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educación
traducción de BERTHA RUIZ DE LA CONCHA
EDUCACIÓN, PODER Y BIOGRAFÍA Diálogos con educadores críticos por CARLOS ALBERTO TORRES
siglo veintiuno editores
siglo xxi editores, s.a. de c.v. CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310, MÉXICO, D.F.
siglo xxi editores argentina, s.a. TUCUMÁN 1621, 7 N, C1050AAG, BUENOS AIRES, ARGENTINA
revisión: maría josé rodríguez murguiondo portada de ivonne murillo primera edición en español, 2004 © siglo xxi editores, s.a. de c.v. isbn 968-23-2501-3 primera edición en inglés, 1998 © routledge, nueva york, londres título original: education, power, and personal biography. dialogues with critical educators derechos reservados conforme a la ley impreso y hecho en méxico
DEDICATORIA
El adagio latino ad fontes nos recuerda que siempre regresaremos a las fuentes de nuestras pasiones e inspiración. Quiero dedicar este libro de diálogos con educadores críticos a los numerosos maestros anónimos y pedagogos prácticos que, en su lucha diaria, han construido un mundo mejor, más bondadoso y justo. Quisiera también dedicar este libro a los pocos pedagogos prácticos que han combinado la teoría y la práctica de manera muy original, y quienes, con la congruencia de su vida o el martirio de su muerte, han demostrado que luchar por un mundo mejor es aprender a ser un mejor hombre o una mejor mujer, pese a nuestras propias contradicciones. Hablar de historia, como nos recordó Cornel West cuando visitó la Universidad de California, en Los Ángeles, en febrero de 1996, parecería un rasgo poco característico de los estadunidenses. No obstante, quisiera dedicarles este libro a las siguientes personas: César Chávez, quien falleció cuando yo trabajaba en el primer borrador de este libro. Al igual que otros contados líderes en Estados Unidos, César combinó su compromiso político con una ética coherente y radical al servicio de los pobres y desposeídos. Su vida y obra me recuerdan la ética y la política de la pedagogía del oprimido, nacida en Sudamérica como resultado de la misma lucha, en favor de la misma gente, y por las mismas razones que Chávez luchó en los valles de California. Dedico este libro a la memoria de ese hombre gigante y humilde. Martin Luther King, quien sabía que el valor de sus palabras no podría ser destruido por una bala asesina, y quien se mostró dispuesto a subir a la cumbre de la montaña sólo para ver la luz. Dedico este libro a la memoria del padre del movimiento por los derechos civiles, en un momento en que los estadunidenses parecen olvidar que la historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa; así lo atestigua el discurso conservador con respecto a abolir la acción afirmativa. Dom Helder Camara, obispo de Olinda y Recife, alma noble, uno de los fundadores de la teología de la liberación, hombre de paz y amor, quien sabía que la única manera de lograr la paz es desatando [7]
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dedicatoria
el fuego de la “concienciación” –ese neologismo que él popularizó y se convirtió en un paradigma señero de la educación crítica– y quien, con su amor por los pobres y oprimidos, nos enseñó que vivir es elegir. Por último, aunque no por ello menos importante, dedico este libro a Rosa Parks, quien no sólo sabía que la dignidad y la furia fomentan un sentido de decencia y autenticidad en la construcción del yo, sino también que un gesto pedagógico puede iniciar un movimiento social con tan sólo decir “no”. O, en otras palabras –como dirían los luchadores chicanos y latinos en los Estados Unidos– Rosa Parks, con su desafío, gritó a voz en cuello, “sí se puede”.
IN MEMORIAM
Mientras editaba el manuscrito de este libro, el filósofo y educador brasileño Paulo Reglus Neves Freire, nacido en Recife, Brasil, el 19 de septiembre de 1921, murió de un infarto en São Paulo, Brasil, el 2 de mayo de 1997. Paulo era nuestro amigo, un hombre maravilloso, de gran espiritualidad, que inspiró a toda una generación de educadores críticos. Fue un pedagogo que expandió nuestra percepción del mundo, nutrió nuestra voluntad, iluminó nuestra conciencia sobre las causas y consecuencias del sufrimiento, y sobre la necesidad de desarrollar una pedagogía ética y utópica que condujera al cambio social. Al morir, nos deja el recuerdo de sus gestos y su voz sonora; su rostro de blanca barba semejante al de un profeta, y sus maravillosos libros socráticos. Dedico este libro a la memoria de Paulo. Murió poco después de haber leído y aprobado su texto, y estaba muy entusiasmado con el proyecto. La conversación que aparece en este libro ciertamente es una de sus últimas entrevistas. Incluyo un poema que escribí después de su muerte, porque la poesía es, tal vez, una manera de recordar y sanar al mismo tiempo. CARLOS ALBERTO TORRES
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PAULO, AMIGO, “MAESTRO”
Ya no estás. Tu corazón, que amó tanto, dejó de latir y te fuiste. Y nos dejaste muy solos. Con vos se fue la voz de los pobres, los desposeídos y los oprimidos, los sin voz. Con vos se fue la conciencia de América Latina, y también una gran parte de nuestra dignidad. Con vos murió el mito en vida, el que luchaba con sus contradicciones, el que educaba con sus parábolas, el que seducía con su sonrisa de barba y cabellos blancos, lacios desgranados al viento, en una cabeza de estética sin par. Como el Ave de Minerva te elevaste al amanecer. Con vos nacimos al vigor de una educación utópica que defendiste hasta el último momento. Con vos aprendimos el diálogo, no la polémica. Con vos gozamos al profeta que denunciaba y anunciaba. Con vos supimos que el peregrinaje por este mundo sólo tiene sentido en la lucha. Con vos, maestro que te cobijabas bajo el árbol de mango y practicabas palabras y mundo en el patio trasero de tu casa materna en Recife, entendimos las angustias y también las esperanzas de todos los maestros. Y ya no estás. Pero nos dejaste la pedagogía del oprimido y la pedagogía de la esperanza. Nos dejaste tu espiritualidad sin límites, como tu humanidad. Nos dejaste tus escrúpulos, tu testimonio de viejo luchador sin concesiones al capitalismo, a la injusticia, a la falta de democracia, a la opresión, al desamor y al último de los demonios que buscabas exorcizar, el neoliberalismo. Con vos quedó tu invitación a que no te celebremos o repitamos, sino que te reinventemos. Con vos seguimos viviendo en la sensibilidad utópica y el amor solidario. Aunque nos dejaste solos e inmensamente tristes, amigo, maestro que ya no estás. Carlos Alberto Torres Centro de Estudios Latinoamericanos, Universidad de California Los Ángeles, 7 de mayo de 1997 [10]
AGRADECIMIENTOS
Este libro nunca se habría publicado sin la ayuda de muchos amigos y colegas. Michael W. Apple, como compilador de la reconocida serie Critical Social Thought, editada por Routledge, me animó a llevar a cabo este proyecto y, como siempre, me proporcionó su amable asesoría, de gran solidez académica. Todos los académicos entrevistados se hicieron tiempo para verme, responder con gran celeridad a mis preguntas y revisar los distintos borradores de las entrevistas con toda puntualidad. Para todos ellos, mi amistad y gratitud. Raymund Paredes, vicerrector de Desarrollo Académico en la Universidad de California, y un buen amigo, me brindó el apoyo financiero para el proyecto y compartió conmigo su profunda percepción sobre la complejidad de la profesión académica en los Estados Unidos. Me siento en deuda con él y con la Escuela Superior de Educación y Estudios sobre la Información, el Centro de Estudios Latinoamericanos y la oficina de la Rectoría de la Universidad de California, por el apoyo que me brindaron. Varios de mis alumnos colaboraron en las diferentes etapas del manuscrito. Mi gratitud a Julie Thompson, Pilar O’Cadiz, Octavio Pescador y Tim Litner, por el valioso trabajo de transcribir las entrevistas y por otras múltiples actividades derivadas del proyecto. En especial, agradezco sus puntos de vista y críticas al material, lo cual me ayudó a darle forma a este proyecto. Karen McClafferty merece mención especial, ya que leyó el manuscrito en la etapa final y se encargó de la coordinación general del proyecto. Sin sus sobresalientes conocimientos de organización y edición, este libro nunca se habría concluido. Mis colegas Daniel Schugurensky y Sol Cohen leyeron partes del manuscrito y me hicieron críticas útiles, que les agradezco. No menos importante fue la ayuda de Sarah Kinkaid de la Escuela Superior de Educación y Estudios sobre la Información, quien con gran entusiasmo integró las diferentes versiones de las entrevistas, los currículum vitae y la bibliografía; igualmente a Nina Moss y Lucía Zepeda del Centro de Estudios Latinoamericanos, quienes me brindaron un invaluable apoyo editorial y administrativo, y coordinaron la interacción con los diferentes autores de este libro, además de encargarse de mis apretados horarios. Sin su apoyo este proyecto nunca habría alcanzado complimiento.
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Esta página dejada en blanco al propósito.
PREFACIO
Hace varios años di una conferencia en una universidad de Corea del Sur. El ejército había rodeado la universidad para evitar que los alumnos y maestros abandonaran el campus para manifestar su oposición al gobierno represor. El salón de conferencias estaba atestado; la gente se sentó en el suelo, en los pasillos, incluso en el escenario. Hablé sobre la importancia crítica de la educación en la lucha por la democracia y describí la tradición de los “estudios críticos sobre educación” y cómo nos habían dado las armas para comprender mejor y combatir la compleja relación entre educación y las desigualdades culturales, políticas y económicas. Mencioné que el hecho de que el ejército rodeara el campus y de que muchos estudiantes y profesores, no sólo en su país sino en muchos otros, temieran hablar abiertamente, indicaba el profundo miedo que tenían los grupos dominantes de una educación verdaderamente crítica y liberadora. La tensión en el salón de conferencias era palpable. De pronto, los colegas coreanos que habían organizado la conferencia y yo fuimos detenidos: resultaba intolerable que se mencionaran semejantes cosas. Si alguna vez confirmé el poder de las ideas críticas y de la convicción de los grupos dominantes de que enseñar ideas críticas era peligroso, fue en esta ocasión. De pronto me resultó clara la importancia de la educación crítica y los peligros de ejercerla. Seguramente, muchos lectores de este libro podrían mencionar experiencias similares con relación a la política de raza, género, sexualidad, clase, “capacidad” y otras esferas de la vida social. O instancias menos visibles, aunque no menos politizadas, de la constante lucha diaria en las aulas, los salones de conferencias, las escuelas y otras instituciones, comunidades y diversos entornos para construir una educación digna de llamarse así. La lectura de Educación, poder y biografía me remitió de inmediato a una serie de reflexiones críticas. Vincula lo intensamente personal a lo intensamente político. Carlos Torres dialoga con diversas personas que han dedicado su vida a la difícil, enriquecedora y, en ocasiones, peligrosa tarea de presentar análisis críticos de la mayor importancia histórica sobre la educa[13]
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prefacio
ción, y de poner en práctica una educación más crítica desde el punto de vista social. Llama la atención el carácter eminentemente personal de estos diálogos, y el que se revele con toda claridad que el trabajo de estas personas se basa en un compromiso profundo por lograr una sociedad sustentada en la bondad y en la justicia social. La biografía, la teoría, la política y la práctica se combinan de manera tal que muestran las raíces múltiples de las tradiciones (en plural) sobre educación crítica. El propio Carlos Torres, un respetado integrante de la construcción y reconstrucción de estas tradiciones críticas, muestra un claro talento para llegar al fondo de las relaciones entre biografía, teoría, política y práctica. En un momento de ataques conservadores a los valores y las instituciones que tantas personas han construido y defendido durante años, es vital que continuemos ampliando las tradiciones representadas en los diálogos de este libro. Como mencionaba en otro lugar, en ocasiones los estilos académicos que prevalecen podrían colocar al autor y al lector en una posición que oculte lo que resulta “inaceptable”. La verdadera política –y la gente de verdad– que se encuentra detrás del estilo elíptico de la dignidad académica se oscurece.1 Uno de los grandes beneficios de la forma dialógica es que resalta los elementos que se consideran inaceptables y los coloca en el centro de la discusión. De esta manera, el acto de leer el trabajo pasado, presente y futuro de estos autores nunca será igual. Posiblemente al lector le resulte interesante que varias de las personas que apoyaban al gobierno que nos detuvo a mí y a mis colegas en Corea ahora se encuentran en la cárcel, lo cual es un ejemplo de que la acción sustentada en ideas críticas puede dar cabida a nuevas posibilidades. A diferencia del cinismo y la pérdida de memoria colectiva que busca generar el presente clima conservador, las historias y los diálogos de este libro nos ayudan a regenerar un sentido de la historia y de las posibilidades, en la medida en que continuemos la lucha por la educación en los años venideros. Michael W. Apple Universidad de Wisconsin, Madison
1 Michael W. Apple, Conocimiento oficial: la educación democrática en una era conservadora, Barcelona, Paidós, 1996.
INTRODUCCIÓN A LOS DIÁLOGOS CON EDUCADORES CRÍTICOS CARLOS ALBERTO TORRES
Si profundizas en una teoría, encontrarás una biografía.1
ESTUDIOS CRÍTICOS SOBRE EDUCACIÓN Y BIOGRAFÍAS DE EDUCADORES
Podríamos decir, parafraseando a Bertolt Brecht, que los académicos críticos consideran la educación no como un espejo que refleja la realidad, sino como un martillo con el cual moldearla. Desde esta perspectiva, han aparecido en los últimos dos decenios numerosos estudios críticos sobre educación que exponen la relación entre política, poder y educación. Estos estudios ya no se encuentran al margen de las disciplinas establecidas en educación; han pasado del margen al centro del debate actual sobre currículum, pruebas, administración, capacitación profesional, financiamiento a la educación y virtualmente cualquier problema significativo en el área de la educación. Los académicos críticos de la educación han combinado la teoría con la práctica política, cultural y educativa de manera única. Esta tradición de estudios críticos generalmente se ha asociado con la nueva izquierda del entorno académico estadunidense, una tradición surgida después del macartismo y paralela al inicio de la guerra de Vietnam y del movimiento por los derechos civiles, que enfrentó la revolución del Sputnik y el fiasco de la bahía de Cochinos.2
1 Frase del profesor de sociología Troy Duster durante una de sus clases en la Universidad de California, Berkeley, citada con su permiso. 2 Los efectos del macartismo en la vida de las universidades estadunidenses suelen omitirse cuando se comenta la falta de una tradición de izquierda en el medio académico. Para un análisis excelente y bien documentado, véase Ellen W. Schrecker, No Ivory Tower: McCarthyism and the Universities, Nueva York, Oxford University Press, 1986.
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introducción a los diálogos con educadores críticos
Los diálogos incluidos en este libro documentan las luchas, las alegrías y los pesares de la izquierda y de los académicos progresistas que luchan por establecer una nueva tradición crítica. Al mismo tiempo, muestran el entorno social, cultural e intelectual en el que trabajan estos educadores, así como los dilemas personales y políticos que enfrentan al pasar de la crítica a una pedagogía de la esperanza y a su práctica.
DIÁLOGOS CON EDUCADORES CRÍTICOS
En mis inicios como profesor universitario allá en los años setenta, di clases de filosofía política a alumnos de posgrado en Ciencias Sociales en Argentina y México. Al intentar comprender la compleja relación entre educación y poder desde la perspectiva de la teoría crítica conforme a la tradición de Frankfurt, leí con avidez las traducciones al español de los clásicos de la teoría social y la filosofía política, especialmente Immanuel Kant, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Karl Marx, Max Weber, Henry Bergson, Wilhelm Dilthey, Jürgen Habermas, Antonio Gramsci, Rosa Luxemburg, Georg Lukács, Herbert Marcuse, Nicolás Maquiavelo y Jean-Jacques Rousseau. También leí a Paulo Freire, quien tendría una influencia decisiva en mi comprensión de la teoría social y la educación. Llegué al aeropuerto de San Francisco una brumosa mañana de julio de 1980. Era la primera vez que viajaba a un país fuera de Latinoamérica, y aunque no hablaba, leía ni comprendía una sola palabra de inglés, la Universidad de Stanford me había otorgado una buena beca para hacer mi doctorado. No tenía idea de la dificultad que significaría aprender inglés y sostener a una familia en un entorno cultural totalmente distinto, además de estudiar para obtener el doctorado. Después del curso introductorio de inglés como segunda lengua, que duró seis semanas, comencé las clases en octubre de 1980. Entrar por vez primera en la biblioteca de investigación de la universidad me proporcionó una experiencia intelectual reveladora: encontré un corpus de estudios críticos en inglés, una lengua que entonces no podía leer. Fue una experiencia difícil y extenuante, pero comencé a leer y a entender algunas de las palabras clave en la economía política de la educación –un campo apenas explorado en Latinoamérica en los decenios de 1960 y 1970–, a leer sobre filo-
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sofía política de la educación –campo de estudio muy avanzado en la región, aunque dominado por las especulaciones tomistas más que por la perspectiva pluralista, con la honrosa excepción de Freire y de los docentes de la educación popular– y sobre sociología de la educación, estudios de currículum y educación comparada e internacional, campos poco desarrollados en Latinoamérica. Este corpus de estudios críticos sobre educación, muchos de los cuales no se habían traducido al español ni al portugués a principios de los años ochenta, me abrieron un mundo nuevo de comprensión intelectual. Estas lecturas también me condujeron a mi propio “descubrimiento” de muchos de los principales educadores radicales en Estados Unidos y Gran Bretaña. Y fue esta experiencia la que guió mi selección de educadores críticos para estos diálogos. Incluso desde esta perspectiva restringida e idiosincrásica, debo mencionar que este libro también es parte de nuestra biografía. Por ende, invité a diversos académicos, en su mayoría ahora amigos personales, a dialogar conmigo sobre su trabajo académico y sus experiencias personales, ya que fueron ellos quienes introdujeron a un gran número de académicos, maestros y profesionales en esta nueva tradición de estudios críticos en educación, que surgieron después de la guerra de Vietnam. Convoqué a Michael W. Apple, Samuel Bowles, Martin Carnoy, Paulo Freire, Herbert Gintis, Henry Giroux, Maxine Greene, Henry (Hank) Levin, Gloria Ladson-Billings, Jeannie Oakes y Geoff Whitty. Si bien estos nombres no forman una muestra estadísticamente representativa de una generación de pensadores críticos, sí son ejemplos relevantes de esa primera generación. (Quise incluir también a Cornel West, cuyos libros iniciaron una nueva fase de discusión intelectual sobre filosofía, espiritualidad y los dilemas relacionados con la raza, la clase y el género, y la justicia social en Estados Unidos, pero resultó imposible debido a que el tiempo para producir el libro era muy limitado.) No sorprende que la mayoría de las personas incluidas sean hombres blancos. Pese al hecho de que en las universidades hay un ambiente más democrático que en el mundo corporativo, y de que los obstáculos ya no son tantos, las mujeres –como nos dice Maxine Greene– han enfrentado serias dificultades para incorporarse en el mundo académico, mucho más si tenían una perspectiva crítica hace un par de decenios. La falta de una mezcla racial y étnica, la ausencia de un buen número de personas de color, también se refleja en el
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terreno del género. La discriminación racial, al igual que la de género, ha tenido un papel preponderante en la contratación de académicos y en la formación de comunidades intelectuales, pero especialmente en los casos de académicos que representan perspectivas críticas. Únicamente dos educadores críticos incluidos en estos diálogos, Geoff Whitty y Paulo Freire, no trabajan en universidades de Estados Unidos, aunque ambos tienen una participación importante en la comunidad estadunidense de educadores críticos. Las aportaciones de Whitty a la nueva sociología de la educación a principios del decenio de 1970, por medio de su colaboración con M. F. D. Young y su trayectoria como uno de los más brillantes críticos de las políticas educativas neoliberales en Inglaterra, le han merecido un lugar destacado en las esferas intelectuales de Estados Unidos. Ha aportado mucho a la creación de una perspectiva crítica en educación en el mundo de habla inglesa. Debido a la importancia de Paulo Freire en la pedagogía crítica, he incluido un fragmento de mis diálogos con él. El creador de la Pedagogía del oprimido es una figura emblemática que ha dejado huellas en el mundo académico, en la teoría crítica y en la metodología a un punto hasta ahora no rebasado por ningún intelectual que emplee una perspectiva crítica sobre la educación en el mundo. Este grupo incluye a economistas políticos de la educación, expertos en currículum, sociólogos de la educación, sociólogos políticos de la educación, especialistas en educación urbana y artística, teóricos críticos, académicos feministas y estudiosos de color. Todos comparten un profundo sentido de responsabilidad social y ejercen actividad política en favor de las causas progresistas. Algunos están involucrados en debates serios sobre reformas a la educación liberal en Estados Unidos y en luchas en pro de la equidad y la igualdad de oportunidades educativas y sociales. No obstante, no necesariamente concuerdan en sus perspectivas teóricas, agendas de investigación o estrategia política. Algunos están más orientados hacia la teoría, en tanto que otros proponen opciones prácticas para el futuro educativo y ocupacional de las personas de color, los trabajadores y las mujeres. Todos son ejemplos de educadores progresistas que emplean diversos enfoques: teoría crítica, marxismo, neomarxismo, teoría de juegos, posmodernismo, pospositivismo, feminismo y teorías de raza y etnia, de clase y de género.
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TEMAS PARA EL DIÁLOGO
El libro documenta la evolución de esta nueva tradición en Estados Unidos al usar las palabras de las personas clave que ayudaron a fundarla. Conoceremos la lucha que sostuvieron durante más de dos decenios para ampliar las fronteras de los estudios críticos sobre educación, así como su opinión respecto de su propia agenda de investigación, metodología, teorías y práctica política. En síntesis, conoceremos su biografía intelectual y política. Lo más interesante no es cómo se gestó la tradición de estudios críticos sobre educación, sino cuál fue la razón. ¿Cómo lograron estos educadores críticos iniciar una nueva opción política y teórica, pese a las restricciones impuestas por la corriente tradicional de las ciencias sociales a la vida académica? ¿En qué difiere esta nueva tradición de la educación tradicional, y cómo la rebasa, al hacer diferentes cuestionamientos y proporcionar nuevas respuestas? ¿Cómo eligieron su área de investigación, los temas, la especialidad docente y las estrategias políticas? ¿Cómo evolucionó su carrera académica, y cómo vinculan su formación intelectual y política con las luchas sociales y políticas de los decenios recientes? Por último, estos diálogos exploran los retos educativos de nuestro tiempo. ¿Cómo ven estos teóricos críticos las luchas en el interior del entorno educativo actual? ¿Cuál es el papel de los diferentes movimientos sociales, grupos de interés y el establishment académico y político en la definición de la reforma educativa en el nuevo siglo? ¿Cuál es el saldo de éxitos y fracasos de las reformas educativas progresistas? ¿Cuáles son los puntos de vista de estos teóricos críticos con respecto a las relaciones multiculturales y entre grupos en el campo de la educación, sobre las luchas por la igualdad de género y el respeto a la diversidad o preferencia sexual, o las luchas progresistas y su relación con clase, raza, etnia y religión en las escuelas públicas? ¿Cómo perciben las acciones de la derecha en los entornos educativos de Estados Unidos? ¿Cuál es el futuro de la educación pública en el contexto de la globalización?
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POLÍTICA, PODER Y EDUCACIÓN
Los diálogos incluidos en el presente libro se concentran en las relaciones entre educación, poder y biografía personal. Mark Ginsburg afirma que “la política está relacionada con los medios de producción, reproducción, consumo y acumulación de material y recursos simbólicos”.3 La política es un concepto difícil de aprehender si consideramos, como lo hace Ginsburg, que la política y lo político no pueden restringirse a las acciones del gobierno, el Estado, los partidos políticos, el parlamento, las constituciones o el voto, sino que incluyen todas las dimensiones de la experiencia humana e interactúan con ellas. Por consiguiente, lo personal también es político, como lo demostró la teoría feminista hace largo tiempo.4 El poder y las relaciones de poder son difíciles de conceptuar, operar y analizar. Como afirma convincentemente Wartenberg, “el poder se manifiesta como una compleja presencia social que existe en una intrincada red de superposiciones y relaciones contradictorias”.5 Considerar el poder en términos de relaciones nos permite identificar diferentes recursos de poder,6 así como la relación entre poder y educación. La educación como institución, y como dimensión de la vida material y simbólica, también puede verse en términos de relaciones.7
3 Mark Ginsburg, Sangeeta Kamat, Rahesware Raghu y John Weaver, “Educator and politics: Interpretations, involvement and implications”, borrador, Universidad de Pittsburgh, 1993. 4 Un buen ejemplo del análisis sobre poder, educación y biografía desde la perspectiva de una académica feminista son los diálogos de G. C. Spivac, The Post-Colonial Critic: Interviews, Strategies, Dialogues, Nueva York y Londres, Routledge, 1990, p. 1. 5 Thomas E. Wartenberg (comp.), Rethinking Power, Albany, SUNY Press, 1992, p. XIX. 6 Lengermann y Niebrugge-Brantley proporcionan una buena síntesis de los recursos del poder: “Los sociólogos comúnmente identifican cinco recursos de poder: la fuerza física, que es la base de la coerción; el control de los recursos materiales necesarios, que es la base de la dominación; la fuerza del mejor argumento, base de la influencia; la capacidad de tergiversar deliberadamente, base de la manipulación; y una posición ventajosa dentro de un sistema de significados, base de la autoridad.” Patricia M. Lengermann y Jill Niebrugge-Brantley, “Feminist sociological theory: The near-future prospects”, en George Ritzer (comp.), Frontiers of Social Theory, Nueva York, Columbia University Press, 1990, p. 336. 7 Michael W. Apple y Lois Weiss, “Seeing education relationally: The stratification of culture and people in the sociology of school knowledge”, Journal of Education 168, núm. 1, 1986.
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Desde esta perspectiva, sobre las interacciones y posibles contradicciones entre las diversas dimensiones que conforman la realidad educativa, Apple y Weiss mencionan lo siguiente: No podemos comprender plenamente la ubicación de nuestras instituciones educativas dentro de una configuración más amplia de poder económico, cultural y político, a menos que intentemos examinar las diferentes funciones que cumplen en nuestra desigual formación social. Más aún, en tanto debemos develar los diversos papeles que desempeña la escuela, no necesariamente podemos suponer que las instituciones educativas siempre tendrán éxito en llevar a cabo estas tres funciones. La acumulación, la legitimación y la producción representan la presión estructural sobre las escuelas, y no son un resultado previsible. En parte, la posibilidad de que la educación no cumpla con las “exigencias” de estas presiones se refuerza por el hecho de que las tres funciones generalmente son contradictorias, y muchas veces funcionan en contra de sí mismas.8
Considerar el poder y la educación en términos de relación revelará cómo estos educadores críticos están insertos en relaciones de poder, constituidos e intersecados por ellas. “Trabajan y viven dentro de relaciones de poder, esto es, dentro de relaciones tanto desiguales, de dominación y subordinación, como de vínculos que se refuerzan mutuamente.”9 Estos diálogos reflejan la encarnación del poder y la educación en su biografía.
EL DIÁLOGO COMO MÉTODO Y EXPERIENCIA DE APRENDIZAJE Y LUCHA
Estas conversaciones con educadores críticos, derivadas de su biografía, de su lucha y sus intentos por comprender sus propias contradicciones en el contexto de las contradicciones de la educación y el capitalismo, nos ayudan a derribar dos mitos del liberalismo que se 8
Ibid., p. 11. Mark B. Ginsburg, “Contradictions, resistance and incorporation in the political socialization of educators in Mexico”, documento presentado en la conferencia anual de la Asociación de Educación Comparativa e Internacional, Kingston, Jamaica, 16 al 19 de marzo de 1993, p. 2. 9
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volvieron más cuestionables que nunca hacia finales del siglo pasado: en primera instancia, la noción de que la educación es una actividad neutral; en segundo lugar, que la educación es una actividad apolítica. Paulo Freire, quien incansablemente insistió en la politicidad10 de la educación y la importancia política de la enseñanza y el aprendizaje como una aventura humana, lo dijo con gran claridad: La enseñanza y el aprendizaje son, por ende, momentos de un proceso más amplio, que es el conocimiento, el cual involucra el reconocimiento. El educando se reconoce al conocer los objetos, al descubrir que es capaz de conocer, al tomar conciencia de la inmersión de los significados y, al hacerlo, se convierte en un significante crítico. En ello reside, en el análisis último, la gran importancia política del acto de enseñar. Entre otros factores, esto es lo que distingue a un educador progresista de un colega reaccionario.11
El diálogo se ha definido como un tipo especial de relación pedagógica comunicativa, “una conversación interactiva, dirigida intencionalmente a la enseñanza y al aprendizaje”.12 Diversos académicos positivistas han utilizado libros basados en diálogos como una estrategia valiosa para alternar la comunicación y el aprendizaje.13 No 10 Considero que este neologismo utilizado por Freire en diversas ocasiones tiene un sentido más fuerte que decir que la educación tiene una naturaleza política. 11 Paulo Freire, Pedagogía de la esperanza, México, Siglo XXI, 1993. 12 Nicholas C. Burbules, Dialogue in Teaching: Theory and Practice, Nueva York y Londres, Teachers College Press, 1993. En este interesante libro, Burbules define los distintos significados del diálogo como pregunta, conversación, debate, juego, instrucción y como un tipo de interacción comunicativa que, en su opinión, también puede construirse como una relación de comunicación pedagógica. 13 La más obvia y quizá más brillante de estas experiencias de aprendizaje comunicativo son los diálogos que inició Paulo Freire hace muchos años en Latinoamérica. En fecha más reciente, se han publicado diálogos similares entre Freire y otros en Estados Unidos, a manera de libros. Para un ejemplo del formato original de los diálogos de Freire sobre la educación, véase Carlos A. Torres (comp.), Entrevistas con Paulo Freire, 1986, México, Gernika, 4a. ed., 1978. Para un ejemplo contemporáneo de los diálogos de Freire sobre la educación como instrumento de comunicación y ejercicio de autorreflexión para la construcción del conocimiento, véase Sobre educação (Diálogos), 2 vols., Río de Janeiro, Paz e Terra, 1982, 1984. Para otros libros sobre diálogos que han sido bien recibidos en Estados Unidos, véase, por ejemplo, Ira Shor y Paulo Freire, A Pedagogy for Liberation: Dialogues on Transforming Education, South Hadley, Massachusetts, Bergin & Garvey, 1987; y Myles Horton y Paulo Freire, We Make the Road by Walking: Conversations on Education and Social Change, Filadelfia, Temple University Press, 1990.
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obstante, el propósito de este libro no es representar un texto de diálogos pedagógicos en el sentido freireano. Se trata más bien de un punto intermedio entre el periodismo académico y ensayos teóricos y biográficos. El diálogo es diferente de la narración, que entretiene y, con el tiempo, educa. Desde una perspectiva crítica, por medio del diálogo y la narración, las experiencias vividas pueden construirse como historias que hablan de la verdad y una sincera bondad, pero también de luchas, sueños y esperanzas.14 Resulta interesante, y quizá sea un reflejo de una generación peculiar, que el tema de obtener la “titularidad” en una universidad dedicada a la investigación no surja como uno de los temas principales en la mayoría de las conversaciones, pese al hecho de que en ellas se narra cuán difícil ha sido para varios de estos educadores establecer la tradición crítica de estudios radicales en la educación en el seno de universidades estadunidenses de prestigio y en el corazón del capitalismo estadunidense. No obstante, es importante señalar que los diálogos nos pueden conferir poder, aunque también pueden quitárnoslo. Por ejemplo, poco después de que acepté mi trabajo actual en la Universidad de California, en 1990, el profesor titular que participó en mi contratación me presentó a un colega de otro campus de la universidad con las siguientes palabras: “Éste es Carlos Alberto Torres, nuestro teórico crítico representante de una minoría.” Al margen del insulto, esta afirmación de un antiguo profesor de mi propia institución me recordó –yo era entonces un profesor relativamente nuevo y sin titularidad– que la interacción educativa está imbricada en relaciones de poder e intercambios políticos sutiles (y no tan sutiles). Si bien la intención de mi colega fue hacer un comentario gracioso –aunque no puedo evitar la lectura freudiana sobre la revelación de la personalidad en el sentido del humor–, esta afirmación me resultó sumamente instructiva para comenzar a verme como el protagonista de la representatividad de la diversidad política y teórica en el entorno académico. Quizás el comentario sólo pretendía ser gracioso, pero en el contexto de una interacción académica, me reveló una amplia gama de valores, expectativas y aspiraciones. Como parte de un diálogo entre colegas, les quitaba poder a mi persona, a mi 14 Nell Noddings, “Stories in dialogue: Caring and interpersonal reasoning”, en C. Whitherell y N. Noddings (comps.), Stories Lives Tell: Narrative and Dialogue in Education, Nueva York y Londres, Teachers College Press, 1991, pp. 157-170.
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función y a la beca que obtuve. Esa presentación me colocó de inmediato como un extraño en el contexto de una institución a la cual, tras largos meses de difícil deliberación con mi familia, había decidido incorporarme. Su comentario también me dejó en claro, en una etapa incipiente de mi carrera en la Universidad de California, que, como extraño, debía mantenerme a distancia de la estructura establecida... simplemente debía permanecer como el crítico representativo de una minoría. Unos meses después, conforme fui conociendo mejor la institución, comprendí que la afirmación de este profesor era tanto una defensa fútil de su territorio intelectual o campo simbólico dentro de la institución –aparentemente amenazado por mi presencia– y un deseo no expresado de que yo fuera el último de los unicornios al que se le permitiera unirse a las filas de la Escuela Superior de Educación de la Universidad de California. Los diálogos que confieren poder son fascinantes, imaginativos y divertidos. Gracias a estos diálogos fascinantes, las narraciones orales cobran vida y se convierten en una herramienta de ilustración y valor, así como en una fuente de historias colectivas reconstruidas, imbricadas en historias individuales. Por ejemplo, los diálogos sobre el trabajo por la paz, extraídos sobre todo de las historias orales de las mujeres activistas en favor de la paz, ofrecen una perspectiva única de la lucha social en Estados Unidos.15 El lector no debe esperar encontrar en estos diálogos las limitaciones de una entrevista realizada conforme a un esquema rígido preestablecido. Preferí plantear los diálogos a partir del fluir de la conversación. Son más bien un intercambio verdadero de sentimientos, de preocupaciones intelectuales y de la pasión por reflejar las experiencias vividas, más que un intento por seguir una agenda temática explícita. Los diálogos permiten que las voces surjan y se desarrollen nuevas narrativas sin las restricciones de la gramática y la sintaxis de la prosa escrita, o sin tener que juzgar el resultado escrito de los diálogos en términos del contexto del descubrimiento o de la validación científica. Cuando las preguntas no son programadas sino que pre15 Judith Porter Adams, Peacework: Oral Histories of Women Peace Activists, Boston, Twayne, 1991. Cualquier diálogo que se construya en torno de la autorreflexión, que tome en consideración las nociones medulares del activismo político puede ayudarnos a construir una imagen más completa de las personas y de los acontecimientos, y nos abre varias vías de interpretación y acción.
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tenden provocar una conversación fluida, un buen diálogo tiene el quehacer de la ficción, el arte de la poesía y la evaluación de la interrelación entre la teoría y la práctica para dar como resultado una forma viva y exuberante, que va más allá de idiosincrasias y puntos de vista.16 Si bien los diálogos son constructivos, también son disruptivos porque pueden cuestionar formas de interpretación y estilos de análisis que, por lo menos en el mundo académico, se consideran bien establecidos. Los diálogos como escritura experimental, disruptiva o simplemente innovadora demuestran de qué manera las fronteras entre la “literatura” y otras formas de escritura cultural “se han borrado irremediablemente”.17 Los diálogos permiten que académicos con teorías profundas y un gran compromiso político, como los que he seleccionado para este libro, vuelen sobre un territorio ignoto; que observen sus propias teorías e investigaciones desde una nueva perspectiva, a partir de su experiencia personal. Sin duda, gracias a estos diálogos sobre educación, poder y biografía, los lectores podrán revivir la vida de investigadores y autores notables como historias de educadores que han dejado una huella en el pensamiento progresista de los contextos estadunidense e internacional. Al mismo tiempo, estos diálogos reafirmarán el viejo adagio feminista de que lo personal es inevitablemente político y educativo.
EL RELOJ DE LA TITULARIDAD
Obtener la titularidad puede resultar una experiencia en verdad alienante para los profesores. Esta primera generación de estudiosos críticos se abrió paso en un periodo de transición histórica entre las experiencias de la vieja izquierda y los comienzos de la nueva izquierda en Estados Unidos. En consecuencia, muchos de ellos manifestaron desprecio por las formas externas del poder institucionalizado, las reglas y normas aceptadas –aunque a veces 16 Rita Guibert, Seven Voices: Seven Latin American Writers Talk to Rita Guibert, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1973. 17 David William Foster, Alternative Voices in the Contemporary Latin American Narrative, Columbia, University of Missouri Press, 1985, p. 148.
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renuentemente– por el establishment liberal de las instituciones de educación superior. No sorprende, entonces, la experiencia de Samuel Bowles, que luchó y ganó en los tribunales la abolición de la firma obligatoria del juramento de lealtad que debían prestar los maestros en el estado de Massachusetts. Esta primera generación de educadores críticos no estaba dispuesta a obedecer las reglas del juego simplemente porque eran las reglas en vigor. Si bien no puede pasarse por alto la libertad y la seguridad en el empleo que proporciona la titularidad, los testimonios aquí incluidos dejan en claro que las biografías no fueron determinadas por los concursos por la titularidad, aunque el caso de Henry Giroux y, en menor medida, la experiencia de Martin Carnoy son ejemplos de procesos de titularidad políticamente motivados que afectaron su carrera académica. El lema “publicar o morir” no era un demonio que este grupo de académicos, altamente productivos y publicados, debiera exorcizar en una orgía de papel, tinta y máquinas de escribir, o con eternos cálculos en computadora durante largas noches de insomnio. Si bien el trabajo intenso fue y aún es parte de su vida, escribir y publicar no ha sido para ellos un mandato cósmico, sino una exigencia existencial, ya que todos ellos han sentido que al leer, investigar, escribir y publicar han vivido una vida plena al tiempo que cumplían con las exigencias del trabajo científico. En síntesis, publicar es menos una obligación que una responsabilidad; menos una tarea que un placer íntimamente relacionado con ser adultos. La exigencia existencial de escribir no necesariamente produce excelentes investigadores o humanistas, aunque sin duda ayuda a forjar una personalidad intelectual y política, construida y reconstruida una y otra vez por medio de sus escritos. Como sugería Jorge Luis Borges, la literatura es autobiográfica, y la poesía sólo puede definirse como una confesión total del ego. Estos comentarios se aplican, ceteris paribus, a las experiencias de esta primera generación de estudiosos críticos. No sólo por una compulsión existencial de individuos talentosos, sino de intelectuales que crecieron a la sombra de la guerra fría, la generación de los años sesenta tenía el imperativo existencial de hacer una carrera sin dejar de luchar por aprender y enseñar cómo se interseca el poder con la construcción de la subjetividad, cómo se intersecan el capitalismo y la democracia, y cómo la igualdad de oportunidades educativas se convirtió en un elemento medular del movimiento por los derechos civiles, por la libertad de expresión, del fin de la guerra de
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Vietnam, y la creación de oportunidades de conferir poder a las clases desfavorecidas y las “minorías” de la sociedad estadunidenses. Por consiguiente, escribir se tornó una obligación política, un complemento al placer de ir construyendo la propia biografía intelectual. Tal vez, el aparente desprecio por la titularidad muestra un rasgo posmodernista en intelectuales claramente modernistas: parecen agregar el placer del deseo por los imperativos categóricos de la investigación y la publicación a la lucha por la justicia social, una lucha que marcó su vida y su carrera profesional. ¿Acaso podemos aprender algo de su desinterés por la titularidad? Ante todo, la lección principal de la biografía intelectual de esta primera generación de académicos críticos es que la búsqueda auténtica de una carrera académica no puede enmarcarse en lo que la gente espera que uno haga. Más bien, esta búsqueda se basa en lo que realmente interesa, en lo que es la pasión y el deseo... la obsesión. Empero, cabe hacer una advertencia importante respecto de este enfoque. Cuando la mayoría de estos académicos críticos –claramente ubicados a la izquierda del espectro del establishment liberal– iniciaron su carrera académica, había gran cantidad de oportunidades académicas, y obtener la titularidad no resultaba tan difícil como hoy. Por ende, economistas calificados como Martin Carnoy y Henry Levin nunca se preocuparon por su posición académica, ya que sabían que podían conseguir trabajos razonablemente bien remunerados en cualquier otro lugar. Esta visión de una “sociedad abierta” que tenían mientras trataban de obtener la titularidad no fue, de ninguna manera, una experiencia homogénea para todos. A Henry Giroux le negaron la titularidad en la Universidad de Boston por razones políticas. Maxine Greene, a pesar de ser la editora de Teacher College Records, fue relegada como académica y no fue aceptada en el Departamento de Filosofía y Ciencias Sociales, donde sólo había hombres –quienes se rehusaron a aceptar a una colega mujer, y mucho menos de izquierda–, por lo cual debió conformarse con ingresar en el Departamento de Inglés en la Facultad de Pedagogía de la Universidad de Columbia. A Paulo Freire no sólo le negaron un puesto académico en la Universidad de Recife, donde tenía el rango de técnico académico como director del Programa de Extensión, sino, ante el éxito de sus primeras experiencias en alfabetización, debió irse al exilio durante dieciséis años. Por último, resulta claro que para poder desempeñar su profesión, estos académicos han continuado fervientemente con sus esfuerzos y sus convicciones más íntimas. Por ello han sido
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tan productivos, no sólo cuando intentaban obtener la titularidad, sino a lo largo de toda su carrera académica. En el momento de escribir este libro, todos habían pasado los cincuenta años; Maxine Greene y Paulo Freire eran los de mayor edad. En conjunto, han escrito más de 132 libros y alrededor de 1 278 artículos de investigación y capítulos de libros. Este trabajo teórico, empero, no impidió que se dedicaran a cuestiones prácticas, como lo evidencia el trabajo de Hank Levin con su reconocido Movimiento de Escuelas Aceleradas, o el de Jeannie Oakes como directora de Center X, un centro de capacitación para maestros de la Universidad de California, que combina la investigación y la práctica de manera única. Pese a su despreocupación por los procesos de titularidad –y ésta es otra observación importante– no es casualidad que estos académicos críticos sean tan productivos. El mundo académico proporciona suficiente evidencia –y en su obra La estructura de las revoluciones científicas, publicada por University of Chicago Press, en 1996, Thomas Kuhn lo deja muy en claro– de que iniciar una nueva tradición y apartarse de lo establecido exige una enorme cantidad de trabajo y talento. En realidad, quienes transgreden las normas establecidas, en este caso académicos de izquierda muy talentosos, tienen que sobresalir entre sus homólogos en productividad académica para tener éxito. Esto quiere decir que no sólo deben ser tan buenos como los demás, sino duplicar su productividad para ser tratados como iguales en un campo de juego supuestamente parejo.
LA FUNDACIÓN DE UNA NUEVA TRADICIÓN
Los testimonios evidencian que, conforme avanzaban, estos educadores soportaron una gran incertidumbre en su propio trabajo, mientras seguían destinando una energía enorme a sus esfuerzos académicos. Si bien la mayoría ha tenido la satisfacción de ver el éxito de sus aportaciones al ámbito académico, tanto en Estados Unidos como en otros países, es justo mencionar que, quizás en los inicios, su “plan maestro” no incluía tener una agenda de investigación amplia que cambiara el mundo académico. Hicieron lo que sintieron que debían hacer dadas sus convicciones, principios, pasiones y compromiso político. Paulo Freire nunca esperó que la Pedagogía del oprimido se convirtiera en el parámetro de la filosofía de la educación en
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la segunda mitad del siglo XX, de importancia comparable a Democracia y educación, de Dewey, en la primera mitad de ese siglo.19 Freire nunca soñó con convertirse en un “mito viviente”, como lo definió el educador suizo Pierre Furter. Los ejemplos de producción intelectual de esta primera generación de académicos críticos –una generación que, de hecho, ha cambiado el panorama educativo en el mundo– demuestran que si bien trabajaron incansablemente de manera individual, y en ocasiones colectiva, para hacer realidad sus sueños, no lo hicieron explícitamente para crear o establecer una nueva tradición. No es que no fueran conscientes de la significación política y teórica de su trabajo; quizá fue la convicción de su importancia lo que ayudó a muchos de ellos a sobrellevar los obstáculos aparentemente insuperables en su carrera académica: Samuel Bowles fue despedido dos veces de Harvard; la lucha de Henry Giroux por obtener la titularidad; el desencanto de Geoff Whitty por las contradictorias exigencias de su puesto administrativo en plena revolución thatcheriana en Inglaterra. Sin embargo, resulta interesante que si bien no todos concuerdan entre sí, ni cuentan con un plan maestro preconcebido, y provienen de las disciplinas más diversas y, por ende, con puntos de vista multidisciplinarios, el espectro de académicos críticos fundó una rica tradición crítica en educación. Esta tradición ha tenido repercusiones no sólo en la capacitación de docentes y en el trabajo de los administradores de escuelas y organismos gubernamentales, sino en las agendas de investigación, que compiten por definir cuáles son los problemas más apremiantes y las prioridades en la educación contemporánea, y cómo pueden resolverse con una política educativa que, además de proporcionar una capacitación técnica, tenga solidez ética y sea políticamente factible. Ciertamente, el propósito de esta introducción no es subrayar los temas principales de las agendas de investigación convergentes que han creado estos intelectuales ni representar lo que, por falta de un término mejor, he llamado “estudios críticos sobre educación”. Mas, como conclusión, me parece importante afirmar que todos, durante
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Pedagogía del oprimido puede considerarse legítimamente como un clásico de la literatura sobre educación. Se ha traducido a dieciocho idiomas, lleva más de veinte reimpresiones en español, diecinueve en portugués y doce en inglés, y ha vendido más de medio millón de ejemplares. 19 John Dewey, Democracia y educación, Argentina, Paidós, s./f.
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sus respectivas carreras académicas, se han ocupado de la relación entre educación y poder. La educación, como manifestación de dominación, ha sido abordada en su investigación y sus escritos desde distintos ángulos, no sólo como un mero ejercicio heurístico o analítico, sino como un intento de subrayar las condiciones del poder educativo de las “minorías”: mujeres, trabajadores y clases desfavorecidas. Por eso es que la relación entre educación y poder ha sido el elemento rector en gran parte de su trabajo, cuyo ejemplo son obras ya clásicas,20 que abordan los problemas de la reproducción social y cultural en la educación.21 De ahí que el interés por intersecar clase, raza, género y Estado en la reproducción educativa haya derivado en numerosos estudios, que en algunos casos han culminado en estudios sobre la cultura; en otros, en una sociología política de la educación o en una economía política de la educación que estudia sus efectos –o ausencia de efectos– en la vida de las personas, como individuos y comunidades, en las sociedades capitalistas contemporáneas. Un último tema que se observa en la producción de estos intelectuales críticos es la interacción entre capitalismo, democracia y educación, y la posible contribución de la educación al civismo y a la construcción de subjetividades y significados. Las subjetividades y los significados –y, cabría agregar, los ritos de iniciación, tan comunes en el entorno educativo– no pueden disociarse de la práctica del poder y de la búsqueda permanente de identidad(es). Por ello, gran parte del trabajo intelectual de esta primera generación de críticos de la educación ha abrevado en diversas tradiciones intelectuales e
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Véase, por ejemplo, Samuel Bowles y Herbert Gintis, La instrucción escolar en la América capitalista, Madrid, Siglo XXI Editores, 1985; Martin Carnoy y Henry Levin, Schooling and Work in the Democratic State, Stanford, Stanford University Press, 1985; Paulo Freire, Pedagogía del oprimido; Jeannie Oakes, Keeping Track: How Schools Structure Inequality, New Haven, Yale University Press, 1985; o el libro más reciente de Gloria Ladson-Billings, Gatekeepers, San Francisco, Jossey Bass, 1995, que se convirtió en uno de los libros mejor vendidos en el mundo académico: más de cuarenta mil ejemplares durante el primer año de publicación. 21 Un análisis sistemático de este problema en el ámbito de la sociología de la educación, la economía política de la educación y los estudios culturales se plantea en el libro de Raymond Morrow y Carlos Alberto Torres, Social Theory and Education. A Critique of Theories of Social and Cultural Reproduction, Albany, SUNY Press, 1995.
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incluso políticas, y se ha orientado a comentar la relación entre conocimiento popular y oficial; a proponer un análisis crítico de los textos –en tanto libros de texto y narrativa social– y del contexto social de la educación; y a estudiar los vínculos entre democracia, movimientos sociales y la construcción de diversas identidades. Debido a la situación peculiar de Estados Unidos, el estudio de las formaciones raciales en la educación ha sido prioritario, sobre todo los problemas de multiculturalismo. Prácticamente todo su quehacer se ha orientado no sólo a propiciar la “ilustración” de alumnos, colegas, lectores, padres y políticos, sino a crear una política de investigación crítica que continúe con su propia búsqueda de una vida mejor. Herbert Marcuse dio ejemplo de este principio en su lecho de muerte cuando le dijo a su discípulo, Jürgen Habermas, que al fin comprendía cuál había sido el motor de su búsqueda académica, un comentario que es una conclusión digna para la búsqueda académica de esta primera generación de críticos, que abrazaron la misma ética que impulsó a Marcuse en su búsqueda de conocimiento: “Mira, ya sé cuáles son las raíces de nuestros más elementales juicios de valor: la compasión, la sensibilidad ante el sufrimiento de los demás.”23
22 Una síntesis excelente de esta agenda de investigación fue presentada por Michael Apple, “Power, meaning and identity: Critical sociology of education in the United States”, British Journal of Sociology of Education 17, núm. 2, 1996, pp. 125-144. 23 Herbert Marcuse, recordado por Habermas, en Jürgen Habermas, “Psychic thermidor and the rebirth of rebellious subjectivity”, en Richard J. Bernstein (comp.), Habermas and Modernity, Cambridge, MIT Press, 1985, p. 77.
Esta página dejada en blanco al propósito.
1. ENTREVISTA CON MICHAEL W. APPLE
P: En 1988, Raymond Morrow y yo te hicimos una entrevista, con el propósito de ubicar tu trabajo en perspectiva. ¿Qué ha sucedido en tu vida y en tu agenda de investigación desde entonces? R: Desde el punto de vista personal, haber vivido cinco años más la rapacidad de la derecha me ha afectado profundamente, ya que ha aumentado mi conciencia sobre la gran importancia de volver a la tradición liberal y repensar las difíciles preguntas sobre la democracia social. Asimismo, vivir bajo la derecha también me ha hecho pensar respecto de los logros de la democracia social, ya que, si bien hubo que ceder en algunos puntos, también se dieron luchas exitosas. Mi hijo mayor es afroamericano y tiene un retraso mental. En la época de la restauración conservadora, se dio marcha atrás en todo lo que se había logrado en las instituciones sociales en términos de redes de seguridad para personas con deficiencia mental: atención médica, atención sanitaria y trabajadores sociales que cuidaban a los enfermos, que fueron lanzados a la calle. Debido a esto, he repensado ciertas cosas desde una perspectiva muy personal que, como podrás imaginar, ha tenido repercusiones en el plano de la teoría. Mi hijo mayor estaba en una institución. El desequilibrio químico de su cerebro, que se fue haciendo evidente paulatinamente, lo volvió bastante violento. Debido a ello, decidió internarse en un hospital. De pronto nos llegó una cuenta de noventa mil dólares por conceptos que no quedaban cubiertos debido a la acelerada destrucción del aparato de salud mental bajo los gobiernos de Reagan y Bush. Esto me permitió ver, en términos personales, lo que significaba estar gobernados por la derecha. Nos enteramos, por ejemplo, de que la póliza de seguro no cubría enfermedades mentales durante un periodo mayor de treinta días. En consecuencia, la personificación de los programas de derecha era literalmente eso: una personificación a través del cuerpo de mi hijo, que aumentaba drásticamente su riesgo de muerte. Menciono lo personal en este momento debido a que los argumentos, que aparecieron originalmente en Educación y poder –acerca [33]
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de cambiar nuestras ideas respecto de quiénes están detrás de todo, culpándolos a ellos más que a la crisis estructural de la economía–, me resultaron mucho más convincentes, y no sólo en el plano teórico, en el sentido de “ahora lo comprendo mejor”. Si no tuviera un buen sueldo, mi hijo estaría muerto. Y esto provocó una manera muy diferente de ver el Estado. Aun cuando mis intuiciones estaban en proceso de cambio –esto es, comenzaba a ver que el Estado era el escenario de luchas contradictorias–, estas experiencias personales me lo hicieron más palpable. Incluso me resultó más claro que dentro del Estado hay elementos tanto progresistas como retrógrados; que el Estado es un escenario de victorias, no sólo de derrotas; y que el acuerdo social democrático era, en realidad, una victoria parcial, así como una alianza y una concesión hegemónicas. También significaba que mis intuiciones eran cada vez más ciertas. Éste es un ejemplo donde el discurso oculto con respecto a la raza, que afecta profundamente al Estado, significa que la gente negra y pobre, o cualquier pobre –pero en este caso, un joven afroamericano que es mi hijo– se enfrenta a que el apoyo social que existía, la red de apoyo que se ganó con decenios de lucha, ha desaparecido. Éste es un ejemplo viviente de mis intuiciones: a pesar de las discusiones con respecto a que el aparato de Estado es un instrumento del capital y mis argumentos en contra, esto es lo que sucede cuando el Estado se retira, cuando se eliminan sus logros, cuando la derecha privatiza todo... vemos lo que sucede, incluso a personas de clase media. Por lo tanto, gastamos noventa mil dólares, pues la única institución que lo aceptó –no había lugar en las instituciones del Estado– era la mejor, y costaba mil dólares diarios, monto que no cubría el seguro. Si mi esposa y yo no hubiéramos tenido este dinero, mi hijo sin duda estaría muerto. Pensemos en los miles de padres que no habrían podido hacerlo. No pretendo utilizar este ejemplo con fines egoístas, aunque demuestra que las experiencias personales son medulares para el trabajo crítico. Debo admitir que si una persona sólo se limita a criticar, sin abocarse a la verdadera lucha, no confío en lo que escribe. Como mencioné en la entrevista anterior, siempre he buscado combinar la elaboración teórica y la lucha personal; ésta es justamente la praxis. Es reflexión constante, y la reflexión surge de la lucha política en diversos ámbitos: cultural, económico y político; la lucha por la libre decisión sobre nuestro cuerpo y nuestra sexualidad. Como ves, no quiero reducir todo a la lucha de clases. Todo ello revive en la práctica
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mis conocimientos y los aclara. Los logros del Estado han ido desapareciendo, y muchas personas quedan excluidas, y esto se me ha aclarado cada vez más en los años recientes. P: ¿A qué tipo de reto teórico te abocaste en los últimos años? R: Durante los últimos cinco años he redoblado esfuerzos por abordar el posmodernismo. A la vez que influía en mí, quería cuestionar algunos de los supuestos medulares que varios posmodernistas aceptan sin chistar. Como sabes, fui una de las personas –ciertamente no el único– que integró este gran esfuerzo colectivo de oposición a la tendencia reduccionista y de análisis de clase de la tradición neomarxista. No obstante, en Estados Unidos, la tradición neomarxista no tenía un discurso principal. Siempre fue el resultado de luchas, y nunca ha habido un solo discurso. Es un error, una interpretación errónea de la historia, una pérdida de la memoria colectiva, suponer que había uno, y que todos eran reduccionistas. No por llamarte neomarxista, que era un título cómodo –en realidad es un concepto histórico–, significaba que estabas de acuerdo con todo. Era un terreno en disputa, y se luchó. Yo intuía que los discursos y las prácticas de clase, raza y género eran paralelos. Se formaban entre sí, a la vez que tenían historias diferenciadas. Eran relativamente autónomos, pero no podías hablar de clase sin tocar género y raza, ya que en ello hay una dinámica formadora. Lo anterior presentó ciertos problemas respecto de cuántas dimensiones de poder se deberían considerar. Si no consideramos que las cosas siempre van de “arriba hacia abajo”, la distinción entre micro y macro pierde utilidad, y se abre la posibilidad de adoptar una postura que reconozca múltiples discursos, múltiples escenarios, etcétera. Con esto Foucault resulta interesante, y espero habérmelo tomado en serio. Aun cuando quiero abrirme a nuevas teorías y políticas, en años recientes comenzaron a inquietarme ciertas tendencias dentro del posmodernismo. Cualquiera que lea mis libros recientes, El conocimiento oficial y Política cultural y educación, puede apreciar la influencia del posmodernismo. Cuando hablo de la política del placer, de prácticas discursivas o pongo el ejemplo del Canal Uno, demuestro que el Estado tiene múltiples relaciones de poder en diversos niveles, cómo se construyen las alianzas hegemónicas, no sólo en términos de clase sino en términos raciales y de género, y la política de la sexualidad y la religión; todos estos elementos funcionan conjunta-
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mente y en oposición unos con otros. Y esto muestra la influencia de una teoría posmoderna crítica en mi obra. La palabra clave es crítica. Me preocupa que gran parte del trabajo crítico “post” haya perdido lo que ganamos con el trabajo neomarxista y haya creado una historia falsa de lo “neo”. No todos estaban de acuerdo en que el único análisis de clase era el estructuralista, y yo era uno de ellos. No porque ahora se considere la clase como una “gran narrativa” –lo que considero una interpretación equivocada de la historia– que adquiere una forma reduccionista, significa que la clase haya desaparecido. Me parece una tendencia sumamente peligrosa de algunos aspectos del posmodernismo. Con demasiada frecuencia, la idea de que el análisis de clase es “reduccionista” ha significado que la gente se siente en libertad de ignorarla, lo cual es un desastre desde las perspectivas teórica y política. Eliminar la clase va en perjuicio de las mujeres y hombres sobre cuyos hombros todos estamos parados, no sólo de su teoría sino, sobre todo, de la lucha a la que han dedicado su vida. Para que gente como nosotros esté en instituciones de educación superior y tenga la posibilidad de escribir sobre estos temas, es necesario que comprendamos que alguien luchó por ello. Estas instituciones son la personificación del pasado, no sólo del trabajo intelectual, sino del trabajo remunerado y no remunerado de mujeres y hombres. Y con ello nos salimos de su vida. Es un punto estructural básico, y creo que no deberíamos olvidarlo. He dedicado años a criticar los análisis reduccionistas de economía política, como los primeros trabajos de Bowles y Gintis, que fueron una aportación importante que aún merece ser respetada, a pesar de que no concuerdo con gran parte del libro. No obstante, sus escritos recientes y supuestamente críticos tienden a eliminar cuestiones de economía política, como si ésta hubiera perdido importancia. Y eso es sumamente peligroso. Tomemos, por ejemplo, la deconstrucción de la idea de Estadonación. Sin duda, una de las razones por las cuales ya no hablamos tan fácilmente de nación no es por el discurso de Estado y el discurso de nación, sino porque el capital se internacionaliza cada vez más. No se trata únicamente de un texto, aunque podríamos escribir textos al respecto. Existe una dura realidad: la gente se muere de hambre. Existe la dura realidad del imperialismo, en situaciones poscoloniales, lo que sucede cuando la gente pierde sus tierras a manos del capital internacional. Y también existe la dura realidad de las prácticas de
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consumo de Estados Unidos. No es necesario recurrir a lo que varias personas denominan con arrogancia el “tercer mundo” para encontrarla. Suponer que la política de consumo ha absorbido totalmente la política de producción es tener la imagen ficticia de que vivimos en una economía posmoderna. Aún hay manufactura, aún hay producción, y debemos preguntarnos quién la hace, cuáles son las relaciones sociales de producción, quién consume qué, etcétera. Me parece que enfrentamos el gran peligro de olvidar la percepción que se generó y que aún proporciona una actividad política significativa para la gran mayoría de la población mundial. Reconocerlo me ha llevado a luchar con momentos positivos y negativos de diferentes tipos de teorías y políticas. Ese tipo de lucha y esas tensiones se aprecian en El conocimiento oficial y en mi libro más reciente, Cultural Politics and Education (Política cultural y educación), que es mi intento de escribir con la mayor claridad, sin sacrificar elementos teóricos ni compromiso político, y al mismo tiempo mencionar, públicamente, cuáles son las formas posmodernas que ayudan, cuáles considero menos útiles y cuándo prefiero conservar, críticamente, aspectos de la tradición neomarxista que se han relegado con gran facilidad. P: Permíteme regresar a uno de tus libros más recientes, El conocimiento oficial, en el que incluiste teoría e investigación. No eres conocido como investigador empírico, aun cuando sientes la necesidad de producir o revisar información. En este libro encuentro que cada vez que te apartas de una narrativa para hacer un análisis más político, adoptas una actitud de disculpa. ¿Fue una estrategia retórica o es parte de la tensión de ir y venir entre las exigencias de la política y la acción? R: Ambas cosas. Hago un gran esfuerzo por que mis libros sean accesibles, y con frecuencia reescribo varias partes para asegurarme de que los puntos medulares se comprendan desde diversos niveles. Me parece un trabajo muy importante, aunque también requiere un gran esfuerzo. En parte siento un compromiso con mis lectores. En este sentido rechazo los argumentos que sostienen que escribir con claridad reduce la capacidad de los lectores. La gente que no tiene el privilegio de estar en una universidad y de dedicarse a algo como esto, sino que tiene que luchar día a día, no necesita que le hablemos con los neologismos y términos crípticos que son
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tan frecuentes en nuestro círculo. Debemos bajar un poco. Sé que varios académicos afirmarán con arrogancia que con esto quiero decir que “la gente común no es lo suficientemente inteligente para comprender”, o que “de esta manera impedimos que aprendan teorías serias”. Desde luego ésta no es mi idea. La realidad es compleja, y no debemos alterar esta complejidad. No quiero escribir en lenguaje sencillo porque, de hecho, considero que reduce la capacidad. No obstante, y lo digo con el mayor énfasis posible en Teachers and Texts (Maestros y textos), considero que el lector no es la única persona que debe luchar por comprender. La claridad es parte del compromiso político de quienes, como nosotros, tenemos el lujo del tiempo para ayudar a que la gente piense en ello. Por lo demás, me parece que somos arrogantes. Hay una política muy real sobre cómo escribir y tratar a nuestros lectores. P: Es muy similar a lo que sugería Marx cuando lo criticaron por la falta de claridad en los Manuscritos económicos y filosóficos, que escribió en 1844. Alegó que se trataba de “un proceso de investigación”, pero también tienes que pensar en el proceso de exponer la investigación, y eso es muy distinto. R: Es lo que intento. Cuando escribo algo, siempre pido la opinión de todo tipo de personas; en parte, es un intento de asegurarme de que tomo en serio los compromisos en los que creo. Realizo la investigación y luego escribo hasta cuatro versiones del libro. Le pido a la gente que las lea y me haga sus comentarios; por eso mis libros siempre tienen una lista tan larga de agradecimientos. Pedir la opinión de otros me permite aprender de diversos grupos –académicos, activistas, etcétera– no sólo desde el punto de vista conceptual, sino con respecto a aprender a escribir mis ideas de manera interesante. No creo que debamos aprender a escribir en términos sencillos, aunque creo que es parte de nuestro pasado, desde el punto de vista pedagógico, interesar a la gente al punto de abrirle la puerta para que luche con nosotros; más bien creo que todos debemos abrir esa puerta. También podríamos hablar del tema de la retórica. Me gusta que el lector sienta que le estoy hablando. No quiero ser un autor que le habla a un lector invisible, por eso utilizo algunas estrategias retóricas. A veces digo: “Si la teoría resulta demasiado difícil, sáltese las siguientes tres secciones y continúe.” Lo hago en un capítulo sobre
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historia en El conocimiento oficial, ya que sé que mis lectores son muy diversos. Sigo siendo un maestro, y todos nosotros, al margen del puesto académico que tengamos, somos, ante todo, maestros. No importa cuánto escribamos, seguimos siendo maestros; ésa es nuestra profesión. Al margen de que enseñemos en un jardín de infantes o en una facultad de derecho, de que nuestra especialidad sean los estudios sobre la cultura, sociología o educación, somos maestros. Al mismo tiempo, somos escritores y podemos darnos el lujo de tomar cierta distancia. Y esto debería preocuparnos, pues es muy seductor definirnos como “escritores teóricos” y olvidarnos de la dura realidad. Pero es justamente esa tensión lo que me mantiene en actividad y me hace más productivo. Siempre debo actuar con la conciencia de que hay escuelas reales, alumnos reales, maestros reales. Debemos encontrar la manera de manejar la tensión entre querer cambiar la vida de personas reales y tomar distancia para tener la perspectiva adecuada. Para mí, es una tensión permanente. Creo que, cuando deje de sentirla, estaré en peligro de perder mi compromiso como educador crítico. P: Veo mi propio trabajo como escritor como una extraña combinación de placer y agonía. Placer porque intento desentrañar mi comprensión sobre la compleja realidad. Agonía, en primer lugar, porque la comprensión llegue, pero también hay otro aspecto involucrado: si lo que voy a decir va a modificar algo. Si alguien se me acercara en este momento y me dijera: “Dime un párrafo de El conocimiento oficial que te haya impresionado”, podría citar varios, pero el que me parece especialmente revelador es el siguiente: La sola idea de que hay un único grupo de valores que deben guiar la “tradición selectiva” puede ser un gran peligro, especialmente en contextos de poder diferenciado. Tomemos, por ejemplo, una famosa frase grabada en un edificio público igualmente famoso: “Hay un solo camino hacia la libertad; los hitos son la obediencia, la diligencia, la honestidad, el orden, la limpieza, la templanza, la verdad, el sacrificio y el amor a la patria.” Tal vez muchos estén de acuerdo con los sentimientos que representan estas palabras. Y también es interesante saber que el edificio en el que aparecían eran las oficinas del campo de concentración de Dachau (Apple, 1993: 63).
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do, en mis sentimientos con respecto a lo que habías escrito, y en cómo me había impresionado la estrategia retórica. R: Quiero que la gente entienda que se trata de problemas de vida o muerte y que, cuando escribo, es un gran esfuerzo ser claro, aunque no creo que lo logre por completo. Cada libro es una secuela, y escribir es parte de la propia formación. Creo que debemos comprender que escribir es una manera de formarnos y de ayudar a otros a formarse. Cuando termino un libro, lo cual siempre es un placer y una tortura (me parece una bella metáfora para esta constante pugna), sé, tanto como cualquier autor, que posiblemente haya varios huecos en mis argumentos y que son tan grandes que un camión podría pasar por ellos. Por eso, la actitud al escribir el siguiente libro es “bien, los argumentos que presenté en el libro anterior eran provisionales; ahora he encontrado estas otras cosas”. Algunas veces necesitamos usar metáforas para impresionar. Esto nos ayuda a entender las contradicciones, como intento demostrar en Teachers and Texts y en El conocimiento oficial. En mi libro más reciente, trato de recurrir a algunas tradiciones posmodernas, al igual que a la economía política, al análisis de clase y al análisis de ideología. Quiero mezclarlas, dejar que se froten entre sí, de manera que se aprecien las contradicciones. Bourdieu tiene una frase brillante: “Sólo se avanza transgrediendo.” Como mencioné en la entrevista anterior, no estoy en una iglesia. No me preocupa la herejía, sino decir las cosas bien, para ayudarme y ayudar a otros a que este ancho río de la democracia siga fluyendo. Sé que el río está formado por múltiples arroyos, y no es mi tarea juzgar cuál de ellos siempre tiene la razón, sino, frente a este ancho río, asegurarme de que la parte del flujo en que estoy profundamente involucrado continúe. Quiero que la gente recuerde, cuando hablo teóricamente sobre la naturaleza de los textos, que algunos de estos puntos pueden ser paradójicos y contradictorios. Por eso, quiero decir: “Recuerden Dachau, donde se expresaron algunos de estos sentimientos.” Sin duda es una postura un tanto alarmante, pues significa que deberíamos decir: “Fíjate bien, incluso tus mejores intenciones podrían ir en contra de actitudes progresistas.” Un ejemplo se encuentra en Education and Power (Educación y poder), donde hablo de momentos ideológicos contradictorios. Esas tradiciones más “neo” decían exactamente lo mismo, y creo que muchas veces se expresaron mejor y con mayor eficacia política que el
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material que surge de tradiciones más nuevas. Ésa es otra de mis preocupaciones: que al encontrar nuevas maneras de decir cosas viejas, en el proceso hayamos despolitizado lo que sucede. No obstante, quiero seguir tomándome en serio este hecho, y quiero que sacuda, que nos detengamos a analizar las contradicciones en cualquier cosa que analicemos. Muchos colegas en el mundo se han adherido a Foucault, pero sólo lo han convertido en una teoría de control social más elegante. Su postura se apega más a Nietzsche, no a Foucault, aunque combinan ambas. Foucault ya no es una forma de autorreflexión seria que te permite pensar cuáles son tus bases “políticas”, lo que me parece su momento más positivo. En muchos sentidos, es una excusa para regresar a algo como las teorías de Bowles y Gintis. No hay acción, y el discurso simplemente te estructura; el mundo se convierte en una radio enorme por donde transmiten simultáneamente muchas estaciones, y no las puedes apagar. Incluso apagarlas es otro discurso; es estupidez, pues es refutarse a uno mismo. Yo quiero encontrar un estilo que les permita a las personas ser reflexivas, y muchas veces eso exige un golpe: la paradoja. Es algo que yo necesito. No sé si otros lo necesitan, pero obviamente, por tu reacción, veo que funciona. P: La educación es, ante todo, un proceso que te permite persuadir a otros de la fuerza de un argumento o de la fuerza de un imperativo ético. En política, hay un elemento instrumental que consiste en que una posición o idea les gane a las demás. Se trata de tener éxito, y de lograrlo a partir del fracaso del otro. Realmente, en política, la noción de que para que gane uno tiene que perder el otro es una realidad, nos guste o no. Sin embargo, no puedes decir que en política todos ganan o todos pierden. En algún momento comenté que deberíamos contemplar la política de educar para la tolerancia, y la noción de opresión y hegemonía. Como respuesta, se me ha acusado de tener una visión instrumentalista de la política. Es una crítica muy posmoderna. ¿Qué opinas? R: Es un asunto muy complicado. Algunas feministas, por las que siento gran respeto, han afirmado que la construcción de cualquier juego que se reduzca a ganar o perder es la representación primordial del razonamiento masculino, pues es una manera más de reconstruir la dominación en la sociedad. Aun cuando me identifico bastante con esa postura, en este momento, objetivamente, hay ganadores y
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perdedores. Como ejemplo, la coalición de derecha que en este momento es tan poderosa ha creado las condiciones, materiales e ideológicas, para que la gente se muera de hambre en las calles. Y esto es algo muy serio. No podemos limitarnos a decir que deberíamos recurrir a la actividad educativa para dialogar sobre estas ideas, que no podemos construir esto como una guerra o una batalla, porque ésas son fuerzas masculinas. Es muy peligroso asumir esa postura. ¿Qué me da el derecho a decir que están equivocados? Lo lamento, pero no me siento paralizado por el relativismo. Creo que hay maneras de justificar, sobre bases intelectuales y políticas, preocupaciones particulares con respecto a la política, la ética y la moral. Hablamos de la tolerancia desde dos perspectivas. Deseamos hablar de la tolerancia como una búsqueda en la que no nos convirtamos en stalinistas, porque de otra manera no estaríamos tan seguros de que ya no escuchamos el discurso de aquellos a los que consideramos de la derecha. Por otra parte, eso podría ser bastante paralizante a menos que tomemos en serio la lucha colectiva para transformar las condiciones materiales que crean las bases para ser grupos identificables: afroamericanos, pobres, latinos, etcétera. A menos que nos tomemos en serio el hecho de que ésta será una lucha en la que habrá ganadores y perdedores, nos estaremos engañando. No quiero imponer una solución, sino que quiero que surja una solución democrática, pero me parece muy importante que entendamos qué es la opresión y cuáles son las luchas para combatirla. La solución no es sencillamente establecer grupos de discusión, ya que las condiciones materiales limitan las voces que se escucharán. Por ende, mucho depende de quién emita el discurso sobre la tolerancia y cuáles sean sus usos sociales. P: Cuando Clinton llegó al poder, te mostraste muy crítico de la nueva política social que propuso. ¿Has cambiado tus percepciones? R: En El conocimiento oficial y Cultural Politics and Education, afirmo que la coalición de derecha es muy amplia. Tiene modernizadores económicos, antiguos tories, miembros de la nueva clase media, expertos en eficiencia educativa, populistas autoritarios de los grupos religiosos de la nueva derecha, entre otros. De hecho, es un grupo muy tenso, que se fractura constantemente y debe reconstruirse. Ha cambiado nuestra forma de ver la política social en la educación. Me siento “horriblemente complacido”, esto es, me complace haber te-
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nido razón y me horroriza el que la mayoría de las predicciones que hice en El conocimiento oficial se vuelvan realidad, que la derecha haya transformado el terreno en el que estamos negociando. En realidad, hemos transformado el significado de democracia, de manera que hoy se habla casi únicamente de prácticas de consumo. Hemos despojado a la gente de clase, raza y género, la hemos despojado de sexo y de territorio. De ese modo, todos somos individuos. Lo público es malo, lo privado es bueno, en todos los ámbitos. Desde luego, suceden cosas contradictorias. Cuando observamos lo que acontece con palabras como clase, raza, género y otras, el Estado sigue siendo un campo de batalla, aunque casi siempre la discusión se lleva a cabo en el terreno de la derecha. Una de las primeras cosas que promovió Clinton fue el derecho al aborto. Resulta interesante que, a partir de esta política, se obtuvieron ciertos logros que el Estado ha institucionalizado con respecto al derecho de la mujer a elegir. Si bien esto fue progresista en muchos sentidos, el Estado sigue siendo profundamente racista. Clinton ha intentado diseñar algunas políticas moderadas como reacción a Reagan y a Bush, quienes utilizaron agresivamente el Estado para atacar los logros de la gente de color. Ahora esto quedará mediatizado, de manera que no habrá transformaciones radicales en cuestión de política racial, sino una influencia moderadora. No obstante, en términos económicos, seguirá prevaleciendo la rapacidad del sistema de mercantilización. También observamos el rápido aumento del patrioterismo de derecha, que afirma que debemos proteger nuestras fronteras, sacar a patadas a los inmigrantes. Me parece que las intuiciones económicas de Clinton se ubican ligeramente a la derecha del centro, pero en un momento en que el centro se ha movido drásticamente hacia la derecha, esto lo hace parecer liberal. No quiero ser demasiado negativo, pues creo que también habrá algunos logros, logros continuos, sobre las políticas relacionadas con lo físico. Esto es, creo que será más difícil encontrar una discriminación asesina en contra de los homosexuales y las lesbianas, contra los enfermos de sida, por ejemplo. Habrá algunas transformaciones, y no quiero decir que no sean importantes, ya que en este sentido está en riesgo la vida de las personas. No obstante, en general, sobre todo en cuestiones económicas, en cuanto al papel del Estado como apoyo a las relaciones sociales capitalistas, básicamente continuarán políticas “moderadas” –aunque cada vez más de derecha– que hace treinta años se habrían considerado bastante conservadoras.
