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Spanish Pages [82] Year 2016
Índice Portadilla Índice Aforismos sobre el arte de saber vivir La moral El arte de tener siempre la razón Notas Créditos Grupo Santillana
AFORISMOS SOBRE EL ARTE DE SABER VIVIR[1]
INTRODUCCIÓN Tomo el concepto de «sabiduría de la vida» en el sentido de «arte de hacer la vida lo más cómoda y dichosa posible»; el método para lograrlo puede llamarse «eudemonología»: ciencia que trata de la existencia feliz. Ésta podría definirse como una existencia que, tras considerada de una manera objetiva, pareciera preferible a la no existencia. De este concepto de «sabiduría de la vida» se sigue que nos inclinemos a amar a la vida por sí misma y no sólo por miedo a la muerte; y que deseemos que sea infinita. Si la vida humana se corresponde con este tipo de existencia es una pregunta que mi filosofía niega, mientras que la eudemonología presupone su afirmación. Dicha afirmación descansa en el error con cuya crítica comienza un capítulo de mi principal obra. Por eso, para desarrollar una eudemonología no he tenido más remedio que prescindir del elevado punto de vista ético-metafísico al que conduce mi filosofía. Por lo tanto, toda la exposición que se ofrece en el presente tratado descansa en una acomodación, pues permanece en el punto de vista común y se aferra a ese error. En virtud de esto, su valor sólo puede ser limitado; incluso la palabra «eudemonología» no es más que un eufemismo. Por lo demás, mi exposición no pretende ser exhaustiva, porque el tema es inagotable, y porque de pretender que lo fuera me obligaría a repetir lo que otros ya han dicho. Sólo recuerdo un libro cuya intención es idéntica a la de estos aforismos; se trata de la obra de Cardano, De utilitate ex adversis capienda, con la que puede completarse lo que aquí se dirá. También Aristóteles ha insertado en su Retórica una breve eudemonología; sin embargo, resulta demasiado simplona. No he utilizado estos predecesores, mi tarea no es compilar y mucho menos cuando por ello se perdería la unidad de la intención. Por lo general, es evidente que los sabios de todos los tiempos han dicho lo mismo, y que los tontos —es decir, la inmensa mayoría— siempre hicieron lo propio. Por eso dice Voltaire: «Dejaremos este mundo tan tonto y tan malvado como lo encontramos al llegar». I. DIVISIÓN FUNDAMENTAL Aristóteles ha dividido los bienes de la vida humana en tres grupos: los exteriores, los del alma y los del cuerpo. Manteniendo el número, diré que lo que origina la diferencia en la suerte de los mortales puede reducirse a tres grupos fundamentales:
Lo que uno es: la personalidad en su sentido más amplio. Por consiguiente, también aquí se incluyen la salud, la fuerza, el temperamento, el carácter moral y la
inteligencia y su desarrollo. Lo que uno tiene: bienes y posesiones de todas clases. Lo que uno representa: bajo tal expresión entendemos lo que se es en la representación de los otros, cómo se lo representan a uno los demás, lo cual depende de la opinión en que nos tengan, y se divide en honor, rango y fama. Las diferencias que se consideran en el primer grupo son las que la naturaleza ha establecido entre los hombres; de lo que puede deducirse que su influencia en la dicha o la desdicha será más esencial y penetrante que la influencia de las diferencias surgidas por las determinaciones humanas contenidas en los siguientes rubros. En efecto, para el bienestar del hombre y su existencia, es más importante lo que está en su interior o lo que procede de él. Aquí reside de manera directa su dicha o su desdicha, la cual es el resultado de sentir, querer y pensar; mientras que todo lo que se sitúa fuera de él sólo ejerce una influencia indirecta. De ahí que idénticos acontecimientos externos afecten de forma diferente a cada uno. Cada individuo está relacionado directamente sólo con sus propias representaciones, con los sentimientos y los movimientos de la voluntad; las cosas externas sólo influyen en él en tanto que son causa de estas afecciones. El mundo en que se vive depende, ante todo, de la interpretación que se tenga de él, la cual es distinta según sea el enfoque de las diferentes cabezas: para unos será pobre, anodino y plano, o rico, interesante y significativo. Así pues, mientras que, por ejemplo, uno envidia a otro por los acontecimientos interesantes que le han ocurrido, más bien tendría que envidiarlo por la cualidad que posee para interpretarlos, que es la que les otorga la importancia y el significado de ellos: el mismo acontecimiento que en una cabeza rica en ingenio se muestra interesante, en una cabeza plana y vulgar sólo es una escena insulsa. Asimismo, el melancólico ve una escena de tragedia donde el sanguíneo observa un conflicto interesante y el flemático algo sin importancia. Todo esto se debe a que la realidad se compone de dos partes: el sujeto y el objeto, si bien ambas coexisten en una unión tan necesaria y estrecha como la del oxígeno y el hidrógeno en el agua. De partes objetivas idénticas y partes subjetivas distintas se seguirá, lo mismo que en el caso contrario, una realidad muy distinta. La parte objetiva más bella y mejor, unida a la subjetiva más insulsa y peor, sólo dará una realidad mala y un presente malo; lo mismo que una bella región con mal tiempo. Para hablar más llanamente: cada cual está embutido en su conciencia como lo está en su piel, y sólo vive en ella; de ahí que no pueda ayudársele mucho desde fuera. Porque todo cuanto existe y sucede para el hombre siempre existe y sucede sólo en su conciencia. En la mayoría de los casos, tal condición de las imágenes proviene del interior de la conciencia. Todo esplendor y todo gozo reflejados en la conciencia de un necio resultan pobrísimos frente a la conciencia de un Cervantes cuando escribía Don Quijote encerrado en una incómoda prisión. La parte objetiva del presente y la realidad se hallan en manos del destino, por son variables; la subjetiva, en cambio, somos nosotros mismos; de ahí que sea invariable en lo esencial. Según esto, la vida de cada hombre, a pesar de los cambios exteriores, conlleva el mismo carácter y puede comparársele con una serie de variaciones sobre un único tema. De ahí que esté claro cuán dependiente es nuestra felicidad de aquello que somos, de nuestra individualidad: sin embargo, la mayoría de las veces, sólo valoramos nuestra suerte en función de lo que tenemos o de lo que
representamos; pero la suerte, «el destino», puede mejorarse. Por lo demás, quien posee la suficiente riqueza interior no le exigirá mucho; en cambio, el pobre diablo seguirá siendo un pobre diablo hasta el fin, incluso hallándose en medio del Paraíso rodeado de huríes. Por eso dice Goethe: Pueblo, siervos y señores proclaman a no dudar, que la dicha más cumplida de los hijos de la Tierra es la personalidad.
Que para nuestra felicidad y nuestro gozo lo subjetivo sea más esencial que lo objetivo se demuestra en todo: desde el hambre que es el mejor cocinero y el anciano que mira con indiferencia al jovencito, hasta, si nos remontamos más alto, a las vidas de los genios y los santos. La salud, principalmente, que sobrepasa de tal manera cualquiera de los bienes exteriores haciendo que un mendigo sano sea más feliz que un rey enfermo. Un temperamento tranquilo y alegre, nacido de una salud y una constitución perfecta; un entendimiento claro, vivo, penetrante, que concibe con exactitud; una voluntad moderada y dulce, y una buena conciencia, son ventajas que ni el rango ni la riqueza pueden suplir. En efecto, lo que uno es para sí, lo que le acompaña en la soledad y que nadie puede darle o quitarle, es más esencial que todo lo que posee o lo que pueda ser a los ojos de los demás. Un hombre ingenioso, inmerso en la más absoluta de las soledades, tiene una magnífica diversión con sus pensamientos y fantasías, mientras que un necio, a pesar del cambio constante de amistades, espectáculos, viajes y diversiones, es incapaz de sustraerse del más mortificante aburrimiento. Un buen carácter, apacible y moderado, puede estar satisfecho en circunstancias poco favorables, mientras que uno codicioso, envidioso y malvado, no lo estará rodeado de riquezas. Ahora bien, sólo para aquel que disfruta permanentemente del don de una individualidad extraordinaria y espiritual, la mayoría de los goces a los que aspiran los demás resultan superfluos, e incluso le parecerán molestos y pesados. Al respecto dice Horacio: Piedras preciosas, mármol, adornos de marfil, estatuillas tirrenas, cuadros, utensilios de plata y túnicas teñidas de púrpura de Getulia […] Muchos las codician, pero también hay uno que no da valor alguno a su posesión.
Sócrates, al ver artículos de lujo expuestos para su venta exclamó: «¡Cuántas cosas hay que no necesito!». De esta forma, aquello que somos, la personalidad, es lo primero y más esencial para que tengamos una vida feliz, ya que es constante y obra en cualquier circunstancia. No es como los bienes de los otros dos grupos, que están sometidos a la suerte. Su valor puede considerarse absoluto en oposición al valor relativo de los bienes caracterizados en los otros dos. De aquí proviene que el hombre sea menos susceptible de ser modificado desde el exterior de lo que se cree. Pero el tiempo omnipotente aquí también ejerce su derecho: frente a él sucumben poco a poco las cualidades corporales y espirituales; sólo el carácter moral permanece a salvo de sus efectos demoledores. En este sentido, los bienes de los últimos dos rubros, en tanto que no los roba directamente el tiempo, tendrían, una ventaja sobre los del primero. También podría encontrarse una segunda ventaja en el hecho de que, al residir en lo objetivo por su naturaleza, son accesibles y cada uno de nosotros tiene la posibilidad de llegar alguna vez a
poseerlos; por el contrario, lo subjetivo no viene dado por nuestro poder, sino que permanece inmutable de por vida, de modo que puede aplicársele los versos de Goethe: Según el día en que viniste al mundo, el sol en conjunción con los planetas estaba; comenzó tu desarrollo, y fue siguiendo con arreglo a aquella ley que al mundo te trajo. Así es forzoso que seas, sin que a ti mismo hurtarte puedas. Tal antaño dijeron las sibilas, y también los profetas profirieron; no hay tiempo ni poder que a alguna forma que sus fuerzas viviendo desarrolla, luego de ya acuñada, cambiar pueda.
Lo único que podemos hacer a este respecto es aprovechar la personalidad con la mayor astucia posible, esto es, perseguir sólo aquellas aspiraciones que le correspondan y preocuparnos por la clase de instrucción que le sea más adecuada, dejando a un lado las demás. Por consiguiente, elegir la condición, la ocupación y el modo de vida que le correspondan. De la decisiva preponderancia de nuestro primer rubro sobre los otros dos se colige que es mucho más sabio trabajar para la conservación de la salud, el desarrollo y la educación de nuestras facultades que para la acumulación de riquezas, lo cual no debe malinterpretarse en el sentido de que debamos descuidar la obtención de aquello que sea necesario y conveniente. Pero la riqueza propiamente dicha, es decir, la abundancia excesiva, no contribuye mucho a nuestra felicidad; de ahí que haya tantos ricos que se sienten desdichados, porque carecen de formación propia, cultura y conocimientos y, por eso, también carecen de intereses objetivos que pudieran permitirles ejercer alguna actividad intelectual. En efecto, lo que la riqueza da de sí más allá de la simple satisfacción de las necesidades reales y naturales tiene una influencia mínima en nuestro bienestar íntimo. Es más, a éste lo turbarán los muchos e inevitables cuidados que conlleva la conservación de una gran fortuna. Sin embargo, los hombres se esfuerzan mil veces más en la adquisición de riquezas que en obtener una buena educación espiritual; y esto a pesar de que es evidente que lo que uno es contribuye mucho más a nuestra felicidad que lo que uno tiene. Por eso vemos a tantos hombres ocupados en sus negocios, trabajando sin descanso, empeñados en aumentar sus riquezas. Este tipo de individuos apenas si conoce algo más allá del estrecho horizonte que limita los medios para lograrlas; fuera de éste no sabe nada: su espíritu se halla vacío, es insensible a cualquier otra cosa. Los goces más elevados le resultan inaccesibles; buscará sustituirlos con placeres efímeros, sensuales y que cuestan poco tiempo y mucho dinero, pero en vano, pues no lo conseguirá. Al término de su vida obtiene como resultado, si es que la fortuna le ha sonreído en sus empresas, un montón de dinero que tiene que dejar a sus herederos para que éstos lo aumenten o lo dilapiden. Un curriculum de tal calibre, vivido con gesto grave e importante, es tan absurdo como el de quien ostenta como símbolo un gorro de cascabeles. Lo esencial para la felicidad es lo que uno tiene en sí mismo. Pero como esto, por regla general, es tan escaso, la mayoría de aquellos que ya no necesitan luchar contra la necesidad en el fondo se sienten tan desdichados como los que aún se ven inmersos en la lucha contra ella. El vacío interior, lo aburrido de sus conciencias, la pobreza de sus espíritus, los empuja a la búsqueda de compañía; pero ésta la consiguen de otros semejantes a ellos, pues lo igual a su igual llama. Entonces se inicia
la caza de pasatiempo y diversión, que primero se buscan en los goces sensuales y placeres de todo tipo y, finalmente, en el vicio y el libertinaje. La fuente de esta incurable disipación que provoca la dilapidación de la fortuna de tanto hijo de familia que vino rico al mundo, no es otra que el aburrimiento surgido de la pobreza y vacuidad de espíritu. Un joven de este tipo fue enviado al mundo con mucho dinero en los bolsillos pero pobre en su interior; se afanó en vano por suplir la carencia interna mediante la riqueza externa en cuanto que quiso recibirlo todo desde fuera; podría, en fin, comparársele con esos ancianos que buscan fortalecerse con el hálito de las jovencitas. Con ello, al final, la pobreza interior termina por atraer a la pobreza externa. No necesito elogiar la importancia de los bienes de la vida humana comprendidos en los otros dos rubros: el valor de la propiedad está tan reconocido que no requiere ninguna recomendación. Incluso, el tercer rubro tiene una propiedad muy etérea, puesto que sólo se basa en la opinión de los otros. Si bien todos podemos aspirar al honor, sólo unos pocos, los que sirven al Estado, pueden aspirar al rango; y en cuanto a la fama, sólo la obtienen en contadísimas excepciones. De ahí que se considere al honor como un bien impagable, y a la fama, como lo más sabroso que el hombre puede alcanzar. En cambio, sólo los tontos anteponen el rango a las posesiones y riquezas. Los rubros segundo y tercero se hallan en llamada «reacción recíproca», puesto que el tienes, tendrás de Petronio conserva su validez y, a la inversa, la opinión favorable de los demás, en todas sus formas, ayuda a la adquisición de propiedades y riquezas. II. DE LO QUE UNO ES Que lo que uno es contribuye más a nuestra felicidad que lo que uno tiene y lo que uno representa lo sabemos en mayor o menor medida. Siempre será lo principal lo que uno sea, lo que tenga en sí mismo, pues su individualidad lo acompaña a todas partes, e impregna todo lo que se vive y experimenta. En toda ocasión uno disfruta primero de sí mismo; si esto puede aplicarse a los goces físicos, se aplicará en mayor medida a los espirituales. De ahí que sea tan acertada la expresión inglesa «to enjoy one’s self», que no dice por ejemplo «él disfruta de París», sino «él se disfruta en París». Pero si la individualidad es de mala índole, entonces los goces serán como un vino exquisito para una boca untada de hiel. Por consiguiente, en lo bueno y lo malo, dejando aparte las grandes desgracias, no tiene tanta importancia como sí lo tiene la manera en que se siente, es decir, lo que importa es la naturaleza y predisposición. Lo que uno es y en sí mismo posee (en resumidas cuentas, la personalidad y su valor) es lo único que contribuye a la felicidad y el bienestar. Todo lo demás influye indirectamente; de ahí que su efecto pueda impedirse, y no así el de la personalidad. De ello proviene que la envidia de las cualidades personales sea la más irreconciliable, así como la mejor disimulada. Sólo la naturaleza de la conciencia, su índole o condición, es lo permanente y duradero, y la individualidad es lo que obra constante y continuamente con mayor o menor intensidad: lo demás sólo actúa en el tiempo, en determinadas ocasiones o de forma pasajera, y se halla sometido al cambio y a la transformación; de ahí que Aristóteles diga: «Pues la naturaleza es eterna, no las cosas». En esto descansa el hecho de que podamos soportar con mayor resignación una desgracia llegada del exterior, que otra de la que seamos culpables; y es que el destino puede variar, pero jamás la propia naturaleza. Por consiguiente, los bienes subjetivos (un carácter noble, una cabeza capaz, un buen temperamento, un ánimo alegre y jovial y un cuerpo bien constituido y rebosante de salud) son los primeros y más importantes para nuestra felicidad; por eso deberíamos dedicarnos con
más afán a su desarrollo y conservación que a la adquisición de bienes y honores exteriores. Pero lo que contribuye más a nuestra dicha es la jovialidad. Esta buena cualidad se recompensa a sí misma. Quien es alegre siempre tiene motivo para estarlo; y el más simple es el mero hecho de ser como es. Nada puede sustituir a cualquier otro bien como esta cualidad, mientras que a ella ninguna otra puede sustituirla. Uno puede ser joven, hermoso, rico y distinguido; si quisiéramos juzgar sobre su felicidad tendríamos que preguntar si además de eso es jovial; si lo es, entonces da lo mismo que sea joven o viejo, guapo o feo, pobre o rico, pues es feliz. En mi primera juventud una vez abrí un viejo libro en el que se leía: «Quien ríe mucho es dichoso, quien llora mucho es desdichado», una sentencia muy simple que debido a su sencilla verdad, no he olvidado a pesar de que sólo es el superlativo de un lugar común. Por eso, hemos de dejar entrar a la jovialidad por la puerta ancha cuando se presenta, pues nunca llega en mala hora; y no vacilar nunca pensando si debemos o no permitirle la entrada hasta saber si tenemos motivos para estar alegres o porque temamos que vaya a molestarnos en nuestras graves cavilaciones. Por lo demás, lo que mediante estas últimas podamos conseguir siempre será incierto; la alegría, en cambio, siempre proporciona un beneficio inmediato. Ella es la moneda de la dicha, y no, como todo lo demás, un pagaré bancario; sólo ella nos hace felices inmediatamente. Por eso es el mayor bien para los seres cuya realidad tiene la forma de un presente indivisible entre dos tiempos infinitos. Así pues, deberíamos anteponer la adquisición y conservación de este bien a cualquier otra ambición. También es cierto, que nada contribuye menos a la jovialidad que la riqueza, y nada más que la salud: entre las clases inferiores se encuentran los rostros más joviales y satisfechos; en las de los ricos e importantes, cuando están en casa, los más crispados. Por consiguiente, deberíamos esforzarnos ante todo por alcanzar el grado más elevado de una salud perfecta, cuya flor es la jovialidad. Los medios para conseguirla son conocidos: evitar excesos y vicios, toda emoción violenta y desagradable, y el esfuerzo intelectual excesivo o demasiado prolongado; al menos dos horas diarias de ejercicio al aire libre, muchos baños con agua fría y otras medidas dietéticas similares. Cuánto depende nuestra dicha de la jovialidad, de la serenidad de ánimo, y ésta, a su vez, del estado de la salud, lo veremos si comparamos la impresión que suscitan determinadas circunstancias externas o sucesos en los días en que nos sentimos sanos y plenos de vigor, con aquella otra impresión que nos provocan idénticas circunstancias y sucesos cuando la enfermedad nos tiene inquietos y atemorizados. Que las cosas sean objetivas no nos hace dichosos o desdichados, sino lo que son para nosotros, es decir, nuestra manera de captarlas e interpretarlas. Esto mismo afirmaba Epicteto: «No son las cosas las que inquietan a los hombres, sino las opiniones sobre las cosas». En general, el noventa por ciento de nuestra felicidad reside en la salud. Con ella, todo es fuente de goces; sin ella, cualquier goce externo es indisfrutable; e igualmente, el resto de los bienes subjetivos, las cualidades del espíritu, ánimo, temperamento, acabarán por ser abatidos y diezmados por la enfermedad. Por eso no carece de fundamento que, antes que cualquier otra cosa, nos preguntemos por el estado de nuestra salud y que nos la deseemos recíprocamente, pues ésta es, con mucho, la principal fuente de la felicidad humana. De ello se colige que sea la mayor de las locuras sacrificar la salud por ganancias, ascensos, erudición, fama, y eso sin mencionar el placer o los goces efímeros; pues debemos anteponerla a todo. Sin embargo, por grande que sea la influencia de la salud en la jovialidad, esencial para nuestra felicidad, ésta no depende únicamente de aquella, pues aun con una salud perfecta puede poseerse un
temperamento melancólico y un ánimo en el que prevalezca la tristeza. La última causa de ello reside en la primitiva naturaleza del organismo, y en la relación más o menos normal de la sensibilidad con la irritabilidad y la fuerza reproductiva. Una desmesurada desproporción de la sensibilidad provocará descompensación de ánimo, periodos de alegría desmesurada seguidos de otros de profunda melancolía. Ahora bien, como el genio se caracteriza por un exceso de fuerza nerviosa, de sensibilidad, Aristóteles apuntó que todos los hombres extraordinarios y superiores son melancólicos: «Parece que todos los hombres que han sobresalido, ya sea en la filosofía, en la política, en la poesía o en cualquier otra de las bellas artes, fueron melancólicos». Sin duda alguna, éste es el pasaje que Cicerón tuvo a la vista al enunciar aquella sentencia tantas veces citada: «Aristóteles ait, omnes ingeniosos melancholicos esse». Esta diversidad tan grande de caracteres la ha reflejado Shakespeare de manera muy particular: ¡Vivimos en una época en que la naturaleza fabrica /extraños tipos! Unos guiñan y ríen como papagayos con sólo ver /un gaitero, y otros tienen tanto vinagre en la cara, que no enseñarían los dientes a manera de sonrisa aunque el mismo Néstor jurase que es graciosa /la farsa.
