formas de mirar el agua, su novela más reciente, a pesar de la nostalgia de un viejo campesino por regresar a su pueblo natal cubierto por un embalse, el viaje a este no se realiza en vida porque él siempre se había negado ir para allá; solo después de su muerte se llevan sus cenizas al embalse, es decir, cualquier perspectiva nostálgica se hace imposible. Además, en las relaciones de viaje del escritor leonés casi exclusivamente se describen regiones aisladas o empobrecidas (Trás-osMontes (un viaje portugués); Cuaderno del Duero; El río del olvido). Juan Rulfo y Julio Llamazares: ejemplos de un regionalismo no nostálgico En comparación con el regionalismo tradicional, las obras de Rulfo y Llamazares pueden calificarse como regionalismo no nostálgico debido a la falta absoluta de una idealización y de un paisaje y unas costumbres idílicas de las regiones internas de sus respectivos países. En comparación con el regionalismo clásico hispanoamericano en que la región siempre se escribe desde el centro construyendo más una alegoría nacional que una descripción detallada de la región misma y de sus conflictos internos, los dos autores no escriben sobre, sino desde la región.
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Tanto Rulfo como Llamazares representan e interpretan la historia regional considerando sus contextos locales, nacionales e internacionales —aunque el nivel internacional se muestra muchas veces de manera implícita, es decir, como lugar de ausencia en la narración y como destino de los habitantes de los pueblos marginados que ya no viven en ellos debido a la migración masiva (como en los dos textos analizados antes). En otras palabras: el nivel internacional constituye una mera referencia extratextual. Las relaciones entre región y centro (capital nacional) se caracterizan por el fuerte proceso de regionalización. que termina en los textos de ambos escritores en la ausencia del Estado visible sobre todo en una casi absoluta falta de comunicación o ayuda económica. En ambos casos, se presentan las regiones marginadas en tiempos de cambios intensos debido a un proceso de modernización acelerada (la Revolución y el desarrollismo en México, las últimas décadas de la España franquista y la transición e integración de España en la economía de la Unión Europea). En el caso de Rulfo se muestran también los procesos transculturales presentes en la región debido a la historia colonial y poscolonial, elemento que por razones obvias no existe en los textos de Llamazares. Los rasgos comunes de los textos de los dos autores son la descripción de cambios políticos, socio-económicos y culturales a partir de sus consecuencias en regiones marginadas e impregnadas por procesos intensos de migración interna o externa, respectivamente, su proyección hacia una dimensión universal, su falta de nostalgia o idealización del paisaje o de la historia local, y su empleo de estrategias discursivas y estilos modernos (o posmodernos si quieran) que superan los modelos literarios del regionalismo tradicional y del regionalismo clásico. A partir del análisis del cuento “Luvina” y de la novela La lluvia amarilla, y considerando los demás textos de Rulfo y Llamazares que por razones de espacio no se han interpretado aquí, se puede llegar a una primera definición todavía provisional del regionalismo literario no nostálgico. Los elementos más importantes del mismo serían los siguientes: es la literatura de una región interna de un país o de una región supranacional (por ejemplo región andina, fronteriza, los llamados borderland cultures, etc.). En comparación con el regionalismo clásico no es una simple alegoría nacional de un Estado nación homogéneo, sino la representación abstracta y/o simbólica, pero también concreta, de las desigualdades socioeconómicas y, en el caso de Rulfo,
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de la heterogeneidad cultural de una sociedad poscolonial con sus conflictos étnicos. En el regionalismo no nostálgico, se estiman la marginación o el desarrollo específico de la región debido a los procesos de regionalización, pero, hoy en día, también los de la globalización. Se trata de una representación realista del campo y sus problemas, de situaciones fronterizas, etc., que considera las características específicas de la región sin caer en un paisajismo que idealizaría o sobreestimaría lo local. Además, se representan las relaciones entre región interna y nación, entre región e historia internacional, entre región y otras regiones. En lo formal, se emplean modelos modernos y posmodernos, pero esa modernización literaria implica la integración de formas locales (hasta en el nivel semántico) y la influencia de la oralidad y otras características de las diferentes culturas de la región y/o de los procesos de transculturación. El regionalismo literario no nostálgico se caracteriza, entonces, por la superposición de diferentes conflictos (socio-económicos, políticos, culturales, étnicos) y diferentes niveles de esos conflictos (local, regional, nacional, internacional, interregional). Tanto los textos de Rulfo como los de Llamazares representan, a mi modo de ver, ejemplos importantes y significativos de ese regionalismo no nostálgico.
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Hacia un regionalismo literario no nostálgico: Juan Rulfo y Julio Llamazares
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Parecidos estilísticos entre Nellie Campobello y Juan Rulfo Kristine Vanden Berghe Université de Liège, UC Mexicanistas
Al intentar los críticos dar cuenta de los estilos respectivos de Nellie Campobello y Juan Rulfo a menudo usan los mismos calificativos, como preciso, conciso, lacónico o hablado. De ahí que llame la atención que, en la literatura dedicada a Rulfo, el nombre de Campobello brille por su ausencia, ausencia que es tanto más sorprendente en la medida en que ambos escritores también compartieron su interés por la sociedad mexicana durante la Revolución y la postrevolución. En cambio, en sus comentarios sobre Campobello algunos lectores han señalado cómo ciertos recursos estilísticos que empleó en Cartucho (1931) también los utilizó más tarde el escritor jalisciense. Es difícil demostrar que se trate de una influencia directa ya que no hay huellas de que Rulfo, si bien admitió haber leído a los escritores de la Revolución mexicana, se hubiera referido en público a su colega del norte. Por otra parte y por varias razones, esto no debe ser un impedimento a la hora de comparar su estilo con el de Campobello: se sabe que Rulfo solía tender trampas cuando hablaba de sus lecturas y también de otros temas —de hecho Campobello hacía lo mismo—1 y es probable además que las coincidencias estilísticas entre ambos se deban a ciertas lecturas comunes o a una sensibilidad literaria compartida. Pero sean cuales fueran los motivos que los expliquen, los parecidos estilísticos en la obra de ambos escritores mexicanos, y específicamente entre Cartucho y Pedro Páramo, son llamativos, como pasaremos a argumentar a continuación. Sobre el particular en Campobello, véase Vanden Berghe (“Ethos y postura”); sobre Rulfo, véase Roffé. Ambos también cambiaron sus fechas de nacimiento, Rulfo quitándose un año, Campobello no menos de nueve. 1
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Rulfo y Campobello en la crítica Desde las primeras ediciones, los lectores de El Llano en llamas y Pedro Páramo se han dedicado a sacar a la luz en esta obra las posibles influencias de autores mexicanos y extranjeros, textos literarios y documentos históricos. Basándose en lo que dijo Rulfo a José Emilio Pacheco, Yvette Jiménez de Báez distingue “cuatro tendencias principales de las lecturas que Rulfo reconoce como determinantes en su literatura” (39), señalando entre ellas la literatura mexicana y específicamente algunos autores que escribieron sobre la Revolución como Gregorio López y Fuentes, Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos y Rafael F. Muñoz (37). Puede suponerse que el hecho de que no se cite el nombre de Nellie Campobello entre los escritores de la Revolución que posiblemente influyeron en Rulfo se explica por una confluencia de factores relativos al contexto literario y a los mismos textos publicados por ambos. Así, hasta fechas recientes Campobello ocupaba un lugar periférico en las historias de la literatura mexicana y de la narrativa de la Revolución, lo cual implica que estuviera algo fuera del campo de visión de muchos críticos. A esta circunstancia contextual se añaden las grandes diferencias textuales que, aunque deberían matizarse en función de los distintos libros de uno y otro escritor, hasta cierto punto pueden generalizarse. La soledad interior de los personajes rulfianos, sus soliloquios de personas condenadas a la incomunicación, contrastan con los personajes de Campobello, que siempre se están hablando, contando y recordando. Forman grupos donde la gente se apoya y protege mutuamente respetando los lazos garantizados por la sangre, la vecindad, el origen geográfico o el bando revolucionario, lo cual hace que se encuentren alejados de los pueblos desolados en la obra de Rulfo donde las colectividades (la familia, el rancho, el país) están quebradas. Por esto, los relatos y la novela de Rulfo dan cuenta de una visión del mundo a primera vista más desoladora —Jiménez de Báez ha demostrado cuán importante es la esperanza en la obra rulfiana— que la que Campobello recrea en sus textos, en Las manos de mamá (1937) pero principalmente en Cartucho, la obra en cuya primera edición de 1931, reeditada en 2012, nos centraremos en lo que sigue y cuya narradora autoficcional, al adoptar la perspectiva de una niña, comenta cuanto ve con la desenvoltura y el entusiasmo propios de la infancia. Pero sobre todo, la obra de Campobello da la impresión de ser
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pequeña y limitada en comparación con la de Rulfo, que es más totalizadora y admite más fácilmente que se le apliquen esquemas míticos y universales. Estas diferencias, sin embargo, no han impedido que algunos lectores de la obra de Campobello hayan vislumbrado parecidos con Rulfo. Sus observaciones al respecto resultan en la mayoría de los casos de una atención sostenida hacia el estilo y los recursos lingüísticos empleados por ambos escritores. Blanca Rodríguez apuntó que se puede encontrar una relación con Rulfo pero no profundizó en el particular (327 y 334). Jorge Aguilar Mora postuló una genealogía entre Cartucho, Pedro Páramo y Cien años de soledad: “Cien años de soledad no hubiera sido posible sin Pedro Páramo y Pedro Páramo no hubiera sido posible sin Cartucho de Nellie Campobello” (10). No obstante, tampoco demuestra su tesis: “Nadie ha hecho la genealogía de la narrativa de la Revolución mexicana: por ello es imposible darle aquí una interpretación más amplia a esta estrecha filiación de Cartucho con Pedro Páramo” (16). Rafael Olea Franco vio una relación entre Campobello y Rulfo en la medida en que los narradores de ambos cuentan los sucesos más atroces de una manera casi neutral (512), y Mary Louise Pratt estableció un lazo entre los dos basándose en la idea de memoria dispersa: [Nellie Campobello] rechazó todas las variedades de autoridad narrativa monológica, para experimentar con una autoridad narrativa dispersa como es la memoria. En este aspecto, ella es una precursora importante, y no reconocida, del Juan Rulfo de Pedro Páramo, del Agustín Yánez de Al filo del agua, del Carlos Fuentes de La región más transparente, de la Elena Garro de Recuerdos del porvenir (264).
Por último, en la contraportada de la traducción de Cartucho al francés, Florence Olivier afirmó prudentemente: “Nellie Campobello ha inaugurado un estilo lapidario que, más tarde, habría podido inspirar a Juan Rulfo” (traducción mía). Por nuestra parte, en una ocasión anterior (“Cartucho, antecedente primitivista”) nos hemos propuesto ahondar en estos parecidos a partir del concepto de primitivismo estético elaborado por Erik Camayd-Freixas en relación con los textos emblemáticos del realismo mágico. Aunque Cartucho no puede calificarse de mágico-realista, comparte con las novelas de este modo literario ciertas convenciones primitivistas, algunas de las cuales también comparte con el arte de vanguardia, como es el caso del abandono de un estilo que se enraiza en la percepción a favor de otro basado en la conceptuación que cambia la
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perspectiva —en una tendencia expresionista, geométrica, estilizada e hiperbólica— que trueca los códigos del realismo tradicional. Entre las convenciones específicas y narrativas de este realismo conceptual en Pedro Páramo, CamaydFreixas retiene la confusión entre la vida y la muerte, una fluidez ontológica general, la importancia de la comunidad frente al individuo y la lógica de lo concreto. En grados distintos, estas convenciones impregnan el punto de vista desde el cual la narradora de Cartucho esboza los retratos de los revolucionarios y pinta breves escenas de la lucha en el norte de México. Ahora bien, hay otras semejanzas entre las estampas de Campobello y los textos de Rulfo que quedan por identificarse. Se trata de una variedad de recursos léxicos, morfológicos y sintácticos, algunos de los cuales remontan según Erich Auerbach al Antiguo Testamento y a los romances medievales como el Cantar de Roldán, lo cual invita a que nos interroguemos sobre los parecidos estilísticos entre Cartucho y Pedro Páramo, la Biblia, los romances y corridos. Pero comencemos por demostrar que ni siquiera se necesita calar en los recursos específicamente estilísticos y lingüísticos para reparar en algunas coincidencias curiosas que ya se desprenden de los títulos y los íncipits de los dos libros que nos interesan aquí. Títulos e íncipits Que Campobello diera a su primer libro de prosa el título Cartucho es una señal de la visibilidad que quería dar al texto del mismo nombre que encabeza la serie de treinta y tres breves estampas que integran el volumen. La estampa “Cartucho” comienza presentando al soldadito apodado Cartucho y a la propia narradora: Cartucho no dijo su nombre. No sabía coser ni pegar botones. Un día llevaron sus camisas para la casa. Cartucho fue a dar las gracias. “El dinero hace a veces que las gentes no se rían”, dije yo jugando debajo de una mesa. Se quitó el gran sombrero que traía y con los ojos medio cerrados dijo adiós. Cayó simpático por cartucho2 (18).