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En lo relativo a la educación, Clinton tiene el apoyo de mucha gente “progresista”, debido al gran temor a la privatización y al racismo. Clinton ha utilizado el púlpito del gobierno federal para criticar la privatización total, y ha tenido cierto efecto. Me parece que Clinton desacelerará el movimiento hacia los planes de certificación y la privatización total, aunque me parece que la privatización y los programas especiales aumentarán de manera importante en el ámbito estatal. El presupuesto para escuelas de zonas pobres y áreas rurales será cada vez menor, ya que los alumnos son en su mayoría niños de color y blancos pobres; los niños de situación económica relativamente mejor irán a escuelas a otras zonas. Y una de las razones es que Clinton no ha mostrado una postura definida. No ha usado eficazmente el poder del Estado. Y como no ha adoptado una postura firme para informar al público los posibles resultados –por cierto, presumo que sus intuiciones son relativamente conservadoras– lo que tendremos será una presidencia parcialmente fallida que, bajo la égida de “queremos mantener lejos a la extrema derecha”, cimentará gran parte de su discurso y prácticas en un principio de derecha relativamente moderado en la economía y en la seguridad social. Tomemos, por ejemplo, su propuesta de que después de algunos años de recibir apoyo de la seguridad social, las personas ya no tienen derecho a ella. El Estado no tiene dinero para crear empleos, de manera que esto se reduce a un “¡fuera de aquí!”. El efecto es exportar la culpa a la gente, alegando que no quiere trabajar. Dada la crisis económica, que sin duda será más severa para las personas de menores recursos, incluso si en el siguiente decenio resulta electo alguien ligeramente más moderado pero parcialmente progresista, no podrá lograr mucho, ya que el gobierno no sólo no dispondrá de dinero, sino que estará dominado por las políticas de derecha. Por lo anterior, soy bastante pesimista respecto de lo que podría suceder, aunque quiero apoyar los logros de Clinton. No debemos restarle el crédito por las políticas relacionadas con el cuerpo de las personas, y algunos aspectos de la moderada agenda sobre las mujeres, por ejemplo. Sería imperativo que varios grupos progresistas formaran alianzas que lo presionaran, y presionaran al congreso. Las intuiciones de Clinton no son precisamente progresistas, y es necesario que educadores, grupos de mujeres y gente de color se unan para presionar al gobierno y asegurarnos de que no se aparte de una dirección que
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modere las tendencias derechistas que están increíblemente bien financiadas. Si algo logró Clinton en las elecciones, fue acicatear a la derecha a redoblar esfuerzos en los ámbitos local, estatal y regional. Por lo general, la derecha ha respondido con políticas “furtivas”, esto es, le oculta al público su verdadera política y agenda. Así han ganado muchas elecciones. La derecha está construyendo una infraestructura ideológica en los consejos de planeamiento, en los consejos escolares, lo que significa que posiblemente las acciones de Clinton no modifiquen nada. La derecha está construyendo la infraestructura desde abajo, y quienes nos llamamos progresistas tenemos mucho que aprender de ellos, ya que han sabido movilizarse con éxito en diversos niveles. En este sentido, debemos concentrarnos en Clinton y empujar a su gobierno en dirección progresista, aunque mientras tanto tengamos que redoblar esfuerzos en el ámbito local. P: Hay quienes afirman que te has convertido en un icono de la cultura y la educación de izquierda tanto en Estados Unidos como en el extranjero, y que no te has convertido en el representante de la izquierda en Madison porque esta institución tiene una tradición de pensamiento progresista. Otros aseguran que, pese a tu transformación, sigues trabajando desde una ideología crítica neomarxista, lo cual les da validez a algunas de tus opciones, aunque también las restringe. Podría decirse, y tal vez equivocadamente, que suscribir una agenda neomarxista en el mundo académico hoy en día significa permanecer aislado, ya que no hay ningún movimiento social que te apoye. Si lo que dices no puede cimentarse en la experiencia de la gente explotada que intenta cambiar la situación, te convertirás en un profeta en el desierto. ¿Cómo relacionas estas críticas con tu trayectoria? ¿Qué has hecho para mejorar la presencia de este tipo de pensamiento crítico? R: Pues sí, tengo un puesto financiado por fondos de asociaciones, de lo cual me siento muy orgulloso, y eso tiene que ver con mi autobiografía. Pertenezco a una familia de clase trabajadora de las zonas urbanas deprimidas y estudié por la noche en una escuela donde sobresalí entre alumnos que no sabían lo que era la pobreza. No obstante, cuando pienso en lo que ha sido mi vida, siento una deuda profunda con muchas personas por haber llegado a ser lo que soy. Y
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sin embargo, casi ninguno de mis compañeros de la preparatoria tuvo la oportunidad de ser como yo. Y esto, paradójicamente, me recuerda mi formación. Por otra parte, tengo cierta sensación de victoria, pues al margen de la movilidad que existe en Estados Unidos, nada fue gratuito. Se dio a través de lucha, de movimientos sociales, de presionar al Estado, a la sociedad civil para que supiera que no podía seguir tratándonos así. Hay un reconocimiento de victoria colectiva en el hecho de que alguien como Michael Apple haya logrado ser un profesor distinguido. No me importa ser un profesor distinguido, ésa no es la cuestión. Sigo haciendo lo que debo hacer, pero tengo una grata sensación de haberlo logrado sin hacer concesiones políticas. Como sabes, vengo de una familia de impresores; mi abuelo era impresor; mi padre era impresor; yo me pagué mis estudios universitarios como impresor. Tanto mi padre como mi madre eran activistas políticos que lucharon contra la opresión y por lograr una vida mejor para sus hijos. Se sienten justificados, no sólo social, sino personalmente, cuando afirman “¡Ése es nuestro hijo!” y creo que eso los llena de orgullo. Sin embargo, no creo que la fama me haya cambiado para nada. Bueno, espero que no. No pienso en ella, aunque es agradable tenerla, y mentiría si lo negara, no sólo por mí sino por las personas sobre cuyos hombros me he apoyado. Ahora bien, ¿qué significa esto en términos de instituciones? Madison es un lugar muy especial. Wisconsin tiene una larga historia de actividad progresista. El hecho de que alguien que no oculte su postura política sea ratificado por una institución donde hay muy pocas cátedras financiadas con fondos de asociaciones dice algo sobre la institución. No he trabajado solo. La tradición de Wisconsin es muy diferente de la de muchas otras instituciones; suponen que todos trabajamos con mucha seriedad, y que nuestro trabajo es empírico, histórico, conceptual, crítico; que hay muchas maneras de hacer este trabajo y que todas son respetables. Esto nos indica no cuán fáciles son las cosas aquí sino, una vez más, cuántas luchas importantes se han ganado en el transcurso del tiempo. Por ello debemos tener un sentido histórico. Este lugar no existía; fue construido por personas reales con compromisos políticos reales. No pretendo dar una visión romántica y no creo que Madison sea un lugar perfecto... para nada. Pero me ha permitido, y no sólo a mí sino a muchos otros, realizar cosas interesantes e importantes como docente y, sobre todo, como investigador.
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Ciertamente considero que he logrado cosas importantes, aunque más bien debería decir “hemos”, pues la institución me buscó, como buscó a muchos otros. La Escuela de Educación es famosa por ser un centro de trabajo crítico, con énfasis en la palabra crítico. Alrededor de diez personas han sido contratadas en los últimos siete u ocho años para las áreas de Estudios sobre Políticas Educativas, y Currículum y Enseñanza. Siete son mujeres, y algunos son activistas por los derechos de homosexuales y lesbianas; otros son activistas en la lucha contra el racismo y en favor de las becas. Como verás, es una institución que ha sido escenario de movimientos progresistas. Si bien en 1970, cuando ingresé, estaba bastante aislado en términos de enfoque político en la investigación, siempre me han respetado, y hoy es un centro que promueve este tipo de trabajo. Esto no es un logro exclusivamente mío, sino que se dan las condiciones institucionales para hacerlo. Este trabajo crítico también se hace en las áreas de materias y métodos de enseñanza. Por ejemplo, tenemos gente que investiga sobre educación en matemáticas y en la teoría crítica sobre la raza. Es sorprendente. El clima institucional afecta no sólo las áreas generales “normales”, sociología, estudios curriculares, entre otros, sino los llamados “campos de contenido”, que incluyen la formación de docentes. Aun cuando pienso que tal vez tuve cierta influencia, ciertamente jamás diría que Michael Apple ha sido el estímulo o la causa de lo anterior. Repito que la metáfora más adecuada es que hay un ancho río de la democracia, y éste es uno de los lugares dentro de ese río. No ha sido fácil, pues se han dado luchas ideológicas, y hay desacuerdos, debates sobre qué debe considerarse trabajo crítico; también hay discusiones –y bastante serias– sobre las formas particulares de posmodernismo, teorías antirracistas específicas y construcciones neomarxistas puntuales. Wisconsin no tiene un solo enfoque. Por ejemplo, entre los docentes hay conservadores que no siempre están de acuerdo con la política de los estudiantes, pero que se oponen a la arrogancia de los profesores y a la enseñanza deficiente. No obstante, se forman alianzas entre los profesores conservadores, aunque como educadores interesados en una educación de calidad critiquen a los colegas que parecen poco preocupados por los estudiantes. Wisconsin tiene una calidad ética que he intentado mantener formando alianzas en torno a la educación responsable y responsiva. He tenido un papel importante, aunque ciertamente ha sido una lucha común, y yo soy uno de muchos.
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Uno de los grandes peligros es la arrogancia, pensar que tienes el control de la realidad. Es un peligro sobre todo para las personas que se autodenominan críticas. Una de las cosas que no quiero es que mis estudiantes de doctorado se conviertan en clones. Como sabrás, he tenido muchos alumnos sumamente talentosos que se convirtieron en personalidades. Me reúno con mis alumnos todos los viernes por la tarde, y, si no me reconstruyo cada vez que entro en ese encuentro de los viernes... P: ... vas muerto. R: Justamente. Mi tarea es permitirle a la gente apoyarse sobre mis hombros, y eso exige que de vez en cuando hagan memoria y me digan “estabas equivocado”. Y no sólo de vez en cuando, sino constantemente, y lo mismo les pido a mis colegas. No quiero gente que sólo esté de acuerdo con mi visión política. Desde luego, me gusta rodearme de gente progresista, y lucharé para conseguirlo; muy progresista, y eso incluye la visión política de personas de diferentes talentos y clases y género y raza y sexualidad. Quiero que se hable y se discuta sobre estas cosas, que se integren en el discurso cotidiano de la educación y la investigación. Pero si todos están de acuerdo conmigo, la situación resulta poco interesante no sólo para ellos, sino también para mí. Aquí hay diversos movimientos y personas a quienes respeto, que me respetan, que no concuerdan en absoluto con mi política, pero que también son progresistas. Por lo general, las etiquetas no me parecen útiles. El hecho de que me haya etiquetado, y haya sido etiquetado por otros como neomarxista indica que avalo algo, que es la importancia medular del análisis materialista. Pero la cultura tiene su propio materialismo, y no es posible ni deseable vincularlo siempre a la economía política. Un análisis semejante apunta a la importancia de las relaciones de clase, pero no es lo único central. No obstante, es imposible hacer un análisis sin tomarlo en cuenta, pues es uno de los ladrillos. Igual que cuando construyes una casa, necesitas más de un ladrillo. La clase es uno de ellos, pero hay otros, y si construyes una casa con un solo material, se vendrá abajo cuando llegue el huracán. Soplan huracanes sobre el Estado racista, sobre las relaciones patriarcales, y todos tienden a intersecarse en la vida real. Las relaciones y las dinámicas de poder son sumamente complejas.
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Por consiguiente, siempre me encuentro en transición. Es una de las razones por las que me preocupo por los movimientos de identidad política. La persona siempre está construyéndose, y considero que hay una cualidad esencial en esos movimientos que afirman definirse únicamente por el hecho de pertenecer a la clase trabajadora, o por ser homosexuales o lesbianas. Desde luego, no hay unanimidad en las variadas comunidades homosexuales o trabajadoras al respecto, por lo tanto no quiero crear estereotipos. No obstante, me preocupa que haya momentos esenciales en ello. Todos somos diversamente subjetivos, y diversamente interpolados. Siempre trato de imaginar dónde me ubico en estos movimientos múltiples. Claramente, El conocimiento oficial y Cultural Politics and Education son intentos de integración, con un pie en los análisis más “novedosos” y otro pie que permanece en los análisis estructurales y culturales, dentro de una tradición que reconoce sus raíces en el análisis neomarxista. De ninguna manera creo que esta tradición esté pasada de moda; más bien pienso que suponerlo es una prestidigitación lingüística. La gente que lo afirma se encuentra en instituciones apoyadas por relaciones sociales capitalistas, así como por relaciones de raza y de género, y otras relaciones de poder. Sencillamente es una prestidigitación lingüística no ver tu propia ubicación dentro de la estructura y preguntarte: “¿quién me paga un sueldo para que afirme que la clase es algo pasado de moda?”. Me parece esencial hacernos esta pregunta. De lo contrario, bajo el disfraz de la reflexión totalmente “posmoderna”, se deja de lado la reflexión sobre las demás subjetividades que intervienen. Siempre estoy en el proceso de buscar quién soy; tal vez sea existencialista, pero no tengo nada contra ello. Existe el grave peligro del olvido. La tradición de la democracia social se reconstruye constantemente para volver a ponerse en práctica. No creo que la caída del socialismo de Estado burocrático en Estados Unidos haya tenido el menor efecto en lo que considero importante del socialismo y con respecto a si es o no una teoría válida. Siempre se nos ha preguntado si podemos dar un ejemplo, pero resulta muy difícil encontrar un modelo de socialismo que no contenga elementos de un Estado burocrático con los cuales no hemos estado de acuerdo yo ni muchos otros. Pero hay ejemplos positivos: Cuba, durante cierto tiempo, y Nicaragua antes de que fuera tan duramente atacada; parte de las experiencias en Yugoslavia. Aún sigo creyendo en muchas cosas, aunque considero que el socialismo bu-
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rocrático de Estado es la perversión de una idea filosófica, política y económica. Necesitamos ver lo que se logró con la idea de planeamiento económico democrático junto con una deliberación política “desde abajo”, con el mayor grado de autogestión. Soy socialista populista, y el populismo –no en su actual articulación derechista– me parece importante. Ése es, a mi parecer, el tipo de democracia radical con una economía sobre la que se delibera de manera democrática. Hay elementos fuertes de socialismo, lo acepto y me parece muy importante. ¿Hay un movimiento social para crear esto? Ciertamente, la derecha ha construido un movimiento que podría denominarse “un frente popular”. Promete ciertas cosas de la economía que no puede dar porque el Estado-nación ya no controla su propia economía. La derecha ha logrado construir una alianza al intentar, de manera tanto ficticia como real, tomar en serio el que la gente se preocupe porque algunas cosas están fuera de control. Creo que es posible aprovechar estos sentimientos populistas para organizar a la gente, que cada vez es más ultraconservadora, en torno de una agenda más progresista, y hacer que a la vez participe en la formulación de dicha agenda. En realidad, me siento bastante optimista sobre el fracaso de muchos aspectos del actual resurgimiento de la derecha, aunque eso no significa que la política automáticamente cambiará en dirección progresista. Aun así, creo que hay espacios para actuar, y parte de mi tarea es ayudar a formarlos, y ser formado por ellos. En términos personales, estoy profundamente involucrado en la construcción de una coalición de activistas en educación, en mantener una agenda socialista democrática viva en Estados Unidos, tanto en el ámbito de la política como en el de la práctica. Quiero que esta agenda se reforme constantemente a partir de agendas similares, de las múltiples agendas relacionadas con raza, clase, sexualidad, discapacidad y otras. Quiero ayudar a formar, siempre que sea posible, lo que en El conocimiento oficial llamo “una unidad descentrada”, un movimiento social que no sería unitario, sino descentrado, aunque aún cabría llamarlo progresista. Otra de mis tareas es recuperar la memoria colectiva, lo cual es, en parte, un problema educativo, aunque también significa que, al margen de mantener la discusión intelectual e ideológica, constantemente la recordamos a quienes se apresuran a aceptar sin cuestionar ciertas formas de teorías posmodernas y postestructuralistas. Quiero mantener discusiones críticas al respecto, de manera que la gente que tenga un interés genuino en
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la política no se despolitice bajo el disfraz de un nuevo discurso. Desde luego, yo también me beneficio con estos debates. No creo que esté predicando en el desierto. En realidad, la derecha no habría podido articular a la gente en una agenda de derecha si tantas personas no fueran conscientes de que las cosas están verdadera y destructivamente fuera de control. Cada vez es más frecuente la sensación de que la economía anda muy mal. La derecha ha logrado echarles la culpa a cuestiones raciales y de género. El proyecto político y educativo más interesante y masivo ha sido la alianza de la derecha y su capacidad de aprovechar esta preocupación para sumar a la gente a su proyecto conservador. Es muy interesante. Se trata de un proyecto educativo que ha reconocido el fermento social. No es un desierto; hay muchas cosas que crecen. Mi tarea como pedagogo es intentar ayudar a las personas de las maneras que me parecen más productivas. Muchas de ellas sin duda saben que algo anda muy mal, por lo cual nunca me siento solo. Ciertamente no me siento solo aquí, como tampoco me siento solo en términos de amistades y solidaridad con grupos en el mundo entero. No me siento solo en cuanto a fermento político. Vivimos un momento en que la sociedad está disponible, y si bien la derecha tiene enorme poder y recursos, hay mucho activismo en las escuelas y en otras instituciones. Es una de las razones por las que quería vincularme estrechamente a los movimientos estudiantiles. Como demostramos Jim Beane y yo en Democratic Schools (Escuelas democráticas), hay movimientos importantes en las escuelas con respecto a la justicia social y la alfabetización crítica. A la derecha le encantaría decirnos que vivimos en un desierto, que estamos solos, pero no es verdad. En este momento hay movimientos sociales reales y muy vitales; la tarea es lograr que se vinculen. No sólo no me siento solo, sino que me niego a darle a la derecha lo que no se ha ganado. Si el grupo de personas que son hermanas y hermanos en el gran movimiento que llamo el río de la democracia tienen algo que decir al respecto, demostraremos que si bien la derecha tuvo poder anteriormente, eso no significa que siempre gane. De ahí la importancia del sentido histórico. P: Gramsci hablaba del pesimismo de la inteligencia y del optimismo de la voluntad. R: Éste es justamente el caso. En mis libros más recientes, afirmo que
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la ira es una de las cosas que me motiva a seguir adelante. Si regresamos al inicio de nuestra conversación, la importancia de la ira me quedó muy clara ante la situación de mi hijo mayor. Vivimos en una sociedad en la que, afortunadamente, mi esposa y yo tuvimos los recursos económicos y emocionales para salvar su vida. Pero otras personas no tienen el lujo de esos recursos. No obstante, tener que luchar contra los aparatos del Estado, las compañías de seguros, ver cómo funciona en realidad el poder, cómo este tipo de economía impide que algunos niños vivan físicamente, o de varias otras maneras, te llena de ira. Y tienes el derecho a sentirla. La ira de mi hijo menor por las injusticias que prevalecen en esta sociedad también lo ha llevado al activismo político, lo cual me satisface enormemente. Sin duda, las enseñanzas se trasmiten de una generación a otra, pero también indica una genuina preocupación por el trato que se les da a las personas. La tarea es colectivizar esa ira, y no permitir que caiga en la arrogancia. La ira es algo sumamente productivo. Es una de las razones por las que hago un llamado para que no seamos únicamente teóricos, por las que afirmo que debemos penetrar en la vida de los estudiantes y los docentes y los activistas de la comunidad. No comprometernos en una práctica política es convertir la ira en retórica, y eso no sirve de nada. Es ira fingida, no ira verdadera, y si me disculpas por establecer categorías aquí, me parece que la ira fingida no es muy productiva. P: Tienes dos libros recientes, ¿no es cierto? R: Ambos están ya publicados. Uno es un libro muy diferente. La Asociación para la Supervisión del Desarrollo Curricular (Association for Supervision of Curriculum Development, ASCD) se me acercó para decirme: “Has criticado, has establecido principios y dado sugerencias sobre cómo transformar la educación. Pero hasta ahora no ha habido una descripción ni un análisis detallados de lo que piensas que debería hacerse.” El comentario me llevó a escribir el libro titulado Democratic Schools, junto con Jim Beane. ASCD publicó más de cien mil ejemplares del libro para repartirlos entre sus miembros. En este libro, no actúo como crítico sino como secretario. Soy el amanuense de cuatro escuelas democráticas que tienen una educación progresista y están comprometidas con la justicia social. Desde luego, democracia es un significante escurridizo con múltiples significados, aunque me parece que hay maneras de justificar definiciones particulares.
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Considero que el libro es una intervención política y práctica seria, que pretende mostrar las opciones reales contra los esfuerzos derechistas de comercializar y privatizar las escuelas. El otro libro está basado en la conferencia de John Dewey que impartí sobre la política del currículum nacional y las pruebas nacionales. Como ya dije, se llama Cultural Politics and Education. En él se analiza, en mayor profundidad que en El conocimiento oficial, la derecha y su agenda, y se muestra lo posible y lo no factible. Una vez más, pretende ser una intervención tanto en el ámbito de la política como de la teoría. Cuando comencé a escribirlo, quería investigar las propuestas para un currículum nacional y mostrar por qué eran, en última instancia, un pretexto para las pruebas nacionales y la reestratificación, y, paradójicamente, un primer paso a los planes de certificación y a la comercialización. Una de las razones para tener un currículum nacional es hacer pruebas en el ámbito nacional. Y una vez que se instituya la prueba nacional –que sin duda será la típica prueba escrita, principalmente porque no podemos hacer otra cosa–, esto desembocará en los planes de certificación. Imponer estas pruebas será una manera de ponerle a cada escuela una etiqueta con el precio. Y al tener planes diferenciados para escuelas privadas y públicas, los “consumidores” contarán con un mecanismo para decidir si es una escuela “buena” o “mala”. Un mecanismo semejante desatará al mercado, con efectos predecibles tales como un incremento real en el apartheid educativo. Más aún, un currículum nacional reducirá lo que cuenta como conocimiento oficial al conocimiento respetado por la alianza conservadora. Los niños de la élite y la clase media, dotados del capital cultural de sus padres, obtendrán buenos resultados, como es costumbre; pero esto se ocultará con la retórica de la elección, los estándares y la responsabilidad. Por ende, mi tarea tiene dos vertientes: cuestionar críticamente la restauración conservadora en la educación y en la sociedad, y ayudar a hacer públicas las luchas cotidianas para formar una educación en la cual la democracia, la bondad y la justicia social no sean únicamente lemas carentes de significado.
Esta página dejada en blanco al propósito.
2. ENTREVISTA CON SAMUEL BOWLES
P: Permíteme comenzar por preguntarte sobre tu biografía intelectual. ¿Cuáles han sido las influencias principales en tu formación intelectual? R: Ha habido cuatro influencias principales. En primer lugar, mi familia: mi padre y mi madre; en segundo lugar, varios acontecimientos que ocurrieron cuando era joven; tercero, el periodo histórico durante el cual desarrollé mis ideas, y cuarto, el trabajo conjunto con Herbert Gintis durante treinta años. Vamos primero a mi familia. Llamar a mi padre liberal no es precisamente adecuado. Se ubicaba a la izquierda del Partido Demócrata, aunque venía de una rancia familia radical de Nueva Inglaterra. En el siglo XIX habría sido un prominente luchador contra la esclavitud y quizá también por los derechos de las mujeres, como lo fue su abuelo. Mi madre, por otra parte, era de izquierda y apoyaba a candidatos de izquierda –uno de ellos fue Henry Wallace, candidato socialista para la presidencia–, para gran vergüenza de mi padre, ya que en ese entonces él era candidato para gobernador por el Partido Demócrata. Ambos estaban muy comprometidos con los problemas del Tercer Mundo y vivieron mucho tiempo en la India y en otros países en vías de desarrollo. Como resultado, durante algunos años fui a la escuela en Nueva Delhi, donde hice muchos amigos. Ésa fue mi primera confrontación con la verdadera pobreza. El compromiso moral de mis padres era igualitario, y hasta cierto punto libertario, pero ante todo estaban profundamente convencidos de actuar conforme a principios. Si hubieran vivido en otro tiempo, sin duda habrían sido religiosos, pero no lo eran; eran profundamente morales y moralistas. En 1958, cuando tenía dieciocho años, visité la Unión Soviética. Fui como músico, a cantar música coral rusa. En ese tiempo, yo hablaba ruso bastante bien debido a que había estudiado el idioma en la Universidad de Yale. En 1959, después de otra estadía en la Unión Soviética, asistí al Festival de la Juventud Comunista en Viena, una reunión de jóvenes de izquierda fundamentalmente organizada por [55]
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los partidos comunistas. Aunque yo no era miembro del Partido Comunista, me interesaba la postura de la izquierda, con la cual coincidía. Vivir durante varios periodos en la Unión Soviética y familiarizarme con el movimiento comunista internacional fue muy formativo por dos razones. La primera y más obvia fue que, como joven, siempre tenía en mente el problema de qué hacer en caso de guerra. Después de visitar Europa del Este, Polonia y la Unión Soviética, me quedó muy claro que no estaba dispuesto a matar a esa gente, ni tampoco a correr el riesgo de que me mataran. Me volví un acérrimo pacifista y, al mismo tiempo, como músico, conocí en la Unión Soviética a muchos músicos que comprensiblemente eran muy críticos de la política cultural de su gobierno. Incluso, varias veces la policía intentó –en ocasiones con éxito– impedir sus presentaciones, y muchos de mis amigos tuvieron problemas con las autoridades. Los años cincuenta me dejaron un fuerte interés en el socialismo y el comunismo, aunque rechazaba el legado de Stalin y los resabios de stalinismo que entonces tenían todos los partidos comunistas del mundo. La otra influencia importante ocurrió en 1960, cuando trabajé para el gobierno de Nigeria del Norte como funcionario de educación. Fue entonces cuando descubrí que no tenía interés en ser abogado, que es lo que había planeado. Los tres años que pasé en Nigeria me convencieron de que las fuerzas y los acontecimientos económicos eran importantes en el mundo, en tanto que el derecho me parecía irrelevante. Como estudiante, había leído bastante a Marx como para poder definir mi convicción: comenzaba a sospechar que los problemas legales podrían ser “superestructurales”, y si yo quería entender cuál era el motor de la sociedad, más me valía tomar en cuenta lo que consideraba el sustrato económico de las cosas. Aunque estas ideas marxistas clásicas nunca fueron muy firmes, sí me persuadieron de no ser abogado. También me di cuenta de que quería ser maestro; enseñaba cualquier materia que me pidieran y, para mi sorpresa, me pareció una experiencia fascinante. Por consiguiente, escribí a la universidad que me había aceptado para estudiar leyes para informar que no iría. Y comencé a pensar en otras opciones. Lo único que sabía es que quería ser maestro. No sabía que quería ser economista y, en realidad, en muchas ocasiones no estuve seguro de serlo. P: ¿Qué universidad te aceptó para estudiar leyes?
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R: Harvard. Y ahí estudié economía cuando regresé a Estados Unidos. En un principio me pareció terriblemente alienante porque el contenido tenía muy poco que ver con los problemas sociales que me interesaban. Pronto me involucré en los movimientos por los derechos civiles y, poco después, en el movimiento en contra de la guerra. Durante bastante tiempo viví una especie de existencia esquizofrénica, ya que era un buen estudiante de economía y, posteriormente, profesor de teoría microeconómica, al tiempo que hacía activismo político, sobre todo en el movimiento en contra de la guerra. P: ¿Tuviste algún mentor? R: Un historiador de la economía, Alexander Gershenkron, tuvo una influencia decisiva en mi manera de pensar. Era conservador y un historiador brillante, uno de los pocos profesores de Harvard al que entonces consideraba un verdadero intelectual. El reto importante a mediados y finales del decenio de 1960 fue rectificar, atenuar la esquizofrenia de mi vida. Me ocupaba de aspectos económicos y matemáticos sumamente técnicos, a la vez que estaba involucrado en el activismo político. La presión creció cuando obtuve mi doctorado en 1965 y comencé a dar clases. Tuve alumnos maravillosos en aquella clase introductoria, muchos de los cuales recuerdo todavía, treinta años después. P: ¿Eso sucedió en Harvard? R: Sí. Los estudiantes hacían preguntas que no podía responder. Preguntaban sobre economía, por ejemplo, por qué la economía de la Unión Soviética había crecido rápidamente durante los años iniciales con la planificación centralizada; si era cierto que la naturaleza dependiente de los países periféricos los condenaba al estancamiento económico; por qué persistía el grado de desigualdad en Estados Unidos a pesar de los programas sociales ostensiblemente diseñados para resolverlos. Sin duda, eran preguntas de índole económica, pero yo no tenía la menor idea de cómo responderlas. Comencé a sentir que, en el mejor de los casos, mi formación en economía era parcial. Felizmente, en ese tiempo conocí a un grupo de economistas con ideas de izquierda, como yo, que luchaban de diferente manera con los mismos problemas. Fue fortuito. Varios eran integrantes del equipo de béisbol en el que jugaba entonces, y durante un buen tiempo no
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trabajamos juntos en economía, sólo jugábamos béisbol. Poco a poco, nos dimos cuenta de que debíamos conciliar la política de izquierda con la economía. Un acontecimiento importante ocurrió en 1968 cuando Martin Luther King, justamente antes de morir, organizó la marcha del pueblo pobre. Le pidió a un grupo de economistas que le proporcionaran documentos para sustentar las respuestas a posibles preguntas sobre la situación de los negros en Estados Unidos y la posibilidad de una sociedad más igualitaria. Fue una larga lista de preguntas difíciles, no muy distintas de las que me habían formulado mis alumnos. P: ¿Podrías mencionar a algunos colegas de ese grupo? R: ¡Claro! Puedo mencionar a cada uno de ellos. El grupo que se inició con la marcha del pueblo pobre creció; incluía a Herbert Gintis; Tom Weisskopf, ahora en la Universidad de Michigan; Michael Reich, de la Universidad de California en Berkeley; Richard Edwards, quien ahora es decano de Ciencias Sociales en la Universidad de Kentucky; y el fallecido David Gordon, quien trabajaba en la Nueva Escuela para la Investigación Social; Andrew Zimbalist, ahora profesor en Smith College; Paddy Quick, quien enseña Economía en Nueva York, y varios otros. Decidimos usar nuestros conocimientos para comprender mejor la economía de Estados Unidos, particularmente los problemas de poder, desigualdad y conflicto. Luego propusimos enseñar juntos el curso “Poder y conflicto en la economía estadunidense.” P: Estamos hablando de 1969, año en que eras profesor asistente... R: Sí, aunque en mi departamento rechazaron la propuesta argumentando que el curso “no era sobre economía”, logramos integrarlo en el programa de estudios y, durante algunos años, varios de nosotros impartimos este curso, bastante amplio, llamado “Poder y conflicto en la economía estadunidense” o “Ciencias Sociales 125”. Preparar el curso fue una manera de descubrir cosas tanto sobre economía como sobre marxismo. Usábamos la economía estadunidense como una lupa para comprender mejor el marxismo, y el marxismo como una lupa para comprender mejor la economía de ese país. Nos interesaba tanto lo que el estudio de la economía estadunidense podía arrojar sobre el marxismo, como lo que nuestro conocimiento del marxismo aclararía respecto de la economía estadunidense. Desarrollamos
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una interpretación de la economía estadunidense de posguerra y, al igual que muchos de nuestra generación, manifestamos diversas críticas o reservas con respecto al marxismo clásico, que hoy son muy frecuentes entre los neomarxistas o marxistas occidentales. Éstos son algunos de los acontecimientos que influyeron profundamente en mi formación. Si no hubiera crecido durante la guerra fría, en un momento en que los movimientos de liberación nacional de los países del Tercer Mundo eran importantes; si no hubiera crecido en un país que se convulsionaba con movimientos estudiantiles de izquierda y revolucionarios, de gente de color, tal vez mis amigos y yo habríamos elegido un camino diferente. No obstante, se presentaron las oportunidades para la actividad política y nos pareció importante aprovecharlas, y, como muchos otros, lo hice. La última influencia, para responder a tu pregunta, es Herb Gintis. Él y yo hemos tenido una influencia mutua a partir de cuestionamientos, desacuerdos y la confluencia de intereses intelectuales, así como de las dudas y el entusiasmo que expresamos con respecto a las ideas del otro. Ya no es posible distinguir fácilmente qué ideas son de cada uno. Cuando trabajas con alguien durante un periodo de treinta años, sabes cuáles son tus ideas cuando se originan, pero para el momento en que se publican, se han integrado tanto al proceso común que ya no estás tan seguro. Esto también ha sido importante porque Herb y yo hemos abordado estos problemas desde perspectivas diferentes, ideas diferentes, distintas formas de conocimiento. Los puntos sobre los que hemos estado en desacuerdo han sido tan importantes como aquellos en los que hemos tenido igual parecer. P: ¿Hay una división del trabajo en esta relación? ¿Y cómo funciona? Probablemente se inició como el típico proceso de colaboración académica y amistad, pero con el tiempo ha habido diferente énfasis, distintas etapas. Me imagino que hay una influencia mutua, pero ¿cómo funciona? ¿Cómo planean y trabajan juntos un determinado texto? R: Dedicamos largo tiempo, muchas veces varios años, a discutir un problema específico antes de decidirnos a escribir. Cuando un problema aparece de manera recurrente –ya sea un tema sobre lo que tenemos algo que decir o, como suele suceder, sobre el que tenemos ciertos desacuerdos–, uno de los dos propone un esquema
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de trabajo. Casi siempre escribimos por secciones, y cada uno se encarga de cierta parte. Es práctica común que el que hace el borrador de una sección no la reescribe, y es en ese momento cuando las ideas se pierden y se mezclan. No tenemos una división del trabajo definida por temas, salvo quizá que yo tiendo a hacer más trabajo econométrico que Herb, y cuando tenemos teoremas complicados que comprobar, casi siempre lo hace él. No es conveniente exagerar, y no tenemos una división del trabajo muy clara. Lo singular de nuestro trabajo en conjunto es que ha durado más de tres decenios; por lo general nos comunicamos por teléfono o correo electrónico literalmente decenas de veces al día. P: ¿Cuándo ingresaste en Harvard y qué sucedió en el proceso antes de cambiarte a la Universidad de Massachusetts? R: Impartí mi primer curso en Harvard en septiembre de 1965 y estuve ahí hasta 1972 o quizá 1973. Di varios cursos, aunque casi siempre consistían en una introducción a la economía. Mi primer trabajo en el departamento de economía fue enseñar, junto con otros profesores, el curso teórico de microeconomía para candidatos al doctorado. Desarrollé gran interés en el aspecto matemático de la economía y participé como coautor en un texto avanzado: Notes and Problems in Micro-Economic Theory (Anotaciones y problemas sobre teoría microeconómica). Me apoyó un profesor llamado Hollis Chenery, quien no estaba de acuerdo con mis ideas políticas, pero mostró un gran respeto por mi investigación. Aun cuando su centro me apoyó, nunca me preguntó claramente cuál sería mi línea de investigación antes de iniciarla. Sólo al final me pidió que escribiera un párrafo –que él reescribió– para cumplir con los requisitos de quienes financiaron la investigación: obviamente personas a quienes no les hubiera gustado saber que estaban apoyando a un economista de izquierda. Otras personas me apoyaron, aunque debido a mi actividad política tenía poco tiempo para socializar con mis colegas, y posiblemente poca disposición de su parte para lamentarlo. Por otra parte, tenía dos hijos pequeños y una esposa que estudiaba. Con mis colegas, tenía conflictos por asuntos que iban desde una guerra que se libraba a quince mil kilómetros de distancia hasta si era razonable esperar que, cada mañana, las secretarias prepararan el café para los profesores. A veces pienso que mis colegas se molestaban más
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por mi opinión sobre el segundo punto que sobre la guerra. Una de las experiencias formativas en mis años de Harvard fue en 1965, dos o tres meses después de integrarme en el cuerpo docente, cuando fui despedido en forma sumaria por negarme a firmar un juramento de lealtad a la Constitución de Estados Unidos, la constitución de Massachusetts y los estatutos de la Universidad de Harvard. Por increíble que parezca, éste era un requisito para dar clases en Massachusetts en aquel entonces, tanto en instituciones públicas como privadas. La verdad es que ni siquiera me había negado a firmar... no los había firmado. Tenía en mente otros asuntos que me parecían mucho más relevantes, como la guerra de Vietnam. Logré que me permitieran reincorporarme en tanto los tribunales decidían sobre la constitucionalidad del juramento que me exigían. Me di cuenta de que varios profesores me apoyaban; pensaban que era una arbitrariedad exigir un juramento semejante y me ayudaron a conseguir dinero para contratar a un abogado. Con veintiséis años, un buen trabajo y sintiéndome un tanto inseguro, no sabía qué hacer. La gran mayoría de mis colegas mayores, incluyendo a distinguidos juristas y al decano de la Facultad de Derecho, me presionaban para que firmara; “en realidad no tiene tanta importancia”, me dijo uno. Yo estaba de acuerdo en que no era tan importante, comparado con la guerra de Vietnam, aunque no me parecía que debían exigirnos firmar. El caso llegó a la Suprema Corte del estado de Massachusetts, donde el juramento se declaró inconstitucional. Este episodio fue la gota que derramó el vaso en mi relación con el establishment liberal. Yo suponía que alguno de ellos se habría negado a firmar años atrás, pero me decepcionó saber que personas a quienes admiraba y consideraba liberales –personas que creían en la libertad– no sólo habían firmado sin discusión, sino que presionaban a otros a hacerlo. Cuando la historia de mi despido se publicó en el New York Times, un distinguido profesor del departamento de economía de la Universidad de Chicago me escribió una carta de puño y letra invitándome a trabajar ahí. Me aseguró que no tenían el juramento de lealtad. También manifestaba que esperaba que me quedara en Harvard y ganara la batalla en contra del juramento de lealtad, pero que, si decidía irme, tenía las puertas abiertas en Chicago. Dada la reputación conservadora de esa universidad, esta invitación aumentó aún más mi percepción de que los liberales de Harvard no estaban lo bastante comprometidos con su propia causa.
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Tal vez algunos de mis colegas economistas de Harvard se quedaron atónitos cuando me volvieron a asignar el curso avanzado de teoría microeconómica que se exigía para el doctorado, teniendo en cuenta que se afirmaba que lo que yo hacía no era economía. Después se negaron a darme la titularidad en 1971 o en 1972, pero eso fue una decisión política, no porque objetaran mi posición con respecto a la guerra de Vietnam –ya que muchos de ellos también se oponían–, sino por su manera de definir el campo de la economía. Les parecía que gran parte de lo que yo hacía –por ejemplo, investigar la relación entre educación y desigualdad– rebasaba los límites propios de la disciplina económica. Supongo que dirían: “Posiblemente sea un buen trabajo, pero no es lo que hacemos los economistas.” Acepté un trabajo en la Universidad de Massachusetts junto con Gintis, Edwards y otros que convirtieron este departamento en un importante centro para el estudio de la política económica radical. P: ¿Qué elementos de economía no tradicional se incorporaron al currículum? R: Creamos un currículum basado en tres paradigmas principales de la economía: el neoclásico, el keynesiano y el marxista. Queríamos que los alumnos conocieran a fondo a los principales autores de estas teorías, así como las tendencias más recientes. Nos llevó varios años organizarlo y conseguir la aceptación de nuestros colegas. De inmediato atrajimos a alumnos sobresalientes del mundo entero. Era muy agradable trabajar en un lugar donde los directivos nos trataban tan bien, y donde los estudiantes comprendían –mucho mejor que en Harvard– que la injusticia es ubicua, ya que sus padres la habían vivido. También conocían el problema del desempleo, y no por terceros sino por escucharlo a la hora de la cena. Por ejemplo, una de las cosas que hacían los organizadores del curso “Poder y conflicto en la economía estadunidense”, como ejercicio pedagógico, era el siguiente: cuando el curso estaba saturado, lo cual era frecuente, se subastaban espacios en la clase. Se les pedía a los posibles estudiantes que hicieran ofertas por un lugar, y se les informaba que con ese dinero se pagarían las fotocopias. Desde luego, quienes no ofrecieran lo suficiente, tendrían que inscribirse en otra clase. Éste era un supuesto ejercicio pedagógico sobre la ética
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del mercado: cuándo son adecuadas las asignaciones del mercado y cuándo no. No obstante, en Harvard no funcionaba porque los alumnos estaban tan dispuestos a aceptar la ética del principio de que si pagas por algo tienes derecho a ello, que hacían sus ofertas obedientemente –a veces hasta cien dólares– aunque no les gustara. Cuando llegué a la Universidad de Massachusetts tenía un salón para ciento veinte alumnos y había alrededor de ciento sesenta. Pensé que podría hacer lo mismo. Apenas había comenzado a explicar el procedimiento cuando varios se retiraron, otros me gritaron y el salón entero se convirtió en un caos. Estaban sumamente enojados. Les resultaba incomprensible que les pidiera que escribieran su oferta en un pedazo de papel. Me llevó un buen rato explicarles que en realidad no tenía la intención de subastar los lugares, que únicamente se trataba de un ejercicio pedagógico. La ira de los alumnos de Massachusetts ante la idea de vender los lugares y la aceptación de los de Harvard me recordó las ventajas de enseñar en una institución pública. P: Volvamos a tu trayectoria. ¿Podrías señalar cuáles consideras tus contribuciones más importantes al debate intelectual? R: Es muy difícil decirlo, porque en realidad nunca puedes estar seguro de haber aportado algo importante. He investigado sobre la economía estadunidense, una interpretación del largo periodo de bonanza posterior a la guerra y su declive; escribí varios artículos y dos libros con David Gordon y Thomas Weisskopf. Me parece que fue una contribución para definir un marco institucional más detallado para la economía del crecimiento, porque ampliaba el limitado grupo de categorías institucionales que utiliza la teoría macroeconómica convencional. Asimismo, amplió el concepto marxista sobre el modo de producción y proporcionó un análisis de un tipo particular de capitalismo, que sí era claramente capitalismo aunque distinto de otros tipos. Utilizamos el concepto de estructura social de acumulación –término tomado de David Gordon– para organizar el análisis de instituciones particulares dentro de una economía capitalista que regulaba su crecimiento, expansión y transformación. Fue una pequeña contribución al estudio de la macroeconomía, así como al marxismo y la teoría de la crisis. Hay dos ideas –desarrolladas junto con Herb Gintis– en las que me he concentrado durante mi vida profesional, y que posiblemente sean una contribución. Ciertamente han sido el centro de mi interés. Una es el estudio de la manera en que la economía moldea a los
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seres humanos: nuestras preferencias, valores, deseos. Este interés nos llevó a estudiar las escuelas, la manera en que éstas moldean y forman a las personas, nuestra personalidad, nuestras percepciones y demás. Pero también incluye los estudios que actualmente realizamos sobre evolución cultural; la manera en que, por ejemplo, los mercados definen el tipo de rasgos de personalidad que pueden desarrollarse, y la manera en que una sociedad de mercado puede propiciar ciertos tipos de personalidad, a diferencia de una sociedad donde se intercambian premios o una sociedad con planificación centralizada. Por ende, hay cierta continuidad desde mi primer trabajo sobre economía, que abordó la educación en Nigeria, hasta el más reciente, que tiene que ver con la aplicación de la teoría de la evolución cultural a las instituciones económicas. Gintis y yo siempre hemos considerado que las instituciones económicas son entornos de aprendizaje, más que simplemente sistemas de adjudicación. El otro tema es la naturaleza política de la economía; ver la economía como una estructura de poder. La concentración de poder, el uso ilegítimo del poder y el abuso del poder han sido una preocupación medular. A principios del decenio de 1970, dábamos como un hecho la estructura de poder de la economía capitalista y buscábamos explicar la manera en que las escuelas preparaban a las personas para insertarse en esta estructura de poder. Desde entonces, comenzamos a tener una comprensión más profunda de esa estructura. ¿Por qué evolucionó? ¿Por qué encontramos este tipo de jerarquías y no otros? ¿Por qué encontramos tan pocas empresas democráticas? ¿Por qué tenemos empresas jerarquizadas? Me parece que éstas son dos muy buenas ideas, la economía como entorno cultural y como estructura de poder, aunque, desde luego, no son originales. Ambas vienen de Marx y de otras fuentes, y pueden aplicarse a observaciones comunes y ocasionales de la vida. Proporcionar bases empíricas y, sobre todo, marcos conceptuales para su estudio ha sido un programa motivador de la investigación que hemos realizado Gintis y yo. P: En este momento, 1995, ¿cómo ves tu relación con el marxismo y el neomarxismo? ¿Y cómo ves tu relación con paradigmas tales como la economía neoclásica y keynesiana, que mencionaste anteriormente? R: Durante mucho tiempo, sobre todo en los años setenta, la mayor parte de lo que escribí era una visión marxista sobre cuestiones que
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abordaba el marxismo; por ejemplo, la teoría del trabajo. Entonces consideraba que el marxismo proporcionaba las bases para una nueva ciencia social que permitiría comprender el mundo moderno. Desde mediados del decenio de 1980, me he incorporado a un grupo internacional que a veces es llamado el seminario de análisis marxista. Nos reunimos en Londres cada año para comentar artículos. Cuando me incorporé al grupo, éste incluía a Jerry Cohen, filósofo; John Roemer y Pranab Bradham, economistas; Erik Olin Wright, sociólogo; Robert Brenner, historiador; Jon Elster, Adam Przeworski, Philippe Van Parijs y otros. El grupo se dedica a encontrar respuestas a planteamientos de Marx, a partir de técnicas analíticas y empíricas modernas. Para mí, esto significa recurrir a la economía matemática, la econometría, o la economía experimental; para Erik Wright, significa utilizar técnicas de encuestas amplias para estudiar las estructuras de clase en todo el mundo; en el caso de Jerry Cohen, significa emplear la filosofía analítica para tratar de aclarar conceptos que utilizó Marx; para Adam Przeworski, hacer modelos formales de negociación de clase, con fines políticos. Y así sucesivamente. Me incorporé a este grupo porque buscaba resolver la agenda de investigación, de interés siempre vigente, propuesta por el desarrollo económico a largo plazo de Marx; la evolución de la igualdad y desigualdad; el problema de la alienación de individuos de sus comunidades y trabajo, utilizando técnicas superiores. P: ¿Cuál es tu relación con estos campos de interés? R: No creo que haya una manera específicamente marxista de comprender las cosas. Ciertamente hay proposiciones marxistas sobre el mundo que podrían ser ciertas o equivocadas, y cuestionamientos marxistas que deberían responderse. Por ello, el marxismo sigue siendo una gran influencia en los interrogantes de mi investigación, y me siento muy comprometido con la economía matemática moderna, la econometría, como formas de responder a estos interrogantes. P: Uno de tus libros, La instrucción escolar en la América capitalista, se convirtió en un verdadero clásico. ¿Alguna vez imaginaste que tendría un efecto tan grande y que se convertiría en el centro de un debate continuo durante casi dos decenios?
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R: Nunca lo imaginé. Yo ya había publicado dos libros; uno vendió menos de novecientos ejemplares en su primera edición, y el editor me dijo que se sentía sumamente complacido. Gintis y yo nunca planeamos escribir un best-seller; jamás pensamos que tendría tal influencia. Estábamos muy interesados en el tema y habíamos reunido a un grupo de académicos jóvenes, nuestros estudiantes de posgrado, quienes también se hacían estas preguntas. Como el tema nos parecía fascinante, nos abocamos a él durante años hasta escribir el libro. Desde luego, nos complace muchísimo que haya sido tan leído y que aparentemente les haya permitido a estos lectores comprender su propia educación; y que les haya servido a algunos docentes para comprender los límites a los que se enfrentan. Es muy gratificante. Desde luego, después de haber escrito un libro así, uno se pregunta por qué no todos los libros tienen éxito. Escribir un libro de esa naturaleza exige estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, o quizá tener el libro adecuado, en el lugar adecuado, en el momento adecuado. Quizás era el libro adecuado, pero creo que buena parte de la acogida tuvo que ver con el momento en que se publicó. Era una época en la que había una seria preocupación por las escuelas, y nosotros –la generación de los años sesenta– éramos muy optimistas con respecto a mejorar la sociedad reformando las escuelas. También se percibía cierto desencanto, rayano en la desesperación, porque aun cuando habíamos reformado las escuelas y cambiado ciertas cosas, parecía que la sociedad no respondía y el futuro de los niños seguía siendo bastante negro. Era el momento adecuado para presentar una interpretación en los siguientes términos: “Miren, existen estructuras económicas que malograrán incluso las reformas educativas más brillantes. Los efectos de un programa de reforma educativa serán muy limitados si no se resuelve el problema del poder y la desigualdad de ingresos en la economía, determinados estructuralmente.” Ése era el mensaje del libro y creo que teníamos razón. P: Curiosamente, algunos de los problemas que abordaste a principios de los años setenta siguen vigentes: el debate sobre el coeficiente intelectual, problemas de desigualdad, elecciones de inversión, etcétera. ¿Cuál es tu impresión cuando observas este proceso y evalúas lo que sucede ahora en Estados Unidos? R: Me inquieta observar que, una vez más, el país parece mostrar una
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marcada predisposición hacia el racismo genético y la idea de que el destino económico de las personas está determinado genéticamente por su capacidad cerebral. Es una de las percepciones más injustas y falsas respecto de nuestra sociedad. Y es tan conveniente para los ricos... particularmente para la élite intelectual, y tan perjudicial y doloroso para los pobres. Hemos retomado el debate sobre el coeficiente intelectual, concentrándonos en el papel de las habilidades cognitivas como determinantes de los ingresos. P: Me gustaría dirigir nuestra conversación al panorama contemporáneo, más allá de este libro. Frente a los retos de la educación actual en Estados Unidos y a los problemas del neoconservadurismo, ¿cuáles son los interrogantes clave que estás abordando? R: Debemos comprender por qué se ataca al igualitarismo; por qué las nociones elementales de equidad y justicia social están tan pobremente articuladas y son tan acremente refutadas. Y, además, necesitamos saber cómo asegurar una mayor equidad y un panorama de libertad más amplio para los individuos. El establishment político liberal tiene cierta responsabilidad porque, aun cuando no era posible anticiparlo, ha diseñado, promovido y defendido políticas distributivas que suscitan la confrontación. Quienes apoyan el igualitarismo, por ejemplo, han definido estas cuestiones en términos de igualdad de ingresos. Sospecho que a muy poca gente le interesa la igualdad de ingresos o la igualdad, si por eso se entiende cierta medida de la dispersión de una distribución alrededor de la media. Estoy seguro de que no soy la única persona que se preocupa más por que la gente reciba un buen trato, por que no padezca penurias, que por la igualdad de ingresos per se. Me importa mucho más el que la gente tenga autonomía. También hay otro problema. Por lo general, se piensa que el gobierno de Estados Unidos –estatal, local y nacional– es ineficiente. Si eres una persona igualitaria, es obvio que estás a favor de que la gente tenga una participación importante en la economía. Sentir que los gobiernos están fallando, que no se hacen responsables, es una parte muy importante del colapso del igualitarismo. Además de lo anterior, me parece que hay otros problemas: por ejemplo, no sabemos por qué cada vez hay más desigualdad, ni comprendemos por qué las políticas redistributivas han tenido cierto éxito en redistribuir el ingreso, aunque no en movilizar el apoyo político para que éstas se perpetúen.
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Gintis y yo estamos explorando la idea de garantizar la mayor autonomía posible para todos, un grado de libertad que sea congruente con una libertad igual para todos, en parte por medio de la redistribución de activos. Por activos nos referimos a la propiedad; por ejemplo, la propiedad de una casa, del espacio vital. La propiedad es muy importante en términos de dignidad personal, de la posibilidad de llevar a cabo los proyectos de vida. Lo mismo podemos decir del trabajo; esto es, tener la propiedad de los activos, las computadoras, las herramientas, las máquinas y las estructuras del lugar donde uno trabaja. Pensamos que la propiedad del sitio de trabajo tiene un efecto igualmente positivo en las personas en términos de su autonomía. Desde luego, una compañía puede fracasar debido a circunstancias adversas, pero es menos probable que un individuo sea despedido injustamente si es copropietario del negocio. Consideramos que probablemente hay otras esferas a las que se puede ampliar el hecho de que la gente tenga derechos de propiedad, y que este ejercicio le conferirá poder para conseguir lo que desea. Desde luego, ésta es la afirmación de una idea liberal: la propiedad te da poder y aumenta la posibilidad de actuar de manera autónoma. Una mayor igualdad en la propiedad de activos, por propios méritos, es algo que valoramos. No obstante, el objetivo no es la igualdad de activos en sí, sino que todos tengan la posibilidad de desarrollar su capacidad como personas autónomas. P: Recuerdo que, en el Manifiesto comunista, Marx afirma que el poder de la propiedad burguesa, a la que llama “la propiedad del poder capitalista”, florece sobre la tumba de la pequeña propiedad. Con la concentración y la centralización del capital, la gran propiedad comienza a apoderarse de la propiedad privada individual. La noción de propiedad privada, en sí, no le interesaba a Marx, aun cuando sí un tipo específico de propiedad privada. R: Justamente. Ésta es la visión que estamos desarrollando, muy similar a gran parte de nuestro trabajo, ya que combina recetas económicas liberales y radicales. Al igual que en La instrucción escolar en la América capitalista y otras cosas que hemos escrito, solemos superponer valores morales ampliamente compartidos con la realidad del capitalismo, y argumentamos en favor de un cambio en la estructura del capitalismo como prerrequisito para llegar a esas metas.
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P: ¿Cuál sería el papel del Estado en esta proposición? R: El Estado tiene un papel importantísimo al proporcionar las reglas del juego. El marco que regula la competencia, la formación de comunidades, debería delimitar la acción social. El Estado tiene un papel importante en la normatividad ambiental que exigirá que el Estado tenga cada vez más funciones a escala global. Otras actividades del Estado, por ejemplo, las relacionadas con la gestión macroeconómica, permanecerán inalterables, aun cuando resulten más complicadas, en la medida en que se integren a un mundo globalmente integrado. Una tarea fundamental del Estado sería redistribuir los activos durante varias generaciones, con el propósito de impedir la reconcentración de activos, que podría darse por casualidad y por competencia. Esta medida se lograría por medio de impuestos a la herencia y de otro tipo. Nuestra perspectiva política también involucraría un incremento en las funciones del gobierno relacionadas con los seguros y la certificación. Por ejemplo, si se contempla la competencia entre escuelas, tanto públicas como privadas, sería necesario contar con algún tipo de certificación, de manera que la gente sepa qué está obteniendo, qué aprenden los alumnos en la escuela. Los padres necesitan saber mucho más sobre las escuelas para poder tomar decisiones informadas. En realidad no les importa saber cuál es el promedio de calificación de los alumnos del último año, ni el promedio de logro académico en el grupo de su hijo. Más bien les interesaría saber cuál es el valor agregado de la escuela, esto es, qué es lo que realmente enseña. Elegir una escuela teniendo en cuenta el promedio de los egresados es como evaluar un salón de belleza por la apariencia de las personas que salen, sin haber visto cómo entraron. P: Dado que eres uno de los primeros economistas radicales de este país, ¿cómo percibes el problema del poder en sus diversas manifestaciones? ¿Qué has hecho para mejorar las oportunidades de otras personas que no pertenecen a la primera generación –como tú– y que continúan con esta tradición? R: Ha habido muchos antes que yo. Pero haber sido despedido dos veces de Harvard me enseñó que el poder se ejerce en contra de puntos de vista impopulares. He visto casos más dolorosos de poder en contra de mis alumnos, que con frecuencia se enfrentan a puntos
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de vista extremadamente estrechos y poco informados con relación al marxismo o al compromiso con la justicia social. Por otra parte, admiro el sistema académico en general. No está a la altura de sus pretensiones, desde luego, pero ha encontrado maneras de reconocer y promover ideas extrañas e impopulares en diversas áreas. La gente de izquierda no ha quedado totalmente congelada. En lo personal, a fin de cuentas conseguí un trabajo muy satisfactorio como docente de alumnos maravillosos. ¿Qué he hecho para intentar abrir un poco más los espacios? No hay mucho que puedas hacer excepto protestar a voz en cuello cuando piensas que se está cometiendo una injusticia contra alguien. Es un hecho que si criticas las instituciones y las maneras de pensar establecidas, el establishment no va a estar muy contento. Pero si decides que eso es lo que quieres hacer, no te queda sino enfrentar algunos problemas.
3. ENTREVISTA CON MARTIN CARNOY
P: ¿Cómo te involucraste en la economía política de la educación? R: Mi camino a la economía de la educación y a una carrera académica fue bastante fortuito. Después de graduarme en ingeniería mecánica y eléctrica en Caltech en 1960, hice una maestría en economía en la Universidad de Chicago. En Caltech aprendí mucho sobre la física de la materia, las ecuaciones diferenciales y la teoría de los circuitos, pero también que yo no tenía madera de ingeniero. Lo poco de economía que estudié en la universidad me gustó, y era bueno para las matemáticas. No obstante, resultó que el pensamiento económico no era tan diferente del pensamiento ingenieril, y eso me facilitó bastante las cosas. Además, me enamoré de una chica que estaba a punto de entrar en Northwestern; quería estar cerca de ella, y seguir estudiando era una manera legítima de lograr esa meta. Yo tenía veintiún años, era hijo de padres europeos tradicionales, con ideas muy definidas sobre lo que debía hacer un joven de esa edad y, por lo tanto, debía justificar la peregrina idea de irme a Chicago. También consideraba que la economía podía emplearse en diversas carreras. Pensé estudiar filosofía, pero sabía que nunca podría vivir como filósofo, de manera que ganó mi lado práctico. En mi primer curso en Chicago, escribí un ensayo sobre el desarrollo agrícola en México. Mis padres vivían en México, y yo iba con frecuencia en mis años de universidad. Aprendí a hablar bien el español y me interesé en problemas del desarrollo. Al profesor Bert Hoselitz le gustó el ensayo y me convenció de concentrar mi trabajo en México. Luego tomé clases con Ted Schultz y escribí un ensayo sobre los costos de la educación en México. En ese entonces, él trabajaba en la teoría del capital humano y me convenció de colaborar con él, de concentrarme en México, una economía en rápido desarrollo que invertía mucho en educación. Nunca tuve intenciones de quedarme en Chicago más de un año ni de obtener un doctorado. De hecho, hice mi solicitud para entrar en Columbia, con el propósito de comenzar a trabajar en alguna empresa de Nueva York. Pero Schultz me ofreció una beca de tres años para hacer mi tesis en eco[71]
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nomía de la educación, y era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. También me di cuenta de que me encantaban la investigación y la vida académica, una carrera que jamás se me había ocurrido. Yo pertenecía a una familia en la que, durante generaciones, habían sido comerciantes, por lo cual la economía política no era parte de sus expectativas. Mi tesis fue una extensión lógica del trabajo con Schultz. Ese hombre, perceptivo y amable, me dirigió sutilmente hacia el estudio empírico sobre la educación en México. Mas cuando llegué a México, no pude convencer al gobierno de que me diera los datos en bruto del censo de 1960. Con el apoyo de Schultz, saqué mi propia muestra de cuatro mil trabajadores mexicanos de sesenta y cinco compañías en tres ciudades. Este trabajo de campo, tan poco frecuente en economía, me permitió medir los costos directos de la educación para las familias, y estimar funciones de ingresos que no sólo utilizaban modelos de educación y edad, sino también mediciones de antecedentes socioeconómicos, a partir de ecuaciones logarítmicas de ingresos. Si bien ahora eso es muy común, en 1964 nadie había estimado perfiles de edad-ingreso a partir de regresiones sobre ingresos. Incluso hoy sigue siendo poco frecuente utilizar variables de antecedentes socioeconómicos. Todo lo anterior tenía apenas cierta relación con la economía política y el trabajo que desarrollé posteriormente. En Chicago, aprendí economía neoclásica, lo que me sirvió de marco intelectual, aunque es una ciencia conservadora y no muy útil para comprender un amplio rango de fenómenos. Sólo después comprendí las limitaciones de lo que había estudiado en la maestría. Mi primer trabajo, como investigador de Brookings en Washington, D. C., me alejó de la educación. Debido a que mi tesis me identificaba como latinoamericanista, fui contratado por un hombre maravilloso, Joseph Grunwald, con quien haría investigación empírica innovadora sobre el comercio y la industrialización en Latinoamérica. No obstante, mantuve mi interés en la educación. Durante mi estada en Brookings, publiqué dos artículos sobre mi tesis que llamaron la atención. En 1967, el Banco Mundial me pidió que realizara una encuesta sobre el mercado laboral en Kenia, algo muy similar a lo que había hecho en México, para evaluar los costos y beneficios de la educación en un país africano en rápido crecimiento. Fue una locura. Cuando llegué a Kenia, los funcionarios locales nos informaron a Hans Thias, el representante del Banco
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Mundial, y a mí que no podíamos hacer la encuesta, a pesar de que habían enviado su aprobación por escrito. Convencí a Hans de realizar la encuesta piloto en Nairobi. No había volado tan lejos para regresar con las manos vacías. Los burócratas keniatas se quedaron atónitos al conocer nuestra decisión, pero nos permitieron continuar; me impresionó el poder del Banco Mundial. Y valió la pena, porque el estudio que realizamos en tres ciudades de Kenia resultó mucho más sorprendente que el que había hecho en México. Los resultados fueron realmente inusuales y me convencieron de que las tasas de retorno de la educación en economías en desarrollo no eran necesariamente altas: una idea radical en esos tiempos. También me sugirieron una manera de ver las tasas de retorno de la educación de manera dinámica, y llegué a la conclusión de que en países con sistemas educativos en rápida expansión, estas tasas podían caer rápidamente en la medida en que más graduados inundaran un mercado relativamente pequeño para una mano de obra educada. Fue una revelación muy emocionante, que contribuyó a cambiar mi pensamiento político y mi manera de considerar los problemas económicos. P: ¿Qué año era? R: Era el año 1968. Terminé mis estudios en Chicago y me fui a Brookings en 1964. Me involucré en el movimiento en contra de la guerra de Vietnam a principios de 1966. Mis viajes a Latinoamérica, como investigador de Brookings, y el movimiento en contra de la guerra cambiaron mi perspectiva del análisis económico. Aun cuando mis compañeros intelectuales latinoamericanos eran los bien conocidos Chicago boys, muchas cosas que yo veía no tenían sentido en el contexto intelectual de nuestras discusiones. La oposición a la guerra me volvió mucho más sensible al sustrato político de los argumentos económicos, y quedé desencantado con una visión del mundo que ostensiblemente divorciaba la economía de su contexto político. La frase de rigor en esos días era el “complejo industrial-militar”. Y en los años sesenta, en Latinoamérica y en Washington, conocí a muchos intelectuales que hacían un análisis de clase del cambio económico. Comencé a reunirme en Washington con un grupo de personas claramente antineoclásicas, un grupo del Partido Demócrata de orientación keynesiana, o incluso más progresista, con quienes discutía las bases de la economía aprendida en Chicago. Las personas de Brookings tampoco eran economistas de Chicago. De manera que
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ahí estaba yo, un joven ingeniero a quien le habían dado ciertas herramientas económicas tan sólo para enterarse de que los economistas las utilizaban de muy diversas maneras. En el Washington de Lyndon Johnson, me encontraba en un medio muy diferente del departamento de economía de la Universidad de Chicago. De pronto, comencé a darme cuenta de que el pensamiento económico abarcaba paradigmas muy diversos. Dos de las personas que más influyeron en mi vida en ese tiempo fueron Adam Walinsky, el asesor legislativo de Bobby Kennedy, un hombre con una de las mentes políticas más agudas, además de un gran orador; y Marcus Raskin, cofundador y director adjunto del Instituto de Estudios Políticos. Walinsky me daba dosis semanales de realpolitik, al estilo Washington, y me presentó a Bobby. Walinsky y Peter Edelman, el otro asesor legislativo de Kennedy, me introdujeron en el centro de operaciones de la campaña de 1968. Nunca volví a ser el mismo. La campaña de Kennedy fue una experiencia durísima. Raskin, un teórico brillante que tenía una perspectiva contraria a la opinión generalizada del “problema” estadunidense, creía que esta perspectiva contraria podría prevalecer en el sistema democrático estadunidense. Estaba escribiendo un gran libro, Being and Doing (Ser y hacer), que caracterizaba a las escuelas como la “colonia canalizadora”. Nuestras discusiones sobre el libro tuvieron un profundo efecto en mi manera de pensar. Justamente cuando partía para California, a finales de 1968, Raskin me pasó otro libro llamado The Colonizer and the Colonized (El colonizador y el colonizado), publicado por un novelista judío tunecino llamado Albert Memmi, existencialista camusiano. Los análisis de Raskin y Memmi me llevaron a escribir La educación como imperialismo cultural. Yo diría que mi formación filosófica me llevó largo tiempo y, a diferencia de muchos de mis contemporáneos, el posgrado fue importante, aunque sólo un aspecto de esa formación. Lo que yo era como economista provenía de diversas fuentes: Chicago, la política estadunidense de los años sesenta, Latinoamérica, Vietnam y mi identificación fundamental con los desposeídos, lo cual seguramente venía de la educación que recibí de mi familia y de mis raíces culturales. Fue también en ese tiempo cuando conocí a Hank Levin. Éramos parte de un grupo de jóvenes contestatarios de Brookings. Él trabajaba sobre educación y yo sobre Latinoamérica, pero nos hicimos amigos porque, en el fondo, seguía siendo un economista laboral y un economista de la educación. Cuando Hank fue contratado por la
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Escuela de Educación en Stanford, en 1968, me convenció de hacer mi solicitud para una segunda plaza, para la cátedra de Economía de la Educación Internacional. Él asistió a la entrevista a principios de 1968 y yo fui en mayo. En realidad, no tenía la intención de aceptar el trabajo aunque me lo ofrecieran. Tan pronto como regresé de Kenia, en febrero, me involucré en la campaña presidencial de 1968 a través del movimiento por la paz que ayudé a organizar en Washington. En marzo, cuando Bobby Kennedy fue electo como candidato, fui nombrado parte de un triunvirato para dirigir la organización de la campaña de Kennedy para presidente. Kennedy derrotó a Humphrey en las elecciones primarias de Washington, y eso me convirtió en un pequeño héroe en la organización Kennedy. Después de las primarias, partí para California, donde participaría en la campaña local para las elecciones primarias. Pasé por Stanford para mi entrevista, pero mi mente no estaba interesada en el trabajo académico; lo hice sólo para mantener las puertas abiertas. P: ¿Conocías el trabajo en educación que se hacía en Stanford en ese momento? R: En realidad, no. Yo era un economista concentrado en problemas de industrialización en Latinoamérica y el valor de la educación para el crecimiento. Ninguna institución educativa hacía ese tipo de trabajo. De cualquier manera, yo quería quedarme en Washington para integrarme en el gabinete de Kennedy; estaba seguro de que ganaría la presidencia. Cuando hice mi entrevista en Stanford, le comenté al decano, Tom James: “Dudo de que pueda venir, porque si gana Kennedy, tendré trabajo en Washington.” Kennedy fue asesinado un mes después y, cuando me repuse del golpe, acepté el trabajo en Stanford. Permanecí muy activo en política durante el verano y el otoño de 1968. Para noviembre estaba agotado, de manera que tomé unas vacaciones y regresé a Stanford en enero de 1969. Ya entonces era un declarado opositor a la guerra, enfurecido por las muertes de Martin Luther King y de Bobby. La guerra continuaba. Stanford estaba en medio de un importante movimiento estudiantil en contra de la guerra, y yo me involucré, tal vez demasiado; estaba al frente y dispuesto a recibir los golpes. Hoy, todos le tienen terror al problema de la titularidad, pero a principios de los años setenta, a mí eso me importaba un bledo.