Precisamente Platón caracterizó esta diferencia con los términos gruñón, de mal humor; y jovial, de buen humor. Ésta puede retrotraerse a la susceptibilidad tan diferente de los hombres ante impresiones agradables o desagradables. Según sea la condición de dicha susceptibilidad, uno ríe de aquello que lleva casi al borde de la desesperación al otro. Por lo demás, la susceptibilidad para las impresiones agradables acostumbra al hombre a ser mucho más débil cuanto mayor es para las desagradables, y a la inversa. Ante la existencia de la posibilidad de que el resultado de un asunto sea tanto favorable como desfavorable, el gruñón se enojará o se afligirá si fracasa, y no se alegrará si resulta ser un éxito; el jovial, en cambio, ni se enojará ni se afligirá por el fracaso, pero sí se alegrará por el éxito. Nunca queda un mal sin compensación alguna; de aquí se sigue que los gruñones sean en conjunto más imaginativos; de esta forma tendrán que soportar menos accidentes y pesares que los otros de carácter más jovial; pues quien lo ve todo negro, quien constantemente teme lo peor y se prepara para ello, no se llevará tantos desengaños como aquel que siempre ve el color más hermoso de las cosas. No obstante, cuando una afección enfermiza del sistema nervioso o del aparato digestivo coincide con una melancolía innata, ésta puede alcanzar un grado máximo en el que un malestar duradero produce un hastío vital, y provocar la inclinación al suicidio. En estas circunstancias, las mínimas contrariedades pueden llegar a provocarlo; pero en la máxima expresión del mal ni siquiera se necesita un motivo, sino que lo determinarán ese malestar y hastío constantes. Entonces este acto se realiza con una premeditación tan fría que incluso el enfermo, preso de tal idea, sometido a vigilancia, utiliza el primer instante de descuido y, sin ninguna vacilación, se entrega a este remedio liberador que para él resulta algo natural y deseado. Cumplidas descripciones de tal estado las da Esquirol en su obra Des maladies mentales. Por otra parte, también es cierto que debido a las circunstancias, incluso el hombre más sano y jovial, puede decidirse por el suicidio cuando la intensidad del dolor o la proximidad inevitable de una desgracia vencen el horror a la muerte. La diferencia sólo reside en la magnitud del motivo que lo causa, que
está en proporción inversa a la melancolía. Cuanto mayor es ésta, más pequeño puede ser aquél, llegando incluso a anularse por completo. Por el contrario, cuanto mayores son la jovialidad, alegría y la salud que la ampara, mucho mayor será la magnitud del motivo. Después, existen incontables grados entre estos casos extremos de suicidio: entre el que sólo surge de un aumento enfermizo de la melancolía, y el de quien a pesar de ser jovial y estar sano, toma esta decisión sólo por causas objetivas. La belleza se parece a la salud. Esta cualidad subjetiva no contribuye directamente a nuestra felicidad, sino sólo indirectamente, a través de la impresión que produce en los demás; sin embargo, es algo muy importante. La belleza es una carta de recomendación manifiesta, que de antemano nos asegura el favor de los corazones; a ella se refiere el verso de Homero: […] que no son despreciables los eximios presentes de los dioses y nadie puede escogerlos a su gusto
Una simple mirada nos muestra a los dos enemigos de la felicidad humana: el dolor y el aburrimiento. También podemos observar lo siguiente: en la medida en que logramos alejarnos del primero, más nos aproximamos al otro, y viceversa; de modo que nuestra vida se caracteriza por la mayor o menor oscilación entre ambos. Esto proviene de que cada uno de ellos posee con respecto al otro un doble antagonismo: uno externo u objetivo y otro interno o subjetivo. Exteriormente, necesidad y carencia engendran el dolor; y la seguridad y la abundancia, el aburrimiento. Según esto, vemos a la clase social más baja en constante lucha contra la necesidad, contra el dolor; y al mundo de los ricos y los eminentes en una incesante y desesperada lucha contra el aburrimiento. El antagonismo interior o subjetivo reside en que en algunos individuos la susceptibilidad al dolor es inversamente proporcional a la susceptibilidad al aburrimiento, en tanto que la determinan sus facultades intelectuales. La torpeza intelectual es, junto al embotamiento de la sensibilidad y la carencia de excitabilidad, lo que hace menos receptivo a los dolores y las penas de cualquier clase y magnitud. De esta torpeza intelectual surge el vacío interior impreso en multitud de semblantes, traicionados por prestar una constante y tensa atención a todo, incluso a los mínimos acontecimientos del mundo exterior; éste es el verdadero manantial del aburrimiento, que sin cesar ansía estímulos exteriores a fin de movilizar la mente y el ánimo por medio de cualquier cosa. De ahí que no sea muy escrupulosa la elección de tales estímulos; bastará observar las deplorables distracciones a las que se ve recurrir a tantos individuos, lo mismo que la índole de sus compañías y sus conversaciones, y la gran cantidad de porteros y papanatas que hay en el mundo para que uno se dé cuenta de ello. De este vacío interior surge el afán de sociedad, distracciones, placeres y lujos de toda clase que a tantos lleva al despilfarro y acaba por reducirlos a la miseria. Nada hay que preserve con mayor seguridad de este extravío como la riqueza interior, la riqueza del espíritu; cuanto más se acerque a la eminencia, menos espacio dejará al aburrimiento. La incansable actividad del pensamiento; su juego renovado ante la variedad de manifestaciones del mundo interior y exterior, la fuerza y el impulso dirigidos siempre hacia nuevas combinaciones, guardan a cualquier cabeza eminente, aparte de los momentos de cansancio, del aburrimiento. Por lo demás, una inteligencia superior tiene como condición directa una elevada sensibilidad y, como raíz, una mayor violencia de la voluntad, de la pasión. De la unión con éstas nace una gran fortaleza de los afectos y una extremada susceptibilidad frente a los dolores espirituales e incluso frente a los corporales, además de una enorme impaciencia ante cualquier obstáculo o estorbo; todo lo cual
influye aumentando la vivacidad de las representaciones surgidas del poder de la fantasía. Lo dicho es válido para todos los grados intermedios comprendidos en el espacio entre el más lerdo de los imbéciles y el mayor de los genios. Por consiguiente, cada uno estará, tanto objetiva como subjetivamente, más cerca de una de las fuentes del dolor humano cuanto más alejado se halle de la otra. Así, su afán natural le inducirá a adaptar lo objetivo a lo subjetivo, es decir, a prevenirse contra aquella fuente de dolor frente a la que sea más susceptible. El hombre rico en ingenio e inteligencia aspirará a la ausencia de dolor, a vivir sin molestias, a la tranquilidad y al ocio; por consiguiente, llevará una vida callada, modesta y, en lo posible, pacífica y sin conflictos; además, después de haber conocido a los seres humanos, acabará por elegir la vida retirada, y si se trata de un espíritu superior, buscará la soledad absoluta. Pues cuanto más tiene uno en sí mismo, menos necesita del exterior y menos le importan los demás. Por eso, la eminencia de espíritu conduce a la insociabilidad. Si por lo menos la cualidad de la sociedad pudiese sustituirse por la cantidad, entonces merecería la pena vivir en el gran mundo, pero, desgraciadamente, cien necios en un tropel no equivalen a un hombre cabal. Por otro lado, el hombre que se halla en el extremo opuesto, buscará compañía y diversiones a cualquier precio, prestándose a todo con tal de poder huir de sí mismo. En la soledad, donde uno se remite a su propia compañía, se muestra lo que cada cual tiene en su interior. En ella solloza el zopenco vestido de púrpura bajo el lastre de su mísera individualidad, mientras el hombre inteligente puebla el más árido desierto con sus pensamientos. A este respecto dice Séneca con mucho acierto: «Toda necedad sufre por hastío de sí misma» y el proverbio de Jesús de Sira: «La vida del necio es peor que la muerte». Por consiguiente, nos encontraremos, en general, con que cuanto más pobre y simple de espíritu es un hombre, más social será. Y es que en el mundo no cabe otra cosa sino la elección entre soledad o vulgaridad. Parece ser que los hombres más sociables son negros, y también los más atrasados intelectualmente. Según informes de Norteamérica, publicados en la prensa francesa (Le Commerce, 19 de octubre de 1837), los negros, sin distinción de libres y esclavos, se encierran en gran número, todos apretujados, en espacios muy reducidos, pues necesitan ver sus negros rostros de nariz achatada. Del mismo modo que el cerebro aparece como el parásito o pensionista del cuerpo, el tiempo de ocio que cada uno consigue es el fruto y el beneficio de su existencia entera, que sólo consiste en esfuerzo y trabajo. Pero ¿Qué otorga este tiempo de ocio a la mayoría de los hombres? Aburrimiento y estupidez, mientras no tengan a mano goces sensibles o niñerías para ocuparlo. Se trata, ciertamente, de El aburrimiento de los ignorantes, de Ariosto. De ahí que los juegos de naipes hayan llegado a ser en todos los países la principal ocupación de la sociedad; denotan su medida de valor y la manifiesta bancarrota del pensamiento. Al no tener ideas que intercambiar, los hombres intercambian naipes buscando arrebatarse los florines. ¡Oh, mísera humanidad! Mas, para no ser injusto, no ocultaré la idea de que, en cualquier caso, puede alegarse algo en favor de los juegos de naipes: que sirven de adiestramiento para la vida mundana y los negocios. Con ellos se aprende a utilizar con inteligencia las oportunidades inamovibles (naipes) que nos concede el azar y a sacar el mejor partido de ellas; con este fin, uno también se acostumbra a contenerse y poner buena cara cuando tiene mala suerte. Puesto que el tiempo de ocio es la floración, o el fruto de la existencia de cada individuo, ya que sólo gracias a él adquiere el individuo la posesión de lo que es en su interior, habrá que considerar dichosos a quienes, además, reciben de sí mismos algo de valor; y no son como el producto común del ocio: un tipo con el que no hay nada que hacer, que se aburre horriblemente y es una carga para sí
mismo. Por eso, alegrémonos, «¡oh, amados hermanos!, de no ser hijos de la esclava, sino de la libre». Así como el país más dichoso es aquel que de poco o nada necesita de importaciones, también será más feliz el hombre a quien le baste con su riqueza interior y poco o nada necesite de fuera para su contento: esos abastecimientos son caros; comprometen, son peligrosos, ocasionan pérdidas y son un mal sustituto de los productos del suelo propio. Y es que de los demás no puede uno esperar mucho en ningún sentido. Lo que un individuo pueda ser para otro siempre es algo muy limitado: al final nos quedamos solos, y lo único que cuenta es quién se queda solo. Aquí también viene al caso lo que, hablando en general, dice Goethe: «En todas las cosas, cada cual queda, en último extremo, reducido a sí mismo». Cada uno debe hallar y procurarse lo mejor y lo más importante en su interior. Cuanto más lo haga y, en consecuencia, sea más capaz de encontrar las fuentes de su goce en sí mismo, más dichoso será. Con inmensa razón dice Aristóteles: «La felicidad es de quienes se bastan a sí mismos». En efecto, el resto de las fuentes exteriores de la felicidad y el gozo son, debido a su naturaleza, muy inciertas, equívocas, perecederas y sometidas al azar; de ahí que, aun en las mejores circunstancias, puedan extinguirse con facilidad; ello es inevitable en tanto que no pueden tenerse siempre al alcance de la mano. Con la edad casi todas se marchitan sin remedio: nos abandona el amor, el gusto por la diversión, el placer de viajar, el de montar a caballo, el gusto por mostrarnos en sociedad; incluso la muerte nos arrebata a los amigos y parientes. Es entonces cuando, más que nunca, cobra importancia lo que uno tiene en sí mismo. Y esto es lo que tiene que sostenerse y perdurar: en todas las edades de la vida, es y será la única fuente verdadera y duradera de la felicidad. Del mundo no hay mucho que tomar: la necesidad y el dolor lo llenan, y a los que han escapado de esos males, el aburrimiento los acecha a cada esquina. Por lo demás, los gobierna la maldad, y la estupidez tiene siempre la palabra. El destino es cruel y los seres humanos son desdichados. En un mundo así, quien tiene mucho en su interior se asemeja a la cálida habitación navideña, rebosante de luz y alegría, en medio de la nieve y el hielo de diciembre. Una individualidad excelente, rica y rebosante de espíritu, inteligencia e ingenio, es la mejor lotería del planeta; aun siendo esta última todo lo diferente que quiera ser de la más esplendorosa de las suertes. Sin embargo, las circunstancias exteriores deben ser favorables para que podamos poseernos y disfrutar de nosotros mismos; por eso decía ya Qohelet: «Excelente es la sabiduría con patrimonio, y provechosa a quienes ven el Sol». Aquel a quien por gracia de la naturaleza y el destino se le concede este don velará para que la fuente interna de su felicidad le siga siendo accesible; y para ello la independencia y el ocio son requisitos indispensables. Por eso las adquirirá gustoso mediante la moderación y el ahorro; máxime cuando, a diferencia de los demás, no está corrompido por las fuentes exteriores del goce. De ahí que la perspectiva del cargo, el dinero, el beneplácito y el aplauso no le inducen a renegar de sí mismo por someterse a las bajas intenciones o al mal gusto de los hombres. Llegado el caso hará como Horacio, en la Epístola a Mecenas. La verdad de que la fuente principal de la felicidad humana surge del propio interior de cada uno, halla su confirmación en la acertada afirmación hecha por Aristóteles en la Ética a Nicómaco, de que cualquier goce supone una actividad, el uso de algún tipo concreto de fuerza sin la que no podría darse. El fin primordial de las fuerzas con que la naturaleza ha dotado al hombre es luchar contra los peligros que lo asedian. Mas en los momentos en que cesa la lucha, esas fuerzas no empleadas se convierten en una carga. Su dueño entonces tiene que jugar con ellas; emplearlas sin motivo, pues de no hacerlo cae preso de la otra fuente del dolor humano: el aburrimiento. Éste tortura sobre todo a
los grandes y ricos. Ya Lucrecio nos dejó una descripción de su tormento, cuya validez y certeza tenemos oportunidad de reconocer diariamente en las grandes ciudades: Uno a veces deja su palacio por huir del fastidio /de su casa, y al momento se vuelve, no encontrando algún /alivio fuera a sus pesares: corre a sus tierras otro a rienda suelta, como a /apagar el fuego de su casa, se disgusta de pronto cuando apenas los umbrales /pisó, o se rinde al sueño y procura olvidarse de sí /mismo, o vuelve a la ciudad de nuevo al punto […]
En la juventud todavía conservan estos señores la fuerza muscular y reproductiva, pero en la vejez sólo les queda la fuerza del espíritu; si entonces ésta les falla o carecen de preparación intelectual y de materia almacenada para poder ejercitarlas, grande será su lamento. Pero como sólo la voluntad es la fuerza inagotable, ahora se tratará de estimularla mediante la excitación de las pasiones: los grandes juegos de azar, un vicio en verdad denigrante. Todo individuo desocupado, según sea la clase de fuerzas que predominen en él, elegirá un juego para emplearlas: quizá bolos o ajedrez; caza o pintura, apuestas en las carreras o música; heráldica o filosofía, etcétera. Incluso podemos investigar el asunto si retrocedemos hasta las raíces de las manifestaciones de las fuerzas humanas, es decir, de las tres fuerzas fisiológicas fundamentales, las cuales estudiaremos en su juego sin motivo. Dichas fuerzas se manifiestan como las fuentes de tres clases posibles de goces, al ser elegidas por los individuos según la fuerza que predomina en su naturaleza. Primero, los goces de la fuerza reproductora: comer, beber, digerir, reposar y dormir. Muchos pueblos se han hecho famosos por haberlos convertido en sus placeres nacionales. Segundo, los goces de la irritabilidad: caminar, saltar, boxear, bailar, esgrimir, montar a caballo y los juegos atléticos de todas clases, así como la caza e incluso la lucha y la guerra. Tercero, los goces de la sensibilidad: contemplar, pensar, sentir, poetizar, representar, interpretar música, aprender, leer, meditar, inventar, filosofar, etcétera. Pueden efectuarse muchas más consideraciones acerca del valor, el grado y la duración de estos goces, pero las dejamos a criterio del lector. Sin embargo, todos comprenderán en lo dicho que nuestro gozo, motivado siempre por el uso de nuestras fuerzas, será mucho mayor cuanto más noble sea la clase de fuerza que lo sustente. Tampoco se habrá de negar la ventaja que, en este sentido, posee la sensibilidad sobre las otras dos fuerzas fisiológicas fundamentales que también tienen los animales; su decisiva superioridad establece la diferencia entre el hombre y el resto de las especies. A la sensibilidad pertenecen nuestras fuerzas intelectuales; la sobreabundancia de éstas capacita para los llamados goces espirituales, que se basan en el conocimiento, y que serán mayores cuanto más decisiva sea su abundancia. El hombre normal no puede interesarse vivamente por nada que no excite directamente su voluntad, que no le interese a él directa y personalmente. Ahora bien, toda excitación persistente de la voluntad es de naturaleza mixta: está mezclada con el dolor. Un medio intencionado de excitarla con ínfimos intereses que sólo causan dolores momentáneos y ligeros, es el juego de cartas, esta es la ocupación por excelencia de la buena sociedad de todos los lugares. En cambio, el hombre dotado de fuerzas espirituales superiores es capaz de sentir el más vivo
interés por el puro conocimiento sin intervención de la voluntad; es más, lo necesita. Tal condición, sin embargo, lo sitúa en una región ajena al dolor, en la misma atmósfera en la que viven los bienaventurados dioses de Homero. Mientras las vidas del resto de los hombres transcurren en la estupidez; sus creaciones y sus afanes se hallan dirigidos hacia los más ínfimos intereses del bienestar personal y hacia miserias de todas clases; de ahí que los asalte un aburrimiento insoportable en cuanto dejan de ocuparse de tales mezquindades. Por el contrario, el hombre en el que predominan las fuerzas espirituales disfruta de una existencia rica en pensamientos, siempre animada y plena de sentido; ocupa su atención en objetos dignos e interesantes en cuanto tiene tiempo para entregarse a ello, y es dueño del manantial de los goces más nobles. Estímulos del exterior se los proporcionan las obras de la naturaleza y la visión del ajetreo y afanes humanos, además de las producciones tan variadas de los hombres extraordinarios de todas las épocas y países, producciones que sólo él puede disfrutar por entero, pues puede comprenderlas y sentirlas con plenitud: sólo para él vivieron aquéllos, sólo a él es a quien se dirigieron; mientras que el resto de los hombres, cual escuchas ocasionales, sólo entienden a medias un poco. Por supuesto que, debido a todo esto, el individuo bien dotado intelectualmente tiene una necesidad más que todos los demás de aprender, ver, estudiar, meditar, experimentar y, en consecuencia, de disfrutar el tiempo libre, tiempo de ocio. Pero justo porque, como Voltaire muy bien señala: «No existen verdaderos goces sin verdaderas necesidades», sea precisamente la necesidad una condición indispensable para ello, y se abre ante él tanta variedad de goces que los demás no pueden disfrutar; para estos últimos las bellezas de la naturaleza y el arte, las obras del espíritu de cualquier especie, incluso cuando se apiñen a su alrededor, sólo serán como hetairas ante un anciano. En consecuencia, un hombre con estas características, lleva junto a su vida personal una segunda existencia, una vida intelectual, la cual poco a poco habrá de convertirse en el fin, en tanto que para el resto de los hombres esa existencia peleada, vacía y turbia es la que tiene que servirles de fin. La vida intelectual será la principal ocupación del hombre superior, mediante el aumento constante de la perspicacia y el conocimiento, dicha vida adquiere una cohesión, una elevación, un acabado cada vez más completo y perfecto, como una obra de arte en vías de formación; en cambio, la vida práctica, la que se encamina únicamente hacia el bienestar personal constituye un crecimiento en extensión y no en profundidad, decrece tristemente; no obstante, a los primeros tiene que servirles de fin, mientras que para los otros es sólo un medio. Cuando las pasiones no la agitan, nuestra vida práctica y real es aburrida y monótona, pero cuando aquéllas la alteran se transforma en algo que nos produce dolor. Por eso sólo son felices quienes han recibido una cantidad de intelecto que excede el volumen necesario para satisfacer el servicio de su voluntad. Gracias a eso llevan junto a su vida real una vida intelectual que desarrollan sin dolor, la cual, sin embargo, los ocupa y los divierte vivamente. Simple ocio, es decir, un intelecto desocupado al servicio de la voluntad, no sirve para eso; se necesita un exceso de fuerza, pues ésta capacita para entregarse a una ocupación que no esté al servicio de la voluntad, puramente espiritual. Por el contrario, «el descanso sin estudio es para los vivos muerte y sepultura». Según sea más grande o más pequeña la cuantía de este exceso, existen incontables lapsos de esa vida que transcurren paralelamente a la real: desde el mero coleccionismo y la descripción de insectos, pájaros, minerales o monedas, hasta las más elevadas creaciones de la poesía y la filosofía. Tal vida intelectual será una buena defensa contra los numerosos peligros, pérdidas y excesos en los que uno cae cuando sólo busca su suerte en el mundo real. En efecto, mi filosofía, por ejemplo, no me ha
aportado beneficios materiales, pero me ha permitido ahorrar mucho. Para el hombre común, en cambio, el goce de la vida depende de cosas exteriores, fuera de él: las posesiones, el rango, la mujer y los hijos, los amigos, la sociedad, etcétera; en tales cosas se apoya su felicidad. Por eso se quiebra con su pérdida o cuando lo decepcionan o desengañan. Podríamos decir, para expresar mejor esta relación, que su centro de gravedad descansa fuera de él. Precisamente por esta razón lo asaltan multitud de deseos y caprichos. Si sus medios se lo permiten, comprará casas de campo, caballos, dará fiestas o hará viajes, vivirá con gran lujo; y buscará su satisfacción en cosas exteriores de cualquier especie; es como el hombre extenuado que espera recobrar la salud y la fortaleza con los consomés y los fármacos, mientras que la verdadera fuente de aquéllas es la propia fuerza vital. A fin de no pasar inmediatamente al extremo contrario, situemos junto a este individuo a otro hombre, éste dotado de una capacidad intelectual que, sin que llegue a ser eminente, sobrepase la medida de lo común. Veremos a este último cultivar como diletante alguna de las bellas artes, o dedicarse al estudio de una ciencia y hallar en ellas una gran parte de su goce; disfrutar y descansar cuando se agotan aquellas otras fuentes externas o cuando ya no le satisfagan. Podríamos decir que su centro de gravedad descansa en parte dentro de él. Pero, no obstante, como el mero diletantismo en el arte está aún muy lejos de la facultad creadora, o como las meras ciencias se quedan sólo en la simple relación de unos fenómenos con otros, no surge de ellas el hombre íntegro, ni son capaces de absorber la totalidad de su ser; en fin, que la existencia de este diletante no se entreteje de tal manera con ellas como para que llegue a perder el interés por lo demás. Ello sólo está reservado a la suprema eminencia espiritual que suele caracterizarse con el nombre de genio. Sólo el genio abraza íntegramente la existencia y el ser de las cosas como su propio tema; y luego, según su dirección individual, tiende a expresar la profunda comprensión que ha hecho de ellas, por medio del arte, la poesía o la filosofía. De ahí que sólo para un hombre de esta clase sea el mayor deseo la ocupación permanente consigo mismo, con sus pensamientos y sus obras, que la soledad le sea bienvenida, y el tiempo de ocio, el mayor de lo bienes; mientras que todo lo demás le parece prescindible o, cuando lo posee, una carga. Sólo de un hombre de este tipo podemos decir que su centro de gravedad descansa enteramente en él, en sí mismo. Esto nos aclarará que la escasísima gente de este tipo, aun poseyendo el mejor de los caracteres, no muestre ese ilimitado interés por los amigos, la familia o la comunidad como muchos otros hombres; y es que, en último extremo, tales personas pueden consolarse de todo sólo con poseerse a sí mismas. En los individuos de este cariz existe un elemento aislante, el cual será mucho más activo, en tanto que los demás hombres jamás les satisfacen plenamente, por eso, nunca verán en ellos a sus iguales; es más, dado que cada vez son más conscientes de su condición heterogénea, poco a poco se irán acostumbrando a caminar entre los demás como seres extraños y a servirse, cuando meditan sobre ellos, de la tercera persona del plural y no de la primera. Desde este punto de vista, parece que el hombre mejor dotado intelectualmente por la naturaleza será el más feliz; sabemos que lo subjetivo está más cerca de nosotros que lo objetivo, cuyos efectos, sean de la clase que sean, siempre obran por su mediación. Esto es lo que corroboran los hermosos versos: La verdadera riqueza es sólo la riqueza del alma; todo lo demás trae más sinsabores que ganancias.
Alguien que posee tal riqueza interior no requiere de fuera más que un regalo negativo: tiempo libre,
ocio, a fin de poder ejercitar y desarrollar sus capacidades espirituales y poder disfrutar tal riqueza interior; sólo necesita el permiso para ser enteramente él mismo cada día y cada hora durante el resto de su vida. Por esto vemos a los grandes espíritus conceder el máximo valor al ocio. «Parece ser que la felicidad está en el ocio», dice Aristóteles; Diógenes Laercio refiere que «Sócrates alaba el ocio como la más preciosa de las posesiones». Con esto se corresponde que Aristóteles declarase la vida filosófica como la más dichosa de todas. Incluso también tiene que ver con lo que dice en la Política: «Poder ejercitar sin impedimento alguno su virtud, sea de la clase que sea, es la verdadera felicidad»; lo cual concuerda con la sentencia de Goethe en el Wilhelm Meister: «Aquel que nació con talento para algún menester, en él encuentra la felicidad de su vida». Disponer de tiempo para el ocio no es una suerte común, sino algo extraordinario a la naturaleza del hombre; pues la natural inclinación del hombre común es emplear su tiempo en la adquisición de los bienes necesarios para asegurar su existencia y la de su familia. Es hijo de la necesidad, no de la inteligencia. Por este motivo, el ocio se convertirá para el hombre vulgar en una carga y, finalmente, en una tortura si no puede ocuparlo con infinidad de medios artificiosos y motivos fingidos, mediante juegos, pasatiempos y aficiones de todas clases; además, por la misma razón, puede traerle peligros, pues ya se ha dicho: «Peligrosa es la paz en el ocio». Por otra parte, un intelecto que sobrepasa con mucho la medida normal es anormal, no natural. Una vez que se da, quien esté dotado de éste necesita del ocio que para unos es molesto, y para otros peligroso, puesto que sin él sería como un Pegaso bajo el yugo: alguien desdichado. Si ambas anomalías coinciden, la externa y la interna, entonces será un caso de suerte, porque el hombre así privilegiado podrá llevar una vida de una clase superior, la de alguien exento de las dos fuentes extremas del sufrimiento humano: la necesidad y el aburrimiento, o del penoso trabajo de tener que velar por su existencia y de la incapacidad de soportar el ocio; de lo contrario, el hombre no podrá esquivar dichos males sino neutralizando y anulando recíprocamente el uno con el otro. En contra de esto hemos de considerar que los grandes dones del espíritu, como consecuencia de una desmesurada actividad nerviosa, producen una extraordinaria receptividad para el dolor; que el temperamento exacerbado que tales dones suelen tener como condición, así como la mayor viveza y perfección de todas las representaciones que este temperamento lleva aparejadas, producen una extrema violencia de los afectos provocada por éstas, siendo así que son muchos más los afectos penosos que los agradables. También ocurre que los dones extraordinarios del espíritu alejan a su propietario del resto de los hombres y sus afanes, y cientos de cosas en las que aquellos encuentran gran satisfacción, a él le resultan insípidas e indigestas. Quizá por eso tenga validez la ley universal de la compensación: se ha afirmado a menudo que el hombre de espíritu limitado es el más dichoso, aunque nadie le envidie esa dicha. No quiero proponer al lector la solución definitiva de este asunto, y mucho menos cuando el mismo Sófocles tiene dos sentencias opuestas a este respecto: La cordura es con mucho el primer paso de la felicidad.
Y de nuevo: La vida más grata está en la inconciencia.
No quisiera dejar de mencionar al hombre que, a causa de sus estrechas fuerzas intelectuales que apenas si alcanzan la media de lo normal, carece de necesidades espirituales, y que se designa con
una palabra propia: filisteo. Este vocablo, procedente del mundo estudiantil, se empleó con un sentido más extenso, pero análogo a su sentido primitivo, para designar a aquel que es lo contrario a un hijo de las musas. Ahora definiría a los filisteos diciendo que se trata de personas que constantemente se hallan ocupadas de la forma más seria con una realidad que no es tal. Pero una definición trascendental como ésta no concuerda mucho con el punto de vista popular que quiero mantener en este tratado y, por tanto, podría no ser comprendida por todos los lectores. La primera, en cambio, permite un comentario especial e ilustra la raíz de todas las particularidades que caracterizan al filisteo. Se trata, por tanto, de un hombre sin necesidades espirituales. De aquí derivan varias consecuencias: la primera, en referencia a él mismo, que nunca tendrá goces espirituales, según la máxima citada: «No existen goces verdaderos sin necesidades verdaderas». Ninguna aspiración hacia el conocimiento y la lucidez por voluntad propia aviva su existencia; ni tampoco ningún afán de goces estéticos. No obstante, si la moda o la autoridad le imponen algún goce de este tipo, procurará soportarlo el menor tiempo posible, como si se tratara de un castigo. Para él, los únicos goces verdaderos son los sensuales: éstos los ejercita con vitalidad extraordinaria. Las ostras y el champán constituyen el punto culminante de su existencia, y conseguir todo aquello que contribuya a una cómoda existencia material es el objeto de su vida. ¡Qué feliz se siente si ello le cuesta mucho trabajo! Pues si tales bienes le han sido otorgados de antemano, indefectiblemente cae víctima del aburrimiento, contra el que intentará entonces todo lo imaginable: bailes, teatro, sociedad, juegos de naipes, juegos de azar, caballos, mujeres, vino, viajes, etcétera. Pero todo ello se tornará insuficiente contra el aburrimiento donde la carencia de necesidades espirituales impide los goces del espíritu. De ahí que sea también una característica del filisteo una seriedad hosca y seca, semejante a la animal. Nada le alegra, nada lo anima, nada le llama la atención. Los goces sensuales se agotan enseguida; la sociedad, compuesta por filisteos como él, pronto se torna aburrida y el juego de naipes fatigoso. Le quedan los goces de la vanidad, que consistirán en superar a los demás en riqueza, rango, influencia y poder, y que le honren por eso. O también en codearse con los que destacan por tener lo referido y aparecer reflejado en su brillo. De la característica fundamental del filisteo se sigue, en relación con los demás, que, dada su carencia de necesidades espirituales y la sola existencia de necesidades físicas, no buscará a quien pueda satisfacer las primeras, sino a quien satisfaga las segundas. Entre las exigencias que demanda de los demás no estará las que posean alguna eminente cualidad espiritual, pues dar con éstas despertará su antipatía y su odio, ya que ante su presencia lo único que experimenta es un molesto sentimiento de inferioridad y una sorda sensación de secreta envidia que oculta de la manera más cuidadosa y hasta trata de disimulársela a sí mismo, lo cual hace que crezca y llegue a convertirse en una inquina muda. Jamás se le ocurrirá medir su estima y su consideración por las cualidades espirituales, sino por el rango o la riqueza, el poder o la influencia, que a sus ojos son las únicas cualidades en las que le gustaría sobresalir. Todo esto es consecuencia de que es un hombre carente de necesidades espirituales. Entre las cualidades personales que contribuyen a nuestra felicidad he considerado, junto a las cualidades físicas, las intelectuales. Ahora bien, de qué manera la excelencia moral influye sobre nuestra felicidad ya lo he expuesto en otra ocasión en mi obra reconocida: Sobre el fundamento de la moral a la que remito al lector. III. DE LO QUE UNO TIENE
Epicuro, el gran maestro de la felicidad, dividió con corrección y belleza las necesidades humanas en tres clases: en primer lugar, las naturales y necesarias, aquellas que provocan dolor si no se satisfacen. Por consiguiente, a esta clase pertenecen sólo la alimentación y el vestido. Son fáciles de cubrir. Segundo, las naturales no necesarias: se trata de la necesidad de aplacar el apetito sexual. Sin embargo, Epicuro, según el informe de Laercio, no la menciona (aquí reproduzco su doctrina algo mejorada y pulida). La satisfacción de esta necesidad es un poco más difícil. En tercer lugar, las que no son ni naturales ni necesarias: el lujo, la abundancia, el brillo y la ostentación. Son infinitas y su satisfaccción es muy difícil. Es muy difícil determinar el límite de nuestros deseos racionales en relación con las posesiones. En efecto, la satisfacción de un individuo, en lo que a esto respecta, no descansa en una medida absoluta, sino en una relativa: en la relación entre sus deseos y sus posesiones. De ahí que las últimas, consideradas por él sólo, puedan resultarle tan insignificantes y vacías como el numerador de una fracción sin el denominador. Un hombre no echará de menos aquellos bienes a los que jamás aspiró; y vive muy dichoso sin ellos; mientras que otro, que posee cien veces más que él, se siente desdichado porque le falte a una sola cosa de todo lo que ansía. Cada cual tiene un horizonte de lo que es posible alcanzar, y según sea su extensión, mayor o menor será la medida de sus aspiraciones. Cuando le parece que un objeto se ubica en el campo de este horizonte y está seguro de alcanzarlo, se sentirá dichoso; y se creerá desdichado si aparece algún tipo de dificultad que le frustre la perspectiva de lograr su propósito. Aquello que se sitúa fuera de su círculo carece de efecto sobre él. De ahí que a los pobres no les inquieten las grandes posesiones de los ricos, y que tampoco al rico lo consuele el resto de lo que posee cuando no logra apropiarse de algo que desea. El hecho de que tras la pérdida de la riqueza o del bienestar, una vez sobrepasado ya el primer dolor, nuestro ánimo habitual no sea muy distinto del que antes teníamos proviene de que, una vez que el azar haya disminuido el factor de nuestra hacienda, nosotros aminoramos nuestras aspiraciones. Pero esta operación es más dolorosa en una desgracia; cuando ésta se consuma, el dolor será cada vez menor y, al final, no se sentirá en absoluto: la herida cicatriza. Sucederá lo contrario cuando se trate de un caso feliz. El compresor de nuestras aspiraciones eleva nuestros deseos, y éstos se delatan cada vez más; en esto reside la alegría. Pero tampoco aquélla permanece mucho más tiempo del que requiere tal operación: una vez consumada, nos acostumbramos a la nueva dimensión de nuestras aspiraciones y acabamos por sentir indiferencia ante los bienes que vamos obteniendo al satisfacerlas. Esto ya lo dice el pasaje homérico: […] el talante del hombre que pisa la tierra se /ajusta con la suerte del día que el padre de dioses y humanos va mandando.
La fuente de nuestra insatisfacción radica en nuestros intentos siempre renovados de elevar el número de pretensiones, mientras la inmovilidad del otro factor lo impide. A los hombres se les reprocha que orienten sus deseos hacia el dinero y que lo amen sobre todas las cosas. Sin embargo, es muy natural e inevitable amar aquello que, como si fuera un Proteo infatigable, se halla dispuesto a transformarse instantáneamente en el objeto de nuestros deseos o puede satisfacernos múltiples necesidades. Otro bien tan sólo puede satisfacer un deseo, una sola necesidad; los alimentos sólo son para el que tiene hambre; el vino, para quien está sano; los medicamentos, para el enfermo; un abrigo sirve para el invierno; las mujeres, para los jóvenes,
etcétera. Por consiguiente, todas estas cosas no son más que relativamente buenas. Sólo el dinero es absolutamente bueno, porque no sólo concuerda con una necesidad in concreto, sino con todas las necesidades in abstracto. Las personas a las que no les viene la fortuna de familia pero que llegan a una situación en la que, gracias a sus talentos, ganan mucho dinero, casi siempre caen en la ilusión de creer que ese talento es su capital estable y que la ganancia obtenida es el interés. He aquí la razón por la cual no ahorran nada de lo que ganan a fin de consolidar un capital duradero, sino que lo gastan en la medida en que lo obtienen. La mayoría de ellas acaba en la pobreza, pues su talento se estanca, o cesa tras agotarse, si es que era de una clase perecedera, como lo son, por ejemplo, casi todos los talentos que tienen que ver con las bellas artes; o, también porque sólo era productivo bajo ciertas circunstancias que han desaparecido. Algunos artesanos pueden vivir de este modo porque las capacidades para sus producciones no se pierden tan fácilmente, o porque cuando faltan las suple el trabajo de sus ayudantes; por lo demás, los productos que fabrican son objetos de necesidad, es decir, productos que encuentran salida en todo tiempo. De ahí que sea cierto el refrán: «Quien tiene un oficio tiene un tesoro». Pero no ocurre lo mismo con los artistas y virtuosi de todas clases; por eso se les paga tan caro. Éstos deberían convertir sus ganancias en capital, pero, en vez de ello, las toman como si fueran intereses y gestan su perdición. En cambio, quienes poseen una fortuna heredada saben distinguir muy bien entre el capital y los intereses. La mayoría procurará, al menos, poner aquél a buen recaudo, no tocarlo en ningún caso y, si es posible, ahorrar al menos una octava parte de los intereses para enfrentarse a posibles dificultades. He aquí el porqué estos individuos mantienen su bienestar. Toda nuestra reflexión no es aplicable a los comerciantes. En efecto, para ellos el dinero es el medio por el que obtienen sus riquezas futuras, es su herramienta de trabajo; a esto se debe que, aun cuando sea dinero ganado por ellos mismos, procuren conservarlo por medio de la inversión y aumentarlo al mismo tiempo. Por eso, en ningún lugar se halla la riqueza tan a gusto como en sus casas. Sin embargo, por regla general se hallará que quienes han luchado contra la verdadera necesidad y la miseria no les temen y son mucho más dados a la disipación que aquellos que sólo las conocen de oídas. A los primeros pertenecen quienes, gracias a algún golpe de suerte o mediante algún talento especial, han pasado rápidamente de la pobreza a la abundancia. Los otros, en cambio, son los que han nacido en la opulencia y permanecen en ella. Estos últimos piensan más en el futuro, y por eso son más cuidadosos que aquéllos. Uno podría obtener como conclusión que la necesidad no sería algo tan malo como parece vista desde lejos. Sin embargo, la verdadera razón podría ser ésta: que para aquel que ha nacido en medio de la riqueza familiar, ésta le parece algo imprescindible, de ahí que la vigile tanto como a su vida y que sea amigo del orden, y se muestre precavido y ahorrador. En cambio, a quienes han nacido en la pobreza familiar, la indigencia les parece su elemento natural, y la riqueza que pueda sobrevenirles la considerarán como algo superfluo, algo apto sólo para el disfrute y el derroche; cuando ésta se les escapa creen que podrán pasarse de nuevo sin ella y se ven libres de una carga. Ocurre como dice Shakespeare: Tiene que cumplirse el refrán, Que hasta la muerte hace correr a su caballo el mendigo montado.
