El amor vence a la muerte: Comentario exegético-espiritual a las Cartas de san Juan [Primera edición] 9788428535663

«¡El amor vence a la muerte!»: esta es la esperanza que proclama la primera Carta de Juan. La experiencia humana elabora

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Spanish; Castilian Pages 200 [201] Year 2010

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Table of contents :
Índice

Págs.

Introducción................................................................................ 7

PRIMERA CARTA DE JUAN

Prólogo: 1Jn 1,1-4..................................................................... 23

«Lo que era desde el principio»................................................ 25

«Lo que hemos oído, visto, contemplado, tocado...»............. 27

«...Para que también vosotros tengáis comunión con noso­tros» ....................................................................................... 30

El «nosotros» del prólogo.......................................................... 31

Primera parte: 1Jn 1,5-2,29.................................................... 35

Caminar en la luz: 1Jn 1,5-7.................................................... 35

Romper con el pecado: 1Jn 1,8-2,2 ........................................ 46

Observar los mandamientos: 1Jn 2,3-11................................ 58

Guardarse de la mundanidad: 1Jn 2,12-17 ............................ 75

No creer en los anticristos: 1Jn 2,18-29................................. 87

Segunda parte: 1Jn 3 ,1 -4 ,6..................................................... 101

Ser (caminar como) hijos de Dios: 1Jn 3 ,1 -3........................ 101

Romper con el pecado: 1Jn 3,4-10.......................................... 107

Observar los mandamientos: 1Jn 3,11-24.............................. 111

Guardarse de la mundanidad.No creer en los falsos profetas: 1Jn 4,1-6 .............................................................................. 122

Llamamiento al amor: 1Jn 4,7-21.......................................... 131

«Dios es amor»........................................................................... 132

«Si nos amamos los unos a los otros, Dios mora en nosotros». 138

«Quien no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve»............................................................ 143

Llamamiento a la fe: 1Jn 5,1-13 ............................................ 147

«Quien ama al que engendra, ama también a quien ha sido engendrado por Él».................................................................... 148

«Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe».... 152

«Este es el que ha venido con agua y sangre, Jesucristo»....... 154

Llamamiento a la oración y a huir de los ídolos: 1Jn 5,14-21 ......................................................................... 159

La oración y «el pecado que lleva a la muerte»....................... 160

«Jesucristo es el verdadero Dios y la vida eterna»................... 163

SEGUNDA CARTA D E JUAN

Destinatarios y saludo inicial: 2Jn 1-3 ................................... 170

Exhortación a la observancia del mandamiento del amor: 2Jn 4-6 ................................................................................. 173

Exhortación a guardarse de los seductores: 2Jn 7-11 ........... 174

Conclusión y saludo final: 2Jn 12-13 ...................................... 177

TER C ER A CARTA D E JUAN

Destinatario y saludo inicial: 3Jn 1 -4 ...................................... 180

Exhortación y admonición: 3Jn 5 -1 2 ...................................... 182

Conclusión y saludo final: 3Jn 13-15 ...................................... 184

Epílogo ....................................................................................... 185

El enigma del autor.................................................................... 185

Los destinatarios y la datación de las Cartas........................... 188

Género literario y estructura..................................................... 190

Bibliografía básica...................................................................... 195
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El amor vence a la muerte: Comentario exegético-espiritual a las Cartas de san Juan [Primera edición]
 9788428535663

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ücar) Enzo Bianchi

El amor

vence, a la

muerte

Comentario exegético-espiniual a las Cartas de san Juan

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El amor vence a la muerte

Enzo Bianchi

i amor vence la muerte

Comentario exegético-espiritual a las Cartas de san Juan

© SA N PA BLO 2010 (Protasio Gómez, 11-15.28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es © Edizioni San Paolo, Cinisello Balsamo (Milán) 2008 Título original: L ’amore vince la morte. Commento esegetico-spirituale alie lettere di Giovanni Traducido por: M aría del Carmen Blanco Moreno y Ramón Alfonso D iez Aragón Distribución: SA N PA BLO . División Comercial Resina, 1.28021 M adrid Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050 E-mail: [email protected] ISB N : 978-84-285-3566-3 Depósito legal: M . 5.408-2010 Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid) Printed in Spain. Impreso en España

«Cuanto mayor es la satisfacción con que hablo de la caridad, tanto menos quiero que se acabe esta carta. No hay otra más ardiente para reco­ m endar la caridad. No tengo nada más dulce que predicaros; no hay bebida más saludable, pero a condición de que confirméis en vosotros con vuestra santa vida el don de Dios. No seáis ingratos a gracia tan grande de parte de quien, teniendo un Hijo único, no quiso que fuese único, sino que, para tener hermanos, adoptó a quienes poseyesen con él la vida eterna» ( s a n A g u s t í n , Comentario a la primera Carta de Juan V III,14).

Danos, oh Padre, fefirme, esperanza cierta, caridad perfecta, humildad profunda, conocimiento y discernimiento, para que podamos cumplir tu mandamiento nuevo y santo.

Introducción

«¡El amor vence a la muerte!». Este es el anuncio cristiano, esta es la esperanza proclamada por la primera Carta de Juan, este es el desenlace del duelo más trágico en toda la historia de la humani­ dad y de la creación. La experiencia humana elaborada por las diferentes culturas llegó muy pronto a la conciencia del fortísimo vínculo entre amor y muerte (eros y thanatos), y la Biblia captó con extrema lucidez la enemistad que reina entre ellos, los dos enemigos por excelencia: los que se enfrentan no son tanto la vida y la muerte, sino más bien el amor y la muerte. La muerte que lo devora todo, que vence a la vida, encuentra en el amor el único enemigo capaz de oponerle resistencia: esta es la buena noticia de la Escritura. «Fuerte es la muerte, capaz de privarnos del don de la vida; fuerte es el amor, capaz de darnos de nuevo la posibilidad de una vida mejor. Fuerte es la muerte, que tiene el poder de despojarnos de la vestidura de este cuerpo; fuerte es el amor, que tiene el poder de arrancar a la muerte su botín y entregárnoslo de nuevo. Fuerte es la muerte, a la que ningún ser humano puede oponer re­ sistencia; fuerte es el amor, que puede triunfar sobre la misma muerte, suavizar su aguijón,

poner fin a sus reivindicaciones, desenmascarar su victoria». (B a l d u in o

de

Ford,

II cántico dell’amore, Bose 2007) D e este modo canta el monje Balduino de Ford este duelo titánico en su comentario al Cantar de los cantares, libro áureo, situado en el corazón de la Biblia, que narra una parábola del amor y concluye con esta afirmación lapidaria: «¡Es fuerte el amor como la muerte!» (Cant 8,6). Ciertamente, la única realidad capaz de luchar con la muerte, de afrontarla y vencerla, es el amor. La muerte es la amenaza para el sentido de nuestra vida, es la realidad que se opone al deseo de eternidad, al sentido de lo eterno que todo ser humano lleva en sí (cf Q o 3,11). A nosotros nos cuesta encontrar sentido en gestos y sentimientos precisamente porque estos pasan y terminan con la muerte, mientras que encontramos sentido sobre todo en el amar y en el ser amados, y desearíamos que precisamente el amor, nuestro frágil amor, fúera transfigurado en el amor que dura para siempre y, de este modo, no tuviera nunca fin. Como afirma también Balduino: «¡Fuerte como el amor es la muerte, y el amor de Cristo es la muerte de la muerte!». La Reve­ lación, la palabra de vida que Dios nos ha manifestado, alcanzó su punto culminante en la expresión «Dios es amor» (ljn 4,8.16) sólo después de que Jesús de Nazaret, ser humano como nosotros, «explicara» a Dios (cf Jn 1,18), lo contara del modo último y defi­ nitivo: su vida vivida amando hasta el extremo (cf Jn 13,1), la vida sobre la que Dios puso su sello volviendo a llamarla de la muerte, es la narración del ser mismo de Dios. Sí, la culminación de la revelación de Dios, a quien nadie ha visto nunca (cf Jn 1,18), está precisamente en la vida de Jesús, el Hijo: una vida que fue amor para los seres humanos, amor vivido hasta la muerte y muerte de

___? El am or vence a la muerte

cruz, y que desembocó en la Resurrección, en la que el amor venció a la muerte. Jesús, que vivió el amor de un modo pleno, hasta el extremo; Jesús, que fue carne del Dios que es amor, derrotó a la muerte porque no era posible que esta lo tuviera bajo su poder (cf H e 2,24), no era posible que el amor fuera presa de los infiernos, lugar del no amor. Sí, siguiendo la estela del evangelio, las Cartas de Juan quieren recordarnos que Dios es amor, que el amor vivido por el Hijo hecho hombre en medio de nosotros venció a la muerte y que por tanto nosotros, los cristianos, siguiendo a nuestro Señor, debemos vivir una vida en el amor, participando así en el amor de Cristo y en su victoria sobre la muerte. «Quien ama ha pasado de la muerte a la vida» (cf ljn 3,14), afirma Juan, y esta verdad no es sólo informativa, no se limita a transmitirnos una noción, sino que es performativa, realiza lo que anuncia: el Evangelio no nos alcanza sólo exteriormente, no llega sólo a nuestros oídos, sino que penetra en la mente y en el corazón, desciende a nuestro interior, plasmando nuestra vivencia cotidiana con los otros y ante Dios. El cristianismo es sencillo; la vida de seguimiento de Cristo no está en el cielo, no está más allá del mar, no es inalcanzable (cf D t 30,11-14), no es otra cosa que la práctica del mandamiento nuevo dejado por Jesús: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34; 15,12). En esta síntesis atrevida, Jesús ni siquiera explicitó la exigencia de amar a Dios, porque sabía perfectamente que, cuando los seres humanos se aman de verdad, cuando se aman como él los ha amado, al hacerlo viven ya el amor de Dios. Sí, el mandamiento nuevo es en el fondo el único que se nos pide escuchar y vivir, es la herencia y el don dejado por Jesús a los suyos, para que sean verda­ deramente su comunidad, como él mismo indicó con claridad: «En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros» (Jn 13,35).

Todos los días tenemos la posibilidad de vivir este amor, de ser engendrados por Dios como hijos y de conocer verdaderamente a Dios (cf ljn 4,7-8). Ya han transcurrido cuarenta años de vida común para mí y mi comunidad: desde el principio sentí siempre las Cartas de Juan como el verdadero texto que debe inspirar toda dinámica comu­ nitaria cristiana, y varias veces he encontrado en él inspiración y consuelo para mí y para mi servicio de presidencia de la unidad en la caridad, invitando a hacer lo mismo a los hermanos y las hermanas. El mensaje de las Cartas de Juan ha sido siempre para mí, para todos nosotros, lo que nos ha permitido renovar cada día la parábola de la comunidad y discernir lo esencial: el amor recí­ proco, hecho posible por el amor de Dios que nos ha reunido, nos sostiene y continúa transformándonos. No puedo, por tanto, hacer otra cosa que dedicar este comenta­ rio a mi comunidad, a la que tantas veces se lo he transmitido. Fr. E n z o 27 de diciembre de 2007, San Juan evangelista.

B ia n c h i,

prior de Bose.

P r im e r a C a r t a d e J u a n

Lo que era desde elprincipio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos, es decir, la Palabra de la Vida, pues la Vida se ha hecho visible, la hemos visto, damos testimonio de ella y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y se ha hecho visible para nosotros; eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros para que también vosotros tengáis comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos estas cosas para que nuestra alegría sea plena. Este es el mensaje que le hemos oído a él [al Hijo] y os anunciamos ahora a vosotros: «Dios es luz, y en E l no hay tiniebla».

6 Si decimos: «Tenemos comunión con Él» y caminamos en la tiniebla, mentimos y no hacemos la verdad. 7 Pero si caminamos en la luz, como É l está en la luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado. 8 Si decimos: «No tenemos pecado», nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. 9 Si reconocemos nuestros pecados, E l [Dios], fiel y justo, nos perdona los pecados y nos purifica de toda injusticia. 10 Si decimos: «No hemos pecado», hacemos de E l un mentiroso, y su Palabra no está en nosotros.

1 Hijitos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Y si alguno peca, tenemos un paráclito junto al Padre: Jesucristo, elJusto. 2 É l es víctima de expiación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo. 3 Sabemos que le [a Dios] conocemos en que observamos sus mandamientos. 4 Quien afirma: «Yo lo conozco», pero no observa sus mandamientos,

El amor vence a la

es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero si uno observa su Palabra, verdaderamente en él el amor de Dios es llevado a plenitud. En esto sabemos que estamos en Él: quien dice que mora en É l [Dios] debe caminar como él[ Cristo] caminó. Amadísimos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo que habéis recibido desde elprincipio: el mandamiento antiguo es la Palabra que habéis oído. Sin embargo, el mandamiento que os escribo es nuevo, es verdadero en él [Cristo] y en vosotros; porque se disipa la tinieblay la luz verdadera brilla ya. Quien afirma que está en la luz y odia a su hermano está aún en la tiniebla. Quien ama a su hermano mora en la luz, y en él no hay contradicción. Pero quien odia a su hermano está en la tiniebla, camina en la tinieblay no sabe adonde va, porque la tiniebla le ha cegado los ojos. Hijitos, os escribo porque se os han perdonado los pecados en virtud de su Nombre [de Jesús], Padres, os escribo porque habéis conocido al que es desde elprincipio. Jóvenes, os escribo porque habéis vencido al Perverso. Niños, os escribo porque habéis conocido al Padre. Padres, os escribo porque habéis conocido al que es desde elprincipio.

Jóvenes, os escribo porque soisfuertes: la palabra de Dios mora en vosotros y habéis vencido al Perverso. 15 No améis al mundo ni lo que es del mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. 16 Porque todo lo que hay en el mundo —la voracidad de la carne, la pretensión de los ojos, la arrogancia de la vidano viene del Padre, sino del mundo. 17 E l mundo pasa, y con él su voracidad; pero quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre. 18 Hijitos, esta es la última hora y, como habéis oído, el anticristo viene; y he aquí que ya han surgido muchos anticristos; por eso conocemos que esta es la última hora. 19 Han salido de entre nosotros, pero no eran de los nuestros; porque si hubieran sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros; pero era necesario que se manifestase que no todos son de los nuestros. 20 Pero vosotros tenéis una unción mesiánica, recibida del Santo y todos tenéis conocimiento. 21 No os escribo porque no conozcáis la verdad, sino porque la conocéis y porque ninguna mentira procede de la verdad. 22 Y, ¿quién es el mentiroso sino quien niega que Jesús es el Cristo?

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Este es el anticristo: quien niega al Padre y al Hijo. Quien niega al Hijo, no tiene tampoco al Padre; quien confiesa al Hijo, tiene también al Padre. En cuanto a vosotros, que lo que habéis oído desde elprincipio more en vosotros. Si lo que habéis oído desde elprincipio mora en vosotros, también vosotros moraréis en el Hijo y en el Padre. Esta es la promesa que él mismo [ Cristo] nos ha hecho: la vida eterna. Os escribo estas cosas acerca de los que tratan de seduciros. En cuanto a vosotros, la unción mesiánica que habéis recibido de él [Cristo] mora en vosotros y no tenéis necesidad de que uno cualquiera os instruya; mas ya que su unción mesiánica os instruye en todo, y es verdadera y no miente, morad en él [Cristo] como ella [la unción] os enseña. Ahora, hijitos, morad en él [Cristo], para que, cuando se manifieste, tengamos confianza y no nos avergoncemos de encontrarnos lejos de él en su venida. Si sabéis que él [ Cristo] esjusto, comprended también que quien practica lajusticia ha nacido de É l [Dios].

1 M irad qué gran amor nos ha dado el Padre: somos llamados hijos de Dios, ¡y lo somos realmente! Por esto el mundo no nos conoce,

porque no le ha conocido a él. 2 Queridos míos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él [ Cristo] se manifieste, seremos semejantes a él [a Dios], porque le veremos tal y como es. 3 Quien tiene esta esperanza en él [Cristo] se purifica a sí mismo, como él es puro. 4 Quien comete pecado, comete también la iniquidad, porque elpecado es la iniquidad. 5 Sabéis que él[ Cristo] se ha manifestado para quitar los pecados, y en él no hay pecado. 6 Quien mora en él no peca; quien peca, ni le ha visto ni le ha conocido. 7 Hijitos, que nadie os engañe. Quien practica lajusticia esjusto como él esjusto; 8 quien comete pecado es del diablo, porque el diablo peca desde el principio. Para esto se ha manifestado el Hijo de Dios: para disolver las obras del diablo. 9 Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque su semilla mora en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios. 10 En esto se distinguen los hijos de Dios y los hijos del diablo: quien no practica lajusticia no es de Dios, ni quien no ama a su hermano. 11 Porque este es el mensaje que habéis oído desde elprincipio: que nos amemos los unos a los otros. 12 No como Caín, que era del Perverso y mató a su hermano. Y, ¿por qué lo mató?

Porque sus obras eran perversas, y las de su hermano justas. 13 No os extrañéis, hermanos, si el mundo os odia. 14 Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte. 15 Quien odia a su hermano es un homicida, y vosotros sabéis que ningún homicida tiene la vida eterna que mora en él. 16 En esto hemos conocido el amor: en que él [ Cristo] ha dado su vida por nosotros; y también nosotros debemos dar la vida por los hermanos. 17 Si alguno tiene riquezas en el mundo, y, viendo a su hermano en la necesidad, le cierra el corazón [lit.: las visceras], ¿cómopuede morar en él el amor de Dios? 18 Hijitos, amémonos no de palabra ni de boquilla, sino con obras y de verdad. 19 En esto sabremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón delante de Él: 20 si nuestro corazón nos acusa, Dios es más grande que nuestro corazón y lo sabe todo. 21 Amadísimos, si nuestra conciencia no nos acusa, tenemos confianza en Dios, 22 y todo lo que pidamos, lo recibiremos de El, porque observamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. 23 Este es su mandamiento: que creamos en el Nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos los unos a los otros, según el mandamiento que nos ha dado. 24 Quien observa sus mandamientos mora en Dios, y Dios en él.

Por esto conocemos que É l mora en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado.

1 Amadísimos, no os adhiráis a toda inspiración, sino probad si las inspiraciones son de Dios, porque muchosfalsos profetas han venido al mundo. 2 En esto conoceréis la inspiración que viene de Dios; toda inspiración que confiesa a Jesucristo venido en la carne es de Dios. 3 Y toda inspiración que disuelve a Jesús no es de Dios: esta es la inspiración que viene del anticristo, del cual habéis oído que viene y ya, ahora, está en el mundo. 4 Hijitos, vosotros sois de Dios, y habéis vencido a losfalsos profetas. Porque el que está en vosotros es más grande que el que está en el mundo. 5 Ellos son del mundo, por eso hablan según el mundo, y el mundo los escucha. 6 Nosotros somos de Dios: quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del engaño. 7 Amadísimos, amémonos los unos a los otros, porque el amor es de Dios; y todo aquel que ama ha sido engendrado por Dios y conoce a Dios. 8 Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.

9 En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: en que ha mandado a su Hijo unigénito al mundo para que nosotros vivamos por medio de él. 10 En esto consiste el amor: no somos nosotros quienes hemos amado a Dios sino que es E l quien nos ha amado y ha enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados. 11 Amadísimos, si Dios nos ha amado de este modo, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. 12 A Dios nadie lo ha contempladojamás: si nos amamos los unos a los otros, Dios mora en nosotros, y su amor en nosotros ha llegado a plenitud. 13 Por esto conocemos que moramos con E l y E l en nosotros: por el Espíritu que É l nos ha dado. 14 Nosotros hemos contemplado y testificamos que el Padre ha enviado a su Hijo como el Salvador del mundo. 15 Quien confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios mora en él y él en Dios. 16 Nosotros hemos conocido y nos hemos adherido al amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y quien mora en el amor mora en Dios, y Dios en él. 17 En esto ha llegado a plenitud el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día deljuicio: como es E l [Dios], así somos también nosotros en este mundo. 18 En el amor no hay temor, por el contrario, el amor perfecto expulsa el temor, pues el temor supone castigo, y quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. 19 Nosotros amamos porque E l [Dios] nos amó primero.

20 Si alguno dice: «Yo amo a Dios» y odia a su hermano, es un mentiroso. Quien no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve. 21 Este es el mandamiento que hemos recibido de él: que quien ama a Dios, ame también a su hermano.

1 Quien se adhiere a: «Jesús es el Cristo», ha sido engendrado por Dios; quien ama al que engendra, ama también a quien ha sido engendrado por E l [Dios]. 2 En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: en que amamos a Dios y ponemos en práctica sus mandamientos. 3 Porque el amor de Dios consiste en observar sus mandamientos, y sus mandamientos no son opresores. 4 Porque todo lo que ha sido engendrado por Dios vence al mundo. Y esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestrafe. 5 ¿ Quién es el que vence al mundo sino quien se adhiere a: «Jesús es el Hijo de Dios»? 6 Este es el que ha venido con agua y sangre, Jesucristo; no sólo con agua, sino con agua y sangre, y el Espíritu da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. 7 Pues tres son los que dan testimonio: 8 el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres confluyen en uno.

El am or vence a la muerte

9 Si aceptamos el testimonio de los hombres, el testimonio de Dios es más grande. Y este es el testimonio de Dios: É l mismo ha dado testimonio de su Hijo. 10 Quien se adhiere al Hijo de Dios tiene en sí mismo el testimonio. Quien no se adhiere a Dios hace de él un mentiroso, porque no se ha adherido al testimonio de Dios, el cual ha dado testimonio de su Hijo. 11 Y este es el testimonio: Dios nos ha dado la vida eterna, y esta vida está en su Hijo. 12 Quien tiene al Hijo, tiene la vida; y quien no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida. 13 Os escribo esto para que sepáis que tenéis la vida eterna, vosotros que os adherís al Nombre del Hijo de Dios. 14 Esta es la confianza que tenemos en E l [Dios]: cualquier cosa que le pidamos según su voluntad, E l nos escucha. 15 Y si sabemos que nos escucha en cualquier cosa que le pidamos, sabemos que tenemos ya lo que le hemos pedido. 16 Si alguno ve a su hermano pecar con un pecado que no lleva a la muerte, rece y É l [Dios] le dará la vida, siempre que se trate de los pecados que no llevan a la muerte. Hay un pecado que lleva a la muerte; por este no digo que recéis. 11 Toda injusticia es pecado, pero hay un pecado que no lleva a la muerte. 18 Sabemos que quien ha nacido de Dios no peca; es más, a quien ha sido engendrado por Dios [Cristo] lo custodia y el Perverso no lo toca.

19 Nosotros sabemos que somos de Dios, mientras que el mundo entero está en poder del Perverso. 20 Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para conocer al verdadero Dios. Nosotros estamos en el verdadero [Dios, porque estamos] en su Hijo Jesucristo. É l es el verdadero Dios y la vida eterna. 21 Hijitos, guardaos de los ídolos*.

* Los textos bíblicos están traducidos directamente de la obra original italiana.

Prólogo ljn 1,1-4

1 Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos, es decir, la Palabra de la Vida, 2 pues la Vida se ha hecho visible, la hemos visto, damos testimonio de ella y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y se ha hecho visible para nosotros; 3 eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros para que también vosotros tengáis comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. 4 Os escribimos estas cosas para que nuestra alegría sea plena.

La Carta empieza con xm prólogo solemne tanto por la profundidad del contenido como por la estructura literaria, pero se trata de

un prólogo accidentado en la formulación, intrincado desde un punto de vista estilístico debido a las repeticiones insistentes y a la acumulación de verbos. Muchos pensamientos se unen entre sí, produciendo en el lector una contemplación asombrada, maravillada frente a esta obertura autorizada que atestigua y anuncia la Palabra de la vida, es decir, la Palabra que es vida. Resulta evidente de inmediato la afinidad entre este prólogo y el del cuarto evangelio (Jn 1,1-18), como pone de manifiesto también la siguiente comparación:

lJn 1

Jn 1

v. 1: desde el principio (ap’archés) v. 1: hemos contemplado

v. 1: en el principio (en arché) v. 14: hemos contemplado su gloria

v. 1: la Palabra de la vida

v. 4: en la Palabra estaba la vida

v. 2: la Vida se ha hecho visible

v. 14: la Palabra se hizo carne vv. 1.2.18: la Palabra estaba vuelta hacia Dios

v. 2: la Vida (...) estaba vuelta hacia el Padre

Hay que notar, no obstante, una diferencia de acento sustancial entre los dos comienzos: si el prólogo del evangelio insiste en la venida de la Palabra (Logos) al mundo, Palabra hecha carne en Jesucristo, el Hijo, nuestro prólogo examina más bien los efectos de la Encarnación, de la humanización de Dios en Jesús, sinteti­ zándolos en el testimonio y en el anuncio por parte de quienes han sido alcanzados e implicados por el acontecimiento de la llegada de la Palabra al mundo. El centro del prólogo es «la Palabra de la Vida» (ljn 1,1), explicada en un extenso inciso (ljn 1,2) como Vida que, habiendo sido siempre invisible -vida eterna, vida en Dios vuelta desde siempre hacia el Padre-, se ha hecho visible.

«Lo que era desde el principio» La expresión «lo que era desde el principio» (ho ap’archés: ljn 1,1), aun cuando evoca el incipit del cuarto evangelio (en arché: Jn 1,1), es intencionadamente ambigua y polisémica. Ciertamente se puede entender como «lo que era “en principio”», antes de la creación del mundo (cf G én 1,1), en paralelo al primer versículo del prólogo evangélico: «En el principio era la Palabra» (Jn 1,1). Antes de la obra de la Creación, en Dios, el Hijo era Palabra vuelta hacia el Padre y, por tanto, «el que es desde el principio» (ho ap' archés: ljn 2,13a.l4b). Pero precisamente porque «lo que» (ho) es neutro, no masculino como Logos, «Palabra», ni femenino como Zoé, «Vida», se puede entender en ello todo el acontecimiento de la manifestación de la Palabra, de la Encarnación. En cualquier caso, «lo que era desde el principio» se refiere al Hijo de Dios, a Jesucristo, a su persona y a su obra: se afirma que él es «la Palabra de la Vida» y que esta Vida «se ha hecho visible» (ephaneróthe) en la Encarnación, en la humanización de la Palabra. En suma, si el prólogo del evangelio afirma: «La Palabra se hizo carne y puso su tienda entre nosotros» (Jn 1,14), aquí se expresa el mismo acontecimiento con distintas palabras: «La Vida se ha hecho visible» (ljn 1,2). En la historia tuvo lugar, en un momento preciso, el acontecimiento de la Encarnación: aconteció realmente un hecho que puede ser testimoniado, un acontecimiento que fue un encuentro entre la Palabra hecha carne, convertida en hombre, y los varones y las mujeres que la vieron. Lo que nosotros, los cristianos, creemos no es una idea, no es una doctrina, no es una revelación de Dios al corazón y a la mente humana, sino un hecho histórico constatableporque aconteció visiblemente en el mundo. D e inmediato se presenta con claridad ante los ojos de los lectores el alcance escandaloso de la humanización de Dios en Jesús:

«Lo invisible se ha hecho visible, lo eterno se ha hecho temporal, aquel que existía desde el principio se ha hecho hombre, aquel que estaba junto a Dios hecho carne». La vida eterna, vida divina, se ha manifestado como vida de aquel Jesús que pudo ser visto, escuchado, contemplado, tocado. M editando sobre este acontecimiento, Ireneo de Lyon escribirá: «Porque nosotros no habríamos podido aprender de otra manera las cosas divinas si nuestro Maestro, que es la Palabra, no se hubiera hecho hombre; ni algún otro podía narrarnos las cosas del Padre (Jn I,18), sino su propia Palabra. “¿Pues quién” fuera de él “conoce la mente del Señor?”. “¿O quién” fuera de él “es su consejero?” (Rom II,34). Ni nosotros habríamos podido aprender de otro modo, sino viendo a nuestro Maestro y percibiendo su voz con nuestros oídos, como imitadores de sus obras, que se hacen cumplidores de sus pala­ bras, que tienen comunión con él (cf ljn L6)»1. Al acentuar el carácter objetivo y real de la experiencia vivida, Juan no pretende sólo recordar su cualidad de testigo, sino también polemizar con cuantos pretenden llegar hasta Cristo sin pasar a través de su «carácter carnal», su cualidad humana, y se remiten a su mensaje como a una doctrina abstracta. Por eso define a Jesús como «la Palabra de la Vida» (ljn 1,1), personalizando la Palabra contra quien siente la tentación de negar la singularidad de Cristo: no, afirma con fuerza Juan, «la Vida se ha hecho visible» (ljn 1,2), ¡se ha manifestado en carne mortal!

1 Ireneo de L yon,

Contra las herejías V ,l,l.

«Lo que hemos oído, visto, contemplado, tocado...» De «lo que era desde el principio» el autor ha tenido un conoci­ miento concreto, que testimonia y narra con emoción. Los verbos utilizados para describir tal experiencia son los ligados a los senti­ dos humanos: el oído, la vista, el tacto2. «Este empleo del lenguaje sensorial para expresar la experiencia de la comunión con Dios en Cristo es uno de los rasgos peculiares de la espiritualidad joánica. Por otro lado, está dentro de la lógica de la Encarnación. La Pala­ bra se ha hecho visible, audible, próxima, palpable. A través de la vía de los sentidos, la Revelación ha llegado a los seres humanos y se les ha comunicado la vida divina; por este medio, ellos la reciben y la acogen»3. En primer lugar aparece el verbo oír (akoúein) empleado catorce veces a lo largo de la Carta. Dentro del Antiguo y del Nuevo Tes­ tamento, la escucha tiene una primacía absoluta: es la modalidad de relación decisiva y determinante del hombre con respecto a Dios. Baste recordar dos textos escriturísticos emblemáticos: la gran profesión de fe del creyente judío, el Shema Yisra’el -«■Escu­ cha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo» (D t 6,4), retomado también por Jesús (cf M e 12,29 par.)-, y la afirma­ ción del apóstol Pablo en la Carta los romanos: «La fe nace de la escucha» («fides ex auditu»: Rom 10,17). Se trata de una escucha de Dios a través de los signos de su Palabra, que son la predicación y las Escrituras, una escucha que tiene lugar en la historia, en lo cotidiano. En una síntesis extrema se podría decir que si para Dios «en el principio era la Palabra», para el hombre «en el principio es la escucha». Sí, hubo una experiencia de escucha concreta de Jesús, de la Palabra de la Vida: Jesús habló, predicó, enseñó y el autor de nuestro escrito confiesa que fue su oyente... La segunda experiencia mencionada es la de la visión, expresada 2 Para el gusto y para el olfato, véanse respectivamente Jn 2,9-10 y 12,3. 3 D . M o l l a t , Giovanni maestro spirituale, Borla, Roma 1984, 88.

por los verbos ver (horán) y contemplar (theásthai). El Antiguo Testamento está atravesado por una máxima: quien ve a Dios muere (cf Ex 33,20). Es el modo de expresar la santidad de Dios, su alteridad radical y, sobre todo, la verdad del Dios que no puede recibir un rostro dado por el hombre. Pues bien, la humanización de Dios en Jesús hizo posible esta visión de su rostro, de modo que el prólogo del cuarto evangelio puede afirmar: «A Dios nadie lo ha visto jamás, pero el Hijo unigénito nos lo ha contado [exegésato]» (Jn 1,18). Este «ver» indica, por tanto, constatar un acontecimiento en la historia, de modo directo y preciso; al mismo tiempo, la visión se abre a la fe, a un conocimiento íntimo, profundo y penetrante del Señor, bien expresado por el verbo «contemplar». Jesús había dicho a sus discípulos: «¡Dichosos vuestros ojos porque ven, y vuestros oídos porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron» (Me 13,16-17). Al afirmar: «Hemos visto, hemos contemplado», el autor puede colocarse entre estos discípulos dichosos, haciéndose eco de las palabras del autor del cuarto evangelio: «Nosotros hemos contem­ plado su gloria» (Jn 1,14). Se habla, finalmente, de tocar (pselaphán). Es un vocablo que pertenece a la esfera afectiva para indicar un contacto corpóreo (cf Le 24,39), experimentable dentro de una asiduidad particular, de una intensa amistad. Juan recurre a él para expresar su intimidad con Jesús, que implicó también la dimensión táctil: no debemos tener miedo a poner de relieve el extremo realismo implícito en este verbo; si acaso, se trata de una ocasión para remachar la humanidad plena de Jesús y, al mismo tiempo, reconocer el carácter irrepetible de la existencia histórica de nuestro autor. Obviamente, ninguna de las generaciones cristianas posteriores a la de los primeros discípulos pudo ni puede tener tal experiencia

física con respecto a Jesús. Sin embargo, el prólogo de esta Carta nos interroga sobre nuestra capacidad de integrar la dimensión sensorial en la experiencia espiritual. En otras palabras, si bien es verdad que el encuentro con Dios tiene lugar en la fe y no en la visión (cf 2Cor 5,7), hay que precisar también que se trata de una realidad que se impone a todo el hombre, incluidos el cuerpo y los sentidos. Esto se retoma y se desarrolla en la doctrina de los llamados «sentidos espirituales», que tiene su iniciador en Orígenes. Escribe el alejandrino: «Cristo se convierte en objeto de cada uno de los sentidos del alma. Por eso es llamado “Luz verdadera” (Jn 1,9) para iluminar los ojos del alma, “Palabra” (Jn 1,1) para ser oído, “Pan de vida” (Jn 6,35) para ser gustado. Igualmente, es llamado “Perfume” (Cant 1,3) y “Nardo” (Cant 1,12; 4,13-14), para que el alma se deleite con el perfume del Logos; él es “la Palabra hecha carne” (Jn 1,14), palpable y tangible para que la mano del hombre interior pueda tocar algo de la Palabra de vida»4. En el acontecimiento de la humanización de Dios en Jesús, la Revelación entró en el hombre a través de todos los sentidos: los sentidos no son, por tanto, abolidos, sino ordenados a la fe, purificados por la disciplina, introducidos en la vida espiritual, inflamados e iluminados por el Espíritu Santo. De este modo, todo cristiano puede ser una nueva criatura que «ve» realmente al Hijo de Dios al ver al hombre Jesús de Nazaret, que «escucha» la palabra de Dios al oír sus palabras, que «toca» a Jesús y comulga sus energías de vida y de salvación. Se trata de poner en práctica un dinamismo tan delicado como fecundo: a través del ejercicio de los sentidosfísicos, purificados, disciplinados y transfigurados, llegar al 4 O r í g e n e s , Comentario al Cantar de los cantares 11,9,12-13. Para una visión más amplia de esta doctrina, cf K. R a h n e r , I sensi spirituali secondo Origene, en Id, Teología dell’esperienza dello Spirito, Paoline, Roma 1978,133-163.

ejercicio de los sentidos espirituales, con los cuales se tiene experiencia de fe, esperanza y amor.

« ...P ara que también vosotros tengáis comunión con nosotros» Después de haber subrayado la autenticidad de su comunicación, el autor pasa a indicar la finalidad de la Carta: la comunión, en su dimensión -p o r así decir- horizontal, fraterna («con nosotros»), y en la vertical, con Dios («con el Padre y con su Hijo Jesucristo»). La temática de la comunión -expresada con el término koinonía en ljn 1,3.6.7, y más adelante con expresiones como «estar en» (cf ljn 2,9, etc.), «morar en» (cf ljn 2,6, etc.)- atraviesa toda la Carta, que nos proporciona una auténtica espiritualidad de comunión en la Iglesia y en la comunidad. Fruto del testimonio y de la evangelización es, en efecto, la comunión, ante todo en la comunidad y, por tanto, a través de ella, con Cristo y con Dios: así nace la Iglesia, así nacen las comunidades cristianas, y, ¡sin koinonía no hay una Iglesia auténtica! No podemos llegar a Dios si no es a través de Jesucristo (cf Jn 14,6); al mismo tiempo, no podemos llegar a Cristo solos ni directamente: no, la comunión con él sólo es posible a través de una comunión vivida en la comunidad cristiana. En la vida cristiana no hay espacio para la ideología, para una pertenencia al Señor a través de su sola doctrina, sino que es necesaria la fraternidad, la comunidad, estar juntos en el mismo lugar y con una sola finalidad (epi to auto: H e 2,44; lC o r 11,20): la Iglesia no es un movimiento que hace referencia a Jesús, no está constituida por individuos estudiosos de la enseñanza del Evangelio, sino que es una realidad concreta, formada por personas que viven en comunión entre sí y que, todasjuntas, comulgan en el misterio de Cristo. El autor destaca, por consiguiente, que tanto la finalidad como la fuente de la koinonía son ciertamente el Padre y el Hijo, pero

El amor vence a la muerte

que esta pasa a través del testimonio de la predicación apostólica transmitida en los siglos y que vive en la Iglesia. De este modo trata de combatir la patología de quienes piensan que pueden per­ manecer en comunión con el Señor contradiciendo la comunión fraterna o incluso separándose de ella. El criterio de comunión eclesial y comunitaria enunciado en el prólogo de nuestra Carta es extremadamente exigente, pero quita toda excusa a quienes saben invocar a Dios y hablar de Cristo, y pretenden que son verdadera Iglesia sin amar a los hermanos, sin vivir una verdadera koinonía, que exige solidaridad, convergencia, comunicación, compartir: ¡la comunión forma parte del ser de la Iglesia! Pero si el fin, la finalidad de la Carta es la comunión, el autor, casi abriendo su corazón, confiesa que escribe también para que haya una alegría compartida entre él y los destinatarios: «Os escri­ bimos estas cosas para que nuestra alegría sea plena» (ljn 1,4). La alegría es el fruto de la comunión, que es la conditio sine qua non, porque precisamente de la comunicación fraterna, de la comunión de pensamientos, palabras y sentimientos, brota la alegría: es la alegría del encuentro, de la acogida recíproca, del no estar solos, de la concordia, del amar y del ser amados. La alegría es un don de Dios, el cual se alegra de comunicarla a sus hijos amados; es el don mesiánico por excelencia (cf Jn 3,29) y es sobre todo el don concedido por Jesús a sus discípulos, con su venida y su presencia en medio de ellos (cf Jn 16,20-24). Nadie -aseguró Jesús- podrá arrebatar a los discípulos la alegría indecible del encuentro con él; del mismo modo, nadie podrá impedir la alegría suscitada por este escrito en los destinatarios amadísimos del autor.

El «nosotros» del prólogo Antes de dejar el prólogo debemos hacernos una pregunta precisa: ¿quién es aquel que está confesando esta experiencia de la «Palabra

de la Vida» que se ha hecho audible, visible, contemplable, palpable en Jesucristo? O, dicho de otro modo: ¿quién se oculta detrás del «nosotros» del prólogo? ¿Una persona que goza de autoridad o una comunidad? En la continuación de la Carta, el autor recurrirá siempre al singular: «Os escribo» (ljn 2,1.7, etc). Se trata, por tanto, de una personalidad precisa. Sin embargo, aquí usa el plural, asociándose a otras personas, que pueden afirmar que han sido testigos ocula­ res, auriculares, íntimos de Jesús como él. En este «nosotros», ¿se evocan miembros de la comunidad o bien quienes siguieron a Jesús y estuvieron con él en los días de su ministerio, es decir, los Doce, los apóstoles (cf H e 1,21-22)? Es difícil decirlo. Ciertamente, este «nosotros» resuena para los lectores como el del prólogo del cuarto evangelio: «Nosotros vimos su gloria» (Jn 1,14), o bien como las palabras de Pedro: «Esta voz bajada del cielo la oímos nosotros cuando estábamos con él en el monte santo» (2Pe 1,18). Es un «nosotros» con autoridad que puede dirigirse a los destinatarios, pidiéndoles que acojan el testimonio auténtico («damos testimo­ nio de ella»: ljn 1,2) y el anuncio relativo a Jesús (ljn 1,2-3). Por otro lado, no se puede olvidar que nuestro autor llama a los des­ tinatarios de su escrito «hijos míos» (ljn 2,1), «hijitos míos» (ljn 2,1.12.14, etc.), «amadísimos» (ljn 2,7; 3,2, etc.) y, por tanto, tiene la conciencia de ser para ellos como un padre. Precisamente por estas características que designan a un dis­ cípulo que acompañó a Jesús en su misión, un apóstol que posee autoridad de testigo ocular, comprendemos que se haya impuesto tradicionalmente la identificación del autor de la Carta con «el discípulo amado» (cf Jn 13,23; 19,26; 20,2; 21,7.20) y, como conse­ cuencia, con el autor del cuarto evangelio. ¿Acaso no fue él quien escuchó, vio, contempló y tocó a Jesús? ¿Acaso no fue él el admi­ tido en la intimidad de Jesús hasta poder recostar su cabeza sobre el pecho del M aestro (cf Jn 13,23-25)? ¿Qué otra persona puede ser identificada como aquella que palpó, tocó con sus propias

manos a Jesús? ¿Acaso no fue el discípulo amado el testigo por excelencia del Hijo? E n efecto, podríamos decir que, al igual que el Hijo unigénito, «vuelto hacia el seno del Padre» (eis ton kólpon toú Patrós:]n 1,18), explicó y contó al Padre a los hombres, así también el discípulo amado, después de haber recostado su cabeza sobre el pecho de Jesús (en tó kólpo toü lesou: Jn 13,23), nos ha contado al H ijo... En cualquier caso, lo decisivo es que este «nosotros» tiene auto­ ridad para la Iglesia por el hecho de ser testigo concreto del acon­ tecimiento Jesús; contempla el misterio de Jesús y es, por tanto, su intérprete; anuncia a la comunidad cristiana a aquel que es la Vida eterna. Así, en estos breves pero densos versículos del prólogo se enun­ cian tres principios fundamentales de la vida y de la experiencia cristiana: 1) E l principio cristológico: dado que «la Vida se ha hecho visi­ ble», todo conocimiento de Dios y comunión con El pasan a través de Jesucristo. 2) E l principio eclesial: sólo puede haber comunión con Jesu­ cristo a través de los apóstoles, de su anuncio y de su testi­ monio, es decir, a través de la Iglesia. 3) E l principio comunitario: toda relación auténtica con Dios implica la capacidad de vivir la koinonía con los hermanos, en una comunidad concreta.