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Llevaba la política en la sangre y estaba profundamente comprometido con el cambio social. Lo último que quería era convertirme en un estólido académico de pelo blanco, defensor del statu quo en Stanford. Me dije que permanecería cuatro o cinco años más en Stanford y luego me iría a otra parte. Mis acciones no fueron cautelosas; no ocultaba nada. Hacía los discursos que quería, decía lo que creía. Escribía y decía lo que consideraba la verdad, aun cuando sabía que la gran mayoría de los docentes no lo aprobaría. No me importaba lo que pensara la gente. P: ¿Cuándo te dieron la titularidad? R: Es un asunto muy complicado. Antes de responder a esta pregunta, déjame darte algunos antecedentes sobre la investigación inicial en Stanford, ya que tuvo un papel importante en la cuestión de la titularidad. A pesar de que desarrollaba una actividad política intensa en el campus, era profesor de tiempo completo y coordinaba un programa de maestría sobre América Latina, financiado por la Fundación Ford. Originalmente, la universidad pagaba mi sueldo, pero cuando conseguimos el dinero de la Ford, mi sueldo provenía del proyecto. El programa tuvo un éxito sin precedentes. En siete años, más de ciento veinte estudiantes latinoamericanos obtuvieron maestrías y doctorados. Gran parte de la investigación y estructura innovadora actual en educación se construyó en los años setenta en Stanford. A pesar de que a la universidad no le importa mucho, yo me siento orgulloso de haber sido parte de que Stanford llegara a ser el centro mundial para el estudio de educación internacional y comparada. Fue un periodo de gran creatividad; me sentía lleno de ideas, especialmente para hacer análisis críticos de los paradigmas existentes en economía y educación. Antes de llegar a Stanford, había escrito en Brookings dos libros sobre el comercio en Latinoamérica, en coautoría, además de un libro propio sobre industrialización en esa región; también publiqué artículos en varios diarios económicos de tendencia convencional. Al llegar a Stanford, terminé el libro con Thias sobre el análisis de costo-beneficio de la educación en Kenia; muy innovador, pero al mismo tiempo dentro de la corriente dominante. Luego comenzó a salir el nuevo material. Compilé Schooling in a Corporate Society (La educación en una sociedad corporativa), que junto con el libro de Raskin, Being and Doing, era una de las publicaciones más “críticas”
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sobre educación, desde que Paul Goodman escribió La educación como imperialismo cultural, a mediados del decenio de 1950. También publiqué algunos artículos críticos interesantes. Uno de ellos, “Economía política de la educación”, en un libro compilado por Tom LaBelle sobre la educación en Latinoamérica, abrió nuevas perspectivas para comprender la dinámica de las tasas de retorno. Otro, que escribí con mi alumna Marlaine Lockheed, fue publicado en una importante revista inglesa, Urban Studies. También escribí una monografía innovadora con Hans Thias y uno de mis antiguos alumnos, ahora especialista en educación comparada, Richard Sack –que nunca se publicó por políticas internas del Banco Mundial– sobre los determinantes de la calidad en la educación secundaria en Túnez. Criticaba el enfoque de función productiva desde una perspectiva metodológica, y mostraba que la clase social era un determinante más importante de los logros escolares que las calificaciones. No me extraña que el Banco Mundial no se interesara en él. No obstante, veinte años después, estos hallazgos siguen siendo válidos, y el Banco Mundial habría logrado mejores resultados en educación si los hubiera tomado en cuenta. Realicé otro proyecto de investigación similar en Puerto Rico en 1970 y 1971 sobre la relación entre desempeño académico y rendimiento laboral. P: Estamos en 1974, y ya terminaste el libro sobre imperialismo cultural. R: Se terminó en 1972 y se publicó en 1974. P: ¿Te estabas preparando para obtener la titularidad? R: No, recuerda que 1969, 1970 y 1971 fueron años muy activos en Stanford. Estaba muy involucrado en los movimientos, y los directivos me catalogaban como “problemático”. Más aún, en la Escuela de Educación había un movimiento organizado por alumnos negros e hispanos que exigían programas basados en el modelo del Comité Internacional para el Desarrollo de la Educación (International Development Education Committee, SIDEC) para estudiantes negros y latinos. Era una excelente idea, porque habríamos tenido muchos más alumnos de grupos minoritarios. No obstante, los profesores la boicotearon en nombre de la “excelencia académica”. El movimiento estaba relacionado con SIDEC, y yo apoyé a los alumnos porque me
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pareció que estaban en lo correcto. En otras palabras, hice exactamente todo lo que un profesor asistente sin titularidad no debería hacer en una universidad convencional y bastante conservadora. En 1971, todo esto era parte de mi historia académica. Me habían contratado con una plaza que podría concursar por la titularidad. Publicaba mucho, lo que significaba que les sería difícil deshacerse de mí por motivos académicos. Pero urdieron una estrategia interesante para evitar que mi titularidad fuera siquiera sometida a revisión. Cuando llegó el momento de promoverme a profesor adjunto sin titularidad en 1971, Arthur Coladarci, el decano de la facultad, informó a los profesores, por instrucciones, creo, de los directivos de la universidad, que yo no podía concursar por la titularidad, ya que al recibir mi sueldo de la beca Ford durante los dos años previos, mis ingresos provenían de donativos y yo estaba contratado por semestre. En cuanto el dinero de la Ford se acabara, tendría que irme. Los profesores no se inmutaron, algunos porque no tenían ni idea y otros porque pensaron que era en bien de la institución. La carta que recibí del decano decía que había sido promovido a profesor adjunto, con nombramientos semestrales. Para serte franco, yo no entendía qué quería decir, y no me importaba mucho. De cualquier manera no pensaba permanecer mucho tiempo ahí. Pero llegó 1975 y decidí que si iban a despedirme, al menos les haría frente. Un profesor de otro departamento me informó que había plazas en la facultad de medicina, donde la gente se podía quedar todo el tiempo que quisiera siempre y cuando consiguiera financiamiento. Llamé a la Asociación Norteamericana de Profesores Universitarios (American Association of University Professors, AAUP), y el representante me informó que no le parecía correcto lo que estaban haciendo, aunque era práctica común. Acto seguido, llamé al departamento legal de la universidad para preguntar si efectivamente no tenía derecho a la titularidad. El asesor de la universidad, John Schwartz, titubeó un poco pero finalmente admitió que sí. Llamé a Coladarci para decirle que, si quería, podría seguir consiguiendo fondos para pagarme el sueldo y quedarme en Stanford de por vida. Hubo un largo silencio. Luego llamé a Rueben Frodin de la Fundación Ford. Era un hombre decente que creía en mí y en nuestros programas. Le expliqué la situación y, en unos pocos meses, me consiguió una extensión de dos años para la beca de investigación sobre Latinoamérica. Entre tanto, en la universidad se discutía la conveniencia de crear una “nueva” plaza para el puesto de econo-
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mista en SIDEC, aunque consideraron que primero tendría que irme. Me quedaba claro que ya no me despedirían. Finalmente, en 1976, la universidad aprobó la plaza y el decano designó un comité de búsqueda con instrucciones de que el puesto podría ser para cualquier nivel. Concursé por la plaza junto con muchas otras personas, pero para entonces las cosas habían mejorado bastante. Aún había bastante controversia, y La educación como imperialismo cultural ciertamente no me ayudaba mucho. Felizmente, había publicado tanto material convencional que los que me apoyaban en el comité de búsqueda ganaron la partida. Por fin conseguí la plaza y nunca concursé por la titularidad. De pronto me convertí en profesor de tiempo completo con titularidad en 1977, y el decano y otros profesores eran mis amigos. Los acontecimientos de principios de los años setenta parecían haberse borrado de la mente de estas personas. Era el único radical que quedaba, y supongo que los directivos de la universidad decidieron que uno solo no mancharía la imagen de la institución. Nunca abandoné la investigación, y continué capacitando latinoamericanos y otros alumnos con los fondos de la Ford. Cuando parecía que me iban a despedir, Hank Levin y yo formamos un instituto en Palo Alto, el Centro de Estudios Económicos, y comenzamos a asignar las becas al centro en vez de a la universidad. Con estos fondos realizamos investigación increíble sobre el control de los trabajadores y mercados laborales segmentados. Derek Shearer y yo comenzamos a escribir Economic Democracy (Democracia económica) en 1976 con una beca de la Fundación Ford, y Hank y yo iniciamos la investigación que dio como resultado Schooling and Work in the Democratic State (La educación y el trabajo en el Estado democrático). En unos cuantos años, generamos gran cantidad de investigación en el centro. Fue un periodo muy emocionante. Samuel Bowles y Herbert Gintis publicaron su libro en 1975, y nuestro libro fue también una reacción ante ese libro. Cuestionábamos tanto nuestro estructuralismo como el suyo, y ellos también. Debo confesar que sentía envidia por la claridad con la que escribían... sus argumentos eran siempre muy agudos. Sin embargo, nos parecía que su argumento histórico no era correcto. Afirmaban que la educación en Massachusetts estaba tan determinada por las “necesidades” de los industriales que omitían los elementos de conflicto que conformaron el cambio educativo. Junto con un alumno de la maestría de economía, Michael Carter, propusimos los conceptos de correspon-
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dencia y contradicción entre superestructura y estructura, lo cual finalmente nos llevó a una versión del manuscrito de Schooling and Work en 1978. Pero Hank y yo decidimos que la teoría estaba totalmente equivocada y reescribimos el libro entero, de manera que no se publicó sino hasta 1985. Mediados del decenio de 1970 fue también un periodo de gran turbulencia personal. En 1976 me separé de mi esposa y tuve que asumir plena responsabilidad de criar a mis dos hijos, de diez y once años, cuando además tenía el problema de la titularidad en la universidad. En el plano intelectual, empero, sucedían cosas grandiosas. Si bien en el Centro de Estudios Económicos se suscitaban bastantes conflictos, el intercambio de ideas era muy intenso y cada mes surgían nuevos conceptos. Todo el tiempo discutíamos, pero los debates nos hacían más productivos. Ivan Illich también apareció en mi vida cultural, al igual que Bowles y Gintis y, poco después, Paulo Freire. Era una época muy interesante, aun cuando, en retrospectiva, la libertad para desarrollar nuestras teorías críticas posiblemente se sustentaba en la ignorancia del rápido ascenso de la derecha conservadora. Pasábamos el tiempo reforzándonos y criticándonos, como si la otra parte no existiera. Tal vez fue mejor. Conocí a Illich en 1970 en Stanford y de inmediato nos entendimos. Compartíamos el deseo de que la gente viera las cosas desde otra perspectiva, de que comprendiera lo ilógico de instituciones y relaciones aparentemente lógicas. Es una de las personas más inteligentes que he conocido. Durante cinco o seis años, tuvimos una relación de admiración mutua, hasta que en un determinado momento mostré mi inconformidad con la atmósfera “cortesana”: Ivan rodeado de admiradores, y todos siempre de acuerdo con él. Creía que éramos tan amigos que podía manifestarle mi desacuerdo, pero la relación se tornó más distante después de mi comentario. Volví a verlo varias veces cuando pasó un trimestre en la Universidad de California, en Berkeley, a principios de los años ochenta, nuevamente rodeado por su corte, cuando trabajaba en su libro sobre los géneros. Nunca dejaba de provocar. Y realmente provocó a las feministas con ese libro, ya que saltaron hasta el techo. No pudo comprender la reacción, pero fue lo bastante listo para llevar la discusión del manuscrito al corazón de las feministas radicales en el momento cumbre del movimiento feminista. Yo permanecí tras bambalinas, como observador. Una de sus seguidoras me dijo que Ivan le había advertido que no se dejara llevar por el canto de sirenas de mis opi-
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niones radicales de izquierda. Me pareció el mejor cumplido que pudiera hacerme. A finales del decenio de 1970, durante un viaje a la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Ginebra, me propuse conocer a Paulo Freire, quien se encontraba en el exilio y tenía un puesto en el Consejo Ecuménico de Ginebra. Nuestro encuentro fue bastante agradable, pero Paulo tenía muchas reuniones y, desde su punto de vista, nada distinguía ésta de otras. Varios años después, en 1982, cuando tú y yo lo invitamos a Stanford para que impartiera un seminario de dos semanas a un grupo de veinticinco estudiantes, se quedó en mi casa con su esposa, y nos hicimos buenos amigos. Nunca había conocido a alguien con tanta capacidad para hechizar a la gente con sus ideas. El hecho de que Freire comprendiera el vínculo entre la luz en los ojos de un hombre antes analfabeto y el poder político también me sorprendía. Entendía cuál era la atracción de Illich, pero no la razón por la que la gente lo seguía. Illich tenía una mente brillante, pero sus ideas no llevaban a ningún lado. Las ideas de Freire, por el contrario, movilizaban; más que su contenido intelectual, tenían una dirección política clara que te llevaba a lugares donde nunca habías estado. Terminé la primera versión de Schooling and Work con Levin en 1978 y diversos artículos sobre mercados laborales segmentados, incluyendo una monografía llamada Segmented Labor Markets (Mercados laborales segmentados). Como te mencioné, trabajé en un proyecto con Derek Shearer, que analizaba formas alternativas de capitalismo y lo que podrían “enseñarles” a políticos más progresistas sobre posibles directrices políticas. El resultado fue un libro llamado Economic Democracy (Democracia económica). Esto sucedía hacia finales de los años setenta, época de una creciente embestida conservadora. Obviamente, el libro era lo opuesto a esta tendencia, y había poco interés en publicarlo. Derek y yo lo enviamos a diez editoriales antes de que alguien lo aceptara. Se vendió mucho, ya que servía –como era nuestro propósito– como herramienta de organización intelectual para el ala progresista del Partido Demócrata. Entre 1977 y 1978, también escribí un libro sobre la reforma educativa en Cuba en los años sesenta y setenta, que se centraba en enfoques alternativos, en este caso, en el avance educativo. Intenté mostrar que habría posibilidades de dar un gran salto en la educación si el sistema educativo abandonara, al menos parcialmente, el enfoque de clases. Los cubanos inyectaron gran cantidad de recursos al sector de bajos
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ingresos del sistema educativo, y dio resultado. Confiaban en que los niños urbanos y rurales de bajos ingresos tenían la capacidad de mostrar un buen desempeño en la escuela; en realidad, insistían en ello. Y ha funcionado. Cuba tiene aún el mejor sistema educativo en Latinoamérica. Levin y yo compilamos un libro con nuestros ensayos a mediados de los años setenta, Limits of Educational Reform (Límites de la reforma educativa), que mostraba cierto pesimismo con relación al cambio educativo en una sociedad de clases y razas. El caso cubano me enseñó que los cambios estructurales son posibles, aunque se necesitarían movimientos sociopolíticos importantes en la sociedad estadunidense, como el movimiento por los derechos civiles, para que estos cambios pudieran siquiera iniciarse. También significaba que otros países, en regiones menos desarrolladas, tendrían que hacer cambios drásticos en su manera de ver las posibilidades educativas de los alumnos de bajo nivel socioeconómico para crear las condiciones en las que los niños pudieran aprender y tener un buen rendimiento escolar. El caso cubano me convenció de que debería destinarse mucho más presupuesto a la educación. Veinte años después, no he visto evidencia alguna que me haya hecho cambiar de opinión. Todo este parloteo del Banco Mundial sobre las inversiones de bajo costo en la educación que tienen un enorme rendimiento y pueden fomentar mejoras radicales en el desempeño de niños de bajos ingresos no producirá los cambios que lograron los cubanos. Tal vez mejoren un poco el estado actual de la educación, pero están muy lejos de lo que prometen. Entre 1978 y 1979, me tomé un año sabático en Francia. Fue un descanso después de un decenio caótico en los ámbitos tanto personal como intelectual. Llegué a Francia sin una agenda específica, pues sólo quería un cambio drástico de escenario. Me había enfrascado en teorías del Estado como parte de mi intento por comprender la relación entre el poder político, el desarrollo económico y el cambio en la educación. Hank Levin y yo habíamos estado trabajando en Schooling and Work, luchando por entender la influencia de la política y la economía en la reforma educativa. La teoría del Estado nos había ayudado a desarrollar una teoría sobre la dinámica de la reforma y, en el fondo, estaba decidido a aprender teoría del Estado en París. Asistí a un seminario para alumnos de posgrado impartido por Nicos Poulantzas, a quien llegué a conocer bastante bien. Me interné en el laberinto de la vida intelectual francesa, hice muchos ami-
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gos en París y en Aix-en-Provence y, por medio de Poulantzas, conocí a Manuel Castells, el sociólogo español que daba clases en Berkeley, con quien he trabajado en los últimos quince años. Regresé a Stanford en 1979 lleno de energía. Comencé a leer sobre teoría del Estado, tal como aparecía en la literatura europea. En última instancia, esta investigación se convirtió en un libro llamado The State and Political Theory (El Estado y la teoría política) y en varios artículos. La investigación nos ayudó a Hank y a mí a terminar Schooling and Work y, unos años después, escribí un libro con Joel Samoff, contigo y colaboradores de Suecia, sobre el papel del Estado en el cambio educativo en los países en desarrollo. Ese libro, Education and Social Transition in the Third World (Educación y transición social en el Tercer Mundo), se centraba en las llamadas sociedades socialistas justo cuando se dio el colapso del Muro de Berlín. No fue el mejor momento, pero aún creo que los capítulos teóricos son de lo mejor que he escrito. Tanto en Schooling and Work como en Education and Social Transition intentaba demostrar que la educación era un punto de debate y conflicto continuos entre corrientes políticas y sociales opuestas: una conservadora, que trata de usar la educación para reproducir la estructura social vigente, y la otra democrática y progresista, que intenta usar el sistema educativo para crear una mayor igualdad y movilidad social. Este análisis continúa prediciendo el tipo de esfuerzos que actualmente hace una parte del movimiento conservador en Estados Unidos para adecuar las escuelas a la ideología de mercado neoliberal. También predice por qué las reformas educativas en Chile pasaron por fases bien diferenciadas. La verdadera fuerza del análisis es que tiene su sustento teórico en el materialismo. En tanto que Levin y yo somos economistas, ése es el punto lógico del que debemos partir. Y se completa con una teoría sobre el Estado materialista. Al igual que el excelente trabajo posterior de Bowles y Gintis sobre la democracia y el capitalismo, afirmamos que la instrucción escolar es un sitio de conflicto político, pero la definición del sitio de instrucción escolar tiene sus raíces en un Estado materialista y en los conflictos que definen la política en ese contexto. Argumentamos que es imposible separar la discusión y la política sobre cambio educativo de esos conflictos de mayor envergadura. En el año 1984, fui candidato a diputado por el duodécimo distrito de Silicon Valley, en California, sin duda una de las experiencias más importantes de mi vida. Aunque perdí, gané una enorme percepción
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de la visión política de los estadunidenses. No hay nada como llamar a la puerta de treinta mil personas en un año para obtener un panorama detallado de lo que los votantes piensan y cuál es su pensamiento político. Eran bastante conservadores, incluso varios de los demócratas. Yo era un buen candidato, y era bueno para el debate, sólo necesitaba un distrito diferente. Después de 1985, mi trabajo se concentró cada vez más en lo que sucedía en la economía mundial y el efecto que tendría en la división internacional del trabajo y, por ende, en la política y la educación. Con Manuel Castells, comencé una línea de investigación sobre el cambio tecnológico y su efecto en los mercados laborales y la reforma educativa. Esto me llevó, en años recientes, a concentrarme en el ajuste estructural, en los efectos del neoliberalismo en la reforma educativa y en la distribución de la educación y el ingreso. Adicionalmente, me he interesado en la situación de los grupos minoritarios y las mujeres en el mercado laboral de Estados Unidos, así como en el papel de la educación en la desigualdad de ingresos entre grupos de la misma sociedad. Latinos in a Changing U. S. Economy (Los latinos en una economía norteamericana en proceso de cambio), publicado en 1990, y Faded Dreams (Sueños desvaídos), publicado en 1994, son los principales resultados de esta investigación a la fecha. Es un tema que me sigue fascinando, porque la desigualdad entre grupos, basada en la raza y el género, es una “imperfección” importante en la construcción neoclásica de la realidad económica. Intento mostrar que la política, la educación y la diferencia económica están estrechamente vinculadas. Desde 1985, también he dedicado bastante tiempo a reforzar el Programa de Educación Internacional de Stanford, que ha sufrido varios cambios. A finales de los años ochenta, tuvimos dos grandes seminarios que nos llevaron al campo de la elaboración de políticas internacionales, uno con el Ministerio de Educación de Malasia y el otro para capacitar a cien integrantes del personal educativo del Banco Mundial. Mi colega en el Programa de Educación Internacional, Hans Weiler, mencionó que quería dejar SIDEC para aceptar un trabajo administrativo, ya fuera en Stanford o en otra parte. En 1993 lo hizo, lo cual suscitó varias dudas respecto del futuro de SIDEC. El resultado de una constante política académica fue que el programa cambió de nombre, por el de Educación Internacional Comparada, y en 1995 contratamos a un docente joven: una gran victoria, desde mi punto de vista, pues por primera vez en quince años no se cuestio-
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naba nuestra legitimidad. Habíamos conservado nuestras tres plazas definitivas y estábamos haciendo cambios innovadores en el currículum. Atraíamos a los mejores estudiantes de doctorado del país y a excelentes alumnos de maestría de todo el mundo, y estábamos en camino de redefinir la educación comparada, esta vez en el contexto de la hegemonía neoliberal del decenio de 1990. P: ¿Qué has hecho para mejorar la tradición crítica? R: Nunca pensé que pudiera mejorar la tradición crítica en ninguna parte. Francamente, siempre he pensado que la finalidad de la investigación y la docencia es acercarse a la verdad. Cuando escribo un artículo o un libro, no es para promover una determinada “escuela de pensamiento”, sino para ampliar mi comprensión de los fenómenos sociales y para transmitirles este conocimiento a mis estudiantes y a cualquiera que se moleste en leerlo. La investigación empírica que hice en Kenia me llevó a la conclusión de que el sistema educativo tiene una dinámica particular en las sociedades capitalistas. Luego me percaté de que la historia del sistema educativo estaba basada en relaciones de poder, derivadas de relaciones económicas. En algún momento de principios del decenio de 1970, me di cuenta de que las teorías del Estado resultaban fundamentales para comprender esas relaciones de poder, y revisé mis ideas sobre la manera en que se daban los sistemas educativos y las “relaciones de producción educativa”. Aún sigo en el proceso de aprendizaje, tratando de comprender mejor qué sucede en la microorganización de la enseñanza y el aprendizaje en el ámbito de la escuela y la familia, y cómo se relaciona con la tan desigual producción del conocimiento y del ingreso. Como verás, no me resulta fácil impulsar una “teoría crítica” particular si constantemente sigo modificando mis ideas sobre el funcionamiento de las cosas. Sin embargo, siento que he contribuido a la teoría crítica de dos maneras: primero, tanto como cualquier otro, integré el Estado y la teoría política al estudio de la educación. Mi fracaso es que no hice lo suficiente para integrar la teoría política al análisis educativo de la corriente dominante. Si regresamos a los inicios de los años setenta, creo que fui uno de los primeros, junto con los “tempranos” Bowles y Gintis, en analizar la educación en un contexto de clase. Actualmente, esto es un aspecto tan claro de nuestro pensamiento que me olvido de lo inusual que era en aquellos años escribir en esos térmi-
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nos. Hoy, el enfoque ha cambiado a la raza y al género, de manera que solemos olvidar la noción de clase en la educación, y la producción y reproducción del conocimiento. Desde luego, muchos siguen escribiendo sobre este tema: Apple, Giroux, McLaren, Anyon y otros, pero en Estados Unidos, la raza es un elemento tan decisivo para comprender la política de clase que muchos de nosotros hemos tendido, por necesidad, a concentrarnos en este factor. Creo que he influido en la economía de la educación desde una perspectiva “crítica”, particularmente al ayudar a mostrar el vínculo político entre educación y distribución del ingreso, entre relaciones de clase y poder, y la compensación económica en los diferentes niveles de educación. La segunda manera en que he aportado una “teoría crítica” a la educación es ayudando a construir un “centro de excelencia” en Stanford, reconocido como un centro de análisis crítico en educación. No todos los estudiantes que pasan por nuestro programa terminan siendo teóricos críticos, pero muchos sí. Cuando se gradúan, consiguen buenos trabajos y generalmente continúan con el enfoque crítico del Programa de Educación Internacional de Stanford. Dado que este enfoque también incluye estar muy bien preparados en el análisis de la educación a partir de las ciencias sociales tradicionales, la mayoría de nuestros graduados son excelentes expertos en política, académicos, directivos de fundaciones y agentes de cambio. P: ¿Cuáles son las críticas más severas que has recibido? R: La primera fue la respuesta a La educación como imperialismo cultural, un libro que provocó una fuerte reacción en vista de que cuestionaba la manera tradicional de ver la educación. La mayoría de los escritores estadunidenses y europeos consideraban la educación occidental como una fuente de movilidad social y una fuerza civilizadora en el mundo. La idea principal de mi libro difería del análisis tradicional: que incluso en las condiciones del colonialismo europeo, la educación servía para mitigar la dura herencia del colonialismo al introducir a las culturas nativas en la economía del mundo moderno y preparar a sus integrantes para participar en la cultura occidental. Mi argumento era que, lejos de tener esa intención o ese resultado, la educación colonial estaba organizada para introducir a los nativos en una posición subordinada, donde pudieran cumplir mejor las necesidades de los administradores coloniales y de los capitalistas del país
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colonizador. Extendía mi argumento a Estados Unidos, afirmando que la educación “mantenía a la gente en su lugar”, a la vez que legitimaba la noción de movilidad social, convirtiéndola en un poderoso mito. La principal crítica a este argumento provino de los economistas neoclásicos y los sociólogos tradicionales, quienes defendían la idea de que la educación propiciaba una gran movilidad social, que había ciertas bases de mérito en la sociedad occidental y que la filosofía del mérito se extendía a los países colonizados del Tercer Mundo. El resultado era que la educación ayudaba a transformar –al menos hasta cierto punto– a las sociedades clientelistas tradicionales en sociedades meritocráticas mucho más “eficientes”. A muchas personas les molestó también el análisis de clase del libro. El argumento del mérito y de la movilidad social ciertamente estaban en oposición directa al argumento de clase, conforme al cual la educación transforma la noción de clase pero sigue conservando las relaciones de clase. A los críticos no les gustó la idea de clases “permanentes” en una sociedad capitalista. La idea de que la educación en las sociedades capitalistas fuera un medio para reproducir las relaciones de clase les resultaba ofensiva a la mayoría de los científicos sociales y expertos en educación estadunidenses. La crítica principal a ese trabajo, pues, era que había tergiversado el papel de la educación. Algunos críticos fueron incluso más lejos al calificar mi trabajo de “no científico”. Supongo que en sentido popperiano tenían razón, salvo que sí intenté que los datos históricos sustentaran los argumentos, y yo estaba sometiendo a prueba una hipótesis refutable. Consideraron mi libro altamente polémico, y que no presentaba ambas caras del argumento de manera justa y equitativa, una crítica que me pareció bastante razonable, pues había ignorado el hecho histórico de que la educación se relaciona con cierto grado de movilidad social. Para tener un buen modelo de lo que sucedía, habría tenido que explicar por qué podía ocurrir dicha movilidad. Comprendo por qué eran tan críticos: estaba retando la noción de capital humano en la educación, conforme a la cual el individuo tiene la libertad de elegir y donde el sistema funciona para todos sobre la base del mérito y de los atributos adquiridos. ¿Por qué los apólogos de las teorías del capital humano y de la sociología tradicional no iban a defenderse? Cuando comenzamos a trabajar en Schooling and Work, intentamos presentar un modelo más general y menos estructuralista; en
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este nuevo modelo había cabida para la movilidad social y el cambio. Había conflictos y contradicciones, así como correspondencia entre lo que querían los grupos de poder en las sociedades colonialistas y capitalistas del sistema educativo. El modelo en el segundo libro es mucho más convincente al explicar qué hace la educación y cómo puede cambiar con el tiempo. Lo interesante fue que las críticas al segundo libro provinieron del centro y de la izquierda, más que de la derecha. Primero, mi colega Rolland Paulston, de la Universidad de Pittsburgh, en el mismo artículo publicado en innumerables ocasiones durante varios años en diversos periódicos, me declaró un funcionalista estructural, aun cuando claramente yo había cambiado mi postura. Considero que en cierta forma tiene razón, pues prácticamente todo el análisis político es funcionalista estructural, ya sea en forma de teorías de capital humano o de un análisis histórico, dialéctico y materialista. Desde mi punto de vista, no es tan importante saber si alguien encaja en una determinada categoría metodológica como si el análisis funciona para aclarar y explicar. Clasificar a las personas de acuerdo con la metodología que emplean suele oscurecer su aportación, y la tipología de Paulston, acertada o errada, no resultaba útil para que los estudiantes comprendieran la naturaleza de los debates. Las otras críticas provinieron de personas a las que sencillamente no les gustaba nuestra teoría del Estado, lo cual también es una crítica válida. Algunos de estos críticos, empero, habían hecho las caracterizaciones más desacertadas del Estado estadunidense. Cada teoría del Estado está sustentada en un tiempo y un lugar determinados, y cuando Levin y yo escribimos el libro, intentamos adaptar una teoría a las condiciones particulares de una sociedad democrática como la de Estados Unidos, donde el Estado no ha tenido una fuerza histórica como en otros lugares, como Francia y otros países de Europa. Hank y yo pensamos que las críticas que hacían a nuestro análisis de Estados Unidos personas que analizaban el Estado capitalista en términos de alguna interpretación germana esotérica o del análisis marxista de los años treinta sobre el capitalismo monopólico carecían por completo de contexto histórico. Curiosamente, hubo muchas menos críticas de las que esperábamos. Nuestro problema principal, si es que podría llamarse problema, no fue que nos criticaran en exceso, sino que varias personas “tomaron prestado” nuestro trabajo sin darnos crédito por ello. Aparentemente, nuestros argumentos eran tan poderosos pero tan “ge-
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nerales” que podían ser incorporados al trabajo de otras personas sin que éstas identificaran las ideas como nuestras. La lección fue que hay una buena razón para publicar una y otra vez la investigación que afirme que has propuesto una “teoría crítica” particular o que asegure que encabezas una “escuela de teoría crítica”, pues cualquiera que escriba acerca de estas teorías críticas de la educación deberá darte el crédito correspondiente. Desafortunadamente, Levin y yo nunca lo aclaramos, ya que pensamos, con la mayor ingenuidad, que todo el mundo reconocería la originalidad de nuestras ideas. P: ¿Cómo contribuyen tu investigación, tu labor docente y tus publicaciones a los debates en torno de la política educativa de Estados Unidos y al discurso neoliberal y neoconservador actual respecto de la educación? R: Considero que he luchado en contra del modelo neoliberal durante treinta años, pero la estrategia intelectual era diferente en los decenios de 1960 y 1970. Entonces, la mayor parte de la población simpatizaba con una postura liberal, y yo intentaba presionarla para que abordara un análisis más “radical” de los problemas educativos. En la situación actual, cuando el espectro del debate ha virado a la extrema derecha, se me ocurren dos estrategias: seguir argumentando en favor de un análisis progresista, como hicimos Levin y yo a mediados de los años ochenta, y Shearer y yo a finales de los años setenta y principios de los ochenta; ésta es la estrategia “externa”. La estrategia “interna” es la que he utilizado más en años recientes, al intentar demostrar que la agenda conservadora termina por dejar a la mayoría de los niños en peores circunstancias. He tratado de difundir este mensaje por medio de más artículos en la prensa “popular” para llegar a una audiencia más amplia. Esto significa escribir comentarios para diversos periódicos, dar entrevistas sobre mis libros y pugnar por obtener cobertura en la prensa. Es importante ofrecer un punto de vista opuesto a la ráfaga conservadora organizada, para que la gente comprenda que algunos profesores de las principales universidades tienen una perspectiva diferente respecto de estos asuntos. Desafortunadamente para nosotros, la mayoría de las personas no leen los trabajos académicos que publicamos, como tampoco entienden los debates teóricos esotéricos que se dan en nuestros círculos académicos. Sí entienden, empero, que hay muchos argumentos en torno al tema. En la estrategia interna,
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la idea es seguir presentando datos que muestren que la política conservadora popular no es lo que parece ni hace lo que afirma hacer. Al mismo tiempo, necesitamos abocarnos a la difícil tarea de construir una contraestrategia sustentada en ideas progresistas. Creo que lo hemos logrado con bastante éxito, aunque en general nuestras ideas previas fueron tan satanizadas por los neoliberales que debemos recrearlas, por así decirlo. Una de las cosas más importantes es defender y volver a desarrollar el concepto de lo “público”. Pese a todos sus problemas, en las sociedades capitalistas democráticas el Estado es mucho más democrático que el sector privado. El Estado democrático es el lugar donde un electorado consciente, o un movimiento social activo que presione al electorado, puede tener algún efecto en las políticas educativas. Por ello debemos defender la noción de un espacio “público”, que incluya a las propias escuelas, donde pueda debatirse e instrumentarse la política educativa. Esa noción sufre ahora fuertes ataques de los planes de certificación y del movimiento hacia la privatización de la educación. Al mismo tiempo, el mejor contraataque a las ofensivas conservadoras a la educación es una reforma que mejore drásticamente la educación de los niños, que ahora reciben una educación muy deficiente del sistema de educación pública, sobre todo los grupos minoritarios y los pobres en los países desarrollados, y la gran mayoría de los niños en los países de bajos ingresos. En otro campo de actividad, he tratado de atacar las políticas que actualmente difunden el Banco Mundial y el Organismo estadunidense para el Desarrollo Internacional (United States Agency for International Development, USAID): que el ajuste estructural y un sistema educativo altamente privatizado, racionalizado y eficiente son la mejor estrategia para incrementar la calidad de los servicios educativos. Mucho de lo que proponen estas instituciones desafortunadamente no funciona para la gran mayoría de los niños. Es importante que los intelectuales ajenos al Banco Mundial presenten una contraestrategia bien argumentada, lo cual es muy difícil, porque en cierto sentido exige internarte en su campo. Es mucho más fácil permanecer al margen de todo ese espacio discursivo y seguir pugnando por un enfoque totalmente distinto con respecto a la educación y otras intervenciones sociales. No obstante, la estrategia “interna” no necesariamente excluye la “externa”. En el futuro me veo haciendo ambas cosas: estableciendo estrategias y argumentos sólidos en contra del pensamiento neoliberal, desde adentro, y produciendo trabajo
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teórico sólido desde afuera, que presente un reto al paradigma del pensamiento neoliberal y proponga opciones realistas. Con respecto a la docencia, intento hacer exactamente lo mismo. Me parece de suma importancia que los estudiantes comprendan el tipo de argumentos y discusiones empíricas que se suscitan en la esfera política de tendencia convencional. Tengo la responsabilidad de que ellos desarrollen las habilidades necesarias para proponer argumentos sólidos desde lo “interior”. La mayoría de los alumnos seguramente tendrán trabajos de tendencia convencional, por lo cual deberán estar preparados para ser buenos críticos internos. De igual manera, es importante ayudar a los alumnos a comprender que estos paradigmas se basan en ciertos supuestos del mundo que están sujetos a fuertes críticas. Dado que yo he desarrollado algunos contraparadigmas, me gusta enseñar teorías alternas. El programa de Educación Internacional Comparada de Stanford siempre ha estado a la vanguardia, al presentar un reto al pensamiento neoliberal. Y lo ha hecho tan bien porque se ha reconocido como un sitio donde puedes aprender a hacer el análisis de las tendencias convencionales más recientes. Espero no faltar a la modestia al afirmar que en el programa internacional se han realizado el mejor análisis y contraanálisis del sistema educativo, y creo que continuaremos haciéndolo. Como ejemplo, escribí un artículo llamado “¿La privatización es la respuesta?”, en el que presentaba un análisis de tipo neoclásico sobre el argumento de privatizar la educación. Demostré que el argumento carecía de bases empíricas y que no podía sustentarse sobre la base de la eficiencia. Me pareció útil atacar a los conservadores en su propio terreno y mostrar que sus argumentos son básicamente políticos, pese a que afirmen lo contrario. Y ésta es la misma táctica que sigo en cuanto a la nueva investigación, en la que demostraré que las especificaciones de los economistas sobre las funciones de producción son incorrectas, y que, por consiguiente, los resultados empíricos derivados de ellas generan políticas inadecuadas. Seguramente disfruto de ser un crítico social y de ir contra la corriente. En ocasiones me siento aislado, sobre todo en una sociedad dominada por los neoliberales, pero es parte del paquete. Aun cuando ya estoy entrando en la tercera edad y en lo personal soy cada día más conservador, no he perdido mi postura progresista; de vez en cuando debo recordarme que mi verdadera felicidad proviene de sacudir los barrotes de nuestra jaula conceptual. Como inicié una
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segunda familia –tengo una preciosa hija de cinco años, además de mis dos hijos ya grandes– constantemente me percato de que tengo una responsabilidad con el futuro, y lo que suceda en la educación tendrá un efecto decisivo en ese futuro. Ya no puedo detenerme.
4. ENTREVISTA CON PAULO FREIRE
P: Paulo, el consenso entre biógrafos e investigadores respecto de tu obra es que tus experiencias como alfabetizador, especialmente la experiencia de Sergipe, Río Grande del Norte, Brasil, en 1963, catapultaron tu nombre y, sobre todo, tu proyecto epistemológico y pedagógico en el mundo.1 No obstante, en esta conversación centraremos el interés en tu quehacer como investigador y profesor universitario. Tu agenda de investigación ha estado íntimamente ligada a la Pedagogía del oprimido. ¿Podrías decirme cómo decidiste escribir ese libro de gran influencia, con qué propósito y cómo lo trabajaste? R: Mira, en Chile comencé un nuevo hábito: llevar en mi mochila una pequeña libreta. Cuando se me ocurría una idea –la que fuera, porque de pronto algo se me ocurría en medio de la calle–, caminaba hasta la esquina, abría mi mochila y escribía la idea en la libreta. Por la noche, cuando llegaba a casa y después de cenar, entraba en mi estudio y sacaba las hojitas de papel, las leía, me inspiraba y escribía. P: ¿Todas las noches? R: Todas las noches. Había noches en las que no escribía nada pero, con mucha paciencia –siempre me tengo mucha paciencia–, en ocasiones me pasaba tres horas en la biblioteca sin escribir una sola palabra y sin enojarme conmigo. Al día siguiente escribía. A veces, escribía ocho páginas basadas en una idea que había anotado en la calle esa mañana. Después, las pasaba a fichas, les ponía título y las
1 Esta entrevista tiene una orientación más de contenido que biográfica. Si bien abundan las biografías de Paulo Freire, la razón por la que decidí no incluir partes de mis entrevistas relacionadas con su biografía intelectual fue que recientemente se publicó en español el libro de Moacir Gadotti, con la colaboración de Ana María Araújo Freire, Angela Antunes Ciseski, Carlos Alberto Torres, Francisco Gutiérrez, Heinz-Peter Gerhardt, José Eustaquio Romão y Paulo Roberto Padilha, Paulo Freire, una biobibliografía, México, Siglo XXI, 2001. Este amplio volumen es la fuente bibliográfica y biográfica más completa sobre la vida y obra de Freire.
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archivaba. Por lo general, todas estas ideas giraban en torno a un solo tema, el que más me preocupaba, que era el problema de los oprimidos y sus opresores. P: Y ¿por qué ese tema? ¿Cómo surgió? R: El tema surgió al recordar mi relación con los oprimidos del Brasil y la diferencia que encontré con la historia cultural de la sociedad chilena. Cuanto más me internaba en el mundo del campesino chileno, cuanto más lo escuchaba hablar, más evidente me resultaba la relación entre opresor y oprimido, la conciencia opresora y la conciencia oprimida, y esto me suscitó una gran curiosidad. Y un buen día decidí que tenía que escribir lo que me viniera a la mente, como un intento de contribuir a los que trabajaban en el campo. El título también se me ocurrió de la misma manera. Pedagogía del oprimido era un intento por comprender esa relación. Y, cuando se publicó, muchas personas, más de ideas de izquierda que de la izquierda, lo criticaron, afirmando que mis conceptos –tales como la noción de opresión– eran muy vagos. Tomé el libro y conté cuántas veces hablaba de clase social. Treinta y tres veces. ¿Qué querían? Creo que la crítica más bien se debía a una posición bastante sectaria. P: ¿Por “sectaria” quieres decir “ideológica”? R: “Ideológica” es una buena palabra. En realidad, yo tenía una postura más abierta, ya que no me apegaba plenamente a las categorías marxistas. Me parece que, en relación con lo anterior, Pedagogía del oprimido tiene un poco de la perestroika. Es exactamente la posibilidad de negar los descubrimientos fundamentales de Marx, o al menos algunos de ellos, lo que te permite no convertirte en su objeto. P: ¿Consideras que las categorías de dominación u opresión son más generales que la categoría de explotación? ¿Son más universales? R: Me parece que una involucra a la otra: cuando dominas, explotas. Podría decirse que no puede haber explotación sin dominación, y no hay dominación que no conlleve cierto grado de explotación. Puede ser puramente mental, por ejemplo, psicológico. Dominas a tu hijo, por ejemplo, y no tiene que ver con su realidad económica. Tal vez incluso signifique que le prohíbes a tu hijo crecer desde un
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punto de vista económico. Durante su adolescencia, tu dominación de su mente y cuerpo es autoritaria. Tú interdices, para usar una expresión que le gusta a mi esposa, Nita. Tú controlas el cuerpo consciente de tu hijo, eres un dominador y explotas a tu hijo. Pero es la explotación de tu hijo, y no es de tipo económico. Es una explotación afectiva, digamos, una explotación de los sentimientos. En esencia, quieres algo de él. Por ejemplo, es posible decir que deseas una especie de subordinación afectiva. Considero que mientras más aclaramos estas diferentes posibilidades de dominación y explotación –el qué y el porqué– mejor comprendemos estos fenómenos. Ahora bien, en la dominación de clases tienes la explotación económica, o la discriminación social o cultural. Una vez que dominas como clase, desde un punto de vista económico, necesariamente aceptas una identidad cultural que también involucra lo afectivo, los sentimientos y las emociones de los dominados. Todo ello tiene que ver, aunque en distintos términos, con la dominación doméstica, la dominación del marido sobre la esposa. En otras palabras, es una dominación en la que el esposo no le permite a la mujer liberarse económicamente. Es similar al caso del niño, pero el marido domina a la mujer, a veces por celos, debido a su pasividad. En última instancia, siempre ves cómo la relación de dominación conlleva una connotación de posesión del dominador sobre el dominado. En este sentido es irrefutable la referencia que Marx hacía del dominado, como una “condición casi de objeto”. P: ¿Crees que Hegel ha sido una fuente o influencia importante para tus reflexiones sobre el fenómeno de la dominación? R: Desde luego, en cierto sentido. Hubo un momento en que me enamoré de Hegel. Y te diré lo siguiente: creo que Marx tenía absoluta razón cuando revelaba la precisión del pensamiento de Hegel. En esencia, fue Hegel quien le abrió el camino a Marx; fue Hegel quien descubrió el trabajo como un elemento en el quehacer del hombre y de la mujer. P: Y esto te parece fundamental. R: Sí, sí, es fundamental. Por eso Lenin también decía que era imposible comprender a Marx sin entender a Hegel.
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P: Particularmente la noción que Hegel tenía del trabajo era que representaba tanto alienación como ruptura del proceso de dominación. R: Exactamente, exactamente. Esa idea es de Hegel, ¿verdad? P: ¿Leíste a Hegel directamente o por medio de textos de terceros? R: No, no, lo leí directamente en español, aunque no en alemán. Conocía la obra de Hegel, Marx, Sartre y Merleau-Ponty. No es importante si había o no diferencias entre ellos; eso nunca me preocupó. Después, en los años setenta, algunas personas decían que yo era un ecléctico. ¡Qué locura! ¿Puedes creerlo? Me parece que es una locura. Leí a algunos de estos filósofos en español y a otros en portugués, en francés y en inglés, y en ocasiones comparaba las traducciones. Es muy fácil pasarte una tarde –no siempre tengo la posibilidad, aunque con gusto lo haría si contara con alguna tarde libre– haciendo ejercicios intelectuales. Lo extraño mucho. Por ejemplo, hoy, no voy a escribir ni a leer nada como parte de mi disciplina intelectual. Hoy, precisamente, voy a leer el mismo tema o capítulo de Marx en tres lenguas, para ver cómo abordaron los traductores el mismo concepto en los diferentes idiomas. Lamento que no pueda leer el original en alemán, pues habría sido un ejercicio fantástico. Recuerdo que en un texto se comentaba la relación entre Freud y Marx. Lo leí en español, francés e inglés, y comparé los diferentes textos, los conceptos y los diferentes niveles textuales. Otra cosa que me gustaba y me divertía mucho, más allá del placer intelectual, era leer las cartas de Marx. Siempre les decía a mis alumnos: “Miren, muchachos, deberían leer los textos más densos de Marx, pero luego lean las cartas, porque así lo conocen en la intimidad.” Ahí ves la vida, irreverente, polémica, no muy dialógica, ardua y llena de amor por lo que defendía. No me cabe la menor duda de que la ciencia es imparable, y es precisamente porque el conocimiento se exagera en la historia, pero especialmente porque el conocimiento es histórico, lo que significa que el conocimiento siempre está “por venir” y nunca “es”. Yo diría que incluso la ciencia algún día afirmará –para algunos expertos ya es así, aunque no para mí– que la contribución de Marx ya no tiene sentido. Incluso si eso llegara a suceder, revisaría sus libros con inteligencia, de manera digna aunque no sumisa. Y digo esto no sólo de Marx, sino también
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de otros filósofos y pensadores con los que no concuerdo. ¿Entiendes lo que quiero decir? La búsqueda no puede invalidarse... P: Paulo, cuando te refieres a la búsqueda, quieres decir la búsqueda del conocimiento. ¿Crees que esta búsqueda se basa en la curiosidad, la semilla epistemológica de la ciencia? R: Sí, en la curiosidad. Eso es lo que respondí en una de nuestras entrevistas, cuando preguntaste: “Y cuando Paulo Freire muera, ¿cuál será su legado?” Mi respuesta fue: “Para mí, el legado es decisivo. No tanto lo que hice desde un punto de vista intelectual, sino el testimonio de mi existencia. Debería decirse que Paulo Freire amó intensamente, y quería saber y comprender. Esto es, su sed de conocimiento fue el resultado de haber sido una persona muy curiosa.”2 Creo que esto es lo que debería permanecer. Marx era así –y también podría decirse de algunos cuantos en el mundo, ¿cierto?– porque era una persona que, con todos sus problemas –y yo creo que las personas son personas– usó bien su inteligencia. Quería saber de todo y es una persona que merece reconocimiento. Por eso es maravilloso leer sus cartas. Sin embargo, no puedo olvidar la rabia que él sentía con algunos marxistas franceses, o fascistas, como yo diría hoy. Alguna vez dijo algo como: “Mira, lo único que sé es que no soy un marxista.” Es un sentido del radicalismo extraordinario, sentido del sujeto que se niega a petrificarse. P: ¿Qué otras estrategias utilizaste para escribir Pedagogía del oprimido? ¿Cómo estructuraste el libro, cuántos capítulos escribiste, cómo manejaste los problemas de las tesis principales? R: Comencé el libro por el título, Pedagogía del oprimido, y, desde una perspectiva didáctica, es quizás el libro mejor organizado que he escrito. La introducción consta de tres o cuatro páginas, luego seguí por el primer capítulo. Sólo déjame decirte una cosa. Cuando comencé, cuando decidí escribir el libro, descubrí que gran parte ya estaba escrito en las fichas que te mencioné. Las organizaba sobre mi mesa, de acuerdo con los títulos, y siempre descubría que entre la
2 Véase Carlos Alberto Torres en diálogo con Paulo Freire, videocasete, Canadá, Access Television Network, 1990.
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ficha número cuatro y la número cinco –todas las tenía numeradas– había un vacío que necesitaba llenar. Entonces escribía unas diez páginas y, cuando terminaba, ponía las fichas cuatro y cinco juntas, y encajaban perfectamente; ya no faltaba nada. En ese momento, tomaba la ficha seis y me fijaba en el orden; fue un proceso bastante arduo. P: ¿Organizaste las fichas en orden cronológico? R: Sí, las organizaba conforme al día en que las había escrito. Pero a veces sucedía que la continuación de la ficha seis estaba en la ficha treinta. P: Pero comenzaste con el título Pedagogía del oprimido, un tema que te obsesionaba, ¿no es cierto? R: Sí, estaba obsesionado. El tema era obsesivo. ¡Imagínate! Mi obsesión era tal que no había un solo amigo que llegara a mi casa que no me escuchara hablar de él. Te contaré una historia. La víspera del casamiento de mi hija mayor, Magdalena, con Francisco Weffort,3 llegaron a mi casa. No, ella aún vivía con nosotros, de manera que Weffort llegó y yo comencé, un poco con la autoridad de un padre, a imponerle al novio de mi hija la conversación sobre la relación del opresor y el oprimido. También había aprendido que cuando llegaba algún amigo que quería conversar conmigo, sacaba a colación el tema y decía: “Pero, Paulo, ¿en verdad lo crees?” Y una pregunta semejante bastaba para que comenzara a hablar. Esa noche estaba escribiendo y recuerdo que Magdalena se rió, la risa complaciente de una hija, y dijo: “Pero, papá, estás tan inmerso en esto que abusas de tu derecho a conversar. Nadie que entre en esta casa puede salir sin llevarse la pedagogía del oprimido. Creo que necesitas moderarte un poco”. Me volví más reservado, y desde ese momento comencé a controlarme más. Ciertamente me había vuelto obsesivo, y fue la obsesión con este tema lo que explica la secuencia de mi trabajo. P: ¿Cuánto duró la obsesión?
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Renombrado experto brasileño en ciencias políticas.
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R: Escribí los primeros tres capítulos en quince días, y después, el cuarto capítulo en tres o cuatro meses. El proceso íntegro de conceptuar y escribir llevó más tiempo, posiblemente dos años, de 1966 a 1968, sin tomar en cuenta las fichas. Recuerdo que cuando visité Estados Unidos por vez primera en 1967, conocí a una excelente amiga, Carmen Hunter, quien había traducido Cartas a Guinea Bissau. Carmen fue mi primera traductora en Estados Unidos, y mi intérprete durante las conferencias a las que asistí en 1967. En ese tiempo, sólo sabía saludar y presentarme en inglés. Acepté la invitación porque la hizo una iglesia presbiteriana que me permitió hablar en portugués, con la consiguiente interpretación. Nos reunimos en un pequeño salón de la iglesia para decidir cómo abordar ciertos temas durante la conferencia. En ese momento, debido a mi obsesión, dije: “Miren, estoy trabajando arduamente en una idea general. La tengo en mi cabeza y el libro que voy a escribir se llamará Pedagogía del oprimido.” Fue ahí donde comencé a hablar y a responder preguntas sobre este tema. Hace un par de años, me encontraba en Estados Unidos con Nita, mi esposa, y un buen amigo que también era amigo de mi difunta esposa, Elza. William Kennedy, mi jefe en el Consejo Ecuménico –un excelente intelectual y profesor del Union Seminar de Nueva York– organizó una cena para recibir a Nita, un lindo detalle porque él y su mujer habían sido grandes amigos de Elza. También invitaron a Carmen Hunter, la primera intelectual estadunidense que tradujo un libro como Pedagogía del oprimido, cuando aún no se había publicado; más aún, cuando aún no estaba escrito. Comenzó a traducir las ideas iniciales. Eso demuestra el estado en que me encontraba. Creo que el que una persona se obsesione con un libro es el primer indicio de que el libro tiene algún valor. P: ¿Qué quieres decir con “algún valor”? R: Bueno, que significa algo para ti aunque, con el tiempo, comienzas a descubrir que también tiene valor para otros. P: Paulo, permíteme contar una historia. En 1989 daba clases en el Instituto Ontario para el Estudio de la Educación (Ontario Institute for the Study of Education, OISE), en Toronto. Comentaba tu trabajo con mis alumnos y, de pronto, una alumna se mostró un poco irritada, sorprendida y quizás hasta desafiante. Me dijo que Pedagogía del
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oprimido no era un libro logrado sobre educación, que hablaba de una teoría revolucionaria, pero que no tenía nada que ver con la educación. R: Ya lo he oído muchas veces. Esa mujer no es la única. Lo primero que podría decir, y creo que estarás de acuerdo conmigo, es que la indignación que proviene de la buena fe, que no esconde otra cosa, es profundamente ideológica. Es ideológica en el sentido de ideología como encubrimiento de la verdad. No quiero decir que esta mujer fuera un agente ideológico, pero sí un objeto de esa ideología que representa los intereses de las clases dominantes. Intenta convencernos de las nociones de neutralidad científica y pedagógica, y refuta las teorías de la acción cultural. Alguien con esta postura argumentará que en tanto el libro no puede ser pedagógico, es ideológico, puramente ideológico y, por ende, un libro ideologizante. Y como yo dije que la educación no es neutral, ya no soy un educador por lo que digo, sino un ideólogo de la liberación. Algunas personas incluso me aceptan en esos términos, pero no sólo como pedagogo. Esa duda, que es de buena fe, también puede ser un tanto malintencionada. Pero en el caso de la joven, no lo era. Sencillamente no se detuvo a cuestionar la supuesta neutralidad del mundo. En el momento en que descubra que no hay neutralidad posible, descubrirá que este libro es pedagógico. P: En realidad, no cabe duda de que el libro es pedagógico. La cuestión es preguntarte si tu objetivo es estudiar las relaciones de opresión. ¿Intentaste específicamente estudiar las relaciones de opresión dentro de las escuelas? R: No solamente dentro de ellas, sino más bien las relaciones dentro y fuera de la escuela. Lo que me parece de fundamental interés es lo que sucede en la escuela. Puedes encontrar educadores progresistas en Brasil y otros lugares que niegan que dentro de la escuela se den procesos de conflicto de clases. Y, desde su punto de vista, quieren que la escuela sea únicamente un espacio y un tiempo para la construcción del conocimiento por medio de la transmisión sistemática y rigurosa del contenido. Por otra parte, hay personas, incluidos educadores progresistas en Brasil, que defienden lo que informalmente llaman una “pedagogía del contenido”. Para mí, la escuela sigue siendo un espacio de conflicto social. En otras palabras, y para
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utilizar términos más clásicos, diría que la lucha de clases continúa dentro de la escuela. La cuestión es saber qué postura asume el educador –quien nunca debe dejar de enseñar el contenido– ante el conflicto social que se suscita en el mundo y en el interior de la escuela. Mi tesis no es que, en nombre de mi visión de la clase trabajadora, voy a politizar a los niños y olvidarme de enseñarles los contenidos fundamentales. No, desde mi perspectiva, es científicamente imposible hacerlo. Esa dicotomía entre política y contenido no es científica. Como política, es errónea y, como ciencia, distorsionada. Mi tesis, por ende, es que mientras enseño el contenido necesario del campo de la biología, la historia o el lenguaje, yo debato, aclaro e ilumino la lucha de clases en la sociedad. Lo incluyo en todo el contenido, porque acepto que la escuela es parte de esa lucha. La escuela no puede abstraerse de la lucha. P: Paulo, ya te han hecho esta pregunta muchas veces, pero es importante comentar tus puntos de vista sobre la relación entre educación y política, y particularmente cómo entiendes la noción de ciencia en la investigación educativa, la docencia y la praxis. R: En un libro que publiqué hace algunos años, afirmé que, como educador, hago mucho mayor énfasis en la comprensión de un método riguroso de conocimiento. Y aquí es donde hablo de método: sólo hablo de método cuando me refiero a esto y no a los llamados “métodos pedagógicos y didácticos”. Mi gran preocupación es el método como un medio de conocimiento. Aun así, debemos preguntarnos, conocer en favor de qué y, en consecuencia, en contra de qué; en favor de quién y en contra de quién. Éstas son las preguntas que debemos hacernos como educadores. También debemos saber que la educación siempre nos confirma otro hecho obvio: la naturaleza política de la educación.4 Recuerdo la discusión con una mujer que trabajaba conmigo en la Secretaría de Educación, a propósito de una pregunta similar.5 ¿Qué situación permite que esto ocurra? Es muy curioso... ¿Qué es
4 Paulo Freire, “Educação, O sonho Possivel”, en Carlos Rodrigues Brandão (comp.), O Educador: Vida e morte, Río de Janeiro, Edições Graal, 1986, p. 97. 5 Cuando Paulo Freire fue secretario de Educación de la ciudad de São Paulo durante el gobierno municipal del Partido de los Trabajadores, 1989-1992.
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ciencia? No sólo los positivistas comprenden la ciencia, también los revolucionarios. Es una conciencia ingenua, absolutamente ingenua. Los positivistas creen que la ciencia es neutral precisamente porque es objetiva. Para mí no es neutral porque es subjetiva-objetiva; esto es, cada descubrimiento científico involucra una relación entre subjetividad y objetividad, y las contradicciones entre ambas. De otra manera, no habría descubrimiento científico. Ahora bien, los positivistas consideran que la ciencia es neutral justamente por el carácter objetivo de la ciencia. Los revolucionarios temen que el pensamiento científico introduzca una dimensión que despolitice la educación. Éste es el punto de vista de personas absolutamente ingenuas, pero no vale la pena prestarle atención. Por ejemplo, algunos opinan que la investigación científica de Emilia Ferreiro despolitiza.6 No lo creo. Por el contrario, en la medida en que te apropias de las investigaciones psicológico-cognitivas de Emilia, en la medida en que comprendes la aportación de Vygotsky y Piaget, podrás hacer una política más eficiente. Sí, me preocupa ese tipo de cuestiones. No me enojan, pero me preocupan. Me conciernen tanto desde la perspectiva científica como política. Como dijeron alguna vez tú y Gadotti en un libro, ese tipo de búsqueda se relaciona con las antiguas cuestiones filosóficas que Marx resolvió.7 Ese tipo de preguntas ni siquiera se acercan a Hegel. Se trata de una búsqueda prehegeliana, que es la discusión de la teoría y la práctica; es la discusión entre la ciencia y el sentido común; entre subjetividad y objetividad, la solución del pensamiento dialéctico, aun cuando también, en el pensamiento de Marx, encontramos terreno propicio para posturas trágicas. En síntesis, esta distinción entre política y educación, a fin de cuentas, tiene que ver con el basismo; con una postura basista sobre la educación, sobre la política. Una premisa básica de esta búsqueda es preguntarnos si significa una despolitización o una negación de la teoría para introducir la psicología cognitiva. Es la negación de la teoría, la negación de la ciencia, y no puede hacerse. No podemos aceptarlo. No obstan-
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Renombrada psicóloga cognitiva y pedagoga argentina, discípula de Piaget, quien ha realizado investigación sobre alfabetización temprana en Latinoamérica. Véase, por ejemplo, Emilia Ferreiro y Ana Teberosky, Psicogénese da língua escrita, Porto Alegre, Artes Médicas, 1986. 7 Véase, por ejemplo, Moacir Gadotti y Carlos Alberto Torres, Estado y Educação Popular na América Latina, Campinas, Papirus, 1992.
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te, es trágico cuando una persona ingenuamente desarrolla una línea de investigación y asume la más vil y autoritaria de las ideologías, la ideología basista.8 Al analizar mi práctica, incluso desde el momento en que escribí La educación como práctica de la libertad, me resultó claro porque, a decir verdad, sabía que me comprometía con una práctica política, aun cuando no la asumiera como tal. A un nivel crítico, en consecuencia, no asumí la práctica que podría considerarse como eminentemente política. Y, como educadores, somos artistas y políticos, pero nunca técnicos.9 Como mencioné en un artículo breve: “La cuestión del sueño posible tiene que ver precisamente con una educación liberadora, y no con una educación domesticadora. La cuestión de los sueños posibles, repito, tiene que ver con una educación liberadora en la medida en que es una práctica utópica. Mas no utópica en el sentido de inaccesible; no utópica en el sentido de quien habla de lo imposible; de sueños imposibles. Utópica en el sentido de que es una práctica que vive la unidad dialéctica, dinámica, entre la denunciación y la anunciación, entre la denuncia de una sociedad injusta y explotadora, y el anuncio de un sueño posible para la sociedad que al menos sea menos explotador, desde el punto de vista de la gran masa popular que es la de las clases dominadas.”10 P: Paulo, el papel del intelectual como docente no puede ignorarse, y tu trabajo ha servido, cuando menos, para señalar la importancia del diálogo como epistemología, y del compromiso individual con el cambio social como un elemento clave en la capacitación de los docentes. Hablas incluso de utopía, una utopía posible que los maestros deberían abrazar. En varios libros dialógicos publicados en el decenio de 1980, particularmente el libro que publicaste con Ira Shor, A Pedagogy for Liberation,11 y con Donaldo Macedo, Literacy,12 hablas de la impor-
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Freire ha definido el basismo como una desviación del activismo popular, y como un enfoque antiintelectual con respecto a la política y la gestión administrativa. Véase Carlos Alberto Torres, “Paulo Freire as Secretary of Education in the Municipality of São Paulo”, Comparative Education Review 38, núm. 2, mayo de 1994, pp. 181-214. 9 Paulo Freire, “Educação, O sonho Possivel”, op. cit. 10 Ibidem, p. 100. 11 Ira Shor y Paulo Freire, A Pedagogy for Liberation: Dialogues on Transforming Education, South Hadley, Bergin & Garvey, 1987.
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tancia de la filosofía de la pedagogía del oprimido. ¿Podrías aplicar algunos de estos conceptos a la preparación de maestros en una sociedad como la estadunidense, la cual –considerando tus constantes cátedras en los últimos dos decenios en universidades y organismos no gubernamentales– has llegado a conocer y apreciar bastante? R: Mira, trataré de decirlo en términos sencillos y comenzaré por hablar de lo que considero es la enseñanza y, por ende, la educación y la capacitación tanto de educadores como de estudiantes. Para mí, el proceso de formación de educadores necesariamente involucra el acto de enseñar, que debería ser llevado a cabo por el maestro, y el acto de aprender, que debería ser llevado a cabo por el aprendiz. Es necesario aclarar qué es la enseñanza y qué el aprendizaje. Para mí, la enseñanza es una forma o el acto de conocer, de manera que el alumno no sólo actúe como un aprendiz. En otras palabras, enseñar es la forma de la que dispone el maestro o educador para darle al estudiante testimonio de lo que es el conocimiento, de manera que éste también conozca, en vez de que simplemente aprenda. Por esta razón, el proceso de aprendizaje significa el aprendizaje del objeto que debe aprenderse. Esta preocupación no tiene que ver exclusivamente con la alfabetización; establece el acto de enseñar y el acto de aprender como momentos fundamentales en el proceso general del conocimiento, un proceso del cual son parte el educador, por un lado, y el educando, por el otro. Y este proceso involucra una postura subjetiva. Es imposible que una persona, que no sea sujeto de su propia curiosidad, pueda aprehender verdaderamente el objeto de su conocimiento. Cuando me preguntas: “Paulo, ¿cómo consideras tu propuesta en relación con el Primer Mundo y no sólo en relación con la alfabetización?”, te respondo que es una cuestión de la teoría del conocimiento que establecí de manera pedagógica en Pedagogía del oprimido. En consecuencia, también tiene que ver con una opción democrática. Si un educador en Canadá o en Estados Unidos, que no es autoritario ni tradicional, comprende que su trabajo como maestro exige la tarea crítica de que sus educandos accedan al conocimiento, entonces no hay manera de no aplicarlo también en Canadá o en Estados Unidos.
12 Paulo Freire y Donaldo Macedo, Literacy: Reading the Word and the World, South Hadley, Bergin & Garvey, 1987.
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P: Paulo, parecería redundante señalar la importancia de Pedagogía del oprimido en el contexto de la educación internacional, si consideramos que este libro se ha traducido a más de dieciocho lenguas y ha tenido, en algunos casos, más de treinta ediciones, como es el caso de la versión española. Por una parte, Pedagogía del oprimido significó una crítica devastadora a los fundamentos de la pedagogía tradicional y a su alternativa de la “nueva escuela”, al tiempo que proponía un nuevo principio político-pedagógico. Por otra parte, Pedagogía del oprimido ofrecía la sistematización de las bases antropológicas para una educación liberadora, así como una reinterpretación de las relaciones entre filosofía, educación y política. Se trata de una interpretación que podría alinearse coherentemente con el análisis de Gramsci con respecto a la construcción de un nuevo sentido común y del intelectual orgánico en su búsqueda de una nueva hegemonía, así como con la contribución de la Escuela de Frankfurt, especialmente del filósofo alemán Jürgen Habermas, en su intento por confrontar la colonización del mundo vivo que permita una comunicación emancipadora entre los seres humanos. Por último, Pedagogía del oprimido es un libro innovador, al establecer las premisas epistemológicas y metodológicas con relación a la crítica del positivismo pedagógico y lógico, al dar preferencia a una concepción hermenéutica del conocimiento humano como decisivo para las humanidades y las ciencias sociales, y al intentar establecer la validez del conocimiento dentro de un proceso de discursos racionales capaz de lograr su intercomunicación. Pedagogía del oprimido subraya el diálogo, la reflexión mutua y el análisis teórico sustentado en la experiencia cotidiana. Por ello, no sólo proporciona una crítica de la dominación y la explotación, sino que postula los componentes, tanto reales como utópicos, de una pedagogía emancipadora. Pedagogía del oprimido celebra una utopía de la transformación social, nacida en el corazón de las luchas sociales de América Latina, que continúa acicateando la imaginación de los educadores e intelectuales. Parafrasearé al poeta mexicano Carlos Pellicer, quien, al referirse a la Revolución mexicana –aunque en realidad a cualquier revolución– nos dejó un fragmento épico que podría aplicarse a Paulo Freire y a Pedagogía del oprimido: “Él, quien le dio libertad al fuego para encender, para destruir la sombra hecha de mentiras. El capitán de los colores con voz y voto, él, quien, en medio de la noche, hizo estallar el sol.”
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Disculpa mi admiración por tu trabajo, Paulo, y por Pedagogía del oprimido, que considero un libro ejemplar, un hito. ¿Consideras posible desarrollar la pedagogía del oprimido con una pedagogía racional y, al mismo tiempo, ser un radical en el contexto político de un poder hegemónico como el de Estados Unidos? R: Es una pregunta muy importante. La práctica educativa es parte de la superestructura de cualquier sociedad. Por esa precisa razón, y pese a su enorme importancia en los procesos sociohistóricos de la transformación de las sociedades, no es en sí la clave de la transformación, aun cuando es fundamental. Desde una perspectiva dialéctica, la educación no es la clave de la transformación, aunque la transformación es, en sí, educativa. Tu pregunta, Carlos, también me parece basada en otro problema, que es el de opciones y decisiones políticas. En primer lugar, con respecto a la pedagogía democrática, no hay razón por la que no pueda aplicarse, sencillamente porque se trata del Primer Mundo. En segundo lugar, lo que se necesita es profundizar el ángulo democrático de esta pedagogía que defiendo. Esta profundización y ensanchamiento del horizonte de la práctica democrática necesariamente involucrará las opciones políticas e ideológicas de los grupos sociales que llevan a cabo esta pedagogía. Por ello, la élite en el poder no querrá poner en práctica una forma o expresión pedagógica que se sume a las contradicciones sociales que revelan el poder de las clases altas. Sería ingenuo pensar que la élite se dejaría ver tal como es por medio de un proceso pedagógico que, a fin de cuentas, funcionaría en su contra. P: Exactamente. Y por esa razón el maestro también aparece en tu trabajo como el profeta y no sólo como un intelectual comprometido. A través de los años, me ha impresionado y fascinado tu análisis del profeta como pedagogo, como el que anuncia y denuncia al mismo tiempo. ¿Recuerdas lo que dijiste en una pequeña obra publicada por Carlos Rodrigues Brandão hace más de un decenio? Lanzaste estas palabras como un reto a los pedagogos críticos, y me parece que son un final más que adecuado para esta entrevista: Los profetas no son hombres o mujeres desaliñados y malnutridos; ni hombres barbados o mujeres de pelo largo, sucios y andrajosos, con un báculo en la mano. Los profetas son esos hombres y esas mujeres que de tal manera
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se sumergen en las aguas de su cultura y su historia, de la cultura y la historia de su pueblo –los dominados, entre ellos– que conocen su aquí y su ahora, y por ende pueden prever su mañana, el cual, más que predecir, conocen.13
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Paulo Freire, “Educação, O sonho Possivel”, op. cit., p. 101.
Esta página dejada en blanco al propósito.