A esto se añade que tales personas posean, no en la cabeza sino en el corazón, una confianza firme y
desmedida en los mismos medios que ya les ayudaron a salir una vez de su necesidad y su miseria; de ahí que no consideren insondables los abismos de ambas, tal como sí lo hacen quienes nacieron ricos, sino que piensen que quien se estrella contra el suelo volverá a elevarse de nuevo. Esta característica aclara el hecho de que las mujeres que fueron pobres de niñas sean luego, cuando se casan, mucho más presuntuosas y derrochadoras que las que aportan una rica dote; y es que las jóvenes ricas no sólo aportan fortuna al matrimonio, sino mucho más celo y hasta un heredado afán de conservarla. Quien desee sostener lo contrario, encontrará una autoridad que lo apoye en Ariosto, en su primera sátira. En cualquier caso, me gustaría aconsejar a todo aquel que se case con una muchacha pobre que no la nombre heredera de su capital, sino sólo de una simple renta, y que procure que no caiga en sus manos la fortuna de sus hijos. No creo escribir algo indigno de mi pluma si recomiendo el celo por la conservación de la fortuna adquirida o heredada. Poseer bienes familiares, aun siendo los suficientes como para permitirle mantener su persona y vivir sin familia, en verdadera independencia, es una ventaja invaluable. Ésta es la exención y la inmunidad que preserva de las necesidades y los tormentos inherentes a la vida humana, la emancipación de toda esclavitud, ese destino natural de los hijos de la Tierra. Sólo bajo ese favor del hado se nace como un verdadero hombre libre, pues sólo así es uno dueño de su tiempo y sus fuerzas, y puede decir cada mañana: «El día es mío». También es evidente que la diferencia entre aquel que posee mil táleros y otro que posee cien mil es infinitamente menor que la existente entre el primero y quien no posee nada. Sin embargo, la fortuna heredada alcanza su máximo valor cuando el afortunado está dotado de fuerzas espirituales de la más extraordinaria especie y persigue propósitos que no compatibilizan con la ganancia económica; es entonces cuando éste puede permitirse vivir de su genio; pagará centuplicada su deuda con la humanidad al producir lo que ningún otro y crear algo que será un bien para los mortales. Otro, en situación tan privilegiada, se ganará el aprecio de la humanidad por sus obras filantrópicas. En cambio, quien posee fortuna y no hace nada de esto; quien no produce lo más mínimo y ni siquiera lo intenta; quien no se entrega al estudio exhaustivo de alguna ciencia y se priva de la posibilidad de hacerla progresar es un despreciable ladrón. Y tampoco será feliz, pues la exención de la desdicha lo enviará al polo opuesto de la miseria humana poniéndolo en manos del aburrimiento, que lo torturará de tal forma que sería mucho más feliz si la necesidad le hubiera impuesto alguna ocupación. Este aburrimiento lo conducirá a todo tipo de extravagancias que acabarán por consumirlo a él y a esa fortuna de la que era indigno. De manera muy diferente se comportará quien tenga como propósito medrar y llegar muy arriba en su servicio del Estado; para ello tendrá que procurarse favores, amigos, relaciones, a fin de ascender gracias a ellas, escalón tras escalón, quizá hasta los puestos más elevados; en este caso, más valdría haber venido al mundo sin fortuna alguna. Para aquel que no pertenece a la aristocracia y que tiene algún talento, ser un pobre diablo es una verdadera ventaja y una recomendación. En efecto, lo que todos buscan y aman, ya en el mero trato, cuanto más en la administración pública, es la inferioridad del otro. Sólo un pobre diablo está convencido y penetrado de su profunda, decidida y polifacética inferioridad y de su absoluta insignificancia en el grado que aquí habrá de exigírsele. Sólo él será capaz de inclinarse todo el tiempo y las veces que sea necesario, y sólo sus reverencias alcanzarán los noventa grados; sólo él soportará con la sonrisa en los labios cualquier cosa que le arrojen; sólo él reconocerá la enorme insignificancia de los méritos; sólo él alabará abiertamente, en voz alta o en grandes titulares impresos, los absurdos literarios de sus superiores o de los influyentes,
proclamándolos como obras maestras. Sólo él entenderá de mendicidades; por consiguiente, sólo él podrá llegar a ser hasta un pope de esa verdad prostituida que Goethe nos ha desvelado: Nadie se lamente de lo que es rastrero; que, por más que digan, tiene mucho peso.
En cambio, aquel que hereda de su familia lo suficiente para vivir se comportará, por lo general, con independencia: está acostumbrado a caminar con la cabeza erguida y si posee algún talento, a pesar de haber tenido que aceptar su insuficiencia ante tanto mediocre y rastrero, estará en posición de advertir la inferioridad de sus superiores, y cuando las indignidades lleguen a su máximo grado, acabará por hacerse estático o contemplativo. Mas así no se medra en el mundo; tendrá que acabar diciendo con el sutil Voltaire: «Sólo vivimos dos días; no merece la pena emplearlos en arrastrarnos ante tanto bribón despreciable». Por desgracia, coquins méprisables es un predicado para el que existen endiabladamente muchos sujetos en el mundo. Así pues, se ve que la sentencia de Juvenal: No ascienden con facilidad aquellos cuyas /facultades obstaculiza la penuria de su familia.
Tiene más validez para la carrera de los virtuosos que para aquella otra de quienes relumbran en sociedad. IV. DE LO QUE UNO REPRESENTA Lo que uno representa, es decir, el valor que nuestra existencia tiene en la opinión de otros, es algo que se tiene en demasiado aprecio debido a una debilidad de nuestra naturaleza. Sin embargo, una mínima reflexión podría enseñarnos que no se trata de una condición esencial para nuestra felicidad. En efecto, apenas se requiere una aclaración para explicar cuánta alegría siente un hombre al advertir signos de la opinión favorable que de él tienen los demás, o en cuanto sabe que se halaga su vanidad. Las muestras del aplauso ajeno lo consuelan a menudo de alguna desgracia, o de la escasez con la que fluyen las dos principales fuentes de nuestra felicidad que ya hemos tratado; y, al contrario, es sorprendente comprobar cómo le afecta cualquier herida en su ambición, sea en el sentido que sea, cualquier menosprecio, rechazo o desconsideración puede llegar a atormentarlo profundamente. Si esta condición sirve de base al sentimiento del honor, puede traer consecuencias provechosas para la conducta de muchos como sustituto de su moralidad; pero en cuanto a la felicidad humana, la tranquilidad de espíritu e independencia, su acción es más molesta y perjudicial que favorable. De ahí que sea aconsejable ponerle límites y —por medio de la correspondiente reflexión y la justa apreciación del valor de los bienes— moderar esa gran susceptibilidad para con la opinión ajena, donde halague o cause dolor, pues ambas penden del mismo hilo. De otro modo, seguiremos siendo esclavos de la opinión y parecer ajenos: Tan leve, tan mezquino puede ser lo que abate o reconforta a un ánimo ansioso de alabanzas.
Una justa apreciación del valor de lo que uno es en sí y para sí mismo, comparado con lo que se es a
los ojos de los demás, puede aportar mucho a nuestra felicidad. Al primer término pertenece lo que llena el tiempo de nuestra existencia, su contenido íntimo y los bienes que hemos examinado bajo los títulos de lo que uno es y lo que uno tiene. El lugar donde todo esto halla su esfera de acción es la propia conciencia. Por el contrario, el lugar de lo que somos para los demás es el de la conciencia ajena: es la representación bajo la que aparecemos junto a los conceptos e ideas que a ella se aplican. Es algo que no existe directamente para nosotros, sino sólo de modo indirecto; es decir, en tanto determina el comportamiento de los demás para con nosotros. Pero ello no hay que tomarlo en consideración más que cuando pueda tener influencia en lo que somos en y para nosotros mismos, Por lo demás, lo que acontece en una conciencia ajena nos es completamente indiferente. Y más indiferentes nos volveremos al respecto a medida que vayamos conociendo la superficialidad y futilidad de los pensamientos, la estrechez de ideas, la pequeñez de los sentimientos, la volubilidad de las opiniones y la cantidad de errores que bullen en la mayoría de los cerebros, también, cuando aprendamos por propia experiencia con qué desprecio se habla de cualquiera en cuanto ya no se le teme o en cuanto se cree que no llegará a sus oídos lo que se dice; pero, sobre todo, después de que hayamos observado cómo media docena de cabezas de borrego chismorrea con desprecio sobre un gran hombre. En cualquier caso, a un recurso miserable queda reducido aquel que no encuentra su felicidad en las dos clases anteriores de bienes que ya hemos examinado, y que la busca en esta tercera; es decir, no en lo que él realmente es, sino en aquello que es en la representación ajena. Nuestra naturaleza animal es, por regla general, la base de nuestro ser y, en consecuencia, la de nuestra felicidad. Lo esencial para nuestro bienestar será la salud, y junto a ésta los medios para nuestra conservación: unos ingresos seguros. Honor, brillo, rango, fama, valgan lo que sea para muchos, no pueden competir con estos bienes esenciales, ni tampoco sustituirlos; antes bien, llegado el caso pueden ser sacrificados frente a los primeros, sin ninguna vacilación. Mucho aportará a nuestra felicidad conocer a tiempo esta evidencia tan sencilla: cada cual vive real y principalmente dentro de su propia piel y no en la opinión de los otros, y que nuestra situación personal, tal como viene determinada por la salud, el temperamento, las capacidades, la renta, la mujer, los hijos, los amigos, el lugar en donde se vive, etcétera, es cien veces más importante para nuestra felicidad que lo que a los demás les apetezca pensar de nosotros. La ilusión contraria hace al desdichado. Si se grita con énfasis: «¡El honor antes que la vida!», en realidad se está proclamando: «La existencia y el bienestar». Esa máxima puede considerarse como una hipérbole en cuyo fondo reside la prosaica verdad exigida para avanzar y sostener entre los hombres: el honor, es decir, la opinión que aquéllos tienen de nosotros, es a menudo algo necesario. Cuando uno observa, en cambio, que casi todo lo que los hombres persiguen a lo largo de su vida con inusitados esfuerzos y penalidades sin fin, tiene como último propósito elevarse en la opinión de los demás entonces, por desgracia, comprueba la enorme magnitud de la tontería humana. Conceder demasiado valor a la opinión de los demás es un error muy común; bien sea que tenga sus raíces en nuestra propia naturaleza o que haya surgido como consecuencia del nacimiento de la sociedad y la civilización; en cualquier caso, ejerce una influencia desmesurada, enemiga de nuestra felicidad. Esta influencia podemos seguirla tal como se muestra en el angustioso y esclavo cliché del qué dirán, hasta llegar al de inducir a clavar el puñal de Virginio en el corazón de su hija, o cuando incita al hombre a sacrificar su tranquilidad, fortuna, salud o vida, por la gloria póstuma. Esta locura suministra un cómodo recurso a quien tiene que dominar o dirigir a los hombres; por eso, en todo arte de adiestramiento de hombres ocupa un lugar predominante el
precepto de mantener en guardia y estimular y premiar el sentimiento de honor. Pero con respecto a la felicidad humana ocurre algo muy distinto, y hemos de recomendar que no se conceda demasiado valor a la opinión ajena. Si, no obstante, como nos enseña la experiencia diaria, se da este caso; si precisamente la mayoría de los hombres conceden un enorme valor a la opinión de los demás, y ésta les preocupa más que las cosas que, al suceder en su propia conciencia, existen inmediatamente para ellos; si, además debido a un cambio del orden natural, la opinión ajena les parece ser lo real; si, entonces, de lo derivado y secundario hacen un objeto principal, y supone más la imagen que de ellos se representan los demás en sus cabezas que la que ellos guardan de sí mismos en su corazón, entonces esta valoración directa de lo que para nosotros en modo alguno es inmediato constituye ese tipo de tontería que llamamos vanidad, vanitas, para designar con ella la vacuidad e insustancialidad. Asimismo, por lo anterior se verá que la vanidad es un olvido del fin por atender a los medios, igual que la avaricia. El valor que concedemos a la opinión de los demás y nuestra constante preocupación sobre ella sobrepasa con mucho casi cualquier alcance razonable, de modo que puede considerarse como una especie de manía muy extendida o, mejor dicho, innata. En todo lo que hacemos, como en todo lo que dejamos de hacer, tenemos en cuenta la opinión ajena, y del temor a ella veremos surgir al menos la mitad de los desvelos y angustias que hayamos sufrido. Esta preocupación reside, en el fondo, en nuestro amor propio mortificado a causa de su morbosa susceptibilidad; luego, en nuestras vanidades y pretensiones, y en nuestra ostentación y presuntuosidad. Sin esta preocupación, el lujo no significaría ni la décima parte de lo que significa. Todo orgullo, pundonor, y sentimiento del honor terco y desmesurado descansa en ella: se muestra en el niño, igual que en cada edad de la vida, si bien se siente con más vigor en la vejez, porque con la decadencia de la capacidad para los goces sensuales, la vanidad y el orgullo sólo tienen que compartir su dominio con la avaricia. Donde más claramente se muestra tal preocupación es en los franceses, en los que es completamente endémica y se airea en la más vulgar de las ambiciones: una ridícula vanidad nacional y la más desvergonzada de las fanfarronerías, pero sus afanes se destruyen por sí solos en cuanto son el motivo de que los franceses aparezcan tan ridículos ante las otras naciones. Y ahora, para ilustrar lo que estamos diciendo sobre lo absurdo que es preocuparse demasiado de la opinión de los demás, sirva aquí como ejemplo un caso, en verdad superlativo, de esa locura enraizada en la naturaleza humana. Favorecido en extremo por el efecto luminoso resultante de la coincidencia de unas circunstancias propicias y un carácter adecuado, nos permitirá calibrar bien la fuerza de este prodigioso resorte de las acciones humanas. Se trata del siguiente pasaje tomado del Times con fecha 31 de marzo de 1846, acerca del informe exhaustivo sobre la reciente ejecución de un tal Thomas Wix, un artesano aprendiz que asesinó a su patrón por venganza: En la mañana del día señalado para la ejecución, el reverendo capellán de la prisión fue a reunirse previamente con el condenado. Pero Wix, aunque se comportaba con tranquilidad, no mostraba ningún interés por sus exhortos; antes bien, su única preocupación parecía ser la de mostrar una extrema valentía ante la multitud que iba a presenciar su ignominioso fin […] Y lo consiguió. Hallándose en el patio que debía cruzar para llegar hasta el patíbulo, elevado junto a la cárcel, dijo: ¡Pues bien, como decía el doctor Dodd, pronto conoceré el gran misterio! Aunque tenía las manos atadas, subió las escaleras del cadalso sin ninguna ayuda; una vez allí, hizo unas reverencias a derecha e izquierda dirigidas a los espectadores, a las que la multitud allí reunida correspondió en recompensa con ensordecedoras muestras de aplauso y júbilo, etcétera.
Este es un magnífico ejemplo de ambición estúpida. ¡Teniendo ante los ojos a la muerte no pensar más que en la masa de papanatas congregados, en la opinión que iba a dejar en sus cabezas! Y aún
más: en Francia, en el mismo año, sucedió algo parecido con Lecomte, ejecutado por intento de regicidio; aquél se sentía molesto durante su proceso por no poder comparecer ante la cámara de los pares con ropa decente, y el mismo día de su ejecución lo que más lamentaba era que no se le hubiera permitido afeitarse antes de que tuviera lugar. Tampoco en épocas anteriores debió de ser de otro modo, como podemos ver en lo que dice Mateo Alemán en la declaracion con que inicia su novela Guzmán de Alfarache, donde refiere que muchos criminales descarriados emplean sus últimas horas —que sólo deberían dedicar al cuidado de su alma— en preparar y aprender un pequeño sermón que desean predicar al pie del cadalso. En semejantes rasgos podemos ver reflejada nuestra propia imagen, pues en todas partes se encuentran casos colosales que lo ilustran con toda claridad. Todas nuestras preocupaciones, penas, desvelos, enfados, inquietudes, esfuerzos, etcétera, tienen que ver — quizá en la mayoría de los casos— con la opinión ajena, y son tan absurdos como los de aquellos condenados. Nada contribuiría tanto a nuestra felicidad, la cual consiste básicamente en tranquilidad de ánimo y satisfacción, como la limitación y rebaja de este resorte a una medida justificable por la razón, que tal vez podría ser de una quincuagésima parte de su valor actual; es decir, extraernos ese doloroso aguijón que cada vez penetra más en nuestra piel. Sin embargo, es muy difícil, puesto que tenemos que vérnoslas con un absurdo innato. «También los sabios son los últimos en despojarse de la pasión por la gloria», dice Tácito. El único medio de librarnos de esta necedad general sería reconocerla como necedad y darnos cuenta de lo falsas, locas, absurdas y erróneas que suelen ser la mayoría de las opiniones que guardan los hombres en sus cabezas, y de lo poco dignas de atención que son en sí mismas; además de la escasa influencia que pueden tener en la mayoría de las cosas y los asuntos que nos ocupan; y de lo desfavorable que es la opinión ajena, de modo que no habría nadie que enfermara de indignación si supiera qué es todo lo que se dice de él y en qué tono se le nombra; finalmente, se comprendería que el honor no posee más que un valor indirecto. Si lográramos tal conversión de esta locura generalizada, su consecuencia sería un enorme e increíble aumento de la tranquilidad y adquiriríamos una apariencia más segura y firme, un comportamiento más desenvuelto y natural. El extraordinario y beneficioso influjo que ejerce en nuestra paz interior una vida retirada reside, en su mayor parte, en que tal modo de vida nos sustrae de la obligación de tener que vivir constantemente bajo el escrutinio de los demás: nos libera de preocuparnos por su opinión y, por consiguiente, nos devuelve a nosotros mismos. De la misma forma, nos libraríamos de muchísimos males a los que nos empuja ese afán ideal, o, mejor dicho, esa incurable necedad; por lo demás, tendríamos más cuidado en invertir en bienes sólidos y podríamos disfrutarlos mejor: pero, «lo hermoso es difícil». De este absurdo de nuestra naturaleza nacen tres vástagos principales: ambición, vanidad y orgullo. Entre los dos últimos, la diferencia radica en que el orgullo es la firme convicción que poseemos de nuestra valía; la vanidad, por el contrario, es el deseo de despertar esa misma convicción en los demás, acompañada por la secreta esperanza de que, a consecuencia de ello, llegue a ser también nuestra. El orgullo surge de dentro, por consiguiente, es la sobrevaloración directa de uno mismo; la vanidad o el afán de adquirirla, viene de fuera, de forma indirecta. Orgulloso no es quien quiere; a lo sumo, puede parecerlo quien quiera, pero el que así lo haga acabará por abandonar su papel, como sucede con cualquier papel prestado. Sólo la íntima, vigorosa e inquebrantable convicción de poseer méritos extraordinarios produce al hombre verdaderamente orgulloso. Tal convicción podrá basarse en un error o sustentarse en méritos exteriores y convencionales; esto no daña el orgullo con tal de que la convicción sea real y seria. Si el orgullo
tiene su raíz en la convicción, se hallará, al igual que todo conocimiento, fuera de nuestro arbitrio. Su peor enemigo, es la vanidad, que corteja el aplauso de los demás a fin de fundamentar la elevada opinión de sí mismo, mientras que la condición indispensable del orgullo es tener dicha opinión bien arraigada desde un principio. Si bien es cierto que el orgullo se censura y proscribe, creo que esta es una actitud de quienes no tienen nada de qué enorgullecerse. Ante la desvergüenza y la estupidez de la mayoría de los seres humanos, aquel que tenga algún mérito hace muy bien en ponerlo de manifiesto y no dejar que caiga en el olvido; pues quien, debido a su buen talante y benevolencia, lo ignora y se mezcla con los demás como si fueran sus iguales, no tardará en ser considerado como su igual. A quienes más deseo aconsejar que obren así es a aquellos cuyos méritos son de la clase más elevada: reales, puramente personales, ya que no son como las órdenes y los títulos, que pueden ser recordados a cada instante mediante su impresión sensible; de otro modo verán ejemplificado muy a menudo «el puerco dando la lección a Minerva». «Bromea con el esclavo y pronto acabará por enseñarte el trasero», dice un excelente proverbio árabe, y tampoco es desdeñable el horaciano: «Asume el orgullo que merecen tus méritos». La virtud de la modestia es un gran invento para la canalla, ya que, según aquélla, cada uno debe hablar de sí mismo como si perteneciera a esta última, lo cual produce un extraordinario efecto nivelador del que podría deducirse que lo único que existe es la canalla. Pero la especie más baja de orgullo es la vanidad nacional: denota en quien la sufre la carencia de cualidades individuales de las que pudiera sentirse orgulloso, puesto que de ser así no se aferraría a otras que tiene que compartir con millones de individuos. Quien posee cualidades personales reconocerá con mayor claridad los errores de su nación, puesto que los tiene a la vista. Cualquier tarugo miserable que no tiene nada en el mundo de lo que pueda sentirse orgulloso, se aferra al último recurso: vanagloriarse de la nación a la que casualmente pertenece; aquí se siente a sus anchas, y se muestra tan agradecido que está dispuesto a defender con uñas y dientes los errores y necedades de su nación, que también son los suyos. De ahí que entre cincuenta ingleses, por ejemplo, apenas si encontraremos uno solo que nos dé la razón cuando hablamos con justo desprecio de la estúpida y degradante hipocresía de su nación; ese único será, probablemente, un hombre con cabeza. Los alemanes están libres de orgullo nacional, con lo cual dan muestra de su famosa honestidad, cosa que no hacen en absoluto quienes fingen tenerla, como los Hermanos Alemanes o los demócratas, que zaleman al pueblo para seducirlo, demostrando que carecen de honestidad. Se diría que los alemanes han inventado la pólvora; sin embargo, no puedo compartir dicha opinión. Y Lichtenberg se pregunta: «¿Por qué es tan difícil que alguien que no es alemán se haga pasar por tal, y que cuando quiere dárselas de algo, simule ser inglés o francés?». Por lo demás, la individualidad supera con mucho a la nacionalidad, y al tratarse de un hombre concreto es aquélla la que debe tenerse en consideración. Nunca podrá ensalzarse honestamente el carácter nacional, pues representa una multitud. Más bien parece que la limitación, el absurdo y la maldad humanas adoptan en cada país una forma particular, denominada «carácter nacional». Disgustados de un país, alabamos a otro, hasta que sucede lo mismo con él. Cada nación se burla de las otras, y todas tienen razón.
El objeto de este capítulo, es decir, lo que representamos en el mundo, lo que somos a los ojos de los demás, puede dividirse en honor, rango y fama.
