El judaismo : 4.000 años de cultura
 9788485859597, 8485859596

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Mario Satz

EL JUDAISMO 4.000 años de cultura

MONTESINOS

Mario Satz

EL JUDAISMO 4.000 años de cultura

MONTESINOS

Biblioteca de Divulgación Temática /1 8

© 1982 Montesinos Editor Rda. San Pedro 11,6o- Barcelona-10 Diseño de cubierta: Julio Vivas ISBN 84-85859-59-6 Deposito Legal: B. 2783 -83 Impreso y encuadernado por ALVAGRAF La Llagosta-Barcelona Impreso en España P rintedin Spain

Jerusalén con su templo al centro, tal como aparece en un graba­ do en madera. Nuremberg ¡493.

I. En el Comienzo

Casi todos los pueblos de la tierra, ya sean nómadas o sedentarios, se reclaman originarios y portadores de un lu­ gar. Es así como toponímicos y patronímicos, desde que el lenguaje hum ano alcanza a articular nombres, engarzan en la memoria cultural valles, ríos, piedras, árboles o coli­ nas que brillan en los eslabones o anillos de las sucesivas generaciones como signos de pertenencia e identidad. A ese lugar de origen, por otra parte, se va y se vuelve, del mismo modo que nuestro yo hilvana sueño y realidad, pa­ sado y presente mediante su actividad reflexiva. Que el es­ pejo de la identidad, llegados a su vera, se nos revele como espejismo, es la paradoja de nuestra condición, el aspecto tanto desolador como maravilloso de la utopia hum ana (u-topos, «sin-lugar»), del que no estaba lejos el judío Je­ sús cuando dijo aquello de: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene donde recostar su cabeza». Mateo 8:20. Porque el Hijo del Hombre, el ben-adam como se dice aún hoy en Israel, habita y no habita su sitio, reside en la tierra pero lo mueve el cielo. Es único en cada generación, único como cada organismo viviente, y a la vez pertenece a una especie, como las zorras a la zorra primordial y las aves al prim er vuelo. Esa inestabilidad está en el origen de la cultura hum ana que desde el paleolítico con su recolec­ ción de frutos y bayas, hasta las primeras ciudades del neo­ lítico, teje nuestra conciencia y modula nuestra voz. Tal 9

Dos mil años antes de Cristo se produjeron las primeras migra­ ciones.

vez por eso nuestra incipiente voluntad -al igual que la del Creador en el Génesis- haya sido la de establecer un orden, trazar una genealogía, unir por la memoria lo que separa el olvido. Los judíos, herederos y transmisores de una historia particular, pueden -a pesar de las sinonimias de su defini­ ción antropológica: hebreos, israelitas, hijos de Jacob, etc.- remitirse al desierto de Judea que se extiende de las colinas de Jerusalén a los bordes del Mar Muerto, pues fue ese paisaje el que forjó su constancia y rotuló su pensa­ miento. Tal vez más aún que el de Sinaí, en donde el Pue­ blo Judío recibió la Torá por intermedio de Moisés y por donde vagabundeó durante cuarenta años, fueron los wadis y las ondulaciones, las depresiones y los lirios, el mila­ groso oasis de Jericó y los resplandores del Mar Salado o Iam ha Mélaj (que así se llama el antiguo Mare Asphalti10

cus de Plinio) del desierto de Judea los que han constelado la cosmovisión del m undo que nos ofrece la Biblia. Cerca de allí están Hebrón y Beersheva, ciudades que habitó y amó Abraham el Patriarca y que recorrieron su hijo Isaac y su nieto Jacob, llamado más tarde Israel. Hasta el desier­ to de Judea llegan, también, las aguas del tímido y simbó­ lico río Jordán, junto al cual predicaron y curaron Jere­ mías, Amos, Elíseo y Jesús. Allí vivieron los esenios de ayer y viven los pioneros de hoy; redimiendo una tierra seca y extendiendo el lenguaje de las antiguas profecías como una red verde y viva sobre el ocre y dorado de las piedras mudas. Hemos mencionado el lenguaje no por casualidad, ya que el pueblo del que hablaremos hizo del idioma de Canaán su propio vehículo expresivo, el hebreo, misterio se­ mántico que encierra el alma colectiva de los judíos. De creer a los historiadores, Abraham hablaba arameo, len­ gua muy próxima a la de la Biblia y emparentada con el moabita y el fenicio. Pero de su generación a la de Moisés, es decir desde su llegada a la Tierra Prometida por vez pri­ mera, hasta la Reconquista emprendida por Josué hijo de Nun, se forjó el prim er esbozo de tradición nacional que se expresaría en hebreo. Creándose así el fundamento lin­ güístico (y a nuestro juicio también ontológico) de una identidad entre el hombre y su medio ambiente que no sólo se halla en el bíblico binomio adam ve-adamá , «hombre y tierra», sino que tam bién aparece en el enun­ ciado profético de la dabar, la «palabra» substancial dada por el Creador a sus mensajeros en el midbar o «desierto». Los límites fijados de antem ano por la naturaleza y el carácter de este trabajo nos impide adentram os demasiado en el terreno etimológico, pero aún así lo bordearemos una y otra vez ya que el hilo de Ariadna del laberinto his­ tórico judío tiene el color consonántico, la simplicidad y belleza del idioma hebreo. De ese ibrii que forma parte in­ tegrante del ibri Abraham, «el que pasa al otro lado», o el

II

El tiempo es visto como en el telescopio, Adán ve a to­ das las futuras generaciones de la humanidad colgando de su cuerpo gigantesco; Isaac estudia la ley Mosaica (revelada diez generaciones después) en la Academia de Sem, quien vivió diez generaciones antes que él. En realidad, en el protagonista del mito hebreo no sólo in­ fluyen profundamente los hechos, palabras y pensa­ mientos de sus antepasados, y se da cuenta de su pro­ fundo efecto en el .destino de sus descendientes, sino que influyen en él tanto el comportamiento de sus des­ cendientes como el de sus antepasados. Graves y Patai: Los Mitos Hebreos.

«pasador» por antonomasia. Padre de muchos pueblos y arquetipo del hombre justo, Abraham dejará U rd e Caldea y recorrerá casi toda la Media Luna Fértil que se curvaba desde el Golfo Pérsico al delta del Nilo. Será contem porá­ neo de faraones, reyes y sacerdotes, con quienes -según cuentan algunos midrashim o relatos en tom o a su figu­ ra-com batirá o confraternizará, enseñando y aprendiendo de ellos. La importancia histórica de la Media Luna Fértil es fundamental para el desarrollo de la civilización humana. Bajo su arco se cultivaron por vez primera los cereales (el trigo y la cebada); se inventó el alfabeto (fenicio, protosinártico) y se erigió la que se sospecha fue la primera ciu­ dad del mundo (Jericó). Entre Babilonia y Egipto, los cuernos de la luna, se desarrollaría casi toda la historia clásica de Israel. Los hijos de Jacob recorrerán incansable­ mente la aspereza de un paisaje que situado hacia el borde interior del creciente fértil era, al decir del P. de Vaux, «pequeño y pobre, con una marcada desproporción entre la mediocridad de sus aptitudes naturales y la grandeza de su destino espiritual». Un paisaje cuyos contrastes percibi­ remos más de una vez al estudiar la tensión entre lo real y lo ideal, lo individual y lo colectivo, cuando oigamos las exigencias de justicia que postula la Ley y descubramos hasta qué punto sus observancias están determinadas por el espíritu del lugar. Pero si Abraham es el padre del pueblo que más tarde, a la muerte del rey Salomón (siglo X a. de C.), se dividirá en los reinos del sur o Judea y del norte o Israel, fueron los descendientes de Judea quienes crearon en el prim er Exi­ lio (siglo vi a. de C.) las bases del judaism o del futuro. Los vástagos de la casa davidica, que cincuenta años después de la destrucción de Jerusalén retom an a Sión y recons­ truyen bajo el am paro de Ciro el Persa las murallas de la ciudad, traen consigo a los primeros escribas que, cons­ cientes del significado del retom o, postulan el objetivo del 13