5. ENTREVISTA CON HERBERT GINTIS
P: Háblame de tus antecedentes. R: Crecí en el seno de una familia de clase media. Mi padre era un niño producto de la Depresión, quien se convirtió en empresario y tenía una pequeña mueblería. Por lo general, yo manejaba la camioneta para entregar los muebles. Yo sabía arreglar y vender muebles; básicamente, sabía todo sobre muebles. Cuando mi padre comenzó a hacer dinero, nos mudamos de la parte oeste de Filadelfia a Bala Cynwyd, en las afueras de la ciudad, donde fui a la escuela secundaria y a la preparatoria. Me interesaba mucho la ciencia y me gradué en matemáticas en la Universidad de Pensilvania, donde también estudié español y literatura francesa; era una educación muy completa. Me gradué en tres años, dos de los cuales estudié en Pensilvania. El segundo año me fui a Francia, a la Universidad de París. Ese año en París fue muy importante. Era 1959, la guerra con Argelia estaba a punto de terminar y había grandes manifestaciones estudiantiles. Muchos de mis amigos eran marroquíes, tunecinos y argelinos, de manera que me dieron una verdadera introducción a la política. De hecho, varios de mis amigos argelinos murieron en la guerra; más bien, los mató la policía argelina. Regresé a Estados Unidos, comencé a dar clases en la Universidad de Pensilvania y, después de graduarme, entré en Harvard a estudiar matemáticas. En ese tiempo, me afilié a Estudiantes por una Sociedad Democrática (Students for a Democratic Society, SDS) en un momento de gran actividad política, que incluía el movimiento estudiantil, los movimientos contra la guerra y en favor de los derechos civiles. Por consiguiente, me involucré en política, dejé de estudiar y me dediqué a hacer sandalias. Usaba el pelo hasta los hombros e incursioné en las drogas; era un verdadero hippie. Tenía un local de sandalias en la plaza de Harvard. Nosotros dirigíamos el movimiento estudiantil. Estábamos convencidos de que, para que se diera el cambio social, era necesario tener organizaciones de base. También trabajamos en la ciudad y coordinamos muchos proyectos, como uno que se realizó en Boston, [109]
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llamado Proyecto de Acción e Investigación Económica. Con el tiempo, el movimiento por el Poder Negro cobró fuerza y a los organizadores blancos nos sacaron a patadas del centro de la ciudad. La zona se volvió realmente peligrosa y tuvimos que dejarla. Fue en ese tiempo cuando SDS estalló, más o menos el mismo año que el festival de Woodstock: creo que era 1969. Yo ya había regresado a estudiar en Harvard, pero esta vez economía, porque me había aburrido de hacer sandalias. No era muy divertido y yo era un joven intelectual comprometido. Mi formación era en artes –literatura francesa y española, con una buena dosis de matemáticas, física y biología–, y jamás había oído hablar de Marx ni de Weber. Aunque nunca había tomado un curso de teoría social, estaba convencido de ser un marxista. Cuando se lo comenté a un amigo, éste me sugirió estudiar economía, ya que Marx había dicho que la “economía es la base de todo”. En Harvard, fui el primero en hacer economía radical. Había escuchado acerca de los economistas radicales de Wisconsin y Michigan, pero no los conocía. Un día les pedí a los empleados del local de sandalias que se encargaran del negocio. Llegué al departamento de economía de Harvard y comencé a pasearme por los corredores. Seguía inscrito como alumno, de manera que busqué una oficina y llamé a la puerta del famoso economista James Duesenberry. Yo fabricaba sandalias, no te olvides... me drogaba y hacía todo lo que hacían los fabricantes de sandalias. Le dije a Duesenberry: “Quiero regresar al posgrado en economía.” Unos meses después, me gradué en economía y en los siguientes años aprendí muchísimo. Ésta es la historia de mi vida. P: ¿Qué hiciste cuando terminaste la carrera? R: Obtuve mi doctorado en 1969. Me costó muchísimo conseguir un buen trabajo, aunque sabía que no era tonto. Harvard tenía una breve lista de favoritos, la cual entregaba a las escuelas de élite con la recomendación de que los entrevistaran. Yo no estaba en la lista. El director de mi departamento, un hombre llamado Richard Caves, que aún sigue por ahí, escribió una carta a todas las instituciones donde solicité trabajo, informándoles que yo era “un tipo radical y deben tener cuidado con él. Debo reconocer que es un buen docente, pues se interesa mucho por sus alumnos”. (Yo ya había impartido algunos cursos en Harvard.) Logré conseguir una copia de la carta
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que circuló en el consejo de administración de Harvard. Era claramente tendenciosa, por lo cual no conseguí un trabajo como economista, pero sí ofertas de las escuelas de educación de Berkeley y Harvard, porque mi tesis doctoral tenía un sesgo educativo. Cuando inicié mi tesis de doctorado, conocía a Arthur Smithies, un profesor que me permitió trabajar por mi cuenta. Es más, creo que jamás leyó mi tesis. Era un tipo de la “vieja escuela” y me dejó hacer lo que yo quería. P: ¿Qué quieres decir con “vieja escuela”? R: Que ya no era un economista productivo. Había sido un excelente economista, pero después ocupó puestos administrativos en la universidad. Pensé que me dejaría hacer lo que quisiera, y así fue. Mientras escribía mi tesis, Sam Bowles regresó de Nigeria, donde había estado con su familia, trabajando en cuestiones de educación. Como era parte del movimiento por los derechos civiles, nos hicimos amigos y me convenció de incursionar en el área de educación, porque mi tesis era sobre la economía de la asistencia social, un tema que por cierto he retomado recientemente. La teoría económica da por sentado que la gente tiene preferencias y necesidades, y aconseja cómo crear instituciones que las satisfagan de la mejor manera. En mi tesis, afirmaba que las preferencias son, en parte, un producto de la economía, y que es necesario evaluar la economía por la manera en que fomenta las preferencias de la gente, no sólo por la manera en que las satisface. Ése era el argumento teórico general, que tiene mucha fuerza y ha vuelto a cobrar popularidad. Sam me dijo: “¿Por qué no la compruebas empíricamente con un caso que siente jurisprudencia en educación?” Yo no entendía, pero me explicó que la educación estaba en boga, que todo el mundo se concentraba en esa área y que era ahí donde radicaban las preferencias. Le agregué a la tesis un capítulo en el que argumentaba que no es posible medir en qué grado contribuye la educación a los ingresos por medio de variables técnicas neutrales, como habilidades cognitivas, sino más bien por rasgos afectivos, en particular la capacidad de ser dócil, trabajar duro y acatar órdenes. A fin de cuentas, dos de los capítulos fueron sobre educación. El hecho de que investigara la relación entre educación e ingresos, y que abordara el aspecto económico de la educación, pero no desde
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una noción estrecha –como estudio de costo-beneficio– fue la razón de que Berkeley y Harvard se interesaran en mí. Querían seguir esta línea de investigación: ¿por qué la educación contribuye a los ingresos? Y, por lo tanto, acepté el trabajo en Harvard. P: Y eso, desde luego, fue el inicio de la economía de la educación. R: Actualmente hay toneladas de material sobre el tema, pero entonces Sam y yo éramos unos absolutos parias. Él era profesor asistente en Harvard y cuando me contrataron en la Escuela de Educación, él concursó por la titularidad, pero no la obtuvo. Creo que me contrataron por intermediación de algunos de los profesores más liberales: Ken Arrow, Ken Galbraith y Albert Hirschman, y quizá también Duesenberry. Tal vez pensaron que la universidad tenía una visión demasiado estrecha y que no me habían dado una oportunidad, de manera que me contrataron como profesor asistente de Economía. Sam no obtuvo la titularidad, pero en cambio a mí me promovieron, probablemente como compensación. Era el año 1976 y para entonces ya no trabajaba en educación. Terminamos el libro sobre educación en 1975 y pasamos muchísimo tiempo con educadores, aun cuando nosotros no éramos educadores. Fue sólo un libro. P: Sin embargo, tu libro La instrucción escolar en la América capitalista ha tenido una influencia enorme. ¿Cómo surgió la idea del libro? R: Escribimos varios artículos y pensamos que había suficiente material para un libro. Martin Kessler, el editor –un individuo muy perspicaz e inteligente– nos preguntó por qué no hacíamos un libro. Y lo hicimos. P: ¿Cuánto tiempo les llevó escribirlo? R: No mucho. Seis meses... tal vez doce. Habíamos publicado varios artículos sobre educación, y contábamos con muchos alumnos que estaban haciendo disertaciones para el doctorado, de manera que reunimos el material. Sam y Valerie Nelson habían escrito un artículo sobre el papel del coeficiente intelectual en la movilidad intergeneracional, publicado en Review of Economics and Statistics, una revista muy reconocida y de gran tradición. Y a mí me habían publicado un
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artículo en American Economic Review sobre las características de la productividad en los trabajadores. Habíamos escrito también algo sobre la transmisión intergeneracional del estatus para Social Policy, con gran profusión de diagramas y gráficos. Entre tanto, nos habíamos abocado a la sociología de la educación. Le pedimos a un alumno de doctorado, que estaba preparando su tesis, que visitara escuelas preparatorias para analizar cómo podrían predecirse las calificaciones. Los resultados señalaron la perseverancia y la sumisión a la autoridad, más que características puramente cognitivas. Los conocimientos cuentan, pero no son todo. Otro de nuestros alumnos de doctorado estaba haciendo su tesis sobre los atributos que los empleadores valoraban en los empleados. Visitó algunas fábricas y obtuvo evaluaciones de los trabajadores, tanto de supervisores como de empleados. Comparamos estas dos tesis y armonizaban perfectamente. Las mismas características que los maestros premiaban en la escuela eran las que los supervisores recompensaban en el trabajo. Como yo también había revisado toneladas de estudios sobre desempeño cognitivo y no cognitivo en el trabajo, teníamos muchísimo material, y todo apuntaba en la misma dirección. Las relaciones sociales de la escuela preparan a las personas para las correspondientes relaciones sociales en el trabajo; de ahí el valor que los empleadores les asignan a los trabajadores con una buena educación. Nunca dijimos que las habilidades no fueran importantes, aunque mucha gente lo afirmó. Yo critiqué a Ivan Illich y a otras personas por aventurar el argumento en contra de las habilidades. P: ¿Cómo surgió en tu investigación el término “principio de correspondencia”? R: Sam lo inventó. Su padre era, entre otras cosas, un famoso publicitario de la avenida Madison: Chester Bowles, brazo derecho de Franklin D. Roosevelt durante la segunda guerra mundial, gobernador de Connecticut y embajador en la India. Era una especie de Galbraith; una persona muy, muy importante en la política democrática. Pero ante todo era un publicitario, y Sam sacó de él esa facilidad para encontrar frases adecuadas. Recuerdo que íbamos en un ascensor cuando dijo: “¿Por qué no lo llamamos ‘el principio de correspondencia’?”. Y, desde luego, nos criticaron por funcionalistas, aunque en realidad no me preocupa. Nos abocamos mucho a la sociología. También éramos marxistas,
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por lo que escribíamos sobre el proceso de alienación. Yo había escrito sobre economía y el proceso laboral. Teníamos montones de material y Sam comenzó a interesarse en la historia. En ese tiempo había muchos historiadores –por ejemplo, David Tyack–, por lo que incluimos un par de capítulos de corte histórico. También era el tiempo del movimiento por la educación gratuita, del cual no formábamos parte; es más, lo criticábamos. Como ves, teníamos mucho material, que reunimos y publicamos. P: ¿Por qué a pesar del éxito del libro Sam no obtuvo la titularidad? R: No se lo consideraba un libro de economía, de manera que no lo tomaron en cuenta. No critico eso, sólo menciono el hecho: los artículos cuentan, pero no los libros. Obviamente, su importancia creció con el tiempo. No me di cuenta de que era algo importante sino hasta varios años después. Supongo que algo le encontrarán, pues aún se vende y lo siguen traduciendo a diferentes idiomas. A nosotros nos beneficiaron varias cosas: en primer lugar, teníamos preparación científica y estábamos convencidos de que los buenos argumentos deben apoyarse en evidencia econométrica. Ahora tendemos mucho más a recurrir a las matemáticas que entonces; tenemos mucho más cuidado. Y siento que eso ayudó, porque la mayoría de los argumentos de la izquierda eran poco congruentes. P: Bueno, ya salió el libro, tú obtienes la promoción y Sam, no. ¿Qué sucede entonces con tu carrera académica? R: La verdad es que no importó mucho porque nos pidieron que organizáramos el departamento de economía en la Universidad de Massachusetts, donde estamos ahora. Eso fue en 1975. A Sam le negaron la titularidad antes de que se publicara el libro, de manera que no tuvo nada que ver. No es que mereciera ser rechazado, pues había hecho un muy buen trabajo. P: ¿Es cierto que en Harvard, por tradición, ningún profesor asistente obtiene la titularidad? R: No, para nada. Si observas el cuerpo docente actual, Steve Marglin también era profesor asistente en ese entonces, al igual que Jeff Sachs, Marty Feldstein, Richard Zeckhauser. No tenía nada que ver con eso.
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Les gusta contratar gente de adentro, y continuamente lo hacen. No me parece una buena idea, pues se convierte en un sistema demasiado cerrado y no hay la suficiente circulación de ideas. Pero es una costumbre. P: ¿Tanto tú como Sam se fueron a la Universidad de Massachusetts? R: Sí, junto con otras personas. Uno era Richard Edwards, alumno mío de posgrado, que ahora es decano en Kentucky. Él fue quien hizo la tesis sobre normas laborales y características de los trabajadores. Sam y yo, otras dos personas de Yale –Richard Wolff y Steven Resnick– y Leonard Rapping, de Carnegie Mellon, también se fueron. No recuerdo cuál era su situación laboral, pero querían ingresar ahí y todos éramos marxistas. De manera que iniciamos este departamento y nos prometieron que contratarían a más personas. P: Dijiste “éramos marxistas”. ¿Cómo definirías las etapas de tu carrera académica en estos términos? R: Yo era el líder del grupo en Harvard, y creo que dije: “Tenemos que hacer marxismo.” Mi marxismo fue cambiando. La verdadera inspiración fue el Marx de las primeras etapas, cuando hablaba de alienación. Me parecía fascinante, y escribí mucho sobre el tema, además de abordarlo en mis clases. No tanto el material posterior sobre el capital, pero sí los primeros escritos de Marx. P: ¿Los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844? R: Sí, eso contribuyó a mi tesis doctoral, donde afirmaba que el problema con el capitalismo es que no crea gente capaz. Satisface las necesidades de las personas, pero no promueve su desarrollo. Queremos un sistema que logre ambas cosas, y ése es el argumento inicial de Marx. Los últimos años del decenio de 1960 fueron una época de gran agitación. Había una guerra, que yo consideraba una guerra imperialista, y todos los que tenían más de treinta años me parecían unos imbéciles. La mayoría de mis profesores en Harvard trabajaban para la CIA o la apoyaban, y pocos estaban comprometidos con el movimiento por los derechos civiles o el movimiento feminista. Yo los consideraba unos cretinos y tenía una actitud bastante insolente, basada en la suposición de que “si ellos lo dicen, seguramente está
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mal”, aunque no tenía un conocimiento muy profundo. Sam y yo analizamos la economía marxista, pero ya no; incluso la hemos criticado mucho. En 1986 escribimos un libro llamado Democracy and Capitalism en el que mencionábamos lo que nos parecía mal del liberalismo y del marxismo. No obstante, una parte de Marx es muy importante en economía, la llamada distinción entre trabajo y trabajo-poder. Encontramos una manera de aprovechar lo que nos parecía correcto de Marx, sin comprar todo su pensamiento sobre economía. Y eso es lo que hacemos ahora. P: ¿En qué paradigma creen insertarse? R: Tenemos nuestro propio paradigma. No encajamos en ningún molde. Somos muy neoclásicos en el sentido de que usamos modelos de optimización, conforme al cual los agentes optiman al sujeto hasta el límite. Estamos escribiendo un libro, The Microfoundations of Political Economy, basado en la teoría de juegos. Argumentamos que si Marx viviera ahora, enseñaría teoría de juegos, y ésa sería la base de la teoría social. No somos neoclásicos en el sentido de que consideramos que el poder es parte de la economía, pero es necesario entenderlo conforme a esta teoría. No deconstruimos nada, ni lo sometemos a la hermenéutica; somos economistas analíticos que construimos modelos para ayudar a comprender el mundo. Según algunos, esto nos hace heterodoxos porque utilizamos principios muy tradicionales. Nosotros afirmamos que estos principios justifican muchas nociones de economía política tradicional; por ejemplo, que no puedes reducir la economía a interacciones voluntarias con individuos, que el poder existe y que la desigualdad es sistemática. Hay todo tipo de resultados de economía política estándar, pero el método es economía analítica. También tenemos un proyecto con el que intentamos rebasar el llamado modelo del actor racional o el modelo de optimización del interés individual. Utilizamos el modelo del actor racional porque pensamos que es el mejor, aunque sabemos que es sistemáticamente incorrecto y que debemos encontrar una alternativa, o por lo menos enriquecer ese modelo para hacerlo más preciso, y ése es nuestro proyecto principal para el futuro. Y en eso sí estamos en una etapa muy experimental. Hacemos economía experimental en el sentido de que observamos cómo se comportan los seres humanos en situaciones experimen-
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tales. Luego afirmamos que no se comportan como sostiene la teoría económica. Por ejemplo, la gente tiende a actuar con reciprocidad; ayuda a las personas que son amables y lastima a quienes no lo son. Esto no es “racional”. Las preferencias se basan en cosas muy diversas, en las que no creen los economistas neoclásicos; por ello nos basamos mucho en la experimentación, aunque también en la biología. En nuestro grupo hay psicólogos evolucionistas, antropólogos y biólogos, además de economistas, y afirmamos que es necesario desarrollar una teoría de la conducta humana conforme a la conducta de los organismos vivos. Los humanos somos diferentes, pero somos organismos vivos. Así, por ejemplo, cuando hablo de que el ser humano es un ser social, comienzo por hablar de las hormigas y las termitas. ¿Qué características tiene un animal social? La característica de las hormigas, termitas, abejas y los seres humanos es que son seres sociales y de eso depende su éxito. Por ejemplo, las hormigas forman la octava parte de la biomasa de la Tierra. ¡La octava parte! Por lo tanto, tienen mucho éxito y éste se basa en su sociabilidad. Pensamos que las personas son intrínsecamente sociales, y que no es sólo algo que se aprende en la escuela. Lo que intento decirte es que no encajamos en ningún paradigma tradicional. Aunque debo decir que estamos muy lejos de algunos de nuestros antiguos amigos como Giroux y Apple, porque no deconstruimos ni escribimos nada, a menos que podamos traducir las palabras en modelos, y somos muy escépticos respecto de muchas de las soluciones tradicionales de la izquierda. P: ¿La teoría de juegos está muy relacionada con la teoría de la elección racional? R: Realmente no. En biología, se utiliza mucho para entender a los animales –no sólo a los mamíferos, sino a los escarabajos y los peces, por ejemplo–: cómo se comportan, cómo interactúan, sus prácticas de apareamiento, sus prácticas predatorias, cómo buscan su alimento. Nosotros afirmamos que la teoría de juegos es evolucionista; lo que sobrevive son prácticas útiles para quien las lleva a cabo. Escribí un artículo en el que propongo que deberíamos dejar de considerar la cultura como un molde uniforme, arquitectónico e interrelacionado, y pensar en ella como partes que denomino “herramientas discursivas”: las herramientas que eligen y usan las personas –como martillos– para lograr sus propósitos. Por eso afirmamos que los derechos humanos
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son tan importantes. Decir: “Tengo derecho...” te confiere poder. Si se valida, es una herramienta discursiva. Sólo necesitas seleccionar las ideas y las conductas que parecen funcionar. En ese sentido, la teoría de juegos no exige racionalidad. P: Es fascinante, pero, por ejemplo, ¿podrían los cristianos evangélicos utilizar este argumento sobre las mismas bases morales que el movimiento por los derechos civiles? R: No estoy usando un argumento moral. P: ¿Y por qué no agregar elementos morales? R: Si sustituyes los argumentos científicos por argumentos morales, no llegas a ninguna parte. Yo tengo convicciones políticas muy claras, aunque no creo que sean mejores o peores que otras. Además, no me muevo tan bien en el terreno moral como en el científico. Sé un poco cómo funciona el mundo y podría contribuir con algo. Nunca emito juicios morales con mis alumnos, salvo en ocasiones con los de reciente ingreso en la carrera, porque de otra manera piensan que eres inhumano. Por lo tanto, les digo que el racismo es malo, aunque en general trato de analizar cómo funciona. Prefiero decir “así es como funciona, y tienen que entenderlo para cambiarlo”. Muchas personas creen que hay diferentes paradigmas y que su labor es criticarlos. Yo creo que sólo hay un paradigma, una sola verdad, y la gente debería hablar de cómo llegar a ella, y no de paradigmas alternos. Cuando era marxista creía en los paradigmas, pero estaba equivocado. En las ciencias naturales no hay paradigmas; hay diferencias y se emiten juicios al respecto, pero todos hablan el mismo idioma, con excepción de algunas pequeñas diferencias cuando la ciencia no está muy desarrollada. Tampoco creo que deba haberlos en las ciencias sociales, y me parece un error copiar la filosofía europea del siglo XIX, que hace conjeturas no sobre una sociedad real, sino construida. Lo que pienso de la sociedad humana es igual a lo que pienso sobre las termitas... ¡existen! Y no la entiendo. Desde luego me importa más la sociedad humana porque quiero que sea buena, hermosa y equitativa. Pero no la construyo; no puedo hacer que algo suceda porque creo que debe suceder.
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P: Debes aceptar que la diferencia entre termitas e individuos es la medida en que cada uno enfrenta las elecciones. R: ¡Claro!, pero en este sentido soy un economista. Las personas necesitan soluciones a problemas económicos que no saben cómo resolver. Yo tampoco sé cómo resolverlos, pero intento imaginar cómo. Si lograra darles a las personas las herramientas adecuadas, podrían cambiar el mundo. Sam y yo creemos en la política democrática, y no puedes decir que la verdadera democracia no existe por la ideología del capitalismo. Los derechos humanos plenos no existen debido a que tampoco existe el marco institucional en el que podrían prosperar. Ni siquiera sabemos cuál debería ser ese marco institucional. Debemos encontrar una solución para tener compañías democráticas en una sociedad productiva y progresista. No se trata de convencer a la gente de tener empresas democráticas, porque todos queremos la democracia. Pero nadie cree que puedan funcionar, y yo tampoco... no todavía. El problema con la educación en Estados Unidos es que carecemos de conocimientos, no sabemos qué es una buena escuela. Considero que Jonathan Kozol está equivocado; no se trata de dinero. A pesar de que durante años les han inyectado a las escuelas muchísimo dinero, los niños de familias pobres que han recibido toneladas de dinero per cápita no han mostrado mejores resultados. P: ¿Cuál es, entonces, el problema de las escuelas? R: No lo sé, por eso estoy a favor de que la gente pueda elegir la escuela para sus hijos, y eso es un proceso competitivo. Se debe permitir que algunos proporcionen servicios educativos a los niños, al igual que se proporcionan servicios para el cuidado de la salud o se vende pollo frito. Si la gente obtiene lo que quiere, las escuelas estarán sujetas no a la burocracia del Estado sino al mercado. Veamos qué funciona. He modificado un poco esta perspectiva porque creo que, al igual que el cuidado de la salud, no sólo puedes darle a la gente un seguro y permitir que lo usen para lo que quieran. Pero sigue habiendo un proceso competitivo en el cual quienes proporcionan el servicio tienen que obedecer a los clientes, y eso debería existir en las escuelas. No sé si es lo correcto, pero sospecho que sí. Y deberíamos ponerlo a prueba mucho más de lo que lo hemos hecho.
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P: ¿Prevé este modelo alguna salvaguarda para proteger el sistema de educación pública? R: No, por eso no funciona el sistema de educación pública. En el momento en que tienes una salvaguarda, ya no hay razón para seguir trabajando. Por ejemplo, uno de los aspectos de nuestra propuesta es que las escuelas certificadas tienen que ser totalmente financiadas. No puedes darles a los alumnos media beca porque sólo tienes financiamiento parcial. Los padres de clase media sacarán a sus hijos de la escuela y los padres pobres no podrán pagar la diferencia. Las escuelas no pueden pedirles a los padres que paguen el diferencial de la colegiatura. De esta manera se evitarían la mayoría de las desigualdades, como las que se dan en el sistema escolar de California, pues no se sentarían las bases para ello. Que se obligue a las escuelas a compartir, digamos, los gimnasios o las piletas, tal como se obliga a los sistemas telefónico o ferroviario a compartir las líneas de fibra óptica o las vías. Hay que idear algo para que el sistema sea más productivo y competitivo, pero equitativo. Lo que quiero decir es que intento buscar soluciones a los problemas, y si la gente quiere ponerlas en práctica, ¡perfecto! Me parece que la izquierda carece de imaginación. No genera ideas nuevas, cuando deberíamos estar buscando soluciones. La izquierda del siglo XIX creía en la salud pública, en la educación pública y en la seguridad social. Eso era revolucionario. ¿En qué creen ahora? ¡En nada! No tienen ideas para que el sistema funcione mejor. Sólo piden que se dé más a los pobres o se ayude a los desfavorecidos. Me parece perfecto, sólo que no soy sacerdote, sino economista. Constantemente les digo a mis alumnos que soy un plomero, porque es necesario saber cómo arreglar las tuberías; cuando alguien te llama, debes tener la capacidad de decir dónde está el problema y cuál es la solución, en vez de comenzar a darle al cliente una lección de filosofía para deconstruir el problema y demostrarle por qué sus valores son equivocados. Soy un economista-plomero, y arreglo las tuberías de la economía. P: ¿Cuáles son las principales aportaciones de tu trabajo? R: Estamos abordando nuevamente aspectos educativos, aunque tenemos el mismo principio que antes. La educación es una institución que sirve para socializar a los jóvenes en la estructura social
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dominante. Si queremos lograr una educación más democrática y liberadora, es necesario tener una sociedad menos jerárquica, en la que las personas en verdad puedan tomar decisiones, especialmente en el mundo laboral. Tenemos una sociedad democrática fuera del mundo del trabajo, y hay personas que tienen libertad de pensar lo que quieran y eligen vivir en una sociedad democrática. P: Quieres decir que la democracia política parece funcionar, mas no así la democracia económica. R: Así es. Por eso la gente nunca aprende a tomar el control de su vida. En la escuela, aprende a acatar órdenes, a dar algunas, y a aceptar otras, y luego sale al mundo laboral y hace lo mismo. Nunca aprende a tener control de su vida, incluido el control de riesgos. La enseñanza impartida en las escuelas hace a las personas muy estrechas. Se conforman con su vida modesta y, cuando llegan a los treinta, son como patos y llevan grabado el mensaje: “ésta es mi vida y lo demás no me importa”. Así lo aprendieron en la escuela y en el trabajo. Podrían ser iconoclastas, podrían ser responsables, aprender nuevas ideas, pero no lo hacen porque no es el tipo de sociedad en que vivimos. Y no puedes depender de las escuelas para crear una sociedad igualitaria. Las escuelas pueden contribuir a la igualdad, especialmente en los niveles socioeconómicos más bajos porque, cuando hay mucha pobreza, la educación es una manera de mejorar los salarios. P: El concepto del Estado benefactor ha sido duramente atacado desde diversos frentes, incluyendo, desde luego, la nueva derecha. En el contexto educativo, el debate se relaciona con la noción de educación subsidiada con recursos públicos. ¿Cómo ves el papel del Estado? R: En primer lugar, me parece que el debate “Estado contra mercado”, aun cuando es muy común en los medios, no resulta interesante desde el punto de vista intelectual. Todas las economías que funcionan tienen mercados y Estados. No existe un mercado puro sin Estado, ni Estado sin mercados. Y ambas son instituciones necesarias; no están enfrentadas. Eso es un error; es la vieja izquierda contra la derecha, lo público contra lo privado, y todo eso está muerto. La dicotomía no es real en términos de opciones políticas. Tenemos que idear cómo integrar adecuadamente el Estado y el mercado para lograr una buena
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sociedad; lo importante es ver cómo se relacionan. No creo que funcione un sistema educativo puramente laissez-faire, pues sería extremadamente desigual y probablemente destructivo para la sociedad, debido a que no hay principios de organización rectores ni requisitos. Tampoco creo en el control del Estado, y por eso me molesta tanto la izquierda, porque apoya la provisión de servicios educativos sin competencia y le parece perfecto. No sólo no está bien, sino que es una estupidez. Tanto la izquierda como la derecha, el mercado como el Estado, han pasado por alto lo que Sam y yo llamamos la estructura básica de gobierno para la sociedad, y eso es la comunidad. Para la derecha, todo son mercados, y no existen las comunidades. Para la izquierda, todo es el Estado. Pero las comunidades son mecanismos muy importantes y eficaces para proporcionar servicios e instrumentar normas. La comunidad es una estructura de gobierno, tal como el mercado y el Estado, y nuestra teoría es que debemos construir comunidades capaces de controlarse a sí mismas. Las comunidades son mecanismos de disciplina sorprendentes que cuentan con sus propias áreas de especialidad. No pueden hacer lo que hacen los mercados porque por lo general no manejan bien la competencia. Tampoco pueden hacer lo que hacen los estados porque no tienen la capacidad de imponer las reglas del juego. Pero pueden hacer otras cosas, como fomentar la interacción cara a cara. La razón por la cual no hay delincuencia en la zona donde vivo es porque todos los vecinos conocemos a los hijos de los demás. Si alguien hace algo, de inmediato sabemos quién es. Una buena comunidad puede disciplinarse, disciplinar a sus jóvenes de manera que no creen problemas impunemente, y no hay lugar para que lo hagan porque siempre están rodeados por la comunidad. Un argumento en favor de elegir la escuela es que las comunidades podrían formar sus propias escuelas. P: ¿Cómo funciona la noción de identidad cuando encontramos en las comunidades tremendas contradicciones, tensiones y diferencias? R: No sé la respuesta. Deberían asignarse más recursos a las comunidades y darles más poder para que puedan desarrollarse. Cuando las personas cuentan con recursos, hay oportunidades. La historia demuestra que hay líderes que se erigen a la altura de las circunstancias: utilizan los recursos y organizan las cosas en beneficio de la comunidad. Observa las grandes comunidades, la comunidad de in-
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migrantes cubanos, la de los antillanos, los jamaiquinos, los coreanos. Logran sus propósitos sin tener que abandonar su lugar de residencia. El problema es que no les damos poder a las comunidades. Por ejemplo, no creo que debería haber viviendas arrendadas por el Estado. Deberíamos fomentar el que todos fueran propietarios de su casa, lo cual promovería una mayor participación comunitaria. La derecha quiere olvidarse de los pobres, mientras que la izquierda aboga por la construcción de viviendas con recursos públicos. Eso destruye a las comunidades. Si las personas pudieran administrar las escuelas locales, en vez de que lo haga una burocracia estatal o local, tendrían más decisión sobre su entorno. La derecha alega que cada quien se haga cargo de sí, mientras que la izquierda pretende que el Estado se encargue de todo. Yo digo otra cosa: que el Estado fije las reglas del juego para que las familias sean unidades fuertes –como deberían ser– que lleven a cabo las funciones sociales que supuestamente deberían realizar. Y lo mismo digo para las comunidades: en vez de sustituirlas, fortalezcámoslas con la ayuda del Estado. No es una postura de derecha ni de izquierda. Tradicionalmente, hemos tenido mercado y Estado, pero hay otros dos factores: familia y comunidad, y no son alternativas para remplazar al mercado ni al Estado. Son parte de un cuarteto de instituciones de gobierno que deben funcionar adecuadamente para sobrevivir. No quiero decir que haya una especie de “familia típica”. No me importa si se trata de una familia gay o de una familia tradicional. Una familia es una unidad de personas estrechamente relacionadas, responsables de educar a los niños de una manera que no puede, ni jamás podrá, el Estado. P: Cada vez hay una mayor globalización de la mano de obra, la tecnología y el capital, una mayor movilidad de todos ellos. ¿Cómo afecta esto la noción de construir comunidades? R: La globalización continuará. No obstante, se puede tener un sentido más profundo de comunidad y contacto personal a la vez que se forma parte de un mundo muy grande. ¿Qué pasa con Internet? Cada vez hay más personas que tienen grupos de amigos a los que no conocen, pero con quienes comparten intereses. Encuentran nuevas comunidades de personas con una gran disposición para dar y recibir, lastimar y ayudar. La gente pasa mucho tiempo dando información a otras personas. Cuando la iguana que tengo de mascota se enfermó,
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me puse en contacto con una comunidad a la que le gustan las iguanas. Las personas necesitan comunidades y relaciones estables y duraderas. Es tan anticuado como siempre, tan cierto como siempre, y no ha cambiado; la gente vuelve a descubrirlo continuamente. Uno de los postulados de nuestro plan económico es que los padres deben responsabilizarse de sus hijos, apoyados por el Estado. No se trata de que el Estado se responsabilice de tus hijos y tú tengas el derecho de reproducirte y de tener tantos hijos como quieras, sino de que las personas construyan relaciones duraderas, al margen de la globalización. Creo que a veces se exagera la globalización. No hay más migración ahora de la que había a mediados del siglo XIX. No hay más movilidad de capital de la que había en el siglo XIX. No es que el capitalismo se esté apoderando de todo, sino que todas las opciones diferentes del capitalismo se han autodestruido porque no han funcionado. Mi principio es que si hay una víctima, la culpa es de la víctima; si pierdes, tú tienes la culpa. Y la izquierda perdió. Tenía ideas que no funcionaron; en los años sesenta creíamos que íbamos a imponer el socialismo en los países avanzados, que adoptaríamos la planificación estatal de la Unión Soviética agregándole la democracia, y que eso sustituiría el capitalismo. Pero los éxitos de los decenios de 1970 y 1980 se lograron aplicando principios capitalistas. Por lo tanto, la izquierda perdió, y sus ideas no funcionaron. Si queremos una alternativa mejor, debemos crear nuevas ideas, mejores que las de los capitalistas. Como dije antes, la izquierda ya no tiene buenas ideas y ahora los filósofos se dedican a deconstruir, ya que no pueden cambiar nada. ¡Qué cobardía! Los activistas, en tanto reconocen que es imposible tener instituciones nuevas, quieren luchar para que los pobres tengan una mayor tajada; que se redistribuya el ingreso. Muy bien, pero afirmar que la estructura fiscal es demasiado desigual no es radical; ni siquiera vale la pena mencionarlo. Es tan cierto... ¡y tan obvio! Si te preocupas por los que no tienen casa, perfecto, pero eso está muy alejado de los movimientos de izquierda que intentaron hacer historia. Sin duda es una abominación la manera en que tratan a la gente que no tiene casa, pero eso no alcanza para hacer un programa para la izquierda. Lo importante es cómo encontrar soluciones para reorganizar la sociedad, de manera que las personas tengan poder y una vida digna. Mientras sigan hablando de la globalización y de que los capitalistas se están apoderando de todo,
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están perdiendo la perspectiva, que es pensar en nuevas instituciones que funcionen mejor y que le den a la gente lo que quiere. P: ¿Cómo has abordado el problema del poder en las instituciones de educación superior? R: Es un problema difícil. En primer lugar, la vida académica en Estados Unidos es muy abierta, extrañamente abierta, con excepción del área de economía, pero en las demás áreas de ciencias sociales, las ideas de los radicales se tomaron en cuenta con toda seriedad. Observarás, por ejemplo, que en los departamentos de sociología o de ciencia política de Berkeley se encuentran los antiguos izquierdistas de los sesenta. En general, me parece bastante abierto. No han rechazado nuestras ideas. En La instrucción escolar en la América capitalista, nuestra propuesta era “impongamos el socialismo y luego tendremos buenas escuelas”. Pero no supimos cómo imponer el socialismo, por lo cual no sorprende que nuestras ideas respecto de la educación no se consideren relevantes para la política actual. Tendremos que repensar algunas cosas. La economía es un sistema muy cerrado y cambia con lentitud, aunque en los últimos veinte años ha cambiado drásticamente. Teníamos muchas ideas que no necesariamente eran correctas porque las atamos a viejas teorías marxistas. Ahora que las estamos vinculando a teorías generalmente más válidas estoy dispuesto a dejar que los jóvenes economistas decidan si estamos o no en lo correcto, y no creo que se equivoquen. En la historia de la economía, los tipos inteligentes y llenos de ideas no fueron aplastados por los apólogos del sistema. Más bien creo que debemos tener fe en la apertura del sistema, estar dispuestos a confrontar nuestras ideas con las de los demás y, a la larga, se demostrará si tuvieron éxito o fracasaron. Por otra parte, hay una actitud tendenciosa constante. He tenido ideas excelentes que se les han acreditado a economistas de derecha porque la profesión no quiere reconocer a alguien “de afuera”. Muchos economistas odian a la gente que habla como yo. Es una situación curiosa, pues hay gente bastante mojigata aunque el sistema, en general, es bastante abierto. Los jóvenes que estudian el posgrado andan en busca de cosas interesantes y tienen ideas frescas, como nos pasaba a nosotros, y no les importa si los viejos están o no de acuerdo. Algunas personas con pésimas ideas que carecen de éxito culpan a los prejuicios de su fracaso pero, como yo digo, cúlpa-
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te sólo tú; si eres la víctima, culpa a la víctima. Y eso sucede cuando tus ideas no son lo bastante buenas. Es muy importante que una buena universidad intente contratar gente brillante, aun cuando los nuevos estén en desacuerdo con la generación anterior. Por ejemplo, en economía, las universidades más importantes contrataron expertos en teoría de juegos, que ahora dominan la profesión. Los contrataron por un periodo de diez años porque decidieron concentrarse en la teoría de juegos. Los viejos que tenían una línea de investigación diferente afirmaban que el trabajo de sus estudiantes no era tan interesante como la investigación en teoría de juegos. Los pusieron a cargo de las revistas y les dieron puestos en las principales facultades, mientras la generación joven reorganiza la economía. P: Cuando llegaste aquí a formar un departamento, ¿sabías a quién querías contratar? R: No todo lo que he pensado o dicho ha sido correcto. Ojalá que por lo menos haya tenido cincuenta por ciento de razón. Me gusta probar nuevas ideas y ver cómo funcionan; si no funcionan, las abandono. Una de las ideas era trabajar en un enfoque paradigmático que comprendía a los neoclásicos, los capitalistas, los apólogos y los tipos buenos, que eran los marxistas. Yo me puse del lado de los marxistas, y fue un error. A mediados de los años setenta, Sam y yo escribimos un artículo sobre la teoría del valor de la mano de obra. Era lo que llamaría un intento desesperado por defender esta teoría mediante una reinterpretación. Hicimos una reinterpretación increíble. Sam predijo: “Éste será el último artículo que escribamos en este campo”, porque estábamos convencidos de que ni siquiera nuestros mejores argumentos funcionaban. Estaban surgiendo nuevas ideas en economía que nos resultaban muy afines, de manera que fue fácil cambiar a ellas. Tengo fe en que las nuevas ideas se difundan por medio del proceso científico y no de la oposición política: éstas son mis ideas, ésta es mi evidencia, aquí están mis modelos; acéptalos o recházalos. Yo me creía capaz de derrotarlos en el campo político; ahora prefiero retarlos en el nivel intelectual. Sin duda, perdimos la batalla política. Pero me da gusto que hayamos perdido, porque de cualquier manera no teníamos buenas ideas. Al igual que La instrucción escolar en la América capitalista, sólo eran una crítica, no una política, ni dio pie a una buena política educativa.
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P: Pocas personas logran una colaboración de tantos años en proyectos relevantes como Sam y tú, que han trabajado juntos durante más de veinte años. ¿Cómo ha funcionado? R: En realidad, hay mucha colaboración entre los economistas; una colaboración distinta de la que se da entre los físicos. En las ciencias físicas, por lo general hay un líder de grupo y los investigadores que participan en el proyecto. A los economistas nos gusta trabajar en equipo. Observarás que, en cualquier revista, varios artículos son de más de un autor. Ahora sólo trabajamos los dos, en parte porque estamos en la misma institución, pero también porque hacemos un buen equipo. Ambos nos hemos dado cuenta de que nuestro mejor trabajo es el que hemos hecho juntos. Podría decirse que es un “surgimiento evolutivo” de colaboración, porque sigue funcionando. Cuando ya no funcione, dejaremos de trabajar juntos. No sé por qué, pero siempre encontramos ideas diferentes y novedosas, y nos ponemos de acuerdo en cómo fusionarlas. Casi siempre partimos de puntos distintos, aunque llegamos al mismo sitio. También somos muy diferentes. Yo soy más iconoclasta, mientras que Sam es mucho más cuidadoso y con ideas de izquierda más tradicionales. Cuando me decían que yo era marxista, de la Cuarta Internacional, yo me divertía y me burlaba porque jamás lo fui. Siempre pensé que había que considerar esas ideas, y aún lo sigo haciendo para analizar qué funciona y qué no. Cuando he tenido diferencias serias con mis amigos –incluso los economistas– no sólo se ha perdido la amistad sino la colaboración. ¿Cómo hemos logrado seguir colaborando Sam y yo? Cada cual tiene sus fortalezas y sus debilidades. Yo soy matemático y a él le encanta que yo me encargue de los detalles de los modelos, aunque los comprende y es muy crítico. En cambio, yo acepto el modelo porque me gusta, aunque no siempre es lo que necesitamos. Yo suelo enamorarme de mis modelos. Él se preocupa por los detalles econométricos y es mucho más perceptivo que yo. Por lo tanto, yo diría que tenemos habilidades complementarias. P: ¿Qué es lo que tienen en mente, en cuanto a libros y otros proyectos importantes? R: Sobre todo ha habido una explosión de trabajo en educación, motivado por The Bell Curve, que ha sido un libro muy difícil, muy sesgado. Aún seguimos analizando los datos. Con nuevas series de
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datos y nuevas técnicas, seguimos probando las mismas afirmaciones que hicimos antes sobre la importancia del coeficiente intelectual y la transmisión intergeneracional, y estamos preparando modelos sobre el componente afectivo de la educación. Yo también escribí algo sobre la posibilidad de elegir escuela. En el área de educación, no nos hemos apartado mucho de los postulados de La instrucción escolar en la América capitalista, salvo que en ese entonces teníamos la idea de que a partir del socialismo todo se resolvería. No nos percatamos de que era un proyecto mucho más difícil de lo que pensábamos, y ahora somos mucho más circunspectos. Otro proyecto, al que hemos dedicado alrededor de diez años, es el que llamamos “microbases de economía política”. Estamos escribiendo un libro sobre cómo hacer teoría económica de las instituciones a partir de la teoría microeconómica, utilizando modelos de elección racional. Aun cuando estamos trabajando en el libro, no hemos desarrollado opciones con modelos de elección racional para explicar cómo funcionan las economías competitivas de propiedad privada con el Estado. Dado que el marxismo no funciona como economía política, es necesario buscar otras opciones. Muchos están trabajando en ello, y nuestro enfoque es sólo uno más. En tercer lugar, hemos estado muy activos en política económica. Bastante iconoclastas, porque afirmamos que ningún lado del debate entre Estado y mercado es incorrecto. Necesitamos al Estado, al mercado, a la comunidad y a la familia, y tenemos recomendaciones específicas en áreas como la educación, espacios laborales democráticos, cuidado de los niños, macropolítica, políticas de estabilización y de crecimiento. El año próximo escribiremos un libro sobre ese tema. A largo plazo, tenemos un proyecto sobre normas y preferencias, en el cual colaboramos con biólogos, antropólogos y psicólogos, en su mayoría evolucionistas; esto es, existe la noción de unidad en las ciencias de la conducta y unidad en el concepto de los agentes individuales en todas las ciencias de la conducta: sociología, ciencia política, etcétera. Apenas estamos en la etapa inicial del proyecto, que nos llevará unos diez años.
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P: ¿Cuál ha sido tu trayectoria en términos de educación formal y qué cargos has ocupado como docente e investigador? R: Ante todo, te diré que nunca tuve la intención de ser docente. Cuando terminé la preparatoria, me gané una beca de basquetbol para ir a la universidad, pero me di de baja y trabajé durante dos años en distintas cosas. Afortunadamente, me dieron una nueva beca de basquetbol, pero esta vez fue para entrar en una facultad de pedagogía. Posteriormente gané otra beca para la Universidad Estatal de los Apalaches, donde hice una maestría en Historia y donde se inició mi educación en serio, porque me designaron profesor asistente de un docente extremadamente progresista y radical, con quien aprendí más de lo que en toda mi educación formal hasta ese momento. Comencé mi maestría en 1967, un momento en que el país estaba en efervescencia. Era una espléndida oportunidad para aprender de política, poder y conocimiento fuera de la universidad. Después de obtener mi maestría, di clases en una escuela secundaria durante siete años en una ciudad pequeña en las afueras de Baltimore, caracterizada por profundas divisiones raciales, económicas y culturales. La escuela padecía una fuerte segregación porque muy pocos negros lograban acceder a la educación superior. De pronto, me enfrenté a un panorama institucional y cultural de racismo sin tener el lenguaje que me permitiera comprenderlo o confrontarlo. En ese momento, la canalización me parecía tan natural que en un principio no la contemplé como una forma de injusticia racial, de género y de clase. Pero la experiencia me radicalizó. En 1967, me convertí en un organizador comunitario para intentar cambiar la escuela, y trabajé en la comunidad negra durante un año. Como resultado de mi intento por democratizar la organización escolar y el currículum, me despidieron. Así es que regresé a Nueva Inglaterra y conseguí entrar en una escuela de los suburbios. Yo venía de una familia de clase trabajadora y me resultaba muy difícil el trato con alumnos de clase media alta, blancos y privilegiados en extremo; me era muy difícil negociar en esos términos. [129]
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Durante seis años, di clases en esta escuela, ubicada en Barrington, Rhode Island, donde los niños se encontraban en la vía rápida para la movilidad académica y económica. Ciertamente yo les brindaba otra manera de ver el mundo, pero el trabajo no me satisfacía. También estaba cansado de dar clases en la preparatoria, pues además de que me resultaba extenuante, había comenzado a estudiar seriamente teoría social radical. Sentí que era momento de cambiar y hacer algo que tuviera efectos más profundos. P: ¿Qué materias enseñabas? R: Estaba en el departamento de estudios sociales. Las escuelas estaban experimentando con nuevos planes de estudios y me dieron la libertad de dar unos cursos fuera de la ortodoxia habitual. Di un curso sobre sociedad y alienación, así como cursos sobre racismo y feminismo. Este último llamó la atención de algunos fundamentalistas de derecha en la comunidad y el comité escolar organizó una audiencia pública. Como la noticia se filtró a los medios locales, varios predicadores fundamentalistas de derecha anunciaron en sus programas de radio que un feminista de izquierda estaba dando clases en una preparatoria de la localidad. La derecha se movilizó y logró convencer a la escuela de que retirara de la biblioteca los textos que utilizaba en clase. Yo no usaba los libros prescritos; compraba cinco ejemplares de los libros que pensaba usar y los dejaba en la biblioteca como reserva. Leíamos libros que no podías conseguir por medio de los canales normales. Además, alquilaba películas de un comité francoamericano por cinco dólares. Si bien yo tenía que financiar mis cursos, fue una gran experiencia, aunque causó gran revuelo en la comunidad. Claro que tras este episodio, mis días estaban contados. Poco después, asistí a una conferencia sobre los nuevos estudios sociales y conocí a un tipo fantástico llamado Ted Fenton. Cuando terminó su ponencia, le hice varias preguntas y me invitó a unirme al programa de doctorado en la Universidad Carnegie Mellon. Era un tipo generoso y amable, y ayudó a cambiar mi vida de diversas maneras. Me consiguió una beca y partí a estudiar; fue una maravillosa casualidad. Obtuve el doctorado en 1977. Poco después, conseguí un trabajo en la Universidad de Boston, y ahí mi vida teórica tomó un giro muy específico. Era un momento muy emocionante para enseñar y estudiar teoría y práctica de la educación crítica, ya que la nueva política
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educativa y la sociología de la educación tomaban rumbos muy críticos. Sobre los temas de educación y el currículum, influyeron mucho los trabajos de Herb Gintis y Sam Bowles, Maxine Greene, David Purpel y Michael Apple. De igual importancia fue el trabajo desarrollado por el movimiento de la Nueva Sociología de la Educación en Inglaterra, que contaba con gente como Michael Young, Basil Bernstein, Geoff Whitty, Paul Willis y otros del Centro de Estudios sobre la Cultura en Birmingham, que fue crucial para rearticular un nuevo discurso crítico sobre la teoría y la práctica educativas. Al cabo de unos cuantos años, escribí mi primer libro, Ideology, Culture and the Process of Schooling (Ideología, cultura y el proceso educativo), que fue una verdadera iniciación en la necesidad de realizar trabajo teórico riguroso. Incluso ahora el libro me sigue pareciendo relevante. Tenía una gran cantidad de alumnos –cincuenta o sesenta– aunque sólo podían inscribirse veinte. Llegaban estudiantes de Harvard, de Boston, de Northeastern, todos interesados en el trabajo que se estaba haciendo sobre reproducción social y educación. El departamento de filosofía era extraordinario, ya que muchos de los docentes se basaban en la teoría de la Escuela de Frankfurt. La emoción de leer trabajos críticos, de tener estudiantes de diferentes culturas, muy motivados, y de vivir en una ciudad con gran movimiento era como un sueño hecho realidad. Mientras estaba en la Universidad de Boston me casé con Jeanne Brady, y aunque considerábamos que la vida era una lucha, nos sentíamos felices. Mas de pronto, en 1983, mi vida cambió de manera drástica. Sorpresivamente, John Silber, rector de la Universidad de Boston, me negó la titularidad. El proceso había sido bastante claro: obtuve un voto unánime en todos los niveles de evaluación académica. En los niveles universitarios, los votos fueron 13 a 0 en mi favor. Ese año se habían presentado veintisiete casos para titularidad, y sólo tres obtuvieron voto unánime, yo entre ellos. El decano de mi facultad anunció públicamente que renunciaría cuando se enteró de que no me darían la titularidad a pesar de la votación. Para evitar una vergüenza académica, Silber decidió salirse de los canales habituales para el proceso de evaluación y estableció su propio comité revisor ad hoc, que incluía a Nathan Glazer, Chester Finn y otros incondicionales. Yo elegí a un miembro del comité, Michael Apple, pues las otras dos opciones estaban fuera de mi alcance. Llegado el momento de las evaluaciones, tuve una reunión con Silber. Me propuso que si no publicaba ni escribía nada durante dos años, y estudiaba historia de la lógica y la ciencia con él, en cali-
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dad de mi tutor, no sólo podría conservar mi salario, sino que se reconsideraría mi caso para la titularidad. Desde luego renuncié y comencé a buscar trabajo, que finalmente encontré en la Universidad de Miami. P: Si mal no recuerdo, Silber intentó apuntalar su ataque haciendo referencia a un grave error en uno de tus libros. R: Tenía un ejemplar de Ideology, Culture and the Process of Schooling, y me dijo: “He escuchado que eres un gran docente. ¿Por qué escribes esta mierda? Ésta es una de las razones por las que no tienes la titularidad. Abre la página X”. Yo pensaba: “¿Qué cosa tan grave habrá en esa página?” De pronto me di cuenta. Había terminado una oración o cita con una referencia como “Horkheimer, 1965.” Alegó que debería haber puesto la fecha de la publicación original en vez de la edición posterior. Me quedé atónito y le dije: “¿Acaso es una broma?” Su respuesta fue que justamente de eso se trataba la plaza. Desde luego, fue un golpe bajo, un intento por encontrar una justificación que no tenía. Poco después, me devolvieron el ejemplar que había usado Silber. Sólo había leído y marcado la primera mitad de la introducción; el resto del libro estaba intacto y, aparentemente, sin leer. Nathan Glazer, de hecho, admitió que no tuvo tiempo de leer Teoría y resistencia en educación; sólo le había echado un vistazo. Su recomendación a Silber fue que yo tenía la capacidad de ser un buen profesor de preparatoria, pero no de nivel universitario. Esto no sólo ilustraba dos ejemplos de maldad, sino que indicaba el tipo de censura que la derecha estaba dispuesta a ejercer para restringir la libertad de expresión, especialmente cuando se integraba un riguroso trabajo intelectual con la crítica social. Mi situación era tan fuera de lo común que mi decano, Paul Warren, afirmó que era el caso más difícil que había visto en la Escuela de Educación. Ambos libros habían sido ampliamente criticados y Teoría y resistencia en educación se convirtió en una referencia obligada en el campo de la educación. Más aún, los cincuenta artículos que había escrito se publicaron en revistas con el mayor reconocimiento académico, como Harvard Education Review, Educational Theory y Curriculum Inquiry, que entonces era una publicación muy influyente. Se trataba de un castigo por ser un intelectual de izquierda de clase trabajadora.
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Llegué a la Universidad de Miami (en Ohio) en septiembre de 1983. Fue una experiencia muy traumática para Jeanne y para mí porque perdimos a nuestros amigos. Tuvimos que vender la casa, Jeanne renunció a un trabajo excelente y, por supuesto, el trauma provocó bastante estrés en nuestra relación. Abandonamos una bella ciudad por una universidad más bien rural, homogénea, de clase media, ubicada en los suburbios: una experiencia alienante. También marcó el inicio de la segunda etapa de mi carrera, caracterizada por estar lejos del centro de la ciudad. No me gusta mucho vivir en zonas rurales ni en comunidades homogéneas. El contexto urbano me resulta fascinante, y es muy importante para mi salud mental y psicológica. Me encantan las escuelas públicas, los alumnos de zonas urbanas y la emoción de vivir en una ciudad. Pues ahí estaba en ese remoto pueblo habitado por alumnos muy conservadores. Irónicamente, Miami tenía varios docentes de primera que eran bastante progresistas y de izquierda: Paul Smith, Michael Ryan, Jim Sosnoski y otros. Yo trabajaba con un grupo de profesores cuya ideología estaba en desacuerdo con la del pueblo, y ciertamente con de la de los alumnos. Así es que formamos una comunidad muy unida, donde teníamos diversos grupos de estudio. En ese sentido, Miami me benefició mucho. El lugar estaba demasiado alejado para atraer a buenos estudiantes, y yo no tenía recursos para invitar a alumnos y darles apoyo económico. Fue durante los últimos cuatro años de mi permanencia cuando comencé a tener alumnos excelentes pues, para entonces, ya tenía cierta reputación y varios estudiantes realmente querían estudiar conmigo. Stephen Haymes, Joe Kretovics y David Trend llegaron con otros estudiantes de Irlanda, Polonia y Sudáfrica. Fue en ese tiempo cuando Peter McLaren llegó a dar clases a Miami y comenzamos un programa de estudios sobre la cultura; uno de los primeros en el país. Invité a personas como Stuart Hall, Lawrence Grossberg, Stanley Aronowitz, Ellen Willis y otros. Por fin, las cosas comenzaron a mejorar durante mis últimos años en Miami. También debo mencionar que tenía una gran jefa de departamento, Nelda Cameron McCabe, y un decano maravilloso, llamado Jan Kettlewell. Ambos eran terriblemente progresistas y me brindaron un gran apoyo emocional e intelectual. Me habría quedado en Miami si me hubieran dado una buena plaza académica, pero me la negaron por ser demasiado joven. Esa decisión me convenció de que era momento de partir. Llegué a Penn
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State en 1992, para encontrarme con un contexto intelectual y político muy distinto del que hallé a mi llegada a Miami. P: Háblame de las influencias intelectuales en tu vida. R: Los poetas y escritores beat fueron una influencia importante, al igual que la obra de James Baldwin. Pero fue el trabajo de Paulo Freire lo que me llamó la atención desde el punto de vista teórico, porque lo leí cuando era un profesor de preparatoria que luchaba con la política de la educación como parte de mi vida. Cuando conocí la obra de Freire, descubrí un lenguaje que me permitía expresar con gran fuerza mis propias emociones, los sentimientos viscerales sobre las contradicciones que enfrentaba como educador. Por medio del trabajo de Stanley Aronowitz, me identifiqué plenamente con el movimiento académico neomarxista que se daba en Estados Unidos en el decenio de 1970. Cuando me integré en el ambiente universitario, los sociólogos británicos ciertamente influyeron mucho en mi trabajo. Y Richard Johnson y el grupo de estudios sobre la cultura de Birmingham me alertaron sobre las cambiantes condiciones históricas y políticas que exigían un nuevo discurso en la teoría y la práctica educativas. En consecuencia, las obras de Paulo y de Stanley cambiaron drásticamente mi percepción de los problemas de la educación, en particular con relación al positivismo, la ideología, el papel del Estado, y la política y la cultura del capitalismo. Martin Carnoy también fue muy importante en las primeras etapas de mi trabajo, y Bowles y Gintis tuvieron una gran influencia en mi vida al abordar el tema del currículum oculto. Asimismo, teóricos posteriores como Phil Corrigan y Roger Simon fueron muy importantes en mi formación. Antonio Gramsci influyó cada vez más en mis textos, al igual que el trabajo de la Escuela de Frankfurt. Recuerdo haber publicado algo sobre Gramsci en Telos cuando era un joven profesor asistente, consciente de encontrarme en uno de los momentos cumbres de mi camino político. También fue entonces cuando comencé a leer a Stanley Aronowitz, con quien hice una buena amistad. Durante muchos años, él fue mi mentor antes de ser amigo. Mi propia carrera e intereses ideológicos se han modificado de manera paralela a algunos de los cambios en el trabajo de Stanley. Después de que nos hicimos amigos, varios de los cambios en mi forma de pensar con frecuencia provenían de largas conversaciones que sostuve con él.
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Cuando comencé a dar clases en la Universidad de Boston, mi trabajo se modificó radicalmente. Las teorías vigentes sobre reproducción cultural y sociocultural me parecían demasiado unidimensionales. A pesar de que leí a Basil Bernstein, nunca fue una influencia mayor, pues me parecía demasiado mecanicista. Él tenía una gran influencia en gente como Michael Apple, Jean Anyon y otros. Y aunque su trabajo me parecía importante, carecía de una política cultural crítica. De pronto comencé a escribir en contra de su trabajo y en ese tiempo apareció Teoría y resistencia en educación. Después de abandonar a los teóricos de la reproducción social y cultural, influyó mucho en mí el discurso de los estudios sobre la cultura que se inició en Estados Unidos alrededor de 1983. Durante mi estancia en Miami, me uní a los grupos de estudio sobre Foucault, organizados con otros profesores y estudiantes. Estos grupos me ayudaron a desarrollar una teoría más dialéctica del poder, la cual me permitió comprender los límites del modelo funcionalista que dominaba la teoría de la educación crítica en ese entonces. Walter Benjamin también fue muy significativo al ayudarme a redefinir mi postura frente a la educación, particularmente su visión de la cultura popular y los medios. En ese momento, comencé a despegarme del paradigma de reproducción contra resistencia. Me interesé más en la educación y la democracia, en leer a Dewey y a los reconstruccionistas sociales. Se había escrito poco sobre democracia y educación, y muy pocos teóricos desarrollaban un lenguaje de crítica y posibilidades. Fue entonces cuando comencé a elaborar este lenguaje de resistencia y posibilidades. Quería explorar las formas en que funcionaba el poder de manera productiva, cómo podía elaborarse una teoría como parte de una compleja teoría de agencia, y el significado de estos problemas en relación con una teoría sobre la educación, la autoridad y la pedagogía crítica. Se abordaba la agencia de maneras que ampliaran la posibilidad de hablar sobre la esperanza como prerrequisito para su institución. El feminismo tuvo una influencia decisiva en mi forma de pensar, especialmente el trabajo de pensadoras feministas tales como Chandra Mohanty, bell hooks, Michele Wallace, Nancy Fraser, Teresa DeLauretis y Gayatri Spivak. También fue el periodo en que explotó el debate posmoderno y me sentí muy atraído por sus aspectos más críticos. Lenguaje, identidad, raza, medios, poscolonialismo, estudios literarios y arte se reconfiguraban. Y me encontré tratando de apropiarme críticamente de las contribuciones teóricas más críticas del posmodernismo. Por
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medio del discurso posmoderno, muchos de nosotros reconocimos y comprendimos cómo funcionaban los mecanismos de la escuela en torno del legado de la certidumbre y el control, conceptos que pertenecían en buena medida al paradigma posmodernista. El discurso posmoderno aclaraba el papel medular del racismo en el modernismo y su odio de las diferencias. Ponía en perspectiva cuestiones sobre la forma en que, como educadores, explicábamos el temor que sentían las escuelas por la diferencia y la indeterminación, y su obsesión por el concepto de tiempo, que rechaza completamente la noción de espacio como una fuerza constructiva que moldea las relaciones humanas. Conforme el tiempo transcurría, me fui decepcionando del trabajo posmoderno, debido a que cada vez lo despolitizaban más quienes se apropiaban de él. Para recuperar la primacía de lo político, me aboqué a los estudios sobre la cultura, que encontré mucho más interesante y suspicaz, por así decirlo, con respecto a su propia política, si bien no existía compromiso alguno con la preocupación por la especificidad y la teoría. Mi énfasis reciente en el trabajo con textos concretos fue parte de un intento por reconfigurar la relación entre teoría y práctica, y entre lo abstracto y lo concreto. También es parte de un movimiento teórico que permite el acceso dialéctico entre lo particular y una serie de relaciones históricas y sociales cada vez más amplias, al hablar de poder, ideología y agencia. Me parecía que, a menos que se hiciera algo verdaderamente relevante para lograr una crítica capaz de provocar una transformación, sería muy difícil hacer avanzar a los alumnos por medio de las pedagogías que intentábamos utilizar críticamente en el aula. P: ¿Cuáles consideras tus principales contribuciones al debate sobre estudios sociales? R: Es importante afirmar que mi trabajo se basa en la tradición crítica a la que han contribuido muchas personas. El hecho de que algunos consideren que expreso esa postura de manera contundente no es lo mismo que afirmar que soy responsable de ella. Tuve la suerte de escribir sobre ciertos problemas en el momento histórico en que se debatían diversas consideraciones teóricas importantes y había un círculo de personas brillantes. No habría tenido esas ideas si otras personas no lo hubieran hecho también. En primera instancia, intenté darles nueva fuerza a los debates de
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los años setenta en torno a la teoría y la resistencia, cuestionando la idea de que la dominación era tan opresiva que las escuelas podían considerarse como prisiones o instituciones totalitarias al servicio de la opresión. Era un discurso improductivo, que ignoraba cualquier espacio para la resistencia o las complejidades del poder. Por ese motivo, me propuse ampliar la relación entre educación y sociedad, más allá de la clase, reafirmando el problema de la emancipación general y, específicamente, el de la democracia. La democracia como articulación tenía la fuerza de incluir clase, raza y género, pero de una manera que los relacionaba con cuestionamientos más amplios sobre la vida pública. Quería vincular el concepto de resistencia no solamente con el lenguaje de la crítica, sino con el de la posibilidad, con el fin de que abarcara lo que significaba profundizar y ampliar las posibilidades de una vida pública democrática. En segundo lugar, mi preocupación a largo plazo con el papel de los docentes como intelectuales ciertamente ha sido un principio organizador de buena parte de mi trabajo. Pasó por diversas revisiones: varió de una preocupación por los docentes como intelectuales transformadores al papel más político del docente como intelectual público. Esto me dio las herramientas teóricas para hablar sobre los intelectuales públicos como trabajadores de la cultura que habitan diversos sitios pedagógicos, incluyendo las escuelas, aunque sin limitarse a este espacio. Tercero, mi trabajo sobre cultura popular me permitió entrecruzar disciplinas, y escribir y publicar en otros campos fuera de la educación. Cuarto, creo que mi trabajo ha contribuido a que cada vez se reconozca más la importancia de la pedagogía en otros campos, incluyendo la composición, los estudios literarios, la comunicación oral, los estudios sobre los medios y demás. No quiero decir que no se estuvieran haciendo cosas importantes que vincularan a estos campos con la educación, pero mi trabajo ayudó a que varios de estos campos se reconocieran dentro del trabajo académico sobre la educación. En este sentido, Cruzando límites tuvo mucha influencia porque un gran número de teóricos de diversas disciplinas lo utilizaron y citaron. Espero que mi trabajo más reciente sobre Benetton, las películas animadas de Disney y la política racial también afecte a otros campos. Creo que los temas interrelacionados sobre la política de la representación y la representación de la política han sido una pequeña contribución al tema sobre la diferencia como parte de una política
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cultural más amplia. Esto es especialmente cierto en libros como Placeres inquietantes, un intento serio de vincular la política de la diferencia con el grave problema de cómo revigorizar la vida pública. Y ésta es la quinta contribución, en el sentido de que siempre he adoptado una postura muy clara para desarrollar el discurso ético. No es un discurso ético que se refiera a alguna esencia universal, sino un discurso provisional que constantemente se reanaliza a la luz de las condiciones y los contextos históricos heredados, en los cuales nos movemos. Esto siempre me ha interesado, no las formas de relativismo que sencillamente colapsan en un discurso estético, lo cual me parece aborrecible. Si los educadores no pueden resolver el problema de agencia y ética, como mínimo, estamos en problemas. Siempre acepté las críticas a mi trabajo con gran seriedad, al tiempo que intentaba discernir la crítica seria de la irrelevante. Y gran parte de esta crítica me ha ayudado a reformular diversos temas. Ciertamente, alejarme de una postura estrictamente marxista, incorporar un feminismo crítico e intentar hacer mi discurso más público confluyen en el camino que tomaron mis libros. Cruzando límites es un libro muy diferente de Living Dangerously (Vivir peligrosamente), y ambos se parecen muy poco a los temas que abordé en Placeres inquietantes y Fugitive Cultures: Race, Violence, and Youth (Culturas fugitivas: raza, violencia y juventud). Fugitive Cultures aborda la política y la representación de la juventud estadunidense, particularmente la satanización de la juventud y los ataques a la juventud negra de zonas urbanas. Analizo la falsa separación entre el entretenimiento y la política, principalmente la defensa que en este sentido hace la empresa Disney, los productores de Hollywood y los medios importantes de cultura popular. Intento mostrar cómo las películas animadas y la nueva violencia de Hollywood, el surgimiento del racismo en los medios, en la radio y en otras esferas públicas están lejos de ser inocentes y, por lo general, propician la satanización de los jóvenes, especialmente de las minorías de color; en este caso, la maquinaria de inspiración pedagógica de Disney. Necesitamos hacer un análisis más extenso de cómo esta nueva maquinaria pedagógica reescribe los textos de poder e identidad, y cómo dichos textos resuenan en el discurso público de la mayoría sobre raza, género, clase e identidad nacional. Necesitamos indagar más sobre el significado y la política de la democracia, ya que este tema me parece medular con relación a lo que sucede en este país y
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en el mundo. También considero que la juventud estadunidense está siendo atacada. Basta observar las políticas sociales que puso en vigor el 94o Congreso, y los efectos que han tenido en los jóvenes y los pobres. Nadie quiere aceptarlo. Abandonar a la juventud equivale a abandonar la democracia. Estos dos problemas interrelacionados exigen cierto grado de urgencia pedagógica y política. ¿Cuáles son sus implicaciones desde los puntos de vista político, pedagógico, intelectual, social y cultural? ¿Y cómo comenzamos a abordar este tema de manera que movilice no sólo a la gente que tiene niños en edad escolar, sino a aquella que se interesa por la democracia y la igualdad de la vida cívica? Me preocupa mucho la cultura infantil y el que tan pocos adultos hablen en favor de los niños y con ellos. Tengo tres hijos jóvenes y me preocupa mucho qué aprenden, qué leen, y cómo su propio sentido de identidad y agencia se construye dentro de una cultura que básicamente afirma que los jóvenes no cuentan porque el futuro no cuenta. La relación entre juventud, democracia y justicia social será el motor de buena parte de mi nuevo trabajo. P: ¿Cómo te relacionas con el concepto de pedagogía crítica? R: Siempre he sentido que mi contribución a la pedagogía crítica es muy modesta comparada con las aportaciones de otros. Relaciono pedagogía crítica con Paulo Freire. Y creo que cualquiera que incursione en este campo debe empezar con él, le guste o no. Al margen de las fallas teóricas iniciales en el trabajo de Paulo, especialmente en torno al género, él logró darle al término una importancia política de la que carecía hasta ese momento. Paulo fue medular para predecir diversas intervenciones teóricas, incluyendo el trabajo en teoría poscolonial, estudios sobre la cultura, educación crítica para adultos, alfabetización y estudios del lenguaje, y la primacía de lo político en la educación. Más aún, su proyecto era social y teórico; no se refería únicamente a la metodología o la práctica. La obra de Paulo sugiere por lo menos tres intervenciones importantes: la primera, que ejemplificó lo que significaba ser un intelectual de amplio espectro. Paulo nunca se sintió conforme con una sola visión; analizaba las cuestiones de poder y posibilidad a lo largo de continentes y fronteras; segundo, le dio nueva vitalidad a la relación entre teoría y práctica, como un acto político y una lucha por la justicia social; tercero, nos enseñó lo que significa
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tener un sentido de compromiso. Paulo era un provocador que dio su vida a la lucha por otros y con otros, y convirtió la pedagogía en el principio definitorio de cómo abordar problemas de agencia, poder y política. Para mí, fue un gran maestro, un modelo de humildad e inspiración. Muchos me han etiquetado de freireano, aunque esta etiqueta es contraria a todo lo que él representa. Es imposible imitar a Paulo; sólo se podía usar su trabajo como una teoría, más que como un método, y esto significaba que tenías que producir teorías en vez de instrumentar las de otros. Yo me apoyé en su trabajo y en el de otros para un proyecto político específico sobre mi propio contexto, problemas e intereses. P: Paulo dijo una y otra vez: “No tienen que seguirme, sino reinventarme.” R: Si nuestro trabajo es digno de considerarse importante, siempre estamos involucrados en traducciones cuando utilizamos el trabajo de otros. Creamos algo nuevo de lo viejo. Mi relación con Paulo nunca se limitó a imitarlo aunque, ciertamente, mi trabajo traduce parte del suyo y presenta la política cultural desde otra perspectiva y con otro tipo de énfasis que sugiere las diversas facetas que nos ofrece su trabajo. P: Tú provienes de una familia de clase trabajadora, y algunos se preguntan por qué te alejaste del tema de clase, que es tan importante. R: Ciertamente admito que he puesto menos énfasis en la clase como una categoría universal de dominación. Considero difícil, después de quince años de trabajo crítico sobre feminismo, teoría racial, poscolonialismo, cultura popular y otras áreas, analizar la clase como la única categoría o la más importante para explicar la dinámica de la lucha social. Nunca le resté importancia a la clase como determinante social; sencillamente me negué a creer que la clase, en tanto categoría –o para el caso, cualquier otra categoría aislada–, podría explicarlo todo. Más aún, quienes se aferraron a esta postura resultaron culpables de un tipo de sexismo y racismo que traicionó los límites de su pensamiento. ¿Me preguntas si la clase es importante? Desde luego. ¿Es más importante que la raza? No, no me parece. Vivimos en un mundo terriblemente complicado, y me interesa la
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interrelación entre categorías más que abocarme legítimamente a categorías aisladas, tales como la clase. P: Hace algunos años, tú y yo hablamos sobre la crítica con respecto a que tu trabajo no aborda con seriedad el feminismo en la educación. R: He escrito diversos artículos sobre feminismo y he compilado varios libros sobre el tema, en particular Postmodernism, Feminism, and Cultural Politics (Posmodernismo, feminismo y políticas culturales). Desde luego, también hay ensayos feministas muy importantes en Between Borders (Entre fronteras), el cual compilé con Peter McLaren. Siempre me sorprenden los críticos que aseguran que no tomo en cuenta el feminismo. Supongo que sólo estarán familiarizados con lo que hice en los primeros años, pero no con los libros o artículos que escribí después de 1985. En aquel entonces, la teoría y el discurso feministas no estaban tan divulgados como hoy. Y yo no me ocupaba del género tanto como de la clase, porque mi discurso se insertaba en el discurso dominante de la izquierda. No es que no me interesara en el género, sino sencillamente no tenía acceso a ese lenguaje para adaptar mi propia identidad como trabajador de la cultura. Madeline Grumet, Maxine Greene y algunas feministas británicas de la educación comenzaron a sobresalir a finales del decenio de 1970, pero incluso en ese momento no era un discurso prominente. Muy pronto me percaté de que había una brecha enorme en mi trabajo con respecto a asuntos de género, particularmente en Ideology, Culture, and the Process of Schooling y en Teoría y resistencia en educación. Después de este último libro, comencé a preocuparme por esta brecha, y ese trabajo ha modificado en gran medida mi forma de pensar y escribir. También aprendí mucho de feministas como Sharon Todd, quien se negó a definir el feminismo por medio de un binarismo paralizante que simplemente se apropiaba del peor aspecto de la política de identidad. Más que comprometerse en el diálogo y promover la noción general de emancipación, varias feministas se involucraron en formas cuestionables de encontrar chivos expiatorios y, en cierta medida, cerraron las posibilidades de un diálogo constructivo sobre la relevancia de la teoría feminista para una teoría crítica de la educación que abarque un espectro más amplio. Afortunadamente, varias feministas y otras personas han comenzado a reaccionar ante este tipo de discurso y a reconocer que era muy improductivo desde los puntos de vista teórico y político. Fue un momento terrible en la teoría y práctica de la educación crítica.