A partir de ahora, salvo indicación contraria, nos referiremos a la edición de Cartucho publicada en 2012. 2
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Cartucho solo aparece en esta estampa inicial donde, después de estas primeras líneas, la narradora dice que nadie sabía cómo se llamaba de verdad, que jugaba con una niña llamada Gloriecita y que llegaron los carrancistas a interrumpir uno de esos juegos. Después, cuando ya no se supo nada de él, la madre de la niña preguntó a un tal José Ruiz, “de allá de Baeza” si podía dar razón del soldadito, a lo que este contestó: “—Cartucho ya encontró lo que quería” (18), que “—No hay más que una canción y esa era la que cantaba Cartucho” (18) y, por último, que “—El amor lo hizo un cartucho. ¿Nosotros?… Cartuchos” (19). Aunque Cartucho no sea el protagonista del libro, su anonimato, su breve coincidencia con la familia de la narradora y su paso fugaz por la vida de esta, debida a su muerte en la contienda armada, hacen que al menos sí sea representativo de numerosos hombres que pasan por las páginas de Campobello, como el mismo José Ruiz sugiere al compararse en su última sentencia a sí mismo y a los demás revolucionarios con Cartucho, con un cartucho. De la misma manera que Cartucho, el título Pedro Páramo se refiere a un personaje emblemático del libro (que, por cierto, al aprovecharse cínicamente de la Revolución para salvaguardar su posición, invierte la actitud de los revolucionarios de Campobello que suelen dar su vida con generosidad). Asimismo, cabe señalar que los nombres de los dos personajes están formados a partir de un objeto inanimado con el que se identifican íntimamente: el cartucho —emblema de la Revolución— en Cartucho y el páramo —símbolo de la infertilidad y del rencor— en Pedro Páramo. Incluso puede observarse que, en el contexto de sus historias, ambos objetos coinciden al menos en dos puntos. Por su vacuidad, pues al “Terreno yermo, raso y desabrigado” (DRAE) que es el páramo, corresponde el cartucho vacío en que se convirtió el joven revolucionario en Campobello. Y a la “Carga de pólvora y municiones, o de pólvora sola” (DRAE) o el cartucho que sale del arma de fuego, hace eco la pulverización, el “montón de piedras” en que se convierte el cacique al final de la novela de Rulfo. Los dos textos comienzan in medias res con un acontecimiento cuyas circunstancias solo se van desvelando despacio y nunca del todo. Uno de los primeros datos que sí se suministran en ambos textos es la presencia de un hombre en busca de algo que complete y enriquezca su persona pero que, en cambio, encontrará la muerte. Cartucho viene a recuperar sus camisas remendadas mientras Juan Preciado desciende ilusionado a Comala en busca de su padre y del pueblo de donde es su madre. Subrayemos aquí que la distancia que mide
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entre los dos objetos —las camisas en Campobello, el padre en Rulfo— da cuenta de una de las grandes diferencias entre ambos libros ya que ilustra que Pedro Páramo se dimensiona en otro nivel, invitando más abiertamente a que se le hagan lecturas míticas y simbólicas. Al revés, las estampas de Campobello no parecen profundizar tanto en la historia ni permitir tantas interpretaciones que trasciendan la cotidianidad de las vidas y los acontecimientos contados. Por otra parte, esta diferencia a primera vista abismal entre un texto más concreto y local y otro más mitológico y universal se desdibuja algo cuando se tiene en cuenta lo dicho por José Ruiz, quien insinúa que Cartucho buscó la muerte por una pena de amor: “Unos días más. Él no vino. Mamá preguntó. Entonces José Ruiz, de allá de Baeza, le dijo: —‘Cartucho ya encontró lo que quería’” (18). Esta sentencia eleva el texto a un nivel más universal ya que habla de un personaje en busca del peligro de la guerra por un problema personal, una pena de amor, lo cual sugiere que el terreno de lo público y la vida de las naciones a menudo quedan marcados por sucesos privados en la vida de los individuos3. De hecho, en ambos textos el motivo privado incluso es parecido ya que tanto Cartucho como Pedro Páramo sufren por un amor no correspondido. El motivo que orienta su decisión final —entrar en la Revolución, cruzarse de brazos— se relaciona en última instancia con una mujer inalcanzable. La narradora de Parral recuerda que Cartucho “Dijo que él era un cartucho por causa de una mujer” (17), y Pedro Páramo decide dejar morir a Comala por la falta de respeto del pueblo cuando muere Susana San Juan, su amor imposible. Hasta aquí tenemos algunos parecidos interesantes entre los títulos e inicios de ambos textos cuyo significado merecería ser explorado con mayor detenimiento. Y aunque Pedro Páramo no se refiera tan explícitamente a Cartucho como el inicio de Cien años de soledad alude a un fragmento de la novela de Rulfo, por lo que se acaba de decir, Cartucho bien puede incluirse como un eslabón más en el complejo entramado de entrecruzamientos literarios que se tejen entre textos de diversos horizontes, como lo sugirió Aguilar Mora. Sin embargo, si Cartucho merece que se le reconozca su lugar entre textos tan importantes, es sobre todo por algunos rasgos peculiares que se relacionan con sus voces narrativas. Valdría la pena indagar si no se podrían hacer otras lecturas alegóricas del texto de Campobello que enriquezcan la lectura alegórica que ya he propuesto en una ocasión anterior sobre su representación de la revolución mexicana como la infancia del país (Homo ludens 94). 3
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Tal y como en Pedro Páramo, la narradora que aparece al principio del libro es un personaje. Y como Juan Preciado, Nellie se presenta en calidad de hija, más particularmente en función de su madre: en Campobello “mi mamá” (anónima) que pregunta por Cartucho corresponde en Rulfo a “mi madre” (Dolores Preciado) que manda a su hijo a Comala. Ninguna voz narradora omnisciente comienza por presentar sus antecedentes o sus circunstancias, lo cual se entiende por tratarse de narraciones en primera persona y por el comienzo in medias res al que ya hemos aludido. La narradora de Cartucho incluso será anónima hasta la segunda edición del libro —donde pone en boca de otro personaje su nombre, Nellie4— mientras que conoceremos el nombre de Juan Preciado tan solo cuando se acerca el final de su narración dirigida a Dorotea. En calidad de personajes, estos narradores comparten su extracción popular con los otros personajes que los rodean, una circunstancia que incide en el lenguaje que utilizan. Entre los recursos que permitieron a Rulfo evitar la incompatibilidad entre la ideología primitiva de los personajes y la presencia de un narrador ilustrado que se expresa en una lengua culta, lo más impactante es quizá la posición relativamente poco dominante del narrador en tercera persona, ya que Pedro Páramo es esencialmente una novela dialogada. En este punto, la solución de Campobello se distingue porque en las estampas de Cartucho no solo hay un narrador que se dirige al lector, sino que la presencia de este narrador es bastante protagónica, pues tanto o más prominentes que los eventos descritos son los comentarios por parte de la voz narrativa que acaparan la atención del lector por ser tan poco comunes y por escapar a los tópicos literarios. El hecho de que hable en primera persona y parezca identificarse con la autora contribuyen a darle una visibilidad especial. Pero esto no impide que esta narradora se refiera a las cosas de la misma manera que los demás personajes del mundo popular de Hidalgo del Parral, porque es una de las habitantes de este mundo en cuya ideología participa, lo cual también es el caso de los personajes narradores de Juan Rulfo. De manera más específica, esto explica que Cartucho y Pedro Páramo generen una masiva impresión de que estemos ante voces y visiones del mundo genuinamente populares aunque, como se sabe de sobra, esta impresión sea el resultado de una recreación altamente artística debida, entre otros recursos, a elecciones de tipo léxico y morfológico. 4
Véase, para este caso, la edición de Ediciones Era (132).
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Léxico y morfología En el plano léxico, los textos de Rulfo y de Campobello registran ausencias y presencias parecidas. En su estudio lingüístico pormenorizado de la obra de Rulfo, Nila Gutiérrez Marrone encontró tan solo cuatro términos cultos en las dos obras principales (150). Dos de ellos los utiliza el delegado del gobierno en “Nos han dado la tierra” y con ellos Rulfo quiere contrastar “el habla verbosa y pedante del funcionario público con la sencillez del lenguaje de los campesinos” (Gutiérrez Marrone 150). En Cartucho, la estampa “Epifanio” incluye una escena parecida en la que el discurso de un intelectual llamado Epifanio choca contra la desconfianza de los revolucionarios, que no entienden lo que dice y que lo fusilan por esto; al menos es una de las lecturas que se puede hacer de la escena, donde las relaciones causales quedan sobreentendidas. Tal y como a la gente del pueblo, a la narradora niña el sentido de las palabras rebuscadas empleadas por Epifanio se le escapa: “se puso recto, dijo que él moría por una causa que no era la revolución, que él era amigo del obrero; algo dijo en palabras raras que yo no recuerdo” (50). La imposibilidad de entender el lenguaje culto también queda clara de la estampa “La muerte de Felipe Ángeles”, donde la niña se refiere a un discurso de otro revolucionario condenado a muerte señalando que es incapaz de reproducir las palabras complicadas que este usó: “Digo exactamente lo que más se me quedó grabado, no acordándome de palabras raras, nombres que yo no comprendí” (112). El personaje que viene de fuera, armado con palabras grandilocuentes, es rechazado por ser incomprendido tanto en los textos de Campobello como en la obra de Rulfo. Este rechazo llama la atención sobre el hecho más general de que ambos escritores evitan las palabras complicadas porque contravendrían al lenguaje de la gente del campo que usa términos sencillos de uso común y que, en el texto de Campobello, también disminuirían la verosimilitud de los recuerdos infantiles5. La escasez de adjetivos en ambos escritores se explica por el mismo motivo de querer dar cuenta del lenguaje del pueblo y de la infancia, pues como ha Como se verá más adelante, en ocasiones sin duda las palabras y la perspectiva de la niñez se ven influenciadas por la visión y el habla de los adultos que rodean a la narradora. Sin embargo, estos adultos, como en la obra de Rulfo, son personas sencillas cuya lengua también lo es. 5
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demostrado Gili Gaya: “El uso abundante y preciso de adjetivos está en razón directa del grado de cultura, y constituye (al lado de las conjunciones) un criterio diferenciador muy importante entre los planos sociales de las hablas sincrónicas” (citado por Gutiérrez Marrone 66). Utilizar una prosa recargada de adjetivos resultaría inapropiado para dar cuenta de una perspectiva y un habla populares, campesinas e infantiles. Es consabido que Rulfo expresó muchas veces su actitud negativa ante los adjetivos, que consideraba poco aptos para crear su prosa, como dijo en una conversación con estudiantes de Caracas: pues sí, traté efectivamente de ejercitar un estilo, de hacer una especie de experimento; tratar de evitar la retórica, matar al adjetivo, pelearme con el adjetivo, y debido a esto es que a mí me han llamado un escritor ru… ¿cómo se llama?, rural. Sí, rural, porque escogí para esto, personajes muy sencillos, de vocabulario muy pequeño, para que se me facilitara la forma y no complicarme con personajes que hablaran con palabras difíciles. Por eso en la mayor parte de las historias, de los cuentos, están intencionalmente escogidos personajes campesinos o pueblerinos, que tienen un vocabulario muy reducido (Anónimo 313).
Es bastante menos sabido que la sensibilidad y el propósito de Nellie Campobello eran idénticos en este punto, como puede deducirse de una entrevista que le realizó Emmanuel Carballo en 1960: “—En mis libros casi no uso adjetivos. Estos los emplean los maestros, no las escritoras sencillas como yo. Mi literatura es de sustantivos y de verbos” (334)6. Aunque se trate de una captatio benevolentiae que emplea el recurso de la falsa modestia, pues Campobello tenía cierta conciencia del valor de lo que escribía (Vanden Berghe, Homo ludens 180), Cartucho ejemplifica este comentario de su autora ya que en las estampas los adjetivos se utilizan con parsimonia. Además, como en el caso de Rulfo (Gutiérrez Marrone 67), suelen referirse al aspecto exterior de las cosas y las personas. En este sentido es representativo el uso de los adjetivos en las frases del íncipit sobre Cartucho citado arriba, donde solo encontramos dos: “un gran sombrero” y “los ojos medio cerrados”. El primero se integra en una serie de adjetivos y adverbios — como “alto”, “fuerte”, “muy” y “mucho”— que indican el gran tamaño de las cosas y los hombres. Su presencia relativamente recurrente —destaca 6
Sobre Rulfo, González Boixo señaló que su prosa se basa en verbos y sustantivos (266).