estudio de la Ley como la verdadera realización de una nación ya dispersa hacia los cuatro puntos del Asia M enor pero todavía unida por una memoria común y una histo­ ria tan única como extraordinaria. ¿Pero estudiar para qué? Por un lado, para que las pro­ pias tradiciones no se pierdan, y por otro, para que el mis­ terio del regreso del Exilio sirva de ejemplo, ya que mucho después, cuando Jerusalén caiga por segunda vez, en el año 70 d. de C.. será ese ejemplo el que renueve la llama de la esperanza. Si es cierto que Esdras y Nehemías reorga­ nizan al pueblo en tom o a su fe originaria y depuran me­ diante prohibiciones y ordenanzas a la comunidad que li­ deran, no lo es menos que los rashei galuta o exilarcas ba­ bilónicos forjaron fuera de la Tierra Prometida (ien la zona de la cual Abraham había partido]) los utensilios dia­ lécticos que convertirán a los descendientes de Jacob en hijos de un Dios extraterritorial y en lectores del Libro que describe sus hazañas. El Primer Exilio fue entonces un se­ gundo nacimiento cuyas traum áticas heridas registran tanto los Salmos como las palabras del profeta Jeremías. La voz hebrea que lo nombra es galut, filamento de la raí2 verbal gal. que da origen tanto a la «ola», al «rodar», como al «descubrió» o legalot. ¿No eran, acaso, comparables a olas las familias que iban y volvían a Jerusalén subiendo y bajando colinas du­ rante las tres celebraciones anuales que estipula la Biblia? En el libro del Exodo 23:14 leemos: «Tres veces en el año me celebraréis fiesta. La fiesta de los panes sin levadura guardarás. También la fiesta de la siega, y la de las prim i­ cias de los primeros frutos». ¿Y no «rodaban» los cilindros de la Ley o megailot enrollando la escritura hacia adentro, hacia un interior que era tanto la propia identidad como la certeza de que toda revelación se descubre a si misma a medida que nos acercamos a su centro? Desde entonces (siglo VI), cada pasaje bíblico tiene por lo menos dos senti­ dos: el original hebreo y su traducción aramea, y que hay 14

que explicar a los que han olvidado la lengua sagrada, la lengua nacional, lo que la Ley expresa en el idioma coti­ diano. Dos sentidos... evidentes puesto que aún hay más. tantos como tiene cada letra, tantos como puedan hallarse por exégesis y como se descubran de generación en gene­ ración. De este último pensamiento al que sostiene que los ju ­ díos y el judaismo sienten su relación con el Creador como un «favor especial» -e l iehudi esencial da las gracias en sus plegarias m ediante un lehodot o «agradecimiento» que compromete tanto su pensamiento como su praxis- hay la distancia que la moderna lingüística cifra entre significan­ te y significado. Su nombre es un símbolo convencional tan arbitrario como mágico, pero entrelazado con un des­ tino y con una manera de ser que ha permanecido casi constante a pesar de las persecuciones, muertes y resurrec­ ciones que registran los cuatro mil años de historia de un pueblo que no contento con sobrevivir, ha vivido contra todos los pronósticos que lo daban por muerto.

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II. La Era de los Patriarcas

Hemos escrito Abraham cuando deberíamos haber co­ menzado por escribir Abram. Para la Biblia hebrea, lla­ mada entre los judíos Tánaj (Tora, Nebiim y Ktuvim, o sea Pentateuco, Profetas y Escritos Diversos), la morfolo­ gía de los nombres es simbólica y contiene en sí misma el destino espiritual de cada uno de los tres patriarcas princi­ pales. Este postulado no es una mera pretensión hebraica sino que, cuando más atrás en el tiem po histórico se sitúa una lengua, más substancial se vuelve su significado. Egip­ cios, griegos, chinos, hindúes y toltecas concedían a sus idiomas y aún más a sus escrituras un valor jeroglífico, sa­ grado. De lo cual se deduce que un cambio de nombre im­ plicaba necesariamente un cambio en la persona que lo llevaba. De la aliteración a la alteridad, el ser hum ano ex­ perim entaba entonces una metamorfosis psicológica de la que dan cuenta las vidas de tantos personajes bíblicos. El hombre que dejó U r se llamó Abram. El que escu­ chó la Voz (¿de su conciencia, de Dios?) y aceptó el Pacto se llamará Abraham. Acerca de la letra que separa uno de otro hombre, la hei, quinta del alfabeto, hablaremos luego. Ahora reubiquemos la figura mítica del padre de los judíos en su Caldea natal, entre la actual Bagdad y la costa del Golfo Pérsico. De aquella ciudad de leyenda, hoy sólo queda un montículo llamado Tel-al-Muqavyar o la «coli­ na del alquitrán». Documentos relativos a esa época (Telel-Amarna) mencionan a los habiru, unos nómadas que se 16

El frustrado sacrificio de Isaac por Abraham en el Monte Moría.

movían entre Sumeria y Egipto al ritmo de sus caravanas de asnos, ya que aún no se empleaban camellos. Se los des­ cribe como pastores y guerreros, y la polémica que la apa­ rición de su nombre en las cartas de Abdi-Hepa suscitó entre los historiadores y etnólogos, aún no se ha aplacado. Para algunos, los habiru o apira (la diferencia fonética en­ tre ambas palabras se debería a distintas grafías, en un caso la acádica y en otro la alfabética de Ras Samra) serían los antepasados directos de los hebreos. El P. de Vaux, en cambio, piensa que hay que descartar la etimología que ci­ tamos en un comienzo en relación a «pasar el río o la fron­ tera », ya que el fonema pr. más apropiado que el de br. tendría que ver con una raíz semita del oeste que significa «polvo», y que se corresponde con el acádico eperu. «Por consiguiente -escribe el sacerdote- los apiru serían los “ polvorientos” , los beduinos salidos de los arenales del desierto». Nómadas y polvorientos... «Y haré tu descendencia 17

como el polvo de la tierra; que si alguno puede contar el polvo de la tierra, también tu descendencia será contada. Génesis 13:16. Nómadas y polvorientos, marginados de Mari o Jarán, Ugarit o Menfis ¿Son o no los primeros pa­ triarcas? Aquí nos enfrentamos - y no será la prim era vez que lo hagamos-con una fuente aún incierta, la historiográfica, y otra que continúa manando, la Biblia. Donde la primera procede por acumulación y clasificación, la se­ gunda diluye el tiempo una y otra vez creando significados a partir de cada nueva generación de lectores. Nuestra bio­ grafía puede ser descrita desde afuera, en base a fotogra­ fías, testimonios, opiniones, datos, etc. Pero mientras esta­ mos vivos, el yo, nuestro yo, la modificará perm anente­ mente, subjetivando los hallazgos del mismo modo que lo hiciera Abraham -q u ie n no es el prim er circunciso del mundo ni mucho m enos- al conceder a ese rito nom inal, a esa operación, un valor de Alianza que por sí solo, al decir de Spinoza, podría identificar al Pueblo Judio con su tie­ rra hasta el fin de los tiempos. La circuncisión es el Pacto, el brit miláh. El prepucio se repliega para revelar la cabeza, el glande. En un princi­ pio, había que alejarse del origen (del padre, la familia), y luego, había que contem plarlo cara a cara para, a través de la sangre caliente, sellar un contrato que uniría siempre -a pesar de los viajes a Egipto y de los sucesivos exilios de las futuras generaciones- ese hombre a ese suelo. Quienes co­ nozcan el hebreo no se sorprenderán de que el vehículo de la vida, la dam o «sangre», tenga una función mediadora entre el «hombre», adam, y la «tierra», adamó. Pero quie­ nes además del nexo visual sepan que existe otro acústico, muy en la tradición del «Escucha oh Israel» que prefigura el Deuteronomio 6:4, entenderán por qué la miláh de la «circuncisión» tiene que ver con la «mlah» de la palabra. De tal modo que, creación y recreación, padre espiritual e hijo cam al, se hallan en relación de contigüidad por un acuerdo profundo entre lo semántico y el semen. 18