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P: Una de las críticas que sin duda has escuchado es que tus textos son demasiado oscuros, verbosos y ajenos a las reglas de la lógica... como si sobraran notas en una sinfonía. ¿Cuál es tu respuesta a esta crítica? R: El problema del lenguaje y la claridad abarca diversos puntos. En primera instancia, el contexto histórico. Mi trabajo inicial abordaba un discurso teórico difícil, especialmente relacionado con la Escuela de Frankfurt y la obra de gente como Georg Lukács, Gramsci, Marcuse y otros. Muy pronto aprendí que el lenguaje es un campo de lucha, y que el clamor por la claridad con frecuencia subestima la importante percepción política con respecto a sus cualidades críticas y de ruptura. Cuando el lenguaje se utiliza para hacer preguntas que no se han formulado o para nombrar problemas que no se insertan en los discursos críticos tradicionales, las personas siempre se sienten incómodas con este discurso; es el precio que hay que pagar por rebasar los límites del lenguaje. No es un sitio popular y puede costarte varios lectores. No obstante, cuando comencé a escribir, me pareció importante rebasar los límites retóricos y teóricos del sentido común tanto de la izquierda como de la derecha. Y la mayoría de los lectores se sienten incómodos porque se trata de un lenguaje nuevo. Intenté incorporar diversos aspectos teóricos al lenguaje de la educación crítica, lo cual en ese momento resultó relativamente nuevo a los educadores. No trato de justificar ese trabajo, porque surgió en un momento histórico muy específico, y en ese momento me parecía totalmente apropiado. Más aún, nunca quise escribir para los lectores de Selecciones. Sabía que las personas que me leyeran probablemente conformarían un público selecto, muy teórico e intelectual, capaz de leer ese tipo de discurso. Mi público, en la fase inicial de mi carrera, era relativamente limitado. No obstante, ésa era la dirección en la que quería trabajar porque ese lenguaje resultaba el vehículo más oportuno para abordar el proyecto en el que me había involucrado. Conforme pasó el tiempo, especialmente después de la publicación de Education Under Siege (La educación sitiada), en 1993, mi lenguaje se volvió más popular, ya que comencé a escribir para diversos públicos: Village Voice, Educational Leadership, Cultural Studies y Educational Forum, revistas que representan a un amplio rango de lectores. Escribo muy distinto para Cultural Critique, para Educational Leadership o Phi Delta Kappan. Son públicos totalmente distintos, lo
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cual exige un lenguaje diferente. En consecuencia, debemos reconocer que hay múltiples lenguajes y múltiples públicos. No quiero escribir como bell hooks, por ejemplo. Su discurso está dirigido a un público diferente, de manera que no tengo que disculparme porque mi estilo sea menos accesible. Éste es el argumento práctico, condicional, histórico y de experiencia. El argumento teórico es más complicado, pero muy importante. En este país, la cuestión de la claridad no es una carga para la izquierda. Es una carga para la derecha, que siempre la ha usado para producir diversas imágenes, un lenguaje, un discurso, una serie de representaciones que fomentan la capacidad para leer y escribir. Simplifican el lenguaje hasta el punto de la ignorancia. Si en verdad te vas a tomar el asunto de la claridad seriamente, como un tema político, entonces tal vez la pregunta sea: ¿Qué debe hacer la izquierda para emplear un lenguaje que exija que la gente luche con ese lenguaje, en vez de ser un observador pasivo de un lenguaje que borra por complejo la historia, la complejidad y la posibilidad? Me provoca gran curiosidad por qué la izquierda ha ignorado este tema, en muchos casos, concentrándose en el problema de la claridad como una forma de atacar a las personas de izquierda o a los filósofos radicales o críticos que son bastante más complejos. Asimismo, me parece que la noción de claridad sugiere una referencia universal con respecto a la claridad; un argumento muy peculiar si piensas que proviene de personas que escriben en inglés, porque el inglés es una lengua colonial; mejor dicho, es la lengua colonial por excelencia. Mira, Toni Morrison escribe en un lenguaje negro, la lengua vernácula de los negros... y no es precisamente un lenguaje claro. Por ejemplo, cuando lees Beloved, no estás leyendo inglés estándar. De manera que esta exigencia de claridad imita de alguna manera la lógica colonial porque argumenta que el inglés estándar, con su austera bendición, es el privilegio de los intelectuales. Me parece una postura lamentable y extraviada, tanto teórica como políticamente, cuando los intelectuales de izquierda abogan por una claridad que parece sugerir que existe un referente universal para comprender el lenguaje, o que la claridad es un cómodo espacio libre de problemas donde se encuentran todos los discursos con una respuesta igualmente compartida. Esta postura es una agresión contra las audiencias con capacidad de leer diversos lenguajes que conforman cualquier sociedad, ya que minimiza la importancia del lenguaje como un espacio de lucha y los riesgos políticos inherentes, en aras de la clari-
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dad, la cual cierra, en vez de abrir, múltiples esferas para diferentes formas de leer y de escribir. El inglés no es tu lengua materna y debiste aprenderlo para cruzar una frontera específica, para entrar en los diálogos que se suscitan en otra sociedad. Yo tuve que cruzar una frontera de clase, esto es, tuve que aprender a hablar un inglés elaborado porque crecí leyendo y hablando un código restringido, que no era aceptable en las universidades a las que asistí. Tú vienes de otra lengua, pero yo venía de un inglés restringido. Para mí, la lengua se refería al cuerpo, a la identidad, a hablar a audiencias diferentes. Tuve que aprender las habilidades para usar la lengua de la clase media para sobrevivir. Mi identidad estuvo a prueba con este lenguaje. Por consiguiente, hablar de claridad sin hablar de la identidad propia es subordinar el aspecto político del lenguaje, la narrativa y la identidad al aspecto del proceso de la claridad. La claridad en sí no me dice nada; es un argumento falso, espurio, que con frecuencia privilegia los vestigios del colonialismo y el antiintelectualismo; que rechaza la posibilidad de manejar múltiples habilidades para leer y escribir. La apología con relación a la claridad no entiende la importancia política de un Carlos Torres, por ejemplo, que escribe para diversas audiencias y revistas. Y mientras a más personas llegue en estos diferentes sitios, modificando, traduciendo e hibridando su lenguaje, más cumple con su papel como un intelectual público. Yo disfruto leyendo a autores como Homi Bhabha, Stuart Hall, Nancy Fraser, Judith Butler y otros que son muy complejos desde el punto de vista teórico. No tengo intención de unirme a los fanáticos de la claridad ni de argumentar que la función de la lengua es volver a la gente estúpida, especialmente en una época cuando el síndrome de “a ver quién es más tonto” prevalece en la cultura de masas. P: Algunos intelectuales liberales han argumentado que la izquierda tiende a la ideología y, por ende, es menos proclive a la negociación cuando surge alguna desavenencia. ¿Cuáles son tus alianzas y tu postura política? R: Básicamente, mi compromiso político surge en tres ambientes: dentro de la universidad y en las luchas que ahí se dan; en la vida pública, por medio de mis conferencias y las múltiples reuniones a las que asisto en todo el país; y, finalmente, en el trabajo que hago con otros por medio de algún tipo de proyecto colectivo. Mi postura
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política se sustenta en mi papel como docente, escritor e intelectual público. Por consiguiente, la cuestión es cómo surge la política personal en la propia vida, con el fin de generar, legitimar, movilizar, crear y extender diversas esferas públicas críticas que contribuyan a un amplio rango de capacidades críticas, movimientos sociales y acción política en los que la gente podría involucrarse para profundizar y ampliar las relaciones democráticas en formas de vida no jerárquicas. Así defino mi postura política. P: ¿Qué puedes decirme sobre tu biografía, con respecto al tema del poder y la educación superior? R: Una cosa que me quedó clara muy pronto fue que necesitaba hacer algo para que la universidad no se apropiara de mí: cómo ser parte de la universidad, en tanto esfera pública, sin perder mi espacio de resistencia. De alguna manera, tienes que aprender a trabajar en una institución, con un pie adentro y otro afuera. Si tienes los dos pies adentro, la institución se apropia de ti y eres uno más de ellos. Si tienes los dos pies afuera, ya no aceptas más riesgos ni ofreces resistencia tanto dentro como en contra de lo que suele representar la universidad, alineada con los intereses más comerciales y reaccionarios de la sociedad. Desde luego, hay personas de izquierda que consideran que trabajar en la universidad, o en la educación pública, para el caso, no es un trabajo político importante, lo cual me parece un argumento totalmente espurio y complaciente. El hecho es que la universidad sí llega a un público enorme que deja huella en la sociedad. Más que abandonar la universidad, la izquierda debería tomarla como un verdadero sitio de lucha y comprometerse en la difícil tarea de negociar ese espacio, tanto como sea posible, para ampliar esa visión y posibilidad en ese territorio, sin dejar de denunciar lo que hace la institución en comparación con lo que podría hacer. En otras palabras, de una manera u otra tienes que ser una voz desestabilizadora en la institución, aunque no tanto como para perder poder. Tienes que construir alianzas, trabajar con la gente, conocer los límites del trabajo político e intentar constantemente rebasarlos. Asimismo, si eres crítico y aceptas riesgos, debes saber qué esperar y qué no. Es necesario trazar el delicado límite entre mantener tu integridad y reconocer los límites de la institución. El segundo punto es el de la integridad. Siempre debes ser cons-
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ciente de la política que prevalece en tu entorno laboral y de la política que debes emplear para trabajar ahí. En cierto punto, debes concentrarte en ti mismo, no sólo en el temor, y preguntarte si puedes vivir con ello, y cómo, en solidaridad con otros, hacer más para vincular tu trabajo político en la universidad con la sociedad. También debes preguntarte si has comprometido tu integridad hasta ceder completamente. En tercer lugar, me parece que es necesario evitar a toda costa trabajar solo. Cuando comienzas a funcionar como una especie de intelectual romántico, estás en problemas. Edward Said, a quien le debo mucho desde el punto de vista teórico, en ocasiones cae en esta trampa. Pinta una imagen de trabajo político demasiado aislada, individualizada y alejada de la lucha colectiva en el campo de la producción teórica e ideológica. El intelectual es una figura que trabaja en una comunidad, la cual le brinda apoyo y lo nutre. Los trabajadores de la cultura de cualquier campo deben encontrar comunidades que los nutran y les den vida, que trabajen con ellos, que los desestabilicen, que los cuestionen y los ayuden a crecer en los ámbitos intelectual, espiritual y ético. Como cuarto punto, los intelectuales deben crear vínculos fuera de la universidad. Deben cruzar fronteras para poder vivir y aprender con otros, para obtener un sentido de lo que son las luchas de las que hablamos, las cuales representamos y con las que estamos comprometidos. Por último, el trabajo político consiste en tener una pasión, un sentimiento conectado con la dinámica de la justicia social, y en sentirte satisfecho con lo que haces. Si no puedes vivir contigo mismo y estar satisfecho, si no encuentras un sentido de alegría en lo que haces en donde te encuentres, no creo que ninguna noción de política justifique el malestar que te causa. No importa cuán noble sea la causa; si tu espíritu se muere, no eres muy útil en términos políticos ni pedagógicos, al margen de tus creencias. Si eres un político brillante pero de espíritu ruin, considero que lo personal anula el compromiso con cualquier idea de política transformadora. A menudo vemos estas contradicciones en personas que son oportunistas, cuya política parece ser correcta pero que constantemente denostan a otros de izquierda. O también lo vemos en personas que se han perdido en la celebridad y ya no están conectadas orgánicamente con nada que no sea su maquinaria publicitaria. Cualquiera que se tome en serio el papel de intelectual público debe asumir riesgos, ser suspicaz acerca de su propia política y debe estar dispuesto a tragar
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mucha basura de gente de izquierda que adopta el papel de arribista. También me parece que es necesario tener una enorme sensibilidad para saber lo que significa formar comunidades y alianzas con personas que también aceptan riesgos. Es imposible hacer este tipo de trabajo solo. Yo pasé demasiados años de mi vida académica aislado, a causa de mi despido, viviendo en lugares lejanos y con pocos colegas en las instituciones educativas donde trabajé. El escaso reconocimiento que recibí tuvo un enorme costo emocional y físico. P: Me parece que la formulación de políticas educativas en Estados Unidos se basa en una racionalidad instrumental con una perspectiva un tanto tecnocrática. ¿Cuál es tu opinión de esta amalgama de perspectivas? ¿Qué tipo de opciones podemos ofrecer para la educación? R: Me parece que hay un legado de racionalismo vinculado con un tipo de filosofía liberal, característico del pensamiento modernista. Necesitamos la libertad de hacer elecciones sobre nuestro futuro, con énfasis en la igualdad, la justicia y la libertad, que son principios relevantes. Lo que suele suceder, empero, es que este argumento carece de un intento por formular las consideraciones dentro de un discurso público más amplio. Por consiguiente, se pierden los referentes éticos que celebran la noción de libertad, no solamente en lo que respecta al individuo que se abre paso en este mundo, sino en lo que respecta a las comunidades en las que las personas deben comprender sus obligaciones en torno de consideraciones éticas. Necesitamos revigorizar la relación entre la vida pública, la justicia social y las comunidades donde hay grandes diferencias. Los principios de justicia social deberían articular una noción de comunidad mucho más democrática que la modernista y etnocéntrica, que siempre consideró la diferencia como una amenaza a la democracia y al orden. Las diferencias deben ser la base de la negociación, de la comunicación y de la constante construcción de una vida pública democrática. Dicho en otras palabras, el problema medular en torno de la elección racional es cómo abordar la noción de diferencia, su paradigma individualista, y reconciliarlo con la noción de una comunidad democrática. ¿Cómo sacar la elección del estrecho énfasis liberal en el valor de mercado y vincularla con formas de conferir poder en las cuales las elecciones sin poder ni justicia resulten vacías u opresivas para una gran parte de la sociedad?
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La fascinación actual que prevalece en este país con la lógica del mercado –con su absoluto rechazo de la noción de lo público y de la justicia social, así como de cualquier principio que no se pueda medir en términos instrumentales– sienta las bases para el peor barbarismo. Sin referentes éticos que acompañen la racionalidad instrumental, no hay bases para distinguir entre sujetos de consumo –soportes del mercado– y sujetos sociales que trabajen activamente para ampliar los principios de la comunidad democrática y de la igualdad social. Sin un lenguaje para la vida pública, los ciudadanos no tenemos manera de insertarnos en tradiciones en las que la compasión, la empatía y la justicia se conviertan en principios rectores que definan nuestra existencia individual y colectiva. Y me parece que este problema hoy está más acentuado que nunca en la historia. La cuestión, por ende, no es lo que pienso sobre la elección racional, sino lo que pienso sobre la teoría de la elección racional o de la instrumentalidad en el contexto de posibilidades más amplias para revigorizar la vida pública democrática. P: ¿Aceptas la crítica posmoderna de que la perspectiva filosófica dominada por valores como racionalidad, autonomía y progreso se abandonará en el transcurso del tiempo? R: Siempre he sido escéptico con respecto a la manera en que se ha enmarcado el debate en torno del posmodernismo. Hay una tendencia a desechar el posmodernismo, por considerarlo apolítico o ahistórico, o a sugerir que equivocadamente plantea una ruptura con el modernismo y que es, por consiguiente, antimoderno. Creo que hay varios teóricos que politizan el posmodernismo, como sería el caso de feministas tales como Nancy Fraser y Chantal Mouffe, o de teóricos sociales como Stanley Aronowitz y Doug Kellner. Ninguno de estos teóricos plantea una ruptura definitiva entre el posmodernismo y el modernismo. De hecho, casi todos proponen una distinción entre las condiciones posmodernas y una nueva forma de crítica cultural que ha surgido en los últimos quince años. En la crítica social ha habido una especie de revolución en los campos de la lingüística, la psicología, los estudios sobre medios y los estudios poscoloniales, todos los cuales pueden vincularse con las cambiantes condiciones del modernismo y la declinación de los antiguos discursos, endémicos de un modelo eurocéntrico, lineal y homogéneo de la cultura y el progreso. Me parece que estas condiciones no
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sugieren un rechazo al modernismo, ni una ruptura histórica definitiva; más bien proponen el surgimiento de nuevas condiciones económicas y culturales que nos exigen revaluar los supuestos medulares del modernismo y apropiarnos críticamente de lo necesario ante esos cambios. No estoy dispuesto a desechar el legado político del modernismo, con su énfasis en la justicia social, la libertad y la igualdad. No obstante, estoy dispuesto a conceder que el legado social y estético del modernismo debe repensarse a la luz de las cambiantes condiciones posmodernas. Ciertamente, además de una cada vez más reducida influencia del Estado-nación y del surgimiento de nuevas tecnologías de información que determinan la relación entre el conocimiento y la autoridad de maneras profundamente distintas, ha surgido una especie de contingencia –cierta hibridez que cruza fronteras internacionales– que reconfigura la cuestión de la identidad de maneras no vinculadas con la noción autónoma del yo liberal. Y así podríamos continuar indefinidamente. Ahora, mucha gente se pregunta cómo podría la crítica posmoderna ayudar a interrogar y ampliar las posibilidades democráticas del modernismo. Ése es el tema central del debate en torno de la relación entre modernismo y posmodernismo, y el problema de la racionalidad. Es obvio que la racionalidad no puede evadirse; no me parece sensato. No obstante, la racionalidad a la luz del Holocausto, el Gulag e Hiroshima debe reconfigurarse en términos que la saquen de la infatuación modernista con la tecnología, la eficiencia y el progreso. Debemos comprender los límites del concepto modernista de racionalidad frente a estos horrores, y sus discursos legitimadores con relación a la historia, el progreso, la tecnología y la ciencia. ¿Cuáles son los límites de la racionalidad cuando alude a la noción decimonónica de progreso que acompaña al discurso universal y la narrativa rectora que casi nunca sospecha de su propia política? Considero que el surgimiento del posmodernismo, en todas sus variedades, ha sido muy estimulante en los ámbitos intelectual y teórico, ya que se ha dado en medio de un acalorado debate en diversas disciplinas y en torno de múltiples consideraciones teóricas. Y el resultado es muy estimulante, y no puede desecharse alegando que la única manera de entrar en el debate es siendo posmodernista o modernista. Este tipo de binarismo es sumamente improductivo y no nos lleva muy lejos; es un proceso de cancelación o una estrategia de revocaciones, mediante la cual se invoca una categoría con el fin de cancelar la otra. En el mejor de los casos, este debate ha logrado
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llamar la atención a un mundo en el que ya no funcionan los viejos argumentos, y a la necesidad de reformular un nuevo lenguaje. Para la izquierda, esto sugiere que los postulados centrales del marxismo decimonónico –ya sea en torno de la agencia, la dominación, la identidad, la ideología, la teología, la política de medios, etcétera– debe repensarse a la luz de las cambiantes condiciones históricas y económicas actuales. No se trata de rechazar el marxismo, sino de intentar apropiarnos de sus percepciones teóricas más útiles, a la vez que rechazamos las que ya no funcionan. P: ¿Qué repercusiones crees que tendrá para la educación la lógica de la nueva derecha y la nueva mayoría republicana en el congreso? R: El surgimiento de la nueva derecha es similar a un ataque a la noción misma de la vida pública y las posibilidades democráticas de la diferencia. Cualquier institución que no pueda ser controlada por medio de la lógica del mercado, subordinada a la ideología de la derecha religiosa o privatizada se considera una amenaza al nuevo orden mundial, inaugurado durante la revolución Reagan-Bush. Veo que el nuevo fundamentalismo del Partido Republicano libra una guerra en cuatro frentes. En primera instancia, contra los trabajadores, que representan una amenaza real para la derecha, debido a que su interés es atender las necesidades de los grandes grupos empresariales y reducir la lógica de la ética a la dinámica del mercado. En segundo lugar, una guerra contra los niños. Con esto quiero decir que hay una guerra racial y clasista en este país, conforme a la cual resulta poco factible, si no es que totalmente improductivo, invertir en los niños, particularmente en los negros, hispanos y pobres. Los niños se han convertido en el enemigo; además, en una sociedad que valora más el dinero que a sus niños, éstos se vuelven fácilmente los chivos expiatorios de los problemas sociales, económicos y políticos del país. Tercero, la guerra en contra de cualquier institución pública que dé cabida a la indeterminación. Cualquier institución pública que tome en serio los imperativos de responsabilidad social y ética, de compasión y valor cívico se considera una amenaza al nuevo orden mundial. Y cuarto, pende una gran amenaza sobre cualquier institución cultural que permita las condiciones para que se desarrollen intelectuales que podrían ofrecer una perspectiva crítica alterna del mundo. Ésta es justamente la razón del movimiento en contra de lo que es políticamente correcto, que considera que la crítica
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social, lejos de apoyar la democracia, la menoscaba; por ello la califica como un exceso de democracia, algo no saludable para la ideología de los republicanos de derecha, quienes ven en la diferencia y el diálogo un problema, más que un recurso útil para nutrir la vida pública. ¿Por qué el ataque a las estaciones y los canales de difusión públicos, al financiamiento para las artes y las escuelas públicas? Porque son lugares peligrosos que no están bajo el estricto control del sector privado y los fundamentalistas religiosos. Poco a poco, hemos perdido estas esferas públicas, y si la derecha llega al poder en las siguientes elecciones, este país caerá en una profunda crisis respecto de lo que significa vivir y sostener una sociedad democrática. Ésta es una crisis de la democracia misma. Uno de los problemas más serios es que se ha convertido la escuela en un centro de capacitación; la educación se ha vocacionalizado, por así decirlo. Esto representa tanto un ataque a los intelectuales críticos como un intento por alinear la universidad con la lógica de los grandes grupos empresariales. Cualquier sitio pedagógico que pueda producir intelectuales críticos en este país está en la mira. No quiero parecer rígido ni excesivamente determinista, pero vivimos tiempos peligrosos, y espero que el pueblo estadunidense se erija a la altura de las circunstancias para hacer frente a este ataque a la democracia. P: Como escritor, ciertamente tienes un método particular. ¿Cuál es? R: Leo mucho y trato de encontrar relación entre las ideas y de gestar nuevas, así como de imaginar cómo lo que leo me permitirá poner en duda mis preocupaciones iniciales o encaminarme en una nueva dirección. Corto y pego todo lo que leo. Cuando leo un artículo, busco las ideas más significativas, las extraigo, las pego y luego las releo condensadas, lo cual les confiere mayor fuerza; también, mientras leo, hago comentarios al margen en torno de las ideas cruciales. Estas “ideas rectoras” en realidad me permiten tener acceso rápido a los aspectos más importantes del artículo, tal como los interpreto. Luego copio las secciones del artículo donde se encuentran las ideas que señalé y, una vez hecho esto, vuelvo a leer la versión condensada del artículo, hago notas y le pongo una carátula. Todo lo anterior me permite revisar el texto con gran rapidez y apreciar fácilmente las relaciones. Para mí, lo más difícil al escribir no es encontrar las ideas, sino cómo crear un entorno para explorarlas y buscar la secuencia. Ése es el verdadero reto. No puedo escribir nada en tanto no vea la
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lógica del proyecto, cómo desarrollarlo y cuál será el resultado. Cuando tienes tanta información y sientes una gran pasión por lo que dices, resulta claro que el cuerpo también es un sitio de conflicto y de lucha. Cómo vincular pasión e información en esta cultura es un acto político. El cuerpo no puede escapar a las marcas de clase, raza y género. Por ejemplo, a muchos les desagradan los académicos vigorosos, que usan el cuerpo cuando hablan, elevan la voz, gesticulan y demás. Siempre he interpretado la petición de moderar mis modales, de bajar la voz, de no sentir pasión por lo que creo como un síntoma de la moribunda clase colonial, una clase media sin vida, pasión ni deseo. Con frecuencia pienso que la gente que invoca esa crítica, en ocasiones de manera inconsciente, ciertamente celebra una forma de capital cultural institucionalizado dentro de la universidad, que es parte del legado colonial y se basa en el supuesto del odio de clases, de la división de clases y de la falta de disposición para reconocer que los diferentes capitales culturales se afirman en distintos escenarios. Por lo tanto, cuando la gente me dice: “Me gusta lo que dices, pero no cómo lo dices”, mi respuesta suele ser: “No estoy hablando de estética, sino de clase, de capital cultural. Tal vez en tu cultura sea una señal de privilegio y aceptación bajar la voz, mostrarte absolutamente inanimado, pero conforme a mi educación, mostrarte apasionado, elevar la voz y entusiasmarse por una ideología es un signo de afirmación.” Paulo Freire usa las manos y habla con gran pasión, y no me parece una forma de conducta inaceptable. Se refiere a un capital cultural específico, a su biografía como un niño de clase trabajadora que creció en el Brasil, a un revolucionario y al poder de convicción de una persona que no separa la mente del cuerpo. Es parte de estar vivo. P: ¿Cuál es el papel de tus alumnos en este proceso? ¿Cómo te imaginas trabajar con tus alumnos de posgrado, en particular? R: Mis alumnos han sido, sin la menor duda, la fuerza que me ha sostenido a lo largo de mi carrera. Me encantan mis estudiantes, especialmente su energía, su apertura crítica y su capacidad de moverse en distintos campos teóricos. Siempre han sido una fuente de inspiración y un modelo de esperanza y aprendizaje. Los alumnos representan no sólo a la gente con la que trabajo, sino una visión del futuro. No me preocupan las particularidades de su política como su capacidad de pensar críticamente, de defender su posición, de ser
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sensibles a lo que significa asumir cierto grado de responsabilidad social y política por lo que hacen y dicen. Mi enseñanza se sustenta en hacer todo lo posible por brindarles las condiciones pedagógicas que les permitan convertirse en agentes capaces de gobernar y no sólo de ser gobernados, de asumir el control de su vida y de saber cómo mediar con la sociedad. Si asumen una postura progresista, de izquierda, ¡perfecto! Mas si se convierten en agentes críticos que cuestionan la pedagogía de su propia formación y la vinculan con el imperativo ético de definir su vida en relación con los demás, sin criterios meramente instrumentales, me siento satisfecho. Y espero que las semillas que he sembrado a la larga den fruto, para mis estudiantes y para el país. No se trata de un sueño gigantesco, sino de un sueño moderado, que tiene sus limitaciones.
Esta página dejada en blanco al propósito.
7. ENTREVISTA CON MAXINE GREENE
P: Maxine, ¿cómo te convertiste en profesora universitaria? R: Cuando era joven, me parecía lo más improbable. Yo era judía y mi padre, aunque había comenzado a hacer dinero, venía de una familia muy pobre. Tanto él como mi madre nacieron en Estados Unidos; mi padre, descendiente de una familia germano-alsaciana, y mi madre de ascendencia húngara, motivo por el cual los alemanes consideraban que irremediablemente era de “clase baja”. Mi padre nunca cursó más allá del tercer grado, en tanto que mi madre –mucho más joven que él– terminó la preparatoria. El desprecio de mi padre por los judíos ortodoxos practicantes, los europeos del Este y otros grupos me dejaron una profunda impresión, aun cuando yo disfrutaba las animadas fiestas de la familia de mi madre mucho más que las “refinadas” mesas en casa de la familia de mi padre. Mi padre nos envió a una escuela privada episcopaliana, con el propósito de que nos “asimiláramos” al país. Después de uno o dos años, mis dos hermanas y mi hermano tuvieron que irse a una escuela pública porque mi padre se quedó sin dinero; sin embargo, la escuela decidió que yo podía quedarme, en calidad de “judía representativa de una minoría”. Creo que durante un buen tiempo sólo éramos dos alumnas judías, y los compañeros se encargaban de recordármelo. Mi mejor amiga no podía invitarme a su casa porque su abuela “detestaba a los judíos”, y yo lo aceptaba. La directora me comunicó que me habría conseguido una beca para estudiar en Mt. Holyoke “si tan sólo no fuera judía”, y me horroriza recordar que ofrecí disculpas por ello. Ni siquiera me enojé mucho cuando me negaron la posibilidad de dar el discurso de despedida en nombre de los alumnos –honor que se le daba a quien tenía buenas calificaciones– porque la graduación se celebró en una iglesia metodista. Era “normal”. De todos modos, fui a Barnard, que tenía un promedio mayor de niñas judías que el resto de las instituciones. Mi padre me autorizó a seguir viviendo en la casa, aunque tendría que pagarme los estudios, pues no veía qué sentido tenía que una mujer asistiera a la universidad; no le interesaba mucho. [155]
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Logré pagarme los estudios con trabajos de medio tiempo. Ante todo, quería ser escritora, y tuve la suerte de poder trabajar en el periódico y en el anuario de la universidad. Al terminar mi primer año, mi padre decidió enviarme a Europa para hacer “unos negocios” que él tenía en mente. Tenía un negocio de perlas artificiales y me mandó, con una amiga, a que le convirtieran cuentas de vidrio en perlas, sumergiéndolas en “esencia de perla”. Nunca entendí exactamente, porque envió todo por escrito, como si fuera una suerte de búsqueda del tesoro para mi amiga y para mí. Nunca imaginé que el viaje cambiaría mi vida. Recorrimos Francia, Italia e Inglaterra; había comenzado la guerra civil española y varios de los jóvenes que iban en nuestro barco se habían ofrecido como voluntarios para luchar contra el ejército fascista de Franco en España. Me enamoré de uno de ellos y, para una chica de dieciocho años, fue una experiencia excepcional. Lo único que quería era irme a España con mi héroe y convertirme en heroína, pero a nadie se le ocurría cómo podría ser útil, de manera que me fui a Inglaterra con mi amiga. Las instrucciones decían que después teníamos que ir a Mallorca, por lo que viajamos a Génova por tren, a través de Suiza. Yo iba leyendo Pan y vino, de Ignazio Silone, y el guardia fronterizo me lo quitó. Después coincidí con el funeral de Marconi, y vi a Mussolini y escuché a la gente cantar “Du-ce, du-ce” con voces que me dieron pavor. Estaba desesperada por ir a España a combatir a esos tipos, aunque por supuesto no tenía idea de lo que eso significaba. Intentamos ir a Mallorca, como decían las instrucciones, pero nos informaron que el ejército italiano se encontraba acantonado ahí y era una zona de guerra. Aún no se sabía que los italianos apoyaban a Franco y, cuando me enteré, pensé: “Ajá, los delataré.” Así es que le envié un telegrama a mi padre: “No puedo ir a Mallorca; los italianos la tienen tomada.” Debo decir que me sentía sumamente orgullosa de mi actuación cuando un policía me llevó a la comisaría y tuve que esperar sola en un cuarto en la planta superior mientras él intentaba en vano encontrar a alguien que hablara inglés. Entre tanto, mi amiga había llamado al consulado estadunidense en Génova, por lo cual después de dos no muy heroicas horas me liberaron con un fuerte regaño. Mi padre respondió a mi telegrama: “Cierra el nocico”; desde luego, quería decir “hocico”, pero el empleado le oyó mal. Al no poder ir a España, nos fuimos a París. Encontré una agencia
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de viajes, cuyo encargado trabajaba para la embajada republicana. Nunca olvidaré cuando me preguntó con la mayor seriedad: “¿Eres militante?” Temblando, asentí; pensé que me estaba enamorando de él. Su nombre era Juan Rey –yo le decía Johnny– y aún recuerdo perfectamente su cara. Me dio un trabajito como traductora de la embajada y tuve la oportunidad de ir a la Feria Mundial, de ver la exposición donde se presentó el Guernica, de Picasso, de conocer a personas fascinantes relacionadas con la causa española, como Louis Aragon y Constancia de la Mora. Naturalmente, yo quería quedarme ahí, pero siendo como siempre la hija sumisa, obedecí a mi padre, quien mediante un telegrama me ordenó que regresara a casa a terminar mis estudios. Así es que regresé cargada de pósters, papeles y demás propaganda sobre la guerra civil española. A mi regreso, comencé a hacer discursos en nombre de la España republicana y me uní a lo que entonces se llamaba la Liga Norteamericana en contra del Fascismo, posteriormente la Liga Norteamericana para la Paz y la Democracia. Éramos conocidos como antifascistas prematuros. Yo tenía gran energía y era una “militante”, y mi mayor desencanto fue cuando el barco Bremen llegó al puerto y no pude unirme a todos los que se treparon al mástil para bajar la bandera nazi. Para entonces, ya tenía suficientes honores en la universidad, y salí de Barnard con mi título. Al poco tiempo me fugué con un físico comunista y me volví una buena comunista, porque podía hablar en público, redactar y explicar algunos de los textos densos que escribieron los sabios del partido, aquí y en el extranjero. Todavía recuerdo cuando intenté introducir a unos trabajadores irlandeses y sus esposas en el embrollo de esa terrible literatura doctrinal. P: ¿Qué más hiciste cuando saliste de Barnard? R: Me casé con un médico; tenía que encargarme de su consultorio, atender los teléfonos, hacer trámites y demás. También asistí a la New School y tomé cursos de ciencias políticas. Los profesores, socialdemócratas alemanes, exiliados de la Alemania de Hitler, eran conservadores y se negaron a aceptar un trabajo que presenté sobre la “seguridad colectiva”, pues les pareció demasiado ideológico. El año siguiente fue la caída de Barcelona. Recuerdo que cuando leí los titulares, me puse a llorar, pensando que era el fin del mundo. Lo era en muchos sentidos: el inicio de la segunda guerra mundial, el Holocausto... tantas cosas. Yo tenía una bebita y publiqué mi primer
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artículo, inspirado en el campo de entrenamiento donde se encontraba mi marido, quien para entonces se había enrolado en el ejército. Cuando él partió a Europa, regresé con mi hija a casa de mi madre. Decidí que quería ser médica, por lo que me inscribí en un curso de preparación para médicos en la Universidad de Nueva York, pero tuve una terrible pulmonía y debí abandonar. Varios trabajos después de este episodio, uno con el Partido Laborista Americano, como editora de un boletín legislativo, en un periódico, conferenciante sobre el control de precios, la conscripción, etcétera, escribí mi primera novela fallida: una novela histórica sobre Estados Unidos antes de Jefferson, el efecto de la Revolución francesa, las leyes sobre extranjeros y sedición, el encarcelamiento de disidentes, los clubes democráticos. La presenté a Little, Brown and Co. y les gustó, pero de pronto salió otra novela sobre el mismo periodo y entonces decidieron que la mía era demasiado “radical”. En vez de enviarla a otras editoriales, me sentí derrotada y la guardé. En años posteriores, escribí dos más; una sobre una pianista mulata que trabajaba en educación estética y otra sobre el proyecto artístico WPA. * Me pidieron que las reescribiera en primera persona, pero no pude. La tercera fue un poco después, en los años cincuenta, sobre una mujer cuyo padre era una especie de John Dewey, dueño de una escuela en Vermont. La intriga se centraba en si había dado nombres a un comité de actividades antinorteamericanas y se había suicidado o si había muerto en un accidente automovilístico sin haberlo previsto. Mi padre se suicidó poco después de que inicié la novela y nunca intenté escribir otra. Debo confesar que mi visión política cambió con el transcurso de los años. Tal vez recuerdes que el Partido Comunista calificaba la segunda guerra como una “farsa”, y en un principio me opuse a ella. No obstante, cuando me enteré de la caída de París y vi cortometrajes sobre la huida de la ciudad por aquellas carreteras atestadas, ya no me pareció tanto una farsa. También me percaté de que el partido hacía maniobras extrañas tras las puertas del Partido Laborista Americano y eso me confundió mucho. Nunca lo ataqué públicamente,
* Durante la Gran Depresión, la WPA o Works Progress Administration, creó el Proyecto Federal para las Artes, dirigido por Holger Cahill, cuyo propósito era dar trabajo a los artistas de la época para que dejaran su huella en diversas obras de carácter público. La WPA desapareció con la segunda guerra mundial. [T.]
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más bien me limité a pensar en mi situación y en mi pasado. Debo reconocer que algunos intentos y metas del partido eran muy válidos, pero me molestaba la ideología, el uso de la autoridad, el maltrato a las personas. La guerra terminó, mi esposo regresó a casa y decidió hacerse psicoanalista; se volvió una especie de converso a la doctrina freudiana, y me fue imposible seguir con él. Me divorcié y poco después me volví a casar. Me mudé de Brooklyn a Queens, donde vivía la familia de mi segundo esposo. Mi hija estaba muy alterada. Cuando se lo expliqué a la maestra y me recomendó que la amenazara con un bate de béisbol cuando llegara tarde a la escuela, decidí regresarla a la antigua escuela de Brooklyn. También se me ocurrió que podría volver a estudiar. Escribí a todas las universidades de la zona para preguntar si había cursos desde las diez de la mañana a las dos de la tarde; ésa era mi condición para ingresar. Afortunadamente, supongo, había un curso en la Universidad de Nueva York sobre historia y filosofía de la educación. El siguiente semestre me pidieron que trabajara como ayudante, y de pronto me encontré dando clases a grupos grandes en la Universidad de Nueva York en la época del GI Bill * y de la incorporación de maestros sureños. Aún enseñaba a partir de las notas que había tomado en las clases de otros docentes, aunque se me ocurrió que si podía enseñar a ciento cincuenta personas, bien podría solicitar mi ingreso para el programa de doctorado y obtenerlo sin ser una carga económica para mi marido. Después de cinco años, terminé el doctorado en filosofía e historia de la educación, y sólo entonces me di cuenta de lo difícil que sería para una mujer trabajar en ese campo. Comencé a publicar desde que estaba en el posgrado, y posiblemente eso me ayudó a conseguir un trabajo para el cual no estaba preparada: dar clases de literatura universal en el colegio estatal Montclair, en Nueva Jersey. Fue uno de los años en los que más apren-
* El 22 de junio de 1944, el presidente Franklin D. Roosevelt firmó la Ley para la Reintegración de los Combatientes de la Segunda Guerra Mundial, mejor conocida como “GI Bill of Rights”. Desde su promulgación, esta ley ha canalizado miles de millones de dólares a la educación y capacitación de millones de veteranos de guerra. Además de educación, esta ley preveía el préstamo para una casa, granja o negocio, el pago por desempleo hasta por cincuenta y dos semanas, y apoyo para conseguir empleo, entre otros beneficios. [T.]
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dí, ya que tuve que ponerme a estudiar literatura universal, desde los poemas épicos. Tuve que leer crítica literaria, ir más allá de lo que me pedían e insistir en que leyeran Moby Dick. Pero el viaje era atroz y no podíamos mudarnos debido a los resabios de antisemitismo en los alrededores de Montclair y Clifton, de manera que regresé a la Universidad de Nueva York, donde conseguí un trabajo de medio tiempo. No volvieron a contratarme en el programa de filosofía de la educación porque mostraba tendencias tanto existencialistas como deweyanas, y el nuevo director era estrictamente analítico: un discípulo de Carnap, de Viena, quien me dijo que era demasiado literaria para permanecer en el departamento. Me contrataron en el departamento de inglés, donde posiblemente no sabían que yo no había tomado cursos en esa área en la universidad. En 1962, conseguí un puesto en el departamento de fundamentos de la educación de la Universidad de Brooklyn. El año 1963 fue la marcha en Washington, en la que participé, y recuerdo que ese año tuvimos los primeros maratones de cátedras al aire libre sobre Vietnam. Además, Lawrence Cremin me llamó de pronto para pedirme que diera un curso de filosofía de la educación en la Facultad de Pedagogía. Acepté con la falsa esperanza de que con eso me darían una plaza, pero eso tardó un buen rato. Cuando obtuve la titularidad en Brooklyn, conocí a Joe Shoben, el entonces editor de Teachers College Record –donde yo había publicado–, quien me preguntó si podía encargarme de la revista, ya que él dejaba la facultad porque había conseguido otro trabajo. Por recomendación de él, solicité una entrevista en el departamento de inglés de la facultad de pedagogía pues, según me informaron, el departamento de filosofía y ciencias sociales nunca había contratado a una mujer. No creo que estuvieran muy entusiasmados en contratarme, ya que manifesté mi enojo por el rechazo para el puesto de filosofía. No obstante, Cremin llamó desde California para decirme que me querían en Morningside Heights, que debería aceptar lo que me ofrecieran y que él arreglaría todo cuando regresara de su licencia. Supongo que así lo hizo, pero cinco o seis años más tarde. Yo llegué aquí en 1966, a punto de convertirme en la presidenta de la Asociación de Filosofía de la Educación, de manera que me pareció que tenía bastantes méritos para el puesto. P: ¿De manera que así fue como conociste a Cremin? R: Me lo habían presentado en una fiesta y había leído cosas de él.
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Teníamos amigos en común y vivíamos cerca, pero en realidad no lo conocía. Sí, me sugirió que escribiera mi primer libro, The Public School and the Private Vision (La escuela pública y la visión privada), cuando le hablé de un seminario que di en el verano en la Universidad de Hawai sobre literatura fantástica e historia de la educación, y me presentó a un editor de Random House. Mucho después, cuando nos volvimos colegas cercanos, podría decir que nos hicimos amigos. No estoy segura de que Larry tuviera muchos amigos, a pesar de que era tan amable con todos. El problema es que estuve en el departamento de inglés muchos años. Al igual que Patricia Graham, quien entonces estaba en Barnard, yo iba a las reuniones de departamento y daba un curso al año. Juntas tratamos de salir adelante como mujeres en Columbia. Creo que Pat ya había renunciado cuando el departamento finalmente cedió y votaron por mí, como si fuera una profesora que acababa de ingresar; incluso me pidieron cartas de recomendación de todos, incluyendo de los alumnos. Resultaba extraño que la decisión hubiera llevado tanto tiempo, ya que había publicado bastante en mi campo, había sido presidenta de la Asociación de Filosofía de la Educación, pero aún seguían sin aceptarme en el departamento adecuado. Años después, como integrante del comité de búsqueda que eligió a Larry como presidente de la universidad, cuando nos pidieron nuestra opinión franca sobre él, no pude evitar mencionar lo que todos parecían dar por un hecho: que era un misógino. Hubo una pausa y uno de mis colegas más cercanos dijo: “No fue Larry, fui yo.” Debido a mi pasado y a mis muy particulares neurosis, pensé que tal vez consideraba que yo no había sido lo bastante rigurosa, con aquello de mi fenomenología existencial, mi teoría crítica, mi dosis de deweyanismo. Pero también lo superé, y durante el resto del tiempo que permaneció ahí, siempre le puse a mi colega cara de gran amiga. P: ¿Cuándo obtuviste la titularidad? R: Cuando me aceptaron, ya no tuve que esperar más de dos años, más o menos. Estoy convencida de que, al margen de lo que hubiera sucedido, todo resultó más fácil en ese momento. Posiblemente fue por medio de Larry, por alguna razón, porque él tenía mucho poder, incluso antes de ser rector. Sé que fue principalmente él quien influyó para que me dieran la cátedra William F. Russell sobre los fundamentos de la educación, allá por 1975.
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P: ¿Cómo se dio tu giro hacia el feminismo? R: Fue muy curioso. Me llevó un buen rato darme cuenta de que la causa de mi marginalidad radicaba en un problema de género. Pensé que se debía a mi origen judío, luego a ser existencialista y después a que era más “radical” que otros, pero de pronto todos los tipos de exclusión se dieron simultáneamente y comencé a comprender cuánto tenían que ver con problemas de género. Siempre fui bastante antiesencialista, y me costaba trabajo identificar un tipo particular de virtudes en lo femenino. Obviamente, me preocupa que nuestra sociedad sea más compasiva, más afectuosa, menos privatista y manipuladora y centrada en sus propias preocupaciones. No obstante, es difícil afirmar que las mujeres seríamos mucho mejores que los hombres para cambiar las cosas. Si la afectuosidad se vincula únicamente con el aspecto maternal, creo que no llegaremos muy lejos. P: Considero que los hombres deberían ser igualmente afectuosos. R: Desde luego, y muchos tienen la misma capacidad. El contexto tiene mucho que ver, la forma en que te educaron tus padres, incluso la clase social. P: Recuerdo esa maravillosa cita tuya en Landscapes of Learning (Paisajes del aprendizaje). Mencionas que tus intereses se relacionan con dejar que cada persona, en la medida de lo posible, actúe libremente y elija entre un rango de opciones en términos de sus preferencias, no en razón de cierto condicionamiento extrínseco. R: Yo diría lo mismo hoy, como lo haría la mayoría de los existencialistas, como lo dijo Dewey. En Democracia y educación, Dewey escribió que el yo no preexiste; se crea en el curso de la acción. Identificó el yo con lo que él llamaba “intereses”. Supongo que yo lo identificaría con la búsqueda de un proyecto, una acción que se proyecta al futuro. Hoy probablemente yo pondría énfasis en la importancia del ser en proceso en una intersección de fuerzas de género, raza y clase. Me cuidaría de sugerir que el yo debe entenderse como autónomo; más bien, el yo está –como dijo Sartre– siempre engagé. P: Afirmas ser una existencialista, pero inicias el capítulo 15 de
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Landscapes of Learning con una cita de Merleau-Ponty: “El mundo no es lo que yo pienso, sino lo que vivo”. Eso podría leerse como una afirmación tanto materialista como existencialista. R: Me parece una afirmación anticartesiana de un existencialista preocupado por la conciencia hecha cuerpo, que se mueve a través del mundo visualizado, percibido, imaginado, sentido y conocido. P: Pero esencialmente aceptas la idea de que la materialidad define el yo y, al mismo tiempo, que no existe otro concepto del mundo que no sea la experiencia. R: No sugiero un determinismo ni una relación causal entre la naturaleza material de las cosas y la conciencia; sugiero que es imposible concebir la conciencia salvo haciendo una transacción con el mundo de los fenómenos y, sí, con el mundo material, en el que nos movemos, el mundo en que actuamos. Una de las definiciones de conciencia de Merleau-Ponty tiene que ver con estar en el mundo –no por encima de él– percibiéndolo, interpretándolo desde la perspectiva de lo vivido. Lo que me atrae de Merleau-Ponty es su interés en abrirse conscientemente a un mundo intersubjetivo, su preocupación por las artes, su comprensión de lo incompleto, su preocupación por la libertad. Él fue en algún momento, por supuesto, un marxista, y tengo la sensación de que algo de eso le quedó y es parte de lo que tanto me gusta de él. En su capítulo sobre la libertad –en Fenomenología de la percepción–, Merleau-Ponty hace una descripción espléndida de cómo se desarrolla la conciencia social cuando una persona urbana desarrolla un sentido de solidaridad con los trabajadores del campo. Afirma que “para la clase, no se trata de un asunto de observación ni de grado; al igual que el orden establecido del sistema capitalista, al igual que una revolución, antes de ser pensada, es vivida como una presencia obsesiva, como una posibilidad, un enigma y un mito... En realidad, el proyecto intelectual y el planteamiento de fines son tan sólo el llevar hasta el fin un proyecto existencial…” Habla de la relación entre el intelectual y su experiencia; y debo decir que me preocupa afirmar que he tenido encuentros –y sufrimientos– que nunca tuve, y lo que Freire describe como la “generosidad maléfica”, que en ocasiones demuestran los radicales burgueses.
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P: Una de las cosas que más respeto de tu trabajo es el valiente intento de analizar la autonomía y la libertad, por una parte, y la noción de individualidad, por otra. Nunca sucumbiste a la tentación de resaltar la individualidad como el principio más importante. R: Trato de no hacerlo. En un principio –antes de comenzar a leer sobre fenomenología social y avanzar con Sartre–, me costaba mucho trabajo, debido a lo que creía que era el existencialismo. También me gusta el énfasis que hace Merleau-Ponty en la manera en que la conciencia se abre a lo común. Al leer a Sartre, me sentí demasiado abrumada por la idea de elección, de acción y del yo auténtico independiente. Recuerdo que en una ocasión, cuando hablaba sobre cómo escribí The Dialectic of Freedom (La dialéctica de la libertad) en una reunión de filosofía de la educación, Mahdu Prakash me criticó porque consideraba que mi enfoque era muy agresivo, muy masculino, “muy judío”, y me preguntó si alguna vez dejo que las cosas se asimilen. Mahdu es, desde luego, india, muy feminista y holística, y está muy interesada en la ecología; podía comprender su punto de vista, pero me preocupó. P: Observo que, en ese libro, citas a Dewey, Schutz, Marcuse, De Beauvoir, Foucault, y presentas párrafos filosóficos. Y luego hay cientos de citas de novelas, de poetas y otros artistas creativos. R: Sí, sí, ya lo sé. Siempre he sido así; me doy cuenta de que es demasiado. P: Y, sin embargo, se supone que un buen intelectual es un tejedor. R: Quizás eso es lo que soy. P: Y has entretejido literatura, arte, estética, filosofía social. ¿Fue un intento consciente? R: Soy consciente de ello. Reconozco que mi pensamiento es divergente; tengo gran cantidad de literatura almacenada en mi experiencia. Me resulta difícil no encontrar con qué ilustrar los argumentos y las afirmaciones filosóficas, las abstracciones y las particularidades de las formas artísticas. También lo hago en mis clases, para bien o para mal. En Filosofía Social y Educación, leímos a Arendt, Habermas,
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Foucault, Adorno y otros, pero también la novela de Don DeLillo, Ruido de fondo, con el propósito de darles a los alumnos la oportunidad de tener un encuentro concreto con una sociedad altamente mistificada, tecnológica, consumidora. Y considero que cuando estas cosas se convierten en objeto de tu experiencia al leer una novela, estás en mejor posición para resolver problemas en la realidad social vivida. Mi interés en la libertad y en el yo cambiante y las artes está vinculado con esto. Hace poco vi una obra de teatro basada en el libro de Oliver Sacks, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Cuatro actores desempeñan papeles de enfermos mentales; uno sufre de síndrome de Tourette, ese mal que obliga a las personas a hablar incesantemente, muchas veces obscenidades. La actuación era tan bien lograda que te olvidabas de que estabas viendo una obra de teatro, y podías sentir el síndrome como parte de la condición humana; algo en ti reconocía el significado de ese tic, su agresividad, la incoherencia. El arte logra eliminar marcos arbitrarios y ponerte en contacto con el mundo tal como lo vives y como muchas veces temes vivirlo. Usar obras de arte y alentar una actitud reflexiva y auténtica con relación a determinadas obras de arte, sirve para contrarrestar la abstracción y la distancia de tanta filosofía. No quiero que la filosofía sea fácil, distante e indolora. Prefiero que surjan interrogantes filosóficos desde las profundidades. Otro ejemplo es cómo utilizo la literatura en “Las artes y la educación en los Estados Unidos”, un artículo basado en The Public School and the Private Vision, y en algunas ideas que desembocaron en él. Hace mucho tiempo se me ocurrió que resultaba interesante observar que, con mucha frecuencia, los educadores y reformadores estadunidenses eran los patrocinadores del “sueño americano”, los piadosos adjudicadores del lugar y la posición de tantas personas, mientras que nuestros escritores creativos tendían casi siempre a lo trágico, con una percepción profunda de las injusticias y el sufrimiento provocado por el sistema que estábamos construyendo. Pensemos en Herman Melville, Mark Twain, Ralph Ellison, Toni Morrison y tantos otros. En mi clase, leemos historia social, historia de la educación, así como cuento y novela, y también analizamos algunos cuadros. Piensa, por ejemplo, en la problemática de Las aventuras de Huckleberry Finn, la manera en que cobra conciencia un jovencito criado en una sociedad esclavista, quien, pese al gran afecto que siente por Jim, es incapaz de cuestionar la esclavitud. Piensa en el enfoque fundamentalmente racista con respecto a Jim en un libro que se exi-
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ge leer como una obra de arte y que pretende denunciar a la sociedad esclavista. Piensa en el simbolismo del barco de vapor que navega río abajo y parte la balsa en dos; en el terrible contraste entre la vida en el río y la vida en la sociedad materialista, falsa y violenta en sus orillas. Los alumnos se involucran en todo tipo de preguntas sin respuesta, lo cual no sucedería si leyeran Tyack o Dewey, o incluso Michael Katz. Últimamente, he puesto bastante énfasis en la no tan extraña coincidencia de que Frederick Douglass –cuya autobiografía siempre les pido que lean– escapó de la esclavitud justamente cuando Ralph Waldo Emerson escribió su maravilloso himno a la libertad, la independencia y el mundo de posibilidades de los estadunidenses, llamado “El académico estadunidense”; de esta manera, los alumnos comienzan a reconstruir sus propias ideas de la historia. P: Quisiera preguntarte algo. Tengo en mis manos el libro llamado Teacher as Stranger (El docente como un extraño). R: Es el que ha gustado más. P: Pues bien, alguien ha garabateado un ejemplar de la biblioteca con las siguientes frases: “Mucho ruido y pocas nueces”; “un mar de citas pegoteadas con la esperanza de decir algo profundo”. Son críticas de un lector anónimo. ¿Por qué crees que alguien reaccione a un libro tan maravilloso de esta manera? R: Bueno, no es una crítica abierta y pública, ni sugiere que muchas personas opinen lo mismo. Mi amigo Tom Green alguna vez hizo una crítica del libro y mencionó que pescar alusiones era como recoger tazas de ruedas en la pista de Indianápolis. Sé que puse demasiadas citas. Muchas personas opinan que las mujeres somos muy afectas a escondernos detrás de las ideas de otros. Lo único que sé es que no me detengo deliberadamente y digo: “ahora va la cita de Camus”. Así trabaja mi mente, llegan las asociaciones y entran en mi escritura. P: Tal vez la gente se siente ignorante cuando no reconoce las citas y, por lo tanto, inferior. R: Pues en clase me dicen que al leer tantas citas, la gente amplía sus
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horizontes. Sin embargo, explico cómo sucede e intento abrir mi manera de pensar a quienes deseen escucharlo. Aunque tienes que admitir que, en general, mi prosa es menos “densa” que la brillante prosa de Henry Giroux, quien utiliza citas verdaderamente densas como piedras de toque, y muy rara vez las vincula con sus lúcidos comentarios. Desde luego, no se distrae con la literatura y las artes. ¿Acaso por eso su texto es más claro que el mío? P: He asistido a tus presentaciones. Para ti es muy natural citar de pronto los versos de algún poema, cambiar a narrativa, regresar a filosofía, a una experiencia propia, a alguna anécdota de tu vida... siempre lo haces. Y lo haces bien. R: Eres muy generoso, pero esa persona anónima tal vez represente a las personas a quienes debería tomar en cuenta. Y al decir esto, de pronto recuerdo cuando anteriormente buscaba voces de aprobación. Hay quienes dicen –como a los maestros a quienes aprecian– que he cambiado su vida. Philip Wexler dijo alguna vez que si la gente me hubiera escuchado hace unos veinte años, se habría ahorrado mucho tiempo y trabajo. Supongo que se refería a que me topé con la fenomenología, el marxismo y la teoría crítica al mismo tiempo. P: Tú te adelantaste a tu tiempo de varias maneras. Por ejemplo, en cuanto al deseo. Cuando los posmodernistas comenzaron a hablar del deseo, ya les llevabas una ventaja de al menos quince años. R: No obstante, me siento sin la suficiente información y, hasta cierto punto, una impostora. Al mirar atrás, me hubiera gustado ser una verdadera académica con conciencia social. Quiero decir, una académica en una universidad de artes liberales. El problema con gente como yo es que pasamos mucho tiempo en las escuelas y, en consecuencia, con publicaciones sobre escuelas, currículum, liderazgo y demás. Siento que no tengo tiempo de adentrarme en los campos que me gustan: filosofía y artes, y tender los puentes con la práctica que tanto me gustaría construir. P: Ésa es justamente la agonía, Maxine: que la educación siempre se encuentra en la encrucijada entre la teoría y la práctica sociales. R: Justamente.
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P: Por lo tanto, nunca captamos a todos los clásicos porque no tenemos tiempo; mas si permanecemos en el ámbito de la práctica, tememos que no nos dé tiempo de trabajar la teoría tanto como quisiéramos. Y ya que hablaste de las artes, permíteme regresar un minuto a ese tema. Tienes una cita maravillosa de Sartre sobre el Guernica de Picasso y con respecto a si esta obra convenció a alguien de unirse a la causa republicana. Muchas veces el problema es que se necesitaría un número infinito de palabras para expresar lo que debe decirse. Una de tus afirmaciones tiene que ver con las maneras en que las artes le dan significado a la experiencia. No obstante, me pregunto lo que esto significa, si el verdadero significado no puede traducirse en palabras comprensibles. R: Mucho depende de la forma de arte. Durante casi veinte años he trabajado con el Lincoln Center Institute, donde organizamos talleres con maestros y artistas. Los talleres están ligados a representaciones y exposiciones. Y ahí hablamos de estética, de arte, de imaginación, de percepción y de la renovación de la escuela. Durante el año lectivo, los artistas van a las escuelas y trabajan con los maestros para que los jóvenes se interesen en las obras de arte que les llevan. En el instituto, los maestros trabajan, por ejemplo, con el bailarín Alvin Ailey antes de una presentación de este artista. Así, cuando los alumnos asisten a la función, tienen otras maneras de comprender, además de la verbal. Se mueven con el ritmo, sienten el baile en su propio cuerpo, se involucran a diferentes niveles, no únicamente en el plano cognitivo. Y lo mismo sucede con actores de teatro, en relación con una obra, con músicos, fotógrafos, pintores, poetas. Nuestra intención es liberar la imaginación, aumentar su percepción, profundizar sus relaciones. Considero que experiencias como ésta les permiten a las personas romper con los marcos establecidos de lo que se da por un hecho y mirar otras opciones, otras posibilidades y quizá transformar el mundo de acuerdo con esta visión que han encontrado. P: ¿Quién dirías que ha tenido la mayor influencia en tu filosofía? R: Siempre considero a Dewey desde diferentes perspectivas, y su obra me afecta de manera diferente, dependiendo del momento, especialmente su trabajo sobre la libertad, las artes y el aprendizaje. Debo admitir que, a pesar de la gran influencia que ha tenido el
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posmodernismo, Habermas me parece sumamente importante, de gran claridad moral y política, especialmente en lo tocante al público. Michel Foucault, Julia Kristeva, Sandra Harding, Jane Flax, G. B. Madison, Seyhla Benhabib, Herbert Marcuse, Richard Kearney, Wolfgang Iser, Cornel West, Henry Louis Gates… ¡uy, son tantos! Podría incluso irme hasta Platón y Sófocles, a Shakespeare, y ciertamente a Melville, Dostoievsky, Baudelaire, Freud, Flaubert, Virginia Woolf, Elizabeth Bishop, Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Adrienne Rich. No, no puedo responder a esta pregunta. Me atraen todos aquellos que no esconden, que no temen exponer la oscuridad, ir más allá de la superficie, que son capaces de sentir indignación, que están dispuestos a unirse a otros para lograr cambios, sin tener ninguna garantía. P: Creo que una de las cosas que sucede ahora es que hemos perdido el marco de la solidaridad. Regresando a tu profesión como profesora universitaria, ¿podrías decir que has encontrado muchas manifestaciones de solidaridad? R: Lamento decir que muy pocas. Altruismo, sí, y algunas muestras de colaboración, pero muy poca solidaridad en la universidad o entre quienes se encuentran dentro del mundo académico y fuera de él. Hubo momentos, desde luego, durante el movimiento por los derechos civiles y las manifestaciones en contra de la guerra, cuando algunos hablamos abiertamente e hicimos lo que pensábamos que debería hacer cualquier profesor universitario. Después de las manifestaciones de 1968 en Columbia, hubo una actividad de respuesta en la Facultad de Pedagogía que unió a varios grupos durante un tiempo. Recuerdo a Mark Rudd, uno de los líderes estudiantiles, hablando en el patio de la facultad, y los profesores escuchando al pie de las escaleras, desde las ventanas, como si estuviéramos reviviendo los años treinta. Tal vez recuerdes que el lenguaje de las manifestaciones estudiantiles (sobre todo cuando hablaban de la “democracia participativa”) tenía mucho de Dewey y el viejo progresismo. P: ¿Acaso la Facultad de Pedagogía no tiene una tradición liberal, incluso populista? R: Ciertamente en los años treinta, en los días de la Social Frontier
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(Frontera social), de George Counts y Goodwin Watson y Roma Gans y Theodore Brameld y, hasta cierto punto, John Dewey. Creo que algunos eran socialistas; otros, demócratas liberales; y la mayoría, populistas, en el sentido del New Deal, preocupados por lo que Dewey –al igual que Franklin D. Roosevelt– llamaba los “realistas económicos”. Obviamente, casi no se reconocía el papel de los afroamericanos, ni su exclusión y sufrimiento, como tampoco se reconocía la supresión de la mujer. Luego vino la segunda guerra mundial, los años cincuenta, la calma; y después el decenio de 1960, cuando tantas causas encontraron articulación. Muchas veces hablo sobre la conjunción del espíritu de los años treinta y sesenta, lo que significa una facultad de pedagogía con un gran compromiso social, o por lo menos eso creo. ¿Tú has sentido solidaridad en tu vida académica? P: En términos de proyectos políticos e intelectuales, las personas que podrían sentir solidaridad conmigo me han dicho que no entienden lo que hago. Por lo tanto, recibes amistad y cercanía, en lo que respecta a lo personal, pero cuando se trata de la lucha política, te encuentras al margen. Cuando llegué a la Universidad de California en 1990, mi nombramiento fue muy controversial, ya que entonces era una institución muy orientada al positivismo. R: ¿Te aceptaron por ser sudamericano? P: Me aceptaron porque querían aumentar la diversidad. Mi enfoque teórico parecía sumarse bien a la mezcla, y quizá mi nacionalidad también tuvo que ver. Por lo tanto, me aceptaron, y poco después, uno de los profesores titulares me presentó a otro colega como el “teórico crítico representante de una minoría”. Me sentí herido, pues me pareció una forma de denigrarme, de menospreciar mi beca, de hacerme sentir marginal. Por lo tanto, la poca solidaridad que he tenido ha sido en el plano personal. No obstante, siento una gran solidaridad al trabajar con mis alumnos. ¿Qué has hecho para resaltar la presencia de la política y la epistemología que tú representas en tu institución? R: Muy poco. En mis buenos tiempos, era muy activa en comités y hacía mucho ruido sobre el espacio público y la necesidad de educar a un “público articulado” que respondiera de manera proactiva a lo que sucedía en la ciudad, en el mundo. Pero en realidad no tuve
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éxito; quizá no tejí las redes suficientes dentro de un cuerpo docente conocido por sus pequeños feudos. No he observado mucha respuesta, ni siquiera en relación con el ataque a los hijos y las madres que están en la seguridad social. Hoy en día las causas son académicas: ¿Por qué tanto tecnicismo y tecnología? ¿Por qué tan poca preocupación por la filosofía y las humanidades? Una vez intenté sugerir que manifestáramos nuestra preocupación principal llamando a ésta “el decenio de los niños”, pero no tuve suerte. Mi último éxito fue quizás el Centro para la Imaginación Social, que estoy tratando de catapultar a toda costa. P: Permíteme cambiar de tema. ¿Cuál es tu relación con Paulo Freire? ¿Cuándo lo trataste por primera vez? R: Recuerdo que la primera vez que lo oí hablar fue en la Union Theological Seminary, hace unos veinte años. Conocía a Myles Horton desde la universidad y, después, transcribí una conversación entre ellos que se publicó en alguna parte. Paulo y yo presentamos ponencias en la Conferencia de Académicos Socialistas en Nueva York, y di una fiesta en mi casa en su honor. Luego fue a mi clase y habló ante un grupo enorme de estudiantes. Posteriormente, fue la conferencia por su cumpleaños, donde también presenté una ponencia y tuve la ocasión de hablar con él y de escucharlo. Yo esperaba que hablara en nuestras Conferencias sobre Imaginación Social pero, durante el primer año, nuestra reunión coincidió con las elecciones en Brasil, y este último año él estaba muy enfermo. Espero que tengamos la oportunidad de vernos nuevamente. Como tantos otros, he aprendido mucho de él, y siento que tenemos mucho en común. P: Después de esa ponencia en la New School, alguien le dijo que debía simplificar su lenguaje para llegar a la gente. Pero eso es populismo, no trabajo académico. Se enojó tanto que no pronunció ni una sola palabra durante todo el trayecto hasta su hotel. Iba silbando, pero de pronto me miró y dijo: “¿Sabes, Carlos? Podría ser tan populista como el que más, y seguramente les encantaría, pero me niego a hacerlo. Si no entienden lo que escribo, que recurran a un diccionario.” Sencillamente se niega a darle a la gente una versión simplificada de su pensamiento. R: Me parece perfecto.
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P: Regresando a tu trabajo, me gustaría que hablaras de lo que escribiste sobre lo que se llama “primer feminismo”. R: Tal vez te refieres a Landscapes of Learning. P: Justamente, siempre me interesó tu percepción ecuménica del feminismo, que no excluye a los hombres ni perspectivas alternas dentro del propio movimiento feminista. R: Hasta hoy tengo ciertos problemas con el ecumenismo. Para la Asociación Norteamericana de Investigación Pedagógica (American Educational Research Association, AERA), este año [1995] estoy respondiendo a un libro que escribió un amigo homosexual, Jonathan Silin, titulado Sex, Death and the Education of Children (Sexo, muerte y la educación de los niños). Estoy haciendo un esfuerzo por entrar en su mundo con la imaginación, analizando problemas de género y sexualidad, sin dejar de reconocer que, en cierta manera, el espacio público se ha construido como un espacio heterosexual. Se me pide que piense en la cuestión de declararse abiertamente homosexual, y si debemos enseñarles esto a los pequeños. Y pienso en el problema de identidad de un maestro de primer grado. P: ¿Cómo relacionas esto con el debate sobre el currículum que incluye referencias a la homosexualidad? R: He hablado mucho sobre ello, escribí un artículo, me enfurecí al ver la manera en que el consejo directivo les dio espacio a los fundamentalistas y a la derecha. ¿Por qué no hablarles a los niños sobre los distintos tipos de familias que existen, las diversas maneras de estar vivo? No obstante, la madre de uno de mis alumnos, una recién emigrada estonia, manifestó los problemas que tenía con su hijo porque escuchaba discusiones sobre sexo en clase. Mi idea no es ser una liberal elitista, de manera que me sentí preocupada por esta mujer; es complicado. P: Es extremadamente complicado. Tu pregunta tiene que ver con la cuestión de si cualquiera de nosotros, como padre o madre, querría exponer a su hijo de cinco años a una discusión sobre identidades múltiples, como se las define ahora. No obstante, las personas pueden construir diferentes identidades en diferentes momentos de su vida.
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R: Sí, el marido de mi hija confesó su homosexualidad después de que ella murió. Me pregunto si sabía o si no podía dejar de saber. P: Si pasamos de lo personal como político al panorama político actual, ¿cuál es tu evaluación del proyecto de derecha? R: Mi evaluación tiene que ver con la preocupante vinculación entre los muy ricos con la derecha cristiana, aquellos que no quieren compartir y a quienes no les interesa encontrar una justificación de su alianza con los llamados “cristianos”, al margen de lo que esto signifique. Me recuerda Las aventuras de Huckleberry Finn y las familias que cuelgan los rifles en el muro de la iglesia los domingos, mientras escuchan el sermón sobre el amor fraternal. También me preocupa el efecto de los medios, los programas en vivo que manejan un discurso enmascarado como discurso público. Escucho a muchas personas hablar en favor de prejuicios sin mediación, opiniones sacadas de las ideas reaccionarias de los conductores de los programas. Parecería ser que el “público articulado” son todos los que siguieron el juicio íntegro de O. J. Simpson y que saltan ante la palabra “liberalismo”. También me preocupa profundamente la disminución, la erosión de la clase trabajadora y la desaparición de trabajos para estas personas. Recuerdo la dignidad que sentía la gente que trabajaba en una fábrica; recuerdo las comunidades étnicas que eran parte de una comunidad más grande por pertenecer a un sindicato, y el trabajo que hacían. No estoy segura de si esta preocupación tiene que ver con la política cultural o con la economía. Posmodernos como somos la mayoría de nosotros, abiertos a la multiplicidad de formas de vida, debemos sentir solidaridad con aquellos que temen la erosión moral, que necesitan respeto y una oportunidad de desarrollar una pedagogía de liberación. Aún tenemos tanto que hacer en las escuelas, no sólo abrirnos a la diferencia, sino también comprender la cultura de los jóvenes sin simplificar demasiado lo que debemos transmitir. P: ¿Crees que debería haber mediación entre el trabajo de los intelectuales que desarrollan una teoría crítica y la elaboración de un discurso que alcance a una audiencia mayor? R: Necesitamos mediaciones. Necesitamos la literatura, la poesía, el teatro callejero. Necesitamos niños que se pronuncien y escriban,
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que pinten en las paredes y lean lo que otros pintan. Las artes serán muy importantes como una manera de traducir, de mediatizar. Como decía Paulo Freire cuando estuvo en Chicago: que le gustaba mirar las pintadas en los muros y que la gente le dijera qué veía en ellas. Ayer, en mi pequeña conferencia, los alumnos estuvieron pintando y contando sus historias. Había una chica hermosa que dijo: “No quiero recordar porque cuando recuerdo me pongo muy triste al recordar Haití.” Su padre vive en Haití porque odia el frío. La chica preguntó si necesitaba un lápiz negro para pintar su depresión. Es una chica de catorce años. Si hubiéramos tenido dos horas, habríamos mantenido una discusión política impresionante. Los demás niños le preguntaron si su padre estaba de parte de Aristide, si no se había alegrado cuando Aristide llegó a la presidencia. Y su respuesta fue: “Por eso no quiero recordar.” Yo insisto en que debemos pedirles que escriban poesía, que abran y cuenten sus historias, al igual que los campesinos de Paulo, de manera que después de un tiempo surja un lenguaje y puedan oírse unos a otros. No creo que debamos renunciar al lenguaje crítico; Paulo no lo hizo. No obstante, debe ser traducido, y debe ser escrito por aquellos que conocen lo que es sentir los pies en la tierra. Tal vez soy demasiado simplista, pero en verdad lo creo. Y debo decir algo sobre las mujeres. Un libro que cito mucho es Accident (Accidente), que aborda el accidente de Chernobyl. La autora habla de los movimientos juveniles que impiden que los países construyan plantas nucleares y cómo estos tipos no los escucharon. Se pregunta si quienes construyeron esas plantas alguna vez supieron lo que era lavar los platos, los pañales, plancharlos. Habla de la ineludible concreción de la vida de una mujer. No es biológico, pero somos así. Todas regresamos a casa y también lavamos platos. Ella habla de “lavar los platos”, “lavar los platos”, “lavar los platos”. Quizás esto sea parte de sentar las bases, lo que nos ayuda a que la narrativa continúe. P: Uno de los argumentos que he escuchado es que la educación progresista y el enfoque de Dewey han sido un fracaso porque no proporcionan educación de calidad, no capacitan a las personas para el mundo del trabajo. Además, al celebrar la noción de la experiencia, sencillamente celebra la experiencia per se. La nueva derecha argumenta que es necesario crear un movimiento desde cero, una relación mucho más estrecha entre la industria y la educación.