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por la escasez de calificativos en general— es congruente con la tierna edad de la niña, para quien las cosas y las personas son impresionantes, ya que lo percibe todo desde debajo de su mesa, una indicación que sin duda, más que un complemento de lugar momentáneo concreto, señala desde el inicio del libro la perspectiva desde la cual se perciben los revolucionarios y sus hazañas. En cuanto a la expresión “ojos medio cerrados”, es ilustrativa de la sensibilidad de la niña hacia los rasgos externos de los hombres de la revolución, en cuyos retratos abundan las referencias a su belleza (Vanden Berghe, Homo ludens 45). A la prosa de Campobello y Rulfo las hermana igualmente el uso sistemático de palabras populares, arcaísmos y mexicanismos que se desvían de la norma culta. Mientras que Gutiérrez Marrone ha listado su presencia en los dos libros de Rulfo, establecer tal repertorio exhaustivo con respecto a los textos campobelleanos queda por hacer. Y aunque esta empresa supera los objetivos del presente trabajo, cabe ilustrar brevemente la importante presencia de los giros populares en la lengua de Cartucho. Ya en las líneas iniciales reproducidas arriba de la estampa inicial encontramos dos: “Un día llevaron sus camisas para la casa” y “Cartucho fue a dar las gracias” incluyen dos verbos utilizados de una manera incorrecta pero popular ya que en vez de “llevaron” y “fue” esperaríamos “trajeron” y “vino” por el punto de vista de la narradora que está en la casa adonde traen las camisas y adonde viene Cartucho a agradecer. A la lengua popular de los personajes también contribuyen los mexicanismos, como “platicar” y “platicador” (25, 30, 33, 55, 62, 93, 114, 140), “banqueta” (58, 71, 78, 102, 134, 142), “güero” (25, 46, 89, 90, 91) y palabras más esporádicamente usadas tanto por la narradora como en las voces reportadas por ella, como “buñiga” (26), “una cuarta” (35, ‘látigo corto para las caballerizas’), “voltiar” (52), “maromiar” (58), “titiritar” (63), “chicloso” (68), “cacarizo” (78), “destanteado” (102), “bola” (108), “sangolotiar” (108), “encuerar” (109), “clareado” (119), “aventón” (131), “chapopote” (131), “gorrudo” (133), “tinaco” (138) o “reborujo” (140). El efecto creado por la presencia de este léxico es reforzado aún más por una serie de arcaísmos o palabras caídas en desuso como “las gentes” (86, 119, 133), “el bordo” (22) o “espavorido” (129) y cierta imitación de la lengua hablada en “hay” (38) en vez de ‘allí’, “horita” (38) para ‘ahorita’, un automóvil “for” (62) o “luego luego” (130, 137).
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La morfología léxica del diminutivo es otro recurso que tanto en Cartucho como en Pedro Páramo refleja el lenguaje popular y hablado, por cuanto le es propio. En relación con la obra de Rulfo, Gutiérrez Marrone ha concluido que el diminutivo se aplica a sustantivos, adjetivos y adverbios (77) y que, cuando se refiere a personas, cobra una función dominantemente afectiva. En Cartucho, muchos diminutivos se aplican a sustantivos que indican personas y sirven, como en Rulfo, para expresar simpatía o empatía con los parientes o con los revolucionarios que van rumbo a su destino: “Gloriecita” (17, 18, 135), “mis hermanitos” (90), “mi hermanito” (111), “Trillito” (37, 111, 112), “el chiquito” (38), “mi muchachita” (62, por otro personaje), “un muchachito” (78, 86), “este chiquillo” (113), “las monjitas” (127, 130) y “pobrecitos muchachos” (141) son algunos ejemplos elocuentes de la simpatía hacia sus paisanos y los revolucionarios que sienten la narradora o los adultos a los que esta escucha y cita. Al mismo tiempo, el diminutivo ocasionalmente expresa desprecio y animadversión, como es el caso cuando la narradora se refiere a su hermano malo, El Siete, al que también llama “muchachito” (120) y al que atribuye una “sonrisita sin miedo que luego era fría” (123). De esta manera los diminutivos en Cartucho pueden expresar la emoción y empatía de la narradora pero también un tono socarrón e irónico, tal y como es el caso en Rulfo (79 y 83). En otras ocasiones donde se aplican a partes del cuerpo mutilado o cadáveres, los diminutivos más bien parecen formar parte del arsenal de mecanismos de defensa que sirven a la narradora para protegerse contra la realidad violenta de la revolución (véase Parra). Así es como podrían leerse: “Traía las orejas cortadas, prendidas de un pedacito le colgaban” (46), “un pedacito de carne amoratada” (59), “dos cuarteles de desarmados murieron enteritos en el asalto” (76), “grupitos de fusilados” (86) y las “tripitas” del general Sobarzo, “enrolladitas como si no tuvieran punta” (94). Hacen pensar en los frecuentes diminutivos en Pedro Páramo que, según la lectura de Gutiérrez Marrone, “se utilizan para referirse a difuntos” y que “reflejan respeto hacia la muerte y los fallecidos” (84). Sea cual fuere la lectura que se hace de estos diminutivos, es innegable que aumentan el sabor popular y la impresión de habla oral transmitidos también por el léxico sencillo, los arcaísmos y los mexicanismos. Por lo tanto, el experimento de popularizar la lengua literaria al que se refiere Rulfo en su charla de Caracas citada arriba ya lo hizo dos décadas antes la escritora norteña. Con miras a dar una mayor coherencia a la perspectiva
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popular introdujo soluciones léxicas y morfológicas que se vislumbrarán luego en la obra de Rulfo, evitando así los dos escritores que hubiera una escisión entre el punto de vista del mundo de sus personajes y la voz narrativa. Elipsis, parataxis, fragmentación y silencios Pero el estilo tan peculiar de Cartucho también queda conformado por algunos recursos sintácticos y textuales que se presentan con gran nitidez ya desde la estampa inicial. En ella siguen quedando muchos aspectos oscuros, empezando por el personaje apodado Cartucho, del que solo sabemos que se hizo un cartucho por una mujer, que pertenece al campo villista y que es agradecido. Entre su llegada al comienzo de la estampa y su desaparición al final, lo vemos jugar con una niña llamada Gloriecita y gozar de la simpatía de “toda la Segunda del Rayo”, información relativa a la intrahistoria con la que Campobello logra dar una idea de la vida cotidiana de las personas en medio de la violencia. Pero no sabemos dónde se ubica la casa desde donde habla, ni quién es Gloriecita, ni cuál es la relación de esta con la narradora ni dónde está la Segunda del Rayo. Solo los lectores que conocen la biografía de la autora saben que Gloria es el pseudónimo que la hermana menor de Nellie Campobello adoptó de adulta y que la Segunda del Rayo es la calle en Hidalgo del Parral donde ambas vivieron durante la Revolución. De ahí también que el lector enterado lea el libro en clave autobiográfica y que asocie la voz narrativa con la de la autora. En cuanto a la narradora, de su ubicación se puede deducir su tierna edad que, por otra parte, se concilia difícilmente con las palabras que pronuncia casi a modo de sentencia: “‘El dinero hace a veces que las gentes no se rían’, dije yo jugando debajo de una mesa” (18). Puede suponerse que mediante estas breves palabras enigmáticas, aparentemente desligadas de la escena, la niña repite lo que oyó decir a algún adulto y que este se haya referido de manera implícita a la situación económica difícil de la familia o del pueblo, intentando al mismo tiempo consolarse con la idea de que la riqueza no garantiza la felicidad. Tampoco se dice mucho sobre la aventura personal de Cartucho y ni siquiera se afirma que murió sino que es algo que se puede deducir de lo dicho por José Ruiz, de quien solo sabemos que es de Baeza y al que la narradora califica como el filósofo del pueblo. En cuanto al tiempo en el que transcurre
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la historia, la referencia posterior en la estampa a carrancistas y villistas deja claro que estamos en la época de la Revolución mexicana. Pero sobre la relación temporal entre los hechos relatados es difícil llegar a saber algo concreto o preciso, ya que los únicos complementos de tiempo son “un día” (dos veces, 17), “X tarde” (18) “unos días” (17), “entonces” (18) y “Unos días más” (18). Estos datos exiguos se nos dan en un texto que se va desarrollando en un encadenamiento de breves oraciones principales cuya conexión sintáctica es extremadamente pobre. En el fragmento citado de Cartucho las frases se enlazan mediante puntos y no hay ninguna conjunción causal o concesiva que las relacione lógicamente. En otras estampas a veces aparecen conectores, pero son escasos y siempre sencillos; en cambio, sí aparecen oraciones yuxtapuestas mediante la conjunción y. Por lo tanto, el texto se caracteriza por el uso sostenido de la parataxis, la cual hace que las relaciones modales entre las palabras, las frases y los párrafos no estén gramaticalmente expresadas. Este rasgo de estilo contribuye a sugerir cuán pequeño es el horizonte de la narradora sentada debajo de su mesa, cuán poca visión tenía de ese conjunto grandioso que era la Revolución, cuán lejos estaba de poder ordenar sus materiales y de relacionar los hechos de un modo lógico. Al mismo tiempo esta torpeza sintáctica y la ausencia de conectores lógicos están al servicio de la expresividad, que aumenta gracias a que se suprima toda palabra que no sea estrictamente necesaria a los propósitos de la narración. En comparación con los recursos sintácticos empleadas por Nellie Campobello, la sintaxis de Juan Rulfo es más variada y no siempre sus estructuras son tan sencillas, a pesar de que a menudo lo parecen. No obstante esa variedad y sofisticación, el análisis de Nila Gutiérrez Marrone que trata de El Llano en llamas —en el que incluye esporádicamente datos sobre Pedro Páramo— demuestra que el 31 por ciento de las oraciones estudiadas en los cuentos contienen estructuras conjuntivas, es decir oraciones y frases unidas por medio de la conjunción y (31), lo cual produce un efecto de sencillez y cortedad parecido al de Campobello, aun cuando algunas frases no son breves7. En Rulfo la estructura paratáctica que carece de subordinadas sirve para Tomás Uscanga Constantino analizó un fragmento de Pedro Páramo que considera representativo y llega a la conclusión de que en él, sobre un total de veinte enunciados, doce son oraciones simples. Las restantes se construyen tanto por subordinación como por coordinación (70). 7
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caracterizar a los personajes campesinos incultos que no establecen relaciones sofisticadas entre los acontecimientos y, en algunos cuentos, a personajes especialmente humildes e ignorantes, como es el caso en “Macario”, “Es que somos muy pobres” y “Paso del Norte” donde la conjunción y es especialmente abundante. De esta manera, en la obra de ambos escritores llama la atención la ausencia de los conectores que suelen utilizarse en un lenguaje culto. La estructura global de Pedro Páramo y la manera cómo el autor dispone la información relativa a la diégesis es uno de los aspectos más estudiados por la crítica, por lo cual sobra detenernos en ello. Basta recordar que la novela da una impresión de desorden por estar hecha de fragmentos cuya articulación lógica no se expresa allí donde el lector la necesita para entender la trama, que es una narración “construida con hebras, hilos sueltos, plumas flotantes que, casi sin tocarse, forman un conjunto armonioso”, como escribió Reina Roffé (69). Tal y como ocurre en el nivel sintáctico con la parataxis en Cartucho, en la macro-estructura de Pedro Páramo faltan los eslabones intermedios que propongan explicaciones. Más en particular, la novela incluye los dos tipos de blancos distinguidos por Wolfgang Iser: la notación explícita de una ausencia que es completada más adelante en el texto porque se funda en la dimensión evolutiva de la lectura y las ausencias reflexionadas de notaciones, oscurecimientos de hechos y de conexiones que delegan en el lector la tarea de producir el elemento que falta en la cadena causal (citado por Jouve 31). En la crítica de Pedro Páramo, a estas ausencias se les ha llamado a veces “silencios” y en más de una ocasión se ha hablado de “novela de silencios” (el propio Rulfo habló en estos términos de su novela ante Fernando Benítez [Cacheira Varela 12]). Por lo tanto, aunque sus autores a veces emplean recursos distintos, Cartucho y Pedro Páramo se presentan como textos fragmentarios y elípticos. Sus rasgos formales pueden ser ilustrativos de cómo ambos escritores quisieron dar cuenta de la incomprensión de parte de sus personajes o de sí mismos ante un mundo regido por la violencia, la brutalidad y la fragmentación de los cuerpos que es una de las figuras más recurrentes en Cartucho (Vanden Berghe, Homo ludens 51), pero también en Pedro Páramo, novela sobre la cual Fregoso Gennis ha dicho que “encontramos con una frecuencia casi apabullante, citas que señalan de modo continuo la propia fragmentación de los cuerpos humanos y de las estructuras” (21). En ambos textos, la factura formal se relaciona asimismo con la perspectiva de los personajes que, por
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ser pueblerinos, poco cultos o intelectualmente limitados, no logran abarcar la totalidad del contexto en el que se sitúan y que son incapaces de juntar los distintos pedazos de la realidad que les rodea. Para la obra de Rulfo se ha señalado cuán novedosa era la ausencia de un narrador culto que viniera a suplir la información faltante o a explicar los hechos con comentarios correspondientes a una conciencia o una lengua ajenas a las de los propios personajes populares. Sin duda, Cartucho es un precedente importante al respecto. Este aspecto se relaciona posiblemente también con el deseo expresado por los dos escritores de anular la distancia entre ellos mismos como autores cultos y modernos frente al mundo narrado, rural y arcaico. Rulfo solía recalcar que el mundo rural se encontraba cerca de su experiencia personal y repetía que escribía sobre su propio pasado: “Quería otras historias, las que imaginaba a partir de lo que vi y escuché en mi pueblo y entre mi gente” (70). Provinciana y rural es, también, la realidad retratada en Cartucho, cuyas estampas comentan lo que pasa en las calles de Hidalgo del Parral. También en este caso la extracción cultural y geográfica de los personajes fue compartida por la autora, que nació en el norte y que, en un texto autobiográfico publicado en 1960, reinvindicó esta pertenencia: “Las narraciones de Cartucho, debo aclararlo una vez para siempre, son verdad histórica, son hechos trágicos vistos por mis ojos de niña” (Las manos de mamá 103). La oración “vi y escuché en mi pueblo” de Rulfo y el sintagma “vistos por mis ojos” de Campobello se hacen eco. Auerbach y el estilo primitivo Los parecidos sintácticos y estructurales en la prosa de ambos escritores mexicanos dejan claro que pertenecen a una misma estirpe literaria, estirpe que Erich Auerbach, en su clásico estudio Mimesis. La representacion de la realidad en la literatura occidental (primera edición en alemán de 1942) calificó de primitivo, contrastándolo con otro que llama clásico8. Y aunque Mimesis se ciñe explícitamente a la literatura europea (30), los criterios de su autor se Algunos aspectos de la relación entre la teoría de Auerbach y Rulfo han sido explorados antes por Didier T. Jaén e Yvette Jiménez de Báez. 8
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pueden aplicar sin dificultad a textos literarios hispanoamericanos. Auerbach define el estilo clásico a partir del ejemplo de los textos homéricos en los que Los diversos términos de la composición se relacionan clarísimamente entre sí: gran cantidad de conjunciones, adverbios, partículas y otros recursos sintácticos, transcritos cada uno con su significación y finamente matizados, deslindan personas, cosas y sucesos, y los traban al mismo tiempo en ininterrumpida fluidez; al igual que los distintos objetos, aparecen también en plena luz perfectamente conformadas sus interrelaciones, sus entrelazamientos temporales, locales, causales, finales, consecutivos, comparativos, concesivos, antitéticos y condicionales, de modo que se produce un tránsito ininterrumpido y rítmico de las cosas, sin dejar en ninguna parte un fragmento olvidado, una forma inacabada, un hueco, una hendidura, un vislumbre de profundidades inexploradas (12).