Llegados aquí, debemos aclarar que el hebreo es una escritura consonántica que desconoció la puntuación vo­ cálica o diacrítica hasta el siglo vil d. de C. por lo menos, época en que bajo influencia árabe los masoretas o «tradicionalistas» ajustaron los textos mediante acentos y sepa­ raciones. La ambigüedad que hasta entonces existía en la lectura contribuyó en m ucho a gestar la pluralidad de sen­ tidos de un pasaje o de una frase. Como el árabe, la lengua de la Biblia responde a un sis­ tema de raíces trilíteras que son como las macromoléculas de su código interno. Existen pues las raíces, sobre las que crecen tallo, yema, hoja, rama y fruto, y son estas raíces las que impulsan la savia hacia arriba, transmutando la iner­ cia mineral en el tropismo vegetal. Las partes de ese árbol enorme que es el lenguaje, crecen y se modifican por sus sufijos, prefijos y declinaciones. Son como la superficie móvil, el follaje visible que por encima del horizonte esta­ blece diferencias mientras que la verdad última, lo indife­ renciado y profundo, permanece bajo tierra, en el polvo innumerable y en la sombra. Isaac, hijo de Abraham, circuncidado al octavo día a partir de su nacimiento, segundo patriarca, llevará en sí la simiente y la raíz de su padre. Su destino estará ligado a la Tierra Prometida, que no abandonara nunca a diferencia de su progenitor y de su hijo. Su tranquila existencia de pastor oscilara entre la perforación de pozos, los rebaños, y el recuerdo de ese sacrificio que no llegó a consumarse pero que transformó para siempre el Monte Moriah en el sitio hierofánico sobre el que siglos después Salomón construirá el prim er templo. Si su madre sonrió cuando le fue anunciado su nacimiento, la placidez de su días en Canaán, el am or de su esposa y la vejez ciega que le hará con­ fundir a Jacob con Esaú, nos lo muestran un hombre sen­ cillo y fiel a su familia. Nada resultara simple, en cambio, para Jacob, el tercer patriarca. Deberá enfrentarse con los celos de su hermano, 19

Y no se llamará más tu nombre Abram sino que será tu nombre Abraham. porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes. Génesis ¡7:4

Se han propuesto varias explicaciones para aclarar la etimología de hrit. Una de ellas, la hace derivar del sus­ tantivo acádico berilu, «cadena» y en sentido traslati­ cio, «acuerdo vinculante». Jcnni y Westermann: Diccionario Teológico.

a quien, por un favoritismo materno, arrebató la primogenitura; deberá ir a Padan-aram a buscar esposa en casa de Labán; deberá soñar con los ángeles de Bet-el y escuchará la Voz que antes había oído su padre; deberá trabajar siete años por Lea, siete años por Raquel y luego casi otros siete por Labán. Y cuando finalmente retom e a la casa de su padre, luchará con el ángel que lo llamará Israel. Combate que precede a su reconciliación con el hermano ofendido y que se yergue como el paradigma del destino ulterior de todo su pueblo. Tercero en la generalogía, en algún punto de su vida reencontró algo de la de Abraham. Tuvo que cruzar un vado, el Jaboc, «pasando» de un lugar a otro como su abuelo el hebreo. Si antes dijimos que uno de los significados de la pala­ bra judio es «el que agradece», ahora debemos agregar que Jacob es «el que sigue las huellas». ¿De quién? En princi­ pio, de su antepasado. Luego, de ese contrincante que no por casualidad es llamado ish, o sea «hombre». El extraño personaje, ya vencido en el combate, llamará a Jacob Is­ rael, «el que luchó con Dios o Dios luchó». En menos de treinta líneas el Génesis 32:22 nos ofrece una pieza clave de la historia judía. A los significados ya existentes, vienen a agregarse ahora los de «buscador» y «combatiente» (con Dios o con los hombres). En esc lugar, que Jacob denomi­ nará en homenaje a su triunfo, Peniel, en ese sitio y en el pasaje bíblico que a él se refiere, está cifrado el carácter de un pueblo que conoce en la dificultad, que no se rinde, y cuya voz persiste y se atreve a indagar los motivos de su lucha como luego interrogará Job los de su desgracia. Pero, ¡cuántas cosas más es Israel y cuántas más Jacob! El peso específico de su nombre es tan grande, que aún ha­ llamos algo de su significado en Santiago, Sant-lago, San Iacob. En esa ruta que culm ina en Compostela y que repi­ te, consciente o inconscientemente, la búsqueda del símismo, el peregrinaje conduce hacia el fin del laberinto, hacia el sol del alba. Volviendo al patriarca digamos que 21

la reconciliación con el herm ano implica también el re­ descubrimiento de la tierra natal, ya que el poder de cons­ truir altares sólo se da en la geografía de la Promesa. Jacob prosperará y los hijos habidos de sus mujeres y sus siervas conformarán, de acuerdo con la tradición, las doce tribus: (de norte a sur) Asher, Naftali, Zebulon, Issachar, Mensashe (tanto al este como al oeste del Jordán), Gad, Efraim, Dan, Benjamín, Rubén y Simeón. Pero la distribución de las parcelas no se hará hasta después del Exodo, cuando, surgidos del Egipto faraónico, los Bnei Israel, los hijos de Jacob, retom en a la tierra de sus antepasados y reconquis­ ten Canaán liderados por Josué. Levi, otro de los hijos de Jacob, habitará las ciudades y viajará entre las tribus. Y otro más, José, el intérprete de sueños, será el que ayude a sus ingratos hermanos cuando bajen a Egipto, impulsados por el hambre. Al convertirse en esclavo con posterioridad a la época de expulsión de los conquistadores hicsos, con quienes los hebreos tenían más de un rasgo común, no le quedaba al pueblo sino la vaga esperanza de una liberación del yugo faraónico. Y esto sólo podía llevarlo a cabo un hombre excepcional: Moi­ sés.

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III. La Era de los Profetas

El mundo de los patriarcas abarcaba el segundo mile­ nio a. de C. El de los profetas se inicia con la figura de Moisés, aproximadamente hacia fines del siglo x v a . de C. y culm ina -pasando por el ciclo de los jueces y guerreros que se extiende del XIII al x i- en el siglo IV, durante la do­ minación persa. Poco más de diez siglos separan la figura gigantesca de Moisés, descendiente de la tribu de Levi, de Malaquías, uno de los profetas menores. En ese período extenso, que presenció la legislación de Israel como pue­ blo, su fulgurante y trágica monarquía y la desaparición de diez de las tribus bajo las garras asirías, está contenida casi toda la historia clásica del judaism o tal como nos la ha transmitido la Biblia. Pero ¿qué es un profeta y cuándo surge? En los textos constatamos tres nombres distintos para funciones parale­ las y complementarías. En principio, está el roéh o «vi­ dente», luego el jozé o «vate» en quien persiste el Pacto, y finalmente el nabi, el «portavoz» o el «inspirado». Que Moisés ejerció esas tres funciones a la vez, es indudable. Primero, sometido a la tensión de su destino, y luego asu­ miendo el de su pueblo. El hecho de que tanto Freud en su Moisés y el Monoteísmo como otros historiadores hayan incntado desjudaizar su figura, no quita que para el pueblo que se decía descendiente de Abraham, Isaac y Jacob, aquel hombre recobró la raíz primigenia. Una raíz aún in­ tacta bajo cuya dura caliptra, encallecida junto a las pira23

El profeta Jeremías, quien predijo y contempló la destrucción de Jerusalén. Fresco de Miguel A ngel en la Capital Sixtina.