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R: El movimiento para reestructurar la escuela, con énfasis en la educación activa, la presentación de problemas, preguntas e incluso en la investigación de calidad, todo eso es muy cercano a Dewey. Tal vez no sea exacto, pero se basa en la experiencia y en la solución de problemas. Visité una escuela en Brooklyn manejada por una organización comunitaria. Otra cosa es la tecnología que permitirá vincular las escuelas, y así podremos tener educación a distancia. Ahora estamos conectados con escuelas de Harlem para superar la desigualdad educativa por medio de Internet. Tengo la esperanza de que llegue alguien muy listo –y sin duda hay mucha gente así– que vincule el uso humano de Internet y la tecnología con el interés por la educación activa. Imagino un nuevo deweyanismo. Quizás estoy loca, pero así pienso. Dewey no le prestaba mucha atención a la diversidad, al multiculturalismo; incluso se quejaba de que al mezclar a todos en la misma bolsa sólo se producía mediocridad. En realidad nunca habló de la multiplicidad, y quizá podamos aprender algo de eso. La otra posibilidad, relacionada con la educación pública –y me aterra pensarlo– es que en vez de escuelas públicas tengamos centros de aprendizaje, donde los niños aprendan ciertas habilidades. Sería un tipo de adaptación de lo que dijo Illich con respecto a que cualquier tipo de socialización podría darse en iglesias o en organizaciones locales. P: ¿Cómo querrías que fuera un currículum que tomara en cuenta la diversidad cultural? R: En primer lugar, cuando hablo de multiculturalismo, hablo de mí, y me imagino que no debe de ser muy diferente de otras culturas. En otras palabras, cuando tenía catorce años no me importaba mi cultura en lo más mínimo. Quería salir al mundo y ser yo; quería ir a las corridas de toros. Después, por diversas razones, me interesé en mis orígenes, en mi casa. Y me pasé la vida en una especie de tensión entre la lealtad a mis orígenes y sentirme orgullosa de ellos. Cuando llegué a la universidad, tomé un curso sobre las contribuciones culturales del pueblo judío, porque no tenía ni idea de cuáles eran. No sé cuánto he interiorizado, pero por lo menos hoy no me disculparía por ser judía. Y eso me parece lo más importante. Me encantaría que desapareciera el multiculturalismo; odio lo que contiene el programa de estudios. Lo llamo el enfoque al estilo menú chino: esta semana, nos toca español; la otra, portugués. El uso de materiales es tan
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superficial y tiene tan poco sentido que se trata apenas de darle un vistazo a una lista. No lo soporto. P: Algunas versiones de multiculturalismo tienen otro tipo de orden metafísico, más elevado en el sentido epistemológico. R: Es otro esencialismo. La derecha odia el multiculturalismo por patrioterismo, chovinismo; por una definición unilateral de lo que significa ser estadunidense; una especie de enfoque Ku Klux Klan. La otra razón es porque están aterrorizados de las perspectivas múltiples, y el multiculturalismo insiste en tomar en cuenta múltiples puntos de vista, rechazan la totalidad y la coherencia. El nuevo decano de la universidad tiene como prioridad lo que él llama “multiculturalismo”. En realidad me asusta. No me imagino lo que quieren decir por “todo un centro de multiculturalismo”. Si significa invitar a la universidad a bell hooks y a algún poeta recién llegado de Haití que vive en Harlem, perfecto, pero no que tengan un par de profesores de literatura o de filosofía que enseñen multiculturalismo. Ojalá tuviera una solución clara para muchas de las preguntas que me haces; y sin embargo no me asusta cuando me preguntan sobre mi trabajo.
8. ENTREVISTA CON GLORIA LADSON-BILLINGS
P: Gloria, háblame de tu biografía. R: Crecí en Filadelfia, en los decenios de 1950 y 1960; un lugar muy interesante porque fue el primer asentamiento de negros libres en este país. Por lo tanto, había una tensión curiosa entre la situación de los negros en la sociedad y el legado histórico de los negros en esa zona en especial. Me fascinaba el movimiento por los derechos civiles; era el tema de sobremesa todos los días. Y el que durante mi niñez viviera esta transformación de la sociedad tuvo un efecto enorme. En la escuela primaria había una segregación de facto: comunidades negras, escuelas para negros. Cuando llegué a la preparatoria, mi madre nos sacó de la escuela comunitaria y entré en una escuela no segregacionista, donde viví la experiencia de la desigualdad. Aunque fuera la alumna más aplicada de la clase, siempre premiaban a algún joven blanco y mi contribución pasaba inadvertida. Me gradué en la preparatoria en 1965, y tomé la decisión consciente de ir a una universidad de tradición negra. Siempre me ha fascinado la historia y quería estudiar historia del movimiento negro. Estudié con profesores como Benjamin Quarles, Thomas Cripps y un hombre de apellido Peterson, quien nos decía en clase: “Ustedes no tienen nada que hacer en Vietnam. Si quieren pelear, intégrense en los ejércitos de liberación en África.” Y nos contaba de su trabajo en Burundi y de cómo habían bombardeado las escuelas. Era un pastor de la Iglesia Holandesa Reformada. Éste fue un despertar político sobre las luchas de los negros, no sólo en Estados Unidos sino en el mundo entero, vinculado con estructuras más grandes de colonialismo, una especie de hegemonía –desde luego, entonces no usaba este lenguaje– que representaba la “cultura estadunidense”. Yo no estaba muy segura de lo que haría con esta fascinación. Me involucré en diversas actividades populares y en marchas de protesta. A la par que experimentaba este despertar intelectual, me involucraba más en la situación familiar. Mi padre trabajaba en una compañía que no tenía sindicato, una lavandería muy grande. El [177]
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dueño de la planta también era propietario de un buen número de casas en la comunidad, de manera que muchos de sus trabajadores vivían ahí. Lo poco que ganaban, se lo devolvían en alquiler. Ya sabes, el viejo truco de empeñarle tu alma a la compañía. Por un lado tenía la actividad intelectual y, por el otro, la experiencia de la lucha en la vida real. Comencé a pensar en qué hacer para impedir que esa situación se siguiera reproduciendo: gente en un estado de indefensión y desesperanza, restringida por factores económicos, sociales y políticos. A finales del decenio de 1960, creíamos que la enseñanza era una de las maneras de cambiar las cosas. Por consiguiente, comencé a dar clases de historia de Estados Unidos e historia mundial en séptimo y octavo grados. P: ¿A qué universidad fuiste? R: Morgan State, en Baltimore. Y fue una experiencia interesante porque en realidad nunca había estado en el sur. Sólo quedaba a 150 kilómetros de Filadelfia, pero una vez que cruzas la línea MasonDixon, * ya estás en el sur. En los años cincuenta, Baltimore era una ciudad donde los negros no podían entrar en un negocio a probarse un sombrero; tenían que comprarlo. Crecer con una orientación diferente por ser negra y ver el sufrimiento a mi alrededor me orilló a la enseñanza y la educación como una posibilidad de participar en la lucha. Mi primer trabajo como maestra fue en el sur de Filadelfia. La mayoría de mis alumnos eran blancos pertenecientes a algún grupo étnico, aunque también tenía algunos alumnos negros, a quienes habían incorporado para favorecer la integración racial. Ése fue otro momento de transformación. Comencé a percatarme de que los niños blancos de grupos étnicos y de clase trabajadora, aun cuando no estaban en el mismo barco que los negros, también tenían una posición subordinada en la sociedad. Nunca antes lo había pensado, porque tal como estaban marcados los límites, yo asociaba pobreza
* Originalmente, el término hacía referencia al territorio que deslindaron Charles Mason y Jeremiah Dixon en 1763 entre Pensilvania y Maryland, de este a oeste, y entre Maryland y Delaware, de norte a sur. Más tarde, se le dio a este término la connotación de frontera entre los estados libres y los estados esclavistas durante la primera mitad del siglo XVIII. Actualmente, se usa de manera coloquial para indicar esa diferencia simbólica [T.].
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con los negros pobres, y riqueza con la gente blanca. Y eso aún sucede, si ves casos como el de Hernstein y Murray, * y su afirmación de que los negros son inferiores por motivos genéticos. Pero en su libro también denostan a los blancos pobres, y de eso me di cuenta muy pronto: de que mis alumnos blancos pobres también luchaban contra estructuras opresivas muy similares. Después de unos años, me sentí frustrada por la burocracia de las escuelas y decidí hacer una maestría. Francamente, no tenía idea de lo que esto significaba; sólo sabía que era el siguiente paso. Finalmente, entré en la Universidad de Washington, al otro lado del país, y fue una experiencia muy traumática, porque fue la primera vez que me encontré prácticamente rodeaba de blancos. Había estado con gente blanca, pero no iba a su casa ni había convivido en una comunidad blanca. También fue traumático porque la mayoría de los negros que conocí en Seattle –muchos de ellos de lo más recóndito del sur– habían sido aceptados mediante programas de apoyo, de acción afirmativa, de igualdad de oportunidades. Cada universidad destina cierta cantidad para “reclutar” a esta gente en todo el país, y muchos de ellos no están preparados para la vida universitaria. Era una especie de puerta giratoria: estos alumnos entraban por un lado y salían por el otro. Pero vivían en tal aislamiento que no tenían ni idea del tipo de cosas que yo siempre les preguntaba a los negros: dónde ir a escuchar buena música, dónde comer. Por lo tanto, yo dependía de los blancos incluso para mis cosas más íntimas, y eso me resultó muy traumático. Siempre me burlo de Jim Banks por esto, porque entonces él era profesor asistente –tal vez estuvo ahí un par de años– y dice que no se acordaba de mí. “Claro que no, porque estabas demasiado ocupado en conseguir la titularidad.” Y nos reímos mucho. Yo estudiaba la especialidad de educación en estudios sociales. Nos exigían tomar algunas clases de ciencias sociales fuera de la escuela de educación. Escogí geografía junto con una amiga que también estudiaba esa materia. Tomábamos varias clases juntas, y cuando
* En su libro The Bell Curve, Richard J. Hernstein y Charles Murray afirman que la desigualdad es inherente a la raza. Pretenden demostrar que la integración, la seguridad social y la acción afirmativa no pueden hacer nada para elevar a los no blancos a la categoría de blancos, y que la causa de la mayoría de los problemas sociales, como la delincuencia y la pobreza, se debe a que las personas de color tienen una inteligencia más reducida [T.].
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nos pidieron hacer un trabajo, recuerdo que escogimos China. Era el año 1971 y decidimos estudiar la geografía de China. En ese entonces, la Universidad de Washington estaba infestada de miembros de la CIA. Cuando escogimos el proyecto, el profesor nos pidió que fuéramos a verlo. Todos escogieron su proyecto, pero sólo a nosotros nos entrevistaron y nos sometieron a un gran interrogatorio por la decisión de escoger China. Y ahí nos tenías, con nuestro gran afro look, en un momento en que el movimiento Panteras Negras promovía las relaciones internacionales y el temor de que escogiéramos lo que llamaban la “China Roja” como tema de investigación. Y lo habíamos escogido sin pensar, pero ese tipo de experiencia era muy desorientadora. En términos de cultura popular, en ese tiempo surgieron las películas sobre negros. Los jóvenes negros que conocí en Seattle veían cosas como Shaft, Superfly, y afirmaban que así éramos los negros. Yo insistía en que tal vez serían los negros de Nueva York, y que ésta era la visión de Hollywood, pero ellos estaban convencidos de lo contrario. De manera que comencé a percatarme de que había estructuras más amplias, una especie de complicidad en el fracaso educativo de los niños negros. Y ciertamente no sólo los niños negros, sino que todos los niños recibían una educación tergiversada. Regresé a Filadelfia en medio de una larguísima y amarga huelga de trabajadores: once semanas durante las cuales no pude cruzar el piquete de vigilancia. Y eso era parte de mi educación de clase trabajadora... sencillamente no nos atrevíamos a hacerlo. Estaban buscando un supervisor de estudios sociales y como ya tenía mi maestría, resultó que era la persona idónea para el trabajo. Era un puesto bastante extraño llamado “colaborador científico de estudios sociales”. ¡Imagínate! Yo estaba muy nerviosa y aunque mi especialización era en estudios sociales, no tenía antecedentes científicos. Ya ves cómo funciona la burocracia. Todo el mundo me decía que no me preocupara por lo de “científico”, pero yo estaba muy angustiada. El perfil del puesto exigía estudios sociales y ciencias, de manera que estudié lo que pude sobre ciencias de la educación, y logré armar un programa para apoyar a los maestros de ciencias a quienes debía supervisar. Conseguí ese trabajo en 1975 o en 1976, año en que sucedieron dos cosas. Uno fue el bicentenario. No puedes imaginar un lugar más loco para celebrar el bicentenario que Filadelfia, y toda la ciudad lo esperaba con entusiasmo. Tuve que tratar de llenar a toda
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prisa los huecos en la información escolar: “¿Cuál era la presencia de los negros en 1776?” y “¿Cuál era el papel de la mujer en 1776?” Fui a una casa en un lugar llamado Cliveden, donde se había librado la batalla de Germantown, un lugar que querían incluir en el registro de monumentos nacionales. Estaba comiendo con el curador del museo –unos cangrejos, por cierto– cuando me dijo que ésta había sido la casa de verano de Benjamin Chew, el médico de George Washington. A continuación me preguntó si sabía que Martha Washington le había regalado esos platos a la señora Chew. No pude comer otro bocado tan sólo de pensar que si rompía el plato no podría reponerlo, de manera que puedo decir que la historia se me vino encima. Yo iba con una amiga negra, quien preguntó si el doctor Chew tenía esclavos. El tipo comenzó a darle vueltas a la respuesta, afirmando que en realidad no eran esclavos, sino sirvientes. “Pues está equivocado, porque sí tenía esclavos”, comentó ella. Y comenzaron a discutir. Resulta que esa mujer había rastreado su historia familiar en Filadelfia hasta principios del siglo XVIII, y que el apellido de su familia era Chew: esto es, eran esclavos de los Chew, de manera que sabía de lo que estaba hablando. El otro tema importante en Filadelfia en ese momento era la crisis energética, lo cual trataban de incluir en el currículum porque la principal compañía proveedora de electricidad se dio cuenta de que los usuarios ignoraban por completo el tema. Comencé a preparar el currículum de energía para los grados intermedios, pero no lo escribí con un enfoque científico. Otro maestro de preparatoria lo redactó desde la perspectiva de la física y la química, y a fin de cuentas les gustó más mi trabajo porque se basaba en la premisa de que todos los jóvenes serían consumidores de electricidad, no ingenieros ni físicos. De pronto todo el mundo comenzó a pedirme talleres sobre energía, un tema del que casi no sabía nada. A causa de un recorte imprevisto de presupuesto en el distrito, tuve que dejar el trabajo, pues era la de menor antigüedad. Por lo tanto, regresé a las clases, lo cual me gustaba, pero no me dejaban tocar el currículum. Y una de las razones era que me faltaba otro título: un doctorado que me permitiera seguir avanzando y ser más independiente, por lo cual decidí regresar a estudiar. Quería irme a la costa oeste, pues habíamos tenido tres inviernos de terror. Solicité ingreso en Harvard, pero me di cuenta de que sería más frío aún que
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Filadelfia. La decisión quedó entre Stanford y Berkeley. Sentía más afinidad con esta última porque cuando entré en la universidad tenía amigos de Berkeley que participaron en las huelgas de los años sesenta, y decidí que eran más similares a mí. Pero Berkeley estaba totalmente desorganizada en ese entonces; incluso hablaban de desmantelar la escuela de educación. En cambio, la organización en Stanford era espléndida: había una persona para cada cosa, y además me ofrecieron una beca, de manera que acepté. Llegué a Stanford en 1978, con una experiencia de diez años como maestra, con excepción del año que estuve en Seattle. Pero esta vez llegué con un enfoque diferente, consciente de que no era un lugar para mí. De inmediato comencé a investigar la historia de la institución y, mientras más leía, más me sentía como una intrusa. Por lo tanto, decidí aprovechar lo que la institución pudiera ofrecerme sin deprimirme por lo que no podía darme. Y creo que después de trabajar un tiempo, regresar a la universidad es divertido. Es como si sólo te dedicaras a leer. Decidí no vivir en el campus, pues tenía un hijo de diez años y quería darle un ambiente de hogar. Me mudé al este de Palo Alto, que fue lo mejor porque me permitió mantenerme al día sobre las luchas y la vida real de la gente morena o de color, a la vez que ocuparme de mis estudios. Me involucré con el activismo comunitario de Palo Alto. Trabajé con Joyce King y otros padres; formamos un grupo llamado “Padres en favor de una acción positiva.” También se integraron algunos padres latinos que nos servían de traductores; fueron años muy emocionantes. Cuando regresé a Filadelfia después de haber vivido en Seattle, trabajé en una comunidad puertorriqueña. Tenía alumnos puertorriqueños negros, y me sorprendió cómo los latinos formaban una comunidad homogénea, muy similar a las comunidades de otros grupos minoritarios no blancos. Una vez me pidieron que probara unos materiales donde aparecían personajes de Puerto Rico. De pronto, cuando leíamos “Juan comió tacos y enchiladas”, los chicos me preguntaron: “¿Qué es esta porquería?” Siempre me ha interesado cómo funciona el currículum. Pero, una vez más, intentaba relacionarlo, como alguien afianzada en una cultura específica, preocupada por la estructura social y el propósito social de la escuela. Y aunque, en un principio, el currículum me parecía el punto de partida para lograr el cambio, la Facultad de Pedagogía no era el lugar adecuado para lograrlo. De pronto vislumbré una posibilidad cuando me especialicé en
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antropología. La metodología me sedujo porque en verdad te mostraba cómo debías ser en la cultura; no puedes emitir juicios si te mantienes al margen. Esto me ayudó un poco. Luego asistí a una conferencia de Sylvia Wynter y fue como si me cayera encima una pared. Comenzó a hablar sobre la construcción social de la raza, la construcción social del género, y la manera en que nuestro sistema social funciona para darles significado a estas construcciones. Tomé algunos cursos con Sylvia que me resultaron complicadísimos, pero me dieron un nuevo marco para mis preguntas. P: ¿Fue esta conferencia de Sylvia Wynter la que te dio una comprensión sintética de la política de identidad? R: Me di cuenta de que había alguien en ese campus con quien podía hablar del tema sin que me consideraran loca. Es como el concepto de DuBois sobre la doble conciencia. Constantemente te haces preguntas y tienes la percepción de que nadie ve el mundo como tú. Mi padre era lo que en el decenio de 1940 llamaban un hombre de raza, con una identidad muy fuerte, aun cuando no tenía educación formal: muy analítico, muy involucrado e interesado en política. Muy dedicado a la idea de ayudarte a leer el mundo. Nosotros crecimos en la generación de la televisión, que se convirtió en algo cotidiano. Recuerdo que uno de los primeros programas que veíamos era las Aventuras de Superman. Mi padre nos preguntaba si realmente creíamos que un hombre blanco podía volar. Siempre que veíamos algún programa comenzaba a hacernos preguntas, como si nos recordara que nos fijáramos en lo que nos dejaba o nos decía el programa. En la serie Rama de la selva, los exploradores eran blancos y los negros, unos salvajes. Mi padre constantemente trataba de que analizáramos cómo nos sentíamos al ver el programa. Y eso siempre me quedó muy grabado. El lado positivo de haber ido a la escuela primaria segregacionista es que ahí puedes hablar de cuestiones de raza sin cuidarte demasiado. Los maestros nos decían: “Mañana vamos a ir al centro a ver las fuentes danzantes. Cuando lleguemos, tienen que comportarse, porque si no se portan bien, la gente no va a decir: ‘mira esos niños groseros’, sino ‘mira esos negritos groseros’.” Por lo tanto, siempre éramos conscientes de nuestro lugar en la sociedad y de que la sociedad no esperaba mucho de nosotros. Sin embargo, nuestros maes-
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tros sí esperaban mucho de nosotros. Nos dieron bases muy sólidas, junto con mis padres y la comunidad en la que crecimos. La experiencia de Stanford no fue tan traumática como la de la Universidad de Washington porque había asumido que yo no pertenecía a ese lugar. Tenía que buscar un mentor, y aunque había mucha gente agradable –no quiero hablar mal de Stanford–, pocos compartían mis intereses intelectuales. Mi tesis doctoral fue un estudio etnográfico sobre el civismo y los valores en alumnos de octavo grado. Me pasé un año con ellos en el este de Palo Alto, y me resultó sumamente interesante la manera en que estos niños se construían como ciudadanos, porque no se consideraban ciudadanos estadunidenses. Y ellos me ayudaron a darme cuenta de que yo tampoco. Hace un par de años, tuve una experiencia interesante. Fui a Buffalo en febrero, y cuando abordé el avión en el aeropuerto de O’Hare, de pronto me dije en voz alta: “¿Qué clase de locura estoy haciendo? Irme de Madison, Wisconsin, a Buffalo, ¡en febrero!” Pero la mujer que estaba a mi lado comenzó a reír y me dijo: “Pues yo vengo de California y voy a Buffalo, y estoy emocionadísima.” Comenzamos a charlar y esta mujer blanca me comentó cuánto le gustaba Buffalo. Ahora vivía en California, pero había crecido ahí, y regresaba siempre que podía. Y resultó que vivía en Los Gatos, un lugar que yo conocía muy bien. De pronto me dijo: “Uy, pero seguramente ya no lo reconocerías ahora. Ha cambiado muchísimo, con todos los asiáticos que han llegado. No son estadunidenses como tú y como yo.” Cuando la maestra de la Universidad Estatal de Nueva York (State University of New York, SUNY) llegó a buscarme al aeropuerto, comencé a decirle: “Soy estadunidense.” Sorprendida, me preguntó de qué estaba hablando. “Sí, soy estadunidense, me ha llevado cuarenta y cinco años asumirlo y, desde luego, lo soy a expensas de los inmigrantes asiáticos, pero soy estadunidense.” Es la primera vez que recuerdo que alguien me dice directamente que soy estadunidense. Y eso me recuerda a una alumna de la universidad que consiguió una beca Fulbright para irse a Francia. Continuamente nos escribíamos. En ese entonces, había un fuerte sentimiento antiestadunidense en Francia debido a la guerra de Vietnam. Desde luego los franceses habían estado en Vietnam antes que nosotros, lo cual de ninguna manera nos autorizaba a meternos ahí. Me contó que había manifestaciones en la universidad y los alumnos les lanzaban tomates a los estadunidenses. Cuando le tocó su turno, se volvió y los increpó: “¿Y
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por qué me arrojan un tomate a mí?” No podía creerlo, y es que no se sentía estadunidense, como les sucedía a los niños de mi tesis doctoral, lo cual no era extraño pues, como jóvenes adultos, tampoco nos identificábamos como estadunidenses. Para mi tesis, además del estudio etnográfico, les pedí a los niños que resolvieran los ejercicios de la Prueba Nacional de Evaluación Educativa... había una prueba de civismo, aunque no lo creas. Después de tomarles la prueba, los entrevisté para preguntarles por qué habían elegido ciertas respuestas. Fue muy interesante. Una de las preguntas era si estos chicos escuchaban o no las noticias en la radio, las veían en la televisión o las leían en los periódicos. Y muchos de ellos las escuchaban por radio. Cuando les pregunté cuál era el tema más importante en ese momento –era 1980, en plena crisis de los rehenes en Irán–, ellos respondieron: “Los asesinatos de los niños de Atlanta.” Les manifesté mi extrañeza de que ninguno hablara de la crisis de rehenes en Irán, pues al otro lado de la escuela una maestra había colocado listones amarillos alrededor del tronco de un árbol. Varios de los niños me dijeron: “No sé para qué pone esos listones amarillos, si los iraníes dejaron salir a todos los negros.” Y era cierto. Cuando comenzó la crisis, llevaron a todos a la embajada, pero liberaron a los negros. Eso me demostró que, para estos niños, su identidad étnica y racial era lo más importante. También resultaba interesante hacer esta recopilación de datos porque era un año de elecciones presidenciales. Había un gran temor de lo que Reagan y Bush significaban para los negros. Una de las preguntas en el examen de civismo pedía mencionar a los senadores, diputados e integrantes del gabinete. Todos los niños se equivocaron en los integrantes del gabinete, a pesar de que ya lo habían aprendido; si bien era parte del programa de octavo año, no lo retuvieron. Sólo un niño entre setenta y cinco respondió bien el nombre del secretario de Estado: Alexander Haig. Cuando le pregunté por qué lo sabía, me respondió: “Ah, es que mi abuelo dice que Alexander Haig es un imbécil.” El estudio reveló que debe haber cierta filiación étnica antes de relacionarse con una identidad nacional. En parte, lo que sucede en las escuelas es una negación de la etnia y una negación de la diferencia racial, bajo el supuesto de que “todos somos estadunidenses”. Más que el contenido del currículum comenzaron a intrigarme los problemas de pedagogía. Y más o menos en la época entre mi partida de Stanford y mi llegada a Santa Clara, que fue mi primer
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trabajo académico, cada vez me intrigaban más los conceptos de pedagogía. Tuve un par de experiencias con las lecturas. Aún leo mucho de lo que podría considerarse literatura de activismo comunitario, no sólo literatura académica. Justamente estaba leyendo a James Boggs, un líder sindical que me presentó Joyce King. Si quisiéramos clasificar a Boggs, podríamos decir que es un marxista clásico, aun cuando él no fue a la escuela. Yo leía muchas cosas de las que mi padre hablaba. Creo que la tendencia de la generación más joven siempre ha sido desechar lo que dicen los mayores. Ahora mis hijos llegan a casa y me preguntan si tengo una autobiografía de Malcolm X. ¡Imagínate! Si yo soy la autobiografía de Malcolm X. No se interesaban en ella cuando yo les hablaba. Bueno, pues comencé a leer varias cosas de las que hablaba mi padre. Leí a Garvey, The Mis-Education of the Negro (La mala educación del los negros), un libro que utilizo en mis cursos. También leí Souls of Black Folk (Las almas de la gente negra), de DuBois. Comencé a leer a académicos negros, y en 1969 o en 1970 leí Los condenados de la tierra. Fue una de esas epifanías que de pronto tienes en la vida. Y aun cuando el enfoque era bastante psicoanalítico, me ayudó a reunir las piezas sueltas que tenía sobre las distintas oportunidades y experiencias de negros frente a blancos, o ricos frente a pobres, o mujeres frente a hombres. Lenta, pero seguramente, todo comenzaba a cristalizarse. Y volvemos al periodo histórico, cuando parecía que mataban a una persona cada semana. Malcolm X fue asesinado una semana después de que entré en la universidad. King fue asesinado un mes antes de que saliera. Mi vivencia como estudiante universitaria estuvo delimitada por estas dos experiencias traumáticas. Y había disturbios raciales. Sucedían muchas cosas, además de la guerra de Vietnam y el movimiento feminista. De manera que fue un momento emocionante pero peligroso. Una de las cosas que me acosaron desde joven fue la historia de Emmett Till y su asesinato, aparentemente sin motivo. Creo que le dijo algo a una mujer blanca, aunque en realidad hay varias versiones de lo que dijo e hizo. Y el que los asesinos hayan sido enjuiciados y exonerados. Como yo no crecí en el Sur, esto me parecía increíble. La revista Jet publicó la foto del cuerpo mutilado de Emmett Till, una foto horrible porque su cuerpo estaba hinchado, deformado; parecía un monstruo. Yo tenía pesadillas sobre Emmett Till, no por
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la foto sino por el hecho de que un chico de catorce años fuera secuestrado en la noche, y por la situación que vivíamos como negros. Me ayudó a entender algunas cosas que hacía mi padre. Por ejemplo, mi familia difícilmente iba de vacaciones. Yo creía que el problema era la terquedad de mi padre. No obstante, él se preocupaba mucho de “no poder entrar con mi familia en un hotel, como cualquier persona. Es muy peligroso, y tal vez no podría mantener mi dignidad.” A mi padre le daba miedo salir a la carretera con nosotros, “pues si nos detienen y les hacen algo a mis hijos, yo tendré que humillarme”. Yo llevaba la foto de Emmett Till a todos lados. Cuando estaba en la universidad, no salía con nadie que no supiera su historia. Iba a la biblioteca para verificar que tuvieran la revista y le preguntaba a todo el mundo si conocía el caso de Emmett Till. No me interesaba estar con gente que lo desconociera, ya que él era absolutamente representativo de la situación que vivíamos. Todas estas cosas comenzaron a despertar mi interés en una pedagogía más transformacional. Tuve buenos maestros en la primaria, pero también había cierto grado de lo que podríamos llamar “movilidad auspiciada”. Yo siempre iba a la escuela muy pulcra, bien peinada y hacía mi tarea. Por lo tanto, creo que había un cierto sentimiento de “ésta sí puede lograrlo”. No había la sensación de “todos podemos lograrlo”. Y comencé a preguntarme por qué algunos de mis compañeros no eran tan limpios aunque eran muy inteligentes. Aprendí las reglas en la escuela. Mi madre era muy buena para eso, y nos alentó. Cada vez me intrigaba más el poder de los maestros para crear cierto tipo de pedagogía y participar en ella. P: Tu libro Dreamkeepers (Cuidadores de sueños) es un intento por mostrar la dinámica de la política del currículum y la pedagogía, y ver quiénes son estos maestros comprometidos que en verdad propician buenos resultados. Pero, ¿cuál es la clave de los maestros que tienen éxito en mantener nuestra utopía de la transformación social y el aprendizaje transformacional, a pesar de las nocivas tendencias sociales? R: Al volver a analizar los datos encuentro tres elementos. Uno es saber qué es la educación. Eso es esencial para estos maestros. No sólo están en la escuela para sentirse bien con los chicos, para que todos se tomen de las manos y canten “Venceremos” y hablen de la
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lucha común. Los niños tienen que aprender algo. Las maestras son mujeres con una visión amplia del rendimiento académico. No sólo se trata del desempeño en una prueba estandarizada, sino de la disposición de escribir tu propia historia, sobre tu propia comunidad, de ir y venir entre comunidades que hablen distinto lenguaje. Ésa es una de las cosas que vi. La metáfora que utilizo es un banco de tres patas, si le quitas cualquiera de ellas, el banco se cae. Otra “pata” es lo que he llamado “competencia cultural”. Me refiero a la capacidad de permanecer firmemente afianzado en la cultura de origen y tener éxito académico. No hay apoyo social para esto, porque la sociedad separa ambas cosas. Parece que o bien eres inteligente, o bien eres verdaderamente negra; o eres inteligente o eres una persona rústica. No puedes ser las dos cosas. No puedes ser una persona rústica inteligente. Y las maestras tratan de que los niños entiendan que no se trata de una ecuación diametralmente opuesta, que de hecho esta espiral descendente es una anomalía. En tercer lugar, las maestras ayudan a desarrollar lo que llamo “la crítica sociopolítica”. No basta con ser inteligente y estar firmemente afianzado como persona negra. Tienes que preguntarte por qué la escuela no funciona para todos. ¿Por qué, aunque una persona sea inteligente, la escuela la hace a un lado? Por lo tanto, desempeño académico, competencia cultural y crítica sociopolítica son el triunvirato de una pedagogía culturalmente relevante. La gente no busca estrategias; tampoco interesan estos debates sobre la enseñanza de la lengua en su totalidad en oposición a la enseñanza parcial. Todos ellos son distracciones. Los principales problemas son si crees que los niños son inteligentes; si crees que pueden aprender algo; si crees que aportan algún valor a la situación de aprendizaje; si crees que es importante para ellos desarrollar un lenguaje crítico para que no sigamos reproduciendo lo que tenemos. Lo primero es entender que el sistema no es justo, no es meritocrático. Y en este sentido el que los maestros se perciban como entes políticos es fundamental. Ahora bien, una de las cosas que descubrí como estudiante y docente en el proceso de esta investigación –y ésta es una nueva línea de investigación, y tal vez una línea paralela, aún no sé– es el interés cada vez mayor en trabajar la teoría de la raza. He escrito algo acerca de teoría crítica sobre la raza, y posiblemente escriba algo más para una publicación sobre antropología y educación que coordina Donna Deyhle. Debido a que la raza es un concepto tan poco sustentado en
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la teoría y tan evasivo, incluso la gente de izquierda tiene dificultad para aprehenderlo. P: Estoy totalmente de acuerdo. La gente de izquierda, especialmente los marxistas, han caminado sobre el terreno de la raza como si fuera un campo minado. Y es claro que, dadas las peculiaridades de la formación racial en este país, la interacción entre raza y clase es muy complicada. R: Pero lo más fascinante –y es un tanto emblemático de los tiempos modernos– es la manera en que la raza se forma y reforma continuamente. Si vas del lado oeste de Madison, donde prácticamente viven sólo blancos, verás niñitos blancos con la gorra hacia atrás, los cordones de los zapatos desanudados y suéteres y sudaderas de Shaquille O’Neal y Michael Jordan, con sus equipos de música y sus aros. Se están “disfrazando” de negros, tal como lo hacían los irlandeses a finales del siglo XIX y principios del XX. Disfrutan el “placer” de la negritud sin tener las responsabilidades. Porque, claro, en cualquier momento pueden dejar de serlo: se quitan los aros y la cadena de oro, y vuelven a ser blancos. Es lo que Joyce King calificaba como “blancura conceptual” y “negritud conceptual”, lo cual le permite a Clarence Thomas ser blanco. Muchas veces prefiero no involucrarme en esto, pero me parece un ejemplo perfecto. En 1980, tomé un curso con Sylvia Wynter. Hablaba del concepto del significado social imaginario y mencionaba que la raza es una de estas nociones. Y sí, hay rasgos biológicos que la gente utiliza, y Toni Morrison habla de esto siempre, el significado social es mucho más poderoso. En 1980, Sylvia Wynter comentó que O. J. Simpson era un hombre blanco. “Si no, ¿cómo es posible que anuncie autos de Hertz? Tiene suficientes cualidades para que la sociedad le perdone el color de su piel. Es hombre y es un atleta.” La furia, la rabia que observo en la sociedad con relación a O. J. Simpson no es sólo por el asesinato, sino porque le habíamos conferido el estatus honorario de hombre blanco. Y regresó a lo suyo. Es igual que cuando hablan de los indígenas que sacaron de las reservaciones para llevarlos a las escuelas. Si regresan a la reservación, dicen que “volvieron a donde pertenecían”. O. J. regresó a la negritud, y ésa es la afrenta. En consecuencia, hay blancura conceptual y negritud conceptual. Podemos decir que Colin Powell es un hombre blanco, aunque él
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no se considere así. Pero, una vez más, es un militar, un tipo de orden, por lo que podemos perdonarle el color de la piel y, al mismo tiempo, utilizarlo. La gente dirá que votó por Colin Powell porque no tiene prejuicios, pero el hecho es que votó por él porque es conceptualmente blanco, y se juega con este lenguaje codificado y con el significado y el simbolismo de la blancura y la negritud, no como categorías, sino como categorías simbólicas. P: No obstante, podemos usar el simbolismo en vez de una explicación. Por ejemplo, cuando conseguí este trabajo en la Universidad de California, estaba compitiendo contra el profesor blanco conservador típico, que en realidad tenía más años que yo como profesor en ese entonces. Después me enteré por los chismes de pasillo de que cuando tomaron la decisión en mi favor, un famoso profesor de Berkeley, ahora retirado, comentó: “Lo que pasa es que fulanito no tiene la etnia adecuada.” Es un atajo para evitar la explicación de la complejidad que tenemos enfrente. Cuando la gente de color obtiene puestos académicos, se debe a la acción afirmativa y no a que es más competente, talentosa o productiva que los demás candidatos. R: Muy cierto. Y creo que el capitalismo necesita del racismo; el racismo no es tan antiguo. Ciertamente durante el feudalismo había jerarquías, pero la esclavitud precedió al racismo. El racismo tiene un largo camino de creación, así como la construcción de lo blanco como categoría. Creo que una de las cosas que sorprenden a mis alumnos es cuando les digo que la blancura es una construcción. La gente no llegó a este país como gente blanca, sino que llegó como británicos, escoceses, irlandeses. ¿Qué los unió? No una experiencia común, ya que un burgués alemán no tiene nada que ver con un campesino francés; no hay una experiencia compartida. Pero sí tienen esta categoría común que se ha construido para definirlos como no elegibles para la esclavitud. P: Con una jerarquía diferente, desde luego. También puedes ampliar el argumento de raza y clase al género. Existe esta complicada relación entre el patriarcado y el racismo. La importancia de la teoría crítica de raza no surgió como una teoría para estudiar las escuelas, sino las cárceles y la manera en que la gente de color ha sido tratada por el sistema de justicia en Estados Unidos. ¿Cómo se llega de esta intui-
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ción inicial de estudiar la discriminación en el sistema carcelario al estudio de la condición de la gente de color en escuelas y universidades? R: Bueno, en primer lugar tienes que entender cómo construye la ley las relaciones sociales, ya sea en las cárceles o en la fuerza laboral o en las escuelas. La cuestión es cuál es la relación entre la ley y la educación. En el siglo XVII, el requisito legal para que los niños fueran a la escuela –conforme a la antigua ley de Massachusetts– era que debían aprender a leer la Biblia. Hoy tenemos casos como los de Brown, Fordice y las diversas decisiones vinculadas con la escuela. Lo que más me intriga sobre la teoría crítica de la raza y por qué la considero importante para la escuela es que habla de la relación entre raza y propiedad. Y la propiedad es un punto decisivo en las escuelas. Afirmamos que queremos un sistema educativo equitativo, pero lo financiamos sobre la base del valor de la propiedad. En propiedades devaluadas tenemos escuelas pobres; en propiedades con un valor alto, las escuelas reciben muchos fondos. Eso ya es desigual. El currículum es una forma de propiedad. Por eso todo este furor por el llamado “currículum de orientación africana” se remite a quién tiene el derecho a la propiedad del currículum. Me parece que la teoría crítica sobre la raza aplicada a la educación es un sitio excelente para comenzar a explorar. La metáfora de la propiedad se aplica a todo el aspecto educativo. Todo lo relacionado con la escuela tiene que ver con la propiedad, ya sea intelectual, social o cultural, o bien sobre una propiedad real. P: ¿Cuál es tu experiencia con el poder, particularmente en una institución pública de élite en Estados Unidos, y qué has hecho para ampliar las posibilidades de una educación crítica en la universidad? R: Bueno, me parece que la universidad no es muy diferente de muchos otros espacios en la cultura estadunidense. Te ofrecen espacios de posibilidad y, me atreveré a decirlo, en ocasiones necesitamos explotar eso. Nos encontramos en una conjunción histórica particular, donde los temas de “diversidad” son apremiantes en la universidad, desde a quién contratan, qué ofrecen, hasta su relación con la comunidad donde se insertan. Desafortunadamente, los problemas que abordo están “de moda”, pero no son diferentes de los problemas
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que abordaba cuando llegué a Santa Clara, aunque esa universidad no se interesaba mucho en ellos. Lo que sí pude hacer en Santa Clara fue revertir la situación al ir a la oficina de la administración y pedir una copia de la misión de la universidad. Es una institución jesuita, de manera que ya sabía lo que me iba a encontrar: una misión de justicia social. En un lugar como Santa Clara, cuando hablan de justicia social se refieren a aplicarla en El Salvador, pero no en San José, California, que está junto a Santa Clara. Es una institución donde casi todos los alumnos son blancos, los jardineros son latinos o japoneses, los conserjes son negros o latinos, y la institución está ciega; ni siquiera puede ver que está contraviniendo su propósito social y su misión expresa. Por lo tanto, debí ser más proactiva y afirmar que “lo que hago no es incongruente con lo que afirman creer”. Una de las cosas maravillosas de vivir en Estados Unidos es que han creado estos documentos que permiten un espacio increíble para la justicia, la igualdad, la libertad de expresión, aunque no estoy muy segura de que sus creadores tuvieran eso en mente. P: El preámbulo a la constitución, de Jefferson... R: Sí, ahí está. Y, en muchos sentidos, ésa es la manera en que operó el movimiento de los derechos civiles. No funcionó fuera de la ley; utilizaba el credo judeocristiano y el credo democrático. Peter McLaren habla del multiculturalismo corporativo. El sector empresarial se ha dado cuenta de que se puede obtener dinero al venderlo a quien sea. Les presento a Shaquille O’Neal y logro que todos comiencen a correr. Eddie Murphy sale en todas las películas y tienen un gran público. Por lo tanto, hay menos tensión con respecto a la diversidad, y mi trabajo consiste en presionar un poquito más en relación con estos problemas críticos. La puerta está abierta. No soy tan ingenua como para pensar que permanecerá abierta; se cerrará una vez más, y entonces tendré que regresar a preguntar cuál es la misión de la institución, y cómo esta misión se alinea con la misión del país. Sigo trabajando en un marco democrático, pero no necesariamente en un marco capitalista. Y parte de mi trabajo es ayudar a los alumnos a diferenciar la democracia del capitalismo. En la secundaria, nos enseñan que son una y la misma cosa, por eso los niños se confunden cuando criticas el capitalismo. La universidad es un sitio único. Y el que exista el sistema de titu-
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laridad te permite tener una conversación como ésta. Otra cosa que nos incumbe, a quienes nos llamamos críticos, es ser buenos docentes, porque ésa es la forma que tienen los alumnos de acceder a nosotros, por medio de nuestra pedagogía, no sólo de cómo damos las clases. Desafortunadamente, la universidad se ha vuelto cada vez más y más orientada al consumo, de manera que necesitas alumnos que digan: “No estoy de acuerdo con ella, pero por lo menos me hace pensar en estas cosas. Discutimos todo el tiempo, pero la respeto.” Este tipo de cosas nos corresponde como pedagogos críticos. No podemos encerrarnos en nuestra oficina y alegar que no podemos con los alumnos. Y la universidad se ha convertido en el lugar donde aún puedes tener este tipo de conversación. Tal vez la razón es que en Estados Unidos, en particular, se cree que la universidad no tiene la capacidad de desintegrar la estructura. La gente no mata profesores universitarios porque tengan poder. Entonces, quizá la percepción de que no tenemos mucho poder obra en nuestro favor. Yo creo que sí tenemos al menos cierto poder, y es el ejercicio de ese poder lo que le confiere importancia a nuestro trabajo.
Esta página dejada en blanco al propósito.
9. ENTREVISTA CON HENRY LEVIN
P: Henry, ¿podrías describir cómo elegiste tu carrera? R: Crecí en una familia que si bien no era intelectual, sí muy discutidora. Siempre discutíamos por todo. Mi padre incluso despreciaba a los intelectuales porque consideraba que nunca trabajaban, que eran unos holgazanes. Mi madre, quien tenía mucha más educación que mi padre –había hecho una maestría mientras que mi padre sólo había terminado la preparatoria–, leía muchísimo. Pertenecía a los grupos de debate Grandes Libros, un movimiento muy popular en el decenio de 1950 que tenía grupos en todo el país, y en esas reuniones regulares se comentaban los libros con un coordinador. Para mi madre, esto era muy necesario, aun cuando tenía seis hijos y trabajaba medio tiempo. En cambio, mi padre lo consideraba irrelevante. Por otra parte, mi padre era miembro de cuanto club del libro del mes encontraba. Compraba todas las principales enciclopedias, la Americana, la Británica, los atlas, de manera que la casa siempre estaba llena de libros, revistas, periódicos, aunque él despreciara las universidades, a los intelectuales y todo lo que tuviera que ver con ellos. Por consiguiente, mi única posibilidad de ir a la universidad era estudiar algo muy práctico, como administración de empresas, que era todo lo que mi padre podía costear, tanto desde una perspectiva emocional como económica. Entré en la facultad de administración de la Universidad de Nueva York. Los cursos de administración me aburrían muchísimo, pero me encantaban las materias relacionadas con las artes. Afortunadamente, la Universidad de Nueva York exigía alrededor de 60% de créditos en artes para obtener el título en administración, criterio poco usual en las facultades de administración hace cuarenta años. Y esa educación liberal fue lo que me animó. Cuando terminé, desde luego era más independiente y pensé en hacer algo distinto. Una posibilidad era literatura, pero en realidad no hablaba bien otros idiomas. Luego pensé en psicología, pero me di cuenta de que tendría que dar muchas materias para que me aceptaran. Tenía la intención de ir a las olimpiadas, pues en ese entonces era el capitán de los equipos de atletismo y un corredor de [195]
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distancia con buen nivel nacional. También estaba a punto de casarme y me había sometido a un largo tratamiento dental, de manera que tuve que dejar la facultad y comenzar a trabajar. Trabajé durante dos años y dejé de correr debido a mis otras responsabilidades. Trabajé en una compañía de seguros, pero renuncié después de dos meses. Incursioné en el sector de los comercios y entré en Saks Fifth Avenue, donde me percaté de lo que era la vida empresarial –porque yo era un joven ejecutivo, por decirlo de alguna manera– y pude darme cuenta de lo que sería mi vida diez o veinte años después, si tenía éxito. La gente bebía mucho y tenía úlcera por la tensión y la presión del negocio. No me gustó e hice mi solicitud para entrar en la maestría mientras trabajaba. Dos años después, regresé a la universidad a estudiar economía. Fui a la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey. Como solicité la beca demasiado tarde, tuve que vivir en casa, pero después de un año conseguí la beca y me mudé a la universidad. Ahí conocí a un profesor de finanzas públicas, C. Harry Kahn, quien era muy famoso y muy exigente. Me sentí muy identificado con su nivel de exigencia y comencé a trabajar con él. Mi tesis no fue sobre educación, sino sobre la demanda de escuelas públicas. Como tenía que mantenerme mientras escribía la tesis –estaba casado y tenía un hijo–, conseguí un trabajo durante un año para hacer análisis económico sobre el impuesto al valor agregado en la ciudad de Nueva York, para una comisión sobre finanzas de esa ciudad. Esto era alrededor de 1965. Mi supervisor, Dick Netzer, era un hombre muy conocido en el mundo de las finanzas. Afortunadamente, se impresionó con mi trabajo, y tanto Kahn como él me apoyaron cuando comencé a buscar trabajo en 1966. Recibí ofertas de la Universidad de Michigan, de la Universidad Brown y de Brookings, en Washington. Esta última me pareció la más interesante, porque podría trabajar en alguna área de interés social: educación, salud o algo similar. Brookings era un centro de gran actividad en ese entonces, ya que eran los tiempos de la Gran Sociedad, muy ligada al gobierno demócrata. De hecho, Brookings celebró su quincuagésimo aniversario el otoño que llegué, y me senté a unos dos metros del presidente Johnson, quien pronunció el discurso. Comencé a trabajar en educación y sucedieron varias cosas. En primer lugar, mi jefe, Joe Pechman, un conocido economista en finanzas públicas, me dijo que el campo de economía de la educación era algo novedoso, en pleno desarrollo, y me dio absoluta libertad
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para hacer lo que quisiera. Durante varios meses, trabajé como maestro suplente de estudios sociales en una preparatoria de jóvenes negros en Washington. D. C.; enseñaba hasta media mañana y pasaba el resto del día en Brookings. En segundo lugar, un día leí sobre el Informe Coleman y me pareció muy interesante que hubiera un informe comentado sobre la igualdad de oportunidades educativas. Conseguí un ejemplar; utilizaban métodos estadísticos con los que estaba familiarizado pero me quedé consternado: estaba hecho con mucho descuido, mal escrito y, según mi criterio, esencialmente equivocado. Pude conseguir las cintas con los datos de la antigua oficina de educación de Estados Unidos, que había auspiciado el informe. Para esas fechas –alrededor de enero de 1967– John Dunlop, de Harvard, me presentó a Sam Bowles. Dunlop era un importante economista de Harvard, asesor en uno de los consejos presidenciales. Cuando fue a Washington, me reuní con él y me comentó que un joven profesor de Harvard estaba interesado en lo mismo que yo, y que sería conveniente que nos conociéramos. Dos semanas después, recibí una llamada de Sam Bowles, y nos reunimos para comentar el Informe Coleman. Ambos coincidimos en que era imperfecto y decidimos escribir un artículo. Entre tanto, yo estaba usando los datos de Coleman para analizar a los maestros, para tratar de entender el mercado de los maestros y su comportamiento. Estaba muy familiarizado con los datos y entendía bien cómo se habían generado. Sam y yo escribimos un artículo con el que nos divertimos muchísimo, ya que éramos jóvenes y poco respetuosos. Por ejemplo, en una parte hablábamos de las contradicciones del informe: afirmábamos que por cada hallazgo había otro hallazgo opuesto, que obedecía a una ley de la termodinámica. Lo escribimos con un estilo satírico aun cuando el tema era muy serio. Enviamos el informe a varias personas y llamó mucho la atención, incluso recibió críticas en periódicos como el Washington Post, el New York Times y el antiguo Washington Star. Varios académicos se pusieron en contacto con nosotros y comenzamos a tener notoriedad. Además, recibí varias ofertas de trabajo de otras universidades. Simultáneamente, la guerra recrudecía en Vietnam, de manera que mi vida privada se complicaba cada vez más. Con Martin Carnoy, que estaba en Brookings, y otros, iniciamos una organización llamada Ciudadanos Preocupados por la Paz. Cada fin de semana íbamos a diferentes barrios, de puerta en puerta, para preguntarle a la gente su actitud frente a la guerra, si le interesaría ir a una reunión sobre la guerra, etcétera. Decidimos
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organizar a la gente e imbuirle una conciencia política, para tomar los recintos gubernamentales de Washington y obtener candidatos en contra de la guerra. Entre la enseñanza, la actividad en contra de la guerra, la investigación y un segundo hijo en camino, la vida no era fácil. Mi ex esposa estaba bastante enferma y no podía encargarse de los niños ni trabajar. Además, teníamos problemas económicos pero, lo más importante, vivir en Washington me resultaba cada vez más difícil debido a su participación en la guerra y complicidad con ella, y al apoyo activo de mis colegas de Brookings a Lyndon B. Johnson. Dadas las ofertas de trabajo, comencé a visitar universidades. En octubre de 1967, llegué a Stanford y, un par de meses después, me hicieron una oferta para comenzar a trabajar en el verano de 1968. P: ¿Como profesor asistente sin titularidad? R: Sí, como profesor asistente sin titularidad. Sucedieron tres cosas en el ámbito educativo. Primero, terminé el manuscrito sobre los maestros, un trabajo enorme –en realidad, un libro– que nunca se publicó. Brookings había aprobado su publicación, pero una vez que llegué a Stanford y me ocupé de otras cosas, ni siquiera tuve tiempo de revisarlo. Me parecía demasiado tecnocrático para dedicarle tiempo, cuando sucedían tantas cosas en la sociedad en 1968. Pero regresemos a finales de 1967. El trabajo que hicimos Sam y yo llamó la atención. Lo presentamos al Harvard Education Review y, como no nos respondían, Sam llamó. No tenían una evaluación técnica, pero temían publicar la perspectiva de dos desconocidos contra una persona famosa, y no tenían ningún revisor que pudiera hacerle una evaluación técnica. Lo sometimos entonces a Science Magazine, que lo rechazó sin explicación alguna. Finalmente, lo presentamos a Journal of Human Resources, donde se publicó en 1968 como la primera evaluación crítica del Informe Coleman. Resulta irónico que, después de tantos problemas para publicarlo, se haya reimpreso en diversas publicaciones por lo menos en treinta y seis ocasiones. En segundo lugar, en enero publiqué un artículo en una revista intelectual llamada Saturday Review of Literature, que ya no existe; una revista bien conocida, como Les Temps, que abordaba temas de arte, cultura, educación y varias otras cosas. Comenzamos a ser reconocidos y yo empecé a interesarme en el control comunitario de las escuelas. Estaba convencido de que la impotencia era el meollo de los
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problemas educativos, la impotencia de las minorías, de las comunidades. Dejé mi trabajo como maestro suplente y me dediqué a buscar proyectos y a estudiar una escuela comunitaria en Washington, D. C. Se me ocurrió sugerir en Brookings que se organizara una conferencia sobre el tema y, para mi gran sorpresa, Joe Pechman estuvo de acuerdo. Fue sorpresa porque no era un tema de economía, y yo trabajaba en esa división. Brookings tenía una división de estudios gubernamentales, otra de estudios internacionales y otras más, pero yo estaba en economía y me permitieron organizar algo sobre el control comunitario de las escuelas. La conferencia fue sumamente interesante. Asistieron los defensores del Poder Negro, gente de diversos movimientos de control comunitario en Estados Unidos, teóricos, especialistas en ciencias políticas, economistas, periodistas. Fue una conferencia poco usual para Brookings, una institución mejor conocida por sus actividades tradicionales. En 1970 publiqué mi primer libro, basado en la conferencia, que se llamaba simplemente Community Control of Schools (Control Comunitario de las Escuelas). Cuando llegué a Stanford, mi esposa estaba esperando nuestro tercer hijo. Había gran movimiento, manifestaciones, y me involucré en todo eso como una extensión de mi antigua actividad en contra de la guerra. Entré como profesor asistente, y el decano, Tom James, me dijo que hiciera lo que se suponía que debería hacer un economista; me dio rienda suelta, de manera que seguí trabajando en diversas áreas, con énfasis en el financiamiento a la educación, particularmente para poblaciones pobres y niños de las zonas urbanas pobres. Realicé algunos análisis de la eficacia en función de los costos, trabajé en el control comunitario de las escuelas, por qué era necesario transformar las escuelas, pero, sobre todo, en el tema de quién controla el poder. Y de ahí pasé a otros temas relacionados. En 1969, el senador Walter Mondale, coordinador del Comité del Senado sobre Igualdad de Oportunidades Educativas, me pidió estimar los costos de una educación inadecuada. Desde luego, esto es un tema de economía, pero también se refiere a cuestiones básicas sobre equidad, democracia y justicia. Trabajé en este tema desde principios de 1970 hasta 1973, cuando llegué a la conclusión de que era necesario integrar la democracia económica a todas nuestras instituciones económicas. Tuve la suerte de conseguir una beca del antiguo Instituto Nacional de Educación para trabajar sobre los requisitos económicos de la democracia industrial. Era un signo de
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los tiempos, porque dudo de que hoy consiguieras una beca semejante. En el proyecto estaban Martin Carnoy y otras personas. P: ¿Martin entró en Stanford después que tú? R: Sí, yo llegué en junio de 1968 y él entró en enero de 1969 para trabajar en asuntos internacionales. Para 1973, habíamos formado el Centro de Estudios Económicos, donde nos haríamos cargo de este gran proyecto sobre democracia industrial, el estudio de la democracia económica en Europa, la toma de empresas por parte de los trabajadores, cogestión, cooperativas y demás. También recibí apoyo del Instituto Nacional de Salud Mental para estudiar cooperativas. A partir de entonces, Martin y yo nos involucramos en la democracia industrial, aunque en direcciones diferentes. Alrededor de 1980, él publicó un libro llamado Economic Democracy (Democracia económica), con Derek Shearer y Russ Rumberger. Mi trabajo se concentró más en cooperativas, y en 1984 publiqué un libro con Bob Jackall, llamado Worker Cooperatives in America (Cooperativas de trabajadores en Norteamérica). Nuestro trabajo conjunto se concentraba en el dilema que teníamos con el trabajo de Bowles y Gintis, ya que nosotros no creíamos en el determinismo económico que observábamos en el modelo estructuralista que seguían ellos y otros autores europeos. Martin pasó un año sabático con Nicos Poulantzas en Francia en 1978 y regresó a Stanford con la noticia de que Poulantzas había cambiado. Yo estaba leyendo el material antiguo, desde Hirsch, el primer Poulantzas, Althusser y demás, pero el trabajo sobre el aparato ideológico del Estado me resultaba demasiado mecánico. No me parecía que las escuelas fueran una réplica de los sitios de trabajo, y Martin y yo llegamos a la conclusión de que el error en ese trabajo era que no se tomaba en cuenta al Estado. Esto es, si observas todo el trabajo de entonces, o bien tienes un Estado capitalista que incluye al Estado en todo, o bien el Estado no se incluye para nada. Nuestro argumento era que, en los países con un Estado capitalista democrático, se da una dinámica democrática que debe tomarse en serio. En ocasiones, es más importante y luego pierde importancia frente a la dinámica capitalista, pero son dos dinámicas claramente diferentes. Sólo en ciertas condiciones pueden superponerse temporalmente, en especial cuando se da un crecimiento económico acelerado. No obstante, a través de la historia, estas dos dinámicas han entrado en conflicto; siempre hay una lucha subyacente. En tanto las escuelas
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están situadas en el Estado capitalista democrático, esa lucha también se da en las escuelas. Leímos el trabajo de Michael Apple, de Henry Giroux y de Paul Willis. P: La discusión general desde mediados hasta finales del decenio de 1970 se daba en torno a las teorías de reproducción. Lo que aún no se lograba era una crítica sistemática de las teorías sobre reproducción social y cultural desde una perspectiva de economía política de la educación. R: Cierto. Martin y yo comenzamos a escribir Schooling and Work in the Capitalist State (Educación y trabajo en el Estado capitalista) a mediados de los setenta. Nuestro trabajo era poco usual en el sentido de que nos sentíamos mucho más inseguros que la mayoría de los teóricos. Incluimos un componente etnográfico para observar cómo podría funcionar esta dinámica en las escuelas, porque teníamos un equipo de personas trabajando con nosotros. Comencé a escribir en 1976 y publiqué la primera versión en una ponencia que se presentó en el Instituto Internacional de Planeación Educativa de la UNESCO, en París, en 1978. Martin presentó su trabajo sobre mercados laborales segmentados, y yo, sobre democracia industrial. Era algo como “Planeación educativa en una democracia industrial”. Pero no me gustó, porque le faltaba algo. Ciertamente hablaba de dinámica, pero faltaba puntualizar sobre el Estado democrático y capitalista. Cuando Martin regresó de su año sabático, en 1979, tenía un profundo conocimiento sobre el Estado. Las cosas comenzaron a cristalizarse. El libro no se publicó hasta 1985, porque aún tuvimos que trabajar mucho para comprender el tema. Esto quiere decir que el libro estuvo en gestación desde 1973 hasta 1985. Ahora bien, el asunto era muy sencillo. Nosotros considerábamos que un Estado capitalista autoritario era muy diferente de un Estado capitalista democrático pero, en aquel tiempo, la mayoría de los teóricos no lo veían así. Para nosotros, Argentina era muy diferente de Estados Unidos y de Sudáfrica. El lugar donde se da la lucha y su forma cultural y política particular resultaban cruciales. No puedes comprender a los peronistas si solamente dices que eran sindicalistas, o si dices que eran de derecha; no tiene sentido. Es necesario comprender la formación política y social específica para utilizar los argumentos que nosotros usamos. Al aplicar estos argumentos a Estados Unidos, te das cuenta de que deben aplicarse de manera distinta en otras sociedades. También
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tenemos varios huecos en el libro. No abordamos de manera específica a las mujeres ni a las minorías. Construimos el panorama amplio, aunque sentimos que podríamos abordar el panorama pequeño dentro de ese contexto. Tampoco nos persuadían las teorías de la resistencia cultural de Willis, Giroux y Apple, aun cuando ambos éramos amigos de ellos y los citamos. Pensábamos: “Si eso es la resistencia, no es heroica y no te lleva a nada. No es cuestión de masas, y la resistencia de la que ellos hablan es muy, muy limitada y muy débil.” P: Pero la analogía va de la reproducción a la contradicción, y el concepto original de resistencia intenta incorporarse de alguna manera a la noción del agente social en esta lucha. R: Nosotros lo vemos incorporado a la lucha en una sociedad más amplia, en una dinámica democrática de mayor tamaño. Damos el ejemplo del movimiento feminista, que no se inició en las escuelas sino en la sociedad, aunque después la escuela se convirtió en uno de los vehículos del feminismo. Lo mismo podemos decir de Sudáfrica. Había un gran movimiento en contra del apartheid por parte del Congreso Nacional Africano, por medio del cual sin duda se consiguió movilizar a los estudiantes y las escuelas. El principal agente de cambio, empero, no fue la resistencia en las aulas; éste era un elemento de apoyo, pues tiene muy poco poder. Sólo cuando creas esta movilización dentro de la dinámica democrática amplia lo consigues. Puedes concentrarte en las escuelas y en su manifestación en ese espacio, pero eso te lleva a exagerar su importancia. No creo que exista evidencia histórica de que el movimiento feminista se haya iniciado en las escuelas y haya cambiado la sociedad. Si observas la dinámica del movimiento feminista, si ves cómo se formó la Organización Nacional de la Mujer (National Organization for Women, NOW) y las organizaciones sociales y políticas, resulta claro que los sistemas educativos y los estudiantes las siguieron, pero no las dirigieron. Y esto hace una gran diferencia. P: Una de las premisas de tu libro es la continua lucha entre los movimientos democráticos y los movimientos empresariales, pero no mencionas los movimientos sociales que no son democráticos, por ejemplo, el movimiento fundamentalista. ¿Es porque ahora es más evidente que hace un decenio, o porque tú y Martin siempre consideraron la confrontación entre el mundo empresarial y los movi-
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mientos democráticos como el principal elemento de la dialéctica de la transformación social? R: Cuando hablamos de movimiento democrático, no pensamos que todos estén del mismo lado. Incluso hablamos de las diferentes facciones del capital. Algunos capitalistas están en favor de la educación vocacional, otros no; algunos apoyan el libre comercio, otros se oponen. Esto difiere del Estado capitalista simplista, porque en un Estado capitalista no tienes capitales independientes. Tienes un gran capital, el capital monopólico, que controla todo. Nuestra opinión es que en cualquier movilización, a mayor participación, mayor oposición. Ahora vemos que la mayor oposición proviene del capital. Pero el capital obtendrá apoyo del ala derecha, incluidos los grupos religiosos de derecha. Lo que queríamos describir era el panorama general. También se podría mostrar cómo los movimientos religiosos de derecha están representados en ambos lados de esta lucha. Por un lado, sienten que merecen derechos religiosos, lo cual les da derecho a hacer cosas fuera del capitalismo. Por ejemplo, muchos eliminarían el comercio los domingos. Por otra parte, están en favor de la privatización, de que el gobierno apoye la privatización en su interés, de este lado del capital, por así decirlo. Pensamos que lo mismo podría hacerse con las luchas de las minorías, con las luchas feministas. Pero nuestra intención era mostrar estas dos grandes dinámicas. Éste es el gran juego, y se hace más detallado y complejo en cuanto entra a jugar cualquier facción, ya sea de clase, cultural o la que quieras. En cualquier caso, es uno de mis problemas con la izquierda. Se agreden mutuamente, cuando lo que necesitamos es ser justos, ser cordiales con los demás. Algunos debates intelectuales de izquierda son mucho más acres que los de la derecha. Sentimos que habíamos avanzado un poco más en relación con lo que se discutía a principios del decenio de 1980. Valoramos lo que hicieron Bowles y Gintis, también el trabajo de Michael Apple sobre cultura, y el de Willis sobre etnografía, así como el trabajo de Rachel Sharp y otros; particularmente valoramos el que trataran de relacionarlo con la lucha de clases. Pero nosotros sentimos que en verdad habíamos dado un paso enorme al construir un gran marco de interpretación en el que podías discutir sobre los detalles, pero con la posibilidad de comprobarlo; podías utilizarlo con una perspectiva histórica para observar un fenómeno particular. La democracia ha estado presente desde el inicio de mi trabajo;
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por ello, cuando regresé a Brookings –en 1966-1988– me di cuenta de que mi interés fundamental era democratizar el conocimiento. Por eso, Sam Bowles y yo nos involucramos, porque este informe era muy técnico, un sinfín de páginas de material indescifrable que determinaba cómo deberían ser las escuelas. Y estaba equivocado. Nosotros queríamos gritar a los cuatro vientos: “No, está mal y puedes refutarlo, aunque te sientas amedrentado porque es tan estadístico.” Lo mismo sucede con el control comunitario de las escuelas, un movimiento social profundamente democrático que necesitaba atención y exploración. P: Criticas el Informe Coleman porque es muy técnico y eres un experto en analizar datos estadísticos. Pero también hay una corriente que afirma que los datos son en sí una construcción social. R: Desde luego. P: ¿Cómo responderías a las críticas sobre los duros datos empíricos que usaron en su libro? R: Siempre he confiado en la práctica, en cualquiera de sus formas. Cualquier “experiencia” está influida ya que es percibida, medida y registrada por un aparato humano. El trabajo empírico puede ser etnografía, historia... Hay muchas maneras de abordar la práctica, y los números son una forma reductivista de hacerlo. Nunca he confiado estrictamente en los números. Por ejemplo, la investigación sobre los lugares de trabajo que hicimos con Russell Rumberger era muy etnográfica, y tuvimos que aprender a hacerlo. La investigación que hice sobre nuestro movimiento de escuelas aceleradas es fundamentalmente cualitativa. Cuando me involucré en el control comunitario de las escuelas, trabajé en escuelas que se habían adherido a este movimiento. Para mí, ésa es la práctica y la experiencia; es empírico y es experiencia. Por eso nunca he dicho que la única manera de captar toda esta información sea con estadísticas y números. Pero si alguien los utiliza como una construcción social para orientar los argumentos en una determinada dirección, entonces deberíamos refutar los resultados dentro de ese marco, en vez de ignorarlos. Es necesario que reconozcamos la manera como se hicieron las cosas para obtener esos resultados, y decirlo abiertamente. No quiere decir que resolvamos los problemas más
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apremiantes a partir de esos números. Los argumentos para integrar las escuelas no tienen nada que ver con que se obtenga un rendimiento de dos puntos más en la prueba de vocabulario; tiene que ver con la naturaleza de la sociedad que queremos. Todo mi trabajo muestra una gran fe en la democracia, y combina la teoría y la práctica. Valoro la teoría, pero no a costa de empujarla al vacío. Tengo muchos problemas con los teóricos europeos, porque piensan que desde su escritorio pueden comprender el enorme rango de prácticas que suceden en el mundo de la educación por medio de la contemplación teórica y de un formato ideológico. P: Permíteme regresar a la idea de cómo la democracia marcó tu trabajo. R: El único tema que siempre aparece en mi trabajo, hasta el día de hoy en que mi preocupación es el Movimiento de Escuelas Aceleradas –un movimiento de reforma educativa que dirijo desde Stanford, en el que teníamos más de mil escuelas en cuarenta estados en 1997– es la democracia. Tenemos centros en todo el país, pero no controlamos el movimiento. Trabajamos con los centros y aprendemos de ellos, y ellos aprenden de nosotros; trabajamos conjuntamente. El trabajo está basado en una filosofía, en un conjunto de valores y de ideas sustentados en la democracia. Somos muy deweyanos, y no nos disculpamos por ello. Sin duda Dewey tenía algunas fallas, pero me parece que su perspectiva era mucho más democrática que la de la mayoría de los teóricos críticos. La democracia da por hecho la acción humana, y nosotros estamos firmemente convencidos de esta acción, pero como lucha. Si no creyéramos en la acción humana, no tendríamos escuelas aceleradas, porque la premisa de esas escuelas es que aceptamos que por medio de los movimientos sociales y las comunidades en las escuelas, y en última instancia en los ámbitos regional y nacional, podemos transformar la educación en Estados Unidos. Realmente lo creo. P: Esencialmente, tu agenda de investigación responde en parte a tu enfoque biográfico sobre la manera en que debe manejarse el contexto social de la educación en Estados Unidos, y a cómo quieres mejorar la sociedad y la noción misma de democracia. En consecuencia, no fue realmente un proceso diseñado, planeado e instrumentado con toda calma desde un escritorio. Fue un proceso mucho
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más complejo, aun cuando se insertaba en un enfoque teórico y empírico definido con mucha precisión. R: Me parece un objetivo mucho más directo en el sentido de que me involucraré en asuntos teóricos de gran envergadura. Por ejemplo, mucha gente pregunta: “¿De qué manera es congruente lo que estás haciendo en las escuelas aceleradas con el libro que escribiste con Carnoy?” Mi respuesta siempre es que creo en los movimientos sociales, ya sea en el ámbito de las comunidades individuales o en un ámbito más amplio. Ahora trabajamos sobre todo en el ámbito comunitario. Pero a medida que trabajamos en esto, hemos comenzado a promover movimientos regionales de escuelas aceleradas, y espero que en el futuro logremos consolidarlos. Si no tenemos éxito, por lo menos estamos aprendiendo y las cosas han salido bien. Las teorías sobre el aprendizaje que empleamos también son, en mi opinión, lo mejor que puede ofrecer la democracia, porque lo que hacemos es constructivista. Nosotros creemos que los seres humanos construyen su propio conocimiento a partir de la experiencia. Puedes lograr que un niño memorice los cinco principios de esto o aquello, pero el hecho de que memorice y repita los nombres de todos los emperadores no significa que comprenda; es un nivel de conocimiento muy superficial, y no tiene nada que ver con la comprensión. Comprender es tomar la experiencia y formar el propio análisis, lo cual se acerca mucho al concepto de Gramsci sobre la comprensión de cómo se produce el conocimiento. Yo diría que este enfoque también es compatible con el concepto freireano de la construcción orgánica del conocimiento a partir de la experiencia; esto es, por medio de las cosas que cuentan en nuestra vida. No sólo nuestras escuelas aceleradas, sino nuestros docentes reciben este tipo de formación. Se espera que desempeñen actividades en las que vayan implícitos valores e ideas importantes. Las analizan y evalúan, y las ven en términos de su propia experiencia. Por consiguiente, el proyecto de escuelas aceleradas me ha dado la oportunidad de hacer muchas cosas que no había hecho antes: crear el aprendizaje a cada nivel, con nuestros docentes, con nosotros. Nuestro personal trabaja democráticamente por medio de un comité de dirección que incluye a todos los miembros, y en el que todos tienen voz. Utilizamos el enfoque creativo, un enfoque de solución de problemas, que está inserto en el proceso que utilizan nuestras escuelas. Esto es lo que para mí significa democracia. Si tenemos un dilema, tratamos de analizarlo, conceptuarlo y definirlo. Por lo
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general, para solucionar cualquier problema, ya sea en relación con el personal del proyecto o con alguna escuela, formamos pequeños grupos o cuadros; estos cuadros son nuestros grupos de expertos en las escuelas. Uno de nuestros valores es que la escuela es un centro de experiencia, y estos cuadros deben resolver los problemas solos. Pueden recurrir a quien quieran para obtener información y asesoramiento, pero ellos toman las decisiones. Cuando obtienen asesoramiento externo, no es para que les digan qué hacer, sino para que, en adelante, ellos se basten solos, ya que desde ese momento ellos tienen la experiencia. Por ejemplo, un cuadro que busca una mayor participación de los padres debe definir, en primera instancia, en qué consiste la participación. Cada cual tiene una versión diferente, de manera que lo primero que les mostramos es que tengan muy claro lo que consideran participación de los padres, antes de reducirlo a que haya más gente en las reuniones de la escuela. ¿Qué significa en el hogar la participación de los padres o de la familia en la educación? ¿Qué significa en la escuela? ¿Qué significa en la comunidad? Una vez definido, es necesario que se pregunten por qué no hay una mayor participación en ciertas áreas, y para ello es necesario generar hipótesis. Nosotros las llamamos “explicaciones alternas”, y deben comprobarse. Tendrán que investigar y reunir datos, encontrar por qué los alumnos no hacen la tarea, por qué los padres no asisten a la junta el día de regreso a clases; por qué no se integran a la asociación de padres de familia, etcétera. Con esta información, los cuadros adquieren poder, pues ya pueden buscar maneras de cambiar las cosas. Y tienen que crear, hacer torbellinos de ideas, buscar sus fuentes dentro de la escuela y alguna guía externa. Proponen un plan de acción aprobado por la comunidad; son parte de una comunidad escolar más grande. Cinco personas no pueden decidir las cosas; es necesario involucrar a toda la escuela; de esta manera, la escuela se hace responsable. Es como una obra de teatro dentro de otra obra. La obra más extensa es el mundo que queremos, donde la gente tenga el poder de definir su propia situación, de comprenderla, de crear su propio sueño y actuar para conseguirlo. Sólo cuando las escuelas puedan hacer esto lograrán involucrar a los niños. ¿Cómo puede un maestro con una autoestima baja comprender qué se necesita para elevar la autoestima de una criatura? Todo es congruente. Pero me he dado cuenta de que no puedo limitarme sólo a hablar. No puedo dedicar-
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me tan sólo a escribir ensayos sobre el tema; tengo que actuar, comprobar, aprender, y de esta manera aterrizo de la perspectiva teórica a la práctica. Todo lo anterior proviene de una perspectiva teórica, pero luego lo compruebo. Lo mismo hacemos con las escuelas, con los niños; es una situación de ida y vuelta. Y, como podrás observar, esto se relaciona con nuestras investigaciones previas sobre cooperativas y democracia industrial. P: Lo cual le confiere una gran fuerza al mensaje. Pero, ¿qué sucedía hace treinta años, cuando comenzaron a probar algunas de estas ideas, bastante radicales, en el contexto de una universidad como Stanford? R: Bueno, debo ser honesto, Carlos. Nunca me importó si conseguía o no la titularidad; era más importante poner en práctica mis ideas, incluyendo el activismo en contra de la guerra, incluyendo usar el pelo largo... llevaba el pelo hasta abajo de los hombros. Entré en el mundo académico y dejé el corporativo para buscar la libertad. De manera que si llegas al mundo académico y te sientes intimidado por la titularidad, no tienes libertad; eres tan esclavo como quien trabaja en el mundo corporativo. Estaba convencido de que si no me daban la titularidad aquí, conseguiría otro trabajo y aprendería a adaptarme a dondequiera que fuese. En realidad, nunca pensé mucho en la decisión sobre la titularidad. Por otra parte, trabajaba mucho, publicaba, de manera que si pese a mi productividad no obtenía la titularidad, sencillamente no era un buen lugar para trabajar. Yo era consciente de mi productividad, y de que por lo menos parte del trabajo era original. Si no me querían en estas condiciones, pues conseguiría un lugar donde sí me aceptaran. P: La libertad como impulso y la búsqueda de un enfoque original en relación con las prácticas democráticas en la educación marcan tu trabajo académico. No obstante, mucha gente se preguntaría cómo hacer un trabajo de calidad a la vez que mantener, con el mismo nivel de intensidad y eficiencia, su compromiso político. R: En realidad, nunca volví a comprobar antiguas hipótesis con nuevos datos, lo que es tan frecuente en economía. Siempre hice lo que me pareció importante, y nunca estuve dispuesto a sacrificarlo. Cuando tienes esta perspectiva, no te preocupa mucho la decisión en torno a
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la titularidad, porque entonces sólo tratarás de hacer lo que hacen los demás. También cabe recordar que era una época en que tenías que ser muy valiente por diversas razones. En primer lugar, el mercado académico era muy bueno, de manera que siempre sentí que había otros trabajos, y lo segundo, por la idea de que la universidad estaba cambiando. Era el tiempo de los movimientos estudiantiles, y yo promovía el que se hicieran cosas diferentes. Nadie me criticó; mi decano jamás me dijo que estuviera haciendo las cosas mal, o que no le gustara mi trabajo. En cierto sentido, siempre me sentí como un extraño. En aquel tiempo, teníamos muchos estudiantes “marxistas” –entre comillas, porque muchos provenían de familias ricas con una visión marxista– que me criticaban porque no utilizaba suficiente jerga marxista en mi trabajo, ni un marco teórico marxista, ni hablaba sobre lucha de clases, facciones de clases, etcétera. Otros, en cambio, se sentían incómodos con mi trabajo porque no era muy convencional, aun cuando no utilizaba un marco teórico marxista ortodoxo. Sin embargo, yo consideraba que lo más importante en la vida es la libertad, y si esto era válido para los demás, también lo era para mí. P: Me parece una respuesta fascinante. Para cerrar, permíteme explorar la dinámica de un proceso no muy común en el mundo académico: la colaboración con un colega durante un periodo tan largo. Has impuesto un cierto patrón al trabajar con Martin Carnoy, Russell Rumberger y otras personas durante largo tiempo. ¿Cómo es posible que surja la colaboración en el contexto de universidades capitalistas y que, al mismo tiempo, se mantenga una agenda de activismo? R: Siempre he valorado el trabajo en equipo. A veces es difícil, no por diferencias intelectuales sino personales. Con Martin ha sido difícil para ambos porque él es muy rápido y yo soy muy lento. Si planeamos escribir un artículo juntos, nos dividimos la información y si es viernes, digamos, para el lunes Martin me entrega su parte mientras que yo apenas estoy comenzando la mía. Tres o cuatro semanas después, Martin me pregunta dónde está mi texto. Parte del problema es que necesito leer las fuentes con gran cuidado para comprenderlas. Si me pides que te escriba una página con mis ideas, lo hago muy rápido. Pero si me pides que continúe con algún trabajo, que lo pula, que lo relacione con el trabajo de otros, primero tengo que
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leer su trabajo, reflexionar sobre él, madurarlo, lo cual tampoco significa que siempre lo hago perfectamente ni que tengo la interpretación adecuada. Sólo digo que mi estilo para producir textos académicos es mucho más lento que el de Martin. Anteriormente, Martin era mucho más instrumentalista que yo en sus escritos sobre el capitalismo. Casi siempre estaba de acuerdo con la dinámica general del argumento, pero el capital siempre ganaba y no me parecía convincente. En consecuencia, siempre era la oposición leal, subrayando que las escuelas son más igualitarias que los sitios de trabajo. ¿Por qué a las mujeres se las trata mejor en las escuelas? ¿Por qué a los discapacitados se los trata mejor aquí que entre la sociedad civil? Con el tiempo, Martin estuvo de acuerdo cuando abordó sus estudios sobre el Estado, y creo que ésa es la parte interesante del libro. Antes de su publicación, la relación de correspondencia entre la dinámica de las escuelas y la dinámica del capitalismo se consideraba la única manera de comprender lo que hacían las escuelas. En cambio, nosotros afirmamos: “No, vivimos en un Estado capitalista democrático, y los estados capitalistas democráticos son diferentes de los estados capitalistas autoritarios; por ende, las escuelas también son diferentes.” De esta manera, nuestra colaboración ha sido sumamente valiosa para ambos. Ha sido dolorosa desde la perspectiva del procedimiento, porque Martin es muy rápido para estudiar, para hacer las cosas. Una vez que se pone en acción, termina su parte. Y tiene muy buenas ideas. Yo tengo que trabajar mucho las mías, reflexionarlas y comprenderlas antes de ponerlas por escrito, lo cual en ocasiones me lleva bastante tiempo.