Del rango, por importante que parezca a los ojos de la masa y los filisteos, y por muy grande que sea su utilidad en la máquina estatal en lo que se refiere a nuestro propósito, daremos cuenta en pocas palabras: se trata de un valor convencional, simulado. Su efecto busca obtener un respeto igualmente simulado, y todo ello no es sino una comedia para la gran masa. Las condecoraciones son letras de cambio libradas a la opinión pública, su valor reside en el crédito del librador. Entretanto, aparte de la enorme cantidad de dinero que ahorran al Estado en cuanto sustitutas de las recompensas pecuniarias, son una institución de lo más acertada, siempre que su concesión se otorgue con sabiduría y equidad. La gran masa tiene ojos y oídos, pero no mucho más; sobre todo, carece infinitamente de juicio y adolece de poca memoria. Muchos méritos quedan fuera del ámbito de su comprensión; hay otros que entiende y aclama cuando aparecen, pero que rápidamente olvida. Ya que esto es así, encuentro muy conveniente, mediante una cruz o una estrella, gritar a la masa en todo tiempo y en todo lugar: «¡Este hombre no es nuestro igual! ¡Tiene méritos!». Mas si las condecoraciones se otorgan injustamente, pierden su valor; de ahí que un príncipe deba ser tan cuidadoso con su concesión como un comerciante con la firma de una letra de cambio. La rúbrica por el mérito en una cruz es un pleonasmo, pues toda condecoración tiene que ser por el mérito. La disertación acerca del honor será más difícil y extensa que la del rango. Antes que nada tenemos que definirlo. Si yo dijera, por ejemplo: «El honor es la conciencia externa, y la conciencia, el honor interior», quizá podría agradar a algunos, pero no sería una definición brillante y tampoco clara ni completa. Así pues, diré: el honor es, objetivamente, la opinión que tienen los demás de nuestra valía, y subjetivamente, nuestro temor frente a esa opinión. Esta última característica ejerce a menudo en el hombre de honor un efecto muy beneficioso, aunque de modo alguno fundado en la pura moral. La raíz del honor y la vergüenza, innata en todo hombre que no esté corrompido por completo, así como el origen del enorme valor que se concede al primero, radica en lo siguiente: el hombre solo puede muy poco, es como un Robinson abandonado; sólo en comunidad es y puede mucho. En cuanto su conciencia comienza a desarrollarse, advierte tal circunstancia e inmediatamente surge el afán de participar y ser considerado miembro activo de la sociedad humana: alguien capaz de ser un hombre apto en la acción común y, con ello, tener derecho a tomar parte en las ventajas que aporta la comunidad. Y llega a formar parte de ella cumpliendo con lo que se exige y espera de todos sus miembros y, en segundo lugar, con lo que se le pide a él en particular según sea el puesto concreto que ocupe. Pero también reconoce de inmediato que en sociedad no se trata de ser lo que él cree ser según su propio criterio, como de ser en la opinión de los demás. De aquí proviene su celoso afán por la opinión favorable de los otros y del enorme valor que le confiere. Ambas cosas las manifiesta el ser humano a través de la originalidad de un sentimiento innato conocido como el honor y que, según las circunstancias, también se denomina sentimiento de pudor. Tal es el que hace ruborizar sus mejillas en cuanto cree descender en la opinión ajena, aunque se sepa inocente; y hasta cuando la carencia descubierta sea sólo relativa, por ejemplo, cuando se relaciona con una obligación libremente asumida. Por otra parte, nada vigoriza más la vitalidad de este sentimiento que la seguridad adquirida o renovada de la opinión favorable de los demás, puesto que ésta le promete la protección y socorro de las fuerzas de todos, una muralla infinitamente más poderosa contra los males de la vida. De las diversas relaciones que el hombre establece con sus congéneres en virtud de las cuales éstos depositan en aquél su confianza, formándose de él una buena opinión, surgen varias clases de
honor. Tales relaciones son las de la propiedad privada y la ajena, las prestaciones a las que obligan los compromisos adquiridos y las concernientes al comportamiento sexual. A ellas corresponden el honor burgués, el honor del cargo y el honor sexual, cada uno de los cuales tiene a su vez sus propias ramificaciones. El honor burgués posee el ámbito más amplio. Se basa en la suposición de que respetaremos incondicionalmente los derechos ajenos y que jamás recurriremos al empleo de medios injustos o ilícitos en nuestro beneficio. Es la condición necesaria para participar en toda relación pacífica. Se pierde a consecuencia de un único hecho que atente de forma evidente contra él. Una condena criminal que sea justa. No obstante, el honor radica en la convicción de la inmutabilidad del carácter moral, en virtud de que una única acción reprobable garantiza la misma índole moral de todas las acciones siguientes cuando corresponden las mismas circunstancias en que se ejecutó aquélla. Esto mismo expresa la palabra inglesa character, que significa «renombre», «reputación», «honor». Por eso el honor perdido es irrecuperable, a menos que su pérdida se deba a un error, como la calumnia o la falsa apariencia. Por eso existen leyes contra la calumnia, los pasquines y contra la injuria; pues la injuria es una calumnia sumaria, sin indicación de los motivos; esto se expresa muy bien en griego: el insulto es una calumnia breve, expresión que, sin embargo, no aparece en lugar alguno. Quien insulta demuestra que no tiene nada real y verdadero que aducir contra el otro, pues, de ser así, lo enunciaría mediante premisas y dejaría la conclusión a cargo de los oyentes; mas en lugar de hacerlo así, muestra la conclusión y adeuda las premisas; confía en la presunción de que lo mejor es la brevedad. El honor posee un carácter negativo, al contrario que la fama, que tiene un carácter positivo. El honor no es la opinión referida a ciertas cualidades que atañen a un solo individuo, sino de aquéllas de las que tampoco debe carecer. Así pues, el honor sólo afirma que un individuo determinado no constituye una excepción; en cambio, la fama proclama lo contrario. Mientras que ésta debe adquirirse, hay que procurar no perder el honor. La ausencia de fama es oscuridad, algo negativo; la ausencia de honor es vergüenza, algo positivo. No hay que confundir esta clase de negatividad con pasividad; al contrario, el honor posee un carácter muy activo que procede del sujeto mismo en el que recae, concierne a toda su conducta y no a las acciones ajenas o a hechos exteriores que le sobrevienen. Es, por lo tanto: dependiente de nosotros. Ésta es una cualidad que distingue al verdadero honor del honor caballeresco o seudohonor. Sólo mediante la calumnia es posible un ataque al honor desde fuera; el único medio para defenderlo es la refutación acompañada de la publicidad necesaria y del desenmascaramiento del calumniador. El respeto a la edad, el honor de la gente joven, aunque supuesto, aún no ha sido probado, por eso sólo existe a crédito. En lo que se refiere a los más ancianos, sin embargo, puede comprobarse si por sus actos lo han confirmado a lo largo de su vida. En efecto, ni los años, ni la experiencia en cuanto que conocimiento más simple y cercano de las cosas del mundo, son razones suficientes para fundamentar el respeto de los jóvenes hacia los ancianos, un respeto que es exigido universalmente; la mera debilidad de la edad senil daría más derecho a la indulgencia que al respeto. Sin embargo, es notable que el respeto que los hombres sienten por los cabellos blancos sea algo innato, un sentimiento instintivo. Las arrugas, un rasgo inconfundible y característico de la vejez, no despiertan respeto: nunca se hablará de arrugas venerables, pero sí de venerables canas. El valor del honor sólo es indirecto. Como ya se demostró al principio de este capítulo, la opinión ajena sólo tendrá validez para nosotros en tanto que determine la conducta de los demás en lo que a nosotros se refiere, o pueda contribuir a determinarla. Ello será así mientras vivamos entre los
hombres. Dado que en nuestro estado de civilización sólo podemos agradecer nuestra seguridad y nuestra propiedad a la sociedad, y como necesitamos a los otros para cualquier empresa, viéndonos obligados a ganarnos su confianza a fin de que quieran tratarnos, la opinión que tengan de nosotros siempre será de enorme valor. Tal es la opinión de Cicerón: «Con respecto al buen nombre, Crisipo y Diógenes decían que si no fuera por su utilidad, no valdría la pena mover un dedo por él». También Helvetius, en su obra maestra De l’esprit, expone ampliamente esta verdad, cuya expresión es: «Amamos la estimación no por ella misma, sino sólo por las ventajas que nos aporta». Ahora bien, puesto que el medio no puede valer más que su fin, la pomposa sentencia: «El honor es antes que la vida» es una hipérbole. Esto por lo que respecta al honor burgués. En relación al honor de cargo, no tendría yo otra cosa que decir que aquello que ya es conocido. El honor sexual, en cambio, necesita una consideración más cercana y una reducción de sus principios básicos a sus propias raíces, lo cual confirmará que todo honor descansa, en último término, en consideraciones utilitarias. El honor sexual se divide, según su naturaleza, en masculino y femenino, y por ambas partes es un espíritu corporativo muy comprensible. El primero es el más importante de los dos, porque en la vida femenina las relaciones sexuales poseen mayor importancia. El honor femenino es, si se habla de una joven que aún no se ha entregado a ningún hombre, y si se trata de una mujer casada, que sólo se ha entregado a su marido. La importancia de esta opinión descansa en lo siguiente: el sexo femenino exige y espera todo de un hombre, absolutamente todo cuanto desea y necesita; el masculino sólo desea del otro, ante todo y directamente, una cosa. Por eso fue necesario acordar las reglas de manera que el sexo masculino sólo pudiera obtener eso que necesita del sexo femenino a cambio de encargarse del cuidado de todo, y más que de cualquier otra cosa, de velar por el bien de los hijos surgidos de la unión entre ambos. En este acuerdo se fundamenta todo el bienestar del sexo femenino. Con el fin de que el pacto mantenga su vigencia, es necesario que el sexo femenino sea firme y demuestre espíritu corporativo. De aquí que aparezca como un ejército de filas prietas que hace frente a la totalidad del sexo masculino; éste, gracias a la preponderancia de sus fuerzas corporales y espirituales, en virtud de su naturaleza, se halla en posesión de todos los bienes de la Tierra; de ahí que el sexo femenino se comporte con él como si se tratara de un enemigo a vencer y conquistar y, así, mediante su posesión, alcanzar a su vez todos los bienes de la Tierra. Con este fin se establece la máxima de honor del sexo femenino: la prohibición de cualquier relación sexual con los hombres fuera del matrimonio, con el propósito de que cada uno de ellos se vea obligado a casarse, lo cual es una especie de capitulación, y con ello asegurar la pervivencia de todo el sexo femenino. Pero la consecución absoluta de dicho propósito sólo puede lograrse mediante una estricta observación de la máxima mencionada; de ahí que la totalidad del sexo femenino vele con verdadero espíritu corporativo porque la cumplan todos sus miembros. En consecuencia, cualquier joven que mediante una relación ilícita comete traición contra el conjunto de su sexo, será rechazada con desprecio y tratada con infamia, pues de generalizarse tal comportamiento, estaría en peligro el bienestar del género entero: la joven ha perdido su honra. Ninguna otra mujer deberá tener trato con ella, se la evitará como a una apestada. El mismo destino le aguarda a la adúltera, pues ésta no ha sabido respetar el acuerdo de capitulación del marido, y con su ejemplo, desengaña a los demás hombres al mostrarles el fracaso del pacto sobre el que descansa la salvación de todo el sexo femenino. Pero aún más, a consecuencia de su grosera ruptura de palabra
y del engaño que comete con su acción, la adúltera pierde, a la vez que su honor sexual, su honor burgués. De ahí que se diga con expresión disculpadora «una joven caída», pero nunca se dice «una mujer casada caída», pues el seductor puede devolverle el honor al casarse con ella, pero nunca podrá hacerlo el adúltero a la otra, ni siquiera aun cuando ésta se haya separado. Si ahora, como consecuencia de esta explicación tan clara, se reconoce en el fundamento de la máxima del honor sexual femenino un saludable e incluso necesario, pero bien calculado, espíritu corporativo fundado en el más puro interés, podremos concederle a esto un gran valor relativo, pero de ninguna forma uno absoluto, que valga más que la vida y sus designios, y jamás se admitirá que dicho valor tenga que pagarse a costa de la existencia misma. Según esto, no podrán aprobarse los desaforados hechos de Lucrecia y Virginio, que degeneran hasta convertirse en una farsa trágica. Por eso, el final de Emilia Galotti tiene algo tan irritante que hace que abandonemos el teatro de mal humor. En cambio, para despecho del honor sexual, no puede uno menos que simpatizar con la Klärchen de Egmont. Esta manera de llevar al extremo este principio del honor femenino pertenece, como tantas otras cosas, al olvido del fin en favor de los propósitos; pues, mediante tales extremismos, se atribuye al honor sexual un valor absoluto, mientras que simplemente es relativo, y hasta podría decirse que sólo convencional; baste recordar De concubinatu, de Thomasius para ver que, hasta la reforma luterana, en casi todos los países y épocas el concubinato era un estado reconocido y permitido por la ley, donde la concubina mantenía su honor; eso por no mencionar la Mylitta de Babilonia o tantas otras. Por otra parte, hay numerosos convencionalismos burgueses que hacen imposible un matrimonio formal y externo, especialmente en los países católicos, donde no existe el divorcio; sin embargo, así es en todas partes para los soberanos, quienes obran mejor manteniendo a una querida que contrayendo matrimonio morganático, cuya descendencia podría alegar derechos sucesorios en caso de morir los herederos legítimos; así, aun siendo una posibilidad remota, cabría la posibilidad de que un matrimonio de tal índole provocase una guerra civil. También hemos de considerar, que cualquiera puede casarse con la mujer elegida, excluyendo a un solo hombre a quien se priva de este derecho natural: este pobre hombre es el príncipe. Su mano pertenece a su país y su concesión es asunto de Estado; ello se hará en virtud de lo que sea más beneficioso para la nación. Ahora bien, el príncipe también es un hombre, y como tal debería poder seguir el dictado de su corazón. Por eso es tan injusto e ingrato, además de groseramente burgués, impedir que el príncipe mantenga a una querida, o querérselo reprobar, siempre está claro que al soberano no se le permita que ejerza influencia alguna sobre el gobierno del Estado. Por su parte, una querida de esta índole es, en lo que respecta al honor sexual, una persona extraordinaria, alguien eximida de la regla general, pues ella se entrega al hombre que ama y que la ama, pero que nunca podrá desposarla. Por otra parte, pruebas del origen no natural del principio del honor femenino las proporcionan los muchos sacrificios sangrientos que se ofrecen en forma de infanticidios o suicidios de las madres. Por lo demás, una joven que se entrega a un hombre ilícitamente comete una violación del voto de fidelidad a todo su sexo; pero esta fidelidad ha sido aceptada sólo tácitamente, no jurada. Y dado que en el común de los casos sólo es el propio interés de la joven el que sufre las consecuencias, ésta sólo llega a demostrar con su acto que su tontería es infinitamente mayor que su maldad. El honor sexual masculino es suscitado por el de las mujeres en cuanto que es el espíritu corporativo opuesto, y exige la parte contraria una capitulación tan favorable, es decir, el matrimonio; no sea que aquél pierda su vigencia mediante su laxa observancia y los hombres, que han dado todo a cambio, no puedan estar seguros de obtener lo único que reciben a cambio: la posesión
exclusiva de la mujer. El honor del hombre le exige que termine con el adulterio de su mujer y que, como mínimo, lo castigue separándose de ella. Si lo sabe y lo tolera, entonces la comunidad masculina lo cubrirá de vergüenza. No obstante, ésta no es tan poderosa como la que cubre a la mujer cuando pierde el honor sexual, porque para el hombre la relación sexual es algo secundario, puesto que le ocupan otros muchos asuntos de mayor importancia. Los dos grandes poetas de los tiempos modernos tomaron dos veces el tema del honor masculino para sus obras: Shakespeare, en Otelo y Cuento de invierno, y Calderón, en El médico de su honra y A secreto agravio, secreta venganza. Por lo demás, este honor no exige más que el castigo de la mujer, y no el de su amante; el castigo de éste será una prestación que excede a lo exigido; lo cual prueba su origen en el espíritu corporativo de los varones. El honor, considerado en sus géneros y características generales, posee vigencia en todos los pueblos y épocas, aun cuando en el honor de la mujer se manifiesten algunas modificaciones locales y temporales de sus características. En cambio, aún existe otro género del honor distinto de aquellos que tienen vigencia en todas partes, del que ni siquiera los griegos y los romanos tuvieron una noción concreta, por no referirnos a los chinos, hindúes o mahometanos, quienes ni siquiera hoy saben algo de él. Este otro género surge hasta la Edad Media, y sólo se asienta en la Europa cristiana entre una fracción muy pequeña de la población: los estamentos más elevados de la sociedad y sus émulos. Se trata del honor caballeresco o el pundonor. Como sus características fundamentales son muy distintas de las del honor que hemos tratado hasta aquí, e incluso opuestas en parte a ellas, quiero detallar a continuación sus principios a modo de código caballeresco. 1. El honor no consiste en la opinión que tengan otros sobre nuestra valía, sino en las manifestaciones que hacen de dicha opinión; poco importa que la opinión manifestada sea sincera o no, o que carezca de fundamento. Según esto, los demás pueden pensar muy mal de nosotros, o despreciarnos debido a nuestros actos, pero mientras ninguno de ellos lo exprese o se atreva a declararlo en voz alta, ello no perjudicará en lo más mínimo nuestro honor. Por el contrario, si en virtud de nuestras cualidades y acciones obligamos a los demás a que nos tengan en gran estima, bastará con que un único individuo —aunque se trate del peor o el más necio de todos— exprese su desprecio hacia nosotros, para que nuestro honor quede herido o perdido si no somos capaces de restablecerlo. Una prueba sobrada de que el honor no tiene nada que ver con la opinión ajena, sino sólo con su manifestación, la proporciona el hecho de que las palabras ofensivas o las injurias pueden retirarse, que si es necesario puede pedirse perdón, y entonces es como si nunca hubiera existido; que la opinión que las suscitó haya o no cambiado y cuáles fueron las razones por las que se las expresó, no influye para nada en el asunto; si se anula la manifestación, todo queda reparado. No se busca merecer respeto, sino arrebatarlo. 2. El honor de un hombre no consiste en aquello que hace, sino en lo que padece, en lo que le ocurre. Según las características fundamentales del honor que hemos tratado vimos que éste depende de lo que un hombre hace o dice por sí mismo; mientras que el honor caballeresco se subordina a lo que dice o hace otro. Descansa en la mano ajena, o pende de la punta de la lengua de cualquiera, y cuando éste ataca puede perderse para siempre, a menos que el ofendido lo recupere por medio de un proceso de reparación que mencionaremos enseguida, y que sólo puede realizarse bajo riesgo de perder la vida, la salud, la libertad, la fortuna y la paz del ánimo. Según esto, la conducta de un
hombre puede ser la más justa y la más noble, su ánimo el más puro y su cabeza eminentísima pero puede perder su honor a cada instante, sólo porque a un individuo cualquiera le apetezca insultarle; individuo que sólo necesita no haber infringido aún las leyes de este código de honor, aunque sea el más indecente canalla, el becerro más estúpido, un ladrón, un jugador, un caradura cargado de deudas, en fin, un hombre que no valga nada y a quien nadie dedicará una mirada. Es más, generalmente es a los sujetos de semejante calaña a los que les agrada hacer esto; como Séneca indica con acierto: «Cuanto más despreciable y risible es un hombre, más desvergonzada es su lengua». Un individuo de este tipo será quien con más facilidad ataque a un hombre eminente como el que hemos descrito, pues además de que los contrarios se odian, la visión de la virtud y las cualidades superiores suele engendrar la furia callada del indigno; por eso dice Goethe: ¿De tener enemigos te lamentas? ¿Preferirías mejor el que fuesen hipócritas amigos, de rostro engañador, para los cuales tu conducta es siempre un tácito reproche abrumador?
Bien se ve cuánto tienen que agradecer al principio del honor las personas de la índole que hemos descrito, así se equiparan con aquellos a quienes jamás llegarán a alcanzar mediante cualquier otra relación. De esta manera, cuando uno de éstos insulta, el insulto es válido como un juicio verdadero, objetivo y con fundamento, un decreto con pleno derecho, e incluso podrá seguir siendo válido y verdadero en el futuro si no se remedia con sangre. Es decir, el insultado quedaría (ante los ojos de toda la gente de honor) como lo que su insultador le ha llamado, ya que el primero «se ha tragado la ofensa». Por esta razón, lo despreciará la gente de honor, le rehuirá como a un apestado; rehusará asistir a alguna reunión social en la que él participe, y cosas por el estilo. Creo haber hallado con seguridad el origen de este sabio proceder en la Edad Media: hasta el siglo XV, en los procesos criminales no era el acusador quien debía demostrar la culpa del acusado, sino el acusado quien tenía que demostrar su inocencia. Esto podía realizarse mediante un juramento purgatorio para el que necesitaba la ayuda de testigos dispuestos a jurar que el acusado era incapaz de perjurio. Si éste no contaba con ellos, o el acusador no aceptaba su testimonio, entonces se pasaba al juicio de Dios que, por lo general, consistía en un duelo. El acusado era entonces un «calumniado», alguien manchado por la calumnia, y tenía que purgarse. Aquí es donde vemos el origen del concepto que designa el hecho de haber sido calumniado o insultado y de todo este proceso que tiene vigencia entre la gente de honor. Hasta aquí, lo relativo al insulto. Pero existe algo más desagradable que esto, algo tan terrible que debo pedir disculpas a la gente de honor por el simple hecho de mencionarlo en este código del honor caballeresco, puesto que sé que sólo con pensar en ello se les pone carne de gallina y se erizan sus cabellos, ya que se trata del summum malum de los males del mundo, de algo mucho peor que la muerte y la condenación. Puede ocurrir, horrible es de decir, que uno propine a otro una bofetada o un puñetazo. Esto es un hecho terrible que conlleva en sí la muerte absoluta del honor, y si cualquier otro tipo de ofensa puede curarse con unas simples gotas de sangre, ésta requiere para su completa curación la muerte del ofensor. 3. El honor no tiene que ver con lo que el hombre pueda ser en sí y para sí, o con la pregunta de si su índole moral puede cambiar alguna vez y todo ese tipo de pedanterías escolares; sino que cuando se
lo hiere y se ha perdido, sólo puede ser restituido plenamente recurriendo al único medio universalmente reconocido: el duelo. Si, no obstante, el agresor no pertenece a la clase de quienes respetan el código del honor caballeresco, o ya ha violado dicho código, puede recurrirse a una operación infalible que consiste, si se va armado, en atravesar al ofensor de parte a parte con la espada, bien sea al instante o, como mucho, una hora más tarde, con lo cual queda restablecido el honor. Sin embargo, ya sea porque deseen eludirse las molestias que derivarían de tal acción, o sólo porque no se sabe con seguridad si el ofensor se atendría a las leyes del código del honor caballeresco, se recurre a un medio paliativo, la «ventaja». Ésta consiste en que, si el ofensor se comporta de manera grosera, hay que comportarse con él más groseramente; si llega un momento en que las injurias y los insultos no bastan, entonces se le da de bastonazos y se llega al clímax de la salvación del honor. Las bofetadas se curan mediante los bastonazos, y éstos mediante el azote con la fusta de montar; incluso contra esto último recomiendan algunos, como un método de eficacia probada, escupir en la cara. Sólo cuando no se entra en razón por estos medios, tendrá que recurrirse a las operaciones sangrientas. Este método paliativo tiene su fundamento en la siguiente máxima. 4. Si ser insultado es una ofensa y una vergüenza, insultar es un honor. Por ejemplo, aunque a mi enemigo le asista la verdad, el derecho y la razón, le insulto; entonces tiene que tragarse todo eso y el derecho y el honor se tornan de mi parte, mientras que él ha perdido su honor… al menos hasta que lo repare y por cierto, no mediante ley o razón, sino con un pistoletazo o una estocada. La grosería es una cualidad que, en lo que respecta al punto del honor, es capaz de sustituir o superar a cualquier otra: el más grosero tiene siempre razón, ¿hará falta decir más? Si en el curso de una discusión o un simple diálogo nuestro interlocutor muestra poseer conocimientos más profundos del asunto, un amor certero por la verdad, un juicio más sano, mayor entendimiento que nosotros, o demuestra poseer virtudes espirituales que nos dejan en la sombra, entonces podremos disfrazar nuestra indigencia de espíritu y borrar todas esas superioridades si nos volvemos groseros, tornarnos así, instantáneamente, en superiores a él. Y es que la grosería vence todo argumento y eclipsa cualquier espíritu. Si, además, el contrario no se deja avasallar por nuestro comportamiento y no responde con otra grosería más grande, con lo que entraríamos en la noble competición, seremos vencedores, y el honor quedará de nuestra parte; verdad, conocimiento, inteligencia, espíritu, ingenio, tienen que irse al diablo y quedar tendidos en el campo, vencidos por la divina grosería. De ahí que la gente de honor, en cuanto alguien expresa una opinión que se distingue de la suya, o sólo cuando muestran poseer más razón de la que ellos pueden demostrar, hacen el gesto de encaramarse a ese caballo de batalla. Esta regla descansa, de nuevo, en la siguiente, que es la fundamental y el alma de todo el código. 5. El tribunal supremo de justicia al que puede apelar todo individuo en cualquier diferencia concerniente al honor, es el de la violencia física, el de la bestialidad. En efecto, toda grosería es una apelación a la bestialidad, en tanto que declara incompetente la lucha de las fuerzas espirituales o del derecho moral y sitúa en su lugar a las fuerzas físicas, que en la especie hombre, definido por Franklin como un animal que confecciona herramientas, se realiza en el duelo, con armas propias fabricadas al efecto, y que conduce a un final inapelable. Esta máxima fundamental se conoce como derecho de la fuerza, expresión que, como aquella otra de desvarío ingenioso, tiene mucho de ironía. Según esto, el honor caballeresco debería denominarse honor de la fuerza.
6. Encontramos, al hablar del honor burgués, lo muy escrupuloso que es en lo tocante a lo propio y lo ajeno, a los compromisos adquiridos y al empeño de la palabra; en cambio, el código del honor caballeresco muestra la más noble liberalidad a este respecto. Sólo existe una palabra que no debe ser rota, la palabra de honor, es decir, la palabra que se ha empeñado exclamando «¡Por el honor!», de donde surge la presunción de que está permitido faltar a todas las demás palabras. Aun ante la ruptura de esta palabra, puede salvarse el honor recurriendo al remedio universal del duelo, que en este caso se entablaría con quien hubiese afirmado que habíamos faltado a nuestra palabra de honor. Por otra parte, sólo existe una deuda que debe pagarse incondicionalmente, la deuda de juego, la cual se denomina deuda de honor. En cuanto a las deudas restantes, ya se estafe a judíos o cristianos, pueden dejar de pagarse pues tal proceder no afecta en absoluto al honor caballeresco. Cualquier persona libre de perjuicios reconocerá que este código de honor singular, bárbaro y ridículo no nace de la esencia de la naturaleza humana o de una perspectiva sana de las relaciones entre seres racionales, así lo confirma la extremada limitación del ámbito de su validez: Europa, y sólo desde la Edad Media, y aquí, sólo entre nobles, militares y quienes los imitaban. Ni los griegos ni los romanos ni los cultísimos pueblos de Asia, tanto de la antigüedad como de los tiempos modernos, supusieron este tipo de honor y sus características. No conocían más honor que el que analizamos en primer lugar. Para ellos la valía de un hombre se manifestaba mediante lo que hacía o dejaba de hacer, y no por lo que a una lengua cualquiera le viniera en gana decir de él. Para los griegos y los romanos, lo que uno diga o haga podrá muy bien destruir su propio honor, pero nunca el de otro. Un golpe no era para ellos más que un golpe, comparable a los más peligrosos de un caballo o un burro. Según las circunstancias, un golpe podría despertar la cólera e incitar a una venganza inmediata, pero nada tenía que ver con el honor; y no se llevaba un libro de cuentas sobre puñetazos o palabras insultantes, ni sobre las satisfacciones que se exigieron y se dieron o se dejaron de dar. En lo que se refiere a la valentía y el desprecio por la vida, tampoco quedan rezagados con respecto a los pueblos de Europa cristiana. Griegos y romanos eran auténticos héroes. La lucha cuerpo a cuerpo no era privativa de la clase noble, sino de gladiadores venales, despreciables esclavos y criminales condenados, a quienes se azuzaba como fieras salvajes para diversión del pueblo. Con el advenimiento del cristianismo se suprimieron las luchas de gladiadores, mas, en su lugar, surge el duelo. Si las luchas de gladiadores eran la víctima terrible de un ansia general de diversión, el duelo es un cruel sacrificio que se ofrece al prejuicio generalizado; sin embargo, no lo practican criminales, esclavos y prisioneros, sino hombres libres y nobles. Que los antiguos se hallaban libres de este prejuicio nos lo confirman cantidad de testimonios que se han conservado. Cuando, por ejemplo, un caudillo teutón retó a Marius a un combate singular, este héroe le respondió que si estaba harto de la vida, «podía ahorcarse». No obstante, le ofreció un hábil gladiador por si quería enzarzarse con él. En Plutarco leemos que el almirante Euribíades, en disputa con Temístocles, alzó el bastón de mando para pegarle; sin embargo, este último no sacó su espada; antes bien, parece que exclamó: «¡Pégame pero escúchame!» ¡Cón qué disgusto echará en falta el lector de honor la noticia de que el cuerpo de oficiales atenienses no declarase al instante no servir más bajo el mando de Temístocles! Un escritor francés contemporáneo sentencia acertadamente al respecto: «Si alguien se atreviera a decir que Demóstenes fue un hombre de honor, nos reiríamos de él compasivamente […] Cicerón tampoco fue un hombre de honor». Asimismo, el pasaje de Platón sobre la ofensa demuestra que los antiguos no tenían ni idea de estos asuntos en lo concerniente al
aspecto del punto del honor caballeresco. Sócrates, en el curso de sus múltiples discusiones, era objeto de malos tratos, que él encaraba con tranquilidad. Cierta vez alguien le propinó una patada, pero él se lo tomó con paciencia y dijo a quien se maravillaba de su actitud: «Entonces, ¿tendría que denunciar a un asno que me hubiese dado una coz?». En otra ocasión, cuando le dijeron: «¿Te insultan, y no te incomoda?», su respuesta fue: «No; pues lo que dice no tiene que ver conmigo». Que los antiguos no conocían más satisfacción que la judicial tras haber recibido una bofetada puede verse en el Gorgias de Platón donde también se halla la respuesta de Sócrates sobre este asunto. Lo mismo se colige del testimonio de Gelio acerca de un tal Lucius Veratius, quien puso en práctica con extraordinaria petulancia la idea de abofetear sin ningún motivo a todo ciudadano romano que le salía al paso; con intención de evitarse los problemas formales que podían seguirse de su comportamiento, se hizo acompañar de un esclavo que portaba una bolsa con monedas de cobre, con las que pagaba al instante al sorprendido ciudadano la multa correspondiente de veinticinco ases que exigía la ley. Crates, el famoso cínico, había recibido del músico Nicodromos una bofetada tan violenta que su rostro se hinchó y amorató; no se le ocurrió otra cosa que sujetar una tablilla a su frente con la inscripción: Nicodromos lo hizo, con lo que cubrió de vergüenza al flautista, que había actuado con tantísima brutalidad contra el hombre a quien media Atenas adoraba como a un dios. De Diógenes de Sinope tenemos una carta a Melesippo donde le dice que los hijos de los atenienses, estando borrachos, le habían dado una paliza, pero que este hecho no le importaba nada. —¡Sí! —diréis vosotros—; ¡pero ellos eran sabios! —Entonces, ¿es que vosotros sois necios? De acuerdo. Los antiguos desconocían el principio del honor caballeresco, porque consideraban las cosas desde perspectivas libres y naturales, y no se dejaban persuadir por este tipo de trazos siniestros e infames. Podían considerar un golpe en la cara como lo que era: un pequeño perjuicio físico, mientras que para el hombre posterior es una catástrofe, llegando a convertirse en tema de honras fúnebres; por ejemplo, en El cid, de Corneille, o en un moderno drama burgués alemán titulado La fuerza de las circunstancias, pero que mejor debería llamarse La fuerza de los prejuicios. Si alguna vez se propina una bofetada en la Asamblea Nacional de París, se estremece Europa entera. A las gentes de honor a quienes hayan puesto de mal humor las anécdotas clásicas y los ejemplos de la antigüedad arriba citados les recomiendo, a modo de contraveneno, que lean la obra maestra de Diderot, Jacques le fataliste, a modo de muestra excelente del honor caballeresco moderno, podrán deleitarse y edificarse con ella. De lo expuesto se colige que el principio del honor caballesco no puede ser fundado en la naturaleza humana. Es artificial, y no resulta muy difícil adivinar su origen: es una criatura de los tiempos en los que se empleaban más los puños que las cabezas y en que los curas mantenían encadenada a la razón; es decir, en la Edad Media con todos sus caballeros. Antaño, por cierto, no sólo se le pedía al buen Dios que cuidara de uno, sino también que lo juzgara. Los casos más difíciles se resolvían mediante las ordalías o juicios de Dios; éstos consistían, con muy pocas excepciones, en combates singulares, no sólo entre caballeros, sino también entre ciudadanos normales, tal como lo demuestra una hermosa escena de Enrique VI, de Shakespeare. También, en última instancia, podía apelarse al combate singular o juicio de Dios para resolver cualquier litigio judicial. De esta manera, se sentaban en el estrado de los jueces la fuerza física y la habilidad, la naturaleza animal en lugar de la razón; y las pruebas a favor o en contra no decidían acerca de lo justo y lo injusto de lo que uno hubiera hecho sino lo que a él le sucediera, lo mismo que ocurre hoy
con el principio del honor caballeresco aún vigente. Quien albergue dudas sobre este origen del duelo, puede leer el excelente libro de J. G. Mellingen, The history of duelling. Hasta hoy todavía encontramos entre aquellos que viven según el principio del honor caballeresco, quienes por cierto no suelen ser precisamente los más instruidos ni los más razonables, algunos que creen que el resultado del duelo es producto de una decisión divina sobre la cuestión en disputa; evidentemente, esto es así a causa de una opinión heredada de la tradición. La tendencia del honor caballeresco, es apropiarse mediante la amenaza de la violencia física de los testimonios exteriores de respeto que se creen muy costosos, o superfluos. Esto es poco más o menos como si uno calentara con la mano el extremo del termómetro y, ante la ascensión de la columna de mercurio, se empeñara en demostrar que en su habitación reina un calor espantoso. Si consideramos el asunto de cerca, encontraremos que su núcleo es el siguiente: así como el honor burgués consiste en la opinión de que merecemos plena confianza porque respetamos escrupulosamente los derechos ajenos, el honor caballeresco se cifra en la opinión de que somos de temer, porque estamos dispuestos a defender hasta el fin nuestros derechos. El principio de que es mejor ser temido que gozar de confianza no sería tan falso, si viviéramos en el estado de naturaleza, donde cada uno debe mirar por sí mismo y defender directamente sus derechos. Mas en la civilización, donde el Estado toma bajo su protección la defensa de nuestra persona y nuestros bienes, ya no tiene ninguna aplicación; subsiste como esos castillos y fortalezas de la época del derecho de la fuerza, inútiles y abandonados en medio de campos bien roturados y animadas carreteras, e incluso vías férreas. Así, el honor caballeresco, preso todavía de este principio, se abalanza sobre estos agravios de la persona que el Estado sólo condena levemente o incluso deja impunes, ya que los considera sólo molestias sin importancia o simples chiquillerías. A fin de conservar su dominio en una esfera muy elevada, este principio valora de manera desproporcionada la valía de la persona por encima de la naturaleza, de la índole y del destino humanos, hasta convertirla en una especie de divinidad; de acuerdo con esto, cree insuficientes las penas que impone el Estado por lo que éste considera naderías personales; de ahí que el principio del honor caballeresco se imponga a sí mismo la tarea de castigarlas en el cuerpo y con la vida del ofensor. En el fondo de esto sólo residen el orgullo más desmesurado y la más irritable de las soberbias, que al olvidar la condición humana, pretenden revestirla de una invulnerabilidad y una irreprochabilidad absolutas. Por lo demás, todo aquel que quiera imponer este principio por la fuerza y que proclame la máxima: «Quien me insulta o me propina un golpe debe morir», merecería que lo expulsasen del país. Mas se hace cualquier cosa para disimular ese orgullo desmesurado. De dos hombres intrépidos se dice que ninguno de ellos cederá; de ahí que, ante el más leve golpe, prosigan con los insultos, luego lleguen a los puños y, finalmente, al asesinato; por eso está mejor visto que, en homenaje al buen gusto, se obvien los estados intermedios y se pase directamente a las armas. Los detalles del procedimiento se recogen en un sistema pedantesco y rígido de leyes y reglas, el cual constituye una de las más solemnes bufonadas y un templo erigido en honor de la necedad. Ahora bien, la tesis fundamental es falsa. En cuestiones de poco interés (pues las de mucha importancia se confían a los tribunales), uno de esos dos hombres intrépidos cede ante el otro (el más inteligente), y no deja que le afecten las simples opiniones. La prueba de esto nos la da el número de clases sociales que no reconocen el honor caballeresco y entre las cuales las disputas siguen su curso natural. Entre dichas clases, el asesinato es cien veces menor que entre la fracción, quizá del uno por mil, de quienes alaban tal principio; e incluso una pelea es algo bastante peregrino. Sin embargo, se