Primera parte ljn 1,5-2,29

Cam inar en la luz: I Jn 1,5-7

5 Este es el mensaje que le hemos oido a él [al Hijo] y os anunciamos ahora a vosotros: «Dios es luz, y en E l no hay tiniebla». 6 Si decimos: «Tenemos comunión con Él» y caminamos en la tiniebla, mentimos y no hacemos la verdad. 7 Pero si caminamos en la luz, como E l está en la luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado.

«Si decim os...»

Esta perícopa forma parte de una unidad literaria más amplia (ljn 1,5-2,2), dentro de la cual se repite tres veces la misma estructura argumentativa, que se puede esquematizar del modo siguiente:

1A (1,6)

2A (1,8)

3A(1,10)

a) Si decimos:

a) Si decimos:

a) Si decimos:

b) «Tenemos comunión con Dios»

b) «No tenemos pecado»

b) «No hemos pecado»

d) mentimos

d) nos engañamos a nosotros mismos

d) hacemos de Él un mentiroso

e) y no hacemos la verdad

e) y la verdad no está en nosotros

e) y su Palabra no está en nosotros

IB (1,7)

2B (1,9)

3B (2,1-2)

a) Pero si caminamos en la luz

a) Si reconocemos nuestros pecados

a) Si alguno peca

c) y caminamos en la tiniebla

b) tenemos un paráclito junto al Padre c) como Dios está en la luz

c) Dios, fiel y justo

c) Jesucristo, el Justo

e) nos perdona los pecados y nos purifica de toda injusticia

e) él es víctima de expiación por nuestros pecados

d) tenemos comunión unos con otros e) y la sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado

Juan manifiesta aquí por primera vez una preocupación que será constante a lo largo de toda la Carta, a saber, la de esclarecer los crite­ rios queplasman la comunión cristiana y, por tanto, actuar para el res­ tablecimiento de la koinonía dentro de una comunidad desgarrada por tensiones y separaciones. La presencia de una estructura litera­ ria tan precisa sólo se puede explicar como el eco de una peligrosa conducta cuya propagación observa Juan dentro de la comunidad: la hipocresía, que coincide con una escandalosa discordancia entre palabra y praxis, agravada por la arrogante presunción de estar en lo cierto, es decir, de estar en comunión con Dios y sin pecado (con el consiguiente desprecio a los otros; cf Le 18,9).

A quienes se comportan de este modo, el autor les recuerda que sólo caminando en la luz -m ás adelante veremos qué significa esto en concreto- pueden vivir en comunión los unos con los otros y cada uno con Dios. M ientras tanto, con una finura y un realismo que revelan su profundo conocimiento del corazón humano, Juan corta de raíz todo riesgo de confundir esta exhortación con la invi­ tación a una conducta de impecabilidad sobrehumana. En efecto, también para quien trata de caminar en la luz permanece siempre «el pecado que lo asedia» (cf H eb 12,1): al hombre se le pide sencillamente que emprenda cada día este camino, reconociendo sus pecados y estando dispuesto a ponerlos en la misericordiosa fidelidad y justicia de Dios, a través de «Jesucristo, el Justo».

«Dios es luz»

Juan insiste nuevamente en su cualidad de testigo de la vida del mesías Jesús, que le da autoridad para anunciar y revelar -según el doble matiz del verbo anangéllein (cf Jn 4,25; 16,13-15)- lo que ha escuchado al Hijo: «Dios es luz [phós], y en él no hay tiniebla» (ljn 1,5). En verdad, esta afirmación no se encuentra literalmente en las palabras atribuidas a Jesús por los evangelios y, sin embargo, cons­ tituye el significado profundo de la narración de Dios realizada por él. No estamos en presencia de las ipsissima verba Iesu, sino de gestos y palabras de Jesús escuchados, transmitidos, meditados y vividos dentro de la comunidad, hasta llegar a ser sintetizados como palabra del Hijo: «Dios es luz» es el acontecimiento de la Encar­ nación, antes de ser unaformulación doctrinal. Se instaura aquí una contraposición radical y no eliminable entre las tinieblas y la luz: en Dios no hay lugar para la tiniebla, porque El es luz. En el prólogo del cuarto evangelio, Juan había afirmado que la luz misma de Dios, la Palabra hecha carne, vino al mundo como vida para los hombres; sin embargo, el mundo no

la reconoció y las tinieblas intentaron, aunque sin lograrlo, ven­ cerla5 (cf Jn 1,4-5.9-10). Así pues, la luz que iluminó la oscuridad no proviene sólo del Padre, sino también del Hijo, que venció al «mundo» («kósmos»: Jn 16,33)6,es decir, las tinieblas. E n ljn 1,5 se pone de manifiesto de un modo aún más claro que la luz de Dios no deja espacio a las tinieblas: entre estas dos realidades hay una oposición irreducible, porque, donde llega la luz, las tinieblas se disuelven; es más, «tampoco la tiniebla es tiniebla para Dios, sino que resplandece como la luz» (cf Sal 139,12). Es innegable aquí la influencia del lenguaje dualista presente en los textos de la comunidad de Qumrán; sin embargo, el significado de la revelación «Dios es luz» hay que buscarlo en la tradición veterotestamentaria7, sin olvidar su afinidad con la experiencia religiosa de todos los tiempos. Tampoco podemos ignorar el valor universal de la experiencia antropológica y simbólica de la luz: la luz es la posibilidad fundamental de existencia para la vida del hombre y de todo el cosmos. La exégesis moderna, por su parte, distingue esencialmente cuatro interpretaciones posibles de la afirmación «Dios es luz»: 1) Interpretación intelectual: la expresión aludiría a la naturaleza del ser de Dios, a su esencia. Esta explicación, que hunde sus raíces en el judaismo alejandrino y en las especulaciones gnósticas, tiene el grave límite de prescindir del carácter específico de la revelación bíblica. La Escritura, en efecto, no muestra ningún interés por 5 Para este significado de katalambánein, que se ha de preferir a «acoger», cf R. E. Giovanni, Cittadella, Asís 1979,10-11 (trad. esp., E l Evangelio según Juan I-X II, Cristiandad, M adrid 1979,179). En efecto, sostener que las tinieblas no acogieron la luz podría insinuar la idea de que estas dos entidades están en el mismo plano por lo que respecta a su potencia. En realidad, aun cuando se puede hablar del dualismo de la teo­ logía joánica, este no se refiere nunca al orden ontológico, sino al de las operaciones. 6 Para los diversos significados de kósmos, c f pp. 79-82 de este mismo libro. 7 Véanse, a modo de ejemplo: Sal 18,29; 27,1; Is 60,20; M iq 7,8. En el Nuevo Testamento, además de la literatura joánica, cf Sant 1,17, donde D ios es definido como «Padre de las luces, en el cual no hay variación ni sombra de cambio». B row n,

El am or vence a la muerte

una definición abstracta de la naturaleza de Dios; en cambio, se preocupa por reflexionar sobre el hecho con el cual El se revela, es decir, sobre su relación con el hombre. 2) Interpretación moral: la definición indicaría la cualidad lumi­ nosa de Dios como fuente y principio de una conducta inspirada en la pureza, la rectitud, la santidad. Esta exégesis, sostenida por buena parte de la tradición patrística, capta una verdad expresada ya en el Antiguo Testamento (cf Sal 119,105.130), pero en con­ junto parece parcial y demasiado restrictiva del alcance revelador de la expresión joánica. 3) Interpretación sacramental: la expresión recordaría el bautismo y la experiencia del creyente que pasa de las tinieblas del pecado a la luz de Cristo. Esta metáfora tendría un equivalente real en la experiencia concreta del bautizado, el cual, después de encontrarse en la oscuridad de la inmersión en el agua, vuelve a la luz al salir del agua y abrir de nuevo los ojos. Si bien es verdad que en el Nuevo Testamento está atestiguada la descripción del aconteci­ miento bautismal como «iluminación» proveniente de Dios (cf E f 5,8-14; Heb 6,4; 10,32), no es menos cierto que esta interpretación se adapta difícilmente a los escritos de la tradición joánica. 4) Interpretación teológica: Dios se revela al hombre en Jesucristo, que es él mismo «la luz del mundo» (Jn 8,12). D e un modo más preciso, Dios revela en el Hijo su ser amor: «Dios es amor» (ljn 4,8.16) - a esto equivale su ser «luz»- e invita al hombre a respon­ der a su don caminando en la luz, es decir, en el amor (cf E f 5,2.8). M e parece que esta última interpretación es la más coherente con el contexto joánico. Se trata ahora de profundizar toda su riqueza de sentido para la vida de los cristianos. En su meditación teológica, Juan no concibe la luz como un mero atributo de Dios. La luz es mucho más, es una energía cuya sede está en Dios y que desde Dios, como desde la fuente, rea­

liza un movimiento descendente para llegar hasta el hombre. A l revelar que «Dios es luz», el autor quiere, por tanto, hacer un anuncio de carácter operativo, dinámico: Dios da la luz, engendra la luz, se manifiesta como luz al entrar en relación con el hombre. Dios se alegra al comunicar su propia luz a quien acepta escucharlo y confiar en El, transforma a los creyentes en «hijos de la luz» (cf Jn 12,36; E f 5,8; lTes 5,5), en varones y mujeres capaces de caminar en la luz. E n el ámbito cristiano, todo esto encuentra una concreción precisa en la vida del Hijo, que afirmó: «Yo soy la luz del mundo; quien me sigue no caminará en la tiniebla, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). A lo largo de toda su existencia, Jesús comu­ nicó la luz del Padre a todas las personas con quienes se encon­ traba y, precisamente en virtud de esta experiencia, pudo dirigir a sus discípulos estas palabras: «Vosotros sois la luz del mundo» (M t 5,14). Para permanecer en una atmósfera más propiamente joánica, se puede citar una sugerente palabra de Jesús que no entró a formar parte de las Escrituras canónicas: «Natanael confesó y dijo: “¡Rabí, Señor, tú eres el Hijo de Dios!” (cf Jn 1,49). El rabí le respondió y dijo: “¡Natanael, camina en el sol!”»8. Todo ser humano necesita la luz, necesita la claridad que le permite comprenderse a sí mismo y comprender a los otros, dar un sentido a todo lo que vive. Pues bien, Juan anuncia que sólo Dios puede ser esta luz; por consiguiente, la vocación última del hombre es la de poner toda su existencia en Dios. Todo esto, como hemos visto, con una particular especificación: la revelación de quién es el hombre conoce una mediación decisiva en Jesús -«Ecce homo!» (Jn 19,5)-, que es quien ha realizado definitivamente, no 8 C f M . P e s c e (ed.), Le parole dimenticate di Gesú, Fondazione Lorenzo VallaMondadori, Milán 2005,145.

El am or vence a la muerte

el intento del hombre de ir hacia Dios con sus propias fuerzas, sino el acontecimiento del descenso de Dios hacia la humanidad. Sí, en el Hijo, Dios eligió entrar en comunión con todo hombre, y es en Dios, en el Dios que nos narró Jesús, donde el hombre puede conocerse a sí mismo y a los otros. Escribe Orígenes con razón: «“Dios es luz, y en Él no hay tiniebla” (ljn 1,5). Esta es ciertamente la luz que ilumina la inteligencia de quienes pueden comprender la verdad. Como está escrito en el salmo: “En tu luz veremos la luz” (Sal 35 [36],10)... es decir, en el Hijo, tu Palabra y tu Sabiduría, te veremos a ti, Padre»9.

El cristiano es llamado a caminar en la luz

El autor no se limita a proclamar que «Dios es luz», sino que añade: «En El no hay tiniebla (alguna) [skotía oudemía]» (ljn 1,5). Juan se preocupa por subrayar la absoluta unidad de Dios, en el cual no pueden coexistir luz y tinieblas, sino que hay una sola realidad: la vida, la luz, el amor. Desde el punto de vista del hombre, esto tiene una conse­ cuencia bien precisa: la comunión con Dios puede acontecer únicamente en la luz, no en la tiniebla del pecado. Luz y tiniebla indican dos modos de existencia diametralmente opuestos: ser auténticos cristianos o bien ser falsos cristianos. El discípulo de Jesús no puede tener un conocimiento de la luz y vivir en la tiniebla, porque si vive una escisión entre conocimiento y com­ portamiento, no hace la verdad sino que vive la mentira. Juan presenta un discernimiento radical al cristiano, invitándolo a elegir, y a hacerlo de un modo operativo, entre la luz y las tinieblas, la verdad y la mentira, el bien y el mal, la bendición y la maldición, la vida y la muerte, Dios y los ídolos. Es la elección capital que pone 9 O r íg e n e s ,

Los principios 1 ,1,1.

Moisés, ya en el Deuteronomio, ante todos los hijos de Israel, y no es casual que constituya la conclusión de la exposición de la Ley: «Mira, yo pongo hoy delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desgracia. Si obedeces los mandamientos del Señor, tu Dios, que yo te prescribo hoy; si lo amas, si sigues sus caminos, si guardas sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, vivirás y te multiplicarás y El te bendecirá... Yo pongo hoy por testigos al cielo y la tierra; pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, para que vivas tú y tu descendencia, amando al Señor, tu Dios, obedeciéndole y estando unido a Él. Ahí está tu vida y tu supervivencia» (Dt 30,15-16.19-20)10. En otras palabras, el conocimiento que abre a la comunión con Dios no es para Juan una operación intelectual, sino que coincide con la capacidad del hombre de comprenderse en El caminando en la luz y practicando la verdad, es decir, manifes­ tando su fidelidad al Dios que es fiel: «Quien practica la verdad va hacia la luz, para que se vea claramente que sus obras están hechas como Dios quiere» (Jn 3,21). Caminar en la luz requiere una total implicación del corazón y del cuerpo en la búsqueda de Dios, siguiendo las huellas de Jesús; exige una gran tensión hacia la unión con Dios en la vida y en las obras. En definitiva, corres­ ponde a la experiencia de ser conocidos (o re-conocidos) por Dios justamente mientras se vive en su verdad, en su luz, en su amor. En efecto, no es suficiente realizar una confesión de fe de palabra, 10 E s el mismo dualismo entre el camino del justo y el del impío con que se abre el Salterio (cf Sal 1,1.6); cf también M t 7,13-14. Se ha aludido ya al particular desarrollo de este tema por parte de la comunidad de Qumrán. D e un modo más general, se trata de un tema abundantemente retomado por la posterior literatura judía y cristiana; cf Tes­ tamento de L e v í 19,1: «Y ahora, hijitos míos, habéis escuchado todo. Elegid para vosotros la luz o la tiniebla, la ley del Señor o las obras de Belial»; Didajé 1,1: «H ay dos caminos: uno de la vida y otro de la muerte; pero grande es la diferencia entre ellos».

sino que es necesario hacer una elección, tomar con todo el ser la decisión de caminar en la luz de Dios: «No todo el que me dice: “¡Señor, Señor!”, entrará en el reino de Dios, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial» (M t 7,21). Una ilustración magistral del discernimiento exigido al cris­ tiano la proporciona Jesús en el cuarto evangelio, en el contexto de la gran parénesis que dirige a los discípulos antes de concluir su vida terrena: «Por poco tiempo está aún la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinieblas; que quien ca­ mina en tinieblas no sabe adonde va. Mientras tenéis luz, creed en la luz, para ser hijos de la luz... Yo he venido como luz al mundo, para que todo el que crea en mí no quede en tinieblas. Yo no condeno al que oye mis palabras y no las guarda, pues no he venido a condenar al mundo, sino a salvarlo. Quien me rechaza y no acoge mis palabras ya tiene quien lo juzgue; la Palabra que he anunciado lo condenará en el último día» (Jn 12,35-36.46-48). La purificación del pecado

Juan prosigue: «Si caminamos en la luz, como Él está en la luz, tenemos comunión unos con otros11» (ljn 1,7a). El lugar de la koinonía entre los hombres es Dios, la luz, y la Iglesia es la comu­ nidad de los hijos de la luz, es decir, de quienes muestran con su vida que han encontrado en Jesucristo, luz del mundo, su fuente de unidad y de comunión. Juan afirma decididam ente que el fundamento de la comunión no está en el hombre, sino en Dios12. Y la 11 Tanto el Códice alejandrino como Clemente de Alejandría, Tertuliano y Jerónimo atestiguan la lección «tenemos comunión con E l [Dios]», que se insertaría sin dificul­ tad en el contexto del versículo 7. En cualquier caso, es preferible la lección «tenemos comunión unos con otros», transmitida por la mayor parte de los testigos y plenamente conforme a la concepción de la koinonía vista en el prólogo. 12 C f D o r o t e o d e G a z a , Enseñanzas 78: «Imaginaos un círculo dibujado en la

continuación de su razonamiento no hace otra cosa que esclarecer esta verdad: «... Y la sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado» (ljn 1,7b). La conexión entre las dos afirmaciones del versículo 7 se expresa con una inmediatez que puede sorprender. Incluso hay quienes sostienen, como Rudolf Bultmann, que la segunda afir­ mación es fruto de una modificación realizada por la tradición más tardía: «Esta frase no sólo contrasta, por su forma prosística, con el estilo poético del contexto, sino que también dificulta el desarrollo del pensamiento»13. E n realidad, nos encontramos ante un modo de proceder típicamente joánico. En el caso presente, en particular, este salto lógico tan brusco sirve al autor para refutar la opinión de quienes, dentro de la comunidad cristiana, de hecho caminan en las tinieblas precisamente porque consideran que son inmunes al pecado (cf ljn 1,8.10) o que están ya purificados gracias a su presunta comunión espiritual con Dios. Actuando de este modo, en verdad «disuelven a Jesús» (cf ljn 4,3) y alejan el «escándalo de la cruz» (IC o r 1,23)14, para terminar negando el hecho de que Jesús murió por el perdón de los pecados de todos los hombres y, por consiguiente, también de los pecados de ellos. Con extrema nitidez, el autor opone a la pretendida justicia de estos el único antídoto posible: la teología de la remisión de los tierra, una línea circular trazada con un compás desde el punto central. Se llama centro al punto que está exactamente en medio del círculo. Imaginaos que este círculo es el mundo, que el punto central del círculo es D ios y que los rayos que van de la circun­ ferencia al centro son los modos de vivir de los hombres. A sí pues, como los santos, impulsados por el deseo de acercarse a Dios, avanzan hacia dentro, cuanto más avanzan, tanto más se aproximan a D ios y se acercan unos a otros». 13 R. B u l t m a n n , Le lettere di Giovanni, Paideia, Brescia 1977,44. 14 Emblemática de esta tendencia docética es la afirmación que Justino pone en boca del judío Trifón a principios del siglo II d.C .: «Sobre la cuestión acerca de si el M esías deba ser deshonrado hasta morir en la cruz, nosotros dudam os... En efecto, sabemos que el M esías debe sufrir y ser conducido como oveja (cf Is 53,7); pero que deba ser crucificado y morir de un modo tan vergonzoso e ignominioso, a través de la muerte maldita por la Ley, no podemos ni siquiera llegar a concebirlo» ( J u s t i n o , Diálogo con Trifón 89,2; 90,1).

pecados acontecida a través de «la sangre», es decir, la pasión, del Hijo. Aparece, por tanto, con claridad el significado global de las palabras de Juan: para acceder a la comunión con los hermanos es preciso que el cristiano participe de la santidad de Dios, que se encuentre en una condición opuesta a la del pecado. Pero no bastan una decisión o un empeño voluntarista de caminar en la luz, porque toda persona recae constantemente en el pecado; para participar en la vida divina, fuente de toda comunión, el hombre necesita siempre y nuevamente ser purificado del pecado a través de la sangre del Hijo. Com enta Agustín: «¿A quién no avergüenza la luz? A quien ella ilumina. ¿En qué con­ siste ser iluminado por ella? Quien ve ya que los pecados le envuel­ ven en tinieblas y desea ser iluminado por ella, se acerca a ella. Por eso dice el Salmo: “Acercaos a Él [al Señor] y quedaréis iluminados y vuestros rostros no se cubrirán de vergüenza” (Sal 33 [34],6). Pero ella no te cubrirá de vergüenza si, cuando te descubra tu fealdad, esa misma fealdad te desagrada para percibir su belleza. Esto es lo que nos quiere enseñar»15. Así, pues, los cristianos son llam ados a perseverar en la com unión de los unos con los otros, conscientes de que, si bien es verdad que queda en ellos la posibilidad de pecar, no es menos cierto que siempre se benefician de la purificación en la sangre de Cristo. Juan confiere a todo esto su acento particular, exhortando a los creyentes a no buscar una comunión inm e­ diata, mística, con Dios, que evite pasar a través de la comunión con los hermanos: esto equivaldría a disolver el sentido de la humanización de Dios en Jesús. Por el contrario, la lucha con el 15 A g u s t í n , Comentario a la primera Carta de Juan 1,4 (tanto en este caso como en los siguientes, la versión española del comentario de Agustín se toma de la traducción publicada en: Homilías sobre la primera Carta de san Juan a los partos, en A A .W ., Obras completas de san Agustín X V III. Escritos bíblicos 2, B A C, Madrid 2003,491-713).

pecado sólo puede librarse dentro de una real comunidad de herma­ nos y hermanas: en ella los creyentes se descubren solidarios en el pecado, y aquello que los une es la certeza de la remisión de los pecados a través de la sangre del Hijo, derramada por todos «para destruir nuestra muerte y aniquilar nuestras tinieblas»16.

Romper con el pecado: I Jn 1,8-2,2

8 Si decimos: «No tenemos pecado», nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. 9 Si reconocemos nuestros pecados, E l [Dios], fie l y justo, nos perdona los pecados y nos purifica de toda injusticia. 10 Si decimos: «No hemos pecado», hacemos de E l un mentiroso, y su Palabra no está en nosotros.

1 Hijitos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Y si alguno peca, tenemos un paráclito junto al Padre: Jesucristo, elJusto. 2 E l es víctima de expiación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo. 16 O r í g e n e s ,

Comentario al evangelio según Juan II, 1 6 6 .

El reconocimiento de nuestros pecados

Después de haber introducido la cuestión del pecado en relación con la exhortación a caminar en la luz, Juan pasa ahora a desarro­ llarla autónomamente: el segundo criterio para una vida de koino­ nía consiste en romper con el pecado. Pero hay que comprender bien el significado de esta ruptura: es el encuentro con Dios lo que desvela al hombre su pecado, y sólo a partir de esta toma de con­ ciencia se abre para él la posibilidad de un camino de conversión. Esta es la experiencia de Isaías, que, frente a la santidad de Dios, no puede por menos de exclamar: «¡Ay de mí, hombre impuro que ha visto al Señor» (cf Is 6,5); es la experiencia de Pedro, que, frente a la santidad de Jesucristo, se arroja a sus pies diciendo: «¡Señor, aléjate de mí que soy un pecador!» (Le 5,8). E n la vida cristiana el verdadero problema consiste en reconocer nuestra condición de pecadores y, por tanto, en aceptar que necesitamos la purificación de los pecados11. Jesús afirmó con claridad: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Me 2,17 par.); «el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Le 19,10). U n mensaje análogo se expresa también en el cuarto evangelio, cuando Jesús se dirige a sus adversarios con estas palabras: «Si fueseis ciegos, no tendríais culpa; pero como decís que veis, seguís en pecado» (Jn 9,41). Pues bien, en la comunidad a la que Juan se dirige hay algunos que presumen de no tener pecado, que declaran a los demás peca­ dores sin acusarse en primer lugar a sí mismos. Entiéndase bien: estos cristianos no están desprevenidos ni son orgullosos, sino que 17 Aquí se plantearía también la cuestión de los pecados de la Iglesia como cuerpo colectivo, pero el discurso es tan vasto y complejo que no puede ser tratado sumaria­ mente. A este respecto, cf G. A l b e r i g o , Chiesa santa e peccatrice, Qiqajon, Bose 1997; para una amplia reseña de pasajes patrísticos, cf H . U. v o n B a l t h a s a r , Casta meretrix, en Id, Sponsa Verbi. Saggi teología II, Morcelliana, Brescia 1969, 189-283 (trad. esp., Sponsa Verbi, Encuentro, M adrid 2001).

conciben -y este discurso es muy actual en la vida eclesial- la expe­ riencia cristiana como un encuentro real con Jesús: un encuentro que los ha transformado radicalmente y de una vez para siempre. Lo que cuenta para ellos es el encuentro iluminante vivido con un Jesús que no es la Palabra, el Evangelio, sino una persona sobre la cual pueden proyectar sus sentimientos y perspectivas personales. Tal encuentro libera a estos cristianos del esfuerzo del seguimiento, del com portam iento moral exigente... No se trata, por tanto, simplemente de pedirles humildad; en realidad, está en juego la interpretación misma del cristianismo. Q uien razona de este modo contradice toda la revelación bíblica, la cual en varias ocasiones presenta el pecado como con­ dición que une a todos los seres humanos: «Ningún viviente es justo ante ti, oh Señor» (Sal 143,2); «¿Quién puede decir: “Tengo el corazón puro, estoy limpio de pecado”?» (Prov 20,9). Jesús com­ pendia esta tradición afirmando que «el único bueno es Dios» (Me 10,18 par.) y Pablo escribe que «todos están bajo el dominio del pecado» (Rom 3,9). Juan, por su parte, se detiene en los riesgos ligados a la falta de reconocimiento de esta fragilidad estructural: negar que somos pecadores significa engañarnos a nosotros mismos (ljn 1,8) y hacer de Dios un mentiroso (ljn 1,10). Quien sostiene que no tiene pecado no sólo realiza un acto de orgullo insensato, sino que se engaña a sí mismo, muestra que no se conoce verdaderamente y termina teniendo una imagen falsa de sí mismo; en sustancia, su vida se reduce a mera apariencia, ¡él no es! Contemplando las cosas desde el punto de vista de Dios, el autor revela después que esta actitud del hombre hace de Dios un embustero -esto corresponde a la blasfemia contra el Espíritu Santo de la que se habla en los evangelios sinópticos (cf M e 3,28-29 par.)-, porque declararse inmune al pecado significa negar ipso fado todo el designio de salvación de Dios, sintetizado en el envío del Hijo como «víctima de expiación por nuestros pecados» (ljn 2,2; 4,10); esta es la razón

por la que la Palabra no puede morar en quien no se reconoce pecador. Pero Juan no se limita a exponer el lado negativo de la cuestión, sino que al mismo tiempo declara la única vía de salida posible a este círculo vicioso: reconocer nuestra condición de pecadores es elpre­ supuesto necesario para acceder a la relación con el Señor (ljn 1,9). De este modo, aclara a los presuntos «puros» de la comunidad que la confesión de los pecados es la condición imprescindible para llegar a la confessio fideiw. Confesar que somos pecadores, invocando la misericordia de Dios, es el único modo eficaz de sustraerse al pecado, de vivir sin pecado y de proclamar nuestra adhesión al Señor. Es indudable que esto es cierto a propósito de la relación del individuo con Dios, como veremos en breve; pero no se excluye que la exhortación joánica aluda también a una praxis de confesión pública y colectiva de los pecados, tal vez en un contexto litúrgico19. Es significativo, a este respecto, que muy pronto la confesión de los pecados se convirtiera en el acto de apertura de toda celebración eucarística, en la cual los cristianos entran en estrecha comunión con la vida misma del Hijo, hasta llegar a convertirse en su cuerpo. De hecho, ya la Didajé, contemporánea de nuestro texto, precisa: «Reunidos cada día del Señor, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro»20. No hay duda de que el contexto comunitario es el lugar privilegiado de mediación de la comunión con Dios. 18 E l verbo homologhein, «confesar, reconocer», aparece cinco veces en el epistolario joánico. Este es el único caso en que se refiere a la confesión de los pecados; en cambio, en todos los demás pasajes (ljn 2,23; 4,2.15; 2Jn 7) se refiere a la confesión de fe en Jesús, el Hijo de D ios venido en la carne. 19 C f R. E. B r o w n , Le lettere di Giovanni, Cittadella, Asís 1986,297-298. E s posi­ ble que se haya de entender en este sentido también Sant 5,16: («Confesaos vuestros pecados unos a otros»). Nótese, a este respecto, que el ritual de admisión de nuevos miembros dentro de la comunidad de Qumrán preveía como primer acto una confesión pública de los pecados (cf 1Q S 1,24-2,1). Tal confesión constituye también el núcleo de la fiesta judía del Yom Kippur. 20 D idajé 14,1.

La justicia misericordiosa de Dios

Juan profundiza ulteriormente su meditación: «Si reconocemos nuestros pecados, Dios, fiel y justo, nos perdona los pecados y nos purifica de toda injusticia» (ljn 1,9). Dios manifiesta su jus­ ticia para con la humanidad pecadora a través del perdón, su fiel misericordia. Comenta Agustín, con gran inteligencia espiritual: «La caridad cubre la muchedumbre de los pecados (IPe 4,8)... La caridad extingue los pecados»21. Es, ante todo, la caridad de Dios, su amor fiel y misericordioso, lo que «cubre», lo que perdona nues­ tros pecados. En otras palabras, la distancia que separa el abismo de la injusticia del hombre del abismo de lajusticia de Dios es colmada por la medida desbordante de la misericordia de Dios, como nos recuerda una sugerente reflexión de Bernardo de Claraval: «“El abismo llama al abismo” (Sal 41 [42],8): un abismo de luz lla­ ma a un abismo de tinieblas; un abismo de misericordia llama a un abismo de miseria. El corazón del hombre es un abismo profundo e inescrutable, pero si mi pecado es grande, oh Señor, mucho mayor es tu perdón. Por eso, cuando mi alma, turbada, se encierra en sí misma, recuerdo tu misericordia y respiro en ella»22. Sí, Dios se muestra justo precisamente cuando hace que sobrea­ bunde su misericordia sobre el hombre, cuando cubre la injusticia con un juicio de misericordia, de modo que «donde abunda el pecado, sobreabunde la gracia» (cf Rom 5,20). Todo esto está contenido ya en el nombre de Dios revelado a Moisés en el monte Sinaí: «El Señor, el Señor, Dios misericordioso y compasivo, tardo para la ira, grande en el amor y en la fidelidad...» (Ex 34,6), exégesis auténtica del que se le reveló junto a la zarza ardiente: «Yo soy el que soy» («Ehyeh asher ehyeh»: Ex 3,14). No es casual que Moisés 21 A g u s t í n , o. c.,

1,6.

22 B e r n a r d o d e C l a r a v a l , Sermones sobre la Cuaresma IV,3.

E l amor vence a la muerte

reaccione frente a esta revelación reconociendo inmediatamente el pecado del pueblo -dentro del cual se sitúa en plena solidaridad- e implorando el perdón del Señor: «Es un pueblo de cabeza dura, pero tú perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado» (Éx 34,9). Aun cuando el Hijo ha narrado a Dios (cf Jn 1,18), es deber de los cristianos descubrir en Jesús las huellas de la realización plena y definitiva de la misericordia de Dios. Hacia el final de la Carta, Juan escribirá: «En esto consiste el amor: no somos nosotros quienes hemos amado a Dios sino que es El quien nos ha amado y ha enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados» ( ljn 4,10). Es la misma verdad expresada por Pablo con otras palabras: «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras» (lC o r 15,3). Pero es preciso ir más allá. La muerte de Jesús «por nuestros pecados» no es otra cosa que el acto extremo de toda una existencia en la que ha contado la misericordia del Padre. En Jesús, Dios se reveló como el dueño de la casa que pre­ para un banquete para los pobres, los lisiados, los ciegos, los cojos (cf Le 14,13.21), como pastor que va en busca de la oveja perdida (cf Le 15,4-7). La actividad de Jesús a lo largo de toda su vida ha mostrado claramente que Dios ama a los pecadores, y sobre todo a los pecadores manifiestos, los publícanos y las prostitutas (cf M e 2,16 par.; M t 21,31-32; Le 15,1-2), quienes ejemplifican y compendian la identidad del pecador reconocible y reconocido como tal por los hombres. En consecuencia -parece decir Juan a todo cristiano-, la mise­ ricordia de Dios pasa por el reconocimiento de nuestra condición de debilidad y fragilidad, de nuestra naturaleza de pecadores, siempre pecadores y siempre perdonados en la sangre del Hijo. Sólo así su Palabra está en nosotros, es decir, permanecemos en su Palabra (cf Jn 8,31), que demuestra que somos culpables de pecado y hace que estemos en disposición de acoger el perdón de Dios. Todo esto está bien expresado por un dicho paradójico de Isaac de Nínive:

«Quien conoce su pecado es más grande que quien resucita a los muertos con su oración»23. Y Bernardo llegará a escribir: «“Con mucho gusto”, dice el Apóstol, “presumiré de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo” (2Cor 2,19). Elijamos la debilidad que se compensa con la fuerza de Cristo. ¡Quién me con­ cediera no sólo ser débil, sino caer en el abandono y desaparecer para mí mismo, con tal de consolidarme en la fuerza del Señor poderoso! “La fuerza se realiza en la debilidad” (2Cor 2,19). Y concluye dicien­ do: “Cuando soy débil entonces soy fuerte” (2Cor 12,10)»24. Es trabajo inútil el que realizamos para negar nuestro pecado... Bastaría reconocerlo conscientemente para descubrir que Dios nos pide sólo que aceptemos que El lo cubra con su inagotable misericordia; de hecho, «su cólera dura un instante; su amor dura toda la vida» (Sal 30,6).

«Tenemos un paráclito junto al Padre: Jesucristo, el Justo»

En este momento introduce Juan una parénesis animada por un fuerte afecto a los destinatarios, como muestra el apelativo con que se dirige a ellos: «Hijitos míos [teknía mou], os escribo estas cosas para que no pequéis» (ljn 2,1). De esta apasionada invitación dirigida a los teknía y de cuanto se acaba de decir en los versículos anteriores, podemos deducir cuál es su doble preocupación: por un lado, da a entender claramente que el pecado es una cosa seria y, por tanto, hay que combatirlo con decisión («os escribo estas cosas para que no pequéis»), porque, aun cuando Dios es misericordioso, 23 I s a a c d e N í n i v e ,

Primera colección ( te x to g r ie g o ) . Sermones sobre el Cantar de los cantares XXV,7.

24 B e r n a r d o d e C l a r a v a l ,

El amor vence a la muerte

esto no implica que se pueda pecar con ligereza y después acceder automáticamente a su perdón; por otro lado, exhorta a los cristianos a no tenerse por justos, a no considerarse purificados de una vez para siempre, terminando así por hacerse impermeables a la misericordia de Dios. En suma, Juan pone en guardia frente a dos posibles desvia­ ciones: el riesgo de banalizar elpecado y, por tanto, de vaciar también el perdón; el riesgo de sentirse «puros» («no tenemos pecado») y, por tanto, no necesitados de la misericordia del Dios «fiel y justo». Entonces, ¿cuál debe ser la actitud del cristiano? La de quien lucha para no pecar, pero después se reconoce una y otra vez peca­ dor, necesitado de ser «purificado de toda injusticia». Sí, el cristiano auténtico es consciente de que la vida cristiana no es una imparable ascensión, un camino de perfección después de una victoria defini­ tiva sobre el pecado, sino un incesante retorno a Dios. Él sabe que pecado y conversión no están en su pasado, como si en el presente reinara en él solo la gracia: todos los días debe tratar de volver al Señor, del cual se aleja continuamente a causa de su debilidad. Para todo cristiano vale, por tanto, cuanto se lee en un extraordinario apotegma de los padres del desierto: «A un anciano monje le preguntaron: “Abad, ¿qué hacéis aquí en el desierto?”. El respondió: “Caemos y nos levantamos, caemos y nos levantamos, caemos y volvemos a levantarnos”»25. Juan prosigue: «Si alguno peca, tenemos un paráclito junto al Padre: Jesucristo, el Justo26» (ljn 2,1). En caso de pecado, el cris­ tiano sabe que tiene en Jesús un parákletos (lit.: «aquel que es 11a­ 25 Apotegma anónimo citado por T. C o l l i a n d e r , II cammino dell’asceta, Queriniana, Brescia 1987,55. 26 No hay que olvidar que el apelativo «Justo», que tiene intensas resonancias judías, constituye uno de los más antiguos títulos cristológicos aplicados a Jesús después de su resurrección. Baste recordar el discurso de Pedro al pueblo en el comienzo de los Hechos de los apóstoles (He 3,14: «¡Habéis matado al Justo!»). O bien la exclamación del centurión cuando muere Jesús, según la versión de Lucas: «Verdaderamente este hombre era justo» (Le 23,47).

mado al lado»), es decir, un intercesor, un abogado junto al Padre. El autor recurre a una imagen tomada del patrimonio religioso judío: en el contexto de un tribunal de justicia, Dios es presentado como juez que se sienta en el trono y junto a Él hay un ángel ves­ tido de «acusador» -este es el significado originario del término «satanás» (cf Job 1,6-12; 2,1-7; Zac 3,1)-, cuya misión consiste en darle a conocer los pecados de los hombres, mientras que, por otro lado, hay un ángel que intercede en favor de los hombres e invoca el perdón de Dios (cf Job 5,1; 33,23-24)27. El autor se sirve de esta imagen para tranquilizar a los «hijitos» a quienes está escribiendo: cuando el hombre cae en el pecado y, debido a ello, es acusado por Satanás ante Dios (cf Ap 12,10), pre­ cisamente entonces Cristo, que «padeció una vez por los pecados, el justo por los injustos» (IPe 3,18) y «venció la muerte» (2Tim 1,10), se alza como su defensor e intercede en su favor (cf Rom 8,31-34). E n el cuarto evangelio, dentro del proceso promovido contra los cristianos por el «mundo», el papel del parákletos corres­ ponde al Espíritu Santo (cf Jn 14,15-17.26; 15,26-27; 16,7-14). No obstante, en Jn 14,16, al anunciar a los suyos el don del Espí­ ritu, Jesús lo define como «el otro paráclito», lo cual presupone que él es el primer paráclito. Y aquí me parece oportuno poner de manifiesto el alcance inau­ dito de este papel de «abogado» asumido por Jesús: él sepuso departe del hombre frente a Dios -podríamos incluso decir «sin Dios»28- para ser 27 C f Testamento de D an 6,1-2: «Temed al Señor, hijos míos, y guardaos del acusador y de sus espíritus. Acercaos a Dios y al ángel que intercede por vosotros, porque él es mediador entre Dios y los hombres, y por la paz de Israel se alzará frente al reino del enemigo». 28 Este es también el sentido de una particular lección atestiguada por algunos padres de la Iglesia (Orígenes, Ambrosio, Jerónimo, etc.) a propósito de H e 2,9: «A este Jesús lo vemos coronado de gloria y de honor a causa de la muerte que ha sufrido choris theoü [sin Dios]». Más tarde se impuso la lección «cháriti theoú», «por la gracia de Dios, por el amor de Dios», pero la primera versión es extremadamente sugerente y densa de significado: Jesús murió sin Dios, asumiendo así la máxima condición de pecado, reasumible en la condición del infierno, el lugar de la ausencia de Dios, para com-padecer en todo con la humanidad pecadora.

El amor vence a la muerte

solidario en todo con la humanidad. Jesús manifestó claramente esta elección suya el día en que, bajo los ojos de todos, se puso en la fila de los pecadores que se acercaban a Juan el Bautista para recibir un «bautismo de conversión para el perdón de los pecados» (Me 1,4; Le 3,3). De este modo, el Hijo de Dios, que no tenía pecado (cf 2Cor 5,21), reveló de una vez para siempre la escandalosa gracia de su mediación en favor de los hombres, arrojando al mismo tiempo una luz definitiva sobre el misterio intratrinitario de la misericor­ dia de Dios, atestiguado por la respuesta del Padre a este gesto suyo: «Tú eres mi Hijo amado, en ti he puesto toda mi alegría» (Me 1,11 par). En el contexto actual, Juan contempla a Jesús resucitado, el cual, elevado al cielo después de haber sido «en todo semejante a los hermanos, para ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel» (Heb 2,17), realiza junto al Padre una obra de intercesión en favor de los hombres, mucho más eficaz que la de Abrahán (cf G én 18,22­ 33), Moisés (cf Éx 32,11-14), Aarón (cfN úm 17,12-15), Samuel (cf lSam 7,9), Noé, Daniel y Job (cf Ez 14,14.20). La intercesión de estos podía ser acogida también por Dios, pero sus efectos eran siempre parciales y provisionales. Por el contrario, Jesús resucitado «puede salvar perfectamente a aquellos que por él se acercan a Dios, estando siempre vivo para interceder en su favor» (Heb 7,25) y con su sangre «purifica nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo» (Heb 9,14).