En cambio, el estilo al que llama primitivo —sin que este adjetivo implique un juicio negativo— se caracteriza por la ausencia de relato ordenado, por la falta de conexión sintáctica clara entre las partes, por lo mucho que queda oculto y callado, a medio hacer o en la penumbra. Ya que se desdibujan los entrelazamientos temporales, causales, finales y consecutivos, la exposición está llena de lagunas y saltos: “realce de unas partes y oscurecimiento de otras, falta de conexión, efecto sugestivo de lo tácito, trasfondo, pluralidad de sentidos y necesidad de interpretación, pretensión de universalidad histórica, desarrollo de la representación del devenir histórico y ahondamiento en lo problemático” (29). Señalemos aún que Auerbach subraya en su exégesis del primer relato primitivo la escasez de adjetivos y epítetos (14-16). De la misma manera que resulta obvio que Cartucho y Pedro Páramo están lejos de conformarse a los criterios del estilo clásico, ambas obras parecen corresponder bien a los rasgos que Auerbach asocia con el estilo primitivo porque aluden de manera poco clara a los motivos y a las intenciones de los personajes, porque sugieren con medias palabras y el silencio, porque representan a personajes cuyos sentimientos e ideas se construyen con distintas capas que a veces dan cuenta de un conflicto íntimo y aseguran de esta forma la profundidad de los personajes. También corresponden al estilo primitivo por la impresión que producen en el lector, ya que el autor de Mimesis argumenta que este estilo genera un importante efecto de lo real al crear un “tono
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impulsivo y humanamente dramático” (73)9. Asimismo comparten con el estilo anticlásico el hecho de que su lector, por la ausencia de nexos lógicos bien ordenados y por la fragmentación de los textos, debe hacer un esfuerzo mayor por reconstruir el sentido. Rulfo era muy consciente de esto, como se desprende de lo que dijo sobre Pedro Páramo en la charla en Caracas: “es un libro de cooperación. Si el lector no coopera, no lo entiende; él tiene que añadirle lo que falta” (Anónimo 308). El primer texto analizado por Auerbach como ejemplo del estilo primitivo es el sacrificio de Isaac en el Antiguo Testamento, un relato recopilado por el llamado Elohista (13). Otro texto que considera representativo del estilo primitivo es el Cantar de Roldán, que se particulariza por estar lleno de enigmas que el poema mismo —cuyos hechos están expuestos con nitidez paratáctica— no explica (99). Desde el punto de vista del filólogo alemán el estilo del Antiguo Testamento y del texto medieval coinciden en muchos puntos ya que ambos avanzan “con sacudidas hacia adelante y hacia atrás” (103), parten “el devenir en pequeños fragmentos” (103) y no expresan gramaticalmente “las relaciones modales que existen entre sus palabras” (107). La arqueología del estilo primitivo hecha por Auerbach suscita la pregunta de saber hasta qué punto Campobello y Rulfo pueden haber sido influenciados estilísticamente por la Biblia y los romances medievales. La Biblia Nellie Campobello hablaba poco de sus lecturas en público, quizás porque no quería que se la comparara con otros escritores. En efecto, siempre insistió en su unicidad y en estar apartada de los grupos (Vanden Berghe, “Ethos y postura”). Por esto es tan llamativo que dijera en la entrevista con Carballo: “Aprendí a leer, en casa, para entender la Biblia; casi me sé de memoria muchos pasajes” (333). De hecho, la Biblia es uno de los dos li-
Según su punto de vista, por ejemplo, la parataxis, lejos de debilitar la conexión entre las partes, la subraya enérgicamente “al igual que en español resulta más dramático decir: abrió los ojos, y fue herido… que: cuando abrió los ojos, o, al abrir los ojos, fue herido” (73). 9
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bros al que se refiere en Cartucho —el segundo es Los tres mosqueteros (103, 105)—,10 lo cual invita aún más a que se rastreen sus posibles huellas. El texto sagrado aparece mencionado en la primera estampa cuando la narradora dice que el filósofo popular José Ruiz viene a dar cuenta de Cartucho y pronuncia sus tres sentencias. A raíz de ellas, la niña califica este personaje en un lenguaje que, como es ocasionalmente el caso, no remite a la infancia sino más bien a la autora adulta o a lo que la niña oyó decir a los adultos: “José era filósofo. Tenía crenchas doradas untadas de sebo y lacias de frío. Los ojos exactos de un perro amarillo. Hablaba sintéticamente. Pensaba con la Biblia en la punta del rifle” (18). Entre las frases, completamente paratácticas, no se especifican las relaciones lógicas, por lo cual el lector debe intervenir activamente para construir un sentido. Entre las dos últimas frases puede establecerse una relación causal: José hablaba de esta manera porque conocía la Biblia, hablaba de manera sintética porque lo influyó el estilo bíblico. Interpretadas de tal manera, estas frases dan a entender que Campobello se daba cuenta de la calidad específicamente paratáctica (sintética dice su narradora) de la Biblia. Además, a sus palabras se les puede atribuir un valor metatextual oblicuo en la medida en que, lo que la narradora dice aquí sobre el habla sintético y bíblico de José, se aplica al estilo que la autora misma cultiva en el libro que estas frases introducen. En su estudio, Auerbach suele empezar por centrarse en la definición del estilo de los textos, después de lo cual pasa a explicar por qué el autor, o los autores anónimos, optaron por él. En el caso del Antiguo Testamento, relaciona su estilo paratáctico y primitivo con su pretensión de decir la verdad: La pretensión de universalidad histórica y la relación constantemente ahondada y generadora de conflictos con un Dios único y oculto que, sin embargo, se aparece, y que con sus promesas e intervenciones dirige la historia universal, confiere a los relatos del Antiguo Testamento una perspectiva totalmente distinta de los de Homero. El Antiguo Testamento es Rodríguez encuentra una referencia a Rosas de la infancia (1914), una serie de libros de lectura para niños preparada por María Enriqueta, pero también un reflejo de El libro de los Salmos en Las manos de mamá (35). Acerca de la Biblia, esta crítica opina: “Considero, entonces, que no es aventurado afirmar que la lectura bíblica, en silencio o en alta voz, contribuyó no solo a la alfabetización funcional de las clases populares sino a la formación literaria de la población de Chihuahua” (39). 10
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en su composición incomparablemente menos unitario que los poemas homéricos; es, más obviamente que estos, una reunión de piezas sueltas; no obstante, todas estas piezas entran dentro de una conexión históricouniversal, de una interpretación de la historia universal. Aunque contengan elementos extraños, difícilmente acomodables, la interpretación hace presa en ellos, de modo que el lector siente en cada momento la perspectiva religiosa e histórico-universal que confiere a los relatos aislados su sentido correspondiente y su finalidad común (22-23).
Lo que Auerbach dice aquí sobre el Antiguo Testamento se aplica al mismo tiempo a la voluntad de Campobello, al carácter fragmentario de su libro y al efecto que este ha producido en sus lectores. Sobre Cartucho, la escritora insistió una y otra vez que pretendía decir la verdad sobre la Revolución. En el prólogo a la primera edición del libro (suprimido en las ediciones posteriores), escribió: “Acostaba a mis fusilados en su libreta verde. Parecían cuentos. No son cuentos. Allá en el Norte donde nosotras nacimos está la realidad florecida en la Segunda del Rayo” (IV) y treinta años después, en la entrevista realizada por Emmanuel Carballo, presentó a Cartucho en términos de un “contra-texto” escrito para restablecer la verdad sobre la época y especialmente sobre el villismo: Lo escribí para vengar una injuria. Las novelas que por entonces se escribían, y que narran hechos guerreros, están repletas de mentiras contra los hombres de la Revolución, principalmente contra Francisco Villa. Escribí en este libro lo que me consta del villismo, no lo que me han contado (336).
Tal y como en el Antiguo Testamento el Dios único y oculto que dirige la historia universal brinda la perspectiva unitaria del relato, una lectura política o ideológica de Cartucho podría llegar a la conclusión de que allí la figura de Pancho Villa desempeña un papel parecido de moldear los destinos y unir los fragmentos, como lo ilustra la estampa titulada “El sueño de ‘El Siete’”. El Siete, el hermano malo de la narradora cuenta que solo creyó en Dios cuando se vio sin compañeros y relata que soñó con que Villa le dijo: “Hijo, levántate” (121), una oración con evidentes resonancias bíblicas, aunque en este caso remitan al Nuevo Testamento. En cuanto a Rulfo, varios episodios de su vida demuestran su profundo conocimiento de la Biblia. Es bien sabido que fue educado en un ambiente
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de fe y Fregoso Gennis ha señalado al respecto que “En el seminario de Guadalajara, donde estuvo dos años, sobresalió, curiosamente, en religión, geografía e historia patria” (14), mientras Roffé cuenta que Un amigo de Rulfo durante los años cuarenta en Guadalajara, el poeta Adalberto Navarro Sánchez, señaló que Juan había absorbido de aquellos estudios en el seminario la noción de la eternidad: “Recuerdo unos versículos del Antiguo Testamento que se nos leen en el seminario referentes a la eternidad: Cuando digo hoy, ya era ayer y es mañana. Es en esa eternidad, sin tiempo ni espacio, donde sufren los personajes rulfianos” (56).