afirmará que el buen tono y las finas costumbres de la sociedad requieren como norma el principio del honor caballeresco, como un muro de protección contra el asalto de la grosería y la bestialidad. Sólo en Atenas, Corinto y Roma había, como es sabido, buena y buenísima sociedad, y también podían hallarse allí costumbres refinadas y buen tono sin que tras esta sociedad se ocultara la bufonada del honor caballeresco. También es cierto que en dichas ciudades no eran las mujeres quienes ocupaban el trono en sociedad, como después ha ocurrido, las cuales, debido a su carácter frívolo y pueril, impiden cualquier tipo de conversación razonable, y que, como se sabe, han contribuido a que en nuestra buena sociedad sobresalga la valentía personal, tanto como el rango, y se los estime más que cualquier otra cualidad, mientras que sólo se trata de algo secundario, de una virtud de suboficiales; es más, una virtud en la que incluso los animales nos sobrepasan; de ahí que, por ejemplo, se diga: «Es más valiente que un león». Sin embargo, en contra de la afirmación arriba enunciada, el principio del honor caballeresco es el asilo de la ruindad, la perfidia en la insolencia, la desconsideración y la impertinencia, debido a que se prefiere soportar en silencio una gran cantidad de vicios por la sencilla razón de que no hay nadie que tenga el gusto de echarles la soga al cuello. Así, podemos ver el duelo en plena floración, profesado con solemne y verdadera sed de sangre en aquella nación que ha demostrado carecer de dignidad en lo referente a cuestiones políticas y financieras externas; cómo le va en estos asuntos internos, debe preguntarse a quienes entiendan de ellos. Pero en lo tocante a su urbanidad y a la educación de su sociedad, ya es famosa desde hace mucho tiempo por ser una muestra negativa. Todos los motivos aducidos no se sostienen. Con mayor razón podrá argüirse que lo mismo que un perro gruñe cuando se le gruñe y devuelve las caricias cuando se le acaricia, también en la naturaleza del ser humano reside responder con hostilidad cuando se le hostiga, y que se exaspere y se irrite ante las muestras de desprecio; de ahí que ya dijera Cicerón: «Deja tal aguijón la injuria, que apenas si pueden soportarlo los hombres prudentes y buenos», y es que en ninguna parte del mundo se sufren impunemente los insultos o los golpes. Sin embargo, la naturaleza no nos induce a responder a las ofensas más que con una represalia proporcional a ellas, y de ningún modo a castigar con la muerte el reproche de mentira, necedad o cobardía. La antigua máxima alemana: «A una bofetada, una puñalada» es una indignante superstición caballeresca: la venganza de las ofensas es asunto de la cólera, pero nunca del honor y el deber, con el que las sella el principio del honor caballeresco. Por lo demás, es sabido que una acusación no puede ofender más que en la medida en la que hiere; esto resulta evidente al observar que la más pequeña alusión que da en el blanco hiere con mayor profundidad que otra afirmación severísima aunque sin fundamento. Por consiguiente, quien realmente es consciente de no merecer el reproche de que es objeto se permite despreciarlo con absoluta confianza. En cambio, el principio del honor caballeresco exige de él que muestre una susceptibilidad que no tiene en absoluto, y que castigue con sangre las ofensas que no le hieren. Mas quien se apresura a tomar venganza para no quedar en ridículo, demuestra tener una opinión muy pobre sobre su propia valía: un verdadero aprecio del valor de sí mismo reaccionará con indiferencia ante las injurias, y en caso de que se carezca de él, la prudencia y la buena educación sabrán guardar las apariencias y disimular la cólera. Si la gente pudiera despojarse del honor caballeresco, de modo que nadie volviera a admitir que un insulto pueda quitar a alguien su honor o devolverle a él el suyo, cualquier agravio o desplante puede ser legitimado de inmediato mediante el hecho de estar dispuesto a dar satisfacción, es decir, de batirse por su causa, de esta forma, comenzaría a imponerse la idea de que cuando se trata de insultos e injurias, el vencido en esa lucha
resulta ser el vencedor, y que como dice Vincenzo Monti: las injurias se comportan como las procesiones de iglesia: siempre regresan al lugar del que partieron. Entonces ya no bastaría que se gritara una grosería para tener razón; el juicio y la inteligencia tendrían mucha más voz. Entonces, la primacía espiritual ocuparía en la sociedad el puesto que se le adeuda, y que hoy pertenece a la superioridad física y al coraje de los húsares; en consecuencia, los hombres superiores tendrían una razón menos que en el presente para apartarse de la sociedad. Un cambio de esta especie introduciría el verdadero buen tono y abriría el camino a una auténtica buena sociedad, en la forma como existió en Atenas, Corintio y Roma. A quien desee ver un excelente ejemplo de ello le recomiendo que lea El banquete, de Jenofonte. La última defensa del código caballeresco rezaría de la siguiente manera: «Pero entonces, ¡Dios nos asista! ¡Uno podría agredir tranquilamente a otro!» A lo que respondería brevemente que, con bastante frecuencia, éste ha debido de ser el caso en el 999 de mil miembros de la sociedad que no reconocen ese código, sin que por eso haya muerto alguno; mientras que entre los partidarios de aquél, por regla general, cada golpe supone una muerte. Deseo examinar esto un poco más de cerca. A menudo me he esforzado por hallar, ya sea en la naturaleza animal o en la racional del hombre, un fundamento creíble o plausible, que no consista en simples tópicos sino que se base en conceptos claros, para justificar la profunda convicción del horror que supone recibir un golpe; pero ha sido en vano. Un golpe es —y seguirá siendo— tan sólo un pequeño mal físico que todo hombre puede causar a otro, con lo que sólo demuestra que él es más fuerte, o más hábil, o que el otro no estaba atento. Más allá de esto, el análisis no da más de sí. Luego veo al mismo caballero, a quien un golpe propinado por mano humana le parece el peor mal, recibir otro diez veces más fuerte de su caballo y, tragándose el dolor, asegura que se trata de una insignificancia de la que no merece hablarse. Entonces ha pensado que dependería de la mano humana. Pero ahora veo a nuestro caballero recibir de ella estocadas y sablazos en combate y asegurar, de nuevo, que se trata de una insignificancia de la que ni siquiera merece la pena hablarse. Más tarde advierto que incluso golpes con la hoja de la espada no son tan terribles como aquellos otros propinados con el bastón, de ahí que no hace aún mucho tiempo los cadetes podían sufrir los primeros, pero no los últimos; y, por otra parte, el golpe de la investidura de caballero que se imparte con la hoja de la espada es un honor grandísimo. Y he aquí, pues, que llego al final de mis fundamentos psicológicos y morales y no me queda otra solución que considerar el asunto como una antigua superstición profundamente arraigada, y un ejemplo de lo que puede hacerse creer a los hombres. Ello lo prueba el hecho de que en China los bastonazos con la caña de bambú son un castigo civil muy común, aplicable incluso a los funcionarios de todas las categorías; lo cual nos demuestra que la naturaleza humana, incluso la más civilizada, no expresa allí lo mismo que aquí. Además, una mirada libre de prejuicios de la naturaleza humana nos enseñará que golpear es algo tan normal como morder en los animales carnívoros, o cornear en los animales astados; el hombre es un animal que golpea. De ahí que nos indignemos cuando alguna vez oímos que un hombre ha mordido a otro; en cambio, que propine o reciba golpes es un hecho tan natural como frecuente. Que los hombres más instruidos procuren sustraerse de esto mediante un autodominio recíproco, es algo que se comprenderá con claridad. Pero es una crueldad hacer creer a una nación, o a una clase social, que un golpe recibido es una desgracia terrible que debe traer como consecuencia la muerte y el asesinato. En el mundo ya hay demasiados males como para que nos permitamos aumentarlos con otros que, además, terminan por originar otros males verdaderos: esto es lo único que logra esa
superstición necia y malvada. Por eso, debo desaprobar a los gobiernos y otros cuerpos legislativos que claman con tanto ardor por la abolición, tanto en lo civil como en lo militar, de los castigos corporales. Creen que con eso obran en interés de la humanidad, mientras que precisamente hacen lo contrario, pues trabajan por la consolidación de aquella locura antinatural e infame, esa superstición a la que ya se han sacrificado tantas víctimas. Para todas las faltas, con exclusión de las más graves, los golpes son lo primero que se le ocurre al hombre, de ahí que también sean el castigo más natural. Quien no entendió las razones, los golpes; y para aquel que no puede ser castigado en sus bienes porque carece de ellos, y tampoco puede privársele de libertad ya que se necesitan sus servicios, y castigarlo de esa forma supondría una pérdida en el propio interés, recibir una paliza moderada es un castigo tan equitativo como natural. Tampoco se aportan razones en contra de ello, sino sólo simples palabras hueras acerca de la dignidad humana. Que ésta es el alma del asunto lo confirma una prueba ridícula: el hecho de que desde hace poco tiempo se haya suprimido en el ejército el castigo de golpear con la vara por el de los golpes con la tabla, castigo que, igual que el otro, ocasiona dolor corporal, y que, sin embargo, se considera menos deshonroso y humillante. Con el fomento de la mencionada superstición también se trabaja a favor del principio del honor caballeresco y del duelo; mientras que, por otra parte, se pretende abolir su práctica mediante leyes, o al menos es eso lo que aparenta. Hoy, en pleno siglo XIX, todavía vemos exhibirse de un lado para otro, para escándalo público, ese fragmento de la ley de la fuerza procedente de los tiempos de la más cruda Edad Media; ya va siendo hora de que se lo expulse entre insultos e indignación. Mientras que actualmente no se permite azuzar metódicamente a los perros o a los gallos para que peleen entre sí, se azuza a los hombres para que se maten unos a otros en contra de su voluntad bajo la influencia del ridículo principio del honor caballeresco. Por esta razón, propongo a nuestros puristas alemanes que sustituyan la palabra duelo por la expresión pelea de caballeros. Por cierto, la pedantería con la que se procede a realizar esta estupidez, da mucho que reír. Es indignante que tal principio y su código absurdo constituya un Estado dentro del Estado que no conoce otra ley más que la de la fuerza, y que con esta ley tiranice a las clases sociales que a ella se someten; y, además, que mantenga abierto un Santo Tribunal de la Santa Violencia. Naturalmente, también será el abrigo para cualquier desalmado que, sólo con que pertenezca a su misma clase, podrá amenazar y deshacerse de aquellas personas que son más nobles y mejores que él, y a las que, sólo por ser como son, profesa un odio mortal. Hoy, cuando por fin los desvelos de la policía y la justicia han logrado erradicar el peligro de que cualquier canalla nos salga al paso en la carretera y nos asalte al grito de ¡La bolsa o la vida!, también la sana razón tendría que conseguir que en medio de nuestra pacífica convivencia se impidiera que cualquier miserable pueda salirnos al paso y asaltarnos con el grito de ¡El honor o la vida! Debería liberarse a las clases superiores de la angustia que les oprime el corazón por el hecho de que cualquiera de ellos puede ser objetivo de la rudeza, la grosería, la necedad o la maldad de un individuo al que le plazca desencadenarlas contra él. Que cuando dos jóvenes inexpertos e impulsivos se afrentan con palabras, tengan que pagarlo con su sangre, con su salud o con su vida es algo que clama al Cielo, es vergonzoso. Cuán dura es la tiranía de ese Estado dentro del Estado y qué grande el poder de aquella superstición, podrá comprobarse al considerar el hecho de que individuos que no pudieron restablecer su honor perdido de caballeros, ya fuera porque su ofensor pertenecía a una clase social demasiado alta o a una muy baja para ellos, o porque otra desproporción de cualquier índole lo hizo imposible, acaban por quitarse la vida a causa de la desesperación,
encontrando un final tragicómico. Dado que todo lo falso y absurdo desvela al fin que encima florece la contradicción, también aparece en forma de antinomia clamorosa: al oficial se le prohíbe batirse en duelo, pero se le castiga con la degradación si, llegado el caso, rehúsa batirse. Ya que estoy en ello, deseo seguir profundizando en mi indagación. Examinándola a la luz y libre de prejuicios, observamos que esta diferencia entre matar al enemigo en una celada o matarlo con las mismas armas en combate a campo abierto, no se funda más que en ese Estado dentro del Estado, el cual no reconoce otra ley que la de la fuerza que, elevada a juicio de Dios, se sustenta sobre la base del código del honor caballeresco. Mediante esta forma de actuar sólo se demuestra que es el más fuerte o el más hábil, pero nada más. La legitimación que se busca mediante la lucha abierta presupone que el derecho del más fuerte es realmente un derecho. Pero, en realidad, la circunstancia de que el otro no sepa defenderse bien me otorga ciertamente la posibilidad, pero jamás el derecho, de matarlo; este último, es decir, mi justificación moral, sólo puede descansar en los motivos que tengo para quitarle la vida. Ahora bien, supongamos que dichos motivos existieran y fueran poderosos; en ese caso no habría razón alguna para que dependiéramos ahora de que él o yo manejemos peor o mejor la pistola o la espada, sino de qué manera le quite la vida, de frente o por la espalda; pues, moralmente, pesa tanto el derecho del más fuerte como el derecho del más astuto, empleado en una muerte a traición: en este caso rige tanto el derecho de la fuerza como el de la cabeza; por lo demás, he de advertir que también en el duelo vale tanto lo uno como lo otro, pues en la esgrima las fintas también son producto de la astucia. Si me considero justificado moralmente para quitarle a otro la vida, entonces será una tontería que mi acción dependa de si él dispara mejor que yo o maneja más hábilmente la espada, en cuyo caso, quien me ha ofendido será quien, además, me quite la vida. Vengar la ofensa no mediante el duelo sino mediante el asesinato parece ser lo que insinúa Rousseau con mucha cautela en la nota 21 del libro IV del Emilio considerada tan misteriosa. Pero, por otra parte, se halla tan impregnado de la superstición caballeresca que considera el reproche de mentiroso una ofensa que justifica el asesinato; sin embargo, cualquier hombre se merece innumerables veces ese reproche, y hasta él mismo en mayor grado. El prejuicio que justifica matar al ofensor en lucha abierta con las mismas armas considera a la ley de la fuerza como un derecho real y el combate singular como un juicio divino. Por el contrario, el italiano que ardiendo de cólera acuchilla sin más a su ofensor dondequiera que lo encuentra, actúa más consecuentemente con la naturaleza; es más listo, pero no peor que el duelista. Si se me arguye que al querer matar a mi enemigo en combate singular soy consciente de que él hará todo lo posible por matarme a mí, responderé que mediante mi provocación le he empujado a la situación extrema de tener que defenderse. Este intencionado haberse puesto mutuamente en la situación extrema de tener que defenderse no significa más que buscar un pretexto plausible para matar. También podría oírse una justificación mediante la máxima «con consentimiento no hay injusticia», desde el momento en que ambos oponentes han consentido en apostar sus vidas en ese juego. Me he extendido al hablar sobre el honor caballeresco, pero con buena intención y porque sólo el Hércules de la filosofía puede contra los monstruos morales e intelectuales de este mundo. Dos cosas son las que diferencian la situacion de los tiempos modernos de la que reinaba en la sociedad de la antigüedad: el principio del honor caballeresco y la enfermedad venérea, ¡Noble pareja de hermanos! Los dos juntos han envenenado la lucha y el amor por la vida. La enfermedad venérea extiende su influencia más lejos de lo que a simple vista pudiera parecer, puesto que no es simplemente física, sino también moral. Dicha enfermedad ha introducido un elemento extraño,
enemigo, y hasta diabólico, en la relación entre los sexos que, como consecuencia, se empaña de una oscura y temerosa desconfianza. La influencia directa de tal cambio producido en el fundamento de toda comunidad humana se extiende al resto las demás relaciones; pero entretenerme ahora con eso me llevaría muy lejos. Análoga, aunque de otra especie, es la influencia del principio del honor caballeresco. Esta farsa tan solemne, desconocida por los antiguos, anquilosa a la sociedad moderna, la hace taciturna y pusilánime debido al hecho de que en ella se escruta y se rumia cualquier manifestación fugaz. Pero ese principio es un Minotauro al que no ya sólo un país, sino en toda Europa deben sacrificarle los hijos de las mejores familias como tributo. De ahí que sea ya hora de atacar valientemente a ese espantajo, como aquí se hace. ¡Ojalá que estos dos monstruos de los tiempos modernos hallen su fin en el siglo XIX! No queremos perder la esperanza de que los médicos logren acabar con el primero por medio de la profilaxis. Pero terminar con el espantajo es cosa de los filósofos mediante la rectificación de las ideas; ya que hasta ahora los gobiernos no han querido lograr nada con la aplicación de las leyes, habrá que atacar el mal en sus raíces por la otra vía. Si los gobiernos quieren terminar seria y realmente con los duelos, y es verdad que el escaso éxito de sus afanes radica en su impotencia, quiero proponerles una ley cuyo éxito les garantizo; además, sin tener que recurrir a la ayuda de ningún tipo de operaciones sangrientas, cadalsos, patíbulos, o cadenas perpetuas. Se trata de un pequeño método homeopático muy sencillo: quien rete a otro a duelo, o quien lo acepte, recibirá à la Chinoise, en pleno día, ante el cuerpo de guardia principal, doce bastonazos propinados por el sargento de guardias; cada uno de los amonestadores y padrinos, recibirá seis. En cuanto a las consecuencias de los duelos que logren celebrarse, se aplicará la legislación criminal vigente. Quizá algún simpatizante caballeresco me objetará que, tras la aplicación de tal castigo, muchos hombres de honor serían capaces de descerrajarse un tiro; a lo que le contestaré que es mucho mejor que un necio semejante se mate a sí mismo que a otro. También debemos mencionar el honor nacional. Se trata del honor de un pueblo entero en cuanto parte integrante de la comunidad que forman todos los demás. Como en esta comunidad de todos los pueblos no existe más foro que el de la fuerza, y como cada miembro de ella tiene que defender por sí mismo sus derechos, el honor de una nación consiste no sólo en la opinión que se haya granjeado de que puede confiarse en ella, sino también en la de que hay que temerla: de ahí que jamás deba dejar que un ataque a sus derechos quede impune. El honor nacional reúne así el punto de honor burgués con el honor caballeresco. En cuanto a lo que uno representa, es decir, lo que se es a los ojos del mundo, señalábamos en último lugar la fama; ésta es la que vamos a considerar. Fama y honor son hermanos gemelos; sin embargo, son como los Dioscuros, de los cuales Pólux era inmortal, y Cástor mortal. La fama es el hermano inmortal del mortal honor. Desde luego, esto sólo se refiere a la fama en su más alto grado, a la fama propiamente dicha, la verdadera, pues también existen famas efímeras. El honor, por lo demás, afecta a unas cualidades que, en idénticas circunstancias, pueden exigirse a cualquiera; la fama, simplemente, a otras que no pueden exigírsele a nadie; el honor afecta, por otro lado, a los méritos que cualquiera puede atribuirse a sí mismo; la fama, a los que nadie puede atribuirse para sí. Mientras nuestro honor llega tan lejos como lo hace nuestra persona, la fama se apresura a ir por delante de nosotros y nos lleva todo lo lejos que ella llega. Al honor aspira cualquiera, a la fama sólo raras excepciones, pues sólo por medio de prestaciones extraordinarias se llega a ella. Éstas consisten en hechos u obras, con lo que se abren dos caminos que conducen a la fama. Para el camino de los hechos capacita de forma extraordinaria un gran corazón; para el de las obras, una
gran cabeza. Cada uno de estos caminos tiene sus ventajas e inconvenientes. De los hechos queda sólo el recuerdo, que cada vez irá tornándose más débil, impreciso e indiferente, y llega a extinguirse si la historia no lo toma a su cargo. Las obras, en cambio, son inmortales en sí mismas y, sobre todo las escritas, pueden sobrevivir a todas las épocas. De Alejandro Magno vive el nombre y el recuerdo, pero Platón y Aristóteles, Homero y Horacio todavía están presentes tal como eran, casi en cuerpo y alma, viven y actúan directamente. Los Vedas, con sus Upanishads, están aquí, pero de todos los hechos ocurridos en su tiempo no nos ha llegado ninguna noticia. Otra desventaja de los hechos es su dependencia de la ocasión que los hace posibles; de donde resulta que la fama de un hecho no se ajusta a un valor propio e íntimo, sino también las circunstancias que le otorgaron su importancia y su brillo. Además, cuando son de carácter personal, como las hazañas en la guerra, su fama depende del testimonio de algunos testigos; éstos no siempre están presentes, y tampoco son siempre probos e imparciales. Los hechos tienen la ventaja de que, como son algo práctico, descansan en el ámbito general de la facultad humana de juzgar; de ahí que enseguida se les haga justicia, a no ser que se desconozcan sus datos correctos, o que sólo al cabo del tiempo se sepan sus motivaciones y se tarde en valorárselas con justicia, pues para entender un hecho hay que comprender los motivos que lo provocaron. Con las obras sucede al revés: su nacimiento no depende de la ocasión, sino de su creador; además, lo que son por sí y en sí mismas, se mantiene constante mientras perduran. En cambio, es muy difícil juzgarlas, y la dificultad será mayor cuanto más excelentes sean: a menudo se carece de jueces competentes para hacerlo. En cambio, no es sólo una instancia la que decide sobre su fama, sino que también cabe la posibilidad de apelación. En efecto, mientras que el recuerdo de los hechos llega a la posteridad tal como lo transmitieron sus contemporáneos, las obras llegan ellas mismas y, si descontamos algunos fragmentos que se pierden, llegan tal cual son. Aquí no cabe adulteración alguna de los datos y hasta el perjudicial influjo de su entorno, que quizá acompañó a su nacimiento, desaparece por entero. Más bien sucede que será el tiempo el que, poco a poco, aporte los escasos jueces competentes que, siendo ellos mismos excepciones, deben juzgar lo que es aún más excepcional; sucesivamente irán depositando sus votos decisivos, de modo que, a veces, sólo al cabo de los siglos se pronuncia por fin un veredicto definitivo y justo que ya no revocará la posteridad. Así de segura, indefectible, es la fama de las obras. Pero que su creador también la disfrute es algo que dependerá de circunstancias exteriores y la casualidad: que se dé este caso más raro cuanto más elevado y difícil sea el género de las obras. Séneca dice al respecto, de manera incomparablemente bella, que la fama sigue tan infaliblemente al mérito como la sombra al cuerpo, pero que, tal como sucede con ésta, unas veces delante y otras detrás, y otras caminando junto a él. Y después de haber explicado esto añade: «Aun cuando a todos tus contemporáneos la envidia les hubiere impuesto el silencio, vendrán otros que juzgarán, sin favoritismos»; con ello observamos que el arte de reprimir los méritos ignorándolos mediante el silencio ya era una práctica muy común entre los canallas que vivían en tiempos de Séneca, lo mismo que entre los de hoy. Y que tanto a aquéllos como a éstos: «La envidia les sella los labios». Por regla general, cuanto más larga vaya a ser la fama, más tarda en llegar; pues lo excelente madura despacio. La fama llamada a perdurar se semeja a un roble que crece muy lentamente de sus semillas; la fama ligera, efímera, a esas plantas que crecen con gran rapidez, y la falsa fama se asemeja a la mala hierba, que brota por todas partes y que enseguida se siega. Que así suceda se debe al hecho de que cuanto más pertenezca un individuo a la posteridad, más extraño es a sus contemporáneos; y es que lo que aporta no está dedicado a ellos especialmente, o, al menos, no a ellos en particular, sino sólo en
cuanto que son una parte de la humanidad; de ahí que tampoco venga teñido con los colores locales y, por eso, puede suceder con mucha facilidad que, siendo dicha aportación extraña a sus contemporáneos, pase entre ellos inadvertida. Éstos aprecian más lo circunstancial, lo breve y diario, lo que sirve al humor del momento y que pertenece a ellos por completo, es con lo que viven y con lo que mueren. La historia de la literatura y del arte nos enseña que las más grandes aportaciones del espíritu humano fueron acogidas desfavorablemente, permaneciendo ignoradas hasta que llegaron espíritus de especie superior que, sintiéndose atraídos por ellas, las sacaron a la luz y les otorgaron la importancia que, gracias a la autoridad adquirida, mantuvieron desde entonces y para siempre. Esto se cifra, en última instancia, en que sólo lo homogéneo se reconoce entre sí, sólo lo igual reconoce y comprende a su igual y puede apreciarlo en lo que vale. Ahora bien, lo homogéneo para el hombre llano es lo llano, lo vulgar para el vulgar, al confuso le es afín la confusión, al descerebrado, lo absurdo… por lo demás, lo que cada cual prefiere son sus propias obras, que son lo más homogéneo a él. A este respecto ya cantaba así Epicarmo, el viejo y fabuloso poeta: Nada asombroso es que hable yo en mi sentido, y que aquellos que se gustan a sí mismos /se ilusionen creyendo que son dignos de alabanza; pues al perro le parece el perro el ser más hermoso, al buey, /el buey, al burro, el burro, y al cerdo, el cerdo.
Semejante a un cuerpo ligero lanzado por el brazo más vigoroso, que no puede transmitirle un movimiento suficiente como para que lo impulse y lo haga volar lejos a fin de que acierte con violencia en el blanco, no pudieron impedir que, en vez de eso, caiga a corta distancia —ya que el objeto del peso necesario en su propia materia como para que pueda asimilar la fuerza externa—; así, precisamente, sucede también con los pensamientos elevados y hermosos, y hasta con las obras maestras del genio cuando no hay más cabezas para recibirlas que las mezquinas, pusilánimes o torcidas. Los sabios de todos los tiempos unieron sus voces y se quejaron a coro por este motivo. Por ejemplo, dice Jesús de Sira: «Quien habla con un necio, habla con alguien que está dormido»; al final responderá: «¿Qué pasa?». Y Hamlet: «Las palabras del pícaro duermen en oídos necios». Y Goethe: La mejor palabra objeto es de burla cuando un majadero es el que la escucha.
Y de nuevo: No produces efecto, ¡todo está bien muerto! ¡No te preocupes! La piedra que cae al lodo no forma anillo alguno.
Y Lichtenberg: «Cuando un libro y una cabeza chocan y suenan hueco, sonará, pues, en el libro». Y, nuevamente: «Tales obras son espejos; si un mono se mirase en ellas, no ha de ver un apóstol». Y también el bello y conmovedor lamento del viejo Gellert merece un recuerdo: Que siempre las mejores prendas tienen los menos admiradores
y que gran parte en la tierra cede a lo malo por mejor, desdicha es que surge por doquiera. Mas, ¿cómo evitar esta peste? Dudo mucho que la miseria logre expulsarse del mundo. Un solo medio hay en la tierra, pero infinitamente difícil: que los tontos se nos vuelvan cuerdos. Mas ¡Ay! miradles, aquí quedan, que nunca llegan ni saben el valor de las cosas. Son sus ojos los que velan, no su razón: alaban siempre lo ínfimo, pues jamás conocieran lo máximo.
A esta incapacidad intelectual del hombre, por razón de la que, como dice Goethe, «rara vez se encuentra lo excelente, y aún más rara vez se lo estima», hay que añadir además —aquí como en todo — la maldad humana; y esta vez, en forma de envidia. Y es que, mediante la fama que uno adquiere, se coloca muy por encima del resto de los de su especie, que se sentirán rebajados, pues todo mérito extraordinario obtiene su fama a costa de aquellos que no tienen ninguno: Pues si a otros aplaudimos. ¿por qué no hemos de alabarnos también a nosotros mismos?
He aquí la explicación de por qué al aparecer lo excelente donde quiera que aparezca y sea de la especie que sea, la inmensidad de las medianías se conjura y cierra filas en su contra a fin de no dejarlo prosperar y, si es posible, llegar incluso a asfixiarlo. Y también aquellos que tienen méritos y que ya disfrutan de su propia fama no los verán con buenos ojos, temiendo que la nueva fama empañe el brillo de la suya. De ahí que Goethe diga: Si en mi mano hubiera estado el no venir a esta tierra, seguro que aún en el limbo quietecito me estuviera; bien comprenderlo podréis al ver cómo se comportan los que, por darse importancia, quisieran borrar mi obra.
Así pues, mientras que el honor, por lo general, halla jueces justos y no lo ataca la envidia, es más, incluso se le concede a crédito a cualquiera, la fama, a despecho de la envidia, tiene que conquistarse; y su palma la otorga un tribunal formado por jueces manifestamente desfavorables. Y es que el honor podemos y queremos compartirlo con cualquiera; pero la fama se nos vuelve exigua o más difícil cuando otro la conquista. Además, la dificultad de alcanzar la fama mediante las obras está en relación inversa a la cantidad de individuos que integran el público de tales obras, por motivos fáciles de comprender. Por eso, la dificultad es mayor en aquellas obras que se proponen
instruir que en aquellas otras destinadas a la diversión. Pero llega a su grado máximo en las obras de filosofía, debido a que la instrucción que éstas prometen es, por una parte, muy incierta, y, por otra, carece de cualquier tipo de aplicación material; aparte de esto, tales obras se publican, primeramente, para un público que se compone de competidores. De las dificultades expuestas que se oponen a la conquista de la fama se colige que quienes son capaces de crear obras dignas de merecerla no lo hacen por amor a ella ni por el propio placer de poseerla; al contrario, si necesitaran del estímulo de la fama, la humanidad recibiría muy pocas o, más bien, ninguna obra inmortal. Es más: quien desee crear lo bueno y lo verdadero y rehuir lo malo tendrá que enfrentarse a la opinión de la masa y a la de sus seductores, y despreciarla. Osorio comenta al respecto, con gran acierto, que la fama huye de quienes la buscan y persigue a quienes la desprecian: en efecto, aquéllos se adaptan al gusto de sus contemporáneos y estos otros se enfrentan a él. Mas, si tan arduo es conquistar la fama, mantenerla resulta fácil. También en esto sucede lo contrario que con el honor. Éste a cualquiera se le concede incluso a crédito: lo único que tiene que hacer es conservarlo. En esto radica la dificultad, pues basta una sola acción indigna para que lo pierda sin remedio. La fama, en cambio, no tiene por qué perderse jamás, pues el hecho o la obra que la causó permanece y la fama pertenece a su creador aun cuando no vuelva a producir nada nuevo. Cuando, a pesar de todo, la fama se extingue realmente y su autor la sobrevive, en ese caso era falsa, inmerecida, surgida en un instante de sobrevaloración. Tal fue, por ejemplo, el caso de Hegel, que tan bien describe Lichtenberg: «Proclamada al son de las trompetas por una junta amistosa de candidatos y repetida por el eco de las cabezas vacías… mas cómo reirá la posteridad cuando un día llame a las puertas de estas jaulas de palabras multicolores, de los bonitos nidos de la moda que voló, y de las casas de convenciones muertas y las encuentre todas, todas, absolutamente vacías; sin siquiera el más íntimo de los pensamiento que pueda decir con confianza: ‘¡Entrad!’». La fama descansa en aquello que uno es en comparación con los demás. Es, por lo tanto, algo relativo en esencia; de ahí que sólo pueda tener un valor relativo. Desaparecería si los demás llegasen a ser lo mismo que quien ya la disfruta. Valor absoluto sólo puede tenerlo lo que es capaz de conservarlo bajo cualquier circunstancia; en este caso sería, pues, aquello que uno es directamente en sí y para sí, por consiguiente, hay que incluir aquí el valor y la felicidad que residen en un corazón grande y en una cabeza inteligente. En efecto, lo valioso no es la fama en sí, sino las cualidades por las que uno se hace digno de ella. Éstas son la sustancia, mientras que la fama es tan sólo el accidente que obra sobre el hombre famoso como un síntoma externo por medio del cual obtiene la confirmación de la elevada opinión de sí mismo. Por eso podría decirse que, del mismo modo que a la luz no se hace visible hasta que no es rechazada por un cuerpo, así sucede con toda excelencia: necesita de la fama para adquirir plena conciencia de sí misma. Pero no se trata de un síntoma infalible, pues existe tanto la fama sin mérito como el mérito sin la fama; a este respecto viene a colación la bonita expresión de Lessing: «Algunas personas son famosas, y otras lo merecen». También sería una mísera existencia aquella cuyo mérito o demérito dependiera tan sólo de la estima que suscitase a los ojos de los demás; desdichadas serían las vidas del héroe y del genio si su valor consistiera en la fama, esto es, en el aplauso de los demás. Más bien todo ser vivo existe y vive por sí mismo, de ahí que, también, en sí y para sí. Lo que uno es, lo es, ante todo, para él mismo: si carece de valor en particular, entonces tampoco lo tendrá en general. En cambio, la imagen que de su ser tengan en la cabeza los demás será siempre algo secundario, fruto del azar, el cual tiene muy poco que ver con el original. Por lo demás, las cabezas de la masa son un escenario demasiado miserable
como para que en ellas encuentre su sitio la verdadera felicidad. Antes bien, la felicidad que en ellas podría hallarse sería sólo quimérica. ¡Y qué mezcolanza social se reúne en el templo común de la fama! Mariscales, ministros, charlatanes, ilusionistas, bailarines, cantantes, millonarios y judíos: sí, los méritos de todos ellos encuentran allí más estime senti que los méritos espirituales, sobre todo los de la más elevada especie, a los que la mayoría únicamente les concede una estimación de palabra. En un sentido eudemonológico, la fama no es más que el bocado más raro y sabroso que puede ofrecérsele a nuestro orgullo y a nuestra vanidad. En la mayoría de los seres humanos existen ambos defectos en cantidades extraordinarias, aunque traten de ocultarlos; e incluso quizá en quienes con más vigor se encuentren sea en aquellos individuos que son los más indicados para obtener la fama, éstos se ven obligados a llevar de un lado para otro durante mucho tiempo la duda de la preponderancia de su valor, hasta que les llega la oportunidad de ponerlo a prueba y, después, de disfrutar del reconocimiento que se les debe; hasta entonces, tienen la desagradable sensación de estar sufriendo una secreta injusticia. Por lo general, como ya se expuso al comienzo de este capítulo, el valor que el hombre concede a la opinión que los demás tienen sobre él es enormemente desproporcionado e irracional. Hobbes expresa esto de manera un tanto excesiva, pero quizá también con bastante acierto: «Todo goce del alma, toda satisfacción proviene de que al compararse uno con los demás pueda tener una opinión elevada de sí mismo». Se aclara así el enorme valor que en general se otorga a la fama y los sacrificios que se le ofrecen con la única esperanza de llegar alguna vez a obtenerlo: La fama (esa última debilidad de las almas /excelentes) es la espuela que pica a las almas nobles a despreciar los placeres y a consagrarse a intensos días de trabajo.