Jesucristo «es víctima de expiación por nuestros pecados»

A l comienzo del cuarto evangelio, Juan el Bautista presenta a Jesús de este modo: «Este es el cordero de Dios que carga con el pecado del mundo y lo quita» (Jn 1,29). En ljn 2,2 resuena el eco de estas palabras, ya que se afirma que Jesús «es víctima de expiación [hilasmós] por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino

también por los de todo el mundo [kósmos]», es decir, los de toda la humanidad. Más adelante, análogamente, escribirá que «Dios ha enviado a su Hijo como víctima de expiación [hilasmós] por nues­ tros pecados» (ljn 4,10). Unicamente en estos dos textos aparece en el Nuevo Testamento el término hilasmós, que traduce la pala­ bra hebrea kippurim, con la cual se designa la expiación obtenida a través del sacrificio (cf Ex 29,36); más particularmente, hilasmós indica la víctima sacrificial, el chivo expiatorio en la fiesta del Yom Kippur, que carga con todos los pecados del pueblo y se los lleva (cf Lev 23,27; 25,9). Una afirmación de Pablo puede ilustrar bien el significado de estos textos joánicos: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien Dios estableció como instrumento de expiación [hilastérion], gracias a la fidelidad expresada en su sangre, para manifestar su justicia mediante el perdón de los pecados» (Rom 3,23-25). Por otro lado, hay que admitir que la reflexión sobre Jesús como víctima de expiación es un discurso bastante delicado, que en la his­ toria del cristianismo se ha prestado y se presta a peligrosos mal­ entendidos. H ay que decirlo claramente: la muerte de Jesús en la cruz no fue un acontecimiento querido por el Padre en nombre de una sádica «satisfacción» respecto al pecado de los hombres. Por el contrario, la verdad es que Dios envió a su Hijo para que el mundo se convirtiese y acogiese su amor; pero como en un mundo injusto, el justo sólo puede ser víctima de los impíos (cf Sab 1-2), Jesús tuvo este final. Mas Dios mismo, sufriendo con él, cargó con el pecado de los hombres y lo perdonó. Orígenes tiene al respecto expresiones audaces, conmovedoras: «Si el Salvador bajó a la tierra, fue para compadecerse de la humani­ dad. Sí, sufrió pacientemente nuestros sufrimientos antes de sufrir la cruz, antes de asumir nuestra carne. En efecto, si no hubiera sufrido

antes, no habría venido a compartir con nosotros la vida humana. Primero sufrió, después descendió y se manifestó. Mas, ¿cuál es esta pasión que sufrió por nosotros? La pasión del amor. Y el Padre mis­ mo, Dios del universo, “lento a la ira, grande en el amor y en la com­ pasión” (cfÉx 34,6; Sal 102 [103],8), ¿acaso no es cierto que también El sufre de algún modo? ¿O no sabes que cuando se ocupa de las vicisitudes humanas experimenta un sufrimiento humano? En efec­ to, “el Señor, tu Dios, tomó sobre sí tu modo de ser, como un hombre toma sobre sí a su propio hijo” (cf Dt 1,31). Dios, por tanto, toma sobre sí nuestro modo de ser, como el Hijo de Dios toma nuestros sufrimientos. El Padre, pues, no es impasible»29. Con una lectura que es fruto de una fe inteligente, Juan afirma, por tanto, que Jesús es abogado y víctima de expiación y que, como tal, nos ha asegurado de una vez por todas la victoria sobre el Acusador; en otras palabras, el proceso imaginado dentro de la Trinidad de Dios es ya un proceso enteramente a favor de los hombres después de la muerte, resurrección y glorificación de Jesús. De hecho, su intercesión es definitiva y universalmente eficaz, pues reconcilia con Dios a la humanidad entera, ya que «tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,16) y lo ofreció como víctima de expiación «para reunir a sus hijos que estaban dispersos» (cf Jn 11,52). Antes de concluir esta perícopa, me parece necesaria una puntualización ulterior. En el corazón del cristianismo está el anuncio -y no sólo el anuncio, sino la experiencia real- del perdón de los pecados, según las palabras pronunciadas por el Resucitado en el último encuentro con los discípulos, enviados al mundo: «Estaba escrito que el Mesías tenía que sufrir y resucitar de entre los muer­ tos al tercer día, y que hay que predicar en su Nombre la conver­ sión y el perdón de los pecados a todas las naciones, comenzando 29 O r í g e n e s ,

Homilías sobre Ezequiel VI,6.

por Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas» (Le 24,46­ 48). Lamentablemente, está bastante difundida una concepción meramente ritual, cuando no legalista y devocional, del perdón de los pecados; pero en realidad este acontecimiento es el verdadero fundamento de la vida cristiana y es, al mismo tiempo, la manifes­ tación más eficaz de la locura del amor que Dios tiene al hombre, pues llega incluso a perdonarlo, en Cristo, aunque el hombre es pecador, aunque es su enemigo (cf Rom 5,6-11). El perdón de nuestras culpas por parte de Dios -que anula nuestros pecados y ya no los recuerda (cf Is 43,25)- es, en efecto, la finalidad de su humanización en Jesús: Juan el Bautista se había manifestado a Israel «para dar el conocimiento de la salvación en el perdón de los pecados», como canta la Iglesia cada mañana en el Benedictus (cf Le 1,77). Pero el acontecimiento de la remisión de los pecados se realiza en Jesús, es el fruto de su sangre derramada por la multitud (cf M t 26,28; M e 14,24): este es el contenido del anuncio misionero que desde Jerusalén se dilata hasta los confi­ nes del mundo (cf Le 24,27); este es el don de Dios a quien cree en Jesús y en su Nombre (cf H e 10,43), don que Dios concede a quien confiesa sus pecados (cf ljn 1,9). Sí, el perdón de los pecados es la única experiencia de salvación que podemos tener en la tierra, en el corazón de nuestras contradicciones, mientras esperamos la experiencia plena y total que tendremos en el Reino, cuando el pecado, la enfermedad y la muerte serán vencidos definitivamente: entonces Dios será «todo en todos» (lC o r 15,28).

O bservar los mandamientos: I Jn 2,3-1 I

3 Sabemos que le [a Dios] conocemos en que observamos sus mandamientos.

4 Quien afirma: «Yo lo conozco», pero no observa sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él. 5 Pero si uno observa su Palabra, verdaderamente en él el amor de Dios es llevado a plenitud. En esto sabemos que estamos en Él: 6 quien dice que mora en É l [Dios] debe caminar como él [Cristo] caminó. 7 Amadísimos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo que habéis recibido desde elprincipio: el mandamiento antiguo es la Palabra que habéis oído. s Sin embargo, el mandamiento que os escribo es nuevo, es verdadero en él [Cristo] y en vosotros; porque se disipa la tinieblay la luz verdadera brilla ya. 9 Quien afirma que está en la luz y odia a su hermano está aún en la tiniebla. 10 Quien ama a su hermano mora en la luz, y en él no hay contradicción. 11 Pero quien odia a su hermano está en la tiniebla, camina en la tinieblay no sabe adonde va, porque la tiniebla le ha cegado los ojos.

El conocimiento de Dios

Después de haber afrontado la cuestión del pecado, Juan se detiene en uno de los temas fundamentales de su comunicación de fe, el del conocimiento^, poniéndolo en estrecha relación con la que será la cuestión por excelencia de toda la Carta: el agápe, entendido 30

D a testimonio de la importancia de este tema la frecuencia misma del verbo

ginóskein , «conocer», atestiguado nada menos que 25 veces en nuestra Carta.

sobre todo como amor fraterno. Este es en síntesis el contenido de nuestra perícopa: si romper con el pecado significa estar en comunión con Dios, amar a los hermanos (ljn 2,9-11) significa conocer a Dios, es decir, observar sus mandamientos (ljn 2,2-5.7­ 8) y caminar como Cristo caminó (ljn 2,6). Es preciso, ante todo, precisar el significado atribuido a «cono­ cer a Dios» por la revelación bíblica, en cuyo seno se sitúa nuestra Carta. Según la Escritura, el verdadero conocimiento -lejos de toda posible desviación gnóstica o intelectualista31, tentación que afecta de cerca a la comunidad a la que el autor se dirige- es experiencial, íntimo, penetrativo, de comunión, es un proceso que tiene lugar en la historia e implica la totalidad de la condición humana. U n dato lin­ güístico puede ayudar mejor que cualquier otro a comprender la realidad de la que estamos hablando: el verbo hebreo que expresa la idea de conocer,yada, es el mismo que indica el acto sexual (cf G én 4,1.17.25...). ¿Quién conoce a Dios? Quien observa los mandamientos, quien realiza la Palabra, quien se comporta como Jesucristo se comportó: estos son los criterios últimos y definitivos del verdadero cono­ cimiento de Dios y de Cristo. La norma de discernimiento es, por lo tanto, la praxis concreta del seguimiento. El cristiano que presume de conocer a Cristo, que dice haberlo encontrado, pero después vive mundanamente, llegando a justificar su incoherencia 31 Otros dos riesgos inherentes al proceso del conocimiento de Dios por parte del hombre son la «desviación sacerdotal» y la «desviación fusional». La primera actitud se traduce en la convicción de poseer, en virtud de la asiduidad personal con lo sagrado, un conocimiento de Dios superior al de los demás, hasta llegar a considerarlo exclusivo. Es la actitud que induce a Aarón a modelar el becerro de oro, pretendiendo así dar un rostro al verdadero Dios: «Israel, ahí tienes a tu Dios, el que te sacó del país de Egipto» (Ex 32,4). En cambio, la «desviación fusional» coincide con el peligro, bastante difundido en el actual contexto cultural, de un conocimiento de Dios no mediado, propio de quien no acepta la alteridad de Dios y huye del espesor de la historia y de la realidad. Se trata de una actitud religiosa regresiva y narcisista, que tiene las características de una «estructura simbólica materna»: es decir, la relación con Dios es vivida del mismo modo que el niño ve en la madre la figura capaz de satisfacer todos sus deseos y sueña una unión fusional y protectora con ella.

El am or vence a la muerte

como una realidad no decisiva en su cristianismo, dice sólo que «la pretensión cristiana» es pretensión de arrogancia y falsedad. A quienes viven en este mundo les resulta ciertamente fácil acusar de pelagianismo a los cristianos que se esfuerzan por vivir el segui­ miento radical de Jesús, confiando en la gracia cara: es la única manera que tienen de despreciar a quienes no viven como ellos y los amonestan silenciosamente... En la raíz del conocimiento se sitúa la exigencia preliminar de la obediencia: en efecto, el camino regio para entrar en comunión con Dios pasa a través de la aceptación por parte del hombre de la condición de criatura y de su propia historia particularísima. En otras palabras, el mito griego de Prometeo que sube al cielo y roba el fuego divino para dárselo a los hombres aparece totalmente invertido en la revelación bíblica: todo ser humano tiene ya en su persona esta luz y debería saber discernirla, aquí y ahora, en su condición de persona creada «a imagen y semejanza de Dios» (cf Gén 1,26). Pero precisamente porque es criatura, el creyente se encuentra ante la necesidad de una elección muy precisa entre dos opciones: o acepta que es «hijo de la obediencia» (cf IPe 1,14), obediente en Jesucristo, nuevo Adán, y entonces puede acceder a la comunión con Dios, o bien sigue siendo un descendiente de Adán y permanece en la estirpe de los desobedientes (cf Rom 5,12-21), excluyéndose de todo conocimiento auténtico de Dios. Tertium non daturP2. Sin quitar nada al esfuerzo realizado por el hombre, el conoci­ miento sigue siendo, ante todo, un don de Dios, el cual se mani­ fiesta comunicando al hombre mismo una Palabra que requiere escucha y llama a entrar en alianza con El: el creyente puede y debe predisponerlo todo, pero el verdadero protagonista del cono­ cimiento sigue siendo Dios, en la gratuidad de su don. Para captar el movimiento global de este proceso de conocimiento podemos 32 Es decir: «No existe una tercera posibilidad» (N. de los T).

referimos de nuevo al texto del Shema'Yisrael:«Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu vida, con todas tus fuerzas» (D t 6,4-5): 1) «Escucha, Israel»: la escucha, en primer lugar. Como hemos visto, la tradición judeocristiana hace de la escucha la moda­ lidad de relación fundamental del hombre con Dios. 2) «El Señor es nuestro Dios»: de la escucha nace la fe como adhesión confiada33 a aquel Dios que es el primero que busca al hombre. 3) «El Señor es uno solo»: la fe provoca el conocimiento, que se traduce en una lucha contra los ídolos, los falsos dioses. 4) «Amarás al Señor tu D ios...»: todo el proceso cognoscitivo desemboca en el amor, que es la única confirmación real de la autenticidad de este camino. La recíproca inmanencia entre conocimiento y amor se resume de un modo inequívoco en un oráculo del Señor atestiguado por el profeta Oseas: «Yo quiero amor, no sacrificios; conocimiento de Dios, y no holocaustos» (Os 6,6). E n el mismo orden de ideas se inserta la imprescindible exigencia de práctica del derecho y la justicia como manifestación concreta del conocimiento de Dios (cf Jer 9,23; 22,15-16). Mas no se olvide que el conocimiento es una realidad dinámica, destinada a crecer con el paso del tiempo («pues la tierra se llenará del conocimiento de la gloria del Señor como las aguas llenan el mar»: H ab 2,14), hasta su plenitud en el Reino, donde el hombre podrá ver a Dios «cara a cara»: entonces conocerá perfectamente, como ya hoy es conocido por Dios (cf IC o r 13,12).

33 C f pp. 149-150 de este mismo libro.

Observar los mandamientos

Juan, siempre atento a examinar la correspondencia efectiva entre las palabras y la praxis, expone a los destinatarios de la Carta un criterio preciso para verificar la autenticidad de su conocimiento de Dios: si dicen que conocen a Dios, pero no observan sus manda­ mientos y su Palabra -lo cual consiste en definitiva, como veremos, en observar el mandamiento del amor fraterno-, su pretensión es engañosa (ljn 2,3-5). Para comprender la estrecha relación que existe entre el conoci­ miento de Dios y la observancia de sus mandamientos, es indispensa­ ble una vez más precisar su trasfondo bíblico. Según la Escritura, el conocimiento de Dios por parte del hombre debe pasar necesaria­ mente por la obediencia a su voluntad y la realización concreta de sus preceptos. Esta exigencia no es dictada ni por una actitud lega­ lista ni por el miedo al castigo: como dice un hermoso texto rabínico, «la recompensa de un mandamiento es otro mandamiento»34, sencillamente porque el creyente se alegra cumpliendo la voluntad de Dios, que lo ama y es amado por El, y no desea nada más que comprender la voluntad del amado y adherirse a ella con todo su ser. En este sentido, Juan podrá escribir hacia el final de la Carta: «El amor de Dios consiste en observar sus mandamientos» (ljn 5,3). Todo esto está admirablemente ilustrado en el Sal 119, un largo canto a los preceptos de Dios y a la alegría que el salmista experimenta observándolos: «Tus mandamientos son mi felicidad, los amo con pasión... M ira cómo amo tus preceptos, Señor; por tu amor, dame la vida» (Sal 119,47.159). El mismo Jesús se hace eco de esta tradición cuando afirma: «Si quieres entrar en la vida, observa los mandamientos» (M t 19,17). En la literatura joánica en particular, lo que acabamos de decir se enriquece con nuevos significados. En efecto, ya dentro de la 34 PirqéAbot 4,2.

relación entre Padre e Hijo el conocimiento está estrechamente ligado al mandamiento, según las palabras de Jesús en el cuarto evangelio: «Yo soy el buen pastor, y conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, igual que mi Padre me conoce a mí, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas... Nadie me la quita, sino que la doy yo por mí mismo. Tengo el poder de darla y el poder de recobrarla. Tal es el mandato que he recibido de mi Padre» (Jn 10,14-15.18). «Porque yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me ha enviado me ha ordenado lo que tengo que decir y enseñar, y yo sé que su mandamiento es vida eterna. Por eso, lo que yo os digo, lo digo tal y como me lo ha dicho el Padre» (Jn 12,49-50). El Padre transmite el mandamiento al Hijo, el Hijo lo vive y lo comunica a los discípulos. Se comprende, por tanto, el sentido de la afirmación joánica: «La verdad está en quien observa los manda­ mientos» (cf ljn 2,4). La verdad, es decir, la persona de Jesucristo (cf Jn 14,6), mora en el cristiano que observa los mandamientos recibidos del Padre y del Hijo, y lo abre al verdadero conocimiento, es decir, al amor; de hecho, «si uno observa su Palabra, verdadera­ mente en él el amor de Dios [he agápe toü theoü] es llevado a pleni­ tud [teteleiotai]» (ljn 2,5), es decir, se realiza a sí mismo, alcanza su telos, el fin de su descenso, convirtiéndose en amor a los hermanos, amor entre los hombres. Aparece por primera vez en la Carta el término agápeiS: en este caso se trata del amor que viene de Dios y que pide la acogida del hombre para conducirlo al conocimiento pleno. Dios es el amor que desciende de lo alto y su humaniza­ ción en Jesús es causada sólo por el amor. Y este mismo amor, que 35 Este sustantivo y el correspondiente verbo agapán se emplean en total 46 veces (31 de ellas a partir de ljn 4,7) en la primera Carta de Juan; además, se usa 6 veces el adjetivo agapetoí, «amadísimos».

desencadena energías de redención, es lo que hace posible que el hombre observe los mandamientos, ya que la verdadera obediencia sólo puede acontecerpor amor.

Caminar como Cristo caminó

Afirma Jesús en el cuarto evangelio: «Si me amáis, observad mis mandamientos... Quien acoge mis mandamientos y los observa, ese me ama» (Jn 14,15.21). U n poco más adelante precisa: «Si observáis mis mandamientos, moraréis en mi amor, como yo he observado los mandamientos de mi Padre y moro en su amor» (Jn 15,10). Sí, Jesús es aquel que observó perfectamente los man­ damientos del Padre. Por eso, en él el amor de Dios se ha mani­ festado en plenitud; en consecuencia, para el cristiano el conoci­ miento de Dios debe pasar necesariamente por la comunión en la vida de Cristo. ¿Cómo saber, en definitiva, si el cristiano conoce a Dios? «Quien dice que mora en Él debe caminar como él [Cristo] caminó» (ljn 2,6). En el verbo «caminar», que se ha de entender en el sentido de «comportarse» (cf D t 30,16; Sal 15,2; 37,14, etc.), resuena el «cami­ nar con Dios» (cf Gén 5,22.24; 6,9), que en el ámbito cristiano se especifica en el caminar detrás de Jesucristo, como comprendió certeramente la teología del seguimiento propia de los evangelios sinópticos (cf M e 1,18.20 par). Pablo, por su parte, describe esta misma realidad a través de las imágenes de la imitación de Cristo (cf IC or 11,1; lTes 1,6) y, sobre todo, de la configuración con él (cf Rom 8,29; Flp 3,10-11.21). La primera Carta de Pedro une las dos imágenes de la imitación y el seguimiento: «Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un ejemplo, para que sigáis sus huellas» (IPe 2,21). Juan medita una y otra vez y profundiza todo esto mediante el recurso al concepto de la inhabitación, expresado a través de la locución «morar, permanecer en» (ménein en), típico sintagma

joánico36. Se trata de «un permanecer el uno en el otro que une al Padre, el Hijo y el cristiano»37, descrito por Jesús de este modo: «Si uno me ama, observará mi palabra y mi Padre lo amará y vendre­ mos a él y haremos morada en él... Quien mora en mí y yo en él, da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 14,23; 15,5). Esta incorporación del cristiano en Cristo y de Cristo en el cristiano es la gran obra del Espíritu Santo, «el otro Paráclito» (Jn 14,16), que manifiesta que el fruto del seguimiento es la inhabitación divina, el morar del cristiano en Dios. Sin esta circulación de vida que desciende del Padre a Jesús, y de Jesús a nosotros, la vida cristiana puede aparecer también como práctica religiosa, pero en verdad es una pura «escena mundana» (cf lC o r 7,31). Así pues, todo cristiano está advertido: sin un vínculo personal con Jesucristo, él no sólo «no puede hacer nada», sino que ni siquiera tiene nada que ver con Jesús. Se comprende por qué, en este pasaje, esta inhabitación está estrechamente ligada a la exigencia de actuar como, tal y como (kathós) Cristo actuó, es decir, como veremos un poco más ade­ lante, con la realización concreta del «mandamiento nuevo» del amor, hasta el amor al enemigo: «¿Acaso se trata de una exhortación [de Juan] a que caminemos so­ bre el mar? En ningún modo. Nos exhorta a que caminemos por el camino de la justicia. ¿Por qué camino? Lo acabo de indicar. Estaba clavado en la cruz, pero caminaba por ese mismo camino, el camino de la caridad: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Le 23,35). Así, pues, si aprendes a orar por el bien de tu enemigo, cami­ nas por el camino del Señor»38. 36 De las 118 veces que se utiliza el verbo ménein en el Nuevo Testamento, 68 se encuentran en los escritos joánicos y 24 de ellas en la primera Carta de Juan. C f I. d e l a P o t t e r i e , L'emploi du verbe «demeurer» dans la mystique johannique, Nouvelle Revue Théologique 117 (1995) 843-859. 37 R. E. B r o w n , Giovanni, o.c., 1452. 38 A g u s t í n , o. c., 1,9.

Ese texto de Agustín nos ofrece un ejemplo de lo que sig­ nifica «caminar como él [Cristo] caminó» ( ljn 2,6). Significa que la existencia humana de Jesús, del Jesús terreno, es canon y modelo de la existencia de los creyentes, llamados a morar en él (cf Jn 6,56; 15,4-7; ljn 2,24; 3,6): «Os he dado ejemplo para que, como he hecho yo, hagáis también vosotros» (Jn 13,15). Dicho de otro modo: la vida cristiana es la existencia humana vivida como el mismo Jesucristo la vivió39. Jesús es la palabra de Dios hecha carne, es el Hijo de Dios que se hizo hombre, el Hijo del hombre nacido de una mujer, que fue hombre como nosotros en todo. Su humanización se configura como el verdadero cumplimiento del designio creacional, ya que él es el primer engendrado entre todas las criaturas del universo, aquel por medio del cual y en función del cual fueron creadas todas las cosas (cf Col 1,16-17) y que fue enviado por el Padre «para enseñarnos a vivir en este mundo» (cf T it 2,12). Por lo tanto, al hombre Jesús se remite el hombre sacado de la tierra, el adam modelado por Dios según la imagen del Hijo. De ello se deduce que el hombre fue pensado, desde su creación, a imagen de Jesús y fue dotado de cuanto es necesario para vivir la vida humana como Jesús la vivió en los días de su vida mortal: una vida hermosa, buena y feliz. «Caminar como él [Cristo] caminó» no equivale, por tanto, a una experiencia mística reservada a unos pocos elegidos, sino a la realidad de quien aspira cada día a «tener en sí los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (cf Flp 2,5) y trata de configurar su existencia con la de Jesús, una vida «salvada» por la forma misma en que se vive. No hay contradicción alguna entre llevar una existencia cristiana y «realizar nuestra vida» en el sentido humano más verdadero, porque esta es la existencia de los hijos de Dios, creados a imagen del Hijo. No se puede, por tanto, tener la pretensión de conocer y encon­ 39 C f G. C o lo m b o , L ’esistenza cristiana, Glossa, Milán 1999,15-17.

trar a Jesús prescindiendo del Jesús contado por los evangelios. Sólo en la imitación de la existencia de Jesús, es decir, en su segui­ miento, se puede conocer a Dios: se conoce a Dios a través de Jesús que lo ha narrado.

El mandamiento antiguo y nuevo

La argumentación experimenta un crescendo significativo: se pasa de «los mandamientos» (w. 3-4) al «mandamiento», ya antiguo ya nuevo o, mejor dicho, antiguo y nuevo a la vez (w. 7-8). Según una tendencia a la simplificación de los preceptos, presente también dentro de la exégesis rabínica40, Juan los compendia en un único mandamiento, el enunciado por Jesús en el cuarto evangelio: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos así también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34; cf 15,12). Este es el vértice de esta parénesis: de los mandamientos al mandamiento único del agápe fraterno según el ejemplo de Cristo. Escribe el autor: «Amadísimos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo que habéis recibido desde el principio: el mandamiento antiguo es la Palabra que habéis oído» (ljn 2,7). El se dirige a los cristianos definiéndolos como agapetoí, «amadísimos». Este es el título que revela la condición de los 40 Es significativo a este respecto un pasaje del Talmud de Babilonia: «Rabbí Simlaj dijo: “Sobre el monte Sinaí se le entregaron a Moisés 613 mandamientos: 365 negativos, correspondientes al número de los días del año solar, y 248 positivos, correspondientes al número de los órganos del cuerpo humano... Después vino David, que redujo estos mandamientos a 11, como está escrito [en el Sal 115]... Después vino Isaías, que los redujo a 6, como está escrito [en Is 33,15-16]... Después vino Miqueas, que los redujo a 3, como está escrito: ‘¿Qué te pide el Señor sino que practiques la justicia, ames la piedad y camines humildemente con tu Dios?’ (Miq 6,8)... Después vino de nuevo Isaías y los redujo a dos, como está escrito: ‘A sí dice el Señor: Observad el derecho y practicad la justicia’ (Is 56,1)... Por último, vino Habacuc y redujo los mandamientos a uno solo, como está escrito: ‘El justo vivirá por su fe’ (Hab 2,4; cf Rom 1,17; Gál 3,11)”» (bMakkot 24a).

creyentes como amados de Dios y, en consecuencia -e n virtud de este amor que viene de Dios y que se expresa a través de Jesús, el Hijo amado (agapetós: M e 1,11; 9,7 par.)-, amados también por Juan; el amor con que cada uno ama al hermano es, por tanto, fruto de una experiencia precedente de amor recibido sobre uno mismo (cf ljn 4,19). Es significativo que Agustín, al comentar nuestra Carta, se dirija a su comunidad llamándola «vuestra santidad»41: justamente y sólo en cuanto agapetoí, amadísimos de Dios, los cristianos son santos y la Iglesia puede ser llamada «santidad». Pues bien, la comunidad del Señor ha recibido el mandamiento ap' archés, «desde el principio». Esta determinación temporal se puede entender como referida al mensaje de Jesús transmitido por el autor y acogido por los cristianos, o bien puede remontarse hasta «la autorrevelación de Jesús a sus discípulos durante su ministerio»42 (cf ljn 1,1). Para la comunidad joánica, por consi­ guiente, este mandamiento sería cronológicamente antiguo y se situaría en el pasado, en el momento de su nacimiento, es decir, cuando ella acogió el mensaje cristiano. Pero me parece más pro­ bable -tam bién en razón de la proveniencia de los destinatarios de la Carta, procedentes del mundo judío- que la expresión ap’archés esté en relación con la Palabra dirigida por Dios a Israel; con ella alude Juan a toda la economía de los mandamientos revelados por Dios a su pueblo, desde Moisés hasta Jesús: «Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,1-2). Sin solución de continuidad, parece como si Juan, procediendo de modo paradójico, se corrigiera: «El mandamiento que os escribo es nuevo, es verdadero en él [Cristo] y en vosotros; porque se disipa la tiniebla y la luz verdadera brilla ya» (ljn 2,8). ¿Qué significa que el mandamiento antiguo es también nuevo? A nte todo hay Prólogo. 42 R. E. B r o w n , Le lettere di Giovanni, o.c., 374. 41 A g u s t í n , o. c.,

que precisar que el adjetivo usado aquí, kainós (no: néos), contiene en sí el matiz escatológico de «último, definitivo». Con ello no se alude tanto a la discontinuidad con el pasado como al hecho de que el mandamiento contiene y recapitula en sí los precep­ tos precedentes. En otras palabras, la novedad no consiste en el objeto del mandamiento, el amor, puesto que tal precepto estaba ya contenido en la Tora: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón» (D t 6,5); «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18). La novedad está en el hecho de que en el mandamiento del amor encuentran su síntesis y plenitud todos los mandamientos de Dios. En efecto, cuando preguntan a Jesús cuál es el primero de todos los mandamientos (cf M e 12,28-34 par.), él une los dos preceptos, el del amor a Dios y el del amor al prójimo, mostrando que son equivalentes. Y no es casual que Lucas los una en un único y gran mandamiento, el amor a Dios y al prójimo (cf Le 10,27). Razonando en términos análogos, Pablo puede escribir: «Toda la Ley encuentra su plenitud en un solo precepto: amarás a tu pró­ jimo como a ti mismo» (Gál 5,14; cf también Rom 13,9-10: «La plenitud de la Ley es el amor»). Pero hay algo más, y es justamente la tradición joánica la que nos lo desvela: según el testimonio del cuarto evangelio, el «manda­ miento nuevo» es el que Jesús da a sus discípulos. Y es esencial pre­ cisar el contexto en que se pronuncia esta palabra. En el momento de la Ultima cena, en cuanto Judas, que lo traiciona, sale (cf Jn 13,30) - y Jesús, aun sabiéndolo todo (cf Jn 13,1.3.21), no hace nada para impedir que lo traicione; es más, ni siquiera lo excluye de la última comida fraterna-, el M aestro emite un verdadero grito de júbilo: «Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado» (Jn 13,31) y acepta entregarse libremente a la muerte. Justo en ese momento, rebosante de la autoridad de quien vive en plenitud lo que afirma, puede anunciar el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como [kathós] yo os he amado» (Jn 13,34; 15,12), es decir, «sobre el fundamento del hecho de que yo os he amado», «en la

E l amor vence a la muerte

medida en que os he amado», es decir, sin medida, «hasta el fin» (eis télos: Jn 13,1), hasta amar al enemigo. Lo que era imposible para el hombre, ahora, a través de Jesucristo, se ha hecho posible, y en este caminar como él caminó está la novedad definitiva, la luz verdadera que brilla y disipa toda tiniebla: ahora el mandamiento que orienta la vida del cristiano es el del amor a todos los hombres, incluso a los enemigos (cf M t 5,44; Le 6,27.35), en obediencia al canon del amor que el mismo Jesús ha dejado a sus discípulos*3. Agustín comprende bien esta inaudita novedad dada a los cristianos: «“El mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado” (ljn 2,7). Es viejo, pues, porque ya lo habéis escuchado. Pero ese mis­ mo mandamiento lo presentó como nuevo al decir: “Sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo” (ljn 2,8). El mismo al que llamó viejo, no otro, es también nuevo... Pero, ¿por qué es nuevo? “Porque las tinieblas pasaron y luce ya la luz verdadera” (ljn 2,8). Ved qué le hace nuevo: el hecho de que las tinieblas pertenezcan al hombre viejo y la luz al nuevo»44. Es un novum que se hace posible gracias al ejemplo dejado por Jesús a sus discípulos, pero también en virtud de la «capacidad de amar» que es dada «junto al mandamiento del amor». Escribe Dídimo el Ciego, un autor alejandrino del siglo IV: 43 C f D. F lusser , Jesús, Morcelliana, Brescia 1997, 101: «Rabbí Janina, que vivió, más o menos, una generación después de Jesús, decía expresamente a propósito del mandamiento del amor al prójimo: “Una palabra de la que todo el mundo depende, un gran juramento del monte Sinaí: si odias a tu prójimo, cuyas acciones son malas como las tuyas, yo, el Señor, como juez te castigaré; y si amas a tu prójimo, cuyas acciones son buenas como las tuyas, yo, el Señor, seré fiel y tendré misericordia de ti”. Así pues, la relación del hombre con el prójimo debe estar determinada por el hecho de que es solidario con él tanto en sus cualidades buenas como en las malas. No estamos lejos del mandamiento del amor de Jesús, pero Jesús va aún más allá y rompe la última barrera del antiguo mandamiento judío del amor al prójimo. Rabbí Janina pensaba que se debía amar al justo y se podía odiar al pecador; Jesús dice: “Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por vuestros perseguidores” (M t 5,44)». 44 A g u s t í n , o . c ., 1,10.

«El Salvador, enviado al mundo por el amor del Padre, vino para dar a los hombres el perdón de los pecados y para demostrarles la belleza con que Dios los había creado a su imagen y semejanza (cf Gén 1,26). Quienes reciben este don son amados con el mismo amor con que deben amarse los unos a los otros. En efecto, cada uno ha recibido, junto al mandamiento de amar al prójimo, esta capacidad de amar»45. El adam, el terrestre, fue querido y plasmado por Dios a su imagen y semejanza; pues bien -dice D ídim o-, la imagen y la semejanza consisten en haber puesto en el hombre la capacidad de amar propia del mismo Dios, sus energías de agápe. Pero como el hombre no era capaz de estar a la altura de tal designio creacional, la venida de Cristo, nuevo y verdadero adam, «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), llevó a la humanidad a su per­ fección, realizó definitivamente lo que la sabiduría eterna de Dios había pensado desde el «en principio». Esta es la razón por la que el mandamiento del amor se ha hecho nuevo: el amor, grabado en el hombre a imagen y semejanza de Dios, se ha manifestado en toda su plenitud en Jesucristo; configurándose con el amor vivido por este hombre, todo hombre conoce la posibilidad de recuperar su propia semejanza con Dios. Es un mandamiento nuevo que renueva incesantemente a quie­ nes lo acogen. Merece la pena citar aquí un hermoso comentario de Orígenes: «Escribe Juan: “Hijitos, os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros”. Él sabía que el mandamiento de la caridad ha­ bía sido dado en la Ley hacía ya mucho tiempo (cf Lev 19,18); pero, puesto que “la caridad no tiene nunca fin” (ICor 13,8) y el manda­ miento de la caridad no envejece jamás, él afirma la eterna novedad 45 D í d i m o e l C i e g o ,

Comentario a la primera Carta de Juan (PG 39,1797).

El am or vence a la muerte

de este mandamiento. De hecho, él renueva constantemente el espí­ ritu de cuantos lo observan y lo custodian»46.

«Quien ama a su hermano mora en la luz»

En este momento, y en evidente polémica con la porción gnostizante, la comunidad saca las consecuencias prácticas de lo que acaba de decir: «Quien afirma que está en la luz y odia a su her­ mano está aún en la tiniebla» (ljn 2,9). Para ilustrar la irreduci­ ble dicotomía entre amor y odio, recurre al dualismo entre luz y tinieblas, ya ampliamente explorado: del mismo modo que no hay valores intermedios entre luz y tinieblas -es decir, no se pueden considerar las tinieblas como si fueran los caminos de la luz (cf 1QS 3,3)-, tampoco existen posibilidades intermedias entre amor y odio a los hermanos. Luz y tiniebla indican dos modos de exis­ tencia que requieren discernimiento: hay que elegir una y rechazar la otra, o viceversa... Entiéndase bien que, cuando Juan habla de odio, no se refiere al sentimiento homicida, sino a las simples y cotidianas contradic­ ciones contra el amor fraterno -¡sobre todo en el secreto abismo de nuestro corazón!-, que en la perspectiva evangélica equivalen al homicidio: «Sabéis que se dijo a los antiguos: “No matarás” Ex 20,13; D t 5,17)... Pero yo os digo que el que se irrite con su hermano será llevado a juicio» (M t 5,21-22). Por consiguiente, el amor a los hermanos es el signo por el que se reconoce a los discípulos de Jesús, según el criterio indicado de una vez para siempre por el mismo Jesús: «En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros» (Jn 13,35); sí, quien ama camina en la luz y sólo con esta condición puede ser «luz del mundo» (M t 5,14). 46 O r í g e n e s ,

Homilías sobre el libro de los Números IX,4,2.

La contradicción —lit.: «tropiezo, traba» (skándalon)- del cris­ tiano consiste, en cambio, en la pretensión de morar en la luz justa­ mente cuando, ofuscado, no ama a los hermanos. Juan la revela, al contrario, en el versículo siguiente: «Quien ama a su hermano mora en la luz, y en él no hay contradicción» (ljn 2,10). Estas palabras contienen una evidente alusión a una afirmación del Salmo 119: «Grande es la paz de quien ama tu Ley y en él no hay contradic­ ción (LXX: skándalon)» (Sal 119,165). La paz, el shalom causado por el amor a la Torá, corresponde a la luz concedida a quien ama al hermano: quien obra de este modo experimenta una plenitud de vida, una profunda unidad entre sus palabras y sus obras y, de este modo, no ofrece ocasiones de tropiezo ni para sí mismo ni para los demás. Por el contrario, «quien odia a su hermano está en la tiniebla, camina en la tiniebla y no sabe adonde va, porque la tiniebla le ha cegado los ojos» (ljn 2,11) y no puede hacer otra cosa que tropezar y caer. Comenta Orígenes: «“Quien odia a su hermano camina en la tiniebla” (ljn 2,11). Por haber apagado la lámpara de la caridad, camina en la tiniebla. ¿Acaso no te parece que ha apagado la lámpara quien ha apagado la luz de la caridad?»47. En conclusión, en esta perícopa el autor sostiene vigorosamente que el conocimiento de Dios puede pasar sólo por la única realidad que nunca tendráfin (cf lC o r 13,8): el amor a los hermanos, que confirma la verdad de la fe y la fuerza de la esperanza (cf lC o r 13,13). Los cristianos que «dicen» («Si decimos...»: ljn 1,6.8.10; «Quien dice...»: ljn 2,4.6.9) deben m ostrar concretamente que viven según sus palabras, porque «diciendo» se puede engañar al otro, pero sólo realizando lo que se dice se puede demostrar que uno dice la verdad. 47 O r í g e n e s ,

Homilías sobre el libro delLevítico XIII,2.

Guardarse de la mundanidad: IJn 2,12-17

12 Hijitos, os escribo porque se os han perdonado los pecados en virtud de su Nombre [de Jesús]. 13 Padres, os escribo porque habéis conocido al que es desde elprincipio. Jóvenes, os escribo porque habéis vencido al Perverso. 14 Niños, os escribo porque habéis conocido al Padre. Padres, os escribo porque habéis conocido al que es desde elprincipio. Jóvenes, os escribo porque soisfuertes: la palabra de Dios mora en vosotros y habéis vencido al Perverso. 15 No améis al mundo ni lo que es del mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. 16 Porque todo lo que hay en el mundo —la voracidad de la carne, la pretensión de los ojos, la arrogancia de la vidano viene del Padre, sino del mundo. 17 E l mundo pasa, y con él su voracidad; pero quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre.

«Hijitos, os escribo...»

Después de haberse detenido en el mandamiento nuevo del amor, Juan expone a los cristianos otro criterio para discernir su comu­ nión con Dios: es preciso que realicen una elección precisa entre el amor a Dios, que se traduce en el cumplimiento de su voluntad, y el amor a la mundanidad. Sin embargo, antes de entrar in media res (w. 15-17), interrum pe por un instante la exhortación parenética y muestra la fuerza de su autoridad al dirigirse con afecto paterno a sus destinatarios (w. 12-14): se trata de un «momento de serena contem plación que celebra la vida de los creyentes como experiencia de liberación del pecado, encuentro con Dios, triunfo sobre el maligno... Juan sabe poner de relieve lo positivo, señalando la meta que no sólo se percibe en el horizonte, sino que es ya parcialmente experimentable»48. Al hacer esto, no pre­ tende servirse de recursos estilísticos con la finalidad de obtener una hábil captatio benevolentiae; por el contrario, no hace otra cosa que poner por escrito el profundo amor que siente hacia sus «hijitos», aquella actitud por la cual, según la tradición, en su vejez limitaba su enseñanza a estas palabras: «Hijitos, amaos unos a otros»49. El impulso afectivo de Juan se traduce en frases articuladas rítmicamente en dos series de tres esticos paralelos. Juan escribe50 a los miembros de la comunidad sirviéndose de tres apelativos:

48 M. O r s a t t i , Sinfonía dell’amore. Introduzione alia Prima lettera di Giovanni, Dehoniane, Roma 1999, 77. 49 J e r ó n i m o , Comentario a la Carta a los gálatas 111,6,10. C f pp. 137-138 de este mismo libro. 50 En los tres primeros casos el autor utiliza el presente grápbo, mientras que en los otros tres recurre al aoristo égrapsa: «Hay que explicar la diferencia necesariamente sólo como variación estilística» (R. B u l t m a n n , o.c., 59). Lo mismo puede decirse de la diferencia entre los dos sustantivos -teknía: v. 12\paidia: v. 14a- utilizados para designar a los «hijos pequeños».