mides de Goshen, entre el cieno y los juncos, ni demasiado reseca por el sol ni enteramente olvidada, pervivía aquel geotropismo positivo que tuvieron los pozos del Vivienteque-me-Ve (Génesis 25:11) en Beersheva, y las piedras de los primitivos altares erigidos por Jacob. . Transportada a Egipto, la raíz abrahamánica contenía aún las sales de aquella otra tierra. Para que volviera a ge­ nerar hojas y flores era necesario que primero reverdeciera el contacto de la esperanza y que luego volviera a hundirse en Canaán. Por ello, al geotropismo de los patriarcas ha­ bía que agregarle un tropismo celeste, el sonido de la Voz y los mandamientos que harían crecer rectamente el tallo hasta alcanzar la altura sinaítica desde la cual el pueblo volvería a recibir la bendición del rocío y sabría que sólo el Uno es la evidencia más exacta de nuestra identidad. Enarbolada, la raíz es el jeroglífico de todo el árbol, su yo profundo, y constituye el eje en tomo al cual rota la memo­ ria colectiva y también la individual, el cubo vacío que sostiene las ramas de nuestra lengua. De allí que la corres­ pondencia entre el pasaje del Exodo 3:6: «Soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Ja­ cob», y el del Exodo 3:14: «Yo Soy El Que Soy» señale tanto una genealogía como su ilusión: lo que nos precede en el tiem po de las generaciones pretéritas es cierto en la medida en que confirma nuestra unidad. Yo, presente, Soy la síntesis de lo que fue y será. ¿Qué hay de común, entonces, entre el monoteísmo de Abraham y el de Moisés? Mejor dicho, ¿cuál es el rostro eterno bajo las múltiples máscaras del tiempo? De las tres corrientes que fluyen a través del Pentateuco o Torá, la yahavista, la elohista y la sacerdotal, sin lugar a dudas es la primera de ellas la más significativa para la cultura judai­ ca, ya que alude al famoso Shem Hameforash o Nombre Inefable YHW H que fue, es y será. Sin una exégesis deta­ llada de lo que simboliza ese verbo, el verbo creador que condensa el Tetragrama, es imposible entender la Biblia 25

hebrea en su doble clave histológica y fisiológica. Inclusi­ ve el mensaje parabólico que entraña el Nuevo Testam en­ to sería ilegible sin un conocimiento básico de lo que el Yo Soy implica. De él al «camino y la vida» que postula Jesús de Nazareth, hay una línea de fuerza continua e ininte­ rrum pida que analizaremos en el capítulo IX. Ese Yo Soy que resuena en nosotros es, tanto el efecto de las leyes de la herencia -A braham , Isaac y Jacob-com o la causa de esta Ley de leyes que encam a la Torá. Génesis y genética se enlazan en la doble hélice de la memoria ha­ ciendo del hombre una criatura libre pero también condi­ cionada. Cuando el yo se hipertrofia, el Yo Soy le recuerda su pequeñez. Moisés lo descubre. La luz horada su concien­ cia. La Voz lo despierta del sueño de los objetos farónicos. Al pedir la libertad de su pueblo, revela la libertad esencial del hombre. Recordando la Alianza, sabe que él es tallo de aquella raíz. Toda simiente es bendita. Su enor­ me trabajo codificador, que recoge ecos de Akenatón y de Hammurabi, tiene el mérito de haber subjetivizado a los dioses y objetivizado al yo que los proyecta. Desde ese mo­ mento los judíos conocerán el peso atronador de la res­ ponsabilidad. El Decálogo, a diferencia de un Libro de los Muertos egipcio, contiene las instrucciones que El Que Es, el Viviente, ha ofrecido libremente a sus criaturas para que prosperen, crezcan y se multipliquen en este mundo. Sus Aseret ha-Dibrot o Diez Mandamientos, son palabras de vida y no de muerte. Consolidan una Ley que, según recoge la Sabiduría de los Padres o Pirqé A vot: «Moisés recibió en Sinaí y la pasó a manos de Josué, Josué a las de los ancianos, los ancianos a los profetas y los profetas a manos de los hombres de la Gran Sinagoga». Tradición ininterrum pida hasta el día de hoy y que, tal como otra de las acepciones de la palabra Torá implica, no es sino una «enseñanza», una «teoría» que va siendo ajustada a la cambiante realidad según crez­ ca o descrezca el Yo del hombre. Escasos en cada genera26

Te di por profeta a las naciones. Jeremías 1:5

El terreno del dabar es objetivo; en lugar del yo del profeta aparece un él; palabra de Dios, discurso de Dios. A. Neher: Im Esencia del Prpfetismo.

ción, los profetas son los responsables de ese ajuste, los re­ veladores de esta confrontación entre el cielo y la tierra. Ungidores de reyes, como Samuel, consejeros y críticos como Isaías, visionarios como Ezequiel o Daniel, los pro­ fetas se remitirán al más grande entre ellos, Moisés, cada vez que el pueblo se aparte de sus costumbres y leyes, pues constatarán que los desastres colectivos obedecen a razo­ nes no meramente casuales. Se trata de signos divinos que, revelándose en la historia, en los fenómenos cotidianos dan cuenta de un Ser perfecto y estable cuya efectividad modélica depende de que el comportam iento hum ano sea justo y armónico. Y ya que ese Creador es también un Juez para Su pueblo, a veces empleará a otras naciones para que Israel vuelva por sus fueros. Exigirá una respon­ sabilidad digna del Yo soy , responsabilidad delineada en el Levítico, en Números y en el Deuteronomio, libros que con el Génesis y el Exodo, se atribuyen a Moisés. Unidad teológica y antropológica de un Yo Soy que, estampada en los Diez M andamientos, había sido prefigu­ rada antes por la persona de Abraham. En cierto sentido podríamos decir que el «padre de muchos pueblos» conci­ be la ¡dea monoteísta y que el descendiente de la tribu de Levi, educado en las refinadas escuelas egipcias, la siste­ matiza organizándola en un corpus ético capaz de garanti­ zar, mediante la revelación colectiva y la enseñanza oral, su continuidad a través de los tiempos. A partir de la en­ trega de la Torá -dice la Sabiduría de los Padres compila­ da entre los siglos v y llt a. de C .- el pueblo de Israel oscila­ rá entre el cum plim iento de su destino excepcional y el ol­ vido de su misión. La era de los profetas mayores culm ina con los llama­ dos profetas menores que continúan el trabajo catártico y purificador de Isaías (siglo Vlll a. de C.) Jeremías, Ezequiel y Daniel (del siglo vil al vi a. de C.). Siendo los menores doce, entre ellos destacan prim ero los de la época asiría (750-612): Oséas, Joel, Amos, Abdías, Jonás, Miquéas,

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Nahum, Habacuc y Sofonías. El período babilónico cono­ ció la voz de Báruj (612-539); y el persa las de Ageo, Zaca­ rías y Malaquías (539-333). Los eved-YH W H o «sirvientes de Dios» tendrán la fuerza de «herir y sanar», Isaías 10:22: De golpear y acari­ ciar a su comunidad. Cada vez que el énfasis se aplique a la renovación de bril esbozado entre el Creador y Abraham y labrado en piedra por Moisés, resucitará con la fuerza de una recriminatoria la preocupación por la au­ sencia de tzedek , de «justicia», tanto más significativa cuando más cerca de la imagen de la balanza social esté ese concepto, ya que «el justo es el fundamento del m un­ do», según dice Proverbios 10:25, y un mundo sin funda­ mentos, como una casa sin pilares, se desmorona. Así pues, la justicia implica verdad, la verdad confesión, y la confesión responsabilidad que, como hemos visto, parece ser la característica más notable de la idiosincrasia judía que nos transmite la Biblia. Se puede olvidar o soslayar un objeto, pero no se puede ignorar ni olvidar el Yo Soy , im­ perativo categórico cuyas exigencias recorren la cosmovisión integra de la cultura hebraica. Realizable o no, el ideal sigue allí, inescrutable como el orden secreto que mueve a las galaxias. Nos acercamos a él para ver hasta qué punto aún está lejos. Si el resultado lógico del pensa­ m iento profético es el mesianismo, «el reino de los cielos» se acercara a nuestro m undo cuanto más cerca de nuestro prójimo estemos nosotros. En las primeras décadas del siglo iv a. de C., la irrup­ ción de Alejandro de Macedónia en el escenario medioriental hasta entonces dom inado por los persas, marcara el prim er encuentro entre dos concepciones de vida - la he­ lena y la ju d ía - de cuya posterior fusión nacería el cristia­ nismo. Ese proceso de osmosis m utua tendría una virulen­ cia unilateral primero, y una lenta e irreversible sedimen­ tación después. Si la profecía se acalla, es porque el hele­ nismo aportó a la religión extática que encarnaban los 29

profetas el gusto por la filosofía reflexiva, el rigor de la ló­ gica y un cierto estatismo más acorde con una concepción cíclica del cosmos que con un historicismo creacionista de tipo bíblico. Sin embargo, lo esencial de la tradición judia impregnaba ya los estratos principales del pueblo cuando la voz de los profetas dejó de hacerse oir.