Asimismo: Qué difícil es escalar la cima donde resplandece el dorado templo de la fama.
Esto aclara también que la nación más arrogante de todas tenga constantemente la gloria en la boca y que, de manera inconsciente, la considere el resorte principal de los grandes hechos y de las grandes obras. Sin embargo, indiscutiblemente, la fama es algo secundario, el simple eco, la copia, la sombra, el síntoma de mérito; y como, en todo caso, lo admirado ha de tener más valor que la propia admiración, la verdadera felicidad no puede consistir en la fama sino en aquello por lo que uno la obtiene, es decir, en el mérito mismo, o más exactamente, en la disposición y en las capacidades de las que surge, ya sean éstas de carácter moral o intelectual. Quien merece la fama pero no la consigue, posee ya, con mucho, lo principal, y obtiene con ello el consuelo por lo que le falta. En efecto, lo que hace envidiable a un individuo no es el hecho de que la masa, incapaz de juzgar y a menudo engañada, lo tenga por un gran hombre, sino lo que él sea en sí mismo; también es una gran suerte no lo que la posteridad sepa de él, sino que engendre pensamientos que merezcan ser consevados y meditados a través de los siglos. Sobre todo, de eso no se le puede privar, es lo que no está en nosotros, mientras que lo otro, lo que está en nosotros. Si, al contrario, la admiración fuese lo principal, entonces carecería de valor lo admirado. Esto sucede en el caso de la falsa fama, es decir,
de la fama inmerecida. De ésta tiene que alimentarse su poseedor al no tener realmente en sí aquello de lo que ella sólo es el síntoma, un simple destello. Pero también esa misma fama le resultará a veces molesta cuando, en ocasiones, a despecho de la falsa ilusión surgida de la vanidad, le asalte el vértigo en la cumbre que no le corresponde, o tenga la desagradable sensación de ser como un ducado de cobre; luego, también, el miedo a ser descubierto y desenmascarado, y a la humillación bien merecida, sobre todo cuando comience a leer en las frentes de los sabios el juicio de la posteridad. Podría comparársele a quien se apropia de una herencia por medio de un testamento falso. La fama verdadera, la fama que otorga la posteridad, ya no la percibe quien es objeto de ella y, sin embargo, se le considera dichoso. Así pues, su dicha consiste en los méritos propios que le depararon la fama y en que tuvo ocasión de desarrollarlos, esto es: se le concedió la posibilidad de obrar conforme a su naturaleza y de dedicarse a realizar aquello que le complacía e hizo con cariño, pues sólo las obras que así surgen alcanzan la fama. Su felicidad consiste, pues, en su gran corazón o en la riqueza de un gran espíritu, cuya impronta marcada en sus obras causará la sensación de los siglos venideros, también, en los propios pensamientos destinados a convertirse en la ocupación y en el placer de los espíritus más nobles en el futuro. El valor de la fama póstuma radica, por lo tanto, en haberla merecido; y ello es lo único que recompensa. Si las obras dignas de aquélla también disfrutaron de fama entre sus contemporáneos o no depende sólo de circunstancias casuales, y jamás ha sido algo que haya tenido la menor importancia. En efecto, por regla general los seres humanos carecen de juicio propio y, sobre todo, de la capacidad suficiente de apreciar las aportaciones grandes y difíciles, constantemente siguen en estos asuntos la autoridad ajena; y la fama de la más alta especie la conceden el noventa y nueve por ciento de quienes lo hacen, por simple y mera buena fe. De aquí que para las cabezas pensantes tenga muy poco valor el aplauso de sus contemporáneos, por enorme que éste sea, pues en él sólo oyen el eco de muy pocas voces, las cuales tampoco son, en realidad, más que el producto del momento. ¿Habría de sentirse halagado un virtuoso por el clamoroso aplauso de su público cuando supiera que aparte de una o dos personas sanas, éste se compone únicamente de sordos que, para ocultarse unos a otros su defecto, aplauden con gran vehemencia en cuanto ven hacerlo a cualquiera de los sanos? ¿Y qué sucedería si llegara a sus oídos que, a veces ¡aquellos dos maestros del aplauso aceptaban dinero a cambio de aplaudir muy sonoramente a violinistas miserables!? Esto aclara a qué obedece el que sólo raras veces la fama contemporánea sufra la metamorfosis que la convierte en fama futura. D’Alembert, en su hermosísima descripción del templo de la fama literaria, dice a este respecto: «El interior del templo está habitado por muertos que no estaban allí cuando vivían, y por algunos vivos a los que se les arrojará de allí cuando mueran». Si, no obstante, alguien alcanza esa fama que está llamada a perdurar en la posteridad mientras vive, rara vez le ocurrirá antes de la vejez; aunque existen algunas excepciones a esta regla entre los artistas y literatos, pero muy escasas entre los filófosos. Una confirmación de la regla la hallamos en los retratos de quienes se hicieron famosos por sus obras, ya que la mayoría se realizaron tras su celebridad: por regla general se ve a estos personajes ya viejos y canosos, sobre todo a los filósofos. Pero, desde el punto de vista eudemonológico, esto está plenamente justificado. Fama y juventud simultáneas son demasiado para un mortal. Nuestra vida es tan pobre que hay que administrar sus dones con sumo cuidado. La juventud tiene de sobra con su propia riqueza, y puede contentarse con ella; pero es en la vejez, en la que, a semejanza de los árboles en invierno, todos los goces y alegrías se hallan inermes, donde florece el árbol de la fama con un genuino verdor invernal; puede compararse a esas frutas que crecen en el verano pero que se degustan en el invierno.
Examinemos ahora un poco más de cerca las vías por las que se llega a la fama, centrándonos en las ciencias, que es lo que más de cerca nos toca. Pueden enunciarse a este respecto las reglas que siguen. La superioridad intelectual distinguida con dicha fama se manifiesta siempre por una nueva combinación de algún tipo de datos. Ahora bien, éstos pueden ser de muy distintas especies; sin embargo, la fama adquirida por dicha combinación será mayor y más extensa cuanto más conocidos y accesibles sean sus datos. Si tales datos consisten en algunas cifras o curvas, o también en algún hecho especial de física, de zoología, de botánica o de anatomía, o en algunos pasajes fragmentados de autores antiguos, o en inscripciones semiborrosas, o en unas de cuyo alfabeto carecemos, o en puntos oscuros de la historia, la fama que se conseguirá entonces con dichas combinaciones no se extenderá mucho más allá del conocimiento de los datos mismos, esto es, no rebasará un reducido círculo de especialistas que, por lo general, llevan una vida retirada y están ansiosos de alcanzar la gloria en su especialidad. En cambio, si los datos son conocidos por todo el género humano, como, por ejemplo, cualidades esenciales, comunes a todos, del entendimiento o el ánimo, o fuerzas de la naturaleza cuyos efectos tenemos siempre ante los ojos, o se refieren al curso de la naturaleza, algo que está al alcance de todos, entonces la celebridad nacida de haber iluminado estos fenómenos gracias al descubrimiento de una nueva, evidente e importantísima combinación, se extenderá con el tiempo a la humanidad civilizada. Pues si los datos son accesibles a todos, también lo será la combinación. Sin embargo, la fama siempre guardará proporción con la magnitud de las dificultades vencidas, ya que, en efecto, cuanto más conocidos y universales sean los datos, más difíciles será combinarlos de una manera nueva y acertada, debido a que esto ya lo intentaron previamente un gran número de cerebros que agotaron todas las posibilidades. En cambio, los datos a los que el gran público accede sólo con gran esfuerzo y trabajo admiten por lo general nuevas combinaciones, siempre que uno se acerque a ellos con un entendimiento adecuado y una sana capacidad de juzgar, es decir, con la adecuada superioridad intelectual; así resultará muy fácil crear una combinación nueva y acertada. De todos modos, la fama así adquirida tendrá en cierto sentido los mismos límites que el conocimiento de los datos, pues, verdaderamente, la solución de problemas de este tipo exige mucho estudio y trabajo, aunque sea sólo para llegar al mero conocimiento de los simples datos; en cambio, en la otra categoría donde se alcanza una fama mayor éstos están siempre presentes y se proporcionan gratuitamente, pero es necesario tener mucho más talento, e incluso genio, con cuyo valor no soporta comparación alguna el de cualquier trabajo o estudio. De aquí se sigue que aquellos que se sientan poseedores de un entendimiento firme y un juicio recto, sin que, no obstante, se consideren dueños de elevados dones espirituales, no deban asustarse del ingente estudio y del trabajoso esfuerzo que les aguarda, pues mediante éstos podrán elevarse de entre la masa humana que tiene al alcance de la mano los datos conocidos de todos e ir a posarse en los lugares más altos, sólo accesibles por medio de la aplicación y el esfuerzo de los sabios. En este ámbito, donde el número de los competidores es infinitamente menor, un cerebro relativamente superior acabará por dar pronto con una nueva y correcta combinación de los datos; e incluso el mérito de su descubrimiento se apoyará en la dificultad de haber llegado al descubrimiento de aquéllos. Sin embargo, el resto de la masa humana no percibirá prácticamente nada del merecido aplauso con que lo aclamarán sus colegas, únicos conocedores de la ciencia que él profesa. Si queremos internarnos más profundamente en el camino aquí expuesto, podemos señalar el punto en que los datos, dada la dificultad de su consecución, bastan por sí solos, sin que necesiten formar combinación alguna para granjearse la fama. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con los viajes a
países lejanos y poco visitados: se llega a ser famoso no por lo que se ha pensado, sino gracias a lo que se ha visto. Este camino tiene además una gran ventaja, ya que es mucho más fácil comunicar a los demás aquello que se ha visto que lo que se ha pensado, y lo mismo ocurrirá con su comprensión: lo primero hallará más lectores que lo segundo, pues, como dice Asmus: Cuando uno realiza un viaje, tiene ya algo que contar.
Por lo demás, y en lo que se refiere al cerebro dotado de elevadas facultades —el único que puede permitirse buscar la solución de los grandes problemas, que son los más difícles por referirse a lo general y a lo común— tal cerebro hará muy bien en ampliar todo lo posible su horizonte de acción, si bien moderadamente, hacia todas partes por igual y sin adentrarse demasiado en alguna de esas raras y poco conocidas regiones y perderse en ella; esto es, no debe penetrar demasiado en ninguna de las especialidades de cualquier ciencia particular, y esto omitiendo ya el hecho de que no vaya a dedicarse a la micrología. Y es que no tiene necesidad de ocuparse de las cosas de difícil acceso para escapar de la multitud de competidores, sino que es justamente lo que está al alcance de todos lo que le servirá de materia para realizar combinaciones importantes e innovadoras. Pues su mérito podrán apreciarlo todos cuantos conozcan los datos, es decir, una gran parte de la especie humana. En esto se cifra la poderosa diferencia que exicte entre la fama a la que llegan los poetas y los filósofos y aquella otra que puedan alcanzar los cinetíficos.
LA MORAL[1]
La virtud no se enseña, tampoco el genio. La idea que se tiene de la virtud es estéril, sólo puede servir como instrumento, como los objetos técnicos en el arte. Esperar que nuestra moral y nuestra ética pueden formar personas virtuosas, nobles y santas, es tan insensato como imaginar que nuestros tratados de estética pueden producir poetas, escultores, pintores y músicos. Sólo existen tres resortes fundamentales de las acciones humanas, y todos sus motivos se relacionan con éstos: el egoísmo, que quiere su propio bien y no tiene límites; la perversidad, que desea el mal ajeno y llega hasta la crueldad; y la conmiseración, que quiere el bien del prójimo y llega a la generosidad y la grandeza del alma. Cualquier acción humana debe referirse a uno o dos de estos tres móviles al mismo tiempo.
EL EGOÍSMO El egoísmo inspira tal horror que hemos creado la urbanidad para ocultarlo como una parte vergonzosa. Pero sobresale a través de todos los velos y se denuncia en cualquier encuentro, pues de manera instintiva nos esforzamos por utilizar cada nuevo conocimiento para servirnos en nuestros proyectos. Nuestra primera idea siempre es saber si tal hombre puede sernos útil para algo. Si no nos puede servir, no tiene ningún valor… Tanto sospechamos de este sentimiento en los demás que, si pedimos un consejo o un informe, perdemos la confianza en lo que se nos dice, pues suponemos que en ello hay algún interés. Pensamos que nuestro consejero quiere valerse de nosotros, y atribuimos su parecer —más que a la prudencia de su razón— a sus intenciones secretas, por grande que sea la primera, o por débiles y lejanas que sean las segundas. Por naturaleza, el egoísmo no tiene límites. El hombre tiene sólo un deseo absoluto: conservar su existencia, librarse del dolor y de toda privación. Lo que quiere es el mayor bienestar, la posesión de todos los goces que puede imaginar, los cuales cambia y desarrolla de manera incesante. Cualquier obstáculo que se interpone entre su egoísmo y sus concupiscencias excita su mal humor, su cólera, su odio; es un enemigo a quien se tiene que aplastar. Quisiera gozar de todo, poseerlo todo y, por lo menos, dominarlo todo: «Todo para mí, nada para los demás», es su divisa. El egoísmo es colosal, no cabe en el universo. Si se diera a elegir entre el anonadamiento del universo y la propia perdición, no necesito decir cuál sería la respuesta. Cada persona se hace el centro del mundo, todo lo refiere en relación a sí. Hasta los grandes trastornos de los imperios se consideran desde el punto de vista del propio interés, por ínfimo y remoto que éste sea. ¿Existe algún contraste más pasmoso? Por una parte, ese interés superior y exclusivo que cada cual toma por sí mismo, y por la otra, esa mirada indiferente que se lanza a todos.
El convencimiento de tantas personas que obran como si fuesen las únicas con una existencia real, y que actúan como si sus semejantes fueran sólo sombras o fantasmas, es cómico. Para ilustrar la inmensidad del egoísmo con una hipérbole llamativa, escribo lo siguiente: «Muchas personas serían capaces de matar a un hombre para coger la grasa del muerto y untarse con ella las botas». Sólo me asalta un escrúpulo: ¿esto será una hipérbole? El Estado, la obra maestra del egoísmo inteligente y razonado, esa suma de los egoísmos individuales, ha depositado los derechos de cada individuo en manos de un poder infinitamente superior al de las personas, y las obliga a respetar los derechos de los demás. Así quedan ocultos el desmedido egoísmo de casi todos, la perversidad de muchos, la ferocidad de algunos. La fuerza los tiene encadenados, y de ello resulta una engañosa apariencia. Pero cuando el poder protector del Estado se encuentre, como algunas veces ocurre, eludido o paralizado, se verán estallar los apetitos insaciables, la sórdida avaricia, la falsedad secreta, la perversidad y la perfidia de los hombres. Entonces retrocedemos y damos grandes gritos, como si topáramos con un monstruo aún desconocido. Sin embargo, sin la presión de las leyes, sin la necesidad que se tiene de honor y consideración, todas esas pasiones triunfarían a diario. ¡Es necesario leer las causas célebres, la historia de los tiempos pasados, para saber lo que existe en el fondo del hombre, lo que vale su moralidad! Esos millares de seres que están a nuestra vista, obligados a respetar la paz, en el fondo son tigres y lobos, a quienes sólo un fuerte bozal les impide morder. Imagina que la fuerza pública fuera suprimida, que el bozal fuera quitado. Retrocederías con espanto ante el espectáculo que se ofrecería. ¿No basta esto para confesar cuán poco arraigo tienen la religión, la conciencia y la moral natural, cualquiera que sea su fundamento? Pero, en presencia de los sentimientos egoístas entregados a sí mismos, también se vería en el hombre el verdadero instinto moral, sólo entonces lo veríamos desplegar su poderío y manifestar lo que es capaz de hacer. Y se verá que existe tanta variedad en los caracteres morales como en la inteligencia, y esto no es poco decir. ¿La conciencia tiene su origen en la naturaleza? Puede dudarse de ello. A lo menos, también existe una conciencia bastarda que a menudo se confunde con la verdadera. La angustia y el arrepentimiento provocados por nuestros actos no son más que el temor a las consecuencias. La violación de ciertas reglas exteriores, arbitrarias y ridículas, despierta escrúpulos análogos a los remordimientos de conciencia. Así, ciertos judíos estarían abrumados ante la sola idea de fumar una pipa en su domicilio durante el sábado, contraviniendo el precepto de Moisés que dice: «No encenderéis ningún fuego el día del sábado en vuestras casas». El hidalgo no se consuela de haber faltado a las reglas del código de los locos que se llama código del honor, y llevará su actitud hasta el extremo de no poder cumplir su palabra o satisfacer las exigencias de las leyes del honor levantándose la tapa de los sesos. Conozco ejemplos de ello. Y, sin embargo, el mismo hombre todos los días violará sin escrúpulo su palabra con tal de que no hubiere añadido este juramento: «Por mi honor». En general, toda inconsecuencia, toda imprevisión, todo acto contrario a nuestros proyectos, a nuestros principios, a nuestros convencionalismos de cualquier especie, y hasta la indiscreción, la torpeza, y la bobería, dejan tras de sí un gusano que nos roe en silencio: una espina clavada en el corazón. Muchas personas se asombrarían si viesen de qué elementos se compone esta conciencia de la cual tienen una idea tan grandiosa: un quinto de temor a los hombres, un quinto de temores religiosos, un
quinto de preocupaciones, un quinto de vanidad y un quinto de costumbre, eso es todo. Valdría decir como aquel inglés: «No soy bastante rico para comprarme una conciencia». Aun cuando los principios y la razón abstracta no son la fuente primitiva o el primer fundamento de la moralidad, resultan indispensables para la vida moral. Son como un depósito alimentado por la fuente de toda moralidad, pero que no corre de manera continua, sino que se conserva, y en un momento útil puede difundirse… Sin principios firmes, una vez puestos en movimiento los instintos inmorales nos dominarían con imperio. Sostenerse firmes en los principios, seguirlos a despecho de los motivos opuestos, es poseerse a sí mismo. Los actos y la conducta de un individuo y un pueblo pueden modificarse por los dogmas, el ejemplo y el hábito. Pero los actos tomados en sí mismos sólo son vanas imágenes; sólo les da importancia moral la disposición de ánimo que impele a ejecutar los actos. Ésta puede ser la misma, aun con diferentes manifestaciones exteriores. Con igual grado de perversidad uno puede morir en el patíbulo o extinguirse en medio de los suyos. Se manifiesta el mismo grado de perversidad en un pueblo por actos groseros, por el homicidio o por canibalismo; mientras que en otro, por las intrigas de corte, opresiones y sutiles astucias. El fondo de las cosas siempre es el mismo. Pudiera imaginarse un Estado perfecto, o un dogma que inspirase una fe absoluta en los premios y castigos después de la muerte, y que por tanto consiguiera impedir cualquier delito; públicamente esto sería mucho, pero no se ganaría nada en lo moral, pues sólo quedarían encadenados los actos y no la voluntad. Podrían ser correctas las acciones; pero la voluntad continuaría siendo perversa.
LA CONMISERACIÓN La conmiseración es un hecho asombroso y lleno de misterios en el cual vemos borrarse la línea que separa un ser de otro, para convertir al «no yo» en cierto modo en el «yo». La conmiseración es el principio real de toda la justicia libre y de toda la caridad genuina. La conmiseración es un hecho innegable de la conciencia humana; es propia de ésta y no depende de nociones anteriores, de ideas a priori, religiones, dogmas, mitos, educación o cultura. Es un producto espontáneo, inmediato, inalienable de la naturaleza; resiste todas las pruebas y se manifiesta en todos los tiempos y naciones. En todas partes se le invoca con confianza, por la certeza que se tiene de que existe en cada hombre, y nunca se cuenta entre el número de los «dioses extraños». Quien no conoce la conmiseración está fuera de la humanidad, y la misma palabra «humanidad» se toma como sinónimo de «conmiseración». Puede objetarse que no es desinteresada cualquiera buena acción nacida de convicciones religiosas puesto que proviene de la idea de un premio o un castigo esperado o temido. Sin embargo, si se considera el móvil de la compasión, ¿quién se atrevería a dudar que en todas las épocas, en todos los pueblos, en todas las situaciones de la vida, en plena anarquía, en medio de los horrores de las revoluciones y de las guerras, en las grandes como en las pequeñas cosas, la compasión hace sentir sus efectos benéficos y maravillosos, pues impide muchas injusticias, provoca más de una buena acción sin esperanza de recompensa y, que en todas partes donde obra, reconocemos el valor moral puro y sin mezcla? Envidia y lástima; cada hombre lleva dentro de sí esos sentimientos diametralmente opuestos. Lo que hace nacer dichos sentimientos es la comparación involuntaria e inevitable de nuestra situación
con la de los demás. Según reacciona esta comparación sobre cada carácter, uno u otro de esos sentimientos llega a ser fundamental y se convierte en la fuente de nuestros actos. La envidia no hace más que elevar, engrosar y consolidar el muro que se alza entre «tú» y «yo». Por el contrario, la lástima lo hace delgado y transparente, a veces lo destruye y se disipan las diferencias entre «yo» y los demás. Cuando nos encontremos en relación con otro ser humano, no nos parecemos a pesar de su inteligencia o su valor moral, lo que nos conduce a reconocer la perversidad de sus intenciones, la estrechez de su razón o la falsedad de sus juicios, y por ello no podría despertar en nosotros más que desprecio y aversión. Sin embargo, consideremos sus sufrimientos, sus miserias, sus angustias, sus dolores, y entonces sentiremos cuán cerca estamos; entonces se despertará nuestra simpatía y, en vez de desprecio y aversión, experimentaremos la conmiseración, el único banquete al que nos convida el Evangelio. Si se considera la perversidad humana y se está pronto a indignarse ante ella, es preciso dirigir la mirada hacia la angustia de la existencia humana. Y, si la miseria te espanta, vuelve los ojos a la perversidad. Entonces se verá que una y otra se equilibran, y se reconocerá la justicia eterna. Se verá que el mismo mundo es el juicio del mundo. Hasta la cólera más legítima se calma ante la idea de que quien nos ha ofendido es un desventurado. Lo que la lluvia es para el fuego, eso es la lástima para la ira. Cuando alguien trate de vengar cruelmente una injuria, le aconsejo, si no quiere tener remordimientos, que imagine cumplida su venganza, que se figure a su víctima presa de sufrimientos físicos y morales, en lucha con la miseria y la necesidad, y que diga para sí: «He ahí mi obra». Si algo puede extinguir la cólera, es esta idea. La causa de que, en general, los padres prefieran a los hijos enfermizos, es que siempre da compasión verlos. La lástima, principio de toda moralidad, también toma bajo su tutela a los irracionales, al tiempo que en los otros sistemas de moral se tiene para con ellos tan poca responsabilidad y tan escasos miramientos. La pretendida carencia de derechos de los animales, el prejuicio de que no tiene importancia moral nuestra conducta para con ellos, de que no existen deberes para con dichos seres, esto es precisamente una barbarie de Occidente que tiene su origen en el judaísmo… Es preciso recordarles a quienes menosprecian a los irracionales, recordarles, a los occidentales judaizantes, que al igual que ellos han sido amamantados por sus madres, el perro también lo ha sido por la suya. La conmiseración con los animales está unida a la bondad de carácter, de tal manera que puede afirmarse que quien es cruel con los animales no puede ser buena persona. Una compasión sin límites hacia todos los seres vivientes es la prenda más firme y garante de la conducta moral: no exige ninguna casuística. Puede estarse seguro de que quien esté lleno de ella no ofenderá a nadie, no usurpará los derechos de nadie, no hará daño a nadie; al contrario, será indulgente con cada uno, perdonará a cada uno, socorrerá a todos en la medida de sus fuerzas, y todas sus acciones llevarán el sello de la justicia y el amor a los demás. Intenta decir una vez: «Este hombre es virtuoso, pero no conoce la compasión», o bien: «Es un hombre injusto y malvado, pero es muy compasivo», y entonces saltará a la vista la contradicción. No todos tienen los mismos gustos, pero no conozco plegaria más hermosa que aquella con la que terminan las antiguas obras del teatro indio, como antaño terminaban las comedias inglesas con estas palabras: «Por el rey». He aquí su sentido: «Todos los seres vivos puedan permanecer libres de dolores».