Por su parte, Arturo Azuela, al apuntar a los parecidos entre el habla de la gente de Jalisco y de los personajes de Rulfo, mencionaba que a aquéllos les gustaba la cita bíblica: “Es proverbial el hermetismo de la gente del sur de Jalisco, sobre todo la de las villas y pueblos. No son fáciles de palabra y en raras ocasiones dan a conocer sus biografías; gustan de la frase lapidaria, la sentencia, el dicho popular, la cita bíblica” (47). Pero el íntimo conocimiento que Rulfo tenía de la Biblia se deduce principalmente de su obra, como varios estudiosos han demostrado. José Carlos González Boixo ha señalado que la religión es el elemento básico en la concepción de la vida que tienen los personajes de Rulfo (165), y Karim Benmiloud ha desentrañado cómo “La noche que lo dejaron solo” se inspira directamente del episodio bíblico del Huerto de los Olivos. Pero es principalmente Yvette Jiménez de Báez quien, en su estudio Juan Rulfo: del páramo a la esperanza, ha calado hondo en las múltiples relaciones que se tejen entre los textos rulfianos y los bíblicos, apuntando a la importancia de la cruz y Cristo como símbolos dominantes en Pedro Páramo (67), analizando la recurrencia del “modelo cainítico” en los cuentos11, demostrando que “El Llano en llamas” se apoya en el libro del Génesis (75) y llegando a la conclusión más general de que “El mundo literario de Rulfo […] se elabora a partir de una concepción evangélica y mítica (sobre todo lo primero) que no niega la historia, sino que la asume y la integra indisolublemente a un proyecto de También Roland Forgues ha expuesto la importancia de este modelo, específicamente en el cuento “El hombre”, que está construido con los principales elementos del episodio bíblico de Caín (99). 11
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liberación social y humana” (117). Jiménez de Báez se basa en la presencia de este proyecto para señalar que el trasfondo de la obra de Rulfo no viene del Antiguo Testamento sino del Nuevo, por sus ideales de solidaridad comunitaria y de servicio. Si, como hace esta crítica, se subraya la presencia del mundo del Hijo, Juan Preciado, se puede concluir que Rulfo se inspira del estilo primitivo y paratáctico del Antiguo Testamento y de la esperanza del Nuevo. Pero también se puede defender la idea de que el Dios que moldea los destinos de la gente en Pedro Páramo, hierático y absoluto, lo representa el cacique, parecido en este sentido al Dios del Antiguo Testamento y al Pancho Villa de Nellie Campobello. Conclusión En la introducción a su conversación con Nellie Campobello, Emmanuel Carballo escribió con prudencia que “Su obra no entronca, visiblemente por lo menos, con nuestras obvias corrientes narrativas; por otra parte, su obra influye apenas en las de los nuevos escritores” (327). Representa una tendencia dominante en la crítica sobre la escritora por cuanto no se la suele incluir en el devenir de la literatura mexicana sino que se la considera más comúnmente como un satélite desligado de los estilos y modos literarios que se venían gestando en las zonas más visibles de la literatura nacional. Es probable que la insistencia de la misma escritora en posicionarse aparte haya incidido en su aislamiento en la crítica, al pretender por ejemplo que “en la época en que escribí Cartucho yo no había leído ningún libro de la Revolución, ya estuvieran escritos con acierto o sin él” (Las manos de mamá 116), una afirmación por varias razones difícil de creer (Vanden Berghe 2016). La postura de Rulfo hasta cierto punto era idéntica, y Roffé recordó al respecto que el escritor “afirmó en diálogos con periodistas nacionales y extranjeros no haber recibido ‘ninguna influencia’ de los autores de la Revolución mexicana, incluso cuando ni siquiera le hablaron de influencias” (163). Puede que tal discurso de parte de los dos escritores se explique por su temor a que se les cuestionara la completa originalidad de su obra y que esta necesidad de valoración se relacionara a su vez con la falta de formación académica de ambos. Sea cual fuere el motivo, e incluso sabiendo que en materia de genealogía
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literaria a menudo es difícil ir más allá de las meras hipótesis, tal negativa complica que el crítico pueda poner su obra en relación con otros textos. Al mismo tiempo no impide que se comparen las obras y, en el caso que nos ocupa, demostrar que entre Cartucho y Pedro Páramo se tejen una serie de coincidencias estilísticas a las cuales quizás haya contribuido el conocimiento que Rulfo pudo haber tenido de Cartucho. Pero, claro que los parecidos entre ambos textos y el estilo bíblico también dan pie para pensar que se explican porque sus autores compartieron un conocimiento íntimo del texto sagrado y porque ambos demostraron una excepcional receptividad hacia él. Quisiéramos terminar sugiriendo que entre las fuentes que influyeron a Campobello y Rulfo podrían encontrarse el romance y el corrido. Otro texto que Auerbach estudia como ejemplar del estilo primitivo es el Cantar de Roldán y los romances medievales, que son un antecedente importante de los corridos mexicanos (Custodio; Mendoza). Ahora bien, las coincidencias entre el estilo de los romances, los corridos, Cartucho y Pedro Páramo invitan a indagar hasta qué punto Campobello y Rulfo pueden haber sido influenciados también por ellos al crear su estilo elíptico hecho de silencios. De manera global, en Cartucho abundan las alusiones al canto y de ellas se deduce que en el universo popular recordado por la narradora, la gente del pueblo y los revolucionarios nunca pierden su costumbre de cantar, ni siquiera en medio de la violencia extrema. En la segunda edición de Cartucho de 1940 se suprime una estampa y se añaden veinticuatro, incrementándose la presencia de la canción porque se añaden tres estampas con letra de corrido12. Aparte de que encontramos por lo tanto varias letras “corridísticas” en el texto, distintos lectores han observado cuánto el propio ritmo de su prosa se parece al del corrido (Parle; Parra 55). Son indicios que demuestran que Campobello estaba más que familiarizada con el corrido, lo cual no debe sorprender ya que no solo medraba en la coyuntura épica de la Revolución sino que también estaba fuertemente arraigado en el norte del país de donde la escritora era originaria. En cuanto a Rulfo, se sabe que le encantaban los trovadores (Jiménez de Báez 13) y, según el parecer de Roland Forgues, la violencia en su obra es la que “se ha ido expresando desde la Conquista Española a través de esos cantos populares anónimos llamados corridos donde la muerte siempre está al 12
Véase la edición de Ediciones Era (145, 148 y 154).
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acecho de su víctima a la vuelta de la esquina y la sorprende en el momento menos pensado” (31). También cabe recordar que “El Llano en llamas” viene encabezado por dos versos de un corrido. Calar más hondo en las relaciones entre la música popular norteña o el corrido de la revolución y la obra campobelleana y rulfiana posiblemente permitirá añadir una rama más al complejo árbol genealógico de la obra de Rulfo, pero también la de Campobello, ramas a cuya vitalidad actual contribuyeron sus múltiples y variadas lecturas. En efecto, es a todas luces evidente que los procesos de entrecruzamientos y fertilización que relacionan los textos comentados serán más heterogéneos y complicados, que los vasos comunicantes aún los proporcionarán otras fuentes, y que las influencias vendrán sin duda también por otras vías menos pensadas, indirectas y diversas. Hacia una de ellas apunta Roffé al decir sobre Rulfo que “Como narrador de la Revolución mexicana, su autor preferido era Rafael F. Muñoz, de quien siempre hablaba con especial énfasis, considerando su novela Se llevaron el cañón para Bachimba (1941) la mejor del período” (145). Ahora bien, a las grandes coincidencias entre los estilos de Muñoz y de Campobello ya aludió antes Aguilar Mora. También está claro que el estilo que aquí, siguiendo a Auerbach, hemos relacionado con la Biblia y con los corridos lo comparten otros textos como las crónicas locales, de las que Rulfo era un lector voraz. Por lo tanto, el estilo entrecortado, paratáctico, sencillo puede haberles llegado por otros caminos paralelos o simultáneos, por ejemplo también por la literatura precolombina que, según Serrano Martínez, es el ancestro principal de los corridos, que, según Cacheiro Varela (37) era muy cara a Rulfo y que, como hemos comentado en otra ocasión (Homo ludens 133) ha dejado curiosas huellas en la obra de Campobello.
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Coda Juan Rulfo: la vida no es muy seria en sus cosas, relectura hecha por un escritor Pedro Ángel Palou Tufts University
1 No es una pedantería aclarar que siempre puede haber otra lectura en medio de esa vasta catarata de opiniones que es la tradición literaria. Con él se ha intentado todo y, parafraseando a Borges podemos decir que la historia, la geografía, la política o la técnica de Faulkner y de ciertos escritores rusos y escandinavos, la sociología y el simbolismo han sido interrogados con afín, pero nadie ha logrado, hasta ahora, destejer el arcoíris. Mi lectura —desde acá— es la de un escritor de la generación nacida en los sesenta. Creo que pasada la euforia y los imitadores imposibles de un estilo personalísimo podemos revalorar el papel de la obra del maestro jalisciense en la mayoría de edad de la literatura mexicana. Nos podemos apoyar en textos de sus primeros lectores —que de hecho se han ido incorporando al significado que esta tiene, ya que este es una construcción histórica y social—. 2 En lo general, de hecho, estoy de acuerdo con la interpretación de Ángel Rama cuando habla de una cierta tradición literaria latinoamericana en la que no se habla de acriollamiento o mestizaje —como grados de incorporación a
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la modernidad—. Se trata de una literatura que nos habla de un lugar o región enquistada en un país que conserva sus maneras tradicionales contra los polos urbanos. El desequilibrio resultante puede verse en dos obras hermanas: Pedro Páramo en México y Gran Sertón: Veredas, para el caso brasileño. La novela de Rulfo, entonces, puede entenderse no solo como el retorno a las fuentes, al pueblo varado en la historia, fantasmal, sino como búsqueda del lenguaje. 3 ¡Cuidado!, la crítica habla sin más de influencias. Como si la relación fuera de un escritor mayor a su discípulo. Más bien habría que tratar el asunto como un fenómeno de contraste y asimilación. Si bien es cierto que la idea de “Macario” viene de El sonido y la furia de Faulkner —a quien Rulfo reconocía sin empacho en su genealogía—, los procesos de lectura de otras tradiciones sirven para valorar las situaciones similares. Carpentier nos ha enseñado cómo las disonancias de Stravinski permiten oír la música negra de Cuba. Faulkner y su saga sureña cuyas estructuras sociales esclavistas, tradicionales frente al centro norte —o modernizante—, son homologables a una situación que en Rulfo —gracias también a sus lecturas de Hansum o Sillampää— son reconocimiento de formas de contar primitivas, propias. Uno de los misterios irresolubles de la obra de Rulfo estriba precisamente en ese descubrimiento lingüístico de los esquemas psíquicos que funcionaban en la región de Jalisco que le sirve de inspiración. 4 Al fenómeno arriba esbozado lo podemos caracterizar en términos de lo que el propio Rama llama —usando un término del antropólogo Fernando Ortiz— transculturación. José María Argüedas, por ejemplo, puede entenderse con el mismo esquema. Él no se consideraba un aculturado —término peyorativo que implica la pérdida de una cultura, en este caso la quechua—, y deseaba vivir feliz todas las patrias. El resultado de su novela incompleta, El zorro de arriba y el zorro de abajo, es, sin duda, aleccionador. Pedro Páramo
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lo había logrado a su vez. Y lo hace gracias a la dimensión mítica, edificio cognoscitivo levantado contra la modernidad urbana que repliega las tradiciones regionales. Este conflicto, que marca toda nuestra literatura —el crítico brasileño Antonio Cándido opina lo mismo para su país: la formación de su literatura, dice, se ha dado con el movimiento dialéctico entre cosmopolitismo y regionalismo—, nos permite entender mejor la obra de Rulfo. Al transculturar universos cognoscitivos lejanos opera una revisión o un descubrimiento del mito y éste reestructurará sus discursos narrativos. No se trata de plasmar lo propio con la forma ajena, sino de revertir el sistema de la literatura culta latinoamericana a través de la recuperación de los mecanismos mentales, discursivos, de la dimensión mítica. 5 Los setenta fragmentos de Pedro Páramo siguen siendo un misterio por lo logrado, casi perfecto, de su ejecución. Es conocida la interpretación que Carlos Fuentes ha hecho de la novela y que, en lo general, concuerda con lo dicho, aunque en su primera versión la búsqueda del padre parece ser un mito occidental reescrito por Rulfo (Telémaco-Juan Preciado; Ulises-Pedro Páramo; Abundio-Caronte y el río de polvo que los conduce a Comala es el Estigio). Pero en su segunda versión, aunque conserva el marco general lo matiza gracias a que el libro en el que aparece, Valiente mundo nuevo, se vale de la categoría bajtiniana de cronotopos —un espacio que es tiempo o un tiempo que es espacio— para el análisis. “Para Juan Rulfo la cronotopía americana, el encuentro del tiempo y el espacio, no es río ni selva ni ciudad ni espejo: es una tumba. Y allí, desde la muerte, Juan Rulfo activa, regenera y hace contemporáneas las categorías de nuestra fundación americana: la epopeya y el mito”. Sí, pero la epopeya de Páramo es la de un fracasado que ha esperado tenerlo todo para conquistar a Susana San Juan: “Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, solo el tuyo, el deseo de ti”. Susana San Juan, envuelta en la huida de su demencia no es capaz de oírlo, como no lo fue nunca al no amarlo. Tal vez el nuevo descubrimiento de Fuentes que nos acerca a otra lectura de Rulfo
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es el de ligar la etimología de mythos a mutus, silencio. Es ese espacio que el discurso no dicho instaura en lo que permite el descubrimiento de esa formación psíquica que hace a Rulfo inimitable. 6 Alfonso Reyes, mucho antes ya nos había advertido: “Una valoración estricta de la obra de Rulfo tendría que ocuparse, necesariamente, del estilo que este escritor ha logrado manejar, en forma tan diestra, en su extraña novela”. De hecho esta transculturación de la que hemos hablado puede rastrearse en la propia biografía. Sabemos que los primeros textos rulfianos pertenecen a la ciudad y que su primera novela, El hijo del desaliento, de la que solo queda un fragmento no consumido por las llamas, “Un pedazo de noche”, era profundamente autobiográfica, contando la terrible experiencia del transplante de un hijo arrancado del Jalisco rural a la Ciudad de México. El relato que da título a este texto, por ejemplo, —y que excluyó voluntariamente de El Llano en llamas, el libro que literalmente le arrancó de las manos Efrén Hernández para publicarlo— discute los conflictos de un individuo en la gran ciudad. Pero es cierto, la vida no es muy seria en sus cosas y Rulfo descubriría ese lenguaje que es mutismo y misterio y que sostiene Pedro Páramo a través de sus reescrituras y destrucciones. ¿Cuántas cuartillas envió Rulfo al basurero? ¿Por qué? Nunca resolveremos el interrogante pero apostemos por una solución: son borradores en la maduración de un estilo que —lo supiera o no conscientemente, es lo de menos— descubre un mecanismo psíquico del hombre de la región de Jalisco que retrata. 7 Gracias al amor de Clara Aparicio de Rulfo y a la paciencia de Ivette Jiménez de Báez tenemos acceso, hoy, a los cuadernos del autor. En ellos hay un fragmento que es especialmente importante para entender todo lo que hasta ahora solo hemos balbuceado. Se trata de un apunte de Rulfo —o una serie de notas— sobre la novela en México. Ahí leemos que para nuestro autor
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la novela es un mundo donde el ensueño se confunde a veces con la vida, pero que en México ese género de ensoñación es reciente, porque la novela estuvo en poder de los cronistas, de los historiadores y de los poetas cívicos. Lo cual, para Rulfo no sin ironía, está justificado, pues según un conocido suyo: en México no muere nadie, o más bien, nunca dejamos que se mueran los muertos. El público, por otro lado, le parece que tampoco está preparado para el género: la novela, además de carecer de retórica, no cuenta para su difusión con la caja de resonancia que son los quioscos de todas las plazas públicas, y ni aun de aquellas plazas que no tienen quiosco. Se queja, además, de las generaciones jóvenes —un tópico de la literatura oral de Rulfo muy justificado— y su modernidad irreverente que no ha leído al primer irreverente de América, Macedonio Fernández. Se queja, en realidad, de que al público y a los críticos que dirigen las lecturas de ese público —en sus palabras— les interese solo lo que ocurre en la Colonia Narvarte o en Candelaria de los Patos y no saber cómo vive el hombre de la Tierra del Fuego, del Amazonas o de Tarahumara. ¿A quiénes cita entonces, en ese universo de transculturadores en quienes descubre la verdadera literatura latinoamericana? A Argüedas, por supuesto, a Felisberto Hernández y a un escritor mexicano hoy nada leído: Justino Sarmiento, y su novela Las perras. Rulfo —le debo esta anécdota a Daniel Sada— gustaba de la lectura de estos raros de la literatura y en su biblioteca podía por igual tener a Kawabata que a un oscuro escritor de Baja California —hoy olvidado— a quien consideraba el mejor cuentista mexicano. Podría hacerse mucho si se catalogara la biblioteca personal de Rulfo en busca de esas claves: Rulfo sabía lo que leía y para qué. 8 Tal vez valdría la pena dejarle la palabra a Rulfo, para terminar estos apuntes y: “pensar que la dócil palabra de los hombres es su mensaje. Cuando vivimos como miserables criaturas en un mundo de hambre. Pensar que los cuentos que nos contaron eran pura mentira. El solo abrazo de la realidad con la nada… la esperanza, nos dijeron que había una esperanza para esperar en ella. Ahora sabemos que es una mentira la esperanza”.