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P: Jeannie, ¿podrías hacerme una síntesis de tus experiencias familiares, tus estudios y carrera profesional? R: Es muy difícil saber qué parte de tu vida es la más importante. ¿Cómo organizar y acomodar las piezas que juntas hacen lo que eres ahora? Pertenecer a una familia que acababa de insertarse en la clase media en los años cincuenta tuvo una influencia enorme. Era la época en que se suponía que las jóvenes sólo iban a la universidad para hacer buenas relaciones y conseguir marido. Y daba igual ser azafata que ser universitaria, porque en ambos casos podías conocer gente que te permitiera ascender en la escala social. Esto me parecía perfectamente normal y correcto, aun cuando me encantaba estudiar. También era la más grande de cuatro hermanas y siempre he dicho que fui el hijo que mi padre nunca tuvo. Aun cuando era el decenio de 1950, mi padre me veía como el hijo a quien podía enseñarle todo lo que había aprendido para negociar con las instituciones y usar la inteligencia para tener éxito. Él me enseñó que yo podía y debía hacer lo que quisiera. Quizá porque no había varones en la familia, pensaba que yo podía resolver problemas y comprender cosas complicadas, como él. Lo último que se me hubiera ocurrido era ser maestra. En la preparatoria, las chicas más ambiciosas pensaban en ser maestras, algo que a mí me parecía de lo más mediocre, y llegué a la universidad convencida de que sería todo menos maestra. No era precisamente una chica rebelde; trataba de “hacer el bien” y vivir conforme a los ideales de mi educación metodista. Pero también quería hacer algo audaz. En la universidad, me especialicé en literatura estadunidense, porque me fascinaba. Desde niña, he sido una ávida lectora. Cuando tenía ocho o nueve años, las reglas de la biblioteca pública eran que no podías sacar más de siete libros a la vez. Yo vivía a unos tres kilómetros de la biblioteca, en un tranquilo pueblo de los suburbios. Me iba a pie, sacaba los siete libros, regresaba a pie con el primer libro de la pila abierto y leía hasta llegar a casa. Regresaba al día siguiente [211]
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o un par de días más tarde en busca de los siguientes siete libros. La idea de ir a la universidad para tener la oportunidad de leer me parecía fantástica. Pensaba que era aprovechar la institución para hacer lo que más me agradaba. Yo pensaba que estaba negociando y usando mi inteligencia como me había enseñado mi padre, y también que era muy poco convencional. Resulté bastante más convencional de lo que pensaba. Me casé a los dieciocho años, en el verano de mi segundo año de la preparatoria, y mi hija nació al final de mi primer año de universidad, durante la semana de exámenes finales. Rendí un examen el viernes a la tarde, Lisa nació el sábado por la mañana, y luego me presenté a tres más. Esto era a principios de los años sesenta, cuando ver a una mujer embarazada por los corredores de una importante universidad estatal no era muy frecuente. Durante el año, tanto compañeros como profesores estaban un poco nerviosos de que el bebé naciera en cualquier momento. Terminé la carrera con mi grupo pero, el día de la graduación, yo tenía una beba llorona de un año y unas náuseas atroces provocadas por mi segundo embarazo. Después de la ceremonia, mi abuela de ochenta y tres años, mi marido, mi hija de un año, mis náuseas y yo nos fuimos a celebrar mi título en literatura a la heladería favorita de mi abuela. En muchos aspectos, fui un producto de los años cincuenta. Decidí que para ser una buena influencia en la vida de mis hijos era mejor quedarme en casa que trabajar; también me parecía que el trabajo habría puesto en jaque mis valores. Regresé, pues, a la universidad a hacer una maestría en estudios sobre Estados Unidos, y luego obtuve el título de docente. Estudiaba en casa mientras cuidaba los niños, aunque también me involucré en actividades contra la guerra de Vietnam y en el movimiento por los derechos civiles. Años después, al igual que aquellas compañeras ambiciosas pero comunes y corrientes, decidí que el único trabajo razonable era dar clases. Me inicié como maestra por las mismas razones anticuadas por las que las mujeres siempre han dado clases: quería estar con mis hijos cuando regresaran de la escuela, aunque también me había convencido de que la enseñanza podía ser una poderosa forma de activismo social. Durante siete años di clases en la secundaria y la preparatoria en los suburbios de Los Ángeles. Con el tiempo, me di cuenta de que me interesaban mucho más las ideas sobre la educación y crear nuevas actividades en las escuelas. Y, para mantener el interés, cada año creaba un nuevo currículum y estrategias de enseñanza. Esto suce-
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día en los años setenta, cuando había una gran tolerancia para la innovación. Pero en cuanto desarrollaba un nuevo programa y pensaba cómo ponerlo en práctica en la clase, me aburría. También traté de promover cambios en la escuela, aunque me desalentaba mucho el poco aprecio que mostraban por las ideas de los maestros. De manera que regresé a la universidad. Seguí dando clases durante el primer año y medio, pero luego decidí dedicarme al doctorado tiempo completo para trabajar en mi proyecto de investigación. Cuando presenté mi renuncia, el supervisor de mi distrito escolar me dijo: “Me encantaría que me escribieras una carta con los cambios que me aconsejarías hacer en las escuelas. Sé que los alumnos de doctorado tienen muchas ideas.” Yo estaba furiosa. Durante los siete años que trabajé en ese distrito, se me ocurrieron muchísimas ideas sobre cómo cambiar las cosas y prácticamente nadie –mucho menos el supervisor– se interesó jamás en escucharme. De pronto, ser alumna de doctorado modificaba el estatus de mis conocimientos. Nunca escribí esa carta ni le di una sola idea. P: ¿Cómo escogiste tu agenda de investigación? R: Cuando llegué a la Universidad de California, estaba muy interesada en el trabajo del entonces decano John Goodlad sobre escuelas primarias no certificadas, que era muy reconocido. Pero, lo más importante, había estudiado cómo hacer cambios en las escuelas, y su trabajo reciente abordaba un proceso de cuestionamiento caracterizado por maestros involucrados en el diálogo y la reflexión, que, después de probar nuevas prácticas, reflexionaban en torno a ellas. Recordé mi experiencia en las escuelas y decidí especializarme en el campo que trabajaba John Goodlad, para tener la oportunidad de interactuar con él. En el primer curso del programa de doctorado, un profesor muy conocido nos pidió que explicáramos por qué habíamos llegado a la Universidad de California y elegido la especialización de Currículum y Estudio de las Escuelas. Con la mayor ingenuidad, le dije la verdad: quería estudiar con John Goodlad y por eso elegí la especialización en la que él trabajaba. Con gran sorna comentó: “Pobre ingenua, nunca verás a John Goodlad y ni sueñes con estudiar con él.” Me sentí tan humillada que me fui a casa y estuve a punto de no regresar. No sé si la crueldad del profesor era peor que mi certidumbre de que ése no era mi lugar, pero de cualquier manera regresé. Ciertamente Goodlad no estaba dando clases,
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pero sí lo conocí. De hecho, unos meses después me pidió que me uniera a su equipo de investigación como asistente. A fin de cuentas, lo traté mucho y no sólo fue un impulso importante, sino mi asesor de tesis de doctorado. ¿Cómo me interesé en la canalización y el agrupamiento de los alumnos conforme a su capacidad como una manera de investigar el papel de la escuela en la estratificación y reproducción sociales? Yo viví esa experiencia como maestra. El primer año que di clases en la secundaria tuve un grupo de alumnos sobresalientes, otro grupo de nivel básico y otro de nivel promedio. Me sorprendía que mi actitud fuera totalmente diferente dependiendo del entorno. Nunca me puse a pensar cómo ser una maestra igualmente buena para los alumnos de nivel básico y para los de nivel elevado; ni siquiera lo entendía. Como maestra, no podía diferenciar el problema estructural, el problema cultural y la falta de capacidad personal. Ciertamente no comprendía cómo interactuaban estos tres factores de maneras que me dejaban muy insatisfecha con lo que lograba en la escuela. Nunca olvidaré mi primer día de clases. Cuando mi grupo entró en el aula, los alumnos que venían de siete escuelas primarias diferentes, y por lo tanto no conocían a muchos de sus compañeros, se miraron unos a otros y dijeron: “¡Vaya, estamos en la clase de los tontos!” Fue una de las experiencias que me dejaron más huella. No podía creer que los alumnos lo supieran el primer día de clases. Al recordar esta experiencia, me doy cuenta de que ese primer día habían estado juntos en el grupo más bajo en matemáticas, ciencias y estudios sociales antes de llegar a mi clase. Pero lo sabían. El segundo año que di clases, “descanalizamos” el departamento de literatura y me cambié de grado con mis alumnos. Quedé sorprendida de las diferencias tanto en mí como en ellos. Ahora era maestra del segundo año de secundaria y, sin duda, yo había aprendido mucho. Los alumnos tenían un año más y posiblemente habían madurado. Pero había diferencias enormes, y mi lista de preguntas sobre canalización y capacidad creció bastante. Cuando me integré en el equipo de investigación de Goodlad, me percaté de su sorprendente base de datos: unas treinta y nueve escuelas en trece comunidades diferentes, que me proporcionaban una maravillosa oportunidad para explorar mis preguntas de manera sistemática. En especial, me interesaban las prácticas docentes relacionadas con la canalización y el agrupamiento según las aptitudes en esas escuelas. Cuando inicié el doctorado, no tenía intención de
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investigar este tema, sino que pensaba abocarme a la capacitación de maestros con un enfoque innovador. Pero mis propios problemas en la práctica resultaron más importantes, y esas preguntas fueron la base de mi investigación. P: Cuando terminaste el doctorado entraste a trabajar en Corporation, ¿cierto?
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R: Sí, durante cuatro o cinco años. RAND me dio una experiencia extraordinaria en investigación vinculada con políticas educativas y me permitió establecer contactos con funcionarios involucrados en la educación y con casas editoriales. Aprendí muchísimo sobre el aspecto político de la investigación educativa y los textos escolares. Regresé a la Universidad de California con una experiencia mucho mayor. P: Cuando la Asociación Americana para la Investigación Educativa (American Educational Research Corporation, AERA) te otorgó el premio Raymond B. Cattell por investigación de programas, hiciste un comentario notable con respecto a que recibías este premio en la misma semana que supiste que serías abuela. Cuéntame. R: El que la emoción de recibir el premio llegara al mismo tiempo en que me enteré de que mi hija estaba embarazada por primera vez me parecía perfecto en el contexto de mi vida. El premio Cattell se les otorga a las personas que realizan investigación sobre programas dentro de los diez años posteriores a terminar su doctorado. Recibir este premio significa un gran logro. Casi todos los anteriores galardonados eran bastante jóvenes, y en su mayoría, hombres. Dada mi trayectoria profesional, me parecía simbólico recibir el premio el día que mi hija me comunicó que sería abuela. También me parecía simbólico de las mujeres de mi generación y de nuestra diferente trayectoria profesional. Aún me parece divertido; me parecían dos símbolos, dos logros que indicaban dónde me encontraba en ese punto de mi vida. P: ¿Por qué ha tenido tanto éxito tu investigación sobre segregación a partir de la canalización? R: No me resulta fácil pensar en mi trabajo en términos de “éxito”, y mucha gente que respeto no lo calificaría así. A veces me cuestiono si he hecho demasiadas concesiones al usar lenguaje y categorías que me
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encierran en la ideología dominante. Peter McLaren, actual colega en la Universidad de California, escribió hace años una crítica de Keeping Track (Seguir la huella) en la que argumentaba que debido a mi anticuado liberalismo me había equivocado rotundamente. Ahora se siente un poco mal de haber hecho este comentario, ya que somos amigos. Pero estas críticas a mi trabajo son muy importantes. He elegido escribir en un estilo que les resulte familiar a los educadores y políticos para abordar estructura escolar, ideología y política. He intentado no comprometer mis ideas en el proceso, pero, en ocasiones, no me queda clara la diferencia entre ser coherente y exponer mis ideas; no siempre sé distinguir el límite. Y sin embargo, posiblemente hacer concesiones es lo que ha hecho mi trabajo tan popular. No quiero decir que nunca haría las mismas elecciones: siendo como soy, tal vez ésta sería la única elección que tendría sentido para mí. Lo considero más una elección que un éxito. P: Pero fue una elección exitosa. Has navegado con gran éxito los difíciles ríos del mundo académico, las fundaciones y las instancias gubernamentales, y has creado una agenda de gran relevancia que es seguida con atención, sobre todo por los docentes. ¿Crees que sea una de las razones por las que tu trabajo ha tenido tanta influencia? ¿O se debe a tu capacidad de desarrollar trabajos complejos y difundirlos en un lenguaje común? R: Es importante que entiendas que nunca imaginé las consecuencias de mis acciones; esto es, no funciono a partir de una estrategia. No me pregunto: “Si escojo este tema o acepto este trabajo, ¿qué sucederá?” Me convertí en maestra porque tenía hijos, y después me fascinó mi trabajo, e hice mi doctorado por frustración, no porque tuviera un plan. Elegí el problema de la canalización por interés personal; no lo decidí porque fuera un tema que pudiera influir en las personas. Buscaba un tema de tesis que verdaderamente me interesara y en el que pudiera involucrarme durante los dos años siguientes... ni siquiera imaginaba que era mejor escoger un tema en el que te involucraras por un periodo mucho más largo. Como era docente de inglés, trataba de escribir claramente, eligiendo un lenguaje que me diera credibilidad y me permitiera transmitir mi mensaje. Entré en RAND porque tenía dos hijos de mi nuevo marido, además de mis dos hijas que vivían en Los Ángeles. Y decidí que si quería
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tener una familia unida, no podría trabajar en investigación en el ámbito nacional una vez que terminara el doctorado. Tampoco planeé regresar a la Universidad de California como profesora, pero el finado Leigh Burstein me convenció a fuerza de insistir. Tenía muchas dudas, pues me parecía difícil entrar como colega de personas que habían sido mis maestros. Pero no resultó tan difícil. Por lo general, tomo decisiones siguiendo mi olfato y mi corazón: qué mejorará mi calidad de vida y resultará satisfactorio en el plano intelectual; en qué tema me interesa involucrarme. Me parecen elecciones morales, además de racionales. Uno de los hallazgos que surgió a partir de la investigación actual sobre escuelas con población racial diversa que están tratando de no canalizar a los alumnos habla de mi vida y mi carrera, así como de las escuelas donde hago la investigación. Ese hallazgo podría resumirse en “llegar a la meta es la mitad de la diversión”. Con esto quiero decir que, para los educadores comprometidos con la lucha de crear ambientes más equitativos, la lucha es una experiencia enriquecedora y poderosa, no sólo para los educadores sino para los alumnos de la escuela. El nivel de discurso en sus comunidades y el hecho de que los alumnos sepan que luchan por las cosas que les interesan hacen de estas escuelas mejores lugares de lo que serían en otras circunstancias. Los administradores de las escuelas y maestros con quienes he hablado afirman que la “descanalización” es lo más difícil que han intentado hacer en su vida profesional, y sin embargo aseguran que no dudarían en emprender este esfuerzo nuevamente. También comentan que aun cuando no logren lo que buscan, su vida se ha enriquecido con intentarlo. Y así me siento con respecto a mi trabajo... lo disfruto y lo considero importante. Me parece fantástico que me paguen por pensar en los problemas importantes para otras personas, y que pueda escribir lo que pienso al respecto. Cuando los estudiantes de doctorado o los investigadores me preguntan cómo escoger el tema de su tesis o cómo dividir su tiempo, mi respuesta es que hagan lo que en verdad disfrutan, lo que creen que vale la pena hacer como ser humano, al margen de que obtengan o no reconocimiento por ello, o si logran o no influir en algo. Tal vez sea una postura bastante existencialista, pero me parece un buen consejo porque incluso si no llegas a donde quieres ir, probablemente termines en algún sitio donde te sentirás satisfecho. Y ya no te importará, porque llegar –dondequiera que sea– valió la pena. Lo digo por
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experiencia, desde luego, pero creo que no deja de ser un buen consejo para los jóvenes. P: Si planeas tu vida en torno de decisiones calculadas y no funcionan, es muy frustrante. En cambio, seguir tu instinto es un consejo mucho más sabio. Ahora bien, has realizado bastantes proyectos de investigación bajo contrato con organismos que los han financiado. He luchado toda mi vida para crear un lenguaje que se ajuste a mis intereses teóricos y metodológicos, así como a un determinado organismo. ¿Cómo lo logras? R: Creo que para conseguir financiamiento tienes que ayudar a las fundaciones a ver que tu trabajo puede servir a sus intereses. Y para ser fiel a tu profesión, también tienes que ayudarles a comprender que es posible reformular la manera en que han enfocado un determinado problema, de modo tal que les resulte más útil. Es una de las cosas que aprendí en RAND, ya que una de las normas institucionales es que los investigadores le digan al “cliente” que está haciendo las preguntas equivocadas y le sugiera cuáles son las que debería hacer. Parece arrogante, pero en efecto funciona. Por ejemplo, una vez conseguí un financiamiento importante de la Fundación de Ciencias Nacionales, porque estaban preocupados por la posible escasez de jóvenes que estudiaran las carreras de matemáticas, ciencias e ingeniería. Querían encontrar las “fugas” en el “conducto” técnico de este país. Desde luego, a mí no me interesaba mucho el problema, pero sí comprender la desigual distribución de oportunidades de aprendizaje entre grupos raciales y sociales en las escuelas. Quería comprender mejor las propiedades estructurales y las normas culturales en las escuelas que actuaban en contra del acceso y el desempeño de los niños de color y de bajos ingresos. Mi interés principal radicaba en encontrar cómo operaban y se estructuraban las ideologías en la escuela para perpetuar la discriminación. Y me parecía muy lógico estudiar estas cuestiones en el contexto de las matemáticas y las ciencias. Le sugerí a la Fundación de Ciencias Nacionales que podría entender mucho mejor las fugas en el conducto de matemáticas y ciencias si conocía más sobre las barreras que se interponían en el acceso al aprendizaje de matemáticas y ciencias de los estudiantes de grupos minoritarios y de bajos ingresos. Yo sabía que la prioridad de esta fundación eran la ciencia y la economía. No obstante, también sabía que los que trabajaban ahí se interesaban en que la cultu-
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ra creara y preservara instituciones democráticas. En consecuencia, intenté enmarcar un estudio que respondiera a diversos intereses. El resultado fue un informe llamado “Multiplicación de la desigualdad: los efectos de raza, clase y oportunidades en el aprendizaje de las matemáticas y las ciencias”. Y estoy convencida de que tanto la Fundación de Ciencias Nacionales como yo nos sentimos satisfechos con los resultados que nos proporcionó este trabajo. Esto nos regresa a las elecciones en el lenguaje, al esfuerzo de hacer que las ideas sean plausibles, incluso razonables, en círculos convencionales. Probablemente no utilizaría la palabra “dominación” en una propuesta para la Fundación de Ciencias Nacionales, pero es una decisión que debo tomar para encontrar cómo hablar de desigualdad y distribución inequitativa de maneras que tengan sentido para un amplio rango de personas. Utilizaría la palabra “dominación” si la considerara esencial para mi propuesta, pero si quisiera obtener financiamiento, buscaría otra manera de formularlo. A fin de cuentas, no importa cómo lo escribas o cómo lo formules, pues siempre habrá alguien que diga “no debiste hacerlo así”. Siempre habrá quien te sugiera que presentes tus ideas de manera más “convencional” y otros, que también te respetan, que te dirán que estás comprometiendo tus principios. Por consiguiente, prefiero decidir cómo me siento más cómoda y hacer la propuesta en esos términos. Creo que puedo ser tan instrumental, política y estratégica como quiera serlo y aun así mantener mi integridad. Pero tal vez el límite sea diferente para cada persona. Por otra parte, las fundaciones privadas son bastante más abiertas de lo que muchos piensan. Los funcionarios encargados de programas suelen tener una gran responsabilidad social, especialmente en momentos en los que el gobierno federal recorta este tipo de programas. Y en muchos casos están en posición de mostrar su generosidad para influir en la sociedad de maneras que el gobierno no puede. Lleva tiempo saberlo, y saber cómo expresar tus ideas de modo tal que no resulten amedrentadoras. Parte de tu trabajo al escribir propuestas –para tesis doctorales así como para financiamientos– es ayudar a la persona encargada de tomar la decisión a que se sienta tranquila de que tú y las ideas que representas significan una buena inversión. P: De acuerdo. El que trates de escribir claramente, con elegancia y de manera concisa está muy relacionado con tu éxito como investigadora y te abre canales para llegar a diversos públicos.
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R: Tiene mucho que ver con la manera en que hablo y escribo. Fui maestra de inglés, y la claridad de la experiencia me resulta de medular importancia. Nuestra colega de la Universidad de California, Deborah Stipek, les dice a sus alumnos que todo lo que escriben debe pasar la “prueba de la abuela”; esto significa que, al margen del tema o de la sofisticación de tus ideas, al margen de la complejidad del análisis, tu abuela debe comprender el texto. Me gusta su idea y trato de apegarme a ella. En general, la gente es inteligente, pero no siempre sabe lo que tú estás haciendo. Creo que es parte de nuestra responsabilidad como investigadores y maestros procurar que todos comprendan nuestras ideas. Y esto se relaciona con la manera en que redactas tu trabajo. Por ejemplo, yo siempre trato de mencionar la conclusión en el primer párrafo. No es fácil, pero intento evitar que mis textos parezcan una novela de misterio, en la cual los lectores tengan que ir encontrando pistas en el camino para enterarse de la conclusión al final. Podemos usar diversos tipos de estrategias sencillas. P: ¿Podrías resumir tu contribución al mundo académico? R: Ciertamente es muy agradable que cuando escribes un libro, muchas, muchas personas te digan que lo han leído y que ha influido en su vida. Por ende, considero que mi contribución más tangible es haber escrito ese libro. Pero también significa una carga; significa ir más allá de ser una persona conocida por haber escrito un solo libro. He hecho muchos trabajos desde Keeping Track, pero ahora quiero escribir algo que sea tan leído como ese libro y que documente el crecimiento de mis ideas. Lo que más me agrada es que las personas me digan que cambiaron su manera de pensar a raíz de leer mi libro. Prefiero eso a que me digan que “reformaron su escuela sobre la base de lo que dije”. Sin duda, me parece un gran cumplido, y espero que las escuelas cambien diametralmente en beneficio de los pequeños de color de bajos ingresos y de otros pequeños a quienes se ha considerado poco inteligentes. No obstante, prefiero que la reforma se dé como resultado de un cambio en la manera de pensar y no porque la gente siga una nueva receta respecto de lo que deberían hacer las escuelas. Tiene mucho mayor fuerza que me digan que mi libro ha modificado su visión sobre qué decisiones tomar respecto de la capacidad intelectual de los alumnos y lo que deberían hacer para subsanar las
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diferencias entre ellos, o que tomaron conciencia de las estructuras que antes consideraban invisibles y neutrales. P: Un elemento rector en tu trabajo es la vinculación entre la teoría y la práctica, y lo has dejado muy en claro en tu nuevo trabajo en Center X. ¿Podrías mencionar qué condiciones te llevaron en este punto de tu carrera a preocuparte por estos temas? R: Una de las lecturas de la maestría que más influyeron en mí fue The Sources of a Science Education (Las fuentes de una educación científica), de John Dewey, donde afirma que una buena enseñanza se enriquece con los problemas de la práctica. Quizá Dewey influyó tanto en mí porque, después de haber dado clases, la idea de que la investigación es lo que te permite hacer mejor tu trabajo o tener mayor conciencia me resultaba muy clara. Y es lo opuesto de lo que generalmente oigo... que la teoría debe sustentar la práctica. No dudo de que esto también sea verdad, pero la otra parte de la ecuación, que la práctica sustente la teoría, es igualmente importante. Quizá no tenga mayor importancia, pero me sorprendió enterarme de que hay muchos investigadores en educación que si bien repiten lo que afirmaba Dewey, no suelen sustentar su trabajo profesional ni relacionarlo con la práctica. Supongo que esto se debe en parte al sistema de recompensas: si lo que escribes les resulta aceptable a los docentes y publicas en medios que estos maestros suelen consultar, corres un riesgo. Y ciertamente hay riesgos involucrados en cuanto a reputación profesional, promoción académica y todo ese tipo de cosas. Center X, de la Universidad de California, es en realidad una extensión lógica de mi investigación, ya que siempre la vinculé con la práctica y consideré que los docentes eran la audiencia más importante para mi trabajo. Mis colegas en la universidad me presionaron para que trabajara tanto en el ámbito institucional como en el individual. No sólo los investigadores deben vincularse individualmente con los docentes, sino también instituciones como la Escuela Superior de Educación y Estudios sobre Información de la Universidad de California (Graduate School of Education and Information Studies, GSE&IS). La idea era que Center X fuera ese espacio, y que les perteneciera tanto a los docentes como a los investigadores de la GSE&IS. La capacitación y formación de docentes, así como la actualización de docentes y administradores, resultaba un campo fértil para estas actividades, ya que en este terreno se reúnen las preocupacio-
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nes principales de ambos. Nuestros esfuerzos por vincular la universidad, las escuelas y las comunidades en torno de una agenda de justicia social tiene el propósito de dejar en claro que el papel de la universidad en la sociedad no es neutral; nuestro trabajo pone de manifiesto nuestras ideas fundamentales con respecto al mundo, nuestra postura política y convicciones sobre cómo deberían funcionar las instituciones para lograr ciertos propósitos. P: La preocupación por la justicia social, una vez más, ubica tu trabajo en la tradición crítica de la educación. ¿Qué has hecho por ampliar o mejorar las oportunidades para que las personas estén en contacto con estas tradiciones críticas en educación, en el contexto de instituciones tales como la universidad? R: Te contaré una experiencia de mis épocas de maestra de primaria y madre de niños en edad escolar. Me mudé intencionalmente a la ciudad de Pasadena porque me impresionó mucho lo que Ray Cortines, el entonces director de la escuela, y la comunidad de Pasadena habían hecho respecto de una orden judicial para abolir la segregación. Aprovecharon la ocasión para realizar una encuesta y comprometer a todos los niños y familias de esa ciudad a asumir responsabilidad colectiva con respecto a proporcionar más oportunidades. Yo quería ser parte de ese experimento y por medio de él aprendí que ser mujer blanca y protestante me daba acceso a conversaciones en las cuales podía hablar favorablemente de mi experiencia y de la de mis hijos con respecto a la abolición de la segregación escolar, y el impresionante efecto que ésta había tenido en nuestra vida y en la educación de mis hijos. Aprendí a ayudar a la gente a pensar críticamente, aun cuando yo no sabía entonces lo que esto significaba en un sentido académico. Establecí un vínculo humano con otros padres que estaban preocupados por sus hijos, y hablar de mis hijos y mis experiencias parecía tener una gran influencia. En realidad, estas conversaciones indicaban una “crítica” sin la retórica académica y política que generalmente la acompaña. Creo que en estos contextos tan difíciles aprendí mucho más que en el mundo académico a elaborar argumentos bien razonados en entornos de política pública, con respecto a problemas de justicia social. La experiencia me ha transformado profundamente como académica y como investigadora, de manera que aun cuando pertenezco a la tradición crítica, por lo general mantengo un discurso más con-
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vencional y liberal. Me emocionó comenzar a leer sobre la tradición crítica y pensar en problemas desde una postura crítica, aunque nunca quise integrarme en el club, por decirlo de alguna manera. Me percaté de que siempre seguiría siendo una madre WASP, * cuyas experiencias personales le permitirían vincularse con la gente en el plano personal y hablar desde una perspectiva crítica, en un lenguaje comprensible para gente no familiarizada con esa tradición. Deliberadamente, elegí transitar un camino un tanto curioso, que suele poner nerviosos a los liberales conservadores porque consideran que me estoy pasando de la raya, mientras que la gente de tradición crítica mueve la cabeza y siente que no entiendo. No obstante, es una decisión deliberada, y aun cuando no sea muy cómoda, es lo que sigo haciendo. P: Tú y yo realizamos trabajos administrativos en la Universidad de California. Si esta universidad se incluyera dentro de las quinientas empresas más importantes de Fortune, nos ubicaríamos aproximadamente en el lugar doscientos treinta y cinco. Saber que la situación económica de esta universidad la equipara a las grandes empresas internacionales me desconcertó, e incluso más percatarme de que si la Universidad de California fuera una empresa, yo, en tanto administrador, sería un empresario. Sé que no estamos hablando de la empresa típica pero, si ése fuera el caso, se generarían varios problemas de poder, característicos de cualquier institución secundaria formal, que son parte de la cotidianeidad de este lugar. ¿Cuál es tu experiencia en tu relación con el poder, en términos de tu carrera académica, de tu lugar específico dentro de un “grupo empresarial”? R: En cierto sentido, he ignorado los asuntos de poder para abocarme a lo que quiero hacer. No obstante, estoy muy consciente del poder y bastante buena negociadora; tengo poder y lo uso, y trabajo con personas que probablemente tienen más poder que yo. Tal vez se deba a que mi padre me enseñó a negociar para ganar, y siempre consideró los problemas de poder como una especie de juego. Cuando pienso en mi padre, veo ese guiño en sus ojos cuando me decía –entonces yo era una estudiante de primer año de la carrera– cómo *
Siglas que se utilizan comúnmente para describir al prototipo estadunidense: White, American, Anglosaxon, Protestant, esto es, blanco, norteamericano, anglosajón y protestante [T.].
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utilizar el proceso de petición en la oficina administrativa para cambiar mi programa académico más a mi conveniencia. Era algo que entonces –y quizá todavía hoy– no sabía un recién ingresado en la universidad. Pero lo que recuerdo de la lección no es tanto la ventaja de haber ganado, sino el guiño. No se trataba de ejercer poder sobre otra persona, sino de hacer cosas, de conseguir lo que quieres y encontrar cómo conseguirlo. Como ves, soy bastante buena para manejar ese tipo de poder. En cambio, me desconcierta que alguien me trate como si tuviera poder, en el sentido de que podría ejercer poder sobre ellos, o hacerles algo. Siempre me sorprende. Y debo reírme de mi ingenuidad porque, desde luego, trabajo en una institución y, debido a mi puesto, hay gente que “trabaja para mí”. Una persona insiste en llamarme su jefa y siempre me toma por sorpresa; y siempre me río, como si fuera el mejor chiste. También me sorprende cuando los alumnos se comportan como si tuviera poder sobre ellos. Sencillamente no me relaciono muy bien con ese tipo de poder, y supongo que tampoco les presto mucha atención a las personas que quieren imponerse, porque me tiene sin cuidado. Soy muy respetuosa y admiro mucho a la gente que tiene el poder de lograr cosas. Como verás, en muchos sentidos sigo siendo la niñita que creció en los suburbios del sur de California y asistía a la Iglesia metodista. Honestamente, creo que la gente quiere ser mejor de lo que es, y que preferiría hacer “el bien” a tener poder. Cuando hablo con los maestros y administradores de las escuelas, o con los alumnos, siento que tengo más éxito y poder cuando logro tocar una fibra que les hace querer ser mejores con los niños y que este país sea más justo y digno. Y aun cuando como personas, o como cultura, actuemos de maneras contrarias a la justicia y la dignidad, creo que prevalece el deseo de ser lo que querríamos ser. La gente está ávida de una palabra de esperanza, de algo que inspire nuestros deseos y esfuerzos por ser mejores de lo que somos. Y eso es lo que en el fondo deseo lograr con mi trabajo.
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P: ¿Cómo te involucraste en la educación y en la investigación educativa? R: Mi interés por la educación data de mis años en Cambridge, a mediados del decenio de 1960. Era un momento interesante como estudiante, y yo participaba activamente en el movimiento estudiantil de izquierda tanto de la universidad como en el ámbito nacional. Fue, desde luego, la época de las manifestaciones en contra de la guerra de Vietnam, así como de un rotundo rechazo a los cánones. Además de las marchas, teníamos maratones de cátedras al aire libre sobre lo que sucedía en el mundo, y organizamos una universidad alternativa en la que participaban académicos de izquierda –especialmente gente como Perry Anderson y Robin Blackburn, de la New Left Review–, quienes nos daban conferencias y seminarios alternos. Leíamos a Marx y a Hegel, lo cual me abrió los ojos al hecho de que el conocimiento que me inculcaban formalmente en Oxford y Cambridge era tendencioso y escondía gran parte de la historia. De manera que esto fue para mí una educación tanto política como epistemológica. Cuando salí de Cambridge, quería ser un maestro de preparatoria con una sólida preparación política. En ese entonces éramos bastante optimistas al creer que el mundo podía ser diferente. Mi educación política se reforzó durante mi formación como maestro en la Universidad de Londres, debido a la cantidad de manifestaciones estudiantiles que había en la ciudad. También fue la época en que entré en contacto con las ideas de Basil Bernstein y Michael F. D. Young, y con los textos que posteriormente se convirtieron en Knowledge and Control (Conocimiento y control). Fue a finales del decenio de 1960 cuando comenzaron a generarse estas ideas y, en cierto sentido, yo estuve presente cuando las pusieron en práctica. Desde 1968 hasta 1969, me formé como maestro de preparatoria en el Instituto de Educación de la Universidad de Londres. Me entusiasmaban tanto estas ideas que, a la vez que daba clases, comencé un posgrado por la noche. Esto continuó hasta principios de los años [225]
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setenta, cuando me dediqué a estudiar tiempo completo durante un año. Fue una época dividida entre mi trabajo como maestro y el estudio de ideas medulares en sociología de la educación. Mi conciencia política se centraba en la política cotidiana, y gran parte de lo que hacíamos en las escuelas se abocaba a innovar el currículum y la pedagogía. Y, desde luego, era el momento en que la nueva sociología de la educación se encontraba en su fase fenomenológica. En el posgrado, fui uno de los pocos alumnos que exigimos un análisis de carácter más materialista. Fue entonces cuando comencé a escribir con Michael F. D. Young y modificamos el análisis, de manera que la teoría cuestionara el idealismo de la fase fenomenológica. Para mí, este análisis significaba una política diferente, no sólo la política de la reforma del currículum, de la pedagogía democrática, etcétera, sino una política que involucrara a los sindicatos y la acción dentro de la esfera política más convencional. Hacia mediados del decenio de 1970 comencé a involucrarme con el Partido Laborista, no tanto porque me identificara con su política de democracia social, sino porque consideraba que fuera del partido se lograba muy poco, y aún había una participación importante de la clase trabajadora en el Partido Laborista. Además, los partidos colaterales que conocí en los años sesenta no tenían fuerza, de manera que a mediados de los setenta me involucré activamente con el Partido Laborista, después de algunos años de participar en política educativa. Desde esa época me he comprometido, tanto en el plano teórico como en el práctico, en política educativa. Y éstas son, en esencia, las experiencias formativas. Alrededor de 1975, Michael Apple leyó una ponencia mía sobre el cambio radical en la educación, me escribió y comenzamos a intercambiar textos. También debo mencionar que, en 1973, me dieron un cargo en la Universidad de Bath, mi primer puesto universitario. Michael Apple me enviaba casi todo lo que escribía, y Michael Young y yo publicamos uno de sus artículos sobre Illich en el libro que compilamos llamado Society, State and Schooling (Sociedad, Estado y educación), que apareció en 1976 o en 1977. Fue mi primer contacto con los académicos críticos de Estados Unidos. Llegué a Madison como profesor visitante desde 1979 hasta 1980, cuando Michael Apple se había tomado un año sabático. Esencialmente me dediqué a impartir sus clases y durante el semestre tuve bastante relación con él y sus alumnos. En ese contexto, me relacioné con personas como Henry Giroux y Jean Anyon, y comencé a
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construir una base de contactos más amplia con escritores críticos de Estados Unidos. Regresé a la Universidad de Bath nueve meses y me cambié a King’s College, Londres, para dar clases en el programa de educación urbana en un momento de gran efervescencia, porque los maestros de la Universidad de Londres estaban sumamente politizados. Comenzaban a reaccionar a las políticas de Thatcher y, durante ese tiempo –yo estuve ahí desde 1980 hasta 1984– tuvimos un consejo de izquierda, el Greater London Council, el gobierno local más de izquierda que ha tenido Gran Bretaña, y fue abolido por Margaret Thatcher. P: Muchos de nosotros consideramos que el fin del Greater London Council fue una señal del enorme movimiento neoliberal que se avecinaba en el mundo. Pero permíteme regresar a tus clases en entornos urbanos. ¿Dabas clases sobre todo a maestros a punto de terminar la carrera? R: No, más bien a maestros en funciones. El curso de maestría en el programa de educación urbana ya había adquirido la reputación de ser un curso crítico con mi antecesor, Gerald Grace. Por ello muchos de los maestros de izquierda que trabajaban en las escuelas de Londres asistían a este curso, que fue una de las experiencias docentes más enriquecedoras que he tenido en mi vida. Analizábamos la bibliografía crítica, relacionándola con la práctica cotidiana de maneras muy productivas. La atmósfera era sorprendente y me encantaría poder reproducirla. El mejor cumplido que recibí fue de una maestra feminista, quien afirmó que era la experiencia más cercana que había tenido a un grupo feminista con hombres involucrados. Posteriormente, King’s College se fusionó con otra universidad y me desilusionó la administración. Me fui al Politécnico de Bristol, que ahora es la Universidad del Occidente de Inglaterra, y durante cinco años tuve el cargo de decano de la Facultad de Pedagogía, lo cual me dio una excelente oportunidad de contratar a un cuerpo docente de ideas similares. Desarrollamos un amplio rango de cursos nuevos y por primera vez realizamos investigación. Quedé agotado después de esos cinco años y dejé mi cargo de decano para recargar baterías, aun cuando el director del Politécnico no estaba muy convencido. Regresé a la Universidad de Londres, a Goldsmiths’ College, y pasaron dos años antes de que me integrara en el Instituto de Educación como
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sucesor de Basil Bernstein, en la cátedra Karl Mannheim. Hace doce meses que ocupo ese cargo. P: ¿Cuál es tu postura teórica actualmente y cuáles tus preocupaciones intelectuales respecto de los debates con los que te vinculas? R: Durante los cinco años previos a la cátedra Karl Mannheim, cambié mi interés por la sociología del currículum escolar –tema medular del libro Sociology and School Knowledge (La sociología y el conocimiento educativo), que apareció a mediados de los años ochenta–, por la sociología de la política educativa, a partir de investigaciones sociológicas que cuestionaran las afirmaciones sobre los supuestos beneficios que brindaría la política educativa a las escuelas y a los niños. El Partido Laborista utilizó gran parte de esta investigación para oponerse a varias de las políticas conservadoras de finales del decenio de 1980 y principios de los años noventa. Yo afirmaría que ese trabajo y libros como State and Private Education (El Estado y la educación privada), que escribí en coautoría con Tony Edwards y John Fitz, fueron importantes en ese sentido. También reconozco que esos libros carecían de un sustento teórico sólido. La cátedra Karl Mannheim me permitió volver a algunas de las principales cuestiones sociológicas que tal vez se hicieron de lado durante el periodo en que el inminente ataque político a la educación pública le dio prioridad a otro tipo de trabajo. Comencé a involucrarme en discusiones sobre problemas macrosociológicos, intentando vincularlos con la política educativa. Mi proyecto teórico más importante ha sido analizar la aportación de las teorías moderna y posmoderna a la comprensión no sólo de los cambios en política educativa, sino de la pertinencia o ineficacia de la respuesta política relacionada con ellos. En el artículo “Política educativa contemporánea, ¿un fenómeno posmoderno?”, reconozco la importancia de las teorías posmodernas para comprender estos cambios, aunque advierto sobre el peligro de aceptar sin ambages este discurso, que de alguna manera ha servido para legitimar la fragmentación de la política educativa promovida por los gobiernos de Thatcher y Major en Inglaterra, al atacar las formas tradicionales de provisión colectiva de la educación y los sindicatos. Las tradiciones teóricas en boga en ese momento eliminaban la memoria de la lucha colectiva en contra de estos ataques. Por ende, recurrir a versiones extremas de política de identidad podría llevar a la teoría académica a convertirse en parte del problema.
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P: ¿Afirmarías también que la idea de descentralizar los temas sociales dificulta las condiciones para la acción política estratégica unificada, en términos de los derechos individuales en la política democrática? R: Concuerdo con Chantal Mouffe en que necesitamos una política que fomente la unidad y la comunidad, sin negar la especificidad, por lo que debemos aceptar gran parte de la percepción postestructuralista y posmodernista, sin caer en la pérdida de poder colectivo que podría acompañarla. En Gran Bretaña se ha hecho mucho trabajo en torno del discurso de clase. En comparación con el trabajo realizado en Estados Unidos, nos rezagamos en reconocer las especificidades de raza y género, debido a que la tradición del análisis de clase estaba vinculado con una política relacionada con la clase. Por ello quiero reconocer no sólo la importancia de los cambios logrados en los años ochenta y noventa, sino mencionar que los cambios en el decenio de 1970 adecuaron el trabajo británico a la naturaleza cambiante de la solidaridad social en sociedades contemporáneas. No obstante, corremos el peligro de no reconocer que combatir la opresión exige la acción colectiva, y debemos encontrar nuevas formas de construir no sólo teorías académicas, sino asociaciones colectivas que nos permitan continuar con ese proyecto. Me dejó perplejo una de las entrevistas con Foucault, donde habla de cómo los partidos políticos y los sindicados son semilleros para explorar nuevos conceptos de democracia más adecuados a esta era. Ahora nos encontramos en una situación donde la derecha ha deconstruido estas formas de asociación colectiva y tenemos que encontrar otros caminos para reconstruirlas e incluso desarrollar nuevas. Los partidos políticos convencionales han aceptado con demasiada facilidad la agenda de la derecha, en tanto que la izquierda tradicional tiende a abogar por la reconstrucción de formas convencionales de colectivismo. Ninguna de ellas reconoce que las luchas se dan no en torno de un problema central, sino de una serie de problemas, y el proyecto importante es encontrar maneras de vincular estas luchas específicas con aquellas que reconocen que la opresión está estructurada a escalas local, nacional y global. Tanto la teoría académica como la práctica política deben llegar a un acuerdo con relación a estos problemas. Por el momento, la mayoría de los textos se abocan en dos sentidos: quienes adoptaron la crítica postestructuralista o posmodernista al grado que hace perder poder a la lucha política, y los que, como Callinicos,
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pugnan por un redescubrimiento de la lucha de clases, que aun cuando es importante, no lo es tanto como antes. Varios de los que trabajamos en la teoría de la educación crítica nos sentimos muy incómodos en el terreno entre estas dos posturas, y ahí es donde me encuentro en este momento. P: Uno de los problemas actuales al analizar las teorías críticas de raza y feminismo es buscar una teoría unitaria que abarque el análisis de clase, raza y género en educación. Una respuesta ha sido analizar los problemas de la cultura popular desde la perspectiva de los estudios sobre la cultura, sumamente influidos por el trabajo del grupo de Birmingham y Stuart Hall, en particular. ¿Consideras que están atacando cuestiones que tú intentas definir en términos de cómo salir del dilema de las dos posturas? R: Influyó mucho el trabajo del grupo de estudios sobre la cultura de Birmingham; de hecho, fue el grupo quien reconoció la necesidad de abordar estos problemas desde hace bastante tiempo. En tanto proyecto intelectual concertado, se ha dispersado, pero ciertamente todos los que estaban involucrados siguen esta línea de investigación. Lo que no me queda muy claro es si podría –o debería– pedírsele a este grupo que siguiera avanzando en el tema, pues considero que sería mucho más saludable que varias personas se dedicaran a esta línea de investigación, de manera que no sea necesario preguntarnos cuál es el libro más reciente publicado por Birmingham. P: En Inglaterra se ha dado otra tradición muy prominente –y ciertamente también en Estados Unidos–: la teoría de la elección racional, cuyo principio medular es que los individuos son racionales y lo único que necesitan para instrumentar un proceso analítico es tener acceso a la información adecuada, en el momento adecuado. Muchas personas de izquierda no están de acuerdo con esta teoría por diversos motivos. ¿Tú qué opinas? R: Bueno, gran parte de mi investigación actual tiene que ver con la instrumentación de políticas influidas por la teoría de la elección racional, por lo que me ocupo de analizar la manera en que la teoría se inscribe en la política, más que escribir sobre la teoría como discurso académico. Ambos conceptos están ligados pero no son idénticos, porque la teoría de la elección racional, tal como se inscribe en
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la política educativa contemporánea, está condicionada por todo tipo de consideraciones. En Gran Bretaña, un grupo de sociólogos de la política se ha adentrado en la manera en que las personas toman decisiones relacionadas con la educación. Este trabajo probablemente se relaciona con lo que hace en la actualidad gente como Amy Stuart Wells en Estados Unidos. Sugiere que la realidad de las decisiones está muy alejada de las teorías de la elección racional y la política derivada de ésta. Las personas en condiciones de gran desventaja suelen tener prioridades diferentes de las que suponen los políticos. La idea de que las políticas de certificación beneficiarán más a los pobres que a quienes ya tienen un buen desempeño en el sistema educativo no toma en cuenta la falta de información entre estos grupos. Muchos políticos afirman que las decisiones pueden mejorarse si se cuenta con mayor información, pero no toman en cuenta el contexto de las decisiones en torno a la educación. Por ejemplo, muchos de los grupos que señalan que les gustaría que sus hijos recibieran una educación privada tienen otro tipo de consideraciones más relacionadas con la cultura y las prioridades de vivir en el centro de la ciudad, por ejemplo, lo cual significa que de hecho no harían esa elección si en realidad tuvieran que tomar la decisión con respecto a la educación. Uno de los papeles importantes de la investigación empírica en la actualidad es desmitificar la eficacia de la teoría de la elección racional. Resulta de la mayor urgencia mostrar sus efectos reales en los pobres, porque estos argumentos tienen una gran fuerza en este momento. En Inglaterra apareció recientemente un documento que intenta persuadir al Partido Laborista de que apoye un mayor uso de la elección en el sistema educativo, y legitima su afirmación indicando el éxito que han tenido estas políticas en Estados Unidos. Las evidencias son meras afirmaciones retóricas de los apólogos de la elección en Estados Unidos, por lo que es importante contar con evidencia contraria. Tal como la derecha tiene redes internacionales, la izquierda debería intercambiar no sólo documentos de carácter teórico, sino investigación empírica que pueda ser útil en estas luchas. P: Quienes han trabajado en los límites del positivismo siempre han mostrado desconfianza con respecto a que las estadísticas pudieran ser parte de un proyecto político. Tú hablabas de una corriente de pensamiento firmemente antipositivista, que sostiene que cualquier
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dato es simplemente un texto social. En vista de lo anterior, me parece absolutamente fascinante tu defensa del análisis empírico como algo que debería hacer la izquierda, además de seguir desarrollando la teoría. R: Sin duda, reconozco el peligro del enfoque tecnocrático de la izquierda, de lo cual se me ha acusado en cierta manera. Y concuerdo contigo respecto de la manipulación que se hace de la investigación positivista. No obstante, yo defendería los análisis empíricos por dos motivos, aunque quizás haya cierta tensión entre ambos. En primera instancia, se observan algunos patrones importantes en las relaciones de poder que únicamente podrían abordarse, aun inadecuadamente, observando el movimiento de poblaciones y del capital en una escala global. Incluso en el ámbito nacional, la izquierda se encuentra en desventaja con la reducción del trabajo en la tradición del análisis de aritmética política para demostrar el grado de polarización que ocurre en la sociedad actual. Es importante realizar este trabajo en paralelo con la investigación etnográfica, lo cual nos ayuda a comprender cómo suceden las cosas desde la perspectiva cultural. En segundo lugar, estos estudios son un recurso político y no necesariamente deben considerarse un positivismo crudo, sino otra manera de narrar una historia, usando otros lentes. Si bien la derecha sigue utilizando investigación positivista, ¿por qué la izquierda se niega los recursos? Lo que se debe evitar, empero, es usarla de tal manera que se convierta en una imagen del enfoque tecnocrático. Siento una gran frustración política con aquellos que consideran que el trabajo empírico es impuro o inferior al quehacer teórico. Realizar trabajo empírico sustentado en la teoría es en esencia el proyecto intelectual que subraya mi trabajo de veinticinco años. P: Algunos afirman que debido a tu afinidad con el tema de clase y lucha de clases, debido a tu percepción de una izquierda que debería organizarse de alguna manera –pese a sus contradicciones internas–, tu análisis ha marginado factores medulares de la política de identidad, particularmente problemas de género y raza. ¿Consideras que esta crítica en verdad se aplica al nuevo rumbo que ha tomado tu trabajo? R: Era una crítica válida para el trabajo que hacía a mediados del decenio de 1970 con Michael Young; de hecho, claro que fue acremente criticado por escritoras feministas no sólo por la sustancia de
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mi trabajo, sino por la naturaleza del discurso. Dado que soy quien soy y teniendo en cuenta dónde me ubico, sería un tanto improbable que estas características se hubieran erradicado de mi trabajo. Mi compromiso posterior con el trabajo de varios de estos grupos no sólo ha refinado mi postura teórica y del análisis empírico, sino también mi comprensión de la política. En particular, en años recientes he trabajado bastante en el área de educación sobre sida y personas seropositivas, lo cual ha fomentado un enfoque más adecuado a problemas de sexualidad, que hace cinco años estaban ausentes de mi trabajo. Considero que mi trabajo ha avanzado a partir de mis experiencias, pero no puedo negar mi procedencia. Es una crítica justa, tanto como la que hacen los escritores críticos de Estados Unidos en el sentido de que a pesar de que hemos abordado en nuestro análisis problemas de política de identidad, no los hemos integrado. Y debemos evitar integrarlos con el único fin de incorporarlos a la teoría vigente. En consecuencia, el problema teórico es equivalente al problema político del que te hablaba, con respecto a lo que es compartido y lo que es específico, y todos estamos luchando con ello. Debemos encontrar la manera de vincular la opresión con estas distintas formas de resistencia, con el propósito de reducir sus efectos, en vez de acrecentarlos. P: Tu artículo más reciente, “¿Ciudadanos o consumidores?”, muestra que los sistemas masivos y obligatorios de educación pública han dado un giro de ciento ochenta grados: de preparar ciudadanos a preparar consumidores. Los educadores siguen hablando de civismo, pero cada vez es más frecuente toparnos con la idea de preparar al consumidor y del derecho a elegir. La gente sigue hablando de la formación y capacitación del capital humano, pero las políticas neoliberales sobre tarifas de usuarios, descentralización y municipalización tienden a alejarse de cualquier sentido de solidaridad organizada, socavando el papel del Estado. Se percibe un cambio entre el concepto de capacitación y educación en civismo y los derechos del consumidor. Debido a que el consumismo es otra manera de homogeneización, continuamos repitiendo un error medular al fomentar la educación para una población que consideramos homogénea. El error inicial fue ignorar la diferencia y hablar de los ciudadanos como figura uniforme. Los neoliberales ignoran la diferencia hablando del consumidor como figura uniforme.
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R: La diferencia es que pese a que hablamos de los consumidores como un elemento uniforme, la teoría, y de hecho la política, les exigen actuar como individuos y, por consiguiente, se pierde el concepto de colectividad. Sería necesario reinscribir en el discurso este concepto, diferenciado de los consumidores atomizados o de los ciudadanos homogéneos. Este colectivismo reconoce tanto lo que es compartido como lo que es diferente, tal como lo mencionamos anteriormente. P: ¿Te refieres al principio de solidaridad del Estado benefactor? R: Sí, salvo que este principio de solidaridad se fundamentaba en la homogeneidad. P: Antes del Estado benefactor, podíamos hablar de la solidaridad de la clase trabajadora o de la nobleza de la ciudadanía. El Estado benefactor quería destruir esta solidaridad y crear un ámbito diferente de solidaridad nacional, basado en la idea del ciudadano liberal-posesivo. ¿Acaso es posible crear una colectividad sustentada en la fuerza de la diversidad cuando carecemos de un centro organizado para dicha solidaridad? R: Ciertamente esto involucra la creación de una nueva esfera pública. El contexto será mucho más descentralizado que el contexto de la vida política tradicional, nacional, debido a los cambios en la naturaleza de la vida social, de los medios y otras cosas. Esto es parte del reto. Debemos explorar el foro político y la forma de representación dentro de los cuales puede alentarse a las colectividades de manera diferente de la forma homogénea de solidaridad fomentada por el Estado benefactor. Si no podemos encontrarla, legitimamos la agenda de la derecha, que con razón criticaba las reformas burocráticas altamente centralizadas. P: Utilizas los términos colectividad, pensamiento colectivo y acción colectiva más que comunidad. En el pensamiento occidental, existe una tensión entre lo individual y lo comunitario que ha permeado la teoría política y la filosofía política. Me resulta fascinante tu elección de conceptos. Debemos reconocer que la meta principal del neoliberalismo es anular cualquier sentido de solidaridad organizada.
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R: Muchas personas que anteriormente eran de izquierda afirman ahora que no debemos emplear la palabra “colectivismo”, y en cierta medida supongo que me gustaría encontrar otro término. No utilizaré “comunidad” en este contexto, empero, debido a sus connotaciones con el comunitarianismo que es, como yo lo entiendo, muy extendido en Estados Unidos y se ha desarrollado en el Reino Unido, el cual me parece un movimiento extremadamente reaccionario. Desde luego, por ningún motivo me interesaría apoyarlo. P: Tu biografía es fascinante dado que, pese a tu compromiso con la investigación empírica, la teoría aplicada y el desarrollo de la teoría, has tenido importantes cargos administrativos. Ahora estás a cargo de la cátedra tal vez más prestigiada de Inglaterra y aun de Europa. Los temas de poder y administración, el papel de los intelectuales críticos en la administración de las universidades plantean todo tipo de dilemas cotidianos a personas como tú y como yo. ¿Podrías hacer una reflexión sobre tu experiencia como un hombre de izquierda que día a día interactúa en las universidades? R: No he mencionado que fui consejero local en Inglaterra a finales de los años setenta y principios de los ochenta. Como intelectual de izquierda y miembro activo del Partido Laborista que representaba a un electorado local, me veía obligado a hacer estos juicios y a confrontar los problemas en ese contexto. Integré esta experiencia a mi papel como director y administrador de la universidad. En ese contexto, sólo puedes funcionar sobre la base de la cotidianeidad, intentando obtener pequeños logros o al menos limitar las pérdidas con las que debes confrontarte, particularmente en un periodo de atrincheramiento ideológico y fiscal de derecha. Me parece que hacemos estos juicios en términos mínimos, sin perder la esperanza de mantener la perspectiva de lo que representa un logro o una pérdida dentro de un análisis más amplio. Un cumplido que suelen hacerme como administrador es que tengo la capacidad de ver la relación entre las diferentes partes de un trabajo, y esto se debe al haberme involucrado en política, fuera del mundo académico, y a que soy un teórico social. No quiero decir que ser un teórico social me haga un mejor político o administrador, sino que uno adquiere una perspectiva diferente que va más allá de las meras minucias. Y regresando a tu pregunta sobre el poder, hay dos elementos. Uno se refiere a cómo navegar en medio de las relaciones de poder
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de la institución y el otro –si me permites utilizar un lenguaje pasado de moda– es cómo ejercer el poder como administrador. Esto último es lo que me resulta más difícil, ya que me cuesta trabajo representar y dirigir a mis colegas en las negociaciones, aun cuando es mucho más fácil entender –y manejar de manera personal– los asuntos en un ambiente universitario que la exigencia de ejercer el poder, que por lo general coloca en desventaja a unos colegas a expensas de otros. En este sentido, he tenido aprendizajes dolorosos, particularmente en torno a problemas de género y sexualidad, con respecto a los cuales, como dije antes, era bastante ciego e insensible. Probablemente lo sigo siendo en cierto sentido, pero estoy tratando de aprender. P: Resulta irónico que tú, el titular de la cátedra Karl Mannheim, avales el punto de vista gramsciano del intelectual vinculado con la comunidad, más que la visión de Mannheim del intelectual desapegado y enteramente autónomo. ¿Estoy en lo correcto si digo que percibo tu papel como administrador académico como una manera de abrir más espacios para el tipo de causas en las que crees y permitir que más personas participen con el intelectual orgánico? R: Ciertamente preferiría tener la cátedra Antonio Gramsci de sociología de la educación que la de Karl Mannheim, aun cuando he estado trabajando en una conferencia para conmemorar el quincuagésimo aniversario de la muerte de Mannheim. Reconozco que sería importante desenterrar varios aspectos de su trabajo en el contexto actual. No obstante, en cuanto a la pregunta de la comunidad y los intelectuales orgánicos, es claro que el concepto del intelectual orgánico en la alta modernidad es un tanto diferente del que prevalecía a principios del siglo XX. Si tenemos un concepto muy crudo de la comunidad, que es en lo que se basa la representación formal en la política electoral en Inglaterra, entonces es relativamente claro, pero también sumamente dañino para las minorías. En consecuencia, debemos preguntarnos qué queremos decir con comunidad. Yo tengo que luchar con ello al preguntar cómo yo, en tanto hombre blanco de clase media, funciono ya sea como político o como administrador en una situación en la que prevalece una opresión mayoritaria de las minorías. Hablo de relaciones de poder que, en algunos casos, se dan cuando la minoría numérica es capaz de ejercer, por medio de la hegemonía, el dominio de la mayoría.