RESIGNACIÓN, RENUNCIAMIENTO, ASCETISMO Y LIBERACIÓN Cuando la punta del velo de Maya —la ilusión de la vida individual— se ha levantado ante los ojos de un hombre, y ya no encuentra diferencias egoístas entre su persona y los demás, toma tanto interés por los sufrimientos ajenos como por los propios, llegando a ser caritativo hasta la abnegación, y pronto a sacrificarse por la salud de los demás. Ese hombre, que ha llegado hasta el punto de reconocerse a sí mismo en todos los seres, considera como suyos los sufrimientos infinitos de todo lo que vive, y debe apropiarse el dolor del mundo. Ninguna angustia le es ajena. Todos los tormentos que ve y que raras veces puede dulcificar, todos los dolores que oye referir, hasta los mismos que él concibe, hieren su alma como si fuera la víctima de ellos. Insensible a las alternativas de los bienes y males que se suceden en su destino, libre de todo egoísmo, descubre los velos de la ilusión individual. Todo lo que vive, todo lo que sufre, está cerca de su corazón. Concibe el conjunto de las cosas, su esencia, su eterno flujo, los vanos esfuerzos, las luchas interiores y los sufrimientos sin fin; adonde vuelva la mirada ve al hombre que padece, al animal que sufre y a un mundo que eternamente se desvanece. Desde entonces se une al mundo más estrechamente que el egoísta a su persona. Con tal conocimiento del mundo, ¿cómo podría afirmar su voluntad de vivir, adherirse a la vida y abrazarla estrechamente? El hombre aún seducido por la ilusión de la vida individual, esclavo del egoísmo, no ve en las cosas sino lo que atañe a su persona, y toma de ellas los motivos para desear y querer. Por el contrario, quien penetra en la esencia de las cosas, quien domina el conjunto, llega al descanso de todo deseo. Desde ese momento, la voluntad se aparta de la vida, rechaza con espanto los goces que la perpetúan. El hombre entonces llega al estado de renunciamiento voluntario, de la resignación, de la tranquilidad verdadera y la absoluta ausencia de voluntad. Mientras que el perverso, entregado a la violencia de su voluntad y sus deseos de tormentos internos, se ve reducido a apagar su sed con el espectáculo de las desventuras ajenas; el hombre que está penetrado por la idea de la dejación absoluta, cualquiera que fuere su desnudez, por privado que esté de toda alegría y bien, tiene, sin embargo, pleno regocijo y goza de un sosiego celestial. ¡No más diligencia inquieta para él, no más júbilo bullicioso! Lo que siente es una paz inquebrantable, un sosiego profundo, una íntima serenidad: un estado que no podemos imaginar sin aspirar a él, porque nos parece el único justo, infinitamente superior a cualquier otro; un estado al que nos convida y llama lo mejor que hay en nosotros, y esa voz interior que nos grita: Sapere aude. Entonces comprendemos que todo deseo cumplido y que toda dicha arrancada a la miseria del mundo son como la limosna que sostiene al mendigo que mañana morirá de hambre. La resignación es una tierra recibida en herencia que se pone para siempre bajo los cuidados del feliz poseedor. La contemplación de las obras de arte nos hace libres de los deseos, como si estuviéramos por encima de la atmósfera de la Tierra; estos son los instantes más felices que conocemos. Por esto podemos imaginarnos qué felicidad experimenta el hombre cuya voluntad se aquieta, no por algunos instantes, sino para siempre, hasta que se extingue por completo de modo que ya no queda sino la última chispa que sostiene al cuerpo y se apagará con él. Cuando, tras rudos combates contra su propia naturaleza, ese hombre ha triunfado del todo, no existe sino en estado puramente intelectual, como un espejo del mundo que nada enturbia: nada podrá causarle angustia ni agitarlo, porque ha
roto los mil lazos que nos tienen encadenados al mundo y nos dan tirones en todos sentidos, con dolores en forma de deseo, temor, envidia, cólera. Dirige hacia atrás una mirada tranquila y risueña a las ilusorias imágenes que pudieron agitar y atormentar su corazón. Ahora está ante ellas tan indiferente como ante las piezas de ajedrez al terminar la partida. La vida y sus formas flotan ante sus ojos como una fugaz aparición, como un sueño ligero, un sueño que la verdad ya atraviesa con sus rayos y que no puede engañarnos. Y como un ensueño también se desvanece al fin la vida, sin transición brusca. Si se considera cuán necesarios son para libertarnos de la mayor parte de la veces la miseria y los infortunios, se confesará que debiéramos envidiar la desventura ajena. Por esa razón, el estoicismo que reta al destino es una gruesa coraza contra los dolores de la vida y nos ayuda a soportar mejor lo presente. Pero el estoicismo es opuesto a la verdadera salud, porque endurece el corazón. ¿Y cómo podría hacerse mejor el estoico por el sufrimiento, cuando bajo su corteza de piedra es insensible? Hasta cierto límite, no es muy raro ese estoicismo: a menudo es afectación, un modo de poner buena cara al mal tiempo, pero cuando es real, proviene de la insensibilidad, de la falta de energía, de la vivacidad de sentimiento y de la imaginación, necesarios para sentir un gran dolor. Quien se mata quiere la vida, sólo se queja de las condiciones en que ésta se le ofrece. No renuncia a la voluntad de vivir, sólo a la vida, de la cual destruye en su persona uno de sus fenómenos transitorios… Cesa de vivir porque no puede dejar de querer, y suprimiendo el fenómeno de la vida afirma su deseo de vivir. Porque el dolor del cual se sustrae es lo que hubiera podido conducirlo a la dejación voluntaria y, gracias a ella, quedar libre. Sucede con quien se mata lo que a un enfermo que prefiere conservar su enfermedad por no tener energía para dejar concluir una operación dolorosa, pero saludable. El sufrimiento soportado con valor le permitiría suprimir la voluntad, pero se exime del sufrimiento destruyendo en su cuerpo aquella manifestación de la voluntad, y ésta subsiste sin obstáculos. Sólo por el conocimiento reflexivo de la cosas algunos hombres llegan a penetrar en la ilusión del principium individuationis. Pocos hombres llenos de perfecta bondad de alma, de la universal caridad, llegan a reconocer todos los dolores del mundo como propios, para llegar a la negación de la voluntad. Para quien se acerca más a este grado superior, las comodidades personales, el halagüeño encanto del momento, el atractivo de la esperanza y los deseos son un obstáculo eterno al renunciamiento, un cabo eterno para la voluntad. De ahí procede que se haya personificado en los demonios a las seducciones que nos tientan. Es preciso que un sufrimiento inmenso destroce nuestra voluntad antes que llegue al renunciamiento de sí misma. Cuando ha recorrido todos los grados de la angustia, cuando —después de una suprema resistencia— toca en el abismo de la desesperación, el hombre se concentra dentro de sí mismo, se conoce, conoce el mundo, se transforma su alma, se eleva sobre sí mismo y sobre todo sufrimiento. Purificado, santificado en cierto modo con un sosiego y una felicidad inquebrantables, con una elevación inaccesible, renuncia a los objetos de sus deseos y recibe la muerte con alegría. De la purificadora llama del dolor brota, la negación de la voluntad de vivir, la libertad de este mundo. Los criminales pueden purificarse por un gran dolor; se vuelven enteramente otros. Sus crímenes no les oprimen la conciencia; sin embargo, están dispuestos a expiarlos por la muerte, y ven gustosos extinguirse en ellos el fenómeno transitorio de la voluntad, que desde entonces les es extraño e idéntico a un objeto de horror. En el conmovedor episodio de Gretchen, Goethe nos ha dado una
incomparable imagen de esta negación de la voluntad, causada por un gran infortunio y la desesperación. Es un modelo cabal de esta segunda manera de llegar al renunciamiento, a la negación de la voluntad, no por el puro conocimiento de los dolores de todo un mundo, con los cuales se identifica voluntariamente, sino por un dolor que aplasta y con el cual uno se ve abrumado. Un gran dolor, una gran desgracia, puede forzarnos a conocer las contradicciones de la voluntad de vivir consigo mismo y mostrarnos la nada de todo esfuerzo. A menudo se ha visto cambiar, resignarse, arrepentirse, hacerse frailes o anacoretas, después de una vida agitada por las pasiones, a reyes, héroes y aventureros. Tal es el asunto de las historias auténticas de conversiones, por ejemplo, la de Raimundo Lulio. Un día, una mujer hermosa a quien amaba desde hacía mucho tiempo, le concede al fin una cita en su casa. Loco de alegría, Lulio entra en el dormitorio de ella, pero entreabriéndose la joven el cuerpo del vestido, le descubre un pecho corroído por horrible cáncer. A partir de ese instante, como si hubiera entrevisto el infierno, se convirtió, abandonó la corte del rey de Mallorca, se retiró a un yermo y se hizo penitente. La conversión de Rancé se parece a la de Raimundo Lulio. Él había consagrado su juventud a todos los placeres, y vivía en íntimos tratos con la señora de Montbazos. Una noche, a la hora de la cita, encuentra vacía la estancia, oscura, revuelta: tropieza con la cabeza de su querida, que habían separado del tronco; había muerto y no habían podido hacer entrar su cadáver en el féretro de plomo colocado junto a ella. Afligido por un dolor sin límites, Rancé se hizo, en 1663, reformador de los trapenses, enteramente degenerados de su antigua disciplina. Pronto los condujo a la grandeza del renunciamiento, a esa negación de la voluntad metódicamente conducida a través de las más duras privaciones, a esa vida de una austeridad y un trabajo increíbles, que llena de santo horror al extraño cuando —al penetrar en el convento— le llama la atención la humildad de esos monjes, que — extenuados por ayunos, frías vigilias, preces y trabajos— se arrodillan ante él, hijo del mundo y pecador, para pedirle su bendición. En el pueblo más alegre, regocijado, sensual y ligero (¿hay necesidad de decir Francia?) es donde la orden trapense se ha mantenido intacta a través de las revoluciones. Es preciso atribuir su vigencia a la profunda seriedad en el espíritu que la anima, y que excluye toda consideración secundaria. La decadencia de la religión no la ha alcanzado, porque sus raíces penetran en las profundidades de la naturaleza humana mucho más aún que en un dogma cualquiera. Apartemos la vista de nuestra propia insuficiencia, de la estrechez de nuestros sentimientos y prejuicios, para dirigirla hacia quienes han venido al mundo, a aquellos en quienes, habiendo llegado la voluntad al pleno conocimiento de sí misma, se han retraído de todas las cosas y se han negado libremente, y espera que se apaguen sus últimas chispas con el cuerpo que las anima. Entonces, en lugar de esas pasiones irresistibles, de esa actividad sin descanso, en lugar de ese incesante tránsito del deseo al miedo y de la alegría al dolor, en lugar de esa esperanza que nada satisface y nunca se sosiega ni se desvanece y con la cual se forja el ensueño de la vida para el hombre subyugado por la voluntad, dejemos esa paz superior a toda razón, ese tranquilo mar del sentimiento, ese profundo reposo, esa seguridad inconmovible, esa serenidad, cuyo reflejo, nada más en el rostro, tal como lo han pintado Rafael y Correggio, es un Evangelio en que podemos fiarnos. No queda más que el conocimiento, la voluntad se ha desvanecido. El espíritu íntimo y el sentido de la vida del claustro y del ascetismo, es que uno se siente digno y
capaz de una existencia mejor, y se quiere fortificar y sostener este convencimiento por medio del menosprecio de todos los goces de este mundo. Espera con sosiego y seguridad el fin de esta vida, privada de sus engañosos incentivos, para saludar la hora de la muerte como la de la libertad. El quietismo, es decir, el renunciamiento a todo deseo; el ascetismo, es decir, la inmolación reflexiva de la voluntad egoísta; y el misticismo, es decir, la conciencia de la identidad de su ser con el conjunto de las cosas y el principio del universo; son tres disposiciones del alma que se enlazan estrechamente. Cualquiera que hace profesión de alguna de ellas es atraído hacia las otras, a pesar suyo. Nada hay tan portentoso como ver el acuerdo de quienes no han predicado esas doctrinas a través de la extremada variedad de tiempos, países y religiones. Nada tan curioso como la inconmovible seguridad, la certidumbre interior con que nos presentan el resultado de su experiencia íntima. No es el judaísmo, sino el brahmanismo y el budismo los que, por su espíritu y tendencia moral, se aproximan al cristianismo. El espíritu, la tendencia moral, son la esencia de una religión, y no los mitos que la envuelve. El espíritu del Antiguo Testamento es extraño al cristianismo, porque en todo el Nuevo Testamento se habla del mundo como algo que no se pertenece y no se ama, una cosa que está bajo el imperio del Diablo. Esto es conforme con el espíritu del ascetismo, de renunciamiento y victoria sobre el mundo; un espíritu que, junto con el amor al prójimo y el perdón de las injurias, señala el rasgo fundamental y la estrecha afinidad que unen al cristianismo, al brahmanismo y al budismo. Pero en el cristianismo, es necesario ir al fondo de las cosas y penetrar más allá de la corteza. El protestantismo, al eliminar el ascetismo y el celibato, que es su punto capital, ataca por eso la esencia del cristianismo y puede considerársele como una apostasía. Bien se ha visto en nuestros días cómo el protestantismo ha degenerado en un racionalismo ramplón, una especie de pelagianismo moderno, que se resume en un buen Padre que crea el mundo con el fin de divertirnos en él, con lo cual le salió el tiro por la culata. Ese buen Padre, bajo ciertas condiciones, también se compromete a proporcionar a sus fieles servidores un mundo mucho más bello, cuyo único inconveniente es tener una entrada tan funesta. Esto podrá ser una buena religión para pastores protestantes con todas las comodidades materiales, casados e ilustrados; pero no es cristianismo. El cristianismo es la doctrina que afirma que el hombre es profundamente culpable sólo por el hecho de nacer, y al mismo tiempo enseña que el corazón debe aspirar a desligarse del mundo, lo cual sólo se puede conseguir a costa de los más penosos sacrificios, por la dejación voluntaria, por el anonadamiento de sí mismo; es decir, por una transformación total de la naturaleza humana. El optimismo no es más que una forma de alabanza que la voluntad de vivir se otorga a sí misma sin razón cuando se mira con complacencia en su propia obra. No sólo es una doctrina falsa; es una doctrina corruptora, porque nos presenta la vida como un estado apetecible y ofrece como meta de la vida la felicidad del hombre. Desde ese momento, cada cual se imagina que tiene los derechos más justificados a la felicidad y al goce. Pero si como es frecuente, no le tocan en suerte esos bienes, se cree víctima de una injusticia. Es mucho más justo considerar el trabajo, las privaciones, la miseria y el sufrimiento coronado por la muerte como fines de nuestra vida —así lo hacen el brahmanismo, el budismo y también el verdadero cristianismo—, porque esos males conducen a la negación de la voluntad de vivir. En el Nuevo Testamento se representa el mundo como un valle de lágrimas, la vida como un medio de purificar el alma, y un instrumento de martirio es el símbolo del cristianismo. Pero en nuestros días,
el cristianismo ha olvidado su verdadera significación para degenerar en un chabacano optimismo. La moral de los indostánicos, tal como se expresa del modo más variado y enérgico en los Vedas y Puranas de sus poetas, en los mitos y leyendas de sus santos, en sus sentencias y reglas de vida, prescribe el amor al prójimo con absoluto desasimiento de sí mismo; el amor, no limitado sólo a los hombres, sino extendido a todos los seres vivientes; la caridad llevada hasta el abandono del salario cotidiano obtenido a fuerza de sudor y fatiga; una mansedumbre sin límites con aquel que nos ofenda; el bien y el amor devueltos por el mal que se nos hiciere, por grande que éste sea; el perdón alegre y espontáneo de toda injuria; la abstinencia de todo alimento animal; una castidad absoluta y la renuncia a toda voluptuosidad para quien aspire a la santidad verdadera; el menosprecio de todas las riquezas, de toda mansión, de toda propiedad; una soledad profunda y absoluta, basada en la contemplación muda; un arrepentimiento voluntario, y penitencias lentas y espontáneas para mortificar la voluntad, hasta morir de hambre, entregarse a los cocodrilos, precipitarse desde lo alto de una roca del Himalaya santificada por esta costumbre, enterrarse vivo, arrojarse bajo las ruedas del carro gigantesco que pasea las imágenes de los dioses en medio de los cánticos, los gritos de júbilo y la danza de las bayaderas. Estas prescripciones, cuyo origen se remonta a más de cuatro mil años, aún viven entre los indostánicos, hasta en su rigor más extremado, por degenerado que ese pueblo hoy esté. Unas costumbres por tanto tiempo sostenidas entre tantos millones de hombres, unas prácticas que imponen tan abrumadores sacrificios, no pueden ser una invención arbitraria de algún cerebro alucinado; deben tener hondas raíces en la esencia de la humanidad. No puede admirarse bastante la concordancia, la perfecta unanimidad de sentimientos que se advierte si se lee la vida de un santo o un penitente cristiano y la de un santo indostánico. A través de la variedad, de la oposición absoluta de dogmas, costumbres y medios, son idénticos el esfuerzo, la vida interior de uno y otro. Los místicos cristianos y los maestros de la filosofía vedanta también están conformes en considerar como superfluas las obras exteriores y los ejercicios religiosos para aquel que alcanza la perfección. Tanta concordancia entre pueblos tan diferentes y en una época tan remota es una prueba de que no se trata de una aberración o de un extravío del espíritu y los sentidos; al contrario, es un aspecto esencial de la naturaleza humana, un admirable aspecto que rara vez se manifiesta y que se expresa en ese ascetismo.
EL ARTE DE TENER SIEMPRE LA RAZÓN[1]
La dialéctica erística es el arte de disputar de modo que uno siempre tenga razón por medios lícitos e ilícitos. Se puede tener la razón, pero no tenerla ante los ojos de los presentes ni ante los propios. Así pruebas y eso se toma como la refutación de mi tesis total, en apoyo de la cual se pueden presentar otras pruebas. En este caso, la situación del adversario es inversa: aparece como poseedor de la razón aunque no la tenga. En consecuencia, la verdad objetiva de una proposición y su aprobación por parte de los contendientes y oyentes son dos cosas distintas. ¿Cuál es el origen de esto? La perversidad natural del género humano. Si ésta no existiera, si fuésemos honrados, intentaríamos que la verdad saliera a la luz en todo debate, sin preocuparnos de que ella resultara conforme a nuestra opinión o a la de otro, lo cual sería indiferente o, en todo caso, de secundaria importancia. Sin embargo, tener la razón se convierte en lo más importante. Nuestra vanidad congénita, especialmente susceptible en la capacidad intelectual, no quiere aceptar que lo que sostuvimos como verdadero resulta falso, y que lo verdadero sea lo que sostuvo el adversario. Por consiguiente, cada uno sólo debería preocuparse de formular juicios justos, y primero debería pensar y después hablar. Pero la mayor parte de las personas, unen a su innata vanidad la incontinencia verbal y una innata falta de probidad. Hablan antes de pensar y, cuando después se dan cuenta de que su afirmación es falsa y no tienen razón, pretenden que aparezca como si fuese a la inversa. El interés por la verdad, que debería ser el único motivo para sostener lo mantenido como verdadero, cede por completo ante la vanidad. Lo verdadero aparece como falso y lo falso como verdadero. Sin embargo, esta falta de honradez tiene una excusa. Muchas veces, estamos firmemente convencidos de la verdad de nuestra tesis; pero la argumentación del adversario parece derribarla y, si renunciamos a la defensa de nuestra causa, con frecuencia después advertimos que teníamos razón. Nuestra argumentación no era la correcta pero sí podía existir una adecuada a nuestra tesis: pero el argumento salvador no nos vino a la mente en ese momento. Por este motivo, aun cuando el contraargumento del adversario parezca justo y convincente, lo atacamos confiando en el hecho de que su rectitud sólo sea aparente y que, a lo largo del debate, se nos ocurrirá otro argumento capaz de demoler la tesis contraria o reforzar la nuestra. Estamos inducidos y casi obligados a la deslealtad en el disputar. De esta manera, la flojedad de nuestro entendimiento y el torcimiento de nuestra voluntad se apoyan de forma mutua. De manera que, por regla general, quien entabla una disputa no se bate por la verdad sino por su propia tesis y procede con medios lícitos e ilícitos y, tal como lo hemos mostrado, no podría hacerlo de otra forma. Por ello, cada uno se esforzará para que triunfe su tesis, aun cuando en el momento le parezca falsa o dudosa, y los recursos de argumentación los tiene en las manos cada uno, gracias a su astucia y malicia, que se los enseña la experiencia cotidiana en el arte de disputar. Cada uno está provisto de su dialéctica y su lógica natural. Pero la primera no es una guía tan segura como la segunda. Ninguno
pensará o inferirá fácilmente contra las leyes de la lógica: los falsos juicios son frecuentes, pero los falsos silogismos son extremadamente raros. Por eso, no sucede tan a menudo que alguien muestre una deficiencia de lógica natural; en cambio, es común encontrar deficiencias en la dialéctica natural; esta última es un don de la naturaleza distribuido de manera desigual. Dejarse confundir, o dejarse refutar, por una argumentación aparente cuando uno tiene razón es un hecho que ocurre con frecuencia. Y quien resulta vencedor en una disputa lo debe, muchas veces, no tanto al rigor de sus juicios, sino a la astucia y destreza con la que se defendió. Las facultades innatas, como en todos los casos, son las mejores. No obstante, el ejercicio y la reflexión sobre las fórmulas para derrotar al adversario, o sobre las que él utiliza para derrotar, pueden ayudar a conseguir gran maestría en ese arte. A pesar de que la lógica puede —en el fondo— no tener utilidad práctica, la dialéctica sí puede ser útil. Me parece que Aristóteles ha concebido su lógica, básicamente, como fundamento y preparación para la dialéctica y que para él ésta era el tema principal. La lógica se ocupa de la mera forma de las proposiciones; la dialéctica, de su contenido y su materia. Por eso, el estudio de la forma, en cuanto consideración de lo universal, debería preceder al estudio del contenido, en cuanto consideración de lo particular. Aristóteles no define la finalidad de la dialéctica; le asigna como objetivo el disputar y, al mismo tiempo, el descubrimiento de la verdad (Tópicos, I, 2). Y después añade: «Se tratan las proposiciones filosóficamente desde el punto de vista de la verdad, dialécticamente desde la perspectiva de la apariencia, la aprobación o la opinión de los demás» (Tópicos, I, 12). Él es consciente de la distinción y división que existe entre la verdad objetiva de una proposición y el arte de persuadir de su verdad o de conseguir la aprobación de otros. Pero no las distingue con nitidez para que se asigne a la dialéctica el segundo fin. Sus reglas para obtener este objetivo se hallan — con demasiada frecuencia— mezcladas con el primero. Por esto, el suyo no es un estudio efectuado con rigor. Con su espíritu científico, metódico y sistemático, Aristóteles acometió en los Tópicos la formulación de la dialéctica. Esto merece admiración, si bien su objetivo no se puede considerar logrado. Después de considerar en la analítica los conceptos, juicios y silogismos según la pura forma, pasa al contenido donde sólo se ocupa de los conceptos, pues en ellos reside el contenido. Proposiciones y silogismos son mera forma; los conceptos son contenido. Procede del siguiente modo: cada controversia tiene una tesis o problema y proposiciones que sirven para resolverlos. Se trata de la relación de los conceptos entre sí. Estas relaciones son cuatro. De un concepto se busca: su definición, su género, su nota esencial o su accidens; es decir, alguna propiedad, un predicado. El problema de toda disputa puede reducirse a una de tales relaciones. Ésta es la base de toda la dialéctica. En los ocho libros Aristóteles expone las relaciones mediante las cuales los conceptos pueden hallarse en estas cuatro acepciones e indica las reglas para cada posible relación. Por ejemplo, un concepto debe relacionarse con otro para ser su proprium, su accidens, su genus o su definitum; qué errores se pueden cometer en la exposición y qué normas se deben observar cada vez que establezcamos tal relación, y qué debemos hacer para demolerla cuando la expone otro. Aristóteles llama locus a la exposición de cada una de esas reglas o relaciones generales, y señala de dónde proviene el nombre Topica. A lo anterior añade algunas reglas sobre las disputas que distan de ser completas. El locus no es algo material, y no se refiere a un objeto o a un concepto determinado, sino que
comprende una relación de conceptos, bajo una de las cuatro acepciones mencionadas; como sucede en toda disputa. Estas cuatro acepciones poseen clases subordinadas. El tratamiento es, en cierta medida, formal; aunque no tanto como en la lógica, pues esta última se ocupa del contenido de los conceptos, pero de una manera netamente formal; es decir, indica —por ejemplo— cómo el contenido del concepto A debe referirse al del concepto B, con lo que éste puede ser presentado como carácter distintivo, o como accidens, definición, o cualquier otra forma prevista. En torno a esa relación gira toda disputa. La mayor parte de las reglas que Aristóteles designa son connaturales a las relaciones conceptuales, de las cuales cada uno de nosostros es consciente y exige que el adversario las respete; lo mismo que en la lógica. Es más fácil observar tales reglas en el caso particular, o advertir que han sido traspasadas, que acordarse del locus abstracto correspondiente. Por eso, la utilidad práctica de esta dialéctica no es grande. Dice cosas casi obvias que se entienden por sí mismas y cuyo cumplimiento observa por sí misma una mente sana. Para establecer la dialéctica con perfiles nítidos es necesario considerarla, sin preocuparse de la verdad objetiva, como el arte de tener razón; lo cual será más fácil si efectivamente se tiene razón. Pero la dialéctica debe enseñar cómo defenderse de los ataques de todo género, especialmente de los desleales, y cómo se puede atacar lo que otro afirma sin caer en contradicción y, sobre todo, sin ser refutado. Sin embargo, es menester distinguir con claridad el descubrimiento de la verdad objetiva del arte de hacer que la propia tesis se acepte como verdadera. Lo primero es objeto de una actividad distinta, y es obra de la facultad de juicio, la reflexión, la experiencia y, por ello, no existe un arte particular sobre la misma. Lo segundo, en cambio, es el objeto propio de la dialéctica, la cual ha sido definida como la lógica de la apariencia. Pero esto es falso, porque entonces sólo serviría para defender tesis falsas. De esta manera, aun cuando tengamos razón, necesitaremos de la dialéctica para defenderla, se deben conocer las estratagemas desleales para desenmascararlas; y, en ocasiones, emplear algunas de ellas para batir al adversario con sus mismas armas. Por consiguiente, en la dialéctica se debe dejar de lado la verdad objetiva o considerarla como accidental y sólo considerar cómo defender las propias afirmaciones y demoler las del adversario. En las reglas de este arte no se puede tener en cuenta la verdad objetiva, porque en la mayoría de las ocasiones es imposible decir de qué lado está. Con frecuencia no sabemos si tenemos razón o no; muchas veces creemos tenerla y nos engañamos, y con frecuencia esto lo creen ambas partes. De hecho, la verdad está en lo profundo. En el origen del debate, normalmente, las dos partes piensan que la verdad está de su lado; a medida que el debate se desarrolla, una y otra empiezan a dudar; tan sólo al final se esclarece y confirma la verdad. La dialéctica no debe aventurarse en esta decisión de la misma manera como un maestro de esgrima no pregunta sobre la querella que dio lugar al duelo. Lo mismo ocurre en la dialéctica, que es una esgrima intelectual. Sólo así, netamente considerada, puede establecerse como una disciplina autónoma. Si le asignamos como finalidad la verdad objetiva, volvemos al campo de la lógica. Pero si le asignamos como objetivo la afirmación de tesis falsas, caemos en el de la sofística. De esta manera, el verdadero concepto de la dialéctica es el señalado: una esgrima intelectual con el objeto de tener razón en la controversia. Aunque el nombre erística sería más adecuado, el más exacto es el de dialéctica erística. En este sentido, la dialéctica deberá ser una recapitulación y exposición, reducida a un sistema y sus reglas técnicas, inspiradas por la naturaleza, y de las que hace uso la mayoría de la gente cuando advierte que, en una controversia, la verdad no está de su lado, pero quiere tener la razón. Por lo
tanto, también sería muy inoportuno si, en la dialéctica científica, se quisiera tener en cuenta la verdad objetiva y sacarla a la luz, pues esto no sucede con la dialéctica cuyo objetivo sólo es tener razón. La principal tarea de la dialéctica científica, en el sentido en que nosotros la entendemos, es exponer y analizar las estratagemas de deslealtad al discutir, para que las podamos reconocer y aniquilar en las controversias reales. Por eso, su exposición debe asumir como objetivo último sólo tener razón, no la verdad objetiva. Aunque he buscado, no he descubierto que se haya realizado algún progreso en este sentido. Es un campo virgen. Para lograr este objetivo es necesario inspirarse en la experiencia, observar cómo, en los debates que con frecuencia surgen en torno a nosotros, esta o aquella estratagema es empleada por las partes; a fin de reducirla a su principio común y establecer algunas reglas que servirán para utilizarlas en ventaja propia, o para aniquilarlas cuando el adversario las utiliza. Lo que sigue debe considerarse como un primer intento en este sentido. En primer término, es necesario considerar lo esencial en toda disputa, lo que en ella acontece. El adversario (o nosotros mismos) expone una tesis. Para refutarla existen dos modos y dos métodos: LOS MODOS: ad rem, ad hominem, o ex concessis; es decir, demostramos que la tesis no se adecua a la naturaleza de las cosas, la verdad objetiva absoluta, o no concuerda con otras afirmaciones del adversario; es decir, con la verdad subjetiva, relativa. Este último caso sólo es una prueba relativa y no se adentra en la verdad objetiva. LOS MÉTODOS: refutación directa, e indirecta. La refutación directa ataca a la tesis en su fundamento base, la indirecta en sus consecuencias. La directa demuestra que la tesis no es verdadera, la indirecta que no puede ser verdadera: En la refutación directa estamos en condiciones de actuar de dos maneras: demostramos que los fundamentos de su afirmación son falsos, o admitimos los fundamentos, pero negamos que de ellos se deduce la afirmación; es decir, atacamos la consecuencia, la deducción. En la refutación indirecta, emplearemos la apagoge o la instancia: Apagoge: asumimos la tesis del adversario como verdadera y después demostramos que la consecuencia que se sigue es falsa, porque contradice la naturaleza de las cosas, o a otras afirmaciones del adversario; por lo tanto, se revela como falsa ad rem o ad hominem. Por consiguiente, la tesis también era falsa, pues de premisas verdaderas tan sólo pueden deducirse proposiciones verdaderas; aunque de premisas falsas no siempre se deducen conclusiones falsas. La instancia, enstasiz, exemplum in contrarium: Refutación de la tesis general mediante indicación de los casos a los cuales no se puede aplicar. Por tanto, la misma tesis general sólo puede ser falsa.
Éste es el armazón básico de toda disputa; a esto se reduce, básicamente, toda discusión. Pero ello puede suceder realmente o en apariencia, fundado en razones auténticas o no auténticas y, como no es fácil en este punto establecer algo como seguro, los debates resultan largos y obstinados. Tampoco podemos separar lo aparente de lo verdadero, pues los contendientes no lo saben de antemano. Por esto, expongo las siguientes 38 estratagemas sin preocuparme por si el contendiente tiene o no razón de manera objetiva; esto no puede saberse con certeza hasta ser resuelto mediante el debate. Por lo demás, en toda disputa es necesario que los contendientes estén de acuerdo en alguna cosa que se toma como punto de partida para resolver la cuestión que se trata: no hay que disputar contra quien niega los principios.
Estratagema 1
Ampliación. Esta estratagema consiste en llevar la afirmación del adversario más allá de sus límites naturales, interpretarla del modo más general posible, tomarla en su sentido más amplio y exagerarla. En cambio, se debe restringir la afirmación propia al sentido más reducido y a sus límites más estrechos. Una afirmación, cuanto más general es, más flancos ofrece al ataque. El antídoto es la exposición precisa de los puntos que se debaten o la manera de presentar la controversia. Ejemplo 1. En cierta ocasión dije: «Los ingleses son la primera nación en el género dramático». El adversario intentó una instancia y rebatió con el siguiente argumento: «Todo el mundo sabe que en la música y, por consiguiente, en la ópera nunca han sido relevantes». Yo le repliqué recordando «que la música no está comprendida en el género dramático; pues éste sólo corresponde a la tragedia y la comedia», cuestión que él conocía a la perfección y por medio de ello pretendía generalizar mi afirmación a fin de que comprendiera todas las representaciones teatrales y, por tanto, a la ópera y la música, para abatirme con seguridad. Ejemplo 2. A dice: «La paz de 1814 restituyó la independencia a todas las ciudades hanseáticas alemanas». B replica in contrarium, es decir: con aquella paz, Danzig perdió la independencia que le concedió Napoleón. A se salva afirmando: «Yo dije todas las ciudades hanseáticas alemanas; Danzig era una ciudad hanseática polaca». Ejemplo 3. Lamarck afirma que los pólipos carecen de cualquier sensación de nervios. Sin embargo, es cierto que perciben: siguen la luz cuando se mueven de rama en rama y atrapan a sus presas. Por esta razón, se ha supuesto que en los pólipos la masa nerviosa está extendida en todo el cuerpo y fundida con él, pues evidentemente tienen percepciones, sin contar con órganos sensoriales. Dado que esto último rebate la hipótesis de Lamarck, él argumenta de la siguiente forma: «Entonces todas las partes del cuerpo de los pólipos deberían ser capaces de ofrecer toda clase de sensaciones y de movimientos, de voluntad y de pensamiento; entonces el pólipo tendría, en cada punto de cuerpo, todos los órganos del animal más completo: cada punto podría ver, oler, gustar, oír, etcétera, y también pensar, juzgar, deducir: cada partícula de su cuerpo sería un animal perfecto, y el pólipo mismo estaría en un nivel superior al del hombre, pues cada una de sus células tendría todas las capacidades que el hombre tiene en su conjunto». Mediante el uso de tal estratagema dialéctica, un escritor revela que está convencido de que no tiene razón. Puesto que se dijo: «Todo su cuerpo tiene sensibilidad para la luz y, por tanto, es de naturaleza nerviosa», él infiere que el cuerpo entero piensa.
Estratagema 2 Utilizar la homonimia para hacer extensiva la afirmación presentada a lo que poco o nada tiene en común con la cosa de que se trata; después refutar con énfasis esta última afirmación, da la impresión de que se ha refutado la primera. Esta estratagema puede considerarse idéntica al sofisma ex homonymia. Pero el sofisma evidente de la homonimia no conducirá de manera seria al engaño: Toda luz puede ser apagada, el entendimiento es luz, el entendimiento puede ser apagado.
En este argumento advertimos que existen dos términos: luz en sentido literal y luz en sentido figurado. Pero en casos sutiles puede llevar a engaño, sobre todo cuando los conceptos designados por la misma expresión son afines y se funden. Ejemplo 1. Los casos imaginarios no son suficientemente sutiles para que puedan confundir. Por ello es necesario tomarlos de la experiencia concreta. Sería excelente poder dar a cada una de las estratagemas un nombre conciso y adecuado, con lo cual se podría rechazar al momento tal o cual estratagema. A: «Usted no está todavía iniciado en los misterios de la filosofía de Kant». B: «¡Ah! Donde hay misterios no quiero saber nada». Ejemplo 2. Yo critiqué como incomprensible el principio del honor, según el cual, uno lo pierde si recibe una ofensa, a menos que responda con una mayor o la lave con sangre. Lo consideré poco razonable, alegando que el verdadero honor no puede ser ofendido por algo que uno padece, sino sólo por lo que uno hace, pues a cada uno de nosotros puede sucederle de todo. El adversario atacó el fundamento de mi afirmación: mostró de modo brillante que, cuando un comerciante es falsamente acusado de engañar sufre un ataque a su honor por algo de lo que es víctima pasiva, y sólo puede recuperar ese honor haciendo que el calumniador sea castigado y desmienta la acusación. Aquí suplantó, gracias a la homonimia, el honor civil, también llamado buen nombre, que puede mancharse con la calumnia, por el concepto del honor caballeresco, también llamado point d ´honneur, que resulta ofendido con la injuria. Como el ataque al primero no puede ser tolerado sin reaccionar, sino que debe ser rechazado con una refutación pública, con el mismo derecho no debe quedar impune un ataque al último, y también ha de ser rechazado con una injuria mayor o un duelo. En resumen: una confusión de dos cosas distintas en virtud de la homonimia de la palabra honor. La homonimia —en este caso— ha originado un cambio del punto de conflicto en la discusión.