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9 En su célebre Curso de Literatura Europea Vladimir Nabokov alertaba contra el que pensaba era el peor de los lectores, aquel que se identificaba con los personajes literarios. Lo mismo han hecho los profesores de literatura, al menos desde el New Criticism, asegurándole a los alumnos que dicho artefacto narrativo, el personaje, es otro de los recursos de la forma literaria y que así como nunca debe confundirse al narrador —otro artefacto de la enunciación y del enunciado, por cierto—, no debe hablarse de los personajes literarios como si fuesen seres vivos. Y, sin embargo, a medida que pasan los años a la hora de comentar con mis alumnos una novela son cada vez más quienes participan enjuiciando éticamente el comportamiento de los personajes que han leído. Me pasa siempre con Juan Rulfo, inclusive con los cuentos de El Llano en llamas. A veces con cierto bagaje teórico hablan de la masculinidad de Pedro Páramo —o del padre que carga al hijo en “No oyes ladrar los perros” o en esa pequeña obra maestra que es “Diles que no me maten”—. Si continuamos la conversación siempre terminamos en un encendido debate sobre las razones que impelieron a dichos personajes ficticios a actuar como lo hicieron. No es que esos alumnos, acostumbrados a encontrarse con sofisticadas formas narrativas en su mundo cotidiano, no distingan al personaje de ficción de la persona de carne y hueso. Hoy la moderna neurología ha comprobado que se trata de una reacción perfectamente normal en la cognición evolutiva, producto de las neuronas espejo, esa parte del neo-córtex que nos asegura una particular característica de los homínidos, la empatía. Las mismas neuronas que se encienden, por así llamarlo, en una prueba de laboratorio cuando el paciente es sometido a un placer o a un dolor reales se encienden cuando se lee una ficción con similares dolores o placeres. El cerebro es el que no puede distinguir —y no le hace falta evolutivamente hablando— si se trata de un hecho ficcional o de un evento de la llamada realidad. El lector —como bien sabía Wittgenstein hablando de otras disciplinas— hace como si lo que leyera fuese verdad. Suspende su incredulidad, entra en el mundo de la ficción y reacciona ante los personajes literarios de la misma forma que lo hace ante las personas. Evolutivamente, además, es el chisme o el cotilleo —y su correlato en la ficción contemporánea, el suspenso— lo que lo mueve a seguir leyendo. Desea enterarse qué es lo que le ocurrirá a
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esos seres que aunque están dentro de las páginas de un libro empiezan a importarle tanto o más que las personas que lo rodean. Los personajes ficcionales son artefactos o esquemas que ayudan a razonar prácticamente; como afirma Blakey Vermule, los usamos para especular sobre nuestros problemas morales básicos o para practicar nuevas situaciones emocionales; como afirma Joseph Carroll, pueden ser nuestras prótesis emocionales. La ficción indaga profundamente en cómo son otras personas en lo particular y nos proveen de información social valiosa1 que actúa en nuestra capacidad de leer la mente, habilidad evolutiva que nos es esencial para interactuar con otros seres humanos. La novela evolucionó, sobre todo desde finales del siglo dieciocho, como una excepcional máquina de lectura de la mente cuyo estímulo cognitivo —producto de esa suspensión de la incredulidad de la que hablaba ya, pero también de nuestra atención focalizada— consiste en proporcionarnos información social. El lector de ficciones sabe que sabe más que el propio personaje con el que empatiza, porque, como dice Goldman, se convierte en un lector de hechos o en un observador de hechos y es ese testigo de lo que lee quien le proporciona la información, no el personaje directamente; construye entonces más que un lector implícito un dispositivo de lectura que llamaremos observador implícito, parafraseando la metáfora de Wolfgang Iser. Pedro Páramo puede leerse así. Se trata de una novela sobre las vicisitudes de un cacique rural en el México posrevolucionario, nada más lejano a un alumno universitario, aparentemente. Y no es así. Se trata de un hombre solo, violento e impulsivo, necesitado y carente de amor que de inmediato suscita la compasión o el coraje de los lectores y las lectoras. Otra vez, culpa de las neuronas espejo. La evolución las colocó allí con un objetivo bien determinado: ayudarnos a reconocer a los agentes que nos rodean y a predecir su comportamiento, en primera instancia para protegernos de ellos y, a la larga, para tratar de comprenderlos a partir de sus actos, como afirma Jorge Volpi en su Leer la mente. No otra cosa hacemos al enfrentarnos con una obra clara y precisa como la novela de Rulfo. Intentémoslo así, entonces, con nuestras neuronas espejo.
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Como afirma Cohn: “Fiction foes deep into a character’s consciousness”.
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10 El inicio de la novela nos presenta el origen de la búsqueda del narrador en primera persona —Juan Preciado—, la venganza: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. ‘No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte’”. Y es que la primera oración de toda novela no solo nos introduce en la trama sino que establece un límite contra el que todo el resto de la obra artística lucha. La forma, como decía Durkheim, es formante, pero podemos decir también nosotros, la forma es mucha veces solo un patrón enfático. Pero en ese mismo primer párrafo la bonhomía de la madre es inmediatamente contradicha: “No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”. A eso va Juan Preciado —el despreciado—, el hijo bastardo de ese tal Pedro Páramo, a cobrar la deuda del olvido y de su bastardía. Y se entera por el arriero que lo encamina a Comala, Abundio, quien también es hijo de Pedro Páramo, de que el cacique ha muerto. Las palabras del hombre son reveladoras después de anunciarle que la hacienda de la Media Luna, todo el lugar, de monte a monte es del padre: “El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no? —No me acuerdo. —¡Váyase mucho al carajo! —¿Qué dice usted? —Que ya estamos llegando, señor”. Desde las primeras páginas Rulfo logra atrapar nuestra atención. Sabemos que el pueblo está abandonado y que Pedro Páramo murió hace muchos años. Lo que no sabemos aún es si los demás personajes que nos vamos a encontrar están vivos o muertos —y el uso sutil del pasado vine se va a convertir en un recurso anafórico cuando lleguemos a la mitad de la novela—. Pero desde estas primeras páginas nuestra empatía es cuestionada, la propia Doloritas afirma que Abundio, el arriero que acercó a Comala a Juan Preciado, está muerto. El lector, sin embargo, a pesar de las pistas no tiene los ele-
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mentos suficientes para decidirse en ese nivel de lectura, sobre la conciencia de los personajes, tema al que volveremos más tarde. Comala, eso nos quedará claro setenta páginas después, no es el infierno, como han querido interpretar algunos comentaristas, sino una especie de limbo o de purgatorio en el que penan las almas que no han podido descansar del todo. Comala es una waste land eliottiana, un terreno baldío en el que los vivos no son admitidos y del que no se puede escapar nunca. No hay nadie en Comala, sino fragmentos de seres vivos, especies de proyecciones espectrales nunca completas, como nos repite Rulfo varias veces a lo largo de la novela. Mediante la poética de lo precario —que ha identificado Jorge Volpi— o mejor, de la escasez que provoca no solo una estética y un lenguaje, sino sobre todo una sintaxis arrancada del silencio mismo, Rulfo va desnudando esta tierra árida donde todo ha perecido, menos la memoria. Pedro Páramo, el vendaval, la cólera hecha ser humano, sin embargo, tiene no solo arranques, sino una cara oculta, la de la ternura, en su relación con Susana San Juan, representación no solo del amor o la belleza, sino del deseo incumplido del viejo y decrépito cacique. Y es que esos fragmentos de seres humanos son reconstruidos, estilísticamente, mediante fragmentos narrativos que cambian no solo de narrador o de persona sino de tiempo y perspectiva desde el inicio mismo del relato. Cuando recién conocemos qué hace Juan Preciado en ese pueblo fantasma que desconoce y duerme por vez primera en casa de la amiga de su madre, aprendiendo a escuchar a los muertos, el relato se corta y escuchamos por primera vez, en primera persona, el dolido monólogo de Pedro Páramo dialogando con Susana San Juan. Ese quiebre rompe la expectativa del lector y modifica de golpe lo que pensaba de Páramo, el hombre desalmado, el procreador de hijos bastardos, el cacique de la revolución. Pedro ama, y ama no solo profunda o apasionada sino tiernamente a esa mujer que encerró en su hacienda para obligarla a algo que ella nunca estuvo dispuesta, a amarlo. Prefirió otro silencio, el de la locura, a la reciprocidad del amor. Un amor infantil que nos lleva a los primeros recuerdos del cacique.