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P: Mi siguiente pregunta va en dos sentidos. En primer lugar, en Latinoamérica es claro que varios intelectuales que vienen incluso de una tradición de lucha armada en contra del establishment actualmente muestran poco interés en la política de la izquierda. ¿En qué medida encuentras un proceso similar en Inglaterra, de miembros insatisfechos de la izquierda que se convierten al neoliberalismo? Segundo, afirmamos que intentamos seguir una agenda que favorezca los derechos de las “minorías”, que busque establecer la justicia social, la democratización del conocimiento, y trabajamos en instituciones altamente jerarquizadas donde tú y yo, en tanto administradores, tenemos que lidiar todos los días. Más aún, en los últimos veinte años, estas instituciones se han alejado de la autonomía académica para satisfacer las necesidades y los deseos del mundo empresarial. R: Podría mencionar varios ejemplos de intelectuales de izquierda que han dado el viraje a la derecha, sorprendentemente algunos de los partidarios de Althusser de los años sesenta y setenta. No obstante, siempre ha habido cierto libre albedrío tanto entre la gente de derecha como de izquierda. Resulta interesante visitar librerías de anarquistas y ver, junto a los textos de izquierda, algunos de los principales textos del neoliberalismo. Lo más desconcertante es lo que sucede con el Partido Laborista en una situación donde la derecha –representada por el Partido Conservador– vive una crisis y ha perdido la legitimidad popular que supuestamente tenía con Thatcher. El Partido Laborista avala políticas más populares entre el electorado porque son menos extremas, lo cual podría mantener la reacción conservadora con más éxito que si el Partido Conservador pusiera en vigor políticas que el pueblo rechazaría. En realidad estuve a punto de abandonar el Partido Laborista debido a que adoptaron medidas personales y políticas acordes con la agenda de la derecha. Me persuadieron de no hacerlo, y no soy el único que desea permanecer en el partido y luchar por la supervivencia del socialismo democrático en su interior. Respecto de tu otra pregunta referente al aislamiento en la universidad... pues sí, tienes razón, esos problemas existen en Inglaterra. Los viví con la mayor fuerza cuando pasé dos años y medio en Goldsmiths’ College, donde en realidad podías palpar la lucha. Esta facultad fue fundada por benefactores paternalistas aun cuando se dedicaba a servir a la comunidad local. Tenía una larga tradición de educación para adultos, que a finales del decenio de 1980 estuvo se-
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riamente en riesgo al intentar competir como una universidad donde se realizaba investigación en términos más convencionales. Los vínculos entre la institución y la comunidad corrieron gran peligro en aras de adquirir “respetabilidad académica” y obtener fondos. Dentro de esta institución, en particular, la lucha continúa. Lo que no observo es que las universidades sin vínculos orgánicos con su comunidad busquen forjarlos, lo cual me parece sumamente deprimente, sobre todo porque estos vínculos son más débiles en aquellas universidades que tienen una presencia nacional e internacional más fuerte. En consecuencia, los mejores recursos para la investigación se localizan a mayor distancia de las comunidades más necesitadas. P: A causa de tu trayectoria política como docente y activista, y debido a la tradición de democracia social en Inglaterra, te encontrabas en una situación inmejorable para iniciar este trabajo crítico. Para ti habría sido más fácil adoptar la perspectiva neomarxista que para los estadunidenses, quienes carecen de una tradición socialdemócrata. Asimismo, pudiste aprovechar el trabajo que hizo Karl Mannheim en educación, el de T. H. Marshall sobre clases sociales y civismo, y el de C. B. MacPherson en torno a la democracia, tradiciones que no estaban a disposición de mucha gente de la primera generación de intelectuales críticos en Estados Unidos, en parte debido a la fractura histórica entre la vieja y la nueva izquierda, y a la distancia entre la izquierda y los distintos movimientos sociales en este país. Al agregarle la falta de tradición de democracia social, la situación era desventajosa para personas como tú, con un grado de desarrollo académico y compromisos políticos similares. ¿Hasta qué punto crees que el trabajo se te facilitó gracias a esta tradición de democracia social en Inglaterra, con relación a la experiencia de tus colegas estadunidenses? R: Ciertamente, los antecedentes del movimiento laborista y la tradición de literatura de democracia social me colocaron en un lugar distinto de muchos de los escritores críticos que conozco aquí. También considero que la educación que recibí en una universidad de élite me dio acceso a recursos cuyo valor aún sigo descubriendo. Cuando hablo con colegas de Estados Unidos, muchas veces encuentro la falta de esos antecedentes o una versión sumamente restringida de ellos, y eso marca una diferencia entre nosotros. No obstante, mi contacto con los intelectuales críticos en Estados Unidos me ha llevado a conocer áreas de trabajo que posiblemente no habría
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conocido de otra manera, y con esto me refiero no sólo al trabajo de gente de América del Norte y del Sur, sino de Europa, cuyo trabajo ha sido recibido de manera distinta en Estados Unidos que en Gran Bretaña. La Escuela de Frankfurt es un ejemplo clásico que, salvo en unos cuantos casos, ha sido marginada en el Reino Unido. Y la descubrí gracias al contacto con intelectuales estadunidenses. Por consiguiente, no quiero privilegiar mis antecedentes, porque si bien me abrieron a ciertas experiencias, también me cerraron a otras. Sin duda, hay una gran diferencia en la manera de identificar las luchas políticas en las que se involucra un intelectual con conciencia política. En ocasiones, me resulta difícil vincular la obra de algunos de los académicos de izquierda de las universidades estadunidenses con su compromiso en la lucha fuera de las instituciones. Quizás esto se deba en parte al tamaño de las universidades en Estados Unidos, así como al hecho de que trabajan más aspectos de diversidad social y cultural que las universidades británicas, aún enraizadas en el elitismo cultural. Por ende, no quisiera hacer juicios respecto de cuál es la manera adecuada de comprometerse con las comunidades. Sin embargo, es importante encontrar maneras de comprometerte con las comunidades oprimidas, lo cual resulta particularmente difícil en contextos donde las universidades están alejadas –en términos sociales, culturales y geográficos– de las comunidades con las cuales los intelectuales de izquierda desean vincularse. No querría adoptar la postura de que, en tanto la política permea todo, el compromiso con la lucha política únicamente dentro de la universidad es suficiente para un intelectual de izquierda. Ni siquiera me atrevería a afirmar que basta con que haya una pedagogía crítica en el interior de la universidad, si ésta está delimitada por la institución. P: En tanto intelectual crítico que se nutre de los antecedentes que acabas de mencionar, ¿qué has hecho como administrador, académico y docente para abrirles a otros las puertas para que se convirtieran en intelectuales críticos? R: Entre varios hemos diseñado cursos para personas que tradicionalmente no tenían acceso a la educación superior. En Bristol, teníamos una participación importante en la formación de maestros. Otra actividad fue reclutar profesores que difícilmente habrían encontrado cabida ahí. Un antiguo colega me decía hace poco que le parecía un tanto extraño ser profesor en una universidad, ya que venía
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de lo que consideraba un origen humilde. Eso me hizo reflexionar sobre mi propio fracaso al respecto. Anteriormente te mencioné que en el Politécnico de Bristol reclutamos varios maestros nuevos, muchos de los cuales eran diferentes del patrón tradicional y actualmente tienen titularidad y ocupan cátedras en otras universidades. Casi todas estas personas son hombres blancos y, en ese sentido, no he tenido el éxito que me habría gustado. Por ello considero que mi trabajo no ha concluido, y espero que con lo que he aprendido en los últimos años podré continuar con ese trabajo de manera tal de incorporar a un rango más amplio de personas que tradicionalmente han sido marginadas del mundo académico. Me reconozco parcialmente responsable tanto de los éxitos como de los fracasos. Pero estos últimos no podrán modificarse sin una acción mucho más concertada y colectiva de la que tenemos actualmente. Regreso a mi tema, que sin duda se ha vuelto repetitivo y aburrido, que es que hoy los logros son individuales y atomizados, y debemos regresar a una tradición en la que las personas luchen juntas, más que en su propio beneficio. P: Has hablado de manera elocuente sobre tu papel como administrador. ¿Cuál es la característica distintiva de un intelectual crítico de izquierda en una universidad importante, y cuál la naturaleza distintiva de la investigación que realiza? R: Ya te mencioné mi actividad como docente en el programa de educación urbana en King’s College. Para mí, éste fue el punto cumbre de ese trabajo, ya que pude vincular de manera explícita el proyecto político con el teórico. Cada vez se ha vuelto más difícil hacerlo, en parte debido a la mayor carga de trabajo para los maestros y al cambiante clima político. Considero que en la actualidad mi actividad como maestro está menos en consonancia con mi proyecto político. Yo lo vincularía con la investigación debido a que intento exponer a mis estudiantes –que siguen siendo sobre todo docentes y administradores– a los aspectos teóricos y de investigación que les ofrecen una perspectiva diferente de la propuesta por el conocimiento oficial, y distinta de su experiencia cotidiana. No soy de la opinión de que impartir clases de educación superior únicamente valide lo que los maestros hacen cotidianamente. ¿Por qué querrían enseñar en este nivel? Por ello me interesan algunas versiones de la idea de la “práctica reflexiva” que consideran que cualquiera tiene la capacidad de reflexionar. Si bien esto es cierto en un sentido mínimo, ne-
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cesitamos desarrollar herramientas y recursos para la reflexión crítica, y así es como veo mi trabajo. P: Consideremos los cambios en la universidad y en el mercado de trabajo, el proceso de globalización de la economía, la cultura, la política y la tecnología, y observemos el papel de los movimientos sociales en los ámbitos local, regional, nacional e internacional. ¿Cómo has incorporado esta problemática a tu trabajo, y cuál sientes que será el futuro de los experimentos neoliberales en el mundo? R: Bien, recientemente he escrito bastante sobre los proyectos neoconservadores y neoliberales en Gran Bretaña, Estados Unidos, Nueva Zelanda y Australia. No obstante, si nos salimos de esta visión un tanto anglocéntrica del mundo, la situación es mucho más complicada. Las ideas de posmodernismo y posfordismo únicamente son útiles en un nivel muy general. Es necesario comprender tanto la desigualdad del desarrollo de ese proyecto como la diferencia entre los proyectos neoliberal y neoconservador en diferentes sociedades. Quizá la articulación entre neoconservadurismo y neoliberalismo sea muy diferente, dependiendo del contexto, y es importante sustentar la tesis de la globalización, mas no creer que únicamente tenemos los nexos de lo global y lo local. Lo nacional sigue siendo muy importante no sólo para influir en los acontecimientos globales, sino para generar distintas formas de neoliberalismo y neoconservadurismo, así como distintas formas de resistencia; es justamente lo que trato de hacer en mis libros: escribir de tal manera que todos los que confrontamos estos movimientos aprendamos de los demás, pero también reconozcamos que estamos viviendo estos cambios y respondiendo a ellos en contextos particulares nacionales, locales e internacionales. El futuro se decidirá tanto a escala global como nacional y local. Mantengo una discusión continua con mi colega Andy Green respecto de este asunto, porque él considera que países como Taiwán, Singapur, Hong Kong y Japón son zonas donde el neoliberalismo apenas ha llegado, mientras que a mí no me parece. Adoptan una forma diferente de neoliberalismo en esos contextos y considero que bien podría ser que esas diferentes formas sean aceptadas en Estados Unidos y Europa, debido a la necesidad percibida de competir con los países de la costa del Pacífico. Es sumamente complicado, pero debemos tener esta articulación en los ámbitos global, nacional, supranacional y local. Una de las lecciones que permea todo lo que
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digo es que hacer de lado cualquiera de estas articulaciones pone en riesgo tanto nuestra actividad como teóricos sociales como de activistas políticos. P: ¿Cuál es tu evaluación de las implicaciones que tienen estos cambios de prioridades y el papel del Estado para las universidades, y de los cambios en la noción de solidaridad propiciados por el ataque neoconservador al Estado benefactor? R: Variará en los diferentes estados-nación por las razones que he expuesto. Una de las tendencias particularmente claras en Gran Bretaña y Nueva Zelanda es el giro hacia lo que Andrew Gamble llama “el Estado fuerte y la sociedad libre”, en la cual predomina el neoconservadurismo que se ubica a la izquierda del Estado. Si bien grandes grupos de la sociedad civil se han integrado a la economía de mercado, lo que queda de la sociedad se ha vuelto más autoritario. En cierta manera, tenemos lo peor de ambos mundos, debido a que en la época de la democracia social, el Estado ofrecía posibilidades para la acción política democrática, lo cual limitaba hasta cierto punto la asociación colectiva en el interior de la sociedad. Ahora, se han perdido los aspectos del Estado benefactor donde se podía dar la lucha colectiva, donde la izquierda con una sociedad civil con escasa cultura política se integra en el mercado en la medida en que las ideas neoliberales se han apoderado de grandes áreas de la vida social, incluyendo la educación. Veo verdaderas dificultades si intervienen nuevas formas de política colectiva debido a que no está claro cuál es el espacio para ello. No es en el interior de un Estado fuerte y autoritario, como tampoco dentro de una sociedad civil orientada al mercado. En la medida en que la educación pública se privatice y se rija por el mercado, la oportunidad para los derechos de los ciudadanos, en oposición a los derechos del consumidor, se vuelve cada vez más tenue. El Estado cede la educación pública a individuos atomizados, para que ellos tomen las decisiones. No obstante, los individuos no tienen los mismos recursos para tomar esas decisiones y, en consecuencia, es posible que parezca que el Estado es ecuánime en tanto se amplían las desigualdades. El Estado exporta la crisis; la política de la culpa se exporta al plano individual. En la época de la democracia social, algunos espacios comprendían intereses comunes entre quienes tenían más ventajas y quienes tenían menos, y todo ello está desapareciendo. La izquierda deberá luchar para recrear
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una esfera pública dentro de la cual se afirmen los derechos de los ciudadanos, inicialmente en términos de movimientos políticos y culturales. Con el tiempo, como sucedió en el siglo XIX, habrá una manera de experimentar con formas de gobierno que tal vez desemboquen en mayores posibilidades para una vida democrática. En este sentido, yo vería el papel de los intelectuales en la universidad como una oportunidad de comprometerse activamente con los movimientos políticos y recrear esa esfera pública que ha quedado oprimida por la combinación de golpes neoconservadores y neoliberales a la democracia social. P: Aun cuando concuerdo contigo respecto del papel de los intelectuales en la vida pública, no debemos hacer de lado el poder que tiene el capitalismo para convertir todo en una mercancía, incluyendo el papel de los intelectuales públicos de izquierda. Podría mencionar a varios individuos que, lejos de asumir una actitud emblemática en la que enfrentan la incertidumbre pero a la vez crean espacios nuevos, se convierten en celebridades de los medios –con todos los riesgos que ello involucra– en cuanto se les da el papel de portavoces de cualquier postura (incluida la izquierda). R: Considero que el riesgo es menor en Gran Bretaña que en Estados Unidos, en parte debido a la distinta naturaleza de los medios, aunque resulta claro que en la medida en que los intelectuales están más desarticulados de los movimientos sociales y políticos, más hablan en su beneficio y se insertan en la cultura de la atomización y la mercantilización. Es necesario exigir cierta medida de responsabilidad que está ausente cuando los intelectuales hablan para sí mismos... especialmente cuando dicen que lo hacen para los demás.
Esta página dejada en blanco al propósito.
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* Dada la productividad de estos investigadores, sería imposible presentar en estas páginas una bibliografía completa; por ello, únicamente se mencionan veinte referencias para cada uno. En la mayoría de los casos opté por dar la fuente en inglés (C. A. T.).
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Artículos en revistas “The state and education revisited. Or why educational researchers should think politically about education”, AERA, Review of Research in Education 21, 1995. “Education and the archeology of consciousness: Hegel and Freire”, Educational Theory 44, núm. 1, otoño de 1994. con R. A. Morrow, “Education and the reproduction of class, gender and race: Responding to the postmodernist challenge”, Educational Theory 44, núm. 1, invierno de 1994. “Paulo Freire as secretary of education in the municipality of São Paulo”, Comparative Education Review 38, núm. 2, mayo de 1994. “The state, nonformal education, and socialism in Cuba, Nicaragua, and Grenada”, Comparative Education Review 35, núm. 1, febrero de 1991.
bibliografía
267
GEOFF WHITTY
Libros con D. Halpin y S. Power, Devolution and Choice in Education: The School, the State and the Market, Buckingham, Open University Press, 1997. con A. Edwards y S. Gewirtz, Specialization and Choice in Urban Education: The City Technology College Experiment, Londres, Routledge, 1993. con A. Edwards y J. Fitz, State and Private Education: An Evaluation of the Assisted Places, Filadelfia, Falmer, 1989. Sociology and School Knowledge: Curriculum Theory, Research and Politics, Londres, Methuen Books, 1985. con D. Gleeson, Developments in Social Studies Teaching, Londres, Open Books, 1976.
Compilaciones con P. Aggleton, K. Rivers e I. Warwick (comps.), AIDS: Scientific and Social Issues, Edimburgo, Churchill Livingstone en colaboración con el Departamento de Salud, 2a.. ed., 1994. con M. Young, Society, State and Schooling, Filadelfia, Falmer, 1977. con M. Young, Explorations in the Politics of School Knowledge, Londres, Nafferton Books, 1976.
Artículos en libros “Citizens or consumers? Continuity and change in contemporary education policy”, en D. Carlson y M. Apple (comps.), Critical Educational Theory in Unsettling Times, Boulder, Colorado, Westview Press, 1999. con T. Edwards, “Marketing quality: Traditional and modern versions of educational excellence”, en R. Glatter, P. A. Woods y C. Bagley (comps.), Choice and Diversity in Schooling: Perspectives and Prospects, Londres, Routledge, 1997. “Recent education reform: Is it a post-modern phenomenon?, en R. Farnen y H. Sunker (comps.), Politics, Sociology and Economics of Education: Interdisciplinary and Comparative Perspectives, Londres, Macmillan, 1997.
268
bibliografía
“Marketizing the state and the re-formation of the teaching profession”, en A. H. Halsey, H. Lauder, P. Brown y A. S. Wells (comps.), Education, Culture, and Economy and Society, Oxford, Oxford University Press, 1997. con T. Edwards, “Researching Thatcherite education policy”, en G. Walford, Researching the Powerful in Education, Londres, UCL Press, 1994. con S. Gerwitz y T. Edwards, “Making sense of the new politics of education”, en A. Oakley y S. Williams, The Politics of the Welfare State, Londres, UCL Press, 1994. con P. Mahoney, “Teacher education and teacher competence”, en S. Tomlinson (comp.), Educational Reform and its Consequences, Rivers Oram Press para IPPR, 1994.
Artículos en revistas “Creating quasi-markets in education: A review of recent research on parental choice and school autonomy in three countries”, Review of Research in Education 22, 1997. “Social theory and educational policy: The legacy of Karl Mannheim”, British Journal of Sociology of Education 18, núm. 3, 1997. con S. Power, “Quasi-markets and curriculum control: The nature of recent education reform in England and Wales”, Educational Administration Quarterly 33, núm. 2, 1997. con L. Barton, E. Barrett, S. Miles y J. Furlong, “Teacher education and teacher professionalism in England: Some emerging issues”, British Journal of Sociology of Education 15, núm. 4, 1994. con G. Rowe y P. Aggleton, “Discourse in cross curricular contents: Limits to empowerment”, International Studies in Sociology of Education 4, núm. 1, 1994.
269
bibliografía
DATOS DE LOS ENTREVISTADOS
MICHAEL W. APPLE:
Profesor de la Universidad John Bascom, Departamento de Estudios Curriculares, Educación y Políticas Educativas, Universidad de Wisconsin, Madison.
SAMUEL BOWLES: Profesor del Departamento de Economía, Universidad
de Massachusetts en Amherst. MARTIN CARNOY:
Profesor de la Escuela de Educación, Universidad de
Stanford. PAULO FREIRE:
Profesor emérito de la Universidad de Recife, Brasil.
HERBERT GINTIS: Profesor del Departamento de Economía, Universidad
de Massachusetts en Amherst. HENRY A. GIROUX: Cátedra Waterberry en Educación Secundaria, Escue-
la de Educación, Universidad del Estado de Pensilvania. MAXINE GREENE:
Profesora emérita de la Facultad de Pedagogía, Universidad de Columbia.
GLORIA LADSON - BILLINGS :
Profesora adjunta de la Universidad de
Wisconsin, Madison. HENRY LEVIN:
Cátedra Jack Vita en Educación, Universidad de Stanford.
JEANNIE OAKES:
Profesora del Departamento de Educación y Estudios sobre la Información, Universidad de California, Los Ángeles.
CARLOS ALBERTO TORRES:
Profesor del Departamento de Educación, Facultad Superior de Educación y Estudios sobre la Información, Universidad de California, Los Ángeles, y director del Centro de Estudios Latinoamericanos. También es director del Instituto Paulo Freire en São Paulo, Brasil. [269]
270 GEOFF WHITTY:
datos de los entrevistados
Cátedra Karl Mannheim en Sociología de la Educación, Instituto de Educación, Universidad de Londres.
CURRICULUM VITAE DE LOS ENTREVISTADOS
CARLOS ALBERTO TORRES
Escolaridad 1986-1988. Universidad de Alberta, Edmonton, Alberta, Canadá. Beca Izaak Walton Killam Memorial para realizar estudios de posdoctorado, Departamento de Fundaciones Educativas - Centro para el Desarrollo de la Educación Internacional (Center for International Education and Development, CIED). 1980-1983. Universidad de Stanford, Stanford, California. Doctorado en Desarrollo Internacional de la Educación, Comité de Desarrollo Internacional de la Educación de Stanford (Stanford International Development Education Committee, SIDEC), Escuela de Educación. 1980-1982. Universidad de Stanford, Stanford, California. Maestría en Artes, doctorado en Desarrollo Internacional de la Educación, SIDEC, Escuela de Educación. 1976-1978. Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), Ciudad de México, México. Maestría en Ciencia Política. 1973-1974. Universidad del Salvador, Buenos Aires, Argentina. Docente de Sociología, Facultad de Ciencias de la Educación y Comunicación Social. 1970-1974. Universidad del Salvador, Buenos Aires, Argentina. Licenciatura en Sociología, con diploma de honor, Facultad de Ciencias Sociales.
[271]
272
curriculum vitae de los entrevistados
Experiencia profesional 1995 a la fecha. Profesor (tercer nivel), Escuela Superior de Educación, División de Ciencias Sociales y Educación Comparada, Universidad de California, Los Ángeles. Director del Centro de Estudios Latinoamericanos (desde 1995). Decano asistente para Asuntos Estudiantiles, Escuela Superior de Educación y Estudios sobre la Información, Universidad de California, Los Ángeles (1992-1995). Jefe de División, Ciencias Sociales y Educación Comparada, Escuela Superior de Educación, Universidad de California, Los Ángeles (1994-1995). Cátedra sobre Programas y Temas Comparados, Centro de Estudios Latinoamericanos, Universidad de California, Los Ángeles (1991-1995). 1992-1994. Profesor adjunto (segundo nivel), Escuela Superior de Educación, División de Ciencias Sociales y Educación Comparada, Universidad de California, Los Ángeles. 1990-1992. Profesor asistente (cuarto nivel), Escuela Superior de Educación, División de Ciencias Sociales y Educación Comparada, Universidad de California, Los Ángeles. 1989-1989. Profesor visitante, Instituto de Estudios de Educación de Ontario, Departamento de Educación para Adultos, Ontario, Toronto. 1988-1990. Profesor asistente, Departamento de Fundaciones Educativas, Universidad de Alberta Edmonton, Alberta, Canadá. 1986-1988. Beca para realizar estudios de posdoctorado Izaak Walton Killam Memorial, Departamento de Fundaciones Educativas, Universidad de Alberta, Edmonton, Alberta, Canadá. 1986-1986. Beca de residente Fulbright, World College West, Petaluma, California.
curriculum vitae de los entrevistados
273
1986-1986. Profesor visitante, Universidad de California, Los Ángeles, Escuela Superior de Educación. 1985-1985. Profesor visitante distinguido, Departamento de Fundaciones Educativas, Facultad de Educación, Universidad de Alberta, Edmonton, Alberta, Canadá. 1985-1985. Investigador visitante, Instituto Internacional de Educación, Universidad de Estocolmo, Suecia. 1984-1986. Profesor de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), Ciudad de México. 1982-1982. Beca docente (SIDEC), Escuela de Educación, Universidad de Stanford. 1979-1980. Director del Departamento de Investigación Educativa, director general de Educación para Adultos, Secretaría de Educación Pública, México. 1979-1979. Profesor adjunto de tiempo completo, Universidad Pedagógica Nacional, Ciudad de México.
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curriculum vitae de los entrevistados
MICHAEL W. APPLE
Escolaridad Licenciatura en Educación, Glassboro State College, 1967. Maestría en Estudios Curriculares, Universidad de Columbia, 1968. Doctorado en Estudios Curriculares, Universidad de Columbia, 1970.
Experiencia profesional 1991 a la fecha. Cátedra John Bascom, Departamento de Estudios Curriculares, Educación y Políticas Educativas, Escuela de Educación, Universidad de Wisconsin, Madison. 1976-1991. Profesor del Departamento de Estudios Curriculares, Educación y Políticas Educativas, Escuela de Educación, Universidad de Wisconsin, Madison. 1973-1976. Profesor asistente del Departamento de Estudios Curriculares, Educación y Políticas Educativas, Escuela de Educación, Universidad de Wisconsin, Madison. 1970-1973. Profesor asistente del Departamento de Estudios Curriculares, Educación y Políticas Educativas, Escuela de Educación, Universidad de Wisconsin, Madison. 1969-1970. Instructor e investigador asistente, Departamento de Estudios Curriculares y Docencia, Facultad de Pedagogía, Universidad de Columbia. 1969-1970. Docente del Departamento de Filosofía y Ciencias Sociales, Facultad de Pedagogía, Universidad de Columbia. 1962-1966. Maestro de primaria y secundaria, Escuela Patterson and Pitman, Nueva Jersey; vicepresidente y presidente del sindicato de maestros, 1964-1966.
curriculum vitae de los entrevistados
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SAMUEL BOWLES
Escolaridad Licenciatura en Economía, Universidad de Yale, 1960. Doctorado en Economía e Instituciones Políticas, Universidad de Harvard, 1965.
Experiencia profesional 1974 a la fecha. Profesor de Economía, Universidad de Massachusetts en Amherst. 1971-1974. Profesor adjunto de Economía, Universidad de Harvard. 1965-1971. Profesor asistente de Economía, Universidad de Harvard.
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curriculum vitae de los entrevistados
MARTIN CARNOY
Escolaridad Licenciatura en Ingeniería Mecánica y Eléctrica, Instituto Tecnológico de California, 1960. Maestría en Economía, Universidad de Chicago, 1961. Doctorado en Economía, Universidad de Chicago, 1964.
Experiencia profesional 1977 a la fecha. Profesor de Educación y Economía, Universidad de Stanford. 1971-1977. Profesor adjunto de Educación y Economía, Universidad de Stanford. 1968-1971. Profesor asistente de Educación y Economía, Universidad de Stanford. 1964-1968. Investigador adjunto en Economía, The Brookings Institution, Washington, D. C., División de Política Exterior.
curriculum vitae de los entrevistados
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PAULO FREIRE
Nació en Recife, Pernambuco, Brasil, el 19 de septiembre de 1921. Murió en São Paulo, Brasil, el 2 de mayo de 1997.
Escolaridad Licenciatura en Derecho, Facultad de Derecho, Universidad de Recife, 1947.
Experiencia profesional Secretario de Educación de la ciudad de São Paulo, 1989-1991. Profesor en la Universidad Católica de São Paulo, 1984-1997. Profesor en la Universidad de Campinas, São Paulo, 1980-1997. Asesor en Educación, Congreso Mundial de Iglesias, Ginebra, 19691970. Asesor para alfabetización de adultos y educación popular, Instituto de Desarrollo Agropecuario, INDAP, Chile, 1964-1969. Coordinador del Programa Nacional de Alfabetización para Adultos, Secretaría de Educación y Cultura, Brasilia, 1963. Presidente de la Comisión Nacional de Cultura Popular, Secretaría de Educación y Cultura de Brasilia, 1963. Miembro del Consejo Municipal de Educación, Recife, 1963. Primer director del Departamento de Extensión Cultural, Universidad de Recife, 1961-1964. Profesor de Educación Superior, Historia y Filosofía de la Educación, Facultad de Filosofía, Universidad de Recife (renunció debido al golpe de Estado de 1964). Director general de Organización, Industria y Servicio Social, Departamento Regional de Pernambuco, 1956-1958. Por considerarlo la Universidad de Recife una persona con profundos conocimientos, Freire concursó para obtener de manera permanente la cátedra de Historia y Filosofía de la Educación con una tesis titulada Educación y actualidad en el Brasil. Recibió el segundo lugar y, por consiguiente, no el nombramiento formal, aun-
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curriculum vitae de los entrevistados
que obtuvo el doctorado de dicha universidad y posteriormente fue Libre docente. Profesor, Historia y Filosofía de la Educación, Escuela de Diseño, Departamento de Bellas Artes, Universidad de Recife (en ese entonces, Universidad Federal de Pernambuco), 1954-1960. Profesor de medio tiempo, Curso sobre Educación y Cambio, Escuela de Trabajo Social, Pernambuco, 1950-1960. Director de la División de Industria y Servicio Social, Departamento regional de Pernambuco, 1947. Profesor de portugués en diversas escuelas secundarias de Recife, 1941-1947.
curriculum vitae de los entrevistados
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HERBERT GINTIS
Escolaridad Licenciatura en Matemáticas, Universidad de Pensilvania, 1961. Maestría en Matemáticas, Universidad de Harvard, 1962. Doctorado en Economía, Universidad de Harvard, 1969.
Experiencia profesional 1989-1993. Profesor visitante, Universidad de Siena. 1985-1986. Profesor visitante, Universidad de París. 1982-1983. Profesor visitante, Universidad de Harvard. 1977-1978. Instituto de Estudios Avanzados, Princeton, Nueva Jersey. 1976 a la fecha Profesor de Economía, Universidad de Massachusetts. 1974-1976. Profesor adjunto de Economía, Universidad de Massachusetts. 1973-1974. Profesor asistente de Economía, Universidad de Harvard. 1969-1974. Investigador adjunto, Centro para la Investigación de Políticas Educativas. 1969-1974. Catedrático en Educación, Escuela Superior de Educación de Harvard. 1969-1974. Investigador adjunto, Centro para la Investigación de Políticas Educativas. 1969-1970. Investigador adjunto en educación para adultos, Proyecto de Harvard en Túnez. 1969-1970. Catedrático en Economía, Universidad de Harvard.
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curriculum vitae de los entrevistados
HENRY A. GIROUX
Escolaridad Licenciatura en Enseñanza Secundaria e Historia, Universidad de Southern Maine (Gorham State), 1967. Maestría en Historia, Universidad Estatal de los Apalaches, 1968. Doctorado en Teoría del Currículum, Sociología de la Educación e Historia, Universidad Carnegie-Mellon, Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, 1977.
Experiencia profesional 1995. Profesor visitante Asa S. Knowles, Universidad del Noroeste. 1994-1995. Profesor adjunto, Departamento de Religión y Filosofía de la Educación, Facultad de Educación, Universidad McGill. 1992 a la fecha. Cátedra Waterbury en Educación Secundaria, Universidad del Estado de Pensilvania. 1983-1992. Profesor, académico distinguido, Facultad de Educación y Profesiones Relacionadas, Universidad de Miami (Ohio). 1990. Profesor visitante, Instituto de Estudios sobre Educación Ontario, Universidad de Toronto. 1983. Catedrático del Departamento de Educación, Universidad Tufts. 1977-1983. Profesor asistente, Escuela de Educación, Universidad de Boston. 1975-1976. Docente de estudiantes extranjeros, Departamento de Lenguas Modernas, Universidad Carnegie-Mellon. 1969-1975. Maestro de educación secundaria, escuelas públicas de Barrington, Rhode Island.
curriculum vitae de los entrevistados
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MAXINE GREENE
Escolaridad Licenciatura en Historia, Barnard College, Universidad de Columbia, 1938. Maestría en Filosofía y Filosofía de la Educación, Universidad de Nueva York, 1949. Doctorado en Filosofía y Filosofía de la Educación, Universidad de Nueva York, 1955.
Experiencia profesional 1973 a la fecha. Profesora de Filosofía y Educación, Escuela de Pedagogía, Universidad de Columbia. 1975. Cátedra William F. Russell, Fundaciones Educativas. 1966-1973. Editora de Teachers College Record. 1962-1972 (veranos), Profesora visitante, Universidad de Hawai, Universidad de Illinois, Universidad Lehigh, Universidad de Vermont. 1962-1965. Profesora adjunta de Educación, Facultad Brooklyn, Universidad de Nueva York. 1959-1962. Profesora adjunta de Inglés, Universidad de Nueva York. 1956-1957. Profesora adjunta de Inglés, Montclair State College. 1949-1956. Instructora en Filosofía e Historia de la Educación, Universidad de Nueva York.
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curriculum vitae de los entrevistados
GLORIA LADSON-BILLINGS
Escolaridad Licenciatura en Educación, Universidad Morgan, 1968. Maestría en Estudios Curriculares e Instrucción (Estudios Sociales), Universidad de Washington, 1972. Doctorado en Estudios Curriculares y Formación Docente, Universidad de Stanford, 1984 (enero).
Experiencia profesional 1996 a la fecha. Profesora, Universidad de Wisconsin, Madison. 1995-1996. Profesora adjunta, Universidad de Wisconsin, Madison. 1991-1995. Profesora asistente, Universidad de Wisconsin, Madison. Especialización: Educación en Estudios Sociales, Educación Multicultural, Formación Docente. 1993 (julio). Académica visitante/profesora, Centro de Educación Multicultural, Universidad de Washington. 1990 Académica visitante/profesora, Escuela de Educación, Universidad de Stanford. 1989-1991. Profesora asistente, División de Asesoría Psicológica y Educación, Universidad de Santa Clara. 1984-1989. Coordinadora de Formación Docente y Catedrática adjunta, División de Asesoría Psicológica y Educación, Universidad de Santa Clara. 1981-1982. Investigadora, Laboratorio Far West para la Investigación Educativa, San Francisco. 1978-1982. Profesora asistente/docente becaria, Escuela de Educación, Universidad de Stanford. 1976-1978. Escritora/consultora, Consejo Asesor para la Educación en Energía, Filadelfia, Pensilvania. 1968-1978. Consultora y maestra en Estudios Sociales y Ciencias, Distrito escolar de Filadelfia.
curriculum vitae de los entrevistados
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HENRY M. LEVIN
Escolaridad Licenciatura en Economía, magna cum laude, Universidad de Nueva York, 1960. Maestría en Economía, Universidad de Rutgers, 1962. Doctorado en Economía, Universidad de Rutgers, 1967.
Experiencia profesional 1992 a la fecha. Cátedra David Jacks en Educación Superior y Economía, Universidad de Stanford. Primavera de 1989. Profesor Fulbright, Departamento de Sociología y Ciencias Políticas, Universidad Autónoma de Barcelona, España. Verano de 1988. Profesor visitante distinguido, Instituto de Educación Superior, Universidad de Pekín, Beijing, RPC. 1986 a la fecha. Director, Centro de Investigación Educativa de Stanford, Universidad de Stanford, y director, Centro Nacional del Proyecto de Escuelas Aceleradas. Primavera de 1985. Becario del Centro de Estudios Avanzados, Universidad de Tel Aviv. 1978-1984. Director, Instituto de Investigación sobre Finanzas Educativas y Gobierno, Universidad de Stanford. 1976-1977. Becario, Centro de Estudios Avanzados en Ciencias de la Conducta. 1975 a la fecha. Profesor, Escuela de Educación, Departamento de Economía, Universidad de Stanford. 1969-1975. Profesor adjunto, Escuela de Educación, Departamento de Economía, Universidad de Stanford. 1968-1969. Profesor asistente de Educación y Economía, Universidad de Stanford. 1966-1968. Investigador adjunto en Economía Social, División de Estudios Económicos, The Brookings Institution. 1965-1966. Investigador científico adjunto, Escuela Superior de Administración Pública, Universidad de Nueva York. 1964-1965. Docente del Departamento de Economía, Universidad de Rutgers.
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curriculum vitae de los entrevistados
1963-1964. Investigador adjunto (docente asistente), Oficina de Investigación Económica y Centro de Estudios Urbanos de Rutgers. 1962-1963. Asistente de investigación, Oficina de Investigación Económica, Universidad de Rutgers.
curriculum vitae de los entrevistados
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JEANNIE OAKES
Escolaridad Licenciatura en Inglés, Universidad San Diego, 1964. Maestría en Estudios sobre Estados Unidos, Universidad de California, Los Ángeles, 1969. Doctorado en Educación, Universidad de California, Los Ángeles, 1980.
Experiencia profesional 1994 a la fecha. Decana asistente y Directora de Programas Docentes, Escuela Superior de Educación, Universidad de California, Los Ángeles. 1991 a la fecha. Profesora, Escuela Superior de Educación, Universidad de California, Los Ángeles. 1989 a la fecha. Consultora, Programa de Educación y Recursos Humanos, The RAND Corporation, Santa Mónica, California. 1990-1994. Catedrática adjunta, Departamento de Educación, Escuela Superior de Educación, Universidad de California, Los Ángeles. 1989-1991. Profesora adjunta, Escuela Superior de Educación, Universidad de California, Los Ángeles. 1988-1989. Científica social senior, Programa de Educación y Recursos Humanos, The RAND Corporation, Santa Mónica, California. 1985-1988. Científica social, Programa de Educación y Recursos Humanos, The RAND Corporation, Santa Mónica, California. 1981-1985. Investigadora adjunta senior, Escuela Superior de Educación, Universidad de California, Los Ángeles. 1981-1982. Conferenciante, Escuela Superior de Educación, Universidad de California. 1978-1980. Investigadora adjunta, IDEA (Estudios sobre educación). 1970-1977. Maestra de inglés en secundaria, Glendora, California.
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curriculum vitae de los entrevistados
GEOFFREY JAMES WHITTY
Escolaridad 1965-1968. Licenciatura St. John’s College, Universidad de Cambridge 1968-1969 y 1970-1973. Maestría, Instituto de Educación, Universidad de Londres.
Experiencia profesional 1990-1992. Profesor de Política y Administración Educativa, Goldsmiths’ College, Universidad de Londres. 1985-1989. Profesor y decano de Educación, Politécnico de Bristol. 1981-1984. Catedrático en Educación y director del Programa de Educación Urbana, King’s College, Universidad de Londres. 1979-1980. Profesor visitante, Universidad de Wisconsin, Madison. 1975-1982. Tutor de medio tiempo en estudios educativos, Universidad Abierta. 1973-1980. Catedrático en Educación, Universidad de Bath. 1970-1973. Maestro asistente, Escuela Thomas Bennett, Crawley, West Sussex. 1969-1970. Maestro asistente, Escuela Lampton, Hounslow, Middlesex. 1965 Maestro suplente, Escuela primaria Belmont, Londres.
ÍNDICE ANALÍTICO
A Pedagogy for Liberation, 103 académicos, 17-18, 19, 22, 25, 26, 27, 28-29, 38, 45, 66, 69, 78, 89, 103, 125, 132, 152, 166, 169, 188, 208210, 216, 222, 235, 239, 240; académicos críticos (véase educación y teoría crítica), cargos, 27, 186; carreras, 19, 25-28, 29, 71, 114, 115, 133, 134, 195, 211, 217, 223; dignidad, 14; diversidad, 23; estilos dominantes, 14, 131; interacción académica, 23, 59; mujeres, 27, 167; productividad, 28, 89, 210; vida académica, 18, 125, 147, 221 Accident, 174 acción afirmativa, 179, 190 acción social, 69 administradores / administración, 29, 62, 77-79, 84, 217, 223, 224, 235, 236, 239-241 Adorno, Theodor, 165 África, 72, 180 afroamericanos, 33, 42, 129, 151, 170, 177-181, 183, 185, 187-189, 192; jóvenes, 138, 178-180; pobres, 34 agentes / agencia, acción, 41, 86, 116, 128, 135, 138, 139, 150, 153, 202, 205; e ideología, 100, 135 alfabetización, 27, 93, 104 alfabetización crítica, 51, 227 alienación, 115; proceso, 114; y dominación, 96; y sociedad, 130 Althusser, Louis, 200, 237 análisis crítico de la educación, 13, 86
Anderson, Perry, 225 antirracistas, teorías, 47 Anyon, Jean, 86, 135, 226 apartheid educativo, 53 apartheid, 202 Apple, Michael, 17, 21, 39, 46, 47, 86, 117, 131, 135, 201, 202, 203, 226 Arendt, Hanna, 164 Argelia, guerra en, 109 Argentina, 16, 201 Aronowitz, Stanley, 133-134, 148 Arrow, Ken, 112 Australia, 241 aventuras de Huckleberry Finn, Las, 165 bahía de Cochinos, fiasco de, 15 Baldwin, James, 134 Banco Mundial, 73, 77, 82, 84, 90 Banks, James, 179 Baudelaire, Charles, 169 Beane, Jim, 51 Being and Doing, 74, 76 bell hooks, 135, 143, 176 Beloved, 143 Benetton, 137 Benhabib, Seyhla, 169 Benjamin, Walter, 135 Bergson, Henri, 16 Bernstein, Basil, 131, 135, 225, 228 Between Borders, 141 Bhabha, Homi, 144 biografía, 17, 19, 26, 27, 45, 55, 133, 152, 205, 217, 235; y educación y poder, 20, 21, 235 Bishop, Elizabeth, 169
[287]
288 Blackburn, Robin, 225 blancos, 17, 129, 177, 179, 183, 184, 186, 189-190, 192, 222, 236, 240 Boggs, James, 186 Borges, Jorge Luis, 26, 169 Bourdieu, Pierre, 40 Bowles, Samuel, 17, 26, 29, 36, 41, 79, 80, 83, 85, 111-115, 119, 122, 126, 127, 131, 134, 197, 198, 200, 203 Bradham, Pranab, 65 Brameld, Theodore, 170 Brandão, Carlos Rodrigues, 106 Brasil, 93, 94, 100, 171 Bread and Wine (Pan y vino), 156 Brecht, Bertolt, 15 Brenner, Robert, 65 Burstein, Leigh, 217 Burundi, 177 Bush, George, 33, 43, 150, 185 calificaciones, 77 Callinicos, Alex, 229 Camus, Albert, 74, 166 Canadá, 104 canalización, 129, 214-218 capacitación de maestros, 17, 28, 29, 103, 222 capacitación del capital humano, 233; formación, 233 capitalismo, 21, 23, 63, 68, 81, 85, 87, 88, 115, 119, 124, 126, 134, 163, 190, 192, 201, 203, 209-210; capital cultural, 53, 152; capital, 68, 115, 123, 203, 210; economía capitalista, 63; facciones, 203; globalización, 124, 232; internacional, 36-37; movilidad, 124; relaciones sociales capitalistas, 43, 49, 87; sociedad capitalista, 8688; y democracia, 26, 83, 124, 200, 201; y educación, 30-31, 203, 210; y poder, 64
ÍNDICE ANALÍTICO
Carnoy, Martin, 17, 23, 27, 134, 197, 200, 201-202, 206, 209, 210 Cartas a Guinea Bissau, 99 Carter, Michael, 79 Castells, Manuel, 83 Caves, Richard, 110 Chenery, Hollis, 60 Chile, 93 China, 180 CIA, 115, 180 civismo, 184-185, 233, 234, 238, 242 clase, 30, 35-36, 43, 48, 49, 77, 87, 100-101, 137, 140-141, 152, 162163, 189, 203, 229; análisis, 35, 36, 40, 73, 87, 190, 229; dominación, 95, 140; educación, 81, 85, 100, 129; estructuras de, 65, 85; lucha de, 19, 34, 100, 101, 151, 203, 209, 230, 232; poder, 86, 137; relaciones de, 48, 87, 144; reproducción, 87; social, 94; clases desfavorecidas, 27, 30, 34, 42, 43, 81, 82, 90, 119, 124, 151, 178, 179, 199, 218, 220, 226, 242; clase media, 34, 53, 109, 120, 129, 133, 144, 211, 236; clase trabajadora, 18, 30, 45, 49, 101, 119-121, 130, 132, 140, 152, 173, 178, 180, 226, 234 Clinton, William Jefferson, 42-45 Cohen, Jerry, 65 Coladarci, Arthur, 78 colonial, 86 colonialismo, 86-88, 105, 143, 144, 152, 153 colonialismo europeo, 86 Community Control of Schools, 199 complejo militar industrial, 73 comunismo, 56 conciencia social, 164, 167 congreso, 44, 139, 185 conocimiento oficial, El, 35, 37, 39, 40, 42, 43, 50, 53
ÍNDICE ANALÍTICO
conocimiento popular y oficial, 31, 49, 53 conocimiento, producción y reproducción, 86, 206 control de los trabajadores, 79; características, 115; productividad, 113 Corea del Sur, 13, 14 Corrigan, Phil, 134 Cortines, Ray, 222 Counts, George, 170 Cremin, Lawrence, 160-161 Cripps, Thomas, 177 crítica sociopolítica, 188 Cruzando límites, 137, 138 Cuba, 49, 81, 82 cultura occidental, 86, 87 cultura popular, 135, 137-138, 139, 140, 180 cultura, 49, 105, 106, 117, 137, 139, 149, 152, 175, 182, 188, 191, 199, 203, 224, 231, 232 Cultural Politics and Education (Política cultural y educación), 35, 37, 42 currículum, 15, 62, 93, 129, 131, 134, 167, 175, 181, 182, 185, 191, 213, 226; currículum y enseñanza, 47, 185; estudios, 17, 47; trabajadores, 18 currículum nacional, 53 Dachau, 39, 40 de Beauvoir, Simone, 164 De Lauretis, Teresa, 135 debate sobre el coeficiente intelectual, 66, 67, 112, 128 DeLillo, Don, 165 democracia, 30, 31, 40, 42, 47, 51, 83, 88, 106, 113, 119, 137, 138, 139, 145, 147-149, 151, 169, 192, 199-200, 201-207, 229, 238, 242; democracia radical, 50; empresas democráticas, 64, 119; escue-
289 las democráticas, 52, 218; Partido Demócrata, 55, 73, 81, 84; pedagogía democrática, 106, 226; planeación económica democrática, 50; sociedades capitalistas democráticas, 90, 200, 201; tradición de democracia social, 50; vida pública democrática, 137, 139; y capitalismo, 26, 83, 124, 201; y educación, 53, 105, 106, 121, 129, 135, 150, 237; y el mundo empresarial, 17, 202; y universidades, 18 democracia económica, 121, 200 democracia industrial, 200, 201, 208 democracia social, 33, 242; acuerdo social democrático, 34; época, 243; políticas, 226 Democracia y educación, 29, 162 Democracy and Capitalism, 116 derecha, 33, 34, 42-45, 49-51, 53, 121, 122, 123, 130, 142, 143, 150, 173, 229, 231, 232, 237; cristiana, 173; ideología, 42, 45, 151, 175, 230, 235, 237; nueva derecha, 121, 174; patrioterismo, 43; y educación, 19, 132, 150, 172; y poder, 33, 42, 151; y religión, 42, 150, 172, 203 derechos humanos, 119 Dewey, John, 29, 53, 135, 158, 160, 162, 164, 166, 168, 169, 170, 174, 175, 205, 221 Deyhle, Donna, 188 Dilthey, Wilhelm, 16 discriminación, 43, 191, 218; doméstica, 95; social / cultural, 95 discurso, 41, 223, 233; de clase, 35, 138; de Estado, 36; de género, 35; de la derecha, 42, 44; de nación, 36; de raza, 34, 35; estético, 138; ético, 138; legitimador, 149; múltiple, 35; público, 147; sobre la
290 teoría educativa, 131, 134; sobre la tolerancia, 42; tradicional, 142; universal, 149 Dostoievsky, Fedor, 169 Douglas, Frederick, 166 DuBois, W.E.B., 183, 186 Duesenberry, James, 110, 112 Dunlop, John, 197 economía: como entorno cultural, 64; estructura de poder, 64, 66; instituciones económicas como entornos de aprendizaje, 64 economía de asistencia social, 111 economía de la educación internacional, 75 economía de la educación, 71-72, 74, 86, 112, 196, 199, 201 economía del crecimiento, 63 economía keynesiana, 62, 64, 73 economía marxista, 62, 116; análisis marxista, 88; modo de producción marxista, 63 economía matemática, 60, 65 economía neoclásica, 62, 64, 72, 87, 91, 116, 117, 126 economía política de la educación, 16, 18, 30, 71 economía política, 36, 40, 48, 71, 72, 116, 128 economía política radical, 62 economía radical, 69 Economic Democracy, 79, 81, 200 Edelman, Peter, 74 educación, 13, 15, 16, 20-21, 29-31, 41-42, 52, 53, 64, 66, 71, 72, 7477, 79, 81, 82, 84-86, 89-92, 99107, 110-112, 120-121, 125, 127130, 134, 135, 137, 141, 145, 146, 147, 151, 158-159, 165, 167, 169, 174, 175, 178-179, 180, 181, 183, 190, 191, 195, 196, 199, 200, 202, 207, 211-212, 222, 225, 233, 238,
ÍNDICE ANALÍTICO
239, 242-243; activistas en educación, 50; como institución, 20, 72, 120; comparada e internacional, 17, 76, 85, 105, 199; contemporánea, 29; Estados Unidos, 18, 19; tasas de retorno, 73; tradicional, 19; y (des)igualdad, 13, 18, 26, 175, 196, 199; y académicos críticos, 16, 17; y biografía, 20, 21, 25; y capitalismo, 21, 87, 88, 174, 192; y crecimiento, 75, 81; y cultura, 13; y democracia, 13, 53, 121, 192, 208; y globalización, 19; y la derecha, 19, 122, 174; y lucha, 14, 83; y multiculturalismo, 19; y poder económico, 13, 85, 112; y poder, 15, 16, 19, 21, 24, 29, 30, 85, 125, 199, 223, 228; y política, 22, 84, 101, 102, 139, 203, 215, 228; y posmodernismo, 18; y pospositivismo, 18; y reforma, 18, 19, 66, 81-84; y teoría, 15 educación cívica, 30, 233 educación como imperialismo cultural, La, 74, 77, 79, 86 educación como práctica de la libertad, La, 103; producción, 85; reproducción educativa, 30, 83 educación en matemáticas, 47 educación liberadora, 13, 103, 105, 121 educación para adultos, 238 educación popular, 17, 169 educación urbana y artística, 18 Educación y poder, 33, 40 educadores, 16, 17, 18, 19, 22-23, 25, 28, 39, 44, 52, 100-105, 112, 132, 134, 135, 137-138, 165, 176, 233; académicos de color, 18; biografía intelectual, 18; capacitación de maestros, 15, 103, 104; expertos en currículum, 18-19, 130; igualdad de género, 19; teóricos críti-
ÍNDICE ANALÍTICO
cos, 17-19, 89, 102, 143; y clase, 18, 19; y etnicidad, 18, 19; y feminismo, 18; y género, 18, 19; y luchas progresistas, 19; y marxismo, 18; y multiculturalismo, 19; y raza, 18, 19, 135; y teoría de juegos, 18 educadores críticos, 15-19, 21, 23, 25-31, 38, 39, 151, 191, 193, 235, 238, 239; en los Estados Unidos, 18; y la teoría, 15, 130, 142; y luchas progresistas, 13, 19, 138 Education and Social Transition in the Third World, 83 Education Under Siege, 142 Edwards, Richard, 58, 62, 115 Edwards, Tony, 228 El Salvador, 192 elección de escuelas, 44, 119, 122, 128, 231 elite, 53, 106, 172; escuelas de, 110, 191, 239 Ellison, Ralph, 165 Elster, Jon, 65 Emerson, Ralph Waldo, 166 entorno cultural, 13, 14, 16, 74, 151 época posterior a la guerra de Vietnam, 17 escuelas / educación, 45, 64, 66, 78, 100, 101, 117, 119-121, 123, 125, 126, 129, 133, 136, 137, 138, 151, 155, 156, 159, 168, 173, 177, 178, 185, 187, 191, 195, 199, 200, 202204, 206-207, 208, 210, 211, 222; comercialización, 53, 119; de elite, 110; lucha, 101; opresión, 100, 137; papel de la, 21, 87, 214, 215; privatización, 53; pública / privada, 53; reforma de la, 66, 129, 205; relaciones sociales, 113, 191 Escuelas democráticas, 51 España, 156, 157 espiritualidad, 17, 146
291 Estado, 20, 34-35, 43, 44, 46, 52, 68, 121-124, 149, 200-201, 233, 242; capitalista, 88, 90, 201, 203, 210; Estado racista, 43, 48; papel del, 43, 121, 134, 233, 242; y capital, 34; y clase, género, raza, 43; y la educación, 83, 85, 88, 128; y poder, 44 Estado benefactor, 121, 232-235, 242 Estado-nación, 36, 50, 149 Estados Unidos, 17-19, 24, 28, 31, 35, 46, 49, 50, 57, 58, 66, 67, 74, 83, 87, 88, 99, 104, 109, 134, 135, 138, 177, 191, 193, 199, 201, 231, 235, 241, 243; capitalismo, 23, 85; constitución, 61, 192; derecha en, 19; desigualdad, 57, 66, 192; economía, 58, 59, 63; educación, 18, 19, 89, 103, 119, 147, 191, 205, 238, 239; hegemonía, 106, 177; izquierda en, 25, 45, 238, 239; justicia social, 18, 25, 27, 58, 82, 192; mercado laboral, 84; negros / personas de color, 58, 183, 190, 191; y raza, 86, 178-179, 183-184, 188-189; y teoría crítica, 18 estructura de las revoluciones científicas, La, 28 estructura social de acumulación, 63 estudios críticos, 16 estudios críticos sobre educación, 15, 17, 19, 29, 230; teoría, 142; tradición de, 13, 14, 15, 19; y democracia, 13 estudios sobre Estados Unidos, 212 estudios sobre la cultura, 30, 39, 133, 135, 136, 137, 139, 230 estudios sobre política educativa, 47, 228 ética, 31, 42, 47, 63, 138, 146, 147, 150; etnicidad, 17, 170, 178, 185,
292 190; imperativo ético, 41; y mercado, 62-63; luchas en escuelas públicas, 19 Europa, 156, 200, 235, 239, 241 Europa oriental, 56, 155 explotación, 94; afectiva, 94; económica, 94, 95; y dominación, 94, 95, 103; y opresión, 94 Faded Dreams, 84 Feldstein, Marty, 114 feminismo, 41, 80, 130, 135, 138, 140, 141, 148, 162, 164, 172; educadores feministas, 18, 135, 227; en educación, 141, 147; en la academia, 18; teoría, 19, 138, 141, 229 Fenomenología de la percepción, 163 Fenton, Ted, 130 Ferreiro, Emilia, 102 filosofía de la educación, 159 filosofía política de la educación, 16, 17 financiamiento a la educación, 15, 82 Finn, Chester, 131 Fitz, John, 228 Flaubert, 174 Flax, Jane, 174 formación de docentes, 47, 215, 222, 227, 239-240 Foucault, Michel, 35, 41, 135, 165, 169, 229 Francia, 82, 109, 156, 184 Franco, Francisco, 156 Frankfurt, Escuela de, 16, 105, 131, 134, 142, 239 Fraser, Nancy, 135, 144, 148 Freire, Paulo, 16-18, 22, 27, 28, 29, 80, 81, 93, 97, 98, 99, 101, 103-105, 134, 139, 140, 152, 163, 171, 206 Freud, Sigmund, 96, 169 Frodin, Rueben, 78 Fugitive Cultures, 138
ÍNDICE ANALÍTICO
Fundación Ford, 76, 79; becas, 76, 78 Furter, Pierre, 29 Gadotti, Moacir, 102 Galbraith, Kenneth, 112, 113 Gamble, Andrew, 242 Gans, Roma, 170 Garvey, Marcus, 186 Gates, Henry Louis, 169 género, 18, 30, 35, 43, 48, 49, 80, 84, 86, 137, 139, 141, 152, 162, 163, 172, 183, 229, 230, 236; (des)igualdad, 19, 129, 190; discriminación, 18 Gershenkron, Alexander, 57 Ginsburg, Mark, 20 Gintis, Herbert, 17, 36, 41, 55, 58-60, 62, 63, 64, 66, 68, 79, 80, 83, 85, 131, 134, 200, 203 Giroux, Henry, 17, 26, 27, 29, 86, 167, 201 Glazer, Nathan, 131, 132 globalización, 69, 84, 123, 124, 241; de capital, 124; de mano de obra, 124; y educación pública, 19 Goodlad, John, 213-214 Goodman, Paul, 77 Gordon, David, 58, 63 Grace, Gerald, 227 Graham, Patricia, 161 Gramsci, Antonio, 16, 51, 105, 134, 142, 206, 236 Gran Sociedad, 196 Green, Andy, 241 Green, Tom, 166 Greene, Maxine, 17, 28, 131, 141, 167 Grossberg, Lawrence, 133 Grumet, Madeline, 141 Grunwald, Joseph, 72 guerra fría, 26, 59
ÍNDICE ANALÍTICO
Habermas, Jürgen, 16, 31, 105, 164, 168 Haig, Alexander, 185 Haití, 174, 176 Hall, Stuart, 133, 144, 230 Harding, Sandra, 169 Haymes, Stephen, 133 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, 16, 95, 96, 102, 225 hegemonía, 34, 35, 41, 105, 177, 236 herramientas discursivas, 117, 118 Hirsch, Paul, 200 Hirschman, Albert, 112 hombre que confundió a su mujer con un sombrero, El, 165 Hong Kong, 241 Horkheimer, Max, 132 Horton, Myles, 171 Hoselitz, Bert, 71 Humphrey, Hubert, 75 Hunter, Carmen, 99 ideas críticas, 13 identidad cultural, 95; análisis, 48; competencia, 188; condiciones, 149; crítica, 148; diversidad, 175, 239; elitismo, 238; historia, 94; política, 56, 137, 140, 173; reproducción, 30, 135; trabajadores, 136, 141, 146 ideología, 40, 42, 45, 47, 50, 94, 100, 103, 106, 119, 133-136, 144, 146, 150, 151, 152, 157, 159, 200, 205, 216, 218, 225 ideología de la liberación (véase educadores), Ideology, Culture and the Process of Schooling, 131, 132, 141 igualdad de ingresos, 67; de activos, 68; de educación, 120, 121 Illich, Iván, 80, 81, 113, 175, 226 imperialismo, 36 imperialismo cultural, 77
293 India, 55 Inglaterra, 17, 18, 29, 130, 156, 228, 229, 231, 235-238, 241, 242, 243 inglés como segunda lengua, 16 injusticia, 62, 103, 129, 165, 188 instrucción escolar en la América capitalista, La, 68, 112, 125, 126, 128 intelectual: discusión / debate, 17, 55, 121, 126, 209; comunidad, 16, 18, 73, 81; desarrollo, 19, 55, 220; disciplina, 96, 151; experiencia, 16, 80, 82, 134, 177, 227; mano de obra, 36; marco, 72, 134, 168, 209; placer, 96, 216; producción, 28; territorio, 17, 24 intelectuales, 26, 29, 57, 90, 99, 103, 105, 106, 110, 132, 137, 139, 143147, 151, 164, 173, 195, 236, 239, 243; orgánicos, 105, 206, 236; públicos, 137, 144, 147, 243 intelectuales críticos (véase teoría crítica / teóricos) investigación, 25, 26, 28, 29, 37, 38, 60, 64, 72, 76, 77, 79, 83-85, 89, 91, 93, 101, 102, 113, 175, 182, 188, 207, 213, 214, 221, 227, 231, 232, 235, 240; agendas, 18, 28, 29, 33, 65, 89, 205, 213, 234; artículos, 28; en la universidad, 23, 238; fondos / financiamiento, 60, 218, 219, 237; políticos, 46, 232; temas, 19, 66 investigación educativa, 101 investigadores, 25, 26, 93, 129, 217, 219, 220, 221, 222 Irlanda, 133 Iser, Wolfgang, 169 Italia, 156 izquierda, 45, 55, 58, 94, 114, 117, 120, 123, 124, 127, 132, 141-143, 150, 189, 203, 227, 229-233, 234238, 242, 243; académicos y maestros, 28, 112, 143, 145, 189,
294 203, 225, 227, 232, 235, 237, 238, 243; nueva, 15, 25, 238; vieja, 25, 121, 124, 243 Jackall, Robert, 200 James, Tom, 75, 199 Japón, 241 Johnson, Lyndon, 74, 196, 198 Johnson, Richard, 134 justicia social, 14, 17, 27, 51-53, 67, 83, 103, 139, 146-149, 191, 192, 222, 237 Kahn, Harry C., 196 Kant, Immanuel, 16 Katz, Michael, 166 Kearney, Richard, 169 Keeping Track, 216, 220 Kellner, Douglas, 148 Kenia, 72, 73, 74, 85 Kennedy, Robert, 74-75 Kennedy, William, 99 Kessler, Martin, 112 Kettlewell, Jan, 133 King, Joyce, 182, 186, 189 King, Martin Luther, 75, 186 Knowledge and Control, 225 Kozol, Jonathan, 119 Kretovics, Joe, 133 Kristeva, Julia, 169 Kuhn, Thomas, 28 LaBelle, Thomas, 77 Ladson-Billings, Gloria, 17 Landscapes of Learning, 162, 172 Latinoamérica, 16, 17, 72-77, 105, 237 Latinos in a Changing U.S. Economy, 84 latinos/latinas, 42, 76, 182, 192 legitimidad, 21, 85, 87, 228, 234, 237 lenguaje crítico, 16, 143 Lenin, Vladimir Illich, 95
ÍNDICE ANALÍTICO
Levin, Henry (Hank), 17, 28, 74, 79, 81-83, 88, 89, 191 liberación, 87, 95, 177 liberal, tradición, 33 libertad, 26, 39, 61, 67, 68, 105, 132, 147, 149, 162-165, 166, 168, 173, 208 Limits of Educational Reform, 82 Literacy, 104 Living Dangerously, 138 Lockheed, Marlaine, 77 lucha / resistencia, 19-23, 33-38, 42, 47, 53, 101, 105, 140, 142, 144147, 152, 178, 182, 188, 201, 203, 205, 217, 230, 233, 236, 237, 239, 241, 242; en el aula, 13, 101, 178, 202; en la educación, 14, 19, 100, 101, 137, 179, 201; Estado, 43; por la igualdad, 18, 19; y la izquierda, 16, 227, 239; y la justicia social, 27, 139, 177; y teóricos críticos, 19, 137, 201, 232, 233 Lukács, Georg, 16, 142 Luxemburg, Rosa, 16 macartismo, 15 Macedo, Donaldo, 103 MacPherson, C.B., 238 Madison, G.B., 169 maestros / capacitación / formación, 17, 52, 56, 61, 66, 99-101, 103, 104, 106, 110, 113, 115, 129, 130, 132, 134, 137, 139, 160, 167, 168, 172, 177, 178, 180-182, 184, 185, 188, 197, 211-214, 216, 217, 220, 222, Major, John, 228 Malasia, 84 Malcom X, 186 manifestaciones /movimientos estudiantiles, 109, 209, 225 Manifiesto comunista, 68 Mannheim, Karl, 236, 238
ÍNDICE ANALÍTICO
mano de obra, 36, 84, 116, 150; globalización, 123; mercados laborales segmentados, 79; mercados, 73, 79, 84, 201, 241; movimiento, 238; teoría del valor, 126; y educación, 73, 113 Maquiavelo, Nicolás, 16 marcha de los pobres, 58 Marcuse, Herbert, 16, 31, 142, 164, 169 Marglin, Steve, 114 Marshall, T.H., 238 Marx, Karl, 16, 38, 56, 64, 65, 68, 9497, 102, 110, 115, 116, 225; Manuscritos económico-filosóficos de 1844, 38, 115 marxismo occidental, 59 marxismo, 18, 58, 59, 63- 65, 69, 115, 116, 128, 150, 167; teoría de la mano de obra, 65 marxistas, 97, 110, 114, 115, 118, 125, 126, 138, 163, 189, 209; categorías, 94; clásicos, 59, 186; tradiciones, 35, 56, 127 McCabe, Nelda Cameron, 133 McLaren, Peter, 86, 133, 141, 192, 216 medios, 89, 135, 137, 138, 180, 183, 185, 192, 195, 196, 234, 243 Melville, Herman, 165, 169 Memmi, Albert, 74 mercantilización, 43, 243 Merleau-Ponty, 96, 162, 163 método de conocimiento, 101, 104 México, 16, 71, 72, 73 minorías, 27, 30, 77, 84, 90, 138, 182, 202, 203, 218, 236, 237 Mis-Education of the Negro, 186 Moby Dick, 160 Mohanty, Chandra, 135 Mondale, Walter, 199 Morrison, Toni, 143, 165, 189 Morrow, Raymond, 33
295 Mouffe, Chantal, 148, 229 movilidad, 87, 112, 123, 130, 187, 211 movimiento antiesclavista, 55 movimiento comunista internacional, 56 Movimiento de Escuelas Aceleradas, 28, 204-206 movimiento en contra de la guerra de Vietnam, 57, 73, 75, 109, 169, 198, 208, 212, 225 movimiento por la educación gratuita, 114 movimiento por la libertad de expresión, 26 movimiento por la paz, 75 movimiento por los derechos civiles, 15, 26, 57, 82, 109, 111, 115, 118, 169, 177, 192, 212 movimiento por los derechos de la mujer, 55, 115, 202 movimientos de liberación nacional, 59 multiculturalismo, 19, 31, 175-176 multiculturalismo corporativo, 192 Mussolini, Benito, 156 Nelson, Valerie, 112 neoconservadurismo, 67, 89, 241 neoliberalismo, 83, 84, 89-92, 227, 233, 234, 237, 241, 242; hegemonía, 85; políticas educativas, 18 neomarxismo, 18, 35, 36, 37, 45, 47, 48, 59, 64, 134, 238; análisis de clase, 35 Netzer, Richard, 196 Nicaragua, 49 Nietzsche, Friedrich, 41 Nigeria, 56, 64 Notes and Problems in Microeconomic Theory, 60 Nueva Zelanda, 241, 242 Oakes, Jeannie, 17, 28, 211
296 opresión, 41, 42, 46, 94, 98, 100, 104, 137, 148, 179, 229, 233, 236, 239; conciencia oprimida, 94 partidos comunistas, 55, 56, 158, 159 Paulston, Rolland, 88 Paz, Octavio, 169 Pechman, Joe, 196, 199 pedagogía crítica, 135, 136, 139, 193, 239; y Paulo Freire, 18, 107 pedagogía de la esperanza y su práctica, 16 pedagogía de la liberación, 173 pedagogía del contenido, 100 Pedagogía del oprimido, 18, 28, 93, 94, 97-100, 104, 105, 106; y teorías críticas, 18 pedagogía emancipatoria, 105 pedagogía racional, 106 Pellicer, Carlos, 105 pensamiento occidental, 234 personas de color / negros, 17, 43, 44, 59, 190; y educación, 18, 191, 218, 220 perspectivas críticas, 18, 22, 86, 151, 223 Piaget, Jean, 102 Picasso, Pablo, 157, 168 Placeres inquietantes, 138 planes de certificación, 44, 90, 120, 231 Platón, 169 pobreza, 45, 55, 121, 178, 179 poder, 20, 21, 26-27, 30, 33, 35, 51, 64, 69, 122, 125, 129, 135, 137, 138, 139, 145, 202, 207, 223, 224, 243; autoridad, 113; comunidad, 122; concentración, 64; economía, 116, legitimación, 64; docentes, 17, 221, 222; relaciones de, 20, 21, 23, 35, 49, 85, 86, 116, 232, 235, 236; y biografía, 20, 21,
ÍNDICE ANALÍTICO
25, 191, 224; y (des)igualdad, 58, 66, 147; y educación, 15, 16, 20, 21, 23, 30, 66, 81, 82, 181, 187, 191, 193, 199, 224, 235; y el Estado, 44, 106; y política, 15, 21, 81, 82, 138, 139 Poder Negro, movimiento por el, 110, 199 política: de clase, 86; de género, 232; de identidad, 49, 233; de la claridad, 37, 38; de la diferencia, 137-138, 233; de la educación, 41, 134, 226; de la religión, 35; de la representación, 137, 138; de la sexualidad, 35; del cuerpo, 34, 43, 44; del currículum, 53, 187, 226; del placer, 35; y (des)igualdad, 58, 66, 147; y educación, 15, 16, 20, 21, 23, 30, 66, 81, 82, 85, 187, 191, 193, 199, 224, 235 Polonia, 56, 133 Popper, Karl, 87 populismo, 50 populismo social, 50 positivismo, 102, 105, 134, 232; y educadores, 18, 22, 169, 231 posmodernismo, 18, 35-37, 40, 47, 49, 50, 135, 148-150, 167, 168, 173, 228, 229, 241; crítica posmoderna, 41, 135, 229; poscolonialismo, 135, 140-149; teoría poscolonial, 139 postestructuralismo, 50, 229 Postmodernism, Feminism, and Cultural Politics, 141 Poulantzas, Nicos, 83, 200 Powell, Colin, 190 Prakash, Mahdu, 164 preferencia sexual, 19, 48 principio de correspondencia, 113 privatización de la educación, 45, 90, 91 propiedad, 68; privada, 68, 128; y el
ÍNDICE ANALÍTICO
estado, 128; y poder, 68 pruebas nacionales, 53 Przeworski, Adam, 65 Puerto Rico, 77 Purpel, David, 131 Quarles, Benjamin, 177 Quick, Paddy, 58 Rapping, Leonard, 115 Raskin, Marcus, 74, 76 raza, 30, 34, 35, 43, 48, 84, 86, 130, 135, 137, 138, 140, 152, 229; análisis de raza en la educación, 89, 230; desigualdad, 129; en escuelas públicas, 19, 129, 185, 191; formaciones raciales en la educación, 31; racismo, 17-18, 118, 129, 136, 140, 190; relaciones de, 49; teoría social radical, 130; y lucha, 19, 151, 162, 183, 189-190 Reagan, Ronald, 33, 43, 150, 185 Reich, Michael, 58 relaciones educativas, 23 relativismo, 138 representatividad, 23, 45 Resnick, Steven, 115 responsabilidad social, 18, 150, 153, 219 revolución del Sputnik, 15 Revolución mexicana, 105 revolucionarios, 100, 102 Rich, Adrienne, 169 Roemer, John, 65 Roosevelt, Franklin D., 170 Rousseau, Jean-Jacques, 16 Rudd, Mark, 169 Ruido de fondo, 165 Rumberger, Russell, 200, 204 Ryan, Michael, 133 Sachs, Jeff, 114 Sack, Richard, 77
297 Sacks, Oliver, 165 Said, Edward, 146 Samoff, Joel, 83 Sartre, Jean Paul, 96, 164, 168 Schooling and Work in the Democratic State, 79, 81-83, 87 Schooling in a Corporate Society, 76 Schwartz, John, 78 segregación, 177, 183, 215 seguridad social, 44 Sex, Death, and the Education of Children, 172 sexismo, 140 Shakespeare, William, 169 Sharp, Rachel, 203 Shearer, Derek, 81, 89, 200 Shoben, Joe, 160 Shor, Ira, 103 Shultz, Ted, 71, 72 Silber, John, 131, 132 Silin, Jonathan, 172 Silone, Ignazio, 161 Simon, Roger, 134 Singapur, 241 Smith, Paul, 133 Smithies, Arthur, 111 Social Frontier, 169 socialismo, 49, 55, 56, 83, 124, 125, 128, 170 socialismo burocrático de Estado, 49-50 sociedad civil, 46, 210, 242 sociedad con planificación centralizada, 64 Society, State, and Schooling, 226 sociología de la educación, 17, 18, 113, 131, 226, 236 sociología política de la educación, 18, 30 sociólogos de la educación y currículum, 18, 228 Sociology and School Knowledge, 228 Sófocles, 169
298 solidaridad, 51, 146, 169, 173, 229, 234, 242 Sosnoski, Jim, 133 Souls of Black Folk, 186 Spivak, Gayatri, 135 Stalin, Joseph, 42, 56 State and Private Education, 228 Stipek, Deborah, 220 Sudáfrica, 133, 201, 202 Suecia, 83 Suiza, 156 Taiwán, 241 Teacher as Stranger, 166 Teachers and Texts, 38, 40 teoría /teóricos, 14, 18, 19, 25, 27, 28, 38, 41, 50, 53, 64, 79, 82, 83, 88, 91, 102, 105, 117, 125, 130, 131, 134, 135, 136, 137, 139, 140, 142, 143, 145, 146, 148, 150, 152, 153, 167, 170, 190, 199, 201, 206, 208, 221, 225, 226, 228, 229, 231, 232-235; de acción cultural, 100201; de agencia, 136; de clase, 18, 33-37; de dinámica de la reforma, 82; de etnia, 18; de evolución cultural, 64; de género, 18; de la educación, 136; de raza, 18, 140, 183, 188, 190, 230; de reproducción social / cultural, 135, 201, 214; del conocimiento, 104; del control social, 41; del Estado, 82, 83, 85, 87, 210; y práctica, 25, 102, 131, 139, 205, 221; y prácticas educativas, 15; y resistencia, 137 teoría crítica, 18, 29, 80, 85, 86, 89, 102, 131, 135, 136, 140, 141, 142, 161, 167, 173, 192, 205, 226, 232, 238, 239, 240; conforme a la tradición de Frankfurt, 16, 131; estudios sobre currículum y educación, 15, 16, 18, 86; política de in-
ÍNDICE ANALÍTICO
vestigación crítica, 31; teoría crítica sobre la raza, 53, 191; teoría posmoderna crítica, 36; tradición, 17, 19, 23, 28, 29, 85, 104, 130, 136, 222, 223; y Freire, 18, 103, 105 teoría de juegos, 18, 116-118, 126 teoría de la crisis, 63 teoría de la elección racional, 116, 117, 128, 147, 148, 230, 231 teoría del capital humano, 71, 87; en educación, 87 teoría económica, 111, 117 teoría macroeconómica, 63 teoría microeconómica, 57, 60, 128 teoría social de la educación, 16 teoría social, 16, 110, 112, 116, 148, 167, 235, 242 Teoría y resistencia en educación, 132, 135 Tercer Mundo, 37, 55, 59, 87 Thatcher, Margaret, 29, 227, 228, 237 The Bell Curve, 127 The Colonizer and the Colonized, 74 The Dialectic of Freedom, 164 The Microfoundations of Political Economy, 116 The Public School and the Private Vision, 161, 165 The Sources of a Science Education, 221 The State and Political Theory, 83 Thias, Hans, 72, 76 titularidad, 22, 25-27, 29, 62, 75-80, 111, 112, 131, 132, 179, 192-193, 198, 208, 209 Todd, Sharon, 141 tolerancia, 42 Torres, Carlos Alberto, 14, 23, 106, 144, 171, 208 tradición, 238 Trend, David, 133 Túnez, 77
299
ÍNDICE ANALÍTICO
Twain, Mark, 165 Tyack, David, 114, 166 Unión Soviética, 55, 56, 57, 124 universidad, 13, 17, 21, 23, 26, 90, 103, 129, 131, 145, 146, 155, 156, 159, 167, 169, 179, 180, 191, 192, 193, 196, 208, 209, 212, 222, 225, 226, 227, 235, 237-240, 242 utopía, 103, 105, 187 Van Parijs, Philippe, 65 vida /esfera pública, 90, 137-139, 144-145, 147, 148, 150, 151, 171, 173, 234, 243 Vietnam, 74, 184; guerra, 15, 26-27, 61, 184, 186, 198; maratón de cátedras al aire libre, 160, 225 Vygotsky, Lev S., 102 Walinsky, Adam, 74 Wallace, Henry, 55 Wallace, Michele, 135 Warren, Paul, 132
Wartenberg, Thomas, 20 Watson, Goodwin, 170 Webber, Max, 16, 110 Weis, Lois, 21 Weisskopf, Tom, 58, 63 Wells, Amy Stuart, 231 West, Cornel, 17, 169 Wexler, Philip, 167 Whitty, Geoff, 17, 18, 29, 131 Wieler, Hans, 84 Willis, Ellen, 133 Willis, Paul, 131, 201, 202, 203 Wolff, Richard, 115 Woolf, Virginia, 169 Worker Cooperatives in America, 200 Wright, Erik Olin, 65 Wynter, Sylvia, 183, 189 Young, M.F.D., 18, 131, 225, 226, 232 Yugoslavia, 49 Zeckhauser, Richard, 114 Zimbalist, Andrew, 58
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ÍNDICE
7 9 10 11 13
DEDICATORIA IN MEMORIAM PAULO, AMIGO, “MAESTRO” AGRADECIMIENTOS PREFACIO INTRODUCCIÓN A LOS DIÁLOGOS CON EDUCADORES CRÍTICOS,
por
15
CARLOS ALBERTO TORRES
ENTREVISTAS MICHAEL W. APPLE
33 55 71 93 109 129 155 177 195 211 225
SAMUEL BOWLES MARTIN CARNOY PAULO FREIRE HERBERT GINTIS HENRY A. GIROUX MAXINE GREENE GLORIA LADSON-BILLINGS HENRY LEVIN JEANNIE OAKES GEOFF WHITTY
BIBLIOGRAFÍA DATOS DE LOS ENTREVISTADOS CURRICULUM VITAE DE LOS ENTREVISTADOS ÍNDICE ANALÍTICO
[301]
245 269 271 287
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impreso en cargraphics, red de impresión digital av. presidente juárez 2004 frac. industrial puente de vigas 54090 tlalnepantla, edo. de méxico 5 de abril de 2004