Estratagema 3 Tomar la afirmación que fue presentada en modo relativo, como si fuera presentada en modo absoluto, o al menos, entenderla en un sentido diferente y refutarla en este segundo contexto. Aristóteles ofrece el siguiente ejemplo: el moro es negro, pero en cuanto a los dientes, es blanco. Por tanto, al mismo tiempo es negro y no negro. Éste es un ejemplo imaginado que a nadie engañaría: tomemos, en cambio, uno que proviene de la experiencia concreta. Ejemplo 1. En una conversación sobre filosofía reconocí que mi sistema defendía y elogiaba a los quietistas. Poco después surgió la conversación sobre Hegel y entonces afirmé que una buena parte de sus escritos carecen de sentido o, al menos, que en muchos pasajes el autor pone las palabras y el lector tiene que poner el sentido. Mi adversario no intentó refutar esta crítica ad rem, se contentó con formular el argumentum ad hominem: «Yo había elogiado a los quietistas y ellos también han escrito muchas cosas insensatas». Acepté su afirmación, pero la corregí diciendo que no elogiaba a los quietistas como filósofos y escritores, ni por sus méritos intelectuales, sino como personas y sus actuaciones desde un punto de vista práctico. En cambio, en el caso de Hegel, sí se trataba de méritos teóricos. El ataque fue
frenado de esta manera. Las primeras tres estratagemas son afines. Comparten el hecho de que el adversario habla distinto de lo que se había planteado. Se comete una ignorancia del contraargumento cuando se hace uso de esta estratagema. En todos los ejemplos presentados, lo que dice el adversario es exacto y está en contradicción —no real sino aparante— con nuestra tesis. Negamos que la conclusión sea correcta; que de la verdad de su afirmación se deduzca la falsedad de la nuestra. Se trata de una refutación directa de su refutación.
Estratagema 4 Si se busca llegar a cierta conclusión, se debe evitar que ella sea prevista y actuar de tal modo que el adversario, sin darse cuenta, admita las premisas dispersas en la conversación; de lo contrario buscará argucias; o cuando es dudoso que el adversario las admita, presentaremos las premisas de estas premisas, haciendo presilogismos, procurando que admita las premisas de muchos de estos presilogismos sin orden y de manera confusa, ocultando el propio juego, hasta que sea aceptado lo que se pretendía. De esta manera se llega a este punto partiendo de lejos. En este caso, no es necesario dar ejemplos.
Estratagema 5 Para demostrar la propia tesis, también se puede hacer uso de falsas premisas cuando el adversario no quiere aceptar las verdaderas porque no reconoce que sean verdaderas o porque ve que de ellas se deducirá —como consecuencia inmediata— la tesis. Entonces se adoptarán proposiciones que son falsas en sí mismas pero que son verdaderas ad hominem, y se argumentará a partir del modo de pensar del adversario. De hecho, lo verdadero puede también deducirse de premisas falsas, pero no lo falso de premisas verdaderas. De esta forma, también se puede refutar tesis falsas por medio de una tesis falsa que el adversario acepta como verdadera: es necesario adaptarse a él y utilizar su modo de pensar. Si, por ejemplo, es militante en alguna secta con la cual no estamos de acuerdo, podemos adoptar contra él, como principia, las máximas de esa secta.
Estratagema 6 Se opone una simulación de petitio principii, al postular lo que se quiere probar [1] usando un nombre distinto, por ejemplo, buena reputación en lugar de honor, virtud en lugar de virginidad, o también empleando conceptos intercambiables: animales de sangre roja en lugar de vertebrados; [2] haciendo que se acepte de modo general lo que es causa de controversias en un caso particular; por ejemplo, se afirma la incertidumbre de la medicina postulando la incertidumbre de todo saber
humano; [3] pero si dos cosas son una consecuencia de la otra, se demostrará una postulando la otra; [4] si es necesario demostrar una verdad general y hacemos que se admitan todas las particulares.
Estratagema 7 Cuando la disputa se desarrolla con un estilo riguroso y formal, y se busca que nos comprendan con gran claridad, quien ha presentado la afirmación y debe demostrarla procede contra el adversario haciendo preguntas para, de las admisiones del adversario, obtener la verdad como conclusión. Este método erotemático era empleado entre los antiguos (también se llama método socrático). A esto se refiere la presente estratagema y algunas de las siguientes. Para emplear esta estratagema, es necesario hacer muchas preguntas a la vez, sin orden ni concierto, y ocultar lo que queremos que sea admitido. Se debe en cambio, exponer rápidamente la propia argumentación, fundada en las concesiones de la otra parte, pues los lentos en comprender no podrán seguir con exactitud la discusión y no captarán las lagunas en la demostración.
Estratagema 8 Provocar la cólera del adversario, ya que, en su forma, no será capaz de juzgar de manera correcta y por ello será incapaz de percibir su ventaja. Se irrita su cólera haciéndole, sin disimulo, algo injusto, vejándolo y sobre todo, tratándolo con insolencia.
Estratagema 9 Hacer las preguntas, con un distinto orden del que exige la conclusión que de ellas se pretende; de esta forma, el adversario no logrará saber a dónde queremos llegar y no podrá prevenir a los ataques. También podemos servirnos de sus respuestas para deducir conclusiones diversas, y hasta contradictorias, según sus respuestas lo permitan. Este procedimiento es afin a la estratagema 4, en la medida en que trata de enmascarar el modo de proceder.
Estratagema 10 Si advertimos que el adversario responde de manera negativa a las preguntas cuya respuesta afirmativa podría confirmar nuestra tesis, entonces se debe preguntar lo contrario, como si buscase su aprobación o, al menos, poner ambas a elección, de forma que no advierta cuál de ellas queremos afirmar.
Estratagema 11 Si razonamos de manera inductiva, y el adversario admite los casos particulares, no debemos preguntarle si también admite la verdad general que de estos casos se deriva, sino que debemos introducirla como algo ya establecido y aceptado, pues a veces podrá creer que la ha admitido, y lo mismo puede ocurrir a los oyentes, quienes recordarán preguntas sobre casos singulares que no pueden menos que llevar a la conclusión.
Estratagema 12 Cuando la conversación se ocupa de un concepto general que no tiene un nombre propio sino que es designado por un término metafórico, es necesario escoger aquel término que más favorezca nuestra tesis. Así, por ejemplo, en España los nombres con que son designados los dos partidos políticos, serviles y liberales, han sido elegidos por los últimos. La denominación protestantes fue elegida por ellos mismos y también el término evangélico. El nombre herejes, en cambio, fue elegido por los católicos. Este principio también vale para el nombre de cosas aun cuando se aplique de manera más literal a ellas. Si el adversario, por ejemplo, propone un cambio, se le designará «trastocar», porque se trata de una palabra odiosa, y, al contrario, actuaremos de modo inverso si somos nosotros los que hacemos la propuesta. En el primero de estos casos, lo opuesto se llama «orden constituido», en el segundo «régimen opresor». Lo que una persona sin intención ni parcialismo llamaría «culto» o «doctrina pública de la fe», alguien que quiere hablar en favor lo llamaría «devoción», «piedad», y un adversario «beatería», «mojigatería». En el fondo se trata de una sutil petitio principii: lo que se quiere probar se introduce en la palabra, en la denominación. Lo que uno llama «tener en seguridad a una persona», «ponerla en custodia», su adversario lo llama «encarcelarla». Un orador con frecuencia delata su intención en los nombres que da a las cosas. Uno dice: «el clero», el otro: «los curas». De todas las estratagemas, ésta es la que más frecuentemente se usa de manera instintiva.
Estratagema 13 Para que el adversario acepte una tesis, también debemos presentarle la contraria y dejarle que elija, resaltando esta oposición con estridencia, de modo que, si no quiere ser contradictorio, tendrá que decidirse por nuestra tesis que resulta mucho más probable. Por ejemplo: deseamos que admita que uno tiene que hacer todo lo que su padre dice. Para ello, le preguntamos: «¿Se debe obedecer o desobedecer a los padres en todas las cosas?». O si de algo se dice «frecuente», preguntamos que si por frecuente entiende muchos o pocos casos. El adversario dirá «muchos». Es
como cuando el gris se coloca junto a lo negro y parece blanco; y si se coloca junto a lo blanco, parece negro.
Estratagema 14 Un golpe descarado es cuando, después que el adversario respondió muchas preguntas sin favorecer la conclusión que teníamos en mente, se proclama triunfador como demostrada la conclusión que se pretendía, aunque de hecho no se deriva de sus respuestas. Si el adversario es tímido o de pocas luces, y uno tiene una gran dosis de frescura y buena voz, este golpe puede resultar bien. Esta estratagema corresponde a la falacia de tratar como prueba lo que no es una prueba.
Estratagema 15 Si presentamos una tesis paradójica y nos encontramos en apuros al probarla, propondremos al adversario, para que la acepte o rechace, una tesis correcta pero cuya exactitud no es del todo evidente, como si de ella quisiéramos deducir la demostración. Si él la rechaza, lo reduciremos ad absurdum y triunfamos; pero, si la acepta, ya hemos dicho algo razonable y después se verá. O bien aplicamos la estratagema precedente y declaramos que nuestra paradoja está demostrada. Para esto se requiere un gran descaro, pero en la experiencia humana hay quienes lo practican de modo instintivo.
Estratagema 16 Argumento ad hominem. Si el adversario hace una afirmación, es necesario preguntarse si esto no está, aunque sólo sea en apariencia, en contradicción con algo que anteriormente dijo o aceptó, con los principios de una escuela que ha elogiado, o con el comportamiento de los miembros de esa escuela, aunque sólo sea de los miembros no auténticos o aparentes, o con la misma conducta del adversario. Si, por ejemplo, defiende el suicidio, de pronto se le grita: «¿Por qué no te cuelgas?». O si afirma que Berlín es una ciudad incómoda, se le grita de pronto: «¿Por qué no te vas inmediatamente con la primera diligencia?». Siempre será posible hallar alguna forma de vejación.
Estratagema 17 Cuando el adversario nos acosa con una contraprueba, podemos salvar la situación mediante una
distinción sutil, en la que no habíamos pensado.
Estratagema 18 Si descubrimos que el adversario emplea una argumentación con la cual nos abatirá, no hay que admitir que el debate tome este giro y llegue hasta el final; debemos interrumpir la disputa, salir de ella y desviarla hacia otra cuestión.
Estratagema 19 Si el adversario exige que presentemos alguna objeción contra un punto concreto de su tesis, pero no encontramos nada apropiado, es necesario enfocar el aspecto general del tema y atacarlo. Por ejemplo, si hay que decir por qué una hipótesis física no es creíble, hablaremos de la incertidumbre del saber humano ilustrándolo con gran cantidad de ejemplos.
Estratagema 20 Si el adversario aceptó la validez de nuestras premisas, no hay que pedirle que saque la conclusión que de esas premisas se deduce, sino que nosotros debemos deducirla. Así, aunque falte todavía una de las premisas, la asumimos como aceptada y obtenemos la conclusión.
Estratagema 21 Si advertimos que el adversario emplea un argumento aparente o sofístico, podemos anularlo al evidenciar su carácter ilusorio. Pero es mejor abatirlo con otro argumento sofístico y aparente: no se trata de la verdad, sino de la victoria. Si, por ejemplo, presenta un argumento ad hominem, es suficiente quitarle su fuerza con un contraargumento ad hominem. En general, se abreviará el debate si, en lugar de una larga discusión sobre la verdadera naturaleza de las cosas, se replica con un argumento ad hominem.
Estratagema 22 Si el adversario nos pide admitir algo que se deriva del problema que se debate, rechazaremos su
petición considerándola una petitio principii. No será difícil que él considere idéntica al problema una tesis afin. De este modo le quitamos su mejor argumento.
Estratagema 23 La contradicción y el enfrentamiento orillan a exagerar la afirmación. Por ello, podemos provocar al adversario contradiciéndolo a fin de inducirlo a exagerar una afirmación, y una vez refutada la exageración, es como si refutáramos su tesis primitiva. En cambio, cuando el adversario nos contradice, es necesario prestar atención a no exagerar o extender nuestra tesis. Con frecuencia el adversario también buscará extender nuestra afirmación más allá de los términos que habíamos fijado. En tal caso hay que atajarlo y conducirlo a los límites de nuestra afirmación con una precisión: «Yo sólo he dicho esto y nada más».
Estratagema 24 El arte de deducir consecuencias. De la tesis del adversario se obtienen, mediante falsas deducciones y deformando los conceptos, otras tesis que allí no están contenidas y que no corresponden con la opinión del adversario y que son absurdas o peligrosas. Como parece que de su tesis se deducen estas proposiciones, que están en contradicción entre sí o con verdades generalmente admitidas, esto equivale a una refutación indirecta.
Estratagema 25 La inducción requiere un gran número de casos para asentar el principio general: la deducción, en cambio, sólo requiere de un caso, por el cual el principio no es válido, para que éste sea demolido. Por ejemplo, la proposición «todos los rumiantes tienen cuernos» queda demolida mediante el único ejemplo del camello.
Estratagema 26 Dar un golpe brillante cuando el argumento, que el adversario quiere utilizar, puede ser utilizado en su contra. Por ejemplo, dice: «Es un niño, hay que dejarle hacer lo que quiera». Retorsio: «Precisamente porque es un niño, hay que corregirlo a fin de que no conserve sus malos hábitos».
Estratagema 27 Si el adversario se enfurece ante un argumento, se debe insistir en este mismo argumento; no sólo porque es ventajoso lograr que sea presa de la cólera, sino también porque se puede suponer que hemos tocado el flanco débil de su razonamiento y se le puede acosar en este punto más de lo que suponíamos.
Estratagema 28 Esta estratagema se puede emplear sobre todo cuando una persona culta disputa ante un auditorio inculto. Si no se cuenta con ningún argumentum ad rem o ad hominem, se formula uno ad auditores; es decir, se avanza una objeción no válida, pero cuya inconsistencia sólo puede captar un experto. Si bien el adversario es un experto, no lo son los oyentes. A los ojos de éstos quedará derrotado, si nuestra objeción logra que su afirmación aparezca bajo una luz ridícula. La gente llega fácilmente a la risa pronta, y los que ríen generalmente están de parte de quien habla. Para demostrar que la objeción es nula, el adversario deberá entrar en una larga discusión y remontarse a los principios de la ciencia o a cualquier otro recurso. Pero no es fácil encontrar un auditorio interesado en esto. Ejemplo: el adversario dice: «En la formulación de la corteza rocosa primaria, la masa que más tarde cristalizó para formar el granito y otro tipo de rocas era líquida por el calor y, por tanto, estaba fundida. La temperatura tenía que ser de unos 250o C. La masa cristalizó bajo la superficie marítima que la cubría». Nosotros replicamos con el argumentum ad auditores, señalando que, a tal temperatura, e incluso a los 100o C, el mar estaría hirviendo y se habría evaporado. Los oyentes ríen. Para batirnos, el adversario tendrá que demostrar que el punto de ebullición no sólo depende del grado de calor, sino también de la presión atmosférica. Pero él no logra demostrarlo porque, para oyentes sin conocimientos de física, sería preciso exponer un tratado.
Estratagema 29 Si se advierte que uno será derrotado, se recurre a una diversión: se comienza con algo totalmente distinto como si fuera pertinente a la cuestión y constituyera un argumento contra el adversario. Esto resulta comedido, si la diversión se mantiene dentro del thema quaestionis; es insolente cuando sólo va contra el adversario y no aborda el tema. Ejemplo: En cierta ocasión alabé que en China no exista nobleza hereditaria y que los cargos sean asignados sobre la base de exámenes. Mi adversario afirmó que el conocimiento no prepara más para ejercer un cargo que los privilegios de nacimiento. Pero aquí se torció: adoptó una diversión diciendo que en China todos los ciudadanos están sujetos a castigos corporales, y asoció esto con la extendida costumbre de beber té, reprochando ambas cosas a los chinos. Quien desea responder a todas las objeciones terminará extraviándose y perderá una victoria. Sin embargo, la diversión resulta descarada cuando abandona el objeto de la discusión y
comienza, por ejemplo, así: «Sí, pues bien, como usted decía hace poco, etcétera…». Esto es un «ataque a la persona», que se tratará en la última estratagema. Hasta qué grado esta estratagema es instintiva, lo muestra cualquier pelea. Si uno lanza reproches personales a un individuo, éste responde, no con una refutación de los mismos, sino con reproches personales al primero, permitiendo que subsistan los lanzados contra él y, por tanto, casi admitiéndolos. En una discusión esto no es conveniente, pues no resulta útil para rechazar los improperios recibidos y el oyente sólo escucha las peores cosas de una y otra parte.
Estratagema 30 El que apela al sentido del honor. En lugar de razones, se utilizarán autoridades, de acuerdo con los conocimientos del adversario. Dice Séneca: «Cualquiera quiere mejor creer que juzgar». Por eso uno tiene el juego más fácil cuando se cuenta con una autoridad respetada por el adversario, pues para él habrá más autoridades válidas cuanto sus conocimientos y capacidades sean más limitados. Si estas capacidades son de primer orden, habrá para él muy pocas o casi ninguna autoridad. A lo más, respetará la autoridad de personas competentes que para él son poco conocidas o ignoradas; y aun así con desconfianza. En cambio, la gente común tiene un profundo respeto ante los expertos de cualquier género. Ignoran que, quien de algo hace profesión, no ama la cosa misma, sino lo que ésta le reporta. Así pues, si no se puede alegar autoridad adecuada, se alega una aparentemente adecuada o se cita lo que alguien ha dicho en otro sentido o en un contexto diferente. Las autoridades que el adversario no entiende son las que más efecto tienen. Los ignorantes tienen un gran respeto por los floreos retóricos griegos y latinos. Se puede también, en caso necesario, no sólo deformar el sentido de estas autoridades sino falsificarlas y citar algunas que son pura invención: el adversario no tiene el libro a mano y tampoco sabe consultarlo. El más bello ejemplo de esto nos lo da el cura francés que, para no pavimentar la calle delante de su casa, como tenían que hacer los demás ciudadanos, citó una frase de la Biblia; paveant illi, ego non pavebo (sientan pavor ellos, yo no sentiré pavor). Esto convenció al Concejo de la comunidad. Los prejuicios generales también pueden usarse como autoridad. No existe ninguna opinión, por absurda que sea, que los hombres no hagan propia apenas se ha llegado a convencerles que tal opinión es universalmente aceptada. El ejemplo vale para sus opiniones y su conducta: son ovejas que van detrás del carnero guía adonde las lleve. Les resulta más fácil morir que pensar. Es extraño que la universalidad de una opinión tenga tanto peso para ellos: les basta con observarse para constatar cómo aceptan opiniones sin juicio y sólo en virtud del ejemplo. Pero, en realidad, no lo ven porque están desprovistos de toda reflexión. Sólo los mejores dicen con Platón: los muchos tienen muchas opiniones, es decir, el vulgus tiene muchas patrañas en la cabeza, y quien quiera tenerlas en cuenta hallará una gran tarea. La universalidad de una opinión no es una prueba ni un índice de su veracidad. Los que eso afirman deben admitir: [1] que el tiempo priva a aquella universalidad de su fuerza probatoria; de lo contrario, deberían estar en vigor todos los antiguos errores que universalmente eran considerados
como verdad. Por ejemplo, habría que aceptar de nuevo el sistema tolemaico o, en todos los países protestantes, el catolicismo; [2] que la distancia en el espacio produce el mismo efecto; de lo contrario, la diversidad de opinión entre los que profesan el budismo, el cristianismo y el islamismo los pondría en apuros. Lo que se llama opinión general se reduce a la opinión de dos o tres personas, y nos convenceríamos de ello si pudiéramos ver la manera como nacen las opiniones universalmente válidas. Descubriríamos que, en un primer momento, fueron dos o tres personas quienes las asumieron y presentaron, y que se fue tan benévolo con ellos que se asumió que las habían examinado a fondo; otros aceptaron esta opinión y a éstos creyeron muchos a quienes la pereza mental los empujaba a creer de golpe antes que tomarse la molestia de examinar las cosas con rigor. De esta manera creció el número de seguidores perezosos y crédulos. Incluso una vez que la opinión tenía un buen número de adeptos, los que vinieron después supusieron que sólo podía tener tantos seguidores por el peso de sus argumentos. Los demás, para no pasar por espíritus inquietos que se rebelan contra opiniones universalmente aceptadas, fueron obligados a admitir lo que todo el mundo aceptaba: la aprobación es un deber. En adelante, los pocos que son capaces de mantener un sentido crítico estarán obligados a callar, sólo pueden hablar quienes —incapaces de tener una opinión y juicio propios— no son más que el eco de las opiniones ajenas, o son los defensores más apasionados de dichas opiniones. En aquel que piensa de modo diferente, ellos no odian tanto la opinión diversa sino la audacia de juzgar por sí mismos, cosa que ellos no pueden hacer, y que en su interior lo saben pero no lo confiesan. Son pocos los que piensan, pero todos quieren tener opiniones. ¿Y qué les queda más que tomarlas de otros en lugar de formárselas por su propia cuenta? Dado que esto es lo que sucede, ¿qué puede valer la voz de cientos de millones de personas? Sin embargo, cuando se discute con gente común se puede hacer uso de la opinión general como autoridad. En términos generales, encontraremos que, cuando dos cabezas ordinarias disputan entre sí, lo que en común han elegido es la autoridad. Si una cabeza más refinada tiene que enfrentarse con alguien de este tipo, lo mejor será aconsejarle que también se resigne a utilizarla, escogiéndola según los flancos débiles de su adversario.
Estratagema 31 Cuando no se sabe oponer ningún argumento frente al del adversario, se puede declarar con fina ironía incompetente: «Lo que usted dice supera mi débil capacidad de comprensión; desde luego será cierto, pero no lo puedo entender y renuncio a cualquier juicio». Con esto se insinúa que se trata de algo insensato. Muchos profesores de la vieja escuela ecléctica, al aparecer la Crítica de la razón pura afirmaron: «No entendemos nada de esto», y con ello pensaron que la habían demolido. Pero cuando algunos profesores de la nueva escuela les mostraron que tenían razón y que no la habían comprendido, cambiaron de humor. Esta estratagema se puede tan sólo utilizar cuando se está seguro de que, ante los oyentes, se goza de una estimación superior a la del adversario. Por ejemplo: un profesor frente a un estudiante. El
contraataque es: «Permítame, con su gran penetración no tendría usted el menor problema para comprenderlo y sólo puede ser culpa de mi exposición deficiente» y desmenuzarle el asunto de forma que tiene que entenderlo y quedará claro que él, al principio, en realidad no lo había entendido.
Estratagema 32 Un modo de eliminar o hacer sospechosa una afirmación del adversario es reducirla a una categoría generalmente detestada, aunque la relación tan sólo sea de vaga semejanza y poco rigurosa. Por ejemplo: esto es maniqueísmo, arrianismo, pelagianismo, idealismo, espinosismo, panteísmo, brownianismo, naturalismo, ateísmo, racionalismo, espiritualismo, misticismo, etcétera. Con esto damos por supuesto dos cosas: [1] que aquella afirmación es idéntica a esa categoría o que está comprendida en ella y estamos diciendo: «Esto no es nada nuevo»; [2] que esta categoría ya está refutada del todo y no puede contener ninguna verdad.
Estratagema 33 «Esto puede ser verdad en teoría; pero en la práctica es falso.» Con este sofisma se aceptan las razones pero se niegan las consecuencias; en contradicción con la regla: si una razón es justa, la consecuencia que de ella se deriva es válida. Esa afirmación expresa algo que es imposible: lo que es cierto en teoría también tiene que serlo en la práctica.
Estratagema 34 Si el adversario no ofrece una respuesta directa a un argumento, o no toma una posición, sino que la evade con una contrapregunta o refugiándose en una proposición que nada tiene que ver con el tema, quiere esquivar el ataque, lo cual es un signo indudable de que hemos puesto el dedo en un punto débil. En este caso es necesario persistir sobre el tema que hemos planteado, aun cuando no veamos en qué consiste la debilidad que se nos revela.
Estratagema 35 Esta estratagema, si puede utilizarse, hace superfluas a las demás: en lugar de influir con razones en el entendimiento se influye con motivaciones en la voluntad, y el adversario es súbitamente ganado para nuestra opinión aunque ésta se hubiera tomado de un manicomio. Para la mayoría pesan más unas migas de voluntad que un quintal de razones y convencimientos. Naturalmente sólo funciona en
circunstancias muy particulares. Se hace comprender al adversario que su opinión, en el momento en que sea aceptada, haría un daño notable a sus propios intereses, y la dejará caer con la misma rapidez con que soltaría un hierro candente. Por ejemplo: si un eclesiástico defiende un dogma religioso, le hacemos observar que está en contradicción con un dogma fundamental de su Iglesia. Así sucede cuando los oyentes, pero no el adversario, pertenecen a una secta, corporación, sindicato, etcétera. La tesis que sustenta puede ser justa, pero es suficiente aludir que va contra los intereses comunes y todos los oyentes encontrarán los argumentos del adversario flojos y mezquinos, aunque sean excelentes, y los nuestros justos y acertados, aunque estén fabricados de aire. El coro se proclamará a nuestro favor, y el adversario tendrá que abandonar el campo. En realidad, lo que nos desfavorece parece absurdo al entendimiento: «El entendimiento no es una luz que arde sin aceite, sino que es alimentado por la voluntad y las pasiones».
Estratagema 36 Desconcertar al adversario con palabras sin sentido. Esto se basa en que: «Con frecuencia creen los hombres, cuando sólo escuchan varias palabras, que se trata de hondos pensamientos» (Goethe, Fausto). Si el adversario está convencido de su debilidad, si está habituado a escuchar cosas que no comprende y hace como si las entendiera, se le puede impresionar ofreciéndole, con aire grave, un desatino que suene como algo docto y profundo, frente al cual carece de pensamiento, y por ello es posible presentarlo como una prueba incontestable de la propia tesis.
Estratagema 37 Si el adversario tiene razón y ha elegido para defenderse —afortunadamente para nosotros— una prueba inadecuada, nos resultará fácil refutar esa prueba y daremos esto como una refutación de la misma tesis. En el fondo, estamos presentando un argumentum ad hominem por uno ad rem. Si al adversario o a los asistentes no les viene a la mente una prueba mejor, hemos triunfado. Esta es la forma en que los malos abogados pierden un buen juicio. Quieren defenderlo con una ley que no es aplicable y la que sí es aplicable no les viene a la mente.
Última estratagema Cuando se descubre que el adversario es superior y que no nos dará la razón, se adoptará un tono ofensivo, insultante, áspero. El asunto se personaliza, pues del objeto de la contienda se pasa al contendiente y se ataca a la persona. Pudiera llamarse argumentum ad personam, para distinguirlo del argumentum ad hominem. Esta regla es muy popular y se emplea con frecuencia. Pero es
necesario preguntarse qué contrarregla puede emplear la parte contraria, pues, si quiere pagar con la misma moneda, se llegará a una riña, un duelo o un proceso por injurias. Nada supera para el hombre la satisfacción de su vanidad y ninguna herida duele más que las que se infligen a ésta. Esta delectación de la vanidad proviene de la comparación con los demás en todos los aspectos, pero especialmente en los referentes a la capacidad intelectual. Esta comparación tiene lugar de manera efectiva y violenta en las controversias. De aquí el furor del derrotado, y de aquí que se acoja a esta última estratagema, sin que se pueda evitar con simple gentileza por nuestra parte. Tener sangre fría puede ser de enorme utilidad en estas ocasiones si, cuando el adversario pasa a los ataques personales, uno responde con calma que eso no tiene nada que ver con el tema discutido y retorna a éste y continúa demostrándole que no tiene razón, sin prestar atención a sus ofensas. La única contrarregla segura es no entrar en controversia con el primero que llega, sino sólo con aquellos que se conocen y de los que uno sabe que tienen la inteligencia suficiente para no proponer cosas absurdas que lleven al ridículo, y tienen suficiente talento para discutir a base de razones y no con baladronadas, para escuchar y admitir razones, y que aprecien la verdad aunque esté de la otra parte. De esto se sigue que, entre cien personas, apenas hay una con la que valga la pena disputar. A los demás hay que dejarlos que digan lo que quieran porque el ser idiota es uno de los derechos del hombre. En todo caso, la controversia es, con frecuencia, útil para las dos partes, como una colisión de cabezas que sirve para rectificar los pensamientos y también lograr nuevos puntos de vista. Pero los dos contendientes deben ser similares en cultura e inteligencia. Si uno carece de la primera, no pacta todo; si carece de la segunda, el rencor que ello produce lo instigará a la deslealtad, a la astucia, a la villanía.
Notas
Aforismos sobre el arte de saber vivir [1] Este ensayo es el trabajo más voluminoso que Schopenhauer incluyó en el primer volumen su obra Parerga y paralipómena (1850), la cual buscaba acercar al gran público lector a las ideas que el filósofo presentó en su obra más importante: El mundo como voluntad y representación (1819).
La moral [1] Entre 1890 y 1902, Schopenhauer publicó una importante serie de ensayos sobre distintos temas filosóficos, mismos que le permitieron acercarse al gran público. El ensayo que aquí presentamos forma parte de esta recopilación.
El arte de tener siempre la razón [1] Esta pequeña obra permaneció inédita durante la vida de su autor, no fue sino hasta cuatro años después de su muerte cuando apareció como parte del libro Del legado manuscrito de Schopenhauer (1864). Desde esa época, se ha editado sin cesar bajo diferentes títulos, en alemán se le conoce como Dialéctica erística o el arte de tener la razón expuesto en 38 estratagemas, en francés como El arte de tener siempre la razón y en algunas ediciones en español se ha empleado el título de El arte de tener la razón expuesto en 38 estratagemas.
EL ARTE DE TENER SIEMPRE LA RAZÓN Y OTROS ENSAYOS D.R. © del texto: Arthur Schopenhauer, 2011 D.R. © Santillana Ediciones Generales, sa de cv Av. Río Mixcoac 274, col. Acacias cp 03240, México, D.F. Teléfono: 54-20-75-30 www.puntodelectura.com/mx ISBN: 978-607-11-1248-4 Conversión ebook: Kiwitech
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