- «hijitos/niños» (2,12.14a); - «padres» (2,13a.l4b); - «jóvenes» (2,13b. 14c). ¿Se trata de tres categorías de personas, de tres grupos de la comunidad distintos en función del camino espiritual recorrido? Es difícil decirlo. E n nuestra opinión, Juan comienza dirigién­ dose a toda la comunidad: «Hijitos, os escribo porque se os han perdonado los pecados en virtud de su Nombre [de Jesús]» (ljn 2,12). Según la tradición bíblico-sapiencial, los miembros de la comunidad son, con respecto a Juan, todos hijos, porque han sido engendrados por él para Cristo; son todos discípulos, porque él ha sido su maestro. Ellos, en cuanto cristianos y bautizados, se benefi­ cian de la única experiencia real de salvación que el hombre puede tener sobre la tierra: el perdón de los pecadossl. El autor recuerda que la condición del cristiano es constitutivamente la de un peca­ dor perdonado siempre y de nuevo por Dios, porque el amor de Dios es inagotable (cf Jer 31,3); en virtud de este amor, él puede acceder a la salvación a través del Nombre -semitismo para indicar la persona m ism a- de Jesús. Sí, Yehoshua, que significa «el Señor salva» (cf M t 1,21), es «el Nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,9), el único Nombre en el que se puede dar la salvación (cf H e 4,12). Juan añade, un poco más adelante: «Niños, os escribo porque habéis conocido al Padre» (ljn 2,14a). El paralelo entre las dos afirmaciones indica que el cristiano llega ciertamente al conoci­ miento del Padre, y esto es posible sólo a través del Hijo, Jesucristo. Dicho de un modo aún más preciso: el cristiano llega al conoci­ miento del Padre en la experiencia del perdón de sus pecados; y conociendo el amor del Padre, llega a ser capaz de amar a los 51 C f p. 58 de este mismo libro. No se excluye que en este caso se pueda recono­ cer también el eco de una praxis bautismal que preveía el perdón de los pecados en el nombre de Jesús (cf Le 24,47; He 2,38; 8,16).

hermanos. De este modo, su conocimiento del Padre es auténtico: «Si conocemos, no podemos dejar de amar, pues el conocimiento sin la caridad no salva»52. El autor se dirige después por separado a los ancianos y a los jóvenes, poniendo de relieve un aspecto particular de sus condicio­ nes respectivas. A los ancianos, llamados con veneración «padres», les dirige dos veces las mismas palabras: «Padres, os escribo porque habéis conocido al que es desde el principio» ( ljn 2,13a.l4b), poniendo de manifiesto su larga y probada experiencia de fe. Ellos han conocido a Cristo, «el que es desde el principio [ho ap’archés]», apelativo que se ha de entender en los dos sentidos identificados a propósito de ljn 1,1. Dentro de la tradición joánica, el hecho de que Cristo sea el objeto del conocimiento ilumina con una luz particularísima lo que ya se ha dicho a propósito del conocimiento mismo, que es realidad experiencial, de comunión: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a quien has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Nótese también que el verbo «conocer» es utilizado aquí en perfecto (egnókate), y este indica una acción emprendida en el pasado y proseguida hasta el presente, donde se pueden constatar sus frutos. A sí pues, Juan reconoce en los ancianos de la comunidad el gran don de la perseverancia a lo largo de los años, verdadero arte que distingue la actitud del cristiano con respecto al tiempo: «Quien persevere hasta el fin se salvará» (M t 24,13). Es una gracia que en la comunidad haya jóvenes, nuevos discípulos, pero es una gracia aún mayor la presencia de los ancia­ nos, porque esto significa que en la comunidad hay personas que perseveran, permanecen fieles, no decaen, sino que luchan hasta el fin... Después, el autor se dirige a los jóvenes con estas palabras: «Jóvenes, os escribo porque habéis vencido al Perverso [hoponeros]» (ljn 2,13b), es decir, el diablo, el que pervierte la verdad y extravía 52 A g u s t í n , o. c., 11,8.

£/ am or vence a la muerte

el camino de los creyentes (cf M t 5,37; 6,13; 13,19.38; Jn 17,15). Aquí el acento se pone en la lucha combatida y vencida por los jóvenes contra las tentaciones del Adversario, difundidas proba­ blemente dentro de la comunidad también por los adversarios de la predicación de Juan (cf ljn 2,18.19; 4,1-6). La vida cristiana es ciertamente experiencia de la salvación a través del perdón de los pecados, pero es también lucha y resistencia contra las tentaciones que vienen del Maligno: combate espiritual que implica toda la persona del creyente, combate duro, laborioso, cotidiano, que se ha de renovar siempre... Ahora bien, para evitar malentendidos, Juan esclarece inmediatamente los términos de esta lucha: «Jóvenes, os escribo porque sois fuertes: la palabra de Dios permanece en voso­ tros y habéis vencido al Perverso» (ljn 2,14c). La victoria sobre el Perverso sólo puede tener lugar si la palabra de Dios mora en los jóvenes, lucha con ellos y, por tanto, los hace fuertes. Es una vic­ toria que se hace posible gracias a la victoria de Cristo -e l cual es la palabra de D ios-, como asegura el mismo Jesús a sus discípulos en el cuarto evangelio: «En el mundo tendréis tribulaciones, pero ánimo: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

«No améis al mundo»

Después de este breve paréntesis, Juan vuelve a la exhortación y dirige a toda la comunidad un sentido llamamiento: «No améis al mundo [kósmos] ni lo que es del mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (ljn 2,15). En primer lugar, tene­ mos que fijar la atención en el término kósmos53, «mundo», que en los versículos 15-17 aparece seis veces, porque la confusión acerca 53 Cf. H . S a s s e , Kósmos, en A A .W ., G LN T V, Paideia, Brescia 1969, 916-951. Nótese que del total de 185 veces que aparece este sustantivo dentro de los escritos neotestamentarios, más de la mitad -105 para ser exactos- se encuentran en la literatura joánica y, dentro de esta, 23 veces en ljn .

del sentido exacto de esta palabra puede ser fuente de peligrosas ambigüedades. D entro del Nuevo Testamento, este sustantivo recibe esencialmente cuatro significados: 1) Mundo, universo, cosmos, conjunto de la creación; cf Jn 1,10b: «El mundo fue hecho por medio de la Palabra». 2) Morada de los hombres, teatro de la historia, tierra; cf Jn 17,13: «Digo estas cosas mientras estoy todavía en el mundo». Es el caso de ljn 3,17; 4,1.3.9.17. 3) Conjunto de los seres humanos, humanidad; Jn 3,16: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito». Es el caso de ljn 2,2; 4,14. 4) Dentro de este último significado hay que incluir también una acepción negativa, atestiguada sobre todo en la literatura joánica, pero presente en todas las Escrituras, bien expresada por el término mundanidad; es el caso de ljn 2,15 (3 veces).16 (2 veces).17; 3,1.13; 4,4.5 (3 veces); 5,4 (2 veces).5.19. En una perspectiva intensamente dualista, el «mundo» así entendido personifica la realidad hostil a Dios (y a Jesús, sobre todo en el cuarto evangelio), el conjunto de los valores predominantes que obstaculizan su designio de salvación. Esto encuentra su manifestación histórica en una especie de personalidad colec­ tiva, identificable con aquella parte de la humanidad que se deja atraer por las tinieblas y termina cayendo bajo el poder de Satanás, «el príncipe de este mundo» (Jn 12,31). Se com­ prende, por tanto, que no hay ninguna contradicción entre la afirmación de Jn 3,16 y la que estamos comentando: Dios ama intensamente a la humanidad, hasta el punto de reconciliarla consigo en Cristo mientras que ella es su enemiga (cf Rom 5,6­ 11); pero no puede amar la mundanidad, precisamente porque desea para los hombres una vida plena y feliz, condición a la que se opone radicalmente el hecho de que ellos sucumban a las seducciones de la mundanidad.

E l amor vence a la muerte

D el mismo modo, Juan pide a los cristianos que amen a la humanidad de la que forman parte, participando así en el amor que desciende sobre ella desde Dios a través de Jesucristo. Pero al mismo tiempo les pide que huyan de la mundanidad que tienta a todo ser humano, pues el que ama la mundanidad no puede tener espacio en él mismo para el amor de Dios. Esto es lo que afirma de un modo lapidario también la Carta de Santiago: «Quien quiere ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4). Estar en el mundo sin ser del mundo (cf Jn 17,11-16), vivir en plenitud la existencia terrena sin ser mundanos (cf A Diogneto 6,3): en este delicadísimo equilibrio se encierra todo el carácter paradójico de la condición de los cristianos sobre la Tierra. Esa condición no implica ninguna forma de contemptus mundi - y la lectura atenta de la vida humana de Jesús narrada en los evangelios debería ser un testimonio inequívoco en este sentido-, y tampoco ninguna confusión entre la tierra y el Reino, pero sí la posibilidad de vis­ lumbrar ya en las realidades penúltimas el llamamiento al eschaton, «el cielo nuevo y la tierra nueva» (Ap 21,1; cf 2Pe 3,13), restituidos al hombre en su plena integridad: «No se puede ni se debe decir la última palabra antes que la penúltima. Nosotros vivimos dentro de las realidades penúltimas y creemos en las últimas»54. En otras palabras, los cristianos no deben abandonar el mundo donde Dios los ha colocado, sino que deben considerarlo en su verdad, seguros de que su verdadera ciudadanía, su estilo de vida pertenece a los cielos (cf Flp 3,20\ A Diogneto 5,9), ¡y no pueden tener más patria que el reino de Dios! Como dice el apóstol Pedro, la vida cristiana es paroikía (IPe 1,17), peregrinación (lit.: «resi­ dencia en tierra extranjera»). El cristiano vive en compañía de los hombres, pero rompe con la mundanidad; no se adapta a la ideo­ logía dominante ni se somete a las «potencias» de este mundo (cf E f 6,12), consciente de que el tiempo de su paroikía es un éxodo, 54 D. B o n h o e f f e r , Resistenza e resa, Bompiani, Milán 1969,153 (trad. esp., Resis­ tencia y sumisión, Sígueme, Salamanca 1983).

un paso de este mundo al Padre (cf Jn 13,1)- St, aun permaneciendo fieles a la tierra, más aún, mientras viven estafidelidad, los cristianos son llamados a buscar las cosas de lo alto (cf Col 3,1) y, sabiendo que «el tiempo apremia» (lC o r 7,29), deben ser capaces de establecer una distancia entre ellos mismos y las cosas terrenas. Los cristianos, por consiguiente, deben tomar posición con respecto al mundo, no deben amarlo ni idolatrarlo: su amor sólo se puede dirigir hacia Dios y hacia los hombres. En efecto, si el cristiano ama la m un­ danidad, en él no puede existir el amor que desciende de Dios, porque este sólo puede concretarse en el amor a los hermanos, no a los ídolos. Una vez despejado el terreno de posibles equívocos, emerge con más fuerza aún el alcance de la afirmación conclusiva de Juan: «El mundo pasa, y con él su voracidad; pero quien hace la volun­ tad de Dios permanece para siempre» (ljn 2,17), iluminada por una palabra de Jesús en el cuarto evangelio: «No te pido, [Padre], que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno» (Jn 17,15). El mundo con todos sus deseos y sus proyectos, el «sistema mundano», pasa, es transitorio, y el cristiano debe recordar siem­ pre que «las realidades visibles son momentáneas, las invisibles son eternas» (2Cor 4,18), debe recordar que «la escena de este mundo pasa» (lC o r 7,31; cf Didajé 10,6). No hay ningún ajuste posible del contraste entre el cristiano y la mundanidad; Juan es extremadamente claro en esto, como lo había sido ya su maestro: «Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien despreciará a uno y se apegará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero» (M t 6,24; Le 16,13). Se trata de considerar ahora la traducción práctica de cuanto se ha dicho: la lucha contra las seducciones idolátricas de la mundanidad.

«La voracidad de la carne, la pretensión de los ojos, la arrogancia de la vida»

Dentro de la propia exhortación, Juan incluye una afirmación que motiva y al mismo tiempo profundiza la necesidad de huir de la mundanidad: «Todo lo que hay en el mundo -la voracidad de la carne, la pretensión de los ojos, la arrogancia de la vida- no viene del Padre, sino del mundo» (ljn 2,16). Sabiendo claramente que la fuerza seductora de la tentación «hace del hombre un mártir o un idólatra»55, Juan proporciona una penetrante descripción de la mundanidad, de tal modo que estimula a los cristianos a verificar la calidad de su lucha anti-idolátrica. En efecto, en el cristiano hay, como en todo hombre, una tendencia egoísta, una inclinación pecaminosa, en cuya raíz está la actitud indicada por la tradición cristiana como philautía: el amor de sí mismo, un afán perseguido a toda costa, contra los otros y sin los otros, que se funda sobre el miedo a la muerte (cf Sab 1,16-2,24). Según Santiago, «cada uno es tentado por su propia voracidad [epithymíafb, que lo atrae y lo seduce» (Sant 1,14); también Juan habla de epithymía, e identifica tres ámbitos en los que se mani­ fiesta tal voracidad57: 1) Voracidad de la carne58 (epithymía tés sarkós; cf IPe 2,11; al martirio 32,4-5. 56 El término epithymía tiene originalmente el significado neutral de «deseo intenso», que como tal puede estar dirigido hacia un objeto bueno (cf Le 22,15; Flp 1,23; ITes 2,17) o hacia un objeto malo. En el Nuevo Testamento se utiliza mayormente en la segunda acepción y también tiene este sentido en el otro caso en que se emplea epithymía en la literatura joánica (cf Jn 8,44). 57 La tendencia a resumir en tres las causas de la tentación idolátrica está bien ates­ tiguada en el judaismo. Particularmente cercano a nuestro pasaje joánico es el elenco que se encuentra en Qumrán: «Extraviarse tras su corazón y sus ojos y los pensamientos de su inclinación» (1QS 5,4-5). Filón habla de «voracidad de riquezas, de gloria y de placer» (Sobre el decálogo 28,153) y PirqéAbot de «envidia, avidez y vanagloria» (4,21). 58 «Para Juan, “carne” acentúa la debilidad y la mortalidad de la criatura; Espíritu, en cuanto contrapuesto a carne, es el principio de la potencia y de la vida divina operante en la esfera humana» (R. E. B r o w n , Giovanni, o.c., 171). ss O r í g e n e s , Exhortación

Didajé 1,4): indica la concupiscencia tal como aparece en los comportamientos de quien tiende únicamente a satisfacer su propio egoísmo, y así transforma todo deseo en necesidad imperiosa. Quien se comporta de este modo se cierra a la luz de Dios, se opone a su Espíritu y a su voluntad, porque «lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es Espíritu» (Jn 3,6; cf Gal 5,17). 2) Pretensión de los ojos (epithymía ton ophthalmón): se refiere a la «fascinación seductora» (Sal 36,2) que cautiva los ojos del hombre y lo empuja a orientar todo lo que ve a su afán de posesión (cf Qo 4,8; Sir 14,9). La acumulación de bienes se convierte en un fin en sí mismo, en función del cual se justifica todo, y la lógica que preside semejante desasosiego insaciable es la lógica mortífera del «todo y ahora». 3) Arrogancia de la vida (alazoneía toü btou): es la actitud de quien se considera la única medida de la realidad y pre­ tende que su «yo» se afirme contra los demás o por encima de ellos; es la búsqueda de la propia gloria a toda costa y la ostentación de una seguridad que se revelará falsa. En una palabra, es exactamente lo contrario de la sumisión exigida por Jesús a sus discípulos para alcanzar la comunión: «Si uno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el siervo de todos» (Me 9,35). Si esta es la interpretación literal de nuestro versículo, anali­ zando otros textos escriturísticos es posible profundizar ulterior­ mente su significado. En efecto, parece que Juan llega a esta triple especificación mediante una relectura de la tentación dirigida al hombre y a la mujer por la serpiente en Gén 3,1-6. Al cuestionar maliciosamente el límite que Dios les ha impuesto (Gén 2,16­ 17: «Puedes comer de todos los árboles del jardín; pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día en que comas, ciertamente morirás»), la serpiente insinúa en la mujer una

triple sugerencia («no moriréis, seréis como dioses, vuestros ojos se abrirán»: cf G én 3,4-5), conduciéndola a un cambio interior que se traduce en una nueva visión del mundo, preludio del gesto de tomar el fruto del árbol: «La mujer vio que el árbol era: - apetitoso para comer, - agradable a la vista - y deseable para adquirir sabiduría/poder» (Gén 3,6). El ansia de inmortalidad, de omnipotencia y de omnisciencia, acrecentada por la frustración debida a la incapacidad de aceptar el propio límite como criatura, empuja a considerar el mundo externo como un botín del que apoderarse, una realidad que está únicamente en función de la voracidad humana: en ese momento el pecado está ya consumado59. .. Pero nuestro recorrido puede continuar. De hecho, la tradición patrística ha presentado a Jesús tentado en el desierto por Satanás como lo contrario del adam del Génesis: allí donde adarn cayó, Jesús venció. Ahora bien, es significativo que M ateo y Lucas hayan resumido en tres las tentaciones sufridas por Jesús (cf M t 4,1-11; Le 4,1-13) y combatidas por él con la única arma de la obediencia a la palabra de Dios (cf M t 4,4.7.10; Le 4,4.8.12): - cambiar las piedras en pan; - poseer los reinos de la tierra; - arrojarse de lo alto del Templo para ser salvado milagrosa­ mente. En un análisis atento no puede pasar desapercibido el hecho de que las realidades evocadas aquí corresponden esencialmente a las de ljn 2,16, tal como lo comprendió ya Agustín60, que exhortaba 59 H e analizado más ampliamente esta dinámica en mi comentario a los primeros capítulos del Génesis: Adamo, dove sei?, Qiqajon, Bose 20073, 201-209. 60 A g u s t í n , o . c ., 11,14: «Ha mencionado tres realidades y no hallarás ninguna otra

a los cristianos a resistir a tales seducciones siguiendo el ejemplo de Cristo: «¿Te envuelve el amor del mundo? Agárrate a Cristo... Observando este modo de proceder [el de las palabras pronunciadas por Jesús como respuesta a Satanás], careceréis de la concupiscencia del mun­ do; al carecer de la concupiscencia del mundo, no os dominará ni el deseo de la carne, ni el deseo de los ojos, ni la ambición mundana, y haréis espacio a la caridad que llega a vosotros para que améis a Dios... Aferrad más bien el amor de Dios a fin de que, como Dios eterno, también vosotros permanezcáis eternamente, pues cada cual es según es su amor [talis est quisque, qualis eius dilectio est]»61. Esta es también la intención de Juan cuando exhorta a su comunidad a luchar contra la mundanidad y sus seducciones, que no sólo son efímeras y se caracterizan por la caducidad («el mundo pasa, y con él su voracidad»: ljn 2,17a), sino que también se oponen a la lógica de la koinonía, ya que se subordinan a una lógica egoísta, a la satisfacción de los propios apetitos. Por el con­ trario, «quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (ljn 2,17b) y «si caminamos en la luz», como Cristo caminó (cf ljn 2,6), «tenemos comunión unos con otros» (ljn 1,7).

cosa en que sea puesta a prueba la malsana apetencia humana que no sea la concu­ piscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos o la ambición mundana. De estas tres apetencias se sirvió el diablo para poner a prueba al Señor». El discurso se podría extender también al ámbito antropológico, poniendo las tres tentaciones en paralelo a la nota dominante del eros (libido amandi), a la de la posesión (libido possidendi), a la del poder y la afirmación de sí mismo (libido dominandi), respectivamente. H e analizado más extensamente estas temáticas en E. B i a n c h i , Daforestiero, Piemme, Casale Monferrato 1995,65-82. 61 A g u s t í n , o.c., 11,10.14.

No creer en los anticristos: I Jn 2 ,18-29

18 Hijitos, esta es la última hora y, como habéis oído, el anticristo viene; y he aquí que ya han surgido muchos anticristos; por eso conocemos que esta es la última hora. 19 Han salido de entre nosotros, pero no eran de los nuestros; porque si hubieran sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros; pero era necesario que se manifestase que no todos son de los nuestros. 20 Pero vosotros tenéis una unción mesiánica, recibida del Santo y todos tenéis conocimiento. 21 No os escribo porque no conozcáis la verdad, sino porque la conocéis y porque ninguna mentira procede de la verdad. 22 Y, ¿quién es el mentiroso sino quien niega que Jesús es el Cristo? Este es el anticristo: quien niega al Padre y al Hijo. 23 Quien niega al Hijo, no tiene tampoco al Padre; quien confiesa al Hijo, tiene también al Padre. 24 En cuanto a vosotros, que lo que habéis oído desde elprincipio more en vosotros. Si lo que habéis oído desde elprincipio mora en vosotros, también vosotros moraréis en el Hijo y en el Padre. 25 Esta es la promesa que él mismo [Cristo] nos ha hecho: la vida eterna. 26 Os escribo estas cosas acerca de los que tratan de seduciros.

27 En cuanto a vosotros, la unción mesiánica que habéis recibido de él [Cristo] mora en vosotros y no tenéis necesidad de que uno cualquiera os instruya; mas ya que su unción mesiánica os instruye en todo, y es verdadera y no miente, morad en él [ Cristo] como ella [la unción] os enseña. 28 Ahora, hijitos, morad en él [Cristo], para que, cuando se manifieste, tengamos confianza y no nos avergoncemos de encontrarnos lejos de él en su venida. 29 Si sabéis que él [ Cristo] esjusto, comprended también que quien practica la justicia ha nacido de É l [Dios].

«Esta

es la

última h o ra ... han surgido muchos anticristos»

En este momento, Juan pasa a afrontar directamente la delicada cuestión de las divisiones existentes dentro de la comunidad, exhortando a sus «hijitos» a guardarse del engaño de quienes son definidos aquí como «anticristos» (ljn 2,18.22), «mentirosos» (ljn 2,22) y, más adelante, «falsos profetas» (ljn 4,1). El estrecho entre­ lazamiento entre la intención polémica y las consideraciones de carácter parenético es evidente también desde el punto de vista de la estructura literaria. Después de la mención de los destinatarios («hijitos») y la enunciación del tema («esta es la última hora... el anticristo viene»), estos dos acentos diferentes se alternan como sigue: w . 18-19: polémica («ellos») w . 20-21: exhortación («vosotros») w. 22-23: polémica («quien niega...») w . 24-25: exhortación («vosotros»)

Antes de la conclusión parenética (w. 27-29) -que, al mismo tiempo sirve de transición, junto con los versículos 28-29, a la segunda parte de la C arta-, en el versículo 26 se enlazan las dos perspectivas, mediante una afirmación que expresa bien el conte­ nido global de ljn 2,18-29: «Os escribo estas cosas acerca de los que tratan de seduciros». «Esta es la última hora»62 (ljn 2,18): si en el cuarto evangelio se habla de la «hora» de Jesús, es decir, «la hora de pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1; cf 17,1) a través de su Pasión, muerte y Resurrección, a partir de la mañana de Pascua empieza «la última hora» de la historia, la hora que se extiende hasta la parousía de Cristo en la gloria (cf ljn 2,28). Juan vincula estrechamente la irrupción de la hora escatológica con la venida de un personaje definido como antíchristos, término que dentro del Nuevo Testa­ mento aparece sólo en las Cartas joánicas (ljn 2,18.22; 4,3; 2Jn 7). La idea de un adversario del M esías/Cristo hunde sus raíces en la apocalíptica judía (cf Testamento de Dan 5,10; 4 Esdras 5,6; 2 Baruc 36-40), que hace de este personaje, destinado a ser sometido por el mismo Mesías, un símbolo donde se concentra la oposición al plan salvífico de Dios. También el Nuevo Testamento presenta rastros de esta concepción: véase el enigmático texto de 2Tes 2,3-10 («el hombre inicuo, el hijo de la perdición, el adversario»: 2,3-4) o el de Ap 13,1-18, donde las dos «bestias» encarnan el poder totalitario que se alza contra los cristianos hasta perseguirlos y asesinarlos. Pero para comprender mejor la perspectiva joánica puede ser útil confrontarla con el discurso escatológico de Jesús transmitido por los evangelios sinópticos (cf M e 13 par.), que presenta los últi­ mos tiempos como hora de la tentación y de la gran tribulación, la hora en que la aparición de «falsos cristos» (pseudóchristoi: M e 13,22; M t 24,24) pondrá a prueba la vigilancia y la perseverancia de los cristianos. M ateo, en particular, resume esa situación con 62 Un concepto análogo es el que en los escritos de Qumrán aparece definido mediante la expresión «tiempo final» (cf 1QS 4,16-17; Pesher de Habacuc 7,7.12).

estas palabras: «Surgirán muchos falsos profetas y engañarán a muchos, y el exceso de la maldad enfriará el amor de mucha gente» (M t 24,11-12). Más en general, en todo el Nuevo Testa­ mento se encuentran advertencias a las comunidades cristianas en consideración de la última hora. En el discurso que pronuncia en Mileto, Pablo habla de la presencia de «lobos rapaces» después de su partida (cf H e 20,29-31); Pedro pone en guardia frente a los falsos profetas y los falsos maestros (cf2Pe 2,1-3); Judas habla de la aparición de impostores (cf Judas 17-19): la última hora que precede a la venida en la gloria del Señor Jesús está caracterizada por estas «pruebas», en las que los cristianos son fortalecidos para el encuentro con el Señor... Lejos de dedicarse a abstractas especulaciones sobre los aconte­ cimientos escatológicos, Juan historiza y actualiza la figura mítica del anticristo, la discierne en el ámbito de la vida comunitaria y, en consecuencia, puede afirmar: «Han surgido muchos anticristos; por eso conocemos que esta es la última hora» (ljn 2,18). ¿Quie­ nes son estos anticristos? Parece que Juan no se refiere a figuras carismáticas procedentes del exterior, sino a cristianos que él mismo ha evangelizado, los cuales «provienen de la comunidad y la amenazan, ya desde dentro ya desde fuera. No se dice que hayan sido excomulgados o se hayan organizado por su cuenta. Parece, en cambio, que se limitan a difundir su doctrina con extraordinario celo (cf 2Jn 7-11)... La comunidad empírica no coincide ya con la comunidad real»63. Es decir, dentro de la comunidad hay algunos miembros que en realidad están «fuera» de ella por su infidelidad, por su falsedad, porque no viven el seguimiento prometido y pro­ fesado. Nos encontramos frente a lo que las primeras comunidades cristianas percibían como una decadencia espiritual y una herida escandalosa a la koinonía: la dolorosa realidad de las divisiones en su interior y la posibilidad de la infidelidad hasta la traición por 63 H. B a l z , Le lettere di Giovanni, en H . Paideia, Brescia 1978, 315.

B a l z -W . S c h r a g e ,

Le lettere cattoliche,

E l am or vence a la muerte

parte de hermanos y hermanas de la propia comunidad. Terrible experiencia de la que no está exenta ninguna comunidad, ninguna Iglesia. No hay que olvidar que este es el fracaso sufrido también por Jesús dentro de su comunidad tras la traición de Judas. Juan ve cómo se repite así el drama que había afectado a la comunidad jesuana y que él debió de vivir con una intensidad particular. Puede ser significativo en este sentido el hecho de que el cuarto evange­ lio, el único que no presta particular atención al grupo de los doce apóstoles -n o nombra en ninguna ocasión al grupo completo de los Doce; es más, en Jn 21,2 menciona sólo a siete de ellos-, hace mención, a propósito del anuncio de la traición de Judas, del grupo de los «Doce» por tres veces en unos pocos versículos (Jn 6,67­ 71). En este contexto se ponen en boca de Jesús estas palabras: «“¿No os elegí yo a los doce? Y, sin embargo, uno de vosotros es un diablo”. Hablaba de Judas, hijo de Simón Iscariote; pues este lo iba a traicionar, y era uno de los Doce» (Jn 6,70-71). En la economía de la salvación, la comunidad de los Doce fue elegida libremente por Jesús y, sin embargo, «era necesario» que dentro de ella tuviera lugar la radical infidelidad, para que se manifestara si la pertenen­ cia a la comunidad era verdadera o falsa. De cualquier modo, Juan no habla de esta «facción» de la comu­ nidad primariamente para condenarla o para refutar sus posiciones erróneas, falsas, sino para hacer comprender a los cristianos fieles la verdad y la bondad de su permanencia en la comunidad, de su perseverancia. Juan quiere consolidarlos y consolarlos.

«Han salido de entre nosotros, pero no eran de los nuestros»

Frente a la crisis que vive la comunidad, Juan no invita a los cristianos a una controversia con sus adversarios, sino que afirma decididamente una regla precisa para discernir a los anticristos:

«Han salido de entre nosotros, pero no eran de los nuestros; porque si hubieran sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros; pero era necesario que se manifestase que no todos son de los nuestros» (ljn 2,19). Estos cristianos formaban parte de la comunidad, pero en realidad no pertenecían a ella; eran militantes, no discípulos de Jesucristo; amaban más sus ideas y sus proyectos que a los hermanos y hermanas reales con quienes vivían. Precisa­ mente por esto, al tener que elegir entre sus ideas y la comunidad, eligieron las ideas y salieron de la comunidad. Pero esta elección los desenmascaró y reveló su verdadera identidad. Comenta Agustín eficazmente: «Si antes de salir no eran de los nuestros, es que muchos que están dentro y no han salido son anticristos... Cada uno debe interrogar su conciencia y ver si es un anticristo... “Pues confiesan que conocen a Dios, pero le niegan con las obras” (Tit 1,16). Hemos hallado a los anticristos mismos: quien niega a Cristo con sus obras es un anticris­ to. No presto oído a lo que suena al oído, sino que pongo los ojos en cómo vive»64. Entre los criterios proporcionados por Juan para distinguir a los anticristos se encuentra en primer lugar, por tanto, el vinculado a la capacidad de perseverar hasta el fin dentro de la comunidad cristiana: el hecho de que algún miembro llegue a abandonar la comunidad constituye de por sí el signo decisivo de que está en la mentira y se opone efectivamente a Cristo. Se trata de un concepto análogo al expresado por Pablo: «Es necesario que haya divisiones entre vosotros, para que se sepa quiénes son los verdaderos creyen­ tes en medio de vosotros» (lC o r 11,19). Unicamente la perseverancia permite verificar en profundidad la calidad de la existencia cristiana: «Sólo es realmente cristiano quien 64 A g u s t í n , o. c., 111, 4 . 8 .

persevera hasta el fin»65. En efecto, quien, aun pecando, persevera en la comunión fraterna, desvelando y confesando su miseria y su pecado, revela al mismo tiempo la fidelidad de la gracia de Dios. En cambio, quien, aunque esté movido por elevadas exigencias de justicia o animado por una actitud de pretendida pureza, llega a abandonar el espacio comunitario y a despreciar a quien perma­ nece en él, termina siendo un anticristo, porque contradice con sus elecciones la praxis de Jesucristo: él se hizo solidario hasta al fin con los pecadores, permaneció con los Doce y con las mujeres, sus discípulas, a pesar de que no comprendían y eran infieles a su espíritu (cf M e 8,17-21; Le 9,54-55) hasta el punto de negarlo y abandonarlo (cf M e 14,50). Por tanto, la expresión del autor, más que una condena, es una constatación hecha -podríam os decir- después de lo sucedido: el enfriamiento del amor hacia los hermanos y las hermanas, y los juicios que acusan sin misericordia, producen antes o después el abandono de la comunidad por parte de quienes, comportándose como verdaderos ciegos (cf Jn 9,41), se sienten sin pecado (cf ljn 1,8.10)... Al mismo tiempo, el vínculo entre perseverancia en la comunidad y autenticidad del discipulado constituye una admonición severa también para quienes perma­ necen en la comunidad: nadie tiene garantizada la perseverancia hasta el fin y, por tanto, cada miembro es llamado a medir cada día -hasta el último instante de la vida- la propia fidelidad y la auten­ ticidad de la propia fe, como advierte también Pablo: «Quien está en pie, tenga cuidado de no caer» (cf lC o r 10,12). Pero en los disidentes de la comunidad joánica hay también un error relativo a la fe: son mentirosos porque niegan que Jesús sea el Mesías, niegan al Padre y al Hijo (cf ljn 2,22-23). No es fácil para nosotros comprender con exactitud el contenido de estas expresiones juzgadas por Juan como mentira. Pero podemos percibir que, según el autor de la Carta, estos hermanos llegaron 65 T e r t u l i a n o ,

Prescripciones contra todas las herejías 3 ,6 .

a negar el carácter mesiánico de Jesús y su relación filial con el Padre: desconocen la relación de comunión intratrinitaria y niegan la autenticidad de la venida del Hijo al mundo. Más adelante, Juan dirá también que no confiesan «a Jesucristo venido en la carne» (cf ljn 4,2), «venido con agua y sangre» (ljn 5,6), y entonces com­ prendemos que su error consiste también en no acoger de modo fiel el misterio de la Encarnación, de la humanización de Dios: en este sentido son «el anticristo», «el que reniega» (ho arnoúmenos). Es cierto que precisamente en esta confesión de fe relativa a la condición humana de Jesús y a su condición de Mesías y, por tanto, de Hijo de Dios, está el carácter específico de la fe cristiana. Jesús es el hombre, totalmente hombre, que con su vida humana visible y pública narró al Dios invisible (cf Jn 1,18): sólo afirmando su humanidad histórica, concreta, y leyéndola en la fe, el creyente conoce al Dios invisible; sólo Jesús hombre nos da, como Hijo venido de Dios, la inteligencia para conocer al verdadero Dios (cf ljn 5,20); sólo pasando a través de él podemos ir al Padre (cf Jn 14,6); sólo el Hijo puede revelarnos a Dios, alzarnos el velo que lo cubre (cf M t 11,27; Le 10,22). En suma, no se puede captar la verdad de Dios si no se comprende desde la narración definitiva que nos ha dejado Jesús con su existencia terrena. Negar esta verdad, esta identidad de Jesús, es obra del embustero, el diablo (cf Jn 8,44) y, por consiguiente, de quienes se dejan seducir por él, los cuales se convierten también en mentirosos.

«Tenéis una unción mesiánica, recibida del Santo»

Después de haber puesto en guardia a sus «hijitos», Juan se dirige a ellos dejando que sean ellos mismos jueces de los acontecimientos que viven, como verdaderos pneumatikoi, «hombres espirituales», animados por el Espíritu Santo que siempre guía y previene a los

creyentes: «Vosotros tenéis una unción mesiánica [chrisma]bb, reci­ bida del Santo» (ljn 2,20). Valiéndose de su condición de padre y maestro, Juan podría intervenir con autoridad, pero prefiere confiar el juicio a los cristianos, fiándose de su capacidad de dis­ cernimiento: ellos pueden y deben tomar postura a propósito de las tensiones y las divisiones que atraviesan a la comunidad. Parece que en esta sección el autor se complace en recurrir a un juego de palabras a partir de la raíz griega chri-, que se encuentra presente en «anticristo» (w. 18 y 22), en «crisma (unción)» (w. 20 y 27) y en «Cristo» (v. 22). Todos estos términos llevan en su raíz el concepto de la unción y remiten ante todo a Jesús como Ungido, traducción literal del término Mesías/Cristo; después, a los cristianos, también ungidos, y a quienes se oponen al Ungido, los anticristos. Juan recuerda a los miembros fieles de la comunidad que ellos poseen «la unción» recibida del Ungido por excelencia, el Santo, que es Jesucristo. Pero, ¿qué es este óleo, esta unción? Para algunos exégetas es la palabra de Dios; para otros es el Espíritu Santo. En realidad, precisamente porque Juan indica como fruto de la unción el conocimiento («todos los que tenéis conocimiento»: ljn 2,20), se puede afirmar que este óleo que tiene función de enseñanza, este óleo que «es verdadero y no miente» (ljn 2,27), es el Espíritu Santo que «enseña todas las cosas» (Jn 14,26) y «guía a la verdad completa» (Jn 16,13), recordando la palabra de Cristo; al mismo tiempo, este óleo es justamente la palabra de Cristo, el Evangelio que vive en el corazón del creyente gracias al Espíritu Santo. Este óleo-unción permanece operante en el momento pre­ sente, eficaz en todo cristiano; es el maestro interior que permite reconocer y realizar la verdad a través de la práctica del manda­ miento nuevo del amor fraterno. 66 Si Juan prefiere hablar de chrisma (lit.: «aceite, ungüento») en vez dzpneuma («Espí­ ritu») -como, por el contrario, hace Pablo en 2Cor 1,21-22, un texto análogo al nuestro-, se debe probablemente a que su comunidad conoce ya la práctica sacramental, sobre todo la bautismal: hay, por tanto, una objetivación del don del Espíritu Santo, cuyo signo y experiencia concreta, bien arraigada en la memoria de los cristianos, es la unción.

Dicho de otro modo, cada cristiano -y el pueblo de Dios en su conjunto- posee el sensusfideibl\ no un discernimiento individual y privado, sino un discernimiento personal e iluminado por la fe; el discernimiento de una persona en comunión con el cuerpo de Cristo, la Iglesia. La unción recibida del Santo permanece en los cristianos y plasma su sensus fidei, capacitándolos para discernir entre la voz oída «desde el principio» (ljn 2,24) y las múltiples voces de los anticristos: «Podéis comprender todas las cosas por vosotros mismos68. No os escribo porque no conozcáis la verdad, sino porque la conocéis y porque ninguna mentira procede de la verdad» (ljn 2,20b-21). Juan profundiza ulteriormente este mismo concepto en el ver­ sículo 27: «La unción mesiánica que habéis recibido de él [Cristo] mora en vosotros y no tenéis necesidad de que uno cualquiera os instruya; mas ya que su unción mesiánica os instruye en todo, y es verdadera y no miente». Se hace eco aquí de un pasaje de la profe­ cía de Jeremías: «Esta será la alianza que haré con la casa de Israel después de aque­ llos días, dice el Señor: pondré mi ley en su interior, la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo. No tendrán ya que instruirse mutuamente, diciéndose unos a otros: “Conoced al Señor”, porque todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor» (Jer 31,33-34). El autor no está afirmando que la comunidad no tiene ya necesidad de ser instruida por un maestro humano; más bien el hecho mismo de que advierta la necesidad de dirigirle una carta magisterial para ponerla en guardia frente a posibles desviaciones 67 C f Lumen gentium 12. 68 Esta es otra forma de traducir el texto del versículo 20b siguiendo la lección pánta («todas las cosas»), atestiguada por el Códice alejandrino y transmitida también en la Vulgata (mostis omnia»), en vez de la lección pántes («todos»), presente en los Códices sinaítico y vaticano y comúnmente preferida.

muestra claramente lo contrario. Quiere sostener, de un modo más profundo, que la comunidad no tiene necesidad de maestros cualesquiera, sino únicamente del Espíritu, el cual, a través de su unctio magistré9, enseña todas las cosas y es memoria actualizadora de las palabras de Jesús. Es elocuente el comentario de Agustín a este respecto: «Entonces, ¿qué hago, hermanos, yo que os estoy enseñando? Si su unción os instruye sobre todas las cosas, parece que trabajamos en vano. ¿Para qué gritar tanto? Es preferible confiaros a su unción y que ella os instruya. Pero ahora me planteo una cuestión y se la plan­ teo al mismo apóstol Juan... Tú mismo has dicho: “Ya que su unción mesiánica os instruye en todo” (ljn 2,27). ¿Por qué escribiste esta carta? ¿Por qué les enseñabas tú? ¿Por qué les instruías? ¿Por qué los edificabas? Ved ya aquí un gran misterio, hermanos. El sonido de nuestras palabras golpea vuestros oídos, pero el Maestro está den­ tro [magister intus est]. No penséis que alguien aprende algo de otro hombre. Podemos poner alerta mediante el sonido de nuestra voz, pero si no se halla dentro alguien que enseñe, el sonido que emitimos sobra... Quien instruye, pues, es el Maestro interior [interior magis­ ter]; quien instruye es Cristo, quien instruye es su inspiración»70.

«Hijitos, morad en él [Cristo]»

La segunda parte de este fragmento se caracteriza por la recu­ rrencia insistente a la expresión ménein en, «morar, permanecer en» (presente ya, por lo demás, en ljn 2,6.10.14), en oposición al comportamiento de cuantos han abandonado la comunidad (cf ljn 2,19): 69 B e r n a r d o

d e C l a r a v a l , Sermones sobre el C antar de los cantares

LXXXIII,6. 70 A g u s t í n ,

o . c .,

111,13.

XVII,2

y

«Que lo que habéis oído desde el principio more en vosotros. Si lo que habéis oído desde el principio mora en vosotros, también voso­ tros moraréis en el Hijo y en el Padre» (ljn 2,24). «La unción mesiánica que habéis recibido de él [Cristo] mora en vo­ sotros... Morad en él [Cristo] como ella os enseña» (ljn 2,27). «Ahora, hijitos, morad en él [Cristo]» (ljn 2,28). Juan exhorta a los cristianos a custodiar lo que han escuchado desde el principio (cf ljn 1,1; 2,7.14), es decir, la palabra de Dios. Si la Palabra mora, permanece en los creyentes -y, por tanto, los creyentes en ella (cf Jn 8,31)-; la Palabra les permite morar en el Hijo y en el Padre, que son «una sola cosa» (Jn 10,30). Este es también el motivo por el que «quien niega al Hijo, no tiene tam ­ poco al Padre», mientras que «quien confiesa al Hijo, tiene también al Padre» (ljn 2,23). A su vez, la Palabra llega a ser eficaz y ope­ rativa por el Espíritu Santo que mora en los creyentes, el chrtsma que los convierte justamente en christianoí. Gracias a esta sinergia sinfónica que tiene lugar en su corazón, el cristiano puede morar en el Hijo, esperando confiadamente su manifestación en la gloria (cf ljn 2,28) y el cumplimiento de la promesa de la vida eterna (cf ljn 2,25; Jn 6,40). Sí, la Palabra y el Espíritu guían al cristiano al encuentro con el Padre, como reveló Jesús a la Samaritana: «Créeme, mujer, se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Llega la hora, y en ella estamos, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y en Verdad», es decir, en el Espíritu Santo y en Jesucristo, la Palabra, «porque así son los adoradores que el Padre quiere» (Jn 4,21.23). Pues bien, en la existencia de los cristianos todo esto encuentra su manifestación más cotidiana en la capacidad de permanecer estables en Cristo: «Hijitos, morad en él [C risto]... Si sabéis que

él es justo, comprended también que quien practica la justicia ha nacido de El [Dios]» (ljn 2,28-29). Jesús es justo; más aún, es el Justo por excelencia (cf Le 23,47), y a cuantos se adhieren a él los hace justos, adquieren la capacidad de practicar la justicia, es decir, como veremos más adelante, de actuar según la voluntad de Dios: de este modo revelan su condición de nacidos de Dios (cf ljn 2,29), hijos en el Hijo. La primera parte de la Carta termina, por consiguiente, con esta nota confiada. Con todo, Agustín, enlazando la afirmación de ljn 2,29 con lo que sigue, no deja de recordar la perspectiva de la dura lucha contra el pecado como elemento constitutivo de la vida cristiana (cf ljn 3,4-10): «El comienzo de nuestra justicia es el reconocimiento de los pecados. En el momento en que empiezas a no justificar tus pecados, ya ha comenzado a existir en ti la justicia; pero sólo alcanzará su plenitud cuando no te deleite hacer nada más, cuando la muerte sea absorbida en la victoria (cf ICor 15,54), cuando ninguna apetencia mundana te seduzca, cuando no haya lucha con la carne y la sangre, cuando se logre la corona de la victoria, el triunfo sobre el enemigo. Entonces la justicia habrá alcanzado su perfección. Ahora todavía competimos; si competimos, nos hallamos en el estadio; herimos y nos hieren, pero se está a la espera de saber quién será el vencedor. Vence el que, cuando logra herir al adversario, no presume de sus fuerzas, sino que lo atribuye a Dios que le animaba. El único que lucha contra noso­ tros es el diablo. Si tenemos a Dios a nuestro lado, lo vencemos... Por tanto, ved, hermanos, cómo continúa esta Carta. Nos recomienda que venzamos al diablo, pero no con nuestras propias fuerzas. “Si sabéis que él es justo”, dice, “comprended también que quien practica la justicia ha nacido de Él [Dios]” (ljn 2,29), es decir, de Dios, de Cristo»71. 71 Ib, IV,3.