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IV. El Signo de los Tiempos

En un libro capital para entender las sutilezas de la es­ piritualidad bíblica, Claude Tresm ontant sostiene que a diferencia de la idea negativa de materia que suponen tan­ to el pensamiento platónico como el neoplatónico, el pen­ samiento expresado en la Torá nos habla de «una crea­ ción, y de una creación excelente. A cada etapa del Géne­ sis, el Creador ve que aquello es ‘muy bueno'. El gran nú­ mero de criaturas, innumerable como la arena de los ma­ res y las estrellas del cielo, manifiesta la potencia, la ina­ gotable fecundidad del creador.» Para los griegos, el prin­ cipio de individuación era negativo, puesto que acarreaba la multiplicidad de los seres. Para los hebreos, «cada ser que viene al m undo aporta consigo algo nuevo», según di­ cen los maestros jasídicos. Apreciar lo creado supone am ar y aceptar el tiempo de su manifestación. Este tiempo, el de la siembra y el de la cosecha, tan poéticamente sentido en el Eclesiastés, nos remite nuevamente a la imagen del árbol que hemos co­ menzado a definir a partir de su raíz, es decir, de Abraham. Ante la elección, la pregunta esencial de los profetas era: ¿Cómo y por qué se pierde una cosecha? ¿Cómo y por qué se pudren los frutos? ¿Cómo y por qué la cultura hu­ mana desfallece y sus vástagos se m architan? En lo que toca a la naturaleza, sospechaban los nebiim, por falta de cuidados, de ahí que se diga «no sembrarás tu viña con se­ millas diversas, no sea que se pierda todo, tanto la semilla

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que sembraste como el fruto de la viña», (Deuteronomio 22:9), y luego, ante lo hum ano de la viña de Nabot que el rey Acab, por obra de la perfidia de Jezabel, roba a su ver­ dadero dueño después de hacerlo asesinar, / Reyes 21:14, nos hablan de la propiedad de un siervo del rey, mostrán­ donos su compasión para con un individuo cuyos esfuer­ zos habían sido consagrados al cuidado de su huerto. Doble defensa de la individualidad. En primer lugar, para que la semilla siga su curso viviente debe conservar su identidad; después, para que el reino, la estructura so­ cial se mantenga, tiene que haber justicia, orden. El pode­ roso no debe avasallar a los débiles, ignorar a los pobres o despreciar a los extranjeros. A pesar de nuestra buena vo­ luntad, la historia nos desmuestra una y otra vez que lo de Nabot se repite. La acumulación de poder es inevitable y tiende a aplastar al desposeído. David, conquistador y poeta, ve desgarrada su casa y su linaje por haber deseado a la mujer del prójimo, Betsabé, esposa de Urías el hitita. El gusto por el poder aumenta su deseo y éste se excede transgrediendo de ese modo su propio orden interno. Al extenderse su drama pasional, el conflicto enciende el in­ cesto de sus hijos Amnón y Tamar. Esta compleja, trágica tensión entre lo temporal y lo espiritual tan bien escenificada por el binomio SaúlSamuel y por la pareja David-Natán, nos demuestra cómo el profeta, que actúa a la sombra del rey, delimita su luz para controlar su vanidad. El tiempo, el pequeño yo, nece­ sita que se le recuerde una y otra vez su pasaje, su efímera carnalidad. Para ello, el profeta asumirá en el espacio el rol de la eternidad del Yo Soy que naturalm ente es ecuáni­ me en relación a lo que Platón llamaba «su imagen mó­ vil». El Eterno manifestará la recurrencia de los motivos para dar relieve a sus parábolas porque los errores de una generación influyen sobre la siguiente y el mal ejemplo es imitado, a pesar de lo que advierte la Ley. Desde el comienzo vemos cómo el profeta Samuel se 32

opone a que Israel tenga un rey «como todos los demás pueblos». Las razones: ni más ni menos que la acum ula­ ción de riquezas, los impuestos, la servidumbre y el conse­ cuente descontento general. Tendrán que m antener al es­ cogido y a su casa aún después de haberse servido de él. Pero, ¿cómo sabía el profeta a qué conduce la monarquía basada en la sangre y sólo en ella? Mejor dicho ¿cómo al­ canzó a entrever que el espíritu, o lo que éste representa, puede diluirse con facilidad en medio de una jerarquía meramente humana? A pesar de su comprensión, de su in­ teligencia, también Samuel se equivocaba. Reemplazando a David por Saúl sólo corrigió una parte de la historia. El resto es Natán quien debe enmendarlo. El signo de los tiempos ha cambiado y el antiguo pastor se ha convertido en un hombre poderoso proclive a la soberbia. Heredero de Josué y de los jueces, Samuel fue testigo histórico del desplazamiento de la vida nómada a la se­ dentaria, y quizá por ello temía la concentración que esta última implicaba y que, por otra parte, era inevitable. El pueblo del Exodo ya no era tan primitivo. El contacto ar­ duo pero estrecho con cananeos y filisteos le había enseña­ do la agricultura y el uso del hierro. Las tribus ocupaban sus respectivos lugares. La necesidad de un rey, de una ca­ beza unifícadora, conducirá en menos de una generación a la búsqueda de una ciudad: Jerusalén. El simple ascetismo pastoril irá transformándose poco a poco en el complica­ do placer de los sedentarios, quienes no contentos con acum ular espacio apetecen tiempo dinástico, aún a costa del crimen y el engaño. Los descendientes de David y Sa­ lomón, divididos en los reinos de sur y del norte, conoce­ rán, en la época del profeta Jeremías, el prim er embate asirio. En el año 722 a. de C., el reino de Israel con capital en Samaría, es anexionado por los asirios y su población dispersada y mezclada con prisioneros de guerra de distin­ ta procedencia. Un siglo y medio después, en el año 587 a. de C., los babilonios, que a su vez han reemplazado a los 33

asirios, sitian la ciudad del Jerusalén, capital de Judea y saquean, destruyen e incendian el Tem plo que Salomón había construido en el siglo X, es decir, cuando el país aún no se había dividido. Para los profetas, la desgracia nacional es consecuencia de la infidelidad a la Alianza; Israel sucumbe porque está dividida, y está dividida, a su vez, porque sucumbe ante modelos foráneos como el egipcio o el que encam an los imperios del norte, caracterizados precisamente por su fal­ ta de caridad y justicia. ¿No advertía la Torá que la justi­ cia interna debía ser continua para que no fuese disconti­ nua la externa? En esas condiciones, en medio del dolor y la agresión, nace el primer esbozo de una actitud que pasa por alto los gestos del servicio sacerdotal. «¿Para qué Me sirve la multitud de vuestros sacrificios? -escribe Isaías 1:1 ¡ - que dice el Señor. Tengo suficiente con los holo­ caustos de cameros y con el sebo de animales cebados. No me deleito en la sangre de los toros... el incienso me es abominación, y el novilunio, el sábado... y no puedo so­ portar la iniquidad... Vuestras manos están llenas de san­ gre.» Se ha producido una grave fisura entre el ritual y su significado simbólico: el yo se ha vuelto a hipertrofiar negan­ do el Yo Soy. El signo, que ha cambiado con el tiempo, no se ajusta ya a la realidad. El pueblo irá al Prim er Exilio por falta de conocimiento. La fuerza ética de lo U no no soporta la dual hipocresía de un sacrificio que se acaba cuando se transponen las puertas del recinto templario para m atar al hijo de éste o a la herm ana de aquél. Las masacres y revueltas familiares que se extendieron como una plaga desde los días de Ahazía, rey de Judea y descen­ diente de Om ri en el siglo IX a. de C., hasta los de Joachin, últim o rey davidico, avergüenzan al Creador. El caos inte­ rior que provocaron facilitó la conquista babilónica. Du­ rante el reinado de Josias, se había logrado, a pesar del de­ sorden. reconstruir parte de las tradiciones nacionales con 34