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11 El Pedro niño que nos presenta esos recuerdos tiene más cuerpo, más vida que ninguno de los personajes con los que hasta ahora nos hemos encontrado, lo que produce en nosotros no solo un desconcierto, sino un profundo desasosiego. ¿No es que debiéramos detestar a este hombre que ha dejado morir a Comala entera? Ya lo vemos desgranando elote, platicando con la abuela. De hecho los personajes con los que Preciado conversa no hacen sino agregarnos datos humanos sobre Páramo. La muerte del hijo querido, Miguel, el dolor de la pérdida como origen de todos los males del pueblo y del inicio del fin del personaje que da título al libro. Aquí será menester que nos detengamos, al menos un momento, para definir algunos de los conceptos operativos con los que hemos estado leyendo la novela. Como bien ha demostrado Suzanne Keen la respuesta empática a la ficción no es del todo consistente. Ningún texto evoca las mismas respuestas en todos sus lectores ni son igualmente exitosos en lograr los efectos de lectura que el autor aparentemente desea. La propia ficcionalidad de la novela como género predispone al lector a empatizar con los personajes. Definimos —con Keen—, empatía como el afecto compartido, espontáneo o vicario provocado por escuchar la condición de otro, o incluso por leerla. Es una respuesta, la mayoría de las veces, no consciente que los neurólogos llaman colector compartido para la intersubjetividad. De esa inicial empatía puede pasarse, por supuesto, a respuestas cognitivas mucho más complejas al compartir los sentimientos de otros, incluso hasta sentir, más bien, simpatía (llamada también preocupación empática, para diferenciarla de la reacción primaria, espontánea). Por supuesto que también puede provocarse una reacción contraria, que los psicólogos llaman angustia personal, aversión que no acerca a la simpatía, sino al rechazo, la antipatía. Es cierto que al leer una novela puedo fácilmente interrumpir la lectura ante una reacción emocional desagradable y quizá por ello en los estudios sobre la empatía y la ficción se trata de un sentimiento pocas veces estudiado. Los seres humanos podemos, entonces, simplemente por imitación contagiarnos de los sentimientos de otro, imitando incluso sus gestos, o podemos llegar a tener respuestas cognitivas sumamente complejas ante los sentimientos de otros. En una novela como Pedro Páramo el autor va acercándonos poco a poco a la profunda red
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emocional de sus personajes y, como si tal enganchamiento fuera un recurso del suspenso narrativo mismo, escamotea datos concretos que nos pueden explicar el origen de la emoción. Al no conocer la causa seguimos leyendo, intentando indagar profundamente en la psicología de esos personajes que ya hemos hecho como si fueran personas y con las que hemos entablado una relación, precisamente, personal. No es gratuito por ello que Tolstoi dijera que el novelista es un juez de instrucción del alma humana. Y sin embargo lo que esta pequeña intervención quiere demostrar es que el novelista es, en todo caso, un fiscal de la causa y el juez mismo es el lector a quien se le presentan las pruebas. Sin embargo al no tratarse de un juicio que exija imparcialidad, dicho juez ha terminado sintiendo gran simpatía o antipatía por esos seres hechos de palabras que en la interrupción de la incredulidad que requiere toda ficción se nos han hecho tremendamente cercanos, casi vivos. (Del “siento lo que sientes” [siento tu dolor] al “siento una emoción acerca de tus sentimientos” [siento pena por tu dolor] hemos transitado por el camino cognitivo que la novela busca provocar). 12 Y no solo, en el caso que nos ocupa, por supuesto, se trata de Pedro Páramo —figura central del libro—, sino sobre todo de Juan Preciado. Cuando Doroteo (o Dorotea, pues no importa el género, es una voz solamente) le pregunta con sorna si quiere creer que lo mató el ahogo, Preciado responde que en realidad lo mataron los murmullos (y ese, por cierto, era el título original de la novela de Rulfo). En cursivas escuchamos, como ha hecho toda la vida Preciado, el murmullo suplicante de la madre que lo impele a ir a Comala, el lugar de ella (el lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Sentirás que allí uno quiera vivir para la eternidad). La explicación de Preciado es certera: “Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas”. Nosotros también hemos venido retrospectivamente escuchando esos mismos murmullos y en ese momento no solo empatizamos —sentimos lo que Preciado siente— sino que simpatizamos —sentimos un gran dolor por el des-
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tino incumplido de quien solo vicariamente, por las historias y las voces fragmentadas y entrecortadas de los muertos, puede rehacer su maltrecha memoria. Pocas páginas después el vine de la primera frase se disipa totalmente. Allá afuera, dice Preciado —afuera de la tumba, donde yace muerto— está variando el tiempo y él ni siquiera alcanzó a ver el cielo, aunque quizá fuese el mismo que su madre conoció. Del otro lado, enterrada junto a ellos —Doroteo/a y Juan Preciado— está Susana San Juan, la última esposa de Pedro Páramo. A Preciado lo asusta la voz de la mujer, pero es suficiente presentación para que volvamos a escuchar a Pedro Páramo hablándole: “Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, solo el tuyo, el deseo de ti”. Y a ese pueblo que sabe a desdicha, a los que se conoce con sorber un poco de aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo la ha llevado su propio padre, Bartolomé San Juan, quien así, con ese adjetivo, desdicha, resume todo Comala y toda la novela. A ese lugar la lleva en realidad casi muerta y muerta la entierran ante lo cual Pedro Páramo pronuncia la sentencia final: “Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre”, que explica el sombrío final del pueblo que seguía en fiesta y apostando a los gallos, sin sentir el dolor de Páramo. La venganza del cacique es el resentimiento puro de quien sabe que nadie puede sentir lo que él siente, el dolor absoluto ante la muerte de Susana, pero no comprende que él mismo ha provocado esa aversión, esa antipatía frente a él y todo lo suyo. No es esa muerte la que Páramo recuerda como su verdadera pérdida, sino cuando Susana se fue del pueblo: “Hace mucho tiempo que te fuiste, Susana. La luz era igual entonces que ahora, no tan bermeja, pero era la misma pobre luz sin lumbre, envuelta en el paño blanco de la neblina que hay ahora. Era el mismo momento. Yo aquí, junto a la puerta mirando el amanecer y mirando cuando te ibas, siguiendo el camino del cielo; por donde el cielo comenzaba a abrirse en luces, alejándote, cada vez más desteñida entre las sombras de la tierra. Fue la última vez que te vi. Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que está en la vereda y te llevaste con tu aire sus últimas hojas. Luego desapareciste. Te dije: ¡Regresa Susana!” El tiempo es siempre el mismo presente doloroso porque la pérdida es siempre todas las pérdidas. En ese mismo equipal donde Pedro Páramo añora
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es asesinado por Abundio el mismo arriero también que trajo a Juan Preciado al pueblo, otro de los hijos bastardos, ahora parricida, de Páramo quien balbucea que todos escogen el mismo camino, que todos se van. Igual que él mismo quien una página después dará un golpe seco contra la tierra para irse “desmoronando como si fuera un montón de piedras”. Difícil no sentir con Pedro Páramo, apiadarse de él puesto que la novela de Rulfo es, en realidad, una historia de amor. Y una historia de amor, además, desdichada. Si al principio nos preguntábamos por qué nos preocupan los personajes literarios debemos insistir en que no solo se trata de uno de los artefactos más poderosos de la ficción sino que, además, como en la vida de las personas, ningún personaje va solo y nadie puede entenderse en solitario. Alex Woloch en su brillante estudio de los personajes menores llama personaje-espacio a la forma en la que los personajes continuamente se contrastan, yuxtaponen o relacionan con otros. 13 En Pedro Páramo Juan Rulfo logra mediante los fragmentos de voces — de murmullos— que apreciemos qué tan imbricados están todos entre sí. Abundio guía a Juan Preciado a Comala con la certeza de que su propio padre compartido está muerto pues él mismo lo ha asesinado, como sabremos al final. Preciado se queda a dormir, por recomendación de Abundio con Eduviges, la amiga de la madre quien pudo haber sido su propia madre pues la sustituyó en la noche de bodas, aunque no ocurrió nada. Susana San Juan —cuya muerte provoca el final del pueblo ya que la aversión antipática de los habitantes de Comala ante el dolor de Pedro Páramo lo enoja tanto que los hace morir de hambre— está en la tumba de junto de Preciado. Todos los personajes tienen que ver con los sentimientos y las desdichas de todos los otros. La desdicha es el sentimiento que la novela produce y por ello no solo nos sentimos tan desdichados como sus personajes —empatizando con ellos—, sino sobre todo Pedro Páramo provoca todos nuestros diversos y complejos sentimientos, lo que nos permite simpatizar con la mayoría de los personajesespacio que Rulfo nos presenta a través del murmullo —que no es sino una voz desdichada— y del silencio.
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No por ello debemos dejar de lado el problema de la identificación del que hablábamos al principio, ya que es bastante tramposo, como intuía Nabokov. Lo que los grandes escritores nos proporcionan en sus mejores ficciones son mecanismos de defensa, herramientas para pensar, personajes para cuestionarnos sobre nuestra propia compleja trama de sentimientos y emociones. Como ha afirmado Joseph Carroll: “La función psicológica central de los personajes literarios es servir como instrumentos de orientación subjetiva —orientación en actitudes, respuestas emocionales, valores y creencias. De la mano del mito, la religión y la ideología, las artes son un modo central a través del cual los humanos organizan sus complejas disposiciones emocionales para así poder canalizar sus propias disposiciones motivadas producto de la evolución dentro de un programa funcional de comportamiento”. El acto cognitivo es complejo, ya que requiere no solo de interpretar las intenciones (lo que A dice o piensa de B), sino hacerlo hasta en quinto grado, lo que un novelista hace muy bien ya que debe pretender que “el lector piense que el personaje A supone que el personaje B quiere que el personaje C crea que sabe lo mismo que A” (Carroll), como ocurre en las novelas más sofisticadas, como Pedro Páramo. Los humanos razonamos a través de la información social y sin embargo la mayor parte de la información social parece efímera y de poco uso. Allí es donde la literatura, y la novela en particular, juega un rol privilegiado. A través de la empatía el lector obtiene preciosa información social que le permite interactuar con el mundo y con las personas de carne y hueso gracias al poder de la ficción, ese infinito juego de espejos.
Colaboradores Karim Benmiloud. Exalumno de la Ecole Normale Supérieure de Fontenay / Saint-Cloud, se doctoró en la Université Paris 3 — Sorbonne Nouvelle con una tesis titulada “Vertiges du roman mexicain contemporain : Salvador Elizondo, Juan Garcia Ponce, Sergio Pitol” (2000). Actualmente es titular de la cátedra de literatura latinoamericana de la Université Paul Valéry de Montpellier (desde 2008), y miembro honorario del Institut Universitaire de France (2011-2016). Sus trabajos versan sobre la obra de narradores de la Generacion de Medio Siglo, Sergio Pitol, Jorge Ibargüengoitia, Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco, etc. Es autor de más de 70 artículos y 8 libros, entre los cuales destacan Les astres noirs de Roberto Bolano (2007), El planeta Pitol (2012), Sergio Pitol ou le carnaval des vanités (El desfile del amor) (2012), Tres escritoras mexicanas (2014) y Amériques anarchistes (2014). Noé Blancas es doctor en Ciencias del Lenguaje por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y maestro en Letras Mexicanas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es profesor-investigador en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla. Su campo de investigación es la narrativa mexicana del siglo xx, principalmente los autores José Revueltas, Juan Rulfo, Inés Arredondo, Josefina Vicens; y también Carlos de Sigüenza y Góngora. Ha publicado los libros La escritura circular y concéntrica en “El apando”, de José Revueltas (2014) y “Pedro Páramo”, novela aural (2015); artículos en Graffylia (México), Vanderbilt e-Journal (EUA) y Tonos Digital (España); y capítulos de libro en México y España; también ha coordinado La escritura por venir. Aproximaciones desde la Universidad (2014) y Sobre la esencia del amor, de próxima aparición. Steven Boldy se licenció en Lenguas Modernas en la University of Cambridge y se doctoró con una tesis sobre las novelas de Julio Cortázar en 1978. He enseñado en las universidades de Liverpool, de Tulane, Nueva Orleans, y desde 1984 en Cambridge, donde es catedrático de Literatura Latinoamericana. Ha publicado monografías sobre Julio Cortázar, Carlos
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Fuentes, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo (2016) y artículos sobre Isaacs, Carpentier, Cortázar y la vanguardia, Thays y Pauls, Yuri Herrera y Paz y las últimas obras de Carlos Fuentes. Héctor Costilla Martínez es licenciado en Letras Españolas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León, y maestro en Literatura Mexicana por la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Actualmente es becario del Programa de Doctorado en Literatura Hispanoamericana de esta institución y profesor en el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica en la mencionada facultad. Sus campos de investigación son la literatura novohispana y la narrativa mexicana de la segunda mitad del siglo xx. Ha publicado los siguientes trabajos: Literariedad y dimensión poético-expresiva en las crónicas indígenas de Tezozómoc, Chimalpáhin e Ixtlilxóchitl (2011), “Escritura híbrida y discurso épico en la Historia de la nación chichimeca de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl” (2014), “La reinvención de Nezahualcóyotl desde el discurso jurídico en Historia de la nación chichimeca de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl” (2016). Oswaldo Estrada es profesor de Literatura Latinoamericana en The University of North Carolina at Chapel Hill, y editor de Romance Notes. Centrándose en las literaturas de México y el Perú ha escrito numerosos artículos en torno al género y la identidad, la memoria histórica y diversas representaciones de la otredad. Es autor de La imaginación novelesca. Bernal Díaz entre géneros y épocas y de Ser mujer y estar presente. Disidencias de género en la literatura mexicana contemporánea (2014). Es co-autor y editor de Cristina Rivera Garza. Ningún crítico cuenta esto… (2010), Colonial Itineraries of Contemporary Mexico. Literary and Cultural Inquiries (con Anna M. Nogar, 2014) y Senderos de violencia. Latinoamérica y sus narrativas armadas (2015). Marco Kunz estudió Filologías Iberorrománica y Francesa en la Universität Basel. De 2005 a 2009 fue profesor titular de literaturas románicas en la Otto Friedrich Universität Bamberg. Desde 2009 es catedrático de Literatura Hispánica en la Université de Lausane, Suiza. Ha publicado numerosos artículos sobre narrativa española e hispanoamericana
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contemporánea y también los libros Trópicos y tópicos. La novelística de Manuel Puig (Lausanne, 1994), La saga de los Marx, de Juan Goytisolo. Notas al texto (1997), El final de la novela. Teoría, técnica y análisis del cierre en la literatura moderna en lengua española (1997) y Juan Goytisolo. Metáforas de la migración (2003), y es co-autor de La inmigración en la literatura española contemporánea (2002). Ha editado varios libros sobre narrativa española y mexicana, y es director de la revista Boletín Hispánico Helvético. Arndt Lainck se graduó en Literaturas en Lengua Española e Inglesa por las universidades de Constanza y Granada, doctorándose en la GeorgAugust-Universität Göttingen con una tesis sobre las figuras del mal en 2666 de Roberto Bolaño. Actualmente trabaja en la Otto Friedrich Universität Bamberg e investiga sobre la representación del tiempo en las literaturas de la Península Ibérica y de América Latina. Después de su libro Las figuras del mal en 2666 de Roberto Bolaño (2014) ha publicado artículos sobre Roberto Bolaño, José Emilio Pacheco y Jorge Ibargüengoitia. Florence Olivier, catedrática en Literatura Comparada en la Université Sorbonne Nouvelle Paris 3, es especialista en literatura latinoamericana y traductora. Es autora de Carlos Fuentes o la imaginación del otro (2007) / Carlos Fuentes ou l’imagination de l’autre (2009) y de Poesía + novela = poesía. La apuesta de Roberto Bolaño (2015) / Sous le roman, la poésie. Le défi de Roberto Bolaño (2016). Ha publicado numerosos artículos en revistas académicas y culturales en Francia, México, Colombia, España y Estados Unidos. Es miembro del Centre d’Études et de Recherches Comparatistes y forma parte de la junta directiva del CRICCAL de la Université Sorbonne Nouvelle, cuya revista América codirige. Ha editado, entre otros volúmenes colectivos: Violence d’Etat, Paroles libératrices (2006); Exils, Migrations, Création. Vol. IV (2008); Cultures et conflits/cultures en conflit, (2009); La littérature latino-américaine au seuil du xxie siècle. Un parnasse éclaté (ed. con Françoise Moulin-Civil y Teresa Orecchia-Havas, 2012); Du roman noir aux fictions de l’impunité, (2014). Entre sus traducciones se cuentan obras de Diamela Eltit, José Revueltas, Nellie Campobello, Guillermo Samperio, Alain-Paul Mallard, Margo Glantz y Rogelio Guedea.