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ljn 3,1—4>6

S e r (cam inar co m o ) hijos de Dios: I Jn 3,1-3

1 M irad qué gran amor nos ha dado el Padre: somos llamados hijos de Dios, ¡y lo somos realmente! Por esto el mundo no nos conoce, porque no le ha conocido a él. 2 Queridos míos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él[ Cristo] se manifieste, seremos semejantes a É l [a Dios], porque le veremos tal y como es. 3 Quien tiene esta esperanza en él [Cristo] se purifica a sí mismo, como él espuro.

« Som os llamados hijos de Dios, ¡y lo som os realmente!»

Si en ljn 1,5-7, el pasaje paralelo al nuestro72, Juan exhorta a los cristianos a «caminar en la luz», ahora los invita a meditar cen­ trando su atención en su condición de «hijos de Dios» -tem a que había sido introducido ya como conclusión de la sección anterior (cf ljn 2,29)-, es decir, hijos de la luz, porque «Dios es luz» (ljn 1,5); todo esto en una perspectiva marcadamente cristológica. Así pues, los creyentes están llamados a contemplar con estupor («mirad», ídete: l jn 3,1) el gran don que han recibido de parte de Dios, a contemplar el amor de aquel que ha eliminado la con­ traposición y la enemistad existente entre él y los hombres hasta hacerlos hijos suyos. En el cuarto evangelio, Juan había afirmado que Dios había manifestado su amor entregando a su propio Hijo -«tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,16; cf ljn 4,10)-, pero en nuestro pasaje va aún más allá: el gran don de Dios se manifiesta en el hecho de que ha convertido a los hombres en hijos suyos. Además de retomar la idea del pueblo de Israel como hijo de Dios en sentido colectivo (cf Éx 4,22; Os 11,1), el autor alcanza aquí la concepción de una filiación divina personal, desarrollada sobre todo en la literatura sapiencial (cf Sab 2,13-18; 5,5; Si 23,1-4, etc). Ahora bien, si ya el Antiguo Testamento define a los creyentes como «hijos del Altísimo» (Sal 82,6; cf Jn 10,34-38), después de que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, he aquí que «a quienes lo reciben les da el ser hijos de Dios, a quienes creen en su Nombre, los cuales no han sido engendrados de sangre, ni de deseo de carne ni de deseo de hombre, sino por Dios» (Jn 1,12­ 13). El engendrado en sentido estricto es el Hijo unigénito, Jesu­ cristo; pero si el creyente acoge al Hijo, si se adhiere a su Nombre, entonces experimenta que no es engendrado por una voluntad 72 Véase la estructura de la Carta, p. 192 de este mismo libro.

humana, y se abre a la generación por parte de Dios: como conse­ cuencia, se convierte en hijo en el Hijo, hasta llegar a ser el hijo. En este sentido escribe también Ireneo de Lyon las siguientes palabras audaces: «Para eso se hizo el Verbo hombre, y el Hijo de Dios Hijo del hom­ bre, para que el hombre, mezclándose con el Verbo y recibiendo la filiación adoptiva, se hiciese Hijo de Dios... El Verbo de Dios, nues­ tro Señor Jesucristo, quien por su inmenso amor (cf Ef 3,19) se hizo lo que nosotros somos, a fin de elevarnos a lo que él es»73. Y Juan insiste: «Somos llamados hijos de Dios, ¡y lo somos realmente!» (ljn 3,1a). Del mismo modo se lee en un texto judío: «Amadísimos [de Dios] los hijos de Israel, que han sido llamados hijos de Dios. Pero un amor suplementario es que ellos sepan que son llamados hijos de Dios, como está escrito: “Vosotros sois hijos por el Señor vuestro Dios” (D t 14,l)»74. La realidad de la filiación divina es escandalosa, casi inconcebible para los hombres, los cuales pueden llegar a sentirse metafóricamente hijos de Dios, pero les resulta difícil pensar que lo son efectivamente. No, la realidad es justamente esta: los cristianos son ya desde ahora hijos de Dios, gracias al amor infinito de un Dios que elige convertir en hijos a quienes son pecadores miserables. Hay un dato objetivo que permite experimentar concretamente tal condición de hijos, un dato que toca a la cotidianeidad de su confesión de fe: es el hecho de que son «diferentes» con respecto al mundo: «Por esto el mundo no nos conoce, porque no le ha conocido a él» (ljn 3,1b), es decir, al Padre en su Hijo. Nos encon­ tramos de nuevo frente a la contraposición entre los cristianos y la mundanidad (cf l jn 2,12-17), precisada aquí mediante la mención del rechazo de Jesús por parte del mundo: el mundo no lo ha reco­ 73 I r e n e o d e L y o n , 74 Pirqe'Abot 3,14.

Contra las herejías 111,19,1: V, p r ó lo g o .

nocido; más aún, ha llegado incluso a rechazarlo y matarlo y, por consiguiente, no puede ni siquiera conocer a quienes le pertenecen, según las palabras del mismo Cristo: «Yo les he dado tu palabra, Padre, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn 17,14). Sí, esta oposición entre el creyente y el mundo no es sólo un dato cotidiano, sino también un imperativo. Si el cristiano no experimenta oposición por parte del mundo, pregúntese si esto no depende de su propia mundanidad, que esconde la «diferencia cristiana» y revela, por el contrario, la pertenencia a la mentalidad que domina el mundo.

«A ú n no se ha manifestado lo que seremos»

En virtud de lo que se acaba de decir, Juan puede llamar «amadí­ simos» de Dios (ljn 3,2) a los destinatarios de la Carta: esta es la cualidad que los distingue. Como en ljn 2,7, este apelativo intro­ duce y pone de relieve una afirmación particularmente importante: «Ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos» (ljn 3,2a). Ya en el presente los cristianos deben vivir en la certeza de que son amados por Dios como hijos suyos; pero hay un acontecimiento inminente, la venida de Cristo en la gloria (cf ljn 2,28), que revelará en plenitud su verdadero ser: «Cuando él [Cristo] se manifieste, seremos semejantes a El [Dios], porque le veremos tal y como es» (ljn 3,2b). Entonces verán a Dios cara a cara y ya no morirán (cf Ex 33,20), podrán conocerlo plenamente y verán realizada por fin su búsqueda, su deseo de ver a Dios, lle­ gando a ser semejantes a El, su verdadera imagen. Los creyentes, por lo tanto, son llamados a vivir siendo conscientes de que, en el momento presente, lo extraordinario de su existencia consiste en haber entrado en comunión con el Padre a través del Hijo, una comunión real, pero que será plena sólo al final de los tiempos.

Juan expresa aquí una verdad afirmada, si bien con palabras ligeramente diferentes, también por Pablo: «Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo se manifieste, él que es vuestra vida, entonces vosotros también apareceréis con él en la gloria» (Col 3,3-4). No obstante, hay que admitir que esta perspectiva está oculta no sólo a los ojos del mundo, sino a menudo también a los ojos de los cristianos, ya sea por falta de fe, ya sea, más simplemente, por su incapacidad de entenderse a sí mismos en verdad, es decir, con la mirada de Dios. Sin embargo, de una lectura sintética del Nuevo Testamento se deduce con claridad que en el último día tendrá lugar la plena manifestación de los hijos de Dios, esperada con impaciencia por toda la creación (cf Rom 8,19). Entonces habrá una sola realidad, Dios, y en Dios, a través de Cristo, los creyentes (cf lC o r 15,28), plenamente conformes al Hijo unigénito y, así -según la atrevida revelación de la segunda Carta de Pedro-, «partícipes de la naturaleza divina» («theías koinonoi physeos»: 2Pe 1,4)-. Hemos llegado así al umbral de lo inefable, a lo que es imposible para el hombre y sus fuerzas: la théosis, la divinización, esa realidad que la tradición cristiana oriental expresó mediante la máxima de Atanasio de Alejandría: «Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser Dios»75. Comentando ljn 3,2, Orígenes escribe: «El Señor mismo en el evangelio habla de esta esperanza [en la di­ vinización] no sólo como una realidad futura, sino también como algo destinado a acontecer gracias a su intercesión. En efecto, él se preocupa de pedir al Padre por sus discípulos: “Padre, yo quiero que también los que me has confiado estén conmigo donde yo estoy... Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa” (Jn 17,24.21). Parece, por lo tanto, que esta semejanza puede conocer, por decirlo así, un progreso y que, siendo semejantes, 75 A t a n a s io d e A l e j a n d r í a , La

encarnación 54,3.

llegarán a ser uno; de hecho, es cierto que al final de los tiempos “Dios será todo en todos” (cf ICor 15,28)»76. E n el hoy de los cristianos, la fe en esta semejanza con Dios mediante la configuración con Cristo, la fe en esta transfiguración de sus pobres vidas en su belleza, se traduce en esperanza (elpís: única ocurrencia de esta palabra en todos los escritos joánicos), como afirma Juan inmediatamente después: «Quien tiene esta esperanza en él [Cristo], se purifica a sí mismo, como él es puro» (ljn 3,3). En efecto, los creyentes viven situados entre dos revela­ ciones de Cristo: la acontecida en la historia, en la que Juan oyó, vio y tocó la Palabra de la vida (cf ljn 1,1), y la que está por venir, es decir, la inminente venida en la gloria de «Jesucristo, nuestra esperanza» (IT im 1,1). Si mantienen viva la esperanza en esta manifestación definitiva de Cristo, apresurando la venida del Señor con toda su existencia, están ya desde ahora purificados de los pecados, haciéndose «puros como ¡kathós] Cristo es puro», es decir, santificados por él, «víctima de expiación por nuestros pecados» (ljn 2,2; 4,10); haciéndose semejantes a él, «el Santo de Dios» (Jn 6,69; cf 17,17-19). Ser hijos de Dios y crecer en la semejanza con El es para el autor una dinámica real, que se desarrolla ya, aquí y ahora, dentro de la opacidad de la existencia y de la historia humana; él no olvida la fragilidad constitutiva del hombre, sino que considera su posible transformación por obra de Dios. Parece que Juan expresa aquí con otras palabras lo que afirma también Pablo: «Todos nosotros, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos transformamos en su misma imagen, resultando siem­ pre más gloriosos, bajo el influjo del Espíritu del Señor» (2Cor 3,18). El camino de conversión hacia la plena estatura de hijos de Dios no es, por tanto, únicamente obra de una disciplina en la que 76 O r í g e n e s , Los principios 111,6,1.

hemos de consentir, sino que es un acontecimiento mucho más radical: Cristo mismo, a quien los cristianos esperan con impaciencia, los transforma a su imagen, purificando y transfigurando toda su vida (cf Flp 3,21).

R o m p e r con el pecado: I Jn 3,4-10

4 Quien comete pecado, comete también la iniquidad, porque el pecado es la iniquidad. 5 Sabéis que él [ Cristo] se ha manifestado para quitar los pecados, y en él no hay pecado. 6 Quien mora en él no peca; quien peca, ni le ha visto ni le ha conocido. 7 Hijitos, que nadie os engañe. Quien practica lajusticia esjusto como él esjusto; 8 quien comete pecado es del diablo, porque el diablo peca desde elprincipio. Para esto se ha manifestado el Hijo de Dios: para disolver las obras del diablo. 9 Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque su semilla mora en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios. 10 En esto se distinguen los hijos de Dios y los hijos del diablo: quien no practica lajusticia no es de Dios, ni quien no ama a su hermano.

«Quien mora en él [Cristo] no peca»

Después de haber revelado a los cristianos su condición de hijos de Dios, Juan los estimula a actuar en consecuencia: si uno es hijo de Dios, tiene que romper con elpecado y practicar lajusticia. Pero hay que comprender de un modo inteligente estas palabras. El autor no pretende proponer un ideal de impecabilidad, como si los cristianos no cometieran ya ningún pecado, porque sabe perfectamente que dentro de la comunidad cristiana se cometen pecados y que nadie puede considerarse libre de ellos. Por lo demás, lo ha afirmado ya claramente: «Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros» (ljn 1,8). Es más, precisamente por este motivo, Juan ha recordado también que hay un abogado junto al Padre, Jesucristo, el Justo, que intercede para la remisión de los pecados (cf ljn 2,1-2). Juan está hablando aquí de un pecado radical, que establece una oposición entre el hombre y la palabra de Dios, «el pecado es la iniquidad» (cf ljn 3,4); como se precisará más adelante, «un pecado que lleva a la muerte» (ljn 5,16), por el cual dice que no se ha de rezar. De hecho, en su acepción más profunda, el pecado no consiste en las caídas concretas, sino que se revela en el endu­ recimiento del corazón, en la oposición a la palabra de Dios y en el rechazo a Cristo. Juan procede aquí de un modo análogo al que ha seguido ya a propósito de la relación instaurada entre los man­ damientos y el mandamiento nuevo del amor, el cual no sólo los compendia todos, sino que los trasciende (cf ljn 2,3-11). Así, tam­ bién aquí hay un pecado radical que excede los pecados considera­ dos individualmente y, si bien es verdad que los cristianos siguen cometiendo pecados, es fundamental que no cometan el pecado, el pecado por excelencia que es rechazo de Cristo y, en último aná­ lisis, rechazo del amor. Cuando se rechaza el amor, entonces hay iniquidad, es decir, una rebelión radical contra Dios. Pues bien, «[Cristo] se ha manifestado para quitar los pecados,

y en él no hay pecado» (ljn 3,5; cf Jn 1,29). Pero hay algo más. Los efectos de esta acción del Señor consisten en la posibilidad ofrecida al hombre de extirpar de raíz el pecado, a condición de que acceda a la vida con Cristo y en Cristo: «Quien mora en él [Cristo] no peca... Q uien practica la justicia es justo como él es justo» (ljn 3,6-7). En cambio, quien comete el pecado muestra que no ha visto ni conocido nunca al Señor, aunque de palabra sostiene que es su discípulo (cf también M t 7,22-23; Le 13,26-27). Y, en definitiva, hay un solo signo concreto del gran pecado: lafalta de amor fraterno (cf ljn 3,10). Es Agustín quien interpreta en este sentido el texto, proporcionándonos un espléndido comentario: «¿Qué pecado es este? Obrar contra el mandamiento. ¿Cuál es ese mandamiento? “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros” (Jn 13,34). Concentraos. A este mandato de Cristo se le llama amor; en virtud de ese amor se borran los pecados. El no tener ese amor no sólo es un grave pecado, sino la raíz de todos los pecados... Quien obra contra la caridad y contra el amor fraterno no ose gloriar­ se y sostener que ha nacido de Dios; en cambio, quien esté asentado en el amor fraterno, en ningún modo puede cometer ciertos pecados y, en particular, el de odiar al hermano. ¿Y qué pasa con los restantes pecados, en referencia a los cuales se dijo: “Si decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en noso­ tros”? Escuche la seguridad que le garantiza otro pasaje de la Escritura: “La caridad cubre la multitud de los pecados” (IPe 4,8)»77.

« Quien ha nacido de Dios no comete pecado»

Empieza a aparecer con una cierta insistencia el tema del amor, que tanta importancia tendrá en la continuación de la Carta. El man­ 77 A g u s t í n ,

Comentario a la primera Carta de Juan V,2.3.

damiento nuevo del agápe consiste en amar a los hermanos como Jesucristo los amó, y el cristiano que lo observa no deja ya espacio en sí para el pecado; por el contrario, viviendo en este mundo, revela que está injertado en Cristo y, por tanto, que está dispuesto a dar la vida por los hermanos. No hay que olvidar que el verdadero hombre, tal como nos lo presenta Juan en el cuarto evangelio, es Jesús en el Pretorio ante Pilato («Ecce homo!»: Jn 19,5), el hombre humillado y asimilado a las víctimas, precisamente mientras da su vida por los otros: este es el Mesías, el rey de los judíos (cf Jn 18,33.39; 19,3.19.21). Siguiendo su ejemplo, los cristianos sólo pueden ser personas dispuestas a dar la vida por los hermanos. Es significativo que antes del acontecimiento de la cruz, la sangre de las víctimas era una petición de venganza a Dios, «gritaba a El desde el suelo» (cf Gén 4,10). Por el contrario, el grito que Jesús eleva al Padre al morir es una invocación de perdón: «Padre, perdó­ nales, porque no saben lo que hacen» (Le 23,24); y también Esteban, el primer mártir, ora del mismo modo: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (He 7,60). Siguiendo las huellas de Cristo, por consiguiente, el cristiano es llamado a dar la vida por todos los hom­ bres, también por los enemigos, y a orar por ellos, para que también ellos, purificados por la sangre de Cristo, sean salvados y redimidos. Esta es la amplia perspectiva revelada por el anuncio joánico del amor: quien vive este amor está ya libre de pecado. Para describir la situación opuesta, Juan recurre a palabras extre­ madamente claras: «Quien comete pecado es del diablo, porque el diablo peca desde el principio. Para esto se ha manifestado el Hijo de Dios: para disolver las obras del diablo» (ljn 3,8). Y un poco más adelante añade: «En esto se distinguen los hijos de Dios y los hijos del diablo: quien no practica la justicia no es de Dios, ni quien no ama a su hermano» (ljn 3,10): o amamos y somos hijos de Dios o, por el contrario, no amamos y somos hijos del diablo. Este trata de seducir al hombre y alejarlo de Dios, empujándolo hacia la iniquidad, la cual se manifiesta justamente en el enfria­

miento del amor (cf M t 24,12). Pero con la venida de Cristo el diablo «ha sido echado fuera» (cf Jn 12,31), y al hombre se le ha dado la posibilidad de sustraerse a su poder: esto no significa que el cristiano no pueda pecar, sino que estápreservado delpecado de no creer en el amor, de no creer en Cristo. ¿Y en qué consiste, para el creyente, esta fuerza capaz de vencer al demonio? En ser engendrado como hijo a través de la semilla divina: «Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque su semilla [spérma autoü] mora en él» (ljn 3,9). La semilla divina, llena de potencia, una vez sembrada en el hombre lo hace capaz de realizar las acciones de Dios; y, porque «Dios es amor» (ljn 4,8.16), su semilla es portadora de las cualidades de este amor, que se opone con fuerza al odio, la característica que domina en el mundo, y capacita al cristiano para el agápe. De un modo más pre­ ciso, se trata de la semilla de la Palabra: «La palabra de Dios mora en vosotros y habéis vencido al Perverso» (ljn 2,14). Un pasaje de la primera Carta de Pedro ilumina esta afirmación joánica: «Amaos entrañablemente unos a otros, como quienes han nacido de nuevo; y no de una semilla corruptible, sino incorruptible, la palabra viva y eterna de Dios» (IPe 1,22-23). Sí, los cristianos nacen de nuevo cada día y gracias a la palabra de Dios, verdadero principio engendrador; sólo la fuerza de esta Palabra les permite no caer en el gran pecado y los hace hijos de Dios, capaces de practicar la justicia de Dios, es decir, de amar a los hermanos (cf ljn 3,10).

O b se rvar los m andam ientos: I Jn 3,11-24

11 Porque este es el mensaje que habéis oído desde elprincipio: que nos amemos los unos a los otros. 12 No como Caín, que era del Perverso y mató a su hermano.

Y, ¿por qué lo mató? Porque sus obras eran perversas, y las de su hermano justas. 13 No os extrañéis, hermanos, si el mundo os odia. 14 Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte. 15 Quien odia a su hermano es un homicida, y vosotros sabéis que ningún homicida tiene la vida eterna que mora en él. 16 En esto hemos conocido el amor: en que él [ Cristo] ha dado su vida por nosotros; y también nosotros debemos dar la vida por los hermanos. 17 Si alguno tiene riquezas en el mundo, y, viendo a su hermano en la necesidad, le cierra el corazón [lit.: las visceras], gcómo puede morar en él el amor de Dios? 18 Hijitos, amémonos no de palabra ni de boquilla, sino con obras y de verdad. 19 En esto sabremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón delante de Él: 20 si nuestro corazón nos acusa, Dios es más grande que nuestro corazón y lo sabe todo. 21 Amadísimos, si nuestra conciencia no nos acusa, tenemos confianza en Dios, 22 y todo lo que pidamos, lo recibiremos de Él, porque observamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. 23 Este es su mandamiento: que creamos en el Nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos los unos a los otros, según el mandamiento que nos ha dado. 24 Quien observa sus mandamientos mora en Dios,

y Dios en él. Por esto conocemos que E l mora en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado.

«Este es el m ensaje... que nos am em os los unos a los otros»

Juan exhorta ahora a sus «hijitos» a observar los mandamientos, procediendo una vez más -com o ha hecho ya en ljn 2,3-11- a la simplificación de las entolaí en la única entolé, el mandamiento nuevo del amor. De hecho, el tema principal de nuestra perícopa, que representa una especie de anticipación de la gran celebración hímnica del agápe (cf ljn 4,7-21), está constituido por la buena noticia del amor recíproco dentro de la comunidad cristiana: «Este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos los unos a los otros» (ljn 3,11). Este es el mandamiento nuevo, es la palabra constitutiva de la Iglesia, es la conditio sine qua non para el ser de la comunidad cristiana. Confesión de fe y praxis cristiana, ortodoxia y ortopraxis están indisolublemente ligadas, no pueden existir la una sin la otra. Más precisamente, el amor es posible para el hombre sólo como don de Dios, amor descendente, en la forma manifestada por Dios en Jesucristo; pero el don de Dios acogido se convierte en respuesta, responsabilidad: como consecuencia, toda la existen­ cia cristiana consiste en la vocación de los discípulos de Cristo a amarse los unos a los otros como los ha amado su Maestro y Señor, hasta la muerte (cf Jn 13,1.34). Sí, el amor fraterno, la capacidad de amarse como el Hijo los ha amado, es lo que visibiliza al máximo y hace manifiesto que son hijos de Dios, que son «de Dios». Al amor vivido y enseñando por Cristo contrapone Juan el odio de Caín: «No como Caín, que era del Perverso y mató a su hermano. Y, ¿por qué lo mató? Porque sus obras eran perversas, y las de su hermano justas» (ljn 3,12). El fratricidio de Caín, que

mató a Abel (cf G én 4,1-16), el único episodio del Antiguo Tes­ tamento citado explícitamente en la Carta, ejemplifica eficazmente la fuente de todo pecado, el pecado de los pecados: la falta de amor al hermano, la negativa a dar la propia vida al otro, hasta llegar al odio y el homicidio. Situándose dentro de la tradición judía, que tanta atención ha prestado a la figura de Caín78, Juan especifica que su ser «del Perverso» (ek toü poneroü), es decir, hijo del Perverso, estaba estrechamente ligado al hecho de que «sus obras eran per­ versas» (ponera), por lo cual se veía obligado a permanecer en las tinieblas de la muerte. Esto es lo que el mismo Dios había dicho a Caín: «¿Por qué te encolerizas, te muestras malhumorado y vas con la cabeza baja? Si obraras bien, ¿no alzarías la cabeza? En cambio, si obras mal, el pecado está a las puertas de tu casa» (Gén 4,6-7). Aquel que es «homicida desde el principio» (Gén 8,44), el diablo, tentó al hombre y Caín, dejándose seducir por él, terminó vertiendo la sangre de su herm ano... Por el contrario, las obras de Abel eran justas, es decir, se situa­ ban en el espacio del amor, de la luz79. No es casual que el Nuevo Testamento considere «la sangre del justo Abel» -e l cual es con­ tado entre los profetas (cf Le 11,50-51)- como tipo de la «sangre de todos los justos derramada sobre la tierra» (M t 23,35). Según la Carta a los hebreos, es incluso una figura del sacrificio de Cristo, «el M ediador de la nueva alianza, cuya sangre habla más elocuen­ temente que la de Abel» (cf Heb 12,24). En realidad, en ambos casos estamos en presencia de aquella necessitas humana resumida por Jesús de este modo: «El mundo me odia porque testifico de él que sus obras son malas» (Jn 7,7). Es inevitable: en un mundo injusto, el justo está destinado a sufrir, como declaran los impíos 78 C f J. E i s e n b e r g - A . A b e c a s s i s , M oi le gardien de mon frére? Á Bible ouverte III, Michel, París 1980. 79 A propósito de Abel, hay que recordar una sugerente lectura que hace de él Filón de Alejandría (Los sacrificios 1,3). Filón ve en la figura de Abel «el concepto del amor de Dios» («tó philótheon dogma»), mientras que ve en la de Caín «el concepto del amor a sí mismo» («tó phílauton dogma»).

A lb in

en Sab 2,12-14: «Acechemos al justo, pues nos fastidia, se opone a nuestras obras... Es un reproche para nuestros pensamientos, aun el verlo nos resulta molesto». Es la misma suerte que corre Jesús: «al verlo», todos gritan que debe morir (cf Jn 19,6), realizando así lo que él mismo había preanunciado con la parábola de los viña­ dores homicidas (cf M e 12,1-12 par.), los cuales, al ver al hijo del amo de la viña, deciden inmediatamente matarlo. Los cristianos, por tanto, no deben asombrarse si el mundo los odia: los odia con sólo verlos porque, si son seguidores auténticos de Cristo y, por consiguiente, «justos», reciben del mundo injusto oposición, hos­ tilidad, violencia. Habría que sorprenderse si, por el contrario, no sucediese esto... Pero si es verdad que los cristianos auténticos sufren el odio del mundo, no es menos cierto que precisamente gracias a su experiencia positiva de amor son conscientes de que viven de otro modo, diferente del modo del mundo, y saben que esta es la ver­ dadera vida. Por eso, Juan escribe con audacia: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (ljn 3,14). Esta afirmación lapidaria es como la condensación de una palabra de Jesús transmitida por el cuarto evangelio: «Quien escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado tiene vida eterna y no será condenado, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5,24). Si los cristianos no aman a los hermanos, permanecen en la tinie­ bla (cf ljn 2,9) y son presa de la muerte; por el contrario, si aman, muestran que han muerto a sí mismos y viven en Cristo, viven de la vida de Dios sembrada en ellos. Llevando esta contraposición a sus consecuencias extremas, Juan concluye: «Quien odia a su hermano es un homicida, y voso­ tros sabéis que ningún homicida tiene la vida eterna que mora en él» (ljn 3,15). Entiéndase bien: el homicida no es sólo quien priva al otro de la vida física, sino también quien se niega a hacerse guar­ dián del hermano (cf G én 4,9), quien alberga hacia él sentimientos

de hostilidad y de desprecio (cf M t 5,21-22), si es verdad que, como se lee en el Talmud, «quien humilla [lit.: hace palidecer] a una persona es comparable a quien derrama su sangre»80. Sí, quien ama a sus hermanos ha pasado de la muerte a la vida; en cambio, quien no es capaz de amarlos permanece en la muerte, «dado que, viviendo de este modo, se aleja inevitablemente del recuerdo de Dios»81.

D a r la vida por los hermanos, am ar con obras y de verdad

Cristo, contrapuesto a Caín, realizó la obra justa por excelencia, reinterpretada por Juan de este modo: «En esto hemos conocido el amor: en que él [Cristo] ha dado su vida por nosotros» (ljn 3,16a). Resuenan aquí las palabras de Jesús, el buen pastor que da la vida por sus ovejas (cf Jn 10,11): «El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que la doy yo por mí mismo. Tengo el poder de darla y el poder de recobrarla. Tal es el mandato que he recibido de mi Padre» (Jn 10,17-18). Hay que notar, además, que el verbo «dar» (tithénai) es el mismo utilizado en Jn 13,4 para describir el acto con el que Jesús se despoja de sus vestiduras antes de lavar los pies a los discípulos, haciéndose esclavo de ellos. Pero este gesto no es otra cosa que anticipación y profecía del don de la propia vida entregada sobre la cruz para la humanidad entera: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Juan puede, por tanto, sacar una consecuencia precisa: si Jesús ha obrado así, «también nosotros debemos dar la vida por los her­ manos» (ljn 3,16b). H e aquí el porqué del amor cristiano: hubo un hombre en la historia, Jesús, que gastó la vida y la dio sobre una cruz sin defenderse, para no atentar contra la vida de los demás, 80 bBabaMezi'a 65b. 81 D í d i m o e l C i e g o ,

Comentario a la primera Carta deJuan (PG 39,1793).

para servir a los otros, para ser fiel al amor de Dios. Esta es la memoria de Jesús que perdura en la comunidad cristiana, memo­ ria que es su origen y fuente del amor. Sólo la cruz enseña verda­ deramente en qué consiste el amor: este es el mensaje central de los versículos 14-16, y Juan no teme enunciarlo en toda su radicalidad, incluso a costa de contradecir el común sentir. De hecho, quien da la vida por los hermanos y muere, en realidad está vivo: como Cristo vive en el seno del Padre, así también sigue viviendo en la Trinidad de Dios. En cambio, quien, aun cuando viva físicamente, no ama, en realidad mata a los hermanos, y de este modo termina dándose la muerte también a sí mismo. Nos encontramos aquí en el corazón del cristianismo: es la exigencia radical que los evangelios sinópticos expresan a través de la exigencia planteada por Jesús a cada uno de sus discípulos de negar la propia vida, tomar su cruz y seguirlo (cf M e 8,34-35 par.) y hacerse siervo de todos (cf M e 10,44 par.); Pablo, por su parte, habla de la necesidad de abandonar el hombre viejo para revestirse del nuevo (cf E f 4,22-24; Col 3,9-10) y exhorta a los cristianos a ofrecer sus vidas como «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rom 12,1). Palabras distintas para describir una única realidad: el amor extremo a Dios y a los hermanos, que puede conducir hasta el martirio o, para expresarlo con el lenguaje bíblico, al holocausto, el sacrificio donde la víctima es quemada por completo. En síntesis, «si quien odia -com o aquellos que niegan a Cristo-, hubiese formado un día parte de la comunidad que posee la vida y se hubiera alejado del poder del amor excluyéndose de la comuni­ dad, habría perdido definitivamente también su verdadera vida. De este modo, la teología de la primera Carta de Juan llega a su punto culminante: amar o no amar equivale a vida o muerte, salvación o condenación, ser cristiano o no serlo»82.

82 H. B a l z , Le lettere di Giovanni, en H. Paideia, Brescia 1978, 330.

B a l z -W . S c h r a g e ,

Le lettere cattoliche,

U n am or visible y auténtico

Si es verdad que el amor del cristiano debe tender a la plenitud, hasta llegar a dar materialmente la vida aceptando incluso una muerte violenta, no es menos cierto que esto sucede raramente. Entonces Juan, para quitar toda ilusión a quienes imaginan que están dispuestos a sufrir el martirio sin vivir el amor concreto, coti­ diano, pone de improviso un ejemplo: compartir con el hermano necesitado. En efecto, el amor auténtico del mandamiento nuevo exige ante todo ser vivido en la simplicidad, en la concreción de la vida cotidiana, con quien está a nuestro lado: se da la vida por «los hermanos» (ljn 3,16) si se gasta la vida por «el hermano» (ljn 3,17) que tenemos a nuestro lado. No es ninguna forma de caridad «miope» que ve como destinatarios a los otros que están lejos, sino la caridad inteligente y laboriosa que ve y percibe a quien está al lado, cerca de nosotros, aquel de quien nos hacemos prójimos (cf Le 10,36-37). Juan tiene una larga y profunda experiencia de la vida comuni­ taria cristiana, una vida en la que se habla fácilmente de caridad, de amor, pero que en realidad es una vida contra la que se cometen innumerables ofensas. Amamos fácilmente a los que están lejos y más difícilmente a aquellos con quienes vivimos; creemos que amamos fácilmente a la humanidad en general, pero amamos más difícilmente al hermano concreto que vive a nuestro lado y al que no hemos elegido; desearíamos amar o también servir a los her­ manos y las hermanas, pero eligiendo nosotros a los destinatarios de nuestra caridad y de nuestro servicio... El amor verdadero no es un sentimiento, no es un discurso, no está hecho de expresiones verbales afectuosas, sino que se debe concretar en hechos, actitudes visibles que corresponden a lo profundo del corazón. Cuántas cari­ caturas del amor, sobre todo en el ámbito de la vida comunitaria: verborrea, sonrisas, dulzuras que enmascaran a menudo el hielo del corazón, la rabia de los hipócritas... No, el amor debe nacer del

corazón, debe estar ordenado por la inteligencia y purificado por el principio de comunión, tiene que manifestarse «gastando la vida por el hermano», sirviendo concretamente al otro, permaneciendo fieles a la fraternidad, a la alianza. Por eso Juan pide lo siguiente: «Hijitos, amémonos no de palabra ni de boquilla, sino con obras y de verdad» (ljn 3,18), es decir, de modo diligente y sincero, verdadero, conforme al amor de Dios manifestado a nosotros como verdad por Jesucristo su Hijo. Entonces, en las comunidades cristianas tenemos que pre­ guntarnos: «Si alguno tiene riquezas en el mundo y, viendo a su hermano en la necesidad, le cierra el corazón [lit.: “las visceras”: ta splánchna], ¿cómo puede morar en él el amor de Dios?» (ljn 3,17). Junto a los cristianos hay siempre personas necesitadas, como prometió Jesús -«siempre tenéis pobres con vosotros» (Me 14,9; M t 26,11; Jn 12,8)- y, por tanto, al estar junto a ellos, al hacerse prójimos suyos, no hay que cerrarles las entrañas, sino sentir la compasión y compartir lo que tenemos, para que se alivie la necesidad del hermano. También en el hecho de no cerrar las entrañas, el cristiano se configura con su Dios, que tiene entrañas de misericordia y de compasión para los hombres, sus hijos (cf Is 49,14-15).

«D ios es m ás grande que nuestro corazón y lo sabe todo»

Si los cristianos, amados por Dios de este modo, aman a su vez a los hermanos, «con obras y de verdad», entonces saben que son «de la verdad» (ljn 3,19), de Dios, y esto causa en ellos firmeza y una gran paz. Si uno ama, justamente en el hecho de amar tiene la señal de que el amor de Dios está en él y entonces, consciente de ello, estará en la seguridad. Por otro lado, como profundo conocedor del corazón humano que es, Juan sabe perfectamente que toda persona se queda corta

en el amor, no consigue amar en plenitud, y esto puede conducirla a un lacerante desgarramiento interior (en efecto, el corazón es, en el lenguaje bíblico, la sede de la interioridad; de él procede la voluntad, la inteligencia, la conciencia). Por eso llega a una afir­ mación de gran alcance revelador que es, al mismo tiempo, fuente de auténtica consolación: «Si nuestro corazón nos acusa83», es decir, si nos asalta la tentación de hurgar en los errores cometidos, si albergamos incertidumbre sobre nuestro amor, «Dios es más grande que nuestro corazón y lo sabe todo» (ljn 3,20). Dios está verdadera­ mente por encima de la conciencia del hombre, conoce lo que el hombre no conoce de sí mismo; ve el deseo de amar que arde en el corazón humano, la decisión asumida a favor del amor, el esfuerzo cotidiano para amar, y su mirada envuelve con misericordia tam ­ bién las faltas de amor debidas a la debilidad, los hechos concretos con que cada día se desmiente tal voluntad de amor, los fracasos acontecidos. El creyente no debe olvidar que «el Señor no nos trata según nuestros pecados, no nos paga según nuestras culpas» (Sal 103,10) y que nuestro propio «amor», aunque sea imperfecto, «cubre una multitud de pecados» (IPe 4,8). Pues bien, si el hombre es capaz de abandonarse totalmente en Dios, hasta llegar a poner en sus manos también la debilidad y los pecados que siempre lo acompañan84, puede realmente llegar a la condición en la que su corazón deja de lanzarle reproches; entonces experimenta hacia Dios un sentimiento de parresía, de franqueza, de confianza (ljn 3,21), que lo hace estar ante Dios como hijo y lo 83 Nótese el juego de palabras entre kataghinóskein, «conocer contra, reprochar», y ghinóskein, «conocer»: Dios conoce todo, también el conocimiento del pecado personal al que el hombre puede llegar en su corazón. 84 Cuenta la tradición que un día Jerónimo vio en el desierto de Judá, entre las ramas de un árbol, un pequeño crucifijo y escuchó la voz de Jesús que le preguntaba: «Jerónimo, ¿qué puedes darme? ¿Qué recibiré de ti?». Y aunque Jerónimo le ofreció todas sus virtudes ascéticas, una tras otra, Jesús repetía una y otra vez su petición. Al final, frente al abati­ miento de su interlocutor, Jesús respondió por última vez: «Sí, Jerónimo, has olvidado una cosa: ¡dame también tus pecados para que pueda perdonártelos!» (cf A. L o u f , Soto la guida dello Spirito, Qiqajon, Bose 1990,154-155).

lleva a pedir cualquier cosa a quien lo ama como un Padre, con la certeza de que será escuchado (ljn 3,22; 5,14-15). Juan no quiere que los cristianos caigan presa de la desesperación ni de la ansie­ dad escrupulosa, sino que los exhorta para que acepten vivir en el régimen de quienes no se sienten autojustificados, perfectos, pero cuentan con la misericordia de Dios. Por esta razón puede concluir su meditación sobre la obser­ vancia de los mandamientos resumiéndolos en uno solo: «Este es su mandamiento [de Dios]: que creamos en el nombre de su H ijo Jesucristo y que nos amemos los unos a los otros, según el mandamiento que nos ha dado. Q uien observa sus m andam ien­ tos mora en Dios, y Dios en él. Por esto conocemos que El mora en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado» ( ljn 3,23-24). E l único mandamiento es explicitado en sus dos caras: adherirse a Jesu­ cristo, tener fe en él, vivir en comunión con su persona y llegar a amar a los hermanos hasta gastar y dar la vida por ellos. La obra del cristiano es «creer en el que Dios ha enviado» (Jn 6,29) y amar a los hermanos, y son estas dos acciones las que definen la esencia de la Iglesia. Por consiguiente, «quien observa sus mandamientos mora en Dios, y Dios en él». C on esta afirmación, el autor trata de hacer comprender qué es la comunión con Dios: es intimidad, es reciprocidad, es morar en Dios y ser su morada, es permanecer en la alianza que ratifica la posesión recíproca: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Jer 7,23; 11,4; 30,22; Ez 36,28), y también: «Sabréis que yo estoy en el Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,20). Como los sarmientos en la vid, así también los cristianos están en Cristo y, a través de él, en Dios (cf Jn 15,5-10). Y es precisamente el Espíritu Santo dado al cristiano el que le proporciona la prueba de que, si mora en el amor, mora en Dios y Dios mora en él. Esta es la razón por la que Agustín, uniendo sinfónicamente la teología paulina y la joánica, comenta este pasaje sirviéndose de Rom 5,5:

«“La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5). Es la caridad misma la que gime, la caridad misma la que ora. Quien la otorgó no puede cerrar sus oídos a ella. Estate seguro; ruegue la caridad y ahí se hacen presentes los oídos de Dios... ¿No resulta evidente que es fruto de la acción del Espíritu en el hombre que exista en él el amor y la cari­ dad? ¿No son diáfanas las palabras del apóstol Pablo: «La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5)?... ¿Cómo acontece, cómo sabe cada cual si ha recibido el Espíritu Santo? Interrogue a su corazón. Si ama al hermano, el Espíritu de Dios permanece en él. No puede haber amor sin el Espíritu de Dios»85.

G uardarse de la mundanidad. N o creer en los falsos profetas: I Jn 4,1-6

1 Amadísimos, no os adhiráis a toda inspiración, sino probad si las inspiraciones son de Dios, porque muchosfalsos profetas han venido al mundo. 2 E n esto conoceréis la inspiración que viene de Dios; toda inspiración que confiesa a Jesucristo venido en la carne es de Dios. 3 Y toda inspiración que disuelve a Jesús no es de Dios: esta es la inspiración que viene del anticristo, del cual habéis oído que viene y ya, ahora, está en el mundo. 4 Hijitos, vosotros sois de Dios, y habéis vencido a losfalsos profetas. Porque el que está en vosotros es más grande 85 A g u s t í n , o. c.,

VI,8-10.

que el que está en el mundo. 5 Ellos son del mundo, por eso hablan según el mundo, y el mundo los escucha. 6 Nosotros somos de Dios: quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del engaño.