la ayuda de los sacerdotes y profetas (en el 662, habiéndo­ se redescubierto en el Tem plo el Deuteronomio, se impu­ so la Ley de Moisés como Ley de Estado), pero aún así fue imposible corregir en dos décadas los errores de casi dos siglos de luchas intestinas. Todas esas desgracias fueron anunciadas y lloradas por las tristes palabras de Jeremías. Deportada la corte de Judea a Babilonia por Nabucodonosor, sus notables llevaron consigo textos y costum­ bres, dejando detrás de sí una tierra que, por el espacio de una generación, permaneció desolada. Esa íranslatio que hasta hoy se recuerda cada noveno día del mes de Av, Tishá Beav, provocó la herida simbólica acariciada infinitas veces en plegarias y salmos nostálgicos, y cuya cicatriz su­ puso una revelatio que ya habíamos insinuado al hablar del «rodar» o de la «ola» y su «descubrimiento» de la tra­ ma oceánica de la historia. El signo de los tiempos hizo que Isaías condenara el sacrificio, pero el profeta Ezequiel, contem poráneo de Jeremías, cautivo como sus her­ manos entre los grandes ríos de la Mesopolamia, dedicó veintidós años de su vida a reconstruir m entalmente el templo enseñando y rescatando los valores judíos. Soñan­ do con un retom o que alcanzaría su máxima capacidad restauradora cuando, otra vez, el sacerdote pudiera ofrecer sacrificios. Hacia el 572 a. de C., Ezequiel profetiza acerca de las ofrendas del Tem plo y da las medidas de sus apo­ sentos. Lo que antes debió ser criticado, ahora debe ser enaltecido. ¿No señala la Eclesiastés un tiem po para la construcción y otro para la destrucción? Nuevamente es el ety el «suceso», la circunstancia, la que determina la posi­ ción del profeta respecto de la voluntad del Creador. El re­ tom o estaba ya prefijado, tal vez a causa de un simple error político de los babilónicos. Al dejar en manos de los judíos -esos «pasadores» de una orilla a otra, esos «agra­ decidos» no siempre fíeles- la Ley hallada en los tiempos de Josías, contribuyeron a preservar su identidad. Los conquistadores fundieron los candelabros de oro y plata. 35

los objetos de culto, pero no confundieron al sujeto del culto. Desapareció la tierra, pero no el cielo que la fecun­ dó. Los judíos habían muerto como entidad política para renacer espiritual y culturamente.

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V. Primer Exilio

Descender a Egipto en los siglos anteriores al Exodo fue consecuencia del hambre, pero ascender a Babilonia fue producto de la saciedad. Entre ambos momentos -siglo x v y siglo vi a. de C .-, se sitúa, como ya dijimos, tanto la revelación y codificación sinaítica, como su rea­ parición en los anales que la recojen y que al entrar en vi­ gencia en el año 662, en los días de Jeremías, reubicaron al pueblo frente a su ya rica memoria colectiva. Los hijos de Jacob, que fueron miserables esclavos en Goshen. no lle­ garon a serlo nunca en Babilonia. Según el historiador Flavio Josefo, «Nabucodonosor, tomando a los hijos de los nobles de los judíos y a los parientes de su rey Sedecías que se distinguían por su fortaleza física y la hermosura de su rostro, los confió a pedagogos para que los instruyeran después de haber convertido a algunos de ellos en eunu­ cos». Uno de esos parientes fue Daniel, el profeta, quien pasa por ser el autor del libro de la Biblia que lleva su nombre, cuando en realidad sólo es su personaje central, ya que el texto data del año 165 a. de C., período de los macabeos, y su contenido es alegórico. Tal como nos lo describe el autor de las Antigüedades Judias, Daniel -¡com o antes José!- es un consejero estu­ pendo, un hábil intérprete de sueños y un hombre capaz de provocar las envidias más innobles. Educado en ambas culturas, la hebrea y la babilónica, debió ser un personaje muy importante puesto que cuatrocientos años después de 37

Si me olvidare de ti oh Jcrusalém pierda mi diestra su destreza. Mi lengua se pegue a mi paladar. Salmos ¡37:5

Es en mérito a esos profetas que la mayoría de los exi­ liados judíos retuvo su cohesión y su fe. Wurmbrand y Roth: El Pueblo Judio

muerto se le concede la autoría de un libro en el que la profecía reaparece bajo un nuevo aspecto: ya no se trata del futuro de Israel únicamente, sino y también del destino de Babilonia. El Creador, desde la zona de extraterritoria­ lidad en la que se halla, habla por boca de su mensajero como un Dios internacional, un Ser que, en las encrucija­ das de la historia, prevee el porvenir de las naciones. Los datos sobre los cuatro imperios sucesivos no sólo atañen al Pueblo Judío sino que se refieren al mundo en general. El Primer Exilio es una prueba por la que se mide la justicia entre los pueblos, además del tzedek hebreo. La actitud ética del Libro de Daniel explaya un modus vivendi que desde esa época hasta el presente caracterizará a la vida judía: fidelidad a Dios y a la tradición nacional, a la vez que aceptación de las leyes del lugar, al que tanto el profeta como sus familiares y compatriotas se habían adaptado de un modo asombroso. Por eso, cuando en el año 538 a. de C. Ciro el Grande firmó el decreto que auto­ rizaba a los judíos a regresar a su lugar de origen, muchos de ellos, habiendo alcanzado posiciones ventajosas en Ba­ bilonia, decidieron quedarse allí. Por aquel entonces ha­ bían dejado atrás el provincianismo de los días de Joachin. Viajaban por las rutas asiáticas, estudiaban en las bibliote­ cas reales y se convertían en hombres de empresa, en sa­ bios, médicos o astrónomos sin dejar por eso de ser judíos. Pero el bienestar, la molicie, la comodidad, tendían al es­ tatismo. Rompiéndolo, la prim era caravana de estusiastas colo­ nos que volvían a Jerusalén salió de la M esopotamia en el año 537 a. de C. Entre ellos iban Zorobabel el príncipe y Josué el sacerdote. Al parecer, antes de partir Ciro les hizo entrega de algunos de los utensilios del Tem plo de YHWH. Faltaban empero, el Arca de la Ley y otros obje­ tos que probablemente habían sido fundidos bajo el reina­ do de Nabucodonosor, o que bien pudieron haber desapa­ recido en la época de Darío. Se cuenta que siglos después 39

de que esa prim era caravana llegara a Judea, cuando el conquistador romano Pompeyo penetró en el Sancta Sanctorum del Segundo Tem plo, se sorprendió al hallarlo completamente vacío. La verdad es que la reconstrucción que emprendieron Esdras y Nehemías en una etapa com ­ plem entaría a la de Josué y Zorobabel, preservó ese espa­ cio vacío porque el verdadero contenido de la Ley ya ha­ bía sido introyectado adquiriendo un sentido nuevo. Cada año, en el día de la Fiesta del Perdón, en Iom Kippur, el sumo sacerdote ponía sobre la losa de piedra recordatoria -eben sheiiaj o «piedra fundamental», la llama de Mis fi­ n ó - un inciensario cuyo hum o testimoniaba que el Crea­ dor, más allá de la suerte corrida por el Arca, deseaba con­ tinuar en la oscuridad tal como escribe Reyes 8:12. Enton­ ces, y sólo entonces, se pronunciaba Su Nombre, eco de los siglos, fórmula inefable. El ansiado retom o de Babilonia a Jerusalén alude nue­ vamente, y mediante el hebreo, a una simbología vegetal: Zorobabel lleva en su nombre la partícula zr, «corona», referida sin duda a la descendencia davídica. Y Esdrás, que en realidad debería escribirse Ezra, contiene el ana­ grama de zera, «semilla». La raíz ha sido preservada, y aunque ya no exista el Arca, queda sin embargo la voz que denomina la parte más recóndita del santuario que aquella solía ocupar: el debir o Santo de los Santos participa de la raíz dbr, «logos», «palabra». Idas las maderas, quemadas sus fibras, pervive aún la m emoria del árbol original. Nada preserva mejor el polens de la semilla como el vacío. El gran misterio, la gracia de la Alianza que consistía en ligar los lingüístico a lo seminal, logró conservar esa fuerza co­ hesiva que corroboran cuatro mil años de historia y que la savia que circula por la lengua de la Biblia transporta has­ ta nosotros. Como los fenicios, los hititas, o los moabitas, Israel te­ nía que haber desaparecido y sin embargo... aún está allí. Las razones de su continuidad exceden los procesos de la 40