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Julio Ortega es poeta, dramaturgo y novelista, con 15 libros y varias ediciones críticas en su haber. Después de seis años de enseñanza en la University of Texas at Austin y dos años en la Brandeis University, se unió al Departamento de Estudios Hispanos de Brown University en 1989. Ha sido profesor visitante en numerosas universidades tanto en los Estados Unidos como en Europa y América Latina Sus intereses de enseñanza e investigación incluyen la literatura y la cultura hispanoamericana del siglo xx y la teoría literaria. Pedro Ángel Palou es profesor de Estudios Latinoamericanos y jefe del Departamento de Lenguas Romances en Tufts University. Es autor de La casa del silencio. Aproximación en tres tiempos a Contemporáneos (Premio Nacional de Historia Francisco Javier Clavigero, 1998), La culpa de México. La invención de un país entre dos guerras (2010), El clasicismo en la poesía mexicana (2011) y El fracaso del mestizo (2014); fue finalista del premio René Uribe Ferrer en Colombia con su libro La ciudad crítica, América Latina y sus intelectuales (1997). Ha sido editor de las revistas Revuelta y Unidiversidad y tiene más de treinta artículos en revistas especializadas. Recientemente coeditó con Brian Price el número especial de la Revista de Literatura Mexicana sobre José Agustín (De perfiles. José Agustín frente a la crítica) y con Ivonne del Valle, el número especial de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana sobre El legado de Lázaro Cárdenas. Como escritor tiene más de cuarenta libros y ganó el premio Xavier Villaurrutia en 2003 por su novela Con la muerte en los puños y el Jorge Ibargüengoitia con su libro de cuentos Amores enormes (1991). José Manuel Pedrosa es profesor titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Alcalá. Ha publicado numerosos libros y artículos acerca de temas que giran en torno a la literatura oral y a la cultura popular, y también a la mitología comparada y la antropología cultural. Ha hecho trabajo de campo en varios continentes. Entre sus libros hay títulos como Las dos sirenas y otros estudios de literatura tradicional (De la Edad Media al siglo xx) (1995); Tradición oral y escrituras poéticas en los Siglos de Oro (1999); Entre la magia y la religión: oraciones, conjuros, ensalmos (2000); El cuento popular en los Siglos de Oro (2004); La historia secreta del Ratón Pérez (2005); y Literatura oral de Nicaragua (2012).
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Brian L. Price es Associate Professor de Letras Hispanoamericanas en Brigham Young University. Es autor de Cult of Defeat in Mexico’s Historical Fiction (2012), coeditor de TransLatin Joyce: Global Transmissions in Ibero-American Literature (2014) y editor de Asaltos a la historia: Reimaginando la ficción histórica hispanoamericana (2014). Ha publicado numerosos artículos, capítulos y reseñas en Estados Unidos y México. Sus campos de investigación incluyen la novela histórica hispanoamericana, la tradición intelectual mexicana de los siglos xix y xx, la contracultura y las encrucijadas entre el rock and roll, el cine y la literatura. Actualmente escribe un libro sobre estos nexos que lleva como título provisional Viva Rockotitlán!: Rock Literature and Film in Mexico (1960-2010). Francisco Ramírez Santacruz es profesor en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Doctor en Lenguas y Literaturas Románicas por Harvard University, sus principales áreas de investigación son la literatura y cultura hispánica de la temprana modernidad de ambos lados del Atlántico y la literatura hispanoamericana del siglo xx. Es autor de los libros El diagnóstico de la humanidad por Mateo Alemán: el discurso médico del “Guzmán de Alfarache” (2005), “El apando” de José Revueltas: una poética de la libertad (2006) y Ensayos de literatura mexicana y española (De “La Celestina” a José Revueltas) (2007). Asimismo, realizó las ediciones críticas de la Ortografía castellana y de los Sucesos de don fray García Guerra (2014) de Mateo Alemán. Ha editado nueve obras colectivas entre las que destacan: El terreno de los días. Homenaje a José Revueltas (2007, con M. Oyata), “El aura de la voz”: problemas y nuevas perspectivas en torno a la oralidad y la escritura (2011), Discursos de ruptura y renovación: la formación de la prosa áurea (2014, con Ph. Rabaté), Mateo Alemán: estudios críticos sobre la vida y la obra (2016), El “Quijote” de 1615: dobleces, inversiones, paradojas, desbordamientos e imposibles (2016, con A. Cortijo y G. Illades) y Semblanzas del deseo en las letras áureas (2016, con Ph. Rabaté). Ha escrito más de cincuenta artículos sobre literatura del Siglo de Oro, literatura colonial y literatura mexicana. Ignacio M. Sánchez Prado es profesor titular de Literatura Mexicana, Estudios Latinoamericanos y Estudios Cinematográficos en Washington University in St. Louis. Es autor de El canon y sus formas. La reinvención
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de Harold Bloom y sus lecturas hispanoamericanas (2002); Naciones intelectuales. Las fundaciones de la modernidad literaria mexicana (19171959) (2009), con el que obtuvo el premio LASA México 2010 a Mejor Libro en Humanidades; Intermitencias americanistas. Ensayos académicos y literarios (2004-2010) (2012); y Screening Neoliberalism: Transforming Mexican Cinema 1988-2012 (2014), cuya traducción al español será publicada en un futuro próximo. Ha editado y co-editado nueve colecciones críticas, las más reciente de las cuales son A History of Mexican Literature (con Anna Nogar y José Ramón Ruisánchez, 2016) y Democracia, otredad y melancolía. Roger Bartra ante la crítica (con Mabel Moraña. 2015). Ha publicado más de sesenta artículos académicos y ensayos sobre cuestiones de literatura, cultura y cine mexicanos, así como de teoría cultural latinoamericana. Friedhelm Schmidt-Welle estudió Literatura Latinoamericana, Literatura Comparada e Historia en la Freie Universität Berlin y en la University of Pittsburgh. Se doctoró con una tesis sobre Juan Rulfo y Manuel Scorza. Actualmente, se desempeña como investigador en Literatura y Estudios Culturales en el Instituto Ibero-Americano de Berlín. Ha enseñado Literatura Latinoamericana, Literatura Comparada y Literatura Alemana en universidades de Alemania, Chile y México. Entre 2008 y 2010 ocupó la Cátedra Extraordinaria Guillermo y Alejandro de Humboldt en El Colegio de México y la Universidad Nacional Autónoma de México, y en verano de 2010 ha sido Harris Distinguished Visiting Professor en el Dartmouth College. Sus campos de interés son las teorías culturales latinoamericanas y poscoloniales; modernidad y diferencia; y la representación literaria de la memoria. Es autor o editor de más de veinte libros sobre culturas y literaturas latinoamericanas y europeas. Entre los más recientes están: Multiculturalismo, transculturación, heterogeneidad, poscolonialismo. Hacia una crítica de la interculturalidad (2011); Culturas de la memoria. Teoría, historia y praxis simbólica (2012); La historia intelectual como historia literaria (2014); Nationbuilding en el cine mexicano desde la Época de Oro hasta el presente (2015, con Christian Wehr); MicroBerlín. De minificciones y microrrelatos (2015, con Ottmar Ette, Dieter Ingenschay, Fernando Valls); y Peru heute. Politik, Wirtschaft, Kultur (2016, con Iken Paap).
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Samuel Steinberg es profesor asistente en la University of Southern California. Ha publicado numerosos artículos sobre literatura y arte latinoamericanos, teoría literaria y pensamiento político en revistas como Comparative Literature, CR: The New Centennial Review y Third Text. Su primer libro es Photopoetics at Tlatelolco: Afterimages of Mexico, 1968 (2016). Actualmente prepara un manuscrito sobre literatura, deber y herencia en México. Kristine Vanden Berghe es maestra en Literatura Iberoamericana por la Universidad Nacional Autónoma de México y doctora en Letras por la Université Catholique de Louvain. Actualmente es catedrática en la Université de Liège (ULg), donde enseña Letras Hispanoamericanas. Sus principales áreas de investigación son la literatura y la cultura latinoamericanas, y especialmente las mexicanas y las colombianas, de los siglos xx y xxi. Entre los libros que ha publicado destacan Narrativa de la rebelión zapatista. Los relatos del Subcomandante Marcos (2005), Las novelas de la rebelión zapatista (2012) y Homo Ludens en la Revolución. Una lectura de Nellie Campobello (2013). Sus trabajos más recientes se centran en autoficciones hispanoamericanas y en novelas que tratan del narcotráfico. Douglas J. Weatherford se doctoró en 1997 en Pennsylvania State University y es, en la actualidad, profesor asociado de Literatura Hispanoamericana de la Brigham Young University (Utah). Sus campos de enseñanza e investigación incluyen la literatura y la cultura de mediados del siglo xx (especialmente de México), el cine latinoamericano y la literatura colonial. Ha publicado investigaciones sobre una variedad de escritores latinoamericanos, entre ellos Rosario Castellanos, Ignacio Solares, Mario Vargas Llosa y Augusto Roa Bastos. Asimismo, ha publicado numerosos estudios (en México y Europa) que examinan la presencia de Juan Rulfo en el cine, y organizó en 2006 en Provo, Utah, una exhibición de la fotografía del autor de Pedro Páramo. Ha completado recientemente dos tomos dedicados a Rulfo que aparecerán en 2017: una traducción al inglés de El gallo de oro y una antología de dos guiones rulfianos. En la actualidad, trabaja para acabar una investigación de larga extensión sobre el lugar del escritor jalisciense en el séptimo arte.
El Llano en llamas, Pedro Páramo y otras obras (En el centenario de su autor), de Pedro Ángel Palou y Francisco Ramírez Santacruz (eds.), se terminó de imprimir en los talleres de Técnica Digital, en la ciudad de Madrid, en mayo del año 2017, con una tirada de 350 ejemplares. La edición estuvo al cuidado de la Dra. Anne Wigger.