« Toda inspiración que confiesa a Jesucristo venido en la carne, es de Dios»

E n esta perícopa confluyen dos exhortaciones dirigidas por Juan a su comunidad: esta está llamada a guardarse de la mundanidad -tem a anticipado por la admonición de ljn 3,13: «No os extrañéis, hermanos, si el mundo os odia»- y a no creer en losfalsos profetas. Estas dos partes, que encuentran su paralelo en ljn 2,12-17 y 2,18-29, respectivamente, y que cierran la segunda hoja del díptico joánico, están estrechamente ligadas, como pone de manifiesto la afirmación del versículo 4: «Hijitos, vosotros sois de Dios, y habéis vencido a los falsos profetas. Porque el que está en vosotros es más grande que el que está en el mundo». El autor empieza dirigiendo un sentido llamamiento a sus destinatarios: «Amadísimos, no os adhiráis a toda inspiración, sino probad si las inspiraciones son de Dios, porque muchos falsos profetas han venido al mundo» (ljn 4,1). La experiencia espiritual necesita de un discernimiento, tiene que ser examinada cuidadosamente, porque a veces bajo esta apariencia se pueden ocultar peligrosos engaños. Sirviéndose de un lenguaje dualista semejante al de Q um rán86, Juan pide a los cristianos, por lo tanto, 86 En la Regla de la comunidad se afirma que «Dios puso en el hombre dos espíritus

que realicen el discernimiento entre los dos espíritus: el espíritu de Dios y el espíritu del maligno, es decir, «el espíritu de la verdad y el espíritu del engaño» (tbpneüma tés aletheías kai topneüma tésplanes: ljn 4,6). Este último es siempre fuente de confusión, está dividido, es multiforme y múltiple como los demonios; no es casual que uno de los nombres del «príncipe de los demonios» (Me 3,22; M t 9,34; 12,24) sea diábolos, «divisor» (cf ljn 3,8.10). El espíritu perverso «que viene del anticristo» (ljn 4,3) opera en los falsos profetas, los cuales, aun sin estar de acuerdo entre sí -excepto en la aversión al espíritu de verdad-, pueden parecer seductores hasta el punto de descarriar a los creyentes. M as, ¿cuál es el criterio sobre cuya base se puede reconocer la inspiración que viene de Dios? Juan plantea un problema de capital importancia, advertido ya en toda su urgencia dentro del Antiguo Testamento. En D t 18,21-22 se lee: «¿Cómo reconocere­ mos la palabra que el Señor no ha dicho? Si ese profeta ha hablado en nombre del Señor y su palabra no tiene efecto ni se cumple, entonces es cosa que no ha dicho el Señor». Esta cuestión, que atraviesa toda la literatura profética (cf, p. ej., Jer 8,11; 27,16-18; 28,1-17, etc.), se afronta también en el Nuevo Testamento. Jesús invita a reconocer a los falsos profetas por sus obras: «Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestido de oveja y por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se cosechan uvas de los espinos o higos de los cardos?» (M t 7,15-16). Análogamente, Pablo exhorta a la vigilancia y al discernimiento de los espíritus (cf lC o r 12,1-13; lTes 5,19-21). Juan, por su parte, sabiendo que el peligro de los falsos profe­ tas es ya una realidad dentro de su comunidad, apela ante todo a la regulafidei, pidiendo a los cristianos que verifiquen su fe en la para que marche con ellos...: el espíritu de la verdad y el de la falsedad» (1QS 3,18-19). Además, en el Testamento de Judá se encuentra una expresión griega muy semejante a la de ljn 4,6: «Dos espíritus están presentes en el hombre: el de la verdad y el del engaño [tb tés aletheías kai tb tésplanes]» (20,1).

Encarnación: «En esto conoceréis la inspiración que viene de Dios; toda inspiración que confiesa a Jesucristo venido en la carne, es de Dios. Y toda inspiración que disuelve87 a Jesús no es de Dios: esta es la inspiración que viene del anticristo» (ljn 4,2-3). La inspi­ ración que proviene de Dios reconoce a Jesús como Mesías que asumió plenamente nuestra humanidad y todo lo que en ella está incluido: la fragilidad de la carne, la fatiga cotidiana, la muerte (cf H eb 5,7)... Sí, el encuentro entre Dios y el hombre tuvo lugar en la historia, en la carne humana, y los hombres recibieron la salvación sólo gracias a la entrada de Dios en la historia humana a través de la carne de Jesucristo: la «carne» (sárx), que evoca lo que está radicalmente distante del Dios tres veces santo, se convirtió en Jesús en el cuerpo de la reconciliación entre Dios y la humanidad, la carne que trajo salvación, la carne que en el signo eucarístico es para los creyentes alimento de vida eterna (cf Jn 6,53-54). Por el contrario, la inspiración que «disuelve a Jesús» se mani­ fiesta en la tentación de no acoger en plenitud la Encarnación, de negarla de algún modo (cf 2Jn 7). Esta no viene de Dios, y aun cuando quien la predica pertenezca formalmente a la comunidad cristiana, en realidad es adversario de Jesucristo, es un profeta del anticristo que actúa en el mundo: en efecto, su praxis de vida está escindida de un itinerario concreto de salvación en la carne y, como consecuencia, su confesión sigue siendo puramente verbal, incapaz de traducirse en el amor a los hermanos. Com enta Agustín con gran agudeza:

87 La traducción del versículo 3 adoptada aquí: «Toda inspiración que disuelve [lyei] a Jesús» acoge una lectio difficilior frente a la cual se suele preferir la lección mejor atestiguada: «Toda inspiración que no confiesa [mé homologei] a Jesús». Con todo, la variante «disuelve» entró en la Vulgata («omnis spiritus qui solvit Iesum») y está atestiguada por Ireneo, Cle­ mente de Alejandría, Orígenes, Tertuliano, Agustín y otros. Además, los padres de la Iglesia utilizan el verbo lyein en la polémica antiherética para designar, con la expresión «disolver a Jesús», el error de quienes caen en el docetismo o en la gnosis. Nótese, en todo caso, que el objeto del confesar o del disolver es ton Iesoún, «Jesús», sin el apelativo «Cristo», para subrayar su cualidad de hombre, su ser en la carne y de carne.

«Ea, hermanos, fijémonos en las obras, no en el estrépito de las pala­ bras. Investiguemos por qué vino Jesucristo en la carne y hallaremos quiénes niegan que viniera en la carne... ¿Por qué, pues, vino en la carne? Porque convenía que nos mostrase la fe en la Resurrección. Era Dios y vino en la carne. Dios, en efecto, no podía morir, pero sí la carne. Por eso vino en la carne, para poder morir por nosotros. Con todo, ¿cómo murió por nosotros? “Nadie tiene mayor caridad que esta de entregar su vida por los amigos” (Jn 15,3). La caridad, pues, fue la que le condujo a encarnarse. Por tanto, quien no tiene caridad, niega que Cristo haya venido en la carne»88. Estas palabras captan bien la intención de Juan, que no es tanto (o no sólo) la de combatir una herejía formal, como la de corregir un comportamiento que desconoce la plena humanidad de Jesús y su ser, al mismo tiempo, el Hijo de Dios, capaz por tanto, de expiar los pecados (cf ljn 2,2), y el hombre que vivió en su carne el man­ damiento del amor fraterno hasta el extremo (cf ljn 3,16). Quien vacía la Encarnación, quien se escandaliza por la carne humana en la que vivió el Hijo de Dios, quien se escandaliza por su muerte en la ignominia de la cruz, no acepta la realidad de Jesucristo y pretende un conocimiento de Dios fruto de la propia iluminación e inspiración. No vive de la fe cristiana transmitida por la tradición, sino de una ideología espiritual subjetivista e incapaz de comunión. Así es, entonces, como Juan expresa el primer criterio de discerni­ miento entre los verdaderos y los falsos profetas: confesar a Jesucristo venido en la carne. Después de la venida de Jesucristo al mundo, el Dios que tiene un Espíritu más poderoso que el espíritu del mundo, es decir, que el anticristo, puede dar al creyente la plena victoria. Por esta razón, Juan afirma: «Hijitos, vosotros sois de Dios, y habéis vencido a los falsos profetas, porque el que está en vosotros es más grande que el 88 A g u s t í n ,

o . c .,

V I ,13.

que está en el mundo» (ljn 4,4). El Adversario, «el príncipe de este mundo» (Jn 12,31), es el «hombre fuerte» (ischyrós: M e 3,27 par.), pero Jesús es «más fuerte» (ischyróteros: Le 11,22), ha vencido el pecado en su carne (cf Rom 8,3) y, por tanto, puede tranquilizar a sus discípulos: «Ánimo, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Sólo en Cristo y por Cristo los creyentes son constituidos vencedores de los falsos profetas, ¡los cuales son ministros de la inspiración que viene del anticristo!

« Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha»

Pero hay un segundo criterio de discernimiento entre las inspira­ ciones, a saber, la presencia de la mundanidad en losfalsos profetas: «Ellos son del mundo, por eso hablan según el mundo, y el mundo los escucha» (ljn 4,5). Estos, sometidos a las ideologías mundanas, hablan del mundo y no de las cosas de arriba (cf Col 3,2), hablan de la escena que pasa sin haber comprendido que «la verdadera realidad es Cristo» (Col 2,17). Son aquellos que en la comunidad cristiana dicen las palabras que el mundo desea: «Dicen: “¡Bien, bien!”, pero no va bien» (Jer 6,14; 8,11); quieren una comunidad cristiana presente en el mundo a través de aquello que se impone, de lo que es fúerte, de lo que asombra a los seres humanos; asumen el estilo mundano con tal de ser relevantes; buscan el consenso, no la escucha del Evangelio que convierte; confían en las apariencias hasta la ostentación: son cristianos mundanizados y por eso son amados por los idólatras. Para estos falsos profetas, la cruz -testimonio extremo de la car­ nalidad de Cristo, que llega incluso a sufrir la muerte vergonzosa y la infamia de una condena capital- no es esa realidad cotidiana que los cristianos son llamados a llevar detrás de Jesús si quieren ser sus discípulos auténticos (cf Le 14,27). Al callar a propósito de

la lucha contra las tentaciones, niegan también que Jesús terminara en la cruz precisamente por causa de su resistencia a las tentaciones y, de hecho, quieren que la Iglesia acepte secundar las tentaciones del poder, de la riqueza y del éxito, rechazadas por Jesús (cf M t 4,1-11; Le 4,1-13). Por esta razón, Policarpo, inspirándose en este pasaje joánico, puede escribir: «Quien no confiesa que Jesucristo ha venido en la carne es un anticristo; y quien no confiesa el testi­ monio de la cruz viene del diablo»89. El paso siguiente es, por tanto, evidente: «Ellos son del mundo, por eso hablan según el mundo, y el mundo los escucha» (ljn 4,5). Nos encontramos de nuevo ante la cuestión de la oposición entre los cristianos y la mundanidad, que había llevado a Jesús a afirmar: «El criado no es más su amo. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20). Juan actualiza estas palabras para su comunidad: «No os extrañéis, hermanos, si el mundo os odia» (ljn 3,13). El mejor comentario de este versículo nos lo ofrece un pasaje de la primera Carta de Pedro: «Amadísimos, no os extrañéis, como si fuera algo raro, de veros so­ metidos al fuego de la prueba; al contrario, alegraos de participar en los sufrimientos de Cristo, para que, asimismo, os podáis alegrar gozosos el día en que se manifieste su gloria. Dichosos vosotros si sois ultrajados en nombre de Cristo, pues el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, alienta en vosotros. Que ninguno de vosotros tenga que sufrir por ser homicida, ladrón, malhechor o por mezclarse en asuntos ajenos; pero si padece por ser cristiano, no se avergüence, antes al contrario, dé gracias a Dios porque lleva este nombre» (IPe 4,12-16). Por último, he aquí el tercer criterio de discernimiento. Con una cierta audacia, Juan escribe: «Nosotros somos de Dios: quien conoce a 89 P o l i c a r p o d e E s m t r n a , ^

losfilipenses 7 ,1 .

Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conoce­ mos el espíritu de la verdad y el espíritu del engaño» (ljn 4,6). Se trata, pues, de escuchar al grupo autorizado que Juan expresa con el pronombre «nosotros» (cf ljn 1,1-4): es el grupo de los testigos de Cristo que está en el origen de la comunidad, el grupo que expresa la tradición apostólica. En el cuarto evangelio dice Jesús, en un contexto polémico, estas palabras: «Quien es de Dios escucha las palabras de Dios; por eso, vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios» (Jn 8,47). Aquí, Juan da un paso más, con el fin de orien­ tar el discernimiento de las inspiraciones: quien es de Dios escucha a la comunidad - y a quien es guía y pastor de ella- y a través de ella acoge la tradición apostólica. Esto significa que Dios se manifiesta también en la voz y en las acciones de la autoridad apostólica y de los hermanos y las hermanas con quienes se vive cotidianamente. Quien es de Dios escucha a la Iglesia, cuerpo de Cristo y testigo de Dios en el mundo. En cambio, quien se deja seducir por la munda­ nidad niega de hecho la humanización de Dios en Jesús y disuelve la realidad de la Encarnación de aquel que dijo a sus discípulos: «Quien os escucha a vosotros me escucha a mí; quien os rechaza a vosotros me rechaza a mí. Y quien me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado» (Le 10,16).

Llamamiento al amor ljn 4,7-21

4

7 Amadísimos, amémonos los unos a los otros, porque el amor es de Dios; y todo aquel que ama ha sido engendrado por Dios y conoce a Dios. 8 Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. 9 En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: en que ha mandado a su Hijo unigénito al mundo para que nosotros vivamos por medio de él. 10 En esto consiste el amor: no somos nosotros quienes hemos amado a Dios sino que es E l quien nos ha amado y ha enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados. 11 Amadísimos, si Dios nos ha amado de este modo, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. 12 A Dios nadie lo ha contemplado jamás: si nos amamos los unos a los otros, Dios mora en nosotros, y su amor en nosotros ha llegado a plenitud. 13 Por esto conocemos que moramos con E l y É l en nosotros: por el Espíritu que E l nos ha dado. 14 Nosotros hemos contemplado y testificamos que el Padre ha enviado a su Hijo

como el Salvador del mundo. 15 Quien confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios mora en él y él en Dios. 16 Nosotros hemos conocido y nos hemos adherido al amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y quien mora en el amor mora en Dios, y Dios en él. 17 En esto ha llegado a plenitud el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día deljuicio: como es É l [Dios], así somos también nosotros en este mundo. 18 En el amor no hay temor; por el contrario, el amor perfecto expulsa el temor, pues el temor supone castigo, y quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. 19 Nosotros amamos porque É l [Dios] nos amó primero. 20 Si alguno dice: «Yo amo a Dios» y odia a su hermano, es un mentiroso. Quien no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve. 21 Este es el mandamiento que hemos recibido de él: que quien ama a Dios, ame también a su hermano.

« D io s es am o r»

Juan ha afirmado al comienzo de la Carta: «Dios es luz» (ljn 1,5), pero ahora afirma que «Dios es amor» (ho theós agápe est'in: ljn 4,8.16) en un pasaje de inagotable profundidad, que retoma y lleva a plenitud la enseñanza sobre el agápe ya esbozada anteriormente (cf ljn 2,5-11 y 3,11-24). Nos encontramos ante el vértice revela­ dor de la Carta y, de un modo más general, ante una de las cimas de todo el Nuevo Testamento.

E n estos quince versículos, Juan proclama sustancialmente una única verdad, y lo hace con tanta fuerza e insistencia que le confiere el peso de la verdad central de la experiencia cristiana: Dios es amor y nos llama a amarnos los unos a los otros. No es fácil, y tal vez ni siquiera oportuno, subdividir con precisión los versículos que com­ ponen nuestro texto. D e hecho, el autor propone un discurso que, por oleadas sucesivas, desarrolla una concisa trama de afirmaciones, que se puede resumir de este modo: como amados por Dios en el Hijo, también nosotros podemos y debemos amarnos los unos a los otros con auténtico amor, con la liberadora conciencia de que «el amor perfecto expulsa el temor» (ljn 4,18). El estilo de este pasaje tiene acentos de prosa rítmica y por ello, a pesar del tono exhortatorio, nos parece un canto al amor vivido entre los herm anos, hecho posible y, más aún, hecho mandamiento porque «Dios es amor». Esta afirmación, que se encuentra al comienzo y en el centro de la perícopa, está rodeada de varias repeticiones que presentan siempre el amor como agápe. Sí, «Dios es amor» es una afirmación solemne, revelación clara, última y definitiva sobre Dios, ¡más allá de la cual no se puede ir! Y debemos recordar que no está escrito que «el amor es Dios»; es más, Juan acaba de afirmar que «el amor es de Dios» (ljn 4,7): por consiguiente, el amor no tiene que ser divinizado y elevado a la condición de ídolo, como sucede a menudo entre los hombres. Y «Dios es amor» no pretende ser ante todo una definición, sino más bien la afirmación de que siempre podemos tener experiencia de El como amor. «Dios es amor» significa además mucho más que una simple afirmación del hecho de que en Dios hay amor: es una expresión lapidaria que trata de contarnos quién es Dios, su naturaleza, en la medida en que nosotros somos capaces de com­ prenderlo. De hecho, Dios es amor en sí mismo y ha hecho visible que su ser es amor a través de su Hijo Jesús, que narró a Dios a través del amor vivido por él hasta el extremo.

El término agápe90 -que pasó a los autores del Nuevo Testa­ mento a través del griego de los LX X - traduce el sustantivo hebreo ahabah, que denota el amor exclusivo y celoso. Al mismo tiempo, encierra en sí también el valor del término hebreo chesed, el amor fiel y fuerte que desciende de Dios sobre los hombres. El agápe es, por tanto, el amor por excelencia, la caritas, el amor gratuito y concretísimo, que se dirige a personas muy precisas, a partir del hermano que está a nuestro lado; es el amor que no exige recom­ pensa, sino que se extiende hasta el enemigo91. Tal significado fundamental del agápe queda esclarecido por las connotaciones que este recibe en el Nuevo Testamento: - El agápe se refiere siempre a Dios, que es la fuente del amor; más aún, como hemos visto, nuestro texto llega aún más 90 Los autores del Nuevo Testamento tenían la posibilidad de expresar el concepto de «amor» sustancialmente por medio de tres palabras: a) Philta, «amistad», el amor de dilección caracterizado por el sentimiento de la alegría que se experimenta al estar con el otro, compartiendo con él alegrías, dolores, esperanzas. En el Nuevo Testamento, este término está atestiguado únicamente en Jn 4,4, pero está presente 29 veces bajo la forma del adjetivo phílos (8 de ellas en la literatura joánica; véase el comentario a 3Jn 15, en la p. 184 de este mismo libro) y 25 mediante el verbo philéo (15 de ellas en la literatura joánica). b) Eros, el amor bajo el aspecto del impulso vehemente, de la pasión que asume la forma de una fuerte atracción física entre dos personas y desemboca en la comunicación sexual. Este término está ausente en el Nuevo Testamento, c) Está, por último, la palabra agápe, escasamente utilizada por los autores paganos, que denota el amor gratuito, desinteresado, que no espera recompensa ni quiere reciprocidad. Sobre su uso privilegiado por parte de los autores neotestamentarios, véase el comentario en el texto. 91 Sobre las relaciones entre el amor así entendido y el indicado por el término éros, véase el texto clásico de A. N y g r e n , Eros e agape. L a nozione cristiana delVamore e le sue trasformazioni, I I Mulino, Bolonia 1 9 7 1 . N o obstante, quiero observar que tanto para el amor a los hombres como para el amor a Dios, habría que evitar que la distinción entre éros y agápe se transformase en una contraposición estéril. En el hombre, éros y agápe, amor humano, pasional, y amor maduro, purificado, convertido en verdadera ars amandi, son contemporáneamente necesarios para vivir caminos de convivencia, de fidelidad y de donación recíproca: no deberían, por tanto, ser nunca contrapuestos esquemáticamente, sino entendidos en su dinámica recíproca, la que abre el camino de una auténtica historia de amor. Por lo que se refiere a Dios, no se puede olvidar que los padres griegos describen su amor a la humanidad como éros en cuanto amor pasional, «amor loco» («manikós éros»). Véase al respecto también el lúcido ensayo de E. J ü n g e l , Cíe cosa significa dire: Dio é amore?, Protestantesimo 5 6 (2 0 0 1 ) 1 5 4 - 1 6 8 .

lejos, afirmando que no sólo «el amor es de Dios» (ljn 4,7), sino que «Dios es amor» (ljn 4,8.16). Con audacia e inte­ ligencia, Juan lleva así a cumplimiento la revelación bíblica del nombre de Dios, sintetizando en una sola palabra la gran autorrevelación de Dios a Moisés: «El Señor, el Señor, Dios clemente y misericordioso, tardo para la ira y lleno de lealtad y fidelidad, que conserva su fidelidad a mil generaciones y perdona la iniquidad, la infidelidad y el pecado...» (Ex 34, 6-7). - El agápe, en consecuencia, es un carisma, un don que viene de Dios mediante el Espíritu Santo (cf Rom 5,5; Gál 5,22), el cual, en la óptica joánica, es derramado por el Crucificado en el momento de la muerte (cf Jn 19,30). De un modo más preciso, el amor es el carisma por excelencia, la condición necesaria para la existencia de cualquier otro carisma, como pone de manifiesto con claridad el gran himno paulino de IC or 13: «La caridad no tendrá nunca fin ... permanecen la fe, la esperanza y la caridad, pero la más grande de las tres es la caridad» (IC or 13,8.13). - Este agápe es el mandatum novum, el mandamiento nuevo que Jesús dio a sus discípulos: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34; 15,12); este «como» tiene un valor fundacional y constitutivo, en el sentido de que Jesús amó a los suyos con el mismo amor que el Padre le tenía a él. Para Juan, el agápe cierra, por tanto, el círculo de las relaciones entre el Padre, el Hijo y los cristianos, instaurando entre ellos una comunión que tiene como fundamento el amor de Dios y como ley intrínseca la permanencia en este amor. Acercándonos aún más a nuestro texto, es preciso primero reconocer que este auténtico canto al amor puede ser entonado sólo por aquella persona que, como Juan, ha conocido el misterio de la humanización de Dios en Jesús (cf ljn 1,1-3; 4,9) y, al mismo

tiempo, de la muerte de Jesús en cruz, como «víctima de expiación por nuestros pecados» (ljn 2,2; 4,10). Ahora bien, esta escandalosa kénosis de Dios (cf Flp 2,6-11) es la manifestación de «la anchura, la longitud, la altura y la profundidad» (E f 3,18) de su infinito amor a la humanidad: «Cuando al principio Dios plasmó a Adán, no lo hizo por necesidad, sino para tener a alguien que fuese objeto de sus beneficios»92; significa, por tanto, que lo creó en la libertad y por amor. Además, en el acontecimiento de la Encarnación, Dios ha mostrado que ama a los hombres hasta tal punto que les envía a su Hijo, dando todo lo que tiene, dándose a sí mismo en él. Este amor de Dios, amor precedente, se manifestó a través de Jesucristo, que vino entre los hombres, y esto tuvo lugar en la historia, en una simultaneidad entre enemistad y pecado del hombre, por un lado, y amor y reconciliación de parte de Dios, por otro. Es Pablo quien describe admirablemente esta unilateralidad paradójica de Dios que se revela en Cristo: «Cuando aún éramos nosotros débiles, en el tiempo ya establecido, murió por los malvados. Difícilmente habrá quien esté dispuesto a morir por un hombre justo, aunque por un hombre de bien tal vez alguien lo esté; pero Dios mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Con mucha más razón, justificados ahora por su sangre, seremos librados por él del castigo. Porque si, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo, mucho más, una vez reconcilia­ dos, seremos salvados por su vida» (Rom 5,6-10). Resulta, además, interesante notar que ljn 4,7-21 describe el itinerario recorrido por el agápe en términos análogos a los utili­ zados por el prólogo del cuarto evangelio (Jn 1,1-18) a propósito del Logos: 92 I r e n e o d e L y o n ,

Contra las herejías I V , 14,1.

lJn 4

Jn 1

vv. 7-8.16: «el amor es de Dios... Dios es amor»

v. ]: «la Palabra estaba vuelta hacia Dios y la Palabra era Dios»

vv. 9-12: el amor se manifiesta en el Hijo

vv. 12-14: la Palabra se hace carne

v. 12: «A Dios nadie lo ha contemplado jamás: si nos amamos los unos a los otros, Dios mora en nosotros, y su amor en nosotros ha llegado a plenitud».

v. 18: «A Dios nadie lo ha visto jamás, pero el Hijo unigénito nos lo ha contado»

Este último paralelismo, en particular, es extremadamente elo­ cuente: al amar a los hermanos según el ejemplo de la narración de Dios proporcionada por Cristo, los hombres aman a Dios y tienen un conocimiento auténtico y experiencial de El, mientras que quien dice que cree en Dios y no ama a los otros es un iluso y un mentiroso (cf ljn 4,20-21). Vivir concretamente tal amor es, por tanto, la expe­ riencia máxima de Dios que el hombre puede tener sobre la tierra, es la posibilidad ofrecida al hombre de acceder a la vida divina. Sí, el amor recíproco dentro de la comunidad cristiana constituye el tér­ mino de un largo movimiento descendente del amor que, partiendo de Dios, alcanza al creyente a través del amor de Jesús, y se realiza en la práctica del mandamiento nuevo dejado por el Señor. Como confirmación de hasta qué punto para Juan la dimensión del agápe es esencial en la vida eclesial, es significativa una anota­ ción de Jerónimo, el cual transmite una tradición antigua a la que ya hemos aludido: cuando se encontraba en Efeso, Juan, ya muy anciano y portado en hombros por sus discípulos a la asamblea litúrgica, como no pudiera ya hablar durante mucho tiempo, se limitaba a repetir: «Hijitos, amaos los unos a los otros». Frente a la objeción de sus hermanos, cansados de oír siempre y únicamente estas palabras, respondió: «Este es el mandamiento del Señor, y

si fuera el único que se debiera observar, bastaría»93. Y Agustín se hace eco de esta tradición con palabras que han llegado a ser justamente célebres: «Así pues, de una vez se te da este breve precepto: Ama y haz lo que quieras. Si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien»94. Allí donde hay un amor humano auténtico, que crea comunión entre los hombres, no hay sólo un encuentro humano, sino un encuentro con el amor de Dios que está presente y se realiza en los hombres. Cuando el amor se hace realidad entre los hombres, entonces Dios está presente, actúa, se expresa; y los hombres, aunque no lo sepan, justamente en la experiencia del amor par­ ticipan en el amor de Cristo y son asociados al acontecimiento pascual95, que es amor de Dios vivido hasta la muerte (Pasión), acontecimiento de amor que vence la muerte (Resurrección).

«Si nos am a m o s los unos a los otros, D io s m o ra en nosotros»

Juan empieza su llamamiento con estas palabras: «Amadísimos, amémonos los unos a los otros, porque el amor es de Dios; y todo aquel que ama ha sido engendrado por Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (ljn 4,7-8). Quien ama lo hace porque antes ha conocido el amor de Dios en él y ha sido engendrado por ese amor. Esta es la razón por la que el apelativo «amadísimos» («agapetoí»: ljn 2,7; 3,2.21; Comentario a la Carta a losgálatas 111,6,10. Comentario a la primera Carta de Juan V I I , 8. 95 C f Gaudium et spes 22. 93 J e r ó n i m o , 94 A g u s t í n ,

4,1.7.11), dirigido a los destinatarios, abre la exhortación al amor recíproco: sólo como amados por Dios se hacen también ellos a su vez capaces de amar. La revelación cristiana medita renovadamente y profundiza en la elemental verdad antropológica según la cual el hombre llega a ser capaz de amar gracias a una experiencia de amor pasivo —es decir, de la que es objeto por parte de otros—. Los cristianos son hombres y mujeres amados radicalmente por Dios, llamados a conocer y creer en tal amor (cf ljn 4,16), que se manifestó definitivamente en el Hijo (cf Jn 3,16). Y es Dios mismo quien enseña a amar, es Él quien puede ordenar en noso­ tros la caridad: «¡Oh sabiduría, que “ejerces tu poder de un confín al otro del mun­ do con fuerza”, creando y manteniendo en vida todas las cosas, “y dispones todo con dulzura” (cf Sab 8,1), llevando a cumplimiento y ordenando nuestros afectos! Dirige nuestras obras según nuestras necesidades cotidianas y dispon nuestros afectos según tu eterna ver­ dad, para que cada uno de nosotros pueda con seguridad gloriarse en ti y decir: “Ha ordenado en mí la caridad” (Cant 2,4). Porque tú eres “el poder y la sabiduría de Dios, Cristo” (cf ICor 1,24), Esposo de la Iglesia y Señor nuestro, “Dios bendito por siempre. Amén” (Rom 9,5)»96. «Dios es amor» (ljn 4,8.16), y esto se revela sobre todo en el acto gratuito y libre con que eligió enviar a su Hijo al mundo, entregándose sin reservas a los hombres. Juan lo expresa con palabras que, en su precisión y nitidez, no necesitan ningún comentario: «En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: en que ha m andado a su H ijo unigénito al m undo para que nosotros vivamos por medio de él. E n esto consiste el amor: no somos nosotros quienes hemos amado a Dios sino que 96 B e r n a r d o d e C l a r a v a l ,

Sermones sobre el Cantar de los cantares L,8.

es El quien nos ha amado y ha enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados» (ljn 4,9-10). El dinamismo del amor tiene una trayectoria precisa: el amor viene de Dios y nos alcanza a nosotros, los hombres, no a la inversa. Y esto lo contó de modo definitivo el envío por parte de Dios del Hijo, el cual ha sido «expiación» por nuestros pecados y los del mundo. Jesús se hizo intercesor ante Dios hasta la muerte, hasta el sacrificio de sí mismo, gastando la vida por nosotros, acogiendo la muerte por nosotros, derramando por nosotros la sangre que purifica de los pecados (cf ljn 1,7). Sentadas estas sólidas bases, el autor puede, por tanto, corro­ borar de otro modo la exhortación inicial, poniendo de manifiesto que el amor, antes de ser una orden, un deber, es un don ofrecido por Dios: «Amadísimos, si Dios nos ha amado de este modo, tam­ bién nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (ljn 4,11) y, sin solución de continuidad, puede profundizar ulteriormente su propia meditación: «A Dios nadie lo ha contemplado jamás: si nos amamos los unos a los otros, Dios mora en nosotros, y su amor en nosotros ha llegado a plenitud» (ljn 4,12). Ningún hombre ha podido ni puede contemplar a Dios aquí, sobre la tierra y en la historia: no lo vio Moisés (cf Éx 33,20), ni lo ha visto nunca nadie (cf Jn 1,18; 5,37; 6,46). Sólo el Hijo, que narra y explica a Dios, permite «ver al Padre» (cf Jn 1,18; 14,6-9), pero quien ama de manera auténtica, gratuita y verdadera, puede tener experiencia de Dios. Así, de hecho, el amor de Dios, que desciende al corazón del hombre, se dilata y encuentra su plenitud: «Ubi caritas est vera, Deus ibi est», como canta un himno litúrgico de la Iglesia. Excluida la ilusión de poder conocer a Dios cara a cara aquí sobre la tierra, los creyentes verifican la presencia de Dios en ellos gracias al agápe vivido en el ámbito de la comunidad y hecho posible por el Espíritu Santo: «Por esto conocemos que moramos en El y El en nosotros: por el Espíritu que Él nos ha dado» (ljn 4,13). Es el Espíritu que asegura al cristiano la participación en la

comunión con Dios, expresada por Juan con la locución «morar, permanecer en» («ménein en»), tan familiar para él97. Esta inma­ nencia recíproca entre Dios y los creyentes evoca la comunión de la alianza entre Dios y su pueblo preanunciada por el profeta Ezequiel: «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Ez 37,27).Tal alianza habría estado acompañada por el don del Espíritu puesto en el corazón de los creyentes (cf Ez 36,26-27): y he aquí que en los días del cumplimiento, los días de la Iglesia, el don del Espíritu confirma esta recíproca comunión entre Dios y el cristiano. Así, Agustín puede decir con el vigor que lo caracteriza: «Pregunta a tu corazón; si está lleno de caridad, tienes el Espíritu de Dios»98. Fundándose en esta mención del Espíritu Santo, el discurso de Juan se hace más marcadamente cristológico, abriéndose así a un horizonte trinitario: «Nosotros hemos contemplado y testificamos que el Padre ha enviado a su Hijo como el Salvador del mundo. Quien confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios mora en él y él en Dios» (ljn 4,14-15). En el Espíritu Santo, los cristianos confie­ san a Jesús como Hijo de Dios; el misterio de la Trinidad de Dios pasa a través del escándalo de la Encarnación, y precisamente de esto son testigos los cristianos. Este es el contenido profundo del amor de Dios que ellos han podido conocer gracias a la narración que el Hijo ha hecho de El: «Nosotros hemos conocido y nos hemos adherido al amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y quien mora en el amor mora en Dios, y Dios en él» (ljn 4,16). Se afirma aquí por segunda vez que «Dios es amor», pero no como simple repetición de lo ya escrito (ljn 4,8), sino como acentuación: si nos adherimos al amor, si creemos en el amor, creemos en Dios, y viceversa. Esto es esencial y decisivo en la vida cristiana: creer en el amor; creer que Dios es amor. O tro fruto del Espíritu que mora en el corazón del cristiano 97 C f ljn 2,6.10.14.24.27.28; 3,6.9.15.17.24; en el cuarto evangelio, Juan emplea abundantemente esta expresión: baste pensar en los primeros versículos de Jn 15. 98 A g u s t í n , o.c., V III,12.

es la ausencia de temor, porque «quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor» (ljn 4,18). A este respecto, Juan añade una afirmación bastante sorprendente: «En esto ha llegado a plenitud el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio: como es él [Dios], así somos también nosotros en este mundo» (ljn 4,17). Por el Espíritu, que ya ahora lleva en ellos a cumplimiento el agápe, los creyentes reciben el consuelo y el tes­ timonio de pertenecer totalmente a Dios, ¡de ser ellos mismos, ya ahora en el mundo, amor, como Dios! En otras palabras, el día del juicio se decide aquí y ahora, en la medida en que los cristianos aceptan o rechazan ser amor en su existencia. Así pues, cuando en el cristiano hay amor, entonces hay parresía, confianza, seguridad en relación con el día del juicio: cesa el miedo al castigo y se ve sólo la misericordia infinita e inagotable de Dios. El creyente no será expulsado el día escatológico, sino que el temor es expulsado ya ahora: ¡amor y temor son incompatibles! Por último, Juan retorna, en el versículo 19, a la experiencia del amor pasivo, con el que había iniciado su llamamiento: «Noso­ tros amamos porque Él [Dios] nos amó primero». De este modo lleva a cumplimiento, también desde un punto de vista literario, lo que se podría definir como «el acontecimiento circular del amor»: el amor que viene de Dios fue manifestado por Jesucristo, el cual lo derramó en los hombres mediante el don del Espíritu; los cre­ yentes, sabiéndose amados por Dios, son capacitados para amarse recíprocamente y llegan a amar a todos los hombres, los cuales, sintiéndose amados a su vez, llegan a ser también ellos capaces de amar; de este modo el amor retorna a Dios, porque «quien mora en el amor mora en Dios, y Dios en él» (ljn 4,16). Esta «circularidad» del amor divino no se encierra en sí misma con una reciprocidad interesada, sino que se dilata para abrazar la alteridad, mostrando su naturaleza de auténtica universalidad. Así, el mandamiento de Jesús es: «Como yo os he amado, así también os améis [y no: “me améis”] unos a otros» (Jn 13,34), porque el ejemplo que se ha de

imitar es el del amor entre Jesús y el Padre: «Como el Padre me ha amado, así os [y no: “a/Padre”] he amado yo» (Jn 15,9).

«Q uien no a m a a su hermano, al que ve, no puede a m a r a Dios, al que no ve»

Para hacer comprender a sus «hijitos» que el agápe del que ha hablado hasta este momento no consiste en un amor general y des­ encarnado -que puede ser definido como «amor miope»-, he aquí que Juan desciende inmediatamente, desde estas cimas teológicas, a tratar la práctica cotidiana del amor, ese amor que es «trabajo/fatiga», como recuerda Pablo («kópos tés agápes», «la fatiga del amor»: lTes 1,3); ese amor que es «un arduo trabajo, un trabajo diario» (Rainer M . Rilke). Resulta significativo que sea precisamente este hori­ zonte el que sirve para concluir toda esta sección: «Si alguno dice: “Yo amo a Dios” y odia a su hermano, es un mentiroso. Quien no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve. Este es el mandamiento que hemos recibido de él: que quien ama a Dios, ame también a su hermano» (ljn 4,20-21). Sólo hay un modo para creer a quien afirma que ama a Dios: verificar si ama al hermano que está cerca de él, con respecto al cual acepta hacerse «prójimo» (cf Le 10,29-37). ¿Cómo no recordar aquel dicho de Jesús no escrito en los evangelios pero transmitido por Clemente de Alejandría?: «¿Has visto a tu hermano? Has visto a Dios»99... Juan es muy realista y no predica el amor a quienes están lejos, sino a las personas con las cuales se vive realmente cada día. Además, será este amor el que, si se vive en verdad, tendrá en sí las ener­ gías para dilatarse y alcanzar también a los que están lejos; pero el punto de partida sólo puede ser este. E n pocas palabras: o este 99 C l e m e n t e d e A l e j a n d r í a , Stromata 1,19,94; cf también T e r t u l i a n o , L a oración 26,1. Sobre el «sacramento del hermano», cf J u a n C r i s ó s t o m o , Homilías sobre Mateo L,3-4.

amor es real y visible -es decir, fraterno, intenso y sin fingimiento alguno (cf IPe 1,22)-, o bien es falso. ¡No hay otra posibilidad! Jesús mismo vivió el amor dentro de una comunidad específica, en un ambiente y con hombres y mujeres muy concretos. Jesús amó a sus discípulos con un amor intenso, «hasta el fin» (Jn 13,1); amó a M arta, M aría y Lázaro (cf Jn 11,5); amó en particular a un discípulo (cf Jn 13,23; 19,26; 20,2; 21,7.20); y, cuando confió a Pedro la tarea de apacentar sus ovejas, lo hizo planteándole con claridad la exigencia de una relación de amor: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» (Jn 21,15). Si bien es verdad que Dios amó al mundo con un amor ilimitado, no es menos cierto que Jesús manifestó ese amor dándolo a su comunidad y amando de manera concreta a quienes encontró, también ocasionalmente, en su camino: el joven rico (cfM c 10,21 par.), la mujer adúltera (cfjn 8,10-11)... Y, por otro lado, el mandamiento nuevo dado por Jesús no es simplemente: «Amaos», sino: «Amaos los unos a los otros», en una intensa relación de comunión fraterna. Privado de esta tra­ ducción cotidiana, el agápe queda disuelto. Pero esto es para Juan lo mismo que disolver a Jesucristo (cf ljn 4,3); en efecto, decir: «Yo amo», y no amar después al hermano concreto, al hermano de carne y hueso que vive a mi lado, equivale a afirmar que Jesucristo no vino en la carne. Para Juan, el amor activo y real, vivido en la comunidad y en la historia, es el signum magnum a los ojos del mundo, es el único camino a través del cual todos pueden llegar al reconocimiento de los verdaderos discípulos de Jesús («En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros»: Jn 13,35) y, por tanto, al reconocimiento de la existencia de Dios (cf ljn 4,12). Todos los demás signos -la profecía, los milagros, el don de curar, etc.- están sometidos a la ambigüedad y pueden ser realizados también por el anticristo (cf M t 7,22; Ap 13,11-17). En cambio, precisamente en el amor fraterno, y sólo en él, se puede captar el sello de la «diferencia cristiana», esa capacidad de fraternidad y

de comunión que llevaba a los paganos a exclamar con estupor, frente a los primeros cristianos: «¡Mirad cómo se aman!»100. Por el contrario, pretender que se ama a Dios sin amar al hermano, es engaño y mentira, es un verdadero sinsentido, porque «quien no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve» (ljn 4,20). Una vez más, se revelan extremadamente inteligentes y puntuales las palabras de Agustín: «Puedes decirme: “No he visto a Dios”; pero, ¿puedes acaso decir­ me: “No he visto al hombre”? Ama al hermano. Pues, si amas al hermano que ves, verás a la vez a Dios, puesto que verás la misma caridad dentro de la cual habita Dios... Sostienes, pues, que amas a Cristo; guarda, pues, su mandamiento y ama al hermano. Mas, si no amas a tu hermano, ¿cómo es que amas a aquel cuyo mandamiento desprecias?»101.

100 T e r t u l i a n o , 101 A g u s t í n ,

Apologético 39,7.

o . c .,

V,7; IX, 11.

Llamamiento a lafe ljn 5,1-13

Quien se adhiere a: «Jesús es el Cristo», ha sido engendrado por Dios; quien ama al que engendra, ama también a quien ha sido engendrado por E l [Dios]. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: en que amamos a Dios y ponemos en práctica sus mandamientos. Porque el amor de Dios consiste en observar sus mandamientos, y sus mandamientos no son opresores. Porque todo lo que ha sido engendrado por Dios vence al mundo. Y esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestrafe. ¿ Quién es el que vence al mundo sino quien se adhiere a: «Jesús es el Hijo de Dios»? Este es el que ha venido con agua y sangre, Jesucristo; no sólo con agua, sino con agua y sangre, y el Espíritu da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Pues tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre,

y los tres confluyen en uno. 9 Si aceptamos el testimonio de los hombres, el testimon io de Dios es más grande. Y este es el testimonio de Dios: E l mismo ha dado testimonio de su Hijo. 10 Quien se adhiere al Hijo de Dios tiene en sí mismo el testimonio. Quien no se adhiere a Dios hace de él un mentiroso, porque no se ha adherido al testimonio de Dios, el cual ha dado testimonio de su Hijo. 11 Y este es el testimonio: Dios nos ha dado la vida eterna, y esta vida está en su Hijo. 12 Quien tiene al Hijo, tiene la vida; y quien no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida. 13 Os escribo estopara que sepáis que tenéis la vida eterna, vosotros que os adherís al Nombre del Hijo de Dios.