lógica histórica. Para explicarlo en términos científicos tal vez deberíamos recurrir a esa ley física que dice que nada se pierde sino que se transforma, y agregarle la excepción judía: entre todo lo que cambia y se modifica, hay algo que permanece, llámese tabla periódica de los elementos quí­ micos o Tablas de la Ley. Advierto al lector que no soy el primero en trazar un paralelo entre la Torá y el código fundamental de la ciencias naturales. Si resulta difícil en­ tender la historia judia en el contexto de la historia univer­ sal, es porque esta última tiene un sentido divergente mientras que la primera es convergente. Una cosa es el cómputo de los hechos y otra más difícil su análisis y sen­ tido. AI qué o cómo del período exilíaco le sucedió un por qué y para qué del que muy pocos pueblos salen indem­ nes, puesto que soportar la tensión del mea culpa e inten­ tar corregir en el presente los errores del pasado, presupo­ ne una dureza para consigo mismo que no siempre es de­ seable, sobre todo cuando se está bien instalado como los judíos babilónicos y no es imprescindible ni obligatorio el retomo. De serlo, todos hubieran abandonado las fértiles tierras mesopotámicas por la reseca Judea. Como sabe­ mos, gran parte del pueblo hebreo permaneció en el exilio desparramándose y extendiéndose hasta llegar a la India y a China. Entregándose al medio circundante con igual fer­ vor que a sus propias tradiciones, renovadas a través de peregrinaciones y viajes que no cesaron, cesan ni cesaran de llevarse a cabo, puesto que aún vive en el carácter de Is­ rael la idea del «pasaje» de una zona a otra, tanto o más fuerte que la promesa de una tierra única para un pueblo único. En cuando a las tribus desaparecidas, es interesante se­ ñalar que para los historiadores judíos su rastro se perdió debido a una mezcla tanto racial como cultural de la que dan un vivido testimonio los samaritanos. Quienes se que­ daron en Judea - y hay razones para creer que sólo una élite marchó cautiva a Babilonia- se vieron forzados a ol­

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vidar poco a poco sus tradiciones. Rechazaron las que aportaban los exiliados mientras que éstos, a su vez, los acusaban de un mestizaje que transgredía no solamente re­ glas alimenticias sino también las matrimoniales. Desde la época de Esdras y Nehemías, en el siglo vi a. de C., comienzan a acentuarse las características endogámicas del Pueblo Judío. La larga ausencia de Jerusalén ha­ bía demostrado a los líderes que para sobrevivir como gru­ po diferente debían autodefinirse con valentía. Aún cuan­ do ese acto implicara discriminación, rechazo de los ma­ trimonios mixtos y dolor social, aún así había que insistir en el carácter providencial del Prim er Exilio y del consi­ guiente retom o. Los profetas anteriores al cautiverio ha­ bían dicho que un resto volvería del destierro. Ese «rema­ nente», que en hebreo es shar, y del que habla Isaías 10:21 en el siglo vm (¡doscientos años antes de que los babilonios conquisten Jerusalén!) pareciera estar previsto en la me­ moria colectiva. Al verse obligada a la rotación de sus sig­ nos, ésta los invirtió reinterpretando su propio discurso histórico como un hecho reversible. De Caldea había sali­ do originalmente Abraham en los días de Ur, y de Babilo­ nia volvían ahora sus descendientes, enriquecidos por la experiencia adquirida. Si la destrucción del Primer Tem plo conduce al Pri­ mer Exilio, éste engendra la sinagoga. En ella se desarro­ llaron nuevas formas de culto que, no siendo específica­ mente litúrgicas, afectaron sin embargo a la vida íntegra del judío. La más im portante de todas las reformas realiza­ da por la sinagoga o casa de estudios enfatiza el sentido cósmico del sábado o shabat, también él (en hebreo es «ella») ligado a la idea del regreso del tiem po más allá de los avatares del espacio. La sinagoga, que en griego quiere decir «asamblea», fue el nombre que se dio en el período helenístico a esa particular manera de reunirse, estudiar y recordar su propia historia, que los judíos crearon y prac­ ticaron en Babilonia. 42

VI. El M ito del Libro

Mucho antes de que el Islam llamara a Israel el Pueblo de Libro, exactamente mil años antes de que naciera Mahoma, los judíos habían descubierto la resurrección de la Voz a través de la escritura. Al oír el zumbido como de abejas que producen las letras al contacto de la mente del lector, percibieron la presencia de una miel que si en el presente condensa el perfume de la extintas flores de al­ mendro que la gestaron, en el pasado circuló por las ra­ mas, el tronco y la raíz de un pueblo que se vive a sí mis­ mo como parábola natural de la Creación. «Así será (como la miel) a tu alm a el conocimiento de la sabiduría. Si la hallaras tendrás recompensa, y al fin tu esperanza no será cortada». Proverbios 24:13. ¿De qué miel se trata y cuál es la esperanza que no debe ser cortada? La micl.de aquel país en la que fluía ju n ­ to a la leche, la miel cuya virtud tonificante no debe trun­ carse ya que es ella la que une al judío a su tierra natal. En aquellos días, una sabiduría que, como la miel, tuviera virtudes terapéuticas y presentadoras, no podía provenir más que de los anales celosamente guardados por los cus­ todios del pueblo, sus escribas y sabios. Habían poseído la tierra, la habían abandonado y ahora volvían a ella, del mismo modo que la luz abre el azahar, gesta el azúcar flo­ ral, atrae a la abeja (que es deborá en hebreo, derivada de dabar, la «palabra») y se condensa en la miel hasta que el 43

soi vea en ella el espejo de su oro líquido, su rostro iniciático. Bajo la dirección de Esdrás y Nehemías, sacerdotes y escribas trabajaron en medio del segundo contingente que regresó de Babilonia a Judea en la compilación y antología de lo que hoy conocemos por Tora o Pentateuco. Canoni­ zados, los libros se volvieron míticos. Sus palabras se con­ virtieron en hierogramas cuya regularidad formal -denominada «escritura cuadrada»- impondría el orden religioso judío durante milenios. A esta primera canoniza­ ción, que de acuerdo con los Manuscritos del Mar Muerto ha probado ser fidelísima, le siguieron otras en los siglos posteriores. Mientras se levantaban las derruidas murallas de Jerusalén, se erguian otra vez las frases del Libro que las cantara.

El cúmulo de discusiones legales y pronunciamientos de genera­ ciones de estudiosos conformaron, paralelamente a la ley escrita del Pentateuco, una Ley Oral adaptándola a las transformacio­ nes y las condiciones de la época. 44

El carácter de proclama o estatuto social a la vez que de Ley revelada que Esdras im parte a la Torá, se refleja en el siguiente pasaje bíblico: «Y leyó en el libro delante de la plaza que está delante de la Puerta de las Aguas, desde el alba hasta el mediodía, en presencia de hombres y mujeres y de todos los que podían entender; y los oídos de todo el pueblo estaban atentos de la Ley», Nehemias 8:3. De esta impresionante escena, la tradición rabínica deduce que Esdras es un segundo Moisés, y la analogía es más que evi­ dente. Un detalle que figura un poco más adelante en el texto, se refiere al servicio que prestaban al pueblo los «le­ vitas Jesuá, Bani y Serebías», y nos indica que esa ayuda consistía fundamentalmente en una traducción del hebreo al arameo, puesto que la mayoría del pueblo no hablaba ya la lengua de David y Salomón. Esa experiencia didáctica será más tarde tomada muy en cuenta por las generaciones talmúdicas, al punto que cuando se inicie a un niño en el estudio de las Sagradas Es­ crituras, su padre o maestro untará una página con una gota de miel en memoria del versículo que alude a la sabi­ duría. De ese modo, al naciente am or por el estudio, le co­ rresponderá un conocim iento interlinguae que volvere­ mos a encontrar en Alejandría y en Toledo, cuya famosa escuela de traductores contó con tantos judíos políglotas. Cuando se dice entonces que los levitas interpretan para el pueblo, mebinim et-ha-am, se insinúa que seguían Heles, aunque en otra dimensión del ser, a ese «pasaje» de una dimensión a otra. Toda familiaridad con el universo de la traducción apunta hacia un conocim iento mínimo de sintaxis a la vez que fomenta el hábito de una complementariedad mental elástica y reversible, ya que aquello que no está escrito, re­ quiere una interpretación paralela y constante capaz de convalidar el tránsito lingüístico. Cuando lo escrito ha de cambiar de ropas, lo oral debe recurrir al cuerpo y a su voz. 45