«Q uien am a al que engendra, a m a tam bién a quien ha sido engendrado por Él»

Después del sentido llamamiento al amor, el autor pasa inmedia­ tamente a una exhortación relativa a la fe: de este modo resulta evidente su preocupación por no separar la fe del amor. Por este motivo, en los cuatro primeros versículos del nuevo capítulo, un pasaje de transición que constituye una especie de apéndice al dis­ curso anterior, se encuentran, uno junto a otro, el verbo pisteúein («creer») y el verbo agapán («amar»); de un modo más preciso, dentro del marco formado por el verbo pisteúein (y. 1) y el sustan­ tivo pístis (v. 4) se incluyen las cinco ocurrencias del verbo agapán y del sustantivo agápe. Juan afirma ante todo: «Quien se adhiere a: “Jesús es el Cristo”,

ha sido engendrado por Dios; quien ama al que engendra, ama también a quien ha sido engendrado por El» (ljn 5,1). En toda la Carta se aprecia la preferencia por las fórmulas absolutas: «quien (pás) practica la justicia», «quien tiene esta esperanza», «quien ama», «quien se adhiere» (cf ljn 2,23.29; 3,3.4.6.9.10.15; 4,7; 5,1.18)... Sirviéndose de este recurso estilístico, el autor quiere exhortar al lector a llegar a la unificación de toda la persona, es decir, a aquel «corazón unificado» (Sal 86,11) que da unidad a todo el ser, a todo el obrar; en esta perspectiva, quien realiza una acción cumple, como consecuencia, todas las demás que se siguen de ella, tanto en el bien como en el mal. Y para el cristiano, la acción por excelencia, que compendia en sí todas las demás, es amar: quien ama observa los mandamientos, practica la justicia, mora en Dios. E n una palabra: muestra de manera concreta que cree en Dios. Justamente por estar arraigada en esta mentalidad de unifica­ ción, la concepción judeocristiana de la fe no tiene nada de inte­ lectual, sino que es una actitud vital que implica a toda la persona, vista en su unidad. Por esta razón he decidido traducir pisteúein con «adherirse»; de hecho, este verbo no indica tanto el creer en una verdad abstracta como el adherirse con todo el ser a una verdad que es una persona: Cristo, Dios. En el lenguaje bíblico, las dos raíces fundamentales para expresar la fe, el creer, son aman (de donde procede amen: «es así, es sólido y, por tanto, verdadero») y batak: la primera indica «apego, adhesión»; la otra, «confiar, tener confianza, poner el pie en terreno firme». U n niño sujeto con una faja al regazo de su madre tiene plena confianza (cf Is 66,12-13), se siente seguro en brazos de su madre (cf Sal 131,2). Esto es la fe: una adhesión inquebrantable al Dios fiel (cf Is 65,16), poner la confianza sólo en El permaneciendo estables. «Así dice el Señor Dios: “Si no os adherís a mí, no tendréis estabilidad”» (Is 7,7.9; cf Sal 20,8-9). Y para un cristiano, esta adhesión inamovible se dirige necesariamente también a la persona de Jesús: él es el Cristo, él es la verdad, la vida, el camino para ir al Padre (cf Jn 14,6).

Pues bien, Juan ve en esta fe la señal de que uno ha nacido de Dios, de que es hijo de Dios: «Quien se adhiere a: “Jesús es el Cristo”, ha sido engendrado por Dios» (ljn 5,1). De este modo se corrobora la afirmación del prólogo del evangelio: «Quienes se adhieren al nombre de Jesucristo no han sido engendrados de sangre, ni de deseo de carne ni de deseo de hombre, sino por Dios» (Jn 1,12-13). Y quien permanece estable en esta fe, no puede dejar de observar lo que implica su cualidad de hijo de Dios. No es posible separar la fe del amor: no se nace a la fe sin que el amor acompañe a la fe; y el agápe, a su vez, procede de la fe: «La obra de la fe es el amor mismo, según lo que dice el apóstol Pablo: “Y la fe que obra por el amor” (Gál 5,6-7)»102. No hay auténtica fe cristiana que no dé como fruto las obras, y no hay obras auténticamente cristianas que no sean operafidei. En efecto, la fe operativa implica toda la persona y se expresa como capacidad de amar: «No se trata sólo de profesar la fe, sino de practicarla con constancia hasta el fin»103. En caso con­ trario se corre el riesgo, bien denunciado por Santiago, de tener una fe intelectual, abstracta y estéril y, por tanto, una fe muerta, la que caracteriza a los demonios (cf Sant 2,17-20). Quien no vive según el mandamiento nuevo dejado por Jesús, no puede afirmar en verdad que él es el Mesías, porque el único criterio de la autenticidad de lafe es una existencia vivida en el agápe. «Quien ama al que engendra», el Padre, «ama también a quien ha sido engendrado por El» (ljn 5,1), es decir, el Hijo y los hijos: Jesús, engendrado por el Padre, pero también los creyentes, «los hijos de Dios» (ljn 5,2). No se debe olvidar que Juan escribe teniendo presente aquella parte de la comunidad que pretende amar a Dios, pero no ama a los hermanos (cf ljn 4,20-21)... Con estas palabras realiza, por consiguiente, una admirable síntesis de la vida cristiana: la fe del cristiano se manifiesta como respuesta al amor de Dios siempre precedente, en el único amor a Dios 102 A g u s t í n ,

Comentario a la primera Carta de Juan X ,l.

como aquel que engendra, a Cristo, el unigénito, y a los hermanos engendrados por Dios. Amar a Dios sin amar a Cristo es impo­ sible: equivale a hacer de Dios mismo un ídolo, disolviendo su humanización en Jesús. Y amar a Cristo sin amar a Dios es tam ­ bién imposible, porque el Hijo es la imagen visible del Padre. Pero también es imposible amar a Dios sin amar a los hermanos, porque estos son sus hijos, engendrados y amados por El. El comentario de Agustín a este respecto es extremadamente precioso: «Continúa diciendo: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios” (ljn 5,2), cuando cabía esperar: “En esto conocemos que ama­ mos al Hijo de Dios”. Llamó hijos de Dios al que poco antes ñamaba Hijo de Dios. La razón es que los hijos de Dios son el cuerpo del Hijo único de Dios. Y, dado que él es la cabeza y nosotros los miem­ bros, no hay más que un único Hijo de Dios. Por tanto, quien ama a los hijos de Dios ama al Hijo de Dios... Si amas sólo una parte, estás dividido; si estás dividido, no te hallas en el cuerpo, y, si no te hallas en el cuerpo, no estás bajo la Cabeza. ¿De qué te sirve creer en Él, si le llenas de afrentas? Le adoras en su cabeza, le injurias en su cuerpo. Él ama a su cuerpo. Si tú te has separado del cuerpo, la Cabeza no se separa del suyo. “En vano me tributas honor”, le grita la Cabeza des­ de el cielo, “en vano me tributas honor”. Es como si alguien quisiera besarte la cabeza y, a la vez, pisarte los pies... “Pero, ¿no ves, ¡oh ne­ cio!, que eso que quieres abrazar llega, en virtud de cierta estructura unitaria, hasta esa parte que pisoteas?”»104. Sí, la Iglesia es el cuerpo de Cristo105; pero esta verdad se com­ prende de manera auténtica sólo si los cristianos saben identificar ese cuerpo con la comunidad real donde viven: se cree en la Iglesia 104 A g u s t í n ,

o . c .,

X ,3 .8 .

105 No se debe olvidar que, contrariamente a la concepción actual, a lo largo de todo el primer milenio del cristianismo, el «cuerpo real» de Cristo era la Iglesia local, mientras que el «cuerpo místico», es decir, el situado bajo el signo del misterio, era la Eucaristía.

universal viviendo en la Iglesia local, amando a la propia comu­ nidad cristiana, viviendo el amor con esas personas concretas. No hay fe sin amor, y el amor no puede conocer ninguna dicotomía entre los hermanos y Dios, porque el mandamiento del Señor, su mandatum, se refiere con claridad a un amor único donde son indisociables y simultáneos dos movimientos: el amor a Dios y a los hermanos.

« E sta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe»

Siguiendo la estela de lo expuesto anteriormente, Juan se preocupa por objetivar el discurso sobre la fe y sobre el amor: especifica que amar a los hijos de Dios significa poner en práctica los manda­ mientos (cf ljn 5,2). No debe haber ambigüedades en el discurso sobre el amor: si amar a los otros, al prójimo, es una acción rea­ lizada en la verdad y con inteligencia, entonces es siempre una acción que no sólo no contradice los mandamientos, sino que, de hecho, los cumple y los realiza. E l amor al otro no es un sentimiento instintivo, una acción afectuosa cualquiera, una actitud que nace de la espontaneidad: si es amor verdadero, es conforme al amor de Dios y, por tanto, conforme a los mandamientos. Por otro lado, este es el verdadero régimen del amor en la comunidad cristiana: se ama al otro como lo ama Jesucristo, el cual dio también un criterio preciso para el amor fraterno y comunita­ rio: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?... Quien cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Me 3,33.35; cf M t 12,48.50). En mi amor al hermano debo discernir también su fidelidad a la voluntad de Dios, y amarlo como Dios lo ama. Configurar el amor a los otros en función de la observancia de los mandamientos hace que estos no sean perci­ bidos como opresores: al cumplirlos, nos sentimos retribuidos no

sólo por su realización (cf Sal 19,12), sino también por el amor que se da y se recibe observándolos. Q uien ha nacido de Dios puede, por tanto, tomar sobre sí el yugo suave y ligero de Cristo (cf M t 11,28-30), cuya voluntad se identifica con la del Padre: «Porque el amor de Dios consiste en observar sus mandamientos, y sus mandamientos no son opreso­ res» (ljn 5,3). Ciertamente es innegable que al comienzo de la vida cristiana la práctica de los mandamientos puede parecer gravosa, ya que requiere la adquisición de una disciplina que implica una áspera lucha contra el pecado y la tentación (cf E f 6,10-17; IPe 5,8-9); pero si uno se ejercita en esta lucha en la libertad y por amor, esa práctica puede llegar a ser efectivamente liberadora y, por tanto, en modo alguno opresora. En esta perspectiva, Juan -retom ando las palabras de Jesús: «Ánimo, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33)- llega incluso a afirmar: «Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe» (ljn 5,4). Se trata de una promesa destinada a quien se adhiere a Jesús, a quien confiesa en plenitud la Encarnación: «¿Quién es el que vence al mundo sino quien se adhiere a: “Jesús es el Hijo de Dios”?» (ljn 5,5). Sí, la victoria sobre el mundo sólo puede con­ seguirla quien se adhiere a la persona de Jesucristo, llegando a una implicación concreta y real con su vida y viendo cómo se realiza su palabra: «Quien quiera ponerse a mi servicio, que me siga, y donde esté yo allí estará también mi servidor» (Jn 12,26). La fe -hay que corroborarlo ahora- no es un proceso de pensamiento, una ideo­ logía o una iluminación, sino que es una relación real y concreta del cristiano con Dios: justamente esta «adhesión al Señor» vence la mundanidad, la tentación y la seducción de la incredulidad y de la idolatría. H ay también una reflexión paulina que puede iluminar nues­ tro pasaje, pues pone de manifiesto la verdadera potencia de la fe cristiana, una fuerza que no se ha de confundir con triunfalismo, arrogancia, pretensiones: «¿Quién podrá separarnos del amor de

Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... Pero en todas estas cosas salimos triunfadores por medio de aquel que nos amó» (Rom 8,35-37). La extraordinaria confianza que puede nacer de la adhesión a Jesu­ cristo la muestra de manera emblemática quien acepta llegar hasta el martirio por amor a él, según el testimonio de una mártir cris­ tiana de los primeros siglos: «Hay en mí otro, Cristo, que sufre por mí, como también yo estoy dispuesta a sufrir por él»106. También en condiciones más ordinarias, esta debería ser la íntima conciencia de todo cristiano, llamado a dar testimonio de la propia fe en Cristo en los acontecimientos cotidianos de la vida, hasta poder afirmar: «Y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí. M i vida presente la vivo en la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20).

«Este es el que ha venido con agua y sangre, Jesucristo»

Juan inserta en este punto una enseñanza cristológica muy impor­ tante. ¿Quién es Jesús, el Hijo de Dios, al cual el cristiano se adhiere con fe victoriosa? «Es el que ha venido con agua y sangre... y el Espíritu da testimonio» (ljn 5,6). Jesús, escribe el autor, es aquel que se manifestó como hombre, plenamente hombre, en la inmersión en el agua, cuando fue bautizado por Juan el Bautista, y después se manifestó como «elevado» sobre la cruz (cf Jn 3,14; 8,28; 12,32), donde derramó su sangre. Según un modo de proce­ der típicamente judío -véase «el entrar y salir» del Sal 121,8 y de H e 1,21-, la parábola histórica de Jesús se resume en los dos términos extremos de su vida ministerial: el bautismo en elJordán y la muerte de cruz. Estos dos acontecimientos constituyen los elementos esencia­ les para la revelación de su cualidad de hombre, verdadero hombre:

agua y sangre se refieren, por tanto, en primer lugar a la concreción de la historia humana de Jesús, marcada por acontecimientos pre­ cisos situados en el tiempo y el espacio. De este acontecimiento da testimonio el Espíritu, que es la verdad, porque estuvo presente en el momento de la inmersión de Jesús en el agua, «descendió como una paloma del cielo y se posó sobre él» (Jn 1,32), y estuvo presente en la hora del derramamiento de la sangre sobre la cruz, cuando Jesús lo entregó al morir (cf Jn 19,30). El texto prosigue después con la afirmación: «Pues tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres confluyen en uno» (ljn 5,7-8)107, lo cual confirma y desarrolla el contenido del versículo anterior. C on todo, parece que aquí el acento no cae ya sobre la historia de Jesús, sino sobre la experiencia eclesial de los creyentes: en efecto, estos reciben el testimonio del Espíritu Santo en el momento del bautismo, de la inmersión en el agua, y lo reciben también en la comunión en la sangre del Señor. Bautismo y Eucaristía, obra del Espíritu Santo en el creyente, dan testimonio de Cristo, y su testimonio tiende al mismo fin: revelar la verdad que es una persona, Jesucristo. Al hablar de agua y sangre, Juan quiere aludir, por tanto, tam ­ bién a la praxis sacramental de las primeras comunidades cris­ tianas: el agua donde se sumergió Cristo es el agua del bautismo 107 «Los tres confluyen en uno»: traducción literal, que probablemente se ha de entender, como hacen algunas traducciones, en el sentido de una convergencia en el único testimonio. Pero parece innegable que esta expresión contiene también una refe­ rencia a la comunión trinitaria. No es casual que se plantee aquí el problema del llamado «convna johanneum», una adición en los versículos 7-8, transmitida desde el siglo IV en el Líber Apologeticus de Prisciliano; luego, desde el siglo V, en algunos códices de la Vetus latina y, posteriormente, en numerosos códices de la Vulgata y en algunos códices minúsculos griegos. El texto, que después entró en la edición sixto-clementina de la Vulgata, suena así: «Pues tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre, la Palabra y el Espíritu Santo, y estos tres son uno. Y tres son los que dan testimonio en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre, y estos tres son uno». Se trata de una adición tardía, que surgió probablemente en los siglos II-III en África como glosa marginal y fue interpo­ lada por los copistas en el texto joánico a partir de una afirmación que, efectivamente, se prestaba a un desarrollo en sentido trinitario: «Tres son los testigos: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres confluyen en uno».

a la que todo cristiano debe descender; la sangre de Cristo es la eucaristía que da el perdón de los pecados. Comprendemos, por consiguiente, que quienes se oponen a Juan son los mismos que aquellos de los que se han de guardar los cristianos de Esmirna, según la invitación que -pocos años más tarde y también en el ambiente de Asia M enor- les dirige Ignacio de Antioquía: «Observad cuán contrarios son al sentir de Dios quienes profesan el error relativo a la gracia de Jesucristo, venida a nosotros. No les im­ porta la caridad, ni la viuda, ni el huérfano, ni quien sufre, ni quien está prisionero o ha sido liberado, ni quien padece hambre o sed. Se mantienen lejos de la Eucaristía y de la oración, porque no reconocen que la Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, la car­ ne que padeció por nuestros pecados y que el Padre, en su bondad, resucitó»108. En otras palabras, quien no confiesa la Encarnación termina, antes o después, rechazando también la economía sacramental propia de la vida eclesial. Por último, Juan habla del testimonio que Jesús recibió del Padre (ljn 5,9), un tema abordado ya en el cuarto evangelio: «Yo tengo un testimonio mayor que el de Juan [el Bautista], pues las obras que el Padre me encargó realizar, las mismas que yo hago, testifican de mí que el Padre me ha enviado. El Padre que me envió ha dado también testimonio de mí» (Jn 5,36-37). Si el Padre dio testimonio del Hijo, «quien se adhiere al Hijo de Dios tiene en sí mismo el testimonio» (ljn 5,10). Fe y testimonio están en verdad estrechamente unidos: en efecto, quien tiene la fe, tiene el testi­ monio de Dios que permanece en su corazón, tiene en sí la palabra de Dios que permanece como una semilla, tiene el crisma-óleo y la unción que enseñan la verdad y el amor de Dios. Y he aquí el

inaudito testimonio que los cristianos poseen por la fe: «Dios nos ha dado la vida eterna, y esta vida está en su Hijo» (ljn 5,11). Quien se adhiere plenamente al Hijo y a su Nombre -es decir, a su persona (cf ljn 2,12; 3,23)-, confesándolo como Señor y como hombre, tiene la vida para siempre, «ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5,24).

Llamamiento a la oración y a huir de los ídolos ljn 5,14-21 5 14 Esta es la confianza que tenemos en E l [Dios]: cualquier cosa que le pidamos según su voluntad, É l nos escucha. 15 Y si sabemos que nos escucha en cualquier cosa que le pidamos, sabemos que tenemos ya lo que le hemos pedido. 16 Si alguno ve a su hermano pecar con un pecado que no lleva a la muerte, rece y É l [Dios] le dará la vida, siempre que se trate de los pecados que no llevan a la muerte. Hay un pecado que lleva a la muerte; por este no digo que recéis. 17 Toda injusticia es pecado, pero hay un pecado que no lleva a la muerte. 18 Sabemos que quien ha nacido de Dios no peca; es más, a quien ha sido engendrado por Dios [Cristo] lo custodia y el Perverso no lo toca. 19 Nosotros sabemos que somos de Dios, mientras que el mundo entero está en poder del Perverso. 20 Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para conocer al verdadero Dios. Nosotros estamos en el verdadero [Dios, porque estamos] en su Hijo Jesucristo. E l es el verdadero Dios y la vida eterna. 21 Hijitos, guardaos de los ídolos.

La oración y «el pecado que lleva a la m uerte»

E n la última parte de la Carta, Juan exhorta ante todo a los cristia­ nos a la oración, entendiéndola también como intercesión por los hermanos que caen en el pecado (ljn 5,14-17); y después concluye con un llamamiento a sus «hijitos» para que huyan de los ídolos (ljn 5,18-21). Escribe Juan: «Esta es la confianza que tenemos en El [Dios]: cualquier cosa que le pidamos según su voluntad, El nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en cualquier cosa que le pidamos, sabe­ mos que tenemos ya lo que le hemos pedido» (ljn 5,14-15). Insiste por cuarta vez en laparresía (cf ljn 2,28; 3,21; 4,17), la franqueza, la confianza con la que los creyentes se encuentran frente a Dios, seguros de que todo lo que pidan según su voluntad, en plena sin­ tonía con El, Dios lo escucha. En la oración cristiana, en efecto, el criterio fundamental de la legitimidad de una pregunta es siempre el atestiguado en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad» (M t 6,10; cf M e 14,36 par). Ciertamente hay que orar, pedir al Señor, llamar a su puerta (cf M t 7,7-8; Le 11,9-10), pero ejercitándose siempre en el discernimiento de lo que es realmente conforme a su volun­ tad. Por lo demás, Juan lo había dicho ya: «Tenemos confianza en Dios, y todo lo que pidamos, lo recibiremos de El, porque observa­ mos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada» (ljn 3,1-22). Y en el evangelio, Jesús había afirmado con términos semejantes: «Si moráis en m í y mis palabras moran en vosotros, pediréis lo que queráis y se os dará... Si pedís algo al Padre en mi Nombre, El os lo dará» (Jn 15,7; 16,23). El autor afirma después que el cumplimiento de la oración confiada y auténtica precede a la petición misma, haciéndose eco de este modo de otra palabra de Jesús: «Todo lo que pidáis en la oración, creed que lo recibiréis y lo tendréis» (Me 11,24). En suma, se podría decir que para Juan la oración de petición se reduce a una sola expresión: hacer un discernimiento dentro de uno

mismo para comprender la voluntad de Dios y, por tanto, pedirle las fuerzas para cumplirla. El cristiano debe predisponerlo todo y orar para que esta voluntad se realice, pero también está seguro de que tiene ya en sí lo que ha pedido, porque como hijo engendrado por Dios mediante su semilla, la Palabra (cf ljn 3,9), recibe como don el Espíritu Santo, lo bueno por excelencia, que Dios mismo da siempre a quienes se lo piden (cf M t 7,11; Le 11,13). Toda petición dirigida a Dios en la oración confiada obtiene siempre el Espíritu Santo, que es el cumplimiento más verdadero y decisivo de nuestras peticiones. Juan ofrece a continuación un ejemplo concreto de discerni­ miento necesario en el ámbito de la oración: ¿por quién orar? Y escribe: «Si alguno ve a su hermano pecar con un pecado que no lleva a la muerte, rece y El [Dios] le dará la vida, siempre que se trate de los pecados que no llevan a la muerte. H ay un pecado que lleva a la muerte; por este no digo que recéis. Toda injusticia es pecado, pero hay un pecado que no lleva a la muerte» (ljn 5,16­ 17). Se hace referencia aquí a la situación comunitaria concreta de pecados que no conducen a la muerte, aludiendo a las faltas cometidas por debilidad, las que afectan cada día a la vida de todo cristiano: frente a estos pecados, los cristianos no sólo tienen la certeza de que Dios los absuelve (cf ljn 1,7.9; 2,1-2), sino que también pueden contar con el consuelo de la oración recíproca (cf Sant 5,16). Jesús nos pidió orar por los hombres que nos atacan, por los enemigos y los perseguidores, y bendecirlos (cf M t 5,44; Le 6,28), para reconducirlos de la situación mortífera a la vida, para llevarlos al arrepentimiento: con mayor razón, por tanto, los cristianos deben orar por los hermanos que caen en el pecado. La comunidad cristiana es una solidaridad de pecadores llamada a ser comunión de santos, y para que esta dinámica sea operativa hay que orar los unos por los otros cuando se cae en el pecado, hay que invocar la misericordia de Dios.

Pero hay también un «pecado que lleva a la muerte»109, y Juan pide que no se ore por él. ¿En qué consiste ese pecado? En el A nti­ guo Testamento, el pecado que lleva a la muerte es el cometido deliberadamente (lit.: «con la mano alzada») contra el manda­ miento de Dios, es la infracción consciente y voluntaria de la ley (cf N úm 15,30-31): este pecado comportaba incluso la exclusión del pueblo de Dios. Igualmente, los hombres de Q um rán distin­ guían entre transgresiones debidas a la inadvertencia o la igno­ rancia, y las transgresiones voluntarias: para estas últimas estaba prevista la exclusión de la comunidad (cf 1QS 8,22-27). En Juan se conserva ciertamente un eco de estas concepciones que, por lo demás, encontramos en las tres condiciones que la tra­ dición católica enumera para definir un pecado como «mortal»: falta grave, plena conciencia y consentimiento deliberado. Pero creo que la expresión «pecado que lleva a la muerte» requiere una profundización menos jurídica y más reveladora. Según algunos exégetas, es la apostasía de la recta fe en Jesucristo; según otros, es el atentado contra el amor fraterno consumado con la salida de la comunidad cristiana (cf ljn 2,18-19). No es fácil interpretar este pecado, pero pienso que se puede poner en relación con el pecado contra el Espíritu Santo, del cual habla Jesús en los evan­ gelios, un pecado que no será perdonado eternamente (cf M e 3,28-30 par). En el contexto evangélico, el pecado juzgado como no perdonable es el cometido por quien, al ver el bien obrado por Jesús, en vez de reconocerlo como acción buena según Dios, lo atribuye a Satanás: cuando se pervierte así el juicio, ¡entonces se blasfema contra el Espíritu Santo! Pero no hay que olvidar que Jesús afirma en el cuarto evangelio: «Yo no ruego por el mundo» (Jn 17,9); hay, por tanto, situaciones en las que no se debería orar... Estas son palabras duras, que suscitan tem or en nosotros, pero son ante todo palabras de Cristo y, después, palabras del 109

La expresión técnica «pecado que lleva a la muerte» se encuentra también en el

Libro de losjubileos 21,22; 33,13.18 y en bSota 48a.

autor de nuestra Carta, pastor y guía de una comunidad que experimenta días malos. La división dentro de los hombres tiene lugar ciertamente entre fe y mundanidad, entre luz y tinieblas, entre amor y odio; mas para Juan hay una separación, un «juicio» que tiene lugar también a través de la oración. La oración es responsabilidad máxima, es un «juzgar con Dios» -este es uno de los significados de tefillah, el término hebreo para indicar la oración-, y en el Apocalipsis es presentada incluso como un componente eficaz de la historia (cf Ap 8,3-5). Sí, la oración es una invocación dejuicio pronunciada sobre nosotros mismos y sobre los demás, sobre la base de la palabra de Dios y según la medida de comprensión que se tiene de esa Palabra. Por consiguiente, que quien ora por otro sea consciente de la acción que realiza, porque si el hermano se encuentra en una situación de pecado que lleva a la muerte, la oración corre el riesgo de acelerar el juicio sobre él y puede ser para él un «bocado de muerte» (cf Jn 13,26-30).

«Jesucristo es el verdadero D io s y la vida eterna»

Antes del llamamiento final (ljn 5,21), los versículos conclusivos presentan tres afirmaciones solemnes introducidas por la fórmula «sabemos» (ljn 5,18-20), que, a la vez que ponen de relieve la pro­ funda conciencia del autor, quieren recapitular el mensaje de toda la Carta. Juan afirma en primer lugar la convicción según la cual «quien ha nacido de Dios no peca» (ljn 5,18). Como hemos visto, con esto no quiere sostener que el cristiano sea inmune al pecado, sino que propone de nuevo con otras palabras la bienaventuranza veterotestamentaria: «Dichoso aquel a quien se le ha perdonado la culpa y se le ha cubierto su pecado, dichoso aquel a quien el Señor no le tiene en cuenta su delito» (Sal 32,1-2). Quien se adhiere a

Dios con plena confianza, es custodiado por Él; aunque caiga en el pecado, Dios lo perdona y lo protege, lo mantiene en el camino de la vida y no lo abandona en poder del Perverso. Por lo demás, ya la tradición sapiencial había afirmado: «Pero tú, oh Dios nuestro, eres benigno y fiel; eres paciente y lo gobiernas todo con misericordia. Aun cuando pecamos, somos tuyos, reconocemos tu poder; pero no queremos pecar sabiendo que te pertenecemos» (Sab 15,1-2). C iertam ente las palabras de Juan son una declaración que debería consolidar la fe de los destinatarios: quien es engendrado por Dios, el cristiano auténtico, no es ya presa de la rebelión contra Dios, no conoce la alienación y la esclavitud del pecado, precisa­ mente porque aquel que por excelencia ha sido engendrado por Dios, es decir, el Hijo Jesucristo, lo preserva, lo custodia; de tal modo que quien ha tocado al Hijo (cf ljn 1,1) no puede ser tocado por el Perverso (cf ljn 5,18). La segunda convicción se refiere a la diferencia entre los cris­ tianos y el mundo: los cristianos son de Dios (cf ljn 3,10; 4,4-6), mientras que el mundo cerrado a Dios, cerrado al amor y que se alimenta del odio, yace bajo el dominio del Perverso (cf ljn 5,19), que es «el príncipe de este mundo» (Jn 12,31). El lenguaje se hace duro, utiliza expresiones dualistas, no deja espacio a matices: por una parte, los verdaderos creyentes; por otra, el mundo en poder del mal. Pero esta afirmación —lo recalco de nuevo—no oscurece en modo alguno el amor de Dios a los hombres, a toda la humanidad; por el contrario, Dios tiene compasión de esta humanidad porque sabe que es presa del mal. «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (lT im 2,4) y, por tanto, los cristianos no pueden odiar ni despreciar de ningún modo a los no cristianos, a la humanidad. Sabemos bien que a lo largo de la historia estas expresiones dualistas presentes en el cuarto evangelio y en nuestra Carta han sido utilizadas para justificar una contraposición y una enemistad hacia los no cristianos entendidos como enemigos, adversarios.

Pero también sabemos que los cristianos fieles a su Dios aman a los no cristianos, por los cuales Dios ha entregado a su Hijo (cf Jn 3,16); habitan en medio de ellos con simpatía y sin separación de lugar, lengua o costumbres, orando por ellos y, no obstante, custodiando su diferencia, la «diferencia cristiana», forjada por el Evangelio y la pertenencia al Señor110. La tercera convicción expresada por el autor es la más impor­ tante, porque constituye la confesión defe más alta y explícita de todo el Nuevo Testamento relativa a la condición divina de Jesús: «Sabe­ mos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para conocer al verdadero Dios. Nosotros estamos en el verdadero [Dios, porque estamos] en su Hijo Jesucristo. Él es el verdadero Dios y la vida eterna» (ljn 5,20). Esta es la confesión de la encar­ nación del Dios vivo e invisible en su Hijo Jesucristo. Sí, el Hijo vino al mundo, vino como hombre entre nosotros, los hombres, y nos dio inteligencia para conocer al verdadero Dios. Y nosotros, los cristianos, estamos, por lo tanto, en el verdadero Dios y en su Hijo Jesucristo, que es el verdadero Mesías, la Verdad, es decir, moramos en él, participamos en su vida, en una comunión que es vida eterna. Esta afirmación es decisiva para la fe y la vida cristiana: Dios nos ha dado la inteligencia para poder conocer al verdadero Dios. El Dios que sigue siendo invisible, a quien nadie ha visto ni con­ templado jamás (cf Jn 1,18; ljn 4,12) es, sin embargo, cognoscible a través de un proceso, de una dinámica hecha posible por Dios: esta inteligencia es don de Dios, no es el resultado de un camino intelectual recorrido por el hombre. La palabra traducida por «inteligencia», diánoia, designa a la vez la facultad de la inteligen­ cia, el centro de la reflexión y del pensamiento, la conciencia. En la versión griega de los LXX, esta palabra traduce a menudo el término «interior, corazón» («leb»)> como en el caso de la promesa 110 C f A Diogneto 5.

de la nueva alianza hecha por Dios en el profeta Jeremías (cf Jer 31 [38],33). Sí, en el tiempo del cumplimiento de la nueva alianza hemos recibido de Dios el don de la inteligencia, del conocimiento del Dios verdadero, y esto nos permite discernir cuáles son los ídolos y, consiguientemente, repudiarlos. No debemos olvidar nunca que Dios es cognoscible, que la búsqueda de Dios debe ser siempre un camino racional, un camino recorrido por el hombre entero con todas sus facultades; al mismo tiempo, se necesita el don de Dios para llegar a la fe en el verdadero Dios contado por Jesucristo. Mas he aquí la extraordinaria afirmación: «Jesucristo es el ver­ dadero Dios y la vida eterna». En el prólogo del cuarto evangelio está escrito que «el Logos, la Palabra que estaba “en principio”junto a Dios, era Dios» (cf Jn 1,1-2) y, al final del evangelio, el grito que Tomás dirige a Jesús resucitado es: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Pero aquí se dice de un modo aún más claro: «Jesucristo es el verdadero Dios» y, por consiguiente, es también la vida eterna, esa vida que sólo Dios posee y comunica a quienes creen en El. En el Nuevo Testamento no se encuentran afirmaciones tan claras sobre la verdadera identidad de Jesús: no sólo vino de Dios, sino que es Dios él mismo y es vida para siempre para todos los hombres. En cambio, en oposición al verdadero Dios se encuentran los falsos dioses, los ídolos, de los cuales los cristianos deben man­ tenerse alejados, como atestigua el llamamiento final de Juan: «Hijitos, guardaos de los ídolos» ( ljn 5,21). Q uien se adhiere a Jesús sabe que mora en el verdadero Dios, que ha sido liberado de la idolatría y del poder del Perverso, sabe que es hijo de Dios y, por consiguiente, sólo puede luchar con todas sus fuerzas para mantenerse alejado de las seducciones idolátricas. De hecho, todo hombre es llamado, no a fabricarse imágenes de un Dios que no ve, sino a convertirse plenamente él mismo en aquella imagen de Dios que en verdad es ya (cf Gén 1,26-27), a través de Jesús, la única verdadera «imagen del Dios invisible» (Col 1,15).

En conclusión, hay que subrayar que la confesión de fe en la que desemboca la primera Carta de Juan es el punto donde con­ verge todo su mensaje, si es verdad que la referencia a la vita eterna enmarca toda la Carta dentro de una gran inclusión (cf ljn 1,2; 5,20). La vida eterna es el centro en torno al cual se desarrolla el proceso en espiral de la Carta: la vida eterna es Cristo, es Dios (cf ljn 1,2; 5,12-13.20); se ha manifestado, Juan la ha visto y puede anunciarla y testimoniarla a su comunidad (cf l jn 1,2; 5,11). La vida eterna es el telos de la vida cristiana (ljn 2,25; 5,13) y nosotros llegamos a ella realizando el mandamiento nuevo, es decir, amando a los hermanos. Sí, «nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» (ljn 3,14). El amor, el amor de Dios que ha sido vivido plenamente por Jesucristo, ha vencido de hecho a la muerte y sigue venciéndola en la historia, si la comuni­ dad de Jesús vive de este amor.

S e g u n d a C a r t a d e Ju a n

E l presbítero a la señora elegida y a sus hijos, que amo de verdad, y no sólo yo, sino también todos los que han conocido la verdad, ya que la verdad mora entre nosotros y estará siempre con nosotros. La gracia, la misericordia y la paz de Dios Padre y deJesucristo, el Hijo del Padre, estarán con nosotros, en la verdad y en el amor. Me alegro grandemente al encontrar que algunos de tus caminan en la verdad, según el mandamiento que hemos recibido del Padre. Ahora te ruego, oh señora, no para escribirte un mandamiento nuevo, sino el que tenemos desde elprincipio: que nos amemos los unos a los otros. Y esto es el amor: que caminemos según sus mandamientos [de Dios]. Este es el mandamiento que habéis escuchado desde elprincipio: caminad en él. Muchos seductores han venido al mundo, los que no confiesan a Jesucristo que viene en la carne: este es el seductor y el anticristo. Vigilad sobre vosotros mismos,

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para no perder lo que hemos realizado1, sino para recibir el salario pleno. Quien va más allá y no mora en la enseñanza de Cristo, no tiene a Dios; quien mora en la enseñanza tiene al Padre y al Hijo. Si alguien os visita y no lleva esta enseñanza, no lo acojáis en casa y no le dirijáis el saludo, pues quien le dirige el saludo participa de sus malas obras. Tengo aún muchas más cosas que escribiros, pero no quiero hacerlo en papel y tinta, pues espero ir pronto a veros y hablaros de viva voz, para que nuestra alegría sea completa. Te saludan los hijos de tu hermana elegida.

Destinatarios y saludo inicial: 2Jn 1-3

El autor de la Carta se presenta a la comunidad «hermana» (2Jn 13) como presbíteros, «presbítero, anciano». La institución de los «ancianos» es una estructura colegial de presidencia comunita­ ria, de origen judío2, paralela a la episcopal, en torno a la cual 1 Para la elección de eirgasámetha frente a eirgásasthe («lo que habéis realizado»), cf. R. E. B r o w n , Le lettere di Giovanni, Cittadella, Asís 1986, 907-908. 2 Se trata de una forma de autoridad modelada según la estructura de la comunidad veterotestamentaria, donde la asamblea del pueblo estaba presidida por los ancianos (xeqenim: Ex 3,16; 4,29, etc.), una categoría que se ha de entender en el sentido literal de ancianos o bien en el sentido metafórico de notables; no se descarta que tal institución estuviera en vigor también dentro de la comunidad de Qumrán (cf 1QS 6,8-10; 8,1). En el Nuevo Testamento, los presbyteroi son asociados a los apóstoles en Jerusalén (cf He 15,2.4.6.22.23; 16,4), o bien son mencionados solos (cf He 11,30; 21,18) o como colegio (presbytérion: IT im 4,14) y desempeñan la función de autoridades en la vida de la comunidad (cf H e 14,23; 20,17; T it 1,5). Ellos son quienes presiden (cf Rom 12,8; ITes 5,12; ITim 5,17); son llamados «guías», lo cual implica una clara responsabilidad sobre

se estructurarán muy pronto las iglesias de matriz helenista. En nuestro caso, más precisamente, el autor utiliza el término hopres­ bíteros -«el presbítero», con artículo determ inado-, en el sentido de «el presbítero por excelencia», es decir, quien tiene el ministerio de guía, quien preside. El anonimato de esta figura puede evocar, además, al anónimo discípulo amado del cuarto evangelio, a pro­ pósito del cual se atestigua que «entre los hermanos se corrió la voz de que aquel discípulo no moriría» (Jn 21,23). El escribe a la «señora elegida» («eklekt'e kyría»), expresión que no indica una persona individual, sino una comunidad elegida por Dios, y a «sus hijos», que son, evidentemente, los creyentes, los «engendrados por Dios» (cf ljn 5,1). Esta fórmula procede del mundo judío, donde a menudo con «mujer» o «señora» se designaba la synagogé, la asamblea de los creyentes, Los creyentes habían sido definidos ya en la primera Carta como «hijos de Dios» (ljn 3,1-2.10; 5,2); aquí se especifica que la comunidad cristiana es el espacio «materno» ofrecido a los mismos creyentes para que puedan experimentar que son engendrados por Dios. Es posible, además, que el término «señora» se refiera a la comunidad como esposa de Cristo: es significativo en este sentido que en el Apoca­ lipsis se hable de la Iglesia esposa de Cristo (cf Ap 21,2.9; 22,17) y que el mismo lenguaje simbólico se encuentre en la Carta dirigida a los cristianos de Efeso (cf E f 5,23-24), que viven en el mismo contexto geográfico de Asia Menor. El atributo kyría reservado a la Iglesia contiene, por último, una alusión explícita a Cristo como Kyrios, Señor: indica que la Iglesia participa del mismo señorío que su Esposo y comparte ya aquí y ahora la vida divina de su Señor, que es la cabeza de su cuerpo. El nombre de la comunidad a la que se dirige el presbítero no está especificado, y esto hace pensar que la Carta es un escrito des­ las vidas de los creyentes, de la cual deben dar cuenta (cf Heb 13,7.17.24); son pastores (cf H e 20,28; E f 4,11) que predican, gobiernan, vigilan sobre la disciplina, administran los sacramentos (cf Sant 5,14-15).

tinado a pasar de una comunidad a otra, llevado por los discípulos del autor y leído durante la asamblea litúrgica, según la praxis habitual en la Iglesia antigua. No obstante, el autor muestra con respecto a los miembros de esas comunidades un vínculo personal y esto excluye que se trate de una carta «católica» o «universal» a las iglesias. Se dirige, por tanto, a varias comunidades, con cada una de las cuales tiene un vínculo personal de amor y para las cuales es ho presbíteros, «el presbítero», con una autoridad superior a la de los diferentes jefes que presidían y guiaban a cada una de las comunidades. Aquí retoma la referencia al agápe y hace que esa referencia sea aún más intensa porque añade la especificación «de verdad» (2Jn 1), que no significa simplemente «con sinceridad», sino que indica un amor fundado sobre Jesucristo, la Verdad (cf Jn 1,14.17; 14,6). También es significativo que en este amor el presbítero asocie consigo a «todos los que han conocido la verdad» (2Jn 1): todos aquellos que, mediante la revelación del Hijo, han encontrado a Dios, aman ahora en la verdad también a los cristia­ nos de la comunidad hermana, gracias a la presencia de Cristo en medio de ellos, «ya que la verdad mora entre ellos para siempre» (cf 2Jn 2; Jn 14,17). «La gracia, la misericordia y la paz3 de Dios Padre y de Jesu­ cristo, el Hijo del Padre, estarán con nosotros» (2Jn 3): este triple saludo procede de la fórmula veterotestamentaria «misericordia y paz» (cf N úm 6,25-26), a la cual los cristianos, siguiendo el ejemplo de los judíos de la diáspora, añaden el término «gracia», cháris (ligado al tradicional saludo griego chaírein; cf 2Jn 10-11), dotándolo de un valor teológico que indica la benevolencia de Dios. Aun cuando es cierto que estos tres dones expresan la ple­ nitud de la salvación, la característica propia de nuestra Carta es, sin embargo, la especificación «en la verdad y en el amor» (2Jn 3 Todas las cartas paulinas y déuteropaulinas desean a los destinatarios «gracia y paz» (cf también IPe 1,2 y 2Pe 1,2), excepto 1 y 2Tim que, como en nuestro caso, mencionan también la misericordia.

3): gracia, misericordia y paz deben ser vividas en el difícil equi­ librio entre verdad y amor. De hecho, según la concepción judía, verdad y amor son dos elementos que vienen de Dios y sólo en Dios conocen una perfecta armonía, mientras que es difícil que se den unidos en la experiencia humana. Comentando el Sal 85,11, la tradición rabínica afirma que sólo en Dios, y en los días de la venida del Mesías, amor y verdad se besarán; pues bien, en Cristo -parece decir el autor- es posible vivir ya ahora este equilibrio: en él, la comunidad puede afrontar las dificultades que la atraviesan con caridad y, al mismo tiempo, confirm eza en la verdad.

Exhortación a la observancia del m andam iento del am or: 2Jn 4-6

Después del saludo, el presbítero estalla en una gran exclamación de alegría, que une a quien ha pronunciado la bendición con quie­ nes la han recibido: «Me alegro grandemente al encontrar que algunos de tus hijos caminan en la verdad, según el mandamiento que hemos recibido del Padre» (2Jn 4). ¿Cuál es el motivo de la alegría del autor? Es el hecho de que algunos dentro de la comuni­ dad «caminan en la verdad». Pero no nos resulta difícil comprender que este «caminar en la verdad» corresponde al «caminar en la luz» del que se habla en la primera Carta (cf ljn 1,5-7; 2,10-11) y que las dos expresiones no hacen otra cosa que traducir una única y misma exigencia: caminar en el amor. Sí, su alegría nace del hecho de que dentro de la comunidad hay miembros que caminan en el amor. El presbítero especifica que esto sucede «según el mandamiento que hemos recibido del Padre» (2Jn 4): el mandamiento del amor que los cristianos han recibido de Jesús viene en realidad del Padre mismo, el cual se lo ha revelado al Hijo. Y el deseo de quien escribe es que no sólo «algunos», sino todos los cristianos vivan el amor,

un amor recíproco; he aquí entonces la invitación o, mejor dicho, el ruego dirigido a la comunidad: «Te ruego, oh señora... que nos amemos los unos a los otros» (2Jn 5). Haciéndose eco de lo que se ha afirmado ya en ljn 2,7-11, el autor precisa después que el man­ damiento del amor fraterno no es nuevo, sino un mandamiento «que tenemos desde el principio» (2Jn 5), «que habéis escuchado desde el principio» (2Jn 6); sin embargo, debe ser custodiado, rea­ lizado cotidianamente, hecho operativo cada día en la vida de la comunidad. Se trata, en suma, de traducirlo en gestos concretos: en eso consiste caminar realmente en el amor, es decir, «caminar como Cristo caminó» (ljn 2,6). También en esta segunda Carta, por con­ siguiente, el agápe consiste claramente en aquel único amor a Dios y a los hermanos que no puede soportar divisiones (cf ljn 4,20-21).

Exhortación a guardarse de los seductores: 2Jn 7 -11

A continuación, el autor amonesta a los cristianos a quienes se dirige, presentando con claridad el riesgo que corren sus comuni­ dades: «Muchos seductores [plánoi: “quienes desvían del camino, quienes extravían”] han venido al mundo, los que no confiesan a Jesucristo que viene en la carne: este es el seductor y el anticristo» (2Jn 7). Retoma con otras palabras lo que había escrito en ljn 2,18.22 y, sobre todo, en ljn 4,3: «Toda inspiración que disuelve a Jesús no es de Dios: esta es la inspiración que viene del anticristo, del cual habéis oído que viene y ya, ahora, está en el mundo». La presencia de estos seductores muestra que el Adversario está actuando, que ya ha llegado la última hora y que la venida del Señor está próxima. Por consiguiente, hay que vigilar, con el fin de no frustrar el esfuerzo realizado por el presbítero, perdiendo así el «salario pleno» (2Jn 8). El autor, que para indicar la fatiga del testimonio cristiano recurre al verbo que indica el trabajo manual («ergázesthai»), se sitúa en la misma perspectiva que Pablo, el cual

motiva su exhortación dirigida a los cristianos de Filipos para que vivan como hijos de Dios -irreprensibles en medio de una generación malvada- con estas palabras: «Entonces, en el día de Cristo, podré gloriarme de no haber corrido en vano ni trabajado inútilmente» (Flp 2,16). Los seductores y anticristos son quienes «van más allá» (verbo «proágein»: 2Jn 9) y abandonan la enseñanza recibida desde el prin­ cipio. Con una dicción extraña e insólita, el presbítero sostiene que estos niegan que Jesús «viene [no: ha venido] en la carne» (2Jn 7). Dado que utiliza el participio presente («erchómenos»: «viniente»), parece preocupado no tanto por fijar el tiempo de la venida del Señor, sino más bien por sostener que en realidad, dentro de la Iglesia, Jesús es siempre aquel que viene en la carne y, por consi­ guiente, debe ser vivido en la carne de la Iglesia, en sus discípulos. Para el autor, la venida de Cristo en la carne no es, por tanto, úni­ camente un hecho del pasado (cf ljn 4,2), del mismo modo que su venida en la gloria no está sólo reservada al futuro, sino que se realiza en el presente. La humanización de Dios en Cristo es un acontecimiento presente y cotidiano, porque Cristo está presente en la carne en medio de los hombres: él viene constantemente a entrar en la comunidad creyente. En los versículos 9-10 se encuentra el término didaché, «ense­ ñanza» (desconocido en la primera Carta de Juan), para indicar la verdadera enseñanza, la enseñanza de la salvación. Con gran determinación, el presbítero afirma que quien se deja arrastrar por la enseñanza de los seductores «no tiene a Dios» (2Jn 9). En efecto, si es verdad que la enseñanza no agota la realidad de Dios, esta, no obstante, es verificable en los creyentes sólo gracias a su permanencia en la auténtica enseñanza de Cristo: una sola es la enseñanza, más aún, la confesión (cf 2Jn 7: verbo «homologeín») que determina la presencia del Padre y del Hijo en el creyente, es decir, la «sana doctrina» que se contrapone a los multiformes «cuentos» inventados por los falsos maestros (cf 2Tim 4,3-4; 2Pe 1,16).

La reacción del autor con respecto a estos seductores es muy clara y tal vez pueda sorprender (cf 2Jn 10-11): con tonos análogos a los de ljn 5,16 («hay un pecado que lleva a la muerte; por este no digo que recéis»; cf también Jn 17,9), pide que se les niegue la hospitalidad y el saludo (chaírein), es decir, en sentido fuerte, la invocación de la bendición, del shalom, ya que para los cristianos el saludo es siempre una bendición, una petición de salvación, de gracia, de paz (cf 2Jn 3)4. No es casual que en las cartas neotestamentarias el saludo cristiano sea transmitido a menudo junto al «beso santo» (Rom 16,16; lC o r 16,20; 2Cor 13,12; lTes 5,26), el «beso del agápe» (IPe 5,14), como expresión de auténtica comu­ nión e invocación del shalom, de la vida plena, de la felicidad. Hay un vínculo entre hospitalidady oración, porque acoger a un huésped y ser acogidos por él implica siempre la creación de una comunión, un intercambio de bendición. En esta perspectiva, la oración y la invocación de la bendición y de la gracia no son un acontecimiento referido sólo a quien ora a Dios, sino que se convierten en una implicación radical y una real participación en las obras de aquel por quien se ora. Es indudable que los tonos del presbítero son aquí duros, pero no hacen otra cosa que reflejar su preocupación frente al grave daño al que están expuestos los cristianos, sobre todo los «peque­ ños» en la fe; ahora bien, es propio del amor preocuparse de estos pequeños y cuidar ante todo de ellos, tratar de defenderlos y de protegerlos. Por lo demás, en el Nuevo Testamento son frecuentes los tonos análogos: baste pensar en la dura amonestación dirigida por Jesús a quien escandaliza a los pequeños (cf M t 18,6-10) o en las medidas disciplinarias que el apóstol Pablo pide que se apliquen a quienes turban la vida de la comunidad (cf Rom 16,17; 2Tes 3,6; T it 3,10...).

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Esta advertencia tendrá un gran eco en el ámbito del cristianismo primitivo: cf d e A n t i o q u í a , ^ los efesios 7,1; 9,1 \A lo s esmirniotas 4,1.

Didajé 11-13; I g n a c io

Conclusión y saludo final: 2Jn 12-13

La fórmula de despedida de nuestra Carta, análoga a la de la ter­ cera (cf 3Jn 13-14), se parece bastante a la conclusión del cuarto evangelio: «Otros muchos signos hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritos en este libro. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su Nombre» (Jn 20,30-31). El presbítero tendría otras muchas cosas que escribir, pero ya no quiere comunicarse con sus hijos en papel y tinta, y por eso afirma: «Espero ir pronto a veros y hablaros de viva voz, para que nuestra alegría sea completa» (2Jn 12). Esta experiencia es un reflejo de la alegría sencilla y espontánea -la cual está verdaderamente en las antípodas de una visión ideológico-intelectualista de la vida cris­ tiana-, que nace de la convivencia concreta de los cristianos como verdaderos hermanos en la fe (cf Sal 133): la alegría, que es fruto de la comunión (cf ljn 1,4), se expresa aquí en el deseo gozoso que el autor experimenta de ver de nuevo a sus hijos amados, a quienes él mismo ha engendrado en Cristo. Y dentro de esta alegría se sitúa el reconocimiento recíproco, el testimonio que da una comunidad, con respecto a otra, de la recíproca condición de Iglesia hermana: «Te saludan los hijos de tu hermana elegida» (2Jn 13). Se trata de un principio fundamental para toda eclesiología de comunión: las Iglesias, las comunida­ des eclesiales, son todas hermanas entre sí. Esto no disminuye la autoridad del presbítero, porque él sigue siendo el presbíteros también para la otra Iglesia, aunque con respecto a ella no adopta nunca la actitud de jefe; él es más bien aquel que, en nombre de una comunidad, saluda y establece la comunión con otra ekklesía, reconociéndola como hermana. De este modo concluye esta breve Carta escrita a una comu­ nidad atravesada por una crisis y por la consiguiente división interna debida a «seductores» que, aprovechándose de la acogida

y la hospitalidad, perturban la paz y la unidad eclesial. El presbí­ tero recuerda que la comunión defe plasma la comunión eclesial y la comunión eclesial determina la comunión defe: no puede ser de otra manera, ¡entonces como hoy!

T e r c e r a C a r t a d e Ju a n

1 E l presbítero al amadísimo Gayo, a quien amo en la verdad. 2 Amadísimo, deseo que prosperen todas tus cosas y que tu salud corporal sea tan buena como la espiritual. 3 M e alegro mucho porque han llegado algunos hermanos y han dado testimonio de tu verdad, del hecho de que caminas en la verdad. 4 M i mayor alegría1 está en oír que mis hijos caminan en la verdad. 5 Amadísimo, obrasfielmente en todo lo que haces por los hermanos, aunque sean extranjeros. 6 Ellos han dado testimonio de tu amor ante la comunidad. Harás muy bien en darles todo lo que necesiten para el viaje, como Dios se merece. 7 Porque partieron por amor al Nombre, sin recibir nada de los paganos. 1 Una interesante variante, transmitida por el Códice vaticano y que después entró en la Vulgata, lee «gracia» (chárin) en vez de «alegría» (charán). Aun cuando se trata de una lección que se ha de relegar al aparato crítico, conserva, no obstante, un significativo valor espiritual: el presbítero reconoce que es pura gracia de Dios el hecho de que alguno de sus hijos caminen en la verdad; es un don de Dios el hecho de que uno de ellos, que él ha contribuido a engendrar en la fe («mis hijos»), continúe caminando ahora con perse­ verancia en la verdad.

8 Es nuestro deber acoger a estos hombres, para cooperar con ellos en la verdad. 9 He escrito brevemente a la comunidad, pero Dio trefes, que ambiciona ser elprimero entre ellos, no me acoge. 10 Por eso, cuando vaya, le echaré en cara las acciones que realiza, pues anda diciendo desvergonzadamente cosasfalsas contra m í y, no contento con esto, no acoge a los hermanos y reprende y echa de la comunidad a quienes quieren recibirlos. 11 Amadísimo, no imites el mal, sino el bien. Quien hace el bien ha nacido de Dios; quien hace el mal no ha visto a Dios. 12 En cuanto a Demetrio, todo el mundo da testimonio de él, aun la misma verdad. Nosotros mismos damos testimonio de él, y tú sabes que nuestro testimonio es verdadero. 13 Tendría aún muchas cosas que escribirte, pero no quiero hacerlo con tinta y pluma. 14 Espero verte pronto, y entonces hablaremos de viva voz. 15 ¡Paz a ti! Te saludan los amigos. Saluda también tú a los amigos, uno por uno.

Destinatario y saludo inicial: 3Jn 1-4

La tercera Carta de Juan, que algunos estudiosos consideran, por razones internas, anterior a la Segunda, es un breve escrito oca­ sional dirigido por el presbítero («ho presbíteros») a un cierto Gayo,

uno de sus «hijos», engendrado por él en la fe. Es difícil establecer con exactitud la identidad histórica del destinatario: las Constitu­ ciones apostólicas afirman que Gayo habría sido nombrado obispo de la Iglesia de Pérgamo, mientras que Demetrio, mencionado en el versículo 12, se habría convertido después en obispo de la Iglesia de Filadelfia2. No obstante, la información de esta obra, más bien tardía (siglo IV), no parece fidedigna, así como también parece dudoso el valor histórico de la noticia misma. D e la Carta se deduce solamente que Gayo practicaba la hospitalidad (v. 5) y que el autor se dirige a él llamándolo «agapetós», «amadísimo» (w. 1.2.5.11). Y justamente la hospitalidad es el tema central de la epístola, que trata del agápe hecho concreto y visible en la acogida a los hermanos. En efecto, si Gayo, del cual se ocupa la primera parte del texto (3Jn 3-8), es quien practica la hospitalidad y acoge también a hermanos a quienes no conoce, a Diotrefes, por el con­ trario, se le reprocha precisamente su obstinada negativa a acoger al presbítero y a los hermanos (3Jn 9-10). Retomando la fórmula de saludo de 2Jn 1, el autor se dirige «al amadísimo Gayo, a quien amo en la verdad» (3Jn 1), expresando el deseo de que todo en su vida prospere (cf 3Jn 2). El título «agape­ tós» -que es utilizado en plural, «agapetoi», junto a términos como «los del camino», «hermanos», «santos», «creyentes», para designar colectivamente a los cristianos (cf H e 9,2; Rom 1,7; lC o r 10,14; H eb 6,9; Sant 1,16; IPe 2,11; etc.)- significa «amado» por Dios, amado con un amor que asimila al cristiano al Hijo amadísimo, el agapetós por excelencia (cf M e 1,11; 9,7), y amado también por quien se dirige a él. Al mismo tiempo, implica para los creyentes un reconocimiento recíproco de esta cualidad primaria: son amados por Dios y, por tanto, deben ser amados, estimados y honrados. El presbítero afirma después que su alegría más profunda consiste en oír que Gayo camina en la verdad (3Jn 3-4), es decir, participa de 2 C f Constituciones apostólicas VII,46,9.

la vida de su Señor, caminando en Cristo y como Cristo (cf ljn 2,6; 2Jn 4).

Exhortación y adm onición: 3Jn 5-12

En la continuación de la Carta, el autor alterna la exhortación dirigida a Gayo a perseverar en la acogida a los hermanos, y la admonición para que se guarde de la conducta opuesta de Diotrefes. Escribe: «Amadísimo, obras fielmente en todo lo que haces por los hermanos, aunque sean extranjeros» (3Jn 5). Entre las obras que el judaismo y, tras sus huellas, el cristianismo primitivo concebían como un elocuente testimonio de amor, la hospitalidad ocupa un lugar muy particular y es considerada un gran signo de comunión. No es, por tanto, casual que el Nuevo Testamento la recomiende en varias ocasiones (cf M t 25,35; Rom 12,13; iT im 5,10; Heb 13.1-2; IPe 4,9), llegando a afirmar que «algunos, practicando la hospitalidad, hospedaron ángeles sin saberlo» (Heb 13,2; cf Gén 18.1-15). Algunos hermanos de la comunidad del presbítero habían sido acogidos por Gayo, aun siendo desconocidos para él, y de este modo habían podido dar testimonio de su caridad ante toda la comunidad (3Jn 6). Recibida esta noticia, el autor exhorta ulterior­ mente a Gayo: «Harás muy bien en darles todo lo que necesiten para el viaje, como Dios se merece» (3Jn 6). Esta última expresión alude a una acogida a los huéspedes -e n este caso concreto, a los misioneros cristianos- como si se tratara de Dios mismo: la hospi­ talidad es un lugar altamente revelador y quien la ejercita, aunque no conozca a la persona acogida, en realidad acoge a Dios mismo, acoge a Cristo en el huésped3. Los cristianos mencionados por 3 C f Regla de san Benito 53,1: «Recíbase a todos los huéspedes que llegan como a Cristo, pues él mismo ha de decir: “Fui forastero y me hospedasteis” (Mt 25,35)»; 53,7: «Adorando en ellos a Cristo, que es a quien se recibe».

el autor se pusieron en camino sólo por amor al Nombre -usado aquí en sentido absoluto (cf H e 5,41; Flp 2,9; Sant 2,7), es decir, el nombre de Jesús (cf ljn 2,12)- y, como no aceptan ofrecimientos de los paganos, sólo pueden contar con la ayuda de sus hermanos en la fe (cf 3Jn 7). Acoger a estos mensajeros provenientes de otras comunidades, de otras Iglesias locales, es, por consiguiente, un acto de amor fraterno, es poner en práctica el agápe. D e este modo, la hospitalidad se convierte en anuncio del Evangelio, exégesis viva de las Escrituras hecha «en la verdad» (3Jn 8), es decir, en Cristo. En contraposición al elogio hecho a la hospitalidad practicada por Gayo, hay un duro reproche dirigido a Diotrefes, personaje definido por el presbítero con un término despectivo acuñado para la ocasión, incluso a costa de forzar la lengua griega: «philoproteúon», alguien «que ambiciona ser el primero» entre los her­ manos (3Jn 9). De este modo demuestra que no ha comprendido y aceptado la ley que regula la vida de la comunidad cristiana: «Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Me 9,35). A Diotrefes no se le reprocha nada desde el punto de vista doctrinal, sino que se describe y se condena su conducta de vida: quiere el primer puesto en la comunidad, se niega a acoger al presbítero y a sus enviados y, además, no reconoce su autoridad, lo calumnia injustamente y llega incluso a expulsar de la Iglesia que se reúne en su casa a quienes desearían practicar la hospitalidad para con los enviados del presbítero, verdaderos hermanos en la fe (cf 3Jn 10). Al comportarse de este modo, falta gravemente contra el amor y desgarra a la comunidad. Sí, debemos constatar que ya al comienzo de la vida eclesial algunos ambicio­ nan el primado, actualizando la discusión que tuvo lugar entre los Doce, mientras subían con Jesús hacia Jerusalén, para saber quién era el primero entre ellos (cf M e 9,33-35)... En el versículo 11 nos encontramos la exhortación dirigida de nuevo a Gayo: «Amadísimo, no imites el mal, sino el bien. Quien hace el bien ha nacido de Dios; quien hace el mal no ha visto a

Dios». Estas palabras se refieren a Diotrefes, el cual, por no haber practicado nunca la acogida a los hermanos, demuestra que no ha visto nunca a Dios en el rostro de los hombres (cf ljn 4,20-21). Quienes, como él, sostienen que conocen a Dios, pero hacen el mal, en realidad nunca han visto a Dios. Por el contrario, quienes obran el bien, como Demetrio -es probable que, al mencionarlo, el presbítero esté recomendando a Gayo que acoja a este her­ m ano- reciben el testimonio mismo de Cristo, al cual se añade el del autor (cf 3Jn 12), con su autoridad de testigo de la muerte de Cristo, del don del Espíritu y de la resurrección del Señor Jesús (cf Jn 19,30.35; 21,24).

Conclusión y saludo final: 3Jn 13-15

La conclusión de esta Carta es idéntica a la de la segunda, con la única diferencia de que está dirigida a Gayo: el autor espera verlo pronto y poder hablar con él «de viva voz» (3Jn 14). Por último, des­ pués de haber invocado el don del shalom, se despide de él con estas palabras: «Te saludan los amigos. Saluda también tú a los amigos, uno por uno» (3Jn 15). Los cristianos son calificados con el título de philoi, «amigos», con una expresión muy particular y llena de ter­ nura. Ya en el cuarto evangelio, Jesús llama «amigo» a Lázaro (cf Jn 11,11) y se dirige a los apóstoles con estas palabras: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos... yo os he llamado amigos porque os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre» (Jn 15,14-15). Evocar h.philía significa entrar en una esfera donde el agápe no es en modo alguno excluido, porque a este le corresponde el primado indiscutido dentro de la vida cris­ tiana. Pero dentro de la comunidad de los discípulos de Jesús tiene que haber lugar también para el sentimiento humano de la amistad que, perfeccionado y disciplinado, confluye en el agápe mismo, es decir, en Dios (cf ljn 4,8.16).

Epílogo

El e nigm a del a u to r1

Los tres escritos que hemos leído y comentado han sido trans­ mitidos por la tradición editorial como tres Cartas de Juan, per­ tenecientes a un corpus de escritos que contiene también el cuarto evangelio y el Apocalipsis. En realidad, el autor del evangelio es anónimo, aunque en el propio evangelio sea definido como «el dis­ cípulo a quien Jesús amaba» (Jn 21,20.24); anónimo es también el autor de las Cartas que, sin embargo, en la segunda y en la tercera se autodefine como «elpresbítero» (2Jn 1; 3Jn 1); por último, el autor del Apocalipsis es un tal «Juan» (Ap 1,9). Estos escritos pertenecen ciertamente a géneros literarios dife­ rentes y, sin embargo, es innegable que entre ellos hay un estrecho parentesco y también una clara continuidad. Por eso, en la antigüe­ dad pareció evidente la unidad del autor, identificado como Juan, el hijo de TLebedeo (cf M e 1,19 par.), uno de los Doce (cf M e 3,17 par.), que aparece según los Hechos de los apóstoles como una figura emergente junto a Pedro en la naciente Iglesia de Jerusalén (cf H e 3,1-4,22) y es definido por Pablo como «una de las columnas» (cf Gál 2,9). Así, estas obras atribuidas a Juan se han beneficiado de 1 C f R. E. B r o w n , Le lettere di Giovanni, CittadeUa, Asís 1986, 23-67; 166-167; Y. M . B l a n c h a r d , Les écritsjohanniques. Une communauté témoigne de safoi, Cerf, París 2006, 3-20 (trad. esp., Los escritos joánicos. Una comunidad atestigua su fe, Verbo Divino, Estella 2008,4-20).

la autoridad apostólica, de la paternidad de uno de los Doce: como evangelio según (katá) Juan, como Cartas y Apocalipsis de Juan, las encontramos en los libros litúrgicos de todas las iglesias y también en las diversas ediciones de la Biblia. Con todo, hay que decir que en la antigüedad tampoco había un acuerdo unánime sobre la unidad del autor de estos escritos. Aunque Ireneo de Lyon inicia, a finales del siglo II, la que llegará a ser la posición tradicional, identificando al autor con Juan, el hijo de Zebedeo, «el discípulo que se había recostado sobre el pecho de Jesús»2, Eusebio de Cesarea, a principios del siglo IV y basán­ dose en tradiciones tan antiguas como las de Ireneo, distingue dos autores con el mismo nombre: Juan, el apóstol y evangelista, y Juan, el presbítero, mencionado en las Cartas y autor del Apocalipsis, y afirma que ambos actuaron en la región de Efeso, «ciudad donde existen dos tumbas que llevan el nombre de Juan»3. A partir de posiciones como estas se desarrolló a lo largo de los siglos una verdadera «cuestión joánica», que ha permanecido abierta hasta nuestros días. Actualmente la crítica moderna propone la hipótesis de tres autores o «autoridades» reconocidos por los escritos: el discí­ pulo a quien Jesús amaba convertido en evangelista, elpresbítero de las Cartas y elprofeta apocalíptico\ Así pues, el enigma del autor de las Cartas sigue vigente: sólo se puede decir que él se autodefine como el anciano, el presbítero, una figura que tiene una posición jerárquica muy precisa en virtud de la cual preside la comunión de diferentes comunidades y, por tanto, está por encima de los responsables locales. En cualquier caso, este autor se sitúa en una tradición que tiene su primer testimonio en el cuarto evangelio y, por consiguiente, está en continuidad con la autoridad del discípulo amado: sus Cartas aparecen, en efecto, casi como una interpretación eclesial-comunitaria del mensaje central 2 I re n e o d e Ly o n ,

Contra las herejías 111,1,1; c f 111,16,5.8; V ,3 0 ,3 -4 . eclesiástica 111,39,5-6.

3 E u s e b io d e C e s a r e a , Historia 4 C f Y. M . B l a n c h a r d ,

o . c .,

11.

del cuarto evangelio5. En suma, tal vez estos diferentes escritos fueran redactados por distintas manos y en distintos momentos; ahora bien, en su proceso de formación y en su inspiración, el dis­ cípulo amado no es una presencia más entre las otras, sino que es la presencia dominante, que posee la autoridad de quien fue tes­ tigo desde el principio de la manifestación de Jesús. Quien quiera conocer a Jesús no puede recorrer un camino que prescinda de este testimonio único e irrepetible, que será considerado apostólico de generación en generación. De hecho, la figura de Juan, el hijo de Zebedeo, apóstol del Señor, sirvió para poner de manifiesto una cierta forma de con­ tinuidad y una semejanza tanto en el plano doctrinal como en el lexical y estilístico, de los escritos llamados precisamente «joánicos». Además, la referencia a Juan quiere aludir al parentesco entre textos producidos en comunidades cristianas que vivían en el mismo contexto geográfico, la región de Efeso, donde el discípulo amado y el cuarto evangelio habían inspirado la vida cristiana. Por estos motivos, en el comentario hemos hablado del autor de las Cartas denominándolo repetidamente con el nombre tradicional de Juan, aunque tenemos muy presente que, por el momento, el enigma sigue intacto. Por último, hay que notar que tanto en el evangelio como en la primera Carta el autor gusta de expresarse a veces en la primera persona del singular y otras en la primera persona del plural. Ambos escritos comienzan con la expresión «nosotros hemos visto, contemplado» (Jn 1,14; ljn 1,1-3) y terminan afirmando «nosotros sabemos» (Jn 21,24; ljn 5,18-20), pero a lo largo del evangelio y de la Carta quien escribe se expresa en singular (cf Jn 19,35; ljn 2,12-14; cf también 2Jn 1 y 3Jn 1). Esta alternancia significa que la voz del autor se hace voz de la comunidad, mostrando la capacidad de una comunión profunda entre quien preside y los hermanos y 5 59-70.

Cf, p. ej., M.

M org en,

L ’évangile interpreté par l ’épitre, Foi et Vie 86 (1987)

las hermanas: comunión en la fidelidad a la tradición común de fe, comunión en la caridad.

Los destinatarios y la datación de las C a rta s

Como hemos visto, las destinatarias de las Cartas son las comu­ nidades que apelan a la autoridad del discípulo amado6: estos escritos tuvieron su origen dentro de un mismo ambiente y son fruto de una misma tradición (o escuela), ligada al discípulo amado y difundida dentro de una pluralidad de comunidades -d e las que, por comodidad, hablaré con más frecuencia en singular- situadas en Asia M enor, en la región de Efeso. En efecto, esta comunidad, que surgió en Palestina en una época anterior al año 70 d.C., después de la destrucción del Templo de Jerusalén, se trasladó a la región de Efeso. Aquí, a partir de la gran comunidad, formada por muchas iglesias domésticas residentes en el centro metropolitano - a las cuales se dirige la primera C arta-, nació por diseminación un conjunto de comunidades situadas en la provincia, en un área geográfica relativamente extensa, que son las destinatarias de las Cartas segunda y tercera. En torno al año 100 d.C., cuando el autor les dirige las Cartas, estas comunidades cuentan ya con algunos decenios de vida cris­ tiana, de tal modo que es posible realizar una distinción entre jóve­ nes y ancianos (cf l jn 2,12-14). El autor escribe a su comunidad para atajar una crisis doctrinal y disciplinaria que la atraviesa, y que ha desembocado ya en la deserción de una parte de los cristia­ nos: «Han salido de entre nosotros, pero no eran de los nuestros; porque si hubieran sido de los nuestros, hubieran permanecido con nosotros; pero era necesario que se manifestase que no todos son 6 R. E. B r o w n , The community o f the beloved disciple, Paulist Press, Nueva York 1979 (trad. esp., La comunidad del Discípulo amado. Estudio de la eclesiología juánica, Salamanca, Sígueme 1983).

de los nuestros» (ljn 2,19). El «mundo» («kósmos») que a lo largo de todo el cuarto evangelio constituye el gran enemigo externo de la comunidad cristiana (cf Jn 1,10, etc.), ha penetrado ya dentro de la comunidad misma (cf ljn 2,15-17; 4,4-5). Y esto tiene lugar en un contexto de rivalidad con el judaismo rabínico naciente y de persecución por parte del Imperio romano. Pero, ¿frente a qué peligros específicos quiere poner en guardia quien escribe a sus cristianos? Los adversarios contra los que el autor -que, en la polémica, recurre a concepciones radicalmente dualistas, bastante próximas a las presentes en los escritos de la comunidad esenia de Q um rán- combate vigorosamente son todos aquellos que pretenden llegar a un conocimiento de Dios mera­ mente intelectual y «espiritual», directo, es decir, no mediado por la práctica del amor fraterno. Se trata sustancialmente de tendencias de carácter gnóstico, que pueden expresarse también a través de la adhesión a doctrinas sectarias bien definidas7. Ahora bien, lo que al autor le interesa estigmatizar principalmente es su manifesta­ ción cotidiana: estos «secesionistas», acusados de «disolver a Jesús» (cf ljn 4,3), demuestran con sus hechos que no creen en la plena humanización8 de Dios en Jesús (cf Jn 1,14); son «anticristos» (cf ljn 2,18.22) precisamente porque se oponen a la praxis de vida de Jesucristo, caracterizada por el amor y la comunión. En esta situación, el autor exhorta con fuerza a los hermanos y las hermanas a vivir en el agápe, de modo que puedan realizar la verdad de la fe cristiana (cf E f 4,15: «veritatem facere in cari­ tate»), que se manifiesta en la koinonía experimentada dentro de 7 Siguiendo el testimonio de I r e n e o d e L y o n (cf Contra las herejías 1,26,1; 111,3,4; 11,1), la mayoría de los exégetas identifican a los adversarios de esta comunidad con los secuaces de Cerinto, un promotor de doctrinas gnósticas y docéticas que actuaba en el ambiente efesino. 8 Habitualmente se habla de «Encarnación» y también yo lo haré alguna vez. Ahora bien, dado que con el uso inflacionado de esta palabra se corre el riesgo de olvidar su sig­ nificado original -a saber, que Dios asumió la «carne» (sárx) frágil y mortal del hombre, haciéndose verdadera y totalmente hombre-, me parece que hoy es más elocuente recurrir a la categoría de «humanización».

la comunidad: «Eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros para que también vosotros tengáis comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo... Si decimos: “Tenemos comunión con él”y caminamos en la tiniebla, mentimos y no hacemos la verdad. Pero si camina­ mos en la luz, como él está en la luz, tenemos comunión unos con otros... Si alguno dice: “Yo amo a Dios”y odia a su hermano, es un mentiroso. Quien no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve» (ljn 1,3.6-7; 4,20). Frente al vaciamiento de la fe, es decir, al enfriamiento de la caridad (cf Ap 2,4-5; 3,15-16), se reacciona reduciendo a lo esencial el mensaje cristiano: el amor es el camino regio para llegar a la comunión con Dios y con los hermanos y, asi, conocer al «.Dios» que «es amor» (1Jn 4,8.16).

G énero literario y estructura

Si el género literario de las Cartas segunda y tercera resulta inequí­ voco gracias a indicadores estilísticos propiamente epistolares -e l primero de todos ellos es la indicación de los destinatarios («a la señora elegida y a sus hijos»: 2Jn 1; «al amadísimo Gayo»: 3Jn 1)-, el género de la primera Carta de Juan es objeto de debate: unos la consideran una carta propiamente dicha; otros, una homilía, y para algunos es un escrito de carácter parenético... En cualquier caso, el centro de la cuestión es otro, como ha notado acertadamente Edouard Cothenet: «Es casi imposible hacer entrar la primera Carta de Juan en las categorías ordinarias. En ella se suceden proclama­ ciones kerigmáticas, parénesis y directrices más precisas inspiradas por las circunstancias, al servicio de una tesis fundamental: no hay comunión con el Padre si no se reconoce la mediación del Hijo de Dios venido en la carne»9, lo cual consiste en la capacidad de 9 É . C o t h e n e t , L e lettere di Giovanni, e n M. É . B o j s m a r d - E . C o t h e n e t , Introduzione alN uovo Testamento. La tradizione giovannea, Borla, Roma 1978, 57.

amar a los hermanos como Jesucristo los amó (cf Jn 13,34; 15,12). A la estructura de las Cartas que nos ocupan se les puede aplicar un discurso análogo: en el caso de la segunda y la tercera es fácil distinguir una mención de los destinatarios y un saludo inicial (2Jn 1-3; 3Jn 1-4), una exhortación y una admonición (2Jn 4-11; 3Jn 5-12) y, por último, la conclusión seguida del saludo (2Jn 12-13; 3Jn 13-15). Sin embargo, a propósito de la prim era Carta, las cosas son mucho más intrincadas. Mientras que en la antigüedad Agustín pudo salir del paso afirmando que en este escrito «Juan habla extensamente casi todo el tiempo del amor»10, los comenta­ ristas modernos se han ejercitado en los más variados intentos de subdivisión del texto11. Prescindiendo de la enorme cantidad de propuestas hechas, hay un dato en el que coinciden la mayor parte de los estudiosos: el modo de proceder del autor es cíclico, «en una espiral ascendente»12, es decir, se caracteriza por un retorno constante a los mismos temas, pero en un nivel más alto (es decir, más profundo), con palabras e imágenes ligeramente distintas, lo cual choca contra las exigencias típicamente occidentales de un desarrollo lógico del pensamiento. En síntesis, podríamos decir que toda la Carta no es otra cosa que un desarrollo, por oleadas sucesivas, del «mensaje oído al Hijo» (ljn 1,5). Por otro lado, al tener que elegir una subdivisión de la primera Carta de Juan con el fin de articular de un modo ordenado mi comentario, he optado por una estructura que, con ligeras modificaciones, corresponde a la propuesta por Franfois-M arie Braun13:

10 A g u s t í n , Comentario a la primera Carta de Juan, Prólogo. 11 C f G . G i u r i s a t o , Struttura e teología della Prima lettera di Giovanni, Pontificio Istituto Biblico, Roma 1998. 12 Cfib, 239. 13 F. M. B r a u n , Premiére ¿pitre de Saint Jean, en L a Sainte Bible, Cerf, París 1961, 1606-1611. Es la estructura adoptada por la edición italiana de la Biblia de Jerusalén.

I) PRÓLOGO (1,1-4) Primera parte (1,5-2,29)

Segunda parte (3,1-4,6)

cam inar en la luz (1,5-7)

A) ser (cam inar como) hijos de Dios (3,1-3)

rom per con el pecado (1,8-2,2)

B) rom per con el pecado (3,4-10)

observar los m andam ientos (2,3-11)

C) observar los mandam ientos (3,11-24)

guardarse de la m undanidad (2,12-17)

D) guardarse de la m undanidad (4,1-6)

no creer en los anticristos (2,18-29)

E) no creer en los falsos profetas (4,1-6)

LLAMAMIENTO AL AMOR (4,7-21) LLAMAMIENTO A LA FE (5,1-13) LLAMAMIENTO A LA ORACIÓN Y A HUIR DE LOS ÍDOLOS (5,14-21) Como muestra claramente esta estructura, el centro literario y teológico de la primera Carta de Juan consiste en la exhortación al amor. Es significativo que en su corazón se encuentre una afirmación que constituye uno de los vértices de la revelación neotestamentaria: «Dios es amor» (ljn 4,8.16). Y precisamente a la luz de este criterio de discernimiento, fuente y cumbre de todas las demás enseñanzas contenidas en la Carta, la comunidad destinataria de la C arta es llamada a examinar la autenticidad de su confesión de fe, a través de la autenticidad de la comunión fraterna cotidiana. Con implacable lucidez, las palabras del discípulo amado desen­ mascaran la tentación radical que -ayer como hoy- atraviesa a las comunidades cristianas: la de eludir la práctica del mandamiento nuevo y eterno del amor que nos dio el Señor Jesucristo. Contra este riesgo, por consiguiente, es saludable el antídoto proporcio­ nado por la sentida exhortación del autor, capaz de reconducir a quien acepta escucharla al unurn necessarium de la vida cristiana,

que es una vida de comunión: «De hecho, si quisiéramos describir la vida cristiana, bastaría leer con atención, antes que cualquier otro texto de la Escritura, la primera Carta de Juan»14.

14

Son las palabras de un comentarista del siglo XIX C. E. Luthardt, citadas por o.c., 675.

G iu r is a t o ,

G.

Bibliografía básica

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A

Indice

Págs. Introducción................................................................................

7

P R IM E R A C A RTA D E JU A N Prólogo: l j n 1 ,1 -4 ..................................................................... «Lo que era desde el principio»................................................ «Lo que hemos oído, visto, contemplado, tocado...»............. «...Para que también vosotros tengáis comunión con noso­ tros» ....................................................................................... El «nosotros» del prólogo..........................................................

23 25 27

Prim era parte: l j n 1 ,5 -2 ,2 9 .................................................... Caminar en la luz: ljn 1 ,5 -7 .................................................... Romper con el pecado: ljn 1,8-2,2 ........................................ Observar los mandamientos: ljn 2 ,3 -1 1 ................................ Guardarse de la mundanidad: ljn 2,12-17 ............................ No creer en los anticristos: ljn 2 ,1 8 -2 9 .................................

35 35 46 58 75 87

Segunda parte: l j n 3 ,1 -4 ,6 ..................................................... Ser (caminar como) hijos de Dios: ljn 3 ,1 - 3 ........................ Romper con el pecado: ljn 3 ,4 -1 0 .......................................... Observar los mandamientos: ljn 3 ,1 1 -2 4 .............................. Guardarse de la mundanidad.No creer en los falsos profetas: ljn 4,1-6 ..............................................................................

101 101 107 111

30 31

122

Llam am iento al amor: l j n 4 ,7 -2 1 .......................................... 131 «Dios es am or»........................................................................... 132 «Si nos amamos los unos a los otros, Dios mora en nosotros». 138

Págs. «Quien no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve»............................................................ 143 Llam am iento a la fe: l j n 5,1-13 ............................................ «Quien ama al que engendra, ama también a quien ha sido engendrado por E l» .................................................................... «Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe».... «Este es el que ha venido con agua y sangre, Jesucristo».......

147 148 152 154

Llam am iento a la oración y a h u ir de los ídolos: l j n 5,14-21 ......................................................................... 159 La oración y «el pecado que lleva a la muerte»....................... 160 «Jesucristo es el verdadero Dios y la vida eterna»................... 163 S E G U N D A C A RTA D E JU A N Destinatarios y saludo inicial: 2Jn 1-3 ................................... Exhortación a la observancia del mandamiento del amor: 2Jn 4-6 ................................................................................. Exhortación a guardarse de los seductores: 2Jn 7-11 ........... Conclusión y saludo final: 2Jn 12-13 ......................................

170 173 174 177

T E R C E R A C A R TA D E JU A N Destinatario y saludo inicial: 3Jn 1 - 4 ...................................... 180 Exhortación y admonición: 3Jn 5 - 1 2 ...................................... 182 Conclusión y saludo final: 3Jn 13-15 ...................................... 184 Epílogo ....................................................................................... El enigma del a u to r.................................................................... Los destinatarios y la datación de las Cartas........................... Género literario y estructura.....................................................

185 185 188 190

Bibliografía básica...................................................................... 195

1. El libro de los Sa lm o s Rezar a Dios con las palabras de Dios

Gí/Jes-Domrnrgue Mailhiot 2. Evangelio según M ateo Comentario €ütegét¡co-espi ritual Mario Galizzi

3. La últim a palabra es de D io s El Apocalipsis como Buena Noticia Klemens Stock

4. El arte de o rar En la escuela del N uevo Testamento Mauro Orsatti

5. La plenitud en el Espíritu Una propuesta de espiritualidad paulina Ugo Vanni

6. Evangelio según M arcos Comentario cxegético-espiritual Mario Galizzi

7. El D io s de Pablo El evangelio de la gracia Bruno Maggioni

«¡El amor vence a la muerte!»: esta es la esperanza que proclama la primera Carta de Juan. La experiencia humana elaborada por las diferentes culturas llegó muy pronto a la conciencia del fortísimo vínculo existente entre amor y muerte y la Biblia captó con extrema lucidez la enemistad que reina entre ellos, los dos enemigos por excelencia: los que se enfrentan no son tanto la vida y la muerte, sino más bien el amor y la muerte. La muerte que lo devora todo, que vence a la vida, encuentra en el amor al único enemigo capaz de oponerle resistencia: esta es la Buena Noticia de la Escritura.

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SAN PABLO

Enzo Bianchi es el fundador y prior de la Comunidad Monástica de Bose. Director de la revista Parola, Spirito e Vita, es miembro de la redacción de la revista internacional de teología Concilium y colaborador de varias revistas en Francia e Italia. Es autor de numerosas obras sobre espiritualidad cristiana y sobre las grandes tradiciones de la Iglesia.