Volveremos sobre el significado de «lo paralelo» cuan­ do nos adentremos en el territorio de la Kibala. Por el ins­ tante, es suficiente con no perder de vista lo que el período de Esdras y Nehemías representa para la tradición judía. Durante un siglo, que va de la decadencia del imperio per­ sa al surgimiento de las huestes macedónicas que acabaron con él, Judea será Yehud, una provincia autónom a gober­ nada según sus propias leyes y regida por un sumo sacer­ dote. La relativa paz de que gozaron por aquél entonces las comunidades de la Diáspora -e n Babilonia y en Egip­ to - ayudó a la decantación del trabajo emprendido por la generación de los escribas. La conciencia nacional volvió a fortalecerse. El sentido de un destino singular e intrans­ ferible se reflejó en episodios dramáticos como el que des­ cribe el Libro de Esther que, aunque de origen dudoso, re­ vela con inteligencia y sagacidad las presiones a las que es­ taban sometidos en aquella época los hijos de un pueblo que sólo se consideraba siervo de Dios. Allí, en este texto, aparecen los eternos temas antise­ mitas: celos, envidia y malevolencia. Su afortunado desen­ lace es recordado mediante la instauración de la fiesta de Purim (que significa «suerte» y revela el clásico agradeci­ miento judío por continuar vivos, por superar la crisis). Una interpretación posterior nos dice que en ese lib ro -e l único en toda la Biblia hebrea que no menciona al Crea­ d or-, Su voluntad está implícita (es decir, «oculta», nistar, palabra que tiene la misma raíz que Esther) Su contenido nos permite ver el grado de dispersión que había alcanza­ do el Pueblo Judío en las postrimerías del imperio aqueménida, compuesto por «ciento veintisiete provincias». El siniestro edicto real promovido por Amán y que por fortu­ na no llegó a consumarse, fue comunicado «a cada provin­ cia según su escritura». Los hijos de Jacob hablaban pues, diversos idiomas, pero continuaban unidos, de un extremo al otro del Asia M enor, por aquella lengua sagrada que cifraba su pasado y 46

contenía, crípticamente, su destino futuro. De Jerusalén refluyó la corriente innovadora impuesta por Esdras de­ lante de la Puerta de las Aguas. Los caminos abiertos ha­ cia los cuatro puntos cardinales de la Diáspora eran reco­ rridos, durante las peregrinaciones, por judíos ansiosos de conocer la evolución de las academias o escuelas que co­ menzaban a brotar en las inmediaciones del Tem plo re­ construido. Temerosos de que las comunidades distantes se diluyeran en sus entornos exiliares, los maestros insis­ tían en la primacía de Jerusalén. Al respecto hemos citado ya el papel normativo que ejercía la sinagoga. Cuando Amén alude despectivamente «a las leyes de los judíos», se refiere con toda seguridad a las dietéticas y a las que conciernen al sábado. Josefo describe el régimen vegeta­ riano que Daniel y sus allegados seguían en Babilonia. No es que todos los judíos se abstuvieran de comer carne, pero ante la imposibilidad de que los animales fueran sacrifica­ dos y bendecidos según estipulaba la Ley, preferían variar la dieta. La Kashruí, que así se denomina el conjunto de constumbres alimenticias que observan los judíos ortodo­ xos, proviene de la palabra Kosher que significa «conve­ niente». El Levítico y el Deuteronomio contienen y deta­ llan lo que puede y no puede comerse. El cerdo, como se sabe, está prohibido por impuro. Los animales sacrifica­ dos no deben tener ninguna tara y deben ser inmolados cortándoles la tráquea; la carne debe salarse para quitarle la sangre y nunca debe cocinarse o comerse al mismo tiem po que la leche. Fue el mito del libro el que condujo a la observancia estricta de la Ley. El shabal adquirió con posterioridad a la época de Nehemías, una trascendencia que no había tenido hasta entonces, aunque ya estuviera ordenado respetarlo desde los días del Exodo. Reflexio­ nando sobre el tema, el P. de Vaux se pregunta cómo es posible que un pueblo de pastores abandonara sus ganados un día a la semana, y concluye respondiéndose que la idea sabática evolucionó conjuntamente con el pueblo que 47

Y se enrollarán los cielos com o un libro.

Isaías 34:4

Las palabras que respectivamente designan «libro» en griego y en latín, byblos y líber, significaron original­ mente «corteza». Svend Dahl: Historia del Libro

creía en ella. De pastores a agricultores, y de agricultores a comerciantes y artesanos-profesiones ejercidas en Babilo­ nia-, los judíos fueron estructurando cada vez más su pe­ culiar noción del tiempo. Los efectos psicológicos provo­ cados por la frecuentación de la lectura de sus libros sagra­ dos, les hacía obvia, muchas veces, la importancia del es­ pacio. En menos de cien años pasaron del acto al análisis. Algo parecido ocurría por entonces en el mundo grie­ go. Del mito de Orfeo al orfismo, y de la aventura de los dioses a su explicación por boca de los filósofos como Só­ crates y Platón, el mundo del Mediterráneo oriental expe­ rimentaba un viraje notable. Estamos en el siglo v a. de C. Según Jaspers, ese fue un período decisivo para la forma­ ción de lo que conocemos por humanismo clásico: en él vivieron Sócrates, Buda y Confucio. Nace el método mayéutico simultáneamente en Grecia y en China. El arte de preguntar es tan importante como el arte de responder. El Pueblo Judío, situado entre la vieja Ecbatana y Tarso, viajero de Pumbedita a Elefantina, a la vez que cobrar conciencia de sus propios valores, comienza a prepararse para el gran encuentro con el helenismo. El m undo persa era, como antes el cananeo, parecido al suyo. Pero el uni­ verso griego, con su gusto por las técnicas y su tendencia vocálica hacia la apertura, traería al Oriente un conjunto de valores que desde entonces no ha cesado de conmover sus cimientos. Dialéctica, arte y democracia: diálogo, des­ nudez y populismo político. En Esdras y Nehemías hay todavía un resabio teocráti­ co que irá democratizándose a medida que el ideal judío se esparza más y más a través de la educación y la lectura. Aunque el pueblo nunca renunciará a la inmanencia de sus aspiraciones sociopolíticas, desde la época persa pre­ valece la tradición sacerdotal y trascendente. Tradición que desembocará luego en el Talmud contribuyendo antes a erigir el dique con que los macabeos intentarán desterrar a los descendientes de Alejandro por la rama seléucida. 49

cuando éstos oprim an y desprecien la cultura judía. La fascinación del helenismo llegó hasta el siglo ll a. de C. En el año 175 a. de C., Matatías, sacerdote de Modiín en G ali­ lea, obligado a ofrecer sacrificios en un altar pagano, se negó rotundam ente m atando al oficial y a un judío renega­ do que se disponía a obedecer. Los hechos protagonizados por la familia se narran en los dos libros de los Macabeos, que si bien no son canónicos para los judíos, contienen una fecha simbólica celebrada hasta hoy: Uanuka, «dedi­ cación» y purificación del Tem plo en el año 165 a. deC .

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VII. El Encuentro con el Helenismo

El alfabeto, nuestro alfabeto, es originario de Fenicia, de donde lo tomaron los griegos, quienes a su vez lo deja­ ron en herencia a los romanos. Los fenicios, semitas del norte como los hebreos lo eran del sur (la definición pro­ cede de la escritura, pero es igualmente válida para indicar el parentesco cultural entre ambos pueblos), no escribían sus vocales. Fueron los griegos quienes, forzados por su lengua hablada a explicitar y representar los sonidos que ese alfabeto excluía, las inventaron. La diferencia entre vocales y consonantes es m ucho más profunda de lo que com únm ente se cree: mientras las primeras son libres e in­ tercambiables, las segundas simbolizan los límites silábi­ cos del lenguaje, su arquitectura fonética. La mutabilidad vocálica está directamente em parenta­ da con la ciencia griega y con el análisis. La persistencia consonántica, con el fervor judío por lo invisible. Si el he­ lenismo encam a la dispersión de la cultura griega, la dis­ persión judía conduce a la concentración de sus creacio­ nes culturales. Por un lado, vemos el avance arrollador del gimnasio con su culto al desnudo, y por el otro percibimos los efectos del pudor, el llamado a la modestia, temerosa siempre del endiosamiento hum ano, cauta y discreta. Cuando Alejandro llegó a Judea en la tercera década del siglo iv a. de C., su respeto por la sabiduría le llevó a incli­ narse ante los sacerdotes del Tem plo de Jerusalén. El Tal51

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